Varios - Noches de Pesadilla - Antologia de Cuentos de Terror
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Noches de pesadilla
Ambrose Bierce
Es informe verídico —y confirmado por tantos testigos, que ningún hombre juicioso
y erudito osa hoy en día contradecirlo— que los ojos de la serpiente tienen propiedades
magnéticas, de modo que si alguien cayese bajo su influjo es atraído hacia ella contra su
voluntad, y muere en forma lamentable por la mordedura de ese ser.
Recostado en el sillón con toda comodidad, en bata y zapatillas, Harker
Brayton se sonrió mientras leía aquella frase en la vieja obra de Monyster, Las
maravillas de la ciencia: «Lo único que tiene de maravilloso», se dijo, «es que los
hombres juiciosos y eruditos de los tiempos de Morryster hayan creído en tales
tonterías, rechazadas por la mayoría, hasta por las personas más ignorantes de
nuestra época».
Siguió reflexionando, pues Brayton era un hombre de ideas, y sin darse
cuenta bajó el libro sin desviar la vista. En cuanto el volumen estuvo por debajo de
su línea de para sostener la dirección de su mirada malévola. Los ojos ya no eran
simples puntos luminosos; miraron a los suyos con sentido, un sentido que
encerraba un significado maligno.
II
Por suerte, una serpiente en el dormitorio de una de las mejores casas de una
ciudad moderna no es un fenómeno tan común como para pasar inadvertido.
Harper Brayton, un soltero de treinta y cinco años, culto, indolente, pero también
atlético, rico, popular y de buena salud, acababa de regresar a San Francisco
después de llevar a cabo un largo viaje por países remotos y desconocidos. Sus
gustos, siempre un tanto lujosos, se habían vuelto exagerados tras largas
privaciones; y puesto que los servicios del Hotel Castle ya no satisfacían sus deseos
a la perfección, aceptó gustoso la hospitalidad de su amigo, el distinguido doctor
Druring. La casa grande y antigua del científico, ubicada en lo que era entonces un
barrio poco ostentoso de la ciudad, se mostraba a todas luces apartada y distante
del resto. Era obvio que no guardaba relación alguna con las edificaciones
contiguas de su entorno, bastante modificado, y había desarrollado las
excentricidades propias del aislamiento. Una de ellas era un ala visiblemente
inadecuada desde el punto de vista arquitectónico y no menos discordante en
cuanto a su propósito, pues era una combinación de laboratorio, zoológico y
museo. Allí era donde el doctor satisfacía la faceta científica de su naturaleza con el
estudio de aquellas formas de la vida animal que atraían su interés y se adecuaban
a sus gustos, los cuales, hay que confesarlo, se inclinaban por el tipo inferior. Para
que alguno de los tipos superiores agradara a sus sentidos, aunque fuera de modo
superficial, debía conservar por lo menos determinadas características
rudimentarias propias de los «dragones primigenios», tales como sapos y culebras.
Sus simpatías científicas se inclinaban por los reptiles: admiraba a los seres
ordinarios de la naturaleza y se describía a sí mismo como el Zola de la zoología.
Como su esposa e hijas no tenían la suerte de compartir su lúcida curiosidad
respecto de los hábitos de vida de las malhadadas criaturas —nuestros parientes
lejanos—, fueron excluidas con severidad exagerada de lo que él llamaba el
Serpentario, y condenadas a la compañía de sus semejantes; no obstante, para
suavizar los rigores del destino, les había permitido, gracias a su enorme
generosidad, aventajar a los reptiles en la magnificencia de su ambiente y brillar
con mayor esplendor.
En cuanto a su arquitectura y a su «decoración», el Serpentario era sencillo y
austero, como convenía a las humildes circunstancias de sus habitantes, a muchos
de los cuales, por cierto, no se les podía conceder sin peligros la libertad necesaria
para disfrutar con plenitud del lujo, pues tenían la inquietante particularidad de
estar vivos. En sus compartimientos, sin embargo, gozaban de muy pocas
restricciones, limitadas a las indispensables para su necesaria protección frente a la
costumbre nefasta de comerse unos a otros; y, como bien le informaron a Brayton,
era ya tradicional encontrar a algunos de ellos, en diversos momentos, en
determinados lugares del local donde les hubiera resultado muy embarazoso
explicar su presencia. A pesar del Serpentario y de sus siniestras asociaciones —a
las que, en efecto, prestaba muy poca atención—, la vida en la mansión Druring le
resultaba a Brayton muy agradable.
III
Charlotte Brontë
A la mañana siguiente, en la claridad del sol frío que iluminaba la mesa del
desayuno, Herbert se rió de sus miedos. Había un aire de integridad en la
habitación, ausente la noche anterior, y la pata sucia y reseca estaba abandonada
sobre un mueble con un descuido que no denotaba mucha fe en sus virtudes.
—Supongo que todos los soldados viejos son iguales —dijo la señora
White—. ¡Qué idea la de hacernos escuchar tal barbaridad! ¿Cómo podrían
concederse deseos en estos días? Y si se pudiera, ¿cómo podrían perjudicarte
doscientas libras?
—Podrían caer del cielo sobre su cabeza —imaginó el frívolo Herbert.
—Morris dijo que todas las cosas ocurrían con tanta naturalidad —comentó
su padre—, que podrías, si quisieras, atribuirlas a una coincidencia.
—Bueno, no se lancen sobre el dinero antes de que yo vuelva —agregó
Herbert al levantarse de la mesa—. Temo que te conviertas en un hombre ruin y
avaro, y tengamos que repudiarte.
Su madre rió. Luego lo acompañó a la salida y lo miró alejarse por el camino.
Al regresar a la mesa del desayuno, se divirtió a costa de la credulidad de su
esposo. Todo esto no impidió que corriera a la puerta cuando llamó el cartero, ni
que se refiriera con brusquedad a los suboficiales retirados de costumbres
bohemias cuando descubrió que en el correo venía una factura del sastre.
—Me imagino que Herbert hará alguno de sus comentarios graciosos
cuando vuelva a casa —dijo mientras se sentaban a comer.
—Así lo creo —respondió el señor White, sirviéndose un poco de cerveza—.
Pero, de cualquier modo, la cosa se movió en mi mano; lo juro.
—Te imaginaste que se movía —dijo la anciana con tono conciliador.
—Te digo que se movió —replicó él—. No me lo imaginé; sólo… ¿qué pasa?
Su esposa no contestó. Estaba observando los misteriosos movimientos de
un hombre que estaba afuera, y que, mirando de forma poco decidida hacia la casa,
parecía intentar convencerse de entrar. Ella lo asoció con las doscientas libras,
cuando notó que el extraño estaba bien vestido, y llevaba un sombrero de seda,
brillante de tan nuevo. Aquel hombre hizo tres veces una pausa ante la cerca, y
luego echó a andar otra vez. La cuarta vez se detuvo, puso la mano sobre ella, y,
con repentina resolución, la abrió de par en par y caminó por el sendero. Al mismo
tiempo, la señora White se llevó las manos a la espalda, se desató apresuradamente
el delantal, y puso ese útil accesorio debajo del almohadón de la silla.
Invitó al extraño a pasar a la sala. Él, que parecía intranquilo, la miró
furtivamente, y escuchó preocupado las disculpas de la anciana por la apariencia
del lugar y el abrigo de su esposo, prenda que por lo general reservaba para el
jardín. Entonces esperó, tan pacientemente como su sumisión se lo permitía, a que
él dijera qué lo había traído hasta allí, pero al principio estuvo extrañamente
silencioso.
—Me… me pidieron que viniera —dijo al fin, y se agachó a quitarle un
trocito de algodón a sus pantalones—. Vengo de Maw y Meggins.
La anciana se sobresaltó.
—¿Pasa algo? —preguntó sin aliento—. ¿Le ha ocurrido algo a Herbert?
¿Qué pasó? ¿Qué pasó?
Su esposo intervino.
—Calma, calma, madre —dijo apresuradamente—. Siéntate y no saques
conclusiones. Estoy seguro de que usted no ha traído malas noticias, señor —y
miró al otro, anhelante.
—Lo siento… —comenzó el visitante.
—¿Está herido? —preguntó, enloquecida, la madre.
El hombre asintió.
—Muy herido —dijo suavemente—. Pero no sufre.
—¡Gracias a Dios! —exclamó la señora White juntando las manos—. ¡Gracias
a Dios! ¡Gracias…!
Se interrumpió de pronto, al comprender el siniestro sentido que se escondía
en ese consuelo, y vio la terrible confirmación de sus temores en el rostro del
hombre. Entonces contuvo la respiración, miró a su marido, que parecía no
entender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.
—Quedó atrapado en las máquinas —dijo el hombre en voz baja.
—Quedó atrapado en las máquinas —repitió el señor White, aturdido—. Sí.
Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer entre
las suyas y la apretó, como lo hacía cuarenta años antes, cuando la cortejaba.
—Era el único que nos quedaba —dijo, volviéndose suavemente hacia el
visitante—. Es muy duro.
El otro tosió, se levantó y se acercó con lentitud a la ventana.
—La empresa me ha encomendado que les exprese sus condolencias por
esta gran pérdida —dijo sin volverse—. Les ruego que comprendan que sólo soy
un empleado y que obedezco órdenes.
No hubo respuesta. El rostro de la señora White estaba lívido, sus ojos fijos,
y su respiración inaudible. El semblante de su esposo reflejaba una expresión como
la que podría haber tenido su amigo el sargento al comienzo de su carrera.
—Quería decirles que Maw y Meggins se deslindan de responsabilidades —
prosiguió—. No admiten ninguna obligación. Pero en consideración a los servicios
prestados por su hijo, desean compensarlos con una cantidad de dinero.
El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con horror al
visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra:
—¿Cuánto?
—Doscientas libras —fue la respuesta.
Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió lánguidamente, extendió
los brazos como un ciego y se desplomó sin sentido.
III
»El cantante, cuyo estado era parecido, sin duda, al de su héroe, pronto se
distanció demasiado como para deleitar mis oídos; y a medida que se alejaba la
música, caí en un sueño ligero, nada reparador. De algún modo, la canción se me
había metido en la cabeza, y empecé a divagar con las aventuras de mi respetable
compatriota, quien, al salir de la “taberna”, cayó al río, del que lo sacaron para
hacerlo “comparecer” ante un “jurado”, el cual, informado por un “veterinario” de
que el tipo estaba “muerto de remate y asunto concluido”, falló en conformidad, en
el preciso instante en que el difunto recobraba la conciencia, de modo que un
furioso altercado y una batalla campal concluyen la balada con la picardía y el
humor apropiados.
»Con fatigada monotonía recorrí despacio la balada, hasta el último verso, y
luego empecé de nuevo, y así una y otra vez, durante mi inquieto sueño a medias.
Por cuánto tiempo, no sabría decirlo. Pero, de pronto, empecé a murmurar
“muerto de remate y asunto concluido”, y algo parecido a otra voz dentro de mí
parecía decir, muy débilmente pero en forma nítida, “¡muerto!, ¡muerto!, ¡muerto!,
¡y que Dios tenga piedad de su alma!”; y al instante me desperté de golpe, mirando
fijo hacia adelante desde la almohada.
»Ahora bien —¿podrás creerlo, Dick?—, vi a la misma maldita figura, de
frente, y me contemplaba con su expresión sepulcral y demoníaca a no más de dos
metros de la cabecera».
Tom hizo una pausa y se limpió el sudor de la cara. Me sentí muy raro. La
criada estaba tan pálida como Tom; y, puesto que nos encontrábamos en el mismo
lugar de tales aventuras, todos nos sentíamos muy agradecidos, sin duda alguna,
de la brillante luz del día y de la actividad de la calle.
—Sólo la vi con claridad unos tres segundos; luego se tomó vaga e
imprecisa; pero, por mucho tiempo, hubo algo parecido a una columna de vapor
oscuro en el lugar donde se había ubicado la figura entre la pared y la cama; y yo
estaba seguro de que aún se encontraba ahí. Después de un buen rato, esta
aparición también se desvaneció. Llevé la ropa abajo, al recibidor, y me vestí allí,
con la puerta semiabierta; luego salí a la calle, y caminé por el pueblo hasta el
amanecer, hora en que regresé en un estado calamitoso y muerto de cansancio. Fue
una tontería de mi parte, Dick, sentir vergüenza de contarte los motivos de mi
agitación. Pensé que te reirías de mí, sobre todo porque siempre me tomé las cosas
con filosofía y me referí a tus fantasmas con desprecio. Llegué a la conclusión de
que no me darías tregua; de modo que mantuve en secreto mi relato de terror.
»Así pues, Dick, quizá no me creas, pero te aseguro que hace muchas
noches, después de mi última experiencia, que no piso mi cuarto. Cuando te ibas a
acostar, me quedaba sentado un rato en la sala de estar; luego me deslizaba en
silencio hasta la puerta de entrada, salía y me quedaba en la taberna Robin Hood
hasta que se fuera el último parroquiano; y luego pasaba la noche como un
centinela, caminando las calles de arriba abajo hasta la mañana siguiente.
»Durante más de una semana no descansé en mi cama. A veces, me
adormecía en un banco en la Robin Hood, y a veces echaba una siesta en una silla
durante el día, pero no dormí normalmente en ningún momento.
»Tomé la firme decisión de que alquiláramos otra casa, pero no me atrevía a
confesarte el motivo, y de un modo u otro fui postergando mi resolución de día en
día, a pesar de que mi vida se había vuelto, cada hora de dilación, tan desgraciada
como la del criminal perseguido por la policía. Este lamentable estilo de vida
estaba acabando con mi salud.
»Una tarde resolví disfrutar de una hora de sueño en tu cama. Odiaba la
mía; de modo que, fuera de una sigilosa visita diaria para deshacerla, temeroso de
que Martha, la criada, descubriera el secreto de mi ausencia nocturna, no entré
para nada en la fatídica habitación.
»Por desgracia y para mi mala suerte, tu dormitorio estaba cerrado y te
habías llevado la llave. Fui al mío con el propósito de deshacer la cama, como de
costumbre, y darle la apariencia de que había dormido en ella. Ahora bien, esa
noche, debido a la coincidencia de diversas circunstancias, me vi obligado a
enfrentar una escena pavorosa. En primer lugar, me sentía literalmente abrumado
por el cansancio, y ansiaba dormir; en segundo lugar, el efecto del agotamiento
excesivo sobre mis nervios se asemejaba al de un narcótico, y me volvía menos
susceptible a los angustiosos miedos ya habituales en mí. Y además, la ventana
estaba un poco entreabierta, una agradable frescura impregnaba el ambiente, y,
como broche de oro, el alegre sol de la tarde hacía muy agradable la habitación.
¿Qué podía impedirme disfrutar de una hora de siesta allí? El aire resonaba con el
zumbido alegre de la vida, y la abundante luz natural del día llenaba todos los
rincones de la pieza.
»Cedí —suprimiendo mi desasosiego— a la casi abrumadora tentación; y
apenas me quité el saco y me aflojé la corbata, me recosté en la cama con la idea de
limitarme a un breve sueño de media hora, con la finalidad de disfrutar de modo
inusitado de un colchón de plumas, un cobertor y un almohadón.
»Fue un hecho terrible e insidioso; y el demonio, sin duda, guió mis
preparativos, fatuos y caprichosos. Tonto de mí, creí, con la mente y el cuerpo
agotados por falta de sueño, y una semana sin descanso en mi haber, que era
posible, en esa situación, dormir tan sólo una media hora. Mi sueño fue profundo,
largo y desprovisto de pesadillas.
»Me desperté con calma, pero del todo, sin sobresaltos o sensaciones feas de
ningún tipo. Como sin duda recuerdas, era pasada la medianoche, me parece que
cerca de las dos de la mañana. Cuando el sueño ha sido profundo y largo,
suficiente para satisfacer las necesidades de la naturaleza, uno se despierta con
frecuencia de este modo, en forma súbita, tranquila y completa.
»Había una figura sentada en el viejo y pesado sofá al lado de la chimenea.
Estaba más bien de espaldas a mí, pero yo no estaba equivocado; se dio vuelta
despacio y, ¡por todos los cielos!, allí estaba el rostro sepulcral, con sus infernales
rasgos de perversidad y desesperanza, contemplándome con malicia. Ya no cabía
duda acerca de su percepción de mi presencia, ni de la infernal maldad que lo
animaba, pues se levantó y se acercó a mi cabecera. Tenía una soga alrededor del
cuello, y en la mano sostenía con rigidez el otro cabo, enrollado.
»Mi ángel protector me dio fuerzas para soportar la horrible crisis. Durante
unos segundos, me quedé paralizado frente a la mirada del aterrador fantasma. Se
acercó a la cama y me pareció que iba a meterse en ella. De inmediato salté al piso
por el otro extremo, y unos segundos después, no sé cómo, me encontré en el
vestíbulo.
»Pero todavía no se había roto el hechizo; no había atravesado aún el valle
de la sombra de la muerte. El aborrecible fantasma estaba allí, frente a mí. Se
encontraba cerca de la barandilla, un poco encorvado; y, con un cabo de la soga
alrededor del cuello, balanceaba un nudo en el otro, como para lanzarlo a mi
cuello, y mientras realizaba esta siniestra pantomima, tenía una sonrisa tan lasciva,
tan horrorosa y espeluznante, que me anuló los sentidos. No vi ni recuerdo nada
más, hasta que me encontré en tu cuarto.
»Tuve un escape milagroso, Dick —eso no se puede negar—, un escape por
el cual, mientras viva, bendeciré la misericordia del cielo. Nadie puede concebir o
imaginar lo que significa para un ser humano la presencia de semejante cosa, pero
he vivido esa espantosa experiencia. Dick, Dick, una sombra se ha cruzado en mi
camino, se me ha helado la sangre hasta los tuétanos, y no seré el mismo nunca
más… nunca, Dick… ¡nunca!».
Nuestra criada, una mujer madura de cincuenta y dos años, como ya dije, se
había quedado inmóvil mientras oía el relato de Tom, y poco a poco se acercó a los
dos, con la boca abierta y las cejas fruncidas sobre los ojos negros, pequeños y
brillantes, hasta que, mirando de soslayo de vez en cuando por encima del
hombro, se ubicó detrás de nosotros. Durante el relato había hecho varios
comentarios serios, en voz baja, pero he omitido tanto éstos como sus
exclamaciones, por razones de brevedad y sencillez.
—He oído a menudo hablar de ello —dijo en ese momento—, pero nunca lo
había creído hasta hoy, aunque, en realidad, ¿por qué no habría de creerlo? ¿Acaso
mi madre allá abajo, en el camino, no sabe varias historias extrañas —¡bendito sea
Dios!— aunque no lo diga? Pero usted no debió dormir en el dormitorio de atrás.
Ella, mi madre, no quería en absoluto que yo entrara y saliera de esa habitación ni
siquiera de día, y menos que un cristiano pasara la noche allí; pues ella asegura
que era su dormitorio.
—¿El dormitorio de quién? —preguntamos al mismo tiempo.
—Pues, el de él… el del viejo juez… el juez Horrock, claro, que en paz
descanse —y miró aterrada a su alrededor.
—¡Así sea! —murmuré, entre dientes—. Pero ¿murió allí?
—¡Murió allí! No, no exactamente allí —respondió ella—. Por cierto, ¿no se
colgó de la barandilla, ese viejo pecador, Dios tenga piedad de nosotros? ¿Y no fue
en el recoveco donde encontraron los mangos cortados de la soga de saltar, y el
cuchillo donde colocó la cuerda —¡bendito sea Dios!— para ahorcarse? La hija de
su ama de llaves era la dueña de la soga, me lo dijo mi madre varias veces, y la
niña no pudo recuperarse nunca después de eso, y se despertaba sobresaltada,
chillaba de noche, por las pesadillas y los terrores nocturnos que la acosaban; y
decían que era el alma del viejo juez la que la atormentaba; y ella bramaba y
gritaba para que alejaran al viejo grande y robusto con el cuello torcido; y entonces
profería: «Ay, ¡el amo!, ¡el amo!, ¡camina pesadamente hacia mí y me llama con
señas! Madre querida, ¡no me abandones!». Hasta que al fin la pobre criatura
murió, y los doctores dijeron que falleció por causa de agua en el cerebro, pues
¿qué otra cosa podían decir?
—¿Cuándo pasó todo eso? —pregunté.
—Ah… ¿cómo podría saberlo? —respondió—. Pero debe de haber ocurrido
hace mucho, mucho tiempo, porque el ama de llaves ya era vieja, con la pipa en la
boca y sin un solo diente. Pasaba los ochenta cuando mi madre se casó, y decían
que había sido una mujer atractiva y elegante cuando el viejo juez se suicidó. Por
cierto, mi madre pronto va a cumplir los ochenta. Y lo que empeoró las cosas para
el viejo villano desnaturalizado, que en paz descanse, hasta el punto de asustar a la
chica, como lo hizo, y llevársela de este mundo, fue lo que en su mayor parte
creían y pensaban todos. Mi madre dice que la pobre criaturita era su propia hija,
pues él se comportaba, según se decía, como un auténtico villano en más de un
sentido, y era el juez más amigo de la horca en todo el territorio de Irlanda, de
entonces y siempre.
—Por lo que ha mencionado acerca del peligro de dormir en ese dormitorio
—dije—, supongo que ha habido otras historias acerca de las apariciones del
fantasma.
—Bueno, sí, hubo cosas que se dijeron, cosas raras, sin duda —respondió
Martha, sin muchas ganas, al parecer—, ¿y por qué no? ¿Acaso no durmió en ese
mismo cuarto por más de veinte años? ¿Y no fue en el nicho donde preparó la soga
que llevó a cabo, al fin, lo que él mismo solía hacer, de la misma manera que
mandó matar en vida a muchos hombres mejores que él?… ¿Y acaso no tendieron
el cadáver en la misma cama, lo metieron en el ataúd en ese lugar, además, y lo
llevaron a su tumba desde allí hasta el cementerio de Pether, después del dictamen
del juez de instrucción? Pero hubo historias raras —mi madre las conoce todas—
sobre cómo un tal Nicholas Spaight se metió en un lío en relación con ese tema.
—¿Y qué dijeron del tal Nicholas Spaight? —pregunté.
—Ah, si de eso se trata, puedo contárselo ahora mismo —respondió.
Contó una historia muy extraña, por cierto, que despertó de tal modo mi
curiosidad, que fui a visitar a la anciana, su madre, de quien obtuve muchos
detalles curiosos. En efecto, estoy tentado de relatar el suceso, pero se me ha
cansado la mano de tanto escribir, lo que me obliga a postergarlo. Si desea oírla en
otra oportunidad, haré todo lo posible por complacerlo.
Cuando escuchamos el extraño relato que no le he contado, le hicimos una o
dos preguntas más acerca de las supuestas visitas espectrales que habían asediado
la casa después de la muerte del malvado juez.
—Nunca a nadie le fue bien allí —nos dijo—. Siempre hubo terribles
accidentes y muertes repentinas, y todos se quedaron por poco tiempo. Los
primeros en alquilarla pertenecían a una familia —no recuerdo el nombre—, pero
de todos modos eran dos muchachas acompañadas de su papá. Éste tenía unos
sesenta años, y era un caballero fuerte y sano como más de uno quisiera verse a esa
edad. Pues bien, él dormía en ese infortunado cuarto de atrás, y, en efecto —¡Dios
nos guarde del peligro!—, lo encontraron muerto una mañana, caído a medias de
la cama, con la cabeza negra como un carbón e hinchada como un budín, colgando
cerca del piso. Fue un ataque, dijeron. Estaba más muerto que un pescado, de
modo que él no podía contar lo que le había pasado; pero los ancianos estaban
seguros de que el viejo juez, y no otra cosa —¡Dios nos bendiga!—, lo había
asustado hasta el punto de hacerlo perder el juicio y la vida, ambas cosas a la vez.
»Poco después, llegó a la casa una solterona vieja y rica. No sé en cuál de los
dormitorios dormía ella, pero vivía sola; de todo modos, una mañana, cuando los
sirvientes bajaron temprano para iniciar sus tareas, la encontraron sentada en la
escalera del pasillo, temblando y murmurando para sí, totalmente loca; y nunca
más ni ellos ni sus amigos pudieron sacarle una palabra, excepto “no me pidan que
me vaya, porque le prometí esperarlo”. Ella jamás les dijo a quién se refería, pero
por supuesto todos los que estaban al tanto de lo que ocurría en la vieja casa sabían
muy bien lo que le había pasado.
»Más tarde, cuando arrendaban la casa como pensión, Micky Byrne alquiló
el mismo cuarto, con su mujer y tres niños pequeños; y, por cierto, yo misma oí a la
señora Byrne cuando ésta contaba cómo se elevaban los niños sobre la cama por la
noche, sin que ella pudiera ver quién lo hacía; y cómo se sobresaltaban y chillaban
a toda hora, igual que la hija muerta del ama de llaves, hasta que una noche el
pobre Micky bebió una copa de más, como solía hacerlo de vez en cuando; y, —
¡qué le parece!—, a medianoche creyó oír un ruido en las escaleras, y, estando
ebrio, no tuvo mejor idea que ir a ver por sí mismo qué pasaba. Bueno, un rato
después, lo último que su mujer oyó fue un “¡ay Dios!”, y el estruendo de una
caída que sacudió los cimientos de la mismísima casa y allí, en efecto, estaba
tendido el pobre Micky, en los últimos escalones, debajo del vestíbulo, con el cuello
quebrado en dos partes, en el lugar donde fue arrojado desde la barandilla».
Luego la criada añadió:
—Voy a buscar a Joe Gawey para que venga a embalar el resto de las cosas y
las lleve a su nuevo alojamiento.
Y así, todos salimos juntos, cada uno dando un respiro de alivio —no lo
dudo— al atravesar el funesto umbral por última vez.
Pues bien, conforme a lo acostumbrado desde tiempos inmemoriales en el
ámbito de la ficción, diré unas palabras más con el fin de acompañar al héroe no
sólo a través de sus aventuras, sino incluso más allá de este mundo. Debe de haber
notado que así como el héroe de carne y hueso de la novela es el personaje
principal del escritor de ficción, del mismo modo la vieja casa de ladrillo, madera y
argamasa es la protagonista del humilde escriba de este auténtico relato. Por lo
tanto, me siento obligado moralmente a narrar la catástrofe que la destruyó al final:
dos años después de mi relato la alquiló un curandero charlatán, que se hacía
llamar barón Duhlstoerf. Llenó las ventanas de la recepción con frascos llenos de
horrores indescriptibles conservados en aguardiente y colmó los periódicos con los
habituales avisos grandilocuentes y mendaces. Este caballero no incluía la
sobriedad entre sus virtudes, y una noche, rendido por el vino, prendió fuego al
cortinado de la cama, sufrió algunas quemaduras, y las llamas consumieron toda la
casa. Fue reconstruida después, y por un tiempo un empresario de pompas
fúnebres se estableció en sus predios.
Así pues, le he contado mis aventuras y las de Tom, junto con algunos
detalles secundarios valiosos, y, habiendo cumplido con mi obligación, le deseo
muy buenas noches y sueños placenteros.
Título original: «An Account of Some Strange Disturbances in Aungier Street»,
en Dublin University Magazine, 1853.
Traducción: Luz Freire
El invitado de Drácula
Bram Stoker
Había algo tan raro e inexplicable en todo eso, que me asusté y me sentí
bastante débil. Por primera vez, deseé haber escuchado el consejo de Johann. En
este punto, en circunstancias misteriosas y terriblemente afectado, pensé: «¡Es la
noche de Walpurgis!».
La noche de Walpurgis, en que, según la creencia de millones de personas, el
diablo andaba suelto, en que las tumbas se abrían y los muertos salían y
caminaban, en que las cosas diabólicas de la tierra, el aire y el agua se reunían a
festejar. Y estaba justamente en el lugar que el cochero había evitado tan
especialmente, el pueblo evacuado hacía siglos, el sitio donde se hallaba el suicida,
¡y donde yo me encontraba, solo, sin ninguna presencia humana, temblando de
frío en un manto de nieve, con una tormenta enfurecida que se avecinaba! Tuve
que recurrir a toda mi filosofía, a todos mis estudios de religión, a todo mi coraje
para no caer en un paroxismo de terror.
Y en ese momento estalló sobre mí un terrible tornado. El suelo se
estremeció como si galoparan sobre él miles de caballos. Pero esta vez la tormenta
no traía nieve en sus alas gélidas, sino inmensas piedras de granizo que caían con
tal violencia como si fueran arrojadas por los honderos baleares. Piedras que
derribaban hojas y ramas, y hacían que el refugio de los cipreses no fuera más útil
que un campo de espigas de maíz. Al comienzo corrí hasta el árbol más cercano,
aunque pronto me vi obligado a salir de allí y buscar el único sitio que parecía
brindar cobijo, la profunda entrada dórica de la tumba de mármol. Allí, acuclillado
contra la enorme puerta de bronce, logré protegerme un poco de los golpes del
granizo, pues ahora sólo me pegaban cuando rebotaban en el suelo y en los
costados del mármol.
Cuando me apoyé en la puerta, ésta se movió levemente y se abrió hacia
adentro. Cualquier refugio, aunque fuera el de una tumba, era bienvenido en esa
despiadada tempestad, y estaba a punto de entrar cuando el destello de un
relámpago zigzagueante iluminó todo el cielo. En ese instante, como que estoy
vivo, vi, al girar la vista a la oscuridad de la tumba, una bella mujer con las mejillas
redondeadas y los labios rojos, aparentemente durmiendo en un féretro. Cuando
estalló un relámpago arriba, sentí algo que me agarraba, como si fuera la mano de
un gigante, y me arrojaba hacia la tormenta. Fue todo tan repentino que, antes de
que me diera cuenta del golpe moral y físico, advertí que el granizo me azotaba
otra vez. Al mismo tiempo, me dominó la sensación extraña de no estar solo. Miré
la tumba y en ese preciso instante hubo otro relámpago enceguecedor, que pareció
impactar sobre la estaca de hierro que estaba en la parte superior de la tumba y
penetrar en la tierra, haciendo estallar y desmoronar el mármol como en un
incendio. La mujer muerta se levantó en un momento de agonía, envuelta por las
llamas, y su intenso grito de dolor se ahogó en el estruendo del relámpago. Lo
último que oí fue ese sonido terrible y confuso, pues otra vez me agarró la mano
gigante y me sacó de allí, mientras el granizo me golpeaba y el aire parecía
reverberar a mi alrededor con el aullido de los lobos. La última visión que
recuerdo fue la de una masa blanca e indefinida que se movía, como si todas las
tumbas que me rodeaban hubieran dejado salir a los fantasmas de sus muertos con
sus mortajas y se estuvieran acercando a mí a través del manto blanco del granizo,
que seguía cayendo.
Poco a poco, sentí que recuperaba vagamente la conciencia, y luego tuve una
sensación de cansancio aterradora. Por un momento, no recordé nada, pero
lentamente recuperé los sentidos. Tenía los pies muy lastimados; no podía
moverlos. Parecían entumecidos. Sentía frío en la nuca y en toda la columna; y los
oídos, como los pies, estaban muertos pero doloridos. Sin embargo, en el pecho
tenía una sensación de calidez que, en comparación, era deliciosa. Era una
pesadilla —una pesadilla física, si es posible usar esa expresión— porque un peso
enorme en el pecho me dificultaba la respiración.
Este período de semiletargo pareció durar mucho tiempo, y cuando
desapareció, debo de haberme dormido o desmayado. Luego sentí una fuerte
aversión, como una náusea, y un intenso deseo de liberarme de algo, aunque no
sabía de qué. Me rodeaba una quietud extrema, como si todo el mundo estuviera
muerto, interrumpida solamente por un jadeo grave, como si hubiera algún animal
cerca de mí. Sentí que me raspaba el cuello y luego tomé conciencia de la atroz
realidad, que me hizo sentir un escalofrío en todo el cuerpo e hizo que me subiera
súbitamente la sangre al cerebro. Un animal enorme estaba encima de mí,
lamiéndome el cuello. Tuve miedo de moverme, pues cierto instinto de prudencia
me obligó a quedarme quieto. Pero la bestia pareció advertir que se había
producido en mí algún cambio, porque en ese momento levantó la cabeza. A través
de las pestañas, vi encima de mí los dos ojos enormes y ardientes de un lobo
gigante. Sus dientes blancos y afilados relucían en su boca roja, completamente
abierta, y podía sentir su respiración caliente, feroz y corrosiva sobre mi cuerpo.
Después, por otro período, no recuerdo nada. Y luego percibí un gruñido
grave, seguido por un aullido, que se repetía unay otra vez. Luego oí un «¡Hola!»
aparentemente lejano, como si muchas voces gritaran al unísono. Con precaución,
levanté la cabeza y miré en la dirección de donde provenía el sonido, pero el
cementerio bloqueaba mi visión. El lobo seguía emitiendo un aullido extraño y un
resplandor rojo empezó a moverse alrededor del bosquecillo de cipreses, en la
dirección del sonido. A medida que las voces se fueron acercando, el lobo aullaba
más fuerte y más rápido. Yo tenía miedo de hacer cualquier tipo de movimiento o
de emitir sonido alguno. El resplandor rojo se acercó más, sobre el manto blanco
que se extendía en medio de la oscuridad circundante. Luego, repentinamente,
salió de atrás de los árboles un conjunto de hombres a caballo, al trote, blandiendo
antorchas. El lobo se apartó de mí y se fue hacia el cementerio. Vi que uno de los
hombres a caballo —que, por sus capas y sus uniformes militares, deduje eran
soldados— levantó su carabina y apuntó. Un compañero le golpeó el hombro y oí
el sonido del proyectil encima de mi cabeza. Evidentemente, me había confundido
con el lobo. Otro divisó al animal que se escabullía y le siguió un disparo. Luego, al
galope, la tropa avanzó hacia adelante, algunos en mi dirección y otros siguiendo
al lobo que desaparecía entre los cipreses cubiertos de nieve.
Cuando se acercaron, traté de moverme, pero no tenía fuerza, aunque podía
ver y oír lo que pasaba a mi alrededor. Dos o tres soldados saltaron de sus caballos
y se arrodillaron a mi lado. Uno de ellos me levantó la cabeza y me puso la mano
sobre el corazón.
—¡Buenas noticias, camaradas! —gritó—. ¡Todavía late!
Luego vertieron un poco de brandy en mi garganta; me dio fuerza y pude
abrir los ojos completamente y mirar alrededor. Luces y sombras se desplazaban
entre los árboles, y oí que los hombres se llamaban entre sí. Se reunieron,
pronunciando exclamaciones alarmantes, y las luces brillaban a medida que los
otros iban saliendo del cementerio atropelladamente, como poseídos. Cuando los
más alejados se acercaron a nosotros, los que estaban a mi lado les preguntaron
ansiosos.
—Y, ¿lo hallaron?
—¡No, no! —respondieron apresuradamente—. ¡Vayámonos rápido de aquí!
¡No es un lugar para quedarse, y mucho menos esta noche!
—¿Qué era? —preguntaron en todos los tonos de voz.
La respuesta surgió de parte de varios hombres, vagamente, como si
tuvieran un impulso común para hablar pero se sintieran restringidos por un
temor común de dar a conocer sus pensamientos.
—¡Era… era… efectivamente! —balbuceó uno de ellos, que por el momento
no podía razonar con propiedad.
—¡Era y no era un lobo! —dijo otro, estremeciéndose.
—No tiene sentido que intentemos dispararle sin la bala bendecida —afirmó
un tercero con naturalidad.
—¡Lo tenemos bien merecido por salir esta noche! ¡En verdad nos hemos
ganado nuestros mil marcos! —profirió un cuarto.
—Había sangre en el mármol roto —agregó otro después de una pausa—.
Los relámpagos nunca hicieron eso. Y en cuanto a él… ¿está a salvo? ¡Mírenle el
cuello! Ven, camaradas, el lobo estuvo encima de él, para que no se le enfriara la
sangre.
El oficial me miró el cuello y respondió:
—Está bien; la piel no está perforada. ¿Qué significa todo esto? Si no fuera
por el aullido del lobo, no lo habríamos encontrado nunca.
—¿Qué se hizo de él? —preguntó el hombre que sostenía mi cabeza en alto y
que parecía el más tranquilo del grupo, porque no le temblaban las manos. En la
manga llevaba la insignia de un suboficial de marina.
—Se fue a su guarida —contestó el hombre, con el rostro pálido, temblando
de terror al mirar asustado a su alrededor—. Puede haber entrado en cualquiera de
estas tumbas. Son suficientes. ¡Vamos, camaradas, vayámonos rápido!
Abandonemos este lugar maldito.
El oficial me levantó hasta que quedé sentado, impartió una orden y luego
varios hombres me subieron al caballo. Él saltó a la montura que estaba detrás de
mí, me tomó en sus brazos, dio la orden de avanzar y, sacando la vista de los
cipreses, nos alejamos de allí cabalgando en formación militar. Todavía no me
respondía la lengua y permanecía callado a la fuerza. Debo haberme quedado
dormido, porque sólo recuerdo que luego me encontré de pie, sostenido por un
soldado de cada lado. Era casi pleno día y hacia el norte se reflejaba un rayo rojizo
de sol, como un sendero de sangre, sobre la nieve que quedaba. El oficial les estaba
pidiendo a los hombres que no dijeran nada de lo que habían visto, excepto que
habían encontrado a un inglés desconocido, custodiado por un perro enorme.
—¡Un perro! ¡Eso no era un perro! —lo interrumpió el hombre que había
exhibido tanto temor—. Creo reconocer a un lobo cuando lo veo.
—Dije «un perro» —respondió con calma el joven oficial.
—¡Un perro! —insistió el otro, irónicamente. Era evidente que su coraje
aumentaba con la salida del sol y, señalándome a mí, agregó—: Mírele el cuello.
¿Es eso obra de un perro, jefe?
Instintivamente, levanté la mano hacia el cuello y, al tocarlo, grité de dolor.
Los hombres se reunieron alrededor para observar; algunos bajaron de las
monturas, y una vez más se oyó la voz calma del joven oficial.
—Un perro, como dije. Si dijéramos otra cosa, sólo se reirían de nosotros.
Luego me montaron detrás de uno de los soldados y cabalgamos hacia las
afueras de Munich. Aquí nos cruzamos con un coche apartado, me subieron a él y
partimos hacia el hotel Quatre Saisons. El joven oficial me acompañó, mientras un
soldado nos seguía con su caballo y los otros regresaron al cuartel.
Cuando llegamos, Herr Delbruck bajó las escaleras tan rápidamente para
venir a buscarme, que era evidente que había estado mirando desde adentro. Me
tomó de ambas manos y me llevó solícito al interior del hotel. El oficial se despidió
y estaba a punto de retirarse cuando advertí su propósito e insistí en que viniera a
mi cuarto. Bebimos una copa de vino y luego le agradecí cordialmente a él y a sus
valientes camaradas por haberme salvado. Él se limitó a responder que estaba más
que satisfecho y que Herr Delbruck ya había dado los primeros pasos para
gratificar al grupo de rescate. Ante ese comentario ambiguo, el maître d’hotel sonrió,
mientras el oficial se disculpaba para retirarse.
—Pero, Herr Delbruck, ¿cómo y por qué me fueron a buscar los soldados? —
pregunté.
Él se encogió de hombros, como si estuviera desvalorizando su propia
acción, y respondió:
—Tuve la suerte de obtener un permiso del comandante para pedir
voluntarios en el regimiento del que yo participé.
—Pero ¿cómo sabía que yo me había perdido? —interrogué.
—El cochero vino con los restos del vehículo, que volcó cuando huyeron los
caballos.
—Pero usted no iba a enviar un grupo de soldados a buscarme sólo por
eso…
—¡Oh, no! —respondió—. Pero aun antes de que llegara el cochero, recibí
este telegrama de su anfitrión boyardo —y me entregó un trozo del papel que tenía
en el bolsillo. Entonces lo leí.
Bistritz:
Tenga cuidado con mi invitado. Su bienestar es de lo más valioso para mí. Si algo
llegara a sucederle, o si se perdiera, no repare en nada con tal de hallarlo y garantizar su
seguridad. Es inglés y, por tanto, aventurero. Suele haber peligros entre la nieve, los lobos y
la noche. No pierda un instante si sospecha que puede estar en riesgo. Recompensaré su celo
con mi fortuna.
Drácula
Catherine Wells
Una niña de catorce años estaba sentada en una vieja cama, recostada sobre
unos almohadones y tosiendo de tanto en tanto a causa del resfrío y la fiebre que la
obligaban a permanecer allí. Ya no quería seguir leyendo a la luz de la lámpara y
permanecía reclinada, escuchando lo poco que podía oír y observando el fuego de
la chimenea. Desde abajo, más allá del ancho y oscuro pasillo, cubierto de paneles
de roble y en el que colgaban cuadros antiguos con llameantes batallas navales
pintadas en sus telas, desde más allá de la amplia escalera de piedra que daba a
una pesada puerta chirriante, le llegaban, por momentos, los tenues sonidos de la
música de baile. Primos, primos y más primos se hallaban allí abajo, y el tío
Timothy, como anfitrión, animaba la velada. Muchos de ellos habían entrado
alegremente en su cuarto durante el día, le decían que su enfermedad era «una
verdadera lástima», que patinar en el parque era «demasiado divertido», y luego se
iban a bailar otra vez. El tío Timothy se comportó con mucha amabilidad. Pero…
allí abajo se escapaba para siempre toda la felicidad que la niña había deseado
durante más de un mes.
Contempló cómo caían parpadeando las llamas del gran fuego de leños en el
hogar. Por momentos tenía que apretarse las manos para detener las lágrimas.
Había descubierto —pronto empezaba a conocer los pequeños secretos de la
feminidad— que si tragaba con fuerza y rápidamente cuando las lágrimas se
juntaban, podía evitar que se le inundaran los ojos. Deseó que alguien fuera a
verla. Tenía una campana a su alcance, pero no se le ocurría ninguna excusa para
hacerla sonar. Deseó también que hubiera más luz en el cuarto. El fuego la
iluminaba vivamente cuando los leños llameaban hacia arriba; pero, cuando
apenas brillaban, las sombras oscuras bajaban desde el techo y se juntaban en los
rincones, contra las paredes. Puso su atención en el tenue resplandor que
proyectaba la lámpara sobre el agradable desorden de la mesa de luz: la
mermelada de grosellas y la cuchara, las uvas, la limonada, el pequeño montón de
libros, todo parecía cálido y acogedor. Tal vez la señora Bunting, el ama de llaves
de su tío, regresara pronto a conversar con ella.
La señora Bunting muy probablemente estaría más ocupada que de
costumbre esa noche. Se habían agregado varios invitados nuevos: los
participantes de otra fiesta que llegaron en coche, acompañados de una conocida
figura romántica, nada menos que el famoso actor Percival East. La entereza de la
niña se había quebrado esa tarde, cuando el tío Timothy le contó que East estaba en
la casa. El tío estaba sorprendido: sólo otra niña podría haber entendido
perfectamente lo que significaba que un simple resfrío le impidiera conocer en
persona a ese mítico héroe del teatro; otra niña que se hubiera desbordado de
alegría ante su audacia, llorado ante sus nobles gestos de renuncia, sentido
felicidad —y un poco de envidia— ante el abrazo final con la mujer amada.
—¡Bueno, bueno, querida sobrina! —le había dicho el tío Timothy,
palmeándola suavemente en el hombro, con gran pena—. No te preocupes. Si no
puedes levantarte, le pediré que suba a verte. Te lo prometo. ¡Qué increíble
atracción que tienen sobre las niñas estos personajes! —dijo como para sí mismo.
El revestimiento de madera crujió, como suele pasar en las casas viejas. La
niña era de esa clase de personas temerosas que no creen en fantasmas, y, sin
embargo, desean con toda su alma no cruzarse nunca con uno. ¡Y hacía tanto
tiempo que nadie la visitaba! Pasarían muchas horas, se dijo, antes de que la niña
que dormía en la habitación de al lado se acostase; las dos piezas estaban
comunicadas por una puerta, lo que le daba tranquilidad. Si hacía sonar la
campana, pasarían un par de minutos antes de que alguien llegara desde los
cuartos de la servidumbre, que se hallaban bastante lejos. Una de las mucamas
pronto debería cruzar el pasillo, pensó, para arreglar los cuartos y agregar carbón
al fuego de las chimeneas. Todo eso iría acompañado de una serie de ruidos que
serían una distracción. ¡Cómo se aburría una en la cama! ¡Qué horrible, que
insoportablemente horrible era estar atada a la cama, perdiéndose toda la alegre
diversión de allá abajo! Ante este pensamiento, tuvo que tragarse una vez más las
lágrimas.
Con un ruido inesperado, una explosión de risas y aplausos, la puerta al pie
de la escalera se abrió y cerró. La niña oyó unos pasos que subían y unas voces que
se acercaban. Era el tío Timothy, quien golpeaba la puerta entreabierta.
—Pasen —gritó, contenta.
Junto al tío se hallaba un hombre de mediana edad, de expresión tranquila y
cabello gris. ¡Al fin el tío había traído un médico!
—Aquí tiene a otra de sus pequeñas admiradoras, señor East —dijo el tío
Timothy.
¡El señor East! De pronto comprendió que había esperado verlo llegar
envuelto en una capa, con el cabello empolvado y finos ropajes. Su tío sonrió ante
su cara de sorpresa.
—No lo reconoce, señor East —señaló.
—Por supuesto que lo reconozco —dijo valientemente la niña y se
incorporó, sonrojada por la excitación y la fiebre, los ojos brillosos y el cabello
revuelto.
En efecto, empezó a ver cómo el renombrado héroe del escenario y el
hombre de rostro bondadoso se unían como en un mismo retrato. Allí estaba el
suave movimiento de la cabeza, la barbilla… ¡Claro! Y los ojos, ahora que los veía
con detenimiento.
—¿Por qué lo estaban aplaudiendo? —preguntó.
—Porque les prometí que les daría un susto mortal —respondió el señor
East.
—¡Oh! ¿Cómo?
—El señor East —aclaró el tío Timothy— se va a disfrazar como nuestro
viejo fantasma ya desaparecido y nos va a proporcionar un rato verdaderamente
escalofriante, allá abajo.
—¿De verdad? —exclamó la jovencita, con la ansiedad que sólo puede
contenerse en la voz de una niña—. ¡Ay! ¿Por qué me enfermé, tío Timothy? No
estoy enferma. ¿No se nota que ya estoy mejor? Me he pasado el día en cama.
Estoy perfectamente bien. ¿Puedo bajar, querido tío…, por favor?
Ya casi había salido de la cama, por el entusiasmo.
—¡Bueno, bueno, pequeña! —la tranquilizó el tío, alisando las sábanas con
rapidez y tratando de cubrirla.
—Pero ¿puedo?
—Por supuesto, si quieres que te asuste en serio, te aseguro que te daré un
susto tremendo —empezó a decir Percival East.
—Oh, sí, claro que quiero —gritó la niña, saltando en la cama.
—Volveré para que me veas cuando esté disfrazado, antes de bajar.
—¡Ay, por favor, por favor! —exclamó, radiante, la pequeña.
¡Una representación privada, sólo para ella!
—¿Estará de veras horrible? —preguntó riendo.
—Todo lo que pueda —el señor East sonrió y siguió al tío Timothy, que ya
salía del cuarto—. ¿Sabes? —dijo, volviéndose antes de cerrar la puerta y
mirándola con burlona seriedad—. Creo que estaré bastante espantoso. ¿Estás
segura de que no te importará?
—¿Importarme?… ¿Tratándose de usted? —rió la niña.
El señor East salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.
—Tralalá, tralalá —tarareó contenta la pequeña y volvió a meterse entre las
sábanas, las estiró sobre su pecho y se puso a esperar.
Permaneció muy tranquila durante un buen rato, sonriente, pensando en
Percival East, y en sus distintos papeles dramáticos. Lo admiraba mucho. Recordó
detalladamente la última obra en que lo había visto. ¡Estaba tan espléndido al
batirse a duelo! No podía imaginárselo con aspecto horrible, pensó. ¿Qué haría
para lograrlo?
Hiciera lo que hiciera, ella no se iba a asustar. Él no podría decir que la había
asustado a ella. El tío Timothy también estaría allí, supuso. ¿O no?
Oyó pasos frente a la puerta, a lo largo del pasillo, que luego se perdieron.
La puerta al pie de la escalera se abrió y luego se cerró con un golpe.
El tío Timothy había bajado.
La niña siguió esperando.
Un tronco, quemado y rojo, se partió súbitamente en dos y los pedazos
cayeron de repente en el fondo de la chimenea. La pequeña se sobresaltó con el
ruido. ¡Todo estaba tan silencioso! Se preguntó cuánto más tardaría el señor East.
Hacía falta atizar el fuego, pues los pedazos de tronco se habían juntado. ¿Debía
llamar? Pero el señor East podría entrar justo en el momento en que la sirvienta
estuviera avivando el fuego, y eso arruinaría su entrada. El fuego podía esperar…
La habitación estaba silenciosa y, a causa de la tenue luz del fuego, más
oscura. Ya no le llegaba ningún ruido desde abajo, porque la puerta estaba cerrada.
Había estado abierta durante todo el día, pero ahora se había roto el último y frágil
vínculo que la unía a los demás.
La llama de la lámpara dio un repentino salto. ¿Por qué? ¿Estaría a punto de
apagarse? ¿Se apagaría?… No.
Esperaba que el señor East no se le apareciera de golpe. Por supuesto que no
lo haría. De todas maneras, hiciera lo que hiciera, ella no se asustaría…, no
verdaderamente. Hombre prevenido vale por dos.
¿Hubo un ruido? La niña se levantó, con la mirada clavada en la puerta.
¡Nada!
Pero, sin duda, la puerta se había entreabierto, ¡ya no encajaba tan
perfectamente en el marco! Tal vez, la puerta… tenía la seguridad de que se había
movido. Sí, se había movido…, se había abierto unos dos centímetros, y, poco a
poco, mientras observaba, vio un hilo de luz entre el filo de la puerta y el marco,
que crecía despacio y se detenía.
No era posible que entrara por allí. Se había entreabierto por sí sola. El
corazón de la niña empezó a latir con más fuerza. Sólo podía ver la parte superior
de la puerta: el pie de la cama le ocultaba el resto.
Su atención se hizo más aguda. De pronto, tan repentinamente como un
disparo, descubrió una pequeña figura, como un enano, cerca de la pared, entre la
puerta y la chimenea. Era una pequeña figura con capa, no más alta que la mesa.
¿Cómo lo hacía? Se movía despacio, muy despacio, hacia el fuego, como si no se
diera cuenta de la presencia de la niña, envuelto en una capa que arrastraba por el
suelo, con un sombrero en la cabeza inclinada sobre los hombros. La pequeña se
aferró a las sábanas: era algo tan raro, tan inesperado; soltó una risita nerviosa para
romper la tensión del silencio…, para demostrarle su aprecio.
El enano se detuvo en seco al oír el ruido y giró hacia ella.
¡Ay! ¡Pero qué miedo sentía! La cara del enano era de un tono blanco
cadavérico, tenía un rostro largo y afilado, hundido entre los hombros. ¡No había
color en los ojos que la observaban! ¿Cómo lo hacía? ¿Cómo lo hacía? Era
demasiado bueno. Se volvió a reír nerviosamente; y con un estremecimiento de
terror que no pudo dominar, vio cómo la figura salía de las sombras y avanzaba
hacia ella. Se armó de valor; no debía asustarse por una simple representación… Se
acercaba, era horrible, horrible…, estaba llegando a su cama…
Escondió de golpe la cabeza entre las sábanas. Nunca supo si gritó o no…
Alguien tocaba a la puerta, hablando alegremente. La niña sacó la cabeza de
las sábanas, avergonzada por su temor. ¡La horrible criatura había desaparecido! El
señor East hablaba desde la puerta. ¿Qué era lo que decía? ¿Qué?
—Ya estoy listo —dijo—. ¿Quieres que entre y empiece?
Título original: «The Ghost», en El libro de Catherine Wells, 1928.
Traducción: Luz Freire
La historia del difunto
señor Elvesham
No escribo esta historia esperando que la crean sino para evitar que caiga la
próxima víctima. Tal vez ella pueda beneficiarse con mi desgracia. Mi caso es
irreparable, lo sé, y de algún modo estoy preparado para afrontar mi destino.
Mi nombre es Edward George Eden. Nací en Trentham, Staffordshire, en la
época en que mi padre trabajaba como jardinero. Mi madre murió cuando yo tenía
tres años y mi padre, cuando cumplí los cinco. Mi tío, George Eden, me adoptó
como hijo propio. Era soltero, autodidacta y había logrado cierto prestigio en
Birmingham como periodista. Costeó mis estudios con gran generosidad y me
impulsó a sentir deseos de progresar en el mundo. Al morir, hace cuatro años, me
dejó toda su fortuna, que ascendía a unas quinientas libras después de pagar todos
los impuestos. Yo tenía entonces dieciocho años. En su testamento me aconsejaba
emplear ese dinero en completar mi educación. Yo había elegido estudiar medicina
y, gracias a su generosidad póstuma y a mi buena suerte para obtener una beca,
me convertí en estudiante de la Universidad de Londres. En el momento en que
comienza mi historia, alquilaba una buhardilla en University Street 11 A,
pobremente amueblada, expuesta a las corrientes de aire, con vista a los fondos de
Schoolbred. Allí vivía y dormía, tratando de hacer valer hasta mi último centavo.
Un día, al llevarle mis botas al zapatero de Tottenham Court Road, me
encontré por primera vez con el viejo de la cara amarilla, con quien mi vida está
inextricablemente enlazada. Cuando abrí la puerta de calle, lo vi observando, con
evidente incertidumbre, el número de la casa. Sus ojos, de un gris deslucido y con
los bordes rojizos, se fijaron en mí. Su rostro asumió de inmediato una expresión
de torpe amabilidad.
—Llega justo a tiempo —me dijo—. Había olvidado el número de su casa.
¿Cómo le va, señor Eden?
Me sorprendió un poco su familiaridad; nunca antes había visto a ese
hombre. También estaba molesto de que me viera con las botas debajo del brazo. El
viejo notó mi falta de cordialidad.
—Usted se preguntará quién diablos soy —me dijo—. Un amigo, le aseguro.
Yo lo he visto antes, aunque usted no me reconozca. ¿Hay algún lugar donde
podamos conversar?
Dudé. No quería exhibir la pobreza de mi bohardilla a un desconocido.
—Tal vez podamos conversar mientras caminamos. Lamentablemente, no
tengo mucho tiempo —le respondí, haciendo un gesto que daba a entender lo que
quería decir antes de terminar la frase.
—¿En qué dirección? —preguntó, mirando a un lado y a otro. Yo aproveché
para dejar caer las botas en el pasillo—. Mire —agregó de pronto—. Este asunto es
complicado. Venga a almorzar conmigo, señor Eden. Soy un hombre muy mayor,
no sé explicarme bien y, con el ruido del tráfico, no voy a conseguir que usted oiga
mi voz.
Me tocó el brazo persuasivamente con una mano delgada y temblorosa. Yo
no era tan viejo como para que un hombre mayor no pudiera invitarme a almorzar.
Pero al mismo tiempo no me gustaba demasiado su repentino ofrecimiento.
—Prefiero… —respondí.
—Vamos —exclamó—. Deme el gusto, aunque sea por respeto a mis canas.
Entonces acepté. Me llevó al restaurante de Blavitski. Tuve que caminar
despacio para adecuarme a su ritmo. Durante un sabroso almuerzo, en el que se las
arregló para contestar mis preguntas capciosas, pude observar detenidamente su
fisonomía. Su cara, bien afeitada, era delgada y estaba llena de arrugas; sus labios
ajados caían sobre su dentadura postiza; su cabello blanco era fino y más bien
largo; tenía la espalda arqueada. Me pareció chico, pero casi todos los hombres me
parecían chicos en ese entonces. Y, al observarlo, advertí que él también me
examinaba, con un curioso aire de codicia en los ojos. Me observaba los hombros,
las manos tostadas por el sol, la cara llena de pecas.
—Y ahora —agregó, mientras encendíamos un cigarrillo— le explicaré para
qué vine a buscarlo. Debo decirle que soy un hombre mayor, muy mayor, que
poseo una pequeña fortuna y no tengo a quién dejársela.
Pensé en el cuento del tío y decidí cuidar lo que me quedaba de mis
quinientas libras. El viejo siguió hablando de su soledad y del problema que tenía
para hallar un heredero.
—He reflexionado mucho. Pensé en instituciones de caridad, becas,
bibliotecas y he llegado al fin a esta conclusión —dijo, mirándome fijamente—:
Buscar un joven ambicioso, puro y pobre, mentalmente sano, saludable, y, en poco
tiempo, convertirlo en mi heredero, darle todo lo que tengo —se detuvo un
momento y luego repitió—: Darle todo lo que tengo, para que pueda liberarse de
las preocupaciones de la pobreza.
Traté de mostrar indiferencia y, con evidente hipocresía, dije:
—Entiendo, usted quiere que yo lo ayude, como profesional, a encontrar a
esa persona.
Sonrió, me observó a través del humo del cigarrillo y yo reí al sentir que me
había descubierto.
—¡Qué brillante carrera puede tener ese hombre! —exclamó—. Me llena de
envidia pensar que otro disfrutará de lo que yo he acumulado durante tantos años.
Pero obviamente deberá cumplir algunas condiciones. Las cosas nunca son del
todo gratuitas. Por ejemplo, deberá adoptar mi nombre. Además, debo enterarme
de todas las circunstancias de su vida antes de tomar la decisión final. Debe estar
bien de salud. Debo averiguar si tiene alguna enfermedad genética, de qué
murieron sus padres y conocer a la perfección su intimidad.
Con todo esto, se enfrió un poco mi entusiasmo.
—Y debo entender, entonces, que yo… —dije.
—Sí, ¡usted! —respondió, casi con violencia—. ¡Usted!
No contesté una sola palabra. Mi imaginación se perdía en divagaciones, ni
siquiera mi escepticismo podía detenerla. Pero no sentí ningún impulso de
agradecimiento. No sabía qué decir ni cómo decirlo.
—Pero ¿por qué justo yo? —pregunté finalmente.
Comentó que el profesor Haslar me había nombrado cuando él le preguntó
por un joven sano y honesto. Y que deseaba dejar su dinero a una persona que
reuniera esas condiciones.
Así terminó mi primer encuentro con el viejo. No habló mucho sobre sí
mismo. Dijo que por el momento no me daría su nombre y, después de hacerme
unas preguntas, se despidió y me dejó en la puerta del restaurante. Advertí que, al
pagar el almuerzo, había sacado de su bolsillo un puñado de monedas de oro. Me
intrigó su insistencia sobre la salud del heredero. De acuerdo con lo convenido, al
día siguiente me presenté en la Royal Insurance Company para sacar un seguro de
vida por una suma considerable. Durante la semana siguiente, los médicos de la
compañía me sometieron a exámenes exhaustivos. Pero el viejo no quedó
satisfecho e insistió en que el famoso doctor Henderson me hiciera un examen
adicional.
Pasó un tiempo hasta que tomó la decisión. Un viernes a la noche, a eso de
las nueve, se presentó en mi casa. Yo estaba preparando un examen. Él se hallaba
parado en el pasillo, debajo del farol, y las sombras que confluían en su cara le
daban un aspecto grotesco. Parecía más encorvado que en nuestro primer
encuentro y sus mejillas se habían hundido un poco más. Su voz temblaba de
emoción al hablar.
—Todo está muy bien, señor Eden. El examen ha dado un buen resultado.
Todo está muy, muy bien. Ésta es la gran noche y usted debe cenar conmigo para
festejar su… —fue interrumpido por la tos—… su ascenso. Por otro lado, no tendrá
que esperar mucho —agregó, secándose los labios con el pañuelo, extendiendo
hacia mí su mano esquelética—. De veras, no habrá que esperar mucho.
Salimos a la calle y tomamos un taxi. Recuerdo claramente cada detalle del
viaje: el movimiento rápido, el contraste que generaba la iluminación de petróleo
con la luz eléctrica, la multitud en las calles, el restaurante de Regent Street donde
fuimos a cenar y la cena exquisita que nos sirvieron. Me desconcertó que el mozo
observara con desprecio mi ropa gastada pero pronto recuperé mi confianza
gracias al calor del champagne. Al principio, el viejo habló de sí mismo. Ya en el taxi
me había revelado su nombre. Era nada menos que Egbert Elvesham, el gran
filósofo, cuyo nombre conocía desde mis años escolares. Me pareció increíble que
este hombre, esta gran abstracción cuya inteligencia había dominado mi mente
desde tan temprana edad, se corporizara de pronto en esta figura decrépita que
estaba delante de mí. Me atrevo a decir que todos los jóvenes solemos sentir una
gran desilusión cuando nos enfrentamos con una celebridad. Mientras comíamos,
me hablaba del futuro, de los beneficios que obtendría de su vida lánguida y
próxima a extinguirse: sus derechos de autor, sus propiedades, sus inversiones.
Nunca pensé que los filósofos tuvieran tanto dinero. Me observaba comer y beber
con un dejo de envidia.
—¡Cuánta vida hay en usted! —exclamó. Y luego, con un suspiro, un suspiro
que me pareció de alivio, agregó—: No habrá que esperar mucho.
—Ay —le contesté, un poco mareado por el alcohol—, le debo a usted un
excelente futuro. Voy a tener ahora el honor de llevar su nombre. Pero usted tiene
un pasado. Un pasado que es digno de todo mi futuro.
Sacudió la cabeza y sonrió. Me pareció que estaba un poco triste por mi
actitud aduladora.
—¿Realmente cambiaría ese futuro? —me preguntó.
El mozo trajo licores.
—Es probable que a usted no le importe adoptar mi nombre o mi posición.
Pero ¿de verdad tomaría voluntariamente mis años?
—Con sus obras —repliqué, con galantería.
Sonrió nuevamente.
—Por favor —dijo, dirigiéndose al mozo—, otros dos kümmel.
El anciano había sacado un pequeño paquete de su bolsillo y fijó su atención
en él.
—Esta hora de la sobremesa —continuó— es la hora de las pequeñas cosas.
He aquí una ínfima porción de mi sabiduría inédita.
Abrió el paquete con sus dedos temblorosos y amarillentos, y me mostró un
polvo rosado.
—Debe adivinar qué es. Ponga un poco en el kümmel y verá cómo mejora el
gusto.
Sus grandes ojos grises me observaban con una expresión inescrutable. Me
conmovió un poco que el maestro dedicara su sabiduría al gusto de los licores. Sin
embargo, fingí un gran interés por esta debilidad suya. Estaba bastante borracho
para esa adulación.
Repartió el polvo en los dos vasos y, levantándose de pronto con una
dignidad inesperada y extraña, me extendió su copa. Lo imité y los vasos chocaron.
—Por su pronta sucesión —dijo, llevándose la copa a los labios.
—No, eso no —respondí, intempestivamente—. Por una larga vida.
El anciano vaciló, con la copa a la altura del mentón, y luego repitió, riendo:
—Por una larga vida.
Bebimos, mirándonos a los ojos. A medida que el kümmel pasaba por mi
garganta, sentí una sensación intensa y rara. De inmediato experimenté una gran
confusión. Me dolía la cabeza y me zumbaban los oídos. No sentía ningún sabor en
la boca, ningún aroma atravesaba mi garganta. Sólo veía la intensidad de su
mirada gris y abrasadora. La confusión mental, el ruido y la conmoción parecían
interminables. Imágenes de cosas semiolvidadas aparecian y desaparecían en el
límite de la conciencia. Finalmente, el viejo rompió el hechizo. Con un fuerte
suspiro, apoyó la copa sobre la mesa.
—¿Bien? —preguntó.
—Es exquisito —exclamé, aunque no había percibido el sabor.
Sentí unas terribles puntadas en la cabeza y tuve que sentarme. Mi
confusión era total. Luego, fue aumentando mi poder de percepción, como si viera
todas las cosas a través de un espejo cóncavo. Su modo de actuar pareció haberse
transformado. Ahora estaba nervioso. Sacó el reloj y le dirigió una mirada ansiosa.
—¡Son las once y diez! —exclamó—. Y esta noche tengo que… el tren sale a
las once y treinta de Waterloo. Debo irme enseguida.
Pidió la cuenta y se colocó con torpeza el abrigo. Los mozos acudieron para
ayudarnos. Unos minutos después nos despedíamos: él en el interior de un coche y
yo afuera, todavía con esa absurda sensación de —¿cómo expresarlo?— ver y
sentir a través de un binocular invertido.
—Esa bebida —dijo el viejo, poniéndose la mano sobre la frente—. No debí
habérsela dado. Mañana le va a doler la cabeza. Espere un momento. Tome.
Me dio un sobre chato que contenía un polvo similar a un laxante.
—Tómelo con agua antes de acostarse. Lo que tomamos era fuerte. Pero esto
le despejará la cabeza. Deme otra vez su mano. Prosperidad.
Apreté su mano amigada.
—Adiós —agregó y, por la mirada que adiviné debajo de sus párpados,
advertí que él también estaba bajo el influjo de la bebida.
Luego, sobresaltado, recordó algo. Urgó en su bolsillo y sacó otro paquete,
esta vez cilíndrico, del tamaño de una barra de crema para afeitar.
—Casi me olvido —dijo—. No lo abra hasta que yo venga mañana, pero
llévelo ahora.
Era tan pesado que casi se me cae.
—Muy bien —asentí, y él me sonrió por la ventanilla mientras el cochero
despertaba al caballo.
Era un paquete blanco, con dos sellos rojos en cada uno de los bordes.
—Si esto no es dinero, es platino o plomo —comenté.
Lo guardé con cuidado en el bolsillo y, con la cabeza todavía dándome
vueltas, empecé a caminar hacia mi casa por Regent Street y por las calles
desoladas y oscuras, más allá de Portland Road. Recuerdo vividamente las
extrañas sensaciones de esa caminata. Me sentía tan ajeno a mi mismo que podía
advertir mi confusión mental. Me preguntaba si habría ingerido opio, algo que
nunca había probado. Es difícil describir ahora ese estado tan particular, algo
semejante a una disociación mental. Mientras caminaba por Regent Street, estaba
extrañamente convencido de que estaba en la estación Waterloo y sentí el raro
impulso de entrar en el Politécnico como quien toma un tren. Entonces me froté los
ojos y la calle volvió a ser Regent Street. ¿Cómo expresarlo? Ustedes ven a un actor
que los observa tranquilamente y de pronto hace un gesto y se transforma en otra
persona. ¿Suena increíble si les digo que me pareció, por un momento, que la calle
había hecho lo mismo? Luego, cuando quedé convencido de que era otra vez
Regent Street, me asaltaron algunas reminiscencias fantásticas. «Fue aquí», pensé,
«donde hace treinta años discutí por última vez con mi hermano». Entonces me reí,
y un grupo de merodeadores nocturnos se asombró. Hace treinta años yo no
existía y nunca tuve un hermano. Sin duda, la bebida que había tomado era muy
fuerte, porque el recuerdo angustioso de ese hermano perdido seguía
entristeciéndome. En Portland Road la locura tomó un aspecto diferente. Empecé a
recordar negocios desaparecidos y a comparar la calle con la que alguna vez supo
ser. Era comprensible que surgieran esos pensamientos confusos después de la
bebida que había ingerido, pero lo que me desconcertaba eran esos recuerdos
vividos y fantasmales. No sólo los recuerdos que surgían de la nada sino también
aquellos que habían desaparecido. Me detuve ante la vidriera de Stevens, el
veterinario, y traté en vano de recordar la relación que tenía conmigo. Pasó un
ómnibus e hizo el mismo ruido que un tren. Yo estaba sumergido en la
profundidad de mis recuerdos. «Es claro», me dije al final, «Stevens me ha
prometido tres ranas para mañana». Curiosamente debo haberlo olvidado.
¿Todavía les mostraban a los niños esas imágenes superpuestas? Recuerdo
algunas que comenzaban como una figura débil que iba creciendo y desplazaba a
otra. Sentía algo similar en mi interior, como si un conjunto de sensaciones nuevas
estuviera luchando por desplazar a las que siempre habían estado conmigo.
Atravesé Euston Road hacia Tottenham Court Road, en ese estado de
confusión mental, un poco asustado, sin darme cuenta de que estaba tomando un
camino completamente distinto del habitual. Doblé hacia University Street y
descubrí que había olvidado mi número. Tuve que esforzarme bastante para
recordar que vivía en el 11 A, pero me dio la sensación de que alguien me lo había
dictado. Traté de recordar los detalles de la cena, pero juro por mi vida que no
pude recuperar el rostro de mi anfitrión. Veía sólo una silueta, como si estuviera
viendo mi propio reflejo sobre un vidrio. Sin embargo, sí podía verme a mí mismo,
sentado a la mesa, excitado, con los ojos brillantes y charlando aturdidamente.
«Tengo que tomar este otro polvo», pensé. «Todo esto se está tornando
insoportable». Busqué los fósforos y el candelero en el lugar equivocado y dudé
sobre la ubicación de mi cuarto. «Estoy borracho», me dije, tambaleando
innecesariamente para confirmar esa afirmación.
A primera vista, mi cuarto me pareció desconocido. «¡Qué sitio
desagradable!», observé, mirando a mi alrededor. Sin embargo, con esfuerzo,
empecé a recordar y lo desconocido se tornó familiar y concreto. Allí estaba el
espejo de siempre, con mis anotaciones enganchadas en el marco y mis pocas ropas
desparramadas por el suelo. Pero el cuarto todavía me resultaba un poco irreal. Me
sentí tontamente convencido de que estaba en un tren que se detenía y yo veía por
la ventanilla una estación desconocida. Me aferré con fuerza al borde de la cama
para tranquilizarme un poco. «Es un caso de clarividencia», reflexioné. «Debo
comunicarlo a la Psychical Research Society».
Puse el paquete sobre la mesa de luz, me senté en la cama y empecé a
sacarme las botas. Mis sensaciones actuales parecían estar pintadas sobre una tela
en la que ya había otra pintura que intentaba mostrarse. «Maldición», me dije,
«¿estoy perdiendo la razón o estoy en dos lugares a la vez?». Medio desvestido ya,
vertí el polvo en un vaso y lo tomé. Había adquirido un color ámbar de tono
fluorescente. Antes de dormirme, ya estaba tranquilo. Sentí el contacto de mi cara
con la almohada y luego debo de haberme dormido.
Desperté sobresaltado, de un sueño lleno de animales extraños, y descubrí
que estaba recostado boca arriba. Es común despertar atemorizado después de un
sueño tan deprimente. Sentí un gusto raro en la boca, las piernas cansadas y una
cierta incomodidad en la piel. No moví mi cabeza de la almohada, con la esperanza
de poder ahuyentar esa sensación de terror y de extrañeza, y volver a dormirme.
Pero, en cambio, la sensación parecía aumentar. Al principio no pude distinguir
nada malo en mí. El cuarto estaba casi en tinieblas y los muebles emergían como
manchas aisladas e inciertas. Me quedé observando el lugar sin levantar
demasiado las sábanas que me cubrían.
Me asaltó la idea de que alguien había entrado en el cuarto para robarme
mis ahorros e intenté hacerme el dormido, respirando a un ritmo regular.
Enseguida advertí que era sólo mi imaginación. Sin embargo, la sensación de que
algo andaba mal permanecía. Con gran esfuerzo, levanté la cabeza de la almohada
y traté de acostumbrar mi vista a la oscuridad. No entendía qué era lo sucedía.
Observé las formas oscuras que me rodeaban, que correspondían a las cortinas, la
mesa, la chimenea, la biblioteca. Entonces creí percibir algo raro en ellas. ¿Había
cambiado de lugar la cama? En ese sitio, donde debía estar la biblioteca, se
levantaba algo pálido, envuelto en una tela, algo que no respondía a la forma de
los estantes con libros. Era demasiado grande para ser mi camisa tirada en la silla.
Sobreponiéndome a un terror infantil, me destapé y quise poner un pie fuera
de la cama. En vez de llegar al suelo, mi pie sólo pudo alcanzar el extremo del
colchón. Di otro paso, como quien dice, y me senté en el borde de la cama. Al lado,
sobre la silla rota, debían estar el candelero y los fósforos. Estiré la mano pero no
había nada. Al retirar el brazo, tropecé con algo blando y pesado que estaba
colgando, que crujió al tocarlo. Le di un tirón. Parecía una cortina suspendida del
techo de la cama.
Ya estaba completamente despierto y empezaba a comprender que me
hallaba en una pieza extraña. Estaba confundido. Traté de recordar lo que había
pasado durante la noche y, curiosamente, ahora podía evocar todas las imágenes:
la cena, los paquetes que me habían dado, mi sensación de haber estado borracho,
mi lentitud para desvestirme, el contacto frío de la almohada sobre las mejillas.
Sentí una duda repentina: ¿Había sido anoche o anteanoche? De cualquier manera,
ése no era mi cuarto, y no tenía idea de cómo había llegado hasta allí.
Amanecía. La vaga claridad que usurpaba el lugar de los libros había
resultado ser una ventana y la luz que se filtraba por la persiana me permitió
distinguir el óvalo de un espejo. Me paré y me sorprendió una misteriosa
debilidad. Extendiendo unas manos temblorosas, caminé despacio hacia la
ventana. No pude evitar lastimarme la pierna con una silla. Con la intención de
levantar la persiana, busqué alrededor del espejo, que era grande y tenía unos
candelabros de bronce; encontré una borla, tiré, y, con un brusco ruido metálico, la
persiana se levantó. Me encontré de pronto ante un paisaje desconocido. El cielo
estaba cubierto y las nubes pesadas, con un borde de color rojizo, dejaban filtrar la
débil claridad del amanecer. Debajo, todo estaba oscuro y borroso: remotas colinas,
inciertos edificios que se erigían en lo alto, árboles como manchas de tinta y, al pie
de la ventana, una tracería de renegridos canteros y de senderos grises. Era algo
tan desconocido que por un momento pensé que todavía estaba soñando. Palpé el
tocador, parecía de madera pulida, ornamentada; había algunos objetos encima;
entre ellos, uno raro en forma de herradura, anguloso y liso, que estaba apoyado
sobre un plato. No encontré candeleros ni fósforos.
Observé el cuarto de nuevo. Ahora, la persiana estaba levantada por
completo y vagos espectros de los muebles emergían de la oscuridad. Había una
enorme cama con cortinas y, al pie de la chimenea, se veía el resplandor del
mármol. Apoyándome contra el tocador, cerré y abrí los ojos, y traté de pensar. La
situación era demasiado real para ser un sueño. Imaginé que había una grieta en
mi memoria producida por la extraña bebida, que era probable que hubiera
recibido mi herencia y que esa brusca felicidad me había privado de mis recuerdos.
Quizás, esperando un poco, las cosas se aclararan para mí. Pero la cena con el viejo
Elvesham aparecía ahora especialmente detallada y vivida: el champagne, los mozos
atentos, el polvo rosado y los licores. Podría haber jurado que todo eso era muy
reciente. Y entonces me ocurrió algo tan trivial y al mismo tiempo tan horrible que
me estremezco al recordarlo. Dije en voz alta: «¿Cómo diablos he llegado aquí?»…
Y la voz no era mía. No era mía: era débil, mal articulada, la resonancia de mis
huesos faciales era diferente. Para darme valor, junté las manos y sentí arrugas de
piel floja y, en los huesos, la debilidad propia de una persona de edad. «Sin duda»,
dije con esa voz horrible que de algún modo se había instalado en mi garganta,
«¡sin duda esto es un sueño!». Casi tan rápido como movido por un impulso, me
llevé los dedos a la boca. Habían desaparecido mis dientes. Las yemas de mis
dedos palparon la superficie fláccida de unas encías encogidas. Me sentí abatido y
asqueado.
Experimenté un impetuoso deseo de mirarme, de comprobar de una vez, en
todo su horror, la transformación increíble que había sufrido. Fui tambaleando
hasta la chimenea y busqué, tanteando, unos fósforos. En ese momento tuve un
acceso de tos y palpé un grueso camisón de franela que tenía puesto. No encontré
fósforos y sentí un intolerable frío en las piernas. Tosiendo y respirando con
dificultad, lloriqueando acaso, me volví a tientas a la cama. «Tiene que ser un
sueño», me dije, gimiendo mientras me recostaba, «tiene que ser un sueño». Era
una repetición senil. Me tapé los hombros con las sábanas, me tapé los oídos, puse
la mano seca bajo la almohada y me decidí a dormir. Era evidente que todo era un
sueño. Por la mañana sería sólo un recuerdo y yo volvería a despertarme otra vez
con toda mi juventud y mi vigor para retomar mis estudios. Cerré los ojos, respiré
con ritmo regular y, al advertir que me había desvelado, repetí lentamente la tabla
del tres.
Pero no podía conciliar el sueño. Me convencía cada vez más de la
inexorable realidad de mi transformación. Enseguida me encontré con los ojos bien
abiertos, la tabla del tres olvidada y mis dedos flacos sobre las encías arrugadas.
De pronto, inesperadamente, yo era, de verdad, un hombre viejo. Había caído de
algún modo al fondo de mis años; me habían robado lo mejor de mi vida: el amor,
la lucha, la fuerza y la esperanza. Me refugié en la almohada y traté de
convencerme de que esa alucinación era posible. El amanecer se instalaba,
imperceptible y constante.
Finalmente, resignado a no poder dormir, me incorporé y miré a mi
alrededor. Ahora, la fría penumbra me dejaba ver el cuarto. Era espacioso y estaba
bien amueblado, mejor que cualquier otro en mi vida. Distinguí un candelabro y
unos fósforos en la repisa. Me destapé y, tiritando con el frío del amanecer, aunque
era verano, me levanté y encendí la vela. Luego, estremeciéndome tanto como para
hacer parpadear la llama, me acerqué al espejo, y vi… ¡la cara de Elvesham! La
impresión no fue tan horrible porque ya lo presentía. Elvesham siempre me había
parecido físicamente débil y digno de lástima; pero ahora, apenas cubierto por un
camisón de franela que dejaba ver el cuello esmirriado, ahora, visto como mi
propio cuerpo, no puedo describir su desgarrada decrepitud. Las mejillas
hundidas, los sucios mechones de pelo gris, los ojos nublados llenos de lagañas, los
labios temblorosos, el labio inferior exhibiendo un brillo rosado y esas horribles
encías negras… Quien tenga el cuerpo y el alma acorde con su edad no puede
imaginarse lo que significa esta prisión diabólica. Ser joven, estar lleno de deseos,
gozar de la energía propia de la juventud y, de pronto, en cuestión de segundos,
estar atrapado y comprimido en este tembloroso cuerpo en ruinas…
Pero me he alejado un poco del hilo de mi relato. Por un tiempo debo haber
estado conmocionado por esta transformación. Recién pude pensar con la luz del
día. De algún modo inexplicable había sucedido, no sé cómo, tal vez alguna
especie de magia. Y mientras reflexionaba, comprendí la astucia diabólica de
Elvesham. Me pareció evidente que si yo estaba en posesión de su cuerpo, él lo
estaba del mío: es decir, de mi vigor y de mi futuro. Pero ¿cómo probarlo? Luego,
al meditarlo, la situación se volvió tan increíble que mi mente no dejaba de dar
vueltas sobre el asunto. Tuve que pellizcarme, palpar mis encías sin dientes,
mirarme en el espejo y tocar las cosas que estaban a mi alrededor antes de poder
enfrentar los hechos otra vez. ¿La vida entera era una alucinación? ¿Era yo
realmente Elvesham y él era yo? ¿No había yo soñado con Eden toda la noche?
¿Existía Eden? Pero si yo era Elvesham, debería de recordar lo que sucedió la
mañana anterior, el nombre de la ciudad donde vivía y lo que había sucedido antes
del sueño. Luché con mis pensamientos. Recordé esa rara duplicación de mis
recuerdos de la noche anterior. Pero ahora mi mente estaba clara. No sentía ya esas
evocaciones fantasmales pero sí recordaba todo lo relacionado con Eden.
«¡Me volveré loco!», grité con mi voz aguda y metálica. Tambaleando,
arrastré mis piernas lánguidas y pesadas hasta el lavatorio y sumergí la cabeza en
la pileta con agua fría. Luego me sequé y probé otra vez. Fue inútil. Yo sentía, fuera
de toda duda, que era realmente Eden, no Elvesham. ¡Pero era Eden en el cuerpo
de Elvesham!
Si hubiera sido un hombre de cualquier otra época, me habría resignado a
mi destino como si fuera obra de una brujería. Pero en estos tiempos de
escepticismo no suceden estos milagros. Aquí había alguna trampa psicológica. Si
una droga provocaba determinado efecto, seguramente otra podría hacerlo
desaparecer. Los hombres han perdido antes la memoria. Pero ¿intercambiar
recuerdos como uno intercambia paraguas? Me reí, aunque mi risa no era
saludable sino fingida y senil. Podía imaginarme a Elvesham riendo ante mi
dolorosa situación y una ráfaga de irritación y de ira, muy inusual en mí, me
invadió de pronto. Ansiosamente comencé a vestirme con la ropa que hallé en el
suelo y, una vez vestido, me di cuenta de que me había puesto un traje de etiqueta.
Abrí el ropero y saqué alguna ropa de calle: un pantalón gris y una robe de
chambre pasada de moda. Me puse una boina acorde con mis años y, tosiendo un
poco por mis excesivos esfuerzos, salí al corredor.
Serían las seis de la mañana. La casa estaba bastante silenciosa y las
persianas, cerradas. El pasillo era amplio. La escalera ancha y con lujosas
alfombras se perdía en la oscuridad del hall. Una puerta entreabierta me dejó ver
un escritorio, una biblioteca giratoria, la espalda de un sillón y una pared con
varios estantes de libros.
«Mi estudio», murmuré, y caminé por el pasillo. Luego, el sonido de mi voz
me trajo un recuerdo. Volví al dormitorio y me puse la dentadura postiza con la
facilidad que da la costumbre. «Así estoy mejor», dije, haciéndola rechinar, y volví
al estudio.
Los cajones del escritorio estaban cerrados con llave. La parte superior
también estaba trabada. No había rastros de llaves por ningún lado. Tampoco en
los bolsillos de mi pantalón. Volví con dificultad hasta el dormitorio y registré los
bolsillos de todas las prendas. Estaba muy ansioso. Al ver el desorden de mi
cuarto, cualquiera hubiera imaginado que habían entrado ladrones. No había
llaves ni monedas ni papeles, excepto la cuenta del restaurante.
Sentí un extraño cansancio. Me senté y observé la ropa tirada por todos
lados, con los bolsillos hacia afuera. El frenesí que sentí al principio ya se había
desvanecido. Comenzaba a comprender la inmensa sagacidad de los planes de mi
enemigo y a convencerme cada vez más de que no tenía salida. Con esfuerzo, me
levanté y volví al estudio. En la escalera, una mucama estaba levantando las
persianas. Se sobresaltó, supongo, al ver la expresión de mi cara. Cerré la puerta
del estudio detrás de mí. Con un atizador, intenté abrir a golpes el escritorio. Fue
así como me encontraron. La tabla del escritorio quedó partida; la cerradura,
aplastada; las cartas, diseminadas por la alfombra. En mi furia senil tiré las
lapiceras y otros objetos del escritorio, y derramé la tinta. Además se rompió un
jarrón que estaba sobre la repisa de la chimenea, no sé cómo. No encontré ni
chequera ni dinero ni la menor indicación de cómo proceder para recuperar mi
cuerpo. Estaba golpeando frenéticamente los cajones cuando el mayordomo,
ayudado por las mucamas, me detuvo.
Así de simple es la historia de mi transformación. Nadie creerá mis
afirmaciones. Me tratan como un demente y, aun ahora, me tienen vigilado. Pero
estoy cuerdo, absolutamente cuerdo, y, para demostrarlo, me he sentado a escribir
detalladamente lo que me ha sucedido. Apelo al lector, para que él advierta si hay
algún rasgo de locura en el estilo de la historia que ha estado leyendo. Soy un
hombre joven, secuestrado en el cuerpo de un viejo. Pero a todo el mundo le cuesta
creer este hecho tan evidente. Naturalmente, los que no me creen piensan que
estoy loco. Naturalmente, ignoro los nombres de mis secretarios, de los médicos
que vienen a verme, de mis sirvientes y de mis vecinos, de esta ciudad desconocida
en la que me encuentro. Naturalmente, me pierdo en mi propia casa y tengo
problemas de todo tipo. Naturalmente, hago las preguntas más extravagantes.
Naturalmente, lloro y grito, y tengo paroxismos de desesperación. No tengo dinero
ni chequera. El banco no reconocerá mi firma, pues estoy seguro de que, a pesar de
la debilidad de mis músculos, mi letra sigue siendo la de Eden. Esta gente que me
rodea no me dejará ir personalmente al banco. Parece, sin embargo, que no hay
bancos en esta ciudad y que he abierto una cuenta en algún lugar de Londres.
Parece que Elvesham mantuvo en secreto el nombre de su abogado. Yo no pude
averiguar nada. Elvesham era, por supuesto, un profundo estudioso de la mente
humana y todas mis declaraciones en este relato confirman la teoría de que mi
locura es el resultado de un minucioso estudio en psicología. ¡Sueños sobre la
identidad!
Hace dos días yo era un joven saludable, con toda una vida por delante;
ahora soy un viejo furioso, desesperado, descuidado y miserable, que merodea por
una lujosa casa interminable, vigilado, temido y evitado por todos. Y en Londres
está Elvesham, empezando a vivir otra vez en un cuerpo vigoroso, con la sabiduría
acumulada de setenta años. Me ha robado la vida.
No sé muy bien lo que ha sucedido. En el estudio hay muchos volúmenes
con notas manuscritas que se refieren a la psicología de los recuerdos, y otras con
cifras y símbolos absolutamente incomprensibles para mí. De algunos pasajes se
deduce que también le interesaban las matemáticas. Supongo que ha logrado
transferir todos sus recuerdos desde su cerebro marchito hasta el mío, y que toda
mi personalidad ha sido transferida a su cuerpo inservible. Sé que ha cambiado los
cuerpos pero su método está más allá de mi comprensión. Yo he sido siempre una
persona materialista y ahora me encuentro frente a un caso que me demuestra
concretamente la capacidad del hombre para despegarse de la materia.
Estoy por ensayar un experimento desesperado y último. Me siento a
escribir aquí antes de llevarlo a cabo. Esta mañana, con el auxilio de un cuchillo
que pude sustraer durante el desayuno, logré forzar la cerradura de un cajón
evidentemente secreto de este escritorio destruido. No hallé nada más que un
pequeño frasco de vidrio verde, que contenía un polvo blanco y tenía adherida una
etiqueta con una sola palabra: «Liberación». Debe ser, seguramente, veneno. Puedo
entender que Elvesham lo pusiera en mi camino y, de no haber estado tan
escondido, creería que su intención era ponerlo a mi alcance para desembarazarse
del único testigo de su crimen. El viejo ha llegado casi a resolver el problema de la
inmortalidad. Si el destino no le juega alguna mala pasada, vivirá en mi cuerpo
hasta que éste envejezca y luego, desechándolo, tomará la fuerza y la juventud de
alguna otra víctima. Al recordar su falta de piedad, resulta terrible pensar que su
experiencia ha venido evolucionando con el tiempo… ¿Desde cuándo viene
saltando de un cuerpo a otro?…
Pero ya basta de escribir. El polvo del frasco parece disolverse en agua. El
gusto no es desagradable.
Aquí termina el manuscrito que se encontró en el estudio de señor
Elvesham. El cadáver yacía entre el escritorio y la silla, a la que evidentemente
había empujado hacia atrás con sus últimas convulsiones. El relato estaba escrito
en lápiz, con una letra arrebatada, muy diferente de la caligrafía habitual de señor
Elvesham. Sólo queda destacar dos hechos llamativos. Indiscutiblemente, existió
alguna conexión entre Eden y Elvesham, pues la propiedad del último había sido
transferida al joven, aunque éste nunca llegó a heredarla. Cuando Elvesham se
suicidó, Eden ya estaba muerto. Veinticuatro horas antes, en la intersección de
Gower Street y Euston Road, murió atropellado por un coche. De modo que el
único ser humano que podría haber esclarecido este relato fantástico ya no es
capaz de responder ninguna pregunta.
Sin más comentarios, dejo al lector que juzgue personalmente este asunto
extraordinario.
Título original: «The story of the late mister Elvesham»,
en Thirty Strange Stories, 1897-1898. Gentileza A. P. Watt Ltd.
Traducción: Fabiana A. Sordi
Estudio de Noches de pesadilla
Ambrose Bierce
Charlotte Brontë
Nació en 1816. Perdió a su madre cuando tenía cinco años y a sus dos
hermanas mayores en los cuatro años que siguieron. Las tres hermanas y el
hermano sobrevivientes se educaron en su hogar, en Yorkshire, Inglaterra, leyendo
ávidamente y creando mundos imaginarios a la manera de Los viajes de Gulliver y
Las mil y una noches. Como su personaje más famoso, Jane Eyre, Charlotte se
convirtió en maestra e institutriz, pero su proyecto de establecer su propia escuela
con sus hermanas fracasó. Jane Eyre se publicó en 1847 y tuvo un éxito inmediato.
En 1854, Charlotte se casó y un año después moriría. En 1853, M. Arnold escribió
sobre ella que su mente no contenía nada «excepto hambre, rebelión y furia».
William Wymark Jacobs
Bram Stoker