Angela Devine - Un Intruso en Mi Vida
Angela Devine - Un Intruso en Mi Vida
Angela Devine - Un Intruso en Mi Vida
Angela Devine
Argumento:
Jane West debía enfrentar la verdad: Marc Le Rossignol la tenía
exactamente donde él quería. El arrogante francés casi se apropiaba de su
preciosa viña, y era sólo una cuestión de tiempo antes de que él se
adueñara también a ella. ¿Estaría él representando un letal juego de
seducción… o una venganza?
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CAPITULO 1
—PARECE que tu padre te ha dado plantón —observó Brett. Mirando hacia
todos los lados en el aeropuerto, que se vaciaba rápidamente, Jane se sintió
inclinada a darle la razón. Eran más de las once y la mayoría de los pasajeros ya
se habían internado rápidamente en la gélida noche otoñal. Sólo se veían unos
cuantos empleados y una familia que había extraviado el equipaje en la
pequeña terminal de Hobart. De su padre, ni rastro.
—Creo que tienes razón —admitió con tristeza—. Pero no comprendo por
qué no ha aparecido. Hace dos semanas le escribí diciéndole cuándo llegaba.
¡Quién podía imaginar que habría este retraso en mi vuelo por problemas del
motor! Bueno, ya sabes cómo es papá, no se puede confiar en él. Me temo que,
después de todo, no podré llevarte a tu casa, Brett.
—Vaya, no se acaba el mundo por eso, compañera. Te diré lo que haremos,
iré a hablar con el tipo del mostrador de Hertz para ver si nos alquila un coche,
y luego seré yo el que te lleve a casa.
—Gracias, Brett, eres un verdadero encanto.
Suspirando aliviada, Jane se dejó caer en uno de los asientos azules, con el
equipaje esparcido sin orden a su alrededor. Estaba muerta de cansancio tras el
largo vuelo desde Tailandia a Melbourne, donde la avería les retuvo
interminables horas, y el vuelo final hasta Tasmania. Así las cosas, por una vez
se sintió muy feliz al permitir que Brett tomara las decisiones por ella.
Observando su figura rechoncha, sonrió con cariño. El querido Brett, con su
cara colorada, sus diestras manos, y su pelo blanco como la leche, que ya
comenzaba a desaparecer por el cogote. Aunque sólo tenía veintisiete años, uno
más que la propia Jane. ¡Lástima que nunca le hubiera inspirado nada más que
un sentimiento fraternal! Desde que se conocieran en el colegio más de veinte
años atrás, Brett siempre había sido su admirador y protector, pero Jane sabía
que, sin esa chispa indefinible y misteriosa del amor, nunca sería nada más. A
pesar de habérselo dejado bien claro cientos de veces, Brett no perdía las
esperanzas. Además de ser un hombre de buen carácter, era cabezota hasta lo
indecible.
—Compañera, todo arreglado. En marcha. Diez minutos después ya
avanzaban por la autopista serpenteante que conducía a Richmond. Brett
conducía sin prisas, igual que hacía todo lo demás, mientras Jane dormitaba a
su lado, admirando de vez en cuando las sombras de los eucaliptos muertos y
los densos matorrales bajo la luz de la luna, las manchas blancas de las ovejas,
inmóviles en los pastos, los perfiles fantasmales de las granjas, ya oscuras y
silenciosas hasta la aurora. Una ráfaga de viento levantó una polvareda
mientras cruzaban el pueblo entre las casas Georgianas de arenisca y sus
cuidados jardines. Acá y allá se veían unos pocos signos de vida
tranquilizadores, la música y las risas procedentes de un bar abierto de última
hora, el humo de las chimeneas encendidas, la luz de las farolas, y luego de
nuevo la quietud del campo abierto. Jane se echó hacia delante, acelerado el
corazón, cuando vislumbró sus viñas y la vieja granja llamada El Rincón del
Talabartero, donde pasó su niñez.
—Tus viñas tienen muy buena pinta —comentó Brett—. Hará un mes estuve
hablando con tu capataz, Charlie. Al parecer podréis hacer la cosecha justo
después de Semana Santa.
—En realidad por eso he vuelto. En Francia, estaba aprendiendo tanto que de
muy buena gana me habría quedado otros seis meses.
—Vaya, me alegro de que no lo hayas hecho —afirmó Brett con mesura,
dejando caer la mano izquierda sobre una rodilla de Jane.
Ésta se sintió como si fuera una manzana que palpaban para comprobar su
grado de madurez. No era una sensación exactamente desagradable, pero sólo
despertó en ella incomodidad y deseos de escapar.
—Brett, no —murmuró, apartándole la mano.
—Algún día te rendirás —dijo él en tono jovial—. No soy un mal tipo, Jane.
Soy una persona estable y tengo mi propia granja.
Aliviada, Jane observó que llegaban a la carretera de gravilla que conducía a
la parte trasera de su casa.
—No te invito a pasar, Brett, porque es tarde y estoy muerta después del
viaje.
—Claro. No te preocupes. Al menos, permíteme que te acompañe a la puerta.
—Bueno, pero sólo hasta la trasera —replicó Jane, algo molesta—. Con eso
basta. Veo que papá ha dejado la luz de la entrada encendida. Tal vez no recibió
el mensaje sobre el retraso del vuelo.
—¿Seguro que estarás bien? ¿No puedo hacer nada más por ti? ¿Quizás un
beso de buenas noches?
—¡No! ¡Oh, Brett, déjalo ya! Te tengo muchísimo afecto, pero no de esa
manera.
—¡Algunas mujeres no tenéis buen gusto! —se lamentó Brett, rozándole la
mejilla antes del volverse hacia el coche alquilado—. Nos veremos en un par de
días, Jane.
A pesar del cansancio, Jane se detuvo unos momentos para aspirar el aire
fresco de la noche, con el inconfundible aroma del eucalipto. Croaban las ranas,
y vio el resplandor rojo de los ojos de una zarigüeya en las ramas de un árbol.
Sonrió de oreja a oreja. ¡Desde luego, tenía ganas de volver a casa! Y lo mejor
era que sus viñas estaban listas para su primera cosecha.
Decidió bajar a la bodega para celebrar su vuelta con un buen vino de su
colección. Al día siguiente invitaría a alguien a comer para acabar la botella.
Optó por un tinto de crianza y se le hizo la boca agua pensando en su
extraordinario bouquet.
—Marc, por favor. Vosotros los australianos sois muy informales, ¿no? Cómo
estoy en tu país, lo correcto es respetar vuestras costumbres. ¿Podría llamarte
Jane?
—¡Puedes llamarme como te dé la gana, siempre y cuando salgas de mi casa!
Y cuanto antes, mejor. ¿Pero antes te importaría explicarme qué está sucediendo
aquí?
—A su debido tiempo. Ahora te apetecerá sin duda asearte y comer algo. La
ropa que llevas está para ir a la basura.
Jane le lanzó una mirada asesina. El tipo recorrió su cuerpo con mirada
desaprobadora. Al parecer no le agradaban las mujeres que viajaban en
vaqueros desgastados. ¡Pues le importaba un rábano recibir o no su aprobación!
¿Cómo se atrevía a mirarla de arriba abajo como si fuera un objeto a la venta, y
no de muy buen aspecto precisamente?
Observando el aspecto inmaculado de su camisa a rayas azules y blancas y el
pantalón gris plisado pensó que no le habría importado lo más mínimo haber
atinado con el botellazo y ver las prendas ahora salpicadas de manchas de vino,
que serían casi imposibles de quitar.
No se debía sólo a la situación que le resultara tan antipático. Había algo en
su actitud, tan confiada y resuelta, como si pudiera dominar el mundo y a todos
los que lo habitaban. Su innegable atractivo probablemente tenía algo que ver
con el aura de autoridad que irradiaba. Mediría algo más de metro ochenta, y
tenía anchos hombros, cintura estrecha y muslos robustos, pero su rostro era lo
que más llamaba la atención. La mandíbula que le daba un aspecto duro, la
astucia que reflejaban sus ojos castaños cuando los estrechaba, la sonrisa
burlona y las facciones viriles le otorgaban el aire de un hombre nacido para
triunfar. Ignorando la inspección, aparentemente, Marc Le Rossignol observó
las etiquetas de su equipaje.
—Has hecho un largo viaje, mademoiselle. Desde Tailandia, nada menos.
—En realidad algo más. Sólo pasé una noche en Bangkok antes de reanudar
el viaje.
—¿Y… de dónde venías?
—De Francia.
—Ah, de mi propio país. Hablaremos de ello en la cena. Pero antes querrás
darte un baño.
Marc dejó las bolsas de Jane en el suelo, se dirigió al vestíbulo y sacó de un
armario una toalla blanca enorme, una alfombrilla de baño y una esponja.
—El cuarto de baño es la segunda puerta a la izquierda.
—¡Ya sé dónde está el baño! —rugió Jane.
Él la miró con expresión burlona.
—Claro, claro. Bueno, entonces iré a calentar algo para cenar.
Jane estaba que mordía cuando abrió el grifo de agua caliente para llenar la
antigua bañera con patas a modo de garras. ¿Cómo se atrevía aquel
desconocido a tratarla como si fuera una invitada en su propia casa? ¿Qué
estaría haciendo allí? Parecía un sueño surrealista e inquietante, pero eran muy
reales las nubes de humo que salían de la bañera y el fragante olor a castañas
que emanaba del gel. Lanzando un quejido cansino, se encaminó con paso
decidido hacia el vestíbulo para llevarse al baño la más pequeña de sus dos
bolsas. Cuando echó el cerrojo, tan sólo deseaba relajarse en el agua espumosa y
luego acostarse. Por desgracia, debía utilizar su cerebro exhausto para intentar
aclarar el embrollo con aquel extraño que aparentemente había tomado
posesión de su casa.
Le hizo esperar deliberadamente, pero los resultados no fueron los
apetecidos. Casi se queda dormida en el agua, y se espabiló cuando oyó que
aporreaban la puerta.
—¿No te habrás ahogado, verdad? ¿Debo entrar a rescatarte? Puedo romper
el cerrojo si me necesitas.
Alarmada por la amenaza, Jane salió de la bañera y comenzó a secarse a toda
prisa. Luego limpió el vapor que cubría el espejo y se observó con mirada
crítica. Si hubiera estado sola, se habría puesto un pijama viejo y unas
zapatillas. Titubeó. ¿Debería ponerse unos vaqueros y un jersey más viejos aún
para provocarle, o de punta en blanco?
Desde la infancia, siempre había procurado afrontar las situaciones difíciles
asegurándose de presentar el mejor aspecto posible. Pero, si se arreglaba,
¿pensaría el desconocido que estaba aviniéndose a su juego? Se miró en el
espejo. Pelo rubio, largo y rizado, ojos verdes y grandes, cara con forma de
corazón, barbilla pequeña y puntiaguda, y una boca generosa, desafiante.
—¿Por qué me preocupo de lo que pueda pensar? —se dijo en voz alta—.
¡Me pondré lo que me apetezca!
Abrió la bolsa y sacó una muda limpia de ropa interior, pantis, zapatos y la
única extravagancia loca que había traído de Francia, un vestido verde claro
que se moldeaba a las curvas de su cuerpo, otorgándole un aspecto mil veces
más elegante y sofisticado del habitual. Se vistió, se cepilló el pelo y se perfumó.
Se adornó con un collar de oro y perlas, se pintó los labios de rojo escarlata y
brillante. Luego, preparándose para la batalla, irguió los hombros y abrió la
puerta del baño para entrar a la carga.
—Espérame en el comedor —gritó una voz masculina que comenzaba a
resultar odiosamente familiar—. Me reuniré contigo en un minuto.
Jane, al ver el comedor, lanzó una exclamación de asombro. Un mantel de
encajes exquisitos cubría la mesa grande de cedro, que su padre y ella sólo se
molestaban en utilizar para las ocasiones especiales, como la cena de
nochebuena. Las velas ardían en un candelabro de plata, y su luz titilante se
reflejaba en las copas de cristal, los cubiertos de plata y la vajilla de la mejor
porcelana. De la cocina venían aromas que hacían la boca agua. Alguna clase de
estofado de carne y otras delicias. ¿Tal vez tarta de manzana? Los ánimos de
Jane revivieron mágicamente. Acaso fuera pequeña y tuviera un aspecto
bastante frágil, pero tenía un apetito voraz. ¡Quizás no fuera tan malo tener a un
francés chalado en casa, si cocinaba tan extraordinariamente bien!
Poco después apareció el loco francés en el comedor. Miró a Jane y una
sonrisa aprobadora iluminó su rostro.
—Muy chic —murmuró—. Te felicito. Temía que pudieras vestirte como una
vendimiadora después de la cosecha.
Jane se sonrojó, vacilando entre agradecer el cumplido o mostrarse indignada
por su comentario.
—¿Puedo ayudarte en la cocina?
—No hace falta. Está todo preparado. Sólo he tenido que calentar la comida.
Toma una copa de jerez mientras sirvo la sopa.
Sin decir más, el hombre se puso a revolver entre las botellas del mueble bar.
—Un Reynella semiseco, por favor —le pidió Jane.
—Buena elección. Yo tomaré lo mismo. Bueno, ahora siéntate a la mesa y
cenaremos.
Jane tomó un sorbo del líquido de color pajizo y sabor almendrado,
observando a Marc con expresión perpleja cuando éste se encaminó hacia la
cocina. Regresó con dos panecillos calientes envueltos en una servilleta y a
continuación con dos platos de sopa.
—Sopa juliana —anunció, dejando un plato frente a Jane.
—Bon appetit —dijo Jane de modo automático.
—¿Hablas francés?
—En realidad, no. Con fluidez, no, desde luego. Pero acabo de pasar seis
meses en la región de Champagne.
—¿En serio? ¿Y qué hacías allí?
—Ampliar mis conocimientos sobre la elaboración del champán.
—¿Es una simple afición, o tu profesión?
—Es mi profesión —respondió Jane orgullosamente.
—¿Y has estudiado el tema?
—Sí. Cuando me gradué en el instituto, me matriculé en un curso en el sur de
Australia, trabajé un año en Penfold's y luego regresé a Tasmania para intentar
poner en marcha mi propia bodega familiar. Eso ocurrió hace cinco años.
—Entonces, ¿tus propias manos son las que han plantado estas viñas y
montado el equipo? ¿Eres la persona que ha organizado toda esta empresa?
—Sí —afirmó Jane con satisfacción—. Planté los viñedos de uvas Riesling y
Cabernet Shiraz hace varios años, y desde entonces me he ocupado de todo el
CAPITULO 2
—¡PORQUE es una cuestión de simple decencia! —exclamó Jane. Marc la
miró como si no hubiera oído jamás la palabra decencia.
—Sigo sin comprender qué tengo que ver yo en todo esto. Es evidente que,
antes de nada, debemos telefonear a tu padre a Nueva Zelanda para saber cuál
es la situación legal exactamente.
—¡La situación legal! Eso es lo único que te importa, ¿verdad? ¡La situación
legal! ¿No tienes sentimientos?
El rostro de Marc permaneció impasible. Sólo parecían vivos sus ojos,
sombríos y pensativos. Pero su rostro parecía de granito. No daba el menor
asomo de esperanza a Jane.
—Para mí tan sólo se trata de una transacción comercial. A tu padre le he
entregado una cantidad de dinero extremadamente generosa a cambio de la
opción a comprar estas propiedades. Además he tenido que hacer complicados
arreglos en Francia para poder ausentarme durante estos tres meses. ¿Por qué
iba a arrojar por la borda todos mis esfuerzos?
Jane dejó escapar un suspiro, derrotada. Marc tenía razón. ¿Por qué iba a
hacer una cosa así? Al fin y al cabo, se hallaba en esta situación sólo por su
propia culpa, aunque este conocimiento tampoco le hacía más soportable el
problema. De hecho, le sucedía todo lo contrario. Se sentía desolada, humillada,
traicionada. Y aquel extraño sin sentimientos nada hacía por confortarla,
limitándose a observarla como un juez.
—¿Y qué harías con la propiedad si la compraras? Aquí los métodos de
elaboración son muy diferentes. Esto no es Francia.
Marc sonrió con inesperado atractivo.
—Ahí reside la causa por la que me he embarcado en este proyecto. Quiero
renovar este negocio. Es una suerte que las estaciones se sucedan al revés en los
dos hemisferios. Puedo hacer dos vendimias si paso la mitad del año en Europa
y la otra aquí, y utilizando lo mejor de la tradición francesa y las innovaciones
australianas. Doble posibilidad de conseguir vinos excelentes. Me parece ideal.
—¿Y estás dispuesto a arruinarme con tal de llevar a cabo tus proyectos?
—No seas melodramática, querida. No estás arruinada todavía. Y, aunque lo
estuvieras, sólo a ti podrías achacar la culpa. Sabes, me parece que eres un poco
tonta, ingenua e impetuosa. Jane apretó los puños.
—Tú, engreído… ¡Te odio! ¡Ojalá nunca hubieras aparecido por aquí!
—Pues yo comienzo a alegrarme de ello. No tienes modales, señorita. Me
atacas con botellas y linternas. ¿Qué será lo próximo? ¿Un cuchillo de trinchar
pavos? ¿Ataque con uñas y dientes? Esta última posibilidad podría resultar
interesante.
algún modo de proteger sus viñedos y su hogar, pero pronto la venció la fatiga
y se durmió.
Y dormirse no resultó en absoluto una experiencia agradable. Oyó en sueños
el estruendo de motores de avión, de botellas hechas añicos, y le persiguieron
visiones de Marc Le Rossignol, acechando entre las llamas de la chimenea como
un príncipe de los infiernos. Hacia el amanecer las pesadillas dieron paso a un
sueño más profundo, en el que de alguna manera percibía el aire fresco que
acariciaba las cortinas y las ramas que llamaban suavemente a su ventana. Era
casi mediodía cuando por fin despertó. Por un instante sintió bienestar, pero
enseguida recordó la noche anterior y dejó escapar un lamento.
—¡Oh, no! ¡No puede quitarme mi hogar! ¡No puede! ¡No puede!
Saltó de la cama y abrió las cortinas. El arce japonés que le había hablado en
sueños con su particular código mecía sus hojas escarlatas sobre un brillante
cielo azul. A pesar de sus malos recuerdos, la hermosa escena le levantó el
ánimo. Abajo, el intenso verde del jardín se veía rodeado por el seto de tejos, de
un verde más oscuro. Y más allá las hileras de las viñas, agitándose sin ninguna
prisa bajo el sol otoñal. En la lejanía las colinas adquirían un tono azulado más
azul que el del cielo. Parecía una verdadera mala pasada del destino que una
calamidad se cerniera sobre ella en un día tan hermoso. ¡Bien, no se rendiría sin
luchar!
Por fortuna su habitación contaba con un cuarto de baño donde podría
arreglarse sin tener que enfrentarse a Marc despeinada y soñolienta. Tras una
buena ducha refrescante, se puso unos vaqueros limpios, una camisa y
alpargatas, se recogió la rebelde melena en una cola de caballo, y bajó. Estaba en
la cocina quemando por segunda vez unas tostadas, cuando apareció Marc de
repente. Al tomar una de las humeantes tostadas lanzó un improperio en
francés y la dejó caer en el cubo de la basura. Después desenchufó el tostador y
también lo arrojó a la basura.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Jane indignada—. Tenemos ese tostador
desde hace quince años.
—Ya se nota. Es difícil de controlar cuando lo utiliza una persona eficiente
como yo, y puede ser un peligro si hace la tostada una mujer que no se
preocupa de vigilar el fuego y cuyo sentido del olfato evidentemente no
funciona. ¿Quieres quemar la casa? No te preocupes por ese cacharro. Mañana
te compraré un tostador nuevo.
—¡No quiero otro tostador! ¡Quiero ése!
Incluso a sus propios oídos sonaba como un crío petulante. Y todavía fue
peor cuando corrió hasta el cubo de la basura e intentó recobrar su tostador.
Marc se interpuso en su camino.
—¿Quieres pelear conmigo por ese cacharro? —le propuso Marc.
Jane apretó los dientes.
—No.
—Probablemente.
—Entonces, ¿por qué no lo hiciste? La situación es completamente injusta
para mí, ¡tú mismo acabas de decírselo! Entonces, ¿por qué no le has hecho
renunciar a seguir adelante?
—Porque no me convenía.
A Jane le entraron ganas de romper algo. A ser posible, sobre la cabeza de
Marc.
—Supongo que es razonable tu posición —le echó en cara—. Es evidente que
sólo te preocupan tus propios intereses. ¿Por qué iba a esperar otra cosa?
Las pupilas de Marc se dilataron, se encendieron con un brillo peligroso por
un instante. Luego dedicó a Jane una larga mirada.
—Mis motivos no importan. Lo fundamental es que me quedaré aquí tres
meses. Ahora la cuestión es qué harás tú.
—Yo también me quedo. No pienso moverme.
Marc esbozó una extraña sonrisa.
—¿Y, cuando lo irresistible tropieza con lo inamovible, qué sucede?
—Yo no diría que seas irresistible —afirmó Jane.
—Ni yo que tú seas inamovible.
La voz de Marc era ronca, y el brillo de sus ojos daban la impresión de
ocultar algo misterioso, meditabundo y arrebatado a la vez. A Jane le recordaba
a un tigre atrapado en una trampa.
—Estoy seguro de que podría moverte si me lo propusiera.
—¡Basta de juegos! Me quedo y no hay más que hablar.
—¿De verdad? ¿Y de dónde sacarás dinero para vivir? Supongo que tu padre
habrá reservado algún capital para tus gastos…
Jane lo miró en silencio, abatida. ¿Y si su padre la había dejado en la ruina?
Tenían una cuenta conjunta que utilizaban para pagar los gastos de las
propiedades. Cualquiera de los dos podía sacar dinero en todo momento, y Jane
nunca se había preocupado por el tema, a pesar de que su madre le había
advertido que no era prudente. Ahora le asaltaban oscuros presentimientos. ¿Y
si su padre había limpiado la cuenta?
—¡Estoy segura de que me habrá dejado algún dinero!
—¿Por qué no telefoneas al director del banco y lo compruebas?
Con cara escéptica, Marc le ofreció el teléfono. Jane marcó el número con
dedos temblorosos. Ojalá Marc no estuviera mirándola con aquella expresión,
mitad compasiva, mitad suficiente. Incluso antes de que el director respondiera
a su pregunta, el silencio inicial y prolongado que guardó hizo temer a Jane que
iba a llevarse una decepción muy amarga. Cuando colgó, sentía una profunda
humillación, una rabia no menos profunda.
Brett dejó la lechuga sobre la mesa y luego tomó entre sus brazos a Jane
cuando ésta se levantó. Tenía la cara tan colorada como siempre, la expresión
afable, y Jane deseó responder al fervor emocionado que veía brillar en sus ojos.
Pero, por alguna razón, no pudo. En el último momento, cuando Brett se inclinó
para besarla, apartó la cabeza y el beso aterrizó en la mejilla en lugar de los
labios.
—Ah, vamos, Jane. Puedes hacerlo mejor. Dame un beso como es debido.
Jane sintió el impulso de echar a correr, pero se quedó inmóvil cuando miró
hacia la cocina y vio a Marc asomado tras las puertas acristaladas. Y entonces
pensó locamente en decir a Brett que amaba a Marc y volar a sus brazos. ¿Cómo
podía ser tan estúpida? En lugar de eso, entrelazó los brazos alrededor de la
cintura de Brett y le besó en los labios. Brett se quedó asombrado primero, y
luego encantado. Le devolvió el beso con un fervor cálido y húmedo,
desagradable.
—Ah, eso es —exclamó él en tono aprobador—. ¡Sabía que te rendirías si
tenía suficiente paciencia! Mira, Jane, ¿qué me dices si nos dejamos de tonterías
y nos casamos ahora mismo?
Jane lo miró horrorizada. Era la proposición que esperaba, la que tenía
intención de aceptar. Abrió la boca para decir que sí y se vio asaltada por un
pánico ciego que la dejó sin habla.
—¡No! —gritó al fin, apartándose del perplejo granjero—. Lo siento, Brett,
eres un hombre muy, muy agradable, pero no te amo y nunca te amaré. Ahora,
por favor, ¡vete!
En su acelerada huida, casi tumbó a Marc al topar con él.
—¡Aparta! —exclamó, percibiendo confusamente las fuertes manos que
aferraban sus brazos para que no perdiera el equilibrio.
Y percibiendo también el olor intenso y viril del cuerpo tan cercano al suyo,
del brillo interrogante de aquellos ojos castaños. Se le ocurrió que no tendría
ninguna duda a la hora de besar a Marc o aceptar una propuesta matrimonial
suya. Le dio un violento empujón y corrió hacia las escaleras.
—¡No permitas que me siga! —le dijo sin parar de correr, y desapareció.
A pesar de lo mucho que deseaba encerrarse en su habitación para no volver
a salir jamás, no pudo sino detenerse arriba de las escaleras para ver qué
ocurría. Poco después oyó los pesados pasos de Brett en la cocina.
—¡Apártese de mi camino, amigo! —lo oyó decir en tono bastante afable.
Estirando el cuello, Jane vio que Marc le cerraba el paso con igual afabilidad.
—Ella no quiere verlo —explicó Marc con voz tranquila teñida de frialdad.
—Bueno, a ver si me entiende. No he venido aquí para perder el tiempo ni
para molestar a Jane, sabe. Quiero pedirle que se case conmigo.
—Lo siento por usted. Pero parece que ya le ha dado una respuesta, y ésta es
no.
—Es por culpa suya —replicó Brett en tono acusador—. Viene aquí, le mete
en la cabeza sus estrafalarias ideas extranjeras. Apuesto a que está intentando
que se vuelva contra mí para disfrutar de una aventurilla asquerosa con ella y
luego marcharse dejándola con el corazón roto.
—Lo que haya entre Jane y yo no es asunto suyo —afirmó Marc con altivez
aristocrática—. Sin embargo, ya que parece un buen hombre, le diré una cosa.
De hecho, Jane y yo nos entendemos bastante bien. Naturalmente, en estas
circunstancias, no quiere complicarse la vida con ningún otro hombre. Ni yo lo
consentiría.
—¡Pero si sólo lleva aquí dos semanas! ¿Cómo diablos puede haber llegado
tan lejos en tan poco tiempo? —Olvida que Jane pasó seis meses en Francia.
Brett frunció el ceño, titubeando.
—¿Quiere decir que ya la conocía antes de venir aquí? Marc se limitó a
enarcar las cejas levemente, sugiriendo una respuesta afirmativa.
—¡Vaya, ella nunca me dijo nada! —¿Por qué iba a decírselo? Jane le
considera un amigo muy querido, ciertamente, pero sin duda no querrá hablar
con usted de su vida amorosa.
—Oh, ¿entonces el amor es la cuestión? Bien, mejor que así sea, amigo,
porque le diré una cosa: No voy a pelear con ningún tipo que se gane con juego
limpio a Jane, si ella en verdad le prefiere. ¡Pero, si se aprovecha de ella y sus
intenciones no son serias, le haré tragarse sus resplandecientes dientes!
—¿Estaría considerando la compra de esta casa si mis intenciones no fueran
serias? Ahora, vamos, Brett, Jane le ha pedido que se marche. Por favor, váyase
sin armar un escándalo y seguro que pronto nos reuniremos todos a tomar una
copa como buenos amigos.
ordenas que se vaya y me pides que le eche. Si voy a tener que actuar como un
matón de discoteca, al menos quiero saber la razón.
—¡Oh, no lo comprenderías! Mira, es mi cumpleaños, y sabía que Brett se
declararía. Siempre lo hace en esta fecha. Sólo que esta vez iba a aceptar su
proposición, pero entonces me regaló la lechuga y yo lo besé, y luego dije que
no y me siguió.
—Oh, eso aclara las cosas —observó Marc con cierto brillo burlón en la
mirada.
—¡No te rías de mí! ¡Esto es serio!
—¡Por supuesto que es serio! Una proposición matrimonial siempre es una
cosa seria. Pero no me has explicado la cuestión esencial. Cuando este excelente
joven vino a declararse con una lechuga, ¿por qué una lechuga?, me pregunté.
¿Por qué no un ramo de rosas? ¿Por qué le rechazaste?
—Porque no lo amo. Y pensé que podría aceptarle a pesar de ello, pero no
pude.
—¡Claro! ¿Y por eso le besaste con los ojos cerrados, como una loba en celo?
—¡Estabas espiándome!
—No pude evitarlo. Estaba cerca de las puertas del jardín y todo ocurrió
antes de que pudiera apartarme. Dabais una imagen patética, debo decir. Como
beso, no fue impresionante.
—¿Oh, de verdad? ¿Debo suponer que tú puedes hacerlo mejor?
—No lo dudes.
Antes de que pudiera reaccionar, Jane se vio envuelta entre sus brazos y
lanzó un gemido. Fue el último sonido que hizo durante un buen rato.
Apenas capaz de respirar, se vio besada con un ardor que le dio vértigo.
Sintió una corriente eléctrica de alto voltaje que cosquilleaba por todo su
cuerpo. Su resistencia se desvaneció. Se derretió entre los brazos de Marc,
alzando los labios temblorosos en busca de los suyos cuando el abrazo se hizo
más fuerte. Cerró los ojos y se dejó llevar por una ráfaga de excitación cuya
intensidad la impresionó. Nunca había sentido nada igual. Un calor palpitante
se extendía por cada poro de su cuerpo, sus pezones se endurecieron, un
torbellino de sensaciones que atraían su atención. Era profundamente
consciente de la presión insistente del cuerpo viril de Marc, de las caricias de
sus manos por la espalda, rítmicas y absorbentes, del aroma embriagador y
masculino que emanaba en oleadas. En aquel momento de locura, tan sólo
deseaba liberarse de la ropa que la oprimía y ofrecerse a él sin ningún pudor.
Pero cuando Marc llevó las manos sobre sus senos, se apartó lanzando un
gemido.
—¡Marc, no!
Él hizo que alzara la barbilla y la miró con ojos encendidos como brasas.
CAPITULO 3
—HARÉ cualquier cosa para que te marches de aquí —prometió Jane.
—¿Trucos sucios incluidos?
—¡He dicho cualquier cosa!
Lanzó a Marc otra mirada encendida antes de cruzar la habitación. Cuando
iba a abrir las puertas acristaladas del jardín, Marc la alcanzó e hizo que se
volviera.
—¿Vas a comer lombrices otra vez? —le preguntó en son de burla—. Tengo
una idea mejor. ¿Por qué no comes conmigo?
—Acabo de desayunar.
—Quiero decir más tarde, naturalmente. Ya es hora de que nos conozcamos
mejor.
—No, gracias.
Marc frunció los labios.
—Considéralo una orden. Forma parte de tu trabajo mantenerme informado
sobre la marcha de las cosas en el viñedo. Podrás hacerlo mientras comemos.
Jane hizo una mueca de desagrado, pero Marc permaneció impasible,
observándola con una leve expresión sarcástica.
—De acuerdo —respondió ella por fin.
—¿Te gustaría comer en algún sitio en especial? —le preguntó Marc,
dedicándole una sonrisa triunfante.
Por un momento, Jane tuvo la tentación de llevarle a un antro especialmente
repulsivo, donde había probado con Brett una vez las hamburguesas más
repugnantes de toda su vida. Desde entonces apodó al lugar «La Esponja
Grasienta», pero estrategias infantiles de esa clase sólo servirían para irritar a
Marc sin conseguir nada.
—Podríamos ir al Moorilla Winery. Tienen un viñedo familiar como el que
yo quiero establecer aquí. Está en las afueras de Hobart, a orillas del río
Derwent, y tiene un restaurante muy agradable. Quizá te interese probar
algunos de sus vinos.
—Buena idea —convino Marc en tono aprobador.
Poco después de la una se adentraron en la serpenteante carretera que
conducía a las bodegas Moorilla. El sol otoñal resplandecía sereno, reluciendo
sobre las perfectas hileras de viñas verdes, sobre las aguas azules del río, y
calentando el suelo de terracota en la entrada del restaurante. Observando las
mesas invitadoras que había en la terraza, Marc dirigió a Jane una mirada
interrogante.
—¿Por qué no comemos fuera? —sugirió—. El día lo merece.
ablandó un poco, sobre todo debido a la nota de cariño que percibía en su tono
aparentemente indignado.
—Aprecias mucho a tu familia, ¿verdad? —le preguntó con cierto deje de
envidia.
—Por supuesto que sí. Pero es una familia como otra cualquiera. Les quiero a
todos y todos me vuelven loco. Desde el primero, hasta el último. Jane
pestañeó.
—¿Cuántos sois?
—Bueno, está mi padre, jubilado ya, pero que sigue ocupándose de algunas
tareas en la bodega. Mi madre, cuyos intereses principales son la cocina, el
jardín y sus nietos. Tengo dos hermanos pequeños, Paul y Robert, ambos
casados, y ambos viticultores aferrados a la tradición. Y, por último, Laurette,
mi hermana pequeña, que es licenciada en Química y se dedica a la
investigación. Te agradaría Laurette. Ha vivido en Estados Unidos y tiene una
mente abierta, pero hasta ella se ha comprometido con una viticultura
tradicional. Y sólo quedo yo, el rebelde, el alborotador, el destructor de los
antiguos vinos sagrados. «¡Buena cosa que se haya marchado a Australia», se
dicen mis queridos parientes unos a otros, estremeciéndose de alivio. «¡Así tal
vez nuestras viñas se librarán de la destrucción!»
Jane esbozó una sonrisa sin poderlo evitar.
—Una curiosidad. ¿Qué tal salieron las viñas que plantaste?
Ahora sonrió Marc.
—Muy bien. Conseguimos una producción tres veces mayor que antes, y la
vendimia resultó mucho más sencilla. Esta es en realidad la verdadera razón
por la que mi familia jamás me ha perdonado.
—Supongo que aún así te seguirán queriendo, ¿no? —dijo Jane con voz
teñida de melancolía.
—Por supuesto. Pero noto algo raro en tus palabras. ¿Acaso temes no contar
con el cariño de los tuyos?
A Jane le alarmó su capacidad de percepción, y tornó a replegarse como una
tortuga asustada en su caparazón. Se encogió de hombros.
—No tengo una familia numerosa precisamente, sólo a mis padres.
—Un padre que intenta vender la finca de la familia a tus espaldas —
murmuró Marc pensativamente—. ¿Qué me dices de tu madre? ¿Aún vive?
Jane tragó saliva y bajó la mirada, deslizando un dedo sobre el borde de su
copa de vino.
—Sí, pero no podría decirse que sea una madre convencional.
—¿No tienes hermanos ni hermanas?
—No. Mis padres nunca llegaron a entenderse bien, y se divorciaron cuando
tenía diez años. Mi madre había trabajado de arquitecto en Melbourne y, tras la
—Tendré todo el tiempo del mundo para estar solo con ella más tarde —
replicó.
Su respuesta no satisfizo por completo a Jane. Durante el viaje hacia el
aeropuerto, incluso consiguió sobreponerse al desagrado innato que le producía
hacer preguntas personales.
—¿Por qué viene Simone en realidad? —preguntó a quemarropa.
Marc estaba contemplando los prados dorados y las colinas azules que
recoman y se tomó su tiempo para responder, como si el paisaje le interesara
más que Simone.
—En parte por curiosidad, creo —dijo al fin—. Nos conocemos desde hace
muchos años y demostró mucho interés cuando le hablé de mi nuevo proyecto.
Nos hemos mantenido en contacto desde que vine, y tal vez quiera convencer a
su familia para introducir unas cuantas innovaciones australianas en sus
viñedos.
—¿También se dedica su familia a la vinicultura?
—Sí. Tienen un viñedo grande cerca del nuestro. Simone es economista y se
ocupa de todos los aspectos financieros del negocio. Precisamente la semana
pasada le hablé del sistema de espaldares movibles que usáis en Australia. Aquí
es una práctica común, pero en Francia constituiría un cambio revolucionario.
Simone está muy interesada en conocer el sistema a fondo y los beneficios que
podría reportar.
—Oh —murmuró Jane, algo aliviada.
Si la visita de Simone sólo se debía a motivos profesionales, tal vez no se
quedaría mucho tiempo. Por otra parte, viniendo del otro lado del mundo, sería
extraño que hiciera el viaje para pasar sólo unos días.
—¿Se quedará mucho tiempo? —preguntó, procurando disimular sus
sentimientos.
Marc le lanzó una mirada sorprendida.
—Se quedará todo el tiempo que quiera, por supuesto. Somos… viejos
amigos.
Su forma de pronunciar la palabra «amigos» hizo sonar campanadas de
alarma en la mente de Jane. «¿Amigos, o algo más?», pensó con recelo. A ella
misma le asombró la antipatía que sintió. Ni siquiera conocía a Simone, y cabía
la posibilidad de que la pobre mujer fuese una buena persona. Se dijo que su
desagrado instintivo sólo se debía a la invasión de su hogar, pero tenía la
molesta sensación de que la culpa podía ser de los celos. ¡Qué estupidez! Marc
no significaba nada para ella. Sólo la había besado una vez, un incidente que era
mejor olvidar. Entonces, ¿por qué se indignaba al descubrir que Marc y Simone
eran viejos amigos? Mejor sería mirar el lado bueno de la cosa. Con un poco de
suerte, Simone hallaría el panorama en el viñedo tan descorazonador que los
dos harían el equipaje para marcharse de inmediato. Sin embargo, de alguna
manera, la idea de la marcha de Marc no la animó tanto como esperaba.
El avión aterrizó a la hora prevista, a las cuatro y cuarto clavadas. Simone fue
de los primeros viajeros en aparecer en la sala de llegadas, y a Jane se le encogió
el corazón cuando la vio. La francesa parecía venir directamente de una
pasarela de modelos, y no de un vuelo horrible desde Europa. Alta y delgada,
lucía un traje de chaqueta y pantalón beige con bordes escarlatas de encaje. El
pelo negro recogido en un moño permitía admirar su cuello de cisne y sus
rasgos perfectos. El maquillaje parecía sacado de un salón de belleza, y
remataba su imagen con varios accesorios elegantes: pendientes de oro y perlas,
reloj lujoso de oro y bolso de piel. Cuando vio a Marc, sus ojos castaños se
iluminaron y esbozó una sonrisa radiante, revelando unos dientes blancos
perfectos.
—¡Marc!
—¡Simone!
Como arrastrados por un mismo impulso, corrieron a encontrarse,
intercambiaron un caluroso abrazo y se besaron las mejillas. Jane, dos pasos
atrás, no pudo sino admitir de mala gana que formaban una pareja de película.
Simone era casi tan alta como Marc, y ambos poseían el aura que otorga el
dinero, el poder y el buen gusto. Una vez finalizado el saludo, se produjo un
parloteo en francés que Jane no pudo seguir. Permanecía petrificada,
sintiéndose como una enana vestida con ropas procedentes de la caridad.
Simone además tenía una voz encantadora, un murmullo melodioso que hizo
volver la cabeza y dedicarle miradas de admiración a varios hombres que
pasaron. Por fin llegó a un alto el fuego cruzado de francés. Marc se volvió,
sonriendo todavía, posó la mano sobre un hombro de Jane y la llevó hacia
delante.
—Te presento a Jane —dijo en inglés—. Se ha pasado toda la mañana
arreglando tu habitación, Simone.
—Qui estcel C'est ta domestique! —preguntó Simone.
—Habla en inglés, chérie —le urgió Marc en tono reprobador—. Jane no
domina el francés. No, no es la criada. Es la hija del propietario del viñedo, y
sigue viviendo en la casa por el momento. Es un arreglo temporal, por
supuesto.
—Ya veo —dijo Simone pensativamente.
Extendió la mano de largas uñas pintadas de rojo escarlata hacia Jane. Su
apretón de manos careció de calidez, y su mirada fue escrutadora más que
amigable. No es que Jane pudiera culparla por su falta de simpatía. Ella misma
no estaba dando precisamente saltos de alegría. Prácticamente todas las
palabras de Marc le habían dolido de una forma o de otra. No le gustó que
Simone la tomara por una criada, y menos aún que Marc definiera su estancia
en la casa como un «arreglo temporal». Y peor aún eran sus sospechas
crecientes respecto a la naturaleza de la relación entre Marc y Simone. Acaso su
francés fuera limitado, pero sabía que chérie significaba querida. Estrechando la
mano a Simone con la mayor brevedad posible, habló en un tono frío y tenso,
muy diferente de lo usual en ella.
—Bienvenida a Tasmania, Simone. Espero que disfrutes de una estancia muy
feliz.
«Y breve», añadió para sus adentros.
CAPITULO 4
LA tensión fue en aumento durante los días que siguieron. A pesar de la
explicación de Marc, Simone ciertamente tendía a tratar a Jane como si fuera la
«domestique» de la casa, y Jane reaccionó pasando el mayor tiempo posible en
los viñedos y la bodega para evitarla. No era una solución perfecta, pues le
atormentaba pensar en lo que estarían haciendo en la casa Simone y Marc. No
sólo hablarían de espaldares movibles, de eso estaba segura.
Un día, Jane entró en el salón y se vio ante otro parloteo endiablado en
francés. Simone tenía las manos en las solapas de la camisa de Marc, y lo miraba
con una expresión fría y, de alguna forma, distorsionada en su cara bonita.
Marc le devolvía la mirada con el ceño fruncido y cara de aburrimiento.
Cuando crujió la pesada puerta de cedro ambos dejaron de hablar y volvieron
la cara hacia Jane. Simone apartó bruscamente las manos de la camisa de Marc,
cruzó la habitación con los senos palpitantes, se detuvo para lanzar a Jane una
mirada venenosa y luego desapareció.
—¿He interrumpido algo? —preguntó Jane con aire inocente.
—Sólo estábamos discutiendo sobre el coste por litro de los tanques de acero
inoxidable para almacenamiento —respondió Marc en tono inexpresivo.
—Es asombroso las cosas por las que se enfada la gente, ¿verdad?
—Asombroso —convino Marc secamente.
Jane dejó escapar un suspiro de irritación. Cuando se trataba de esta clase de
esgrima verbal, Marc podía vencerla sin despeinarse. Era evidente que él no
quería hablar del tema, pero algún demonio curioso incitó a Jane.
—Mira, Marc, tal vez no sea asunto mío, pero…
—Tienes razón. No es asunto tuyo —la interrumpió Marc.
Su brusquedad indignó a Jane.
—¡No hay necesidad de ser tan rudo! Simone es mi invitada en cierto modo
y, si está enfadada por algo, no puedo dejar de preocuparme por ello. Después
de todo, podría tener algo que ver conmigo.
Marc respiró profundamente y miró a Jane con expresión inescrutable.
—Tiene todo que ver contigo —murmuró—. Pero sigue sin ser asunto tuyo.
Marc rozó por un momento los labios de Jane con los suyos y luego salió de
la habitación sin mirar atrás. Jane se tocó la boca y se estremeció. Aún podía
sentir la calidez hormigueante de su beso, pero sólo le había dejado una
sensación misteriosa de infelicidad. «Le deseo, pero no confío en él», pensó
desolada. «No tengo la menor idea de lo que hay entre él y Simone, pero sin
duda hay algo. Oh, ¿por qué habrá tenido que venir aquí?»
Por fortuna sus pensamientos tomaron un rumbo muy distinto a la mañana
siguiente, cuando Marc anunció que podían comenzar la vendimia. De
inmediato, Jane se colgó al teléfono para llamar a la gente que se había ofrecido
—¿Quieres decir que lo has hecho sólo para complacerme? —le preguntó con
un asomo de emoción en la voz.
—Oh, tampoco diría eso —replicó Marc encogiendo los hombros—. Pensé
que pondrías pegas si lo sabías, por tanto decidí que resultaría más fácil de
organizar sin consultarte.
«Oh, fantástico», pensó Jane. «No tenía la menor intención de agradarme,
sino tan sólo de demostrar su arrogancia comportándose como si fuera el dueño
del lugar». Antes de que pudiera abrir la boca para protestar, Marc le dio un
empujoncito en el hombro.
—Venga, muévete —la ordenó—. Mejor será que te laves y arregles cuanto
antes para que puedas disfrutar de la fiesta.
Frunciendo el ceño pensativamente, Jane se retiró a la casa. Pero se limitó a
lavarse la cara y las manos y cepillarse el cabello, que estaba lleno de polvo y
trozos de hojas. Parecía poco adecuado ponerse buenas ropas cuando la mayor
parte de los vendimiadores todavía llevaban las prendas sudadas y manchadas
con las que habían trabajado.
A pesar de todo, se sintió en desventaja cuando entró en el granero y vio a
Simone, luciendo una elegante blusa de seda a juego con una falda escarlata que
colgaba en pronunciados pliegues alrededor de sus largas piernas. Y Simone no
se había ensuciado como todos los demás precisamente, pues se había pasado el
día ataviada con un vestido de color crema y un sombrero de paja, sentada a la
sombra de un árbol, anotando el peso de cada carga de uvas.
Sin embargo, Marc, que estaba a su lado, parecía un verdadero trabajador. Al
igual que Jane, sólo se había lavado la cara y las manos y peinado, pero llevaba
las mangas de la camisa remangadas, revelando los brazos bronceados y
musculosos, y el frente de la camisa lucía manchas de zumo. Bajo el aroma de
su loción de afeitar, se percibía olor a tierra y sol, a fruta madura. Saludó a Jane
con abierta sonrisa, y se acercó a ella con dos copas de champán.
—Toma una copa antes de que te ponga a trabajar —le advirtió—. Brindo por
nuestra sociedad y nuestro viñedo.
Jane abrió la boca para discutir y luego se lo pensó mejor. No era el momento
adecuado para pelearse por el uso de expresiones como «nuestra sociedad», no
cuando tantos amigos se habían reunido para disfrutar de la fiesta, y no para
hacer el papel de espectadores de una buena pelea. Dejó a un lado los recelos,
chocó su copa contra la de Marc y esbozó una sonrisa titubeante.
—Por nuestra sociedad —dijo antes de beber. Las burbujas le hicieron
cosquillas en la lengua, luego percibió el excelente sabor y lanzó un gemido de
sorpresa.
—Es excelente, Marc. ¿Qué es?
—Veuve Clicquot.
—¿Veuve Clicquot? ¿El mejor champán que existe? ¿Y has traído suficiente
para más de cuarenta personas?
—¿Por qué no? Vale la pena celebrar esta ocasión. Además, el resto de la
fiesta es bien sencillo.
Mirando alrededor, Jane comprendió lo que quería decir, pero también sabía
que la rústica escena costaba mucho dinero. Lamparillas de papel iluminaban el
granero, llenándolo de una luz sutil de tono amelocotonado. Tres mesas
alargadas habían sido colocadas en U sobre caballetes, cubiertas por manteles
de cuadrados rojos y blancos dos de ellas, y la tercera rebosante de entremeses
variados y un surtido de aperitivos digno del más lujoso restaurante. En la
pared opuesta del granero habían montado un pequeño escenario para los
cuatro músicos que formaban un grupo folclórico de la tierra, indígenas
conocidos como hombres de los matorrales. A la derecha del escenario habían
improvisado una barra.
—Voy a decir unas palabras para dar la bienvenida a todo el mundo —
murmuró Marc, inclinándose para decírselo al oído—. Después quiero que nos
olvidemos de toda formalidad y nos divirtamos. Me gustaría que me ayudaras
a servir las copas en la barra, si no te importa. He traído una buena selección de
vinos para que los prueben nuestros invitados, y podrías ayudarme a responder
a las preguntas que sin duda nos hará la gente.
—De acuerdo —respondió Jane, intrigada ante la perspectiva.
Tenía la impresión de que iba a formarse una buena juerga.
Y la diversión no faltó. El discurso de Marc fue breve y ocurrente, y todo el
mundo rió a placer. Luego los dos se pusieron a trabajar detrás de la barra, y
pronto se vieron sirviendo sin parar copas de Tasmanian Chardonnay, Pinot
Noir, Cabernet Sauvignon y Rhine Riesling, mientras explicaban los puntos
fuertes de cada vino. La cena fue excelente y, cuando sirvieron los postres y el
café, la banda de los matorrales tocó unas alegres melodías hechas para bailar.
Jane se retiró para ocuparse de que sirvieran más platos de merengue de limón,
pero enseguida la requirió Marc para que le ayudara en la barra a poner copas
de Oporto australiano, Tokay y moscatel para acompañar el café. Cuando todo
el mundo estuvo servido, Jane se puso una copa de moscatel tan espeso y
concentrado que se pegaba a los laterales de la copa.
—Hum, me encanta —murmuró llena de satisfacción después del primer
sorbo.
—Bueno, creo que no podremos hacer moscatel aquí —observó Marc—. Pero
es formidable pensar que el próximo año podríamos saborear nuestro propio
Chardonnay, ¿no te parece?
«El próximo año podríamos saborear nuestro propio Chardonnay». Las
palabras reverberaban en la cabeza de Jane. Al parecer, Marc ya había tomado
una decisión respecto a la compra de la finca. Aun así, contemplando sus ojos
castaños y centelleantes, Jane no sintió la punzada de consternación que
esperaba, sino una oleada embriagadora de excitación ante la perspectiva de
que Marc siguiera a su lado un año después.
—¿De verdad piensas comprar la finca y quedarte aquí?
cosas que nos unen. Hablamos la misma lengua, procedemos del mismo
ambiente, nos comprendemos. Si nos casáramos, el matrimonio funcionaría. Por
otra parte, Marc jamás consideraría la posibilidad de mantener contigo algo
más que un romance fugaz, sin ningún futuro.
—Bien, ¿y cómo sabes que tiene intención de casarse contigo? Sólo sé lo que
tú dices. Puedo preguntarle si es verdad o no.
Por un momento, Simone la miró sorprendida, pero luego encogió los
hombros con indiferencia.
—Hazlo si quieres. Aunque probablemente lo negará. No es hombre al que le
agraden las mujeres posesivas, y sólo conseguirás hacer el ridículo si le atosigas
a preguntas. Serías más sensata si preservaras tu amor propio y renunciaras a
él. Te prometo que lo convenceré de que renuncie a comprar tu finca si lo haces.
—No —afirmó Jane rotundamente, poniéndose en pie una vez más—. No
haré ningún trato contigo, Simone. Marc no es ningún trofeo por el que
debamos pelear. Es un hombre maduro que puede elegir su propio camino en
los negocios o en el amor sin nuestra ayuda. Además, no creo ninguna de las
atrocidades que cuentas sobre él, y opino que tienes mucha cara, interfiriendo
en mi vida privada. Ahora, por favor, si me disculpas, debo atender a los
invitados.
A pesar de sus palabras desafiantes, Jane se sentía como si se hubiera clavado
una espina venenosa cuando regresó al granero. Miró a uno y otro lado,
buscando a Marc entre la multitud. Por fin lo localizó y entonces sintió un
molesto hormigueo. Estaba en una esquina de la barra, charlando con una
atractiva pelirroja de unos veinte años. Marc tenía un brazo sobre los hombros
de la chica, y sus caras se veían muy juntas. La escena sugería intimidad y llenó
de aprensión a Jane. ¿Habría sido sincera Simone al advertirle que sufriría, o sus
comentarios tenían la única intención de que viera motivos de reproche donde
sólo había una conversación perfectamente inocente? No lo sabía, y las dudas la
atormentaban.
Se abrió paso entre las mesas para acercarse a Marc y la chica. ¿Eran
imaginaciones suyas, o Marc dedicaba a la chica miradas seductoras cuando
llevó dos copas de vino para ambos? Estaba intentando acercarse más, cuando
alguien la asió por un brazo, sobresaltándola. Se volvió bruscamente.
—¡Oh, Brett! Me has dado un buen susto.
Resultó un alivio ver la cara de Brett, sonriente y bronceada por el sol. Al
menos era un hombre abierto, honesto y sencillo. Si tuviera dos dedos de frente,
se casaría con él en lugar de anhelar a un despiadado rompe—corazones como
Marc. Tal vez debiera invitar a Brett a cenar algún día, o preguntarle si le
gustaría acompañarla al cine. ¿O sería cruel animarle cuando sus propios
sentimientos eran un caos?
—Brett…
No pudo decir más. Brett extendió una de sus manazas rojas y sacó entre la
multitud a una morena alta y de senos exuberantes; luego sonrió de oreja a
oreja mirando a las dos mujeres.
—Te he buscado por todas partes, Jane —dijo alegremente—. Quiero
presentarte a Karen. La conocí cuando fui a Surfers Paradise de vacaciones,
hace pocas semanas. Me dijo que quizás viniera a Tassie y le dejé mi dirección.
¡Nunca imaginé que pudiera venir, pero aquí está! Va a pasar unos días en mi
casa, pero le ha gustado tanto el lugar que está considerando la posibilidad de
buscar trabajo y quedarse. Es enfermera, así que puede encontrar empleo en
cualquier parte. Karen, ésta es mi vieja amiga Jane. Trepábamos a los árboles y
jugábamos juntos de pequeños.
Cuando estrechó la mano a Karen, Jane sintió una ridícula compasión de sí
misma. La chica tenía una sonrisa muy agradable y, por la expresión cariñosa
con la que miraba a Brett, no era difícil adivinar que un romance prometedor
estaba naciendo entre ellos. Jane se alegraba por ambos, pero no podía evitar
una sensación de melancolía. Parecía que su único y fiel admirador por fin la
abandonaba.
—Hola, Karen. Encantada de conocerte.
Durante el resto de la fiesta, Jane hizo todo lo que pudo para participar de la
diversión. Saltó al son de los banjos y las flautas de latón; anduvo de grupo en
grupo, asegurándose de charlar con todo el mundo, se preocupó de que no
faltaran bebidas para nadie, e improvisó camas para tres o cuatro crios que
habían acompañado a sus padres y ahora estaban muertos de sueño. Sin
embargo, mientras cumplía con su papel de anfitriona, su mirada no cesaba de
dirigirse hacia Marc, y sentía en el pecho un extraño dolor.
Cuando partió el último invitado, cayó en la cuenta de lo que le sucedía.
Aunque debía volar al día siguiente, Simone se quedó levantada hasta altas
horas, permaneciendo junto a Marc con la mirada alerta, como un fiero perro
guardián. Viéndolos juntos, Jane se sintió desolada. «Sé lo que es malo para
mí», pensó amargamente. «Estoy enamorada de él. ¡Qué estúpida soy! Estoy
enamorada…»
Cuando despertó a la mañana siguiente, Marc y Simone ya iban camino del
aeropuerto. Resultó un alivio vagar por la casa a sus anchas, sola con sus
emociones turbulentas. Aun así, no podía dejar de pensar en lo que sucedería
cuando regresara Marc. ¿Sería capaz de disimular sus verdaderos sentimientos?
¿O Marc la miraría un segundo y adivinaría sus inquietudes?
Tal y como fueron las cosas, la prueba no resultó tan penosa como había
temido. Cuando Marc regresó, se concentró en el trabajo, y no hubo besos ni
escenas de alta carga emocional. No hubo espacio para nada más que
interminables horas de trabajo en el lagar.
—¿Preparada para comenzar a elaborar el vino? —le había preguntado en el
momento que cruzó la puerta.
—¡Sí! ¡Me muero de ganas!
—Soy duro conmigo mismo cuando se trata de trabajar, y espero que hagas
lo mismo. ¿Serás capaz de soportar el ritmo?
—¡Compruébalo! —lo desafió Jane.
Marc no bromeaba. Durante las cuatro semanas siguientes ambos respiraron,
comieron, durmieron y soñaron pensando sólo en el vino. Primero habían de
pisar la uva, luego los vinos tintos fermentaron «en su pellejo» mientras las
uvas blancas se metieron en la prensa antes de la fermentación. Debían añadir
dióxido de sulfuro, ácido ascórbico y ácido tartárico, y no disfrutaron de un
minuto de respiro.
Por fin, tras un mes de trabajo incesante, todo el vino estaba guardado en
toneles y listo para madurar. Para celebrar el fin de la primera etapa de su
empresa, Marc invitó a cenar a Jane en un restaurante de los alrededores, y
brindaron con una botella del mejor champán francés.
—Creo que nos merecemos unas vacaciones —dijo Marc—. Bueno, digamos
unas vacaciones de trabajo. ¿Qué te parece si dejamos a Charlie Kendall al
cuidado de la bodega y visitamos los viñedos de Tasmania?
CAPITULO 5
LOS ojos de Jane se dilataron debido a la sorpresa, mientras poco a poco
asimilaba las implicaciones de la sugerencia de Marc. Estar juntos día y noche,
encerrados en un coche y durmiendo en moteles, obligados a una intimidad de
alto voltaje incluso peor de la que ya habían experimentado.
—Pero… nos llevaría varios días —protestó.
Marc parecía disfrutar con su incomodidad, y en sus ojos castaños brilló la
malicia cuando deslizó la mirada lentamente sobre el generoso escote de su
mejor vestido de fiesta.
—Sin duda nos llevaría varios días —repitió Marc, adoptando un aire
pensativo—. ¿Por qué no me habré dado cuenta? ¿Tal vez porque estamos a
finales del siglo veinte? ¿O porque somos dos personas adultas que hemos
compartido una casa durante siete semanas sin sufrir efectos nocivos para la
salud?
Jane se sonrojó hasta las raíces del cabello ante su tono burlón. ¡Sin efectos
nocivos! «Habla por ti, Marc Le Rossignol. ¡Yo jamás me he sentido tan
atormentada como en estas siete semanas!» Ignoró la vocecilla interior que le
decía que tampoco se había sentido tan feliz en la vida…
—¡Deja de burlarte de mí! No es tan sencillo viajar en compañía de otras
personas, sobre todo si no las conoces bien. Puedes llegar a no querer ver a tu
acompañante ni en pintura.
Marc bebió un sorbo de champán con aire reflexivo.
—Pues a veces yo te veo soñando despierto y no me molesta.
A Jane le dio un brinco el corazón cuando vio los ojos felinos que la
admiraban bajo la tenue luz de la lámpara. ¿Querría decir…? ¿Sería posible que
él…? El cuerpo de Marc ejercía una insistente atracción sobre Jane, la cual se
inclinó hacia delante, los labios entornados, respirando a un ritmo irregular,
sólo consciente de que él estaba mirándola con una avidez primitiva y desnuda.
«¡Me desea! ¡Me desea tan malamente como yo le deseo a él!» Y no cabía duda
de que Jane le deseaba; la ansiedad palpitaba en cada poro de su cuerpo, el aire
que les envolvía parecía arder y crepitar, incendiado por sus intensos anhelos.
De pronto Marc bajó las pestañas y, cuando alzó la vista de nuevo, su expresión
había cambiado. Lucía la sonrisa habitual, burlona y perezosa.
—Te has metido dentro de mi piel por culpa de tantas cosas —prosiguió en
un susurro—. Te dejas las toallas mojadas en el suelo del baño, nunca friegas
después de usar la cocina, pones una música pop atroz a altas horas. Pero tienes
algo… Sí, tienes algo. Creo que podría soportar tu compañía alrededor de una
semana mientras visitamos los lagares. Si te preocupa guardar el debido recato,
naturalmente podríamos dormir en habitaciones separadas.
Jane comenzó a hervir de cólera.
—Vaya, esperemos que aguante hasta que hayamos visto la Isla de María.
¿No me contaste que un italiano intentó plantar allí un viñedo hace casi cien
años?
—Así es. Aunque ahora sólo quedan ruinas. Diego Bernacchi se estableció en
la isla a principios de siglo, e intentó cultivar viñas. Por desgracia, a los
australianos no les interesaba el vino en aquella época. Por fortuna, las cosas
han cambiado.
—Obviamente era un hombre que se adelantó a su tiempo —observó Marc—
. Espero que nosotros unidos podamos triunfar donde él falló.
«Nosotros unidos». Las palabras aguijonearon a Jane con su veneno. La clase
de expresión que habría utilizado Marc si estuvieran contemplando la
posibilidad de un futuro compartido o, por qué no, del matrimonio. Pero, de
casarse con alguien, se casaría con Simone Cabanou, no con Jane West. A pesar
de todo, debía quitarse de encima las preocupaciones. Haciendo un esfuerzo, le
dio una breve respuesta.
—Yo también lo espero.
—Creo que primero nos alojaremos en Orford —prosiguió Marc—. Luego
podemos regresar en coche a Triabunna y tomar el ferry de la isla.
—¿Dónde dormiremos esta noche?
—He alquilado una casa. Sé que los hoteles grandes son divertidos, pero me
apetecía algo más hogareño, ¿te parece bien?
—Supongo que sí —musitó Jane, preocupada.
Tal y como estaban las cosas, sólo le faltaba un lugar cálido y acogedor, con
fuego en la chimenea y sofás mullidos. En los hoteles grandes, rodeados de
gente, al menos no corría el riesgo de perder la cabeza y confesarle sus
verdaderos sentimientos.
Marc frunció el ceño ante su reacción carente de entusiasmo, pero no dijo
nada.
Cuando llegaron a la casita, ubicada en las afueras de Oarford, Jane
comprobó que se trataba de la clase de ambiente que temía. Tenía un jardín
donde el jazmín fragante colgaba sobre una valla blanca de madera; la
barandilla de la veranda era de hierro labrado. En el interior, las camas de
bronce, los edredones estampados, el jarrón de flores sobre la mesa del
comedor, la cesta de bombones artesanales en la cocina y la colección de música
de Gershwin, creaban un ambiente perfecto para el encuentro de dos amantes.
Por desgracia, para Jane la casa constituía un lugar lleno de peligros. ¡A Marc
sin duda le encantaría! Era el típico nidito de amor donde podía aumentar con
facilidad el calor del ambiente y seducirla antes de marcharse para siempre. De
hecho, tal vez hubiera elegido el lugar con ese propósito. Pero Jane sólo veía
una trampa de aroma atrayente que le ponía la carne de gallina.
—¿Qué pasa? ¿No te gusta? —preguntó Marc, viendo su expresión recelosa
mientras recorría la casa de habitación en habitación.
que Marc lanzara un ronco gemido. Cerrando los ojos, él asió sus suaves nalgas
y la embistió con fuerza.
—Me vuelves loco —dijo entre jadeos—. Nunca he deseado a una mujer
como te deseo a ti. Y voy a tomarte hasta que me pidas compasión.
Cómo sucedió, Jane no lo sabía, pero, de pronto, se halló tendida sobre la
espalda en el suelo, con el peso de Marc aplastándola satisfactoriamente contra
la alfombra de piel de carnero. Pensó que iba a morirse de puro gozo cuando
Marc se apoyó sobre los codos y comenzó a explorar su cuerpo con la lengua.
Aquellos mordisqueos, aquellas lamidas y besos húmedos eran demasiado
exquisitos y atormentadores como para soportarlo y, por fin, dejando escapar
un gemido de protesta, Jane enredó los dedos con su cabellera y le hizo subir la
cabeza. Marc la miró con expresión interrogante, algo burlona, y Jane le besó en
los labios apasionadamente, sin ningún recato.
Marc no necesitó una segunda invitación. Lanzando un profundo rugido
triunfal, le separó las piernas y la penetró. Jane sintió un agudo dolor por un
momento; algo que se desgarraba la hizo gritar. Entonces el instinto tomó las
riendas y su cuerpo se hizo suave y resbaladizo, dando la bienvenida a Marc
como si éste fuera su amante de toda la vida. La fuerza rítmica de sus
embestidas ya no la alarmaban, y se abandonó a las sensaciones embriagadoras
que la asaltaron.
La habitación parecía girar a su alrededor; Jane cerró los ojos, apenas
consciente del calor del fuego, del picor de la alfombra, del repiqueteo de la
lluvia en el tejado. Todos sus sentidos se concentraban en la experiencia
increíble que estaba viviendo. Entrelazó los brazos alrededor del cuello de Marc
y se aferró a él, deleitándose en la forma con que la fuerza dura y masculina de
Marc se adentraba en las profundidades de su interior, sintiendo placer y
angustia a la vez ante la conciencia de que el hombre amado estaba tomándola
por primera vez. Era tan especial, tan trascendental que se le inundaron los ojos
de lágrimas, y se sintió emocionada, jubilosa y melancólica a la vez. «Ojalá lo
supiera Marc. Ojalá pudiera decírselo. Ojalá fuera tan especial para él como
para mí», pensó. De pronto perdió por completo el control de todos sus
sentidos, cuando una sensación desconocida comenzó a crecer y crecer en su
interior, como la ola de un maremoto.
—Marc, yo…
Jane enmudeció cuando la ola rompió repentinamente, arrastrándola a un
remanso de placer que la hizo estremecerse y abrazar a Marc, pronunciar su
nombre entre gemidos.
—¡Oh, Marc! ¡Oh, Marc! ¡Te amo!
Marc la estrechó con más fuerza; su respiración se aceleró, y Jane podía sentir
los latidos frenéticos de su corazón. Entonces, con una embestida final, él lanzó
un ronco gemido, alcanzando el clímax también, y luego se derrumbó sobre
Jane.
Durante un buen rato sólo se oyeron sus respiraciones, el crepitar del fuego,
los lamentos del viento y la lluvia en la distancia.
Marc seguía tendido sobre Jane, los dedos enredados entre su cabello, la
áspera mejilla pegada a la de aquélla, suave y delicada. Pero Jane no protestó.
De hecho, se sentía en la gloria bajo la masa cálida y dura que la estrujaba
contra el suelo. ¿Volvería a abrazarle de esa manera, a experimentar una unión
tan íntima una vez más?, se preguntaba Jane, y sus ojos se llenaron de absurdas
lágrimas. Pestañeó un par de veces y tragó saliva, esperando que Marc no lo
advirtiera. Una vana esperanza.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Marc, con cara de preocupación.
Entonces se incorporó, apoyándose sobre un codo, y tocó una de las lágrimas
que resbalaba por sus mejillas.
—¿Estás llorando?
—No.
—¡Jane! ¿Qué pasa? ¿Te hice daño?
—¡No! —explotó—. ¡Deja de interrogarme! Estoy bien.
—Mira —comenzó Marc, moviéndose a su lado—. Si te ocurre algo malo,
debes…
Con el movimiento, Marc hizo un descubrimiento y luego alzó lentamente
los ojos. Llena de consternación, Jane le sostuvo la mirada. En el rostro de Marc
observó una mezcla de orgullo e irritación.
—Es tu primera vez, ¿verdad? —preguntó con suavidad.
Jane asintió, mordiéndose el labio, incapaz de hablar. Para su sorpresa, Marc
agolpó su cabellera a cada lado de su rostro y la miró con expresión inquisitiva.
—Chérie, ¿por qué no me lo dijiste? —murmuró—. La primera vez es muy
especial. Es un honor que me hayas elegido.
Jane se esperaba que Marc se mostrara hostil, poniéndose a la defensiva ante
el temor de verse atrapado por un compromiso que no deseaba. Era capaz de
enfrentarse a su desdén, pues éste le habría devuelto su personalidad
batalladora y agresiva. Pero su amabilidad era más de lo que podía soportar.
Para su horror, el torrente de lágrimas creció, nublándole los ojos y
resbalando por las mejillas.
—¡Desearía que no tuvieras que volver a Francia! —explotó.
Luego se tapó la cara con el brazo para ocultar su estúpida y sensiblera
compasión de sí misma.
Marc apartó el brazo de su cara sin miramientos. Sus ojos castaños la
estudiaron con una expresión inescrutable. Jane le lanzó una mirada encendida,
odiándolo por ser tan reservado y frío, tan insensible a las emociones que la
asolaban. Así las cosas, las siguientes palabras de Marc la dejaron petrificada.
CAPITULO 6
UNA dolorosa esperanza comenzó a revolotear en el pecho de Jane. ¿Aquello
significaba que Marc compartía sus sentimientos? ¿Se había enamorado
también?
—¿Quieres decir… que me amas también? —preguntó, los ojos chispeando
como brasas.
Los rasgos de Marc sufrieron otra transformación. Tras la indulgencia y el
escrutinio, se endureció su expresión, tornando burlona.
—Yo no he dicho eso, encanto. Sencillamente, opino que sería una lástima
que nuestra pequeña aventura concluyera cuando apenas ha comenzado.
Sus palabras fueron como puñaladas crueles, pero al menos Jane ya no tenía
ganas de llorar, sino de darle un puñetazo en la nariz. Enjugándose las
lágrimas, se incorporó, entrelazando los brazos alrededor de las rodillas,
envolviéndose en una pelota protectora. ¿Cómo había sido tan estúpida como
para exponerse a un ridículo tan espantoso? La ansiedad cálida y trémula de
súbito dio paso al antagonismo más enfebrecido. En su rostro apareció una
expresión peligrosa.
—¿Por qué sería una lástima?—preguntó agresivamente.
Marc encogió los hombros.
—Bueno, el sexo mejora después de la primera vez.
—¿Insinúas que fui un desastre?
—Todo lo contrario, creo que estuviste fabulosa. Para ser una principiante.
—¡Cerdo engreído!
La violencia de sus emociones sorprendió a la propia Jane. Odiaba a Marc,
sentía deseos de pegarle por humillarla de ese modo. Pocos minutos antes le
consideraba un hombre sensible, tierno, cariñoso. Ahora con su actitud
convertía una experiencia de belleza casi mística en un asunto feo y sórdido.
¿Por qué? ¿Por qué se había vuelto tan odioso? ¿Todos los hombres eran así
después de conseguir lo que querían?
—No es necesario que te pongas nerviosa —afirmó Marc con retintín.
—¡Vete al infierno! Ir a Francia contigo… ¡ni siquiera cruzaría la carretera!
—Una pena. Podríamos pasarlo de miedo. Te llevaría a París, cenaríamos en
un restaurante a orillas del Sena, visitaríamos Notre Dame y la Torre Eiffel,
bailaríamos en unas salas nocturnas fantásticas. Luego bajaríamos a Burdeos y
así podrías conocer el paisaje campestre. Francia es hermosa en esta época del
año, y podríamos hacer paradas en el viaje para visitar los mejores viñedos y
bodegas.
—¿Oh, sí? —dijo Jane, cargada de sarcasmo—. ¿Y luego?
destructivas. Pero sigo queriendo con toda mi alma que vengas a Francia
conmigo. ¿Lo harás?
Jane lo miró fijamente, llena de perplejidad. Como disculpa, resultaba
insatisfactoria por completo, pues no explicaba nada. Marc ni siquiera parecía
especialmente arrepentido, sino molesto y resentido con los sentimientos que
despertaba Jane en él, cualesquiera que fuesen. Sería una estupidez aceptar una
invitación ofrecida con tanta brusquedad, casi de mala manera. Y, sin
embargo… «No puedo permitir que se marche, no lo soportaría», pensó. «Sé
que es una locura, pero al menos será mío unos cuantos meses más. O semanas.
O días. Hasta que se canse de mí».
—¿Vendrás? —insistió Marc.
—Sí —respondió Jane, resentida.
Una semana después, Jane estaba frente a la puerta principal de la casa,
dando a Brett una llave y una lista final de instrucciones.
—Charlie se ocupará de la bodega y el viñedo —decía—. Pero me gustaría
que echaras un vistazo a la casa de vez en cuando, por si los gamberros. Te lo
agradecería.
—No te preocupes. Me has dejado teléfonos donde puedo contactar contigo,
¿no?
—Está todo anotado en la lista.
—¿Cuándo piensas volver?
Por la cara de Jane cruzaron dispares emociones. Esperanza, preocupación,
confusión.
—No lo sé —reconoció.
—Entonces debe ser algo serio —afirmó Brett—. Nunca lo habría imaginado
de ese franchute, pero te deseo buena suerte, compañera. En realidad, no
podían salir mejor las cosas, ¿verdad? Marc y tú, Karen y yo. Entre nosotros
parece que la cosa va en serio también.
—¡Qué bien! —exclamó Jane sinceramente, poniéndose de puntillas para dar
un beso en la mejilla a Brett—. Es una chica encantadora. Espero verte casado
cualquier día de éstos.
—Sí, no sería extraño —replicó Brett con una sonrisa radiante.
Jane apretó los dientes tan fuerte que se hizo daño para no revelar sus
verdaderos sentimientos sobre el tema del matrimonio. Marc había dejado bien
claro que el matrimonio no entraba en sus planes, pero conocía bien a Brett, su
sentido de la lealtad y la decencia, y no quería provocar un enfrentamiento
directo entre los dos hombres. Al fin y al cabo, ella había tomado una decisión y
debería afrontar las consecuencias. A pesar del dolor que la producía, había
decidido que quería a Marc Le Rossignol a cualquier precio, aunque implicara
renegar de sus deseos de formar una familia con el hombre adecuado. Y, lo que
era más, pretendía disfrutar de la relación mientras durase. Aunque Marc la
—¿Qué te pasa?
—¿Por qué no pones toda esa intuición francesa a trabajar y lo adivinas,
chérie?
El resto del viaje permanecieron en silencio, hasta que casi habían llegado a
Cadillac, aunque Marc lanzaba de vez en cuando a Jane largas miradas
escrutadoras.
Jane estaba ocupada intentando controlar el fermento de sus emociones.
Todo aquel cinismo no surgía de ella con naturalidad, y tenía el presentimiento
de que acumular emociones pronto iba a provocar una violenta explosión. Se
dio cuenta ahora de que le dolía la forma en que se había visto embarcada en
aquella relación, hecha a medida de Marc, con sus propias leyes. Estaba muy
bien pretender que quería ser tan sofisticada y superficial como él, pero no lo
era. Ella deseaba un compromiso para toda la vida, profundo, apasionado y
tempestuoso. Amor y matrimonio, nada más. Y lo más probable era que no lo
consiguiera, a menos que Marc cambiara drásticamente. Le lanzó una mirada
afilada. Êl le hizo una mueca y apartó la mirada. Tal vez él cambiará
drásticamente, pensó, sin demasiadas esperanzas. «Tal vez congeniaré tan bien
con sus padres y sus amigos, que se dará cuenta de que estamos hechos el uno
para el otro». Comenzó a soñar despierta, imaginando que la madre de Marc
decía mil elogios de ella por cocinar tan extraordinariamente. Esto resultaba
difícil de creer en realidad, pues Jane más bien era de las que se le quemaban los
huevos revueltos. De pronto, Marc dobló por una carretera secundaria.
—Hemos llegado —anunció.
Jane se sobresaltó y alzó la vista. Ante sus ojos había una puerta de hierro
labrado, rodeada por un muro dorado de estuco adornado con enredaderas. Era
la entrada de un gigantesco palacio. Jane no sabía qué pensar.
—¿Qué es esto, otra bodega? —preguntó—. ¿Vas a comprar una botella de
vino a tus padres?
—No exactamente —respondió Marc, torciendo los labios—. Esta es mi casa,
y mis padres deberían estar en alguna parte.
Jane dejó escapar un gemido. Aquel edificio tenía espacio para alojar a un
ejército. A través de la puerta abierta, podía ver un amplio patio de grava. A su
alrededor, formando tres lados de un cuadrado, se erigía un elegante palacio
del siglo dieciocho. Más allá del edificio principal, en la parte opuesta del patio,
se alzaban torres de una época más antigua todavía. La clase de torres que Jane
recordaba haber visto en su cuento de La Cenicienta cuando era niña.
—Me dijiste que tu casa era vieja y destartalada —murmuró, pasmada.
—Y lo es —afirmó Marc con aire despreocupado—. La sección más antigua
se construyó en el siglo catorce, y parte del mobiliario, incluso en la parte más
moderna, se cae a trozos. Sobre todo los armarios Luis XIV.
—¿Luís XIV? —repitió Jane en un susurro—. ¿No vivió en siglo diecisiete?
—Así es. Pero no te preocupes por eso. Es un palacio grande, lleno de cosas
antiguas y bellas, pero llevamos una vida bastante informal en muchos
aspectos.
Jane no podía imaginar nada menos informal que el vestíbulo de entrada del
palacio, o la gente que salió a recibirlos. Había una mujer alta, de rasgos
aristocráticos y pelo gris, cuyos ojos oscuros y penetrantes y sonrisa de esfinge
le recordaba a Marc de alguna manera extraña. La acompañaba su marido, un
hombre de pestañantes ojos azules, un par de centímetros más bajo que ella, de
expresión cálida y encantadora. Ambos iban exquisitamente vestidos, de una
manera nada informal. La madre de Marc lucía blusa blanca de seda, un traje
rojo de sastre, pendientes y collar de oro, zapatos de tacón alto, y el pelo gris
arreglado con una permanente de mucho estilo. El señor no se quedaba atrás,
ataviado con traje gris carbón, camisa de rallas, y corbata azul y gris. Cuando
avanzaron hacia ella, Jane reprimió el impulso de hacer una reverencia o volver
corriendo al coche para cepillarse el pelo.
—Jane, me gustaría presentarte a mis padres. Monsieur y madame Le
Rossignol.
—Enchantée —murmuró Jane.
—Es una joven muy hermosa, mademoiselle West —le dijo el padre de Marc,
asintiendo en gesto aprobador—. Y de las que mejorará con la edad. Está claro
que mi hijo tiene el gusto de un connaisseur.
La risa nítida y abierta de Jane vibró en el aire.
—Hace que me sienta como un vino añejo —protestó, los ojos risueños—.
Pero, gracias, monsieur. Y, por favor, llámeme Jane. Mademoiselle West suena
demasiado formal.
Los padres de Marc parecían sorprendidos por su invitación, y Jane se
preguntó, incómoda, si no habría metido la pata.
—Los australianos son muy informales —se apresuró a explicar Marc—. En
Australia es normal entre los adultos tutearse desde el momento de la
presentación. Es señal de intenciones amistosas.
—Ah, bon —afirmó monsieur Le Rossignol—. En ese caso, Jane, puedes
llamarnos Yvonne y Armand.
Al oír la invitación, la madre de Marc no puso muy buena cara que se diga,
pero dedicó a Jane una sonrisa breve y forzada que no llegó a sus ojos.
—Mi marido tiene razón… Jane —dijo heroicamente—. Por favor, llámanos
por nuestro nombre de pila si esa es la costumbre de tu país. Ahora, si os parece
bien, os mostraré vuestras habitaciones. Luego podemos reunimos todos a
tomar una copa de vino en el jardín.
—No es necesario, maman —protestó Marc—. Yo puedo enseñar el camino a
Jane.
—Es mi invitada, Marc. Debo asegurarme de que tenga todo lo que necesite.
Sintiéndose desgraciada, Jane siguió a Yvonne hacia la parte más antigua del
palacio. Se sentía falta de confianza, incómoda, como si lo hubiera hecho todo
mal desde el mismísimo principio. Y su incomodidad creció todavía más
cuando Yvonne les guió hasta una suite en lo alto de un torreón. La vista desde
la ventanita cortaba el aliento, con kilómetros y kilómetros de viñedos, bosques
y granjas rústicas, pero Jane sólo tenía ojos para otra cosa. La gigantesca cama
del siglo dieciséis que dominaba la alcoba, para su imaginación sobrecalentada
un símbolo desafiante de su relación ilícita con Marc.
¿Qué pensaría Yvonne Le Rossignol de Jane, viviendo una aventura con su
hijo tan descaradamente, bajo su propio tejado? ¿Desearía perderla de vista?
¿Estaría consternada y lo disimulaba? ¿Le echaría una bronca de órdago a Marc
cuando Jane no pudiera oírles? Cualesquiera que fueran las respuestas
verdaderas para estas preguntas, Yvonne no ofreció el menor indicio de sus
sentimientos cuando abrió la cama e hizo un ademán hacia la mesilla de noche,
donde había flores, pañuelos de papel, libros y un jarrón de agua.
—Espero que encuentres todo a tu gusto, Jane —dijo enérgicamente—. Me
temo que el cuarto de baño está en el piso de abajo, lo cual es un inconveniente,
hay que reconocerlo, pero Marc pensó que te gustaría el ambiente romántico del
viejo castillo. Gastón subirá enseguida con tu equipaje y, si tiras de esa cuerda
de la pared, suena una campana en la cocina. Si necesitas cualquier cosa, úsala,
pero ten paciencia. Nuestra ama de llaves tiene muchos años y sube las
escaleras a su ritmo.
Jane se sintió como si fuera una intrusa sin corazón que sólo había ido a
Francia con el propósito de torturar a viejecitas con juanetes. Dirigió a la madre
de Marc una sonrisa preocupada.
—Gracias —murmuró—. Eres muy amable.
Entonces decidió probar su francés como gesto de buena voluntad.
—Vous étes tres gentille, madame.
—Je vous en prie, mademoiselle —replicó Yvonne suavemente, y entonces se
retiró.
—¡No le gusto! —explotó Jane en el momento en que se apagó el eco de sus
pasos en las escaleras de piedra.
—No seas ridícula —dijo Marc—. Dale tiempo.
—Me dijo vous. Esa es la forma poco amistosa de «tú», ¿no?
—¡No necesariamente! Estaba siendo educada, eso es todo. Pertenece a la
vieja escuela y sus modales son más formales que los tuyos. En cualquier caso,
le has gustado a mi padre.
—Puede —musitó Jane con aire escéptico—. Pero quizás sólo esté fingiendo.
—¿A qué viene todo esto? —preguntó Marc, envolviéndola entre sus brazos
y besándola apasionadamente—. La timidez no suele ser uno de tus problemas.
—Dile qué te parece, Jane —apremió Marc, con una nota de orgullo en la
voz.
Algo más confiada, ella tomó la copa de Cabernet Sauvignon, aspiró el
aroma, la removió y sorbió con aire pensativo.
—Excelente. Tiene color vivo, aroma suave a tabaco, y un toque ligero de
esencia a bayas rojas. El sabor, muy denso, vigoroso.
—¡Ah, esta pequeña tiene paladar! —exclamó Armand encantado—. Has
estado entrenándola, Marc.
—No. Ya lo tenía cuando la conocí. Jane también es una profesional del vino.
—¡Formidable!. Entonces deberíamos dejar esta mesa y hacer una cata como
es debido en la bodega, ¿no os parece? ¿Qué me dice, mademoiselle Jane?
Jane miró con expresión interrogante a la madre de Marc, la cual alzó las
manos con aire decepcionado.
—¡Bajad, bajad! Jane, pronto comprobarás que los hombres de esta familia
tienen tinto en las venas. Si puedes hablar con conocimiento de vinos, te
ganarás sus corazones, pero no permitas que te aburran. Nos veremos a la hora
de cenar.
Marc y Jane disfrutaron de dos horas placenteras en la bodega y el viñedo,
mientras Armand iniciaba a su invitada en los misterios del terroir, esa
indescriptible combinación de tierra, clima y otros factores que otorgaban a
cada vino su propia personalidad. Y adoptó un tono lírico hablando de colinas
de arenisca, orientaciones hacia el norte y el uso de las claras de los huevos para
aclarar el vino nuevo. Marc observaba la escena divirtiéndose, con aire
aprobador, mientras Jane y su padre cataban, comparaban y discutían. Poco
después de las cinco, Armand miró su reloj y luego a Jane con aire contrito.
—Mon Dieu! ¡Te pido mil perdones, Jane! Me divierto tanto que me olvido
del tiempo. No pretendía entretenerte tanto rato.
—Yo también me he divertido —replicó Jane sinceramente.
—Bon —afirmó Armand, lleno de satisfacción—. Entonces mañana podemos
continuar. Te enseñaré el viñedo donde arrancamos las cepas viejas que no
producían, y fumigamos la tierra con gas mostaza antes de reponerlas. ¡Ah, la
que armaron los tradicionalistas, pero deberías ver la mejora de producción que
hemos logrado!
Jane pestañeó, desviando la mirada hacia Marc, que estaba detrás de su
padre, aunque omitió mencionar que sabía quién era el responsable de la
innovación.
—Debes estar muy satisfecho de tu decisión —afirmó con diplomacia.
—Sí, sí. ¿Y sabes lo que les digo ahora a mis críticos? ¡Les digo, la tradición es
una buena cosa, pero también debemos innovarnos! Y en ese aspecto los
australianos podéis mostrarnos el camino. Por lo que me ha contado mi hijo, en
CAPITULO 7
JANE dejó la taza de café sobre el plato con cierto estruendo. ¡Como si ya no
estuvieran bastante mal las cosas entre Marc y ella, ahora tendría que soportar a
Simone, que sin duda disfrutaría de ver su incomodidad! Seguramente, Marc
no lo consentiría. ¿Protestaría de algún modo, tomaría alguna acción defensiva
para mantenerlas separadas? Después de todo lo que había sucedido entre Marc
y Jane durante las semanas recientes, él sin duda no desearía reunir a las dos
mujeres… ¿o sí? Para su consternación, Marc se limitó a arquear levemente las
cejas al oír el anuncio de su madre, esbozó una tenue sonrisa pensativa y
asintió.
—Muy bien —dijo—. De todas maneras quería localizar a Simone. Así me
ahorraré el problema de perseguirla.
Jane apenas pudo contener la rabia ante el comentario de Marc. Cuando
Armand propuso que jugaran a las cartas, alegó una jaqueca que rápidamente
estaba haciéndose genuina y escapó a la parte más antigua del castillo. Marc la
alcanzó cuando ya estaba en la habitación del torreón, metiendo su ropa en la
maleta, los labios fruncidos en una fina línea y los ojos verdes oscurecidos por
nubarrones tormentosos.
—Entonces, ¿todavía quieres abandonarme? —preguntó Marc en tono suave.
Jane le lanzó una mirada abrasadora.
—Sí —respondió sin más.
En realidad, no estaba tan segura de su decisión como parecía. Cuando se
enteró de la inminente llegada de Simone, sintió un loco impulso de alterar su
decisión respecto a dejar de dormir con Marc, un impulso primitivo de aferrarse
a su hombre y pelear contra toda posible rival. Sin embargo, una breve reflexión
le demostró que sería ridículo. Si Marc ni siquiera se preocupaba de intentar
convencerla de que se quedara o llegar a un compromiso auténtico con ella,
entonces compartir la cama con él no iba a cambiar las cosas. Sin duda, si
Simone visitaba el palacio con el propósito expreso de seducir a Marc, pronto
convencería a Marc fácilmente de que se librara de Jane. No, sería mejor
preservar su orgullo y poner fin a la aventura amorosa por su propia iniciativa.
Lanzándole otra mirada cargada de odio, Jane cerró la maleta con dedos
temblorosos.
—¿Ya tienes todo preparado? —preguntó Marc.
Jane podría haberle abofeteado.
—¿Eso es todo lo que vas a decir?
—¿Qué más podría añadir? —dijo él en tono burlón—. ¿Que estoy desolado
por tu abandono? ¿Que me has destrozado el corazón más allá de lo
imaginable?
—¡Oh, cállate! —exclamó Jane, incapaz de soportarlo más.
Mientras Marc bajaba sin dificultad las dos pesadas maletas por la escalera
de caracol, Jane percibía llena de incomodidad la atmósfera opresiva que
flotaba entre ellos. Marc demostraba una tranquilidad casi insultante ante la
situación, pero a Jane le pareció ver algo peligroso resplandeciendo en sus ojos
cuando dejó las maletas en el suelo de la habitación para invitados. Ella se
peguntó, expectante, si estarían al borde de una confrontación que les despojara
de toda pretensión de civilización y desnudara sus verdaderos sentimientos.
Casi se llevó una decepción cuando Marc le deseó buenas noches con un frío
ademán.
Una vez sola, Jane echó el pestillo a la puerta como si corriera peligro de ser
atacada y luego se desnudo impetuosamente, esparciendo las ropas por todo el
suelo de una forma que habría puesto los pelos de punta a Marc. Entonces cayó
en la cuenta de que a Marc ya no le preocupaba lo desordenada que pudiera
ser, y sintió una punzada de dolor. La simple tarea de ponerse el camisón le
recordó lo mucho que había cambiado su vida desde que lo conoció. En el
pasado solía ponerse un viejo pijama de algodón para dormir, y había
comprado aquella prenda verde pálido de raso con encajes de color crema con
el único propósito de impresionar a Marc. Resultaba una patética ironía lucirla
para dormir en medio de aquella enorme y antigua cama francesa, acurrucada
en soledad. Una alcoba como aquélla sería perfecta para amantes, pero para una
sola persona se volvía bastante lúgubre.
Sin él, allí iba a sentirse terriblemente sola, pensó, desanimándose. «¡Oh, no
seas tan endeble!», se dijo. Muchas mujeres rompían con el hombre amado y no
por eso se derrumbaban al quedarse solas.
El hombre amado… Las palabras resonaron en su mente y Jane pestañeó. Sí,
ése era el problema. Seguía enamorada de Marc. Entonces, ¿por qué había
insistido en separarse de él, cuando era algo que no deseaba en absoluto?
Todavía tenía la posibilidad de subir de puntillas las escaleras a la habitación de
Marc y acabar tendida en la cama, en un derroche de pasión que arrancaría
sollozos de su corazón. Pero a la mañana siguiente nada habría cambiado, se
dijo con amargura. «Seguiría sin saber si le intereso de verdad o si para él sólo
se trata de un simple juego». Sería más prudente conservar el resto de su
orgullo y negarse a volver a dormir con él.
Una vocecilla molesta sonó en su mente, insistiendo en que, si
verdaderamente tenía un poco de orgullo, abandonaría el palacio de inmediato
y no vería a Marc nunca más. «¡Oh, no, no podría!». Ofendería a los padres de
Marc. Sin embargo, en el fondo sabía que aquello era una mera excusa. En
realidad anhelaba su compañía con tanta desesperación que se sentía incapaz
de abandonarle. Era una especie de adicción a una droga fuerte, de la que sólo
se podía librar poco a poco, con la amenaza constante de la recaída. Y la cosa
sería aún peor cuando apareciera Simone. ¿Cómo podría soportarlo, cuando lo
viera con otra mujer?
visible, oculta por una amplia variedad de árboles, abedules plateados, fresnos,
olmos y un par de pinos.
—Es un lugar asombroso, ¿verdad? —observó Jane, protegiéndose los ojos
del sol—. Casi como dos hogares completamente diferentes unidos tan sólo por
el vestíbulo.
—Eso es exactamente —convino Marc—. Según la tradición familiar, uno de
mis antepasados del siglo dieciocho deseaba casarse con cierta chica, pero a ella
no le gustaba el viejo castillo. Se lamentaba de que fuera oscuro e incómodo.
Entonces él se gastó más de la mitad de su fortuna en construir la parte más
moderna para complacerla.
—¡Oh, qué historia más hermosa! Debía ser un hombre encantador. ¿Tú
serías capaz de hacer algo parecido si amaras a una mujer y desearas casarte
con ella?
—No —respondió Marc secamente—. Creo que las mujeres ya son bastante
irracionales de por sí sin necesidad de que los hombres las animen.
Jane hizo una mueca.
—No te gustan demasiado las mujeres, ¿verdad? —dijo en tono acusador.
Marc esbozó esa sonrisa perezosa y sarcástica que a Jane siempre le daba
ganas de abofetearle.
—Las mujeres están muy bien en su lugar —replicó con cierto hastío—. Pero
un hombre sería estúpido si se dejara dominar por ellas. O si modificara su vida
con el único fin de complacerlas. Yo nunca lo haría.
Durante el resto del paseo de tres kilómetros hasta St Sulpice, Jane observó
de vez en cuando a su acompañante con irritación. A veces tenía la impresión
de estar a punto de comprender lo que detonaba el interés de Marc Le
Rossignol, pero siempre se veía frenada por su exasperante empeño en ahogar
toda implicación emocional. Albergaba la fuerte sospecha de que alguna mujer
le había hecho sufrir en otro tiempo, amargándole y poniéndole en contra de
todas las demás. De ser así, ¿conseguiría de alguna manera traspasar su
indiferencia y despertar sus sentimientos? Y Simone, ¿dónde encajaba en
aquella situación? ¿Sería cierto que le daba igual que Marc tuviera aventuras
con otras mujeres, a pesar de que fuera a casarse con ella? ¿O se trataba tan sólo
de una mentira descarada para librarse de Jane? Ésta sufría de sólo pensarlo.
Acaso debía echarle coraje y preguntarle a Marc directamente. Sin embargo, el
orgullo y la vergüenza prolongaron su silencio.
Por fortuna, Marc cambió el hilo de sus pensamientos, indicándole árboles
que había trepado en la infancia, el remanso del río donde había pescado con
sus hermanos, una vieja ermita en ruinas que le hizo detenerse y estallar en
carcajadas nostálgicas…
—Una vez, después de pescar, llevé allí a mi hermana pequeña —recordó—,
le dije que la ermita estaba embrujada y luego simulé oír lamentos procedentes
de su interior. Cuando le pedí que entrara conmigo a investigar, le dio un
ataque de histeria y se puso a dar alaridos de terror. Claro que, por la noche, es
un lugar bastante lúgubre.
—¿Cómo pudiste ser tan despreciable? —preguntó Jane, indignada.
—No fui despreciable —protestó Marc, sonriendo—. Era un hermano de lo
más normal. Quería mucho a Laurette pero, como comprenderás, no podía
decírselo, ¿no te parece?
Jane dejó escapar un leve suspiro cuando dejaron el camino para tomar una
carretera de grava blanca, flanqueada por álamos. A veces tenía la sensación de
que los hombres eran seres de otro planeta, incapaces de comprender los
sentimientos de una mujer. ¿Había cambiado en algo la conducta de Marc,
ahora que era un hombre adulto? Siendo niño, se había divertido tomando el
pelo a su hermana, y ahora aparentemente también disfrutaba atormentando a
Jane. ¿Pero qué sentía realmente por ella? ¿Lo descubriría Jane algún día?
—Mira, ahí está el pueblo, en lo alto de la colina —dijo Marc, interrumpiendo
sus pensamientos.
—Oh, qué bonito —exclamó Jane.
Desde la distancia, parecía la ilustración de un cuento de hadas pero, según
se acercaban, Jane distinguió los detalles de las casas, con sus muros amarillos
de estuco, contraventanas verde pálido y tejados de color naranja, en los cuales
a veces se veía el perfil incongruente de las antenas parabólicas. Mientras
remontaban las cuestas de guijarros de la villa, varias personas les saludaron
desde el umbral de sus casas, y en cada ocasión Jane hubo de estrechar manos
para ser presentada formalmente. Cuando se cruzó con ellos una carreta tirada
por un caballo, que descendía la cuesta con las ruedas de madera chirriando y
crujiendo, el hombre que la conducía saltó al suelo con un grito de alegría para
abrazar a Marc y estrechar la mano a Jane. Cuando ya alcanzaron la plaza en la
cima de la colina, Jane tenía la sensación de conocer a medio pueblo.
Marc la llevó a una mesa que había en la calle, frente a la pastelería, donde
podía gozarse de una agradable panorámica de la iglesia, con su campanario, y
las casas que colgaban precariamente en la ladera de la colina. Una mujer muy
risueña se acercó a servirles y se produjo la inevitable ronda de presentaciones,
saludos e intercambio de noticias familiares antes de que les ofreciera un menú
escrito a mano.
—¿Qué tomarás? —preguntó Marc—. ¿Café, pan, bizcocho?
—Todo eso. Y zumo de naranja si es posible, por favor. ¡Menuda cuestecita!
—Pero valía la pena subir por la vista, ¿no crees?
Jane sonrió ante la inconfundible calidez de su voz.
—Adoras esta tierra, ¿verdad? —le preguntó.
Marc asintió.
—Así es. No se trata solamente del paisaje o la arquitectura, aunque ambos
sean hermosos, sino de la gente. Sé que tienden a ser conservadores y a veces
como Marc, también de piel bronceada, aunque ninguno de los dos poseía su
indefinible magnetismo animal. Sólo Laurette, morena y menuda, con los ojos
azules y llenos de vida de su padre, parecía poseer esa cualidad desafiante y
sardónica. Por el momento, Jane registró sólo pequeños detalles respecto a los
demás invitados. La tal Christine era rubia y rolliza, de sonrisa afable, y sus dos
hijas se parecían mucho a ella, hasta en los sofisticados vestidos que lucían. Y
Monique era alta, morena y elegante, y se hallaba demasiado ocupada
tranquilizando a su hijo Pierre, que tenía una rabieta, como para ofrecer a Jane
unas breves palabras a modo de saludo. En cuanto a Jacques Dussert, tenía el
pelo rizado y de tono cobrizo, una sonrisa contagiosa y la mirada siempre
clavada en Laurette.
—Armand, vamos a tomar el aperitivo y luego nos sentaremos a comer —
sugirió la madre de Marc.
Al principio, Jane se sintió bastante agobiada, pues la mayor parte de la
conversación transcurría en francés. Sin embargo, una vez comenzó la comida,
se halló sentada junto a Laurette, la cual hablaba muy bien en inglés. Como
Marc pronto se vio envuelto en un acalorado debate con su padre y sus
hermanos sobre técnicas de destilación, fue Laurette la que tradujo a Jane
retazos de la conversación, le ofreció comida y le hizo preguntas sobre
Australia. Resultó una compañía muy entretenida y, gracias a su tacto,
enseguida Jane se sintió integrada en el grupo, atreviéndose incluso a hacer
algún comentario titubeante en francés.
Poco rato después, estaba tan relajada que pudo disfrutar a gusto del
exquisito pato en salsa de cerezas y de la tarta de manzana que tomaron de
postre. De vez en cuando, Marc se volvía hacia ella para hacerle algún
comentario o pregunta, y así, cuando sirvieron los licores, comenzaba a sentirse
como un miembro más de la familia. Y todavía se sintió mejor cuando Laurette
se compadeció de las dos niñas nerviosas y sugirió que jugaran al escondite en
el jardín. La mayoría de los adultos rechazaron la proposición estremeciéndose
de horror, decantándose por disfrutar de las copas de licor, pero Jacques se
puso en pie de un salto para unirse al juego. Para sorpresa de Jane, Marc
también se levantó lentamente y ofreció sus servicios a Sophie y Colette.
—Vamos, Jane —ordenó—. No se puede uno fiar de estas niñas tan traviesas.
Tendremos que jugar también.
—Hurra, hurra —gritó Colette—. Tío Marc juega a un escondite especial,
Jane. Pretende ser un monstruo que caza niñas pequeñas para comérselas.
Comprobar lo bien que se llevaba Marc con sus sobrinas llenó a Jane de una
extraña melancolía. No había ni rastro de su arrogancia y sofisticación
habituales mientras perseguía a las niñas entre los setos, abalanzándose sobre
ellas y provocando huidas raudas y alaridos de miedo y regocijo. «¡Sería un
padre maravilloso!», pensó Jane cuando una niña salió disparada entre los
matorrales y se lanzó a sus brazos, perseguida por el monstruo que aullaba y le
pisaba los talones. La fuerza del impacto casi dio con Jane en el suelo.
Abrazando a la niña, Jane estalló en carcajadas.
—Quítate los zapatos y relájate —invitó a Jane—. Que este lugar parezca un
museo, no te obliga a comportarte como si estuvieras en la iglesia. Túmbate en
una cama y ponte cómoda. Yo haré lo mismo en cuanto prepare el café.
Laurette abrió uno de los armarios empotrados en una pared, descubriendo
una cocina en miniatura que incluía un fuego de gas, fregadero, nevera y un
armarito para la cubertería y la vajilla. Poco después, el aroma del café recién
hecho flotó en el aire.
—¿Estás segura de que no estoy robándote tiempo con tu prometido? —
preguntó Jane, quitándose los zapatos obedientemente y acomodándose sobre
una de las camas.
—Por supuesto que no —respondió Laurette con una sonrisa—. Jacques tenía
intención de salir de pesca esta noche. Dice que le ayuda a olvidarse de otras
cosas cuando venimos aquí. Aunque compartimos un apartamento en Nantes, a
mí madre casi le dio un ataque cuando sugerí que sería razonable que
durmiéramos juntos aquí. Mi madre tiene una mentalidad de la edad media
respecto a esa clase de cosas.
—¡Oh, no! —exclamó Jane con cara de preocupación—. Tenía la sensación de
que podíamos ofenderla. Marc y yo…
Jane enmudeció, pensando de súbito que tal vez fuera más prudente no decir
nada, pero Laurette estaba mirándola con ojos risueños.
—¡Lo sé todo! —afirmó en un susurro teatral—. Mamá me contó el horrible
secreto. Habéis dormido en una de las habitaciones del torreón. Bueno, Marc es
más despiadado que yo, así que probablemente habrá hecho oídos sordos a sus
lamentos. Pero, debo advertirte que espera oír un anuncio de boda cualquier
día de estos para poner las cosas en su sitio. Jane pestañeó.
—¿De verdad? —dijo horrorizada—. Pobrecilla. ¡Qué vergüenza! Mira, creo
que podría contarte la verdad, Laurette. Marc y yo discutimos y me he
trasladado de habitación. Además, aunque durmiéramos juntos, él nunca ha
dicho nada que sugiriera algo serio.
—¿Insinúas que no tienes intención de casarte? —preguntó Laurette,
perpleja—. Pues yo estaba convencida de lo contrario. Cuando te vi mirando a
Marc después de la comida, podría haber jurado que estabas enamorada.
Una sombra cruzó por el rostro de Jane.
—Eso no quiere decir que él me ame, ¿no es así? —afirmó con amargura.
—Debe considerarlo algo serio cuando te ha traído aquí. Nunca lo había
hecho con ninguna otra mujer, aparte de Simone. Y apostaría a que hace siglos
que no le interesa esa mujer. Creo que nunca le ha perdonado que se casara con
Gilíes.
—¿Simone está casada? —preguntó Jane con cara de asombro.
CAPITULO 8
JANE pasó una noche de espanto. Tras la primera I conmoción que sufrió
cuando vio a Simone en el dormitorio de Marc, musitó algo incoherente y se
retiró a su propia habitación, pero su incredulidad pronto dio paso a una
mezcla de rabia y desolación que no la dejó dormir durante horas. A las cuatro
de la madrugada, todavía estaba tendida en la oscuridad, con los ojos
enrojecidos y un dolor de cabeza martilleante, incapaz de decidir qué haría a
continuación. Incapaz de pensar en nada excepto en la traición cruel de Marc.
Por fin, hacia el amanecer, se rindió a un sueño turbulento, pero poco después
le despertaron unos golpes en la puerta.
—¡Marc! —murmuró fascinada.
Sintió un breve y engañoso asomo de júbilo ante la perspectiva de verlo, pero
entonces la memoria la golpeó como una apisonadora. El corazón se le fue a los
pies. Aunque, tal vez, llevara la intención de ofrecerle una explicación…
—Adelante —ordenó, sintiéndose miserable.
La puerta crujió al abrirse. Esta vez no fue Marc quien apareció con una
bandeja de café y croissants, sino Simone. Jane se puso rígida, mirando a la otra
mujer ojo avizor, alerta los sentidos.
—¿Qué quieres? —preguntó con recelo. Simone la miró pensativamente por
un momento, luego cruzó la habitación y dejó la bandeja sobre la mesilla de
noche. Se acomodó en una silla junto a Jane, con el aire de un agente a punto de
interrogar a un testigo de pocas luces.
—Te he traído algo de desayuno —dijo con parsimonia—. ¿Por qué no te lo
tomas mientras tenemos una pequeña charla?
—¿Sobre qué?
—Sobre tu situación aquí —respondió Simone, mirando muy de cerca a
Jane—. Pobrecita, ¿has llorado, verdad?
—No —contestó Jane con aire desafiante—. Sencillamente, se me notan las
ojeras antes de maquillarme por la mañana.
Entonces se echó hacia delante para observar a Simone con igual proximidad
y fijeza.
—Ya veo que tienes el mismo problema. Simone le lanzó una mirada
chispeante y amenazadora, pero respiró profundamente y forzó una sonrisa.
—No puedo echarte en cara que me tengas antipatía —dijo—. La situación es
complicada para ambas. Siento haberte avergonzado anoche, pero debes
comprender que no había visto a Marc desde hace varias semanas, y nuestros
encuentros siempre son bastante tórridos. A pesar de eso, no hay motivo para
que sufras. Estoy segura de que Marc se acostará contigo esta noche.
—¡No, no lo hará! —exclamó Jane indignada—. A ti puede que todo ese rollo
del eterno triángulo te parezca sofisticado y atractivo, pero a mí me repugna.
devolver el golpe bajo a Marc, de hacerle sufrir tanto como ella sufría por su
culpa.
—¿Cariño, qué cariño? —musitó entre dientes, y entonces tuvo un arranque
de inspiración y de sus labios surgieron palabras fluidas y letales—. Creo que
tampoco estaña de más que supieras la verdad, Marc. Sólo me he acostado
contigo porque esperaba que me ayudarías a recobrar mi propiedad. Por tanto,
ya no hay nada que me retenga aquí, ¿verdad?
Marc palideció. Se veía fuego en sus ojos.
—Eres una perra —murmuró—. Una perra intrigante y despreciable.
—Todo vale en el amor y en la guerra —replicó Jane—. Bueno, ¿quieres que
te envíe las pertenencias que dejaste en Tasmania? Supongo que no te apetecerá
regresar allí.
Marc lanzó una breve carcajada teñida de amargura.
—¡Pido a Dios no volver a ver nunca ese lugar! Ni a ti.
Jane se volvió para que Marc no viera el brillo de las lágrimas en sus ojos,
pero enseguida recobró el dominio de sí misma.
—Adiós, Marc. ¿O debería decir adieu?
Dos días después, Jane llegó a Tasmania, deprimida y agotada. Resultó una
doble impresión pasar tan rápidamente de la época estival en Europa al crudo
invierno de Tasmania, pero aquel tiempo ingrato armonizaba con su estado de
ánimo. Tomó un taxi para ir a la granja y se empapó hasta los huesos en el
breve recorrido desde el coche hasta el porche trasero. Mientras observaba los
faros rojos que se alejaban por la carretera, se apoderó de ella la desolación.
Aunque todavía no eran las cinco, casi había oscurecido ya. Las colinas estaban
nubladas, y el cielo poseía el color del plomo. Soplaba un viento que parecía
augurar malos presagios y embestía en violentas ráfagas procedentes del oeste.
Pero peor que el clima helado era el frío de su corazón. Apretando los dientes,
abrió la puerta trasera y entró en la casa con sus maletas.
El interior de la granja, que siempre consideró tan cálido y acogedor ahora se
le hacía tan lúgubre como el paisaje gris. Pensó que un baño caliente la
confortaría pero, cuando estaba abriendo los grifos, recordó que Marc y ella
habían cortado el servicio de agua caliente antes de marcharse. Bueno, habría
de conformarse con lavarse con agua fria y luego improvisar una comida. Hizo
hervir por dos veces una olla de agua en el hornillo eléctrico. La primera para
lavarse la cara y las manos, la segunda para prepararse una taza de té. Mientras
sorbía el líquido caliente y fragante, cayó en la cuenta de que prácticamente no
había probado bocado en las últimas cuarenta y ocho horas. A pesar de ello, le
dio náuseas la mera idea de comer. Sin embargo, su sentido común se rebeló
ante la perspectiva de enfermar por culpa de Marc.
Abrió la puerta de la nevera y pasó revista a las existencias, que se hallaban
en paquetes etiquetados esmeradamente por la caligrafía de Marc. Sacó una
bolsa de plástico que contenía estofado de carne y metió un plato en el
microondas. Fue una equivocación. El aroma que hacía la boca agua del
estofado pronto flotó por la cocina, recordándole dramáticamente su anterior
regreso a casa. Pensó en Marc y la turbulenta escena acaecida en la bodega,
seguida por la cena a la luz de las velas en mitad de la noche. En aquel tiempo
pensaba que lo odiaba, pero volviendo la vista atrás la experiencia adquirió una
cualidad agridulce, nostálgica.
¡Debería haberse dado cuenta de que su desconfianza inicial hacia Marc
estaba bien fundada! Y debería dar gracias de que el velo hubiera caído de sus
ojos a tiempo de saber quién era Marc exactamente antes de hacer una locura
irremediable. Sin embargo, no sentía el menor agradecimiento cuando se sentó
en la cocina para comerse el estofado más sola que nunca. Cuando acabó de
comer, dejó los platos sucios en el fregadero, subió arrastrando los pies a su
habitación y se derrumbó sobre la cama. Y allí tampoco halló el alivio deseado.
A través de penosas horas de oscuridad, en sus oídos vibró el estruendo de
motores de avión. El viento aporreaba los cristales de las ventanas, perturbando
su sueño. Y cuando por fin cayó en un sueño profundo, le asaltaron confusas
pesadillas donde veía a Marc y Simone. Se despertó poco después de las ocho
para descubrir que seguía lloviendo.
—Debo recobrar el ánimo como sea —dijo en voz alta, incorporándose sobre
la cama—. ¡Así no puedo seguir! Por mucho que me haya herido Marc, tengo
trabajo que hacer y no debo rendirme.
Después de darse una ducha y ponerse ropa limpia, revolvió la cocina en
busca de algo para el desayuno. Una vez más recordó a Marc inevitablemente,
pues el congelador contenía bolsas etiquetadas de croissants de almendras, pan
francés e incluso granos de café congelados. Repitiéndose que no debía ser
endeble, Jane puso en una bandeja bizcochos y café, y luego encendió la
chimenea en el cuarto de jugar, donde se sentó para intentar aclarar sus
pensamientos.
—Veamos —dijo en voz alta—. Sin duda habrá algo que hacer en la bodega o
el viñedo.
En aquella época del año siempre había zanjas que cavar y averías que
reparar en los edificios, por no mencionar la desinfección y fertilización de la
tierra, la reposición de rodrigones, y el cuidado de los plantones. Aunque la
lluvia imposibilitaba muchas de estas tareas. Al menos, con el mal tiempo, era
muy poco probable que Charlie Kendall apareciera por allí, lo cual resultaba un
alivio. Jane no tenía ganas de ver a nadie. Quizás cuando el tiempo mejorase
después de unos días, podrían iniciar juntos la poda. Entretanto, se dedicaría a
ordenar el cobertizo de los aperos.
Una vez más se vio forzada a recordar la obsesión de Marc por el orden.
Todos las cosas estaban en sus respectivos estantes, con los sacos de Rovral y
Bayleton alineados en los más altos, y las tijeras de podar, las espuertas para la
recolección y los guantes de jardinero en los más bajos. La tela metálica y las
mangueras de irrigación, cómo no, también se hallaban en el lugar adecuado.
Así las cosas sólo podía dedicarse a una cosa, la que más temía afrontar:
envolver las pertenencias de Marc para enviárselas.
Se sintió incómoda cuando entró en la amplia habitación para invitados y vio
la cama donde habían dormido después de hacerse amantes. Pero, mientras se
movía por el cuarto abriendo armarios y cajones, sus nervios comenzaron a
sosegarse. Por supuesto le entristeció ver la chaqueta de cuero, los jerséis de
cachemir y los zapatos italianos de artesanía que solía ponerse Marc. Aún peor
fue el indefinible aroma de su loción de afeitar, especiada y sutilmente
inquietante, que parecía flotar todavía en el aire. Sin embargo, no encontró en el
dormitorio nada especialmente alarmante. Ningún desorden de la clase que
solía provocar Jane en el momento en que se establecía en un lugar. Ni revistas
viejas en el suelo, ni menús de restaurantes ni entradas de teatro, apreciados
por puro sentimentalismo. Ni fotos de amigos… ¡Un momento!
Jane estaba revolviendo los mapas y folletos turísticos ordenados con esmero
en el cajón superior del escritorio, cuando de pronto encontró una carpeta
amarilla de fotos. La abrió y vio que se trataba de las fotos sacadas durante el
viaje por los viñedos de la isla. La mayoría llevaban escritas en el reverso
alguna leyenda y la fecha en que habían sido tomadas. Llena de melancolía,
Jane frunció los labios al ver algunas fotos suyas excelentes, sensitivas,
reveladoras y muy, muy bien hechas. Se la veía sonriendo maliciosamente sobre
la grupa de un caballo, o feliz y exuberante con el restaurante giratorio de
fondo, o pensativa y profesional en la bodega de Pipers Brook.
Las fotos donde se veía a Marc no eran tan buenas ni de lejos. Jane había
hecho la mayoría de ellas, y casi todas estaban mal enfocadas o le sacaban sin
media cabeza. Aun así, había un par de ellas donde salían juntos, que les había
hecho un japonés en la pista de baile del Launceston Country Club. Marc lucía
esmoquin y Jane su vestido de fiesta verde, pero era la expresión que se veía en
las caras de ambos lo que llamaba la atención. No se trataba tanto del júbilo
radiante que se translucía en sus propios ojos, como de la ternura con que la
miraba Marc.
«¡Me amaba de verdad!», se dijo apasionadamente. Me amaba, al menos
durante cierto tiempo. Guiada por un repentino impulso dio la vuelta a la foto y
escribió con una pluma su propia leyenda: «Amado Marc, aunque me hayas
partido el corazón, siempre te amaré. Siempre, siempre, siempre. Jane».
Entonces, con los sentimientos revueltos en un torbellino de locura, hizo una
bola con la foto, la arrojó al suelo y lanzó un gemido de irritación.
—¿Cómo puedo ser tan estúpida? —se preguntó en voz alta—. ¡Tengo que
olvidarle, no puedo seguir revolcándome en la miseria! Quizás, si me deshago
de todas sus cosas, me sentiré mejor.
Jane se puso a correr de un lado a otro de la habitación, recogiendo ropa de
las perchas y los cajones, arrojando todo sobre la cama. Cuando tuvo una pila
desordenada de cosas amontonada, salió de la habitación en busca de cajas de
cartón y cinta adhesiva. Acababa de encontrar las tijeras de la cocina en el baño
del piso superior, cuando sonó el teléfono. Sin demasiado interés, contestó.
—¿Diga?
—Jane.
Se quedó helada. Era la voz de Marc, tan próxima que daba la impresión de
que estaba en la habitación junto a ella.
—Necesito hablar contigo. Tenemos que aclarar muchas cosas.
—¡No! ¡No tenemos nada de lo que hablar! —gritó con fiereza—. Por todos
los cielos, déjame en paz, por favor. ¡No quiero volverte a ver en la vida!
A Jane se le quebró la voz y colgó el teléfono con violencia. Sintió un
escalofrío.
—Voy a estar tranquila —pronunció lenta, nítidamente—. Voy a ponerme
una taza de café y a estar muy, muy tranquila.
El agua que había puesto en el fuego acababa de comenzar a hervir cuando
oyó que llamaban a la puerta. Durante un segundo de absurda locura, su
corazón pegó un brinco, como si esperase la aparición de Marc. Entonces
recordó que Marc estaba en Europa. Probablemente sería Charlie.
—Adelante —dijo con languidez.
Oyó ruidos de cosas revueltas, como si alguien estuviera reordenando sus
pertenencias. Fue a la puerta y la abrió de golpe. No era Charlie, sino Brett, con
un periódico sobre la cabeza para protegerse de la lluvia, y una barra de pan y
un cartón de leche bajo el brazo.
—Hola, Jane —dijo alegremente—. ¿Por qué no nos dijiste que volverías tan
pronto? Te habría traído algo de comer como es debido. Tal y como fueron las
cosas, vi el humo de la chimenea y se me ocurrió pasar con un poco de pan y
leche.
Haciendo un esfuerzo, Jane procuró aparentar normalidad.
—Oh, Brett, qué detalle por tu parte. Pasa a secarte. Dime, ¿cómo está Karen?
Brett pisó con fuerza la alfombrilla de la puerta, arrojó el periódico mojado
en el porche y ofreció el pan y la leche a Jane con la delicadeza de un jugador de
rugby.
—Karen está fenomenal —respondió, sonrojándose—. De hecho, tenemos
intención de casarnos.
—Qué maravilla —exclamó Jane sinceramente, olvidando sus propios
problemas por un momento y abrazándole.
—¿Cómo está Marc? —preguntó Brett, con el aire del que esperaba oír
buenas noticias.
El rostro de Jane se arrugó. Aferró el pan y la leche como si estuviera
sosteniendo un bebé abandonado.
—¡Oh, Brett! —sollozó.
—Claro que sí no lo dudes —dijo con voz ronca—. ¡Oh, Brett, eres un
verdadero amigo!
Le abrazó con todo el corazón, y Brett, bastante nervioso, le dio palmaditas
en la espalda.
—Vamos no empieces a llorar otra vez —le pidió—. Lo que haremos será
algo práctico. Telefonearemos a tu padre para decirle que quieres comprarle la
finca. ¿Ha caducado ya la opción de compra?
Jane frunció el ceño, haciendo memoria.
—Creo que sí pero no estoy segura. En todo caso estoy segura de que Marc
ya no desea comprar la finca.
¡Oh, vamos, Brett, llama a mi padre y acabemos de una vez por todas!
Jane buscó el número, Brett lo marcó y luego le ofreció el aparato. Jane
respiró profundamente procurando dominar los nervios ante la discusión a la
que se enfrentaría inevitablemente a continuación. Para su sorpresa, la
conversación fue muy breve. Cuando colgó y se volvió hacia Brett, tenía los ojos
como platos y las mejillas cenicientas.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Brett, expectante.
—Demasiado tarde —susurró Jane—. Marc ha comprado la finca.
CAPITULO 9
JANE sintió una puñalada de dolor ante la crueldad de Marc. ¿Podía ser tan
vengativo como para castigarla por abandonarle, comprando su finca y dejándola en la
calle? Seguía sentada, enmudecida y consternada, mientras Brett parloteaba
acaloradamente, hablando de amenazas, protestas y planes de venganza. Una extraña
calma descendió sobre Jane, la cual alzó una mano para interrumpir el encendido
discurso.
—No pasa nada, Brett —afirmó con una frialdad que la asombró a ella
misma—. Te agradezco mucho todo lo que has hecho pero no quiero pelear. Ya
no me importa. Sencillamente haré el equipaje y me marcharé sin hacer ruido
cuando Marc tome posesión de la finca aunque no es probable que aparezca en
persona para reclamarla.
—¿Pero adonde irás? ¿Qué harás? —preguntó Brett lleno de indignación—.
¡Es una injusticia!
Jane encogió los hombros.
—Ya no me importa el dinero ni la finca —dijo con expresión de cansancio—.
Y estoy segura de que encontraré trabajo en alguna parte.
—Mira, compañera…
—No, Brett. Dejémoslo de una vez, por favor. No tendré ningún problema.
Su resolución la llevó hasta el fin de semana cuando se acercó a Richmond y
regresó con el diario nacional que publicaba las ofertas de empleo.
Los frentes fríos se habían desvanecido y hacía un tiempo engañosamente
tranquilo. Contemplando el cielo azul y el sol resplandeciente, casi podía
pensarse que era un día primaveral, de no ser por las viñas desnudas que
formaban oscuras hileras en las colinas. Pronto deberían podarlas pero ése ya
no era su problema. Lanzando un suspiro, aparcó el coche en el círculo de
grava, luego paró el motor y entró en la casa. Acababa de sentarse en la mesa
del comedor para leer las ofertas de empleo, cuando oyó el motor de otro coche
que llegaba. Dejó de sonar y Jane escuchó pasos sobre la grava, por lo que se
levantó a abrir la puerta trasera.
—¿Eres tú, Bre…? ¡Oh!
El universo comenzó a girar a su alrededor, rompiéndose en fragmentos de
extraordinario colorido. La luz del sol reflejada en las hojas cubiertas de rocío, el
aroma de las flores, la suave textura y el corte perfecto de la chaqueta de cuero
de Marc, la elegancia de sus pantalones beige, la camisa verde claro y la corbata
de tono otoñal. Era Marc, no cabía ninguna duda, aunque Jane apenas podía
creer lo que estaba viendo. Retrocedió un paso, conteniendo el aliento.
—¿Qué haces aquí? ¿Acaso has venido a echarme? Marc se tomó su tiempo
antes de responder, mirándola de arriba abajo con descaro insultante. Tenía los
ojos brillantes y un rictus amargo en los labios. Jane se irritó cuando pasó a su
lado para entrar, como si fuera el dueño y señor de la casa. Bueno, en realidad
Fin