López Guerra. La Legitimidad Democrática Del Juez.

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La legitimidad democrática

del juez
Luis López Guerra
Catedrático de Derecho Constitucional

SUMARIO: 1. E L PROBLEMA DE LA LEGITIMACIÓN DEL PODER J U D I C I A L . — 2 . LA LEGITIMIDAD DE-


MOCRÁTICA DE LOS PODERES DEL ESTADO COMO PUNTO DE PARTIDA.—3. LA EXPLICACIÓN
CLÁSICA: ELJUEZ -BOCA DE LA LEY».—4. LOS PROBLEMAS DE LA CONCEPCIÓN CLÁSICA SOBRE LA LEGI-
TIMACIÓN DEL PODER JUDICIAL—5. LAS DIFICULTADES DE LEGITIMACIÓN DERIVADAS DE LA «CREA-
CIÓN JUDICIAL, DEL D E R E C H O . — 6 . E L P O D E R JUDICIAL Y LOS «FRENOS Y CONTRAPESOS» DEL ESTA-
D O CONSTITUCIONAL.—7. LA LEGITIMACIÓN DEMOCRÁTICA DEL JUEZ.—8. VÍAS DE LEGITIMACIÓN
DEMOCRÁTICA DIRECTA.—9. LA EXIGENCIA DE RESPONSABILIDAD POLÍTICA DELJUEZ.—10. LA LEGI-
TIMACIÓN DEMOCRÁTICA DELJUEZ EN LOS PAÍSES DEL CONTINENTE EUROPEO.—11. EL PAPEL LEGI-
TIMADOR D E LOS CONSEJOS DE LA MAGISTRATURA.—12. ALGUNAS CONCLUSIONES.

1. EL PROBLEMA DE LA LEGITIMACIÓN
DEL PODER JUDICIAL

A la vista, tanto de la literatura jurídica, como de la popular y perio-


dística, no es difícil concluir que la visibilidad y el papel de los jueces en el
sistema político ha cobrado, en los últimos diez o quince años, una consi-
derable importancia; y ello no sólo en nuestro país, sino también en los
del entorno europeo. Es posible que ello se haya debido sobre todo a cir-
cunstancias coyunturales, como el descubrimiento de casos llamativos de
—denunciada o comprobada— corrupción política en los más altos nive-
les, casos que han dado lugar a resonantes procesos judiciales1. Pero tam-
bién cabe suponer que esta (en Europa) nueva visibilidad del papel del
juez puede deberse a causas más profundas. Una de las que puede aventu-

1
Para una serie de estudios que relacionan ambas cuestiones —papel del juez, y casos de corrup-
ción política— ver P. ANDRÉS IBÁÑEZ (comp.), Corrupcióny Estado de Derecho. El papel de la jurisdic-
ción, Madrid, 1996.

Cuadernos de Derecho Público, núm. I (mayo-agosto 1997)


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rarse es la progresiva consolidación de los regímenes democráticos euro-


peos que ha conducido al perfeccionamiento de los mecanismos de defen-
sa de derechos individuales (mecanismos esencialmente judiciales) consti-
tucionalmente reconocidos, así como de las técnicas de control de actua-
ción de los poderes públicos y sus titulares, técnicas de control en gran
parte atribuidas a los tribunales. La innegable convergencia —con todos
los límites que son del caso— producida en las últimas décadas en las so-
ciedades europeas en cuanto a los objetivos a perseguir por el Estado, y los
medios a emplear para ello ha supuesto en parte que el foco de atención
en la vida pública se haya trasladado de las grandes cuestiones «políticas»
(como el modelo de sociedad, o de sistema económico) a cuestiones más
relacionadas con la garantía, día a día, de las posiciones individuales de li-
bertad y bienestar ya reconocidas: garantía que, eminentemente, corres-
ponde a los órganos judiciales.
Podría así, afirmarse que, mientras el siglo XIX fue el siglo del legislati-
vo (que elaboró, en los países europeos, las grandes leyes del sistema: Có-
digos civiles, comerciales, de procedimiento) y la primera parte del siglo
XX el del ejecutivo (encargado de poner en práctica el sistema de prestacio-
nes del Estado de bienestar), parece haberse avanzado hacia una fase en
que le corresponde un esencial protagonismo al poder judicial, encargado
de garantizar y proteger las situaciones creadas por la continua evolución
de los regímenes constitucionales.
Sea por razones meramente estructurales, o por causas más profundas,
la nueva relevancia que cobra la figura del juez responde, en último térmi-
no, a un reconocimiento del significado (a veces olvidado o relegado des-
de la perspectiva política) del poder de juzgar, de «ese poder tan terrible
para los hombres» en expresiva frase del libro IX del Espíritu de las Leyes.
Pues las características que definen y singularizan la actividad jurisdiccio-
nal la convierten, probablemente, en la expresión del poder público que
en forma más directa y decisiva afecta a la esfera individual. En compara-
ción, la actividad del legislativo aparece lejana y sin repercusión o conse-
cuencias inmediatas sobre el ciudadano, al estar esa actividad necesitada
de posterior aplicación o instrumentación; en cuanto a la acción de la Ad-
ministración, si bien recae directa e individualmente sobre el administra-
do, presenta la nota —esencial en el Estado constitucional— de su revisi-
bilidad por el poder judicial, siendo por ello, en cierto modo, una activi-
dad claudicante o, al menos, remediable. Pero la decisión del juez es, por
un lado, y frente a la actividad parlamentaria, una aplicación inmediata
del Derecho que recae sin intermediarios sobre el ciudadano, afectando a
sus bienes, su libertad y su honor (y, en algunos países, su propia vida); y,
por otro, y en contraposición con la actividad administrativa, se trata de
una decisión final que, una vez agotada la cadena de recursos, no es revisa-
ble por otro poder del Estado, y está dotada de la «santidad de la cosa juz-
gada». La justificación del origen y legitimidad de ese poder de juzgar ha
sido un problema fundamental desde los mismos orígenes del pensamien-

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to constitucionalista; la reciente atención que recibe el poder judicial,


cuando sus decisiones comienzan a afectar no ya a los ciudadanos como
tales, sino, en forma destacada a los poderes públicos y a quienes ostentan
posiciones de autoridad, ha venido a subrayar la trascendencia de esa cues-
tión. Desde luego al hablar de «reciente atención», debemos precisar que
nos referimos a los países europeos: en Norteamérica, el análisis del papel
de los jueces en el sistema político, y de cómo se justifica ese papel es un
tema ya tradicional en el campo del Derecho y de la ciencia política.
La reflexión sobre la justificación o legitimación del poder del juez
—del porqué determinados titulares de órganos jurisdiccionales ostentan
esas decisivas y definitivas facultades sobre sus conciudadanos, y sobre el
resto de los poderes del Estado— se hace necesaria, más allá de considera-
ciones meramente intelectuales, o de dogmática del Derecho. En el mo-
derno Estado constitucional la definición del ámbito respectivo de acción
legítima de los diversos poderes del Estado representa una tarea crucial, si
quiere mantenerse el imprescindible equilibrio entre ellos, en unas socie-
dades en que la capacidad de acción de esos poderes —y su capacidad de
influir hasta en los menores aspectos de la vida de los ciudadanos— han
aumentado en forma que hubiera parecido inimaginable a los revolucio-
narios franceses o a los constituyentes de 1812. Y esa tarea es también cru-
cial, posiblemente cada vez con mayor intensidad, respecto del «terrible
poder», del poder judicial. Ciertamente, sería de desear que esa definición
del ámbito de cada poder quedara claramente establecida por las normas
reguladoras de la distribución de poderes, esencialmente —por el mo-
mento— las normas constitucionales del Estado2. Pero esas normas re-
quieren, en muchos casos, para su interpretación e integración, para resol-
ver los casos límites que representan los verdaderos hitos del desarrollo
constitucional, ser comprendidas desde los principios inspiradores del sis-
tema, estén explícitos o implícitos en el ordenamiento. Ante eventuales (e
inevitables) carencias o imprecisiones normativas, sobre todo en el campo
del Derecho Constitucional, la determinación de cuál sea la legitimación
última de los diversos poderes del Estado es así un instrumento necesario
tanto para precisar o delinear, en esos casos límites, sus respectivas compe-
tencias como para evaluar, desde una perspectiva constitucional, las nor-
mas que los regulan, y su propia actuación dentro de esas normas.
No es difícil, en efecto, y desde luego en lo que se refiere al poder judi-
cial, encontrar ejemplos de controversias relativas a la configuración, ac-
tuación y relación de los diversos poderes, cuya resolución sólo es posible,
más allá de una regulación forzosamente esquemática, a partir de conside-
raciones sobre su legitimación, como guía interpretativa de las disposicio-
nes constitucionales y legales. Baste recordar, como ejemplo, las discusio-
2
El matiz se debe a la innegable relevancia que van cobrando otras normas supranacionales; no
cabe descartar que éstas acaben incidiendo decisivamente, también en la estructura orgánica estatal.
De hecho, ya es éste el caso en lo que se refiere a las autoridades monetarias, al menos según lo previs-
to en el Tratado de Maastricht.

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nes sobre el alcance de la potestad judicial (de la jurisdicción contencioso-


administrativa) para revisar los actos administrativos «discrecionales»; o, en
forma aún más destacada, las cuestiones que plantea la doctrina del «acto
político», o la afirmación —o negación— de la existencia de secretos de
Estado3. Estas cuestiones versan sobre las relaciones entre los poderes judi-
cial y ejecutivo; en cuanto a las relaciones entre el judicial y el legislativo,
la polémica sobre la designación parlamentaria del órgano de gobierno de
los jueces puede representar un ejemplo de la necesidad de recurrir, en úl-
timo término, a argumentos basados en la legitimación de cada poder, y
en cómo esa legitimación se manifiesta.

2. LA LEGITIMIDAD DEMOCRÁTICA DE LOS PODERES


DEL ESTADO COMO PUNTO DE PARTIDA

Ciertamente (y desde luego en el caso español), la legitimación demo-


crática aparece hoy como la legitimación fundamental de los poderes del
Estado, incluyendo al poder judicial4. En España (con las matizaciones
que se verán) esa legitimación resulta de la afirmación constitucional ex-
presa en el mismo artículo primero de la Constitución, que proclama que
la soberanía nacional reside en el pueblo español «del que emanan los po-
deres del Estado», afirmación por otra parte necesariamente derivada tan-
to de la proclamación del Estado social y democrático de Derecho efectua-
da en el primer apartado del mismo artículo, como de la voluntad de la
Nación española, manifestada en el Preámbulo constitucional, de «garanti-
zar la convivencia democrática» y «establecer una sociedad democrática
avanzada». Estas afirmaciones constitucionales, que establecen el princi-
pio legitimador de los poderes del Estado, se ven reflejadas más precisa-
mente en cuanto al judicial, en el enunciado del artículo 117, al disponer
que «la justicia emana del pueblo». Valga adelantar, ahora, que esta ema-
nación se predica de la justicia, pero no de los que la administran: esto es,
la justificación democrática se refiere a la acción de la justicia, no necesa-
riamente al origen de los que la imparten.
Postular como principio general la legitimación o justificación demo-
crática —esto es, y como definición inicial, la expresión de la voluntad
popular5— como fundamento de la acción de los poderes del Estado,
exige, en todo caso, algunas matizaciones, según se anunció. La primera
—que podría denominarse la matización constitucional— referente a las

3
Baste referirse, como exposición del estado de la cuestión sobre estos temas, al trabajo de E.
GARCÍA DE ENTERRÍA, Democracia, jueces y control de la Administración, Madrid, 1997, 3 ed.
4
En relación con este tema, ver Luciano VÁRELA CASTRO, «Sobre'la legitimidad del Poder Judi-
cial», en Poder Judicial, núm. especial XI (1989), págs. 87-97.
5
Para un análisis del significado de la legitimidad democrática, ver Elias DÍAZ, «Legitimidad de-
mocrática versus legitimidad positivista y legitimidad iusnaturalista», Anuario de Derechos Humanos,
1981, págs. 51-72.

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La legitimidad democrática del juez

garantías en la formulación de esa voluntad; la segunda —que podría de-


nominarse la matización excepcional— referente a las excepciones al prin-
cipio democrático. Ambas matizaciones son relevantes en lo que atañe al
poder judicial, más la primera que la segunda.

a) La matización constitucional. No es infrecuente que se contrapon-


gan en ocasiones las expresiones «Estado democrático» y «Estado constitu-
cional», o, yendo más allá, las expresiones «principio democrático» y «de-
rechos fundamentales». La Constitución escrita, y, en ella, el reconoci-
miento y garantía de los derechos fundamentales serían pues «límites» o
excepciones al principio democrático de predominio de la voluntad popu-
lar. Esta no podrá traspasar los límites constitucionales, y particularmente
los referentes a los derechos fundamentales. Principio democrático y prin-
cipio constitucional aparecerían como polos separados y en ocasiones
opuestos.
Esta contraposición presenta un grave peligro: el de reducir a un se-
gundo lugar el principio de legitimación democrática, que debería ceder
frente a la preeminencia de otros principios y valores (esencialmente en-
carnados en los derechos fundamentales) radicalmente ya desvinculados
de la legitimidad democrática. Se volvería así a una legitimación iusnatu-
ralista del poder, basada en unos valores permanentes e independientes de
la voluntad —pasajera o arbitraria— de la comunidad, valores inafecta-
bles por el capricho de la mayoría. Ahora bien, ello sólo es posible si se re-
duce la legitimación democrática a la aplicación mecánica e inmediata de
la voluntad mayoritaria (expresada por el pueblo o sus representantes) en
cualquier momento, y sobre cualquier asunto, pertenezca a la esfera legis-
lativa, ejecutiva o judicial. Pero una concepción de este tipo supondría un
reduccionismo inaceptable o, aún más, una falsificación del principio de-
mocrático. Éste no puede identificarse con la mecánica asamblearia como
forma de gobierno omnicomprensiva; la fórmula democrática lleva ínsita,
como elemento inseparable de su esencia —y no como límite ajeno— la
vigencia de un marco de garantías y controles, que no necesitan de ningu-
na justificación extrademocrática6.
La garantía de la autenticidad de la voluntad popular, origen único de
la legitimidad democrática, exige (máxime en las sociedades modernas,
que añaden al número de sus integrantes la complejidad de su composi-
ción y estructura) que la expresión de esa voluntad se lleve a cabo en con-
diciones de libertad e igualdad que sólo pueden conseguirse mediante la
vigencia de unos derechos fundamentales —y su forzoso correlato, la divi-
sión del poder— y que tal expresión se realice mediante procedimientos
6
Valga remitirse sobre este tema al iluminador trabajo de Neil McCORMlCK, «Law, Rule of law
and Democracy», en el volumen publicado por el CGPJ La crisis del Derecho y sus alternativas, Madrid
1995, págs. 378-429. Un interesante resumen de las teorías «sustancialistas» y «procedimentalistas» de
la Constitución puede hallarse en M. ARAGÓN, «El control como elemento inseparable del concepto
de Constitución», REDC, 19 (1987), 15-51, esp. págs. 37 y ss.

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que excluyan su falseamiento o supresión. «Para que la democracia o el


poder del pueblo sea una característica duradera del poder político en vez
de una convulsión momentánea y quizá revolucionaria, debe requerir la
observancia del orden constitucional y la consolidación de un Estado de
Derecho»7. La vigencia de la Constitución y de los derechos fundamenta-
les en ella reconocidos se justifica así, no frente a la voluntad popular, sino
por el contrario, como parte integrante y necesaria del proceso de forma-
ción de ésta.
Como consecuencia, no cabe oponer la «defensa de la Constitución» a
la defensa del principio democrático; o, en otras palabras, si la Constitu-
ción se justifica en definitiva en cuanto garante del orden democrático,
cuando resulte atacada o vulnerada será el mismo orden democrático el
que será puesto en peligro. Y esto permite llegar a dos tipos de conclusio-
nes. Por un lado, que los mandatos constitucionales deben ser interpreta-
dos, no como reglas abstractas, sino como garantías en concreto de la
democracia, válidas, por lo tanto, en función de ésta; y por otro, que la
expresión de la voluntad popular (usualmente en forma de ley parlamen-
taria) cuando se ha llevado a cabo fruto de un proceso de participación de
los ciudadanos, con todas las garantías, en la formación de la Asamblea, y
mediante el procedimiento formal que asegura la autenticidad de las reso-
luciones adoptadas, ostenta una presunción inicial muy intensa de aco-
modación al principio democrático. La ley, en efecto, es resultado directo
de la voluntad de la Asamblea, e indirecto, del sistema de previsiones
constitucionales y derechos fundamentales en que esa voluntad se mani-
fiesta y debe manifestarse.
La matización constitucional supone, que el principio democrático debe
traducirse en el predominio de la voluntad popular expresada mediante
los procedimientos y con las garantías previstas en la Constitución y que
persiguen asegurar su autenticidad. La actuación de los poderes del Estado
debe pues (mediante tales procedimientos y garantías) reconducirse a la
voluntad popular; y, consecuentemente (si se han observado los procedi-
mientos constitucionales), esa actuación tendrá, prima facie, la legitimi-
dad que le da la primacía de aquella voluntad.
Ha de tenerse en cuenta, en todo caso, que la noción empleada de
«legitimidad democrática» es forzosamente inicial y genérica. No hay, evi-
dentemente, una fórmula única para llevar a cabo, en forma común a to-
dos los poderes del Estado, la traslación de esa legitimación; ello depende-
rá de su peculiar naturaleza y funciones. En otras palabras, el principio de-
mocrático, justificador en última instancia de todos los poderes, se
proyectará en formas distintas en cada uno de ellos, de manera compatible
con las tareas que tengan encomendadas. La relación entre la voluntad po-
pular y la forma de integración y actuación de los poderes públicos puede
ser muy diversa. En lo que se refiere al poder legislativo (Cortes) la vía de
7
MCCORMICK, op. cit, pág. 414.

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La legitimidad democrática del juez

manifestación de la legitimidad democrática de las Cámaras es la elección


de sus miembros,bien mediante «sufragio universal, libre, igual, directo y
secreto» (arts. 68.1 y 69.1) en lo que se refiere a Diputados y Senadores
elegidos por circunscripciones provinciales o insulares (más los supuestos
de Ceuta y Melilla), bien a través de las Asambleas de las Comunidades
Autónomas (art. 69.5), en cuyo caso la legitimación democrática se consi-
gue en forma indirecta. En lo que atañe al poder ejecutivo, y más concre-
tamente al Gobierno, su legitimidad democrática aparece consagrada por
la vía de la investidura parlamentaria (aunque en la práctica, y en virtud
del sistema electoral, y la presencia de partidos mayoritarios, pueda quizás
también estimarse una legitimación democrática directa por parte del
electorado). En estos casos, la conexión entre voluntad popular y poder
del Estado se lleva a cabo mediante sistemas de integración (selección de
miembros) del órgano basados en la elección popular periódica. Es tam-
bién claro que en estos casos, «legitimidad democrática» se hace coincidir
con «principio mayoritario», con la matización de que ese principio se
hace valer de acuerdo con reglas preestablecidas, tanto para su expresión
original (elecciones, según el procedimiento previsto en la regulación de
las Cámaras) como en su manifestación día a día (actuación parlamentaria
de acuerdo con el procedimiento previsto en la regulación de las Cáma-
ras), tanto en lo que se refiere a la forma en que debe llevarse a cabo la
elección de las Cámaras, como en cuanto al procedimiento de investidura
del Presidente del Gobierno. La legitimación democrática del legislativo y
el ejecutivo deriva pues del origen de sus miembros. Otra cosa, desde lue-
go, ocurre respecto de otros poderes del Estado, en los que no se produce
una conexión entre voluntad popular y actuación del órgano de que se
trate basada en la elección, directa o indirecta, de su titular: tal sería el
caso de los órganos de la Administración (aparte del Gobierno) y, eviden-
temente, de los órganos del poder judicial: en nuestro país el «juez demo-
crático» no es equivalente al «juez elegido». La legitimación democrática
podrá producirse por vías distintas de la elección, y esa será una de las
cuestiones a considerar en las líneas que seguirán.

b) La matización excepcional Todo lo dicho no excluye que determi-


nados poderes públicos no queden, excepcionalmente, excluidos de la le-
gitimación democrática, por prescripción explícita de la Constitución, o,
implícitamente, por su propia naturaleza, «por la fuerza de las cosas». La
Corona es el ejemplo que se ofrece en forma más inmediata, en cuanto su
titular queda justificado constitucionalmente como «legítimo heredero de
la dinastía histórica», y sus sucesores en cuanto herederos del mismo, pues
la Corona de España «es hereditaria en los sucesores de S. M. Don Juan
Carlos.I de Borbón» (57.1 CE). Pero no es difícil encontrar otros ejem-
plos. Uno podría ser las autoridades de la Unión Europea, la constatación
de cuyo «déficit democrático» se ha convertido en un lugar común; y, sin
embargo, esas autoridades ejercen competencias cada vez más destacadas,

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imponiéndose su actuación, incluso, frente a la de los poderes estatales


con más directa legitimación democrática. Por cierto que esa falta de legi-
timación democrática de los órganos de la Unión Europea se encuentra
como base (teórica) de la famosa Sentencia del Tribunal Constitucional
alemán de 12 de octubre de 1993 que, con lógica aparente, deja pendien-
te un caveat similar a las conocidas Sentencias Solange I y II; esto es, admi-
tiendo la validez de las normas comunitarias en tanto no choquen con el
principio de Estado democrático de la Ley Fundamental8.
Conviene hacer referencia a estas legitimaciones no democráticas, inde-
pendientes de la voluntad popular, en cuanto que no han dejado de invo-
carse, en forma explícita o implícita, en relación con el poder judicial. No
son frecuentes las invocaciones expresas de la justificación no democrática
del juez, pero sí las construcciones intelectuales que, al desvincular radical-
mente la legitimación del juez del principio de predominio de la voluntad
(mayoritaria) popular, de hecho vienen a negar su legitimación democráti-
ca. Esta legitimación, entonces, se hace radicar en afirmaciones un tanto
nebulosas: en la «defensa de los principios constitucionales», como si estos
principios no fueran consustanciales con el principio democrático, e inse-
parables de él, o, más audazmente, en la defensa de la «democracia sustan-
cial», que se viene a diferenciar de la «democracia mayoritaria».

3. LA EXPLICACIÓN CLÁSICA: EL JUEZ «BOCA DE LA LEY»

La justificación clásica del poder del juez, justificación que aún sigue re-
presentando el núcleo central de la legitimación del juez en el Estado demo-
crático, es la que deriva de la exposición realizada por Montesquieu en 1745:
«los Jueces de la Nación no son, como hemos dicho, más que el instrumento
que pronuncia las palabras de la ley, seres inanimados que no pueden mode-
rar ni la fuerza ni el rigor de las leyes». Esta fórmula supone identificar la le-
gitimidad del juez con la legitimidad de la misma ley, y es aplicable, por tan-
to, a la justificación del juez en cualquier régimen. En el régimen democráti-
co, la legitimación del juez residirá, simplemente, en que aplica la ley
democrática. Se trata pues (frente a la legitimación democrática «de origen»
de legislativo y ejecutivo) de una legitimación democrática «de ejercicio»9.
Esta construcción (a veces designada como «paleodemocrática» o «pa-
leopositivista») suprime de raíz el problema de la legitimación del juez, al
eliminar cualquier función innovadora o creadora del mismo en relación
con la ley. De hecho, fue adoptada entusiásticamente por el constitucio-
8
Ver A. LÓPEZ CASTILLO, «De integración y soberanía. El Tratado sobre la Unión Europea
(TUE) ante la Ley Fundamental alemana (LF). Comentario de la Sentencia Maastricht del Tribunal
Constitucional Federal (TCF) de 12 de octubre de 1993. (Das Bundesverfassungsgericht ais Hüter der
Staatlkhesverfassten Volkes)», REDC, 90 (1994), págs. 207-240.
9
Para un análisis sistemático de la justificación «clásica» del juez, Ignacio DE OTTO, Estudios so-
bre el Poder Judicial, Madrid, 1989. Sobre todo los tres primeros capítulos: «La función jurisdiccio-
nal», «El concepto constitucional del Juez» y «La sujeción del Juez al ordenamiento jurídico».

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La legitimidad democrática del juez

nalismo europeo continental desde sus inicios; tanto en Francia, como en


Alemania o España. Las conocidas historias del desarrollo del famoso réfé-
ré ¿egislatif10, y, posteriormente, de los Tribunales de Casación reflejan la
preocupación porque los jueces no moderaran «ni la fuerza ni el rigor de
las leyes». Esta posición —que, insistimos, sigue siendo, consciente o in-
conscientemente, el núcleo de la justificación del juez— encuentra perfec-
to acomodo en la actual Constitución española. La expresión del artículo
117.1 de que «la justicia emana del pueblo» se corresponde con su conse-
cuencia de que es administrada por jueces y magistrados «sometidos exclu-
sivamente al imperio de la ley», por cuanto que la ley es definida por la
misma Constitución, en su Preámbulo, como la «expresión de la voluntad
popular». En forma forzosamente simplista, el juez democrático será el
juez que aplica la ley democrática. Y desde este punto de partida se des-
prenden una serie de corolarios, que son también un valor entendido en
los modernos sistemas constitucionales europeos:

a) La independencia del juez. El sometimiento del juez en exclusiva a


la ley supone su no sometimiento a cualquier otra voluntad, incluida la
suya propia, en forma de preferencias personales (lo que más bien podría
denominarse imparcialidad). En realidad, la justificación del juez como
tercero imparcial se reconduce a la justificación del juez en cuanto sujeto a
la ley11. Todas las garantías del proceso se orientan a que se haga posible la
realización de la voluntad de la ley, eliminando aquellas distancias que pu-
dieran resultar de la falsificación, o supresión, de los supuestos en que la
aplicación de la ley deba basarse.
b) La necesidad de motivación de las Sentencias. Siendo la legitimidad
del juez una legitimidad dé ejercicio, manifestada en la aplicación de la
ley, su actividad debe en todo caso mostrarse como fundada en ésta, y no
en la simple voluntad del juez. La motivación representa el nexo lógico
entre voluntad popular (ley) y decisión del juez (Sentencia), nexo que hace
patente el ejercicio democrático (es decir, legal) del poder judicial12. El
10
Ver el análisis de R. BLANCO VALDÉS, El valor de la Constitución, Madrid, 1994, págs. 229 y ss.
Para la evolución del Poder Judicial en la historia del constitucionalismo español, en esta y otras cues-
tiones, Miguel APARICIO, El status del poder judicial en el constitucionalismo español (1808-1936), Bar-
celona, 1995.
1
' La «justificación del juez por el procedimiento» parece ser la mantenida por P. ANDRÉS IBÁÑEZ
y C. MOVILLA, cuando afirman que «será a través de la rigurosa observancia del régimen de garantías
constitucionalmerite previsto y del fiel cumplimiento de las exigencias procedimentales, es decir, de la
observancia de la inmediación, de la efectividad del contradictorio, del respeto al principio de la pre-
sunción de inocencia en sus múltiples proyecciones, de la autenticidad en la motivación de las resolu-
ciones... como puede y debe legitimarse el juez» (El Poder Judicial, Madrid, 1986, pág. 28). Pero esta
justificación se reconduce en definitiva a la contenida en la sujeción en exclusiva a la ley. La regulari-
dad del proceso, por sí misma, no legitima la acción del juez: esa legitimidad derivaría de que la ley es
aplicada correctamente, gracias a las garantías procesales.
12
Ver, para estrecha relación entre la motivación de las decisiones judiciales y la legitimación de-
mocrática del juez, Jesús FERNÁNDEZ ENTRALGO, «La motivación de las decisiones judiciales en la
doctrina del Tribunal Constitucional», en Poder Judicial, número especial VI (1989) Protección juris-
diccional de los derechos fundamentales y libertades públicas, págs. 57-87.

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Luis López Guerra

mandato del artículo 120.3 CE, repetidamente reiterado en la jurispru-


dencia constitucional como integrado en la tutela judicial del artículo 24
CE, en el sentido de que el juez debe expresar el iter mental que le ha lle-
vado a la declaración del Derecho, se dirige, pues, no sólo a la ilustración
de las partes, o de los Tribunales que hayan de conocer de eventuales re-
cursos, sino a ofrecer una justificación o rendición pública de cuentas del
juez, explicativa del vínculo entre la norma y la decisión del caso.
c) Irresponsabilidad política del juez. En un sistema democrático, el
criterio último de evaluación de la actuación de los poderes públicos es su
adecuación a la voluntad popular (con todas las garantías a las que se hizo
mención más arriba). Esto supone que esos poderes están sometidos, no
sólo a juicios de legalidad, sino a juicios de oportunidad, que pueden de-
sembocar en la exigencia de responsabilidad política, esto es, en la remo-
ción del cargo de los titulares de esos poderes. Tal responsabilidad política
es desde luego exigible del legislativo (mediante elecciones periódicas) y
del ejecutivo (mediante mecanismos como la moción de censura y la in-
vestidura tras las elecciones generales). Ello resulta de que esos poderes
adoptan decisiones propias, a ellos imputables, y por tanto originadoras
eventualmente de responsabilidad, si la voluntad popular las evalúa nega-
tivamente. Ahora bien, esto no es predicable de la acción de los jueces (se-
gún el modelo de Montesquieu que ahora se comenta) puesto que su ac-
ción no es libre, sino estrictamente vinculada; en tanto el juez aplique la
ley, la responsabilidad política por los efectos de ésta deben imputarse a su
creador, esto es, al Parlamento (o, en su caso, al Gobierno)13. La actividad
del juez no puede someterse a un juicio político o de oportunidad, que
conduzca a la exigencia de responsabilidad política y a una posible remo-
ción. Otros tipos de responsabilidad (penal, civil y disciplinaria) sí serán
exigibles, tomando la ley como punto de referencia; pero no cabrá una
evaluación política de la conducta del juez en su función jurisdiccional,
por ser aplicación de los mandatos de la ley.
d) Ausencia de control difuso de constitucionalidad de las leyes. La suje-
ción a la ley como expresión de la legitimación democrática del juez im-
plica que éste no puede inaplicar una norma legal aun si la estima contra-
ria a la Constitución; ello supondría apartarse de la voluntad popular crea-
dora de la ley, sustituyéndola por su particular percepción —distinta de la
del legislador— sobre su adecuación a los mandatos constitucionales.
Con una notable diferencia: mientras que el legislador sí es políticamente
responsable, mediante su sometimiento a elecciones periódicas, frente al
juicio del electorado, el juez, como se vio, no está sometido a esa respon-
sabilidad. Ello explica —en los sistema europeo-continentales— el aparta-
miento del juez de la tarea del control de constitucionalidad, que se deja
en manos de un órgano adhoc, el Tribunal Constitucional.

13
Me remito a las consideraciones efectuadas en mi trabajo «Democracia y división del poder»,
en J. Félix TEZANOS (comp.), La Democraciapost-liberal, Madrid, 1996, págs. 238-255.

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La legitimidad.democrática del juez

4. LOS PROBLEMAS DE LA CONCEPCIÓN CLÁSICA SOBRE


LA LEGITIMACIÓN DEL PODER JUDICIAL

Aun cuando la legitimación del poder del juez en cuanto aplicador de


la ley sigue siendo (y sería difícil que fuera de otro modo) el eje de su jus-
tificación democrática, es ya un tópico en la literatura sobre el tema que si
alguna lección se desprende de la práctica judicial es que ésta no puede re-
ducirse a una aplicación mecánica de normas. Y de ahí se derivan algunas
de las objeciones que normalmente se plantean a la legitimación del juez a
través de la ley14.
La más importante es posiblemente la que consiste en estimar que for-
zosamente debe existir una dimensión «creadora» en la acción del juez, o,
en otras palabras, que esa acción va más allá de la mera subsunción de los
hechos en el tipo normativo. La realidad siempre será más rica que la pre-
visión normativa; y sin embargo, y en todo caso, el juez debe fallar. El
juez, se dice, no sólo «aplica» el Derecho, sino que crea Derecho.
Desde luego, no cabe dudar de que el juez en todo caso crea Derecho,
al resolver un caso concreto, en cuanto lleva a cabo una declaración del
Derecho en un pleito entre partes, dando lugar a una nueva situación jurí-
dica singular15.. Ello implica, bien una interpretación del Derecho (como
es bien sabido, eligiendo uno de los posibles sentidos de la norma o con-
junto de normas) bien incluso una creación de normas para el caso, a falta
de previsión legal; lo que resulta obligado por el mandato del artículo 1.7
del Código Civil, que establece que «los Jueces y Tribunales tienen el deber
inexcusable de resolver en todo caso los asuntos de que conozcan». Ahora
bien, esta creatividad interpartes puede considerarse como un elemento no
contradictorio con la tesis de la justificación del juez por la aplicación de la
ley. En primer lugar, porque la capacidad innovativa del juez se ve notable-
mente reducida, al menos según la letra del mismo artículo 1.7 citado del
Código Civil, que especifica que el juez habrá de resolver en todo caso
«ateniéndose al sistema de fuentes establecido». Responde así a una pers-
pectiva amplia y realista del papel del juez, que no es meramente aplicador
de una norma específica, sino aplicador del ordenamiento en su conjunto.
La existencia de aparentes lagunas en la ley resulta, como es bien sabido,
remediable, si se integran las diversas normas del ordenamiento, buscando
14
La literatura sobre la crítica a la justificación positivista de la actividad del juez es muy nume-
rosa. Cabe destacaren nuestro país, V. GlMENO SENDRA, «Poder Judicial, potestad jurisdiccional y le-
gitimación de la actividad judicial», Revista de Derecho Procesal iberoamericano y filipino, 1978, págs.
311 y ss.; Modesto SAAVEDRA, «Poder judicial, interpretación jurídica y criterios de legitimidad»,
Anuario de Derecho Público y Estudios Políticos, 1 (1988), Monográfico: el Poder Judicial, págs. 39-61;
P. ANDRÉS IBÁÑEZ y C. MOVILLA, El Poder Judicial, cit., esp. págs. 21-28; E. GARCÍA DE ENTERRÍA,
«La aplicación del Derecho en los sistemas jurídicos continentales», La crisis del Derecho y sus alterna-
tivas, cit., págs. 25 y ss.
15
Carlos DE LA VEGA BENAYAS, en su trabajo Derecho judicial español, Madrid, 1997, lleva a cabo,
en sus págs. 65 y ss. un excelente análisis de la diferenciación entre creación material (interpartes) y la
creación formal (jurisprudencia) de normas jurídicas por el juez, así como una amplia exposición de
las posiciones doctrinales sobre el tema.

53
Luis López Guerra

la solución del problema planteado en la combinación y complementación


de mandatos procedentes de normas distintas, empleando técnicas como
la analogía, y, en último término (aunque sobre esta técnica se hablara más
abajo) recurriendo a los principios generales del ordenamiento.
Pero además, y en cuanto nos movemos en el ámbito de la creación
material del Derecho para resolver un caso concreto, en pleitos inter par-
tes, y con efecto entre ellas, difícilmente podrá considerarse que el juez
crea Derecho objetivo, que pretenda sustituir en forma general a la ley
parlamentaria, o bien situarse a su lado, con la misma fuerza vinculante
general. La función del juez es resolver «en todo caso» los asuntos que se le
plantean, aplicando el Derecho; tal es la tarea que el juez debe llevar a
cabo, y está sobreentendido, en la misma existencia de la norma, que el
juez está habilitado para adaptarla al caso concreto, y complementarla en
su caso. La creación material, «individual» de Derecho en la resolución de
supuestos concretos es sólo un episodio en la aplicación del Derecho.
La cuestión es muy distinta cuando se trata de la creación de Derecho
por los órganos judiciales con la pretensión formal de que ese Derecho
tenga valor vinculante general, bien imponiendo una determinada inter-
pretación de la norma válida para todos los casos en que haya de aplicarse,
bien supliendo reales o hipotéticas lagunas del ordenamiento mediante
normas de creación judicial, que se quiere también tengan valor vinculan-
te general. Nos encontramos pues ante el espinoso tema de la jurispruden-
cia como eventual fuente del Derecho; esto es, no la creación judicial del
Derecho en el caso concreto (creando lo que Kelsen llamaría normas jurí-
dicas individuales) sino la creación formal de directrices vinculantes (nor-
mas), o, si se quiere, pautas normativas de conducta de los Tribunales.
Aún más precisamente, la jurisprudencia aparece como tarea encomenda-
da a específicos órganos jurisdiccionales.
La discusión sobre si la jurisprudencia (i. e. la jurisprudencia del Tribu-
nal Supremo, en fórmula redundante) es o no fuente del Derecho es un lu-
gar clásico en la literatura jurídica16. Pero puede que sea una discusión
inútil si se ciñe al deber ser, puesto que lo relevante, a los efectos de la jus-
tificación del poder judicial, es si de hecho los Tribunales crean Derecho
objetivo (normas generales) o no, y hasta qué punto ello es (o puede ha-
cerse) compatible con el principio democrático. Desde una perspectiva
fáctica, parece difícil negar que la jurisprudencia establece pautas de com-
portamiento generales, que vinculan a los jueces y tribunales. Las distintas
reformas de la Ley de Enjuiciamiento Civil han ido, en forma paulatina
pero continua, en una dirección fortalecedora del valor de la jurispruden-
cia, incluso convirtiéndolo en criterio para la inadmisión de la demanda
de casación (art. 1710.1.3 LEC)17. No sería correcto, de todas formas,
16
Baste referirse al libro citado de DE LA VEGA BENAYAS, para una abundante cita de bibliografía,
págs. 111 y ss.
17
Para un análisis de la adecuación de la doctrina legal como ultima ratio para la inadmisión de
la casación, ver A. GlL-ROBLES, Los nuevos límites de la tutela judicial efectiva, Madrid, 1996.

54
La legitimidad democrática del juez

estimar que la creación de jurisprudencia es tarea exclusiva del Tribunal


Supremo; más bien debería hablarse de una tarea colectiva de todos los
tribunales, en que al Supremo le correspondería la última palabra, al
pronunciarse sobre interpretaciones del ordenamiento propuestas por tri-
bunales inferiores, confirmándolas o denegándolas. El origen de la juris-
prudencia vendría, por así decirlo, desde abajo: su fuerza vinculante (en
virtud, por ejemplo, del artículo 1692.4 LEC) vendría desde arriba, en
cuanto doctrina legal contenida en la jurisprudencia del Tribunal Supre-
mo. Habría así una creación judicial del Derecho, (al menos por vía inter-
pretativa en la teoría «clásica»), en cuanto pauta general de conducta. El
Derecho a aplicar ya no sería (o, más concretamente, ya no sería sólo) el
Derecho elaborado por los órganos de representación popular, directa o
indirecta, sino que tendría también un componente judicial.
Esta situación se ve reforzada por la tendencia al empleo de los «prin-
cipios generales del Derecho» o de los mandatos y principios constitucio-
nales como fuentes o guías en la interpretación o complementación de las
normas positivas emitidas por el legislador. Quizás un ejemplo de este fe-
nómeno pudiera ser el representado por la interpretación jurisprudencial
de los derechos del artículo 20 de la Constitución, relativos a la libertad
de expresión; la construcción jurisprudencial (de la mano, o no, del Tri-
bunal Constitucional) resulta sin duda de mayor relevancia que la regula-
ción legal, al menos respecto a conceptos como «información veraz» o
«derecho al honor».
El problema es que estos principios «generales» y mandatos constitu-
cionales aparecen, en efecto, con un nivel de generalidad que deja usual-
mente espacio para varias interpretaciones, de manera que principios y va-
lores pueden concretarse en vías muy diferentes. Con respecto al legisla-
dor, ello supone una libertad de configuración, dentro de los marcos
constitucionales, que se corresponde, como se dijo, con una responsabili-
dad política por su actuación. Si esa libertad de configuración la asume el
juez (o el poder judicial en su conjunto, con el Tribunal Supremo como
cúspide) es difícil eludir el concepto de «creación» del Derecho. Puede
aducirse que el juez, en el caso de que hablamos (interpretación de pre-
ceptos constitucionales) no hace más que aplicar la Constitución —una
variedad de la aplicación de la ley—. Pero obviamente se trata de cosas
distintas, por cuanto que la Constitución, si bien contiene normas de
contenido tan preciso que pueden aplicarse sin necesidad de intermedia-
ción legislativa (p. ej., art. 15 o art. 16.2) en la mayoría de los casos, y so-
bre todo cuando enuncia principios y valores, lo hace con un nivel de abs-
tracción que hace necesaria, para su concreción, una tarea de creación de
normas que elijan entre las varias posibilidades o vías que la Constitución
deja abiertas.
No es fácil hoy, a la vista de la realidad, negar que, por la vía de la in-
terpretación o complementación de la ley, o por la vía de la interpretación
o aplicación directa de la Constitución, se está creando un auténtico «De-

55
Luis López Guerra

recho Judicial» en los países europeo-occidentales, y ciertamente en Espa-


ña. Con ello se está produciendo un cierto acercamiento a los llamados
sistemas del common law, donde la creación judicial del Derecho se admi-
te abiertamente: acercamiento que, no obstante, no salva las diferencias
entre sistemas. Sobre todo en lo que se refiere a los mecanismos de unifor-
mización u homologación de la actuación judicial en una situación de
judge made law, en aras del principio de seguridad jurídica. Como es sabi-
do, el mecanismo que hace posible la compatibilidad, en los sistemas de
common law, entre la admisión de la creación judicial del Derecho (al me-
nos en áreas como torts y contraéis, frente a aquellas áreas en que prevalece
el Derecho de creación legislativa) y la necesaria seguridad jurídica es la
adhesión al principio de stare decisis, esto es, en términos universalmente
aceptados por los autores anglosajones, la sujeción a los precedentes esta-
blecidos por los tribunales superiores18. Lo que ocurre —y sobre ello se
volverá a hablar— es que el acercamiento a los sistemas de common law se
produce sólo en algún aspecto (la creación judicial del Derecho) y no en
otros íntimamente vinculados (estricta adhesión al stare decisis, peculiar
status, selección y responsabilidad de los jueces).

5. LAS DIFICULTADES DE LEGITIMACIÓN DERIVADAS


DE LA «CREACIÓN JUDICIAL» DEL DERECHO

La admisión de la existencia de una creación judicial del Derecho (aun


cuando se restrinja el concepto a la creación «formal», y aun cuando se es-
time que ésta afecta a una parte menor, o reducida, de la total actividad
jurisdiccional) plantea serios problemas de legitimación del poder judi-
cial, al no ser ya aplicable la noción de legitimidad «de ejercicio». Si el juez
ya no se limita a aplicar la ley, sino que añade algo más (esto es, unas pau-
tas normativas de origen propio) ¿qué justificación tiene para elaborar esas

18
Esta definición del stare decisis es la que se encuentra en la literatura anglosajona. Se admite
que los Tribunales inferiores deben seguir los precedentes sentados por los superiores, y que éstos deben se-
guir los suyos propios como regla, salvo que encuentren razones para variarlos (overniling). Así, D. E.
BRODY, American Legal System, 1978, pág. 8: «...the doctrine oí stare decisis, which declares that once
a decisión is reached by the superior court in a particular case it becomes a precedent, and all other ca-
ses of similar kind are to be decided according to the same rules». También G. PlTT, «Law application
in the Common Law tradition», en La crisis..., op. cit., pág. 40: «The doctrine oí stare decisis means
that where the legal justificaron (ratio decidendi) of a previsions case covers the case in hand, and
emanates from a court whose decisions are binding on the court seised of the case, then the previous de-
cisión must be followed». En la misma línea, H. J. ABRAHAM, The Judicial Process, New York, 1993,
6.a ed., págs. 324-327. Desde una perspectiva comparativa, Konrad ZwEIGERT y H. KüTZ, Introduc-
tion to Comparative Law, Oxford, 1992, pág. 267: «The doctrine lays down that every English court
is bound by all decisions handed down by courts superior to it in the hierarchy, and, until quite re-
cently, the doctrine laid down that the superior courts, namely the Court of Appeal and the House of
Lords, were bound to treat their own previous decisions as absolutely binding». Me remito sobre esta
cuestión a mi trabajo «El Tribunal Constitucional y el principio stare decisis», en El Tribunal Consti-
tucional, Madrid, 1981, vol. II, págs. 1435-1456. Para una opinión distinta, ver E. ALONSO GARCÍA,
La interpretación de la Constitución, Madrid, 1984, págs. 165-166.

56
La legitimidad democrática del juez

pautas? Desde la perspectiva del predominio del principio democrático, la


pregunta podría reformularse sobre cómo se asegura que las normas ela-
boradas por los jueces reflejarán efectivamente la voluntad popular, y no
las meras preferencias del poder judicial como conjunto, o de sus superio-
res órganos jurisdiccionales.
El sistema constitucional democrático establece diversos procedimien-
tos para asegurar la correspondencia entre voluntad popular y la actuación
de los diversos poderes públicos. Como se vio respecto del legislativo y el
ejecutivo, esos procedimientos se centran en mecanismos de selección
(elección de representantes, directos o indirectos, de la voluntad popular)
y de responsabilidad (privación del cargo, mediante elecciones periódicas,
o sistemas de censura, a quienes se estime no han cumplido o no van a
cumplir esa voluntad, expresada mediante fórmulas mayoritarias). Con
respecto al poder judicial, el procedimiento «usual» es el de sujeción del
juez a la ley democrática. Pero ¿qué ocurre si este procedimiento se revela
insuficiente?; ¿cómo se legitima entonces la acción «creadora» del juez,
desde la perspectiva democrática?19.
A estos efectos es indiferente que la actividad creativa formal del poder
judicial se produzca mediante la supuesta interpretación del ordenamien-
to, o mediante la simple formulación de nuevas reglas (al estilo del com-
mon law anglosajón). En ambos casos cabe preguntarse con qué funda-
mento puede el juez introducir esa nueva normativa, que supone una
fuente de obligaciones para el ciudadano. Sentado que el juez crea Dere-
cho, la pregunta es cómo se legitima democráticamente esa creación; es
decir, cómo se asegura que el Derecho judicial refleje la voluntad popular,
y, más urgentemente, que no pueda oponerse a esa voluntad.
La gravedad de la cuestión resulta de que no cabe en absoluto descar-
tar la posibilidad en la práctica de una creación del Derecho contraria a la
voluntad popular. Para colocarnos en la posición más simple (pero más
ilustrativa del argumento que quiere expresarse) imaginemos que, por vía
interpretativa o innovadora, un número considerable de jueces procede a
aplicar el Derecho en forma claramente contraria a la voluntad popular, al
menos según se expresa por la representación, parlamentaria o guberna-
mental, de la mayoría. Ciertamente ésta puede tratar, dentro de los cauces
constitucionales, de alterar la situación, cambiando el Derecho aplicable,
o creando normas hasta el momento inexistentes. Pero, como es bien sabi-
do, frente a una judicatura «activista» el papel de las normas legales es for-
zosamente limitado, ante la capacidad (en términos del Derecho anglosa-
jón) de «construcción» o «interpretación constructiva» de que disponen
Iy
Desde una perspectiva algo distinta, una búsqueda de fuentes alternativas de legitimación del
Juez puede encontrarse en Modesto SAAVEDRA LÓPEZ, «La legitimidad judicial en la crisis del imperio
de la ley», Jueces para la Democracia, 18 (1995) págs. 3-9: «[la] crisis de la ley, y, junto con ella, la
igualmente bien documentada crisis de la ciencia y del método jurídico han hecho parecer insuficien-
te el modelo de legitimidad instrumental de la jurisdicción, que se ve actualmente conmovido por la
pujanza de los principios de legitimidad opuestos: no el del imperio del monarca, evidentemente,
pero sí el del imperio de la justicia y el del imperio de la sociedad» (pág. 4).

57
Luis López Guerra

los jueces. El legislador nunca podrá elaborar normas que conviertan al


juez en mero instrumento mecánico, sobre todo si el juez no está dispues-
to a ello.
Desde luego, y frente a los tribunales inferiores, caso de interpretaciones
marcadamente erróneas, o alejadas de la voluntad del legislador, existe un
mecanismo de control interno, esto es, el sistema de recursos ante los tribu-
nales superiores. Pero esto no resuelve definitivamente el problema cuando
son los mismos tribunales superiores los que crean el «Derecho judicial» rea-
cio a acatar la voluntad del legislador. La contraposición entre «voluntad po-
pular» y «voluntad judicial» se hace sobremanera evidente cuando (en los ca-
sos de control difuso de constitucionalidad) es el Tribunal Supremo quien
decide también sobre la inconstitucionalidad de las leyes parlamentarias.
Cuando se habla, como problema, del enfrentamiento entre la actua-
ción de los tribunales y la voluntad popular, expresada mediante sus re-
presentantes, no se trata, obviamente, de referirse a enfrentamientos pro-
ducidos, en algún caso singular, entre decisiones jurisdiccionales y la opi-
nión expresada por la mayoría parlamentaria. Desde luego, ha de
insistirse, la legitimidad democrática no supone el sometimiento mecáni-
co del juez al mandato o deseo de mayorías coyunturales. Así, no cabe po-
ner en duda que los actos del poder ejecutivo, aun cuando en un sistema
democrático tengan el apoyo de la mayoría parlamentaria o popular del
momento, estén sujetos a revisión por los jueces en cuanto a su ajuste a la
ley. Por su naturaleza, los actos del ejecutivo (también los del ejecutivo de-
mocrático) sólo son válidos en el marco de la ley, aun cuando no sean sólo
aplicación o ejecución de la ley; en ese marco, el juez está perfectamente
habilitado para enjuiciarlos, sea cual sea su respaldo mayoritario. Respecto
del Parlamento, las opiniones que exprese no vinculan al juez en la resolu-
ción de los casos ante él planteados, aun cuando se trate de opiniones o
expresiones claramente mayoritarias, si esas opiniones no se traducen en
normas legales que puedan aplicarse al caso en cuestión. No se trata, pues,
de postular que los jueces deban convertirse, en virtud del principio de-
mocrático, en transmisores de la opinión de la mayoría del momento. La
cuestión es otra: se trata de inquirir —partiendo de que el juez dispone de
un poder político en cuanto creador de normas— qué medios o instru-
mentos pueden ajustar el ejercicio de ese poder a la voluntad popular, evi-
tando que el papel creador del juez le sitúe en un curso de colisión perma-
nente con esa voluntad, incluso —bajo una veste de regularidad formal—
desvirtuando o inaplicando en la práctica los contenidos de la voluntad
popular expresados mediante leyes parlamentarias.
No se trata de una hipótesis de laboratorio: es posible citar ejemplos
históricos en los que el poder judicial asumió una posición de enfrenta-
miento político con la representación, parlamentaria y gubernamental, de
la mayoría, y no en forma de una contraposición coyuntural entre sus de-
cisiones y la opinión popular, sino en forma de una oposición continua y
a lo largo de muchos años. Y ello sin que se produjera una actuación for-

58
La legitimidad democrática del juez

malmente ilegal o inconstitucional de la judicatura, traducida en un re-


chazo frontal y explícito del juez a aplicar el Derecho, sino, bajo una co-
bertura de legalidad formal, mediante una actitud de enfrentamiento con
la voluntad popular expresada en las urnas. Se trata de los dos famosos ca-
sos de la República de Weimar (1919-1933) y de la crisis entre Presidente
y Tribunal Supremo con ocasión del New Deal (1933-1937).
En el caso de la República de Weimar, el poder judicial, corno colecti-
vo, asumió una actitud de oposición a la República, y de apoyo activo a
las tendencias ultraderechistas que desde un principio la amenazaron. En
palabras de Franz NEUMANN «es imposible eludir la conclusión de que la
justicia política es la página más negra en la vida de la República de Wei-
mar»20. Los jueces alemanes, heredados directamente de la judicatura del
Imperio, constituían el ejemplo más claro de la «contrarrevolución con-
servadora». El análisis de autores como Dieter SlMON es concluyente: los
datos muestran, según SlMON, «una imagen estremecedora y repugnante
del partidismo de una Justicia apolítica-reaccionaria» cuyos componentes
desarrollaron pronto «una actividad que incluso críticos prudentes y mo-
derados califican como boicot a la primera democracia alemana»21. Desde
luego, los datos que ofrece NEUMANN son llamativos22: tras el putsch ul-
traderechista de Kapp en 1920, 705 personas fueron acusadas de traición:
sólo una recibió una sentencia condenatoria, el jefe de policía de Berlín,
condenado a confinamiento. El Landát Prusia le retiró su pensión, el Tri-
bunal Supremo ordenó que se le devolviera. En los primeros años de la
República, se llevaron ante los tribunales 314 casos de asesinatos por ul-
traderechistas, y 13 asesinatos por extremistas de izquierda. Sobre los últi-
mos recayeron ocho penas de muerte y cientos de años de cárcel; sobre los
primeros, ninguna pena de muerte y 31 años de cárcel. A lo largo de toda
la República, frente a la impunidad de que disfrutaban los movimientos
fascistas y ultraconservadores, cientos de críticos liberales o socialistas fue-
ron condenados por denunciar las transgresiones militares del Tratado de
Versalles. No es extraña pues la formulación de RADBRUCH, citada por Sl-
MON respecto del «estado de guerra entre el pueblo y la Justicia».
Igualmente conocida es la posición, durante la primera mitad de siglo,
de oposición política de la justicia federal norteamericana frente a los in-
tentos de la representación popular por mitigar el predominio social y
económico de las grandes empresas, oposición que culminó en el enfren-
tamiento entre el Tribunal Supremo y el Presidente demócrata Roosevelt a
lo largo del New Deal. Desde principio de siglo, el Tribunal Supremo lide-
ró lo que el famoso libro de LAMBERT denominó «la lucha contra la legis-
lación social en los Estados Unidos»23. Para ello contaba, además, con la
2(1
Franz NEUMANN, Behemoth, Nueva York, 1942, pág. 2 3 .
21
Dieter SlMON, La independencia del Juez, Barcelona, 1989, pág. 5 2 .
22
NEU.MANN, op.cit, pág. 4 5 4 .
23
E. LAÍMBERT, Legovernement desjuges et la lutte contre la legislation sociale aux Etats Unís. L 'ex-
perience americaine du controle judiciaire de la constitutionnalité des lois, París, 1921.

59
Luis López Guerra

inestimable ayuda del judicial review, que le permitía declarar inaplicables


las leyes de las Asambleas de los Estados y del Congreso Federal. Así, en
1905, en Lochner vs. State o/New York, el Tribunal Supremo declaró in-
constitucional una ley estatal que prohibía jornadas de trabajo (para obre-
ros de panificadoras) superiores a diez horas diarias, o que superasen las
sesenta horas semanales; en 1918, en Hammer v. Dagenhart estimó in-
constitucional una ley federal que prohibía el transporte de mercancías
elaboradas por niños de menos de catorce años. Las reformas propuestas
en su New Deal por el Presidente Roosevelt, apoyadas por el Congreso y la
opinión pública, y que buscaban solucionar la severa crisis económica por
la que pasaba la nación fueron desde el principio frustradas por el Tribu-
nal Supremo que se enfrentó decididamente con la política reformadora
de Roosevelt. En palabras del Presidente, «como Nación hemos llegado a
un punto en que debemos actuar para salvar a la Constitución del Tribu-
nal, y al Tribunal de sí mismo»24. Como es sabido, finalmente, y gracias a
oportunos cambios de postura y renovaciones de jueces, el Tribunal cam-
bió su posición frente al New Deal; incluso, a partir de los años cincuenta,
y bajo la presidencia del Chief Justice Warren, adoptó una línea política
progresista, al menos en el campo de los derechos civiles25.

6. EL PODER JUDICIAL Y LOS «FRENOS Y CONTRAPESOS»


DEL ESTADO CONSTITUCIONAL

Muy posiblemente, los casos reseñados puedan considerarse patológi-


cos, como ejemplos de relaciones anormales entre el poder judicial y otros
poderes. Pero sirven de ejemplo de la posibilidad, latente o actual, de que
el conjunto de los tribunales actúe manifestando directrices u opiniones
políticas propias; políticas en cuanto que formulan fines y objetivos globa-
les a toda la sociedad, yendo más allá de la mera aplicación del Derecho
vigente. Y aún más, suponen ejemplos extremos de los peligros —para el
principio democrático— que pueden derivarse de la posición del Poder
Judicial como auténtico poder del Estado, que participa en su dirección
política. En los casos de la República de Weimar y del Tribunal Supremo
norteamericano esos peligros se revelaron patentemente en cuanto se pro-
dujo una confrontación clara del poder judicial con otros poderes del Es-
tado; en la gran mayoría de las ocasiones, no obstante, la ausencia de ese
enfrentamiento no debe hacer olvidar que la posición de los tribunales,
como se vio, es algo más que la de unos simples aplicadores del Derecho.

24
New York Times, 10 de marzo de 1937, pág. 1; cif. Z W E I G E R T , op.cit., pág. 2 5 4 . Para u n análi-
sis d e la posición del Tribunal S u p r e m o frente al New Deal, Robert A. BURT, The Constitution in con-
flict, Cambridge, 1992, págs. 2 5 3 - 2 6 7 , «The Struggle Against Judicial Supremacy».
25
U n análisis del papel «político» del Tribunal S u p r e m o puede hallarse en D . C o x , The role of
the Supreme Court in American Governement, Oxford, 1979, especialmente págs. 9 9 y ss., «Constitu-
tionalism a n d Politization».

60
La legitimidad democrática del juez

En cuanto poder creador (en la medida que corresponde a cada sistema;


mayor en los países del common law, y de jurisdicción constitucional difu-
sa, menor en los países de civil law y de jurisdicción constitucional con-
centrada) el poder judicial es un poder político, y no un mero instrumen-
to o boca de la ley.
Esto plantea la cuestión de cómo se trasladan al poder judicial los me-
canismos típicos de la división de poderes que caracteriza al régimen cons-
titucional; cuestión ésta estrechamente vinculada a la relativa a la vincula-
ción democrática del juez. Como es bien sabido, el sistema o principio de
la división de poderes supone no sólo que las diversas funciones del Esta-
do se repartan (como garantía de la libertad, en forma razonable, esto es,
eficiente) entre diversos titulares (poderes del Estado), de modo que no
haya una instancia que ostente el poder absoluto del Estado, sino, además,
que cada uno de estos poderes no sea, tampoco, absoluto en su propio ám-
bito (en cuyo caso poco se habría ganado). La presencia de frenos y con-
trapesos entre los diversos poderes, de manera que se interfieran y limiten
mutuamente es tan consustancial al principio de separación de poderes
como la misma distribución del poder. En general, se admite que esta se-
paración de poderes sirve como garantía de los derechos de los ciudadanos
frente a un eventual poder absoluto; pero también sirve para que, en últi-
ma instancia, ningún poder pueda separarse o independizarse de la volun-
tad popular, en cuanto que ésta —a través de los mecanismos democráticos
usuales, esto es, a través de las elecciones— se convierte en el arbitro final
de las diferencias entre los diversos poderes, y en el juez de su actuación.
Ahora bien, si la aplicación de un sistema de checks and balances entre
los diversos poderes del Estado (entre los que cabe incluir, como se ha
apuntado, el poder electoral) es comúnmente aceptada en relación con los
poderes legislativo y ejecutivo, mediante técnicas como las elecciones pe-
riódicas, la disolución de las Cámaras, la investidura del Gobierno o la
responsabilidad política de éste, esa aplicación se hace más polémica en
cuanto a su aplicación al poder judicial; de hecho, posiblemente sea éste
uno de los aspectos en que existen más dudas y vacilaciones en la teoría y
la práctica constitucional. La famosa expresión Quis custodiat ipsos custo-
des? se encuentra fácilmente en cualquier análisis del papel del poder judi-
cial. La razón parece evidente: aun cuando el poder judicial sea un poder
político, en cuanto creador del Derecho, y por tanto un poder que debe
estar sometido al control de los demás poderes del Estado (entre ellos, de
nuevo, el poder electoral, en un sistema democrático) es, al mismo tiempo
un poder que aplica el Derecho preexistente, y que está sometido única-
mente al imperio de la ley, lo que exige, inexcusablemente, su indepen-
dencia respecto de cualquier otra instancia. Esto plantea el problema de
cómo conjuntar el control de los jueces por otros poderes, con la indepen-
dencia del juez al aplicar el Derecho.
El problema ni siquiera se plantea si se acepta la posición «clásica»
consistente en considerar al juez un mero aplicador de la voluntad de la

61
Luis López Guerra

ley, i. e. de la voluntad popular expresada mediante la ley: el sistema de re-


cursos sería razonablemente suficiente para que los tribunales superiores
corrigiesen errores o desviaciones. Pero si, como parece inevitable, se ad-
mite que los jueces hacen algo más que aplicar el Derecho preexistente, al
añadir algo al mismo, es necesario determinar como evitar que ese poder
se convierta en inestricto, y separado del mecanismo general de checks and
balances.
Desde la perspectiva de las presentes líneas —la legitimación demo-
crática del juez—, las preguntas que se plantean son las referentes a los
mecanismos de frenos y contrapesos, referidos al poder judicial, que pue-
dan garantizar, primeramente, que la creación judicial del Derecho res-
ponde —con mayor o menor fidelidad— a la voluntad popular; y, cohe-
rentemente, qué mecanismos pueden servir de frenos y contrapesos al po-
der judicial en el supuesto de que así no sea, esto es, cuando la labor
creativa del juez se aleje de lo que la voluntad popular democráticamente
expresada considere conveniente.

7. LA LEGITIMACIÓN DEMOCRÁTICA DEL JUEZ

Lo dicho supone admitir un punto de partida: que el juez, como el


resto de los poderes públicos (con las excepciones que se señalan) recibe su
legitimación, directa o indirecta, de origen o de ejercicio, de la voluntad
popular; y que esa voluntad encuentra su expresión natural en los meca-
nismos electorales y parlamentarios, regidos en lo sustancial por el princi-
pio mayoritario. «Voluntad popular» es pues equivalente, y no hay sustitu-
to aceptable, a «voluntad manifestada en las elecciones» y por ello, expre-
sada por la representación parlamentaria. No cabe, por tanto, encontrar
atajos para conectar con esa voluntad, fuera de esos mecanismos, a los que
de una forma u otra, y en último término, debe reconducirse la justifica-
ción de la actividad de todos los poderes del Estado.
No es común que se niegue esa legitimación última respecto del poder
judicial, esto es, que se niegue que su justificación derive (por las vías que
sean, directas o indirectas) de la voluntad popular. Pero no faltan ejem-
plos que en la práctica podrían equivaler a una «autolegitimación» del
juez, es decir, a afirmar que existe un valor propio y autojustificativo en
las decisiones de los jueces, que no necesitaría respaldo de esa voluntad. A
este tipo de conclusiones se llega, curiosamente, por una vía que no pare-
ce la más apropiada: la invocación a la Constitución frente a la voluntad
popular. En principio, se atribuiría al juez una legitimación constitucio-
nal, basada en el valor más alto de la Constitución como norma. Frente a
la democracia «mayoritaria» expresada por los mecanismos electorales,
habría una «democracia sustancial» que se expresaría en los mandatos
constitucionales. Y la misión del juez sería conectar con esa «democracia
sustancial» o con los «grandes principios» constitucionales, al margen de

62
La legitimidad democrática del juez

—o quizás incluso, frente a— la voluntad del legislador del momento,


mera expresión de la «democracia mayoritaria»26. Esta perspectiva, por
otra parte, suele acompañarse de una percepción negativa de la acción
parlamentaria, cuya legitimación popular viene a negarse invocando la
mediación de los partidos políticos, que vendrían a desvirtuar o a falsear la
voluntad del pueblo. Frente a un Parlamento y un Gobierno «partidista»,
el juez (y alguna que otra instancia, quizás) se convertirá en el último y se-
guro reducto de la democracia sustancial.
Los peligros de esta posición son evidentes. Ciertamente la Constitu-
ción contiene mandatos susceptibles de comprensión unívoca y aplicación
inmediata; y también, sin duda, las disposiciones ya emanadas del legisla-
dor exigen su interpretación concorde con los mandatos constitucionales,
lo que por otra parte, se recoge en los artículos 5 (apartados 1 y 3) y 7 de
la Ley Orgánica del Poder Judicial. Pero, como ya se dijo más arriba, la
Constitución es un marco en que caben líneas políticas de acción muy di-
ferentes, y la selección de esas líneas corresponde a la voluntad popular
que se expresa mediante el legislador. La conexión directa de la actividad
del juez con los mandatos constitucionales ha de verse pues con toda la
necesaria precaución: ¿completa o complementa la acción del legislador
democrático, o bien la sustituye, o incluso la contradice? La mera invoca-
ción de la Constitución, en los dos últimos supuestos, no basta para la le-
gitimación «alegal» de la actuación del juez. En realidad, la pretensión de
aplicar una «democracia sustancial» se convierte en la sustitución del prin-
cipio democrático por el del predominio de la voluntad judicial en nom-
bre de unos principios lo suficientemente amplios como para cubrir deci-
siones claramente discrecionales, o de naturaleza evidentemente política
(i. e. basadas estrictamente en las concepciones del juez como individuo o
grupo, sobre lo bueno y lo conveniente para la comunidad).
La invocación de la Constitución, por sí sola, no es suficiente para
otorgar una justificación genérica de la actividad «creativa» del juez, desde
una perspectiva democrática. Pero cabe preguntarse si esa legitimación
puede (y debe) venir por otros cauces, dada la innegable existencia de esa
actividad creativa. Y la constatación es que efectivamente esos cauces exis-
ten y están presentes en muchos ordenamientos. Ahora bien, en este as-
pecto, por una parte, la diversidad de fórmulas existentes para conseguir
una legitimación democrática del juez que se sume a su legitimidad de
ejercicio hace imprescindible recurrir al arriesgado uso del Derecho com-
parado, siquiera sea en forma general; por otra, ya se señaló que quizás sea
éste uno de los puntos más vidriosos y sujetos a controversia en el moder-
no Derecho constitucional. Pero cabe al menos aventurar una proposición
26
Como ejemplo, Luigi FERRAJOLI, «Jurisdicción y democracia», Jueces para la Democracia, 29
(1997), págs. 3-9, defiende el papel de la jurisdicción, en defensa de la «democracia sustancial» como
límite a la «democracia política». Pero separar ambos aspectos puede considerarse artificial: no puede
haber democracia mayoritaria (política) sin las garantías precisas (democracia sustancial) pues éstas se
justifican no por sí mismas sino como requisitos para la expresión de la voluntad popular.

63
Luis López Guerra

inicial: la legitimación del juez para crear Derecho (incluso frente al legis-
lador) se refuerza en la medida en que se refuerza su legitimidad democrá-
tica de origen, y su responsabilidad ante las fuentes (electorales y parla-
mentarias) de la voluntad popular. En este aspecto es donde pueden en-
contrarse considerables diferencias entre los sistemas de common law y de
«Derecho continental».

8. VÍAS DE LEGITIMACIÓN DEMOCRÁTICA DIRECTA

La fórmula más directa para vincular al juez a la legitimidad popular


es evidentemente la elección de los jueces por sufragio universal. De esta
forma el juez se convierte, en cuanto creador del Derecho, en expresión de
la voluntad del pueblo, con una justificación similar a la de la Asamblea o
del Ejecutivo electos. Obviamente, esta vía es la que sitúa al juez en la po-
sición más fuerte para justificar un papel «político». El juez, en cuanto po-
der del Estado, se sitúa, también en cuanto a su legitimidad, en paridad
de condiciones con los demás poderes.
El sistema, como es sabido, es el seguido en gran parte de los Estados
federados norteamericanos, que elevan así a su máxima consecuencia el
principio democrático y de separación de poderes (los tres poderes del Es-
tado son elegidos directa y separadamente por el pueblo). La elección po-
pular implica, como es lógico, la limitación del mandato y, por ello, la ne-
cesidad por parte del juez de someterse periódicamente al juicio popular
que suponen nuevas elecciones, con o sin oponentes.
La posición del juez elegido muestra claramente su dimensión políti-
ca. Tanto en su labor estrictamente creadora del Derecho, en los términos
ya mencionados del common law (sujeción al principio de stare decisis, y
papel directivo de los tribunales superiores) como en su labor interpretati-
va y complementadora (statute construction) de la ley parlamentaria,
como, finalmente, en su tarea de protección de la Constitución (judicial
review) el juez se ve abocado a tener muy en cuenta un papel de instru-
mento de expresión de la «voluntad del Derecho» de la comunidad. La si-
tuación de «guerra entre el pueblo y la justicia» a que se refería RADBRUCH
es así impensable en este sistema. La posible oposición entre las líneas po-
líticas de la judicatura y los demás poderes del Estado tiene una solución
simple, esto es, el veredicto de las urnas.
Ahora bien, y como es evidente, esta fórmula presenta graves inconve-
nientes: la potenciación de la legitimidad de origen puede suponer la re-
ducción de la legitimidad de ejercicio. La aplicación de la voluntad del
pueblo formalmente expresada (la ley) puede verse relegada, en favor de
las preferencias que el juez crea percibir en cada momento, en el electora-
do, o en aquellos a quienes debe su elección o puede deber su reelección;
lo que puede sufrir aquí es la independencia y la imparcialidad. La elec-
ción no garantiza en modo alguno la calidad técnica y el conocimiento del

64
La legitimidad democrática del juez

Derecho; la dependencia del beneplácito popular y partidista (sobre todo


cuando los candidatos a jueces se presentan expresamente como candida-
tos de un partido) puede conducir a una aplicación del Derecho excesiva-
mente dependiente de las preferencias del momento de grupos o entida-
des sociales que el juez estime poderosas o influyentes en la opinión públi-
ca, en detrimento de la justicia o de la seguridad jurídica.
Quizás sean estas dificultades las que han limitado la extensión del
modelo de elección popular de los jueces, que hoy se reduce (práctica-
mente) al ejemplo de los Estados de la Federación norteamericana. Inclu-
so en estos supuestos se han introducido procedimientos que tratan de
garantizar unos niveles suficientes de capacidad técnica y de apartidismo,
manteniendo el principio de elección popular. El más común consiste en
la pre-selección de candidatos por un comité de expertos (con participa-
ción de la Bar Association del Estado), y la designación por el ejecutivo
del titular del cargo judicial, quien deberá someterse a una elección «con-
firmatoria» popular, y a reválidas electorales periódicas27.
Una variedad del sistema de elección de jueces es el generalizado en los
países de America Latina, esto es, la elección por la Asamblea, para manda-
tos limitados28. La selección por parte de los legisladores, usualmente me-
diante mayorías cualificadas, y restringida a los tribunales superiores, pre-
tende evitar los peligros derivados de la elección directa, así como conse-
guir un perfil suprapartidista de los jueces: es discutible que ello se logre
en todos los casos, a la vista de la experiencia29. Por otra parte, la posibili-
dad de que, en plazos predeterminados, el juez sea confirmado, o removi-
do, por la Asamblea garantiza una vía de comunicación continua (en teo-
ría) entre el juez y la «conciencia social» del Derecho, así como una cierta
responsabilidad política derivada de su labor creadora. Debe tenerse en
cuenta, en todo caso, que ya no nos hallamos en el marco del common law,
27
Una exposición de las formas de selección de los jueces de los Estados de la Federación nortea-
mericana puede encontrarse en Gregorio RuiZ, Federalismo judicial (el modelo americano), Barcelona,
1994, págs. 45 y ss. Particularmente interesante es la descripción del sistema llamado Plan Missouri
adoptado en muchos Estados, y diseñado en 1940, que implica la intervención de una comisión de
juristas que propone una terna de candidatos, de los que el Gobernador del Estado elige uno, que
debe someterse posteriormente a una «elección de retención» (retention election) por el cuerpo electo-
ral. También ZWEIGERT, Introdution..., op. cit., pág. 249, señala que, hasta mediados de este siglo,
«parecía antidemocrático que los jueces fueran designados por el ejecutivo, y que permanecieran en su
cargo durante largos mandatos o incluso de forma vitalicia».
2
* Para una visión introductoria de la posición de los Tribunales en los países latinoamericanos
puede consultarse Héctor FlX-ZAMUDIO, «Órganos de dirección y administración del poder judicial»,
Justicia y desarrollo en América Latina y el Caribe, Washington D. O , 1993, págs. 41-63; del mismo,
Los problemas contemporáneos del Poder judicial, México DF, 1986, así como «Ponencia general: fun-
ción del poder judicial en los sistemas constitucionales latinoamericanos», en W . AA., Función del
poder judicial en los sistemas constitucionales latinoamericanos, México DF, 1977, págs. 9-62.
2y
Los miembros del Tribunal Supremo son elegidos por la Asamblea (con diversas modalidades)
en Bolivia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua, República Domini-
cana (por el Senado), Uruguay y Venezuela. La duración del mandato varía considerablemente (de 4
años en Honduras a 10 años en Venezuela), así como la posibilidad y condiciones para la reelección.
La fórmula también se ha aplicado en algunas Constituciones de Europa oriental: Bulgaria (la mitad
de los miembros del Tribunal Supremo), Eslovenia, Eslovaquia y Macedonia.

65
Luis López Guerra

sino en países de tradición de «Derecho continental» o «Derecho civil», en


que es la ley parlamentaria la fuente usual del Derecho. Este tipo de elec-
ción, centrado sobre todo en los componentes de los Tribunales Supremos,
en las circunstancias históricas de Iberoamérica, no parece merecer un jui-
cio especialmente favorable, al menos desde la perspectiva complementaria
a la de la legitimidad democrática de origen, esto es, la legitimidad de ejer-
cicio, y la independencia e imparcialidad en la aplicación de la ley.
Originado de nuevo dentro del sistema del common law (aunque
adaptado en otros muchos supuestos) el mecanismo de selección de los
jueces federales norteamericanos, trata de combinar las garantías de capa-
cidad técnica e independencia del juez con una legitimación democrática
de origen: la fórmula, como es sabido, consiste en el nombramiento por el
poder ejecutivo (Presidente Federal, él mismo procedente de la decisión
popular) con el consentimiento del legislativo (Senado), siendo el nom-
bramiento vitalicio30. Posiblemente sea éste el sistema que se ha revelado
más operativo en el sentido de aunar una alta legitimación ante la opinión
pública (al intervenir instancias con una legitimación democrática direc-
ta) con una innegable independencia en la aplicación y creación del Dere-
cho. El origen de los miembros del poder judicial (y muy señaladamente,
del Tribunal Supremo en cuanto instancia superior) y el procedimiento de
designación, con intervención del legislativo y el ejecutivo, y una elevada
transparencia ante la opinión pública, unido a la renovación continua
(aunque lenta o irregular) del cuerpo judicial adaptándose a la evolución
de las fuerzas políticas y su correlación, ha colocado a la jurisdicción fede-
ral, y sobre todo al Tribunal Supremo, en la posición de portavoces, alta-
mente legitimados, de la «conciencia jurídica» del país, probablemente sin
parangón en otros contextos. La idea de que el Derecho se manifiesta a
través de los tribunales, en forma paralela y complementaria a las vías en
que se manifiesta a través del legislativo encuentra su base en que, me-
diante los procedimientos señalados, el origen de los tribunales es también
manifestación de la voluntad popular.

9. LA EXIGENCIA DE RESPONSABILIDAD POLÍTICA


DEL JUEZ

La conexión de la legitimación de los jueces con la voluntad popular


(esto es, la imagen del juez como expresión de la «conciencia del Derecho»
de la comunidad) puede también lograrse por vías negativas: es decir, no
ya mediante la elección de los jueces, sino mediante la existencia de meca-
nismos de responsabilidad política de éstos ante instancias dotadas de le-
30
El modelo norteamericano de colaboración de Ejecutivo y Legislativo en la designación de jue-
ces se sigue, con algunas variantes, en Argentina, Brasil, México, Panamá, Paraguay y Puerto Rico.
También se ha adoptado en algunas de las nuevas Constituciones de Europa Central y Oriental: Esto-
nia, Letonia, Lituania, Rusia y Ucrania.

66
La legitimidad democrática del juez

gitimidad democrática directa (el electorado o sus representantes). Estas


vías se encuentran también desarrolladas en los países del common law.
En efecto, en éstos no es una característica común la elección de los jue-
ces por sufragio universal, pero sí la presencia de mecanismos de exigen-
cia de responsabilidad política (distinta de la civil, penal, o disciplinaria)
del juez31.
En el caso británico (que establece el modelo generalmente seguido,
con notables matizaciones, por los países de la Commonwealth) los jueces
son designados por el ejecutivo con carácter vitalicio o (desde reciente-
mente) hasta su jubilación. Pero en el Reino Unido sí se sigue mantenien-
do una vinculación de los jueces a la voluntad parlamentaria, en forma de
lo que puede considerarse una responsabilidad política de los jueces ante el
Parlamento. El Act of Settlement de 1701, en efecto, estableció una figura,
la Adress (petición) parlamentaria, por la que los jueces podrían ser remo-
vidos32. La ley de 1701 establecía que los jueces conservarán su nombra-
miento quamdiun se bene gesserint, «pero se les podrá destituir a solicitud
de ambas Cámaras del Parlamento» (but upon the Adress ofboth Houses of
Parliament it may be lawful to remove them). Esta posibilidad es distinta de
las posibles acciones basadas en transgresiones legales (mediante las vías
del scire facius o del impeachment) y se refiere a los jueces de los altos tri-
bunales. No se configura así como una vía de exigencia de responsabilidad
jurídica, sino estrictamente de responsabilidad política, si bien su puesta en
práctica ha sido limitada a pocas ocasiones.
Más debatible es si la otra vía para exigir, por órganos parlamentarios,
la responsabilidad de los jueces, dando lugar a su destitución, es de carác-
ter jurídico o político: me refiero al impeachment o «juicio político», pre-
sente tanto en el Reino Unido como en los Estados Unidos, y que puede
dirigirse frente a cualquier empleado del Gobierno (en el sentido del go-
vernment anglosajón, comprendiendo todos los poderes del Estado). La
característica del juicio político es que se inicia por la Cámara Baja y se
juzga por la Cámara Alta (Cámara de los Lores, Senado). En el caso norte-
americano no existe una posición unánime en las opiniones doctrinales
sobre los supuestos en que el impeachment procede. El artículo II, sección
4 de la Constitución se refiere a «traición, soborno, u otros delitos o faltas
graves». El sentido del término misdemeanor (falta grave) es debatido: en
palabras del representante (y más tarde Presidente) Gerald Ford «una in-
fracción sometida al juicio político es aquella que, en un momento dado,
una mayoría de la Cámara de representantes define así»33. De hecho, el
impeachment se configura como un. juicio político y así se traduce el térmi-
31
En. relación con esta cuestión, contiene abundante información el trabajo de Mauro CAPPE-
LLETTl, La responsabilidad de los jueces, La Plata, 1988; especialmente, con referencia a la responsabili-
dad política, págs. 9 2 y ss.
32
Sobre este tema, ver C . H . M C L W A I N , «The tenure of English Judges», en su colección de en-
sayos Constitutionalism and the Changing World. Collected Papers by C.H. McLwain, Cambridge,
1939 (reimp. 1969), págs. 297-307.
33
ABRAHA.M, op. cit., págs. 4 2 a 4 8 .

67
Luis López Guerra

no en el caso, por ejemplo, de la práctica en la República Argentina, don-


de la institución —como otras muchas de la Constitución norteamerica-
na— se ha trasplantado. Como señala CAPPELLETTI, en el juicio político
los órganos que actúan son órganos no jurisdiccionales; lo que se juzga es
una conducta definida en términos vagos; finalmente, la sanción es la típi-
ca sanción política, esto es, el apartamiento del cargo. De acuerdo con el
artículo I, sección 3, apartado 7 de la Constitución de Estados Unidos «la
sentencia en caso de impeachment no podrá suponer más que la pérdida
del cargo, y la prohibición de desempeñar cualquier puesto honorífico, de
confianza, o remunerado bajo el gobierno de los Estados Unidos, pero la
persona declarada culpable podrá ser acusada, juzgada y condenada de
acuerdo con la ley».
La amplia construcción legal y teórica de la responsabilidad política de
los jueces (Adress, impeachment a lo que podría añadirse el recall de. jueces
en los Estados de la Unión norteamericana) no se corresponde con una
igualmente amplia aplicación en la práctica. Y, sin embargo, no se trata de
instituciones inútiles o meramente simbólicas, en cuanto a su objetivo de
mantener un alto nivel de «adecuación» de la conducta de los jueces, en el
ejercicio de sus funciones, a los criterios que la representación popular es-
time convenientes. En Estados Unidos, desde 1789, sólo ocho jueces han
sido sometidos a procedimientos de impeachment (uno de ellos Samuel
Chase, del Tribunal Supremo) y sólo cuatro fueron considerados culpa-
bles; pero un número más amplio procedió a dimitir, bajo la amenaza del
impeachment. También han sido escasos los miembros de altos tribunales
británicos sometidos a una Adress del Parlamento. No obstante, la mera
posibilidad de la exigencia de responsabilidad parece tener consecuencias:
en palabras de CAPPELLETTI, «la responsabilidad política en las naciones
del Common law —aunque se trate de una teorización más que de una
realidad— conserva un significado que no debe desestimarse. Esa idea in-
timidante bien puede influir en la diaria actuación de los jueces»34.

10. LA LEGITIMACIÓN DEMOCRÁTICA DEL JUEZ


EN LOS PAÍSES DEL CONTINENTE EUROPEO

Frente a los ejemplos señalados en el epígrafe anterior, en los países de


Europa Occidental integrados en el sistema de civil law (predominio del
principio de legalidad) es radicalmente inexistente cualquier atisbo no ya
de elección popular, sino de responsabilidad política del juez; aún más, es
prácticamente inexistente cualquier vínculo entre el poder judicial y la ex-
presión parlamentaria de la voluntad popular, de manera que ésta pueda
influir sobre aquellos aspectos «creativos» de la acción judicial que vayan
más allá de la mera aplicación de la ley aprobada por el Parlamento.
34
CAPPELLETTI, op. át, pág. 44.

68
La legitimidad democrática del juez

Por lo que se refiere a la ausencia de responsabilidad política35 (que en


otros países se traduce en el sometimiento de los jueces a elecciones perió-
dicas, el procedimiento del recall, en la eventual Adress, en el caso británi-
co, o en el juicio político), se manifiesta, en la tradición europeo-conti-
nental, en la adscripción permanente (hasta la jubilación) a un cuerpo de
funcionarios del Estado. Si se estudia desde la perspectiva comparada, la
situación del juez europeo-occidental (sobre todo si se consideran los más
altos tribunales) lejos de ser la regla, constituye un caso anómalo, distinto
de las pautas vigentes en América del Norte y el Sur, en los países de la
Commonwealth, y en las nuevas democracias de Europa Central y Orien-
tal; sobre todo en lo que se refiere a la impermeabilidad absoluta de la ju-
dicatura en relación con otras instancias o poderes del Estado, y, especial-
mente, el poder legislativo. Este, ciertamente, dispone del poder de emitir
normas vinculantes para el poder judicial; pero ahí acaba su posibilidad de
influencia. Con respecto a las tareas «creativas» del juez —interpretación,
creación judicial del Derecho, aplicación de la Constitución— el Parla-
mento, y, por extensión, el electorado, carecen de intervención alguna, ni
por la vía del nombramiento de los jueces, ni por la vía de una eventual
exigencia de responsabilidad política.
Esto no quiere decir que los jueces sean irresponsables: no lo son des-
de luego en España, en que la Constitución establece expresamente que
los jueces son «independientes, inamovibles, responsables y sometidos úni-
camente al imperio de la ley». Lo que ocurre es que esa responsabilidad,
en sus aspectos civil, penal y disciplinario, se refiere al cumplimiento de la
legalidad: es una responsabilidad jurídica, que se remite a unos criterios o
cánones objetivos, verificables y establecidos en la ley36. Pero esa responsa-
bilidad (a diferencia de los ejemplos puestos de manifiesto más arriba) no
se extiende al aspecto político de la función judicial, esto es, a la creación
del Derecho, y a la conformidad de esa creación, en cuanto establecimien-
to de reglas generales, con la voluntad popular. Responsabilidad que,
como es evidente, nada tiene que ver con el control interno que supone el
sistema de recursos, ni cuya eventual exigencia afecta al principio de res
iudicata, esencial para la seguridad jurídica.
Tampoco, en la tradición judicial europea, se ha establecido un víncu-
lo con la voluntad popular por la vía de la legitimación democrática de
origen de los jueces, esto es, por la elección popular o parlamentaria: la
tradición europea del juez-funcionario asimilaba su status y designación
(hasta muy recientemente) a la de los funcionarios dependientes del poder

35
Una excepción, señalada por CAPPELLETT!, op. cit., pág. 47, pudiera ser la Richteranklage pre-
vista en la Ley Fundamental de Bonn, art. 98.
3fi
Sobre estos temas, Luis María DfEZ-PlCAZO, Régimen constitucional del Poder Judicial, Madrid,
1991, págs. 106-110, apartado «La responsabilidad de los jueces». También J. GABALDÓN LÓPEZ,
«Control democrático del poder judicial», y F. MARfN CASTÁN, «Control democrático y legitimación
del Poder Judicial», ambas en Poder Judicial, número especial XI (1989), págs. 77-85 y 99-111, res-
pectivamente.

69
Luis López Guerra

ejecutivo, y, como consecuencia, el papel fundamental en su designación


correspondía (y aún corresponde en varios casos) al Ministerio de Justicia.
Han estado ausentes de los modelos europeos de configuración del poder
judicial no sólo la elección de jueces (o al menos la participación en la de-
signación, según el modelo norteamericano referido a los jueces federales)
por instancias populares o parlamentarias, sino su usual correlato, la limi-
tación del mandato, y la necesidad de someterse a una eventual reelección.
No deja de llamar la atención el hecho de que estas notas (intervención
parlamentaria en la designación de jueces y limitación de su mandato, a
veces sin posibilidad de reelección) sí se tuvieron en cuenta, apartándose
radicalmente del modelo judicial tradicional, en la regulación de un nuevo
tipo de tribunales, cuya relevancia política era evidente, como son los tri-
bunales constitucionales implantados en la primera, y, sobre todo, la se-
gunda posguerra. La configuración de estos tribunales vino a seguir unas
pautas mucho más parecidas a las propias de los tribunales de origen políti-
co (como los tribunales de los Estados federados norteamericanos, o las
cortes supremas de Latinoamérica) que a las correspondientes a los tribu-
nales supremos europeos. La elección total o predominantemente parla-
mentaria es actualmente la tónica general, así como la limitación del man-
dato de los miembros de esos Tribunales, también, como regla general, ine-
legibles. Así y todo, los tribunales «ordinarios» han permanecido dentro de
la tradición europea que exige la ausencia de contacto directo de los jueces
(tanto por vía de designación como de exigencia de responsabilidad) con
las fuentes de la voluntad popular, esto es, el electorado y el Parlamento.
Hemos utilizado el término «contacto directo». Pues, en efecto, a par-
tir de los años cuarenta, y más acusadamente en las últimas décadas del si-
glo, se han ido instrumentando vías que permiten una relación de tipo in-
directo de los jueces con la representación de la voluntad popular, hacien-
do disponible una cierta legitimación democrática de origen del poder
judicial. Estos instrumentos son los Consejos de la Magistratura, al menos
en alguna de sus versiones.

11. EL PAPEL LEGITIMADOR DE LOS CONSEJOS


DE LA MAGISTRATURA

Es evidente que los Consejos de la Magistratura, como órganos de go-


bierno del poder judicial no nacieron precisamente para asegurar la vincu-
lación de los jueces a la legitimación democrática por vía de una conexión
con las instancias parlamentarias o electorales. La tradición de la judicatu-
ra continental europea excluía cualquier legitimación del poder judicial
que no derivara de la justificación de ejercicio, de la aplicación de la ley
parlamentaria. El juez elegido había sido prácticamente inexistente en la
historia del constitucionalismo europeo, y la selección del cuerpo de jue-
ces aparecía como «naturalmente» vinculado al Ministerio de Justicia, a

70
La legitimidad democrática del juez

quien correspondía también el gobierno de los jueces, en sus aspectos pre-


supuestario y disciplinario. Los Consejos de la Magistratura (en las Cons-
tituciones francesa de 1946, italiana de 1948, y posteriormente en las
Constituciones portuguesa y española) aparecen como una fórmula para
evitar lo que se consideraba indebida influencia del poder ejecutivo en el
judicial: el objetivo que perseguía su creación era salvaguardar la indepen-
dencia de los Tribunales, resguardando al poder judicial del influjo de
otros poderes del Estado.
El acento en el valor de la independencia ha conducido en ocasiones a
propugnar que los Consejos de la Magistratura se configuren como órga-
nos de autogobierno del poder judicial, a semejanza de aquellos sistemas en
que la dirección organizativa de ese poder corresponde a los más altos ór-
ganos jurisdiccionales (Tribunales Supremos) como suele ocurrir aún en
los países iberoamericanos37. El concepto de autogobierno supone dos co-
rolarios: que los miembros del Consejo, en su totalidad o en su mayoría,
sean jueces, y que esos miembros (o su mayoría) sean elegidos por los mis-
mos jueces.
Pero si este tipo de propuestas puede quedar justificado desde el punto
de vista que pone el acento en la defensa de la independencia, esa justifi-
cación resulta mucho más dudosa dada la perspectiva del principio demo-
crático. Por una parte, porque el gobierno de los jueces (que no implica,
ni puede implicar, la sustitución del papel del juez individual en la adop-
ción de decisiones jurisdiccionales) supone la adopción de decisiones que
pueden y deben evaluarse políticamente, en cuanto que son decisiones ba-
sadas en criterios de oportunidad, relativas a gestión de recursos, política
de selección y formación, política de ascensos y promociones, y política
disciplinaria. Como tales decisiones políticas no pueden quedar desligadas
de alguna intervención (con todos los matices que sean del caso) del suje-
to de la soberanía, y su representación parlamentaria, al afectar, más allá
del ámbito judicial, a toda la comunidad, en cuanto usuaria del «servicio
público» de la justicia. Por ello, y aun manteniendo como objetivo de los
Consejos de la Magistratura la preservación de la independencia del poder
judicial, la intervención parlamentaria en la formación de esos Consejos
resulta obligada, si no quiere crearse un órgano de decisión, de innegable
relevancia en el funcionamiento del Estado, separado del principio gene-
ral de legitimación democrática de los poderes del Estado38.

37
Una interesante exposición de las formas de autogobierno en el «modelo americano» del poder
judicial, y sus diferencias con los modelos europeos de gobierno de ese poder puede encontrarse en
Ricardo HARO, «El poder judicial en la reforma constitucional argentina: el Consejo de la Magistratu-
ra», en W . AA., La reforma de la Constitución argentina en perspectiva comparada, Madrid, 1996,
págs. 187-196. En muchos países de Iberoamérica se han creado Consejos de la Magistratura, pero su
posición y funciones difieren considerablemente de las europeas, como explica HARO. Sobre esta
cuestión versa, también en el mismo volumen, mi trabajo «Algunas consideraciones sobre los Conse-
jos de la Magistratura», págs. 169-185.
-18 Me remito en esto a las consideraciones efectuadas en mi trabajo Democracia y división de po-
deres.

71
Luis López Guerra

Pero, además, la conveniencia del origen parlamentario de los Conse-


jos de la Magistratura se hace particularmente visible si se tiene en cuenta
la necesidad de legitimación democrática del juez en cuanto órgano crea-
dor del Derecho; necesidad que va más allá de la legitimación por el ejerci-
cio (es decir, por la sujeción a la ley). La creación judicial del Derecho de
acuerdo, en último término, con los criterios y la voluntad de la comuni-
dad, sólo quedará garantizada si existe algún lazo entre esa voluntad y la
formación de los órganos judiciales, de manera que en éstos, en su tarea
de interpretación y creación del Derecho, se manifieste el «espíritu jurídi-
co» presente en la comunidad; no, desde luego, como una imposición de
la mayoría del momento en la resolución de casos concretos, sino como
traslación de los criterios generales presentes en la sociedad sobre qué debe
ser y cómo debe aplicarse el Derecho.
No puede negarse que la misma renovación generacional de los inte-
grantes del Poder Judicial asegura una adaptación de éstos a las nuevas
tendencias en la conciencia jurídica de un país. Pero la cuestión estriba
sobre todo, según se indicó, en el ajuste a esa conciencia de los órganos
creadores de la jurisprudencia, esto es, los Tribunales Supremos. El ajus-
te permanente de éstos a la evolución de la cultura jurídica, y de las opi-
niones sobre el Derecho es la mejor garantía de que la creación judicial
del Derecho no supondrá enfrentamientos con la voluntad popular ma-
nifestada a través de los cauces democráticos usuales. La designación de
los miembros de los Tribunales Supremos reviste pues una notable im-
portancia para la legitimación democrática del poder judicial, contem-
plada, como se ha dicho, desde una perspectiva amplia, es decir, como
una coincidencia entre «conciencia colectiva» y «conciencia judicial» del
Derecho.
Pues, en efecto, a los Tribunales Supremos les corresponde —median-
te su jurisprudencia— orientar la dirección del Derecho judicial en su la-
bor creadora, bien a través de la interpretación de las leyes, bien mediante
su suplencia en caso de inexistencia de Derecho escrito. La función del
Tribunal Supremo (como, en otro ámbito, la del Tribunal Constitucional)
es en este sentido una función política, que va más allá de la mera aplica-
ción de las leyes39. Y, descontada, en virtud de la tradición europeo-occi-
dental, la conexión entre Tribunal Supremo y Asamblea por la vía de la
elección (o participación en la designación, como en el caso norteamerica-
no), la fórmula de los Consejos de la Magistratura aparece como singular-
mente adecuada para establecer esa conexión legitimadora, en cuanto esos
Consejos tengan, ellos mismos, un origen parlamentario, derivado así, si-
quiera sea indirectamente, de la voluntad popular40.
3y
Sin llegar a esta expresa conclusión, tal parece ser el resultado a que llegarían las tesis expuestas
por Pascual SALA SÁNCHEZ, en La posición constitucional del Tribunal Supremo, Madrid, 1995.
Una exposición completa y sistemática de la composición y funciones de los Consejos de la
Magistratura en España puede hallarse en el volumen publicado por el Consejo de Europa The role of
the Judicial Service Commission, Strasbourg, 1995.

72
La legitimidad democrática de! juez

La introducción de los Consejos de la Magistratura, en cuanto dispon-


gan de una (total o mayoritaria) legitimación parlamentaria y ostenten la
competencia para la designación de los componentes del Tribunal Supre-
mo puede suponer una adaptación al entorno europeo de los métodos de
legitimación democrática, electoral o parlamentaria, de la judicatura típi-
cos de los países de Norte y Suramérica y más recientemente de Europa
Central y Oriental. Se trata, sin duda, de una alternativa «débil», frente a
la elección por sufragio popular, o el nombramiento por el Parlamento, o,
conjuntamente por el Parlamento y el Ejecutivo. Pero supone sin duda un
avance, en cuanto a la legitimación del Poder Judicial, al convertir a sus
componentes en expresión —si se quiere indirecta, pero expresión al fin, a
través de varios filtros y controles— de la opinión popular en cuanto a las
líneas, forzosamente en forma general, que debe seguir la creación del De-
recho. Mediante la intervención de los Consejos de la Magistratura la in-
tegración de los tribunales superiores no es ya el resultado ni de un proce-
so interno, por cooptación o por antigüedad dentro de la carrera judicial,
ni de la acción combinada de la antigüedad y la elección por el ejecutivo.
La selección de los jueces (sobre todo en los niveles superiores) por un
órgano dotado de legitimación parlamentaria, y representativo de las co-
rrientes o tendencias ideológicas y políticas presentes en la sociedad impli-
ca —con todas las precauciones necesarias— una vía de comunicación
continua entre sociedad y judicatura, más ágil que la mera renovación ge-
neracional del personal judicial.
Esta concepción de la función legitimadora del Consejo de la Magis-
tratura, así y todo, no deja de plantear considerables cuestiones. Desde
luego, la primera de ellas consiste en cómo conjugar dos tareas de los
Consejos tan aparentemente contrapuestas como, por una parte, garanti-
zar la independencia de los jueces frente a todo influjo de otros poderes
del Estado, y, al mismo tiempo, y por otra parte, garantizar que la crea-
ción judicial del Derecho va a reflejar las tendencias presentes en la con-
ciencia social sobre el Derecho y su papel. La acomodación de ambas exi-
gencias —ser garantía de independencia y a la vez fuente de orientación
de la judicatura— sólo será posible mediante procedimientos de selec-
ción de los integrantes de los Consejos que eviten el influjo partidista, y
aseguren su representatividad de las corrientes de opinión jurídicas del
momento.
Un segundo problema aparece estrechamente conectado al ahora ex-
puesto. Si la creación del Derecho se configura, como se ha dicho, como
una tarea política, este carácter lo revestirá aún en mayor medida la fun-
ción de seleccionar a los jueces que van a llevar a cabo esa tarea creadora.
La función selectiva (como las demás encomendadas usualmente a los
Consejos, tales como la inspectora, o la disciplinaria) puede llevarse a
cabo —como la misma creación e interpretación del Derecho— en forma
que pueda resultar más o menos acertada, esto es, más o menos conforme
con la «voluntad del Derecho» de la comunidad; un Consejo puede refle-

73
Luis López Guerra

jar, en sus opciones, los sentimientos y opiniones jurídicas socialmente


dominantes en su momento, o puede errar en el cumplimiento de esa
función. Y, como toda actividad política libre, ello convierte a su autor, al
Consejo, en sujeto de una evaluación por parte de los representantes de la
voluntad popular. Llevando el argumento al extremo, los miembros de los
Consejos de la Magistratura, a quienes la voluntad popular encomienda
un conjunto de tareas deberían ser responsables ante esa voluntad (o sus
representantes) por la adecuación de su comportamiento a las tareas que
se les ha encomendado. Ciertamente, las características del órgano, y las
funciones que se le encomiendan, relativas a la salvaguardia de la indepen-
dencia judicial, impiden que esa responsabilidad se plasme en fórmulas
como las aplicables a otras instituciones —como puede ser la moción de
censura parlamentaria y la remoción del cargo—. Pero sí cabe al menos
postular, como reflejo de la responsabilidad de los Consejos, que se pro-
duzca una transparencia continua de su actuación, en forma de un perma-
nente «dar cuenta» de su actividad a los ciudadanos y sus representantes.
En último término, serán estos representantes quienes deberán responder,
ante el electorado, de la adecuación de su elección de los miembros del
Consejo41.

12. ALGUNAS CONCLUSIONES

El papel de los Consejos de la Magistratura puede resultar (aun habida


cuenta de todos los problemas que se han examinado) de notoria impor-
tancia, no sólo como garante de la independencia del poder judicial
(como órgano de gobierno) sino como vía para la traducción de la volun-
tad del Derecho de la comunidad a la voluntad de Derecho de los jueces,
aun sin recurrir a fórmulas como la elección popular de éstos. Para ello,
parece que deberían darse algunas condiciones:

a) Primeramente, que los mismos Consejos de la Magistratura os-


tenten una legitimación democrática, de manera que efectivamente repre-
senten una expresión de la «voluntad jurídica» de la comunidad. El Con-
sejo de la Magistratura, como se vio, es un órgano político, en cuanto no
es mero ejecutor de la ley, sino un órgano que adopta decisiones con cri-
terios de oportunidad. Esto, por un lado, prima el origen parlamentario
de sus miembros, como forma de lograr que éstos representen la voluntad
popular expresada por los cauces típicos del régimen democrático, lo que
no es óbice a la exigencia de determinadas cualidades técnicas y profesio-
nales de sus miembros: así, la exigencia del art. 122.3 CE de que doce de

Me remito de nuevo a mi trabajo Democracia y división de poderes, cit. También, ver Miguel
CARMONA RUANO, «La legitimidad democrática de la justicia», en W . AA., El sistema judicial en Es-
paña, Madrid, 1986, págs. 65-69.

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La legitimidad democrática del juez

los componentes del CGPJ sean jueces o magistrados, que ha sido inter-
pretado por el Tribunal Constitucional como encaminado a «asegurar
que la composición del Consejo refleje el pluralismo existente en el seno de
la sociedad y muy en especial en el seno del poder judicial» (STC
108/1986). Y al tiempo la legitimación democrática exige, no sólo un
contacto permanente de este tipo de Consejos con las corrientes del pen-
samiento y crítica del Derecho en cada momento, sino también una ren-
dición continua de cuentas a las instancias parlamentarias y de la opinión
pública.
b) La designación de los integrantes de los Tribunales Supremos
por el Consejo de la Magistratura, si éste tiene una legitimación parla-
mentaria, supone la vía de conexión de esos tribunales con la «concien-
cia jurídica» de cada momento. Ello implica la necesidad de un cierto
margen de libertad en la selección de este tipo de jueces por el Consejo
de la Magistratura. Pero no basta sólo, para que cumplan su función, con
que los magistrados integrantes de los Tribunales Supremos reúnan los
requisitos de capacidad técnica exigibles de los jueces en general, sino
que, dada la misión de creadores del Derecho, deben además tener una
calificación que debe claramente definirse como política: esto es, la de re-
flejar adecuadamente la cultura y la opinión jurídica de la sociedad, las
posiciones prevalentes en ésta sobre los «grandes temas» del Derecho. Un
juez del Tribunal Supremo tiene una función cualitativamente distinta
de la del resto de los jueces, al potenciarse su dimensión creadora del De-
recho, y por ello, forzosamente vinculado a la sensibilidad social de mo-
mento.
c) Todo ello conduce a concluir que para que los altos órganos judi-
ciales, integrados en forma que reflejen el sentimiento jurídico de la colec-
tividad, puedan en la práctica orientar la acción de los tribunales, y legiti-
mar así democráticamente la labor creadora de éstos, deben disponer de
una amplia capacidad revisora, de manera que puedan pronunciarse sobre
todo tipo de casos, sin que existan áreas del Derecho que queden exentas
del examen del Tribunal Supremo. La restricción del acceso a vías como la
casación (por la cuantía, o por el tipo de procedimiento) trae como conse-
cuencia la imposibilidad real de que los Tribunales Supremos puedan esta-
blecer pautas jurisprudenciales en materias que, en muchos casos, son las
que más directamente afectan a grandes sectores de la población; frente a
ello, la consolidación del Tribunal Supremo como tercera instancia, (en
cuanto jurisdicción de apelación frente a la Sentencia de apelación) le
obliga a centrar sus actuaciones muchas veces en materias en que su fun-
ción de creación del Derecho es inexistente, en perjuicio de aquellos casos
en que esa función resulta necesaria. La potenciación de la legitimación
democrática del juez pasa pues no sólo por la potenciación del papel de
los Consejos de la Magistratura, sino también por una reformulación del
papel del Tribunal Supremo, de manera que en la actuación de éste se una
la capacidad de incidir en todas las áreas del Derecho a la posibilidad de

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Luis López Guerra

seleccionar los supuestos en que su labor de creación del Derecho sea más
conveniente. De esta manera, el Tribunal Supremo podrá llevar a cabo su
labor de traducir a pautas normativas una voluntad popular que, si no está
expresada en las leyes, sí se ve reflejada, en forma indirecta, en la composi-
ción de esos tribunales.

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