Cuento Vane
Cuento Vane
Cuento Vane
Eran las seis, era el día seis, solo puedo estar segura de la fecha, de la hora, el
nombre de los días ya no significa nada, es como si viviéramos un ciclo monótono
y demasiado cotidiano desde que sale el sol hasta que se acuesta, casi como
autómatas.
A las seis y cinco los gritos aumentaban, me restriego bruscamente los ojos, veo
borroso, necesito mis anteojos, identifico en ese momento el lugar desde el que
todo proviene, el techo. Hace años que abro los ojos y veo este mismo techo, pero
desde el día en que nos encerraron sueño con abrir los ojos y estar a cielo raso,
una fantasía extraña, ¿cuántas veces en la vida he dormido contemplando el
cielo?
Seis y diez.
Seis y trece.
Al llegar al salón caigo al suelo como el golpe de esa porcelana que viene de
estrellarse, me arrastro a la cocina y todo parece explotar por los aires, imagino
cubiertos, vasos, platos, cacerolas, todo volando. Observo, atentamente, el imán
de mi pared en el que cuchillos de todos tamaños se exponen, orgullosos de ellos
mismos y de la mano que los utiliza con esmero. Vuelvo en mí.
Mi cuerpo tiembla.
Son apenas las seis y cuarto y siento que ya he vivido todo el día.
Son las seis y diecisiete. Escucho al fondo de la línea como se comunican por
radio. Los gritos aumentan.
–Sí, para entrar tendrá que marcar usted el código 0000 en la reja, posteriormente
el código 1111 en la puerta de vidrio, al llegar al ascensor un nuevo código será
necesario, el A2222B, vaya al décimo piso, es la puerta K, saliendo a la derecha la
puerta más a la derecha de entre las diez del pasillo.
Respiro, me digo que nuestro edificio no está preparado para que alguien venga a
prestar ayuda con urgencia. Estamos encerrados y somos inaccesibles. A razón
de todos los botones que tendrían que tocar, estoy segura de que ningún
organismo pondría en peligro la vida de sus valerosos funcionarios para intervenir
en algo que parece ser una simple disputa familiar.
Seis y veinte.
Seis y veinticinco.
Seis y veintisiete.
Escucho cuatro golpes firmes. Llaman a la puerta. Diez minutos desde mi llamada.
¡Cuánta rapidez! Nuevamente, cuatro golpes, siento la vibración de la puerta en el
techo que llega a mi puerta, a mi pequeño muro en el que intento mantenerme en
pie.
Son las seis y treinta y cinco, vuelvo a la puerta y ya no escucho a nadie fuera.
Menos de diez minutos y los funcionarios se han marchado.
A las seis y cuarenta, lo escucho a él, gritando una lengua que yo no comprendo,
la escucho a ella respondiendo, y escucho a otros tantos. Los portazos vuelven a
comenzar, esos que parecen insultos en una lengua que yo no comprendo
recrudecen, la porcelana se quiebra, los gritos…
Respiro sin hacer ruido, me quedo inmóvil, recorro con mis ojos el techo desde
detrás de mi cabeza hasta llegar a la ventana. Me quedo quieta, a lo lejos el sol se
levanta, pero la ciudad parece inerte, su silueta va desapareciendo poco a poco, al
mismo tiempo en el que se cierran mis párpados cansados. Creo que hoy es
lunes.
Seis cincuenta.
Poco a poco empiezo a recobrar la calma, recuerdo que tengo que desayunar
para poder continuar de pie el resto del día. Busco en la cocina, al abrir el
refrigerador observo que no hay nada, pareciera que nadie se ha ocupado de
llenarlo. La alacena vacía también; solo hay un frasco de café. Me apresuro a
prepararme una taza, mis manos tiemblan, no sé si de hambre, de inseguridad o
de miedo por no saber lo que sucede a mi alrededor.
Por fin está mi café, su aroma delicioso borra todo pensamiento de mi mente, lo
bebo poco a poco hasta terminar. Justo es en ese momento en que algo sucede
en el departamento de arriba.
Siete en punto.
Siete doce.
Siete quince.
La policía llega al edificio, lo intuyo al escuchar las sirenas de las patrullas. Los
pasos rápidos al subir las escaleras son la clave de que algo no anda bien. No
puedo imaginar que sucede, todo es incierto, confuso; solo se puede escuchar
voces que dicen: -No salgan de sus departamentos. No abran la puerta. No se
asomen por las ventanas.
Siete veinte.
Aun no comprendo que sucede, que está pasando a mi alrededor, porqué soy la
única que está encerrada, bueno debe haber alguien más; debo decidir salir de
aquí, tratar de buscar personas que pueda apoyarme, que me ayude a salvarme.
No tengo armas con qué defenderme, me asomo por la ventana y veo algunos que
andan deambulando, caminando sin sentido, como si hubieran perdido el juicio.
Siete cuarenta.
De pronto pienso: - Oh por Dios!! … ¿acaso esto es el fin del mundo? ¿Por qué
estoy aquí, por qué me toco a mi? Por qué no puedo salir de aquí y reunirme con
mi familia, vivir como antes. Por qué no puedo despertar de esta pesadilla, como
puedo sobrevivir a este apocalipsis, necesito una señal, necesito valor para salir
de aquí pedir ayuda a alguien que sea inmune a esta pesadilla; pero claro estoy
sola en esto.
Ocho en punto.
Ocho diez.
Ocho dieciséis.
Ocho diecinueve.
Decido colgar la llamada, ahora tengo más miedo. ¿Alguien me persigue? Qué o
quién podrá ser, es muy extraño todo. No obtengo respuesta de ningún lado, todo
es misterio, es una locura, o soy yo quien se está volviendo loca. Lloro fuerte, lloro
en silencio, mis lágrimas recorren mi rostro sin parar, siento que voy a explotar y
de pronto empiezo a escuchar la lluvia. Una lluvia extensa que apaga todos los
demás ruidos, me tranquiliza escuchar las gotas de agua caer por el ventanal.
Un ruido insistente taladra mi oído, por más que busco no encuentro el origen de
tan molesto sonido hasta que después de tanto buscar veo que mi despertador
suena sin parar. Lo detengo con un golpe y abro los ojos.
El sol brilla de nuevo, me asomo a la ventana y la gente recorre las calles rumbo a
su trabajo, a la escuela, a su vida diaria. Pongo atención y una suave música
proviene del departamento de arriba, respiro profundamente el aire que toca mis
mejillas. Ahora entiendo todo ha sido una terrible pesadilla. Ya no hay ruido, no
hay voces, no hay peligro, no hay que protegerse de ninguna enfermedad, nadie
me persigue, solo fue un mal sueño.