La Igualdad en Tres Actos

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Librodot La igualdad en tres actos Horacio Quiroga 2

Publicado en Caras y Caretas, Buenos Aires, año XIV, N° 683, noviembre 4, 1911.

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La regente abrió la puerta de clase y entró con una nueva alumna.


-Señorita Amalia -dijo en voz baja a la profesora-. Una nueva alumna. Viene de la
escuela trece... No parece muy despierta.
La chica quedó de pie, cortada. Era una criatura flaca, de orejas lívidas y grandes ojos
anémicos. Muy pobre, desde luego, condición que el su-no aseo no hacía sino resaltar. La
profesora, tras una rápida ojeada a la roa, se dirigió a la nueva alumna.
-Muy bien, señorita, tome asiento allí... Perfectamente. Bueno, señoritas, ¿dónde
estábamos?
-¡Yo, señorita! ¡El respeto a nuestros semejantes! Debemos...
-¡Un momento! A ver, usted misma, señorita Palomero: ¿sabría usted decirnos por qué
debemos respetar a nuestros semejantes?
La pequeña, de nuevo cortada hasta el ardor en los ojos, quedó inmóvil mirando
insistentemente a la profesora.
-¡Veamos, señorita! Usted sabe, ¿no es verdad?
-S-sí, señorita.
-¿Veamos, entonces?
Pero las orejas y mejillas de la nueva alumna estaban de tal modo encendidas que los
ojos se le llenaron de lágrimas.
-Bien, bien... Tome asiento -sonrió la profesora-. Esta niña responderá por usted.
-¡Porque todos somos iguales, señorita!
-¡Eso es! ¡Porque todos somos iguales! A todos debemos respetar, a los ricos y a los
pobres, a los encumbrados y a los humildes. Desde el ministro hasta el carbonero, a todos
debemos respeto. Esto es lo que quería usted decir, ¿verdad, señorita Palomero?
-S-sí, señorita...
La clase concluyó, felizmente. En las subsiguientes la profesora pudo convencerse de
que su nueva alumna era muchísimo más inteligente de lo que había supuesto. Pero ésta
volvía triste a su casa. A pesar de la igualdad recomendada en clase recordaba bien el aire
general de sorpresa ante sus gruesos y opacos botines de varón. No dudaba de que en los
puntos extremos del respeto preconizado con tal fervor, ella ocupaba el último. Su padre era
carbonero. Y volvía así la frase causante de su abatido desaliento. Desde el ministro hasta el
carbonero, a todos debemos respeto. La criatura era precoz y el distingo de ese hasta fue
íntimamente comprendido. Es decir que no existía ni remotamente tal igualdad, pero siendo el
ministro de Instrucción Pública la más respetable persona, nuestra tolerancia debía llegar por
suprema compasión a admitir como igual hasta a un carbonero. Claro está, la criatura no
analizaba la frase, pero en sus burdas medias suelas sentía el límite intraspasable en que ella
debía detenerse en esa igualdad.
-Hasta papá es digno de respeto -se repetía la chica.
Y cuanto había en ella de ternura por su padre y respeto por su instrucción, se deshizo en
lágrimas al estar con él. Contó todo.
-¡No es nada, Julita! -sonrióse el padre-. ¿Pero de veras dijo hasta el carbonero?
-¡Sí, papá!
-¡Perfecto! Para ser en una escuela normal... Dime, ¿tú sabes en qué consiste esa
igualdad de todos los hombres que enseñaba tu profesora? Pues bien, pregúntaselo a ella en la
primera ocasión. Quisiera saber qué dice.
La ocasión llegó al mes siguiente.
-...porque todos somos iguales, tanto el rico como el pobre, el poderoso como el
humilde.
-¡Señorita!... Una cosa; yo no sé... ¿En qué somos iguales todos?
La profesora quedó mirándola muy sorprendida de tal ignorancia, bien que la
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aprovechara ella misma para buscar a todo trance una respuesta que no halló en seguida.
-¡Pero, señorita! -prorrumpió--. ¿En qué está usted pensando? ¿Quiere que hagamos
venir una niña de primer grado para que le enseñe eso? ¿Qué dicen ustedes, señoritas?
Las chicas, solicitadas así por la profesora, se rieron grandemente de su compañera.
-¡Hum! -murmuró luego el padre al enterarse-. Ya me parecía que la respuesta iba a ser
más o menos ésa.
La pequeña, desorientada ya y dolorida, lo miró con honda desconfianza.
-¿Y en qué somos iguales, papá?
-¿En qué, mi hija?... Allá te habrán respondido que por ser todos hijos de Adán, o
iguales ante la ley o las urnas, qué sé yo... Cuando seas más grande te diré más.
En el repaso de octubre, el respeto a nuestros semejantes surgió otra vez y la profesora
pareció recordar de nuevo la pregunta aquella, manteniendo un instante el dedo en el aire.
Ahora que recuerdo... ¿No fue usted, señorita Palomero, la que ignoraba en qué somos
iguales?
La chica, en los meses anteriores, había aprendido el famoso apotegma; y siendo, como
es, terrible la sugestión inquisitoria de tales dogmas en las escuelas, estaba convencida de él.
Pero ante el cariño y respeto a la mentalidad de su padre, creyó su deber sacrificarse.
-No, señorita...
Julia salió de clase llorando sin consuelo. Días después la escuela entera se agitaba para
celebrar el jubileo de su directora. Habría fiesta, y las pequeñas futuras maestras fueron
exhortadas a llevar un ramo de flores, uno de los cuales sería ofrecido a la directora gloriosa.
Y, desde luego, invitación a la familia de las alumnas.
Al día siguiente la subregente repartió las tarjetas entre las escolares para que las
llevaran a sus padres. Pero Julia esperó en vano la suya; sólo habían alcanzado a las alumnas
bien vestidas.
-Hum... -dijo el carbonero-. Esto es hijo de aquello... ¿Quieres llevar el mejor ramo que
haya ese día?
La pequeña, roja de vanidad, se restregaba contra los muslos de su padre.
De este modo no cupo en sí cuando todas sus condiscípulas dirigieron una mirada de
envidia a su ramo. Era sin duda ninguna el más hermoso de cuantos había allí. Y ante el
pensamiento de su ramo, de que ella entre todas sus brillantes compañeras lo ofrecería a la
directora, temblaba de loca emoción.
Pero al llegar el momento del obsequio, la profesora de su grado, después de acariciarla,
tomó el ramo de sus manos y lo colocó entre las de la
hija del ministro de Instrucción Pública condiscípula suya. Esta entre frenéticos aplausos
lo ofreció a la directora enternecida.
El carbonero perdió esta vez la calma.
-Llora, pequeña, llora: eso tenía que pasar; era inevitable. ¿Pero quieres que te diga
ahora? -exclamó haciendo saltar la mesa de un violento puñetazo-. ¡Es que nadie, ¿oyes?
nadie, desde tu directora a la última ayudante, nadie cree una palabra de toda esa igualdad que
gritan todo el día! ¿Quieres más pruebas de las que has tenido?... Pero tú eres una criatura
aún... Cuando seas maestra y enseñes esas cosas a tus alumnas acuérdate de tu ramo y me
comprenderás entonces.
-Sí -me decía sonriendo al recuerdo la actual profesora normal-, mucho me costó olvidar
la herida aquella. Y, sin embargo, papá no tenía razón. Cuando se posee una instrucción muy
superior a la del medio en que se vive, la razón se ofusca y no se aprecian bien las distancias...
¡Pobre papá! Era muy inteligente. Pero mis alumnos saben muy bien, porque no me canso de
repetírselo, que desde el ministro hasta el zapatero, todos somos iguales...

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