Sirena de Tule Jorge Arzate Salgado
Sirena de Tule Jorge Arzate Salgado
Sirena de Tule Jorge Arzate Salgado
L ee r p a ra lo g ra r e n g ra n d e
c o le c c i ó n le t ras
poesía
jorge arzate salgado
Sirena de tule
Eruviel Ávila Villegas
Gobernador Constitucional
Comité Técnico: Alfonso Sánchez Arteche, Félix Suárez, Marco Aurelio Chávez Maya
Sirena de tule
© Primera edición. Secretaría de Educación del Gobierno del Estado de México
ISBN: 978-607-495-245-2
Impreso en México.
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o
procedimiento, sin la autorización previa del Gobierno del Estado de México, a través del
Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal.
A los habitantes de Almoloya del Río,
pueblo del valle de Toluca
No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie.
No duerme nadie.
Pero si alguien cierra los ojos
¡azotadlo, hijos míos, azotadlo!
Haya un panorama de ojos abiertos
y amargas llagas encendidas.
No duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.
Ya lo he dicho.
No duerme nadie.
Macario, pescador.
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El origen de la vida
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Brígida García
Anastasio Rigor
Prudencio Alcántara
El pueblo era muy pobre, pero vivíamos bien. Nuestras casas eran
de tejamanil y ladrillo de barro. Nos llamamos el pueblo de las
nueve aguas, de los nueve veneros, Chignahuapan, pero en reali-
dad eran muchos más los brotes de agua: pequeños y grandes cho-
rreaban por todos lados. Chignahuapan era un gran espejo verde y
azul, era nuestros ojos, nuestra vista.
se fue para todos lados. Desde ese día, el del gran tronido, el agua
se fue aminorando, luego se encharcó. La gente lloraba, sólo lloró,
sigue llorando, a solas.
Macario
Ella quiso casarse, ella misma fue por el padre y allí, en el embar-
cadero de Rambata, los casó. Nunca se le volvió a ver. Ese año fue
maravilloso para Almoloyita. El sol brilló todo el tiempo, las lluvias
fueron abundantes, pródigas, se obtuvieron las mejores cosechas
y el pescado fue abundante. En esa época sacaron la carpa de tres
metros que sirvió para comer durante una semana entera. Eso era
lo que quería el Sireno, se sentía solo.
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Anastasio Rigor
Prudencio Alcántara
Esos días nadie salió del pueblo, todo por ser dizque un pueblo
zapatista. Pero don Fabián Bueno dice que sí lo vio; cuenta que la
tropa disparó un centenar de veces y que uno de ellos cayó herido
de muerte. ¿Sabrá Dios? Lo cierto es que nadie volvió a verlos jun-
tos. Las sierpes desaparecieron como si se las hubiera tragado la
tierra.
Anastasio Rigor
Gabino Solares
Anastasio Rigor
Me imagino que era como tú, Rubí, de piel como de tierra, como
de selva que hace alucinar, inaccesible por completo a los senti-
dos, como mar crespo. Medusa a tiempos, armada con punzones
llenos de veneno; de los cabellos salían sierpes y de las sierpes
pescados de plata, por miles saltaban, multiplicándose como el
pan. A tiempos mujer, hermosa mujer pescado; de los ojos un
bastión de magia emigraba hacia los cuatro puntos cardinales,
como ríos de aire, como senderos de oro corrían sus intenciones
por todos lados. Mitad hombre, mitad agua de cielo: desdobla-
miento. Sirena: Lanchana.
Prudencio Alcántara
Dicen que es como estar en los ojos del mismo infierno. Gabino
Solares se quedó ahí, en la Cueva, por más de dos años; cuando
salió se encontró con Ella, la Lanchana, pero ya estaba muerta,
pues sólo recorría el panteón llorando.
Un año más tarde Esther recorrió el rumbo de San Juan la Isla, por
Techuchulco; penetró en lo más espeso del monte, por la parte
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del cerro de Jajalpa; fue inútil, lo que encontró fue la magia del
Granicero: su rayo, su fuego, su vara y su lengua indescifrable.
Entonces lloró al lado de los riachuelos que nacen en el cerro; su
llanto sirvió para llenar un poco los huecos de la laguna. Alguien
dijo que en ese año el agua sabía a sal. Quizá pensó que con ese
llanto podría matar a su rival, pero ella murió antes que la Lanchana
y murió peor.
Otros cuentan, sobre todo los arrieros, que la Cueva aparecía como
cantina, que estaba al pie del camino real, el que viene del sur, de
tierra caliente. El cansancio los hacía entrar, pero quién iba a saber:
luego se los comía la tierra. Algunos no volvieron nunca y no se sabe
si están con Ella, en algún otro lado del mundo, o continúan dentro
de la Cueva, a lo mejor soñando que viven en Chignahuapan, pes-
cando y arriando animales. Pobres de nosotros, expuestos a tanto
riesgo; por eso la fiesta, para que el señor san Miguel Arcángel nos
ayude y proteja; por eso el baile de Los lobitos y el de Los arrieros, para
que el cuerpo se fortalezca a contraluz del mal tiempo.
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Gabino Solares
Anastasio Rigor
Gabino Solares
Desde el cerro los ojos de los parientes nos ven y se figuran que es
Ella, la Lanchana, que su cuerpo es la lumbre que serpea a los cos-
tados de Chignahuapan, como celebrando la noche y su humedad
y frío y agua. Me imagino sus ojos desorbitados, pensando en cosas
incontables, sintiéndose solos, porque el miedo eso hace en uno.
En la ciénaga el ocote titila hacia arriba como sembrando luz en la
noche y dentro del lago produce destellos de ojos; su olor quema,
hace temblar al frío, evapora algo de nosotros, ese algo que sólo
los animales presienten, esa presencia del sentimiento mudo que
huelen los perros. Y luego el olor queda impregnado en nuestras
ropas, para luego irse a recostar entre nosotros oliendo a madera, y
soñar que somos árbol llorón.
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Ponciano Arriaga
Es junio y la bruma del tular esconde las cosas con dureza. La canoa
apenas si puede entre tanto lirio y tamborcillo; ahí voy agachado,
agachado, remando con los brazos me hago tular. El frío de la
madrugada me corta el cuerpo, mi respirar no lo escucho. Cuánta
fatiga Ponciano. Oigo el río, esto es una selva, hace perder el buen
sentido. Por aquí no hay río. Hay que ir un poco más adentro, hasta
donde están los nidos. Ponciano Arriaga, este es tu oficio: hacerte
tular. Ya oigo el río, se oye más fuerte, casi llego. ¡Cuánta bruma! No
veo nada. No me puedo mover, la canoa no se puede mover. Grito y
no hay eco, se lo traga la bruma. Estoy solo. Ha de ser cosa de Ella,
nuestra Señora Lanchana.
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Prudencio Alcántara
Macario
Un día Gabino tomó tanto que se creía pez; quería que lo cazara con
fisga y estuve a punto; aquel día contó su historia a detalle, la de su
familia, la de su orfandad de padre y después de madre, de cuando
se murieron el uno ahogado y la otra por el rayo. Contó tanto que
dejé de oír, cada palabra tomaba color, ya no podía escuchar, sólo
veía nubes de colores, con muchos tonos azules y violetas, al final
eran de color metálico; entre más contaba me perdía en las nubes y
daba vueltas en el aire, el cielo era mío; él decía: mi madre sembraba
flor en la chinampa y mi padre cortaba el monte, mientras yo oía mis
ecos en los párpados. Esa noche Gabino se vació de pasado, fue tan
duro el recuento que quedó como muerto, resucitó al tercer día. Yo
salí volando con litros de tacuil en el pecho: era un pez con alas.
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Cuando pasó todo lo malo que nos podía pasar, el tacuil sirvió para
hacer hervir la melancolía, fue su fermento y veneno; se enseñoreó
y nos atrapó los corazones; el agua ardiente sirvió para guardar la
melancolía en las venas, para hacer del dolor una música que sigue
con otra copa, que está aquí adentro, que suena en el pecho y no
deja respirar. Nos hinchó, nos hizo vomitar sangre y uno a uno nos
fuimos alejando de esta tierra.
Prudencio Alcántara
Macario
Tulio bajó por Tecalco, como todos los días: despacio, con pies de
plomo caminó cuesta abajo, cortando en dos el frío y la bruma de
la mañana. Tulio, el maestro de Serafín Rendón, Herminio Gómez
y Cipriano, a ese que le decían el Lento. Tulio el sabio de la men-
tira, el más querido en la comparsa de Los lobos, el que se pintaba
de azul y verde el Día de San Isidro, el que decía ser una rana. Tulio,
pobre Tulio.
del huil, olvidó cómo tender el corral, sacó del bolsillo el tule y lo
dejó en la mesa para que se lo comieran las hormigas, se limpió las
manos para no oler a Ella, olvidó el olor de su vulva y el tacto de
sus escamas, sacó la humedad de su cuerpo. Le lloró porque sabía
que era su fin, supo que ya nunca más sería pescador. Entonces se
dejó caer. No hizo nada. Cerró los ojos y con ellos su vida. Tomó el
tacuil como remedio para la ceguera. Todo es inútil, le decía a doña
Prude, su esposa.
Prudencio Alcántara
Macario
Cipriano alucinó por horas, la fiebre le hizo decir mil cosas raras;
tanto dijo que la gente le tuvo miedo. Lo fueron dejando solo hasta
que se quedó solo, el más solo de por acá. Quedó tendido en medio
de un salón de la presidencia municipal. En el fondo era envidia,
quién no hubiera querido estar ahí. Gente maldita. Ponciano se
murió porque fue un dios, porque fue hijo de Ella, porque tuvo
amores con Ella, porque de pescador se hizo Lanchano, Sireno. Era
un dios. Tuvo doble muerte: como Cipriano hijo de la chingada
jodida y como Lanchano amante-hijo de Ella misma, muerto a man-
salva por otros más malditos e infames, por su desprecio rabioso.
Cipriano Alcántara
tu sexo sabe a infinita sal, dulce sal que sacia mi sed, que apaga
este sol que traigo dentro, que ciega y me golpea. Déjeme, Señora,
se lo suplico; ven que mis brazos son troncos filosos para ti, para
penetrarte; ven que mi lengua es una flor de colibrí y mis manos
y dedos hormigas y mi lengua es de sapo, ven. Entra más y más.
Soy tuyo, para ti y sólo para ti; yo tu manjar, yo tu alimento de lirio
y tule y pez y carroña para los hombres del pueblo y madera de
canoa es mi miembro para frotarte entre ríos de leche blanca llena
de luz y calor y sol que son mis piernas y nalgas. Ven, Señora de
los mil colores, de las mil noches y mil estrellas en los ojos. Señora
del agua, tu siervo esclavo soy de tu vulva animal mujer María
Lucrecia cómo te amo, por siempre, para siempre; y qué bueno
que me ahogas de placer, qué bueno que me matas de placer para
nacer de nuevo; adentro del cuerpo tibio es el aire, adentro del
vientre se está bien, todo es agua, un gran beso, las paredes son
labios carnosos, rojos, adentro sueño que no soy yo que soy tú
misma, los dos uno, uno para siempre. Señora, soy tú. Señora, sólo
soy el más humilde de los pescadores de este pueblo. Me ahoga.
Me mata. Tengo miedo y frío. María Lucrecia qué suave tu cadera
y tu costillar, de allí salen peces, de tu boca renacen renacuajos
negros, de mí salen pequeños peces dorados y alargados, y mis
palabras son escamas y semen que se confunden contigo y tu boca
y vulva hinchada de mí. Me siento lleno y da cosquilleo, sueno
como un instrumento hueco, soy sierpe, mi piel es negra y tengo
escamas, en lugar de brazos tengo aletas de pez. Señora, Lanchana,
llévame contigo. Gracias. Dulcísima María Lucrecia Santos.
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Brígida García
Anastasio Rigor
Brígida García
Anastasio Rigor
Pobre Gabino, morir tan solo, él que siempre abonó para la risa de
todos, tanta que las barrigas se hinchaban y de los labios saltaban
extraños pececillos con escamas color violeta. De tantos amigos,
cuatro cargan la caja de madera; de tus mujeres, Natalia va con la
frente en alto, llora sin cesar y de su llanto queda un rastro de sal
por el suelo. Va la pequeña procesión, el resto del pueblo se asoma
por debajo de los ventanales: ahí va el Sol muerto, ahí va el pez con
alas, ahí va el mismo que soñó con la vuelta del agua, ahí va el que murió
de sed, el único que en verdad murió de sed, ahí va el mismísimo hijo
de la chingada que nos maldijo a todos por olvidadizos, ahí va Gabino
Solares Rendón.
Macario
Cierro mis ojos y siento aquel calor del día de la fiesta, la veo venir;
mañana estaremos allí, danzando, a gusto, para el patrón san
Miguel Arcángel y, aunque nadie se atreva a decirlo en voz alta,
para la Señora Lanchana, cuidadora de nuestra agua, manantiales
y peces. Mañana estaremos ahí para hacernos un trozo de alegría
y color.
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Prudencio Alcántara
Qué se puede hacer con una tierra seca. Después de largos años de
resequedad, después de la ida del agua y de habernos acostum-
brado a estar solos, después de haber perdido el hábito de escu-
char su canto que llama y habernos acostumbrado a los rosarios
de lágrimas y lamentos, después de tantas preguntas repetidas
una y otra vez como una lluvia interminable que deslava la tierra.
Nos hemos destrozado la piel por un pedazo de tierra seca.
Sin recato tomamos despojos del pequeño mar y los hemos metido
al saco de la envidia. Hemos olvidado que esta tierra no es de nadie,
que no le pertenece a nadie más que a Ella, pues aquí tuvo su nicho,
aquí su casa de agua, aquí guardó sus sueños; en esta tierra sem-
bró los mil peces para los pescadores, plantó las mil plantas para
los animales y puso el tule para todos aquellos que la amaran en
brillantes tardes de sol; aquí colocó las aves para que con el batir de
sus alas hicieran olas y de ellas surgiera una música infinitamente
azul y transparente; aquí amamantó con una leche blanquísima
a las garzas que llegaban puntuales a la cita con el lirio, aquí amó
tanto que todavía se escuchan ecos de los besos.
¡Qué se puede hacer con una tierra seca! Matarnos por lo que ha
sobrado del pequeño mar, repartirnos los despojos. Esto es la ver-
dadera soberbia, la verdadera infamia.
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Desde lo más alto del cerro observo La Canal, la otra sierpe de con-
creto y hierro, la alargada arteria que saca el agua de este valle de
Chignahuapan; qué desdicha la de los pobres, nunca se puede hacer
nada; la tierra misma se rebela contra todos, ahí están los sumideros
que van a terminar por chuparse todo.
Seguro que los sumideros son túneles hacia otro tiempo por-
que, de otra forma, cómo mantener el recuerdo, cómo mantener
la esperanza de que algún día el pequeño mar de nueve aguas
regrese y de que la Lanchana venga con el agua, que de entre sus
brazos nazcan los juiles que nos hacen falta y de entre su pelo
salgan volando las garzas y patos que ya no regresan, que de sus
labios, como un silbido luminoso, broten los nombres de todos
nosotros, igual como antes.
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Anastasio Rigor
El camaleón de cola roja se dejó caer desde la roca más alta del
acantilado, era el momento esperado, el signo. Entonces el cha-
mán recogió el tiempo y lo hizo suyo, lo sujetó a un pino para que
el viento lo terminara de pulir. Acudió a pases mágicos y recitó
para el viento una oración inaudible. Con gran silencio en sus
labios y una reverencia del cuerpo hizo una media vuelta y se
alejó del paraje.
De esta ceremonia nadie supo hasta ahora, cuando los viejos han
encontrado en sus sueños las pistas que el chamán dejó en aque-
lla oración que colocó en el viento, para que cincuenta años des-
pués llegaran a ellos mediante un sueño. El Granicero cumplió,
además de cuidar del cielo y la sagrada lluvia, de protegernos con-
tra la fuerza del rayo, dejó su poder en aquellas palabras, hizo del
poder del rayo, de la lumbre que viene con él, un recuerdo y una
pócima contra el tiempo, contra el mal tiempo. Nadie más sabio
que él, quien supo leer el futuro dando pequeños golpes a la tierra.
Dicen que el tiempo es nuestro enemigo, yo no lo creo, es sólo un
recurso para soportarnos en esta tierra y para podernos ver unos
a otros. Lo único que el Granicero hizo fue otorgarnos un poco de
su paciencia de mago y curandero: nos curó. Cuando se descubrió
el contenido del sueño se supo el porqué de todo lo que sucedió
aquí en Chignahuapan.
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Los viejos no lo podían creer, decían que era falso y que era pro-
ducto de la ebriedad absoluta. En el sueño aparece la Lanchana
balanceando su cuerpo en el río, está cantando, a un tiempo es
sierpe y a otro mujer, una hermosa mujer; todo parece bien, el cielo
es tan límpido como el agua en la que permanece, pero entonces
un pez con escamas negras surge de entre un manantial, todo lo
que toca se hace negro, y la noche cae al instante; a pocos metros
un pescador observa, se encuentra extasiado por la presencia de la
Lanchana, pero cuando aparece el pez negro siente miedo y echa
a correr; al hacerlo olvida su fisga y matla, las cuales son devora-
das por el pez con gran odio; después de ello la Lanchana ya no se
encuentra en ningún sitio y, en su lugar, aparece un extraño pozo
del cual brotan más peces con escamas negras; enseguida, el agua
no es agua y se ha convertido en un río de lodo en donde el cuerpo
del Lanchano yace muerto.
Narciso López
Sin el agua nos queda el gran camino del norte, la otra tierra que
no es nuestra, una aventura para los jóvenes. El gran viaje para ven-
der lo único que tenemos: nuestro trabajo.
Si algún día Ella regresara le diría que retorne por donde vino y que
busque otro sitio más cálido, porque éste ya es de otras personas
con otros sentimientos y ambiciones; le explicaría que las ambicio-
nes de nosotros nada tienen que ver con el azul del agua cristalina,
le diría que tienen que ver con un color aún desconocido para el
lenguaje, pero que es capaz de hacer olvidar todo y que, además,
es capaz de invitarnos a hacer cualquier cosa, sobre todo lastimar y
herir. Mejor que no regrese.
Anastasio Rigor
45 El séptimo día
61 El tiempo de la soberbia
77 Narciso López. Sin el agua nos queda el gran camino del norte