Jaina Proudmoore - Mareas de Guerra

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Las cenizas del Cataclismo se han esparcido y asentado a lo largo de los dispares reinos

de Azeroth. Mientras este mundo devastado se recobra del desastre, la célebre hechicera
Lady Jaina Proudmoore prosigue su larga lucha para recomponer las relaciones entre la
Horda y la Alianza. No obstante, últimamente, la tensión entre ambas facciones ha
aumentado, empujándolas al borde a una guerra abierta, amenazándolas con acabar con
la escasa estabilidad que aún conserva…

Unas noticias siniestras han llegado a Theramore, la ciudad que Jaina tanto ama. Una de
las reliquias más poderosas del Vuelo Azul (el Iris de enfoque) ha sido robada. Para
poder desentrañar el enigma de su actual paradero, Jaina colabora con Kalecgos, el
antiguo Aspecto de Dragón azul. Los dos brillantes héroes forjan una improbable
alianza en el transcurso de su investigación; sin embargo, otro desastroso giro de los
acontecimientos los aguarda en el horizonte…

Garrosh Hellscream está reuniendo a los ejércitos de la Horda con el fin de invadir
Theramore por entero. A pesar de que cada vez hay más voces discrepantes en el seno
de su facción, el insolente Jefe de Guerra pretende ser el heraldo de una nueva era de
dominación de la Horda. Asimismo, su sed de conquista lo lleva a tomar brutales
medidas contra cualquiera que se atreva a cuestionar su liderazgo.

Las fuerzas de la Alianza convergen en Theramore para repeler el violento avance de la


Horda; no obstante, los valientes defensores de la ciudad no están preparados para
enfrentarse al verdadero alcance de la astuta y taimada estrategia de Garrosh. Este
ataque transformará para siempre a Jaina, ahogando a la ferviente defensora de la paz en
las caóticas y voraces…

MAREAS DE GUERRA

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Christie Golden

Jaina Proudmoore:
Mareas de Guerra

Corrección y edición:

3
Este libro está dedicado a mi querido padre,

James R. Golden

1920-2011

Un verdadero paladín se ha adentrado en la luz.

Te quiero, papá.

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No necesitamos luz, sino fuego; no necesitamos una leve llovizna, sino truenos.

Necesitamos la tormenta, el torbellino y el terremoto.

Frederick Douglass

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CAPÍTULO UNO
S e acercaba la hora del crepúsculo y las tenues y cálidas tonalidades de la

tarde se desvanecían para dar paso a unos colores azules y púrpuras más fríos. Unos
veloces y punzantes puñales de nieve que daban vueltas en lo alto, por encima de
Gelidar, rasgaban el aire. Cualquier otro ser se habría estremecido o se habría protegido
los ojos, se habría sacudido el pelaje o ahuecado las alas, o se habría abrigado aún más
con su capa. Sin embargo, ese gran dragón Azul, que batía sus alas a un ritmo lento, no
prestaba atención alguna al viento o al frío. Se había elevado hacia el cielo en busca de
las dentelladas del gélido viento que arrastraba los copos de nieve, albergando la
esperanza, tal vez fútilmente, de que así lograría poner en orden sus pensamientos y
serenar su espíritu.

Si bien Kalecgos era joven, según los baremos con los que los dragones medían
el tiempo, ya había sido testigo de unos tremendos cambios que habían afectado a su
pueblo. Tenía la impresión de que los dragones Azules habían soportado grandes
penalidades y desgracias. Habían perdido en dos ocasiones a su amado Aspecto, a
Malygos; en un primer momento, a manos de la locura que lo dominó durante milenios
y, por último, a manos de la muerte. Irónica y tristemente, los Azules (los dragones
intelectuales que eran los guardianes y protectores de la magia Arcana en el mundo de
Azeroth) conformaban el Vuelo más proclive al orden y la calma y, por tanto, era el
menos indicado para enfrentarse a tal caos.

Aun así, a pesar de hallarse en tal estado de agitación, sus corazones no habían
flaqueado. El espíritu del Vuelo Azul no había escogido seguir la línea dura marcada
por Arygos, el hijo ya fallecido de Malygos, sino el camino más bondadoso y jubiloso
que les mostró Kalecgos. El paso del tiempo demostró que esa decisión había sido
acertada. En realidad, Arygos había traicionado al Vuelo y no pretendía ser un líder
devoto. Le había prometido al malévolo (y bastante demente) dragón Deathwing que le
iba a entregar a su gente, en cuanto éstos hubieran jurado seguirlo. Sin embargo, los

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dragones Azules se aliaron con los rojos, verdes y bronces (así como con un orco
bastante singular) para derrotar a ese gran monstruo.

Mientras Kalecgos surcaba el cielo que se iba oscureciendo y la nieve del suelo
adquiría un tono lavanda, reflexionaba acerca de esa victoria en la que, en cierto
sentido, los Vuelos habían acabado sacrificándose. Ya no existían los Aspectos, a pesar
de que los dragones que habían sido Aspectos en su momento seguían vivos. Para
derrotar a Deathwing, Alexstrasza, Nozdormu, Ysera y Kalecgos habían tenido que dar
todo lo que tenían, de tal modo que al final de esa batalla habían agotado todo el poder
que poseían como Aspectos, los cuales habían sido creados para ese único fin en
concreto; por tanto, cumplieron su destino en cuanto alcanzaron ese objetivo.

Por otro lado, esa batalla tuvo un efecto colateral. Los Vuelos siempre habían
estado muy seguros de cuál era el papel que debían desempeñar, siempre habían sabido
cuál era su propósito. Pero, una vez que ya habían cumplido con el fin para el que
habían sido creados, una vez su momento ya había llegado (y pasado)… ¿cuál era su
propósito a partir de entonces? Muchos dragones Azules ya se habían marchado.
Algunos le habían pedido su permiso y su bendición a Kalecgos antes de abandonar El
Nexo, ya que seguía siendo su líder, a pesar de que ya no poseía los poderes de un
Aspecto. Le habían dicho que se sentían inquietos y deseaban comprobar si había algún
otro lugar en el mundo donde sus talentos y habilidades pudieran ser apreciados. El
resto se había ido sin más; un día estaban ahí y al siguiente se habían esfumado. Los
que se habían quedado o bien se sentían cada vez más inquietos o bien se habían
sumido en un estado de honda depresión.

Kalecgos se dejó caer en picado y viró, mientras el frío aire acariciaba sus
escamas; a continuación, abrió las alas y aprovechó una corriente ascendente para
elevarse, al mismo tiempo que sus pensamientos se sumían una vez más en la
melancolía y la tristeza.

Durante mucho tiempo, incluso en la época en que la locura había dominado a


Malygos, los Azules habían tenido un propósito. Ahora, muchos se habían planteado la
cuestión de qué iban a hacer e incluso algunos, a veces, se habían atrevido a formularla
entre susurros. Kalecgos no había podido evitar preguntarse si no había fallado a su
Vuelo en cierto modo. ¿De verdad habían estado mejor cuando los lideraba un Aspecto
demente? La respuesta inmediata siempre había sido «Claro que no», pero… aun así…

Cerró los ojos, aunque no para protegerse de la lacerante nieve, sino por culpa
del dolor. Confiaban en mi liderazgo con todo su corazón. Creo que, en su día, los
lideré bien, pero… ¿y ahora? ¿Cómo encajamos los dragones Azules (o cualquier otro

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dragón) en un mundo donde la Hora del Crepúsculo se ha evitado y ya sólo nos queda
una noche infinita por delante?

Se sentía totalmente solo. Siempre había considerado que nunca sería el más
adecuado para liderar el Vuelo Azul, pues nunca se había sentido realmente como un
dragón Azul «normal». Mientras volaba, abatido y cada vez más preocupado, se percató
de que, al menos, había alguien que lo entendía mejor que la mayoría. Se escoró a la
derecha, inclinó su enorme cuerpo levemente, batió sus alas y se dirigió de nuevo hacia
El Nexo.

Sabía dónde la encontraría.

Kirygosa, la hija de Malygos, la hermana de nidada de Arygos, había adoptado


su forma humana y estaba sentada sobre una de las luminosas plataformas flotantes
mágicas que rodeaban El Nexo. Llevaba únicamente un vestido largo y holgado y su
pelo negro azulado no estaba trenzado. Tenía la espalda apoyada sobre uno de esos
árboles relucientes de color blanco plateado que se hallaban en algunas de las
plataformas. Por encima de ella, los dragones Azules revoloteaban tal y como habían
hecho durante siglos, patrullando el cielo sin cesar, pese a que ya no parecía haber
amenaza alguna; no, ya no. Daba la impresión de que Kirygosa no les prestaba atención,
pues su mirada parecía pérdida. Parecía hallarse sumida en sus pensamientos, unos
pensamientos que Kalecgos no podía adivinar.

En cuanto éste se acercó, ella se volvió, sonrió levemente al darse cuenta de que
no se trataba de uno de los guardias que protegían el hogar del Vuelo Azul. Kalecgos
aterrizó sobre la plataforma y asumió su forma semiélfica. La sonrisa de Kiry se volvió
más amplia y la dragona le ofreció la mano. Él se la besó cariñosamente y se dejó caer
junto a ella; acto seguido, extendió sus largas piernas y se llevó ambas manos a la parte
de atrás de la cabeza, como si con ese gesto pretendiera mostrar cierta despreocupación.

—Kalec —dijo Kirygosa con afecto—. Has venido a mi lugar de


meditación. —Ah, ¿eso es lo que es?
—Para mí, sí. Como El Nexo es mi hogar, no me gusta alejarme mucho de él,
pero una puede llegar a sentirse muy sola ahí dentro —entonces, se volvió hacia él—.
Así que vengo aquí a reflexionar. Justo lo que parece que quieres hacer tú también.

Kalec suspiró al darse cuenta de que su esfuerzo por mostrarse despreocupado


había sido en vano ante la perspicacia de su amiga, a la que a menudo consideraba
como una hermana.

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—Estaba volando —contestó.

—No puedes alejarte volando de tus obligaciones ni de tus pensamientos —


replicó Kirygosa con delicadeza, a la vez que hacía ademán de cogerle del brazo para
darle un leve y cariñoso apretón—. Eres nuestro líder, Kalec. Y nos has guiado muy
bien. Arygos habría acabado destruyendo el Vuelo y el mundo entero.

Kalec frunció el ceño al recordar esa horrenda visión que había tenido Ysera, la
antigua Dragón Aspecto Verde, y que les había contado a todos ellos no hacía mucho.
La visión versaba sobre la Hora del Crepúsculo y mostraba un Azeroth donde toda la
vida había sucumbido. Desde la hierba a los insectos, pasando por los orcos, elfos y
humanos, por las criaturas del aire, la tierra y el mar, hasta llegar a los poderosos
Aspectos, que habían sido destruidos por sus propios poderes únicos. Después, el
mismo Deathwing había muerto también, junto al resto de Azeroth, empalado, como un
trofeo grotesco, sobre la aguja del Templo del Reposo del Dragón. Kalecgos se
estremeció, perturbado, al recordar cómo Ysera les había contado su visión con un tono
de voz cadencioso y quebradizo.

—Sí, lo habría hecho —afirmó Kalec, mostrándose así de acuerdo con lo que
había dicho Kirygosa, aunque sólo en parte.
Entonces, los ojos azules de la dragona buscaron los del dragón.

—Querido Kalec —dijo—, tú siempre has sido… distinto.

Al oír esas palabras, una leve chispa de buen humor prendió en su sombrío
estado de ánimo, lo que lo llevó a esbozar una mueca graciosa con la que afeó sus
apuestos rasgos semiélficos. Kirygosa se echó a reír.

—¿Lo ves?

—Ser distinto no siempre es algo bueno —replicó Kalecgos.

—Pero tú eres así. El Vuelo te escogió precisamente porque eres distinto.

Entonces, el buen humor lo abandonó y la contempló de manera sombría.

—Sin embargo, mi querida Kirygosa —preguntó con suma tristeza—, ¿crees


que ahora el Vuelo volvería a elegirme?
Kirygosa siempre había defendido la verdad, pues era uno de sus valores más
preciados. Ella clavó su mirada en él, mientras buscaba una respuesta que fuera sincera

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y reconfortante al mismo tiempo, pero no halló ninguna. El desánimo se apoderó de
Kalec. Si su amada amiga, su dulce hermana espiritual, no tenía ningún ánimo que
ofrecerle, entonces sus miedos estaban más fundados de lo que había sospechado.

—Lo que realmente pienso es que…

Kalecgos nunca llegaría a saber qué era lo que ella estaba pensando en esos
momentos, pues se vieron sobresaltados por unos gritos horribles, los chillidos de unos
dragones Azules presas de la desesperación y la angustia. Se trataba de más de una
decena de dragones que acababan de emerger de El Nexo y volaban y caían en picado
de aquí para allá de manera errática. De repente, uno de ellos se apartó bruscamente de
sus compañeros y se dirigió directamente hacia Kalecgos. Kalec se puso en pie de un
salto, totalmente lívido. Kiry se levantó y se colocó junto a él, mientras se llevaba
consternada la mano a la boca.

—¡Lord Kalecgos! —Exclamó Narygos—. ¡Estamos acabados! ¡Todo está


perdido!
—¿Qué ha ocurrido? ¡Cálmate y habla más despacio, amigo mío! —replicó
Kalec, a pesar de que el corazón se le encogió en el pecho al contemplar que el pánico y
un terror absoluto se habían apoderado de Narygos, quien normalmente era un dragón
sereno. Además, había sido uno de los Azules de mentalidad más abierta en la tensa
época en que Kalec y Arygos luchaban por asumir el papel de Aspecto. Kalecgos se
sintió tremendamente alarmado al verlo tan angustiado.

—¡El Iris de enfoque ha desaparecido!

—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?

—¡Que lo han robado!

Kalec lo miró fijamente, espantado, al mismo tiempo que pensaba


agitadamente.

El Iris de enfoque no sólo era un objeto que poseía un inmenso poder Arcano,
sino también una reliquia muy valiosa para los Azules, a los que había pertenecido
desde tiempos inmemoriales. Al igual que muchos objetos similares, no era ni bueno ni
malo por sí mismo, y podía ser utilizado para alcanzar objetivos bondadosos o
siniestros. Y así había sido utilizado. En el pasado, lo habían empleado para extraer la
energía Arcana de Azeroth e insuflar vida a una espantosa criatura que nunca debería
haber existido.

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El mero hecho de pensar que ya no lo tenían y que se encontraba bajo el control
de otros seres que podrían usar su poder para…
—Por esta misma razón, habíamos decidido trasladarlo a otro lugar —murmuró
Kalecgos.
Hacía sólo un par de días, en un intento por evitar que sucediera lo que había
acabado ocurriendo, Kalecgos, apoyado por varios dragones más, había recomendado
sacar el Iris de enfoque del Ojo de la Eternidad para ocultarlo en un lugar secreto. En
ese instante, recordó la explicación que había dado al resto de dragones Azules: Muchos
de nuestros secretos ya se conocen y muchos miembros de nuestro Vuelo nos
abandonan día tras día, lo cual podría envalentonar a algunos. El Nexo ha sido
profanado en otras ocasiones y el Iris de enfoque se ha utilizado con propósitos
siniestros. Debemos mantenerlo a buen recaudo… si gran parte de Azeroth sabe, a
estas alturas, que El Nexo alberga esta reliquia, podemos estar seguros de que, algún
día, vendrán de nuevo a por él.

Y ese día había llegado, pero no como Kalec había previsto. Los Azules habían
decidido que un pequeño grupo se llevaría el Iris hasta el Mar Gélido, en la costa de
Gelidar, donde lo pondrían a buen recaudo (o eso había pensado) en hielo encantado,
donde lo ocultarían en un aparentemente sencillo trozo de agua congelada que, en
realidad, era mucho más.

Kalec intentó recuperar la calma.

—¿Por qué crees que lo han robado?

Por favor, pensó, implorando a algún poder, sin saber a cual exactamente; por
favor, que sea únicamente una mera confusión.
—Porque no hemos recibido noticias de Veragos ni de los demás desde hace
tiempo; además, el Iris de enfoque no está donde debería estar.
Kalecgos había pedido a algunos de los Azules, a aquéllos que habían pasado
mucho tiempo con esa reliquia a lo largo de los siglos y tenían, por tanto, un vínculo
muy especial con ella, que siguieran su avance. En esos momentos, el Iris de enfoque
debería haber estado ya en el fondo del océano, donde se habría hallado fuertemente
protegido; además, los encargados de transportarlo hasta allá ya deberían haber
regresado. Si bien podía haber sucedido cualquier otra cosa no tan siniestra, Kalecgos
había asumido ya su forma de dragón y estaba volando rápidamente hacia El Nexo,
seguido a corta distancia por Kirygosa y Narygos.

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Porque sabía (aunque no entendía muy bien cómo) que esperar que hubiera
sucedido otra cosa era inútil. Lo cierto era que los dos peores desastres que le podían
haber ocurrido al Vuelo Azul habían tenido lugar en el breve espacio de sólo unos
meses; el primero, cuando aún era un Aspecto y el segundo, ahora que sólo era su líder.

Kalecgos aterrizó en el frío y cavernoso interior de El Nexo, donde reinaba un


caos total.

Todo el mundo parecía estar hablando al mismo tiempo. Cada centímetro de sus
enormes cuerpos reptilianos estaba dominado por el miedo y la ira. Algunos estaban
sentados encorvados y quietos de un modo antinatural, lo cual alarmó aún más a
Kalecgos. Qué pocos quedamos, pensó; sí, quedaban muy pocos y, sin duda alguna, los
pocos que seguían ahí ahora deseaban haberse marchado antes de ese lugar sobre el que
parecía haber caído una maldición.

Rogó silencio, conservando en todo momento su verdadera forma. Pero sólo un


puñado lo obedeció. El resto prosiguieron gritándose unos a otros.
—¿Cómo ha podido ocurrir algo así?
—Deberíamos haber enviado a más dragones como escolta; ¡te dije que
deberíamos haber enviado a más!
—Fue una idea estúpida desde el principio. Si la reliquia se hubiera quedado
aquí, ¡habríamos podido vigilarla en todo momento!
Súbitamente, Kalecgos golpeó el suelo con la cola.

—¡Silencio! —bramó, de tal modo que esa palabra reverberó por toda la
cámara. El Vuelo dejó de hablar de inmediato y casi todos giraron la cabeza
rápidamente hacia su líder. Kalec detectó en los semblantes de la mayoría un tenue
destello de esperanza; parecían creer que todo eso era un error y que él de algún modo
arreglaría la situación. Otros lo miraban con gesto torvo y hosco; sin lugar a dudas, lo
culpaban de lo que había acaecido.

En cuanto tuvo toda su atención, Kalecgos habló.

—Primero debemos determinar si esa información es cierta y no especular


disparatadamente —aseveró—. El Vuelo Azul no sucumbe a temores que surgen de
imaginaciones febriles.

Algunos de ellos agacharon la cabeza al oír esas palabras a la vez que,


avergonzados, agachaban ligeramente las orejas. Otros se revolvieron. Kalec se
ocuparía de esos últimos más tarde. Primero, tenía que conocer los hechos.

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—Yo fui el primero en percibirlo —afirmó Teralygos, que era uno de los
dragones Azules más viejos que había decidido quedarse. En su día, había apoyado a
Arygos, el rival de Kalec. Sin embargo, tras revelarse que Arygos planeaba traicionarlos
y su posterior muerte, Teralygos y la mayoría de los Azules se habían mostrado leales a
Kalec, incluso después de que éste perdiera sus poderes de Aspecto.
—Durante mucho tiempo, has sido uno de los guardianes de nuestro hogar,
Teralygos, y por eso debemos darte infinitas gracias —dijo Kalec con sumo respeto —.
Dime, ¿qué fue lo que percibiste?
—El camino que Veragos y los demás debían recorrer no era el más directo —
contestó Teralygos.

Kalec asintió. En su momento, habían decidido que varios dragones Azules que
volasen directamente hacia su destino, portando un misterioso objeto, habrían
despertado muchas sospechas, por lo que habían optado por viajar asumiendo forma de
bípedos. Si bien así tendrían que viajar más lentamente y dar más rodeos, llamarían
menos la atención de cualquier fuerza hostil. Además, si acababan siendo atacados
cuando se hallaban aún en tierra firme, en un mero abrir y cerrar de ojos podrían
abandonar sus cuerpos semihumanoides y adoptar sus verdaderas formas. Cinco
dragones deberían haber bastado para enfrentarse a cualquiera que estuviera
merodeando sigilosamente por ahí pensando emboscar a lo que aparentemente era una
mera caravana.

Y aun así…

—Conozco cada recoveco y recodo de esa ruta —prosiguió diciendo


Teralygos—. Yo y los demás (Alagosa y Banagos) hemos seguido todos los pasos que
han dado nuestros hermanos y hermanas. Y, hasta hace una hora, todo iba bien.
Su voz, que era un tanto áspera por culpa de su avanzada edad, se quebró al
pronunciar esa última palabra. Kalec mantuvo la mirada clavada sobre Teralygos, a
pesar de que pudo sentir el gentil roce de la cabeza de Kirygosa sobre su hombro, que
intentaba calmarlo.

—¿Qué sucedió entonces?

—Entonces, se detuvieron. Hasta ese momento, no habían cesado de avanzar ni


por un solo instante. Tras esa pausa, volvieron a andar. Pero ya no se encaminaban al
oeste, al Mar Gélido… sino al sudoeste. A partir de entonces, el Iris comenzó a
desplazarse a una velocidad mucho más rápida que antes.

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—Cuando se detuvo… ¿dónde estaba?

—A las orillas del mar. Ahora, se encuentra viajando hacia el sur. Y, cuanto
más se aleja de mí —respondió abatido Teralygos—, menos soy capaz de percibirlo.
Kalecgos miró a Kirygosa.

—Ve con alguien a la costa para descubrir qué ha ocurrido. Y ten cuidado.

La dragona asintió y, a continuación, habló con Banagos y Alagosa. Un


momento después, los tres surcaban el cielo, batiendo sus amplias alas mientras dejaban
atrás El Nexo. Viajando por el aire, la costa se encontraba a muy poca distancia. No
tardarían mucho en volver.

O eso esperaba.

—Oh, no —susurró Kirygosa, quien titubeó por un momento mientras flotaba


en el aire e intentaba descubrir cualquier posible amenaza que los acechara. Pero no
percibió nada. El enemigo se había retirado hacía largo tiempo. Ahí únicamente podían
verse las consecuencias de sus actos.

Plegó sus alas y cayó con suma elegancia hasta el suelo, a la vez que agachaba
su largo y sinuoso cuello sumida en un hondo penar.

Hasta hacía poco, aquel lugar había sido una mera extensión blanca; pura,
limpia y serena en su sencillez, aunque poco acogedora. Ahí, el visitante sólo podía
divisar nieve y alguna que otra roca gris parduzca de vez en cuando. En algunos
lugares, podían verse pequeños retazos de arena amarillenta que iban a parar a un
océano gélido y hambriento.

La nieve se había transformado en un fango rojo. Unos tajos negros y


profundos, que parecían ser impactos de relámpagos, habían destrozado el suelo
congelado, que hasta entonces había cubierto un manto de blancura. Rocas enteras
habían sido extraídas del suelo o arrancadas de las caras de los acantilados para ser
lanzadas a gran distancia. Algunos de esos peñascos también estaban teñidos de una
sustancia carmesí que se estaba secando. En cuanto Kirygosa y los demás olisquearon el
aire, percibieron el hedor de lo demoníaco, la peste cobriza de la sangre y la única e
indescriptible fragancia de una miríada de conjuros y hechizos.

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No obstante, también percibieron que se habían utilizado armas más mundanas;
con su aguda vista, Kiry divisó unas marcas en la tierra que habían sido hechas con
lanzas; además, aquí y allá había flechas enterradas hasta sus emplumados.
—Las razas inferiores —gruñó Banagos.

Con todo el dolor de su corazón, Kirygosa no lo reprendió por esas palabras


insultantes como lo habría hecho en otras circunstancias. Banagos tenía razón aunque,
por el momento, resultaba imposible precisar exactamente de qué raza se trataba o a qué
facción pertenecían.

Kirygosa adoptó su forma humana. Mientras se colocaba un mechón de su largo


pelo negro azulado por detrás de la oreja, se aproximó con sumo respeto a los cuerpos
de sus congéneres asesinados. Cinco dragones habían partido con la misión de proteger
el Iris de enfoque y los cinco habían muerto, los cinco habían dado sus vidas en un vano
intento de llevar a cabo su tarea. El apacible y sabio Uragos, que era mayor que los
demás y el líder del grupo. Rulagos y Rulagosa, hermanos de nidada, que eran gemelos
cuando portaban forma humana; ambos habían caído juntos, muy cerca el uno del otro,
con la misma pose, con unas flechas atravesadas en las gargantas; tan iguales en la
muerte como lo habían sido en vida. Las lágrimas anegaron los ojos de Kirygosa
mientras se volvía para contemplar a Pelagosa, a la que sólo pudo reconocer por su
pequeño tamaño. Siempre había sido una de las más pequeñas dragonas de los Azules y,
a pesar de ser joven (tal y como los dragones miden el tiempo), tenía un don para
manejar las fuerzas Arcanas impropio de su edad. Quienquiera que la hubiera
asesinado, había luchado contra ella utilizando magia, pues se encontraba quemada e
irreconocible.

Lurugos quizá había sido el que más resistencia había plantado a los asaltantes,
como cabía deducir por lo lejos de la zona de la masacre en que habían hallado su
cadáver. Estaba abrasado, congelado y sumergido parcialmente en el agua, y unas
flechas sobresalían de sus hombros y pata, demostrando así que había vendido cara su
derrota. Kirygosa pensaba que tal vez incluso habría intentado luchar porque su corazón
latiera un par de veces más después de que lo hubieran decapitado de un tajo limpio
hecho con una afilada espada.

Banagos, que había asumido forma humana, se colocó tras Kiry y le dio un
cariñoso apretón en el brazo. Rápidamente, ella lo cogió de esa misma mano.

—Sé muy poco sobre la razas inferiores —afirmó Banagos—. Por lo que veo,
aquí hay todo tipo de armas y ciertas evidencias de que emplearon magia… tanto
demoníaca como Arcana.

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—Podría tratarse de cualquier raza —replicó Kiry.

—Entonces, tal vez teníamos razón cuando pensábamos que debíamos matarlos
a todos —aseveró Banagos, cuya voz estaba teñida de pena y cuyos ojos azules estaban
teñidos de rojo por culpa de las lágrimas que no había derramado. Había amado a la
pequeña Pelagosa y habrían sido pareja en cuanto ella hubiera alcanzado la mayoría de
edad.

—No —le espetó Kiry—. Sabes perfectamente que así es como han pensado
siempre los que nunca se han detenido a pensar bien las cosas. Sé que Pelagosa opinaba
igual. No «todos» ellos hacen estas cosas, al igual que no «todos» los dragones atacan a
las razas jóvenes sin motivo ni las asesinan por mero capricho. Sabemos por qué han
hecho esto. No ha sido porque odien a nuestro pueblo, sino porque alguien quería
hacerse con el Iris de enfoque para utilizarlo para sus propios fines.

—Cinco dragones —susurró Alagosa—. Cinco de los nuestros. Cinco de los


mejores. ¿Quién puede ser tan poderoso como para hacer algo así?
—Eso es precisamente lo que tenemos que descubrir —respondió Kiry—.
Banagos, regresa al Nexo e informa al resto de las malas noticias. Alagosa y yo nos
quedaremos aquí… para ocupamos de los restos de nuestros caídos.

La intención de Kirygosa era ahorrarle un dolor innecesario, pero Banagos negó


con la cabeza.
—No. Pelagosa habría sido en un futuro mi pareja, así que yo… me ocuparé de
ella. Y de los demás. Tú mantienes una relación más estrecha con Kalecgos, así que
será mejor que sepa lo que ha pasado por ti lo antes posible.

—Como desees —dijo Kiry con delicadeza. Contempló por última vez los
cuerpos de los dragones Azules, que habían muerto de una forma que la mayoría de
ellos consideraban despreciable. Cerró los ojos, presa de la tristeza una vez más, y a
continuación ascendió hacia el cielo. Aleteó mientras giraba para dirigirse a El Nexo.
Dejó de pensar en los caídos y se centró en sus asesinos. ¿Quién o quiénes eran tan
poderosos como para poder haber hecho algo así? ¿Y cuál era su propósito?
Sabía muy poco al respecto, lo único que podía hacer era confirmar que sus
peores temores sobre el destino del grupo de escolta se habían hecho realidad. Esperaba
que, en su ausencia, Kalec hubiera descubierto algo más.

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Kalecgos era consciente de que, a cada segundo que pasaba, el Iris de enfoque
se desplazaba más y más hacia el sur, por lo que cada vez resultaba más difícil dar con
su rastro. No obstante, contaba con una ventaja de la que carecían el resto de los
miembros de su Vuelo. Si bien ya no era el Aspecto de Dragón Azul, aún lideraba a los
Azules. Ese vínculo especial que seguía manteniendo con su Vuelo, aunque ahora sólo
fuera una mera sombra de lo que había sido, parecía hacer más intensa su conexión con
el Iris. En cuanto Teralygos le había comentado que apenas podía percibir ya la reliquia,
Kalecgos había cerrado los ojos y había tomado aire profundamente tres veces. La había
visualizado mentalmente, se había concentrado en ella, hasta percibirla y…

Sí, ahí estaba.

—Está ahora en la Tundra Boreal, ¿verdad? —le preguntó a Teralygos, con los
ojos todavía cerrados.
—Sí, así es, sí… —de repente, dejó de hablar y profirió un grito corto y
áspero—. ¡No, ha desaparecido!
—No, te equivocas —replicó Kalec—. Aún puedo percibirlo.

Muchos dragones suspiraron de alivio. En ese momento alguien, una dragona


sin duda, dijo serenamente:
—Los han asesinado a todos, Kalecgos. A los cinco.

Éste abrió los ojos y contempló apenado a Kirygosa mientras les contaba lo que
ella, Banagos y Alagosa habían visto.
—¿Y no sabes si sus atacantes eran humanos o elfos, orcos o goblins? —le
preguntó a Kiry en cuanto ésta concluyó su relato—. ¿No hallastes ni el más pequeño
resto de un estandarte o del emplumado de alguna flecha que pudiera revelar su
identidad?

La dragona negó con la cabeza.

—Los restos que hemos hallado no son concluyentes. No había huellas. La


nieve se había derretido demasiado y fueron lo bastante listos como para no pisar la
arena; además, evitaron las rocas para no dejar rastros de sangre. Lo único que sabemos,
Kalecgos, es que probablemente alguien sabía dónde encontrarlos, alguien que era lo
bastante poderoso como para matar a cinco dragones y huir con el Iris de enfoque.
Quienquiera que sea, quienesquiera que sean, sabían perfectamente qué estaban
haciendo.

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Esa última frase la había dicho con apenas un hilo de voz. Entonces, Kalec hizo
un gesto de asentimiento y dijo:
—Tal vez estes en lo cierto. Pero nosotros también sabemos qué hacer. —Estas
palabras las pronunció con una seguridad que realmente no sentía—. Soy capaz de
percibir, más o menos, en qué dirección viaja la reliquia. La seguiré y la traeré de
vuelta.

—Eres nuestro líder, Kalecgos —replicó Kirygosa—. ¡Te necesitamos aquí!

Él hizo un gesto de negación con la cabeza.

—No, no me necesitan —respondió con calma—. Precisamente, porque soy su


líder, he de irme. Es hora de asumir la responsabilidad de lo que está ocurriendo… de
cómo se siente el Vuelo. Muchos de los nuestros ya nos han abandonado para descubrir
el resto del mundo. En su día, sabíamos qué papel desempeñábamos, pero ahora no.
Además, nuestra reliquia mágica más preciada, una poderosa herramienta que también
era un símbolo para nosotros, ha sido robada y unos buenos dragones han muerto por
culpa de ese robo. Mi deber consiste en guiarlos y protegerlos, lo cual… no he hecho —
le dolió admitirlo—. Les he fallado, al menos en este asunto, y tal vez también en otras
cuestiones. No me necesitan aquí, donde me limitaría a preocuparme y preguntarme qué
sucede junto a ustedes mientras otros se aventuraban a recuperar nuestro orbe robado.
Ése es mi deber… si lo cumplo, les estaré guiando y protegiendo de verdad.

Los Azules intercambiaron miradas entre ellos, pero nadie objetó nada. Todos
sabían que ése era el camino correcto, que todas y cada una de las palabras que había
dicho su líder eran sinceras. Había fracasado en su misión; recuperar la reliquia era su
deber. No obstante, no les había dicho que realmente deseaba marcharse de ahí, pues se
sentía más a gusto interactuando con las razas jóvenes que en aquel lugar, liderando
supuestamente a su Vuelo. Su mirada se cruzó con la de Kiry quien, al menos, parecía
comprender cómo se sentía… y le daba su aprobación.

—Kirygosa, hija de Malygos —dijo Kalec—, acepta el Consejo sabio de


Teralygos y los demás y sé mi voz aquí mientras me halle lejos.
—En verdad, nadie puede hablar en tu nombre, amigo mío —replicó Kirygosa
con suma delicadeza—, pero haré todo cuanto esté en mi mano. Si alguien es capaz de
dar con el Iris de enfoque, que ahora se encuentra perdido en este amplio mundo, ése
eres tú, pues eres el que mejor conoce Azeroth de todos nosotros.
No había nada más que decir. En medio del silencio, Kalecgos dio un salto y
salió volando. Se adentró en el cielo frío y nevado, siguiendo ese sutil tirón que parecía

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susurrarle por aquí, por aquí. Kalec esperaba que Kirygosa hubiera estado en lo cierto
cuando había dicho que él conocía Azeroth mejor que cualquier otro dragón Azul.

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CAPÍTULO DOS
B aine Bloodhoof miró a su alrededor inquieto mientras él y una pequeña

comitiva entraban en la ciudad de Orgrimmar. Baine era el único hijo del difunto y muy
querido gran jefe tauren Cairne Bloodhoof, cuya muerte fue llorada por muchos.
Recientemente, había ocupado el puesto que había ocupado su padre durante tantos
años. Era una responsabilidad que nunca había buscado asumir, pero que había
aceptado con humildad y pesar en el momento en que había fallecido su progenitor.
Desde entonces, el mundo había cambiado por entero.

Su mundo personal se había hecho añicos la noche en que su padre fue


asesinado. Cairne había muerto en un mak’gora, un duelo ritual, a manos de Garrosh
Hellscream. Pese a que Garrosh, que había sido nombrado poco tiempo antes Jefe de
Guerra de la Horda por Thrall, había intentado luchar de manera honorable, alguien se
cercioró de que eso no fuera posible. Magatha Grimtotem, una chamán que odiaba a
Cairne desde hacía mucho tiempo y que deseaba liderar a los tauren, había untado a
Gorehowl, el hacha de Garrosh, con veneno en vez de ungirlo con aceite. De ese modo,
el noble Cairne había muerto de manera traicionera.
Garrosh se había mantenido al margen del conflicto que surgió inmediatamente
después, cuando Magatha intentó subyugar a los tauren de un modo flagrante. Baine
logró derrotar a la usurpadora y la desterró junto a todo aquél que se negase a jurarle
lealtad. Después, había prestado juramento de fidelidad a Garrosh, ya que este orco era
el Jefe de Guerra de la Horda, por dos razones: porque su padre así lo hubiera querido y
porque Baine sabía que debía hacerlo si quería que su pueblo estuviera a salvo.

Desde entonces, Baine Bloodhoof no había vuelto a Orgrimmar, pues no había


deseado hacerlo. Y, en esos momentos, deseaba con más ganas si cabe no haber
regresado.

Pero había tenido que hacerlo, puesto que Garrosh había mandado llamar a
todos los líderes de las diversas razas de la Horda y Baine estaba obligado a cumplir
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con tal petición, puesto que había jurado que prestaría su apoyo al hijo de Grom
Hellscream. Lo mismo habían hecho los demás líderes, pues desobedecer esa orden
podría llevar a que estallara una guerra abierta contra la Horda.

Baine y su séquito habían atravesado las descomunales puertas de la ciudad a


lomos de sus kodos. Más de uno de sus tauren había agitado las orejas y se había
quedado mirando fijamente el colosal andamiaje y la enorme grúa que se movía por
encima de sus cabezas. Si bien Orgrimmar nunca había sido un lugar tan bucólico como
Cima del Trueno, lo cierto es que ahora imperaba allí un ambiente marcial. Las
sencillas chozas de madera habían sido reemplazadas por aterradores y siniestros
edificios negros de hierro, robustos y pesados, con el fin de «evitar que se desatara otro
incendio», según Garrosh. Baine sabía que también lo había hecho para rememorar los
supuestos días de gloria de la Horda, para recordar a todo el mundo que tras el caos del
Cataclismo y del subsiguiente reino del terror de Deathwing, los orcos, y por extensión
la Horda, no iban a ser ninguneados. No obstante, para Baine, esos feos cambios no
transmitían una sensación de poder y fuerza, sino que la «Nueva Orgrimmar»
representaba sólo una tremenda ansia de dominación, conquista y subyugación. Su duro
e irregular metal era un símbolo de amenaza y no de confort. No se sentía seguro en ese
lugar. Pensaba que nadie que no fuera un orco se podía sentir a salvo ahí.

Garrosh incluso había trasladado el Fuerte Grommash del Valle de la Sabiduría,


donde había estado desde que se fundó la ciudad cuando Thrall comandaba la Horda, al
Valle de la Fuerza; una decisión que, en opinión de Baine, reflejaba muy a las claras
cuáles eran las intenciones últimas de ambos Jefes de Guerra.
A medida que los tauren se aproximaban al fuerte, un grupo de elfos de sangre
se les unieron, ataviados con sus vestiduras rojas y doradas. Baine divisó a Lor’themar
Theron entre ellos, quien llevaba su largo y pálido pelo rubio recogido en un moño y
portaba una perilla poco poblada en su mentón. El elfo asintió con serenidad a modo de
saludo. Baine respondió haciendo el mismo gesto.
—¡Amigo Baine! —exclamó alguien con un tono de voz excesivamente
alegre. Baine miró a su derecha y, acto seguido, bajó la vista y comprobó que un
goblin
obeso, de aspecto ladino y taimado, que portaba una chistera un tanto maltrecha
y fumaba un puro, lo saludaba escandalosamente.
—Debes de ser el príncipe mercante Jastor Gallywix —dijo Baine.

—Lo soy, en efecto. Lo soy —replicó el goblin con entusiasmo, a la vez que
esbozaba una sonrisa muy amplia repleta de dientes, propia de un depredador—. Estoy
encantado de estar aquí, como seguro que tú también lo estás. ¡Es mi primera visita
oficial a la corte del Jefe de Guerra Garrosh!

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—No sé si se puede considerar esto una corte —observó Baine.

—Se parece bastante, sí, bastante. Y estoy realmente encantado. ¿Cómo va todo
por Mulgore?
Baine clavó la mirada en el goblin. No le disgustaban los goblins per se, como
le ocurría a cierta gente. De hecho, estaba en deuda con Gazlowe, el goblin líder de la
ciudad portuaria de Trinquete. Gazlowe le había prestado una gran ayuda a Baine
cuando Magatha atacó Cima del Trueno, ya que le había suministrado zepelines,
armamento y guerreros de toda clase y condición por una mísera cantidad de dinero
(según los estándares goblin). Simplemente, a Baine no le caía bien ese goblin en
panicular. En realidad, según sus fuentes, no caía bien a nadie. Ni siquiera a su propia
gente.
—Estamos reconstruyendo nuestra capital y repeliendo los avances de los
jabaespines que invaden nuestro territorio. La Alianza ha destruido recientemente el
Campamento Taurajo. Así que hemos levantado la Gran Puerta para impedir su avance
—contestó Baine.

—Oh, bueno, entonces lo siento, ¡aunque felicidades por otro lado! —replicó
entre risas Gallywix—. Buena suerte con eso.
—Esto… gracias —respondió Baine.

A pesar de su pequeño tamaño, los goblins lograban abrirse paso entre esa
multitud compuesta de otras razas con la intención de ser los primeros en entrar en el
Fuerte Grommash. Baine agitó una de sus orejas, suspiró y desmontó de su kodo. Acto
seguido, le entregó las riendas a un orco que se hallaba esperando en el lugar y entró en
el fuerte.

Esta encarnación del fuerte era, como todo lo demás en la «nueva» Orgrimmar,
más impersonal y marcial; incluso el trono del Jefe de Guerra de la Horda lo era. Bajo
el liderazgo de Thrall, la calavera y la armadura del demonio Mannoroth (cuya sangre
había corrompido en su día a los orcos y al que había matado el valeroso Grom
Hellscream) habían permanecido expuestas en un colosal tronco de un árbol situado en
la entrada del fuerte. Garrosh, sin embargo, había decidido adornar el trono con esos
símbolos que recordaban la mayor victoria de su padre, convirtiendo así en un tributo
personal lo que Thrall había considerado un símbolo que toda la Horda debía admirar.
Incluso portaba parte de los colmillos de ese demonio en su armadura a modo de
hombrera. Cada vez que Baine veía a Garrosh, agachaba un poco las orejas ante tal
afrenta.

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—Baine —dijo alguien con un tono de voz áspero.

El tauren se volvió y, por primera vez desde que partió de Cima del Trueno, se
llevó una alegría.
—Eitrigg —respondió afectuosamente, a la vez que abrazaba al anciano
orco.

Al parecer, aquel viejo veterano era el último de los consejeros de Thrall que
todavía permanecía ahí. Eitrigg había servido lealmente a Thrall y se había quedado en
aquel lugar, ya que éste le había pedido que aconsejara a Garrosh, El hecho de que
Garrosh no se hubiera inventado alguna excusa para deshacerse de Eitrigg hacía
albergar esperanzas a Baine. En su momento, había sido el mismo Eitrigg quien se
había percatado de que habían ungido con veneno a Gorehowl, el arma de Garrosh, y
quien le había explicado al joven Jefe de Guerra que lo habían manipulado para que
asesinara a Cairne de un modo deshonroso.

Baine siempre había respetado a Eitrigg, pero ese acto en particular había
convertido al tauren en un leal amigo del orco. Baine entornó sus ojos marrones
mientras estudiaba el semblante de Eitrigg. A continuación, manteniendo un tono de
voz bajo y calmado (lo cual no es tarea nada fácil para un tauren), inquirió:

—Doy por supuesto que no apruebas la razón que ha motivado esta reunión,
¿verdad?
Eitrigg esbozó un gesto de contrariedad.

—Eso es quedarse muy corto. Y no soy el único que piensa de esta manera.

El orco le propinó una palmadita en el hombro al joven líder y, acto seguido,


retrocedió para indicarle a Baine que podía dirigirse al lugar reservado tradicionalmente
a su pueblo, a la izquierda del trono del Jefe de Guerra. Garrosh, al menos, no había
intentado humillar y degradar a los tauren cambiándolos de sitio. Baine se percató de
que Lor’themar se hallaba ahora a la derecha de Garrosh, donde se mezclaban los
colores rojos y dorados de los atuendos de los elfos de sangre con la piel verde de los
goblins. Sylvanas y sus Renegados se hallaban justo enfrente del orco y Vol’jin y sus
trolls estaban sentados junto a Baine. Los orcos que tenían el honor de estar ahí
presentes (la mayoría de ellos eran Kor’kron, los guardianes oficiales del Jefe de
Guerra) permanecían firmes, rodeando a todos los allí reunidos. Baine se acordó de
cuando su padre le hablaba sobre otras reuniones similares que se habían celebrado en
su día en Orgrimmar. En esas reuniones, había habido carcajadas, jolgorio y festines, así
como debates y discusiones. Sin embargo, en esta ocasión, Baine no vio nada que

24
indicara que ahí se estuviera preparando un banquete. De hecho, mientras daba un trago
desganado al odre con agua que llevaba atado a su cinturón, pensó: Menos mal que nos
hemos traído agua ya que, si no, en esta ciudad situada en pleno desierto que se cuece
bajo el sol, donde estos edificios de hierro absorben tanto calor; los tauren nos
habríamos desmayado de insolación.

El tiempo pareció arrastrarse y los líderes ahí congregados, así como sus
acompañantes, se fueron inquietando cada vez más. Los Renegados murmuraban entre
ellos y a Baine le dio la impresión de que, a pesar de que los no-muertos pronunciaban
frecuentemente la palabra «paciencia», no todos ellos eran capaces de hacer uso de esa
virtud. Gracias a su agudo oído tauren, pudo oír cómo Sylvanas susurraba y, al instante,
el murmullo cesó.

Un orco, ataviado con una librea Kor’kron, dio un paso al frente. Sólo tenía tres
dedos en una mano y una profunda cicatriz, cuya palidez destacaba sobre la tonalidad
oscura de su piel, le zigzagueaba por la cara hasta llegar a la altura de la garganta.
Asimismo, llevaba el rostro y los brazos pintados con pintura de guerra roja, que
recordaba a manchas de sangre. Pero esas peculiaridades no fueron lo que hizo que
Baine lanzara una mirada aviesa a aquel recién llegado, sino el tono de piel de ese orco,
que estaba ornamentada con manchas escarlatas.
Era gris oscura.

Eso significaba dos cosas. Una, que ese orco era miembro del clan Blackrock,
un clan del que habían surgido muchos personajes infames. Y dos, que aquel orco había
pasado muchos años sin ver la luz del día, que había vivido dentro de la montaña
Blackrock sirviendo a un enemigo de Thrall.

Entonces, revolotearon por la mente de Baine unos nombres que Cairne, su


padre, siempre había pronunciado con un tono funesto. Blackhand el Destructor,
antiguo Jefe de Guerra de la Horda y miembro en secreto del Consejo de la Sombra,
quien había ofrecido a los chamanes la posibilidad de convertirse en los primeros brujos
que jamás había conocido su pueblo. El hijo de ese orco, Darl’rend, apodado «Rend»,
había deambulado durante años por las profundidades de la Cumbre de Blackrock y se
había opuesto al liderazgo de Thrall, quien sólo había llegado a hablar con respeto sobre
un puñado de orcos del clan Blackrock, aunque quizá un puñado fueran demasiados. El
hecho de que ese curtido veterano hubiera tenido el honor de inaugurar la ceremonia
(por delante incluso de los Kor’kron) había hecho que Baine se sintiera bastante
preocupado ante lo que podía deparar esa reunión.

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El veterano gesticuló de manera imperiosa. Al instante, varios orcos de piel
verde, que portaban unos largos cuernos de quimera profusamente decorados, dieron un
paso al frente. Con unos movimientos muy precisos, alzaron los cuernos hacia sus
labios, tomaron aire y soplaron. Un sonido largo, profundo y hueco reverberó por toda
la cámara y, a pesar de las circunstancias, Baine sintió cómo su propio estado de ánimo
respondía ante esa llamada al orden. En cuanto el bramido de los cuernos se desvaneció,
esos orcos volvieron a adentrarse en las sombras.
Entonces, el orco de Blackrock habló. Tenía una voz profunda y áspera que
resonó por toda la estancia.
—¡Vuestro líder, el poderoso Garrosh Hellscream, se aproxima! ¡Mostradle el
debido respeto!
El orco se golpeó su descomunal pecho con la mano que todavía le quedaba
intacta, mientras se volvía hacia la entrada del Fuerte Grommash.
Garrosh tenía su cuerpo marrón cubierto de tatuajes. Incluso tenía la mandíbula
inferior tatuada de negro. Iba con el torso desnudo y portaba los colosales colmillos de
Mannoroth, cubiertos de púas, sobre los hombros. Llevaba puesto un cinturón donde
portaba una calavera tallada, que evocaba a la del gran demonio que ornamentaba el
trono. El orco aferraba en sus manos a Gorehowl, la legendaria arma de su padre. En
cuanto la alzó, una serie de gritos y vítores atronaron en esa enorme cámara y, por un
momento, Garrosh permaneció de pie, saboreando el instante. Acto seguido, bajó el
hacha y habló.

—Les doy la bienvenida —dijo, extendiendo los brazos, como si quisiera así
abarcarlos a todos—. Sirven lealmente a la Horda. Pues, cuando su Jefe de Guerra los
convoca, responden de inmediato a su llamada.

Como lobos amaestrados, pensó Baine, al mismo tiempo que intentaba no


fruncir el ceño, aunque fracasó miserablemente en el empeño. Thrall nunca se había
dirigido así a los suyos.

Garrosh prosiguió hablando:

—Han acaecido muchas cosas desde que asumí el manto de Jefe de Guerra.
Hemos afrontado peligros y tribulaciones que amenazaban nuestro mundo y nuestro
modo de vida. Pero hemos perseverado y prevalecido. Porque somos la Horda. ¡Y nada
podrá quebrar nuestro espíritu!

Volvió a alzar a Gorehowl y, en respuesta a ese gesto, los orcos allí reunidos
profirieron un gran grito. A continuación, el resto de los allí reunidos se sumaron a ese
rugido, incluido Baine, para mostrar su apoyo a la poderosa Horda a la que todos

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pertenecían. En ese sentido, Garrosh había dicho la verdad: aquéllos que se
consideraban parte de la Horda nunca dejarían que nada ni nadie aplastara su espíritu; ni
siquiera un mundo devastado ni un antiguo Aspecto demente, nada.
Ni siquiera el asesinato de un padre.

Garrosh esbozó una sonrisa enmarcada entre sus colmillos, mientras asentía en
señal de aprobación y se dirigía al trono. Entonces, alzó los brazos para pedir silencio.

—No me han decepcionado —afirmó—. Son los mejores representantes de sus


respectivas razas… son sus líderes, sus generales. Por eso les he mandado llamar.

A continuación, se sentó en el trono y alzó ambos brazos para indicar a la


multitud allí congregada que también podía sentarse.
—Hay una amenaza que hemos tenido presente durante mucho tiempo, con la
que debemos acabar ya inmisericordemente. Una amenaza que cuestiona nuestra
primacía desde hace años a la que, hasta hace poco, hemos hecho caso omiso, pues
creíamos erróneamente que tolerar esa pequeña vergüenza no suponía ningún
menoscabo para la poderosa Horda. Pero, como he repetido una y otra vez, ¡cualquier
motivo de vergüenza es siempre una gran vergüenza! ¡Cualquier ofensa es una gran
ofensa! Por tanto, ¡no podemos tolerarla ya más!

Un escalofrío recorrió a Baine y pensó en cómo había reaccionado Eitrigg antes


a su pregunta. El tauren, en cuanto supo que Garrosh había dado la orden de que los
líderes de la Horda debían reunirse, había albergado ciertas sospechas sobre qué era lo
que quería decirles. Aunque esperaba equivocarse.

El orco siguió hablando:

—Tenemos un destino que cumplir. Y hay un obstáculo que nos impide


alcanzarlo… uno que debemos aplastar bajo nuestros pies como el insignificante insecto
que en verdad es. Durante demasiado tiempo… ¡no, un solo momento siquiera sería
demasiado tiempo…! esa peste de la Alianza no se ha contentado con dominar los
Reinos del Este, sino que se ha adentrado en nuestras tierras, en nuestro territorio. En
Kalimdor.

Baine, afligido, cerró los ojos por un momento.

—¡Nos arrebatan poco a poco nuestros recursos y mancillan la tierra con su


mera presencia! Nos están acosando y agobiando para impedimos crecer porque no
quieren que alcancemos las cotas de grandeza que sé… que sé… ¡que somos capaces de

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alcanzar! Pues, en lo más hondo de mi corazón, sé que nuestro destino no es
doblegamos ni implorar y mendigar por la paz ante la Alianza. No, estamos legitimados
a dominar y controlar la tierra de Kalimdor. ¡Es nuestra y debemos reclamarla!

Los orcos de Garrosh rugieron para mostrar así su aprobación. Bueno, más bien
la mayoría de ellos, los que apoyaban a los Kor’kron y al orco Blackrock. No obstante,
algunos otros murmuraban entre sí. Si bien muchos miembros de la Horda imitaron a
los Kor’kron, e incluso algunos gritaron con el mismo entusiasmo, otros, sin embargo,
lo hicieron con bastantes menos ganas, tal y como pudo comprobar Baine, quien
permaneció sentado. Algunos de sus propios tauren, unos pocos, aplaudieron y
golpearon el suelo con las pezuñas. Los recientes cambios en la situación política
también habían afectado a los tauren. La Alianza había recibido cierta información falsa
que señalaba que los tauren planeaban un ataque, por lo cual las tropas del Fuerte del
Norte habían arrasado el Campamento Taurajo, cuyos únicos moradores eran ahora los
saqueadores. Muchos tauren habían muerto en la batalla; otros habían huido a Punta
Vendetta y se dedicaban ahora a atacar esporádicamente a los exploradores del Fuerte
del Norte, o se habían dirigido al Campamento Una’fe… su «campamento de
refugiados».

En respuesta a esa agresión, Baine había hecho lo que creía que era mejor para
proteger a su pueblo. El camino a Mulgore, que había permanecido abierto hasta
entonces, se cerró; la construcción, que recibía el nombre de la Gran Puerta, se había
cerrado para impedir que la Alianza pudiera realizar una incursión masiva. La mayoría
de los tauren se conformaban con la protección que les brindaba esa puerta y no se
dejaban arrastrar por las ansias de venganza. No obstante, algunos seguían dolidos por
el ataque y Baine no podía echárselo en cara. El líder tauren no gobernaba con mano de
hierro, sino que los suyos lo seguían voluntariamente pues así lo querían; en gran parte,
quizá porque respetaban la memoria de su padre, aunque seguramente porque lo
admiraban de verdad. Cualquiera que se mostrara en desacuerdo con la decisiones de
Baine (como muchos Grimtotem, o los tauren que decidieran contraatacar a la Alianza
desde Punta Vendetta) era expulsado de Cima del Trueno, pero, aparte de eso, no
sufrían más castigo.

En ese instante, dejó de divagar y se centró de nuevo en el presente mientras los


vítores se apagaban y Garrosh volvía a hablar.
—Con ese fin, pretendo liderar a la Horda en mía misión que nos volverá a
colocar en el camino correcto que nos corresponde —entonces, se calló, observó ese
mar de caras que lo contemplaban y gozó del momento—. Nuestro primer objetivo será
el Fuerte del Norte. Lo arrasaremos. Y, en cuanto hayamos reclamado esa tierra como
nuestra, daremos el siguiente paso e iremos a por… ¡Theramore!

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Baine se encontró de repente en pie, sin saber muy bien cómo ni cuándo lo
había hecho. Y no era el único. También se oían vítores, por supuesto, a los que
acompañaban de fondo unos gritos de protesta.

—¡Jefe de Guerra! ¡Lady Jaina es muy poderosa! —exclamó alguien, que


parecía ser un Renegado—. De momento, se ha mostrado pacífica y serena. Pero, si la
provocas, estallará la guerra… ¡una guerra para la que no estamos preparados!
—¡Jaina se ha portado de manera justa conmigo en repetidas ocasiones, cuando
podría haber reaccionado de manera agresiva o taimada! —Gritó Baine—. ¡Sus
esfuerzos diplomáticos, así como la decisión que tomó en su día de colaborar con el
Jefe de Guerra Thrall, han salvado infinidad de vidas! ¡Atacar su reino sin que medie
provocación alguna será un deshonor para la Horda, además de una necedad!
En ese instante, se escucharon bastantes murmullos de aprobación. Si bien
algunos otros líderes de la Alianza no despertaban demasiadas simpatías, Lady Jaina
contaba con el respeto de muchos miembros de la Horda. Pese a que Baine se sintió más
animado al oír esos murmullos, las siguientes palabras de Garrosh sumieron al tauren de
nuevo en la desesperación.

—En primer lugar —le espetó Garrosh—, Thrall me ha nombrado líder de la


Horda. Lo que hiciera él o no en su momento no sirve de nada ahora. Yo soy el Jefe de
Guerra al que habéis jurado lealtad todos vosotros. Y mis decisiones son
incuestionables. Los que no aprobáis mi plan todavía no sabéis siquiera qué objetivo
pretendo alcanzar con él. ¡Así que callen y escuchen!

Si bien los murmullos se apagaron, no todos los que se habían puesto en pie se
sentaron.
—Reaccionan como si la meta de mi plan fuera la conquista de Theramore. Pues
no es así. ¡Debéis saber que eso sólo será el principio! No pretendo acabar únicamente
con el dominio que los humanos ejercen sobre Kalimdor, sino también, y con mayor
razón aún si cabe, con el que ejercen los elfos de la noche. ¡Sí, haremos que huyan a los
reinos del Este mientras aplastamos sus ciudades y nos adueñamos de sus recursos!

—¿Quieres expulsarlos a todos? —inquirió un estupefacto Vol’jin—. Llevan


aquí mucho más tiempo que nosotros. ¡Si intentamos hacer algo así, la Alianza se
abalanzará sobre nosotros como las abejas sobre la miel! ¡Les darás la excusa que tanto
han estado buscando!

Garrosh se volvió lentamente hacia el líder de los trolls Lanza Negra. Baine se
estremeció por dentro. Tras la muerte de Cairne, Vol’jin había sido uno de los más
críticos con Garrosh. El troll y el líder orco no se tenían mucha simpatía, ya que

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Garrosh había obligado a los Lanza Negra a retirarse a los barrios bajos de Orgrimmar.
Ultrajado por ese insulto, Vol’jin había ordenado a los trolls que abandonaran
Orgrimmar, por lo que el líder Lanza Negra ya sólo acudía a la ciudad cuando requerían
su presencia en ella.

—Estoy harto de tanto batallar en Vallefresno, de tanto avanzar y retroceder


desde que, prácticamente, pusimos un pie en este mundo —gruñó Garrosh. Baine sabía
que al orco todavía le escocia la última derrota que habían sufrido ahí, a manos de
Varian Wrynn—. Y estoy aún más harto de vuestra ceguera, de vuestra incapacidad
para daros cuenta de qué es lo que deberíamos y debemos hacer. Los elfos de la noche
afirman ser compasivos y sabios, pero luego ¡nos asesinan si talamos unos pocos
árboles para poder dotamos de un cobijo con el que protegernos! Los elfos de la noche
ya han vivido durante demasiado tiempo en ese lugar. Hagamos que acaben siendo
únicamente un mal recuerdo. ¡Ha llegado la hora de que la Horda reine en este
continente y así será! ¿Acaso no ven que Theramore es la clave? —Garrosh clavó su
mirada en los miembros de la Horda, como si éstos fueran niños de corta edad—. Si
arrasamos Theramore, impediremos que lleguen los refuerzos de la Alianza por el sur.
Entonces… podremos darles su merecido a esos elfos de la noche.

—¡Jefe de Guerra! —exclamó una mujer, con un tono de voz melodioso y


gélido a la vez. Se trataba de Sylvanas Windrunner, exgeneral de los elfos nobles
forestales, quien ahora era la líder de los Renegados, la cual se levantó y clavó sus ojos,
que brillaban intensamente, en Garrosh—. La Alianza tal vez no envíe refuerzos. Al
menos, no de inmediato. Pero se desfogarán con aquéllos de los nuestros que se
encuentren en los Reinos del Este… con mi pueblo y los sin’dorei.
Entonces, miró a Lor’themar de un modo casi suplicante. El rostro del líder de
los elfos de sangre permaneció impasible.
—¡Varian cruzará mis fronteras y nos destruirá!

Si bien ese comentario iba dirigido a Garrosh, Sylvanas siguió mirando


fijamente a Lor’themar. Baine se apiadó de ella, pues esperaba el apoyo de alguien que
razonablemente debería dárselo, pero que se negaba a hacerlo.

—¡Jefe de Guerra! ¿Podríamos hablar un momento?

Esas palabras las había pronunciado Eitrigg, quien se dirigía con el debido
respeto a su líder.
—Ya conozco tu opinión, consejero —contestó Garrosh.

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—Pues nosotros no —le espetó Baine—. Eitrigg era amigo de mi padre y
consejero de Thrall. Conoce a la Alianza mejor que muchos de nosotros. Estoy seguro
de que no te importa que el resto podamos escuchar lo que un anciano tan sabio tiene
que decir al respecto, ¿verdad?

Garrosh lanzó una mirada a Baine capaz de derretir la piedra. El tauren


respondió a esa mirada con una engañosa serenidad. No obstante, el orco acabó
haciendo un gesto de asentimiento hacia Eitrigg.

—Puedes hablar —dijo de manera cortante.

—Es cierto que la Horda ha hecho un gran esfuerzo para recuperarse del
Cataclismo —aseveró Eitrigg—. Y que eso se ha logrado bajo tu liderazgo, Jefe de
Guerra. Y tienes razón, como ostentas dicho título, debes tomar las decisiones, pero
también asumir toda la responsabilidad. Piensa en un momento en las consecuencias
que acarrearía esa decisión.

—Los elfos de la noche se marcharán, la Alianza temerá atacarnos y Kalimdor


pertenecerá a la Horda. Sí, ésas serán las consecuencias, anciano.

Garrosh no pronunció con ningún respeto esa última palabra, sino casi con
desprecio. Baine se percató de que dos o tres orcos, que escuchaban con atención a
Eitrigg, fruncieron el ceño, pues no aprobaban el tono de voz que había empleado el
Jefe de Guerra.

El troll negó con la cabeza.

—No —replicó—. Eso es lo que esperas. Esperas reclamar este continente como
nuestro. Y quizá lo logres. Pero también iniciarás una guerra en la que participarían
ejércitos venidos de todos los rincones de este mundo; la Horda y la Alianza se
enzarzarían en un combate que acabaría con infinidad de vidas y agotaría incontables
recursos. ¿Acaso no hemos sufrido ya bastante? ¿Acaso no hemos pagado ya un alto
precio?

Los orcos, que habían estado prestando mucha atención a sus palabras,
asintieron. Baine reconoció a uno de ellos; era un tendero de Orgrimmar. Para su
sorpresa, otro de ellos era uno de los guardias, aunque no era un miembro de la élite
Kor’kron.

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—¿Un alto precio? —dijo alguien con una voz un tanto chillona—. No he oído
que el Jefe de Guerra mencionara en ningún momento qué precio habrá que pagar,
amigo Eitrigg. —Se trataba, por supuesto, del príncipe mercante Gallywix, quien se
hallaba de pie, aunque eso nadie lo sabía, pues lo único que se alcanzaba a ver era la
parte superior de su chistera, que se alzaba y bajaba ligeramente mientras hablaba
animadamente—. Lo único que yo he oído es que todo esto sería muy beneficioso para
todos. ¿Por qué no vamos a expandimos para hacemos con los recursos de nuestros
enemigos al mismo tiempo que los expulsamos? ¡Incluso la guerra puede ser un buen
negocio si uno sabe aprovecharse de ella como es debido!

Baine se había hartado. El comentario de ese goblin codicioso y egocéntrico


acerca de que la sangre de héroes y enemigos debía derramarse para poder obtener
ciertos beneficios inflamó tanto la ira del tauren que éste decidió romper su prudente
silencio.

—¡Garrosh! —exclamó—. Aquí no hay nadie que pueda afirmar que no amo a
la Horda. Ni nadie que pueda aseverar que no muestro el respeto debido a tu cargo.
Garrosh permaneció callado. Sabía perfectamente que no había acudido en
ayuda de Baine cuando éste la necesitaba y que, aun así, el tauren seguía respetándolo
como Jefe de Guerra. Baine incluso le había salvado la vida a Garrosh en una ocasión.
Por todo esto, no intentó acallar a Baine… por el momento.
—Yo conozco bien a Lady Jaina. Pero tú no. Ha luchado incesantemente por
sellar la paz con nosotros, pues sabe que no somos monstruos sino gente… como la
gente que integra la Alianza. —Entonces, observó con su aguda vista a la multitud, en
busca de cualquier agitador que pudiera sentir la tentación de protestar porque hubiera
calificado como «gente» tanto a los humanos como a los elfos de la noche, los enanos,
los draenei, los huargen y los gnomos; no obstante, si había alguno, decidió sabiamente
permanecer callado—. Recibí su ayuda y me ofreció cobijo en su casa. Me ayudó
cuando incluso algunos miembros de la Horda se negaron a ello. No se merece esta
traición, esta…

—¡Baine Bloodhoof! —le espetó Garrosh, mientras recortaba la distancia que lo


separaba del gran jefe tauren dando sólo unos pasos. A pesar de que Baine era mucho
más alto que él, Garrosh no se amilanó—. ¡Si no quieres acabar sufriendo el mismo
destino que tu padre, te aconsejo que contengas tu lengua!
—¿Insinúas que me matarás a traición? —replicó Baine.

Garrosh rugió. El archidruida Hamuul Totem de Runa dio un paso al frente al


mismo tiempo que Eitrigg. Pero hubo otra persona más que se interpuso entre Baine y
Garrosh: el orco Blackrock. Aunque no tocó a Baine, el tauren casi pudo sentir las

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llamas de la ira que se agitaba en el interior de ese orco de piel gris, cuyos ojos
refulgieron; la gelidez de su mirada no atemperaba el calor de su furia sino que más
bien lo aumentaba. Baine se sintió un tanto intranquilo. ¿Quién era ese orco?
—Malkorok —ordenó Garrosh—. Atrás.

El orco Blackrock no se movió durante lo que pareció ser una eternidad. Baine
no deseaba que hubiera una confrontación; no en ese lugar ni en ese momento. Si
atacaba a Garrosh o a ese guerrero de piel gris cuya misión obviamente consistía en
protegerlo, sólo lograría exasperar al joven Jefe de Guerra y lo único que conseguiría es
que ya no atendiera a razones, incluso menos que ahora. Al final, Malkorok exhaló aire
por sus fosas nasales, lanzó un bufido de desprecio e hizo lo que le mandaban.
Garrosh dio unos pasos al frente y alzó su rostro hacia el de Baine.

—¡No estamos en tiempos de paz! Ha llegado la hora de la guerra… ¡de una


guerra que se ha pospuesto demasiado! Tu propio pueblo ha sufrido el avance de la
Alianza en su territorio, que se ha expandido por él sin mediar provocación alguna. ¡Si
hay alguien que debería desear destruir el Fuerte del Norte, cuando menos, deberían ser
los tauren! Afirmas que Jaina Proudmoore te ayudó en su día. ¿Acaso ahora eres leal a
ella y a esa Alianza, que ha asesinado a tu gente… o eres leal a mí y a la poderosa
Horda?

Baine tomó aire profunda y lentamente; acto seguido, lo dejó escapar por sus
fosas nasales. Agachó la cabeza hasta colocarla a sólo un centímetro del rostro de
Garrosh y le dijo, de tal modo que únicamente el orco pudo oír sus palabras:

—Si hubiera estado dispuesto a darle la espalda a la Horda y a ti, ya lo habría


hecho, Garrosh Hellscream. Aunque no te creas ninguna de mis palabras, más te le vale
pensar que eso lo digo muy en serio.

Por un mero latido, le dio la impresión a Baine de que la sombra de la vergüenza


planeaba sobre la faz de Garrosh pero, entonces, volvió a fruncir el ceño. A
continuación, Garrosh se volvió de nuevo para dirigirse a la multitud allí reunida.
—Ésta es la voluntad de su Jefe de Guerra —afirmó sin rodeos—. Éste es el
plan. Primero tomaremos el Fuerte del Norte, luego Theramore y, por último,
expulsaremos a los elfos de la noche y nos quedaremos con todo lo que les pertenece.
Y, si la Alianza protesta —añadió, a la vez que lanzaba una mirada fugaz a Sylvanas —,
no se preocupen, atenderemos sus quejas rápidamente. Agradezco su obediencia en
estos asuntos, pero no esperaba menos de la gran Horda. Regresen a sus casas y
prepárense. Pronto volveréis a tener noticias mías. ¡Por la Horda!

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Ese grito, proferido muy a menudo y siempre con mucha pasión, resonó por
todo el fuerte. Baine se sumó a él, aunque sin ningún convencimiento. El plan de
Garrosh no sólo era peligrosamente temerario, sino que sus cimientos eran la traición y
el odio. La Madre Tierra nunca daría su bendición a tal empresa.

Garrosh agitó a Gorehowl por encima de su cabeza por última vez, permitiendo
así que su arma silbara al atravesar el viento los agujeros que portaba en su hoja y, a
continuación, la bajó. Entonces, el orco Blackrock (al que Garrosh había llamado
Malkorok) se colocó justo detrás de Garrosh y por delante de Eitrigg, por delante
incluso de los Kor’kron. Los orcos que rodeaban el fuerte se pusieron firmes y siguieron
a su líder fuera de la fortaleza.

La multitud se dispersó y Baine observó cómo el líder de los trolls, de piel azul
y pelo rojo, se aproximaba hacia él, por lo que decidió ralentizar sus pasos.

—Lo has provocado —dijo Vol’jin sin más preámbulos.

—Así es. No ha sido una decisión… sabia.

—No, no lo ha sido. Por eso me quedé callado. Uno debe pensar en los suyos.
—Lo entiendo. —Baine no le podía reprochar su actitud, ya que los trolls corrían
mucho más riesgo de sufrir la ira de Garrosh que los tauren, pues vivían muy
cerca de Orgrimmar. Entonces, posó su mirada sobre el troll—. Pero sé lo que piensas
en lo más hondo de tu corazón.

Vol’jin profirió un suspiro, adoptó un gesto sombrío y asintió.

—Vamos a tomar un mal camino.

—Por cierto, ¿sabes quién es ese tal Malkorok?

El troll frunció el ceño.

—Es un Blackrock. Dicen que sigue sin gustarle la luz de Durotar porque ha
pasado mucho tiempo en la montaña Blackrock, al servicio de Rend.

—Me lo imaginaba —rezongó Haine.

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—Tras admitir todos los crímenes que cometió al servicio de Rend, pidió que lo
amnistiaran. Garrosh lo acabó amnistiando junto a otros criminales que también juraron
servirlo y sacrificar sus vidas. De ese modo, el Jefe de Guerra ha conseguido tener un
perro guardián enorme y de dientes afilados.

—Pero… ¿cómo puede confiar en alguien como él?

Vol’jin se rió ligeramente.

—Algunos también se preguntan si se puede confiar en un Grimtotem y, a pesar


de eso, tú has dejado que los miembros de ese clan que te han jurado lealtad se queden
en Cima del Trueno.

Baine pensó en Tarakor, un toro negro que había servido a Magatha. Si bien éste
había liderado en su momento el ataque contra Baine, después le había implorado que
les perdonara a él y a su familia. Tarakor había demostrado ser un toro de palabra, al
igual que todos los demás a los que Baine había perdonado. Aun así, desde el punto de
vista de Baine, los Grimtotem no tenían nada que ver con los Blackrock. —Tal vez me
esté dejando llevar por los prejuicios —admitió Baine—. Tengo una mejor opinión
sobre los tauren que sobre los orcos.

—Hoy en día —replicó Vol’jin en voz baja, para cerciorarse de que nadie los
escuchaba—, yo también.

Garrosh aguardaba fuera, para que aquéllos que desearan aprovechar esa
oportunidad para jurarle lealtad pudieran hacerlo. Una goblin estaba arrodillada ante él,
charlando sobre alguna cuestión, cuando Malkorok señaló:

—Ahí está.

Garrosh alzó la vista y divisó a Lor’themar.

—Tráiganlo. —Acto seguido, interrumpió a la goblin, a la que dio una


palmadita en la cabeza y dijo—: acepto tu juramento.
A continuación, le indicó con un gesto que se largara, mientras Malkorok se le
aproximaba acompañado del líder de los elfos de sangre. Lor’themar agachó la cabeza,
agitando así su pelo rubio pálido en señal de respeto.

—¿Deseabas verme, Jefe de Guerra?

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—Así es —respondió Garrosh, mientras se apartaba del resto unos cuantos
pasos para poder hablar con más privacidad. Malkorok se cercioró de que nadie los
molestaba al colocarse delante de ellos con sus descomunales brazos grises cruzados
sobre el pecho—. De todos los líderes, salvo Gallywix (que me apoya simplemente
porque cree que esto le dará la oportunidad de ganar dinero), eres el único que no
cuestiona a su Jefe de Guerra. Y eso que Sylvanas ha intentado ganarse tus simpatías.
Eso es algo que respeto, elfo. Debes saber que tu lealtad será recompensada.

—La Horda aceptó y apoyó a los míos cuando nadie más estaba dispuesto a
hacerlo —replicó Lor’themar—. Eso es algo que nunca olvidaré. Por eso, mi pueblo y
yo somos leales a la Horda.

Una cierta intranquilidad se apoderó de Garrosh al percatarse éste del ligero


énfasis con el que Lor’themar había pronunciado esa última palabra.
—Yo soy el Jefe de Guerra de la Horda, Lor’themar. Y, por tanto, yo soy la
Horda.
—Sí, eres su Jefe de Guerra —admitió Lor’themar al instante—. ¿Eso es todo lo
que deseabas hablar conmigo? Mi gente está ansiosa por regresar a casa y prepararse
para la guerra que se avecina.

—Por supuesto —respondió Garrosh—. Puedes irte.

Pese a que Lor’themar no había dicho nada que pudiera encolerizarlo, esa
sensación de intranquilidad no abandonó a Garrosh mientras observaba cómo aquel mar
de color rojo y dorado se dirigía hacia las puertas de Orgrimmar.

—Habrá que vigilar a ése —le comentó a Malkorok.

—Habrá que vigilar a todos —replicó el orco Blackrock.

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CAPÍTULO TRES

— R econozco esa capa sucia —dijo la imagen del príncipe Anduin

Wrynn, sonriendo abiertamente. Lady Jaina Proudmoore le devolvió la sonrisa. Ella y


su «sobrino», que estaban unidos por el afecto y no por un vínculo de sangre, estaban
conversando a través de un espejo encantado que Jaina guardaba cuidadosamente
escondido tras una estantería repleta de libros. Cuando uno recitaba el conjuro
adecuado, el reflejo de cada habitación se desvanecía en ese momento y lo que había
sido hasta entonces un mero espejo se convertía en una ventana. Se trataba de una
variación del hechizo que permitía a los magos transportarse a sí mismos o a otros de un
sitio a otro.

En una ocasión, Anduin se había presentado inesperadamente en el hogar de


Jaina cuando ésta regresaba de una de sus visitas secretas a Thrall, quien era por aquel
entonces el Jefe de Guerra. Como el príncipe era un zagal muy listo, había descubierto
el secreto de Jaina que ahora ambos compartían.

—Nunca he podido engañarte —afirmó Jaina—. ¿Cómo te va con los draenei?


En realidad, la maga podía adivinar gran parte de lo que iba a contarle sin necesidad de
escuchar la respuesta. Anduin había crecido y no sólo en el plano físico. Incluso a través
del espejo, que mostraba su imagen bañada en unas tonalidades azules, podía ver que su
mandíbula se había vuelto más prominente y su mirada, más serena y sabia.

—Esto está siendo realmente asombroso, tía Jaina —respondió—. Suceden


tantas cosas en el mundo que me gustaría poder participar de forma activa en él ya
mismo, pero sé que tengo que quedarme aquí. Casi todos los días, aprendo algo nuevo.
No poder ayudar es algo que me mata, pero…

—Otros tienen por destino hacer posible un futuro donde puedas seguir
creciendo, Anduin —lo interrumpió Jaina—. Tu destino consiste precisamente en eso…

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en crecer fuerte y bien. Sigue estudiando. Sigue aprendiendo. Y sí, tienes razón. Ahora
mismo, estás exactamente donde debes estar.

El príncipe se movió inquieto, balanceándose levemente, y de repente le dio la


impresión de que volvía a ser muy niño.

—Lo sé —replicó, suspirando—. Lo sé. Es que a veces resulta muy… duro.


—Llegará el día en que añorarás esta época más sencilla y serena —aseveró Jaina.

Por un breve instante, su mente viajó a su juventud. Una época en la que


disfrutaba del cariño de su padre y de su hermano, donde se sentía a salvo con su
institutriz y sus tutores, donde disfrutaba aprendiendo y asumiendo los deberes de una
joven dama, a pesar de que su familia era de tradición militar. Por aquel entonces, eso la
contrariaba, pero ahora esos recuerdos le parecían algo tan dulce y delicado como los
pétalos de una flor.

Anduin puso los ojos en blanco de un modo burlón.

—Dale recuerdos a Thrall.

—Me temo que eso no sería muy prudente —replicó Jaina, aunque sonrió al
pronunciar esas palabras. A continuación, se tapó su pelo rubio al alzarse la capucha de
la capa—. Cuídate y ten cuidado, Anduin. Me alegra saber que todo va bien.
—Lo haré, tía Jaina. Ten cuidado tú también.

Su imagen se desvaneció. Jaina, que intentaba atarse con firmeza la capucha, se


detuvo a medias. Ten cuidado tú también. Sí, sin duda alguna, estaba madurando.
Tal y como había hecho muchas veces antes, partió sola, con sumo cuidado, tal
y como le había pedido Anduin, para asegurarse de que nadie la observaba. Remó con
el bote hacia el sudoeste y navegó así por las islitas de la zona conocida como la cala
Furiamarea. Aparte del ocasional pinzador que graznó colérico a su paso, esas vías
fluviales permanecían serenas y tranquilas.

Jaina se detuvo en el lugar de encuentro y se sorprendió al comprobar que Thrall


aún no se encontraba ahí. Se sintió ligeramente intranquila. Habían cambiado tanto las
cosas. El orco le había cedido el liderazgo de la Horda a Garrosh. El mundo se había
resquebrajado como un huevo al romperse y nunca volvería a ser el mismo. Y un gran
mal, alimentado por las llamas del odio y la locura, había causado estragos a lo largo y
ancho de Azeroth hasta que, por fin, había sido derrotado.

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El viento cambió de dirección y acaricio su rostro, a la vez que empujaba su
capucha hacia atrás, a pesar de que la había atado con fuerza bajo su mentón. Su capa
ondeaba tras su esbelta figura y, de improviso, Jaina sonrió. Soplaba un viento cálido
que traía consigo el aroma de flores de manzano. Antes de que pudiera darse cuenta de
qué ocurría, el viento la había elevado y sacado de su bote como si fuera una mano
gigantesca y delicada. No se resistió, pues sabía que se hallaba totalmente a salvo. El
viento la sostuvo en el aire y la dejó sobre la orilla con la misma delicadeza de la que
había hecho gala al alzarla. Ni una sola gota de esa agua embarrada había rozado
siquiera la punta de sus botas.

En ese instante, el orco abandonó la roca tras la cual se había escondido y Jaina
se percató de que todavía no se había acostumbrado a su nuevo aspecto. En vez de una
armadura, Thrall, hijo de Durotan, vestía con una túnica muy sencilla. Llevaba en el
cuello un amuleto religioso rojo. Su enorme cabeza y su pelo negro estaban tapados por
una austera capucha. Por entre los resquicios de la túnica se podía entrever parte de su
fuerte pecho verde y, además, llevaba los brazos al aire. Ahora era un chamán y no un
Jefe de Guerra. El único elemento de su estampa que le resultaba a Jaina familiar era el
Doomhammer, que Thrall llevaba atado a la espalda.

El orco extendió ambos brazos y Jaina lo cogió de las manos.

—Lady Proudmoore —dijo, dándole la bienvenida con sus afectuosos ojos


azules—. Hacía tanto tiempo que no nos veíamos.

—Mucho, en efecto, Thrall —admitió—. Tal vez demasiado.

—Ahora me llamo Go’el —le recordó con sumo tacto.

Esto contrarió un poco a la maga, que asintió.

—Discúlpame. Te llamaré Go’el, entonces. —En ese instante, miró a su


alrededor
—. ¿Dónde está Eitrigg?

—Con el Jefe de Guerra —contestó Go’el—. Aunque ahora soy el líder del
Anillo de la Tierra, sólo soy un humilde siervo. No me considero por encima de ningún
otro de sus miembros.
Una leve sonrisa irónica se atisbó en el semblante de Jaina.

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—Muchos te consideran mucho más que un mero chamán —afirmó—. Yo entre
ellos. ¿O acaso esas historias que cuentan acerca que te aliaste con los cuatros Aspectos
de Dragón y los ayudaste a derrotar a Deathwing sólo son meros cuentos?
—Para este humilde siervo, fue todo un honor ayudarlos —respondió Go’el. Si
cualquier otro hubiera pronunciado esas palabras, habrían sido una mera muestra de
educación y falsa humildad, pero Jaina sabía que lo decía en serio—. Me limité a
asumir el papel de Guardián de la Tierra. Todos aunamos esfuerzos… los dragones y
los valientes representantes de todas las razas del mundo. El mérito de haber matado a
ese gran monstruo debo compartirlo con mucha gente.

La humana clavó su mirada en los ojos del orco.

—Entonces, estás contento con todas las decisiones que has tomado.

—Lo estoy —aseveró—. Si no me hubiera marchado para unirme al Anillo de la


Tierra, no habría estado preparado para llevar a cabo la tarea que tenía encomendada.

Jaina pensó entonces en Anduin, que había tenido que alejarse de su familia y
seres queridos para poder educarse y formarse.
Suceden tantas cosas en el mundo que me gustaría poder participar de forma
activa en él ya mismo, pero sé que tengo que quedarme aquí. Casi todos los días,
aprendo algo nuevo. Y ella le había respondido que ahora estaba justo donde tenía que
estar.

Y ahora Go’el estaba diciendo lo mismo. Se hallaba de acuerdo en parte con él.
¡Sin lugar a dudas, el mundo estaba mucho mejor sin los estragos ni el terror
provocados por Deathwing y el Culto Crepuscular! Pero, aun así…

—Por todo hay que pagar un precio, Go’el —afirmó—. Tú tuviste que pagar un
alto precio para adquirir tus conocimientos y habilidades. Por otro lado, el… orco que
dejaste ocupando tu antiguo puesto ha hecho mucho daño en tu ausencia. ¡Y, si yo me
he enterado de lo que está ocurriendo en Orgrimmar y Vallefresno, seguro que tú
también!

El semblante del orco, que hasta entonces se había mostrado profundamente


sereno, ahora parecía hallarse dominado por la inquietud.
—Por supuesto que sé qué sucede.

—¿Y… no vas a hacer nada?

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—He escogido otro camino —respondió Go’el—. Y ya has visto los resultados
que he obtenido al seguirlo. Una amenaza que…
—Lo sé, Go’el, pero esa misión ya ha concluido. Garrosh intenta alimentar las
tensiones entre la Alianza y la Horda… unas tensiones que no existían hasta que él las
provocó. Puedo entender que no quieras desautorizarlo en público, pero… tú y yo
podríamos sumar esfuerzos. Podríamos convocar una cumbre. Podríamos pedirle a
Baine que se sume a nosotros; sé que no comulga con las ideas de Garrosh. Yo podría
hablar con Varian. Últimamente, parece más dispuesto a escuchar. Todo el mundo te
conoce y respeta, incluso en la Alianza, Go’el. Te has ganado ese respeto con tus actos.
Garrosh, sin embargo, sólo se ha ganado la desconfianza y el odio.
Entonces, la humana señaló su capa, que el orco había hecho hincharse con el
viento que había enviado para traerla a la orilla.
—Como chamán que eres, eres capaz de controlar los vientos. Pero los vientos
de la guerra soplan con fuerza y, si no detenemos a Garrosh ahora, muchos inocentes
pagarán muy caro nuestros titubeos.

—Sé qué ha hecho Garrosh —replicó Go’el—. Pero también sé qué ha hecho la
Alianza. Y sí, los inocentes sufren, pero no puedes echarle la culpa de las actuales
tensiones únicamente a Garrosh. La Horda no ha iniciado todos los ataques. Me da la
impresión de que la Alianza no se está esforzando precisamente a la hora de mantener la
paz.

Pese a que seguía hablando con serenidad, su tono de voz estaba teñido de
preocupación. Jaina esbozó una mueca de contrariedad, no por el tono de voz que había
empleado, sino por la verdad que encerraban aquellas palabras.

—Lo sé —afirmó con rotundidad, al mismo tiempo que, desalentada, se dejaba


caer sobre una roca que sobresalía del suelo—. Hay veces en que tengo la sensación de
que mis palabras caen en saco roto. El único que parece realmente interesado en forjar
una paz duradera es Anduin Wrynn… pero sólo tiene catorce años.

—No es tan niño como para no preocuparse por lo que sucede en este
mundo.
—Pero sí lo es para poder hacer algo al respecto —contestó Jaina—. Me
siento
como si tuviera que avanzar con gran esfuerzo por el lodo para lograr que
simplemente me oigan, pues que me escuchen de verdad es una auténtica quimera.
Resulta… muy difícil conseguir unos resultados sólidos y reales por la vía diplomática
cuando la otra parte ya no atiende a razones. Me siento como un cuervo que grazna solo
en el campo. Me pregunto si no estoy malgastando aliento.

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A ella misma la sorprendió la franqueza y hartazgo que trasmitían sus palabras.
¿Por qué se había expresado de esa forma? Jaina se dio cuenta de que ya no tenía a
nadie con quien hablar ni a quien expresar sus dudas. Anduin la admiraba y la tomaba
como ejemplo, por lo que no podía contarle lo muy descorazonada que se sentía a
veces. Por otro lado, Varian y los demás líderes de la Alianza (en su mayoría) se
mostraban siempre contrarios a todos sus argumentos. Sólo Thrall (Go’el) parecía
entenderla, pero incluso él, en esos momentos, parecía negarse a aceptar que su decisión
de haber escogido a Garrosh como Jefe de Guerra de la Horda podría llegar a tener
funestas consecuencias.

Jaina bajó la mirada y contempló sus manos. Las palabras manaron de su boca
sin ninguna cortapisa.
—El mundo ha cambiado tanto, Go’el. Todo ha cambiado. Todo el mundo ha
cambiado.
—Todo el mundo y todas las cosas cambian, Jaina —afirmó Go’el con suma
calma—. Todo evoluciona, así es la naturaleza de las cosas, que se convierten en algo
que antes no eran. La semilla se transforma en árbol, los brotes en fruta, el…

—Ya lo sé —le espetó Jaina—. Pero ¿sabes qué es lo que nunca cambia? El
odio. El odio y el ansia de poder. Cuando a la gente se le ocurre una idea, o un plan que
la beneficia, se aferra a ella y sigue adelante obstinadamente. Es incapaz de ver lo que
tiene delante si eso supone un obstáculo que le impide alcanzar sus deseos. La razón y
la justicia ya no parecen efectivas contra esos impulsos.
Go’el arqueó una ceja.

—Quizá tengas razón —replicó de manera evasiva—. Pero todos debemos


elegir nuestro propio camino. Aunque tal vez haya otra cosa en la que deberías centrar
tus esfuerzos.

La humana lo observó estupefacta.

—Este mundo está hecho pedazos. ¿De verdad no crees que debería impedir que
sus habitantes se despedacen entre ellos? No puedo dar la espalda a lo que sucede en el
mundo.

Jaina calló por un momento y luego añadió:

—Cómo has hecho tú.

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No estaba siendo justa. Go’el no había permanecido ocioso. En realidad, había
estado haciendo muchas cosas por el bien de Azeroth, pero aun así… Había sido un
comentario mezquino, pero no había podido evitarlo, pues se sentía como si la hubiera
dejado en la estacada. Entonces, se abrigó con su capa manchada y se percató de que,
con ese gesto, estaba adoptando una postura que demostraba que estaba a la defensiva.
Suspiró y dejó deliberadamente que sus tensos hombros se hundieran. Go’el se sentó
tranquilamente junto a ella sobre aquella roca.

—Debes hacer lo que crees que es mejor, Jaina —le aconsejó. Un tenue viento
agitó las trenzas de su barba, mientras seguía hablando con la mirada pérdida—. No
puedo decirte qué es lo mejor o no ya que, si no, estaría actuando como esas otras
personas con las que te sientes tan frustrada.

Tenía razón. En otros tiempos, Jaina había sabido discernir fácilmente qué era lo
mejor que podía hacer en una situación en concreto. Aunque fuera algo terriblemente
duro de hacer. Un momento clave para ella había sido el instante en que había decidido
no apoyar a su padre en su lucha contra la Horda. También lo había sido su decisión de
apartarse de Arthas cuando éste instigó lo que más tarde se conocería como la Matanza
de Stratholme. Pero ahora…

—Ahora reina la incertidumbre, Go’el. Más que nunca, o eso creo.

El orco asintió.

—Así es, en efecto.

La humana se volvió hacia él inquisitivamente. El orco había cambiado en más


de un sentido. No era sólo por la ropa que llevaba ni por su nuevo nombre ni por su
actitud, sino por…

—Bueno —dijo—, la última vez que nos vimos fue para celebrar una ocasión
alegre. ¿Cómo te van las cosas con Aggra?

Los ojos azules del orco se tiñeron de afecto.

—Muy bien, la verdad —respondió—. Es todo un honor para mí que ella me


acepte tal como soy.

—Creo que es más bien un honor para ella —replicó Jaina—. Háblame de esa
orco. Lo cierto es que no tuve la oportunidad de hablar mucho con ella.

43
Go’el le lanzó una mirada inquisitiva, como si le estuviera preguntando qué era
lo que quería saber. Acto seguido, se encogió levemente de hombros.

—Ella es, claro está, una Mag’har que nació y creció en Draenor. Por eso tiene
la piel marrón; ella y su pueblo nunca fueron corrompidos por la sangre demoníaca.
Pese a que Azeroth es un mundo nuevo para ella, lo ama apasionadamente. Es una
chamán, como yo, y ha consagrado su vida por entero a sanar este mundo. Y… —
añadió en voz baja— a sanarme a mí.

—¿Necesitabas… curarte? —inquirió Jaina.

—Todos lo necesitamos, aunque quizá no todos sean conscientes de ello —


contestó Go’el—. Por el mero hecho de vivir, sufrimos ciertas heridas que no siempre
nos dejan secuelas físicas. Tener una pareja que sea capaz de ver, de entender del todo
quién es uno de verdad… oh, eso es un regalo del cielo, Jaina Proudmoore. Un regalo
que te cura y te renueva a diario y que debe ser preservado con sumo cuidado. Es un
regalo que me ha sanado… que me ha hecho entender cuál es mi propósito y mi sitio en
el mundo.

Con gran delicadeza, colocó su enorme mano verde sobre el hombro de Jaina.
—Desearía que tú también disfrutaras de ese regalo y que compartieras esta
visión de las cosas, mi querida amiga. Pues así podría verte feliz, tu vida sería plena y
tendrías claro tu propósito.
—Tengo una vida plena. Conozco perfectamente cuál es mi propósito en esta
existencia.

El orco esbozó una sonrisa enmarcada en sus colmillos.

—Como te decía, sólo tú puedes saber cuál es el camino correcto para ti. Pero
puedo asegurarte una cosa: sea cual sea el viaje que emprendas, sea cual sea el destino
al que te lleve tu camino será mucho más llevadero y agradable si cuentas con
compañía; ése es mi caso, al menos.

Jaina pensó con cierta amargura, lo cual no era nada propio en ella, en Kael’thas
Sunstrider y Arthas Menethil. Ambos habían sido tan brillantes y hermosos en su día.
Ambos la habían amado. Al primero, lo había respetado y admirado; al segundo, lo
había amado con todo su corazón. Ambos habían caído en desgracia tras ser tentados
por tenebrosos poderes que se aprovecharon de sus debilidades. Entonces, sonrió a
pesar de sentirse muy triste.

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—No creo que sea muy sabia a la hora de escoger a mis parejas en el sendero de
la vida —aseveró. En ese instante, se obligó a dejar atrás la frustración, el pesar y la
incertidumbre que la dominaban y colocó su pálida y diminuta mano sobre la del orco
—. Se me da mejor escoger a mis amigos.

Después, siguieron sentados durante mucho mucho tiempo.

45
CAPÍTULO CUATRO
C omenzó a llover mientras Jaina remaba de regreso a Theramore tras su

reunión con Thrall. Aunque la hacía sentirse incómoda y helada por el momento, dio la
bienvenida a la desagradable lluvia, pues muy pocos se aventurarían a salir con un
tiempo tan inclemente. Ató el pequeño bote al muelle, se resbaló ligeramente al pisar la
madera húmeda y, bajo el velo de un incesante aguacero, se abrió paso hasta la entrada
secreta oculta mágicamente que llevaba a la torre sin que nadie la viera. En breve, se
hallaba ya de vuelta en su cómodo y acogedor salón. Temblando, Jaina encendió el
fuego mediante un encantamiento murmurado y, con un capirotazo, se secó la ropa del
mismo modo; a continuación, guardó la capa.

Preparó un poco de té y cogió unas cuantas galletas, que colocó sobre una
mesita. Después, se acomodó junto al fuego, mientras pensaba en lo que Thrall le había
dicho. El orco parecía tan… contento. Tan sereno. Pero ¿cómo era eso posible? En
realidad, había dado la espalda a su propio pueblo y, al entregar las riendas de la Horda
a Garrosh, prácticamente había garantizado que el estallido de la guerra fuera
inevitable. Si Anduin fuera ya mayor, sería un gran aliado. Ay, la juventud es tan
efímera; Jaina se sintió culpable por desear, aunque sólo fuera por un momento, que
Anduin se perdiera un solo día de su juventud.

Además, Thrall (Go’el; le iba a llevar bastante tiempo acostumbrarse a llamarlo


por su nuevo nombre) ahora estaba casado. ¿Qué implicaciones tendría eso para la
Horda? ¿Acaso querría que su hijo o su hija lo sucedieran en el cargo? ¿Volvería a
asumir el manto de la Horda si la tal Aggra le daba un hijo?

—Deja alguna galleta para mí, Lady Jaina —dijo una mujer que poseía una voz
femenina, jovial y un tanto chillona.
Jaina sonrió pero no se volvió. Había estado tan sumida en sus pensamientos
que no había oído el distintivo zumbido del hechizo de teletransportación.

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—Si se acaban, ya sabes cómo se hacen, Kinndy.

Su aprendiza estalló en carcajadas, a la vez que se sentaba de un salto en una


silla situada frente a Jaina, junto al resplandeciente fuego. Acto seguido, hizo ademán
de coger una taza de té, así como una de las mencionadas galletitas.

—Pero yo sólo sé hacer galletitas como una aprendiza. Y las tuyas están hechas
por toda una maestra. Siempre son mucho mejores.
—Cualquier día de éstos, aprenderás a hacerlas como es debido e incluso con
trocitos de chocolate —afirmó Jaina, manteniendo su rostro impasible—. Aunque las
tartas de manzana ya te salen bastante bien.

—Me alegra que pienses así —replicó Kinndy Sparkshine, quien era muy alegre
y vital incluso para ser una gnomo. Llevaba su rebelde y brillante pelo rosa recogido en
unas trenzas, lo cual la hacía parecer mucho más joven, pues no parecía que tuviera ya
veintidós años; según la forma de medir el tiempo de su pueblo, era sólo una
adolescente. Resultaba muy fácil caer en la tentación de tomarla como una mera cosita
alegre tan insustancial como el algodón de azúcar al que tanto recordaba su pelo rosa,
pero aquéllos que se tomaban la molestia de fijarse en sus grandes ojos azules eran
capaces de ver que poseía una aguda inteligencia que no encajaba para nada con su
inocente semblante. Hacia ya varios meses que Jaina la había aceptado como su
aprendiza. Aunque, más bien, no le había quedado más remedio.

Rhonin, que había liderado el Kirin Tor durante la Guerra de El Nexo y aún lo
dirigía, había pedido que Jaina se presentara ante él poco después de que tuviera lugar
el Cataclismo. Cuando se encontró con él en el Salón Púrpura (un lugar muy especial al
que únicamente se podía acceder, por lo que ella sabía, a través de un portal), mostraba
un aspecto más sombrío que nunca. Tras servirse una copa de espumoso vino de
Dalaran y servirle a Jaina otra, se sentó junto a ella y la observó con detenimiento.

—Rhonin, ¿qué ocurre? —le había preguntado en voz baja, sin ni siquiera haber
dado un sorbo a esa deliciosa bebida—. ¿Qué ha sucedido?
—Bueno, veamos —respondió—. Deathwing se ha liberado; la Costa Oscura ha
quedado devastada y ha caído al mar…
—Me refería a qué te ha pasado a ti.

El archimago esbozó una leve sonrisa, como si intentara así superar su funesto
estado de ánimo.
—A mí no me pasa nada, Jaina. Simplemente… bueno, hay algo que me
preocupa sobre lo que me gustaría hablar contigo.

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Jaina frunció el ceño y una diminuta arruga apareció entre sus cejas. A
continuación, dejó la copa sobre la mesa.
—¿Conmigo? ¿Por qué yo? No pertenezco al Consejo de los Seis, ni siquiera
formo parte ya del Kirin Tor.
En su época, la maga había sido miembro de esa organización y había trabajado
codo con codo con el maestro Antonidas. Pero después de la Tercera Guerra, cuando se
reformó el Kirin Tor tras reunirse sus miembros, que habían estado dispersos, pensó que
ya nada sería igual que antes.

—Por eso, precisamente, debo hablar contigo —replicó—. Jaina, hemos


soportado grandes penalidades. Hemos estado tan ocupados… luchando, planeando y
batallando que hemos dejado a un lado otro deber que tal vez sea incluso más
importante.

En el rostro de Jaina se dibujó una sonrisa de perplejidad.

—A mí me parece que hemos hecho algo muy importante al derrotar a Malygos


y ayudar a recuperarse a un mundo que ha recibido más sacudidas que una rata atrapada
entre las fauces de un mastín.

Rhonin asintió.

—Así es. Pero también lo es adiestrar y formar a la siguiente generación.

—¿Y eso qué tiene que ver…? Oh —Jaina negó con la cabeza con suma
firmeza, agitando así su rubio pelo—. Rhonin, me gustaría ayudarte, pero no puedo ir a
Dalaran. Tengo mis propios problemas en Theramore; pese a que tanto la Horda como
la Alianza han sufrido por igual por culpa del Cataclismo, todavía tenemos mucho
que…

El archimago alzó una mano y la interrumpió.

—No me has entendido —dijo—. No te estoy pidiendo que te quedes aquí, en la


Ciudadela Violeta. Aquí ya somos bastantes… sin embargo, hay muy pocos de nosotros
fuera de aquí, en el resto del mundo.

—Oh —replicó Jaina—. Quieres que… tenga un aprendiz.

—Sí, eso queremos. Si te parece bien. Hay una jovencita en particular que me
gustaría que tuvieras en cuenta como posible candidata. Es tremendamente prometedora

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e inteligente y terriblemente curiosa; ansía conocer el mundo que existe más allá de los
límites de Ironforge y Dalaran. Creo que encajarían a la perfección.
Entonces, Jaina entendió qué pretendía el archimago. Se reclinó sobre los
cómodos cojines púrpuras y cogió de nuevo la copa de vino. Le dio un sorbito y dijo:
—Supongo que también tendrá la obligación de informarte de todo lo que
haga.
—Compréndelo, Lady Proudmoore. No puedes esperar que dejemos a una maga
tan poderosa e influyente abandonada a su suerte en Theramore.

—Si he de ser sincera, me sorprende que aún no hayáis enviado a un observador


—admitió.
El archimago la contempló con una mirada plagada de tristeza.

—Ahora reina el caos —aseveró—. No lo hacemos porque desconfiemos de ti,


sino que, simplemente, tenemos que… bueno…
—Prometo que no abriré ningún Portal Oscuro —le aseguró Jaina, alzando una
mano burlonamente como si estuviera jurando.
Ese gesto hizo que Rhonin se riera aunque, de inmediato, recobró la
compostura.

La cogió de la mano y se inclinó hacia la maga por un momento.

—Lo entiendes, ¿verdad?

—Sí —contestó Jaina.

Lo entendía perfectamente. Hasta entonces, sólo habían tenido tiempo de


centrarse en sobrevivir. Malygos consideraba como una amenaza a cualquier mago,
daba igual donde éste se hallara, que no se hubiera aliado expresamente con él.

Ahora, sin embargo, el mundo se había hecho añicos y las viejas alianzas
también.

Además, Jaina era una poderosa maga y una respetada diplomática.

En ese instante, pensó en Antonidas, quien (tras mucho insistir Jaina) la había
aceptado como aprendiza hacía una eternidad, o al menos eso parecía. Su maestro había
sido un hombre sabio y bueno, con un fuerte sentido de la moralidad y siempre
dispuesto a morir para proteger a los demás. La había inspirado y la había formado. De
repente, Jaina deseó con todas sus fuerzas poder devolver al mundo lo que éste le había

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dado. Era perfectamente consciente de que era una maga de gran poder y, ahora que
habían abordado el tema, pensaba que quizá sí sería conveniente que enseñara a alguien
todo lo que sabía. Tampoco tenía por qué volver a formar parte del Kirin Tor para
ayudar a otros a entender y dominar la magia, pues se bastaba ella sola para enseñar. La
vida era totalmente impredecible y, en esos momentos, más que nunca. Además,
añoraba la compañía ocasional de Anduin. Ta vez una joven pudiera dotar de un poco
de vida a su viejo y húmedo hogar.

—¿Sabes una cosa? —Dijo Jaina—. Recuerdo perfectamente a cierta jovencita


muy testaruda que incordió tremendamente a Antonidas hasta convencerlo de que la
aceptara como su aprendiz.

—Que yo recuerde, acabó siendo una gran maga. Algunos afirman incluso que
es la mejor maga de Azeroth.
—La gente dice muchas cosas.

—Por favor, dime que aceptas ser su maestra —le rogó Rhonin, con una total y
abrumadora sinceridad.
—Creo que es una buena idea —respondió Jaina.

—Te gustará —afirmó Rhonin, adoptando una expresión pícara—. Será todo un
desafío.
Por lo que Jaina podía recordar, Kinndy también había supuesto todo un reto
para Pained. Esbozó una sonrisa al pensar en cómo había reaccionado ésta ante la chica
gnomo. Pained era una elfa de la noche, una guerrera que había permanecido junto a
Jaina desde que le asignaron la misión de proteger a la maga en la batalla del monte
Hiyal. Servia tenazmente a Jaina como escolta, la necesitara realmente la maga o no, a
menos que la enviara a realizar una misión encubierta. Jaina le había dicho muchas
veces a Pained que podía regresar con los suyos cuando quisiera. Pero la elfa de la
noche solía encogerse de hombros y limitarse a decir: «Lady Tyrande nunca me
comunicó oficialmente que ya había cumplido con este deber». Si bien Jaina no
entendía su testarudez ni su inexplicable devoción, se sentía muy agradecida por poder
contar con ella.

En cierto momento en el que Kinndy había estado estudiando, Jaina, a su vez,


revisaba metódicamente su armario de los reactivos, preparando nuevas etiquetas para
aquéllas que ya eran prácticamente ilegibles y apartando algunos artículos que habían
perdido toda su efectividad para deshacerse luego de ellos de la manera adecuada.
Como las sillas de Theramore estaban diseñadas para ser usadas por humanos, a Kinndy
no le llegaban los pies al suelo, así que los balanceaba en el aire distraídamente, al

50
mismo tiempo que daba sorbos a una taza de té y leía detenidamente un tomo que era
casi tan grande como ella. Mientras tanto, Pained estaba centrada en limpiar su espada.
Por el rabillo del ojo, Jaina se había percatado de que la elfa (cada vez parecía más
enfadada) le echaba un vistazo de vez en cuando a la gnomo.

Al final, Pained estalló.

—Kinndy, ¿de verdad a ti te gusta ser tan alegre y animada?

Kinndy cerró el libro y dejó marcado el lugar donde había dejado de leer con
uno de sus diminutos dedos mientras meditaba la respuesta. Un momento después,
contestó:

—La gente no me toma en serio, lo cual frecuentemente me impide que me den


la oportunidad de ser útil. Esto me resulta bastante frustrante. Así que no. No me gusta
ser tan alegre y animada.

Pained había asentido al oír la respuesta.

—Ah. Entonces, no pasa nada —replicó y volvió a centrarse en lo suyo.

Jaina había tenido que excusarse y salir de la estancia rápidamente para no


estallar en carcajadas ahí mismo.
Dejando a un lado el tema de su ánimo y alegría, Kinndy había sido un auténtico
reto para Jaina. La maga no había visto a nadie con tanta energía en su vida como esa
gnomo. No paraba de hacer preguntas. Al principio resultaban graciosas pero, con el
paso del tiempo, acababan siendo un auténtico incordio; fue entonces cuando Jaina se
dio cuenta de que realmente era ya una mentora. Una maestra con una aprendiza que
llegaría a hacerla sentirse orgullosa. Rhonin no había exagerado; con casi toda
seguridad, le había dado la mejor alumna que podía proporcionarle el Kirin Tor.

Kinndy mostraba mucha curiosidad por el papel que había desempeñado Jaina
como líder, a pesar de ser una mujer y, además, maga. A Jaina le habría encantado
poder contarle a la gnomo que se reunía en secreto con Go’el (ya que le daba la
impresión de que Kinndy era de ese tipo de personas que entendería por qué la maga lo
hacía) pero, obviamente, no podía hacerlo. Por mucho aprecio que le tuviera a esa
muchacha, la gnomo estaba obligada a informar de todo lo que supiera al Kirin Tor; era
una cuestión de honor. El hecho de que Anduin, debido a un descuido suyo, se hubiera
enterado de sus reuniones secretas le había enseñado a Jaina que debía extremar las
precauciones y, por ahora, estaba segura de que Kinndy ignoraba la existencia de éstas.

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—¿Cómo se encuentra el maestro Rhonin? —inquirió Jaina.

—Oh, muy bien. Te envía sus mejores deseos —respondió Kinndy—. Aunque
parecía un tanto distraído —caviló, a la vez que daba otro mordisco a la galleta.

—Somos magos, Kinndy —replicó Jaina con ironía—. Siempre estamos


distraídos por alguna cosa u otra.

—¡Eso es cierto! —exclamó jubilosamente, mientras se quitaba algunas migas


de encima—. Quizá haya sacado conclusiones precipitadas, mi visita fue demasiado
breve y rápida.

—¿Pudiste pasar un tiempo con tus padres?

Al padre de Kinndy, Windle, se le había confiado la importante tarea de


alumbrar todas las farolas de Dalaran con su varita por las noches. Según Kinndy,
disfrutaba tanto de su deber que vendía varitas a la gente para permitirle disfrutar de esa
misma experiencia un par de veces. Su madre, Jaxi, solía suministrar productos de
repostería a la noble elfa Aimee para que los vendiera en su puesto; las magdalenas
rojas de la gnomo eran tremendamente populares. Con estos antecedentes, era lógico
que Kinndy se sintiera tan frustrada pues, en su opinión, sus pastelitos no estaban a la
altura.

—¡Pues sí!

—Y, aun así, sigues queriendo más galletas —le comentó burlonamente
Jaina.

Kinndy se encogió de hombros.

—¿Qué puedo decir? Me encanta lo dulce —replicó con la alegría que cabía
esperar; sin embargo, no cabía duda de que algo seguía preocupando a la gnomo.
En ese instante, Jaina dejó el plato sobre la mesa.

—Kinndy, sé que se supone que debes informar al Kirin Tor. Eso formaba parte
del acuerdo. Pero también eres mi aprendiza. Si tienes algún problema conmigo como
maestra…

La gnomo abrió los ojos de par en par.

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—¿Contigo? ¡Oh, Lady Jaina, contigo no tengo ninguno! Es que… noté que
algo iba mal en Dalaran. Se podía percibir en el aire. Y el comportamiento del maestro
Rhonin no ayudó a calmar mis temores.

Jaina estaba impresionada. No todos los magos logran desarrollar un sexto


sentido que les indique, tal y como Kinndy lo había expresado, que algo va «mal». Jaina
poseía esa habilidad, en cierto modo. Si bien no era capaz de saber siempre cuando las
cosas funcionaban mal en el plano mágico, siempre que tenía ese pálpito le prestaba
suma atención. Además, la gnomo sólo tenía veintidós años.
Jaina sonrió, presa de una cierta nostalgia.

—El maestro Rhonin acertó contigo —dijo—. Me aseguró que tenías mucho
talento.
Kinndy se ruborizó un poco.

—Bueno, estoy segura de que, si algo realmente va mal, nos enteraremos en


breve —aseveró Jaina—. Mientras tanto, ¿has acabado de leer el libro que te dejé para
tu viaje?

La muchacha suspiró.

—¿Te refieres a Un análisis profundo de los efectos temporales de conjurar


comida?
—Sí, a ése precisamente.

—Sí, lo leí. Aunque…

Titubeó por un momento y no se atrevió a mirar a su mentora a


los ojos. —¿Qué ocurre?
—Bueno… creo que he manchado de glaseado la página cuarenta y tres.

***

La noche cayó sobre Orgrimmar. El calor había menguado pero no se había


disipado del todo; la ardiente arena, desprovista de vegetación, retenía el calor del sol
del mismo modo que los enormes edificios de metal recién construidos. Orgrimmar, al
igual que todo Durotar, no era un lugar muy agradable en cuestiones climatológicas.
Nunca lo había sido y ahora mucho menos.

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Lo cual no le importaba demasiado a Malkorok.

No obstante, el calor de Durotar le resultaba incómodo, al igual que le había


resultado incómodo el interior de la montaña Blackrock. Y eso era bueno. Lo mejor que
le podía haber pasado jamás al pueblo orco había sido dejar atrás lugares tan acogedores
como Nagrand, situado en su mundo natal de Draenor. Éste era un lugar que ponía a la
gente a prueba y forjaba el carácter. No era nada bueno que uno se sintiera demasiado a
gusto en un lugar. La tarea de Malkorok consistía, en parte, en asegurarse de que ningún
orco se acomodara demasiado.

En la reciente reunión, algunos orcos se habían sentido demasiado cómodos.


Demasiado seguros de sus opiniones y de tener la razón. Habían expresado
abiertamente su desagrado y desacuerdo con aquél que no sólo era su Jefe de Guerra
sino el líder de su propia raza. ¡El líder de los orcos! La arrogancia que conllevaba tal
atrevimiento hacía que a Malkorok le chirriaran los dientes presa de la ira. No obstante,
permaneció callado mientras se desplazaba sigilosamente a través de esas calles.

Le había dicho a Garrosh que tendrían que vigilarlos a todos. El Jefe de Guerra
había dado por sentado que Malkorok se refería a todos los líderes de las diversas razas
que componían la Horda. Sin embargo, el orco Blackrock veía las cosas de una manera
muy distinta. Cuando decía que había que vigilar a «todos», se refería a toda la Horda.

A todos los miembros de la Horda.

Por eso, había ordenado a algunos de sus mejores orcos que siguieran a algunos
de los descontentos que se habían atrevido a permanecer callados mientras los demás
lanzaban vítores. Aun así, Eitrigg, que era un consejero muy querido y respetado al que
Garrosh había prometido escuchar por imposición de Thrall, podía hablar con
impunidad.

Por el momento.

Sin embargo, todos los demás que habían apoyado a ese viejo orco tendrían que
pagar un alto precio por lo que Malkorok y Garrosh consideraban, ni más ni menos, que
una auténtica traición.

Entonces, viajó mentalmente varios años atrás, a la época en que se hallaba al


servicio de Rend Blackhand. Recordó, con suma satisfacción, qué les había ocurrido a
los insensatos aventureros que se habían atrevido a adentrarse en el corazón de esa
montaña para desafiar a Rend. Se acordó, con aún más claridad, de lo que él mismo les

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había hecho a esos congéneres orcos que se habían atrevido a murmurar en contra de
Blackhand, al creerse a salvo entre las sombras.
Los había perseguido y había impartido justicia de un modo implacable. En una
ocasión, Rend le comentó que uno de esos traidores había desaparecido. Malkorok se
limitó a encogerse de hombros y Rend lo obsequió con una burlona sonrisa de
aprobación. Nunca más volvieron a mencionar ese tema.

Sin embargo, ahora, las cosas eran diferentes. Aunque no tanto. Ahora,
Malkorok ya no caminaba entre las sombras solo. Cuatro Kor’kron, designados
específicamente por Garrosh para obedecer las órdenes del orco Blackrock como si del
mismo Jefe de Guerra se tratara, lo acompañaban y se movían con gran sigilo, como si
fueran unas meras sombras.

Kor’jus vivía en el Circo de las Sombras, una de las partes menos


recomendables de Orgrimmar. Cabría deducir que, con ese domicilio, Kor’jus debía de
estar involucrado en asuntos muy sombríos. Sin embargo, el nombre de su tienda,
Tierra Oscura, no era nada siniestro sino una mera descripción de la tierra que se
necesitaba para que crecieran sus champiñones. Por lo que Malkorok sabía, Kor’jus era
un ciudadano respetuoso con la ley, pero el hecho de que viviera ahí facilitaba mucho la
labor del orco Blackrock, ya que bastaría con un guiño y unas cuantas monedas de oro
para que los posibles testigos mirasen para otro lado.
Kor’jus estaba arrodillado, cortando con un afilado cuchillo champiñones que
pondría a la venta a la mañana siguiente. Cortaba esos hongos con celeridad, muy cerca
de la base, y luego los metía en un saco y pasaba al siguiente. Estaba de espaldas a la
puerta, que contaba con una cortina que tapaba en parte la entrada y un cartel donde
podía leerse CERRADO. Aunque no podía ver quiénes habían venido a visitarlo, notó
su presencia y la tensión se adueñó de él. Lentamente, se puso en pie y se giró. Entornó
los ojos al ver a Malkorok y sus acompañantes en la entrada.

—¿No habéis leído el cartel? —rezongó—. No abro la tienda hasta mañana.


Malkorok se percató con regocijo de que el cultivador de champiñones aferraba con
fuerza su pequeño cuchillo. Como si eso fuera a servirle de algo.

—No hemos venido a comprar champiñones —contestó Malkorok, con un tono


de voz muy suave. A continuación, él y los otros cuatro orcos entraron en la tienda. Uno
de ellos cerró la cortina—. Sino a por ti.

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CAPÍTULO CINCO
L a luz del alba, delicada pero persistente, halló su camino a través de los

resquicios de las cortinas del dormitorio de Jaina. Solía despertarse a esa hora, así que
parpadeó, sonrió todavía medio dormida y se estiró. Abandonó la cama, se puso en pie,
se vistió con una túnica y apartó las cortinas de color azul oscuro.

Hacía una mañana radiante y se divisaban tonalidades rosas, doradas y lavandas


allá donde el sol no había expulsado aún a las sombras de la noche. Abrió la ventana y
respiró hondo el aire salado, que le alborotó aún más su pelo rubio que ya estaba
bastante revuelto por haber estado en la cama durmiendo. El mar, siempre el mar. Era la
hija del Lord Almirante y su hermano había afirmado en su día, a modo de broma, que
todos los Proudmoore tenían agua salada en las venas. Una leve oleada de melancolía la
invadió mientras pensaba en su padre y en su hermano. Permaneció ahí un momento
más, recordando, y acto seguido se apartó de la ventana.
Jaina se peinó y, a continuación, se sentó delante de una mesita. Con un mero
pensamiento, encendió una vela, cuya llama temblorosa contempló detenidamente.
Siempre que le fuera posible, empezaba los días así; ese ritual la ayudaba a centrarse y a
prepararse ante cualquier cosa que pudiera surgir…

De improviso, se le desorbitaron los ojos y, al instante, se espabiló y permaneció


alerta. Estaba a punto de ocurrir algo. Recordó que la noche anterior había estado
hablando con Kinndy (la gnomo debía de seguir dormida sin lugar a dudas; lo cierto es
que le gustaba tanto quedarse despierta hasta altas horas de la madrugada que debería
haber sido una elfa de la noche) sobre su visita a Dalaran y la intranquilidad que eso
había despertado en ella.

Es que… noté que algo iba mal en Dalaran. Se podía percibir en el aire.

Jaina estaba percibiendo algo en esos momentos, como un viejo marinero es


capaz de notar en sus huesos que una tormenta se avecina. Sintió una vaga sensación de
presión en el pecho. Su ritual matutino tendría que esperar. Se bañó y vistió con

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celeridad, de modo que ya estaba en el piso de abajo, preparándose un té, cuando uno de
sus consejeros de mayor confianza, el archimago Tewosh, llamó a la puerta. Al
contrario que Kinndy, no tenía nada que ver, oficialmente, con el Kirin Tor. Al igual
que Jaina, se sentía más a gusto siguiendo su propio camino, por lo cual ambos habían
entablado una fructífera amistad mientras vivían en Theramore como un par de
inconformistas.

—Lady Jaina —dijo—, hay… bueno… hay alguien que quiere verla —parecía
disgustado—. No me ha dado su nombre, pero porta un salvoconducto firmado por
Rhonin. Lo he comprobado y la rúbrica es realmente suya.

A continuación, le entregó el pergamino enrollado, sellado con el familiar


símbolo del ojo del Kirin Tor. Jaina rompió el sello y lo leyó; reconoció al instante la
caligrafía de Rhonin.

Estimada Lady Jaina:

Te pido que le brindes a este visitante toda la ayuda que necesite. Lucha
por una buena causa, para combatir una amenaza terriblemente real, y necesita
toda la ayuda que todos aquéllos que practicamos la magia podamos ofrecerle.

—R

Jaina respiró hondo. ¿Qué podría estar ocurriendo para que Rhonin dijera algo
así?

—Dile que pase —le ordenó a su consejero.

Tervosh, que parecía tan inquieto como Jaina, asintió y se retiró. Mientras
esperaba, Jaina se sirvió una taza de té y le dio un sorbo mientras cavilaba. Un
momento después, un hombre ataviado con una capa, con cuya capucha se tapaba la
cabeza, entró en el salón. Vestía una ropa de viaje muy sencilla que no mostraba
ninguna mancha propia de un largo viaje. Se movía con agilidad y soltura, lo cual hacia
que su capa azul, confeccionada con una tela suntuosa, se moviera con fluidez alrededor
de su figura. Hizo una reverencia y, a continuación, se enderezó.
—Lady Jaina —dijo con una voz muy agradable—, permíteme disculparme por
presentarme tan pronto y sin avisar. Lo cierto es que habría preferido presentarme de
otro modo.

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Una vez dicho esto, echó hacia atrás la capucha con la que ocultaba su rostro y
le brindó una sonrisa plagada de preocupación. Sus facciones combinaban lo mejor de
los rasgos humanos y élficos, tenía una melena de color negro azulado que le llegaba a
la altura de los hombros y sus ojos azules brillaban con determinación.
Lo reconoció de inmediato. Abrió los ojos como platos y se le cayó la taza de té
al suelo.
—Oh, ha sido culpa mía —afirmó al instante Kalecgos, el antiguo Aspecto del
Vuelo Azul, quien gesticuló con la mano. De repente, el té derramado desapareció y la
taza se recompuso sola, reapareciendo vacía en la mano de Jaina.

—Gracias —acertó a responder Jaina, quien esbozó una sonrisa torcida—.


Aunque, al presentarte así, también me has impedido poder ofrecerte una bienvenida
como es debido. Al menos, permíteme que te ofrezca un té.

Kalec le devolvió la sonrisa, aunque era un tanto forzada.

—Sí, me apetece mucho, gracias. Lamento que no tengamos tiempo para actuar
con la debida formalidad y cortesía, pero me alegro de verte, aunque sea en estas
circunstancias.

Jaina sirvió un par de tazas de té, una para ella, otra para él, con pulso firme. Se
había recuperado de la sorpresa casi al instante. Había visto a Kalecgos en la ceremonia
de unión de Go’el y Aggra y le había caído muy bien inmediatamente, aunque no
habían tenido tiempo de hablar demasiado. En cuanto le ofreció la taza, le dijo con toda
sinceridad:

—Lord Kalecgos del Vuelo Azul, conozco perfectamente tus nobles hazañas y
sé que tienes un gran corazón. Eres bienvenido en Theramore. El salvoconducto que nos
has entregado indica que debo ofrecerte toda la ayuda posible y así será.

La maga se sentó en un pequeño sofá y le indicó que podía sentarse junto a


ella.

Para su sorpresa aquel ser, tan poderoso y antiguo, parecía bastante… tímido.

—Para mí también es todo un honor colaborar contigo, Lady Jaina —aseveró—.


A ti también te precede tu reputación… por la cual te admiro desde hace largo tiempo.
Tu dominio de la magia y la solemnidad con la que ejerces tus poderes «así como los
poderes más mundanos, por así llamarlos, de la diplomacia y el liderazgo» son dignos
de admiración y respeto.

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—Oh —replicó Jaina—. Bueno… gracias. Pero, por muy agradables que me
resulten tus halagos, no creo que hayas venido desde Northrend para adularme y ser
adulado.

Kalec suspiró y dio un sorbo a su té.

—Por desgracia, estás en lo cierto, Lady…

—Llámame Jaina, por favor. Cuando estoy en mi hogar, dejo los formalismos a
un lado.
—Jaina… —alzó sus ojos azules donde ya no centelleaban tanto—. Tenemos un
grave problema.
—¿Te refieres a tu Vuelo?

—No, no sólo a mi pueblo, sino a todos los habitantes de Azeroth.

—Dios mio, tremenda mentira —comentó Kinndy, que se hallaba en el umbral


de la puerta y que parecía confusa y se mostraba un tanto recelosa—. O, al menos,
debes de estar exagerando. Seguro que no a todas las personas de Azeroth les afecta
ese problema que tiene ahora mismo el Vuelo Azul.

La gnomo tenía el pelo enmarañado. Jaina sospechaba que se había hecho las
trenzas rápidamente sin ni siquiera haberse cepillado el pelo antes. El comentario
lenguaraz de la gnomo pareció hacerle gracia a Kalecgos en vez de contrariarlo; no
obstante, se volvió hacia la maga y le lanzó una mirada inquisitiva. Jaina se acordó de
lo que Kinndy le había dicho en su día a Pained: que nadie la tomaba en serio. Aunque
estaba segura de que el dragón Azul aprendería a hacerlo.

—Kalecgos, te presento a Kinndy Sparkshine, mi aprendiza.

—¿Cómo estás? —Preguntó la gnomo, al mismo tiempo que se servía un té—.


Te he oído hablar antes con el archimago Tervosh en el pasillo. Has despertado mi
curiosidad.

—Es un gran placer conocerte, aprendiza Sparkshine. Estoy seguro de que


alguien a quien Jaina ha decidido acoger bajo su ala debe de ser una estudiante brillante.

Kinndy olisqueó el té y le dio un sorbo.

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—Perdóname, señor —contestó—, pero con todo lo que ha sucedido
recientemente, tanto yo como el resto de los magos de Dalaran… desconfiamos un poco
de tu Vuelo. Ya sabes… me refiero a la guerra y al hecho de que intentaron masacrar al
resto de magos. A esas cosillas.

Jaina se estremeció por dentro. Una aprendiza de veintidós años se atrevía a


acusar al antiguo Aspecto de dragón Azul de, cuando menos, ser responsable de los
actos de un Aspecto anterior, e incluso de ser un embustero.

—Kinndy, Kalecgos es un dragón pacífico. No es como


Malygos. Es… Kalec alzó una mano y la interrumpió educadamente.

—Tiene bastante razón. Nadie sabe tan bien como yo qué le ha hecho mi gente a
otros que utilizan la magia Arcana en este mundo. Era de esperar que cualquiera que…
bueno, que no sea un dragón Azul reaccionase como Kinndy lo ha hecho — entonces,
obsequió a la gnomo con una leve sonrisa—. Como líder del Vuelo, aunque ya no sea
su Aspecto, me he visto obligado a demostrar que no todos apoyamos la Guerra de El
Nexo y que, desde la muerte de Malygos, no hemos intentado controlar ni manipular a
cualquier otro que utilice el poder Arcano.
—¿Acaso no era ésa la misión de tu Vuelo? —Lo interrogó Kinndy—. ¿Acaso
ése no era el deber encomendado a su Aspecto? ¿Acaso no sigues desempeñando ese
papel, a pesar de que ya no posees esas habilidades únicas?

La mirada de Kalecgos se tomó distante. Y, cuando habló, su voz sonó más


serena y profunda, aunque seguía siendo la misma de siempre.
—La magia debe ser regulada, administrada y controlada. No obstante, también
debe ser apreciada y valorada, pero no acaparada. Hay que hallar un equilibrio.
Jaina sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Incluso la normalmente
animada Kinndy parecía un tanto apagada. Los ojos de Kalecgos volvieron a tomarse
brillantes y alerta, mientras observaba a ambas.

—Ésas fueron las palabras que Norgannon pronunció en su día, el titán que
otorgó a Malygos el poder de un Aspecto.
—Pues me estás dando la razón —afirmó Kinndy.

Jaina se dio cuenta de que Kalecgos no se iba a sentir ofendido por su aprendiza,
así que decidió que lo más inteligente sería permanecer callada y dejar que ambos
hablaran. Se reclinó sobre el cojín del sillón y se limitó a observar.

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—Las palabras siempre pueden interpretarse de muchas formas —aseveró
Kalecgos—. Malygos las interpretó de tal modo que decidió convertirse en el gran
protector de la magia. Como no estaba de acuerdo con cómo los demás utilizaban la
magia, decidió hacerse con toda ella y acapararla para él y su Vuelo, pues creía que
únicamente ellos eran capaces de apreciarla y valorarla. Yo he elegido regular,
administrar y controlar mi propia magia. Liderar a través del ejemplo. Para inspirar a
los demás a apreciar y valorar la magia. Porque… si uno aprecia y valora algo de
verdad, Kinndy, entonces desea administrarlo y cuidarlo de la mejor manera posible.
Uno, entonces, no quiere acapararlo, sino compartirlo. Así, pienso, desempañaré mi
papel de protector de la magia de este mundo. Ahora sólo soy el líder del Vuelo. Ya no
soy un Aspecto. Y, créeme, ahora que desempeño este nuevo papel, estoy más que
dispuesto a recibir la ayuda del Kirin Tor o de cualquier otro que esté deseando
ayudarme.

Kinndy reflexionó al respecto, a la vez que mecía uno de sus pies en el aire. La
cultura gnomo se basaba sobre todo en la lógica y el metódico cerebro de Kinndy era
más que capaz de apreciar lo que Kalec estaba diciendo. Al final, la aprendiza asintió.

—Háblanos sobre esa cosa que va a afectar a todos los habitantes de Azeroth —
le pidió. Si bien Kinndy no se iba a disculpar por su descaro, sin lugar a dudas, había
dejado de desconfiar del líder de los dragones Azules.

Kalec también pareció percatarse de su cambio de actitud, por lo que decidió


dirigir la respuesta a ambas mujeres.
—Supongo que conocen el artefacto conocido como el Iris de enfoque, que el
Vuelo Azul ha custodiado durante mucho tiempo.
—Malygos utilizó esa herramienta para crear las agujas de flujo que desviaron
las lineas mágicas de Azeroth con el fin de que fluyeran a El Nexo —apostilló Kinndy.
Jaina temía que la conclusión que estaba extrayendo fuera correcta pero, aun así,
siguió albergando la esperanza de que se equivocara.
—Sí —respondió Kalec—. Así fue. Pues bien, nos han robado ese antiguo orbe
recientemente.
Jaina lo miró fijamente, horrorizada, mientras Kinndy parecía hallarse a punto
de vomitar. Si ellas se sentían así, no podía ni imaginarse cómo debía de sentirse
Kalecgos. Al final, dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.

—Gracias… por mostrarte dispuesto a pedimos ayuda —acertó a decir, a la vez


que le cogía de la mano de manera impulsiva.
Kalec bajó la vista hasta la mano de Jaina y luego la alzó hacia el rostro de la
maga. Acto seguido, asintió.

61
—No he exagerado cuando he afirmado que esto nos afecta a todos —les
explicó
—. Tras hablar con Rhonin, he venido volando sin más dilación hasta aquí. Tú,
jovencita —añadió, dirigiéndose a Kinndy—, eres el tercer ser que no es un dragón que
sabe lo ocurrido.
—M-me siento halagada —tartamudeó Kinndy. El resentimiento que parecía
albergar contra Kalec había desaparecido por completo. Ya no volvió a acusarlo de
contar «mentiras», pues sabía que Kalecgos les había contado la verdad.

—¿Qué sabes sobre el robo? —preguntó Jaina, ansiosa por centrar la discusión
en cuestiones más prácticas: en qué se sabía hasta el momento, qué había aún que
descubrir y, con un poco de suerte, qué se podía hacer al respecto.

Kalecgos le contó todo lo que sabía de manera resumida. A cada palabra que
pronunciaba, la desazón se apoderaba más y más del corazón de Jaina. ¿Cómo era
posible que lo hubiera robado un enemigo desconocido capaz de derrotar a cinco
dragones?

—¿Rhonin te ha podido ayudar ya en algo? —inquirió la maga, quien se


sorprendió ante lo débil y desesperanzada que había sonado su voz.
Kinndy había adquirido un color amarillento, más propio de un pergamino, y
llevaba un rato sin hablar.
Kalecgos movió de lado a lado la cabeza, agitando así su pelo negro azulado. —
No, aún no. No obstante, he sido capaz de percibir en qué dirección viajaba la reliquia.
De un modo muy tenue, eso sí, pero estaba ahí. Por eso he acabado en Kalimdor… y me
he presentado ante ti, Jaina —entonces, extendió ambas manos de un modo
implorante—. Soy el líder de los dragones Azules. Nosotros dominamos y
comprendemos realmente la magia. Poseemos libros propios sobre la materia, mucho
más antiguos de los que vosotros jamás habéis visto. Pero no poseemos vuestros
recursos. No soy tan arrogante como para pensar que lo sabemos todo. Sé perfectamente
que hay magos que no son dragones a los que se les han ocurrido cosas que a ningún
dragón se le habrían pasado jamás por la cabeza. En ese sentido, puedes ayudarme… si
lo deseas.

—Por supuesto —replicó Jaina—. Llamaré al archimago Tervosh y ya se nos


ocurrirá algo.
—Pero, primero, habrá que desayunar, ¿no? —comentó Kinndy.

—Pues claro —respondió Kalecgos—. ¿Quién puede concentrarse con el


estómago vacío?

62
Poco a poco, Jaina fue recobrando el ánimo, un poco al menos. Kalec era capaz
de rastrear el artefacto perdido. Y estaba dispuesto a aceptar ayuda e incluso
aparentemente la ansiaba. Tenían que creer que serían capaces de recuperarlo a tiempo.
Mientras Kalecgos, Kinndy y ella misma se dirigían al comedor esperó que así fuera.

***

Los cinco (Jaina, Kalecgos, el archimago Tervosh, Pained y Kinndy) se


pusieron manos a la obra e iniciaron la investigación. Kinndy regresó a Dalaran donde,
con el beneplácito de Rhonin, tendría acceso a la biblioteca. Jaina la envidiaba.
—Recuerdo cuando ésa era mi obligación —le comentó a Kinndy, a la vez que
le daba a la gnomo un breve abrazo—. No había nada en el mundo que me gustara más
que rebuscar entre esos viejos libros y pergaminos por el mero placer de aprender.
Entonces, sintió una leve punzada de nostalgia; si bien la «nueva Dalaran» era
hermosa, ella ya no pertenecía a ese lugar.

—Seguro que es mucho más divertido cuando el destino del mundo no depende
de lo que investigas —replicó Kinndy de un modo taciturno.
Jaina tuvo que admitir que estaba en lo cierto.

Pained, que estaba al mando de la red de espionaje de Jaina, partió en cuanto le


comunicaron lo que sucedía.
—Me pondré manos a la obra y recopilaré toda la información posible —les
aseguró—. Mis espías son muy diligentes, pero quizá, en esta situación en concreto, no
sepan qué deben buscar —miró a Kalecgos—. Por otro lado, doy por sentado que aquí
vas a estar a salvo con esta… persona.

—Creo que gracias a mis propios poderes y a los de este antiguo Aspecto estaré
a salvo de cualquier amenaza, Pained —replicó Jaina, quien habló con un tono de voz
desprovisto de toda ironía, pues sabía que Pained se tomaba muy en serio sus
obligaciones. La elfa de la noche posó fugazmente su mirada sobre Kalec y, acto
seguido, volvió a mirar a Jaina.

Pained saludó y se despidió.

—Lady Jaina.

En cuanto Kinndy y Pained se marcharon para llevar a cabo las respectivas


misiones que les habían encomendado, Jaina contempló a Tervosh y Kalecgos, asintió
enérgicamente y dijo:

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—Bueno, manos a la obra. Kalec… antes has mencionado que eras capaz de
rastrear el Iris de enfoque. ¿Por qué no te has limitado a seguirlo? ¿Por qué has acudido
a mí?

El antiguo Aspecto bajó la mirada, parecía un tanto descompuesto.

—Dije que había sido capaz de rastrearlo. Pero el rastro… se desvaneció poco
después de que llegáramos a Kalimdor.
—¿Qué? —le espetó un irritado Tervosh—. No ha podido esfumarse sin más.
—Sí puede —contestó Jaina con firmeza—. Quienquiera que haya robado esa reliquia
debe de poseer un gran poder, pues ha sido capaz de enfrentarse a cinco dragones. Está
claro que, en el momento del robo, no sabia lo bastante sobre el objeto como para poder
esconderlo. Por eso Kalec fue capaz de rastrearlo en un principio.

—Eso mismo pensaba yo —dijo Kalecgos—. En algún momento, los ladrones


fueron capaces de darse cuenta de lo que pasaba o dieron con un mago lo bastante
poderoso como para ocultar sus emanaciones, su rastro. Tervosh se llevó las manos a la
cara por un instante.

—Entonces, se trata de alguien… tremendamente poderoso.

—Así es —afirmó Jaina, quien alzó la barbilla un tanto desafiante, como si


quisiera así retar a esas malas noticias—. Quizá cuenten con un poderoso mago, o más
de uno. Pero nosotros también. No obstante, nosotros contamos con la ayuda de alguien
que lo sabe todo sobre el Iris de enfoque. Será mejor que nos calmemos un poco para
que Kalec nos pueda poner al día sobre esa reliquia con la mayor celeridad posible.

—¿Qué quieren saber?

—Queremos saberlo todo —contestó Jaina con suma firmeza—. No te limites


sólo a lo básico. Necesitamos conocer todos los detalles. Cualquier cosa, por
insignificante que parezca, podría ser de gran ayuda. Tervosh y yo debemos saber todo
lo que tú sabes.

Kalecgos sonrió pesaroso.

—Eso me llevará un buen rato.

64
Y así fue. Estuvo hablando hasta que llegó la hora del almuerzo. Entonces,
pararon brevemente para comer. Después, siguió con sus explicaciones hasta la cena,
tras la cual prosiguió hablando. Habló tanto que pudieron comprobar que, si un dragón
habla mucho, también acaba con la voz afectada. Se fue haciendo tarde y, al final, esa
primera noche, los tres se retiraron agotados a sus respectivos dormitorios, pues se les
cerraban los párpados. Jaina no sabía cómo habían dormido los demás, pero ella tuvo
pesadillas.

Se despertó a la mañana siguiente sintiéndose aturdida y cansada. Su habitual


ritual matutino no le hizo recuperar fuerzas como solía ser habitual; además, el cielo
estaba cubierto de nubes y amenazaba tormenta. Una oleada de tristeza la invadió y
suspiró. Como no quería seguir observando ese día gris, cerró la cortina y bajó al piso
inferior.

Kalecgos la saludó con una afectuosa sonrisa en cuanto la vio entrar en esa
pequeña estancia, pero ésta se borró de su rostro al percatarse de que Jaina estaba
pálida.

—¿No has dormido bien?

La maga hizo un gesto de negación con la cabeza.

—No. ¿Y tú?

—Yo he dormido bastante bien. Aunque mi sueño se ha visto agitado por alguna
pesadilla que otra. Pero creo que eso ha sido culpa de tu cocinero. Pese a que la cena
fue deliciosa, tengo claro que se le debió de colar algún trozo de patata poco hecha.

A pesar de que se hallaban viviendo una situación de crisis extrema, Jaina se rió
levemente.
—Entonces, te animo a que, a partir de ahora, conjures todas nuestras comidas,
¡así no volverás a quejarte! —exclamó, lanzándole así un reproche a modo de broma.
Kalec fingió hallarse horrorizado. Entonces, sus miradas se cruzaron y ambos
recobraron la compostura.
—No parece que… bromear sea lo más adecuado en estos momentos —aseveró
Jaina, lanzando un suspiro. A continuación, preparó el té; lo midió con suma precisión,
como siempre hacía, y puso la tetera a calentar.

—Quizá no parezca lo más adecuado —admitió Kalec, a la vez que se servía


unos huevos, una salchicha de jabalí y unas gachas calientes, a pesar de que unos

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instantes antes había hecho comentarios despectivos a la vez que jocosos sobre la escasa
habilidad del cocinero—. Pero no es del todo malo.

—Sin lugar a dudas, hay situaciones en que el humor es de lo más inapropiado


— replicó Jaina, mientras se servía su plato y se sentaba junto a Kalec.
—A veces sí —contestó el dragón, al mismo tiempo que le clavaba el tenedor a
la salchicha—. Pero la alegría nunca es algo inapropiado. Me refiero a la de verdad. A
esa liviandad en el alma que hace las cargas pesadas más soportables —entonces, la
miró de soslayo al mismo tiempo que masticaba y tragaba—. He de confesar que no les
he contado a Kinndy y a ti todo lo que Norgannon «me dijo»… quizá ésa no sea la
expresión adecuada, «me reveló» sería más precisa.

La tetera pitó. Jaina se levantó para apartarla del fuego y sirvió un par de tazas
de té, una para cada uno.
—¿Ah, sí? ¿Por qué no?

—Porque la señorita Kinndy no parecía hallarse en el estado mental idóneo


como para aceptarlo como era debido.
La maga le dio una taza de té y se volvió a sentar.

—¿Y yo?

El dragón adoptó un gesto extraño.

—Tal vez.

—Entonces, cuéntamelo.

Cerró los ojos y, una vez más, su tono de voz cambió, se volvió más grave, se
convirtió en… otra voz.
—Me dijo: «Creo que descubrirás que el don que te he concedido no es sólo un
tremendo deber, que lo es, ¡sino también una bendición! Cumple con tu deber… con
júbilo y alegría».

Jaina sintió una extraña punzada en el corazón al escuchar esas palabras.


Entonces, se percató de que había permanecido callada, contemplando fijamente los
ojos de Kalec durante varios segundos, hasta que él arqueó una de sus cejas azules,
invitándola así a darle una respuesta. La maga bajó la vista y la posó sobre su cuenco, a
la vez que removía las gachas.

66
—Antes, le he… le he dicho a Kinndy la verdad. En su época, disfrutaba
estudiando —afirmó, tartamudeando levemente—. La verdad es que me encantaba.
Dalaran me encantaba —una sonrisa se dibujó en su semblante al recordar esos
tiempos—. Recuerdo que… canturreaba mientras hacía mis deberes —añadió, riéndose
al mismo tiempo que se ruborizaba por culpa de la vergüenza que la embargaba—.
Recuerdo con alegría los aromas, la luz del sol y la tremenda diversión que me
proporcionaba aprender conjuros, practicarlos y dominarlos, tumbarme en el suelo con
un poco de queso, unas manzanas y unos pergaminos…
—Eras feliz —dijo Kalec en voz baja.

Supuso que estaba en lo cierto. Bucear en sus recuerdos era una labor muy
grata. Pero, entonces, un recuerdo destacó por encima de los demás… uno donde, en
uno de esos días gozosos, se le había acercado primero Kael’thas y después… Arthas.
Su sonrisa se esfumó.

—¿Qué sucedió? —inquirió Kalec con suma delicadeza—. ¿Acaso el sol se


ocultó tras las nubes?
Jaina apretó los labios con fuerza.

—Bueno… todos tenemos nuestros fantasmas del pasado. Quizá incluso los
dragones también.
—Ah —dijo el antiguo Aspecto, observándola con compasión—. Estás
pensando en los seres queridos que has perdido. —La maga se obligó a seguir comiendo
más gachas, a pesar de que ese desayuno que normalmente le resultaba tan sabroso
ahora le estaba sabiendo a rayos—. Tal vez… ¿en Arthas?

Jaina tragó saliva con dificultad y, al instante, intentó cambiar de tema. Pero
Kalec insistió:
—Todos tenemos fantasmas que plagan nuestro pasado, Jaina. Incluso los
dragones, incluso los Aspectos. La pena que sentía por culpa de esos fantasmas estuvo a
punto de destruir a Alexstrasza, la gran Protectora.

—A Korialstrasz… —replicó la maga—. A Krasus lo vi muchas veces cuando


se encontraba en Dalaran, pero nunca llegué a conocerlo de verdad. No sé cómo era ni
quién era realmente.

—Casi nadie llegó a conocerlo. Korialstrasz dio su vida para salvamos a todos, a
pesar de que, en un principio, creímos que era un traidor.
—¿Incluso Alexstrasza y tú?

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—Si bien no queríamos creerlo, nos asaltaron las dudas —admitió Kalec de un
modo reticente—. Yo también tengo mis propios fantasmas del pasado, Jaina. Uno de
ellos es una muchacha humana —añadió, asintiendo levemente con la cabeza—. Tenía
el pelo rubio y un gran corazón. Aunque era… mucho más que una mera muchacha. Era
un ser muy hermoso y profundo que poseía un poder indescriptible, un poder tamizado
por la compasión y el amor gracias a que durante una época fue una mera joven
humana.

Jaina no se atrevió a mirarlo a los ojos. Sabía de quién hablaba; de Anveena, la


mujer en la que se encarnó la Fuente del Sol. La muchacha que no era en verdad una
muchacha había sacrificado su forma humana para adoptar su forma verdadera y, de ese
modo, había sacrificado su vida.

—El otro es una dragona, tan bella como el hielo y la luz del sol, que iba a ser
mi pareja —en ese instante, pareció recordar que Jaina se hallaba ahí presente y esbozó
una fugaz sonrisa—. No creo que hubieras podido llevarte muy bien con ella. Nunca
entendió mi interés por, eh…

—¿Las razas inferiores?

—Yo nunca me atrevería a llamaros tal cosa —respondió Kalec. Por primera
vez, Jaina atisbó una leve chispa de furia en el dragón Azul—. Todo aquél que no es un
dragón no es un ser inferior. A Tirygosa le costó mucho entenderlo. Simplemente…
sois diferentes. Y quizá, en cierto sentido, mejores que nosotros.

Jaina alzó sus rubias cejas.

—¿Cómo es posible que seas capaz de afirmar algo así?

Kalec sonrió.

—A ti sólo te hicieron falta un poco de queso, unas manzanas y unos libros para
conocer la verdadera felicidad cuando todavía no habías iniciado la segunda década de
tu existencia —contestó—. Para mí, eso te hace ser un ser… extraordinario.

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CAPÍTULO SEIS
E n breve, llegaron las órdenes concretas. Baine odiaba tener que hacer lo

que estaba a punto de hacer pero, si se negaba, Garrosh se volvería contra él (y los
tauren), apoyado por la incontenible marea del resto de la Horda. Baine sabía que no
podía contar con que los Renegados, los elfos de sangre y los goblins lo apoyaran de un
modo altruista, ya que cada raza tenía su propia agenda. Tradicionalmente, los orcos
habían sido aliados de los tauren; sin embargo, esa alianza no contentaba a todo el
mundo. Y los trolls, simplemente, no podían permitirse el lujo de arriesgarse a sufrir la
ira del Jefe de Guerra. En conclusión, si los tauren desafiaban a Garrosh de manera
patente al negarse a cumplir sus órdenes, estarían solos pues nadie los apoyaría.

Baine cerró el puño y aplastó la misiva que tenía en la mano. Acto seguido,
observó con gesto sombrío a Hamuul Runetotem.
—Preparémonos —dijo el gran jefe—. Al menos, esta parte de la guerra en la
que quiere involucrarnos Garrosh parece justa en cierto modo.
Las órdenes habían sido muy claras. Baine debía aproximarse al Fuerte del
Norte desde el oeste con «dos decenas de valientes» al menos, así como con kodos y
armas de guerra. Los trolls se unirían a ellos, aunque lo cierto era que el camino desde
las Islas del Eco a Mulgore era muy largo. Los orcos partirían de Orgrimmar y los
Renegados, los goblins y los elfos de sangre viajarían en barco y se encontrarían con
ellos en la ciudad portuaria de Trinquete; después, se dirigirían rápidamente al Fuerte
del Norte para sumarse a los tauren.

En su época, entre Mulgore y el Fuerte del Norte únicamente existía la tierra


seca de los Baldíos, así como una pequeña ciudad llamada Campamento Taurajo. Por
aquel entonces, el mayor problema que uno podía hallar en ese lugar eran los
jabaespines. Ahora, Baine tendría que atravesar con sus hombres las ruinas de Taurajo,
así como esa zona a la que se había bautizado como los Campos de Sangre.

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Siguiendo las órdenes que tanto lo disgustaban, Baine reunió a su gente de la
manera más discreta posible en el lado de la Gran Puerta que les correspondía.

Permanecieron callados, tal y como les habían mandado, y sólo se escuchó el


tenue crujido de las armaduras y alguna que otra patada ocasional al suelo propinada
por algún kodo. Se podía mascar la tensión; a Baine le sorprendió que la Alianza, que se
hallaba al otro lado, no pudiera notarla también. Había enviado a varios exploradores
por delante para cerciorarse de que iban a pillar desprevenidos a los vigilantes de la
Alianza; todos ellos habían informado al regresar que muy pocos centinelas de la
Alianza vigilaban la zona a esas horas. Poco después, dos tauren ascendieron a las
plataformas de observación, procurando no ser vistos, e hicieron un reconocimiento del
terreno a larga distancia. En la oscuridad, veían mejor que los humanos y, además, los
soldados de la Alianza solían ser lo bastante necios como para mantener las hogueras de
sus campamentos encendidas.

—Gran jefe —dijo uno de los exploradores, forzando la voz para hablar en un
susurro—, las colinas están repletas de… trolls, que aguardan tus órdenes.

—El número de soldados es el habitual, a juzgar por el número de hogueras —


añadió otro—. No esperan un ataque.
A Baine se le encogió el corazón al ser consciente de lo que estaban a punto de
hacer.
—Informa a Vol’jin de que sus hombres pueden atacar cuando quieran. En
cuanto se encuentren combatiendo a la Alianza, abriremos la Gran Puerta y la
atravesaremos para apoyarlos con nuestras armas.

Uno de los exploradores asintió, se volvió y ascendió por la colina que se


hallaba junto a la puerta. Baine contempló a los tauren ahí congregados, cuyas siluetas
apenas eran visibles bajo la luz de las pocas antorchas que portaban. Ahí había varias
docenas de valientes y de muchos otros tauren que serían vitales a la hora de
desempeñar diversas funciones en cuanto la batalla estallara en unos segundos: druidas,
chamanes, sanadores y demás combatientes de toda clase y condición.
Alzó un brazo, se cercioró de que todos lo veían y aguardó. El corazón le latía
con fuerza: un, dos, tres.
Entonces, se escucharon unos gritos de guerra escalofriantes. Los trolls
acababan de iniciar su ataque. Baine bajó su brazo al instante. Desde el otro lado de la
puerta, pudo escucharse el repiqueteo de las armas, los gritos desafiantes de los
humanos y los golpes sordos de las flechas de las balistas al alcanzar sus objetivos.
Entretanto, en el lado tauren de la puerta, dos descomunales especímenes de esta

70
especie gruñían y temblaban por culpa de la tensión y el esfuerzo, mientras tiraban de
unas gruesas cuerdas con dificultad y la puerta crujía.
Los soldados del Fuerte del Norte fueron pillados totalmente por sorpresa. Los
valientes tauren atravesaron la puerta, bramando, y se sumaron a la refriega. Los
humanos y los enanos no pudieron hacer nada. Se veían superados ampliamente en
número por aquella marea de cuerpos de pelo verde y piel azul. A pesar de que poseían
unas armas muy peligrosas, necesitaban cierto tiempo para prepararlas y poder apuntar
con ellas, pero no disponían de ese tiempo; sólo podían resistir a la desesperada, aunque
fuera en vano.

De improviso, un necio soldado arremetió contra el propio Baine, gritando:

—¡Por la Alianza!

Su modesta espada militar se quebró al recibir el impacto de la maza de Baine.


El arma salió volando y centelleó intensamente bajo la tenue luz; a continuación, la
oscuridad la engulló entera. Baine volvió a atacar. La cota de malla de la armadura que
portaba el soldado no le ofreció protección alguna ante esa contundente arma. El golpe
fue tan brutal que el cadáver salió despedido unos cuantos metros.
En ese momento, se oyeron unos cuantos gritos más proferidos por los tauren y
los trolls y, poco después, el repiqueteo de las armas cesó.

—¡Trolls, deténganse! —ordenó Vol’jin.

—¡Tauren, a mí! —gritó Baine.

Se produjo entonces una pausa y, al instante, unos gritos de triunfo rasgaron el


aire nocturno. Baine miró a su alrededor. La batalla había acabado apenas unos
instantes después de haber empezado.

—Una manera excelente de iniciar la campaña —observó Vol’jin.

Baine negó con la cabeza.

—No si algún miembro de la Alianza ha logrado escapar al amparo del manto


de la noche, pues podría advertir al Fuerte del Norte de nuestra llegada.

—Entonces, será mejor que vayamos ya para el Fuerte.

71
Seleccionaron a unos cuantos exploradores para que se adelantaran e informaran
de lo que los aguardaba por delante mientras el resto del ejército troll y tauren se
reagrupaba e iniciaba la marcha hacia el este, hacia el Fuerte del Norte. Mientras
avanzaban, Vol’jin y su raptor se colocaron a la altura de Baine y su kodo.
—Después de que dejáramos Orgrimmar —comentó Vol’jin—, algunos de los
orcos a los que vimos negar con la cabeza cuando el viejo Eitrigg habló no han vuelto a
ser… vistos.

A Baine lo recorrió un escalofrío.

—¿Acaso Garrosh está ejecutando a aquéllos que no están de acuerdo con él?
—Aún no. Los Kor’kron, sobre todo ese de piel gris, han estado patrullando las
calles con los oídos bien abiertos, a la espera de escuchar cualquier cosa que no les
gustase. Cuando eso sucede… bueno, a algunos los arrestan ahí mismo, sin más. En
otros casos, van a por ellos con sigilo. Por ejemplo, a un vendedor de champiñones le
cerraron la tienda; varios días después, reapareció muy magullado, como si se hubiera
metido en una pelea en la que había perdido. Otros… ya no vuelven a aparecer jamás.

—¿Se trata de prisioneros políticos?

Vol’jin asintió.

—Los trolls preferimos mantener la boca cerrada.

Baine gruñó.

—A lo mejor si Garrosh supiera lo que están haciendo los Kor’kron… Es muy


impulsivo, pero… estoy seguro de que eso no lo ha ordenado él.

Vol’jin profirió un gruñido desdeñoso y agitó de manera desgarbada un brazo


para mostrar así su indignación.

—Nadie puede acercarse a Garrosh. Tengo entendido que incluso Eitrigg sólo lo
ve cuando a éste le apetece y que, además, lo recibe rodeado por sus enormes
guardaespaldas. Ese muchacho siempre está diciendo: «La Horda puede hacer esto; la
Horda puede hacer lo otro». Habla con gran confianza, sin ninguna razón que lo
justifique. No puedo asegurar que él sepa lo que está pasando, pero tampoco puedo
decir lo contrario. De un modo u otro… a día de hoy, Orgrimmar me da más miedo que
el rito vudú más siniestro.

72
—Entonces… no podemos detenerlo. No podemos contactar con él, no podemos
razonar con él. La locura impera.
—Así es, amigo.

Baine gruñó levemente, mientras observaba a sus tropas. Una idea estaba
cobrando forma en su mente. Era un plan audaz y arriesgado, por el que podría pagar un
alto precio si fallaba.

Pero con el que quizá podría salvar al pueblo tauren.

E incluso tal vez a la Horda.

***

—¿Por qué no somos capaces de hallar nada?

Esas palabras parecieron brotar con voluntad propia de la boca de Jaina y, nada
más pronunciarlas, se arrepintió de haberlas dicho. Kalec, Tervosh y Kinndy (que
habían regresado de Dalaran con dos baúles enteros repletos de pergaminos, objetos
mágicos y libros que el Kirin Tor creía que podrían serles de gran ayuda) alzaron la
vista de los libros que estaban estudiando y la miraron fijamente.
La maga se mordió un labio.

—Lo siento —dijo—. Normalmente, no… no soy así.

Tervosh esbozó una comprensiva sonrisa.

—No, Lady Jaina, no lo sueles ser —replicó—. Pero nos encontramos en una
situación muy poco usual.
Jaina era una idealista pragmática. En su día, Arthas la había tachado de ser una
mujer demasiado «práctica». Esa combinación de cualidades era lo que hacía de ella
una maga tan talentosa. Su inquisitiva mente discurría metódicamente para resolver los
problemas, lo cual le venía muy bien también en sus misiones diplomáticas. Además,
era consciente de que, para alcanzar sus objetivos, siempre debía esforzarse. No solía
patalear ni lloriquear ni lanzar quejas como «¿Por qué no somos capaces de hallar
nada?».

—El archimago está en lo cierto —afirmó Kalecgos—. Todos nos encontramos


bajo mucha presión. Quizá deberíamos tomarnos un breve respiro.

73
—Ya hemos descansado para almorzar —replicó Kinndy.

—Eso fue hace cuatro horas —le recordó Kalec—. Desde entonces, ni nos
hemos estirado un poco ni nos hemos movido ni hemos hecho otra cosa que leer estos
libros. Creo que, a estas alturas, no seríamos capaces de ver la solución a nuestros
problemas ni aunque la tuviéramos delante.

Jaina se frotó sus enrojecidos ojos.

—Les pido disculpas de nuevo. Creo que Kalec acaba de dar con la razón por la
que, probablemente, aún… eh… no hemos hallado nada.
Puso cierto énfasis en esas palabras, como si así quisiera hacerles entender que
era perfectamente consciente de la mala impresión que antes les había causado.
—No creo que… —dijo Kinndy.

—Eso lo dices porque eres muy joven —la interrumpió Tervosh—. Podrías
estar así una eternidad. Pero los ancianos necesitamos tomarnos pequeños descansos. Si
quieres quedarte aquí y seguir examinando esos documentos, adelante, Kinndy, pero yo
me voy a cuidar del jardín un rato. Tengo que recoger ciertas hierbas de allí.
Se levantó y se llevó ambas manos a la espalda. Entonces, se oyó un crujido
perfectamente audible. Jaina era consciente de que a ella también le crujiría la espalda si
permanecía sentada en la misma posición durante mucho tiempo. Si bien ni Tervosh ni
ella eran unos «ancianos», como había comentado jocosamente el archimago, lo cierto
era que la energía aparentemente infinita que había poseído en su juventud, que le había
permitido superar los calvarios de la peste y la guerra contra los demonios, parecía
haberla abandonado ahora que había alcanzado la treintena.

—¿Serías tan amable de mostrarme este lugar? —le pidió Kalec, interrumpiendo
así sus pensamientos.
—¡Oh! ¡Sí, claro! —exclamó sobresaltada. Se levantó, intentando disimular lo
avergonzada que se sentía porque la había pillado ensimismada—. Estoy muy orgullosa
del orden y la armonía que reina en Theramore. El Cataclismo dañó la ciudad, pero la
hemos reconstruido gracias a nuestra fuerza de voluntad.

Acto seguido, descendieron por las largas y sinuosas escaleras de la torre de


Jaina y salieron a la calle, donde el sol brillaba sorprendentemente con fuerza. La maga
hizo un gesto de asentimiento a los guardias, quienes la saludaron rápidamente, así
como un teniente de caballería llamado Aden. Kalecgos observó todo cuanto lo rodeaba
con gran interés.

74
—Ahí se encuentra la Ciudadela Garrida —señaló Jaina.

Pasaron junto a una zona de entrenamiento, situada a su derecha, donde los


guardias de Theramore «luchaban» contra unos muñecos y sus espadas se estrellaban
contra objetos de madera. A su izquierda, sin embargo, se podían oír los sonidos
brillantes del entrechocar del acero mientras los jóvenes reclutas se entrenaban al aire
libre. Sus comandantes vociferaban órdenes mientras los sacerdotes los observaban con
atención, dispuestos a invocar a la sanadora Luz en el mismo instante en que alguien
resultara herido.

—Es un ambiente bastante… marcial —observó Kalec.

—A un lado, tenemos la entrada a un peligroso pantano y al otro, el océano —le


explicó Jaina. Acto seguido, siguieron caminando y se alejaron de los guerreros que
entrenaban y dejaron atrás la posada—. Debemos protegemos de muchas cosas.
—Como la Horda, obviamente.

La maga le lanzó una mirada inquisitiva.

—Somos la fuerza militar más importante de la Alianza en este continente; no


obstante, he de reconocer que casi siempre los mayores problemas los provocan los
animales salvajes y diversos personajes bastante poco recomendables.

Kalec se llevó una mano al pecho y abrió los ojos como platos, simulando de un
modo burlón hallarse sorprendido y ofendido. Jaina sonrió.
—No te preocupes. Los únicos dragones con los que tengo algún problema que
otro son los dragones negros del pantano —aseveró—. La Horda sólo se ocupa de sus
propios asuntos, mientras nosotros hagamos lo mismo. Ésas son las reglas del juego y
las acepto, aunque hay muchos que no lo entienden.

—¿Acaso hay presiones en la Alianza para que estalle una guerra? —preguntó
Kalec en voz baja.
Jaina esbozó un gesto de contrariedad.

—Oh, ése es un tema peliagudo —contestó—. Pero ya hablaremos luego al


respecto. ¿Cómo les va a los dragones Azules, Kalec? La mayoría de los magos
albergan cierto resentimiento hacia ustedes; no obstante, sé que ham sufrido todo un
calvario. Primero, la Guerra de El Nexo; luego, perdieron a un Aspecto; y, por último,
este robo…

75
—Ése sí que es un tema peliagudo —replicó Kalec, manteniendo en todo
momento un tono sereno.
—Discúlpame —dijo Jaina. El camino que estaban recorriendo los llevaba fuera
de la ciudad, donde los adoquines no estaban tan cuidados y se hallaban cubiertos
ligeramente de barro—. No pretendía ofenderte. Menuda diplomática estoy hecha.
—No me has ofendido; además, todo buen diplomático es capaz de discernir
con claridad qué es lo que inquieta a otro diplomático —afirmó Kalec—. Sí, hemos
vivido una época muy difícil. Durante mucho tiempo, los dragones se encontraron entre
los seres más poderosos de Azeroth. Sólo nosotros contábamos con la ayuda de los
Aspectos para proteger a nuestros Vuelos y al mundo. Incluso el más débil de los
nuestros vivía una vida que debía pareceros imposiblemente larga y poseía unas
habilidades que hacían que la mayor parte de mi raza se sintiera superior a vosotros.
Deathwing fue para nosotros… ¿Cuál es la expresión que soléis emplear los
humanos…? Una buena cara de humildad.

Jaina tuvo que contener la risa.

—Creo que la expresión correcta es «cura» de humildad.

Kalec se rió entre dientes.

—Por lo que parece, incluso yo, que simpatizo más con las razas jóvenes que
muchos otros dragones, aún tengo que aprender muchas cosas de vosotros.

Jaina hizo un gesto con la mano, como si quisiera quitarle hierro al asunto.

—Aprender frases hechas humanas no debería ser la mayor de tus


preocupaciones.

—Ojalá pudiera decir que no tengo asuntos más urgentes que atender —replicó
Kalec, adoptando un tono serio de nuevo.
—¡Alto! —exclamó alguien de repente.

Kalecgos se detuvo y observó a Jaina con curiosidad mientras varios guardias se


les aproximaban con las espadas desenvainadas y las hachas en mano. Jaina los saludó
y, al instante, la reconocieron. Entonces, guardaron sus armas y se agacharon
reverencialmente. Uno de ellos, un barbudo de pelo rubio, la saludó.

—Lady Jaina —dijo—, no me habían informado de que ibas a pasar por aquí.
¿Quieres que les escoltemos?

76
Los dos magos se miraron mutuamente, pues su ofrecimiento les había hecho
gracia.
—Gracias, capitán Wymor. Te agradezco el ofrecimiento, pero creo que este
caballero es más que capaz de protegerme —contestó Jaina, manteniendo, en todo
momento, un gesto imperturbable.

—Como desees, mi señora.

Kalec esperó a que los guardias se hallaran lo bastante lejos como para no poder
escucharlos antes de comentar con un tono de voz totalmente serio:

—No sé, Jaina; quizá sea yo quien necesite que me rescates.

—Bueno, entonces, acudiré a tu rescate —respondió Jaina, con un gesto tan


serio como el del dragón.
Kalec suspiró.

—Ya lo estás haciendo —apostilló con un hilo de voz.

La maga alzó la vista hacia él y lo miró con el ceño fruncido.

—Te estoy ayudando —lo corrigió—. No te estoy rescatando.

—En cierto modo, sí lo estás haciendo. Todos vosotros nos estáis rescatando.
Ya no somos lo que… éramos. Deseo tanto ser capaz de proteger a mi Vuelo, de cuidar
de todos ellos.

Entonces, Jaina se dio cuenta del cuál era el razonamiento que el dragón estaba
siguiendo.
—Como quisiste proteger a Anveena en su día.

A Kalec le tembló ligeramente una mejilla, pero siguió caminando sin


vacilación.

—Sí.

—No le fallaste.

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—Sí, le fallé. La capturaron y la utilizaron —replicó Kalec, con un tono de voz
duro y teñido de desprecio por sí mismo—. La utilizaron para intentar traer a Kil’jaeden
a Azeroth. No pude salvarla.

—Si lo que sé al respecto es verdad, no pudiste hacer nada —lo consoló Jaina,
dirigiéndose a él con suavidad y sumo tacto. No estaba muy segura de hasta qué punto
Kalecgos iba a abrirle su corazón—. Pese a que un Señor del Terror te poseyó, en
cuanto te libraste de su perniciosa influencia, acudiste en ayuda de Anveena.

—Pero no pude hacer nada. No pude evitar que le hicieran daño.

—Sí hiciste algo —insistió Jaina—. Gracias a ti, Anveena pudo convertirse en
lo que era realmente… en la Fuente del Sol. Gracias a tu amor, y al valor de tu amada,
Kil’jaeden fue derrotado. Fuiste lo bastante generoso como para no impedir que
alcanzara su verdadero destino.

—Lo sé, como también sé que los Aspectos estábamos predestinados a perder
nuestros poderes si queríamos derrotar a Deathwing —afirmó Kalec—. Sé que lo que
está sucediendo no es algo malo de por sí, pero es muy… duro. Es muy duro ver cómo
la esperanza abandona a mi Vuelo e incluso…

—¿A ti?

El dragón se volvió bruscamente y le lanzó una mirada intensa. Por un instante,


la maga pensó que quizá había ido demasiado lejos. Pero no había furia alguna en sus
ojos… sino angustia.

—¿Cómo es posible que puedas entenderme tan bien cuando no has vivido tanto
como yo? —inquirió.
Jaina lo agarró del brazo mientras seguían caminando y respondió:

—Porque yo me enfrentó a las mismas responsabilidades.

—¿Por qué estás aquí, Jaina? —Le espetó a la maga, que arqueó una ceja ante la
franqueza con la que había formulado la pregunta—. Tengo entendido que eras
considerada una de las mejores magas de la Orden. ¿Por qué no estás en Dalaran? ¿Por
qué estás aquí, entre un pantano y el océano, entre la Horda y la Alianza?
—Porque alguien debe estar aquí.

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—¿De veras? —replicó, con el ceño fruncido. Entonces, se detuvo y obligó a la
maga a girarse hacia él.
—¡Por supuesto! —exclamó Jaina, mientras la ira se apoderaba de ella—.
¿Acaso quieres que estalle la guerra entre la Horda y la Alianza, Kalec? ¿Acaso es eso
lo que los dragones han decidido hacer para no aburrirse hoy en día? ¿Ir por ahí
provocando problemas?

La maga esbozó un gesto de contrariedad al ver reflejado en sus ojos azules el


dolor que esas palabras le habían causado.
—Lo siento. No quería decir eso.

Kalec asintió.

—Entonces, ¿qué es lo que realmente querías decir? —preguntó, sin el más leve
atisbo de rencor en su voz.
Jaina lo miró fijamente y en silencio. No sabía qué responder. No obstante, las
palabras brotaron dubitativamente de su boca, como si tuvieran vida propia.

—Después de la caída de Dalaran, no quería seguir formando parte de la Orden.


Había muerto tanta gente. Antonidas… también. Arthas lo asesinó, Kalec. El hombre
con el que pensé que iba a casarme en su día, el hombre al que había amado había
asesinado a tanta gente… No fui… no fui capaz de superarlo. Yo había cambiado y el
Kirin Tor, también. Son neutrales, pero creo que… tal vez sin darse cuenta…
desprecian a todo aquél que no es uno de ellos. Además, yo he aprendido que, si se
quiere alcanzar la paz, uno debe aceptar a la gente… y congeniar con todo el mundo.
Descubrí que tenía talento para la diplomacia. Quién lo iba a imaginar, ¿eh? Desde
luego, yo no —contestó con suma seriedad.

El dolor había abandonado el amable semblante de Kalec, quien alzó una mano
para acariciarle a la maga su pelo rubio, como si estuviera consolando a una niña.
—Jaina —le dijo—. Si de verdad piensas así… y con esto no quiero decir que
estés equivocada… ¿por qué te esfuerzas tanto en convencerte a ti misma de que ése es
el camino correcto?

El dragón acababa de atravesarle metafóricamente el corazón con un puñal tan


afilado que jadeó como si hubiera sido apuñalada de verdad. Clavó su mirada en él y
fue incapaz de apartarla, mientras notaba que se le iban a desbordar las lágrimas.
—Porque no me escuchan —respondió, con un hilo de voz apenas audible—.
Nadie me escucha. Ni Varian ni Thrall ni mucho menos Garrosh. Me siento como si
estuviera sola en la cima de un precipicio, donde el viento me arrebata las palabras de

79
los labios cada vez que intento hablar. Tengo la sensación de que da igual lo que haga,
da igual lo que diga, de que todo es… inútil. Que nada tiene sentido. Que mi… vida no
tiene sentido.

Mientras hablaba, se percató de que una triste y comprensiva sonrisa se dibujaba


en los labios de Kalecgos.
—Ambos compartimos este temor, Lady Jaina Proudmoore —afirmó Kalec—.
Tememos que nuestra existencia sea inútil. Que no sirva para nada. Que todo lo que
sabemos que debemos hacer sea en vano.

Las lágrimas recorrieron las mejillas de la maga. Con sumo cuidado, el dragón
se las secó.
—Pero sé una cosa. Hay un ritmo, un ciclo que marca toda existencia. Nada
permanece inalterable en el tiempo, Jaina. Ni siquiera los dragones, que viven tanto
tiempo y, supuestamente, son tan sabios. Pero ¿cuánto tienen que cambiar los humanos?
En su día, fuiste una aprendiza joven y entusiasta, curiosa y estudiosa, que se
contentaba con quedarse en Dalaran y dominar ciertos conjuros. Entonces, sucedieron
cosas que te obligaron a abandonar ese rincón del mundo donde tan a salvo te sentías.
Cambiaste. Sobreviviste… incluso maduraste en tu nuevo papel de diplomática. Te
enfrentabas a enigmas y retos de una naturaleza totalmente distinta. Volviste a ser útil
de otro modo. Este mundo… —En ese instante, alzó la mirada hacia el cielo mientras
negaba con la cabeza—. Este mundo ya no es lo que era. Nada ni nadie es lo que era.
Mira… permíteme que te muestre algo.

Alzó las manos y movió sus largos y habilidosos dedos, en cuyas puntas chispeó
la energía Arcana. Acto seguido, cobró forma sobre ellos una bola que giraba sobre sí
misma.

—Mira esto —le dijo.

Jaina obedeció, reprimió esas necias lágrimas (¿por qué se había echado a
llorar?) y se concentró en ese diminuto orbe de magia Arcana. Kalec lo tocó con suma
destreza. Dio la impresión de que se hacía añicos y luego volvía recomponerse, pero no
exactamente igual que antes.

—Es como si hubiera un… ¡patrón! —exclamó Jaina, maravillada.

—Obsérvalo de nuevo —le pidió Kalec.

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Lo tocó por segunda vez. Y luego una tercera. Los patrones se volvían cada vez
más claros. Hasta que llegó un momento en que Jaina, estupefacta y embelesada, se
preguntó si estaba contemplando los planos de un artilugio de los gnomos en vez de una
bola de energía Arcana. Unas señales, unos símbolos y unos números giraron en el aire
para, a continuación, mezclarse. Después, adoptaron una formación determinada.

—Es tan… hermoso —susurró la maga.

Kalec separó los dedos y atravesó con la mano el orbe, el cual se fragmento
como si fuera mera niebla para, acto seguido, recomponerse de un modo distinto. Se
trataba de un caleidoscopio mágico que cambiaba incesantemente, donde reinaba el
orden y podían distinguirse unos patrones precisos.

—¿Lo entiendes, Jaina? —le preguntó.

Ella siguió contemplando fijamente, hipnotizada, los exquisitos patrones de


formación, desintegración y reconfiguración.
—Esto no es un mero… conjuro —contestó.

Él asintió.

—Ésta es la materia de la que están hechos los conjuros.

Por un momento, no fue capaz de entenderlo. Los conjuros estaban compuestos


por encantamientos y gestos, y a veces incluso por reactivos… Súbitamente, lo entendió
todo. La revelación la impactó tanto que estuvo a punto de caerse al suelo.
—Son… ¡matemáticas!

—Ecuaciones. Teoremas. Orden —respondió satisfecho Kalec—. Si se


combinan de una manera, son una cosa, si se combinan de otra, son algo totalmente
distinto. Son algo fijo pero mutable, como la vida misma. Todo cambia, Jaina, ya sea de
dentro afuera o de fuera adentro. A veces, sólo hace falta una leve alteración en una
variable para que todo cambie.

—Así que nosotros… también somos magia —susurró Jaina. Entonces, apartó
su mirada de ese torbellino inefablemente hermoso de matemáticas líricas y poéticas
mientras una pregunta iba cobrando forma en sus labios.

—¡Lady Jaina!

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Aquel grito sobresaltó a ambos. Al girarse, vieron al capitán Wymor galopando
hacia ellos, montado a lomos de un caballo zaino. Obligó a aquella bestia a detenerse de
un modo tan brusco que se encabritó y mordió el bocado.

—Capitán Wymor, ¿qué…? —llegó a decir Jaina, antes de que el guardia la


interrumpiera.

—Pained ha regresado con ciertas noticias —afirmó, jadeando por culpa de la


corta pero intensa cabalgada—. La Horda… sus ejércitos se están congregando. Vienen
de Orgrimmar y Trinquete, así como de Mulgore. Según parece, ¡se dirigen todos al
Fuerte del Norte!

—No —susurró Jaina, cuyo corazón, que un instante antes se había hallado
embargado de emoción ante la belleza de esa revelación que Kalecgos había compartido
con ella, se sumió en un hondo pesar—. Por favor, no… esto no… ahora no…

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CAPÍTULO SIETE

A l viejo Pete le tocaba vigilar en el campamento expedicionario del cabo

Teegan, situado en los limites de esa misteriosa y frondosa jungla llamada Hojarasca
que, aparentemente, había surgido de la noche a la mañana. Pese a que le encantaba
tomarse «una buena jarra de cerveza» prácticamente a todas horas, el enano de barba
blanca sabía que debía tomarse sus tareas muy en serio. Desde que había caído la noche,
no había bebido nada y ya casi despuntaba el alba.

Le dio una palmadita a su trabuco (al que tanto quería, a pesar de que
últimamente fallaba bastante; no obstante, las malas lenguas decían que el que fallaba
era él y no su arma) y profirió un suspiro. Pronto acabaría su tumo de vigilancia y
podría abrir ese grog de cereza que había estado reservando para…

De repente, oyó algo moverse entre la maleza. El anciano enano se puso en pie,
con mayor celeridad de la que cabía esperar en alguien como él, pues toda clase de
extraños bichos podrían estar atacándolos. Raptores, zancudos o esas asquerosas y
enormes flores o esas cosas de musgo…

Entonces, una mujer, que vestía un tabardo que portaba un ancla dorada, salió
trastabillando de la maleza, lo miró fijamente un instante y, por último, se desplomó.
Pete logró cogerla, por poco, antes de que cayera al suelo.

—¡Teegan! —vociferó Pete—. ¡Tenemos un problema!

Unos segundos después, uno de los guardias intentaba vendar las heridas de la
joven exploradora, aunque Pete pensaba que, tristemente, estaba claro que esa señorita
no iba a sobrevivir. La joven agitaba los brazos frenéticamente y, en cuanto Hannah
Bridgewater se agachó sobre ella, la agarró del brazo.

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—La Ho-Horda —dijo la exploradora con una voz áspera—. Los ta-tauren. Han
abierto la puerta. Van hacia el este. Creo que al… Fuerte del Norte.

Cerró los ojos y su pelo negro, salpicado de sangre, cayó inerte hacia atrás sobre
el amplio pecho de Pete, quien le dio una palmadita en el hombro con cierta
incomodidad.

—Has logrado entregarnos el mensaje, muchacha —afirmó—. Lo has hecho


bien.

Descansa, amiga.

Teegan, que se acercaba presurosa para responder a la llamada de Pete, fulminó


al enano con la mirada.
—Está muerta, idiota.

Pete replicó con sumo tacto:

—Lo sé, muchacha. Lo sé.

Dos minutos después, Hannah, la más rápida exploradora de todos ellos, corría
tan rápido como le permitían sus largas y fuertes piernas hacia el este, hacia el Fuerte
del Norte, implorando a la Luz que no fuera ya demasiado tarde.

***

El almirante Tarlen Aubrey estaba despierto antes del alba, como era habitual en
él. Se levantó de la cama con celeridad, se lavó la cara, se vistió y se afeitó. Al
contemplarse en el espejo, comprobó que tenía ojeras. Después se recortó, con sumo
cuidado y el ceño fruncido, la barba y el bigote; era el único momento del día en que se
permitía ser un tanto vanidoso.

Daba la impresión de que, a lo largo de los últimos días, el clan orco Rageroar
se estaba reagrupando; o, al menos, lo que quedaba de él. Según los informes, se habían
producido varias escaramuzas en las que habían proferido insultos amenazadores como
«la Alianza va a recibir su merecido» o mascullaban comentarios desafiantes mientras
morían, como «mi muerte será vengada».

Lo cual no era nada fuera de lo normal, la verdad. Aubrey sabía, por experiencia
propia, que casi todos los orcos se mostraban altaneros y arrogantes; los Rageroar más

84
que nadie. Aun así, no había llegado tan alto en la cadena de mando sin siempre
permanecer alerta ante todo posible peligro. Resultaba muy extraño que los Rageroar
hubieran regresado tras ser derrotados, así que tenía que saber por qué lo habían hecho.
Había encomendado a varios espías la misión de comprobar si la Horda se estaba
preparando para la guerra y, sobre todo, si su objetivo era el Fuerte del Norte. Pero
ninguno había vuelto aún para informar; no, aún era muy pronto.
Aubrey desayunó un plátano y un té bien cargado. Después fue a patrullar, a
realizar su ronda habitual. Con una leve inclinación de la cabeza, saludó al oficial de
señales Nathan Blaine, quien lo saludó enérgicamente a pesar de ser tan temprano.
Ambos hombres contemplaron el mar. Como estaba amaneciendo, el océano y el muelle
estaban envueltos en tonalidades rosas, escarlatas y carmesíes; asimismo, las nubes
mostraban tenues colores dorados aquí y allá.

—«Si cuando amanece el cielo está rojo, el marinero se debe preparar» —


comentó Aubrey mientras daba un sorbo a su té.
—«Pero, si cuando anochece el cielo está rojo, el marinero puede gozar» —
apostilló Blaine—. Pero hoy no vamos a navegar, señor.
Una sonrisa torcida, pero respetuosa, se dibujó en el semblante de Nathan. —
Cierto —replicó Aubrey—, pero siempre seremos marineros. Mantente ojo avizor,
Nathan —añadió el almirante, entornando un poco los ojos—. Hay algo que… En ese
instante, frunció los labios y negó con la cabeza. A continuación, se giró y descendió de
la torre raudo y veloz, sin acabar la frase.

—Es un poco supersticioso, ¿verdad, amigo? —le comentó un guardia enano a


Blaine.
—Tal vez —respondió Nathan, dando la espalda a la bahía—. Pero me apuesto
lo que quieras a que tú siempre que subes a un barco lo haces con el pie derecho, ¿no?

—Hum —contestó el enano, cuyos mofletes se ruborizaron ligeramente—, sí.


Es mejor no tentar a la suerte, ¿eh, amigo?
Nathan esbozó una amplia sonrisa.

***

Los orcos conformaban una marea verde y marrón que avanzaba, sin prisa pero
sin pausa, por el Camino del Oro a través de los Baldíos del Norte en dirección hacia
Trinquete. Si bien la mayoría de ellos iba a pie, una reducida élite, en la que se
encontraban los Kor’kron, Malkorok y el Jefe de Guerra, cabalgaba a lomos de unos
lobos. No obstante, unos pocos iban montados sobre unos kodos para poder tocar mejor
los tambores de guerra, cuyos redobles estremecían a la mismísima tierra.

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Había corrido la voz de que marchaban hacia el Fuerte del Norte, por lo que más
y más orcos se unían a sus filas en cada ciudad que cruzaban. Los que no podían
participar activamente en una batalla (como los ancianos, los niños y las madres con
bebés) corrían a vitorear al líder de la Horda quien, según ellos, iba a triunfar sin lugar a
dudas. Garrosh, que montaba orgulloso y erguido sobre su musculoso lobo de pelaje
negro, solía alzar a Gorehowl en respuesta a los vítores, pero rara vez desmontaba.

La vanguardia avanzaba a tal ritmo que podía ser vista desde la lontananza por
los guerreros, magos, sanadores y chamanes que iban en la retaguardia; de este modo,
jamás se ralentizaba la marcha de esa marea Horda que anegaba el camino. En cuanto
dejaron atrás el Cruce, donde su número de tropas había aumentado exponencialmente,
Malkorok se acercó con su montura a Garrosh, al que saludó dándose un golpe en el
pecho. Su líder respondió inclinando levemente la cabeza.
—¿Alguna buena nueva? —inquirió el Jefe de Guerra.

—Al parecer, Baine nos es leal; al menos, por ahora —contestó Malkorok—.
Los tauren y los trolls han acabado con los exploradores de la Alianza que merodeaban
por la Gran Puerta y ahora marchan hacia el este, hacia el Fuerte del Norte, como
prometieron que harían.

Garrosh se volvió hacia el orco Blackrock.

—Ya sabes que alabo que seas tan precavido, Malkorok —le dijo—. Aunque
espero que ahora por fin tengas claro que tengo a Baine comiendo de mi mano. Es leal a
su pueblo y jamás lo pondría en peligro. Sabe que no titubearé si he de castigar a los
tauren. Es admirable y patético al mismo tiempo que se preocupe tanto por ellos.

Y es algo que pretendo… usar a mi favor.

—Aun así… habló de un modo inadmisible en la reunión —objetó Malkorok.

—En efecto —replicó Garrosh—. Pero, cuando se le necesita, siempre


responde.
Igual que Vol’jin, Lor’themar y Sylvanas.

—Y Gallywix.

Garrosh adoptó un gesto de contrariedad.

86
—A ése sólo le preocupa sacar tajada y no lo disimula lo más mínimo; es tan
sutil como un kodo furioso a la carga. Será leal a la Horda mientras le llenemos los
bolsillos.

—Ojalá las intenciones de todos nuestros aliados fueran tan claras.

—Por ahora, no debes preocuparte por Baine —le ordenó Garrosh.

—Pero ésa es precisamente la misión que me has encomendado —se quejó


Malkorok—. Debo acabar con aquéllos que desafíen tu liderazgo, con aquéllos que
pretendan traicionar a la gloriosa Horda.

—Si mostramos demasiado a las claras que sospechamos de nuestros aliados,


podemos llegar a agotar su paciencia —replicó Garrosh—. No, Malkorok. En estos
momentos, debemos luchar contra la Alianza, no entre nosotros. ¡Y, oh, va a ser una
gran lucha!

—¿Y qué sucederá si Vol’jin, u otros, conspiran en tu contra?

—Si tienes pruebas de que eso es así y no sólo meras palabras coléricas,
entonces, como siempre, tendrás vía libre. Como has tenido hasta ahora.

Los labios grises del orco Blackrock se curvaron para configurar una sonrisa tan
malévola como horrenda.

***

Los barcos de los Renegados, los elfos de sangre y los goblins habían llegado
pronto a Trinquete. Garrosh a duras penas pudo contener la emoción que lo embargó al
verlos. Se percató de que el puerto de Trinquete se encontraba tan repleto de naves que
les iba a llevar cierto tiempo desembarcar las tropas y los suministros que había pedido,
lo cual aplacó un tanto su ansia de participar en el baño de sangre que seguramente se
avecinaba. Ésta era una de esas tareas que le correspondía como Jefe de Guerra que
encontraba tediosa, pero había que hacerlo.

La llegada de los orcos no pasó inadvertida en el puerto, a pesar de que éste se


hallaba sumido en una actividad frenética. Al instante, se escucharon unos vítores.
Garrosh saludó a la multitud y desmontó al mismo tiempo que tres individuos se le
aproximaban. A uno de ellos lo conocía: era el corpulento y taimado príncipe mercante

87
Gallywix. Los otros dos eran una elfa de sangre y un Renegado a los que no conocía de
nada, ante cuya presencia arrugó el ceño.

—¡Jefe de Guerra Garrosh! —exclamó Gallywix de un modo entusiasta, cuyos


ojos, diminutos como los de un cerdito, centellearon mientras abría los brazos para darle
la bienvenida.

Por los ancestros, pensó Garrosh con cierta repugnancia, ¿acaso ese goblin
pretende abrazarme?

Para evitarlo, se giró hacia la elfa de sangre de pelo rubio y piel pálida, la cual
portaba una reluciente armadura que indicaba que era una de los paladines de su pueblo.

—¿Dónde está Lor’themar? —le espetó Garrosh.

Pese a que la elfa frunció sus carnosos labios presa de la irritación, cuando habló
lo hizo con un tono de voz sereno y agradable.
—Me ha enviado a supervisar las tropas de los elfos de sangre. Me llamo
Kelantir Bloodblade. Lady Liadrin me adiestró y sirvo bajo las órdenes del general
forestal Halduron Brightwing.

—Ninguno de los cuales se encuentra aquí —replicó Malkorok, colocándose


cerca de Garrosh para protegerlo—. Sólo esta jovenzuela de pacotilla.

Kelantir se volvió con calma hacia Malkorok.

—También cuentan con dos barcos repletos de elfos de sangre dispuestos a


combatir y morir por la Horda —afirmó—. Aunque quizá nuestro modesto apoyo ya no
les resulte necesario porque cuentan con tropas y suministros más que suficientes.
Garrosh nunca había sentido mucha simpatía por los elfos de sangre, pero esa
elfa, en concreto, lo estaba encolerizando.
—Tu gente tendrá la oportunidad de demostrar su valía en la batalla de hoy —
aseveró—. Procura no fastidiarla.
—Mi gente está acostumbrada a la guerra, a batallar y sacrificarse, Jefe de
Guerra Garrosh —le espetó Kelantir—. Descubrirás que no nos falta valor
precisamente.

A renglón seguido, se dio la vuelta y regresó al muelle; su cota de malla


repiqueteó un poco mientras caminaba. ¿Cómo puede llevar eso encima si tiene un
cuerpo tan diminuto y frágil como una ramita?, se preguntó Garrosh.

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—Jefe de Guerra… —dijo Gallywix.

Malkorok hizo callar al locuaz goblin con una mera mirada. Garrosh centró su
atención en el Renegado quien, al contrario que la arrogante elfa de sangre, hizo una
reverencia excesivamente servil. Por la espada que llevaba envainada a la altura de su
huesuda cintura, cabía deducir que debía de ser un guerrero. Era calvo (al parecer, se le
había caído ya todo el pelo) y su piel era de un putrefacto color verde pálido.

—Soy el capitán Frandis Farley, señor, comando las unidades renegadas en


nombre de Sylvanas Windrunner, que se encuentran tu servicio y al de la Horda —dijo
con una voz grave y áspera.

Si bien su mandíbula se movía como era debido para poder pronunciar las
palabras, en cuanto dejó de hablar, se le quedó caída y permaneció boquiabierto.

—¿Dónde está tu Dama Oscura? —inquirió Garrosh.

Farley alzó la cabeza y sus ojos refulgieron con una luz amarillenta.

—Pues… —contestó un tanto sorprendido—. Está con los refuerzos, preparada


para entrar en acción en cuanto, tras tu inevitable victoria, la Horda marche sobre
Theramore.

Tras escuchar esa respuesta audaz y artera, Garrosh echó la cabeza hacia atrás y
estalló en carcajadas.
—Quizá deberíamos enviarte a hablar con Lady Jaina; seguro que acababa
rindiéndose voluntariamente.
—Me halagas, Jefe de Guerra. Pero hay que tener en cuenta que, si eso
ocurriera, la Horda no podría obtener una merecida victoria en el campo de batalla,
¿verdad?

—Si luchas hoy tan bien como hablas, tu Jefe de Guerra se sentirá sumamente
satisfecho.

—Procuraré obrar de tal modo. —En ese instante, una nauseabunda sustancia,
que se le había acumulado en una esquina de sus inertes mandíbulas, goteo hasta
estrellarse sobre la tierra seca—. Y, ahora, con tu permiso, voy a supervisar la descarga
del cargamento que mi señora ha enviado.

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Garrosh se sintió satisfecho ante ese intercambio de comentarios jocosos e
ingeniosos, aunque todavía seguía irritado con Sylvanas y Lor’themar por no haberse
presentado en persona y haber enviado subalternos. Entonces, se volvió por fin hacia
Gallywix. El goblin se había quitado esa metafórica máscara que siempre se ponía
cuando estaba ansioso por agradar y mordisqueaba huraño un puro, con la chistera
inclinada ligeramente sobre la frente.

—Por lo que parece, eres el único que ha venido a Trinquete para liderar en
persona a su gente en la batalla, príncipe mercante. Lo tendré en cuenta en el futuro.
Al instante, el goblin volvió a colocarse esa metafórica máscara.

—Bueno, más que para liderar a los míos en la batalla, estoy aquí para
supervisar su llegada y cómo se instalan, para cerciorarme de que los suministros que
me pediste se entregan y distribuyen como es debido, espero que entiendas mi…

Garrosh dio distraídamente una palmadita a la chistera de Gallywix y se


encaminó hacia el muelle para poder observar mejor los barcos y sus respectivos
cargamentos.

En un principio, podía parecer extraño que, si bien esos barcos se encontraban


repletos de guerreros que iban a combatir en la inminente batalla, no se hallaban llenos
de espadas, arcos ni armaduras, sino que estaban repletos de madera almacenada
cuidadosamente, que había sido atada firmemente con cuerdas en forma de paquetes
muy ordenados, y de carros atestados de piedras.

Sin embargo, Garrosh asintió, mostrando así su aprobación. Suspiró, mantuvo a


raya su impaciencia e indicó que algunos de los orcos deberían ayudar a los esbeltos
elfos de sangre, así como a los huesudos (en algunos casos, no era una forma de hablar)
Renegados, a descargar su cargamento, ya que eran mucho más fuertes.

Pronto (tal vez en sólo unas horas), el Fuerte del Nolte caería.

Pues, al fin y al cabo, el destino de la Horda era alcanzar la victoria.

***

En cuanto uno de los guardias del Fuerte del Norte dio el alto a Hannah
Bridgewater, cuya ropa estaba empapada de sudor y a quien le temblaban las piernas
por culpa del agotamiento, ésta entregó su mensaje, que fue comunicado de inmediato

90
al almirante Aubrey, el cual lanzó un juramento compuesto de una única palabrota. Tras
recobrar la compostura, se dirigió al guardia que le había comunicado la noticia y le
dijo:
—Avisa a todo el mundo de que debe prepararse para la batalla. Los tauren y los
trolls se aproximan por el oeste. Apuntala nuestras defensas ahí y…

—¡Señor! —exclamó Blaine, quien permanecía de pie con los ojos clavados en
el soldado que agitaba frenéticamente las banderas de señalización abajo, en el muelle
—. Se acercan unos navíos de la Horda procedentes de Trinquete… ¡Son seis
buques de guerra en total armados hasta los dientes!
—¿Seis?

—Sí, señor —Blaine siguió mirando para intentar obtener más información—.
Por sus emblemas, cabe deducir que son… ¡goblins, Renegados y elfos de sangre!
Aubrey permaneció callado. Primero habían divisado a las fuerzas orcas y
tauren y, ahora, unos cuantos barcos tripulados por Renegados, sin’dorei y goblins. Los
únicos que faltaban eran los…
—Orcos —dijo bruscamente—. Dile al maestro del embarcadero Lewis que
envíe unos cuantos exploradores a Trinquete. Tendrán que esquivar a lo que queda del
clan Rageroar, pero ya están acostumbrados.
En cuanto escuchó la palabra «tauren», debería haber supuesto que no venían
solos. El ejército tauren nunca había invadido aquel territorio dispuesto a lanzar un
ataque, no después de que el difunto general Hawthorne permitiera a los civiles del
Campamento Taurajo marcharse sin sufrir daño alguno. No, este ataque no era propio
de ellos.

No obstante, debería haber supuesto que la verdadera amenaza vendría del


norte. De Orgrimmar.
Entonces, tomó una decisión respecto a qué iba hacer con los buques de guerra
de las otras razas de la Horda:
—Diles a los cañoneros Whessan y Smythe que disparen a discreción en cuanto
esos navíos se encuentren a tiro. Debemos evitar que esas tropas desembarquen.
—Sí, señor.

Los pensamientos volaban a gran velocidad por la mente de Aubrey. ¿Qué


pretendían hacer los orcos? Los tauren y los trolls se aproximaban por tierra. Las demás
razas, por mar. Pero era imposible que centenares de orcos pudieran cargar en masa
desde el norte directamente contra el fuerte. Si bien los orcos Rageroar habían sido un
quebradero de cabeza, nunca habían sido capaces de conseguir refuerzos en gran

91
número. Sus fortalezas eran meros islotes situados entre el Fuerte del Norte y Trinquete.
Un ejército no podría de ningún modo…

Sintió el estruendo antes de oírlo. No era un cañonazo, la Luz bien sabía que se
habían acostumbrado a oír ese ruido a lo largo de los últimos meses, sino algo
distinto… era más bien un temblor procedente de las profundidades de la tierra. Por un
segundo, Aubrey y la mayoría de sus hombres, que todavía tenían muy presentes los
estragos que trajo consigo el Cataclismo, pensaron que se trataba de otro terremoto.
Pero era demasiado regular, demasiado… rítmico…

Eran tambores. Tambores de guerra.

Cogió el catalejo que llevaba colgado a la cintura y se dirigió presuroso al muro


de la torre para observar desde ahí el norte. Hasta ese momento, los Rageroar rezagados
habían sido vistos pululando cerca de la base del fuerte; a veces, se habían atrevido
incluso a cargar contra los guardias del Fuerte del Norte de manera temeraria y con
funestas consecuencias para ellos. Ahora, sin embargo, no había ni rastro.

—¡No des la orden de enviar exploradores! —Le gritó a Blainefi—. Los


Rageroar se han retirado porque se han unido a los demás orcos. Estarán…

El resto de palabras no llegaron a salir de su boca. Por fin podía verlos,


coronando la colina; se trataba de una enorme marea de orcos ataviados con diversas
vestimentas: desde las túnicas de sus chamanes y brujos a imponentes cotas de malla
hechas con retazos de cuero. Arrastraban consigo unos carros repletos de tablas de
madera y piedras enormes. Los Rageroar se habían sumado a sus filas, como era de
esperar. Esas malas bestias descomunales y verdes tiraron y lanzaron las colosales
piedras a esas aguas poco profundas mientras rugían y se escuchaban estruendosos
chapoteos. Asimismo, esos tambores Infernales seguían resonando, una y otra vez. El
enemigo se hallaba tan cerca que Aubrey y sus hombres podían escuchar esos cánticos
de guerra que entonaban en idioma orco. Tras la Horda, había catapultas, arietes y otras
máquinas de guerra enormes. Pero ¿cómo pensaban…?

Entonces, los orcos colocaron las planchas de madera sobre las piedras y
Aubrey se dio cuenta de qué insidiosa y taimada táctica pensaban emplear.

—¡Apuntalen las puertas! —exclamó. O más bien lo poco que queda de ellas,
pensó—. Prepárense para ser atacados por tres frentes distintos; ¡por el puerto, por el
norte y por el oeste!

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Hasta entonces, habían sido capaces de repeler a los Rageroar, de controlar las
pocas escaramuzas que habían tenido con los tauren de vez en cuando en los Campos de
Sangre.

Pero esto…

—Que la Luz nos ampare —susurró.

93
CAPÍTULO OCHO

L os tauren y los trolls habían continuado su marcha hacia el este mientras la

noche daba paso al alba. Se habían mantenido lejos del Mando Avanzado de la Alianza
y, por ahora, no se habían topado con resistencia alguna. Tras abrirse paso por la
Hojarasca, dieron con los restos de un campamento, cuyas hogueras estaban apagadas
pero cuyas brasas se hallaban todavía calientes. Era imposible saber quién lo había
construido. Tanto la Horda como la Alianza se encontraban en la zona y siempre había
alguien vagabundeando de aquí para allá. El Cataclismo había provocado una honda
agitación en las vidas de las personas y no sólo en la tierra. Prosiguieron con cautela,
mientras Baine se preguntaba: ¿Cómo es posible que no hayan descubierto aún nuestro
avance?

Entonces, se toparon con un pequeño lugar sagrado tauren y Baine los ordenó
parar.

—Esto es una señal —aseveró el gran jefe—. Aquí es donde nuestros hermanos
y hermanas se liberaron de sus cuerpos. Aquí nos vamos a detener para preparar
nuestros corazones para la batalla y nuestras almas para una posible muerte. A nuestros
hermanos trolls los animamos a acercarse a este lugar, aunque sé que ustedes no
practican estos rituales, para meditar sobre la vida y la muerte y pensar en aquéllos que
se fueron de este mundo antes que nosotros. Además —añadió—, vamos a pedir a
nuestros ancestros que nos bendigan y guíen para que podamos hacer lo correcto y lo
mejor para nuestro pueblo.

Baine no estaba sugiriendo que fuera a pedir a los ancestros que bendijeran lo
que estaban a punto de hacer, pues no estaba seguro de que lo aprobaran. No creía que
Cairne Bloodhoof lo hubiera aprobado. Esa muchedumbre en la que se mezclaban
tauren y trolls sentía una mezcla de intranquilidad y feroz impaciencia por entrar en

94
batalla. Baine conocía perfectamente a los suyos y podía notar que no estaban
convencidos de lo que iban a hacer; lo mismo le sucedía a su líder.
Unos momentos después (durante los cuales algunos cantaron, otros rezaron
arrodillados y unos cuantos permanecieron en pie respetuosamente), llegó el momento
de seguir avanzando. Tenían por delante el último tramo de su difícil viaje. La Gran
División se abría a su izquierda y el sendero se curvaba ligeramente al elevarse por esas
pequeñas y ondulantes colinas.

—De momento, parece que todo va bien —comentó Vol’jin.

—No creo que ningún mensajero haya advertido al enemigo de nuestra llegada
— replicó Baine.
Vol’jin dejó de contemplar a su raptor y alzó la mirada hacia el gran jefe.

—Ellos destruyeron el Campamento Taurajo, amigo —dijo.

—Sí —admitió Baine—. Acabaron con un objetivo militar. Y su general se


negó a masacrar a los civiles. Pudo dar la orden de asesinar a todo el mundo, pero no lo
hizo.

Vol’jin entornó los ojos.

—¿Acaso vas a mostrarte tan cortés con la Alianza?

—No creo que haya ningún civil en el Fuerte del Norte —contestó Baine.

No obstante, omitió mencionar que estaba bastante seguro de que Garrosh le iba
a ordenar matar a todos los prisioneros que tomase. Sí, se trataba de un objetivo militar
y Garrosh estaba mostrando que era un buen líder y estratega al querer destruirlo.

Pero Garrosh no estaba interesado en realidad en el Fuerte del Norte porque


fuera un objetivo militar. Su meta era inutilizar ese fuerte para que la Alianza ya no
pudiera utilizarlo y eso sólo era el primer paso de un plan más ambicioso. Su verdadero
objetivo era Theramore, donde había muchos soldados de la Alianza, así como
marineros. Y también una posada. En esa ciudad, también moraban algunos mercaderes
y sus respectivas familias. Así como alguien que siempre le había brindado su amistad a
Baine Bloodhoof.

Tras doblar una curva del camino, tuvieron un campo de visión más amplio.
Desde ahí, Baine pudo contemplar las torres de piedra gris y blanca del Fuerte del

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Norte. En el mismo momento en que alzó una mano para ordenarles que se detuvieran
para preparar el asalto al fuerte, el estruendo de un cañonazo rasgó la quietud de los
Baldíos. Los trolls y tauren respondieron de inmediato y apuntaron con sus armas de
fuego y flechas a los soldados de la Alianza que los atacaban desde las colinas.

Baine estaba furioso. Debería habérselo imaginado, pero se había dejado llevar
por una falsa sensación de seguridad. Por su culpa, su gente estaba cayendo muerta ahí
mismo, pagando un alto precio por su necedad.

—¡Adelante! —Gritó iracundo, con un potente chorro de voz—. ¡Chamanes!


¡Hagan que dejen de dispararnos!

Los chamanes obedecieron. Al mismo tiempo, los demás trolls y tauren


cargaron raudos y veloces. Los tiradores de la Alianza perdieron el equilibrio al verse
zarandeados por unos vientos repentinos o chillaron de dolor sobresaltados en cuanto su
ropa ardió. Durante el caos subsiguiente que reinó mientras los tiradores intentaban
reagruparse, el contingente de Mulgore logró llegar al sendero que llevaba al fuerte y se
vio inmerso en una feroz batalla.

***

—¡Los tauren ya están aquí!

El grito recorrió a gran velocidad las filas orcas, que arremetían contra la
fortaleza de la Alianza desde el norte. Se escucharon unos vítores y Garrosh, tras
detenerse un momento para obsequiar a Malkorok con una feroz sonrisa, lideró la carga,
blandiendo a Gorehowl. Podía escuchar el estruendo de las colosales piedras al impactar
contra las ya bastante castigadas murallas del fuerte. Entonces, echó la cabeza hacia
atrás y gritó de éxtasis.

Ojalá hubiera hecho esto antes. El Cataclismo había derribado algunas murallas
de esa fortaleza y la necia Alianza no había hecho el esfuerzo necesario para
restaurarlas como era debido. Algo que ahora iban a lamentar amargamente, pues iban a
pagar con sangre esa desidia.

Los orcos atravesaron en tropel esos puentes improvisados con rocas y tablas de
madera. Un guardia se abalanzó sobre Garrosh, blandiendo una pica. Se trataba de un
humano fuerte, que manejaba con destreza su arma y sabía lo que hacía, pero que no
tenía nada que hacer frente a los Kor’kron que rodeaban al Jefe de Guerra. Los orcos
profirieron sus gritos de batalla y arremetieron contra él, golpeando su armadura

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metálica con sus afiladas espadas y tremendas mazas. Uno de esos golpes fue propinado
con tanta fuerza que el crujido pudo oírse por encima del fragor de los tambores, la
batalla y los cañonazos. El guardia se encogió sobre sí mismo. Los Kor’kron y Garrosh
pasaron corriendo por encima de su cadáver; el líder de la Horda, además, hizo un gesto
de aprobación al pasar junto a ese cuerpo inerte.

Los Rageroar les habían informado de cuáles eran los puntos débiles de la
fortaleza, por lo que Garrosh sabía hacia dónde debía guiar a sus hombres exactamente.
La primera oleada lo estaba haciendo muy bien, anegando los senderos de las zonas del
patio. Entonces, Garrosh subió raudo y veloz hacia una zona más elevada para evaluar
la situación.

A su izquierda, se encontraban los navíos que habían enviado los elfos de


sangre, los goblins y los Renegados, los cuales estaban cumpliendo con su misión tal y
como habían planeado. A pesar de que la Alianza no cesaba de lanzar salvas de
cañonazos, varios botes de la Horda habían logrado alcanzar la orilla y sus ocupantes se
abalanzaron corriendo sobre el enemigo y se abrieron paso entre sus líneas de manera
inmisericorde.

A su derecha, los tauren y los trolls golpeaban las murallas sin piedad. Mientras
Garrosh observaba la batalla, una de ellas se desmoronó y, acto seguido, una marea de
cuerpos de pelaje marrón y pieles azules y verdes la atravesó.
Entretanto, justo delante de él, los orcos (sus orcos, su gente, los miembros
originales y auténticos de la Horda) masacraban a sus adversarios mientras gritaban y
reían.

Creía que tal vez les llevaría una hora acabar con la resistencia enemiga y
penetrar lo suficiente en el interior de la fortaleza como para que el almirante Aubrey ya
no pudiera utilizar ninguna artimaña o treta inteligente para intentar recuperarla. Pero
Garrosh no quería esperar tanto. Recorrió rápidamente con la mirada todo el campo de
batalla. Casi todos los suyos habían avanzado hacia el fuerte. Sólo unos pocos quedaban
ahí, en los aledaños del combate principal, acabando con los guardias que aún
intentaban mantener la lucha fuera del fuerte. Ya no iban a necesitar más esos puentes
improvisados.

Había llegado la hora de asestar el golpe definitivo y de poner punto final a la


batalla con un ataque rápido y decisivo que los llevaría a la victoria.

A unos metros por debajo de él, se encontraba Malkorok combatiendo contra


tres guardias; dos eran humanos, hombre y mujer, y el otro era un enano. La mayoría de

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los orcos preferían utilizar armas grandes, espadas anchas de dos manos o hachas y
martillos descomunales. Sin embargo, el orco Blackrock había escogido para la batalla
dos pequeñas hachas exquisitamente ligeras y afiladas. Mientras los tres arremetían
contra él e intentaban rodearlo, Malkorok gritó de júbilo.
—¡Muerte a la Alianza! —vociferó, a la vez que se agachaba y sonreía
abiertamente.
Súbitamente, se movió con mucha más celeridad de la que podrían haberse
imaginado sus enemigos. Sus hachas se transformaron en un borrón que hendía el aire,
presagiando la muerte con sendas hojas relucientes. Antes de que pudiera ser consciente
de lo que estaba ocurriendo, la desventurada humana acabó partida prácticamente en
dos. Malkorok no aflojó el ritmo y siguió rasgando el aire con sus hachas; cada arco que
trazaba con cada una de ellas venía seguido del arco trazado por la otra. El enano logró
alcanzarlo, pero su espada rebotó inútilmente sobre la armadura de Malkorok. Al
instante, el orco enterró su hacha profundamente en el espacio que separaba el cuello
del hombro del enano, el cual se hizo un ovillo. Acto seguido, se giró gruñendo, girando
las hachas en el aire una vez más; a pesar de que le faltaban un par de dedos, las
manejaba con suma destreza. Aunque el guardia humano alzó su espada para detener las
hachas de su adversario, sólo logró bloquear una de ellas. Profiriendo un grito,
Malkorok alzó la segunda hoja ensangrentada y, sin más dilación, la clavó en el pecho
de aquel hombre.

Se volvió y buscó su próximo objetivo rápidamente con la mirada; no obstante,


tuvo que alzar la vista de inmediato al escuchar cómo el Jefe de Guerra gritaba su
nombre.

—¡Di a los chamanes que entren! —bramó Garrosh.

El orco Blackrock sonrió de oreja a oreja y levantó un puño para indicarle que lo
había oído. Garrosh asintió una sola vez y aferró con fuerza a Gorehowl. Echó la cabeza
hacia atrás y lanzó un bramido. A continuación, bajó del lugar donde se hallaba subido.
Saltó hacia una de esas rocas que habían tirado al agua y de ahí hacia unas tablas de
madera, que habían sido colocadas de una manera un tanto inestable, y por último a la
orilla. Garrosh Hellscream acababa de dar la última orden que iba a tener que dar en esa
batalla. Malkorok pudo comprobar lo feliz que se sentía su Jefe de Guerra al hallarse
por fin codo con codo con sus hermanos, al sumarse al fin a ese combate donde podría
utilizar la famosa arma de su padre para masacrar a la Alianza.

Malkorok agarró al Kor’kron más cercano y le repitió la orden. Éste asintió y


fue corriendo hacia el norte, donde la mayoría de los chamanes habían estado esperando

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a ser llamados. Se los había mantenido al margen de la batalla a la espera de este
momento.

Unos minutos después, varios chamanes corrían hacia la vanguardia del


combate. No vestían las sencillas túnicas habituales de color blanco o marrón como la
tierra de los chamanes, sino unos atuendos más siniestros que les conferían un aspecto
más propio de unos brujos; además, avanzaban con un entusiasmo que mantenían a raya
a duras penas.

Los escoltaban unos guerreros ataviados con unas gruesas armaduras, que se
abrían paso violentamente entre los grupos de guerreros de la Horda y la Alianza que
seguían batallando frenéticamente. Los chamanes no se sumaron al combate, sino que
estaban concentrados en esas rocas, cubiertas de agua y barro, que se encontraban
varios metros por delante.

Mientras se aproximaban, los chamanes aminoraron el paso y serenaron el ritmo


de su respiración. Se miraron unos a otros, esbozaron unas sonrisas de complicidad y,
acto seguido, pronunciaron las órdenes que deberían obedecer los elementos.
Aunque Malkorok sabía qué iba a suceder, se detuvo un momento en plena
batalla para observar lo que iba a pasar, al mismo tiempo que se sentía tremendamente
orgulloso de ser orco. Había, al menos, dos decenas de rocas en el agua, que habían
permitido a las tropas y a las armas pesadas cruzar esa extensión de agua y que ahora
iban a cumplir otra función.

Ante la mirada impaciente del orco Blackrock, las rocas se estremecieron.


Dejaron de tener su habitual color entre rojizo oscuro y marrón y adquirieron una
tonalidad más intensamente rojiza. Después, aparecieron en ellas unas motas
anaranjadas y se… derritieron. El agua no las enfrió ni pudo detener ese cambio, no
pudo convertir ese magma en roca otra vez, como suele ocurrir normalmente en la
naturaleza. En vez de eso, el agua hirvió y se evaporó; era como si el líquido elemento
retrocediera espantado ante lo que ahora se hallaba en sus profundidades. Las piedras
siguieron estremeciéndose y vibrando a medida que iban perdiendo su forma original y
se licuaban; su calor era tan intenso que incluso los chamanes que las controlaban se
vieron obligados a volver su rostro o dar un paso atrás.

Un portal emergió de una de las rocas. Luego, otro más… y otro… y otro más.
En las demás rocas sucedió lo mismo. Los portales se fueron acortando y volviéndose
más densos, hasta que de ellos brotaron unos dedos. Entonces, una cabeza emergió de
su parte superior y una boca se abrió de par en par. Unos ojos diminutos y brillantes se
abrieron y miraron a su alrededor. Tras contemplar su cuerpo rocoso, posaron su mirada

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sobre los chamanes que controlaban esos cuerpos. De repente, una de esas criaturas
gruñó, se volvió lentamente e hizo ademán de coger a un orco embutido en cuero negro
que, súbitamente, alzó una mano autoritaria. El gigante fundido se encogió de miedo,
mascullando algo y, sin más dilación, avanzó dispuesto a obedecer.

Incluso los orcos, que se esperaban algo así, parecieron sobrecogidos ante esa
presencia. Más les vale, pensó Malkorok.
—¡Miembros de la Alianza! —exclamó el orco Blackrock—. ¡Contemplen el
poder que domina Garrosh Hellscream! ¡Contemplenlo, tiemblan y mueran!

***

Baine repelió con su maza el ataque de dos soldados armados con picas. A su
alrededor, podía escuchar el fragor de la batalla: el crepitar de las armas de fuego, las
detonaciones de los cañones, el silbido de las flechas y, por encima de todo, los gritos
de la Horda y la Alianza al luchar, matar y morir. Uno de los soldados se abalanzó sobre
él. Baine reaccionó con más celeridad de la que había esperado su enemigo, de modo
que la pica sólo hendió el aire. Baine le propinó tal mazazo al humano mientras éste se
tambaleaba que lo acabó tirando al suelo. Entonces, el otro soldado del Fuerte del Norte
pensó que el tauren había bajado la guardia y atacó. La maza del gran jefe tauren quebró
la punta de la pica como si fuera una ramita y, al volver hacia atrás, aplastó el cráneo
del humano como si fuera una bellota.

Baine negó con la cabeza, pues lo dominaba el remordimiento. Al menos,


habían sufrido una muerte rápida.
Fue entonces cuando algo cambió en aquel estruendo. Un nuevo ruido se sumó
al resto: un profundo bramido de ira; era como si la misma tierra tuviera voz y estuviera
gritando. Baine estiró las orejas de inmediato y volvió la cabeza hacia la fuente de ese
sonido. Abrió los ojos estupefacto. Aunque, antes de que pudiera pronunciar palabra
alguna, se oyó otra voz, muy potente y teñida de una justa indignación.

—¡En nombre de la Madre Tierra! —gritó Kador Cloudsong—. ¡Garrosh! ¿Qué


has hecho?
—¿Qué son esas… cosas? —preguntó Baine.

Kador se volvió hacia él con el pelaje erizado de furia.

—Son gigantes fundidos —contestó—. Unos elementales de fuego que no


cooperan voluntariamente con los chamanes, a los que hay que obligar a obedecer. A la
Madre Tierra la enfurece que se utilice a sus hijos de esta forma. El Anillo de la Tierra

100
ha prohibido tales prácticas, pues temen que podrían causar aún más inestabilidad en el
seno de la tierra.

—Como sucedió en el Cataclismo —murmuró Baine.

Los gigantes fundidos estaban haciendo honor a su nombre y parecían disfrutar


de la amplia destrucción que estaban causando. Iban de aquí para allá, destacando por
su tamaño por encima de los miembros de la Horda y la Alianza, agitando los brazos y
destrozando todo cuanto tuviera la mala fortuna de hallarse a su paso.

Baine ya había visto demasiado.

—¡Retirada! —exclamó—. ¡Retirada! ¡Atrás, tauren de Mulgore!

Había cumplido con su palabra al traer a sus valientes a la batalla, los cuales
habían combatido con coraje. Si bien había cumplido la obligación que había contraído
con Garrosh, no estaba dispuesto a quedarse cruzado de brazos mientras uno solo de los
suyos moría por culpa de esos monstruos y de la estupidez y temeraria arrogancia del
Jefe de Guerra.

***

—¡Contemplen mi poder y mueran!

Ese grito animó a la Horda, cuya sed de sangre se intensificó, embriagados por
un júbilo extremo.

Los defensores de la Alianza, tal y como había predicho Garrosh, fueron


derrotados en ese preciso instante. Esa decena de monstruos de lava que se abalanzaban
ahora sobre ellos los había aterrorizado completamente. Muchos perecieron aplastados
por sus pisadas. Otros fallecieron al ser sepultados por las murallas que todavía
quedaban en pie, que fueron reducidas a escombros por unos golpes propinados a lo
loco.
—¡Manteneos firmes, soldados de la Alianza!

Ese grito provenía de una de las torres. Malkorok se rió levemente y alzó la
vista. Entonces divisó a un humano, ataviado con un casco de almirante, que intentaba
arengar a sus tropas de un modo desesperado y fútil. Pese a que ese humano se
comportaba como un necio, el orco Blackrock no pudo evitar sentir un cierto respeto
por ese desgraciado ser. Al menos, moriría de un modo honorable.

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No obstante, la mayoría de los hombres que se hallaban bajo su mando estaban
huyendo. Malkorok no les podía reprochar nada. Al fin y al cabo, ésa era la reacción
que Garrosh había querido provocar.

La mayoría de ellos, presa de un terror extremo, habían soltado o abandonado


sus armas y habían huido corriendo en busca de la seguridad que les brindaba el agua o
las colinas. En cualquier sitio iban a estar más seguros que ahí, donde les aguardaba una
muerte segura impartida por unas criaturas compuestas de roca fundida y puro odio. Los
soldados que huían eran una presa fácil para los combatientes de la Horda, que los
esperaban en todas las salidas. Sí, era muy fácil. Si alguno de ellos logra sobrevivir;
pensó Malkorok, podrá considerarse uno de los seres más afortunados de este mundo.

El orco Blackrock prosiguió cargando contra los soldados de la Alianza que


intentaban escapar. Estaban tan asustados que eran incapaces de luchar como era
debido, por lo que pudo acabar con ellos con suma rapidez. Unos momentos después, se
percató de que en aquella zona la lucha había concluido. Hasta donde le alcanzaba la
vista, todos los miembros de la Alianza yacían muy quietos. Miró a su alrededor, con
los ojos entornados, en busca de algún rincón donde continuara la lucha. Pero ya no
quedaba ninguno. Aun así, los gigantes fundidos proseguían su marcha, bramando y
destrozando lo poco que quedaba en pie de las murallas, aplastando los poderosos
cañones y otras máquinas de guerra como si estuvieran hechos de frágil madera.

Malkorok observó a Garrosh, que se hallaba de pie sobre el cadáver de un


huargen, cuya cabeza yacía a un metro de distancia del resto del cuerpo y cuyos rasgos
lupinos se habían congelado para siempre en un gruñido inmutable, a pesar de que sus
ojos muy abiertos transmitían un miedo terrible. El Jefe de Guerra, que tenía la cara y el
cuerpo cubiertos de sangre, se giró hacia el orco Blackrock y una sonrisa feroz se dibujó
entre sus colmillos.

—¿Y bien? —inquirió Garrosh.

—¡Hemos ganado, Jefe de Guerra! —Respondió Malkorok—. De la Alianza ya


sólo quedan cadáveres.
La sonrisa de Garrosh se volvió más amplia. El líder de la Horda echó la cabeza
hacia atrás y profirió un potente aullido triunfal.
—¡La Horda ha triunfado! ¡La Horda ha triunfado!

El grito se repitió y prendió mecha entre las tropas como un fuego fuera de
control. Malkorok se percató de que los gigantes fundidos aminoraban su marcha y, por
último, se detenían del todo. Entonces, se dio cuenta de que los siniestros chamanes que

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los habían invocado también habían escuchado esos alegres gritos de triunfo, por lo que
habían decidido enviar a esos elementales de vuelta a la tierra, al lugar del que
procedían.

O, al menos, lo intentaban.

Al parecer, los gigantes fundidos se negaban a desintegrarse. Giraron


lentamente sus cabecitas, donde anidaban unos relucientes ojos rojos, en busca de sus
«amos», sobre los que se abalanzaron gruñendo.

Malkorok y Garrosh buscaron con la mirada a esas siluetas ataviadas con


ropajes oscuros, que gesticulaban vigorosamente, casi de un modo frenético. Por un
momento, los elementales y los chamanes se vieron inmersos en una tremenda lucha de
voluntades. De repente, al unísono, los gigantes fundidos abrieron la boca y profirieron
un escalofriante chillido teñido de ira y derrota.

La misma tierra replicó ante su dolor.

El orco Blackrock notó que la tierra bajo sus pies temblaba; al principio,
levemente; luego, con mucha más intensidad. Alarmado, miró a su alrededor, pero no
vio refugio alguno. Ahí, donde hasta hace poco se había alzado una fortaleza, sólo había
cadáveres, armas y escombros. Unos gritos de advertencia se escucharon por doquier
mientras muchos perdían el equilibrio y caían al suelo estrepitosamente o se aferraban a
la tierra a pesar de que ahora era el enemigo. De repente, unos nubarrones oscuros
cubrieron el cielo. Un relámpago centelleó, seguido inmediatamente por un trueno
ensordecedor.

Las bocas abiertas de los gigantes fundidos se hicieron más y más grandes, al
mismo tiempo que sus cabezas y hombros se derretían y disolvían. Esos seres
elementales perdieron toda su cohesión y sus miembros volvieron a transformarse en
una sola masa informe. Se enfriaron y su color se desvaneció; primero, se tomaron rojos
oscuros; después, marrones. De ese modo, los elementales se fueron encogiendo hasta
adoptar su forma original, la de unas meras rocas, nada más.
La tierra se agitó y estremeció una última vez y, a continuación, reinó la
quietud. El silencio fue como un bálsamo para los oídos de Malkorok, que habían
sufrido una agonía con tanto estrépito. Los miembros de la Horda que habían caído se
pusieron en pie con gran cautela. Entonces, una vez más, los vítores se oyeron por todas
partes.

103
—No sólo hemos derrotado a la Alianza —proclamó Garrosh, a la vez que se
colocaba junto a Malkorok y le daba una palmadita en la espalda—, ¡sino que hemos
demostrado nuestro dominio de los elementos!

—Lo que has demostrado —replicó alguien que poseía una voz profunda y
atronadora, gélida y furiosa— ¡es que eres un temerario, Garrosh Hellscream!

Ambos orcos se giraron para contemplar a Baine Bloodhoof y a uno de sus


chamanes. El tauren iba ataviado de pies a cabeza para el combate y llevaba la cara
pintada, pero no con pinturas de guerra. Su armadura estaba salpicada de sangre. Y no
parecía gozar de la victoria.

Baine prosiguió hablando.

—Kador Cloudsong me ha dicho que el Anillo de la Tierra ha prohibido


específicamente practicar la clase de magia que acabas de utilizar aquí, Hellscream.

Malkorok frunció el ceño.

—Dirígete a él como «Jefe de Guerra» —le espetó el orco de Blackrock en voz


baja.
—Muy bien. Jefe de Guerra —replicó Baine—, tu decisión de utilizar a estos…
¡estos gigantes fundidos es una ofensa tanto para la Madre Tierra como para la Horda a
la que afirmas liderar! ¿Acaso no entiendes lo que estás haciendo? ¿Acaso no percibes
que la misma tierra está enfurecida? Podrías provocar un segundo Cataclismo. Por los
ancestros, ¿no aprendiste nada del primero?

—¡He utilizado el Cataclismo en nuestro provecho! —Gritó Garrosh—. Éste…


— en ese momento, dio un golpecito con un dedo a unos escombros que habían
formado parte del Fuerte del Norte— ¡éste es el primer paso hacia la conquista
completa y total de este continente! Theramore será la siguiente en caer… ¡y emplearé
cualquier medio que sea necesario para alcanzar esa meta, tauren!

—No vas a poner en peligro…

Malkorok agarró del brazo a Baine y alzó la cabeza para enfrentarse cara a cara
altauren.

—¡Cállate! ¡Sirves al Jefe de Guerra, Baine Bloodhoof! ¿Acaso te atreves a


insultarlo? Dime ¿lo estás insultando? ¡Porque, si es así, te desafío a un mak’gora!

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El furioso orco estaba rezando por dentro para que el tauren aceptase el desafío.
Este Bloodhoof, al igual que su padre antes que él, había sido un tremendo quebradero
de cabeza para los orcos. Los tauren, en general, eran muy blandos y demasiado
pacíficos; además, los Bloodhoof eran los peores. Malkorok consideraba que la muerte
de Cairne había sido muy positiva para todos, a pesar de cómo se había producido. Así
que consideraba que seria un honor acabar con la misera existencia de Baine Bloodhoof
para alegría de Garrosh.
Un destello de furia pudo adivinarse en los ojos de Baine, quien respondió con
un hilo de voz.
—Hoy he perdido a muchos valientes por obedecer al Jefe de Guerra. Y no
deseo que se pierdan más vidas de la Horda innecesariamente. —Entonces, se volvió
hacia Garrosh—. Como bien sabes, Jefe de Guerra, sólo expreso mi preocupación por
las consecuencias que podrían tener estos actos en el futuro.

Garrosh asintió.

—Aprecio tu… preocupación, pero es injustificada. Sé perfectamente qué estoy


haciendo. Sé qué clase de poder pueden manejar mis chamanes. Son mis métodos, jefe.
Mi próximo paso será marchar sobre Theramore. Una vez ahí, cortaré las líneas de
suministros con las que la Alianza abastece a Kalimdor y destruiré a esa zorra de
Proudmoore, que confunde la diplomacia con meterse donde nadie la llama. Tengo
grandes planes para el Bastión Feathermoon, Teldrassil, el Claro de Luna y Lor’danel…
todos esos lugares caerán. Y, entonces, ya verás. Ya verás cómo serán las cosas —se
echó a reír—. Entonces, aceptaré tus disculpas cortésmente. Pero hasta entonces… —
en ese momento, Garrosh volvió a adoptar una actitud seria—. No volverás a
comentarme ninguna de tus «preocupaciones». ¿Me has entendido?

Baine agachó las orejas a la vez que se le hinchaban las fosas nasales.

—Sí, Jefe de Guerra. Te has expresado con suma claridad.

Acto seguido, Malkorok observó cómo el tauren se marchaba.

***

Baine se sintió como si tuviera el corazón envuelto en las llamas de la


indignación. Había tenido que realizar un gran esfuerzo para evitar estallar de furia
cuando Malkorok se había atrevido a retarlo. No temía que ese orco pudiera derrotarlo
pues, según lo que contaba todo el mundo, Cairne había ido ganando el combate contra
Garrosh hasta que el veneno de Magatha acabó con él. La sangre de su padre corría por

105
sus venas y, además, era joven. No, no había aceptado el desafío porque era imposible
que pudiera ganar. Volverían a utilizar veneno, aunque esta vez lo disimularían mejor.
O, si por un casual lograra matar a Malkorok, le tenderían después una emboscada al
abrigo de las sombras. Entonces, ¿qué sería de su pueblo?

Todavía no contaba con un claro sucesor. Además, Garrosh se cercioraría de


algún modo de que eligieran a un tauren que pensara de un modo parecido a él… o que
pudiera ser persuadido para pensar de tal modo.

No. Su pueblo necesitaba que siguiera vivo. Por eso, Baine iba a hacer lo que le
ordenaban que debía hacer. Sólo lo que le ordenaban hacer exactamente, ni más ni
menos. Y, cuando la situación le estallara en la cara a ese monstruo tatuado de Garrosh,
como seguramente ocurriría, Baine, Vol’jin y otra gente con más cabeza estarían ahí
preparados para recoger los pedazos y proteger a la Horda; o lo que hubiera quedado de
ella, cuando menos.

No obstante, Baine Bloodhoof no estaba totalmente atado de pies y manos. La


idea que había ido cobrando forma en su cabeza mientras marchaba hacia el Fuerte del
Norte ya había madurado. El hecho de haber visto cómo Garrosh manipulaba sin
pensar, temeraria y egoístamente, a los elementos en pos de su gloria personal había
confirmado a nivel racional lo que sabía hacía tiempo a nivel intuitivo y emocional que
era el camino correcto.

Había dado orden a los tauren que comandaba de que se ocuparan de los
cuerpos de los caídos y de que éstos fueran despedidos con los ritos funerarios
adecuados. Asimismo, había dado instrucciones a los suyos de que no mancillaran los
cadáveres de la Alianza, pues tales desprecios desagradaban a la Madre Tierra, que
amaba a todos sus hijos. Sin embargo, no se quedó para los funerales, sino que dejó esa
responsabilidad en las capaces manos de Kador.

Se retiró a su tipi de viaje, dispuesto a poner su plan en marcha. Antes de alzar


la portezuela, observó todo cuanto lo rodeaba con sumo detenimiento. Nadie observaba.
Entonces, le dijo a un joven Proudmoore que hacía guardia:

—Dile a Perith Stormhoof que venga. Tengo que encomendarle una misión muy
importante.

106
CAPÍTULO NUEVE
— T enemos que ser capaces de hallar una solución —dijo Jaina, con un

tono de voz teñido de furia; una emoción que rara vez experimentaba—. Contamos con
un dragón Azul, con dos magos extremadamente talentosos y con una aprendiza muy
intuitiva. Además, el Kirin Tor está a nuestra disposición.

Se pasó la mano por su pelo rubio mientras intentaba controlar esa emoción que
amenazaba con nublarle el juicio. No se podía permitir el lujo de dejarse llevar por la ira
o la irritación. Tenía que pensar.

—Lady Jaina, simplemente, no hay ningún conjuro recogido en ningún lado


que permita esconder un objeto mágico a un mago superior —replicó Kinndy—.
Debemos dar por sentado que Kalecgos, aquí presente, supera a cualquier mago que
pertenezca a cualquiera de las razas de corta vida de Azeroth. Por otro lado, y no te
lo tomes a mal, resulta muy difícil quedarse aquí sentado a pensar y cavilar, con los
brazos cruzados, ¡cuando el Fuerte del Norte podría estar cayendo ante la Horda en
estos mismos momentos!

—No pretendo insinuar que exageras al mostrarte tan preocupada, Kinndy —


señaló Kalecgos— pero, si no recuperamos el Iris de enfoque, este mundo sufrirá tal
destrucción que la caída del Fuerte del Norte será tan importante como que a alguien le
hayan comido un peón en una partida de ajedrez.

Kinndy frunció el ceño y apartó la mirada.

—Estamos todos muy distraídos —comentó Jaina, obligándose a serenarse—.


Pero Kalec tiene razón. Cuanto antes descubramos cómo esos ladrones son capaces de
esconder el Iris de enfoque de Kalec, a pesar de que éste posee unas percepciones
especiales, más a salvo estaremos todos.

107
Kinndy asintió.

—Lo sé, lo sé —dijo—. Pero… resulta tan difícil.

Jaina observó con detenimiento a su aprendiza y pensó en la última vez en que


había visto a Antonidas, que fue su maestro en su día. Recordó que estaban en su
acogedor y desorganizado estudio y le había pedido (más bien, implorado) que la dejara
quedarse para ayudarlo a defender a Dalaran del ataque de Arthas Menethil, quien se
encontraba ya frente a las murallas de la ciudad gritando mofas y burlas que herían a
Jaina como si fueran flechas de verdad. Recordó lo desesperadamente que deseó poder
quedarse a proteger a la hermosa ciudad de los magos… y lo doloroso que había
resultado saber que Arthas, su Arthas, era quien la amenazaba. No obstante, Antonidas
se había negado a que su pupila permaneciera en la ciudad.
—Tienes otras obligaciones que cumplir —le había dicho—. Vete y protege a
aquéllos a los que has prometido defender, Jaina Proudmoore. Aquí, una maga más o
menos… no supondrá una gran diferencia.

Sin embargo, ahora, Jaina no albergaba ninguna duda de que ella y Kalec
podrían marcar una gran diferencia en el Fuerte del Norte… si llegaban a tiempo. Pero,
aunque lo hicieran, luego ¿qué? Cada minuto que pasaba era trascendental. Seguían sin
saber quién tenía esa maldita reliquia ni cuáles eran sus planes. Por tanto, así como en
su momento lo correcto había sido abandonar a Antonidas para que muriera y Dalaran
para que ésta cayera, por muy dolorosa que hubiera sido esa decisión, ahora tenía que
creer que quedándose ahí para dar con el Iris estaba haciendo lo correcto.

Jaina notó que estaba a punto de derramar unas lágrimas, a pesar de que había
transcurrido mucho tiempo desde aquellos eventos. Se inclinó hacia delante y le dio un
apretón en la mano a Kinndy.

—Aprender a tomar decisiones difíciles forma parte del proceso de aprendizaje


de una maga, pues debe asumir la gran responsabilidad que eso conlleva. Comprendo
perfectamente cómo te sientes, Kinndy. Pero te aseguro que estamos donde tenemos
que estar.

Kinndy asintió. La gnomo se sentía muy fatigada, como todos. Llevaba su pelo
rosa recogido, aunque un tanto alborotado, y unas profundas ojeras enmarcaban sus
grandes ojos. Tervosh parecía mucho mayor de lo que realmente era. Incluso Kalec
tenía mala cara; tenía los labios tan fruncidos que apenas conformaban una fina línea en
su semblante. Jaina no quería ni pensar en qué aspecto tendría ella misma. Procuraba
evitar los espejos.

108
Frunció el ceño al examinar otro pergamino más. Entonces, súbitamente, lo dejó
sobre la mesa y miró a los demás.
—Kinndy tiene razón. No hay constancia por escrito de ningún conjuro que
pueda hacer lo que ese ladrón está haciendo. Aunque, obviamente, alguien ha dado con
la manera de lograrlo, porque eso es justo lo que está ocurriendo. Alguien está
escondiendo esa reliquia de Kalecgos a sus percepciones. ¡Pero me niego a creer que no
podamos resolver este problema! —En ese instante, dio un fuerte puñetazo en la mesa y
todos la miraron sobresaltados. Jaina nunca antes había sufrido tales arrebatos de ira—.
Si supiéramos qué hechizo han utilizado, o pudiéramos adivinar de qué clase se trata,
podríamos contrarrestarlo de alguna manera.
—Pero… —acertó a decir Kinndy, quien se mordió la lengua en cuanto Jaina la
fulminó con la mirada.

—Nada de peros. Ni excusas.

Ninguno de ellos sabía qué responder. Kalecgos la observaba con curiosidad,


aunque se atisbaba que estaba preocupado por la forma en que fruncía levemente los
labios. Una vez más, Jaina intentó serenarse.

—Lamento haber alzado la voz. Pero estoy segura… segurísima… ¡de que
hallaremos la forma de solucionar esto!
Kinndy se levantó y sirvió a los demás, que permanecieron sentados, un poco de
té. Al final, Kalecgos quebró el silencio y habló con un tono de voz inseguro y
titubeante.

—Estamos de acuerdo en que no existe ningún conjuro conocido capaz de


esconder un objeto de tal poder de un mago tan poderoso como yo. Sobre todo de mí,
que tengo un vínculo especial con el Iris de enfoque —aseveró.

Jaina dio un sorbo a su té, dejando así que ese aroma y ese sabor tan familiares
la tranquilizaran. Después, asintió para que el dragón prosiguiera hablando.
—Así que la conclusión es que anda suelto un mago por ahí lo bastante listo
como para confeccionar tal encantamiento o… que en realidad está ocurriendo otra
cosa.

—¿¡Qué quieres decir con que «en realidad está ocurriendo otra cosa»!? —gritó
Kinndy con una voz muy aguda—. ¡Eso es precisamente lo que está sucediendo!
Jaina alzó una mano, que le temblaba un poco… debido a que la llama de la
esperanza se había reavivado en ella.

109
—Espera un momento —dijo—. Kalec… creo que sé a qué te refieres.

El dragón sonrió, feliz y radiante.

—Sabía que lo entenderías.

—En realidad, no está escondido —explicó Jaina, animada por las palabras de
Kalec. Mientras el dragón hablaba, había ido sacando algunas conclusiones. Entonces,
se puso en pie y se puso a andar de un lado a otro—. Creemos que lo está porque no
podemos percibirlo.

—Y no podemos percibirlo porque no es lo que estamos buscando —apostilló


Kalec—. ¡Eso es!
—¿Alguno de ustedes quiere tomarse la molestia de iluminarnos a los pobres
mortales? —Inquirió Tervosh bruscamente, al mismo tiempo que empujaba su silla
hacia atrás, de tal modo que sus dos patas frontales ya no tocaban el suelo—. No
entiendo nada de nada.

Jaina se volvió hacia él.

—¿Qué fuiste en el último Halloween? —preguntó.

La maga sintió una punzada de nostalgia al recordar un Halloween en particular.


Arthas la había invitado a Lordaeron para la tradicional quema del hombre de mimbre.
Se suponía que al quemar esa efigie se «quemaban» metafóricamente todas las cosas de
las que deseaban librarse los que presenciaban el evento. La maga había prendido fuego
al hombre de mimbre con un conjuro para gozo de los allí presentes. Más tarde, esa
misma noche, Jaina tuvo la sensación de que entre Arthas y ella había una magia muy
especial. A la luz de las llamas del hombre de mimbre, Jaina le había agarrado a Arthas
la mano y lo había llevado a la cama, donde habían hecho el amor.

—¿Dis-disculpa? —replicó Tervosh, mirándola como si se hubiera vuelto loca.


Jaina dejó de pensar en el pasado y volvió de inmediato al presente, así como a
enfrentarse al problema que estaban a punto de resolver.

—¿En qué te convertiste para acudir a las celebraciones? —le preguntó al otro
mago.
Tervosh abrió los ojos como platos al comprender por fin lo que quería decirle.
Se inclinó hacia delante y las patas de la silla impactaron contra el suelo con un golpe
sordo.

110
—Utilicé una vulgar varita que me transformó en pirata con un estúpido hechizo
—respondió.
—Si uno intenta percibir una cosa que se manifiesta como si fuera algo distinto,
es lógico que no la detecte. Ese «estúpido hechizo» del que hablas es más que suficiente
como para confundirme y que no pueda rastrear el Iris de enfoque — explicó Kalecgos,
cuya mirada se tornó distante, aunque luego sonrió ampliamente—. O al menos… ¡no
podía hacerlo hasta ahora!

—¡Pero ahora sí! —exclamó Kinndy embargada por la emoción.

El dragón asintió.

—Sí y no. Aparece y desaparece.

—Quienquiera que haya lanzado ese estúpido hechizo sobre la reliquia sabe que
debe cambiar su aspecto de vez en cuando para que siga funcionando —afirmó Jaina.

—¡Eso es! —gritó Kalec, quien se había puesto en pie mientras conversaban y
ahora recortaba la distancia que lo separaba de la maga dando tres Zancadas.

Jaina pensó que la iba a abrazar, pero el dragón se limitó a cogerla de ambas
manos y darle un fuerte apretón. Las manos de Kalec eran cálidas, fuertes y
reconfortantes.

—Jaina, eres brillante —aseveró.

La maga se ruborizó.

—Sólo he seguido tu razonamiento —replicó.

—Únicamente tenía una idea vaga sobre lo que ocurría —señaló—. Pero tú has
dado con la respuesta precisa y con el modo de rasgar el velo de ese espejismo. Ahora
que ya sé dónde se encuentra, he de marcharme. —Entonces, titubeó—. Sé que les
preocupa mucho el Fuerte del Norte, pero… por favor, quedense aquí. Si bien puedo
localizar el Iris de enfoque, aún no lo he recuperado. Podría necesitar su ayuda para
lograrlo.

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Jaina pensó pesarosa en lo que podría estar sucediendo (o en lo que podría haber
sucedido ya) en el Fuerte del Norte. Se mordió el labio por un momento y, acto seguido,
asintió.

—Me quedaré —dijo.

El dragón se llevó las manos de la maga a los labios y se las besó.

—Gracias. Sé que esto es muy difícil para todos.

—Buena suerte, Kalecgos —le deseó Tewosh.

—Espero que des con ello lo antes posible —añadió Kinndy.

—Gracias. Sin duda alguna, ahora tengo muchas más posibilidades de hallarlo.

Me habéis sido de gran ayuda. Espero poder traeros buenas noticias en breve.

Jaina lo siguió mientras abandonaba la estancia. Pese a que no cruzaron ni una


palabra mientras descendían por la sinuosa escalera que llevaba hasta la parte inferior
de la torre, ninguno se sintió incómodo por ese silencio. Kalec salió a la soleada calle y,
entonces, se volvió una vez más hacia Jaina.

—Lo encontrarás —afirmó Jaina con firmeza.

Kalec sonrió levemente.

—Lo dices con tanta confianza que seguro que lo haré —replicó.

—Ten cuidado —le dijo y, al instante, se sintió muy tonta. Él era un dragón y,
además, no un dragón cualquiera, sino un antiguo Aspecto. ¿Acaso había algo en todo
el continente que pudiera suponer una amenaza para él? Entonces, pensó en los
dragones que habían sido asesinados durante el robo del Iris de enfoque. De repente
consideró que, al fin y al cabo, su preocupación estaba más que justificada.
—Lo tendré —respondió con suma seriedad. Aunque, acto seguido, esbozó una
amplia sonrisa—. Volveré para degustar más de esas deliciosas galletitas que sirves con
el té.

Jaina se rió. El dragón permaneció quieto un instante más (aunque la maga no


estaba segura de por qué) y, a continuación, hizo una reverencia y se apartó de ella.

112
Jaina se quedó boquiabierta al verlo transformarse con tanta celeridad. Donde
antes había un apuesto semielfo, ahora, súbitamente, se hallaba un enorme dragón Azul,
no menos bello a su manera, así como igual de poderoso e incluso un tanto aterrador.
No obstante, definirlo como «azul» era todo un insulto a tenor de la vasta gama de
colores de sus escamas, donde se combinaban el azul celeste, el azul cobalto, el azul
cerúleo e incluso la leve tonalidad azulada del hielo. Entonces, flexionó sus poderosas
alas; sin duda alguna, disfrutaba de esa sensación tras haber mantenido su forma
semiélfica tanto tiempo. Ese coloso era hermoso, letal, peligroso y glorioso… todo a la
vez. Jaina palideció de repente al ser consciente de que alguna vez se había dirigido a él
de muy malas maneras.

El dragón no podía leerle los pensamientos a la maga, aunque tal vez no le


hiciera falta. Entonces, Kalecgos movió una cola cubierta de unos pinchos que parecían
témpanos de hielo; giró su descomunal cabeza, adornada con cuernos, y su sinuoso
cuello; y su mirada se cruzó con la de Jaina, quien no podía dejar de mirarlo.
En ese momento, le guiñó un ojo a la maga. Era Kalecgos, el poderoso dragón,
el antiguo Aspecto, sí. Pero también era Kalec, su divertido y visionario amigo que le
había enseñado la verdadera belleza y magnificencia de lo Arcano.

Entonces, el sobrecogimiento con que Jaina lo había contemplado desapareció,


cual copo de nieve bajo la luz del sol. La maga sintió cómo la tensión abandonaba su
ser, como si estuviera quitándose de encima una capa muy pesada. Le sonrió y se
despidió. El dragón hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y, a continuación, miró
al cielo. Movió sus gargantuescos pies y, como si se tratara de un gato gigantesco, se
preparó para saltar.

Al instante, Kalecgos estaba volando, batiendo sus alas y generando así una leve
brisa. Ascendió con rapidez y determinación. Jaina se protegió los ojos del sol mientras
observaba cómo subía más y más hasta convertirse en una simple mota en el
firmamento y, por último, desaparecer.

Se quedó ahí un momento más. Luego, se volvió y entró en la fortaleza,


preguntándose por qué se sentía ahora tan extrañamente sola y como si le faltara algo.

Disfraces de Halloween, lo que hay que ver.

113
Kalecgos resopló mientras volaba. No podía evitar estar enfadado consigo
mismo porque se le hubiera pasado por alto algo tan sencillo. No obstante, Jaina se
había dado cuenta de lo que pasaba al pensar en un conjuro que solía utilizarse en una
celebración que no existía en su cultura. Halloween no era una festividad de los
dragones; además, esas enormes criaturas no estaban acostumbradas a disfrazarse…
aunque, bueno, solían adoptar formas bípedas, claro está, pero esas encarnaciones eran
meras manifestaciones de su verdadero ser. No eran una mera ilusión o engaño.

¿O si lo eran? Después de todo, algunos dragones sí que se valían de su


capacidad de cambiar su aspecto para mezclarse con las razas jóvenes sin llamar la
atención. Por tanto, se podía considerar, de un modo un tanto injusto, como un truco.
No obstante, Kalecgos nunca había sentido que estuviera disfrazado cuando era
«Kalec». Simplemente, era… él mismo, pero con un aspecto distinto.

El hecho de que las razas jóvenes tendieran a emplear la magia tan a la ligera
resultaba muy desconcertante. No obstante, incluso a Jaina, que estaba tan familiarizada
con tales insustancialidades mágicas, le había costado dar con la respuesta. Ése era un
ejemplo más de por qué, en este nuevo mundo que había logrado esquivar la Hora del
Crepúsculo, los dragones debían prestar atención a lo que antes habían desdeñado como
meras frivolidades.

Ahora que sabía qué estaba ocurriendo, tal y como le había comentado a Jaina,
era capaz de percibir al Iris de enfoque al «buscar» lo que realmente era, no lo que sus
captores querían que fuese; al centrarse en la verdadera esencia Arcana de la reliquia y
no en el «disfraz» que «portaba». Aun así, Kalecgos seguía sin percibirla con la misma
intensidad que antes de que desapareciera. Pero estaba ahí, como un tenue aroma que
revoloteaba por su mente. No obstante, todavía había momentos (muy largos) en los que
parecía que desaparecía de nuevo. En esos instantes, Kalecgos hacía gala de la
paciencia propia de su raza y se limitaba a flotar en el aire, confiando en que el Iris de
enfoque volvería a reaparecer ahora que sabía por fin qué buscar y cómo hacerlo.

Una cosa que lo desconcertaba y preocupaba al mismo tiempo era la velocidad a


la que ese maldito objeto estaba viajando. Parecía… volar a una velocidad que era
imposible para cualquiera de las razas jóvenes. ¿Cómo era posible tal cosa? ¿Quién era
capaz de algo así? Si pudiera hallar la respuesta, resolvería ese gran misterio.
Había una cuestión, cautivadora y desoladora a su vez, que había ido cobrando
forma en su mente: ¿habría sido capaz de hallar el Iris de enfoque más rápidamente si
todavía poseyera el poder de un Aspecto?

114
Negó con la cabeza, presa de la furia. Ése era un sendero muy peligroso que
recorrer, uno que sólo podía desembocar en la desesperanza. Plantearse «qué hubiera
pasado si…» no tenía cabida, pues era el heraldo del fracaso absoluto, disfrazado de
mera quimera. Las cosas eran como eran e iba a necesitar toda su sabiduría, buen juicio
y confianza para poder evitar el desastre.

Para su sorpresa, Jaina se dio cuenta de que añoraba a Kalec. El dragón nunca
había desdeñado inadecuadamente la gravedad de la situación (de hecho, él más que
nadie debía soportar la pesada carga de localizar el Iris de enfoque, ya que esa reliquia
pertenecía a su Vuelo), pero era capaz de tomarse con un cierto ánimo y valor una
misión que, por otro lado, era tenebrosa y aterradora. Era ingenioso y rápido
mentalmente, de modales atentos y educados, y poseía una gran intuición. Daba la
impresión de que sabía exactamente cuándo debía sugerir un descanso o cuando había
que insistir para dar con una solución, cuando había que optar por un nuevo enfoque o
buscar una nueva manera de pensar, todo esto había animado a los cuatro a seguir a
pesar de tenerlo todo en contra.

Además, tenía que admitir que, bajo su forma semiélfica, era bastante agradable
a la vista. Se percató levemente sorprendida de que había pasado mucho tiempo desde
la última vez que se había permitido el lujo de gozar de las cosas sencillas de la vida,
como una buena compañía masculina y una conversación tranquila. Y había
transcurrido aún más tiempo si cabe desde la última vez que se había sentido…
bueno… lo bastante a salvo como para abrirse a otra persona y ofrecerse a colaborar
con ella de un modo tan entregado. Jaina había aprendido por las malas que, si uno
quería ser un buen diplomático, nunca debía bajar la guardia ni mostrarse vulnerable. Si
bien un diplomático podía demostrar su confianza en otros mediante ciertos gestos y
trabajar con sinceridad en pos de lo mejor para todos, no podía permitirse el lujo de
mostrarse, o ser, vulnerable, pues eso suponía perderlo todo. Cuando Arthas sucumbió a
la tentación de las tinieblas, Jaina creyó que lo había perdido todo pero, con el paso del
tiempo, se dio cuenta de que eso no era así; no obstante, desde entonces, siempre se
había mantenido con la guardia alta, como diplomática y como persona.

Tenía claro que se había mostrado vulnerable ante Kalecgos. El dragón parecía
suscitar esa reacción en ella sin ser plenamente consciente de ello. Qué extraño, pensó,
curvando sus labios para formar una sonrisa ante lo irónico de la situación, me siento
segura con un dragón. No obstante, también se había sentido muy segura con Go’el (un
orco, por amor de la Luz, que encima fue el Jefe de Guerra de la Horda), aunque nunca
se había permitido el lujo de mostrarse tan totalmente vulnerable ante él.

115
Pese a que albergaba la esperanza de que Kalec sería capaz de localizar el Iris de
enfoque ahora que podía volver a identificarlo como era debido, todavía había mucho
que hacer por si acaso el rastro volvía a enfriarse. Tervosh estaba investigando conjuros
de confinamiento a distancia y Kinndy había regresado a Dalaran para rebuscar
pergaminos en un baúl que se encontraba guardado en uno de los rincones más
recónditos de la biblioteca.

—Muérete de envidia —le había dicho la gnomo a Jaina cuando habían hablado
a través del espejo—. Hay polvo por todas partes.
Mientras tanto, de un modo más pragmático y menos esperanzador, Jaina,
Tervosh y Pained estaban estudiando las diversas maneras, tanto mágicas como
mundanas, de evacuar las ciudades más importantes de la Alianza, en caso de que los
ladrones decidieran atacar con el Iris de enfoque. Jaina se había preguntado en voz alta
si debía avisar a la Horda, pero Pained le había dicho, tras lanzarle una mirada de
reprobación:

—Mi señora, no podemos descartar la posibilidad de que quienes robaron ese


objeto sean miembros de la Horda.
—Tampoco podemos descartar que sean miembros de la Alianza —había
replicado Jaina—. Ambas facciones dominan la magia, Pained. Kel’Thuzad fue
miembro del Kirin Tor. O tal vez podría tratarse de una raza totalmente distinta.
Kalimdor es un continente enorme.

—Bueno, limitémonos a tener presente que la Horda podría estar implicada de


algún modo en esto —sugirió Tervosh, quien estaba acostumbrado a mediar entre
ambas mujeres y a dar con una solución intermedia que complaciera a las dos—. Por si
acaso.

—Y, si atacan a la Horda, quizá podamos ganamos su confianza si les


ofrecemos ayuda rápidamente —apostilló Jaina, ejerciendo así su papel de diplomática.
Ante esas palabras, Pained había adoptado un gesto de contrariedad, pero no
había dicho nada.
Tras pasar mucho tiempo teniendo la sensación de que se estaba esforzando en
vano, sin tener ni idea de qué buscar o qué camino seguir, era todo un alivio poder idear
unos planes concretos, como las diversas estrategias de evacuación a aplicar en las
ciudades más importantes de Kalimdor. Jaina enseguida se sumió, de un modo casi
mecánico, en un estado mental dominado por la parte lógica y racional de su cerebro.
Kalec le había enseñado algo que ya sabía, pero que no era consciente de que lo sabía:
que la magia era pura matemática; que siempre hay una manera de que las cosas

116
encajen de un modo correcto y, si parece que no la hay, es porque aún no has dado con
la combinación adecuada.

La tarde dio paso a la noche. Tras pasar tantas noches despierta hasta altas horas
de la madrugada y tantos días levantándose muy pronto, Jaina agradeció el descanso. Se
metió en la cama en cuanto el sol se puso. Y, como estaba segura de que Kalec daría
con el Iris y de que sus problemas, al menos a ese respecto, pronto se resolverían, cayó
dormida enseguida.

—Mi señora.

Jaina estaba tan aturdida que tuvo la sensación de que esa voz apremiante
formaba parte de un sueño. Parpadeó al recuperar la consciencia y vio una silueta alta y
de orejas largas recortadas frente a la ventana.

—¿Pained? —murmuró.

—Ha venido un mensajero. Dice que hemos interceptado… —en ese instante, la
duda se adueñó de su tono de voz— a un miembro de la Horda que insiste en hablar
contigo.

Tras escuchar esas palabras, Jaina se despertó de inmediato. Abandonó la cama


y cogió una bata, al mismo tiempo que hacía un rápido gesto con el que encendió las
lámparas. Pained iba vestida con su armadura habitual.

—Dice que lo envían del Fuerte del Norte, donde la Alianza ha caído ante el
empuje de la Horda.
Jaina contuvo la respiración. Quizá debería haber ido al Fuerte del Norte
después de que Kalecgos se marchara. Suspiró amargamente y dijo:
—Es todo un alivio que quienquiera que diera con él no lo matara nada más
verlo. —Se aproximó a los guardias directamente —le explicó Pained—. Y trajo esto
como símbolo de que viene en son de paz. Les aseguró a los guardias que, en cuanto lo
reconocieras, querrías hablar con él. Los guardias pensaron que quizá mereciera la
pena comprobar si lo que decía era cierto.

Pained sostenía en su mano un bulto de tela blanca que le entregó a Jaina. Ésta
lo cogió y se percató enseguida de que era bastante pesado. Apartó la tela con
delicadeza y, al instante, se le desorbitaron los ojos.

117
Se trataba de una maza, de un objeto de gran belleza que, sin lugar a dudas,
habían forjado unos enanos. La cabeza era de plata y estaba ornamentada con unas
cintas de oro que se entrecruzaban. Contaba con unas pequeñas gemas incrustadas aquí
y allá, así como algunas runas.

Jaina la contempló embelesada por un momento y, a continuación, alzó la


mirada hacia Pained.
—Tráiganmelo —fue lo único que dijo.

Unos instantes después, el mensajero de la Horda (a quien Jaina ya no


consideraba un espía) entró en la estancia escoltado.
Era enorme, aunque gran parte de su cuerpo permanecía oculto bajo una capa
que lo cubría por entero, y les sacaba una gran altura a los guardias. Jaina tenía la
sensación de que, si ese coloso lo hubiera deseado, podría haber despachado a ambos
guardias en un abrir y cerrar de ojos. Sin embargo, había dejado que lo arrastraran sin
miramientos hasta esa habitación.

—Dejennos a solas —ordenó Jaina.

—Mi señora —replicó uno de los guardias—, ¿de verdad quiere que la dejemos
a solas con esta… criatura?
La maga fulminó con la mirada al guardia.

—Se ha presentado en son de paz, así que no te refieras a él de ese modo.

El guardia se ruborizó ligeramente. Acto seguido, ambos hicieron una


reverencia a su señora y se retiraron, cerrando las puertas del salón tras ellos.

Aquel ser descomunal se enderezó y una mano emergió de las profundidades de


esa capa para quitarse la capucha. Jaina se encontró entonces ante el semblante sereno y
orgulloso de un tauren.

—Lady Jaina Proudmoore —dijo, inclinando la cabeza—. Me llamo Perith


Stormhoof. Mi gran jefe me ordenó que me presentara ante ti y me pidió que te
entregara esta maza. Me dijo… que, gracias a ella, podría convencerte de que lo que
voy a contar es cierto.

Jaina aferró vigorosamente la maza.

118
—Reconocería a Fearbreaker en cualquier lugar y circunstancia —aseveró.
Entonces, recordó el momento en que ella, Baine Bloodhoof y Anduin

Wrynn se habían encontrado sentados en esa misma cámara. El príncipe


humano, conmovido por la reciente pérdida que había sufrido Baine y las dudas que
albergaba éste sobre si debía suceder en su puesto de jefe a su padre asesinado, había
ido corriendo a su habitación y había regresado con esa maza, que el rey Magni
Bronzebeard le había dado a Anduin en su día. A Jaina la emocionó que el muchacho se
la ofreciera a Baine pues, de ese modo, el hijo de un rey de la Alianza le regalaba al hijo
de un gran jefe de la Horda algo muy valioso y hermoso. En cuanto Baine aceptó el
regalo, Fearbreaker demostró que aceptaba a su nuevo dueño al relucir tenuemente en la
gigantesca mano del tauren.

—Mi señor sabía que lo harías. Lady Jaina… mi gran jefe te tiene en alta estima
y, en virtud del grato recuerdo que aún conserva de la noche en que le fue entregado
Fearbreaker, me ha enviado con esta advertencia. El Fuerte del Norte ha caído ante la
Horda —Perith no se regodeaba en esas palabras; en realidad, parecía triste y
taciturno—. De hecho, le apena sobremanera que esta victoria se haya logrado mediante
el uso de magia negra chamánica. Desprecia tales métodos; no obstante, para proteger a
su pueblo, Baine ha prometido que los tauren seguirán sirviendo a la Horda si ésta los
necesita. Desea que enfatice que, a veces, cumplir esa obligación no le produce gozo
alguno.

Jaina asintió.

—Estoy segura de que eso es así. Sin embargo, ha participado en un acto de


agresión a la Alianza. El Fuerte del Norte…
—Es sólo el comienzo —apostilló Perith, interrumpiéndola—. Hellscream
pretende conquistar mucho más que un mero fuerte.
—¿Qué?

—Su meta es, ni más ni menos, conquistar el continente —contestó Perith; esas
palabras sonaron despiadadas y horripilantes a pesar de ser pronunciadas por un sereno
tauren—. En breve, ordenará a la Horda que marche sobre Theramore. Y, hazme caso,
cuenta con gran cantidad de tropas. Teniendo en cuenta las actuales circunstancias,
seréis derrotados, sin duda.

Con esa afirmación no pretendía intimidarla. Simplemente, era una constatación


de los hechos franca y directa. Jaina tragó saliva con dificultad.

119
—Mi gran jefe todavía recuerda que lo ayudaste en su momento, por lo que me
ha pedido que te advierta de lo que sucede, pues no desea que todo esto te coja
desprevenida.

A Jaina la embargo la emoción ante tal gesto de nobleza.

—Tu gran jefe es un tauren realmente honorable —replicó, henchida de


emoción
—. Me siento orgullosa de que me tenga en tal alta estima. Le agradezco su oportuna
advertencia. Por favor, dile que, gracias a él, se salvarán muchas vidas inocentes.
—Lamenta que sólo pueda proporcionarte una advertencia, mi señora. Y… te
pide que, por favor, te quedes con Fearbreaker y se lo devuelvas a la persona que se lo
regaló tan generosamente. Baine cree que ya no debe hallarse por más tiempo en su
poder.
Jaina asintió, a pesar de que las lágrimas se asomaban a sus ojos. Había ansiado
tanto que aquella noche, que había tenido lugar tanto tiempo atrás, hubiera supuesto el
inicio de la sanación, del entendimiento, pero no había podido ser. Baine le estaba
diciendo con ese gesto, de un modo educado pero firme (como era habitual en él), hasta
dónde llegaba su amistad, pues no era ni nunca iba a ser un miembro de la Alianza.
Lucharía en el bando de la Horda. Y ella lo entendía. Era plenamente consciente de que
el pueblo tauren quedaría en una posición muy vulnerable si se levantaba contra
Garrosh y no les deseaba ningún mal.
—Me cercioraré de que Fearbreaker vuelva a hallarse en manos de su antiguo
dueño —le aseguró; y con esas sencillas palabras le transmitió la mezcla de
sentimientos que sentía en su corazón, todos sus matices y complejidades.

Perith era un excelente emisario. Entendió el mensaje e hizo una profunda


reverencia. Jaina se acercó al pequeño escritorio que estaba situado en el extremo más
lejano de la habitación. Buscó un pergamino, tinta, pluma y cera y escribió rápidamente
una breve nota. Esparció unos polvos sobre la tinta para secarla, dobló la misiva y luego
la lacró con cera roja y su sello personal. Se puso en pie y se la entregó al tauren.

—Con este salvoconducto podrás atravesar sano y salvo todo el territorio de la


Alianza. Con él, si te detienen, no te pasará nada.
El tauren se rió entre dientes.

—No me capturarán, pero aprecio tu preocupación.

—Y dile a tu noble gran jefe que me aseguraré de que no corra el rumor de que
un caminamillas tauren me ha visitado. A todo aquél que me pregunte le diré que me

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enteré de todo gracias a un explorador de la Alianza que logró escapar de la batalla. Y,
ahora, toma un refrigerio y regresa a salvo con los tuyos.

—Que la Madre Tierra te sonría, Lady Jaina —respondió Perith—. Ahora que te
he conocido, comprendo mejor por qué mi gran jefe ha tomado esta decisión.

La maga esbozó una triste sonrisa.

—Algún día, quizá luchemos en el mismo bando.

—Algún día, quizá. Pero hoy no.

Jaina asintió con la cabeza, reconociendo así esa gran verdad.

—Que la Luz te acompañe, Perith Stormhoof.

—Que la Madre Tierra te bendiga.

Observó cómo se marchaba, mientras reprimía la irracional necesidad de pedirle


que volviera, de ofrecerle a él, a Baine y a todo el pueblo tauren asilo. No quería tener
que enfrentarse a Baine en batalla ni pronunciar conjuros que mataran a esos seres tan
gentiles y sabios. Pero los tauren eran cazadores y guerreros, por lo que nunca
intentarían eludir ninguna responsabilidad. Baine había hecho todo lo que podía hacer;
de hecho, más de lo que Jaina había esperado, pues algunos considerarían aquel aviso
una traición.

Esperaba que ese noble gesto de Baine no desencadenara una serie de


acontecimientos trágicos que afectaran al gran jefe tauren.
Jaina se llevó las manos a la cara e intentó reunir fuerzas. Tras recuperar la
compostura, avisó a Pained.
—Despierta a Tervosh y avisa a Kinndy. Diles que nos encontraremos en la
biblioteca.
—¿Podrías decirme qué está pasando?

Jaina se volvió hacia su guardaespaldas y amiga con un semblante fatigado.

—Ha estallado la guerra —fue lo único que dijo.

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CAPÍTULO DIEZ
E l Iris de enfoque estaba viajando tan rápido que parecía que le habían

crecido alas. Kalecgos, cual mastín que sigue el olor de una presa, se había pasado casi
todo el día siguiendo su rastro diligentemente. La reliquia se había hallado al noroeste
de Theramore cuando partió de esa isla y Kalecgos sospechaba que se encontraba ahora
en Mulgore, tal vez cerca de Cima del Trueno. Sin embargo, en cuanto Kalecgos llegó a
la Gran Puerta, el Iris se detuvo por un momento y, a continuación, se dirigió al
nordeste, hacia Orgrimmar. Kalec lo siguió, volando tan rápido como le permitían sus
alas, intentado darle caza. Pero nada más llegar al Cruce, el Iris de enfoque varió su
rumbo una vez más; esta vez, en dirección sur.

Súbitamente, como si un relámpago lo hubiera alcanzado, se dio cuenta de lo


que ocurría. Al instante, su aleteo vaciló.
—Eres un enemigo muy listo —dijo en voz baja.

Su adversario no era ningún necio. Pero él si lo había sido, en más de una


ocasión, en esta misión. En primer lugar, había sido incapaz de darse cuenta de que
ocultaban la reliquia con un conjuro muy sencillo. Después, había asumido de manera
arrogante que los ladrones que habían huido con el Iris de enfoque no se habían
planteado la posibilidad de que alguien los siguiera.

Era obvio que habían previsto tal contingencia. No se roba una reliquia mágica
de valor incalculable perteneciente a un Vuelo de Dragón sin estar preparado para las
consecuencias. Sabían que alguien del Vuelo Azul, probablemente el mismo Kalecgos,
partiría en busca del Iris de enfoque. No sólo habían ocultado el objeto, sino que ahora
lo estaban transportando de algún modo de un sitio a otro para intentar agotarlo, al tener
que seguir algo a lo que nunca llegaba a acercarse lo suficiente.

Kalecgos creía que la frase hecha humana para referirse a una búsqueda inútil
era «es como buscar una aguja en un pajar».
122
La ira se adueñó de él y bramó furioso. Ni siquiera un dragón podía volar
continuamente sin parar. Sabía que jamás alcanzaría el Iris. Mientras pensaba en esa
dolorosa realidad, la reliquia viró hacia el sudoeste.

Kalecgos agitó vigorosamente su cola y aleteó con fuerza para, acto seguido,
serenarse. Era perfectamente consciente de que, mientras los ladrones estuvieran
jugando con él de ese modo, sería imposible que pudiera acercarse lo suficiente al Iris
de enfoque como para poder recuperarlo.

Pero no podían seguir así eternamente. Mientras la reliquia siguiera


desplazándose erráticamente de aquí para allá, Azeroth estaría a salvo. El enemigo
tendría que detenerse para poder usar el Iris para sus fines, fueran cuales fuesen.
El rumbo que había seguido en las últimas horas, durante las cuales el dragón se
había visto obligado a parar y descansar, lo había llevado a volar sobre Silithus, el cráter
de Un’Goro, Feralas, Mulgore, los Baldíos y ahora hacia…

El Fuerte del Norte. O, más bien, lo que quedaba del Fuerte del Norte.

En su día, dicha fortaleza había lucido con orgullo sus torres y unas grandes
murallas tras las cuales sus moradores podían sentirse a salvo. En su día, había sido una
fortaleza militar, la base de exploradores, armas de asedio, guerreros y generales. Las
tropas que habían destruido el Campamento Taurajo habían estado acuarteladas ahí. Sin
embargo, ahora, era como si una mano gigantesca lo hubiera aplastado cual juguete. Las
torres habían quedado reducidas a un montón de ruinas, al igual que las murallas. Sus
cañones permanecían callados y el humo se alzaba hacia el cielo, trazando una fina
línea gris y negra, que era consecuencia de un enorme incendio. Alrededor de las ruinas
de la antaño orgullosa fortaleza de la Alianza se aglomeraban cientos de diminutas
figuras.

Era la Horda. Desde aquella altura, Kalec no alcanzaba a distinguir de qué razas
se trataba; no obstante, era capaz de divisar los colores básicos de cada estandarte.
Todas las razas de la Horda estaban representadas ahí. Entonces, el viento cambió de
dirección y Kalec esbozó un gesto de contrariedad en cuanto su agudo olfato percibió
un olor acre. El bando victorioso estaba incinerando los cadáveres de los caídos; no
obstante, Kalec era incapaz de distinguir si quemaban los cuerpos de sus caídos en una
sobria ceremonia o de sus enemigos, pero tampoco deseaba saberlo.
El Iris de enfoque prosiguió su viaje. Volvió a virar y se dirigió de nuevo hacia
Mulgore; sin embargo, Kalecgos decidió que no iba a seguirlo más. Con un potente
aleteo hacia abajo, Kalec recolocó su cuerpo y cambió de dirección; ahora, se dirigía
directamente al sur. Sabía perfectamente qué tenía que hacer.

123
Podía rastrear el Iris de enfoque desde Theramore. Podía esperar a que se
detuviera por fin, cuando los ladrones se cansaran de tanto jueguecito; entonces, iría
directamente a por él. Mientras tanto, estaría con Jaina Proudmoore.

Por lo que acababa de ver, la maga iba a necesitar toda la ayuda posible.

***

—¿Cuántos ha dicho? —preguntó Pained.

Junto a ella, Tervosh, Kinndy y Jaina se encontraban en la biblioteca. La larga


mesa, ante la que habían pasado tantas horas sentados hasta hace poco, ya no se hallaba
cubierta de libros o pergaminos, sino con un enorme mapa de Kalimdor; además, los
únicos libros que había todavía sobre la mesa estaban colocados sobre cada esquina del
pergamino del mapa para sujetarlo.

—No ha dicho nada al respecto —contestó Jaina—. No lo ha concretado. Se ha


limitado a informarme de que el número de tropas de la Horda es elevado y que, con
sólo las fuerzas con las que contamos ahora, seremos derrotados.

—¿Estás segura de que puedes confiar en él? —inquirió Kinndy—. O sea,


vamos… es un miembro de la Horda. Podría tratarse de una trampa. Quizá quieran que
pidamos refuerzos para defender Theramore cuando su verdadero objetivo puede ser
Stormwind u otro sitio.

—Para ser tan joven, eres tremendamente suspicaz —afirmó alguien que
acababa de llegar.
Jaina se giró y le dio un vuelco el corazón al ver cómo Kalec entraba en la
estancia. El gozo que acababa de sentir dio paso a la desesperanza en cuanto atisbó el
semblante del dragón. Si bien su rostro seguía siendo tan bello como siempre y estaba
surcado por una sonrisa, se hallaba más pálido de lo que la maga recordaba; además,
tenía el ceño fruncido.

—No has podido encontrarlo —dijo Jaina en voz baja.

Kalec negó con la cabeza.

—Están jugando conmigo —replicó—. Siempre que me acerco al Iris de


enfoque, lo llevan a otro lado.

124
—Intentan agotarte —afirmó Pained—. Es una buena estrategia.

—Sea buena o no para ellos, para mí, resulta tan frustrante como intentar
regatear con un goblin. No obstante, desde aquí, también puedo percibir su presencia.
Esperaré a que se detenga y, entonces, partiré en su busca.

—¿Crees que esperar es buena idea? —preguntó Pained.

Jaina respondió por él.

—No sabemos qué planean, pero manipular una reliquia tan antigua para hacer
lo que sea que quieran hacer les llevará bastante tiempo y esfuerzo. Sobre todo, porque
no son dragones Azules y no tienen un vínculo innato con el Iris de enfoque. No pueden
realizar una tarea tan compleja mientras viajan de aquí para allá con él. Kalecgos tiene
razón. En cuanto el Iris deje de moverse, podrá ir a por él.
—Espero que te dé tiempo a hacer lo que debes hacer —comentó
Kinndy. —¿Acaso prefieren que esté volando por ahí, dando vueltas en vano?
—Bueno, visto así… pues no.

El dragón asintió y, a continuación, se volvió hacia Jaina.

—He vuelto por otra razón —aseveró—. Me parece que ya lo saben, pero
bueno… el Fuerte del Norte ha caído ante la Horda. He visto con mis propios ojos lo
poco que queda de él.

—Sí, ya lo sabemos —replicó la maga—. Gracias a una fuente muy fiable.


Pero… ya lo has visto. Además, me han advertido de que la Horda pretende marchar
sobre Theramore.

Kalec palideció aún más.

—Jaina… no están preparados para enfrentarse a la Horda.

—Nos han informado de que la Horda cuenta con un gran número de tropas —
afirmó Jaina—. Y sí, ahora mismo, no estamos preparados para combatirla. No
obstante, gracias por la advertencia, aunque ya he enviado varias peticiones de ayuda.

—No sé si eso será suficiente —observó Kalecgos—. Jaina, todas las razas de la
Horda estaban representadas allí. Han borrado el Fuerte del Norte de la faz de Azeroth.
Lo único que queda allí son escombros y… y piras funerarias. Después del ataque, no se

125
han dispersado. Ese ejército… porque es un ejército… sigue congregado allí. Ojalá
pudiera mostraros lo que he visto. Si tus peticiones de ayuda no son atendidas
rápidamente, no sobreviviréis al ataque.

—Entonces, Garrosh destruirá de manera sumaria el resto de los puestos


avanzados de la Alianza —aseveró Tervosh.
Kalec asintió, con una mirada sombría.

Jaina miró a ambos y, acto seguido, a Pained y Kinndy.

—Están actuando como si la Horda ya hubiera ganado. Y eso no pienso


aceptarlo. —La maga entornó los ojos y elevó la barbilla de modo desafiante—. Creo a
Kalec cuando dice que un ejército ha acampado en el Fuerte del Norte. Pero si la Horda
sigue ahí, entonces, no está marchando hacia Theramore. Seguramente, eso se debe a
que aún no están preparados para atacar. Eso significa que todavía tenemos tiempo para
reaccionar.

Jaina se acercó a la mesa, al mismo tiempo que notaba cómo Kalec clavaba su
mirada teñida de curiosidad en ella.
—Miren. Aquí está el Fuerte del Norte —dijo, dando unos golpecitos al mapa
con un esbelto dedo—. Y ahí está Theramore —entonces, bajó el dedo por el mapa y
luego lo movió hacia la derecha—. Aquí se encuentra el poblado Murohelecho. A pesar
de que algunos miembros de la Horda viven ahí, no se trata de un puesto militar
avanzado. No obstante, se halla entre el Fuerte Triunfo y nosotros.
El Fuerte Triunfo era una base militar de reciente creación. Si hubiera habido
más tiempo, pensó Jaina, habrían podido enviar refuerzos desde ahí al Fuerte del Norte.
Si bien ya era demasiado tarde para el Fuerte del Norte, rezaba para que no lo fuera para
Theramore.

—Ordenaremos a los soldados del Fuerte Triunfo que atraviesen el Marjal


Revolcafango. Si tienen cuidado, podrán sortear Murohelecho. Además, enviaremos
emisarios al Mando de Vanguardia.

—A los pocos que queden, más bien —la corrigió Kalec—. Cuando sobrevolé
esa zona, me dio la impresión de que estaba desierta.
—Probablemente, la mayoría fue a ayudar al Fuerte del Norte —conjeturó
Kinndy en voz baja.
Lo cual significaba que la mayoría de ellos están muertos, pensó Jaina,
sintiendouna punzada de tristeza. Movió de lado a lado su melena rubia, como si así
intentará quitarse esa imagen de la cabeza.

126
—Es muy probable que casi todos los que hayan logrado escapar de la batalla se
hayan reagrupado en el Fuerte Triunfo en vez de en Trinquete —señaló la maga—.
Creo que es el primer lugar donde deberíamos buscar a los supervivientes.
Kalec se colocó junto a ella, con la mirada fija en el mapa. Ella lo miró
inquisitivamente, a la espera de que realizara algún comentario. Entonces, el dragón
hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Prosigue —se limitó a decir.

—Theramore es un lugar muy vulnerable que se podría defender muy bien si los
refuerzos llegan con celeridad. Si reaccionamos con rapidez, Stormwind podría
enviarnos varios barcos, que podrían evitar que los navíos con los que la Horda
pretende atacamos se acercaran a la orilla; de ese modo, sus tropas no podrían
desembarcar.

La maga colocó un dedo sobre el mapa y trazó con él un semicírculo sobre


Theramore.
—Si la Horda llega primero al puerto —comentó Pained—, estaremos perdidos.

Jaina se volvió hacia ella.

—Eso es cierto —reconoció—. Tal vez deberíamos limitamos a tirar nuestras


armas y acudir al muelle para saludar a la Horda cuando lleguen. Así no tendremos que
batallar.

Pained se ruborizó y sus mofletes de color púrpura y rosáceo adquirieron una


tonalidad aún más oscura.
—Ya sabes que no defiendo esa postura.

—Claro que no. Pero tenemos que planteamos esta batalla pensando que… no,
más bien, sabiendo que triunfaremos. Les agradezco que comenten todos los fallos que
vean a mi plan —señaló, dirigiéndose directamente a Kalecgos. Pained, Kinndy y
Tervosh ya sabían que Jaina admitía toda crítica constructiva—. Pero con comentarios
como el que acabas de hacer, Pained, lo único que vas a lograr es hundirnos la moral.
En el pasado, Theramore se ha podido defender perfectamente. Ahora, volveremos a
hacerlo.

—Hasta ahora, ¿a quién has enviado alguna misiva pidiendo auxilio? —inquirió
Kalec.

127
Jaina sonrió levemente.

—No he enviado misiva alguna. Ni tampoco me he teletransportado. No


obstante, puedo comunicarme al instante con el rey Varian, el joven Anduin y el
Consejo de los Tres Martillos.

—Eso promete ser muy interesante —observó Kalec—. Por lo que tengo
entendido, esos tres enanos no parecen ponerse de acuerdo en casi nada.
Hasta no hace mucho tiempo, Magni Bronzebeard había sido el líder de
Ironforge. Magni había realizado un rito, con el fin de «ser uno con la tierra», para
poder entender mejor por qué la tierra se hallaba tan intranquila en los momentos
anteriores al estallido del Cataclismo. Y, en cierto modo, había tenido éxito. El cuerpo
de Magni se había transformado en diamante, de modo que realmente había logrado
«ser uno con la tierra». Tras un breve periodo donde imperó el caos (durante el cual
Moira, la hija de Magni, intentó hacerse con el trono de Ironforge y gobernar a los
enanos Dark Iron), volvió a instaurarse el orden al optar por la formación de un Consejo
en vez de proseguir con la tradición de que hubiera un único gobernante. Cada uno de
los clanes enanos (Bronzebeard, Wildhammer y Dark Iron) estaba representado en él. A
ese órgano de gobierno se le llamó el Consejo de los Tres Martillos y, si bien sus
miembros estaban dispuestos a cooperar, adoptar una decisión unánime sobre cualquier
materia era todo un reto.

—Me da la impresión de que a ninguno de ellos le va a gustar la idea de que la


Horda atraviese Kalimdor —afirmó Jaina—. Quizá discutan sobre los detalles, pero
seguro que están de acuerdo en eso.

De improviso, Kalecgos pareció hallarse bastante intranquilo. Jaina creía saber


por qué. Con gran delicadeza, lo agarró del brazo.
—Eres un dragón, Kalecgos —le dijo—. No tienes por qué involucrarte en todo
esto. Sobre todo, porque ya tienes tus propias preocupaciones; debes dar con esa
reliquia robada, pues es tu responsabilidad como antiguo Aspecto.

Kalec sonrió agradecido.

—Gracias por entenderlo, Jaina. Pero… no puedo permitir que ninguno de


ustedes resulte herido.
—Lady Jaina sabe lo que hace —aseveró Kinndy—. La Alianza vendrá en
nuestra ayuda y protegerá a los suyos.
Kalecgos negó con la cabeza.

128
—Esto es mucho más que una escaramuza o una incursión en una diminuta
aldea. Si la Horda triunfa, Garrosh asumirá, y con razón, que puede llegar a controlar
Kalimdor totalmente. Necesito… necesito meditar al respecto antes de poder ofreceros
mi ayuda. Lo siento, Jaina.

El dragón la miró directamente a los ojos y ella entendió perfectamente el


tormento que estaba sufriendo. Sus manos se encontraron, casi por voluntad propia, y se
entrelazaron firmemente. Jaina se sorprendió al darse cuenta de que no quería soltarlo,
pero era consciente de que, ahora mismo, sólo había tiempo para preparar la defensa de
Theramore.

—Tenemos que tomar medidas inmediatamente —anunció—. Voy a contactar


con Varian. Pained, ocúpate de los soldados, tanto de los que se hallan en Theramore
como de los apostados en los caminos. Si en el Alto del Centinela les hacen falta
caballos, consígueselos. Si la Horda se aproxima, deben ser capaces de cabalgar
rápidamente hasta aquí para informamos.

La elfa de la noche asintió y se marchó a paso ligero.

—¿Y qué hacemos con los civiles? —Preguntó Kinndy—. ¿Los informamos de
lo que ocurre?

Jaina caviló con el ceño fruncido.

—Sí —respondió al fin—. En un principio, Theramore era una ciudad militar.


Los que han elegido morar aquí saben perfectamente que se trata de un enclave
estratégico. En eso hemos tenido suerte. Lo entenderán y obedecerán nuestras órdenes.

Entonces, se giró hacia Tervosh.

—Kinndy y tú iréis puerta por puerta para informar de la situación a los


ciudadanos. Además, ningún barco debe partir ya de este puerto. Vamos a necesitar a
todos los navíos que podamos reunir. Los civiles que deseen marcharse, podrán hacerlo,
aunque creo que, en cuanto la Horda se aproxime, estarán más seguros aquí que en el
marjal. Las puertas permanecerán abiertas hasta la puesta de sol; después, serán
cerradas y no volverán a abrirse hasta que el peligro haya pasado. También voy a
instaurar el toque de queda en cuanto suenen dos campanadas tras el crepúsculo.

—¿Por qué cuando se ponga el sol? —inquirió Kalec.

129
—Porque hablamos de personas que necesitan sentirse como seres humanos, no
como unos animales atrapados. Esas dos horas de más tras la puesta de sol les darán la
oportunidad de cenar en una posada con sus familias o de tomar un par de copas con sus
amigos junto al fuego. Esas cosas tan sencillas les recordarán, cuando estalle el
combate, por qué están luchando: no sólo por un ideal o su propia supervivencia, sino
también por sus hogares, sus familias y su forma de vida.
Kalecgos parecía sorprendido.

—Eso no… no se me había ocurrido.

—Además, en dos horas no les dará tiempo para provocar ningún problema
grave —apostilló Kinndy—. Es una buena idea.
Jaina le lanzó una mirada plagada de perplejidad y se preguntó cómo ella podía
saber algo sobre ese tipo de cosas.
—Gracias, Doña «ya lo he visto todo en este mundo» —contestó Jaina
sonriendo, al mismo tiempo que la gnomo ponía los ojos en blanco burlonamente—.
¿Alguna pregunta?

—No —respondió Kinndy—. Vamos, Tervosh. Yo iré al puerto; tú ve a hablar


con los soldados de Ciudadela Garrida. En cuanto estés ahí, infórmate de cuánto
material médico va a necesitar el Dr. VanHowzen para tratar a los heridos. Además,
estoy segura de que hay aquí muchos civiles que son capaces de practicar los primeros
auxilios y que estarán contentos de ayudar.

Tervosh reprimió una sonrisa.

—Sí, jefa —contestó, al mismo tiempo que Kinndy agitaba distraídamente la


mano en el aire para despedirse de Jaina y Kalec y bajaba por las escaleras con presteza.
Tervosh se encogió de hombros y la siguió.

—Tu aprendiza está muy segura de sí misma —comentó Kalecgos.

—Espero que nunca deje de ser así —replicó Jaina—. Pocas cosas hay más
peligrosas que un mago inseguro. Una indecisión en el momento crucial puede costar
muchas vidas.

El dragón asintió.

—Ésa es una gran verdad. Y ahora, dime… ¿qué puedo hacer para ayudar?

130
—Ya te lo haré saber. Pero, en primer lugar, he de contactar con el rey Varian
— contestó y, a continuación, añadió con suma delicadeza, como pidiendo perdón—.
Aunque no estoy muy segura de que le haga mucha gracia saber que un dragón Azul se
encuentra aquí.

—Ah, ya, lo entiendo perfectamente —le aseguró Kalec—. Regresaré a mis


aposentos y esperaré a que envíes a alguien a buscarme.
—No, no… puedes venir —le dijo Jaina—. Pero no te coloques delante del
espejo.
El dragón la miró, desconcertado, y ella sonrió.

Salieron de la biblioteca, que albergaba centenares de libros, y Kalecgos siguió


a Jaina hasta su salón, donde probablemente únicamente había unas docenas. Jaina se
acercó a una estantería y tocó tres libros siguiendo un orden muy preciso, o eso le
pareció a Kalec. No lo sorprendió que, acto seguido, la estantería se hiciera a un lado
para revelar un espejo ovalado, con un marco muy sencillo, que estaba oculto tras los
libros. Kalec parpadeó. En él, pudo ver su reflejo y el de Jaina.
—Sé que antes has mencionado un espejo, así que supongo que esto es algo más
que una manera sutil de indicarme que debo afeitarme, ¿verdad? —comentó a modo de
broma.

—Pues claro —respondió la maga—. Este espejo funciona del mismo modo y
con las mismas matemáticas que un portal. —En ese momento, se agachó levemente—.
Aunque, en este caso, son más sencillas y básicas. Los portales deben ser capaces de
transportar a alguien físicamente a algún lugar. El espejo sólo permite ver otro lugar y,
si es el momento adecuado, a otra gente. Voy a valerme de éste para contactar con
Varian. Esperemos que esté cerca del suyo porque, si no, habrá que intentarlo más
adelante.

Kalec movió la cabeza de lado a lado, maravillándose una vez más ante la
asombrosa sencillez de las razas jóvenes y la falta de complejidad de sus conjuros.
—Conozco este tipo de conjuros. Son muy viejos y sencillos. Es como ese
hechizo de «ocultación» que han empleado los ladrones para esconder el Iris de enfoque
de mis sentidos.

—¿Tu Vuelo no usa este tipo de cosas?

—Muchos considerarían humillante rebajarse a utilizar un conjuro de andar por


casa como éste —contestó, aunque añadió rápidamente—, pero yo creo que es brillante.

131
—Ése es un comentario un tanto ofensivo —replicó Jaina, a modo de broma, a
pesar de que fruncía una vez más el ceño.

—Ya sé que soy torpe y rudo —dijo Kalec, a la vez que hacía ademán de
cogerle las manos—. Pero creo de verdad que es brillante. Nosotros, los dragones… —
entonces, intentó explicarle cómo pensaban los Vuelos de Dragón, sobre todo el azul
—. Los dragones piensan que una cosa es mejor cuanto más complicada sea…
cuanto más tiempo cueste realizarla, cuanto más ingredientes necesite, cuanta más gente
requiera. Eso se aplica a la vestimenta, a la comida, a la magia, al arte… a todo.
Prefieren permanecer días y días sentados para diseñar un complejo conjuro que
teletransporte una cosa directamente a sus manos que levantarse y coger el salero.

Esas palabras provocaron que la maga sonriera, lo cual alegró a Kalec.

—Así que te gusta que sea una persona sencilla y nada complicada, ¿eh? —
inquirió Jaina.
En ese instante, el júbilo lo abandonó.

—Sí, me gustas —fue lo único que acertó a decir—. Te he visto comportarte de


un modo sencillo y también de un modo complejo, y eso encaja con tu forma de ser.
Eres como eres, Jaina. Y a mí… me gusta Jaina.
La maga no sólo no le soltó las manos, sino que bajó la mirada hacia
ellas. —Viniendo de un dragón, es un gran halago —afirmó.
Kalec colocó un dedo bajo la barbilla de Jaina y, acto seguido, la obligó a alzar
la cabeza para que lo mirara a los ojos.
—Si en verdad se trata de un halago, entonces te lo has ganado con creces.

La maga se ruborizó y retrocedió, se soltó de sus manos y se alisó la túnica a


pesar de que no era necesario.
—Bueno… gracias. Y ahora, por favor, apártate y colócate en esa esquina. Será
mejor que permanezcas fuera del campo de visión de Varian.
—A sus órdenes, mi señora —respondió el dragón, haciendo una reverencia. A
continuación, se retiró hacia la esquina que ella le había indicado. Jaina se volvió hacia
el espejo. Se detuvo un momento para colocarse bien un mechón y respiró hondo para
serenar su respiración. En cuanto recuperó la compostura, murmuró un encantamiento y
gesticuló con las manos. Mientras Kalec la observaba, una luz distinta a la de las
lámparas o el sol iluminó su rostro; se trataba de una tenue luminosidad azul.

—¡Jaina! —Exclamó Varian—. Me alegro de verte.

132
—Lo mismo digo, Varian. Aunque ojalá tuviera que contactar contigo sólo para
preguntarte cómo va Anduin con sus estudios.
—Me parece que yo voy a acabar opinando lo mismo. ¿Qué sucede?

La maga lo informó sucintamente sobre la situación. Varian, quien hasta ese


momento aún no había sido informado de que el Fuerte del Norte había caído,
permaneció en silencio mientras Jaina hablaba, interrumpiéndola sólo de vez en cuando
para que le clarificase algún que otro punto. Ella le contó que había sido avisada de que
la Horda pretendía aventurarse más allá del Fuerte del Norte.

—Garrosh pretende conquistar todo Kalimdor, ni más ni menos —le explicó


con total serenidad—. Tras hacerse con Theramore, atravesará con sus ejércitos el
continente entero hasta llegar a Teldrassil.

—Si cae Theramore, podría hacerlo perfectamente —rezongó Varian—.


¡Maldita sea, Jaina, siempre te he advertido de que algún día la Horda, a la que tanto
aprecias, se volvería contra ti como una bestia salvaje amaestrada que enloquece!
Si bien Kalec arqueó una ceja, Jaina permaneció calmada.

—Tengo muy claro que Garrosh es el principal impulsor de todo esto. La Horda
jamás habría hecho algo así si siguiera bajo el liderazgo de Thrall.
—Pero Thrall no lidera ahora la Horda y eso Theramore… de hecho, todo
Kalimdor… ¡lo va a pagar muy caro!
Jaina no entró al trapo.

—Bueno, entonces está claro que eres consciente de la gravedad de la situación.

Varian suspiró.

—Así es —replicó— y, en respuesta a la pregunta que no te has atrevido a


formular, sí, Stormwind apoyará a Theramore. Daré orden de que la Séptima Legión de
la flota naval se dirija de inmediato a Theramore. —Entonces, paró de hablar un
instante—. Y, ya que parece que la calma reina por una vez al menos en unas cuantas
partes de este mundo, daré instrucciones a varios de mis mejores generales para que se
presenten también ante ti. Te ayudarán a defender la ciudad y juntos podréis ejecutar
una estrategia que enviará a esos perros de la Horda de nuevo a su casa con el rabo
entre las piernas.

La maga sonrió agradecida.

133
—Muchas gracias, Varian.

—Aún no me las des —respondió el rey de Stormwind—. Todo esto va a llevar


unos cuantos días. Necesitarás un ejército de gran tamaño para combatir a la Horda y
algunos de los generales que quiero enviarte están destinados en algunos lugares
bastante remotos.

A Kalec se le encogió el corazón. La Horda se encontraba a sólo un día, tal vez


dos, y sus fuerzas se hallaban ya reunidas en el Fuerte del Norte. La estrategia que había
concebido Varian era buena, tal y como la había planteado. Sin embargo, los generales
y los navíos del rey no podrían salvar a Theramore si llegaban una sola hora más tarde
de iniciado el ataque. Al dragón le hubiera gustado hablar en ese momento, pero se tuvo
que conformar con apretar los puños con fuerza presa de la frustración. No obstante,
peor aún que su propia consternación era ver a Jaina estupefacta y preocupada.

—¿Estás seguro? Varian, Ka… uno de mis exploradores me ha informado de


que todas las fuerzas de la Horda siguen reunidas en el Fuerte del Norte.

—Si siguen ahí y no han iniciado la marcha, resulta obvio que no les interesa
realizar una conquista rápida —dedujo Varian—. Por lo visto, tienen sus propios planes
que desconocemos. Actuaré lo más rápido posible, Jaina, pero es indudable que me
llevará un tiempo reunir a una flota que sea capaz de marcar la diferencia en batalla. Lo
siento, pero no puedo hacer nada más.

Jaina asintió.

—Lo entiendo perfectamente, Varian. Me has hecho pensar. Voy a contactar


con el resto de los líderes de la Alianza. Quizá los kaldorei puedan enviarnos barcos y
guerreros y tal vez los enanos, soldados y grifos. Creo que incluso los draenei estarán
dispuestos a ayudamos.

—Hablaré con Greymane —le aseguró Varian—. Sé que, en el campo de


batalla, unos cuantos huargen serán capaces de despertar el miedo incluso en los
corazones de los miembros más brutales de la Horda.

—Gracias —dijo Jaina—. A veces, en esta isla, resulta muy fácil sentirse un
poco sola.
—No te sientas así —replicó Varian, con un tono de voz gentil—. Contacta
conmigo dentro de unas horas e intercambiaremos información. Cuídate, Jaina.
Ganaremos esta batalla.

134
—Sé que lo haremos —aseveró Jaina.

Mientras esa tenue luz azul procedente del espejo mágico se difuminaba y el
semblante de la maga volvía a adquirir una tonalidad normal, Kalecgos decidió que
pasara lo que pasase, haría todo lo posible para cerciorarse de que Jaina no se
equivocaba al tener fe en la victoria.

135
CAPÍTULO ONCE
C uatro días. Cuatro días enteros había esperado el ejército de la Horda para

recibir la orden de marchar hacia Theramore. Garrosh había permanecido en su tienda


de batalla de Jefe de Guerra y no había autorizado ninguna petición de audiencia.

Si bien la Horda había seguido mostrando su lealtad a su líder, la impaciencia se


había estado adueñando de sus miembros. Se habían mascullado muchas quejas, se
habían hecho muchas preguntas en voz baja. Baine, que tenía muchas quejas y
preguntas que formular, había mantenido los oídos bien abiertos ante esas
murmuraciones y había hablado discretamente con aquéllos que, como él, estaban muy
preocupados por esa inexplicable demora.

Hamuul Runetotem y él habían concertado una reunión a cierta distancia de las


minas, cerca de un árbol gigantesco que había estado en la parte derecha de la Gran
División cuando la tierra se había estremecido y agitado durante el Cataclismo. Fueron
los primeros en llegar. Después, llegaron los demás uno a uno: el capitán Frandis Farley
junto a unos cuantos Renegados; Kelantir Bloodblade; el capitán Zixx Grindergear, que
comandaba uno de los zepelín, y su contramaestre, Blar Xyzzik; Margolag, que
representaba a Eitrigg; así como un puñado de tauren de Baine. Los últimos en aparecer
fueron Vol’jin y dos de sus trolls. Baine se sintió agradecido, a la vez que preocupado,
al ver a su amigo presente en esa reunión.

Por un momento, todos se limitaron a observar a Baine, quien los contemplaba a


su vez.
—Ninguno de los aquí presentes es un traidor a la Horda —dijo con su voz
grave y atronadora—. Es perfectamente posible ser leal a ella y cuestionar, al mismo
tiempo, la conveniencia o no de ciertos comportamientos. Todos los aquí reunidos esta
noche sabemos perfectamente que un comportamiento se puede considerar como
traicionero o no según el punto de vista… y Malkorok nos mira con muy mal ojo.

136
Sus palabras sólo hallaron el eco del silencio, a excepción hecha del leve ruido
de los pies al rozar el suelo. Baine prosiguió.

—Les hemos pedido que acudan a esta reunión por amor a la Horda. Ahora,
antes de que nadie pueda acusamos de ser unos traidores, invito a marcharse a aquéllos
que no deseen estar aquí. Nadie los condenará por retirarse. Pero, si toman esa opción,
les pido que olviden de que esta reunión se ha celebrado, así como nosotros
olvidaremos que estuvieron aquí en caso de que seamos capturados e interrogados.
Pueden marchar en paz, con total libertad.

Entonces un tauren, que no era más que una enorme silueta a ojos de Baine,
pues se hallaba lejos de la diminuta hoguera, se giró para marcharse. Un par de no-
muertos también se fueron. El resto, sin embargo, se quedó.

—Son muy valientes —los halagó Baine, a la vez que les indicaba que podían
sentarse.
—No, sólo somos unos idiotas asustados, sin más —replicó el contramaestre de
Zixx—. ¿Nadie ha traído un poco de alcohol?
Sin mediar palabra, un troll le entregó un pellejo lleno de vino, al que el goblin
dio un buen trago.
—Blar dice la verdad, aunque quizá hable de un modo poco elegante —señaló
Kelantir—. Sabemos muy bien qué les ocurre a aquéllos que se atreven a hablar
abiertamente en contra de Garrosh. ¡Thrall, al menos, nos habría escuchado! Además,
¡nunca nos habría guiado por este camino! La Alianza…

Baine alzó una mano.

—Calma, amigo mío. Tienes razón en eso, pero Thrall ya no es nuestro Jefe de
Guerra, sino Garrosh Hellscream. Esta noche no buscamos promover una insurrección,
sino discutir qué ha hecho nuestro líder hasta ahora y si sus decisiones han sido sabias o
no. —En ese momento, hizo un gesto de asentimiento a Hamuul, quien le entregó una
rama adornada con plumas, cuentas y fragmentos de hueso—. Ésta es la vara de
parlamentar. Únicamente podrá hablar quien la sostenga en su mano —añadió,
sosteniéndola ante sí—. ¿Quién quiere hablar primero?

—Yo, gran jefe Bloodhoof —respondió Frandis Farley. Baine inclinó la cabeza
y la vara fue entregada al líder de las fuerzas Renegadas de Garrosh—. Sirvo a la
Horda. Sin embargo, da la sensación de que la Horda no nos sirve ni a mí ni a mi
señora. En el pasado, fuimos humanos; yo mismo vivía en la ciudad de Stormwind, la
cual sin duda alguna planea arremeter contra nosotros en cualquier momento. A estas

137
alturas, la Alianza seguramente sabrá lo que ha ocurrido y creo que Lady Jaina es una
líder sabia, por lo que sin lugar a dudas se imaginará que Theramore será el siguiente
objetivo en ser atacado.

Su suposición era más acertada de lo que podía imaginar. No obstante, Baine se


mantuvo imperturbable ante esas palabras y se limitó a escuchar.
—A pesar de ser consciente de todo esto, Lady Sylvanas aceptó colaborar en
esta misión de conquista. Pero ¿con qué propósito? ¡Pero si ya estamos todos reunidos!
La Horda cuenta ya con comida y suministros y sé que el ansía de batalla domina a
aquéllos a los que todavía les corre sangre por las venas. ¿A qué espera? Cada día que
pasa, la semilla de la duda germina con más fuerza en sus tropas. Nuestro líder no ha
adoptado una actitud sabia, sino que es simplemente un… —intentó dar con la palabra
adecuada— irresponsable.

Bloodblade extendió la mano para que le dieran la vara de parlamentar.

—Estoy de acuerdo con el capitán Farley. Sus tierras y las nuestras quedarán
desprotegidas si los humanos deciden ajustar cuentas con la Horda en vez de enviar
barcos a Theramore. Cuanto antes ataquemos, antes obtendremos nuestra recompensa.
No alcanzo a comprender por qué Garrosh se demora tanto. Cuanto más tiempo
esperemos, mejor para nuestros enemigos y peor para nosotros.

—No sé por qué… —empezó a decir el contramaestre del goblin.

—Espera a tener la vara, amigo —le espetó Baine, con un tono de voz grave y
potente.
Blar se sintió un tanto avergonzado. Se aclaró la garganta, aferró la vara con
ambas manos y volvió a hablar.
—Lo que quería decir es que, en primer lugar, no sé por qué ha hecho todo esto.
El príncipe mercante Gallywix quizá vea en esto una oportunidad de obtener cofres
repletos de oro, pero yo lo único que veo es que los goblins estamos siendo utilizados
como carne de cañón sin obtener ningún beneficio real.

Vol’jin indicó que le entregaran la vara.

—Gracias, mi amiguito verduzco —dijo—. Ya saben que los trolls son un


pueblo orgulloso y muy antiguo. Nos unimos a la Horda porque Sen’jin tuvo una visión
en la que Thrall nos ayudaba, en las que nos llevaba a un lugar seguro. Y así fue. Lo
hizo, ya que era un gran líder. Sin embargo, ahora Thrall ya no está y Garrosh ha
ocupado su lugar. Thrall entendía a los elementos, a los espíritus. Era el primer nuevo

138
chamán que su pueblo veía en mucho, mucho tiempo. Nosotros también entendemos a
los elementos y a los espíritus y les puedo decir que lo que ha hecho Garrosh con esa
tenebrosa brujería chamánica… ha enfurecido a los espíritus. No sé durante cuánto
tiempo será capaz de controlar a esos gigantes fundidos, pero en cuanto deje de
hacerlo… —entonces, añadió con una sonrisa socarrona—. Bueno, todos vimos qué
sucedió en el Cataclismo, cuando el mundo sufría por culpa de Deathwing. La cosa será
mucho peor si los elementos sufren a manos de la Horda, ya que… ¿a quién creen que
acabarán atacando? A nosotros, compañeros.

—¡Sí, serán ustedes los que sufrirán, amigos, pero no por culpa de los
elementos! —Esas palabras fueron pronunciadas por una voz profunda y áspera cuyo
origen era incierto. Al instante, Baine se puso en pie. El resto de los ahí reunidos
hicieron lo mismo; muchos de ellos desenfundaron sus armas. Pero, entonces, Baine
reconoció esa voz y gritó:

—¡Bajen las armas! ¡Bajenlas!

—Ese toro habla sabiamente —afirmó Malkorok, dando un paso hacia delante
para que pudiera ser visto bajo la luz de la hoguera—. Si en los próximos tres latidos
veo una sola arma, les juro que mataré a sus dueños.

No le hizo falta gritar para que esa amenaza helara la sangre a todos los que la
oyeron. Poco a poco, los miembros de la Horda que habían desenvainado sus espadas o
dagas o que habían tensado las cuerdas de sus arcos fueron obedeciendo.

—No me lo puedo creer —dijo alguien más, con un tono de voz para nada
sereno, sino más bien iracundo.
Baine se percató de que, tristemente, se hallaban en un callejón sin salida.
Garrosh Hellscream avanzó, observando a los ahí congregados con sumo desprecio.
Baine se dio cuenta en ese instante de que ambos no venían solos; unas siluetas se
movían de aquí para allá en la oscuridad, eran los Kor’kron.

—Me he enterado de que celebraban una reunión —señaló Garrosh, cuya


mirada se posó sobre el capitán Zixx al que, con una seña, indicó que se acercara. De
inmediato, el goblin corrió hacia Garrosh, procurando mantener la serenidad. Acto
seguido, dio la impresión de que pretendía esconderse tras el colosal cuerpo del orco—.
He venido a observar con mis propios ojos y a escuchar con mis propios oídos si lo que
me había contado Malkorok era verdad.
Baine se volvió hacia él.

139
—Si lo has visto y oído todo —replicó—, entonces ya sabes que no planeamos
traicionarte. Ninguno de nosotros pretende derrocarte. Nadie ha gritado aquí «Muerte a
Garrosh». Nos hemos reunido aquí para debatir porque la Horda nos preocupa, porque
todos somos leales a ella.
—Cuestionar al Jefe de Guerra de la Horda es cuestionar a la Horda —rezongó
Malkorok.
—Eso sólo puede ser si para ti dos más dos son cinco —le espetó Baine—.
Nuestras preocupaciones son legítimas, Jefe de Guerra. Muchos de nosotros te hemos
pedido audiencia para poder decirte estas mismas cosas a la cara, con el fin de obtener
alguna respuesta o explicación. ¡La única razón por la que esta noche nos hallamos aquí
reunidos es porque no has querido vemos!

—No tengo por qué darte ninguna respuesta, tauren —le espetó Garrosh—. Ni a
ti, troll —añadió, dirigiéndose a Vol’jin—. No son mis niñeras ni mis amos, no pueden
obligarme a danzar a su son. Sirven a la Horda y son su espada. Y yo soy quien sostiene
esa espada. Sé cosas que ustedes ignoran y por eso les digo que deben esperar. Así que
seguirán esperando hasta que yo considere que ha llegado el momento de entrar en
acción.

—Thrall nos habría atendido —objetó furioso Hamuul—. Thrall siempre


escuchaba los buenos consejos. Y no guardaba en secreto sus planes ni los métodos para
llevarlos a cabo, pues sabía que, mientras fuera el líder de la Horda, era la Horda lo
único que importaba.
Garrosh se acercó al anciano tauren, señalando su rostro marrón y sus tatuajes
negros.
—¿Acaso esto se parece a la piel verde de Thrall?

—No, Jefe de Guerra —contestó Hamuul—. Nunca nadie podrá confundirte con
Thrall.

Pese a que era una respuesta bastante respetuosa, Baine pudo apreciar cómo
Malkorok entornaba los ojos ante ese comentario. Garrosh, sin embargo, parecía
hallarse ya más calmado.

—Me sorprende el inexplicable cariño que le tienen a ese chamán pacifista —


afirmó. Mientras hablaba, iba de aquí para allá, observando los semblantes de los allí
congregados—. ¡Harían bien en recordar que, precisamente, por culpa de Thrall nos
hallamos en esta situación! Fue Thrall, y no Garrosh, quien permitió que la Alianza nos
invadiera. Sí, el mismo Thrall que se reunía en secreto con la maga humana Jaina

140
Proudmoore para sentarse a sus pies como un perro faldero. ¡Sí, ese Thrall cuyos
errores debo ahora corregir!

Bloodblade se atrevió a hablar.

—Pero, Jefe de Guerra…

Garrosh se giró hacia la elfa de sangre y le propinó un fuerte golpe en la cara. Al


instante, se escuchó un murmullo iracundo y se produjo una leve agitación entre la
multitud. De inmediato, Garrosh blandió a Gorehowl y los Kor’kron empuñaron sus
espadas y mazas.

—Menos mal que tu Jefe de Guerra es muy piadoso —rezongó Garrosh—.


¡Seguirás viviendo para que puedas obedecerme, elfa de sangre!

Bloodblade asintió lentamente; un gesto que le provocó, con claridad, un gran


dolor.
—Sí —agregó Garrosh, mirando a Baine y Vol’jin—. Su Jefe es tremendamente
misericordioso. Según el punto de vista tauren, tienes razón, Baine. Te preocupa la
Horda. Soy tu líder y sé valorar esa actitud, a pesar de que la manera en que demuestras
tu preocupación pueda ser considerada como un acto de traición por un líder inferior. Te
necesito… los necesito a todos. Aunaremos esfuerzos por la gloria de la Horda. Y,
cuando llegue el momento, confien en mí, no les faltará escoria de la Alianza a la que
poder masacrar. Ya es hora de que regresen a sus campamentos… donde aguardarán las
órdenes de vuestro Jefe de Guerra.
Baine, Vol’jin y los demás se inclinaron ante Garrosh a su paso, a quien seguían
los Kor’kron como si fueran sombras.
Baine profirió un suspiro de alivio. No debía de haber llegado a oídos de
Garrosh (ni de Malkorok, lo cual era aún más importante) que le había encomendado
una peculiar misión a Perith Stormhoof ya que, si no, Baine Bloodhoof no seguiría vivo.
El líder tauren se dio cuenta de que, a su manera, Garrosh lo necesitaba a él tanto como
él necesitaba a Garrosh. El Jefe de Guerra debía de saber que muchos miembros de la
Horda lo seguían a regañadientes y era consciente de que Baine tenía fama de ser un
líder moderado. Si Baine lo seguía, un gran número de miembros de la Horda lo
seguiría. Por un momento, el gran jefe tauren se sumió en el silencio mientras meditaba
sobre lo que acababa de descubrir. A continuación, se retiró a su tienda. Tras los
eventos acaecidos esa noche, necesitaba purificarse desesperadamente con el aroma
limpio del humo de la sabiduría, pues siempre que obedecía cualquier orden de Garrosh
Hellscream se sentía humillado y mancillado.

141
***

—Deberías haberme dejado que matara a algunos —rezongó Malkorok—. O, al


menos, castigarlos de algún modo.

—Todos ellos son buenos soldados y los vamos a necesitar —replicó Garrosh—
.
Nos tienen miedo. Con eso nos bastará. Por ahora.

Entonces, un orco joven se acercó corriendo a Malkorok y le susurró algo al


oído.

El orco Blackrock sonrió.

—Tras ese encuentro tan desagradable —señaló—, tengo buenas noticias que
darte, Jefe de Guerra. La fase dos de tu campaña ha comenzado.

***

El Capitán Gharga cerró un ojo, deslumbrado por el brillo del sol, mientras con
el otro miraba por un catalejo. Aquel leve oleaje los ayudaba a navegar con
tranquilidad. Esbozó una amplia sonrisa, que quedó enmarcada entre sus colmillos, ante
lo que vio y acto seguido bajó el catalejo. Miró a popa para comprobar si las demás
naves de la armada del Jefe de Guerra seguían navegando tras él sin prisa pero sin
pausa.
El Sangre y Truenos y los demás navíos, que portaban un gran número de
cañones tripulados por orcos ansiosos por participar en la inminente batalla, se iban
acercando a su destino.

En un principio, Gharga se había sentido insultado porque tanto al Sangre y


Truenos como a las demás naves orcas no les habían permitido participar en la
Devastación del Fuerte del Norte (ése era el nombre que se le había dado a la batalla).
Pero su furia se había aplacado en cuanto Garrosh le dijo que, mientras los goblins, los
Renegados y los elfos de sangre tomaban el Fuerte del Norte, él debía reservar a sus
orcos para librar otra batalla aún más gloriosa. Garrosh le había informado de que «¡tú,
capitán Gharga, liderarás el ataque de la flota sobre Theramore!».

Gharga se había sentido henchido de orgullo (y eso que poseía ya un robusto y


grueso pecho). No era la primera vez que Garrosh había mostrado su predilección por el
Sangre y Truenos. Gharga recordaba perfectamente que, cuando era contramaestre,

142
había ayudado a transportar varios magnatauros desde Northrend que iban a ser
utilizados contra la Alianza. El capitán Briln asumió toda la responsabilidad por la
pérdida de dos magnatauros durante una terrible tormenta. Briln esperaba que lo
ejecutaran por aquel percance. Sin embargo, Garrosh decidió exonerarlo de toda
responsabilidad y lo ascendió; de ese modo, Gharga fue ascendido a capitán.

Por lo visto, el Sangre y Truenos era un barco con suerte. Todo el mundo quería
que lo trasladaran a ese navío, por lo que Gharga podía escoger con qué lobos de mar
quería contar, lo cual siempre venía muy bien cuando llegaba la hora de batallar.

Mientras los elfos de sangre, los goblins y los Renegados se reunían en


Trinquete, los barcos orcos habían partido hacia Theramore. Hasta entonces, habían
esperado en aguas orcas, lejos de miradas curiosas. Esperaron… y esperaron… a recibir
nuevas instrucciones que, al final, habían llegado en forma de mensaje atado a la pata
de un halcón:

«Coloquense en posición. Tengan mucho cuidado y no se adentren en territorio


de la Alianza. No inicien las hostilidades antes de tiempo. Aguarden mis órdenes».
Por esa razón, ahora avanzaban con impaciencia y entusiasmo hacia Theramore,
cuyas torres podía ver a través de un catalejo pues se hallaban ya bastante cerca.
Entonces, Gharga vociferó la orden de que echaran el ancla, ya que se encontraban en el
lugar ideal: cerca de la ciudad pero, legalmente, aún en aguas de la Horda. Acto
seguido, dos tripulantes lanzaron, entre muchos gruñidos, la gigantesca ancla de hierro
al agua, la cual impactó estruendosamente contra el agua y, a continuación, se hundió
en el lecho oceánico.

Como Gharga se percató de que su contramaestre parecía hallarse triste y


huraño, le dio un leve golpetazo en la cabeza.
—Con esa cara, vas a lograr que se nos estropee el ron —le dijo.

El joven orco se puso firme de inmediato y lo saludó.

—¡Perdón, capitán! Es que…

—¿Es que qué?

—¡Señor! Me preguntaba por qué hemos venido hasta aquí si no vamos a atacar,
señor.
—Es una buena pregunta, aunque un tanto necia —replicó Gharga—. Nos
encontramos ya tan cerca que, en cuanto nos llegue la orden de atacar, podremos

143
llevarla a cabo de inmediato. Además, pese a estar muy próximos, no estamos en aguas
de la Alianza. Nos verán y se retorcerán las manos nerviosos y preocupados, pero no
podrán hacer nada mientras no entremos en sus aguas. Incluso aquí, a tanta distancia de
la orilla, la Horda es capaz de lograr que la Alianza se estremezca de miedo. Tenemos
la obligación de mantener nuestra posición, Lokhor. Garrosh sabe lo que hace, sabe más
que nosotros. Permaneceremos en posición hasta que nos señale que es el momento
adecuado para atacar. No te preocupes —añadió con un tono de voz más amable—. La
sangre de la Alianza manará a raudales y tú serás uno de los que provoquen que se
derrame. ¡Si, todos haréis que se derrame!

Lokhor sonrió y la tripulación del Sangre y Truenos estalló en gritos de júbilo.

***

Jaina esperaba que lo que el maestro de embarcadero le había contado no fuera


verdad. Incluso había rezado para que así fuera. Sin embargo, cuando se hallaba en la
parte más alta de la torre y miró por el catalejo, el corazón le dio un vuelco.
—Son tantos —murmuró.

Kalec, Kinndy, Pained y Tervosh también miraron uno tras otro por el catalejo,
con aspecto muy serio.

—Al parecer, la información que has recibido era correcta —comento Tervosh.
—Además, según tú misma has dicho, la flota de Varian no llegará en, al menos,
un día o tal vez dos —apostilló Kinndy de un modo taciturno—. He contado
ocho buques de guerra, al menos. Si deciden atacar antes de que la Séptima Legión
llegue, será mejor que nos vayamos acostumbrando a comer sorpresa de manzana de
cactus.

Jaina le puso una mano a Kinndy en el hombro.

—Yo no tengo nada claro que Garrosh vaya a tomar prisioneros, Kinndy. —
¡Ataquemos ya, mi señora! —exclamó Pained—. Seguro que Garrosh no pretende
atacarnos con unos cuantos barcos. ¡Recuerda que un gran número de sus tropas siguen
congregadas en el Fuerte del Norte a la espera de órdenes! Tendremos muchas bajas,
pero al menos…

—No —la interrumpió Jaina con firmeza—. No están en aguas de la Alianza.

144
Estoy dispuesta a defender Theramore, pero no a ser quien inicie un acto de
agresión.
Habrá que esperar.

—Ya, la esperanza es lo último que se pierde —masculló Tervosh.

Kalecgos había permanecido en silencio a lo largo de toda la conversación, sin


duda alguna porque deseaba mantenerse neutral. Sin embargo, justo cuando iba a abrir
la boca para hablar, Kinndy dijo:

—Mi señora… creo que deberías ir a Dalaran.

Jaina frunció el ceño.

—¿Por qué?

—Porque ahí tenéis amigos y… admiradores.

—Eso es cierto; no obstante, el Kirin Tor está formado por magos que
pertenecen tanto a la Horda como a la Alianza. No podrán prestarnos su apoyo, ya que
eso supondría quebrantar su neutralidad.

—Tal vez sí o tal vez no —replicó Kinndy—. Es decir… seguro que ellos no
quieren que se produzca el baño de sangre que Garrosh pretende provocar. Además,
sabemos que incluso algunos miembros de la Horda han estado dispuestos a arriesgarlo
todo para avisarnos de lo que iba a pasar. Creo que merecería la pena intentarlo.

—Pues sí —afirmó Kalec, con satisfacción—. Existe algo llamado el bien


común que está por encima de todo lo demás.
Jaina miró a Tervosh.

—Estoy de acuerdo con Kinndy —aseveró.

—Lo mismo digo —añadió la gnomo.

Pained también asintió.

Jaina suspiró.

145
—Muy bien, veamos qué tiene que decir al respecto el maestro Rhonin. Pero les
pido por favor que… no alberguen muchas esperanzas. Pained, habla con los soldados
para que se preparen. Debemos estar listos por si los capitanes de esos barcos deciden
que ha llegado el momento de atacar.

Entonces, su mirada se cruzó con la de Kalec, quien le ofreció una reconfortante


sonrisa. La maga se la devolvió, aunque su sonrisa era de todo menos reconfortante y,
acto seguido, se dirigió a su salón.

Una vez ahí, tocó los tres libros y la estantería se apartó a un lado, revelando así
el espejo oculto tras ellos.
Jaina se colocó delante del espejo, entonó el conjuro y gesticuló con las manos.
Su propio reflejo le devolvió la mirada por un instante hasta que un remolino azul
oscureció esa superficie especular. Durante unos cuantos latidos muy tensos, la dominó
la preocupación, pues temía no poder contactar con Rhonin por hallarse éste muy lejos;
pero, entonces, el rostro del archimago emergió en el espejo, bañado en tonalidades
azules. Sus rasgos marcados conformaban un semblante fatigado hasta que reconoció a
Jaina. Entonces, se le iluminó el rostro.
—Lady Jaina —dijo—. Espero que estés contactando conmigo para
comunicarme que Kalecgos ha recuperado el Iris de enfoque.
—Por desgracia, no es así. Si bien hemos sido capaces de dar con una manera
para que pueda detectar esa reliquia, según parece, quienquiera que la tenga ahora la
está moviendo de aquí para allá con el fin de confundirlo. Está esperando al momento
adecuado… pues, si quieren usar el Iris, deberán pararse en algún instante.

El pelirrojo Rhonin asintió y se frotó los ojos.

—Kalecgos está dando por sentado que será capaz de recuperarlo antes de que
el ladrón haga… lo que pretenda hacer con él, sea lo que sea.
—Sí, es consciente de que no será nada fácil —replicó Jaina—. Pero no parece
que haya otra opción.
—Ya, pero incluso los dragones se fatigan —objetó Rhonin—. Bueno, si no has
contactado conmigo por este tema, ¿de qué quieres hablar?
La actitud de Rhonin de ir siempre al grano y hablar con franqueza solía irritar a
la gente, pero no a Jaina. A ella le parecía una actitud fantástica. Todo el mundo
pensaba que era muy raro que hubiera sido elegido para liderar el Kirin Tor, eso lo sabía
él mejor que nadie. Era perfectamente consciente de que había sido elegido porque
había demostrado ser capaz de ver las cosas desde una perspectiva distinta a la de
antiguos líderes. Además, era un archimago excepcional.

146
—¿Te has enterado de lo sucedido en el Fuerte del Norte? —preguntó Jaina. —
No —contestó Rhonin—. Es un pequeño puesto avanzado de poca monta, ¿no? —No,
es… era una guarnición de tamaño respetable, cuya misión era vigilar la actividad de la
Horda en los Baldíos del Sur —le explicó la maga; Rhonin se alarmó en cuanto se
percató de que hablaba de la fortaleza en pasado—. Hace cuatro días, la Horda la
destruyó totalmente. Según los informes, para lograrlo, emplearon una magia elemental
de naturaleza muy tenebrosa. Alguien que participó en esa batalla me advirtió de que el
plan de la Horda es marchar sobre Theramore.

Rhonin entornó los ojos.

—¿No vas a decirme el nombre de tu fuente de información?

—No puedo —respondió—. Vino en son de paz y de buena fe. No puedo


traicionarlo.
—Hum —murmuró Rhonin quien, por un instante, se mesó la barba
meditabundo
—. Pero… me has dicho que eso ocurrió hace cuatro días. ¿Por qué la Horda no
ha marchado ya directamente hacia el sur para borrar a Theramore del mapa?
—No lo sé —contestó Jaina—. Lo único que sabemos es que una flota de naves
de guerra de la Horda se encuentra muy cerca de las aguas territoriales de la Alianza.

Rhonin permaneció callado un rato. Entonces, dijo con mucho tacto:

—Todo esto es un grave problema para la Alianza y Theramore, por supuesto.


Pero ¿qué tiene que ver conmigo?

—El plan de Garrosh va mucho más allá —respondió Jaina—. Esto es sólo el
inicio de su conquista de todo el continente. Ya conoces a Garrosh; es muy impetuoso.

—Igual que yo —afirmó Rhonin.

En ese instante, Jaina replicó, sin ambages:

—Tal vez lo fuiste en su día pero, desde que eres marido y padre, desde que eres
el líder del Kirin Tor, te has calmado bastante.

El archimago se encogió de hombros y sonrió un poco, admitiendo así que la


maga estaba en lo cierto.

147
—Van a morir millares —insistió Jaina—. La Alianza será expulsada de las
costas de Kalimdor. Los que sobrevivan se convertirán en refugiados. Y ya tenemos
demasiada gente sin comida ni refugio por culpa del Cataclismo. ¡Los Reinos del Este
no podrán atender las necesidades de la población de medio continente!

—Te lo vuelvo a preguntar, Jaina Proudmoore —dijo Rhonin con suma


calma—: ¿qué tiene que ver esto conmigo?

—Ya sé que el Kirin Tor no toma partido por nadie —contestó Jaina—. Pero
incluso Kalecgos pensaba que tal vez estarían dispuestos a acudir en nuestra ayuda.

—¿Para proteger una ciudad de la Alianza de un ataque de la Horda?

La maga asintió. Rhonin miró hacia un lado por un largo instante, con la mirada
perdida, y entonces añadió:

—No puedo tomar una decisión de ese calibre yo solo. Vas a tener que
convencer a los demás. Además, Dalaran está tan hermosa en esta época del año.

148
CAPÍTULO DOCE
C ada vez que Jaina viajaba a Dalaran, tenía la oportunidad de recordar lo

hermosa que era. Las opulentas agujas de tonalidades púrpuras de las torres de la ciudad
se alzaban hacia el cielo, a pesar de que la misma Dalaran flotaba en el aire, sin ser
perturbada ni molestada por los problemas de Northrend, el territorio que se hallaba
bajo ella. Sus calles relucían, con sus impolutos adoquines rojos, por las que sus
ciudadanos deambulaban libremente tan ajenos a los problemas del exterior como la
propia ciudad. Sólo en aquel lugar, podía uno comprar ciertos objetos extraordinarios a
vendedores de toda clase de artículos raros y curiosos; sólo en aquel sitio, uno podía
aprender ciertos conjuros y ciertas historias, que se susurraban en salones donde reinaba
la paz y la serenidad.

En su época, Dalaran había formado parte consustancial de otro continente


distinto. Jaina recordaba perfectamente cómo había sido en aquellos tiempos, recordaba
cómo había paseado por esos jardines, arrancando de los árboles manzanas de corteza
de oro calientes tras recibir el beso del sol.

Entonces, apareció Arthas.

Y, si bien Dalaran había sido destruida, logró renacer de sus cenizas. El Kirin
Tor regresó a la capital de los magos para reconstruirla y protegerla con una cúpula
hecha de energía mágica violeta hasta que, pasado un tiempo, Dalaran reverdeció
transformada en una ciudad flotante. Esta ciudad estado había sido el eje central de la
Guerra de El Nexo contra Malygos y, más tarde, de la lucha contra el Rey Lich. Sin
embargo, no era un lugar donde primara lo marcial, sino más bien al contrario. Dalaran
se encontraba en un momento dulce, donde las principales preocupaciones de una
población feliz eran el afán de conocimiento y el ansia de aprender.

Jaina había erigido un monumento a Antonidas en la ciudad. Normalmente,


siempre que viajaba a Dalaran, le hacia una «visita»; a veces, le comentaba sus
pensamientos en voz alta mientras permanecía sentada bajo la sombra de su estatua. Sin
149
embargo, ahora no lo iba a hacer, pues tenía una misión que llevar a cabo de enorme
importancia.

Se materializó dentro de la misma Ciudadela Violeta y el primer rostro que vio


fue el de Rhonin, quien le dio la bienvenida con una sonrisa, aunque su mirada estaba
teñida de preocupación.

—Bienvenida, Lady Jaina —le dijo—. Creo que ya conoces a todos los aquí
presentes.
—En efecto —replicó Jaina.

Junto al mago se hallaba su esposa, la hermosa y canosa Vereesa Windrunner, la


fundadora del Pacto de Plata y hermana de Sylvanas, la líder de los Renegados, y de
Alleria, quien se encontraba perdida en Terrallende. Aunque la tragedia había clavado
sus garras con fuerza en la familia Windrunner, Vereesa parecía haber hallado la
felicidad en su papel de esposa de ese gran mago y madre orgullosa de dos bellos hijos.
No obstante, el hecho de haber logrado la felicidad personal no implicaba que la elfa
noble se contentara con permanecer en un segundo plano. Jaina sabía que, en su rol de
líder del Pacto de Plata, Vereesa se había opuesto pública y firmemente a que los elfos
de sangre fueran admitidos en el Kirin Tor.

Sin embargo, sus esfuerzos habían sido en vano, como demostraba la mera
presencia del mago que se encontraba a la izquierda de Rhonin. Se trataba del
archimago Aethas Sunreaver, quien había luchado con tanta fuerza para ser admitido en
el Kirin Tor como Vereesa se había esforzado por impedir su admisión. La cuarta
persona ahí presente era una humana que, pese a tener el pelo blanco como la nieve,
daba la impresión de ser capaz de enfrentarse (y ganar) a cualquiera en una lucha. La
archimaga Modera tenía el honor de ser la maga que más tiempo había formado parte
del gran Consejo de los magos, el Consejo de los Seis, al que pertenecía desde la
Segunda Guerra.

Jaina asintió respetuosamente ante todos ellos, a modo de saludo, y acto seguido
se volvió hacia Rhonin, quien retrocedió un solo paso y gesticuló con las manos, con la
facilidad propia de alguien que estaba muy habituado a realizar conjuros mágicos. Al
instante, un portal cobró forma. Jaina frunció levemente el ceño. Normalmente, se podía
atisbar el lugar al que uno iba a viajar; sin embargo, este portal en concreto no parecía
llevar a una habitación o a algún lugar en tierra, sino al cielo abierto, por lo que lanzó a
Rhonin una mirada inquisitiva.

150
—El resto de los Seis se encuentran ahí reunidos —le dijo Rhonin, sin
molestarse en responder esa pregunta que Jaina había formulado con la mirada—. Será
mejor que no les hagamos esperar, ¿verdad?

Jaina atravesó el portal, pues confiaba en él totalmente.

El suelo, que era de un sencillo color gris y estaba compuesto (menos mal) de
sólida piedra con incrustaciones con forma de diamante, era lo único que parecía estable
en aquel lugar. Por encima de ellos y a ambos lados sólo había un cielo en cambio
constante. Ahora, era un espléndido firmamento azul surcado por nubes que se
desplazaban perezosamente y, un mero latido después, aparecían una serie de estrellas y
una profunda negrura se extendía sobre el cielo azul como si fuera tinta derramada.

—Bienvenida, Lady Jaina, a la Cámara del Aire —dijo alguien. Aunque tal vez
se tratara de varias personas que hablaban a la vez.
Jaina no podía estar segura de si era una sola voz o varias, pues se hallaba
deslumbrada y sobrecogida por la vista constantemente cambiante e infinita que podía
contemplarse en esa estancia. Entonces, se obligó a apartar la mirada de ese cielo
cautivador y prácticamente hipnótico y posó su vista en los Seis, quienes formaban un
círculo en cuyo centro estaba Jaina.

Ella sabía que antaño esos magos habían ocultado sus identidades incluso al
resto de los miembros del Kirin Tor. No obstante, esa tradición había dejado de seguirse
recientemente, por lo que podía identificar perfectamente a cada uno de ellos. Además
de a Modera, Aethas y Rhonin, ahí podía ver a Ansirem Runeweaver, quien no solía
frecuentar demasiado Dalaran, ya que había tenido que viajar mucho últimamente para
poder llevar a cabo ciertas misiones cuya naturaleza Jaina desconocía, por supuesto. La
famosa plaza Runeweaver llevaba ese nombre en homenaje a ese hombre decidido y de
vista muy aguda. Ahí también se encontraba presente el alquimista y mago Karlain,
quien había aprendido a dominar completamente sus emociones. Había poca gente tan
serena, reflexiva y considerada como él.

Por último, pero no por ello menos importante, Jaina reconoció el rostro
envejecido prematuramente de un joven; se trataba de Khadgar, uno de los magos más
poderosos de la historia de Azeroth. Aunque parecía tener el triple de edad que Jaina,
ésta sabía que ese mago sólo le llevaba diez años. Khadgar había sido aprendiz de
Medivh y había colaborado como observador con el Kirin Tor; asimismo, había sido él
quien había cerrado el Portal Oscuro y vivía en Terrallende, donde colaboraba con el
naaru A’dal. El hecho de que se hallara ahora aquí, dispuesto a debatir sobre cómo iban
a proteger Theramore, hacía que sus maltrechas esperanzas renacieran de sus cenizas.

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—No te quedes mirando embobada —le espetó Khadgar a modo de reproche,
pero con un destello de ironía en su mirada—. Por mucho que me mires, no voy a
volverme más joven.

Jaina agachó la cabeza en señal de respeto.

—En primer lugar, permíteme señalarte que me siento muy honrada de que
hayas atendido mi ruego. Seré breve. Todos saben que soy una persona muy moderada
y diplomática. Durante años, he trabajado incesantemente para sellar la paz en Azeroth
entre la Alianza y la Horda. Por tanto, el hecho de que me halle ahora aquí para pedir
ayuda al Kirin Tor, con el fin de defender a una ciudad de la Alianza contra la Horda,
seguro que les hace pensar que la situación es extremadamente delicada y que un bando
es enteramente responsable del cariz que han tomado los acontecimientos.

La maga se movía lentamente mientras hablaba, mientras clavaba


sucesivamente su mirada en cada uno de los otros magos, para permitir que vieran que
hablaba sumamente en serio. Suponía que Khadgar estaría de acuerdo con ella. Sin
embargo, era más difícil saber qué pensaba Karlain, al igual que Ansirem, pues ambos
la contemplaban con los brazos cruzados y un semblante inescrutable.

—La Horda ha destruido el Fuerte del Norte. Para ello, Garrosh Hellscream no
sólo se ha valido de un ejército compuesto por todas las razas de la Horda, sino que sus
chamanes han empleado una magia muy tenebrosa para controlar y dominar a varios
gigantes fundidos, unos elementales de fuego impredecibles y muy violentos. Si siguen
utilizando tales medios de coerción, si enfurecen a los elementos aún más, podrían
provocar una desgracia similar al Cataclismo. —Entonces, miró a Modera, quien le
ofreció una leve sonrisa y, acto seguido, clavó sus ojos en Aethas, quien no se había
quitado su yelmo y permanecía tan quieto que parecía una estatua tallada en piedra—.
Ahora, su objetivo es Theramore, donde contamos con unas buenas defensas y con el
apoyo del rey Varian Wrynn, quien nos ha prometido que enviará a la flota de la
Séptima Legión.

—Si eso es así, ¿por qué necesitas nuestra ayuda? —preguntó Karlain—.
Theramore es una ciudad militar con una gran reputación. Además, estoy seguro de que
con el apoyo de esa flota seréis capaces de enviar a la Horda de vuelta a sus tierras,
presa del sonrojo y la vergüenza.

Pese a que Aethas, el elfo de sangre archimago, giró la cabeza ante ese
comentario, permaneció callado.

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—Porque la Horda ya está preparada para marchar sobre Theramore —contestó
Jaina—. Y, sin embargo, la flota de Su Majestad se encuentra aún a varios días de
distancia. —En ese instante, se giró y se dirigió directamente a Aethas—. Prefiero
resolver los conflictos mediante el intercambio de ideas y no de mandobles de espadas;
no obstante, he de defender a mi pueblo, pues confía en que yo lo protegeré. Preferiría
no tener que luchar contra la Horda, pero lo haré si es necesario. Espero sinceramente
que el Kirin Tor se muestre dispuesto a ayudar a Theramore en este momento de
máxima vulnerabilidad, de tal modo que podamos transformar este inminente ataque en
una oportunidad de alcanzar la paz.

—Jaina Proudmoore, a pesar de todos los años que llevas desempeñando labores
diplomáticas —señaló Aethas, con una voz suave como la seda—, me parece que
conoces muy poco a la Horda si piensas que se detendrán si creen que tienen la victoria
en su mano.

—Quizá si se detengan ante los magos del Kirin Tor —replicó Jaina—. Por
favor… muchas familias viven en Theramore. Estoy dispuesta a sacrificar mi propia
vida por defenderlos, al igual que los soldados acuartelados ahí. Pero quizá eso no
baste. Si Theramore cae, también caerá Kalimdor. Entonces, nada podrá impedir que la
Horda ataque Vallefresno o Teldrassil y expulse a los elfos de la noche de sus antiguas
tierras. Garrosh ansia dominar todo el continente… y, con todo respeto, no creo que el
Kirin Tor desee eso. No si defiende de verdad el verdadero espíritu de la neutralidad.

—Comprendemos perfectamente la situación —afirmó Karlain—. No tienes por


qué recordamos cuál es nuestra misión.

—No pretendía hacerlo —se disculpó Jaina—. No obstante, lo único que


pretendo es apelar a su sabiduría para que sean conscientes de que no les pido que
apoyen a un bando en detrimento de otro. Lo único que pido es que salven vidas
inocentes… que mantengan el equilibrio de poder que ahora se encuentra en peligro.
De repente, todos los demás magos retrocedieron un paso al unísono, como si se
hubieran comunicado esa orden con una seña invisible.
—Gracias, Lady Jaina —dijo Rhonin de un modo en que quedaba claro que la
reunión había acabado—. Hablaremos con otros magos para preguntarles su opinión al
respecto y, entonces, tomaremos una decisión. En cuanto alcancemos un acuerdo, se te
informará al respecto.

En ese instante, se oyó un zumbido, que indicaba que un nuevo portal se abría.
Jaina se adentró en él y, acto seguido, se encontró pisando las impolutas calles
adoquinadas de Dalaran, sintiéndose como una niña a la que le hubieran ordenado que

153
se fuera a ordenar su habitación si quería cenar. No estaba acostumbrada a que la
despacharan de esa forma pero, si alguien tenía derecho a hacer algo así, era el Consejo
de los Seis.

A continuación, se dispuso a realizar un hechizo de teletransportación a


Theramore, pero se quedó a medias. Pensó que tenía que ver a un par de personas,
aprovechando que estaba ahí.

***

Tras la marcha de Jaina, los otros cinco miembros del Consejo se giraron
expectantes hacia Rhonin, quien alzó una mano antes de que cualquiera de los demás
pudiera hablar.

—Nos volveremos a reunir en una hora —señaló.

—Pero, ya que estamos aquí… —replicó Modera, un tanto desconcertada.

—Es que… hay algunos precedentes que me gustaría revisar —se justificó
Rhonin—. Les sugiero a los demás que hagan lo mismo. Sea cual sea nuestra
decisión… ayudar a Theramore o permanecer al margen y dejar que la Horda avance…
las consecuencias serán muy importantes. Me gustaría conocer otros puntos de vista
antes de votar.

Todos asintieron, a pesar de que se podía adivinar cierta contrariedad en sus


semblantes. Rhonin se teletransportó a sus aposentos, donde permaneció por un
momento, mientras fruncía sus pelirrojas cejas. Entonces, se acercó a su escritorio (que
estaba cubierto casi por entero de rollos de pergaminos, papiros en blanco o libros) y
agitó la mano en el aire.

Al instante, aquel montón de tomos y papeles desordenados se elevó y flotó a un


metro del escritorio. Después, la parte superior del escritorio se abrió y dejó a la vista
una cajita muy sencilla. Lo que había dentro, sin embargo, no era precisamente algo
sencillo.

Rhonin sacó la caja de ahí, cerró la parte superior del escritorio y dejó que los
rollos de pergaminos, los papiros en blanco y los libros regresaran al lugar donde habían
estado antes. Acto seguido, se sentó en una silla con la cajita en la mano.

154
—Viejo amigo, en momentos como éste, te echo de menos mucho más de lo que
cabe imaginar —aseveró—. Pero he de admitir que resulta reconfortante escuchar cómo
me hablas desde más allá de la muerte… aunque lo hagas a través de acertijos.

Abrió la caja con una pequeña llave que solía llevar atada al cuello y contempló
pensativo la pequeña pila de pergaminos que contenía en su interior. Cada uno de ellos
recogía una profecía de Korialstrasz (también conocido como Krasus), el difunto
consorte de Alexstrasza, la Protectora. A lo largo de los años, el dragón había tenido
esas visiones, que había plasmado por escrito y entregado a Rhonin, esbozando una
amplia sonrisa mientras le decía: «Ahora tal vez entiendas por qué a veces parece que
soy tan condenadamente listo», lo cual había hecho sentirse a Rhonin tremendamente
honrado. Korialstrasz le había pedido al mago que ocultara esas profecías y que, cuando
éste falleciera, le entregara la llave de la cajita a alguien en quien confiara. «No deben
caer en las manos equivocadas», le había advertido Krasus. Aquella noche, Rhonin
permaneció despierto hasta altas horas de la madrugada, leyendo todas esas profecías.
Ahora, había una en concreto que quería consultar.

—Lo retiro —dijo en voz alta—. ¿Por qué tuviste que escribir esto de un modo
tan enigmático, Krasus?
Estaba seguro de que, en esos momentos, en algún lugar, ese gigantesco dragón
rojo se estaba riendo.

***

Era la segunda vez que Jaina visitaba a la familia Sparkshine. La primera vez se
había presentado allí para llevarse a su hija a una tierra lejana. Aunque se habían
sentido muy orgullosos de que Kinndy fuera su aprendiza, Jaina se percató enseguida de
que esa familia estaba muy unida, tal vez porque sólo eran ellos tres. Pese a que la
despedida había sido bastante dura, Jaina no había sido recibida como una intrusa que
les iba a arrebatar a su hija, sino como un pariente al que hacia mucho tiempo que no
veían y al que recibían con los brazos abiertos. Aun así, ahora, titubeaba ante su puerta.
Jaina había decidido presentarse ahí de un modo impulsivo, pues tenía la sensación de
que estaba en deuda con sus padres y debía hacerles saber, en primer lugar y por encima
de todo, que estaba impresionada con el gran talento de Kinndy y, en segundo lugar,
debía informarlos de que esa impresionante y encantadora muchacha iba a embarcarse
en una aventura muy peligrosa.

Se armó de valor y llamó a la puerta. Tal y como recordaba, una puerta más
pequeña, incrustada en la principal, crujió al abrirse. Acto seguido, un anciano mago

155
vestido de púrpura miró hacia fuera, luego hacia ambos lados y, por último, hacia
arriba.

—Buenas tardes, mago Sparkshine —lo saludó Jaina, esbozando una sonrisa.
De inmediato, el anciano se quitó su puntiagudo sombrero e hizo una profunda
reverencia.

—¡Lady Proudmoore! —exclamó—. ¿Qué te trae a…? —Entonces, se le


desorbitaron un poco los ojos—. Espero que nuestra pequeña Kinndy se encuentre bien,
¿eh?
—Está bastante bien y es una aprendiza realmente admirable —respondió Jaina,
cuya contestación era totalmente cierta; al menos, de momento—. ¿Puedo entrar?
—¡Oh, claro, claro! —contestó Windle Sparkshine quien, acto seguido, se
agachó, se metió dentro de la casa y cerró la puerta. A continuación, la puerta principal
se abrió ante Jaina.

Desde el punto de vista de Jaina, aquel diminuto y ordenado apartamento estaba


decorado con unas miniaturas perfectas. Si bien el techo era lo bastante alto como para
que pudiera permanecer en pie, le habría resultado imposible sentarse en esas sillas tan
enanas. Por suerte, Windle le estaba acercando lo que él denominaba «la silla de la
gente alta».

—Aquí tienes. Puedes sentarte aquí, junto al fuego.

Jaina miró la chimenea, pero no dijo nada. Pese a que había unos leños
amontonados ahí, no estaban encendidos. Tuvo que reprimir una sonrisa, ya que sabía
que se trataba de una vieja broma que ya era una tradición en la familia Sparkshine y no
tenía ninguna intención de estropear la diversión.

Windle fingió hallarse sorprendido.

—¡Pero si ese fuego no está encendido! —exclamó.

Al instante, sacó una varita, masculló algo en voz muy baja y, a continuación,
apuntó con la varita mágica hacia la chimenea. De inmediato, surgió una llama brillante
y el fuego prendió, añadiendo así aún más encanto a una situación que ya era realmente
agradable.

Un encantador aroma emanaba de la cocina, por cuya puerta asomó la cabeza


una gnomo de pelo gris, cuyo rostro estaba manchado de harina.

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—Windle, ¿con quién estabas…? Oh, Lady Jaina, ¡qué sorpresa! —dijo—.
Dame sólo un momento para poder meter esas tartas en el horno y enseguida estaré
contigo.

—Tómate todo el tiempo que necesites, señora Sparkshine.

—Cuando nos conocimos, te dije que más te valía que me llamaras Jaxi porque,
si no, no te daría tarta de manzana —le reprochó gentilmente.
Jaina se rió por primera vez en mucho tiempo; tuvo la sensación de que habían
pasado años incluso desde la última vez que había estallado en carcajadas.
La maga se sentó en esa cómoda silla que era de su tamaño y aceptó agradecida
la taza de té y las pastas que le ofrecían. Windle y Jaxi se sentaron en unas sillas
adecuadas para su estatura y entablaron una conversación intrascendente durante un
rato.

Entonces, Jaina dejó su taza por fin y clavó su mirada en ambos.—Su hija está
haciendo un gran trabajo —afirmó—. No —añadió, corrigiéndose a sí misma—, está
haciendo un trabajo tremendo. Cada día que pasa, me impresiona más. Estoy segura de
que, cuando su adiestramiento haya concluido, impresionará a todo el mundo. Muchos
aprendices atesoran un gran potencial, pero no todos lo desarrollan.

La pareja de gnomos sonrió de oreja a oreja y se miraron el uno al otro, mientras


se aferraban las manos con fuerza.
—Ya sabes que es nuestra única hija —comentó Windle—. Estoy seguro de que
no te has dado cuenta, pero a mí me van pesando ya los años —esto último lo dijo con
una chispa de ironía en la mirada, pues su barba cana revelaba perfectamente su
verdadera edad—. Jaxi y yo habíamos abandonado toda esperanza de tener un niño.
Kinndy es nuestro pequeño milagro.

—Como se encuentra en Theramore, tan lejos de aquí, nos preocupamos mucho


por ella —afirmó Jaxi—; no obstante, te estamos muy agradecidos porque le permites
que venga a visitarnos con mucha frecuencia.

—Oh, tienen que estar tomándome el pelo —replicó Jaina—, ¡pero si cada vez
que regresa a Theramore nos trae sus pastas! ¡Si pudiera, la enviaría aquí todos los días!

Todos se echaron a reír. Sentía una gran sensación de serenidad al hallarse


sentada en esa estancia tan confortable, decorada al estilo antiguo, junto a un fuego
encendido. Jaina deseó de todo corazón que la sencillez de aquel lugar se conservara y
no se viera perturbada por los peligros a los que se enfrentaba Theramore.

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—Oh, Lady Jaina, ¿en qué piensas para estar tan triste? —preguntó Jaxi.

Jaina suspiró. Por mucho que prefiriera que las cosas fueran de otra manera,
sabía que esa gente tan bondadosa tenía derecho a saber que su hija iba a correr un
grave peligro.

—Theramore necesita la ayuda del Kirin Tor —afirmó Jaina con suma
serenidad
—. En realidad, ha sido idea de Kinndy que viniera aquí a pedir ayuda. Sin embargo, no
puedo contales mucho más, pues me temo que regreso a mi hogar con las manos vacías.
—¿Qué clase de…? —acertó a decir Jaxi.

Pero, entonces, Windle posó una de sus arrugadas manos sobre la de la maga y
le dio un leve apretón.
—Calma, calma, Lady Jaina tiene muchas cosas en que pensar —aseveró—. Si
no nos lo puede contar, bueno, a mi no me importa.
—Ni a mí, por supuesto —añadió Jaxi, quien colocó la mano que le quedaba
libre sobre la de su marido—. Es que… se trata de Kinndy y…
—Kinndy ha estado trabajando de manera infatigable y su ayuda será
inestimable —replicó Jaina—. Tienen mi palabra de que la protegeré tanto como sea
posible. Al fin y al cabo —agregó, intentando mantener el ánimo en su voz—, he
invertido mucho tiempo en su adiestramiento. ¡Tener que empezar otra vez con un
nuevo e inexperto aprendiz sería todo un fastidio para mí!

—No te preocupes por el Kirin Tor —le aconsejó Windle, intentando


reconfortarla—. No los dejarán en la estacada, abandonados a su suerte en Theramore.
Harán lo correcto. ¡Ya lo verás!

Acto seguido, la colmaron de abrazos, buenos deseos y una bolsa repleta de


cajas llenas de diversos dulces. Se mostraron tan seguros de sus posibilidades y tan
alegres que Jaina empezó a pensar que tal vez, sólo tal vez, ese viaje en particular a
Dalaran podría dar los frutos esperados.

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CAPÍTULO TRECE

— S ospecho que estarás muy familiarizada con las sutilezas de este juego,

señorita aprendiza —le dijo Kalec mientras observaba detenidamente lasdiminutas


piezas dispuestas sobre el tablero.

Kinndy abrió de par en par sus enormes ojos para fingir así ingenuidad e
inocencia.—¿Yo? ¡Oh, no, qué va! Tervosh me enseñó a jugar a esto la semana pasada.

En ese instante, el dragón apartó su azulada mirada de las piezas colocadas


sobre el tablero y arqueó una ceja índigo. El gesto de asombro de la gnomo se disolvió
para dar paso a una sonrisa amplia.

—Bueno —agregó la aprendiza—, quizá haya una buena razón por la que nadie
quiera volver a jugar a esto conmigo.
—¿Así que soy meramente una nueva víctima?
—Mmmm —respondió Kinndy de manera ambigua.
Kalec se encontraba a punto de mover el caballo cuando escuchó el familiar
ruido que acompañaba a toda teletransportación. Se volvió, olvidándose por completo
del juego, al mismo tiempo que Jaina se materializaba en su propio salón. Estaba
sonriendo. Kalec rara vez la había visto sonreír, así que dio gracias en silencio a
quienquiera que hubiera provocado esa sonrisa.

—Tus padres son las personas más amables de todo Azeroth —afirmó Jaina—.
Y las más generosas.
A continuación, sacó de la bolsa una caja de dulces que le entregó a Kinndy. La
aprendiza la abrió y comprobó que contenía una variedad asombrosa de manjares;
pastelitos, tartas individuales, bollos de crema, milhojas y toda suerte de delicias que
parecían realmente apetitosas.

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—Bueno, ¿cómo ha ido todo? —preguntó Kinndy, mientras daba un bocado a
algo glaseado que olía a gloria.
Jaina adoptó un semblante sombrío. Se dejó caer en su silla y se sirvió un poco
de té.
—No muy bien —confesó—. Pero creo que logré hacer cambiar de opinión a
unos cuantos. —No pongas esa cara de abatimiento —añadió al ver que su aprendiza se
dejaba caer un poco en su asiento—. No obstante, aún no me han comunicado su
decisión, lo cual supone que van a debatir y discutir al respecto largo y tendido. Quizá
la marea cambie. De todos modos, ha sido una gran idea, Kinndy.

—Lo habría sido si gran parte del Kirin Tor hubiera venido contigo hasta aquí
— aseveró la gnomo.
—En eso no te puedo quitar la razón —replicó Jaina—, pero habrá que
arreglárselas con lo que he conseguido. Y lo único que he conseguido son estos
pastelillos de baya.

—Me alegra comprobar que aún crees que quedan cosas buenas… y dulces…
en este mundo —comentó Kalec, mientras daba buena cuenta de uno de esos pastelillos
de baya—. No obstante, lamento que no pudieras obtener nada más positivo de ese
encuentro.

Jaina gesticuló con una mano manchada de azúcar.

—No pienso preocuparme más de ese tema hasta que conozca su decisión —
contestó—. Aunque, si tienes alguna buena noticia sobre la situación, te agradecería que
me la comunicaras.

—Ojalá fuera así —dijo Kalec, quien pronunció esas palabras de todo
corazón—. La Horda sigue aguardando en el umbral de nuestras aguas sin avanzar.
Además, por desgracia, el Iris de enfoque prosigue su viaje por Kalimdor a una
velocidad que me asombra.

Kinndy los observaba a ambos mientras comía un dulce y entornaba los ojos
meditabunda.
—Creo que será mejor que vaya a acabarme esto arriba, en mi habitación —
señaló—. Hay un libro ahí que tengo ganas de leer. Quizá aprenda algo gracias a él que
nos pueda ser de ayuda.

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Dejó su té y su dulce sobre una bandeja, con la que se alejó lentamente sin
mediar palabra. Jaina arqueó una de sus rubias cejas y frunció el ceño, presa del
desconcierto.

—¿A qué crees que ha venido eso? —inquirió.

—No tengo ni idea —respondió Kalec, pese a que no estaba diciendo del todo la
verdad. Sospechaba cuál era la razón por la que la gnomo deseaba dejarlos a ambos
solos… pero no le apetecía darle demasiadas vueltas.

La maga se volvió hacia el dragón y lo miró con curiosidad.

—¿Por qué sigues aquí, Kalecgos del Vuelo Azul?

Por alguna razón que le resultaba incomprensible, esa pregunta lo hizo sentir
muy incómodo.
—Porque estoy buscando…

—El Iris de enfoque, lo sé. Quizá eso sea lo que te ha traído hasta aquí… pero…
¿por qué has decidido quedarte? Podrías haber escogido cualquier otro lugar del
continente para esperar a que el Iris de enfoque aminore su marcha y se estabilice y, sin
embargo, aquí estás.

Kalec notó que se ruborizaba. Era una cuestión muy simple: ¿Por qué se había
quedado ahí, en vez de buscar el silencio de los espacios naturales? En cualquier otro
lugar, también seria capaz de percibir con suma facilidad el objeto mágico que había
venido a buscar. Pero aquí se había quedado, aprendiendo a jugar al ajedrez con una
gnomo, a discutir sobre tácticas militares con una elfa de la noche, a discutir de la
naturaleza de lo Arcano con Tervosh y… Jaina.

Se había quedado por Jaina.

La maga lo miraba de manera expectante mientras que, con una de sus esbeltas
manos, se colocaba tras la oreja un mechón rebelde de su cabello rubio, mientras
mantenía la cabeza ladeada con una expresión inquisitiva en su rostro, mientras su
peculiar ceño fruncido se iba haciendo más pronunciado en esa frente que, por otro
lado, no presentaba ninguna arruga, lo cual era extraño en una humana de esa edad.
Quería una respuesta y no podía negársela. Al menos, le daría una que no fuera
cierta. Sin embargo, en cuanto abrió la boca para contarle una patraña, se dio cuenta de
que no deseaba mentirle.

161
—Hay diversas razones —contestó, apartando la mirada.

Jaina se inclinó hacia delante.

—¿Eh?

—Bueno… eres una maestra de la magia muy importante para tu pueblo, Jaina.
Me siento muy a gusto contigo. Tal vez quiera quedarme con las razas jóvenes porque
mi pueblo ha perseguido al vuestro, a pesar de que no tenían derecho realmente a
hacerlo salvo porque ellos mismos afirmaban, de un modo un tanto confuso, que habían
sido nombrados los protectores de la magia. Muchos murieron en la Guerra de El Nexo,
tanto entre los dragones como entre las razas jóvenes. Perecieron de manera brutal e
innecesaria. —Sus ojos azules se encontraron con los de la maga y, esta vez, fue ella
quien apartó la mirada—. Supongo que estoy en deuda con vosotros y que debo
ayudaros. Y… —sonrió levemente, pues sabía que esto, al menos, era verdad—. Eres
una grata compañía.

—Oh, lo dudo mucho —replicó Jaina.

—Yo no —dijo el dragón con un tono de voz dulce y un tanto tembloroso.


Quería colocar su mano sobre las de la maga, pero no se atrevía. Kalecgos no estaba
seguro de por qué estaba tan interesado en Lady Jaina Proudmoore. Tenía que saber qué
era exactamente lo que sentía y por qué antes de siquiera atreverse a preguntarle si ella
sentía lo mismo por él.

Probablemente, no, pensó. Malygos había sido el responsable de iniciar la


Guerra de El Nexo. Su meta había sido arrebatar toda la energía Arcana a todos los
reinos que no fueran el suyo. Si bien era todo un detalle de generosidad por su parte que
quisiera ser su amiga, no quería arriesgarse a dar un paso más y menos ahora, cuando
estaba a punto de producirse un ataque.

—Bueno, cada cual tiene sus gustos —afirmó Jaina displicentemente.

A Kalec lo dominó la furia, se enfadó con quienquiera que la hubiera hecho


sufrir tanto como para que se considerase tan poca cosa. ¿Acaso el responsable había
sido Kael’thas? ¿O Arthas? ¿O su padre, a quien se había enfrentado valientemente a
pesar de que sin lugar a dudas la lógica y el corazón le indicaban que no debería
hacerlo? En sus ojos, había una sombra de tristeza que no era consecuencia del hecho
de que una batalla fuera a estallar de manera inminente… no, se trataba de una tristeza

162
que había detectado en el mismo momento en que había llegado a aquel lugar. Una
tristeza con la que a él le hubiera gustado acabar.
Ella lo necesitaba ahora, ya que era bastante probable que el Kirin Tor le diera
la espalda y abandonara a Theramore a su suerte, de modo que la marea conformada por
orcos, trolls, tauren, renegados, goblins y elfos de sangre se la llevaría por delante. Se
imaginó a Jaina sola, haciendo uso de una magia espantosamente poderosa. Se imaginó
su recio rostro aún más hermoso gracias al gesto de feroz determinación que dibujaría
en su semblante mientras defendía la ciudad.
No obstante, aunque poseyera todo el poder del mundo, sólo era una persona y
no podría nivelar la balanza. Theramore iba a caer y Jaina con ella.

El dragón abrió la boca para hablar pero, en ese momento, percibió una leve
perturbación mágica en el ambiente. Jaina abrió los ojos como platos y se puso en pie
de un salto, se acercó rauda y veloz a la estantería, donde tocó tres libros siguiendo un
orden determinado. La estantería se apartó y dejó a la vista el espejo envuelto en niebla.

—Habla —ordenó Jaina con una voz trémula y esperanzada.

La niebla del espejo adoptó la forma del semblante de un humano. Del


archimago Rhonin.
—Eres una mujer muy persuasiva, Lady Jaina —respondió Rhonin—. Si bien el
Kirin Tor considera que deberíamos mantener nuestra imparcialidad, la petición que nos
has formulado nos obliga a actuar. Incluso Aethas Sunreaver ha votado a favor de
ayudarles. Según él, si no los ayudamos a combatir contra un ejército tan poderoso,
estaríamos apoyando tácitamente a la Horda. Al menos, ése es el razonamiento que ha
seguido.

—Por favor, dile al archimago Aethas que le agradecemos en grado sumo que
haya seguido ese razonamiento —le pidió Jaina, cuyo esbelto cuerpo estaba temblando
mientras hacía todo lo posible por mantener la compostura. Daba la sensación de que
intentaba reprimir las ganas de dar saltos de alegría.

Kalec también habría querido poder exteriorizar su alegría.

—En breve, unos cuantos magos llegaremos a Theramore para ayudarlos en su


defensa. Quiero recalcar la palabra «defensa». Los protegeremos, pero no practicaremos
ninguna estrategia ofensiva. Albergamos la esperanza de que nuestra mera presencia
sirva como elemento disuasorio. Espero que lo entiendan.

163
—Lo entendemos perfectamente, archimago. Yo también albergo la esperanza
de que podamos hallar una solución pacífica para este conflicto.

Rhonin suspiró y la preocupación abandonó su semblante.

—Sospecho que nuestras esperanzas son infundadas, pero no nos vamos a


quedar cruzados de brazos sin hacer nada. Llegaremos en breve.
La imagen se desvaneció. La niebla mágica azul giró sobre sí misma por última
vez y, acto seguido, el espejo volvió a reflejar plácidamente a Jaina y Kalecgos
únicamente.

Jaina se sintió tan aliviada que todo su cuerpo se relajó al fin. Gracias a la Luz
—murmuró—. Llegarán a tiempo, aunque…
Entonces, hizo un gesto de negación con la cabeza, como si así quisiera
deshacerse de todo pensamiento negativo; como, por ejemplo, que la flota de Varian
podría no llegar a tiempo. Jaina tenía una sonrisa radiante que provocó que a Kalec le
diera un vuelco el corazón.

Quería hablar, pero era incapaz de hacerlo. En su mente, oía la voz de su


conciencia que le decía de manera sabia o quizá cobarde: No, ahora no. Tal vez no
debas decírselo nunca. Kalec era perfectamente consciente de lo que tenía que hacer…
por el bien de ambos, pero el mero hecho de saberlo le hacía sentir un hondo dolor.

—Me siento realmente contento —afirmó—. Esos magos protegerán Theramore


tan bien como podría hacerlo yo, quizá incluso mejor.
En ese mismo instante, el júbilo de Jaina menguó.

—¿Cómo que «podrías»? —inquirió.

Kalec asintió.

—Sí —respondió—. Me has recordado que todavía tengo una misión que llevar
a cabo. Ahora que cuentas con nuevos aliados, voy a recorrer de nuevo el continente
para ver si así puedo detectar el Iris de enfoque.

—Te entiendo. Es una idea excelente, por supuesto.

La maga esbozó una sonrisa forzada y la tristeza volvió a asomarse a sus ojos.
Sin duda alguna, tenía la sensación de que el dragón la estaba abandonando.

164
Lo cual es cierto, pensó Kalecgos compungido. Pero es por tu propio bien.
Sabía que, si se quedaba, sería incapaz de reprimir sus sentimientos y acabaría
declarándole su amor y ésa era una pesada carga que Lady Jaina Proudmoore
ciertamente no debía soportar justo cuando se enfrentaba al que podría ser el peor
momento de la historia de Theramore.

Tal y como le había señalado a Jaina, el archimago Rhonin y los demás


miembros del Kirin Tor la protegerían tan bien como podría haberla protegido él;
además, ninguno de ellos iba a distraer a la maga de lo que tenía que ser su único
propósito.

—Supongo que ha llegado el momento de despedirnos —dijo Jaina, quien


sonrió con la sonrisa sincera pero ensayada propia de una diplomática y le tendió la
mano.
Kalecgos se la estrechó con fuerza, de tal modo que sus robustos dedos se
cerraron en torno a los esbeltos dedos de la maga. Disfrutó todo lo que pudo de ese
sencillo apretón de manos, ya que seguramente sería la última vez que pudiera tocarla.

—Estás en buenas manos —afirmó el dragón.

—En las mejores de todo Azeroth —aseveró Jaina animadamente—. Te deseo


mucho éxito en tu misión, Kalecgos. Sé que hallarás lo que estás buscando. Y que lo
harás por tu Vuelo y por el mundo entero. Aunque tal vez… tras la batalla, si todavía no
lo has encontrado, podría ofrecerte mi ayuda.

Kalec tragó saliva y, a continuación, le soltó la mano.

—Si, tras la batalla, aún no he dado con el Iris, serás la primera en saberlo —le
aseguró con total sinceridad.
Kalecgos salió de la torre a un paso más enérgico del que era necesario en
dirección hacia una zona amplia y despejada donde podría transformarse. Entonces, dio
un salto, ascendió hacia el cielo y expandió sus sentidos, mientras deseaba que el
maldito Iris de enfoque aminorara su marcha y se detuviera para poder recuperarlo
cuanto antes y regresar con Jaina. Pero esa reliquia no parecía dispuesta a cooperar, ya
que parecía dispuesta a burlarse de él con su gran velocidad mientras el dragón batía sus
alas y aceleraba su ritmo de vuelo para llevar a cabo una persecución probablemente
fútil.

***

165
Jaina se había quedado muy sorprendida ante la abrupta marcha de Kalec, pues
había dado por sentado que el dragón se quedaría ahí a ayudarla. Sin embargo, tenía que
reconocer que ésa no era su batalla; con casi toda seguridad, ya había intervenido en ese
conflicto mucho más de lo que en un principio había pretendido. Pese a que bajo su
forma semiélfica era realmente encantador, no dejaba de ser un dragón, al fin y al cabo.
Y los dragones no tomaban partido por nadie en los asuntos que concernían a las razas
jóvenes. Aun así, se sentía rara, como si lo echara de menos. En esos pocos días,
plagados de tensión, se había convertido en su amigo y lo iba a añorar mucho más de lo
que había esperado.

No obstante, no tenía tiempo para extrañarlo, ya que Rhonin había cumplido su


palabra y se había materializado frente a la torre de Jaina apenas media hora después de
haber contactado con ella. Tal y como había prometido, venía acompañado.

Estaba acompañado de cerca por una docena de magos, a cuatro de los cuales
Jaina conocía, pues eran miembros prominentes del Kirin Tor, aunque no del Consejo.
Al resto de los magos no los conocía, pero entre ellos reconoció a Vereesa Windrunner.
Sin duda alguna, estaba ahí porque no iba a consentir que su marido corriera un grave
peligro sin estar ella a su lado. Jaina la obsequió con una reconfortante sonrisa de
bienvenida y se volvió hacia los magos.

Los cuatro magos más importantes que Rhonin había seleccionado eran: Tari
Cogg, uno de los magos gnomos más prominentes de Dalaran; Amara Leeson, una
maga humana de larga melena negra y cara de pocos amigos que en realidad poseía un
gran corazón muy generoso; Thoder Windermere, cuya constitución descomunal y
bastas facciones lo llevaban a uno a pensar que era un guerrero en vez de uno de los
más talentosos hechiceros que Jaina jamás había conocido; y, el último, para su
sorpresa, era Thalen Songweaver, un Sunreaver esbelto y de facciones marcadas, cuyo
pelo era del color de la luz de la luna.

—Conozco a muchos de ustedes y estoy ansiosa por conocer al resto —dijo


Jaina afectuosamente—. Les doy las gracias desde lo más hondo de mi corazón por
haber respondido a nuestra petición de ayuda. Mago Songweaver, a ti te doy las gracias
especialmente. Sé que tanto para ti como para el archimago Aethas ha debido de ser
muy difícil tomar esta decisión.

—No tanto como crees —replicó Songweaver, con un tono de voz agradable y
ronco—. Fue mi señor Aethas quien tuvo en sus manos el voto decisivo.

166
—A pesar de que estoy casado con una elfa, sus razonamientos todavía me
desconciertan —comentó Rhonin, a quien Vereesa lanzó una mirada burlona. Rhonin le
guiñó un ojo a su esposa y, acto seguido, se volvió hacia Jaina—. Bueno, aquí estamos.
Necesito hablar contigo en privado, Lady Proudmoore, aunque antes de eso mis colegas
necesitarán que les des instrucciones.

—Más que darles instrucciones, debo hacerles una serie de peticiones —lo
corrigió Jaina, a la vez que se giraba hacia Tervosh—. Tervosh, Kinndy, Pained,
¿quieren hacer el favor de mostrarles a nuestros invitados la ciudad para que se
familiaricen con su trazado y de presentarles a los capitanes Vimes y Cañalisa?

Pained se limitó a asentir.

Tervosh contestó:

—Será todo un honor. Estamos muy agradecidos por su ayuda.

Kinndy, por su parte, parecía un tanto aturdida y, por una vez, daba la impresión
de que no tenía nada que decir.
Jaina observó cómo todo aquel grupo se marchaba y, después, se volvió hacia
Rhonin.
—Espero que seas consciente de que has irritado a muchos magos —le espetó
Rhonin sin más preámbulos.
—¿Yo? —replicó Jaina tremendamente confusa.

—Lo sé, lo sé, normalmente soy yo quien enfurece a los demás —señaló el
archimago pelirrojo, esbozando una amplia sonrisa irónica—. Cierta gente es muy
rencorosa. No me atrevo a decir que te ganaras muchos enemigos en la Tercera Guerra,
pero las decisiones que tomaste no hicieron que te ganases precisamente la simpatía de
muchos.

—Pero ¿yo qué hice?

—Más bien es lo que no hiciste. Algunas personas de Dalaran creen que los
dejaste en la estacada cuando decidiste no cooperar con el Kirin Tor sino seguir tu
propio camino.

—No me necesitaban —replicó Jaina—. Tenía una… perspectiva diferente de


las cosas. Me fui a donde creía que podría ser de más ayuda. No tenía ni idea de que
otros magos se sintieron ofendidos por mi decisión.

167
—Sólo son viejas rencillas, nada más —la tranquilizó Rhonin—. A cierta gente
le gusta estar siempre malhumorada. No obstante, la principal razón por la que algunos
aún no han asimilado lo que hiciste es porque unos cuantos magos creían que tú
deberías haber sido el futuro del Consejo y no un pelirrojo bocazas. —Entonces, al ver
la expresión de sorpresa de la maga, añadió—. Vamos, Jaina, muchas veces te he oído
decir que es un error tanto minusvalorar los talentos de alguien como sobrestimarlos. Sé
que soy bueno. Condenadamente bueno. Al igual que muchos otros miembros del Kirin
Tor, algunos de los cuales se encuentran hoy aquí. Pero tú… —entonces, agitó la
cabeza de lado a lado, admirándola—. Eres una gran diplomática, de eso no hay duda.
Y Azeroth está en deuda contigo. Pero incluso yo creo que estás malgastando tu talento
al quedarte aquí, en Theramore.

—Theramore es una nación que he fundado para que sea un faro de esperanza y
de paz en este mundo. Una nación a la que he prometido cuidar y proteger. En el Kirin
Tor, sólo sería una más, Aquí… —Jaina señaló entonces a todo el ajetreo que había a su
alrededor—. No puedo marcharme, ahora no; probablemente, nunca podré irme,
Rhonin. Ya lo sabes. Theramore me necesita. Por muchas razones que me des, no me
puedo creer que pueda servir mejor a Azeroth siendo un miembro más del Kirin Tor que
como diplomática.

Rhonin asintió con cierto pesar, o esa sensación le dio a la maga.

—Tú eres Theramore —admitió—. Más de lo que yo o cualquier otro podrá ser
jamás el Kirin Tor. Este mundo se encuentra muy, pero que muy mal, Jaina. No se le ha
dado tiempo a recuperarse. Primero, sufrió la guerra contra Malygos y los dragones
Azules. Después, sufrió el enfrentamiento con ese bas… perdóname, con el Rey Lich…
que costó tantas vidas. Luego, Azeroth prácticamente se partió en dos. No pretendo
desdeñar tus esfuerzos, pero creo que ni la Alianza ni la Horda sabrían que hacer con la
paz aunque la tuvieran delante.

Jaina sabía que Rhonin no le estaba haciendo esos comentarios a modo de


crítica. Simplemente, se lamentaba, al igual que ella, del hecho de que Azeroth y sus
moradores hubieran tenido que soportar tantas catástrofes y tanta violencia. Aun así, sus
comentarios la habían hecho pensar, pues había dado en el clavo. ¿Estaba de verdad
perdiendo el tiempo? ¿No le había dicho eso mismo a Go’el no hace tanto tiempo, que
temía que sus palabras cayeran en oídos sordos? Entonces, recordó lo que le había dicho
al orco: Me siento como si tuviera que avanzar con gran esfuerzo por el lodo para
lograr que simplemente me oigan, pues que me escuchen de verdad es una auténtica
quimera. Resulta… muy difícil conseguir unos resultados sólidos y reales por la vía

168
diplomática cuando la otra parte ya no atiende a razones. Me siento como un cuervo
que grazna solo en el campo. Me pregunto si no estoy malgastando aliento.

Kalecgos también había expresado esa misma opinión cuando le preguntó: ¿Por
qué estás aquí, entre un pantano y el océano, entre la Horda y la Alianza?

Porque alguien debe estar aquí, le había respondido. Y porque creía que poseía
el talento necesario para ser una excelente diplomática.
A lo que el dragón había replicado: Jaina, si de verdad piensas así y con esto no
quiero decir que estés equivocada… ¿por qué te esfuerzas tanto en convencerte a ti
misma de que ése es el camino correcto?

¿Acaso había estado haciendo lo más equivocado en el sitio más incorrecto?


Jaina intentó reprimir esos pensamientos. Ahora no era momento de lamentaciones, sino
de actuar, de defender a su pueblo de la inminente batalla que literalmente estaba en el
horizonte.

—Primero, debo ocuparme de la seguridad de mi pueblo —le dijo a Rhonin—.


Ni siquiera yo soy capaz de hablar de paz mientras mi gente se halla en peligro. Vamos.

169
CAPÍTULO CATORCE
E l sol, rojo y henchido, se ocultó tras el horizonte. El troll y el tauren, cuya

piel y pelaje parecían teñidos de sangre por el crepúsculo, ascendían en silencio y con
paso firme por la colina que llevaba a las ruinas del Fuerte del Norte, donde ya no
quedaba nada de la Alianza, ni siquiera los cadáveres, donde Garrosh Hellscream
dormía ahora en una torre que había ocupado en su día un almirante; era él a quien
ahora buscaban ese troll y ese tauren.

Garrosh estaba de buen humor. Ya habían encendido las hogueras nocturnas de


los campamentos, con las que cocinaban y se procuraban calor e iluminación. De ese
modo, los espías de la Alianza podrían ver que se enfrentaban a un gran número de
tropas de la Horda, lo cual era motivo de júbilo para Garrosh, quien no había puesto
límite a lo intensamente que debían arder esos fuegos ni tampoco a cuántos debían ser.
Ahora mismo, en una de esas hogueras, estaban asando un anca de zhevra, que giraba
ensartada y desprendía una grasa que chisporroteaba al caer sobre el fuego, así como un
aroma que le hacía a uno la boca agua.

—Deja que se acerquen —le dijo Garrosh con suma calma a Malkorok—. Son
los líderes de sus respectivos pueblos. Vol’jin, Baine, únanse a mí. ¡Tomen y prueben
un poco de esta deliciosa carne!

El tauren y el troll cruzaron sus miradas y, a continuación, se aproximaron.


Cada uno de ellos portaba un cuchillo, con el que partieron y ensartaron un trozo de esa
carne chorreante. También bebieron educadamente de un barril de grog de cereza que
pasó de mano en mano.
—Bueno, ¿a qué debo este placer? —preguntó Garrosh.

—Jefe de Guerra —respondió Baine—, tus tropas aguardan tus órdenes. Ansían
batallar y se impacientan. Ya sabes qué pensamos al respecto. Venimos para implorarte

170
abiertamente que ataques pronto ya que, si no, ¡la Alianza tendrá tiempo para preparar
sus defensas!

—Creía que simpatizabas con la Alianza, Baine Bloodhoof —dijo Garrosh,


arrastrando las palabras. Sus diminutos ojos oscuros permanecían despiertos y alerta, en
clara contraposición con su actitud lánguida.

—Sabes perfectamente a quién soy leal —replicó Baine, cuya voz se transformó
prácticamente en un gruñido—. No tengo ninguna intención de llevar a mis valientes a
una batalla donde van a ser masacrados… no cuando puedo liderarlos en una donde sé
que alcanzarán la victoria.

—Y tú compartes su opinión, ¿eh? —inquirió Garrosh, volviéndose hacia


Vol’jin.

El troll extendió ambos brazos.

—Ya sabes lo que opinamos al respecto, Jefe de Guerra. Mi gente está


preparada para saborear la sangre de la Alianza. Cuanto más retrases el ataque, más se
impacientará. Los Renegados quizá sean mucho más pacientes, pero… tengo que
preguntártelo… ¿en qué estás pensando? ¡Eres un gran guerrero! No temes a la Alianza.
Entonces, ¿por qué no atacas?

—Tienes razón en eso de que soy un gran guerrero. Y sé bastante sobre tácticas
y estrategias —contestó Garrosh—. No obstante, me estoy hartando de que cuestionen
mis decisiones en esta materia.

El Jefe de Guerra ya no mostraba una actitud animada y relajada. Además,


tampoco había bebido ni cenado demasiado. Y tenía los ojos clavados en ellos.

—No te estamos cuestionando —afirmó Baine con mucho tacto—. Nosotros


también somos unos guerreros con una gran reputación. También entendemos que es
necesario tener una táctica clara. Simplemente, te ofrecemos nuestros consejos, un
derecho que nos hemos ganado gracias a la sangre derramada por nuestros pueblos.
Sólo queremos evitar un derramamiento innecesario de sangre. Por eso, te rogamos que
nos escuches.

Baine respiró hondo, se puso en pie, se acercó a Garrosh y se arrodilló ante él.
Pese a que realizar ese gesto de obediencia lo hizo sentirse humillado, era un gesto

171
sincero. Necesitaba que Garrosh lo escuchara. Su pueblo (no, la Horda entera) lo
necesitaba.

—Los tauren y los trolls siempre han sido amigos de los orcos —aseveró—.
Admiramos y respetamos a tu raza. Eres el Jefe de Guerra de la Horda, Garrosh
Hellscream, no sólo el Jefe de Guerra de los orcos. —En ese momento, desplazó su
mirada hacia la imponente figura de Malkorok, que se hallaba de pie junto a Garrosh
con los brazos cruzados sobre su colosal pecho gris mientras lanzaba una mirada
iracunda a Baine—. Eres nuestro líder… el líder de todos los pueblos de la Horda. Eres
demasiado inteligente como para ignorar nuestros consejos. No entendemos por qué
sólo pareces querer escuchar a este orco Blackrock.
Malkorok profirió un leve rugido y dio un paso al frente. Entonces, Garrosh alzó
una mano y el otro orco se detuvo de inmediato.
—Necesito que entregues un mensaje al Sangre y Truenos y a las demás naves
reunidas cerca del puerto de Theramore —replicó, con la mirada clavada en Baine y no
en Malkorok—. Díganles que tengo nuevas órdenes que darles.

Baine y Vol’jin intercambiaron unas miradas teñidas de esperanza. Tal vez


Garrosh había decidido por fin hacerles caso.

El líder de la Horda sonrió entre sus colmillos y, cuando habló, lo hizo con un
tono de voz áspero y duro.
—Díganle a la flota que se aleje aún más de Theramore, lo bastante como para
que el más sofisticado artilugio de la Alianza no pueda verla. Ya no necesitamos que
mantengan ahí su presencia.

—¿Qué? —le espetó Vol’jin, profiriendo un grito ahogado repleto de


incredulidad.
—Mi objetivo ya ha sido alcanzado. Quería que la Alianza fuera consciente de
que una flota amenazaba sus costas.
Lentamente, Baine se puso en pie.

—Tu plan consiste en… ¿retirar a la flota? —inquirió con un tono de voz
ahogado.
—Así es —contestó Garrosh, poniéndose también en pie, de tal modo que sus
miradas se cruzaron.
—En vez de lanzar un ataque contra Theramore antes de que puedan pedir
ayuda… has decidido que nos retiremos.
—Sí. Y eso es todo, tauren. Ésas son mis órdenes. ¿Acaso pretendes
cuestionarlas?

172
Aquel momento tenso y silencioso, salvo por el crepitar del jugo de la carne al
caer sobre el fuego, pareció prolongarse eternamente. Nadie se movió, aunque todo el
mundo que observaba la escena estaba preparado para reaccionar de inmediato.
—Eres el Jefe de Guerra de la Horda, Garrosh Hellscream —dijo al fin Baine —
. Haremos lo que ordenas. Pero rezo a la Madre Tierra para que, una vez haya acabado
esta debacle, aún quede algo de la Horda en pie.
Antes de que el Jefe de Guerra pudiera seguir humillándolo, Baine se dio la
vuelta y se marchó. Vol’jin caminaba junto a él. Mientras se dirigían de vuelta a sus
campamentos, pudieron escuchar unas ásperas carcajadas orcas tras ellos.

***

En Theramore reinaba un ambiente deprimente, pero sus moradores se


mostraban resueltos y decididos. El aspecto marcial habitual de la ciudad era ahora aún
más evidente. La posada ya no era un lugar donde uno se podía sentar junto al fuego
para disfrutar de un trago y la conversación, sino un sitio donde los soldados se
encontraban acuartelados; a veces, incluso había ocho por habitación. Incluso se habían
colocado catres en algunas zonas públicas. Asimismo, en el corazón de la Ciudadela
Garrida se habían almacenado legumbres, grano, carnes ahumadas y varios
contenedores de agua fresca.

Un leve destello de esperanza había animado fugazmente la ciudad cuando


divisaron las velas de la Séptima Flota en el horizonte. Los barcos, que eran veinte en
total, no sólo transportaban a los mejores marinos de Stormwind, sino a varios generales
de gran reputación. El júbilo estuvo a punto de adueñarse del ambiente cuando el buque
insignia, el Espíritu de Tiffin, atracó en el puerto de Theramore seguido por el resto de
aquella flota. A pesar de la premura, los marineros del buque insignia desembarcaron de
manera precisa, ceremoniosa y rápida, siguiendo el ritmo marcado por el redoble
marcial de un tambor, mientras se colocaban en formación delante de Jaina, Pained,
Tervosh, Kinndy, Vereesa y los miembros del Kirin Tor. Tras ellos, se habían
congregado los ciudadanos de Theramore, cuyos semblantes extremadamente fatigados
se relajaron al vitorear a esos hombres y mujeres que habían venido a defenderlos.

Si bien Varian le había prometido a Jaina que enviaría tantas tropas como
pudiera, no le había dado ningún nombre de barco, ya que no estaba seguro de con
quién podría contactar a tiempo. Jaina se protegió los ojos de la luz del sol con la mano
al mismo tiempo que observaba impaciente cómo esos hombres y mujeres de casi todas
las razas de la Alianza bajaban por la pasarela muy erguidos.
—Marcus Jonathan, general y alto comandante de la defensa de Stormwind —
anunció uno de los marineros.

173
Al instante, un hombre enorme y de aspecto imponente que portaba una pesada
cota de malla saltó de la pasarela al muelle con sorprendente agilidad. Si bien poseía
una barba y un bigote frondosos, llevaba su pelo castaño rojizo muy corto. Parecía
hallarse relajado y dispuesto a entrar en acción en un mero latido al mismo tiempo.
Jaina, que no era una mujer precisamente bajita, se sintió muy pequeña cuando aquel
hombre se plantó delante de ella y le tendió la mano.

—Fui el primero al que el rey Varian le pidió venir y el primero en aceptar su


petición —afirmó—. Has hecho tanto por el bien de la Alianza que prestarte ayuda es
todo un honor, Lady Proudmoore.

—Gracias, general —respondió la maga—. Han traído la esperanza a esta


ciudad.
Los dos siguientes oficiales eran unos enanos a los que Jaina jamás había visto;
no obstante, sabía quiénes eran y cuál era la trágica razón por la que estos dos enanos en
particular se encontraban ahí y no otros.

—Soy Thaddus Stoutblow de los Wildhammer —dijo el primero de ellos con


una voz áspera, a la vez que la saludaba con su martillo en vez de estrecharle la mano.

—Y yo soy Horran Redmane, del campamento base de la Séptima Legión —


añadió el segundo.
—Ambos son bienvenidos —les aseguró Jaina—. Mis condolencias por la
muerte de los generales Thunderclash y Marstone.
Thaddus Stoutblow asintió con brusquedad.

—Te aseguro que nunca hubiéramos deseado obtener nuestros ascensos gracias
a las muertes de nuestros superiores.
—Pero los vengaremos —apostilló Redmane—. Nos alegramos de haber podido
venir a ayudarlos, Lady Jaina. Matar a la Horda es matar a la Horda, da igual donde lo
hagamos.

A pesar de que la Horda se hallaba acampada en el umbral de su territorio, la


maga lamentaba que hubiera que luchar, por lo que se sintió muy apenada ante la sed de
sangre que exhibían esos dos enanos. No obstante, se limitó a asentir y centró su
atención en el siguiente general.

Las pezuñas del general draenei Tiras’alan resonaron al pisar delicadamente la


madera de la pasarela mientras se dirigía hacia la maga. Jaina se sorprendió al verlo,
pero también se sintió muy satisfecha; sobre todo después de la abierta y comprensible

174
hostilidad que habían mostrado los enanos hacia la Horda. Tiras’alan había estado
presente en el histórico momento en que Lady Liadrin, de los Caballeros de Sangre,
había hablado con el naaru A’dal, renunciando así a Kael’thas para sumarse a la
Ofensiva Sol Devastado. En un principio, A’dal se había sentido furioso porque Liadrin
se atreviera a tantearlo después de todo lo que su pueblo había hecho; no obstante, al
final, se había mostrado compasivo y misericordioso. El mismo Tiras’alan había
entregado a Lady Liadrin el tabardo del Sol Devastado.

Jaina dio la bienvenida al draenei de manera muy afectuosa y de él parecía


irradiar fuerza y bondad, al igual que su armadura pareció irradiar una luz dorada
cuando éste se agachó ante la maga.

—He venido a protegerlos y defenderlos —aseveró—. Las historias de tus


grandes hazañas y tus ímprobos esfuerzos por alcanzar la paz han llegado incluso a la
ciudad de Shattrath, Lady Jaina —agregó, con una voz melodiosa y profunda—.
Theramore debe prevalecer. La Horda no triunfará.

Si bien el draenei, al contrario que los enanos, no hablaba de «matar a la


Horda», ofrecía su ayuda con la misma firmeza y seriedad que éstos.
—Tu sabiduría nos vendrá muy bien —le aseguró Jaina—. Nos alegramos de
poder contar con un paladín de la Luz en la batalla que se avecina.

Entonces, una elfa de la noche de piel púrpura y pelo azul salió del barco,
parpadeando ante la luz del sol. Jaina abrió los ojos como platos y sonrió, dándole la
bienvenida a esta miembro de la Alianza en particular (Shandris Feathermoon, general
de las centinelas elfas de la noche) como a una amiga.

—Hermana de batalla —la saludó Shandris, devolviéndole la sonrisa con


delicadeza—. El Archidruida y la Suma Sacerdotisa me envían aquí gozosamente y, de
la misma manera gozosa, mis centinelas y yo hemos venido a ayudarte.

—Son todas bienvenidas —replicó Jaina, quien se dio cuenta en ese momento
de que, si Shandris había traído a algunos de los suyos, lo más probable era que los
demás generales también vinieran acompañados de algunas de sus mejores tropas, a las
que habían podido relevar de sus funciones y destinos habituales. Si Garrosh asaltaba
Theramore apoyado por todas las razas de la Horda, la Alianza la defendería de igual
modo.

El último en pisar el muelle del puerto de Theramore no fue un general, sino un


personaje muy conocido. Jaina había sabido hacia poco que había sobrevivido a la

175
Devastación del Fuerte del Norte. Como había resultado malherido y había caído
inconsciente, la Horda lo había dado por muerto. La alegría que sintió al verlo se vio
reemplazada de inmediato por la sorpresa y la pena al percatarse de su aspecto. No
había superado la batalla del Fuerte del Norte totalmente ileso, más bien al contrario;
había perdido un ojo y portaba una cicatriz desigual que desfiguraba un semblante que
hasta entonces había sido muy hermoso. Mientras se dirigía hacia ella, la maga se
percató de que arrastraba ligeramente una pierna. Él se dio cuenta de hacia dónde había
dirigido Jaina la mirada y del gesto compasivo que se había dibujado en su semblante,
así que sonrió todo cuanto pudo con su destrozado rostro.

—Almirante Aubrey —lo saludó Jaina afectuosamente, al mismo tiempo que se


acercaba a él corriendo con los brazos abiertos.
—Lady Proudmoore —contestó—, sigo vivo. La Horda no ha podido
arrebatarme mi intelecto e ingenio. Y eso es lo único que importa. Te serviré de la
mejor manera posible.

—Eso es mucho más de lo que casi todo el mundo puede ofrecerme. Me alegro
tanto de verte. La Alianza se alegrará de poder contar con tu inteligencia. Además, no
nos vendrá nada mal que nos cuentes de primera mano qué tácticas está empleando la
Horda. —Entonces, le apretó las manos y le preguntó—. ¿Vienes acompañado de
alguien más que…? —su voz se fue apagando al mismo tiempo que su expresión se
tomaba muy seria y grave.

—Una media docena de hombres, que aún conservaban bastantes miembros


como para unirse a mí, sobrevivieron a la batalla —respondió—. Además, traigo
también noticias sobre la flota de la Horda de las que debo informar lo antes posible.
—Sí, el almirante Aubrey tiene razón —apostilló Thaddus Stoutblow—. No hay
tiempo que perder. No podemos permitirnos el lujo de charlar ociosamente o tomar el
té.

—De acuerdo —dijo Jaina de inmediato—. Ojalá tuviéramos tiempo de


atenderos con la pompa y el boato necesarios, pero no es así. El capitán Vimes ayudará
a sus tripulaciones y soldados a familiarizarse con la ciudad y sus defensas.
Generales… almirante… por favor, entren en la torre. Tenemos mucho de qué hablar.

***

Unos momentos después, Jaina, los cinco generales, los cinco miembros del
Kirin Tor, la general forestal Vereesa y el almirante se encontraban sentados alrededor
de una gran mesa, donde tenían a su disposición tinta, plumas y papel, así como vasos

176
de agua fresca. Ni siquiera los enanos pidieron que les sirvieran alcohol, pues sabían
que debían mantener sus mentes despejadas.

—Les doy la bienvenida a todos una vez más —dijo Jaina antes de que nadie
más pudiera hablar—. Generales, general forestal y almirante, los magos que ven ante
ustedes son miembros del Kirin Tor… entre ellos se encuentra el respetado mago
Thalen Songweaver. Han venido para ofrecernos su sabiduría y experiencia para que
podamos aplicarla a la defensa de Theramore.

Marcus Jonathan miró entonces a Rhonin.

—Así que sólo para defenderla —señaló Marcus—. Supongo que ya tienen
claro a qué bando van a apoyar en la inminente batalla, ¿verdad?
—Espero que no se produzca ninguna batalla, aunque sé que eso es bastante
improbable —replicó Rhonin con una placidez nada habitual en él. Al instante, los
murmullos comenzaron a recorrer toda la mesa y, entonces, alzó una mano—. Si
nuestra presencia no basta para evitar que se desate la violencia, entonces procederemos
a defender la ciudad con el fin de salvar tantas vidas como sea posible. Pero mientras
tanto… —sonrió—. Algunos de los nuestros ya se han «manchado las manos» en otras
ocasiones. Quizá podamos ayudarlos a diseñar sus planes.

—La Luz nos envía ayuda de todas las maneras posibles y a través de toda clase
de seres —aseveró Tiras’alan con suma serenidad, dirigiendo esas palabras
directamente al Sunreaver—. Desde luego, yo aprecio tu gran sabiduría.

Casi todos asintieron, aunque algunos de un modo más ostensiblemente


renuente que otros.
—Me siento aliviada al comprobar que todos somos conscientes de que tenemos
un enemigo común —afirmó Jaina—. Sé que a esta mesa está sentada gente con mucha
experiencia. Me alegro de contar con todos y cada uno de ustedes.
Aubrey se inclinó hacia delante.

—Antes de empezar a debatir las estrategias y los planes, debo contarte lo que
he visto mientras navegábamos hacia el puerto, Lady Jaina.
Jaina palideció al instante.

—Deja que lo adivine —le pidió—. Viste varios barcos de guerra de la Horda.

Jonathan frunció levemente el ceño.

177
—Desde el puerto, no se los ve —comentó—. Además, los barcos de Theramore
no se alejan mucho de la ciudad o al menos eso es lo que nos han dicho. Así que, dime,
¿cómo lo sabes?

—Lo sabemos porque estaban mucho más cerca hace sólo unos días, aunque en
todo momento permanecieron en aguas orcas —contestó Pained—. Por lo visto, en
realidad, no se marcharon.

—Pese a que estábamos preparados para entrar en batalla ante la más mínima
provocación —les explicó Jonathan—, se quedaron ahí sin hacer nada, sin ponerse
nerviosos, como si hubieran salido a navegar para disfrutar de las vistas. Ni se
inmutaron.

Stoutblow frunció el ceño.

—Lo cual lamento profundamente.

—No deseamos iniciar una guerra —lo corrigió Jonathan, a pesar de que Jaina
se percató de que daba la impresión de que a él también le hubiera gustado que la Horda
les hubiera disparado para que así esa terrible tensión hubiera acabado, cuando menos
—. Pero seremos nosotros quienes la terminen. Están ahí, armados hasta los
dientes, pero se limitan a… esperar.

Tiras’alan se aclaró la garganta.

—Si me permitís… Lady Jaina, nos ha llegado el rumor de que alguien te…
avisó del ataque. ¿No crees que podría tratarse de un truco? Quizá Garrosh quiera que
creas que el objetivo es Theramore cuando, en realidad, es otro.

—No hay ningún otro objetivo importante que pueda ser alcanzado por tierra —
señaló Redmane, con cierto desdén—. Me parece un poco estúpido que toda la Horda
esté esperando ahí inútilmente. La Horda es muy grande, pero no tanto.

—Nosotros también nos hemos planteado esa posibilidad —indicó Shandris—.


Sin embargo, no hemos hallado pruebas de que planeen atacar otro lugar que no sea
Theramore.
Mientras los escuchaba, Jaina cavilaba. Entonces, negó con la cabeza, agitando
su rubia cabellera.
—No. Estoy segura de que no es una treta. Mi… contacto corrió un gran riesgo
para poder avisarme y confío en él completamente.

178
La maga había estado sentada junto a Baine mientras éste lloraba por su padre,
al que habían asesinado a traición, y había visto cómo un arma consagrada a la Luz
refulgía, en señal de aprobación, en su poderoso puño. No, él no la traicionaría.
El draenei la observó detenidamente y, acto seguido, asintió.

—Entonces, tendremos que aceptar la palabra de ese contacto. Además, las


evidencias parecen indicar que está en lo cierto.

Entonces, Shandris se inclinó hacia delante.


—Almirante Aubrey —dijo—, hemos tenido el honor de hablar contigo durante
nuestro viaje hasta aquí. Lady Jaina y los demás no han tenido esa oportunidad. ¿Por
qué no les cuentas lo que nos has contado a nosotros? —En ese instante, sonrió, pero no
era una sonrisa agradable. Shandris Feathermoon era una depredadora y estaba claro
que estaba dispuesta a iniciar la caza—. Después de eso, podremos idear nuestras
estrategias.

Jaina se tomó un respiro para dar gracias a la Luz (y a Varian Wrynn, a A’dal, a
la suma sacerdotisa Tyrande, al archidruida Malfurion, a Rhonin y al Consejo de los
Tres Martillos) por la sabiduría que atesoraban esos hombres y mujeres curtidos en mil
batallas. Con suerte, no sólo lograrían repeler el ataque de la Horda, sino que lo harían
sufriendo el menor número de bajas posibles en ambos bandos.
Entonces, en cuanto Garrosh Hellscream se diera cuenta de que con medios
violentos no podría prevalecer, quizá se mostrara dispuesto a hablar de paz.

***

Madre Tierra, guíame, rezó Baine en silencio. Se encontraba en un pequeño


lugar de remembranza (el equivalente tauren a un cementerio) cercano al campamento
que los tauren habían dejado atrás de camino al Fuerte del Norte. En aquel lugar, donde
los benevolentes espíritus de los que ya habían muerto tal vez merodeaban todavía,
podía hallar consuelo.

Los días parecieron arrastrarse mientras la Horda seguía esperando… y


esperando, mientras la Alianza reforzaba las defensas de Theramore a cada instante.
Baine sabía que Perith había regresado y que Jaina había recibido su mensaje con la
gentileza y el agradecimiento que cabía esperar en la señora de Theramore. Aun así, la
había avisado para evitar que la Alianza sufriera una masacre, no para que la Alianza
tuviera la oportunidad de masacrar a la Horda, que es justo lo que parecía estar pasando.
Sin embargo, eso no era culpa de Jaina, sino de Garrosh quien, por alguna

179
incomprensible y desconcertante razón, parecía conformarse con permanecer a la espera
junto a sus Kor’kron y a ese orco Blackrock mientras dejaba pasar el tiempo.

Le había llegado el rumor de que la famosa flota de la Séptima Legión había


llegado ya y que las cubiertas del buque insignia estaban repletas de generales de la
Alianza, cuyos nombres debían de haber infundido el temor en el corazón de Garrosh.
Sin embargo, en vez de eso, Baine sólo había oído carcajadas y comentarios atrevidos y
audaces procedentes del campamento del Jefe de Guerra; mientras tanto, las terribles
noticias se extendían entre susurros por los soldados rasos de la Horda, que seguían sin
hacer nada a la espera de órdenes.

Baine ya no tenía siquiera ánimo para protestar por la tardanza en actuar de


Garrosh. Como mucho, se burlaría de él, lo humillaría hasta límites insospechados y,
por último, le ordenaría que se fuera. Y, en el peor de los casos, sería acusado de
traición y tal vez ejecutado.

Baine era un guerrero, por lo que sabía de la importancia de una buena táctica,
de una buena estrategia. Por ello sabía que a veces una estrategia supuestamente muy
necia a veces acababa siendo tremendamente inteligente. Pero era incapaz de ver nada
sabio en esos planes. Garrosh había atacado el Fuerte del Norte y había obtenido una
victoria aplastante. Si hubieran avanzado sobre Theramore sólo un par de días después,
habrían logrado una victoria similar, Sin embargo, el hijo de Grom había decidido
esperar, permitiendo así que Jaina se enterara de sus planes de ataque, que pudiera hacer
acopio de comida y armas y que recibiera ayuda exterior.
—¿Por qué? —se preguntó Baine en voz alta.

Pensó en su pueblo, firme como una roca, y en el juramento de lealtad que le


había hecho a Garrosh como líder de la Horda. Pensó en los suyos, en sus cadáveres
tirados en el suelo, asesinados más por culpa de la necedad de Garrosh y sus decisiones
totalmente inexplicables que por las armas de la Alianza. Alzó su hocico hacia el cielo y
unas lágrimas de tristeza anegaron sus ojos. De ese modo, a solas con sus ancestros,
agitó los puños con furia y, presa de la confusión, gritó con todo el dolor y furia de su
corazón:

—¿¡Por qué!?

180
CAPÍTULO QUINCE
N ada. No había suerte. El Iris de enfoque continuaba zigzagueando

alrededor de Kalimdor, como si siguiera una ruta por el continente diseñada por un
demente. Un gran número de emociones diversas embargaban a Kalecgos:
preocupación, miedo, frustración, ira y, la peor de todas, una espantosa sensación que lo
reconcomía por dentro de impotencia e indefensión.

Normalmente, no se dejaba llevar por la arrogancia, tal y como hacían muchos


dragones, sobre todo de su Vuelo en particular. No obstante, era un dragón Azul e
incluso había sido el Aspecto de los dragones Azules y el Iris de enfoque les pertenecía.
¿Cómo era posible que un objeto tan poderoso no sólo pudiera robarse, sino que
eludiera su persecución constantemente?

¿Y por qué sentía la necesidad de regresar a Theramore para proteger esa ciudad
de la inminente carnicería en vez de proseguir su búsqueda? La respuesta era muy
sencilla, pero se negaba a aceptarla. Chasqueó la cola, dominado por la frustración,
cayó en picado, giró en el aire y viró una vez más hacia el este.

La Horda continuaba en el mismo sitio y, desde ahí arriba, parecía ocupar una
descomunal extensión de terreno con sus diminutas siluetas inmóviles, sus pequeñas
tiendas y sus máquinas de guerra en miniatura. Incluso durante el día, Kalec era capaz
de divisar esos relucientes puntitos que indicaban la presencia de una hoguera de
campamento encendida.

Pero ¿acaso ese ejército… había aumentado su tamaño? ¿Acaso ésa era la razón
por la que Garrosh estaba esperando… para reunir más refuerzos? ¿O quizá
simplemente sus tropas se hallaban más esparcidas?

De repente, se dio cuenta de qué ocurría; fue como si le hubiera caído encima un
relámpago, que venía acompañado de una sensación de serenidad, pues por fin sabía

181
qué debía hacer y que sendero recorrer. Batió sus colosales alas una vez, dos, tres… a la
vez que inclinaba su sinuoso cuerpo azul y se iba por la misma dirección que había
venido.

No obstante, el Iris de enfoque seguía siendo lo más importante, por supuesto.


Si
quienes lo habían robado decidían usarlo para provocar el caos y la destrucción,
el daño que sufriría este mundo podría llegar a ser inimaginable. Sin embargo, mientras
siguiera desplazándose de un modo tan errático, le iba a resultar imposible dar caza al
Iris de enfoque. Si bien era cierto que suponía un gran peligro, no era uno inmediato.

Pero la Horda sí lo era.

Sabía que no debería haber tomado esa decisión. Que era una decisión que
cualquier otro dragón Azul no habría tomado.
Pero Kalecgos no era un dragón Azul cualquiera. Y su corazón se llenó de
esperanza con cada batida de sus poderosas alas.

***

Habían transcurrido cuatro horas y media de reunión (en la que para idear un
plan habían examinado mapas, colocado miniaturas, comido sándwiches y entablado
más de un encendido debate) cuando Marcus Jonathan decidió que se tomaran por fin
un descanso.

Jaina se había cerciorado de poder tener la oportunidad de aprovechar esos


valiosos minutos de reposo a solas. Tenía la sensación de que, durante demasiado
tiempo, había saltado de una crisis a otra, donde todo el mundo requería su atención, su
sabiduría, sus consejos, su talento. La anterior crisis había sido el robo y la búsqueda
del Iris de enfoque; una búsqueda sobre la que prefería no pensar demasiado, ya que
temía cada vez más que fuera en vano, a pesar de que la estaba llevando a cabo el
antiguo Aspecto de Dragón Azul. Y ahora había estallado una nueva: la Horda había
destruido el Fuerte del Norte y ahora había posado su mirada sobre su ciudad.

Jaina nunca había sido una joven que socializara demasiado, prefería disfrutar
en soledad de los libros y pergaminos en vez de divertirse en fiestas o bailes, unas
actividades más caóticas y extenuantes físicamente. De adulta, tampoco había sido muy
dada a socializar, a pesar de que, al ser una distinguida diplomática, debía acudir a
bastantes más eventos formales de los que habría querido. Le gustaba negociar en
persona, cara a cara si era posible. Pero, en cuanto las negociaciones habían acabado, el

182
trato ya se había firmado y ya se habían hecho los brindis de rigor, regresaba a casa, a
Theramore, añorando esa vida más tranquila y aislada que había disfrutado en su día.
Sin embargo, ahora, en Theramore reinaba un ajetreo mucho mayor del que Jaina era
capaz de recordar; nunca había visto tanto bullicio, ni siquiera en Lordaeron. La ciudad
estaba repleta de hombres y mujeres que exudaban poder, autoridad y decisión. La
soledad que había imperado hasta entonces en el refugio de Jaina se había hecho añicos
como un espejo roto y en sus afilados fragmentos sólo se reflejaban caos y urgencia.

Aunque no a todo el mundo en Theramore le hacía demasiada gracia el peculiar


tufo que desprendía el pantano cercano, Jaina sonrió en cuanto salió al exterior y pudo
respirar hondo su esencia. Si bien distaba mucho de parecerse al exquisito aroma que
emanaban las manzanas y las flores de Dalaran en su niñez o a la inmaculada fragancia
a pino de Lordaeron, para ella, aquél era el olor de su hogar.

Súbitamente, una enorme sombra la cubrió. Alzó la mirada, se protegió los ojos
con la mano y, entonces, vio una pequeña silueta que tapaba la luz del sol y que trazaba
círculos en el aire, haciéndose cada vez más grande a medida que descendía. Jaina notó
cómo una sonrisa se asomaba en sus labios mientras saludaba con la mano a Kalecgos.

Como habían llegado tantas tropas, ahora no contaba con tantas zonas para
aterrizar como antes, por lo que decidió virar hacia las playas de Tenebxuma. Jaina se
encaminó hacia las puertas (que ahora se encontraban cerradas y vigiladas
constantemente) y gesticuló con la mano, de un modo impaciente, para indicar que las
abrieran. Atravesó corriendo las colinas hasta llegar a la orilla, esquivando por el
camino a muchas tortugas enormes que se desplazaban lentamente y emergían del
océano y se adentraban en él.

Esa lengua de tierra repleta de arena no era una playa propiamente dicha, sino
una estrecha zona sobre la que Kalecgos pudo aterrizar con sumo cuidado. Acto
seguido, adoptó su forma semiélfica mientras Jaina aceleraba el paso. La maga aminoró
su marcha al aproximarse a él, pues de repente se percató de que la pueril decisión de
acelerar sus pasos, que había tomado de manera impulsiva, no era propia de una mujer
de su edad y su cargo. Tenía las mejillas ardiendo, tal vez debido a la vergüenza que
sentía o al agotamiento, eso no lo sabía.

El dragón sonrió al verla y su apuesto rostro pareció iluminarse mientras


extendía ambos brazos. Las esperanzas de la maga crecieron en cuanto cogió al dragón
de las manos.

—¿Lo has encontrado?

183
La sonrisa de Kalec flaqueó.

—No, por desgracia. Sigue desplazándose de un modo demasiado errático como


para que sea capaz de rastrearlo como es debido.
Jaina esbozó un gesto de contrariedad, pues comprendía su desazón.

—Lo siento por todos nosotros —dijo.

—Lo mismo digo. Pero cuéntame qué te pasa… pareces afligida. ¿Acaso las
reuniones no están yendo bien? Pensaba que, al contar con tantos consejeros tan sabios,
ya habrías dado con la manera de derrotar a la Horda y de enviarlos de vuelta a sus
casas con sus madres, de convencerlos de que se dediquen a tricotar y adoptar gatitos.

Ante ese comentario, Jaina no pudo evitar reírse.

—Lo cierto es que somos afortunados por contar con tanta gente curtida en mil
batallas. Pero… tal vez ése sea el problema.
Kalec dirigió su mirada hacia las puertas de Theramore.

—¿Debes volver rauda y veloz?

—No, aún tengo un poco de tiempo.

El dragón le apretó ambas manos y, a continuación, soltó una de ellas. Entonces,


mientras le agarraba aún de la otra, le indicó que deberían pasear un poco por la playa.

—Explícamelo —fue lo único que dijo.

—Es que se muestran muy… belicosos.

—Normal, son generales.

Dominada por la frustración, Jaina hizo un gesto despectivo con la mano, al


mismo tiempo que se preguntaba por qué seguía cogiendo de la mano a Kalec mientras
paseaban.

—Claro, pero… no actúan así impulsados sólo por la crueldad de la guerra. Para
muchos de ellos, es algo personal. Sé que debería haber esperado algo así. Pero… ya
conoces mi pasado, Kalec. Perdí a mi padre y a mi hermano por culpa de la Horda.

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Decidí no seguir el camino de mi progenitor, sino luchar por la paz. Si alguien debería
estar amargada y dominada por el odio, ésa debería ser yo, Aun así, a algunos de ellos
los oigo referirse a la Horda con unos términos tan crueles e insultantes que hacen que
sienta mucha vergüenza ajena. Quiero defender mi hogar, por supuesto. Quiero repeler
el ataque de la Horda y obligarla a retroceder para que dejen de ser una amenaza
inmediata. Pero no quiero… arrancarles las entrañas, ¡ni clavar sus cabezas en unas
picas!

—Si lo hicieras, nadie podría echártelo en cara —señaló Kalec.

—¡Pero no quiero hacerlo! No… —la maga se quedó en silencio, mientras


buscaba las palabras adecuadas—. Mi padre no sólo quería vencer a la Horda. Odiaba a
los orcos. Quería aplastarlos. Quería borrarlos de la faz de Azeroth. Y algunos de estos
generales piensan igual que pensaba él.

Entonces, Jaina alzó la mirada hacia Kalecgos. Contempló su cara de perfil,


cuyos rasgos precisos y rectos parecían haber sido dibujados con unos pocos trazos
perfectos; tenía el ceño fruncido mientras escuchaba con suma atención y clavaba la
mirada en el suelo para asegurarse de que ninguno de ellos daba un mal paso. Kalec se
percató de que Jaina lo estaba observando y se volvió hacia ella. La maga no se había
dado cuenta hasta ahora de lo intensamente azules que eran sus ojos.
—Querías mucho a tu padre, Daelin, y a tu hermano, Derek —afirmó Kalec con
gran delicadeza.
—Claro que sí —replicó Jaina, quien súbitamente era incapaz de seguir mirando
esos bondadosos ojos azules. Así que bajó la mirada y la clavó en sus propias botas,
mientras seguía avanzando lentamente por la arena y entre las maderas abandonadas ahí
por la marea—. Me sentí… muy culpable cuando murieron.
—Pese a que tu padre pereció a manos de un orco, lograste ser, más adelante,
una gran amiga de Thrall —aseveró el dragón, hablando con un tono aún más suave y
triste—. Y tu hermano fue asesinado por uno de esos dragones rojos que los orcos
utilizaban como montura.

—Y, a pesar de eso, ahora soy amiga de un dragón —apostilló Jaina,


intentandad así rebajar la tensión de ese momento.

Al oír ese comentario, Kalec esbozó una leve sonrisa.

—No obstante, ahora te preguntas qué pensaría tu padre de ti si conociera el


camino que has escogido y qué decisiones has tomado —reflexionó Kalec. Jaina

185
asintió, asombrada por lo bien que parecía entenderla—. ¿Crees que él tenía razón al
pensar de ese modo?

—No —respondió Jaina, negando con la cabeza y agitando así su pelo rubio—.
Pero ahora me resulta tan difícil tener que… escuchar la misma retórica repleta de odio
una vez más. Es como oír un… eco del pasado. Creo que no me lo esperaba o que no
estaba preparada para escuchar algo así. Pero ¿cómo voy a decirles que me parece mal
que se regodeen en su ira y dolor cuando han visto tantas cosas horribles y han perdido
a tantos seres queridos?

—Sin embargo, no es su ira ni su dolor lo que tanto te aflige —replicó Kalec—,


pues nadie puede decir que no hayas experimentado ambas cosas en grado sumo. No, lo
que sucede es que no estás de acuerdo con las conclusiones que han extraído de esas
dolorosas experiencias No es nada malo que estés en desacuerdo con ellos. La cuestión
es si crees que, por culpa de su odio, no actuarán como unos comandantes deberían
actuar en batalla.

Jaina meditó la respuesta y, al final, contestó:

—Actuarán como es debido.

—Entonces, creo que del mismo modo ellos no piensan que tu carácter pacifista
vaya a ser un impedimento a la hora de luchar y defender tu ciudad.
—Ya, bueno… da igual lo que ellos piensen o lo que yo piense, ¿verdad?

—No, importa mucho. No obstante, todos parecen estar de acuerdo en que la


ciudad no debe caer. Y, por el momento, eso es lo que más importa.
Había algo en la forma en que había dicho esas palabras, una premura que no
parecía propia del tema que estaban hablando, lo cual hizo que Jaina se detuviera y lo
mirara inquisitivamente.

—Kalec… sé que es vital que logres localizar el Iris de enfoque. Lo cierto es


que no esperaba que volvieras si lograbas dar con él. Bueno, de hecho, no esperaba que
volvieras lo localizaras o no. Así que, dime, ¿por qué has vuelto?

Esa cuestión, que ella creía que era muy sencilla, pareció desconcertar a
Kalecgos. No respondió de inmediato ni se atrevió a mirarla a los ojos; era como si
mantuviera la mirada clavada en algo que ella no podía ver. Jaina aguardó
pacientemente. Un largo rato después, él se volvió a mirarla y la cogió de ambas manos.

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—Yo también he tomado una decisión. Podía haber seguido rastreando el Iris de
enfoque con la esperanza, probablemente fútil, de que se detuviera en algún momento.
O podía regresar aquí para decirte que estaba dispuesto a ayudarte a defender
Theramore.

Si bien Jaina abrió la boca para hablar, por un momento, fue incapaz de articular
palabra alguna. Entonces, dijo:

—Kalec… eres tan generoso, pero… todo este asunto no debería ser de tu
incumbencia. Necesitas dar con el Iris de enfoque.
—No pienses que me he olvidado de las obligaciones que tengo contraídas con
mi Vuelo —replicó—. Seguiré buscándolo hasta el último momento, hasta que se inicie
la batalla. Entonces, Jaina Proudmoore… si tú, como maga que eres, deseas contar con
un dragón Azul como aliado en la inminente batalla… no dudes de que estaré a tu lado.

Una oleada de gratitud y renovadas esperanzas se adueñó de Jaina, que se sintió


un tanto abrumada. Se aferró con fuerza a las manos de Kalec, quien había bajado la
mirada para contemplarla. No encontraba las palabras adecuadas para darle las gracias.
La alegría se acababa de adueñar de su corazón de un modo que debería haberle
resultado familiar. Sin embargo, intentó reprimir ese sentimiento de inmediato.
Kalecgos era el líder del Vuelo Azul. Aunque sabía, por lo que habían hablado, que era
un dragón «un tanto extraño», como él mismo había afirmado a menudo. Era extraño
porque mostraba un insólito interés por los asuntos de las razas jóvenes y no por otra
cosa. La maga no podía permitirse el lujo de pensar que podía tratarse de otra cosa. No
obstante, la Luz sabía que nunca había sido capaz de juzgar bien a la gente. Aun así…
¿por qué Kalec seguía agarrándola de las manos?, ¿por qué sus fuertes y cálidos dedos
seguían aferrando los suyos de un modo tan protector?

—Theramore y la Alianza te estarán siempre agradecidos —acertó a decir Jaina,


sin ser capaz de mirarlo a los ojos.
Kalec colocó el dedo índice bajo la barbilla de la maga y la obligó a alzar
levemente la cabeza para que lo mirara.
—No hago esto por la Alianza ni por Theramore —aseveró Kalec con suma
delicadeza—. Lo hago por la señora de Theramore.
Entonces, como si se hubiera dado cuenta de que había hablado de más, cambió
rápidamente de tema.
—He de reanudar mi búsqueda, pero te prometo que no estaré lejos —añadió,
manteniendo a raya sus emociones como pudo—. Regresaré antes de que la Horda
llegue. Te lo juro.

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Acto seguido, le dio un beso a Jaina en la palma de la mano y, a continuación,
retrocedió varios pasos para poder adoptar su poderosa forma de dragón. Instantes
después, el enorme dragón Azul agachaba su colosal cabeza hasta casi tocar el suelo, a
escasos metros de Jaina, para hacer una reverencia cortés. Luego, Kalecgos ascendió al
cielo de un salto.

La maga observó cómo se marchaba, a la vez que cerraba lentamente unos


dedos temblorosos sobre la palma de la mano que él había besado, como si quisiera
proteger así ese beso que aún permanecía ahí.

***

Entonces, por fin, llegaron las órdenes.

La Horda se puso en marcha.

Los campamentos, donde tanto tiempo habían pasado esos impacientes


soldados, fueron desmontados con gran celeridad y entusiasmo. Las flechas que habían
sido emplumadas una y otra vez o las espadas que habían sido afiladas continuamente
en un vano intento por acabar con el aburrimiento y la inquietud que había provocado la
inactividad, fueron introducidas en carcajes y vainas o preparadas de algún otro modo
para degustar la sangre de la Alianza. Engrasaron y se colocaron sus armaduras, que
refulgieron bajo la luz rojiza del crepúsculo y, acto seguido, la Horda inició su marcha.

Al principio, al igual que bestias que luchan por ser líderes de la manada, todas
las divisiones intentaron colocarse en una posición destacada; por lo visto, eso era justo
lo que esperaba Garrosh de ellos. Los Kor’kron, liderados por Malkorok, cabalgaban a
lomos de sus enormes lobos negros entre cada una de aquellas secciones. Unos
percusionistas acompañaban a los orcos, marcando un ritmo cadencioso a golpe de
tambor. Poco a poco, ese caos impaciente se calmó y cada grupo (con los orcos en
vanguardia, seguidos de tauren, trolls, Renegados y elfos de sangre; los goblins, por su
parte, se encontraban dispersos a lo largo de toda la formación y avanzaban con sus
viles artilugios) fue ocupando su sitio y acoplándose al ritmo general.

La misma tierra parecía temblar ante tantas pisadas de gente que marchaba al
compás de los redobles de los tambores de guerra; unos tambores que, en anteriores
batallas, habían infundido el temor en el enemigo mucho antes de que éste pudiera
siquiera atisbar a la poderosa Horda. La Alianza tendía a considerar a los miembros de
la Horda como unos seres «primitivos»; de ese modo, podían considerarse a sí mismos
como unos «seres civilizados» y, por tanto, superiores. Pero ¿acaso había algún enano,

188
de ésos que se sienten tan a salvo en sus salones de piedra, que supiera qué se sentía al
devorar a un enemigo caído, tal y como hacían los Renegados? ¿Acaso existía algún
complaciente humano que fuera capaz de dejarse llevar por el ardor guerrero hasta tal
punto que, minutos después, se encontrara derramando sangre por los ojos y gritando
con voz ronca mientras se alzaba sobre el cadáver de un enemigo? ¿Acaso había algún
gnomo que hubiera gozado del júbilo de ver a los espíritus de sus ancestros luchar junto
a él en un eco espectral de la verdadera batalla?

No, no había ninguno.

Así era la Horda en toda su gloria. Bajo sus pies descalzos, calzados, herrados, e
incluso de sólo dos dedos, la tierra se estremecía. Sus músculos se tensaban bajo una
piel o un pelaje tenso y tirante verde o azul o marrón o rosa pálido, al mismo tiempo
que abrían sus bocas para cantar a pleno pulmón. Las lanzas y las espadas, los arcos y
las hachas estaban listos para atacar.

Esa vasta marea avanzó hacia el sur en dirección a Theramore; sus millares de
tropas marchaban con un único objetivo.
Luchar, y tal vez morir, con honor y de manera gloriosa.

Por la Horda.

***

No tenía ningún sentido y Kalecgos era demasiado sabio como para no darse
cuenta; no obstante, el dragón albergaba nuevas esperanzas tras haberse despedido de
Jaina. La sorpresa y la felicidad que había atisbado en su rostro al besarla en la mano
(no se había atrevido a ir más lejos; no, aún no) habían provocado que ahora viera el
mundo con otros ojos. En muchas ocasiones, había hablado sobre esa felicidad de la que
son capaces de disfrutar los humanos; ahora, era capaz de disfrutar por sí mismo de esa
sensación.

Theramore lograría resistir el asalto de la Horda; eso lo tenía muy claro.


Entonces, la Horda entera se daría cuenta de que Garrosh era un necio arrogante. A
continuación, algunos miembros más sabios de la Horda se sentarían a negociar (Baine,
tal vez, o quizá Vol’jin) y se iniciaría una nueva era.

Todo era posible si Jaina Proudmoore sentía lo mismo que sentía él en esos
momentos. Kalec esperaba que eso fuera así.

189
De repente, como si la misma intensidad de sus sentimientos hubiera logrado
que sus deseos se hicieran realidad, los movimientos azarosos del Iris de enfoque se
ralentizaron hasta detenerse casi por completo. Kalecgos se detuvo, batió sus alas con
fuerza mientras flotaba en el aire y expandía sus sentidos mágicos.

Había aminorado su marcha… y se encontraba muy cerca. Más cerca de lo que


jamás lo había sentido. Sí, ahí estaba… venía desde el norte. Rápidamente, cayó en
picado, viró y voló con ánimo renovado y determinación en esa dirección, siguiendo su
rastro. Volaba con la mirada clavada en el suelo cuando, súbitamente, se dio cuenta para
su desesperación y horror de que quizá se había precipitado al albergar tantas gozosas
esperanzas de triunfo.

Pues la Horda se había puesto en marcha.

***

—Ya se ha calmado —comentó Malkorok mientras cabalgaba junto al Jefe de


Guerra.

—Claro que sí —replicó Garrosh, a la vez que contemplaba orgulloso a esas


innumerables tropas que avanzaban con paso firme hacia Theramore—. Son guerreros.
Ansían derramar la sangre de la Alianza. Los he mantenido mucho tiempo parados, por
lo que ahora su sed de sangre es aún mayor… y mi plan tiene aún muchas más garantías
de éxito.

Entonces, pensó en Baine y Vol’jin. Gracias a la muerte de Cairne, Garrosh


había aprendido una buena lección. Si bien los líderes troll y tauren lo irritaban
sobremanera, sabía que sería una necedad desafiar a cualquiera de ellos en un combate
ritual. Su gente los respetaba y amaba y ambos eran realmente leales a la Horda, aunque
no a Garrosh. Pronto, se doblegarían ante él y reconocerían que su táctica era genial y
brillante; de hecho, tendrían que reconocer que sus logros eran mucho mayores que los
alcanzados por ningún otro líder en beneficio de la Horda, incluido el adorado Thrall.

A partir de entonces, lo honrarían tanto a él como a la Horda y él les mostraría


su magnanimidad tal y como ya había hecho con el capitán Briln. En ese instante, una
sonrisa de satisfacción bastante petulante se dibujó en su rostro.

De repente, se escucharon unos grandes gritos y chillidos. Todo el mundo


chillaba y señalaba hacia el cielo. Garrosh entornó los ojos por culpa de la intensa luz

190
del sol de esas horas de la mañana y divisó una silueta negra. Era larga, de líneas
elegantes y…

—¡Un dragón! —exclamó—. ¡Derríbenlo!

Mientras vociferaba, los jinetes del viento ya estaban atacando. La Horda


contaba también con unas fuerzas aéreas, compuestas no sólo por los encantadores
dracoleones de los orcos, sino también por murciélagos, dracohalcones y otras criaturas
domesticadas para poder dar un buen uso a sus habilidades únicas. El dragón se dejó
caer en picado en cuanto fue atacado y voló siguiendo un rumbo irregular para evitar las
armas de asta, las lanzas y decenas de flechas; todas esas armas buscaban, sin duda
alguna, alcanzar al leviatán en los ojos, pues eran su punto débil. Entonces, el dragón
abrió la boca. Un dracoleón y su jinete se detuvieron súbitamente al verse envueltos
en…

—¡Hielo! —exclamó Garrosh, quien echó la cabeza hacia atrás y se rió al


mismo tiempo que el desafortunado jinete del viento y su montura caían a plomo. Acto
seguido, le dio una palmadita en la espalda a Malkorok—. ¡Hielo! —repitió—.
¡Observa, Malkorok, nos ataca un dragón Azul!

A pesar de que los miembros de la Horda que lo rodeaban no sabían por qué se
reía, sus carcajadas levantaron sus ánimos. Las tropas de tierra vitorearon a sus
camaradas que batallaban en el cielo, que hostigaban al dragón como los gorriones
hostigan a un halcón, mientras preparaban una serie de balistas y catapultas y cargaban
los cañones, que poco después apuntaban hacia el cielo.

Garrosh, embriagado por la emoción, cabalgó raudo y veloz entre sus tropas,
gritando para envalentonarlos. Entonces, dio la orden de disparar un proyectil afilado
envuelto en llamas casi en vertical hacia el cielo y fue el primero en gritar de júbilo
cuando quedó claro, por los erráticos movimientos del dragón Azul, que el proyectil
había acertado su objetivo.

Kalecgos sintió una inmensa agonía. Había estado tan centrado en seguir las
emanaciones del Iris de enfoque que se había adentrado directamente en la boca del
lobo. La Horda había reaccionado con celeridad y de una manera que le recordaba
alarmantemente a la batalla del Templo del Reposo de Dragón, que se había producido
poco tiempo atrás.

191
El proyectil llameante le había abierto una herida negra en uno de sus costados.
Pese a que no era una herida letal, ni siquiera una capaz de derribarlo de aquellas
alturas, lo había hecho ser consciente de que, aunque era un dragón, estaba solo y ellos
eran muchos. No podría ayudar a Jaina de ningún modo si lo mataban ahora, si se
quedaba estúpidamente a luchar. Aunque el Iris de enfoque se hallaba cerca, seguía
dirigiéndose hacia el norte mientras las tropas de la Horda marchaban hacia el sur. Su
peor temor (que la Horda lo hubiese robado) parecía infundado ya que, si un objeto tan
poderoso se hubiera encontrado en sus manos, lo estarían llevando ahora mismo hacia
el sur para utilizarlo contra la odiada Alianza en la batalla que se avecinaba.

Se armó de valor ante ese tremendo dolor que sentía en un costado y restalló su
cola de tal modo que alcanzó a un murciélago, que salió despedido dando vueltas sobre
sí mismo, mientras aleteaba frenéticamente. Su jinete cayó y seguramente encontró un
funesto destino, por mucho que se tratara de un Renegado.
Kalec batió sus poderosas alas que lo elevaron más y más hasta hallarse fuera
del alcance de las armas con las que lo atacaban desde el suelo. Se elevó con tanta
rapidez que ni los dracoleones, murciélagos y dracohalcones pudieron seguirlo. En
cuanto se halló fuera de peligro, Kalec estiró su largo y sinuoso cuello y pegó sus patas
y garras al cuerpo con el fin de adoptar una postura lo más aerodinámica posible. Se
dirigió hacia el sur, dispuesto a advertir lo antes posible a Theramore (y a su señora) de
que la Horda pronto se hallaría a las puertas de la ciudad con intención de echarlas
abajo.

192
CAPÍTULO DIECISÉIS

— L a batalla se librará en tres frentes —afirmó Jonathan, que estaba de

pie señalando el mapa de Theramore que se encontraba sobre la mesa. Todo el mundo
se hallaba ahora en pie, de modo que los enanos más bajitos tenían que estirar el cuello
si querían ver algo—. Uno de ellos será el puerto, por supuesto. Tenemos una idea
bastante aproximada de cuántos barcos se encuentran ya ahí.

—Si yo fuera Garrosh, habría mantenido unas cuantas naves en reserva, a las
que enviaría al puerto cuando quedaran unas cuatro horas para que dé inicio la batalla
— añadió Aubrey.

Jonathan asintió.

—Sí, deberíamos contar con eso. ¿Cuándo se supone que regresará el Espada
Estrellada?
Poco después de la llegada de la Séptima Flota, Jaina había insistido en que ese
barco, el Espada Estrellada, se llevara a los civiles de Theramore que quisieran alejarse
de la ciudad para hallarse a salvo. Todos los niños habían sido subidos a bordo y gran
parte de sus familias también. No obstante, algunos civiles habían decidido quedarse.
Aquél era su hogar, lo amaban tanto como Jaina y querían defenderlo. En un principio,
el destino de la nave iba a ser Trinquete, desde donde habría viajado hasta Tuercespina.
Por desgracia, a pesar de que los goblins que dirigían Trinquete eran neutrales, se
consideró que no era un lugar seguro para los refugiados de la Alianza, ya que la marea
Horda había pasado recientemente por esa ciudad. Por tanto, al final, el Espada
Estrellada había partido hacia Gadgetzan.

—Los chamanes draenei me han asegurado que, gracias a la cooperación de los


elementales del aire y del agua, el viaje será mucho más rápido —comentó Jaina.

193
—Tal vez —replicó Stoutblow—. No obstante, ese barco partió hace sólo unas
horas. No volverá hasta mañana, como pronto.
—Las batallas no son para niños —aseveró Tiras’alan con suma calma—.
Aunque eso suponga que contemos con una nave de guerra menos. Tomamos la
decisión correcta al decidir que debíamos llevarlos a un lugar seguro.

—La vida de esos niños es demasiado valiosa, no podemos ponerla en peligro


— apostilló Shandris—. Además… los civiles sólo son un estorbo en estos casos.

Pese a que era una afirmación un tanto cruel, Jaina y todos los demás sabían que
decía la verdad. Una batalla exigía que todos sus combatientes lucharan con sus cinco
sentidos centrados en ella. No podían permitirse el lujo de distraerse mientras pensaban
en si los niños podían correr peligro o no. Eliminarlos de la ecuación no era sólo algo
que había que hacer por convicción moral… sino algo necesario e inteligente.

—El camino del norte me preocupa más que el del oeste —señaló Jonathan,
haciendo así que todos volvieran a centrarse en el asunto que tenían entre manos—. No
hemos visto ninguna concentración de tropas en el poblado Murohelecho.
—Aún no —rezongó Rhonin.

—Aún —repitió Jonathan—. Pero es probable que el ejército de Garrosh lo


atraviese y reúna allí sus refuerzos o deje una parte de sus tropas para enviarlas después
a la batalla en caso de que sean necesarios. Además, es un buen sitio para retirarse y
reagruparse… un lujo con el que nosotros no contamos.

—¿Y qué vamos a hacer con las armas de asedio que se encuentran ahora
apostadas en la carretera oeste? —Inquirió Pained—. Podríamos acercar esas armas a la
ciudad y colocarlas en ambas puertas.

—¿Y qué pasa con los Grimtotem? —preguntó Kinndy.

—Dudo mucho que tengamos que preocupamos de ellos ahora —contestó Jaina
—. Ahora, debemos centrarnos en batallar contra la Horda. Aunque los
Grimtotem se ofrezcan a colaborar con Garrosh, no creo que Baine lo vaya a permitir.
Ni siquiera creo que Garrosh acepte su ayuda. No después de lo que Magatha le hizo a
Cairne.
—Quizá quieran aprovecharse de que estaremos distraídos con la batalla —
señaló Vereesa—. Tal vez quieran aprovechar la oportunidad para entrar en la ciudad a
saquear o, simplemente, a matar.

194
—Eso sólo lo harán si caemos —replicó Pained con brusquedad—. Si no, no se
atreverán a entrar.
—Entonces, está decidido —dijo Jonathan—. Traeremos esas máquinas de
asedio hasta aquí y…
De repente, las puertas de la sala se abrieron de par en par. Kalecgos se hallaba
en el umbral, tambaleándose levemente, y se agarraba un costado. Tras él, se
encontraban un par de guardias que parecían más preocupados por el dragón Azul que
por el hecho de que Kalec hubiera entrado en la sala de reuniones sin haber sido
anunciado. Jaina se percató de que había sangre entre los dedos de Kalec. Se acercó
corriendo hacia él mientras el dragón hablaba rápidamente.
—La Horda se está desplazando —los informó—. Se dirigen al sur y llegarán
aquí en sólo unas horas. —Entonces, mientras Jaina lo rodeaba con un brazo y alzaba la
vista para mirarlo con preocupación, añadió, más para sí mismo que para que lo
escucharan otros—. No es una herida grave. He vuelto para advertirles. Para ayudar.

—No sé si esto es de la incumbencia del Vuelo Azul —le espetó Rhonin.

Los demás, que no habían reconocido a Kalecgos en un primer momento,


fruncieron el ceño levemente al darse cuenta de quién era.
Jaina se dirigió primero a Kalec y luego al resto de los ahí reunidos.

—Kalec… antes de hacer nada más, deja que los guardias te lleven a ver a
nuestro médico y a los sanadores. Ya nos informarás luego de todo lo que has visto. —
Entonces, añadió para el resto—. Hace poco hemos estado en guerra con el Vuelo Azul,
pero todos los aquí presentes, incluidos los miembros del Kirin Tor, deberían saber que
Kalecgos nunca buscó el enfrentamiento con las razas jóvenes. Él fue una pieza clave
para lograr la derrota de Deathwing y nos sentimos muy honrados y, francamente, muy
afortunados de que desee ayudar a defender Theramore.
Rhonin desplazó fugazmente su mirada de Kalec a Jaina y, acto seguido, asintió.

—No nos vendría mal su ayuda —fue lo único dijo, pero con eso bastó.

Los demás miembros del Kirin Tor dejaron de murmurar e incluso algunos de
los generales asintieron.
—Seamos sinceros —dijo Redmane, riéndose entre dientes—. Seguro que entre
esa enorme bestia azul que surca el cielo y todos nosotros somos más que capaces de
poner un poquito nervioso a Garrosh.

Entonces, ya no había más que discutir. Jaina se volvió hacia Kalec. Resultaba
obvio que la herida era bastante más grave de lo que a él le habría gustado reconocer;

195
no obstante, había muchos sanadores de gran talento que habían acudido a la ciudad
para atender a los heridos que se producirían en la inminente batalla. Pronto, se
encontraría bastante recuperado como para poder unirse a la lucha.
—Todo saldrá bien, Jaina —la reconfortó el dragón, que sonrió gentilmente y
agregó en voz baja—. No tengas miedo.
Jaina le devolvió la sonrisa.

—Sería una necia si no tuviera miedo, Kalec —replicó, hablando en un tono de


voz tan bajo como el de él—. Pero he participado en otras batallas en el pasado, en otras
batallas que fueron mucho más… duras en el plano personal que ésta. No te preocupes.
Protegeré Theramore y no me temblará la mano a la hora de hacer lo que hay que hacer.

Un destello de admiración iluminó los ojos azules de Kalec.

—Perdóname —se disculpó—. Probablemente, te has curtido en más batallas


que yo, Lady Jaina.
La sonrisa de la maga flaqueó levemente.

—Rezo para que nunca me curta tanto como para perder toda sensibilidad —
contestó—, pero sí, el combate no es algo que me resulte extraño. Y, ahora, vete. Ya
nos pondremos al día cuando vuelvas curado. —Entonces, cuando uno de los guardias
escoltaba ya a Kalec para ir a ver a los sacerdotes, Jaina se volvió hacia el otro y le
dijo—. Envía una misiva a Stormwind inmediatamente. Varian debe saber que el ataque
está a punto de comenzar.

***

La atmósfera de premura y urgencia que había reinado desde la llegada de los


generales y la flota era ahora aún más intensa. Tal y como Jaina había predicho,
Kalecgos, a pesar de hallarse extenuado por el calvario que acababa de pasar, se curó
con celeridad e informó rápidamente a todos sobre lo que había visto. Gracias a él,
conocían ahora la ruta que había escogido la Horda. En cuanto Theramore había
recibido la noticia de que el ataque era inminente, habían informado al Fuerte Triunfo,
que se encontraba al noroeste de Theramore, de que debía prepararse. Sabían que las
tropas del fuerte se resistirían ferozmente y, probablemente, la Horda no querría
malgastar muchos recursos, tropas y energías atacando un emplazamiento que no era su
objetivo. No obstante, albergaban la esperanza de que los valientes hombres y mujeres
del Fuerte Triunfo fueran capaces de hacerle bastante daño a la Horda y de ralentizar su
avance; también esperaban que no todos perecieran a manos de las fuerzas de Garrosh,
pero ése era un riesgo que había que correr.

196
Los planes fueron transformados casi instantáneamente en órdenes. Las balistas
y las demás armas de asedio fueron trasladadas al este, a las puertas de Theramore.
Varios jinetes fueron enviados al Alto del Centinela, que se hallaba situado al norte de
la ciudad, con instrucciones de que, en cuanto divisaran a la Horda, debían de dar el
aviso de manera inmediata. El capitán Wymor y sus soldados recibieron la orden de
contener a la Horda si era posible… y de retirarse a la ciudad si no lo era, donde los
demás se unirían a ellos para combatir al enemigo.
No obstante, las puertas permanecerían cerradas a menos que la Horda las
derribara. Wymor entendió perfectamente lo que eso implicaba.
Dieciséis naves de guerra abandonaron el puerto. Probablemente, el Espada
Estrellada regresaría demasiado tarde de su misión humanitaria y no podría ayudarlos.
Al igual que la flota de la Horda, permanecieron dentro de sus aguas territoriales, cerca
de sus límites, donde aguardaron. El plan consistía en que debían destruir a la flota de la
Horda en cuanto la batalla comenzara para que esa amenaza quedara totalmente
anulada. No obstante, tres naves se quedaron en el puerto, conformando la última linea
de defensa si los invadían por mar. Todo el mundo esperaba que eso no fuera necesario.

Era mediodía cuando el primer jinete llegó.

No portaba armadura alguna, sólo unos ropajes normales manchados de barro y


sangre; sin duda alguna, para que no soportara tanto peso el caballo sobre el cual
galopaba. Aun así, el corcel respiraba agitadamente y echaba espuma por la boca
mientras ascendía ruidosamente hacia la puerta norte. Los guardias apostados allí
ayudaron a bajar a aquel tembloroso hombre de ese animal que parecía al borde del
desmayo. Mientras recogían al jinete con toda la gentileza posible, a éste se le cayó la
capa. En ese instante, se percataron de que esa sangre pertenecía casi por entero a ese
hombre barbudo y de pelo oscuro, que hacía un esfuerzo ímprobo por hablar.

—E-el Fuerte Triunfo ha caído —afirmó el jinete.

Ésas fueron sus últimas palabras.

Así comenzó la batalla.

***

El ejército de la Horda contaba ahora con lanzacuchillos, balistas y catapultas


talladas con forma de poderosas águilas. Se trataba de armas de la Alianza que iban a
ser usadas contra ella. Muchos de los que seguían avanzando también portaban otros

197
trofeos más truculentos para rememorar la reciente batalla. Los trolls, en particular,
parecían encantados de llevar dedos y orejas como ornamentos.

Sin lugar a dudas, la gente del Fuerte Triunfo (un nombre que se había vuelto
irónico tras lo ocurrido) había pensado que sería capaz de contener el avance de esa
marea conformada por la Horda que se dirigía al sur, hacia Theramore. Sin embargo,
resultaba obvio que habían sobrestimado sus capacidades y subestimado las del
enemigo. Un enemigo que ahora cantaba canciones de guerra mientras sonaba el
redoble de los tambores y el crujido de las colosales máquinas de guerra (algunas de las
cuales habían sido diseñadas por la Horda y otras, por la Alianza), conformando así una
peculiar banda sonora.

En su momento, la Horda había atacado por sorpresa el Fuerte del Norte y lo


había tomado gracias a esa estrategia. Ahora, sin embargo, se aproximaban a su
próximo objetivo, sintiéndose orgullosos de ser un ejército muy numeroso y poderoso,
gritando para anunciar su presencia mientras marchaban hacia el sur. Theramore había
tenido varios días para prepararse para el ataque, para que sus habitantes pasaran varias
noches sin dormir, luchando contra unas pesadillas en las que la Horda atravesaba las
puertas de la ciudad como una marea imparable.

El miedo también era un arma.

Las bestias de los Baldíos se mantuvieron lejos de ellos y las zhevras y las
gacelas que se aventuraban a acercarse demasiado eran cazadas para alimentar a las
hambrientas tropas, que se estiraron al máximo para poder recorrer el estrecho camino
que atravesaba el Marjal Revolcafango, mientras los rayos del ardiente sol se filtraban
por las ramas de altos árboles cubiertos de musgo. Una vez dejaron atrás las ruinas de la
posada Reposo Umbrío, se detuvieron en un cruce de caminos del que partían varios
senderos: uno de ellos llevaba a la isla de Theramore; el otro, a Piñón de Barro; y el
último, al poblado Murohelecho. Ahí fue donde Garrosh dividió a su ejército en dos. Él
lideraría las fuerzas que se dirigirían al norte, donde se reforzarían con más tropas
reclutadas en el poblado, con más orcos e incluso ogros que atacarían Theramore desde
el norte. Mientras tanto, Malkorok comandaría al resto de tropas que avanzarían por el
camino hacia el este.

Ambos ejércitos se encontrarían en la ciudad de Theramore, a la que aplastarían


entre ambos de manera triunfal.

Malkorok y sus soldados se adentraron en las profundidades del Marjal


Revolcafango y del Lodazal, donde destrozaron y aplastaron en el barro entre

198
carcajadas todos los estandartes de la Alianza que hallaron a su paso. Ese camino, que
hasta hace poco había estado protegido por soldados de Theramore y diversas máquinas
de guerra, se encontraba totalmente despejado, tal y como habían esperado.

Tampoco había ni rastro de los Grimtotem, como también era de esperar.


Probablemente, había corrido la voz de que se aproximaban tropas enemigas y esos
cobardes tauren (a los que tanto la Alianza como la Horda despreciaban) habían
decidido esconderse.

—No cabe duda de que los han avisado de nuestra llegada —aseveró Malkorok
—. Voy a enviar unos cuantos exploradores por delante y, entonces,
procederemos a…

Unos gruñidos furiosos interrumpieron su discurso. Una decena de bestias


surgieron súbitamente del marjal, donde habían permanecido ocultas tras las muchas
lomas del lugar y las ramas bajas de los árboles, y arremetieron contra ellos. Al instante,
cayeron dos brujos, un mago y un chamán sin apenas haber podido pronunciar un par de
palabras para lanzar algún conjuro. El resto se vieron inmersos en un combate cuerpo a
cuerpo en el que se enfrentaban a unas garras que pretendían desgarrar sus carnes y a
unas descomunales fauces que intentaban aplastarles las tráqueas. Antes de que
pudieran siquiera ser conscientes de que estaban siendo atacados por unos druidas de la
Alianza capaces de alterar su forma, más de una docena de guerreros de la Horda yacían
muertos, en el mismo sitio donde los habían sorprendido, asesinados a cuchilladas por
unos enemigos invisibles. Acto seguido, más animales abandonaron sus escondites en el
pantano, criaturas propias del ártico o del desierto que nunca deberían haberse
encontrado en un lugar con un clima tan húmedo, pero que ahí estaban, hostigando a la
Horda.
La batalla sólo había durado unos segundos y ya habían muerto, o yacían
moribundos, más de una veintena de miembros de la Horda.
—¡Es una emboscada! ¡Atacad! —exclamó Malkorok, quien de inmediato dio
ejemplo de lo que había que hacer.
Cargó contra un gigantesco oso pardo, cubierto de varios símbolos pintados, que
estaba destrozando a un brujo no-muerto, el cual intentaba frenéticamente extraer la
fuerza vital al druida para potenciar así sus propias habilidades mágicas. Las hachas
gemelas que portaba el orco rasgaron el aire y atravesaron la gorguera que protegía la
garganta del oso en tal ángulo que ambas hojas se encontraron y el druida quedó
prácticamente decapitado.

Los gritos de dolor, ira y sed de sangre aumentaron de intensidad para rivalizar
con otros ruidos, con el silbido de las flechas y la detonación reverberante de los

199
cañonazos. Los cazadores (que dirigían a las arañas y a los escórpidos, así como a los
lobos, crocoliscos y raptores) se estaban sumando ahora a la lucha. Malkorok lanzó un
juramento en voz baja y saltó por encima de los cadáveres de un goblin y una hiena que
habían muerto fundidos en un abrazo fatal; la espada del goblin le había atravesado un
ojo a esa criatura y las fauces de la bestia rodeaban la garganta verde de su adversario.
El orco tenía clavada su mirada en un grupo de varios guerreros de la Horda que
luchaban contra un solo oponente. En cuanto se aproximó, profiriendo su grito de
batalla, la muchedumbre que rodeaba a aquel guerrero de la Alianza se apartó por un
instante. Una elfa de la noche muy fuerte se hallaba en el centro de aquella lucha.
Blandía una reluciente espada, que brillaba de forma cegadora, y se movía tan rápido
que su silueta era un mero borrón. Llevaba el pelo recogido en una larga trenza azul que
se movía como un látigo de aquí para allá, la cual recordaba a una serpiente azul
celeste. Dos esbeltos cadáveres de elfos de sangre yacían ya a sus pies y un tercero se
hallaba moribundo y se agarraba un costado; pronto compartió el mismo destino que sus
compañeros.

Durante un mero instante, la elfa se detuvo y su mirada se cruzó con la de


Malkorok. En cuanto vio que aquel orco tenía piel gris, sonrió de oreja a oreja, mientras
éste lanzaba un grito y se abalanzaba de un salto sobre ella.

***

Ya habían recibido múltiples advertencias. Así que no se trataba de un ataque


sorpresa. Por lo cual, cuando la exploradora llegó jadeando y le dio una aproximación
bastante certera del número de tropas enemigas que iban a asaltar primero el Alto del
Centinela y luego la puerta norte de Theramore, el capitán Wymor se limitó a asentir.

—Ocupen sus puestos —ordenó, para añadir a continuación—. Me siento muy


orgulloso de combatir al lado de ustedes. Este día será recordado durante mucho
tiempo.

Acto seguido, los guardias, algunos de los cuales le parecían muy jóvenes, lo
saludaron. Muy pocos de ellos se habían enfrentado a algún miembro de la Horda
alguna vez y sólo en pequeñas trifulcas, no en batalla. Normalmente, se limitaban a
luchar contra los Grimtotem o las bestias del pantano, Ahora, sin embargo, podían
escuchar los tambores de guerra en la distancia y se tenían que preparar para una batalla
de verdad.

El general Marcus Jonathan había acudido en persona al Alto del Centinela para
hablar sobre la táctica que iban a emplear. Como cabía deducir por su nombre, aquel

200
lugar era un puesto de observación, no un bastión defensivo de Theramore. Aun así,
tendría que convertirse en eso mismo precisamente si las fuerzas de Garrosh decidían
aproximarse por el norte.

—Eso es lo que va a ocurrir —había dicho Jonathan—. Nos atacarán por el


norte, el oeste y el puerto. No podréis vencerlos por la fuerza, así que habrá que
derrotarlos usando la inteligencia.

Dieron un trago de agua a la exploradora, que se detuvo un momento a


recuperar el aliento. Acto seguido, volvió a montarse en su caballo y partió al galope
hacia Theramore. A continuación, los demás guardias que se hallaban bajo el mando de
Wymor ocuparon sus puestos y aguardaron.

No tuvieron que esperar mucho. El solitario centinela que se hallaba en la parte


superior de la torre dio la señal: alzó el brazo derecho y lo bajó rápida y bruscamente.
El gnomo que se encontraba junto a Wymor, cuyo nombre era Adolphus Blastwidget,
sostenía un diminuto artilugio en las manos. En cuanto el hombre de la torre hizo la
señal, Blastwidget sonrió ampliamente y apretó un botón. Una colosal explosión ahogó
de repente el redoble de los tambores. Los soldados de la Alianza profirieron gritos de
júbilo en cuanto un humo negro se elevó hacia el firmamento. Pudieron comprobar que
los tambores habían enmudecido tras apagarse el estruendo de la detonación.

Las bombas, que habían sido colocadas con sumo cuidado, habían eliminado a
muchos enemigos, de eso no cabía duda; no obstante, no habían acabado aún con esa
amenaza.

—Desenvainen —ordenó Wymor.

En medio de aquel espeluznante silencio, el roce de las espadas al ser


desenvainadas sonó tremendamente alto. Los soldados permanecieron en pie, tensos y
preparados. Los minutos pasaron lentamente. Lo único que podía oírse era el incesante
zumbido de los insectos, los chillidos de las aves marinas, el susurro de las olas que
rompían en la orilla cercana y el crujido de sus propias armaduras cuando se movían
ligeramente dominados por la intranquilidad.

Entonces, escucharon gritos de batalla, que les helaron la sangre y les erizaron el
vello. Los tambores volvieron a sonar de nuevo, pero esta vez más cerca. Redoblaban
con un ritmo más rápido, más apremiante. De improviso, unas cuantas decenas de seres,
o quizá unos cuantos centenares, abandonaron el abrigo de las sombras del tenebroso

201
pantano y cargaron gritando; todos ellos portaban armas que parecían pesar mucho más
que un humano con armadura.

—¡Huye, Adolphus! —exclamó Wymor dirigiéndose al gnomo, que se


encontraba petrificado ante aquel espectáculo dantesco.
Blastwidget se sobresaltó, alzó la mirada desconcertado hacia Wymor y, al
instante, salió corriendo tan rápido como le permitían sus cortas piernas en dirección
hacia Theramore, sin soltar el detonador que aún aferraba en la mano.

Wymor, por su parte, alzó su espada y se preparó.

Un furioso orco, que iba ataviado con una armadura y blandía una enorme hacha
que parecía aullar impulsada por su propia sed de sangre, lideraba esa marea
conformada por orcos, trolls, tauren, Renegados, elfos de sangre y goblins. De
inmediato, el líder orco arremetió directamente contra Wymor. La hombrera de su
armadura parecía estar hecha con unos colmillos gigantes. Llevaba los brazos
totalmente desprotegidos, de tal modo que podía verse que tenía la piel marrón y
cubierta de tatuajes. No obstante, se protegía las manos con unos guantes.

Entre la rubia barba de Wymor pudo atisbarse una sonrisa.

Ese orco era Garrosh Hellscream.

La hoja de la espada de Wymor chocó con el mango de Gorehowl de manera


estruendosa. Garrosh, que era muchísimo más fuerte que el humano, lo empujó y
Wymor trastabilló hacia atrás. No obstante, logró alzar su espada justo a tiempo para
detener el hachazo que el orco había propinado raudo y veloz hacia abajo y rápidamente
contraatacó. Se deslizó entre las piernas de esa mole que era el Jefe de Guerra,
arrastrando su espada consigo. Garrosh gruñó sorprendido y dolorido, ya que la hoja le
había acertado en la parte interior del brazo.

—Es la primera herida que sufro en esta batalla —dijo el orco en lengua común
—. Bien hecho, humano. Te prometo que morirás de un modo honorable.

Wymor retrocedió varios pasos, blandiendo su espada.

—No me matarás —replicó de manera burlona al orco. Garrosh lanzó un


gruñido muy leve y cargó. Justo lo que el capitán quería que hiciese.

—¡Ahora, Blastwidget! —gritó Wymor.

202
De inmediato, escuchó un estruendo y notó que volaba por los aires. Entonces,
perdió el conocimiento.

203
CAPÍTULO DIECISIETE
M alkorok tenía que reconocer que la elfa era bastante buena en lo suyo. Era

evidente que había sobrevivido a muchas batallas, como atestiguaba la única y enorme
cicatriz que le desfiguraba el rostro. En cuanto se percataron de que su líder quería
matarla con sus propias manos, los demás miembros de la Horda se dispersaron en
busca de otros adversarios. Bien sabían los ancestros que había para dar y tomar.

La elfa de la noche de pelo azul era increíblemente rápida, a pesar de que la


espada que blandía debía ralentizar un poco sus movimientos. Aunque Malkorok era
bastante rápido para ser un orco, y sus armas mucho más ligeras de lo habitual, sus dos
pequeñas hachas sólo conseguían hendir el aire. La elfa de pelo azul estaba ahí y, al
segundo siguiente, parecía haber desaparecido, burlando sus golpes. En más de una
ocasión, la hoja de su espada rebotó contra la pesada armadura del orco a la altura del
estómago. Pero, si la punta de esa espada brillante acababa alcanzando la pequeña zona
desprotegida que se encontraba entre el torso y el brazo…
Entonces, el orco trazó un arco hacia abajo con una de sus hachas mientras
giraba la otra por encima de su cabeza. Aunque la elfa se apartó a un lado, la hoja del
hacha la alcanzó en el muslo. Gruñó de dolor.

—¡Ja! —Exclamó Malkorok—. Si puedes sangrar, puedes morir.

De repente, la elfa saltó hacia él de un modo casi imposible, con la boca abierta,
profiriendo un grito más propio de un huargen. El orco alzó ambas hachas y las cruzó
delante de sí mismo para defenderse. Para su sorpresa, la elfa de pelo azul ignoró el
dolor de la herida y trepó por las hachas; lo hizo con tanta facilidad que parecía, más
bien, que el orco había unido sus manos para facilitarle un punto de apoyo para sus pies.
Al instante, la punta de su espada se dirigió hacia el cuello de Malkorok.
Pero éste se movió en el último segundo y, aunque estuvo a punto de caerse,
logró atacar con su hacha izquierda, aunque no acertó a nadie pues la elfa ahora se
encontraba tras él. Malkorok se volvió dispuesto a volver a luchar.
204
Entonces, un cuerno bramó. No era el bramido de uno de la Horda; éste sonaba
más suave, más melodioso, más dulce. Era un cuerno elfo. De inmediato, los miembros
de la Alianza que habían estado combatiendo ahí a la Horda empezaron a correr hacia la
puerta que todavía seguía abierta. La elfa de pelo azul dirigió una amplia sonrisa feroz a
Malkorok. El orco arremetió contra ella con su hacha una vez más, pero ya no estaba
ahí.

Malkorok rugió presa de la frustración y se dispuso a perseguirla.

***

Aunque parecía reinar totalmente el caos, todo iba según el plan. Tal y como
Jonathan había previsto, la Horda los estaba atacando por los tres frentes a la vez. El
fragor de la batalla era ensordecedor y aterrador por culpa del constante estruendo de
los cañonazos, de las explosiones del norte, del choque de espadas y de los terribles
gritos de batalla que se oían al oeste.

Jaina y Kinndy se encontraban en la parte superior de una de las pasarelas que


daba al oeste. Aunque la maga hubiera preferido que su aprendiza se hallara a salvo
muy lejos de ahí, era consciente de que, si hubiera obrado así, no le habría hecho ningún
favor. Kinndy había acudido a ella para aprender y no había mejor manera de aprender
en qué consistían los horrores de la guerra que experimentándolos de primera mano.
Aunque mantenía a la gnomo cerca de ella en todo momento, Kinndy se encontraba en
un lugar privilegiado para observar de cerca la batalla que se desarrollaba a sus pies.

En cuanto sonó aquel cuerno, Jaina le dijo a su aprendiza:

—Prepárate. Haz lo que hemos hablado y ataca cuando yo lo haga.

Kinndy asintió y tragó saliva con dificultad. Jaina alzó ambas manos, a la espera
del momento adecuado. Entretanto, decenas y decenas de combatientes de la Alianza
corrían lo más rápido posible hacia la seguridad que les brindaba Theramore. Como
habían iniciado la retirada de manera tan abrupta y veloz, habían ganado un par de
segundos muy valiosos de ventaja a la Horda pero, ahora, sus adversarios les pisaban
los talones.

Más de dos decenas de máquinas de guerra aguardaban a la Horda.

—¡Ahora! —gritó Jaina.

205
En ese instante, ella, Kinndy y algunos otros más, que luchaban con conjuros en
vez de espadas, atacaron de inmediato. Unos gritos guturales rasgaron el aire en cuanto
tauren y orcos, goblins y elfos de sangre, Renegados y trolls cayeron envueltos en
llamas o fueron congelados o acribillados a flechazos.

—¡Bien hecho! —Exclamó Jaina—. Las máquinas de guerra los mantendrán a


raya un momento pero, para entonces, ya habremos vuelto aquí arriba. ¡Vamos!

Bajaron raudas y veloces las escaleras hasta llegar a la puerta. Casi todos los
defensores de la Alianza se encontraban a salvo dentro de la construcción. No obstante,
aún había unos cuantos rezagados que no podían avanzar más rápido porque estaban
heridos o porque llevaban a otros que lo estaban.

—¡No lo van a lograr! —chilló Kinndy, con los ojos desorbitados.

—Lo conseguirán —replicó Jaina, mientras rezaba por dentro para que acabara
teniendo razón.
Las puertas se iban a cerrar en cualquier momento. Vamos, vamos…

En cuanto los últimos entraron tambaleándose, las puertas se cerraron a cal y


canto con un tremendo estruendo. Kinndy y Jaina corrieron hacia ellas para lanzarles
hechizos de protección. A esta tarea se sumó Thoder Windermere. Mientras lanzaban
sus conjuros, el aire que rodeaba las puertas pareció titilar y adoptar una tonalidad azul
pálida por un momento.

—Mago Thoder, quédate aquí con Kinndy. No apartes la vista de esa puerta. Si
empieza a flaquear, refuérzala.
—Pero… —Kinndy intentó protestar, pero Jaina se volvió hacia ella y le habló
con premura y presteza.
—Kinndy, si esa puerta cede, decenas… cientos de miembros de la Horda
entrarán aquí. Tenemos que mantenerla en pie el mayor tiempo posible. Quizá ésta sea
la tarea más importante que se le puede encomendar en estos momentos a alguien.
Nuestras vidas están en tus manos.

Tenía razón. Si las puertas caían, el número de bajas podría llegar a ser
inimaginable.
Kinndy asintió, agitando así su pelo rosa, y se giró para contemplar las puertas.
Frunció los labios con determinación y extendió ambas manos, combinando así su
poder con el de ese miembro del Kirin Tor.

206
Jaina se dio cuenta de que los magos iban a ser una pieza muy importante en esa
batalla, aunque quizá de un modo insospechado. No sólo se estaban ocupando de
reforzar las puertas, lo cual podría considerarse una estrategia de defensa pasiva, sino
que todo navío de la Alianza que se hallaba en el puerto contaba con, al menos, un
mago muy diestro en el manejo del fuego. Tal y como había señalado Aubrey, bastaba
con acertar con un solo proyectil flameante en el sitio adecuado, ya fuera en las velas o
en la madera de la cubierta, para hundir un barco entero. Y eso era precisamente lo que
estaban haciendo.

Entonces, se volvió y se acercó con rapidez a Pained, quien había sido una de
las últimas en retirarse y a la que, en esos instantes, una sacerdotisa le estaba curando
una enorme herida que tenía en el muslo.

—Infórmame de lo ocurrido —le ordenó Jaina.

—Los pillamos totalmente por sorpresa —contestó Pained, esbozando una


sonrisa sincera a la vez que cruel—. Tal y como Jonathan había predicho, logramos
causar unas cuantas decenas de bajas al enemigo, cuando menos, y nosotros sólo hemos
sufrido unas pocas. Ahora los estamos acribillando a cañonazos. Eso debería
mantenerlos ocupados un buen rato.

Sí, por un buen rato, pensó Jaina, pero no eternamente.

Pained prosiguió hablando mientras le daba las gracias a la sanadora con un leve
asentimiento y se ponía de pie para ponerse de nuevo la armadura.

—Cuenta con un orco Blackrock entre sus filas. Vestía una librea que indicaba
que era un miembro de los Kor’kron. Lucha muy bien.
—¿Un orco Blackrock? ¿Cómo ha podido caer Garrosh tan bajo?

Pained se encogió de hombros.

—A mí me da igual si son verdes, marrones, grises o naranjas; si atacan el hogar


de mi señora, los mato y en paz.
—Me temo que pronto podrás matar a todos los que quieras —replicó Jaina—,
pues seguro que enseguida habrá más combates cuerpo a cuerpo. Pero, ahora, márchate
y ve a ayudar a los heridos, Pained.

—Sí, mi señora.

207
Jaina centró su atención en la puerta norte donde, a unos pocos metros de ella,
se encontraba Blastwidget, el gnomo experto en demoliciones que había detonado todas
esas bombas tan bien colocadas. Jaina se acercó a él y sonrió.

—Tu trabajo ha resultado muy fructífero, Blastwidget —le dijo.

—Pues sí —respondió—, pero fueron el capitán Wymor y los demás los que se
cercioraron de que la Horda estuviera en el lugar adecuado.
A Jaina se le encogió el corazón.

—¡Se-se suponía que tenían que retirarse! ¡Conocían el camino seguro de


vuelta!

En ese instante, el Sunreaver de pelo blanco dejó de reforzar la puerta para posar
su mirada sobre ambos.

—Wymor y sus soldados no abandonaron sus puestos —afirmó con serenidad—


. Fue un gesto realmente heroico. Muchos de nuestros enemigos cayeron gracias a ellos.
Pero siguen llegando en oleadas.

—Mi señora —gritó un centinela desde la pasarela—, el mago Songweaver


tiene razón. ¡Ahora mismo están pasando a gran velocidad por encima de los cadáveres
de sus caídos!

—¡Sigue protegiendo la puerta! —exclamó Jaina, quien subió corriendo hasta la


parte superior de la pasarela más cercana.
La Horda seguía acercándose, como si se tratara de una siniestra marea negra. El
puente había estallado por los aires y diversos fragmentos de escombros y cadáveres
flotaban ahora en el agua. Algunos miembros de la Horda se aproximaban nadando.
Otros, como el centinela les había comentado, avanzaban pisoteando los cuerpos de sus
camaradas caídos.

Entonces, Jaina alzó las manos y murmuró un conjuro. Unos témpanos de hielo
llovieron del cielo, matando o hiriendo a todo aquél al que alcanzaron. Con otro leve
movimiento de muñeca, logró que varios combatientes de la Horda se quedaran
congelados donde se encontraban. Después, una bola de fuego hizo añicos sus cuerpos
congelados como si fueran estatuas. Acto seguido, la marea de la Horda se retiró. Jaina
repitió estas acciones con un ritmo cadencioso, matando a una decena al menos con
cada uno de sus metódicos y extenuantes ataques. Pudo divisar a una figura que se

208
mantenía fuera del alcance de su magia y vociferaba órdenes. En ese momento,
reconoció esos peculiares colmillos de demonio que conformaban la hombrera de la
armadura del orco.

—Garrosh —susurró.

No debería haber sobrevivido a la deflagración que había acabado con


Wymor… pero, de algún modo, lo había hecho. Pese a que era imposible que el orco
hubiera podido oír que había susurrado su nombre, en cuanto Jaina alzó la mirada, sus
ojos se encontraron. Una sonrisa sarcástica se dibujó en los labios de Garrosh, quien
alzó a Gorehowl y la señaló.

***

Malkorok estaba furioso… consigo mismo, por no haber previsto la emboscada;


con los exploradores, por no haberla descubierto; con los generales de la Alianza, por
ser tan condenadamente listos; y con quienquiera al que se le hubiera ocurrido ese plan.
Esa oleada enemiga compuesta por sigilosos pícaros, druidas y cazadores de bestias
había causado muchas bajas en la Horda. Y el combate cuerpo a cuerpo había
provocado aún más. Ahora, sus fuerzas eran el blanco de los cañones y las balistas y,
además, estaban siendo masacradas en cuanto intentaban aproximarse.

Necesitaba emplear otra táctica. Hizo sonar el cuerno para ordenar la retirada y,
al instante, sus tropas retrocedieron. Lo sanadores se dedicaron a atender frenéticamente
a los heridos mientras Malkorok vociferaba órdenes.

—No tenemos nada que hacer ante esas máquinas de guerra —afirmó, al mismo
tiempo que alzaba una mano para detener las iracundas protestas—. Así que tenemos
dos opciones: acabar con ellas o hacernos con ellas. Aquéllos a los que se les dé bien
asesinar con sumo sigilo… marchense ya. Nosotros atraeremos sus disparos.
Sorprendan a esos gusanos de la Alianza que se esconden tras toda esa tecnología y
clávenles un cuchillo en las costillas. Después, ¡háganse con esos artilugios y usenlos en
contra de Theramore!

Las furiosas protestas se transformaron en vítores. Malkorok gruñó satisfecho.


Esa estrategia no podía fallar. Sí, los generales de la Alianza eran muy listos.

Pero él también.

—¡Por la Horda! —gritó.

209
Y sus tropas repitieron exaltadas ese lema:

—¡Por la Horda! ¡Por la Horda! ¡Por la Horda!

***

Kalec sobrevoló los barcos que se encontraban en el puerto. Desde esa distancia,
parecían unos juguetes; unos juguetes que lanzaban cañonazos, estallaban en llamas y
se hundían. Ambos bandos habían sufrido importantes daños, ya que la Horda también
había decidido que posicionar unos magos en sus barcos para incinerar los navíos
enemigos era una buena estrategia; por esa razón, más de uno de los famosos buques de
guerra de la Séptima Flota estaba cubierto de focos de fuego de color naranja y dorado.
El dragón planeó a baja altura y utilizó su gélido aliento para apagar todas las llamas
que pudo, lo cual provocó los vítores de las aliviadas tripulaciones, que llegaron a sus
oídos. Acto seguido, inclinó el cuerpo para girar y centró su atención en las naves de la
Horda; ahora tenía que adoptar una estrategia más sombría: ya no debía proteger sino
atacar. Kalec voló hasta hallarse encima directamente de un grupo de tres barcos;
entonces, recogió sus alas y cayó en picado. Arremetió contra ellos tan rápidamente que
los cañoneros no lo vieron a tiempo y no pudieron redirigir sus armas. En el último
segundo, el dragón Azul abrió las alas y restalló su cola. El mástil del barco situado en
el centro se quebró como una ramita. Después, mientras Kalec ganaba altura, conjuró
un hechizo y, al instante, llovieron témpanos de hielo, que cayeron a plomo sobre las
cubiertas de las naves, abriendo unos enormes agujeros en ellas. Entonces, rugieron los
cañones, pero Kalec ya estaba muy lejos de su alcance.

Regresó volando a la ciudad, pues era consciente de que se estaba librando un


importante combate aéreo en el que participaban muchas tropas. Viró bruscamente
hacia un grupo de varios combatientes de la Horda que se enfrentaban a un puñado de
grifos y se sumó a la refriega.

***

En cuanto la Horda llegó a la puerta norte, los aterradores y rítmicos golpes


sordos del ariete se sumaron al fragor de la batalla. Cómo habían conseguido atravesar
el pantano con él, a pesar de que el puente había sido destruido, era todo un misterio.
Probablemente, pensó Jaina mientras corría hacia la puerta, varios tauren han
transportado ese artilugio sobre los hombros mientras vadeaban el pantano.

210
Su intención era subir de nuevo las escaleras que llevaban a la pasarela con el
fin de ayudar a aquéllos que ya estaban ahí y de atacar al mayor número de enemigos
posibles de una sola vez. Sin embargo, algo se interpuso en su camino.

Las puertas se estremecían, pues estaban siendo golpeadas desde el exterior.

Lo cual no debería estar ocurriendo, ya que un miembro del Kirin Tor las estaba
apuntalando con su poderosa magia. Entonces, Jaina pensó lo peor.
Bum. Bum. Bum.

La madera de las puertas se estremeció ante esos impactos. Y los goznes y las
bandas metálicas… se estaban curvando sobre sí mismas.
Jaina se giró y, utilizando todas sus fuerzas, lanzó una colosal descarga de
energía Arcana directamente contra Thalen Songweaver.
El arrogante mago no se esperaba algo así. Si bien trastabilló hacia atrás,
recuperó el equilibrio con rapidez. El elfo de sangre miró fijamente a Jaina. Por un
instante, tuvo la impresión de que Thalen iba a protestar y a alegar que era inocente
pero, entonces, frunció el ceño, uniendo así sus cejas blancas en una sola, a la vez que
adoptaba un gesto de desprecio y alzaba las manos. De repente, cayó a plomo al suelo.
Pained se encontraba tras él y todavía sostenía en su mano la espada con cuya
empuñadura había reducido a ese enemigo de un modo tan poco elegante, aunque
eficaz.

—Me sorprende que no lo hayas matado sin más —dijo Jaina, al mismo tiempo
que un par de miembros de la Alianza ascendían corriendo por las escaleras con la
intención de atarle las manos y las piernas al mago caído.

—Un traidor capturado siempre puede resultar muy útil —replicó Pained—.
Con un poco de suerte, lograremos… persuadirlo para que hable.
—No somos el Embate Escarlata, Pained —la advirtió Jaina, quien se volvió
para centrar de nuevo su atención en la puerta. Entonces, comprobó que otros dos
magos, un humano y un gnomo, se estaban ocupando ahora de protegerla.

—Espero que no estés sugiriendo que lo vas a invitar a tomar el té —bromeó


Pained.
—No. Lo voy a entregar al capitán Cañalisa. Él y alguno más lo interrogarán en
cuanto tengamos un momento de respiro.
A continuación, Jaina hizo un gesto de asentimiento a los soldados, quienes se
llevaron a rastras al elfo de sangre inconsciente. Entonces, se dio cuenta de que Rhonin
se hallaba ahora a su lado.

211
—No me lo puedo creer —masculló—. Fui yo quien propuso que viniera. —
Estoy segura de que no eres el único al que ha engañado —lo consoló Jaina. —Seguro
—replicó Rhonin amargamente—. Esto va a ser un duro golpe para Aethas y su causa.

—¿Crees que Thalen ha actuado solo?

—Eso espero —contestó Rhonin—. Porque, si no…

Súbitamente, la puerta se hizo añicos, se incendió y la Horda la atravesó


corriendo.

***

Kinndy se hallaba temblando por culpa de la tremenda tensión a la que se


hallaba sometida, ¡a pesar de que contaba con la ayuda de un mago del Kirin Tor!
Thoder la obsequió con una sonrisa reconfortante que se dibujó en su duro semblante.
—Lo estás haciendo muy bien —señaló—. Es obvio que Lady Jaina ha escogido
a una gran aprendiza.
—Ya, pero ojalá no me sintiera como si fuera a desmayarme de un momento a
otro —masculló Kinndy.
—Descansa un poco —le recomendó Thoder—. Come algo y así te sentirás más
fuerte enseguida. Tranquila, podré contenerlos hasta entonces.
Kinndy asintió sumamente agradecida y se alejó dando tumbos. Al final, se
sentó con la espalda apoyada sobre un muro de piedra y engulló unas buenas raciones
de pan y agua. Se preguntó si algún día llegaría a ser tan buena maga como Thoder o
Lady Jaina, quienes ejercían su poder de tal modo que no parecía costarles ningún
esfuerzo; sobre todo Lady Jaina. Kinndy había observado asombrada cómo su maestra
había destrozado una oleada tras otra de las fuerzas invasoras de la Horda,
aparentemente, con suma facilidad. Mientras comía, la aprendiza se concentró en el
fragor de la batalla que estaba teniendo lugar al otro lado de aquel muro y se sintió
consternada. El haber estado tan centrada en mantener la puerta cerrada la había
ayudado a olvidarse de todo lo demás más de lo que había creído hasta entonces. Un
tanto atribulada, se enderezó, se limpió las migas de pan de la boca y corrió hacia
Thoder.

Mientras se aproximaba a él, vio cómo la madera de la puerta sufría bajo aquella
terrible tensión y se quedó lívida. Al otro lado, la violencia de la batalla iba en aumento.

212
Kinndy, si esa puerta cede, decenas… cientos de miembros de la Horda
entrarán aquí. Tenemos que mantenerla en pie el mayor tiempo posible. Quizá ésta sea
la tarea más importante que se le puede encomendar en estos momentos a alguien.
Nuestras vidas están en tus manos.

Apretó el paso durante el resto del camino, a la vez que extendía ambas manos y
mascullaba un conjuro. Para su alivio, pudo comprobar con orgullo cómo la madera
dejaba de agitarse.

—¡La Horda ha atravesado las puertas! ¡La Horda ha atravesado las puertas!
Durante un segundo de desconcierto, lo único que pudo pensar Kinndy fue: No,
las puertas están resistiendo perfectamente. Pero, entonces, lo entendió. Al
parecer, los magos apostados en la puerta norte no habían tenido tanta suerte.

***

Theramore rara vez había sido testigo de una violencia tal. La Horda avanzaba
como una ola a través de una grieta en un dique.

No obstante, estaba previsto que la Horda lograra entrar de algún modo en la


ciudad, ya fuera destruyendo sus defensas o trepando por los muros o mediante un
ataque aéreo, por lo cual estaban preparados para tal eventualidad. Sin embargo, no
estaban preparados para ser traicionados por alguien que pertenecía al Kirin Tor. La
batalla se había trasladado al interior de Theramore mucho antes de lo previsto; además,
los defensores de la Alianza que, supuestamente, tenían que combatir cuerpo a cuerpo
con el enemigo aún se estaban recuperando de las heridas que habían recibido en las
primeras refriegas.

Se solía decir que los generales se quedaban en la retaguardia para planear la


guerra mientras los demás luchaban y morían en ella. Pero ése no era el caso de esos
generales en concreto. Ataviados con armaduras y armados hasta los dientes, Jonathan,
Redmane, Stoutblow, Shandris y Tiras’alan se sumaron a la refriega sin vacilación con
el fin de que la Horda no se encontrara sólo con reclutas muy verdes sino también con
algunos de los mejores combatientes de la Alianza.

213
***

Kalecgos sobrevoló Theramore para hacer una pasada de reconocimiento y


comprobar cómo progresaba la batalla y dónde lo necesitaban. Pudo ver cómo la Horda
entraba en la ciudad cual marea imparable y, de inmediato, decidió lanzar un ataque.
Les lanzó una nube de escarcha, que ralentizaría su avance y, acto seguido, se elevó,
viró y atacó por segunda vez.

Cayó en picado, cogió a Jaina con una de sus patas delanteras y se elevó con ella
hacia el cielo; con ello no pretendía sacarla de la batalla, sino que pudiera observar la
batalla desde las alturas, compartiendo así el punto de vista del dragón.
—¿Dónde crees que soy más necesario? —preguntó—. ¿Y dónde crees que
debería dejarte?
La maga se sentía totalmente tranquila y relajada en esa enorme pata. Apoyó las
manos en esa gran garra y miró hacia abajo, mientras el viento que generaban las alas
del dragón provocaba que su propio pelo le azotara la cara.

—¡En la puerta norte! —exclamó—. Aún hay tantos enemigos ahí fuera…
¡debemos impedir que entren más! Kalec… ¿podrías traer algunos árboles y rocas para
bloquear la entrada? Después de eso, podrías centrarte en las tropas de la Horda que
sigan fuera para obligarlas a retroceder. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. Lo haré —le prometió el dragón—. ¿Y tú qué vas a hacer? —


Déjame encima del tejado de la ciudadela —respondió—. Desde ahí, podré

verlo casi todo y podré atacar sin ser un blanco claro para el
enemigo.

—Salvo si el enemigo ataca desde el cielo —la advirtió Kalec.

—Conozco los riesgos, pero no puedo hacer otra cosa. Así que… ¡date prisa,
por favor!
De inmediato, Kalec viró hacia la ciudadela y colocó a Jaina sobre su tejado con
suma delicadeza. La maga se lo agradeció con una sonrisa sincera. El dragón hizo
ademán de elevarse pero, entonces, Jaina tendió la mano y le imploró que se detuviera.

—¡Kalec, espera! Deberías saber que… ¡Garrosh lidera las fuerzas que atacan la
puerta norte! Si pudieras capturarlo…
—Podríamos acabar con esta guerra al instante —apostilló—. Vale, entendido.
—Detén esa marea que atraviesa la puerta y luego… ¡intenta localizar a Garrosh! El

214
dragón asintió, se elevó, giró y lanzó escarcha una vez más sobre los combatientes de la
Horda que seguían entrando en oleadas por la puerta norte; acto seguido, se dirigió al
pantano.

***

Desde su posición, Jaina contaba con una vista panorámica excelente. Dirigió su
mirada al puerto, donde parecía que las fuerzas de ambos bandos estaban igualadas,
donde había barcos de la Horda y la Alianza en llamas, donde podía observar cómo los
estandartes de cada bando ondeaban lastimeros a bordo de unos navíos medio hundidos.
La puerta oeste seguía en pie, lo cual hizo que se sintiera tremendamente orgullosa de
Kinndy. Varios cazadores, magos, brujos y demás gente que era capaz de luchar bien a
distancia ocupaban las pasarelas.

Entonces, se volvió hacia el norte y la tristeza la embargó, aunque eso no hizo


flaquear su determinación. Como allá abajo predominaba el combate cuerpo a cuerpo,
tenía que acertar a sus objetivos con suma claridad para poder herir o matar al enemigo
sin lastimar a ningún compañero de la Alianza.

Posó la mirada sobre Baine y sintió un hondo pesar. Pese a que Baine se
encontraba enzarzado en combate con Pained, la maga se dio cuenta de que, mientras
hubiera otros enemigos a los que atacar, no sería capaz de atreverse a lastimar al gran
jefe tauren. Bien sabía la Luz que había muchos otros objetivos que derribar; no-
muertos que blandían espadas con unos brazos semiputrefactos, orcos descomunales,
goblins pequeños y rápidos, y hermosos sin’dorei que se movían como bailarines.

Se centró en un chamán orco, cuyo atuendo de color oscuro recordaba más a la


vestimenta de un brujo que las agradable tonalidades naturales de la túnica de Go’el.
Jaina murmuró un hechizo y, al instante, unos témpanos de hielo volaron directamente
hacia aquel chamán, los cuales atravesaron su ropaje negro como si fueran dagas. El
orco se encogió de dolor y cayó al suelo. A continuación, de manera automática, Jaina
buscó otro objetivo, muy a su pesar.

***

En cuanto oyó el estruendo provocado por una roca que cayó justo delante de la
puerta destrozada, Vol’jin pensó que tal vez el plan de Garrosh pudiera tener un fallo…
un gran fallo.

215
Se encontraba en el patio, junto a otra mucha gente, utilizando su vínculo con
los loas para ayudar a sus hermanos y hermanas. Un ondulante y siseante guardián
serpiente evitaba que varios soldados de la Alianza atacaran a los miembros de la
Horda.

En cuanto la roca impactó contra el suelo, se giró, pues el estruendo lo distrajo


momentáneamente de su cometido.
Juró algo en su idioma materno mientras miraba a su alrededor. Baine estaba
combatiendo junto a Garrosh. La elfa de la noche de pelo azul parecía ser una rival más
que digna para Baine. Varios defensores de la Alianza, entre los que se encontraban dos
enanos ataviados con una armadura de gala, estaban atacando al Jefe de Guerra. Unos
instantes antes, el dragón Azul había volado por encima de la Horda y les había lanzado
escarcha, ralentizando así su avance. Ahora, esa misma criatura estaba dispuesta a
apuntalar la puerta.

Vol’jin se abrió paso hasta Garrosh y Baine y gritó en orco, para que lo
escucharan por encima del fragor de la batalla:
—¡Ese dragón está intentando dejamos atrapados aquí dentro!

El gran jefe tauren movió hacia delante sus largas orejas y maniobró
habilidosamente, a pesar de la oposición de la elfa contra la que combatía, para poder
ver lo que pasaba. Entonces, abrió los ojos como platos. Aunque la elfa se abalanzó
sobre él, Baine alzó su maza a tiempo y logró alejarla de él. Su adversaria logró
amortiguar la caída al rodar por el suelo y volvió a arremeter contra él. Con suma
rapidez, Vol’jin envió al guardián serpiente contra ella, lo cual dio al tauren un breve
respiro.

—¡Garrosh! —Bramó Baine—. ¡Nos van a encerrar aquí dentro!

El líder de la Horda gruñó y se arriesgó a echar un rápido vistazo a su alrededor.

Sin embargo, no pareció preocuparse demasiado, lo cual era muy extraño.

—De acuerdo. ¡Atrás, mi Horda! ¡Retrocedan hacia la posición del resto de sus
hermanos!
Un cuerno dio la orden de retirada. En ese instante, a la roca que bloqueaba la
entrada se sumó un enorme árbol. El chamán pidió ayuda a los elementos y, acto
seguido, la piedra se apartó un poco, abriendo un poco más el hueco. La Horda, que
hasta hace unos instantes ansiaba entrar en Theramore, ahora se apresuraba a
abandonarla. La Alianza, sin embargo, hizo todo lo posible por impedir que escaparan y

216
redobló sus esfuerzos en el combate cuerpo a cuerpo con el fin de apuntalar la puerta
rota tan rápido como la Horda la había destrozado.

Baine se quedó atrás, con el fin de ganar tiempo para que los suyos pudieran
escapar al mismo tiempo que intentaba mantener a raya a la persistente elfa de la noche.
Vol’jin ordenó a sus trolls que huyeran, aunque éstos no deseaban dejar de luchar pues,
sin duda alguna, la sed de sangre los dominaba por entero. Garrosh huyó presuroso, lo
cual era muy extraño, y sólo se detuvo para llamar a aquéllos que no lo habían seguido
en su huida de inmediato.

—¡Baine! —vociferó—. ¡Retírate ya! ¡No pienso enviar luego a un grupo de


rescate para salvarte ese peludo pellejo!
Baine lanzó un gruñido y obligó a la elfa de la noche a esquivar un golpe, volvió
a arremeter contra ella con su maza por última vez y atravesó corriendo la puerta, cuya
abertura cada vez menguaba más.

***

¡Se estaban retirando! Una vez más el tono grave del cuerno de guerra de la
Horda rasgó el aire. No sólo se estaban retirando a través del pantano las fuerzas
enemigas que atacaban el frente norte, sino que las que atacaban el frente oeste también
huían presurosas en busca de refugio.

Jaina se volvió e intentó comprobar si también habían ordenado retirarse a los


barcos del puerto. Por lo que pudo observar, mientras se estremecía un poco al liberar la
tensión acumulada, parecía que sí. Los navíos de la Horda que todavía permanecían ahí
se dirigían a mar abierto. La Séptima Flota decidió no perseguirlas; seguramente,
siguiendo órdenes del almirante Aubrey.

Jaina profirió un largo suspiro. Entonces, una enorme sombra tapó el sol por un
instante. Alzó la mirada y divisó a Kalecgos planeando sobre ellos. El dragón descendió
y le tendió una pata delantera a la maga, que se subió a ella muy feliz y contenta.

—¡Hemos ganado, Kalec! —exclamó—. ¡Hemos ganado!

217
CAPÍTULO DIECIOCHO

— H a desaparecido —exclamó Pained—. Ese maldito traidor de

Songweaver… ¡ha desaparecido! ¡Me han informado de que un reducido grupo de


miembros de la Horda lo ha liberado!

—Partiré en su busca acompañada de unos cuantos centinelas —dijo


Shandris .No podemos permitir que escapen.

—En efecto, no podemos —replicó Vereesa—. No voy a permitir que un


elfo de sangre revele cuál es nuestro estado. Ustedes ocúpense del camino del norte,
yo y unos cuantos más los buscaremos por el oeste. —Entonces, se giró hacia
Rhonin—. Preveo que volveremos pronto.

—Te pediría que tuvieras cuidado si no supiera que eso es algo redundante,
amor mío —aseveró Rhonin.
Ambos parecían exhaustos. Vereesa estaba cubierta de sangre que, por
suerte, no era suya y, en el caso de Rhonin, daba la impresión de que una mera leve
brisa sería capaz de derribarlo. Aun así, sabían perfectamente cuáles eran sus
obligaciones e iban a obrar en consecuencia.

La elfa se acercó a su marido y se abrazaron y besaron con la familiaridad


propia de unos amantes que se conocen muy bien. Si bien fue un dulce beso, no se
regodearon demasiado.

—Descansa si puedes —le conminó Vereesa, ante lo cual Rhonin resopló—.


He dicho si puedes —añadió con una sonrisa de oreja a oreja.
—Lo intentaré, pero hay muchos heridos. Menos mal que incluso aquéllos
de nosotros que son incapaces de conjurar un hechizo de sanación para salvar
nuestras almas sí son capaces, al menos, de poner vendas.

218
—Por eso te quiero tanto —susurró—. Regresaré pronto, mi amor.

Shandris y sus centinelas ya habían partido y atravesado la puerta norte. Los


guerreros de Vereesa ya estaban montados en sus caballos y estaban esperando a
que su líder embridara un caballo descansado, al cual se subió con suma agilidad.
La elfa no miró hacia atrás cuando atravesaron la puerta oeste. Rhonin tampoco
esperaba que lo hiciera. Su esposa ya se había despedido de él e iba a cumplir con
su cometido, al igual que él.

***

En cuanto tuvo claro que habían ganado la batalla, Jaina se volcó en atender
a su gente, ya que ésa era siempre su prioridad. Habló brevemente con Jonathan,
quien le informó sobre el estado de sus defensas. Le aseguró que los marineros de la
Séptima Legión desembarcarían para prestar su ayuda a los heridos y le comentó
que las perchas de los grifos y las demás defensas aéreas habían sido las más
dañadas.

—¿Crees que regresarán? —inquirió la maga.

—Lo dudo mucho. Han sufrido muchas bajas y necesitarán bastante tiempo
para reagruparse. Además, si envían más tropas de tierra a atacamos, contamos con
un dragón para acabar con ellas.

Jaina no pudo evitar sonreír ante ese comentario.

—Entonces, vayamos a prestar ayuda a aquéllos que la necesitan —replicó.

Echó un rápido vistazo a su alrededor para cerciorarse de que los demás


generales también estaban ocupándose de los heridos. Los cazadores ordenaron a
sus mascotas que olfatearan los escombros en busca de algún superviviente. Ante la
mirada atenta de Jaina, localizaron a dos personas vivas que fueron sacadas de
debajo de unas pilas de piedra y madera. Sonreían, a pesar de estar heridos, ya que
seguían vivos.

El Dr. VanHowzen alzó la mirada en cuanto la maga entró en la enfermería.

—Lady Jaina, por favor, retrocede unos tres pasos —le pidió.

219
Al instante, hizo lo que le pedía y, acto seguido, pasaron junto a ella dos
soldados que traían a un tercero en una camilla. La enfermería estaba llena a
rebosar. Desde un agujero que había en el techo, podía divisarse el cielo; no
obstante, daba la sensación de que el edificio aguantaría y no se derrumbaría.

—¿Qué necesitas, doctor? —preguntó Jaina.

—Necesitamos ocupar la zona del patio —contestó—. Y diles a los


sanadores más experimentados que se reúnan aquí conmigo. Nos vendría bien su
ayuda. Los demás que no se acerquen; ahora mismo, sólo serían un estorbo.

Jaina asintió enérgicamente. VanHowzen le dio varios golpecitos con un


dedo manchado de sangre y le dijo:
—Tú y los demás magos deberían comer algo, ya que no me gustaría tener
que acabar tratándoos también a vosotros. Además, estos soldados requieren toda
mi atención.

Jaina sonrió con cierta desgana.

—Mensaje recibido.

Se volvió y salió del edificio, apartándose del camino de aquéllos que


entraban corriendo en él con algún herido. Conjuró pan y agua con un hechizo muy
fácil, con el que recuperaría fuerzas por el momento, y se obligó a comer, a pesar de
que no tenía hambre ni por asomo.

Hemos ganado, pensó Jaina, abatida por la tristeza, mientras miraba a su


alrededor, pero pagando un alto precio. Todos los grifos e hipogrifos, al igual que
sus jinetes, habían sido masacrados. Sus cadáveres peludos y cubiertos de plumas
yacían todavía en el mismo lugar donde habían caído, atravesados por flechas o
destrozados por algún conjuro, y sus perchas habían sido destruidas por los intrusos
de la Horda que habían rescatado al traidor Songweaver. No obstante, esas bestias
no habían muerto solas; los cadáveres de murciélagos gigantes, dracohalcones y
dracoleones también yacían desperdigados sobre el suelo de Theramore.

Entonces, divisó a una pequeña figura que deambulaba sin rumbo por el
lugar donde, en su momento, se había encontrado la posada. Jaina se acercó
corriendo a Kinndy y sintió un enorme alivio al comprobar que su aprendiza había
sobrevivido. Sin embargo, le dio un vuelco el corazón cuando Kinndy se volvió
hacia ella.

220
Estaba lívida. Incluso sus labios estaban pálidos. Tenía los ojos desorbitados
y secos. Jaina se agachó y le acarició su pelo rosa revuelto con intención de
reconfortarla.

—Creía que sabía… cómo iba a ser esto —afirmó la gnomo en voz baja.

A Jaina ahora le resultaba muy difícil de creer que su aprendiza, que ahora
hablaba con una voz tan dulce y suave, fuera la misma persona que había
intercambiado hace poco alguna que otra pulla procaz con Tervosh o que se había
atrevido a hablar de un modo desafiante a un dragón.

—Kinndy, por mucho que una se lea todos los libros del mundo, nadie sabe
cómo es una batalla de verdad hasta que participa en una —aseveró Jaina.

—¿A ti… te pasó lo mismo?

Jaina recordó su primer encuentro con los muertos resucitados en las tierras
que más tarde serian conocidas como las Tierras de la Peste. Con más intensidad de
la que hubiera deseado, se acordó de cómo entró en una de esas granjas y olió el
hedor empalagoso y dulzón de la carroña; de los gritos que profirió esa cosa
desgarbada, que en su momento había sido un ser humano, cuando la atacó; y de
cómo acabó con ella con una bola de fuego, de tal modo que el olor a carne
quemada se sumó al hedor de la miasma. Después, había quemado la granja,
proporcionando así a unos cuantos más de esos cadáveres andantes una muerte de
verdad. Si bien la batalla que acababan de librar era distinta, también se parecía en
ciertos aspectos. Desde su punto de vista, todo aquello que supusiera hallarse ante la
disyuntiva de asesinar o ser asesinado era lo mismo. Incluso ahora, al recordar todo
aquello, sintió un escalofrío, como el que provocaría en ella sentir la caricia de la
mano huesuda de un no-muerto, y se estremeció.

—Sí —contestó—. A mí me pasó lo mismo.

—¿Y te acabas… acostumbrando a esto? —inquirió Kinndy, a la vez que


extendía sus cortos brazos para señalar los cuerpos que aún yacían desperdigados a
su alrededor—. ¿A ver a gente, que hace sólo unas horas estaba viva y sana… de
este modo?
Se le quebró la voz al pronunciar las últimas palabras. Jaina se sintió
aliviada al ver que las lágrimas, por fin, se asomaban a los ojos de la muchacha. Ser
capaz de dar rienda suelta al dolor era el primer paso para superar tal horror.

221
—No, uno nunca se acostumbra —respondió Jaina—. Uno siempre sufre
con estas cosas. Pero, al cabo de un tiempo, ya… ya no te resultan tan extrañas y
aprendes que, a pesar de todo, eres capaz de seguir adelante. Eres consciente de que
aquellos seres queridos que has perdido habrían querido que siguieras adelante.
Aprenderás a reír de nuevo, te sentirás muy agradecida por seguir viva y disfrutarás
de la vida. Pero nunca, jamás lo olvidarás.

—No creo que sea capaz de volver a reír en la vida —afirmó la muchacha
de un modo tan convincente que casi convenció a Jaina—. ¿Por qué yo, mi señora?
¿Por qué he tenido que sobrevivir yo cuando todos los demás han perecido?

—Nunca sabremos la respuesta a esa pregunta. Lo único que podemos hacer


es honrar la memoria de aquéllos que ya no están en este mundo viviendo nuestras
vidas con la mayor intensidad posible. Cerciorándonos de que sus muertes no
fueron en vano. Piensa en lo mucho que te quieren tus padres y en lo felices que se
sentirán al saber que sigues viva —contestó Jaina, sonriendo levemente, aunque se
trataba de una sonrisa teñida de melancolía—. Piensa en lo feliz que yo me siento al
saber que sigues viva.

Kinndy alzó la vista hacia su maestra y la miró inquisitivamente. Entonces,


pareció dibujarse en sus pálidos labios una sonrisa casi imperceptible. Jaina sintió
cómo, por fin, desaparecía el nudo que tenía en el estómago. Kinndy era muy dura y
estaba hecha de una pasta especial. Se recuperaría.

Acto seguido, la maga partió un trozo de pan y se lo dio a la muchacha.

—Tu comportamiento ha sido ejemplar, Kinndy. Tanto yo como tu familia


estamos muy orgullosos de ti.
Lo que sucedió a continuación sorprendió por completo a Jaina. La bocaza
de Kinndy, la independiente Kinndy, tiró el trozo de pan al suelo ensangrentado y se
volvió hacia Jaina, abrazó a su mentora y sollozó como si el corazón se le fuera a
romper en pedazos.

En ese momento, Jaina contempló, con sus ojos azules plagados de tristeza,
las secuelas de la batalla, se arrodilló y abrazó a su aprendiza con fuerza.

***

De todas las razas que habían jurado lealtad a la Horda, la raza tauren era,
sin lugar a dudas, la más apacible de todas ellas. Costaba mucho enfadarlos,

222
perdonaban con suma facilidad y poseían una lealtad inquebrantable. No obstante,
cuando un tauren tenía razones para enfurecerse y sentirse indignado, entonces, era
mejor apartarse de su camino.

Esa masa informe compuesta por soldados de la Horda se hizo a un lado en


cuanto Baine se acercó.
Caminaba pesadamente, encolerizado, restallando su cola y con las orejas
gachas. No había pedido una audiencia con el Jefe de Guerra, sino que exigió a
gritos que se le recibiera, tal y como su padre había hecho en su día.

—¡Garrosh!

El furioso rugido que profirió el normalmente sereno y calmado toro


silenció el resto de conversaciones y provocó que todos giraran la cabeza hacia él.
Acompañado de Hamuul Runetotem y de un Vol’jin un tanto rezagado, Baine se
acercó, con los brazos cruzados y la mirada clavada en Theramore, al lugar donde
se hallaba el Jefe de Guerra, en el extremo oeste del puente que cruzaba la bahía
Revolcafango. El líder de la Horda no se volvió cuando Baine gritó su nombre.
Entonces, el gran jefe tauren, sin pensar en las consecuencias que eso pudiera tener
para él, agarró a Garrosh del brazo y lo obligó a girarse hacia él. En ese momento,
los Kor’kron se abalanzaron sobre él, con Malkorok al frente. Sin embargo, el Jefe
de Guerra hizo un gesto de negación con la cabeza antes de que pudieran hacer
picadillo al iracundo tauren.

Baine le tiró a la cara un trozo de tela ensangrentado al mismo tiempo que


gruñía furioso, lo cual provocó que Garrosh reaccionara de inmediato. Tiró la tela al
suelo y le gruñó al tauren.

—¡Eso, Garrosh, es la sangre de un joven tauren que ha muerto por


obedecer tus órdenes! ¡Tus instrucciones! ¡Unas órdenes que han dejado
demasiados cadáveres en esas aguas embarradas de manera absurda! —Gritó
Baine—. ¡Creo que esa sangre te queda mejor y es mucho más apropiada que esos
tatuajes, Garrosh!
Malkorok propinó un empujón tan fuerte al fornido toro que logró que
retrocediera un paso trastabillando. Acto seguido, el orco Blackrock agarró a Baine
de las muñecas con sus vigorosas manos de guerrero y se las retorció; a pesar de
que le faltaban unos cuantos dedos, era más que capaz de agarrarlo con gran fuerza.
Entonces, Garrosh, que se había limpiado ya la sangre de la cara, le dijo:

—Suéltalo, Malkorok.

223
Por un momento, dio la impresión de que el orco Blackrock se iba a negar a
cumplir esa orden directa. Sin embargo al final soltó a Baine, pese a que podía
adivinarse claramente, por cómo se estremecía, que no quería hacerlo. Después,
escupió al suelo y retrocedió.

Garrosh observó detenidamente a Baine y, a continuación, para sorpresa del


tauren, se echó a reír. Se trataba de unas carcajadas espaciadas y graves, que fueron
aumentando de intensidad hasta transformarse en unas risotadas estruendosas que
parecieron reverberar por aquellas aguas.

—Estúpida bestia —le espetó el Jefe de Guerra, quien seguía riéndose entre
dientes. Acto seguido, se encaró a Baine, extendió un brazo y señaló Theramore—.
¡El momento de nuestra victoria por fin ha llegado!

Baine se quedó boquiabierto. Vol’jin, que se encontraba tras él, fue el


primero en recuperarse del impacto.

—En nombre de los espíritus, pero ¿en qué estás pensando, amigo? ¡Hemos
perdido! Bueno, en realidad, no sólo hemos perdido… ¡ha sido todo un desastre!

—Un desastre —repitió Garrosh, regodeándose en esa palabra, como si


paladeara con ganas—. No, no lo creo. Todos ustedes estaban muy furiosos
conmigo porque los había tenido mucho tiempo esperando. Incluso llegaron a
reunirse en secreto. Se quejaron ante mí una y otra vez, sin parar. No confiaban en
la sabiduría de mis decisiones, de mis planes. Y, ahora, díganme, ¿qué hemos
logrado gracias a mi decisión de demorar el ataque?

—¿Qué nos derroten? —respondió Runetotem, quien pronunció esas


palabras como si las escupiera.
Una vez más, Garrosh se rió. Esa risa inexplicable e inapropiada fue como
lanzar combustible al fuego de la ira y la pena de Baine, quien pensó una vez más
en los tauren que habían caído de manera absurda, con el único fin de satisfacer el
ego del líder de la Horda. Pero, antes de que Baine pudiera hablar, la expresión de
júbilo que había dibujada en el semblante de Garrosh desapareció y éste se enderezó
cuan largo era.

—¡Contemplen qué les ocurre a aquéllos que se atreven a oponerse a la


voluntad del Jefe de Guerra de la Horda!

224
Entonces, Garrosh Hellscream desconcertó aún más a Baine al señalar de
nuevo, pero no hacia Theramore ni hacia el puerto en donde los restos de los barcos
de la Horda se hundían, sino hacia arriba.

El gran jefe tauren se había hallado tan sumido en su rabia y dolor que no se
había percatado de que había tenido que gritar para poder ser escuchado por encima
de un ruido de un zumbido atronador, que se acercaba más y más, de tal modo que
pudo notar cómo se le estremecían los huesos. A lo lejos, a bastante distancia de los
muelles, pero aproximándose de manera imparable a cada instante, no volaba un
dragón (como habría cabido esperar en cualquier otra guerra anterior), sino una
gigantesco galeón volador goblin. En su parte inferior, atado con firmeza a su casco,
se encontraba un enorme objeto esférico. Por un instante, Baine se quedó tan
impactado que era incapaz de reconocer qué era lo que estaba viendo.

Entonces se le desorbitaron los ojos, presa del horror, al comprender lo que


ocurría.

Garrosh prosiguió su diatriba; prácticamente, tenía que gritar para que lo


escucharan.
—Hemos esperado mucho. Siguiendo mis órdenes, hemos aguardado a que
la flota de la Séptima Legión se hallara, casi por entero, en el puerto de Theramore.
Hemos aguardado a que los generales más importantes de la Alianza (entre los que
se encuentran Marcus Jonathan y Shandris Feathermoon) acudieran en ayuda de la
pobre Lady Jaina y le ofrecieran sus mejores soldados y sus brillantes estrategias.
Hemos aguardado a que Kalecgos del Vuelo Azul llegara, a que cinco miembros del
Kirin Tor se presentasen aquí, entre los que se encuentra Rhonin, su líder. Todos
esos barcos, soldados, magos y generales se hallan ahora en Theramore.
Arremetimos contra sus puertas, que había debilitado para nosotros nuestro amigo
Thalen Songweaver… cuya lealtad ya ha sido recompensada. Mientras la Alianza se
encontraba centrada en nosotros, un pequeño grupo de la Horda se infiltró en
Theramore con dos objetivos: rescatar a Thalen y destrozar las defensas aéreas de la
Alianza. Por lo cual, ahora… ¡ya no tenemos por qué esperar más!

***

Kalec tenía la sensación de que cada una de esas razas tenía su propia
manera de honrar a la muerte. A veces la necesidad imponía, tristemente, que había
que anteponer los intereses de los vivos a los de los muertos, por lo cual los rituales
de sanación espiritual debían posponerse y debían disponer de los cadáveres de los
caídos de un modo más pragmático de lo que desearían los apenados supervivientes.

225
Pero, aquí y ahora, no había necesidad alguna de abrir una fosa común o de
encender una hoguera para librarse de los muertos cuanto antes, pues había tiempo
suficiente y bastante espacio como para poder ocuparse de los muertos. Kalec ayudó
a los supervivientes de la Batalla de Theramore a recoger cadáveres mutilados,
identificarlos y colocarlos con delicadeza en diversos carros. Más tarde, los difuntos
serían bañados y vestidos con ropa limpia para poder ocultar las espantosas heridas
recibidas. Después, se celebraría una ceremonia funeraria y, por último, los caídos
recibirían sepultura en el cementerio situado fuera de la ciudad.

El dragón se hallaba sumido en la melancolía, así como en una suerte de


alegría taciturna. Habían repelido el ataque de la Horda. Había sobrevivido. Jaina
también había sobrevivido. Habría que…

Súbitamente, le dio un vuelco el corazón. Kalec se paró de repente y se


tambaleó, de modo que tuvo que recobrar la compostura de inmediato para que no
se le cayera el soldado fallecido que transportaba en sus brazos.

Durante la batalla, en los rincones más recónditos de su mente, había


seguido percibiendo la esencia del Iris de enfoque. Pese a que, en un principio,
había temido que hubiera caído en manos de la Horda, como recientemente había
permanecido quieto a cierta distancia al sur, Kalec había dejado de preocuparse por
él y había centrado toda su atención en la inminente batalla.

Pero ahora se estaba moviendo. Y muy rápido.

Se dirigía al noroeste. Hacia Theramore.

Con suma celeridad y cuidado, colocó el cadáver en el carro y fue a buscar a


Jaina raudo y veloz.

***

Kalecgos encontró a Jaina, que seguía atendiendo a los heridos, en la


Ciudadela Garrida. En la plaza donde antes habían entrenado a sus tropas con
maestros en el arte del combate, había ahora un mar de heridos. Jaina caminaba
entre ellos y los teletransportaba a algún refugio seguro. Varios individuos que,
obviamente, no eran guardias de Theramore habían acudido a ayudarla en esa tarea.
Kalec no sabía adónde iban a parar los heridos, tal vez a Stormwind o Ironforge;
cualquier ciudad situada en el corazón del territorio de la Alianza era más seguro
que Theramore.

226
Entonces, mientras se aproximaba a ella, ocurrió algo muy extraño. El portal
de teletransportación se abrió y, de repente, se colapsó. Jaina frunció el ceño de ese
modo tan peculiar en ella, por el que se le formaba una arruguita entre ceja y ceja.
—Algo impide que los portales se estabilicen —oyó que la maga decía a sus
asistentes.
Jaina se volvió hacia Kalec, con un semblante sonriente a la vez que
fatigado, y le tendió la mano.
—Kalec, me… —las palabras se le atascaron en la garganta en cuanto vio la
expresión dibujada en el semblante del dragón—. Kalec, ¿qué sucede? ¿Qué ocurre?

—El Iris de enfoque se dirige hacia aquí —respondió—. Ahora mismo.

A Kalec se le formó un nudo en la garganta por culpa del miedo que lo


dominaba, pero logró controlar su temor.
—¿Cómo es eso posible? ¿Es cosa de la Horda? Kalec, esto no tiene ningún
sentido. Si fueron ellos los que lo robaron, ¿por qué no lo han utilizado antes?

El dragón negó con la cabeza, de tal modo que sus mechones de un color
negro azulado se agitaron frenéticamente.
—No lo sé —contestó.

En ese instante se percató de cuál era el origen de su miedo: el no saber qué


sucedía, el no comprender el porqué.
La maga frunció aún más el ceño.

—Quizá ésa sea la causa por la que los portales no funcionan —conjeturó.
Acto seguido, se volvió hacia sus amigos y añadió—. Tal vez el Iris de enfoque esté
causando algunas interferencias… O tal vez la Horda haya ideado alguna clase de
treta que desconocemos. Por favor… id a buscar a Rhonin y traedlo aquí. Si ambos
aunamos esfuerzos, tal vez seamos capaces de mantener un portal abierto, a pesar de
las interferencias de ese campo nulificador.

Los hechiceros asintieron y se marcharon rápidamente. Jaina se giró hacia


Kalecgos.
—¿Dónde está?

—No soy capaz de localizarlo con precisión. Pero sé que se acerca. Debo
dar con él. Si la Horda piensa utilizarlo como un arma…

227
El dragón era incapaz de seguir hablando. Si bien lo que más deseaba en
esos momentos era abrazar a Jaina entre sus brazos y besarla, reprimió como pudo
sus deseos.

No se atrevió a darle un beso de despedida.

Jaina era perfectamente consciente de lo que estaba a punto de suceder, por


lo que retrocedió unos cuantos pasos. Con celeridad y teniendo sumo cuidado con
los heridos que plagaban el suelo de la plaza, Kalec adoptó su forma de dragón y
saltó hacia el cielo. Ascendió en línea recta y, a continuación, se dirigió hacia el
puerto… y hacia el Iris de enfoque.

Esperaba que no fuera demasiado tarde.

***

Rhonin estaba ayudando a buscar entre los escombros que habían sido hasta
hace bien poco la torre, donde él, Jaina y los demás habían planeado la estrategia
que se debía seguir en la batalla. Escuchó los ruegos de los cinco individuos que la
maga había enviado a buscarlo y fue juntando las piezas del rompecabezas poco a
poco, con un horror cada vez mayor, mientras le explicaban lo que sucedía. Si Kalec
había percibido que el Iris de enfoque se aproximaba, se encontraban en un peligro
mucho mayor del que imaginaban. Rhonin estaba seguro de que Garrosh y la Horda
los habían engañado de algún modo a todos ellos (a Kalecgos y a él también) y que
era la misma Horda la que había huido con la reliquia. Una vez se hallara en su
posesión, podrían explotar su poderosa magia de maneras realmente infinitas.

De improviso, un ruido lo distrajo de sus cavilaciones. Al principio, era muy


tenue, aunque luego se tornó mucho más fuerte; se trataba de un zumbido mecánico
un tanto entrecortado. Rhonin alzó la mirada y, por un instante, se le detuvo el
corazón.

Desde el sudeste, un galeón volador goblin se abría camino por el cielo en


dirección hacia ellos. Pese a que su peculiar silueta indicaba perfectamente de qué
aeronave se trataba, parecía que había algo atado a su casco que, en un principio, se
había hallado oculto por la sombra del galeón. Entonces, la aeronave varió de
rumbo levemente y Rhonin pudo divisar cómo el sol del crepúsculo se reflejaba en
ese objeto.

Era una bomba de maná.

228
Los elfos de sangre habían creado esos malditos artefactos, que eran bombas
alimentadas por pura energía Arcana. Provocaban una muerte instantánea. Y, si bien
su tamaño variaba, las bombas con las que estaba familiarizado Rhonin solían ser
tan grandes como un varón humano. Sin embargo, esta bomba en concreto, que
parecía una delicada filigrana de vidrio, era tan larga como el galeón. Y, si la
energía que la alimentaba procedía del Iris de enfoque…

Vereesa…

Entonces, sintió un repentino estremecimiento de alivio, a pesar del


tremendo horror que lo había invadido. Vereesa ya se hallaba de camino al oeste.
Además, nadie había informado de que estuviera viajando de regreso a Theramore.
La onda expansiva no la alcanzaría. Su esposa se encontraba a salvo.

Aunque, claro, eso dependía también de dónde pretendieran hacer estallar la


bomba.

En ese instante, se volvió hacia los individuos que aguardaban su respuesta.


—Por favor, díganle a Lady Jaina que he detectado una especie de campo de
atenuación que se encuentra activo. Por eso los portales no funcionan. Díganle que
se reúna conmigo en las estancias superiores de su torre.

Acto seguido, se marcharon para entregar el mensaje. Rhonin no titubeó.


Corrió hacia el lugar de reunión mientras los pensamientos bullían en su cabeza. La
torre estaba protegida con toda clase de magia de protección. Era una sólida
fortaleza frente al tipo de ataque que iban a recibir. Sí, podría funcionar… pero,
para eso, muchas cosas tendrían que salir bien.

Bueno. Rhonin sólo tenía que asegurarse de que así fuera, ¿verdad?

***

¡Una bomba de maná!

A Kalec le dio vueltas la cabeza en cuanto reconoció esa esfera que tenía un
aspecto tan engañosamente encantador. ¡Así que eso era lo que esos ladrones de la
Horda habían planeado! No obstante, jamás habría podido imaginarse que fuera
posible construir una tan enorme. Theramore iba a quedar prácticamente arrasada.
A menos que detonara en el aire…

229
Era una misión suicida. Por un breve instante, Kalec sintió un agudo e
intenso dolor al pensar que nunca más iba a volver a ver a sus congéneres azules,
sobre todo a su querida Kirygosa; al pensar que nunca más volvería a ver a Jaina
Proudmoore. Pero estaba haciendo esto precisamente por Jaina y su gente. Si
sacrificando su vida podía salvar la de la maga, no habla nada más que hablar. En el
pasado, se había visto obligado a ser testigo de cómo Anveena sacrificaba su vida;
no podía soportar la idea de tener que volver a ver cómo alguien a quien amaba
moría, no… si podía evitarlo.

Por mucho que fuera un dragón, la aeronave no sería presa fácil, pues
portaría armas convencionales y mágicas. Tendría que atacarla de un modo feroz e
inteligente. Durante unos instantes vitales, Kalecgos planeó en el aire, intentando
evaluar a qué se iba a enfrentar. Sin embargo, pronto tuvo que dejar sus cálculos, ya
que tres cañones abrieron fuego contra él.

***

Jaina se sentía muy confusa y bastante irritada con Rhonin porque éste había
insistido en que debía acudir a hablar con él. ¡Los heridos que necesitaban ser
teletransportados estaban ahí, no dentro de esa torre! A pesar de todo, la maga y sus
asistentes fueron corriendo hasta allí tal y como Rhonin había pedido. El archimago
pelirrojo los estaba esperando en la parte superior de la torre. Una vez llegaron ahí
arriba, Rhonin abrió una de las ventanas adornadas con vidrieras y señaló hacia el
cielo. Jaina se quedó boquiabierta.

—¿Es el Iris de enfoque?

—Sí —contestó Rhonin—. Es la fuente de energía de la mayor bomba de


maná que se ha construido jamás. Además, han levantado un campo de atenuación
para que nadie pueda escapar. —Entonces, se giró hacia ella—. Pero puedo desviar
la bomba. Aunque vas a tener que ayudarme… para que pueda anular el campo de
atenuación el tiempo suficiente como para que toda esa gente pueda ser
teletransportada a un lugar seguro.

Jaina lanzó una mirada a sus leales compañeros.

—¡Por supuesto!

230
Rhonin masculló un encantamiento mientras gesticulaba con los dedos y se
concentraba. Luego, hizo un gesto de asentimiento a Jaina. La maga inició el
conjuro para abrir el portal, pero no reconoció el lugar que vio. Pese a que ella
pretendía enviar a los heridos directamente a Stormwind, atisbó fugazmente un
lugar que no era esa enorme ciudad de piedra sino una isla, que era apenas poco más
que una roca; una de las muchas islitas que salpicaban el Mare Magnum. Entonces,
se volvió confusa hacia Rhonin.

—¿Por qué estás redirigiendo mi portal?

—Porque así consumo menos… energía —rezongó el archimago. El sudor


perlaba su ceño y oscurecía los mechones pelirrojos de su frente.
Esa repuesta no tenía ningún sentido. La maga abrió la boca para hablar,
pero él le espetó:
—No discutas. Limítate a… atravesar el portal. ¡Vamos, atraviesen todos!

Los hechiceros de Jaina obedecieron y corrieron hacia aquel portal que


giraba sobre sí mismo. Jaina se quedó rezagada. Algo no iba bien. ¿Por qué…?

En ese instante, lo entendió.

—¡No puedes desactivar la bomba! ¡Tienes intención de morir aquí!

—¡Calla y cruza el portal! Tengo que hacerlo desde aquí, desde aquí mismo,
si quiero salvar a Vereesa, Shandris y a… a todos cuanto pueda. Los muros de esta
torre están imbuidos de magia. Debería ser capaz de atraer la detonación hacia aquí.
No seas necia, niña. ¡Vete, Jaina!

La maga lo miró fijamente, totalmente horrorizada.

—¡No! ¡No puedo permitir que hagas esto! Tienes una familia. ¡Eres el líder
del Kirin Tor!
Súbitamente, abrió los ojos que había mantenido cerrados al hallarse
sumamente concentrado. Con esa mirada furiosa le estaba rogando que se marchara.
Se estremeció por culpa del tremendo esfuerzo que estaba haciendo para mantener
el portal abierto y bloquear el campo de atenuación.

—¡Tú eres su futuro! —exclamó Rhonin.

231
—¡No! ¡No lo soy! Theramore es mi ciudad. ¡Debo quedarme a defenderla!
—Jaina, si no te marchas ya, ambos vamos a morir y todos los esfuerzos que estoy
haciendo para arrastrar a esa condenada bomba hasta aquí para que no impacte en el
mismo corazón de la ciudad serán en vano. ¿Es eso lo que quieres? ¿Eh?

Claro que no, pensó la maga. Pero no podía quedarse sin hacer nada
mientras él se sacrificaba por ella.

—¡No pienso abandonarte! —Gritó Jaina, al mismo tiempo que se giraba y


alzaba la vista para contemplar la bomba—. ¡Quizá entre los dos podamos
desviarla!
La maga estaba gritando para poder hacerse oír por encima del estruendo del
galeón volador, el cual se acercaba más y más. Entonces, vio cómo alrededor de ella
revoloteaban varias figuras diminutas.

Y una enorme.

¡Kalec!

***

Kalec plegó sus alas y cayó a plomo, logrando así esquivar los cañonazos
por muy poco. Después, cuando se hallaba por debajo del galeón, batió con fuerza
sus alas y ascendió hacia él, con la mirada clavada en la bomba de maná. Abrió las
fauces con intención de congelar aquel artefacto y hacerlo añicos. Sin duda alguna,
la explosión resultante destruiría la bomba que transportaban los goblins y a él
también. Asimismo, los restos de la deflagración que caerían sobre Theramore sólo
provocarían leves daños. La ciudad (y Jaina) sobrevivirían.

De repente, sintió un tremendo dolor. A pesar de que flaqueó, se giró para


encararse con su oponente, un Renegado que iba montado sobre un gigantesco
murciélago. El arma de asta de su adversario había alcanzado a Kalec justo en la
parte donde su antebrazo se unía al resto del cuerpo (una de las pocas zonas que no
contaba con escamas) y le había abierto una herida profunda. Súbitamente, Kalec se
movió y le arrancó el arma de su huesuda mano al Renegado. Acto seguido, de
manera instintiva y a modo de venganza, golpeó con su cola tanto al murciélago
como a su jinete, que cayeron al vacío.

Para entonces, el galeón se encontraba situado por debajo de él y con sus


cañones apuntándolo. Kalec intentó apartarse de la posible trayectoria de los

232
cañonazos pero, de repente, lo atacaron una docena de jinetes del viento. Se escuchó
una enorme detonación y, esta vez, Kalec no pudo esquivar los cañonazos.
Jaina gritó en cuanto vio cómo Kalecgos caía al vacío. Justo en ese preciso
instante, el galeón volador lanzó su carga.
La maga nunca llegaría a recordar qué sucedió exactamente a continuación.
Notó que era empujada hacia ese portal que seguía girando sobre sí mismo a la vez
que sentía que algo la atraía hacia él. Protestó a voz en grito mientras intentaba
liberarse de esa atracción y giró el cuello justo a tiempo para ver el infierno.
El mundo se volvió completamente blanco. La torre se hizo añicos. El
cuerpo de Rhonin, quien permanecía con los brazos estirados cuan largo era
mientras contemplaba desafiante su destino, se volvió morado súbitamente. Por una
fracción de un latido, pareció quedarse congelado en el tiempo. Acto seguido,
estalló en una nube de cenizas lavanda. Mientras el portal se cerraba y Jaina se veía
arrastrada más y más lejos, fue testigo de cómo un océano violeta compuesto de
energía Arcana envolvía Theramore. Unos chillidos de total y absoluto terror
asolaron sus oídos.

Y, entonces, perdió el conocimiento.

233
CAPÍTULO DIECINUEVE

C omo Baine era un guerrero, sus ojos habían visto más horrores de guerra

de los que era capaz de soportar. En su día, había contemplado cómo ciertos poblados
fuertes e incluso su propia ciudad de Cima del Trueno ardían en llamas. Había sido
testigo de algunas batallas libradas con magia, así como de otras luchadas con espadas,
fuego y puños; sabía que los conjuros mataban tan brutalmente como el acero. Había
vociferado muchas órdenes de atacar y con ambas manos había arrebatado más de una
vida.

Pero esto…

En esta ocasión, el cielo nocturno no era un fondo negro iluminado por el tenue
fulgor rojo y naranja de las llamas que devoraban los edificios y los cuerpos, a pesar de
que algunas construcciones habían ardido antes en la batalla, sino que se hallaba
envuelto en un fulgor violeta, bello incluso, que recordaba a la luz de la luna al
reflejarse en la nieve y que emanaba de la ciudad. Por encima de ese resplandor tan
engañosamente agradable, el firmamento era un auténtico espectáculo. Unos brillantes
relámpagos desgarraban la oscuridad con todos los colores del arco iris. Aquí y allá,
esos rayos de colores desiguales cobraban vida y desaparecían de la existencia
fugazmente para reaparecer después en otro lado. Se encontraba bastante cerca como
para escuchar las detonaciones y los crujidos provocados por el hecho de que la misma
estructura del mundo se desgarraba y volvía a unirse una y otra vez. Mientras esas luces
coloridas desfilaban por el cielo, Baine pensó de manera un tanto incongruente en un
fenómeno conocido como aurora boreal, que había visto en Northrend. Cairne le había
hablado en su día de que era un espectáculo que lo había sobrecogido pero, ahora,
mientras Baine contemplaba aquel resplandor, sentía ese mismo sobrecogimiento
mezclado con una sensación de repulsión y asombro. Aquel suave fulgor violeta era lo
primero que uno veía del manto de energía Arcana que envolvía Theramore.

234
Entretanto, los miembros de la Horda que pensaban que la destrucción que había
provocado Garrosh era algo bueno gritaban de júbilo. Entre ellos, se encontraban los
elfos de sangre, quienes habían proporcionado a la Horda la bomba de maná que había
explotado por encima de toda una ciudad y que no se había limitado a dañar a sus
habitantes y edificaciones sino que los había arrasado por completo. Baine había sido
testigo con demasiada frecuencia de cómo habían perecido por culpa de ataques de
magia Arcana tanto amigos como enemigos, por lo cual ahora sólo podía sentir una
tremenda furia ante lo que veían sus ojos. La gente que se había visto atrapada en la
explosión había sido destrozada por dentro, ya que la magia los había desfigurado y
alterado por dentro hasta la última gota de sangre. Los edificios también habían sufrido
horrendos cambios en su interior. La detonación había sido tan potente que Baine era
consciente de que toda criatura, toda brizna de hierba y todo puñado de tierra a los que
había alcanzado habían hallado la muerte o algo peor que la muerte.

Además, esa espantosa magia seguía flotando en el ambiente. Baine no era un


experto en magia, por lo que ignoraba por cuánto tiempo ese fantasmagórico resplandor
violeta, que señalaba el lugar donde Garrosh había cometido su calculada brutalidad,
iba a mantenerse oscilante alrededor de esa ciudad masacrada. Lo único que tenía claro
era que nada podría volver a vivir en Theramore en mucho tiempo.
Aunque unas lágrimas recorrieron su hocico, no hizo esfuerzo alguno por
secárselas. Pese a que se hallaba rodeado por una multitud de enardecidos miembros de
la Horda, en cuanto miró a su alrededor, pudo divisar unas cuantas caras, iluminadas
por el espectral fulgor Arcano, dominadas por una expresión de horror y repulsión.
¿Qué había sido de ese Jefe de Guerra que en su día había dicho: «El honor… no
importa lo mal que vaya la batalla, nunca renuncies a él», que había tirado a otro orco,
al señor supremo Krom’gar, por un precipicio hacia una muerte segura por haber
lanzado una bomba sobre unos inocentes druidas y que había dejado sólo un cráter
como recuerdo? Los paralelismos eran inquietantes y conmovieron a Baine hasta lo más
hondo de su ser. Garrosh había pasado de condenar tales crímenes a cometerlos.

—¡Victoria! —gritó Garrosh, quien se hallaba en la cima de la loma más alta de


las islitas del canal. Alzó a Gorehowl y la afilada hoja del hacha centelleó, reflejando
esa luz púrpura sobre la Horda ahí reunida—. En primer lugar, les proporcioné una
gloriosa batalla en la que tomamos el Fuerte del Norte. Luego, puse a prueba su
paciencia para que pudiéramos librar una lucha aún más honorable… contra los mejores
soldados y las mentes más brillantes de la Alianza. ¡Cada uno de ustedes es ahora un
veterano de la batalla contra Jaina Proudmoore, Rhonin, el general Marcus Jonathan y
Shandris Feathermoon! Además, para asegurar nuestra victoria, les robé a los más
grandes señores de la magia de este mundo y delante de sus mismas narices una reliquia

235
Arcana tan poderosa como para destruir una ciudad entera, ¡tal y como ha quedado
demostrado!

Entonces, señaló a Theramore, como si los ahí congregados no se hallaran


fascinados por esa masiva destrucción.
—¡Esto lo hemos provocado nosotros! ¡Contemplen la gloria de la Horda!

¿Acaso ninguno de ellos era capaz de darse cuenta de lo que habían hecho?
Baine no podía entenderlo. Tantos, tantísimos miembros de la Horda parecían alegrarse
de haber arrasado una ciudad, de haberla dejado atestada de cadáveres que pertenecían a
unas personas que habían muerto de un modo horrible y doloroso. Todo ellos habían
seguido felices y contentos a Garrosh, que los había engañado para batallar contra
Theramore cuando, desde el principio, éste contaba con los medios para ganar sin
necesidad de sacrificar ni una sola vida de la Horda. Baine no estaba seguro de cuál de
estos despreciables actos lo repugnaba más.

Los vítores eran ensordecedores. Garrosh se volvió y sus ojos se cruzaron con
los de Baine. El Jefe de Guerra mantuvo la mirada clavada en el tauren, pero éste no
apartó la vista. En el rostro de Garrosh se dibujó una sonrisa sarcástica y, acto seguido,
escupió en el suelo y se alejó. Una oleada de vítores lo siguió.

Malkorok, sin embargo, se quedó. Entonces, se echó a reír. Empezó con una
leve y desganada risa que dio paso a unas demenciales carcajadas socarronas. Los
sensibles oídos de Baine se vieron invadidos por unas carcajadas dementes, por unos
vítores que celebraban tanto sufrimiento y por unos ruidos imaginarios procedentes de
una ciudad entera que chillaba presa de un terrible tormento antes de sumirse en las
inmisericordes simas del olvido.

Como era incapaz de soportarlo, como era incapaz de soportar cuánto se


despreciaba a sí mismo por haber formado parte de esa carnicería (a pesar de que había
participado en esa campaña a regañadientes y de que ignoraba que el objetivo último de
Garrosh era provocar esa masacre), Baine Bloodhoof, gran jefe de los tauren, se tapó los
oídos, se dio la vuelta y buscó un remanso de paz, aunque fuera un mero espejismo, en
la cálida humedad del pantano.

***

La mañana fue muy cruel con las ruinas de Theramore.

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Sin el gentil manto de la noche, la devastación podía apreciarse en toda su
dantesca extensión. El humo de los incendios ya prácticamente apagados aún se curvaba
mientras ascendía hacia el cielo. Las anomalías Arcanas, que habían provocado el
espectáculo de luz y de color la noche anterior, resultaron ser grietas en realidades y
dimensiones desgarradas, de las cuales uno podía atisbar otros mundos incluso. En el
aire, flotaban no sólo rocas y fragmentos de tierra que habían sido arrancados del suelo,
sino escombros de edificios y restos de armas. Los cadáveres giraban lentamente en el
aire, como unos grotescos títeres que flotasen en agua. El crepitar de las llamas y los
bramidos del trueno se escuchaban de manera incesante.

Gharga contempló la ciudad henchido de orgullo por haber participado en la


batalla. Seguramente, ya se estaban componiendo Lok’tras sobre ese glorioso combate.
Pese a que a sus oídos había llegado el rumor de que cierta gente cuestionaba en
privado las decisiones de Garrosh (se decía que principalmente los tauren y los trolls),
Gharga se sentía orgulloso de que sus orcos, en general, estuvieran tan encantados con
el resultado de la batalla como él mismo.

Estaba esperando en el puente a que se acercara al Sangre y Truenos en un bote


de remos el emisario enviado por el jefe de Guerra Garrosh Gharga se enderezó aún
más, henchido de orgullo, en cuanto se dio cuenta de que no se trataba de un orco
cualquiera sino de uno de los Kor’kron de Garrosh. Poco después, en cuanto el pequeño
bote se encontró junto al barco, el orco se puso en pie y ascendió rápidamente por la
escalera de cuerda.

La Kor’kron lo saludó.

—Capitán Gharga —dijo—, ahora que amanece sobre la ruinas de Theramore,


traigo dos misivas para ti. —Al escuchar esas palabras, los orcos no pudieron reprimir
unas sonrisas mientras se miraban unos a otros—. Una de ellas es un mensaje privado
del Jefe de Guerra Garrosh. La otra contiene tus nuevas órdenes. Capitán, tendrás un
papel vital que desempeñar en la próxima fase de la conquista de Kalimdor por parte de
la Horda.

Pese a que le brillaron los ojos de pura satisfacción, Gharga se limitó a hacer
una educada reverencia y enunciar una frase hecha a modo de respuesta.

—Vivo para servir al Jefe de Guerra y a la Horda.

—Eso parece, ya que tu gran lealtad no ha pasado inadvertida. Tengo


instrucciones de esperar a que leas tus órdenes y de volver con una respuesta.

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Gharga asintió y desenrolló el segundo pergamino. Leyó rápidamente el breve
mensaje y no pudo reprimir más su júbilo. Garrosh no era un charlatán presuntuoso.
Había cumplido su promesa de destruir totalmente Theramore de una manera tan
dramática que había dejado atónito a todo el mundo, incluso a sus más leales
seguidores, La armada de la Horda que ahora ocupaba el puerto de Theramore tenía que
dispersarse y llevar a cabo un bloqueo en todo el continente. De ese modo, nadie podría
enviar ayuda a Theramore ni tampoco a Lor’danel o al Bastión Feathermoon o a la
aldea Rut’theran o a la isla Bruma Azur.

El Bastión Feathermoon sería la primera escala en el viaje de Gharga. Una vez


ahí, debía enviar a Orgrimmar, a través de sus más veloces mensajeros, la noticia de que
la Horda había obtenido una victoria inimaginable y que la ciudad debía prepararse para
los mayores festejos que jamás se habían visto en ese lugar para celebrar el regreso de
Garrosh.

Gharga volvió a enrollar el pergamino y comentó con suma confianza:

—Dile a nuestro Jefe de Guerra que he entendido perfectamente sus órdenes. La


flota partirá en una hora. Dile que estoy seguro de que, cuando Orgrimmar reciba la
noticia, los gritos de júbilo se podrán escuchar desde aquí.

***

Lo primero que notó Jaina al recuperar la conciencia fue dolor, aunque no


recordaba por qué sufría esa terrible agonía. Cada gota de su sangre, cada músculo, cada
nervio y centímetro de su piel parecía hallarse envuelto en unas gélidas llamas.

Con los ojos todavía cerrados, gimió levemente y cambió de postura, pero el
dolor se triplicó y se le escapó un suspiro. Le dolía hasta respirar y su propio aliento le
resultaba un tanto extraño, pues lo notaba extrañamente gélido cuando se le escapaba de
los labios.

Abrió los ojos, parpadeó y se incorporó. Notó que tenía arena en la cara y se la
quitó, mientras apretaba los dientes con fuerza por culpa de la agonía que sentía. Acto
seguido, intentó recordar qué había ocurrido. Había sucedido algo… algo terrible que
no podía describirse con palabras. Por un segundo, recuperó la memoria lo suficiente
como para darse cuenta de que no quería recordar.

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De repente, un viento la despeinó. De manera instintiva, alzó una mano para
apartarse el pelo de la cara y, al hacerlo, se quedó helada al ver el mechón que se
hallaba entre sus dedos.

Jaina siempre había tenido el pelo rubio.

«Del color de la luz de sol», le solía decir su padre cuando era niña.

Pero, ahora, era del color de la luz de la luna.

Súbitamente, fue consciente de que estaba a punto de recordar lo acaecido, a


pesar de que, presa de la desesperación, no quería saberlo. Entonces, se asomó al
abismo del recuerdo.

Mi hogar… mi gente…

Jaina se puso en pie de un modo vacilante al mismo tiempo que temblaba


violentamente. No veía por ningún lado a los otros que, supuestamente, debían de
hallarse también en ese lugar. Estaba sola… y sola tendría que contemplar eso que tanto
miedo le daba. Se armó de valor y se giró.

Y vio que el cielo se había desgarrado. A pesar de que era ya mediodía, Jaina
divisó estrellas entre las fisuras. Las anomalías Arcanas se asomaban fugazmente a la
existencia para desaparecer de inmediato. Diversos colores, que ante sus ojos anegados
de lágrimas parecían heridas abiertas y horrendos hematomas, danzaban burlonamente
sobre las ruinas de lo que, hasta hace poco, había sido una orgullosa ciudad.

De improviso, una sombra la cubrió por entero. Aturdida y asqueada, no pudo


apartar la mirada de ese espectáculo dantesco. Le daba igual qué era eso que estaba
aterrizando junto a ella. Entonces, una voz la sacó de su trance.

—¿Jaina?

Esa voz fatigada, que estaba teñida de dolor, preocupación y afecto, pertenecía a
alguien que iba calzado con unas botas, a alguien que corría hacia a ella, como cabía
deducir por el ruido de sus pisadas en la arena.

En ese instante, la maga se volvió hacia Kalec. A través de las lágrimas que
anegaban sus ojos, vio que el dragón se agarraba el costado con una mano, aunque no
parecía sangrar. Si bien estaba pálido y parecía exhausto, había sido capaz de reunir las

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fuerzas necesarias para acercarse corriendo hasta ella, aunque cojeaba ligeramente.
Mientras se aproximaba, pudo comprobar su reacción ante los cambios físicos que ella
había experimentado.

Kalec se abalanzó sobre Jaina en cuanto a ésta le flaquearon las piernas. El


dragón la cogió a tiempo y la sostuvo contra su pecho. Las manos de la maga, que
parecían tener voluntad propia, lo buscaron a tientas hasta aferrarlo con fuerza mientras
enterraba su rostro entre el hombro y el cuello del dragón. Él la agarró con igual
intensidad, a la vez que le sostenía la cabeza con una mano y le acariciaba con una
mejilla el pelo, que ahora era de color blanco.

—Ha desaparecido —murmuró, con una voz áspera debido al dolor y al


horror—. Todo ha desaparecido. Toda esa gente, todas esas cosas… todo. A pesar de
que habíamos luchado muy duro y con gran valor, a pesar de que habíamos ganado,
Kalec, de que habíamos ganado.

Él la abrazó con aún más fuerza si cabe, aunque no intentó consolarla con meras
palabras, pues no había ningún consuelo que ofrecer de ese modo. Jaina se alegró de
que fuera consciente de ello.

—Mi reino… todos los generales… Stoutblow, Tiras’alan, Aubrey, Rhonin…


oh, por la Luz, Rhonin. ¿Por qué hizo lo que hizo, Kalec? ¿¡Por qué me ha salvado
cuando soy la responsable de todo esto!?

Ahora fue Kalec quien habló, echándose hacia atrás para poder contemplarla
con suma atención.
—No —replicó, con un tono de voz duro y plagado de determinación—. No,
Jaina. Esto no es culpa tuya. No te atrevas a echarte la culpa. Si es culpa de alguien, es
mía… y de mi Vuelo por haber permitido que ese maldito Iris de enfoque fuera robado.
No podrías haber hecho nada por contener esa… explosión. Nadie podía haber hecho
nada. La bomba de maná estaba alimentada por el Iris de enfoque. Aunque yo era uno
de los que más lejos se hallaba de la explosión, la onda expansiva me arrojó hasta el
mar. No pudiste hacer nada para evitarlo… nadie pudo hacer nada.

Kalec sostenía con una de sus fuertes manos la de Jaina mientras permanecían
abrazados. La maga se aferraba a ella como si la vida le fuera en ello. Tal vez fuera así.
No obstante, era perfectamente consciente de lo que tenía que hacer.
—Debo regresar —dijo con un tono de voz grave—. Aún podría seguir
alguien… vivo. Quizá pueda hacer algo.
Al dragón se le desorbitaron sus ojos azules.

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—Jaina, no, por favor. No es un lugar seguro.

—¿Que no es seguro? —le espetó violentamente, mientras se retorcía entre sus


brazos y se apartaba de él—. ¿Seguro? ¿Cómo puedes decirme eso, Kalec? Ése es…
era… mi reino. Ése era mi pueblo. Se lo debo. ¡Lo menos que puedo hacer por ellos es
comprobar si puedo hacer algo o no!

—Jaina —replicó Kalec, mientras se acercaba a ella de manera implorante—,


ese lugar hiede a energía Arcana. Lograste escapar, pero la explosión ya te ha…

—Sí, dilo —lo interrumpió con brusquedad, pues el dolor que albergaba su
corazón era más intenso que el que sentía físicamente—. ¿Qué es lo que ya me ha
hecho?

El dragón titubeó un instante y, acto seguido, habló con gran serenidad.

—Tu pelo se ha vuelto blanco. Ya sólo te queda un mechón rubio. Tus ojos…
relucen también con un fulgor blanquecino.
Jaina lo miró fijamente, sumamente asqueada. Si esa explosión la había afectado
tanto de un modo tan obvio, ¿qué más secuelas podía estar sufriendo que no fueran
visibles? Se llevó la mano al corazón por un momento y apretó con fuerza, como si así
pudiera deshacerse de ese estremecedor dolor.

Kalec prosiguió hablando.

—Sé que quieres hacer algo, que quieres reaccionar de alguna manera. Pero
podemos hacer otras cosas. Allí ya no queda nadie vivo, Jaina. Si vas allí, lo único que
conseguirás es acabar aún peor. Más adelante, cuando sea más seguro, podríamos
regresar y…

—Deja de hablar en plural —le espetó amargamente.

El sufrimiento que se reflejó en el hermoso rostro de Kalec provocó que la maga


sintiera un dolor aún más intenso en su corazón; sin embargo, ahora daba la bienvenida
al dolor, pues únicamente su propio sufrimiento podría calmar la agonía de saber que
sólo ella, de todas las almas que se habían congregado en Theramore para ayudarla,
había sobrevivido.

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—Esto sólo me incumbe a mí. Soy la única responsable de esos cadáveres que
yacen allí y que han sufrido las consecuencias de mis decisiones. Voy a ir para ver si
puedo hacer algo, si puedo salvar aunque sólo sea una vida. Y voy a hacerlo sola. Como
siempre he hecho. Así que no me sigas.

Con suma celeridad, realizó un conjuro de teletransportación. Pese a que pudo


escuchar cómo Kalec gritaba su nombre a sus espaldas, se negó a derramar una sola
lágrima.

Pues, si se las guardaba, la hacían sufrir más.

***

Jaina había creído que estaría preparada para lo que iba a ver. Pero estaba
equivocada. Nada podría haber preparado a una mente cuerda para lo que esa bomba de
maná le había hecho a Theramore.

Lo primero en que se fijó fue en la torre o, más bien, en el lugar donde se había
alzado. Aquel hermoso edificio de piedra blanca, que había albergado una extensa
biblioteca y un salón muy acogedor, había desaparecido. En su lugar, había ahora un
cráter humeante, que recordaba aterradoramente al que todavía existía en las laderas de
Trabalomas. Sin embargo, esa fisura en la tierra había sido provocada por una ciudad
que partía hacia una guerra y ésta, en concreto, por el desesperado intento de Rhonin de
evitar el desastre, lo cual había pagado con la vida.
Se hallaba rodeada de muerte, sepultada y abrumada por ella. La muerte se
encontraba en esos edificios que habían abandonado para siempre la verticalidad, pues
ni uno sólo de ellos había quedado intacto. La muerte impregnaba la tierra bajo sus pies,
así como el cacofónico y errático cielo que se alzaba sobre ella. Y, por encima de todo,
la muerte moraba en los cadáveres que habían caído donde la explosión los había
sorprendido.

Los cuerpos de los sanadores yacían desperdigados aquí y allá, con los heridos
aún entre sus brazos. Los jinetes y sus caballos formaban un todo en la muerte, al igual
que habían hecho en vida. Los soldados habían perecido con sus armas envainadas,
pues el inevitable ataque había sido muy repentino. El aire crepitaba, chisporroteaba y
zumbaba a su alrededor, provocando que se le encrespase el pelo al mismo tiempo que,
como una sonámbula, caminaba cuidadosamente por las ruinas de su ciudad y su vida.

Jaina observó, con un extraño desapego, las cosas que la bomba de maná había
esparcido al azar. Ahí había un cepillo para el pelo; allá, una mano cercenada. Cerca del

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borde del cráter se agitaban las hojas de un libro. Al instante, se agachó a recogerlas.
Una de ellas había quedado tan afectada por la bomba que se hizo pedazos en cuanto la
tocó. Junto al arsenal, un soldado yacía sobre un charco de sangre roja… a tres pasos de
distancia, otro soldado flotaba en el aire, a la altura de los ojos de la maga; unos
glóbulos de un líquido púrpura ascendían hacia el cuello desde una grieta abierta en su
armadura.

Entonces, pisó algo blando y retrocedió de un salto rápidamente. Miró hacia


abajo y comprobó que era una rata, cuyo cuerpo estaba envuelto en un aura violeta;
además, llevaba aún en la boca un trozo de queso totalmente normal. En ese instante,
Jaina recordó que Kalec la había advertido de que nadie podría haber sobrevivido a la
explosión. Ni siquiera las ratas, por lo visto…

Negó con la cabeza. No. No, alguien tenía que haber sobrevivido… Era
imposible que hubiera matado a todo el mundo, a todo ser vivo. Avanzó con una
siniestra determinación, sorteando los escombros allá donde era posible, parándose a
escuchar de vez en cuando con la esperanza de escuchar un grito de ayuda por encima
del crepitar y el zumbido de ese firmamento desgarrado. Entonces, se topó con Pained,
quien había caído sobre el cadáver de un orco al que, sin lugar a dudas, había matado.
Jaina se arrodilló junto a esa guerrera, le acarició su largo pelo de color azul oscuro y
profirió un grito ahogado en cuanto sus pelos se quebraron como un objeto hecho de
cristal. Pained había muerto con su espada en la mano y esa expresión adusta y severa,
tan habitual en ella, dibujada en la cara. Había muerto como había vivido, defendiendo
a Jaina y Theramore.

Volvió a sentir un hondo dolor, que hasta entonces había permanecido


aletargado por el horror, como cuando se le duerme a uno una extremidad y luego
vuelve a circular la sangre por ella. Jaina intentó reprimirlo como pudo y siguió
andando. Ahí estaba su estimado Aubrey, así como Marcus Jonathan, Tiras’alan y los
dos enanos. Encima de uno de los tejados destrozados se encontraba tirado el cuerpo del
teniente Aden, cuya reluciente armadura había adquirido un color morado y negruzco
por la deflagración.

De repente, Jaina recuperó su capacidad de pensar de un modo racional.


Deberías parar. Kalec tenía razón. Vete, Jaina. Ya has visto bastante como para saber
que nadie ha sobrevivido. Márchate ya, antes de que veas demasiado.

Pero no podía hacerlo. Ya había encontrado a Pained y necesitaba dar con los
demás. ¿Dónde estaba Tervosh, que había sido su amigo durante largo tiempo? Y el

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guardia Byron y el sacerdote Allen Fulgente y Janene, la posadera que había insistido
en quedarse en la ciudad… ¿Dónde estaban todos ellos? ¿Dónde…?

Entonces, divisó una silueta que parecía pertenecer a un niño, lo cual era lo que
le había llamado la atención en un principio. Eso era imposible, ya que los niños habían
sido evacuados. ¿Quién…?

En ese instante, se dio cuenta.

Jaina apenas era capaz de respirar. Quería apartar la mirada, pero era incapaz de
hacerlo. Lentamente, de manera nerviosa, movió los pies, que parecían tener voluntad
propia, y se acercó al cuerpo.

Kinndy se encontraba boca abajo en medio de un charco de su propia sangre. En


su pelo rosa podía apreciarse una mancha de color carmesí. Jaina sintió la necesidad de
meter a Kinndy en una bañera con agua caliente, de ayudarla a asearse y de darle ropa
limpia…

Se dejó caer de rodillas y colocó una mano sobre el hombro de la muchacha,


con intención de darle la vuelta. Al instante, el cuerpo de Kinndy se transformó en un
deslumbrante polvo violeta.

Jaina chilló.

Gritó, totalmente horrorizada, mientras intentaba frenéticamente recoger ese


polvo cristalino que era lo único que quedaba de esa joven inteligente y lleva de vida.
Chilló porque la había perdido y se sentía culpable. Gritó de pena y, sobre todo, de
rabia.

Chillaba de rabia contra la Horda, contra Garrosh Hellscream y contra aquéllos


que lo seguían. Contra Baine Bloodhoof, que la había advertido de esa amenaza pero
que, sin embargo, había permitido que eso sucediera. Quizá incluso sabía que eso iba a
ocurrir. Su grito se acabó transformando en unos sollozos atroces que le desgarraron la
garganta. Entretanto, seguía cogiendo esa arena púrpura a puñados, como si intentara
así aferrarse a Kinndy. Sus sollozos aumentaron al comprobar que ese polvo seguía
escapándosele de entre los dedos de manera obstinada.

Eso no era una guerra. No era siquiera un asesinato en masa, sino una masacre
cometida desde una cómoda distancia. Era una matanza realizada del modo más brutal y
cobarde que Jaina era capaz de imaginar.

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Entonces, algo brilló, como si fuera una especie de señal, en esa tierra inerte. Lo
miró fijamente por un momento y, acto seguido, se puso en pie lentamente,
tambaleándose levemente. A continuación, se dirigió hacia aquel extraño brillo
tambaleándose como una borracha.

Cuando llegó hasta él, comprobó que era un fragmento de cristal plateado no
más grande que la palma de su mano. De inmediato, lo recogió del suelo. Como se
hallaba conmocionada, Jaina no se dio cuenta en un principio de qué era eso que estaba
mirando, pero luego el dolor volvió a adueñarse de ella. Le traía tantos recuerdos…
como, por ejemplo, el rostro tan lleno de vida de Anduin cuando charlaba con ella. O el
semblante surcado de cicatrices de Varian. Cómo Kalec intentaba no aparecer en su
campo de visión y se apartaba hacia una esquina cuando ella utilizaba ese espejo.
Rhonin…

Por el rabillo del ojo, se percató de que algo se movía. De inmediato se giró,
albergando aún irracionalmente la esperanza de que alguien hubiera logrado sobrevivir.

Se trataba de unos seres enormes, ataviados con armaduras y de color verde.


Eran veinticinco orcos al menos, o tal vez más de treinta, que rebuscaban afanosamente
entre los escombros. Uno de ellos metió algo en una bolsa y se dirigió a los demás. Al
instante, estallaron unas ásperas carcajadas orcas que fueron el contrapunto a los
incesantes ruidos de desgarros y a las leves detonaciones.
Jaina apretó los puños con fuerzas, incluso el puño con el que sostenía el
fragmento de cristal, aunque apenas fue consciente del dolor que sintió al rasgarse los
dedos y la palma de la mano.

Aunque les costó un rato, al final, uno de ellos se percató de su presencia en


medio de aquella devastación. El orco esbozó una amplia sonrisa, enmarcada en unos
colmillos amarillentos con sus gruesos labios verdes, y le dio un codazo a uno de sus
camaradas. El más grande, el que también portaba la mejor armadura (sin lugar a dudas,
era el líder de esa reducida avanzadilla que el cobarde de Garrosh había enviado para
cerciorarse de que todo el mundo estaba realmente muerto) gruñó y dijo algo en lengua
común con un fuerte acento orco.

—Señorita, no sé cómo has logrado sobrevivir. Pero, ahora mismo, voy a


corregir ese error.
Al instante, todos los orcos blandieron sus armas; hachas, espadas anchas y
cuchillos que relucían tenuemente por el veneno que habían untado en sus hojas.
Entonces, los labios de Jaina se curvaron para conformar una amplia sonrisa. Los orcos

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la observaron con más detenimiento, desconcertados por su inesperada reacción, hasta
que su líder estalló en carcajadas.

—¡Vamos a matar a Jaina Proudmoore! —exclamó.

—¡Llévale su cabeza al jefe de guerra Garrosh! —pidió otro orco.

Garrosh.

Jaina ni se dignó a replicarle. Tiró el fragmento de espejo y, a continuación, se


limitó a alzar las manos. Súbitamente, una oleada de energía Arcana, cuya potencia se
vio aumentada por los residuos de magia que había dejado la bomba de maná en el
ambiente, golpeó a todos sus rivales. Los orcos se tambalearon y se estremecieron,
tremendamente debilitados. Uno de ellos, una orco que sostenía una daga, temblaba
tanto que se le cayó el arma de las manos mientras intentaba mantener el equilibrio. No
obstante, los orcos más fuertes se recuperaron y, una vez más, blandieron sus armas al
mismo tiempo que se apresuraban en acortar la distancia que los separaba de su
objetivo.

Una sonrisa de suficiencia se dibujó en el semblante de la maga. Los orcos se


quedaron congelados, literalmente, allá donde estaban; sus extremidades inferiores
habían quedado atrapadas en hielo. Jaina gesticuló con las manos, preparando así un
hechizo con el que invocó fuego de la nada. Acto seguido, lanzó una enorme bola de
llamas crepitantes que estalló en medio de todos ellos. Como se encontraban muy
débiles por culpa de la descarga anterior de energía Arcana, seis de ellos sucumbieron
de inmediato, gritando de agonía mientras se quemaban vivos. Otros diez más quedaron
severamente calcinados y se retorcían de dolor. Pronto, también estarían muertos. En
cuanto el hechizo se desvaneció, el resto de orcos continuó aproximándose a la maga,
aunque esta vez con más cautela.

De improviso, un torbellino de aire gélido los rodeó. Los orcos se sentían como
si avanzaran por el barro y Jaina aprovechó la circunstancia para acabar con cuatro más
con sus bolas de fuego. Los cuatro cayeron al instante. Después lanzó, casi sin esfuerzo,
otras descargas de magia Arcana y asesinó a más.

Ya sólo quedaban diez. Seis de ellos seguían luchando; los otros cuatro se
hallaban muy malheridos. Una vez más, brotó fuego de los dedos de la maga y los diez
cayeron al suelo. Acto seguido, lanzó otra descarga más de energía Arcana.

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Cuando por fin bajó los brazos, el sudor había hecho que algunos pelos blancos
de su melena se le hubieran pegado a la cara. Todos los orcos permanecían muy quietos.
Todos menos uno, cuyo pecho ascendía y bajaba agitadamente, mientras se retorcía y
estremecía.

Jaina se agachó y recogió el fragmento del espejo sin mirarlo siquiera.


Lentamente, con suma frialdad, pues un gélido júbilo la dominaba, pasó por encima de
los cadáveres hasta alcanzar al único superviviente.

Estaba tosiendo y una sangre roja y negra manaba de esa boca que estaba
enmarcada entre colmillos. Tenía casi todo el cuerpo cubierto de quemaduras y la cota
de malla se había derretido sobre su piel. Tiene que estar sufriendo un dolor terrible,
caviló Jaina.

Bien.

Se inclinó sobre el orco y acercó su rostro al de esa criatura lo suficiente como


para que pudiera oler su fétido aliento mientras jadeaba desesperadamente. El orco alzó
la vista hacia la maga de tal modo que en sus diminutos ojos podía verse reflejado el
miedo. Temía a Jaina Proudmoore, la amiga de los orcos, la diplomática.
—Tu gente es una banda de despreciables cobardes —susurró—. No son más
que una manada de perros rabiosos a los que habría que matar. Si desprecian la
misericordia, no tendrán ninguna. Si ansían masacrar, Garrosh sufrirá más carnicerías
de las que jamás habría deseado.

Entonces, profiriendo un grito salvaje, clavó el fragmento del espejo en el


pequeño hueco que quedaba entre la gorguera del orco y la hombrera de su armadura.
La sangre manó a raudales, manchándole la mano y salpicándole la cara a Jaina.

Si bien el orco moribundo intentó alejarse de ella rodando por el suelo, la maga
sostuvo con fuerza su cabeza entre sus manos, obligándolo así a mirarla mientras la vida
se le iba a cada latido. Cuando por fin se quedó inmóvil, Jaina se levantó, dejando el
fragmento del espejo roto clavado en la garganta del orco.

Prosiguió examinando sombríamente el funesto estado en que la Horda había


dejado a Theramore. Las llamas de esa gélida ira que ardía en su interior se avivaban
cada vez más ante lo que veía. El muelle había sido arrasado por completo. Por alguna
extraña razón, se sentía mejor en aquel lugar, contemplando los destrozos, que antes
cerca del cráter, donde…

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En ese instante, parpadeó. A pesar de que no deseaba hacerlo, se giró y regresó
al sitio donde se había elevado su torre hasta la explosión. Percibía ése cosquilleó
peculiar que señalaba la presencia de una energía Arcana que iba en aumento. Aunque
toda la ciudad se encontraba bañada en esos residuos de magia, se percató de que se
estaba aproximando a lo que había provocado ese desastre. El corazón se le aceleró y
apretó el pasó. Cerró los ojos y, acto seguido, los abrió. Pese a que no quería mirar el
interior del cráter, sabía que tenía que hacerlo.
Era un objeto tan sencillo y adorable; un simple orbe púrpura reluciente que
vibraba con energía Arcana. Aunque parecía ser muy delicado, había sobrevivido a la
deflagración que había reducido la ciudad a cenizas sin un mero rasguño en su
superficie.

Kalecgos no había exagerado al afirmar que era un objeto muy poderoso… ni


al señalar que era más que capaz de provocar una terrible devastación si caía en las
manos equivocadas, pensó sintiendo de nuevo una honda pena. Al hallarse tan cerca de
esa reliquia, pudo sentir cómo su energía la bañaba por entero. Tenía el pelo en punta y
notó que, por un momento, su vista intentaba ajustarse; una vez se adaptó, se dio cuenta
de que ahora sus ojos brillaban aún con más intensidad. Descendió por el cráter con
suma determinación. No quedaba ni el más mínimo resto de Rhonin. Al parecer, había
tenido éxito a la hora de atraer la bomba hacia sí. Ahora, lo único que quedaba de
Rhonin eran sus dos hijos, su desconsolada viuda (siempre que Vereesa se hubiera
hallado lo bastante lejos como para haber sobrevivido a la explosión) y el recuerdo que
había dejado en los demás. Con sólo pensarlo, Jaina sintió una tremenda amargura. El
archimago había fallecido intentando salvarla. No podía permitir que hubiera muerto en
vano.

Entonces, alcanzó el fondo. El Iris de enfoque era, al menos, el doble de grande


que ella y muy pesado. Sabía perfectamente que podría teletransportarlo y esconderlo
más adelante pero, ahora, el problema más acuciante era cómo ocultárselo a Kalecgos.
De inmediato, se le ocurrió una solución. Kalec había llegado a conocerla muy bien y
había desarrollado cierto afecto hacia ella. Jaina se agachó y colocó una mano sobre la
reliquia, de tal modo que sintió la suave vibración de su energía. Con suma frialdad y de
un modo muy calculado, procedió a imbuirlo de su personalidad, de todas sus grandes
fuerzas y flaquezas. De esa manera, cuando el dragón intentara hallar el Iris de enfoque,
sólo la percibiría a ella. Sí, podía valerse de los sentimientos de Kalec para engañarlo.
Como única superviviente y regente de Theramore, Jaina Proudmoore reclamó para sí el
Iris de enfoque.

La Horda ansiaba la guerra. Y había recurrido a medidas grotescamente crueles


para aplastar a sus enemigos.

248
Si querían guerra, la tendrían. Jaina se aseguraría de que eso fuera así.

Con sumo gusto.

249
CAPÍTULO VEINTE

P or fin empezaba a funcionar.

Aunque todavía había temblores que surgían de la tierra herida y relámpagos


intensos y furiosos, aunque el viento seguía llorando y los océanos rugían alrededor de
los chamanes que, día tras día, se ofrecían a curar la misma alma de Azeroth, estaban
logrando serios avances.

A veces, el océano parecía serenarse por sí solo durante unos instantes. La lluvia
se iba deteniendo durante periodos cada vez más y más largos, y cada vez se atisbaba
con más frecuencia el cielo azul. En una ocasión, los terremotos habían cesado del todo
durante tres días enteros.

Los miembros del Anillo de la Tierra (Nobundo, Rehgar, Muln Earthfury y los
demás) se tomaban cada una de esas pequeñas señales muy en serio. Al igual que
sucedía con un herido normal, les llevaría cierto tiempo curar a Azeroth. No obstante,
los elementos acabarían recuperándose; siempre que siguieran cuidando de ellos a lo
largo de ese proceso largo y duro.

Thrall permanecía de pie con fuerza y seguridad sobre la temblorosa tierra,


enraizándose en ella al mismo tiempo que extraía el dolor que la dominaba. El orco se
estaba imaginando a su propio espíritu, su vínculo con el gran Espíritu de la Vida,
elevándose para tocar el mismo cielo. Mientras tanto, inspiraba aire corrupto en sus
pulmones, lo purificaba y lo exhalaba purgado. Se trataba de una tarea muy dura,
exigente y que no parecía tener fin. Pero era el esfuerzo más gratificante y gozoso que
había hecho en toda su vida.

Tras serenarse, como un niño asustado que poco a poco se deja arrastrar por las
mareas del sueño, los temblores de la tierra se fueron apagando. Los vientos, a los que

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dominaba más la furia, se fueron calmando de un modo más hosco. La lluvia, sin
embargo, cesó. Los chamanes abrieron los ojos, regresaron al sencillo plano de la
realidad física e intercambiaron unas sonrisas fatigadas. Había llegado el momento de
descansar.

Aggra agarró con una de sus fuertes manos marrones a Thrall de una mano y lo
miró con aprobación y admiración.

—Mi Go’el se ha convertido en una roca y ha dejado de ser un torbellino —


afirmó—. Desde que has regresado, has hecho grandes avances.
Él le apretó la mano.

—Si yo soy una roca, entonces tú eres el suelo robusto y firme sobre el que ésta
reposa, mi amor.
—Soy tu pareja y tú me perteneces —replicó Aggra—. Seremos, como los
elementos, lo que el otro necesita cuando lleguen tiempos difíciles. Seremos piedra,
viento, agua… o fuego.

En ese instante, le guiñó un ojo. Aggra había sido la persona que lo había
empujado a alcanzar su destino cuando éste todavía se sentía muy incómodo con los
demás chamanes. Además, no era muy dada a las sutilezas. En esos momentos, Thrall
se había sentido furioso, pero con el tiempo había llegado a entender la sabiduría de las
decisiones de su amada. Desde que había vuelto, habían sido inseparables; cuando
trabajaban juntos, era como si danzaran con alegría y, cuando descansaban, disfrutaban
de su mutua compañía. Pensó de nuevo en lo que le había dicho a Jaina y oró en
silencio a quienquiera que pudiera escucharlo para pedir que ella fuera tan dichosa
como él.

El buen humor del que hacía gala Thrall se disipó en cuanto regresaron al
campamento y vieron ahí a un joven orco, ataviado con una armadura ligera de cuero,
en posición firme. El polvo y el barro que cubrían su ropa indicaban que se trataba de
un mensajero y el gesto ceñudo de su rostro señalaba muy elocuentemente qué clase de
noticias traía.

El mensajero lo saludó enérgicamente.

—Go’el —dijo, haciendo una reverencia—, traigo noticias de Orgrimmar. Y


de… otro lugar.
Thrall sintió que se le helaba el corazón. ¿Qué había hecho Garrosh esta vez?
Mientras tanto, los demás chamanes se aproximaban y contemplaban a aquel extraño

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con cierto interés. Thrall dudo entre si debía leer esas noticias en privado o no pero, al
final, decidió hacerlo delante de todos. Ya no era Jefe de Guerra de la Horda, así que no
tenía nada que ocultarles a los demás.

Aguardó a que el resto del Anillo hubiera llegado y, entonces, les indicó con una
seña que se acercaran. El desafortunado joven orco aguardó, presa de la inquietud, a que
Thrall le hiciera esa petición que tanto estaba esperando.

—Lee esa misiva delante de todos, mi joven amigo —le pidió con suma
serenidad.
El mensajero respiró hondo.

—Con hondo pesar, debo informarte de un terrible desastre que ha acabado con
cualquier posibilidad de alcanzar la paz en este atribulado continente, tal vez incluso en
todo Azeroth. Todo empezó cuando Garrosh decidió reunir a los ejércitos de la Horda
con el fin de atacar el Fuerte del Norte, que quedó totalmente arrasado. Después esperó
varios días, permitiendo así que la Alianza pudiera reforzar sus defensas en Theramore.
Para combatir contra nuestra armada y nuestro ejército de tierra, Theramore pidió ayuda
a la flota de la Séptima Legión y a varios consejeros militares muy conocidos, como
Marcus Jonathan, Shandris Feathermoon, Vereesa Windrunner y el almirante Aubrey
entre otros. En la subsiguiente batalla, la Horda fue derrotada a pesar de luchar con
valentía… o eso parecía.

»Go’el, Garrosh esclavizó a unos gigantes fundidos para obtener la victoria en la


Devastación del Fuerte del Norte. Y para destruir Theramore, empleó…

El emisario dejó de hablar al mismo tiempo que los ahí reunidos proferían una
serie de gritos ahogados. El Anillo estaba formado por antiguos miembros de la Horda y
la Alianza que, a pesar de haber dejado sus antiguas lealtades a un lado para colaborar y
alcanzar un bien mayor, seguían manteniendo un estrecho vínculo afectivo con su
respectiva facción. Además, como chamanes que eran, se horrorizaron al saber que
Garrosh había esclavizado a unos elementales (¡y a qué elementales!) para guerrear.
Entretanto, las palabras «para destruir Theramore» seguían flotando en el aire.

—Continúa —le pidió Thrall con suma seriedad.

—Para destruir Theramore, robó una reliquia a los dragones Azules que utilizó
como fuente de energía para alimentar a la bomba de maná más potente que jamás ha
sido creada. Theramore ha sido devastada por entero, ahora sólo es un montón de ruinas

252
envueltas en energía Arcana. Nuestros exploradores afirman que no ha sobrevivido
nadie que estuviera tras los muros de la ciudad.

No ha sobrevivido nadie. Jaina, su amiga, esa voz que siempre abogaba por la
paz había muerto. A Thrall le resultaba muy difícil respirar y Aggra le apretó la mano
con fuerza. Él la apretó también con fuerza hasta que le resultó doloroso; aun así, Aggra
siguió agarrándole de la mano, prestándole así su amor y apoyo, pues sabía mejor que
nadie qué clase de tremendo dolor estaba sintiendo su amado.
Entonces, pudieron escucharse unos sollozos ahogados al volverse una de los
draenei hacia su amigo troll en busca de consuelo. El troll abrazó a la draenei con
delicadeza, pese a que parecía furioso. Todo el mundo se había quedado atónito, incluso
aquéllos que Thrall sabía que se oponían a la paz. Esa masacre gratuita sólo traería
deshonor y vergüenza a la Horda. Y por tal temeridad tendrían que pagar un alto precio.

Aunque resultara difícil de creer, el mensaje no acababa ahí. Como todavía era
incapaz de hablar, Thrall indicó con un gesto al emisario que prosiguiera.

Mientras hablaba, la voz del joven orco estaba teñida de tristeza.

—Nuestra armada se ha dispersado para formar un círculo alrededor de


Kalimdor y bloquear a la Alianza. De ese modo, ni Bastión Feathermoon ni Teldrassil
ni ningún otro sitio podrá recibir ayuda ni sus habitantes podrán escapar en un número
significativo. Garrosh ha alardeado abiertamente de que va a conquistar todo el
continente y de que va a expulsar a la Alianza o a eliminar hasta el más mínimo rastro
de ella. La única esperanza que puedo ofrecerte, amigo mío, es que no todos los
miembros de la Horda ven con buenos ojos los actos de Garrosh. Algunos de los
nuestros son capaces de ver que ha escogido un sendero muy peligroso y temen que la
Horda acabe pagando un alto precio por ello. Con miedo por el destino de mi pueblo, se
despide quien sigue siendo tu amigo, Eitrigg.

Thrall asintió, indicando así que comprendía ese funesto mensaje, pero su mente
estaba centrada en otras palabras, dichas hace no mucho tiempo por una mujer que
ahora estaba muerta.

Por todo hay que pagar un precio, Go’el. Tú tuviste que pagar un alto precio
para adquirir tus conocimientos y habilidades… Garrosh intenta alimentar las
tensiones entre la Alianza y la Horda… unas tensiones que no existían hasta que él las
provocó… Como chamán que eres, eres capaz de controlar los vientos. Pero los vientos
de la guerra soplan con fuerza y, si no detenemos a Garrosh ahora, muchos inocentes
pagarán muy caro nuestros titubeos.

253
Y así había sido. Muchos inocentes habían pagado muy caro sus titubeos. Por un
momento muy largo, Thrall se limitó a permanecer de pie, sumido en unos
pensamientos dolorosos a la vez que buceaba en su alma, mientras el resto del Anillo
aireaba su preocupación. ¿Acaso la maga había estado en lo cierto? ¿Acaso todo eso se
podría haber evitado si hubiera dejado que otros se dedicaran a sanar el mundo y él
siguiera llevando las riendas de la Horda?

Hubo una época en que esa pregunta lo hubiera obsesionado durante días y días.
Pero, ahora, se limitó a planteársela de un modo racional, a responderla y olvidarla.
Jaina siempre había afirmado que tan necio era subestimar las habilidades de alguien
como sobrestimarlas. Thrall había asumido provisionalmente el papel del Aspecto de la
Tierra para ayudar a los cuatro Aspectos durante la batalla contra Deathwing. Estaba
muy seguro de que, si bien no era el único responsable del proceso de sanación que
había tenido lugar en este sitio, sí había contribuido significativamente en ese proceso.

Al sanarlo había ayudado a cambiar, literalmente, el mundo.

Aunque el uso bastardo que había dado Garrosh a los gigantes fundidos lo había
perturbado tanto como a los demás chamanes y sentía más pena que nadie ante el
vergonzoso ataque que se había lanzado sobre Theramore, en el que se había utilizado
una magia robada para cometer un asesinato en masa a distancia, sabía que no podía (de
hecho, ninguno de ellos podía) marcharse ahora de aquel lugar.
Nobundo estaba diciendo eso mismo cuando Thrall, apesadumbrado, volvió a
centrarse en la conversación.
—Estamos avanzando mucho. No podemos parar ahora… ninguno de nosotros
puede.
—¿Y ahora qué hacemos? —Preguntó Rehgar—. ¡Garrosh ha puesto en peligro
todo lo que hemos logrado al haber esclavizado a esos gigantes fundidos para satisfacer
sus egoístas fines!

—En su momento, nosotros nos unimos al Círculo Cenarion y a los Aspectos


para curar Nordrassil —contestó Muln Earthfury—. Si bien era una alianza sin
precedentes, logramos alcanzar todas nuestras metas. Ahora que Nordrassil se ha
recuperado, el mundo tiene la oportunidad de sanarse. Pero, tras ver lo que ha hecho
Garrosh, ¿qué será capaz de hacer al Árbol del Mundo?

Thrall observó a sus amigos. En sus rostros podía apreciarse la misma


indecisión que lo atenazaba a él. Nobundo y Muln se miraron mutuamente. Acto
seguido, Nobundo habló:

254
—Estas noticias me enfurecen y entristecen. No sólo lo referente a cómo se ha
abusado de los elementales, sino todo en su conjunto. Es cierto que la tierra podría
alzarse iracunda por haber sido maltratada de esa manera y que incluso Nordrassil se
halla en peligro. Pero, si dejamos de trabajar aquí para mostrar nuestro rechazo a
Garrosh (y no estoy muy seguro de cómo sería recibido eso), nos arriesgamos a que
todo el bien que hemos logrado hacer quede en agua de borrajas. Go’el… en su día
lideraste la Horda y luego decidiste colocar a Garrosh al mando de ella. Todos sabemos
que mantienes una relación de amistad con Lady Jaina Proudmoore, la defensora de la
paz. Si sientes la necesidad de marcharte, nadie cuestionará tu decisión. A todos los
demás les diría lo mismo: estamos aquí porque lo decidimos en su momento… porque
hemos sido llamados a hacer esto. Si no sientes ya esa llamada, puedes marcharte con
todas nuestras bendiciones.

Thrall cerró los ojos un largo instante. Estaba apenado, atónito y furioso. Lo
único que deseaba era colocarse una armadura, coger a Doomhammer y marchar a
Orgrimmar para castigar al hijo de Grom Hellscream por su necedad y arrogancia, por
los horrendos crímenes que había cometido. Garrosh era responsabilidad suya y de
nadie más, pues había cometido un error al designarlo su sucesor. Thrall había intentado
imbuir de orgullo orco a Garrosh, pero el joven Hellscream, en vez de inspirarse en lo
mejor que le había enseñado su padre, se había quedado con lo peor.

Pero no podía irse para calmar su dolor. Aún no. Incluso si, en ese mismo
momento, se le apareciera el fantasma de Jaina Proudmoore y le pidiera a gritos que la
vengara, tendría que decirle que no.

Entonces, alzó sus tristes ojos azules hacia Nobundo y le respondió:

—Estoy triste y furioso. Pero mi lugar sigue siendo éste. Ahora mismo, no hay
nada más importante que llevar a cabo esta tarea.
Nadie se atrevió a hablar, ni siquiera Aggra. Todos sabían lo que le había
costado pronunciar esas palabras y tomar esa decisión. Rehgar se le acercó y le dio una
palmadita en el hombro.

—No vamos a permitir que nadie que haya fenecido en esa disparatada masacre,
ya fuera de la Horda o la Alianza, haya muerto en vano. Honrémoslos siguiendo con
nuestra labor aquí. Volvamos al trabajo.

255
***

Jaina se teletransportó al Valle de los Héroes de Stormwind, justo debajo de la


estatua del general Turalyon. En otras ocasiones, el general Jonathan solía estar
patrullando esa zona, pero ahora no había ningún soldado a caballo aguardando para
recibir a los recién llegados a la ciudad o atender al rey de inmediato. Jaina alzó la
mirada hacia el andamiaje que sujetaba varias torres que seguían siendo reparadas tras
el ataque de Deathwing.

La maga había escondido el Iris de enfoque de tal modo que Kalecgos


confundiría a la reliquia con ella pero, aparte de eso, no se había tomado muchas
molestias para «prepararse» para su encuentro con Varian. Tenía la cara y la ropa sucia
y el cuerpo, plagado de pequeños cortes y moratones. Pero no le importaba. No se
trataba de una cena formal ni de una celebración ni, en su opinión, de una ocasión para
la que hubiera tenido que bañarse, maquillarse o ponerse ropa limpia. Jaina había
acudido a ese lugar por una razón más sombría y siniestra. No obstante, llevaba una
capa de color oscuro, cuya capucha llevaba puesta para esconder su pelo, que ahora era
blanco con un único mechón rubio.

Al parecer, ya habían llegado a Stormwind las terribles noticias del funesto


destino que había sufrido Theramore. Si bien en la ciudad reinaba un gran ajetreo a
todas horas, ahora había una cierta precisión mecánica un tanto desalentadora en aquel
bullicio. Los soldados patrullaban las calles, pero ya no asentían para saludar a los
ciudadanos de manera informal, sino que caminaban decididos mientras examinaban
con la mirada a esa muchedumbre presurosa. Habían arriado las brillantes banderas de
color azul y dorado y las habían sustituido por unas sencillas banderas negras en señal
de luto.

Jaina se abrigó con su capa y se dirigió al castillo.

—¡Alto! —exclamó alguien con un tono de voz imperativo y fuerte. La maga se


giró e, instintivamente, alzó las manos para lanzar un hechizo, aunque enseguida se
detuvo. No se trataba de un miembro de la Horda que pretendiera asaltarla, sino de uno
de los guardias de Stormwind. El guardia había desenvainado su espada y la observaba
con el ceño fruncido. Su contrariedad se tomó en sorpresa cuando su mirada se cruzó
con la de ella.

Jaina esbozó una sonrisa forzada.

256
—He de reconocer que realizas tu trabajo de un modo encomiable, señor —le
dijo—. Soy Lady Jaina Proudmoore y he venido porque tengo una audiencia con tu rey.
Entonces, echó levemente hacia atrás la capucha para que el guardia pudiera distinguir
sus facciones. Pese a que Jaina no recordaba haberse encontrado antes con aquel
hombre en persona, era bastante probable que él la hubiera visto en alguna de las
muchas visitas formales que la maga había realizado a aquel lugar. Y, de no ser así,
seguramente la reconocería porque era una figura pública bastante conocida. Si bien le
costó un momento reconocerla, en cuanto lo hizo, envainó la espada e hizo una
reverencia.

—Discúlpame, Lady Jaina. Nos habían informado de que no había habido


supervivientes en Theramore, salvo aquéllos que se hallaban en las afueras de la ciudad.
Demos gracias a la Luz porque sigues viva.

No sigo viva gracias a la Luz, pensó Jaina. Sino gracias al sacrificio de Rhonin.
La maga seguía sin saber por qué Rhonin había decidido morir y cerciorarse de que ella
sobreviviera. Tenía muchas más razones para vivir que ella, ya que tenía una esposa, era
padre de gemelos y era el líder del Kirin Tor. Jaina debería haber perecido junto a su
ciudad, esa ciudad que había creído que siempre sería capaz de defender.

No obstante, el guardia había dicho esas palabras sin ninguna mala intención.

—Gracias —replicó la maga.

Entonces, el guardia prosiguió hablando.

—Como puedes ver, nos estamos preparando para la guerra. Todo el mundo…
todos nosotros nos quedamos atónitos al enterarnos de que…
Como Jaina no podía soportar más esa cháchara, alzó una mano para pedirle que
se callara.
—Gracias por mostrarme tu pesar —le dijo—. Pero Varian me está esperando
— lo cual no era cierto, pues el rey creía que estaba muerta, que había perecido junto a
Kinndy, Pained, Tervosh y…— Conozco el camino.

—Seguro que sí, Lady Jaina. Si necesitas alguna cosa, lo que sea, cualquiera de
los guardias de Stormwind se sentirá honrado de poder prestarte su ayuda.

La saludó de nuevo y volvió a patrullar. Jaina siguió avanzando hacia el castillo.


Ahí también habían reemplazado las banderas de la Alianza por otras negras, que
pendían en la parte frontal del Castillo de Stormwind tras la enorme estatua del rey

257
Varian Wrynn. Como Jaina ya había visto en otras ocasiones esa estatua, así como la
fuente sobre la que se erigía, le prestó muy poca atención. Ascendió las escaleras que
llevaban a la entrada principal del castillo a paso ligero. Una vez ahí, se presentó y le
dijeron que Varian la atendería en breve, por supuesto.
Mientras esperaba, Jaina aprovechó para hacer otra visita que también debía
realizar. Atravesó furtivamente una puerta lateral y se adentró en la Galería Real.

Esta galería y todas las obras de arte que albergaba habían sufrido el ataque del
gran dragón negro. Algunas de las estatuas habían acabado hechas añicos y algunas
otras obras habían caído de las paredes donde habían estado expuestas. Aunque se
habían llevado todo lo que había resultado dañado de un modo irreparable, el resto de
cuadros, tallas y esculturas seguían ahí, a la espera de que alguien los contemplase.

Jaina permaneció inmóvil, como si ella también hubiera sido tallada en piedra.
La embargaban unos sentimientos tan dolorosos que deseó que eso fuera verdad.
Entonces, le fallaron las rodillas y acabó tendida ante una estatua colosal. Representaba
a un hombre orgulloso, cuyo largo pelo parecía escaparse de un ancho sombrero.
Llevaba el bigote muy bien arreglado y su mirada tallada estaba clavada en algo situado
a lo lejos. Tenía una mano, a la cual le faltaban ahora dos dedos, colocada sobre la
empuñadura de su espada y con la otra se agarraba el cinturón. Una grieta recorría la
estatua de arriba abajo, empezaba en su bota derecha y zigzagueaba hacia arriba hasta
acabar en el centro de su pecho. Jaina extendió una mano temblorosa para tocar esa bota
de piedra.

—¿Han pasado sólo cinco años desde que decidí seguir mi propio camino? —
susurró—. Decidí aliarme con extraños, con el enemigo, con los orcos, en vez de
contigo, papá. En vez de con la sangre de mi sangre. Te acusé de ser un intolerante. Te
dije que la paz era el camino. Y tú me respondiste que siempre los odiarías, que nunca
dejarías de luchar contra ellos. Y yo repliqué que ellos también eran gente y se
merecían una oportunidad. Y, ahora, tú estás muerto y mi ciudad también.
Las lágrimas surcaban su rostro. No obstante, con una parte de su cerebro ajena
totalmente a sus emociones, fue capaz de darse cuenta de que eran de un leve color
púrpura y brillaban; se trataba de energía Arcana líquida. Al salpicar la base de piedra
sobre la cual se alzaba la estatua, se evaporaron en una niebla violeta.
—Papá… perdóname. Perdóname por haber permitido que la Horda se volviera
tan fuerte. Perdóname por haberles dado la oportunidad de masacrar a tantos de los
nuestros —alzó de nuevo la mirada y contempló esa implacable estatua a través de un
velo púrpura y blanco—. Tenías razón, papá. ¡Tenías razón! ¡Debería haberte
escuchado! Pero, ahora… ahora es demasiado tarde, lo sé. Fue necesario que… pasara
esto… para que lo entendiera.

258
En ese instante, se secó las lágrimas con una de las mangas de su túnica.

—Pero aún no es demasiado tarde para vengarte. Para vengar a K-Kinndy, a


Pained, a Tervosh, a Rhonin, a Aubrey y a todos los demás generales… para vengar a
todos aquéllos que perecieron ayer en Theramore. Lo pagarán. La Horda lo pagará.
Destruiré a Garrosh, ya lo verás. Con mis propias manos si es posible. Lo destruiré y a
todos y cada uno de esos malditos carniceros de piel verde. Te lo prometo, papá. No
volveré a traicionarte. Jamás permitiré que vuelvan a asesinar a más de los nuestros. Te
lo prometo, te lo prometo…

***

A Jaina le llevó un momento recuperar la compostura. Después, regresó al lugar


del que había venido para aguardar a que la llamaran. Pero su recién recuperada
compostura se vino abajo cuando, tras ser anunciada y guiada a los aposentos privados
de Varian, fue recibida y saludada no por el exgladiador alto de pelo negro que esperaba
encontrar, sino por un muchacho esbelto que tenía el pelo revuelto.

—¡Tía Jaina! —exclamó Anduin con un gesto de alivio en la cara mientras se


acercaba a ella presuroso—. ¡Estás viva!
Aunque Anduin la abrazó fuertemente, la maga se mantuvo impertérrita entre
sus brazos. El muchacho se percató de ello y se apartó de Jaina. Entonces, se le
desorbitaron los ojos al ser totalmente consciente, al fin, de que el aspecto de la maga
había cambiado por culpa de la energía Arcana.

—¿Qué estás haciendo tú aquí? —inquirió, con más brusquedad de la que


pretendía.

—Estaba muy preocupado por ti —respondió—. En cuanto nos enteramos de lo


sucedido en Theramore… quise venir aquí. Sabía que, si habías sobrevivido, vendrías a
Stormwind.

La maga lo miró fijamente, sin pronunciar palabra. ¿Qué podía decir? ¿Cómo
iba a poder hablar con ese niño, que era tan ingenuo, sobre el inmenso horror del que
había sido testigo? Era tan inocente, ignoraba tantas cosas sobre la verdadera naturaleza
del enemigo. Es tan inocente e ignorante como lo era yo en su día…
—¡Jaina! ¡Gracias a la Luz!

259
La maga se volvió aliviada para dirigirse al rey guerrero que acababa de entrar
en la habitación. Hacía mucho tiempo que Varian albergaba cierto odio hacia los orcos.
Anduin, sin embargo, era demasiado joven como para entenderlo, aunque algún día lo
comprendería, seguro. Varian, por otro lado, sería capaz de entenderla ahora… ahora,
cuando más importaba.

El rey iba vestido de manera informal y, pese a que parecía exhausto, portaba un
gesto de alivio y satisfacción en su semblante que dio paso a una expresión de sorpresa
en cuanto se percató del nuevo aspecto de Jaina.

La maga le espetó irritada:

—Si sigo viva es únicamente porque el archimago Rhonin me obligó a atravesar


un portal que me llevó a un lugar seguro. No obstante, sufro ciertas secuelas por culpa
de la explosión.

Si bien Varian arqueó una ceja ante la brusquedad de esas palabras, se limitó a
asentir, aceptando esa explicación sin ahondar aún más en el tema.
—Supongo que te alegrará saber que no eres la única superviviente —señaló—.
Vereesa Windrunner, Shandris Feathermoon y sus respectivos grupos de rastreo
también siguen vivos, ya que se hallaban muy lejos del centro de la explosión cuando
ésta tuvo lugar. Han vuelto a sus hogares y están informando a sus respectivos pueblos
sobre esta guerra.

Jaina no quería ni pensar en la recientemente viuda Vereesa y sus dos hijos,


huérfanos ahora de padre.
—Me alegra saberlo —replicó—, de veras. Oh, Varian, te debo una disculpa.
Durante todo este tiempo, siempre has tenido razón. Aunque te he insistido muchas
veces en que, de algún modo, podríamos llegar a convencer a la Horda de que la paz era
posible, ahora sé que eso es imposible. Lo que ha ocurrido demuestra que no es posible.
Tú lo sabías incluso cuando a mí me cegaba tanto la esperanza que era incapaz de ver la
verdad. Tenemos que vengarnos de la Horda. Ya. Sé que van a regresar a Orgrimmar;
Garrosh no podrá resistir la tentación de celebrar su Proudmoore victoria sobre la
Alianza.

Anduin se estremeció levemente ante la amargura que teñía la voz de la maga.

Jaina siguió insistiendo y las palabras brotaron a borbotones de su boca.


—La cerveza correrá por las calles y todo su ejército estará concentrado ahí. No
habrá un momento mejor para atacar.

260
Varian intentó hablar.

—Jaina…

La maga siguió con su diatriba, al mismo tiempo que caminaba de aquí para allá
y gesticulaba con ambas manos.
—Convenceremos a los kaldorei para que sumen sus barcos a los nuestros. Los
pillaremos totalmente por sorpresa. Mataremos a esos orcos y arrasaremos su ciudad.
Nos aseguraremos de que jamás se recuperen de este duro golpe. Los…
—Jaina —dijo Varian con una voz grave y serena, a la vez que la cogía de las
muñecas y la obligaba a acabar con sus frenéticos paseos arriba y abajo—. Necesito que
te calmes ahora mismo.

La maga alzó la cabeza hacia él de un modo inquisitivo. ¿Cómo podía hablar de


guardar la calma en un momento así?
—Estoy seguro de que ignoras que la Horda ha levantado un bloqueo muy
efectivo alrededor de todo el continente. Los kaldorei no podrían venir a ayudamos por
mucho que quisieran. Con esto no quiero decir que no debamos contraatacar. Lo
haremos, pero de un modo inteligente. Necesitamos una estrategia. Debemos dar con el
modo de romper el bloqueo y, acto seguido, reconquistaremos el Fuerte del Norte.

—¿Acaso ignoras qué le hicieron a ese fuerte? —le espetó Jaina.

—No lo ignoro —contestó Varian—, pero sigue siendo un puesto avanzado


estratégico que debemos recuperar antes de ir más lejos. Tenemos que reconstruir
nuestra flota. Hemos perdido a mucha gente de gran talento en Theramore; vamos a
necesitar mucho tiempo para que otros abandonen sus puestos actuales y ocupen los
cargos que los muertos han dejado vacantes. Tenemos que hacer las cosas bien ya que,
si no, lo único que lograremos es que más gente pierda la vida en vano.
Jaina negaba con la cabeza.

—No. No tenemos tiempo para eso.

—No tenemos tiempo para poder permitimos el lujo de no obrar así —replicó
Varian, manteniendo su voz serena y calmada, lo cual por alguna extraña razón irritó a
Jaina—. Nos enfrentamos a una guerra que podría extenderse por dos continentes.
Quizá incluso hasta Northrend. Si voy a participar en una guerra mundial, donde no
haya frontera alguna, lo haré de un modo inteligente. Si ahora nos precipitamos, le
pondremos la victoria en bandeja a la Horda.

261
Jaina miró a Anduin, quien permanecía callado, con el rostro lívido y sus ojos
azules teñidos de tristeza, El muchacho no había hecho ningún ademán de interrumpir a
su padre y a su amiga en esa discusión sobre una guerra a nivel mundial. Acto seguido,
volvió a centrar su atención en Varian.

—Tengo algo que podría ser de gran ayuda —afirmó—. Un arma muy potente
que ahora se encuentra en mi poder. Un arma que destruirá Orgrimmar tal y como la
Horda ha destruido Theramore. Pero tendremos que actuar ya, ahora que todos sus
ejércitos están reunidos estúpidamente en Orgrimmar. ¡Si no procedemos así, dejaremos
pasar una gran oportunidad!

La maga alzó la voz al pronunciar esa última palabra. Entonces, se percató de


que tenía los puños cerrados. Usar el Iris de enfoque para destruir a Garrosh y su amada
Orgrimmar sería realmente justo.

—Podemos borrar de la faz de la tierra a todos y cada uno de esos pieles verdes
hijos de…
—¡Jaina! —exclamó Anduin bruscamente, con una voz plagada de dolor.

La maga, sorprendida, se quedó callada.

—Lo que ha sucedido en Theramore es una tragedia inenarrable —aseveró


Varian, a la vez que obligaba con delicadeza a Jaina a girarse hacia él—. Es una pérdida
irreparable. Ha sido un acto vil y cobarde. Pero no debemos agravar aún más las cosas,
no pueden morir más soldados de la Alianza innecesariamente.

—Quizá haya miembros de la Horda que no estén de acuerdo con lo que ha


ocurrido —apostilló Anduin—. Los tauren, por ejemplo. Además, sabemos que la
mayoría de los orcos son bastante honorables.

Jaina negó con la cabeza.

—No, ya no. Ya es tarde para eso, Anduin. Ya es demasiado tarde. Tras lo que
han hecho, no hay vuelta atrás. No habéis visto lo que… —se le quebró la voz y, por un
momento, tuvo que hacer un gran esfuerzo para poder volver a hablar—. Debemos
vengarnos. Y no podemos esperar más. ¿Quién sabe qué clase de atrocidad cometerán
próximamente la Horda y Garrosh si no actuamos? ¡Podría producirse otra tragedia
como la de Theramore, Varian! ¿Acaso no lo entiendes?

262
—Lucharemos contra ellos, no te preocupes… pero lo haremos siguiendo
nuestras reglas.
El rey la tenía agarrada de los brazos mientras pronunciaba estas palabras. Al
instante, la maga se retorció hasta soltarse y retrocedió.
—No sé qué te ha pasado, Varian Wrynn, pero te has vuelto un cobarde. Y tú,
Anduin, lamento haber contribuido a que sigas siendo un niño crédulo. Ya no hay
esperanza para la paz, ya no hay tiempo para planear estrategias. Tengo en mi mano su
condenación. ¡Son unos tontos por dejar pasar esta oportunidad!

Padre e hijo pronunciaron el nombre de la maga al unísono y, de un modo


distinto pero extrañamente parecido al mismo tiempo, dieron un paso al frente de modo
suplicante.

Jaina les dio la espalda a ambos.

263
CAPÍTULO VEINTIUNO
C on el cuerpo herido y el corazón apesadumbrado, Kalecgos regresó a

Northrend y al Nexo. A pesar de lo que le había dicho a Jaina, al final, había decidido
seguirla a Theramore. En parte, porque temía por su seguridad y su estado mental y, en
parte, porque percibía que el Iris de enfoque seguía en la ciudad. No obstante, le llevó
bastante tiempo llegar hasta allí ya que él tenía que volar y había sufrido heridas
importantes en la batalla, mientras que la maga se había teletransportado.

El dragón se había acercado a Theramore a contemplar el enorme cráter que


había abierto la bomba de maná y había podido comprobar en qué estado había quedado
toda la ciudad. Sin embargo, no había hallado el Iris de enfoque. Alguien debía de
haberlo encontrado antes que él. Sospechaba que había sido Garrosh. Sin duda alguna,
habría mandado a una avanzadilla a recuperarlo, pues las vidas de un puñado de
súbditos leales a la Horda no eran nada comparado con el poder de esa reliquia.

Después, había abandonado Kalimdor y se había dirigido volando sombría y


penosamente al norte, donde no tendría nada que mostrar a los demás dragones Azules
que diera fe de sus ímprobos esfuerzos por recuperar el Iris, aparte de una ciudad
arrasada que era testigo mudo de su fracaso. No obstante, de un modo inesperado, se
había enamorado, de eso no cabía duda. Pero su amada ahora también se encontraba
destrozada por culpa de lo que él había hecho… o más bien no había acertado a hacer.
Una parte de él simplemente quería tomar un rumbo al azar y seguir volando sin parar.
Pero Kalecgos no podía hacer algo así. Los dragones Azules habían depositado su fe en
él. Les tenía que contar qué había ocurrido para que pudieran determinar qué tipo de
acción querían que él tomase a partir de ahora.

Cuando se aproximaba por el sur, Kirygosa se encontró con él. La dragona


revoloteó velozmente a su alrededor por un momento, mostrando así que se alegraba de
que hubiera vuelto y, acto seguido, se colocó a su altura para volar a su lado el resto del
camino hasta El Nexo.

264
—Estás herido —señaló preocupada.

A Kalecgos le habían arrancado muchas escamas de su cuerpo azul celeste y la


piel que, hasta entonces, había permanecido debajo de ellas mostraba ahora unos feos
hematomas. Aunque podía seguir volando, cada aleteo era una agonía.

—Sólo son unos rasguños —afirmó.

—No, no lo son —replicó la dragona—. ¿Qué ha ocurrido? Hemos percibido


que ha sucedido algo terrible… y, además, no traes el Iris de enfoque.

—Es una historia que me gustaría tener que contar en una sola ocasión —
contestó, con un tono de voz que reveló un hondo dolor en su corazón—. ¿Quieres
hacerme el favor de reunir a todo el Vuelo, querida Kiry?

Como respuesta, se colocó debajo de él y le acarició la cabeza con la suya


propia.

Después, obedeció y se marchó.

Poco después, lo estaban esperando y pudo comprobar con aún más desolación
que sus filas habían menguado desde su marcha. Se alegró de ver que tanto Narygos
como Teralygos, Banagos y Alagosa se habían quedado.

Aterrizó entre ellos, manteniendo su forma de dragón, y miró a su alrededor.

—Aunque he logrado regresar, traigo funestas noticias.

Mientras hablaba, los demás dragones Azules permanecieron inmóviles. Les


contó que Rhonin, el Kirin Tor y Jaina lo habían ayudado. Les habló de las dificultades
que había tenido para localizar el Iris de enfoque. Y, por último, manteniendo un tono
de voz tan desprovisto de emoción como le fue posible, pues no podía permitirse el lujo
de que volviera a embargarlo la emoción, les contó cómo la Horda había utilizado su
reliquia contra la Alianza de un modo devastador.
Lo escucharon en silencio y nadie hizo preguntas. Nadie lo interrumpió. Kalec
había esperado que se mostraran furiosos; sin embargo, se mostraron más melancólicos
que iracundos al pensar que su magia, la magia del Iris de enfoque, había sido utilizada
para provocar tal pérfida destrucción. Era como si algo se hubiera quebrado en su fuero

265
interno. Kalec lo comprendía perfectamente, pues su dolor era un mero reflejo de su
propio tormento.

Nadie habló durante largo rato. Entonces, Teralygos alzó la cabeza y contempló
a Kalecgos con tristeza.
—Hemos fracasado —aseveró—. Nuestra tarea siempre ha consistido en
aseguramos de que la magia sea utilizada de un modo sabio. Debíamos gestionar su uso.
Qué mal hemos desempeñado nuestra labor.

—Yo he sido quien ha fracasado, Teralygos —replicó Kalec—. Yo fui vuestro


Aspecto. Y, a pesar de que era capaz de percibir el Iris de enfoque, he fracasado a la
hora de localizarlo a tiempo.

—Nos lo robaron a todos, no sólo a ti, Kalecgos. Todos debemos asumir nuestra
parte de responsabilidad por este aborrecible acontecimiento que ha acaecido.
—Seguiré siendo vuestro líder si así lo deseáis —dijo Kalec, aunque esas
palabras le dejaron un horrendo sabor boca incluso mientras las pronunciaba—. Haré
todo cuanto esté en mi mano para recuperarlo.

A pesar de que ha desaparecido… una vez más. ¡Cómo lamento no haber sido
capaz de destruirlo cuando ese galeón volador lo transportaba!

—Estás tan perdido como lo estabas antes de que todo esto empezara —señaló
Alagosa.
Esas palabras hirieron los sentimientos de Kalec, a pesar de que la dragona las
había pronunciado con un tono de voz plagado de tristeza y no de reproche. Pero tenía
razón.

—El Iris estaba en Theramore —afirmó Kalec—. No fue destruido en el ataque.


Alguien se lo ha vuelto a quedar. Y estoy seguro de que ese alguien pertenece a la
Horda.

—Yo no estoy tan seguro. Creo que se encuentra en poder de Jaina Proudmoore.
Nos has contado que volvió a Theramore antes que tú después de la explosión y que,
para cuando llegaste, el Iris de enfoque había desaparecido.

Lo que más sorprendió a Kalec no fue el contenido de esas palabras sino quién
las había pronunciado. Esa acusación, que había sido hecha con serenidad, pero que no
era menos contundente por ello, la había lanzado Kirygosa, quien había permanecido al

266
fondo a lo largo de toda de esa reunión, escuchando en silencio, aunque ahora se dirigía
hacia la parte delantera del grupo.

—Jaina me ayudó a dar con él —replicó Kalec a la defensiva—. Incluso antes


de… antes de lo que pasó sabía perfectamente el caos que podría desencadenar esa
reliquia. ¿Por qué se la iba a llevar a sabiendas sin decírmelo?

—Tal vez porque no confía en que seas capaz de mantener a buen recaudo el
Iris —contestó Kiry; una vez más, no había rastro de reproche ni en su semblante ni en
su voz, pero Kalec se sintió atacado—. O tal vez porque planea utilizarlo contra la
Horda.

—Jaina jamás haría…

—No sabes qué haría o dejaría de hacer —lo interrumpió Kirygosa—. Es una
humana, Kalec, y tú no lo eres. Su reino ha sido borrado del mapa como si le hubieran
volcado un tintero encima. Es una maga muy poderosa y el Iris de enfoque, ese
instrumento letal con el que han matado a su gente, se hallaba a su alcance. Debemos
tener en cuenta esta posibilidad y prepararnos en consecuencia. No importa el precio
que haya que pagar por ello. Es nuestra reliquia y tenemos las manos bastante
manchadas de sangre. No podemos permitir que vuelva a ser utilizado de ese modo.

Su razonamiento era incuestionable. Kalec recordó, en ese momento, lo furiosa


y triste que se había mostrado Jaina cuando se había teletransportado a Theramore.
Además, la magia Arcana liberada por la explosión también la había afectado
visiblemente. Le había encanecido el pelo y había provocado que ahora sus ojos
relucieran… si le había hecho eso en el plano físico, ¿qué podía haberle hecho en su
mente y en su alma?

—Encontraré el Iris de enfoque —aseveró con firmeza—. Da igual quién se lo


haya llevado… Garrosh o Jaina.

Kiry vaciló y miró a Teralygos.

—Quizá sea mejor que no lo busques solo sino en grupo.

Kalec se mordió la lengua para no lanzar una furiosa réplica. Kiry siempre había
sido una buena amiga; era su hermana espiritual, aunque no eran compañeros de nidada.
No ponía en entredicho a Jaina para herir los sentimientos de Kalec, sino que lo hacia
porque estaba preocupada porque sus sentimientos hacia Jaina Proudmoore lo cegaran

267
de tal modo que lo impidieran cumplir sus obligaciones con el Vuelo; además, lo
conocía bastante bien como para saber que, si algo salía mal, Kalec nunca se lo
perdonaría a sí mismo.

—Te agradezco la preocupación —dijo Kalecgos—; sé que hablas así,


únicamente, porque tienes presente el bienestar de nuestro pueblo. Por favor, créeme
que yo obro de la misma manera. Puedo… debo… hacer esto yo solo.

Aguardó a la reacción del grupo. Si había demasiadas protestas, aceptaría lo que


el resto del Vuelo decidiera. Además, tenía que reconocer que, hasta entonces, su labor
no había sido precisamente intachable.

Por suerte, la mayoría de los dragones Azules no compartían la opinión de Kiry.


Kalec sospechaba que eso se debía a que no consideraban a Jaina como una verdadera
amenaza porque era una mera humana. Sin embargo, la dragona opinaba justo lo
contrario, ya que era capaz de reconocer que los poderes mágicos de Jaina eran
extremadamente potentes.

—Entonces, la decisión ya está tomada —zanjó Kalec—. No volveré a fallaros.


Habló con convicción, aferrándose a la esperanza de que estuviera en lo cierto,
pues ese mundo herido no podía permitirse el lujo de que no tuviera razón.

***

No hacía mucho tiempo, el antiguo Jefe de Guerra de la Horda había preparado


una fiesta de bienvenida para celebrar que los veteranos regresaban a casa tras combatir
contra Arthas y en la Guerra de El Nexo en Northrend. Garrosh recordaba
perfectamente ese glorioso desfile hasta Orgrimmar, ya que él mismo había sugerido
que se realizara. Fue en esa misma celebración en la que Thrall lo honró al entregarle el
arma de su padre, la cual ahora reposaba a buen recaudo en la ancha espalda del actual
líder de la Horda.

Si bien Garrosh se sentía muy orgulloso de cómo había luchado en esas guerras,
se sentía aún más orgulloso de lo que había hecho en el Fuerte del Norte y Theramore.
En Northrend, habían obtenido la victoria gracias, en parte, a la Alianza, lo cual le había
dejado un mal sabor de boca. Ahora, por fin, las cosas eran como tenían que ser. Ahora,
batallaban contra la Alianza. Ésa era una guerra que Thrall había podido empezar si esa
maga de pelo rubio no lo hubiera dominado tanto. Thrall había decidido luchar por la
«paz» entre los orcos y sus antiguos opresores, a pesar de que ésa era una meta casi
imposible de alcanzar. Garrosh estaba decidido a ser para la

268
Alianza lo que Grommash Hellscream había sido para los demonios. Si al
asesinar a Mannoroth, el padre había logrado liberarlos del yugo de la esclavitud
que les habían impuesto esas criaturas diabólicas, el hijo quebraría las sutiles
cadenas de la «paz» a la que los sometía la Alianza, Estaba seguro de que, al final,
incluso esos testarudos de Baine y Vol’jin darían su brazo a torcer y de que la
verdadera paz (una paz cuyas condiciones establecería la propia Horda tras
ganársela con sangre, sudor y lágrimas y que impondría del mismo modo) reinaría.

Por todo esto, había dado instrucciones de que esta celebración, de que esta
marcha victoriosa y triunfal a la capital de la Horda debería hacer palidecer de
envidia a Thrall. No se iban a limitar a una mera marcha y a un solo banquete. No,
Garrosh había ordenado que los festejos se prolongaran seis días. ¡Con peleas de
raptores en la arena! ¡Con combates, donde se ofrecerían grandes premios a los
mejores guerreros de la Horda! Celebrarían un banquete tras otro, acompañados de
Lok’tras y Lok’vadnods, mientras por las calles correría el excelente grog orco.

En un determinado momento, cuando Garrosh y su séquito se dirigían a las


puertas de Orgrimmar, comprobó con satisfacción que una multitud de jubilosos
miembros de la Horda no lo dejaban pasar. Entonaron su nombre hasta que retumbó
cual trueno. Mientras se solazaba en aquel momento, Garrosh le lanzó una mirada
alborozada a Malkorok.

—¡Garrosh! ¡Garrosh! ¡Garrosh! ¡Garrosh!

—¡Te quieren tanto que no te quieren dejar pasar, Jefe de Guerra! —


Exclamó Malkorok, gritando para poder ser escuchado por encima de todo aquel
ruido—. ¡Háblales sobre tu victoria! ¡Desean escuchar esas proezas de tus propios
labios!

Garrosh contempló de nuevo a aquella multitud y gritó:

—¿Quieren saber cuál es mi sueño?

Aunque pensaba que era imposible, la muchedumbre rugió aún más fuerte
que antes. La sonrisa que esbozaba Garrosh se hizo aún más amplia. Acto seguido,
les indicó con un gesto que se callaran.

—¡Pueblo mío! Tienen la gran suerte de vivir en uno de los momentos más
decisivos de la historia orca, pues yo, Garrosh Hellscream, estoy preparado para
conquistar Kalimdor para la Horda. La plaga humana que se había enraizado de

269
manera nauseabunda en Theramore ha sido purgada a través de la esencia de la
magia Arcana. ¡Han perecido todos! Jaina Proudmoore ya no nos castrará como
pueblo con sus sensibleros discursos sobre la paz. Como ven, sus palabras cayeron
en oídos sordos y, por eso mismo, su reino y ella han sido reducidos a mero polvo.
Pero eso no es suficiente. Los elfos de la noche serán los próximos en caer ya que,
durante mucho tiempo, nos negaron el acceso a recursos básicos para sobrevivir.
Les arrebataremos la vida y tomaremos sus ciudades, y los pocos a los que
perdonemos la vida se convertirán en refugiados en los Reinos del Este. Yo,
Garrosh, los humillaré de tal modo que tendrán que mendigar por unas meras
migajas de comida y un lugar donde dormir, mientras la Horda disfruta de sus
riquezas. Sus ciudades han quedado aisladas y no podrán recibir ayuda exterior
gracias a los grandiosos buques de guerra de la Horda. Y, cuando estemos listos
para invadirlos, ¡caerán ante nosotros como el trigo ante la guadaña!

Entonces, se oyeron más vítores, risas y aplausos. De repente, surgió de


manera espontánea otro cántico inspirado en sus palabras:
—¡Muerte a la Alianza! ¡Muerte a la Alianza! ¡Muerte a la Alianza!

***

Baine se encontraba sentado en una esquina de una oscura, fría y húmeda


posada en Cerrotajo. La poca luz que entraba por la puerta apenas iluminaba el
local, más bien se limitaba a mostrar las gruesas motas de polvo que danzaban en el
aire. La cerveza era mala y la comida, peor. Aunque a sólo unos pocos kilómetros al
norte habría podido disfrutar de un festín como nunca había probado, estaba más
que satisfecho de hallarse aquí.

Garrosh había prohibido que el ejército se dispersase. Si bien todos los


combatientes de la Horda tenían que quedarse en Durotar, el Jefe de Guerra no
había ordenado a Baine que acudiera a las celebraciones de Orgrimmar. No
obstante, ese «olvido» era un insulto y Baine era lo bastante inteligente como para
darse cuenta de ello. Aunque también sabía que debía sentirse agradecido por ello.
Temía que, si lo obligaban a soportar otro momento más esos vítores a Garrosh (con
los que celebraban que hubiera puesto a la Horda en peligro innecesariamente y que
hubiera cometido un asesinato en masa de la manera más cobarde posible), sería
incapaz de contenerse y retaría a ese necio piel verde. Y, si lo hacia, la Horda
perdería, da igual cuál de los dos saliera vivo del desafío.

Pero no iba a regodearse solo en su tenebrosa melancolía. Mientras sostenía


en la mano una asquerosa cerveza y observaba la puerta, entraron más tauren, que

270
saludaron a Baine asintiendo con la cabeza y tomaron asiento. Un rato después, vio
entrar a Vol’jin. El troll no se sentó con él a pesar de que sus miradas se cruzaron.
Entonces, para su sorpresa, atisbó los ropajes brillantes de color dorado y rojo de los
sin’dorei… y las prendas andrajosas de los Renegados. Baine recobró el ánimo. Los
demás también vieron lo que él acababa de ver y sintieron lo mismo que sentía él.
Tal vez, después de todo, aún hubiera una manera de detener esa locura en la que
Garrosh los había embarcado… antes de que la Horda acabara pagando un alto
precio por ello.

***

El aire salado del mar se hallaba invadido por un gran bullicio, que no había
cesado desde que había comenzado hacía un par de días, cuando Varian se enteró de
que Theramore había caído, y no iba a cesar hasta que la tarea estuviera completada.
Era el ruido propio de un ajetreo febril, de las sierras al cortar madera, de los
martillos al clavar clavos, de las maquinarias al ser revisados. Los bramidos de los
enanos y las voces alegres de los gnomos eran el contrapunto a esos ruidos propios
de tanto trabajo.

Ningún ciudadano de Stormwind se había quejado del ruido, ya que era el


ruido de la esperanza. Era el grito con el que la Alianza se negaba a caer por culpa
de un único acto cobarde y letal.

Broll Bearmantle, Varian y Anduin se encontraban juntos, mirando el


puerto. Como acababa de amanecer, las velas, que se estaban izando con cuidado en
una de esas grandes y nuevas naves, estaban teñidas de rosa por un sol que se
asomaba por el horizonte.

—Creo que jamás he visto tantos obreros concentrados en un mismo sitio…


ni siquiera en Ironforge —comentó Anduin.
Por petición propia, Anduin se iba a quedar en Stormwind hasta que la flota
hubiera partido. Después, volvería a estudiar con los draenei. Varian sonrió a su
hijo, pues estaba contento porque su hijo había decidido quedarse ahí. Su encuentro
con Jaina los había espantado y enfadado a ambos. Anduin, en particular, aún estaba
asimilando el impacto de haber visto a su «tía Jaina», la pacifista, tan llena de odio.
El hombre que una vez se había identificado con la actitud belicosa de la que ahora
hacía gala Jaina y el muchacho al que le daba pavor tal actitud habían estado
hablando hasta altas horas de la noche. Padre e hijo hablaron sobre cómo el dolor y
la pérdida podían cambiar a cualquiera y también sobre cómo la guerra y la
violencia también podían lograr lo mismo.

271
Anduin había abandonado la conversación con la mirada triste pero repleta
de determinación, diciendo:
—Sé que esto que ha pasado es algo horrible. Y… soy consciente de que
tenemos que atacar a la Horda. Nos han demostrado hasta dónde son capaces de
llegar y debemos impedir que hagan daño a más inocentes. Pero no quiero ser como
Jaina. No en esto. Podemos proteger a nuestro pueblo… pero no tenemos por qué
hacerlo con el corazón repleto de odio.

Al escuchar esas palabras, fue el corazón de Varian el que se llenó… de


orgullo. No esperaba que Anduin reaccionara de una manera tan sabia y madura.
Por otro lado, estaba sinceramente sorprendido de que él mismo no compartiera los
sentimientos de Jaina y, entonces, se dio cuenta de lo mucho que había cambiado
con el paso del tiempo. Hubo una época en la que se había dejado dominar por
entero por la ira y la furia, en la que diversas partes de su personalidad se habían
hallado en guerra. En realidad, había sido dos seres distintos, literalmente, y unir de
nuevo ambas partes físicamente había sido sólo el principio de una ardua batalla.
Gracias a Goldrinn, el espíritu del lobo ancestro, había logrado integrar esas partes
en su alma. En verdad, había hecho unos grandes avances en ese aspecto.

Quizá, algún día, llegaría a ser tan sabio como su hijo.

Broll, por su parte, había abandonado Teldrassil mediante medios mágicos,


una opción con la que no podía contar la mayoría de su pueblo. La noticia de que el
bloqueo hasta ahí había llegado había sido un jarro de agua fría, a pesar de ser una
noticia esperada.

—Me alegro de ver cómo se construyen tantos barcos —afirmó el druida


mientras los tres observaban el puerto—. No pienses que vas a navegar solo,
Varian. Si bien es cierto que muchos de nuestros barcos han quedado atrapados por
el bloqueo de la Horda, hay muchos más en otras partes. Malfurion y Tyrande están
deseosos de ayudarte lo mejor posible. Te aseguro que verás a unas cuantas decenas
de nuestros gráciles barcos navegando junto a los tuyos en un futuro no muy lejano.
Anduin se volvió hacia el druida y estiró el cuello para poder ver bien al
amigo de su padre. Anduin sabía que Broll también había tenido que enfrentarse a la
pérdida, la ira y el odio. Varian pensó que debía de ser toda una inspiración para el
príncipe ver cómo dos exgladiadores discutían sobre qué había que hacer en la
inminente guerra con cierto pesar y no con regocijo. Aunque, en verdad, era la Luz
la que inspiraba a Anduin.

272
—¿Tu pueblo no va a intentar romper el bloqueo? —inquirió Anduin.

—No. Lo mejor que podemos hacer ahora es aunar esfuerzos. Sólo se


sacrificarán vidas si es estrictamente necesario, Anduin. De todos modos, tendremos
más posibilidades de ganar si sumamos esfuerzos.

Anduin volvió de nuevo la cabeza, agitando así su pelo rubio, hacia los
barcos del puerto.
—¿Por qué ha hecho eso la Horda? Aunque no sabían que habíamos
trasladado a los civiles, se atrevieron a…
Se le quebró la voz. Varian colocó una mano con gentileza sobre el hombro
de su hijo.
—La respuesta fácil es que la Horda es una banda de engendros. Y sí, es
cierto que lo que hicieron es algo monstruoso y que diría alguna palabra malsonante
para insultar a Garrosh y sus Kor’kron que no me atrevo a pronunciar delante de
alguien tan joven. —Anduin esbozó una levísima sonrisa ante ese comentario. Acto
seguido, adoptando de nuevo una actitud seria, Varian prosiguió—. No sé por qué la
gente hace esas cosas tan horribles, hijo. Ojalá pudiera explicártelo. Aunque estoy
seguro de que muchos que no son miembros de la Alianza critican a Garrosh entre
murmullos clandestinos, eso no hará que me tiemble la mano.
—Pero… ¿no vamos a luchar del mismo modo que Garrosh?

—No —contestó Varian—. No lo haremos.

—Pero si está dispuesto a hacer cosas que nosotros no haremos… ¿eso no


quiere decir que, al final, ganará?
—No mientras me quede una sola gota de aliento —respondió Broll.

—Lo mismo digo —apostilló Varian—. El mundo está… trastornado. En mi


época de gladiador, vi en el foso mucha sangre, mucha violencia y locura. Pero
nunca me imaginé que llegaría a ver algo como lo que Jaina se ha visto obligada a
contemplar.

—¿Crees… crees que algún día se recuperará? ¿Que superará la herida que
se ha abierto en su alma al ver lo que ha visto?

—Eso espero —fue lo único que pudo decir Varian—. Eso espero.

273
CAPÍTULO VEINTIDÓS
L a quietud reinaba en la sombría Ciudadela Violeta mientras Jaina ascendía

lentamente los escalones de piedra que llevaban a la entrada. El dolor envolvía aquel
lugar. En su época, Dalaran había sido un lugar liviano, cuyos diseños y estructuras eran
ciertamente gráciles pero, sobre todo, del que la magia formaba una parte integral. Sin
embargo, ahora… una extraña pesadez flotaba en el ambiente. Jaina, que soportaba sus
propias y muy pesadas cargas sobre su conciencia, percibió esa sensación y se sintió
hermanada con esa gente que tanto había perdido.
Se refería, claro está, a varios magos extremadamente poderosos, entre los que
se hallaba el líder del Kirin Tor y un traidor, que al menos era responsable en parte de
esas amargas pérdidas. No era de extrañar que el ambiente estuviera tan cargado y
teñido de tristeza.

—Lady Proudmoore —dijo alguien, con un tono de voz plagado de dolor.

Jaina se volvió y sintió una tremenda oleada de compasión.

Vereesa Windrunner se encontraba sola en la enorme entrada de esa cámara.


Portaba una armadura de placas reluciente, de tonalidades plata y azul. Además, todas
las heridas que había recibido en batalla ya estaban curadas o en proceso de curarse.
Todas menos una, que Jaina creía que jamás sanaría.

La viuda de Rhonin permanecía impasible, como si no fuera más que una


estatua animada, salvo por sus ojos azules que ardían de furia. Jaina se preguntó si esa
furia iba dirigida contra la Horda, por haber asesinado a su marido, o contra Jaina o
incluso contra sí misma, por haber sobrevivido.

—General forestal Vereesa —respondió Jaina—. No… no tengo palabras.

Vereesa negó con la cabeza.

274
—Porque no las hay —replicó rotundamente—. Sólo nos queda actuar. Te he
estado esperando desde que me enteré de que seguías viva, pues sabía que vendrías
aquí. Me presento ante ti para implorarte que me ayudes a llevar a cabo esos actos de
respuesta a la agresión que hemos sufrido. Tú, yo y un puñado de elfos de la noche
centinelas somos los únicos que podemos dar testimonio de la masacre acaecida en
Theramore. Obviamente, has venido a hablar con el Kirin Tor. ¿Puedo preguntarte qué
pretendes contarles?

Jaina sabía que Vereesa era la líder del Pacto de Plata, una organización que la
propia elfa noble había formado para evitar una posible traición por parte de los
Sunreaver, unos elfos de sangre a los que se les había dado permiso para unirse al Kirin
Tor. En virtud de ese cargo, Vereesa se hacia escuchar en el Consejo y siempre hablaba
con franqueza; sin embargo, no tenía ni voz ni voto en el Kirin Tor. Como tampoco lo
tenía Jaina oficialmente pero, como era la única maga viva que podría informar sobre
aquel desastre (así como la única a la que Rhonin había decidido enviar a un lugar
seguro a través de un portal mientras atraía la bomba de maná hacia él), sabía que le
concederían una audiencia. Ahora que Rhonin había fallecido, Jaina había recordado
una conversación en particular, en la que el archimago le había dicho que muchos
miembros del Kirin Tor deseaban que no hubiera escogido el camino que había tomado,
pues querían que ella formara parte de sus filas.

Aunque Jaina no era un miembro del Kirin Tor, estaba segura de que iba a
hablar con ellos.
Vereesa seguía mirándola con un rostro que era una implacable máscara, tras la
cual, sin lugar a dudas, se escondía una vorágine de angustia y rabia. Conmovida, Jaina
se acercó a esa mujer y le dijo sin rodeos:

—Dos cosas preocupaban a Rhonin cuando murió. Quería cerciorarse de que


sobrevivirías… e hizo todo lo posible para enviarme a un lugar seguro. Nos salvó a
ambas la vida sacrificando la suya.

—… ¿Qué?

—La bomba cayó donde cayó porque Rhonin la atrajo hacia sí. Tu marido se
valió de su magia para redirigirla hacia la torre, que estaba fuertemente protegida
mágicamente. De ese modo, la explosión haría el menor daño posible.

La máscara se estaba resquebrajando. Vereesa se llevó una mano temblorosa a


los labios y siguió escuchándola.

275
—Me… me dijo que debía sobrevivir, que yo era el futuro del Kirin Tor y que,
si no atravesaba ese portal, que tanto esfuerzo le estaba costando mantener abierto,
ambos moriríamos… y todo habría sido en vano. Me negué a marcharme, pero… él me
empujó. Vereesa… no entiendo por qué me escogió a mí. Theramore era mi ciudad;
debería haber sido yo quien se sacrificara por ella. Pero fue él quien murió. Y jamás
olvidaré eso, no mientras me quede un hálito de vida. Haré todo cuanto esté en mi mano
para ser digna de que diera la vida por mí. No obstante, luego volví a mi ciudad,
Vereesa. Sé perfectamente qué han hecho. Voy a instar al consejo a que tome las
medidas pertinentes para asegurarse de que nunca, jamás, la Horda vuelva a poseer tal
poder, de que nadie tenga que sufrir como hemos sufrido nosotras.

Los labios de Vereesa se curvaron para formar una temblorosa sonrisa. Acto
seguido, sin saber muy bien cómo, ambas mujeres se estaban abrazando con fuerza y
Jaina notó cómo unas cálidas lágrimas caían sobre su cuello.

***

Por segunda vez en poco más de una semana, Jaina se encontraba en la Cámara
del Aire. Tenía el mismo aspecto que en la anterior ocasión, si es que eso puede decirse
de algo que está en constante cambio. La sencilla piedra gris bajo sus pies era la misma
y ese espectáculo en el que el cielo pasaba de repente de la noche al día, de estar
tomentoso a estrellado, ya le resultaba bastante familiar. Aun así, todo era distinto. Jaina
ya no se sentía deslumbrada por esa gloriosa vista ni por tener el honor de que le
permitieran hablar al Consejo de los Seis, que ahora sólo eran cinco. Permaneció
impasible mientras observaba los semblantes de los miembros del Consejo.
Junto a ellos, pero sin formar parte oficial de los Seis, se hallaba la
imperturbable Vereesa. Jaina se alegraba de que le hubieran permitido estar presente.
Seguramente, se había ganado ese derecho al haber perdido al ser que más amaba en el
mundo.

—Damos la bienvenida por segunda vez en estas cámaras a Lady Jaina


Proudmoore en este momento tan triste. Nos alegramos de que hayas sobrevivido.

Fue Khadgar quien habló; esta vez, sí parecía que tenía realmente la edad que
aparentaba. Su voz sonaba cansada, se apoyaba mucho en un báculo e incluso sus ojos,
que antes habían estado tan llenos de vida, parecían los de un anciano. Sus compañeros
también parecían hallarse muy tensos. Modera tenía unas marcadas ojeras. El
disciplinado Karlain estaba teniendo serias dificultades para mantener bajo control su
ira y dolor. Aethas, el líder de los Sunreaver, que había recomendado a Thalen

276
Songweaver, seguía portando su casco, por lo que Jaina no pudo verle la cara, aunque
por su lenguaje corporal cabía deducir que era presa de la agitación.
—Gracias por recibirme —replicó Jaina—. Perdónenme por no observar las
formalidades. Vine aquí, hace no mucho, con el fin de pedir ayuda al Kirin Tor para
defender Theramore. Me la dieron y, por eso, les estoy agradecida. Asimismo, comparto
su pesar por la muerte del archimago Rhonin. Murió como un auténtico héroe. Sigo
viva gracias a él. Me siento honrada por ese gesto que tuvo conmigo y juro que lo
honraré como mejor pueda. No obstante, voy a hablar sin rodeos. He venido para
pedirles que se unan a la Alianza para atacar a la Horda, cuyos ejércitos se encuentran
reunidos en Orgrimmar para comer, beber y celebrar la masacre. Si atacamos ahora, los
destruiremos y no podrán perpetrar una villanía semejante jamás.

—Dalaran es neutral —afirmó Modera—. Sólo fuimos a Theramore para


proteger y aconsejar.
—Y, si hubieran hecho algo más, los cartógrafos del futuro podrían seguir
fijándose en Theramore —replicó Jaina—. Rhonin sacrificó su vida para limitar los
destrozos de la bomba de maná en la medida de lo posible. Si hubiera habido más como
él… si todo el poder del Kirin Tor hubiera sido utilizado en esas circunstancias…
¡quizá todavía seguiría vivo!

—Me… repugnan los actos de Garrosh —aseveró Aethas—. Y asumo la


responsabilidad por el daño causado por uno de mis Sunreaver. Pero atacar a
Orgrimmar no es la solución.

—No se puede confiar en ustedes, en los Sunreaver —rezongó Vereesa, quien


miró suplicantemente a los demás miembros del Consejo—. ¿Por qué sigue aquí?
¡Todos ellos son unos traidores! ¡Ya les advertí de que no debían permitir que se
unieran al Kirin Tor!

—A lo largo de la historia, ha habido traidores humanos, elfos nobles, gnomos y


orcos —señaló Aethas con suma calma—. Haré cuanto pueda para reparar la traición de
Songweaver. No se me escapa la ironía de que lo envié ahí como gesto de buena
voluntad. ¡Pero no podemos abandonar la neutralidad por la venganza!

Los demás asintieron. Khadgar parecía pensativo, como si estuviera dándole


muchas vueltas a las cosas en su cabeza. A Jaina le resultaba imposible creerse que
pudieran reaccionar así.

—¿Qué hará falta para que se den cuenta de que la Horda acabará volviéndose
en su contra? Ellos no saben qué es la «neutralidad» ni qué es la «diplomacia» o la

277
«decencia». Inundarán Kalimdor cual marea, luego se dirigirán a los Reinos del Este y,
por último, vendrán aquí. ¡Su negativa a detenerlos ahora tendrá como consecuencia
que algún día, pronto, la Horda irrumpa en Dalaran! ¡Por favor, ataquen ahora que aún
podemos! Ya arrancaron esta ciudad del suelo en una ocasión… volvamos a hacerlo de
nuevo. Llevémosla a Orgrimmar. ¡Los atacaremos desde el cielo mientras yacen
adormilados y embriagados, soñando con sus futuras conquistas! Han perdido a Rhonin
y a una ciudad entera. ¿Acaso actuarán cuando caiga Teldrassil, cuando estén
quemando el Árbol del Mundo?

—Lady Jaina —respondió Modera—, has sufrido un calvario inenarrable. Has


sido testigo de tremendos horrores, has visto cómo un amigo moría al salvarte. Aquí no
hay nadie que apruebe los actos de la Horda. Pero… debemos reunimos para decidir
qué hacer a continuación. Te llamaremos cuando hayamos adoptado una decisión.

Jaina se mordió la lengua para contener la marea de réplicas que se acumulaban


en su garganta y asintió. Confiaba en que harían lo correcto. Tenían que hacerlo.

***

Jaina encontró a Windle y Jaxi Sparkshine en una esquina de una cantina


llamada La Bienvenida de un Héroe. Esa taberna que normalmente estaba llena de vida
y luz se encontraba ahora sumida en un silencio sepulcral; nadie podía sentirse
«bienvenido» en aquel lugar. Jaina titubeó cuando ya se hallaba en el umbral de la
puerta, preguntándose si debería entrometerse en su pena, preguntándose si podría
soportar el dolor que sabía que iba a ver en sus ojos. Le habían confiado la educación y
la vida de Kinndy y les había fallado. Ni siquiera habían quedado restos suficientes de
esa muchacha a los que dar sepultura.

Cerró los ojos para contener las lágrimas y se volvió para marcharse. Justo
cuando hacía eso mismo, escuchó cómo alguien decía:

—¿Lady Proudmoore?

Se estremeció y, acto seguido, se dio la vuelta. Ambos gnomos habían


abandonado la mesa y se aproximaban hacia ella. Qué viejos parecen ahora, pensó
Jaina. Habían tenido a Kinndy a una edad bastante avanzada, por lo cual la solían llamar
su pequeño «milagro». En ese instante, Jaina recordó lo que había dicho en su día:
«Tenéis mi palabra de que la protegeré tanto como sea posible».

278
Había previsto mostrarse elocuente y halagar a Kinndy tanto como se merecía,
dar a su afligida familia consuelo y hacerles saber que Kinndy había luchado
valientemente, que había sido una luz que iluminaba a todo aquél que la conocía, que
había muerto defendiendo la vida de otros.

Sin embargo, las palabras que brotaron de los labios de Jaina fueron:

—Lo siento. Lo siento mucho.

A continuación, durante un buen rato, fueron los Sparkshine quienes tuvieron


que reconfortar a Jaina Proudmoore. Volvieron a sentarse a la mesa para hablar sobre
Kinndy, para seguir con ese proceso de duelo en el que se hallaban inmersos todos
ellos.

—He pedido ayuda al Kirin Tor —les comentó Jaina, quien cambió de tema
porque sus sentimientos estaban demasiado a flor de piel como para poder seguir
hablando de su aprendiza—. Espero que se unan a la Alianza y ataquen Orgrimmar para
impedir que nadie más… nadie más acabe como acabó Kinndy.

Windle apartó la mirada por un instante. Jaina se dio cuenta de que estaba
escuchando el repiqueteo de las campanas que daban la hora. Antes de que pudiera
disculparse por haberse quedado tanto rato, el mago gnomo ya se había levantado de su
silla.

—Son las nueve.

—Oh, sí —replicó Jaina, recordando por qué el gnomo quería irse—. Te


encargas de encender todas las farolas de Dalaran. Debería marcharme para que puedas
centrarte en tu labor.

El pequeño mago tragó saliva con dificultad y sus brillantes ojos brillaron aún
más por las lágrimas.
—Acompáñame a hacer la ronda —le pidió—. Me han dado un… permiso
especial. Aunque sólo por un tiempo, pero… a lo mejor me ayuda.
Con una seña, Jaxi les indicó a ambos que se fueran, con el mismo ánimo con el
que lo habría hecho antes de que acaeciera esa tragedia.
—Yo lo he acompañado alguna vez —dijo—. Creo que deberías ir con él.

Jaina se sentía tremendamente confusa pero, como seguía sintiéndose


atormentada por la culpa y el dolor, estaba dispuesta a hacer todo lo que los Sparkshine

279
le pidieran. Así que siguió a Windle a la calle, dando en todo momento pasos cortos y
lentos para no adelantarlo.

El gnomo se acercó arrastrando los pies a una de las farolas y se colocó debajo
de ella. A continuación, sacó una pequeña varita que tenía una estrella de aspecto un
tanto infantil en su extremo. Entonces, con más gracejo del que Jaina había esperado, el
gnomo señaló la farola con la varita.

Una chispa voló de su punta, danzando por el aire como una luciérnaga, aunque
no encendió la farola inmediatamente, sino que esa reluciente llama mágica dibujó unas
líneas por encima de la farola. A Jaina se le desorbitaron los ojos y se le llenaron de
lágrimas.

Esa luz dorada estaba trazando un dibujo: una muchacha gnomo sonriente con
trenzas. En cuanto lo acabó, cobró vida por un momento; se llevó las manitas a la boca
mientras se reía tontamente y Jaina podría haber jurado que estaba escuchando la voz de
Kinndy. Bajó la mirada para contemplar a Windle con la vista borrosa por las lágrimas
y comprobó que el gnomo también estaba llorando, aunque también esbozaba una
sonrisa afectuosa. Entonces, las líneas doradas que conformaban el dibujo se quebraron
y volvieron a adoptar la forma de una bola de luz que revoloteó velozmente bajo la
sombra de la farola. Una vez encendida la primera, Windle se volvió y se dirigió
lentamente hacia la siguiente. Jaina se quedó donde estaba, observando cómo Windle
Sparkshine rendía homenaje a su hija asesinada al hacer que «viviera» un poco cada
noche. Sin duda alguna, cuando los demás hubieran olvidado la tragedia, le pedirían a
Windle que encendiera las farolas de la manera habitual. Pero, por ahora, todo el mundo
en Dalaran tenía la oportunidad de ver a Kinndy tal y como Jaina y sus padres la habían
visto… alegre y chispeante, con el rostro iluminado por una sonrisa.

***

No tardó mucho en llegarle el aviso de que debía regresar a la Cámara de Aire.


Por tercera vez, Jaina se encontró en el centro de esa extraña pero hermosa estancia,
observando al Consejo con una calma obligada.

—Lady Jaina Proudmoore —dijo Khadgar—, antes de comunicarte nuestro


veredicto, debes saber lo siguiente: todos nosotros condenamos total y enérgicamente el
ataque a Theramore. Fue un acto cobarde y despreciable. La Horda será informada de
que nos ha disgustado y contrariado y será advertida de que no puede volver a provocar
tal destrucción de un modo tan cruelmente gratuito. No obstante, vivimos en tiempos
realmente turbulentos. Sobre todo, para aquéllos de nosotros que usamos, regulamos y

280
administramos la magia. Hace no mucho tiempo, decidimos ofrecer nuestra experiencia
y sabiduría en esta materia. Incluso acordamos que colaboraríamos en la defensa de
Theramore. Sin embargo, por culpa de esa decisión, fuimos traicionados por uno de los
nuestros y perdimos a varios magos excelentes, entre los cuales se encontraba nuestro
líder, el archimago Rhonin. En este mundo, ahora la magia se halla en un estado
deplorable, Lady Jaina. Nadie está seguro de qué es lo que debe hacer cada uno. Los
dragones Azules ya no cuentan con un Aspecto; además, han perdido una valiosa
reliquia que ha sido utilizada para provocar una terrible destrucción. Por otro lado,
nosotros ni siquiera contamos ahora con un líder que nos guíe o asuma la
responsabilidad de lo que hacemos.

Jaina sintió un gélido nudo en el estómago mientras intentaba no apretar los


puños como podía. Sabía qué era lo que estaban a punto de decir.
—No podemos ocupamos de Azeroth mientras nosotros mismos nos hallemos
en un estado tan desastroso y desorganizado —aseveró Khadgar—. Tenemos que
reformarnos, debemos examinar qué es lo que ha ido mal exactamente. No podemos
ofrecer lo que no tenemos, Lady Jaina. No sabemos qué debe suceder a continuación.
Has venido a pedimos que apoyemos con todo el poder de nuestra magia a la Alianza.
Nos has pedido que transportemos Dalaran a Orgrimmar para que la destrucción llueva
sobre toda esa ciudad. Pero no podemos hacer eso. Simplemente, no podemos. ¿Cómo
pretendes que destruyamos Orgrimmar cuando hace poco hemos descubierto que ya
somos lo bastante maduros como para poder contar con ciertos representantes de la
Horda entre nosotros, como los Sunreaver? Si hiciéramos lo que pides, podría estallar
una guerra civil en este mundo y, al haber tomado partido por uno de los bandos, esta
misma ciudad, que ha soportado tantas cosas, se vería dividida. Y, aunque no nos
halláramos en este estado de confusión, si Dalaran y el Kirin Tor se encontraran en un
estado en que pudieran manejar todo esto, hay que tener en cuenta que hay mercaderes,
artesanos, taberneros y viajeros en esa ciudad que nunca han atacado Theramore. ¡Por la
Luz, pero si hay incluso un orfanato en Orgrimmar, Lady Jaina! No podemos fulminar a
inocentes… no, no lo haremos.

Jaina tuvo que esperar un momento para poder hablar sin que le temblara la voz.
—Esos huérfanos crecerán y pasarán a formar parte de la Horda —replicó—.
Les enseñan a odiamos, a conspirar en nuestra contra. No hay ningún inocente en esa
ciudad de la que la Luz renegó, Khadgar. No hay inocentes en ninguna parte. Ya no.
Antes de que éste pudiera contestar, ya había conjurado un portal. Lo último que
vio Jaina antes de atravesarlo fue que esa mirada joven y vieja al mismo tiempo de
Khadgar estaba teñida de tristeza.

281
Jaina no fue muy lejos. Su destino era la biblioteca principal. Había estado en
aquel lugar antes, hace mucho tiempo, cuando había vivido y estudiado en Dalaran.
Mientras atravesaba el umbral acompañada de uno de los bibliotecarios del Kirin Tor,
notó cómo el mismo aire de aquel sitio acariciaba su cuerpo y, acto seguido, esa
sensación se desvaneció. Años atrás, había lanzado un conjuro de reconocimiento para
poder entrar sin problema ahí; los hechizos de protección de la biblioteca todavía la
recordaban.

El bibliotecario respetó su deseo de que la dejara sola para examinar


detenidamente esos libros. Él, al igual que Khadgar, la miró con tristeza y lástima.
Aunque Jaina no quería su lástima, estaba dispuesta a utilizarla en su provecho. El
hecho de que hubiera pedido que la dejaran a solas en ese vasto almacén de libros y
pergaminos no tenía nada que ver con la excusa que había dado: que quería estar sola
para poder reflexionar en silencio.

En cuanto las pisadas del bibliotecario dejaron de escucharse y estuvo segura de


que nadie la iba a molestar, Jaina centró su atención en los libros. Era una tarea
hercúlea, sin duda. La sala era enorme y estaba repleta de estanterías que se elevaban a
gran altura. Jaina sabía por experiencia propia que ahí no había ningún orden; el caos
que reinaba ahí y los métodos de clasificación absurdos que utilizaban servían para
confundir a los ladrones mundanos, pero no eran un obstáculo para alguien que
dominara la magia.

Gesticuló con la mano derecha y un tenue fulgor apareció en las yemas de sus
dedos. A continuación, se llevó esos dedos relucientes a las sienes por un momento.
Luego, extendió la mano. El tenue resplandor púrpura abandonó sus dedos, como un
diminuto zarcillo de niebla, y se elevó hasta la estantería más alta. Mientras Jaina
examinaba algunos ejemplares y leía las etiquetas de las cajas donde guardaban los
pergaminos con sus sentidos normales, la niebla Arcana buscaba otra cosa.
El tiempo pasó… Jaina dio con muchos tomos que, en el pasado, podrían
haberla tenido ensimismada durante días y días pero que, ahora, no le interesaban. Sólo
tenía un propósito en mente. Leyó un título tras otro y file descartándolos. Estaba en
Dalaran, así que lo que buscaba tenía que estar ahí.

Súbitamente, vio un destello por el rabillo del ojo y se volvió sonriendo. La


niebla Arcana había cumplido con su cometido. Había hallado algo en la estantería que
contenía algunos de los tomos más raros y más peligrosos, los cuales estaban cerrados
cuidadosamente con sellos mágicos. Incluso aquéllos que no eran visibles.

282
Jaina repasó con rapidez sus títulos. Soñando con dragones: la verdadera
historia de los Aspectos de Azeroth. Muerte, no-muerte y lo que hay en medio. Lo que
saben los titanes.

El sexto elemento: métodos adicionales de amplificación y manipulación


Arcana. Con delicadeza, tocó con una mano el lomo del libro. Fue como si estuviera
tocando a un ser vivo. Parecía… estremecerse bajo sus inquisitivos dedos. Lo sacó de la
estantería y, de inmediato, refulgió con un color violeta mientras los hechizos de
protección emitían un leve zumbido. Entonces, se formó una imagen hecha de humo
púrpura, lo cual sorprendió a Jaina, que profirió un grito ahogado y estuvo a punto de
soltar el libro.

El semblante severo del archimago Antonidas se hallaba ante ella, dispuesto a


lanzar una advertencia.
—Este libro no es para ociosos ni curiosos —dijo con su familiar y encantadora
voz—. La información no debe perderse, pero no debe ser utilizada de manera
imprudente. Detén tu mano, amigo, o procede a abrirlo… si sabes cómo.
Mientras el semblante de Antonidas se desvanecía, Jaina se mordió el labio.
Cada mago que consignaba un libro en aquella gran biblioteca ponía su sello de
protección en él. Eso significaba que Antonidas había descubierto aquel libro,
probablemente antes de que Jaina naciera, y lo había colocado en esa balda. A juzgar
por todo el polvo que tenía, nadie lo había cogido desde entonces. ¿Acaso eso era una
señal de algún tipo? ¿Acaso estaba destinada a hallarlo?

El libro siguió brillando. Como no sabía las palabras adecuadas para abrirlo con
facilidad, tuvo que recurrir a un método más desagradable. Aunque podía romper los
sellos, tendría que actuar rápidamente si no quería disparar las alarmas mágicas. Jaina
se hundió en una de esas cómodas sillas y se colocó el libro sobre el regazo. Respiró
hondo y despejó su mente. Se miró la mano derecha y murmuró un encantamiento para
romper el sello. De repente, su mano refulgió con un color púrpura brillante.

Entonces, alzó la mano izquierda y se concentró. La mano se empezó a


desvanecer ante sus propios ojos; sólo era visible porque estaba envuelta con una pálida
luz violeta.

Podía funcionar, pero sólo si era muy rápida. Volvió a tomar aire con fuerza y, a
renglón seguido, colocó la mano derecha sobre el libro.
Rómpete.

283
El fulgor violeta que emanaba de su mano danzó y crepitó sobre el libro como si
fuera un relámpago. Pudo notar cómo rompía el sello mágico con el que Antonidas
había cerrado el libro, notó cómo el libro… sufría al ser obligado a abrirse contra su
voluntad. Se quedó mirándolo fijamente sin atreverse ni a pestañear. En el mismo
instante en el que el relámpago violeta se desvaneció, golpeó el tomo con la mano
izquierda.

Silencio.

Un campo de brillante luz blanca cobró vida y rodeó el libro, silenciando así el
grito mágico que había emitido. Lentamente, se apagó el fulgor de ambas manos y la
izquierda se volvió visible poco a poco.

Lo había logrado.

Con suma rapidez y cuidado, ya que el libro era muy antiguo, Jaina lo hojeó.
Contenía toda clase de ilustraciones de objetos mágicos. Jaina no reconoció la mayoría
de ellos. Al parecer, muchas de esas cosas se habían perdido en la noche de los tiempos
y…

Sí, ahí estaba. El Iris de enfoque. Comenzó a leer, pasando por alto esos
fascinantes pero ahora innecesarios detalles sobre cómo los dragones Azules lo habían
creado y los diversos fines para los que había sido utilizado. No le importaba lo que
habían hecho con él en el pasado. Sabía de primera mano qué era capaz de hacer.
Quería saber qué se podía hacer con él ahora.

… amplificación. Toda instrucción Arcana puede ser amplificada si se utiliza


el objeto adecuadamente. Siguiendo la teoría del autor de que lo Arcano es un elemento
en sí mismo, éste humildemente afirma que, al menos en una ocasión que está
perfectamente documentada, el Iris de enfoque fue utilizado para esclavizan dirigir y
controlar a diversos seres elementales.

Jaina se sintió marcada. Se levantó y miró a su alrededor para cerciorarse de que


seguía sola en esa vasta cámara. A continuación, con cuidado, envolvió el libro con su
capa, atravesó la puerta y bajó rauda y veloz las escaleras. Todavía tenía que hacer una
visita más en esa ciudad antes de partir en lo que parecía que iba a ser una solitaria
aventura en busca de venganza.

284
CAPÍTULO VEINTITRÉS

H abía sido la propia Jaina quien había diseñado esa estatua. Ella misma la

había pagado y había escogido al artista. Ahora, Antonidas vigilaba la ciudad por la que
había sacrificado su vida. Se había lanzado un hechizo sobre la efigie de su amigo para
que flotara a un metro de la hierba. Bajo la estatua de aquel gran hombre había una
placa que decía:

ARCHIMAGO ANTONIDAS, GRAN MAGO DEL KIRIN TOR,

LA GRAN CIUDAD DE DALARAN SE ELEVA DE NUEVO

COMO TESTAMENTO DE LA TENACIDAD Y LA VOLUNTAD DE SU HIJO

MÁS IMPORTANTE.

TUS SACRIFICIOS NO SERÁN EN VANO, QUERIDO AMIGO.

CON AMOR Y HONOR, JAINA PROUDMOORE.

Jaina se encontraba ahora pisando esa suave hierba verde mientras alzaba la
vista para contemplar a su amigo. El talentoso escultor había sido capaz de capturar la
mezcla de severidad y bondad tan propia de Antonidas. En una de sus manos, giraba
incesantemente un pequeño orbe de energía mágica que centelleaba. En la otra portaba
a Archus, su gran báculo.

Jaina seguía escondiendo el libro en su capa para que nadie pudiera verlo.
Entonces, lo tocó y notó su reconfortante solidez, a pesar de que se hallaba envuelto en
aquella tela.

285
Los recuerdos la asaltaron con facilidad, aunque en gran parte no le resultaron
para nada dolorosos, pues se hallaba bajo la sombra de la estatua de su mentor. Aquel
hombre la había considerado una promesa de la magia y le había enseñado con alegría,
entusiasmo y orgullo. Recordó las largas conversaciones que había mantenido con él
sobre materias esotéricas y las sutilezas de la magia, como la posición de los dedos y el
ángulo que debía conformar el cuerpo. En esa época, tanto él como ella habían estado
muy seguros de que en Dalaran progresaría mucho y que llegaría a ocupar un puesto
importante en el Kirin Tor, así como de que esa hermosa ciudad sería su hogar.

La leve sonrisa que se había dibujado en sus labios se esfumó. Habían pasado
tantas cosas, quizá demasiadas. Se aferraba a la esperanza de que, de algún modo, su
mentor hubiera logrado superar el umbral de la muerte para guiarla hasta ese libro que
le indicaría, con suma precisión, cómo debía utilizar el Iris de enfoque. Esperaba que
bendijera su empresa. Seguro que lo habría hecho si hubiera visto lo que ella había
visto.

De repente, notó un leve toque en el hombro que provocó que se sobresaltara y


soltara el libro envuelto en la capa. No obstante, logró cogerlo en el último segundo
antes de que se le cayera y se volvió.

—Lo siento, no pretendía sobresaltarte —dijo Kalecgos.

Al instante, la paranoia se adueñó de ella.

—¿Cómo has sabido que estaba aquí? —inquirió, intentando mantener un tono
de voz sereno y normal.
—Regrese al Nexo después de que… de que te marcharas. Percibí tu llegada a
Dalaran desde ahí —contestó, mientras la tristeza se reflejaba en sus ojos azules—.
Creo que puedo adivinar por qué has venido aquí.

La maga apartó la mirada.

—He venido a pedir ayuda al Kirin Tor, para que me ayuden a luchar contra la
Horda después de lo que ésta le hizo a Theramore, pero no han accedido a mi petición.

El dragón titubeó por un momento y dijo a continuación:

286
—Jaina… yo también fui a Theramore. Si la bomba cayó sobre la ciudad, y
ambos sabemos que así fue, entonces el Iris de enfoque debería haber estado también
ahí. Sin embargo, cuando llegué, había desaparecido.

—Seguro que la Horda envió a alguien a recogerlo —afirmó Jaina—. Tuve que
luchar contra varios de sus miembros cuando volví a la ciudad.
—Es lo más probable —admitió.

—¿Aún puedes percibirlo? —le preguntó.

—No. Pero, si hubiera sido destruido, lo sabría. Eso sólo puede significar que,
una vez más, un poderoso mago lo está escondiendo de mí… y, esta vez, lo está
haciendo incluso mejor. Y como trágicamente ya hemos podido comprobar, si sigue
existiendo, podría ser utilizado para causar un gran daño en este mundo.

Así que… su hechizo de ocultamiento había funcionado.

—Entonces, será mejor que lo busques.

A pesar de que no le gustaba mentirle, sabía que no lo iba a entender. ¿O…


quizá sí? Si había vuelto a Theramore… si había visto lo que ella había visto… tal vez
compartiera sus sentimientos.

—Kalec… el Kirin Tor no me va a ayudar. Una vez dijiste que lucharías por
mí… por la señora de Theramore. Theramore ya no existe. Pero yo sigo aquí. —De
manera impulsiva, cogió al dragón de la mano y éste, a su vez, sostuvo la suya con
fuerza—. Ayúdame, por favor. Tenemos que destruir a la Horda. Sabes que esto sólo ha
sido el principio.

Jaina pudo ver reflejado en el rostro de Kalec la lucha que se estaba librando en
su alma; entonces, comprendió lo mucho que le importaba al dragón. Tanto como él le
importaba a ella, como acababa de darse cuenta. Sin embargo, no era el momento
adecuado para la gentil dulzura del cortejo y el romance. Mientras la Horda siguiera
existiendo, mientras fuera capaz de hacer cosas tan espantosas, no habría hueco para el
amor. Necesitaba todas las armas que fuera capaz de encontrar y tenía que cerrar las
puertas de su corazón, a pesar de que eso iba en contra de sus propios deseos.

—No puedo hacerlo, Jaina —respondió, con un tono de voz plagado de dolor—.
Es ese… odio implacable que sientes el que habla… no tú. La Jaina que yo conocí aún
ansiaba la paz. Aún intentaba entender al enemigo, incluso mientras se preparaba para

287
defender a los suyos. No me puedo creer que de verdad quieras hacer lo mismo que
ellos hicieron en Theramore, que quieras que la Horda sufra ese mismo horror. Ninguna
persona cuerda y de buen corazón desearía que le sucediera eso a nadie.

—Así que crees que he perdido la cabeza, ¿no? —replicó serenamente (aunque
estaba furiosa), al mismo tiempo que le soltaba la mano.
—No —respondió Kalec—, pero estás demasiado afectada por lo que ha
sucedido como para poder decidir cuál va a ser tu próximo paso de un modo sabio. Creo
que te dejarías llevar por el dolor y la ira. Nadie te reprocha que te sientas así. ¡Pero no
deberías hacer nada mientras te encuentres sumida en un estado mental tan irracional!
Te conozco y sé que te acabarías arrepintiendo.

La maga entornó los ojos y retrocedió.

—Sé que te preocupas por mí y que me dices todo esto por mi propio bien. Pero
te equivocas. Yo soy así. Cuando la Horda lanzó esa maldita bomba sobre mi ciudad,
me convirtió en la persona que ahora tienes ante ti. ¿No quieres ayudarme? ¿No eres
capaz de escuchar esas voces que exigen a gritos justicia? Vale. No me ayudes. Pero,
hagas lo que hagas, no te interpongas en mi camino.

El dragón hizo una profunda reverencia en cuanto la maga se volvió y se


marchó, aferrando el libro… el libro que Antonidas había protegido mágicamente, el
libro que la ayudaría a lograr que los muertos descansaran en paz, el libro que le
ofrecería el poder necesario para conseguir que la Horda probara en sus propias carnes
lo que le había hecho… a su corazón.

***

La Posada de Cerrotajo estaba haciendo mejor caja que nunca y eso a Grosk, el
posadero, le parecía estupendo. Cerrotajo siempre había sido una ciudad violenta y
salvaje, frecuentada por soldados y visitantes que nunca se quedaban mucho tiempo.
Mientras las celebraciones prosiguieran en Orgrimmar, seguiría entrando mucha gente a
comer y beber grog a todas horas. Grosk pensó (mientras «limpiaba» los vasos con su
desgana habitual): Ya era hora de que recibiera algunas migajas de la riqueza de la
capital. Por otro lado, tenía que reconocer que en su local no se alababa ni halagaba
precisamente la política de Garrosh pero, bueno, ¿eso qué más daba? En su día, la gente
también se quejaba de Thrall. A la gente le encantaba quejarse. El hecho de que los
clientes estuvieran descontentos con el Jefe de Guerra, el tiempo, las guerras, las otras
razas de la Horda, la Alianza y sus respectivas parejas era bueno para el negocio. Por
alguna razón se solía decir que uno iba a una taberna a «ahogar las penas».

288
Como su pequeña y mugrienta posada estaba llena hasta los topes con todas las
razas de la Horda, Grosk tenía la sensación de que la vida le sonreía.

Hasta que aparecieron los Kor’kron.

Ocuparon toda la puerta de tal modo que el oscuro local se volvió aún más
oscuro, ya que con sus descomunales cuerpos impedían que la luz entrase. Frandis
Farley, que se había buscado una excusa cualquiera para beber un trago con Kelantir
Bloodblade, se volvió hacia ellos.

—Problemas —susurró Kelantir.

—No tiene por qué —replicó Frandis con un tono de voz igualmente bajo.
Antes de que su compañera de tragos fuera consciente de lo que iba a hacer, el no-
muerto ya estaba saludándolos y llamándolos animadamente—. ¡Amigo Malkorok!
¿Qué haces por los barrios bajos? Te advierto de que, probablemente, unos meados
saben mucho mejor que esta bazofia que nos sirve este granuja de Grosk, pero es algo
barato y cumple su función. Vamos, deja que los invitemos a una ronda.
Los Kor’kron miraron a su líder y éste asintió.

—Grosk —dijo Malkorok con un tono de voz muy grave—, bebidas para todos.
—Acto seguido, le dio a Frandis una palmada tan fuerte en la espalda que el Renegado
estuvo a punto de caerse sobre la mesa—. Debería haber esperado que encontraría aquí
a algún tauren o a algún Renegado —añadió, con una sonrisa sarcástica, mientras Grosk
se encargaba de tomar unos vasos sucios y una enorme jarra de grog—. Pero he de decir
que aquí están bastante fuera de lugar.
—Qué va —contestó Kelantir, entornando los ojos—. He estado en peores
lugares que éste.
—Tal vez, tal vez —replicó Malkorok—. Pero, díganme, ¿por qué no están en
Orgrimmar?
—Tenemos alergia al hierro —contestó Kelantir.

Por un instante, Malkorok se quedó mirándola muy fijamente. Entonces, echó la


cabeza hacia atrás y lanzó unas carcajadas guturales.
—Por lo visto, ustedes y algunos otros más prefieren los ambientes más rústicos
—señaló—. Por cierto, ¿dónde están ese joven toro llamado Baine y su perrito faldero
Vol’jin? Esperaba poder hablar con ellos.

—Hace tiempo que no los veo —respondió Kelantir, a la vez que ponía los pies
sobre la mesa—. No tengo mucho trato con los tauren.

289
—¿De veras? —Malkorok parecía desconcertado—. Es curioso. Contamos con
varios testigos que afirman que Frandis y tú estaban en esta misma posada anoche,
conversando con ambos, tanto con el tauren como el otro, así como con otra gente. Nos
han informado de que dijeron cosas como: «Garrosh es un necio. Thrall debería regresar
y llevarlo a patadas a Undercity. Lanzar esa bomba de maná sobre Theramore ha sido
una cobardía».

—Y lo de los elementos —apostilló otro de los Kor’kron mientras cogía la jarra


de grog y se rellenaba el vaso.
—Ah, sí, lo de los elementos… comentaron algo acerca de que era una pena que
Cairne no hubiera matado a Garrosh cuando tuvo la oportunidad, ya que Thrall nunca
utilizaría los elementos de una forma tan cruel e insultante.

La elfa de sangre y el Renegado se quedaron callados. Malkorok insistió.

—Pero, si dicen que no han visto a Baine o Vol’jin recientemente, entonces


supongo que esos testigos se han debido de equivocar.
—Por supuesto —afirmó Frandis—. Necesitas mejores confidentes.

—Pues sí —admitió Malkorok—, ya que me resulta obvio que ninguno de


ustedes cuestionaría jamás de ese modo a Garrosh y su liderazgo.
—Me alegro de que lo entiendas —dijo Frandis—. Y gracias por las bebidas.
¿Puedo invitarte a la siguiente ronda?
—No, será mejor que nos vayamos. A ver si puedo dar con Vol’jin y Baine ya
que, por desgracia para nosotros, no están aquí. —Malkorok se puso en pie y asintió—.
Disfruten de esas bebidas.

Ambos observaron cómo los orcos se marchaban. En cuanto los Kor’kron


desaparecieron, Kelantir cerró los ojos y suspiró aliviada.

—Ha faltado muy poco.

—En efecto —replicó Frandis—. Por un instante, he creído que nos iba a
arrestar o incluso a atacar directamente.
La elfa de sangre se volvió para indicar con una seña que les sirvieran más
bebida y, acto seguido, frunció ceño.
—Qué raro —comentó—. Grosk no está.

290
—¿Qué? ¡Pero si tiene la posada a reventar! Debería contratar a alguien. No
puede largarse cuando tiene a varios clientes sedientos esperando a ser atendidos.
Sus miradas se cruzaron. Pese a que no intercambiaron ni una sola palabra,
ambos se levantaron a la vez y fueron corriendo hacia la puerta.
Aunque estuvieron a punto de lograrlo, una granada de escarcha los congeló ahí
donde estaban. Tres granadas de fragmentación remataron la jugada. La Posada de
Cerrotajo explotó.

***

El rey Varian Wrynn y el príncipe Anduin se encontraban en una enorme


cámara abierta del Castillo de Stormwind conocida como la sala de mapas, debido al
enorme mapa que ocupaba casi toda aquella estancia. Dos braseros ardían,
proporcionando calor a esa cámara de piedra. Diversas armas de guerra pendían de las
paredes; había de todo, desde trabucos a espadas, e incluso tres cañones. Había varias
zonas donde se acumulaban grandes pilas de libros sobre estrategia militar pero, por
ahora, Varian y el resto de los ahí reunidos tenían puesta toda su atención en el mapa.

En esa estancia, había representantes de todas las razas de la Alianza. El


emisario Taluun representaba a los draenei. Broll hablaba por los elfos de la noche y el
rey Genn Greymane, por los huargen de Gilneas. También estaba presente Gelbin
Mekkatorque, el Manitas Mayor de los gnomos, y tres enanos que pertenecían cada uno
de ellos a un clan: el jovial Thargas Anvilmar de los Bronzebeard, el adusto enano Dark
Iron Drukan y el alegre Kurdran Wildhammer, que habían aparcado sus diferencias por
el momento; incluso Drukan estaba dispuesto a hablar cortésmente y escuchaba con
interés.

El bloqueo los afectaba a todos, incluidos a los Reinos del Este. Nadie podía
permitirse el lujo de mirar para otro lado cuando se enfrentaban a una amenaza que
podía conquistar todo el continente.

Como Varian parecía hallarse perdido en sus pensamientos, Broll se aclaró la


garganta. Al instante, Varian alzó la vista e hizo un gesto para indicar a Broll que podía
hablar. A continuación, dio la sensación de que volvía a sumirse en sus cavilaciones.

—Voy a hablar en nombre de mi pueblo y estoy seguro de que también en


nombre de todos aquellos miembros de la Alianza que han sufrido tanto por culpa de
este acto de la Horda —dijo Broll—. Aunque pueda parecer egoísta que recomiende
que Costa Oscura sea el primer lugar en ser liberado, debéis de tener en cuenta que allí
contamos con varias naves tripuladas por elfos que ahora se encuentran bloqueadas,

291
pero que podrán ayudamos en cuanto sean liberadas. A pesar de las privaciones y
apuros que trajo consigo el Cataclismo, sigue siendo un centro de navegación marítima
muy importante. Contamos con rutas de navegación que nos conectan con Aldea
Rut’theran y Bastión Feathermoon. En cuanto liberemos Costa Oscura, tendremos
ventaja sobre el enemigo.

—Nuestros espías nos han informado de que la Horda parece creer que nuestro
principal objetivo será romper el bloqueo de Bastión Feathermoon —afirmó Greymane,
que sonrió levemente—. Y quiero que sigan pensando de ese modo. Por cierto, ¿Sabían
que los Grimtotem de Feralas planean atacar a la Horda para aprovecharse de que están
distraídos con otras cosas? ¡Qué terrible desgracia para la Horda!

A pesar de que unas risitas ahogadas se extendieron por toda la sala, Varian
seguía frunciendo ligeramente el ceño mientras contemplaba el mapa.

—Por lo que sabemos, creen que Shandris Feathermoon ha muerto —señaló


Broll —. Además, creen que si toman Bastión Feathermoon obtendrán algo más que
una mera victoria militar… consideran que sería un triunfo simbólico. Pero se van a
llevar una gran sorpresa cuando la vean a la cabeza de sus tropas.

Todos volvieron a adoptar una actitud seria de inmediato. De todos los brillantes
guerreros y estrategas que habían sido enviados a ayudar a Theramore, sólo habían
sobrevivido Shandris y Vereesa. Muchos habían perecido. Si bien los presentes en esa
estancia ansiaban contraatacar y detener el avance de la Horda, también se hallaban aún
embargados por la tristeza.

—¿Saben si… alguien… ha estado en Theramore después de la explosión? —


preguntó Gelbin en voz baja.
Entonces, se produjo un incómodo
silencio. —Sí, Lady Jaina —contestó Anduin.
—En efecto —apostilló Gelbin—, es toda una bendición que haya sobrevivido.
Y, ya que la mencionas, supongo que hay una buena razón para que hoy no se encuentre
aquí con nosotros preparando nuestra estrategia, ¿verdad?

—Lady Jaina ha preferido seguir su propio camino y emplear sus propios


métodos —respondió Varian, quien se sumo así por fin a la conversación. Todas las
miradas se volvieron hacia él—. Se muestra demasiado… impaciente como para poder
colaborar con nosotros. Y no puedo juzgarla. Tiene que enfrentarse a… ni siquiera soy
capaz de imaginarme cómo se siente, a pesar de que yo he sufrido un dolor similar.

292
—No podemos permitir que lo que ha sucedido en Theramore vuelva a ocurrir
jamás —aseveró Taluun—. Nadie puede volver a lanzar un ataque así. Toda persona
cuerda debe deplorar tal acto y rechazarlo completamente ya que, si no, nos arriesgamos
a destruir esas cosas que nos permiten acariciar la Luz.

Se oyeron varios murmullos de aprobación. Varian miró a Anduin y asintió de


un modo casi imperceptible. Los ojos azules del muchacho se habían teñido de tristeza
en cuanto habían mencionado a Jaina, pero ahora estaban entornados, pues estaba
esbozando una leve sonrisa.
—Estoy de acuerdo —dijo Varian—. Pero Lady Jaina tal vez tenga razón en una
cosa. He estado mucho tiempo reflexionando al respecto y… creo que no deberíamos
intentar romper el bloqueo. Aún no.
Un coro de voces plagadas de sorpresa inundó la habitación; algunos
protestaban de manera cortés, otros lo hacían enfurecidos. Varian alzó ambas manos
para pedir calma.
—Escúchenme —les pidió, alzando la voz un poco para que lo oyeran por
encima de aquel estrépito, pero sin llegar a gritar.
Los demás se callaron y se mostraron
contrariados. El rey prosiguió.
—La lógica indica que deberíamos hacer lo que Broll y Genn han sugerido:
deberíamos hacer creer a la Horda que vamos a atacar el bloqueo de Bastión
Feathermoon y luego el de Costa Oscura, así liberaríamos a las tropas elfas que se
encuentran atrapadas ahí y reanudaríamos nuestro ataque contando con más barcos y
soldados.

—Eso dice la lógica —admitió Drukan, contrariado.

—Sin embargo, creo que deberíamos «filtrar» que planeamos atacar Costa
Oscura y no Bastión Feathermoon. Se lo creerán de inmediato ya que hemos dejado
pistas falsas en ese sentido. Garrosh enviará ahí a gran parte de su armada. Nosotros,
mientras tanto, navegaremos hacia Orgrimmar. Atacaremos a Garrosh en su propia
capital. Yo también cuento con una red de espionaje, Genn, y por lo que me cuentan no
toda la Horda está muy contenta con el hecho de que Hellscream sea su líder. Aunque
me… resulte difícil de creer, hay miembros de la Horda que están tan consternados
como nosotros por lo que ha ocurrido en Theramore. Apresaremos a Garrosh y
ocuparemos la ciudad. El caos estallará y, con suerte, los miembros descontentos de la
Horda aprovecharán el momento para alzarse. Si no es así, podríamos aprovechamos de
su desconcierto para tomar la capital.

—Nuestro pueblo sufre —señaló Broll con calma.

293
Varian se relajó.

—Lo sé, amigo mío —replicó—. Pero, con mi plan, tendremos la oportunidad
de decapitar a esa bestia aunque los barcos de la Horda dejen Costa Oscura y regresen
para ayudar a Orgrimmar en cuanto se enteren del ataque, pues no llegarán a tiempo.

—Me parece un disparate —objetó Gemi, quien gruñó un poco y lanzó una
mirada aviesa a Varian—. Pero es tan audaz e inesperado que… quizá funcione.

—Y mucho más rápido —añadió Taluun—. Podremos llegar antes a Orgrimmar


que a Costa Oscura.
Varian miró a su alrededor. Si bien unos pocos todavía parecían mostrarse
descontentos, nadie protestaba ya. Esperaba tener razón. Si Garrosh descubría sus
verdaderos planes, o si por alguna razón su ataque fracasaba, perderían a casi toda la
flota de la Alianza. Lo único que quedaría de ella serían los barcos elfos atrapados en
Costa Oscura y en algún que otro lugar más.

No obstante, no podía quitarse la sensación de encima de que estaba haciendo lo


correcto. Y en eso consistía ser rey, en estar dispuesto a tomar decisiones y asumir la
responsabilidad del éxito o el fracaso.

***

Los barcos del puerto ya estaban listos. Su número había aumentado


recientemente al sumarse a ellos unas exquisitas naves elfas y draenei que,
afortunadamente, se hallaban viajando por otros mares cuando se había iniciado el
bloqueo. A pesar de ser más elegantes y bellos que los barcos humanos, enanos y
gnomos, que eran más funcionales, no eran menos formidables que éstos. Todos esos
navíos orgullosos ocupaban el puerto hasta rebosar y parecían extenderse hasta el
horizonte.

Los muelles estaban abarrotados de gente. La mayoría eran de Stormwind, pero


muchos otros habían viajado hasta ahí para ser partícipes de ese hecho histórico.
Conforman una verdadera marea humana que se congrega junto al verdadero mal;
pensó Varian, que al mismo tiempo se preguntó cuántos de los que se encontraban ahí
para despedirse de sus seres queridos experimentarían, en un futuro, la alegría de darles
la bienvenida a casa sanos y salvos.

294
El tiempo no podía haber cooperado de un modo mejor. Hacia un día
espléndido; el cielo lucía despejado y soplaba el viento necesario para navegar a buena
velocidad, pero no tanto como para que el mar se embraveciera. La banda de música
tocaba temas marciales para levantar los ánimos, así como los himnos tradicionales de
cada reino y raza para recordar a todo el mundo sus orígenes.

A pesar de que predominaba un ambiente festivo, al examinar los rostros de la


muchedumbre, Varian vio que alguna gente portaba una expresión sombría e incluso
vio lágrimas en algunos ojos. Estaban en guerra; eso no iba a ser una mera escaramuza
tras la cual los soldados volverían a cenar. Había planeado el ataque lo mejor posible e
iba a liderar él mismo las tropas, aunque sus nobles habían intentado convencerlo de
que se quedara en su reino. Sin embargo, era incapaz de mandar a esos hombres y
mujeres a enfrentarse a la muerte si no luchaba codo con codo con ellos. Por eso,
cuando se dirigió al tercer muelle del puerto, situado bajo la gran estatua del león de
Stormwind, la gente ahí reunida lo vitoreó, pues lo consideraban uno más de la familia.

Alzó ambos brazos mientras avanzaba acompañado de Broll, Greymane,


Mekkatorque, Taluun y los tres enanos de Ironforge que lo acompañaban. Ondearon
estandartes de todos los colores y la muchedumbre rugió. Varian bajó entonces los
brazos para pedir silencio.

—Ciudadanos de la Alianza —dijo, con una potente voz que llegó a oídos de
unos ansiosos oyentes—, hace sólo unos días, la Horda perpetró deliberadamente una
villanía tan atroz que únicamente merece como respuesta una declaración de guerra.
Ustedes también han respondido. Se hallan ante mí dispuestos a luchar y morir si es
necesario para poder preservar todo lo bueno y decente que hay en este mundo. Es la
Horda quien ha iniciado esta guerra y no nosotros… pero ¡por la Luz, nosotros la
acabaremos!

La multitud bramó. Las lágrimas se asomaron a unos ojos que pertenecían a


unas caras sonrientes.
—No encuentro palabras para describir adecuadamente el ataque a Theramore.
Existen los oponentes, así como los enemigos; hay seres civilizados y también
monstruos. Hubo una época en que era incapaz de hacer tales distinciones. Pero, ahora
que soy capaz, nuestro camino está aún más claro y es más justo que nunca. Tras haber
decidido detonar una bomba de maná sobre una populosa ciudad, lo cual no es más que
un abominable acto de cobardía extrema, Garrosh Hellscream ha demostrado
claramente lo que es. Y, como tanto él como aquéllos que lo siguen han decidido ser
unos monstruos, tendremos que tratarlos como tales.

295
»Aunque nos vengaremos, lo haremos de un modo distinto. Los detendremos
para evitar que puedan seguir adelante con su metódica conquista. Encarnamos todos
los valores de la ciudad y lo hacemos unidos. Hoy, no me encuentro aquí solo. Me
acompaña el rey Genn Greymane. Su pueblo ha logrado transformar una maldición en
un don. Los huargen batallarán con más generosidad de la que jamás hayáis visto,
demostrando así que no son unos monstruos, al contrario que nuestros enemigos. No
obstante, sin la ayuda de nuestros hermanos y hermanas gnomos y enanos, jamás
habríamos podido construir a tiempo estas gloriosas naves que impedirán que el resto de
Kalimdor caiga ante la Horda. Los kaldorei, que han sido nuestros aliados desde hace
mucho tiempo y a los que vamos a ayudar, cuentan con innumerables embarcaciones
que aguardan a poder sumarse a la batalla en la que los liberaremos. Y los draenei, que
han sido una precisa brújula moral inimaginable desde su llegada a nuestro mundo, se
encuentran aquí dispuestos a derramar su propia sangre por defender a otros.

Entonces, retrocedió y extendió los brazos, indicando así a la multitud que


podían mostrar su cariño y aprecio. Él también los apreciaba con suma sinceridad.
Jamás Varian había querido tanto a sus verdaderos amigos y a esa gente tan sensata.
Durante unos minutos muy largos, el único sonido que se oyó fueron los vítores de esa
gente tan agradecida.

Varian volvió a colocarse en el mismo lugar que al principio.

—Como es lógico, acompañaré a nuestros bravos marineros en el viaje que hoy


inician. No obstante, dejo aquí a alguien digno de lideraros llegado el caso. A alguien
que ya fue vuestro líder en el pasado.

Varian asintió. Anduin, que había permanecido junto a uno de aquellos


descomunales cañones hasta que fue llamado, avanzó hacia el frente. El príncipe, que
iba vestido con los colores de la Alianza, el azul y el amarillo, portaba sobre su pelo
rubio una sencilla banda circular de plata y se encontraba flanqueado por dos paladines
draenei que lucían esplendorosos en sus relucientes armaduras. Aunque era más
pequeño que ellos, era en él en quien se centraban todas las miradas. Fue recibido con
vítores y aplausos, por lo que se sonrojó un poco, pues no estaba acostumbrado a
presentarse en público. Alzó los brazos para pedir a la muchedumbre silencio y
comenzó a hablar.

—Me temo que nunca enviaré a hombres y mujeres a batallar con gozo en mi
corazón —afirmó—. Aunque, en esta ocasión, no puede haber una causa más justa por
la que luchar. La Horda nos ha atacado de un modo demasiado terrible, de un modo que

296
no podemos pasar por alto. Todos los que creemos en la justicia y la decencia debemos
plantar cara al terror desatado en Theramore.

Varian, que lo estaba escuchando con atención, recordó entonces los estragos
que había causado la bomba y cómo eso había transformado a Jaina, una mujer racional
y compasiva, en alguien que quería… no, más bien, ansiaba vengarse violentamente.

—Si no actuamos ahora —prosiguió diciendo Anduin—, si estos bravos


soldados y marineros de la Alianza no parten ya… entonces, estaremos consintiendo lo
que la Horda ha hecho. Estaremos animándolos, incluso invitándolos, a que sean más
violentos, a que masacren a más inocentes. Garrosh Hellscream ha afirmado a las claras
que desea expulsar a la Alianza de todo el continente de Kalimdor. Y eso es algo que no
podemos aceptar dócilmente. Hay momentos en los que incluso el corazón más
bondadoso y comprensivo debe decir: «No, ya basta». Y ese momento ha llegado.

En ese instante, alzó las manos y cerró los ojos:

—Para demostrar que lo que hacemos es correcto, que el propósito por el que
esta flota va a partir es puro… invoco a la sagrada Luz para que ilumine a todos los que
van a sacrificar sus vidas, para que proteja a los inocentes.

Una tenue luz brilló alrededor de sus manos alzadas. A continuación, fue
envolviendo todo su cuerpo y, acto seguido, flotó por encima de la multitud y bañó a
aquéllos que estaban preparados para luchar y a aquéllos que los amaban.

—¡Rezo porque luchen con coraje, decencia y honor! Rezo para que sus armas
sean guiadas por la justicia de la causa que defienden. Los conmino a recordar, cuando
se adentren en el fragor de la batalla, que deben negarse a que el odio domine su
corazón. Considerenlo un santuario, un templo dedicado a la memoria de aquéllos que
han muerto de un modo tan trágico. Recuerden, en todo momento, que luchan por una
causa justa, no para cometer un genocidio. Ansiamos la victoria, no la venganza. Y sé,
desde lo más hondo de mi ser, que si entran en batalla con eso claro en vuestro corazón,
de tal modo que ni la ira ni el dolor puedan derribar vuestras convicciones morales,
triunfaremos. ¡Yo los bendigo, soldados de la Alianza!

Varian notó cómo la Luz lo acariciaba como si fuera un ente físico. Tenía la
sensación de que lo tocaba con dulzura y entraba en su corazón, tal y como Anduin
había dicho. Se sintió más calmado, más fuerte, más en paz consigo mismo. Había
contemplado cómo su hijo hablaba con pura pasión, con el alma. Había sido testigo de
cómo la Luz acudía rápida y dulcemente a él para bendecirlo.

297
Había comprobado cuánto lo amaba el pueblo.

Oh, hijo mío, ya eres el mejor de todos nosotros. Qué gran rey vas a ser.
Entonces, un cuerno rugió. Era hora de embarcar. Por todas partes había familias
despidiéndose; parejas maduras con hijos ya mayores y jóvenes que decían adiós al
amor de su vida. A continuación, la multitud se dirigió lentamente hacia los navíos. Se
lanzaron muchos besos al aire y los pañuelos ondearon en el viento.
Varian esperó sonriente a que Anduin, que seguía flanqueado por sus dos
amigos paladines, se dirigiera al buque insignia.
—Has hablado bien, hijo mío —dijo Varian.

—Me alegro de que pienses así —replicó Anduin—. Sólo he expresado lo que
sentía en mi corazón.

Varian colocó una mano sobre el hombro del joven.

—Los sentimientos que albergas en tu corazón son muy hermosos. Estoy muy
orgulloso de ti, Anduin, como siempre lo he estado.
Entonces, una sonrisa traviesa se dibujó en el rostro del príncipe.

—¿Ya no piensas que soy un pacifista llorica?

—Oh, eso no es justo —contestó el rey—. Pero no, ya no lo pienso. No


obstante, me alegro de que comprendas que lo que vamos a hacer es necesario.

Anduin adoptó una actitud más seria.

—Lo entiendo perfectamente —aseguró—. Ojalá hubiera otra solución, pero no


la hay. Me… me alegro de que ya no seas como ahora es Jaina. También he rezado por
ella.

Claro que lo había hecho.

—Anduin… ¿eres consciente de que quizá no vuelva de esta guerra que ambos
creemos que tenemos que luchar?
El príncipe asintió.

—Lo soy, padre.

298
—Si no regreso… estás preparado para ocupar mi puesto. Me siento orgulloso
de ti. Sé que gobernarás bien y de un modo justo. Stormwind no podría hallarse en
mejores manos.

A Anduin le brillaron los ojos.

—Padre… te… te doy las gracias. Haré todo cuanto pueda para ser un buen rey.
Pero… espero no llegar a ser rey en mucho, mucho tiempo.

—Yo también —replicó Varian, que atrajo al muchacho hacia sí para darle un
fuerte y torpe abrazo. Agachó la cabeza para que su frente se tocara con la de su hijo y,
acto seguido, se volvió y se dirigió hacia los barcos a paso ligero. Se adentró en esa
marea de marineros y se encaminó hacia el buque insignia.

Y la guerra.

299
CAPÍTULO VEINTICUATRO

K alec volaba con un hondo pesar en su corazón. Temía terriblemente que

Kirygosa tuviera razón respecto a Jaina. Aunque los dragones no poseen el poder de
leer la mente, la actitud que había adoptado la maga cuando habían discutido sobre el
Iris de enfoque era más que sospechosa. Estaba casi seguro de que había huido con la
reliquia y pretendía utilizarla contra sus enemigos tal y como ellos la habían usado
contra ella. El hecho de que el Iris de enfoque se hallara de nuevo oculto, incluso mejor
que antes, aumentaba sus sospechas. En realidad, era una conclusión lógica aunque
muy amarga. Quería creer que el cambio que se había operado en esa mujer que le
importaba tanto era debido a las secuelas de la explosión, de la energía Arcana liberada
por la bomba. Pero, aunque eso fuera verdad en parte, Kalec sabía que eso no podía
explicar su cambio por entero.
Así que regresaba una vez más a su hogar, al Nexo, para hablar con su Vuelo.
Y, entonces… se dio cuenta de que quería volver a casa.
Al aproximarse, se percató de que nadie volaba alrededor de El Nexo para
protegerlo, tal y como habían hecho los dragones desde tiempos inmemoriales, lo cual
lo entristeció aún más si cabe. Decidió que no iba a aterrizar de inmediato, sino que iba
a hablar con alguien que podría ofrecerle un bálsamo para su alma o palabras duras que
no querría oír pero debía escuchar.

Encontró a Kirygosa en su «lugar de meditación», donde había hablado con ella


cuando se enteraron de la noticia de que el Iris había sido robado. La dragona no
pareció sorprenderse al ver que se aproximaba. Como había sucedido entonces, Kiry
portaba su forma humana y se hallaba apoyada contra un reluciente árbol; no sentía el
frío a pesar de ir ataviada con un liviano vestido azul sin mangas.
El dragón aterrizó sobre la plataforma flotante y adoptó su propia forma bípeda.
A continuación, Kiry le tendió una mano y Kalec se la estrechó mientras se sentaba
junto a ella.

No hablaron durante un largo rato.

300
Al final, Kalec dijo:
—No he visto a nadie patrullando.

Kirygosa asintió.

—Ya se han ido casi todos —replicó—. Cada día que pasa, algún dragón o
alguna dragona más decide que éste ya no es su hogar.
Kalec cerró los ojos, presa de un enorme dolor.

—Tengo la sensación de que he fracasado, Kiry —afirmó en voz baja—. De que


he fracasado en todo… como líder, a la hora de recuperar el Iris de enfoque; incluso le
he fallado a Jaina… al haber sido incapaz de darme cuenta de lo mucho que le había
afectado lo acaecido en Theramore.

Los ojos azules de la dragona no mostraron el más leve atisbo de satisfacción


mientras lo contemplaba.
—Así que lo tiene ella, ¿no?

—No lo sé. Ya no puedo percibirlo con claridad. Pero… creo que así es.

Como sabía que le había costado un gran esfuerzo pronunciar esas últimas
palabras, le apretó la mano.
—Por si te sirve de consuelo, no creo que te equivocaras cuando te enamoraste
de ella. Ni que estés equivocado si la sigues amando. Tienes un gran corazón, pero
también debes actuar sabiamente.

—Sabes que hay gente que afirma que tú y yo podríamos ser una buena pareja
— comentó, intentando cambiar a un tema menos espinoso—. Ya que así no iría tras las
mujeres que no me convienen.

Kiry se rió ante ese comentario y apoyó la cabeza en el hombro de Kalec.

—No niego que quizá, algún día, puedas llegar a ser una buena pareja para
alguna afortunada, Kalecgos, pero no seré yo.
—Adiós a mi última esperanza de ser un dragón normal.

—Todos los días doy gracias porque no lo eres —aseveró la dragona. Un


inmenso cariño se reflejó en los ojos de Kirygosa, lo cual embargó de emoción a Kalec.
Él la quería… pero no como pareja. Suspiró y la melancolía volvió a apoderarse de él.

301
—Oh, Kiry, me siento tan perdido. No sé qué hacer.

—Creo que sabes perfectamente qué hay que hacer y también conoces el
camino —replicó la dragona—. Te encuentras en una encrucijada, amigo mío. Como
todos. Quizá los dragones Azules necesiten que los lideres sabiamente… o quizá
necesiten ser libres para encontrar sus propios caminos, para ser los dueños de sus
propias vidas. ¿Acaso tenemos realmente un propósito más elevado que responder ante
nosotros mismos por nuestros actos? Quizá las jóvenes razas también tengan derecho a
ser los dueños de su propio destino, a tomar sus propias decisiones… y vivir con las
consecuencias.

Como ha hecho Garrosh, pensó Kalec. Y como Jaina se dispone a hacer.

—Todo cambia —murmuró el dragón, a la vez que recordaba lo que una vez le
había dicho a Jaina.
Hay un ritmo, un ciclo que marca toda existencia. Nada permanece inalterable
en el tiempo, Jaina. Ni siquiera los dragones, que viven tanto tiempo y, supuestamente,
son tan sabios.

O eso se suponía.

—¿Adónde vas a ir? —preguntó Kalecgos con serenidad; con esas cuatro
palabras le estaba haciendo entender a Kirygosa cuál iba ser su decisión.

—No he explorado este mundo tanto como tú —contestó—. Según cuentan, allí
existen océanos cálidos que no están repletos de hielo. Y brisas de dulces aromas y no
fuertes y gélidas. Creo que debería ir a ver esos lugares. Y encontrar un nuevo lugar de
meditación.

Ya no había nada más que hablar. La dragona se levantó, como si hubiera


estando esperando únicamente a que él la liberara con sus palabras. El dragón también
se puso en pie y se abrazaron fuertemente.

—Hasta la vista, querido Kalec —le dijo—. Si alguna vez me necesitas,


búscame en climas tropicales.
—Y, si tú me necesitas, ve al lugar donde creas que es más improbable que se
encuentre un dragón. Seguro que estaré ahí.

302
El corazón se le encogió mientras observaba cómo se transformaba, captaba el
viento con sus alas y se elevaba hacia el firmamento, donde revoloteó en círculos por un
momento, a modo de despedida, para por último dirigirse al sur.

Media hora después, Kalecgos se encontraba solo en la cima de El Nexo.


Teralygos, su antiguo adversario que había acabado siendo su amigo, había sido el
último en marcharse. Al contrario que Kirygosa, se había dirigido al nordeste, pues el
viejo dragón ansiaba aún disfrutar de la serena paz de esas tierras heladas que,
tradicionalmente, habían sido el hogar de los dragones Azules.

Ninguno de los demás dragones se había sorprendido ante su decisión; ninguno


se lo había echado en cara. Todo cambia. El momento del cambio había llegado y por
mucho que uno luchara y se resistiera, protestara y deseara que las cosas fueran como
antes… era inútil. El cambio era imparable. ¿Cómo le afectaría a él, al único habitante
de un reino vacío? ¿Cuál sería su destino?

Todo cambia, Jaina, ya sea de dentro afuera o de fuera adentro. A veces, sólo
hace falta una leve alteración en una variable para que todo cambie, le había dicho una
vez a la mujer de la que se había enamorado.

Así que nosotros… también somos magia, le había replicado ella.

—Sí —murmuró—. Así es.

Ya sabía qué tenía que hacer.

***

Jaina se había disfrazado como había podido y había viajado por métodos
convencionales a Trinquete en vez de teletransportarse sin más. Una vez ahí, compró un
grifo a un viajero que parecía estar atravesando una mala racha y voló al sur. Era
plenamente consciente de que estaba sobrevolando el camino que la Horda había
escogido para marchar hacia el Fuerte del Norte y el mero hecho de recordarlo avivó el
fuego de su ira.

En cuanto tuvo a la vista las ruinas del Fuerte del Norte, que se hallaban ahora
ocupadas por la Horda, sintió un nudo en la garganta, pero intentó sobreponerse. El
mero hecho de ver los estandartes rojos y negros que los soldados de la Horda habían
dejado atrás para custodiar el fuerte mientras el resto de sus barcos realizaban el
bloqueo transformó su dolor en algo gélido.

303
Obligó al grifo a aterrizar y, acto seguido, desmontó sin soltar en ningún
momento la bolsita que siempre llevaba consigo. Entonces, le dio un buen manotazo al
grifo en su grupa leonina y éste aleteó y se elevó encolerizado al mismo tiempo que
Jaina asentía. Pronto hallaría el camino de vuelta a Trinquete y un nuevo jinete, que
estaría encantado de quedárselo. Jaina ya no necesitaba a esa bestia. La maga se giró
hacia el este y murmuró un hechizo de teletransportación. Unos segundos después,
Jaina apareció en Isla de Batalla.

—Eh, señorita —dijo alguien con voz áspera. El humano que se dirigía a ella
iba vestido con unos pantalones cortos y una camisa que llevaba abierta, y blandía un
alfanje—. Has venido a jugar con los piratas, ¿no?

La maga posó sus relucientes ojos blancos sobre él.

—No tengo tiempo que perder —replicó.

Distraídamente, lanzó una bola de fuego a ese matón, el cual gritó al prenderse
fuego por entero. Tras trastabillar un poco, cayó y se retorció en el suelo.
Jaina permaneció impertérrita y centró su atención en los camaradas de aquel
tipo que corrían hacia ella gritando furiosos. Si bien no todos ellos eran miembros de la
Horda, eran matones y asesinos y no se merecían que llorase su muerte. De manera
despiadada, Jaina atravesó su campamento destrozando a esos tipos, que querían
matarla, con fuego, hielo y energía Arcana. Mató a humanos, trolls y enanos, e incluso a
un ogro, que tenía un aspecto ridículo pues llevaba un sombrero diminuto sobre su
calva.

Después, registró los edificios de arriba abajo para cerciorarse de que no iba a
tener más distracciones. Luego, se giró hacia el norte. Metió la mano en la bolsa y
sostuvo el Iris de enfoque (que había logrado miniaturizar gracias a la información
extraída del tomo que había robado de la biblioteca de Dalaran) y se dispuso a llevar a
cabo sus planes.

***

El Anillo de la Tierra se encontraba exhausto. Hoy, los elementos parecían


hallarse más furiosos de lo habitual y, si bien nadie se atrevía a decirlo en voz alta,
Thrall estaba seguro de que no era el único que se preguntaba si sus esfuerzos cada vez
resultaban ser más infructuosos.

304
No tenía ningún sentido. Si bien era cierto que habían hecho progresos muy
lentamente, los avances habían sido mensurables y consistentes. Los agotados
chamanes se retiraron a su campamento, ya que necesitaban comer y descansar. Muln
Earthfury, que había sido en su día el líder del Anillo de la Tierra, parecía ser el más
afectado.

Aggra observó al tauren, frunciendo levemente el ceño.

—Este silencio me inquieta —afirmó—. Todos pensamos lo mismo, pero nadie


se atreve a decirlo. Vamos, hablemos con Muln.
Thrall sonrió y negó con la cabeza.

—Pensamos del mismo modo, corazón, pero tú siempre optas por entrar en
acción primero.
La orca se encogió de hombros.

—Es lo que tiene crecer en Nagrand, aprendes a actuar rápidamente en cuanto


ves que hay problemas —replicó, a la vez que apretaba la mano de su amado mientras
caminaban.

Muln posó su mirada sobre los dos orcos y suspiró.

—Ya sé lo que van a decir —les espetó—. No, no sé por qué; al parecer,
estamos dando pasos hacia atrás. Los elementos están tan alterados y llevan tanto
tiempo angustiados que resulta muy difícil escucharlos con claridad.

—Tal vez deberíamos… —dijo Thrall.

De repente, una oleada de dolor lo atravesó y cayó de rodillas, agarrándose la


cabeza.
Aggra se agachó junto a él y le puso ambas manos sobre los hombros.

—¿Qué ocurre, Go’el? —gritó.

Thrall movió los labios, pero no brotó palabra alguna de ellos. La cara de Aggra
se tomó borrosa. Por un momento no vio nada y, súbitamente, vio demasiado.
Un mar azul y verde, gélido y furioso se le vino encima. Se ahogó, jadeó e
intentó respirar como pudo. El mar lo elevó y luego lo lanzó hacia abajo, lo sacudió y lo
hizo dar vueltas. Era una gran ola, pero… Thrall vio, aquí y allá, unos ojos furiosos, la

305
silueta de un brazo, una cabeza y el destello de unas cadenas. Eso era algo más que una
mera ola del océano… Thrall se hallaba a merced de unos elementales esclavizados.

Pero no estaba solo. Había decenas, cientos de orcos atrapados también en esa
ola, luchando por sobrevivir. Los restos y escombros también hacían aún más peligrosas
esas aguas. Una mano hecha de agua de mar empujó a Thrall hacia abajo y, entonces,
vio debajo de él…

¡Los tejados de Orgrimmar! ¿Cómo era eso posible? Podía ver la puerta y los
restos del andamiaje de hierro que, según tenía entendido, había levantado Garrosh.
Ayúdanos, susurraron unas voces.

Thrall no podía respirar. Sus pulmones se estaban llenando de agua.

Ayúdanos. ¡Esto no es lo que deseamos hacer!

Notó cómo temblaba la mano acuosa que lo agarraba, como si estuviera


resistiéndose a algo. De improviso, lo soltó. Thrall salió disparado hacia la superficie,
tosiendo y dando bocanadas de aire.

Detén esto o si no, muy a nuestro pesar asesinaremos a tu pueblo y seremos


esclavos para siempre.
Thrall recuperó la compostura y, a pesar de que seguía tosiendo, preguntó:

—¿Dónde?

Aunque no escuchó ninguna palabra, una imagen cobró forma en su mente:


pudo ver un terreno situado en la costa de los Baldíos del Norte, a mucha distancia de
Orgrimmar, pero ¿qué le importaba el punto de origen de ese desastre al océano, que
acariciaba todas las costas?

—Go’el —oyó decir a su amada, que lo llamaba para que volviera al presente—
. ¡Go’el!
Esa visión, donde había visto cadáveres ahogados y una ciudad en ruinas, se
desvaneció. Thrall parpadeó y sintió un hondo alivio al ver la cara de Aggra. Sí, debía
de haber tenido una visión. La orca sonrió y le acarició la mejilla a su amado.
—¿Qué has visto, amigo mío? —preguntó Muln.

306
Alertados por la conmoción, los demás chamanes se habían congregado en torno
a ellos. Entonces, Thrall intentó incorporarse, pero Muln lo obligó a quedarse en el
suelo.

—Descansa y habla… ya te levantarás después para comer.

Thrall asintió.

—Tienes razón, Muln, por supuesto —replicó—. Los elementos me han


concedido una visión que quizá explique por qué de repente se hallan tan inquietos.
Rápida y sucintamente, pero sin dejarse ningún detalle importante, Thrall les
contó lo que había visto.
—¿Conoces esa isla? —preguntó Nobundo.

—Sí —respondió—. Es Isla de Batalla, está situada al sur de Durotar.

Los chamanes se miraron mutuamente.

—Si los elementos gritan pidiendo ayuda de un modo tan desesperado, debemos
responder a su llamada —aseveró Muln.
Nobundo hizo un gesto de negación con la cabeza.

—No —replicó—. Si desearan que todos nosotros los ayudáramos, todos


habríamos tenido esa visión. Saben que no podemos marchamos de aquí. Y aun así…
han pedido ayuda.

Thrall asintió lentamente. Aggra parecía dolida y resignada.

—Me han hablado a mí y sólo a mí —afirmó—. Por eso sólo yo debo responder
a su grito de auxilio y evitar que mi pueblo sea masacrado. Aggra, amor mío, sabes que
me gustaría que me acompañaras, pero…

La orco mostró una sonrisa enmarcada entre sus colmillos.

—Es una tarea que te han encomendado a ti, Go’el —lo interrumpió—. Y
golpearé a cualquiera que se atreva a decir delante de mí que no estás a la altura de esa
misión.

Thrall sonrió levemente. «A la altura». Sí, esperaba estar a la altura para poder
liberar a centenares de elementales del agua para evitar así que arrasaran una ciudad

307
entera. Los elementos eran sabios, así que confiaría en ellos. Se puso en pie, abrazó a su
pareja y, a continuación, se dirigió a su pequeña tienda de campaña para recoger las
pocas cosas que necesitaría llevar en ese viaje.

Vol’jin ya había tenido bastante.

En cuanto se enteró de que se había producido un «accidente» en la Posada de


Cerrotajo, se lo tomó como una señal. No estaba dispuesto a arriesgarse a que a los
suyos les ocurrieran más «accidentes». Durante largo tiempo había confiado en Thrall,
ya que ese orco le caía muy bien y, cuando éste le había pedido que se quedara en la
Horda, siempre había accedido. No había abandonado la Horda cuando Garrosh era su
líder, a pesar de que lo había insultado al obligar a su pueblo a vivir en los barrios bajos,
por pura cautela. Pero, ahora, los trolls se encontraban en las Islas del Eco, demasiado
cerca como para poder resistir la tentación.
Quizá había llegado el momento de retirarse de la Horda. O, al menos, de
planear una posible retirada. Garrosh y la Horda «leal» (compuesta por aquéllos que
bebían en las tabernas de Orgrimmar y no en las de Cerrotajo) seguían celebrando de
manera autocomplaciente los despreciables actos que habían llevado a cabo. Los
Kor’kron, o al menos esa escoria de Malkorok, habían dejado muy claro que estaban tan
convencidos de que obtendrían la victoria final que estaban dispuestos a eliminar, en
privado, a los miembros de la Horda que se atrevieran a hablar en contra de Garrosh y,
presumiblemente, también en público.

Bajo el mando de Thrall, la Horda había sido buena para los trolls. Pero ahora…
Vol’jin había perdido a muchos buenos soldados en las dos últimas batallas. ¿Y así era
cómo se lo pagaba? No. Había llegado el momento de volver a casa, al menos por
ahora, ahora que su hogar se hallaba tan cerca. Había llegado el momento de sumirse en
un profundo trance para comprobar qué tenían que decir los loa. Entonces, recordó las
palabras que le había dicho a Garrosh hace mucho tiempo, que ese orco se iba a pasar
todo su reinado mirando siempre de reojo lo que tenía a sus espaldas… y que, en sus
últimos instantes de vida, el Jefe de Guerra sabría, sin ninguna duda, quién lo había
asesinado.

Por lo visto, había tomado la decisión adecuada ya que, antes de llegar siquiera
a las Islas del Eco, una canoa salió a su encuentro. El chamán, que se encontraba en la
popa de la nave, tenía los brazos alzados y el agua que se encontraba directamente bajo
aquel bote se movía más rápidamente de lo que debería, pues estaba utilizando a los
elementos para que lo acercaran hasta su líder con la mayor celeridad posible.

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Vol’jin ni siquiera esperó a que el otro bote se hallara junto al suyo. Pidió a los
loa que lo ayudaran a que se escuchara con fuerza su voz y gritó:
—¿Qué pasa, compañero? ¿Algo va mal?

El chamán respondió y su voz fue arrastrada por el ansioso viento hasta las
largas orejas de Vol’jin.

—¡La Alianza se acerca! ¡Y son un montón!

***

Garrosh rugió iracundo y lanzó su jarra al otro lado la mesa.

—¿La Alianza? ¿Aquí? ¡Pero si nuestros servicios de inteligencia dijeron que se


estaban reuniendo en Costa Oscura!
El desventurado troll al que habían encomendado la tarea de informar al Jefe de
Guerra se estremeció levemente, a pesar de que no había tirado la jarra hacia dónde
estaba él.

—No sé nada sobre eso, Jefe de Guerra. Lo único que sé es que se acercan a
Bahía Bladefist. Son decenas de barcos. ¿Qué quieres que hagamos?

Garrosh se recuperó de su arrebato casi de inmediato.

—Dile a Baine que envíe druidas a todo puerto que estemos bloqueando.
Debemos redirigir nuestras flotas inmediatamente. Y a los barcos que se encuentran en
el Fuerte del Norte… ¡que les ordenen a todos que vuelvan aquí! ¡Ahora mismo!
Entonces, para desconcierto del mensajero troll, una sonrisa taimada se dibujó
en el semblante de Garrosh.
—Traíganme a… todos los magos. Mi plan puede funcionar tan bien en Bahía
Bladefist como en Costa Oscura.

***

Varian se hallaba en la cubierta del León de las Olas mientras se aproximaban a


Kalimdor. Como los chamanes draenei habían hecho un trabajo impresionante al
implorar al viento y las olas su ayuda, la flota había cruzado el océano en un tiempo
récord gracias a los buenos vientos y los serenos mares que habían encontrado en su
viaje. Estaban a unos pocos kilómetros de la costa de Bahía Bladefist. Pese a que Varian

309
era el líder de las fuerzas de la Alianza, no era el capitán del León de las Olas, por lo
que no se inmiscuía en las labores de Telda Stonefist, lo cual resultaba muy fácil, ya
que Telda sabía lo que hacía y, a pesar de su pequeña estatura, todos los marineros
obedecían al instante en cuanto vociferaba una orden.

Varian se acercó y se colocó junto a ella, mientras la espuma del mar arrastrada
por el viento les mojaba a ambos el pelo. La capitana le pasó un catalejo.
—Así podrás echar un primer vistazo a la bahía —le dijo.

Varian se colocó ese artilugio sobre el ojo derecho. Aunque sólo había un barco
en el muelle, sabía que resultaría muy difícil abrirse camino hasta Orgrimmar.
—Me parece que el único navío que hay en el puerto es de construcción goblin.
Eso significa que nos bastará con sólo un certero disparo para que toda esa cosa vuele
por los aires —replicó Telda con una amplia sonrisa.

Varian se sintió un tanto inquieto. Esa reacción era un vestigio de Lo’Gosh, que
provocó que sus sentidos se agudizaran, incluso aquéllos que no estaban incluidos entre
los cinco sentidos ordinarios. Se volvió para encararse con el fuerte viento y olfateó el
aire. Una vez más, se acercó el catalejo al ojo. Sólo veía el cielo y el mar, con sus
diferentes tonalidades de azul.

Lentamente, se giró en todas direcciones. Mar azul, cielo azul…


Entonces, divisó algo que no era azul, una diminuta mota en el horizonte. —
¡Ahí! —Gritó Varian, señalando al sur—. ¡Veo barcos! De algún modo,
Garrosh había anticipado sus movimientos.

—¡Todos a sus puestos! —exclamó Telda con una voz que parecía demasiado
potente para haber salido de la garganta de alguien con una constitución tan pequeña.

Todo el mundo entró en acción. Rápidamente, esos marineros muy bien


adiestrados se acercaron de un salto a los cañones. Los magos ascendieron por las
jarcias para poder apuntar mejor sus devastadoras bolas de fuego que desatarían el caos
en esos veleros de madera. Los chamanes corrieron a situarse a ambos lados del barco,
corriendo así más peligro que nadie, para conminar a los elementos a ayudarlos a
demostrarles que ellos mismos estaban dispuestos a arriesgarlo todo.
Varios cuernos resonaron y, uno a uno, los barcos que habían estado navegando
hacia el este viraron, dispuestos a encarar esa amenaza que procedía del sur. Varian
subió por las jarcias, a las que se sujetó con una sola mano mientras se acercaba el
catalejo al ojo.

310
Aunque había varios navíos más que navegaban directamente hacia ellos, las
fuerzas de la Horda eran muy inferiores en número. Varian asintió. No sabía cómo
Garrosh se había enterado de su llegada (quizá un pesquero había divisado a su armada
en alta mar y había regresado raudo y veloz para dar la voz de alarma), pero eso ya no
importaba. Lo único que importaba es que la Horda se había centrado tanto en el
bloqueo que ahora que debía atacar con todo a la Alianza apenas contaba con efectivos.

—Jaina —murmuró el rey, al mismo tiempo que bajaba a cubierta—, tenías


razón en una cosa al menos. Tal vez podamos acabar con esto aquí y ahora.

En un principio, los dominó el aturdimiento. Era obvio que la Horda se había


creído la información falsa extendida por los espías de la Alianza y que su armada se
encontraba muy ocupada custodiando unas costas que no iban a ser atacadas. Esos
pocos barcos que venían del Fuerte del Norte sólo servirían para que la Alianza
practicase el tiro al blanco. La Bahía Bladefist, que había permanecido serena y
calmada hasta entonces, se convirtió súbitamente en un campo de batalla naval.
Sin pensar en su propia seguridad, Varian volvió a subirse a las jarcias y
observó el océano. Divisó sólo tres o cuatro naves, que avanzaban en su dirección lo
más rápido posible. Sus velas también se hinchaban impulsadas por el viento; la Horda
había contado con chamanes entre sus filas mucho antes que la Alianza y, sin lugar a
dudas, esos chamanes estaban dando todo cuanto tenían.

—¡Todo a babor! —vociferó Telda.

Varian se aferró con más fuerza si cabe a los mojados cabos mientras el barco
viraba bruscamente a la izquierda para encararse con esa amenaza que se acercaba por
el sur. Por un momento, casi (pero sólo casi) sintió lástima por las tripulaciones de las
naves que la Alianza se hallaba a punto de hacer estallar en esas aguas.

—¡Fuego!

El León de las Olas vibró por entero por culpa del estruendo que provocaron sus
cañones al disparar sus proyectiles contra el enemigo. Si bien algunas bolas de cañón
chapotearon inofensivamente en el agua, muchas acertaron en su objetivo (el barco que
lideraba el ataque) de lleno. Los vítores estallaron en cuanto todo el lateral del navío de
la Horda quedó casi completamente destrozado.

Entonces, de improviso, aquella madera empezó a regenerarse. Al parecer,


además de contar con experimentados chamanes, la tripulación de ese barco también

311
contaba con habilidosos druidas. Varian lanzó un juramento, descendió rápidamente
unos metros y se dejó caer el resto del descenso.

—¡Brujos, prepárense! —exclamó.

Siempre le resultaba inquietante que se valieran de las habilidades de esa gente


que colaboraba con demonios, a la que obligaban a servir a la Alianza, pero lo cierto era
que conocían ciertos conjuros (y a ciertas criaturas esclavizadas a las que dominaban)
cuya eficacia era innegable. Los brujos se colocaron a ambos lados de la nave con
presteza, con sus túnicas negras, moradas y de otras tonalidades oscuras. Acto seguido,
invocaron a sus esbirros. Al unísono, alzaron los brazos y entonaron esos conjuros que
tan desagradables resultaban para el oído.
Al instante, una lluvia de fuego cayó, de manera incesante, sobre todo el barco
que ya se encontraba dañado. A continuación, unos pequeños demonios socarrones,
conocidos como «diablillos», fueron enviados a danzar sobre el navío enemigo, sobre el
que lanzaron fuego aquí y allá. El hecho de que parecieran disfrutar con la destrucción
que estaban causando era la guinda del pastel.

—¡Magos! —gritó Varian, con la mirada clavada en el barco orco.

Acto seguido, unas enormes bolas de fuego se sumaron a la incesante y letal


lluvia de fuego. Los cañones rugieron de nuevo y la nave enemiga no aguantó más. Se
partió en dos y Varian vio, con suma satisfacción, cómo muchos soldados de la Horda
se tiraban frenéticamente a las aguas de la bahía. Aunque había muchos más que se
estaban hundiendo con el barco.

El victorioso León de las Olas se giró lentamente. Los chamanes redirigieron el


viento y la nave se dirigió hacia su próximo objetivo.
—¡Hemos hundido uno! ¡Ya sólo quedan tres! —se jactó Telda—. ¡Vamos,
muchachos y muchachas! ¡Cuando se ponga el sol, ya estaremos navegando por
Orgrimmar!

Entonces, una niebla gris envolvió el barco.

Varian profirió un juramento. Era una treta chamánica. No obstante, los brujos
ya habían reaccionado; habían enviado unos relucientes orbes verdes que habían
atravesado la niebla mágica y que volvían para informar de lo que sucedía. Una de los
brujos, una mujer humana que parecía demasiado joven como para tener ese pelo tan
blanco que le llegaba hasta los hombros, llamó a Varian y le dijo:

312
—Majestad… le están haciendo algo al océano, que se agita ferozmente. No sé
exactamente qué está ocurriendo.

De repente, se escucharon más cañonazos, pero esta vez Varian no sabía qué
barcos estaban disparando ni qué naves estaban recibiendo los impactos. Entonces,
oyeron un espantoso crujido; no era el ruido de un barco que sufriera el castigo de los
cañonazos, sino algo nuevo y horrible que se encontraba ahí fuera pero que no podía
verse. Súbitamente, Varian comprendió que, a pesar de que la Horda se veía superada
infinitamente en número, las fuerzas con las que contaba eran mucho más peligrosas de
lo que había anticipado.

313
CAPÍTULO VEINTICINCO

L e llevó mucho tiempo… más del que Jaina hubiese deseado. Pero tenía que

ser concienzuda. Antonidas le había enseñado eso. Si uno se precipitaba a la hora de


estudiar o ejecutar conjuros, se arriesgaba a que el resultado fuera, en el mejor de los
casos, que no pasara nada y, en el peor, que sucediera un desastre. «Es tan peligroso
como participar en una batalla con un arma que nunca antes has manejado».

Por esa razón, se sentó en una de las pequeñas colinas de Isla Batalla y releyó
toda la información disponible sobre el Iris de enfoque que se encontraba en ese tomo
robado. Pensó en lo que Kalec le había enseñado sobre la magia, que era algo lógico y
preciso, así como en lo que ese libro afirmaba, que la energía Arcana era tan similar a
un elemento que, para todo propósito mágico, podía ser considerado como tal. Mientras
leía, Jaina acariciaba distraídamente la superficie del Iris de enfoque, que estaba fría
incluso bajo un sol de justicia.

Ya había realizado algunos experimentos exitosos con aquel objeto, como podía
atestiguar su nuevo tamaño más pequeño. Entonces, decidió devolverle su verdadero
tamaño para hacer más pruebas con él mientras dormía poco y comía sólo comida
conjurada. Tras pasar dos días, manteniendo a raya su propia impaciencia y animada
por los resultados que estaba obteniendo, la maga decidió que ya se encontraba lista.
Observó con mirada aviesa cómo la Horda enviaba a casi todos los navíos que tenía en
el Fuerte del Norte a Orgrimmar, o eso suponía Jaina.
Sí, marchen a casa, pensó.

Se volvió hacia el océano. La brisa salada revolvió su pelo blanco. Jaina se


concentró y colocó las manos sobre el Iris de enfoque. Si había llegado a entender
correctamente cómo funcionaba ese objeto, se trataba de un conductor (y, en las manos
adecuadas, de un amplificador) de energía Arcana. Notó cómo la reliquia vibraba

314
gélidamente. Entonces, de repente, una fina grieta apareció en su superficie. Y se abrió
al igual que un ojo.

Jaina lanzó un grito ahogado, pero no dejó de tocar el Iris. Mientras ella
dirigiera el flujo de magia, la obedecería. Súbitamente, se produjo un destello cegador y
un rayo de luz salió del Iris de enfoque en dirección al océano.

Con una mano todavía en el Iris, Jaina alzó la otra mano y gesticuló de cierto
modo para realizar un hechizo concreto.
Antaño, ese conjuro había creado a un solo elemental. Ahora, con suma rapidez,
había engendrado diez. Diez relucientes elementales del agua esclavizados que se
hallaban en la superficie del mar, con sus brillantes ojos, con las manos encadenadas.

Jaina se rió y, acto seguido, creó más. Y más, hasta que, prácticamente, no
quedó apenas ni una gota encantada en el mar que se extendía hasta donde llegaba la
vista. En circunstancias normales, no habría podido realizar una proeza tal y, si hubiera
sido capaz, ya estaría temblando de agotamiento a estas alturas. Sin embargo, se sentía
tan fuerte como cuando había empezado a recitar el conjuro. El Iris de enfoque hacía
todo el esfuerzo por ella. No era de extrañar que la Horda lo hubiera codiciado, no era
de extrañar que a Kalec le hubiera preocupado tanto que lo hubieran robado.

Durante un breve instante, Jaina perdió la concentración. Se imaginó a ese


dragón Azul que le resultaba tan apuesto en sus dos formas. Recordó su bondad, su risa
y cómo el corazón le había dado un vuelco cuando él le había besado la mano.
Sólo fue un momento. Jaina volvió a centrarse inexorablemente en los
elementales del agua. En su mundo, ya no había sitio ni para la risa ni para la bondad.
No mientras un solo orco aún respirase.

Con poco más de un pensamiento y un leve movimiento de dedos, reformó a los


pocos elementales que habían empezado a perder cohesión debido a su falta de
atención. Y ahora debo unirlos.

No conocía el sortilegio necesario para tal cosa. Por lo que ella sabía, no existía.
No obstante, el Iris de enfoque no parecía hallarse limitado por tales trivialidades. Jaina
se concentró intensamente en su objetivo, a la vez que movía los dedos de maneras que
le salían de forma natural.

El Iris de enfoque y los elementales la obedecieron.

315
Miles de ellos se fusionaron sin perder del todo su forma; más bien la adaptaron
para pasar a formar parte de una sola forma mucho mayor. Jaina sonrió. El corazón le
latía desbocado al contemplar su éxito y decidió unirlos aún más. En breve, lo que
habían sido hasta hace unos instantes millares de elementos individuales, que danzaban
sobre la superficie del océano, se convirtieron en una única ola.
Una ola gigantesca.

Que creció y se ensanchó. Jaina hizo un gesto hacia arriba con la mano y
provocó que la ola se alzara. En esa vasta muralla de agua aún podía ver ojos
individuales y ataduras encantadas que encadenaban muñecas acuosas. Pero ya no se
separarían. No mientras siguiera ordenándoles que permanecieran juntos.

Se tomó su tiempo. La colosal ola se hallaba bastante lejos de su destino


definitivo. Jaina iba a necesitar muchos elementales e iba a tener que mantener un
control total sobre ellos si quería tener éxito. Ya estaba casi lista, al fin. Sólo necesitaba
juntar unos cuantos más, otros diez, para que creciera tal vez unos seis metros más…

—¡Jaina! —exclamó alguien, con una voz profunda y melodiosa plagada tanto
de gozo como de dolor.
La ola flaqueó en cuanto Jaina se giró, aunque mantuvo una mano firmemente
sobre el Iris de enfoque.
—¡Thrall! —Gritó la maga, sin emplear deliberadamente el «verdadero
nombre» del orco—. ¿Qué estás haciendo aquí?
El gesto de alegría que se había dibujado en el rostro del orco por volver al verla
se desvaneció.
—Me alegro mucho de comprobar que estás viva, vieja amiga. Pero he sido
llamado a este lugar… para detenerte.
La había llamado vieja amiga. Y sí, era cierto, habían sido amigos, ¿verdad?
Unos amigos que habían colaborado codo con codo para detener guerras y salvar vidas,
tanto de la Horda como de la Alianza.

Pero ya no podían ser amigos.

Se aproximó hacia ella, con los brazos extendidos de un modo suplicante y el


Doomhammer sujeto a la espalda.
—He tenido una visión… en la que un tsunami arrasaba Orgrimmar. Un tsunami
que tenía su origen aquí. Por eso he venido, tal y como los elementos me rogaron, para
evitar que eso ocurra. Ni en todos mis sueños ni en mis peores pesadillas, jamás pensé
que te encontraría viva… y menos aún tras este desastre que está a punto de suceder.
Por favor, Jaina… suéltalos. Déjalos que se vayan.

316
—No puedo —replicó y, entonces, se le quebró la voz—. Tengo que hacer esto,
Thrall.
—Me he enterado de lo que sucedió en Theramore —dijo Thrall, quien seguía
aproximándose lentamente hacia ella—. Comparto tu dolor por todos los que han
muerto de un modo tan brutal. Pero hacerle a Orgrimmar lo mismo que la Horda le hizo
a Theramore… no hará que ninguno de ellos resucite, Jaina. Lo único que lograrás es
acabar con más inocentes.

—¿Que tú compartes mi dolor? —rezongó—. ¡Tú eres responsable de la


destrucción de Theramore, Thrall! ¡Tú dejaste a Garrosh al cargo de la Horda! Te
imploré que volvieras, que lo desposeyeras de su cargo. Sabía que, algún día, haría algo
terrible y así ha sido. Garrosh quizá lanzara la bomba… ¡pero yo te echo la culpa de
todo porque le diste el poder para hacerlo!

Thrall se paró en seco, estupefacto ante esas palabras.

—Entonces… échame la culpa si quieres, Jaina. Los ancestros bien saben que
yo mismo me echo la culpa. ¡Pero no pretendo vengar a los caídos en Theramore
asesinando a mi propia gente!

—¿Gente? —Repitió Jaina—. Ya no puedo considerarlos de ese modo. No son


gente. Son monstruos. ¡Igual que tú! Mi padre tenía razón… pero ha sido necesario que
toda una ciudad repleta de gente fuera masacrada para que me diera cuenta. Estaba
ciega por tu culpa, no me dejabas ver cómo eran realmente los orcos. Me engañaste, me
hiciste creer que podía reinar la paz, que los orcos no eran unos animales sedientos de
sangre. Pero me mentiste. Estamos en guerra, Thrall, y en la guerra hay sufrimiento. La
guerra es horrenda. ¡Y vosotros la habéis empezado! Tu Horda arrasó Theramore y
ahora ha impuesto un bloqueo en todas las ciudades de la Alianza de Kalimdor.
Mantiene como rehenes a poblaciones enteras que, además, son atacadas. Mientras nos
encontramos aquí, Varian está liderando la lucha para romper el bloqueo. Y, en cuanto
haya cumplido con mi cometido, acudiré en su ayuda. ¡Y, entonces, ya veremos quién
retiene como rehén a quién! Pero, primero… ¡destruiré la ciudad cuyo nombre rinde
homenaje a Orgrim Doomhammer, situada en la tierra cuyo nombre rememora a tu
padre!

—¡Jaina! ¡No, por favor, no!

Con una sonrisa de suficiencia y un leve giro de muñeca, la maga lanzó la


gigantesca ola.

317
Un estruendo horrible, conformado por el grito de centenares de elementales
esclavizados, rasgó el aire al mismo tiempo que la ola se dirigía al norte.

***

—¡No! —exclamó Thrall, quien extendió los brazos desesperado mientras


rogaba en silencio.

¡Espíritu del aire, detenlos! No dejes que sean utilizados para asesinar a tantos
inocentes.
Entonces, metió una mano en su bolsa y tocó las diminutas tallas que
representaban a los elementos, cuyas esencias se manifestaron en las relucientes y
vibrantes imágenes de esas figuras. Uno de esos tótems se le apareció a sus pies en
cuanto el aire acudió voluntariamente a su llamada. El viento que súbitamente arreció
envolvió la ola que se estremecía en un intento de controlar el tsunami.
Jaina gruñó y gesticuló. Los elementales gimieron de agonía al ser obligados a
luchar contra la fuerza del viento. Thrall resopló y tembló por culpa de la tensión.
Aunque Jaina era una maga poderosa, no debería ser tan fuerte como para poder
plantarle cara; sobre todo, cuando la voluntad de los propios elementos era resistirse a
su poder. Thrall nunca había visto el Iris de enfoque, pero sabía cómo era. Sabía que
había controlado unas poderosas agujas de flujo que extrajeron magia Arcana de las
líneas ley de Azeroth para llevarla al Nexo; sabía que había insuflado vida a un dragón
cromático de cinco cabezas. Y ahora se hallaba bajo el control de una maga maestra.

Thrall se llevó un gran disgusto al darse cuenta de que lo había interpretado todo
al revés. Lo extraño no era el hecho de que Jaina fuera ahora más fuerte que él, lo
extraño era que él fuera capaz de resistir ante su nuevo poder.

—Jaina —masculló entre unos dientes que apretaba con fuerza por culpa de la
tensión—, el dolor que sientes está más que justificado. Lo que hicieron fue una
atrocidad. ¡Pero no se puede exigir que se apague hasta el último hálito de vida de los
niños para compensar lo que Garrosh hizo!

La maga volvió la cabeza, agitando su pelo blanco con un solo mechón rubio.
Posó su espeluznante y gélida mirada sobre él. Separó los dedos y movió la mano hacia
delante. Thrall salió volando hacia atrás tras ser golpeado fuertemente por algo
reluciente y de color blanco y lavanda. Su mundo se tornó gris por un segundo y acabó
aterrizando de espaldas sobre la arena, jadeando. Aunque se estremeció por entero, hizo
un tremendo esfuerzo para levantarse y centrar su energía en contener la descomunal
ola.

318
La maga había lanzado ese ataque no con intención de que el orco aflojara su
dominio sobre los elementos, sino con intención de matarlo. Thrall, sin embargo, era
incapaz de hacer algo así, aún no, contra Jaina no, no contra quien había sido su querida
amiga y quizá todavía podría seguir siéndolo en un futuro. De ese modo, ella tenía una
ventaja sobre él.

Thrall pidió ayuda de nuevo al espíritu del aire. Una ráfaga de viento, que
soplaba con la intensidad de un huracán, arremetió contra Jaina con tanta ferocidad que
la maga trastabilló hacia atrás y se cayó a la arena. De ese modo, dejó de tocar el Iris de
enfoque y el torbellino le arrebató las órdenes de la boca.

El chamán aprovechó esos preciosos segundos para centrar toda su atención en


la inmensa muralla de agua.
Espíritu del agua, lucha contra ese conjuro que te esclaviza. Toma mis fuerzas;
úsalas…
De improviso, escuchó el crepitar de las llamas y sintió calor a sus espaldas,
Muy a su pesar, redirigió su petición del espíritu del agua al espíritu del fuego. Thrall se
giró con las manos alzadas para hacer todo cuanto estaba en su mano para protegerse de
la descomunal bola de fuego que le venía encima. El espíritu del Fuego estaba furioso y
atormentado y, por un momento, el orco temió que no lo escuchara a tiempo. Para
defenderse, invocó tres orbes de agua que lo rodearon velozmente y le insuflaron
energías renovadas. Thrall no puedo evitar cerrar los ojos mientras se preparaba para
sufrir el dolor y un calor abrasador. En el último segundo, la enorme bola ígnea se
fracturó y sus llamas salieron despedidas en todas direcciones. Sólo unas pocas llegaron
a alcanzar al chamán, aunque chamuscaron su túnica y quemaron su carne
dolorosamente.

—¡No voy a permitir que me detengas! —gritó Jaina, mientras avanzaba


gateando hacia el Iris de enfoque.
Antes de que el orco pudiera reaccionar y dispersar a los quejosos y torturados
elementales que conformaban la gran ola, la maga golpeó con una mano la reliquia,
amplificando así su conjuro, al mismo tiempo que movía dedos de la otra mano para dar
órdenes. Thrall se quedó atónito al ver cómo los dos globos de agua, que aún seguían
girando a su alrededor para protegerlo, eran empujados fuera de sus respectivas órbitas.
Se volvieron más grandes y unos lazos mágicos aparecieron en unos «brazos» que les
habían brotado repentinamente. Acto seguido, se unieron a sus hermanos, poniéndose
así al servicio de Jaina. El chamán se dio cuenta de que la reliquia no sólo hacía más
poderosos los hechizos de la maga, sino que le permitía a ésta controlar los conjuros
que él mismo lanzaba.

319
—¿Lo ves, Thrall? ¿Entiendes, por fin, a qué te enfrentas?

—¡Sí, ya lo veo! —replicó Thrall a voz en grito.

El chamán redirigió más energía a los tótems y se centró en evitar que la enorme
ola fuera lanzada. Si sus palabras pudieran llegar a oídos de ella…
—Sé que estás destrozada y apenada. No te conviertas en una víctima más de lo
que Garrosh le hizo a Theramore. ¡Puedo ayudarte!
—¿¡Cómo vas a ayudarme cuando es más que posible que estés ayudando a
Garrosh!? ¿Cómo voy a saber que no trabajas para él? ¡Quizá todo esto ha sido un plan
tuyo desde el principio!

Thrall se sintió tan horrorizado ante esa acusación que su conjuro flaqueó. Al
instante, la enorme torre de agua, compuesta de agitados elementales del agua, avanzó
varios metros. El orco tuvo que emplear toda su fuerza de voluntad en el empeño para
lograr recuperar el control sobre ella a duras penas.

De repente, una enorme columna de fuego brotó de la nada, girando


furiosamente sobre sí misma y lanzando arena por los aires que cayó sobre Thrall. El
orco sabía que no podría disiparla, ya que casi todas sus energías estaban concentradas
en contener la gigantesca ola.

La ola…

¡Espíritus del agua, permítanme caminar sobre ustedes y abrácenme!

Se volvió y se alejó corriendo de la arena para dirigirse al agua, sobre la que


corrió tan rápidamente como si corriera sobre tierra firme. El orco fue directamente
hacia la colosal e imponente ola, con la idea de utilizar los propios conjuros de Jaina en
su contra, tal y como ella había hecho. Justo cuando se aproximaba a la temblorosa
muralla de agua, pidió al elemento del agua que lo recibiera en su seno. Súbitamente,
cayó a plomo al océano y, entonces, por encima de su cabeza, la columna de fuego de la
maga se estrelló contra su propia ola colosal.

El fuego se apagó de inmediato y la ola quedó severamente debilitada. Thrall se


sumergió aún más para alejarse del terrible caos de la superficie y, a continuación, nadó
vigorosamente hacia la orilla. Mientras emergía del mar, pudo comprobar que Jaina
intentaba reparar la ola de un modo frenético, creando más elementales a los que
obligaba a fusionarse con ella.

320
Thrall pidió al Espíritu de la Vida que intercediera a su favor e invocó a dos
seres espectrales; unos espíritus de lobo que, a pesar de ser transparentes y brumosos,
eran tan peligrosos como sus congéneres corpóreos. Aunque había creado unas
manifestaciones similares en ocasiones anteriores, ahora que contaba con la ayuda
voluntaria del Espíritu de la Vida, los lobos eran más fuertes todavía. Las espectrales
criaturas se abalanzaron sobre Jaina mientras sus aullidos rasgaban el aire, distrayendo
así su atención de su siniestro empeño.

—Así sólo vas a retrasar lo inevitable —le espetó Jaina.

La maga gesticuló y, de repente, se produjo un estallido de energía Arcana de


color blanco y lavanda a su alrededor. Aullando de dolor, los espíritus de lobo
regresaron al plano espiritual del que Thrall los había sacado.

—No puedes derrotarme. No mientras cuente con el Iris de enfoque. Con el


que… —su ira se transformó de repente en dolor—. No puedes entenderlo. Tú no lo
viste. No sabes lo que esta cosa le hizo a Theramore… ni lo que me ha hecho a mí…
A Thrall le costaba mucho más ser testigo de su tormento que de su ira. Jaina
era como una herida abierta que quería hacer daño a los que la habían lastimado. Y no
sólo eso, quería hacer daño a todo aquél que alguna vez le hubiera hecho albergar
esperanzas. Sintió una honda compasión por ella, pero eso no menguó su determinación
ni por un solo instante.

—Tienes razón —dijo el chamán, obligándola así a mirarlo con un gesto de


sorpresa dibujado en su rostro—. No estuve ahí. Pero si puedo ver lo que esa tragedia te
ha hecho. Lo que Garrosh te ha hecho. Lucha contra Garrosh si quieres. No te detendré.
Pero no hagas pagar sus pecados a inocentes… ¡a niños, Jaina! Si los matas, no sólo
acabarás con ellos, ¡sino que acabarás también con el futuro!
—Todos los que murieron agónicamente en Theramore ya no tienen ningún
futuro —replicó Jaina—. ¿Por qué deberían tener uno los orcos cuando Kinndy,
Tervosh o toda esa gente buena y decente ya no lo tienen? —entonces, añadió, casi para
sí misma—. ¿Por qué debería alguien tener un futuro?

Entonces, la ola se liberó.

Thrall arqueó la espalda y alzó las manos al aire. Sus músculos gritaron de dolor
y sus pulmones lucharon por poder respirar mientras intentaba contener la ola con todas
sus fuerzas.

321
La ola se detuvo a medio camino, estremeciéndose bajo la tremenda tensión al
igual que Thrall. El Aire y el Agua se hallaban inmersas en un conflicto que ninguno de
ellos deseaba, al mismo tiempo que la descomunal ola temblaba. Thrall no podía
dedicar ni un solo pensamiento ni una sola palabra ni un solo gesto a su propia
protección. Podía percibir cómo el agua luchaba por liberarse, podía notar cómo el aire
se esforzaba por mantenerla en su lugar.

El chamán se encontraba completamente a merced de esa mujer que se hallaba


sólo a unos pocos metros… a la que había considerado su «amiga», la cual ahora
pretendía ser la muerte encarnada.

—¡Libera al viento, Thrall! —exclamó Jaina, quien apartó una mano del Iris de
enfoque sin dejar de tocarlo con la otra. Al instante, la energía Arcana se arremolinó a
su alrededor, agitando así su túnica y su pelo blanco—. ¡O, si no, te mataré aquí mismo
y fracasarás de todas maneras!

—¡Adelante! —Exclamó Thrall—. ¡Mátame! ¡Dale la espalda a todo aquello


que una vez te hizo ser una persona íntegra y compasiva! ¡No voy a permitir que esta
ola rompa sobre Orgrimmar mientras me quede una sola gota de aliento!

Por un instante, le dio la impresión de que Jaina titubeaba. Pero, entonces, su


semblante adoptó un gesto muy duro.
—Que así sea —murmuró y, acto seguido, reunió toda esa energía en su mano
libre.
De repente, una sombra cayó sobre ambos y, antes de que pudieran percatarse
de qué sucedía, una enorme silueta reptiliana aterrizó en la arena. El dragón colocó su
descomunal cuerpo azul entre el orco y la humana y gritó:

—¡Jaina! ¡No!

Thrall no se lo podía creer. ¡Kalecgos estaba ahí! ¿Cómo los había encontrado?
De inmediato, respondió su propia pregunta. El dragón Azul había estado buscando el
Iris de enfoque. Y su búsqueda había llegado a su fin… Kalecgos había dado con él y
con su brutal ama. El orco contaba ahora con un aliado… así que continuó centrando
toda su energía en contener la furiosa y tensa ola.

***

Jaina se tambaleó al aterrizar Kalecgos delante de ella.

322
—Aparta un lado, Kalec —rezongó, mientras intentaba recuperarse—. ¡Ésta no
es tu lucha!
El dragón adoptó su forma semiélfica, aunque no dejó de interponerse entre ella
y Thrall.
—Lo es —replicó—. El Iris de enfoque no te pertenece. Es del Vuelo Azul. Fue
robado para hacer con él algo cobarde y aterrador. No puedo permitir y no permitiré que
eso vuelva a ocurrir.

—¡No pretendo cometer una cobardía! —Exclamó Jaina—. Sino hacer justicia.
Tú volviste a Theramore después de la explosión, Kalec. Viste cómo quedó todo. Tú no
los conocías tanto como yo, pero Pained, Tervosh y K-Kinndy… ¡ellos también eran tus
amigos! No quedó nada de mi aprendiza, nada salvo arena, Kalec. ¡Arena!
Su voz se quebró al pronunciar la última palabra. El dragón no hizo ademán
alguno de querer luchar con ella, a pesar de que ella seguía manteniendo una postura de
ataque, a pesar de que aún tocaba con una de sus manos el Iris de enfoque.

—Yo también he perdido a seres queridos —afirmó—. Creo que entiendo un


poco, al menos, tu dolor —Kalec dio un paso hacia ella, ofreciéndole una mano de
manera implorante.

—¡Detente! ¡No te muevas! —Una vez más, la energía Arcana crepitó entorno a
ella—. ¡No tienes ni idea de cómo me siento!
—¿Estás segura? —replicó Kalec, quien se detuvo pero retrocedió—. Dime si
esto te resulta familiar. Al principio, no lo comprendes. Primero, te sientes culpable y te
preguntas que hubiera pasado si las cosas hubieran sido de otra manera, luego llega el
aturdimiento, porque eres incapaz de asimilarlo todo de golpe. Sólo puedes asimilarlo
poco a poco; es como dejar entrar la luz por una cortina abriéndola lentamente. Sientes
una extraña conmoción cada vez que te das cuenta, una y otra vez, una y otra vez, de
que nunca volverás a ver a ese ser querido jamás. Entonces, llega la ira. La indignación.
El deseo de hacer daño a lo que te lastimó. De matar a lo que los mató. Pero ¿sabes qué,
Jaina? ¡Eso no sirve de nada! Por mucho que inundes Orgrimmar, Kinndy no va a
volver a estar esperándote en Theramore. Tervosh no volverá a estar cuidando su jardín.
Pained no volverá a estar afilando su espada ni frunciendo el ceño feliz y contenta.
Ninguno de ellos va a regresar.

A Jaina se le encogió el corazón, presa de la angustia. Sin embargo, era incapaz


de escuchar, porque todo lo que el dragón había dicho sonaba tan asquerosamente
cierto… No podía admitirlo ya que, entonces, tendría que dejar atrás la ira.
—Pero tendrán compañía —le espetó.

323
—Entonces, será mejor que te prepares para compartir su destino —contestó
Kalec, quien siguió hablando de manera implacable—, porque no serás capaz de vivir
con lo que vas a hacer. Porque, Jaina… yo he sentido todos esos sentimientos que te he
descrito. Los he sentido tan profundamente, tan intensamente que no llegaba a
comprender cómo mi corazón podía llegar a soportarlo y continuar latiendo. Sé cómo te
sientes. Y… también sé que puedes superarlo. La recuperación es lenta y uno pasa por
varias fases, pero se puede superar. A menos que uno se haga algo a sí mismo de lo que
nunca podrá recuperarse. Y créeme… si lanzas esta ola sobre Orgrimmar, estarás tan
muerta como aquéllos cuya muerte afirmas llorar.

—¡Claro que lloro sus muertes! —Chilló Jaina—. ¡Claro que sí! Apenas puedo
respirar; Kalec. No puedo dormir. Veo sus caras, tal y como las recuerdo, y luego sus
cadáveres. ¡La Horda debe pagar por lo que hizo!

—Pero tú no serás ni su juez ni su verdugo, Jaina, y menos de esta manera. —


Esas últimas palabras no las pronunció Kalecgos sino Thrall. Jaina le lanzó una mirada
iracunda—. Una cosa es la justicia y otra, la venganza. Debes comprender la diferencia
entre ambas cosas ya que, si no, acabarás traicionando a aquéllos que te amaron.

—Garrosh…

—Garrosh es un ladrón, un cobarde y un carnicero —aseveró Thrall con suma


calma—. Y estás haciendo precisamente lo mismo que él hizo… incluso pretendes
utilizar la misma reliquia que arrasó Theramore. ¿De veras es eso lo que deseas? ¿Ser
recordada de ese modo incluso por tu propio pueblo?

Jaina se tambaleó como si la hubieran golpeado. No, Thrall era un orco; era
igual que los demás; su padre había estado en lo cierto. Thrall intentaba confundirla. La
maga negó con la cabeza frenéticamente.

—¡Hago lo que sé que es correcto! —gritó.

—Tal y como hizo Arthas cuando asesinó a todo el mundo en Stratholme —


replicó Kalec. Jaina lo miró fijamente, consternada y sin ser capaz de creérselo. El
dragón prosiguió como si no se hubiera percatado de su reacción—. Pero él, al menos,
no albergaba odio en su corazón contra aquéllos que mataba. ¿Acaso quieres que esto
sea tu legado, Jaina Proudmoore? ¿Acaso quieres ser otro Garrosh, otro Arthas? A Jaina
le flaquearon las piernas y cayó sobre la arena, sin apartar la mano del Iris de enfoque.
Los pensamientos corrían veloces por su mente, su juicio estaba nublado debido a la
angustia.

324
Arthas…

No puedo ver cómo haces esto.

Eso era lo que ella le había dicho a Arthas tras implorarle que cambiara de
parecer. Pero él se había marchado cabalgando, acompañado de Uther, mientras ella
lloraba por la transformación que había sufrido Arthas. Lentamente, como si la cabeza
le pesara una tonelada, se volvió para contemplar la mano que tenía colocada sobre el
Iris de enfoque. Resultaba increíble que algo tan sencillo tuviera tanto poder y hubiera
causado tanto dolor. Pensó en cómo su energía había sido empleada para insuflar vida a
Chromatus, un dragón de cinco cabezas. Para desviar toda la energía Arcana al Nexo.
Para alimentar una bomba de maná que había incinerado a jovencitas inocentes.

Y que podía ser utilizada para borrar Orgrimmar del mapa…

Pensó en cómo Arthas se había burlado de Antonidas antes de que Archimonde


destruyera Dalaran y también en el rostro de su viejo mentor hecho de humo púrpura.
Este libro no es para ociosos ni curiosos. La información no debe perderse,
pero no debe ser utilizada de manera imprudente. Detén tu mano, amigo, o procede a
abrirlo… si sabes cómo.

Ansiaba tanto justificar sus actos que había interpretado su aparición como una
invitación a seguir ese camino, a pesar de que había tenido que romper el sello mágico
del libro. Pero no, no lo había sido.

Procede… si sabes cómo.

Pero no conocía el camino. Se había perdido y había ido dando palos de ciego.
En realidad, su breve aparición había sido una advertencia y no una invitación a que
siguiera obrando así. En lo más hondo de su corazón, Jaina sabía cómo habría
reaccionado Antonidas si hubiera sabido qué era lo que estaba a punto de hacer. Y esa
certeza la desgarraba por dentro.

Cerró la mano que tenía apoyada sobre el Iris de enfoque hasta formar un puño
con ella.
Jaina, lentamente, se puso en pie y alzó su rostro repleto de lágrimas primero
hacia Kalec y luego hacia Thrall.

325
—Por lo que ha hecho, Garrosh sólo puede ser considerado mi enemigo… y la
Horda también, mientras él siga siendo su Jefe de Guerra. Cuento con centenares de
elementales esclavizados. Y voy a utilizarlos.

La tensión se apoderó tanto de Thrall como de Kalec.

Jaina tragó saliva con dificultad. Arrastró las palabras para poder superar el
nudo que se había formado en su garganta.
—Los utilizaré para ayudar a la Alianza. Para proteger a mí pueblo. No voy a
arrasar una ciudad entera, pues no soy Garrosh. No voy a masacrar a civiles
desarmados, pues no soy Arthas, sino la dueña de mi propio destino.

Tras pronunciar esas palabras, la colosal ola se fracturó. Ya no era una


imponente muralla de agua, sino centenares de elementales de agua individuales, que se
mecieron sobre las olas a la espera de las órdenes de Jaina.

—Tienes derecho a declarar la guerra a la Horda, Jaina —aseveró Thrall—.


Pero, ahora, la sangre que te manchará las manos pertenecerá a guerreros y no a niños.
Con el tiempo, tu corazón se alegrará de la decisión que acabas de tomar.

—Ya no sabes qué sentimientos alberga mi corazón, Thrall —contestó—. No


soy una carnicera… pero ya no pienso defender la paz a cualquier precio. Desde que
dejaste de liderar a la Horda, se ha vuelto muy peligrosa. Debe ser combatida
constantemente… hasta ser derrotada. Entonces, tal vez sí pueda reinar la paz. Pero no
antes.

A pesar de lo que había dicho sobre sus sentimientos, sintió cómo el corazón se
le encogía al contemplar la triste expresión dibujada en el rostro del orco. Las vidas que
se habían perdido en Theramore y en el Fuerte del Norte no eran las únicas bajas de esa
guerra. Su amistad, que tantos años había durado, que tanto habían cultivado y
celebrado ambos, también había muerto. Tendría que pasar mucho, mucho tiempo para
que ella pudiera considerar a Thrall de nuevo su «amigo», aunque tal vez eso no
sucediera nunca. Y ella era consciente de que él lo sabía.
—Esta guerra inminente sacudirá los cimientos de este mundo tal y como hizo
el Cataclismo, pero de un modo distinto —afirmó Thrall—. Además, he jurado que voy
a sanar este mundo. Debo volver ya a la Vorágine. Lady Jaina, ojalá hubiéramos podido
despedirnos de otro modo.

—Lo mismo digo —replicó Jaina, quien lo decía totalmente en serio—. Pero ese
deseo no cambia nada.

326
Thrall hizo una profunda reverencia. Acto seguido, invocó a un lobo fantasma y
se subió sobre su grupa. El chamán y la criatura mística partieron en silencio. Entonces,
Jaina se volvió por fin hacia el dragón Azul.

—¿Y tú qué vas a hacer, Kalecgos del Vuelo Azul? —le preguntó en voz baja.

—Voy a llevar a Lady Jaina allá donde quiera ir —respondió.

—Irá allá donde se encuentre la flota de la Alianza batallando —replicó—.


Pero, primero… deseo… deseo ver Orgrimmar.

327
CAPÍTULO VEINTISÉIS

E n cuanto asimiló todo lo que el troll le había contado, Garrosh se había

subido a su temible lobo y había cabalgado lo más deprisa posible a Bahía Bladefist.

Como los barcos aún no habían llegado, para sorpresa y agrado del pequeño y
verde capitán, asumió el mando del navío goblin que parecía hallarse amarrado
permanentemente ahí. La nave avanzó traqueteando con Garrosh, Malkorok y muchos
otros a bordo para encontrarse con los demás navíos que venían del Fuerte del Norte.

Aunque la nave llamó la atención, por fortuna, aún no se hallaba a tiro de la


Alianza.
—¡Más rápido! —exigió Garrosh.

Pero eso no fue posible porque no había ningún chamán a bordo para obligar a
los océanos a obedecer. El líder de la Horda ansiaba colocarse junto a una de esas naves
enemigas para abordar su cubierta y masacrar a miembros de la Alianza pero, de
momento, eso no era posible. Aún no. Rugió, presa de la frustración, en cuanto el
enemigo acabó brutalmente con el primer Proudmoore barco de la Horda. Contempló
cómo se hundía, partido en dos y envuelto en llamas, y la ira se apoderó de él.
A pesar de que la noticia lo había sorprendido, Garrosh se había recuperado
rápidamente del impacto. Aunque la flota de la Horda se hallara dispersa por todo
Kalimdor, su arma secreta podía ser utilizada en cualquier parte. Pese a encontrarse
superados en número de una manera muy clara, sabía que pronto la venganza sería
suya.

Mientras el barco goblin traqueteaba audazmente hacia la flota de la Alianza,


Garrosh se echó a reír al comprobar que varias naves de la Alianza quedaban,
súbitamente, rodeadas de niebla.

328
—Sí, que teman lo que les espera —le comentó a Malkorok—. Que sientan el
terror de no saber qué hacer… hasta que contemplen nuestro verdadero poder.

—Cómo me gustaría enfrentarme a Varian en su propio navío —rezongó el orco


Blackrock—. No tendría una muerte rápida ni honorable.

—Sólo se merece sobrevivir a todos los que lo acompañan para que pueda ser
testigo de cómo desesperan y mueren —añadió Garrosh.

Algunos de los barcos de la Alianza se las habían arreglado para evadirse de la


niebla y otros se hallaban lejos de ella. La flota enemiga avanzaba veloz hacia los tres
navíos de la Horda que aún quedaban pero, en cuanto el navío goblin se colocó en
paralelo al Partehuesos, Garrosh y los demás pudieron saltar a la cubierta de la otra
nave con suma facilidad; el Jefe de Guerra permanecía tranquilo, incluso preparado para
todo.

—Invóquenlos —fue lo único que le dijo al capitán.

El troll obedeció y, pronto, el grito de «¡Invóquenlos! ¡Invóquenlos!» fue


pasando de un barco a otro. La batalla prosiguió y el humo de los cañonazos se extendió
por doquier. En casi todas las cubiertas, los combatiente de la Horda se hallaban
muertos o desangrándose, empalados por crueles astillas de madera del tamaño de un
antebrazo humano. Los sanadores corrían de aquí para allá, atendiendo a todos los que
podían mientras intentaban no convertirse en una baja más.

La superficie del océano, que ya se encontraba muy embravecido tras ser


mancillado por las balas de cañón, los abusos de los chamanes y los desechos y restos
de la batalla, se fue agitando aún más. Una espuma blanca bulló y, entonces, algo
explotó en sus entrañas.

La tripulación del desafortunado barco de la Alianza sólo tuvo tiempo de


quedarse boquiabierta de horror cuando la criatura atacó. Unos enormes tentáculos
azotaron al poderoso navío y se cerraron en torno a él en una siniestra parodia de un
abrazo cariñoso. El kraken… sí, eso era… apretó y apretó… y el barco se hizo astillas.
Garrosh echó la cabeza hacia atrás y se carcajeó.

Otros monstruos se alzaron desde el frío corazón del océano. Como, a pesar de
hallarse furiosos por haber sido esclavizados, no podían descargar su ira contra sus
amos, volcaron su cólera sobre las naves de la Alianza. Sus serpenteantes tentáculos

329
cogían y agitaban a los barcos y, a veces, lanzaban de aquí para allá los restos de los
navíos que habían destrozado. Los soldados de la Alianza, sin importar de qué raza
fueran, se tambalearon, gritaron y cayeron de sus destrozados barcos hacia las aguas
turbulentas, donde los krakens los devoraron.
—¡Vamos, Malkorok! —Exclamó Garrosh—. Acabemos con unas cuantas
vidas de la Alianza con nuestras manos. ¡Los krakens son unas herramientas muy
poderosas, pero no deseo que todos mis enemigos se conviertan en comida para peces!

—Estoy contigo, como siempre, Jefe de Guerra —replicó el orco Blackrock. Por
delante de ellos, sólo quedaba un barco de la Alianza que, por ahora, había
logrado esquivar a los krakens. Había virado bruscamente y, en vez de disparar
sus cañones de estribor contra el resto de barcos de la Horda, había centrado toda su
atención en acabar con uno de los krakens.

—¡Capitán, llévanos hasta ahí! —gritó—. ¡Ansío probar la sangre de la Alianza!

El capitán obedeció encantado y, tras echar un vistazo nervioso a esas cosas


negras y azuladas, brillantes y sumergidas en parte, que agitaban el agua, se colocó en
paralelo al lado de babor del León de las Olas de la Alianza. Pese a que parte de la
tripulación vociferó una advertencia, casi toda su atención estaba centrada en el lado de
estribor. Con una agilidad impropia de su enorme tamaño y su colosal peso, dos orcos
cruzaron de un salto la distancia que separaba ambos navíos y la lucha se encarnizó aún
más.

Malkorok agitaba su arma en el aire al saltar sobre la cubierta del León. Un


sacerdote draenei, que se hallaba absorto en sus tareas de sanación para curar a la
tripulación, encontró la muerte sin ni siquiera percatarse de esa amenaza. Gorehowl
cantó su espeluznante canción de masacre, anunciando así la presencia de Garrosh al
mismo tiempo que le cortaba su peluda cabeza a un huargen. De improviso, el orco
intuyó que había algo a sus espaldas y se giró blandiendo a Gorehowl; ésta impactó
contra la descomunal hacha de un amenazador demonio. En la espantosa cara gris del
guardia vil se dibujó una amplia sonrisa compuesta de dientes amarillentos.

Garrosh estalló en carcajadas.

—Mi padre mató a un demonio mucho más grande que tú —comentó


sarcásticamente.
El guardia vil se rió a su vez, con unas carcajadas tenebrosas y siniestras.

—Disfruta mientras puedas —replicó con una voz atronadora.

330
Ambas hachas chocaron una y otra vez. Aunque el guardia vil era enorme y muy
poderoso, Garrosh luchaba animado por su orgullo familiar. Se imaginó a su padre
luchando contra Mannoroth, uno de los más poderosos señores del foso que jamás
habían existido, y pensó en los colmillos que portaba en sus hombros marrones en su
recuerdo. El guardia vil dejó de reírse abruptamente y frunció el ceño en cuanto
Gorehowl se clavó en su torso gris. Después, recibió otro hachazo y otro y otro… hasta
que el guardia vil cayó despedazado sobre la cubierta.
—¡Jefe de Guerra! —Exclamó Malkorok, de cuyas armas goteaba un líquido
escarlata y a cuyos pies yacían no menos de cuatro cadáveres—. ¡Detrás de ti!

El líder de la Horda a duras penas logró girarse lo bastante rápido como para
protegerse con Gorehowl del enorme humano de pelo negro e imposiblemente rápido
que se acercaba a él, blandiendo una espada gigantesca… sí, era Shalamayne. Varian
profirió un agudo y furioso aullido, más propio del lobo fantasma del que había recibido
su nombre que de un humano. Garrosh gruñó en cuanto esa espada única le hizo un tajo
en el brazo y lo hizo sangrar. No obstante, logró detener el golpe a tiempo como para
evitar que el corte fuera más profundo y, acto seguido, empujó con fuerza. Varian se
trastabilló hacia atrás, pero Shalamayne volvió a arremeter contra él.

—¡Los ancestros nos bendicen! —Gritó Garrosh—. ¡Sabía que morirías hoy,
pero no esperaba tener la suerte de ser quien te asesinara!

—Me sorprende que tengas agallas para enfrentarte a mí —rezongó Varian—.


Te has vuelto muy cobarde desde la última vez que nos vimos. Primero enviaste a los
magnatauros, luego a los elementales y, por último, a los krakens a hacerte el trabajo
sucio. ¿Acaso también corriste a esconderte cuando lanzaste la bomba de maná?
¡Seguro que te hallabas a una distancia segura!

Gorehowl volvió a cantar, trazando un arco bajo, cuya intención era cercenarle
las piernas a Varian. El humano saltó y giró en el aire. Gorehowl estuvo muy cerca de
decapitarlo, pues el Jefe de Guerra elevó en ese momento su hacha.

—Y tú eres más lento que la última vez que nos vimos —comentó Garrosh
despectivamente—. Te haces viejo, Varian. Tal vez deberías dejar que el llorica de tu
hijo sea rey. En cuanto los krakens hayan reducido a astillas tus poderosos barcos,
marcharé sobre Stormwind. ¡Capturaré a tu querido muchacho, lo encadenaré y lo
obligaré a desfilar por Orgrimmar!

331
Su estrategia consistía en enfurecer al rey de Stormwind para que el humano
estallara de furia y luchara de manera desquiciada en vez de como debía. Pero, para su
asombro, Varian se limitó a sonreír y esquivar el hacha enemiga, mientras cavilaba
sobre cuál iba a ser su siguiente paso.

—Anduin quizá te sorprendería —afirmó—. Incluso los amantes de la paz


desprecian a los cobardes.
Garrosh, de repente, se cansó de provocarlo.

—Hemos luchado ya en tres ocasiones y la primera debería haber sido la última


—rezongó el líder de la Horda—. Esta vez morirás… así como perecerá todo cuanto
amas.

Garrosh cargó, blandiendo a Gorehowl, pero Varian se apartó grácilmente. El


orco lo siguió, dejándose de sutilezas y estrategias. Todo su mundo se había reducido a
éste solo hombre y su inminente muerte. Justo cuando ambos se hallaban enzarzados,
con sus rostros a sólo unos centímetros de distancia, salieron volando por los aires
abruptamente.

Garrosh agitó los brazos en el aire, aferrándose aún a Gorehowl y haciendo gala
de una férrea voluntad. Se estrelló contra la cubierta y, de repente, se encontró
resbalando por ella. Entonces, oyó un colosal crujido y, acto seguido, estaba cayendo
hacia la superficie azul del océano. Su armadura ya no le confería ninguna ventaja, sino
más bien al contrario. Se hundió a plomo mientras diversos pedazos y trozos del León
de las Olas amenazaban con sepultarlo en el lecho oceánico.
El líder de la Horda se negó obstinadamente a rendirse ante lo que parecía ser
una muerte segura. Aferrando aún el arma de su padre, utilizó los restos de barco que se
hundían en su provecho y se fue encaramando a un fragmento tras otros mientras éstos
eran arrastrados por la corriente. A pesar de que se sintió como si le fueran a reventar
los pulmones, siguió adelante con la cara vuelta hacia la luz hasta que emergió a la
superficie y paladeó el dulce aire, tosiendo violentamente.

Unas manos lo agarraron y tiraron de él hacia arriba para guiarlo hacia una
escalera de cuerda que habían lanzado desde el lateral de uno de los barcos (aunque no
sabía de cuál). Subió por la escalera, sin soltar en ningún momento a Gorehowl, hasta
que pisó la cubierta trastabillando.

—¡Jefe de Guerra! —exclamó Malkorok, quien también había sobrevivido. Los


dos se dieron sendos golpes en los brazos mutuamente.
—V-Varian —jadeó Garrosh—. ¿Qué ha sido de él?

332
—No lo sé —respondió el orco Blackrock—. ¡Pero mira!

Pese a que todavía seguía tosiendo agua de mar, Garrosh se volvió para
contemplar el lugar al que Malkorok señalaba y, entonces, se sintió henchido de
orgullo.

Allá donde mirase, los barcos de la Alianza se hallaban destrozados, ardiendo o


resistiendo desesperadamente el ataque de los krakens. Las aguas estaban repletas de
escombros procedentes de decenas de navíos. El Jefe de Guerra echó la cabeza hacia
atrás y rugió victorioso.

—¡Contemplad el poder de la Horda! —vociferó—. ¡Aunque el enemigo


contaba con docenas de barcos, los hemos vencido con sólo cuatro barcos! ¡Por la
Horda! ¡Por la Horda!

***

Kalecgos sostenía a Jaina delicadamente con su pata delantera derecha mientras


la maga sostenía el Iris de enfoque contra el pecho. Se dirigían al norte. Jaina no estaba
muy segura de por qué deseaba tanto ver la capital de la Horda, pero Kalec claramente
confiaba en que había cambiado de parecer y no objetó nada. ¿Acaso quería cerciorarse
de que todavía había inocentes en esa ciudad y de que había decidido lo correcto?
¿Acaso deseaba tentar a la suerte para ver si, por casualidad, veía a Garrosh y podía
lanzarle una descarga que lo desintegrara? No lo tenía nada claro.

A sus pies, siguiendo obedientemente y manteniendo el mismo ritmo de vuelo


que el dragón, se encontraban los elementales del agua unidos, a los que podía invocar y
hacer desaparecer cuando quisiera. Además, Kalec tampoco le había pedido que le
devolviera el Iris de enfoque. Jaina le estaba más agradecida por la inquebrantable
confianza que había depositado en ella, de manera discreta y silenciosa, de lo que jamás
podría imaginar.

Siguieron ascendiendo y dejaron atrás las Islas del Eco y la Costa de la Huida,
un nombre muy adecuado dadas las circunstancias, donde Jaina invocó a unos cuantos
elementales furiosos y fuera de control para que se sumaran a sus hermanos. Se sumió
en una honda tristeza y se encolerizó por culpa de los restos que halló ahí, aunque eran
antiguos. Entonces, deseó saber hacia dónde había decidido Varian dirigir el ataque de
la Alianza.

333
En cuanto se aproximaron a la Bahía de Bladefist, Jaina profirió un grito
ahogado y se le desorbitaron los ojos, presa de la conmoción y el horror. La flota que
ella creía que debía de estar atacando Bastión Feathermoon o Costa Oscura se
encontraba ahí. Y… estaba siendo atacada.

Yo podría haber destruido a esa flota, pensó. Si hubiera enviado esa colosal
ola… habría destruido Orgrimmar y a toda la flota de la Alianza…
La náusea la embargó y se sintió muy agradecida a Thrall y Kalecgos. Pero,
ahora, no había tiempo para sentirse frágil y débil. Tenía que actuar, ya que la flota no
se hallaba bajo el ataque de sólo unos barcos de guerra de la Horda. Al parecer, Garrosh
había invocado a los krakens para que acabaran con esa flota en su nombre. Al igual
que había hecho con los gigantes fundidos del Fuerte del Norte y la bomba de maná en
Theramore, seguía actuando cobardemente, imponiendo su voluntad sobre el mundo
natural o las reliquias mágicas para que lo obedecieran, mancillándolas de este modo.

—¡Vuela más cerca! —le gritó a Kalecgos.

Kalec plegó las alas y cayó en picado. Volvió a abrirlas justo a tiempo y estuvo
a punto de salpicárselas mientras planeaba velozmente sobre esas aguas casi rozando las
olas. Jaina sostenía el Iris de enfoque muy pegado a su cuerpo, al mismo tiempo que
murmuraba un encantamiento y movía los dedos de su mano libre.

***

Varian se apartó el pelo mojado de los ojos, que le picaban por culpa del agua
de mar. Se aferró a los restos de un barco (aunque no sabía a cuál) e intentó evaluar la
situación.

Muchas naves se habían hundido, víctimas del abrazo furioso de los krakens.
Había observado, impotente, cómo los marineros que lograban emerger a la superficie y
llegar a la orilla o a un navío eran rodeados por relucientes y viscosos tentáculos que los
arrastraban hasta las fauces de esas criaturas.

No tenía ni idea de qué había sido de Telda o del brujo de pelo blanco o de la
valiente tripulación del León de las Olas. Amargamente, tuvo que admitir que se estaba
engañando a sí mismo. Sabía, porque lo había visto, presa de la impotencia, que algunos
de ellos habían sufrido un final violento. La única esperanza que ahora podía albergar
era que Garrosh y ese descomunal orco Blackrock estuvieran haciendo compañía a esa
buena gente en las tripas de algún kraken.

334
Entretanto, unos pocos barcos que seguían intactos seguían disparando contra
esas bestias marinas. Pero, por la Luz, había tantas de esas malditas cosas y cada una de
ellas causaba tal terror… Los gritos y los crujidos de la madera rasgaron el aire. Se
percató de que el pánico y la desesperación trataban de apoderarse de él y reprimió esos
sentimientos inútiles sin miramientos, pues ahora no le servirían de nada; ni siquiera la
ira lo ayudaría. Saltó hacia los restos de otra nave, con los ojos clavados en uno de los
navíos supervivientes. Aun sabiendo que sería un blanco fácil para una bola de cañón
perdida lanzada por uno de sus propios barcos y un pequeño bocado para esos grandes
monstruos, logró, haciendo gala de una férrea voluntad, acercarse bastante a una nave
llamada la Dama del Océano. Se llevó ambas manos a la boca para utilizarlas a modo
de altavoz y gritó.

Un huargen que corrían por la cubierta lo escuchó y giró sus sensibles orejas. Se
acercó a grandes zancadas hacia un lado del barco y se inclinó, agitando en el aire uno
de sus fuertes brazos lupinos.

—¡Majestad! Enviaremos a alguien a…

—¡Retírense! ¡Ya! —Gritó Varian. Si se quedaban a luchar con los krakens, lo


único que quedaría de la antaño poderosa flota de la Alianza sería una lista de nombres
y muchas familias afligidas—. ¡Ésas son mis órdenes! ¡ Retírense todos! ¡Que no se
quede nadie!

—Podemos enviar un…

—¡No! Llegaré a la orilla, al igual que el resto de los nuestros —replicó Varian
a voz en grito—. ¡Llevense los barcos y busquen un lugar seguro mientras aún puedan!
Aunque el huargen parecía desolado y agachó las orejas pesaroso, asintió. Unos
instantes después, la Dama del Océano se giró lentamente hacia babor en dirección
hacia el este de vuelta a su hogar, a Stormwind.

Sin embargo, los krakens no los dejaron marchar. Varian observó, sin poder
hacer nada, cómo los krakens seguían a la naves que huían. Después de todo, la victoria
de la Horda sería total.

Varian arqueó la espalda hacia atrás y lanzó un aullido salvaje, plagado de furia
y pesar. ¡Eso no podía… no debería… estar pasando! ¡El enemigo sólo había contado
con cuatro navíos! Aun así, Garrosh había vuelto a ganar.

335
Además, Varian no podría volver tranquilamente a la orilla, tal y como le había
dicho al huargen con el fin de tranquilizarlo, para poder sobrevivir y seguir luchando
otro día. Pero ahora… ahora ya no le quedaba nada. Ni siquiera la esperanza. Sólo tener
una gloriosa muerte, en la que se llevaría por delante a tantos enemigos como fuera
posible. Los krakens no se iban a dar únicamente un festín de carne de la Alianza.

Aún contaba con Shalamayne, la cual tenía desenvainada y aferraba con


firmeza, Miró a su alrededor, en busca de cualquier combatiente de la Horda que, al
igual que Varian, hubiera hallado un aplazamiento a su sentencia de muerte en forma de
fragmento de barco al que aferrarse. Ahí… ahí, un tauren empapado se agarraba a un
trozo de madera curvada que, por lo visto, había formado parte de un casco. Intentaba
encaramarse a él, pero no podía. Gruñendo, Varian se abalanzó sobre él, como un gato,
y aterrizó directamente sobre los escombros flotantes. Acto seguido, arremetió con su
espada. La sangre manó a borbotones, salpicándolo y añadiendo un sabor cobrizo al
regusto a sal que tenía en la boca.

Uno.

El rey de Stormwind buscó otro objetivo. En ese momento, una sombra cayó
sobre él. Alzó la vista y divisó la silueta de…

¿Un dragón?

El agua a su alrededor se elevó en el aire, adoptando una determinada forma. Un


ser azul verdoso con una pequeña cabeza, una mirada torva y las muñecas encadenadas
se mecía sobre las olas. Era un elemental del agua… no, no, eran cientos de ellos, que
danzaban súbitamente sobre la superficie del océano.

Arremetieron contra los krakens que atacaban a la flota de la Alianza. Uno de


esos monstruos, que había emergido tanto como para que sus gigantescos ojos planos
pudieran verse, profirió un horroroso y espeluznante aullido al caer sobre él decenas de
elementales resueltos y decididos. De repente, Varian saltó de los escombros sobre los
que se hallaba tras impactar un tentáculo contra el agua de un modo ensordecedor. Tras
darse cuenta de que se encontraría más a salvo bajo el océano que en la superficie,
Varian llenó los pulmones y buceó.

Lo que vio era un asombroso espectáculo. El gargantuesco kraken agitó


descontroladamente sus descomunales tentáculos a la vez que los elementales más
pequeños se arremolinaban en torno a él. Unos incongruentemente hermosos jirones de
color rojo oscuro tiñeron el agua a medida que los elementales iban despedazando,

336
literalmente, a aquel kraken. Varian se alejó nadando de los escombros y se adentró en
mar abierto. Mientras tanto, otro kraken luchaba por su vida; sin lugar a dudas, su
perezoso cerebro estaba más sorprendido que aterrado ante el hecho de que algo se
atreviera a atacarlo. Otro flotaba en la superficie junto a dos de sus extremidades
cercenadas que flotaban cerca de él.

Varian tuvo la sensación de que le iban a estallar los pulmones e inició el


ascenso nadando con fuerza. En cuanto emergió a la superficie y dio una bocanada al
aire, algo lo agarró de repente y se lo llevó por los aires. Intentó liberarse, pero entonces
alguien que poseía una voz muy familiar le gritó:

—¡Varian!

Claro… los elementales del agua… Entonces, se giró en la garra del dragón
Azul y vio que ella se encontraba en la otra pata delantera del leviatán. El viento le
azotaba su blanco pelo y sus ojos seguían teniendo ese extraño fulgor Arcano. Sin
embargo, había algo en ella… cierta tristeza, cierta resignación que se reflejaba en su
rostro, al igual que una suerte de paz que no había visto ahí previamente.
La maga señaló hacia abajo y el rey negó con la cabeza al ver aquel espectáculo.
Ya no quedaba ningún barco de la Horda, aunque pudo ver a muchos de sus enemigos
congregados en la orilla, dispuestos a seguir con la batalla ahí si algún rezagado
sobrevivía. Los ocho krakens ya no eran una amenaza. Sus colosales cadáveres se
mecían sobre las olas, reluciendo bajo la luz del sol. Varian sintió una honda tristeza al
comprobar que esas grotescas criaturas habían destruido un gran número de barcos,
aunque aún quedaban muchos.
Los elementales del agua, que todavía se plegaban a la voluntad de Jaina y
parecían tan pequeños desde allá arriba, aguardaban sus nuevas órdenes.

—Has atacado a los krakens —señaló—. Y no Orgrimmar.

—Así es —replicó Jaina.

El rey esbozó una leve sonrisa.

—Has salvado la flota, Jaina. Gracias. Y, ahora, si este bondadoso dragón me


hace el favor de dejarme a bordo de uno de mis barcos… ¡vayamos al Fuerte del Norte!

337
CAPÍTULO VEINTISIETE

L os restos de la flota de la Alianza se adentraron en aguas de la Costa

Mercante sin hallar impedimento alguno. Al parecer, Garrosh se había visto totalmente
sorprendido por el ataque a Bahía Bladefist y los cuatro barcos que habían atacado a la
flota habían sido traídos desde el Fuerte del Norte, que ahora era un destino muy
tranquilo. Sin los krakens bajo su mando, la Horda no era rival para la flota de la
Alianza, por mucho daño que ésta hubiera sufrido.

Aun así, eso no quería decir que la Horda se fuera a rendir sin luchar. Además,
había habido tiempo más que suficiente para avisar a los hombres destinados en el
Fuerte del Norte, por lo que los barcos de Varian fueron recibidos con el rugido
atronador de los cañones y el silbido de las piedras catapultadas.

—¡Contraataquen! —ordenó Varian.

Sus hombres obedecieron al instante y la salva de cañonazos provenientes de la


orilla fue respondida con otra procedente de los navíos de la Alianza.

Varian pudo ver cómo Kalecgos se aproximaba allá en lo alto. El dragón cayó
en picado y el rey puedo comprobar que Jaina se encontraba sentada sobre su amplia
espalda azul. El dragón abrió sus colosales mandíbulas y exhaló una niebla azul. De
repente, los cañonazos se detuvieron.

No obstante, las catapultas y balistas siguieron atacando. Varian fue corriendo


hasta un lateral del barco y, una vez ahí, observó qué ocurría con un catalejo. Sonrió.
Garrosh había sido demasiado arrogante. Sólo había dejado unos pocos guardias
apostados en ese lugar clave, pues confiaba en que su bloqueo a las ciudades portuarias
de Kalimdor acabaría subyugando a la Alianza.

338
Parpadeó incrédulo al ver que varios soldados de la Horda se subían a unos
pequeños botes y se echaban al mar. Por un momento, Varian pensó que intentaban
huir; luego, se dio cuenta de que se dirigían directamente a la nave enemiga más
cercana.

—¡Por la Luz! —masculló—. ¡Pretenden abordarlos!

Era un suicidio. Tenía que admirar el coraje, no lo podía evitar, de esos trolls,
orcos y tauren que agitaban sus armas en el aire y proferían gritos desafiantes en sus
guturales idiomas. Sus arcos y conjuros tampoco eran del todo ineficaces; Varian fue
testigo de cómo varios marineros de la Alianza caían sobre la cubierta con la garganta
atravesada por flechas y cómo otros eran incinerados ahí mismo. Las velas de ese barco
se incendiaron por culpa de un proyectil llameante que había matado a un marinero elfo
de la noche. Una vez más, la gran sombra del dragón planeó sobre ellos al mismo
tiempo que su gélido aliento apagaba las llamas.

Entonces, sin previo aviso, decenas de elementales del agua cobraron forma a la
vez. Acto seguido, se dirigieron raudos y veloces a los botes y los volcaron fácilmente;
con sus manos atadas agarraron al enemigo y arrastraron gozosamente a los miembros
de la Horda a una muerte por ahogamiento. Otros elementales se congregaron en la
orilla y se centraron en los atacantes. Se oyeron gritos de alarma y Varian vio cómo
unos cuantos orcos y trolls huían. No obstante, muchos de ellos no cedieron ni un palmo
de terreno, gruñeron desafiantes y lucharon hasta el final mientras las flechas, las balas
de cañón y los conjuros hacían su trabajo.
Durante un largo momento, reinó el silencio; acto seguido, unos vítores
estallaron en los navíos de la Alianza. El rey de Stormwind sonrió ampliamente,
dejando que saborearan su segunda victoria y, entonces, gritó:

—¡A la orilla! ¡El estandarte de la Alianza debe ondear una vez más en el Fuerte
del Norte!

Bajaron los botes, que se habían llenado de jubilosos tripulantes. Varian frunció
el ceño y alzó la mirada. Kalec seguía volando por encima de ellos. El rey agitó los
brazos en el aire exageradamente y, a continuación, señaló la orilla. El dragón asintió
con la cabeza. Varian se acercó presuroso a uno de los botes, para sorpresa de la
tripulación que se sintió honrada de compartir el bote con su rey.

Para cuando Varian llegó a la orilla y abandonó el bote ágilmente de un salto,


Kalecgos ya había aterrizado y había adoptado su forma bípeda. Jaina se encontraba
junto a él. El rey se acercó a ambos y les estrechó la mano.

339
—Hoy ambos han salvado a la Alianza en dos ocasiones —dijo—. Y hemos
recuperado un puesto avanzado que habíamos perdido en Kalimdor.
—Me alegro de haber ayudado —replicó Jaina con suma sencillez—. ¿Y ahora
qué?
—Ahora vamos a hacer algo que Garrosh ya espera —contestó Varian,
esbozando una sonrisa malévola. Jaina parecía confusa—. No he ocultado que pretendo
llevar a la flota hasta los diversos puntos que están sufriendo el bloqueo. Tras la derrota
aplastante que acaban de sufrir y la pérdida del Fuerte del Norte, Garrosh intentará
replegarse con celeridad y de la mejor manera posible. Eso significa que recuperaremos
nuestros puertos sin sufrir más bajas. —Entonces, adoptó una actitud más seria—. Lo
cierto es que también hemos recibido de lo lindo —añadió—. Esos krakens habrían
barrido a toda la flota si no hubieran llegado a tiempo. Y con Theramore, el Fuerte del
Norte y la flota destruidos… —Entonces, negó con la cabeza—. No quiero ni pensar
qué hubiera sido de la Alianza.

En ese instante, Jaina pareció sentirse realmente incómoda.

—Querría disculparme por algunas cosas que les dije a Anduin y a ti… —dijo la
maga, pero al instante Varian alzó una mano para que callara.
—Tal vez sea la última persona que pueda juzgar a nadie por dejarse llevar por
la ira o el deseo de venganza —afirmó irónicamente—. Además, Anduin ha estado
rezando por ti. Será toda una alegría para mí poder decirle que sus plegarias han sido
escuchadas.

—Gracias —respondió sinceramente Jaina.

—¿Y ustedes qué van a hacer ahora? —inquirió Varian, mirando a ambos.

Kalec se volvió hacia Jaina.

—Nos vamos a Theramore —contestó la maga en voz baja.

Varian asintió.

—Cuando hayamos acabado de limpiar todo esto, enviaré un barco a Theramore


para… ocuparse de todo.
Jaina se limitó a asentir.

340
—Te lo agradecería. Esa gente no merece menos. —Entonces, alzó la vista
hacia Kalecgos—. Vámonos.

***

Garrosh divisó el estandarte de la Alianza ondeando bajo la brisa en el Fuerte


del Norte mientras aún azuzaba a su extenuado lobo para que siguiera corriendo y
llegara ahí a tiempo. Dominado por la furia, dio un fuerte tirón a su lobo para que se
detuviera, echó hacia atrás la cabeza y gritó iracundo. Ni Malkorok ni Baine ni Vol’jin
intentaron calmarlo.

—¿Cómo ha podido pasar? —exigió saber Garrosh, al mismo tiempo que


clavaba sus ojos marrones de color miel en ellos—. ¡Teníamos ventaja! Había destruido
Theramore con el fin de quebrar su espíritu. Tenía atrapada a su gente con esos
bloqueos. ¡Incluso invoqué a gigantes fundidos y monstruos de las profundidades para
que combatieran con ellos y, aun así, ha pasado esto!

Uno de los caminamillas de Baine, que se había estado aproximando dando


grandes zancadas, ralentizó de repente su marcha; no cabía duda de que odiaba ser el
proverbial portador de malas noticias. Baine asintió para indicarle que procediera a
darlas. El cauteloso tauren se arrodilló ante Garrosh… pero no demasiado cerca.
—Jefe de Guerra, traigo noticias del Fuerte del Norte —dijo el caminamillas.

—Desde aquí, soy capaz de ver qué sucede en el Fuerte del Norte —le espetó el
líder de la Horda, señalando el estandarte blanco y azul que ondeaba en la lejanía.

El tauren prosiguió hablando:

—Traigo más noticias que han sido escuchadas por oídos muy agudos. —En ese
instante, Garrosh hizo un visible esfuerzo por calmarse y le indicó con una seña que
continuara—. Varian pretende que la flota parta ya para romper el bloqueo. Aún le
quedan multitud de barcos a la Alianza como para ser una amenaza para nuestras
fuerzas en los puertos que hemos bloqueado. Algunas fuentes parecen confirmar que
ésas son sus intenciones.

Garrosh bajó de un salto de su lobo temible, que rápidamente retrocedió con las
orejas gachas. Acto seguido, tomó al caminamillas del brazo.
—¿Qué fuentes? —exigió saber.

341
—Garrosh —dijo Baine, con un cierto tono amenazador—, suelta a mi
caminamillas. Podrá hablar mucho mejor si no teme que lo vayas a atacar por el mero
hecho de contar la verdad.

El Jefe de Guerra lanzó una mirada al gran jefe tauren que podría haber
atravesado una armadura, pero se dio cuenta de que éste tenía razón. Así que soltó el
brazo del emisario tauren.

—¿Qué fuentes? —repitió.

—Los druidas que han huido de Bahía Bladefist nos han informado de que la
flota de la Alianza ha partido con intención de romper el bloqueo.
Por un momento, Baine casi sintió lástima de Garrosh. La furia del orco se tornó
claramente en sufrimiento y se hundió; fue como si, de repente, le hubieran arrebatado
toda su vida y su energía. Al final, el líder de la Horda le dijo a Malkorok:
—Ordena una retirada total. En nuestro estado, no podemos arriesgarnos a
batallar en varios frentes a la vez.
El orco Blackrock mantuvo, con sumo cuidado, su rostro inexpresivo mientras
replicaba:
—Como desees, Jefe de Guerra.

Sin más dilación, espoleó a su lobo temible y partió presuroso para hablar con
otros Kor’kron, que miraron hacia atrás en cuanto Malkorok les dio la noticia.

—Gracias por el mensaje —le dijo Baine al caminamillas—. Ve a comer y haz


que te curen esas heridas. —El emisario tauren hizo una reverencia y se marchó
agradecido dispuesto a obedecer esas órdenes. Entonces, Baine se volvió hacia
Garrosh—. Te alabo, Jefe de Guerra.

Garrosh lo miró con recelo.

—¿Por qué?

—Por reconocer que seguías un sendero que sólo llevaba a la locura. Esta guerra
no era una buena idea. Me siento muy satisfecho de que hayas decidido cambiar de…
—Yo no he decidido «cambiar» nada, tauren. Te estás adentrando en un terreno muy
resbaladizo —le espetó Garrosh a modo de advertencia—. Para ser alguien que posee
unas orejas tan grandes, sigues malinterpretando todo cuando escuchas. No pretendo
poner punto y final a esta guerra, sino que pretendo recrudecerla. Esta retirada es sólo

342
un reagrupamiento, una reevaluación de mi estrategia… ¡no una rendición ante el
«poder» de la Alianza!

Baine intentó disimular su consternación. Vol’jin, que se hallaba junto a él, hizo
lo mismo.

—Tenemos que hacer más —aseveró Garrosh, alejándose de Baine. El Jefe de


Guerra siguió hablando mientras andaba de un lado a otro y apretaba y aflojaba los
puños. Entretanto, Malkorok finalizó su conversación, regresó y se puso firme mientras
el líder de la Horda proseguía su diatriba—. Necesitamos más barcos. Y más armas. Y
más elementales y bestias y demonios que obedezcan nuestras órdenes. Y hay que
reclutar más soldados. Hombres, niños y mujeres… todos pueden aportar su grano de
arena a la gloria de la Horda.

Resultaba obvio que estaba recuperando el ánimo. Tenía la mirada perdida,


centrada en el futuro y no en el presente, que sólo auguraba ruina y desastre.

—El problema ha sido que no he pensado en grande… sí, eso ha sido. Ya no se


trata de tomar Kalimdor, ¡sino de aplastar por completo a la Alianza! ¡Quemaremos
Stormwind hasta los cimientos y a Wrynn con ella! No libraremos una guerra para
controlar un solo continente, sino por la conquista de todo este mundo. Podremos
hacerlo, ¡porque somos la Horda! ¡La victoria será nuestra si nuestros planes son
sólidos, si nuestra voluntad es férrea, si nuestros corazones son fuertes y sinceros!
—Garrosh Hellscream —le dijo Baine con suma calma—, ahora voy a partir
hacia Mulgore con mis valientes. Son bastantes menos de los que acudieron a la
llamada del Jefe de Guerra de la Horda. Mi lealtad a la Horda es incuestionable y eso no
puedes negarlo. Pero debes saber esto: yo lucho por la verdadera Horda, no para la que
utiliza métodos innecesariamente crueles y vergonzosos. Jamas debe volver a haber otro
Theramore… ¡no si deseas la ayuda de Baine Bloodhoof! —Garrosh lo miró fijamente
con los ojos entornados y una leve sonrisita de suficiencia, cuyo significado Baine no
alcanzaba a comprender.

—Tomo nota —replicó.

Mientras cogía las riendas de su kodo, el líder tauren miró a Vol’jin. El troll le
lanzó una mirada plagada de tristeza y asintió de un modo casi imperceptible con la
cabeza. Baine también asintió levemente. Entendía el razonamiento del troll. Era el
mismo que el suyo: Vol’jin tenía que proteger a su pueblo de la ira de un desquiciado
Garrosh…

343
Que pensaba iniciar una guerra mundial.

Mientras el gran jefe tauren se dirigía al oeste, hacia su hogar y la serenidad que
brindaban las llanuras de su amada Mulgore, intentaba dilucidar si Garrosh se había
vuelto loco de poder… o estaba simplemente loco.

***

¿Cuánto tiempo ha pasado desde que tuvo lugar mi propio cataclismo


personal?, se preguntó Jaina. Había perdido la noción del tiempo, pero seguramente no
podían haber pasado muchos días; como mucho, un par de semanas. Había transcurrido
todo ese tiempo desde que la inquietud la había dominado por la falta de interés que
mostraba Thrall por destituir a Garrosh, desde que la turbación se había adueñado de su
espíritu, desde que había comido esos deliciosos dulces con Kinndy y su mayor
preocupación había sido que su aprendiza no manchara los libros con glaseado.

Al igual que una espada, la maga había sido templada, de manera inmisericorde
y eficaz; había sido arrojada a la gelidez del odio y la venganza desde el fuego de la
angustia una y otra vez; su nuevo carácter había sido forjado golpe a golpe. Pero, ahora,
al igual que el acero, era capaz de soportar eso y mucho más. Ya no se quebraría ni se
haría añicos, no por culpa de la pena, el dolor o la ira. Ya no.
No se teletransportó sola a Theramore, sino que viajó hasta ahí volando a lomos
de un gran dragón Azul. Kalec aterrizó en los aledaños de la ciudad, en la playa donde
una vez habían paseado y hablado agarrados de la mano. Entonces, se agachó para que
ella pudiera bajar más fácilmente al suelo.

Tras adoptar su forma semiélfica, se colocó junto a la maga.

—Jaina —le dijo—, aún puedes cambiar de parecer.

Ella negó con la cabeza.

—No. Estoy bien, Kalec. Sólo… necesito verlo. Con mis propios ojos… que no
se hallan nublados por la ira. Con una mirada clara.
En efecto, su mirada era más clara que nunca, tanto literal como
metafóricamente. La energía Arcana que la había envenenado se había esfumado. Su
pelo seguía siendo blanco y con sólo un mechón rubio; esas secuelas eran para siempre.
Sin embargo, aquel extraño fulgor blanco había desaparecido de sus ojos. Asimismo, la
energía Arcana residual también se había disipado en Theramore. Jaina podría regresar
a la ciudad arrasada sin temer por su seguridad; la física, al menos.

344
Ascendieron esa pequeña colina para llegar al sendero. Ya no quedaba ningún
cadáver ahí; ya que, antes de la que la bomba cayera, había habido tiempo suficiente
para recoger los cuerpos de Wymor y todos los demás que tan valerosamente habían
defendido la ciudad por mar, aunque no para enterrarlos. Aunque la reluciente energía
Arcana se había esfumado, el cielo seguía desgarrado. Aquí y allá, podían verse unos
jirones retorcidos de energía mágica y otros mundos a plena luz del día. Jaina se fijó
primero en el cielo destrozado y luego en la puerta abierta. La maga tragó saliva con
dificultad.

Entonces, una mano cálida se entrelazó con la suya. Se sintió tentada de pedirle
a Kalec que se la llevara de ahí. Pero no lo hizo, sino que se adentraron lentamente en
esa ciudad de los muertos.

Como ya había contemplado aquella devastación anteriormente, Jaina estaba


preparada en cierto modo para lo que iba a ver. No obstante, seguía siendo un panorama
tremendamente trágico. El corazón se le partió en dos al contemplar de nuevo a los
caídos. Los edificios inclinados, deformados o destrozados por la energía Arcana. Pero,
al menos, la tierra empezaba a sanar; ya no sentía esa sensación tan rara en las plantas
de los pies al pisar el suelo.

Se estremeció cuando un frío viento la acarició. Presa de la curiosidad, se volvió


hacia Kalec, quien lo había originado; entonces, entendió por qué lo hacía y se sintió
agradecida y apenada a la vez. Tanto la gelidez como el vigor de ese viento permitían
que el hedor de los múltiples cadáveres no resultara insoportable.

—No pu-pueden yacer aquí —afirmó Jaina, quien fue consciente de que le
temblaba la voz.
—No, no lo harán —replicó Kalec, reconfortándola de inmediato—. Ahora que
es seguro entrar aquí, podremos despedirnos de ellos como es debido.
El dragón evitó pronunciar la palabra «funeral». Además, no todos los caídos
habían dejado un cadáver en este mundo que enterrar. No obstante, los cuerpos que
habían quedado levitando de un modo tan peculiar ya se habían rendido a la gravedad y
ahora yacían, de manera más natural, sobre el suelo.

Casi todos los objetos que en su primera visita había visto esparcidos aquí y allá
al azar habían sido robados. La invadió la ira pero rápidamente la controló. La Horda
había sido derrotada por ahora. Habían propinado un devastador y humillante golpe a
Garrosh. No había venido a ese lugar a dejarse llevar por la ira y odiar. Se encontraba
ahí para observar y llorar a los muertos.

345
Resbaló y se le torció ligeramente el tobillo al pisar algo parcialmente enterrado.
La luz del sol centelleaba en ese objeto metálico plateado. Jaina se agachó para
desenterrar esa arma y, entonces, la estupefacción y algo parecido al sobrecogimiento la
dominaron. La alzó y la tierra simplemente cayó de esa hermosa y antigua arma, como
si nada tan vil pudiera mancillarla. Parecía tan nueva como el mismo día en que había
sido forjada. Aunque la sostuvo de un modo respetuoso y reverencial, no brilló como
había hecho primero con el príncipe humano y luego, con el gran jefe tauren.

—Fearbreaker —murmuró, mientras agitaba la cabeza de lado a lado


maravillada
—. No me lo puedo creer.
—Es muy hermosa —aseveró Kalec al contemplar aquella maza—. Si no me
equivoco, yo diría que la forjaron los enanos.
—No te equivocas —replicó Jaina—. Magni Bronzebeard se la dio a Anduin,
quien a su vez se la entregó a… Baine Bloodhoof.
Kalec alzó una de sus azules cejas.

—Me gustaría que me contaras esa historia algún día.

—Sí, algún día —le prometió Jaina, quien omitió añadir un pero hoy no—. Qué
extraño resulta que me encuentre con esto justo ahora.
—No es tan extraño —objetó Kalec—. No cabe duda de que es un arma mágica.
Quería que la encontrases.

—Para que pueda devolvérsela a Anduin —agregó la maga, quien se sintió muy
apenada por cómo se habían desarrollado los acontecimientos. En su día, los tres habían
albergado tantas esperanzas… Pero esas esperanzas se habían hecho añicos, como un
barco que se estrella contra las rocas en una tormenta, por culpa de Garrosh Hellscream
y el tremendo horror de la bomba de maná—. Bueno, gracias a esto tendré una excusa
para hablar con él. Para… disculparme con él. La última vez que hablamos, fui muy
dura con él. Y lo lamento. Lamento… tantas cosas.
Ató la bella maza firmemente a su cinturón y, acto seguido, hizo un gesto
deasentimiento a Kalec para indicarle que se encontraba lista para continuar.

Siguieron caminando, agarrados de la mano, en silencio y con sumo respeto.


Entonces, a Jaina se le volvió a encoger el corazón. Ahí estaba el cuerpo de Pained, en
el mismo sitio donde la maga lo había visto días atrás. Y el de Aubrey y el de Marcus…

—Sus cuerpos —masculló—. Parecen…

346
—Normales —apostilló Kalec—. La energía Arcana los ha abandonado.

No dijo nada más, pues no hacía falta. Jaina se dio cuenta de que, si ahora
acariciaba suavemente el pelo azul oscuro de Pained, no se haría añicos como una
filigrana de vidrio. Esta vez no pasaría nada así.

Súbitamente, se sintió terriblemente afligida.


—Oh, Kalec… si no hubiera tocado a
Kinndy…
—Reuniremos todos sus restos, Jaina, con sumo cuidado y cariño —la consoló
Kalec para que no siguiera reprochándose cosas que ya no tenían remedio—. Por lo que
tengo entendido, sus padres han hallado una manera muy dulce de honrar su memoria.

Jaina se derrumbó. Un agudo grito de pena e impotencia brotó de su garganta y,


al instante, se halló en brazos de Kalecgos, quien la abrazó con fuerza y cariño mientras
ella apoyaba la mejilla sobre el pecho del dragón y sollozaba. Él la meció dulcemente,
como a un niño. Mientras su dolor pasaba de expresarse en unos agónicos sollozos a
unos lloros ahogados, se dio cuenta de que podía oír dos cosas: el corazón de Kalec
latiendo regularmente en su oído y su voz, suave y grave, con la cual… cantaba.

Si bien Jaina no entendía aquel idioma, tampoco le hizo falta. Era una suerte de
elegía dulce y triste; una canción para llorar a los caídos, una canción que
probablemente ya existía antes de que naciera Kalecgos, quizá incluso antes de que los
Aspectos fueran creados. Porque tan cierto es que siempre amanece al día siguiente
como que al final el nuevo día también debe morir al oeste. No había nada más antiguo
que la muerte… salvo la vida.

La voz de Kalec era tan hermosa como todo lo demás en él. La canción se abrió
camino hasta el alma de la maga, serenándola. Entonces, notó cómo él le besaba su pelo
blanco. Fue un beso cariñoso y delicado, un gesto de consuelo dado sin pedir nada a
cambio. Aun así, incluso en el lugar de esa horrenda tragedia, Jaina sintió que el
corazón se le estremecía. Después de lo que parecía haber sido una eternidad (un tiempo
en el que había yacido como un diamante, duro y frío, en su pecho), su corazón se
estaba despertando. Ahora, como una semilla en primavera, luchaba por alcanzar la luz
y el calor a través de la capa de nieve que había dejado el invierno.
Ahora que se hallaba a salvo en sus dulces brazos, Jaina pensó en la última
conversación que Thrall y ella habían mantenido como amigos.
¿Necesitabas… curarte?, le había preguntado Jaina.

347
Todos lo necesitamos, aunque quizá no todos sean conscientes de ello, había
replicado Thrall . Por el mero hecho de vivir; sufrimos ciertas heridas, que no siempre
nos dejan secuelas físicas. Tener una pareja que sea capaz de ver; de entender del todo
quién es uno de verdad… oh, eso es un regalo del cielo, Jaina Proudmoore… Sea cual
sea el viaje que emprendas, sea cual sea el destino al que te lleve tu camino será mucho
más llevadero y agradable si cuentas con compañía; ése es mi caso, al menos.

Kalec la había ayudado a curarse y no sólo de las heridas que sufrimos por el
mero hecho de vivir. El dragón la había visto en momentos de esplendor y en sus
momentos más bajos, lo cual le había permitido descubrir cómo era la maga de verdad
cuando ésta se hallaba perdida en un laberinto de angustia y furia. ¿Se acabaría
convirtiendo en su pareja, tal y como Aggra se había convertido en la de Thrall? No
había manera de saberlo a ciencia cierta. Y eso era algo que ahora Jaina sabía que no
era nada seguro. Los vientos del cambio soplan como les place.
Pero, por ahora, se sentía satisfecha. Se echó hacia atrás y alzó la mirada hacia
él. Él la miró, mientras con una mano acariciaba el único mechón de pelo rubio que le
quedaba a la maga.

—Rhonin —dijo Jaina.

Kalec asintió. Al apartarse de él, Jaina sintió frío al correr el aire entre ambos;
no obstante, la mano de Kalec que aún sostenía seguía estando muy cálida. Caminaron
con lentitud, con un respeto reverencial, hacia el cráter. Jaina esbozó un gesto de
contrariedad al recordar los últimos instantes de vida del archimago; cómo la empujó
para que atravesara el portal, cómo se derrumbó la torre y cómo quedó reducido a
cenizas púrpura que, sin duda alguna, el viento había esparcido rápidamente por todos
los rincones de Azeroth.

—Su sacrificio no fue en vano —le recordó a Jaina—. Si la potencia de esa


bomba no hubiera sido contrarrestada por la magia de esa torre, las consecuencias
habrían sido mucho peores.

—Quería salvar a Vereesa —le explicó la maga—. Quería que sobreviviera…


quería que sus hijos tuvieran a su madre, aunque ya no pudieran contar con su… — por
un momento, fue incapaz de pronunciar palabra. Luego, añadió—. Él vino aquí porque
yo se lo pedí. —En ese instante, giró la cara hacia Kalecgos—. Hace mucho tiempo,
libraba una batalla tan intensa en mi interior… Me sentía tan descolocada, pues
intentaba lograr la paz cuando a nadie más parecía importarle.

—¿A ti aún te importa? —preguntó Kalec.

348
Jaina ladeó la cabeza y pensó la respuesta un momento, a la vez que fruncía el
ceño.
—No es que ya no me importe. Que me importa. Pero he cambiado… ya no
ansío la venganza. Pero… tampoco soy esa mujer que deseaba tanto que reinara la
armonía entre la Horda y la Alianza. Esa armonía… no puede darse, Kalec. No mientras
Garrosh lidere la Horda, no después de lo que ha hecho. Ya no creo que la paz sea la
respuesta. Lo cual significa que… ya no sé dónde encajo en el esquema de las cosas.

El dragón arqueó una ceja.

—Creo que tal vez sí lo sepas.

La maga lo miró inquisitivamente y, entonces, se dio cuenta de que él tenía


razón. Quería regresar a casa. A un lugar que había sido, en su momento, un santuario
donde alimentar su espíritu, un lugar que había dejado a regañadientes para seguir su
destino. Jaina recordó lo que Kalec le había dicho acerca de que todo tiene un ritmo y
sigue un patrón. Tal vez había llegado la hora de que completara el círculo.

—Quiero volver a Dalaran —afirmó—. Al Kirin Tor. Al lugar donde, en su día,


aprendí diligentemente. Creo que es donde debo estar, ahora más que nunca. —
Entonces, volvió a contemplar esas ruinas—. Rhonin pensaba lo mismo. Se aseguró de
que sobreviviría. Me dijo que creía que yo era el futuro del Kirin Tor. Al menos,
debería darles la oportunidad de que me manden educadamente a paseo.

—Sin ellos, te has vuelto extremadamente poderosa por tus propios medios —
aseveró Kalec—. Creo que son ellos los que tendrán suerte de poder contar contigo… y
creo que se considerarán muy afortunados. Seguro que Rhonin no era el único que
opinaba de ese modo.

—¿Y tú qué vas a hacer, Kalec?

Se armó de valor para prepararse para que le anunciara que iba dejarla y volver
al Nexo. Al fin y al cabo, era el líder del Vuelo Azul. Además, en El Nexo no tenía
cabida ningún miembro de las razas jóvenes.

—Creo que… si no tienes nada que objetar… me gustaría acompañarte a


Dalaran. —La maga no fue capaz de esconder su alegría y el dragón, cuya mirada se
tiñó de cariño y afecto, sonrió al verla tan contenta—. Me parece que no te importa,
¿verdad?

349
—No, me… me encantaría que me acompañaras. Pero ¿qué va a ser de los
dragones Azules?
La sonrisa de Kalec se desdibujó.

—El Vuelo se ha disgregado —contestó—. Ahora cada uno va por su cuenta.


Creo que estamos en deuda con el Kirin Tor por las funestas consecuencias que ha
tenido en este mundo nuestra pésima gestión de la magia. Y me gustaría ser yo quien, al
menos, empezara a saldar esa deuda. —Entonces, esbozó una sonrisa torcida—. En su
día, permitieron que un dragón formara parte de sus filas, aunque muchos de ellos no
sabían quién era Krasus realmente. ¿Crees que tendré una oportunidad? — inquirió.
Entonces añadió, con cierta inseguridad—. Con ellos y… ¿contigo?

El cambio trae consigo dolor y alegría, pero nadie puede escapar de él, pensó
Jaina. Todos nosotros somos como el ave fénix, si así lo deseamos. Podemos renacer de
nuestras cenizas.

Dio unos pasos hacia delante y alzó el rostro a modo de respuesta. Con una
delicadeza que no la sorprendió y una intensidad que sí la asombró, Kalecgos del Vuelo
Azul colocó sus cálidas manos sobre las mejillas de la maga, la miró a los ojos y,
entonces, se inclinó hacia delante para besar a Lady Jaina Proudmoore.

350
EPÍLOGO

E n cuanto Jaina y Kalecgos llegaron a Dalaran, pidieron una audiencia con el

Consejo. Aunque ella esperaba que se la negaran o les dieran una fecha a largo plazo, el
mago que los recibió aseguró a Jaina y Kalec que el Consejo los atendería… de
inmediato. Unos breves instantes después, ambos se hallaron en la hermosa y siempre
cambiante Cámara del Aire. El dragón no pudo evitar mirar a su alrededor, maravillado
ante esas vistas.

—El Consejo da la bienvenida a Kalecgos del Vuelo Azul y a Lady Jaina


Proudmoore —dijo Khadgar, cuya anciana voz todavía sonaba vigorosa—. El mundo ha
cambiado mucho desde la última vez que nos vimos aquí, Lady Jaina. ¿Por qué vienes a
vernos hoy tu amigo y tú?

—Por muchas razones —respondió la maga—. En primer lugar… les debo una
disculpa. Esto no me pertenece. —Entonces, les mostró el tomo que le había permitido
utilizar el Iris de enfoque—. Me lo llevé sin… —negó con la cabeza—. No. No me
andaré con rodeos. Lo robé y rompí el sello para abrirlo porque quería aprender a
utilizar un arma espantosa contra mi enemigo.

—Pero no llegaste a utilizar esa arma, ¿verdad? —Inquirió Khadgar—. A menos


que mis fuentes de información no hayan cumplido con sus obligaciones, lo cual seria
extremadamente raro, Orgrimmar sigue en pie… y un humillado Garrosh Hellscream se
lame las heridas enfurruñado en el Fuerte Grommash.

—Es cierto que no la usé para destruir Orgrimmar —contestó Jaina—. Kalecgos
y Thrall lograron que recuperara la cordura. Pero sí la utilicé para defender a la flota de
la Alianza. Ahora, les devuelvo este libro, tal y como he devuelto el Iris de enfoque a
Kalecgos.

351
—Y a mí me gustaría donar el Iris al Kirin Tor —dijo Kalec inesperadamente.

Unos murmullos recorrieron la estancia. Incluso Jaina se quedó atónita.

—Kalec… pero si ha sido siempre un tesoro del Vuelo Azul.

—Que ahora se ha disgregado —apostilló Kalec—. Ya no queda nadie para


proteger este tesoro. Además, para mi vergüenza, fracasamos a la hora de mantenerlo a
salvo. Ya no me considero un guardián adecuado para esta reliquia. Por favor… ¿lo
aceptaréis? Sé que guardáis muchas reliquias valiosas en Dalaran. No se me ocurre otro
lugar más seguro donde guardarlo.

Modera se acercó a él y aceptó tanto el libro robado como el Iris de enfoque, a


la vez que hacía una leve reverencia al dragón Azul.
—Antepones tu preocupación por los demás a tu propio ego, Kalecgos. Eso es
algo que tendremos en cuenta.
Karlain se estiró cuan largo era y observó a Jaina con los brazos cruzados.

—Lady Jaina Proudmoore —dijo—, no has venido aquí simplemente a devolver


un libro.
—No —replicó—. He venido a… pedir humildemente permiso para
convertirme en una novicia del Kirin Tor.
Aunque lo lógico habría sido esperar que el Consejo se sorprendiera, ya que la
maga había permanecido muchos años lejos de Dalaran, no parecieron sorprenderse
demasiado. Khadgar hizo un gesto y, al instante, los otros cuatro se aproximaron a él.
Hablaron entre suaves susurros. Jaina se alejó de ellos educadamente para darles la
mayor privacidad posible. Kalec la agarró de la mano.
—Te diría que no te preocupases, pero me temo que eso daría igual —comentó.

La maga sonrió un poquito y, a continuación, dijo:

—No… no estoy segura de qué voy a hacer con mi vida si me rechazan. A pesar
de que estuve a punto de destruir Orgrimmar, recuperé la cordura a tiempo… de lo cual
me alegro. Pero aún sigo creyendo que Garrosh no puede seguir siendo el Jefe de
Guerra, lo cual no es una actitud precisamente neutral.

—Tienes talento, inteligencia y un gran corazón, Jaina —la halagó Kalec con
suma dulzura—. Siempre habrá un sitio para alguien como tú en algún lugar.

—¿Lady Proudmoore?

352
Quien había hablado era Khadgar. Jaina se volvió con el corazón desbocado.
—Debemos rechazar tu petición. No puedes ser una novicia de nuestra augusta
orden.

Jaina sintió una honda decepción, más profunda de lo que incluso había
esperado.

—Lo entiendo —afirmó serenamente—. Lo que he hecho no tiene excusa.

Khadgar prosiguió hablando.

—Sin embargo, sí puedes expiar tus pecados. Además, no puedes ser una
novicia del Kirin Tor si eres su líder, ¿verdad?
—¿Qué? —esa palabra brotó de ella con un tono sobresaltado y agudo más
propio de la niña que había sido en su día que de la mujer que era ahora—. Pero si yo…
si ni siquiera…

No encontraba las palabras adecuadas y se quedó muda, mirándolos fijamente.


—Rhonin sacrificó su vida para salvarte, Lady Jaina. Te dijo que eras el futuro
del
Kirin Tor.

La maga asintió.
—Lo cual no tenía ningún sentido para mí, pues nunca he sido miembro de esta
orden.

—Para nosotros tampoco tenía ningún sentido, a pesar de que insistía una y otra
vez en lo mismo —aseveró Modera—. Pero Vereesa encontró una caja en su escritorio
que contenía varios pergaminos repletos de profecías que le fueron entregadas ni más ni
menos que por el mismísimo Korialstrasz.

Jaina y Kalec cruzaron sus miradas.

—Y… ¿aparecía yo mencionada en una de ellas?

—No aparecía tu nombre —contestó Khadgar, quien sacó un pergamino de su


bolsillo y se lo dio a Jaina—. Léelo en voz alta, por favor.
La maga cogió el pergamino con manos temblorosas y leyó su contenido con
voz quebrada:

353
Tras el rojo viene la plata

de la mujer que era dorada como el trigo;

la Proudmoore Dama humillada y amargada

tendrá que pensar sólo en el enemigo.

Del brillo de zafiro al brillo diamantino,

la líder del Kirin Tor;

la «reina» de un reino caído,

marchará a la guerra al compás de un tambor.

Pero están advertidos:

al final, las mareas de guerra

siempre mueren en la orilla

dejando tras de sí mucho dolor.

Todo encajaba. Después de Rhonin, era el turno de Lady Jaina Proudmoore,


cuyo pelo dorado se había vuelto plateado y cuyos ojos de color zafiro habían brillado,
durante un tiempo, con un color blanquecino como el de un diamante. Asimismo, había
sido humillada y se había sentido amargada y, aun así, a su manera, también tenía una
cierta actitud beligerante. Alzó la mirada hacia los magos, atónita.

—Pero ¿cómo pueden elegirme basándose sólo en esto…?

—No es sólo por esto. Siempre has sido fuerte, mi señora. Siempre has poseído
un gran poder y un gran carácter —afirmó Aethas Sunreaver de manera inesperada—.
Y los has demostrado con creces al superar un gran calvario. Pues, a pesar de haberte
enfrentado a un horror inimaginable y a una tentación inconcebible «aunque quizá las
secuelas de la bomba de maná te afectaron más de lo que crees», escogiste un camino
luminoso y justo y no vengativo y tenebroso. Debes admitir que es muy improbable que

354
vuelvas a sufrir una tentación tan terrible de nuevo. Y no creo que entre nosotros haya
nadie que, de haber estado en tu lugar, pudiera haberlo hecho mejor. De hecho… no
creo que lo hubiéramos hecho ni la mitad de bien.

—No lo han entendido —objetó—. Necesité ayuda para superar… algo terrible.
No podría haberlo hecho sin Kalecgos.
—Bueno, entonces será mejor que nos cercioremos de que esté siempre a tu
lado —replicó Khadgar—. Kalecgos, ya nos has dejado clara tu opinión sobre qué
quieres hacer con el Iris de enfoque y la confianza que has depositado en nosotros para
custodiarlo. Así que, responde a esta pregunta, por favor: ¿a ti también te gustaría ser un
miembro del Kirin Tor? Al parecer, a la archimaga Proudmoore le vendría muy bien
poder contar contigo. Siempre que, claro está, ella acepte nuestra propuesta.

Y así, en un abrir y cerrar de ojos, el Kirin Tor pasó a contar con un segundo
dragón entre sus filas y con una todavía aturdida Jaina Proudmoore como líder.

***

En cuanto se llevó a cabo la investidura, la nueva archimaga y líder del Kirin


Tor tuvo que regresar a Theramore. Varian había cumplido su palabra y había enviado
un barco procedente del Fuerte del Norte para recoger, con sumo respeto, los cuerpos de
los caídos y, además, había traído la arena púrpura. En las afueras de la ciudad ahora
había una enorme fosa común, cuyo tamaño era impactante. Si bien había sido un trago
muy difícil para Jaina, no había sido tan duro como había temido, pues ya se había
despedido antes de sus seres queridos, acompañada por Kalecgos.

Ahora presidía otra ceremonia que deseaba con toda su alma que nunca tuviera
que volver a ocurrir. Se hallaban en Dalaran y la puesta de sol era muy hermosa; el
cielo se encontraba repleto de colores que iban dando paso a la oscuridad, una bella
metáfora del triste objetivo de ese ritual.

Hoy, se despedían de Rhonin.

Sus hijos estaban ahí, uno a cada lado de su madre, unos gemelos idénticos que
poseían el mismo pelo rojo como el fuego de su padre y los ojos y la esbelta
constitución de su madre. Jaina se había enterado de que recientemente habían
celebrado su cumpleaños. Se alegraba de que Rhonin hubiera vivido, al menos, para
celebrar ese cumpleaños con ellos. Giramar, el mayor de los dos por sólo unos instantes,
parecía mostrarse un poco más estoico que su hermano, Galadin, a quien le temblaba el
labio inferior, aunque los ojos semiélficos de ambos relucían por culpa de las lágrimas

355
no derramadas. Si bien ambos vestían túnicas suntuosas para esa ceremonia tan formal,
no pegaban demasiado una con otra; la túnica de Giramar era de color índigo con
ribetes plateados, mientras que Galadin había escogido una de color verde oscuro y
dorado.

Su madre no portaba su habitual armadura sino un vestido. A algunos les


sorprendió comprobar que ese atuendo no era negro, ni siquiera de un estilo recatado.
Vereesa Windrunner era una mujer hermosa y orgullosa y su matrimonio con el
iracundo pero bondadoso archimago había estado lleno de pasión y devoción. Ahora,
estaba celebrando la intensa vida de su esposo, no su final, por lo que iba ataviada con
un vestido rojo largo y flojo que era más apropiado para un baile que para un funeral.
No había lágrimas en sus ojos; Vereesa ya había llorado su muerte. Jaina sentía
compasión y admiración por ella. Los hijos de Rhonin, a pesar de carecer de padre,
contaban con una madre que los criaría y educaría bien.

Mucha gente se había congregado en la Ciudadela Violeta. Jaina sospechaba


que casi todos los miembros del Kirin Tor que habían podido acudir fueron a presentar
sus respetos. ¿Por qué no iban hacerlo si Rhonin se lo merecía?

—No hace mucho, el Kirin Tor dio un paso muy audaz al escoger a Rhonin
como líder —señaló Jaina—. Era muy poco ortodoxo y franco, impetuoso y testarudo.
Poseía un tremendo sentido del humor y amaba muchísimo a sus amigos y familiares.
—En ese instante, sonrió levemente a los gemelos, quienes a pesar de gimotear
ligeramente le devolvieron temblorosamente el gesto. Entonces, dirigiéndose al resto de
los miembros del Consejo de los Seis, añadió—. Hizo que Dalaran siguiera un nuevo
camino y lideró al Kirin Tor durante una guerra con el mismo Aspecto que había sido
elegido para guiar y controlar la magia. Murió como vivió… protegiendo y ayudando a
los demás.

Sintió que se le iba a quebrar la voz y se detuvo para intentar recobrar la


compostura.
—Su último acto fue obligarme a atravesar un portal… de ese modo, me salvó
la vida y sacrificó la suya. Creía que yo iba a ser el futuro del Kirin Tor. Y ahora estoy
aquí porque han demostrado estar de acuerdo con él. Aunque, si bien puedo sucederlo,
nunca podré reemplazarlo.

En ese instante, contempló esa marea de túnicas púrpura y sintió aún más dolor
en su corazón al ver ahí a los Sparkshine, pero siguió hablando.
—Los vientos del cambio soplan ferozmente; Azeroth se halla al borde de la
guerra. El Kirin Tor puede ser el sereno ojo del huracán, si eso es lo que decidimos ser.

356
Podemos ser la cordura ahora que el resto del mundo se está volviendo loco. Debemos
recordar que poseemos grandes habilidades y un gran conocimiento y que hay otros que
también cuentan con las mismas armas. Al final, he regresado a casa, a Dalaran, pero mi
camino ha sido muy extraño y sinuoso. He estado mucho tiempo fuera y me alegro de
haber vuelto, con todo lo que he aprendido por el camino a través del amor y el dolor.
Y, aunque lamento profundamente cómo me he comportado recientemente, no me
arrepiento de en quién me he convertido gracias a eso. Los lideraré lo mejor posible. Ya
es hora de que la ciudad flotante vuelva a poner los pies en la tierra. Pero esto no lo haré
sola, pues les pediré consejo. Los guiaré de manera honorable, ya que pienso seguir el
comportamiento marcado por Rhonin. Haré todo esto… a pesar de que seguiré
creyendo, al igual que muchos de los que se hallan aquí, que este mundo no será seguro
mientras Garrosh Hellscream siga siendo el líder de la Horda. Pese a que no sé cómo
voy a conciliar mis obligaciones con mis opiniones, tengo fe en que lo lograré. —
Entonces, pensó en la profecía y sonrió levemente—. Pues alguien muy sabio creyó que
lo conseguiría.

Acto seguido, alzó los brazos hacia el cielo.

—Ni siquiera quedaron tus cenizas para esparcirlas, amigo mío. Pero tu espíritu
sigue vivo. En el corazón de tu valerosa esposa, en los ojos de tus hermosos hijos y en
la sabiduría del Kirin Tor.

Después, Jaina movió los dedos como si estuviera tejiendo. Junto a ella, se
encontraban los demás miembros del Consejo de los Seis y Kalecgos, que hicieron lo
mismo, al igual que todos los magos ahí congregados. Jaina recordó entonces una
conversación que había mantenido con Kalec hacía mucho tiempo, o eso parecía ahora,
y una vez más esbozó una tenue sonrisa cuando una bola de energía Arcana de un color
lavanda pálido cobró forma en su mano.

—Hay un ritmo, un ciclo. Un… patrón. —En ese instante, atravesó con los
dedos ese globo de energía Arcana, que se fragmento y reconstruyó en medio de un
torbellino de signos, símbolos y números—. Todo cambia, ya sea de dentro a afuera, o
de fuera adentro. En eso consiste la magia. Y nosotros también somos magia.

Alzó la palma de la mano y, al instante, el pequeño orbe ascendió. Enseguida,


decenas de otros orbes similares se sumaron a él y, un poco después, ya eran centenares.
Incluso aquellos ciudadanos de Dalaran que no habían podido hacerse un hueco en la
ceremonia pudieron unirse a este gesto de despedida. Esas luces continuaron elevándose
y, a pesar de todo (de la tragedia de Theramore, del desastre del que había estado a

357
punto de ser responsable y de lo triste que se sentía por haber perdido a Rhonin), Jaina
sintió cómo su propio ánimo se elevaba con ellas.
Todo cambia, pensó. Incluso yo, Thrall, Garrosh, Varian… y Azeroth.

Una mano cálida se posó sobre la suya. La archimaga alzó la vista y sonrió a
Kalecgos. Estaba más que preparada para afrontar los cambios que la aguardaban.

***

Tink. Tink. Tink. Ssssshhh…

Un enano, que estaba desnudo de cintura para arriba, de tal modo que el fulgor
del fuego se reflejaba sobre su sudoroso torso, estaba trabajando en la Gran Fundición
de Ironforge. Si bien la fundición nunca se había apagado, rara vez había sido utilizada
como ahora. Como bajo tierra no se distinguían las noches de los días, siempre se
encontraban trabajando. Soplaban vientos de guerra y la Alianza debía prepararse. El
enano apartó un arma ya acabada y, a continuación, se llevó las manos a la zona lumbar
mientras se estiraba y esbozó un gesto de dolor al escuchar un crujido. Cogió un odre
con agua, bebió, se secó su pelirroja barba y prosiguió.

Mientras tanto, en Stormwind estaban construyendo nuevos barcos. Con cada


nave nueva que construían, los ingenieros refinaban sus diseños, consiguiendo así
navíos cada vez más rápidos. Bien sabía la Luz que lo iban a necesitar. Si bien Garrosh
esta vez había picado el anzuelo, no podían contar con que volvería a hacerlo por
segunda vez. A pesar de que se había retirado, la flota Horda seguía intacta; la Alianza,
no obstante, no podía decir lo mismo. Durante un largo momento, Varian contempló de
cerca el puerto y observó la frenética actividad que reinaba allí. Después, volvió al
castillo.

Tenía una guerra que planear.

***

Mientras Garrosh deambulaba de aquí para allá en el Fuerte Grommash, sus


órdenes se estaban comunicando al pueblo:

¡A todos los miembros recios y sanos de la Horda! ¡El Jefe de Guerra


Garrosh Hellscream LLAMA A FILAS a todos los ciudadanos! ¡Tanto varones
como hembras mayores de edad! ¡Se entrenarán para luchar contra la Alianza en

358
una GUERRA de la que saldremos VICTORIOSOS! ¡Los niños y demás gente que
no sea capaz de empuñar un arma contribuirán a la causa fabricando armas y
atendiendo las necesidades de los GUERREROS! Cualquiera que sea sorprendido
negándose a cumplir con sus obligaciones será ARRESTADO por TRAIDOR por
los Kor’kron. NO HABRÁ EXCEPCIONES. ¡POR LA HORDA!

La frenética actividad que se había desarrollado en Orgrimmar a lo largo de los


últimos meses se había multiplicado por mil. Los fuegos ardían a todas horas del día y
la noche y los Kor’kron estaban reclutando a nuevos combatientes.

Garrosh Hellscream, que se encontraba solo en el Fuerte Grommash, clavó su


mirada en un mapa de los Reinos del Este que se hallaba extendido sobre una de las
mesas, bajo la luz de las velas. Mientras jugueteaba ociosamente con una daga, cuya
punta se clavaba en el pulgar, sus ojos se posaron sobre estas letras: STORMWIND.

Acto seguido, alzó el cuchillo por encima de su cabeza y, de repente, lo clavó


hasta la empuñadura justo en medio de la M.
—Veré cómo esa ciudad arde contigo dentro, Varian Wrynn —masculló y, a
continuación, esbozó una sonrisa enmarcada entre unos colmillos—. Después de todo…
sólo uno de nosotros puede alzarse victorioso en esta guerra.

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AGRADECIMIENTOS

Gracias especialmente a Ed Schlesinger, James Waugh, Micky Neilson y Russell


Brower por su paciencia y apoyo durante una época muy difícil de mi vida. Gracias,
chicos.

También quiero darle las gracias a la familia Puckett: a Rob, Bev, Chris y Ryan.

Todos los autores deberían poder contar con un lugar así para retirarse a escribir.

360
NOTA

La historia que acaba de leer está basada en parte en personajes, situaciones y


escenarios del juego de ordenador World of Warcraft de Blizzard Entertainment’s,
un juego de rol online basado en el universo, galardonado con múltiples premios, de
Warcraft. En World of Warcraft, los jugadores pueden crear sus propios héroes y
explorar, aventurarse y adentrarse en un vasto mundo que comparten con otros miles de
jugadores. Este juego en constante expansión permite a los jugadores interactuar y
luchar contra (o junto a) muchos de los poderosos y fascinantes personajes que aparecen
en esta novela. Desde su lanzamiento en noviembre de 2004, World of Warcraft se ha
convertido en el juego de rol online multijugador más popular del mundo. Su última
expansión de Cataclysm vendió más de 3.300.000 de copias sólo en las primeras
veinticuatro horas en que estuvo a la venta, convirtiéndose así en el juego para
ordenador que más unidades ha vendido rápidamente de todos los tiempos (superando
el récord anterior que ostentaba la segunda expansión de World of Warcraft, Wrath of
the Lich King). Puede hallar más información sobre Cataclysm y la inminente cuarta
expansión, Mists of Pandaria, en worldofwarcraft.com.

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Escritora americana, Christie Golden es conocida por sus novelas de terror,
ciencia ficción y fantasía, la mayoría de las cuales se pueden encuadrar en grandes
franquicias dedicadas a los juegos de rol y a los videojuegos.

A destacar su trabajo en la saga de World of Warcraft, Ravenloft o Star Trek


Voyager.

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