Ricoeur Paul - Finitud Y Culpabilidad
Ricoeur Paul - Finitud Y Culpabilidad
Ricoeur Paul - Finitud Y Culpabilidad
Paul Ricoeur
PROLOGO
A LA EDICION ESPAÑOLA
El estudio que en “La Symbolique du Mal” lleva a cabo Paul Ricoeur es tan
importante para una teología viva como para la filosofía de la religión. Las
viejas categorías de la escolástica y la polémica de los Reformadores son aquí
eficazmente reactualizadas. En cuanto al mito, Ricoeur, partiendo de la
conciencia del hombre moderno, que ha disociado mito e historia, se remonta
aguas arriba de ésta, hasta el reencuentro del mito en cuanto a mito. El mito no
es logos, ciertamente, piensa. Pero en vez de su destrucción o démythisation
(Bultmann, etc.), la tarea de Ricoeur consistiría en una démythologisation, es
decir, en una extirpación del recubrimiento pseudo-lógico del mito, para su
recuperación como tal mito puro. (Adviértase que Bultmann usa la palabra
Entmythogisierung, a la que literalmente traduce démythologisation; pero que
en la interpretación -a mi juicio, justa- de Ricoeur es equívoca, porque
realmente significa más bien démythisation.)
Considero un gran acierto editorial la traducción de este bello libro, de tan claro
interés interdisciplinar, que apareció en Francia va para diez años, y cuyo autor
es relativamente poco conocido en nuestro país, desde luego par debajo de su
mérito.
FINITUD Y CULPABILIDAD
PROLOGO
Igual que la simbólica del mal representaba una expansión de la mítica, tal
como la proponía el Volontaire et l'Involontaire 2, así la teoría de la labilidad
constituye una expansión de la perspectiva antropológica de la primera obra,
que se ceñía más estrictamente a la estructura de la voluntad. El esfuerzo por
elaborar el concepto de labilidad dio ocasión a una investigación mucho más
amplia sobre las estructuras de la realidad humana. Así, el dualismo existente
entre lo voluntario y lo involuntario 3 vino a ocupar el puesto que le
correspondía dentro de una dialéctica mucho más vasta, dominada por las
ideas de desproporción, de polaridad de lo finito y de lo infinito, y de
intermediario o mediación. Y precisamente en esa estructura de mediación
entre el polo de finitud y el polo de infinitud del hombre es donde fuimos a
buscar la debilidad específica humana y su labilidad esencial.
Antes de descorre el velo de las riquezas que encierra esta meditación, eco de
la precedente, quiero declarar la deuda que tengo contraída con la obra de
Jean Nabert: en dicha obra hallé el trazado de una reflexión que no se limita a
esclarecer el problema del mal partiendo de la doctrina de la libertad, sino que,
a su vez, sigue constantemente ampliando y profundizando la doctrina de la
libertad bajo el acicate de ese mismo mal, de que ella misma, sin embargo, se
hizo responsable. Ya en la Eléments pour une Ethique incorporó su autor la
reflexión sobre la culpa a un proceso orientado a adquirir conciencia de la
“afirmación originaria” que me sitúa por encima de mis elecciones y de todos
mis actos particulares. Allí se veía cómo la confesión de la culpa implicaba al
mismo tiempo el descubrimiento de la libertad.
Así se ve que en una visión ética no sólo es cierto que la razón del mal radica
en la libertad, sino que, además, la confesión del mal es la condición de la
conciencia de la libertad, ya que en esa confesión es donde podemos
sorprender la sutil articulación del pasado con el futuro, del yo con sus actos,
del no-ser con la acción pura en el corazón mismo de la libertad. Esa es la
grandeza que representa la visión ética del mundo.
Pero ¿puede una visión étiva explicar el mal sin residuos, sans reste? Esta es
la cuestión que late constantemente en la última obra de J. Nabert, Essai sur le
Mal. Si el mal es “lo injustificable”, ¿se lo puede reparar integralmente con la
confesión con que lo reconoce la libertad?
Esta dificultad la encuentro yo por otro camino, por el de la simbólica del mal.
El enigma principal de esta simbólica consiste en que el mismo mundo de los
mitos está ya desintegrado y desvirtuado; el mito de la caída, que es la matriz
de todas las especulaciones ulteriores relativas al origen del mal dentro de la
libertad humana, no es el único mito; fuera de sí deja la rica mítica del caos, de
la ceguera trágica, del alma desterrada; aunque el filósofo apueste a favor de la
superioridad del mito de la caída, en virtud de su afinidad con la confesión con
que la libertad reconoce su responsabilidad, y aunque esa apuesta nos autorice
a reagrupar todos los otros mitos en función del mito de la caída, tomado como
base de referencia, lo cierto es que el mito de la caída no logra eliminar ni
reducir los demás. Más aún, la exégesis del mito de la caída revela
directamente esta tensión existente entre dos significados: por un lado, el mal
entra en el mundo en tanto en cuanto el hombre lo pone; pero el hombre sólo lo
pone en cuanto que cede al asedio del Adversario. Esta estructura ambivalente
del mito de la caída señala ya de por sí los limites de la visión ética del mal y
del mundo: al “poner” el mal, la libertad es víctima de Otro. La reflexión
filosófica tendrá por objeto “recoger” las sugerencias de esta simbólica del mal,
ampliarlas a todos los registros de la conciencia del hombre desde las ciencias
humanas hasta la especulación sobre el “siervo albedrío”. Si “el símbolo invita a
pensar”, lo que la simbólica del mal invita a pensar, afecta a la grandeza y al
limite de toda visión ética del mundo, ya que el hombre que nos revela esa
simbólica aparece no menos como víctima que como reo.
LIBRO PRIMERO
EL HOMBRE LABIL
CAPITULO I
LA PATETICA DE LA “MISERIA” Y LA REFLEXION PURA
1. HIPÓTESIS DE TRABAJO
Sólo que jamás se alcanza ese limite; pues la comprensión que tiene el hombre
espontáneamente posee una riqueza de significado que jamás podrá agotar la
reflexión. Por ese mismo exceso de significado nos veremos forzados en el
libro II a abordar la cuestión de manera totalmente diferente: no ya por la
reflexión pura, sino por la exégesis de los símbolos fundamentales, por los que
el hombre confiesa la esclavitud de su libre albedrío.
2. LA PATÉTICA DE LA “MISERIA”
Lo que coloca a estos mitos del Banquete y del Fedro a la cabeza de las
formas no filosóficas o prefilosóficas de una antropología de la labilidad no es
sólo su anterioridad histórica, sino el carácter indiferenciado del tema de la
miseria, al que sirven de vehículo. En ellos aparece la miseria indivisamente
como limitación originaria y como mal original; podemos leer alternativamente
esos grandes mitos como mitos de finitud y como mitos de culpabilidad. El mito
es la nebulosa que ha de rasgar la reflexión. Una reflexión más directa sobre
los mitos del mal nos revelará más adelante el fondo mítico a que pertenece
esta nebulosa de existencia miserable y de libertad malograda; se verá también
que Platón, a fuer de filósofo, no confundió el mal con la existencia corporal, y
que el platonismo presenta un mal de injusticia que es específico del alma.
Si tomamos el mito tal como se nos cuenta, es decir, sin el retroceso en que
puede enfocarlo la historia de las religiones y sin la exégesis que comienza a
rasgarlo, se nos presenta como el mito global de la “miseria”. Puede decirse
que toda meditación que tiende a restablecer esa indivisión entre la limitación y
el mal moral vuelve irremisiblemente al tema de la miseria. La “miseria” es esa
desgracia indivisa que nos cuenta los mitos de la “mezcla” antes de que la
reflexión propiamente ética la haya hecho cristalizar en “cuerpo” y en
“injusticia”.
Pero en el mito hay algo más que en la reflexión: hay más en potencia, aunque
haya menos determinación y menos precisión. Esa reserva inagotable de
sentido no proviene sólo de Poros –que es, evidentemente, más y mejor que el
entendimiento kantiano-, sino también de Penia.
Más adelante explicará cómo entrevió Platón el paso del mito a la dialéctica y
cómo la mezcla se convirtió en “mixto”, y luego en la justa medida, gracias a
una transposición de la oposición pitagórica entre el límite y lo ilimitado, y con
la ayuda de la razón práctica.
Este mismo “sentir” supone “otro instinto secreto que nos queda de la grandeza
de nuestra primera naturaleza, que nos da a entender que la dicha sólo se
encuentra realmente en el reposo, no en el bullicio. De estos dos instintos
contrarios se forma en nosotros un plan confuso, que se esconde a nuestra
mirada en el fondo de nuestras almas, y que nos impulsa a buscar el reposo en
la agitación y a figurarnos siempre que nos llegará la satisfacción que no
poseemos, si logramos superar ciertas dificultades que vemos en nuestro
camino, y podemos abrirnos por ahí una puerta al reposo” -ibíd-.
No parece que una retórica de la miseria pueda llegar más allá de esta
paradoja de una condición disimulante-disimulada; su ambigüedad subsiste en
ese plano de la exhortación y de la paramitía pascaliana; y esa paradoja debe
conservar todas las apariencias de un círculo vicioso.
CAPITULO II
LA SINTESIS TRANSCENDENTAL PERSPECTIVA FINITA, VERBO INFINITO,
IMAGINACION PURA
¿En qué sentido nos atañe esta elección del punto de partida? En que la
primera “desproporción” susceptible de investigación filosófica es la que nos
descubre la facultad cognoscitiva. Lo que para la comprensión patética del
hombre era “mezcla” y “miseria”, aquí se llama síntesis. Así, sin preocuparnos
por ortodoxias criticistas, encontraremos los motivos de la teoría kantiana sobre
la imaginación transcendental, que es precisamente una reflexión sobre el
“tercer término”, sobre el “intermediario”. Esta será, pues, la primera etapa que
recorreremos en nuestro intento de transportar los mitos de la mezcla y de la
patética de la miseria a una filosofía de la labilidad.
Preguntará alguno: ¿en qué puede afectar a una filosofía de la labilidad una
reflexión sobre la función intermediaria de la imaginación en el sentido
kantiano? Aquí es donde aparece la segunda excelencia de una reflexión de
estilo “transcendental”, a saber: que se trata de una reflexión que parte del
objeto, o, dicho con más precisión, de la cosa. Precisamente meditando “sobre”
la cosa es como discierne la facultad de conocer. Analizando la cosa es como
descubre la desproporción específica del conocimiento, entre el recibir y el
determinar. Estudiando la cosa es como percibe el poder de la síntesis.
Precisamente por eso, porque arranca de la cosa, esta meditación es
verdadera reflexión, y reflexión transcendental; una meditación inmediata sobre
la in-coincidencia entre el yo y el yo se perdería automáticamente en la patética
y no habría introspección posible capaz de infundirle la apariencia de rigor
racional; pero la reflexión no es introspección; la reflexión da el rodeo por el
objeto: es reflexión sobre el objeto. En eso consiste propiamente su carácter
transcendental, en que muestra en el objeto lo que en el sujeto hace- posible la
síntesis. Esta investigación sobre las condiciones de posibilidad de una
estructura del objeto rompe el molde patético e introduce el problema de la
desproporción y de la síntesis en la dimensión filosófica.
Pero junto con la fuerza aparece también la limitación de esa reflexión: esa
síntesis que nos revela y que analiza no podrá ser precisamente más que una
síntesis en el objeto, en la cosa, una síntesis únicamente intencional, una
síntesis proyectada hacia el exterior, hacia el mundo, hacia la estructura de esa
objetividad que ella misma hace posible. Indudablemente, se podrá dar el
nombre de “conciencia” a ese poder de síntesis, como hizo Kant; se podrá
hablar de la síntesis como “conciencia”, pero esa “conciencia” no es una
conciencia para sí; se limita a quedar proyectada, representada cara a cara.
Por eso se precisará otro tipo de meditación para continuar la trayectoria y
pasar de la conciencia a la conciencia en sí.
1. LA PERSPECTIVA FINITA
En la cosa es en la que yo descubro, por una parte, la finitud del recibir, y por
otra parte, esa especie de infinitud del determinar, del decir y del querer-decir,
que, como veremos, culmina en el verbo.
Entonces, ¿qué es lo que hace que esa abertura sea una abertura finita?
El análisis de la receptividad nos servirá de guía entre las múltiples
modalidades de la mediación corporal. ¿Por qué elijo esta modalidad? Porque
ésta es la modalidad primaria de esta mediación; ella es la que hace que
aparezca alguna cosa: lo deseable, lo temible, lo practicable, lo útil y todos los
predicados estéticos y morales de las cosas son adicionales a la aparición
primaria. No que sean más “subjetivos” que la cosa percibida en cuanto tal,
sino que están “montados sobre” la primera piedra de lo percibido. Hay que
empezar, pues, por la receptividad.
Precisemos más de cerca los momentos de este análisis regresivo que nos
lleva desde la otreidad de las siluetas al carácter de origen y de punto de vista
del cuerpo perceptor. Notemos, en primer lugar, que al comenzar por el objeto
y no por el cuerpo, al retroceder desde lo percibido hacia el perceptor, no
corremos el riesgo de que nos remitan desde la cosa en el mundo a otra cosa
en el mundo, que sería el cuerpo-objeto, tal como lo observa desde fuera y lo
conoce científicamente la psicofisiología; pues ese cuerpo-objeto mismo es, a
su vez, algo percibido. Lo que nosotros desprendemos de los caracteres
mismos de lo percibido es precisamente el cuerpo perceptor. Y es necesario
desprenderlo por un proceso especial, pues precisamente por su función de
mediación se suprime y elimina a sí mismo en el término percibido, en el que
vienen a estrellarse en cierto modo las operaciones del recorrido del objeto.
Eso no deja lugar a duda. Ahora, para explicar ese privilegio que poseen sólo
los movimientos globales para establecer la noción del punto de vista, incluso
cuando ese punto de vista está determinado específicamente por el oído, la
mirada o el tacto, hace falta añadir a este análisis otra observación
suplementaria, con que precisar mejor la cosa: al mismo tiempo que
descompongo la identidad del objeto en la otreidad de las siluetas, y ésta en la
otreidad de las posiciones activas y pasivas del cuerpo, refiero la diversidad de
las operaciones a la identidad de un polo-sujeto: esas diversas siluetas se me
muestran a mí, es decir, a esta unidad y a esta identidad del polo-sujeto, en
cierto modo sobre el fondo de la diversidad del flujo de las siluetas y sobre el
fondo del flujo de las posiciones. Por tanto, el “aquí desde donde” afecta al
propio cuerpo en cuanto posición global del cuerpo sobre cuyo fondo se
recortan las posiciones particulares de los órganos. Así, mi mano puede
cambiar de posición sin que yo cambie de lugar. Eso es lo que quiso decir
Descartes al afirmar que el alma está unida a todo el cuerpo. “En cierto modo”,
el alma se desplaza con el cuerpo; lo que significa que el yo, como polo
idéntico de todos los actos, está dondequiera que esté mi cuerpo, considerado
en su totalidad.
Pero esta necesidad no es un destino exterior; sólo llega a serlo por una
falsificación, cuya trayectoria es fácil descubrir. Para distinguir de mi misma
abertura esa estrechez, necesito referirla, mediante una nueva regresión que
me lleva, por encima de todos mis “desplazamientos” pasados, a un primer
lugar que coincide con el hecho de mi nacimiento. Yo nací en algún sitio: una
vez “puesto en el mundo”, en lo sucesivo percibo ese mundo por una serie de
cambios y de novedades a partir de ese lugar que ni escogí ni puedo evocar
con mi memoria. Entonces mi punto de vista se desgaja de mí como un destino
que gobierna mi vida desde fuera.
2. EL VERBO INFINITO
El punto de partida de mi nuevo análisis no debe ser distinto del que nos ha
conducido a la idea de perspectiva. Decía yo que percibimos el carácter
perspectivista de la percepción sobre la misma cosa, a saber: sobre esa
notable propiedad del objeto de no mostrarnos jamás simultáneamente más de
una cara, y luego- otra. Pues bien, también traspaso mi perspectiva sobre la
cosa misma. En efecto, yo no puedo afirmar esa unilateralidad sin afirmar al
mismo tiempo todas las facetas que no veo de momento. Ese “nada más
que...” restrictivo, enunciado en la proposición “yo no percibo, cada vez, nada
más que una faceta”, sólo entra en el campo de la reflexión por un acto
limitante que responde a una situación limitada. Pero ese acto limitante no lo
advierto tampoco directamente, sino por reflexión, igual que yo percibía la
perspectiva perceptora reflexionando sobre la unilateralidad de lo percibido. Yo
capto por anticipado la cosa misma encajando esa faceta que estoy viendo en
el conjunto de las que no veo, pero que sé que hay. Así juzgo de la misma cosa
rebasando, transgrediendo la faceta de la cosa misma. Esta transgresión o
desbordamiento representa la intención de significar; por ella yo me adelanto al
sentido que jamás captará nadie en ningún sitio, que no constituye ningún
superpunto de vista, ningún mirador en las nubes, que no tiene nada de punto
de vista, sino que es la inversión de todo punto de vista en lo universal.
Esta dialéctica del significar y del percibir, del decir y del ver, parece clara y
absolutamente primitiva; y, por tanto, ese proyecto de montar una
fenomenología de la percepción en que se soslayase o aplazase el momento
del decir y se eliminase esa reciprocidad del decir y del ver constituye, en
definitiva, un cometido insostenible. En este punto están de acuerdo la primera
de las Investigaciones lógicas de Husserl y los primeros capítulos de la
Fenomenología del espíritu de Hegel.
2 Podría establecerse una progresión que avanzase desde las expresiones que
no connotan ni co-significan nada, como si de alguna manera quedasen en
suspenso, hasta las expresiones imposibles de realizar, porque su realización
queda excluida automáticamente por intuiciones incompatibles -Como la
cuadratura del círculo- y desde éstas a otras expresiones gramaticalmente
imposibles -como “verde es, pues”, en que la conjunción “pues” figura como
atributo sin poder serlo.
Ahora bien, tanto Hegel como Husserl ven en el lenguaje el vehículo de esa
dialéctica: “Nosotros no hablamos abstractamente de la misma manera que
miramos, que apuntamos a esta certidumbre sensible.” Desde el momento en
que ponemos en el elemento de la palabra el “ahora es de noche”, aparece un
nuevo “ahora” “en el que no es de noche”. El ahora hablado y conservado en la
palabra se ha convertido en un “no-esto”, en un “no-ahora”. Así nace lo
universal en ese mentís que el flujo del aparecer opone a la permanencia de
nuestras palabras. “Pero, como estamos viendo, lo más verdadero es el
lenguaje: con él llegamos hasta a refutar nuestro parecer (Meinung); y, puesto
que lo universal es lo verdadero de la certeza sensible y el lenguaje expresa
solamente eso verdadero, entonces resulta imposible ciertamente poder decir
un ser sensible que estemos mirando, apuntando a” (Phénoménologie de
l'Esprit, trad. Hypolite, I, 84).
Iniciemos nuestro estudio por el análisis que hace Aristóteles del verbo en su
tratado sobre la Interpretación (párrafo 3). El verbo, dice, contiene una
significación nominal cruzada por una significación adicional -7tpoo-Qr¡ptavev
pag53- y hasta por un sobre significado doble. Efectivamente, por un lado, el
verbo designa el tiempo, es decir, que sitúa en la existencia presente la
significación nominal del verbo. Cuando digo “Sócrates marcha”, afirmo la
presencia presente de la marcha, y todos los demás tiempos son flexiones del
presente. Esta puesta en la existencia afecta a todo el significado nominal del
verbo, es decir, a todo el bloque con que se enfrenta el sujeto, y que
eventualmente habrá de descomponerse en cópula y predicado. En la
proposición “Sócrates está sentado”, el verbo es todo el bloque “está sentado”,
y ese conjunto es el que sobresignifica -o, como dice Santo Tomás,
consignificat- el tiempo. Por otra parte, además de afirmar la existencia, el
verbo añade otro elemento significativo al sentido que ya posee como nombre,
y es la atribución al sujeto. Lo que dive el verbo, lo “refiere a otra cosa”. Esta
segunda función no está confinada a algún otro elemento de la frase, como si
la cópula designase la existencia presente y el predicado la atribución, sino que
también aquí es todo el verbo en bloque el que asume ambas funciones.
“Sócrates marcha” quiere decir: la marcha “existe ahora”, y esa marcha “se
afirma” de Sócrates.
Gracias a esta doble intención del verbo, la frase humana encuentra a la vez su
unidad de significado y su capacidad de error y de verdad. El verbo es el que
“aglutina” la frase, ya que es él el que refiere por su significado suplementario
el significado atribuido al sujeto de atribución: al declarar el ser, introduce la
frase humana en el reino ambiguo de lo verdadero y de lo falso.
A nosotros nos corresponde reflexionar sobre esa cuádruple facultad del verbo,
para encontrar en ella, de acuerdo con la tradición que va desde Santo Tomás
a Descartes y Malebranche, la electio y el liberum arbitrium, que es también
liberum iudicium, que es ese poder de los contrarios, esa facultad de afirmar o
negar; en una palabra, lo que en esta tradición se llamó la “voluntad” en el
juicio 6.
6 También Aristóteles -en la Ética a Nicómaco, III- inició este análisis con el
estudio de la voluntariedad e involuntariedad en las acciones, y de la liberación
y de la preferencia en la elección de los medíos; pero esta teoría sobre el juicio
práctico quedó relegada a la ética y desconectada del ensayo sobre el verbo,
que desarrolló independientemente dentro del cuadro del Organon.
Empalmando estas dos líneas analíticas, se ve en seguida, a mi juicio, la
correlación poético-noemática entre el poder de afirmar -vórjuagy la
supersignificación del verbo -vórpa.
“Podemos tener varias voluntades de una misma cosa”: con esto Descartes
descubrió una afirmación que mana del mismo centro del tratado aristotélico
sobre la Interpretación: es posible afirmar y negar los mismos atributos sobre
los mismos sujetos; es más, se puede afirmar que es lo que no es, se puede
negar que es lo que no es, se puede afirmar que es lo que es y se puede negar
que no es lo que no es.
Ahora bien, esa voluntad múltiple sobre las mismas cosas desborda la finitud
del entendimiento. Entonces la extensión, la amplitud del querer, es lo que
constituye su independencia, y esa independencia es una cualidad indivisible.
Esta independencia adopta la forma de indiferencia cuando el entendimiento no
presenta ideas claras sobre la elección del tema. Pero, a falta de esa
indiferencia, esa independencia se traduce también en ausencia de coacción, y
hasta, en cierto modo, en poder de hacer o no hacer, de afirmar o negar, de
perseguir o de huir; es decir, en el poder de adoptar actitudes contrarias.
3. LA IMAGINACIÓN PURA
Volvamos ahora, dando un rodeo reflexivo, a la función que hace posible esa
síntesis sobre la cosa; que la hace posible proyectando por anticipado la
objetividad de objeto, es decir, ese modo de ser de la cosa en virtud del cual
puede mostrarse y ser expresada.
Si juzgar es recoger o “subsumir” una intuición bajo una regla, “tiene que haber
un tercer término que sea homogéneo, por un lado, de la categoría, y, por otro,
del fenómeno, y que haga posible la aplicación de la primera al segundo. Esta
representación intermediaria debe ser pura -sin ningún elemento empírico-, y,
sin embargo, es preciso que sea, por una parte, intelectual, y por otra parte,
sensible. Este es el esquema transcendental” (Crítica de la Razón pura, A 138).
Lo que nos interesa en la teoría de la imaginación transcendental es que este
tercer término no tiene un para sí: todo él se invierte íntegramente en hacer que
haya objetividad. Para sí misma, la síntesis imaginativa es oscura; el
esquematismo es “un arte oculto en las profundidades del alma humana, y
cuyo mecanismo verdadero será difícil arrancar a la naturaleza para exponerlo
desnudo a los ojos del público” (A 141). Sería un error considerar esta
declaración de Kant como una confesión del fracaso de una filosofía fundada
en el dualismo del entendimiento y de la sensibilidad. Es sólo el descubrimiento
profundo de que ese dualismo se encuentra superado en algún modo en el
objeto, pero que esa unidad no se presta a reflexionar sobre ella plenamente:
mientras que la objetividad del objeto es lo más claro y manifiesto del mundo
-el verdadero lumen naturale-, la imaginación transcendental, a la que está
enfrentada, sigue siendo un enigma. En efecto, sigue siendo un enigma porque
comprendemos lo que significa recibir, ser afectado; comprendemos lo que
significa determinar intelectualmente; comprendemos que esas dos facultades
no pueden intercambiar sus funciones –“ni el entendimiento puede intuir nada
ni el sentido pensar nada”-; precisamente porque comprendemos todo esto es
por lo que “desconocemos” su raíz común y por lo que “siempre resultará
penoso” el movimiento desde la clara síntesis objetal hasta el oscuro
“intermediario”. Así encontramos en el centro de la visión luminosa una especie
de punto ciego, que consiste en esa función del alma que Kant considera
precisamente “ciega, pero indispensable”. Para decirlo en una palabra, este
término mediador no tiene inteligibilidad propia.
Aún puede añadirse a esta maravilla, puesto que todavía puede determinarse
el tiempo bajo otros aspectos: el tiempo es también lo que puede estar lleno o
vacío, en cuyo caso es homogéneo a las categorías de cualidad, en que cada
sensación tiene un “grado”, según que “llene más o menos” el mismo tiempo.
También puedo considerar el tiempo como un orden, según que alguna cosa
persista en el tiempo, o suceda regularmente a otra cosa en el tiempo, o
existan ambas cosas en un mismo y único tiempo por acción recíproca; así,
pues, el orden del tiempo o el tiempo como orden ofrece a las categorías de la
relación los esquemas disponibles de la permanencia en el tiempo, de".la
causalidad orientada y de la causalidad recíproca.
Para que el tercer término tuviese una inteligibilidad propia, haría falta poder
demostrar que él es la “raíz común” del entendimiento y de la sensibilidad.
Ahora bien, semejante génesis radical de las reglas que rigen el entendimiento
y la intuición, a partir de la determinación transcendental del tiempo -y, por
tanto, una génesis de las categorías a partir de los esquemas-, esa génesis,
digo, no pasa de ser un bello sueño. Si el tiempo se deja determinar conforme
a múltiples relaciones -serie del tiempo, contenido del tiempo, orden del tiempo,
conjunto del tiempo-, es únicamente porque lo determinan relaciones puras y
puramente intelectuales. Nadie hizo ver jamás cómo se puede deducir un orden
nocional articulado de la sola consideración del tiempo. Cuando se habla, como
Heidegger, de la transcendencia de la finitud, no se hace sino soslayar el
problema. Se trunca la cuestión cuando se la plantea así: “¿Cómo puede el
hombre, que es finito y, como tal, está expuesto a los seres y ordenado a
recibirlos en sí, cómo puede, digo, conocerlos en su existencia, es decir,
intuirlos, sin ser, no obstante, su creador?” Conocer los seres no es sólo
dejarlos manifestarse, sino también determinarlos intelectualmente, ordenarlos,
expresarlos. Por eso no bastan para resolver el problema las filosofías de la
finitud, ni siquiera interpretándola como finitud transcendente. Hace falta una
filosofía de la síntesis -de la síntesis de finitud y de racionalidad-. Esta
sustitución sólo ha sido posible a costa de reducir el problema de la objetividad
al del dejar-aparecer. Se ha eliminado la tensión del problema eliminando el
polo del entendimiento a favor del polo intuitivo. Se ha suprimido el problema
específico de la coincidencia de la racionalidad y de la intuitividad, del pensar y
del ver, dentro de la objetividad. Si queremos hacer justicia a la dramática del
objeto, no podemos contentarnos con fórmulas que no hacen más que rozar la
dificultad, cuando no encubrirla: abertura, transcendencia, dejar objetar al
objeto, etc. Estas expresiones son puros espejismos, pues disimulan lo
esencial, a saber: que se aplica un orden nocional a lo que nos muestra la
intuición.
Precisamente porque Kant se preocupaba de semejante orden y de semejante
capacidad de expresión, exigida por la decibilidad misma del objeto, es por lo
que no podía contentarse con una vaga transcendencia inarticulada, que
constituiría un simple escaparate de manifestación, pero nunca un orden
inteligible; por lo mismo, no podía deducir ese orden del mismo tiempo, sino
que debía, por el contrario, determinar el tiempo por la categoría. No se puede
eliminar el problema más que suprimiendo lo que constituye la esencia de la
racionalidad, a saber: el ser ésta un razonamiento articulado. Por eso, Kant
presenta los esquemas como aplicaciones de las categorías a los fenómenos, y
nunca como su origen radical. Ni siquiera cabe distinguir aquí entre la primera y
la segunda edición de la Crítica. En la primera edición declara el autor: “Así,
pues, toda la unidad formal fraguada en la síntesis de la imaginación se funda
en estas categorías” (A 125). Y en la página A 142: “El esquema no es más
que la síntesis pura, realizada según una regla de la unidad por conceptos, una
regla que expresa la categoría.” Más aún, al proporcionarles así una imagen
mediante la representación de un procedimiento general de la imaginación; el
esquema reduce la amplitud de sentido de la categoría. Kant tuvo siempre
conciencia de que el esquema contenía más que la categoría: el esbozo de una
génesis trinitaria de los conceptos puros -como: unidad, pluralidad, totalidad;
realidad, negación, limitación; permanencia, causalidad, mancomunidad;
existencia, posibilidad, necesidad- es la señal de que la génesis radical de los
conceptos puros habría que buscarla más bien sobre la pista de una dialéctica
puramente racional, regulada por un “acto particular del entendimiento” (B 110-
111). Pero Kant no exploró este campo.
Sería una equivocación deducir de esta reflexión que toda filosofía de tipo
transcendental es vana por ser puramente formal. Es la primera etapa de una
antropología filosófica. El que se empeñase en quemar esta etapa para
construir de golpe una filosofía de la persona no acertaría a salir de la patética
más que para caer en una ontología fantástica del ser y de la nada. Si el
hombre es intermedio entre el ser y la nada es porque previamente opera
“mediaciones” en las cosas; su puesto de intermediario es primero su función
mediadora entre lo infinito y lo finito en las cosas. De esta manera lo
transcendental constituye la condición de toda transposición del mito de la
“mezcla” y de la retórica de la “miseria” al lenguaje filosófico.
CAPITULO III
¿En qué consiste ese paso? ¿Qué es lo que exige? ¿Cómo afecta a nuestro
análisis sobre la “desproporción”?
Y no es ésta la única ventaja de este procedimiento: una filosofía que parte del
modo transcendental no sólo revela la totalidad como problema, sino también
como término de aproximación; es decir, que en vez de lanzarse de golpe a la
totalidad, la aborda paso a paso. En un sentido parecido recomendaba Platón
en Filebo que no se precipitase uno ni en el abismo del Infinito ni en la sima del
Uno, sino que aprendiese a entretenerse con los temas intermedios. El
verdadero filósofo, decía, es el que se dedica a “contar y a hacer números”
(Filebo, 17 e): no se debe “ir directamente a lo uno, sino aplicarse, una vez
más, a un número que ofrezca al pensamiento una pluralidad determinada, y
no abordar, finalmente, lo uno hasta haber agotado todo el conjunto” (ibíd., 18
a-b).
Por eso mi método consistirá más bien en tomar la idea de la totalidad como
una tarea, como una idea directriz en el sentido kantiano, como una exigencia
de totalización, y en enfocar el desarrollo de esta exigencia en sentido inverso
de la exigencia de radicalidad y pureza, que reguló la primera fase de nuestra
investigación.
El objeto que nos sirve de guía en esta nueva etapa ya no es la “cosa”, sino la
“persona”. Este objeto suscita el mismo género de regresión reflexiva que la
que nos condujo de la constitución de la cosa a la síntesis de la imaginación
transcendental. El respeto nos revelará su dualismo íntimo; pero por debajo de
este dualismo de carácter ético habremos de redescubrir las raíces de la
desproporción práctica. Para remontarnos, por encima de toda ética caduca, al
momento práctico originario, vamos a intentar hallar, por debajo de todo
dualismo moral, la “desproporción” entre el carácter y la felicidad.
1. EL CARÁCTER
Pero esta misma noción de carácter debe ser abordada paso a paso.
Efectivamente, el carácter es también, a su modo, una totalidad de los
aspectos de finitud. Si no queremos exponernos a convertir el carácter en una
cosa o en una fatalidad, hemos de construir pacientemente su noción a base
del concepto de perspectiva.
a) Perspectiva afectiva
Lo que hace tan sumamente abstracta la idea de perspectiva es, ante todo, la
ausencia de rasgos afectivos en el concepto totalmente “puro” de “punto de
vista”. Podríamos decir que el, “punto de vista” es una perspectiva
“desinteresada”, un simple ángulo visual, una limitación del paisaje, operada y
expresada por un “aquí”. El punto de vista es una perspectiva afectivamente
neutralizada. Por consiguiente, se impone restablecer, ante todo, el aspecto
afectivo de la perspectiva.
Intentemos reconstruir el proceso reflexivo por el que enfocamos nuestra
atención a este nuevo aspecto de estrechamiento, de cierre. En efecto, nuestra
atención no se dirige a nuestra perspectiva afectiva, sino que más bien
empiezan a aparecerme las cosas interesantes a partir de ella; y en esas cosas
es donde percibimos lo amable, lo atractivo, lo odioso, lo repugnante. Más aún,
esos mismos aspectos afectivos de las cosas están implicados en las
disposiciones prácticas de mi voluntad como motivaciones. Nuestra vida
afectiva va desarrollando sus valoraciones espontáneas o reflejas, según
cargamos de motivos nuestra voluntad en su movimiento de proyectar y de
proyectarse. Lo amable, lo odioso, constituyen otros tantos momentos en ese
movimiento de anticipación que llamamos proyecto. Estoy, pues, tanto más
lejos dé advertir el estrechamiento de mi perspectiva afectiva cuanto que en un
principio me absorbe totalmente lo que hago; y lo que hago se incorpora a lo
que me propongo hacer. Así, pues, en mi ingenuidad prerreflexiva me siento
orientado, ante todo, hacia la obra que proyecto, hacia el pragma.
¿Diremos que el querer humano es finito por el hecho mismo de que no es acto
“puro”, sino proyecto motivado, acción-pasión? Recordará el lector que se nos
planteó una cuestión parecida a propósito de la percepción: ¿somos finitos por
el hecho de tener que recibir nuestros objetos para poder formarlos? Y hubimos
de responder que lo primero que revela la receptividad sensorial es su
abertura, y que la finitud es el estrechamiento de esa abertura, es decir, el
aspecto perspectivista de nuestra manera de ser-afectados.
El análisis del deseo señala la misma relación entre abertura y limitación, entre
panorámica del mundo y punto de vista.
El deseo no nos revela nuestra manera de ser afectados; no nos encierra sobre
nosotros mismos, a solas con nuestros deseos; no nos habla en primer término
de nosotros mismos, porque no es en primer término una manera de sentirnos
a nosotros, y mucho menos una “sensación interna”; el deseo es una falta que
experimentamos de...; un impulso que nos orienta hacia... 2. El deseo nos
transporta fuera de nosotros; nos sitúa ante lo deseable, que a su vez está en
el mundo. En una palabra, el deseo nos abre a todos los acentos afectivos de
las cosas que nos atraen o nos repelen. Ese atractivo que captamos en la
misma cosa, allá abajo, en otro sitio, en ninguna parte, es el que convierte el
deseo en una abertura hacia..., y no en una presencia ante sí, cerrada sobre sí
misma.
Pudiera parecer extraño que hablemos de claridad del deseo. Pero esa claridad
es únicamente su intencionalidad. El deseo es, en efecto, falta de..., impulso
hacia... Ese “de” y ese “hacia” denotan el carácter orientado, electivo del deseo;
y ese carácter específico del deseo, en cuanto que indica un deseo de “esto” o
de “aquello”, es el que se presta a que lo esclarezcamos, lo elucidemos -en el
sentido estricto de la palabra-, a la luz de la representación. El deseo humano
hace clara su intención en la representación de la cosa ausente, del camino y
de los obstáculos. Esas formas imaginativas le orientan hacia el mundo; en
ellas me complazco; por ellas salgo de mí. Pero la imagen es todavía algo más:
no sólo anticipa los contornos perceptibles de la conducta y del gesto, sino que
preludia también el placer y el dolor, el gozo y la tristeza de verse unidos o
separados del objeto deseado. Esta afectividad imaginante, avalada por la
efigie afectiva, por el representante o equivalente analógico del placer futuro,
termina por transportarme en imaginación al término del deseo. Aquí la imagen
se identifica con el mismo deseo, que le imprime su sello, la abre y la
esclarece. Por ella a su vez entra el deseo en el campo de la motivación; se lo
puede comparar, desde el punto de vista de su valor, con otros motivos; se lo
puede sacrificar o preferir, aceptar o rechazar.
En este sentido podemos hablar de luz de la afectividad y de claridad del
deseo, lo cual no es otra cosa que su intención, su alcance afectivo. Mi cuerpo,
penetrado de alguna manera por esa aspiración, se desborda a sí mismo; se
hace mediador del proyecto, o, como dice Descartes, “dispone (al alma) a
querer para el futuro las cosas que ella se imagina le convienen” (Traité des
Passions, art. 86).
Pero, así como el deseo tiene esa claridad en cuanto que imagina, resulta al
mismo tiempo confuso, y esa confusión inherente a la claridad del deseo es la
que acusa su finitud. Posee una opacidad invencible que no “pasa” a la
imagen; y no sólo a la imagen de la cosa, ni a la imagen de los caminos, de los
obstáculos y de los medios, pero ni siquiera a la anticipicación imaginante del
gozo de “unirse con la voluntad” a la cosa deseada.
¿En qué consiste, pues, esta opacidad afectiva y qué es lo que significa para el
ser del hombre en su carácter de abertura? Podría decirse acertadamente que
es el anverso o el reverso de la intencionalidad del deseo, y, por consiguiente,
eso que en la aspiración no aspira y en la elección no elige; es un modo de
“sentirnos”, de “encontrarnos” bien o mal, que, hablando propiamente, no
desea nada, ninguna otra cosa, nada preciso, una experiencia global e indivisa
de mi cuerpo, no ya penetrado de todas esas aspiraciones hacia el mundo, sino
replegado sobre sí mismo, que ya no se siente mediador, sino que se siente a
sí mismo. Eso precisamente es la cenestesia, y nada más que eso.
Eso es lo que lo cierra afectivamente, ese hecho de que no pueda ser puro
mediador, y se mantenga también en contacto directo, inmediato, consigo
mismo.
3 De Fin., III, 5. “Fieri autem non posset ut appeterent aliquid nisi sensum
haberent sui eogue se et sua diligerent.”
b) Perspectiva práctica
Esta mediación práctica del cuerpo rebasa los hábitos motores propiamente
dichos. Nuestros mismos conocimientos constituyen también una especie de
cuerpo, de cuerpo psíquico, si vale la expresión: a través de las reglas de
gramática y de cálculo, a través de nuestros conocimientos sociales y morales,
vamos aprendiendo y formando nuevos conocimientos. Todo procedimiento
para aprender, tanto corporal como intelectual, implica esa relación entre una
acción y un cuerpo actuado, entre un querer y un poder puesto en marcha.
Este envejecimiento de los esquemas, esta forma que tiene la vida de imitar las
cosas, nos invitan a buscar el nuevo modo de finitud en cierta inercia primordial
incrustada en la espontaneidad de la vida y del querer; como si, por el peso de
nuestro cuerpo, estuviésemos sometidos a una ley de la materialidad que se
hace presente en todos los niveles de la realidad. Decía Ravaisson que al
naturalizarse la libertad, experimentaba “la ley primordial y la forma más
general del ser, que es la tendencia a perseverar en el acto mismo que
constituye el ser” (De l'Habitude, 22). La finitud práctica reside en esa forma de
cristalización.
Este nuevo aspecto de la cuestión no es ninguna desgracia, como tampoco lo
son los precedentes: esa inercia no es más que el reverso de nuestra potencia.
No hay querer sin poder, ni hay poder sin formas contraídas. No hay Cogito
actual sin un Cogito primitivo y r abolido, transformado en saber y poseer y
convertido en ese sentido en inactual. Nadie comprendió como Ravaisson la
dialéctica del poder disponible y de la forma contraída que constituyen la
quintaesencia del hábito 4.
De manera que la finitud es, ante todo, perspectiva; luego, amor de sí mismo;
después, inercia o forma cristalizada o cliché de repetición. Si se prefiere
generalizar la idea de perspectiva ampliándola más allá de su significado
primordial, es decir, rebasando el sentido en que se la suele usar en la
fenomenología de la percepción, podría también decirse que el amor de sí
mismo y la forma habitual que “contrae” mi existencia constituyen la
perspectiva afectiva y práctica de mi vida.
c) Carácter
Pero ¿cómo podemos considerar nuestra existencia como una totalidad finita?
¿Se distinguirá esta limitación de la de una magnitud? No parece, al menos
para el sentido común, que no acierta a ver en el carácter más que esa
posibilidad que ofrece cada uno a su vecino de que pueda trazar su “retrato” o
su “semblanza”. Ahora bien, todo retrato denota al mismo tiempo una figura
cerrada, un contorno delimitado, que separa la forma del fondo, y un conjunto
finito de rasgos distintivos, trazados por un espectador extraño.
¿Qué significa entonces la finitud del carácter? Lejos de ser una cosa cerrada,
es la abertura limitada de nuestro campo de motivación considerado en su
conjunto. Así, aplicamos la dialéctica de la abertura y del cierre -que elaboré
con ocasión de la perspectiva de percepción- a la noción de campo total de
motivación, adquirida a través de la expresión. Ahora, después de rodear por la
idea de perspectiva, nos aparece el carácter -que llamé en otro sitio la forma
finita de la libertad-, nos aparece, digo, como la orientación perspectivista de
nuestro campo de motivación, considerado en su conjunto.
Esta conexión entre la abertura y el cierre en el plano del “alma entera” puede
aclararse y explicitarse de la manera siguiente: la abertura de nuestro campo
de motivación significa que en principio somos accesibles a todos los valores
de todos los humanos a través de todas las culturas. Es decir, que nuestro
campo de motivación está abierto a todo lo humano en toda su gama y en todo
su conjunto. Tal es el sentido de aquella famosa sentencia: “Humani a me nihil
alienum puto: Ningún aspecto humano me resulta ajeno.” Soy capaz de todas
las virtudes y de todos los vicios; ningún signo del hombre es radicalmente
incomprensible, ningún idioma es radicalmente intraducible, ninguna obra de
arte es inaccesible en principio a mi gusto. Precisamente nuestra humanidad
consiste en esa accesibilidad de principio a lo humano que hay fuera de
nosotros. Ella hace de cada hombre un semejante nuestro.
Esta idea de “parcialidad constituida” nos ayudará a dar el último paso: decía
yo antes que el carácter no es un destino que nos gobierne o nos rija desde
fuera; y, sin embargo, en cierta manera es destino, y eso de dos maneras:
primero, por su carácter inmutable, y luego, porque es algo que recibimos, que
heredamos. Pero ¿cómo introducir estos dos aspectos “destinales” del carácter
sin reducirlo de nuevo a la categoría de cosa? Una reflexión final sobre el tema
de la perspectiva nos ayudará a hacerlo.
Ahora bien, eso es ni más ni menos lo que quiero expresar cuando digo que yo
nací. Mi nacimiento señala el hecho primordial de que mi propia existencia es
un hecho. Para los otros, mi nacimiento fue un acontecimiento; para mí es el
límite huidizo hacia el que se van acercando, sin llegar jamás mis recuerdos
más remotos, es el comienzo siempre anterior, en el que se pierde la memoria
balbuciente de mi primera infancia. Esto, que para los demás fue un
acontecimiento, para mí me señala un estado de mi ser: el estado, el hecho de
haber nacido ya. Así que mí nacimiento no es más que mí carácter. Al decir
que yo nací, no hago más que indicar mi carácter como algo que yo encuentro
ya. Mi nacimiento designa el “haber sido”, que es el indicio de un pasado
inherente al estado de existir. Mi nacimiento representa el “ya está ahí” de mi
carácter.
Basta que yo me represente este origen originario como algo distinto de mí,
que lo enfoque como un objeto y que olvide, por consiguiente, su función de
polo de perspectiva para que se me presente como una fatalidad exterior, como
un decreto irrevocable que se impone a mi vida desde fuera. Así surge esa
caricatura del carácter que yo llamé el “retrato” o la fórmula caracterológica.
Pero fue necesario dar todo ese rodeo tan largo de la interpretación
perspectivista del carácter para descubrir al mismo destino como una función
de la existencia en primera persona.
2. YA FELICIDAD
Pero esa “obra del hombre” no podemos captarla de una vez. Tenemos que irla
componiendo progresivamente partiendo del concepto teórico de “sentido”; de
lo contrario, lo que yo designase bajo el nombre de “dicha” o “felicidad” no sería
el soberano Bien, es decir, “aquello por causa de lo cual hacemos todo lo
demás”, sino que sería, simplemente, el sueño vago de “algo grato de la vida
que acompaña ininterrumpidamente a toda la existencia” -la expresión es de
Kant, y tengo mis motivos para evocarla a partir de este momento-. En una
palabra, la dicha, en ese caso, no sería totalidad, totalidad de sentido ni
totalidad de contento, sino solamente una suma de placer o, como dice Kant, el
principio material de la facultad de desear.
La felicidad es cosa muy distinta. No es un término finito; debe ser con relación
al conjunto de las aspiraciones humanas lo que el mundo es respecto al ámbito
de la percepción. Así como el mundo es el horizonte de la cosa, la felicidad es
el horizonte en todos los aspectos y a todos los efectos. El mundo no es
horizonte a todos los efectos ni en todos los aspectos; no es más que 1a
contrapartida de un género de finitud y de un tipo de actitud: de mi finitud y de
mi actitud ante la cosa. La idea de mundo sólo es total en una dimensión; sólo
es infinito en un plano, en el plano de la cosa; pero la “cosa” es una abstracción
de la realidad integral. Por eso hay que rebasar la idea de mundo y
remontarnos a una idea tal que no acertemos a concebirla más extensa ni más
amplia de lo que la experimentamos, como decía Descartes, hablando de la
voluntad.
Por eso fue necesario que Kant comenzase por excluir la felicidad al investigar
el “principio” de la moralidad, remitiéndola a la potencia desiderativa e
identificándola con el amor propio: “La conciencia que posee un ser racional
sobre el contento de la vida como compañero ininterrumpido de toda su
existencia es la felicidad, y el principio de tomar la felicidad como principio
supremo en la determinación de la libre elección es el principio del amor de sí”
(Critique de la Raison Pratique, trad. fr, de Picavet, pp. 20-21). Y algo más
adelante: “Ser feliz es lo que desea necesariamente todo ser racional finito” (p.
24).
Es cierto que Kant no la llega a llamar felicidad, sino “el objeto íntegro de la
razón práctica pura” (117); pero ese “objeto íntegro” de la razón práctica exige
la recuperación de la idea de felicidad.
Volvamos ahora a la noción de campo total de motivación, que fue la que nos
ayudó a sugerir la idea de carácter. Esa noción designa tan sólo un corte
instantáneo en lo que llamé hace poco “la obra del hombre” o su “proyecto
existencial”. Entonces diremos que el campo total de motivación es un campo
orientado; el carácter es el origen cero de esa orientación del campo y la
felicidad su término infinito. Esta imagen nos hace comprender que la felicidad
no se nos comunica en ninguna experiencia; únicamente se la designa en una
conciencia de dirección. Ningún acto nos presenta ni nos brinda la felicidad;
pero los contactos de nuestra vida que con más título merecen el apelativo de
“acontecimientos” nos indican la dirección de la felicidad. “Todo acontecimiento
encierra un sentido, nos recuerda Thévenaz; y precisamente por eso, por ser
un sentido, y un sentido reconocido, pertenece a la categoría de los
acontecimientos” 5.
Los acontecimientos que nos hablan de la felicidad son los que disipan un
nubarrón, los que nos descubren amplias perspectivas existenciales: la
saturación de sentido, el exceso, el colmo, la inmensidad, tales son los
indicadores de que vamos “dirigidos hacia” la dicha.
3. EL RESPETO
¿Existe en alguna parte una síntesis de la felicidad y del carácter? Sin duda
ninguna; y esa síntesis es la persona. La persona es el sí mismo que faltaba a
la conciencia en general -correlato recíproco de la síntesis del objeto-, al “yo”
del “yo pienso” kantiano., Pero sería un grave error considerar que esta síntesis
se nos da, se nos comunica por sí misma en la inmediatez entre el yo y el yo.
La persona es también una síntesis proyectada, una síntesis que se capta a sí
misma en la representación de una tarea, de un ideal de la persona. El yo, más
que algo que se vive, es algo que se contempla. Yo me atrevería a decir que la
persona no es todavía conciencia de sí para sí, sino sólo conciencia de sí en la
representación del ideal del yo.
Ante todo, precisa establecer que la persona es, en primer lugar, una
proyección que yo me represento y que me propongo como algo opuesto a mí,
y que esa proyección de la persona es una síntesis realizada, al estilo de la
cosa, pero de una manera absolutamente irreductible.
Una forma simple, sin duda ninguna. Pero una forma que impone de golpe una
“síntesis”.
Ahora nos falta prolongar esta estructuración del momento “práctico”» del
respeto con la estructuración de su momento “afectivo”, o, en otros términos,
nos queda por descubrir la contextura del Gemüt, del sentimiento en cuanto tal.
CAPITULO IV
LA FRAGILIDAD AFECTIVA
El análisis reflexivo parte de la cosa que se ofrece ante nuestra vista y arranca
de la persona concebida como ideal del yo; ¿qué le falta a este análisis
reflexivo para igualar y agotar la comprensión del hombre, que se daba en los
mitos y en la retórica de la “miseria”? Le falta la dimensión del sentimiento.
Tras esta cuestión metodológica se oculta otra, que afecta al fondo del
problema: supuesto que sea posible una filosofía del sentimiento, ¿qué relación
puede tener con la investigación sobre la labilidad humana? ¿Qué contiene de
más el sentimiento del yo que no esté contenido en la proyección del objeto en
donde se configura la conciencia en general, y en la proyección de la persona
en donde se decide la conciencia del sí propio? Después de la conciencia, y
después de la conciencia de sí mismo, ¿qué nuevo elemento o factor puede
presentarse que nos revele un nuevo sentido de la desproporción humana?
Si esto fuera posible, habría que decir que el tercer paso de una antropología
de la labilidad nos lo proporciona el “corazón”, el “Gemüt”, el sentimiento, el
“Feeling”. Avanzando gradualmente desde la conciencia en general a la
conciencia de sí y al sentimiento -o, si se prefiere, de lo teórico a lo práctico y a
lo afectivo-, la antropología filosófica iría progresando hacia un punto a la vez
más íntimo y más frágil. Se recordará que el momento de fragilidad de la
conciencia en general era la imaginación transcendental, que era al mismo
tiempo intelectual y sensible. Pero la imaginación transcendental, punto ciego
del conocimiento, se desbordaba intencionalmente en su enfrentamiento (con
la cosa); así la síntesis de la palabra y de la apariencia se realiza en la cosa
misma o, más bien, en la objetividad de la cosa.
Pero ¿es posible una filosofía del “corazón” que no sea una pura repetición de
la patética, sino que se remonte al nivel de la razón -en el sentido propio de la
palabra nivel-, al nivel, digo, de esa razón que no se contenta con lo puro y lo
radical, sino que exige lo total y lo concreto?
Una consideración sobre la función universal del sentir con relación al conocer
basta para establecer la posibilidad de realizar y concluir la antropología
mediante una filosofía del sentimiento.
Efectivamente, la significación del sentir aparece en la génesis recíproca del
conocer y del sentir. Considerado aisladamente de esta génesis mutua, el
sentimiento no es más que una palabra que encubre una multitud de funciones
parciales: tendencias afectivas, trastornos emocionales, estados afectivos
internos, intuiciones vagas, pasiones, etc. Stuados dentro del movimiento de su
promoción mutua, sentir y conocer “se explican” recíprocamente, el uno por el
otro: por un lado, la facultad de conocer engendra realmente, al jerarquizarse,
los grados del sentimiento, liberándolo de su confusión esencial; y por otro
lado, el sentimiento engendra verdaderamente la intención del conocer en
todos sus niveles. En esta génesis recíproca es en la que se constituye la
unidad del sentir, del Fühlen, del feeling.
lo típico de la percepción está en significar una cosa que es, algo “existente”,
por medio de las cualidades sensoriales -color, sabor, sonido, etc.- El
sentimiento, en cambio, no es posicional en este sentido; el sentimiento no
implica creencia en la existencia del ser al que aspira; él no afirma ningún ser
“existente”. Y por eso precisamente es por lo que manifiesta la manera en que
yo me veo afectado, mi amor y mi odio, aunque de hecho sólo lo manifieste a
través de lo amable y de lo odioso, enfocados en la cosa, en la persona, en el
mundo.
Esta tesis representa la piedra angular de toda nuestra reflexión. Vale, pues, la
pena detenerse en ella. Esta función reveladora que atribuimos al sentimiento,
en virtud de la cual nos manifiesta los impulsos de nuestro ser y sus
conexiones preobjetivas e hiperobjetivas con los seres del mundo, encuentra
dos tipos de resistencia: la de la psicología de las conductas y la de la
psicología de profundidad.
Nuestro análisis intencional nos autoriza a llegar a utilizar los epítetos bueno y
malo, conveniente e inconveniente (e incluso hasta los epítetos sustantivados
de valencia, importancia y perjuicio), pero no nos permite pasar de ahí. Al
introducir la noción de valor, ponemos en juego dos operaciones que
desbordan nuestro análisis presente, y sobre las cuales no queremos dar aquí
nuestra opinión: no podemos hablar de valor sino al concluir una “reducción”
operada precisamente sobre lo “bueno” y lo “malo”, y, por consiguiente, sobre
los bienes, valencias, perjuicios, en el sentido que acabo de explicar. Esta
reducción, que bien pudiéramos llamar reducción “eidética”, consiste en
prescindir y dejar al margen la valencia de la cosa, con la idea de hacer surgir
ante el espíritu la esencia, que es el principio a priori de lo bueno y de lo malo
aquí y ahora. Por otra parte, estas esencias sólo merecen el nombre de valores
en cuanto que se las relaciona entre sí y se las encasilla según cierto orden de
preferencia. Esta preferencia a priori es la que nos muestra las valencias como
valores, atribuyéndoles un precio relativo. Con referencia a un ordo amoris,
esta reducción a la esencia y esta intuición de preferencia constituyen las dos
condiciones que nos autorizan a hablar de valores. Ahora bien, esas dos
operaciones son actos del espíritu que, indudablemente, se reducen a un
mismo único acto, una sola y única intuición, que es a la vez de esencia y de
preferencia, que no debemos llamar “sentimiento”, sino intuición preferencial, si
queremos respetar su naturaleza peculiar: lo agradable y lo desagradable,
experimentados en las cosas, aún no constituyen valores; sólo adquieren la
categoría de valores cuando se los reduce a su esencia y se los confronta con
otros valores en una mirada preferencial. Antes de esa reducción y de esa
visión preferencial, el sentimiento sólo apunta a “bienes” y a “males”; pero estos
falsos sustantivos no designan más que los signos intencionales de nuestros
afectos.
Esto quiere decir que la amplitud y la desproporción del sentimiento son, ante
todo, una secuela de las del conocimiento. Ahora bien, toda nuestra reflexión
sobre el objeto se estructuró en torno al tema de las dos visuales: la visual
perspectivista y la visual de verdad; vimos al hombre como distendido entre la
aprensión de esto-aquí-ahora, entre la certidumbre del presente vivo y la
exigencia de consumar el saber captando la verdad del todo. Cualquiera que
sea el nombre que demos a este dualismo originario -opinión y ciencia,
intuición y entendimiento, certidumbre y verdad, presencia y sentido-, el hecho
es que nos veda construir una filosofía de la percepción antes de haber
elaborado una filosofía de la expresión, y que nos obliga a confeccionarlas
conjuntamente, conectándolas y esclareciéndolas la una a la luz de la otra.
La perfección del placer es también finita en otro sentido. El placer pone el sello
de su perfección sobre la vida corporal, como se ve en el mismo ejemplo que
eligió Aristóteles para construir su teoría del placer-perfección -el ejemplo de la
sensación agradable, más concretamente, del placer de ver-. Este ejemplo
demuestra que el placer acentúa y sanciona mi incrustación orgánica en el
mundo; realza la predilección con que amo la vida que me penetra y este
centro de perspectiva que soy yo. Es, pues, la perfección misma del placer la
que me aferra a la vida, pues me revela que el vivir no es una actividad de
tantas, sino la condición existencial de todas las demás actividades: Con su
alegre lema, “vivere prius” -lo primero es vivir-, el placer nos está sugiriendo
constantemente que aplacemos para otro día el filosofar –“postea
philosophari”-. Y, sin embargo, el placer es total, como la felicidad; representa
la felicidad en el momento; pero precisamente ese contraer la felicidad a un
instante es lo que amenaza paralizar el dinamismo del obrar en la celebración
del vivir.
La equivocación de todas las filosofías que quisieron ver en el placer como tal
un mal estuvo en confundir ese apogeo espontáneo y tendencial al vivir con
una degeneración real, efectiva y previa.
Esta perfección finita -en su doble sentido temporal y funcional- lo único que
tiene es que amenaza cerrar, obturar, el horizonte afectivo; mientras que la
maldad requiere un acto específico de preferencia. La “falta de dominio y la
intemperancia”, de que habla el Estagirita bajo el título de “vicios”, no
constituyen ninguna “pasión” (=0o9), sino acción (TepáILs); una acción
cometida “muy a gusto”, en el primer caso, y con toda deliberación en el
segundo. Para que el placer llegue a ser un (3los pag 112, un “género de vida”,
es preciso que el hombre malo “lo prefiera por encima de todo”; y entonces sí
se ve llevado y arrastrado, pero él fue el que se entregó de grado; esa ceguera
que le impide ver el horizonte de la felicidad y esas ataduras que impiden el
libre vuelo de su voluntad son obra suya. Correlativamente con esta
decadencia voluntaria, se comprende lo que podría ser un gozo original que,
lejos de convertirse en la tumba del alma, fuese la perfección instantánea de la
vida.
La finitud del placer tiene tan poco de maldad originaria que la crítica afectiva,
que nos señala la felicidad como su objetivo final, no sólo no viene a negar el
placer, sino que lo recoge y reafirma. Es sorprendente que Aristóteles dudase
entre dos “lugares” donde incluir su disquisición sobre el placer y que lo tratase
sucesivamente, primero, como prolusión psicológica a la exégesis de una
pareja específica de virtudes y vicios, a saber: el dominio de sí y la
intemperancia -en el libro VII-, y después, como el grado ínfimo de la felicidad
-en el libro X-. El placer es una espada de dos filos que lo mismo puede
detenerse y detenernos en el plano del simple vivir como dialectizarse de
acuerdo con todos los grados de la actividad humana, hasta confundirse y
fundirse con la felicidad, la cual sería entonces el placer perfecto.
Esta dialéctica interna del placer mismo, en virtud de la cual éste no queda
relegado a las tinieblas del querer-vivir y del egoísmo vital, puede
representarse mediante la dialéctica entre el adjetivo y el sustantivo: entre TjSú
y ~Sov~. Las lenguas románicas han perdido la clave de esta matización al
traducir ljSú por “agradable” o “placentero” y TjSovrj por “placer”. Lo placentero
es el mismo placer, “lo que place”, jalonando la dialéctica propia del obrar. Bajo
la forma de lo agradable se jerarquiza el placer, lo mismo que el obrar; vemos
también que se “estetiza” en la percepción de las obras de arte, que se
interioriza en el recuerdo del pasado, se “moviliza” en el gusto de jugar y
gastar, se dinamiza en la satisfacción de aprender y de realizar esfuerzos, y
que se abre hacia el prójimo en las delicias de la amistad. Existe, además, el
placer de agradar y de dar gusto; y hasta el placer de renunciar al placer, que
es el placer del sacrificio. No hay razón para no considerar como “placeres”
todas estas variaciones del placer. La regla de oro que propone Aristóteles,
según la cual el placer es la culminación perfecta de la actividad, libre de
obstáculos, sirve para establecer la unidad entre todos los grados del placer:
“El placer viene a coronar las actividades y, por consiguiente, la vida a que
aspiramos” (Ética a Nic., X, 1175 a, 15).
Ahora bien, esa felicidad, reconstruida así a base de reflexionar sobre las
“excelencias” del hombre “bueno”, constituye, finalmente, la forma suprema de
lo agradable. La jerarquía de lo bueno es una jerarquía del mismo factor
agradable que corona su plena realización. Lo agradable es a lo bueno lo que
el placer es a la función vital cumplida: la sensación de una plena realización,
sentida como el placer por antonomasia. Finalmente, el placer que
encontramos en el término de la InoxTI, o “suspensión” del placer sustantivado,
es la felicidad como culminación del placer adjetivado, es decir, de lo agradable
(Et. a Nic., 1177 a, 23).
Hoy día llamamos “función reguladora” a la “perfección” del placer que “colma”
la acción realizada sin obstáculos. Todos los esfuerzos de los pensadores
contemporáneos por establecer una distinción entre la función útil de
señalización inherente al sentimiento y el desorden emocional y todas las
demás formas de desviación no hacen más que prolongar la lucha de
Aristóteles contra las depreciaciones moralizadoras y patológicas del placer.
Pero la mayoría de las veces nos tratamos a nosotros mismos como objetos. El
trabajo y la vida social nos imponen esta “objetivación”; nuestra misma libertad
se apoya en estos convencionalismos sociales que encasillan nuestra
existencia en hábitos rutinarios. Así creamos nosotros mismos y en nosotros
mismos las condiciones en que fundan su validez los conceptos de la
psicología moderna: esos conceptos están adaptados a un hombre que se
adapta.
Recordará el lector aquel hermoso texto en que Kant -el filósofo que empezó
por excluir la felicidad como principio de la moralidad- encuentra en la raíz de
toda dialéctica y de toda ilusión transcendental “una perspectiva (Aussicht)
sobre un orden de cosas más elevado y más inmutable, en que nos
encontramos ya situados actualmente, y en el que somos capaces de continuar
nuestra existencia en conformidad con la determinación suprema de la razón,
siguiendo ciertos preceptos concretos”. Este texto arroja mucha luz sobre lo
que puede significar una génesis recíproca de la razón y del sentimiento.
Podemos incluir bajo el signo de este Aví,iós pag 123, ambiguo y frágil, toda la
zona intermedia de la vida afectiva, situada entre los afectos vitales y los
sentimientos espirituales, es decir, toda la afectividad que hace de puente entre
el vivir y el pensar, entre el βíos y el λóyos. Es notable que precisamente en
esta zona intermedia se constituya un “yo”, distinto de los seres naturales y de
las demás personas. El vivir y el pensar -cuyos afectos específicos hemos
explorado bajo el signo de nLev[iía y de Ipws- se mueven sucesivamente a una
y otra orilla del “yo”; sólo mediante el 6vpLós pag 124 adquiere el deseo ese
carácter diferencial y subjetivo que lo convierte en “yo”; e, inversamente, el “yo”
se desborda en el sentimiento de pertenecer a una comunidad o a una idea. En
este sentido, el “yo” es también un intermediario, un puente. Ahora bien, esa
diferencia específica del “yo” debemos sorprenderla anteriormente a toda
preferencia de sí mismo que lo contamine de hostilidad y malicia. La
autopreferencia de sí mismo, que constituye la culpa, o un aspecto de la culpa,
encuentra precisamente en esta constitución diferencial la estructura de
labilidad que hace posible la culpa sin hacerla inevitable. Hace falta, pues,
ahondar, sondear, en el fondo de las “pasiones”, que en la vida histórica y
cultural del hombre suelen camuflar la inocencia de la “diferencia” bajo la capa
de la “preferencia” orgullosa y fatal.
A este respecto resulta revelador el análisis que hace Tomas de Aquino del
apetito “irascible”. La pasión “irascible” no constituye un caso original de la vida
afectiva, sino sólo una complicación, una peripecia del ciclo concupiscible: éste
empieza con el amor -amor-, culmina en el deseo -desderium- y se cierra en el
placer -delectatio, gaudium, laetitia-. Paralelamente, el odio -odium- termina en
el dolor -dolor, tristitia-, pasando por la huida -fuga-. Estas “pasiones” se
distinguen por su objeto respectivo: éste puede ser “amable”, que consiste en
el bien sentido como connatural, apropiado, conveniente; “deseable”, que es
ese mismo bien sentido como ausente y distante, y “agradable”, que es el bien
poseído. Lo mismo en la complacencia que en la ausencia y en la presencia
actúa la misma “intención” del “bien” y del “mal” sensibles, sólo que variando la
tonalidad en cada una de ellas; por otra parte, lo que da sentido a esa intentio
es el “reposo” específico del placer, de la fruición (si bien se ha impuesto como
nombre de todo el ciclo el término más sensible, de “deseo”). Esta observación
es importante, pues todas las pasiones se ordenan a la fruición, que es el
último eslabón en la cadena de la ejecución, pero que en el orden de la
intención es el primero.
Claro que para comprender primero la forma primitiva y sólo después las
formas desviadas, partiendo de sus esencias originarias y contrastándolas con
ellas, hace falta, indudablemente, una especie de imaginación, la imaginación
de la inocencia, la imaginación de un “reino” en el que esas exigencias, o
demandas de tener, de poder y de valer, habrían de ser distintas de lo que son
de hecho. Pero esa imaginación no es ningún sueño fantástico, sino una
“variación imaginativa”, para emplear la expresión de Husserl, la cual acierta a
descubrir el meollo, la esencia, rompiendo la caparazón de los hechos. Al
imaginar otros hechos, otro régimen, otro reino, percibo las posibilidades, y a
través de ellas, las esencias, lo esencial. Para poder comprender una pasión
como mala, hace falta comprender la pasión en su estado primordial; y para
ello hay que imaginar otra modalidad empírica, hay que crear imaginativamente
un reino de inocencia.
Por consiguiente, lo primero que tengo que hacer es intentar comprender las
pasiones de tener -la avidez, la avaricia, la envidia, etcétera-, confrontándolas
con un instinto de poseer que hubiera podido ser inocente. Este instinto es un
instinto de humanidad en el sentido de que en él se construye el “yo”
apoyándose en algo “mío”. Por lo mismo que es cierto que la apropiación ha
ocasionado algunas de las mayores alienaciones de la historia, por lo mismo
esta verdad secundaria presupone necesariamente la verdad primaria de que
existió o pudo existir una apropiación de carácter constitutivo sin la
contraindicación de subefectos de alienación.
La nueva dimensión del objeto que debe servirnos aquí de guía es la dimensión
propiamente económica. Efectivamente, la psicología humana seguirá siendo
tributaria de una especulación sobre las necesidades animales, mientras no se
decida a buscar en el objeto el principio de su especificación. No podemos
esperar que la reflexión directa sobre las necesidades pueda suministrarnos la
clave de lo económico, sino al contrario, lo que puede diferenciar las
necesidades propiamente humanas de las necesidades animales es la
constitución previa del objeto económico. Nosotros no sabemos lo que necesita
un hombre antes de saber lo que es un “bien” económico: el poder desiderativo
del hombre es demasiado elástico e indefinido para poder proporcionar a la
economía política una estructura sólida; esa fuerza apetitiva se hace
precisamente humana al hacerse económica, es decir, al referirse a cosas
“disponibles”, capaces de ser adquiridas, apropiadas, y de entrar así en la
relación entre lo “mío” y el “yo”.
Esta relación específica con el objeto económico connota una significación que
no connotaban ni la concupiscible ni siquiera la irascible en su calidad de
tendencias animales destinadas a poner en contacto a un ser vivo con su
ambiente natural; el objeto económico no es simplemente una fuente de
fruición ni un obstáculo que hay que superar, sino que es un bien disponible.
Lo político afecta a la teoría sobre las pasiones debido al fenómeno del poder
que le es esencialmente inherente. Y tanta importancia tiene el excluir de una
interpretación puramente “pasional” el poder como el poseer. La autoridad en sí
misma no es mala. El mando constituye una “diferenciación” necesaria entre
los hombres, exigida por la misma esencia de lo político. Como dijo Eric Weil:
“El Estado es la organización de una comunidad histórica. La comunidad
organizada en Estado, tiene atribuciones para adoptar decisiones” (Philosophie
politique, p. 131). Semejante definición -puramente formal- de lo político pone
en marcha el poder del hombre sobre el hombre, además de todo un complejo
orgánico de instituciones.
Esta objetivación del poder del hombre sobre el hombre en una institución
constituye el nuevo objeto que puede servirnos de guía en un mundo inmenso
de sentimientos, en los cuales resuenan afectivamente las diversas
modalidades que presenta el poder humano según la forma en que se ejerce o
se impugna, se aspira a él o se lo sufre. Todas las actividades sociales que
puede ejercitar un hombre engendran determinadas situaciones, que luego
consolida la institución política objetivándolas, mientras que la afectividad las
interioriza en forma de sentimientos intersubjetivos que varían indefinidamente
sobre el leit-motiv general de “mandar-obedecer”. Salta a la vista que ninguna
investigación directa sobre las necesidades, tensiones, tendencias -aunque
haya que llamarlas “psicogenéticas” para distinguirlas de las necesidades
“órgano-genéticas”3-, puede encontrar el hilo conductor en este dédalo afectivo.
Siempre fue una labor interminable la de encajar y ordenar la infinita gama de
sentimientos que giran en torno al ejercicio del poder en todas sus modalidades
de influencia, control, dirección, organización, coacción. Sería cosa de nunca
acabar tratar de desgranar toda la serie psicológica. Por consiguiente, el
principio ordenador sólo puede suministrarlo el “objeto”, el cual en este caso no
es más que la forma en que se realiza la relación interhumana del poder.
3 Henry A. MURRAY, Exploration de la Personnalité, 1933, trad. fr., París,
1953.
En ninguna otra cosa resulta tan difícil distinguir entre las formas pervertidas y
la intención constitutiva, entre la pasión desbocada y el sentimiento constitutivo:
la vanidad y la pretensión parecen condensar toda la esencia mentirosa de esa
existencia fantasmagórica del yo en la opinión de los demás. Y, sin embargo,
en ningún punto es más necesario que aquí establecer la distinción neta entre
las modalidades alienadas y la esencia originaria. Pues precisamente aquí es
donde se afirma el yo, en el límite de lo económico y de lo político y en los
confines de estos sentimientos de pertenecer a un “nosotros” y de mantenernos
fieles a una idea, en la que vislumbrábamos antes una especie de
esquematización afectiva del eros filosófico. En el instinto de estima late un
afán de existir no ya en la afirmación vital de sí mismo, sino en el
reconocimiento gracioso del vecino. Entre este instinto de estima y la posición
egoísta y solipsista de la vida hay toda la distancia que media entre el simple
deseo y lo que la Fenomenología del espíritu llama el deseo del deseo.
Con todo, es significativo que ese instinto de estima, por mucho que dependa
de la opinión, se llame “reconocimiento”. Yo no me contento únicamente con
dominar para existir, sino que, además, quiero que se me reconozca, que se
aprecien mis méritos, mi valer. ¿Es que es una casualidad el que el
“reconocimiento” derive de “conocimiento”? Sólo los seres que conocen son
capaces de reconocer. ¿Pero en qué objetos constituidos se apoya el
reconocimiento como sentimiento?
Creo que aquí podemos afirmar dos cosas: la estima incluye una especie de
objetividad -aunque de orden totalmente formal, es cierto- y que puede
sostenerse mediante una reflexión de estilo kantiano: el quid de la estima -es
decir; eso que yo aprecio en el otro y que espero que el otro reconozca en mí-
es lo que pudiéramos llamar nuestra existencia-valor, o nuestro valor existente.
En ese sentido dijo Kant: “Llamamos personas a los seres racionales porque su
misma naturaleza los marca ya como fines en sí”; y también: “La naturaleza
racional existe como fin en sí: el hombre se representa necesariamente de esa
forma su propia existencia” (Fondements de la métaphysique des moeurs, pp.
149-50).
¿Hará falta aclarar aún más este punto y añadir a esta objetividad totalmente
«formal» de la idea de humanidad la objetividad “material” de las obras
culturales que pregonan esa humanidad? Así como lo económico se objetiva
en bienes y en formas de posesión y lo político en instituciones y en todas las
formas del poder, así la humanidad hiper-económica e hiper-política se
proclama en monumentos que testimonian ese afán de reconocimiento: las
“obras” de arte y de literatura y, en general, las obras del ingenio en cuanto
tales no sólo reflejan un medio y una época, sino que sondean y traslucen las
posibilidades del hombre, constituyendo los verdaderos “objetos” que
manifiestan en su universalidad concreta la universalidad abstracta de la idea
de humanidad.
Otro tanto hay que decir sobre las perversiones propiamente morales de este
sentimiento. Su carácter de creencia hace posibles esas aberraciones: lo que
se cree, se presume; y la presunción de lo que se presume puede convertirse
en presunción del que presume, es decir, del “presuntuoso”. Pero el objeto de
la estima es anterior a la “nada” de la gloria. Entre la estima propia y la
vanagloria media un abismo tan grande como el que separa la posibilidad del
mal de su ocurrencia efectiva: hace falta estar ciego para que la vanidad llegue
a malear la creencia y para que el deseo de “reconocimiento” se transforme en
pasión del honor. Esa ceguera procede de otras fuentes; no es una ceguera
constitutiva, sino espúrea. Así, pues, no hay que buscar en el amor patológico
de sí -en el sentido que da Kant a la patología- la explicación del sentimiento,
sino a la inversa, es decir, que el sentimiento originario es el que hace posible
la patología en toda la extensión de esta palabra.
4. LA FRAGILIDAD AFECTIVA
Empecemos por analizar las conexiones entre lo vital y lo humano: todo lo que
en nosotros puede llamarse “instinto” en sentido impropio, debido al parentesco
del animal con el hombre, se ve sometido a un proceso de refundición y
transformación, en virtud del cual queda elevado a un nivel de humanidad
mediante la triple exigencia que nos hace hombres. En este aspecto, el caso
más notable es el de la sexualidad. La sexualidad adquiere el carácter de
humana en la medida en que la penetra, la invade y la impregna la exigencia
propiamente humana; por eso siempre se puede apreciar en ella cierta nota de
posesión, cierto matiz de dominio, y también un afán de estima y
reconocimiento mutuo. Precisamente esta última connotación de la sexualidad
humana es la que introduce la reciprocidad en una relación que por nus raíces
biológicas es fundamentalmente asimétrica, y que el deseo de posesión y de
dominio empieza a humanizar, si bien a costa de la igualdad. Ahí, en ese juego
tan complejo y tan dispar de lo vital y de lo humano, es donde se encuentra
toda la riqueza de la sexualidad. De aquí se deduce que la satisfacción sexual
no puede reducirse al simple placer físico: a través del placer, por encima del
placer, y a veces por el sacrificio del placer, el ser humano busca satisfacer
otras exigencias que vienen a recargar el “instinto”: así entra en él lo indefinido
y así se va humanizando simultáneamente; el instinto va perdiendo su carácter
cíclico y abriéndose sin fin; de aquí arranca todo el mito de Don Juan.
Pero al mismo tiempo que el 8up.ós se siente atraído por lo vital, se ve también
atraído por lo espiritual; así se perfila una nueva mezcla, un nuevo “mixto”, en
el que podemos reconocer con razón la trama afectiva de las grandes
pasiones.
Por algo se han formulado juicios tan dispares y hasta incompatibles sobre las
pasiones. En la “pasividad” existen múltiples modalidades; todo sentimiento,
todo afecto, por el mero hecho de afectar al yo, es ya una “passio”, un padecer.
Atendiendo precisamente a esa “pasividad” del afecto, los antiguos tratados
sobre las pasiones abarcaban bajo ese título todo el ámbito de lo que nosotros
denominamos aquí sentimiento. Nosotros no hablamos de la pasión en ese
sentido, sino que reservamos esa denominación para designar una; clase de
sentimientos que no pueden explicarse por simple derivación de los
sentimientos vitales, ni por cristalización de la emoción, ni, en general, dentro
del horizonte del placer. Al hablar de la pasión, pensamos más bien en esas
grandes peripecias que constituyen la dramaturgia de la existencia humana: los
celos de Otelo, la ambición de Rastignac. Es evidentísimo que las pasiones así
entendidas no son formas más o menos complicadas de esas “pasiones”
fundamentales a las que tradicionalmente se ha dado el nombre de amor, odio,
esperanza, temor, audacia, timidez; late en ellas una intención transcendente
que sólo puede proceder de la atracción infinita de la felicidad. Sólo un objeto
capaz de simbolizar la totalidad de la felicidad puede extraer tantas energías,
elevar al hombre por encima de sus capacidades ordinarias e infundirle el valor
de sacrificar su placer y de condenarse a una vida de dolor.
Pero tampoco basta a explicar las grandes pasiones -mejor dicho, la grandeza
de la pasión- el fácil recurso a un principio de “trastorno mental”, de “ilusión”, de
vanidad, en que se traduciría de una manera inmediata un principio de
malignidad. Ni siquiera la suma de un principio de placer y de un principio de
ilusión puede producir la pasión. Escribió Hegel: “Jamás se hizo ni pudiera
hacerse nada grande sin las pasiones. El moralismo que condena la pasión por
el mero hecho de ser pasión es un moralismo muerto, y hasta muchísimas
veces hipócrita” (Filosofía del espíritu, Observación sobre el párrafo 474). Lo
desmesurado supone la grandeza: la esclavitud de las pasiones es la
modalidad degenerada de la vida pasional; sería incomprensible esa passio de
fascinación, de servidumbre, de cautiverio, de dolor, si la alienación pasional no
coincidiese con una grandeza original, con un impulso, con un movimiento de
transcendencia, del que pueden surgir “ídolos” de la felicidad. Ni la pasión-
afecto ni la pasión-locura dan razón de ese movimiento de transcendencia de
las “grandes” pasiones.
CONCLUSION
EL CONCEPTO DE LABILIDAD
1. LIMITACIÓN Y LABILIDAD
Una larga tradición filosófica, que alcanzó su más alta expresión y su más
perfecta formulación en Leibnitz, sostuvo que la limitación de las criaturas
constituía la ocasión del mal moral; bajo este aspecto de ocasión del mal moral,
esa limitación merecería incluso el nombre de mal metafísico. Todo nuestro
análisis precedente está orientado a rectificar esa proposición antigua en un
sentido preciso: la idea de limitación, tomada en sí misma, es insuficiente para
acercarse a los umbrales del mal moral. No cualquier limitación es de por sí
posibilidad de “caer”, sino precisamente esta limitación específica, que
consiste, dentro de la realidad humana, en no coincidir uno consigo mismo.
Tampoco sirve de nada el definir la limitación como una participación en la
nada o en el no-ser: se recordará que antes de aclarar la relación entre la
voluntad y el entendimiento, Descartes elaboró una breve ontología de la
realidad humana, consistente en combinar la idea de ser o de perfecto con
“cierta idea negativa de la nada, es decir, de lo que dista infinitamente de toda
clase de perfección”. Así pudo decir: “Yo soy como un medio entre Dios y la
nada.”
Esta grieta secreta, esta falta de coincidencia entre el yo, es lo que viene a
revelarnos el sentimiento. El sentimiento es conflicto, y nos muestra al hombre
como conflicto primigenio. El sentimiento nos manifiesta que la mediación o
limitación es sólo intencional, visualizada en una cosa o en una obra, y que el
hombre sufre desgarraduras dentro de sí mismo. Pero ese desacuerdo que
vive y padece el hombre sólo alcanza la verdad del lenguaje al cabo de una
dialéctica concreta, en que se revela la síntesis frágil del hombre como el
devenir de una oposición: la oposición entre la afirmación originaria y la
diferencia existencial.
De esta manera la ética, tomada en el sentido más amplio de esta palabra, que
abarca todo el campo de la normatividad, presupone siempre que el hombre ha
fallado ya al intentar la síntesis del objeto, la síntesis de la humanidad dentro
de sí y la síntesis de su propia finitud e infinitud. Por eso la ética se propone
“educarle” a base de una metodología científica, de una pedagogía moral y de
una estética del gusto; “educarle”, lo cual quiere decir, según la fuerza
etimológica del verbo latino, sacarle fuera del dominio en el que ya se malogró
lo esencial. Así la filosofía, enfocada éticamente, presupone no sólo la
polaridad abstracta de lo admisible e inadmisible, sino el axioma de que el
hombre concreto falló ya la puntería. Ese es el hombre que encuentra la
filosofía en el comienzo de su itinerario: ése es el hombre al que remolca
Parménides en su viaje más allá de las puertas del día y de la noche, el
hombre al que saca Platón de la caverna para escalar el camino escarpado del
Sol, el hombre al que Descartes libera de las garras del prejuicio y conduce a la
verdad por el camino de la duda hiperbólica. En una palabra, el hombre, tal
como lo coge la filosofía al emprender su viaje intelectual, es ya un hombre
extraviado y perdido; un hombre que olvidó su origen.
Pero en este primer sentido permanecen exteriores una a otra la posibilidad del
mal y su realidad fáctica. Ahora bien, hasta cierto punto podemos comprender
el mismo hecho del “salto” y la misma “postura” o comisión del mal partiendo de
la labilidad.
Esta palabra tiene otro sentido posible, en virtud del cual diríamos que la
posibilidad del mal es la desproporción del hombre: en el sentido de que toda
falla humana se mantiene en la línea de su perfección y en el sentido de que
toda claudicación supone la constitución del hombre, y toda degeneración se
funde en una “generación a la existencia” -en una y ÉvE6Ls a1s oúcr%av pag
159-, para emplear la expresión del Filebo de Platón. El hombre sólo puede
inventar desórdenes y males humanos. Por eso son posibles los males de la
charlatanería, de la mentira, de la adulación, dado que el hombre está
destinado a hablar; yo no puedo imaginarme al sofista sino como una
caricatura del filósofo; Platón lo llamaba “fabricante de imágenes”; lo mismo
que Baal no puede ser más que el “ídolo” de Yahwé. Así, pues, lo originario es
el original, el patrón, el paradigma, sobre el cual puedo desencadenar todos los
males por una especie de génesis en pseudo (en el sentido en que la patología
aplica a los trastornos los prefijos de hiper-, hipo- y para-); el hombre sólo
puede ser malo dentro de las líneas de fuerza y de debilidad de sus funciones y
de su destino.
Sin duda objetará alguno, siguiendo el estilo de la crítica bergsoniana de lo
posible, que el mal sólo es posible porque es real, y que el concepto de
labilidad marca solamente el culatazo, el golpe de rechazo de la confesión del
mal, ya existente, sobre la descripción de la limitación humana. Esto es cierto;
la misma culpa es la que recorta su propia posibilidad retrospectivamente sobre
el horizonte del pasado, proyectándola como su propia sombra sobre la
limitación originaria del hombre, con lo que la hace aparecer frágil.
No puede negarse que sólo podemos entrever una condición humana anterior
a toda malicia a través de la condición actual mala del corazón humano: sólo a
través del odio y de la hostilidad podemos percibir la estructura intersubjetiva
del respeto que constituye la diferenciación de las conciencias; sólo a través de
la incomprensión y de la mentira puede revelarnos la estructura original de la
palabra la identidad y la “alteridad” de las conciencias; y lo mismo puede
decirse de la triple exigencia del poseer, del poder y del valer, que descubrimos
a través de la avaricia, de la tiranía y de la vanagloria. En una palabra, siempre
se trasluce lo originario al trasluz de lo degenerado.
Como se verá, los mitos de la caída que más énfasis han puesto en el carácter
de ruptura, de “postura” abrupta del mal, nos cuentan simultáneamente la
forma sutil y oscura con que la inocencia se fue deslizando y cediendo al mal,
como si no pudiésemos imaginar que el mal surgiese de golpe, en un instante,
sin representárnoslo al mismo tiempo filtrándose y avanzando en la corriente
de la duración. El mal “se pone” y procede. No cabe duda que desde el punto
de vista del mal como “postura” es de donde descubrimos el aspecto contrario
del mal como realización de la debilidad. Pero ese movimiento de la debilidad
que cede, simboliza en el mito bíblico en la figura de Eva, es coextensivo con el
acto determinante del mal; se da una especie de vértigo que nos lleva de la
debilidad a la tentación y de la tentación a la caída; de esta manera parece
como si el mal brotase en el mismo momento en que “confieso” haberlo
cometido, brotase, digo, de la limitación misma del hombre en virtud de la
transición ininterrumpida del vértigo. Esta transición, este paso de la inocencia
a la culpa, que descubrimos en el hecho mismo de “poner” el mal, es la que da
al concepto de labilidad toda su equívoca profundidad; la fragilidad no es ya
sólo “el lugar”, el punto de inserción del mal, ni siquiera tan sólo el “origen” del
que arrancan las caídas del hombre, sino que además es la “capacidad” del
mal. Decir que el hombre es lábil equivale a decir que la limitación propia de un
ser que no coincide consigo mismo es la debilidad originaria de donde emana
el mal. Y, sin embargo, el mal no procede de esa debilidad sino porque él “se
pone”. Esta última paradoja constituye el centro de la simbólica del mal.
LIBRO SEGUNDO
PRIMERA PARTE
1 Véase la Conclusión con que cerramos este volumen: “El símbolo da que
pensar.”
Pero el hecho de que esta reproducción, esta “repetición”, del mea culpa con
que la conciencia religiosa confiesa el mal humano no pueda sustituir el papel
de la filosofía no quita que esa confesión caiga ya dentro de su centro de
interés, ya que esa confesión es palabra, una palabra que el hombre pronuncia
sobre sí mismo; ahora bien, toda palabra puede y debe ser objeto del análisis
filosófico. En seguida explicaré cuál es, por decirlo así, el lugar filosófico que
corresponde a esta “reproducción” que ha dejado de ser vivencia religiosa y
que aún no ha empezado a ser filosofía. De momento vamos a aclarar más
bien lo que dice esa palabra que he llamado “la confesión del mal humano por
la conciencia religiosa”.
A primera vista se sentiría uno tentado a empezar por analizar las fórmulas
más elaboradas y más racionalizadas de esa confesión, en la confianza de que
dichas fórmulas serán las que ofrezcan mayor afinidad con el lenguaje
filosófico, en virtud precisamente de su carácter “explicativo”. En consecuencia,
uno se sentirá inclinado a pensar que con lo que la filosofía tendrá que
enfrentarse será con las construcciones tardías, de época agustiniana, sobre el
pecado original. Y, en efecto, abundan las filosofías clásicas y modernas que
toman ese supuesto concepto como un “dato” religioso, teológico, y reducen el
problema filosófico de la culpa a una crítica sobre la idea de pecado original.
Para nosotros, que vivimos los tiempos modernos, el mito no es más que mito,
por la sencilla razón de que hoy día no podemos empalmar esos tiempos
legendarios con los tiempos históricos, tal como concebimos actualmente la
historia según el método crítico; así como tampoco podemos encajar los
lugares del mito dentro de las coordenadas de nuestro mundo geográfico. Por
eso el mito ya no tiene para nosotros valor explicativo; por eso toda
demitologización necesaria tiende a eliminar el sentido etiológico del mito.
Pero ¿es posible semejante reproducción? ¿No parece que esa misma función
mediadora que reconocimos en la especulación y en el mito condena al fracaso
por adelantado este empeño por restablecer el fondo premítico y
preespeculativo? En efecto, ésta sería una aventura desesperada si por debajo
de la gnosis y por debajo del mito no quedase otro lenguaje. Ahora bien, no es
éste el caso: tenemos el lenguaje de la confesión, del cual el lenguaje del mito
y el de la especulación son versiones de segundo y de tercer grado. Este
lenguaje de la confesión representa la contrapartida de las tres características
que distinguen la experiencia que esa misma confesión nos revela, y que son:
ceguera, equivocidad y escándalo.
Por esta triple vía, la experiencia viva de culpabilidad crea su propio lenguaje:
un lenguaje que la traduce, a pesar de su carácter ciego; un lenguaje que
esclarece sus contradicciones y sus revoluciones íntimas; y, finalmente, un
lenguaje que acusa la sorpresa, la extrañeza de la experiencia de la alienación.
Ahora bien, las literaturas hebrea y helénica reflejan claramente una invención
lingüística que jalona las erupciones existenciales de esta conciencia de
culpabilidad. Si volvemos a captar las motivaciones que originaron esas
invenciones lingüísticas, habremos reproducido con ello el paso de la noción de
mancha a la de pecado y de culpabilidad: así se ve que las palabras hebreas y
griegas que expresan la culpa encierran una especie de sabiduría peculiar que
debemos sacar a la luz y tomar como guía en el laberinto de la experiencia
viva. Así, pues, nuestro intento por sondear los fondos del mito del mal no nos
conduce a lo inefable, sino a un nuevo lenguaje; desembocamos, pues, otra
vez en la palabra.
3 En este segundo tomo no llevo la reflexión más allá del -mito; la elaboración
de los símbolos especulativos constituirá el tema del tercer volumen de esta
obra. En efecto, al parecer, la gnosis está en pugna abierta e inmediata con la
filosofía; por consiguiente, debemos analizarla dentro del cuadro de una
filosofía de la culpa.
2. CRITERIOLOGÍA DEL SÍMBOLO
Hemos dicho que la confesión se desarrolla siempre dentro del elemento del
lenguaje. Ahora bien, ese lenguaje es en lo esencial simbólico. Lo cual implica
que cualquier filosofía que pretenda integrar la confesión en la conciencia del
yo no puede eludir la tarea de elaborar, siquiera a grandes rasgos, una
criteriología del símbolo.
Hasta es posible que haya que negarse a escoger entre la interpretación que
ve en estos símbolos la expresión camuflada de la parte infantil e instintiva del
psiquismo y la interpretación que quiere leer en ellos la anticipación de
nuestras posibilidades de evolución y de maduración. Más adelante habremos
de explorar cierta interpretación, según la cual la “regresión” no es más que el
rodeo que sigue la “progresión” y la exploración de nuestras potencialidades6.
Para ello hay que rebasar la metapsicología freudiana del “yo, eso, superego” y
la metapsicología jungiana (energetismo y arquetipos) y observar y aprender
directamente de la terapéutica freudiana y de la terapéutica jungiana, que no
cabe duda se dirigen a tipos distintos de enfermos. Esa reinmersión en
“nuestro” arcaísmo es el camino tortuoso por símbolos, tal como se expresa en
las hierofanías descritas por la fenomenología de la religión. El cosmos y la
psique son los dos polos de una misma “expresividad”; el que nos sumimos en
el arcaísmo de la humanidad; y esa doble “regresión” representa a su vez la
posible pista hacia el descubrimiento, hacia la prospección profética de
nosotros mismos.
Esta función que desempeña el símbolo como jalón y como guía del “llegar a
ser sí-mismo” debe empalmarse, y no oponerse, a la función cósmica de los
símbolos, tal como se expresa en las hierofanías descritas por la
fenomenología de la religión. El cosmos y la psique son los dos polos de una
misma “expresividad”; yo me autoexpreso al expresar el mundo; yo exploro mi
propia “sacralidad” al intentar descifrar la del mundo.
La imagen poética tiene mucha más afinidad con el verbo que con el retrato.
Como dice con insuperable acierto Bachelard, la imagen poética “nos
transporta al manantial del ser parlante”, “se convierte en un ser nuevo de
nuestro lenguaje y nos expresa haciéndonos ser lo mismo que ella expresa”. A
diferencia de las otras dos modalidades del símbolo -la hierofanía y la onírica-,
el símbolo poético nos presenta la expresividad en su estado naciente. La
poesía sorprende el símbolo en el momento en que brota fresco del surtidor del
lenguaje, en el instante “en que pone el lenguaje en estado de emergencia”, de
alumbramiento7, lo cual es muy distinto de acogerlo en su estabilidad hierática
bajo la custodia del rito y del mito, como ocurre en la historia de las religiones,
o de ponerse a descifrarlo intentando interpretar los rebrotes de una infancia
abolida.
l. Es cierto que los símbolos son signos; es decir, que son expresiones que
contienen y comunican un sentido, un mensaje; ese sentido se declara en un
propósito significativo transmitido por la palabra. Incluso en el caso en que los
símbolos estén tomados de elementos del universo -como el cielo, el agua, la
luna- o de las cosas -como un árbol, una piedra erigida-, aun entonces toman
esas realidades en el lenguaje una dimensión simbólica -como palabras de
consagración, de invocación, de mito-. Dumézil acertó a decirlo perfectamente:
“Hoy día la investigación se coloca bajo el signo del 'logos' y no bajo el del
'mana'”, refiriéndose a la investigación dentro de la historia de las regiones 8.
5. Ni que decir tiene que el símbolo de que tratamos aquí no tiene nada que ver
con el sentido que la lógica simbólica atribuye a este término. Precisamente
son el polo opuesto. Pero no basta con decirlo; hay que saber por qué. Para la
lógica simbólica, el simbolismo es el colmo del formalismo: ya la lógica formal,
al desarrollar la teoría del silogismo, empezó por sustituir los “términos” por
signos sin valor ninguno concreto, o bien aplicables a cualquier cosa; pero sin
llegar a desvincular del lenguaje ordinario las expresiones “todo”, “algo”, “es”,
“implica”. Pero la lógica simbólica avanza más, sustituyendo estas mismas
expresiones por letras o signos escritos, que no hace falta pronunciar y que
pueden servir de base al cálculo, sin necesidad de preguntar cómo se pueden
incorporar en una deontología del razonamiento 11. En este caso ni siquiera son
abreviaturas de expresiones verbales conocidas, sino “caracteres” en el sentido
leibnitziano de la palabra, es decir, elementos de cálculo.
Con esto no se quiere decir que se excluya por principio ninguna cultura, sino
que dentro de este campo, orientado por la cuestión de origen griego, se
producen relaciones de proximidad y de distanciamiento, que derivan
inevitablemente de la estructura de nuestra memoria y herencia cultural. De ahí
esa afinidad privilegiada entre las culturas helénica y judía. Estas dos culturas,
que no tendrían nada de excepcional para un espectador apátrida, constituyen
el primer estrato de nuestra memoria filosófica. Y, concretando aún más,
diremos que el encuentra, la confluencia del manantial judío con la corriente
helénica, marca el punto de intersección fundamental y básico de nuestra
cultura. La fuente judía constituye el primer “otro” de la filosofía, su “otro” más
próximo. El hecho, teóricamente contingente, de esa fusión es la clave del
destino mismo de nuestra cultura occidental. Y, dado que nosotros existimos
por obra y gracia de ese encuentro, entonces ese encuentro es algo necesario,
en el sentido de que él es el presupuesto de nuestra irrecusable realidad. Por
eso la historia de la conciencia de culpabilidad en Grecia y en Israel
constituirán el centro de referencia en todo el transcurso de nuestro ensayo:
porque constituyen nuestro origen más cercano en esta economía espiritual de
la distancia. Lo demás fluye de este doble privilegio de Atenas y Jerusalén:
todo lo que, paso a paso, ha contribuido cada vez más de cerca a nuestra
génesis espiritual será objeto de nuestra investigación, pero siguiendo las
líneas de motivación que expresan la “cercanía” y la “lejanía”.
¿Qué quiere decir entonces eso de “cada vez más de cerca”? Con ello nos
referimos a varios tipos de relaciones de orientación: relaciones “en
profundidad”, “relaciones” por “línea lateral”, relaciones “retrospectivas” o
“retroactivas”.
Pero a su vez las relaciones “retrospectivas” vienen a dar sus retoques a esas
relaciones “en profundidad” y en “extensión”. En efecto, nuestra memoria
cultural está siendo constantemente renovada retroactivamente por los nuevos
descubrimientos, por la recurrencia a las fuentes, por las reformas y los
“renacimientos”, los cuales son algo más que simples reviviscencias del
pasado, y que van forjando a lo largo de nuestro camino lo que podríamos
llamar un “neo-pasado”. De aquí resulta que nuestro helenismo no coincide
exactamente con el alejandrino, ni con el de los Padres de la Iglesia, ni con el
de la Escolástica, ni con el del Renacimiento, ni con el de la Aufklärunf. (Para
convencerse, basta fijarse en el redescubrimiento moderno de la tragedia.) Así,
bajo el golpe retroactivo de los sucesivos “ahora”, nuestro pasado va
adquiriendo nuevas formas y cambiando constantemente de sentido: por el
hecho de apropiarnos día a día nuestro pasado, vamos modificando
precisamente aquello de lo que procedemos.
CAPITULO I
LA MANCHA
1. IMPUREZA
Aquí hay algo que se resiste a la reflexión, y es la idea de cierta cosa cuasi
material que infecta como un foco de suciedad, que daña en virtud de ciertas
propiedades invisibles y que, con todo, opera al estilo de una fuerza en el
campo de nuestra existencia, que es una unidad indivisa psíquico-corporal.
Nosotros no estamos ya en condiciones de comprender qué podría ser
semejante sustancia-fuerza del mal, ni en qué puede consistir la eficacia de ese
“algo” que convierte a la misma pureza en no-mácula y a la purificación en
anulación-de-la-mácula.
Así resulta que el inventario de las culpas, dentro del régimen de la impureza,
tiene más extensión en el ámbito de los acontecimientos del mundo y una
reducción proporcional en el ámbito dé las intenciones del agente.
Esa amplitud y esa limitación acusan una fase de desarrollo en la que aún no
se ha disociado el mal de la desgracia y en la que no se ha trazado la línea
divisoria entre el orden ético de la mala acción y el orden cósmico-biológico del
mal-físico: sufrimientos, enfermedades, fracasos, muerte. En seguida vamos a
ver cómo la anticipación del castigo, en el corazón mismo del miedo a lo
impuro, viene a reforzar esos lazos entre el mal y la desgracia: los castigos
recaen sobre el hombre que es sujeto de un mal físico, y convierten todo
sufrimiento, todas las enfermedades, todas las muertes y todos los fracasas en
signos de mancha y de impureza. Así, el mundo de la mancha engloba en su
esfera de impureza las consecuencias de los actos y de los acontecimientos
impuros; paso a paso, llega un momento en que no queda nada que no pueda
catalogarse como puro o impuro; desde ese momento, la línea divisoria entre lo
puro y lo impuro hace caso omiso de la distinción entre lo físico y lo ético, y se
ajusta a la división entre profano y sagrado, que a nosotros nos resulta
irracional.
2. EL TERROR ÉTICO
Por eso considero de suma importancia que analicemos ese miedo primitivo,
viendo en él los primeros gérmenes de nuestra memoria.
Fue ésta una conquista bien costosa. Hubo que pagar como precio la pérdida
de aquella primera racionalización, de aquella primera explicación del
sufrimiento. Fue preciso llegar al colmo de sufrimientos escandalosos de puro
inexplicables para que el mal de la mancha se convirtiese al fin en mal de
culpa3. La figura del “justo paciente”, imagen fantástica y ejemplar del
sufrimiento injusto, constituyó la piedra de escándalo contra la cual vinieron a
estrellarse las racionalizaciones prematuras del dolor: desde entonces ya no
sería posible integrar en una explicación inmediata la mala acción y la mala
“pasión”.
Así, pues, cuando el miedo a lo impuro dominó a los hombres por su régimen
de terror y de angustia fue en la época anterior a esa crisis de la primera
racionalización, a esa delimitación entre la desgracia, por una parte
-enfermedad, muerte, fracaso-, y la culpa, por otra. La inmunización contra la
mancha estaba preñada de espanto y dolor; antes de que nadie le acuse
directamente, el hombre se siente vagamente acusado como culpable del dolor
del mundo; ésa es la imagen que presenta el hombre en el origen de su
experiencia ética: la imagen de un reo acusado falsamente.
Remontándonos aún más arriba, vemos que esa sombra proyectada por el
castigo se extiende sobre toda la zona, hasta cubrir la fuente misma de las
prohibiciones, y la experiencia de lo sagrado. Visto a través de la venganza y
de los sufrimientos anticipados en la prohibición, lo sagrado aparece como una
fuerza sobrehumana aniquiladora del hombre; la muerte del hombre va inscrita
en la pureza original. Consiguientemente, al temer el hombre la mancha, teme
en ella la negatividad de lo transcendente; lo transcendente surge a sus ojos,
como algo ante lo cual el hombre no puede subsistir; nadie puede ver a dios -al
menos al dios de los tabúes y de las prohibiciones- sin quedar muerto ipso
jacto. A esto precisamente, a esa cólera y a ese terror, a esa fuerza mortífera
de la sanción, debe lo sagrado su carácter de cosa “separada”, de algo que no
se puede tocar; porque el tocarlo o, lo que es lo mismo, el violarlo,
desencadena la muerte.
3. EL SIMBOLISMO DE LA MANCHA
4 Kurt LATTE, “Schund und Sünde in griechischen Religion”, Arch. fr. Relwissft
(20), 1920-21, pp. 254-298. MOULINER, Le pur el l'impur dans la pensée des
Grecs, d'Homére á Aristote, París, 1952. E: R. DODDS, The Greeks and the
Irrational, Univ. of California Press, 1956.
Asimismo, hay que decir lo que hay que hacer para purificar lo impuro; no hay
rito sin palabras que confieran un sentido al gesto y consagren su aficacia;
nunca permanece mudo el rito; y si llega a realizarse sin ninguna palabra
concomitante, hubo anteriormente alguna palabra que lo estableció.
Esto supuesto, y dado que lo único que nos interesa aquí es la constitución del
simbolismo, nos importa poco saber si esas impurezas que los autores clásicos
retrotraen hasta la época fabulosa de los héroes fueron conocidas
efectivamente por los hombres de aquellas edades arcaicas. El historiador puro
tiene sus buenas razones para dudar. El silencio que guarda Homero sobre
este aspecto del problema parece indicar que este viejo poeta fue totalmente
ajeno a la guilt-culture de los siglos VI y V antes de Cristo 10. Como observa
igualmente Moulinier, los héroes de Homero gustan del aseo y se bañan
mucho; pero sus purificaciones son de orden totalmente material; lo que les
repugna es la suciedad -la sangre, el sudor, el polvo, el barro y la grasa-
porque la suciedad afrenta -aaaxxuvEw-. Los héroes de Homero no incurren en
impureza por matar; ni en la Ilíada ni en la Odisea “se encuentra un solo caso
de mancilla de los que luego serían los más típicos en la época clásica” (p. 30),
como el homicidio, el nacimiento, la muerte y los sacrilegios. Pero hay que
tener en cuenta, por una parte, que “ni la Ilíada ni la Odisea son novelas de
costumbres, y que, al reproducir la vida, lo hacen sublimándola y
embelleciéndola” (p. 33); y que, por consiguiente, ni el silencio ni las
afirmaciones de Homero prueban nada a este respecto. Por otra parte, no debe
olvidarse que aquí no nos interesan tanto las creencias que tuvieron en la
realidad los hombres del siglo VI cuanto el fenómeno cultural que representa la
expresión literaria que dieron al tema de la impureza y de la mancha los
oradores, los historiadores y los poetas de la época clásica; la forma en que los
griegos se representaron su propio pasado y en que formularon sus creencias
constituye la contribución excepcional aportada por Grecia a la temática del
mal. Ahí tenemos toda una literatura marcada por el tema de la mancha, una
literatura de la que procedemos nosotros por línea genealógica; y ahí tenemos
un logos afectado por el mismo tema; y ese logos es nuestro logos.
Ni que decir tiene que aquí no se trata de negar la incompatibilidad de las dos
representaciones del homicida; la representación, más bien jurídica, que
califica su mancha como “involuntaria” y que se mueve ya en el plano de la
culpabilidad en el sentido preciso que damos hoy día a esta palabra, y la
representación, más bien religiosa, que le coloca bajo el signo de lo “impuro”;
pero ese contraste real se atenúa un tanto si se considera la elasticidad
equívoca de la noción de mancha. Al desterrado no se le excluye tan sólo de
cierta área material de contacto, sino que se le expulsa de un ambiente
humano reglamentado también por la ley. En adelante el exiliado no rondará el
espacio humano de la patria; donde termina la patria, allí se detiene también su
mancha; por eso matar a un asesino en territorio perteneciente a la patria
ateniense equivale a purificar su suelo sagrado; matarle fuera de ese territorio
es asesinar a un ateniense. Luego podrán surgir nuevos ritos de asilo y de
refugio, los cuales bajo otras consideraciones y aspectos y dentro del contexto
de otra legislación, podrán conferirle una nueva pureza 12.
Ese sentido o alcance del temor presenta, a mi parecer, tres grados sucesivos,
como tres referencias intencionales escalonadas en profundidad.
Pero ¿es posible una existencia humana totalmente inmunizada contra los
sentimientos negativos? A mi juicio, la abolición del temor sólo constituye la
aspiración más lejana de la conciencia ética. Ese cambio de régimen, en el que
pasamos del miedo del castigo y la venganza al amor del orden, y cuyo
episodio principal estudiaremos en seguida al tratar de la noción judía de la
Alianza, no suprime totalmente el temor, sino que lo recoge, transformándolo
en un nuevo registro afectivo.
Este es el' porvenir que espera al temor, a ese miedo arcaico, que presiente la
venganza en la interdicción. Precisamente porque ese porvenir le pertenece
por derecho propio, potencialmente, por eso jamás en la historia de las
conciencias podrá ser abolido ese miedo “primitivo” a la impureza como un
simple “momento” suyo, sino que reaparecerá en otras formas del mismo
sentimiento en nuevas formas que habrán empezado por negarlo.
CAPITULO II
EL PECADO
1 Véase el índice “Verborum et rerum”, en MOULINIER, op. cit., pp. 431 ss.,
donde encontrará el lector todas las referencias aprovechables relativas al
vocabulario griego de lo puro e impuro.
2 Véase más arriba, cap. I, 1: “La impureza”.
4 Ed. DHORME, op. cit., pp. 81-82. PRITCHARD, Ancien near eastern texts
relating to the Old Testament, Princeton, 2.' ed., 1955, pp. 391-92.
Esta situación inicial, es decir, esta iniciativa desconcertante que llama y elige,
que se presenta y se calla, resulta tan extraña al lenguaje y razonamiento
filosófico -por lo menos tal como lo presenta una razón que se define por la
universalidad y la intemporalidad-, como vimos que lo eran la impureza, el
entredicho y la venganza. Pero lo mismo que la impureza penetraba en la
meditación filosófica por su carácter de palabra -palabra de prohibición y de rito
y palabra de confesión-, así también hace su entrada la Alianza en estos
mismos dominios de la reflexión, como palabra. La ruah -el soplo- de Yavé, de
que habla el Antiguo Testamento, y que nosotros traducimos por “Espíritu” a
falta de un término más apropiado, designa el aspecto irracional de la Alianza.
Pero esa ruah es también dabar, es decir, palabra 8. Por algo el único
equivalente apropiado para traducir el dabar hebreo que fue el kóyos griego.
Esta traducción, a pesar de ser sólo aproximada e impropia, constituyó por sí
sola un acontecimiento cultural importante. En primer lugar, expresa la
convicción de que cada lengua puede traducirse a todas las demás, y, por
consiguiente, que todas las culturas pertenecen a una sola humanidad; y, en
segundo lugar, de que el equivalente menos inapropiado de la llamada que
hace Dios al hombre debe buscarse en el kóyos, en el que los griegos supieron
reconocer la fusión de la ratio con la oratio.
Esta palabra desborda todos los imperativos, igual que desborda también la
“especulación”. En efecto, el conocimiento de Dios y del hombre no es un
“pensamiento” en el sentido de la filosofía griega, como observó Calvino al
principio de su Institución cristiana; ni siquiera en el sentido de las teologías
rabínicas, islámica y cristiana, las cuales presuponen la especulación filosófica.
Ese conocimiento no se parece en nada a un estudio metódico ni a un intento
de definición. Los profetas, que son los portavoces de esa palabra -y aquí hago
extensiva la denominación de profetas a personajes como Abraham y Moisés-,
no fueron “pensadores” en el sentido helénico de la palabra; eran seres que
clamaban, amenazaban, ordenaban, gemían o exultaban; sus “oráculos”, que
arrastraban en su corriente crónicas, códigos, himnos y sentencias, poseían la
amplitud y la profundidad de la palabra original, primordial, que constituye la
situación de diálogo en cuyo seno estalla el pecado.
“Por el triple crimen y hasta por el cuádruple crimen de Damasco... Por el triple
crimen y hasta por el cuádruple crimen de Gaza... Por el triple crimen y hasta
por el cuádruple crimen de Tiro...”
Así resulta la profecía, para una meditación sobre el pecado, esa mezcla de
amenaza y de indignación, de terror inminente y de acusación ética; y así se
muestra el pecado en la confluencia de la cólera con la indignación.
12 Sobre esta contribución de los profetas bíblicos al tema del pecado puede
verse A. NÉHER, op. cit., pp. 213 ss., y A. Lons, op. cit., período II.
¿Habrá que decir que esa mesura infinita, mejor dicho, que esa desmesurada
perfección, que esa inconmensurabilidad ética producen una verdadera
“impotencia” humana, una “miseria” que enajena al hombre frente a ese Otro
que se sitúa en una posición absolutamente inaccesible? ¿No es cierto que el
pecado convierta a Dios en el absolutamente distinto, en el absolutamente
Otro?
Esta tensión entre la exigencia absoluta, aunque amorfa, y la ley finita, que
desmenuza la exigencia, es esencial a la conciencia de pecado: no nos
podemos sentir culpables de una manera vaga y general. La ley es un
“pedagogo” que ayuda al penitente a ver claro su estado de pecador: es
pecador por sus actos de idolatría, por su falta de respeto filial, etc. Es cierto
que recaería en el moralismo si dejase de ver en su pecado algo más que la
simple enumeración de sus culpas; pero también lo es que el impacto del
profetismo hubiese sido totalmente infecundo si no hubiera logrado continuar y
prolongar aquel movimiento ya antiguo que venía de los códigos primitivos,
volviendo a poner en marcha el ritmo, la alternancia entre la exigencia
indeterminada y el mandamiento determinado. Así, pues, resulta infundado
concebir la ley como algo que conceden los medios proféticos a la religión
arcaica de los sacerdotes: el profetismo presupone la ley y remite a ella. La
Alianza vive de esa alternancia entre el profeta y el levita. ¿Cómo se indignaría
el profeta contra la injusticia, si no pudiese plasmar su indignación en
reproches y en cargos concretos, como la explotación de los pobres, la
crueldad contra los enemigos, la insolencia del lujo...?
3. LA “CÓLERA DE DIOS”
El temor ha puesto su sello en todas las relaciones del hombre con Dios. La
religión de Israel está penetrada de esa convicción de que el hombre no puede
ver a Dios sin morir. Moisés en el monte Horeb, Isaías en el Templo y Ezequiel
ante la gloria de la majestad de Dios sienten ese terror; sienten, como
intermediarios del pueblo entero, la incompatibilidad entre Dios y el hombre 17.
Ese terror expresa la situación del hombre pecador ante Dios: es la verdad de
una relación sin verdad. Por eso la representación verídica de Dios que le
corresponde es la “cólera”: esa cólera no significa que Dios sea malo; esa
cólera es la faz de la Santidad para el hombre pecador.
“Por tres crímenes de Damasco, y por cuatro, ... ¡lo decidí para siempre!...
... Yo voy a desencadenar el fuego contra las murallas de Hazel... Por tres
crímenes de Gaza, y por cuatro
¡lo decidí para siempre!...
... ¡Sí! Yo os haré morder el polvo. Así habla Yavé:
Por tres crímenes de los hijos de Amón, y por cuatro ¡lo decidí para siempre!
En venganza por haber desventrado a las mujeres encintas de Galaad, por
extender su propio territorio,
prenderé fuero a las murallas de Rabba, y devorará sus palacios,
entre alaridos de guerra, en un día de refriega,
entre el estruendo de la tormenta, en un día de tempestad; (caerán) él y sus
príncipes con él,
dive Yavé” (Amós, 1, 3-16).
Y continúa unos capítulos después:
“¡Maldición a los que están suspirando por el día de Yavé! ¡Qué creéis que os
va a traer a vosotros el día de Yavé! Os va a traer tinieblas, no luz.
Será como el hombre que, huyendo de un león, cae en los brazos de un oso,
o que, al entrar en su casa y apoyar la mano en la pared, le muerde una víbora.
Sí, el día de Yavé traerá tinieblas, y no luz.
Será una sombra cerrada como la noche, sin ningún resplandor” (Amós, 5, 18-
20). Pues Oseas, el tierno, el terrible Oseas, no le va en zaga a Amós en la
violencia de sus rugidos:
“Porque Yo seré como un león para Efraim, como un cachorro de leona para la
casa de Judá;
sí, Yo, Yo personalmente desgarraré sus carnes y me retiraré arrastrando mi
presa, sin que haya nadie que me la arranque” (Oseas, 5, 14). Isaías es el
profeta de la Majestad y de la Santidad divinas: el que reconoció en el pecado
esa insolencia característica que los griegos denominaron `ú(3pas. Pues bien,
en el día de Yavé ve, en cambio, el día en el que queda reducida a nada todo
el orgullo del mundo:
“El orgullo humano bajará los ojos:
la arrogancia de los hombres se verá humillada. Sólo, sólo Yavé será exaltado
en ese día.
Sí, ése será el día de Yavé Sabaot contra todo orgullo y toda arrogancia, contra
toda grandeza, para abatirla; contra todos los cedros del Líbano y contra todas
las encinas de Bashan; contra todas las montañas altaneras y todas las colinas
elevadas;
contra todos los altos torreones y todos los baluartes escarpados; contra todas
las aves de Tarsis y todos los objetos preciosos...
El orgullo humano quedará humillado,
la arrogancia de los hombres será aplastada. Sólo, sólo Yavé será exaltado
en ese día,
y todos los ídolos serán derribados.
Id a guareceros entre las grietas de las rocas y en los antros de la tierra
ante el espanto de Yavé,
ante el resplandor de su majestad, cuando se levante
para hacer temblar la tierra”
(Isaías, 2, 11-19).
Ahora bien, supuesto que la historia sólo aparece como castigo por obra 'y
gracia de las profecías que así la interpretan, se deduce que se pueden
profetizar como irrevocables los acontecimientos brutos, y su sentido como
revocable.
El vocativo “oh Dios”, que expresa la invocación del alma suplicante, sitúa el
momento de la ruptura dentro de los lazos de la comunión; si Dios fuese el
absolutamente Otro, no sería ni siquiera invocado. E, inversamente, si el
pecador no fuese más que el término de las acusaciones proféticas, no habría
lugar a que se pusiese a invocar ni a suplicar. En ese movimiento de la
invocación el pecador se convierte plenamente en el sujeto del pecado, al
mismo tiempo que el Dios terrible de la devastación se transforma en el Tú
supremo.
Así es como nos revelan los salmos la ternura escondida en el corazón de las
acusaciones proféticas, y así es como nos anuncian que esa cólera, que se
manifestó antes como la cólera de la Santidad, posiblemente no sea, si se nos
permite la expresión, sino la cólera del Amor.
Bajo este primer aspecto, el simbolismo del pecado se disocia del simbolismo
de la mancha. Pero el pecado no es solamente la ruptura de una relación, sino
que, además, representa la experiencia de una fuerza que se apodera del
hombre. Bajo este aspecto, el simbolismo del pecado vuelve a cruzarse con la
intención primordial del simbolismo de la impureza: también el pecado es un
“algo”, una “realidad”. Por consiguiente, hemos de dar razón a la vez de estos
dos fenómenos: de la promoción de un nuevo simbolismo y de la revisión, de la
refundición, del antiguo bajo el control del nuevo.
Es notable que la Biblia hebrea no posee una palabra abstracta para designar
el pecado, sino un haz de expresiones concretas, que nos indican, cada una a
su manera y en forma figurada, posibles líneas de interpretación, anunciando lo
que podríamos llamar un teologúmenon 21. Aparte de esto, no dejará de tener
su interés notar, a medida que enumeramos las imágenes y raíces hebreas, las
imágenes y raíces simétricas de la lengua griega, las cuales a su vez pudieron
suministrar equivalencias a los esquemas hebreos, cuando se trató de traducir
la Biblia al griego. Esta traducción constituyó, por lo demás, un acontecimiento
importante en el mundo de la cultura: ella vino a enlazar las suertes de ambas
lenguas y a crear una conceptualización helénico-hebrea, de la que no es
posible ya prescindir.
Tenemos en primer lugar una raíz -chattat- que significa fallar el blanco, que
podemos relaciones con otro símbolo, el de un sendero tortuoso -'awon-.
Juntas ambas raíces, indican el concepto de lo “a-nómalo”, “des-viado” o
«torcido», un concepto puramente formal, en el que se presenta el alejamiento
del orden y la desviación del camino recto sin atender a los motivos del acto ni
a la disposición íntima del agente.
El simbolismo del pecado sugiere, pues, la idea de una relación rota; pero en
esa idea sigue estando implícita la negatividad del pecado. Por tanto,
podremos recoger más adelante esas mismas imágenes clave desde el punto
de vista del “poder” del pecado y deducir de ellas una alusión a la positividad
del mal humano. Por eso no carece de interés, a mi juicio, añadir a este primer
ramillete de símbolos algunas otras expresiones que explicitan su aspecto
negativo y apuntan la idea de una “nada” del hombre pecador. Es cierto que no
puede tener concepto de la “nada” una cultura que no ha elaborado la idea de
ser; pero puede tener un simbolismo de la negatividad a través del defecto,
falta, desviación, rebelión, extravío. El pecador “se aleja” de Dios; el pecador
“olvida” a Dios; es un “in-sensato”, un “falto de juicio”. Pero todavía hay
expresiones más impresionantes en que se traduce esa negatividad, y que
pueden repartirse bajo la doble categoría del esquema del “aliento” o “soplo”
qué pasa sin que podamos retenerlo, y del esquema del “ídolo” que decepciona
por no ser el verdadero Dios 22.
Con esta imagen del soplo podemos relacionar la figura del desierto y de su
vacío desolador: “Todas las naciones son como nada ante El; son ante El nada
y vanidad” (Isaías, 40, 17). Es bien sabido el papel tan importante que atribuye
el Qohelet a esta imagen de la “vanidad” o “vacuidad”, que casi alcanza la
abstracción de la nada; pero si esta palabra perdió su sentido concreto,
orientándose hacia el no ser del error o, mejor, de la “errancia”, que los griegos
elaboraron sistemáticamente, si equivale casi a la “dosa de los mortales” del
Poema de Parménides, lo cierto es que nunca llega a olvidar por completo la
imagen original del “vaho”, del “aliento”: “Ved que todo es vanidad y
papaviento” (1, 14).
He aquí cómo increpa Yavé a los falsos dioses por boca del segundo Isaías:
“Vosotros no sois nada, y vuestras obras son nada; es una abominación
elegiros” (41, 24). Con esto, los sacerdotes y los oráculos de los falsos dioses
comparten su nada: “Todos ellos juntos no son nada. Sus obras son nada; sus
estatuas, viento y vaciedad” (41, 29). Aquí se descubre el -sentido de los
“celos” de Yavé: esa “nada”, que son los “ídolos”, simboliza a ese Otro, que es
Nada, y del que, no obstante, está “celoso” Yavé.
Y la razón es que, si bien los ídolos no son nada a los ojos de Yavé, a los ojos
de los hombres constituyen un no-ser real. Por eso Yavé se siente celoso de
esos ídolos, porque, aunque para El son Nada, para los hombres representan
un Pseudo-Algo. Ya Amós había forjado la imagen de una alternativa entre el
“bien” y el “mal”, equivalente a una elección radical entre “Dios” y “Nada” 23.
Para los profetas, en efecto, los ídolos son algo más que simples efigies
“talladas”: son el prototipo de la “nada”; y, por consiguiente, también son nada
los hombres que los adoran; también son nada las visiones y las profecías no
inspiradas por Dios, el Señor. Aquí la idolatría viene a simbolizar el mismo
pecado, así como antes lo simbolizó el adulterio. Finalmente, esas dos
imágenes, la del soplo y la del ídolo, intercambian sus significados y confunden
su sentido: la vanidad del soplo se convierte en la vanidad del ídolo: “Siguiendo
la vanidad, se convirtieron en vanidad” (Jeremías, 2, 5); pues, en efecto, el
hombre se transforma en lo que adora: “Serán como los ídolos los que los
fabrican, y todos los que ponen en ellos su confianza” (Salmo 115, 8).
Tal vez aquel “No” de la prohibición, en el mito de la caída 24, sea una
proyección ingenua, dentro del ámbito de la inocencia, de una negación
emanada del mismo pecado; tal vez el orden de la creación surgió totalmente al
conjuro de la afirmación, aun cuando entrañe disonancias, antagonismos y una
desproporción originaria, intrínseca: “Sea, hágase”...; aunque ese orden
implique limitaciones para el hombre, esas mismas limitaciones son también
constitutivas de su naturaleza. Esas limitaciones protegen su libertad, por lo
que pertenecen a la posición totalmente pura del hombre en la existencia; tal
vez sea esa nada de vanidad emanada del pecado la que convierte en
prohibición estas limitaciones creadoras originarias.
24 Véase más adelante, en la segunda parte, cap. III: “El mito académico.”
De esta manera, paso a paso, la vanidad va invadiendo todas las cosas hasta
hacer aparecer al mismo Dios como el “No” que prohíbe y destruye, como el
Adversario cuya voluntad se reduce a perseguir de muerte al pecador. Y
entonces el hombre que sólo ve ya en Dios cólera y voluntad de muerte, el
hombre que llega hasta el fondo de esta posibilidad aterradora, sentiría
verdaderamente que estaba tocando el fondo del abismo, y se vería reducido a
un grito, a ese grito: “¡Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado!”
(Salmo 22, 1). En este grito culminó 1a agonía del Hijo del Hombre.
Partamos del polo divino del “perdón”: bien pronto se nos remitirá al polo
opuesto, es decir, al polo del “retorno” del hombre 25.
El tema del “perdón” representa un símbolo fecundísimo, del mismo tipo que el
símbolo de la cólera de Dios, y su sentido se elabora en conexión con este
último; el perdón es como el olvido o la renuncia de la cólera de la santidad.
Con frecuencia el perdón reviste la forma figurada de un “arrepentimiento de
Dios” (Exodo, 32, 14), como si Dios cambiase de plan, cambiase sus designios
con respecto al hombre. Ese cambio figurado de Dios está preñado de sentido;
con él se quiere indicar que las nuevas perspectivas que se abren en las
-relaciones del hombre para con Dios tienen su origen en el mismo Dios, es
decir, que la iniciativa parte de Dios; sólo que ese origen, esa iniciativa, se
representa antropomórficamente como si constituyeran un episodio ocurrido en
el seno mismo de la divinidad: en vez de condenar al hombre, Dios lo rehabilita.
A veces encontramos superpuestos, entrecruzados, los conceptos de cólera y
perdón: en la “proclamación del hombre” del Eterno -Exodo, 34- se describe al
Eterno como “Dios misericordioso, reacio y lento a la cólera, rico en gracia y
fidelidad, que mantiene su gracia por mil generaciones, que tolera las faltas, las
transgresiones y los pecados, pero que no los deja impunes y que castiga las
culpas de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación” (Exodo,
36, 6-7). La relación entre las “tres generaciones” y las “mil generaciones”
esboza ya el argumento del “cuanto más”, que tanto manejaba San Pablo,
como diremos más adelante.
Otras veces, y esto ya es más sutil, los escritores sagrados no ven el perdón
precisamente en el hecho de que Dios libre efectivamente al hombre de alguna
calamidad, incluso física, sino en el castigo mismo, el cual, a pesar de ser
penoso y aun cruel, pierde su aspecto de condenación irrevocable -como
ocurre en el desenlace del crimen de David, tal como se refiere en II Samuel,
12, 13-14-. El perdón no “suprime” el sufrimiento, pero concede una tregua que
se interpreta como un resquicio de luz abierto por la paciencia que se expresa
a través del sufrimiento: y es que, aparte de atenuar el sufrimiento, parece
como que el perdón transforma el obstáculo divina. Aquí se insinúa otra idea en
esta concepción del perdón, en una prueba; entonces el sufrimiento se
convierte en el instrumento de la toma de conciencia, en cauce de la confesión;
el perdón se revela entero ya en esa capacidad recuperada de conocerse y de
reconocer su verdadera situación en el seno de la Alianza; de esa manera el
sufrimiento, al mismo tiempo que se siente como una aflicción, se mira como
parte del castigo y del perdón.
Por eso el “perdón” es por sí mismo “retorno”; pues, por parte de Dios, el
retorno sólo consiste en borrar la culpa y en suprimir el peso del pecado: “Yo te
declaré mi pecado; yo no te oculté mi iniquidad. - Dije: Confesaré a Yavé mi
pecado - Y tú perdonaste mi iniquidad” (Salmo 32, 5).
Este tema del “retorno” -de la raíz shub-, al que nos remite el esquema del
“perdón”, es la fuente de todas nuestras ideas sobre el arrepentimiento (más
adelante veremos el papel que desempeñó el judaísmo del segundo Templo en
la elaboración de este concepto mediante un término nuevo -teshubah-, que
nosotros traducimos por arrepentimiento 26).
El símbolo del “ertorno” es rico en armónicos. Por una parte, pertenece al ciclo
de las imágenes referentes al “camino”. De la misma manera que el pecado
está representado por el “camino torcido”, así el retorno está simbolizado por
una rectificación del mal camino: “Que cada cual se desvíe de su mal camino”,
dice jeremías. Este desviarse del camino torcido presagia la idea más abstracta
de renuncia. Por otra parte, el retorno es la reanudación del vínculo primitivo,
una restauración. Bajo este aspecto, se lo asocia frecuentemente con
imágenes de tranquilidad y de reposo junto a la “Roca”, cabe las fuentes de la
vida: “Seréis salvos por el retorno y la tranquilidad” (Isaías, 30, 15). Así el
retorno equivale al restablecimiento de la estabilidad; es el fin del andar errante
de Caían, es la posibilidad de “permanecer en el país” (Jeremías, 7, 3-7; 25, 5).
También empalma el tema del retorno con la metáfora conyugal: el retorno
significa el fin del adulterio y de la prostitución, en el sentido de Oseas.
Jeremías recoge ese tema amoroso con un pathos apremiante: “Vuelve, Israel
infiel, dice el Eterno” (3, 22). Para el segundo Isaías, “retornar” significa “buscar
a Dios”; así el volver se convierte en buscar el agua viva, como dirá el
Evangelio de Juan.
Ese realismo del pecado es el que explica que el penitente pueda arrepentirse
de pecados olvidados y hasta cometidos inconscientemente; en una palabra,
de pecados que son, puesto que ellos caracterizan su verdadera situación
dentro de la Alianza. Este primer rasgo es uno de los que garantizan más
manifiestamente la continuidad entre el complejo de la impureza y el del
pecado: sería quedarse en la periferia de las cosas si nos limitásemos a no ver
en esta afinidad estructural más que una supervivencia de la concepción
arcaica del sacrilegio objetivo. Por supuesto que así se explican muchos
crímenes -verdaderos crímenes sin culpabilidad- 28, lo mismo que aquel
precepto: “Si alguno peca y comete sin darse cuenta cualquiera de las cosas
prohibidas por los- mandamientos de Yahvé, será responsable y cargará con el
peso de su culpa”, que leemos en Levítico, 5, 17.
Pero el que podamos explicar estos ejemplos por ciertas supervivencias del
sistema del tabú, del sacrilegio y de la expiación ritual no debe hacernos perder
de vista el hecho, más importante aún, que hizo posible esa misma
supervivencia, y es el hecho de que la Ley, como expresión ético-jurídica de la
Alianza, vino a sustituir a los poderes anónimos del tabú y del automatismo de
su venganza, y a constituir un punto de referencia hipersubjetiva para el
pecado. A fin de cuentas, es la situación “real” del hombre dentro de la Alianza
la que da la medida del pecado y la que le confiere una verdadera
transcendencia con relación a la conciencia de culpabilidad.
Hay un segundo rasgo que viene a confirmar ese realismo del pecado:
precisamente porque el pecado no se reduce a su medida subjetiva, tampoco
se reduce a su dimensión individual; el pecado es simultáneamente y ya desde
su origen personal y comunitario 29. Al analizar los mitos etiológicos, se hace
hincapié en los desafueros cometidos en nombre de una teoría de la retribución
montada sobre ese tema de la imputación colectiva. Pero esas construcciones
de segundo grado y esas racionalizaciones equivocadas a que dio ocasión la
confesión de los pecados del pueblo no deben hacernos olvidar la significación
profunda que encierra esa confesión en el plano de la experiencia viva y de los
símbolos primarios que la expresan. Las especulaciones sobre la transmisión
de un pecado heredado del primer hombre constituyen una racionalización
tardía, en la que se mezclan las categorías éticas con las biológicas. Pero esto
ocurrió porque se perdió la clave del significado original de un pecado personal
y comunitario; y por eso se intentó compensar el individualismo de la
culpabilidad con una solidaridad de tipo vital calcada sobre el modelo de la
herencia. Pero esa mezcla de géneros tan dispares en el pseudoconcepto del
pecado hereditario evoca intencionalmente una vinculación comunitaria
atestiguada por la confesión litúrgica de los pecados.
Se ve una vez más que la que regula todas las modulaciones afectivas que
coloran esa conciencia de encontrarse bajo la mirada de Dios es la relación de
diálogo que establece la Alianza. El mismo acto de la invocación -oh Dios, tus
ojos están clavados en mí impide que la conciencia así escudriñada por los
ojos divinos se reduzca a la categoría de objeto. Esa primera persona que
invoca siente que se transforma en segunda persona ante esa mirada que la
penetra de parte a parte.
Para que el creyente sienta que se convierte en objeto hará falta una inflexión
en la verdad y la justicia de esa mirada; la conciencia cristalizada en objeto
procede de descomponer la relación originaria entre la mirada absoluta y el yo.
El libro de, Job es testigo fehaciente de esta crisis: Job experimenta la mirada
absoluta como una mirada enemiga que le persigue y no para hasta matarle.
Más adelante explicaré cómo repercute el problema del sufrimiento en el
problema del pecado, y cómo, al desmoronarse la antigua teoría de la
retribución, dejó flotando una duda sobre esa mirada, la cual se revela de
pronto como la mirada de un Dios oculto que entrega al hombre al sufrimiento
injusto. Entonces la mirada absoluta no suscita ya la toma de conciencia de por
sí mismo, sino la mirada del cazador disparando su flecha. Y, sin embargo, aun
en este momento de máxima tensión, rayano en la escisión, la acusación
contra Dios sigue envuelta en el ropaje de la invocación, so pena de perder el
objeto mismo de su resentimiento. Lo cual quiere decir que el descubrimiento
de la mirada enemiga se opera siempre en el interior de una relación, en la que
la mirada absoluta sigue siendo el fundamento de la verdad para la mirada que
yo me dirijo a mí mismo.
Los rasgos que acabamos de analizar nos certifican que ese pecado, que es
“interior” a la existencia, en contraste con la impureza que la infecta desde
“fuera”, no deja de ser por ello igualmente irreductible a la conciencia de
culpabilidad; porque, sí bien es interior, al mismo tiempo es objetivo. Este
primer grupo de características garantiza la continuidad fenomenológica entre
la impureza y el pecado.
33 Oseos continúa aquí la imagen del adulterio que abarca todas las especies
del pecado.
Tal vez haya sido jeremías el profeta que sintió más hondamente y con
verdadero escalofrío la mala inclinación del corazón endurecido (3, 17; 9, 14;
16, 12); la compara al instinto salvaje, al celo de los animales (Jer., 2, 23-25)34
(e igualmente, 8, 6). Esa inclinación está tan hondamente arraigada en la
voluntad, que resulta tan indeleble como el color negro de la piel del etíope o
como las manchas del leopardo (13, 23); el profeta proclama expresamente el
tema del mal radical: “El corazón del hombre es lo más engañoso del mundo e
incurablemente malo; ¿quién podrá conocerlo?... Yo, el Eterno, yo escudriño el
corazón y sondeo los riñones” (17, 9).
35 Dice también el Génesis, 8, 21: “No volveré a maldecir jamás a la tierra por
culpa del hombre, porque las designios del corazón humano son ya malos
desde su infancia.” Este “ieser” -que yo traduzco por “designio”, en su doble
sentido de imaginación y de inclinación- será objeto de un nuevo comentario al
tratar de los fariseos y de los escrúpulos: fundándose en este tema la literatura
rabínica inició una teoría del mal que podría conducir en dirección distinta de la
del mito académico. El autor de la tradición sacerdotal (P), a quien no interesa
el aspecto psicológico del pecado, ve en el mal la “corrupción” y la “violencia”
“llenando la tierra” (Génesis 6, 11 y 13), atribuyendo así al mal unas
dimensiones cósmicas a la escala del diluvio que descarga sobre “toda carne”
para “destruirlos con la tierra”, y también a la escala de la alianza cósmica
anunciada a Noé (Génesis, 9).
Este segundo ciclo de símbolos del pecado, que hacen posible la integración
del simbolismo de la impureza en el del pecado, encuentra su prolongación en
una simbólica de la redención que viene a completar la del perdón, que
dejamos interrumpida, la cual a su vez hace posible la incorporación del
simbolismo de la “purificación” en el del “perdón”.
Efectivamente, hay que añadir al ciclo de los símbolos del “retorno” un nuevo
ciclo de símbolos que gravitan en torno a la idea de “rescate”. Así como el
simbolismo de “retorno” evocaba la idea del pecado como una ruptura de los
lazos de la Alianza, así el simbolismo del «rescate» sugiere un poder que tiene
cautivo al hombre, y al cual hay que pagar determinado precio para liberar al
cautivo.
Cada una de las tres raíces38 que expresan esa idea de liberación desarrolla un
aspecto particular de ese cambio, que no deja de evocar por cierto una idea
parecida del Fedón, donde se propone “trocar” las pasiones por la virtud. La
raíz gaal conserva algo del goel, es decir, del vengador o protector que puede y
hasta debe casarse con la viuda del pariente próximo. Esta raíz nos suministra
toda una serie de símbolos: proteger, “cubrir” en el sentido de “recubrir”,
rescatar, librar. Este símbolo, al igual que todos los demás, conserva algo del
símbolo análogo inicial, pero para desbordarlo inmediatamente en la dirección
de una situación existencial.
Hay un símbolo afín -la raíz padah-; nos lo suministra la costumbre de rescatar
la ofrenda de los primogénitos o del esclavo, previo abono del precio
estipulado. Ahora bien, es cosa sabida que esa imagen del rescate influyó
poderosamente para sostener la conceptualización de la redención -que
significa precisamente rescate-. La raíz kapar -que algunos relacionan con el
“cubrir” de los árabes y otros con el “borrar” de los acadios- nos suministra un
símbolo afín a los anteriores: el kofer significa el precio que se paga por librarse
de una sanción grave o por salvar la vida. Es cierto que en este caso es el
hombre el que ofrece el kofer; pero la simbolización se extiende hasta
proporcionarnos la imagen básica de la “expiación”, de la que prescindiremos
de momento, para limitarnos ahora al ciclo del rescate.
Por lo que respecta al sacrificio mismo, vemos, por otra parte, que su eficacia
objetiva no deja de tener cierta releación con el “perdón” comprendido sin
referencia ninguna al sacrificio, como hemos intentado comprenderlo nosotros.
La misma palabra “expiación” -kipper 44- empalma por sus armónicos morales
con los otros símbolos del rescate y del precio pagado por él; el gesto de
“cubrir” -o, más probablemente, de “borrar” frotando- adquiere de golpe
resonancias simbólicas, significando el perdón -e, inversamente, el término
“perdón” (salach) evoca el gesto ritual de la aspersión 45-.
46 Ed. JACOB relaciona el ritual sacrificial con los temas del “rescate” y del
“precio” por el mismo, y ve en la idea de sustitución el núcleo común a ambos
conceptos. Este autor subordina la simbolización de la muerte del culpable a la
comunicación de vida divina dispensada al pecador: “por tanto, lo esencial del
sacrificio no consiste en la muerte de la víctima, sino en la ofrenda de su vida”,
op. cit., p. 237. En un sentido afín cita VoN Ren a OHLER, Theologie des alten
Testaments: “En el sacrificio no se ejerce ningún acto de justicia punitiva: de
ninguna manera puede compararse el altar a un tribunal”; a lo cual añade VON
RAD: “Así, pues, la expiación no constituía un acto punitivo, sino un proceso de
salvación”, op. cit., p. 270.
CAPITULO III
LA CULPABILIDAD
Dos son las razones que nos inducen a rechazar ese modo de reducir la culpa
a la culpabilidad: en primer lugar, la culpabilidad, considerada aisladamente,
estalla en varias direcciones: en la dirección de una reflexión ético-jurídica
sobre la relación entre penalidad y responsabilidad; en la dirección de una
reflexión ético-religiosa sobre la conciencia delicada y escrupulosa, y,
finalmente, en la dirección de una reflexión psíquico-teológica sobre el infierno
de una conciencia acusada y condenada. Es decir, que la noción de
culpabilidad implica estas tres posibilidades divergentes: una racionalización
penal, al estilo griego; una interiorización y refinamiento de la conciencia ética,
al estilo judío, y una sensación consciente de la miseria del hombre bajo el
régimen de la Ley y de las obras legales, al estilo de Pablo. Ahora bien, es
imposible comprender a primera vista el lazo que puede vincular
estrechamente estos tres aspectos de la culpabilidad, que se oponen
sistemáticamente de dos en dos: la racionalidad de los griegos contra la
religiosidad de judíos, y cristianos; la interioridad de la “piedad” contra la
exterioridad de la ciudad o de la salvación por gracia; y el antilegalismo paulino
contra la ley de los tribunales y contra la Ley de Moisés. En todo este capítulo
me ocuparé exclusivamente de esta explosión de la idea de culpabilidad. Pero
para apreciar la dialéctica interna que preside al concepto de culpabilidad es
preciso situarla en el marco de una dialéctica más amplia: me refiero a la
dialéctica de los tres momentos de la culpa: la mancha, el pecado, la
culpabilidad.
Para comprender la culpabilidad hay que mirarla a la luz del doble movimiento
producido a partir de otras dos fases de la falta: una, que es el movimiento de
ruptura, y otra, que es el movimiento de reintegración. El movimiento de ruptura
provoca una fase nueva -la imagen del hombre culpable-, y el movimiento de
reintegración hace que esa experiencia nueva se cargue del simbolismo
anterior del pecado, e incluso del de la mancha, para expresar la paradoja
hacia la cual apunta la idea de la culpa, a saber: hacia el concepto de un
hombre responsable “y” cautivo, o, mejor dicho, de un hombre responsable de
su estado de cautividad; en una palabra, hacia el concepto del “siervo arbitrio”.
En cuanto se acentúa más el “yo” que el “ante Ti”, en cuanto llega incluso a
olvidarse el “ante Ti”, la conciencia de la falta deja de ser pecado para
convertirse en culpabilidad; desde ese momento la “conciencia” se erige en
medida del mal dentro de una vivencia de soledad total. No es pura casualidad
el que en muchas lenguas se designe con el mismo nombre la conciencia
moral y la conciencia psicológica y reflexiva; la culpabilidad representa la
expresión por excelencia de la promoción de la conciencia a tribunal supremo.
En la literatura religiosa que estamos examinando aquí jamás se verifica esa
sustitución completa del pecado por la culpabilidad; la misma confesión
salmista que cité anteriormente continúa expresando el equilibrio entres esas
dos fases y esas dos medidas: la medida absoluta, simbolizada por la mirada
de Dios que ve los pecados en lo que son; y la medida subjetiva, representada
por el tribunal de la conciencia que aprecia la culpabilidad aparente; pero con
ello se inicia un proceso, al cabo del cual el “realismo” del pecado, ilustrado por
la confesión de los pecados olvidados u ocultos, quedaría totalmente
reemplazado por el “fenomenismo” de la culpabilidad, con su equipo de
ilusiones y disfraces; sólo se llega a este término a costa de liquidar el sentido
religioso del pecado; entonces el hombre es culpable en la medida en que se
siente culpable; así la culpabilidad en estado puro se convierte en una
modalidad del hombre-medida. Esa posibilidad de una escisión completa entre
culpabilidad y pecado queda presagiada en las tres modalidades que vamos a
estudiar: la individualización del delito en sentido penal, la conciencia
meticulosa del escrupuloso y, sobre todo, el infierno de la condenación.
En este sentido, la experiencia penal de los griegos nos da mucha más luz
sobre los “comienzos” de la conciencia1. Precisamente por no haber alcanzado
nunca el orden y rigor del derecho penal romano nos ofrece la ocasión de
sorprender la conceptualización penal en su fase incoativa. Añádase a esto que
esa fase de alumbramiento coincidió prácticamente en el tiempo con la
reflexión filosófica de los sofistas, de Platón y de Aristóteles, la cual la
“reflexionó” y la “inflexionó”, es decir, que al mismo tiempo que la analizó
filosóficamente, la dirigió por nuevos cauces. Además, por su misma
proximidad a la tragedia se mantuvo en las inmediaciones, tanto de la filosofía
como de la antifilosofía. Finalmente, la misma elaboración del vocabulario
griego de la culpabilidad a través de la penalidad constituye un acontecimiento
cultural de transcendencia inmensa: la aventura de la `ú5pLs, del ápLáprrlla:a,
y de la áSax¿a pag 268 es la aventura de nuestra conciencia, de la conciencia
de los hombres de Occidente.
1 GERNET, Recherches sur le développement de la pensée juridique et morale
en Gréce, París, 1917. MOULINIER, Le pur et l'impur dans la pensée des
Grecs d'Homére á Aristote, París, 1952. Kurt LATTE,' “Shuld und Sünde in der
grieschichen Religion”, Arc. f. Rel. (20), 1920-1921.
Así veremos que la noción de áSixEiv, que se emplea con frecuencia en forma
abstracta en el sentido de cometer injusticia e incluso de ser injusto, marca la
aparición de un concepto puramente moral del mal, al margen de la eficacia
siniestra de la impureza. Pero tanto la injusticia como la misma justicia hunden
sus raíces en la conciencia arcaica de puro e impuro. Al racionalizarse la Six-q
pag 269, crea la racionalidad del áSL'xTllxa. Dicha racionalidad consistió
esencialmente en una especie de desarticulación entre la Ciudad y el Cosmos.
La misma injusticia, la misma justicia, la misma expiación, que en el fragmento
de Anaximandro figuraban como categorías del Todo de la Naturaleza como
totalidad del ser existente “según el orden del tiempo”, vinieron a cristalizar en
lo humano puramente humano, fijándose en el plano cívico y jurídico. Esa
fijación consiste esencialmente en la función definidora de la Ciudad.
Observa Gernet que esta acción definidora sólo pudo desarrollarse en aquellas
partes del derecho en que estaba menos comprometido el carácter sagrado de
la Ciudad: mientras que el sacrificio -en el sentido estricto de atentado contra el
patrimonio de la Ciudad o contra sus santuarios- y la traición constituyen delitos
públicos, que siguen provocando una especie de horror, sagrado, los delitos
privados, que lesionan los derechos de los individuos y les conceden el
privilegio de la acción judicial, ofrecen la ocasión de formar una noción más
objetiva del atropello de que se ha sido víctima y de sancionarlo mediante una
reparación definida y medida3. Como es sabido, esta labor de definir y medir
propia de los tribunales humanos se ejerció sobre la misma pena; y
precisamente al medir la pena y para medirla mejor, la Ciudad hubo de medir
también los grados de la culpabilidad misma. De esta manera el concepto de
grado de culpabilidad, que entre los judíos representó más bien la conquista de
la reflexión personal en el seno de la confesión comunitaria, entre los griegos
fue la concomitante de la evolución de la penalidad. Gracias al estudio crítico
que hizo Gernet sobre el vocabulario griego, podemos seguir la marcha de esta
conquista de la medida de la penalidad. Así vemos que, por una parte, el verbo
xo?,á~eav,- que designa la represión de la sociedad, y que por lo mismo
procede de la cólera social, terminó por significar en la época clásica griega la
pena correctiva con su doble sentido: el que se refiere a la naturaleza de la
sanción -el verbo xoká~ew pag 270 denota la punición moderada, como la que
inflige un padre de familia, y que puede oscilar entre la flagelación y la riña- y el
que afecta a la intención: la cual concede más importancia a la idea de
enmienda que a la de venganza. Es sabido lo que dice Platón a este propósito
en Protágoras y en Gorgias 4.
El haber llegado a esclarecer los diversos casos límite –como las faltas
cometidas por imprudencia o por negligencia, o las muertes producidas en los
juegos o en la guerra- desempeñó un papel decisivo en la formación de lo que
podríamos llamar una “psicología refinada de la culpabilidad”. En efecto, la
responsabilidad incurrida sin premeditación constituye una zona que en cierto
modo se encuentra en el umbral de lo voluntario y que se presta mucho a las
distinciones de la jurisprudencia: como observa Lisias (Moulinier, 190), los
golpes propinados en el calor de la discusión, las heridas infligidas en estado
de embriaguez, la venganza practicada en flagrante delito de adulterio..., todas
éstas son faltas de las que uno se arrepiente al volver en sí. Existe, pues, cierta
culpa, aunque sin ninguna premeditación y hasta con cierta connivencia con las
leyes.
Desde este punto de vista hay dos conceptos sumamente instructivos, a los
que Gernet y Moulinier dedicaron un estudio especial: el de áp,apTtá, que
expresa dentro de la concepción trágica de la existencia de error fatal, la
aberración de los grandes crímenes, y el de ü(ipas, que designa, dentro de la
misma visión del mundo, el orgullo desatado que precipita al héroe de su
pedestal, al hacerle quebrantar la ley de la justa medida.
¿Cómo explicar esta evolución, que más bien parece inversión del sentido
original? Tal vez haya que explicarlo diciendo que el mismo mito trágico es el
que nos proporciona el esquema de la irresponsabilidad y el principio de la
disculpa: en efecto, si el héroe fue víctima de una obcecación fulminada por los
dioses, entonces no es culpable de sus crímenes. En la tragedia de Edipo en
Colono, a la que me referí anteriormente, se palpa la contradicción y la
vacilación sobre el sentido mismo de ápapTL'a: allí se siguen llamando
“aberraciones” los mismos actos a que se entrega a pesar suyo -áixwv- bajo el
peso de su fatalidad (439) -T'i~v npw ípaptirip,évwv-. Hasta llega a decir Edipo:
“En vano me reprocharías a mí personalmente falta alguna -&p,apTL'as- por
haber cometido así esos crímenes contra mí y contra los míos” -TáS' s1s
1,pavTÓv Toús Ip,ovs 0'~ptápTavov- (967-968). En Edipo tenemos
precisamente el símbolo del crimen monstruoso y del pecado excusable, del
vértigo divino -ciTri- y de la desgracia humana -Sup,cpopá-, como lo dice
expresamente el corifeo (1014).
Pero todavía se llevó más lejos aún esta reinterpretación del vocabulario
religioso, poético y trágico dentro de la perspectiva jurídica y penal, ya que,
como demostró también Gernet, la ú5pLs pudo suministrar al pensamiento
penal el principio individual del delito, algo así como una voluntad deliberada,
distinta del impulso del deseo y hasta del arrebato de la cólera, una voluntad
inteligente del mal por el mal.
Tales son los rodeos por los que el pensamiento penal de los griegos elaboró
conceptos similares a los de la culpabilidad judía; y esa afinidad entre el
pensamiento penal helénico y los conceptos que elaboró la piedad judía
después del destierro se debe al carácter sagrado de la Ciudad.
3. EL ESCRÚPULO
Los profetas presuponen ese monoteísmo ético e histórico: sus protestas y sus
invectivas no van dirigidas esencialmente contra él, sino contra el olvido en que
cayó en tiempo de la prosperidad histórica por causa de las injusticias sociales
y de las concesiones hechas al sincretismo religioso del mundo circundante. Ya
antes de la deportación debió de empezar la gran tarea de la “casuística”, que
más tarde sería la característica de los escribas del destierro y del retorno.
Pero el Deuteronomio planea todavía muy lejos de la realidad, como una utopía
de la vida cotidiana. Eso es precisamente lo que intentarán los fariseos y sus
escribas: incorporar a la realidad esa vida sometida a la Ley y dirigida por ella.
Una cosa hay cierta, y es que Esdras abre una época histórica de la conciencia
“tan importante como la floración del profetismo y sólo inferior en importancia a
la obra de Moisés” 10: esa época es propiamente la religión de la Tôrâ. (Más
adelante volveré a tratar de esta palabra y del término Nomos, ley, con que la
tradujeron los traductores griegos.) Esta época no se caracteriza ya por la
aparición de aquellos impulsivos inspirados que se ponían a predicar en el
desierto, sino por el establecimiento de colegios donde se estudiaba, enseñaba
y explicaba la ley; no es ya tiempo de creación, sino de interpretación; no son
momentos de discutir, sino de reconstruir y orientar la vida; no se trata ya de
proclamar un código de exigencias ilimitadas, sino la práctica minuciosa y
detallada, acomodada a cada caso y circunstancia particular11. Aquel reducto
de intransigencia, enclavado en el corazón del Imperio persa, y luego
sucesivamente en los Imperios seléucida y romano, fue el que aseguró la
supervivencia del pueblo judío y la revelación plena de su misión histórica; pero
para ello fue preciso que ese pueblo se creyese un pueblo escogido, aparte,
aislado de las “naciones” por la Ley, a: mismo tiempo que ligado interiormente
por ella 12.
Por lo que respecta a los mismos fariseos, sería un grave error pretender
reducir su papel al de una secta más, rival de la secta de los saduceos (apenas
aparecen bajo este aspecto antes de finales del siglo II antes de Cristo), y
mezclada activamente en el proceso de Jesús. En realidad, los fariseos
constituyen el hilo conductor de toda la historia espiritual que se desarrollo
desde Esdras hasta los redactores del Talmud; ellos fueron hasta nuestros días
los educadores del pueblo judío. Por eso no puede pasarse por alto su
testimonio y contribución en el estudio fenomenológico de la conciencia
escrupulosa.
Los fariseos son, ante todo y por esencia, los hombres de la Tôrâ 13. Aquí nos
viene inmediatamente al pensamiento una idea muy manida: los hombres de la
Tôrâ sólo representan a los hombres del legalismo, de la esclavitud moral, de la
dureza de corazón, de la servidumbre a la letra de la Ley. Si este juicio fuese
cierto, entonces los fariseos no podrían intervenir en el esclarecimiento de las
experiencias, de los conceptos y de los símbolos ejemplares; habría que
relegarlos al mundo de la teratología moral. En cambio, si nosotros ponemos su
experiencia al mismo nivel que la concepción ético-jurídica de los griegos y que
la concepción ético-teológica de San Pablo, es porque vemos en ellos a los
representantes más puros de un tipo irreductible de experiencia moral, en el
que cualquier hombre puede reconocer una de las posibilidades fundamentales
de su propia humanidad.
13 George FOOT MOORE, Judaism in the Firts Centuries of the Christian Era,
the Age of the Tannaim, 3 vols., Cambridge, U. S. A., 1927. Sobre la revelación
como Tôrâ, cfr. I, 235-280. Puede verse también BONSIRVEN, Le Judaisme
palestinien au temps de Jésus-Christ, 2 vols., París, 1934, t. I, pp. 247307. M.
J. LAGRANGE, Le judaisme avant Jésus-Christ, París, 1931.
Pero para encontrar este tipo hay que abrirse paso por toda una jungla de
prejuicios.
¿Legalismo? Pero habría que empezar por entender la palabra tôrâ, como la
entienden los mismos fariseos. Los Setenta la tradujeron por vóp,os; el mismo
término usó también San Pablo; del vóp.os pag 280 griego derivó lex y “ley” de
todas las lenguas modernas. La dificultad está en que nosotros aparecimos
cuando ya se había impuesto el derecho romano y las grandes
sistematizaciones jurídicas derivadas del espíritu latino. Por eso la Ley para
nosotros es algo abstracto, universal y que consta en documentos escritos. Así
nosotros nos representamos la conciencia escrupulosa siguiendo al pie de la
letra una regla que impone preceptos generales organizados sistemáticamente.
Es cierto que la Tôrâ de los fariseos es un libro, y que ese libro es la Ley de
Moisés, el Pentateuco; pero lo que da valor de ley a esa Ley es el hecho de
que es una instrucción del Señor, Tôrâ quiere decir enseñanza, instrucción, no
ley. Esta ley es indivisamente religiosa y ética; ética, en cuanto que exige y
manda, y religiosa en cuanto que nos comunica con su transparencia la
voluntad de Dios respecto a los hombres. Todo el problema que se planteaban
los fariseos se reducía a esta cuestión: ¿cómo servir a Dios de verdad en este
mundo?
Esta devoción tan tierna tiene que estar relacionada indudablemente con el
sentido de amistad y de ayuda fraterna que se reconoce gustosamente como
características de los fariseos y que autorizó a que uno de sus mejores
intérpretes pudiera hablar de la “cortesía” de los fariseos 14. El movimiento de
los fariseos representa una de las victorias más significativas de la inteligencia
laica sobre el dogmatismo altanero e indocumentado de los sacerdotes y de los
grandes de este mundo. Este rasgo los asemeja singularmente a muchos
“sabios” de Grecia, a los pitagóricos y hasta a los pequeños socráticos, cínicos
y otros.
De aquí se sigue que existe una diferencia intrínseca entre el que obra el bien y
el que obra el mal, consistente en que uno agrada a Dios y el otro le
desagrada. Ahora bien, ese carácter de ser agradable a Dios no es algo
exterior al hombre, sino que añade algo a su personalidad, a su existencia
íntima. Pues bien, ese algo es el “mérito”. El mérito es el sello del acto justo,
como una cualidad de la voluntad buena; es el aumento que experimenta el
valor humano en virtud del valor de sus actos.
A esta idea de aumento de valor personal añade la noción de mérito otro
segundo concepto, cual es su conexión con la idea de “recompensa”. Es ésta
una idea antigua que reaparece en casi todas las páginas del Antiguo
Testamento y que también admite el Nuevo (Mat., 6, 4 y 12; 10, 43). La noción
de recompensa en el Antiguo Testamento oscila entre la idea de éxito temporal,
la de gozo íntimo de la presencia de Dios en esta vida terrena y temporal y la
de la expectación y espera del desenlace escatológico. Ninguno de estos
conceptos es propiamente fariseo; lo que sí es específicamente fariseo, según
parece, es su vinculación a la idea de mérito. El mérito implica que se merece
alguna cosa, que se merece la recompensa; así como la recompensa a su vez
recompensa el mérito. Dentro de una visión ética del mundo, como la de los
fariseos, en la que hacer la voluntad de Dios es lo más grande del mundo, es
una bendición tener la Ley, y con ella tantas ocasiones de obedecer -mitzvoth-
y tantas posibilidades de adquirir méritos, lo cual es otra manera de decir que el
hombre obediente es “dichoso”, que “ha encontrado la vida”, que ha obtendo “el
favor y la gracia de Dios” (Prov., 8, 34-35).
Pues bien, todo este proceso representa la marcha que sigue toda conciencia
en la que los mandamientos se multiplican sin cesar. La conciencia
escrupulosa es una conciencia cada vez más articulada y más meticulosa, que
va añadiendo constantemente nuevas obligaciones, sin olvidar ninguna de las
anteriores. Es una conciencia múltiple, de aluvión, que sólo halla su salvación
en el movimiento continuo: detrás de sí va acumulando un pasado inmenso
convertido en tradición; sólo tiene vida en su punta de perforación, donde
termina la tradición y comienza su propia “interpretación” en circunstancias
nuevas, equívocas o contradictorias. No es una conciencia que empieza o que
vuelve a empezar; es una conciencia que sigue y sigue sumando: en cuanto se
pare en ese trabajo de innovación minuciosa y muchas veces microscópica, la
conciencia se encontrará cogida en la trampa de su propia tradición, que
termina por convertirse en su carga y su yugo.
Hay otro rasgo final en la conciencia escrupulosa que viene a dar el último
toque al cuadro que estamos trazando: el escrupuloso es un hombre “aislado”.
Ya sabe el lector que fariseo quiere decir “separado”. Su separación refleja en
el plano de las relaciones con los demás aquella otra separación entre puro e
impuro inherente a la ritualización de la vida moral. Es cierto que el rito une a la
comunidad proporcionándole símbolos que son como su banderían de
enganche y el distintivo con que se reconocen mutuamente. Pero ese lazo
interno que une a los correligionarios no quita que éstos, como grupo, se
sientan separados del grupo de los no comunicantes, igual que lo puro está en
el polo opuesto de lo impuro.
Así se siente el judío entre los demás pueblos, y así se siente el fariseo entre
los “provincianos”, entre el pueblo civil, entre los paganos, entre los am ha-
aretz. De aquí que el hombre escrupuloso sea incapaz de salvar su “cortesía” si
no es a fuerza de un celo devorador y proselitista21, con el que pretende reducir
las distancias entre los observantes y los no observantes hasta hacer, al menos
de su gente, “un reino de santos y un pueblo sacerdotal”. Pero con ello sólo
logra, si acaso, ampliar las fronteras de la estricta observancia, pero no
abatirlas; éstas reaparecen algo más lejos como una muralla china. Entonces el
hombre escrupuloso se encuentra entre la espada y la pared, ante la disyuntiva
de hacerse un fanático o de anquilosarse y enquistarse. A veces opta por la
primera alternativa (Louis Finkelstein cita ciertas imprecaciones pasmosas de
algunos fariseos contra los am ha-aretz, I, 24, 37) 22. Pero de ordinario opta por
la segunda. Entonces renuncia a universalizar el imperativo de su propio
particularismo y se convierte en piedra de choque para los demás y en un
solitario en su tejado. Pero tampoco esto lo considera el escrupuloso como
culpa suya: es, sencillamente, el fruto amargo de su obediencia: gajes de su
destino.
21 Louis FINKELSTEIN relaciona estos dos rasgos: “it was probably the first
organization to admit plebeians and patricians on an equal footing; and it was
the first definitely propagandist: probablemente fue esta la primera organización
que abrió sus puertas por igual a plebeyos y patricios; y, desde luego, fue la
primera decididamente proselitista”, op. cit., p. 75.
Aquí es donde queda patente el dilema: ¿habrá que decir que esta génesis
ideal de la hipocresía no nos revela nada esencial sobre la estructura del
escrúpulo y que la pintura del falso fariseo no tiene nada que ver con la del
fariseo genuino y auténtico? ¿O habrá que decir, por el contrario, que el
régimen espiritual de la ley no llega a conocer sus propios fondos abismales
hasta que se los revela el fracaso específico del escrúpulo, y que esa distinción
entre fariseo de pura ley y el de mala ley tiene poca importancia ante la crítica
radical de la ley y de “la justicia que se alcanza por la ley”?
4. EL ATOLLADERO DE LA CULPABILIDAD
Era preciso realzar hasta el máximum la gloria del fariseísmo para que se
manifestara a plena_ luz la convulsión de los pros y las contras que produjo en
la conciencia de la culpa la experiencia ejemplar de San Pablo, reproducida
más tarde por San Agustín y Lutero. Enfrentémonos sin más preámbulos con
esta acusación de la acusación. Para ello bastará releer todo el análisis anterior
a la luz de este último episodio, que puede resumirse en aquel epígrafe
paulino: “La maldición de la ley” (Gál., 3, 13).
Ya San Pablo desmontó el resorte de esta máquina infernal mucho antes que
Nietzsche, quien, sin embargo, se creía haber asestado un golpe mortal al
primer “teólogo”. Pablo hace comparecer a la Ley y al Pecado, como dos
personajes fantásticos, para revelarnos su fatal círculo vicioso: entrando en ese
círculo por el lado de la Ley, escribe: “La Ley hizo su aparición para multiplicar
las culpas...”; al presentarse el precepto, “infundió vida al pecado”, y así “me
condujo a la muerte”. Pero esta primera lectura no es más que el revés de la
otra, que es la verdadera: según ésta, el pecado “aprovecha la ocasión” para
aguzar su arpón en la piedra de la Ley y convertirse en concupiscencia: “Se
sirvió de la Ley para seducirme y matarme.” De esta manera la Ley tiene por
misión declarar, manifestar, denunciar el pecado: “Para que se hiciese patente
su carácter pecaminoso, el pecado se sirvió de una cosa buena -como es la
Ley- para infligirme la muerte; es decir, que el pecado desarrolló toda su
potencia pecaminosa utilizando la palanca del precepto.”
A la luz de este círculo que forma el pecado consigo mismo y con la Ley
planteó Pablo en toda su amplitud y en la forma más tajante el problema del
precepto -entolé- y de la Ley -nómos-, en cuanto tales. Efectivamente, esta
dialéctica transporta la Ley más allá de la oposición entre la conducta ética y la
conducta ritual cultual, más allá de la oposición entre la ley judía y la ley de los
paganos, que éstos llevan grabada en sus corazones, y, finalmente, más allá
de la oposición entre la buena voluntad del judío y la “sabiduría” o
“conocimiento” del griego.
Al elaborar la respuesta a esta cuestión radical nos descubre San Pablo una
nueva dimensión del pecado, una cualidad particular del mal, que no es ya la
“transgresión” de un mandamiento determinado, ni siquiera verdadera
transgresión, sino la voluntad de salvarse cumpliendo la Ley: es lo que Pablo
llama “la justicia de la Ley” o la “justicia que procede de la Ley”. Así, el mismo
pecado queda transportado más allá de la oposición entre la concupiscencia y
el celo por la Ley. Pablo denomina esta voluntad de propia justicia “gloriarse en
la Ley”. Con esta expresión no quiere significar una jactancia barata, sino la
pretensión de vivir a base de una legislación que teóricamente estaba
destinada a proporcionarnos la vida, pero que de hecho está condenada a
infligirnos la muerte. Esta pretensión hace que en adelante lo mismo la
moralidad que la inmoralidad queden englobadas en la misma categoría
existencial llamada “carne” -ya volveremos a ocuparnos de esta palabra más
adelante-, “deseos de la carne”, “afán”, “temor”, “tristeza del mundo”. Todos
estos términos expresan lo contrario de la libertad: la esclavitud y la
servidumbre a los “elementos sin fuerza ni valor”.
¿Qué sabemos sobre esa muerte? Por una parte, es una muerte que empieza
por no conocerse 25; es la muerte viva de los que se creen vivos. Pero, por otro
lado, es una muerte que padecemos: “Cuando se promulgó el precepto, revivió
el pecado y morí yo” (Rom., 7, 9-10). ¿Qué quiere decir esto? Indudablemente,
podemos con todo derecho relacionar esta muerte así sufrida con la vivencia
de la división y de la lucha descritas en la perícopa de la epístola a los
Romanos (7, 14-19), donde se sigue la dialéctica del pecado y de la Ley que
expuse arriba. La muerte representa entonces el dualismo nacido del espíritu y
de la carne.
25 Tal vez haya que decir que la misma muerte física fue «fruto» del pecado,
claro está que no en su sentido de muerte biológica, sino en su aspecto de
cualidad humana del morir, o modalidad específica de la muerte del hombre,
como acontecimiento de la existencia en común y como angustia de la soledad;
ya volveré sobre esto al hablar del mito adámico.
Este dualismo está lejos de ser una estructura ontológica originaria 26; es,
sencillamente, un régimen de existencia derivado de la voluntad de vivir y
justificarse por la Ley y bajo la Ley. Es un querer lo bastante lúcido como para
reconocer la verdad y bondad de la Ley, pero demasiado débil para cumplirla:
“El querer el bien está a mi alcance, pero no el cumplirlo, pues por una parte no
hago el bien que quiero, y por otra cometo el mal que no quiero.”
De rechazo y por contraste, eso que yo no quiero hacer y que, sin embargo,
hago a pesar mío, se alza contra mí como una parte alienada de mí mismo.
San Pablo supo expresar acertadamente a través de la misma vacilación del
lenguaje esa escisión del pronombre personal: allí figura el yo que se reconoce
y afirma: “Pero yo soy un ser de carne vendido al poder del pecado”; pero, al
mismo tiempo de afirmarse, se desdice: “Ya no soy yo quien realiza la acción”;
al desdecirse, se interioriza: “Yo me regocijo en la ley de Dios en mis vivencias
como hombre interior”; pero, si no quiero incurrir en mala fe, tengo que
apropiarme los dos yo míos: el yo de mi razón y el yo de mi carne: “No cabe
duda, yo mismo soy quien por mi razón sirvo a la ley de Dios y por mi carne a
la ley del pecado.”
Esta escisión del yo es la clave del concepto paulino' de carne. Esta no es una
parte de mí mismo, la parte corporal, la sexualidad por ejemplo, maldita en su
mismo origen: la carne es el yo alienado de sí mismo, en oposición al mismo
yo, y proyectado hacia el exterior: “Ahora bien, al hacer lo que no quiero es que
no soy yo quien realiza la acción, sino el pecado instalado en mí.” Esta
impotencia del yo, reflejada de esa manera en “la potencia del pecado que
anida en mis miembros”, eso es la carne, cuyos deseos están en pugna con los
deseos del espíritu. Aquí verá el lector por qué no podíamos partir de la carne
como si ésta constituyese la raíz del mal, sino que debíamos llegar a ella como
a la flor del mal.
Verse maldecido sin que haya quien le maldiga a uno: he ahí el grado supremo
de la maldición, como se ve en Kafka. El simulacro de intención contenido en
una condenación radicalmente anónima fija su veredicto en destino; ya no hay
lugar a aquella retractación pasmosa que los judíos llamaban “el
arrepentimiento de Dios”; ya no hay lugar para esa transformación de las
Erinias en Euménides, tan celebrada en la tragedia griega, que no son más que
el símbolo de la operación con que responde la divinidad al movimiento en que
nosotros mismos pasamos de la concepción de Dios colérico a la de Dios
piadoso. Convertirse uno en tribunal de sí mismo constituye claramente una
alienación. Más adelante habré de explicar cómo esa alienación, que acabo de
aclarar a la luz de la justificación por las obras, puede entenderse también en
sentido hegeliano, marxista, nietzscheniano, freudiano y sartriano; pero en el
fondo está la capa paulina haciendo de base de todas esas estratificaciones de
nuestra historia ética. Posiblemente la aportación de todas las demás
interpretaciones de la alienación ética es el resultado lógico de haberse
olvidado su significación más radical, de la misma manera que la culpabilidad
en bloque, con su misma inculpación racional y razonable, representa un
progreso y un olvido con relación al pecado concebido como crisis de la
Alianza.
Esto supuesto, nada tiene de extraño que esta táctica concentrada en evitar
culpas encuadre en sus filas las prácticas ritualizadas heredadas de la capa
cultural de la mancha: el ritualismo, cuyo sentido de obediencia consideramos
más arriba, revela su culpabilidad peculiar, dado que las prohibiciones precisas
de tipo cultual-ritual proponen una satisfacción finita y tangible, con lo que la
conciencia se lanza a una técnica de evasión para compensar el fracaso de la
disculpa. Pero esa recopilación de entredichos de “pureza” bajo el estandarte
de la ética, como se vio, por ejemplo, en Israel en la época del segundo
Templo, degenera en un fárrago de prescripciones. La ritualización de la
conducta, capaz de reemplazar a menor costo la exigencia ética indefinida,
sólo sirve para ir acumulando códigos sobre códigos. Así se va formando una
rapsodia complicada e inconexa de prescripciones éticas y rituales, en la que el
escrúpulo cultual se moraliza al contacto de una ética refinada, pero en la que
la ética se diluye en la literalidad de las prescripciones minuciosas del rito. De
esta manera el escrúpulo ritual multiplica a la par las leyes y la culpabilidad.
Ahora hay que descubrir que sólo ha sido posible describir la maldición de la
ley, la condición del hombre dividido y su marcha hacia la muerte a título de
situación pasada; en el lenguaje de San Pablo se cuenta en pretérito la última
aventura del pecado: “En otro tiempo estuvisteis muertos en vuestros pecados;
en cambio, ahora...” Uno no sale de su asombro: la muerte, que en la
experiencia ordinaria de los mortales es un acontecimiento esencialmente
futuro, la inminencia del fin, se presenta aquí como algo pretérito. Ahora bien,
ese símbolo extremo de una muerte ya pasada sólo pudo surgir en el seno de
una problemática nueva, la cual gira a su vez en torno a otro símbolo, tan
enigmático como fundamental, a saber: el símbolo de la “justificación”.
He aquí, pues, la última palabra que tiene que decir la reflexión sobre la
culpabilidad: la promoción de la culpabilidad marca la entrada del hombre en el
círculo de la condenación; el sentido de esa condenación sólo lo descubre la
conciencia “justificada” a posteriori, es decir, cuando ya es tarde para
reproducirlo; la conciencia justificada puede comprender y llega a comprender
su condenación pasada como un sistema pedagógico; en cambio, la conciencia
que sigue viviendo bajo el régimen de la ley desconoce su propio sentido.
28 Volveré sobre este punto al tratar del símbolo adámico: veremos cómo la
progresión entre el primer Adán y el segundo expresa esa “sobreabundancia”
en el plano del rico simbolismo del Anthropos: parte segunda, capítulo III,
párrafo 4.
CONCLUSION
RECAPITULACION DE LA SINIBOLICA
DEL MAL DENTRO DEL CONCEPTO
DEL SIERVO ALBEDRIO
Hay una circunstancia que nos confirma en la idea de que el simbolismo del
siervo albedrío está ya presente y actuante en la confesión del suplicante de
Babilonia, por más que se encuentre toda vía como soterrado y ahogado en la
literalidad de las representaciones demoníacas: esa circunstancia es que ese
mismo simbolismo del hombre atado de pies y manos se encuentra en los
escritores que utilizaron esa imagen a ciencia y conciencia de que era un puro
símbolo. Así, San Pablo sabía perfectamente que el hombre es “inexcusable”, a
pesar de afirmar que el pecado “reina” en sus miembros y en su “cuerpo
mortal” (Rom., 6, 12), y a pesar de llamar al mismo cuerpo “cuerpo de pecado”
(Rom., 6, 6) y al hombre en bloque “esclavo del pecado”. Si San Pablo no
hablase simbólicamente del cuerpo de pecado viendo en ello una imagen del
siervo albedrío, ¿cómo podía exclamar: “Si en otro tiempo ofrecisteis vuestros
miembros a la esclavitud de la impureza y a los excesos de la liviandad,
ofrecedlos ahora de la misma manera a la justicia y a la obra de vuestra
santificación” (Romanos, 6, 19)?
SEGUNDA PARTE
LOS “MITOS”
DEL PRINCIPIO Y DEL FIN
INTRODUCCION
Por otra parte, sólo se pudo llegar a estos símbolos elementales por vía de
abstracción, desgajándolos del árbol frondoso de los mitos. Al intentar hacer
una exégesis puramente semántica de las expresiones que nos revelan más al
vivo la experiencia de la culpa -como mancha e impureza, desviación, rebelión,
transgresión, extravío, etcétera-, hubimos de prescindir de los símbolos de
segundo grado, los cuales mediatizan los símbolos primarios, así como éstos
mediatizan a su vez la experiencia viva de la mancha, del pecado y de la
culpabilidad.
Pero aquí se nos ofrece otra posibilidad: precisamente porque nos ha tocado
vivir y pensar después de haberse producido la separación entre el mito y la
historia, la desmitificación de nuestra historia puede conducirnos a comprender
a su trasluz el mito como mito y a conquistar así, por vez primera en la historia
de la cultura, la verdadera dimensión del mito. Por eso nunca hablo aquí de
desmitización, sino en rigor de desmitologización, bien entendido siempre que
lo único que se ha perdido es el pseudo-saber, el falso logos del mito, tal como
aparece, por ejemplo, en su función etiológica. Pero al perder el mito como
logos inmediato es cuando encontramos el verdadero fondo mítico, el mythos.
Para que éste pueda provocar un nuevo episodio del logos, ha de rodear
forzosamente a través de la exégesis y de la comprensión filosófica.
Esta conquista del mito como tal mito no es más que uno de los aspectos del
descubrimiento de los símbolos y de su poder significativo y revelador.
Comprender el mito como tal mito significa comprender lo que añade el mito
-con su tiempo y espacio, con sus episodios, sus personajes y su drama- a la
función reveladora de los símbolos primarios elaborados anteriormente.
Sin pretender exponer aquí una teoría general de los símbolos y de los mitos, y
limitándonos deliberada y sistemáticamente al grupo de los símbolos míticos
relacionados con el mal humano, podemos enunciar en los términos siguientes
lo que constituye nuestra hipótesis de trabajo, y lo que pretendemos analizar y
comprobar con el presente estudio:
Por aquí podrá adivinar ya el lector lo lejos que estamos de limitarnos a una
interpretación puramente alegórica del mito. La alegoría se presta siempre a
que se la traduzca en términos inteligibles por sí mismos, en un texto obvio y
claro; una vez descifrado este texto más comprensible, nos desprendemos de
la alegoría como de una vestimenta inútil; lo que la alegoría quería decir
enigmáticamente puede expresarse ahora en términos directos y en un texto
claro, y así queda reemplazada por éste. Mediante su triple función de
universalidad concreta, de orientación temporal y de exploración ontológica, el
mito posee una forma peculiar de revelar las cosas, totalmente irreductible a
todo intento de traducir a lenguaje corriente un texto cifrado. Como demostró
Schelling en su Filosofía de la mitología, el mito es autónomo e inmediato.: el
mito significa lo que dice1.
El análisis crítico del mito exige en primer lugar que lo aislemos totalmente de
la función “etiológica” con la que parece confundirse. Es ésta una distinción
fundamental para el estudio filosófico del mito, ya que la principal objeción que
propone la filosofía contra el mito se funda en que la explicación mítica es
incompatible con la racionalidad descubierta o inventada por los presocráticos;
en adelante representará el simulacro de la racionalidad.
Es cierto que el mito por sí mismo es ya una invitación a la gnosis. Más aún,
parece por todos los indicios que el problema del mal representa la ocasión por
excelencia para ese paso del mito a la gnosis. Ya sabemos el cúmulo de
interrogantes que plantean el sufrimiento y el pecado: “¿Hasta cuándo, Señor?”
“¿He pecado contra alguna divinidad?” “¿Fueron mis actos puros?” Se diría
que el problema del mal representa al mismo tiempo la más vigorosa incitación
a pensar y la más solapada invitación a desvariar; como si el mal fuese un
problema siempre prematuro en el que los fines, los objetivos de la razón,
superan constantemente los medios con que cuenta para alcanzarlos. Mucho
antes de que la naturaleza hiciese delirar a la razón lanzándola a la ilusión
transcendental, la contradicción sentida y vivida entre el destino del hombre,
encuadrado imaginativamente en el marco de la inocencia original y de la
perfección final, y la situación real con que se encontraba el mismo hombre, y
que tenía que reconocer y confesar, ese contraste, digo, se erguía como un
gigantesco interrogante, como un “¿por qué?” desgarrador en el corazón de las
experiencias existenciales. Así se explica que los mayores delirios explicativos
de cuantos componen la voluminosa literatura de la gnosis surgiesen en torno a
esta cuestión.
Pero ¿cómo expresa el mito esa plenitud? El hecho esencial es que esa
intuición de un complejo cósmico del que formaría parte el mismo hombre, esa
plenitud indivisa, anterior a la escisión de lo sobrenatural, de lo natural y de lo
humano, no son realidades expresadas, sino sólo apuntadas, no son
experiencias reales, sino aspiraciones. El mito sólo reconstruye esa cierta
integridad en el plano intencional; precisamente porque perdió esa integridad
es por lo que el hombre la repite y la reproduce mediante el mito y el rito. El
hombre primitivo es ya un hombre desarticulado. Eso supuesto, el mito sólo
puede representar una restauración o una renovación intencional y, ya en ese
sentido, simbólica.
Ahora bien, dado que el mito sólo nos manifiesta el carácter simbólico de las
relaciones entre el hombre y la totalidad perdida, está condenado desde su
mismo origen a desintegrarse en toda una serie de ciclos. No existe,
efectivamente, ninguna significación que exprese plenamente el objetivo a que
apunta; como pudo apreciarse ya al estudiar los símbolos primarios de la culpa,
siempre existe algo que desempeña el papel de análogo principal y que sirve
de base al simbolismo de los demás símbolos. La multiplicidad de los símbolos
es la consecuencia inmediata de su dependencia respecto a un stock de
análogos, cuyo conjunto es forzosamente limitado en extensión mientras que
cada uno de por sí es también limitado en comprensión.
Esa totalidad, tan plenamente significada como poco vivida, sólo se hace
asequible encarnando en ciertos seres y objetos sagrados, los cuales se
convierten en signos privilegiados de esa totalidad significante. De ahí procede
la diversificación original de los símbolos. Y, en efecto, no existe en el mundo
una sola civilización en la que se señale ese excedente de significación al
margen de toda forma mítica o ritual definida. Lo sagrado toma formas
contingentes precisamente porque es algo “flotanto”; por eso sólo se deja ver al
trasluz de la diversidad indefinida de mitologías y ritos.
Pero ¿por qué al escindirse el mito toma la forma de cuento? Aquí hay que
comprender una cosa, y es por qué el modelo ejemplar a que nos remiten el
mito y el rito toma también la estructura de drama. Como la misma significación
última de todo mito se presenta en forma de drama, por eso los mismos relatos
en los que se fragmenta la conciencia mítica están también tejidos de
“episodios” y de “personajes”; por lo mismo que sigue un paradigma dramático,
por eso el mismo mito es episódico y jamás se presenta si no es en la forma
plástica de relato. Pero ¿por qué el mito-cuento nos remite simbólicamente a
un drama?
Los mitos relativos al origen y al fin del mal, que son los que vamos a estudiar
ahora, constituyen solamente un sector limitado del mundo de los mitos, y sólo
nos suministran una comprobación parcial de la hipótesis de trabajo que estoy
exponiendo en esta introducción. Pero por lo menos nos despejan un acceso
directo a la estructura originalmente dramática del mundo de los mitos.
Recuérdense los tres caracteres fundamentales que señalamos en los mitos
del mal: la universalidad concreta que confieren a la experiencia humana los
personajes que se toman como arquetipos; la tensión de una historia ejemplar
trazada desde su Comienzo hasta su Fin, y, finalmente, la transición desde una
naturaleza esencial hasta una historia alienada. Estas tres funciones de los
mitos del mal representan tres aspectos de una misma estructura dramática.
De ahí que la forma del relato no sea accidental ni de segundo grado, sino
esencial y primitiva. El mito ejerce su función simbólica mediante el instrumento
específico del relato, puesto que lo que quiere decirnos es ya un drama en sí
mismo. Ese drama original es el que abre y revela el sentido recóndito de la
experiencia humana; al hacerlo, el mito que nos lo cuenta asume la función
irreemplazable del cuento, del relato.
Por otra parte, ese sentido total sobre el cual se destaca la culpa lo empalma la
conciencia mítica con un drama original. Los símbolos fundamentales que
impregnan la experiencia de la culpa son los símbolos de la angustia, de la
lucha y de la victoria, que en aquel tiempo marcaron el establecimiento del
mundo. La totalidad del sentido y el drama cósmico son las dos claves que van
a servirnos para abrir el sentido de los mitos relativos al Comienzo y al Fin.
Para fijar esta “multiplicidad numerada”, intermedia entre una conciencia mítica
indiferenciada y las mitologías demasiado diferenciadas, hemos de recurrir al
establecimiento de una “tipología”. Los tipos que propongo son al mismo
tiempo apriorísticos, los cuales nos permiten enfrentarnos con la experiencia
armados de nuestra clave y orientarnos entre el dédalo de las mitologías del
mal, y posteriorísticos, al corregirlos y refundirlos constantemente al contacto
con la realidad. Me gustaría compartir la opinión que expone Cl. Lévi-Strauss
en Tristes Tropiques, de que las “figuras” que pueden realizar la imaginación
fabulística y la actividad institucional del hombre no son en número infinito, y de
que es posible elaborar una especie de morfología de estas figuras principales,
por lo menos a título de hipótesis de trabajo.
En este segundo tipo, pues, se produce una escisión entre el hecho irracional
de la caída y el drama antiguo de la creación; y esa escisión provoca otra
escisión paralela entre el tema de la salvación, de carácter eminentemente
histórico, y el tema de la creación, que queda relegado al rango de segundo
plano cosmológico con relación al drama temporal que se desarrolla en el
primer plano del escenario del mundo. En adelante la salvación, concebida
como el conjunto de las iniciativas realizadas por la divinidad y por el creyente
con vistas a combatir y eliminar el mal, se propone un fin específico distinto del
fin de la creación.
Entre estos tres tipos -es decir, entre el caos del drama de la creación, entre la
culpa fatal, inevitable, del héroe trágico y entre la caída del hombre primitivo- se
entreteje toda una red de relaciones complejas de carácter exclusivo e inclusivo
que intentaremos comprender y captar dentro de nosotros mismos; pero aun la
misma relación de exclusión se produce dentro de un terreno común, en virtud
del cual estos tres mitos tienen un destino solidario.
CAPITULO I
EL DRAMA DE LA CREACION
Y LA VISION “RITUAL” DEL MUNDO
1. EL CAOS ORIGINAL
2 Son varios los autores que intentaron restablecer el fondo sumerio del mito
acadio de la creación que estudiamos aquí: -como KRAMER, Sumerian
Mytology, Philadelphia, 1944; Thorkild JACOBSEN en la obra colectiva
publicada con la colaboración de FRANKFORT, WILSON e IRWIN, The
Intellectual Adventure of Ancient Man, Chicago, 1947- De estas investigaciones
se desprende que la cuestión sobre el origen del orden se planteó
relativamente tarde, y que lo primero que celebró la humanidad fue el orden
mismo, y no su ,origen. Según la pintura que nos trazaron de dicho orden, éste
aparecía como un Estado cósmico, como un Cosmos-Estado, dentro del cual
ocupan cierta categoría determinada las fuerzas fundamentales del universo:
en la cumbre, en el vértice, se encuentra la autoridad, la majestad, el reino
(Anu, el Cielo); inmediatamente después está la Fuerza, ese poder ambiguo
(Enlil, el Señor de la Tempestad), que lo mismo siembra la devastación que la
bendición (ya veremos cómo fue esta Fuerza la que venció el poder
monstruoso de Tiamat en el poema acadio de la creación); sigue después la
fertilidad pasiva de la Tierra Madre; luego la actividad creadora e ingeniosa
(Enki, Señor de la Tierra, manantial profundo y borbotante de las fuentes).
Ciertamente, hay que tener presente ante los ojos esta visión del orden, al leer
los mitos posteriores, en los que interviene como héroe el dios Marduc, y en los
que se plantea el problema del orden. En cambio, el mito teogónico y
cosmogónico está contenido germinalmente en los mitos más primitivos. En
primer lugar, la visión de la jerarquía cósmica lleva ya inicialmente en su seno
un proceso dramático, aunque sólo fuese por el choque de esas fuerzas
múltiples en constante movimiento de vaivén; en segundo lugar, siempre hay
sitio para los mitos de origen, por lo menos por lo que respecta a la génesis de
los dioses menores o secundarios: de esta manera, entre las uniones, las
luchas y los decretos divinos se mantiene en constante jaque la jerarquía del
cosmos. Pero, sobre todo, se observa que la majestad augusta, instalada en el
poder del dios supremo, se desplaza de un dios a otro, según le place
delegarlo a la Asamblea de los dioses. Así es como se introduce en el sistema
el movimiento y el cambio. Así se explica que se haya atribuido el apogeo
sucesivo de las ciudades mesopotámicas a la entronización de una serie de
divinidades dentro de este cuadro elástico de la jerarquía divina. La coronación
o entronización de Marduc, que constituye el núcleo del mito que tomamos aquí
como ejemplo del primer tipo, forma parte de ese devenir de la realeza en el
seno del Panteón mesopotámico. Se ve, pues, que existe continuidad y no
contradicción, entre una visión que concibe el orden como algo primordial, y la
otra -que es la que vamos a analizar- en la que el orden es el fruto laborioso de
una lucha de alto nivel. En Les Religions de Babylonie et d'Assyrie, París,
1945, presenta también E. DHORME una descripción de los dioses del mundo”
(pp. 20-52) ajustada a las cuatro divisiones del espacio visible e invisible: cielo
y tierra, aguas e infiernos; el estudio de los mitos cosmogónicos y heroicos lo
aborda al fin de su obra (pp. 299-330). En cambio, en la Littérature
babylonienne et assyrienne, París, 1937, se estudia desde un principio la
“literatura cosmogónica” (y de Enuma Elish, pp. 27-34), antes de la literatura
“mitológica”, “épica”, “lírica”, “moral”, etc. Por lo demás, La Civilisation d'Assur
et de Babylone, París, 1937, de G. CONTENAU, ofrece un punto de vista más
arqueológico y sociológico. (Sobre Enuma Elish, véase las pp. 77 ss.)
En efecto, Tiamat es algo más que esa inmensidad visible de las aguas: tiene
el poder de engendrar; es capaz de formar designios, al igual que los demás
dioses. Efectivamente, según el relato, los dioses más jóvenes turbaron la paz
primitiva de la vieja pareja –“Ellos perturbaron los sentidos de Tiamat,
provocando el alboroto en las mansiones celestes” (1, 23-24)-. Entonces, Apsu
deseó destruirlos, y Mummu, su hijo y su visir, le propuso un plan: “Al oírlo
Apsu, ce le iluminó el rostro con el pensamiento del mal que maquinaba contra
los dioses sus hijos” (I, 52). Sólo que el viejo fue asesinado antes de poder
realizar su proyecto. Luego, cuando fue creado Marduc –“fue engendrado un
dios, el más poderoso y el más sabio de los dioses”-, Tiamat, encolerizada,
engendró monstruos -víboras, dragones, esfinges, el gran león, el perro loco, el
hombre-escorpión... (139-141)-. “Una vez que Tiamat hubo acaba- do su
laboriosa obra, se armó para el combate contra los dioses, sus vástagos;
Tiamat obraba con malvada astucia para vengar a Apsu” (11, 1-13).
Esta relación salvaje sugiere una terrible posibilidad: la de que el origen de las
cosas esté tan por encima del bien y del mal que es capaz de engendrar
simultáneamente el principio tardío del orden -Marduc- y las figuras retardadas
de lo monstruoso, y que ese origen debe ser destruido y superado,
precisamente por ser un origen ciego. En la mitología griega vuelve a aparecer
esta promoción de lo divino a expensas de la brutalidad original. La tragedia y
la filosofía habrán de debatirse de diversas formas contra esa posibilidad.
4 A. HEIDEL, The Babylonian Generis and Old Testament Parallels, op. cit., pp.
102-14.
Cada vez que se recitaba este poema con gran solemnidad el cuarto día de las
fiestas de Año Nuevo, se repetía este peligroso advenimiento del orden, y se
celebraba este alumbramiento, esta venida a la existencia del mismo ser de los
dioses. Exclamaban los fieles haciendo coro a todos los dioses que
proclamaban a Marduc por su señor: “Vuela a arrancarle la vida a Tiamat. Que
los vientos lleven su sangre hasta los países incógnitos” (IV, 31-32). “Entonces
el Señor, blandiendo y agitando el Ciclón, su arma pesada, montó en la carroza
de las tempestades, irresistible y espantoso” (49-50)5. Marduc vence a Tiamat
gracias a la violencia de los vientos que desencadena sobre ella.
5 Cfr. más bajo, en el cap. V, párrafo 3 del presente volumen. Léanse también
las invectivas de Marduc contra Tiamat: “Tramas malos designios (contra
Anshar, rey de los dioses), te has emperrado en tu maldad (contra) los dioses,
mis padres -thou seekest evit..., thou hast confirmed thy wickedness-“(IV, 83-
84); véase la traducción rimada y aconsonantada de este pasaje, hecha por Th.
H. GASTER, op. cit., pp. 62-63.
6 “Quiero moldear la sangre, formar una osamenta, forjar con ella un cuerpo
humano, cuyo nombre será ['Hombre']. [Verily, Savage-man I will create]:
Yo quiero crear al ser humano, al Hombre, que se encargue del servicio de los
dioses, a fin de aplacarlos” (VI, 59).
7 GASTER, op. cit., p. 69, relaciona este relato con el de los órficos, según los
cuales el hombre nació de las cenizas de los Titanes, víctimas del rayo. Ya
volveré sobre este punto.
8 Según la trad. de Kramer, citada por Thorkild JACOBSEN, op. cit., páginas
141-42.
Ahora bien, también Marduc venció la potencia de Tiamat por la fuerza de los
vientos que desencadenó sobre ella cuando ésta se apresaba a devorarlo -tal
vez a la manera como el viento reprime el ímpetu arrollador del oleaje-.
Acaso objete alguno que el poder del caos, simbolizado por Tiamat, por la
lucha entre los dioses, por toda esa serie de deicidios y por la misma victoria de
Marduc, no se identificaba con el mal en la conciencia babilónica, y que, por
consiguiente, no tenemos derecho a utilizar estos mitos sobre el origen de las
cosas para ilustrar el cuadro de la génesis del mal.
Tiamat hizo [este] mal para vengar a Apsu (II, 3). ¡Arráncale la vida al dios que
concibió el mal” (IV, 18).
Así se verá qué clase de violencias humanas queda así justificada por la
violencia original. La creación representa una victoria sobre un enemigo más
antiguo que el creador. Ese enemigo, inmanente a la divinidad, hallará su
símbolo histórico en todos los enemigos a los que el rey, servidor del dios,
tendrá a su vez la misión de destruir. De esta manera queda grabada la
violencia en el origen mismo de las cosas, en el mismo principio que construye
destruyendo.
Si bien es cierto que en este poema se encuentran ya las imágenes del paraíso
bíblico -hasta el punto de que algunos han llegado a ver en los versos 1-30 el
“mito del paraíso”, aunque sin razón-, en todo caso no puede reconocerse el
esquema de la caída en el episodio de las ocho plantas devoradas por Enki,
pues éste se las come para conocer su “corazón” y darles el nombre que
conviene a su verdadera naturaleza: al asimilárselas Enki, “conoció el corazón
y marcó el destino de las plantas” (verso 217). La consecuencia no fue que el
mal entró en el mundo, sino que el poder de las aguas quedó confinado a las
tinieblas. Se trata, pues, aún de un fragmento de teogonía, relacionado con las
fuerzas del cosmos, de la tierra y del agua, y no de un acontecimiento
conectado con la aparición del mal humano 10.
Por lo que se refiere al diluvio, tanto babilónico como sumerio, tampoco puede
afirmarse que los relatos en que se cuenta, al menos los que han llegado hasta
nosotros 11, subrayen que esa catástrofe cósmica fuese el castigo de una culpa
concreta de los humanos. Precisamente aquí es donde mejor podemos
apreciar hasta qué punto puede ocurrir que ciertas imágenes parecidas
pertenezcan a tipos diferentes: en el mismo momento en que parece que el
mito bíblico bebe más directamente de la fuente babilónica -lo mismo da que
esa fuente sea exactamente algunos de los relatos que conocemos o que sea
una tradición más primitiva aún12-, el caso es qué el hagiógrafo bíblico marca
esas imágenes, que al parecer recogió de la fuente babilónica, imprimiéndoles
un sello nuevo en consonancia con la intención general del tipo de la caída: así
el diluvio viene a cerrar una larga serie de historias -como la de Caín y Abel, la
torre de Babel, etc.-, destinadas a mostrar la creciente maldad de los humanos.
En las fuentes babilónicas que poseemos no existe nada parecido: se manejan
las mismas imágenes, pero nos transmiten una visión de las cosas
radicalmente distinta: aquí el diluvio vuelve a sumergirnos en el mundo de las
teogonías y en su violencia original.
11 P. DHORME, Choix de textes religieux assyro-babyloniens, París, 1907, pp.
100-20. R. Campbell THOMPSON, The Epic of Gilgamesh, Oxford, 1938. G.
CONTENAU, Le Déluge babylonien, Ishtar aux enfers, La Tour de Babel, París,
1941; nueva edición, 1952 (el autor demuestra su preocupación arqueológica
en su afán de distinguir las diferentes capas que forman este relato; los textos
en las páginas 90-121). Cfr. la edición crítica de PRITCHARD, op. cit.: par el
mito sumerio, pp. 45-52, trad. A. S. Kramer; para el mito acadio incluido en la
epopeya de Gilgamesh, pp. 72-99, trad. E. A. SPEISER (reproducidos en la
Anthologie, ya citada, pp. 65-75, y en la edición Mendelsohn, pp. 100-09).
Puede verse en A. HEIDEL, The Gilgamesh Epic and Old Testament Parallels,
Chicago, 1945, la tablilla XI, en las pp. 80-93, y The Atrahasis Epic, en las pp.
106-16.
¿Fue un capricho de los dioses? Así parece. Luego, en lo más recio del
cataclismo, los dioses enloquecen: “En los cielos / los dioses sienten miedo del
diluvio, / huyen, suben al cielo del dios Anu; los dioses se acurrucan como
perros, se acuestan... / La diosa Ishtar se pone a gritar como una mujer con
dolores de parto, / la soberana de los dioses, de hermosa voz, prorrumpe en
gritos: "Que este día se torne en barro, / este día en que proferí malas palabras
[because I bespoke evil] en la Asamblea de los dioses: ¿Por qué pronuncié yo
malas palabras en la asamblea de los dioses? ¿Por qué decreté el asalto para
pérdida de mis gentes? ¿Es que realmente he engendrado yo gentes / para
que pueblen el mar como las crías de los peces?".”
Enlil, por su parte, está furioso de que haya escapado un solo mortal: “Algún
mortal ha escapado: ¡ni un solo hombre debe escapar a esta destrucción! (has
any of the mortals escaped? no man has to live through the destruction!).” Ella
a su vez le increpa ásperamente: “¿Cómo pudiste desatar el diluvio tan
irreflexivamente (unreasoning)? Al pecador, abrúmale por su culpa; al culpable,
abrúmale por su crimen (on the sinner lay his sin, on the transgressor lay his
transgression). Pero líbralo antes de que quede aniquilado; retira tu mano antes
de que quede aniquilado.”
Ciertamente, podemos ver aquí una alusión al pecado de los humanos; pero el
diluvio concretamente no se asocia a ninguna culpa humana, ya que procede
de un acceso, mejor de un exceso, de cólera de un dios que podía haber
advertido a los hombres infligiéndoles calamidades proporcionadas a sus faltas,
en vez de anegarlos en un diluvio. Entonces, Enlil se arrepiente, bendice a Un-
napishti, o Utnapishtim, y le confiere la inmortalidad; así, pues, el diluvio no
viene a demostrar que la muerte es la paga del pecado, ni Un-napishti, o
Utnapishtim, aparece “salvado por gracia”.
Finalmente, todo el episodio del diluvio se mueve dentro del círculo del caos
divino: allí no aparece el Dios santo y único del Génesis enfrentándose con el
desorden humano, sino una refriega entre los dioses, los cuales se echan
mutuamente la culpa, tiemblan como perros y se lanzan como moscardones
sobre el sacrificio del viejo Sabio. Es cierto que la epopeya de Atrahasis
presiente el tema de la culpa humana, y que la epopeya acadia está a punto de
mencionarlo al fin, en los reproches que Ea dirige a Enlil; pero, en definitiva,
esa temática de la culpa quedó como velada y obstruida por la estructura
predominante del mito. No hay más remedio que reconocer que es mismo
fondo folklórico sirvió de vehículo a dos teologías diferentes 15.
(VII, 6-9.)
Y más adelante:
20 A pesar de lo que dice E. DHORME, op. cit., p. 69: “Aquí, lo mismo que en
el Edén, es la serpiente la que arrebata al hombre el don de la vida inmortal...
Solamente la serpiente se aprovechó de las tribulaciones del héroe.”
Por consiguiente, todo drama, toda lucha histórica, deben conectarse con el
drama de la creación mediante un lazo de unión, cual es la reproducción,
repetición o representación del tipo cultural-ritual.
Dice el mito de la creación23 que los hombres fueron creados para el servicio de
los dioses; para establecer ese servicio, los dioses fundaron Babilonia con su
templo y su culto. Cuando ese servicio se presta al dios que estableció el
orden, y evoca precisamente ese atributo, entonces implica la reactivación
efectiva del drama de la creación.
Pero lo que marca más claramente el paso del drama cósmico a la historia es
el papel que corresponde al rey en la Fiesta. El rey encarna al mismo tiempo al
gran penitente, en el que se concentra el servicio a la divinidad, y al dios atado
y liberado. En el quinto día de la Fiesta, el sacerdote despoja al rey de sus
emblemas y lo abofetea. El rey hace declaración pública de inocencia; el
sacerdote le dirige las palabras de conciliación, le vuelve a investir sus
insignias y le zumba de nuevo hasta hacerle llorar: sus lágrimas serían el signo
de la benevolencia del dios. Una vez investido así, el rey puede oficiar en la
gran ceremonia de la Renovación. Esa escena humillante es una especie de
deposición, en la que se asocia la precariedad de su realeza a la cautividad del
dios moribundo, así como el restablecimiento de su soberanía se funda en el
triunfo del dios liberado.
En esta parte activa que toma el rey en la fiesta se compendian todos los lazos
que vinculan lo humano con lo divino, lo político con lo cósmico y la historia con
el culto. Podemos decir con toda verdad que el rey es el hombre. Dice un
proverbio asirio: “La sombra del dios es el Hombre, y la sombra del Hombre
son los (otros) hombres: el Hombre es el Rey, que es como el espejo del dios”
26
.
26 LABAT, op. cit., p. 222. El rey “ocupaba un puesto privilegiado entre los
dioses y los hombres, constituyendo en cierto modo el eslabón que une al
mundo de los mortales con la esfera sublime de los dioses.” (ibíd.) “Es
escogido por los dioses, no para elevarlo al rango de dios, sino para convertirlo
en el Hombre por excelencia” (362). Aquí se remite al lector a los célebres
análisis que realizó Sir James FRAZER en The Golden Bough, VI. ENGNELL
recoge este tema y lo desarrolla con nuevo vigor, hasta el punto de identificar al
rey con Dios; según este autor, esa identidad entre el rey y el dios de la
vegetación queda sellada por el símbolo del árbol o de la planta de la vida, que
une el cielo con la tierra; el rey da la vida, lo mismo que la da el árbol, op. cit.,
pp. 23-30.
Pero esa soberanía del dios sobre la ciudad, sobre el país y sobre “las cuatro
regiones del mundo”, es decir, sobre el universo entero 28, sólo se manifiesta
plenamente en la persona del rey, el cual, aunque no es personalmente dios,
recibe su soberanía por un favor del cielo. El rey es el punto en el que
desciende del cielo a la tierra la realeza primordial; la realeza se le comunica,
más que por filiación efectiva, por elección, porque el dios fija en él su mirada
benevolente, porque le favorece con un nombre distinguido, porque la fija un
buen destino: el ritual de la coronación o entronización no es más que la
manifestación de esa predestinación.
29 FRANKFORT, Op. cit., passin; Thorkild JACOBSEN, op. cit., pp. 185-200.
30 FRANKFORT, op. cit., p. 310.
Situada así en la perspectiva del mito de la creación y sobre el fondo del dolor
del ser, aquella realeza, en la que se condensaba la humanidad del hombre,
aparecía tan miserable como grandiosa, y a fin de cuentas se veía dominada
por la angustia de la inestabilidad del orden. La investidura revocable del rey
introducía un factor de imprevisibilidad en la historia; los dioses podían cambiar
y de hecho cambiaban a sus servidores terrestres; les bastaba para ello
transferir la realeza a otra ciudad, a otro Estado, o suscitar a un tirano, a un
vengador extranjero que hiciese restallar el látigo sobre la nación, de la misma
manera que entre los mismos dioses cambiaba de manos el poder supremo.
¿Se podrá apurar más aún la comprobación del mito a través de la vida? Creo
que la coherencia del mito nos permite aventurar por anticipado lo que
pudiéramos llamar una teología de la “Guerra Santa”, Supuesto que el rey
representa al dios vencedor del caos, lógicamente nuestros enemigos
históricos debieran simbolizar a las fuerzas del mal, así como la insolencia de
éstas debía sugerir una nueva rebelión del caos primitivo.
31 Ibíd., p. 228.
32 LABAT, Op. Cit., p. 277.
33 Ibíd., p. 279.
38 Son conocidos los relieves del British Museum, en los que la actitud del
tirador regio reproduce exactamente la del arquero divino, cuya figura domina
la de aquél; de esta manera la violencia histórica del rey remeda la violencia
primordial del dios.
Estimo, pues, que el vértice de este tipo mítico hay que situarlo en una teología
de la guerra fundada en la idea de que el enemigo se identifica con los poderes
adversos que ya venció una vez su dios y que continúa venciendo en el drama
de la creación. Así, a través del rey, y mediante el drama de la creación,
adquiere sentido toda la historia de los humanos, y principalmente todos los
aspectos más o menos belicosos de la vida del hombre.
Al analizar el primer tipo mítico nos hemos basado en el ejemplo del drama
babilónico de la creación. Este mito no sólo nos presenta un tipo predominante,
sino que logró animar toda una cultura, ya que contribuyó fundacionalmente a
hacerle comprender su existencia y su destino políticos.
Ahora voy a intentar comprobar mi método tipológico con la ayuda de dos
esquemas míticos, uno hebreo y otro helénico, en los que el tipo ejemplar
resulta menos puro y más complejo. En el tipo hebreo vemos cómo retrocede el
drama de la creación ante la presencia de otro tipo distinto, y cómo subsiste
exclusivamente en forma recesiva. En el tipo helénico vemos que oscila la
concepción del mundo y del mal entre diversos tipos, y que comienza a virar
hacia otras formas míticas que habremos de estudiar más adelante. Aquí
tenemos dos modalidades de lo que pudiéramos llamar la “transición”
fenomenológica entre varios tipos: la primera modalidad la constituye el
predominio de una forma dominante sobre la forma recesiva; y la segunda, la
indeterminación entre diversas formas.
Las fuerzas caóticas de las aguas, al igual que ciertas figuras monstruosas
-como Rahab, el Dragón-, asociadas a la representación de los mares
primitivos, siguen simbolizando al adversario primigenio en pugna con el
firmamento inconmovible (Ps. 89): “Yavé domina en las alturas, magnífico y
soberbio, sobre el estruendo de las aguas incontables, sobre la resaca del mar”
(Ps. 89, 10): “Tú, Tú frenas el orgullo del mar, cuando alza sus olas; Tú partiste
por medio de Rahab, como si fuese un cadáver, y dispersaste a tus adversarios
con el poder de tu brazo.” Las grandes inundaciones llegan a convertirse en
símbolos de angustia –“aunque se desborden las aguas caudalosas, no
alcanzarán al pecador perdonado (Ps. 32, 6)- y de la muerte –“me arrollaban
las olas de la muerte” (Ps. 18, 5)-. Este tema “espiritual” conservará la impronta
del misterioso Peligro original.
Todavía importa más a nuestro propósito el tema del rey oriental que ese tema
épico del reino de Yavé. El rey oriental sale a combatir a los enemigos
comunes de su dios, de su ungido y de su pueblo, y dirige la batalla en nombre
de su dios. Como vimos, ése es el punto en el que se articula el mal histórico
sobre el mal cósmico; en él el enemigo representa la reaparición del Peligro
original en el plano de la historia. Así el drama cósmico se convierte en drama
mesiánico: “¿Por qué se agitan tumultuosamente esas naciones? ¿Por qué
rugen en vano esos pueblos? Se levantan los reyes de la tierra; los príncipes
se han conjurado contra Yavé y contra su Ungido...” Pero Yavé les habla así,
encendido en cólera: “Yo consagré a mi rey sobre Sión, mi monte santo...” Y
dice a su rey: “Tú les romperás la nuca con tu cetro de hierro, tú los harás trizas
como vasijas de alfarero” (Ps. 2). Otra vez, en el salmo 89, dice Yavé a David
su “siervo”: “Los adversarios no podrán engañarle; los malvados no podrán
oprimirle; yo aplastaré ante él a sus agresores; Yo abatiré a sus enemigos...”
¿No se siente aquí el eco del combate “cultual-ritual” del rey-dios? ¿No se
identifica aquí al enemigo histórico con el enemigo original del dios y del rey?
¿No vemos que el mismo rey fue elegido “desde el origen”, al tiempo en que
fue vencido el caos?
Como se ve, se puede prolongar en diversos sentidos el paradigma del Rey del
Enemigo. Pero es preciso darse cuenta de que estos resultados están en
función de determinado método, en el que se atiende más a las supervivencias
que a las innovaciones de sentido: una vez decididos a explicar lo nuevo por lo
antiguo y los acontecimientos por sus “fuentes” históricas, hallaremos en todas
partes, hasta en sus ramificaciones más remotas, el núcleo inicial que nos
propusimos tomar como base de “explicación”.
43 Véase el capítulo sobre el mito adámico. A. HEIDEL acertó a ver con gran
clarividencia esta discontinuidad, op. cit., p. 126: “Lo esencial del tema
babilónico es la victoria de Marduc sobre los dioses brutales que le
precedieron; la cosmogonía es una pieza de la teogonía. En cambio, en la
Biblia lo esencial es la creación del mundo: aquí la cosmogonía se independizó
de la teogonía. En el primer versículo del Génesis se expresa esta sustitución
tipológica; puede verse su exégesis en HEIDEL, op. cit., pp. 128-40. La misma
creación del hombre deja de pertenecer a la teogonía: el servicio de los dioses
queda ahora suplantado por el espíritu de autonomía y de responsabilidad,
ibíd., pp. 118-22. Finalmente, el autor ha visto claramente que la caída del
hombre viene a sustituir la culpabilidad de los dioses, ibíd., páginas 122-26.
Así, pues, podemos atribuir a ese trabajo subterráneo de los nuevos mitos
algunas de las evoluciones que describí anteriormente como las ondas
amortiguadas de los antiguos mitos. Vamos a recorrerlas en sentido inverso.
Ahora, por más que la ideología del rey continúe inspirando el tema de la
realeza del hombre, incluso el tema del hombre hijo de Dios, imagen de Dios, y
apenas inferior a los dioses, con todo la maldad de ese hombre -a pesar de su
carácter regio-, descubierta a lo largo de varios siglos de acusaciones
proféticas, ha quedado desvinculada de la creación, una vez que ésta dejó de
ser un drama. Se impone, pues, la creación de un nuevo mito que reemplace el
antiguo mito cósmico. Ahora habrá que derivar la figura del Urmensch de la
imagen del rey: su falta habrá de constituir una novedad radical en el seno de
una creación que fue íntegramente buena: tales son los requisitos que deberá
cumplir el mito de Adán.
Aquí se puede preguntar con todo derecho si se puede llevar hasta el fin esa
sustitución mítica, y si el hombre puede cargar por sí solo con el peso del mal
en el mundo. Posiblemente la serpiente, cuya “astucia” precede e introduce la
caída, represente el último personaje del drama de la creación. Pero aun así,
queda claro que el que viene a prolongar el drama de la creación no es el
hombre, en la figura de Adán, rey de la creación, sino, decididamente, el Otro
que no es el hombre, ese Otro a quien se llamará más tarde Satanás, el
Adversario. Ya volveremos a hablar de esto a su debido tiempo. De momento
dejemos en suspenso esta remitologización del mal humano; en todo caso,
sólo puede comprenderse después de pasar la desmitologización del mal
cósmico, es decir, después de un proceso mental en el que han quedado
liberadas tres componentes que no caben en el drama cósmico: la componente
escatológica de la salvación, la componente histórica del drama humano y la
componente antropológica del mal humano.
Fue Hesíodo quien llevó al primer plano el tema sangriento que aquí nos
interesa. En el cuadro rústico que nos pintó sobre los orígenes, trazó la unión
del Cielo con la Tierra -de Uranos con Gaya- como el equivalente de la pareja
marina. Prescindamos aquí del esfuerzo de Hesíodo por transportar el origen
más allá de lo que él mismo llama el “principio” -&pxr1-, es decir, a “los que
engendraron a la Tierra y al espacioso Cielo” (Teog., 45). La anterioridad del
Abismo o Caos -xaos- y de sus vástagos -el Erebo, la Noche, el Eter, la Luz del
día, etc.- indica que el mito teogónico salió de sus cauces para entrar en el
mundo de poderes y principios que escapan a la forma del relato y, por
consiguiente, a la esencia del mismo mito.
Pero ese mismo mito que apunta hacia la física y la dialéctica termina por
cebarse en los horrores de los crímenes primordiales. El Cielo “aborreció,
desde el principio” a los “terribles” hijos que él mismo engendrara de la Tierra:
les niega el acceso a la luz y los encierra en las cavernas de la tierra; “y
mientras que el Cielo se complacía en esta obra mala -xaxw-, la enorme Tierra
gemía en sus profundidades sintiéndose asfixiar” (158-159). Entonces pone en
manos de sus hijos el hacha de la venganza: “Hijos, nacidos de mí unión con
un padre furioso y loco, si queréis creerme, vamos a castigar (~cevo'ai~0a) el
atropello criminal (xax~v... k<.50-qv) de un padre, por más progenitor vuestro
que sea, puesto que él fue el primero que maquinó obras infames” (163-165).
Es conocido el episodio repugnante en que Crono, “de pensamientos bellacos”,
capó a Urano con sus propias manos. Parecidas monstruosidades se repiten
durante el reinado de Cronos; éste tenía por costumbre comerse a sus hijos. La
misma victoria de Zeus, como la de Marduc, fue fruto de la astucia y de la
violencia. Así el orden aguzó en la violencia su mismo afán de victoria. Por su
parte, el desorden anterior sobrevivió a su propia derrota, transformado en mil
formas de angustia y terror: “la odiosa muerte”, las Parcas, las Keres,
“vengadoras implacables, que persiguen todas las ofensas cometidas lo mismo
por los dioses que por los hombres, diosas cuya temible cólera jamás se aplaca
hasta haber infligido un cruel castigo al culpable, quienquiera que sea”;
Némesis, “azote de los hombres mortales”, y la Guerra, “de corazón
turbulento”.
Aquí es donde nos salen al paso las figuras de los titanes, que yo considero de
máximo interés para la investigación tipológica. En efecto, por una parte, estos
seres tienen sus raíces en el mito cosmogónico, ya que los titanes representan
a los antiguos dioses destronados: “Pero su padre, el Cielo espacioso, la
emprendió contra los hijos que había engendrado: les puso el nombre de
Titanes -tit^caívovTas- porque al tender demasiado alto los brazos, cometieron,
según él, una locura, un crimen espantoso, que habrían de pagar con el
tiempo”; literalmente: del que tomaría venganza (Tío'w) el porvenir (207, 210).
En este sentido, los relatos teogónicos que acabamos de mencionar eran
también historias de titanes, es decir, de poderes arcaicos y salvajes, rebeldes
a toda ley. Pero la figura de los titanes se orienta hacia otros tipos míticos
desde el momento en que se asocia al origen del hombre: desde entonces los
titanes dejan de ser exclusivamente los testigos de la edad antigua, del
desorden original, para representar una subversión posterior al establecimiento
del orden. Es notable que el episodio que refiere Hesíodo sobre Cronos, “de
pensamientos bellacos”, comience con las rencillas surgidas entre los dioses y
los hombres con ocasión del reparto de las víctimas sacrificadas (535 ss.).
Vemos también que Prometeo robó en el hueco de una caña “el deslumbrante
resplandor del fuego infatigable”, precisamente porque Zeus sustrajo a los
humanos el fuego del rayo. Se ve, pues, que los relatos de Hesíodo relativos a
la lucha de los titanes contra los moradores del Olimpo presentan un carácter
ambivalente, a saber: por una parte, pretenden continuar el drama de la
creación, y por otra, anunciar el drama post-divino, por decirlo así, o, más
brevemente, la antropogonía en cualquiera de sus tipos: tipo trágico, tipo órfico
y hasta tipo adámico.
Tal vez sean los autores órficos los que asociaron más estrechamente el mito
de los titanes con la antropogonía. Ya veremos cómo el mito órfico constituye
de una manera general un mito del hombre, un mito del “alma” y del “cuerpo”:
como que el “crimen de los titanes”, al despedazar y devorar al joven dios
Dioniso, da precisamente origen al hombre, puesto que Zeus extrajo de sus
cenizas la raza humana actual; por eso ostenta ésta la doble herencia de los
dioses y de los titanes. En adelante el mito de los titanes adquiere carácter
etiológico, que sirve para explicar la condición actual del hombre. Así se
desprende por completo del fondo de las teogonías para formar el primer
eslabón de la antropogonía: la expresión que emplea Platón en las Leyes al
hablar de “la naturaleza titánica” del hombre constituye tal vez el mejor
testimonio de ese desplazamiento del tema de los titanes desde la teogonía
hacia la antropogonía.
Finalmente, haya motivos para creer que durante algún tiempo los hebreos
utilizaron algún tema análogo al de los titanes para expresar el mito de la caída;
así aparece por lo menos en una oscura tradición, cuyas huellas conserva aún
la Biblia en el capítulo 6 del Génesis, versículos 1-4. Los Gigantes -los Nefilim-,
a los que alude el relato ya visto, parecen proceder de los titanes orientales,
que se suponían haber nacido de la unión entre seres celestes e hijas de los
hombres. Pero lo que realmente interesa no es tanto el origen de la leyenda
cuanto la aplicación que hace de ella el autor yavista. Es un hecho curioso que
el redactor yavista quisiera incorporar esta leyenda popular a la descripción que
hace de la corrupción creciente de la humanidad histórica, corrupción que iba a
motivar el diluvio. Aquí tenemos, pues, el tema de los titanes incorporado a la
historia de la caída.
CAPITULO II
Por último, el ejemplo griego por su propia naturaleza nos infunde la convicción
de que la visión trágica del mundo está vinculada a un espectáculo y no a una
especulación. Este tercer rasgo tiene su conexión con el precedente: si el
secreto de la antropología trágica es un secreto teológico, entonces tal vez
resulte inconfesable e inaceptable para el pensamiento esa teología de la
obcecación. En ese caso la expresión plástica y dramática de lo trágico no
sería una vestidura superpuesta, y menos aún un disfraz accidental de una
concepción del hombre que podría haberse expresado en términos distintos y
más claros.
4 Kurt LATTE, “Schuld und Sünde in der griechischen Religion”, Arch. f. Rel.
(20), 1920-1921, pp. 25498. W. Ch. GREENE, Moira, Fate, Good and Evil in
Greek Thought, Harvard Univ. Press, 1944. E. R. DODDS, The Greeks and the
Irrational, Univ. Calif. Press, 1951. H. FRANKEL, Dichtung und Philosophie des
frühen Greichentums (Am. Phil. Ass., XIII, 1951).
Como se verá, tal vez sea esa indistinción o identificación la que no pudo
acabar por asimilar el pensamiento, y la que provocó el fin de la tragedia, al
incurrir en la condenación terminante de la filosofía en el libro II de la
República. Pero, si bien la filosofía se resiste a admitir la identidad del bien y
del mal en Dios, en cambio esa idea aparece con tal relieve en las obras
dramáticas, que invita indirectamente a la reflexión y sugiere unas
consideraciones que no dejan de turbar el espíritu.
5 E. R. DODDS, op. cit., cap. I, Agamemnon Apology; Ilíada, 19, 86 ss. Puede
verse un estudio importante sobre la psicología y la teología del extravío en
Homero en el libro de NILSSON. “Götter u. Psychologie bei Homer”, ArW, XXII,
1934. Del mismo autor: History of Greek Religion, pp. 165-73.
Esta misma falta queda aprisionada en una red de desdichas, en las que la
muerte y el nacimiento ponen una nota de contingencia y de ineluctabilidad,
que en cierto modo llegan a contagiar los actos humanos con su misma
fatalidad. El hombre es por esencia y antonomasia “el mortal”, y esa su
mortalidad es su lote y su herencia. La pálida y vaporosa realidad del mundo de
los muertos viene a realzar, más bien que a atenuar, ese carácter de muro
infranqueable que presenta la mortalidad; los dioses, considerados como
poderes encarnados en ciertas figuras concretas y precisas, son totalmente
impotentes ante esa fatalidad mortal; y esa nota de impotencia repercute desde
la muerte sobre el nacimiento, el cual constituye la primera eventualidad y la
primera suerte de la serie. El nacimiento se proyecta y se perfila sobre el
espectro de la muerte, y este desenlace final proyecta su sombra fatal sobre
todo el destino humano.
Precisamente lo que aquí nos interesa es esa imagen que se forma el hombre
de sí mismo a través del mito.
Pues bien, ese Zeus, un tanto impersonal, es el que asume el peso de la culpa,
yAti~ es su hija: 9FÓS Saá 7sávtia tir),evT~? 7Cpév(ia Dios OvyáTrlp 'AT-q, ~
7sávTas ááTaL cúkop.ev71 pag 368, En la culminación de esta función, o
confusión, entre la Obcecación divina y la figura de la divinidad suprema, se
perfilará la figura trágica de Zeus tal como aparece en el Prometeo encadenado
de Esquilo. Los trágicos hablan también indistintamente de 8F-o1, ó 8eós, Aeos
ws.
Así como el mito del caos tiende a disociar ciertos elementos divinos más
recientes y de marcado carácter ético de los elementos divinos más primitivos y
brutales, así, por el contrario, el mito trágico tiende a concentrar el bien y el mal
en el vértice de lo divino 8. El salto o paso a lo trágico propiamente dicho está
vinculado a la personificación progresiva de ese divino ambivalente, ambiguo,
que, sin perder su carácter de MóLpa, de superdivino involuntario, de fatalidad
irracional e inelectable, toma la forma cuasi psicológica de la malevolencia. Se
diría que la malevolencia divina tiene dos polos opuestos: uno personal en la
voluntad de Zeus y otro impersonal en la decisión de la Moira.
8 Hesíodo se inclina hacía el tipo “no trágico” al atribuir el origen de los poderes
maléficos a la raza primitiva de los dioses. Mópoy y Oávaios son hijos de la
noche (Teogonía, 211); pero también proceden de ella Mwpos, el reproche,
'Oí~vs, la angustia, las Hespérides que custodian las manzanas de oro allende
'SZxeavóg y NépeQLs; y además A7cázrl y I'épaq y "Epts (KExF.tvxr, La
mythologie des Grecs, trad. franc., París, 1952, pp. 33-36). Este panteón
mitológico que ha formado Kerényi bajo el título de “divinidades preolímpicas”
constituye un conjunto fantástico de figuras aterradoras que prolongan el
mundo de la violencia original, del que va a emerger y liberarse el reino justo de
Zeus. Es interesante observar cómo estas figuras vacilati entre dos tipos: el tipo
de drama de la creación hacia el cual las impulsa la teogonía, y el tipo del “dios
malo” hacia el, cual las induce la epopeya. En La Nuit et les enfants de la Nuit
pone de manifiesto Clémence RAMANOUX que esas figuras espantosas
oscilan además entre dos “niveles”: el nivel o plano de las imágenes arcaicas -e
incluso infantiles, como la del padre ogro y el padre castrado- y el tipo de los
conceptos físicos nacientes. Mientras el relato de la mutilación de Cronos
pertenece todavía al plano de la creación mito-poética ingenua, el fragmento
cosmogónico, de 115-38 y 211-32, ya está al borde de la especulación
ontológica (op. cit., 62-108).
Es cierto que los sabios intentaron moralizar el cp9bvos pag 369 divino
reduciéndolo a la idea de castigo de la vRpLs, y estableciendo una génesis no
trágica de ésta. Según esta génesis, el éxito engendra el ansia del “siempre
más y más” -es decir, la nkeovelLIa-; la avidez engendra la complacencia
propia, así como ésta engendra la arrogancia. Así el mal no procede del
cpAóvos, sino de la ü(3pts: ésta es su verdadera fuente. Pero al desmitologizar
la v(3pts, los moralistas la preparan para una nueva interpretación trágica. En
efecto, cabe preguntarse: ¿no resulta también misterioso ese mismo vértigo
que se apodera de la complacencia, que la hace excederse y extralimitarse,
que la impulsa por los caminos peligrosos del “siempre más”? Como dijo
Teognis- que parece aproximarse al concepto bíblico de la caída-, el npwTOV
xaxóv de la `úopLs humana9 se carga doblemente de tragedia desde el
momento en que la `ú(3pLs humana no representa solamente una iniciativa
que provoca los celos de los dioses, sino, además, la iniciativa procedente de
esos mismos celos, a través de la obcecación.
2. EL NUDO TRÁGICO
La tragedia de Esquilo es la que juntó en un haz todos estos temas y la que les
añadió ese quid proprium que constituye lo trágico de la tragedia.
“¡Con qué furor te has abatido...! Aquí tenemos el cuadro del hombre víctima
de una agresión transcendente. No es el hombre el que “cae”, es el ser el que
en cierto modo se precipita sobre él; a este mismo ciclo de la culpa-infortunio
pertenecen las imágenes de la red, de la trampa, del ave de rapiña que se
abate sobre su presa inocente. “Vednos aquí abatidos, heridos por una
angustia eterna, y ¡qué angustia!” Así el mal se presenta como un ictus, como
un golpe... Por eso, Jerjes no es sólo un reo, sino una víctima; y también por
eso la tragedia no tiene por finalidad presentar ninguna denuncia ni ninguna
reforma ética, como puede hacer la comedia; está tan embebida en la exégesis
teológica la exégesis ética del mal moral, que el héroe queda absuelto de la
condenación moral para ofrecerlo a la compasión del coro y del espectador.
Pues bien, a esa culpabilidad del ser dio Esquilo forma pláctica en el Zeus del
Prometeo.
11 Werner JÄGER, Paideia, I, pp. 307-43; “el drama de Esquilo” destaca con
fuertes trazos la filiación Solón-Esquilo.
Esa emoción trágica del terror refleja en el alma del espectador ese juego cruel
entre el dios malo y el héroe. El espectador revive afectivamente la paradoja de
lo trágico: todo eso es algo que pasó; el espectador conoce la historia; es algo
que tuvo lugar en otro tiempo, algo que pertenece al pretérito; y, sin embargo,
está expectante, como esperando que a través de lo fortuito y entre las
revueltas inciertas del futuro le sorprenda la certeza absoluta del pasado
perfecto con la novedad de un acontecimiento fresco: en este momento preciso
se hunde el héroe.
Así, pues, en lo sucesivo la cólera de los dioses tiene rival en la cólera de los
hombres.
Hace falta formarse una idea clara de la fuerza expresiva de esa escena y de
sus contrastes tan violentos12. Ahí está el titán, clavado a una roca, dominando
la orquesta vacía; y allí aparece ella, alocada, saltando a la gran planicie,
acribillada por lo tábanos; ella errante, él clavado; él varonil y en plena lucidez
mental, ella femenina, deshecha y fuera de sí; él activo en medio de su pasión,
ella pasión pura, testigo puro de la úbris divina.
El mismo Prometeo resulta una figura de doble sentido: por una parte, realza la
culpabilidad del ser con el contraste de su inocencia -esa inocencia que
actualiza Io-: Prometeo es el bienhechor de la humanidad; sufre por su amor
excesivo a los humanos; si es cierto que su autonomía e independencia
constituyen su pecado, también lo es que son, ante todo, la expresión de su
generosidad. En efecto, ese fuego que ha regalado a los hombres es el fuego
del hogar, el fuego del culto doméstico, que cada año volvía a encenderse en el
fuego del culto común; es también el fuego de las artes y oficios; y, finalmente,
el fuego de la razón, de la cultura y del corazón. En ese fuego se recapitula el
ser humano en su afán de romper con el inmovilismo de la naturaleza y con la
repetición monótona y sombría de la vida animal, y en sus ansias por extender
su dominio sobre las cosas, los animales y las relaciones humanas.
Pero, por otra parte, hay algo más que esa pasión inocente del hombre, víctima
del genio maligno; y es la cólera del hombre irguiéndose frente a la cólera de
dios. Es cierto que Prometeo es impotente; puesto en cruz sobre su roca, no
puede hacer nada; pero le queda la fuerza de la palabra y la dureza de una
voluntad que no se rinde. No cabe duda de que a los ojos del piadoso Esquilo
la libertad de Prometeo es una libertad condicionada, impura, y como el
minimum de libertad. Según él, ni Prometeo ni el mismo Zeus gozan de libertad
absoluta. La libertad del héroe rebelde es una libertad de desafío, no de
participación. Esquilo expresó ese maleficio de la libertad de Prometeo en el
tema del “secreto”. En efecto, Prometeo posee un arma temible contra Zeus, y
es que sabe que de tal unión del rey de los dioses con una mortal iba a nacer el
hijo que había de destronarle. Posee, pues, el secreto de la caída de Zeus, el
secreto del Crepúsculo de los dioses: tiene el arma con la que puede aniquilar
el ser.
15 In Leocratem, 92, citado por E. R. DODDS, op. cit., p. 39: aquí tenemos ya
el célebre adagio: “quem deus vult perdere prius dementat”: cuando los dioses
quieren hundir a uno, empiezan por obcecarle.
16 Son muchas las expresiones líricas de esta teología trágica: Persas, 354,
472, 808, 821; Agamenón, 160 ss., 1486, 1563 ss., etc.; pero en ningún otro
pasaje llegó a formularse tan nítidamente como en el coro de Antígona; sobre
él termina E. R. DODDS su estudio sobre el guilt-pattern: “Dichosos aquellos
que no gustaron en su vida los frutos del mal. Cuando los dioses sacuden los
cimientos de una casa, la desgracia se ensaña implacable sobre la multitud de
sus descendientes... Esta es la ley que seguirá rigiendo durante toda la
eternidad, lo mismo que rigió en el pasado: en la vida de los mortales jamás se
da una prosperidad excesiva sin el contrapeso del infortunio (€xzóq áTag pag
377). Para gran número de seres humanos la veleidosa esperanza constituye
un bien; pero para muchos también no es más que el engañoso espejismo de
sus crédulos deseos: sin que el hombre se aperciba el más mínimo, ella le va
invadiendo dulcemente, hasta que se declara el incendio a sus pies. Con razón
(eocpta,) proclama el célebre adagio: el mal parece (Soxeiv) ser un bien a
aquel cuya mente conduce la divinidad a su perdición (ticy> (ppevás-0619
UyeL 7tpóg áí.Tav) entonces sólo puede escapar al infortunio (€xtidg 'á-ras) por
un breve espacio de tiempo. Antígona, 582-625.
17 Observa E. R. DODDS, op. cit., p. 57, que Platón se abstuvo de citar el final
de este fragmento 162 de Niobe; la ú(ipag supone que el hombre contribuye en
parte a su propio destino (ítTI ®paovo--ropLeiv: esta arrogancia es nuestra).
Así, esta metamorfosis del Zeus tirano en el Zeus justo parece el eco del
“arrepentimiento” de Dios, de que nos habla la biblia hebrea. Y, en efecto, ¿no
es verdad que las Euménides y el Prometeo liberado nos hacen presentir una
especie de arrepentimiento del ser? De lo que no cabe duda es de que, por lo
menos para Esquilo, la tragedia nos ofrece al mismo tiempo una representación
de lo trágico y un impulso hacia su liquidación.
Esto es cierto, pero sólo hasta cierto punto. Hay un detalle impresionante, y es
que, hasta en el mismo Esquilo -que fue el que más avanzó en este sentido (y
la misma estructura trilógica de su tragedia indica bien el movimiento de toda la
acción hacia el fin de la experiencia trágica)-, pues bien, aun en Esquilo ese fin
de lo trágico no consiste en la liberación real del héroe: al fin de las Euménides,
Orestes se volatiliza en cierto modo en el gran debate que se entabla sobre su
cabeza entre Atenea, Apolo y las Erinias. Cuando el poeta trágico llega a
percibir este final de la vivencia trágica, se da cuenta por el mismo hecho de
que se derrumba por su base la misma teología trágica: a fin de cuentas,
resulta que Zeus no era realmente malo.
Pero ¿cómo es posible que se desmorone así la teología trágica? Por un
corrimiento hacia el otro tipo etiológico, es decir, hacia el drama de la creación,
según el cual la santidad se conquista batiendo a la maldad original, igual que
Marduc batió a Tiamat. Este esquema teológico es el hilo conductor que inspira
la conversión de Zeus en la trilogía del Prometeo y la transformación de las
Erinias en Euménides en la Orestíada. Es decir, que la epopeya es la que viene
a salvar a la tragedia al liberar a ésta de sus elementos trágicos: el “dios malo”
queda reabsorbido en el dolor de lo divino, el cual debe alcanzar su polo
olímpico a expensas de su polo titánico.
18 NEBEL, op. cit., pp. 169-231: “Antígona y el mundo salvaje de lo: muertos”;
“Edipo rey y el dios de la cólera”, Werner JÄGER, Paideia, I 343-63.
22 NILSSON, ibíd., pp. 205-06. Volveremos sobre este punto en el capítulo IV.
Siempre ha de matizarse cuanto se dice sobre la religión griega teniendo en
cuenta la siguiente consideración: jamás existió una teología griega única: allí
se entremezclaban no sólo cultos propiamente dichos, sino diversas síntesis
religiosas, sin que ninguna de ellas llegase a integrar a las demás en un
sistema común; existía la autoridad de Delfos por una parte; por otra, estaba la
“locura extática” de Dioniso: ésta invadía los dominios de aquélla; pero Apolo, a
su vez, frena e integra a Dioniso legislando sobre su culto y moderando sus
ardores.
Se ve, pues, que hace falta hacerse corista para captar los sentimientos
específicos de la reconciliación trágica; el hombre ordinario sólo conoce el
miedo y esa especie de simpatía vergonzosa que inspira el espectáculo del
infortunio. Pero al hacerse corista ese hombre ordinario penetra en una esfera
de sentimientos que podemos llamar simbólicos y míticos en atención al tipo de
expresión con el que guardan proporción. Desde Aristóteles sabemos que esos
sentimientos son el cpdRos o terror trágico, ese pavor específico al que nos
asomamos en el momento de sorprender la convergencia de la libertad y de la
ruina empírica; después, el "E~£os trágico, esa mirada bañada de misericordia
que ni acusa ni condena, sino que se limita a compadecer. Tanto el terror como
la compasión son modalidades del sufrimiento, pero de un sufrimiento que
pudiéramos llamar sufrimiento de destino, puesto que requiere el ritardando y el
accelerando de un destino hostil y el ministerio de la libertad heroica. Esa es la
razón de que esos sentimientos sólo broten en el clima del mito trágico. Pero
estos sentimientos constituyen también una modalidad de la comprensión: el
héroe se torna en vidente; al perder la vista, Edipo adquiere la visión de
Tiresias. Sólo que lo que comprende entonces no responde a un conocimiento
objetivo y sistemático. Ya dijo Hesíodo: -na9wv SÉ tiF v'q~nLos 'Éyvw: en mi
ignorancia comprendí por el sufrimiento (Trabajos, 218).
CAPITULO III
Dentro del plano mítico en que nos movemos aquí, ese poder de defección
inherente a la libertad queda cogido en las mallas del relato: está representado
en la imagen de un acontecimiento que no se sabe de dónde sale y en el que
se distingue un tiempo anterior de un tiempo posterior. En la terminología de la
caída, sobre la cual me permití hacer algunas reservas más arriba, se supone
un estado de inocencia anterior a la caída y un estado de pecabilidad posterior
a ella. (Nótese de paso que no cabe identificar la labilidad con la pecabilidad: la
labilidad, en el sentido en que la tomamos en el libro I de esta serie, designa la
estructura humana capaz de desviarse, de ir por el mal camino; en cambio, la
pecabilidad denota la condición de una humanidad inclinada al mal. Por eso
hablo aquí de pecabilidad en el sentido de un hábito de la especie. Ya volveré a
tratar sobre esto extensamente en el libro III.)
Por fin, el tercero y último rasgo consiste en que el mito adámico subordina a la
figura central del hombre primordial otras figuras que tienden a descentrar el
relato, aunque sin llegar a eclipsar la supremacía de la figura de Adán. Es
digno de notarse, efectivamente, que el mito adámico no logra concentrar ni
absorber el origen del mal en la única figura del hombre primordial; así
introduce otros personajes, como el Adversario, la serpiente, que más tarde se
convertiría en el diablo, y a Eva, que representa la figura rival del Otro, de la
serpiente o del demonio.
Se ve, pues, que el mito adámico suscita frente a la figura central del hombre
primordial una o varias figuras que hacen como de contra-polos. Estas figuras
contra-polos comunican a la figura de Adán una profundidad enigmática, la cual
le pone en contacto secreto con los otros mitos del mal, suministrando así la
base para lo que llamaré más adelante “sistema de mitos del mal”. Pero por
mucho que ampliemos el ámbito de esta irradiación de centros de proliferación
del mal, siempre se destaca la intención central del mito, que consiste en
ordenar todas las demás figuras en torno a la figura de Adán, y en
comprenderlas en función de la de Adán, y como personajes secundarios del
drama, en el que actúa Adán como protagonista indiscutible.
He indicado en varias ocasiones que ese sentido reside en el poder que tiene
el mito para estimular la especulación sobre el poder de defección inherente a
la libertad. Hay, pues, que buscar este sentido en la relación entre lo
prefilosófico y lo filosófico, según la máxima que nos ha guiado como estrella
polar en todo el trayecto recorrido en este libro; me refiero a la máxima de que:
“El símbolo da que pensar”. Pero ese poder heurístico, exploratorio, del mito
orientado hacia la especulación ulterior no puede desprenderse de la función
etiológica del mito más que en el caso en que tratemos el mito como una
reproducción de los símbolos fundamentales elaborados en la experiencia viva
de la mancha, del pecado y de la culpabilidad.
En todo esto no hay, pues, el menor indicio que nos oriente hacia una
interpretación adámica del origen del mal. Fue San Pablo quien vino a sacar de
su letargo el tema adámico. A la luz del con traste entre el “hombre viejo” y el
“hombre nuevo”, erigió la figura de Adán como la figura inversa de la de Cristo,
a quien llama el “segundo Adán” (I Cor., 15, 21-22, 45-49; Rom., 5, 12-21). De
rechazo, San Pablo no sólo exaltó la figura de Adán sobre todas las demás
figuras de los once primeros capítulos del Génesis, sino que la personalizó
sobre el modelo de la de Cristo, a la cual sirve de contraste. De aquí debemos
deducir dos cosas: primera, que la cristología fue la que consolidó la
adamología; y segunda, que la desmitologización de la figura adámica, como
personaje individualizado, de quien desciende toda la humanidad por
generación física, no implica ninguna consecuencia sobre la realidad de la
figura de Cristo, ya que ésta no fue construida sobre el molde adámico, sino
que, por el contrario, fue ella la que individualizó como de rebote la figura de
Adán.
Es, pues, un error creer que el mito adámico constituye la clave de bóveda del
edificio judío-cristiano, cuando no es más que un arbotante articulado en el
cruce de ojiva del espíritu penitencial judío. Con más razón todavía hay que
reconocer que el pecado original -que no es más que una racionalización de
segundo grado-sólo constituye una falsa columna. Nunca podrá exagerarse el
daño que infligió a las almas durante los primeros siglos de la cristiandad,
primero, la interpretación literal de la historia de Adán, y luego, la confusión de
este mito, considerado como episodio histórico, con la especulación ulterior, y
principalmente agustiniana, sobre el pecado original. Al exigir a los fieles la fe
incondicional en este bloque mítico-especulativo y al obligarles a aceptarlo
como una explicación que se bastaba a sí misma, los teólogos exigieron
indebidamente un sacrificium intellectus, cuando lo que tenían que hacer en
este punto- era estimular a los creyentes a comprender simbólicamente, a
través del mito, su condición actual.
Con esto no quiero decir que el mito sea una vana repetición de la experiencia
penitencial de los judíos. Ya he insistido suficientemente sobre la triple función
del mito -a saber: universalizar la experiencia, establecer una tensión entre un
principio y un fin y, por último, investigar las relaciones entre lo original y lo
histórico- para que vayamos a despreciar ahora las aportaciones del mito. Pero
para comprender estas mismas aportaciones hemos de partir forzosamente del
impulso que imprime al mito la experiencia que le precede y los símbolos que
encarnan esa experiencia.
Por una parte, esa experiencia lleva consigo la disolución de los presupuestos
teológicos de los otros dos mitos, del mito teogónico y del mito trágico. En
ningún sitio se llevó tan lejos como en Israel la crítica de las representaciones
fundamentales sobre las que se edificó el mito del caos y el del dios malo.
Tanto el monoteísmo hebreo como, más concretamente, el carácter ético
especial de ese monoteísmo minaron por su base hasta la misma posibilidad
de una teogonía y de un dios trágico con resabios teogónicos. Las luchas y los
crímenes, las triquiñuelas y los adulterios quedan excluidos de la esfera divina,
lo mismo que quedan implacablemente eliminados del campo de la conciencia
religiosa esos dioses de aspecto animal, esos semidioses y esos titanes,
gigantes y héroes. La creación dejó de ser una “lucha” para convertirse en una
«palabra»: Dios habla y la cosa se hace. Los celos de Yavé no tienen nada que
ver con la celotipia de los dioses trágicos, a quienes ofusca la grandeza de los
héroes, sino que representan el celo de la santidad frente a las vanas
pretensiones de los ídolos. Esos celos monoteístas son los que ponen de
manifiesto la vanidad y vacuidad de los dioses falsos3.
La visión que tuvo Isaías en el Templo (Isaías, 6) nos informa al mismo tiempo
del descubrimiento nuevo del Dios Santo y del crepúsculo del dios teogónico y
trágico. La concepción puramente antropológica del origen del mal es la
contrapartida de esta “desmitologización” global de la teogonía: Precisamente
porque “Yavé reina por su palabra”, precisamente porque “Dios es santo”, por
eso sólo pudo entrar el mal en el mundo por una especie de catástrofe del ser
creado; y esa catástrofe es la que intentará plasmar el mito nuevo en un
acontecimiento y en una historia, en los que la maldad original quede disociada
netamente de la bondad original.
Por cierto que esta motivación presencia cierta analogía con la que propone
Platón en el libro II de su República: precisamente porque Dios es el bien, por
eso es “inocente”. La diferencia está en que de ahí concluye Platón: luego Dios
no es la causa universal de todo, y ni siquiera de la mayoría de las cosas
existentes. En cambio, el pensador judío afirma: Dios es causa de todo lo que
es bueno, y el hombre, de todo lo que es vano.
Pues bien, al mismo tiempo que el monoteísmo ético de los judíos destruía la
base de todos los otros mitos, elaboraba los motivos positivos de un mito
propiamente antropológico sobre el origen del mal.
El mito adámico fue el fruto de las acusaciones que los profetas fulminaron
contra el hombre: la misma teología que proclama la inocencia de Dios
denuncia la culpabilidad del hombre. Ahora bien, esa denuncia, esa acusación,
que la conciencia judía fue asimilándose e integrándose cada vez más, se
desarrolló dentro de un espíritu de penitencia, cuya profundidad pudimos
apreciar en el estudio que hicimos sobre el pecado y la culpabilidad. No sólo se
arrepiente el judío de sus acciones, sino de la raíz misma de sus acciones; y no
me atrevo a decir de su ser, en primer lugar, porque nunca formó ese concepto
ontológico y, además, porque el mito de la caída tiene por finalidad disociar el
punto de partida del mal, en el plano histórico, del punto de partida que
podemos llamar en lenguaje moderno “punto de partida ontológico de la
creación”. Lo que sí podemos decir es que, cuando menos, ese arrepentimiento
penetra hasta el fondo del “corazón” del hombre, hasta su misma “intención”,
que es como decir hasta la fuente monádica de sus acciones múltiples. Pero
aún hay más, y es que esta piedad descubre la dimensión comunitaria del
pecado al mismo tiempo que su dimensión personal; el “corazón” malo de cada
uno se identifica con el “corazón” malo de todos, formando un nosotros
específico, el “nosotros pecadores”, que une a la humanidad entera en una
culpabilidad solidaria e indivisa. De esta manera el espíritu de penitencia
revelaba algo que transcendía los actos particulares, una raíz mala que era al
mismo tiempo individual y colectiva, algo así como una decisión que pudiese
tomar cada uno por todos y todos por cada uno.
Esto es lo que hizo posible, el mito adánico, esa universalización virtual que
implicaba la confesión de los pecados. Al nombrar el mito a Adán, al hombre,
ponía de manifiesto esa universalidad con creta del mal humano. Así es como
el espíritu de penitencia crea en el mito adámico el símbolo de esa
universalidad.
Aquí encontramos, pues, lo que llamé la función universalizadora del mito. Pero
al mismo tiempo encontramos las otras dos funciones, estimuladas igualmente
por la experiencia penitencial. Sabemos efectivamente que la teología de la
historia, en torno a la cual giran las representaciones fundamentales de
culpabilidad y salvación en el Antiguo Testamento, presenta alternativamente
las amenazas más draconianas con las promesas más halagüeñas:
“¡Desgraciados los que desean que llegue este "día de Yavé"! ¿Qué
esperanzas os forjáis sobre el "día de Yavé"? Será un día de tinieblas, no de
luz» (Amós, 5, 18). Y en jeremías, 31, 31-34: “He aquí -dice Yavé que llegan
los días en que pactaré una Alianza nueva con la casa de Israel y con la casa
de Judá... Yo les infundiré mi ley en su interior, Yo la grabaré en el fondo de su
alma, Yo la escribiré en sus corazones; Yo seré su Dios y ellos serán mi
Pueblo.”
He aquí, por fin, la última función del mito, basada en la fe de Israel: el mito
prepara la especulación al explorar el punto de ruptura entre lo ontológico y lo
histórico. Ahora bien, la confesión de los pecados era la que se iba
aproximando hacia ese punto de ruptura a medida que ganaba en profundidad;
hasta que llegaba a descubrirlo a través de una paradoja. En efecto, lo que nos
revela el abismo del pecado del hombre es la santidad de Dios; pero, por otra
parte, si ponemos la raíz del pecado en la “naturaleza” y en el “ser” del hombre,
entonces ese mismo pecado que nos revela la santidad de Dios se revuelve
contra el mismo Dios acusando al Creador de haber hecho al hombre malo. Si
yo me arrepiento de mi ser, entonces acuso a Dios en el mismo momento en
que El me acusa, y el espíritu de penitencia estalla bajo la presión de esta
paradoja.
Un “sólo” hombre un “solo” acto: esto es lo que reza el primer esquema mítico,
es decir, el que yo llamo esquema del “acontecimiento”.
Pero no por ser más primitivo este mito hemos de pasarlo por alto, pues si se
acepta la interpretación de M. Humbert, que es la que yo adopto aquí, dicho
mito presentaba una visión del hombre que oscureció posteriormente el
redactor yavista del cuento de la caída, pero sin lograr borrar totalmente sus
huellas, ya que éstas aparecen en ciertos “duplicados” que se acusan
claramente en el capítulo 3.
Estas discrepancias internas que acusa nuestro relato ofrecen gran interés.
Lejos de inducirnos a considerar como un residuo o como una reliquia el mito
que trató de borrar el redactor yavista, esas discrepancias nos invitan a analizar
esa misma tensión, ese contraste, entre las implicaciones culturales y sexuales
de la creación y las de la caída. El hecho de que existen dos interpretaciones
sobre la civilización y sobre la sexualidad encierra ya de por sí muchísimo
sentido: quiere decir que toda dimensión humana -lenguaje, trabajo,
instituciones, sexualidad- lleva impresa la doble marca de su destino original al
bien y de su inclinación al mal. El mito desarrolla esa dualidad dentro del
tiempo mítico, de la misma manera - que lo hace Platón en el mito de su
Política, donde presenta, sucediéndose uno a otro, esos dos períodos del
cosmos, que comprenden el movimiento correcto y el movimiento al revés, y
que todos nosotros vivimos en la trama inextricable de la intentio y de la
distentio temporales.
Esta ambivalencia del hombre, bueno por creación y malo por elección, llena
todas las manifestaciones de la vida humana. El poder de dar su nombre a
cada cosa, que constituye la prerrogativa real de un ser creado, apenas inferior
a Dios, quedó tan profundamente alterado que sólo alcanzamos a reconocerlo
bajo le régimen de la división de lenguas y de la separación de las culturas. De
parecida manera, si comparamos la sobria descripción del estado de inocencia
con la lista de maldiciones, bastante más explícitas, veremos cómo esa
oposición entre los dos sistemas ontológicos va penetrando en los demás
aspectos de la condición humana.
6 A.- M. DURBALE, Le péché originel dans l'Ecriture, París, 1958: “El vestido
compendia también todo el arte del disimulo que hace posible la vida social, y
no tan sólo las precauciones adoptadas para evitar las excitaciones sexuales”
(64); “Esa indicación tan discreta del relato manifiesta una ambigüedad y una
especie de desazón que invade toda la vida humana en el campo de las
relaciones” (65).
Se ve, pues, que toda la condición humana aparece marcada con el sello de la
penalidad; y precisamente esa penalidad radical del ser del hombre es la que
manifiesta a las claras su “caída” a través de los brochazos tan sobrios como
vigorosos del mito. Así fluye de éste una antropología de la ambigüedad: en
adelante se encontrarán mezcladas indisolublemente la grandeza del hombre y
su culpabilidad, sin que se las pueda aislar ni señalarlas con el dedo: esa parte
es el hombre original, y esa otra, el maleficio de su historia contingente.
“Así que la ley es santa, como es santo y justo y bueno el precepto. Entonces
¿una cosa buena se convirtió para mí en arma mortífera? No, no es eso; sino
que el pecado, para mostrarse como tal pecado, se sirvió de una cosa buena
para propinarme la muerte, de manera que el pecado desarrolló toda su
potencia pecaminosa apoyándose en el precepto.
Tal vez se* éste el motivo de que el redactor yavista -quien por lo demás
cuenta el crimen de Caín y conocía, por consiguiente, la gravedad del
homicidio- respetó en la antigua leyenda el tema ingenuo de la fruta prohibida,
que posiblemente tenía otro significado. En el nuevo mito, propiamente hebreo,
el fruto vedado representa la prohibición en general: en comparación con un
asesinato, el comerse una manzana prohibida es sólo un pecadillo 8.
7 Véase la primera parte de este libro, cap. III, párrafo 4: La maldición de la ley.
8 J. COPPENS intentó renovar el problema de la “ciencia del bien y del mal”;
en su estudio descarta tanto la idea de la omniscencia o de la ciencia divina
como la de un discernimiento puramente humano. Lo importante, a su juicio, es
la irrupción del mal en el conocimiento: más exactamente, su incorporación al
bien dentro de una “ciencia combinada, mezclada, adicionada, cumulativa” (op.
cit., p. 16). No es una ciencia discriminativa ni exhaustiva, sino “cumulativa del
bien y del mal” (ibíd., p. 17). Tal es su primera tesis; a ella añade esta otra:
dicha ciencia culpable está relacionada con la sexualidad: lejos de constituir un
pecadillo sin importancia, una ligereza infantil en cuanto a su objeto o materia,
y sólo pecado mortal por razón de Aquel que lo prohibió, el pecado de Adán
tiene un contenido peculiar: ¿no vemos cómo se sanciona a Eva en su vida de
mujer y de madre y al hombre en su vida de deseos? Pero lo que sugiere más
que nada la existencia de una falta de este tipo es el triángulo formado por Eva,
la serpiente y el árbol: la serpiente simboliza a los dioses de la vegetación; sin
llegar a representar el sexo en cuanto tal, simboliza la tentación de las
divinidades que lo consagran. J. Coppens precisa aún más: esa falta sería una
transgresión contra el único precepto que refiere el Génesis antes de la caída:
el precepto de procrear. De esta manera la serpiente representarla la tentación
de sacrificar la vida sexual en aras de los cultos licenciosos paganos hasta
hacerla degenerar así en el libertinaje (op. cit., pp. 13-28, 73-91; y en la misma
colección de Analecta Lovaniensia Biblica et Orientalia, II, 8, pp. 396-408).
Fuerza es reconocer que J. Coppens apoya su interpretación en una amplia y
sólida investigación sobre el significado de la serpiente como asociada a las
divinidades de la vegetación (ibíd., pp. 91-117 y 409-42). Pero, a mi modo de
ver, J. Coppens toca muy a la ligera la cuestión de saber si lo que pretende
enseñar el autor sagrado es precisamente la existencia de la transgresión
sexual. Al enfrentarse con esta cuestión, que debiera ser la cuestión clave de
este debate, la resuelve negativamente: “¿Enseña el autor sagrado la
existencia de la transgresión sexual de que hemos hablado? Yo creo que no. El
autor desarrolla este tema como con sordina. Me inclino a creer que en la
fuente original de donde lo tomó el autor sagrado la cosa estaba mucho más
clara: El hagiógrafo pasó por alto este tema, pero en su relato quedaron
algunos rasgos que acusan su carácter sexual y que nosotros debemos hacer
destacar como si se tratase del texto obliterado de un palimpsesto. También
podemos suponer que se abstuvo de inculcarlo positivamente, aunque sin
abandonarlo personalmente por completo. Posiblemente quiso limitarse a
insinuarlo, bien porque prefiriese no descorrer el velo, o porque incluso quisiera
deliberadamente acentuar más su oscuridad” (ibíd., p. 26). Estas
observaciones me inducen a pensar que la interpretación sexual es una
interpretación recesiva del pecado de Adán. Si suponemos que la capa más
arcaica contenía esa intención sexual, entonces debemos pensar que el
redactor definitivo la eliminó no por velar ni disimular su alcance, sino porque
quería decir algo mucho más importante: a mi juicio, la redacción del autor
sagrado tenía como finalidad reducir el contenido de la culpa hasta convertirla
en una faltilla, pata destacar de esa manera el hecho de que el hombre había
roto los lazos de dependencia filial que le unían con su Padre. Por eso no tiene
importancia en último término la cuestión del árbol, como lo vio certeramente
ZIMMERLI (pp. 165-66 y 235-38). A mi juicio, el argumento decisivo está en el
lugar que ocupa este relato, al figurar en cabeza de la serie de acontecimientos
referidos en los capítulos 1-11 del Génesis: por ahí se ve que el pecado de
Adán es el primero en el sentido de que sirve en cierto modo de pauta a todos
los otros: Adán rompe con Dios lo mismo que Caín rompe con su hermano y lo
mismo que los hombres de Babel se desarticulan entre sí. Nosotros volveremos
a estudiar este problema en el libro III, al analizar la interpretación
psicoanalítica de la culpabilidad: entonces podremos descubrir de nuevo el
valor positivo de la interpretación sexual, y entonces ocupará el lugar que le
corresponde la explicación de J. Coppens, y entonces se verá que la idea
sexual no constituye una enseñanza formal.
Por lo mismo, salta a la vista que la monstruosidad del acto en sí tiene menos
importancia que el hecho de perturbar las relaciones de confianza entre el
hombre y Dios. En este sentido puede decirse que al encuadrar en este nuevo
contexto teológico el mito del árbol y del fruto, el autor yavista desmitificó el
antiguo tema del brebaje y del fruto mágico; y lo desmitificó al llamarlo el fruto
“del árbol del conocimiento del bien y del mal”. Estas dos palabras “bien-mal” 9,
transportan el sentido oculto muy por encima de toda magia, hasta tocar las
mismas bases del discernimiento entre el ser-bueno y el ser-malo. Lo que aquí
se prohíbe en realidad no es tal o cual acto concreto, sino esa especie de
autonomía que querría convertir al hombre en el árbitro supremo de la
distinción entre el bien y el mal.
9 M. HUMBERT traduce: “El árbol del conocer bien y mal”; piensa que se trata
del discernimiento en toda su amplitud: “Se trata del saber tanto teórico como
práctico y experimental, del saber general que nos hace personas
experimentadas, capaces y prudentes, y eso en todos los ámbitos del
conocimiento. Se excluye el sentido puramente moral” (op. cit., p. 90).
Pero hay que añadir algo más: la libertad en estado de inocencia no sentiría en
absoluto esa limitación como una prohibición; pero nosotros ignoramos lo que
es esa autoridad original, contemporánea del mismo nacimiento de la libertad
finita, y desconocemos en concreto lo que podría significar una limitación que,
lejos de coartar la libertad, la orienta y salvaguarda; hemos perdido la clave de
esa limitación creadora. Sólo conocemos la limitación que nos coacciona; bajo
el régimen de la libertad “caída”, la autoridad se transforma en prohibición.
Esto explica que el autor ingenuo del relato bíblico proyecte sobre el estado de
inocencia la prohibición tal como nosotros la experimentamos “después” de la
caída: el mismo Dios que pronunció el Sí –“Sea la luz, y la luz fue”-, pronuncia
ahora su No: “No comerás del árbol del conocimiento del bien y del mal.” Al
caer el hombre, cae con él también la ley; ya lo dijo también San Pablo: “El
mandamiento que debía darme la vida me condujo al pecado.” Así, pues, la
caída es como una cesura en el largo verso de la humanidad entera: toda la
vitalidad humana -sexualidad y muerte, trabajo y civilización, cultura y ética-
está al mismo tiempo en función de su naturaleza original perdida, pero
siempre subyacente, y de un mal radical, aunque contingente.
Si nos preguntamos ahora qué significa esa inocencia que proyecta el mito
como un estado previo del hombre, podemos responder esto: el mero hecho de
decir que se perdió ya nos dice algo sobre ella, aunque sólo sea escribirla un
momento para borrarla al punto. La inocencia desempeña aquí el mismo papel
que desempeña la cosa en el kantismo: se la concibe lo bastante para
“ponerla” y plantearla, pero sin llegar a conocerla; con eso tiene bastante para
desempeñar el papel negativo de limite frente a las pretensiones que acaricia el
fenómeno de equipararse con el ser.
El hecho de presentar el mundo como el gran campo en el que «entró» el
pecado, y la inocencia como el centro del cual se desvió el pecado, y el Paraíso
-siempre en lenguaje figurado- como el vergel de donde fue arrojado el hombre,
ese hecho, digo, equivale a pregonar que el pecado no forma parte de nuestra
realidad original ni entra como componente en la estructura ontológica
primordial; es decir, que el pecado no define al ser-hombre: antes de su
devenir-pecador existía el ser-creado.
Desde este segundo punto de vista, el mito se propone llenar el intervalo que
media entre el estado de inocencia y la caída con una especie de vértigo de
donde brotaría el acto malo como por fascinación. Pero al articular el desenlace
de la caída en el proceso temporal de su desarrollo dramático, el redactor
yavista introduce en su relato un segundo polo, a saber: la serpiente. La
serpiente figura la transición. Además, la misma intervención de la serpiente
está conectada a otra figura, que es la figura de la mujer y de la vida,
simbolizada en Eva. De esta manera, y en contraste con la irracionalidad del
instante, el mito multiplica los intermediarios.
Ese parecido con los dioses 10, intentado a través de la transgresión, encierra
un sentido profundísimo: cuando el límite pierde su función creadora y parece
que Dios bloquea con sus prohibiciones la marcha conquistadora del hombre,
entonces éste se apropia en beneficio de su propia libertad la ¡limitación del
Principio de la existencia, y forma el propósito de erigirse en el plano del ser
como creador de sí mismo por su propia virtud.
10 ¿Qué significa aquella perícopa del Génesis, 3, 22? Dice allí el texto:
“¡Mirad! El hombre se ha hecho como uno de nosotros: ya conoce el bien y el
mal. Cuidado con que extienda ahora la mano y coja también el fruto del árbol
de la vida y lo coma y viva para siempre.” ¿Quiere decir que Dios se considera
vencido? ¿O habla irónicamente? No pocos autores retrocedieron ante las
consecuencias de cualquiera de estas dos hipótesis, y prefirieron incorporar
estos versículos a otro documento distinto, como hizo Zimmerli, o proponer una
traducción diferente, como hizo J. Coppens: “He aquí que el hombre, lo mismo
que todo el que nazca de él, tendrá que pasar por el bien y el mal.” Pero ¿por
qué no tomar en serio esa afirmación del texto, de que efectivamente, al llegar
al discernimiento, el hombre ha alcanzado su semejanza auténtica con Dios, ya
que antes estaba como dormida en la inocencia? Ahora el hombre ha adquirido
la conciencia de esa su semejanza con Dios, si bien en un plano de alienación,
en el plano del enfrentamiento y de la lucha. Todas las observaciones que
haremos más adelante, siguiendo a San Pablo, sobre el “cuánto más” de la
gracia -la cual sobreabundó donde abundó el pecado- me inclinan a afirmar
que el pecado representa cierta promoción de la propia conciencia refleja; así
se inicia una aventura irreversible, una crisis del devenir-hombre, la cual sólo
alcanza a resolverse en el proceso final de la justificación.
Por lo demás, la serpiente no mintió del todo: la era que abrió la culpa a la
libertad representa cierta experiencia de lo infinito, la cual nos vela la situación
finita de la criatura y la finitud ética del hombre. A partir de entonces parece
como si toda la realidad humana estuviese constituida por el infinito malo del
deseo humano -de ese ansia eterna de ser otro y de ser y tener más-, que es el
que anima el movimiento de las civilizaciones, el apetito de placeres, de
posesión, de poder, de conocer. Esa amplitud que nos hace no contentarnos
con lo presente parece constituir nuestra verdadera naturaleza, o más bien la
ausencia de naturaleza que nos hace libres.
Aquí cabe preguntar: ¿por qué encarna la mujer el campo privilegiado en el que
se baten la prohibición y el deseo? En el relato bíblico la mujer simboliza el
punto de inflexión y de debilidad frente al seductor: la serpiente tienta al
hombre a través de la mujer.
Pues bien, esta excepción, esta limitación que introdujo el pensamiento judío
en la desmitologización de los demonios es la que nos intriga. ¿Por qué no
atribuyó el origen del mal sólo a Adán? ¿Por qué conservó e introdujo una
figura exterior?
A esta pregunta podemos dar una primera respuesta -aunque no pasa de ser
una respuesta parcial-: posiblemente el autor yavista quiso dramatizar en la
figura de la serpiente un aspecto importante de la experiencia de la tentación:
una experiencia cuasi exterior. La tentación sería una especie de seducción
ejercida desde fuera, la cual evolucionaría en complacencia hacia esa aparición
que “pone cerco al corazón”; en fin, pecar consistiría en ceder, en “rendirse”.
Según esto, la serpiente sería una parte de nosotros mismos, que nos pasa
inadvertida; sería la seducción con que nos seducimos nosotros mismos,
proyectada en el objeto de la seducción. Esta interpretación parece tanto más
aceptable cuanto que ya la mencionó el apóstol Santiago: “Nadie diga cuando
se siente tentado: me está tentando Dios, ya que Dios no puede ser tentado
por ningún mal ni se dedica a tentar a nadie. A cada cual le tienta la atracción y
el incentivo de su propia concupiscencia” (1, 13-14).
12 Más adelante diré lo que pueden dar de sí las interpretaciones analíticas del
mito del Génesis; pero ya desde este momento está claro que la dialéctica de
la concupiscencia desborda por todas partes la aventura de la libido; la lucha
de los profetas contra la injusticia y la insolencia, la lucha de San Pablo contra
la pretensión de los que se tienen por “justos”, nos abren los ojos para ver que
la simbólica de la serpiente descorre ante nuestros ojos un campo inmenso y
unos horizontes amplísimos a los que se extiende la “concupiscencia”, mientras
que -la sexualidad sólo ocupa una parte de esa vasta panorámica. Pero a estas
alturas aún no estamos preparados para situar exactamente la sexualidad
dentro del cuadro de la injusticia y de la justificación. Sobre las interpretaciones
psicoanalíticas de la serpiente, cfr. LUNDWING LEVY, “Sexual Symbolik in der
Paradiesgeschichte”, en Imago, 1917-1919, pp. 16-30; R. F. FORTUNE, “The
Symbolique of the Serpent”, en Intern. Journ. of Psychoanalysis, 1926, pp. 237-
43; Abraham CRONBACH, The Psychoanalytic Study of Judaism.
Así que la serpiente puede representar muy bien una parte de nosotros
mismos; pero posiblemente no se agote con ello su simbolismo. La serpiente
representa algo más que la proyección de la seducción del hombre por sí
mismo, de su autoseducción; algo más que nuestra propia animalidad
soliviantada por la prohibición, alocada por el vértigo de la infinitud, pervertida
por la preferencia que se concede cada uno a sí mismo y a sus propias
diferencias específicas, y seduciendo a su vez a nuestra propia humanidad.
Además de todo eso, la serpiente es también “exterior” de una manera más
radical y, además, múltiple.
De esta manera, la serpiente simboliza algo del hombre y algo del mundo, un
aspecto del microcosmo y un aspecto del macrocosmo: el caos en nosotros,
entre nosotros y fuera de nosotros. Pero, en todo caso, siempre se trata de un
caos que nos afecta a nosotros, seres humanos destinados a la bondad y a la
felicidad.
El hecho que mejor puede ilustrar el corte producido entre el tipo ritual-cultual y
el tipo escatológico es la evolución que siguió la figura del rey: la realeza que
se fundó “en aquel, tiempo” se convierte poco a poco en el “Reino que ha de
venir”, a medida que el tipo escatológico se va apoderando más plenamente de
las imágenes ya gastadas del tipo ritual-cultual. Ya mencioné esta inversión de
sentido al trazar el cuadro del tipo ritual-cultual; allí estudiamos la evolución de
esta figura desde el punto de vista de la descomposición de la ideología
anterior; ahora estamos en disposición de comprender mejor ese nuevo
dinamismo que impulsa esas imágenes antiguas hacia nuevos horizontes. El
Rey, el Ungido -que en los oráculos relativos a la permanencia de la línea
davídica, como, por ejemplo, II Samuel, 7, 12-16, rezuma todavía esperanzas
terrestres y políticas-, comienza a “escatologizarse” con jeremías, 23, 1-8; con
Ezequiel, 34, 23 ss., 37, 20 ss., y, sobre todo, con Isaías, 9, 1-6 (lo cual no
quita que vuelva a «politizarse» con creciente vehemencia bajo el dominio
griego, sin salirse del horizonte de la historia, como se ve en los salmos de
Salomón). Merece citarse el hermoso texto de Isaías:
Y, con todo, a pesar de este enigma -o en virtud de él-, la figura del Ebed Yavé
es esencial para conducirnos a la idea de “perdón”, cuyo análisis quise aplazar,
negándome a seguir el atajo de la psicología religiosa para tomar el largo
camino de las figuras simbólicas: precisamente viene a anunciarse el perdón a
través de un personaje enigmático que pone sus sufrimientos en prenda por
nuestros pecados. Aquí no se presenta el perdón como un cambio totalmente
interior, de carácter psicológico y moral, sino como una relación interpersonal
con esa personalidad inmolada -individual o colectiva-; y esa relación
interpersonal se base en la reciprocidad de un don –“a cambio de...”, “por
nuestros pecados...”- y de una aceptación –“y nosotros lo tuvimos por un
castigo, herido por Dios y humillado”-. Esta alianza supone que los sufrimientos
que se ofrecen como compensación por el pecado no constituyen un simple
traspaso de la mancha sobre su objeto pasivo, como ocurría con el “macho
cabrío emisario”, ni siquiera el destino ineludible de un profeta incomprendido 19,
sino el “don” voluntario de unos padecimientos aceptados sobre sí y ofrecidos
por los demás: “El soportaba el peso de nuestros sufrimientos, y la carga de
nuestros pecados le aplastaba...”; “después que entregue su vida en sacrificio
por el pecado, verá una descendencia y prolongará sus días, y la obra del
Eterno prosperará entre sus manos. Gracias al trabajo de su alma, saciará su
vista; con su conocimiento mi Siervo justo justificará a muchos hombres y
cargará con sus iniquidades”. Esa forma de expiar mediante el sufrimiento
voluntario de otro -por muy misterioso que resulte ese Ebed Yavé- es una clave
esencial para la idea de perdón: todas las mediaciones sucesivas desarrolladas
por las otras figuras20 no harán sino recoger y retransmitir ese concepto
expiatorio.
Lo que más orienta esta figura hacia el más remoto porvenir es su doble
función de juez y de Rey futuro. El Reino es algo que ha de venir, Los
apocalipsis lo sitúan en el gran escenario del juicio Final, en el que se proclama
Rey al Hombre y se le da la investidura del poder, de la gloria y de las realeza
sobre todas las naciones. Precisamente la revelación de la Asamblea de los
justos está vinculada a este carácter escatológico; por ella se manifiesta la
“componente colectiva” de la figura del Hijo del hombre.
Hay aquí un problema que toca resolver a los teólogos, no a los filósofos, y es
el problema de comprender lo que pueden significar estas dos afirmaciones del
Nuevo Testamento: en primer lugar, Jesús se aplicó a sí mismo, hablando en
tercera persona, ese título de “Hijo del hombre” -Marcos, 13, 26-27 es un eco
directo de Daniel, 7, 13-, y, por tanto, en el tema del Hijo del hombre tenemos
el hilo conductor de la primera cristología, la que tuvo por autor al mismo Jesús.
Luego el mismo Jesús incorpora a la figura del Hijo del hombre por primera vez
la idea del sufrimiento y de la muerte, que pertenecía hasta entonces al tema
del Siervo de Yavé. De esa manera hizo pasar la teología de la gloria por la
teología de la cruz, introduciendo así una transformación profunda en la función
del Juez -vinculada a la figura del Hijo del hombre- al contacto con los
sufrimientos del “Siervo”, hasta convertirlo al mismo tiempo en juez y en
abogado.
Por tanto, en nuestra exégesis de las figuras nos detenemos ante el umbral del
Kerigma cristiano, lo cual es perfectamente factible porque “ningún título
cristológico, ningún concepto cristiano, fue invención de Jesús ni de los
cristianos” 25. En cambio, podemos resaltar perfectamente y explicar lo mucho
que se enriquecieron esas imágenes fundamentales al recogerlas Jesús en los
Evangelios Sinópticos y al hacerlas converger en su propia persona.
Existe, ante todo, una circunstancia notable, y es que los dos signos que
anuncian la irrupción del reino nuevo en el antiguo son precisamente el perdón
y la curación: “El Hijo del hombre tiene poder en la tierra de perdonar los
pecados” (Marcos, 2, 10). Así vemos que el perdón no representa un
movimiento del “alma” por el que ésta se separa del “cuerpo”, sino la invasión
de la nueva creación inundando a los hombres que viven en la tierra, la
penetración del “siglo” nuevo en el nuestro. Pero lo más impresionante es que
ese poder de “perdón” proceda del foco escatológico constituido por el proceso
cósmico26.
26 “La noción de Hijo del hombre requiere un cuadro jurídico, pues designa la
figura central de un proceso en el que los unos son justificados y los otros
condenados, Ahora bien: ese cuadro jurídico del gran proceso... es ajeno al
mito del Antropos, tal como lo encontramos en el sincretismo oriental y
gnóstico. Ese carácter jurídico constituye precisamente uno de los rasgos
distintivos de la noción judía y cristiana de Hijo del hombre” (Théo PREISS,
ibíd., p. 40).
Théo Preiss fue muy lejos en este sentido: esa identidad entre el Hijo del
Hombre y los hombres constituye el gran “misterio” que patentiza el juicio final
en la sentencia pronunciada sobre las ovejas y los cabritos: el veredicto se
funda en la actitud que adoptaron los humanos hacia los “pequeños”, cada uno
de los cuales es el Hijo del Hombre: “Todo lo que hicisteis a uno de estos mis
hermanos más pequeños, a Mí me lo hicisteis.” El Hijo del hombre se identifica
con los hombres en cuanto que éstos se asimilan con El en la acción o en la
pasión, al ser aplastados por los más “grandes”.
Este misterio queda reforzado por otro, a que hemos aludido en páginas
anteriores: en este gran proceso de la justificación el Hijo del hombre figura a la
vez como juez y como testigo, como abogado defensor -Paráclito- o como fiscal
-Kategor-, mientras que Satanás es el Antidikos, el Adversario: ¡sorprendente
metamorfosis de la serpiente del paraíso! En el cuadro jurídico del proceso
cósmico la tentadora se transforma en abogado fiscal, mientras que el juez se
convierte en intercesor, precisamente porque El es también la víctima
compensativa. Esta serie de equivalencias deriva de la identificación entre el
Hijo del hombre, juez y rey del Fin, y el Siervo doliente: “El Hijo del- hombre no
vino a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por los muchos»
(Marcos, 10, 45). Cualquiera que sea el origen de este versículo -o palabra
original de Jesús, o interpretación de la Iglesia de Palestina, o glosa de la
Iglesia helénica-, lo cierto es que expresa plenamente la fusión de las dos
figuras, la del Siervo del Eterno y la del Hijo del hombre. Al mismo tiempo, esta
fusión introduce un nuevo elemento trágico27: “¿Cómo es que está escrito que
el Hijo del hombre debe sufrir y verse despreciado?” (Marcos, 9, 12). Ese
nuevo elemento trágico consiste en que el Rey “tenga” –Sei pag 420.- que ser
la Víctima. Ese es el “misterio de Jesús”.
Tal vez hace falta asimilar esta galería de figuras para comprender la figura que
asegura la simetría final entre el Adán del mito de origen y la serie de figuras
escatológicas: me refiero a la figura del “Segundo Adán”, tan favorita de San
Pablo. Si el Hijo del hombre quiere decir el Hombre y Adán significa también el
Hombre, es que en el fondo se trata, evidentemente, de la misma realidad -si
bien San Pablo no emplea nunca la expresión “Hijo del hombre”, sino que habla
exclusivamente del “segundo Adán”, del “último Adán”, del “Adán que debe
venir”.
Esta nueva figura viene a consagrar las precedentes, al mismo tiempo que les
añade un rasgo decisivo: por una parte, supone la fusión entre las dos figuras
anteriores, entre la figura del Hijo del hombre y la del Siervo doliente 28, lo
mismo que la relación entre una figura individual humana y la humanidad en
bloque, entre “uno solo” y “muchos”. Por otra parte, el sentido nuevo que da
San Pablo a la comparación entre los dos Adanes tiene un valor decisivo para
comprender retrospectivamente toda la serie de las figuras escatológicas
anteriores: lo que aquí nos interesa concretamente es que la comparación que
establece la epístola a los Romanos, 5, 12-21, no se limita a marcar una
semejanza –“Así como la culpa de uno solo atrajo la condenación sobre todos
los hombres, así también la obra de justicia de uno solo proporciona a todos
una justificación que da la vida”, Romanos, 5, 18-, sino que, además, a través
de esa semejanza, descubre el Apóstol una progresión: “Pero las cosas no
ocurren por igual en el don y en la culpa; en efecto, si la multitud murió por
culpa de uno solo, ¡cuánto más y con cuánta mayor profusión no se ha
derramado sobre la muchedumbre la gracia de Dios y el don conferido por el
favor de un solo hombre, Jesucristo!” 29. Ese “cuánto más”, que desnivela la
equivalencia de aquel “igual que..., lo mismo...”, es el resorte que tensa y que
da su impulso temporal al movimiento entre el primero y el segundo Adán; esa
cláusula excluye la idea de que el “don” se reduzca a una simple restauración
del orden perdido por la culpa y hace que el don represente la inauguración de
una nueva creación.
28 K. BARTH, “Christus und Adam nach Rom. 5. Ein Beitrag nach dem
Menschen und der Menscheit”, en Theol. Stud. (35), 1952, trad. franc., París,
1958.
29 O. CULLMANN, op. cit., pp. 147 ss. insiste sobre estos dos puntos: por una
parte, el segundo Adán es celestial, como el Hijo del hombre, y sufre por los
hombres, como el Siervo de Yahvé: “Yo comprendo que Pablo haya podido y
debido ver en el acoplamiento de las ideas implicadas en las figuras del “Hijo
del hombre” y del “Siervo de Yahvé” la solución del problema “Hijo del Hombre-
Adán”, que los judíos no habían podido resolver” (ibíd., p. 149); por otra parte,
Romanos, 5, 12, 17 y 18, establece el paralelismo entre esos dos “hombres”
sobre el hecho básico de que en ambos casos es “uno solo” el que alcanza y
compendia el destino de “todos” (un “solo acto ofensivo”, un “solo acto de
Justicia”); ahora bien, lo mismo el Siervo de Yahvé que el Hijo del hombre
constituían figuras representativas de la Humanidad entera; cada una de esas
figuras contenía a todos los miembros de su comunidad respectiva.
Este rodeo que hemos dado a través de las “imágenes del fin” nos permite
descubrir el riquísimo contenido de la noción de “perdón”. Se dice muy pronto
que el perdón es la respuesta de Dios a la confesión que hace el hombre de su
culpa. Pero el perdón no puede comprenderse directamente como un
acontecimiento psicológico; para llegar a la vivencia hay que pasar el largo
recorrido que va a través del universo simbólico constituido por la acumulación
de las figuras que se escalonan desde el Adán del redactor yavista hasta los
dos Adanes de las epístolas paulinas, pasando por la figura del Rey Mesías,
del Rey Pastor, del Príncipe de la paz, del Siervo de Yavé, del Hijo del hombre,
por no mencionar los títulos de Señor y el de Logos o Verbo, de la Iglesia
apostólica. El perdón vivido bebe su sentido experimental en el hecho de
participar individualmente del “tipo” del Hombre fundamental. Sin esa relación
con el símbolo del Hombre, la vivencia se encierra en lo que constituye su
elemento más interior e individual, y con ello se pierde algo esencial que sólo
puede transmitirnos la figura por excelencia de un Hombre que encarna en sí
mismo a. todos los hombres, como la encontramos ya en las figuras del Siervo
de Yavé y del Hijo del hombre. En lenguaje paulino, el paso del “hombre viejo”
al “hombre nuevo” constituye el acontecimiento psicológico que expresa la
incorporación del individuo a la realidad simbolizada por los “tipos” del primero
y segundo Adán: la transformación interior -ese “vestirse el hombre nuevo” es
la sombra proyectada en el plano de las vivencias de una transformación que
no se puede vivir en toda su plenitud subjetivamente ni contemplarse desde
fuera, sino que sólo puede significarse simbólicamente como una participación
en los “tipos” del primero y segundo Adán. En este sentido hablan San Pablo
cuando dice que el individuo “se transforma -se metamorfosea:
peTap.opcpoúó9aL pag 423- en la misma imagen -F"Lxw'v-“ (2 Cor., 3, 18), y
que se “conforma -ovp4opcpos- con la imagen Éaxwv- del Hijo” (Romanos, 8,
29), y que “reviste la imagen del celeste” después de haber “revestido la
imagen del terrestre” (1 Cor., 15, 49) 33.
33 p, CULLMANN, op. cit., pp. 130-33, a propósito del tercer “lugar” paulino
sobre el Hombre (Fil., 2, 5-11), en el que, según Héring, se asociaría
igualmente la figura del Hijo del Hombre –“en forma de Dios”- con la del Siervo
doliente –“se anonadó”.
En todo caso, basta una simple comprensión de los símbolos, como la que
trazamos nosotros en este libro, para hacernos entender que la psicología de la
experiencia religiosa no explica plenamente el fenómeno del perdón. No es que
el individuo empiece viviendo cierta experiencia y que luego la proyecte en un
mundo fantástico de imágenes, sino al revés, el individuo ha de empezar
incorporándose a lo que significan esas imágenes para penetrar en la vivencia
del perdón; la experiencia del perdón es, en cierto modo, la estela psicológica
que deja lo que acontece en realidad, y que sólo puede expresarse en enigma
y simbolizarse como el paso desde la incorporación al primer Adán hasta la
incorporación al segundo.
34 Sobre este punto, cfr. Stanislas LYONNET, op. cit., pp. 52-54.
Este simbolismo -del proceso nos indica, además, que ese perdón se concede
a los hombres no separada e individualmente, sino en bloque y colectivamente.
Así queda englobado el individualismo de la experiencia religiosa en la
aventura colectiva de la historia de la salvación: la relación entre el “uno solo” y
“todos”, que caracteriza el símbolo del Hombre, unifica a la humanidad con
unos lazos “mucho más” esenciales que su participación en la desobediencia
del primer Adán. Ahora bien, esos lazos interhumanos estaban ya en forma
implícita en el simbolismo de la “salida de Egipto”, del Éxodo, que en la
redacción del yavista era una réplica al destierro del Paraíso; allí se libertaba a
un pueblo en masa; aquí, en el “tipo” del proceso cósmico entra en juego la
humanidad entera, individual y estructuralmente.
Así encontramos al fin de este largo recorrido algo que ya puso de relieve la
interpretración mística de San Pablo -por la que tanta predilección sentía
Schweitzer-, algo que ha podido comprobar la experiencia religiosa, a saber: la
inmanencia mística de la vida mediante la acción del Espíritu. Pero aun
entonces lo que anima secretamente la experiencia de la “vida en Cristo” y ese
sentimiento de la continuidad vital entre “la cepa y los sarmientos” es ese poder
del símbolo de dar y comunicar lo que significa: sólo se vive lo que se imagina;
y la imaginación metafísica reside en los símbolos; la misma vida es símbolo e
imagen antes que experiencia y vivencia. Pues bien, sólo es posible salvar el
símbolo de la vida en cuanto símbolo mediante su comunicación con el
conjunto de los símbolos escatológicos de la justificación.
CAPITULO IV
El nuevo “tipo” mítico que vamos a estudiar aquí es un mito que intenta
transportar y racionalizar todo dualismo antropológico. Lo que lo distingue de
los demás es la escisión que opera en el hombre, dividiéndolo en cuerpo y
alma. Este mito es el que induce al hombre a identificarse con su alma y a
considerar su cuerpo como algo distinto o extraño a sí.
Ahora bien, ninguno de los otros mitos es un mito del “alma”; ni siquiera en el
caso en que acusen una ruptura en la condición del ser-hombre, llegan nunca a
dividir a éste en dos realidades. El drama de la creación no afecta al hombre en
cuanto alma, sino que lo enfoca como una realidad indivisa; hace de él, tomado
globalmente, la sede del drama, y hasta autor del drama, por lo menos
mediante la reproducción ritual. Tampoco la visión trágica del mundo constituye
un mito de la psique: lo mismo la visión trágica que el drama de la creación
toman al hombre como totalidad indivisa; en el mito trágico la fatalidad asesta
sus golpes y su condenación sobre el héroe entero y, como si dijéramos, sin
fracción residual. Es cierto que podemos considerar la contemplación estética
del infortunio -que es la que constituye la “consolidación” específica de la
experiencia trágica- como un desprendimiento del alma, como un rapto del
espíritu, afín a esas “locuras”, estáticas o frenéticas, que enumera Platón en
Fedro (244 a), y que revelan el origen sobrenatural y divino del alma; y eso es
cierto, por más que el entusiasmo trágico en cuanto tal no constituya un vuelo
hacia otras regiones, sino un éxtasis que no sale del ámbito del propio
espectáculo ni de la meditación de la finitud y del infortunio. Esto explica el que
el entusiasmo del espectáculo trágico no haya engendrado ningún mito de
origen que presentase el mal como el polo opuesto de ese “entusiasmo”, como
el reverso de esa “locura”, y que proclamase como intrínsecamente mala la
misma estancia de aquí abajo.
Es cierto que poseemos un mito etiológico, llamado “órfico”; pero ese mito en
su forma acabada sólo figura en los autores neoplatónicos, concretamente en
Damasco y en Proclo, lo cual nos sitúa ante un hecho pasmoso, y es que el
perfecto mito órfico es post-filosófico. Es un mito bien conocido: el niño Dioniso
fue asesinado por los titanes astutos y crueles, los cuales cocieron luego los
miembros del niño dios y los devoraron. En castigo, Zeus los exterminó con sus
rayos, luego de sus cenizas hizo la raza actual de los hombres; por eso hoy día
los humanos participan de la naturaleza titánica mala y de la naturaleza divina
de Dioniso, que se habían asimilado los titanes en su sacrílego festín. Es éste
un bonito mito, un verdadero mito de pecado original; la mezcla detonante de
que están hechos los hombres en su condición actual proviene de un crimen
anterior, prehumano y sobrehumano; así se incurre en el mal por herencia; el
origen del mal arranca de un acontecimiento que inauguró la confusión de dos
naturalezas, que hasta entonces habían vivido separadas; y ese
acontecimiento fue un asesinato que significó al mismo tiempo la muerte del
dios y la participación en su divinidad. No cabe duda, es un mito bellísimo.
Pero, por desgracia, no tenemos modo de comprobar que pertenecía ya en esa
forma redondeada al “relato primitivo” del orfismo; incluso tenemos motivos
para sospechar que fue invención neoplatónica, inducida por el placer y la
dicha de la exégesis filosofante de los mitos.
Aquí precisa intercalar otro tercer tema, aunque ni fluye necesariamente del
segundo ni siquiera se compagina forzosamente con él: me refiero al tema del
suplicio infernal. Nilsson le concede gran importancia; hasta piensa que la
predicación sobre los castigos del mundo infernal -de la morada de los impuros
en medio del cenagal- co4stituyó el centro de la actividad misionera de los
órficos y el punto de partida de sus sermones, basados en el castigo (Op. cit.,
632).
En esto podemos decir que eran el polo opuesto de los eleusinos: mientras
éstos pregonaban la felicidad para los puros y los benditos, sin mencionar el
castigo, según parece, aquéllos tomaron en serio el tema homérico del castigo
de los “grandes culpables”, presentándolo como una amenaza inminente que
cuelga sobre cada humano como la espada de Damocles. Asegura Platón que
los traficantes de la iniciación, los cuales usurpaban el nombre y los escritos de
Orfeo y de su discípulo Museo -por lo menos en tiempo de Platón-, especulan
con ese tenor al castigo póstumo: “Dan el nombre de iniciación a esas
ceremonias con que pretenden librarnos de los males del otro mundo, y que no
podemos descuidar sin incurrir en terribles tormentos” (Rep., 364 d). Esta
tendencia a especular con el miedo de los vivos no agota, indudablemente,
todo el contenido ni el sentido de aquella predicación, que, anteriormente a la
decadencia de que fue testigo Platón, debió abarcar al mismo tiempo la
llamada a una pureza más bien moral que ritual, como el mismo Platón lo
comprendió en el Fedón, y la preocupación por un castigo que descargaba
sobre el mismo culpable y no sobre los inocentes, como ocurre de ordinario en
esta vida.
Se ve, pues, que el orfismo recogió así un antiguo tema indoeuropeo sobre la
migración y la reencarnación, al mismo tiempo que extraía el contenido de las
viejas arcas de los mitos agrarios, los cuales siempre presintieron cierta secreta
conexión entre el renacimiento primaveral de las fuerzas vitales y la
recuperación de las energías acumuladas en el otro reino del más allá, como si
la muerte cebase la “riqueza” -ploûtos- del príncipe de las tinieblas -Plutón-, y
como si la vida sólo pudiera beber su savia y sus energías en las raíces
subterráneas de los infiernos 3.
Acaso sea necesario avanzar un paso más: si empleamos con esta meditación
sobre el alma “divina” las observaciones que hicimos anteriormente sobre la
prisión del cuerpo y sobre las repercusiones recíprocas entre el cuerpo y el
infierno, se ve que la “divinidad” del alma no consiste solamente en su
capacidad de supervivencia; la misma idea de supervivencia está a punto de
quedar rebasada; a lo que en realidad importa sustraerse es al vaivén mismo
de la vida y de la muerte, a su reiteración circular; y en eso precisamente radica
el privilegio del alma “divina”, en que puede liberarse de ese proceso generador
de estados contrarios, de esa “rueda de las generaciones”.
No cabe duda de que esta concepción del yo fue anterior a Platón. Aun
suponiendo que no se refiera a los órficos -o solamente a ellos- en el Menón,
es indudable que alude al tipo del alma desterrada al escribir este párrafo: “Son
sacerdotes y sacerdotisas empeñados en poder dar razón de las funciones que
desempeñan; es, además, Píndaro y muchos otros poetas, todos los que son
realmente divinos. Pues bien, mira lo que dicen y examina si te parecen justas
sus afirmaciones. Sostienen, pues, que el alma del hombre es inmortal, y que
tan pronto sale de la vida -que es lo que llamamos morir-, vuelve a entrar de
nuevo en ella; pero que nunca se destruye; y que por eso es preciso llevar en
esta vida constantemente y hasta el fin una conducta lo más santa posible” (81
a-b).
2. EL MITO FINAL
¿Se trata de una apologética pagana, destinada a jugarle una mala partida al
cristianismo, oponiéndole relatos paganos comparables a los cristianos sobre el
origen y caída de la humanidad?
Pues bien, ¿qué encontramos en este mito final? Una teogonía que de por sí
pertenece al tipo que estudié más arriba bajo el título de “drama de la
creación”, pero que luego evolucionó hacia una antropogonía ajustada a la
experiencia de la discordancia íntima de la naturaleza humana.
Pero, sobre todo, el drama de la creación, tal como se predicaba en los cultos
órficos, encierra ya una interpretación posible del mal sobre la que destaca el
mito propiamente “órfico” de la falta de los titanes. Esta interpretación del mal
basada en la teogonía estaba aún oscura en el poema de Hesíodo, el cual
apenas logró más que trazar una serie de figuras inconexas del origen: algunas
de esas figuras -como la de Cronos, Urano y Zeus- son divinidades
relacionadas a posteriori, a base de sucesiones dinásticas, de alumbramientos
o de asesinatos; otras -como la Noche, la Muerte, la Guerra- simbolizan
aspectos de nuestra experiencia que se consideran entre sí mediante un
sistema de filiación análogo al precedente; y, finalmente, otras sólo representan
regiones o elementos de la naturaleza, como el Cielo y la Tierra.
Pero este mismo mito recae en la más ingenua imaginación: para identificar a
este Fanes un tanto esotérico con el Zeus de la creencia popular, con el Zeus
Zagreo moribundo y con el Dioniso desgarrado y resucitado de las sectas de
iniciación, recurre este mito a una serie de subterfugios: así nos cuenta una
segunda creación del mundo realizada por Zeus, el cual avala a Fanes y su
obra, delegando así en él todo su poder. Dice, en efecto, el mito que “todo fue
creado de nuevo”; luego presenta a Zeus delegando el poder en Dioniso: “¡Oh,
dioses!, prestad atento oído: ved aquí a aquel a quien constituye por rey
vuestro.” Estos enlaces eran muy del gusto de las teogonías más arcaicas.
¿Aludiría Platón a semejantes procesos dinásticos al exclamar irónicamente en
el Filego: “En la sexta generación, detener el orden de vuestro canto” (66 c)?
¿Hacia qué interpretación del mal se inclina este mito en su parte teogónica? A
primera vista parece que el mal está arraigado todavía en el origen de las
cosas, lo mismo que en Hesíodo y, sobre todo, en los babilonios. Pero la figura
de Fanes pregona algo diferente. Fanes, manifestación una y múltiple, no es ya
la figura de la contradicción original entre el Bien y el Mal, sino más bien el
símbolo de la separación progresiva, de la diferenciación gradual, como puede
apreciarse en el mito del huevo primordial. Al eliminar este mito la contradicción
primigenia y al sustituirla por un movimiento de clarificación en que se pasa de
lo confuso a lo diferenciado, ya no explica la desdicha de los humanos, que
consiste en lo contrario, es decir, en la confusión de su doble naturaleza
original.
En primer lugar, tiene importancia el hecho de que el origen del mal se atribuya
a la “pasión” del más joven de los dioses, es decir, de Dioniso. Por tanto, este
nuevo mito representa una elaboración propiamente “teológica” de la figura de
Dioniso. Pero ese dios-niño que representa el manantial de la culpa original no
es el Dioniso que inspira la manía de las Bacantes, el frenesí rítmico y el gozo
del vivir; sino un árbitro de la vida, el dios joven que viene después de Zeus.
Fue, pues, necesario que el furor báquico, del que tenemos un ejemplo en las
Bacantes de Eurípides -un furor indudablemente mítico, pero significativo-, se
transformase en meditación, y que el delirio se convirtiese en especulación. Es
muy verosímil que de esta manera los órficos volviesen el dionisismo contra sí
mismo 9; es también probable que lo orientasen hacia una especie de
prefilosofía, aunque dominada todavía por la fantasía mítica: esto es tanto más
ceríble cuanto que el movimiento dionisíaco sufrió otras transposiciones no
menos extraordinarias, si es cierto que la acción ritual dio origen al espectáculo
trágico por medio del ditirambo10.
Si nos atenemos a las citas de los clásicos, vemos que aluden varias veces a
una “antigua maldición”. Así, en el fragmento de Píndaro, citado por Platón en
el Menón (81 b), se asocia la expiación que pasa el alma en ese cuerpo con
una culpa anterior -nowav 7cakaiov nEVBeos pag 445-. Ahora bien, esa idea
de una culpa cometida en otra vida precedente tiene dos consecuencias:
primera, salvaguardar la antigua ley de la retribución haciéndola recaer en una
serie de generaciones, como lo dice expresamente un texto de las Leyes (872,
d-e) al hablar de la justicia vindicativa de los dioses; y, segunda, que esa idea
implica una alusión a una desdicha anterior, a una elección transcendente, la
cual sería al mismo tiempo anterior a nosotros y, sin embargo, nuestra; en una
palabra, a un mal que sería a la vez una culpa cometida y una pena infligida.
De esta manera la vida anterior simboliza el origen insondable de un mal
primitivo inaccesible a todo recuerdo. Ciertamente, podría objetarse que el mito
de los titanes sugiere más bien un sentido distinto del que propone
expresamente aquel verso pitagórico citado por Crispio, según Aulo Gelio, VII,
2, 12: Itiweev S' av6pw=vs av0avpeTa nT&a' eXoYsas12.
Lo único que nos dice el mito del libro X de la República es ese sello del
destino inherente a la mala elección: ese transfondo implicado en toda decisión
actual, y que el mito proyecta también sobre una decisión que se tomó ya en
otra ocasión y en otro sitio. Volveré sobre esto más adelante.
3. SALVACIÓN Y CONOCIMIENTO
Es indudable que tenemos que renunciar a ese esfuerzo realizado por O. Kern
en la Religión de los griegos, en que intentó reconstruir en grande una religión
órfica calcada en el modelo cristiano, con sus parroquias, sacramentos, himnos
y dogmas. Posiblemente el orfismo no fue tanto un movimiento homogéneo
cuanto una forma modificada de varios otros movimientos colocados bajo el
signo de Apolo y de Dionisio, los cuales a su vez estaban en vías de fusión 14.
Parece que el mismo Orfeo fue un reformador apolíneo del culto salvaje de
Dioniso, antes de convertirse en el santo patrono de las sectas itálicas, las
cuales a su vez no dudaron en poner bajo su patrocinio sus propias
composiciones místicas. Pero parece que ya antes de Platón algunas de ellas
comenzaron a realizar y comprender el “potencial de grandeza” del orfismo,
según la expresión de Guthrie (187). De lo contrario, sería difícil comprender
que Platón -que se muestra tan severo en la República, libro II- pudiese escribir
en el Fedón: “Añadiré que existe la posibilidad de que incluso aquellos a
quienes debemos el establecimiento de los cultos de iniciación no carezcan de
mérito y que hayan acertado a descubrir la realidad oculta por tanto tiempo bajo
el velo de ese lenguaje misterioso. Todo el que llegue al Hades sin el sello de
la iniciación y en estado profano irá a ocupar el puesto que tiene preparado en
el Lodazal; en cambio, los que se hayan purificado e iniciado, en llegando allá
abajo, irán a vivir en compañía de los dioses. Porque ocurre, como sabes, lo
que dice aquella fórmula de los que tratan de las iniciaciones: Muchos son los
portadores del tirso y poco los bacantes. Ahora bien, a mi juicio, estos últimos
designan ni más ni menos a aquellos que hicieron de la filosofía -entendida en
su verdadero sentido- su ocupación predilecta” (69 c-d). Recuérdese también el
famoso pasaje del Menón, en el que evoca Platón con respetuosa admiración a
aquellos hombres “divinos”, a aquellos sacerdotes y sacerdotisas afanosos de
“dar cuenta” -Myov SLSdvan pag 448- de sus funciones. Hasta los ritos
extraños que atribuye la tradición a los órficos debieron oscilar entre la forma
arcaica del tabú y un simbolismo muy esotérico, como lo insinúa Platón al aludir
al “régimen órfico” y a sus abstinencias (Leyes, 782 c) 15.
17 Aulo Gelio, VII, 2, 2, S. V. F. 1000, citado por DELATTE, op. cit.; p. 25.
Delatte encuentra un fiel comentario de este fragmento en la Vida de Pitágoras
de Jamblico: áZTCÉS£4~,EV In ov AEÓL TWV XaxWV E6QLV áVüLT60L Xa4
0TL VÓQ06 Xa4 ó'ea aá0-n Qw~aTOg ó,xo),aQ~,aS~ ÉTOC anÉppLaTa:
demostró que los dioses no son los culpables de los males y que las
enfermedades y todos los sufrimientos son fruto de la intemperancia del
cuerpo.
CAPITULO V
EL CICLO DE LOS MITOS 1. DE LA ESTÁTICA DE LOS MITOS A SU
DINÁMICA
Por otra parte, si tuviésemos algún motivo para elegir uno en preferencia a
todos los demás, ¿qué necesidad teníamos de dedicar tanta atención y tanto
esfuerzo de comprensión a unos mitos que podríamos considerar abolidos y
muertos?
Es preciso que intentemos superar esta alternativa. Por una parte, el contacto
sucesivo que hemos ido teniendo con los diversos mitos nos asegura que todos
ellos tienen algo que decirnos: este crédito y esta garantía constituyen el
prerrequisito de nuestra misma empresa: no hubiésemos podido interrogarlos
nosotros a ellos, si no fuera porque ya ellos nos habían llamado la atención y
porque todavía podían dirigirnos la palabra. Y, sin embargo, para interrogar hay
que colocarse en algún sitio: hace falta situarse si se quiere oír y comprender.
Sería gran ilusión creer que puede convertirse uno en puro espectador, sin
peso ni medida, sin memoria ni perspectiva, y contemplarlo todo con una
simpatía uniformemente repartida. Semejante indiferencia -en el sentido propio
de esta palabra- es la ruina de la apropiación y de la asimilación.
3. Esta preeminencia del mito adámico no implica que los otros mitos hayan de
quedar barridos pura y simplemente; al revés, lo que hace ese mito privilegiado
es infundir nueva vida y nuevo sentido a los demás. La apropiación e
incorporación del mito adámico lleva consigo la apropiación en cadena de los
otros mitos, los cuales rompen a hablar en cuanto se los sitúa en la perspectiva
desde donde se dirige a nosotros el mito predominante. No quiero decir que
esos otros mitos sean “verdaderos” en el mismo sentido que el mito adámico:
ya vimos que el mito de Adam está en oposición con todos los demás, bajo
diversos aspectos, lo mismo que éstos lo están entre sí dos a dos. Lo que
intento declarar es que el mito adámico, en virtud de su misma complejidad y
de sus tensiones internas, confirma lo esencial de los otros mitos en grado
mayor o menor y a nivel variable. Por aquí se entrevé una manera concreta de
dar razón del mito adámico: consiste en exponer las relaciones de oposición y
de identificación que conectan el mito de Adán con los demás. Al trazar así el
perfil de todos los mitos sobre el fondo de un mito predominante, se observa
que existe entre todos ellos cierta interconexión cíclica o circular, con lo que es
posible reemplazar la estática de los mitos por su dinámica. En contraste con la
mirada inmóvil posada sobre los mitos de méritos iguales, esta dinámica pone
de relieve la pugna existente entre los diversos mitos; esa apropiación de la
lucha de los mitos es a su vez una lucha por la apropiación.
Por lo que se refiere a la primera manera de dar razón del mito adámico,
hemos de decir que no compete a la filosofía, sino a la teología. El filósofo
comprueba lo revelado por su fuerza reveladora; el teólogo pone de relieve la
conveniencia, correspondencia y armonía entre el mito adámico y la cristología;
siguiendo a San Pablo, subordina la expresión “en Adán” a la expresión “en
Cristo” y establece la incorporación del símbolo de la caída en la totalidad del
Kerigma; esta incorporación constituye su autoridad dentro de la teología
eclesiástica. El filósofo, que no pretende integrar la cristología en su
investigación, únicamente puede recurrir a la comprobación de la verdad del
mito por su carácter revelador: en su empeño comparte con el teólogo la misma
fe en la preeminencia del mito adámico; sólo se diferencian en la manera de
explicarlo y legitimarlo. Sólo nos detendremos en la bifurcación entre la filosofía
y la teología en los análisis que hacemos en el capítulo último. La dinámica de
los mitos, que es la que vamos a esbozar ahora, pertenece aún a una
metodología indiferenciada, común a teólogos y filósofos.
2. LA REAFIRMACIÓN DE LO TRÁGICO
Vamos, pues, a trazar la trayectoria que conduce del mito adámico al mito
trágico bajo su doble aspecto antropológico y teológico, y desde el mito trágico
hasta la concepción del mundo de tipo más arcaico y aparentemente más
trasnochado, cual es la concepción de la teogonía.
Sobre este reverso del pecado cometido por todos los hombres en Adán tienen
algo que decir los otros mitos: unos proclaman su anterioridad, como el mito
teogónico; otros su pasividad y exterioridad, como el mito órfico, y otros, por fin,
su fatalidad, como los mitos trágicos. A través de una teología inconfesable se
ponen de manifiesto ciertos aspectos de lo ineluctable, que en realidad no
están en pugna con la libertad, sino que más bien están implicados en ella, y
que tampoco se los puede objetivar en conocimientos biológicos, psicológicos
ni sociológicos, sino que sólo pueden traducirse en expresiones simbólicas y en
lenguaje mítico. Precisamente el mito trágico es el que recogió ese elemento
de ineluctabilidad que implica el mismo ejercicio de la libertad. El es el que
despierta nuestra inteligencia para recibir esos aspectos del destino que no
cesamos de suscitar y descubrir a nuestro paso a medida que nuestra libertad
va ganando en madurez, autonomía y compromiso social. Lo que hizo este
mito fue condensar en un haz esos aspectos del destino que afloran en nuestra
conciencia de manera discontinua y a través de signos sueltos. Así, por
ejemplo, es imposible adquirir la plenitud sin arriesgarme a perderme en la
abundancia indefinidamente variada de la experiencia, o a ahogarme en la
estrechez mezquina de una perspectiva tan cerrada como coherente. Entre el
caos y el vacío, entre la riqueza ruinosa y el empobrecimiento aniquilador,
tengo que irme abriendo un camino difícil y en ciertos aspectos impracticable.
Es inevitable, ineluctable, que sacrifique la riqueza en aras de la unidad, o
inversamente. Kierkegaard conoció a fondo esa incompatibilidad entre las
exigencias del desarrollo de la propia personalidad. El Concepto de Angustia
pinta gráficamente esa doble pérdida del hombre: o se pierde en un infinito sin
finitud o en un finito sin infinitud; o en la realidad sin posibilidades o en la
fantasía sin la eficacia del trabajo, del matrimonio, de la profesión, de la
política.
Cada uno se va labrando su propio ineluctable, dentro y fuera de sí, por el mero
hecho de desarrollar su propia existencia. Esto supuesto, ya no constituye una
falta en sentido ético, en el sentido de una transgresión del orden moral, sino
sólo en un sentido existencial: realizarse a sí mismo excluye automáticamente
el realizar la totalidad, que es adonde apunta la idea de felicidad, y lo que sigue
constituyendo, a pesar de todo, el fin, el señuelo y el horizonte de la vida.
Precisamente porque el destino está integrado en la libertad como el elemento
no elegido de todas nuestras elecciones, por eso tenemos que sentirlo come
falta.
Pero tal vez haya que decir algo más, a saber: que el mito adámico no
solamente viene a reafirmar ciertos elementos de la antropología trágica, sino
incluso algunos aspectos de la misma teología trágica. Ese momento trágico de
la teología bíblica puede descubrirse mediante el siguiente procedimiento:
volveré a partir del sentido ético que adquirió la Alianza entre Israel y Yavé;
este sentido ético que convierte a la Ley en el lazo de unión entre el hombre y
Dios repercute en la misma comprensión de Dios: Dios mismo es un Dios ético.
Esta “etización” del hombre y de Dios tiende a crear una visión moral del
mundo, según la cual la historia es un tribunal; los placeres y los sufrimientos,
una sanción, y el mismo Dios, un juez. De rechazo, la totalidad de la
experiencia humana adquiere un carácter penal. Ahora bien, el mismo
pensamiento judío echó por tierra esa visión moral del mundo al meditar sobre
los sufrimientos de los inocentes. El libro de Job constituye el documento
revolucionario en que se consigna ese reventón de la concepción moral del
mundo: la figura de Job se alza ahí para atestiguar que el mal de escándalo es
irreductible al mal de culpa, por lo menos dentro de la escala de la experiencia
humana. La teoría de la retribución, que fue la primera e ingenua expresión de
la visión moral del mundo, no basta a explicar todas las lástimas del mundo.
Esto supuesto; cabe preguntarse si el tema del “Justo doliente”, propio de Israel
y, en un sentido más amplio, del Oriente Próximo, no pretende derivar la
acusación profética hacia la compasión trágica.
Esta trayectoria del pensamiento que voy a intentar jalonar se apoya en la
misma visión ética: en el momento en que se concibe a Dios como manantial
de la justicia y como fuente de la legislación, queda planteado el problema de la
justa sanción con un relieve y con una fuerza y gravedad sin precedentes.
Desde el momento en que la exigencia de la justicia no puede englobar el
sufrimiento, éste se alza como un enigma pavoroso, y ese enigma es fruto de la
misma teología ética. Esto explica que el libro de Job posea esa virulencia
acuciante, que no tiene equivalente en ninguna otra cultura. Las quejas de Job
suponen una visión ética de Dios en plena madurez: cuanto más clara aparece
Dios como legislador, más oscuro se muestra como creador; la irracionalidad
del poder compensa la racionalización ética de la santidad. Y entonces se
produce la paradoja: entonces podemos retorcer la acusación contra el Dios
ético de la acusación; y entonces se impone la tarea insensata de justificar a
Dios: en ese momento nace la teodicea.
3 “El diálogo pesimista entre el amo y su esclavo”. Estrofa I. “Servant, obey me.
-Yes, my Lord, yes. -Bring me at once the charriot, hitch it up. I will ride to the
palace. -Ride, my Lord, ride... he will appoint you and they will be yours... he will
be gracious to you. -No, servant, I shall nor ride to the palace. -Do not ride, my
Lord, do not ride. [To a place...] he will send you. [In a Land] you know [not] he
wa let you be captured. [Day and] night he will let you see trouble.” Y continúa
el poema: “¿Comer y beber? Sí y no. ¿Parlar y callar? Es equivalente. ¿Amar a
una mujer? Esa es la ruina del hombre. ¿Ayudar a la patria? Las ruinas y las
calaveras de los hombres de antaño nos enseñan que yacen confundidos
bienhechores y malhechores.” El poema termina así (XI): “.Servant, obey me.
-Yes, my Lord, yes. -Now, what is good? To break my neck, your neck, throw
(both) into the river: [that] is good. -Who is tall enough to ascend to Heaven?
Who is broad enough to embrace the earth? -No, servant, I shall kill you and
send you ahead of me. -[Then] would my Lord [wish to] live even three days
after me?” Sobre este poema, cfr. LANGDON, op. cit., pp. 67-81; y J. J.
STAMM, pp. 14-16.
Dios ha clavado su mirada sobre Job como el cazador sobre la fiera salvaje;
Dios le “acosa”, Dios le “espía”; Dios “tiende sus redes en torno a él”; Dios
devasta su casa y “agota sus fuerzas”. Job llega incluso a sospechar que esa
mirada inquisitiva es la que hace al hombre culpable: “Sí, ya sé que la cosa es
así: ¿cómo podría ser justo el hombre a los ojos de Dios?” Y, por el contrario,
¿no es el hombre demasiado débil para que Dios le exija tanto? “¿Te propones
espantar a una hoja que arrebata el viento y ensañarte contra una paja seca?”
(13, 25).
Aquí Job empieza a maldecir el día en que nació: “¡Perezca el día que me vio
nacer y la noche en que anunciaron: acaban de alumbrar a un varón... ¿Por
qué no morí ya en el mismo seno?, ¿por qué no perecí nada más nacer? » (3,
3 y 11).
¿No puede decirse que Job descubrió al Dios trágico, al Dios inescrutable del
terror? También el desenlace lleva el sello de lo trágico. “Sufrir para
comprender”, decía el coro griego. Por su parte, Job adquiere una nueva
dimensión de la fe por encima de toda visión ética: la dimensión de la fe
incomprobable.
“Desde ahora cuento en los cielos con un testigo; allá en lo alto se alza mi
abogado defensor (16, 19)... Yo sé personalmente que mi Defensor vive y que
El se levantará sobre la tierra en el último momento. Después de que yo
despierte, El me pondrá a su lado, y a través de mi carne yo veré a Dios” (19,
25-26).
Aquí la veracidad de Job saca fuerzas del mismo despecho que le lleva a
argumentar contra la vana ciencia de la retribución y aun a renunciar a la
sabiduría, que considera inaccesible al hombre (capítulo 28). Job fue el único
que “habló bien de Dios”, aun sin darse cuenta (42, 7).
Sin embargo, ese silencio en que se encastilla Job, una vez ventilada la
cuestión por el procedimiento del deus ex machina, no es totalmente el último
recurso de la incomprensión. Ese silencio no representa exactamente el cero
absoluto de la palabra. A cambia de su silencio, Job recibe una palabra: una
palabra que no constituye una respuesta a su problema, ni una solución al
problema del sufrimiento, ni la restauración de la visión ética del mundo en un
grado más refinado y sutil: no es nada de eso. El Dios que apostrofa a Job
desde el fondo de la tempestad le señala con el dedo a Behemot y a Leviatán,
al hipopótamo y al cocodrilo, vestigios del caos vencido, convertidos en figuras
de la brutalidad dominada y moderada por el acto creador. A través de estos
símbolos le da a entender que todo es orden, medida y belleza: orden
inescrutable, medida desmesurada, belleza terrible. Queda abierto un camino
entre el agnosticismo y la visión penal de la historia y de la vida: el camino de la
fe incomprobable.
He ahí por qué siempre queda abierta la puerta a la visión trágica al margen de
toda reconciliación lógica, moral o estética. Ahora nos preguntamos:
¿habremos de oponer frente a frente el mito adámico y el mito trágico como
dos interpretaciones antagónicas de la existencia entre las cuales no tengamos
más remedio que fluctuar eternamente? De ninguna manera.
En primer lugar, el mito trágico sólo salva al mito bíblico en la medida en que
éste empieza por resucitarlo. No me cansaré de repetir que sólo quien se
confiese como autor del mal podrá descubrir el reverso de esa confesión, a
saber: el elemento no puesto en la postura del mal, el eterno “ya estaba allí” del
mal; el otro, fautor de la tentación, y, finalmente, la misma incomprensibilidad
de Dios, que es quien me prueba y que puede aparecerme como mi enemigo.
En esta relación circular entre el mito adámico y el mito trágico, el mito adámico
representa el anverso, y el mito trágico, el reverso; aquél, la cara, y éste, la
“cruz”.
Pero lo que expresa más que nada esa polaridad de los dos mitos es el
estacionamiento de la comprensión en un cierto estadio; en ese estadio nuestra
visión se bifurca: por una parte, el mal cometido lleva consigo un destierro justo
-ésa es la figura de Adán-; y por otra parte, el mal padecido lleva consigo un
despojo injusto -ésa es la figura de Job-;. La primera convoca la segunda, y la
segunda corrige a la primera. Solamente una tercera figura podría superar la
contradicción: tal sería la figura del “Siervo doliente”, el cual convertiría el
sufrimiento, el mal padecido, en una acción capaz de rescatar el mal cometido.
Esta es la figura enigmática que celebra el segundo Isaías en los cuatro
“cantos del Siervo de Yavé” (Isaías, 42, 1-9; 49, 1-6; 50, 4-11; 52; 13-53, 12).
Esta figura abre unas perspectivas totalmente diferentes de las de la
«sabiduría». Aquí el consuelo no proviene de la contemplación de la creación y
de su medida inconmensurable, sino del mismo sufrimiento, convertido en don,
que expía los pecados del pueblo.
Por supuesto que no faltan las “teologías juridicistas”, las cuales interpretaron
el sufrimiento de sustitución como un recurso supremo para salvaguardar la ley
de la retribución. Según este esquema, el sufrimiento-don sería el precio con el
que la misericordia “satisfaría”, compensaría, a la justicia. Dentro de esta
mecánica, que equilibra los atributos divinos, la justicia y la misericordia, vemos
que esa nueva cualidad del sufrimiento ofrecido voluntariamente queda
reabsorbida de nuevo en la ley cuantitativa de la retribución. En realidad de
verdad, es el sufrimiento-don el que carga sobre sí el sufrimiento escándalo,
invirtiendo así la relación entre culpabilidad y sufrimiento. Conforme a la ley
antigua, la culpabilidad debía producir el sufrimiento-castigo; en cambio, ahora
el sufrimiento que escapa a la ley de la retribución, el sufrimiento insensato y
escandaloso, se enfrenta con el mal humano y se hace cargo de los pecados
del mundo. Fue preciso que apareciese un sufrimiento que se saltase el
juridicismo de la retribución y se sometiese voluntariamente a la ley de hierro
para suprimirla al mismo tiempo que la cumplía. En una palabra, se necesitaba
pasar por una etapa de sufrimiento absurdo, la etapa de Job, para tender el
puente entre la sanción y la generosidad. Sólo que en este caso la culpabilidad
ocupa otro plano distinto, pasando del plano del juicio al de la misericordia.
¿Qué sentido tiene la visión trágica con relación a este significado último del
sufrimiento? La visión trágica siempre queda como una posibilidad para todos
los que no hemos adquirido esta cualidad 'del sufrimiento ofrecido. Por debajo
de esa santidad doliente siempre subsiste la cuestión: ¿no es malo Dios? En
realidad, ¿no es ésta la posibilidad que evoca el creyente cuando pronuncia
aquellas palabras: “No nos metas en la tentación”? ¿No es cierto que esa
petición parece significar: “No vengas a mi encuentro con el aspecto del Dios
trágico”? Hay una teología de la tentación que se acerca mucho a la teología
trágica de la ceguera...
Esto explica el que nunca haya acabado de morir la tragedia; después de pasar
dos muertes, la que le infligió primero el Logos filosófico y luego el Kerigma
judío-cristiano, siguió sobreviviendo a su doble defunción. El tema de la cólera
de Dios, que constituye el motivo último de la conciencia trágica, permanece
inaccesible a los argumentos y dardos, tanto de la filosofía como de la teología:
no hay forma de justificar por razón la inocencia de Dios; cualquier explicación
al estilo estoico o leibniziano viene a estrellarse contra el sufrimiento de los
inocentes, lo mismo que la apologética simplista de los amigos de Job. Ahí
queda siempre la oscuridad enigmática del mal padecido y la opacidad no
menos enigmática del mundo “en el que es posible una situación semejante”,
como escribió Marx en su ensayo sobre el Fenómeno de lo trágico. En cuanto
la falta de sentido, lo absurdo, parece descargar intencionalmente sobre el
hombre, surge automáticamente el esquema de la cólera divina y resucita la
conciencia trágica. Únicamente una conciencia que se hubiese integrado el
sufrimiento en su totalidad podría empezar a reabsorber también la cólera
divina en el amor de Dios; pero aun entonces el sufrimiento de los demás, de
los niños, de los pequeños, seguiría renovando en su mente el misterio de
iniquidad7; solamente la esperanza temerosa podría prever en silencio el fin de
ese fantasma del “dios malo”.
¿Por qué esta duda final? Por una razón de hecho que se convierte bien pronto
en una razón de derecho. El hecho es éste: aunque hayan pasado a la historia
la teogonía ingenua de los babilonios y la de la Grecia arcaica, de hecho han
surgido constantemente nuevas onto-teologías más refinadas, según las cuales
el mal constituye un momento original del ser. Los fragmentos cósmicos de
Heráclito, la mística alemana del siglo XIV, el idealismo alemán, han propuesto
ciertos equivalentes filosóficos y eruditos de la teogonía: según ellns, el mal
tiene su raíz en el dolor del ser, en cierta esencia trágica intrínseca, connatural
al mismo ser. El hecho de que la teogonía resucite bajo formas siempre nuevas
da que pensar y que reflexionar.
Desde ese momento todo lo que contribuye a hacer ineluctable la visión trágica
del mundo contribuye a hacer seductora la tragi-lógica del ser, como la
consagración y liquidación del “dios malo”: entonces el “dios malo” de la
tragedia se transforma en un momento lógico de la dialéctica del ser.
Pero, dentro de ser seductora, ¿es verdad la tragi-lógica del ser? Nosotros no
estamos equipados lo bastante para exorcizar su hechizo; por lo mismo, no se
encontrará una respuesta completa a este problema ni en este tomo ni en el
siguiente. La respuesta está en función de una “Poética” de la libertad y del ser-
hombre que rebasa las posibilidades de una antropología filosófica. Todo lo
que deja traslucir la meditación sobre los símbolos y los mitos del mal es que al
cometer el hombre el mal, descubre que éste tiene un reverso, un momento no
puesto, adherido a la comisión del mal por el hombre; ese momento no puesto
nos remite a su vez a un agente distinto del hombre, simbolizado por la
serpiente; pero ese momento no puesto, ese “otro”, sólo pueden darse en el
mismo umbral de la antropología del mal. Toda encarnación de esta fuente no
humana del mal en una dialéctica absoluta desborda los recursos de esa
antropología. Por consiguiente, es fuerza convenir en que la preeminencia del
mito adámico hace pensar que el mal no es una categoría del ser; pero dado
que este mito tiene su reverso, o, digamos, su residuo, por eso los otros mitos
son invencibles, indestructibles; de esta manera la antropología del mal no
puede afirmar ni negar el derecho de una génesis absoluta del ser, integrada
desde su origen por el mal.
Para enunciar sin reserva de ninguna clase todos los presupuestos de esta
investigación sobre la finitud y el mal, debo añadir lo siguiente: lo único que
podría romper el hechizo de esta génesis absoluta del ser y de esta
encarnación del mal en una categoría del ser sería una “cristología”. Entiendo
por cristología una doctrina capaz de incluir en la vida misma de Dios, en una
dialéctica de “personas” divinas, la figura del Siervo doliente que acabo de
evocar como posibilidad suprema del sufrir humano.
He ahí por qué sobre la muerte y las ruinas de las teogonías arcaicas aún se
alza la posibilidad de una teogonía como una cuestión pendiente de solución.
La confesión de una fuente no humana del mal, latente en la misma confesión
del origen humano del mal, resucita la tragedia; y como la tragedia es
inconcebible, entonces se presenta la teogonía como el último expediente para
salvar la tragedia convirtiéndola en lógica. Todo lo que nos habla en favor de la
teología inconfesable e inconcebible del “díos malo” constituye también una
llamada en pro de una onto-teología concebible y confesable en la que el mal
se hace mediación del ser.
Ya dije que el mito del alma desterrada está separado de los demás por una
distancia tipológica significativa. ¿Querrá esto decir que sólo podemos
abordarlo reproduciéndolo por vía de imaginación y simpatía, y que no es
posible relacionarlo con el mito adámico más que a título de mito opuesto,
antagónico?
Aquí nos invita a reflexionar el simple hecho de que la historia del cristianismo
en su versión neoplatónica nos ofrezca tantos ejemplos de contagio entre el
mito de la caída y el mito del alma desterrada. Siempre podemos deshacernos
de estas formas híbridas denunciándolas como simples confusiones. Hasta
pueden encontrar aquí, tanto el filósofo como el teólogo, un quehacer
importante intentando cortar por lo sano ese nudo intrincado. De hecho, esa
contaminación entre ambos mitos fue la causa de que el cristianismo derivase
hacia él “platonismo para el pueblo”, que dijo Nietzsche. Por causa de esa
confusión, apareció el cristianismo como el invento trans-mundano más notable
de la historia. Yo mismo he contrapuesto decididamente el dualismo entre el
alma y el cuerpo, que presenta el mal como una mezcla, con el monismo
antropológico del mito adámico, que concibe el mal como una “desviación” de
la condición original. El lugar que ocupa el mito órfico en la periferia última del
sistema de gravitación que gira en torno al mito adámico expresa en el plano
de la dinámica lo que ya había puesto de manifiesto la estática de los mitos.
Falta por comprender, sin embargo, los motivos que determinaron y regularon
esa misma contaminación. Pero para poder dar razón de su posible confusión,
tenemos necesariamente que discernir en cada uno de esos mitos alguna
afinidad con el mito opuesto. Al comprender así esa contaminación a través de
esas afinidades secretas, habremos llevado hasta el límite nuestro intento por
comprender todos los mitos, incluso los más contrarios, a la luz del mito
dominante.
Partamos primeramente del mito adámico y veamos cómo empalma con el mito
del alma desterrada.
Aquí hemos de partir de nuevo de la experiencia del mal «que ya estaba allí»,
es decir, del reverso del mito adámico, de ese reverso simbolizado en la doble
figura de Eva y de la serpiente. Pero, mientras el mito trágico basa la
interpretación de esa pasividad y de esa seducción en una ceguera divina, y el
mito teogónico la funda en una reaparición del caos primordial, el mito órfico
desarrolla el aspecto de exterioridad aparente de la seducción, y trata de
identificarlo con el “cuerpo”, al que considera como única fuente de todo lo
involuntario.
8 N. P. WILLIAMS, Ideas of the Fa11 and of the Original Sin, Nueva York,
Toronto, 1927.
Por lo que se refiere al mismo Pablo, por mucho que avanzara y por lejos que
fuese en la dirección del dualismo helénico -al menos en su vocabulario 9-, hay
que reconocer que hubo un factor que le impidió incurrir en la gnosis: ese factor
fue, en primer lugar, su sentido agudo de la encarnación de Cristo en una carne
semejante a la nuestra; luego, su esperanza en la redención de nuestros
mismos cuerpos, y, por fin, el mismo mito adámico. Vale la pena considerar
más atentamente este último punto, ya que, si pudo suscitar inquietud el ver a
San Pablo aferrándose a la mitología adámica y fijando el sentido literal del
símbolo adámico, representándose a Adán como un individuo situado en el
umbral de la historia, en cambio ahora hay que convenir en que esta misma
mitología fue la que impidió a San Pablo virar hacia el dualismo. Los mismos
pasajes que convierten al individuo Adán en una figura simétrica de Cristo,
llamado “segundo Adán” (“igual que por un solo hombre...”), adquieren un
sentido nuevo cuando se las mira a la luz de los textos cuasi dualistas. En
efecto, esos pasajes vuelven a introducir la contingencia donde había peligro
de ver una ley natural. Ese “sólo hombre” representa la desviación entre la
creación buena y el estado actual del hombre, ese estado qué San Pablo
denomina en otros sitios “carne”, “hombre viejo” y “mundo”.
Consiguientemente, se ve que la mitología adámica fue la que frenó en seco
ese corrimiento hacia la gnosis.
Esta distancia entre el mito adámico y el mito del alma desterrada, que ya en
San Pablo queda sumamente acortada, se reducirá todavía más cuando, por
una parte, se atenúen los rasgos propios del mito adámico y, por otra, surjan de
la experiencia cristiana nuevos aspectos que hagan más atractivo el mito del
destierro del alma. Y, efectivamente, vemos que, por un lado, Adán fue
perdiendo gradualmente importancia como símbolo de la humanidad del
hombre; su inocencia se transformó en un estado fantástico de integridad,
aureolada de ciencia, felicidad e inmortalidad, bien se los interpretase como
dones de naturaleza o como dones preternaturales. De rechazo, la “desviación”
de la culpa se convirtió en una verdadera “caída” en picado, es decir, en una
desnivelación existencial, en un derrumbamiento vertical desde lo alto de un
estado superior y propiamente sobrehumano. A partir de entonces la caída de
Adán ya no se diferenció apenas de la caída de las almas de que habla Platón
en el Fedro, donde el alma, ya encarnada, cae en un cuerpo de tierra. Salvo la
diferencia de imágenes, la caída tiende a confundirse con el destierro del alma
exiliada de su patria anterior.
Pero ese mismo corrimiento del esquema adámico hacia el tema del alma
desterrada no hubiera sido posible si no hubiera sido porque éste, a su vez,
demostró poseer una fuerza extraordinaria de transposición simbólica. He
aludido en varias ocasiones a la riqueza simbólica encerrada en el símbolo más
antiguo del mal, cual es el símbolo de la impureza. La impureza denota siempre
algo más que mancha, hasta el punto de poder expresar analógicamente todos
los grados de la experiencia del mal, incluso el concepto refinadísimo de siervo-
albedrío. Pues bien, también el símbolo del cuerpo tiene un ámbito de
significación tan amplio como el símbolo de la impureza, ya que ambos
procesos son inseparables. Es fácil comprender por qué: si lo esencial del
símbolo de la impureza está constituido por los temas de la positividad, de la
exterioridad y de la alteración no destructiva, también el cuerpo propio puede
servir a su vez como símbolo del símbolo: también el cuerpo se “pone” en la
existencia, también confina con el interior y el exterior, también es
esencialmente sensible. Por eso toda explicación del mal por el cuerpo supone
siempre un grado de transposición simbólica de éste; sin ello, el cuerpo sería
simplemente la coartada de la culpabilidad, que es lo que ocurre cuando
recurrimos a nuestro carácter o a nuestra herencia para disculparnos. La
explicación del mal por el cuerpo no constituye una explicación objetiva, sino un
mito etiológico, es decir, a fin de cuentas, un símbolo de segundo grado. Pero
si esa explicación pretende adquirir categoría científica, como ocurre en los
autores modernos, entonces desaparece la calificación moral del acto malo: los
hombres no podemos al mismo tiempo imputarnos el mal y atribuirlo al cuerpo,
sino tratando a este cuerpo como el símbolo de ciertos aspectos de la
experiencia del mal que confesamos: esa transmutación simbólica del cuerpo
es la condición sine qua non de su pertenencia a una mítica del mal.
Aquí estamos lejos del mito del cuerpo malo. O digamos más bien que la
exégesis ética del mito pone de manifiesto la riqueza de sentido que tiene el
término o-wp,a en el mito: ese vwpa.a, mítico es ya algo más que cuerpo;
ciertamente, la reencarnación le impulsa hacia una representación puramente
imaginativa, según la cual la existencia se reduce a una cautividad literal dentro
de una serie de camisas de fuerza que el alma se va poniendo y quitando como
un vestido; pero la práctica de la purificación comienza ya a orientar el mito del
cuerpo hacia significados más simbólicos que literales.
Por eso vemos que a medida que Platón se eleva en la jerarquía de los grados
del saber, paralelamente va cambiando el sentido del cuerpo junto con el del
alma. Ya no es el alma únicamente esa fugitiva que va pasando de cuerpo en
cuerpo, gastándolos uno detrás de otro, sino que es -por lo menos en un nivel
que no es todavía el nivel de la dialéctica- esa existencia designada por la
“semejanza” que tiene con las Ideas -ya en un plano más elevado, el alma
estará constituida por una Idea, la Idea de vida-. Ahora bien, si el alma es “lo
más parecido” a la Idea, que permanece idéntica a sí misma, el cuerpo, en
cambio, es “lo más parecido” a lo que perece; así como el alma está en tortura
existencial, así el cuerpo no es tanto una cosa cuanto una dirección de la
existencia, una contrasemejanza: “El alma se ve arrastrada por el cuerpo en la
dirección de las cosas que no conservan su identidad; ella misma anda errante,
turbada, dándole vueltas la cabeza como si estuviese borracha: y todo por
estar en contacto con cosas de ese tipo” (79 c). Así se trazan dos movimientos
existenciales, regulados por dos “semejanzas”, por dos “afinidades”: la de lo
perecedero y la de lo inmutable. Hace un momento contraponíamos de una
manera simplista la Idea y el cuerpo como dos “mundos” antagónicos; pero el
alma se encuentra entre esos dos mundos, bajo la fuerza de atracción de
ambos, sintiéndose al mismo tiempo impulsada hacia el uno y hacia el otro,
tendiendo, por una parte, a hacerse inmutable mediante la geometría y la
dialéctica, y, por otra parte, a hacerse perecedera por el vértigo del deseo.
Así, pues, esa “cierta cosa mala” con que se define el cuerpo no es tanto una
cosa cuanto una dirección de un vértigo, el polo opuesto a la semejanza entre
la Idea y el alma; bajo el peso del cuerpo, de esa “cosa mala”, el alma tiende a
parecerse al orden de las cosas perecederas, en vez de “refugiarse” en el
mundo de las ideas 11.
Así es como hay que entender el vértigo del deseo, como lo deja entender ya el
Cratilo: encontramos en este diálogo una alusión a un vértigo activo-pasivo,
que escapa a la exégesis literal del cuerpo cárcel, y que encaja ya en la
interpretación del mal como movimiento positivo del alma. Reflexionando sobre
la deformación, la “perversión” del lenguaje, Cratilo evoca la figura -por
supuesto, mítica de un legislador que se encuentra en estado de embriaguez al
originarse las significaciones torcidas; sí existe un lenguaje del devenir, si el
“movilismo” -que constituye ya en sí una perversión de la filosofía- encuentra
palabras para definirse hasta terminar por engendrarse a sí mismo a fuerza de
expresarse, es porque los mismos fundadores de esa ilusión “cayeron en una
especie de torbellino en el que se embarullaron y se hicieron un lío, y en el que
nos precipitaron a los demás, arrastrándonos consigo en su caída” (439 c).
11 El mito escatológico que separa las partes segunda y tercera del Fedón
lleva también la impronta de este progreso reflexivo: el alma injusta llegada a
los infiernos lleva las huellas de su injusticia, a manera de golpes que se
hubiera infligido ella a sí misma; pues bien: en esas cicatrices del alma
desnuda reconoce el juez la afinidad entre esa alma y su cuerpo (TÓ
QWpa.TOELSÉs pag 482 81 c); el mito simboliza esa afinidad presentada al
difunto errante y obsesionado por el deseo de un nuevo cuerpo, apropiado a
sus ansias; las huellas del cuerpo antiguo son como un hábito del alma, como
su manera habitual de estar “encadenada y pegada” (82 c) y “clavada” (83 d) a
su cuerpo.
¿Es posible interpretar en este sentido el mito de la caída que nos refiere el
Fedro? A mí así me lo parece. Creo, en efecto, que no debemos exagerar la
oposición entre la caída bíblica, que consistiría en la desviación de la voluntad,
y la caída platónica, que consistiría en su inmersión en el cuerpo. Al extremar
esa oposición, primeramente se ata uno demasiado a la interpretación más
literal del término “cuerpo” -aunque no puede negarse que esa interpretación
cuenta con el apoyo de las versiones platónicas más cercanas al mito-; y, en
segundo lugar, no se tiene en cuenta la estructura del mismo mito. Ya tuve
ocasión de iniciar esta exégesis al establecer la fenomenología de la labilidad,
donde hice notar que el mito en cuestión es, ante todo, un mito de
“composición” antes de convertirse en mito de “caída”; por lo mismo, el mal no
es exactamente algo que está fuera, en un cuerpo extraño y seductor, sino algo
que se halla dentro, en una discrepancia íntima entre el yo y el yo, y cuya
interpretación filosófica decisiva pertenece al orden ético. El alma entra en
composición y se encarna antes de la caída; es esto tan cierto que la prueba de
la inmortalidad que desarrolla el Fedro se basa en la hipótesis de un alma que
se mueve a sí misma al mover un cuerpo que está a su cargo. Así, pues, esta
conexión entre un “ser moviente” y un “movido” es anterior al mal (245 c-246 a).
Esa conexión caracteriza a todos los personajes que figuran en el gran cortejo
celeste: dioses, astros y almas humanas: “¿De dónde proviene que tanto los
mortales como los inmortales merezcan el nombre de "vivientes"? Intentemos
responder a esta cuestión... Todas las especies de alma tienen a su cargo el
conjunto de lo que no posee alma” (246 b). Así los dioses son “vivientes
inmortales que poseen sus almas y sus cuerpos, pero unidos naturalmente
entre sí durante una eternidad” (246d); también el mundo posee su alma, un
“alma perfecta, que conserva aún las alas y que rige el mundo entero” (246 d);
lo mismo repite el Timeo (34 c-36 d); la totalidad de lo corporal está en el alma,
más que el alma en la totalidad corporal (36 d-e).
Sin embargo, puede objetarse que dentro de ese cortejo celeste únicamente
las almas humanas parecen padecer la lacra de esa desgracia original:
mientras que los dioses “ascienden con facilidad”, en un movimiento de
contemplación perfecta que les es connatural, en cambio el alma adolece de
una cierta composición de mezcla, de una unión en la que anida la discordia
anteriormente a la caída, y en virtud de la cual el alma se siente atraída en
direcciones contrarias: por la pesadez de tiro hacia abajo y por la gracia de las
alas hacia arriba.
Así es que la caída, unas veces, aparece como la secuela de esa discrepancia
primordial, y otras, como un nuevo brote del mal de la injusticia. Es algo
parecido a lo que observamos en el Concepto de angustia de Kierkegaard, en
donde el paso de la “composición” a la “caída” -o, como diría yo, el salto de la
labilidad a la culpabilidad- se presenta sucesivamente, y aun simultáneamente,
como una desgracia subsiguiente o como un “salto” imprevisible.
Pero también el mito bíblico de la caída barajaba a la vez, por una parte, la
marcha continua y progresiva desde la tentación hasta la culpa, y por otra, el
salto discontinuo del acto mismo. Si la caída fuese exclusivamente el efecto
ineludible de esa constitución desgraciada del alma, entonces podría reducirse
todo el mal a esa indigencia original, que juega su parte en el nacimiento del
Eros, según se indica en el Banquete; entonces sería el “otro del verbo” que
mencionan los últimos diálogos de Platón. Así precisamente lo comprendió el
neoplatonismo, que nunca llegó a eliminar del todo la defección íntima del alma
que se rinde a ese “otro”. Sólo que entonces sería incomprensible la
“conversión”, si no procediese ésta del mismo manantial que la corrupción,
como acertó a verlo claramente Kant.
Todos los indicios nos inducen a concluir que la punta de lanza de la filosofía
del mito radica en esa sugerencia de que lo “terreno” denota la cautividad a que
se condena el alma a sí misma, o sea, el “mundo”, en el sentido de San Juan, y
la “carne” y el “cuerpo”, en el sentido de San Pablo. En una palabra, así como
la “injusticia” orienta y guía la exégesis filosófica de lo terreno, así, a su vez, el
“cuerpo” terreno simboliza míticamente la “injusticia”.
Por esto mismo adquiere especial valor la rectificación que introdujo Aristóteles
en el problema del placer, al señalar el influjo que ejerce la reflexión ética del
placer sobre la actividad humana, de la que el placer no es más que la flor y el
fruto concomitante. Ya volveremos sobre este tema. En cambio, el estoicismo,
a pesar de Epicuro, volvió a encarrilar la reflexión ética por los viejos cauces de
los cínicos. Así se descubre una línea de fuerzas del pensamiento griego que
va desde los socráticos hasta los estoicos, pasando por Platón, en la cual se
nos presenta el mal más bien como pasividad del deseo que como voluntad
activa mala. Por eso este tipo de pensamiento tiene una afinidad natural con el
mito órfico, más bien que con el mito adámico; a través del mito órfico, prolonga
el simbolismo de la mancha y de la tradición de las purificaciones místico-
rituales, más bien que el simbolismo bíblico del pecado. Toda la serie sucesiva
de los Tratados sobre las «pasiones del alma» está contenida
embrionariamente en esa antigua alianza entre la filosofía griega de tendencia
platonizante y el mito del alma desterrada en la cárcel de un cuerpo malo.
¿Puede decirse que este nuestro intento de enfocar todos los mitos a la luz y
en la perspectiva de un mito predominante resulta totalmente satisfactorio? Yo
por lo menos no pretendo tanto; si resultase serlo efectivamente, eso querría
decir que la hermenéutica de los mitos equivale a una filosofía sistemática,
cosa completamente ajena a la realidad. El universo de los mitos sigue siendo
un mundo roto, un mundo de taracea; entonces, en la imposibilidad de unificar
el universo mítico con el aglutinante de un solo mito, las más de las veces no le
queda más recurso al pensador que comprender por vía de imaginación y de
simpatía, pero sin asimilación ni apropiación personal. Además, en el punto de
bifurcación de cada una de las parejas que he formado para poner en marcha
esta dinámica persisten ciertas alternativas que no puede zanjarse de una
manera tajante por un simple paso de la estática a la dinámica de los mitos.
CONCLUSION
EL SIMBOLO DA QUE PENSAR
Esta cuestión ofrece sus dificultades, pues aquí hay que abrirse paso entre dos
escollos: por una parte, no es posible yuxtaponer simplemente la reflexión
paralelamente a la confesión. En efecto, hoy día no se puede interrumpir el
razonamiento filosófico intercalando cuentos fantásticos, como hacía Platón,
para decir luego: aquí termina el raciocinio, allá comienza el mito. Con razón
decía Lachelier que la filosofía debe comprenderlo todo, hasta la religión.
Efectivamente, la filosofía no puede detenerse en marcha; al arrancar, hizo
juramento de ser consecuente, y debe mantener su promesa hasta el fin. Pero,
por otra parte, tampoco es posible transcribir directamente en términos
filosóficos el simbolismo religioso del mal, so pena de reincidir en una
interpretación alegorizante de los símbolos y de los mitos. Ya lo he dicho de
sobra: el símbolo no guarda entre sus pliegues ninguna enseñanza disfrazada
que se pueda desenmascarar con sólo correr una cremallera y dejar caer el
ropaje caduco de la imagen. Entre esta doble vía muerta vamos a explorar un
tercer acceso: el de una interpretación creadora de sentido, que se mantenga
fiel al mismo tiempo al impulso y a la donación del sentido del símbolo, y al
juramento de comprender prestado por la filosofía. Tal es el camino que traza a
nuestra paciente, cuanto concienzuda investigación, el aforismo que sirve de
epígrafe a esta conclusión, y que figura como en el exergo de nuestro
medallón: “El símbolo da que pensar.”
Esta frase me encanta; ella nos dice dos cosas: que el símbolo da algo; pero
ese algo que da es algo que pensar.
Además, esta tarea tiene una significación concreta ahora, en este momento
dado de la discusión filosófica, y, en sentido más amplio, en conexión con
ciertos rasgos característicos de nuestra mentalidad “moderna”. El momento
histórico de la filosofía del símbolo coincide con el momento del olvido y de la
restauración. Me refiero al olvido de las hierofanías, de los signos sagrados y
aun del mismo hombre en cuanto que pertenece al mundo de lo sagrado.
Como es sabido, este olvido es la contrapartida de la grandiosa labor de nutrir
a los hombres y de satisfacer sus necesidades domeñando a la naturaleza
mediante una técnica parlamentaria. En esa época precisa en que nuestro
lenguaje se hace más exacto, más unívoco, en una palabra, más técnico y más
apropiado para expresar esas formalizaciones integrales que se llaman
precisamente lógica simbólica, justamente en esa época de plena madurez de
la palabra queremos repostar nuestro lenguaje y arrancar de la misma plenitud
de la palabra.
Pero decía que lo que nos da el símbolo es que pensar. Después de dar,
poner. El aforismo citado sugiere a la vez que todo está dicho en enigma y que,
sin embargo, hay que estar constantemente comenzándolo y recomenzándolo
todo en la dimensión del pensar. Esa articulación entre el pensamiento dado a
sí mismo en el reino de los símbolos y el pensamiento pensante y “poniente” es
la que constituye el punto crítico de toda nuestra empresa.
¿Cómo pensar partiendo del símbolo, dado que éste no es una alegoría?
¿Cómo desprender del símbolo “otro” factor, supuesto que es taute-górico,
según la expresión de Schelling? Lo que necesitamos es una interpretación
que respete el enigma original de los símbolos, que aproveche sus luces y sus
lecciones; pero que sobre ese fundamento siga promoviendo el sentido y
formándolo en la plena responsabilidad de un pensamiento autónomo.
Al insistir sobre esta coincidencia con el Woraufhin, con la cosa de que habla el
texto, Bultmann quiere ponernos en guardia contra una confusión, que
consistiría en identificar ese modo de revivir el sentido con cierta coincidencia
psicológica entre el intérprete y las “expresiones particulares de la vida”, según
la expresión de Dilthey. Ahora bien, la que exige la hermenéutica no es una
afinidad entre la vida y la vida, sino entre el pensamiento y aquello a que aspira
la vida, es decir, entre el pensamiento y la misma cosa de que se trata. Este es
el sentido en que debemos interpretar la fórmula: hay que creer para
comprender. Y, sin embargo, sólo comprendiendo podremos creer.
Yo apuesto a que comprendo mejor al hombre y los lazos que unen el ser del
hombre con el ser de todos los demás seres, siguiendo las indicaciones del
pensamiento simbólico. Esta apuesta se con vierte entonces en la tarea de
comprobarla y de saturarla en cierto modo de inteligibilidad; esta tarea
transforma a su vez mi apuesta: al apostar sobre la significación del mundo
simbólico, apuesto al mismo tiempo que recuperaré mí apuesta en poder de
reflexión, dentro del plano del raciocinio coherente.