Hace Mal Tiempo Afuera Salvador Garmendia
Hace Mal Tiempo Afuera Salvador Garmendia
Hace Mal Tiempo Afuera Salvador Garmendia
>3.44
337HM MAL TIEMPO
AFUERA
salvador garmendia
FUNDARTE
Si bien e! universo narrativo de
Salvador Garmendia se caracterizó
en sus inicios por la indagación
sistemática e incisiva de ese nue
vo escenario del sentido que vino
a ser la ciudad en el discurso lite
rario de los años 60, la persisten
cia de determinados personajes o
situaciones y una voluntad formal
que ha buscado reiteradamente su
unidad de tono, han producido la
desaparición gradual de marcos
de referencia aparentemente realis
tas y la irrupción paulatina de
otros códigos de lectura donde lo
descrito se erige como una metá
fora fielmente deformante de nues
tro mundo. Hace mal tiempo
afuera reúne un conjunto de rela
tos breves donde el recuento con
ciso de situaciones va de la mano
con una factura expresiva que ha
hecho de la síntesis y la exactitud
dos de las características más ad
mirables de este gran narrador.
C A H 7 I2 S
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§■ *
COLECCION DELTA
Hace mal tiempo afuera
Salvador Garmendia
Colección “Delta” , N? 18
Diseño: Toña Vegas
Impresión: Anauco Ediciones
Depósito Legal: ISBN 980-253-016-6
Fundarte, 1986
FUNDARTE
Coordinación de Publicaciones
Edif. Tajamar (Pent-House)
Parque Central, Av. Lecuna
Caracas, Venezuela
SALVADOR QARMENDIA
FUNDARTE
Para mi hermano Hermann Garmendia, en nombre del
piano de la sala, la ventana de reja, el mecedor, el
gran espejo carcomido y las manchas de tinta en la
mesa de mármol; el tinajón del patio, la mata de
jazmín del cabo, el crujido de la cáscara del tamarindo
dulce; el olivo, el cristal de la sábila; la pestilencia de
la cola rancia en el cuarto de encuademación, el jugo
de la verdolaga, la baba del caujaro, el sabor del clavel
de muerto; un volumen en cuarto de La Isla Misteriosa
de Julio Verne con todas sus páginas remendadas, el
vientre de Mateo Mole y las lágrimas de Guido de
Fongalan derramadas en vano; la piedra del fogón de
leña, la piedra de los aliños, la piedra de moler maíz;
el crujido de la cuerda del reloj de péndulo, las dos
alacenas del comedor, los dobles de las seis de la tarde.
Para Hermann, en fin, donde comenzó todo.
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H ORARIO DE SALIDA
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E L FRUTO PREMATURO
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Ahora se daba cuenta de manera consciente que el centro
de las cosas había estado localizado siempre en su persona, y que
allí permanecía clavado sin abandonarlo un sólo instante, aunque
él tuviera necesidad de cambiar de lugar muchas veces; y real
mente no se atrevía a pensar en lo que podía llegar a suceder
si ese punto dejaba de pronto de ser único.
¿Era eso acaso lo que estaba pasando?.
En el primer instante creyó que la figura carecía de piel;
pero se dio cuenta en seguida de que ésta asomaba, sólo en
pequeños trozos, por los claros de lo que parecía un revesti
miento complicado que lo envolvía de pies a cabeza. El hecho
es que no podía quitarle los ojos de encima, mientras un hor
migueo iba atravesando sus ideas rápidamente; una mezcla des
conocida de curiosidad, hechizo y secreto pudor; aunque estas
denominaciones él no hubiese sabido aplicarlas al caso; al com
probar que esa corteza abrillantada que se pegaba al cuerpo
de su doble, capa sobre capa, no podía haber sido desprendida
de nada conocido. Tenía la apariencia de una mezcla como la
del barro blando que él gustaba de untarse en la piel; pero esa
otra desconocida sustancia parecía formar una capa mucho más
libre y delicada que cualquier cosa que pudiera venirle a la
mente.
En todo caso, era una especie de envoltorio, una cáscara
suave y obediente capaz de amoldarse con tanta familiaridad
al cuerpo que la conducía, que hasta parecía agilizar sus movi
mientos imprimiéndoles flexibilidad y gracia.
La criatura que iba a pasar por delante de él ostentaba
una manera de manifestarse entre risueña y desdeñosa, y era
evidente que estaba consciente de ello y que le complacía poner
lo de manifiesto; y no únicamente para sí mismo; tal como a él
mismo le había ocurrido alguna vez, cuando por seguir un im
pulso momentáneo efectuaba una prueba de fuerza, y sus
músculos vencían la resistencia de una rama, por ejemplo, y en
ese momento le parecía que el jardín entero contenía la respira
ción y dirigía millaradas de ojos hacia él, admirándolo. Pero
también, y a medida que la contemplaba al aproximarse, esa
figura despedía de sí una especie de reflejo amigable, que iba
penetrando en su intimidad y se distribuía confiadamente por
allí como si tomara posesión de un lugar que le perteneciera;
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aunque esa familiaridad no dejaba de albergar también algún
aviso de peligro; tal vez la amenaza de alguna ligera ponzoña,
como algunas que ya le había tocado sufrir y que le enseñaron
a desplazarse con cautela entre animales y plantas.
Cuando el sujeto pasó finalmente delante de él y siguió
adelante por el sendero sin haberle dirigido la mirada, fue de
jando tras sí unos aromas vaporosos que se apoderaron por com
pleto del aire y permanecieron suspendidos en él, como si una
parte no visible de su persona se hubiese transmitido al contorno.
Al inhalar esos vapores, Adán pudo advertir que ellos eran
mucho más intensos al olfato que cualquiera de las emanaciones
que despedía el jardín a su paso. En ellos parecían fusionarse
una diversidad de componentes astutamente amalgamados, que
pasaban directamente a la cabeza y allí formaban un suave eriza-
miento.
Apenas el hombre escrupulosamente vestido y perfumado
desapareció en el camino, Adán se vio asaltado por un deseo
que de inmediato se dividió en dos facciones hostiles.
Por un lado, un impulso que venía de afuera luchaba por
alzarlo del suelo y empujarlo detrás del caminante. Por el otro,
una voluntad reducida pero autoritaria parecía impedirle todo
movimiento.
Como resultado de esa lucha que no conoció ganador,
el desfallecimiento y la aflicción le hicieron abatir la cabeza
durante largo rato.
Algunas aberturas y pasadizos, de cuya existencia no
había tenido conocimiento hasta ese momento, se habían abierto
en su cabeza y por ellos iban entrando unas ideas oscuras, insis
tentes que nosotros, ahora, podríamos llamar mortales.
Finalmente, la criatura del Paraíso abrió los ojos.
Miró a su alrededor; pero aunque sólo encontró la poli
cromía de costumbre, comprendió que en realidad el mundo
ya no era el de antes. ¿O acaso él había cambiado de alguna
manera?. ¿Cuánto y por qué?. Recordó algunas imágenes con
fusas, muchas de ellas incomprensibles que solían deslizarse
mientras dormía, ocupando un lugar que se encontraba dentro
y fuera de él al mismo tiempo, y trató de convencerse de que
la figura del extraño, aun siendo más completa y menos pere
cedera que las otras, había sido también como aquellas una es
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tampa ilusoria. (Asimismo, la Vontance de Balzac al volver
de su sueño “ vio el gorro de dormir de su marido que conser
vaba intacta la forma cónica de su cabeza” , y esto la redujo
una vez más a su amarillenta rutina). Y Adán siguió pensando
en esa imagen artificial calcada de su propia persona, y la recordó
llena de seducción pero a su vez risible y desquiciada, como si
hubiera caído de otro reino; y esta última idea lo sedujo aun
más infundiéndole un sabor diferente a todo cuanto conocía:
era la primera vez que su imaginación lo llevaba a concebir la
vida en algún otro lugar fuera de su recinto.
Después de todo, concluyó, tratando de disipar esos pensa
mientos confusos, lo visto no podía haber sido más que una
humorada pasajera que había salido de su propio cuerpo.
Aun pensaba en estas cosas, sin poder evitar el roce en su
interior de una cierta nostalgia y algo también de malicia secreta;
y estos eran los primeros movimientos de su interior que deseó
nerviosamente ocultar, como si de veras se sintiera observado.
Se tendió nuevamente en tierra, y entonces llamó su aten
ción un fruto solitario, una bola de piel roja encendida que
pendía de la rama de un árbol a cuya sombra se había cobijado.
Había visto esa fruta en otras ocasiones, pero nunca se
había adelantado a tomarla.
Esta vez, sin embargo, sintió que ese bulbo sanguíneo que
brillaba por encima de su cuerpo se estaba dirigiendo especial
mente a él, con un ojo lleno de sarcasmo y poder.
11
E L RELAMPAGO DE LAS PRADERAS
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el sol les hubiese arrancado el hollejo al pellizcarles dentro con
sus uñas. Como si pretendiera reanudar el juego, Me Coy apare
ce de nuevo esta vez delante de su amigo. Su caballo se levanta
de manos y parece que va a escalar el aire con el movimiento
de sus cascos, a tiempo que sacude la cabeza de arriba abajo
repitiendo un ademán testarudo; pero el muchacho ha dejado
de creer en Tim, no sabe bien por qué ni cuando exactamente.
Acaso un gran pedazo de tiempo ha sido rodado de su sitio.
El sólo levanta la mirada y olvida mirando a las nubes.
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PROPIEDAD HORIZONTAL
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SOBRE LA TIERRA CALCINADA
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En muchos lugares del friso, los últimos restos de piel
habían caído mostrando la aridez del hueso. Picos de pájaros
habían retirado de las oquedades hasta el último trozo comes
tible. E l polvo había cavado cráteres en la cecina; y sin em
bargo, todavía era posible descubrir por allí algún remedo de
inocencia en una cabeza de niño. E l tajo de una boca era una
máscara de teatro que repetía la mueca del condenado, cuando
su último grito fue interrumpido por el filo del cuchillo; mien
tras unas caras de mujeres que se habían secado sin consumirse,
conservaron los surcos cavados por las lágrimas que habían
derramado durante la espera del sacrificio.
Cada vez que escaseaba el material, los propios alarifes,
convertidos en cansadas estatuas de sangre seca, volvían a los
corrales en sus carretas de bueyes, portando sus alfanjes afila
dos, sin cuidarse de alejar las bandadas de auras que venían
a posarse sobre los pringosos vehículos. Estos regresarían poco
después cargados con sus frutos monstruosos, mientras las aves
se encargaban de modificar con sus picos el tallado de las
facciones.
Los ojos de los observadores seguían recorriendo, día por
día, las líneas de esta escritura jeroglífica, que al fin y al cabo
ya nada les decía.
Las torres estaban allí, levantadas en la boca misma del
desierto, como la puerta de un templo muerto por la fatiga
de los sacrificios, invitándolos a agachar la cabeza una vez más
y entrar por ella.
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N OSTALG IA D E LA FIERA
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De cola. No sé cómo decirlo, en realidad. — La joven se
ruborizó levemente.— Pero apenas me escuchó, volvió la
cabeza.
— Debe haberla olido, más bien.
— No lo s é . . . Sé solamente que volvió la cabeza y se
quedó mirándome. . .
— Entonces. . .
— En el momento no pude ni siquiera gritar. Además,
no sé decirle si estaba propiamente asustada; no lo recuerdo.
Aunque debo suponer que lo estaba, y de qué manera. Sé que
dos camareros me encontraron sin conocimiento en el pasillo,
cerca de la puerta de mi camarote que estaba entreabierta.
Así me lo dijeron al despertar, y que ya habían mirado y no
descubrieron nada anormal allí dentro. Esto quiere decir que
la fiera tuvo que haber escapado quién sabe adonde. Ahora
mismo p o d ría .. .
— ¿Era un tigre viejo o joven? — interrumpió el Capitán
y se pasó una pequeña garra blanca por el cabello.
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¿Cómo explica la presencia de ese animal suelto en el
barco?.
— Imagino que en la segunda clase, o tal vez más abajo,
viajan los integrantes de un circo o algo semejante, con toda
su carga, y que la fiera pudo haber escapado de las bodegas.
— Una deducción perfectamente razonable, Mademoise-
lle. . . Y aquí las dos manos del Capitán se alzaron y se sepa
raron con las palmas abiertas y ahuecadas como si recibiera
en ellas un fruto redondo. . . Dígame: cuando lo sorprendió,
¿no estaría su tigre husmeando por casualidad debajo de su
litera?. ¿No dejaría usted sus medias o alguna otra prenda
en el piso?. Siendo él muy joven como creemos podría sufrir
alguna inclinación fetichista, por lo demás muy explicable.
¿Quién no la tiene?.
Ella rió divertida. Cruzó ambas piernas con descaro. Mostró
las rodillas. Durante los minutos que siguieron bebieron cham
paña y estuvieron charlando jovialmente de diversos asuntos;
pero antes de despedirse el Capitán volvió al comienzo.
— Deje que todo siga como va — le aconsejó con aplomo
profesional— . Si no me equivoco esto apenas ha comenzado
y acaso tengamos pronto buenas nuevas.
Esa noche, después de las doce, ella volvió a su camarote
con algo más de dos martinis velando en su regazo, junto al
tallado de las rodillas de un joven oficial, que estuvieron trope
zando con las suyas debajo de la mesa en la sala de fiestas
durante por lo menos un par de horas, mientras tuvo lugar una
de esas kermesses decrépitas que se celebran en los salones de
los barcos de pasajeros; casi un grotesco simulacro de juicio
final.
Bajo sus pies y alrededor de ella seguía brotando el rumor
de la sala mientras ella avanzaba por el pasillo. El barco era
un objeto terso y volador que podía resumirse en el corte de
un uniforme blanco trazado a filos como el que se alzaba al
otro lado de su mesa; una piel colorada y dos bien organizadas
rodillas que se alejaban y volvían y penetraban en medio de las
suyas, envueltas en una marea suave y cálida.
Apenas ella entró en su camarote y encendió la luz, notó
la ausencia del tigre; una ausencia demasiado visible para que
pudiera pasar desapercibida.
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Se desnudó y se cubrió con un pijama delicado.
Entonces creyó haberse dormido. Soñó que dormía, en
realidad, creyéndose tendida de espaldas en la superficie del
agua como en una gran piedra blanca y fosforescente; y prin
cipió a sentir encima de ella el gran peso de un animal de
cuatro patas que se vertía en su cuerpo e iba penetrando por
mil lugares en la carne, mezclándose con ella; envolvente y auto
ritario.
¿Era realmente el tigre?.
Pensaba en esto al día siguiente mientras se paseaba por
cubierta frente a las reposadoras vacías; pues al parecer ningún
pasajero había abandonado todavía su camarote.
El día se aproximaba neblinoso y friolento.
El aire opaco había disuelto los colores y se rasgaba a tre
chos, permitiendo divisar unas aguas plomizas que se agitaban
con movimientos angustiosos.
Entonces lo vio, parado al pie de la escalerilla del puente.
Era un gran cuerpo elástico, rayado por una caligrafía hermética
aunque llena de luz. Inclinaba su cabeza en un abra de músculos
sedosos y parecía que reflexionaba.
Pero no había ideas en esa cabeza, al parecer. Sólo era una
gran piedra labrada con una pequeña llama tensa vibrando en
el centro.
Se sintió desnuda en el aire friolento; mas su piel era
recorrida por un aliento doble y húmedo. Su vientre pareció
exhalar un pequeño grito.
Ella no se había movido de su lugar ni tampoco él parecía
darse cuenta de que era observado. Dio media vuelta mante
niendo la cabeza baja y luego colocó sus zarpas delanteras encima
de la borda.
Tomó impulso en sus cuartos traseros y con un salto ingrá
vido pasó por encima y desapareció en una masa de neblina
que venía de fuera y que luego se derramó sobre cubierta.
La joven reanudó su paseo. Ahora, todo lo ocurrido du
rante el día y la noche pasados se fue internando dentro de ella
y tornándose oscuro y apenas comprensible.
La nostalgia abrió sus cuatro garras en silencio.
20
UN PEQUEÑO ESTRABISMO
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provoca risa: la cara ha vuelto a ser más o menos la misma de
siempre, es verdad; pero está cubierta por un baño de comicidad
involuntaria
Pues bien, me he dado cuenta de que este domingo ha co
menzado a marchar anticipadamente con respecto a mí esta
mañana. Ahora mismo vamos andando un poco a contratiempo.
Nos ajustamos completamente. Los bordes de mis pensamientos
más simples no coinciden en ningún momento con los contornos
exteriores, y ésto me hace sentir estrábico y desacompasado.
Por eso, el vaso que levanto en la mesa de un bar sólo
me ha acompañado a medias. Un escalón viene a mi encuentro
un segundo antes de que lleve mi pie hacia él.
Entre las realidades exteriores y mis propias acciones existe
una distancia irrellenable que me impide saber cuál de nosotros
(ellas o yo) tiene el mayor parecido posible con la verdad.
Un domingo así concluye por fuerza en el fracaso; tanto que
en este momento pienso en mí mismo con tristeza y empiezo
a comprender que de una manera tal vez irreparable he servido
de muy poco en una vida como esta que pasa, cuyo tiempo
pasado es mi presente.
22
UNA GOTA D E LA MULTITUD
23
CO NFESIONES DE UN PARALITICO
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De pronto, siento el deseo de acercarme a ese hombre,
y tal vez halarlo por el hilván de su saco blanco mal almidonado;
porque me agradaría contemplar su cara más de cerca y de frente
y preguntarle, qué te pasa, adonde has estado, qué sucede con
tigo . . . Pero en el mismo momento, comprendo que no hay
nada detrás de esa fuente (hojas secas crujen bajo las ruedas
de mi silla de inválido, sonando como el astillamiento de pe
queños huesos). No. Nadie ha estado parado en ese lugar; así
que me levanto del banco, irritado contra mí mismo, y comienzo
a andar nerviosamente hacia la calle.
Creo que lo que todavía queda de esta tarde azulosa, se
está derramando allá atrás por una rotura.
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ERA VERDADERAMENTE UN MUCHACHO
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Poco después, el empedrado de esa calle venía a morir bajo
mis pies, mientras el polvo amarillo de la sabana crecía por todos
lados.
El paisaje que tenía delante se parecía a una música de
vientos, que otra vez sonaba en mis oídos con una ocre y crispada
afinación. Ahora que lo pienso, (seguirá en su lugar, si es que
lo tuvo, esa calla enigmática, ciega y entumecida como fue; con
su pared de ladrillos oscuros al final, preguntándome, ¿qué
haces aquí, muchacho, qué te pasa?.
27
CHAGUARAMOS
ROMOLO Y REMO
ler. piso.
28
“ UN N IÑ O R EG IO , H E R M O SO ..
29
NAVEGACIONES
A Miyó Vestrini
30
ASUNTOS DEL TRAFICO
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PAJAROS OTOÑALES
12
OBSERVACIONES DEL TIEMPO
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Era mi brocha un artículo viejo, casi tan medianamente
conservado como mi dedo pulgar; pero en ese momento pareció
crecer por encima de la minúscula mancha de tinta que le había
adosado, y hasta llegó a parecer, ella misma, un muñeco volu
minoso que casi se aventuraba a sonreír.
No sé si llegué a abandonar verdaderamente el cuarto, por
que de repente ya era de noche y yo estaba tendido en mi cama
aguardando el sueño.
En el día que seguramente acababa de transcurrir, se amon
tonaban o cruzaban velozmente por arriba muchos trozos de
otros días ya pasados, y todo eso se cerraba e iba desapareciendo
por encima de mí, hasta que quedó convertido en un punto,
un ojo ciego, como sucede con la boca de una bolsa de tela
cuando se tira poco a poco del cordón.
En medio de todo, principié a escuchar el canto de un grillo
que seguramente provenía de la ventana (el brazo que había
sacado esa mañana oscilaba de la parte de afuera, convertido en
una imitación de trapo deshilachada); y pensé que no había
vuelto a escuchar ese canto chirriante del grillo desde hacía por
lo menos media vida; a menos que ese saltador de alas rectas
que ahora quería introducirse en mi sueño o que provenía de
él, fuese en propiedad el mismo grillo que escuché la última
vez, hace mil años.
¿Quiere decir que fue realmente un insecto lo que traje
en la palma de mi mano esta mañana. . .
En ese momento, di un bote formidable en la cama y grité,
con una última porción de aliento, “ ¡pero el hombrecito de
Magritte!” ; y abrí inmediatamente los ojos, dándome cuenta de
que había confundido el esfuerzo por despertar, con un grito.
Permanecí algún tiempo sin moverme, hasta que pude
asegurarme de que de veras me hallaba despierto. A todas
éstas, mi cuarto pareció abrir también un ojo; pero lo hizo con
una lentitud dolorosa, como si el párpado tuviera que levantar
en su borde el peso de toda una noche.
En realidad, pienso, todo ésto ha ocurrido sin que me
haya movido de mi cama y sin que me haya hecho un minuto
más viejo. Así que es una suerte no haber tenido que cargar
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con un día más. Este ha sido sólo un día imaginario, no vivido
por los demás ni pasado a la cuenta general; sin embargo, ¡lo
siento tan pegado a mí!.
Y vi como se aclaraba por completo la ventana, y em
pecé a sentir nostalgia por ese día inexistente, que en las horas
pasadas anduvo brincando por encima de mí, sin tiempo y sin
edad, como un pequeño saltamontes.
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3 PM
36
VAS EN LA DIRECCION CORRECTA
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La cara de una anciana se fija por unos instantes en un
espacio libre, donde parece que un ácido ha borrado por un
instante todo cubrimiento; y aunque en esa primera mirada se
te aparece como una figura de cera copiada escrupulosamente
del natural, pronto un rayo de malicia sale de la juntura de sus
labios, donde se esconde todavía el cosquilleo de una palabra
de doble sentido, que ella pudo haber escuchado hace un
momento.
Pero la anciana ha cruzado delante de ti, y en seguida se
confunde con la multitud. Esa visión ha estado a punto de
arrastrarte a un torbellino de ficciones y de pistas enmarañadas
que parten en opuestas direcciones; sin embargo, ya has cru
zado la esquina. Has olvidado. Vas en la dirección correcta.
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MUSEO DE CERA
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Casi inmediatamente, el hombre siente que las cosas no
van bien para él. Todo lo que consigue es repetir un ademán
fallido, un paso adelante que nunca llega a consumarse; con
lo cual se da cuenta de que sueña, y abre bruscamente los ojos.
Comprende que ha estado reviviendo, en un sueño, las
impresiones de una visita reciente a un museo de cera; pero
no sabe que en este momento en una oscuridad distante, su
acompañante de ese día también se esfuerza por recordar escenas
inconexas de un sueño que acaba de interrumpirse también
para ella.
E l mobiliario de un cuarto de hotel, la curva amada del
brazo de su acompañante que le aprieta invitadoramente por el
talle, delante del conjunto de Ana Bolena; la impaciencia durante
el recorrido por un largo pasillo de hotel, a tiempo que es con
ducida a rastras por una calle, en medio de la algarabía del
tráfico; una opaca vergüenza que la asalta a la vista de la habi
tación; la cara abocetada del empleado que les hace entrega
de la llave. . .
El hombre camina en dirección a la ventana de su cuarto.
Ella se sienta al borde de su cama, inclina la cabeza, respira
en la juntura de sus pechos; dos proyectos gemelos de vida
todavía demasiado sumisos para poder expresarse por sí solos.
Desde la ventana, él parece buscar un punto en la ciudad de
sierta; tal vez una luz, aquella, que acaba de encenderse en una
ventana distante. Los pies desnudos de la amante se dirigen
al cuarto de baño. . .
Ambos sueños se disiparon ya, por completo, en el aire
descolorido de esa madrugada, sin haber llegado a tocarse.
La ciudad ha principiado a crujir en el amanecer, revi
viendo.
40
T IG R E
41
JU EG O DE NIÑO
42
A LAS M IL Y QUINIENTAS
43
H O TEL “ LA ESTA CIO N ” (*)
44
ESA CAL DE FAM ILIA.
45
— A ellos se les hacía más fácil pasar que a nosotros.
— ¿Hay un caballo contigo?.
— Siento que no puedas verlo o que a él no le sea posible
mostrarse ahora. Recuerdo que no se les podía mirar fijamente
un momento sin que nos transmitieran un escalofrío. En reali
dad, presentíamos, sin querer admitirlo, que ellos en su apa
rente indiferencia estaban pasando continuamente de una parte
a la otra.
— ¿Crees que pueda hacer algo por ti ahora?.
— Rebusca un poco por ahí, en ese montón de desperdi
cios. No tienes que salir de ti mismo. Vas a encontrar debajo de
otros trastos una pizarra de la escuela que una vez se me cayó de
las manos y se rajó por la mitad. Lleva el puntero colgado del
marco por un cordón que ya entonces era negro. Sopla sobre
el polvo que la cubre. Verás que todavía quedan unas inscrip
ciones allí, figuras trazadas por tu propia mano, ahora muy
borrosas; palotes, círculos. Toma el trozo de mica y comienza
a escribir con grandes letras la palabra memoria cuidando de
asentar con fuerza cada trazo. El primer chirrido raspante que
salga de tus dedos va a rajar la cecina de arriba abajo, hará
crujir los viejos huesos, hará resucitar las muelas en sus agujeros
y las hará encogerse y temblar como niñas. Y cuando todo se
derrame finalmente allá arriba, la calavera blanca se va a en
volver en un escalofrío.
Cuando acabó de decir esto le vi reír de nuevo, pero, y a
pesar de que sabía que el Carlos estaba de broma y con seguridad
se divertía un poco a costa de su hermano menor, sus palabras
pasaban a través de mí como rachas de emoción palpitante.
— Es solamente un juego. Es que me gustaría poder volver
a sacudir un poco toda esa cal que he dejado aquí en tierra.
Pero cuando acabó de decir esto último él ya no estaba
delante de mí. El aire a mi alrededor era inmóvil y parecía que
nada extraño lo hubiese tocado en mucho tiempo; pero yo sentía
que en medio de mis pensamientos, agrupados como de costum
bre en una masa blanquecina, se había formado un pequeño
círculo negro, amoratado, una lesión sensible a cualquier roce.
Ahora esa mancha ha comenzado a achicarse. Va a des
aparecer poco a poco.
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REVELACIONES DEL MAESTRO
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TRUCOS DE VENTANILLA
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cuando un segundo después una advertencia silenciosa le hizo
levantar la cabeza, se encontró con que debajo de esa cara pri
vada de ideas que llenaba la ventanilla, había hecho su apari
ción un revólver. El cajero vio salir la llama de un disparo
y vio también como sus propias facciones desaparecían hacia
atrás confundidas en un baño de sangre.
A todas estas, ya había acabado de contar los billetes, y sin
llegar a mirar hacia arriba los entregó a unas manos carnosas
que temblaron ligeramente.
— Gracias— dijo una voz desconocida.
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PRIM ERAS LETRAS
Efectivamente, 2 y 2 son 4.
2, es un caballero corrido por todos los vicios; el otro es
su sombra contrita y muriente.
4, es su manera permisible de mirar al mundo con cara
de verdugo.
50
UN ARCO DE CENIZA
n
en un sonido trepidante que tomó la forma de mi cuerpo al ser
atravesado por un escalofrío, en el momento en que las cuatro
zarpas del gato se posaron al fin en mis rodillas.
El gato ha trazado un arco de ceniza entre el suelo y mis
piernas.
Al detenerse en ellas arquea su lomo y despide voltios por
todos sus pelos.
SEMBLANZAS PRIMITIVAS
Para Mariamalia
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PUTECILLA PRIMAVERAL
54
Debía ser muy avanzada la noche cuando desperté y la
vi que salía por la puerta del retrete (un olor a vinagre que
era parte del cuarto), casi convertida en una niña de cinco
años: su cabeza no sobrepasó la altura de un aro de alambre
que hacía las veces de aldaba de la puerta.
Ya esto era bastante sorprendente; pero lo fue más, en
extremo, cuando a medida que se acercó a mi cama, su estatura
se fue reduciendo todavía más y más.
Me incorporé un poco sobre el codo. Saqué la cara por
encima del borde de la cama. Ella llegó a mi lado. Mi respiración
entró en sus cabellos.
La araña, que se había descolgado por su hilo y pendía
en medio de la habitación como un farol sin vidrios, estuvo
observando este acontecimiento con verdadero desencanto.
A pesar de que su cerebro no era mayor que un grano de polvo,
pensaba: “ ¿Qué carajo le pasa a esta putecilla idiota?” , o acaso
era yo mismo quien ponía estos pensamientos en ella. Uniendo
las palmas de mis manos, alcé la pequeña figura desnuda que
ya no era mayor que una zanahoria pequeña, pero de color
menos amarillo, y la coloqué con cuidado encima de la cama.
Me di vuelta y apoyé el mentón en la colcha. Así podía te
nerla en medio de mis ojos, y en las mejores condiciones para
apreciar cada partícula de su anatomía. Creo que, en adelante,
su tamaño llegó a reducirse todavía más, mucho más, y que,
por fin, se instaló en mi cerebro, pero ya sin cuerpo.
Era únicamente una ráfaga de la primavera, un aire algo
reseco ya de esa estación del año, que en nuestro clima pasa
por ser solamente una ficción estática. Ella se había traído de
allí en las alas unos recuerdos viejos.
55
CANCION DE LOS SEXO S OPUESTOS
1.
56
2.
57
UNA DEBILIDAD R ECIEN TE
58
ANIMALES DEL FRIO
59
Ya el negro hocico se precipita en medio de tus ojos, anti
cipándose a dos ardientes ascuas que lanzan rayos venenosos
al aproximarse; y sin embargo, durante la sacudida del pánico,
cuando tu respiración detenida se carboniza, la elástica figura
se ve atrapada dentro de un marco reducido que gira en dia
gonal, mientras es absorbido entre las líneas de una perspectiva
que a su vez se reduce y toma su distancia en un espacio oscuro
donde tu brazo ya no alcanza.
El espacio a tu alrededor ha quedado reducido a las dimen
siones de un gabinete. Otras reliquias flotan en esta reducción
casera del limbo.
60
MUCHOS AÑOS DESPUES
61
pies como a una niña. Soy capaz de simular la inmovilidad más
completa cuando estoy arrodillado en una grada del altar, con
las manos juntas y la cabeza baja, reclinada en las puntas borro
sas de mis dedos.
En ese momento, alguien como yo va corriendo con todas
sus fuerzas por una extensión de tierra y aire libre que se va
abriendo a sus costados.
La agitación de esa carrera crece como la espuma en el
ardor del sol y no desfallece ni un momento, hasta que uno
de mis pies pisa de lleno en una forma redondeada y tensa, como
un músculo que ha salido del suelo. Ese contacto me estremece
de pies a cabeza, y su sacudida se extiende por toda la perfumada
capilla y hace temblar al mismo tiempo la cera, el yeso y las
flores de trapo.
Había pisado la serpiente.
El choque producido rebota con un terrible ruido, cuyo
eco, aunque armonizado por la edad adulta, todavía me despierta
con cierta frecuencia.
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SILEN CIO , POR FAVOR
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Irrumpió finalmente en la habitación, cuando ya el her
mano lloraba como un niño, puesto que sólo tenía diez años
de edad; la madre como una esposa, y ella, que principió a
hacerlo sin pérdida de tiempo como una actriz; una actriz de
segunda, porque el estrellato flotaba todavía como un precioso
enigma muy lejos de su vida.
Una hermana de papá, llamada curiosamente Mildred, quien
para esos días se recuperaba de un divorcio reciente, irrumpió
después en medio de todos y rompió en unos gritos agudísimos,
cuya tesitura había conseguido extenter en forma sorprendente
durante el proceso de divorcio.
Despertaron algunos vecinos. Acudieron, originando un
tropel de tacones que estremeció toda la casa.
Ante semejante alboroto, el padre saltó de la cama.
Alrededor de él, la habitación gorgoreaba y gemía como
una descomunal laringe. Quiso echar dos buenas insolencias;
pero en ese mismo momento todas las palabrotas que sabía
se dispersaron en carrera y él las sintió escapar de su cabeza
como ratones, viendo que desaparecían allí mismo, quizás para
siempre.
Entonces, se deslizó por en medio de todos y salió al corre
dor de la casa que cruzó a grandes trancos, apartando la mirada
con desaprobación de aquel cuadro doméstico.
Objetos y muebles lo vieron pasar indiferentes; y él tam
bién los apartó de sí, como si retirara el plato de ensalada del
día anterior, que se marchitó casi sin ser probada.
Finalmente, abandonó la casa, y al pasar la calle para diri
girse a un parque vecino, disfrutó de un rico y desconocido esca
lofrío que recorrió jocosamente sus carnes: era que estaba cru
zando por primera vez a través de un coche en marcha.
Una vez en el parque se tendió a descansar en un banco,
y poco a poco fue sintiéndose rodeado de un silencio, tan franco
y tan inmediato a su piel, que casi lo envolvía por completo
como un suave vendaje.
Pensó en lo inapropiado de la hora para estar así tendido
en el banco de una plaza; pero, ¿de qué valía eso ahora?. Ya no
había tiempo para él, o tal vez ya no se le podía seguir llamando
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de esa manera; si es que era cuestión de nombres, solamente.
El tiempo fue, tal vez, la respiración del deseo. Una secuencia
de muertes brevísimas y sin consecuencias.
Miró a su alrededor y observó que los cuerpos parecían
quedarse sin nombres. Las apariencias perdían importancia, y
parecían demostrar con sencillez que ellas eran también el con
tenido. No había afuera ni adentro. Después, en algún momento,
así lo pensó a través de una noción cada vez más esquiva, vio
pasar en el fondo borroso el coche funerario, donde algo era
transportado a otro lugar.
También pudo distinguir algunas sombras indecisas que
seguían pausadamente a la carroza.
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COSTUMBRES SOLITARIAS
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Su edad, de cincuenta o cincuenta y pocos años. Fornido
y de rostro moreno y sanguíneo, desde donde crecía una cabeza
prominente que pudo haber sido terminada toscamente a golpes
de martillo. Redondos espejuelos montados en varillas de plata;
casi extensiones de sus fibras nerviosas. Cabellos ralos en hebras
de aquel mismo metal. Una acomplejante, proteínica dentadura
centroeuropea, y la nariz que curiosamente intentaba desapa
recer en mitad de su cara, como si se sumiera rápidamente en
ella, aterrorizada, cada vez que se le dirigía la mirada.
Durante algún tiempo, la aparición frecuente de estatuas
desnarizadas en parques, cementerios y fachadas de edificios
públicos de Caracas, fue motivo de apasionados comentarios
en los periódicos locales, que hablaron de “ centenares de estatuas
y bustos que adornan la ciudad, objeto de un juego secular;
la extirpación traumática de la nariz” ; agregando a continuación
una aportación erudita: “ Un mal que aflige a todas las grandes
ciudades del mundo, excepto Helsinki y Copenhague” .
(Y ellas por qué no, precisamente?. ¿Qué ocurriría en
especial con estas damas invernales a quienes nadie osó alterar
sus atributos?).
En esas mismas gacetillas, nuestro hombre fue motejado
de vándalo y expoliador de la comunidad “ . . . que se vio
obligada a soportar costos, con grandes hileras de ceros, por
causa de esta especie de carnicero facial, sin ponerle remedio
alguno” .
Tal como pudo llegar a establecerse durante la indagatoria
judicial, los ataques del estuprador croata tuvieron lugar habi
tualmente después de la medianoche, una o dos veces por
semana, obedeciendo al parecer a un secreto llamado que abría
golosamente sus instintos y lo lanzaba al azar de las calles, con
el andar empecinado del adicto que rastrea una dosis.
En esos momentos, tal vez imbuido por un oscuro ritua
lismo, nuestro pájaro llevaba la vestimenta más antigua de los
montañeses de su país: capa blanca que ondeaba con vigor a su
espalda, y un sombrero negro de alas amplias que lo protegía
de la intemperie como la techumbre de una cabaña, al mismo
tiempo que bañaba de sombra sus facciones.
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En una ajada maleta de cuero rústico salida de las manos
de sus antepasados, con el campo ajedrezado del escudo de su
país grabado en las tapas, conducía las herramientas necesarias
para efectuar la poda de la manera más eficaz y rápida que
fuera posible; sierras, limas, escoplos aplicables, en su oportu
nidad, según fuera la calidad del material.
Cuando finalmente fue sometido a la curiosidad de los
periodistas, la timidez que le embargó durante los primeros
interrogatorios policiales se había desvanecido en gran parte.
Su nariz, una pieza vetusta en apariencia aunque tan pusilánime
como si le azotara una mala conciencia, decidió permanecer
en su lugar, definitivamente, gruesa y despreocupada, y dos
hileras de dientes brillaron debajo de ella con una desmesura
infantil.
Explicó entonces cómo había conseguido escapar de su
país durante los años finales de la guerra, y cómo su desem
barco en Venezuela, país donde finalmente permaneció hasta
haber merecido la ciudadanía, fue en gran parte producto de
las circunstancias y no de su propia determinación, ya que hasta
ese momento de su vida había ignorado por completo todo lo
referente a este lado del mundo.
No. Nunca estuvo en Helsinki ni tampoco en Copenhague,
esas ciudades limpias de pecado con sus millones de narices
frías pegadas a las caras de sus monumentos. . .
— Como la estuvo siempre la de mi abuelo— agregó ines
peradamente, haciendo que el correr de los lápices sobre las
hojas de las libretas de los reporteros cobrara fuego renovado.
Esa nariz, la nariz de ese anciano era una hortaliza macerada
en slibowitz, nuestro ardiente licor de ciruelas. Era un apéndice
tan voluminoso como autoritario, capaz por sí solo de contener
entre sus enormes tabiques la habitación donde nos encontrá
bamos, la casa, los campos, las montañas vecinas y hasta la
más lejana nube.
— Quiere decir que esa nariz de abuelo, que usted por su
puesto idealiza, debe haber ocasionado en su interior alguna
forma de repulsión o de rebeldía incontenible. ¿Albergó en
su mente de niño una idea criminal o sadista con respecto
a ella?.
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— Solía soñar en ese entonces, no recuerdo bien si dormido
o despierto, o quizás mitad y mitad, que me subía a una ban
queta de madera rústica armado de un par de tijeras de rebanar
el cuero, y aprovechándome de que el viejo dormía en su sillón
completamente sumergido en los vapores del slibowitz, saltaba
a sus rodillas sin que él pareciera darse cuenta de la maniobra,
o al menos sin que lo viera hacer el menor ademán de rechazo;
metía las cuchillas de mis tijeras entre los pelos y el cartílago
y usando la fuerza de mis dos manos hacía un largo corte en
el tabique.
¡Lo había logrado, sí!. Mi atrevimiento y mi osadía me propor
cionaban una emoción tremenda; pero a medida que las cu
chillas se llenaban de sangre y la sangre principiaba a correr
por mis manos, un dolor insufrible iba desmayando mis dedos,
subía a lo largo de los brazos y luego se derramaba desde arriba
por todo mi cuerpo destemplando poco a poco mi sistema
nervioso; todo esto sin que en la vidriosa mirada de mi abuelo
asomara una chispa de conciencia; porque en realidad las tijeras
habían entrado en la cabeza de aquel cachorro de hombre y allí
habían vulnerado mi propia carne y ahora proseguían adelante
sin que ya pudiera detenerlas, abriendo y cerrando sus cuchillas
por en medio de todos nosotros, mi madre, mis hermanos,
y también por nuestra vieja casa y por todo el territorio que
nos rodeaba como un tejido encostrecido y rancio, que sopor
taba su castigo sin rendirse a la compasión ni al dolor. En este
mismo momento, señores, puedo reconstruir en mi mente hasta
“ la forma” que tomaban aquellas sensaciones, mezcla de dolor
y desvanecimiento. Sentía que me doblaba por la mitad. El dolor
era una sustancia corpórea que se derretía junto con mi carne
y finalmente me quedaba solo, reducido a una especie de feto.
No espero que el significado de esta anécdota me absuelva, ni
tan siquiera espero que el público llegue a darle crédito, puesto
que una mitad más uno del tiempo allí gastado formó parte
del sueño. En fin: sé que ya no podré volver a las calles; pero
espero poder pasar el tiempo que me queda repitiendo esos
nombres que antes nada decían a mis caprichos: Helsinki,
Copenhague- . . y abrazarlos en mi imaginación como si fuesen
muchachas desnudas.
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— Sin embargo, ahora que usted ya no podrá volver im
punemente a sus correrías, debería esforzarse por demostrar
a todos su arrepentimiento. ¿Piensa que le será posible volver
a convertirse en un ciudadano común, un hombre respetable
apreciado por la comunidad?.
— Todos los bienes pertenecientes a una mitad del mundo,
comúnmente llamados males en la otra — replicó— sólo son
marcas temporales. Es posible nacer cien veces y morir cien
veces y pecar ciento una vez si uno lo prefiere de esa manera;
pero también es necesario despertar, ya que únicamente de esa
manera podemos llegar a saber que soñamos y ese es al único
consuelo al que podemos aspirar, finalmente.
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CUENTO DE TIA V IEJA
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que se aparece aquí ahora mismo una carroza. De la carroza
baja un hada, el hada tiene una varita mágica; hace plín, y los
dos salimos volando, volando.
El de los huesos escupió en una trayectoria de tres metros.
— ¡Estás diciendo la pendejada más grande que he oído
en mi vida!— exclamó.
Desde ese momento, el grande permaneció callado. Un bo
cado se le había congelado entre los dientes.
— ¡Qué lástima! — dijo finalmente— . Nunca has debido
decir eso. Yo ya principiaba a sentirme livianito.
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MANCHAS FRIAS EN LAS SABANAS
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ESPERAR LA LUZ VERDE
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DONDE PEGAR UN O JO
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FUNCION NOCTURNA
Cada noche, cuando apenas han dado las nueve, los esposos
regresan a casa después de haber completado un pequeño paseo
por el barrio. Ahora les vemos cruzar la verja de una de esas
quintas modestas, que envejecieron sin haberse quitado el lazo
y la falda almidonada que usaron en su fiesta de quince años.
Ella queda un poco rezagada del marido, disimulada a me
dias por la oscuridad del jardincito; mientras el caballero da
un paso decidido hacia el pórtico y se lleva una mano al bolsillo.
Un instante después, el húmedo chasquido del pestillo
suena detrás de ellos.
En los minutos siguientes, el silencio que comúnmente se
pasea por la casa, se ve interrumpido por rumor de pisadas
y conversaciones en voz baja, a medida que los esposos van
de un lado para otro cumpliendo algunas tareas domésticas.
Ella se inclina por sobre el cubo de la basura para ase
gurarse de que la tapa ha quedado bien calzada. El pasa por
detrás de ella cuando se dirige a hacer su última visita del día
al cuarto de baño, y sin pensárselo detiene sus pasos, se inclina,
la abraza por el torso, y como si ya se sintiera atraído por un
liviano espíritu nocturno, deja que sus dedos opriman con deli
cadeza dos nidos espaciosos que cuelgan de su rama, moldeables
todavía aunque ya nada trina en su interior.
El cabello abundante se desliza a un lado bañando una
parte del hombro carnoso, y él se recuesta un poco más en su
espalda y siente el paso de una risita aguda que corre formando
burbujas.
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Apenas entran en la alcoba, una transformación va tenien
do lugar en las facciones del marido; quien en la vida real se
desempeña como cajero de una agencia bancaria, razón por la
cual su fisonomía padece de los estragos originados común
mente por la taquilla: una mirada fría y distante, unos rasgos
lavados con señales vidriosas en los lagrimales; una piel que
ha venido chupando, año tras año, a través de las yemas de
los dedos, cierta saña del prójimo vertida en el papel moneda;
y esas señales despiertan ahora avivadas por un brillo histriónico
que se comunica a cada movimiento suyo, añadiéndoles veloci
dad y chispa, como si en el interior de ese cuerpo una corriente
de sangre vigorosa se abriera camino.
Ella aparta de él la mirada ocultando una cara bañada por
las lágrimas; pero ya el marido aguarda a los pies de la cama
en mangas de camisa. Sus rasgos ya no resplandecen como lo
hacían hace unos momentos; tampoco muestran despotismo o
crueldad. Por el contrario, la disposición del semblante reposa
al parecer en un asiento de conciencia en paz.
La mujer sin hacerse esperar se pone de rodillas en la
alfombra. Ella misma aparta a un lado el bloque de cabellos
valiéndose de un ademán del brazo casi ritual y cadencioso.
Dobla con lentitud el espinazo, apoya la frente en el borde
metálico de la cama y deja el cuello al descubierto.
El marido levanta el hacha en las dos manos.
La cabeza rueda sobre la colcha, por milésima vez en milla
res de noches semejantes, envuelta en sus propios cabellos.
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E L CARRO, E L AUTOM OVIL
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LA CABRONA, V IEJA G LORIA
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pobre tendría que terminar sus años en el basurero . . . o tal
vez en el centro de una tertulia de mendigos, bajo el arco de
un puente, por ejemplo, ya convertida en leña, en humo.
La idea me gustó desde el principio. El humo de la gloria.
¡Vaya!.
Me apropié de esta vieja metáfora que había salido por
azar, y ella me ayudó en adelante a soportar galantemente mi
propiedad.
Estuve muchos años imaginando la escena de esos men
digos como si la viera en un grabado de estos que aparecían
en los folletines del siglo pasado; estampas que valen muy poco
como arte, me imagino, pero que siempre me enternecen con
sus tonos sombríos.
A partir de entonces, mi lisiada fue perdiendo contacto
con el suelo, comenzó a flotar en lo inefable y me permitió
imaginar, a su costa, innumerables fantasías novelescas, muchas
de ellas felices.
Claro está que esto último ha sido producto de las ilusiones
únicamente; pero, al fin y al cabo, ellas, las cabronas, siempre
fueron lo más importante.
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HACE MAL TIEM PO AFUERA
m
UNA ASPIRACION BRUSCA
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HACER PASAR AL MALO
83
REDO BLE DE TALO NES EN LA NO CH E
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Así pues, nada de colas de sirenas. Eran dos piernas, tan sepa
radas e independientes como dos brazos de río que se juntan
por un momento, pero sin llegar a confundir sus aguas.
¿De dónde le había venido, pues, aquella extraña idea?.
Á lo largo de ese día, la pesada cola cayó una y otra vez
entre sus piernas, y allí se sacudió en convulsiones.
Volvió a su casa al atardecer. Su mujer lo recibió con dul
zura, pero sin cantos de sirena porque ellos no eran su estilo.
Sólo lo abrazó con diligencia, comportándose ya como una pro
mesa firme de la noche que se avecinaba y que pronto los
arrastraría, confundidos en uno solo.
El tocó sus caderas que siempre se abrían al aproximarse
como un pesado fruto que va a ser consumido, y cuyas molduras
entraban en toda la mitad de su cuerpo con juiciosa correspon
dencia.
Esa, noche, al sentir la aproximación de su aliento el calor
seco de su cara, las líneas de los huesos que resbalaron encima
de los suyos, comprendió que aquel descubrimiento no había
sido únicamente obra de la imaginación. La criatura que tenía
en sus brazos ya no era tan sólo su mujer; también era el reves
timiento de una antigua metáfora, cuya resonancia había re
corrido los siglos teniendo diversas maneras de manifestarse,
algunas de ellas hijas de la imaginación más humilde.
Pensó en el soplo casi maléfico de las bestias marinas,
y también en el vuelo de las brujas, tan cercano a la caricatura.
Pero los talones golpearon una vez más en las tazas de los
roñones.
La cabeza del pájaro sin ojos cruzó la entrada.
Realmente, no había nada de que preocuparse.
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CAMINANDO HACIA ATRAS
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I N D I C E
Pág.
Propiedad horizontal................................................................................. 14
3 p m ............................................................................................................. 36
Vas en la dirección correcta.......................................... .......................... 37
Museo de c e r a ............................................................................................. 39
T ig r e ............................................................................................................. 41
Juego de n iñ o ............................................................................................. 42
A las mil y quinientas
Hotel “ La Estación” (*)
Esa cal de familia . .
Revelaciones del maestro
Trucos de ventanilla
Primeras letras . .
Un arco de ceniza
Semblanzas primitivas
Putecilla primaveral . .
Canción de los sexos opuestos
Una debilidad reciente
Animales del frío . .
Muchos años después
Silencio, por favor
Costumbres solitarias
Cuento de tía vieja
Manchas frías en las sábanas
Esperar la luz verde
Donde pegar un ojo
Función nocturna . .
El carro, el automóvil
La cabrona, vieja gloria
Hace mal tiempo afuera
Üna aspiración brusca
Hacer pasar al malo
Redoble de talones en la noche
Caminando hacia atrás
COLECCION DELTA