Ionesco Eugene - La Leccion
Ionesco Eugene - La Leccion
Ionesco Eugene - La Leccion
Drama cómico
Respira con dificultad; cae en una silla que por suerte está, a su alcance;
se enjuga la frente y murmura palabras incomprensibles; su respiración
se normaliza... Se levanta, mira el cuchillo que tiene en la mano,
contempla a la muchacha y luego, como si despertase.
EL PROFESOR (presa del pánico). — ¿Qué he hecho? ¿Qué me va a suceder
ahora? ¿Qué va a pasar? ¡Ah la, la! ¡Qué desgracia! ¡Señorita, señorita,
levántese! (Se agita, conservando en la mano el cuchillo invisible con el
que no sabe qué hacer.) Vamos, señorita, la lección ha terminado... Puede
usted irse..., pagará en otra ocasión... ¡Ay, está muerta..., muerta! Ha sido
con mi cuchillo... Está muerta... Es terrible. (Llama a la SIRVIENTA.)
¡María! ¡María! ¡Venga, mi querida María! ¡Ay, ay! (La puerta de la
derecha, se entreabre y aparece MARÍA.) No... No venga. Me he
equivocado. No la necesito, María... ya no la necesito... ¿Me oye? MARÍA
se acerca, severa, sin decir palabra, y ve el cadáver.
EL PROFESOR (con voz cada vez menos segura). — No la necesito, María.
LA SIRVIENTA (sarcástica). — Entonces, ¿está usted satisfecho de su
alumna? ¿Ha aprovechado bien su lección?
EL PROFESOR (oculta el cuchillo a su espalda). — Sí, la lección ha
terminado..., pero ella..., ella sigue ahí... no quiere irse.
LA SIRVIENTA (muy dura). — ¡En efecto!
EL PROFESOR (temblando). — No he sido yo... No he sido yo... María... No...
Se lo aseguro… No he sido yo, mi pequeña María...
LA SIRVIENTA. — ¿Quién ha sido, entonces? ¿Quién ha sido? ¿Yo?
EL PROFESOR. — No lo sé..., quizás...
LA SIRVIENTA. — ¿O el gato?
EL PROFESOR. — Es posible... No sé.
LA SIRVIENTA. — ¡Ésta es la cuadragésima vez! ¡Y todos los días lo mismo!
Y se quedará sin alumnas, lo que estará bien.
EL PROFESOR (irritado). — ¡Yo no tengo la culpa! ¡Ella no quería aprender!
¡Era desobediente! ¡Era una mala alumna! ¡No quería!
LA SIRVIENTA. — ¡Mentiroso!
EL PROFESOR se acerca disimuladamente a la SIRVIENTA, con el cuchillo a la
espalda.
EL PROFESOR. — ¡Eso no le importa a usted! (Trata de asestarle una
cuchillada formidable, pero la SIRVIENTA le ase el puño al vuelo y se lo
retuerce. El PROFESOR deja caer a tierra su arma.) ¡Perdón!
LA SIRVIENTA (abofetea dos veces seguidas al PROFESOR, con ruido y fuerza,
y el PROFESOR cae al suelo de espaldas y lloriquea). ¡Asesino! ¡Cochino!
¡Asqueroso! ¿Quería hacerme eso a mí? ¡Yo no soy una de sus alumnas!
(Lo levanta asiéndolo por el cuello, recoge el birrete, que le pone en la
cabeza, mientras él, que teme que lo abofeteen, se protege con el codo
como los niños.) ¡Ponga ese cuchillo en su lugar! ¡Vamos! (El PROFESOR va
a dejarlo en el cajón del escritorio y vuelve.) Y, sin embargo, yo le
advertí hace un momento: la aritmética lleva a la filología y la filología al
crimen...
EL PROFESOR. — Usted dijo: "a lo peor".
LA SIRVIENTA. — Es lo mismo.
EL PROFESOR. — Yo entendí mal. Creía que "Peor" era una ciudad y que
usted quería decir que la filología llevaba a la ciudad de Peor.
LA SIRVIENTA. — ¡Mentiroso! ¡Viejo zorro! Un sabio como usted no
entiende mal el sentido de las palabras. No me va a engañar.
EL PROFESOR (solloza). — No la he matado intencionadamente.
LA SIRVIENTA. — ¿Al menos lo lamenta?
EL PROFESOR. — ¡Oh, sí, María, se lo juro!
LA SIRVIENTA. — ¡Me da usted compasión! Es usted una buena persona, a
pesar de todo. Trataré de arreglar eso. Pero no vuelva a las andadas. Puede
producirle una enfermedad del corazón.
EL PROFESOR. — Sí, María. ¿Qué se va a hacer, entonces?
LA SIRVIENTA. — Se la va a enterrar... al mismo tiempo que a las otras
treinta y nueve... Serán necesarios cuarenta ataúdes... Se llamará al
servicio de pompas fúnebres y a mi enamorado, el cura Augusto. Se
encargarán coronas...
EL PROFESOR. — ¡Oh, María, muchas gracias!
LA SIRVIENTA. — Al grano. Ni siquiera vale la pena llamar a Augusto, pues
usted mismo es un poco cura a sus horas, si ha de creerse el rumor
público.
EL PROFESOR. — De todos modos, que no sean muy caras las coronas. Ella
no ha pagado su lección.
LA SIRVIENTA. — No se preocupe... Por lo menos cúbrala con su delantal.
Así está indecente. Además se la van a llevar.
EL PROFESOR. — Sí, María, sí. (La cubre.) Hay el peligro de que nos
detengan... Imagínese, con cuarenta ataúdes... La gente se asombrará. ¿Y
si nos preguntan qué contienen?
LA SIRVIENTA. — No se preocupe tanto. Diremos que están vacíos. Por lo
demás, la gente no preguntará nada, pues ya está habituada.
EL PROFESOR. — Sin embargo...
LA SIRVIENTA (saca un brazalete con tina insignia, quizá la svástica nazi).
— Tome. Si tiene miedo, póngase esto y nada tendrá que temer. (Le
coloca el brazalete.) Se trata de política.
EL PROFESOR. — Gracias, mi pequeña María. Así, estoy tranquilo. Es usted
una buena muchacha, María, muy fiel.
LA SIRVIENTA. — ¡Vaya! Manos a la obra, señor. ¿Está listo?
EL PROFESOR. — Sí, mi pequeña María. (La SIRVIENTA y el PROFESOR toman el
cuerpo de la muchacha, uno por los hombros y el otro por las piernas, y
se dirigen hacia la puerta de la derecha.) ¡Cuidado, no le haga daño!
Salen. La escena queda vacía durante unos instantes. Se oye llamar a la
puerta de la izquierda.
Voz DE LA SIRVIENTA. — ¡Voy en seguida!
Aparece como al comienzo de la obra y se dirige a la puerta. Vuelve a
sonar la campanilla.
LA SIRVIENTA (aparte). — ¡Ésa tiene mucha prisa! (En voz alta.) ¡Paciencia!
(Va a la puerta de la izquierda y la abre.) Buenos días, señorita. ¿Es usted
la nueva alumna? ¿Viene para la lección? El profesor la espera. Voy a
anunciarle su llegada. ¡Bajará inmediatamente! ¡Pase, pase, señorita!
Junio de 1950.
TELÓN