Sombras

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SOMBRAS

POR

SILVIA CHAPARRO
Siempre me pareció curioso cómo retumba el sonido de los tacones en los garajes. Me refiero,

claro está, a garajes solitarios, fríos y, muy probablemente, oscuros. En eso pensaba aquel día de

invierno, mientras caminaba hacia la puerta de salida del garaje de mi casa. Nada más poner un

pie fuera del coche supe que algo ocurría. A veces es difícil definir los sentimientos pero en ese

momento sentí terror. Ese terror infantil e irracional que te hace gritar un hola en tu casa cuando

tu razón te da una colleja y te dice que eres idiota, que no has oído la puerta, que es imposible

que haya nadie más allí. Pero ahí estás tú, andando de puntillas por el pasillo con un cuchillo de

la cocina en la mano. Irracional, pero terror al fin y al cabo.

Y ése era uno de esos momentos en los que tu mente construye en diez segundos tres o cuatro

historias dramáticas, casi siempre infundadas pero perfectamente factibles, con ladrones ,

violadores o cualquier otro tipo de delincuente como protagonista, que acecha tras cualquier

columna esperando impaciente tu llegada.

Sentía que había alguien persiguiéndome. No quería mirar hacia atrás por miedo a ver algo que

no quería ver. Cada segundo caminaba más rápido, con esa sensación de ahogo en la boca del

estómago.

Llegué a la puerta intermedia entre el garaje y la calle, la abrí de golpe y la crucé, sin poder

evitar que el rabillo del ojo venciera al miedo. Y como no, no había nada detrás de mí, ni en

todo el garaje. Reconozco que tampoco me fijé demasiado. Un ligero escalofrío recorría mi

espalda desde hacía unos minutos y lo único que quería era salir de allí. Pulsé el interruptor de

apertura automática de la segunda puerta y empecé a subir las escaleras. No era más tarde de las

diez de la noche pero había un silencio ensordecedor. Al menos todas las luces estaban

encendidas y así, al menos, el miedo era algo menor.

De repente, algo metálico sonó a mi espalda, como si no hubiera cerrado bien la última puerta

del garaje y, aunque era posible, no era muy probable. Siempre me aseguraba de cerrar bien

todas las puertas. Un leve siseo empezó a aproximarse a mí, subiendo poco a poco las escaleras.

Un siseo pegajoso, cenagoso y terroso que se arrastraba escalón tras escalón. Mi terror se iba
convirtiendo en pánico y parecía que la puerta del portal estaba a kilómetros de donde yo me

encontraba. Me estaban siguiendo.

Hay más cosas curiosas, como la sarta de tonterías que piensa tu mente en una situación de

pura supervivencia. Por qué hoy me he puesto tacones, por qué no cogí un bolso más cómodo o

por qué voy tan cargada. Como si eso sirviera de algo.

Salí corriendo y mientras lo hacía buscaba las llaves del portal sin éxito. El siseo era cada vez

más audible y más contundente. Algo se deslizaba por el suelo, despacio pero continuo. Por fin

conseguí palpar el llavero que me condujo a las ansiadas llaves, las saqué y ya sin mirar a

ninguna parte, fijé toda mi atención en conseguir meterlas en la cerradura y abrir la puerta. Se

acercaba. Se acercaba y si no conseguía abrirla pronto acabaría tocándome con ese sonido tan

repugnante. Lo conseguí al cabo de lo que me pareció una hora y entré en el portal a

trompicones, cerrando con fuerza la puerta. Apoyé la espalda en la pared, cerré los ojos y

respiré hondo. El sentimiento de miedo iba desapareciendo según mi mente asumía que me

encontraba en un lugar seguro. Abrí los ojos y miré hacia la calle. No veía nada. Nada diferente

a lo de cualquier otro día. Encendí la luz y llamé al ascensor. Seguía oyendo el siseo al otro lado

de la puerta. Cada vez más fuerte y cada vez más cerca. Había algo raro a mi alrededor, como si

la luz fuera diferente, pero cuando miré hacia arriba comprobé que no había ninguna bombilla

fundida. De repente la luz se apagó. Habían pasado los treinta segundos de rigor y el

temporizador había hecho su trabajo. El corazón me dio un vuelco, ya tenía suficiente miedo

como para quedarme a oscuras, y me tiré como una loca hacia el interruptor. Mis dedos se

pararon a dos centímetros, bloqueados. Decidí quedarme quieta y en silencio, anulando todos

mis sentidos a favor del oído. No se escuchaba nada y parecía que el siseo había desaparecido, o

al menos había disminuido bastante. El motor del ascensor se detuvo y las puertas comenzaron a

abrirse, y justo en ese momento el siseo, muy leve, volvió a sonar. Ese siseo… Encendí la luz y

se volvió mucho más fuerte y más agobiante. Empecé a recorrer con la mirada cada milímetro

del portal en el que estaba intentando protegerme aun no sabía de qué y entonces me di cuenta
de que en uno de los rincones, el más oscuro, había formas, formas de barandilla, de puerta, de

columna y de mujer, todas mezcladas y con ese horrible siseo rodeándolo todo.

Mi sombra encabezaba el ejército y sin poder creer lo que estaba viendo dejé caer mi bolso al

suelo que, al estar abierto, derramó todo su contenido. Me agaché para recoger, sobre todo, las

llaves de casa y el móvil, y vi como uno de los dos pintalabios que había decidido llevar encima

esa noche iba rodando hacia la pared de enfrente mía, donde las sombras pujaban por escapar.

Al rozar una de ellas parte del pintalabios desapareció delante de mis ojos, quedando partido

casi por la mitad, como si lo hubieran cortado. Seguían acercándose y no pensaba quedarme allí

esperando a que me atraparan. Me metí en el ascensor y pulsé el cuatro una y otra vez hasta que

por fin las puertas se cerraron. No hacía más que mirar al suelo pero la luz era demasiado

intensa y no parecía que hubiera ninguna sombra definida, aunque el siseo seguía sonando

incansablemente. Por fin llegué al descansillo del cuarto piso y salí del ascensor con las llaves

preparadas. Me pegué a la puerta y comencé a palparla para encontrar el punto exacto donde

introducir la llave sin tener la necesidad de ver. El siseo no se había detenido y ahora provenía

de las escaleras, donde la luz de las farolas entraba por la pequeña ventana que había entre el

tercer y el cuarto piso.

Conseguí entrar y parecía que el siseo se iba deteniendo. La casa estaba en penumbras. Bajé

todas las persianas y corrí todas las cortinas para que ninguna luz de la calle rompiera esos

segundos de calma.
Ya es el tercer día que estoy aquí encerrada. Ayer intenté salir a la calle, a plena luz del día,

pensando que así no pasaría nada, o al contrario, me encontraría a más gente en mi misma

situación. Conseguí llegar al supermercado de la esquina esquivando todas las sombras, sin

dejar de oír ese jodido siseo por todas partes. Hice acopio de latas, fruta en almíbar, galletas y

chocolate. No sabía cuándo podría volver a salir a la calle. El siseo a veces se convertía en un

zumbido insoportable, y por mucho que tapara mis oídos, no conseguía dejar de escucharlo.

Cargada con el carro de la compra hasta arriba de provisiones no fui capaz de distinguir ningún

comportamiento diferente al habitual en ninguna persona de las que se cruzaron en mi camino.

No parecía que a nadie le pasara lo mismo que a mí y la vida parecía transcurrir con total

normalidad. Volví a mi casa y llevé el carro a mi habitación, donde también tenía varias botellas

de agua. A las pocas horas de regresar despegué un trozo de toalla de una de las paredes. Una

tenue luz entró y proyectó en el suelo la sombra de una lámpara de pie. Solté al hámster, solo

para ver qué pasaba, con la esperanza de que todo esto fuera una simple alucinación. No pude

evitar vomitar mientras recogía a oscuras, tras volver a tapar la ventana, su cuerpo inerte y

mutilado, sabiendo que sus sesos se habían esparramado por el suelo al ser su cabeza lo primero

que rozó la sombra.

He roto la luz de la nevera así como el resto de bombillas. Todas las persianas están descolgadas

y he puesto en todas las ventanas varias toallas con clavos, para evitar que cualquier pequeño

rayo de luz pueda colarse por alguna rendija. Tengo teléfono y sé que podría pedir ayuda, pero

no se me ocurre a quien, y no quiero acabar en un psiquiátrico drogada con antipsicóticos y

rodeada de fluorescentes baratos de luz blanca…y de ese siseo.

Me siento en el suelo y abro una lata de atún, que empiezo a comer con las manos. De momento

tengo comida para bastantes días. A veces pongo la radio, es lo único que ahora me hace

compañía y me ayuda a no perder la poca cordura que me queda.

Pero… ¿Cuánto tiempo aguantaré en la oscuridad? ¿Cuánto tiempo queda para que cometa un

error y vengan a por mí?

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