Inteligencia Social
Inteligencia Social
Inteligencia Social
SUMARIO
Prólogo El descubrimiento de una nueva ciencia
Primera parte Programados para conectar
Capítulo 1 La economía emocional
Capítulo 2 La receta del rapport
Capítulo 3 El wifi neuronal
Capítulo 4 El instinto del altruismo
Capítulo 5 La neuroanatomía de un beso
Capítulo 6 ¿Qué es la inteligencia social?
Segunda parte El vínculo roto
Capítulo 7 El tú y el ello
Capítulo 8 La tríada oscura
Capítulo 9 La ceguera mental
Tercera parte Educando la naturaleza
Capítulo 10 Los genes no son el destino
Capítulo 11 El fundamento seguro
Capítulo 12 El punto de ajuste de la felicidad
Cuarta parte Las variedades del amor
Capítulo 13 Las redes del apego
Capítulo 14 El deseo masculino y el deseo femenino
Capítulo 15 La biología de la compasión
Quinta parte Las relaciones sanas
Capítulo 16 El estrés es social
Capítulo 17 Los aliados biológicos
Capítulo 18 Una prescripción social
Educando la naturaleza
Basta con observar a un grupo de niños para notar al instante que la conducta individual
de cada uno es diferente y que mientras algunos se muestran reservados y poco
comunicativos, otros parecen exploradores innatos y no tienen ningún problema en
enfrentarse a un grupo de desconocidos. Con los hallazgos de la ciencia contemporánea,
este tipo de diferencias se ha atribuido a las estructuras genéticas con que cada sujeto
viene equipado, arguyendo que las secuencias de ADN, que son inmodificables,
determinan nuestros hábitos y nuestras conductas.
Sin embargo, las cosas no parecen ser tan simples. El genetista John Crabbe realizó una
serie de experimentos con una cierta cepa de ratones, sometiéndolos a unos entornos
idénticos, para comprobar si, ante una misma situación, sus reacciones venían escritas
en su estructura genética y eran, por lo tanto, iguales. Crabbe encontró que no era así. El
comportamiento de los ratones no era predecible porque, a su juicio, lo que importa no
es tanto la estructura genética como la forma en que ésta se expresa. Y la expresión de
las secuencias de ADN se va modificando en función de las experiencias vividas. Es
decir, el niño tímido y asustadizo puede llegar a modificar su comportamiento si se
enfrenta a estímulos adecuados que lo muevan a ello.
El entorno en el que nos desenvolvemos tiene la capacidad de programar nuestros genes
y determinar su grado de activación, generando un proceso continuo de desarrollo y
complejidad de la estructura genética que recibe el nombre de epigénesis. Así como el
área de un rectángulo está dada por su altura y por su anchura, el carácter de un
individuo depende de su estructura genética y de su epigénesis.
Estas conclusiones adquieren una relevancia capital en lo que tiene que ver con la
formación de las personas. Si el cerebro se está modificando en función de las
experiencias que el sujeto afronta, el impacto de las relaciones parentales o de cualquier
relación educativa es innegable, sobre todo en los dos primeros años de vida, en los que
se da el 60 % del crecimiento del cerebro.
Los experimentos de Michael Meaney, de la Universidad de McGill en Montreal, con
conejillos de Indias han logrado encontrar una “ventana temporal” que se cierra dos
horas después del nacimiento, en la cual se dan unos procesos químicos cruciales para la
configuración del cerebro que determinarán la pauta química de sus neuronas para el
resto de sus días. Pero aún más asombrosa es la relación que han logrado establecer
estos estudios entre el tiempo que la madre dedica a lamer a cada cachorro durante estas
dos horas y el posterior desarrollo cerebral de ese ratón. Cuanto más estimulante sea la
madre, más confiada, valiente e ingeniosa será su cría. Por el contrario, si la madre ha
sido poco estimulante en sus lamidos iniciales, la cría presentará dificultades de
aprendizaje, mostrará menor control frente a las amenazas y puntuará más bajo en
pruebas de habilidad como la de encontrar la salida de un laberinto (algo semejante al
cociente intelectual de los ratones).
Si bien los estudios con seres humanos no son tan elocuentes, la analogía no deja de
plantearse. Nuestra ventana temporal parece hallarse principalmente en el córtex
prefrontal, que se encuentra en maduración hasta el comienzo de la edad adulta, y el
equivalente a los lamidos de la madre parece estar dado por la empatía, la sintonía y el
contacto con la madre y las personas más cercanas.
Milton Erickson, pionero en modificar las técnicas de hipnosis aplicadas a la
psicoterapia, contaba que durante su infancia en Nevada siempre intentaba llegar el
primero a la escuela en la época de invierno, pues así iba abriendo con sus botas un
sendero -al que deliberadamente daba una forma sinuosa- y luego contemplaba cómo el
siguiente niño invariablemente tomaba la ruta por él había abierta, al igual que hacían
los siguientes en una especie de instinto por seguir el camino de menor resistencia. Al
salir del colegio, la ruta caprichosa que él había dibujado por la mañana, formada por
curvas y giros absurdos, era una vía establecida: la que irremediablemente tomaba todo
el mundo.
Esta metáfora de Erickson para mostrar la forma en que nacen los hábitos ejemplifica
con gran claridad el modo en que se establecen los senderos neuronales en el cerebro.
Las primeras conexiones que se realizan entre circuitos neuronales, suscitadas por los
estímulos y retos que se le presentan al cerebro, van fortaleciéndose hasta convertirse en
rutas automáticas que serán pautas de procesamiento cerebral. Ante estímulos
semejantes, el cerebro ya tendrá definidas las vías de procesamiento.
Esta conclusión se vio confirmada por un experimento realizado con monos titís, en el
que algunas de las crías fueron sometidas a situaciones que les generaban temor: cuando
sólo contaban diecisiete semanas, se les separaba esporádicamente de sus madres para
llevarlos a una jaula en la que se encontrarían rodeados de monos desconocidos. Más
adelante, cuando los monos ya se habían destetado, se les llevaba de nuevo a una jaula
llena de extraños, pero esta vez acompañados de su madre. Así se vio que los pequeños
titís que habían sido sometidos previamente a situaciones de estrés se mostraban mucho
más curiosos y valientes en el nuevo entorno que aquellos que habían permanecido todo
el tiempo en el cálido regazo de sus madres.
En el proceso de epigénesis, la experiencia cotidiana va esculpiendo los senderos
neuronales, y de esta manera la vía superior puede conquistar a la inferior, haciendo que
un individuo supere sus orientaciones genéticas, como aquellas que le impiden
relacionarse con otros o que lo hacen extremadamente irascible.
Jerome Kagan, uno de los psicólogos evolutivos más acreditados de la actualidad, ha
estudiado durante décadas las pautas de comportamiento de algunos bebés, a quienes ha
seguido durante su evolución para analizar la continuidad de sus temperamentos. De
acuerdo con sus estudios, cuando los padres de niños que muestran una predisposición
genética hacia la timidez los alientan a relacionarse con otros a los que normalmente
evitarían, estos niños generalmente superan su timidez. Para que la vía superior
conquiste los impulsos de la vía inferior se requiere esfuerzo y ayuda, pero con los
estímulos adecuados, provenientes de los padres, de los maestros, de los psicólogos o
incluso de los jefes, una persona puede revertir sus tendencias naturales y lograr metas
que consideraría imposibles.
El rapport: una forma de sintonía social
Mientras un paciente habla tendido en un diván de cuero y su psicoanalista lo escucha desde una
butaca, los dedos de cada uno están conectados a unos pequeños cables que registran los sutiles
cambios en las respuestas de sudoración a lo largo de la sesión: así evaluó Carl Marci las
interacciones entre varios terapeutas de Boston y sus pacientes, obteniendo en cada caso un
vídeo de la sesión junto con un registro de dos líneas que oscilaban al ritmo en que emergían y
desaparecían las emociones en cada uno de los intervinientes. Cuando la sesión fluía, las líneas
describían un movimiento armónico, una suerte de danza coordinada que reflejaba la sintonía
fisiológica entre las dos personas. Cuando la desconexión era evidente, y había continuas
interrupciones, refutaciones o críticas entre los dos, las líneas semejaban el vuelo nervioso de
dos aves con rumbos desiguales.
Robert Rosenthal, psicólogo de origen alemán, ha definido tres elementos esenciales que
determinan una relación de rapport:
Con nuestra forma de relacionarnos con los otros no sólo podemos favorecer o
perjudicar nuestro estado emocional, sino también producir consecuencias de
índole biológica, pues la hostilidad del uno aumenta súbitamente la presión
sanguínea del otro, mientras que el afecto la disminuye. Otros estudios
científicos orientados por esta premisa han descubierto que las relaciones
estresantes aumentan la posibilidad de resfriarse y que la progresiva
complejidad del entorno social de una persona favorece su aprendizaje, al
aumentar el ritmo de creación de nuevas neuronas.
De ahí la importancia de un buen clima emocional en el entorno laboral, pues los efectos de las
perturbaciones ambientales en la productividad de los trabajadores son evidentes. Aunque una
dosis moderada de angustia suele ser esencial para despertar la motivación, ya que con esta se
generan cortisol y norepinefrina que impiden el aburrimiento, después de cierto punto la
angustia va propiciando una secreción descontrolada de estas mismas sustancias, que interfieren
en el desempeño de las funciones cognitivas del cerebro. Existe por tanto una relación entre el
nivel de estrés y el rendimiento mental que forma una U invertida.
La clave de un liderazgo de esta naturaleza consiste en permanecer presente y conectado con las
demás personas. Una encuesta realizada entre dos millones de empleados de setecientas
empresas puso de relieve que la mayoría de ellos daban más importancia a tener un jefe
bondadoso que a recibir un salario elevado. Siendo tan contagiosas las emociones y tan alto el
influjo de los jefes sobre sus colaboradores, la actitud de los directivos es determinante a la hora
de lograr que una empresa funcione o no.
En gran medida, los jefes desempeñan una tarea afín a la de los padres de familia y les
corresponde alentar la seguridad de los suyos. Una serie de estudios realizados en numerosos
países de todas las latitudes para determinar los atributos que la gente considera propios de un
buen jefe han encontrado que los rasgos más recurrentes, como la empatía, la valentía, la
escucha y la responsabilidad se corresponden perfectamente con lo que la gente espera de un
buen padre.
Conclusión
El impacto de las relaciones sociales que usted establece diariamente es mucho mayor de lo que
posiblemente imagina. Gracias a los avances de la neurociencia, se ha podido comenzar a
rastrear la forma en que sus interacciones sociales tienen una repercusión directa en su vida, y
así como pueden conducir sus estados de ánimo sin que usted se percate de ello, asimismo han
ido labrando, con el paso de los años, su configuración neuronal, su temperamento, sus
habilidades y hasta su estado de salud.
Puede sonar extraño que sea así, pero resulta absurdo ignorar la importancia de las relaciones
sociales si tenemos en cuenta que nuestra posibilidad de sobrevivir como especie ha dependido
directamente de nuestra habilidad para comunicarnos con los otros y lograr una coordinación
grupal, en cuya ausencia hubiésemos sido devorados hace millones de años por otras especies
más ágiles o más voraces.
Como legado de esta evolución, cada uno de nosotros viene equipado con un “cerebro social”,
que no es un lóbulo o una región específica, sino un conjunto de circuitos presentes en todo el
cerebro que se encargan de orquestar nuestras interacciones sociales. En términos generales,
nuestro cerebro opera en dos vías complementarias, que evocan lo que solemos asociar con la
racionalidad y con la emocionalidad. La primera de ellas es la vía superior, cuyo centro
operativo se encuentra en la región prefrontal y nos permite tomar decisiones conscientes y
calculadas. La segunda, en cambio, conocida como la vía inferior, está relacionada con el
sistema límbico del cerebro y tiene su epicentro en la amígdala. Esta vía genera reacciones
instintivas ante los estímulos externos y nos permite tomar decisiones inmediatas e
inconscientes frente a las situaciones que vivimos.
Así como podemos cultivar nuestra inteligencia para resolver complejas ecuaciones
matemáticas, también podemos adiestrar nuestra inteligencia social, que transita por las dos vías
descritas, para ser conscientes del influjo que las relaciones sociales ejercen en nosotros y del
impacto que igualmente podemos causar en las emociones ajenas. Este tipo de inteligencia nos
permitirá canalizar positivamente estos estímulos y conectar con los demás de forma armónica y
saludable.
Conexiones emocionales
Entre los grandes descubrimientos que ha hecho la neurociencia en los últimos tiempos
está el hecho de que la gente está predispuesta a relacionarse entre sí. El cerebro humano
no es una masa aislada que, como las computadoras, opera independientemente del
exterior. Por el contrario, es innatamente [...]
Amores diferentes
Cuando amamos a alguien, se activan tres sistemas cerebrales
interrelacionados. Cada uno de estos tiene sus propias reglas y redes
neurales. Cada uno segrega hormonas diferentes:
1. Afecto: empezamos a formar lazos con nuestra madre desde que
somos bebés. Estos primeros lazos [...]
El autor nos explica mediante un ejemplo que cuando una persona arroja sus sentimientos
negativos a otra persona, activa en el receptor las mismas emociones, ya que estas son
contagiosas. También señala que, la economía emocional es el balance de ganancias y pérdidas
internas que se experimentan en una conversación.
Una de las desventajas del contagio emocional, es cuando nos encontramos en el momento
equivocado y con la persona equivocada, al igual que le sucedió al autor al convertirse en
víctima de la furia del guardia. En estas situaciones, el cerebro se pone en un estado de
hipervigilacia (debido a la sensación de peligro) activado por la amígdala (miedo es su principal
movilizador); dirigiendo nuestro pensamiento, nuestra atención y nuestra percepción hacia lo
que nos ha asustado.
Por último, la amígdala funciona como una especie de radar cerebral que hace que prestemos
atención a las cosas nuevas, de lo que tenemos algo que aprender, es como un sistema de
alerta de posibles peligros (amenazas) con el que cuenta el cerebro.
El paciente X había perdido las conexiones nerviosas entre sus ojos y la corteza occipital, que
se encarga del procesamiento visual. Sus ojos podían registrar las señales, pero su cerebro era
incapaz de descifrarlas. En esencia, pues, este paciente era totalmente ciego y no podía
reconocer ninguna imagen que se le mostrara, aunque fueran simples círculos o cuadrados. Sin
embargo, cuando se le mostraron fotografías de personas enfadadas o alegres, sí pudo
reconocer las emociones expresadas.
La amígdala es una región del cerebro estrechamente ligada con la producción e identificación
de las emociones. Es ella la que desencadena los procesos cerebrales que nos permiten
reproducir en nuestro cuerpo las señales emocionales que percibimos, sin que seamos
conscientes de ello, pues las áreas verbales y las regiones que asociamos a la razón y a la
conciencia no se ven necesariamente involucradas en el proceso. Esto significa que aunque el
paciente X no podía “ver” las emociones en el rostro, sí podía llegar a sentirlas.
Esta base neurológica del contagio emocional opera para cualquier sentimiento e ilustra de
forma clara el funcionamiento de lo que los científicos han llamado la “vía inferior” del
cerebro. De acuerdo con esta teoría, el cerebro dispone de un conjunto de circuitos cerebrales
muy veloces que operan automáticamente sin la intervención de la conciencia, por los cuales
circula la mayor parte de lo que hacemos, particularmente en lo referido a nuestra vida
afectiva. La vía inferior procesa los sentimientos y genera impulsos a velocidad infinitesimal,
sacrificando la exactitud en beneficio de la rapidez.
Al mismo tiempo, el cerebro cuenta con una “vía superior”, que es la que asociamos a la
racionalidad, y que nos permite ser conscientes y controlar lo que ocurre en nuestra vida. Esta
serie de circuitos operan de forma mucho más lenta, deliberada y sistemática, sacrificando
velocidad en beneficio de la exactitud.
A la existencia independiente de estas dos vías se le atribuye el hecho de que muchas veces
caigamos en un determinado estado anímico sin conocer en absoluto la causa que lo generó.
Una música ambiental, un tono de voz o una determinada escena pueden moldear nuestras
emociones sin que tengamos conciencia alguna de ello. En un curioso experimento realizado
en la Universidad de Wurzburgo, numerosos grupos de personas escucharon el mismo
fragmento leído de un texto de Hume, con una variante casi imperceptible: para la mitad de
los grupos, la lectura provenía de una voz con un dejo de tristeza, mientras que la otra mitad
escuchó una voz que leía animada por una sutil alegría. A la salida, los dos grupos fueron
analizados y, en efecto, sus estados anímicos se orientaban hacia la tristeza o hacia la alegría
según el tono en que se les había leído el texto.
Paul Ekman, psicólogo estadounidense que ha estudiado a fondo las emociones, es un experto
en la detección de la mentira. Con un estoicismo científico que le permitía llegar a propiciarse
ligeras descargas eléctricas para ubicar los músculos más esquivos, Ekman pasó un año
aprendiendo a controlar voluntariamente cada uno de los aproximadamente doscientos
músculos del rostro. Tras esto, dibujó un detallado mapa de los diferentes sistemas musculares
que intervienen en los gestos para exhibir cada emoción, con sus múltiples matices y variantes.
Gracias a ello, al discernir las sutilezas faciales con que se manifiestan las emociones, cuenta
con una poderosa herramienta para identificar la emoción real que subyace bajo la máscara
con la que una persona pretende ocultar sus sentimientos. De acuerdo con Ekman, las palabras
pueden mentir, pero los rostros no, porque la decisión de mentir está controlada por la vía
superior, mientras que los músculos faciales son coordinados por la vía inferior. Por eso, el
rostro del mentiroso contradice sus palabras; cuando la vía superior encubre, la inferior revela.
Al contrarrestar los impulsos emocionales y ofrecer mayores y más sutiles elementos para la
acción, la vía superior amplía y flexibiliza el repertorio establecido y fijo de respuestas de la vía
inferior. Así, su correcta intervención permite adecuar, modular y optimizar las respuestas
emocionales. La inteligencia social agrupa, pues, algunas competencias básicas de la vía
inferior, como aquellas que están asociadas a la empatía, junto con las habilidades más
complejas de la vía superior como es el control de los arrebatos emocionales.
Jonathan Cohen es pionero en una ciencia que estudia el transfondo neuronal de los procesos
racionales e irracionales de la toma de decisiones, conocida como la neuroeconomía. Ha
realizado escáneres cerebrales de personas que realizan un juego simulado de negociación y,
al analizar lo que ocurre en sus cerebros, ha encontrado que cuanto más intensa es la
reactividad de la vía inferior, menos racionales son las respuestas del jugador desde la
perspectiva económica. Por el contrario, cuanto más activa permanece la región prefrontal
(centro operativo de la vía superior), más equilibradas son las respuestas.