Edgar Morin - El Pensamiento Ecologizado
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ar
EL PENSAMIENTO ECOLOGIZADO
Edgar Morin
CNRS, París
Resumen
El pensamiento ecologizado
Abstract
Thought ecologized
The essence of ecological conscience resides in the reintegration of our environment into
our anthropo-social conscience, and the complexification of the idea of nature, through the
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1. La conciencia ecológica
La ecología es una disciplina científica que se creó, a finales del siglo XIX, con el biólogo
alemán Haeckel; en 1935, el botánico inglés Tansley concibió la noción central que distinguió el
tipo de objeto de esta ciencia de los de las otras disciplinas científicas: el ecosistema. En 1969,
se produjo en California una unión entre la ecología científica y la toma de conciencia de las
degradaciones del medio natural, no sólamente locales (lagos, ríos, ciudades), sino en lo
sucesivo globales (oceános, planeta), que afectan a los alimentos, los recursos, la salud, el
psiquismo de los mismos seres humanos. Se produjo, así, un paso desde la ciencia ecológica a
la conciencia ecológica.
Además, se realizó la unión entre la conciencia ecológica y una versión moderna del
sentimiento romántico de la naturaleza que se había desarrollado, principalmente en la
juventud, durante los años 60. Este sentimiento romántico encontró en el mensaje ecologista su
justificación racional. Hasta entonces, todo «retorno a la naturaleza» había sido percibido en la
historia occidental moderna como irracional, utópico, en contradicción con las evoluciones
«progresivas». De hecho, la aspiración a la naturaleza no expresa sólamente el mito de un
pasado natural perdido; expresa también las necesidades, hic et nunc, de los seres que se
sienten vejados, atormentados, oprimidos en un mundo artificial y abstracto. La reivindicación
de la naturaleza es una de las reivindicaciones más personales y más profundas, que nace y se
desarrolla en los medios urbanos cada vez más industrializados, tecnificados, burocratizados,
cronometrados.
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Durante los años 1969-1972, la conciencia ecológica suscita una profecía de tonos
apocalípticos. Anuncia que el crecimiento industrial conduce a un desastre irreversible, no
sólamente para el conjunto del medio natural, sino también para la humanidad. Es necesario
considerar como histórico el año 1972, el del informe Meadows encargado por el Club de Roma
y que sitúa el problema en su dimensión planetaria. Es verdad que sus métodos de cálculo
fueron simplistas, pero el objetivo del informe Meadows constituía un primer esfuerzo por
considerar en conjunto el devenir humano y el biológico a escala planetaria. Del mismo modo,
los primeros mapas establecidos en la Edad Media por los navegantes árabes comportaban
enormes errores en la situación y la dimensión de los continentes, pero constituían el primer
esfuerzo para concebir el mundo.
Desde ahora, con la distancia, podemos ver mejor lo que había de secundario y de
esencial en la toma de conciencia ecológica. Lo que era secundario, y que algunos tomaron por
lo principal, era la alerta energética. Muchos espíritus de la primera ola ecológica creyeron que
los recursos energéticos del globo se iban a dilapidar muy rápidamente. De hecho, las
potencialidades ilimitadas de energía nuclear y de energía solar indican que la amenaza
fundamental no es la penuria energética. El segundo error fue creer que la naturaleza requería
una especie de equilibrio ideal estático que era necesario respetar o restablecer. Se ignoraba
que los ecosistemas y la biosfera tienen una historia, hecha de rupturas de equilibrios y de
reequilibraciones, de desorganizaciones y de reorganizaciones.
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Hasta una época reciente, todas las ciencias recortaban arbitrariamente su objeto en el
tejido complejo de los fenómenos. La ecología es la primera ciencia que trata del sistema global
constituido por constituyentes físicos, botánicos, sociológicos, microbianos, cada uno de los
cuales depende de una disciplina especializada. El conocimiento ecológico necesita una
policompetencia en estos diferentes dominios y, sobre todo, una aprehensión de las
interacciones y de su naturaleza sistémica. Los éxitos de la ciencia ecológica nos muestran
que, contrariamente al dogma de la hiperespecialización, hay un conocimiento organizacional
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global, que es el único capaz de articular las competencias especializadas para comprender las
realidades complejas. Además, el diagnóstico de un mal ecológico apela, no a una acción
destructora sobre un blanco, sino a una acción reguladora sobre una interacción; así, se
interviene ecológicamente contra un patógeno, no mediante el empleo masivo de pesticidas
que, para destruir la especie considerada como nefasta, van a destruir la mayoría de las otras
especies, sino mediante la introducción en el medio de una especie antagonista a la especie
peligrosa, lo que va a permitir regular el ecosistema amenazado.
Estamos, pues, en presencia de una ciencia de nuevo tipo, sustentada sobre un sistema
complejo, que apela a la vez a las interacciones particulares y al conjunto global, que, además,
resucita el diálogo y la confrontación entre los hombres y la naturaleza, y permite las
intervenciones mutuamente provechosas para unos y otra.
2. El pensamiento ecologizado
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Como todos los seres vivientes, somos también seres físicos. Estamos constituidos por
macro-moléculas complejas que se formaron en una época pre-biótica de la tierra: los átomos
de carbono de estas moléculas, necesarias para la vida, se formaron del encuentro entre
núcleos de helio en el crisol de soles que precedieron al nuestro. En fin, todas las partículas que
se ligaron en helio datan de los primeros segundos del universo. Así, no sólamente estamos en
un mundo físico: este mundo físico, en su organización físico-química, está constitutivamente en
nosotros. He aquí, pues, un principio fundamental del pensamiento ecologizado: no sólo no se
puede separar un ser autónomo (Autos) de su hábitat cosmofísico y biológico (Oikos), sino que
también es necesario pensar que Oikos está en Autos sin que por ello Autos deje de ser
autónomo y, en lo que concierne al hombre, éste es relativamente extranjero en un mundo que,
no obstante, es el suyo. En efecto, somos íntegramente hijos del cosmos. Pero, por la
evolución, por el desarrollo particular de nuestro cerebro, por el lenguaje, por la cultura, por la
sociedad, hemos llegado a ser extraños al cosmos, nos hemos distanciado de este cosmos y
nos hemos marginado de él.
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Hemos llegado al momento histórico en que el problema ecológico nos demanda tomar
conciencia a la vez de nuestra relación fundamental con el cosmos y de nuestra extrañeza.
Toda la historia de la humanidad es una historia de interacción entre la biosfera y el hombre. El
proceso se intensificó con el desarrollo de la agricultura, que ha modificado profundamente el
medio natural. Cada vez más, se ha creado una especie de dialógica (relación a la vez
complementaria y antagonista) entre la esfera antroposocial y la biosfera. El hombre debe dejar
de actuar como un Gengis Jan del arrabal solar. Debe considerarse, no como el pastor de la
vida, sino como el copiloto de la naturaleza. Desde ahora, la conciencia ecológica requiere un
doble pilotaje: uno, profundo, que viene de todas las fuentes inconscientes de la vida y del
hombre, y otro, que es el de nuestra inteligencia consciente.
3. La reforma paradigmática
La conciencia ecológica puede ser fácil cuando se trata de perjuicios, de daños: ahí está
Chernóbil, aquí Seveso, aquí una catástrofe. Pero el pensamiento ecologizado es muy difícil
porque contradice principios de pensamiento que han arraigado en nosotros desde la escuela
elemental donde nos enseñan a realizar cortes y disyunciones en el complejo tejido de lo real, a
aislar disciplinas sin poder asociarlas posteriormente. Luego, se nos convence de que estamos
condenados a la clausura de las disciplinas, que su aislamiento es indispensable, cuando hoy
las ciencias de la Tierra y la ecología muestran que es posible una reasociación disciplinaria. De
algún modo, estamos gobernados por un paradigma que nos constriñe a una visión separada
de las cosas; estamos habituados a pensar al individuo separado de su entorno y de su habitus,
estamos habituados a encerrar las cosas en sí mismas como si no tuviesen un entorno. El
método experimental ha contribuido a desecologizar las cosas. Extrae un cuerpo de su entorno
natural, lo coloca en un entorno artificial que es controlado por el experimentador, lo que le
permite someter este cuerpo a pruebas que determinen sus reacciones bajo diversas
condiciones. Pero hemos adquirido el hábito de creer que el único conocimiento fiable era aquel
que surgía en los entornos artificiales (experimentales), mientras que lo que ocurría en los
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entornos naturales no era interesante porque no se podían aislar las variables y los factores.
Ahora bien, el método experimental se ha revelado estéril o perverso cuando se ha querido
conocer a un animal por su comportamiento en laboratorio y no en su medio natural con sus
congéneres. Así, el método de laboratorio ha sido incapaz de llegar a las constataciones
capitales efectuadas mediante la observación de los chimpancés en su ecosistema. En éste,
nos hemos dado cuenta de que los chimpancés eran omnívoros, inventivos, capaces de fabricar
instrumentos, de practicar la caza; nos hemos dado cuenta de que eran seres complejos, muy
diversos en carácter e inteligencia; nos hemos dado cuenta de que no había incesto entre la
madre y el hijo, cuando se creía que el no incesto era propio del hombre. Dicho de otro modo, la
observación de los seres en su entorno natural ha permitido descubrir su naturaleza propia,
mientras que el método de aislamiento destruía la inteligibilidad de su vida. Todo lo que aísla un
objeto destruye su realidad misma. No se trata simplemente de decir «los seres humanos, los
seres vivos no son cosas»; hace falta añadir que las mismas cosas no son cosas, es decir,
objetos cerrados.
4. La convergencia planetaria
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planetaria, se junta con el problema del aumento del CO2 en la atmósfera, del agujero de ozono
sobre la Antártida.
Los problemas fundamentales son planetarios, y una amenaza de orden planetario planea
ya sobre la humanidad. Debemos pensar en términos planetarios no sólamente con respecto a
los males que nos amenazan, sino también con respecto a los tesoros ecológicos, biológicos y
culturales que hay que salvaguardar: la selva amazónica es un tesoro biológico de la
humanidad que hay que preservar, como, en otro plano, hay que preservar la diversidad animal
y vegetal, y como hay que preservar la diversidad cultural, fruto de experiencias multimilenarias
que, lo sabemos hoy, es inseparable de la diversidad ecológica. Más rápidamente y más
intensamente que todas las otras tomas de conciencia contemporáneas, las tomas de
conciencia ecológicas nos obligan a no abstraer nada del horizonte global, a pensarlo todo en la
perspectiva planetaria.
Al mismo tiempo, nos vemos llevados a replantear el problema del desarrollo rechazando
la noción tan grosera y tan bárbara que ha reinado largo tiempo, cuando se creía que la tasa de
crecimiento industrial significaba desarrollo económico y que el desarrollo económico significaba
desarrollo humano, moral, mental, cultural, etc. (cuando, en nuestras civilizaciones llamadas
desarrolladas, existe un atroz subdesarrollo cultural, mental, moral y humano). Se ha querido
prescribir este modelo a los países del tercer mundo. El término desarrollo debe ser
enteramente repensado y complejizado. Estamos en el momento en que el problema ecológico
se vincula con el problema del desarrollo de las sociedades y de la humanidad entera.
La humanidad está en la biosfera, de la que forma parte. La biosfera está en derredor del
planeta Tierra, del que forma parte. Hace pocos años, James Lovelock propuso la hipótesis
Gaia: la Tierra y la biosfera constituyen un conjunto regulador que lucha y resiste por sí mismo
contra los excesos que amenazan con degradarlo. Esta idea puede pasar por la versión
eufórica del ecologismo, con respecto a la versión pesimista del Club de Roma. Así, por
ejemplo, Lovelock piensa que Gaia dispone de regulaciones naturales contra el aumento del
dióxido de carbono en la atmósfera y que encontrará por sí misma medios naturales para luchar
contra los agujeros de ozono aparecidos en los polos. Sin embargo, ningún sistema, ni siquiera
el mejor regulado, es inmortal, y un organismo autorreparador y autorregenerador muere si un
veneno lo toca en su punto débil. Es el problema del talón de Aquiles. También la biosfera, ser
vivo, aun si no es tan frágil como podríamos creer, puede ser herida de muerte por el ser
humano.
La idea Gaia re-personaliza la Tierra. Y esto es tanto más interesante cuanto que, desde
hace veinte años, es todo el planeta Tierra el que aparece como un ser vivo, no en el sentido
biológico, con un ADN, un ARN, etc., sino en el sentido autoorganizador y autorregulador de un
ser que tiene su historia, es decir que se forma y se transforma manteniendo su identidad. Las
ciencias de la Tierra confluyeron en los años 60 en una concepción sistémica de la unidad
compleja del planeta Tierra. Estas múltiples ciencias (climatología, meteorología, vulcanología,
sismología, geología, etc.) no se comunicaban unas con otras. Ahora bien, las exploraciones de
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la tectónica de placas submarinas resucitaron la idea de deriva de los continentes que había
lanzado Wegener a principios de siglo y revelaron que el conjunto de la Tierra constituía un
sistema complejo animado por movimientos y transformaciones múltiples. Así, hay un sistema
organizado llamado «Tierra», hay una biosfera que tiene su autorregulación y su
autoorganización. Podemos asociar la Tierra física y la Tierra biológica y considerar, en su
complejidad misma, la unidad de nuestro planeta.
Esta unidad del planeta se había reconstituido a escala humana tras el descubrimiento de
América. Cristóbal Colón hizo entrar a la humanidad en la era planetaria. Desde esta época, la
humanidad, en diáspora durante sesenta mil años de evolución, se ha encontrado en una
intercomunicación cada vez más estrecha. Para lo mejor y lo peor, todo lo que sucede en una
parte del globo tiene un alcance planetario. Cada vez más, todo devenir local está en inter-retro-
acción en y con el contexto planetario global. Pero, al mismo tiempo que se han multiplicado
nuevas solidaridades, se han multiplicado igualmente los antagonismos y los avasallamientos.
En este sentido, estamos aún en «la edad de hierro de la era planetaria».
En fin, en esos años 60-70 en los que hemos visto a la vez el despliegue de la ciencia y
de la conciencia ecológica, el despegue de las ciencias de la Tierra, la pérdida del absoluto y de
la salvación terrestre, la conciencia, en fin, de la itin-errancia humana los descubrimientos
astrofísicos nos hacen descubrir un cosmos inaudito, en el que la Vía Láctea no es más que
una pequeña galaxia de arrabal, en la que la misma Tierra no es más que una micra perdida. La
historia humana, sobre el planeta Tierra, no está ya teleguiada por Dios, la Ciencia, la Razón,
las Leyes de la historia. Nos hace reencontrar el sentido griego del término «planeta»: astro
errante.
Sabemos desde ahora que el pequeño planeta perdido es más que un hábitat: es nuestra
casa, home, Heimat, es nuestra matria y, más aún, es nuestra Tierra patria. Hemos aprendido
que llegaremos a ser humo en los soles e hielo en los espacios. Desde luego, podremos irnos,
viajar, colonizar otros mundos. Pero es aquí, en nuestra casa, donde están nuestras plantas,
nuestros animales, nuestras muertes, nuestras vidas. Necesitamos conservar, necesitamos
salvar la Tierra patria.
Desde ahora, es sobre esta Tierra perdida en el cosmos astrofísico, esta Tierra «sistema
vivo» de las ciencias de la Tierra, esta biosfera-Gaia, donde puede concretarse la idea
humanista de la era de las Luces, que reconocía la misma cualidad a todos los hombres, y esta
idea humanista puede aliarse con el sentimiento de la naturaleza de la era romántica, que
reencontraba la relación umbilical y nutricia con la Tierra-Madre. Al mismo tiempo, podemos
hacer converger la conmiseración budista hacia todos los seres vivos, el fraternalismo cristiano
y el fraternalismo internacionalista, heredero laico y socialista del cristianismo, en una nueva
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conciencia planetaria de solidaridad, que debe vincular a los humanos entre sí y con la
naturaleza terrestre.
Nota. Este texto fue recopilado en: E. Morin, G. Bocchi y M. Ceruti, Un nouveau
commencement, París, Seuil, 1991: 179-193. Publicado por primera vez en Le Monde
diplomatique, octubre 1989. Resumen y traducción de José Luis Solana Ruiz, Departamento de
Filosofía del Derecho, Moral y Política de la Universidad de Granada. Agradecemos a Edgar
Morin su amable autorización para traducir y publicar el texto.
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