Bloch Marc Introducción Introducción A La Historia Pp. 924
Bloch Marc Introducción Introducción A La Historia Pp. 924
Bloch Marc Introducción Introducción A La Historia Pp. 924
Introducción a la Historia
MÉXICO
Marc Bloch
INTRODUCCIÓN A LA HISTORIA
www.fce.com.mx
9 "789681"661557"
Título original:
Libraine
www.fcc.com.mx
Impreso en México
A LUCIEN FEBVRE,
A MANERA DE DEDICATORIA
Si este libro ha de publicarse un día; si, de simple antídoto al que pido hoy un
cierto equilibrio del alma -entre los peores dolores y las peores ansiedades
personales y colectivas- viene a ser un verdadero libro, ofrecido para ser leído,
otro nombre distinto del de usted, querido amigo, será entonces inscrito en la
cubierta. Usted lo sabe, se necesitaba ese nombre, en ese lugar: único
recuerdo permitido a una ternura demasiado profunda y demasiado sagrada
para poder expresarla. ¿Y cómo me resignaría yo a no verle a usted aparecer
también sino al azar de algunas referencias? Juntos hemos combatido
largamente por una historia más amplia y más humana. Sobre la tarea común,
ahora cuando escribo, se ciernen muchas amenazas. No por nuestra culpa.
Somos los vencidos provisionales de un injusto destino. Ya vendrá el tiempo,
estoy seguro, en que nuestra colaboración podrá volver a ser verdaderamente
pública, como en el pasado, y, como en el pasado, libre. Mientras tanto
continuará por mi parte en estas páginas, llenas de la presencia de usted. Aquí
conservará el ritmo, que fue siempre el suyo, de un acuerdo fundamental,
vivificado, en la superficie, por el provechoso juego de nuestras afectuosas
discusiones. Entre las ideas que me propongo sostener, más de una me llega,
sin duda alguna, directamente de usted. Respecto de muchas otras yo no
podría decidir, en buena conciencia, si son de usted, mías o de ambos. Me
enorgullece pensar que muchas veces me aprobará usted. En ocasiones me
criticará. Y todo ello será entre nosotros un vínculo más.
Fougéres (Creuse),
10 de mayo de 1941
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"Papá. explícame para qué sirve la historia", pedía hace algunos años a su
padre, que era historiador, un muchachito allegado mío. Quisiera poder decir
que este libro es mi respuesta. Porque no alcanzo a imaginar mayor halago
para un escritor que saber hablar por igual a los doctos y a los escolares. Pero
reconozco que tal sencillez sólo es privilegio de unos cuantos elegidos. Por lo
menos conservaré aquí con mucho gusto, como epígrafe, esta pregunta de un
niño cuya sed de saber acaso no haya logrado apagar de momento. Algunos
pensarán, sin duda, que es una fórmula ingenua; a mí, por el contrario, me
parece del todo pertinente. El problema que plantea, con la embarazosa
desenvoltura de esta edad implacable, es nada menos que el de la legitimidad
de la historia.
Porque contra lo que ocurre con otros tipos de cultura, ha esperado siempre
demasiado de su memoria. Todo lo conducía a ello: la herencia cristiana como
la herencia clásica. Los griegos y los latinos -nuestros primeros maestros- eran
pueblos
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Sin embargo, conviene saber qué quiere decir esa palabra "servir". Pero antes
de examinarla quiero agregar unas palabras de excusa. Las circunstancias de
mi vida presente, la imposibilidad en que me encuentro de usar una gran
biblioteca, la pérdida de mis propios libros, me obligan a fiarme demasiado de
mis notas y de mis experiencias. Con demasiada frecuencia me están
prohibidas las lecturas complementarias, las verificaciones a que me obligan
las leyes mismas del oficio del que me propongo describir las prácticas.
¿Podré, algún día, llenar estas lagunas? Temo que nunca del todo. A este
respecto, no puedo menos de solicitar indulgencia del lector y, diría,
"declararme culpable", si ello no
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implicara echar sobre mí más de lo que es justo, las faltas del destino.
Ante todo, como germen y como aguijón, su papel ha sido y sigue siendo
capital. Antes que el deseo de conocimiento, el simple gusto; antes que la obra
científica plenamente consciente de sus fines, el instinto que conduce a ella: la
evolución de nuestro comportamiento intelectual abunda en filiaciones de esta
clase. Hasta en terrenos como el de la física, los primeros pasos deben mucho
a las "colecciones de curiosidades". Hemos visto, incluso, figurar a los
pequeños goces de las antiguallas en la cuna de más de una orientación de
estudios, que poco a poco se ha cargado de seriedad. Esa es la génesis de la
arqueología y, más recientemente, del folclor. Los lectores de Alejandro Dumas
no son, quizás, sino historiadores en potencia, a los que sólo falta la
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educación necesaria para darse un placer más puro, y a mi juicio, más agudo:
el del color verdadero.
Si por otra parte, este encanto está muy lejos de acabarse, en cuanto da
principio la investigación metódica, con sus necesarias austeridades; si,
entonces por el contrario -como pueden testimoniar todos los verdaderos
historiadores-, gana todavía en vivacidad y en plenitud, nada hay en ello que,
en cierto sentido, no valga para cualquier trabajo del espíritu. La historia, sin
embargo, tiene indudablemente sus propios placeres estéticos, que no se
parecen a los de ninguna otra disciplina. Ello se debe a que el espectáculo de
las actividades humanas, que forma su objeto particular, está hecho, más que
otro cualquiera, para seducir la imaginación de los hombres. Sobre todo
cuando, gracias a su alejamiento en el tiempo o en el espacio, su despliegue se
atavía con las sutiles seducciones de lo extraño. El gran Leibniz nos lo ha
confesado: cuando pasaba de las abstractas especulaciones de las
matemáticas, o de la teodicea, a descifrar viejas cartas o viejas crónicas de la
Alemania imperial, sentía, como nosotros, esa "voluptuosidad de aprender
cosas singulares". Cuidémonos de quitar a nuestra ciencia su parte de poesía.
Cuidémonos, sobre todo, como he descubierto en el sentimiento de algunos, de
sonrojarnos por ello. Sería una formidable tontería pensar que por tan poderoso
atractivo sobre la sensibilidad, tiene que ser menos capaz también de
satisfacer a nuestra inteligencia.
Pero si esa historia a la que nos conduce un atractivo que siente todo el
universo no tuviera más que tal atractivo para justificarse; si no fuera, en suma,
más que un amable pasatiempo como el bridge o la
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pesca con anzuelo, ¿merecería que hiciéramos tantos esfuerzos por escribirla?
Por escribirla, según lo entiendo yo, honradamente, verídicamente, y yendo en
la medida de lo posible hasta los resortes más ocultos, es decir, difícilmente. El
juego -escribió André Gide- no nos está ya permitido hoy; ni siquiera el de la
inteligencia, añadía. Esto se escribía en 1938. En 1942, año en que me ha
tocado escribir, ¡el propósito adquiere un sentido todavía más grave! A buen
seguro, en un mundo que acaba de abordar la química del átomo, que
comienza a sondear apenas el secreto de los espacios estelares, en nuestro
pobre mundo que, justamente orgulloso de su ciencia, no logra, sin embargo,
crearse un poco de felicidad, las largas minucias de la erudición histórica, harto
capaces de devorar toda una vida, merecerían ser condenadas como un
absurdo derroche de energías casi criminal si no condujeran más que a revestir
con un poco de verdad uno de nuestros sentimientos. O será preciso
desaconsejar el cultivo de la historia a todos los espíritus susceptibles de
emplear mejor su tiempo en otros terrenos, o la historia tendrá que probar su
legitimidad como conocimiento.
Pero aquí se plantea una nueva cuestión: ¿Qué es justamente lo que legitima
un esfuerzo intelectual?
Imaginé que nadie se atrevería hoy a decir, con los positivistas de estricta
observancia, que el valor de una investigación se mide, en todo y por todo,
según su aptitud para servir a la acción. La experiencia no nos ha enseñado
solamente que es imposible decidir por adelantado si las especulaciones
aparentemente más desinteresadas no se revelarán un día asombrosamente
útiles a la práctica. Rehusar a la humanidad el derecho a investigar, a calmar
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Es innegable, sin embargo, que siempre nos parecerá que una ciencia tiene
algo de incompleto si no nos ayuda, tarde o temprano, a vivir mejor. ¿Y cómo
no pensar esto aún más vivamente cuando nos referimos a la historia que,
según se cree, está destinada a trabajar en provecho del hombre, ya que tiene
como tema de estudio al hombre y sus actos? De hecho, una vieja tendencia a
la que se supondrá por lo menos un valor instintivo, nos inclina a pedir a la
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historia que guíe nuestra acción; por lo tanto, a indignarnos contra ella, como el
soldado vencido a que me he referido, si por casualidad parece manifestar su
impotencia para hacerlo así. El problema de la utilidad de la historia, en sentido
estricto, en el sentido "pragmático" de la palabra útil, no se confunde con el de
su legitimidad, propiamente intelectual. Es un problema, además, que no puede
plantearse sino en segundo término. Para obrar razonablemente, ¿no es
necesario ante todo comprender? Pero, so pena de no responder más que a
medias a las sugestiones más imperiosas del sentido común, aquel problema
no puede eludirse.
Porque hay una precaución que los detractores corrientes de la historia no han
tenido en cuenta. Su palabra no carece ni de elocuencia ni de esprit. Pero, por
lo general, han olvidado informarse con exactitud de lo que hablan. La imagen
que tienen
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de nuestros estudios no parece haber surgido del taller. Huele más a oratoria
académica que a gabinete de trabajo. Sobre todo, ha prescrito. De suerte mía
incluso pudiera ocurrir que toda esa palabrería se haya gastado en exorcizar a
un fantasma. Nuestro esfuerzo en este dominio debe ser harto distinto.
Trataremos de buscar el grado de certidumbre de los métodos que usa
realmente la investigación, hasta en el humilde y delicado detalle de sus
técnicas. Nuestros problemas serán los mismos que impone cotidianamente al
historiador su materia. En una palabra, ante todo quisiéramos explicar cómo y
por qué practica su oficio de historiador. Dejamos que el lector decida a
continuación si vale la pena ejercer este oficio.
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¿Pero es esto una ilusión? Por incierta que siga siendo en tantos puntos
nuestra ruta, me parece que estamos actualmente mejor situados que nuestros
predecesores inmediatos para ver con mayor claridad.
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Otros investigadores, sin embargo, adoptaron en ese momento una actitud muy
diferente. No logrando insertar la historia en los marcos del legalismo físico,
particularmente preocupados, además -a causa de su primera educación-, por
las dificultades, las dudas, el frecuente volver a empezar de la crítica
documental, extrajeron de la experiencia, ante todo, una lección de humildad
desengañada. Les pareció que la disciplina a que habían consagrado su
inteligencia no podía ofrecer, a fin de cuentas, conclusiones muy seguras en el
presente, ni muchas perspectivas de progreso en el futuro. Se inclinaron a ver
en ella, más que un conocimiento verdaderamente científico, una especie de
juego estético, o, por lo menos, de ejercicio higiénico favorable a la salud del
espíritu. A menudo se les ha llamado "historiadores historizantes",
sobrenombre injurioso para nuestra corporación, pues parece considerar la
esencia de la historia en la propia negación de sus posibilidades. Por mi parte,
yo les encontraría de buena gana una rúbrica más expresiva en el momento del
pensamiento francés al que pertenecen.
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Me gustaría que entre los historiadores de profesión, los jóvenes sobre todo, se
habituaran a reflexionar sobre estas vacilaciones, sobre estos perpetuos
"arrepentimientos" de nuestro oficio. Esa será para ellos mismos la mejor
manera de prepararse, por una elección deliberada, a conducir razonablemente
sus esfuerzos. Sobre todo me gustaría verlos acercarse,
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cada vez en número mayor, a esta historia a la vez ampliada y tratada con
profundidad, cuyo diseño concebimos varios -cada día menos raros-. Si mi libro
puede ayudarlos tendré la impresión de que no habrá sido absolutamente inútil.
Tiene, lo reconozco, algo de programa.
Pero yo no escribo únicamente, ni sobre todo, para el uso interior del taller.
Tampoco me ha parecido que fuera menester ocultar a los simples curiosos
nada de las irresoluciones de nuestra ciencia. Estas irresoluciones son nuestra
excusa. Mejor aún: a ellas se debe la frescura de nuestros estudios. No solo
tenemos el derecho de reclamar a favor de la historia la indulgencia debida a
todos los comienzos. Lo inacabado, si tiende perpetuamente a superarse, tiene
para todo espíritu un poco ardiente una seducción que bien vale por la del éxito
más cabal. Al buen labrador -ha dicho, más o menos, Péguy- le gustan las
labores y la siembra tanto como la recolección.
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