Cuentos

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CUENTOS

EL SAPITO COLOCOY

El sapito Colocoy se dirigía a su casa, a descansar de las pesadas tareas del día, cuando, en el camino, se encontró con un
zorro.

-¡Quítate de mi camino, feo sapo -le dijo éste-, me incomoda verte siempre saltando! ¿No puedes correr, aunque sea un
poquito?
-¡Claro que puedo! - contestó el sapito Colocoy, que, sin ser orgulloso, se sintió terriblemente ofendido de que el zorro le
hubiera dicho que andaba siempre a saltos
- Claro que puedo, y mucho más ligero que tú, si se me antoja.
-¡Ja, ja, ja -rió el zorro-. ¡Qué graciosos eres! ¿Quieres que corramos una carrerita?
-¿Y en qué topamos? -le contestó el sapito-. Pero lo haremos mañana en la mañana, porque ahora vengo cansado de mi
trabajo y no haraganeo como tú. Además, se hace tarde y me espera mi familia para cenar.
-Convenido, pero no faltes, pobre sapito. -dijo el zorro, y en un liviano trote se dirigió, riendo, a su madriguera.
Al día siguiente, mucho antes de que las diucas comenzaran a sacar el alba de sus buches, el sapito Colocoy ya se estaba
preparando para la carrera. Puso a sus hijos menores como jueces de grito, en la partida; a su mujer, como juez de llegada; y
a su hijo mayor, que era igualito a él, lo escondió en la tierra, unos cuantos metros más allá del punto de llegada.

Empezaba a clarear cuando apareció el zorro.


-¿Estás listo sapito Colocoy? -le preguntó.
-¡Mucho rato! ¿Trajiste testigos?
-No me hacen falta, basta y sobra con los tuyos, para el caso presente. Y corramos luego que tengo una invitación a un
gallinero y se me está haciendo tarde.
-¡Cuando gustes no más!

Puestos en la raya, y apenas sonó el grito, el zorro partió como un celaje. Pero aún más listo, el sapito Colocoy se le colgó de
un salto en el rabo.
Corrió unos metros el zorro y volviéndose a mirar para atrás, gritó burlón:
-¡Sapito Colocoy!
Y con asombro oyó la voz de éste que le gritaba:
-¡Adelante estoy!
Como picado por una araña, se dio vuelta el zorro y divisó al sapito Colocoy saltando hacia la meta delante de él.
Partió otra vez el zorro, como el viento, pero esta vez, por aquello de que el zorro nunca deja de serlo, metió la cola entre las
piernas.

El sapito Colocoy regresó tranquilamente al punto de partida.


Jadeando llegó el zorro a la raya, se paró un poco antes y volviéndose para atrás grito:
-¡Sapito Colocoy!
Y con una rabia inmensa oyó una voz burlona que le gritaba, desde más allá del punto de llegada:
-¡Adelante estoy!
Y así fue como el orgulloso zorro fue vencido en la carrera por el sapito Colocoy

LA PRINCESITA
Erase una vez una princesita muy fea y toda la gente le decía ¡fea , fea! . Y la
princesita lloraba siempre que le decían fea. Un día el padre le dijo a la gente del
pueblo:"como le digáis cosas a mi hija fea, os castigaré a todos".
Un día la princesita estaba durmiendo y de repente apareció una hada mágica y
cuando
apareció
la hada
la
princesit
a se
despertó
y se
asustó y
la hada
le dijo:
"no te
asustes,
yo
quiero que la gente cuando te mire vea tu corazón, para que la gente no te diga fea".
Al día siguiente la gente le decía guapa, te quieres casar conmigo. Así termina la
historia.
FIN
EL OSO INMORTAL
Érase una vez un oso llamado Coliso, que tenia 123456385 años. Pero no era viejo era un niño. No conocía
a nadie porque no había salido nunca de su casa.
Un día salió y otro oso le preguntó:"¿cuantos años tienes?" Y el osito, Coliso, le respondió: "yo tengo
123456385,¿y tú? "El otro oso le contestó: "¿Yo?.Yo tengo 6 ¿como no estás muerto ya?". Y Coliso le dijo: "yo,
no se."
Coliso le dijo:"¿ te cuento un secreto?. Y dijo: "sí". Coliso le contó que él era un hijo de un hada y su padre
era un mago, y que por eso él era inmortal por eso el podía vivir miles y miles de años y le contó una historia de
su vida...
Cuando terminó le dijo que si quería ser su amigo y le dijo que sí ... Coliso empezó a ir a la escuela y tuvo
muchos amigos y el oso y su familia fueron felices y comieron pollos asados. Colorin colorado este cuento se a
acabado........
LA GALLINA DE LOS HUEVOS DE ORO
Había una vez un granjero muy pobre llamado Eduardo, que se pasaba todo el día soñando con hacerse muy
rico. Una mañana estaba en el establo -soñando que tenía un gran rebaño de vacas- cuando oyó que su mujer lo
llamaba.
-¡Eduardo, ven a ver lo que he encontrado! ¡Oh, éste es el
día más maravilloso de nuestras vidas!

La gallina de los huevos de oro


Al volverse a mirar a su mujer, Eduardo se frotó los ojos, sin
creer lo que veía. Allí estaba su esposa, con una gallina bajo
el brazo y un huevo de oro perfecto en la otra mano. La
buena mujer reía contenta mientras le decía:
-No, no estás soñando. Es verdad que tenemos una gallina
que pone huevos de oro. ¡Piensa en lo ricos que seremos si
pone un huevo como éste todos los días! Debemos tratarla
muy bien.
Durante las semanas siguientes, cumplieron estos
propósitos al pie de la letra. La llevaban todos los días hasta
la hierba verde que crecía ¡unto al estanque del pueblo, y
todas las noches la acostaban en una cama de paja, en un rincón caliente de la cocina. No pasaba mañana sin
que apareciera un huevo de oro.
Eduardo compró más tierras y más vacas. Pero sabía que tenía que esperar mucho tiempo antes de llegar a ser
muy rico.
-Es demasiado tiempo -anunció una mañana-,Estoy cansado de esperar. Está claro que nuestra gallina tiene
dentro muchos huevos de oro. ¡Creo que tendríamos que sacarlos ahora!
Su mujer estuvo de acuerdo. Ya no se acordaba de lo contenta que se había puesto el día en que había
descubierto el primer huevo de oro. Le dio un cuchillo y en pocos segundos Eduardo mató a la gallina y la abrió.
Se frotó otra vez los ojos, sin creer lo que estaba viendo. Pero esta vez, su mujer no se rió, porque la gallina
muerta no tenía ni un solo huevo.

La gallina de los huevos de oro


-¡Oh, Eduardo! -gimió- ¿Por qué habremos sido tan avariciosos? Ahora nunca llegaremos a ser ricos, por mucho
que esperemos.
Y desde aquel día, Eduardo ya no volvió a soñar con hacerse rico.
FIEL LEANDRO
Camina despacio, no es que va paseando... camina despacio. Mira para un
lado, se queda como con la vista medio perdida allá adelante, pero no deja
de caminar. Por ahí abre la boca y da la impresión de que va a decir algo,
no dice nada. Habla, no estoy muy seguro de qué dice... pero habla.
A lo mejor no estoy escuchando, a lo mejor estoy en otra, yo no creo y
sin embargo para mí no dice nada. Busca algo en el bolsillo, lo encuentra y
lo saca. Hace un movimiento para enseñármelo, no sé qué quiere explicar
y sonríe.
—Que lindo —digo yo, aunque lo único que veo es un objeto
irreconocible e indiferente. Igual no me contesta.
La sonrisa se le ensancha en la cara, hace otro movimiento y lo devuelve al
bolsillo.
Sigue caminando. Alrededor puedo ver unos pocos árboles, y otras cosas
sin importancia. El cielo está nublado y llueve bastante, y cuando nos
tiramos en el pasto noto que el agua me está empezando a molestar. Trato
de dárselo a entender y no me pre sta atención. Se sienta y mira hacia
arriba, aunque en realidad no ve porque tiene los ojos cerrados para que las
gotas no le caigan adentro. Así queda, casi hechizada por un rato largo, al parecer no piensa moverse.
Me recuesto y apoyo mi cabeza en su panza, siempre hago lo mismo, sé que a ella le gusta... pero hoy no está
de humor. Un poco irritada me empuja, yo insisto y ella vuelve a zafarse. Para mí es un juego, pero cuando
comienza a gritar y hace a un lado su cuerpo con brusquedad ya no resulta tan divertido. De todas formas se
lo dejo pasar. La lluvia empieza a sacarme de quicio porque ahora la tierra se vuelve barro. Miro un poco y a
unos metros veo un árbol cerca del cual se debe estar bastante más cálido y cómodo.
Entonces, cuando voy a buscar ese seductor refugio, ella me retiene. Creo que va a ponerse mimosa, pero
estoy equivocado. Simplemente no quiere que yo esté bajo el abrigo del árbol.
En un impulso imprevisto se pone en pie y me obliga a imitarla. Empieza a saltar y dar vueltas, y no deja de
aferrar la maldita cadena. Me tironea, me empuja, me ahoga. No consigo seguirle el paso, es difícil, parece
enloquecida. Es doloroso, ya no aguanto. Todo se acumula: la indiferencia, los retos, las órdenes, los castigos,
la asfixia. Y entonces, medio ciego de furia y medio despierto a la realidad, la ataco. La tiro, ella grita.
Instintivamente busco su cuello y aprieto tensando hasta el último de mis músculos. Ella opone un poco de
resistencia y lanza manotazos desesperados por liberarse, pero no puede. El grito ya se convierte en un
gorgoteo horrible y sin sentido, sus brazos dejan de agitarse, permanecen quietos igual que el resto de ella.
La suelto y observo lo que hice. Ahora voy a tener que andar por las calles, voy a tener que resignarme. Total
en la familia de ella nadie me quería. Incluso tenían miedo de mí, me trataban como a una bestia.
Es una lástima, yo la quería, pero ya no podía más. No aguantaba la estúpida correa. Y lo peor es que todavía
la tiene en la mano muerta. Y no la suelta, tiro y no la suelta. La mano muerta y rígida se resiste más que
cuando estaba viva. Sé que no la puedo cortar, la condenada cadena es muy dura. Tal vez si me acerco... ¡sí!, la
cadena resbala y afloja. Por fin lo consigo, el alivio es asombroso y desbordante. Es como volver a sentir el
aire inflando los pulmones después de pasar largo tiempo aguantando la respiración.
Ahora puedo huir. La correa ha dejado de ser un obstáculo, ya no me ahorca. Pero no me voy, no quiero
hacerlo. Me acerco a ella, me recuesto y le apoyo la cabeza en la panza. Sé que a ella le gusta.
LA VIUDA
Me enamoré de la viuda al instante. En realidad la amaba de antes, quizá de alguno de los sueños que no alcanzan el
recuerdo; seguramente de los libros que su marido escribiera para ella, esclavo de su contorno ceniciento. En cuanto la vi
sentada a la mesa del bar, pude comprender lo que a lo largo de muchos volúmenes no
había llegado a imaginar. Paso siempre por ahí, una esquina entre mi casa y el parque
de árboles donde solía leer. Del trabajo ya no soy, desde que el coche de un pobre
diablo y yo nos atropellamos; él no pudo detener la marcha; yo creí que esas cosas
nunca me pasarían. Desde entonces cargo con esta pierna que no sabe apoyarse. Los
médicos no apostaron por mí, pero como a eso estaba acostumbrado vencí sus
mezquindades, las mías y las de mi pierna. Ahora me pagan por ser tullido. Cada día
estoy mejor. Ir hasta el parque donde leo es mi trabajo, y cansa y me hace bien: leer,
elegir el banco que repito todas las tardes, volver cuando el rocío humedece mis
hombros. Mujeres siempre hubo, porque dinero no falta para eso. Lo del amor ya es
otra cosa. Por eso, ver a la viuda frenó mi paso de inmediato, aunque la pierna mala
tardara en responder. Andaba de rutina en rutina; cualquier baratija del pensamiento
podía casarme y así ocurrió. Estaba distraído, y eso no era malo. Hacía calor; me apoyé
en el bastón, que para eso está.
No sé si fue el eco de su actitud esquiva, con los ojos en el ventanal ella no miraba a
ningún lado; o el brillo metálico de su pelo, que reconocí como el de la portada del último libro de su esposo. Yo
entendí que ella aparecía allí porque estaba ayudándole a morir; y eso me gustó, de él. Por un momento estudié su perfil,
más recto que en la fotografía, más escarpados los pómulos; una sombra en vertical trazaba una frágil frontera oblicua;
sus cejas eran un límite de hilo de coser. Me amparaba el febril rumor de la muchedumbre, que en nada se fija: soy
invisible, pensé. Ella pestañeaba como si tuviera todo el tiempo del mundo.
El ritmo de la glorieta me sumó su fervor, y el libro de tapas duras que llevaba para esa tarde cayó al suelo: estaba
enamorado. Así lo entendí, yo que no tengo nada que perder. Debía entrar, detenerme frente a ella (estaba sola),
preguntar si no reconocía en mí al lector que su marido decía crear. Decirle, Yo soy famoso porque él me comprendió,
con el río de prosa que fue para Usted. No es lo mismo, pero una vez reconocí a un actor y por instinto saludé; él
también lo hizo, con más vigor, como si yo tuviera la fama. Nunca creí que esas cosas fueran a ocurrirme.
De pronto la viuda hizo un gesto, desde la mesa de piedra hasta su boca de piedra. Inmóvil en su paréntesis, fabricó
breves trayectos: de un labio a otro, desde el mentón equilátero al pecho restringido, del asa de la tetera al sorbo
oriental; de la infusión a la memoria. Se veía que recordaba, aunque nadie reparaba en su presencia. Entonces recordé yo,
un puente de hierro sobre un río turbulento. No sé si alguna vez he visto alguno, pero eso era lo que ella parecía. Si me
moví no me di cuenta. Era viento el zumbido que me cegaba.
Debía entrar; fue la voluntad, que tanto aforismo soporta, la que ordenó esos instantes. Debía entrar, a escuchar citas
precisas, a compartir las orillas que la muerte de su marido había unificado. Yo quería saber si la voz era parecida al
hombre, o si es así de verdad (como él solía decir) que el cauce del arroyo iguala a Dios y al Demonio. Pero sobre todo
quise entrar a mover mi vanidad, a ser yo un personaje de sus instantes. Por un momento temí que también ella se
enamorara. Temí que la cópula me trajera una imagen absurda, de mujer desnuda de cuidados: la carne hecha manteca, el
centro de su humedad como un animal aparte. La vi tendida sobre el colchón (el colchón mío) citando las leyendas que
su marido le enseñara; la vi besando las costuras de mi ropa, cepillando mi pelo, contando mis monedas con un erotismo
desgastado. La vi llorando, de pie en mi cocina, la pena de que su marido no supiera componer mujeres convincentes. Las
manos me sudaron. Con todas mis fuerzas deseé igualar mis defectos a los de la viuda.
Me quedé perplejo durante una medida. Ella y su cabeza rotaron, como una catedral dentro de otra. Las perlas de sus
ojos ya no revolvían el alhajero de su memoria. Entonces la vi, viéndome, detenida la caída de sus párpados en el centro
del viaje hacia mí. Un instinto me estremeció, y tuve ganas de correr. Entonces subí el bastón. Llorando le disparé entre
ceja y ceja.
Esto ocurrió un día. Desde entonces voy a otro parque, todo de cemento; los bancos no tienen respaldo. Hay veces en
que me distraigo la tarde entera, mirando el puente que cruza sobre la alterada avenida. Por estos días ya no leo ni nada.
ALUMNA
En esta noche, cuando estoy sola en mi cama, pienso que sólo tú me importas. Lo que tú pienses de mí.
Por eso tartamudeo cuando me haces hablar enfrente de todos. Cuando me pides repetir treinta veces una
palabra mal pronunciada.
Y cuando dices que mi trabajo pudo ser mejor. Pero no es verdad: no soy inteligente, no puedo hacerlo
mejor, como tú querrías.
En esta noche y en esta cama, que está más sola y más fría de lo que yo desearía, creo dormir. Mas sólo pienso
que mañana estaré bajo tus ojos.
Ojos profesionales, que no tienen compasión, que no perdonan los errores de aprendiz que cometo. Ojos
jueces, que me condenan.
Pienso que estaré pendiente de lo que tu boca pueda decirme. Miraré tus labios pronunciar el conocido:
"Puedes hacerlo mejor". Imaginando que me invitan a conocerlos, a hermanarlos con los míos, con estos
amargos labios míos.
No sé si sabes que por ti me pongo nerviosa. Que por tu presencia se me seca la boca y me sudan las manos.
Mientras tú sólo me reprochas. Me criticas. Dices que debo perder el miedo.
¡Maldición! Si supieras que mi mayor temor eres tú y tu casi perfección... Tal vez lo sabes y por eso lo dices...
¿Quieres que te enfrente?... ¿De verdad?
¡Maldición! Me estoy volviendo loca. Invento otro Tú, mientras tú, el verdadero, me invita a leer más lento,
para que se entienda lo que digo.
¿Otra vez? ¿Todo de nuevo? Bueno.
Mis compañeros me miran, pero sólo tus ojos me importan.
"Reguriza... reguli... regalización... re-gu-la-ri-za-ción"- ¡Ahí está! ¡Lo dije! ¿Satisfecho?, pienso.
Me levanto. Te miro y en tu rostro choco contra una pared. Quedo herida. Voy a llorar. Pero cuando ya no
puedo evitar que se humedezcan mis ojos, recuerdo que no me gusta llorar, que no me gusta terminar las
cosas como todas las mujeres las terminan.
No lloro, pero huyo. Abro la puerta de la sala y corro hacia el patio.
No sé qué dejé atrás. Si veinte personas convencidas de que yo no sirvo para leer en público; o diecinueve
compañeros perplejos y a ti, indiferente.
O a un alma llena de culpa, rodeada de otras que no saben si reír o preocuparse por mí... No, definitivamente
no te sientes culpable ¿por qué tendrías?
Yo, por mi parte, mientras me alejo de la Escuela, voy dejándote. Para siempre. Ya no vuelvo a tu clase.
Repruebo el ramo, pierdo un año, renuncio a la carrera, pero a ti no te vuelvo a ver.
*
Y sentada bajo la sombra de un árbol del parque, ahora lloro. No sé si es por ti, o si es por mí; pero
ciertamente lloro porque soy una perdedora.
Ahora debes pensar que soy una mala estudiante (lo que sin duda ya sospechabas) que no acepta un consejo,
que no hace bien su trabajo.
Ahora yo pienso que soy una cobarde, una tonta soñadora, que moja su cara con lágrimas que nunca debió
tener.
Una ilusa, porque mientras tus manos de profesor escribían en la pizarra esa materia que nunca aprendí, yo las
imaginaba recorriendo mi piel.
*(Y sentada bajo la sombra de un árbol del parque, una mujer llora. Mira hacia atrás cuando siente que una
mano se posa en su hombro. Se levanta al ver que es el hombre de quien huía. Él la abraza y murmura un
"Perdón". Ella deja de llorar. Sonríe. Lo besa.)
*Y sentada bajo la sombra de un árbol del parque, una mujer llora. Está sola. Nadie se acerca. No hay quien la
abrace. Nadie la consuela. Nadie la besa...
Bajo la sombra de un árbol, uno más entre todos los que hay en el parque, continúa llorando una mujer.
EL ASNO Y EL HIELO

Era invierno, hacía mucho frío y todos los caminos se hallaban helados. El asnito, que estaba
cansado, no se encontraba con ánimos para caminar hasta el establo.
-i Ea, aquí me quedo! -se dijo, dejándose caer al suelo. Un aterido y hambriento gorrioncillo fue a
posarse cerca de su oreja y le dijo:
-Asno, buen amigo, tenga cuidado; no estás en el camino, sino en un lago helado.
-Déjame, tengo sueño ! y con un largo bostezo, se quedó dormido.
Poco a poco, el calor de su cuerpo comenzó a fundir el hielo hasta qué, de pronto, se rompió con
un gran chasquido.
El asno despertó al caer al agua y empezó a pedir socorro, pero nadie pudo ayudarle, aunque el
gorrión bien lo hubiera querido.
La historia del asnito ahogado debería hacer reflexionar a muchos holgazanes. Porque la pereza suele
traer estas consecuencias.
LOS CONEJITOS DE COLORES
Había una mamá coneja que tenía muchos conejitos. Todos eran muy blancos. Y también, como
todos los niños eran muy juguetones y un poquito locos. Así que siempre estaban jugando por el
campo.

Pero un día todo el paisaje apareció también blanco. ¡Había nevado!. y la mamá coneja, cuando
fue a buscar a sus pequeños no los podía encontrar porque como eran blancos, se confundían con la
nieve. Entonces fue a buscar pinturas y pintó a sus conejitos de todos colores. ¡Ahora sí podía
verlos fácilmente jugando en la nieve blanca! Todo anduvo bien hasta que un día, al mirar al campo,
no pudo encontrar nuevamente a sus conejitos queridos. ¡Había llegado la primavera con todo su
esplendoroso colorido!
Entonces llamó a sus niños y uno a uno los lavó y los volvió a dejar de su color natural, el
blanco.
Ahora los podía observar tranquilamente como corrían por el florido campo. Estaba muy feliz.
Hasta que un día, pasado el tiempo... ¡volvió a nevar!... y este cuento vuelve a comenzar...
LA PRINCESITA
Erase una vez una princesita muy fea y toda la gente le decía ¡fea , fea! . Y la princesita lloraba
siempre que le decían fea. Un día el padre le dijo a la gente del pueblo:"como le digáis cosas a mi hija
fea, os castigaré a todos".
Un día la princesita estaba durmiendo y de repente apareció una hada mágica y cuando apareció la
hada la princesita se despertó y se asustó y la hada le dijo: "no te asustes, yo quiero que la gente
cuando te mire vea tu corazón, para que la gente no te diga fea".
Al día siguiente la gente le decía guapa, te quieres casar conmigo. Así termina la historia.
EL GATO ALADO
Erase una vez un gato que se sentía muy solo. Se llama Misi y lo abandonaron. Era blanco como la
nieve, veloz como un lince. Un día dos alas le crecieron y EL GATO ALADO le llamaban, mientras
sus anteriores amos clemencia y perdón le suplicaban.
EL CABALLERO DE ROJO
Hace muchos años, en un país lejano, vivía un princesa muy guapa, llamada Zulema. La fama de su
hermosura, se extendió por todos los reinos vecinos, desde donde empezaron a llegar príncipes y
caballeros, que querían hacerle su esposa, pero ella las rechazaba a todos.

Un día su padre, el Rey, al ver que su hija no se decidía por ningún príncipe le dijo: " Zulema,
hija mía, organizaré un torneo y el vencedor será tu esposo"
La princesa al oír esto se puso muy triste, pues quería a Omar, un apuesto joven que trabajaba
en el palacio, el cual también estaba enamorado de la princesa, pero como era pobre no podía aspirar
a casarse con ella.
El día del torneo se acercaba. Omar y la princesa no sabían que hacer. Un día Omar le dijo a la
princesa: " He tenido un idea, lucharé en el torneo y se venció, tu padre no tendrá mas remedio que
concederme tu mano, ¿qué te parece?."
La princesa al oír esto, vio un rayo de esperanza, Omar era alto y fuerte y sabía luchar, tenía
muchas posibilidades de ganar. La princesa le dijo abrazándole: Me parece una idea estupenda, pero
¿cómo te reconoceré?.
"Lo sabrás iré distinto a todos" dijo Omar
Y llego el gran día, todo el pueblo estaba allí, los participantes llegaron en sus preciosos caballos
engalanados y sus armaduras relucientes, plata unos y negros otros. Cuando ya el rey iba a dar la
orden, para empezar, apareció un jinete vestido con una armadura rojo brillante, pidió al Rey
permiso para luchar, este se le concedió y el torneo comenzó.
Los caballeros luchaban y se iban eliminando, solo quedaban ya dos, uno de armadura negra y
el caballero de rojo, los dos eran muy buenos no se sabía quien iba a ganar. El corazón de la princesa
latía apresuradamente, Omar no podía ser otro que el caballero de rojo.
De pronto un golpe del rojo, dio de lleno al de negro, que cayó de un golpe al suelo.
Todo el pueblo se puso en pie gritando: "¡Vencedor, vencedor!"
La princesa estuvo apunto de desmayarse cuando el caballero inclinándose ante el Rey y su
familia, descubrió su rostro, ¡era Omar!. El monarca no se lo podía creer " ¡Tú! " le dijo.

Omar le contesto: " Señor, os pido perdón por mi atrevimiento, pero amo a vuestra hija".
"¿Y tu hija mía ?", pregunto el Rey
"Yo también padre", dijo la princesa.
El rey, miró a los jóvenes y vio que realmente se querían mucho y como conocía a Omar y
sabía que era un buen muchacho, dio su consentimiento para que se casaron.
La boda se celebró por todo lo alto, las fiestas duraron meses. Zulema y Omar fueron muy
felices y años más tarde, cuando el Rey se retiro, ellos se convirtieron en los Reyes de aquel lejano
país, donde gobernaron con bondad, sabiduría y acierto, por lo que fueron siempre muy queridos.

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