Roberts, David - Las Guerras Apaches
Roberts, David - Las Guerras Apaches
Roberts, David - Las Guerras Apaches
Las Guerras Apaches
Cochise, Jerónimo y los últimos indios libres
Título original: Once They Moved Like The Wind: Cochise, Geronimo, And The
Apache Wars
David Roberts, 1993
Traducción: Ignacio Alonso Blanco
A los apaches de Arizona, Oklahoma y Nuevo México.
Con tristeza por lo que habéis perdido y con profundo respeto por lo que
habéis preservado.
«Antes me movía por ahí como el viento.
Ahora, me rindo a ti. Eso es todo».
Jerónimo,
en su capitulación ante
el general George Crook.
Agradecimientos
Mantengo una gran deuda con los eruditos que cito en las notas y fuentes
bibliográficas de este libro; en particular a investigadores tan perspicaces como
Dan L. Thrapp, Edwin R. Sweeney, Eve Ball, Angie Debo, Greenville Goddwin,
Morris Opler, Keith Basso, Robert M. Utley y C. L. Sonnichsen. Estos escritores han
excavado sin regatear esfuerzos en las sepultadas venas del suroeste de Estados
Unidos hasta explotar todo un yacimiento de hechos históricos. Las conclusiones
de esta obra se han logrado mediante la fundición y amalgama de su filón de
conocimientos.
También un importante número de cronistas pertenecientes a las diferentes
reservas apaches me han obsequiado con su generosidad. Destacan Ouida Miller,
nieta de Jerónimo, quien me otorgó su confianza y saber, al igual que Berle
Kanseah, Edgar Perry y Elbys Hugar, nieta de Naiché. Wendell Chino, presidente
del consejo tribal de los apaches mescalero, facilitó mis investigaciones, así como
Ronnie Lupe y el consejo tribal de la reserva de los apaches montaña blanca.
Mildred Clerghorn me proporcionó una espléndida visión del legado chiricahua,
que ha ido pasando de mano en mano a través de generaciones exiliadas de su
propia tierra, y Genevieve (Sunny) Wratten me abrió los cofres del notable
conocimiento que poseía su padre como intérprete de los chiricahua.
Tres personas de Tucson, Jay Van Orden, Barney Burns y el difunto Tom
Naylor, expertos en el pueblo apache, dieron lo mejor de sí mismos para ayudar a
que mis investigaciones llegasen a buen puerto cuando comencé el trabajo. Del
mismo modo, Neil Goodwin compartió conmigo las interpretaciones que sirvieron
para asesorar su soberbio documental Geronimo and the Apache Resistance, así como
la herencia cultural recibida de su padre, Greenville Goodwin, el primer etnógrafo
del pueblo apache.
La plantilla de la Sociedad Histórica de Arizona me facilitó pródigamente
los recursos de la más importante colección de materiales apaches que existe. Su
cooperación y consejo han representado para mi el modelo ideal de cómo un gran
archivo puede ayudar a un investigador. El personal de las bibliotecas de las
universidades de Arizona, Nuevo México, Colorado y Harvard se prestaron
gentilmente a ayudarme, lo mismo que Steve Wilson, del Museo de las Grandes
Llanuras, y la plantilla del museo de Fort Still y de la Obra Histórica Nacional de
Fort Bowie.
Prefacio
En el verano de 1886 pudo contarse el número de componentes de la partida
de guerra de Jerónimo: treinta y cuatro personas, mujeres y niños incluidos. Ese
pequeño grupo de apaches chiricahua fue la última banda de indios libres que hizo
la guerra al gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica. Estos «renegados»,
como los llamaba el hombre blanco, fueron acosados sin piedad por cinco mil
soldados de caballería de EE.UU. (una cuarta parte del total de su ejército) y unos
tres mil soldados mexicanos. Por usar una expresión coloquial, se puede decir que
el pequeño grupo de apaches hizo «sudar tinta» a las fuerzas combinadas de estas
dos grandes naciones. Durante más de cinco meses no fueron capaces de capturar
ni a uno solo de los componentes de la banda de Jerónimo; ni siquiera a un
muchacho.
La historia de la resistencia de los chiricahua es la mayor gesta de todas las
que componen la historia al norte del río Bravo. En esencia, trata de lo épico y lo
trágico tal como los griegos de la Antigüedad concibieron estos géneros. Hasta
ahora se han escrito cientos de obras acerca de los apaches, pero muy pocas han
llegado a reflejar los aspectos básicos que forjaron su historia; la mayoría se
pierden en detalles de los despliegues de tropas regulares y las incursiones indias
dejando de lado el aspecto humano de los bandos contendientes, blancos e indios.
Como la mayoría de las tragedias que provocan el fin de una cultura, las
causas de la guerra entre los Estados Unidos y los chiricahua se fundaron en una
serie de errores de apreciación. Tras varios años de experiencia con los indios,
tanto exploradores como hombres de estado y soldados llegaron a la conclusión de
que conocían la verdad de la naturaleza apache. La única verdad que estos
llamados «expertos» pudieron comprender fue el reflejo de sus propios prejuicios
y temores. Hoy en día, leemos sus declaraciones (y las hay a miles), como un
atribulado conjunto de testimonios falaces.
—Se ponen en peligro como solo la gente que no cree en la existencia de
Dios, o del infierno, puede hacerlo.
Misionero español (c. 1600).[1]
—Su carácter recuerda al del lobo de las praderas… merodeador, cobarde y
vengativo. Siempre están dispuestos a asesinar a mujeres y niños.
Samuel Woodworth Cozzens, viajero (1858).[2]
—Son los más picaros indios del continente: traicioneros, siempre sedientos
de sangre, brutales y con una increíble propensión al hurto.
George Bailey, agente indio (1858).[3]
—Un apache solo conoce dos emociones: miedo y odio.
Teniente Walter Scribner Schuyler (1873).[4]
—Son una raza miserable, brutal, cruel, embustera y totalmente despiadada.
General John Pope (1880).[5]
—Los cobardes apaches se acercan a sus víctimas reptando como serpientes
sobre la hierba. A sus prisioneros los torturan hasta la muerte o les arrancan la
cabellera y los mutilan de las más crueles maneras imaginables. Nunca se ha
sabido que ellos, los apaches, muestren el menor signo de humanidad o buena fe.
William A. Bell, explorador (1870).[6]
—Ningún indio de la costa del Pacífico sabe contar mucho más de diez, los
apaches pueden contar hasta diez mil con la misma facilidad que lo hacemos
nosotros.
Historiador de Arizona (1884).[7]
—Son [los apaches] los más astutos y mañosos animales del mundo, y
además cuentan con la inteligencia de los seres humanos.
Comandante Wirt Davis (1885).[8]
—Un apache puede afrontar la muerte con un estoico gruñido, pero no hay
nada que los aterrorice más que ser encarcelados.
Periodista (1886).[9]
El error fundamental a la hora de explicar la resistencia de los apaches ha
sido la total incapacidad del hombre blanco para comprender la triste historia de
este pueblo desde el punto de vista de los chiricahua. Ni un solo cronista se habría
hecho eco o se habría erigido en denunciante de las racistas declaraciones antes
expuestas, de no ser por los atormentados remordimientos colectivos que
sacudieron a nuestra sociedad allá por los años sesenta. La consecuencia de este
movimiento radical es la aceptación de la injusticia cometida con los nativos y ha
desembocado en una imagen estereotipada tan falaz como los argumentos de
nuestros antepasados: la del indio como el buen salvaje que vive en total armonía
con la naturaleza.
Gracias a la labor de eruditos como Grenville Goodwin, Morri Opler, Keith
Basso, D. C. Cole, y la sobresaliente Eve Ball, cualquier tribu que no sea apache
goza de un prestigio nunca antes conocido, pero nadie parece interesarse por
aportar el punto de vista de los chiricahua. Tampoco vamos a disculpar a los
hombres retratados en las siempre llamativas ilustraciones que, en nuestros relatos,
representan a personajes reales, personas de carne y hueso que lucharon y
combatieron.
El propio Cochise es un personaje escurridizo para los historiadores. Es muy
difícil separar lo legendario de lo real y confirmar, detalle tras detalle, los sucesos
de la vida del mayor jefe apache del que se tenga noticia. En los últimos años, por
otra parte, ha surgido una corriente revisionista con tendencia a conceder mayor
relevancia a jefes apaches menos conocidos, como Juh o Victorio, en detrimento de
Jerónimo, cuyas acciones se están tratando como incidentes sobrevalorados.
La presente obra se opone a esta corriente revisionista, pues Jerónimo vivió
en el siglo XX y legó un abundante caudal de anécdotas y testimonios. No hay una
figura tan interesante y contradictoria en toda la historia del Oeste americano de la
última mitad del siglo XIX. Es muy probable que, tal como apuntan sus
detractores, Jerónimo no llegase a ser un jefe, e incluso es posible que fuese
manipulador, vanidoso, cruel y vengativo. Podemos conceder también que sus
actitudes rozaban a veces lo cómico y lo patético, pero, precisamente por todo esto,
Jerónimo continúa cabalgando aún por los desiertos del sudoeste norteamericano,
llenando nuestra imaginación colectiva de pesadillas sobre la fatalidad del Destino.
Esta obra intenta mostrarlo tal como lo ven los apaches actuales: uno de los héroes
de la historia estadounidense.
PRIMERA PARTE
LA VOLUNTAD DE COCHISE
Capítulo 1
La lona rasgada
No fue una confrontación equilibrada.
El anfitrión, sentado tenso y rígido dentro de una tienda de campaña militar
hecha de lona, tenía sus pantalones azul oscuro sucios por el polvo acumulado tras
cinco días de marcha. Era el alférez George N. Bascom. El militar tenía pobladas
cejas, la mirada fija y refulgente de un fanático, y lucía una puntiaguda y cerrada
perilla con la que trataba inútilmente de conferir seriedad a un rostro casi infantil.
Era natural de Kentucky,[1] tenía unos veinticinco años y hacía dos que se había
graduado en la academia militar de West Point. Tan solo había servido cuatro
meses en territorio indio y esta era su primera oportunidad de mostrar su temple.
Su huésped bebía tranquilamente el café que Bascom le había servido. Era
un apache de nariz aguileña, altos pómulos y frente despejada que doblaba al
oficial en edad; un hombre alto dentro de la media de su raza (1,78 metros) con casi
80 kilos de impactante y recia musculatura. [2] Su pelo, largo y negro, le llegaba a los
hombros y llevaba tres grandes aros de latón en cada oreja. Su rostro mostraba una
impresionante gravedad y nunca sonreía.
Él era el más grande de los jefes apaches del momento. Su propio pueblo, los
chiricahua, lo recordaría con una mezcla de miedo y sobrecogimiento. «Su mirada
era suficiente para bajarle los humos al más escandaloso miembro de la tribu
chiricahua»,[3] nos cuenta un observador blanco. Un niño apache, que por entonces
tenía cuatro años, nos relata setenta y cinco años después el momento en que le
mostraron el gran tipi del jefe: «Me pareció como si la vida de una persona no
fuese lo bastante valiosa como para tan siquiera mirarlo».[4]
Los chiricahua lo llamaban Cheis, vocablo que significa «roble», en alusión
no tanto al árbol o a su madera, como a la fortaleza que se le atribuye. Los
anglohablantes le añadieron un prefijo, lo adaptaron a su lengua y así se le conoce
desde entonces: Cochise.
Era el día 4 de febrero de 1861. El alférez Bascom instaló su campamento
entre los matojos de la ribera del Shyphon Canyon, justo al este del profundo
desfiladero que une el valle de Sulphur Springs con la cuenca del río San Simón, en
lo que hoy constituye el sudeste de Arizona. Grandes cúmulos de hojas arrastradas
por el gélido viento se amontonaban sobre el pedregoso y reseco lecho del río.
Hacía mucho frío, como siempre que se avecina una nevada; en una semana, a lo
sumo, las ventiscas procedentes de las montañas occidentales barrerían la comarca.
George Bascom había llegado un día antes y se había cuidado de ocultar su
presencia a los encargados de la estación de diligencias de Butterfield, [5] un edificio
construido de piedra ubicado a menos de dos kilómetros de distancia, pues el
joven oficial había alegado que él, junto a una compañía de cincuenta y cuatro
hombres del 7.° Cuerpo de Infantería, habían sido trasladados a río Bravo, mucho
más al este. Según sus propias palabras, solamente deseaba recibir la visita de
Cochise y poder ofrecerle la hospitalidad de su tienda.
El jefe chiricahua era un hombre cauto, había pasado toda su vida envuelto
en intermitentes luchas con los mexicanos, hacia quienes, debido a sus traiciones y
pusilanimidad, sentía un resignado desprecio. Pero con los ojos blancos, así
conocían los apaches a los angloamericanos que comenzaban a fluir hacia sus
territorios desde el este, con los ojos blancos era distinto. A pesar de su profundo
malestar causado por la arrogante invasión de sus tierras, el jefe apache sentía
verdadero deseo de llegar a un acuerdo de convivencia. Había confraternizado con
los empleados de la cercana estación de Butterfield, incluso es posible que fuese
contratado como proveedor de leña para la parada de postas.[6]
De este modo, Cochise llegó a la tienda del oficial con un talante amistoso y
acompañado por su esposa, su hermano, dos sobrinos y sus dos hijos pequeños, y
el alférez Bascom le sirvió la cena y un café.[7]
De pronto, el tono del mozalbete embutido en un uniforme azul oscuro se
volvió acusador y le exhortó a que devolviese el ganado que había robado y
también al niño de doce años que había secuestrado. Cochise le contestó que no
sabía de qué le estaba hablando, pero se ofreció a averiguar quiénes fueron los
autores de tales fechorías y a negociar tanto la devolución del niño como la del
ganado. De nada sirvieron las propuestas del jefe indio, Bascom ya se veía
coronado de laureles y le dijo que tanto él como sus familiares estaban arrestados
hasta que no se recuperasen las propiedades robadas. La tienda del alférez estaba
rodeada de soldados como parte del plan.
La reacción de Cochise fue instantánea. Sacó un cuchillo que llevaba oculto
y, con el mismo movimiento, rasgó la lona de la tienda, lanzándose al exterior. Los
asustados casacas azules hicieron fuego. Alrededor de cincuenta cartuchos
atravesaron el gélido aire de febrero mientras Cochise desaparecía con presteza
entre los matorrales que crecían en la colina situada inmediatamente detrás del
campamento. Cuando el humo de la pólvora comenzó a disiparse, los soldados lo
vieron huir herido en una pierna, pero ninguno de ellos lo persiguió. Cochise había
huido tan rápido que cuando alcanzó la cumbre de la colina todavía tenía en la
mano su taza de café.[8]
Los seis familiares del jefe chiricahua fueron hechos prisioneros. [9] Una hora
después, Cochise se dejó ver en lo alto de otra colina pidiendo que le dejaran ver a
su hermano. Bascom le respondió con un nutrido fuego de fusilería. Un testigo
presencial nos cuenta:
—Cochise alzó una mano y juró vengarse. Luego gritó: «La sangre india es
tan buena como la blanca», y desapareció.
Junto con las fallidas maniobras de las siguientes dos semanas, producto del
inquebrantable tesón de Bascom, se escribió el guión para un período de
malentendidos y terror que se extendería por el sudoeste de Estados Unidos
durante los doce años siguientes.
* * *
El chico cuyo secuestro provocó el desastre era conocido en 1861 como Félix
Ward y su vida entraría y saldría del escenario de las Guerras Apaches durante un
cuarto de siglo, aunque siempre como actor secundario. A pesar de no ser una
figura relevante, su papel fue tan siniestro, y tan crucial, como el de una de esas
figuras menores de las tragedias griegas con cuyas acciones tropezaban los héroes
y los llevaba a la perdición. Este personaje es uno de los más enigmáticos dentro de
la larga crónica de la historia apache. Todo indica que vivió en Arizona hasta su
muerte (1915) sin molestarse en compartir sus experiencias con nadie que pudiese
haberlas recopilado en un documento.[10] Un pionero que lo conoció en sus últimos
años, allá por 1906, lo describe como «un viejo vagabundo y desaliñado que
depende del gobierno».[11]
Félix Ward era lo que por entonces se solía conocer como un mestizo. Era
hijo adoptivo de un ranchero nacido en Irlanda llamado John Ward y, al ser
pelirrojo, mucha gente creía que era medio irlandés y medio mexicano. Pero lo
cierto parece ser que su padre era un apache y su madre una prisionera mexicana,
que, tras seis años de cautiverio entre los indios, logró huir de sus captores
llevándose al niño consigo.[12] Con el tiempo, pasó a ser la eventual pareja del
ranchero John Ward, quien comenzaba a explotar un rancho en las cercanías del río
Sonoita, a unos sesenta y cinco kilómetros al sudoeste de Tucson (Arizona).
Con gran indignación, John Ward se presentó en Fuerte Buchanan, diecisiete
kilómetros al norte de su propiedad, para denunciar la desaparición del muchacho.
[15]
El ranchero estaba convencido que habían sido los chiricahua quienes
perpetraron ambos delitos, a pesar de que Cochise estaba acampado al menos a
ciento treinta kilómetros de allí. Los soldados del fuerte propusieron seguir el
sendero de los depredadores hasta alcanzar el campamento de los chiricahua, y así
fue como Bascom recibió su fatídico encargo.
Ninguna de las personas que conocieron a John Ward tenía buena opinión
de él. Algunos declararon que fue expulsado de California por el comité de
vigilancia del territorio.[16] Uno de los primeros historiadores de Arizona lo
describe como «un hombre despreciable en todos los aspectos».[17] Los apaches
declararían más tarde que el secuestro de su hijastro «probablemente no fuese tan
importante para Ward como el ganado que le habían quitado».[18] Parece ser que
Ward, a pesar de los testimonios, cabalgó junto a Bascom y quizá sirviese como
intérprete para él.
Aunque las andanzas de Félix Ward fueron totalmente desconocidas para
los blancos hasta trece años después de la confrontación de Siphon Canyon, los
apaches sí sabían qué había sido de él. Cochise dijo la verdad a Bascom, él no lo
secuestró. Los cuatreros y raptores eran miembros de una tribu totalmente distinta,
apaches occidentales, que cuidaron del chico durante el resto de su infancia. [19] No
sería hasta 1874 cuando Félix Ward regresó con los de su raza; lo hizo bajo el
nombre de Mickey Free y se ofreció al ejército como explorador e intérprete. [20] Fue
desempeñando estas funciones, así como su posterior labor como «espía oficial»,
donde cometió sus oscuras fechorías.
Un veterano que trabajó con Mickey Free en 1880, dijo de él: «Una criatura
indolente [,] el tipo más repulsivo que uno se pueda imaginar». [21] Félix Ward,
desde entonces Mickey Free, creció hasta convertirse en un hombrecillo bajo,
delgado y desdeñoso con una guedeja de pelo larga y sucia colgándole sobre su ojo
ciego, que siempre vestía una indumentaria raída y quien, además de estas poco
afortunadas características, hacía gala de un carácter mezquino. No resulta difícil
sentir cierta lástima por este marginado social, este paria que se encontraba
mezclado en tres culturas, con tres idiomas distintos si contamos el español que
hablaba su madre, sin llegar a pertenecer del todo a ninguna de ellas. Los que más
lo trataron fueron los apaches y estos desconfiaban totalmente de él, pues «era
incapaz de mostrar la menor lealtad», según palabras de uno que lo conoció
personalmente.[22] En parte, la antipatía que despertó entre los indios surgió de su
inocente papel como cautivo de doce años de edad. Él fue, según las palabras de
los apaches: «El coyote que fue secuestrado y llevó la guerra a los chiricahua». [23]
Entre los blancos, su reputación no era más favorable: «no se puede describir con
un lenguaje correcto», fueron las palabras que usó el jefe de exploradores que lo
tuvo a sus órdenes para referirse a él.[24]
* * *
Este movimiento alarmó a los apaches, pero también les concedió una
oportunidad. Unos guerreros indios, escondidos en una quebrada cercana, trataron
de capturar a los hombres de Butterfield. Wallace fue hecho prisionero, pero los
otros dos lograron zafarse y huyeron a toda prisa hacia la estación. Al primer signo
de alboroto, Cochise y su trío de aliados se apresuraron a ponerse a cubierto.
Bascom ordenó abrir fuego y los apaches apostados en la colina sur respondieron
con una cerrada descarga. [26] Uno de los empleados de la estación de postas fue
herido en la espalda, pero sus compañeros lograron ponerlo a salvo.[27] El otro fue
menos afortunado. Los asustadizos soldados de Bascom sabían tan poco acerca de
los apaches como el propio oficial. Nadie les había dicho que era casi imposible
que los apaches atacasen una fortificación. Entonces el tercer hombre de la estación
de Butterfield alcanzó los muros de la parada y los trepó totalmente desesperado.
Los soldados lo confundieron con un enemigo y le dispararon a quemarropa,
matándolo.
Aquella noche, las aturulladas tropas vieron fogatas a lo lejos y escucharon
los desgarradores gritos de lo que pensaban era una danza de guerra. Se
prepararon para la batalla que tendría lugar al día siguiente. Pero a las doce del
mediodía del 6 de febrero, Cochise apareció de nuevo en lo alto de la colina. Esta
vez llevaba a Wallace, cuyas manos estaban atadas a la espalda, con una cuerda
alrededor del cuello. De nuevo rogó la libertad de sus parientes, ofreciendo a
cambio al prisionero que tenía junto a él. Y de nuevo el testarudo oficial renunció a
liberarlos.
Para Cochise, y para el resto de los apaches, no había nada más fuerte que
los lazos que los unían con sus familiares. Un oscuro grito de ira brotó de su pecho
directamente hacia aquel insolente jovenzuelo de ridícula perilla, vestido de
uniforme azul. De buena gana Cochise hubiese ordenado a sus guerreros que
atacasen, pero todavía tenía esperanzas de rescatar a su esposa, su hermano, sus
hijos y sus sobrinos. El lazo más fuerte lo tenía con su hermano menor, Coyuntara,
un gran luchador y magnífico jinete cuyo nombre sacudía de terror los corazones
de los mexicanos.[28] Debido a la posibilidad de conseguir liberar a Coyuntara y los
demás, Cochise soportaría la arrogancia de aquel militar estadounidense durante
un rato más.
Sus exploradores habían descubierto una hilera de carromatos cargados de
harina, procedente de los mercados de Nuevo México, aproximándose por el paso
occidental.[29] Los hombres de la expedición, tres estadounidenses y nueve
mexicanos, no presintieron que hubiese nada fuera de lo común. Aquella tarde los
apaches de Cochise prepararon una emboscada justo a los pies de la colina
oriental. El convoy de mercancías cayó fatídicamente en la trampa y en cuestión de
minutos una docena de hombres fueron capturados.
Cochise no sintió el menor síntoma de piedad hacia los mexicanos. Una y
otra vez, aquella gente había engañado y traicionado a su pueblo. Incluso ofrecían
recompensas a cambio de cabezas de mujeres y niños apaches. En ese momento los
nueve cautivos mexicanos no representaban nada útil para los propósitos de
Cochise. Los entregó a sus hombres, quizá también a sus mujeres, quienes sí
sabrían qué hacer con ellos. Ataron a los mexicanos por las muñecas a las ruedas
de los carromatos y después les prendieron fuego. Los prisioneros murieron
abrasados.
Los otros tres prisioneros blancos, creía Cochise, deberían servir para
equilibrar la oferta frente al alférez estadounidense. Aquella tarde, el jefe ordenó a
Wallace que escribiese una nota en inglés. El mensaje rezaba así: «Trata bien a mi
gente, y yo trataré bien a la tuya». En la misma colina donde ese mismo mediodía
Cochise había gritado hacia Bascom, sujetaron la nota a una estaca y la dejaron allí
para que la recogieran los soldados.
Un velo de confusión rodea los acontecimientos en este punto. Según una
versión, la nota no fue descubierta hasta dos días más tarde, un retraso crucial.
Pero Bascom, en su informe oficial, señala que leyó el mensaje el mismo día que
este fue colocado.[30] En cualquier caso, Bascom no hizo nada y con su pasividad
condenó a los rehenes que Cochise tenía en su poder.
¿O era, y esto es más patético, una simple maniobra para salvar la cara ante
sus soldados, que habrían efectuado una marcha de cinco días para nada? ¿O era
un modo de mantener orientadas las ambiciones que lo habían llevado desde West
Point hasta aquel destino en el desierto?
Como Bascom no respondió al mensaje, Cochise dio por perdidas todas sus
esperanzas de lograr una negociación. Trataría de rescatar a sus parientes por la
fuerza. Y se retiró al sur, a las montañas de los chiricahua, para preparar su
estrategia.[33]
Durante dos días nadie vio un solo apache por los alrededores de la estación
de Butterfield. El día 8 de febrero, dos hombres condujeron una recua de mulas
pertenecientes al ejército hasta los manantiales situados a poco menos de
seiscientos metros de la estación. Justo cuando los soldados habían osado creer que
los indios se habían retirado de una vez, una gran partida de apaches, desnudos de
cintura para arriba y cubiertos con sus pinturas de guerra, realizaron una carga
desde las cimas de las colinas. Los soldados respondieron al fuego y corrieron de
vuelta a la estación, pero perdieron casi cincuenta y seis mulas. Este ataque era
principalmente una táctica de engaño, pues pocos minutos después otra banda de
indios comenzó a disparar desde el lado opuesto.
Los muros de piedra cumplieron su propósito. Los más de cien guerreros de
Cochise podrían haber tomado al asalto la fortificada construcción y matado a la
mayoría de los cincuenta y cuatro soldados, si no a todos. Pero para ello hubiesen
tenido que pagar un precio demasiado elevado; cuando la proporción era
simplemente favorable, y no aplastante, los apaches renunciaban a atacar. La
partida de Cochise se retiró hacia el sur.
Después de todas sus bravuconadas frente a Cochise, el ánimo de Bascom se
había reducido a una irresponsable apatía. Si durante la tregua de dos días se había
podido permitir creer que los apaches se habían retirado definitivamente, tras el
ataque Bascom se comportaba como si estuviese rodeado por una horda de
salvajes que vigilaba todos sus movimientos. En realidad, los apaches estaban
cabalgando hacia México.
Durante seis días Bascom mantuvo a sus hombres encerrados en la parada
de postas. Mientras tanto, él titubeaba y no hacía nada. Incluso falló al no enviar
unas patrullas de exploradores para cerciorarse de si, en efecto, los apaches habían
abandonado la zona. El día 7 de febrero había ordenado enviar a un correo a Fort
Buchanan para solicitar refuerzos. Entonces, quizás humillado por la pérdida de
todas sus mulas, se contentó con esperar a que otros soldados acudiesen en su
rescate.
Por fin llegaron. Setenta dragones, soldados de caballería, procedentes de
dos compañías al mando de un oficial de más graduación que Bascom. El 16 de
febrero, ocho días después del último ataque, la reforzada tropa exploró las colinas
circundantes al paso. No encontraron a un solo apache.
Dos días más tarde, un destacamento que se dirigía de vuelta al oeste sobre
el paso de montaña no pudo dejar de notar algunos buitres trazando círculos en el
cielo.[34] Lo que encontraron bajo la bandada de carroñeros los conmovió
profundamente. Allí estaban los cuerpos de Wallace y los tres estadounidenses
capturados en la emboscada de la caravana de carromatos. Estaban mutilados,
atravesados una y otra vez por las lanzas de los apaches. El cadáver de Wallace
solo pudo ser reconocido por los empastes de oro de sus dientes. [35] Bascom no
supo determinar si las mutilaciones fueron infligidas antes o después de que
muriesen.[36]
Cuatro hermosos robles se alzaban próximos a las recientes tumbas de las
víctimas de Cochise. Bascom llevó a los seis indios hasta aquel punto y, a través de
un intérprete, les contó lo que les iba a suceder. Los apaches suplicaron que los
fusilasen en vez de colgarlos y que les diesen whisky, pero Bascom hizo caso omiso
de los ruegos. Un hombre «imploró lastimeramente por su vida» mientras que
otro, quizá Coyuntara, comenzó a cantar, a danzar y declaró estar muy satisfecho
de sí mismo pues «había matado a dos mexicanos el mes anterior».
Dejaron en libertad a la esposa de Cochise y a sus dos hijos. Uno de ellos,
Naiché, llegaría a ser el último jefe de los chiricahua libres.[40]
En su informe oficial Bascom distorsionó y omitió muchos acontecimientos y
en ocasiones mintió descaradamente.[41] En vez de admitir que Cochise se había
abierto paso rajando la lona de la tienda y escapó para ponerse a salvo, Bascom
declaró que había dejado al jefe indio en libertad con la promesa de que este
trataría de encontrar a Félix Ward y que regresaría al cabo de diez días. En vez de
aceptar que el empleado de Butterfield murió como consecuencia de los disparos
de sus soldados, Bascom dio a entender que había muerto a manos de los indios.
Tampoco asumió ninguna responsabilidad por la pérdida de todas sus mulas.
Bascom también había perdido dos hombres, y varios más estaban heridos.
El alférez estimó que sus tropas habrían causado entre cinco y veinte bajas entre las
filas chiricahua (los apaches admitirían más tarde que fueron cuatro). [42] Como
recompensa a sus esfuerzos, Bascom fue recomendado oficialmente para un
ascenso y en breve lo promocionaron primero a teniente y después a capitán.[43]
Pero no disfrutaría mucho de tales honores: un año después de su enfrentamiento
con Cochise, moriría en una batalla en Nuevo México.
La catástrofe de Siphon Canyon creció hasta convertirse en un notable hito
entre los apaches.[44] Generaciones de padres les contaron la historia a sus hijos
hasta que esta llegó a formar parte del reino del folclore, conociéndose
simplemente como «la lona rasgada» o «la huida a través de la lona rasgada».
Uno de los guerreros de Cochise que en 1861 ayudó a quemar vivos a los
nueve mexicanos era un astuto e inteligente hombre de treinta y ocho años. [45]
Cuando las llamas se iban acercando a los desdichados carreteros, probablemente
escuchase sus histéricos chillidos. Es posible que clavase su lanza o cortase sus
cuerpos mientras estaban vivos. Una fuente datada diez años antes de este suceso
informa que dicho guerrero albergaba un odio hacia los mexicanos más profundo
que el de Cochise. Para los estadounidenses todavía era un perfecto desconocido,
se llamaba Goyahkla, que significa «el que bosteza».
Los mexicanos lo conocían como Jerónimo.
Capítulo 2
La marmita negra
Cochise desató su furia cuando descubrió a los ahorcados. De todos modos,
era una característica suya el preparar la venganza con un estilo metódico.
Alrededor de un mes después de que los soldados colgasen a sus parientes,
Cochise finalizó su temporada en México preparando una partida de guerra. [1] No
sería hasta finales de abril de 1861, más de dos meses después de la confrontación
con Bascom, cuando se decidiese a golpear.
En Doubtful Canyon, el desfiladero preferido por los apaches en la frontera
de Arizona con Nuevo México, a través del cual discurría la línea de diligencias de
Butterfield, Cochise preparó una emboscada a un carruaje de correo. Los nueve
hombres blancos que viajaban en él, el mayoral, la escolta y los pasajeros, fueron
asesinados. Cochise sometió a dos de ellos a una horripilante tortura. Los ataron
por los tobillos a unas ramas de modo que quedaron suspendidos cabeza abajo a
una altura aproximada de medio metro del suelo. Prendieron pequeñas hogueras
bajo sus cabezas y los hombres murieron abrasados en lenta y espantosa agonía.
Casi todas las semanas desde abril hasta junio Cochise y sus guerreros
atacaron pequeñas patrullas de hombres blancos. Los apaches cabalgaban a través
de toda la zona sur de Arizona y sus objetivos no seguían una pauta comprensible
para los soldados estadounidenses. Si los hombres de Cochise atacaban un rancho
aislado, destrozarían puertas y ventanas, romperían vajillas y utensilios, rajarían
los colchones y desparramarían por los alrededores todos los víveres que
encontrasen. Mataban a todo el que encontrasen, niños pequeños incluidos, y
destripaban sus cuerpos. Era muy típico de ellos lancear un cadáver cientos de
veces.
Un pionero de Arizona calculó que la venganza de Cochise se había cobrado
alrededor de ciento cincuenta vidas en los primeros sesenta días.[3] Volviendo la
vista atrás, medio siglo después de los doce años que duraron los enfrentamientos
entre Cochise y el territorio de Arizona, uno de los primeros historiadores de dicho
estado afirmó: «La estupidez e ignorancia de Bascom costó probablemente unas
quinientas vidas de ciudadanos estadounidenses y cientos de miles de dólares en
valores de propiedad».[4]
Sin duda el precio en vidas es demasiado alto. El relato del historiador, por
otra parte, es la personificación de un viejo mito: antes de la locura que cometió
Bascom, Cochise estaba decidido a vivir en armonía con los ojos blancos. Pero el
biógrafo de Cochise, Edwin R. Sweeney, aporta documentación acerca de un
creciente número de refriegas entre el jefe indio y los colonos norteamericanos
(mexicanos y estadounidenses) que comenzaron a finales de 1859, casi un año y
medio antes del incidente con Bascom.[5] Tevis, un buscador de oro que entró al
servicio de la estación de Butterfield, supuso una extravagante y poco fidedigna
fuente de información acerca de los primeros tratos con los apaches. [6] Afirma que
en 1859 asistió a un gran consejo indio durante el cual un buen número de jefes
debatieron qué debían hacer con los estadounidenses. Cochise, según el testimonio
de Tevis, propuso «una política de exterminio».
El mito de Cochise gira en torno a una estoica gravedad que lo dibuja como
un sabio y un hombre de estado. «El Abraham Lincoln de los indios», según las
sardónicas palabras de un comentarista moderno. [7] Tevis, que conocía muy bien al
jefe indio, lo define como «el mayor mentiroso del territorio». [8] El veredicto está
plagado de prejuicios y cortapisas culturales. Para los apaches la honestidad era
una virtud cardinal y la integridad de Cochise era legendaria entre su gente. De
todos modos, durante la vorágine de sus saqueos de 1861, no le importó usar el
engaño para matar a ojos blancos, como en una ocasión en la que se acercó a dos
mineros con su rifle apoyado sobre la silla de su caballo, alzó su mano como signo
de buena voluntad y, acto seguido, atravesó a uno de ellos de un disparo sin
levantar el arma.[9]
Tevis, que fue en diferentes ocasiones prisionero y confidente de Cochise, lo
retrata como un hombre dotado de capacidad de mando y una poderosa voluntad,
cuyas reacciones eran extrañas e imprevisibles a causa de su volcánico
temperamento, muy sensible a los insultos y con una vanidad infantil unida a un
sadismo instintivo.[10] En cierta ocasión Tevis lo echó del edificio de Butterfield
cuando la diligencia estaba descargando. Cochise montó en cólera y retó a Tevis a
un duelo a caballo a cincuenta metros de distancia… Tevis con su «seis tiros»,
como llamaban a los revólveres, y el jefe con su lanza. Cochise ofreció ciertas
ventajas a Tevis, pues estaba convencido de su letal habilidad con la lanza, y Tevis
decidió rechazar el duelo. Para desacreditar el honor del empleado, el jefe le obligó
a cuidar de su hijo de seis años durante todo un día. Esto era un trabajo propio de
mujeres y, a ojos de un apache, una labor humillante para un hombre.
El verano de 1861 estuvo animado con tormentas de aparato eléctrico más
frecuentes y violentas de lo habitual.[11] Para los apaches, los relámpagos eran la
manifestación de unos poderosos seres sobrenaturales conocidos como la Gente
del Trueno.[12] En una ocasión, la Gente del Trueno había cazado en beneficio de los
apaches, proporcionando a estos todo lo que necesitaban. Los rayos eran sus
flechas, y las piedras de sílex esparcidas por todo su territorio eran los retazos que
quedaban de ellas. Pero en algún momento del pasado, los apaches habían dado la
cacería por concedida y, para castigar tal ingratitud, la Gente del Trueno cesó de
otorgarles su sobrenatural ayuda.
Sin embargo, los relámpagos también podían ser una fuerza benigna, y los
apaches les rezaban directamente a ellos. Toda una estirpe de chamanes estaba
especializada en los rayos, y durante el verano de 1861 concentraron todos sus
esfuerzos en llevar a los ojos blancos, en particular a los soldados, a campo abierto.
[13]
El principal obstáculo era que la presencia de hierro tendía a invalidar el poder
de los chamanes… y los soldados poseían hierro en abundancia. Solo uno de los
chamanes de los rayos tenía un poder que pudiese contrarrestar la funesta
influencia del hierro. Este hombre era un anciano que murió durante el invierno de
1861 a 1862. Por su avanzada edad, la muerte pareció un hecho natural e
inevitable. Solo mucho después los apaches se plantearían si su muerte cambió el
rumbo de los acontecimientos.
Aunque satisfecho, Cochise no estaba demasiado sorprendido. Una década
antes, cuando los apaches entraron en guerra contra el estado mexicano de Sonora,
también hubo a continuación un abandono general.[16]
A finales de 1861 solo quedaban dos pequeños asentamientos de hombres
blancos en Arizona.[17] Uno era un insignificante campamento minero en Patagonia
y el otro era la ciudad de Tucson, cuya población se había reducido hasta llegar a
los doscientos habitantes. Cochise había trazado planes para borrar estas dos
comunidades de la faz de la Tierra.
Durante el otoño de 1861 los apaches se deleitaron con su poder y libertad.
Continuaron matando a todos aquellos rezagados que no habían huido lo
suficientemente rápido de Arizona. Entonces, durante el invierno, llegaron
extrañas noticias procedentes del Este.[20] Las nuevas llegaron de parte de unos
aliados ocasionales de los apaches chiricahua, los apaches mescalero, cuyas tierras
se ubicaban en las estribaciones de Sierra Blanca, mucho más al este de río Bravo.
Los jinetes mescalero, que fueron empujados hacia el sur hasta llegar a Texas, se
habían encontrado con una banda de ojos blancos. Obviamente, aquellos hombres
eran soldados, pero en vez de lucir el conocido uniforme azul vestían uno de color
gris y además portaban una bandera que ningún apache había visto jamás. En
cuestión de semanas, parecía evidente que los ojos blancos se habían dividido en
dos bandos (los azules y los grises) y estaban combatiendo unos contra otros.
La idea de que la gente pudiese dividirse en grupos para matarse unos a
otros no era extraña para los apaches. Durante siglos, las distintas tribus apaches se
habían hecho la guerra unas a otras y todos habían combatido alguna vez a los
navajos, un grupo racial muy próximo a ellos. Incluso dentro de una tribu apache
podrían constituirse facciones que estallaban en violentos enfrentamientos.
Así, los apaches tuvieron que abandonar su sueño de que los ojos blancos
hubiesen abandonado su tierra de una vez para siempre. De todos modos, uno
siempre podría esperar que los azules y los grises terminaran matándose unos a
otros en número suficiente como para quedar lo bastante debilitados para repeler
las incursiones apaches. Fuese lo que fuese el fin último de la Guerra de Secesión,
esta parecía ser al principio una cosa positiva para los indios.
El jefe de los chihenne era Mangas Coloradas, un hombre de unos setenta
años de edad, aproximadamente veinte años mayor que Cochise. Mangas
Coloradas era un auténtico gigante entre los suyos, medía alrededor de 1,90 m y
pesaba unos ciento diez kilos.[24] Si en 1861 Cochise era el más prominente caudillo
apache, él lo había sido durante la década de 1840. Los primeros exploradores
blancos que se encontraron con él lo describen con términos que denotan
sobrecogimiento. «El más noble espécimen indio que haya visto jamás», finaliza la
descripción de uno de ellos.[25] «El ideal poético de un cacique», afirma otro.[26] «El
más grande y de mayor talento de los jefes apaches del siglo XIX», escribe un
tercero.[27]
En toda la historia conocida de los apaches, solo Mangas había buscado la
confederación de las distintas tribus apaches mediante la alianza de los chihenne
con los mescalero, los montaña blanca, los coyoteros y quizás incluso con los
navajos.[28] Para consolidar su afiliación con los chokonen. Mangas había casado a
su hija con Cochise.[29] Además de ser un maestro dentro de la diplomacia entre las
distintas tribus, también era un genio dentro de la táctica militar. También era (y
eso era una condición indispensable para que los guerreros apaches siguiesen a un
jefe) todo un campeón en los combates cuerpo a cuerpo. Sus crudelísimos
tormentos para con los colonos blancos ayudaron a subrayar su reputación de
hombre inmisericorde. El mismo explorador que definió a Mangas Coloradas
como el más grande apache del siglo XIX, también escribió: «La vida de Mangas
Colorad[as], si pudiese ser determinada de algún modo, sería una trama de las más
extensas y afligidas revelaciones; de las crueldades más atroces, las más
sangrientas venganzas y los mayores agravios que haya perpetrado jamás indio
alguno».[30]
Dos sucesos concretos dispusieron a Mangas Coloradas en contra de los ojos
blancos. El primero tuvo lugar en 1837, cuando el territorio que hoy conocemos
como Nuevo México y Arizona todavía pertenecía a México. Fue obra de un
cazador de cabelleras y empresario oriundo de Kentucky llamado John Johnson.
«El asesino de corazón más negro de los muchos que avergonzaron a la frontera»,
según palabras de un estudioso.[31] La motivación de Johnson no estaba originada
por ningún agravio sufrido a manos de los apaches, sino por la promesa de los
mexicanos de cobrar un botín entre el ganado recuperado o por las nuevas
recompensas que ofrecía el estado de Chihuahua: cien pesos por cada cabellera de
hombre apache, cincuenta por la de mujer y veinticinco por la de niño.[32]
Johnson, a la cabeza de una cuadrilla de aventureros cazadores de fortuna,
atrajo a un grupo de apaches con el pretexto de comerciar con cobre, muy cerca de
las minas que hay de dicho metal en Santa Rita del Cobre. [33] Colocaron en el suelo
un saco de pinole, harina de maíz con canela y azúcar, e invitaron a los indios a
que se sirvieran. Mientras recogían la harina, dispararon al grupo con un cañón
cargado de metralla, a bocajarro, los aventureros, oriundos de Misuri, terminaron
la matanza con ayuda de sus rifles. Al menos una veintena de apaches murieron en
la masacre, entre ellos un importante jefe.
Mangas Coloradas no solo era pariente de ese jefe, sino que, según los
testimonios de los apaches de hoy en día, estuvo presente en el desastre de Santa
Rita.[34] Se había quedado un tanto rezagado, pues desconfiaba de los blancos,
mientras que el resto se lanzaba sobre el pinole. Huyó de la masacre a pie, llevando
en brazos a un niño pequeño, al hijo del jefe asesinado.
El segundo incidente que fortaleció la antipatía de Mangas hacia el hombre
blanco ocurrió catorce años después, en 1851. Sucedió en Pinos Altos, muy cerca de
Santa Rita (ambas poblaciones estaban situadas a pocos kilómetros de la actual
ciudad de Silver City, en el estado de Nuevo México). Los angloamericanos habían
descubierto oro. Los apaches se mostraban perplejos y consternados ante la afición
que mostraban españoles, mexicanos y estadounidenses a escarbar en el suelo en
busca de aquel metal amarillo. Un jefe le había dicho a su pueblo: «Los ojos blancos
son supersticiosos respecto al oro. Su sed de él es insaciable. Mienten, roban matan
y mueren por él».[35]
Para los apaches esta obsesión era incomprensible. El oro era demasiado
blando para ser útil.[36] No se podían hacer balas ni puntas de flechas con él. Y más
aún, esa sustancia era sagrada para Ussen, pues era un símbolo del sol. El mismo
jefe explicaba por qué la minería era tabú: «Se nos permite sacarlo de la superficie
de la Madre Tierra, pero no arrastrarnos dentro de su cuerpo en su busca. Hacerlo
sería incurrir en la ira de Ussen. Los Dioses de las Montañas danzan y sacuden sus
poderosos hombros destruyendo todo lo que haya a su alrededor».
De este modo, la afluencia de gente a Pinos Altos, una población cercana al
centro del territorio de los chihenne, los apaches mimbreños, alarmó a Mangas,
pues no solo los mineros suponían una amenaza para la soberanía de los apaches,
sino que sus redes subterráneas podrían desencadenar terremotos. El viejo jefe
asumió la responsabilidad de persuadir a los hombres blancos de buscar oro en
cualquier otro lugar.[37] Buscó uno a uno a los mineros más importantes y les habló
de importantes yacimientos que conocía en México, incluso se ofreció a guiarlos
hasta allí. En vez de confiar en Mangas, a los prospectores se les metió en la cabeza
que él planeaba sacarlos de allí uno a uno y matarlos. En la siguiente visita lo
agarraron, lo ataron a un árbol y lo flagelaron salvajemente con un látigo de
conducir ganado mientras le llenaban los oídos con sus mofas. Un historiador
escribió: «Esto era el peor agravio que se le podía hacer a cualquier indio. Y
Mang[a]s Colorad[as] era un gran jefe».[38]
En mayo de 1861, Mangas Coloradas centró su furia vengativa en la zona de
Pinos Altos y puso cerco al campamento de los buscadores de oro. [39] En julio,
Cochise se unió a él. Los dos jefes y sus guerreros establecieron un campamento
base al sudeste de Pinos Altos, en la falda de Cooke’s Peak, donde brota un
manantial de vital importancia. Se emboscaron y dieron muerte a unos cien
soldados y mineros que pasaron por allí. Los apaches controlaban el territorio,
pero aun así, un ataque total a Pinos Altos dirigido por Mangas Coloradas fracasó
en su propósito de sacar de allí a aquellos empecinados mineros.
Por entonces, Cochise y Mangas Coloradas estaban a punto de expulsar a los
últimos ojos blancos del territorio indio. Y todo apuntaba a que el resultado de la
guerra entre azules y grises tendría fatales consecuencias para los apaches. No solo
porque pudieran encontrarse en la línea del fuego cruzado, que lo estaban, sino
porque los comandantes de ambos ejércitos, cuyos corazones se habían endurecido
con la guerra, adoptaron medidas respecto a los indios mucho más rigurosas de las
que nunca antes había tomado militar estadounidense alguno.
El jefe chiricahua tramó su golpe más audaz, esta vez de nuevo contra los
soldados estadounidenses. Para asegurarse la victoria no solo consiguió el apoyo
de Mangas Coloradas, sino también de los más fieros jefes apaches. [41] Entre ellos se
encontraba un joven llamado Jerónimo, apache bedonkohe, es decir ni chokonen ni
chihenne. Sin embargo, ya había dirigido partidas de guerra tanto para Cochise
como para Mangas y a menudo actuaba como enlace entre estos dos grandes jefes.
Cuando estaban a punto de sucumbir a la masacre, los estadounidenses se
las arreglaron para desplegar un arma con la que los apaches no estaban en
absoluto familiarizados: cañones de doce libras, obuses montados sobre ruedas que
disparaban proyectiles de dicho peso, es decir, cinco kilos y cuatrocientos gramos.
Los proyectiles estallaban con el impacto. Entre la vorágine del tiroteo, los
soldados encontraron un momento para colocar los obuses y calcular la distancia
hasta los parapetos de los indios. Una vez echo esto, los proyectiles realizaron su
función y los apaches se vieron obligados a retirarse.
La batalla duró tres horas.[45] Dos soldados murieron y dos más fueron
heridos. El comandante en jefe de la expedición estimó nueve bajas entre los
indios. El capitán al cargo de la intendencia declaró que posteriormente los
apaches le informaron de haber sufrido sesenta y tres bajas en la refriega…, a todas
luces una cantidad absurda. En el siglo XX los descendientes de aquellos apaches
juran que en Apache Pass no murió ni uno solo de sus guerreros.
Los apaches transportaron a Mangas hasta la ciudad de Janos, en México,
situada a una distancia de ciento noventa y dos kilómetros, a vuelo de pájaro.[48] En
Janos vivía un médico de origen inglés en cuyo talento, cosa extraordinaria, los
apaches habían depositado gran confianza. Llevaron a Mangas, que estaba medio
muerto, ante el doctor y le explicaron que si no lograba salvar la vida del jefe
matarían a todos los habitantes de la población. Mangas sobrevivió.
Ustedes… deberán usar todos los medios disponibles para persuadir a los
apaches o a cualquier otra tribu para que vengan con el propósito de firmar un
tratado de paz. Cuando los tengan a todos juntos, matarán a los adultos, tomarán
prisioneros a los niños y los venderán para sufragar el coste de la matanza de
indios. Compren whisky y cualquier otra cosa que consideren pueda ser necesaria
para los indios…
No dejen nada por hacer para lograr el éxito, y dispongan de suficientes
hombres para impedir que escape un solo indio.
A favor de Jefferson Davis se ha de señalar que al final revocó las órdenes de
Baylor y lo cesó de su cargo como gobernador.
El homólogo de Baylor en el bando de la Unión, era un hombre igual de
fanático llamado James Henry Carleton, el oficial que había comandado las tropas
desde California. Según las palabras de un historiador actual, Carleton era «un
devoto cristiano, un hombre bueno con su familia y todo un caballero» que «había
llegado a obsesionarse con un odio hacia los apaches propio de un psicópata».[50]
En otoño de 1862 Carleton se había instalado en Fort Stanton, cerca de la actual
población de Ruidoso, en Nuevo México, en el centro del territorio de los apaches
mescalero. Fue de este modo, combatiendo a los mescalero en vez de a los
chiricahua, como Carleton cristalizó su política sobre asuntos indios: «Han de
matar a todos los hombres de la tribu, donde y cuando los encuentren. Las mujeres
y los niños no han de sufrir daño, pero serán hechos prisioneros».[51] A diferencia
de Jefferson Davies, Abraham Lincoln ni revocó el sistema de su hombre ni lo
destituyó de su cargo.
Una reseña de las órdenes de Carleton fue enviada al coronel al mando de la
guerra con los indios: Kit Carson. Aunque en privado le horrorizaban aquellas
medidas, Carson fue una pieza decisiva para llevar a cabo la mayor y más infame
solución, por llamarla de algún modo, de Carleton: el campo de concentración de
Bosque Redondo, situado en las llanuras orientales de Nuevo México. Fue para
llegar a esta prisión en campo abierto que los indios navajos efectuaron la
tristemente célebre Larga Marcha. Allí enfermaron de viruela y murieron en
compañía de sus antiguos enemigos, y entonces compañeros de infortunio, los
mescalero.
Y así, tres meses después de la batalla de Apache Pass, ambos gobiernos, el
de la Unión y el de la Confederación, adoptaron una postura oficial de exterminio.
Los chiricahua tomaron nota.
Según las palabras de Jerónimo, que relataría el suceso medio siglo después,
los prospectores realizaron un tanteo preliminar diciéndole a Mangas que le darían
mantas, harina y carne de buey a su gente a cambio de paz. [53] Mangas prometió
que regresaría con una respuesta dos semanas más tarde.
Ninguno de los demás jefes apaches confiaba en la oferta de los ojos blancos.
Todos ellos, incluido Jerónimo, rogaron a Mangas que no volviese a Pinos Altos.
Desde la perspectiva que otorga un siglo y medio de tiempo, se hace difícil
comprender los motivos que tuvo Mangas aquel mes de enero de 1863. Los
apaches habían desechado el recuerdo de que, tras la herida sufrida en Apache
Pass, Mangas había caído en un estado de depresión y pérdida de vitalidad.[54] Y
por esa razón, a pesar de todos los males que había recibido por parte de los
estadounidenses, todavía parecían creer que podrían llegar a vivir en paz con ellos.
En cualquier caso, Mangas regresó a Pinos Altos con no más de tres o cuatro
guerreros para parlamentar. La única fuente algo fiable que existe, la cual
trascribimos aquí, pertenece a un miembro un tanto apartado del grupo de Walker.
[55]
En la mañana del día 18 de enero los mineros alzaron una bandera blanca.
Mangas y sus hombres se aproximaron con cautela. Las negociaciones se llevaban
a cabo en un pésimo español y seguramente por eso llegaban a entrañar
malentendidos. «Tras una larga y tediosa falta de precauciones por ambas partes»,
Mangas bajó la guardia y se aproximó aún más. De pronto, los prospectores
alzaron sus rifles apuntando al jefe indio y le advirtieron que era su prisionero.
Le dijeron que sus guerreros eran libres para marcharse, y que si los apaches
dejaban en paz a los buscadores de oro durante las siguientes diez lunas, también
lo dejarían libre, sano y salvo a él. «Al final, él le habló a su gente con guturales
palabras», indica el testigo del grupo de Walker, «no pudimos entender qué les
dijo, pero su rostro reflejaba un aire de preocupación y perplejidad».
El general salió hasta donde Mang[a]s estaba bajo vigilancia para verlo.
Parecía un pigmeo al lado del jefe apache, quien también superaba en estatura a
todos los que tenía alrededor. Parecía agobiado por sus preocupaciones, rehusó
hablar y era evidente que sentía que había cometido un tremendo error al confiar
en los rostros pálidos en aquella ocasión.
West estaba al tanto, por supuesto, de la política patrocinada por Carleton
unos meses atrás. Hizo saber a sus soldados qué era lo que esperaba de ellos.
En una noche oscura y de frío glaciar, flanqueado por dos soldados. Mangas
estaba tendido en el suelo junto al fuego del campamento, envuelto en una manta
inadecuada para él. El testigo, que estaba en turno de guardia, vio lo que sucedió
entonces. Los soldados calentaron sus bayonetas en las brasas y luego quemaron
las piernas y los pies del jefe. Mangas se incorporó sobre su codo izquierdo y
bramó en español que no era ningún crío para que jugasen así con él. Por toda
respuesta, los soldados bajaron sus rifles y le dispararon seis veces al cuerpo.
Mangas murió de inmediato.
Por la mañana, un soldado utilizó el cuchillo de carnicero del cocinero para
escalpar al jefe: tomó la larga melena como si fuese un trofeo y luego guardó la
cabellera en su bolsillo. A mediodía arrojaron el cuerpo de Mangas por un
barranco y lo enterraron someramente. Pocas noches después, unos soldados
desenterraron el cadáver, le arrancaron la cabeza y la cocieron en una olla. A
continuación enviaron el cráneo al Este, donde fue medido por unos frenólogos,
quienes informaron que la capacidad craneal del individuo era superior a la del
célebre político estadounidense Daniel Webster.[56]
El correspondiente informe de West notificaba que Mangas murió a causa de
los disparos efectuados por los centinelas cuando intentaba huir.[57]
Los apaches que habían advertido a Mangas de que no se acercase a Pinos
Altos esperaron y esperaron, pero no recibieron ninguna noticia de él.[58] Quizá la
banda de Walker también asesinase a los compañeros de Mangas, tal como
creyeron los apaches. Hasta que la noticia del martirio de Mangas fue filtrándose
por otras fuentes y llegó a su pueblo. De algún modo, recibieron la noticia de que
algunos soldados habían hervido la cabeza cortada de Mangas en una gran
marmita de color negro.[59]
La noticia estremeció profundamente el sentido del horror de los chiricahua.
Los apaches creían que las personas viajaban a la otra vida con la apariencia que
habían muerto. Los chiricahua se imaginaban al cuerpo de su gran jefe vagando
decapitado durante toda la eternidad.
Muchos años después, Jerónimo diría que la traición y posterior asesinato de
Mangas Coloradas fue «quizás el mayor error que jamás cometieron con los
indios».[60]
Capítulo 3
Tortura
En la década de 1970, un etnógrafo que estudiaba a los apaches chiricahua
que viven en Nuevo México y Oklahoma descubrió un hecho revelador: la mayoría
de ellos sabía más acerca del pérfido comportamiento de Bascom hacia Cochise o
del asesinato de Mangas Coloradas a manos de los soldados, que del bombardeo
japonés a Pearl Harbour.[1] Esto, a pesar de que las traiciones a estos dos grandes
jefes tuvieron lugar más de un siglo antes, indica que la cultura de los chiricahua
gira en torno a un trauma desgarrador.
El testimonio de muchos colonos blancos no es fiable. En el siglo XIX los
habitantes de Arizona estaban convencidos, por ejemplo, de que los apaches
arrancaban la cabellera a todas sus víctimas. En realidad, tal práctica no era
habitual entre los apaches, y solo se daba como medida de la más amarga de las
venganzas: «No hay peor castigo para tus enemigos». [3] Por otra parte, los
mexicanos y los montañeses estadounidenses arrancaron las cabelleras apaches
para comerciar con ellas a partir de 1835. Trataban con sus truculentos trofeos para
obtener las recompensas que ofrecían los estados de Chihuahua y Sonora. Durante
décadas los apaches fueron, más que ejecutores, víctimas de tal práctica.
De todos modos, la insistencia de los últimos apaches en que la tortura y
mutilación de víctimas no se dio hasta después de la traición a Mangas tampoco es
fiable. Simplemente, existen demasiados testimonios de primera mano que afirman
lo contrario.
Ignaz Pfefferkorn, un viajero alemán del siglo XVIII que publicó un libro
sobre Sonora, describe la vida de los apaches con una precisión que sería
confirmada por los antropólogos del siglo XX. En 1795 escribió:
En la vorágine del combate mataban a todo aquel que se pusiera a la vista y
su crueldad es tan grande que podían infligir una herida tras otra, llevando a uno a
pensar que su sed de sangre era insaciable. He enterrado víctimas de ellos que
resultaban irreconocibles de los tajos que, con sus lanzas, les habían hecho de pie a
cabeza.[4]
Otro observador de Sonora del siglo XVIII, un jesuita cuyo nombre no ha
llegado a nosotros, escribió en 1763 acerca de la «salvaje crueldad» de los apaches:
«Un niño inocente [mexicano], de unos cinco o seis años de edad, me dijo que
habían asesinado a su padre, dejándolo atado a un árbol».[5]
La habían cebado durante meses, dándole de comer y manteniéndola quieta
e ignorante de su destino. Hasta que llegó una mañana, la mañana habría de
hacerse el sacrificio, en la que la llevaron al lugar del tormento. Allí la colocaron
entre dos árboles. La suspendieron atada por las muñecas a una altura de unos tres
pies y le amarraron firmemente los tobillos de modo que los pies quedasen juntos.
Luego encendieron una hoguera bajo ella. Cuando las llamas alcanzaron su carne,
no salía más que un alarido tras otro de la boca de la desdichada víctima. Uno a
uno, aquellos valientes, por así decirlo, tomaron una rama ardiendo y la aplicaron
sobre la temblorosa carne de la infeliz muchacha hasta que la muerte la libró de tan
terrible sufrimiento.[6]
Esto suena como la arrebatada fantasía de un escritor romántico de la época
victoriana. Pero a Morris Opler, un etnógrafo de los chiricahua del siglo XX, un
apache le habló acerca del tratamiento tradicional que se aplicaba a las sospechosas
de brujería:
Averiguaban por el chamán si una persona ejercía la magia negra. Entonces
le obligaban a confesar si lo hacía … Colgaban al reo de las muñecas de modo que
los pies no tocasen el suelo … He oído de gente que cuando la colgaban de un
árbol por las manos confesaban ser brujos. Nunca los dejarían marchar si probaban
que efectivamente lo eran. Luego prendían una hoguera debajo del hechicero y lo
quemaban. El fuego destruye el poder que la brujería pueda tener en el futuro,
pero el daño que haya hecho no es anulado. La gente de la magia negra no arde
rápido; se mantienen vivos mucho tiempo.[7]
Cozzens, que no había leído etnografía apache, informó que la muchacha
mexicana fue sacrificada para «propiciar la buena voluntad del Gran Espíritu, cuya
ira había manifestado cayendo sobre ellos como una plaga de viruela».[8]
Desde el punto de vista de los apaches, aquello que a los blancos les parecía
el horrible sacrificio de víctimas inocentes era el procedimiento más adecuado y
necesario para tratar con la maldad desatada en la Tierra. No había sadismo en
quemar a una bruja. Como le indicó el informante de Opler, los apaches creían que
la brujería penetraba de tal modo en las personas que, colgados de un árbol, los
reos a veces confesaban, no para obtener indulgencia sino porque al hacerlo
sellaban su condena. Lo mismo ocurría en Salem (Massachusetts), en el siglo XVII.
De todos modos, la preponderancia de la tortura y mutilación no puede ser
achacada exclusivamente a medidas tomadas para combatir la brujería. La
antología de fuentes, tanto de primera como de segunda mano, sobre el trato brutal
otorgado a los cautivos blancos parece un pastiche de todas las escenas de
«salvajes pieles rojas» de las películas del Oeste de serie B. Como James Trevis vio,
Cochise a veces colgaba a hombres cabeza abajo sobre tenues hogueras y los
quemaba lentamente hasta la muerte. También los ataba con los brazos y piernas
abiertos sobre las ruedas de los carromatos antes de prenderles fuego. [9] Y le
gustaba, según nos dicen, arrastrar con su caballo por el suelo a las víctimas
desnudas.[10]
Otros apaches, según los blancos que encontraron los cuerpos, arrancaban el
corazón de sus víctimas[11] (algunos insistían en que los cocinaban y se los comían);
[12]
los ataban a estacas cerca de los hormigueros con las bocas abiertas, apuntaladas
con pinchos afilados;[13] los ataban a cactus con tiras húmedas de cuero sin curtir
que se contraían a medida que eran secadas por el sol;[14] los amarraban desnudos a
un árbol y les arrojaban flechas; les arrancaban la piel a grandes tiras desde el
cuello hasta los tobillos;[15] despedazaban los cadáveres; les cortaban los miembros
uno a uno hasta que la víctima moría desangrada;[16] les aplastaban la cabeza y los
testículos con piedras.[17] Un pionero de Arizona que tuvo que enterrar un buen
número de colonos escribió: «Su estilo preferido de mutilar un cuerpo muerto es
arrancarle los genitales e introducírselos en la boca».[18] A veces los detalles
pretenden hacer creer que proceden directamente del apache que llevó a cabo el
tormento: «el viejo Eskimi[n]zin dijo que en una ocasión enterró vivo a un
estadounidense dejándole libre solo la cabeza para que la devorasen las hormigas».
[19]
Muy a menudo, los apaches entregaban sus cautivos a las mujeres, quienes
ostentaban la reputación de ser unas torturadores más crueles que los hombres. Un
pionero afirma que los supervivientes de un ataque apache efectuado en 1880
«vieron squaws, mujeres, introducir en los intestinos [de las víctimas] estacas de
madera mientras estaban vivos, y después les aplastaron la cabeza con rocas hasta
convertirla en pulpa».[20]
Cegados por su etnocentrismo, los observadores blancos intentaban explicar
la tortura como algo propio de los apaches. «Su naturaleza salvaje y sanguinaria
experimenta un tremendo placer al martirizar a sus víctimas», escribió John C.
Cremony, un explorador y soldado que conocía bien a los apaches. «Cada
expresión de dolor o agonía era recibida con vítores de entusiasmo, y aquel cuyo
genio creativo pudiese imaginar la más refinada manera de matar era tratado con
honores».[21]
Más de un siglo después, ¿contamos acaso con algún testimonio de torturas
apaches más convincente que los de Cremony? El propio planteamiento puede
resultar ingenuo. Durante los últimos milenios la tortura ha sido un hecho más
universal y mucho más corriente de lo que estamos dispuestos a aceptar.
Cualquiera que estudie este fenómeno puede llegar a la conclusión de que «toda
nación ha practicado la tortura en algún momento de su historia».[22]
A través de centurias de contacto con españoles y mexicanos, los apaches
capturados, sobre todo las mujeres, eran vendidos como esclavos y trasportados a
lejanos territorios situados al sur. Ser encarcelado, estar encerrado en un pequeño
habitáculo entre rejas, les parecía a los apaches una tortura tan atroz como la más
cruel de las mortificaciones que Cochise pudiese infligir a los estadounidenses. Ser
conducido a un exilio forzoso, lejos de la tierra que Ussen había creado para ellos,
les debía resultar odioso. Entre todas las historias que se han narrado de
generación en generación, destaca la de unas valerosas mujeres que huyeron de la
esclavitud e hicieron el camino a pie, orientándose de memoria e instinto, durante
cientos de kilómetros a campo traviesa hasta llegar a la tierra de sus padres.
Junto a este incomparable método de endurecimiento y habilidades atléticas,
el entrenamiento en el dolor convertía a los niños en guerreros potenciales. A una
edad temprana, los chicos eran emparejados para realizar combates cuerpo a
cuerpo, combates que solo finalizaban cuando uno de ellos sangraba. Se hacían
grupos de cuatro, todos provistos de hondas, y celebraban combates a pedradas.
Más tarde harían pequeños arcos y puntiagudas flechas de madera para jugar a la
guerra. Uno de los informadores de Opler recordaba a un compañero que había
perdido un ojo en tales prácticas bélicas.
La venganza, para un apache, no significaba tomarse la justicia por su mano,
sino un sagrado deber social. Tampoco era necesario matar al enemigo en
particular que le hubiese causado el daño, pues otros dentro de su gente podrían
hacerlo. «Cuando un bravo guerrero moría asesinado, los hombres salían en busca
de tres o cuatro mexicanos y los entregaban a las mujeres para que los matasen en
venganza»,[30] le dijo un chiricahua a Opler. La mutilación intensificaba el castigo,
pues igual que Mangas vagaría decapitado eternamente, un enemigo
desmembrado también podría viajar en esas condiciones a la otra vida.
Lo que nosotros entendemos por tortura para los apaches poseía algo con el
carácter de un acto sacramental. Era una prueba de valor efectuada a un guerrero
enemigo. Los apaches admiraban la valentía frente a las causas perdidas y un
blanco que hubiese combatido con valor hasta el final, a veces era recompensado
con un honor especial: sus verdugos le despellejarían la mano derecha y las plantas
de los pies como reconocimiento a sus proezas.[31]
¿Siempre habían sido así las cosas? ¿Lo eran también antes del siglo XVI,
cuando el pueblo de los atapascos, el tronco lingüístico de los apaches, con perros
pero sin caballos, con puntas de flecha de pedernal y sin saber trabajar el hierro,
migraron por primera vez hacia el sudoeste desde sus ancestrales dominios al
norte de Canadá? ¿O acaso los apaches, la tribu con mayor capacidad de
adaptación, aprendieron sus letales e intensas torturas de aquellos maestros de la
crueldad, los conquistadores españoles? Estas preguntas, con toda probabilidad,
nunca obtendrán respuesta.
Capítulo 4
El desconocido Cochise
Tras el fallecimiento de Mangas Coloradas en 1863, Cochise quedó sin rival
entre los jefes chiricahua… y no solo en los corazones de los apaches; también
obtuvo el reconocimiento, a regañadientes, de los colonos blancos. Un pionero que
había servido como representante de los Estados Unidos para el territorio de
Arizona escribió que «Cochise era sin lugar a dudas el más bravo y habilidoso jefe
apache con el que los estadounidenses hayamos tenido que enfrentarnos jamás».[1]
Un general de brigada dijo lo mismo, pero con otras palabras, cuando definió a
Cochise como «el peor de todos los indios del continente». [2]
El biógrafo de Cochise, Edwin R. Sweeney, resume sus logros militares del
siguiente modo:
Durante doce años burló con éxito a las tropas y voluntarios de cuatro
estados y dos naciones [los territorios de Arizona y Nuevo México se separaron
formalmente en 1863, y los estados de Sonora y Chihuahua]. Sus aliados fueron las
antiguas montañas de sus ancestros y la línea de la frontera, la cual usó con mucha
habilidad, pasándose de un lado a otro según requiriese la ocasión … Estuvo
[Cochise] involucrado en numerosos ataques, combates y escaramuzas. Fue
sorprendido y lo atacaron ocasionalmente en su propio campamento; lo hirieron
varias veces, se informó una docena de veces que había muerto y apenas hizo
concesiones. Pero sobrevivió, lo cual es buena prueba de su empecinada oposición
frente al yugo del hombre blanco … En general, cumplió su función mejor que
cualquier otro apache.[3]
Como todos los grandes jefes, Cochise dirigía personalmente a sus hombres
en la batalla, sin rehuir entrar él mismo en combate. Los chiricahua no sentían
nada más que desdén por los generales blancos que dirigían a sus hombres desde
la retaguardia. Aun así, Cochise se entregaba a la lucha con una despreocupación
tan temeraria que los blancos la hubiesen tildado de arrogante. Parece ser que tal
actitud procedía de la propia confianza en su habilidad, que le hacía creerse
invulnerable. El duelo con el que retó a James Tavis —una lanza contra un revólver
— es solo un ejemplo. Después de una batalla entre soldados estadounidenses y
chiricahua, un explorador que había disparado en numerosas ocasiones contra el
jefe dijo maravillado ante su técnica ecuestre: «Fallaba los disparos porque Cochise
se deslizaba bajo uno de los flancos del caballo, sujetándose a su cuello y usando
su cuerpo como escudo».[4]
El santuario de Cochise eran las montañas Dragón, al sudeste de Arizona.
Una cadena montañosa de escasa altitud —el pico más alto mide 2.285 metros—,
que se encontraba en total aislamiento, rodeada de un desierto de artemisa y
llanuras alcalinas. Por estas razones, las montañas formaban un magnífico
baluarte. Ningún enemigo podía camuflar su proximidad, pues las nubes de polvo
que levantaban las monturas eran fácilmente distinguibles a sesenta y cinco
kilómetros de distancia de las cumbres. Aunque pequeña en extensión, la cadena
estaba compuesta por un laberinto formado por miles de agujas graníticas
erosionadas por el agua, barrancos, grietas, y lugares ideales para esconderse y
preparar emboscadas. A veces, los oficiales del ejército sabían que Cochise estaba
acampado en las montañas Dragón. Pero gracias a las defensas naturales del lugar,
jamás osarían atacarlo allí.
Los manantiales del baluarte filtraban agua durante todo el año. En las
faldas de las montañas crecían pinos piñoneros, mezquites, lechuguillas, enebros
mimosa biuncífera, o de uña de gato, yuca de montaña y bananos y también
chaparros. Además de algo de caza que pudiesen capturar, los apaches comerían
piñones, el fruto de la yuca, bellotas, las bayas de los enebros y los frutos del
mezquite. Después de atacar, Cochise se dirigía muchas veces hacia el sur, a
México, o hacia el este, hacia río Bravo. Pero tendía a dar un rodeo para regresar a
las montañas Dragón como si allí, y solo allí, pudiese reponer el poder que lo hacía
invencible ante los ojos blancos.
A finales de 1862 las últimas fuerzas de la Confederación fueron derrotadas
y expulsadas de Nuevo México. Pero la Guerra de Secesión continuaba abierta en
el este de los Estados Unidos, y el gobierno de la Unión todavía no había adoptado
una política coherente respecto a los apaches. Ya en 1860, un previsor agente indio
había propuesto crear una reserva para los mescalero y los chiricahua, pero
pasaron por alto su idea.[5] Ni el presidente Lincoln en Washington, ni los
gobernadores de Arizona y Nuevo México parecían capaces de encontrar una
solución para el problema apache.
En este vacío, solo la política de exterminio de Carleton contaba con cierta
influencia. Sin más soldados confederados a los que combatir, en 1863 el general
soltó su ejército contra los apaches. Con el optimismo de un fanático, Carleton
esperaba empujar a los apaches hasta México de una vez por todas, y repitió
públicamente que concluiría su conquista antes de Navidad.[6]
Después de todo, una sola misión de tierra quemada bajo el mando de Kit
Carson había derrotado casi por completo a toda la nación de los navajos y había
obligado a realizar una penosa travesía a pie a su desmoralizada población hacia el
campo de concentración de Bosque Redondo, al este, a Nuevo México, muy lejos
de la tierra de sus antepasados.[7] Los navajos murieron a cientos durante lo que se
conoció como La Larga Marcha. Con más facilidad si cabe, Carleton había hecho
que los mescalero rindiesen su propio territorio y cultivasen el miserable terreno
de Bosque Redondo. El agua del río Pecos era demasiado alcalina para beberla sin
riesgo de enfermar. La tierra estaba tan deforestada que las mujeres a veces tenían
que recorrer casi veinte kilómetros para recoger leña. En 1864, con más de nueve
mil apaches mescalero y navajos bajo su custodia, Carleton podía engañarse a sí
mismo y creer que había solucionado «el problema indio».
El general había subestimado el espíritu apache. Superados al menos en una
proporción de nueve a uno por sus enemigos los navajos, estafados por
sinvergüenzas que se hacían llamar agentes y proveedores, medio muertos de
hambre a causa de raciones inadecuadas, los mescalero se unieron para comenzar
una solapada resistencia. Antes del verano de 1865, cuando las cosechas en Bosque
Redondo fallaron por segunda vez consecutiva, los apaches decidieron entrar en
acción. C. L. Sonnichsen, historiador de los mescalero, lo describe así:
Si Carleton erró a la hora de juzgar la voluntad de los mescalero, fracasó aún
más estrepitosamente en su apreciación de la tenacidad chiricahua. Su política de
exterminio también se desmoronó desde otro ángulo, pues tuvo que forzar a indios
tenidos por pacíficos a que tomaran el sendero de la guerra contra los indios
llamados hostiles.
A pesar del vigor con que Carleton persiguió a los chiricahua, su método no
fue lo bastante duro para los colonos de Arizona, quienes comenzaron a formar sus
propias compañías de mercenarios y voluntarios para cazar pieles rojas. Los
Yapavai Rangers fueron un grupo representativo: en 1866 se toparon con un
pacífico grupo de apaches cerca de Prescott, estado de Arizona. [9] Atacaron el
campamento y mataron a veintitrés indios. Solo escapó «una doncella morena de
unos veinte veranos». En el mismo año, un tribunal absolvió «con una unánime
votación de agradecimiento» al homicida que asesinó a sangre fría a un jefe
walapais.
Uno de los más eficaces de estos voluntarios fue un ranchero llamado King
Woolsey, que odiaba a los apaches. Uno de los primeros viajeros que recorrió
Arizona se encontró con una de las obras de Woolsey: después de matar a un jefe
apache, colgó el cadáver de un árbol como advertencia a su tribu.
El cuerpo estaba seco, consumido y presentaba un color apergaminado. Uno
de sus pies y ambas manos habían sido arrancadas, o quizá devoradas por los
coyotes. Tenía la cabeza vuelta hacia atrás y las cuencas de sus ojos brillaban al sol.
Un rictus horrible parecía haberse fijado en su boca. Y cuando una ligera brisa
balanceó el cuerpo, me sobresaltó la espantosa expresión de su rostro, que parecía
lleno de vida, cuando lentamente giró y se quedó encarando el brillante cielo azul.
[10]
Por estas hazañas de valor, Woosley fue aclamado como un héroe. Después
de su muerte, en 1879, un historiador brinda un homenaje al ranchero diciendo de
él que era «el más notable, el más emprendedor y valiente de todos los grandes
pioneros que penetraron por primera vez en Arizona».[13]
La situación empeoró con el final de la Guerra de Secesión. A pesar de la
perniciosa campaña de exterminio de Carleton, la conducta de los soldados de los
Estados Unidos al perseguir a los indios solía ser, generalmente, más razonable
que la de voluntarios como Woosley. Hubo más de un esfuerzo en distinguir los
apaches «buenos» de los «malos» a la hora de realizar operaciones de castigo
contra supuestos enemigos, en vez de usar chivos expiatorios.
De todos modos, tras la Guerra de Secesión estadounidense el ejército sufrió
una merma en su número de efectivos.[14] Cuando el general Lee se rindió en
Appomattox en abril de 1865, el ejército de la Unión contaba con doscientos mil
hombres. En 1866 el Parlamento redujo el número de soldados de la reunificada
nación a cincuenta y cuatro mil trescientos dos. En 1874 disminuyó hasta
veinticinco mil. El equipamiento, junto con las armas, quedó obsoleto, pero fueron
reemplazados por el más moderno matériel. Con el fin del servicio militar
obligatorio, el ejército pasó a depender totalmente de los voluntarios. Durante los
caóticos años de la Restauración, los cargos fueron ocupados por criminales,
vagabundos y gentes de dudoso pasado. La deserción era un hecho tan común que
en 1891 el ministro de Defensa aceptó con tristeza que al menos un tercio de los
hombres con los que contaba el ejército «se habían esfumado por las colinas» en los
últimos veinticuatro años.
De los seis u ocho mil apaches, entre mil y dos mil pertenecían a la tribu
chiricahua.[18] Entre estos últimos se incluirían los chokonen de Cochise y los
chihenne dirigidos por Mangas Coloradas. Después de la muerte de Mangas, la
mayor parte de dirigentes y jefes saldrían de los chihenne, los mimbreño. El más
importante de todos ellos fue Victorio.[19] Un hombre alto de inmensa fortaleza, con
una mirada adamantina. Setenta años después, un chihenne que había sido un
niño pequeño cuando Victorio estaba en la flor de la vida, lo recordaría así: «El ser
humano más cercano a la perfección de todos los que he visto».
Con el paso del tiempo, Victorio llegaría a ser un dechado de virtudes entre
los jefes chiricahua. Su biógrafo, Dan L. Thrapp, lo define como «el mejor
guerrillero de los Estados Unidos».[20] En su última y desesperada campaña, se
convertiría en el más heroico mártir de los apaches.
Pero en 1865, Victorio buscaba un final para la guerra contra los ojos
blancos.[21] A finales de marzo, llevó a su gente a un encuentro con uno de los
tenientes de Carleton en el río Mimbres, en la zona suroriental de Nuevo México.
Victorio estaba sobre aviso de las miserias de los mescalero en Bosque Redondo y
se negó a llevar a su pueblo hasta aquella prisión a orillas del Pecos. Pero si
permitían a su gente vivir en Gila o a orillas del Mimbres, él prometía la paz.
El teniente quería obtener información acerca de Cochise. Victorio admitió
que había mantenido conversaciones con su par chokonen, incluso que intentó
persuadirlo de que la paz era posible, pero, según palabras de Victorio, Cochise
respondió: «Ya no deseo la paz. Y no volveré a ser amistoso con ellos».
Para la inflexible mentalidad de Carleton, los chihenne debían aceptar ir a
Bosque Redondo o, en caso contrario, enfrentarse al exterminio. Victorio no obtuvo
nada con su tentativa de aproximación. Él y su gente continuaron vagando por el
interior de su territorio, fuera de la jurisdicción de la ley y el orden
estadounidense.
Como si la medida del terror se pudiese cuantificar, las crónicas tratan de
calcular las muertes producidas por Cochise. Un viajero impresionable juró que en
la cañada del cañón de Cooke, una quebrada de cuatrocientos metros situada en
Nuevo México (lugar donde solían emboscarse Cochise y Mangas), mataron
alrededor de cuatrocientos emigrantes mexicanos y soldados entre 1862 y 1867. [22]
Charles Poston, diputado de Arizona, estimó en cuatrocientos cincuenta y dos los
muertos a manos de los apaches entre 1856 y 1862, «siendo en aquel período la
mitad de ellos ciudadanos blancos».[23] Más adelante, Poston fue capaz de redactar
una lista con el nombre de ciento setenta víctimas entre los años 1865 y 1874, «una
lista parcial» se apresuró a añadir. Por supuesto que Cochise no era responsable de
todas esas muertes, pero después de que asesinasen a Mangas, los chokonen
cargaron con la mayor parte de la responsabilidad. Un colono juró que, en solo tres
años, Cochise había matado a treinta y cuatro de sus amigos.[24]
El terror también se concentró gracias al sobrecogedor sistema que tenían los
apaches de hacer la guerra. Durante la Guerra de Secesión que acababa de concluir
cobrándose un gran número de vidas, ordenadas filas de soldados arropados con
uniformes azules o grises marchaban, a toque de timbales y cornetas, hacia allá
donde se divisaba el humo de las armas enemigas. Este era el modo que entendían
los estadounidenses de hacer la guerra. Los apaches, sin embargo, golpeaban de un
modo aparentemente aleatorio, basándose en ataques individuales, y luego se
dispersaban para ocultarse. «Los persigues y parece como si se los tragara la tierra
o si pudiesen evaporarse de algún modo», se quejaba un soldado, «luego miras a
tu espalda y los ves observándote desde una colina».[25] Un apache se movía sin
hacer ruido y sus flechas llegaban sin previo aviso. Incluso en invierno, cuando
entraban en combate, los apaches aparecían vestidos tan solo con un taparrabos. Su
desnudez parecía más aterradora que la más siniestra armadura.
Si los estadounidenses tenían una idea vaga acerca de la estructura social de
los chiricahua, la guerra con Cochise podría haberles ayudado a comprenderla un
poco mejor. Pero los blancos a duras penas distinguían una tribu de otra y,
sumidos en esta ignorancia, florecían los más descabellados conceptos. En 1858, un
viajero insistía en que unos pocos años antes solo había una tribu apache, los
apaches pinal, cuyo jefe era Cochise, y asegura que poco después se dividieron
espontáneamente en pequeñas bandas.[26] El mismo Carleton, a pesar de haber
perseguido a Cochise por todo el territorio, estaba convencido de que era un jefe
lipano, no un chiricahua.[27] Otra teoría en boga por aquel entonces sostenía que
Cochise comandaba una caterva compuesta por vagabundos y desertores de otras
tribus.
Estas ideas no eran en absoluto inofensivas, pues alimentaban el motor del
conflicto en Arizona. Si Bascom, aunque hubiese sido por un instante, hubiese
considerado seriamente la posibilidad de que los cuatreros a los que perseguía al
este de Fort Buchanan pudieran no ser chiricahua (que pudiesen pertenecer a una
tribu apache de cuya existencia Cochise no tuviese el menor conocimiento), la
debacle de «La lona rasgada» no hubiese ocurrido necesariamente.
También la ignorancia de los apaches acerca del funcionamiento social de los
ojos blancos los llevó a cometer errores de cálculo y tragedias similares. Los indios
no podían imaginarse el tamaño, la variedad y el empuje de la población de
Estados Unidos. Solo cuando los primeros apaches viajaron en tren hacia el este
para reunirse con los mandatarios de Washington, pudieron entender el número y
el poder de sus enemigos…, lo que les supuso un impacto profundamente
desmoralizador. Y así, gracias a las jurisdicciones de los gobernantes
estadounidenses, que en numerosos casos se solapaban, nació la confusión, pues
los apaches percibían todo aquello como si las palabras del gobierno federal
tuviesen siempre un doble sentido, o estuviesen llenas de mentiras. ¿Cómo podía
ser que el jefe de Arizona dijese una cosa, y el de Nuevo México otra? ¿Estaba el
ejército a cargo de la reserva india, o era responsabilidad del agente indio, un
funcionario del Ministerio del Interior? Si de verdad existía un Gran Padre Blanco
en Washington que anhelaba la paz, ¿por qué entonces no arrestaba a individuos
como King Woolsey, que mataban indios impunemente?
Otro factor que intensificaba más aún los malentendidos entre indios y
estadounidenses era el eterno problema de la barrera idiomática. Solo un puñado
de estadounidenses era capaz de hablar un paupérrimo apache. Esta lengua es un
idioma complicado, con abundantes oclusiones guturales, entonaciones con
significado semántico, mientras que las vocales pueden ser largas, cortas, orales o
nasales. Antes de finales de la década de 1880, muy pocos apaches hablaban algo
de inglés. Y, después de trescientos años de trato continuo con mexicanos y
españoles, muchos hablaban un español bastante aceptable. Un ínfimo porcentaje
de soldados y colonos estadounidenses hablaba también algo de español. La
situación más corriente era que, en una negociación, tanto el oficial militar como el
jefe indio llevasen un intérprete que tradujese sus palabras al español. El desvío
dentro del contenido de los mensajes era inevitablemente inmenso, aunque no
existiesen factores que motivasen personalmente a los intérpretes a suavizar ciertas
partes de un discurso, recalcar otras o censurar párrafos enteros por miedo a que se
culpase al portador de las malas noticias. A través de largas y desastrosas
experiencias, los apaches aprendieron a desconfiar por sistema de cierto tipo de
intérpretes.
Desde 1865 hasta 1868, la cadencia de muertes de hombres blancos aumentó.
Cochise, convertido en el apache más malicioso y astuto de todos, cargó con la
culpa de todas las atrocidades cometidas desde el río Bravo hasta las prospecciones
de Prescott. No sería hasta 1991, tras un atormentado estudio de los archivos
mexicanos efectuado por el erudito Edwin R. Sweeney, cuando se demostró que
durante esos tres años Cochise ni siquiera estaba en territorio estadounidense. [28]
Acuciado por problemas que los ojos blancos ni siquiera se podían imaginar, el jefe
chiricahua pasó la mayor parte de esos tres años fuera de combate, en México. Una
de las amenazas que Cochise sentía más profundamente provenía de manos de
personas de las que los oficiales estadounidenses no habían oído hablar jamás.[29]
Viejos enemigos de los apaches procedentes del sur, los tarahumaras, los yaquis y
opatas, estaban siendo empujados hacia el corazón de Sierra Madre, y desde ahí
hacia el norte, como resultado de sus guerras contra el ejército mexicano. Fueron
los chiricahua los que se tomaron la tarea de arrastrarlos de nuevo hacia el sur,
expulsándolos de sus refugios favoritos y de sus territorios de caza.
Mientras tanto, ¿quiénes eran los responsables de los ataques relámpago, de
los ranchos quemados y las emboscadas en Arizona y Nuevo México, de los que se
culpaba a Cochise? Que los chiricahua contasen con otros formidables jefes,
además de Cochise, era una posibilidad lógica que los estadounidenses no estaban
dispuestos a afrontar. Hasta entonces, los nombres de esos enigmáticos «indios
hostiles» eran desconocidos para los colonos blancos. En 1868, nadie en Arizona
había oído hablar de un tal Jerónimo. En la siguiente década sería cuando estos
incondicionales emergieron en las conciencias de los estadounidenses. Y no sería
hasta la década de 1880 cuando los ciudadanos de Arizona cayesen en la cuenta,
no sin desmayo, de que existía un número al parecer infinito de jefes suplentes
entre los chiricahua. Y no se rendirían, continuarían luchando en condiciones que
cualquier otro indio consideraría como una causa perdida.
En 1869 Cochise había regresado a sus amadas montañas Dragón. Durante
ese año y el siguiente, las masacres de colonos blancos se intensificaron. Ciudades
enteras de mineros desaparecieron como consecuencia de la lucha y sus habitantes
emigraron a zonas más seguras, como Tucson. Las patrullas militares entablaron
combates una y otra vez contra la banda de Cochise. A veces conseguían acabar
con uno o dos de sus guerreros, pero la mayoría de las veces realizaban
extenuantes marchas a través de resecas cuencas en una vana persecución en pos
del fantasmal rastro de los apaches.
Los colonos de Arizona ya habían tenido bastante. A principios de 1871 la
asamblea legislativa territorial preparó un «Memorando de Declaraciones Juradas
para Mostrar las Atrocidades Cometidas por los Indios Apaches» durante 1869 y
1870.[30] Punto por punto, este sombrío documento señala cada cabeza de ganado
robada y cada mina abandonada junto a las muertes de unos doscientos
estadounidenses. Cada queja fue jurada formalmente por un ciudadano de
Arizona, quienes como de costumbre añaden una o dos palabras de cosecha
propia:
En agosto de 1870, mientras se dirigía desde Camp Goodwin hasta Tucson a
través de la ruta postal, encontró la diligencia encargada del correo destruida y las
siguientes personas muertas y mutiladas: John Collins, William Burns y dos
soldados del ejército de Estados Unidos. Les habían arrancado la cabellera a todos,
uno estaba parcialmente quemado y a otro le habían sacado los ojos. El señor
Shibel cree que el territorio está más indefenso que nunca.
Enviaron el memorando al Parlamento estadounidense con la firme súplica
para que «el gobierno demande y ayude a someter a nuestros hostiles enemigos, y
de ese modo se recupere de los salvajes una de las porciones más valiosas del
terreno comunal».
El Parlamento actuó. A pesar de la política de paz del presidente Grant, el
ejército decidió atacar el corazón de la resistencia apache. Este corazón, como sabía
todo el mundo, era Cochise. Para la tarea de dar caza, destruir a su banda y
capturar o matar al jefe indio, saltó a la palestra un nombre: el teniente Howard
Cushing.
Cushing era el mejor luchador contra los indios que jamás hubo en el ejército
de Arizona.[31] Él solo había matado a más indios, en su mayor parte mescalero y
lipan, que cualquier otro oficial. Él era, según palabras pronunciadas por John G.
Bourke muchos años después, «el hombre más valiente que he visto en mi vida».
En 1871, recordaría Bourke, la «determinación, sangre fría y energía de Cushing…
habían hecho su nombre famoso a lo largo de la frontera del sudoeste».
El teniente había llegado a tener cierta obsesión con Cochise. Pero entonces
él confiaba en sí mismo, pues el jefe chiricahua estaba casi en su poder. Cushing
ordenó a su columna regresar hacia el norte a través de la frontera, siguiendo las
huellas de los mocasines. Y en las montañas Whetstone se abalanzó sobre su
enemigo.
Capítulo 5
1871
En la mañana del 5 de mayo de 1871, la patrulla de Cushing vadeó el río
Babocomari y se dirigió hacia el norte.[1] Allá donde los soldados cabalgasen, la
hierba estaba carbonizada hasta las raíces. Y parecía que aún estaba ardiendo. Los
caballos de los militares comenzaron a agotarse por falta de alimentos.
La avanzadilla siguió las polvorientas huellas hasta un profundo cañón. El
sargento John Mott, al mando de los rastreadores, enseguida sospechó. A
diferencia de la mayoría de los apaches, aquella mujer no parecía hacer el menor
esfuerzo en ocultar su rastro; más aún, había caminado saltando de una piedra a
otra para dejar bien clara la mancha de las huellas de sus mocasines. Las paredes
cortadas a pico del cañón hicieron que Mott se inquietase. ¿Estaría llevando aquel
rastro a sus hombres hacia una trampa? De pronto Mott tomó una decisión.
Salieron bruscamente del sendero y dejó a los dos soldados detrás mientras él se
asomaba a la pared izquierda del cañón.
Pero fue demasiado tarde. Desde un arroyo cercano emergieron unos quince
indios. Mott dio media vuelta, pero vio a un grupo mayor aún cortándole la ruta
de huida frente a él. Los apaches abrieron fuego, hiriendo de gravedad a uno de
los soldados y matando el caballo del otro.
Mott mantuvo su posición y devolvió el fuego, pero no tenía modo de avisar
a Cushing de la trampa. Los tres hombres esperaban morir y sin embargo, por
alguna extraña razón, los apaches optaron por jugar con ellos: un guerrero se
acercó al soldado ileso a galope tendido y le quitó el sombrero de la cabeza. Estas
atrevidas acciones formaban parte del virtuosismo apache, un alarde gratuito de
valor y destreza en el combate. Pero también parecía como si los indios, que no
habían dejado de vigilar cada paso de la patrulla, estuviesen tratando de atraer a
Cushing al rescate de sus soldados; de no hacerlo sus exploradores estarían
condenados.
Mott ya había dado la espalda al combate para escapar cuando oyó gritar a
Cushing:
—¡Sargento! ¡Sargento! Estoy muerto. ¡Sáqueme de aquí! ¡Sáqueme!
Mott se volvió justo a tiempo para ver cómo el teniente le caía encima. Con
un considerable valor por su parte, el suboficial ordenó a un hombre que lo
ayudase a llevar al teniente a lugar seguro. Entre los dos se las arreglaron para
arrastrar al teniente diez o doce pasos más allá, cuando otra bala apache muy bien
dirigida impacto en el rostro del oficial. Entonces ambos soldados soltaron al
teniente y «se volvieron hacia el enemigo para vender caras sus vidas».
Los apaches los acosaron algo más de un kilómetro, mientras la columna de
Mott combatía en la parte de abajo del cañón. De todos modos, parecía que los
indios consideraban cumplido su objetivo con la muerte del teniente. Al menos le
dieron un respiro al resto de la tropa y les permitieron huir.
A través de la noche, avanzando hacia el oeste a pie y a caballo, dejando
atrás la exhausta reata de mulas, los soldados alcanzaron Camp Crittenden (el
antiguo Fort Buchanan). Además del teniente, la patrulla solo había perdido dos
hombres y uno más que estaba gravemente herido. Pero el mejor militar con el que
contaba el ejército para combatir a los indios había caído en una trampa y los
apaches, con la precisión de un disparo selectivo, lo habían matado. La guerra en
Arizona y Nuevo México continuaría durante otros quince años, pero los indios no
volverían a matar a un oficial de igual rango.
Durante casi un siglo a partir de esta dramática batalla, los historiadores
dieron por sentado que fue Cochise quien dirigió el combate contra Cushing. En su
informe oficial, Mott describió al jefe de los enemigos y su táctica:
Los indios estuvieron bien comandados por su jefe, un hombre grueso, de
estructura pesada que en ningún momento del combate desmontó de un pequeño
caballo isabelo. No se comportaban de modo bullicioso y embravecido, como
suelen hacer los indios en general, sino que prestaban gran atención a su jefe, el
cual, según mis conjeturas, bien podría impartir órdenes mediante gestos.[2]
En 1871, la identidad de Juh era totalmente desconocida para los ciudadanos
blancos estadounidenses. Aunque era un jefe chiricahua, no pertenecía a los
chokonen de Cochise, ni a los chihenne, mimbreños, de Mangas. Su pueblo eran
los nednhi, la más meridional de las subdivisiones chiricahua, cuyo territorio se
ubicaba en los picos de Sierra Madre, al norte de México. Los nednhi figurarían en
las Guerras Apaches como los más misteriosos, los más salvajes, por así decirlo, de
los chiricahua.
Juh es la corrupción en español de un nombre apache que se pronuncia Ho
(pronúnciese «hou», con hache aspirada).[4] El hijo de Juh declaró que el nombre de
su padre significa «el que mira al frente»; otros lo interpretan como «cuello largo»
y otros insisten que ese vocablo carece de significado específico.[5] Parece ser que le
llamaban así porque tartamudeaba… «porque [él] apenas podía hablar cuando se
ponía nervioso».
El tartamudeo de Juh tuvo mucho que ver con la obtención de un puesto
relevante por parte de un jefe llamado Jerónimo. A pesar de pertenecer a
subdivisiones distintas, Juh y Jerónimo crecieron juntos, jugando a la guerra y a la
paz codo con codo. En su juventud, Juh se casó con la hermana preferida de
Jerónimo, Ishton.[6] El nombre de esta alta y hermosa mujer significa «la mujer».
Los lazos de alianza que se crean entre dos hombres que son cuñados se reforzaron
hacia 1869 cuando Ishton murió al dar a luz.[7] Por aquellas fechas, Juh estaba lejos,
combatiendo a los mexicanos. Jerónimo escaló una montaña y en la cumbre oró por
su hermana. Sus descendientes siguen manteniendo que su vigilia duró cuatro días
con sus cuatro noches. Al amanecer del quinto día, recibió una respuesta a sus
plegarias cuando la voz de un ser sobrenatural le habló: «El niño vivirá, tu
hermana vivirá. Y a ti no te matará ningún arma, sino que vivirás hasta llegar a
viejo».
A causa de su severa tartamudez, a Juh le resultaba muy difícil dirigir a sus
guerreros cuando llegó a jefe, por eso delegaba en Jerónimo como portavoz. Los
gestos que el sargento Mott observó, con los cuales aquel jefe dirigía a sus hombres
en un disciplinado orden de combate, podrían ser los sustitutos de las órdenes
orales que Juh no podía impartir.
En 1871, Juh contaba ya con cuarenta años de edad. Un niño chihenne que
vio a este gran hombre en el territorio nednhi de Sierra Madre, lo describiría siete
décadas después como una figura de más de 1,90 m de altura, de complexión
robusta.
El odio de Juh nació cuando supo que los soldados, parece que al mando de
Cushing, habían atacado un pacífico asentamiento mescalero en Nuevo México.
Los militares mataron a todos sus pobladores, excepto a dos mujeres que se
salvaron con sendos disparos en una pierna. Y cuando los amigos de los muertos
fueron a enterrar los cadáveres, los soldados les robaron los caballos.
Enfurecido por aquel traicionero ataque, Juh desarrolló una obsesión con la
captura de Cushing. Mandó exploradores para que vigilasen los movimientos del
teniente. Por tres veces, Juh se enzarzó en vacilantes escaramuzas con las tropas de
Cushing. Esos mismos tiroteos fueron los que le hicieron creer al teniente que
estaba a punto de atrapar a Cochise. Al final, Juh atrajo a Cushing hacia la
emboscada de las montañas Whetstone.
Como el hijo de Juh recordaría muchos años después: «También murieron
otros ojos blancos, no sabemos cuántos, pues no pasábamos el tiempo contando las
bajas, tal como hacían los soldados. Juh no sentía un especial interés por la tropa,
solo por Cushing».
* * *
Mientras tanto, ¿dónde estaba Cochise? Con su regreso al bastión de las
montañas Dragón en 1869, después de tres años de luchas en México, la zona
suroriental de Arizona sufrió un nuevo brote de terror chokonen. Pero ahora había
más de nueve mil habitantes en Arizona, incluyendo dos mil cien soldados
adelantados en catorce destacamentos, hasta entonces la mayor fuerza militar vista
en la zona.[9] Aun así, los militares no podían sorprender a Cochise, y mucho
menos empujarlo a México.
A pesar de ofrecer un aspecto desafiante, sus palabras sonaron cargadas de
pena y amargura.
—He perdido a casi cien de los míos durante el pasado año, principalmente
por enfermedades —le dijo al capitán—. Vosotros habéis matado a un buen
número de ellos. No cuento ni con un centenar de guerreros, cuando hace diez
años tenía un millar. Estáis por todas partes, y tenemos que vivir en lugares
horribles para poder evitaros.
Cochise admitió haber sido herido dos veces durante los años posteriores al
intento de Bascom por apresarlo. Una fue un disparo que le alcanzó en el cuello, la
otra un tiro en una pierna.
—Estuve mal de esta pierna durante bastante tiempo.
Efectivamente, Cochise había llegado a cansarse de aquella lucha sin fin. En
1870 él ya tenía sesenta años, y por primera vez en toda una década, quería
escuchar aquello que los estadounidenses tenían que ofrecerle. En octubre, William
Arny, un agente nombrado para llevar a cabo la política de paz del presidente
Grant, preparó la mayor conferencia que se había organizado nunca entre apaches
«hostiles» y el gobierno federal de Estados Unidos. [13] El lugar de encuentro sería
Cañada Alamosa, cerca de las sagradas fuentes termales de los chihenne, en el
mismo centro de su territorio, en la zona occidental de Nuevo México.
Cara a cara con Cochise, Arny se preparó para leer un comunicado de parte
de Grant. Dijo que el documento era un «papel escrito por el Gran Padre a sus
hijos». Cochise tiró el papel e insistió en hablar de hombre a hombre.
—El Gran Padre desea una paz satisfactoria y [los apaches] debéis dejar de
matar y de robar, y habéis de estableceros en una reserva —dijo Arny.
—Los apaches —contestó Cochise— quieren andar por ahí, libres como un
coyote, y no estar encerrados en un corral.
Si el gobierno hubiese hecho la promesa ocasional de construir una reserva
en los alrededores de Ojo Caliente, Cochise podría haber aceptado de buena gana
establecerse allí. Pero los burócratas de Washington no lo hicieron. Decidieron que
los chiricahua deberían asentarse lejos, más allá de río Bravo, cerca de Fort Stanton,
en territorio mescalero. Estos apaches orientales, los mescalero, eran aliados y
amigos de los chiricahua y podrían convivir con ellos, pero vivir en paz en
territorio mescalero suponía un intolerable abandono de su propia tierra.
Cochise dirigió su montura hacia Arizona. Cuando comenzó el año 1871,
volvió con sus asaltos y emboscadas, y las tropas de varios cuarteles se lanzaron
con renovado ardor a darle caza. En abril, se creía que el jefe de los chokone estaba
en las montañas de Huachuca, cerca de Whetstone. [14] Pero el 5 de mayo, cuando
Cushing creía que estaba acorralando a Cochise, y resultó muerto por los guerreros
comandados por Juh, el jefe chiricahua estaba probablemente mucho más al sur, en
México.
La complejidad de las bandas chiricahua era un hecho desconocido para los
oficiales estadounidenses. Estos creían que si tan solo pudiesen romper la férrea
resistencia de Cochise, bien matándolo, bien convenciéndolo para que aceptase
ingresar en una reserva, las Guerras Apaches pronto tocarían a su fin. La propia
existencia de una joven generación de jefes entre los chiricahua (hombres como Juh
o Jerónimo, cuya antipatía hacia los ojos blancos era más fresca y vital que la de
Cochise), escapaba al entendimiento de los estadounidenses.
Una vez más, en el mes de septiembre de 1871, Cochise se acercó a Cañada
Alamosa para hablar.[15] Gracias a la memoria visual de un participante, este
encuentro nos proporciona un destello del espíritu del gran jefe que nos hubiese
gustado conocer. Después de que el general al mando hiciese su alegato para
llevarlos a la reserva, Cochise se puso en pie y se dirigió a los ojos blancos. El
mencionado testigo nos brinda una genial descripción del jefe:
Casi con total seguridad, debería rondar los cincuenta y ocho años de edad,
aunque pareciese mucho más joven. Medía alrededor de seis pies [1,82 m], ágil y
nervudo, con todos sus músculos firmes y bien desarrollados. Hebras plateadas se
entreveían entre su otrora negra melena. Llevaba el pelo largo, cortado recto a la
altura de la barbilla. Su semblante mostraba una gran fuerza de carácter, y su
expresión era un tanto triste. Hablaba con mucha calma y gesticulaba muy poco
para ser un indio.
Por una vez, el intérprete debía de ser un hombre competente, pues a duras
penas alguien podría imitar la elocuencia de Cochise. El discurso que el jefe
pronunció aquel día de septiembre es una de las más extensas intervenciones que
nunca se hayan registrado en boca de Cochise.
El sol ha caído con fuerza sobre mi cabeza y me he sentido como si estuviese
en llamas, pero he bajado a este valle y bebido de sus aguas, me he bañado en ellas
y ellas me han refrescado. Ahora que estoy más despejado vengo con las manos
vacías para vivir en paz contigo. Te hablo con sinceridad, no quiero mentir, ni que
me mientas.
Cuando Dios creó la Tierra otorgó una parte de ella al hombre blanco y otra
al apache. ¿Por qué fue así? ¿Por qué se han encontrado? Ahora que tengo que
hablar, el sol, la luna, la tierra, el aire, las aguas, los pájaros y las bestias, incluso los
niños no nacidos se regocijarán de mis palabras. Los hombres blancos me han
buscado durante mucho tiempo. ¡Aquí estoy! ¿Qué es lo que quieren? Me han
buscado durante mucho tiempo. ¿Por qué soy tan valioso? ¿Por qué no señalan allá
donde piso o miran donde escupo, si es que soy tan valioso para ellos?
Algo de la belleza formal, las strophe y antistrophe, la cadencia de la oratoria
apache ha trascendido los abismos de la cultura y el lenguaje. Incluso cuando
Cochise habló, los oyentes se emocionaron. Equilibró la arrogancia de su orgullo
con el lamento de un guerrero:
—Ya no soy el jefe de todos los apaches —continuó—. Ya no soy rico, sino
un hombre pobre. Pero las cosas no siempre fueron así.
—Cuando era joven yo recorría todo este territorio, de este a oeste, y no veía
a otra gente más que a los apaches. Después de muchos veranos, vuelvo a
recorrerlo y me encuentro con una nueva raza de gente que ha venido a tomarlo.
¿Cómo es eso? ¿Por qué habrían los apaches de esperar a la muerte … a que ellos
se llevaran sus vidas entre las uñas? … Los apaches fueron una una gran nación. Y
ahora solo son unos pocos.
Junto a la desaparición que presagiaba para su gente, Cochise previó la suya
como si llevase largo tiempo esperándola.
—No tengo ni padre ni madre —habló—. Estoy solo en el mundo. A nadie le
preocupa Cochise, por eso no me preocupa vivir. Deseo que la tierra se abra y me
trague.
El gobierno federal de Estados Unidos le propuso entonces otro lugar para
la reserva. Sería cerca del río Tularosa, lejos, al noroeste de Ojo Caliente. Al final
Cochise rechazó ese lugar, al igual que había rechazado unirse a los mescalero en
las cercanías de Fort Staton.
* * *
En una fecha tan temprana como 1859, el gobierno había establecido una
reserva en Arizona para las tribus pima y maricopa a lo largo del río Gila, justo al
sur de la actual Phoenix.[16] En cambio, en 1871 todavía no se había señalado un
lugar como reserva oficial para los apaches. En los años siguientes a 1866 se habían
establecido cinco «puestos de alimentación» cerca de los campamentos militares de
Arizona. A medida que negociaban en dichos puestos, los apaches fueron poco a
poco acostumbrándose a la idea de vivir en una reserva. Como principio, parecía
una operación inestable: a cambio de instalarse en los aledaños de los
campamentos militares y a condición de no realizar ni incursiones ni robos, los
indios recibían raciones de comida, vestidos y protección frente a los
descontrolados colonos blancos.
En el lugar donde se une el arroyo Aravaipa (Aravaipa Creek) y el río San
Pedro, a unos noventa kilómetros al norte de Tucson, se construyó Camp Grant en
1859. En febrero de 1871, el campamento ya llevaba tres meses bajo las órdenes del
teniente Royal Whitman.[17] Este oficial era oriundo de Maine, un descendiente
directo de los pasajeros del Mayflower que había servido con distinción en la
Guerra de Secesión estadounidense. Tenía treinta y siete años de edad, reputación
de bebedor y al mismo tiempo de hombre inteligente y de miras abiertas. Bajo las
más duras circunstancias, Whitman había demostrado ser uno de esos escasos
personajes de La Frontera (como se conocía entonces a aquellas tierras) que sentían
una profunda compasión por los apaches. Estas cualidades le costarían el aprecio
de la opinión pública.
No obstante, se tendió un puente de confianza con uno de los hasta entonces
más «salvajes» grupos de apaches. Ocho días más tarde, se presentó una numerosa
partida de indios en Camp Grant para comprar manta, una tela que los blancos
utilizaban para cubrir los caballos, y los indios para hacerse ropa, puesto que
«estaban casi desnudos». El grupo estaba encabezado por un hombre llamado
Eskimizin, y este narró una triste historia. Era el jefe de los aravaipas, un grupo
que se había reducido hasta los ciento cincuenta individuos. Habían sido acosados
de tal modo por parte de los soldados estadounidenses que ya no se sentían
seguros en lugar alguno, y estaban muriendo de enfermedad e inanición.
Al principio, Whitman animó a Eskimizin que llevase a su gente al norte, a
tierras de los montaña blanca, donde estaba a punto de establecerse una gran
reserva. Como era nuevo en la zona, Whitman, al igual que casi todos los
estadounidenses, desestimó la importancia que tenían los territorios tribales.
No había plantas de maguey en las montañas White, explicó el jefe, y para
los aravaipa el maguey es la base de la alimentación. Las mujeres arrancaban de
raíz los duros cactos, podaban las afiladas hojas como se hace con las alcachofas,
enterraban los corazones de las plantas en el suelo y los cocían durante un día y
una noche. Durante generaciones la gente de Eskimizin había vivido en el cañón
Aravaipa, río arriba de Camp Grant, un lugar donde siempre había maguey en
abundancia.
Whitman carecía de autoridad para llegar a ningún acuerdo personal con los
aravaipa, pero la historia lo había conmovido. Le dijo a Eskimizin que si traía a su
gente, el ejército los alimentaría mientras el mismo Whitman trataría de obtener
permiso de su oficial superior para alcanzar un acuerdo más seguro.
El 1 de marzo, Eskimizin regresó con todo su pueblo. Otras bandas también
se unieron a él. Así, pronto quinientos diez indios se encontraron acampados a
menos de ochocientos metros de Camp Grant. Whitman proporcionó comida y
ropas a aquellos paupérrimos apaches. Luego les ofreció dos céntimos por cada
kilo de heno que cosechasen. En menos de dos meses, los indios habían
proporcionado casi ciento cincuenta mil kilos de heno.
Mientras tanto, Whitman había enviado un informe por escrito al general
George Stoneman, quien estaba al mando de la región militar de Arizona desde el
verano anterior. Stoneman sentía tan poco apego por el territorio, y su
conocimiento de la amenaza apache era tan pobre, que había hecho de California
su cuartel de invierno. Pasaron seis semanas antes de que Whitman recibiera
respuesta. Con gran disgusto por su parte, el teniente abrió el sobre para
encontrarse con que su informe había sido devuelto con una objeción burocrática,
pues no se había ajustado al protocolo al no adjuntar una nota que especificase los
contenidos de su informe. Por lo que el teniente pudo inferir, Stoneman ni siquiera
había leído su urgente petición.
Aravaipa ofrece la única ruta natural para atravesar los ciento veintiocho
kilómetros que separan el valle de San Simón al este, del de San Pedro al oeste.
Muchos apaches lo usaban como atajo, pero para la gente de Eskimizin era terreno
sagrado, la Madre Tierra. Más de cinco siglos atrás, los habitantes de los barrancos,
los apaches mogollón, tuvieron una sensación similar hacia el lugar. Sus ruinas nos
contemplan desde pequeños refugios excavados en la roca a lo largo del cañón.
William Bell, un aventurero, uno de los primeros blancos que atravesaron el
cañón, encontró los seis días pasados en el cañón Aravaipa como una experiencia
sobrecogedora.[19] «La sombría grandeza del lugar no es buena para los nervios»,
escribió, «tememos terriblemente un ataque indio, cuya ventajosa posición en las
cumbres nos haría mucho daño». Aun así, la descripción de Bell no es más que un
canto a la belleza del lugar, a los venados bebiendo de sus arroyos, a los castores
construyendo sus presas, a las codornices y a los martines pescadores que se
escondían entre los arbustos, «vetustos y grotescos maguey de talla inusual» y
«finas ramas de muérdago [colgaban] en muchos árboles».
En abril de 1871 las aguas del Aravaipa Creek en su afluencia con el río San
Pedro se secaron tragadas por la reseca tierra de alrededor de Camp Grant. [20] Esto
ocurría, y los apaches lo sabían, todas las primaveras. Solo ocho kilómetros río
arriba, en la boca del cañón, el agua correría limpia durante el verano, por seco que
este fuese. Eskimizin pidió permiso para trasladarse esos ocho kilómetros río
arriba y acampar en una terraza de la ribera sur, tal como tantas veces habían
hecho antes.
Whitman accedió con cierta moderación. Sabía de sobra que la noticia de su
reserva no oficial había llegado a oídos de los ciudadanos de Tucson, quienes lo
maldecían por su presunta falta de carácter. Ocho kilómetros más lejos, los apaches
serían más difíciles de controlar, o de proteger. El trato diario con la gente de
Eskimizin había hecho que el teniente trabase amistad con ellos. Este hombre fue el
único de su siglo que se tomó su tarea como «un modo de ayudar a esa gente a
alcanzar un grado de civilización superior». Tiempo después escribiría: «He
llegado a sentir respeto por estos hombres que, ignorantes y desnudos, todavía se
avergüenzan de mentir o robar. Y también por sus mujeres, que trabajan
animosamente como si fuesen esclavas a cambio de ropa para ellas y sus hijos y
que, instintivamente, defendían su virtud al más alto precio». Merece destacarse
que llegó a conocer personalmente a los quinientos diez indios que se encontraban
bajo su cuidado.
Los ciudadanos habían recopilado su «Memorando de Declaraciones» donde
se exponían los agravios sufridos, pero la respuesta de los gobernantes fue más
lenta de lo que ellos hubiesen deseado. Mientras tanto, la aparente debilidad del
teniente Whitman, un recién llegado al territorio, estaba mimando a cientos de
apaches en Camp Grant, alimentándolos en pago a sus crímenes.
Organizados en el mayor de los secretos, una chusma de vigilantes formada
por ciento cuarenta y seis hombres se concentraron en Rillito Creek, en la tarde del
28 de abril, al norte de Tucson. [22] Solo había seis estadounidenses anglosajones
blancos, un dato que preocupaba a Oury, junto a cuarenta y ocho mexicanos y
noventa y dos indios papago, ancestrales enemigos de los apaches. Evitando tomar
el camino directo hacia Camp Grant (las actuales autopistas 89 y 77), los vigilantes
se dirigieron al este a través de Cebadilla Pass, siguiendo el lecho del río San
Pedro. Realizaron la mayor parte de su recorrido de noche. Oury tuvo la
precaución de asignar a varios de los conspiradores la labor de interceptar los
mensajeros que fuesen a Camp Grant desde Tucson. De hecho la partida de aquella
caterva no pasó desapercibida y dos soldados se apresuraron a avisar a Whitman.
Según las palabras de Oury, lograron «detenerlos discretamente en Cañada del
Oro, y no pudieron alcanzarlo [Camp Grant] hasta que fue demasiado tarde para
causarnos daño alguno».
Más tarde, Oury pronunciaría discursos frente a los pioneros compinches
suyos, y narraría los hechos de «aquella gloriosa mañana del 30 de abril de 1871,
cuando un rápido castigo cayó sobre esos carniceros con las manos manchadas de
sangre que los borró de la faz de la Tierra». [23] Lo que no estaba dispuesto a
reconocer era que no más de ocho, quizá solo dos, de los apaches asesinados eran
hombres. Aquel fatídico día, la mayoría de los hombres aravaipa estaban de
cacería en su adorado cañón, confiados por la sensación de seguridad que les
proporcionaba la benevolencia de Whitman. Habían dejado el campamento solo
con las mujeres y los niños. Otros, como Eskimizin, pudieron huir al principio de
aquel ataque realizado al amanecer.
Cuando regresaron a Tucson «con la satisfacción de un trabajo bien hecho —
como lo describió Oury—, los vigilantes trajeron consigo veintiocho o treinta
papooses, niños indios».[25] Los papago venderían a la mayoría de ellos como
esclavos en el estado de Sonora. Los parientes de esos niños reclamarían más tarde
a Whitman que hiciese lo que estuviese en su mano para que les devolvieran a los
niños. Siete de esos infantes regresaron con los suyos. [26] El resto no volvió a ver
jamás a su gente.
Sobrecogido por la catástrofe, Whitman ofreció cien dólares a cada uno de
sus intérpretes para que fuesen a las montañas y convenciesen a los aravaipas de
que los soldados no habían tenido nada que ver con aquella masacre.[27] Ninguno
de los traductores estuvo tentado de ir, a pesar de que esos cien dólares
representaban una pequeña fortuna. Así que Whitman hizo un acto heroico: al
amanecer del día 1 de mayo, aun sabiéndose vulnerable frente a los guerreros que
debían estar observándolo desde las colinas, fue al campamento a enterrar los
cadáveres mutilados. Esperaba que este acto humanitario persuadiera a Eskimizin
de que el ejército no era su enemigo.
Whitman calculó bien. Aquel mismo atardecer los supervivientes aravaipas
comenzaron poco a poco a regresar. En su informe oficial, el teniente refleja un
vívido retrato del estado de esa gente:
A pesar de todo, los aravaipa confiaban en Whitman, y reconocieron que los
causantes de la masacre fueron en su mayor parte mexicanos y papagos. Uno de
los jefes le dijo al teniente: «Ya no quiero seguir viviendo. Mataron a una mujer y a
mis hijos delante de mí, y no fui capaz de defenderlos».
Los estadounidenses ya habían realizado atrocidades contra los apaches con
anterioridad, pero la masacre de Camp Grant estaba por encima de todas las
gratuitas carnicerías anteriores. Sesenta años después, un historiador la llamaría
«la página más negra de las escritas en los anales de la historia de los
angloamericanos en Arizona».[28] No lo vieron así los periódicos de la época, ni
siquiera en aquellos que se publicaban lejos de Arizona. El Bulletin, periódico de
San Francisco (California), argüía que «tales masacres son necesarias como defensa
ante los apaches».[29] El News de Denver (Colorado) dijo: «Los ciudadanos de
Arizona cuentan con nuestra más incondicional y sincera aprobación. Los
felicitamos por el hecho de que el arreglo de una paz permanente lo hayan
realizado tantos, y solo sentimos que el número no fuese el doble».
En las elecciones de mayo de 1871, Oury fue elegido para ocupar un cargo
de concejal.[31] Otro de los reos fue elegido alcalde. Y Juan Elías, el hermano de
Jesús y una de las principales figuras del asalto, fue elegido perrero municipal. El
parque Oury, situado dentro de los límites de la ciudad de Tucson, todavía hoy
está dedicado al pionero que llevó a cabo aquella masacre.
En diciembre de 1871, el teniente Whitman fue llevado ante un consejo de
guerra, pues le imputaban una serie de cargos de mínima relevancia que lo
acusaban de bebedor y mujeriego.[32] Por ejemplo, en un local de ocio de Tucson se
le acusaba de haber pedido unas bebidas y no haberlas pagado. Los periódicos
locales, incapaces de implicarlo en la masacre, tuvieron que atacarlo con asuntos
personales. Se dijo que su exquisitez para con los apaches, por ejemplo, estaba
originada en su propensión hacia las «damas morenas». La corte tuvo que admitir
lo absurdo de aquellas acusaciones y desestimó el caso, pero el buen nombre de
Whitman quedaría manchado para siempre. Terminó en Washington con un retiro
anticipado. Durante el resto de su vida, se amargaría pensando en el suceso de
Camp Grant e insistiría una y otra vez a todo el que lo quisiera escuchar que él
hizo lo único que se podía hacer.
Años más tarde, Eskimizin explicaría su actuación a un explorador militar:
«Lo hice —dijo el jefe—, para enseñar a mi gente que no debe existir amistad entre
ellos y el hombre blanco. Cualquiera puede matar a un enemigo, pero hace falta ser
muy fuerte para matar a un amigo».
Capítulo 6
Un general a lomos de una mula
Mientras esperaba a que los autores de la masacre de Camp Grant fuesen
llevados ante un tribunal, el presidente Grant llevó a cabo unas acciones que
alcanzarían mayores logros que cualquier veredicto. Relevó de su cargo al general
George Stoneman, el gobernador militar de Arizona que había optado por dirigir
las operaciones de invierno desde la comodidad del clima californiano, y puso en
su lugar al general George Crook.
El nombramiento no tuvo una buena acogida dentro del ejército.[1] Cuando
aceptó el puesto, saltó por encima de otros oficiales que estaban por encima de él
en rango y antigüedad. Él solo fue general por la asignación del cargo, buena parte
de aquella honorífica designación no implicaba un incremento en el sueldo y
apenas aumentaba su responsabilidad. La promoción de Crook llegó como una
parte del beneficio general que recibieron los oficiales condecorados por su pericia
durante la Guerra de Secesión. En términos de graduación real, Crook no era más
que un teniente coronel (llegaría a ser general de brigada en 1873). Es más, Crook
no se graduó con demasiado éxito en West Point, pues figuraba como el trigésimo
octavo en una promoción de cuarenta y tres. El propio ministro de Defensa del
presidente Grant, así como William Tecumseh Sherman, capitán general del
ejército, se opusieron al ascenso de Crook.
Pero antes de que Crook finalizase su carrera, el propio Sherman se referiría
a él como el mejor luchador contra los indios de todo Estados Unidos. [2] Y Caballo
Loco, a cuyos guerreros combatió Crook en Rodsebud solo ocho días antes de la
derrota de Custer en Little Bighorn, diría de ese oficial que era más «temido por los
sioux que cualquier otro hombre blanco».[3]
Cuando en junio de 1871 llegó a Arizona, Crook tenía cuarenta y dos años.
No solo era un veterano de la Guerra de Secesión, sino que también había tomado
parte en las implacables campañas de los shasta, alagna, pit river, klamath, tolana,
paiute y otras tribus de los territorios del noroeste. Por entonces Crook estaba,
según sus propias palabras, «cansado del asunto de los indios», y aceptó el cargo
en Arizona de mala gana.[4]
Crook era un hombre de sólida y poderosa constitución que medía más de
1,80 metros de altura.[5] Lucía perilla y bigote, corto y bien cuidado, pero sus
mejillas estaban cubiertas por unas espesas y grandes patillas. La mirada de sus
ojos azules tendía a reflejar un aire abstraído y melancólico.
A todos los que lo conocieron les pareció un hombre distante, duro, incluso
sombrío o pesimista. Bourke, que adoraba a su general, dice de él que era «tan
retraído como una muchacha», pero insiste en que «aunque taciturno, circunspecto
y reservado, la tristeza no era parte de su carácter, que era alegre y jovial». Pocos
de los camaradas de Crook pudieron ver jamás un solo destello de tan
resplandeciente interior.
La autobiografía no terminada de Crook, escrita casi al final de su vida, es
un documento de locución bastante pobre, pero que irradia un fuerte carácter.
Apenas menciona nada de su vida privada. Por ejemplo, Crook sintetiza lo que los
rumores afirmaban que fue un maravilloso cortejo romántico hacia su esposa con
una sola frase: «Me casé el 22 de agosto de 1865». [6] Cuando Crook habla de sus
hazañas, el tono es extremadamente modesto, pero se convierte en franco y
ofendido cuando trata a sus rivales y superiores. Al final de su vida, el general
Crook mantiene muy pocos pensamientos de simpatía hacia el ejército de Estados
Unidos. Y las narraciones de sus campañas están plagadas de oficiales borrachos,
cobardes, grandilocuentes e incompetentes. «Fue mortificante tener que servir bajo
tales personas», escribió, refiriéndose a sus oficiales superiores durante la Guerra
de Secesión. En otra parte del libro, resume su carrera: «Yo tuve que hacer el
trabajo duro para que más tarde otros se llevaran los beneficios».
Crook también estuvo en uno de los mayores fiascos de la Unión, la batalla
de Chickamauga en 1863. Obedeció órdenes que consideraba absurdas y contra
ellas había protestado en vano. Crook admitió cándidamente: «Perdí más de cien
hombres en menos de quince minutos».[13] Su autobiografía está cargada de veneno
hacia el comandante en jefe que pasó por alto la catástrofe de Chickamauga en su
informe oficial, a pesar de que dicho oficial elogió calurosamente las acciones de
Crook.
Otro fiasco de la Guerra de Secesión, uno que tuvo un desarrollo bastante
extraño, debe achacarse a la falta de atención de Crook. Casi al final de la guerra,
corría el mes de febrero de 1865, Crook estaba instalado en el cuartel general de su
departamento, un hotel de Cumberland, estado de Maryland. En la noche del día
21 de febrero, un temerario grupo de guerrilleros confederados le arrancaron la
contraseña a un centinela y la usaron para infiltrarse descaradamente más allá de
las líneas de la Unión, hasta alcanzar el hotel, donde apresaron a Crook y al
general Benjamín F. Kelley sin disparar un solo tiro.
Se llevaron a toda prisa a los dos oficiales hasta Richmond (Virginia), donde
estuvieron apresados durante una quincena. El general Grant se las ingenió para
negociar la puesta en libertad de los dos oficiales a cambio de un gran número de
prisioneros de guerra aunque el ministro de Defensa, William Stanton, un hombre
irritado con Crook, se opuso al trato. El propio Crook minimiza el suceso en su
autobiografía, dedicándole dos secos párrafos al résumé de su humillante captura y
el trueque posterior. Dieciocho años después del embarazoso asunto de
Cumberland, en el corazón de Sierra Madre, en México, Crook volvería a vivir un
desconcertante contratiempo muy similar. Pero esta vez, en vez de tratarse de
guerrilleros confederados, sus adversarios eran los apaches comandados por
Jerónimo.
En 1871, Crook había combatido a los indios durante trece años completos,
ocho antes de la Guerra de Secesión y cinco después. En 1857, en la cornisa
nororiental de California, Crook mataría a su primer indio, un miembro de la tribu
pit river.[14] Pocos días después sufriría la primera herida a manos de los indios
cuando una flecha lo alcanzó en su cadera derecha. Crook arrancó el astil de la
flecha, dejando la cabeza hundida en su pierna, donde permanecería durante el
resto de su vida.
Con el paso de los años Crook se formó su propia opinión acerca de los
indios, cuya libertad le habían encomendado que eliminara. Cuando se encontraba
con que una tribu en particular había cometido crímenes contra colonos blancos,
podía llegar a ser un implacable vengador. En 1867, por ejemplo, en un ataque a un
grupo de paiutes en Idaho, las tropas de Crook mataron a sesenta hombres,
mujeres y niños y tomaron prisioneros a veintisiete individuos, entre mujeres y
niños.[15] Todo un maestro en psicología militar, Crook sabía como pronunciar un
discurso que desmoralizase a una tribu que estuviese sopesando la posibilidad de
combatir o aceptar la ley del hombre blanco. En 1868, cuando los indios de la tribu
pit river acudieron a Camp Harney, en Oregon, para suplicar por un armisticio,
Crook al principio se negó, y se dirigió al jefe a través de un intérprete:
Tenía esperanzas en que continuases con la guerra puesto que, aunque solo
consiguiera matar a uno de tus guerreros por cada cien soldados míos que
perdiera, tendrías que esperar a que todas esas personitas [señaló a los niños
indios] crezcan y puedan ocupar el lugar de tus bravos mientras que yo, al día
siguiente, tendría a otros cien hombres para reemplazar mis bajas. De ese modo no
pasaría mucho tiempo hasta que os matáramos a todos, y el gobierno ya no tendría
ningún problema con vosotros.
La curiosidad de Crook era, en cierto modo, una simple cuestión estratégica.
El mejor modo de combatir a un enemigo es conocerlo a fondo. En opinión de John
G. Bourke, el teniente que tanto admiraba al general: «La gente, incluso los propios
indios, admitían que el general Crook tenía más de indio que los propios indios».
[17]
Pero la curiosidad es un reto que dura toda una vida. Cuando luchó contra los
indios alagna, en el estado de Washington, Crook aprendió su lengua y recopiló
una lista de léxico.[18] Aunque él consideraba que «las características más notables
del carácter de los indios» consistían en que ellos eran «unos mugrientos,
malolientes, traicioneros, desagradecidos, despiadados, crueles y haraganes», al
menos tenía un aspecto positivo. Mientras combatía a los shasta, en California, no
podía ignorar la evidencia de que aquella tribu había recibido mucho daño de
parte de los blancos, quienes los habían asesinado y violado por puro
entretenimiento. Mientras buscaba algo que él llamaba «los secretos del alma
india», llegó a admirar «el ingenio, en todos sus aspectos, que tenían para
conseguir un sustento».
En Arizona, lo primero que hizo Crook fue entrevistarse con cada una de las
personas que hubieran tenido algún tipo de experiencia contra los apaches. [20] Uno
a uno, exprimió todo el conocimiento de sus informadores. A cambio, pues así era
su taciturno carácter, no dio ni una pista acerca de cómo iba a proceder. Su primera
entrevista fue con el gobernador del territorio, quien insistía en que la solución del
problema apache consistía en utilizar a los mexicanos para seguirles el rastro y
combatirlos.[21] «Con un poco de pinole y algo de carne de buey seca», le dijo el
gobernador a Crook, los mexicanos «viajarían por todo el territorio sin ni siquiera
llevar una reata de mulas … Podían acercarse a un apache y destriparlo en un abrir
y cerrar de ojos». Crook contrató a cincuenta exploradores mexicanos y partió de
Tucson hacia Fort Bowie, esperanzado en derrotar a los chiricahua de Cochise.
Aunque al principio Crook se había mostrado optimista en la consecución
de una rápida victoria sobre los chiricahua, pronto cayó en la cuenta de que los
enemigos con los que se enfrentaba en Arizona tenían un temple distinto al de las
tribus que había obligado a someterse en los territorios del noroeste. La enérgica
campaña de una década de duración realizada por los comandantes de Arizona,
desde Carleton hasta Stoneman, apenas había hecho mella en la resistencia
chiricahua. En 1871 se estaba empezando a perfilar la idea de que la salvaje y tenaz
rebelión de los apaches representaba una amenaza única para la colonización del
sudoeste. El propio general Sherman alcanzó tal estado de pesimismo que
recomendó entregar Arizona a los apaches.[22]
Crook, a pesar de estar harto ya del asunto indio, no era el tipo de hombre
que se rinde con facilidad. Prudente por naturaleza, cauto incluso, era al mismo
tiempo un innovador. A las pocas semanas de llegar a Arizona lanzó dos atrevidos
golpes tácticos que, más que ninguna otra combinación estratégica, les conducirían
al éxito frente a los apaches.
La primera era referente al modo de desplazarse. En Apache Pass, en 1862,
los dos cañones montados sobre ruedas que utilizaron cambiaron el resultado de
una importante batalla, que ganaron los ojos blancos. Crook sabía que en esencia
no había sido más que una casualidad que dependió de dos circunstancias: Los
apaches no se habían enfrentado nunca a cañones montados, y en Apache Pass los
soldados se encontraron atrincherados de modo que era labor de los atacantes
desalojarlos de allí, una situación nada habitual.
Crook jamás confió en la eficacia de la artillería para combatir a los indios.[23]
Su opinión se basaba, en parte, en la amarga experiencia de la batalla de
Chickamauga, durante la Guerra de Secesión. La discusión que había perdido ante
su antiguo oficial en jefe acerca de que aquella batalla no era una cuestión de
artillería, lo forzó a desplazar los cañones hasta el campo de batalla. La mayor
parte del centenar de hombres que murió bajo el fuego confederado durante
aquellos terribles quince minutos lo hizo defendiendo unos ineficaces cañones.
En Arizona, cayó en la cuenta de que la persecución de los apaches se basaba
en la velocidad y la capacidad de maniobra. Así, decidió que los pesados y rígidos
cañones, y también esos enormes y engorrosos carros de intendencia que solían
acompañar a las tropas durante sus expediciones, no tenían utilidad contra los
apaches. Su solución fue simple: la perfección de una recua de mulas.
«Hizo del estudio de las reatas la investigación de su vida», escribió Bourke.
[24]
El modelo en el que se basó Crook eran las recuas de mulas andinas que había
visto utilizadas para trabajar en los pueblos mineros de California. Los muleros de
la época formaban un abigarrado grupo de tipos raros, pues sus servicios estaban
muy poco valorados. Buena parte de ellos eran alcohólicos o, simplemente, unos
incompetentes. Del mismo modo, las mulas también variaban tanto en salud como
en fuerza. Crook descartó, tanto en mulas como en hombres, a los pasivos y
haraganes, asegurándose así un mínimo respecto al nivel de calidad.[25]
Antes de Crook, la intendencia militar proporcionaba una única talla en el
diseño de los aparejos, sin que importase el tamaño o la estructura de la mula. Los
aparejos del gobierno, escribió Crook sardónico: «Más que ayudar a las mulas a
transportar carga, las matan». Crook insistió en que los aparejos de las mulas
debían ser adecuados a cada una de ellas.
Hoy en día se nos hace difícil reconocer cuán radical era esta idea allá por
1871. Ante muchos colonos blancos, el hecho de que Crook contratase exploradores
apaches era un asunto que bordeaba la traición. Si el único indio bueno era el indio
muerto, entonces era absurdo pagar a los apaches para que realizasen el trabajo de
los soldados. En la mentalidad popular, y sin duda en la de muchos de los
soldados de Crook, se alojaba un miedo apocalíptico a que los exploradores
militares apaches pudieran unirse de pronto a los rebeldes que estaban
persiguiendo, su verdadera y salvaje naturaleza apache se había puesto de
manifiesto cuando asesinaron a los hombres blancos que fueron a civilizarlos.
Sin embargo, Crook reconocía algo que muy pocos estadounidenses estaban
dispuestos a aceptar: la media apache en monta era superior, así como su
condición física. Y también eran hombres mejor acondicionados al brutal medio
orográfico que la mayoría de los soldados estadounidenses. Esa noción se fijó en la
mente de Crook mucho antes de que se convirtiera en el lema del sudoeste de
Estados Unidos: hace falta un apache para atrapar a otro apache.
A pesar de la vieja rivalidad existente entre los coyoteros y los montaña
blanca por un lado, y los chiricahua por otro, no era una tarea precisamente
sencilla el conseguir que esos primeros sirviesen como exploradores para dar caza
a estos últimos. Crook preparó el terreno con un magistral discurso pronunciado
ante aquellos desconfiados indios en Fort Apache. Tal como ya había hecho con el
pueblo pit river en 1868, el general invocó al espectro de una ilimitada marea de
colonos que vendrían desde el Este. Según la paráfrasis de Bourke, Crook les habló
así:
La gente blanca está dirigiéndose hacia el Oeste en tan gran número que
pronto será imposible que alguien pueda vivir al margen. El que lo intente será
expulsado o muerto. Será mucho mejor para todos que os hagáis a la idea de
cultivar el suelo y criar caballos, vacas y ovejas, y que viviréis de ese modo. Los
animales crecen y aumentan en número mientras uno duerme, y en menos de lo
que creéis los apaches estarán en mejores condiciones que los mexicanos.[26]
Crook prometió perdonar los crímenes cometidos en el pasado, aplicar las
mismas leyes a indios y blancos y decir siempre la verdad. Con un tono de
diplomática sabiduría, vendió a su audiencia la idea de los exploradores apaches:
Si alguno se aproxima sin que sea necesario el derramamiento de sangre, se
alegrará. Pero, si no es así, entonces ha de suponer que los hombres buenos
ayudarán a terminar con los malos. Si hubiese hombres malvados en cierto
vecindario, todos los ciudadanos respetuosos con la ley ayudarán a los agentes
encargados del orden a arrestar y castigar a aquellos que no se porten bien.
Al final, de todos modos, entraron en combate con una quincena, o quizás
una veintena de guerreros tonto, cuya presencia no notaron los soldados hasta que
las flechas procedentes de la espesura comenzaron a pasar zumbando sobre sus
cabezas. Persiguieron a los apaches hasta el borde de un gigantesco precipicio,
quizás hasta la misma sierra Mogollón. Dos guerreros quedaron atrapados con el
despeñadero a sus espaldas. Crook abrió fuego hiriendo a uno en un brazo, y luego
los soldados vieron cómo los fugitivos se arrojaban al barranco, hacia lo que
parecía una muerte segura. Cuando los militares se acercaron al borde del abismo,
vieron a los dos tonto corriendo cuesta abajo «por el rastro de un sendero apenas
marcado en la cara de roca basáltica cortada a pico». Nadie consideró la idea de
perseguirlos.
Animado por aquella pequeña victoria, Crook llegó a Fort Verde, situado al
este de Prescott, junto a río Verde, donde planeó una campaña a gran escala contra
los apaches. Cuando leyó el primer periódico que cayó en sus manos, el primero
durante semanas, se dio cuenta con no poco disgusto de que habría de poner todo
su empeño en ello.[28]
Más de cien años después resulta difícil mirar a Vincent Colyer bajo un
prisma objetivo. Es fácil, tentador incluso, idealizarlo porque parece haber sido el
primer gobernador oficial de Arizona que trató a los indios con el respeto que
ahora nosotros creemos que merecían. Colyer era un cuáquero de la ciudad de
Nueva York y un artista de éxito. Durante la Guerra de Secesión, como acérrimo
abolicionista que era, dirigió un regimiento negro (así se llamaban, en castellano, a
los regimientos compuestos por libertos o fugados negros) que había reunido él
mismo.
Desde el punto de vista de Colyer, tanto antes como después de estar en la
frontera sudoeste, los indios eran víctimas inocentes de la agresión
estadounidense. «Los indios apaches fueron amigos de los estadounidenses la
primera vez que los encontraron; [y] ellos siempre desearon la paz», escribió en su
informe oficial, simplificando enormemente la turbulenta historia de Arizona. [30]
«Las relaciones pacíficas entre apaches y estadounidenses continuaron hasta que
estos últimos adoptaron la teoría de exterminio propuesta por los mexicanos, y
realizaron actos de crueldad y traición inhumanas que hicieron de los apaches
unos implacables enemigos».
Arengaba a los indios a su estilo y estos, en cuanto se iba, dejaban tras ellos
un reguero de sangre procedente de ciudadanos asesinados. Un indio llamado
Eximíyan [Eskimizin, jefe de los masacrados aravaipas], le dijo a Coyler que
estaba convencido de que sus padres no eran simples mortales, pues ningún
hombre nacido de mortal podía ser tan bueno. El discernimiento realizado por
parte del viejo «Skimmy» alimentó la vanidad de Colyer; este pronunció dos
sermones, el texto de uno de ellos es el siguiente… [33]
Los periódicos locales fueron más duros aún. Según el Arizona Miner, Colyer
era un «sinvergüenza [y] un despiadado asesino con las manos manchadas de
sangre». Los ciudadanos, exhortaba el periódico, deberían «arrojar a ese malvado
al pozo de alguna mina, y apilar rocas sobre él hasta que muera».[34]
Estamos cansados de vivir en cavernas, o en la cima de frías montañas. Mis
mujeres han de acarrear el agua que recogen en pequeños arroyos durante dos o
tres millas. Van por agua durante la noche, pues temen a los soldados. Hasta los
conejos están más seguros que los tonto. Escondemos a nuestros hijos tras grandes
peñas cuando salimos a cazar al venado. Pero no hay muchos venados ahora. Dices
que no debemos robar ganado, pero debemos robarlo, o moriremos de hambre.
Los blancos nos han quitado nuestros maizales y trigales, ¿qué es lo que tenemos
que hacer?[36]
Aunque Colyer hubiese abandonado Arizona lleno de optimistas esperanzas
sobre los resultados de su misión, su gran decepción fue que, a pesar de haber
hecho correr la voz de que deseaba una conferencia, fue incapaz de entrevistarse
con Cochise. La paz no estaría asegurada en Arizona mientras que el más grande
de los jefes apaches estuviese fuera de control. El silencio de Cochise inquietó a
Colyer.
Los escrúpulos del cuáquero pacificador estaban fundados. Para Cochise y
sus chihenne, las reservas que había diseñado parecían tener muy poco atractivo.
El 4 de septiembre, en el preciso instante que Colyer demarcaba los terrenos de
trabajo para la reserva de apaches montaña blanca en Fort Apache, Cochise
encabezaba a sus guerreros en un audaz asalto a Camp Crittenden, a doscientos
diez kilómetros al sur.[40] A plena luz del día, los apaches capturaron todas las
monturas de los militares, un total de cincuenta y cuatro caballos y siete mulas. Los
aterrorizados soldados encargados de la vigilancia del ganado fueron incapaces de
causar una sola baja entre los atacantes.
Crook se irritó por las restricciones que lo mantenían controlado. Al igual
que Cushing antes que él, también había llegado a tener cierta obsesión. Era
Cochise, por encima de cualquiera de sus adversarios, a quien deseaba doblegar.
Desde el punto de vista de Crook, los chokonen eran «los peores de todos los
apaches»,[41] y su famoso jefe era «un enemigo intransigente frente a la humanidad
entera».[42]
Capítulo 7
Este es el hombre
Las negociaciones de Cochise con los hombres blancos cerca de Dragón, en
cañada Alamosa, y en Fort Apache a partir de 1869, marcaron su salida de casi una
década de absoluto secretismo. Entre promesas de eterna resistencia, había
expresado los pesares que lo acuciaban, dando a la audiencia la sensación del
desgaste que los hombres blancos, por todos sus desatinos, habían causado entre
los chokonen.
De todos modos, en algún momento entre 1867 y 1870, Cochise conoció al
hombre que llegaría a ser el único amigo que tuvo el gran jefe entre los blancos. [2]
Se llamaba Tom Jeffords, y su intercesión fue la causante de que Cochise
comenzase a hacer la paz en la década de 1870.
Una vez terminadas las Guerras Apaches, fueron los generales quienes
escribieron sus memorias. Ningún hombre blanco logró comprender a los apaches
de Cochise, ni por asomo, tanto como Jeffords. ¡Qué no daríamos por una reseña
detallada de sus experiencias, escritas con sus propias palabras!
Pero Jeffords nunca se molestó en escribir el relato de su memorable viaje al
corazón de la cultura chokonen, ni corrigió los errores y mitos que se han
arrastrado por páginas impresas a lo largo de años. Y, aunque vivió hasta 1914, no
fue hasta su último año de vida cuando dos historiadores, por separado, se
entrevistaron con él y le arrancaron al solitario pionero un breve résumé de su
amistad con Cochise.[3]
La leyenda de Jeffords y Cochise es una de las más impresionantes de las
recogidas en los anales del Oeste. Sirve a la necesidad emocional de una nación de
conquistadores ansiosa por exorcizar el pecado de la conquista. La esencia de esta
leyenda reside en que un hombre civilizado, y solo, tuvo éxito allá donde ejércitos
enteros habían fracasado; en que al entrar desarmado en el campamento de
Cochise, Jeffords dejó estupefacto al jefe por su valentía; en que ambos hombres se
hicieran hermanos y sellaran el pacto mediante el ritual de mezclar su sangre y en
que, poco antes de la muerte de Cochise, este expresara su deseo de encontrarse de
nuevo con Jeffords en el Más Allá.
La leyenda se cristalizó en la novela de Elliot Arnold, publicada en 1947,
Blood brothers[*], que tres años después sería llevada al cine y protagonizada por
James Stewart bajo el título de Flecha Rota. Tanto en la novela como en la película
se concedía a Jeffords, un hombre del que nunca se supo que mantuviese
relaciones románticas, no solo una mujer blanca, sino también una dama apache, y
ambas se presentan como amantes rivales.
Jeffords era un hombre alto, esbelto, que lucía una poblada barba pelirroja y
bigote. Dijo a uno de los cronistas que el nombre que recibía de los apaches
significaba Bigotes Rojos.[4] Jeffords había llegado como minero al territorio del
sudoeste alrededor de 1859.[5] En 1868 trabajaba como correo para la Southern
Overland, empresa que, con gran riesgo, mandaba las diligencias que cubrían el
trayecto de Santa Fe a Tucson.
La discrepancia existente entre las versiones de los blancos y los apaches de
cómo se produjo el primer encuentro de Jeffords con Cochise, es toda una lección
de cuán escurridiza es la verdad en la Historia. Tan solo unas semanas antes de
morir, Jeffords le dijo a uno de los historiadores que, como supervisor de la
Southern Overland, había perdido catorce conductores de diligencias a manos de
Cochise en un breve período de tiempo. «Decidí que quería verlo», rememora
Jeffords.[6] Solo, pero armado, guiado por un indio de la banda de Cochise con el
que había establecido contacto, Jeffords entró caminando al campamento del jefe.
Sorprendido ante esa imprudente actuación, Cochise aceptó conversar con
Jeffords, que hablaba un rudimentario apache. «Pasé dos o tres días con él.
Discutimos varios asuntos y evalué qué clase de hombre era», declaró Jeffords.
«Ese fue el comienzo de mi amistad con Cochise… él me respetaba y yo lo
respetaba a él».
Según la versión dada por los apaches de aquel encuentro, Jeffords fue
capturado por los exploradores de Cochise. Para su sorpresa, Bigotes Rojos no
mostró temor.
Los apaches estaban tan impresionados por su valor que en vez de matarlo
lo llevaron ante Cochise … Cochise se había cerrado a los ojos blancos desde el
incidente con Bascom y aceptar a un hombre blanco como amigo era un tributo al
valiente. El mayor elogio que se le puede brindar a Jeffords es decir que se ganó la
amistad de Cochise.[7]
Según los apaches, la noción de hermanos de sangre unidos mediante cierto
acto ritual era una tontería. Los chokonen no practicaban tal rito, ni tampoco
Jeffords admitió en ocasión alguna que hubiese mezclado su sangre con la de
Cochise, aunque insiste en que el jefe (en oposición al resto de la tribu) lo llamaba
Chickasaw, es decir, Hermano.[8]
Fue mérito de Jeffords que Cochise fuese a Cañada Alamosa a finales de
septiembre de 1871. El jefe había eludido reunirse con Vincent Colyer a principios
de mes, pero sentía curiosidad por la reserva que, según había llegado a sus oídos,
Colyer estableció para los chihenne. Mandó un mensajero a Jeffords para
comunicar a su amigo blanco que quería ir a hablar.[9] Después, tras cautelosas
fases de acercamiento, y bajo la estrecha vigilancia de guerreros armados, se
aproximó lentamente a Cañada Alamosa.
Durante los siguientes seis meses, Cochise acampó a menos de 25 kilómetros
de aquella agencia provisional. No era lo bastante confiado como para permitir que
su gente levantase las tiendas más cerca, como hacían muchos de los chihenne de
Victorio. En vez de eso, él se mantenía apartado en las montañas, donde estaría
seguro ante un posible ataque sorpresa. Pero a medida que se acercaba el invierno,
permitía a su pueblo ir a recoger raciones de alimento a la agencia. Una y otra vez
Cochise le dio vueltas a la cabeza meditando acerca del empecinamiento de los
ojos blancos en que los apaches se instalasen en el odiado valle de Tularosa. Él
había concluido su elocuente discurso de septiembre enumerando sus objeciones
para con Tularosa. Pero los hombres blancos no cambiaron de idea.
Para los chihenne, e incluso para Cochise, el mayor atractivo de una reserva
situada alrededor de Cañada Alamosa residía sobre todo en el hecho de que la
sagrada fuente termal de Ojo Caliente estaba situada pocos kilómetros río arriba,
hacia el noroeste. De todas maneras, mucho antes de que llegasen los ojos blancos,
los mexicanos ya habían construido una ciudad en Cañada Alamosa. Con el paso
de los años, los apaches habían desarrollado una relación comercial estable con la
población. No solo era su principal fuente de armas y municiones, sino también de
whisky. En 1871 la ciudad, aunque pertenecía al estado de Nuevo México, seguía
poblada por mexicanos y todavía era uno de los pocos lugares al norte de la
frontera donde los apaches podían comerciar tranquilamente. Hoy en día el lugar
recibe el nombre de Monticello, está situado a lo largo de una carretera campestre
de tierra, olvidado de la mano de Dios, y recuerda perfectamente a los mexicanos
en aspecto y carácter.
Durante su visita, Colyer comprendió perfectamente el atractivo de Cañada
Alamosa, pero no deseaba desplazar a los más de trescientos mexicanos que vivían
allí, una precaución que pensaba que habría de tomarse allá donde se estableciese
una reserva.[10] Colyer cabalgó hasta el hermoso cañón de Ojo Caliente, donde
realizó una rápida inspección. Su conclusión fue sorprendente para proceder de un
hombre que sentía tanta lástima por los indios. Decidió, sin escuchar a un solo
apache, que la tierra circundante a Ojo Caliente no bastaría para sostener a la
población de la reserva. Y esto a pesar de que durante siglos los chihenne habían
considerado Ojo Caliente el mejor lugar para vivir que existía sobre la faz de la
Tierra.
Entonces, para hacer establecer a los apaches en Tularosa, el agente indio y
los oficiales al mando en Nuevo México confiaron en persuadir a Cochise para que
viajase, junto a otros prominentes chihenne, hasta Washington para conocer al
Gran Padre, Ulysses Grant.[11] En tres o cuatro reuniones, acordadas por Jeffords,
los blancos suplicaron a Cochise que realizase el viaje. Durante los años siguientes,
un número importante de apaches lo haría, incluyendo al hijo mayor de Cochise, y
aquellas visitas a Washington tendrían un poderoso impacto en los apaches. Pero
Cochise ni siquiera se sintió tentado a hacerlo; le dijo a dos oficiales que él
preferiría hablar con Grant en la cima de una colina.[12]
La situación de punto muerto de Tularosa suponía un peligro potencial. El
homólogo de Crook en Nuevo México, el coronel Gordon Granger, sabedor del
peligro que supondrían más titubeos, decidió presionar a Cochise. Lo citó para una
última negociación junto a todos los chihenne y chokonen que se llevaría a cabo en
marzo.
Cochise acudió. La reunión comenzó con mal pie.[14] Un oficial le presentó al
jefe una carta personal del presidente Grant cerrada con un cordel rojo. Cochise
frunció el ceño, arrancó el cordel de la carta y dijo: «El rojo no es bueno». El oficial,
asustado, ignorante del peligroso significado que tenía el color rojo entre los
chiricahua, trató de aclarar algo la situación. Era el color que podía atraer a los
rayos y, cuando alguien moría, era considerado un gran insulto hacia los deudos
del difunto que alguien se presentase vestido con algo rojo.[15]
Granger se dirigió al jefe alternando las bravatas con los ruegos. Reiteró su
exigencia de que para el día 1 de mayo todos los apaches debían estar instalados en
Tularosa. Cochise puso objeciones y habló con evasivas, pero una vez más dio
pruebas de su apenada elocuencia. Un testigo presencial recordaría el discurso del
jefe treinta y cinco años después, por lo cual sus palabras no son demasiado fiables,
pero el sentido y el estilo son muy parecidos al de Cochise.
Cochise prometió de nuevo que, si el gobernador establecía la reserva cerca
de las sagradas aguas termales de Ojo Caliente en vez de en Tularosa, llevaría a su
gente allí. Entonces le llegó el turno a Granger para hablar con evasivas. Y cuando
el coronel repitió su petición de que fuese a Washington, el jefe se volvió
desdeñoso. Él no iría a Washington, dijo una vez más. No le gustaban los modos
del hombre blanco. «No les importa comer pececillos de pequeñas cajas de latón».
Uno de los tabúes más fuertes que tenían los apaches prohibía comer pescado de
cualquier clase, pues es una criatura de aspecto parecido a la terrorífica serpiente
(las latas de sardinas de los hombres blancos les parecerían especialmente
deleznables).[17]
Aun así, Granger insistió. Si Cochise no viajaba a Washington, ¿autorizaría
que Loco y Victorio aceptasen acuerdos vinculantes a los chokonen? Cochise ni
siquiera se molestó en contestar.[18]
—El Gran Padre de Washington quiere que Loco, Victorio y tú vayáis a
Washington —dijo Granger.
El jefe no creía que pudiese hacer comprender a aquel testarudo coronel por
qué no tenía interés alguno en desplazarse hasta Washington.
Al finalizar la conversación, Granger trató de ganarse la gratitud de Cochise
invitándolo a ir escoltado por soldados hasta Cañada Alamosa, donde lo colmarían
de regalos.[19] El mismo Jeffords intercedió en la misión dando fe de la honestidad
de los soldados. Pero Cochise se volvió hacia su amigo blanco y le dijo: «Tú crees a
esos hombres blancos. Yo confié en ellos una vez. Fui a su campamento y los míos
[su hermano y dos sobrinos] fueron ahorcados. No, no iré». La amargura de su
pasado brillaba en la respuesta.
Y entonces, justo antes de que llegase su fecha límite, le impidieron actuar
por segunda vez en seis meses. Los amantes de la paz de Washington, pensó,
deben haber aprendido desde la fútil misión de Colyer que una agresiva campaña
militar es la única esperanza para Arizona. En vez de eso, Grant y su ministro de
Defensa habían alcanzado justo la conclusión opuesta: intentar de nuevo la vía
pacífica. Esta vez el misionero sería el general de brigada Oliver Otis Howard,
cuya jerarquía era superior a la de Crook.
Años después, Crook se quejaría por la interferencia de Howard porque esta
le había hecho perder la credibilidad frente a «mis indios» (los montaña blanca y
los mescalero contratados como exploradores). [22] «Pensaron que temía a Cochise,
pues lo dejé tranquilo. Dijeron que no era justo, ni tenía sentido el que no lo
sojuzgara, pues él era el peor en todo este asunto».
Howard era dos años más joven que Crook, y sus resultados fueron tan
buenos en West Point como los de Crook malos. Quedó el cuarto en una
promoción de cuarenta y seis. Durante la Guerra de Secesión sirvió con bravura,
perdió su brazo derecho en la batalla de Fair Oaks (1862), pero regresó al frente
para participar en las subsiguientes refriegas. Al igual que Colyer, Howard era un
ferviente abolicionista, después de la guerra llegó a ser delegado de la Freedman
Bureau, el departamento encargado de las cuestiones relacionadas con los libertos.
Dicha agencia se fundó para tratar con los cuatro millones de esclavos que, como
resultado de la guerra, fueron puestos en libertad. La Universidad de Howard,
institución que ayudó a fundar en 1867, lleva su nombre.
Crook saludó a Howard cortésmente y este le devolvió la cortesía. Pero los
pensamientos íntimos del comandante en jefe de Arizona fueron menos generosos:
Por el contrario, Howard encontró, en privado, a Crook un tanto peculiar:
Era todavía más reticente que Grant, respecto a guardar sus opiniones para
sí … el general poseía ese arte que tienen algunos hombres para no decir nada en
toda una conversación y, al mismo tiempo, escuchan con gran atención todo lo que
uno, inconscientemente, proporciona en su discurso.[25]
Howard se las arregló para llegar a sellar tratados con algunas de las más
pacíficas bandas de apaches. Estableció otra reserva, situada en San Carlos,
contigua a la reserva de Fort Apache, al sur; esta también está activa hoy en día. En
junio regresó a Washington, llevándose un séquito de indios con él. Incluso cuando
se dirigía hacia el Este, planeó un segundo viaje a Arizona, pues, como Colyer
antes que él, Howard se sintió desilusionado por no haber cumplido el principal
objetivo de su misión: encontrar a Cochise.
La partida de indios que había acordado llevar a Washington para conocer
al presiente Grant estaba compuesta por dos pima, un jefe papago, dos yavapai,
dos apaches aravaipa y dos apaches montaña blanca.[26] Fueron a caballo hasta
Santa Fe, la impedimenta iba cargada en carromatos, y allí tomaron la diligencia
hasta Pueblo (Colorado).
Probablemente ningún indio de Arizona había visto jamás una línea férrea.
Curiosos y espantados a la vez, se sentaron en el camino de Pueblo y señalaban
con el dedo las traviesas y las agujas. Howard les ofreció que subiesen a un vagón
de pasajeros. Su temor cobró más fuerza. Cuando el tren comenzó a moverse, los
indios se escondieron en el suelo, tapándose el rostro con las manos.
Howard trató de calmarlos, y pronto se sentaron en su sitio a mirar por la
ventana. El general se dio cuenta de que, a medida que el tren atravesaba el campo,
los apaches, diligentemente, contaban las montañas. Al final, Menguil, un apache
montaña blanca que había perdido un ojo en combate, le dijo a Howard con voz
resignada que ya no podía contar más montañas.[27] Tendría que confiar en el
general para que los llevase de vuelta a casa.
Llegados al Este, Howard se encargó de obsequiarlos con enérgicas giras
turísticas a Nueva York, Filadelfia y Washington. En Nueva York vieron altos
edificios, Central Park y los astilleros. Pero nada les impresionó más que ver a
Menguil regresar, tras una breve ausencia, con dos ojos; un especialista le había
colocado un ojo de cristal.
Quizás el episodio más espantoso de la gira por el Este fue la visita a la
penitenciaría de Pennsylvania. Howard observó la profunda consternación y la
piedad de los indios para con los reclusos, sin llegar a saber la causa de ello. Para
un apache, estar encerrado en una celda era el más horrible de los castigos, peor
que la tortura más cruel. Menguil lo conocía: había pasado un año en la prisión de
Santa Fe por un crimen que decía no haber cometido.
En Washington, los indios conocieron al presidente Grant e intercambiaron
sus impresiones con el Gran Padre. Pero les impresionaron mucho más los
estudiantes de un colegio para sordomudos, el College of Deaf Mutes (hoy el
Gallaudet’s College). En cuestión de minutos, los indios improvisaron un lenguaje
de signos con aquellos estudiantes, imitando animales tales como el caballo, el
perro y el oso.
La teoría que se ocultaba tras la práctica de llevar a prominentes indios al
Este, algo que comenzó mucho antes de la excursión de Howard en 1872, era que
esos embajadores quedarían abrumados por el enorme tamaño y poder de Estados
Unidos y deslumbrados por sus logros tecnológicos. De ese modo, los indios
perderían su moral para combatir contra objetivos imposibles y también llegarían a
envidiar, y luego a imitar, el estilo de vida de los blancos. Una vez que hubiesen
regresado a casa, el testimonio de lo que habían visto correría por sus gentes,
multiplicando el efecto de la visita por cien.
Howard fue testigo de gratificantes ejemplos de tales conversiones. En una
iglesia presbiteriana de Nueva York, Pedro, el otro apache montaña blanca, habló a
la congregación a través de un interprete.[28]
Los parroquianos respondieron a Pedro con un «aplauso ensordecedor».
Esta sombría predicción se haría cierta una y otra vez.
Howard nunca pudo calcular el efecto a largo plazo de su excursión al Este
con sus amigos indios, y no quiso creer en haber obtenido el mejor de los
resultados. Incluso su propio testimonio nos suena ambiguo hoy en día. El ojo de
cristal de Menguil provocó asombrosa expectación y maravilló a su gente, los
montaña blanca.[29] El apache tuerto le dijo adiós al general manco. Varios años
después, Howard se enteraría de que Menguil murió «en una insignificante
revuelta india». Santo, un hombre aravaipa, el preferido por Howard del grupo
que llevó a Washington, aceptó el Nuevo Testamento que le regaló el devoto
general. Décadas después, un oficial le diría a Howard que Santo dormía todas las
noches con aquel libro bajo su cabeza, aunque nunca aprendió a leer.
Desde abril de 1872, cuando Howard viajó al Este, hasta agosto, cuando
regresó, Cochise pasó parte del tiempo cerca de Janos, en el estado de Chihuahua
(México), donde su gente todavía podía comerciar con los mexicanos, y parte en su
bastión de las montañas Dragón, en Arizona.[30] Durante cinco meses evitó todo
contacto con los estadounidenses. Y hubo muchos ataques chiricahua a los
asentamientos del sur de Arizona aunque pocos, si es que hubo alguno, fueron
dirigidos por él. Crook estaba que echaba chispas por su no deseado tiempo de
ocio mientras esperaba el regreso de Howard.
El objetivo más acuciante que se propuso Howard en su segunda misión fue
encontrarse con Cochise. Desde Fort Apache, el general envió vanos mensajeros
apaches para que tratasen de establecer contacto con el jefe chokonen. [31] Todos
regresaron con las manos vacías. Howard decidió seguir un vago rumor que
situaba a Cochise en Nuevo México.
Ya había planeado su visita a la reserva de Tularosa donde unos trescientos
cincuenta apaches, la mayoría chihenne, se habían asentado de muy mala gana.
Desde el momento en que llegó, Howard fue asediado por las quejas de los
apaches.[32] Decían que el agua de Tularosa era mala; el clima frío y la estación de
germinación demasiado corta; los niños caían enfermos y morían. Los apaches
rogaron una vez más lo que siempre habían deseado: que se les permitiese vivir
cerca de Cañada Alamosa. Howard recorrió a pie el campamento de Tularosa,
reconoció la validez de las quejas y el 16 de septiembre declaró que suprimiría
aquella malhadada reserva.
Mientras estaba en Tularosa, Howard se encontró por primera vez con «un
personaje singular» de quien había oído hablar muchísimo.[33] La mayoría de
aquellos rumores eran difamatorios: «¿Tom Jeffords? Es una mala persona.
Comercia con los indios, les vende whisky, pólvora y municiones. No lo matan
porque les compra todo lo que tienen». Pero un oficial del ejército puso a Howard
al corriente del éxito que había tenido Jeffords en el pasado para encontrar a
Cochise. Howard preparó una entrevista.
Tan pronto como entró en la tienda de aquel hombre de la frontera, alto y de
rojos bigotes, Howard le espetó: «¿Puede llevarme al campamento del indio
Cochise?».
Jeffords se tomó su tiempo antes de contestar, mientras miraba fijamente los
ojos del general: «¿Irá allí conmigo, general, sin soldados?».
Howard conocía el riesgo que conllevaba aquello, sabía que pocos oficiales
aceptarían tales condiciones. Pero era un hombre valiente y tenaz, y creía
profundamente en la bendición de Dios.
—Sí, si es necesario —contestó.
—Entonces le llevaré a él —dijo Jeffords.
Y así comenzó una larga peregrinación que finalizaría con gran éxito. El
primer movimiento de Jeffords fue localizar a dos aliados de Cochise, Chie y
Ponce, y convencerlos de que llevasen al suplicante general ante el jefe chokonen.
Chie era sobrino de Cochise. [34] Ponce, un chihenne, era uno de los hijos de Mangas
Coloradas y había emparentado con Cochise por matrimonio. Sin la destreza y la
protección de estos dos indios, la búsqueda de Howard habría terminado como
una absoluta pérdida de tiempo o en una fatal emboscada.
Cerca de Silver City (Nuevo México), la pequeña expedición se cruzó con un
grupo de mineros, uno de los cuales había perdido a un hermano a manos de los
apaches de Cochise.[35] Maldiciendo con fruición ante la visión de Chie y Ponce,
aquel hombre alzó su rifle y se preparó para disparar. Howard, a su vez, avanzó
hasta interponerse entre el minero y los dos apaches y dijo: «Tendrás que matarme
a mí primero». El hombre cedió y montó en su caballo mientras lanzaba una
retahíla de maldiciones a la política de paz del presidente.
Cuando todavía estaban a ciento diez kilómetros del bastión de Cochise,
Howard fue testigo de una impresionante demostración de la actitud vigilante de
los indios.[36] Chie se detuvo de repente, encendió una hoguera y lanzó una señal
de humo al aire. Luego, caminó por delante del grupo y aulló como un coyote.
Desde muy arriba, el aullido de otro coyote le contestó. Chie corrió montaña arriba
y pronto regresó acompañado de uno de los exploradores de Cochise. El hombre
informó al séquito de Howard que los llevaban siguiendo desde hacía dos días,
durante unos sesenta y cinco kilómetros. Chie y Ponce tal vez supieran de su
presencia, Howard ni siquiera se la imaginó.
La expedición de paz estaba compuesta por Jeffords, un capitán del ejército,
los dos apaches y Howard. Durante las siguientes jornadas, mientras se dirigían a
las montañas Dragón cabalgando hacia poniente, el joven oficial comenzó a sentir
miedo e instó a Howard a regresar.[37] Firme con la resolución tomada, Howard
trató de fortalecer el ánimo de su capitán, aunque en privado consideró mandarlo
de vuelta a Fort Bowie, en Apache Pass.
Esa mañana, sin dar ninguna explicación, Chie marchó corriendo montaña
arriba hasta desaparecer. Muchas horas después, al anochecer, dos niños apaches
montados en un solo caballo se acercaron a ellos. Les comunicaron que Chie estaba
en el campamento, pocos kilómetros al norte de allí, donde los apaches esperarían
al resto del grupo. Sin vacilación alguna, Howard recogió sus cosas y se introdujo
en la vacilante luz del crepúsculo. Bien entrada la noche, el resto del grupo llegó a
una cárcava, sin salida, formada por precipicios y grandes rocas de granito alisadas
por la erosión. Allí los recibió Chie junto a un pequeño grupo de apaches.
Aquella noche debió de ser muy inquietante, aunque la versión de Howard
muestra una contenida y ecuánime retrospectiva. Sus anfitriones parecían
«curiosos y felices» y los niños se acurrucaron a los pies de la esterilla de Howard.
Pero un lugarteniente que visitó al general parecía «sombrío y reservado». Y de
Cochise, ni una palabra. «¿Quién sabe?», contestaban suavemente los apaches
sacudiendo la cabeza.
De pronto, por la mañana, cuando la inquietud se estaba apoderando de la
expedición, oyeron un chillido a lo lejos. [38] «Ya viene», espetó Chie, y el resto de
apaches se dedicaron a encender de nuevo el fuego del campamento y a extender
una manta en el suelo para que se sentara Cochise. Un jinete solitario, de aspecto
feroz, armado con una lanza, se acercó al campamento a galope. No era Cochise,
sino un hombre «bajo y macizo, pintado de ese color espantoso que resulta de
combinar el bermellón con el negro».
El hombre desmontó y se apresuró a saludar a Jeffords, a quien abrazó al
estilo apache, cogiéndolo primero por un lado y luego por otro. Jeffords le susurró
a Howard: «Este es su hermano». En presencia de Cochise, nadie osaría pronunciar
su nombre. Jeffords respetaba tanto ese reconocimiento hacia la autoridad del jefe
que no violaba esa norma de protocolo ni cuando hablaba en inglés.
Al poco aparecieron cuatro apaches más a caballo. El «hombre de magnífico
aspecto» desmontó y abrazó a Jeffords, que se volvió y le dijo a Howard: «General,
este es el hombre».
Cochise le dio la mano a Howard y dijo: «Buenos días». El general recordaría
después la primera impresión que tuvo del jefe: «Un hombre de al menos 1,82 m
de estatura, bien proporcionado, con grandes ojos negros, la cara discretamente
pintada de bermellón, indiscutiblemente era un indio; tenía el pelo negro y liso y le
llegaba por detrás al cuello de su abrigo». Cuando miró directamente a los ojos de
Cochise, Howard se sintió embargado por una cristiana perplejidad. Pensó: «Qué
extraño es que un hombre como este sea el ladrón y asesino del que tantos se
quejan».
Con Jeffords traduciendo al apache las palabras de Howard, los dos jefes
comenzaron a hablar.[39]
—¿El general tendrá a bien explicarme el objeto de su visita? —preguntó
Cochise.
—Nadie desea la paz más que yo.
—Pues yo tengo plenos poderes para que podamos hacer la paz —dijo
saltando de entusiasmo.
El general le explicó que deseaba hacer una reserva solo para los chihenne y
chokonen cerca de Cañada Alamosa.
—He estado allí —dijo Cochise sin alterarse—, y me gusta ese territorio —
pero de pronto hizo una contraoferta—: ¿Por qué no me concede Apache Pass?
Adjudíqueme Apache Pass y protegeré todos los caminos. Vigilaré para que
ningún indio tome la propiedad de otra persona.
Cogido con la guardia baja, Howard argumentó a favor de Cañada Alamosa,
sermoneando al jefe en términos de caza, cosechas y pastos. En lugar de contestar,
Cochise le preguntó si estaba dispuesto a pasar los diez días que necesitaba para
reunir a todos sus lugartenientes allí, en las montañas Dragón. Howard aceptó.
Allí fueron asesinados cinco [en realidad seis] apaches, uno de ellos mi
hermano. Sus cuerpos quedaron colgados hasta que no fueron más que esqueletos.
Fort Bowie estaba a ochenta kilómetros de distancia, y Howard no conocía el
camino, pero accedió a ir si Cochise le proporcionaba un guía. Cochise le otorgó a
su sobrino.
Chie guio día y noche al oficial y los dos hombres realizaron una fulminante
caminata hasta Fort Bowie y regresaron. [40] Howard poseía conocimientos
rudimentarios del español y Chie, por su parte, solo sabía decir dos cosas en inglés:
«Sí, señor» y «Vía Láctea». A medida que se aproximaban a Apache Pass, Howard
notaba cómo una profunda angustia se iba apoderando de su joven acompañante.
[41]
El general creía, erróneamente, que Chie era hijo de Mangas Coloradas y
atribuía su dolor a la remembranza del martirio de su padre que suponía, también
erróneamente, que tuvo lugar allí, en Apache Pass. En realidad la angustia, el pesar
de Chie provenía de una fuente igualmente cercana. Casi con toda probabilidad,
era hijo de Coyuntara, el lúcido hermano de Cochise, a quien el oficial superior de
Bascom ahorcó en Apache Pass en 1861.
En Fort Bowie, Howard dio orden de que no se atacase a ningún apache que
se dirigiese a las montañas Dragón, y envió informes por escrito de sus actividades
a Washington.[42] Al día siguiente se puso en marcha de nuevo. Aquella noche fue
inusualmente fría. Los dos hombres vivaquearon en Sulphur Spring y eso le
concedió a Howard una oportunidad de mostrar su magnanimidad. Howard
propuso a Chie que extendiese su esterilla al lado de la suya y se tapase bajo la piel
de oso que el general usaba como saco de dormir. Chie se mostró horrorizado.
«Sosh toujudah apache», exclamó. Un juramento que Howard llegó a interpretar
como: «El oso es malo para los apaches».
Tenía razón: el oso era una criatura mística, casi humana para los chiricahua.
[43]
No comían su carne, ni lo mataban a no ser en defensa propia. Creían que la
gente malvada se reencarnaba en osos. Howard comprendió la repugnancia que
sentía Chie.[44] «Le dije que lo apartaría a un lado [el manto de piel de oso] y así
dormiríamos sin ello. Era un buen compañero para calentar el catre».
De vuelta al reducto apache, Howard pasó el tiempo en reuniones con varias
bandas de apaches.[45] Los apaches le dedicaron una danza de bienvenida y
compartieron con él su venado y el maguey. Howard hizo vívidas anotaciones
etnográficas acerca de las costumbres y ritos culturales de sus anfitriones. Algo que
no esperaba que sucediese con Cochise.
El 10 de octubre se presentó el último de los lugartenientes. Al día siguiente
Cochise convocó a concejo a todos ellos.[46] Howard, impetuosamente, fue a unirse
a la reunión, hasta que Jeffords le dijo: «Quédese donde está». Hasta el final,
Howard resistió con su oferta de Cañada Alamosa, pero no era rival para la
obstinación de Cochise. Como resultado, el general concedió a los apaches una
extensa reserva alrededor de Apache Pass y Jeffords sería el agente indio.
Cochise anunció el acuerdo mediante una fórmula característica de ellos. [47]
Dijo: «De ahora en adelante, los hombres blancos y los indios habrán de beber de
las mismas aguas, comer del mismo pan y estar en paz». Howard se regocijaba en
silencio mientras le daba gracias a Dios. Más tarde escribiría: «Entonces sentí que
ya había logrado el objetivo de mi misión».
Durante los once años que mantuvo una guerra abierta contra los ojos
blancos, la rabia de Cochise había disminuido muy poco. Pero en 1872 ya no era el
mismo hombre que en 1861. Su espíritu cargaba con una oscura sensación de
fracaso mientras veía a su gente, por la noche, resignada a encender pequeñas
fogatas por miedo a ser descubiertos en montañas que ellos habían poseído desde
siempre, y sin rival. Cochise lloró amargamente el fallecimiento de cada uno de los
guerreros que fueron arrojados a una muerte temprana por las balas de los
estadounidenses.
El propio gran jefe había sido herido en combate cierto número de veces.
Cochise podía aceptar estos incidentes puntuales, mientras su estoico orgullo lo
llevaba a una rápida recuperación. Y ni una sola vez durante esos once años una
herida personal había ralentizado una carga de Cochise a lomos de un caballo sin
silla.
Pero había algo más que no estaba en orden. [48] Jeffords lo sabía, pero
probablemente sería el único blanco que lo supo. Cochise vivía una agonía física
constante. El dolor se concentraba en su estómago, se agudizaba con cualquier cosa
que comiese y durante días lo único que podía tragar era agua. A diferencia de las
heridas de bala, este mal interno no respondía a ninguna medicina. Día tras día, el
dolor iba a más y el jefe chokonen se debilitaba más.
Capítulo 8
Jerónimo en alza
Los bedonkohe eran una pequeña tribu cuyo territorio quedaba al norte y al
oeste de los chokonen.[2] En 1905, solo quedaban vivos nueve o diez auténticos
bedonkohe.[3] Como grupo, ocupan un lugar un tanto oculto entre los estudios
etnográficos estadounidenses. Morris Opler, el gran estudioso de los chiricahua, ni
siquiera reconoce a los bedonkohe como un grupo diferenciado. De todos modos,
entre ellos siempre conservaron celosamente su identidad tribal. Su nombre
significa «En frente de la gente de los confines», aparentemente por ocupar la
periferia del territorio chiricahua, bordeando territorio pima.[4]
Jerónimo nació alrededor de 1823, cerca de la afluencia del Middle Fork y el
Gila, no muy lejos de los acantilados de Gila, con viviendas excavadas en la roca, al
sudoeste de Nuevo México.[5] Cuando era niño, se bañaba en los cálidos
manantiales que hacían de Middle Fork un lugar tan atractivo para el asentamiento
de los bedonkohe, al igual que lo había sido para los mogollón que construyeron
los poblados en los acantilados seiscientos años atrás. Las altísimas murallas de los
cañones, muros rojizos de feldespato y conglomerado mineral, daban refugio a la
gente de Jerónimo. Sicomoros y álamos de Virginia se alineaban en el arroyo, cuyo
caudal fluía dulce y cristalino durante todo el año.
Como todos los apaches, Jerónimo concedía una importancia especial a su
lugar de nacimiento: dondequiera que lo llevasen sus vagabundeos, cuando
regresaba a su territorio recorría el lugar de un lado a otro. [6] Su madre le enseñó
las leyendas de su tribu, mientras que su padre lo sumía en los relatos de famosas
batallas tradicionales.[7] Era el cuarto de ocho hermanos. Casi ocho décadas más
tarde, Jerónimo recordaba retozar con sus hermanos en el cañón que fue su hogar:
Al igual que todos los apaches, la familia de Jerónimo era nómada. Aun así,
se ocupaban de pequeños cultivos de maíz y de alubias, de melones y calabazas en
algún terreno de casi ochenta áreas situado en el valle. La mayor parte de la
cosecha se almacenaba en grutas y la recuperaban durante las semanas de vacas
flacas propias del invierno. Plantas de tabaco silvestre crecían por el valle, los
adultos lo recogían, lo secaban al sol, o enrollaban en hojas de roble y lo fumaban. [8]
De todos modos el tabaco no era abundante, más bien un artículo de lujo, que los
niños tenían prohibido hasta la adolescencia y las mujeres hasta la mediana edad.
También recogían plantas medicinales: cincoenrama en polvo para dolores
corporales; cudweed (gnaphalium uliginosum) para la diarrea; raíz de roble para
hacer colirio; salvia machacada para el catarro; raíces de arbustos para la tos, cedro
y cosas así.
Los apaches, por norma, no le ponían nombre a sus hijos al nacer. A veces
pasaban dos o tres meses antes de que el comportamiento del niño sugiriese un
nombre. Este tampoco era el definitivo, pues podía cambiarse antes de que el
vástago cumpliese diez años. En cierto sentido, los apaches tenían que ganarse su
nombre.[9] No sabemos a qué edad la gente de Jerónimo le dio su nombre, ni
tampoco qué quisieron decir cuando lo llamaron: Goyahkla, «El que bosteza».
El juego con arcos y flechas evolucionaba hacia la caza. Un niño chiricahua
de solo seis o siete años ya podía cobrar ardillas, pájaros, conejos, ratones de
campo e incluso algún tejón. Buena parte de su entrenamiento consistía en reptar
hasta llegar lo suficientemente cerca de su presa como para dispararle. Al cobrar su
primera pieza, el joven cazador se comía su corazón entero, y crudo, para
garantizar el éxito en la caza. Los chicos también encendían pequeños fuegos
nocturnos para atraer murciélagos, después arrojaban sus mocasines a estos
mamíferos voladores y los remataban en el suelo.
Niños y niñas iban juntos a realizar misiones en grupo, pues la recolección
de ciertas delicadezas suponía una pérdida de tiempo para los adultos. Recogían
los frutos de ciertos cactus, brotes de sauce y saúco (los mascaban como si fuese
chicle) y todo tipo de cerezas y guindas. También aprendían a capturar cierta clase
de abeja que abrían y le chupaban la miel sin que les picase.
El entrenamiento físico de un niño comenzaba a la tierna edad de ocho años.
Lo levantarían antes del amanecer y tendría que correr hasta la cima de una colina
y regresar antes del alba. Debería correr una distancia de seis kilómetros con la
boca llena de agua, que no podía tragar, por supuesto, o llena de piedrecillas. «Tus
piernas son tus amigas», les decían los instructores a los niños. Después de comer,
los chicos se untaban las piernas con grasa para alimentarlas. Para practicar la
velocidad, el chico tendría que perseguir pájaros y mariposas y tratar de atraparlos
sin más herramientas que sus manos desnudas. En invierno se le pedía que hiciese
rodar una bola de nieve hasta que alguno de los mayores le ordenase parar, o
romper el hielo de un estanque o un arroyo para darse un chapuzón antes del
amanecer. Si se negaba, era flagelado. Como examen de reválida, el chico
acometería una carrera a campo traviesa de dos días de duración, durante los que
no se detendría ni a comer ni a dormir.
A una edad muy temprana, los niños chiricahua combatirían contra un árbol
en lucha cuerpo a cuerpo. Tratarían de romper una rama tan gruesa como su
brazo. Cuando crecían se organizaban peleas de grupos de cuatro, armados con
hondas y piedras e incluso arcos y flechas, contra otros rivales de su misma edad.
De vez en cuando alguno de ellos resultaba gravemente herido durante esos
entrenamientos.
Otro aspecto importante de su entrenamiento, digamos militar, consistía en
la habilidad de escabullirse y quedar inmóvil.[11] Los apaches eran
extraordinariamente buenos en permanecer absolutamente quietos, bien en pie,
bien agazapados, durante largos períodos de tiempo. Los soldados que
persiguieron apaches repetían una y otra vez que estos se fundían, se los tragaba la
tierra. Los propios chiricahua creían que ciertos hombres poseían la facultad de
hacerse invisibles, opinión que compartía Jerónimo en su madurez. [12] Sin duda el
entrenamiento de los apaches en la inmovilidad ayudaba a conseguir tal efecto.
A los siete años comenzaba su noviciado como jinete. [13] Aprendían a subirse
a un caballo apoyando un pie en una de sus patas, luego se agarraban a las crines y
saltaban al lomo. El chico dominaría todos los aspectos que se conocían de cómo
guardar y cuidar una montura. Una vez que dominara el arte de cabalgar a pelo,
aprendería a saltar barreras, y practicaría cómo bajar a galope tendido una
empinada pendiente, deslizarse a un lado del caballo y recoger objetos del suelo.
Tan pronto como cumplía los diez años, comenzaba el largo adiestramiento
ceremonial en el noviciado de la guerra y las incursiones. Tendría que superar
ampliamente cuatro expediciones reales (el cuatro es el número sagrado de los
apaches), como contraposición a las de preparación, para alcanzar la categoría de
guerrero. Jerónimo logró este hito, el más importante en la vida de un apache, a los
diecisiete años.[14]
Un día, cuando Jerónimo era un adolescente, los bedonkohe recibieron la
visita de una banda de nednhi procedentes de los lejanos territorios del sur, en
Sierra Madre (México).[15] Uno de los bedonkohe era primo de uno de los nednhi.
Así fue cómo Jerónimo conoció a Juh, quien sería su jefe, su eterno aliado y su
cuñado.
Aunque la gente de Jerónimo había estado en guerra durante siglos con los
mexicanos, y con los españoles antes que ellos, los bedonkohe llevaban una vida
pacífica y segura en su santuario, situado en el nacimiento del río Gila. Jerónimo
no vería a un estadounidense hasta llegar a la edad adulta.[16]
Jerónimo construyó una vivienda nueva cerca de la de su madre y la cubrió
con pieles de búfalo. Dentro colocó pieles de puma como trofeos de caza. Alope
decoró el hogar con cintas de cuentas que había hecho y decoró con pinturas la
cara interna de las paredes hechas con piel de búfalo. «Era una buena esposa,
aunque no era fuerte. Seguimos la tradición de nuestros padres y fuimos felices.
Recibimos tres hijos…, tres hijos que jugaron, holgazanearon y trabajaron igual que
yo».
Debido a estas alianzas con los nednhi, su matrimonio con Alope y el de Juh
con Ishton, Jerónimo comenzó a pasar mucho tiempo al sur de la frontera, en el
territorio de los nednhi. Los dos estados septentrionales de México, Sonora en 1835
y Chihuahua en 1837, habían aprobado leyes genocidas que ofrecían recompensas
a cambio de cabelleras apaches, aunque fuesen de mujeres o niños. En una fecha
tan tardía como 1849, el estado de Chihuahua elevó el precio de una cabellera
apache, masculina, a doscientos pesos (unos doscientos dólares), mientras que el
precio de una mujer o un niño cautivo rondaba los ciento cincuenta pesos. [18] Solo
durante aquel año, el gobierno de Chihuahua pagó diecisiete mil ochocientos
noventa y seis pesos a los cazadores de fortuna. Pero en vez de controlar a los
apaches, este lucro creó un sangriento caos. Los cínicos cazadores de hombres
pronto comprendieron que el gobierno no podría distinguir una cabellera apache
de una comanche o de una tarahumara, incluso llegaron a matar mexicanos y
vender sus cabelleras.
El suceso más importante en la vida de Jerónimo, uno que marcó el curso de
su triste carrera, tuvo lugar el 5 de marzo de 1851. Jerónimo había acampado con
su madre, su esposa Alope, sus tres hijos y varios bedonkohe más a las afueras de
Janos.[21] Mangas Coloradas en persona estaba al mando de aquel grupo de
apaches. Durante varios días consecutivos, los hombres habían ido a la ciudad a
comerciar, dejando unos pocos guardas al cuidado del campamento, junto a las
mujeres y los niños.
Cincuenta y cuatro años después, Jerónimo recordaba la tragedia:
Al atardecer, de vuelta al campamento, nos encontramos con un grupo de
mujeres y niños que nos dijeron que tropas mexicanas procedentes de otro lugar
habían atacado el campamento. Mataron a todos los guerreros, tomaron todos
nuestros ponis, se llevaron nuestras armas, destruyeron nuestros víveres y
mataron a muchas mujeres y niños. Nos dispersamos inmediatamente,
ocultándonos lo mejor que pudimos hasta la caída de la noche, en nuestro punto
de encuentro…, un matorral junto al río. Luego nos escabullimos uno a uno en
completo silencio. Colocamos centinelas y cuando contamos a los supervivientes,
descubrí que mi anciana madre, mi joven esposa y mis tres hijos habían sido
asesinados.
La banda que perpetró esta masacre era un destacamento de cuatrocientos
soldados procedente de Sonora, guiados por un recién nombrado comandante e
inspector de las colonias militares, el coronel José María Carrasco. [22] Un estudioso
caracteriza a Carrasco como «una figura muy controvertida, que se veía a sí mismo
como un ser omnisciente». Con el leve pretexto de perseguir a un grupo de
cuatreros que habían robado siete mulas de Bacerac, una ciudad de Sonora,
Carrasco cruzó la frontera de Chihuahua y marchó sobre Janos, donde se enteró de
que había un gran grupo de apaches acampados cerca de allí.
Carrasco estaba realmente convencido de que esos apaches bajo la jefatura
de Mangas Coloradas eran responsables de las últimas rapiñas de Sonora. Y
aunque carecía de autoridad, cruzó la frontera del estado para emprender una
acción militar. Los oficiales de Chihuahua se enfurecieron ante la matanza, y
protestaron enérgicamente en Ciudad de México. Insistieron en que los apaches
acampados en las proximidades de Janos estaban viviendo en paz y eran inocentes
de los incidentes acaecidos en Sonora. Al final, el gobierno mexicano exoneró a
Carrasco.
Aquella noche Mangas llamó a concejo a sus guerreros. Jerónimo no ofreció
una palabra de apoyo, ni de oposición, a las resoluciones que allí se tomaron. Con
la misma ferocidad con que deseaban vengar a sus parientes, los apaches supieron
reconocer sus posibilidades. Habían perdido ochenta guerreros contra el asalto de
los cuatrocientos soldados de Carrasco y, además, no tenían caballos ni armas ni
alimentos. Al final, Mangas decretó que todos los supervivientes deberían dirigirse
al norte a pie, todos juntos, y en mitad de la noche. Tenían que cruzar la frontera
de Arizona antes de que los soldados pudiesen atacar de nuevo. Para mayor
amargura, no podían enterrar a sus muertos. Jerónimo tuvo que abandonar los
cuerpos de su madre, su esposa e hijos a los buitres y coyotes.
Estuve allí, en pie, hasta que todos se fueron —informaría años después—.
Sin saber muy bien qué hacer. No tenía armas. Tampoco tenía las menores ganas
de combatir, ni consideré el enterrar a mis seres queridos, pues lo teníamos
prohibido. No oré, ni decidí hacer nada en particular; me limité a mantenerme a
distancia suficiente como para oír los pasos de apaches que se batían en retirada.
Mientras el maltrecho grupo se dirigía al norte, Jerónimo guardó silencio.
No pudo comer nada durante varios días. Los otros apaches respetaban su
melancolía, pues ningún otro guerrero había perdido tantos parientes como él. Al
llegar al nacimiento del río Gila, sus sufrimientos comenzaron de nuevo al ver los
juguetes de sus hijos y las decoraciones y pintura que Alope había colocado en su
vivienda. Jerónimo lo quemó todo, hasta las pieles de búfalo. Incluso redujo a
cenizas la vivienda de su madre.
Por lo que sabemos, la primera vez que Jerónimo tuvo sospecha de su don
fue cuando lloraba la pérdida de los suyos, tras la masacre de Janos. Según
palabras de un apache que cuando era niño estaba bastante unido a Jerónimo:
Somos hombres, al igual que los mexicanos … les podemos hacer lo mismo
que nos han hecho. Vayamos allá y busquémoslos … Os conduciré a su ciudad …
los atacaremos en sus hogares. Lucharé en primera línea de batalla … Solo os pido
que nos acompañéis a vengar este mal que nos han causado los mexicanos …
Los ruegos de Jerónimo cayeron en oídos receptivos. Casi un año después de
la masacre de Janos, un ejército de tres facciones bajo Mangas, Cochise y Juh (una
de las mayores fuerzas chiricahua jamás reunidas) se aproximó a la frontera
mexicana. Los guerreros se pintaron el rostro, ataron sus cintas para el pelo y se
dirigieron al sur a pie, evitando usar los caballos para ser más silenciosos. Cubrían
entre sesenta y cinco y setenta kilómetros diarios, con Jerónimo como guía.
La batalla campal, hecho insólito entre los apaches, tuvo lugar al día
siguiente. Unos doscientos chiricahua contra cien soldados mexicanos divididos en
dos unidades de caballería y dos de infantería. «Reconocí a los soldados de
caballería como aquellos que mataron a mi gente [en Janos]», insistió Jerónimo.
Pero él jamás vio a los militares que perpetraron la masacre de su familia; por lo
tanto, su afirmación puede ser un dato poco fiable. Puede que algún superviviente,
y buen observador, le hubiese descrito los atacantes a Jerónimo con tanto detalle
que este reconoció sus caballos y uniformes en cuanto los vio.
La batalla duró dos horas. En su punto culminante, Jerónimo estaba a la
vanguardia de la fuerzas apaches en un claro, acompañado solo por tres guerreros
más. No tenían rifles, habían agotado sus flechas y usaban sus lanzas para matar
mexicanos: «Contábamos con nuestras manos y cuchillos para luchar». De pronto
un contingente mexicano hizo acto de presencia disparando sus armas. Dos de los
camaradas de Jerónimo cayeron, él y el otro guerrero corrieron hasta las líneas
apaches. El guerrero que lo acompañaba murió bajo una espada mexicana apenas
un paso por detrás de él. En cuanto llegó a la línea de guerreros, Jerónimo tomó
una lanza y se volvió. El mexicano que lo perseguía disparó y falló, justo cuando la
lanza de Jerónimo se hundía en su cuerpo. En un instante, Jerónimo se hizo con la
espada del soldado mexicano muerto y la usó para rechazar al que había matado a
sus compañeros. Se agarraron y cayeron al suelo, entonces Jerónimo alzó su
cuchillo y dio en el blanco. Se alzó desafiante, haciendo molinetes con la espada del
soldado, buscando más mexicanos a los que matar. Pero los que quedaban
huyeron.
Esta fue una de las grandes victorias apaches del siglo XIX. Según las
cuentas de los mexicanos, perdieron veintiséis hombres y otros cuarenta y seis
resultaron heridos.[26] Los atribulados supervivientes regresaron renqueantes a la
ciudad de Cumwas. Las fuerzas de refresco que acudieron a enterrar a los muertos
y perseguir a los apaches se horrorizaron de tal modo al ver el campo de batalla,
que se negaron a buscar a los apaches más allá.
Según la tradición apache, fue tras esta batalla cuando, espontáneamente, los
mexicanos le dieron el nombre de Jerónimo, con el que se haría famoso en todo el
mundo.[27] La única versión que recibieron los estadounidenses fue recogida por un
agente indio varias décadas después.[28] En su relato, Jerónimo…
No estaba contento con luchar al modo de los apaches, tras rocas o los
matojos de los chaparrales. En vez de ello, salía a campo abierto en muchas
ocasiones, corriendo en zigzag y hurtando el cuerpo de forma que los rurales
[soldados] no hacían blanco con los disparos de sus rifles. Cada vez que salía,
mataba a un rural con su cuchillo de caza, cogía su rifle y su canana y regresaba
zigzagueando hasta donde se hallase su gente pues [Jerónimo] no sabía usar el
rifle. Se los daba a los otros guerreros.
Los soldados, confundidos por el comportamiento de este loco, comenzaron
a gritar: «¡Cuidado, cuidado, Jerónimo!».
Angie Debo, el biógrafo de Jerónimo, especula y aventura que los mexicanos
invocaban a san Jerónimo (Jerome en inglés).[29] Pero se hace difícil imaginar a unos
soldados aterrados apelar al erudito san Jerónimo, el patrón de bibliotecarios y
estudiosos.
Quizá la batalla tuvo lugar el 30 de septiembre, día de San Jerónimo. Pero el
testimonio del propio Jerónimo señala que esta tuvo lugar en verano y los archivos
mexicanos la sitúan en enero.[30]
En cualquier caso, según el agente indio que recogió la historia, los demás
guerreros apaches no tenían la menor idea de qué querían decir los mexicanos con
el grito de «Jerónimo».[31] Ellos «pensaban que debía ser el nombre de un dios que
desagradaba a los rurales». Los mismos apaches adoptaron el grito. Incluso sus
compañeros comenzaron a llamarlo Jerónimo, se había ganado el nombre.
Después de la gran expedición de castigo en las proximidades de Arizpe,
Jerónimo recordaría que «todos los demás apaches estaban satisfechos…, pero yo
todavía deseaba mayor venganza».[32] Sin embargo, existe un serio problema frente
a la versión de los hechos que lega Jerónimo. Edwin R. Sweeney, el único estudioso
que ha examinado a fondo los oscuros archivos mexicanos de los sucesos acaecidos
en la frontera norte entre 1850 y 1851, identifica la batalla con una que tuvo lugar
en Pozo Hediondo (Stinking Wells, para los estadounidenses), situado a unos
treinta y dos kilómetros al este de Arizpe. [33] Su argumento se basa en las
similitudes entre las fuentes mexicanas y los relatos de Jerónimo. Ambos señalan
que los mexicanos fueron llevados a combatir una pequeña y aparentemente
sencilla banda de apaches; coinciden el tamaño de las fuerzas, la localización
próxima a Arizpe, la identificación de Mangas Coloradas como jefe y (el factor
decisivo) que no se conoce ningún otro combate que se pudiese comparar en
tamaño e importancia en la década de 1850.
El problema es el siguiente: las fuentes mexicanas sitúan el combate, con
total seguridad, en Pozo Hediondo, y lo fechan el día 19 de enero de 1851. Esto
indica que sucedió seis semanas antes de la masacre de Janos.
Jerónimo afirma que después de la tregua de junio de 1850, su gente vivía
«en paz con las ciudades mexicanas, así como con todas las tribus indias de los
alrededores».[34] Jura que el ataque de Carrasco carecía de justificación y no fue
provocado. La amargura a lo largo de su vida, la sed de venganza que surgió a
partir de la pérdida de su familia, se parece mucho a la pasión de un hombre
traicionado, no es la reacción de un combatiente que acepta las volubles vicisitudes
de la guerra.
Sweeney documenta además que los apaches, lejos de estar en paz con
Sonora, habían asesinado a once residentes mexicanos en dicho estado, solo en
1850.[35] La implicación de este descubrimiento es clara: Carrasco estaba
ampliamente justificado para atacar Janos, pues era su venganza frente a la
catástrofe de Pozo Hediondo.
Frente a todas las similitudes entre la versión mexicana del combate en las
cercanías de Arizpe y la de Jerónimo citadas por Sweeney, existen también notorias
divergencias. La versión mexicana sostiene que los soldados perseguían a una
banda de apaches a caballo que habían robado trescientos animales, entre caballos
y reses, y se dirigían hacia el norte, delante de ellos; no hablan del ataque que
cuenta Jerónimo, realizado en tres flancos por guerreros a pie. Pozo Hediondo está
a unos treinta y dos kilómetros de Arizpe, pero más cerca de Nacozari, una ciudad
de importancia similar. Jerónimo insiste en que los guerreros marcharon «casi
hasta Ari[z]pe». Los mexicanos sitúan el campo de batalla en los altos, en cambio
Jerónimo lo localiza en la boscosa ribera de un río.
Estas divergencias son un ejemplo de cuán difícil es relatar la historia de los
apaches correctamente. Media un abismo, por ejemplo, entre la percepción de los
mexicanos y los estadounidenses acerca de los acontecimientos acaecidos durante
la guerra mexicanoestadounidense a lo largo de su frontera en el siglo XIX. Los
archivos de los hispanos son irreconocibles para los texanos, quienes tuvieron que
recordarnos El Álamo.[37]
La dificultad crece cuando uno trata de encajar los recuerdos conservados
por la memoria apache con los jirones de papel almacenados en los archivos
mexicanos o estadounidenses. Fechas, nombres de lugares y personas, todo
pertenece a universos distintos. Se dan casos de malentendidos colosales entre
lenguas, culturas y valores morales.
Todo esto, junto con el hecho de que Jerónimo fue casi un perfecto
desconocido hasta mediada la década de 1870, hace que su paso a través de las
Guerras Apaches sea un oscuro sendero que se pierde fácilmente en la maraña de
las crónicas. Jerónimo volvió a casarse unos meses después del desastre de Janos. [38]
Su segunda esposa, una bedonkohe, era, para los apaches, «una joven muy
atractiva». Con el tiempo, Jerónimo llegaría a casarse nueve veces, manteniendo
hasta tres mujeres a la vez (algo que no era raro entre un prominente chiricahua),
pero ninguna mujer parece haber estado tan cerca de su corazón como lo estuvo
Alope.
Fue en 1851, quizá solo unas semanas después del ataque de Janos, cuando
Jerónimo vio por primera vez a estadounidenses. Estos eran miembros de una
comisión de exploración topográfica de la frontera encargada por el gobierno. En
su hogar de las montañas de Gila, Jerónimo ya había oído hablar de estos intrusos.
[39]
Fue a visitarlos acompañado de algunos guerreros. La barrera del lenguaje
supuso un obstáculo infranqueable, pero los apaches tendieron su mano a los
exploradores y acamparon junto a los topógrafos. Cambiaron pieles de venado y
ponis por camisas y alimentos. Cazaron de buena gana para los topógrafos, y estos
les pagaron en metálico, en moneda estadounidense. «No sabíamos cómo valorar
aquel dinero, pero lo guardamos y aprendimos de los navajos que era muy
valioso», nos cuenta Jerónimo.
¡Qué inocente resulta este primer encuentro con los ojos blancos a la luz de
la historia posterior! Los apaches los observaban continuamente, fascinados por la
labor de aquella comisión. «Todos los días medían la tierra con extraños
instrumentos, y ponían marcas que no podíamos comprender. Eran hombres
buenos, y quedamos tristes cuando se fueron hacia el oeste».
Durante los diez años siguientes a Arizpe, Jerónimo atacó a México. Casi
siempre era él el instigador, pues sentía una insaciable sed de venganza hacia los
mexicanos. Dirigía partidas de a veces solo tres hombres, y otras de treinta. La
primera de estas expediciones estuvo a punto de costarle la vida.
En compañía de dos hombres, Jerónimo se coló en el estado de Sonora, viajó
a lo largo de una cadena montañosa y decidió dar un golpe en una pequeña
población. Esta táctica, por buenas razones, no era usada casi nunca por los
apaches. Cuando estaban casi a punto de tomar cinco caballos sujetos frente a unas
casas, los ciudadanos abrieron fuego sobre ellos. Los dos compañeros de Jerónimo
murieron en el acto. Entonces apareció una horda de mexicanos, a pie y a caballo.
«Me vi acorralado tres veces aquel día, pero me mantuve luchando,
escondiéndome e ingeniando tretas», recordaría Jerónimo con laconismo. Armado
solo con un arco y flechas frente a rifles, Jerónimo efectuó mortales disparos a los
mexicanos que lo acechaban.[40] Después de todo un día de ocultarse y realizar
trucos desesperados, consiguió abrirse paso hacia el norte. Los mexicanos a caballo
lo persiguieron durante dos días, disparando a menudo sobre él. Jerónimo había
lanzado ya su última flecha, «por lo tanto dependía de mi habilidad para correr y
esconderme, por cansado que estuviese. No había comido desde que comenzó la
persecución, ni osé parar para descansar».
Al final, durante la segunda noche, despistó a sus perseguidores. Fue una
virtuosa demostración de supervivencia, pero solo se ganó el desdén de los
bedonkohe. Medio siglo después, Jerónimo recordaría su vergüenza: «Algunos
apaches me echaron la culpa del fatal resultado de la expedición, pero no dije
nada. Al haber fracasado, lo adecuado era guardar silencio».
Envalentonado hasta la temeridad por la visión de que las balas no podrían
matarlo, y por su ira contra los mexicanos, Jerónimo sufrió otro tipo de
advertencias. En un combate cuerpo a cuerpo cargaba a la carrera contra un
soldado mexicano, lanza contra rifle, cuando resbaló en un «charco de sangre» y
cayó a los pies del militar. Este le dio un golpe con la culata del rifle que lo dejó
inconsciente, y estaba a punto de rematar la faena cuando un compañero de
Jerónimo lo atravesó con su lanza. Al día siguiente Jerónimo pudo caminar con
paso vacilante hacia el norte, a Arizona. Le llevaría meses recuperarse, y la herida
le dejó una cicatriz que luciría el resto de su vida.
En un combate acaecido un año después, una bala hirió a Jerónimo muy
cerca de su ojo izquierdo, rozándole la cabeza y dejándolo inconsciente de nuevo.
Los mexicanos pensaron que estaba muerto y pasaron sobre él para atacar a los
otros apaches. Jerónimo volvió en sí, se puso en pie y huyó corriendo hacia el
bosque. Las balas silbaban a su alrededor, y una le acertó en un costado. Con su
estilo lacónico, describiría después otra asombrosa huida:
Estuve corriendo, hurtando el cuerpo y escondiéndome hasta que me libré
de mis perseguidores. Escalé las empinadas paredes de un cañón, donde la
caballería no podía perseguirme. Los soldados me vieron, pero no desmontaron
para tratar de seguirme. Creo que fueron sabios por no hacerlo.
Mi ojo izquierdo estaba todavía tan hinchado que lo tenía cerrado, pero con
el otro vi lo suficiente como para acertar a un oficial con una flecha. Luego
conseguí escapar entre las rocas. Los soldados de caballería quemaron nuestras
tiendas [viviendas] y se llevaron nuestras armas, provisiones, ponis y mantas. El
invierno estaba próximo.
Durante estas primeras batallas contra los mexicanos, Jerónimo solo utilizó
el arco y las flechas, lanzas (los apaches las hacían de sotol, con un extremo afilado
y endurecido al fuego) y cuchillos. Si en 1851, cuando sucedió el acontecimiento en
el que se ganaría su nombre mexicano, no sabía manejar un rifle, no tardó en
aprender. Con el tiempo llegaría a ser un soberbio tirador. Bien entrado en los
setenta años, todavía era capaz de realizar magníficas demostraciones de puntería.
[41]
La década de ataques a México le sirvió para hacerse todo un maestro de
guerreros y un dirigente de hombres. Los fiascos iniciales fueron seguidos de
gloriosos triunfos. Uno de sus grupos más numerosos, treinta hombres a caballo,
regresó de México, según decía él, con «todos los caballos, mulas y reses que se les
antojó … Durante ese ataque matamos al menos a cincuenta mexicanos». [42] En otra
expedición, compuesta por tres aliados y él mismo, Jerónimo golpeó de nuevo en
una pequeña población; esta vez era un pequeño villorrio en Sierra Madre, cerca de
la frontera entre el territorio de los chiricahua y el estado de Sonora. Mataron a uno
de los ciudadanos y echaron de la población al resto de sus habitantes.
Asombrados por la variedad de bienes que tenían para escoger, los cuatro
guerreros saquearon casas y tiendas. Como Jerónimo recordó:
Los apaches albergaban una gran curiosidad por los extraños objetos con los
que estadounidenses y mexicanos amueblaban sus hogares. Años después de los
ataques, los apaches todavía llevaban con ellos cosas así, y no solo cadenas de
relojes y joyería, sino también fotografías y cartas manuscritas que solo podían
tener un valor fetichista para ellos.
Las numerosas incursiones de Jerónimo en México también perfeccionaron
sus conocimientos geográficos, particularmente los de los tortuosos cañones y las
rocosas cumbres de Sierra Madre. Estos conocimientos almacenados en su
memoria le resultaron de una vital importancia en la década de 1880. En una de
estas incursiones, Jerónimo debió de llegar hasta el golfo de California, que
describe como «un gran lago que se extiende más allá de lo que alcanza la vista».
Muy pocos apaches llegaron nunca a ver un océano, y a pesar de que los rumores
de su existencia se habían filtrado hasta los pueblos del interior, no eran tenidos en
cuenta como norma general. La inmensa mayoría de los apaches estaban
convencidos de que no había masa de agua en el mundo lo bastante ancha como
para no ver la otra orilla.
La cualidad que lo caracterizaría, el estar profundamente preocupado por su
gente, no surgiría hasta la década de 1850. En un asalto, se hicieron con un
cargamento de la potente bebida alcohólica que los mexicanos llaman mescal.
Muchos de los asaltantes procedieron a emborracharse a conciencia y, como
pasaba a menudo en tales circunstancias, a pelearse. Jerónimo también estaba
borracho, pero no había perdido el control. Sin embargo, era la única voz con uso
de razón en medio de aquella ebria pandilla de veinte hombres, y trató de detener
las peleas y apostar centinelas en prevención de los posibles escuadrones de
caballería mexicana que pudiese haber por la zona. Sus esfuerzos fracasaron. Al
final, cuando casi todos estaban tan borrachos que apenas podían caminar,
derramó el resto del mescal por el suelo, apagó las hogueras del campamento y
saco la recua de mulas fuera del campamento. Luego intervino a los dos guerreros
que presentaban peores heridas; a uno le cortó una punta de flecha de la pierna, y
a otro le curó un lanzazo que tenía en el hombro. Finalmente se quedó en pie toda
la noche. El único centinela de guardia en aquel campamento de borrachos.
A medida que desarrollaba sus habilidades guerreras, también profundizaba
en el conocimiento de su don. No era algo de lo que hiciese ostentación, ni siquiera
hablaba de ello. Muchos años después, un hijo de Juh testificaría:
Ya por naturaleza era un hombre valiente, pero si uno sabe que nunca lo
matarán ¿por qué tener miedo? Yo nunca supe que Jerónimo les dijese a sus
guerreros que contaba con alguna protección sobrenatural, pero estuvieron a su
lado en ocasiones muy peligrosas y fueron testigos de sus milagrosas huidas, de
sus curas de heridas y de los resultados de su medicina. Por eso sus guerreros
sabían que Jerónimo estaba vivo gracias a la protección de Ussen.[43]
Sería probablemente durante el invierno entre 1869 y 1870, cuando Jerónimo
escaló la montaña y oró para salvar a su hermana Ishton, que yacía medio muerta
tras un parto.[45] En la cima de la montaña, la voz le diría de nuevo que moriría de
muerte natural, no por herida de bala.
Más tarde el don de Jerónimo cobraría otro aspecto, la habilidad de adivinar
cosas que sucedían a muchos kilómetros de distancia. Cualquiera que fuese la
explicación racional de este fenómeno, el caso es que resultó tener un gran valor
estratégico para los grupos encabezados por Jerónimo.
La década de los ataques perpetrados por Jerónimo en México a partir de
1851 solo está documentada en sus propias memorias. Si existieron alguna vez
archivos mexicanos de esos acontecimientos, nunca guardaron relación con los
relatos de Jerónimo. Y hay que añadir, quizá, que sus propias narraciones acerca
de los principales encuentros con los estadounidenses a partir de 1861 son muy
superficiales comparadas con su lucidez respecto a los años de México. [46] Sabemos
con una razonable certeza que Jerónimo combatió en la batalla de Apache Pass de
1862, cuando los cañones con ruedas desbarataron las fuerzas combinadas de
Cochise y Mangas Coloradas. Sin embargo, nunca hace mención de ello.[47]
A finales de 1872, Jerónimo casi tenía cincuenta años de edad, tres mujeres y
al menos dos hijos.[49] Había perdido otra mujer y otro hijo a manos de los soldados
mexicanos en algún momento de la década de 1850. Era un hombre poderoso, casi
obeso, que pesaba unos ochenta kilos, mediría 1,73 m, algo más bajo que Cochise y
mucho más que el gigante Mangas. Sin embargo, Jerónimo era más alto y pesado
que la media de los guerreros chiricahua, que rondaban los 1,68 m y pesarían unos
sesenta o sesenta y tres kilos.[50]
En Cochise, el deseo de venganza tomó la forma de una furia adamantina,
un monolítico propósito que sobrecogía a sus propios guerreros. «He matado a
diez blancos por cada indio asesinado», alardeó ante Howard al terminar con su
década de terror.[52]
Con el establecimiento de la reserva chiricahua, los apaches y los blancos
creyeron por igual que estaban a punto de entrar en un período de paz duradera
basada en una factible coexistencia. Como tantos pozos de esperanza que parchean
la árida tierra bajo el sol del sudoeste de Estados Unidos, este sueño de paz
demostró ser solo una ilusión.
A finales de 1872, Jerónimo se alzó en el umbral de lo que sería la última
guerra india de Estados Unidos, una guerra que con el tiempo iría asociada a su
nombre.
Capítulo 9
El fin de Cochise
Crook sufrió una amarga decepción con el acuerdo de paz que Howard
consiguió en las montañas Dragón, pues le arrebató la oportunidad de lanzarse en
pos de Cochise. Él tenía muy poca confianza en que la tregua alcanzada por el
general con el fiero e independiente chiricahua durase mucho tiempo. El manco
general parecía ser solo un poco menos ingenuo que el fanático Quaker que el
presidente Grant había enviado al Oeste antes que a él. Como acostumbraba
Crook, se guardó sus sentimientos para él. Incluso décadas más tarde, después de
que la Historia lo vindicase ampliamente, Crook confinó su propia rectitud a una
ligera queja en su autobiografía: «Nunca conseguí llegar a ver las estipulaciones
del tratado, aunque hiciese aplicaciones oficiales de ellas».[1]
Crook, sintiéndose impedido en su deseo de tratar con los chiricahua según
su propio criterio, volvió su atención hacia los apaches de Arizona que habían
rechazado establecerse en las reservas. Los más salvajes de estos llamados
«hostiles» eran los apaches tonto, que usaban para refugiarse los enmarañados
páramos situados al norte y al oeste de San Carlos y Fort Apache.
Crook declaró una nueva fecha límite, esta vez el 15 de noviembre de 1872,
para llegar a lo que él confiaba en que sería la campaña final. Envió a todos los
apaches amistosos que pudo con la noticia de su nueva fecha límite. Así se
convenció de que cualquier apache que a partir del 15 de noviembre anduviese en
total libertad, era porque desacataba abiertamente su edicto. Es obvio que esa era
una conclusión un tanto dudosa.
Sobre el papel, al menos, las condiciones que impuso Crook eran estrictas,
pero no inhumanas. Cuando encontrasen apaches hostiles, harían todos los
esfuerzos posibles para lograr una rendición parlamentada antes de comenzar una
lucha.[2] Las mujeres y los niños habían de ser respetados a cualquier precio. Los
prisioneros deberían ser tratados correctamente. Tan pronto como se sometiesen
los prisioneros adultos, serían convertidos en rastreadores siguiendo la teoría de
«cuanto más salvaje sea un apache, más probable es que conozca las artimañas y
estratagemas de aquellos que viven en las montañas». Pero si los guerreros se
negaran a rendirse, entonces les darían caza hasta matarlos o capturarlos. De este
modo, creía Crook, la campaña sería «corta, rápida y decisiva».
Declarar la fecha límite a mediados de noviembre fue una maniobra astuta.
El invierno siempre era la estación más dura para los apaches, y el sistema que
requerían para trasladarse a través de las heladas montañas no era compatible con
las huidas y la discreción. La cuenca Tonto está situada a más de doscientos
cincuenta metros sobre el nivel del mar. Durante el invierno, las temperaturas
normalmente descendían hasta los –10°C. De no ser por la necesidad de
permanecer ocultos, los apaches habrían descendido a sus campamentos de
invierno, situados a un nivel inferior. Durante los años en que nadie les daba caza,
los indios podían encender fogatas allá donde quisieran, pero entonces el humo era
una pista para las patrullas de Crook, y como la caza escaseaba en invierno, la
alimentación de los apaches se basaba en los víveres recogidos en otoño y
almacenados en cuevas, tales como nueces, bayas, frutos de maguey secos y carne
seca. Entonces, si una patrulla atacaba un campamento de invierno, los apaches
podían huir sin recibir una sola baja, pero perdían todos sus valiosos depósitos de
alimentos. Estos eran confiscados, o quemados, por el ejército.
Tan sagaz como usar rastreadores apaches fue la elección que hizo Crook
para nombrar jefes de exploradores. En esta delicada posición, muchos oficiales del
ejército, personas bien educadas, simplemente nunca lo hubiesen hecho: carecían
de la comunicación necesaria con los apaches, así como de las rudas habilidades
que se requerían para imponer respeto a los mejores rastreadores y cazadores que
jamás hubo en el estado de Arizona. Como jefes de exploradores, Crook escogió a
los herederos de ambas culturas, hombres que habían pasado la vida dando
tumbos, hombres solitarios que habían quedado huérfanos tras sus tribulaciones.
Un par de generaciones antes, estos inadaptados habrían sido tramperos u
hombres de las montañas. Algunos de ellos sabían hablar apache. Esta compleja
lengua resultaba tan difícil para un anglohablante que durante el cuarto de siglo de
conflicto en el sudoeste de Estados Unidos, solo un puñado de estadounidenses
habían conseguido aprender los rudimentos básicos de ese idioma.
El favorito de Crook entre estos jefes fue Archie McIntosh, quien se había
unido a él por primera vez en el territorio de noroeste en la década de 1860. Era
oriundo de Ontario, de padre escocés y madre chippewa, y comenzó a ser
trampero a los diez años en los territorios occidentales de Canadá.[6] Un día,
cuando todavía era un niño, remontaba en canoa el río Frasier junto a su padre
cuando unos indios emboscados dispararon y mataron a su padre. El chico se las
arregló para huir. Más tarde trabajaría para la Hudson Bay Company, antes de
prestar sus servicios como guía militar en el ejército de Estados Unidos, en 1855.
Cuando llegó a Arizona, McIntosh ya le había salvado la vida a Crook en
una ocasión, llevando al oficial a través de la meseta de Idaho durante treinta
kilómetros, en plena tormenta de nieve. Como otros jefes de exploradores,
McIntosh era un soberbio bebedor, a quien a veces habían tenido que sujetar al
caballo, o transportar en un carro, tras una noche de juerga. [7] Crook, abstemio, le
perdonaba ese mal hábito porque, ebrio o sobrio, los razonamientos de McIntosh
siempre eran agudísimos. Aunque McIntosh «nunca aconsejaba nada, ni expresaba
protesta alguna con palabras», Crook aprendió a valorar los instintos de su guía
sin cuestionarlos.
Mickey Free, «el coyote cuyo rapto llevó la guerra a los chiricahua», el chico
que Félix Ward dijo que habían secuestrado los apaches en 1861, precipitando con
ello el asunto de Bascom, reaparece en 1871 con hosco temperamento y un ojo
dañado para convertirse en rastreador militar. Con el tiempo serviría como
intérprete para Crook en negociaciones cruciales con los chiricahua.
Gracias a sus ocho años de entrenamiento en el sendero de la guerra apache,
Grijalva poseía los más íntimos conocimientos de los métodos chiricahua. Tomó
parte en asaltos y batallas contra los mexicanos y sus captores debieron de creer
que «se había vuelto apache». La banda de Grijalva estaba estrechamente aliada a
Cochise. Recordaba una ocasión en que Cochise se puso furioso con un guerrero
que había robado caballos con la marca del ejército estadounidense (material
militar, cuya pérdida podría llevar la ira del ejército sobre los chiricahua) y, de
pronto, le atravesó el corazón de un lanzazo.
Grijalva era el único de los exploradores de Crook que sabía rastrear tan
bien como un apache. Entendía mucho mejor el funcionamiento de las emboscadas
y trampas apaches que cualquier otro explorador blanco. Conocía a la gente de
Cochise tan a fondo, que una vez los identificó por los mocasines y las
decoraciones que habían recogido en un campamento abandonado.[12] Para
Grijalva, el desarrollar un trabajo como guiar a una patrulla de soldados hasta los
apaches suponía la más peligrosa de sus obligaciones. Sabía que los chiricahua lo
recordaban como al mayor de los traidores. [13] Si alguna vez lo capturaban,
reservarían para él la más cruel y lenta de las agonías. A veces, cuando perseguían
a los apaches, Grijalva podía ver que ellos lo reconocían y podía leer la intensidad
de su odio en sus ojos. Siempre guardaba una bala extra para sí mismo, por si era
capturado.
Grijalva se retiró del servicio militar en 1880, y se estableció como granjero
en el valle de San Simón, en el sudeste de Arizona. Vivió por lo menos hasta bien
entrada la década de 1890. Nadie dejó constancia de la historia de su vida. Su
conocimiento de primera mano del estilo de vida estadounidense era tan profundo
como el del mexicano o el apache, y superior al de cualquier otra persona del siglo
XIX. Sus inigualables conocimientos se han perdido para la Historia.
Cuando pasó el día 15 de noviembre, el día siguiente a la fecha límite de
Crook, sus nueve comandos comenzaron a establecerse en distintos fuertes, cada
uno con su propio itinerario, para peinar el inhóspito territorio de los apaches
tonto.[14] La marcha resultaba penosa en muchas ocasiones, con abundantes
nevadas y gélidos vientos entorpeciendo el avance de los soldados. A veces, los
pinos estaban tan húmedos por la nieve y la lluvia que encontraban dificultades
para prender fuego, una situación extraña en Arizona.
Las tropas mantenían una rígida disciplina acorde a los designios de Crook:
nadie cantaría, silbaría, gritaría, ni siquiera encendería una cerilla durante la
marcha; los pequeños fuegos de campamento se encenderían solo cuando los
oficiales juzgasen que no podrían ser vistos por sus «enemigos con vista de lince».
En suelo rocoso, los soldados trocarían sus botas por mocasines, para asegurar una
marcha silenciosa. El rancho sería espartano: basado en harina, alubias, tocino y
café, con una pequeña cantidad de chocolate y melocotón seco como esporádicos
manjares.
Aunque la nieve hacía la marcha muy difícil, ayudaba inmensamente a los
rastreadores, y el presentimiento que tuvo Crook de que en invierno los apaches
serían más vulnerables tendría su compensación. Una y otra vez, las patrullas
darían con pequeñas rancherías, o campamentos habitados por apenas unas
docenas de apaches. Sin otra alternativa, los indios huían abandonando sus víveres
de invierno. Durante un típico combate, morirían algunos apaches, y unos cuantos
más, sobre todo mujeres y niños, serían capturados, y todo con mínimas bajas entre
los soldados. Este desigual resultado era obra de los rastreadores indios, pues
normalmente eran ellos los primeros que disparaban sobre los indios rebeldes, y
ellos llevaban la mayor parte de las mejores acciones defensivas.
A pesar de que libraron pocas batallas cruciales, las patrullas pagaron un
elevado precio. Bourke calculó que el comando al que estaba inscrito recorrió unos
mil novecientos treinta kilómetros en ciento cuarenta y dos días, y acabaron con la
vida de quinientos apaches rebeldes. [15] El peinado que hicieron en la cuenca Tonto
siempre ha sido descrito por los historiadores como una brillante campaña militar.
Y lo fue, pero la puesta a punto de la cuenca, por emplear el mismo eufemismo que
Bourke, también fue extremadamente brutal.[16] La persecución que Crook
mantuvo contra los indios rebeldes raya el acoso genocida que habían llevado a
cabo Carleton y Baylor una década antes. En el caos de los ataques precipitados
por los rastreadores indios, los asediados apaches apenas tuvieron la oportunidad
de rendirse pacíficamente. Bourke no dedica un solo párrafo de sus crónicas de la
campaña de invierno a la rendición en lugar de al derramamiento de sangre.
Cuando comenzó la campaña de invierno, Crook hizo saber que la captura o
muerte de Delche era una de sus mayores prioridades. Sobre este punto encajaron
dos piezas de información apache con fatales consecuencias. Un indio le dijo a
Crook que el reducto de Delche era una caverna situada en las cimas de las
montañas Mazatzals, al norte del río Salado (al oeste de lo que hoy es Roosevelt
Dam), y uno de sus exploradores apaches, un hombre llamado Nantaje, le dijo que
se había criado en ese bastión y se ofreció para guiar a los soldados hasta allí.[19]
Ciento veinte años más tarde, podemos analizar lo que fue la batalla de la
caverna Skeleton (esqueleto) con más claridad de lo que pudo Crook. Es probable
que Delche fuese un jefe de los apaches tonto. Era cierto que pasaba tiempo en
aquella cueva en los altos de las montañas Mazatzals, y también que constituían un
baluarte. Pero de todos modos, Delche no estuvo allí en diciembre de 1872. Es más,
la gente que estaba acampada allí ni siquiera eran apaches.
Eran yavapais. Como a menudo se unían a los apaches occidentales en sus
rapiñas, a veces eran tomados como tales. El nombre corriente con que se les
designaba en el siglo XIX era el de apaches mojaves, pero hablaban un idioma
completamente distinto a cualquier dialecto apache. Y tampoco pertenecían a la
enorme familia de los apaches, estando más cercanos a los yuma (familia macro
yuma) que a las familias athapascanas (tronco lingüístico de los apaches). Estas
distinciones estaban muy lejos del alcance de Crook y sus soldados.
No hubo negociaciones para la rendición. Bajo la mortecina luz del alba,
cada tirador escogió un guerrero y, a una señal apenas susurrada, abrieron fuego.
Seis de los hombres yavapai cayeron muertos en el acto. Al escuchar las
detonaciones, el resto de la tropa se apresuró a subir. Un parapeto formado por
rocas se extendía frente a la boca de la cueva. Todos a una, los guerreros yavapai se
lanzaron a sus posiciones tras las rocas y comenzaron a disparar sobre los
soldados, mientras que las mujeres, los niños y los ancianos se ponían a cubierto en
el interior. No había esperanza de huir, pues los soldados bloqueaban la salida de
la cueva.
La batalla podría haber derivado a un prolongado pulso, si no llega a ser por
dos estratégicos movimientos que ideó el comandante. Ordenó a un pequeño
contingente de hombres que se situasen sobre el risco que cubría la entrada de la
caverna para que pudiesen arrojar rocas sobre sus habitantes. [22] Las rocas
desempeñaron su papel. Cuando los supervivientes reptaron hacia lo más
profundo de su refugio, el comandante estadounidense ordenó a sus tropas que
disparasen contra el techo de la cueva. Las balas rebotaban en la piedra y mataban
indiscriminadamente. Desesperados, veinte guerreros yavapai, cada uno de ellos
armados con un arco y un rifle, organizaron una carga suicida. Seis o siete
murieron, el resto regresó a la cueva.
Cuando todo acabó, los cadáveres yacían apilados en la caverna. La muerte
de un rastreador pima fue la única baja que sufrió el ejército. Setenta y seis
hombres, mujeres y niños yacían muertos.[23] Tan solo veinte mujeres y niños,
muchos de ellos heridos, fueron cogidos con vida. Según uno de los niños que
sobrevivió al combate, los pima y los maricopa eran más brutales que los soldados.
[24]
Cuando estos entraron a la carrera en la gruta, comenzaron a machacar las
cabezas de los cadáveres antes de que los soldados pudiesen impedirlo. «Una
mujer que estaba malherida y no podía montar fue dejada atrás. Algunos soldados
le dieron comida y agua, pero cuando marcharon, regresaron unos pimas y le
machacaron la cabeza hasta reducirla a pulpa», testificó el chico.
Sesenta y un años después, alguien que visitó aquel remoto lugar aseguró
que «los huesos rotos y blanqueados de los caídos» todavía se hallaban esparcidos
dentro de la cueva aquí y allá.[25] Con el tiempo, una partida de yavapai reunió lo
que quedaba de los huesos y los llevaron a la reserva india de Fort McDowell,
donde los enterraron.[26] Todavía son visibles los arañazos de las balas en el techo
de la caverna.[27]
En abril de 1873, los que quedaban libres habían perdido las ganas de
combatir. Cuando vanas patrullas se dirigían a Campo Verde con sus prisioneros,
comenzó un hecho sin precedentes. [28] Cientos de apaches salvajes, como los
llamaban, se unían al paso de las comitivas. Se introducían entre los prisioneros en
grupos de dos o de tres, diciéndole simplemente siquisn (hermano mío) a los
rastreadores que les habían dado caza. Cuando Crook contó a los hostiles que
habían llegado, se encontró con que tenía dos mil trescientos prisioneros de guerra,
entre ellos el notorio Delche.
Crook le habló a los jefes con su estilo firme y paternal. Si ellos vivían en paz
dentro de las reservas, les prometió que «sería el mejor amigo que jamás hubiesen
tenido». Uno de los jefes le dijo a Crook: «Ya ves, estamos casi a punto de morir de
hambre y de frío. Me alegro de tener la oportunidad de rendirme, pero no porque
te ame, sino porque temo al General».[29] Delche le dijo a Crook, según parafraseó el
general:
Él contaba con ciento veinte guerreros el otoño pasado. Si alguien le hubiese
dicho que no podía barrer el mundo entero, se hubiese reído, pero ahora solo le
quedaban veinte. Dijo que no solían tener dificultades para eludir a las tropas, pero
que ahora hasta las rocas parecían haberse ablandado y no podían colocar el pie en
ningún lugar que no dejase una huella por la cual pudiesen seguirlos. Tanto era así
que no podían dormir de noche, pues si un zorro o un coyote hacía rodar una roca
en la oscuridad, se levantaban y sacaban prestos sus armas pensando que éramos
nosotros que los perseguíamos.
Hasta donde Crook sabía, no quedaban apaches libres ni en Arizona ni en
Nuevo México. Los nednhi y algunos chokonen podían estar aún descontrolados
en algún lugar al sur de la frontera, pero ese era un problema de los mexicanos. Era
compresible que en abril de 1873 Crook creyese que había resuelto el problema
apache y que había puesto fin a una guerra que ya duraba veinte años. Seis meses
después, Crook fue recompensado por su campaña final con un ascenso a general
de brigada.
Como el sistema de las reservas era algo muy reciente en Arizona, todo lo
referente a ellas tuvo que ser improvisado partiendo de cero. Crook diseñó las
reglas y rutinas con las que sus apaches, así los llamaba, vivirían en concordancia
con la ordenada actitud de la mente del general. Cada indio llevaría una pequeña
etiqueta numerada de latón alrededor del cuello.[30] Los contarían a diario, y
comprobarían su número. La razón que sostenía esta norma (que los apaches
pacíficos tuviesen una prueba de su inocencia cuando se produjese una rapiña
fuera de la reserva y los acusaran a ellos) no era inhumana, pero el hecho de
otorgar etiquetas numeradas parece anunciar el macabro estilo de tratamiento al
interno que se dio en los más diabólicos campos de prisioneros del siglo XX.
Crook puso a los apaches a trabajar en vastos proyectos agrícolas: cavarían
un canal de irrigación de ocho kilómetros en Campo Verde y plantarían hectáreas
y hectáreas de cereales y verduras. La base era el capitalismo: una vez que un
indio, como escribió Bourke, «comience a ver germinar el fruto de su trabajo, y
sepa que existe un mercado preparado para pagarle en efectivo todo lo que él le
pueda vender», perdería todas las ganas de rapiñar y tomar el sendero de la
guerra.
Hubo otros casos de mutua incomprensión entre estas extrañas culturas. Los
apaches tenían uno de sus más altos valores puesto en la castidad de sus mujeres.
Durante siglos, habían aceptado que el castigo para la mujer adúltera fuese que el
marido le cortase la nariz. Crook, horrorizado por esta práctica, la prohibió, y
cuando un marido trataba de castigar con aquel escarmiento ancestral a su infiel
esposa, el general lo condenaba a un año de prisión.[31]
Los soldados que vigilaban las reservas no se molestaron en aprender los
nombres de los apaches. Con la arrogancia del conquistador, se dedicaron a
ponerles motes de su propio cuño a los indios que vivían bajo su tutela. Así
Nantaje, el rastreador que guio a los militares hasta la cueva Skeleton, pasó a ser
Joe.[32] A Nochedelklinne, que más tarde llegaría a ser un visionario profeta que
anunciaría una época dorada durante la cual los ojos blancos se marcharían, lo
llamaban Bobby. Un niño yavapai de siete años de edad capturado por los
soldados de caballería se encontró con que le habían cambiado su nombre,
Hoomoothya (pequeña nariz húmeda), por el de Mike Burns, en honor a su captor,
el capitán James Burns.[33] «Haremos de él un indio irlandés», bromeó uno de los
colegas de Burns.
Crook había identificado tres más entre los indios malos como los
provocadores del fatal incidente, unos jefes llamados Chunz, Cochinay y
Chandeisi (John Daisy, como le llamaba Crook). Luego prometió a los apaches que
suplicaban paz que les permitiría regresar a la reserva con la condición de que
fuesen a las colinas y le entregasen las cabezas cortadas de los proscritos.
Patrullas armadas dieron caza a los rebeldes y consiguieron matar a cierto
número de seguidores de Cunz, Cochinay y Chandeisi, pero los más importantes
habían huido.[36] Mientras tanto, Delche también se había fugado de la reserva
junto a cuarenta de los suyos. Y, como la cabeza de Delche era una de las que más
deseaba Crook, este ofreció a los exploradores apaches una recompensa por ella.
Al final, la máxima demostró ser cierta una vez más: hace falta un apache
para atrapar a otro apache. Los cuatro principales proscritos eludieron la captura
durante todo un año. Hasta que un día de mayo de 1874, una banda de
rastreadores entró a caballo en la reserva de San Carlos y sacaron la cabeza cortada
de Cochinay. Un mes más tarde entregaron la de Chandeisi. Cada vez con menos
seguidores, Chunz fue localizado y muerto en las montañas de Santa Catalina,
cerca de Tucson, estado de Arizona, a finales de julio. Los triunfantes exploradores
cabalgaron hasta la tienda de Crook, abrieron un saco y arrojaron al polvoriento
suelo siete cabezas: la de Chunz y las de los seis últimos hombres que habían
permanecido con él hasta el final. Crook dispuso las cabezas en el suelo del patio
de instrucción, como un truculento recordatorio hacia los mil apaches de San
Carlos de la paz que les habían traído esas cabezas cortadas.
Solo quedaba Delche. Pocos días después, dos patrullas llegaron por
separado, a caballo y afirmando ambas haber matado al Mentiroso. Como Crook,
sin remordimientos, escribiría más tarde: «estaba satisfecho de que ambas partidas
estuviesen convencidas de su parecer, y el hecho de que trajeran una cabeza de
más no representó un problema. Les pagué a las dos».[37]
«Esto fue para silenciarlos», informó Crook a los apaches de San Carlos.
Gobernó con férreos edictos y sangrientas represalias y así acabó con el espíritu
combativo de los tonto. Bourke se hizo eco del buen juicio de las acertadas
conclusiones de su general cuando escribió: «Los apaches de Arizona son ahora
una tribu conquistada».[38]
* * *
Y además, para la ordenada mentalidad de Crook, la situación de aquella
nueva reserva chiricahua era caótica, amén de peligrosa. Un único agente, Tom
Jeffords (que no quiso aceptar el trabajo cuando se lo propusieron), estaba al cargo
de más de un millar de apaches. No había tropas que mantuviesen el orden, y los
chiricahua podían campar a sus anchas por la reserva. Crook nunca pudo conocer
los términos exactos bajo los cuales Howard trató con Cochise por la sencilla razón
de que jamás fueron puestos por escrito. Con sus modales de caballero, el general
Howard había considerado que la palabra de honor de Cochise bastaba para
controlar a su gente por toda la eternidad.
Un indio de buen aspecto, de unos cincuenta inviernos [estaba cerca de los
sesenta y cinco], muy serio. Medía algo más de 1,80 m, de pecho profundo, perfil
romano, ojos negros, mandíbula firme y amable; incluso su melancólica expresión
suavizaba, en cierto modo, el aspecto decidido de su semblante. Parecía estar más
limpio que los demás indios salvajes que yo haya visto, y sus modales eran
cuidadosos. Tampoco su discurso ni sus gestos mostraban la vehemencia
característica de los de su raza.[39]
Una cuestión crucial para Crook era saber hasta qué punto los chirichuas
continuaban rapiñando en México. Cuando le preguntaron a Cochise sobre ese
asunto, respondió: «Los mexicanos no me han pedido la paz, como sí lo han hecho
los estadounidenses». Y admitió que algunos de sus guerreros más jóvenes «son
responsables de bajar allá de vez en cuando y hacer algo de daño a los mexicanos.
No quiero mentir en este asunto. Ellos van, pero yo no los envío». [40] El encuentro
fue infructuoso, pues no proporcionaba un pretexto a Crook para intervenir en la
reserva de Jeffords.
Antes incluso de la visita de Bourke, el gobernador territorial, Anson P. K.
Safford, un hombre valiente que en su día dirigió patrullas de voluntarios contra
los apaches, realizó su propia visita a Cochise. La descripción de Safford
complementa a la de Bourke:
Cochise le recitó a Safford su lamento habitual acerca de la pasada gloria de
su pueblo y la traición sufrida a manos de Bascom. Safford escribió: «Le dije que la
conducta del teniente Bascom no fue del agrado de nuestra gente. Y que, de no
haber ido a la guerra, Bascom hubiese sido castigado y se habrían salvado muchas
vidas».
Después de partir del campamento de Cochise, Safford hizo una profética
observación: «Mi impresión es que él se lo está tomando muy en serio, y que desea
la paz. Pero tanto él como sus seguidores son hombres salvajes, y aún con los
mejores propósitos por nuestra parte, cualquier razón, bien sea real o imaginaria,
podría ponerlos en cualquier momento de nuevo en pie de guerra».
La reserva de los chiricahua, que se hizo oficial en diciembre de 1872, era
una extensión cuadrada de noventa kilómetros de lado situada en la zona sudeste
de Arizona. Desde el punto de vista de sus habitantes, esta era la más perfecta de
las reservas creadas por Estados Unidos. Dentro de ella se encontraban las
montañas Dragón, el bastión de Cochise, los montes sagrados de los apaches,
Apache Pass, con su importante manantial y docenas de cañones repletos de
venados y antílopes. Los únicos estadounidenses que tenían intereses dentro de ese
territorio eran los de un puesto de comerciantes en Sulphur Springs, y los
dispersos edificios de adobe pertenecientes a Fort Bowie con una escuálida fuerza
de soldados sin demasiadas ocupaciones. En 1872, ningún minero había reclamado
ninguna parte de este espacio salvaje.
Si alguna reserva apache podía funcionar, sin duda hubiera sido la de los
chiricahua. Pero gracias a la intromisión de los teóricos burócratas de Washington,
esta nunca tuvo una verdadera oportunidad.
Al principio la prensa local montó un revuelo por la cesión de un terreno de
vital importancia efectuada por Howard, y también profetizó un baño de sangre
sin fin a manos de aquellos salvajes que mimaba Jeffords.
A pesar de los débiles fundamentos de sus teorías, Crook, exasperado con el
relajado régimen de la reserva chiricahua, trató de imponer su autoridad a la de
Jeffords. Apeló a una orden oficial recibida un año atrás que obligaba a todos lo
apaches de las reservas a acampar a menos de dos kilómetros de la oficina central
y a someterse a un recuento diario.[43] Argumentó que, a no ser que los apaches
obedeciesen, llevaría el asunto a su manera. Jeffords se citó con el jefe chiricahua
para discutir sobre aquella amenaza y luego informó a Washington que aquellos
apaches huirían antes que aceptar tales condiciones. Tal vez eso fuese
precisamente lo que buscaba Crook: anhelaba lanzarse en pos de Cochise con sus
rastreadores y soldados y darles a los chiricahua la paliza que les había propinado
a los tonto. Pero, siguiendo su estilo cerebral, el general decidió ceder, en vez de
forzar la mano de Jeffords.
El nuevo delegado de Asuntos Indios, Francis A. Walker, era un burócrata
incompetente obsesionado por insignificantes detalles. Jeffords clamaba por
alimentos y financiación con mucha vehemencia, pero él le contestaba con trámites,
papeleos, legalismos o con un simple silencio. Según palabras del historiador de la
reserva, «después de veinte años de informes, memorandos y cartas enfatizando
sobre este punto, la Agencia de Asuntos Indios todavía no podía tramitar ni
tampoco pagar el casi medio kilogramo de carne de buey, y otro medio de harina,
que correspondían por persona y día»; ración que hacía tiempo que se había
acordado como cantidad fija. A veces Jeffords pagaba los alimentos de su propio
bolsillo, pero otras veces no tenía nada para llevarles a los chiricahua. Los indios,
en tales circunstancias, se veían obligados a rapiñar en México.
Peor aún, Walker presionó a Jeffords para que hiciese de los chiricahua unos
agricultores.[45] Se puede considerar que sus motivos eran siniestros, pues
traicionaban toda comprensión en lo que al modo de vida de los indios se refiere.
Los apaches, declaró Walker, debían cesar en su nomadismo ahora que ellos eran
«pensionistas bajo la prodigalidad del estado». Una vez que fuesen tan pacíficos
como los campesinos, sus «límites de ocupación» iban a ser estrechados todavía
más. De este modo, el resto de la reserva podría ponerse, con el tiempo, en venta.
Jeffords resistió con ahínco. Había tenido mala suerte a la hora de elegir su
oficina, pues tuvo que cambiar de lugar tres veces en un año. En lugar de obligar a
los indios bajo su custodia a trabajar de granjeros, les pagó para que le ayudasen a
levantar los edificios de la agencia. Aun así, llegó a tal desánimo que a finales de
1873 trató de dimitir, una decisión que, de manera bastante ofensiva, Walker ni
aceptó, ni rechazó ni siquiera dio señal de llegar a reconocer.[46]
Mientras tanto, Crook, que todavía buscaba una cuña para entrometerse del
todo en la reserva, mantenía correspondencia con el gobernador de Sonora acerca
del modo de poner fin a los asaltos. Los periódicos editados al sur de la frontera
afirmaban abiertamente que Howard había armado a los chiricahua y los había
enviado contra México con toda clase de bendiciones.[48] Una fuente procedente de
Sonora insistía en que los apaches habían matado a cien ciudadanos solo durante
los seis primeros meses de 1873. La controversia por las rapiñas empezó a crear
tensión entre los chiricahua. De los más de mil apaches que había en la reserva,
cuatrocientos setenta y cinco eran chokonen que seguían a Cochise sin reservas. [49]
El envejecido jefe, de alguna manera, había logrado influir en los seiscientos y pico
restantes, la mayor parte nednhi y bedonkohe. Sin embargo, para guerreros como
Juh o Jerónimo, rapiñar en México era un derecho adquirido desde tiempos
inmemoriales. No habían sido ellos los que hicieron la paz con Howard. Estaban
dispuestos a usar la reserva como un práctico refugio, pero no lo estaban a hacer la
paz con los odiados mexicanos.
En marzo de 1873, Cochise hizo su primera visita a Apache Pass tras once
años, desde la gran batalla en la que Mangas Coloradas y él tuvieron que ceder
ante los cañones del ejército.[50] Llegó cabalgando a Fort Bowie, acompañado de
veinte guerreros. Entre la gente que lo recibió se encontraba Merejildo Grijalva, el
jefe de rastreadores que había sido capturado por los apaches a los diez años de
edad. Cochise lo conocía bien, y su extraño comportamiento durante la reunión
dijo mucho acerca de sus sentimientos hacia los mexicanos. Antes de que el jefe
hubiese desmontado, Grijalva le ofreció la mano, pero, según nos cuenta un
testigo, «Cochise le dijo que no le estrecharía la mano hasta que no lo hubiese
flagelado. Desmontó del caballo, lo golpeó dos o tres veces con su látigo y después
se dieron un amistoso abrazo y comenzaron a charlar de los viejos tiempos».
Alrededor de un año después, un comerciante de Sonora se acercó hasta Fort
Bowie escoltado por veinte soldados mexicanos. [51] El comerciante dijo que le
gustaría conocer a Cochise y hacer un pacto que le concediese derecho para vender
sus mercancías a los empleados del fuerte. Cochise se puso furioso. Con Grijalva
haciendo de intérprete, el jefe arremetió verbalmente contra el tendero:
Vienes hasta aquí para pedir que haga un trato contigo y poder cruzar mi
reserva con tus carros y tus bienes. Olvidas lo que los mexicanos hicieron a mi
pueblo hace mucho tiempo, cuando estábamos en paz con los estadounidenses.
Hicisteis que mi gente bajase a vuestra tierra, los emborrachasteis de mescal, les
proporcionasteis pólvora o los enviasteis de nuevo al norte para que atrapasen las
grandes mulas de los estadounidenses. Y cuando cometieron la rapiña y
regresaron a tu tierra, tu gente los volvió a emborrachar con mescal y les robaron
las mulas.
Cochise le dijo al aterrado comerciante que jamás volviese a cruzar la línea
en compañía de soldados. «Tienes veinte soldados, pero eso no cuenta —escupió el
jefe—. Puedo tomar a cinco de mis hombres y hacer que los barran de la faz de la
Tierra».
Según un testigo, uno de los hombres de Cochise alzó su rifle, y estaba a
punto de disparar contra el comerciante cuando Cochise se lo impidió con un
gesto. El guerrero se puso a llorar de pura frustración.
Quizás el asunto más extraño de los que acontecieron en la reserva fue una
búsqueda tan cuidadosamente disimulada que sus huellas no figuran en ningún
archivo estadounidense, sobreviviendo solo en la tradición oral apache.[52] En sus
años de minero, Jeffords había desarrollado un buen ojo para encontrar
yacimientos de oro. Parece ser que durante sus excursiones por la reserva había
descubierto un buen número de depósitos. Jeffords conocía de sobra cómo
aborrecían los apaches el cavar para extraer oro de la tierra. Lo odiaban con tanta
intensidad que un jefe profetizó: «Es esta cosa lo que llevará a nuestra gente a la
ruina y causará que perdamos primero nuestra tierra, y después nuestras vidas».[53]
Pero Cochise, al menos en apariencia, no parecía compartir el tabú con su
gente. Mediante un acuerdo clandestino con Jeffords, aprobó un limitado número
de explotaciones mineras. Su propio hijo fue uno de los mineros. Si una palabra del
secreto de Jeffords salía a la luz, el agente era consciente de ello, significaría el final
de la reserva, pues los derechos de los indios tenían poco peso frente a la fiebre del
oro. Los chiricahua llevaron el preciado metal a Janos, en Chihuahua (México),
donde lo cambiaron por aquellas mercancías que el Departamento de Asuntos
Indios se demoraba tanto en conceder. Los indios les decían a los mexicanos que
habían encontrado oro en Sonora.
En primavera de 1874, la enfermedad de Cochise no le daba descanso. Para
él era un martirio comer alimentos sólidos. Desanimado, no le quedó más remedio
que recurrir cada vez más al tizwin, una cerveza ligera de maíz que hacían los
apaches, o a empaparse con el whisky que los oficiales de Fort Bowie compartían
con él.[54] Borracho o no, jamás pasó una noche en Apache Pass, con sus terribles
recuerdos, sino que montaba su caballo antes del ocaso y regresaba al
campamento, insistiendo a los suyos en que hiciesen otro tanto.
A finales de mayo, un delegado del gobierno realizaría una de las últimas
visitas que cualquier hombre blanco dedicaría al gran jefe chokonen. [55] Encontró a
Cochise «agotado», «soportando terribles sufrimientos» y «empeorando
rápidamente». Pero cuando el delegado le entregó una fotografía del general
Howard, el jefe la sostuvo en su mano, mirándola una y otra vez; y expresó el
afecto que sentía hacia el hombre que se había adentrado a caballo en las montañas
Dragón y le había ofrecido una tregua con los estadounidenses.
Mientras el jefe yacía agonizante, algunos de sus partidarios aseguraban que
lo habían hechizado.[56] En realidad, para los chiricahua, la mayoría de las
enfermedades se atribuían a la brujería.[57] Se identificó al culpable: un chihenne o
un montaña blanca que había visitado recientemente la agencia de Jeffords. Taza
envió a un pequeño grupo de guerreros a perseguir al brujo. Creían que si lo
quemaban vivo, Cochise aún podría salvarse. El anciano, que estaba sobre aviso de
la misión, huyó a las montañas, pero la banda de Taza lo capturó y lo llevó de
vuelta al bastión. Jeffords intercedió por él y se las arregló, con «una extraordinaria
cantidad de palabras y poder de persuasión», para convencer a Taza de que lo
dejase libre.
El 7 de junio de 1874, Jeffords se encontraría con Cochise por última vez. [58]
El agente confiaba en estar en el bastión, a los pies del lecho de muerte del jefe,
pero necesitaba cruzar el valle de Sulphur Springs por el asunto de las raciones.
Muchos años después, Jeffords recordaría su última conversación con el jefe.
—Adiós.
—¿Crees que me volverás a ver? —preguntó Cochise.
—No lo sé. Creo que no —asustado, Jeffords respondió con honestidad—,
porque has empeorado mucho en estos últimos tres días. Creo que mañana por la
noche estarás muerto.
—Yo también lo creo —admitió—, pero será por la mañana, a las diez
moriré. ¿Crees que nos volveremos a encontrar?
—No lo sé, ¿tú qué crees?
—¿Dónde?
—No lo sé. Por algún lugar de ahí arriba —respondió Cochise, señalando al
cielo.
Tal como predijo, el gran jefe murió la mañana del 8 de jumo de 1874. Se han
contado muchas historias acerca del funeral de Cochise, algunas muy imaginativas
y otras más cercanas a los hechos. Como ningún hombre blanco asistió ni a la
muerte ni al funeral de Cochise, cualquiera que sea la verdadera historia, esta
depende en última instancia de aquello que los chiricahua le contasen a Jeffords.
Según algunos, vistieron a Cochise con su ropa de guerra, lo pintaron para el
combate y lo cubrieron con una manta con su nombre tejido en ella, un regalo de
un coronel del ejército.[59] Lo montaron en su caballo, un guerrero lo sujetaba, y lo
llevaron a una grieta secreta dentro de las montañas Dragón. Solo unos pocos
guerreros obtuvieron permiso para realizar este último recorrido a caballo. Cerca
de la grieta, dispararon al caballo y al perro favorito de Cochise. Arrojaron su arma
(un buen rifle con incrustaciones de oro y plata, según dicen algunos) a la sima.
Luego hicieron descender con cuerdas primero al caballo, luego al perro y
finalmente al cadáver de Cochise por la profunda fisura del afloramiento de
granito.
Hay quien dice que los guerreros cabalgaron por toda la zona cercana al
lugar de enterramiento para borrar todo rastro posible. Otros afirman que cuando
los guerreros abandonaron el bastión mataron dos caballos más y los enterraron a
intervalos de un kilómetro y medio, para que el jefe los usase como monturas en la
otra vida.
El duelo del funeral duró cuatro días, un prolongado período reservado solo
a grandes jefes y chamanes.[60] Los lamentos cruzaron la reserva. El ayudante de
Jeffords vio cómo la pena hacía presa en los chiricahua acampados cerca de la
agencia. Cuando la noticia de la muerte de Cochise llegó, «asustaba oír los alaridos
que emitieron aquellas gentes. Se dispersaron por rincones y barrancos en grupos
y cuando los gritos de una ranchería parecían amainar, inmediatamente se
renovaba su vigor en los de otra. Así estuvieron toda la noche hasta el amanecer
del día siguiente».[61]
Solo unos pocos chiricahua, y Jeffords, conocían la situación exacta de la
tumba de Cochise. Jeffords jamás se la reveló a nadie.[62]
Así murió el más grande apache del siglo XIX. Nunca existiría otro jefe que
gobernase los corazones y la voluntad de los chiricahua, o que los uniese tanto en
la paz como en la guerra. Pero en la engañosa calma de las nuevas reservas,
mientras hablaban por la noche en sus tiendas, los apaches estaban preparados
para comenzar la más heroica (aunque trágica) de las búsquedas que se hubiese
visto en el continente. Esta búsqueda tenía un objetivo con el que el enjambre de
colonos blancos asentado en el corazón del territorio chiricahua muy bien podría
haber simpatizado: la libertad.
Mickey Free, «el coyote cuyo secuestro trajo la guerra a los chiricahua», reapareció
en su edad adulta como explorador e intérprete al servicio del ejército de Estados
Unidos.
La primera fotografía que jamás se tomase de Jerónimo, obra de Frank Randall en
1884, realizada durante una de las estancias del guerrero en la reserva. Esta ha
quedado como el retrato más famoso de un indio norteamericano.
John Clum. El agente indio de la reserva de San Carlos, rodeado por algunos de
sus criados. «Jefe de la frente altiva», afirmaba que lo llamaban los apaches. Sin
embargo, los chiricahuas lo llamaban «Pato Mareado».
La única foto conocida de Victorio, el gran jefe de los apaches chihenne.
Nana, el lisiado jefe de los chihenne. Con ochenta años de edad, este hombre
dirigió quizás el más extraordinario ataque contra los ojos blancos.
Chato, un hombre que luchó con bravura por los chiricahua, se volvió contra su
gente y les dio caza como explorador militar. Jerónimo no odiaba a ningún apache
tanto como a él.
Jerónimo en el cañón de los Embudos, todavía indeciso acerca de su capitulación.
Jerónimo (izquierda) y Naiché a caballo, aproximándose al campamento del
general Crook en el cañón de los Embudos en marzo de 1886.
La famosa fotografía de la negociación entre Jerónimo y Crook, tomada por C. S.
Fly, en el cañón de los Embudos. Jerónimo es el tercer hombre por la izquierda,
sentado con los antebrazos apoyados en sus rodillas. Crook, segundo por la
derecha, tocado con un salacot blanco.
Los soldados de Crook descubrieron a Santiago McKinn, de once años, entre los
chiricahuas en el cañón de los Embudos. El niño había caído en manos de Jerónimo
seis meses atrás. Los apaches cuidaron de él y el chico lloró desconsoladamente
cuando supo que lo devolverían con su familia.
Una fotografía extraordinaria de la última banda cuando se detuvieron al lado del
tren que los llevaría al Este como prisioneros de guerra, en 1886. En primera línea a
la izquierda: Naiché; en el centro: Jerónimo; la tercera persona de la derecha,
situada en la fila de atrás, es la única imagen que se conoce de Lozen, la guerrera.
Naiché, el hijo menor de Cochise, último jefe de los apaches chiricahua libres.
Al Sieber, antiguo montañés y uno de los mejores jefes de exploradores al servicio
de Crook.
El teniente Charles B. Gatewood, el hombre que encabezó la arriesgada misión de
establecer contacto con Jerónimo en Sierra Madre en agosto de 1886. Esto
conduciría a la capitulación definitiva de Jerónimo. Miles se las arregló para
negarle todo reconocimiento militar por su hazaña.
El general Nelson A. Miles, el último antagonista de Jerónimo, hacia quien los
apaches solo sentían desprecio.
El general George Crook, Lobo Curtido para los apaches; un oficial al que temían y
respetaban más que a ningún otro.
Tzoe, llamado «Melocotones» por los soldados a causa de su rostro aniñado. Este
fue el descontento apache montaña blanca que guio a Crook en su osada
expedición a Sierra Madre en 1883.
(Fotografías pertenecientes a los archivos de la Sociedad Histórica de Arizona)
SEGUNDA PARTE
EL PODER DE JERÓNIMO
Capítulo 10
Pato Mareado
Apache. Palabra de origen incierto. Algunos eruditos afirman que es como
los hispanohablantes pronunciaban la palabra zuni: apachu, que significa enemigo.
[1]
Los apaches tan pronto comerciaban con los zuni, que vivían (y todavía lo hacen)
en los pueblos (como se les conocía, en español) del sudoeste de Nuevo México,
como los atacaban y rapiñaban sus bienes. Otros creen que el nombre procede de la
lengua de los indios yuma: epatch (hombre) que, a través de la pronunciación
española derivó a apache,[2] o quizá de la palabra que utilizaban los ute para
designar a los apaches: awa’tehe. También se ha propuesto que el vocablo «apache»
deriva del verbo español apachurrar, aplastar, a causa de la supuesta costumbre de
los apaches de entregar a sus prisioneros a las mujeres y niños para que los
lapidaran.[3]
Antes de su primer contacto con los españoles, los apaches poseían una
cultura muy diferente a la que vieron los primeros angloamericanos que se los
encontraron durante la década de 1850. Su único animal doméstico era el perro,
que usaban para transportar sus pertenencias bien cargándolas en la espalda del
animal, bien colocándoles un arnés para que arrastrasen una especie de camilla, tal
como hacían los indios de las praderas. [8] Tal vez el primer contacto de los apaches
con los europeos fuese en 1541, cuando la partida de Coronado encontró a un
grupo de nómadas cerca de la estrecha franja de terreno que la actual Texas
mantiene entre el sudeste de Nuevo México y la frontera mexicana. Coronado
escribió que esas gentes eran los querenchos. Su identificación con los apaches
depende principalmente del hecho de que los indios que hoy en día viven en
Jemez Pueblo, Nuevo México (y cuyos ancestros pudieron sufrir el ataque de los
querenchos) llaman a los navajos y a los apaches kearitsa’a, palabra que Coronado
pudo interpretar como querencho.
Todo esto parece muy distinto a la vida de los apaches del siglo XIX, y uno
se pregunta si los querenchos no deberían ser identificados como indios de las
praderas. Con todo, la descripción que proporcionaron los españoles guarda una
estrecha similitud con el modo de vida de los apaches lipano, la más oriental de las
tribus apaches, que todavía vive en la zona fronteriza de Texas y Nuevo México.
Durante el primer siglo de contacto con los españoles, nada cambió tan
profundamente el estilo de vida de los apaches como la adquisición del caballo.
Parece ser que durante décadas los apaches solo robaban caballos para matarlos y
luego comerlos, pues consideraban la carne de caballo como una exquisita
delicadeza.[11] Quizá fuesen los indios pueblo los que, entre los años 1600 y 1638,
enseñasen a los apaches a cabalgar. Pero cuando aprendieron a moverse a caballo,
un arte en el que llegarían a ser los mejores practicantes jamás vistos en América
del Norte, los apaches descubrieron un nuevo e inmenso poder. De pronto, se
podían trasladar el doble de rápido que cualquier corredor, podían cubrir varias
veces al día distancias que ni sus desdichados perros podían correr. Con ellos
podían transportar más cargas y también cazar con mayor eficacia búfalos,
venados y antílopes.
El sello distintivo de los atapascos del sudoeste siempre fue la capacidad de
adaptar a su cultura todo lo que absorbían de los demás. Cuando los españoles
hicieron su entrada en escena, los navajos y los apaches, que tiempo atrás eran
tribus hermanas, mostraban profundas divergencias en varios aspectos. Los
navajos se aprovecharon de otro animal que introdujeron los españoles, la oveja, y
desde entonces se hicieron pastores. Los apaches no sentían nada más que
desprecio hacia la nueva práctica adquirida por sus vecinos del norte. Incluso
como alimento, la oveja carecía casi de interés para ellos. En realidad, estaban tan
deseosos de no comprometer su condición de nómadas con ataduras de ninguna
clase, que a pesar de la tremenda importancia que tenía el caballo en sus vidas
nunca aprendieron a criarlos como ganado. Al final de su época de libertad en el
sudoeste de Estados Unidos, se contentaban con robar caballos a los mexicanos y
estadounidenses, los montaban hasta reventarlos, los mataban y luego se los
comían.
Todo lo que se refiere a los apaches como salteadores y guerreros en tiempos
precolombinos representa un problema sin solución. Un español describió en 1851
a los querenchos como «bien formados, briosos, amantes de la guerra, valientes y
temidos por todos sus vecinos». [12] Pero Coronado, en su propia historia, los
describió como «gente amable, no cruel».[13] Muchos antropólogos creen que los
apaches fueron desplazados hacia el oeste en el siglo XVI a causa de feroces
conflictos mantenidos en las praderas contra los comanches.
En cualquier caso, cuando los españoles llegaron a conocerlos bien fue en el
siglo XVII, y para entonces los apaches ya habían establecido un estilo de vida
constante. Cazaban venados, antílopes, pumas y puerco espines. [14] Se basaban más
en frutos como los higos chumbos, la yuca, la cholla y el sahuaro (el favorito de los
apaches), así como bayas, maíz, piñones y algarrobas. Pero la base real de su
alimentación era la espesa y perfumada pulpa del fruto del maguey, así como del
corazón de ciertas especies de agave, incluyendo la planta centenaria, el sotol y la
yuca glauca. En mayo o junio, las mujeres arrancaban estas plantas, les pelaban su
espinosa piel y luego introducían la pulpa en huecos de poco más de un metro de
profundidad tapados con barro y la dejaban cocer un día y una noche. El maguey
cocido y secado al sol pasaba a ser un artículo alimenticio de primera necesidad
que se conservaba el resto del año.
Los apaches nombraban a las estaciones en función de las cosechas y la caza.
[15]
Los chiricahua dividían el año en seis períodos de dos meses con nombres tales
como «muchas hojas» (final de primavera), «grandes frutos» (principios de otoño)
y «el rostro del fantasma» (el invierno). Cada alimento básico tenía su fecha
concreta de recolección. El maíz y las bellotas se cosechaban en julio y agosto; los
piñones y las bayas de enebro en octubre y noviembre. [16] Esos cuatro productos
eran vitales para pasar el invierno, y los apaches eran tan aplicados en la
recolección que una sola familia podía almacenar doscientos veinticinco kilos de
minúsculos frutos secos y bayas en una sola jornada.[17]
La mejor época de caza era a finales de otoño. De todos modos, había dos
animales que tenían prohibido comer: el oso, por su forma casi humana: «Si te
encuentras con un oso y este se pone en pie con las zarpas en alto, es que trata de
decirte que es tu amigo», explicó un chiricahua;[18] y el pez, pues tiene un aspecto
similar al de la serpiente, esa criatura maligna. Más tarde, cuando los apaches se
acostumbraron al ganado introducido por los españoles, desarrollaron un
insaciable apetito por la carne de buey y caballo, también por la mula y la cabra;
pero nunca comerían cerdo, «porque los puercos comen animales que andan por el
agua».[19] Los apaches crearon una ingeniosa cantimplora para el agua: un tubo
flexible de nueve metros de largo hecho con los intestinos de un caballo. [20]
En el siglo XVIII, los hombres apaches vestían camisolas y taparrabos hechos
con piel de venados y otros antílopes y calzaban mocasines altos con las puntas
vueltas hacia arriba.[21] Se adornaban con pendientes hechos de concha, turquesa,
plumas o pieles de ratón; pintaban sus rostros con caliza y ocre y llevaban el pelo
largo, pero se afeitaban la barba y el bigote. El atuendo femenino era similar, solo
que usaban una camisa cerrada que se ponían por el cuello, hecha con piel de
ciervo y una falda hasta las rodillas también de piel de venado. Las mujeres solían
hacer collares con conchas, raíces perfumadas y pezuñas de antílopes.
Antes de que los apaches aprendiesen a manejar las armas de fuego de los
españoles, los guerreros utilizaban cinco armas básicas: El arco largo, de metro y
medio, elaborado con madera de morera, y la cuerda con tendones de venado; [22]
las flechas, cuyo astil medía casi un metro de longitud, y contaban con plumas de
águila para estabilizar el tiro y puntas de obsidiana, a veces envenenadas. El
veneno lo obtenían de insectos dañinos o bien cortándole la cabeza a una serpiente
y tomando la ponzoña de sus colmillos, y a veces también enterraban el estómago
de un venado para que fermentasen los jugos gástricos. [23] Los apaches eran tan
hábiles con el arco que, en plena batalla, algunos guerreros lograban arrojar siete
flechas antes de que la primera de ellas alcanzase el blanco. [24] Su alcance efectivo
superaba fácilmente los ciento treinta metros.[25]
La lanza, el arma con la que Cochise no tenía rival, consistía en un tronco de
agave de aproximadamente cuatro metros y medio de longitud, a veces reforzada
con la piel de la pata de un venado. [26] En el combate cuerpo a cuerpo, las lanzas
representaban poco más que una vara afilada, y a veces las adornaban con
símbolos de magia simpática para obtener suerte y poder. Muchos luchadores
llevaban también mazas de guerra y casi todos tenían un cuchillo de pedernal.
En el siglo XVIII, los apaches consiguieron armas de fuego de los españoles.
[27]
Según un cronista de 1799, ya se habían convertido en buenos tiradores. Pero
medio siglo más tarde, cuando Jerónimo comenzó a hacer estragos entre los
mexicanos, todavía era una excepción el ver a un apache armado con un rifle. Solo
a finales de la década de 1870 el rifle pasaría a ser de rigueur para un apache bien
armado.
Entre los pueblos apaches del sudoeste, ninguno poseía una identidad
cultural tan fuerte como los chiricahua. La palabra «chiricahua» es una corrupción
de chihuicahui, como se llamaban a sí mismos.[28] Estrictamente, el nombre
corresponde a los chokonen, pero su destino estuvo tan ligado al de los chihenne
(apaches mimbreños), bedonkohe y nednhi que las cuatro tribus reciben el nombre
de chiricahua. Algunos dicen que esa palabra significa «la gente del sol naciente»;
[29]
otros que «la gente de la montaña», una interpretación bastante acertada en
cuanto a los retorcidos cañones y escarpadas cumbres de sus montañas Dragón, las
Chiricahua y Sierra Madre, los últimos santuarios apaches. Cuando se sentían
amenazados por mexicanos o españoles, los chiricahua viajaban y hacían su vida
sin salir apenas de las colinas, cruzando las planicies de las cuencas entre las
sierras a toda prisa y de noche. Tras el contacto con los estadounidenses, los
apaches adoptaron una máxima: «Los indios siguen a las montañas y los hombres
blancos a los arroyos».[30]
La religión de los chiricahua, como la del resto de apaches, era politeísta y
animista. Ussen, a quien los hombres blancos suelen otorgar el grado de dios
supremo, era en realidad un poder sobrenatural cuya existencia databa de una
época anterior a la creación del universo.[32] Las deidades intermedias más
importantes, creadas por Ussen, fueron Mujer Pintada de Blanco y Niño del Agua.
Algunas narraciones varían en cuanto a cuál de ellas fue la creadora de la Tierra,
pero todas coinciden en que Niño del Agua creó a los chiricahua. Su hermano,
Matador de Enemigos, aunque un importante valedor de los apaches (pues soltó a
los animales del bosque), también fue el creador del hombre blanco.
La ceremonia más importante de la vida de un chiricahua era el ritual de
pubertad de las mujeres, que consistía en danzas que duraban cuatro días con sus
cuatro noches. Durante la ceremonia los hombres llevaban máscaras que
representaban a los G’an, los dioses de las montañas, benévolas deidades que
protegían a los apaches de todo mal. En términos prácticos, el asunto más
importante dentro de la religión que atañía a las personas era el poder, es decir, un
don. A diferencia de muchas otras tribus indias, los apaches no creían que los
dones divinos recayesen únicamente en algunos individuos excepcionales,
chamanes y curanderos sobre todo; casi cualquier persona podía tener un don de
una u otra manera. A pesar de todo, en general, el don no podía ser visto, llegaba
espontáneamente y a menudo en sueños o visiones. Como señaló un chiricahua:
«Hay tantos enemigos que si no posees un poder no puedes hacer nada». [33] Y a
causa de esta ubicuidad de dones sobrenaturales entre la gente, los indios de otras
tribus pensaban que todos los apaches eran brujos.
El propio Cochise poseía un fortísimo poder del tipo que su gente conocía
como «bateenemigos»; y este era, tal como pensaba su propio pueblo, el
responsable directo de su éxito en el combate. Taza, su hijo, a quien le otorgó el
liderazgo de los chokonen en su lecho de muerte, también tenía un poder. En su
caso este poder le concedía una considerable autoridad que servía para
contrarrestar su juventud. Naiché, el otro hijo de Cochise, y a la sazón el único
junto a Taza, no tenía poder alguno. Este hecho demostraría tener profundas
consecuencias, y no pocas para Jerónimo.
* * *
Un acto trascendental por parte del presidente Grant fue el traslado del
general Crook al departamento de Platte, en la primavera de 1875. Una vez que la
situación en Arizona estuvo completamente controlada, se necesitaba al mejor
luchador de las Guerras Indias en un frente más inestable. La fiebre del oro de las
Black Hills, en Dakota del Sur, había provocado una invasión ilegal de la reserva
sioux, lo que desembocó en una encarnizada lucha por las colinas por parte de los
furiosos indios. No solo los sioux, guiados por jefes tan carismáticos como Caballo
Loco y Toro Sentado, sino también los cheyennes se negaban a regresar a las
reservas. Washington había depositado su confianza en que la revuelta sería
sofocada por el extravagante general George Armstrong Custer, pero eso no fue
óbice para que enviaran a Crook como respaldo.
Crook había combatido junto a los ricitos de oro de Custer durante la Guerra
de Secesión y no estaba impresionado por ello. En abril de 1865, Crook había
comandado un ataque que quebró la moral de los confederados, mientras que los
hombres de Custer efectuaban una carga poco entusiasta por el flanco derecho. [36]
Más tarde Crook escribiría con su sardónico estilo: «Tan pronto como el enemigo
alzó la bandera blanca, la división del general Custer se abalanzó colina arriba y
regresó con más prisioneros y estandartes de guerra que cualquier otro escuadrón
de caballería, aunque es probable que hicieran menos por la rendición que
cualquiera de nosotros». Las calificaciones de Custer en West Point habían sido
peores incluso que las de Crook: se graduó en trigésimo cuarto lugar… en una
promoción de treinta y cuatro alumnos.[37]
El general destacado para sustituir a Crook en Arizona fue August V. Kautz,
un competente oficial pero carente de los conocimientos de su antecesor acerca de
los apaches. Y por otra parte, Kautz estaba atado de pies y manos por la
transferencia de poderes para controlar las reservas indias otorgados al Ministerio
del Interior.
El puesto de agente indio para la reserva de San Carlos, un cargo de crucial
importancia, lo ganó un muchacho de veintidós años llamado John Clum. Su único
mérito para optar a la responsabilidad de semejante cargo era que fue miembro de
la Iglesia reformista holandesa. El Departamento de Asuntos Indios, bajo la
supervisión del Ministerio del Interior, había decidido que los agentes indios
fuesen escogidos preferentemente por su grado de devoción religiosa, de donde
salió la misión del apasionado cuáquero Vincent Colyer en 1871. Los padres de
Clum querían que estudiase para hacerse clérigo.[38] En vez de ello, fue a Rutgers,
escuela universitaria de Nueva Jersey, donde tuvo la distinción de jugar contra
Princeton en el primer torneo universitario celebrado en Estados Unidos.
La juvenil inexperiencia de Clum no lo amilanó en el momento de tomar
posesión del cargo. Poseía algunas cualidades admirables: una rígida honestidad,
un gran valor y una energía inagotable que sobrepasaba a la de los cinco agentes
que habían estado al cargo de la reserva de San Carlos antes que él. El punto débil
de Clum, sin embargo, era la petulante vanidad que esgrimía en grandilocuentes
declaraciones y fatuas resoluciones. Describió la Arizona que se encontró el 8 de
agosto de 1874, con unos comentarios levemente irónicos, como «la notoria nación
de los pieles rojas que se supone que debo sojuzgar y cristianizar sin ayuda de
nadie, y con un salario de mil seiscientos dólares al año».[39] Clum poseía una
mente simplista, capaz de hacer que las cuestiones más complejas y oscuras se
convirtiesen en una cuestión de blanco o negro, donde él siempre se encontraba del
lado de la razón mientras se oponía a las fuerzas del error y la debilidad de
carácter. No podía admitir nunca que estaba equivocado, peor aún, ni siquiera
contemplaba la posibilidad de que hubiese un fenómeno que escapase a su
comprensión. Algunos apaches de San Carlos estaban contentos con él; en cambio,
los chiricahua le verían de otro modo.
La policía estaba al cargo de la insidiosa tarea de arrestar a los infractores de
la ley de la reserva. Clum también creó una corte de justicia apache, para que los
criminales fuesen juzgados y condenados por sus iguales. Que eso volviese a la
gente contra sí mismos, desmoralizándolos, fue una idea que nunca se planteó
Clum. La «novedosa propuesta» de una policía y un sistema penal apache,
escribiría Clum, «era algo que les atraía poderosamente, pues, hablando en plata,
veían en ello la idea de la autodeterminación».[43] Como sus reformas fueron
adoptadas por los siguientes administradores, Clum escribiría más tarde que
«nuestros pieles rojas estadounidenses podrían haber llegado rápidamente y con
seguridad a ser ciudadanos buenos y útiles».
Clum impulsó más aún el renombramiento de los individuos apaches que
había comenzado bajo el régimen de Crook. «El nombre de Eskimizin quedó como
Skimmy, pues le gustaba. El verdadero nombre de Sneezer era impronunciable,
Eskinospas pasó a ser Nosey».[**] Incluso un explorador sin igual e intérprete, como
Merejildo Grijalva, fue cargado con el humillante apodo de Mary (María). Clum
insistía en que el nombre que le otorgaban los apaches a cambio, que para él
sonaba como «Nantanbetunnykahyeh», significaba «El jefe de la frente altiva».
Quizás algún apache le dijese eso. Los chiricahua, una vez llegaron a conocerlo, le
dieron el nombre de Pato Mareado, en honor a las ínfulas que se daba al caminar.
[44]
A menudo, cuando el agente se acercaba, los apaches se decían unos a otros (en
apache, por supuesto): «mira, se está acicalando las plumas».
Pero aun así, más perniciosa que cualquiera de las reformas introducidas
por Clum, fue una decisión tomada por el incompetente delegado de asuntos
indios Francis Walker. Su mente de burócrata siempre había sido atraída por la
idea de mantener a los llamados salvajes en un solo lugar, bajo un único régimen.
Ignorante como era de las diferencias tribales, Walker preveía una concentración
definitiva de apaches en dos reservas: San Carlos en Arizona y Mescalero en
Nuevo México.[45] Incluso antes del nombramiento de Clum, el proceso se puso en
marcha con el traslado de mil cuatrocientos indios (la mayoría aravaipas) desde
Campo Verde hasta San Carlos. En 1875, en Fort Apache, la reserva gemela situada
al norte de San Carlos, hubo una tremenda discusión entre el agente indio y el
capitán de las tropas que estaban allí acuarteladas, hasta que el militar marchó
sobre el edificio de la agencia y tomó el poder por la fuerza. [46] Esta debacle le dio al
delegado Walker la excusa perfecta para poner a Clum también al mando de la
reserva norteña. Le dio la orden de trasladar a los apaches (la mayoría coyoteros) a
San Carlos. A finales de julio, los mil ochocientos apaches que habían vivido en
una calma satisfactoria dentro de los límites de Fort Apache fueron conducidos al
sur y forzados a vivir con aravaipas, tonto y yavapai.
Aunque al principio estuvo disgustado con la política de concentración, por
la amenaza que suponía el que ello lo sobrepasase, Clum pronto se jactó de la
importancia que ello confería a su persona. En agosto de 1875 tenía, de acuerdo con
sus propias cuentas, cuatro mil doscientos indios en San Carlos; eso suponía la
mayor concentración de apaches jamás vista en Arizona. Todo lo que quedaba para
llevar a cabo el plan de afianzamiento de Walker era encontrar un pretexto para
obligar a los chiricahua a abandonar su propia reserva. Husmeando el humo, los
burócratas descubrieron el fuego.
Cuando Crook abandonó Arizona, pronunció una elocuente protesta contra
la política de concentración.[47] Aquel aventajado estudiante de las costumbres
apaches se dio cuenta como ningún otro estadounidense de la estupidez que era
tratar de forzar a las tribus a abandonar su territorio y situarlas próximas a otras
con las que mantenían una antigua enemistad. Las palabras de aviso de Crook
cayeron en oídos sordos.
Incluso en vida de Cochise hubo peligrosas tensiones en la nueva reserva
chiricahua entre los chokonen leales a su jefe y otros chiricahua, sobre todo nednhi,
que solo aceptaban la tregua con Howard como una taimada conveniencia. Los
oficiales mexicanos incrementaron sus protestas por las rapiñas procedentes de la
reserva efectuadas en Sonora. Taza encontró que era casi imposible mantener una
alianza con todos los apaches, tal como había hecho su padre. Se le oponían un par
de obstinados chokonen, dos hermanos llamados Skinya y Pionsenay, y también
alguno de esos jefes emergentes: Juh en el bando nednhi y Jerónimo en el
bedonkohe. Y en medio del amargo conflicto que se estaba gestando, Tom Jeffords
era incapaz de imponer una auténtica autoridad.
Taza había recibido en el lecho de muerte de su padre la orden de colaborar
con Jeffords en todo lo que pudiese, y salió con el agente para dar caza a
Pionsenay. Siguieron dos meses de rastreo y esquivas hasta que finalmente Naiché,
el hermano menor de Taza, hirió de muerte a Skinya en un tiroteo infernal y
Pionsenay fue herido gravemente en un hombro por los disparos de Taza.
A pesar de ser relevado del cargo, Jeffords elevó un escrito de protesta al
delegado Walker, no a causa de su despido, sino por la traición que se estaba
llevando a cabo respecto al acuerdo de Howard.[52] El asesinato del comerciante y
su cocinero, argumentaba Jeffords, no fue fruto de una revuelta general de los
chiricahua, sino de la absurda borrachera de tres guerreros. Romper el tratado en
ese momento no conduciría sino a un nuevo baño de sangre en Arizona. Pero el
delegado Walker estaba decidido a reunir las tribus apaches. Jeffords volvió a
dedicarse a la minería y, con el tiempo, se estableció en un rancho a cincuenta y
seis kilómetros al norte de Tucson.[53] Allí viviría el resto de sus días de satisfactoria
reclusión. Cuando murió, en 1914, todo el conocimiento que poseía acerca de los
chiricahua de Cochise murió con él.
Cuando Clum ya había negociado con Taza, Jeffords informó al agente de
las divisiones internas de los chiricahua. [54] Pocos días después se entrevistó con
Juh. Jerónimo habló por boca de su tartamudo cuñado. Según Clum, Jerónimo
aceptó ir a San Carlos con toda su gente, pero pidió tiempo para reunir a los que
estaban al sur de la frontera mexicana.[55] Todo el grupo (no menos de setecientos
apaches) se escabulló por la noche. Clum informó que «abandonaron todos los
objetos superfluos del campamento. Mataron a los caballos débiles o inválidos.
Estrangularon a los perros, no fuese que sus ladridos delatasen la ruta tomada por
los fugitivos rebeldes».
La versión de los chiricahua difiere en parte. Según el testimonio del hijo de
Juh, los apaches celebraron un concejo para discutir el ultimátum de Clum. Por lo
menos dos tercios de los guerreros se opusieron a ser trasladados a San Carlos:
«¿Qué derecho tenía ese arrogante jovencito a decirles lo que debían hacer?». En
ese momento rompieron con Taza, eligieron a Juh como jefe y huyeron a México.
Clum hizo una lectura positiva del hecho de que solo llevara a un tercio de
los chiricahua a San Carlos, insinuando que los rebeldes eran unos pocos
personajes de escasa relevancia. En privado, la burla de Jerónimo lo humilló
profundamente. Aquel suceso sería el nacimiento de una preocupación por
Jerónimo que llegaría a ser una obsesión personal.
La duplicidad del carácter de Jerónimo molestaba a los hombres blancos,
pues ante sus ojos todavía conservaban la imagen de la estoica honestidad de
Cochise. Años después, cuando Jerónimo se había convertido en el más famoso de
los apaches, un pionero habló por boca de muchos ciudadanos de Arizona cuando
ridiculizó al guerrero bedonkohe: «Cuando holgazaneaba alrededor de la agencia
de Sulphur Springs … entre 1874 y 1875, no era más que un simple parásito
receptor de las raciones semanales de alimentos, sin más prestigio que un
petimetre haragán que deambulaba de aquí para allá, saqueando y atracando bajo
el liderazgo de otros hombres».[56]
Clum y su propósito de traslado auguraron el fin de la reserva chiricahua.
Aquello que parecía haber sido el ideal de reserva india no había durado más de
tres años y medio. El presidente Grant autorizó la transferencia de arrendamiento
con una orden ejecutiva del 30 de octubre de 1876, haciendo que el terreno fuese
comunal.[57]
Con su triunfo parcial, el papel de Clum como guardián de los apaches se
volvió grandioso. Mientras se pavoneaba por los alrededores de San Carlos,
alimentaba la idea de haber creado algo así como una familia feliz y de que para
los indios él era un amigo cordial.[58] Cuando llegó, un par de años atrás, la primera
impresión que tuvo de San Carlos (un campamento provisional situado en las
salobres llanuras donde el río San Carlos desemboca en el Gila) había sido un tanto
pesimista. Escribió: «Todas las moradas estaban abandonadas y aisladas unas de
otras. Las tiendas indias, cubiertas de hierbas y maleza, mantas viejas y pieles de
venado, estaban llenas de humo y apestaban. Había perros famélicos y sarnosos,
inertes». En el informe emitido en 1875, anotó cuidadosamente el alto índice de
enfermedad dentro de la reserva, incluyendo ciento veinticinco casos de gonorrea
y doscientos ochenta y nueve de «casos cotidianos de fiebre intermitente». [59] Pero
luego, trastornado por sus propios logros, Clum veía San Carlos a través de un
cristal de color de rosa. La reserva se había convertido en «esa maravillosa reserva
donde todo era paz, abundancia y felicidad».[60]
Muchos años después, Daklugie, hijo de Juh, recordaría la reserva de San
Carlos desde el punto de vista chiricahua:
¡San Carlos! Era el peor lugar del extenso territorio que les habían robado a
los apaches. Si alguien había establecido allí su morada permanente, ni un apache
tuvo noticia de ello. Donde no hay hierba, no hay caza. Casi toda la vegetación
eran cactus y aunque ello proporcionaba las frutas propias de la estación, el resto
del año la ausencia de comida era total. Los insectos eran terribles. El agua era
espantosa. La que había en aquel río de aguas mansas era caliente y salobre.[61]
En aquel caldo salino, los mosquitos se reproducían a millones. Daklugie
recuerda que «en San Carlos los apaches sufrieron la enfermedad de los temblores
cinco veces más que en cualquier otro lugar que recordasen». Las «fiebres
cotidianas intermitentes» de las que hablaba Clum eran malaria. El índice de
defunciones era alto, sobre todo entre los niños. Desconcertados por la
enfermedad, los apaches asumieron que aquello era un castigo infligido
deliberadamente por los estadounidenses. «Es por la enfermedad por lo que
debemos estar aquí. Quieren que muramos», dijo un chiricahua acerca de San
Carlos.[62] Otro comentó: «los ojos blancos nos acusan de crueldad, pero nosotros
nunca hemos hecho algo tan malo como esto».
En medio de aquel creciente horror, Clum ideó un descabellado plan: tenía
una novia en Ohio con la que se quería casar, y con intención de financiar su viaje
al este para pedir su mano, se le ocurrió crear una compañía teatral para hacer una
gira, escogiendo a algunos de los más prominentes apaches como ejecutores del
arte de Taha.[63] Los elegidos asistirían a la Exposición del Centenario, celebrada en
Filadelfia, y visitarían al Gran Padre Blanco de Washington, y pagarían sus gastos
con los ingresos de las entradas de lo que Clum llamaba «el espectáculo de los
salvajes apaches». El viaje también serviría a un propósito didáctico: «Quiero que
mis indios contemplen la grandeza de Estados Unidos y se impresionen con los
progresos alcanzados por sus hermanos blancos».
A finales del mes de julio de 1876, un grupo de veinte apaches y dos
yavapais partieron de San Carlos en compañía de Clum. Entre ellos se encontraba
Eskimizin, el envejecido jefe aravaipa cuya familia había perecido en la masacre de
Camp Grant, y Taza, el hijo mayor de Cochise. Clum informó que: «una gran
muchedumbre de apaches acudió a despedirse agitando las manos y gritando bon
voyage de todo corazón». Clum solo entendía unas pocas palabras en lengua
apache, y sus prejuicios le impidieron percibir la verdadera naturaleza de aquella
despedida. El testimonio de los chiricahua señala que «cuando la gente vio la
partida de su joven jefe y la de sus hombres, los lloraron como si ya estuviesen
muertos, pues las experiencias que tenían les indicaban que los llevaban lejos para
ejecutarlos».[64]
Al ser la primera vez que subían al vagón de un tren, los indios, al igual que
el grupo que años atrás había llevado Howard, se asustaron.[65] Durante kilómetros
y kilómetros, una nación, una interminable sucesión de granjas y ciudades en
pleno crecimiento se extendía al otro lado de la ventana. Cuando se sentaron en la
terraza de un hotel de Cincinnati, Clum les preguntó a los indios por la impresión
que les causaba Estados Unidos. «Eskimizin objetó que no era capaz de expresar
sus sentimientos y, moviendo una mano por encima de su cabeza, dijo que todas
aquellas maravillas lo mareaban». Taza, que unos días antes había presumido de
cómo su padre había diezmado a los ojos blancos, se mantenía taciturno.
La compañía hizo su estreno en la ciudad de Saint Louis, estado de Misuri.
Clum presentaba cada una de las escenas, y los apaches se lucían con sus pinturas
de guerra, desnudos de cintura para arriba, entonando lo que un crítico percibió
como «un cántico peculiar y monótono» alrededor de una hoguera. Entonces los
hombres blancos los atacaban de repente y ellos formaban un concejo de guerra y
bailaban la danza de la cabellera (aunque Clum sabía que los apaches muy rara vez
arrancaban la cabellera de sus víctimas). La producción de Clum sería un adelanto
de los espectáculos cuyo punto culminante llegaría con El Circo del Salvaje Oeste
de Buffalo Bill. Aun estando extraordinariamente recientes los tiempos en que
corrían libres (no habían pasado ni tres meses desde el tiroteo que sostuvo Taza
con Poinsenay y la activación del primero en Saint Louis), se creó una imagen
trivial de los apaches, y su cultura pasó de ser sublime a un espectáculo prosaico y
banal destinado a entretener a damas con traje de noche y caballeros vestidos de
etiqueta.
Clum pensaba que las representaciones eran buenas, pero la gira fracasó
estrepitosamente y las denuncias comenzaron a acumularse. [66] El agente culpó a la
aniquilación de las tropas de Custer en Little Big Horn, acaecida dos meses antes,
que habría quitado al público estadounidense el humor de ver indios. Tras la
representación de Saint Louis, un crítico observó que «cuando el cuchillo de un
hombre blanco brilló frente a la cara de un apache, al que sujetaba con fuerza, los
aplausos, sobre todos los procedentes del gallinero, fueron ensordecedores». [67]
En Washington, los indios visitaron a Ulysses Grant, que había abandonado
la presidencia unos meses antes. Mientras estaban allí, Taza enfermó de neumonía.
«A pesar de recibir los mejores cuidados médicos que se podían dispensar», [68] tal
como señaló Clum, el estado del joven jefe empeoró y murió poco tiempo después.
En vez de llevar el cadáver de vuelta a Arizona, para que descansara entre los
suyos, lo enterraron en el Cementerio del Congreso de Washington. El general
Howard asistió a los servicios funerarios Clum dejó que sus indios, así los llamaba,
regresasen a San Carlos mientras él viajaba a Ohio para casarse. [69] Su luna de miel
en San Francisco y San Diego retrasó su regreso a la reserva hasta diciembre. De
ese modo, no fue testigo de la impresión que sufrieron los chiricahua cuando la
delegación india retornó a la reserva sin Taza.
Había muchos apaches que no estaban contentos con el liderazgo de Taza,
pero a fin de cuentas era el jefe indiscutible de los chokonen, así como hijo de
Cochise. Entonces los chiricahua creyeron que lo habían envenenado en
Washington y que ese había sido el principal objetivo del viaje.[70] En cuanto
regresó Clum, Naiché se presentó en la oficina del agente para tratar de averiguar
qué había pasado con su hermano. Un chiricahua recordó que «estuvo en pie junto
a la puerta del señor Clum durante tres días, pero se negó a recibirlo. Esa
insolencia no cayó en el olvido».
El Pato Mareado se las arregló para sacar algo positivo de lo que era una
inequívoca tragedia; más tarde escribiría: «Su enfermedad y muerte [de Taza] no
careció de resultados beneficiosos, por la razón de que se les había concedido la
oportunidad de observar los métodos para tratar enfermedades y costumbres
funerarias utilizadas para preparar los cadáveres antes del entierro».[71]
Capítulo 11
Jerónimo encadenado
Clum regresó a San Carlos con su nueva esposa el día de Año Nuevo de
[1]
1877. Para verificar que los cuatro mil quinientos apaches bajo su cargo estaban
tan satisfechos como imaginaba que estarían, realizó una gira de buena voluntad
por toda la reserva: «Avisamos a todas las tribus, fumamos grandes cigarrillos y
charlamos mucho». Solo los chiricahua, todavía resentidos por la desaparición de
Taza, se negaron a alimentar su ilusión.
Mientras tanto, una nueva racha de asaltos y rapiñas plagaba el sudeste de
Arizona.[2] En unas pocas semanas habían matado a nueve hombres y robado más
de cien reses, entre mulas y caballos. Se enviaron once escuadrones de caballería
para interceptar a los asaltantes; todos regresaron con las manos vacías. Nunca se
logró identificar a las bandas apaches responsables de esas rapiñas. Pudieron estar
dirigidas por Juh, por Jerónimo, por el vengativo Poinsenay o por guerreros cuyos
nombres fuesen aún desconocidos para los habitantes de Arizona. Desde la
desaparición de la reserva de los chiricahua todo estaba claro: el trato de Cochise
había sido roto por los propios blancos.
Clum había estado pensando en Jerónimo desde el verano anterior, y creyó
que los nuevos problemas que estaban surgiendo en el territorio podrían cargarse a
los bedonkohe.[3] Con su estilo simplista, Clum se convenció a sí mismo de que
Jerónimo era el único obstáculo para alcanzar una paz rápida y duradera. Muchos
años después, sacando a relucir su resentimiento a posteriori, Clum argumentaría
que si le hubiesen permitido continuar con la conquista de Jerónimo hasta llegar a
su lógico final, el territorio del sudoeste de Estados Unidos podría haberse
ahorrado una última década de derramamientos de sangre.
La gran oportunidad de Clum llegó en marzo. Un teniente a las órdenes del
general Kautz que realizaba una visita a la reserva de Ojo Caliente, en Nuevo
México, reconoció a Jerónimo en el cuartel general de la agencia. [4] El guerrero
llevaba cien caballos robados consigo. El teniente se lo notificó a Kautz, quien
apeló al gobernador Safford, que a su vez envió un telegrama a Washington. En
lugar del agente Walker, un individuo corto de miras, se instaló a un nuevo
delegado de asuntos indios, un oficial que, desafortunadamente, era firme
partidario de la política de concentración. El día 20 de marzo, el nuevo delegado
telegrafió a Clum: SI ES VIABLE, UTILICE POLICÍAS INDIOS, ARRESTE
REBELDES EN OJO CALIENTE, NUEVO MÉXICO. RESCATE CABALLOS
ROBADOS QUE POSEAN. DEVUELVA RESES A SUS PROPIETARIOS.
TRASLADE REBELDES SAN CARLOS. ARRESTE BAJO CARGOS: ROBO,
ASESINATO.[5]
Por su parte, Kautz no podía soportar a aquel joven agente tan gallito. Un
mes antes, a sus espaldas, Kautz había escrito al general de la plana mayor de
Washington acusando a Clum de ser un «presunto criminal»; [7] de hacer pasar tal
hambre a los indios que a estos no les quedaba más remedio que huir de la reserva
y de «tal relajación en sus tareas administrativas que ignoraba tales fugas».
Cuando supo de los cargos vertidos sobre él, Clum cogió un tremendo berrinche y
envió a su vez un telegrama al delegado: DEMOSTRARÉ GENERAL KAUTZ
CULPABLE INOPERANCIA CRIMINAL.[8] A su vez, Kautz contraatacó con
objeciones burocráticas, puesto que Ojo Caliente, al estar en Nuevo México,
quedaba fuera de la jurisdicción de Clum; este debería apelar entonces al general al
cargo del departamento en Nuevo México. Una vez más, «la vieja maldición del
doble control» cayó con todo su peso sobre los asuntos indios.
Clum marchó hacia el este, en dirección a Nuevo México, con sus policías
indios. Uno de los jefes era Eskimizin, [9] jefe de los martirizados aravaipas: se había
librado de la pasión por hacerle la guerra al hombre blanco que tuvo tras la
masacre de Camp Grant. En él creció una profunda lealtad hacia Clum desde que
el agente, al llegar a Camp Grant en 1874 y encontrar a Eskimizin con grilletes,
ordenó que retiraran sus cadenas.
Otro de los policías, y esto es más escandaloso, era Naiché, el único hijo vivo
de Cochise. Había ocurrido algo entre el día de Año Nuevo y mediados de marzo
que aplacó la furia que sentía Naiché contra el agente que había llevado a su
hermano Taza a Washington para morir. En su autobiografía, Clum atribuye su
reconciliación a una sensiblera escena en la cual Naiché se encara a él con tono
amenazador, solo para ser conquistado por el sabio discurso de Eskimizin. [10] En su
narración, el jefe aravaipa describe las majestuosas pompas fúnebres que rindieron
a Taza y dice, entre otras melifluas cosas, que «un buen hombre, un gran jefe, ya no
estará más con nosotros. Estamos tristes y, para cualquier familia hubiese sido un
honor que uno de sus miembros hubiese recibido los cuidados que tuvo él en la
gran ciudad del Gran Padre Blanco mientras estuvo enfermo, para ser enterrado a
continuación entre las tumbas de los héroes de los rostros pálidos».
Hay casi seiscientos cincuenta kilómetros desde San Carlos hasta Ojo
Caliente.[11] Las fuerzas de Clum invirtieron más de tres semanas en cubrir esa
distancia. Los indios pedían realizar una media de sesenta y cinco kilómetros
diarios, pero Clum tenía problemas para recorrer veinticinco. A lo largo del
camino, informó que «se hicieron muchas apuestas sobre cuándo y dónde
encontraríamos a Jerónimo; si tendríamos o no que matarlo para capturarlo y sobre
el número de los rebeldes que componían su partida. Ni un solo indio de la
cabalgata albergaba la menor duda de que lo encontraríamos».
En Fort Bayard, cerca de Silver City, Clum recibió un telegrama del general
de Nuevo México anunciándole que ocho compañías de soldados de caballería
estaban de camino. En sus informes, Clum insistiría en que los soldados llegaron
demasiado tarde para ayudarles. De todos modos, mientras marchaba al este,
Clum se dio cuenta de que ningún triunfo personal sería más llamativo que
apresar a Jerónimo sin la contribución del ejército. Un explorador que había
regresado de Ojo Caliente informó que Jerónimo estaba acampado a unos cinco
kilómetros de la agencia, con ochenta o cien de los suyos. Los soldados de
caballería se hallaban a un día de distancia, pero Clum decidió continuar el avance
por su cuenta.
Las sagradas fuentes termales de Ojo Caliente se hallan en un abrigado claro
de la ladera de un valle cercano a Cañada Alamosa. El manantial forma un
estanque cristalino de agua cálida donde las libélulas vuelan y a veces pasan casi
rozando la superficie. Nudosos alisos dan sombra a la pequeña laguna. Sus aguas,
así lo creían los apaches, eran medicinales, sobre todo en invierno. Corriente abajo,
el arroyo, poco más que un hilo de agua, había escarbado un afilado barranco en el
barro marrón rojizo de las riberas, la arcilla con la cual los chihenne, la «gente
pintada de rojo», pintarrajeaban sus rostros. A poco menos de trescientos metros al
sur, el riachuelo confluye con la corriente principal, que se precipita abruptamente
hacia el este a través de una profunda entrada. En los elevados riscos que
amurallan este corte resuenan los trinos de golondrinas y vencejos. Antes de la
llegada del hombre blanco, Ojo Caliente rebosaba de ciervos, venados y otros
antílopes, y siempre había abundancia de frutas, bayas y frutos secos.
Los estadounidenses habían construido el edificio de la reserva con adobe y
placas de madera sobre una plataforma llana situada al sur de la corriente
principal, a poco menos de un kilómetro de los manantiales. Seis edificios se
alineaban en los lados opuestos de una plaza cuadrangular; uno de los otros lados
estaba guardado por un arroyo y el otro por el talud donde la plataforma se unía
con el lecho del río. El centro de la plaza formaba el típico patio de desfiles. Las
ruinas de la agencia, un puñado de tristes y desmoronados muros de adobe,
pueden verse hoy en día, y parecen atestiguar el cuadriculado sentido militar del
orden.
Al llegar al lugar, Clum realizó una rápida inspección de las posibilidades
estratégicas de la agencia. La única fuente que ha llegado a nosotros data del día 21
de abril de 1877 y pertenece a Clum. Solo otros tres hombres blancos fueron
testigos de los sucesos, pero ninguno dejó constancia de ello. La memorable
confrontación que mantuvo Clum a sus veinticinco años se convertiría en un
vertiginoso evento del que estaría orgulloso como de ningún otro de los acaecidos
a lo largo de su prolongada existencia, y vivió hasta los ochenta y un años. En la
época en que narró el incidente para la posteridad, medio siglo después, el
episodio había tomado la forma de una representación teatral sacada directamente
de las obras de aficionados que tanto le gustaban. La escena, en efecto, es una
conjunción perfecta de sus dos grandes pasiones: el melodrama y los ejercicios del
manual del ejército.
Según el testimonio de Clum, mientras se aproximaba a Ojo Caliente desde
el sur, le avisaron de una agrupación de «entre doscientos cincuenta y
cuatrocientos indios armados hasta los dientes y desesperados. [12] Y que esos duros
y despiadados pieles rojas estaban impacientes por tener una oportunidad de
dedicarnos la más entusiasta de las bienvenidas». Tal número de guerreros hubiese
comprendido no solo la banda de Jerónimo, sino también la de Victorio, que se
había asentado lleno de esperanza en la reserva creada en 1874.
Entonces Clum, si se puede dar crédito a su testimonio, trazó su plan. Al
atardecer del día 20 de abril, avanzó a caballo junto a veintidós policías apaches
escogidos (no sabemos si Naiché estaba entre ellos). La idea era hacer creer a los
centinelas «renegados» que las fuerzas de Clum eran demasiado pequeñas para
representar una amenaza. La avanzadilla tomó posesión de los edificios de la
agencia al ocaso. En plena noche, los ochenta apaches restantes, bajo el mando del
lugarteniente de Clum, marcharon silenciosamente hacia la agencia. El agente los
ocultó en el edificio destinado al comisario de la reserva. Este edificio queda a unos
cuarenta metros al sur del inmueble principal, en el cual estaban escondidos Clum
y sus veintidós apaches: los dos edificios conformaban la cara oeste de la plaza de
la agencia.
Clum abrió la conversación con un discurso donde regañaba a Jerónimo por
haber violado el acuerdo de paz del general Howard, haber asesinado a hombres
blancos, robado reses y caballos y haberle mentido cuando escapó después de
hablar con él en Fort Bowie el verano anterior. De acuerdo con los testimonios de
Clum, Jerónimo lo apellidó de Nantanbetunnykahyeh («jefe de frente altiva», según
Clum) y replicó: «Hablas como los valientes, pero no nos gusta tu modo de hablar.
No vamos a regresar contigo a San Carlos y, a menos que tengas mucho cuidado,
tú y tus policías apaches tampoco regresaréis a San Carlos. Vuestros cuerpos
quedarán aquí, en Ojo Caliente, como pasto de los coyotes».
¡Tus palabras suenan como bravuconadas! Eres el ladino ojos blancos que se
presentó en la reserva chiricahua hace un año y rompió el tratado de paz entre el
gran jefe Taglito [Tom Jeffords] y el general de un solo brazo. No hables tú de
romper tratados … ¡Tú y tu mente enferma! Tú mandaste a esa serpiente de ojos
malvados [el mensajero] anoche a mi ranchería para engatusarme con una tregua
que has demostrado que es falsa. No aceptaría tu palabra aunque dijeses que ahora
mismo está brillando el sol.
No vamos a ir a San Carlos contigo. Y si cometes otro error, tú y tus apaches
de dos caras tampoco regresaréis a San Carlos. Vuestros cuerpos quedarán aquí, en
Ojo Caliente, hasta que se pudran y sean pasto de lobos y zopilotes. ¡Observa una
cosa! Tienes ciento veinte hombres y yo noventa. ¿Acaso tienen alguna posibilidad
contra apaches de verdad?
Clum tocó la culata de su revólver, esa fue la segunda señal.
Desarmado y a merced de Clum, Jerónimo accedió a conversar. Se sentó en
cuclillas bajo el porche, mientras Clum se apoltronó en una silla. Durante toda la
negociación, los policías de Clum mantuvieron sus armas apuntando a los
chiricahua. Clum amonestó a Jerónimo por su fuga de Fort Bowie y por sus
presuntas rapiñas cometidas en los meses que habían pasado desde entonces.
Jerónimo lo fulminó con la mirada.
Esta vez —machacó Clum—, no te vas a escapar. Eres mi prisionero y vas a
ir con mis policías, tú y tus seis cabecillas, a la prisión militar. Y vais a ir ahora.
Jerónimo se puso en pie de un salto, otra imagen que uno jamás podría
olvidar. Con cuarenta y cinco años [en realidad tendría unos cincuenta y cinco] y
erguido como una vela, cada contorno de su simétrico cuerpo denotaba fuerza,
resistencia y arrogancia. Su abundante pelo negro le caía hasta los hombros;
facciones duras y manchadas con pinturas, ojos vengativos y una lívida cicatriz [en
su mejilla]. Jerónimo el renegado, el estratega, el embaucador, el asesino de rostros
pálidos … ahora bajo arresto, pero todavía desafiante, todavía buscando una
posible escapatoria. Su mano derecha se movió despacio hacia su cuchillo, la única
arma que le quedaba. ¿Lo desenfundaría, daría tajos a diestro y siniestro y moriría
luchando o se rendiría? Se lo estaba pensando mucho. Su mano vaciló solo un
instante en su trayectoria.
Y en ese instante, uno de los apaches de Clum «saltó hacia delante y sacó el
cuchillo del cinto de Jerónimo con mucha destreza».
Todavía inquieto, Clum ordenó a sus policías que llevasen a Jerónimo y a
sus seis «lugartenientes» a la herrería. Entonces se dirigió al bedonkohe una vez
más: «Me gustas tanto que voy a asegurarme de que no te vayas. Os vamos a
colocar tobilleras de hierro a ti y a tus cabecillas», zahirió Clum a Jerónimo.
Jerónimo soportó aquella operación con estoico silencio.
«Y así se llevó a cabo la primera y única auténtica captura de JERÓNIMO EL
RENEGADO», se jactaría Clum durante el resto de su vida.
Las declaraciones del propio Jerónimo al respecto son vagas. Al final de su
vida negó que hubiese sido apresado alguna vez.[17] En su autobiografía, al referirse
a la fuga de la que habla Clum en Fort Bowie en 1876, dice: «Nunca pensé que
perteneciese a los soldados de Apache Pass, o que debiese consultarles adónde
podría ir o no».[18] Así, tanto Jerónimo como el otro chiricahua admiten de algún
modo haber sido apresados mediante una treta y que los llevaron a San Carlos con
grilletes en los tobillos. «Lo que casi significó mi muerte», como reconoció.
Quizás el relato de Clum sea fiable, después de todo. Ser grandilocuente es
una cosa y ser falso es otra, y muy pocos hombres llamaron mentiroso a Clum.
Entre los documentos de sus grandes hazañas, dejó un mapa manuscrito de la
reserva con la situación de las fuerzas y los vectores de acción, de modo que uno
podía seguirlo como si se tratase del curso de una batalla de la Guerra de Secesión.
[19]
Poco después de la captura, Clum se encontró con los chihenne, en este caso
apaches mimbreños.[20] Asombrosamente, Victorio accedió a llevar a su gente a San
Carlos, dejando atrás la reserva por la que tan duramente había luchado. La única
explicación es que él desease la paz a cualquier precio. Pero San Carlos
demostraría ser un precio demasiado alto.
El día 1 de mayo, Clum abandonó la reserva. Entre su séquito contaba con
trescientos cuarenta y tres apaches mimbreño y ciento diez seguidores de
Jerónimo. Los jefes, encadenados, fueron transportados en carromatos. Las tropas
de auxilio llegaron con un día de retraso respecto a la acción principal, y escoltaron
a la fila de prisioneros. El protocolo exigía que los soldados de Arizona se hiciesen
cargo de ellos en la frontera entre los estados, pero Clum, echando leña al fuego de
su enemistad con Kautz, se apresuró a telegrafiar a Fort Bowie: DESEO
COMUNICAR. ESCOLTA NO SOLICITADA. ESCOLTA NO SERÁ ACEPTADA.
[21]
Por esta insolencia, Clum sería objeto de una reprimenda oficial por parte del
general Sherman, secretario de Estado para la Defensa.
Otra tragedia, además de ser sacados de su territorio, cayó sobre aquella
peregrinación de cuatrocientos cincuenta y tres apaches. [22] Estalló un brote de
viruela entre ellos. Clum trató de mantener a los infectados en carromatos aparte,
pero la enfermedad se extendió. Ocho apaches murieron por el camino, nadie supo
cuántos murieron tras llegar a San Carlos.
Tan ajeno como siempre a todo aquello que contradijese sus ilusiones, Clum
vio en la desolada marcha de aquellos forzados solo una «trascendental hégira
hacia el oeste para alcanzar la Tierra Prometida». También observó «lágrimas de
pesar en este éxodo apache. Solo la esperanzada y silenciosa migración de gente
cansada y desconcertada hacia Utopía».
El peregrinaje de Clum alcanzó San Carlos el día 20 de mayo. Ordenó
encerrar en el cuartel a diecinueve prisioneros, incluidos Jerónimo y sus seis jefes,
que todavía llevaban los grilletes puestos. Inmediatamente, siguió las órdenes
recibidas por telégrafo que lo instaban a mantener a los prisioneros «encerrados
por robo y asesinato». Notificó a las autoridades civiles de Tucson que había
apresado a los indios y escribió al sheriff prometiendo facilitarle pruebas «para
condenar a cada uno de los siete cabecillas por muchos casos de asesinato», y se
ofreció para llevar a sus prisioneros a Tucson para que fuesen juzgados.
Capítulo 12
Victorio
Jerónimo languideció durante dos meses en el cuartel de San Carlos, con sus
tobillos sujetos con cadenas. Clum afirmaría más tarde que las autoridades de
Tucson habían tardado en responder a su ofrecimiento de trasladar a sus siete
«asesinos».[1] De vuelta a la reserva, este agente de malas pulgas se lanzó a una
nueva ronda de peleas telegráficas con sus superiores de Washington. Se quejaba
de que, a pesar de toda la buena labor que había realizado, no recibía un aumento
de sueldo y que, una vez más, los militares trataban de intervenir en su sistema.
«Sentí que mi éxito en realidad fue penalizado», escribió.
Obsesionado como estaba con Jerónimo, Clum royó durante años el hueso
de su decepción por el fracaso de las autoridades al no colgar a aquel «renegado»
en 1877. «No sé quién cortó los grilletes que sujetaban sus tobillos y le permitió
salir del cuartel de San Carlos», escribiría cincuenta años después.[7] En 1936, bajo
el punto de vista de su padre sobre el asunto, Woodworth Clum escribió: «Quién
dio las órdenes para liberar a ese asesino de al menos un centenar de hombres,
mujeres y niños, es un misterio que dura ya más de medio siglo».[8]
Con su desagradable fariseísmo, el propio Clum llegó a arrepentirse de su
impetuosa dimisión. Tras meditar sobre ello en 1928, escribió:
De haber quedado yo al cargo de San Carlos, no me cabe la menor duda de
que lo habría llevado [a Jerónimo] rápidamente ante un tribunal de Estados Unidos
para ser juzgado, y que su carrera habría finalizado allí y entonces. Qué cantidad
de gastos, tribulaciones, angustias y derramamientos de sangre podrían haberse
evitado si su arresto hubiese seguido sin demora con un juicio, una condena y una
ejecución … así el nombre de Jerónimo habría caído en el olvido antes de que
alcanzase la fama notoria y generalizada que posee fuera del límite de las fronteras
territoriales.[9]
Hay otra explicación de por qué Jerónimo sobrevivió en aquel mes de junio
de 1877, pero aparece solo en las crónicas apaches.[10] Según Daklugie, su padre,
Juh, estaba al tanto de los traslados desde Ojo Caliente y cabalgó hasta San Carlos,
llegando allí antes que los peregrinos de Clum. Allí consiguió que Eskimizin
abrazase su causa, el jefe aravaipa era el más ferviente de los policías indios.
Cuando la comitiva de enfermos de viruela se acercaba a la reserva, Juh se ocultó
cerca del camino. Vio a Jerónimo en el carromato y Jerónimo lo vio a él, pero
ninguno de los dos hizo la menor señal de reconocimiento.
Un día, Juh y Eskimizin se enfrentaron a Clum en el cuartel. El tartamudo
Juh habló por boca de Eskimizin.
Ninguna de las fuentes blancas corrobora esta parte de la historia. Angie
Debo, la más rigurosa entre los biógrafos de Jerónimo,[11] afirma que fue el agente
que sucedió a Clum en el cargo quien le quitó al guerrero los grilletes de sus
tobillos. El lacónico estilo de Jerónimo al narrar su propio cautiverio ofrece la
posibilidad de ajustarse a ambas hipótesis: «Estuve preso durante cuatro meses…
Por entonces creo que tuve otro juicio, aunque no estuve presente. En realidad no
sé si lo tuve, pero me dijeron que sí. Y, en todo caso, fui puesto en libertad».[12]
Pero culpar a Jerónimo, de todos modos, es pasar por alto que la causa
principal de la miseria de los apaches no residía en los yermos de San Carlos, que
eran un foco de malaria, sino en Washington, donde los teóricos soñaban con la
fusión de las tribus apaches. Por su parte, Jerónimo se consideraba inocente de
haber atacado a ciudadanos estadounidenses (los mexicanos, a quienes tanto
depreciaba, eran otra cosa), y parece ser que las rapiñas que se le imputaban en
Arizona fueron cometidas por otros apaches.
Existen pruebas de que los chihenne no pensaban pasar mucho tiempo en
San Carlos,[14] pues recogieron sus mejores armas en las inmediaciones de los
manantiales sagrados antes de salir de Nuevo México. ¿Por qué les resultaba tan
difícil a los ojos blancos comprender que la gente deseaba vivir en Ojo Caliente? En
1909, un chihenne recordaba el paraíso perdido desde su exilio en Oklahoma:
Es una buena tierra. Hay montañas en este lado, en este otro y en aquel. En
el medio hay un ancho valle. Hay manantiales en aquel valle, buenos pastos y
muchos árboles para hacer leña en los alrededores. Cava un pozo y el agua brota a
cuarenta pies [doce metros]… Los caballos y el ganado no morían de frío allí. Era
un lugar saludable tanto para los hombres como para las bestias … He vivido en el
territorio de otra gente durante años, y el problema siempre viene de ahí.[15]
Los chihenne se asentaron en una zona concreta de San Carlos, la que Clum
les había designado. Entonces las cosas comenzaron a ir mal. [16] La caza era escasa y
el valle de Gila era un foco de malaria al igual que ocurría pocos kilómetros río
abajo, junto a la agencia; Clum les proporcionaba raciones de modo irregular e
insuficiente. Y hubo problemas entre los chihenne y los montaña blanca. Los
montaña blanca temían la llegada de aquellos apaches orientales, [17] pues sabían
que traían la malaria con ellos. Entonces un montaña blanca mató a un chihenne, y
Victorio dio caza al delincuente y lo mató a él y a toda su familia. Parece ser que ni
Clum ni su sucesor supieron nunca de tan sangrientas tensiones.
El día 2 de septiembre de 1877, trescientos diez hombres, mujeres y niños,
guiados por Victorio, robaron una manada de caballos a los montaña blanca y se
fugaron de la reserva.[18] Los persiguieron tropas de caballería de Arizona y Nuevo
México, ciudadanos voluntarios de San Carlos y la policía india creada por Clum,
todos a la vez. Un puñado de chihenne murió y otros muchos, sobre todo mujeres
y niños, fueron capturados. Por su lado, los fugitivos, con la acuciante necesidad
de caballos que les ayudasen en su huida, mataron a una docena de colonos
blancos.
Un grupo escindido, encabezado por el impenitente Pionsenay, se adentró
en Sierra Madre. El cuerpo principal, bajo el mando de Victorio, no solo se las
arregló para eludir todas las batallas campales durante un mes, sino que se fue
acercando hacia su amado territorio de Ojo Caliente por senderos secretos. El 29 de
septiembre Victorio, para tantear el terreno, pues no se había comprometido a una
guerra abierta, envió a dos de sus lugartenientes a Fort Wingate, bastante al
noroeste de las sagradas fuentes termales, en territorio navajo. El resultado final de
sus negociaciones fue que el coronel al mando de Ojo Caliente, un soldado oriundo
de Maine relativamente progresista y partidario de la abolición de la esclavitud
que había comandado un escuadrón de caballería compuesto por soldados negros
durante la Guerra de Secesión, accedió a cobijar a los casi doscientos chihenne y
alimentarlos durante un período indefinido. El coronel advirtió a sus superiores
que mezclar a los apaches con los navajos en Wingate era buscarse problemas y,
acerca de devolverlos a San Carlos… los chihenne respondieron de inmediato que
antes preferían morir.
Mientras tanto, el gobierno, ofuscado como siempre por las discrepancias
entre el Ministerio del Interior y el de Defensa, meditaba qué hacer definitivamente
con los chihenne. No existía una razón válida para no permitirles vivir en la tierra
que valoraban más que ninguna otra cosa del mundo, ni razón alguna para no
reunirlos con sus parientes en San Carlos, pero esta última decisión nunca fue
seriamente considerada. Los máximos oficiales expusieron las ventajas que
supondría trasladarlos a Fort Stanton, con los mescalero; a Fort Wingate, con los
navajos; de vuelta a San Carlos, con los montaña blanca, e incluso a Fort Still, en el
territorio indio de Oklahoma.
A pesar de conocer las incertidumbres que se cernían sobre su destino, los
chihenne estaban tan contentos en Ojo Caliente, que le pidieron a un oficial que
dijese en Washington «que ellos están más felices que en ningún otro lugar de los
que habían visitado antes y, no es que temieran que se les trasladase, pero que si el
gobierno les permitía quedarse donde estaban aceptarían de buena gana que las
raciones destinadas a ellos se redujesen a la mitad».[21]
Es casi un desafío creer que el gobierno fuese tan obstinado y corto de miras.
Después de cuatro meses de endebles deliberaciones, el Ministerio del Interior
ordenó a los chihenne que regresasen a San Carlos. El 8 de octubre de 1878 se
informó a la gente de Victorio de la resolución. Según el testimonio de un testigo
presencial,[22] Victorio le dijo al capitán al mando del traslado «que su hogar estaba
allí, que su gente había nacido allí, que ellos amaban su hogar y, más aún, que ni
uno solo de sus paisanos iba a ir a San Carlos».
El capitán insistió en que él debía obedecer las órdenes.[23] De pronto Victorio
profirió un alarido desgarrador y corrió a las montañas. Más de noventa de los
suyos, casi todos guerreros, lo siguieron inmediatamente. Las tormentas de otoño
desbarataron los planes de los soldados allí reunidos para perseguir a los apaches
fugitivos.
Durante los dos años que los oficiales de Washington jugaron con el destino
de su gente, Victorio fue volviéndose paulatinamente más desconfiado hacia el
hombre blanco. Cuando el verano palidecía sobre los pinos ponderosa en la
elevada reserva de los mescalero, la vigilancia del jefe se estrechó más; un nuevo
insulto que añadir a su malestar. Cuando Victorio se presentó en la ventanilla de
reparto de raciones,[25] el agente de los mescalero le dijo que no proporcionaría
alimentos al jefe de los chihenne a no ser que este presentase una cartilla de
racionamiento en regla. Victorio preguntó qué tenía que hacer para obtener una
cartilla. El agente replicó, aparentemente sin ninguna intención de ironizar, que
trascurriría por lo menos un mes desde que la expidieran en Washington hasta que
llegase a Nuevo México. A través de un intérprete, Victorio apuntó: «Un mes es
mucho tiempo para estar sin comida». El agente volvió a sus papeles.
El 21 de agosto un puñado de hombres blancos que habían salido a caballo
para pescar y cazar se aproximaron a la reserva de los mescalero. Uno de ellos era
un juez y el otro un fiscal. Algunos de los chihenne, entre ellos Victorio,
reconocieron a aquellos hombres y asumieron que era una partida enviada para
arrestar al jefe. Victorio, poseído por una furia salvaje, se enfrentó con el agente de
los mescalero y lo cogió de la barba con violencia. El asustado agente marchó a
Fort Stanton en busca de las tropas. El jefe oyó el clarín de la columna de caballería
que se aproximaba y escapó inmediatamente.
Victorio no volvió jamás a tratar de vivir en paz con los hombres blancos. El
encuentro fortuito del juez y el fiscal, que habían salido a pescar, con el jefe, que
tenía los nervios de punta, sirvió para que se declarase una guerra abierta. Los
catorce meses de aquella última campaña chihenne se convertirían en una de las
páginas más oscuras de todas las tragedias apaches.
* * *
En verano de 1879, Victorio ya había descargado parte de su venganza sobre
los estadounidenses, pero no había mandado a un número suficiente de colonos a
la tumba como para poder compararse con Cochise o con Mangas Coloradas
después de que los hombres blancos provocasen la ira de estos dos jefes. Es posible
que Victorio no matase ni a un solo estadounidense. Los ciudadanos
estadounidenses asesinados durante la temporada que iba desde septiembre de
1877 a junio de 1879, bien pudieron morir a manos de otros chiricahua.
Sin embargo, entre su propia gente Victorio contaba con una inquebrantable
lealtad que rivalizaba con la que los chokonen le brindaron a Cochise. Un
chihenne, que era un niño en 1879, recordaría el respeto que tenía por él setenta
años después: «Victorio no era tan alto como Naiché [el único hijo vivo de
Cochise], pero creo que era el ser humano más cercano a la perfección que haya
visto jamás».[27] Su gente le llamaba con un nombre apache cuya traducción
aproximada sería Conquistador.
En la época de su fuga de la reserva de los mescalero, Victorio tendría unos
cincuenta y cinco años, más o menos la misma que Jerónimo. Jhon Clum, que
estaba casi tan orgulloso de haberse llevado al jefe chihenne o mimbreño, como los
conocían los hispanohablantes, como de la presunta captura de Jerónimo, dejó una
detallada descripción de Victorio, cuando el jefe hizo acto de presencia en Ojo
Caliente aquel día de abril:
Respecto a su carácter, era tan diferente de Jerónimo como lo pudiesen ser
dos jefes apaches. Solo tomó una esposa (contra las nueve de Jerónimo) durante su
dilatada existencia, dilatada dentro de la media apache, un caso atípico entre los
grandes jefes.[30] Nunca se supo que se emborrachase: «Los alcohólicos son el azote
del hombre blanco»,[31] solía decirles a sus guerreros. Temía las traiciones de los
mexicanos,[32] por eso prohibía a sus hombres que bebiesen el mescal que les
brindaban cuando iban a comerciar a alguna ciudad de Sonora o Chihuahua.
Al igual que Cochise, pero no como Jerónimo, Victorio era un hombre de
una severa y resuelta determinación. Se comportaba con una controlada dignidad,
pero, al igual que Cochise también, podía estallar en súbitos ataques de cólera. Era
tan intrépido bajo el fuego enemigo como el más bravo de sus guerreros.
Junto a Victorio, al final de su campaña cabalgaron un buen número de
destacados chihenne, alguno de los cuales, más de un siglo después, escapó del
borroso y gris anonimato con el que las crónicas estadounidenses tildan a todos los
indios: enemigos. Uno de esos indios era una mujer llamada Lozen, hermana de
Victorio. Cuando era una jovencita estaba considerada una gran belleza, [33] y la
cortejaron muchos hombres. Los rechazó a todos y Jerónimo no hizo nada para
obligarla a casarse. Lozen escogió que su destino fuese el de una guerrera,
cabalgando junto a los guerreros como hacía un buen número de mujeres apaches,
y esperándose de ella que realizase las mismas hazanas en el combate que ellos.
Se produjo un gran jaleo y la larga hilera se partió para dejar paso a un
jinete. Vi a una magnífica mujer montada en un hermoso caballo negro … Lozen, la
hermana de Victorio. ¡Lozen, la mujer guerrera! Sostenía el rifle muy por encima
de su cabeza. Hubo un destello cuando su pie derecho se elevó y golpeó el hombro
de su montura. El caballo se alzó sobre sus cuartos traseros y luego se zambulló en
la impetuosa corriente. Giró la cabeza del caballo contra corriente y este comenzó a
nadar.
El resto de la banda siguió a Lozen a través del río.
Esta mujer era una experta con el lazo y, en consecuencia, también lo era en
robar caballos. Cuando era niña había vencido a todos los hombres con los que
había competido en carreras a pie. A menudo acometía la peligrosa misión de
cubrir la retaguardia de la banda cuando huían de sus perseguidores. Era tan
buena tiradora con el rifle como lo pudiese ser cualquier otro chihenne. También
era una experta en vendar las heridas de modo que estas no se infectasen. Y al
igual que su hermano Victorio, desconfiaba de los mexicanos y se oponía a
comerciar y beber mescal en sus pueblos. Respecto a sus hazañas y sabiduría, ella
era un miembro de pleno derecho dentro del concejo de los guerreros. «Lozen es
mi mano derecha», dijo Victorio a sus guerreros, «tan fuerte como un hombre, más
valiente que muchos de ellos y una astuta estratega. Lozen es una protectora de su
gente».
Lo que situaba a Lozen por encima del resto de los chihenne, y supuso que
fuese una pieza de incalculable valor al final de la campaña, fue su poder. La gente
creía que era la única de todo el grupo que poseía la capacidad de localizar al
enemigo. Para lograrlo, debía estar en pie, alzar los brazos estirados y girar
lentamente en círculo mientras entonaba una oración a Ussen. Cuando sus manos
comenzaban a temblar y las palmas cambiaban de color, ella sabía que estaban
señalando la ubicación del enemigo, incluso podía adivinar a qué distancia se
hallaba. James Kaywaykla, quien más tarde sufriría durante décadas la escéptica
educación de los blancos, juraba casi al final de sus días que así la había visto
localizar al enemigo «una y otra vez».
Otro de los incondicionales era Nana, que en realidad era un jefe apenas
subordinado a Victorio. Su aspecto era el de cualquier cosa menos el de un jefe, y
los soldados estadounidenses que más tarde sufrirían su venganza lo pasaron
bastante mal, hasta que comenzaron a tomarlo en serio, cuando lo conocieron por
primera vez. Con setenta años de edad,[34] quizá mayor aún (ni el propio Nana
conocía su edad), en 1879 caminaba con una pronunciada cojera, secuela de una
vieja herida. En el campamento solía frotar a escondidas su rígido tobillo con sebo.
Los chihenne le llamaban, a sus espaldas, Pie Roto. Tenía la costumbre de llevar
una cadena de oro, perteneciente a los relojes de algunas de sus víctimas, colgando
de cada oreja.
En una foto que ha llegado a nuestros días, se ve a Nana sentado con su
mirada fija e imperturbable frente a la cámara. Su redondeado rostro parece más
plácido que fiero y lleva un sombrero mexicano que parece ridículamente alto
sobre su poderosa cabeza, como si la más ligera de las brisas pudiese arrancárselo.
Pero Nana, según Kaywaykla, era «el más fiero e implacable de los apaches
… su habilidad como estratega militar era superior a la del propio Victorio». Su
dureza era legendaria: podía caminar durante muchos días sin comer y durante un
ataque podía cabalgar fácilmente más de ciento quince kilómetros, durmiendo
sobre la silla parte del tiempo. Kaywaykla testificaría que «ningún joven de la tribu
aguantaba sin descansar más tiempo que él sobre una silla de montar».
Un nuevo rigor gobernaba la vida de los fugitivos. Victorio sabía que su
campaña de venganza significaba luchar hasta morir. El agua era la clave para
sobrevivir en aquella tierra agostada y fue entonces cuando los duros
entrenamientos que soportaron todos los apaches durante su infancia dieron su
fruto, en la supervivencia. A veces los chihenne encontraban manantiales que
apenas si daban agua,[39] en ese caso las personas pasaban sed y los caballos bebían.
En cierta ocasión, después de pasar muchas horas sin beber, [40] llegaron a un
abundante manantial, pero Nana olfateó aquella agua de olor extraño y declaró
que estaba contaminada.
El único sonido era el tamtam de un timbal que estuvo tocando Victorio en
persona durante toda la refriega, acompañado por sus agudos y trémulos cánticos
de afamado curandero. En ese momento se estaba dirigiendo a nuestros
exploradores, tratando de convencerlos para que desertasen y se uniesen a sus
hombres para que luego, todos juntos, matasen hasta el último soldado, blanco o
negro, allí presente.[46]
A finales de octubre, después de haber ganado por la mano cada encuentro
que sostuvo con el ejército, Victorio dirigió su banda a través de la frontera,
adentrándose en México, donde sabía que los estadounidenses no tenían
jurisdicción para perseguirlos. El comandante al mando de las exhaustas topas que
acosaron a los indios hasta la línea fronteriza trató de hacer una lectura positiva de
la situación,[47] y les dijo a sus hombres que habían logrado sacar a Victorio de
Estados Unidos. Pero Kaywaykla y los demás chihennes conocían el auténtico
sentido del sabio movimiento estratégico de Victorio: «como el de la codorniz que
simula estar herida para llevar a sus perseguidores lejos de su familia, así el jefe
había cruzado la frontera hacia México … El objetivo de Victorio consistía en
desviar a la caballería de nuestros antiguos asentamientos». [48] Sin saberlo la
caballería, muchos chihenne, especialmente mujeres y niños, todavía estaban en
Nuevo México. Victorio les concedería el tiempo que necesitaban para reunirse con
los guerreros al sur de la frontera.
Las tácticas militares de Victorio variaban brillantemente entre un combate y
el siguiente, pero todas ellas giraban en torno a una lógica común a todos los
chiricahua. El ataque sorpresa y las emboscadas seguidas por una rápida fuga
constituían sus principales componentes. Los oficiales estadounidenses,
habituados a las batallas a campo abierto de la Guerra de Secesión (en realidad a
todo tipo de guerras y batallas que hubiesen estudiado en West Point), llegaron a
creer que cada vez que expulsaban a los apaches de sus escarpados escondrijos, era
porque los habían derrotado. Sin embargo, los apaches no eran soldados
confederados: la retirada no era un acto ignominioso, sino parte esencial del
combate.
Kaywaykla resume las tácticas chihenne que aprendió durante su infancia:
Nosotros éramos, en esencia, montañeses. Gente que se desplazaba de una
sierra a otra, siguiendo las crestas de las colinas lo mejor que podíamos … Creo
que podríamos haber inventado la guerra de trincheras, colocándonos
preferentemente con las montañas a nuestra espalda. Dudo que nadie nos superase
a la hora de subir colinas. Trepar paredes era algo que se daba por hecho. Cuando
nos perseguían de cerca, matábamos los caballos y nos lanzábamos a escalar riscos
que ningún enemigo podría superar. Los hombres sujetaban a mujeres y niños con
cuerdas y los subían de una cornisa a otra hasta que los ponían a cubierto o
escapaban … Nos desplazábamos de noche solo si nos veíamos obligados a
hacerlo, y nunca matábamos en la oscuridad a no ser que nos atacasen. Había una
creencia entre nosotros que decía que aquel que matase de noche sería condenado
a caminar en la oscuridad a través del Lugar de los Muertos.[49]
Entonces, en 1879, cuando los chihenne se encontraban acampados en la
ladera de una montaña de Sierra Candelaria, en el estado de Chihuahua, Victorio
sintió curiosidad por la inusual actividad que habían detectado sus exploradores
cerca de la pequeña ciudad de Carrizal. Sánchez se presentó voluntario para llevar
a cabo una extraordinaria misión. Se vistió con las ropas de un vaquero que él
mismo había asesinado, eligió un caballo con la marca de un famoso ranchero de la
ciudad de Chihuahua y cabalgó solo hasta Carrizal. Una vez allí, bebió en la
cantina y charló con los lugareños. Gracias a su perfecto dominio de la lengua
castellana se hizo pasar por mexicano. Sánchez supo que los ciudadanos de
Carrizal estaban preparando la típica trampa mexicana: atraer a los chihenne hasta
la ciudad, llenarlos de licor y matarlos cuando estuviesen durmiendo la
borrachera.
Cuando un emisario se presentó en el campamento de Victorio, el jefe fingió
amistad;[51] también ocultó a la mayor parte de sus guerreros. Una partida de
dieciocho vaqueros, descuidados por un exceso de confianza, cabalgó hacia el
campamento. Victorio había preparado una emboscada consistente en un triple
fuego cruzado. El jefe no dio la señal de fuego hasta que el último de los dieciocho
jinetes hubo entrado en la línea de tiro. Murieron en cuestión de minutos. Un
mexicano se las arregló para ocultarse entre las grietas de una roca, de modo que
estaba fuera del ángulo de los tres puntos de fuego. Solo sus piernas sobresalían de
la grieta; los apaches se las despedazaron a tiros de las rodillas para abajo.
Unos días después, un gran grupo de hombres partió de Carrizal, alarmado
por la ausencia de sus conciudadanos. Victorio les tendió la misma emboscada.
Murieron quince de los treinta y cinco jinetes. Ni un solo apache resultó herido.
La mujer estuvo en pie, sin expresar emoción alguna, hasta que las oyó [las
descargas]. Tal como suelen hacer los suyos, cayó de rodillas y alzando los brazos
chilló: «¡Dios, Dios!», una y otra vez. Su pequeño como hacia ella, la mujer lo
estrechó entre sus brazos y se inclinó sobre él, protegiéndolo. No me di cuenta de
lo que iba a pasar hasta que una piedra la golpeó en la frente y la sangre manó
sobre el niño. Ella cayó hacia delante, todavía protegiéndolo con su cuerpo. Yo
corrí a los matorrales de mesquites hasta que Abuela me adelantó. Se arrodilló ante
mí igual que había hecho aquella mujer, y me tomó en brazos.
Ella también temblaba.
El comandante en jefe de las tropas que habían perseguido a Victorio el
pasado otoño estaba seguro de que era solo una cuestión de tiempo que el jefe
cruzase de nuevo la frontera hacia el norte. Entre la intendencia, había dispuesto
que se llevasen dos cañones montados en ruedas. «Era como matar moscas a
cañonazos», fueron las sucintas palabras del historiador Dan L. Thrapp.
En efecto, en enero del año 1880, los chihenne cruzaron la frontera. Durante
meses, Victorio arrastró a las tropas en una persecución tan frustrante como la de
la campaña anterior. Las duras marchas forzadas dejaron a las patrullas de Nuevo
México, según palabras de uno de sus oficiales, con «caballos tan cansados que
parecían esqueletos, y a los hombres casi sin botas, ni ropa ni calzado alguno».
Victorio poseía tal confianza en su dominio del terreno que, a pesar de sufrir el
acoso del ejército, consiguió pasar a menos de un día de marcha de Ojo Caliente
primero y de la reserva de los mescalero después, y enviar mensajeros a ambos
lugares para que indagasen a ver si habría todavía alguna posibilidad de rendirse
pacíficamente, pero su propio recelo le impedía negociar.
Victorio tuvo éxito incluso con la expedición punitiva que envió a San Carlos
para tratar de barrer de la faz de la tierra a las familias de aquellos chaqueteros que
eran los exploradores apaches. Para tan temeraria acción escogió a su hijo, un
valiente joven conocido por los blancos con el curioso nombre de Washington.
Junto a otros catorce guerreros, Washington recibió la orden de llegar a San Carlos
sin ser vistos y después «matar y destruir todo cuanto pudiesen». Pero a menos de
treinta kilómetros de San Carlos, la partida de Washington se topó con un grupo
de cazadores procedentes de la reserva. Después de una breve pelea, Washington
procedió a atacar a los apaches acampados en otra parte de la reserva, solo que
estos no eran ni montaña blanca ni coyotero, sino familiares de las bandas de Juh y
Jerónimo, hasta entonces aliados de los chihenne. Las razones que tuvo
Washington para atacarlos se han perdido en la historia. El hijo de Victorio
sobrevivió al choque y regresó junto a su padre.
Victorio golpeó en las montañas de Black Range y Mogollón durante toda la
primavera de 1880, matando colonos y soldados a ritmo constante. Algunas de sus
más hábiles victorias se debían al anciano Nana, quien junto a ocho guerreros
escogidos cabalgó a través de todo el territorio devastando lo que encontraba a su
paso. En una escaramuza, la partida de Nana mató a veinte colonos a orillas de río
Bravo en cuestión de minutos. Thomas Cruse, [52] uno de los más perspicaces
oficiales de los que tomaron, parte en la campaña contra Victorio, fue también uno
de los miembros de la patrulla que descubrió la carnicería: docenas y docenas de
casquillos, animales muertos y cadáveres medio quemados entre una pira de
carromatos carbonizados. «Tuve pesadillas con eso durante semanas», escribiría
Cruse.
Después de que la campaña terminase, Cruse calculó que durante los catorce
meses empleados en cruzar de Nuevo México a Chihuahua y viceversa, los
guerreros de Victorio, que rara vez serían más de setenta y cinco, se cobraron las
vidas de más de un millar de hombres blancos, entre mexicanos y
estadounidenses, mientras eludían a tres escuadrones de caballería
estadounidenses (unos seiscientos hombres cada uno), dos regimientos de
infantería, también estadounidenses, un gran número de tropas mexicanas y un
contingente de rangers de Texas. El balance de muertes puede que sea exagerado,
pero no demasiado.
Sin embargo, a pesar de sembrar el terror a lo largo de toda la nación, los
chihenne de Victorio sufrieron el desgaste de saber que mantenían una batalla
perdida. En mayo de 1880,[53] sufrieron su primer revés serio, que no llegó, y esto es
significativo, de manos de una patrulla militar, sino de una escuadra autónoma de
rastreadores apaches bajo las órdenes de un solo hombre blanco. Este diestro
grupo guerrillero encontró el campamento de Victorio a orillas del río Palomas, en
Black Range, lo rodeó por la noche sin ser advertido y atacó al alba. Murieron unos
treinta chihenne, entre hombres, mujeres y niños, y el propio Victorio resultó
herido. En medio del combate, los rastreadores suplicaron a gritos a las mujeres
para que se rindiesen sin recibir daño. Las mujeres replicaron con actitud
desafiante que «si Victorio muere nos lo comeremos para que ningún hombre
blanco pueda ver su cadáver». Pocos días después, una patrulla militar disparó
sobre la retaguardia de una pequeña banda de apaches que se dirigía a la frontera
mexicana, matando a diez individuos; Washington fue uno de ellos.
Dan L. Thrapp, el biógrafo de Victorio, resume el dilema que tenía el jefe
entre manos en junio de 1880:
Desde su rebelión en 1879 hasta entonces, Victorio nunca fue atrapado, ni
sufrió una clara derrota. Pero a partir de ese momento, comenzó el declive de su
buena estrella. Y a pesar de que vencería en todos sus demás enfrentamientos,
excepto el último, sus acciones se parecerían cada vez más a las de una fuerza que,
debilitándose gradualmente, cubría su retirada. Victorio estaba descubriendo algo
que Cochise aprendió antes que él: podías barrer a los soldados una vez tras otra,
pero estos eran demasiados, tan bien pertrechados y con tantos refuerzos que
acabarían agotándote.
Algunos oficiales albergarían cierta simpatía hacia Victorio. Thomas Cruse
admitiría que «el Gobierno hizo caso omiso de las legítimas quejas de Victorio y lo
forzó a tomar el sendero de la guerra». [54] Y Charles B. Gatewood, que desempeñó
un papel decisivo en la caza final de Jerónimo, le dijo a Cruse «que cualquier
hombre de criterio, y con autoridad para concederle a Victorio sus justas
reivindicaciones, podría haber evitado la desastrosa y sangrienta rebelión de 1879».
Cada guerrero chihenne muerto significaba una pérdida irreemplazable. Fue
durante esos aciagos días cuando Kaywaykla tuvo noticia de un espantoso suceso.
[55]
Después de un ataque, un agotado Victorio buscó a la madre de Kaywaykla. En
un lugar un poco apartado del campamento le dijo: «Afronta este hecho con el
valor que a tu marido le hubiese gustado que mostrases. Él ha muerto. En lo
sucesivo no vuelvas a pronunciar su nombre». Como buen apache, Kaywaykla
observó rigurosamente aquel antiguo tabú: jamás volvió a pronunciar el nombre
de su padre.
En junio las diferentes bandas que componían el grupo de Victorio cruzaron
la frontera por separado, para dificultar más aún la persecución, y se reunieron en
Chihuahua. La gente se disgustó cuando descubrieron que Lozen no se hallaba
entre los guerreros. Supusieron que había muerto y los chihenne evitaron
pronunciar su nombre. Más tarde, llegarían a la conclusión de que el desastre que
les ocurrió nunca hubiese tenido lugar si Lozen, con su don para localizar al
enemigo, hubiese estado con ellos.
Durante las semanas siguientes, [56] Victorio condujo a su pueblo en dirección
este, hacia las montañas llenas de cactus situadas en la zona occidental de Texas,
un territorio situado fuera de los límites de sus dominios. Ese dato sirve para
medir el grado de desesperación del grupo. Los exploradores indios que los
siguieron en territorio mexicano informaron que la gente de Victorio «sufre una
situación traumática y desmoralizadora. Llevan a los heridos con ellos y sus
animales están acabados». Ante tal contingencia, el jefe de los apaches mescalero
que acompañaban a Victorio dijo que ya habían tenido bastante y planeaban
regresar a la reserva. Victorio se negaba a rendirse. En la pelea que se desató a
continuación, Victorio mató al jefe mescalero. Los demás mescalero, temiendo la
ira del vencedor, decidieron quedarse con los chiricahua.
Después de haber pasado un mes registrando las ciudades de Chihuahua
para reclutar combatientes, Joaquín Terrazas contaba con trescientos cincuenta
hombres bajo sus órdenes. Más tarde enviaría de vuelta a los noventa menos
comprometidos con la causa, obteniendo así una disciplinada fuerza de doscientos
sesenta hombres. Entre ellos se encontraba un número de indios tarahumara,
excelentes atletas y enemigos de los apaches que vivían al norte de su territorio. A
diferencia de las tropas estadounidenses, a las que Victorio les había hecho sudar
la gota gorda, valga la expresión coloquial, las tropas mexicanas estaban frescas,
bien alimentadas y mejor armadas.
En septiembre Victorio llevó a los suyos más hacia el sudeste, a un árido
desierto plagado de serpientes de cascabel y monstruos de gila, en el límite del
territorio de Chihuahua. Su biógrafo se pregunta por qué Victorio no cambió su
rumbo y se dirigió a su santuario, en los altos de Sierra Madre:
Dirigió su éxodo por tierras y lugares que conocía hasta aquel páramo
abrasador. ¿Buscaba una Tierra Prometida? Él no podía haber creído en algo así …
pero se estaba haciendo viejo. Quizás estuviese cansado. Se había deshecho de sus
perseguidores, de sus atormentadores, en innumerables ocasiones, pero las hordas
eran inagotables y sus guerreros pocos y cada vez más cansados, relegados a
realizar labores defensivas de retaguardia. Su éxodo había abandonado la Tierra de
las Esperanzas Rotas, para dirigirse a la Tierra de la Desesperanza.
Victorio se volvió hacia Nana en busca de consejo, pero el anciano dijo: «He
combatido con tres grandes jefes de mi gente, Mangas Coloradas, Cochise y
Victorio. Los problemas con los que te enfrentas son superiores a cualquiera de los
otros que se hayan dado antes. Tu decisión es de gran importancia para el futuro
de nuestro pueblo. Tu sabiduría nunca nos ha fallado. Ordena y nosotros
obedeceremos».
Abuela hablaba de los altos pinos, de los prados de las montañas y del agua
fresca y cristalina de la tierra de Juh. Unas pocas acampadas, unas cuantas llanuras
que cruzar, unos cuantos días de evitar ser descubiertos y encontraríamos un
refugio seguro contra los ojos blancos y sus ataques. Viviríamos en una tierra como
lo habían hecho nuestros padres, fuera del alcance de la codicia y la crueldad. Sería
como vivir en el Lugar Feliz, sin sufrimientos, ni injusticias ni hambre.
Por una vez, Victorio cometió un error de cálculo.[58] El ejército de Terrazas
había estado siguiendo ininterrumpidamente los pasos de los chihenne. El día 15
de octubre, el jefe de los mexicanos subió a una colina, oteó el horizonte con sus
prismáticos y divisó dos columnas de polvo cerca de Tres Castillos.
El ataque de Terrazas llegó al atardecer y no se anduvo con sutilezas. Los
chihennes divisaron a la columna asaltante cuando esta estaba aún a casi un
kilómetro de distancia, con los tarahumaras a la cabeza, y comenzó el tiroteo. La
orografía del terreno era una trampa para los apaches, en vez de una montaña a
sus espaldas, esta vez tenían una estéril loma de apenas treinta metros de altura.
Al amanecer, la lucha se reanudó con nuevo ímpetu. Según el testimonio de
Terrazas, gran parte del combate se desarrolló cuerpo a cuerpo, «los contendientes
luchaban unos con otros amarrándose por la cabeza». Eso no parece ser cierto,
pues los guerreros apaches no tenían rival a corta distancia en un combate a
cuchillo. Seguramente fue la superioridad de las municiones la que marcó la
diferencia, aplastando a los defensores.
El propio Terrazas no supo cuál de aquellos apaches era Victorio, y se sabe
que el jefe se encontraba entre los caídos solo porque así lo testificaron los cautivos.
Mauricio Corredor,[59] uno de los jefes tarahumaras, recibió el honor de haber sido
el que mató a Victorio de un disparo. El gobierno de Chihuahua le pagó la
recompensa de dos mil pesos y también le regaló un rifle niquelado. Pero los
chihenne juran que Victorio luchó hasta agotar sus municiones y que luego se
quitó la vida con su propio cuchillo. [60] Sus descendientes así lo siguen jurando hoy
en día.
Un mes después de la batalla de Tres Castillos, un grupo de apaches, [61] es
probable que ni siquiera fuesen chiricahua, tendió una emboscada a una columna
de mexicanos cerca de Carrizal. Uno de los soldados era un sargento que iba
montado en la silla de Victorio. Los apaches la reconocieron, y a él lo cortaron en
pedacitos.
Días después de la masacre, los aturdidos supervivientes, diecisiete en total,
se encontraron en el punto de reunión acordado de antemano, un arroyo profundo
y oculto. Nana habló de Victorio. Setenta años después, Kaywaykla recordaría lo
esencial de sus palabras.
El jefe había muerto tal como había deseado, defendiendo a los suyos. Era el
más grande de los jefes apaches, sí, de todos los jefes indios. Murió del mismo
modo que había vivido, libre e inquebrantable. Ellos también hubiesen preferido
morir en combate. Conocíamos bien cuál fue el destino de Cochise y de Mangas
Coloradas, ellos también habrían envidiado a Victorio. Pero … no debíamos
lamentarnos por él. Se había ahorrado la ignominia del aprisionamiento y la
esclavitud, y por eso él tendría que haber dado gracias a Ussen.
Aquella noche, Blanco y Kaytennae regresaron de su expedición en pos de
municiones, solo para encontrarse con la masacre. Traían cientos de cartuchos.
—Demasiado tarde —dijo Kaytennae amargamente.
—No es demasiado tarde —contestó Nana—, mientras un apache continúe
con vida.
Capítulo 13
El Soñador
Uno podría imaginarse que lo primero que haría Jerónimo en aquel verano
de 1877, después de que le quitasen los grilletes que sujetaban sus tobillos, sería
fugarse de la reserva de San Carlos. Cuando Clum lo encerró en la prisión militar,
sabía que la consecuencia de aquello «fácilmente hubiese significado mi muerte». [1]
Sin embargo, en lugar de huir, se quedó y acampó junto a los demás chiricahua
durante siete meses más. Incluso resistió la tentación de unirse a la rebelión de
Victorio.
En su autobiografía, Jerónimo explica su pasividad con una insípida frase:
«Después de eso ya no teníamos más problemas con los soldados … aunque nunca
me sentí verdaderamente cómodo en el lugar [en la reserva de San Carlos]». Sin
embargo, unos cuarenta kilómetros Gila arriba, los guerreros bedonkohe vivían
con relativa satisfacción en la reserva chiricahua. Muy bien se podría deber a que,
una vez que Clum se fuera, Jerónimo se sintiese a salvo de lo peor que le pudiesen
hacer los ojos blancos. El sucesor de Clum mantuvo una entrevista con Jerónimo a
finales de septiembre en la cual lo nombró «capitán» de los chihenne que se habían
quedado allí…, a pesar de que Jerónimo no era chihenne.[2]
Que Jerónimo se quedase en las cercanías de San Carlos dice mucho acerca
de su carácter bipolar. Sopesó en su interior las ventajas de la vida en la reserva (y
en 1877 no eran precisamente insignificantes) frente a la añoranza de libertad que
más tarde desequilibraría la balanza.
No fue hasta el 4 de abril de 1878 cuando Jerónimo huyó a toda prisa. [3] El
desencadenante no tuvo nada que ver con las autoridades blancas. Jerónimo y
otros se emborracharon con licor de contrabando. Según el testimonio de un joven
chiricahua allí presente, el ebrio guerrero comenzó a «reprender a su sobrino sin
razón alguna». El muchacho, seriamente herido por las críticas, se suicidó.
Jerónimo, agonizante de pesar, huyó a México junto con Juh, su viejo aliado; con
ellos cabalgaban un grupo de leales parientes.
Durante el siguiente año y medio, Jerónimo operó desde el bastión de Juh,
en pleno corazón de Sierra Madre. Este es el período más oscuro de la biografía de
Jerónimo a partir de mediada la década de 1870, cuando los estadounidenses
empezaron a oír hablar de él. Su propia memoria pasa por encima de aquella etapa
sin decir ni una sola palabra. Todo parece indicar que Jerónimo y Juh se unieron a
Victorio en algunas de las batallas que sostuvieron los chihenne contra los ojos
blancos en los catorce últimos meses de su campaña. También parece que
abandonaron las filas de Victorio no solo por el ataque de Washington, su hijo, a la
gente de Juh y Jerónimo, allá en San Carlos, sino también porque, tal como jura un
comerciante de la reserva, «en vez de mostrar simpatía hacia la banda de Victorio,
[la gente de Juh y Jerónimo] hacían gala de sentimientos hostiles hacia ellos».[4]
Después de un año y medio perdidos, en diciembre de 1879 Juh y Jerónimo
se presentaron voluntariamente para vivir una vez más en la reserva de San
Carlos. Clum, que observaba todo aquello desde Tombstone, hizo un cínico
comentario: «Lo que [Jerónimo] quería eran las mantas que proporcionaba el
gobierno y la leña, la carne de buey, las alubias, la harina y también descansar de
los rigores del camino … Fue el héroe de la reserva durante veinte meses, tiempo
más que suficiente para planear sus futuras fechorías».[5] Juh y Jerónimo se
quedaron en San Carlos mientras los chihenne luchaban y cubrían su doloroso
camino hacia Tres Castillos.
Tras la masacre que casi había exterminado a los chihenne libres, Nana
reunió a los supervivientes. Tanto la caballería mexicana como la estadounidense
todavía estaban buscando a los pocos que pudiesen haber escapado. Los
desharrapados restos del grupo se ocultaban de día y cabalgaban de noche.
«Ningún guerrero —dice Kaywaykla recordando aquellos aciagos días— sabía si
su esposa estaba muerta o era esclava de los mexicanos. Nadie sino Nana parecía
preocuparse por si vivían o morían».[6]
En medio de todas aquellas tribulaciones. Nana consiguió enviar mensajeros
a Black Range, en Nuevo México, donde estaban ocultos más chihenne; estos se
unieron a los supervivientes. El anciano jefe también reclutó apaches de otras
tribus y, lentamente, consiguió hacer de su devastado grupo una fuerza respetable.
«Aunque en comparación con el de Victorio solo eran un puñado», admitiría
Kaywaykla. Nana eligió de nuevo al notable Sánchez para llevar a cabo otra
peligrosa misión: seguir a las fuerzas de Terrazas con la esperanza de averiguar el
paradero de sus cautivos. Sánchez regresó con la sombría nueva de que se llevaron
alrededor de un centenar de mujeres y niños (treinta individuos más de los
admitidos por Terrazas en su informe) a la ciudad de Chihuahua, donde, con toda
seguridad, serían vendidos como esclavos.
Un día, un jinete solitario se aproximó al campamento de los fugitivos.[7] Era
Lozen, que había estado perdida durante semanas y traía una extraordinaria
historia que contar. Se había separado del grupo casi dos meses antes del incidente
de Tres Castillos y su banda había sido acosada por las tropas estadounidenses a lo
largo de la ribera del río Bravo, en Texas. Lozen cabalgaba junto a una joven
mescalero embarazada, la cual rompió aguas de pronto. Sin más dilación, Lozen
entregó el caballo de la mujer y el suyo a uno de sus compañeros de fuga, un
chihenne, y fueron a pie a ocultarse entre la espesura de los matorrales para
esconderse junto a la prematura madre (de haber conservado los caballos con ella,
la caballería las habría descubierto).
Cuando los soldados se acercaron lo suficiente para ser oídos, ocultaron al
bebé en el sotobosque. A partir de ese momento se desarrolló una larga odisea por
la supervivencia mientras Lozen guiaba a la joven madre hasta la reserva de los
mescaleros. Durante aquellas semanas de furtivos movimientos y escondrijos,
Lozen realizó numerosas hazañas. Por dos veces logró robar caballos mexicanos
ante las mismas narices de sus dueños, huyendo entre una lluvia de balas. Mató un
novillo longhorn solo con su cuchillo para que la joven pudiese comer, y luego hizo
una garrafa para el agua con el estómago del animal. Finalmente, mató a un
soldado de caballería y se quedó con su rifle, sus municiones y su cantimplora.
En la reserva supo de la masacre que acabó con la vida de su hermano por
boca de aquellos mescaleros que habían regresado dispersos en pequeños grupos.
Eludió a los soldados que todavía patrullaban la frontera y se internó de
nuevo muchas millas dentro de México, donde encontró a Nana y al resto de
supervivientes. Lozen estaba impaciente por cabalgar junto al anciano en su
búsqueda de venganza.
Nana tendría unos setenta y cinco años, y su aspecto difería del de un gran
guerrero más que nunca. Un periodista que lo conocería unos años después
describiría a Nana como «un hombre de unos ochenta años, bajo, obeso y con el
rostro lleno de arrugas; lento en sus movimientos pero muy activo cuando lo
requería la ocasión. Su rostro, lejos de resultar atractivo, mostraba una expresión
más impasible e inescrutable que la de todos los demás [jefes chiricahua] … y eso
es mucho decir».[8] El avispado teniente Charles B. Gatewood quedó menos
impresionado todavía. El viejo lo miró como «un anciano jefe, paralizado y
decrépito, que a duras penas sería capaz de acompañar a las squaws y a los niños
en las incursiones».[9]
Para los chiricahua,[10] como para todos los apaches, la venganza no era
fundamentalmente una cuestión personal. Más bien implicaba la vuelta al
equilibrio dentro del estado de las cosas. Matar miembros del bando enemigo
después de que este hubiese hecho lo mismo con el propio era casi un deber
sagrado; aunque un jefe como Nana no tuviese potestad para ordenar luchar a
ningún guerrero. El ideal apache de venganza guarda cierta afinidad con el
concepto griego de Némesis. Como señaló Kaywaykla: «Ussen no nos encomendó
que amásemos a nuestros enemigos. Nana no amaba a los suyos y no se
conformaba con el ojo por ojo, ni con una vida por otra. Por cada apache muerto se
cobró muchas vidas».[11]
Durante los siete meses que siguieron al enfrentamiento en Tres Castillos,
Nana logró devolver algo de poder a su banda. El anciano jefe buscaba un sentido
a la tragedia de su gente. «No es bueno que la gente tenga una vida regalada —le
dijo a Kaywaykla—. Los hace débiles e ineficaces cuando tienen que luchar». Los
chiricahua realizaron algunas batidas o emboscadas, mataron mexicanos, pero
también sufrieron un serio revés cuando murieron dos de sus mejores guerreros en
un tiroteo. Nana, por medio de su poder, se concentró en obtener armas y
municiones. En una ocasión los apaches capturaron una recua de mulas cargadas
con una pesada mercancía. Para disgusto de Nana, el botín no consistió en
municiones sino en lingotes de plata.
—Si pudiésemos llevar esto a Casa Grandes —aventuró Sánchez, basándose
en lo aprendido con sus antiguos captores—, podríamos comerciar con los
mexicanos a cambio de cosas valiosas para nosotros; si cada hombre lleva dos o
tres de estos lingotes para cambiarlos por cartuchos…
—En vez de munición —le interrumpió Nana—, lo cambiarían por mescal y
serían asesinados.
A principios de 1881, Nana condujo a los suyos hasta el santuario situado en
la elevada vertiente occidental de Sierra Madre. Por fin el joven Kaywaykla vería la
mítica tierra de Juh.
En aquel lugar pasamos unas semanas como debían vivir aquellos que
estaban en el Lugar Feliz. De nuevo podíamos cazar, darnos banquetes y danzar
alrededor del fuego. De nuevo los padres podían pasar el tiempo con sus familias
… aquellos cuyos padres viviesen. Por primera vez desde que tengo memoria,
vivimos como vivieron los apaches antes de la llegada de los ojos blancos.
Desde su santuario, la banda realizó prolongadas incursiones. Una de las
más extensas cubrió todo el camino hacia el norte, hasta Ojo Caliente, pues estaba
libre de soldados porque no había apaches que vigilar allí. Los chihenne apostaron
centinelas y pasaron dos días bañándose en sus fuentes sagradas. Kaywaykla
recuerda «¡Qué bueno era estar en el agua! En el desierto, donde era difícil
conseguir agua potable, nos frotábamos la piel con arena fina. Nos tumbamos en
aquel estanque durante horas, disfrutando de los beneficios del agua durante
horas».
Nunca se narró la historia completa del Ataque de Nana, solo los apaches la
conocían desde dentro, y Kaywaykla era demasiado joven como para cabalgar con
ellos. Desde el punto de vista de los colonos y los soldados de Nuevo México
fueron dos meses llenos de frustración y miedo. El confiado coronel al mando de la
zona creía que podría usar la nueva línea férrea y el telégrafo para acorralar a
Nana.[13] En vez de eso, los guerreros mostraban una despreocupada superioridad
frente a los militares a cada paso que daban. Los chihenne montaban sus caballos
hasta reventarlos, después les pegaban un tiro (a veces se los comían) y robaban
más. Con su inigualable conocimiento de las montañas de Nuevo México, podían
esconderse donde les viniese en gana. La gran banda de Victorio siempre fue
retrasada por el amplio número de mujeres y niños que iban con ellos; la banda de
Nana estaba formada exclusivamente por guerreros.
La pasmosa movilidad de los asaltantes dejaba sin habla a los ciudadanos de
Nuevo México, quienes no podían creer que una banda de apaches quemase un
rancho en un determinado lugar y que esos mismos apaches tendiesen una
emboscada a una expedición de suministros a ciento diez kilómetros de allí, solo
dos días después. En una ocasión, Nana se presentó en la reserva de los
mescaleros, donde reclutó a treinta o cuarenta guerreros que acompañaron a sus
chihenne durante esta larga campaña. Aun sabiendo que iba Nana, el ejército se
mostró impotente para coartar sus golpes. El pánico que vivía el territorio se reflejó
en los periódicos: afirmaban que toda la tribu de los mescalero había salido en
estampida de la reserva.
Los saqueos de Nana no eran indiscriminados. Entre tres ranchos situados al
sudoeste de Nuevo México, por ejemplo, los chihenne perdonaron uno que
pertenecía a un mexicano que había comerciado con la gente de Nana. Pero sus
saqueos también crearon escenas espeluznantes. Civiles y militares que habían
encontrado víctimas, informaban de hombres «mutilados» y mujeres «ultrajadas».
* * *
Cruse insistió en que Nochedelklinne había tomado parte en la delegación
india que visitó al presidente Grant en 1871, aunque no figura en las crónicas con
ese nombre, y que también asistió a la escuela en Santa Fe, donde «aprendió las
nociones básicas del cristianismo». Y añade: «Era un Soñador, lo cual indica que se
ocupaba de los asuntos del misticismo y poseía (así lo he creído siempre) cierto
rudimentario poder hipnótico».
En junio de 1881, Nochedelklinne comenzó a predicar una visión y a enseñar
una danza a todos los apaches que estuviesen interesados. En dicha danza, los
hombres y mujeres se disponían en columnas a partir de un centro común, como
los radios de la rueda de un carromato.[15] Mientras caminaban con paso lento y
solemne, el hechicero los espolvoreaba con hoddentin, el polvo del tule (la totora, un
tipo de junco de gran tamaño), una de las sustancias con mayor poder mágico
según los apaches. A menudo la danza duraba toda una noche.
A pesar de que muchos apaches se mostraron escépticos en un principio, el
Poder del Soñador los puso de su lado. Juh y Jerónimo acudieron a sus reuniones,
[17]
se negaron a danzar pero se sintieron tan impresionados que con el tiempo
llegaron a aceptar la visión de Nochedelklinne. En cierta ocasión, Nana se acercó
desde México para observar el fenómeno. Según Daklugie, hijo de Juh, que solo era
un niño de la reserva por entonces:
Así, de acuerdo con Daklugie: «De todos los encontronazos que tuvieron los
apaches con sus enemigos, creo que [el asunto de Nochedelklinne] fue el que
menos entendieron los blancos».[20] Los nerviosos estadounidenses vieron en las
reuniones del Soñador los preliminares de una revuelta. El coronel al mando,
Eugene A. Carr, rezongó una serie de preocupados y telegráficos augurios:
[Los] Indios creen que ese médico será la cabeza de todos ellos … dice que
las cosas se pondrán al revés, los muertos volverán a la vida y los indios estarán
por encima de los blancos, se harán con este puesto, los soldados tendrán que
rendirse y entregarles los caballos, etc.[21]
Desde el punto de vista apache, la visión del hechicero poseía un sentido,
una llamada a la no sublevación. Cerca del final de su vida, [23] Jerónimo le dijo a
Daklugie que «él nunca había logrado comprender cómo Juh, y él mismo, podrían
haber sido fácilmente influenciados por aquel hechicero, pues los había convencido
de que los apaches debían dejar la venganza en manos de Ussen».
Con tensiones en la reserva que crecían día a día, con oficiales al mando que
tenían poco o ningún conocimiento de lo que estaba pasando, ocurrió lo inevitable.
Nochedelklinne efectuó una serie de danzas en Cibecue Creek, a setenta y cuatro
kilómetros al norte de San Carlos. El agente reveló sus oscuras intenciones en un
telegrama al coronel Carr: SERÍA BUENA IDEA DETENER [a Nochedelklinne] Y
DEPORTARLO, O MATARLO SIN ARRESTARLO. [24] Carr envió a dos
exploradores apaches que ordenasen a Nochedelklinne que se trasladase a Fort
Apache. Después de dos días sin obtener respuesta, marchó sobre Cibecue Creek
con setenta y nueve soldados, seis oficiales y veintitrés rastreadores apaches.
Alcanzaron el campamento del hechicero el día 30 de agosto.
Carr admitió indirectamente que tenía problemas para comunicar sus ideas
al gentil chamán. Su coloquio parece que sería otra de las fatídicas ocasiones
dentro de las Guerras Apaches donde la barrera del lenguaje desbarataría la
situación. Al Sieber,[26] el más astuto de los jefes de exploradores blancos, afirmaría
más tarde que toda la culpa residía en «el intérprete, por no conocer lo suficiente la
lengua apache» y en consecuencia cometió «un error garrafal» de traducción,
aunque Sieber no especifica exactamente cuál fue el error.
Carr dispuso todo para trasladar al prisionero, pero Nochedelklinne insistió
en comer primero. Daklugie corrobora este detalle: «Lo vi desde la ladera de la
colina. Podíamos ver a Nochedelklinne comer y a los exploradores apremiándolo
para que se diese prisa».[27] La situación se iba tensando por momentos.
Finalmente Carr partió hacia Fort Apache con su prisionero.[28] El coronel
permitió que sus fuerzas se dividiesen en dos grupos al llegar a una zona de
maleza alta. Entonces el coronel, más relajado, le confesó a uno de sus capitanes
«que yo estaba bastante avergonzado de haber acudido con toda aquella fuerza a
arrestar a un pobre indio escuálido». La partida bajó por Cibecue Creek, con los
intranquilos apaches cabalgando en paralelo para asegurarse que el Soñador no
recibiría daño alguno. Se hizo tarde y Carr ordenó acampar.
La situación era ya demasiado tensa. Hubo un disparo e inmediatamente se
desencadenó un tiroteo. El capitán que había tratado de dispersar a los indios
murió instantáneamente,[30] así como el soldado que estaba a su lado. Un teniente
testificaría más tarde que Carr se aproximó al soldado que vigilaba a
Nochedelklinne y le ordenó con firmeza: «¡Mate al hechicero!». El Soñador recibió
un disparo en los muslos, se alejó reptando y el soldado que disparó recibió un
balazo. Otro soldado se acercó a Nochedelklinne, apoyó su revolver en la boca del
hechicero y disparó. El Soñador todavía no estaba muerto. Finalmente, un guía
civil acabó con él abriéndole la frente con un hacha.
Las historias apache difieren unas de otras. Un testigo dice que los soldados
trataron de dispersar a los apaches apuntándoles con sus armas y sacándolos de
allí en tres ocasiones.[31] Otro afirma que dispararon sobre Nochedelklinne antes de
que disparase el primer apache.[32]
La batalla duró hasta el anochecer. Daklugie dice que su padre, Juh, así
como Jerónimo y Lozen tomaron parte en la pelea. [33] Lozen cabalgó audazmente
hasta el campamento de Carr y se llevó buena parte de los caballos del ejército.
Pero el hecho más importante de toda la batalla fue que, desde el primer disparo,
todos los exploradores que habían cabalgado junto a Carr desertaron y
combatieron contra los casacas azules. Esta sería la única ocasión durante todas las
Guerras Apaches que los exploradores indios se amotinaran contra el ejército, pero
en realidad confirmaba los peores temores de los ciudadanos de Arizona, quienes
jamás habían aceptado el experimento del general Crook de usar exploradores
apaches.
Las fuerzas de Carr, traumatizadas por el combate, regresaron renqueantes a
Fort Apache,[35] donde los rumores apuntaban a que todo el ejército había sido
barrido del mapa. Durante los siguientes seis días asesinaron a seis hombres
blancos en las cercanías del campamento militar. Entonces, el día 1 de septiembre,
los apaches atacaron la fortificación por dos flancos; un hecho sin precedentes para
unos guerreros que preferían la rapidez de las tácticas de las guerrillas. Un teniente
resultó herido, el caballo que montaba Carr murió de un disparo y los apaches
prendieron fuego a varios edificios.
Las repercusiones de la muerte de Nochedelklinne fueron más profundas de
lo que pudieron imaginar los oficiales más pesimistas. Los estadounidenses
deberían haber aprendido de John Brown y Harpers Ferry [*] que el martirio de un
visionario podría prender la mecha de un enfrentamiento apasionado. La
consternación oficial se concretó en un tribunal que investigó las acciones de Carr y
Cruse, que no se centró en lo acertado de bajarle los humos al Soñador, sino en las
decisiones militares. Por ejemplo, censuraron la conducta de Carr al dividir la
compañía en dos grupos cuando atravesaban los altos juncales de Cibecue Creek.
Incluso el tan a menudo perspicaz John G. Bourke, que más tarde escribiría
un libro acerca de ese hechicero, no acertó a comprender la profunda sensación de
traición que experimentaron los apaches con la pérdida de su visionario profeta.
En su diario, escribió con sorna:
Nunca fui capaz de quitarme de la cabeza la idea de que hubiese sido más
sensato, y barato, ofrecer a su profeta cincuenta centavos por cada fantasma que
pudiese resucitar y poner así en evidencia lo absurdo de sus pretensiones, en vez
de derramar tanta sangre e incurrir en tanto gasto para demostrar a los salvajes
que los alardes de sus charlatanes nos contrariaban tan profundamente. [36]
Tras al menos tres meses de prisión, llevaron al desdichado trío frente a las
horcas de Fort Grant el 3 de marzo de 1882. Hasta aquel día, nadie había logrado
probar ante el tribunal que cometiesen los asesinatos que se les imputaban. En su
nombre, se envió una apelación especial de última hora al presidente. Grant, con la
piedad que sentía hacia los indios que tan injusto trato habían recibido, podría
haberlos indultado. Pero entonces el presidente era Chester A. Arthur, y este
«rehusó intervenir».[38]
Incluso cuando los nudos colgaban sobre sus cabezas, los indios fueron
nombrados con los seudónimos que les pusieron los blancos. Los ciudadanos de
Arizona los conocieron solo como Dead Shot, Dandy Jim y Skippy (cuyo verdadero
nombre era Skitashe). Por miedo a un nuevo Cibecue, el ejército respaldó las
ejecuciones con un exceso de efectivos militares. Repartieron seis mil cartuchos
entre los soldados encargados de vigilar el cadalso.[39]
Imperaba un festivo ambiente de linchamiento. «Gracias al procedimiento
de la soga, Dandy Jim, Dead Shot y Skippy serán buenos indios», bajo este titular
un reportero del Arizona Star describía las últimas horas de los rastreadores
condenados.[40] El día antes habían observado desde las ventanas de sus celdas el
nuevo cadalso.
Después de verlo, Dandy Jim no aceptó la comida, pero Dead Sbot y Skippy
se lo tomaron más a la ligera, riéndose y gesticulando acerca de cómo debían morir
en la horca. No temían a la otra vida, y decían que tenían las manos limpias, lo cual
implica inocencia, y que si no se podía hacer nada por ellos en esta vida, estaban
preparados para morir.
El día del ajusticiamiento, Skitashe estaba tan débil que no se tenía en pie.
Alinearon a los rastreadores indios frente al cadalso. Dead Shot y Dandy Jim
subieron sin ayuda, pero tuvieron que llevar a Skitashe hasta la plataforma. Una
vez allí le dijo al sargento de guardia: «No bueno. Comandante dar indio ropa
limpia un día, horca al siguiente. ¿Para qué?».[41]
Ese mismo día,[42] noventa y seis kilómetros al norte de San Carlos la esposa
de Dead Shot se suicidó colgándose de un árbol. Según Daklugie, «porque amaba
tanto a su esposo que deseaba ir a través de la eternidad con él, aunque eso
implicase un cuello deformado (estirado)».
Capítulo 14
En la Fortaleza
Juh, el jefe nednhi, era el dirigente del grupo que se dirigió al sur, camino de
México. A partir de la muerte de Taza en Washington, en 1876, Naiché se había
convertido en el jefe de los bedonkohe. También estaba Jerónimo, que por entonces
no era ni siquiera un jefe pero ejercía cierta supremacía espiritual e intelectual entre
los chiricahua libres. Como recordaba Jasón Betzinez, un joven chihenne que
también se había unido a los fugitivos: «Jerónimo era con mucho el dirigente más
importante, aunque no hubiese nacido como jefe de ninguna banda … [él] parecía
ser el más inteligente e ingenioso, así como el más enérgico y con mayor visión de
futuro. En tiempos de peligro, era el hombre en quien había que confiar».[4]
La rebelión de 1881 fue crucial en la vida de Jerónimo, sería el fulcro contra
el que apoyaría los cinco últimos años de la resistencia chiricahua; la última guerra
india de la historia de Estados Unidos. A pesar de que Jerónimo vacilaría y variaría
su rumbo durante estos cinco años, su férreo temperamento adquiriría un nuevo
vigor tras Cibecue. Su sentido de la injusticia se endureció hasta ser la rabia que
siempre se ocultaba bajo su implacable superficie. Fue durante estos cinco últimos
años de guerra cuando Jerónimo obtuvo una reputación entre los hombres blancos
que le seguiría hasta su tumba en Oklahoma, en 1909: «El peor indio que jamás
existió».[5]
Mucho antes de 1881 Jerónimo ya se había encontrado con detractores entre
los blancos que lo conocieron en la reserva. El funcionario encargado del censo de
San Carlos de 1880[6] pensaba de Jerónimo que era «vago, una criatura indolente
que pasa el tiempo jugando y bebiendo tizwin… durante el día se le puede ver
haraganeando por los alrededores del pequeño puesto de adobe que sirve de
refugio al subdelegado de la reserva y al operador del telégrafo». Fuese lo que
fuese Jerónimo, no era un holgazán: si deambulaba alrededor de los edificios de los
ojos blancos, era para satisfacer su insaciable curiosidad por las cosas de aquellos
extraños. Jerónimo estudiaba a su enemigo.
Al mirar hacia atrás una vez que terminaron las Guerras Apaches, el mismo
encargado del censo conmemora a Jerónimo con un grandilocuente pasaje con una
curiosa mezcla de desprecio y horror:
Entre todos aquellos desagradecidos y desalmados agitadores [de la rebelión
de 1881], el único que esperaba conseguir una excusa plausible para huir era
Jerónimo, que no era un dirigente, sino un consejero; no era un jefe de guerra, sino
un exhortador; no era un capitán que se exponía en el campo de batalla, sino un
asesino despiadado que incitaba a la insurrección y al derramamiento de sangre.
Un intrigante cuyas infames maniobras causaron la ruina de incontables hogares;
el pillaje y saqueo de ranchos; el motivo de tantas viudas y huérfanos; el promotor
de torturas y carnicerías y la mutilación de las víctimas que tanto sorprendían.
Una nueva crueldad los acompañó en su fuga hacia Sierra Madre. Como
escribe el biógrafo de Jerónimo: «A lo largo de su ruta hacia la frontera, los
fugitivos mataron a todo aquel que encontraron a su paso». [7] Lo que necesitaban
Juh y Jerónimo eran caballos, armas y municiones, pero Cibecue estaba presente en
su recuerdo, y el sombrío juego de la venganza inflamó su trayectoria. Algunas
compañías de caballería acosaron a los chiricahua, pero solo consiguieron un par
de enfrentamientos sin relevancia.
Los fugitivos pasaron cerca de Tombstone durante su marcha hacia el sur.
Como las noticias de sus asesinatos ya habían llegado a la ciudad, «las nuevas
hicieron palidecer a los hombres de negocios. Los hombres apenas hablaron
durante un tiempo».[8] Pero John Clum estaba encantado con la oportunidad de
ajustar cuentas pendientes con su viejo adversario. [9] Inmediatamente formó una
cuadrilla, en la que se encontraban tres de los cinco hermanos Earp: [*] Wyatt, Virgil
y Morgan. «Recuerden, señores —arengó Clum en cuanto la pandilla subió a sus
monturas—: ni cuartel ni prisioneros. Una vez le puse grilletes a Jerónimo y lo
entregué al ejército. Esta vez también lo entregaremos al ejército, pero será dentro
de una larga y estrecha caja de madera cerrada con puntas y con unas malvas sobre
su pecho».
Un grupo de treinta y cinco hombres partió entre petulantes jactancias que
las fuertes lluvias, el barro y los dolores de tanto montar a caballo no tardarían en
acallar. Durante dos días, aquellos duros pioneros, [10] por llamarlos de alguna
manera, siguieron el rastro de los escurridizos chiricahua, y a sus mujeres y niños,
hacia la frontera mexicana, y más allá aún, cosa que era ilegal. Jamás vieron a un
solo apache.
Casi se puede afirmar que toda la zona norte de Sierra Madre era un
santuario chiricahua. Era la tierra de los nednhi,[11] que setenta años después
todavía presumirían de ser los más bravos y crueles de los chiricahua. Existía un
elevado enclave que era, en particular, su sancta sanctorum: los apaches lo
conocían como la Fortaleza de Juh. Los eruditos de nuestros días mantienen
acaloradas discusiones acerca de la posible ubicación de dicho baluarte. Daklugie
la sitúa: «en Sierra Madre, justo al oeste de la línea fronteriza de los estados de
Chihuahua y Sonora, a unos tres días a pie desde Casas Grandes». Pero esas
indicaciones son, obviamente, muy ambiguas.
La Fortaleza les parecía a los chiricahua el mejor de los refugios, un reducto
natural perfecto. Aquella senda zigzagueante era la única ruta de acceso, en cuyos
recodos los apaches habían colocado trampas con peñascos «de tal modo que hasta
un niño pudiese desprenderlos para que lo aplastaran todo». Las tropas mexicanas
intentaron tomar la Fortaleza en una ocasión y los chiricahua soltaron las piedras.
Sánchez dijo que «todavía podían verse trozos de huesos y metal desparramados
por el suelo». En la cima de aquella ancha y elevada montaña había abundante
caza, altas hierbas, plantas comestibles e inagotables arroyos. La Fortaleza estaba
dotada de un significado casi místico para los chiricahua. Según Nana, «[los
mexicanos] nunca lograron alcanzar la cima de la montaña mientras vivió Juh [allí]
tal como nuestros padres hicieron en los viejos días, antes de que llegase el hombre
blanco».
Los pocos blancos que conocieron a Juh lo describen como obeso, una
extraña complexión para un apache. Thomas Cruse insiste en que el jefe pesaba al
menos cien kilos.[13] Kaywaykla, que era la primera vez que veía a Juh,[14] tiene un
recuerdo más particular de él:
Cabalgó hasta nosotros, una poderosa figura sobre un robusto caballo de
guerra mucho mayor que los ponis españoles que solíamos utilizar … Creo que
Nana rondaría los seis pies de altura (1,83 m), pero Juh era más alto, era un hombre
grande, que no obeso, de fuerte complexión. Su cuerpo era el doble de grueso [que
el de Nana]. Llevaba el cabello peinado con trenzas y estas le llegaban casi hasta las
rodillas.
Aunque tartamudeaba al hablar, Juh era capaz de cantar en las danzas de
guerra y en las de victoria sin mayor problema. Kaywaykla recuerda que «tenía
una voz suave y profunda, y era muy hábil improvisando rítmicos cánticos para
describir las proezas de los suyos». Juh poseía varios dones,[15] y entre ellos estaba
el de la profecía: su nombre significa «el que mira al frente». Pero su don más
fuerte era la habilidad para dominar a sus hombres.
Con la unión de Nana, Juh y Jerónimo, los chiricahua reunieron la mayor
fuerza nunca vista desde los gloriosos días de Cochise. En la danza de celebración
de su llegada,[16] tanto jefes como guerreros se alinearon en pie frente a la hoguera
y fueron vitoreados por su gente. Cuando le dedicaron los saludos a Jerónimo, [17]
este respondió con unas palabras llenas de arrogancia. El joven Kaywaykla
murmuró su sorpresa a su madre y ella le contestó: «Todos los apaches son
arrogantes, él tiene motivos para serlo».
La última fue Lozen. Nana la presentó diciendo: «Ella es la que lloramos
como muerta y ha regresado a nosotros. Aunque es una mujer, no existe guerrero
más valioso que la hermana de Victorio». Lozen, cuyo temperamento era el
opuesto a Jerónimo, se mantuvo en pie con ojos abatidos y las lágrimas corriendo
por sus mejillas. Nana le pidió que usase su poder.
Lozen alzó sus brazos con las palmas hacia arriba y giró despacio en círculo
mientras entonaba un cántico:
Ussen tiene el poder
Sobre todo este mundo.
A veces Él lo comparte
Con los de su tierra.
Este don me ha sido otorgado
Para beneficio de mi gente.
El don es bueno.
Es bueno, pues Él lo es.
Este poder lo debo usar
en beneficio de mi pueblo.
—No hay enemigos cerca —concluyó Lozen.
—Demos gracias a Ussen —contestó Nana.
El lazo que unía a Juh con Jerónimo databa de mucho tiempo atrás; nació en
su juventud, cuando jugaban juntos, y se reforzó con el matrimonio de Juh con
Ishton, la hermana favorita de Jerónimo. Entonces Nana mezcló hábilmente a sus
chihenne con los demás chiricahua. Jerónimo se puso al cargo del entrenamiento
de los niños, que serían guerreros. Kaywaykla jamás olvidaría una de las pruebas:
Jerónimo les ordenaba hacer una hoguera cerca de un arroyo, a veces cubierto de
hielo, y ellos se zambullían en el torrente a una orden suya. Se les permitía
calentarse un rato al lado de la hoguera y después se les ordenaba arrojarse a la
gélida corriente de nuevo. Jerónimo los contemplaba en pie, con una vara en la
mano vigilando la instrucción.
—Bienvenido a mi trampa —gritó Nana.
—No, no lo sabías —se burló Nana—. ¡Oh, tú, el zorro astuto de los apaches!
La preocupación que tenía Jerónimo de que no se rieran de él era un rasgo
de su carácter. «Era extremadamente crédulo y carecía totalmente de sentido del
humor»,[19] nos dice el antropólogo de los chiricahua Morris Opler: «Los hombres
de su tribu conocían perfectamente esa debilidad y solían gastar bromas a sus
expensas». En otra ocasión, le dijeron a Jerónimo que un hombre, el más apacible
guerrero de su banda, había jurado matarlo en cuanto lo viese. La credulidad de
aquel bedonkohe se mezcló con su tendencia a la paranoia: evitó al guerrero
durante semanas, hasta que el hombre en cuestión fue a él y le aseguró que no le
guardaba rencor por nada.
Un día, en el cañón del Cobre, un lugar situado muy al sur de la Fortaleza,
Juh recibió una visión: miles de soldados con uniformes azules marchaban sobre
una evanescente cueva, levantando tras ellos una delgada nube de humo azulado a
través del abismo. Los guerreros de Juh también la vieron. Un hechicero les explicó
la visión: «Ussen nos manda esa visión para advertirnos de que el gobierno nos
derrotará, y quizá nos maten. Su superioridad numérica, junto con el mayor poder
de sus armas hará que, efectivamente, seamos Indeh, los Muertos. Con el tiempo
llegarán a exterminarnos».
De este modo, no cabía otra alternativa en la pesimista alma de Juh que
luchar hasta llegar al inevitable final. A pesar de lo poderosa que se sentía la gente
con la fuerza de la unidad de su pueblo, su número todavía parecía ser
insuficiente. Fue Jerónimo, que se angustiaba por todo, [21] quien se presentó con un
plan que al principio parecería completamente disparatado. En San Carlos todavía
se encontraba un gran número de chiricahua, entre ellos unos setenta y cinco
guerreros. Su jefe era Loco, el cabecilla que, junto a Nana, obtuvo la jefatura tras la
muerte de Victorio. Jerónimo invocó un concejo y reveló su plan. Este consistía en
cabalgar hacia el norte, deslizarse a escondidas en la reserva y obligar a Loco y a su
gente (a punta de arma, si fuese necesario) a huir de la reserva y unirse a los
fugitivos en Sierra Madre.
Siguió un largo debate. Nana defendía el derecho de su paisano chihenne a
elegir la paz o la guerra por sí mismo. Jerónimo alegó que los apaches morirían
tanto por las «malas aguas» o por «la terrible enfermedad que los hacía temblar
como hojas barridas por el viento» de San Carlos, como por el estallido de una
revuelta. Además, «Loco va con su gente». Uno de los guerreros de Jerónimo dijo
con sorna que «Loco es una mujer». Jerónimo lo silenció con una mala palabra.
Tal como indicaba el comentario de aquel guerrero, los sentimientos hacia
Loco dentro del seno de los chiricahua libres eran encontrados. El jefe chihenne era
una generación más joven que Nana, coetáneo de Jerónimo y Juh. Al igual que
Nana, caminaba cojo,[22] legado de una desesperada pelea contra un oso pardo
muchos años atrás. Antes de que matara al oso con su cuchillo, este le clavó
profundamente sus garras en el rostro. Loco era tuerto, algunos decían que el oso
le había destrozado el ojo, otros afirmaban que podía ver débilmente a través de la
nube de la catarata que lo cubría.
Algunos apaches decían que le habían puesto el nombre de Loco, en
español, porque creían que era un demente al confiar en los ojos blancos. Igual que
Juh, Loco había reaccionado ante el aluvión de inmigrantes estadounidenses con
un amargo fatalismo, pero, mientras que ese sentido de fatalidad lo único que
provocaba en Juh era una tenaz voluntad de combate, en Loco se había
manifestado en la resignación ante las reglas del hombre blanco.
Al final, el concejo aprobó el poco convincente plan de Jerónimo.[23] Nana se
quedaría en la Fortaleza para cuidar de las mujeres y los niños que allí quedaban, y
Jerónimo y Juh cabalgarían hacia el norte junto a Lozen y a la mayoría de los
guerreros. En contraste con su fuga hacia el sur realizada seis meses atrás, los
jinetes se movieron con suma cautela, sin matar a nadie ni robar caballos. Cuando
el telégrafo llegó por primera vez a Arizona, en 1873, los militares estuvieron
encantados de impresionar a los indios con la magia de su tecnología. Como
resultado, los chiricahua supieron de la vital importancia de aquel delgado cable
para las tácticas de los ojos blancos y, en cuanto se aproximaron al campamento de
Loco, situado en el río Gila, cortaron la línea de telégrafo de la reserva de San
Carlos, a cinco kilómetros de allí.
En la mañana del día 19 de abril de 1882,[24] los gritos despertaron a los
chihenne de Loco. Salieron a toda prisa de sus tiendas y encontraron a guerreros
apaches cabalgando hacia ellos con sus armas alzadas, algunos cruzaban ya el río a
lomos de sus monturas. Uno de sus jefes, probablemente Jerónimo, gritó:
—¡Atrapadlos a todos! No debe quedar nadie en el campamento. Matad a
tiros a aquel que se niegue a venir con nosotros.
Hicimos todo lo que nos dijeron. No nos dieron tiempo a buscar nuestros
caballos y reunirlos, sino que nos sacaron del poblado a pie. No permitieron
llevarnos nada, a no ser un poco de ropa y algunas pertenencias. No nos dejaron ni
desayunar.
La huida a México les costaría cara a los chihenne. Su situación era, en cierto
sentido, peor que la de Victorio cuando burló a los dos ejércitos en 1880, pues la
gente de Loco contaba con casi el mismo número de mujeres y niños y carecía casi
de armamento. Jerónimo les proporcionó algunas armas que había conseguido,
pero aun así el grupo tenía una grave escasez de ellas. Los problemas logísticos de
la fuga fueron asombrosos. Como sabían que el ejército podía bloquear el camino
del sur, Jerónimo y Juh llevaron a los rebeldes dando un rodeo por el este. En una
ocasión, para alimentar a los fugados, Jerónimo atacó el campamento de un rancho
y robó varios cientos de ovejas.[27] Los chihenne disfrutaron de un descanso de dos
días mientras se atiborraban de carne fresca de añojo.
Este asalto, realizado en Ash Flat, cerca de la ciudad de Safford, es una de las
rapiñas mejor documentadas de Jerónimo. Las distintas fuentes difieren
considerablemente entre sí, pero todas coinciden en las crueldades que era capaz
de cometer Jerónimo cuando estaba fuera de sus casillas. El rancho pertenecía a un
hombre blanco que, según creía el sheriff del condado de Graham, estaba casado
con una mujer apache.[28] Cuando Jerónimo sorprendió a los empleados del
ranchero en su campamento de las montañas, encontró a un apache montaña
blanca llamado Bylas (un pariente cercano de la esposa del ganadero) con su
familia, otros tres apaches, un capataz mexicano llamado Mestas, la esposa de
Mestas y sus tres hijos, las mujeres de los otros dos mexicanos y nueve pastores
mexicanos más.
Jerónimo simuló amistad, mostrando únicamente interés por el ganado. Su
banda, al menos sesenta hombres, comenzó a matar ovejas, y como al jefe no le
gustaba la carne de cordero mató de un disparo al poni favorito del hijo del dueño.
Ordenaron a las mujeres mexicanas que preparasen un banquete para los
chiricahua. Bylas y Mestas conocían bien a Jerónimo. Según un testimonio, Bylas,
en cuanto vio acercarse a Jerónimo, se bebió casi una botella de whisky. «Te
conozco. Sé que siempre tienes cerca algo de whisky. Dame una botella», le dijo
Jerónimo en cuanto lo encontró. Bylas le contestó que no tenía whisky, cosa que
incrementó el despecho de Jerónimo.
—Jerónimo —dijo uno de ellos—, les dijiste que no ibas a causarles ningún
daño y ahora vas a matarlos.
—Si vas a matar a los mexicanos —suplicó Bylas—, al menos deja ir a Mestas
y a su familia.
Jerónimo no contestó. Quizás estuviese pensando en la masacre de Janos,
acaecida tres décadas antes, cuando los mexicanos mataron a su madre, a su
esposa y a sus tres hijos. A una orden suya, los guerreros ataron las manos de los
pastores, de Mestas, de su mujer y de dos de sus hijos, incluso ataron a las mujeres
que preparaban la comida. Una vez sujetos, los trabaron todos juntos con una larga
soga. El grupo llegó a la cima de una colina cercana dando traspiés, conducido por
Jerónimo y, una vez allí, les dispararon y apuñalaron uno a uno hasta matarlos a
todos.
El tercero de los hijos de Mestas, un niño de nueve años, se había escondido
bajo la falda de la esposa de Bylas. Cuando lo descubrió, Jerónimo también quiso
matarlo; algunas fuentes afirman que en su furia hubiese matado a toda la familia
de Bylas y también a los otros apaches montaña blanca. Pero Naiché se mantuvo
firme «diciéndole a Jerónimo que ellos eran indios, y además amigos y parientes, y
que no les tocara un pelo de la cabeza». Cuando Jerónimo hizo señas de no estar de
acuerdo, Naiché llamó a sus sobrinos y les dijo que dispararan sobre Jerónimo si
este lo contradecía. Los apaches montaña blanca y el chico mexicano salvaron la
vida.
Según la siempre poco fiable fuente que son los periódicos, Mestas fue
torturado hasta morir: «Cuando se cansaron de atormentarlo, un guerrero le abrió
la cabeza con un hacha, mientras machacaban los sesos de su esposa e hijos con
piedras».[29] Los testimonios procedentes de los blancos acerca de las víctimas de
los apaches a menudo se pierden en disparatadas exageraciones, pero el sendero
que recorrió Jerónimo en abril de 1882 parece estar plagado de atrocidades. Cerca
de la frontera mexicana,[30] afirmó uno de los voluntarios de Tombstone, Jerónimo
atacó un rancho, mató a tres adultos, tomó prisionera a una chica de dieciséis años
y un niño pequeño «fue sujeto por las piernas y le desparramaron los sesos contra
la casa».
En medio de la difícil lucha de los fugitivos,[31] una chica chihenne tuvo su
primera menstruación. El rito más importante de todos los que regulaban la vida
apache era la ceremonia de la pubertad femenina. Normalmente este ritual se
alargaba durante cuatro días, con sus cuatro noches, con elaboradas danzas,
cánticos, banquetes y regalos. Dice mucho a favor de la importancia de este rito
chiricahua el que en ese momento, a pesar del acoso del ejército norteamericano,
los fugitivos apaches se detuvieron y celebraron una ceremonia de pubertad en
honor de la muchacha; si bien no duró los cuatro días de rigor, sí fue
rigurosamente observada en sus demás aspectos.
Antes de que alcanzaran la frontera, los proscritos fueron sorprendidos en
una batalla campal con la caballería del ejército cerca de la frontera con Nuevo
México.[32] Vencieron, mataron a tres soldados y a cuatro exploradores apaches,
pero perdieron al menos a dos de sus guerreros. Otro destacamento acosó a los
chihenne dentro de territorio mexicano, contraviniendo el convenio de fronteras, y
mantuvo la persecución hasta que los forzaron a un segundo combate; esta vez el
enfrentamiento tuvo lugar en una yerma colina situada más de treinta kilómetros
dentro de territorio de Chihuahua.
Los apaches danzaban y celebraban el éxito de su huida a México y fueron
cogidos por sorpresa. La batalla duró todo un día, muchos chihenne, sobre todo
mujeres y niños, murieron; el ejército estima que fueron unos diecisiete. Loco
recibió un balazo en una pierna, aunque la herida no fue grave. La caballería
también consiguió separar a los fugitivos de sus pertenencias, de mulas y caballos.
Betzinez lo consideró:
Lo peor que nos sucedió desde que dejamos la reserva de San Carlos.
Aunque no pudimos llevarnos muchas cosas cuando nos obligaron a marchar de la
reserva, al menos teníamos algunas mantas y utensilios. Luego no tuvimos nada
excepto nuestras manos desnudas y la ropa que cargábamos a la espalda.
La emboscada, preparada en un barranco al borde del camino, la efectuaron
soldados bajo las órdenes del coronel Lorenzo García, quien, junto a Joaquín
Terrazas, era uno de los mejores luchadores mexicanos de las Guerras Indias. Las
escaramuzas con los soldados estadounidenses consistieron en prolongados
tiroteos detrás de parapetos; la batalla contra García fue un caos de soldados
corriendo entre los aterrados apaches, disparando a mujeres y niños a quemarropa.
Fue una acción desesperada por ambos bandos y el recuento de bajas varía tanto
de una fuente a otra que es difícil saber qué pasó en realidad.
Un hombre llamado Fun,[33] primo de Jerónimo y uno de los guerreros más
fiables, fue nombrado por los apaches como el más bravo luchador. Según
Kaywaykla, que en este caso es un testimonio de segunda mano, Fun se precipitó
en solitario hacia un arroyo para salir al paso de la avanzadilla mexicana con la
canana y su mano izquierda llenas de cartuchos. Esquivó los disparos del enemigo
y acabó él solo con tantos mexicanos que su actuación cambió el curso del ataque.
El problema más acuciante de los apaches era la falta de municiones. En una
ocasión, una mujer saltó desde el arroyo, corrió hasta uno de los caballos de los
mexicanos, cortó una alforja llena de municiones y se la arrojó a los suyos. Lozen
cubría aquella valiente acción disparando con calma: «derribaba a un hombre con
cada descarga».
El papel de Jerónimo en esta batalla es controvertido y problemático. Los
mexicanos reconocieron al gran guerrero solo con verlo; un oficial gritó: «¡Jerónimo
está en aquella zanja! ¡Id y apresadlo!»; otros soldados dijeron: «¡Jerónimo, este es
tu último día!». Según el testimonio de Betzinez, que participó en la batalla,
Jerónimo y otro hombre organizaron a treinta y dos guerreros para preparar la
resistencia, salvando así muchas vidas de mujeres y niños. Pero Kaywaykla insiste
en que un chihenne que tomó parte en el enfrentamiento le dijo que, en el
momento crucial, Jerónimo les dijo a sus hombres que «si dejamos a las mujeres y
los niños podremos escapar».
Los chihenne no podían dar crédito a lo que oían, tal acción suponía la
traición absoluta al ideal de valentía apache y además, durante toda su vida,
Jerónimo había sido famoso por el sentido de responsabilidad que mostraba para
con los suyos. Los chihenne juran que Fun se volvió a Jerónimo:
—¿Qué has dicho? Repítelo —dijo Fun.
—¡Venga, vayámonos de aquí! —apremió Jerónimo.
—Di eso otra vez y te pego un tiro —replicó Fun, tras levantar su rifle y
apuntar con él a su aliado.
Por respuesta, Jerónimo salió del arroyo y desapareció.
Si esta extraña estampa es cierta, desde luego supone el único caso, tanto en
las crónicas blancas como en las apaches, donde se acusa a Jerónimo de cobardía.
Muy bien puede ser un cuento de dudosa credibilidad, [34] pues el guerrero
chihenne que dijo eso a Kaywaykla albergó, durante el resto de su vida, un amargo
rencor hacia Jerónimo por haber sacado a su gente de la reserva.
El salvaje enfrentamiento entre García y los apaches se cobró su cuota de
bajas en ambos bandos. García admitió que perdió veintidós soldados, [35] entre
ellos tres oficiales. Y afirmó que hubo setenta y cinco apaches muertos y veintidós
mujeres heridas fueron capturadas. Betzinez, sin dar cifra alguna, se lamentó de
que «perdimos casi a la mitad de nuestros parientes en esa tragedia». Esta era la
segunda mayor catástrofe que sufrían los apaches en menos de un año, la primera
fue la masacre de la gente de Victorio en Tres Castillos.
Bajo el mando de Jerónimo, los extenuados fugitivos se dirigieron a Sierra
Madre llevándose consigo a los heridos. Al final consiguieron reunirse con el resto
de chiricahua libres. Para los jóvenes chihenne de la banda de Loco, que habían
pasado la mayor parte de su vida en la reserva, los salvajes Nednhi, a cuyo
territorio acababan de llegar, les parecían seres extraños que, según afirmaba
Betzinez, «cuando no encontraban a nadie que pudiesen maltratar, luchaban entre
ellos. Era muy difícil convivir con ellos en términos amistosos».
Pero aun así los chihenne se regocijaron al encontrarse de nuevo con amigos
y parientes de los que habían estado separados desde hacía años. Betzinez
recuerda que «aquella gente trataba de ayudarnos a superar nuestro reciente
horror. Nos daban alimentos, mantas y nos hablaban cariñosamente, intentando
quitar el recuerdo de las pérdidas de nuestras mentes». Aunque en realidad esa
gente había sido raptada por Jerónimo, Loco aceptó su condición de proscrito.
Durante los meses siguientes combatiría a los mexicanos al lado de su secuestrador
y parecía que de él salía cierto brillo de vitalidad. Daklugie, hijo de Juh, [36] un
hombre que sentía muy poco respeto por Loco y los serviles actos que lo siguieron,
moralizaría más tarde: «Loco había sido un guerrero valiente, sin miedo … quizá
se rompió su espíritu y, cuando ocurre eso, un hombre está acabado».
Si Jerónimo sintió alguna vez remordimientos por la gran pérdida de vidas
sufrida por los chihenne que había traído desde San Carlos, nunca lo demostró. En
cierto modo, a pesar de la debacle de García, había cumplido su objetivo. La mayor
fuerza apache desde hacía una década, seiscientos hombres, mujeres y niños, con
sus mejores guerreros, se había reunido en la Fortaleza, un lugar en el que
Jerónimo y Juh no pensaban que los atacasen. Quizá se hubiese perdido Arizona
para siempre, pero los chiricahua podrían vivir en Sierra Madre durante un
período indefinido de tiempo. Los estadounidenses los dejarían en paz, y respecto
a los mexicanos…, bueno, había gran cantidad de peñascos preparados para rodar
sobre los imprudentes soldados que se aventurasen por los aledaños de su
santuario.
Durante un año los apaches se trasladaron de un campamento a otro, sin
salir de Sierra Madre, saqueando a su antojo las aldeas próximas y creando un
reino de terror que abarcaba dos estados. Acerca de la habilidad de los chiricahua
para robar caballos, Kaywaykla observó con ironía que «nos cuidábamos de
dejarles los suficientes caballos para que los mexicanos criasen más para nosotros».
[37]
Una de las mujeres le dijo a Fun que los ciudadanos se reunirían en la iglesia
cuatro días después. Fun regresó, informó a Juh y a Jerónimo y vigiló el pueblo. El
domingo, durante el servicio eclesiástico, los apaches se deslizaron silenciosamente
por el pueblo y bloquearon las puertas de la iglesia con maderos y rocas. Fun
escaló el edificio, se subió al tejado, hizo un agujero en él e introdujo una especie
de bomba incendiaria hecha de guindillas y yesca en la iglesia. Los mexicanos se
asfixiaron y ardieron mientras los chiricahua liberaban a los prisioneros,
saqueaban el pueblo y huían con el botín.
Mataron a diez, quizá doce guerreros y apresaron a veinte o treinta mujeres.
Jerónimo logró escapar,[40] pero entre las cautivas se hallaba Cheehashkish, su
segunda mujer, con quien había contraído matrimonio treinta años atrás, mientras
lloraba la pérdida de su amada Alope. Jerónimo no volvería jamás a ver a
Cheehashkish.
En noviembre de 1882,[42] el jefe chihenne obtuvo la, quizá, más brillante de
sus victorias militares. Este golpe, que Juh ideó y organizó casi por su cuenta, pudo
ser resultado de la traición de los ciudadanos de Casas Grandes y marcó lo que
sería el último esfuerzo conjunto formado por el triunvirato de jefes chiricahua
libres: Juh, Jerónimo y Nana.
De pronto, desde una barranca situada a un lado del camino apareció ante
sus ojos el grueso de las fuerzas chiricahua al mando de los tres jefes. Los hombres
de Mata Ortiz habían caído en la trampa. Se retiraron inmediatamente al único
lugar que ofrecía posibilidades defensivas, una pequeña colina cónica en cuya cima
levantaron unos míseros parapetos con la vigorosa energía que proporciona el
pánico. Cierto número de guerreros reptaron cuerpo a tierra colina arriba llevando
cada uno de ellos una piedra que les sirviese de protección, mientras que los jefes y
los mejores tiradores abrían fuego de cobertura desde un enorme cedro que había
por allí. Los aturdidos mexicanos dispararon salvajemente, hasta quedar casi sin
munición. Cuando solo les separaban unos escasos metros, los guerreros se
pusieron en pie y entablaron un feroz combate cuerpo a cuerpo. Murieron todos
los soldados, Mata Ortiz incluido, excepto uno.
En cuanto ese único superviviente huyó, los apaches hicieron ademán de ir
tras él, pero Jerónimo los detuvo diciendo: «Dejadle ir. Le dirá al resto de soldados
lo que ha ocurrido aquí, con lo cual vendrán más mexicanos al rescate. De ese
modo podremos destruir más soldados». En esa ocasión, los militares que habían
quedado en Galeana estaban demasiado asustados como para cabalgar hasta
aquella fatídica colina. Así, con su caballerosa insolencia, Jerónimo hizo
ostentación ante sus guerreros del desprecio hacia los mexicanos que ardía en su
alma.
En los somnolientos campos de Galeana, ciento cuatro años después de la
masacre de su caballería, los ciudadanos construyeron una pirámide de piedra y
colocaron una placa. En ella figuran los nombres de los veintidós mexicanos
muertos, y termina con una breve reseña: JEFE INDIO JU. JERÓNIMO. La colina
en forma de cono, desnuda y plagada de cactus, se halla no muy lejos de la
autopista que va a Casas Grandes y hoy en día solo la visitan los pocos rancheros
que van allí a buscar alguna oveja perdida. Cerca se encuentran unas piedras
dispuestas de un modo especial, son los patéticos vestigios de siete u ocho
parapetos mexicanos levantados a toda prisa que todavía hablan de la
desesperanza de los hombres ante la muerte.
En 1871, con la emboscada de Cushing, Juh llevó a la muerte al mejor de los
oficiales estadounidenses que jamás se enfrentó a los apaches. Once años después,
con la trampa que le tendió a Mata Ortiz, acabaría con el más prominente de los
luchadores mexicanos en las Guerras Indias de entre los que murieron en combate.
En algún punto de 1883, Juh y Jerónimo se separaron. Daklugie no recuerda
que hubiese ninguna diferencia insalvable entre ellos, [43] simplemente era que la
proverbial independencia de los apaches volvía por sus fueros. Jerónimo quería
regresar al norte, mientras que Juh se conformaba con quedarse en Sierra Madre.
Un día, mientras Juh y su grupo cabalgaban tranquilamente por el río Aros,
[44]
el caballo del jefe cayó en un empinado terraplén a orillas del río, arrojando a su
jinete de cabeza a la corriente de agua. Los rumores que se filtrarían a Estados
Unidos posteriormente afirmaban que Juh se había emborrachado en Casas
Grandes,[45] se había caído del caballo y, como resultado, murió. Sin embargo,
Daklugie y uno de sus hermanos estaban presentes. Estos se tiraron al agua para
tratar de poner a salvo el pesado cuerpo de su padre, pero no lograron sacarlo del
río y Daklugie se quedó sujetando el rostro de su padre por encima de la superficie
del agua mientras su hermano corría en busca de ayuda.
Daklugie insistiría más tarde en que su padre no estaba borracho. La súbita
caída, pensaba, le había ocasionado, o habría sido causada, por un golpe o un
ataque al corazón. Daklugie recordaba que «Creía que Juh hizo dos o tres intentos
de hablar, sé que se movía, y que sus labios también, pero no emitió ningún
sonido». Cuando llegó la ayuda el jefe ya había exhalado el último suspiro. Su
gente cavó una tumba en la ribera occidental del río Aros y enterraron a Juh
envuelto en una manta.
El último gran jefe vivo de los apaches había fallecido, se había marchado
con Mangas, Cochise, Victorio y muchos otros al Lugar Feliz. A partir de entonces,
los chiricahua libres serían guiados no por un jefe, sino por un guerrero y
hechicero.
Capítulo 15
Lobo Pardo ataca
El presidente Chester A. Arthur, alarmado por el deterioro de la situación
con los indios en Arizona, devolvió al lugar al único general que había demostrado
mucha habilidad para tratar con los apaches. George Crook no había cambiado de
hábitos durante los siete años que estuvo ausente del territorio del sudoeste de
Estados Unidos. Regresó en septiembre de 1882 y «se deslizó en [Fort] Apache con
su típica quietud al estilo apache», dijo Thomas Cruse. [1] Junto al general también
regresó su sempiterno ayudante, John G. Bourke, «un hombre tan amigable como
Crook taciturno».
Crook instaló su tienda a un kilómetro y medio del fuerte. Todos los oficiales
le dedicaron visitas de cortesía, y no devolvió ninguna de ellas. Todavía montaba a
Apache, su mula favorita, y vestía su uniforme lo menos posible, decantándose
siempre por ropas civiles de color caqui. Fue por esa razón por la que se ganó el
nombre que le daban los chiricahua: Nantan Lupan, «Jefe Lobo Pardo».[2]
Crook abandonó Arizona en 1875 para sumergirse en la Guerra Sioux que
había estallado en las Colinas Negras de Dakota del Sur. El oprobio que llevaba
adscrito cualquiera que hubiese tenido algo que ver con el desastre de Little
Bighorn también alcanzaba a la reputación del general. Crook había dirigido las
tropas que combatieron a Caballo Loco en la batalla de Rosebud, [3] la primera gran
confrontación entre soldados e indios sioux, que tuvo lugar solamente ocho días
antes de que el ejército de Custer fuese aniquilado unos cuantos kilómetros al
noroeste de allí, cerca del río Little Bighorn (un afluente del Bighorn, en el estado
de Montana). En Rosebud la superioridad numérica de los indios frente a los
soldados era de tres a uno, y además Caballo Loco también burló a Crook
mediante sus tácticas de veloces ataques y repliegues que acabaron por ofuscar y
desbaratar las columnas de los casacas azules.
Crook no podía admitir que lo derrotaron en Rosebud, la única batalla que
perdería frente a los indios. En su informe oficial, sostenía obstinado que «mis
tropas barrieron a esos indios en el terreno que ellos mismos eligieron y los
llevaron a una aplastante derrota». [4] La retirada de los sioux era, por supuesto, la
típica táctica india: ellos tenían que combatir en otra batalla una semana después.
En palabras del biógrafo del general: «La derrota estuvo presente en la mente del
general durante toda su vida y él insistiría, empecinado, en que si la batalla se
hubiese desarrollado según sus órdenes, hubiese finalizado con un triunfo real». Se
dice que la incompleta autobiografía de Crook se interrumpe en medio de un
párrafo escrito al día siguiente de Rosebud, dejando sin explicación los últimos
catorce años.
La derrota de Rosebud evitó que se uniesen los dos ejércitos, lo cual podría
haber dejado la batalla de Little Bighorn en tablas, y no en una masacre. Cuando
Custer cayó, Crook estaba buscándolo por los inhóspitos parajes de Montana.
Las dos grandes pasiones de Crook eran la caza y la pesca. Bourke, incapaz
de una sola crítica, veía al general como una especie de Audubon[*] del Oeste:
Patos, gansos, pavos, y todo tipo de urogallos; lucios y lucios de aletas rojas,
siluros, truchas arco iris, asalmonadas y corégonos; uapitis, venados, alces,
antílopes, muflones, osos, glotones, tejones, coyotes, lobos de montaña…, todos
caían bajo su caña o su rifle. Se mantuvo engrosando su colección de pájaros y
huevos disecados hasta que no hubo hombre en toda la nación que poseyera un
conocimiento más íntimo y práctico de la fauna y la flora de la vasta región que se
extiende más allá del río Misisipí.[5]
Pero la obsesión podría muy bien haberse establecido en el modo que tenía
el general de hacer las cosas. Inmediatamente después de Rosebud, [6] Crook
acampó en Goose Creek y se regaló, junto a sus hombres, una jornada de pesca en
la que obtuvo setenta truchas en una sola tarde. Solo una semana después de la
masacre de Clister,[7] Crook se introdujo en las montañas de Bighorn con el
pretexto de buscar a los oficiales desaparecidos en el combate de Rosebud. La
búsqueda se convirtió en una gran partida de caza de cuatro días de duración. La
pasión de Crook por la caza tendría una vital importancia en la campaña apache
que se avecinaba.
El general sirvió durante el resto de la guerra contra los sioux persiguiendo a
Caballo Loco y otros «renegados», con una gran, si no espectacular, actuación.[8]
Después ayudó a suprimir las revueltas de indios bannocks y cheyennes. Y
durante los dos años anteriores a su reasignación a Arizona, Crook estuvo ocioso;
tanto, que se involucró en un asunto de minas de oro que resultó ser un fiasco.
La primera vez que llegó a Arizona para hacerse cargo de la situación, en
1871, Crook se había distanciado de sus camaradas de West Point, al superar el
rango de muchos de ellos con un solo ascenso. Su reasignación en 1882 provocó
una protesta aún mayor. Ochenta y seis oficiales del ejército elevaron una petición
anónima al presidente de Estados Unidos [9] en la cual menospreciaban la
«imbecilidad» de Crook durante la campaña contra los sioux y finalizaban con un
desdeñoso: «Es una completa vergüenza que pertenezca al ejército; pero es
insultante que su imbecilidad y su deshonestidad sean recompensadas con un
ascenso». El presidente hizo caso omiso de la carta.
Si bien su atuendo y hábitos no habían cambiado desde 1875, sí lo había
hecho su carácter. Durante sus años de trato con las tribus norteñas, se fue
convenciendo gradualmente de que la mayoría de los conflictos con los indios eran
causados por legítimas protestas que el gobierno era incapaz de atender. En
concreto, opinaba que el noventa y nueve por ciento de los problemas los causaban
los agentes indios y los comerciantes.[10]
Crook también supo que todos los apaches,[12] sin excepción, pensaban que la
muerte de Nochedelklinne había sido un acto premeditado. Lejos de desatar un
tremendo baño de sangre, los apaches que atacaron a Carr en Cubecue en realidad
mostraron contención. Crook observó: «Si los indios se lo hubiesen tomado en
serio, de allí no hubiese salido ni un solo soldado con vida».
Todo el mundo estaba desnudo y hambriento. Niños pequeños asustados se
escondían tras los matorrales o dentro de las tiendas en cuanto te veían. Por todas
partes, las caras de los indios mayores, hoscas, impasibles y de expresión
desconfiada, te desafiaban con la mirada. Sentías el desafío hasta en la médula de
los huesos … un desafío silencioso que te demostraba que eras un mentiroso y un
ladrón.[13]
Davis no observaba la situación a través de los cristales color rosa que Clum
había llevado puestos desde el principio:
Aun así, mientras Crook albergaba su nueva compasión hacia los apaches,
como víctimas de la mala administración de los blancos, persistía su antigua
predilección por distinguir entre indios buenos de indios malos. Seis semanas
después de llegar a Arizona,[14] convocó en una reunión a más de cuatrocientos
apaches en San Carlos, donde expuso sus nuevas normas: de nuevo las chapas de
identificación y los recuentos diarios; documentos oficiales, sin los cuales un indio
no podía salir de la reserva y la prohibición de hacer tizwin. Le dijo a la multitud,
con su viejo estilo irónico y el rostro impasible, que «si uno de los indios presentes
se siente dispuesto a rebelarse, que piense que es mejor que lo haga ahora y ponga
a prueba la cuestión de la supremacía sin más dilación».
Junto a sus nuevas reglas, Crook también estableció una reforma para acabar
con los abusos que tenían lugar en la reserva. Les pagó un centavo por cada libra
(cuatrocientos cincuenta gramos) de heno que recogiesen. [15] Según Davis, con un
trato correcto «el rencor de los apaches desapareció rápidamente, y los niños ya no
huían de nosotros».
Solo dos meses antes de la llegada de Crook, las tropas de Arizona habían
combatido en lo que resultaría ser la última batalla contra los apaches desarrollada
en territorio estadounidense. También fue la última acción hostil de otros apaches
que no fuesen chiricahua. En una revuelta relacionada con el incidente de Cibecue,
[16]
una banda de apaches montaña blanca, bajo el mando de un jefe llamado
Natiotish, mató a ocho policías indios y huyó hacia las montañas del norte. Pero
Natiotish no era Jerónimo, ni los montaña blanca eran chiricahua. Los fugitivos
cometieron gran número de errores estratégicos. El ejército los empujó hasta que se
refugiaron en las cimas de las montañas Mogollón, y entonces acabaron con ellos
sistemáticamente. Según Britton Davis, que participó en la batalla, murieron
veintiséis de los cincuenta y cuatro rebeldes, y el resto fueron heridos. Años
después de la batalla de Big Dry Wash,[17] los esqueletos de los apaches que se
arrastraron agonizantes fuera del combate yacían expuestos en las suaves
oquedades de la roca caliza.
Después de promover las reformas de las reservas, el general concentró su
atención en los apaches del sur de la frontera. No subestimaba el poder de los
chiricahua. En un manifiesto donde detallaba «El Problema Apache», [20] alababa a
los guerreros por «la agudeza de sus sentidos, su excelente forma física, el
conocimiento del terreno y la más absoluta habilidad para protegerse del peligro»,
para llegar a la sucinta apoteosis de que «ante nosotros tenemos al tigre de la raza
humana».
* * *
Había guerreros en los que Jerónimo podía confiar in extremis, como Fun,
sobre todo, y Lozen. También estaba Kaytennae, el joven chihenne que Victorio
había enviado a una expedición en busca de municiones justo antes del desastre de
Tres Castillos. Entre su gente,[22] Kaytennae era un guerrero sin par, Kaywaykla
decía que podía cargar y disparar un rifle más rápido que cualquier otro hombre.
Nunca había vivido en una reserva. Nana estaba adiestrando a aquel hombre para
que llegase a jefe cuando él muriera.
Pero había otros guerreros que podían haber dirigido y no dieron todo lo
que se esperaba de ellos. Jerónimo estaba disgustado con Naiché,[23] el joven jefe
chokonen, y con Mangas, el hijo del gran Mangas Coloradas. «Naiché y Mangas
han visto lo que les sucedió a sus padres, ¡y no hacen nada!», espetó Jerónimo
durante una misión de captación.
A pesar de que lucharía valientemente hasta el final, se recuerda a Naiché
generalmente como un hombre débil. Por una razón: era un jefe que no tenía
ninguna clase de poder, toda una rareza entre los chiricahua (eso no era culpa
suya, pues ese poder, o don celestial, simplemente nunca fue a él a través de una
visión o de cualquier otro modo). Los apaches le dijeron a Britton Davis que
Naiché «era un buen guerrero, sin escrúpulos pacifistas, pero era muy aficionado a
las mujeres, la danza y a pasarlo bien en general. No era lo bastante serio para
afrontar las responsabilidades del liderazgo».[24]
Los ataques a pueblos, ranchos y convoyes de abastecimiento continuaron a
ritmo acelerado. Cuando los guerreros salían a una batida, [25] incluso su lenguaje
hablado era diferente del idioma apache cotidiano. Usaban un dialecto formado
por circunloquios: por ejemplo, la palabra «corazón» pasaba a ser «aquello por
medio de lo cual vivo», en vez de «polen» decían «aquello que favorece la vida».
Jerónimo imputaba la facilidad de sus victorias a los campesinos mexicanos.
Cuando arrasaron un pueblo amurallado de Sonora,[26] él y sus guerreros
gesticularon y se burlaron de sus habitantes, quienes se retiraron a esconderse a los
tejados, donde se encogieron aterrados. Pero algunos asaltos les salieron más caros.
Los dos nuevos huérfanos por parte de padre, [27] los dos hijos mayores de Juh,
trataron de hacer la guerra siendo todavía unos adolescentes. Los mexicanos
capturaron al más joven de ellos y, en un desesperado intento por rescatarlo,
también fue apresado el mayor. Daklugie estaba solo en el mundo, sin otra
compañía entre la banda de chiricahua libres que su lisiada hermana. Décadas
después, en Fort Still (Oklahoma), por fin supo cuál fue el destino de sus hermanos
a través del testimonio de un anciano que estuvo cautivo con ellos. Los mexicanos
también torturaban a los apaches: ataron a los dos hijos de Juh, les colocaron palos
en la boca de modo que no pudiesen cerrarla y los trasladaron como integrantes de
una cadena de personas destinadas a ser vendidas como esclavos en la ciudad de
Chihuahua. Languidecieron en prisión y murieron de viruela.
Descorazonados por los reveses ocasionales y profundamente heridos por la
pérdida de la soberana libertad que habían disfrutado antaño,[28] incluso algunos
nednhi comenzaron a considerar la reserva como algo inevitable y la resistencia
como un callejón sin salida. Loco, Mangas y Naiché también convocaron concejos,
pero tanto Jerónimo como el viejo Nana desdeñaron su pesimismo. Ambos jefes
aseveraban que la muerte siempre era preferible a la cautividad.
Nana, a través del sorprendente conducto oral con el que los chiricahua se
mantenían en contacto con la reserva, supo que Lobo Pardo había regresado a
Arizona. El anciano hizo una lectura positiva de la noticia, a pesar del respeto que
le inspiraba Crook como general: «Él era un enemigo, cierto, pero era un digno
adversario. Sus promesas eran buenas y entendía bastante bien a los apaches».
Crook fijó su propio conducto de comunicación. Bourke y él mantuvieron
una conversación secreta con uno de los apaches montaña blanca que Jerónimo
pretendió matar en el campamento de pastores de ovejas de Ash Flats (en el
condado de Graham, Arizona).[29] Este hombre proporcionó a los oficiales una gran
cantidad de información, buena parte de ella bastante fiable: de algún modo,
estaba al tanto de las discrepancias en el corazón de Sierra Madre y calculaba que
deberían quedar unos ciento tres guerreros.
Crook reclutó lo que él llamaba exploradores secretos,[30] entre ellos a dos
mujeres, en las reservas de San Carlos y Fort Apache. Eran espías internos,
encargados de husmear en cualquier conato de rebelión o intento de fuga entre los
apaches pacificados. Cuando un espía apache tenía algún informe que entregar al
oficial, él, o ella, debía llamar a la contraventana por la noche. Crook también envió
espías a México con la esperanza de recoger información acerca de las andanzas de
los chiricahua.[31]
Durante todo aquel tiempo, el general estaba trazando un extenso y audaz
plan para someter a los apaches establecidos al sur de la frontera. En el mes de
julio de 1882,[32] los gobiernos de México y Estados Unidos habían firmado un
nuevo tratado fronterizo, en virtud del cual las tropas de una nación podían
internarse en el territorio de la otra si estas se hallaban «persiguiendo de cerca a
una banda de indios salvajes». El tratado se había firmado simplemente para
permitir acciones como la del ejército de Estados Unidos, hasta entonces ilegales,
cuando atacó a la banda de Loco en el momento en que esta se encontraba treinta y
dos kilómetros dentro del territorio mexicano. El tratado también estipulaba que el
contingente de soldados debía abandonar el territorio vecino tan pronto como se
hubiesen enfrentado a los indios o perdido su rastro.
Sin embargo, Crook pretendía aprovechar el nuevo acuerdo fronterizo para
realizar una ofensiva en masa concentrada en el corazón del santuario Chiricahua.
Como no estaba dispuesto a llevarlo a cabo mediante un subterfugio (lo cual
podría haber originado un conflicto internacional), viajó en tren, primero hasta la
ciudad de Guaymas, en Sonora, y después a la ciudad de Chihuahua, para
entrevistarse con los generales mexicanos y los delegados estatales y obtener una
autorización que le permitiese llevar a cabo su atrevido plan.
Crook también necesitaba un pretexto para cruzar la frontera «persiguiendo
de cerca», y consiguió uno en el mes de marzo de 1883. Un grupo de batida
chiricahua se había trasladado al norte, introduciéndose en Nuevo México, y había
sembrado el pánico en la región. Tanto por sus estrategias como por su salvajismo,
el grupo recordaba al Ataque de Nana de hacía dos años. En menos de una
semana,[33] cabalgando una media de ciento sesenta kilómetros diarios, veintiséis
guerreros mataron a otros tantos blancos y robaron reatas enteras de caballos, con
la única baja de un hombre.
Aunque los descendientes de los apaches todavía discuten hoy en día sobre
quién encabezaba aquel asalto, la mayoría se lo adjudica a Chato. Si, parafraseando
a la madre de Kaywaykla, «todos los apaches eran arrogantes», [34] Chato se llevaba
la palma. Jerónimo, su mentor, tuvo que hacer callar a menudo a aquel joven
desvergonzado para recordarle cuál era su puesto dentro del concejo de guerreros.
Kaywaykla recuerda al joven jinete con una frase contundente: «Nadie cuestionaba
la valentía de Chato, pero tampoco nadie podía confiar en su lealtad». Ni Nana ni
Kaytennae confiaban en Chato, a quien consideraban demasiado ambicioso y
peligroso. Más tarde, cuando Chato se hizo explorador del ejército, los chiricahua
lo injuriaron diciendo que Chato era «el mayor de los traidores».
En la pose de una foto tomada después de las Guerras Apaches, aparece
Chato con los hombros encorvados y el rostro oscurecido por el recelo, mientras
mira fijamente algo situado a la derecha del fotógrafo, empuñando con fuerza el
largo cañón de su rifle con la culata plantada en el suelo. Se decía de él que era
bajo,[35] con el pecho amplio y que tenía la nariz aplastada por la coz de una mula.
El pánico de Nuevo México ante el ataque de Chato se extendió a Arizona.
En San Carlos,[36] los rumores de que los indios hostiles pensaban asaltar la reserva
para robar municiones, caballos y reclutar disidentes no permitían conciliar el
sueño al teniente Britton Davis. En Tombstone,[37] John Clum dedujo que Jerónimo
estaba al mando del grupo. Obsesionado con su Némesis, como siempre, Clum
argumentaba que había sido Jerónimo quien un año antes había dado a
Nochedelklinne la idea de sus visionarias danzas.
Los periódicos, en su línea histérica, culpaban de la situación a Crook y a la
reserva: «el redil donde se alimentan, el aprisco donde engordan los sanguinarios
salvajes aprovechándose del trabajo honrado y de la civilización».[38] En la editorial
del Epitaph, el periódico propiedad de Clum, se lee claramente: «Esos tipos con
pases [para salir de San Carlos] deberían ser ejecutados». [39] Desde lugares tan
lejanos como la ciudad de San Francisco, los periodistas lanzaron desbocadas
soflamas sobre:
Aquellos salvajes carentes de todo remordimiento, cuidados y engordados
por el gobierno … Bárbaros para quienes la guerra no es sino un pasatiempo y el
asesinato una delicia. Los problemas desesperados requieren soluciones
desesperadas, y San Carlos es el problema. El cirujano que se enfrenta a una
espantosa úlcera que amenaza la vida del paciente, no duda en usar el cuchillo.[40]
Los sentimientos contra la reserva llegaron a tal punto que unos voluntarios,
[41]
que se llamaban a sí mismos Tombstone Rangers, organizaron un asalto a la
reserva de San Carlos para, según palabras de Britton, «masacrar a todos los indios
de la reserva». Animados por la bebida, llegaron hasta el borde sur de la reserva,
donde encontraron a un anciano recogiendo plantas de mescal. Dispararon sobre él
pero, según informa Britton, «afortunadamente fallaron. El anciano huyó hacia el
norte, ellos tomaron dirección sur y allí acabó la masacre».
Aunque Chato y su banda mataron bastante gente en Nuevo México, hubo
un incidente en particular que galvanizó la imaginación de toda la nación. En el
camino entre Lordsburg y Silver City, los apaches interceptaron un carromato en el
que viajaban los tres miembros de una familia de la frontera. Mataron a los padres
a tiros y tomaron cautivo al pequeño, un niño de seis años. Las víctimas resultaron
ser el juez federal H. C. McComas y su esposa. Los periódicos informaron de los
cuerpos desnudos,[42] con los cráneos machacados. Los chiricahua sostendrían más
tarde que los hombres de Chato no mutilaron los cuerpos «porque [el juez
McComas] mostró un gran valor al saltar de la calesa rifle en mano, dispuesto a
plantar cara a los guerreros para que su mujer y su hijo pudiesen huir».[43]
Charley McComas, el niño de seis años, se convirtió instantáneamente en un
símbolo de la amenaza apache. Una foto del chico vestido para ir a misa, con
pajarita, su pelo rubio cuidadosamente peinado y una suplicante mirada de bobo
en el rostro, circuló a lo largo y ancho de Estados Unidos creando un poderoso
icono sentimental de la virtud de los descendientes de los anglosajones pisoteada
por los salvajes. «El pequeño Charley McComas», como necesariamente tuvieron
que llamarlo, fue la más famosa víctima de los apaches.
Gracias al ataque de Chato, Crook obtuvo un pretexto para internarse con
sus tropas en México. «Perseguir de cerca», en opinión de Crook, no implicaba
necesariamente una proximidad de espacio, ni siquiera de tiempo. Con su
proverbial diligencia, Crook se tomó su tiempo para organizar la ofensiva. Todavía
sabía demasiado poco acerca de los chiricahua y sus refugios.
En ese punto, la buena suerte llamó a la puerta de Crook. En plena noche, [47]
en la reserva de San Carlos, uno de los rastreadores se introdujo en el dormitorio
de Britton Davis y lo despertó para susurrarle: «Chiricahua venir». Britton se vistió
y salió al galope junto a su explorador a través de la oscuridad de la noche hasta
llegar a un campamento situado a casi veinte kilómetros de distancia. Allí habían
atacado y «apresado» a un indio solitario. Era un individuo de unos veintitrés años
de edad, pero no era chiricahua, sino montaña blanca. Se llamaba Tzoe, pero los
soldados pronto lo conocerían por Melocotones (Peaches), por su rostro aniñado y
su tez pálida. En efecto, en una fotografía, se puede ver que Tzoe poseía un rostro
infantil e ingenuo dentro de los parámetros apaches.
Tzoe, ofendido por haber sido desarmado, fue a la reserva por su propia
voluntad. Un año antes había abandonado San Carlos bajo coacción, pues era
miembro integrante de la banda de Loco, [48] sobre todo porque se había casado con
dos mujeres chiricahua. Sus esposas murieron en la batalla contra Lorenzo García,
donde Tzoe cayó herido de gravedad. La doble raíz de su condición lo persiguió
durante un año. Luchaba al lado de los chiricahua, pero no eran su gente. Había
sido uno de los integrantes del grupo formado por veinticinco guerreros escogidos
y liderado por Chato que rapiñó en el estado de Nuevo México, fue uno de los que
ayudaron a matar al juez McComas y a su esposa…, pero Tzoe ya había tenido
suficiente. Echaba mucho de menos a los parientes que tenía en la reserva, sobre
todo a su madre; cuando anocheció, se alejó cuidadosamente de la banda de Chato
y galopó hasta San Carlos.
Tzoe se convertiría en el as que Crook se guardaba en la manga. Entre los
chiricahua libres,[49] lo llamarían Lobo Cobarde por su traición. Y con todo, su
historia no parecía demasiado creíble;[50] su llegada fue tan oportuna que muchos
hombres de San Carlos barajaron la hipótesis de que en realidad Tzoe hubiera sido
enviado como «emisario de los hostiles que deseaban negociar la paz», pero que no
querían que se conociese su falta de seguridad. Esta es una teoría nacida
directamente en el seno del egocentrismo estadounidense, que ignoraba el poder
de la voluntad de Jerónimo.
Tan pronto como Tzoe cayó en sus manos, Crook se entrevistó con él. El
apache montaña blanca le confesó al general que el ataque de Chato iba dirigido a
la búsqueda de munición,[51] pero que estaba endurecido por el resentimiento
«hacia ese agente llamado Estómago Grande», el mismo burócrata de San Carlos al
que Crook había desmantelado un chanchullo. Tzoe explicó que «solía pegarles
patadas, bofetadas y golpes, y sus empleados hacían lo mismo … y los amenazaba
con trasladarlos fuera de San Carlos y llevarlos a un lugar muy lejano, por eso los
chiricahua se rebelaron y tomaron la senda de la guerra».
Después de que las esposas de Tzoe muriesen asesinadas en la batalla contra
García, los chiricahua lo mantuvieron bajo una estrecha vigilancia. «No me dejaban
salir solo, siempre había alguien conmigo. Me obligaron a trabajar para ellos, tuve
que prepararles comida y cosas así». Hasta que una noche Tzoe aprovechó su
oportunidad: se quitó los mocasines y huyó en medio de la oscuridad tratando de
pisar sobre las rocas para no dejar rastro.
Tzoe describió la Fortaleza de Juh, un lugar que los apaches, según dijo,
llamaban Pahgotzinkay. El plan consistía en que todos los fugitivos se diesen cita
allí, «pero no creo que los chiricahua lo quieran hacer ahora, pues saben que he
huido y puede que teman que yo hable de ellos».
El joven guerrero detalló la difícil situación que atravesaban los evadidos.
Dijo que «la comida escasea en el bastión, no hay mescal … nada. Los chiricahua
están alimentándose exclusivamente de carne del ganado que roban o matan».
Cada día, más o menos, la banda se trasladaba a un nuevo campamento. Loco
quería regresar a la reserva, pero temía tanto a las tropas estadounidenses como a
sus paisanos chiricahua. Solamente quedaban setenta guerreros y unos cincuenta
«muchachotes»; además, los chiricahua debían cargar con mujeres y niños. Para
solaz de Crook, Tzoe aceptó guiar al ejército hasta el corazón de Sierra Madre.
El 1 de mayo, cumplidas seis semanas de los asaltos de Chato, Crook cruzó
la frontera para dirigirse al sur y emprender lo que el historiador Dan L. Thrapp
llamaría «la más importante y peligrosa de las operaciones efectuadas por el
ejército de Estados Unidos contra indios hostiles en la historia de la frontera». [52] Su
expedición era ambiciosa y potencialmente pesada: cuarenta y dos soldados, once
oficiales, tres jefes de exploradores, dos intérpretes, un periodista, doscientas
veintiséis mulas, setenta y seis muleros y, lo más importante de todo, ciento
noventa y tres rastreadores apaches, Tzoe entre ellos. [53] Para que los mexicanos no
confundiesen a aquellos apaches con los chiricahua hostiles, Crook les proporcionó
a los suyos unas cintas para el pelo de color rojo. Esta banda de tela se convertiría
en la marca de su valor a lo largo de aquella guerra contra los apaches. La partida
llevaba víveres para seis días y cada hombre estaba dotado con una provisión de
ciento cincuenta cartuchos.
Un indio, con su estilo de hacer la guerra, era muy superior a un blanco, y
sería prácticamente imposible sojuzgar a los chiricahua en su propio terreno solo
con soldados blancos. El territorio que ocupan es mayor que Nueva Inglaterra y el
más inhóspito del continente y aunque no ofrece comida para que un soldado
pueda sobrevivir, sin embargo provee a los indios de todo lo necesario para
subsistir durante un período indefinido.
Crook volvía a elogiar la dureza, la agudeza visual, la habilidad de rastreo y
las virtudes guerreras de los apaches. Entonces más que nunca estuvo convencido
de la eficacia de los exploradores indios: «En una operación contra ellos [los
apaches] la única esperanza de salir victorioso reside en utilizar sus propios
métodos y su propia gente en una maniobra conjunta».
El séquito de Crook incluía algunos hombres destacables, como el capitán
Emmet Crawford y el teniente Charles B. Gatewood, los oficiales al cargo de los
exploradores, que tuvieron un papel de vital importancia durante los tres últimos
años de guerra, o Al Sieber, el astuto montañés, jefe de todos los exploradores. Uno
de los intérpretes era el misterioso Mickey Free, reaparecido Félix Ward, el chico
cuyo rapto había desencadenado el asunto Bascom y veintidós años de guerra
entre apaches y ojos blancos. Era ayudante de Crook [54] John G. Bourke, el
infatigable cronista al que los apaches habían bautizado con el nombre de
«Hechicero de Papel» porque siempre estaba «escribiendo, escribiendo,
escribiendo». El periodista, asignado por el New York Herald era Frank Randall. Un
año más tarde tomaría la primera y mejor de las fotos de Jerónimo: clavando su
fiera mirada en la cámara, con la rodilla derecha en tierra y el rifle empuñado con
fuerza desafiante, parece como si estuviese a punto de estallar a la menor
provocación. Esta fotografía es la imagen más conocida de cualquier indio
americano. El reportero tomó fotos a través de toda Sierra Madre, documentos de
incalculable valor que jamás serían legados a la posteridad, pues una mula se
despeñó por un barranco y tanto las placas como la cámara quedaron destrozadas.
Al mando de esta extraordinaria expedición iba el hombre que, cualquiera
que hubiesen sido sus faltas y errores, se había convertido en el mejor luchador
contra los indios que jamás hubo en Estados Unidos. George Crook tenía cincuenta
y cuatro años, había mechas grises en su barba y un cansancio en su mirada que no
estaban allí en 1875, pero todavía estaba en tan buena forma como el más joven de
sus oficiales y era tan sencillo como el más humilde de los muleros.
Bacerac, con una población de ochocientos setenta y seis habitantes, [57] fue el
lugar donde la partida acampó al día siguiente; a Bourke le pareció un lugar «más
destartalado y pobre, si eso es posible, que Bavispe … la mayoría de la gente vive
bajo unas condiciones de miseria y penuria más allá de cualquier descripción». De
todos modos, era un sábado por la noche,[58] y la gente, rebosante de alegría ante la
perspectiva de que se acabasen las rapiñas de los apaches, celebró un gran baile en
honor de los estadounidenses. Los muleros agotaron hasta la última botella de
mescal de la ciudad y los tambores y trompetas sonaron hasta bien entrada la
noche. Por la mañana los hombres lucharon contra sus resacas para levantarse a la
intempestiva hora de diana decretada por su abstemio general.
Casi de inmediato, los rastreadores encontraron señales de los chiricahua. [60]
Estas llevaron a Crook hasta campamentos abandonados apenas una semana atrás,
donde cadáveres de caballos agotados y muertos yacían por doquier junto a restos
de ganado sacrificado. El ejército comenzó a avanzar de noche, lo cual llamaría
menos la atención sobre ellos. Antes de que la expedición partiese de Arizona,[61]
un explorador escéptico le había dicho a Crook que su misión fracasaría porque los
chiricahua «podían esconderse como coyotes y olfateaban el peligro a larga
distancia, como las alimañas». Pero el hecho más meritorio es que aquella
compañía de trescientos veintiocho hombres y más de trescientas monturas, entre
caballos y mulas, se movió durante una semana a través de Sierra Madre con tanta
habilidad y sigilo que los chiricahua nunca sospecharon de su presencia.
La marcha era dura en extremo. «Mirar el paisaje es magnífico, viajar por él
es un infierno», escribió Bourke.[62] Hubo cierta cantidad de mulas que murieron y
los hombres tenían que eludir constantemente las piedras que desprendían sus
compañeros.[63] Las rocas laceraban las botas de los soldados y arbustos y cactus les
rajaban las ropas hasta hacerlas jirones. Los exploradores, en cambio, se sentían en
su elemento, como si fuesen de excursión «sin una queja, y con abundantes risas y
bromas».
Un día, un explorador dotado para ello realizó un hechizo para adivinar la
ubicación de los chiricahua.[65] Se golpeó el pecho y señaló al este y al norte y,
escribió Bourke, «pronto entró en un estado de histeria». Otro rastreador le tradujo
la invocación a Bourke, con el inglés que había aprendido en la reserva:
Yo no poder ver los chiricahua aún. Ser posible, mí ver a él. Mí coger a él. Mí
matar a él. Poder ser cerca seis días, mí coger a él, poder ser cerca dos días. A
mañana, mí enviar veinticinco hombres cazar a él rastro. Poder ser cerca de
mañana coger a él squaw. Chilicahui ver mí, mí no conseguir él. No ver mí, mí coger
a él.
El 10 de mayo los exploradores encontraron un rastro que no podía tener
más de unos días y encontraron dos campamentos colgados de la cresta de las
montañas,[66] uno con los restos de cuarenta tiendas y el otro con los de treinta. A la
noche siguiente, los exploradores concertaron una reunión; en ella le dijeron a
Crook que para mayor velocidad y eficacia debería permitirles ir por delante del
resto de la expedición. Crook aceptó y puso a Crawford al mando de una
avanzadilla de ciento cincuenta rastreadores. Los mensajeros mantendrían al
general puntualmente informado de sus descubrimientos.
A los exploradores se les llenaba la boca con bravatas. Le dijeron a Crook
que «si ellos tenían una pelea, matarían hasta el último chiricahua. Pero que si se
entregaban, ellos creían que se debería ejecutar a alguno de los malos, como Ju[h] o
Hieronymo[,] pues siempre estarían causando problemas».[67] En privado vivían
temerosos de los salvajes chiricahua. [68] Cuando partieron, cada uno de ellos
llevaba un centenar de cartuchos; los exploradores disputaban entre ellos por
ocupar la cabeza de la avanzadilla.
El día 12 de mayo, Tzoe encontró el ancho anfiteatro natural que había sido
el último campamento chiricahua. Estaba situado sobre un collado paralelo al
nacimiento del río Bavispe, con el cual se topaba de nuevo la expedición, tras cinco
días de cruzar escarpadas montañas. El anfiteatro era, tal como observó Crook, «un
lugar formidable, inexpugnable ante cualquier ataque». [69] Evidentemente, los
chiricahua habían abandonado el lugar pocos días atrás, dejando toda clase de
pertenencias tras ellos: pieles de vaca y de caballo, carne puesta a secar colgada de
un árbol, lienzos de algodón, incluso dos muñecos de trapo que representaban
bebés apaches.[70] El campamento contaba con noventa y ocho tiendas
perfectamente preparadas para ser habitadas.
Dos días después, durante un descanso para comer, algunos exploradores
provistos de prismáticos divisaron a su primer chiricahua: estaba en un
campamento de montaña a poco más de un kilómetro y medio de distancia.
Crawford reunió a todos sus hombres aquella noche y planteó copar el
campamento chiricahua por la mañana. Para su satisfacción, el enemigo todavía no
había descubierto la presencia de invasores. En palabras de John Rope, un apache
montaña blanca que marchaba a la vanguardia, «algunos de los exploradores
estaban asustados … aquella noche no pudimos dormir, así que nos sentamos y
hablamos entre susurros».[71]
Por la mañana, los exploradores se despojaron de pantalones y camisas,[72]
quedando vestidos exclusivamente con un taparrabos, tal como hacían siempre
que se preparaban para la batalla, y luego bajaron hasta el río y hundieron sus
manos en el agua para beber.[73] «Algunos rastreadores se quejaban de dolor en las
rodillas, para poder quedarse en la retaguardia», informó Rope.[74] Antes de que
Crawford pudiese completar su maniobra envolvente, un explorador que se había
separado para orinar se topó de bruces con dos chiricahua montados en mulas. Un
compañero alzó su rifle con demasiada celeridad y este se disparó por accidente,
los chiricahua saltaron de las mulas y corrieron a esconderse.
El disparo fortuito lanzó a los exploradores militares en una desordenada y
espontánea carga. Ellos creían que estaban a punto de enfrentarse a los certeros
rifles de Juh, Jerónimo y varias docenas de guerreros, pero lo que se encontraron
fue a un pequeño e inofensivo grupo de indios. La batalla, por así llamarla,
terminó rápidamente. Los asaltantes mataron a nueve personas, la mayor parte
ancianos y mujeres, y tomaron cautivos a cinco niños; sin embargo, algunos
guerreros lograron escapar. Mientras John Rope vigilaba a un prisionero, un niño
«observó que todos los exploradores que formaban la línea de fuego llevaban
puestas cintas rojas en la cabeza».
—¿Qué tipo de gente son esos? —preguntó el niño.
—Son exploradores que van en busca de tu pueblo —le contestó John Rope.
«Entonces el niño rompió a llorar», explicó Rope.
En esos momentos Jerónimo y treinta y seis guerreros más se encontraban en
las lejanas llanuras orientales, en pleno estado de Chihuahua. [75] Sus asaltos, en esta
ocasión, estaban dirigidos a tomar prisioneros, pues tenían esperanzas en trocarlos
por los cautivos apaches que los mexicanos habían apresado en Casas Grandes.
Mientras Crawford atacaba el campamento de Chato, Jerónimo estaba sentado
junto a una hoguera comiendo un pedazo de buey asado, sujetaba la carne con una
mano y su cuchillo con la otra. De pronto su poder le habló, dejó caer su cuchillo y
espetó: «¡Hombres, nuestra gente, la que dejamos en el campamento principal, está
ahora en manos de las tropas estadounidenses! ¿Qué haremos?».
Jasón Betzinez, que estaba sentado al lado de Jerónimo, contó su historia
muchas décadas después de vivir en Estados Unidos, durante las cuales había
perdido una buena parte de sus creencias apaches. En 1959, Betzinez escribió:
«Hoy en día no puedo explicarlo, pero yo estuve allí y lo vi. Y no, él no recibió la
noticia por boca de mensajero alguno, ni se habían hecho señales de humo».
Los guerreros de Jerónimo no tenían el menor asomo de duda acerca del
poder de su jefe. Prepararon sus cosas con presteza y se dirigieron a Sierra Madre,
aunque se encontraban a más de ciento noventa kilómetros del campamento de
Chato.
Fue Betzinez, en 1959, quien por fin desveló al mundo el destino del
pequeño Charley McComas. El chico de seis años estaba, en efecto, en el
campamento cuando Crawford atacó. Un chiricahua, presa de la ira cuando los
exploradores mataron a su madre, cogió al niño y se vengó golpeándolo con una
piedra hasta matarlo. Por miedo a las represalias, los cautivos ocultaron el cadáver
y dijeron a los invasores que el niño había huido entre la maleza. Entre el botín
requisado por los exploradores, Bourke encontró una foto de familia que pensaba
que podría pertenecer al juez McComas: «Casi todas las caras tenían un aire
intelectual».[76] Crook, que persistía en preguntarles a los chiricahua por Charley, [77]
creyó durante semanas que estaba a punto de encontrar al huérfano. Cinco meses
después,[78] dos emisarios estadounidenses en México anunciaron que el chico se
hallaba sano y salvo y que pronto sería liberado por sus captores a cambio de
cartuchos.
Es más, a pesar de las especulaciones que se realizaron durante más de siete
décadas acerca del destino del muchacho,[79] un historiador de Arizona descubrió el
asesinato de Charley en 1905, a través de la correspondencia que mantenía con el
intérprete de Jerónimo en Fort Still (Oklahoma).[80] Pero las crónicas de este
historiador languidecieron inéditas en un archivo de Tucson.
Crook calculó hábilmente su primer movimiento tras la batalla. A través de
un intérprete mantuvo una larga charla con el mayor de los prisioneros, la hija de
un jefe chiricahua. Ella le reveló el gran desánimo que su gente experimentó en
cuanto cayeron en la cuenta de que su bastión había sido invadido por los soldados
estadounidenses, y juró que muchos chiricahua estaban cansados de la vida del
fugitivo y deseaban vivir en la reserva.
Crook le dio a esta chica y al mayor de los dos niños prisioneros provisiones
para un corto viaje y después, como muestra de su buena voluntad, le dejó escoger
a la muchacha el mejor de los caballos que habían capturado los rastreadores. Los
dos jóvenes salieron a caballo en busca de su gente para transmitir un mensaje de
Lobo Pardo que decía: «Lobo Pardo ha venido solamente para llevaros de vuelta a
San Carlos, no para hacer la guerra».
Posteriormente, Crook analizaría el aprieto en el que se encontraba:
Los hombres acamparon cerca de un ancho meandro del río Bavispe y se
prepararon para la espera. Bourke observaba a una pareja de cautivos: «La joven
lloraba compulsivamente, pero su hermano menor, un mocoso bastante guapo,
miraba al mundo con estoicismo, a través de unos ojos grandes y negros como
ostras de azabache».[82]
Incluso en medio de una campaña, como estaban, los soldados no pudieron
dejar de admirar la belleza de los alrededores: «Sería difícil encontrar un lugar más
encantador», escribió Bourke en su diario;[83] un testimonio recogido
posteriormente por un mensajero de la partida de Crook también se haría eco de
ese mismo parecer: «Las tropas afirmaban que el emplazamiento donde tuvo lugar
la captura es el paraje más hermoso de la Tierra, y el camino que lleva a él es el
más peligroso que jamás hayan pisado los mortales». [84] El hilo azul del Bavispe
que rodeaba al campamento estaba marcado por hileras de álamos de Virginia, los
arroyos afluentes desembocaban en él desde un laberinto de barrancos ocultos. La
cumbres estaban tapizadas por ondulantes campos de gramíneas. Enebros y robles
dispersos ofrecían su sombra cerca del campamento y en las laderas que se abrían
a cada lado; estos árboles daban paso a bosques de pinos ponderosa. Los días
pasaban cálidos y nublados, seguidos por frescas noches.
Dos días después del ataque, un grupo de ocho mujeres se acercó
cautelosamente al campamento hondeando la bandera blanca de la paz. Una de
ellas era hermana de un jefe llamado Chihuahua, y dijo que su hermano estaba
cansado de combatir y que estaba reuniendo a su banda pero que, de todos modos,
estaba furioso porque una de las mujeres muertas durante el ataque era tía suya. [85]
A la mañana siguiente Chihuahua se presentó a caballo, con toda la arrogancia de
un guerrero chiricahua; su caballo lucía cintas de tela roja y él cargaba con dos
revólveres y una lanza. Tal como lo recuerda John Rope:
Llegó al galope hasta el preciso lugar donde estábamos sentados a la sombra
de un roble. Nos pusimos en pie de un salto, sin saber exactamente qué intenciones
traía. Nos preguntó dónde estaba el comandante en jefe y nosotros se lo dijimos.
Guio su caballo al galope directamente hacia la tienda de Crook, sin cuidarse de
soldados ni exploradores, que tuvieron que apartarse a su paso.
Con Mickey Free de intérprete, Chihuahua reprochó a Crook haber matado
a su tía y luego su humor cambió. Parafraseando a Bourke, «estaba cansado de
luchar. Su pueblo había sido destruido y sus bienes estaban en nuestro poder.
Deseaba rendirse en cuanto reuniese toda su banda». [86] Después Chihuahua salió
al galope del campamento con la misma insolencia con la que había entrado en él.
Jerónimo llegó el 20 de mayo.[88] Mejor dicho, más que llegar al campamento,
merodeó por las colinas circundantes a la base. Los jefes, entre ellos Nana, Naiché
y Loco, y los principales guerreros, Kaytennae, Chato, Fun, Lozen, Chihuahua y el
resto, también se mantuvieron a distancia, sobre las colinas cercanas. Guerreros y
exploradores intercambiaron preguntas y pullas a voces.
Se estaba desarrollando una situación de altísimo riesgo. Se necesitaba poco
más que un disparo accidental para desencadenar la batalla más sangrienta de
todas las Guerras Apaches. Si los exploradores apaches llegaban a algún tipo de
acuerdo, tal como había sucedido en Cibecue, la potencial masacre de soldados
estadounidenses rivalizaría con la de Little Bighorn. El compás de espera que se
dio en aquellos momentos dentro del santuario chiricahua no ofrecía esperanzas
de tener una solución sencilla.
Existe una gran ironía en que el hecho que tuvo lugar a continuación (en un
momento que sería recordado unánimemente como el suceso más importante del
cuarto de siglo que duró la guerra entre apaches y blancos) quedara como uno de
los peor documentados, y uno de los más ambiguos, de todos los sucesos de esta
guerra.
Empezó de un modo bastante inocente. El día 20 de mayo el general Crook
salió a cazar pájaros con su escopeta. Se alejó del campamento, se internó solo en
un campo de hierbas altas y amarillas y de pronto Jerónimo y «todos los
chiricahua» salieron de sus escondrijos y capturaron al general. Le quitaron la
escopeta de las manos, «y también los pájaros que había cazado».
Muchos historiadores, seguidores de las hipótesis de Dan L. Thrapp y Angie
Debo, afirman a favor de Crook que este se dejó apresar deliberadamente como
parte de una osada maniobra destinada a romper el impasse. Thrapp define esa
maniobra como «la más arriesgada de todas las recogidas en los anales de las
Guerras Indias».[89] Debo lo aclama diciendo que fue «el supremo acto de valor de
todos los que realizó en su intrépida carrera».[90]
Tales explicaciones inciden en un mismo punto de partida: Crook sabía lo
que estaba haciendo. Un análisis más sencillo indica que Crook simplemente
cometió un error garrafal, pues para él la caza representaba mucho más que un
mero entretenimiento, era prácticamente una compulsión de su carácter. En los
días subsiguientes al enfrentamiento en Rosebud, y justo antes de la batalla de
Little Bighorn, Crook se fue de caza y pesca cuando lo que debería haber hecho era
continuar en la brecha. En los días previos, durante su ofensiva en plena Sierra
Madre y a pesar del extenuante avance de la expedición y la absoluta necesidad de
sigilo que la misión requería, Crook salía a cazar aves en su tiempo libre. Ya en el
pasado sus cacerías lo habían metido en algún que otro problema: en una ocasión
fue sorprendido por una ventisca de nieve a orillas de un afluente del río Platte [91]
(estado de Nebraska), donde casi muere al romperse el hielo de la superficie (lo
salvaron dos compañeros); en otra lo atacó un oso que finalmente cayó bajo sus
disparos cuando estaba a tan solo tres metros de distancia.
Es significativo que ni Crook ni Bourke mencionen la infortunada cacería en
las crónicas de sus correrías por Sierra Madre. En la narración que escribió Bourke
sobre la expedición, afirma que «gradualmente, en grupos de dos o tres y desde
distintos puntos, los guerreros se fueron aproximando al fuego del campamento
del general Crook».[92] En su informe oficial, Crook simplemente escribió: «Todos
los jefes se rindieron y se entregaron ellos mismos».[93]
Sabemos que los chiricahua atraparon a Crook gracias a las narraciones de
John Rope, el explorador montaña blanca, que se mantuvieron inéditas hasta 1936.
A Estados Unidos se filtró una historia tergiversada que, de todos modos, fue
publicada al completo por los periódicos de toda la nación bajo el titular: «La
Captura de Crook».[94] Esta interpretación de los hechos supuso un valioso
argumento a favor de sus detractores.
Dicho esto, surge una pregunta obvia: ¿Por qué Jerónimo, ya que tenía al
general en sus manos, no lo mató o, al menos, lo mantuvo como prisionero? Según
John Rope, en cuanto los chiricahua desarmaron a Crook, solicitaron la presencia
de un intérprete.[97] Los militares enviaron a Mickey Free, y luego «todos se
sentaron en el suelo y hablaron». Después de dos horas, los chiricahua se
presentaron en el campamento con Crook.
Más importante aún fue que el éxito de la ofensiva militar estadounidense
realizada en plena Sierra Madre, guiada por el chaquetero Tzoe, supuso un
devastador golpe para la moral de los chiricahua. Ningún lugar, ni siquiera la
Fortaleza de Juh, tal como habían demostrado los soldados, era inexpugnable.
Bourke pudo ver el desánimo plasmado en los rostros de los chiricahua.
Lo mejor que podían hacer [afirma Crook que les dijo a los chiricahua] era
abrirse camino peleando, si pensaban que podían conseguirlo. Los tuve esperando
durante varios días y cada jornada se volvían más y más insistentes. Al final,
Jerónimo y todos los jefes vinieron a suplicar abiertamente que los llevase a San
Carlos.[99]
No entra dentro del modo de ser de los chiricahua lo que se deduce de las
conversaciones, que duraron varios días. Nunca se supo con certeza qué promesas
se hicieron Jerónimo y Crook en Sierra Madre. Puede que se hayan disipado con el
tiempo. Mickey Free realizó la mayor parte las traducciones, y los chiricahua ya
entonces desconfiaban de aquel sombrío misántropo cuyos propósitos solo él
conocía. Mickey traducía directamente del español, una lengua cuyo dominio,
según palabras de alguien que lo conocía bien, «no incluía un uso apropiado de los
tiempos verbales y por lo tanto era extremadamente difícil saber si estaba hablando
en presente, pretérito o futuro».[100]
Ahí estaba la trampa de Jerónimo. El odio que sentía hacia los mexicanos a
duras penas superaba a la repulsión que le producían aquellos exploradores con
sus cintas rojas en el pelo. El plan, como supo John Rope más tarde, consistía en
lograr que los rastreadores bailasen con las mujeres, luego los chiricahua los
rodearían y los matarían a tiros: «No importaba que los chiricahua muriesen, se
llevarían por delante a nuestros exploradores de todas maneras». Pero Al Sieber, el
jefe de todos los exploradores, denegó el permiso a los montaña blanca para que
bailasen. Nunca aclaró si se olía una trampa o si se oponía a los deseos de los de las
cintas rojas por principio.
Finalmente, el día 30 de mayo, Crook comenzó el regreso al hogar. Con él
iba un séquito formado por trescientos ochenta y cuatro apaches chiricahua. Solo
dos jefes, Nana y Loco, formaban parte de aquel éxodo; el resto de jefes y guerreros
habían prometido reunir a sus bandas y presentarse en San Carlos en un futuro no
lejano. Crook recibiría severas críticas por no haber llevado a Jerónimo, y a los
demás indios hostiles, con él. Pero el hecho era que a través de una brillante
combinación logística, junto con las tribulaciones de los propios chiricahua y un
chorrito o dos de suerte inesperada, él había cambiado el curso de las Guerras
Apaches.
A finales de junio los chiricahua se establecieron en San Carlos. Muchos de
ellos nunca volverían a salir de la reserva.
Capítulo 16
Turkey Creek
Crook había pasado dos meses ausente cuando reapareció en Arizona en
junio de 1883 y, durante todo ese tiempo, no había llegado ni una palabra acerca de
sus progresos. Su misión hacia lo desconocido había estimulado las catastrofistas
mentes de los preocupados ciudadanos, incluso en las de los oficiales que
quedaron en retaguardia; la última batalla de Custer todavía estaba impresa en
ellos y la partida de trescientos veintiocho hombres de Crook parecía haberse
esfumado del todo. «Sin noticias de Crook», rezaban alarmados los periódicos.
Y entonces la nación entera aclamó «el brillante éxito» del general en Sierra
Madre. Tucson celebró un banquete en su honor, «uno de los mayores festejos
jamás vistos» en aquella ciudad de frontera. [1] Crook pronunció un sucinto relato
de su hazaña y la muchedumbre le contestó con vítores, brindis y el panegírico de
un pionero:
Salve al jefe que recibe la ovación,
al honor del mayor logro militar.
Si de ahora en adelante dirigiese la nación
los ciudadanos nos libraríamos de todo pesar
Pero casi inmediatamente comenzó a desmoronarse todo. Los periodistas
comenzaron a «leerle la cartilla» a Crook, pues por un lado había obtenido la
rendición incondicional de los chiricahua, mientras que, por el otro, les había
prometido amnistía por sus pasados crímenes.[2] En efecto, una sorprendente
contradicción se plasmaba en el informe oficial de Crook. En las negociaciones
mantenidas con Jerónimo y los demás jefes a orillas del Bavispe, les había dicho
«que habían sido indios malvados, y yo no deseaba regresar sin castigarlos como
se merecían», que «no podía cerrar los ojos ante las atrocidades que habían
cometido».[3] Pero la conclusión final del texto decía que era «injusto castigar [a los
chiricahua] por violar un código de guerra que ni siquiera conocían y que él
difícilmente podía comprender … y castigarlos después de que se hubiesen
rendido de buena fe» no solo hubiese sido «pérfido», sino que daría pie a que la
guerra comenzase de nuevo.
Crook no era un hombre artero: la honestidad del general era la cualidad
que más admiraban los apaches. El compromiso al que se había ligado surgió en
Sierra Madre como consecuencia de un hecho: se estaba marcando un descarado
farol, simulando una autoridad ilimitada y omnipotente que sabía que no podría
respaldar. Cuando los chiricahua cedieron y acordaron regresar, se vio obligado a
prometerles la amnistía. Y él creía en dicha amnistía: la paz era preferible a
continuar con el ojo por ojo.
Los periódicos de Arizona lo veían de otro modo. Salieron con frenéticos
clichés de mujeres «violadas» y hombres «mutilados». Argumentaban, como el
Star señaló sucintamente, que «Si ahora al gobierno le falta valor para ahorcar
sistemáticamente a esos pobres diablos, entonces la campaña de Crook ha sido un
fracaso».[4]
Y como las semanas pasaban y los jefes que habían prometido entregarse
junto con sus bandas no acababan de presentarse, las protestas del público de
Arizona se tornaron más y más rencorosas. Crook, a la defensiva, apostilló en un
informe oficial: «El hecho de que los indios que dejé atrás aún no se hayan
presentado carece de importancia, pues los indios no poseen el concepto del valor
del tiempo».
Uno de los principales dilemas de Crook era dónde colocar el asentamiento
chiricahua. La mutua desconfianza y animosidad que existía entre aquella gente y
el resto de tribus de la reserva nunca habían sido tan intensos, especialmente
después de que descubriesen a la horda de exploradores con cintas rojas que les
estaban dando caza. Lo primero que se le ocurrió a Crook fue establecer el
campamento de los nuevos en las cercanías del cuartel militar: «Odiados y temidos
por los demás indios de la reserva, parecían volverse a nosotros en busca de
seguridad y consuelo»,[5] escribió Britton Davis con petulancia. De todos modos, el
teniente Davis era un hombre notable entre los militares por su mentalidad abierta:
Mientras tanto, Jerónimo deambulaba como siempre lo había hecho. Todavía
estaba decidido a cambiar prisioneros mexicanos por los apaches capturados en
Casas Grandes, su esposa entre ellos. Las mujeres mexicanas que él había apresado
en Chihuahua, y que Crook había liberado, estaban repletas de horrorosas historias
que contar acerca de la crueldad del bedonkohe. Las mujeres le dijeron a Bourke
«que el mayor de los terrores dominaba Chihuahua con pronunciar simplemente el
nombre de Jerónimo, de quien los campesinos creían que era el Diablo que había
sido enviado para castigarlos por sus pecados».[6]
Las mujeres juraban también que el día 14 de mayo habían visto cómo
Jerónimo mutilaba a un desventurado estadounidense que había apresado cerca de
Casas Grandes antes de infligirle «la muerte por empalamiento». [7] Bajo las
directrices de Jerónimo, sus hombres rajaban a las víctimas con sus lanzas, o «los
machacaban con pesadas rocas hasta hacer pulpa de ellos». A uno le machacaron
sus «partes» entre dos piedras planas antes de que las lanzas de los guerreros «se
clavasen en su cuerpo».
Pasaron tres meses sin señales de las bandas libres. Crook, presa de un ansia
cada vez mayor,[9] envió a Britton Davis con una compañía de exploradores
apaches (entre ellos algún nuevo recluta chiricahua) a la frontera mexicana, para
que tratase de establecer contacto con el resto de fugitivos. Davis acampó en el
valle de San Bernardino, el mismo lugar por donde Crook había cruzado la
frontera en mayo de camino a Sierra Madre. Pero esta vez no había ningún
pretexto para atravesar la frontera, no estaban «persiguiendo de cerca» a «indios
salvajes». Davis envió a tres exploradores chiricahua a través de la frontera con
órdenes de internarse tanto como pudiesen mientras que evitasen encontrarse con
soldados mexicanos. Los rastreadores regresaron tres días después con las manos
vacías.
Tras semanas de espera, Davis se vio recompensado cuando Naiché apareció
con una docena de guerreros y dos de mujeres y niños. El teniente los escoltó hasta
San Carlos y luego regresó a la frontera, a continuar la espera. En noviembre, se
presento Chihuahua junto a noventa de los suyos. Otras bandas llegaron, hasta que
a finales de mes el censo de chiricahua de San Carlos ascendía a cuatrocientos
veintitrés. Pero todavía no había señal de Jerónimo, de Fun o de Lozen.
Mientras cabalgaba junto a la banda de Naiché hacia San Carlos, Davis cayó
admirado ante la forma física de los chiricahua. Según su opinión, ellos estaban
«proporcionados como ciervos», «especímenes perfectos del tipo atlético de los
corredores», sus piernas «poseían músculos duros como cuerdas de acero». Los
chiricahua, por su parte, y haciendo gala de su talento para poner apodos irónicos,
le llamaban Gordito.[10] «Solo pensar en intentar atrapar a uno de ellos en las
montañas me proporcionaba un extraño sentimiento de impotencia, pero
disfrutaba de una sensación de belleza al contemplarlos», reflexionó Davis.[11]
Un comerciante mexicano llegó a Deming (Nuevo México), con la noticia de
que Juh quería negociar la libertad de un niño blanco (Juh ya estaba muerto, pero
los estadounidenses no lo sabían). Por propia iniciativa, Wilson (que hablaba muy
bien el español) y Leroy se desplazaron a Chihuahua con la esperanza de rescatar a
Charley McComas. Después de las negociaciones preliminares con los mensajeros
chiricahua, los dos hombres se encontraron con Jerónimo a unos ocho kilómetros
de Casas Grandes el día 27 de septiembre. La suya fue una valerosa hazaña, si es
que llegó a suceder, pues Jerónimo llevaba a veinte guerreros con él.
Jerónimo tenía un temperamento cauteloso y temible. En español, a través
de un intérprete apache, le dijo a Wilson: «Quiero preguntarte una cosa y no quiero
que me mientas. ¿Hay soldados estadounidenses o apaches coyotero
[exploradores] de Crook en este territorio, o siguiendo vuestros pasos?». Wilson
contestó que no sabía de ninguno, y preguntó si Jerónimo tenía cautivo a un niño
estadounidense. «¿Cómo es ese niño que buscas?», contestó Jerónimo, eludiendo la
respuesta.
Después de insistirle, Jerónimo comenzó la descripción de un niño blanco de
pelo rubio y ojos azules o grises. Vendería al muchacho a cambio de cartuchos.
Wilson percibió que los chiricahua estaban desesperados con la escasez de
munición. Jerónimo le ofreció un caballo a cambio de diez cartuchos y luego le
ofrecería mil dólares en moneda por mil cartuchos.
Jerónimo revelaría más tarde que había llegado recientemente a un tratado,
o un acuerdo comercial, con Casas Grandes, pero él seguía desconfiando
profundamente de los mexicanos, como siempre. Los dos hombres blancos y los
chiricahua acordaron encontrarse a la mañana siguiente. Jerónimo les prometió
llevarlos al campamento donde estaba Charley y una vez allí lo trocaría por
cartuchos. Wilson y Leroy estaban en una situación un tanto apurada: era ilegal,
tanto en los códigos legislativos mexicanos como en los estadounidenses, proveer
de municiones a los indios «renegados»; a los mexicanos les estaba empezando a
parecer sospechosa la presencia de dos hombres blancos procedentes del norte de
la frontera, y el plan de Jerónimo podría muy bien ser una trampa de la que no
saldrían con vida.
Los tratos se suspendieron, Jerónimo estrechó las manos de los hombres de
la frontera y cabalgó en dirección a las colinas. Wilson y Leroy se dirigieron a su
hogar.
Hay bastantes indicios en este sensacional relato que hacen creíble que
pudiese haber tenido lugar un trueque. De ser así, demuestra que tres meses
después de su pacto con Crook a orillas del Bavispe, las intenciones que tenía
Jerónimo de regresar a San Carlos eran bastante tibias. Pero la escasez de munición
que acuciaba a su banda provocaba que peligrara su propia supervivencia.
En reconocimiento a la valiente misión de auxilio de aquellos dos hombres,
un reportero de Deming escribió con inconsciente humor: «No se les podría
conceder mucho crédito a los señores Wilson y Leroy, aun no habiendo rescatado
al chico. Arriesgaron sus vidas y vivieron a base de comida mexicana, alubias
principalmente, y lo pasaron realmente mal».
Por fin, en el mes de febrero de 1884, Chato se presentó junto a otros noventa
chiricahua.[13] De todos modos, todavía no se sabía ni una palabra de Jerónimo.
Davis esperaba pacientemente al borde de la frontera; sus exploradores, entonces
casi todos eran chiricahua, no mostraban tanta paciencia. Estos encargaron a un
hechicero la tarea de adivinar la «ubicación» de Jerónimo. Después de un ritual
que duró todo un día y una noche, completado con una ceremonia de sudor, la
quema de «un polvo acre» y una serie de ensalmos que no parecían tener fin, el
chamán anunció que Jerónimo se estaba aproximando, se hallaba a tres días de
distancia, montaba una mula blanca y traía consigo muchos caballos.
El teniente observó desde la línea fronteriza cómo se aproximaba la banda
de Jerónimo, un grupo de noventa personas con dieciséis guerreros entre ellos.
Tres kilómetros por detrás se alzaba una ancha polvareda. Al principio Davis creyó
que serían tropas mexicanas persiguiendo a los chiricahua, pero la realidad resultó
ser algo mucho más extraño.
Jerónimo mostraba su acostumbrado mal carácter. Cabalgó casi hasta llegar
a Davis y, deliberadamente, golpeó con el hombro de su caballo a la mula del
oficial. Quiso saber, con voz furiosa, qué estaba haciendo Davis allí. Él había
llegado a un tratado de paz con los estadounidenses, le dijo; entonces, ¿para qué
necesitaba escolta?
Davis señaló a la enigmática columna de polvo. «Ganado», contestó Jerónimo
en español. Como fuente definitiva de víveres, Jerónimo robó trescientas cincuenta
vacas y terneras mexicanas y las conducía sin prisas hacia San Carlos.
Davis estaba en un dilema. Anteriormente, cuando había escoltado a otras
bandas hasta la reserva, había evitado todos los asentamientos, llegando a cubrir
distancias de sesenta y cinco u ochenta kilómetros diarios. Eso se debía a que
Arizona estaba llena de mineros y rancheros, quienes, con un poco de licor
calentándoles el vientre, preferirían atacar a los chiricahuas antes que ver cómo los
mantenían en la reserva. Por otro lado, tampoco podía aprobar aquel hurto sin
arriesgarse a ofender gravemente al gobierno mexicano.
De momento, la única decisión que podía tomar el teniente era actuar según
las condiciones de Jerónimo. Con un rebaño tan grande como aquel, tan solo
podrían cubrir unos veintiocho o treinta kilómetros diarios, y Jerónimo se quejaba
de que era un ritmo demasiado rápido. Davis estaba «acabando con toda la grasa
de las reses y estas no tendrán buen aspecto cuando hubiera que comerciar con
ellas en San Carlos».
—¡Mexicanos! —espetó Jerónimo—. ¡Mexicanos! Mis squaws podrían barrer
a todos los mexicanos de Chihuahua.
—Pero si los mexicanos tienen cartuchos de sobra —rebatió Davis—, y tú
apenas tienes alguno.
La lentitud de la marcha era tan angustiosa como Davis se temía. Por muy
poco se consiguió evitar un desastre en un rancho cercano a Sulphur Springs
cuando aparecieron por allí un jefe de policía y un agente de aduanas. Declararon
que las reses eran contrabando y que Jerónimo y sus apaches estaban reclamados
en Arizona por asesinato. Toda la banda estaba bajo arresto y, si Davis no se avenía
a colaborar, entonces la pareja de funcionarios acudiría a la vecina ciudad de
Willcox y movilizaría un grupo armado.
Como no logró convencerlos de que abandonasen su descabellada misión,
Davis, con bastante malicia, les entregó «una botella de buen whisky escocés». En
cuanto cayeron bajo el sopor del alcohol, Davis fue en busca de Jerónimo y le dijo
la verdad, apremiándolo para que movilizase a todo el grupo, ganado incluido, al
amparo de la noche. Al principio Jerónimo se escandalizó y se negó a ello. A Davis
le pareció que se inclinaba más por enfrentarse a ellos por la mañana y, si fuese
necesario, dispararles.
Entonces el teniente apeló al orgullo del guerrero. Davis le dio a entender
que probablemente él temía que su gente no fuese lo bastante hábil como para
esfumarse sin que lo notasen los hombres del rancho. Jerónimo mordió el anzuelo.
Por la mañana, todo el grupo, hombres, mujeres, niños y ganado, tenía tal ventaja
sobre aquellos agentes y sus resacas que estos abandonaron la persecución.
En cuanto la banda de Jerónimo alcanzó San Carlos, les confiscaron las reses.
El ganado fue sacrificado en los mataderos y se compensó debidamente con
dólares a sus propietarios. En realidad, era lo único que podía hacer Crook, si
quería mantener la buena voluntad del gobierno mexicano. Fue sorprendente que
Jerónimo, con la experiencia que tenía en las reservas, no se hubiese anticipado a
ello. Al tiempo que ingenio y desconfianza proverbial, el gran guerrero poseía una
buena dosis de ingenuidad. La credulidad que llevaba a sus guerreros a gastarle
bromas, permitió que el propio Jerónimo le gastase una broma, involuntaria, a sí
mismo.
Eso de que le confiscaran el ganado fue algo que le dolió durante el resto de
su vida. Cuando dictó su autobiografía en 1905, hizo hincapié en aquel suceso:
Poco después de llegar a San Carlos el oficial al mando, el general Crook,
apartó las monturas y las reses de nosotros. Le dije que no era ganado del hombre
blanco, pues se lo habíamos quitado a los mexicanos a lo largo de nuestras guerras.
También le dije que no teníamos intención de matar a los animales, sino que
deseábamos criarlos y apacentarlos en nuestros pastos. Él no me escuchó, se llevó
el ganado.[14]
El último grupo de fugitivos llegó a San Carlos en mayo de 1884. Podría
haber aún un puñado de chiricahuas vagando por Sierra Madre, pero Crook lo
dudaba. En cualquier caso, se le puede disculpar al general el que pensase que
había puesto fin a las Guerras Apaches, la última guerra india en territorio
estadounidense.
La visita fue descorazonadora, tanto para los indios como para los ojos
blancos. Un jefe le dijo a su anfitrión que pensaba contar el número de ojos blancos
que viese; antes de que el tren abandonase el territorio de Arizona ya había
desistido de su propósito. La esperanza que había puesto Crook en que «contasen
historias acerca del poder del hombre blanco y la futilidad de los esfuerzos indios
de oponerse a él» se vieron ampliamente cumplidas. El impacto que sufrieron los
apaches se cristalizó en un tragicómico episodio: aposentados en el piso superior
de un hotel de la Quinta Avenida de Nueva York, en el barrio de Manhattan, los
indios miraban a los transeúntes por la ventana, embobados. Después de
observarlos un rato, se volvieron a su cicerone y le preguntaron por qué los
peatones no hacían otra cosa más que caminar alrededor del hotel; cuando el
oficial «les explicó que no eran siempre los mismos, sino que en efecto había tal
cantidad de peatones, [los apaches] le dijeron que estaba mintiendo para pasar un
buen rato a su costa».
Cuando regresaron a San Carlos, los emisarios recibieron el mismo trato que
los de Howard en 1872. «Los delegados fueron acusados de embusteros que habían
sido corrompidos por el hombre blanco y, durante una temporada, los evitaban
como si tuviesen la peste», observó Davis. «Uno de ellos se volvió loco, y varios
tardaron cierto tiempo en salir de su asombro y se negaron a discutir acerca de lo
que habían visto».
Crook no se hacía ilusiones respecto a que los chiricahua se mezclasen con
los demás apaches de San Carlos, pero ya era demasiado tarde para pensar en
establecerlos en una reserva aparte. Lleno de sabiduría y magnanimidad, tomó una
decisión sorprendente: les pidió que escogiesen su propio territorio dentro de las
dos reservas contiguas. Fue la primera vez en la historia del sudoeste de Estados
Unidos que un oficial se molestó en pedir a los apaches que le dijesen dónde
querían vivir.
A finales de junio de 1884,[18] los quinientos doce apaches se establecieron en
su nuevo hogar y Davis les permitió levantar sus tiendas allá donde les apeteciese.
El teniente estaba encantado con la belleza del paraje de Turkey Creek; una
corriente inagotable de agua fresca y cristalina que se extendía a través de una
meseta de altas hierbas, marcando un suave valle salpicado de altos pinos. En una
época anterior al siglo XIV, los apaches mogollón construyeron pueblos a lo largo
del lecho. Hoy en día, más de quinientos años después, todavía son visibles los
contornos de los muros, y se pueden encontrar restos de vasijas de cerámica
esparcidos por el suelo. El valle era fresco en verano y, como se abría el sur, suave
en invierno.
Los chiricahua comenzaron su nueva vida con un brío y buen humor que
ganaron el corazón de Davis.[19] Con una sagacidad poco común, el teniente sintió
lo violento que resultaba para la cultura apache tratar de pasar de nómadas a
granjeros de la noche a la mañana. Pidió con insistencia que se intentase probar
con el pastoreo e instó a sus superiores que concediesen ganado lanar y vacuno
para que los trabajasen sus protegidos. Los navajo, Davis lo sabía, se habían
adaptado muy pronto al pastoreo de ovejas, pero el Departamento de Asuntos
Indios, en Washington, rechazó su propuesta: los chiricahua debían ser granjeros.
Incluso antes de abandonar San Carlos, los hombres habían hecho algún
intento de arar la tierra; Davis era testigo de algunas anécdotas bastante cómicas.
Los ponis, unos animales nada acostumbrados a caminar al paso, preferían
el trote o el galope, y los arados, más que roturar el terreno, se deslizaban sobre él.
Y tarde o temprano, la reja del arado topaba con una raíz oculta o con un mocho;
entonces el campesino salía despedido por encima de las asas del arado, para gran
solaz de sus amigos.
Davis se sorprendía con algunas habilidades que poseían los apaches. Muy
cerca de su tienda se hallaba una laguna plagada de ranas grandes y gordas que
con su croar lo mantenían despierto toda la noche, y cuyas ancas representarían un
buen suplemento a su dieta. Pero como no era capaz de atrapar ni una, les ofreció a
dos niños pequeños una moneda de cinco centavos por cada rana que cobrasen,
pensando que cazarían una docena a lo sumo. Davis escribió: «Dos o tres horas
después, mis empleados se presentaron con más ranas de las que [Sam] Bowman
[su jefe de exploradores] y yo podríamos comer en una semana, y a Bowman no le
gustan mucho las ranas». Los chicos las habían cazado a flechazos.
Otro día, una anciana de sesenta años se presentó con un pavo salvaje en
brazos. La mujer corrió tras él hasta atraparlo, una proeza apache que los blancos
nunca fueron capaces de realizar. La anciana le dijo a Davis que, como los apaches
no comían pavo (pues el pavo come serpientes), lo había cogido solo por diversión.
Davis aceptó el pájaro y lo preparó de cena.
Poco a poco, el teniente iba conociendo a los chiricahuas individualmente, y
no tanto a los jefes como a las personas corrientes. Davis les escuchó narrar
durante horas las crónicas de su propia historia, con Mickey Free o Sam Bowman
oficiando de intérpretes. Escuchó historias acerca de Mangas Coloradas, Cochise y
Victorio, relatos que diferían notablemente de las versiones que circulaban entre
los blancos. Davis pronto comenzó a simpatizar con la causa chiricahua. El teniente
escribió, con una sorprendente franqueza:
La traición, las promesas rotas por parte de altos oficiales, las mentiras, el
latrocinio, el asesinato de mujeres y niños indefensos. En cada crimen cometido
dentro del listado de la ferocidad humana, los indios no son más que simples
aficionados en comparación con «el noble hombre blanco». Sus crímenes son
puntuales y los nuestros sistemáticos.
Davis pensaba que, en general, los apaches vivían felices en Turkey Creek.
En septiembre, un delegado de la Asociación de los Derechos de los Indios, [20] uno
de esos hacedores de buenas obras a quienes incluso los oficiales más liberales de
Arizona despreciaban, realizó una visita a las reservas. Esperaba encontrar abusos,
pero tuvo que archivar un informe favorable. Dijo que los chiricahua necesitaban
ropa, pero que tenían treinta hectáreas cultivadas y que jefes como Nana y Naiché
afirmaban estar satisfechos con el trato que recibían del ejército. El delegado
escribió: «Dijeron que deseaban adoptar el mismo sistema que los blancos, trabajar
y ganar dinero». Incluso Jerónimo, cuando llegó a Turkey Creek, le dijo a Crook:
«Estoy buscando un mundo nuevo. Creo que el mundo es la madre de todos
nosotros, y que Dios quiere que seamos hermanos».[21]
Un día tuvo lugar un acontecimiento asombroso.[22] Un carromato escoltado
por quince soldados se acercó hasta la tienda de Davis. Dentro viajaban cinco
mujeres chiricahua, entre ellas la abuela de Kaywaykla (que la había dado por
muerta) y su hermana (que la creía esclava en México). Las cinco habían huido de
la matanza de Tres Castillos, casi cuatro años atrás.
Davis creyó que los mexicanos habían entregado a las cinco mujeres a
cambio de los cautivos que Crook había salvado de Jerónimo,[23] pero los chiricahua
de Turkey Creek pronto conocerían la auténtica historia.[24] Las mujeres fueron
trasladadas al sur, hasta Ciudad de México, donde las vendieron como esclavas y
pusieron a trabajar en una gran hacienda. Las mujeres desarrollaron un sistema
secreto de signos, esperaron el momento oportuno y finalmente se fugaron al
amparo de la noche. Se movieron a pie, furtivamente, encarando su rumbo hacia el
norte a través de un territorio desconocido. Habían esperado a que las chumberas
diesen fruto, lo cual sucedió en invierno, pues se hallaban muy al sur. Se
alimentaron básicamente de higos chumbos; pasaron frío compartiendo una manta
entre las cinco; se separaron en ocasiones, para reunirse más tarde, y caminaron
hasta que reconocieron las montañas del sur de Chihuahua. En cierto lugar
encontraron bienes y provisiones almacenados por Victorio en una cueva seis años
atrás. Por fin cruzaron la frontera y llegaron a una ciudad de Cañada Alamosa y
allí los soldados las llevaron hasta Turkey Creek.
A pesar del aspecto tranquilo que ofrecía Turkey Creek, existían corrientes
internas de descontento y Davis estaba ajeno a ellas. El teniente había alistado a
cierto número de apaches chiricahua, Chato y Chihuahua entre ellos, como
exploradores;[25] en cambio, otros, Jerónimo, Naiché y Nana, rehusaron
abiertamente. Entonces Davis,[26] que había establecido cierto vínculo con Chato, lo
ascendió a sargento primero, intensificando así el malestar que otros guerreros,
como Kaytennae y Jerónimo, sentían ante aquel desenvuelto joven.
Kaytennae lo había visto todo negro desde el preciso instante en que puso
un pie en la reserva de San Carlos. Davis recordaba que «siempre lo
encontrábamos solo, en silencio, de pie junto a una ventana abierta, o en la esquina
de un edificio o cerca de la entrada, vigilante y hosco e indiferente cuando se le
preguntaba algo». Los «exploradores secretos» de Crook, sus espías, informaron de
que Kaytennae se había arrepentido de llegar hasta allí y solamente esperaba tener
una oportunidad para poder huir.
Davis llegó a gustar a la mayoría de los chiricahua, pero nunca obtuvo el
afecto de Jerónimo. En parte era culpa de la actitud cautelosa y distante de
Jerónimo: después de su experiencia en San Carlos, engrilletado y condenado a
muerte, el bedonkohe había aprendido a no bajar la guardia. Había establecido su
campamento, junto a Mangas, Chihuahua y otros guerreros, río arriba, a la mayor
distancia posible de los aposentos de Davis. Davis afirma que «Jerónimo nunca iba
a mi tienda a no ser que necesitara algo, y esto solo sucedió ocho o diez veces en
cuatro meses».
Davis ridiculizó los esfuerzos de Jerónimo por hacerse granjero. Un día, el
guerrero le pidió al teniente que visitara su pequeña parcela y le mostró un callo en
la palma de la mano como prueba de su esfuerzo. Al día siguiente Davis acudió a
visitarlo: se encontró a Jerónimo sentado en una valla, a la sombra, «mientras una
de sus mujeres lo abanicaba y otras dos azadonaban un cuarto de acre —0,04 ha—
de terreno parcialmente limpio, donde un puñado de brotes de maíz de apariencia
enfermiza luchaban por sobrevivir». De todos modos, el propio Davis reconocía
que el terreno de Turkey Creek era muy pobre para la agricultura.
Parecida fue la imagen que tuvo Jerónimo entre los blancos a partir de 1883.
Thomas Cruse juraba que «incluso a los apaches ni les gustaba ni confiaban en
Jerónimo».[27] Se convirtió en una moda el entender su naturaleza a través de tan
sorprendente aspecto, tal como hizo un pionero que lo conoció en San Carlos en
1884:
Jerónimo no poseía un aspecto agradable. Tenía un rostro arrugado, con ojos
vivaces y crueles. Era un hombre frío y calculador, su frente estrecha y sus rasgos
duros indicaban un alto grado de astucia y daban una idea de su frío y desdeñoso
carácter.[28]
Davis había creado su propia red de espías en Turkey Creek,[29] entre ellos
una mujer. Una piedrecilla arrojada de noche sobre la tienda de Davis, en vez de
llamar a la ventana, alertaría a este de la presencia de un colaborador con alguna
valiosa información que ofrecerle. Una noche, Chihuahua, tan desconfiado como
siempre, se escondió en las oscuras cercanías del puesto de Davis. Oyó en tres
ocasiones cómo otros tantos guijarros golpeaban la lona y vio a Mickey Free, Chato
y la mujer introducirse en la tienda del teniente. ¡Chato era un espía! Chihuahua
escuchó a escondidas cómo los agentes secretos informaban a Davis del alzamiento
que estaban preparando Jerónimo y Kaytennae.
—Coges eso y se lo das a tus espías —espetó a través de Sam Bowman, que
oficiaba de intérprete.
—No puedes renunciar —dijo Davis—, acabas de reengancharte.
—Renuncio —contestó Chihuahua, y salió de la tienda.
El descubrimiento de esa traición, que Davis omitió en sus memorias, dañó
seriamente la amistad entre el teniente Davis y los chiricahua, y sirvió para
confirmar su recelo hacia Chato. Mickey Free tampoco les pareció digno de
confianza, y a partir de entonces cada vez que se querían comunicar con Davis
usaban a Bowman como intérprete. Pero Bowman era medio choctaw, una tribu
del sudeste de Estados Unidos, y su apache era bastante rudimentario, mientras
que Free, gracias a que durante sus años mozos fue cautivo de los apaches, lo
hablaba con fluidez.
Y de ese modo, los chiricahua tuvieron que aceptar las interpretaciones del
coyote, como lo llamaban, al que odiaban. Como dijo Kaywaykla muchos años
después, «es terrible para el destino de la gente que tiene dificultades para
expresarse [en inglés] depender de las palabras dichas por un renegado carente de
la más mínima pizca de integridad». A pesar de que Davis se hizo amigo suyo,
nadie llegó a conocer en realidad a Mickey Free. Era tuerto, con el pelo descuidado
y sus ropas harapientas, como dijo un pionero: «Una criatura indolente [,] el tipo
más repulsivo que uno se puede imaginar».[30] John G. Bourke mantenía las
distancias con él, pues le parecía «la más curiosa e interesante combinación de
buen humor, hosquedad, generosidad, astucia y sanguinaria crueldad que uno
pueda encontrar en Estados Unidos».[31]
Aquel problema que se estaba incubando estalló en agosto.[32] Crook había
prohibido dos ancestrales prácticas apaches: la elaboración de tizwin y el derecho
de los hombres a golpear a sus esposas. Los chiricahuas protestaron y dijeron que
cuando estaban en Sierra Madre y aceptaron ir a San Carlos, no le habían hecho
ninguna promesa a Lobo Pardo acerca de tales costumbres, las cuales eran asunto
exclusivo de los apaches. Los hombres blancos tenían su whisky, el propio Davis le
daba a la botella, valga la expresión; entonces, ¿qué había de malo en que ellos
bebiesen tizwin? Y además, un hombre cuya esposa fuese desobediente y no
pudiese inculcarle disciplina sería ridiculizado por sus amigos. Davis, Crook y
otros oficiales se había horrorizado al ver a varias mujeres de la reserva con la
nariz cortada como castigo por cometer adulterio. El desprecio de los militares por
esas prácticas superaba cualquier viso de relativismo cultural que pudiesen poseer.
Davis acudió a la tienda de Kaytennae y lo arrestó.[34] Ambas versiones, la
blanca y la chiricahua, coinciden en que hubo un tenso y agrio enfrentamiento que
a punto estuvo de terminar en un sangriento tiroteo. Kaytennae reclamó una y otra
vez un derecho básico dentro de la constitución estadounidense: un careo con su
acusador. Davis le dijo que conocería la identidad del denunciante en San Carlos.
El joven guerrero cabalgó bajo la vigilancia de una escolta armada los casi
sesenta y cinco kilómetros que lo separaban del cuartel general de la reserva. Allí
fue juzgado, in absentia, por un jurado de apaches montaña blanca y condenado
bajo unos cargos no muy concretos. Emmet Crawford, el capitán que dirigió el
juicio, y Crook decidieron que cumpliría la condena en Alcatraz. Al final, cumplió
dieciocho meses en La Roca. La prisión quebrantó su espíritu, y cuando regresó a
la reserva lo hizo como un hombre dócil.
No fue hasta mayo cuando la mecha que se había encendido alcanzó el barril
de pólvora. En San Carlos, nuevas fricciones entre el agente indio, un civil, y los
oficiales del ejército, militares, atraparon a los apaches, como siempre, en medio.
Una vez más, «la vieja maldición del doble control», el Ministerio del Interior
versus el de Defensa, perturbaron la reserva. Más tarde, Davis trataría de explicar la
revuelta de Turkey Creek a partir de los problemas de San Carlos, [37] basando su
tesis en que «la semilla de la autoridad dividida brotó y dio su fruto natural: el
caso omiso a toda autoridad».
Sin embargo, el problema tuvo una causa más directa. Cuando una mujer
chiricahua se presentó a él con un brazo roto por dos sitios, Davis arrestó a su
marido y lo condenó a dos años de reclusión bajo su propia autoridad. Poco más
adelante encarcelaría a un hombre que organizó una borrachera de tizwin.
El día 15 de mayo de 1885, Davis se despertó con todos los jefes y cabecillas
guerreros reunidos frente a su tienda, pidiendo una entrevista. Chihuahua y Nana
fueron los portavoces, mientras que Jerónimo se mantuvo sentado y en silencio;
pero Davis sabía que la malevolencia del bedonkohe era la causa principal del
enfrentamiento. Chihuahua repitió sus ya conocidas razones, defendiendo su
derecho a beber todo el tizwin que deseasen y a pegar a sus díscolas mujeres.
Cuando trataba de explicar tales prácticas desde el punto de vista apache, Davis lo
interrumpió con un condescendiente sermón.
De pronto Nana se puso en pie, [38] y le espetó a Mickey Free en apache: «Dile
al Gordito que yo ya había matado a muchos hombres antes de que él fuese un
niño de teta», y salió sin decir palabra de la tienda, muy ofendido. Mickey tuvo
miedo de traducir aquellas palabras,[39] y no lo hizo hasta que se lo ordenó Davis.
—Todos nosotros bebimos tizwin anoche —se jactó Chihuahua—. ¿Qué
piensas hacer al respecto? ¿Nos vas a encarcelar a todos? No tienes una prisión
suficientemente grande.
Era demasiado tarde para Davis. El período de paz de dos años acababa de
hacerse añicos.
Capítulo 17
El cañón de los Embudos
Britton Davis envió rápidamente un telegrama a San Carlos,[1] detallando el
enfrentamiento que acababa de tener lugar y solicitando órdenes de Crook.
Desgraciadamente, el general se hallaba ausente del cuartel general, y el mensaje
cayó en manos de un capitán que había llegado a Arizona dos meses antes; este se
lo mostró al jefe de exploradores, Al Sieber.
A Sieber no le hizo ninguna gracia que lo despertaran de la borrachera de
whisky que estaba durmiendo. Leyó el telegrama medio grogui y murmuró entre
dientes que «no es más que una borrachera de tizwin. No le preste atención, Davis
sabrá manejar el asunto», y cayó dormido de nuevo. El capitán archivó el mensaje,
un mensaje que Crook no leería hasta pasados unos meses. El general insistiría en
que de haber recibido él el telegrama la rebelión nunca se hubiese producido o que,
de haberlo hecho, los renegados hubiesen «recibido una lección que no olvidarían
nunca» antes de que pudiesen alcanzar México.
Jerónimo expondría sus razones cuando hablase con Crook, diez meses
después.
Yo vivía tranquilo y contento [en Turkey Creek], sin hacer ni pensar en daño
alguno … vivía satisfecho y en paz hasta que la gente comenzó a hablar mal de mí
… Me estaba portando bien. No había matado a ningún hombre, ni a ningún
caballo, ni estadounidense ni indio. No sé qué tenía esa gente contra nosotros.
Sabían que esto es verdad, y aun así dijeron que yo era el peor de los hombres que
había allí, pero ¿qué mal había hecho yo?
No hay razón para dudar del testimonio de Jerónimo, incluso concediendo
que sufriese cierta manía persecutoria. Los chiricahuas habían visto cómo habían
sacado a Kaytennae de entre ellos para trasladarlo y encerrarlo en una
inimaginable Alcatraz. Chato y Mickey Free habían hablado durante noches
enteras, lo bastante alto para que Davis los oyese, narrando cuentos acerca de las
oscuras maquinaciones de Jerónimo. Y Chato había aprendido la desagradable
costumbre de los estadounidenses de pasear por Turkey Creek y, cada vez que se
encontraba con un jefe, se pasaba un dedo por la garganta como parodiando una
decapitación.[3]
El día 17 de mayo de 1885,[4] en plena noche, unos cuarenta y dos guerreros y
entre noventa y ciento tres mujeres y niños se fugaron de Turkey Creek. Los
dirigentes de aquel éxodo eran Jerónimo, Nana, Naiché, Mangas, Chihuahua y
Lozen, la guerrera.[5] El único jefe entre los casi cuatrocientos chiricahuas que se
quedaron en la reserva fue Loco. Durante la persecución que hubo a continuación,
no menos de cien exploradores chiricahua, guiados por Chato, se lanzaron a la
caza de los guerreros con los que solamente dos años antes habían resistido
hombro con hombro en Sierra Madre.
Jerónimo y Naiché vigilaban la retaguardia de la banda de fugitivos. [6] El
viejo Nana dirigía una táctica crucial: en el pasado, los apaches habían cortado las
líneas de telégrafo para interrumpir las comunicaciones de los ojos blancos; pero
estos encontraban los cortes rápidamente y los arreglaban. Así, lo que hizo Nana
fue enviar a niños para que se subiesen a los árboles que sujetaban los cables, los
cortasen y los volviesen a unir con una tira de piel de venado. Se tardaría semanas
en arreglar el servicio de la línea.[7]
Aunque también para los oficiales, cansados de la guerra, la apreciación de
Davis no era en absoluto gratuita, también indicaba que una ventaja de poco más
de treinta kilómetros significaba solamente dos horas de duro galope, y que más
de dos tercios de los fugitivos eran mujeres y niños perseguidos exclusivamente
por hombres armados y exploradores indios. Pero no solo se trataba de la
habilidad de desplazarse con presteza, sino también la de dispersarse y ocultarse
en un vasto territorio lo que hacía de los apaches una presa tan escurridiza.
También podría haber existido otra razón para que las bandas se separasen.
Davis afirmaría que los apaches que se quedaron en la reserva le habían dicho que
Jerónimo y Mangas habían preparado una treta para inducir a sus aliados a
fugarse.[9] Se habían presentado a Chihuahua, Naiché y Nana diciéndoles que
Chato y Davis habían sido asesinados y que todos los exploradores habían
desertado. Según estos rumores, Chihuahua se indignó tanto cuando descubrió el
engaño que salió con dos amigos para matar a Jerónimo, pero el bedonkohe,
puesto sobre aviso, huyó hacia el sur. Entonces las bandas de Naiché y Chihuahua
se ocultaron durante un tiempo en Arizona intentando regresar a la reserva, pero,
cuando descubrieron a las tropas de Davis lanzadas en su busca, se encaminaron a
México.
Quizás exista algo de cierto en esta versión, pues la tienen en cuenta casi
todos los historiadores. Una jugada de ese tipo no queda fuera del alcance de
Jerónimo, un hombre que planeó y organizó la salida forzosa de la banda de Loco
de la reserva de San Carlos, tres años atrás. Como manipulador no tenía igual entre
los chiricahua, pero ninguna fuente apache confirma que se diese tal engaño. El
propio hijo de Chihuahua, que formaba parte de la banda de fugitivos, diría
simplemente más tarde:
El argumento más poderoso contra la teoría de Davis es que Chihuahua,
Nana y Naiché se reunirían poco después con Jerónimo y lucharían juntos contra
estadounidenses y mexicanos. Naiché lo haría hasta el final de la campaña de
Jerónimo.
Davis tenía, naturalmente, un interés personal en minimizar los
resentimientos de Turkey Creek, lo que conseguiría con la supuesta treta de
Jerónimo. El teniente era un hombre honesto y crítico consigo mismo, pero tenía
mucho que temer de la ira de Crook. Puede ser que los chiricahua en Turkey Creek
no informasen correctamente a Davis. Allí no faltaban hombres, empezando por
Chato y Mickey Free, que no estuviesen dispuestos a decirle lo que él quería
escuchar.
Crook utilizó la maraña de cables de telégrafo que ya plagaban Arizona para
movilizar a veinte escuadrones de caballería y no menos de doscientos
exploradores apaches desde cinco fuertes distintos;[11] en breve hubo dos mil
hombres en busca de los fugitivos. Guiados por los exploradores, a los soldados no
les costó mucho encontrar rastros, pero nunca fueron capaces de acercarse lo
suficiente para entablar combate. Los perseguidores descifraron indirectamente los
rigores de la vida de los fugitivos cuando encontraron a dos bebés muertos,
nacidos de mujeres en plena huida y abandonados a lo inevitable por pura
necesidad.
La banda de fugitivos mató al menos a diecisiete colonos y robó unos ciento
cincuenta caballos antes de alcanzar la frontera mexicana, y eso sin perder ni un
solo individuo, hombre, mujer o niño, del grupo. Incluso cuando llegaron a la
frontera, los jefes parecían poseer un asombroso conocimiento de los movimientos
de sus perseguidores. En el cañón Guadalupe, cerca de la frontera, la banda de
Chihuahua se ocultó cerca del campamento del escuadrón de caballería que estaba
tras sus pasos; esperaron hasta que los oficiales salieron a explorar y entonces
atacaron el campamento. Mataron a cinco de los siete soldados que estaban de
guardia.
Los hombres de Chihuahua asaltaron un rancho aislado y asesinaron a todos
los ojos blancos que encontraron. Cerca de Silver City [12] (Nuevo México), unos
civiles asustados encontraron una matanza y la atribuyeron a Jerónimo, pero
probablemente fue perpetrada por Chihuahua. Los apaches habían asesinado al
ranchero, a su esposa y a su hija de tres años. Los civiles también descubrieron a
otra niña, esta de cinco años, colgada por la nuca de un gancho de carnicero.
Moriría pocas horas después.
El pánico de los ciudadanos y la retórica de los periódicos alcanzaron un
punto sin precedentes. El teniente Charles B. Gatewood, [13] acampado en el
sudoeste de Nuevo México, escribió a su esposa: «Todavía nos encontramos
vagando sin rumbo por estas montañas, dando caza a indios que no están …
Algunos de los colonos están desesperados, alarmados y cuentan historias para
inducirnos a acampar cerca de sus hogares». Los mineros se apresuraron a
refugiarse en la ciudad en cuanto vieron las huellas dejadas por los exploradores
de Gatewood. Los guerreros de Jerónimo parecían estar ocultos detrás de cada
árbol.
La verdad es que aquí no hay sitio en todo el territorio para los apaches.
Para ellos, EL SISTEMA DE RESERVAS ES UNA ESTUPIDEZ. La gente paga con
sus impuestos para mantener a una horda de bandoleros asesinos, en cuyas manos
el gobierno ha depositado armas y municiones. Cuando esos valientes se cansan de
la regalada vida de la reserva, se escapan y masacran, roban, torturan, incendian y
saquean.[16]
Los colonos enviaron cartas personales a la Casa Blanca, como la sincera
misiva de un ranchero de Locline (Arizona), que rogaba la formación de una
guardia personal:
No arroje esta carta a la basura sin leerla primero. Soy un pionero que vive
en el sudeste de Arizona, cerca de la frontera mexicana. Estamos rodeados de
apaches. Tenemos mujeres y muchos niños pequeños con nosotros. Estamos mal
armados y no hay ni un solo soldado en cientos de millas a la redonda …
Esperamos que nos asalten en cualquier momento. En la casa donde vivo
hay ocho niños, cinco chicas. En caso de que nos atacasen harán una carnicería con
todos ellos o bien serán llevados a un cautiverio peor que la muerte …
La magnitud de esa histeria requiere un análisis. Desde mayo de 1883 hasta
mayo de 1885, Crook pudo alardear de que los apaches no perpetraron ni una sola
batida en los estados de Arizona y Nuevo México. No solo los ciudadanos del
sudoeste de Estados Unidos, sino los de toda la nación suspiraron aliviados. Los
más de dos siglos de guerra con los indios habían llegado a un desenlace en San
Carlos. Un destino manifiesto había demostrado ser verdad: si el indio quería
sobrevivir de algún modo, debería adoptar el sistema de los blancos.
La pasión de esta creencia casi universal pudo verse a continuación de la
batalla de Little Bighorn. En 1876,[18] la rabia de los sioux y cheyenes que barrieron
a las tropas de Custer fue tan intensa que los guerreros aplastaron los rostros de los
soldados hasta convertirlos en pulpa, mientras las mujeres les cortaban los
genitales. La venganza de los estadounidenses sería igual de sangrienta. Pero en
cuanto esos sioux y cheyenes fueron conquistados, los «salvajes» pasaron a ser, con
sorprendente celeridad, una curiosidad de feria para los ciudadanos blancos, un
tótem trivial de sus conquistas. Mientras Jerónimo vagaba por Sierra Madre, Toro
Sentado formaba parte del espectáculo del Salvaje Oeste de Búfalo Bill, donde
besaba a niñas pequeñas y firmaba autógrafos a un dólar la unidad. En 1886, por
extraño que parezca, los veteranos del ejército celebraron una reunión para
conmemorar el décimo aniversario de la batalla de Little Bighorn, en el mismo
campo de batalla, e invitaron a los jefes sioux y cheyenes, que acamparon junto a
ellos, se estrecharon la mano y compartieron el whisky.
En el verano de 1885, Jerónimo todavía era considerado «el más malvado
indio que existió jamás».[19]
Una vez seguro de que todos los rebeldes habían pasado a México, Crook
trató de sellar la frontera para impedirles el regreso y trasladó su cuartel general a
Fort Bowie, para estar más cerca de la acción. Ordenó destacar pequeños grupos de
soldados desde el río Bravo hasta casi el nacimiento del río Colorado para que
vigilasen todos y cada uno de los lugares donde hubiese agua. Cada destacamento
estaba acompañado de cinco rastreadores apaches que se dedicarían todos los días
a buscar huellas de los fugitivos. Tras la línea fronteriza situó otra red de caballería
preparada para interceptar a cualquier chiricahua que hubiese podido burlar a las
patrullas. Al final todo este despliegue, el mayor intento de vigilancia fronteriza
que consta en los anales de la historia estadounidense, no logró coartar los
movimientos de los fugitivos, que pasaban a uno y otro lado de la frontera casi a
su antojo.
La incurable enfermedad de Jerónimo debió de sanar milagrosamente, pues
viviría otros veinticuatro años más. Davis jamás afirmo haber disparado contra
Jerónimo durante su huida, pero es indudable que el guerrero fue herido en
numerosas ocasiones.
Una vez sellada la frontera, Crook envió dos fuertes compañías al mando de
Emmet Crawford y Britton Davis a México. Persiguieron obstinadamente a los
chiricahua durante el verano de 1885. A diferencia de lo sucedido en la meticulosa
expedición de Crook efectuada dos años antes, la incursión de Crawford y Davis
poseía el desconcierto que suele conllevar la guerra de guerrillas. En Oputo, [21] en
la vertiente occidental de Sierra Madre, en el estado de Sonora, un granjero
mexicano, ignorante del significado de las bandas de pelo rojas, detuvo a dos
exploradores de Davis y disparó sobre ellos matando a uno e hiriendo de gravedad
al otro. Los demás exploradores, enfurecidos, partieron inmediatamente del
campamento en dirección a Oputo para masacrar a toda la población. Con gran
esfuerzo, Chato y Davis los disuadieron de su propósito.
Simplemente el hecho de viajar bajo el aplastante calor estival era de por sí
una terrible experiencia. El cirujano de Davis registró una tarde una temperatura
de 53°C a la sombra. Un mulero recordaba la fatiga y lo inútil del constante avance:
«Los indios se escondían de nosotros en las montañas, más profundamente cada
vez. Nuestros mapas era inútiles. Tanto los caballos como los soldados estaban
agotados y nuestras ropas hechas jirones».[22]
La determinación de Crawford y Davis obtuvo, sin embargo, sus pequeños
dividendos. En junio, los exploradores a las órdenes de Chato atacaron un
campamento chiricahua donde mataron a una mujer y apresaron a quince mujeres
y niños, entre ellos a toda la familia de Chihuahua. Un mes más tarde, un grupo
escindido se las arregló para localizar el campamento de Jerónimo y lo atacaron;
mataron a una mujer y a un niño y capturaron a otros quince, entre ellos un hijo y
una esposa de Jerónimo. Al principio se informó de la muerte de Nana, [24] como ya
había ocurrido en media docena de ocasiones durante los años previos, pero una
vez más el lisiado y anciano jefe logró escapar. Esta escaramuza, aunque
insignificante desde el punto de vista militar, se cobró un alto peaje psicológico
entre los chiricahua, especialmente entre los parientes de los cautivos.
Una vez encontrado el rastro de Jerónimo, Crawford sintió la desesperante
necesidad de no perderlo. Entonces envió toda la fuerza que pudo reunir en su
persecución. Bajo el mando de Davis, partieron Chato, Al Sieber, Mickey Free y
cuarenta de los mejores exploradores.
Fue entonces, entre agosto y septiembre de 1885, cuando Jerónimo llevó a
cabo una de las más virtuosas proezas de las Guerras Apaches. Cargado de
mujeres y niños, dirigió a su banda durante veinticuatro días a través de una
distancia de ochocientos kilómetros con Davis pisándole los talones.[25] El rastro los
llevaba hacia el sur, por la vertiente oriental de Sierra Madre, casi al filo, dentro del
estado de Chihuahua, y entonces volvió hacia el norte. Para confundir a sus
perseguidores, Jerónimo variaría su rumbo cuatro veces en un corto período de
tiempo, o bien tomaría una dirección diametralmente opuesta sobre un terreno tan
rocoso que ni las mulas resultaban útiles, ni proporcionaba ninguna clase de
huellas. No es que aquel grupo de soldados escogidos no lograse atrapar a la gente
de Jerónimo, sino que, desesperanzados, perdieron su rastro. Exhausto y abatido,
Davis renunció a su cargo de oficial y se estableció en Chihuahua, donde creó un
rancho.
Jerónimo no estaba acabado,[26] junto a otros cuatro compañeros, burló sin
dificultad la doble línea de guardas fronterizos dispuesta por Crook y se introdujo
en Arizona. Después de la rebelión de Turkey Creek, el resto de chiricahuas habían
sido trasladados a Fort Apache, donde acamparon ante las narices del puesto
militar. De algún modo, Jerónimo lo sabía. En plena noche del día 22 de
septiembre, los cinco chiricahua se deslizaron sin que la patrulla de apaches
montaña blanca lo notasen, buscaron la tienda de la familia de Jerónimo,
rescataron a su mujer y a su hijo y se evadieron al amparo de la noche.
Uno de los mescaleros secuestrado era un niño pequeño que más tarde
legaría la crónica de su cautiverio.[27] Durante el invierno de 18851886, Jerónimo lo
entrenó en las artes guerreras, tal como había hecho con Kaywaykla y sus
compañeros en la Fortaleza de Sierra Madre. Le preparó un arco y flechas para que
practicase. El chico se sintió muy mal al principio, pero llegó a reverenciar a su
mentor y llegó a comprender por qué las depredaciones de Jerónimo eran tan
despiadadas. Era la necesidad de munición lo que originaba los asaltos chiricahuas
en Estados Unidos, los rifles Winchester y Springfield que usaban los apaches no
siempre podían cargarse con cartuchos mexicanos. Muchos años después, el
antiguo cautivo diría:
Yo no creo que [Jerónimo] quisiese matar a nadie, pero había ocasiones en
que no tenía otra opción. Si era visto por un civil, implicaba que este lo denunciaría
a los militares e inmediatamente saldrían en nuestra busca. Así que no se podía
hacer nada más que matar a ese civil y a toda su familia. Era terrible ver matar a
niños pequeños. No quiero hablar de ello. No quiero pensar en ello. Pero los
soldados también mataban a nuestras mujeres y niños, no lo olvides.
En noviembre los fugitivos se encontraron de nuevo con una desesperante
escasez de munición. Ulzana, hermano mayor de Chihuahua y un guerrero de
primera clase, se presentó voluntario para dirigir un asalto en busca de munición
en Arizona. Ulzana, al igual que su hermano, había sido explorador militar; de
hecho, era uno de los rastreadores que dieron caza a Nana en 1881. [28] En palabras
de un historiador, «Ulzana aprendió muchas de las artes y tácticas de asalto gracias
a Nana, el anciano maestro de maestros. Mientras seguía su rastro junto a los
soldados, él observaba sus métodos y estrategias».
La simple relación estadística del ataque de Ulzana,[29] el último de esa clase,
demuestra que era el más hábil chiricahua en los asaltos relámpago. Con solamente
diez o doce hombres, menos aún que Nana en 1881, Ulzana cabalgó
aproximadamente mil novecientos treinta kilómetros en dos meses, mató a treinta
y ocho hombres, robó doscientos cincuenta caballos y mulas y no perdió ni a un
solo guerrero. La más arriesgada de todas sus hazañas tuvo lugar al comienzo de
su incursión, cuando atacó el mismísimo Fort Apache tomándolo totalmente
desprevenido. Movidos más por la sed de venganza que por la necesidad de
munición atacaron de noche, algo en absoluto común, y mataron doce apaches
montaña blanca sin que nadie los viese desde los edificios militares.
Crawford tenía un buen sentido del humor, añade Davis, «pero algo había
oscurecido su primera juventud, y nunca lo oí reírse a carcajadas».
El día 11 de diciembre, [31] aquel organizado destacamento cruzó la frontera
mexicana una vez más. Se movieron ininterrumpidamente hacia el sur en Sonora y
no encontraron nada. En Nacori, en la vertiente occidental de las montañas,
Crawford colocó el campamento base y envió patrullas de reconocimiento. Por fin,
a principios de enero, se topó con el rastro de los chiricahua en el río Aros. Los
exploradores informaron que conducía a la banda de Jerónimo, escondida en una
sierra conocida como el Espinazo del Diablo y que tenía fama de ser «la región más
inhóspita de todo México».
Crawford llevó a sus rastreadores a través de una marcha ininterrumpida de
cuarenta y ocho horas. Su grupo estaba a más de doscientos cuarenta kilómetros al
sur de la frontera, persiguiendo apaches más hacia el interior de México de lo que
nunca antes había estado ningún otro pelotón estadounidense. Al atardecer del día
9 de enero los exploradores, todavía sin ser detectados, alcanzaron un punto
situado solamente a diecinueve kilómetros del campamento de Jerónimo. Se
deslizaron por la noche y atacaron al amanecer.
La carga no fue una sorpresa total para la banda de Jerónimo. Quizá los
rebuznos de las mulas los alertasen o los exploradores estuviesen tan cansados
después de la marcha forzada que su usual dureza los hubiese abandonado, pero
el caso fue que la gente de Jerónimo pudo huir a las montañas circundantes,
aunque Crawford tomase como botín todos los bienes del campamento: víveres,
caballos y otros suministros.
Poco después del amanecer del día 11 de enero, los exploradores informaron
de un extenso grupo que se estaba acercando. El capitán asumió que eran refuerzos
enviados por Crook, pero pronto las balas comenzaron a silbar a través del
campamento. Los que estaban atacando a Crawford eran un escuadrón de ciento
cincuenta nacionales mexicanos que estaban buscando a los chiricahua y que
pensaron que los exploradores eran apaches hostiles.
Crawford ordenó a sus rastreadores que no repeliesen la agresión, mientras
que él y otros oficiales gritaban en español, tratando de identificarse como
soldados estadounidenses, y agitaban sus pañuelos. Después de quince minutos
hubo un alto el fuego. Crawford avanzó hacia las líneas mexicanas con la
esperanza de hablar con su comandante en jefe.
Las causas, e incluso los detalles, de este fiasco permanecen oscuras aún el
día de hoy, más de un siglo después. Maus y los demás insistieron en que los
mexicanos sabían perfectamente contra quién estaban disparando. Un mulero juró
que Maus perdió los nervios durante la batalla y se ocultó bajo unas rocas. Se
informó de que el hombre que disparó a Crawford fue Mauricio Corredor, el
explorador tarahumara a quien se había concedido el mérito de matar a Victorio, y
el arma que usó se supone que fue el mismo rifle niquelado que el gobierno de
Chihuahua le había regalado como recompensa a tal honor. Corredor fue uno de
los mexicanos que murió.
La debacle del río Aros provocó un serio choque diplomático entre Estados
Unidos y México. Ambos gobiernos realizaron sus propias investigaciones. Crook
recuerda la muerte de Crawford como «un asesinato» y el ministro de Defensa lo
calificó como «totalmente injustificable». Las protestas del Parlamento
estadounidense obligaron al secretario de Estado a que exigiese una reparación del
gobierno mexicano.
La versión mexicana de los hechos tardó en llegar,[32] y cuando lo hizo dejó
pasmados a los estadounidenses. El presidente Porfirio Díaz acusó a Crawford de
haber violado el acuerdo para cruzar las frontera firmado en 1882. En su camino
hacia el sur, en el estado de Sonora, los exploradores habían matado a dos
mexicanos y robado muchos caballos y reses, parte de las cuales serían encontradas
después en poder de Maus. En el río Aros los mexicanos habían disparado sobre
los exploradores apaches, en efecto, pero no antes de que los apaches les
dispararan a ellos. Y no fue una bala mexicana la que mató a Crawford. Lo había
matado uno de sus propios exploradores. Díaz también exigió una reparación.
En ese comunicado había más verdad de la que los estadounidenses querían
creer. En la correspondencia que mantuvo con el gobernador de Sonora ya el día 11
de enero, Crook había reconocido en privado las depredaciones de los
exploradores apaches en México y se lamentaba por ello. Muchos años después, [33]
un mulero perteneciente al destacamento de Crawford publicó un relato de la
batalla de Aros. Él estaba en el campamento de retaguardia, por lo tanto no
presenció el tiroteo, pero afirma que los hechos le llegaron por boca del teniente
Maus.
Justo antes de subir a la roca (afirma el mulero), Crawford le tendió su rifle a
su explorador de confianza, un hombre apodado Dutchy por sus supuestas
facciones germánicas.[**] Fue Dutchy quien se acercó corriendo hasta Maus con la
noticia de que habían disparado al capitán. La gran cantidad de dinero que
Crawford llevaba consigo, todos lo sabían, había desaparecido. «Dutchy había
robado a su comandante en jefe —concluyó el mulero—, nadie más podría haberlo
hecho y yo siempre supe que fue Dutchy y no los mexicanos quien mató al capitán
Crawford». Si esta historia no es una pura sarta de tonterías, implicaría a Maus
(que más tarde sería condecorado por su valor) en el encubrimiento de un delito.
Mientras se desarrollaba la lucha,[34] los chiricahua estaban sentados en la
ladera de una colina frente al río Aros. Un miembro de la banda de Jerónimo le
dijo a la biógrafa Angie Debo, setenta años después: «Jerónimo lo veía y se reía»; y
Debo añade: «Con un énfasis imposible de describir con palabras».
Sin embargo, unos pocos días más tarde,[35] los jefes chiricahua se
encontraron con Maus, y Jerónimo admitiría que la aparición de Crawford supuso
un duro golpe para los fugitivos, convenciéndolos de que no había refugio seguro,
no importaba cuán profundamente se escondieran en Sierra Madre. Entonces
Nana, cansado de huir, aceptó ir con ellos. Un guerrero y siete mujeres, entre ellas
una esposa de Jerónimo y otra de Naiché, también se unieron a la partida de
exploradores que los llevó de vuelta a la frontera norte. Y Jerónimo y los demás
acordaron encontrarse con Crook «dos lunas después», pero solo con la condición
de que fuese él quien eligiese el terreno y, además, el general habría de presentarse
sin soldados. Maus no tuvo más opción que ceder.
La moral del resto de los chiricahua libres estaba de capa caída. Como había
revelado la negociación con el teniente Maus, existían profundas divisiones entre
ellos acerca de continuar o no con aquella fútil resistencia. Mangas se había
separado de ellos meses atrás, con un pequeño grupo de trece personas, seis de
ellas guerreros; nunca volvería a unirse a Chihuahua, Naiché y Jerónimo. Nana,
con su feroz voluntad y su antiguo orgullo, se había rendido. Maus también había
intentado persuadir a Chihuahua para que fuese con él, pero el guerrero contestó
que, a no ser que tuviese alguna prueba de que su cautiva familia estuviese viva en
Fort Bowie, continuaría luchando.[37]
El propio Jerónimo consideraba su sombrío futuro. La libertad era para él
tan importante como el aire de la montaña y siempre que pensaba en la reserva le
venían a la mente los oscuros recuerdos de los pérfidos Clum, Free y Chato. Pero
también la dolorosa separación de sus familiares lo atormentaba como a ningún
otro guerrero. Y, por otro lado, no ignoraba el hecho de que Sierra Madre había
dejado de ser un refugio inviolable. La ofensiva de Crook en 1883 dependió del
golpe de suerte que supuso encontrar a un hombre, Tzoe el chaquetero, que
conocía los misterios de las montañas Azules. Pero ya había más como Tzoe,
empezando por Chato: chiricahua que se habían enrolado como exploradores y,
todos ellos, conocían los secretos de la sierra. El chico mescalero que Jerónimo
había secuestrado cinco meses antes llegó a conocer sus pensamientos: «Jerónimo
sabía que no había esperanza —diría décadas más tarde—, pero eso no lo detuvo».
[38]
El lugar de encuentro era un paraje de sobra conocido por los apaches. Los
embudos que daban nombre al lugar eran una serie de salidas vertedoras de agua
excavadas en el lecho de lava por un arroyo perpetuo. Mucho antes de que los
apaches se estableciesen en la zona, las sociedades primitivas agrícolas ya habían
hecho del cañón su hogar y dejaron agujeros para moler excavados en la roca. Una
serie de terrazas llenas de maleza, separadas por escarpados barrancos, le
proporcionaban a Jerónimo la seguridad que ansiaba. Los chiricahua acamparon
dos o tres barrancas al este de la partida de Crook, sobre un elevado terreno con las
montañas a su espalda.
Crook se presentó, tal como había acordado, sin un pelotón de soldados.
Entre su grupo se hallaba su ayudante Bourke, quien levantó un acta de la reunión
transcribiendo literalmente todas las palabras allí pronunciadas, otros siete
hombres que podrían haber servido como intérpretes (entre ellos no figuraba
Mickey Free, pues Crook sabía cuánto lo despreciaba Jerónimo), y su nuevo
modelo de apache bueno: Kaytennae, recién salido de Alcatraz. El guerrero había
perdido toda su fiereza e independencia. [39] Él estaba, susurró Crook, «totalmente
reestructurado; su estancia en Alcatraz había operado una transformación total en
su carácter».
Kaytennae había aprendido a escribir, si se le puede llamar así, en prisión.[40]
Bourke copió dos de sus patéticas frases, escritas con letras mayúsculas al estilo de
los niños de párvulos: «MI ESPOSA A ÉL NOMBRE KOWTENNAYS ESPOSA»,
«UN AÑO TIENE TREN CIENTO SESETA Y ZINCO DÍAS». Desde el punto de
vista de Bourke, «no es que [Kaytennae] hubiese cambiado solamente por aprender
a escribir, sino en todos los aspectos: se había convertido en un hombre blanco, y
era un apóstol de la paz». Su tono desenfadado oculta el hecho de que Kaytennae
había sufrido un lavado de cerebro. Sus primeros doce meses en Alcatraz los había
pasado realizando trabajos forzados,[41] confinado en régimen de aislamiento;
después de eso, lo habían «liberado y llevado a todos los lugares notorios o
interesantes alrededor del Golden Cate … para impresionarlo con el poder de los
ciudadanos estadounidenses y las ventajas de la civilización».
Jerónimo estaba encantado de ver al otrora guerrero al que creía condenado
a muerte. Durante la conferencia le pidió a Kaytennae que dijese algo para que
constase en acta.[42] Kaytennae objetó, mascullando entre dientes, «tengo dolor de
garganta», y se mantuvo en silencio.
El día 25 de marzo por la tarde, los jefes chiricahua se sentaron en la ribera
del arroyo junto a la partida de Crook, justo al oeste del más largo de los
«embudos». «Todo el barranco —anotó Bourke— poseía una romántica belleza: las
susurrantes aguas del riachuelo recibían la sombra de altos y esbeltos sicomoros de
tronco blanco y suave; de oscuros y retorcidos fresnos; de álamos de Virginia de
corteza rugosa y de flexibles sauces». [43] Veinticuatro guerreros armados hasta los
dientes se sentaron justo detrás del círculo, lo bastante cerca como para oír. Un
valiente fotógrafo de Tombstone llamado Camillus Fly había conseguido unirse a
la expedición de Crook. Entonces, el fotógrafo, sin la más mínima muestra de
deferencia, ordenó a los apaches como si fuesen niños de un colegio mientras los
enfocaba con la cámara. Las extraordinarias fotografías de Fly son algunas de las
mejores imágenes que conservamos de los chiricahua y, como señaló un estudioso,
«las únicas fotografías conocidas donde se ve a indios norteamericanos en el
campo como enemigos».[44]
Jerónimo comenzó la reunión eligiendo a un intérprete entre los que había
traído Crook.[45] Después se lanzó a un extenso y enmarañado recital de ofensas
que justificaban su huida de Turkey Creek unos meses antes. Sin embargo, su
actitud era conciliadora, e incluso derrotista. Trató de impresionar al adusto
general con su sinceridad y honestidad: «Creo que soy un buen hombre, pero en
todos los papeles del mundo se dice que soy malo, y no está bien que se diga eso
de mí. Yo nunca he hecho daño sin un motivo».
Luego Jerónimo se sumergió en la retórica apache que a los blancos siempre
les parecía cargada de florituras y banalidades, [49] pero que salía directamente de
las profundas raíces de su animismo:
Solamente hay un Dios que nos mira a todos nosotros. Todos somos hijos de
ese Dios. Dios me escucha. El sol, la oscuridad, los vientos, todos escuchan lo que
estoy diciendo.
Jerónimo suplicó cansinamente por sus compañeros fugitivos: «Ya quedan
muy pocos de los míos. Algunos han hecho cosas malas, pero quiero que todo eso
se olvide y no se vuelva a hablar de ello».
Crook mantuvo su posición de distante intransigencia y cuando Jerónimo y
él discutieron acerca de las causas de la rebelión en Turkey Creek, dejó que su voz
arrastrase un tono sarcástico. Al final planteó un ultimátum:
Es inútil que lo intentes contando tonterías. No soy un niño. Lo que debes
hacer es decidir si quieres mantenerte en el sendero de la guerra o rendirte
incondicionalmente. Si te mantienes en pie de guerra, os perseguiré y mataré hasta
al último de vosotros aunque me lleve años conseguirlo.
Como el intercambio de impresiones no llevaba a ninguna parte, Jerónimo y
Crook acordaron abandonar la reunión y retomarla dos días después. Los apaches
se retiraron a su campamento, donde deliberaron. Durante el resto del día, y al día
siguiente, Kaytennae circuló libremente entre ellos. Los encontró, como Crook
informaría posteriormente, «tan desesperados y nerviosos que no podían razonar».
[50]
Si Kaytennae hubiese propuesto desde el principio que se rindiesen, aquellos
nerviosos guerreros lo hubiesen matado a tiros. Antes de la reunión, Jerónimo
había dado instrucciones precisas para que los guerreros disparasen sobre todos
los ojos blancos al menor intento de capturar a los jefes chiricahua. Pero después,
entre los fugitivos, Kaytennae cumplió perfectamente las instrucciones de Crook,
que no eran sino «sepáralos, y procura que se dividan tanto como sea posible».
Por su parte, Crook se debatía en su campamento, irritado con sus propios
problemas. El nuevo capitán general del ejército, su antiguo compañero de clase en
West Point, Phil «el Pequeño» Sheridan, le había ordenado que obtuviese la
rendición incondicional de los hostiles. Pero Sheridan ignoraba todo lo referente a
la realidad apache, y Crook sabía que Jerónimo no se rendiría jamás si no
conseguía términos favorables. Los apaches reclamaban una amnistía por los
crímenes cometidos en el pasado y también volver a establecerse en Turkey Creek.
Eso no sería posible, pero creía que todavía tenía cierto margen para negociar
dentro de las órdenes recibidas.
El día 27 de marzo, por la mañana,[51] Chihuahua le hizo llegar un mensaje
secreto a Crook en el cual se ofrecía a rendirse junto a su banda, sin importar la
resolución que adoptase Jerónimo. Crook deseaba conseguir eso mismo del resto
de apaches chiricahua, pero sintió que la capitulación de Chihuahua se podría
utilizar para desmoralizar a los seguidores de Jerónimo.
Me parece que he visto a Aquel que hace llover y envía los vientos, o quizá
Él te haya enviado a este lugar. Me rindo a ti porque creo en ti y tú no nos engañas.
Tú debes ser nuestro dios … Tú debes ser el que hace verdear los pastos, quien
envía la lluvia, quien manda los vientos. Tú debes ser el que ordena a las frutas
que aparezcan en los árboles una vez al año.[54]
Lo que dice Chihuahua, lo digo yo. Me rindo del mismo modo que ha hecho
él … Me pongo a tus pies. Ahora ordena y yo obedezco. Haré todo lo que quieras
que haga … Creo que para nosotros es mejor rendirnos que permanecer en las
montañas como idiotas, tal como hemos hecho. No tengo nada más que decir.[56]
El bedonkohe se había sentado en una ribera del torrente, [57] bajo una
morera. Tenía el rostro oscurecido con polvo de galena. Como Jerónimo estaba
sentado con las piernas cruzadas y los antebrazos apoyados sobre sus rodillas, los
blancos se limitaron a mirar fijamente su extraordinario rostro y a esperar sus
cruciales palabras. Un periodista que conoció a Jerónimo cinco meses después dejó
la más vívida descripción de su rostro jamás escrita:
Nunca se cincelaron facciones tan crueles. Su nariz es ancha y cargada, la
frente baja y arrugada, su barbilla denota fuerza y los ojos brillan como dos trozos
de obsidiana. La boca es una de sus facciones que merecen más atención: un
larguísimo y profundo tajo, afilado, estrecho, de labios delgados sin una sola curva
de suavidad.[58]
Por su parte, Crook respondió con mucha más cortesía de la que mostró en
la reunión anterior. Una pesada carga parecía descansar sobre sus hombros;
Jerónimo le dio la mano al general y dijo: «Me rindo a ti. Haz conmigo lo que te
plazca. Me rindo. Hubo un tiempo en que me movía por ahí como el viento. Ahora
me rindo a ti y eso es todo».
Capítulo 18
El cañón de los Esqueletos
No fue eso todo.
Aquella misma noche los chiricahua se emborracharon. [1] Desde el barranco
donde se situaba el campamento militar, los hombres de Crook oyeron disparos
durante toda la noche. Por la mañana Kaytennae se presentó en la tienda de Crook
para decirle que Naiché estaba tan borracho que no podía tenerse en pie. Más tarde
Bourke encontraría a Jerónimo junto con otros cuatro guerreros cabalgando sin
rumbo sobre dos mulas, «borrachos como cubas».
La principal preocupación de Crook era enviar un telegrama a Sheridan con
los términos de la rendición, y partió como avanzadilla del resto del destacamento
hacia Fort Bowie, dejando al teniente Maus para que llevase a los fugitivos. Los
apaches, a causa de su ebrio estado, tan solo pudieron cubrir unos pocos
kilómetros hacia la frontera. Por la noche bebieron de nuevo, y se pusieron a
discutir entre ellos. Había estado cayendo una lluvia helada durante todo el día.
Crook culparía siempre a Tribolet por esta última fuga, que a punto estuvo
de terminar con su ánimo. «De no haber sido por el whisky —reflexionó el general
—, todo este asunto ya estaría resuelto».[2] Tribolet ya había sido arrestado con
anterioridad, pero en ese momento Crook pensó que ojalá algún oficial del ejército
«lo hubiese matado a tiros como a un coyote, pues es lo que merecía».
Culpar a Tribolet, a su whisky o a las advertencias que había susurrado al
oído de los chiricahua borrachos era como culpar al casillero donde se hallaba el
telegrama que advertía de la revuelta de Turkey Creek. No había sido el whisky el
responsable de que Jerónimo cambiase de idea una vez más: el responsable era la
oscilante brújula de la dualidad de su carácter. Cuatro años después,[3] cuando
Crook preguntase por qué habían huido esa última vez, Naiché negaría que
Tribolet tuviese nada que ver con ello.
—Temía que me fuesen a llevar a un lugar que no me gustase, a un sitio que
no conociese —dijo el jefe chokonen—. Yo creía que todos lo que se llevasen
morirían. La idea salió de mí.
—¿Por qué os emborrachasteis? —persistió Crook.
Diecinueve años después del suceso, Jerónimo dijo simplemente: «Nosotros,
junto con el resto de la tribu, comenzamos a ir con el general Crook, de regreso a
Estados Unidos, pero yo temía una traición y decidí quedarme en México».[4]
Jerónimo tenía una buena razón para estar asustado. En aquellos momentos,
alertados por la noticia de la rendición, todos los ciudadanos de Arizona
especulaban con las medidas que se tomarían con los cautivos que traía Crook
consigo. «La creencia general es que los jefes principales serán ahorcados», escribió
un periodista.[5]
Maus y sus exploradores siguieron el rastro de Jerónimo y Naiché durante
noventa y seis kilómetros a través de las «más infranqueables montañas».[6]
Encontraron un caballo muerto a puñaladas. Jerónimo utilizó sus tretas habituales,
como cambiar repentinamente de dirección en cuanto su rastro se desvanecía en
las rocas. Sin apenas alimentos, los fugitivos recorrieron, al paso y a la carrera,
noventa y seis kilómetros sin parar para descansar. Cerca de Fronteras, estado de
Sonora, el grupo se separó para encontrarse luego en alguna guarida secreta en
Sierra Madre. Con los caballos exhaustos y casi sin víveres, Maus abandonó la
persecución.
En Fort Bowie, mientras tanto, antes de recibir la noticia sobre las andanzas
de Jerónimo y Naiché,[8] Crook recibió un duro revés en un telegrama confidencial
procedente de Sheridan. El presidente Cleveland no consentiría de ningún modo
las condiciones que habían obtenido Naiché y Jerónimo. Sheridan le ordenó a
Crook que renegociase una rendición incondicional, mientras que, de alguna
manera, al mismo tiempo impidiera la HUIDA DE HOSTILES, QUE NO DEBE
PERMITIR BAJO NINGUNA CIRCUNSTANCIA.
Creo que el plan sobre el que he dirigido las operaciones es el único que ha
demostrado tener éxito al final. Puede ser, de todos modos, que yo esté demasiado
empecinado con mis planteamientos acerca de esta materia y, como he pasado casi
ocho años desarrollando el más duro trabajo de toda mi vida en este
departamento, respetuosamente solicito que se me releve del cargo que ocupo.
Sheridan tardó menos de veinticuatro horas en aceptar la solicitud. Crook
fue destinado al departamento del río Platte. De este modo, el más capaz de todos
los luchadores de las campañas indias de la nación se apeó de la última guerra
india de Estados Unidos. No recibió agradecimientos, ni sonaron himnos en su
honor, sino el molesto murmullo de decepciones oficiales; y las frenéticas condenas
de cientos de titulares ahogaron las tranquilas declaraciones del general.
El 2 y el 3 de abril, los setenta y siete chiricahua que se habían entregado
llegaron a Fort Bowie. Chihuahua se encontraba muy molesto con Jerónimo,[9] y lo
culpaba de todas las congojas de los hasta entonces proscritos. Su desesperado
estado de ánimo continuó, y cuando Crook, durante sus últimas horas de servicio,
lo interrogó, el guerrero le dijo: «He tirado mis armas. No tengo miedo, algún día
tendré que morir. Si me castigas con dureza me parecerá bien, pero piensa en mi
familia».[10] Y luego añadió que esperaba que Naiché se presentase en un breve
período de tiempo en Fort Bowie, pero que dudaba que alguien viese a Jerónimo
otra vez.
El más extraño personaje entre la banda que se acababa de entregar era un
niño de once años llamado Santiago McKinn. El verano anterior Santiago
apacentaba el ganado familiar junto a su hermano mayor, [11] no muy lejos de
Deming (Nuevo México), cuando Jerónimo se abatió sobre ellos. Los guerreros
habían matado a su hermano y a él lo llevaron prisionero. Santiago era una prueba
viviente del poder que ejercían los chiricahua para transformar a un cautivo en uno
de los suyos. Pecoso y con el pelo de color rubio rojizo, Santiago, hijo de padre
irlandés y madre mexicana, hablaba dos idiomas, inglés y español, y en poco más
de seis meses había aprendido bastante apache. En Fort Bowie, sus rescatadores le
dijeron que estaba a punto de reunirse de nuevo con sus padres y Santiago estalló
en lágrimas y espetó en apache que no quería ir a casa, que «él siempre querría
estar con los indios». El chico «actuaba como un animal salvaje en una trampa»,
según palabras de un testigo presencial, y tuvieron que subirlo al tren que lo
devolvería a casa de sus padres a la fuerza.
No hubo periodista ni historiador que se molestase en entrevistar a Santiago
acerca de los meses que pasó con los últimos apaches chiricahua libres. Otro
testimonio de incalculable valor que se escapó de las crónicas escritas.
El día 5 de abril,[12] Crook supo por Sheridan que, como Jerónimo y Naiché
habían huido, el presidente de Estados Unidos consideraba la negociación de
capitulación efectuada por Crook nula e inválida. Existía una artimaña pseudo
legal para racionalizar el plan trazado por Cleveland y Sheridan. El destierro al
Este no sería durante dos años, sino por un período indefinido de tiempo.
A pesar de su código personal de honestidad, Crook no tuvo presencia de
ánimo para decirle a los chiricahua que el trato estaba anulado. Ahora le tocaba
racionalizar a Crook, así que envió un telegrama a Sheridan diciéndole que sería
mejor mantener a los apaches en la ignorancia, pues si tenían noticia de la realidad
Naiché y Jerónimo no se rendirían nunca. Sheridan le dio el visto bueno.
El día 7 de abril, los setenta y siete chiricahuas se subieron al tren de la línea
South Pacific en el apeadero de Bowie (Arizona), dieciséis kilómetros al norte del
fuerte. Los quince guerreros, treinta y tres mujeres y veintinueve niños suponían
que regresarían dos años después. Crook, cansado y con sentimiento de culpa,
escribió: «Es un gran alivio deshacerse de ellos».
El día que nos subieron en aquel tren, en Bowie … creíamos que nos
estábamos enfrentando a dos años de esclavitud y degradación. Pero mi padre
estaba dispuesto a soportarlo por el bien de nuestro futuro cuando fuésemos libres
de nuevo. Ni Chihuahua ni nadie sabía que íbamos a ser prisioneros durante
veintisiete años.
Aquel hubiese sido un buen día para morir.[13]
Crook estuvo vinculado a Fort Bowie hasta el día 11 de abril, cuando legó
formalmente el control del departamento de Arizona a su sucesor, el general
Nelson A. Miles. Uno de los últimos actos de Lobo Curtido fue reunirse con sus
leales exploradores apaches e informarles del cambio.[14] Los exploradores, entre
sorprendidos y asustados, rogaron a Crook que diese fe del carácter de su nuevo
nantan «¿Es un buen hombre? —preguntaron preocupados—, ¿o nos engañará
igual que nos han engañado otros?». Crook les aseguró que el general Miles era
«un hombre bueno y honesto».
Los dos generales llevaron a cabo la transferencia de poderes con un alarde
de cortesía miliar. Crook le ofreció a Miles todo el conocimiento que había recogido
de los apaches durante sus ocho años de servicio en Arizona. Al día siguiente, 12
de abril, Crook abandonó Fort Bowie y aquella desagradecida campaña de una vez
para siempre.
Crook se fue a la tumba cobijando una profunda amargura por el mérito que
se le concedió a Miles por poner punto final a la guerra Apache, cuando supo que
los cinco meses de servicio de su sucesor significaban el absurdo epílogo de una
historia que habían escrito hombres mejores que él. Por su parte, Miles despreciaba
a Crook en privado. Pocas semanas después de tomar posesión del cargo, escribió
a su esposa: «También estoy molesto con las declaraciones efectuadas por Crook.
Él ha fracasado totalmente en esta campaña, como en todas las demás».[15]
Después de la Guerra de Secesión Miles realizó servicios distinguidos contra
los sioux y los nez perce. Tampoco supuso ningún perjuicio para sus expectativas
el contraer matrimonio con la hija de un juez emparentado con William Tecumseh
Sherman, que pocos meses después de la boda llegaría a ser capitán general del
ejército. Surgió una rivalidad natural entre Crook y Miles: a pesar de que Miles era
casi diez años más joven que su predecesor, ambos habían combatido muchas
veces uno al lado del otro, sobre todo durante las campañas contra sioux y
cheyenes. Sus talantes era diametralmente opuestos: Crook tenía un estilo
taciturno muy poco dado a exteriorizar sus sentimientos, mientras que Miles tenía
un carácter petulante y jactancioso. Pero existía un aspecto en el que coincidían,
según las palabras del historiador Robert L. Utley: «[Crook] podía albergar
consideraciones muy duras hacia sus rivales y guardarles rencor casi con la misma
intensidad que Miles, el campeón de los rencorosos del ejército».[17]
Más tarde, con la guerra apache en su haber, Miles se prepararía para la
carrera presidencial, pero había hecho demasiados enemigos durante su fulgurante
ascenso a la fama. «Demasiado circo, y muy poco cerebro», [18] escribió un veterano.
Teddy Roosevelt lo consideraba un «presumido pavo real». [19] Bourke, con su
inquebrantable lealtad hacia Crook, albergaba toda una década de desprecio hacia
Miles, a quien consideraba un «ignorante, casi un analfabeto». [20] Al igual que
Britton Davis, cuyas memorias rezuman ironía en cada página donde figura Miles.
Un reportero que conoció a Miles en Fort Bowie en abril de 1886, lo encontró
bastante impresionante como persona:
Es un hombre alto, espigado, bien parecido, con un peso de doscientas diez
libras [noventa y cinco kilos], y aparenta poco más de cincuenta años [en realidad
tenía cuarenta y seis]. Tiene la cabeza bien proporcionada, la frente alta, mirada
firme, nariz aquilina y bien definida y mandíbula fuerte. Todo él es una figura
imponente y marcial.[21]
Aunque Miles recalcó cuando llegó a Arizona que continuaría la labor de
Crook sin apenas cambios, casi de inmediato se dispuso a enmendar las acciones
de su predecesor. La reforma más importante fue enviar a los exploradores
apaches a los cuarteles de invierno. Al igual que muchos otros oficiales, el propio
Sheridan, por ejemplo, Miles nunca había estado a gusto con la idea de que se
alistase a indios para acosar a otros indios. Él creía que con la caballería se podría
desarrollar esa labor con más eficacia. El aserto de Crook desde el exilio de que
«los exploradores chiricahua … suponían un elemento más valioso para cazar y
persuadir a los rebeldes para que capitulasen que todas las demás tropas juntas, y
combinadas, que se destinaban en esas operaciones»,[22] cayó en saco roto.
El general también era aficionado a utilizar aparatos. Una de sus primeras
innovaciones fue colocar un sistema heliográfico, es decir, grandes espejos móviles
situados en las cumbres de las montañas que utilizaban el sol para emitir señales
en código Morse. Muy pronto, Miles ya había colocado veintisiete estaciones en
otras tantas cumbres a lo largo del sur de Arizona. Al general le gustaba mostrar a
los apaches sus artilugios y deleitarse con su asombro. Quizás algunos indios
halagasen la vanidad del oficial,[23] pero los chiricahua llevaban años usando
espejos para hacerse señales en las montañas.
La política de Crook de tratar a estos indios de la reserva apache como si
fuesen conquistadores y no prisioneros … Si esa política continuase, en los
siguientes veinte años podrían preparar guerreros suficientes como para rebelarse
y asaltar asentamientos, en cuanto se emborrachasen.[26]
A finales de junio, Miles se desplazó a Fort Apache, donde conoció a los
chiricahua que se habían negado a abandonar Turkey Creek en 1885. La visita
inquietó profundamente al general, que más tarde escribiría:
Me encontré en Fort Apache con más de cuatrocientos hombres, mujeres y
niños pertenecientes a los chiricahua y mimbreño. El más turbulento, desesperado
y perturbado grupo de seres humanos que haya visto jamás, y que espero no
volver a ver … Cuando visité su campamento celebraron orgías de alcohol todas
las noches, aquello era el pandemónium. Era peligroso acercarse a ellos, pues
estaban disparando continuamente sus rifles y pistolas.[27]
La impresión y la repulsión de aquel encuentro alentó la fantasía de una
Solución Final en la mente de Miles.
* * *
A excepción de Jerónimo, Naiché y la indómita Lozen, el resto de nombres
de la última banda de treinta y siete chiricahuas permanece en la oscuridad. Aun
así, sus cinco meses de correrías durante el verano de 1886 pueden ser recordados,
con toda imparcialidad, como la más extraordinaria campaña de guerrillas nunca
vista en el continente norteamericano.
Los guerreros eran hombres como Fun, renombrado entre su gente por su
valor, quien a pesar de su juventud no tuvo miedo de resistir junto a Jerónimo;
Perico, primo de Jerónimo, que había participado en el Ataque de Nana; Chapo,
hijo de Jerónimo, convertido recientemente en guerrero; Tissnolthos, uno de los
exploradores de Davis, y Yanozha, que se sentaba a la derecha de Jerónimo en el
concejo de guerreros y también gozaba de una reputada valentía.[28] Pero sabemos
muy poco de ellos individualmente.
Jerónimo y Naiché sabían de sobra que la huida constante suponía colocar al
grupo al borde de una misión suicida, pero la capitulación era una vana esperanza
en todos los mundos posibles. Como señalaría Naiché dos años después:
«Sabíamos que por eso estábamos allí y que nos matarían de todos modos, así que
decidimos correr el riesgo y escapar con nuestras vidas y nuestra libertad». [29]
La gran cantidad de artículos publicados acerca de esas depredaciones, el
asalto al rancho de Peck el día 27 de abril, muestra cuán difícil es obtener la verdad
acerca de un hecho aislado en las Guerras Apaches. Según la versión más
escabrosa del acontecimiento,[31] la pequeña banda de Jerónimo atacó un solitario
rancho situado en el valle de Santa Cruz, en el sur de Arizona, «sacrificando
algunas vacas y obligando al ranchero, Peck, a presenciar el tormento de su esposa
e hija hasta que cayó en un estado de enajenación mental transitoria. Los
supersticiosos apaches liberaron al enloquecido hombre, y así logró sobrevivir».
Pero otras versiones insisten en que Peck se hallaba lejos del rancho, buscando un
novillo, o un buey, cuando su esposa y su hija fueron asesinadas. [32] Lo apresaron
en una acción distinta, lo soltaron con la advertencia de que no se acercase a su
casa y «uno de los indios, por alguna inexplicable razón, le dio sesenta y cinco
centavos».
Un médico en el río San Pedro, un ranchero en el valle Feliz, un minero en
las montañas Whetstone, un ranchero cerca de Pantano Wash, otro ranchero en las
proximidades de Greatville, otro en el valle de Oro, y así sucesivamente, según
reza la letanía de víctimas de la última batida de Jerónimo al norte de la frontera.
Importaba poco que solo siete chiricahua perpetrasen estos hechos: para los
aturullados ciudadanos, la sed de sangre de los salvajes apaches estaba por todas
partes.
Como siempre, el objetivo de las matanzas era conseguir munición, sin las
cuales los fugitivos estaban acabados. Pero aun llevados al límite, como en efecto
estaban los asaltantes, se molestaron en capturar dos prisioneros, dos jóvenes
mestizos mexicanoestadounidenses, que mantuvieron cautivos. Uno era la
hermana de la señora Peck, una niña de diez años, y el otro un muchacho caído en
un rancho situado a solo veinticuatro kilómetros de Tucson. Estos prisioneros
viajaron con Jerónimo durante varias semanas. El muchacho informaría que sus
captores «se entretenían dándome puñetazos y riéndose» de él, pero también le
daban las mejores raciones de una vaca recién sacrificada.[33]
En algunas ocasiones el chico cabalgó en el regazo de Jerónimo. Cuando lo
apresaron en el rancho de su familia, su madre había recibido una pedrada y fue
dada por muerta, pero de pronto recuperó la conciencia y corrió hacia una zanja.
Los chiricahua, en vez de disparar sobre ella, la observaron mientras huía,
diciéndole al chico en español: «tu madre es una buena corredora». Y como el
muchacho había perdido su sombrero, los apaches le dieron un pañuelo rojo para
que se lo pusiera en la cabeza y se rieron diciéndole: «ahora pareces uno de
nosotros».
La niña de diez años señaló que «un indio joven, esbelto, de pelo largo y
espalda poderosa … parecía dar órdenes»,[34] y eso sugiere que Naiché estaba con
Jerónimo durante aquella batida por Estados Unidos. Posteriormente se quejaría
de que los apaches la tenían «medio muerta de hambre» y le pegaban pero que, al
mismo tiempo, parecía que trataban de enseñarle algo. Un anciano (probablemente
Jerónimo) la golpeó en repetidas ocasiones en la cabeza: «Me diría en lengua
apache que hiciese algo, pero como yo no entendía qué quería que hiciese,
entonces me pegaba».
¿En qué podía estar pensando Jerónimo al capturarlos? ¿Pensaba vivir libre
lo suficiente como para hacer de ellos apaches hechos y derechos? ¿No
representaban una carga adicional al movimiento de una banda sometida a tan alta
presión? Porque ellos, en efecto, estaban llevando a cabo una misión desesperada,
en pleno verano, con todas las fuentes, pozos y manantiales sometidos a estrecha
vigilancia: en cierta ocasión los apaches pasaron dos días, con sus dos noches, sin
agua y sus caballos estuvieron a punto de morir.
Ambos cautivos fueron liberados a mediados de junio, durante un ataque
sorpresa que realizó una partida de aproximadamente setenta vaqueros mexicanos.
[35]
La banda de indios, en clarísima inferioridad numérica, se las ingenió para huir
al completo, excepto un guerrero que trató de retener a la niña. Los mexicanos le
dispararon al caballo y gritaron a la niña ordenándole que corriese. Luego
rodearon al guerrero en cuanto este se ocultó entre los arbustos. Parecía
ciertamente que por fin un chiricahua iba a morir por sus pecados. Quizá se tratase
de Fun, o de Yanozha, pues además de valiente era un magnífico tirador. Sus
disparos mataron a siete mexicanos, el resto huyó asustado y él, a su vez, también
escapó. Un capitán del ejército de Estados Unidos que llegó al campo de batalla
poco después, se encontró con que los siete vaqueros habían recibido un disparo en
la cabeza.
En junio, no se sabe cuándo, los jinetes de Jerónimo regresaron a México.
Entonces todo el ancestral odio del guerrero, implacable a pesar de toda la sangre
mexicana que había derramado, brotó con fuerza de su corazón. Como él mismo
diría muchos años después: «Durante nuestro regreso al viejo México atacamos a
todos los mexicanos que encontramos, incluso aunque no tuviésemos otra razón
sino matarlos».[36]
No había nada que perder. Solo la lucha por no quedar fuera de juego, por
sobrevivir. Junto con la preocupación constante, el estar atento a las historias que
se narraban alrededor del fuego en los gélidos campamentos le dio a Jerónimo la
triste satis facción de saber que nunca antes los chiricahua habían combatido, ni
cabalgado, con tanta habilidad como entonces. A pesar de sus diferencias en el
pasado, Naiché y Jerónimo formaban un equipo casi perfecto. Naiché era el jefe,
daba órdenes ostensiblemente, pero Jerónimo era el estratega, el dirigente. Años
más tarde, Jerónimo alabaría a Naiché al reconocer que «la vida de su gente
dependía de alguien que pudiese hacer cosas así», como escoger un combate,
organizar una huida o prever un acontecimiento, «y yo, antes que ver a mi raza
perecer en la Madre Tierra, no me preocupaba quién fuese el jefe, mientras me
permitiesen dirigir un combate y proteger por poco que fuese a nuestra gente».[37]
Nunca antes Jerónimo había confiado tanto en su poder. Y sus guerreros
también creyeron en él.[38] En los días posteriores jurarían que Jerónimo había
entonado un cántico durante una huida nocturna, perseguidos por un
destacamento estadounidense, para retrasar dos horas la salida del sol mientras
atravesaban una cuenca desnuda.
Y nunca antes el sentido de la responsabilidad de Jerónimo había sido tan
incansablemente ejercitado. Kanseah, un niño que tenía once años cuando formaba
parte de la banda, dijo décadas después:
Jerónimo tenía que obtener alimentos para sus hombres, mujeres y niños.
Cuando tenían hambre, Jerónimo les proporcionaba comida. Cuando tenían frío,
les daba ropa y mantas. Cuando viajaban a pie, él robaba caballos. Cuando no
tenían cartuchos, él les proporcionaba munición.[39]
Mientras tanto, el general Miles había lanzado su gran campaña contra la
amenaza apache. Solicitó, y recibió, un refuerzo de dos mil soldados; de este modo
tenía a cinco mil hombres, una cuarta parte del ejército de Estados Unidos, en el
campo. Añádanse los aproximadamente tres mil soldados mexicanos que
organizaban batidas en Sonora y Chihuahua, los varios cientos de rastreadores
apaches que seguían en el ejército y las nutridas bandas de vaqueros y voluntarios
que salían a cazar apaches, y uno se encontrará con que casi nueve mil hombres
armados estaban persiguiendo a dieciocho guerreros chiricahua, trece mujeres y
seis niños.
Durante cuatro meses, según sus cálculos, el destacamento de Lawton viajó
cuatro mil ochocientos noventa y dos kilómetros siguiendo el rastro de los
fugitivos, casi todo el tiempo en México.[43] Se internaron al sur hasta el río Aros,
donde el capitán Crawford había encontrado la muerte, y después regresaron al
norte. Las condiciones los debilitaron en extremo. Como escribió un oficial:
Uno que no conozca este país no puede hacerse una idea de lo que significa
cumplir esta misión: se marcha durante todo el día bajo un calor intenso, las rocas
y la tierra están tan calientes que nos arden los pies y no podemos tocar con las
manos desnudas ni el cañón de los rifles ni nada que sea metálico sin quemarnos.
La dureza de este territorio está más allá de lo descriptible, cubierto por todas
partes de cactus y plagado de crótalos y otras indeseables especies de compañía. La
lluvia, cuando llueve, se presenta como tormenta tropical y transforma en un
instante los resecos cañones en furiosos torrentes.[44]
Los hombres sufrieron fuertes diarreas. Lawton perdió dieciocho kilos. Miles
señala que se llegó a un punto donde la sed de los soldados era tan grande que se
abrían las venas para beber su propia sangre.[45]
Y la campaña fue un completo fracaso. Los chiricahuas utilizaron todos sus
trucos para hacer que los soldados perdiesen su rastro, [46] a veces recorrían
kilómetros de trecho saltando de roca en roca para no dejar huellas. Solo una vez,
durante los cuatro meses de campaña, Lawton consiguió atacar el campamento de
los fugitivos. Fue en lo más profundo de Sierra Madre y cobraron un magro botín,
pero todos los hombres, mujeres y niños escaparon.
Durante los cinco meses que estuvieron en libertad, el número de proscritos
se redujo en tres personas. Una mujer fue asesinada durante un ataque sorpresa de
los vaqueros mexicanos.[47] Un guerrero desertó y se presentó en Fort Apache.[48]
Otro guerrero murió en el transcurso de una fallida misión comercial en Casas
Grandes. Los chiricahua perdieron su ganado y suministros en tres o cuatro
ocasiones, pero inmediatamente se aprovisionaron a costa de otros colonos.
Solo tuvimos un «trato justo» con los indios hostiles durante todas aquellas
semanas. El capitán Hetfield cayó sobre una pequeña banda, les hizo huir a la
desbandada y tomaron hasta el último objeto que encontraron en el campamento,
incluso las sartenes. El capitán se lanzó a la cacería en un estrecho cañón y, de
pronto, aquellas inhóspitas rocas escupieron fuego y del cielo llovió plomo.
Hetfield había caído tranquilamente en una trampa y, cuando los indios te atrapan
en un cajón como aquel, solo hay una cosa que hacer: escabullirse por el camino
más corto. Resistir y luchar era un suicidio, y Hetfield huyó. Dejó en el campo todo
el botín que había obtenido y a seis de sus hombres [en realidad, dos muertos y
dos heridos].[49]
Con la ayuda de cinco mil soldados y el tan cacareado sistema heliográfico a
su servicio, Miles no logró matar, ni capturar, a un solo apache en cinco meses de
guerra. El general en persona, a diferencia de Crook, dirigía la campaña desde la
retaguardia, quedándose en distintos fuertes de Arizona, pero sin entrar en México
ni una sola vez. Jerónimo se daba cuenta de ello a pesar de la distancia, y
despreciaba el estilo de su nuevo adversario. «¿Qué sabe Miles, por muy general
que sea, acerca de la autoridad?»,[52] recriminó una vez, dirigiéndose a uno de sus
seguidores jóvenes. Casi todos los altos mandos del ejército estadounidense
trabajaban igual: «¿Acaso no envían a sus hombres a la batalla en vez de dirigirlos
en ella?». Para un apache, el método de Miles significaba una penosa cobardía.
Uno de los coroneles favoritos de Crook se había ganado mucho tiempo atrás el
nombre apache de «Siempre Llega Tarde a Luchar».
La carencia de resultados no impidió que Miles se deleitase con una fastuosa
autocomplacencia. Posteriormente, en sus memorias, y con un ojo puesto en la
presidencia de la nación, el general volvería sobre sus pasos y describiría las
desafortunadas maniobras realizadas por el ejército como parte de un plan que
tenía en mente: «Después de ese combate, los indios continuaron retirándose …
Los indios fueron empujados al norte, luego al sur … alrededor del 5 de julio los
indios fueron llevados al sur de Opusara, en México».[53]
Para compensar la sensación de vacío de su red, Miles comenzó a considerar
una táctica un tanto radical. La idea comenzó a germinar a comienzos de junio, [54]
mientras el general había salido de excursión con un oficial amigo suyo. Durante
una visita a Fort Apache, un confidente de Miles le informó que cada vez que por
la reserva se corría la noticia de una batida de Jerónimo, los apaches, para
demostrar su inocencia, se encerraban en el corral de la intendencia.
—Yo propondría —le dijo el oficial a Miles—, extender un falso rumor y,
cuando los indios estuviesen en el corral, los rodearíamos con los soldados, los
desarmaríamos, los llevaríamos hasta el tren y de allí al este, como prisioneros de
guerra —aquella actitud sorprendió a Miles.
—¿Por qué? Eso sería traición —le dijo a su colega—. Nunca podría hacer
algo así.
A finales de junio, tras su consternada visita a Fort Apache, Miles resolvió
trasladar a todos los chiricahua fuera de Arizona. Los setenta y siete fugitivos bajo
el mando de Nana y Chihuahua que se habían rendido en el cañón de los Embudos
fueron transportados en tren hasta Fort Marion, en Florida, lugar donde los
alojaron en lo que resultó ser un campo de concentración. Al principio Miles pensó
que Florida era un ambiente demasiado extraño para los apaches y advirtió que
podrían morir allí.[55] En vez de ese lugar, propuso trasladarlos al territorio indio de
Oklahoma, pero con el tiempo llegó a aceptar Florida como lugar de destino. El día
3 de julio manifestó su plan en un telegrama confidencial enviado a Washington.
El presidente Cleveland y el general Sheridan lo aceptaron.
El primer paso consistió en invitar a un grupo de prominentes chiricahua a
Washington, para conocer al Gran Padre. En julio, una delegación de diez hombres
dirigida por Chato y Kaytennae se entrevistó con el secretario de Defensa. Esto fue
otro intento más de asombrar a los sencillos salvajes con el esplendor del mundo
del hombre blanco: Miles confiaba en que los jefes se ablandasen como para
aceptar dócilmente cualquier destino que le hubiesen deparado a su gente.
Ha venido a preguntar por su territorio, por su tierra, donde vive ahora …
Todo lo que planta en Camp Apache germina bien, el agua que corre por allí es
buena. Por eso quiere permanecer allí, por eso quiere tener aquella tierra. Y el lugar
donde vive se halla solo a media milla de donde hay hierba y con eso puede ganar
cinco centavos y cuidar de los suyos y de su tierra…
Él no puede construir edificios tan grandes como este [el edificio del
Ministerio de Defensa], sino que tan solo puede hacer nuevas estacas y hacerse una
casa, pero aun así, aunque le duelan las manos, quiere vivir allí.
La conferencia terminó sin un acuerdo concreto, y enviaron a los apaches de
regreso a Arizona. Esto último no entraba dentro de los planes de Miles, [57] que
interceptó a la comitiva telegrafiando a Kansas, donde apresaron a los apaches en
Fort Leavenworth. Dos meses después enviaron a la delegación entera a Florida.
Chato, indignado por la traición, arrojó la medalla de plata, preguntándose para
qué se la habrían dado.
Durante julio y agosto Miles envió, a escondidas, tropas a Fort Apache para
reforzar la seguridad del lugar, mientras planeaba cómo engañar a los más de
cuatrocientos chiricahua y organizar una deportación en masa. Si alguna vez le
remordió la conciencia por su trama, nunca se reflejó en sus escritos. Quizá Miles
se convenciese a sí mismo de sus falaces justificaciones:
Y mientras conspiraba para deportarlos del territorio, Miles se volvió hacia
los chiricahua solicitando ayuda. [60] El general comenzaba a reconocer que sin la
ayuda de los exploradores apaches los soldados no tenían la menor oportunidad
de localizar a los proscritos, y de vencerlos mejor no hablar. De todos modos, no
entraba dentro del estilo de Miles el reconocer que Crook estaba en lo cierto,
después de todo. La acción que había comenzado a mediados de julio fue llevada
casi en secreto, y Miles se las arregló para verlo de modo que el oficial al mando (el
habilidoso teniente Charles B. Gatewood) no recibiese mérito alguno por sus
importantísimos logros.
Martínez repetiría muchos años después que Miles les había prometido tres
mil dólares a cada uno si tenían éxito.[62] En efecto, Miles estaba desesperado por
obtener resultados, pero no pagó ninguna recompensa. Gatewood organizó una
pequeña partida en la que incluyó a George Wratten, un dependiente del almacén
de la reserva que había aprendido apache y lo hablaba probablemente mejor que
ningún otro estadounidense anterior a él. La vida de Wratten se entrelazaría con la
de Jerónimo cuando más tarde llegase a ser el intérprete y protector del guerrero
en el exilio.
Miles le había ordenado a Gatewood que, por su propia seguridad, nunca se
acercase a los hostiles con una escolta inferior a veinticinco hombres. [63] El teniente
sabía que semejante séquito evitaría establecer contacto, pero partió hacia México
en julio decidido a conceder una muestra de obediencia. Y, después de pasar
revista a un pelotón tras otro, descubrió que ninguno de ellos contaba con menos
de veinticinco hombres. Finalmente recorrió algo más de cuatrocientos kilómetros
hacia el sur, hasta alcanzar el río Aros, donde Lawton estaba revolviéndose a uno y
otro lado en busca de algún rastro de los chiricahua.
No se había encontrado señal alguna de los fugitivos durante semanas, y
Lawton estaba de mal humor. La llegada de Gatewood lo alarmó, pues habían
llegado rumores de que «el general planea relevarme por algún otro oficial».[64]
Con una falsa muestra de objetividad, escribió a un oficial superior para expresar
su preocupación porque la misión de Gatewood no se hubiese encargado a «un
oficial con más edad y experiencia». A pesar de que Lawton era diez años mayor
que el teniente que lo alcanzó en el río Aros, en 1886 Gatewood era el más
experimentado en la guerra contra los apaches de los que todavía servían en
Arizona.
* * *
La ignorancia de Lawton no era culpa suya. A principios de agosto, nadie, ni
estadounidense ni mexicano, sabía dónde se encontraban Jerónimo y Naiché. En
realidad, los fugitivos se habían escondido en uno de sus más recónditos refugios
de Sierra Madre, una montaña cercana al gran meandro del río Bavispe a
trescientos veinte kilómetros de distancia de los desventurados sabuesos de
Lawton.
Quizá Jerónimo hubiese comenzado a aceptar la desesperada situación en la
que se encontraban los fugitivos. Pero es más probable que lo sucedido a
continuación fuese una artimaña más de las muchas que les jugaron a los
mexicanos. A mediados de agosto Jerónimo envió a dos mujeres desde su
escondite a la ciudad de Fronteras, algunos dicen que estas eran Lozen y Tahdaste.
[67]
Las mujeres que afrontaron esta peligrosa misión les dijeron a los oficiales de la
ciudad que la banda entera estaba deseando rendirse. Los oficiales las apresaron
durante un breve período de tiempo, luego las pusieron en libertad, les regalaron
tres ponis cargados de alimentos y mescal y las enviaron de vuelta con una
promesa de pacíficas negociaciones.
En cualquier caso, el gobernador de Sonora telegrafió a Miles informándolo
de la noticia, y este informó a su vez a Lawton y Gatewood, que acampaban a
orillas del Aros. Los soldados prepararon la intendencia y partieron
inmediatamente a marchas forzadas hacia el meandro norte del río Bevispe.
Alrededor del 20 de agosto, ya se encontraban acampados en las inmediaciones de
la montañosa guarida de los chiricahua. Entonces Gatewood desdeñó las órdenes
del general delante de las narices de Lawton, insistiendo en continuar adelante con
su pequeña y casi desarmada compañía. Quizá Lawton se sintiese encantado de
dejarlo marchar, pues sabía por propia y amarga experiencia lo inútil que era
atacar a los chiricahua en su propio terreno, y no envidiaba la peligrosa misión de
Gatewood.
Al tercer día, cuando descendieron hasta alcanzar un cañón perfecto para
una emboscada, la partida se topó con un raído pantalón de lona colgado de un
arbusto. Como Gatewood señaló: «Un cañón como aquel, con una señal como esa,
haría detenerse a cualquiera. Cuando discutimos la situación todo el mundo opinó,
pero nadie supo qué significaban aquellos pantalones».
La partida llegó a la ribera del Bavispe con los nervios a flor de piel.
Acamparon en un cañaveral, colocaron la bandera en un lugar tan visible como les
fue posible, y Gatewood envió a Kayitah y Martínez a explorar.
Los chiricahua habían apostado a Kanseah, un niño de once años, en la cima
de la montaña como centinela.[73] Hacía años ya que los chiricahua estaban
equipados con los mejores prismáticos que el ejército estadounidense podía
proporcionar. Kanseah observó a dos manchitas moverse en la llanura. Creyó que
eran ciervos, hasta que se dio cuenta de que eran demasiado pequeños y llamó a
Jerónimo.
—No importa quiénes sean —dijo Jerónimo secamente—. Si se acercan más,
debemos disparar sobre ellos.
—Son nuestros hermanos —objetó Yanozha; en efecto, Kayitah era primo
suyo—. Averigüemos a qué han venido. Son muy valientes al hacer esto.
—Cuando estén lo bastante cerca, disparad —ordenó.
—Si se ha de disparar —contestó Yanozah—, se disparará sobre ti. Mataré al
primer hombre que levante un rifle.
—Yo estoy de tu lado —dijo Fun.
—Dejadlos vivir —gruñó Jerónimo.
A medida que se iban acercando a la cima, la sangre les zumbaba en los
oídos por el peligro que envolvía a su misión. «Sabíamos que podrían disparar en
cualquier momento», dijeron después.[74] Kayitah iba el primero. Finalmente, uno
de los parientes del explorador se subió a una roca y gritó: «¡Vamos, subid! Nadie
os va a hacer daño».[75]
Jerónimo guio a los dos exploradores hasta el campamento principal de los
fugitivos. Kayitah pronunció un convincente discurso:
Jerónimo ya había escuchado eso antes, pero Kayitah continuó:
Por la noche no descansáis como debierais. Si rueda una piedra pendiente
abajo u oís el chasquido de una rama que se rompe debéis huir corriendo. Incluso
los altos riscos son vuestros enemigos. Por la noche andáis por ahí, y podéis
despeñaros por un barranco … Incluso tenéis que comer mientras corréis. No
tenéis amigos en ningún lugar de la Tierra…
Yo vivo en la reserva. Vivo apaciblemente. Nadie me molesta. Duermo bien
y tengo suficiente comida. Voy a donde se me antoja y hablo con buenas personas.
Me voy a la cama cuando quiero y duermo lo que me parece. No temo a nadie.
Tengo mi pequeño maizal. Trato de hacer lo que los blancos quieren que haga …
Por eso quiero que bajéis conmigo cuando lleguen las tropas, y ellos quieren que
bajéis al llano y os reunáis con ellos.
La evocación que había realizado Kayitah acerca de dormir, del reposo, de
comida suficiente, arrastró los cansados corazones de los guerreros, el de Jerónimo
también, pero aquel despreciable «pequeño maizal» desentonaba un poco. Los
hombres discutieron sus pareceres y, al menos, Jerónimo aceptó entrevistarse con
Gatewood. Al lado de la hoguera del campamento había un montón de pulpa de
mescal recién cocida.[76] Jerónimo tomó con ambas manos un puñado de aquella
pegajosa masa vegetal «más o menos del tamaño del corazón de un hombre» y se
lo dio a Martínez, diciéndole que se lo entregase a Gatewood como muestra de
sinceridad. Pero el desconfiado cabecilla mantuvo a Kayitah como rehén.
Cuando la pequeña comitiva se aproximaba al lugar de encuentro, vieron a
los chiricahua descender de la montaña. «Estuvimos muy preocupados durante
unos minutos —recordaba Martínez—, pensando que Jerónimo podría haber
cambiado de idea y tal vez nos causase algún problema».[77] Entonces vieron a
Kayitah encabezando el descenso.
Los dos cabecillas se sentaron en dos sillas de montar dispuestas a lo largo
de un tronco caído. Todos los guerreros de Jerónimo vigilaban cuidadosamente.
«Estamos empezando a sentir escalofríos», informó Wratten;[79] y Gatewood
admitió que «sentía mariposas frías en el estómago».[80] El teniente entregó el
tabaco y pronto todos los guerreros echaban bocanadas de humo de sus cigarrillos
liados a mano. Por fin, Jerónimo preguntó por lo esencial del mensaje de Miles.
«Rendíos y seréis enviados a reuniros con vuestra gente, en Florida. Allí
aguardaréis las disposiciones finales del presidente», respondió Gatewood.
En realidad, Miles no ejecutaría la deportación masiva de los chiricahua de
la reserva hasta dos semanas más tarde. Pero Gatewood, a quien el general había
informado de su trama, creía que ya los había sacado de Arizona.
La noticia dejó atónitos a los fugitivos. «La partida quedó en silencio durante
varias semanas», escribiría Gatewood, tratando de difuminar la intensidad del
momento con una jocosa hipérbole.
Jerónimo se pasó la mano por los ojos y luego elevó ambas manos hacia
delante. Gatewood advirtió que sus dedos temblaban. Pero, en vez de contestar a
las palabras de Gatewood, le preguntó si había traído algo de beber. «Hemos
pasado tres días de borrachera —confesó Jerónimo. El mescal de Fronteras se había
terminado. Y añadió—: Me siento un poco delicado».
Finalmente, el jefe se recuperó. Su gente se rendiría solo si se les permitía
regresar a Turkey Creek y vivir allí como habían hecho dos años atrás y se les
concedía la amnistía total. Gatewood le interrumpió diciendo que no tenía poder
para negociar: solo el general podría discutir las condiciones.
Las negociaciones duraron todo el día y los guerreros se reunieron una y
otra vez para discutir qué hacer. El anuncio de Gatewood cayó como una pesada
mortaja sobre ellos. Cada hombre, mujer y niño de la banda de fugitivos tenía
parientes en la reserva. Jerónimo tenía dos esposas y un hijo; Naiché, una esposa y
una hija. ¿Dónde estaba Florida? Aquel lejano lugar les parecía tan inimaginable
como Alcatraz.
Jerónimo no abandonaría sus condiciones. Miró a Gatewood directamente a
los ojos y dejó caer su ultimátum: «llévanos a la reserva o lucharemos». Pero
también le hizo una veintena de preguntas acerca del nuevo general:
Quería saber la edad del general Miles, su tamaño, color de pelo y ojos, si su
voz era áspera o agradable al oído, si hablaba mucho o poco y si quería decir más
de lo que expresaba o menos. ¿Cuándo habla te mira a los ojos, o al suelo? … ¿Les
gusta a soldados y oficiales? ¿Ha tenido experiencia con otros indios? ¿Es cruel o
tiene buen corazón? ¿Mantendría sus promesas?
Al ocaso Jerónimo comenzó a debilitarse. Le preguntó a Gatewood qué haría
el teniente si estuviese en su lugar. «Confiaría en el general Miles y le tomaría la
palabra», le espetó.
Jerónimo se mantuvo en silencio, y luego dijo: «No sé qué hacer. Dependo
en gran medida de vosotros tres. Habéis sido buenos luchadores en la batalla. Si os
vais a rendir, es inútil que intente continuar yo solo. Me rendiré junto a vosotros».
Por la mañana los chiricahua le anunciaron a Gatewood su capitulación. La
terrible noticia de la deportación había cambiado las tornas. La imagen que tenían
los fugitivos de Florida era la de un tedioso agujero oscuro, la misma que tenían de
la esclavitud en el sur mexicano. Para ellos su gente se había desvanecido en un
incognoscible vacío.
* * *
Lawton hizo todo lo que pudo para otorgarse el mérito de la captura, por así
decirlo.[82] En su informe oficial afirma que Gatewood había fracasado en
asegurarse la rendición y que había sido él quien se había impuesto a Jerónimo.
Por su parte, el general Miles, en el subsiguiente informe, narró la capitulación de
modo que parecía como si toda la operación hubiese sido dirigida desde la mesa
de su despacho de Fort Bowie, como si de un juego de marionetas se tratase. En su
relación de homenaje a los oficiales que habían servido con gallardía en la
campaña Apache no figura el nombre de Gatewood. [83] En cuanto a Kayitah y
Martínez, que llevaron a cabo el cometido más audaz de todos, ambos tenían la
desgracia de ser chiricahua, y fueron embarcados a Florida junto con los hostiles
cuya rendición habían procurado.
El día 5 de septiembre, por fin Miles llevó a cabo la deportación masiva de
los indios de la reserva. [84] El comandante de Fort Apache convocó a una reunión a
todos los guerreros chiricahua y les dijo que ellos y toda su gente estaban invitados
a ir a Washington a conocer al Gran Padre y discutir su futuro. Inexplicablemente,
los hombres creyeron en él y entregaron sus armas. Una caravana de cuatrocientos
treinta y cuatro chiricahua, mil doscientos caballos y casi tres mil perros se dirigió
al apeadero de tren de Holbrook. Solo tras pasar varios días a bordo del tren se
darían cuenta de que no iban a Washington. En vez de eso, se apearon en Fort
Marion (Florida), donde se unieron a Chihuahua y Nana como prisioneros de
guerra.
Mientras tanto, el día 1 de septiembre los treinta y cuatro fugitivos llegaban
a la boca del cañón de los Esqueletos. Mientras Lawton enviaba telegramas
continuamente, Miles dejaba pasar el asunto. NO PIENSO IR ALLÁ SOLO PARA
HABLAR,[85] fue la altiva respuesta del general a los nerviosos telegramas de su
capitán. El temor de Miles no era otro sino que los apaches repitieran el fiasco del
cañón de los Embudos que tanto descrédito se había cobrado en Crook. De algún
modo, el general quería a priori garantías de que nada iba a salir mal.
—El general Miles es tu amigo —dijo el intérprete.
La tensión se rompió cuando todos estallaron en carcajadas.
Rodeados de su séquito, Jerónimo y Miles se sentaron en el suelo, cerca de la
afluencia de dos ramas del torrente donde sicomoros gigantes proporcionarían
sombra a los negociadores. Jerónimo estaba desarmado, pero sus guerreros
conservaban sus armas.[89] Miles le dijo: «Abandona las armas, ven conmigo a Fort
Bowie, en cinco días verás a tus parientes, que están en Florida, y nadie te hará
daño».
A la mañana siguiente Miles hizo una ceremonia de rendición formal. Así la
recuerda Jerónimo:
Nos situamos entre sus tropas y mis guerreros. Colocamos ante nosotros una
gran piedra sobre una manta. Nuestro acuerdo se hizo sobre esa piedra, y duraría
hasta que la piedra quedase reducida a polvo. Así hicimos el trato y nos unimos
mediante un juramento.[91]
Miles pasó teatralmente sus manos sobre un claro del terreno y le prometió:
«Tus acciones pasadas serán borradas como esto, y comenzarás una nueva vida».
El día 5 de septiembre la comitiva, a caballo y en carromatos, comenzó a
recorrer los noventa y seis kilómetros que la separaban de Fort Bowie. En cierto
lugar Jerónimo observó las montañas de los chiricahua, un lugar que conocía como
la palma de su mano, y dijo: «Esta es la cuarta vez que me rindo».[92] Y Miles añadió
inmediatamente: «Y creo que será la última».
El sol abrasaba el collado cercano a Apache Pass. Jerónimo bebió una vez
más del arroyo que, veinticuatro años atrás, tan duramente había defendido bajo
Mangas y Cochise para impedir la conquista de los ojos blancos. El guerrero, que
contaría ya con unos sesenta y tres años de edad, posó para un fotógrafo. Los
soldados lo miraban boquiabiertos mientras lo escoltaban a la tienda de un
comerciante para comprarle ropa. Como recuerdo de la campaña, Miles confiscó el
rifle y las espuelas de Jerónimo,[96] que pasaron a engrosar su colección personal. El
guerrero ya había comenzado la transformación que se consumaría a lo largo de su
vida: de ser un enemigo cuyo nombre podía congelar la columna vertebral de un
colono, pasó a convertirse en una curiosidad, en el tótem de una conquista. El
espectáculo del Salvaje Oeste lo aguardaba en un futuro no muy lejano.
Poco después de las dos de la tarde, en Bowie, en la desnuda llanura del
valle de San Simón, barrida por resecos vientos y centelleando bajo el último sol
del verano, el tren estaba preparado para recibir a sus viajeros. Jerónimo echó un
vistazo a su alrededor, caminó hasta la puerta de un vagón de pasajeros, cuyas
ventanas habían sido cerradas para evitar posibles fugas, y subió a bordo.
Aquel pequeño paso supuso el primer momento de su vida en que subía a
un tren. Y también fue la última vez que los pies de Jerónimo pisaron el suelo de la
tierra donde nació.
Epílogo
A buen seguro, nosotros tomamos su tierra, pero a cambio les dimos algo
infinitamente más valioso. Les dimos [a los apaches] una nueva religión y un
Redentor.
Andrew Atkinson (ca. 1974),
maestra retirada de una reserva india.[1]
Un sentimiento de oscura fatalidad embargó a los miembros de la banda de
Jerónimo en cuanto el tren se lanzó a toda velocidad hacia el este. Kanseah, el niño
de once años que fue el centinela del último campamento, lo recordaría muchos
años después: «Cuando nos subieron al tren, en Bowie, nadie pensaba que
llegaríamos muy lejos antes de que ellos lo detuviesen y nos mataran». [2]
Mientras, en otro tren, los cuatrocientos treinta y cuatro apaches que habían
subido engañados al tren en Fort Apache viajaban raudos en dirección este hacia
un destino desconocido. Como añadidura a su miseria, las ventanas tenían
barrotes, estaban cerradas y los indios no tenían acceso a los servicios. [3] Bajo el
calor de septiembre, los vagones del tren apestaban con el inevitable hedor
humano. Treinta y ocho años después, el comandante en jefe de la expedición
escribió: «Cuando pienso en aquel viaje, aún hoy en día, me mareo». La fetidez del
interior de los vagones era tan intensa que, en su opinión, «ningún ser humano que
no fuese un indio» podría haberlo soportado.
Al final, los burócratas de Washington fijaron el destino de Jerónimo y su
banda. Las mujeres y los niños iban a ser enviados a Fort Marion, cerca de San
Agustín, en Florida, mientras que los hombres serían confinados. Los guerreros
«hostiles» serían separados en Fort Pickens, situado en el extremo de una isla
arenosa en la zona de Pensacola, frente a la costa del Golfo de México en Florida.
Tal como manifestó en sus declaraciones el ministro de Defensa: «Estos indios son
culpables de los peores crímenes que contempla la ley, cometidos además con gran
atrocidad. La seguridad pública exigía que fuesen alejados del escenario de sus
depredaciones y mantenidos bajo una estricta vigilancia».[7]
De todos modos, los guerreros se convirtieron en un espectáculo de feria en
Fort Pickens. Los soldados organizaron visitas para los civiles, que se comportaban
como si estuviesen en un zoológico. Los periodistas que se aproximaron a
Jerónimo se sobrecogieron ante la ceñuda expresión, pues dejaba entrever sus
sombríos pensamientos. «Es la imagen de una imperturbabilidad diabólica»,[8]
concluyó uno; «Tiene la mirada más fría que cabe en el rostro de un ser humano»,
escribió otro.
Hablar a través del papel es muy bueno, pero cuando ves moverse los labios
del otro y escuchas su voz es mucho mejor. He visto al general Miles, lo he oído
hablar, le he mirado a los ojos y creo en lo que me dijo y todavía pienso que
mantendrá su palabra. Me dijo que os vería pronto y también que vería un
hermoso lugar y a montones de gente. El lugar y la gente los he visto, pero no a
vosotras.
Tan pronto como llegaron a Florida, las defunciones entre los apaches
comenzaron a crecer de modo alarmante. Antes de que terminase el año se
registraron dieciocho fallecimientos en Fort Marion, [10] entre ellos una hija de
Jerónimo de catorce años de edad que había sido enviada a la reserva con los
soldados la primavera anterior. De todos modos, en septiembre dio a luz la mujer
que Jerónimo había raptado en la reserva de los mescalero en 1885. Había
concebido al niño aproximadamente cuando el capitán Emmet Crawford hostigaba
enconadamente a Jerónimo muy al sur, en Sierra Madre, cerca del río Aros.
Jerónimo no sabría de su nuevo hijo hasta unos meses después de su nacimiento.
Los chiricahua repetían con insistencia que el clima de Florida era insalubre
para ellos, una queja que sus guardas desdeñaron como nimias lamentaciones. En
efecto, Fort Marion estaba rodeado de pantanos donde abundaban mosquitos
transmisores de la malaria, y los apaches, que nunca antes de que los forzaran a
vivir en San Carlos habían padecido esa enfermedad, no contaban con defensas
naturales contra la enfermedad del temblor.
El castigo que sufrían los hombres de Jerónimo por verse separados de sus
familias empeoró cuando el comandante de Fort Marion tramó un nuevo agravio
en nombre del progreso de los indios: ordenó reunir a todos los chicos entre doce y
veintidós años y los envió a la escuela india de Carlisle, [11] en Pennsylvania. De
nada valieron las llorosas súplicas de los padres cuando rogaron para que los
dejasen con sus parientes. Los llevaron a Carlisle y allí les cortaron el pelo y los
vistieron a la occidental, con faldas, pantalones y chaquetas. También los obligaron
a formar según su estatura y se les puso un nombre anglosajón según el orden
alfabético: Daklugie pasó a llamarse Asa; la hija de Naiché, Dorothy; a Betzinez le
llamaron Jasón, y así uno tras otro. También se les concedieron fechas de
nacimiento arbitrarias.
Los chicos también comenzaron a morir en Carlisle, víctimas de un brote de
tuberculosis que no fue debidamente detectado. Treinta estudiantes se contagiaron
de la fatal enfermedad antes de que esta se convirtiese en una epidemia.
También enviaron a monte Vernon, de uno en uno y a veces en pareja, a los
niños que contrajeron la tuberculosis en la escuela Carlisle. [13] A veces los parientes
de los niños se dirigían apresurados a la terminal de tren para recibir a sus amados
hijos. Allí encontraban a los chicos que, una vez apeados del ferrocarril, se
tambaleaban y caían al suelo. Los padres los llevaban en brazos hasta sus
carromatos, regresaban al poblado y los contemplaban en sus lechos de muerte.
Llevaban los pequeños cadáveres a lo más profundo del bosque para enterrarlos,
como a Cochise, en un lugar que los ojos blancos nunca pudiesen encontrar.
En octubre de 1887, Jerónimo y Naiché lograron que George Wratten, su
intérprete, escribiera una carta en su nombre dirigida a la atención del general al
cargo de su custodia. El tono del ruego es casi lisonjero, pero se puede entrever la
intensa decepción de los chiricahua bajo la superficie del texto.
Usted les dijo [escribió Wratten] a ellos que no [deberían] estar aquí más de
un año como máximo. El año casi ha pasado y ellos desean oír de usted … Les
gustaría saber cuándo van a ver las fértiles tierras y granjas de las que les habló el
general Miles.
Aunque la carta no recibió respuesta, ayudó a soltar el atasco burocrático de
Washington. Al fin, en junio de 1888, los «hostiles» de la banda de Jerónimo fueron
liberados de su prisión de Fort Pickens y se les permitió reunirse con el resto de
chiricahua que vivían en monte Vernon. El encuentro que tuvo lugar en Alabama
hizo aflorar las más profundas emociones de los apaches, aunque la dignidad
requería que enmascarasen sus sentimientos en presencia de sus carceleros
blancos.
hazme bueno
y ampárame cada día.
Perdona mis pecados,
te lo pido en nombre
de Jesús. Amén.
En Navidad, George Wratten se disfrazó de Papá Noel y regaló a los niños
bolsas llenas de caramelos y canicas.
—¿Ama usted su propio hogar? —tronó el anciano a través de un intérprete.
Una de ellas tomó un globo terráqueo y trató de instruir al jefe. El mundo
está repleto de seres humanos, dijo tratando de aliviarlo, y los apaches ya no
pueden ir por ahí vagando a su antojo, sino que deben vivir y trabajar con sus
hermanos blancos. La mujer intentó darle el globo a Nana, pero el jefe se sentó
apoyando la cabeza en las manos y suspiró:
—Soy demasiado viejo para aprender esas cosas.
A principios de 1890,[18] el general Crook, convertido en acérrimo defensor
de los chiricahua contra los que había luchado durante los mejores años de su vida,
visitó monte Vernon. Era la primera vez que Jerónimo veía al jefe Lobo Pardo
desde que huyó en el cañón de los Embudos, cuatro años atrás. Muchos apaches se
mostraron encantados de ver a Crook, pero Jerónimo lo señaló como responsable
por las promesas que su gobierno no había cumplido. El sentimiento era mutuo.
Crook, a través de Wratten, dijo: «No quiero oír nada de Jerónimo. Es tan
mentiroso que no puedo creer una sola de sus palabras».
Uno a uno, el resto de chiricahuas presentó sus quejas a Crook. El general
los escuchó con su habitual impavidez y se marchó sin comprometerse a nada. En
cuanto abandonó el lugar incluyó en su informe, además de una breve
recomendación para que los apaches fuesen devueltos a Arizona, un ruego para
que los enviasen al territorio indio de Oklahoma y condenó la práctica de llevar a
los niños a Carlisle.
Crook murió dos meses después de un ataque al corazón, a los sesenta y un
años de edad. Jerónimo nunca perdonaría a su viejo antagonista. Quince años
después, cuando dictó su autobiografía, habló con palabras tan amargas y
sombrías que su amanuense sintió que debía desligarse de tales declaraciones
escribiendo una nota a pie de página. «Creo que la muerte de Crook la envió el
Todopoderoso como castigo por las muchas maldades que cometió».[19]
La malaria, la tuberculosis y la malnutrición se cobraron un alto peaje entre
los chiricahua. Al final de 1889 el general Howard, que, como Crook, se había
convertido en un defensor de los apaches, envió a su hijo a evaluar sus condiciones
de vida actuales.[20] Simplemente con las estadísticas se podía contar la historia. En
poco más de tres años de vida en el Este de Estados Unidos, habían muerto ciento
diecinueve chiricahua, casi la cuarta parte del número total de los trasladados en
1886 desde Arizona hasta Florida en vagones de tren sellados.
No sería hasta octubre de 1894 cuando los chiricahua fuesen por fin
establecidos en Oklahoma. Junto al letargo burocrático, también hubo otros
factores que conspiraron en el retraso del traslado, como que el comandante de la
reserva de Fort Still fuese extremadamente reticente a recibir a los apaches, y los
kiowa y comanches que ya vivían allí (aparte de que tuviesen que compartir su
tierra con los apaches) se mostraban incómodos ante una tribu extraña con la que
nunca habían mantenido estrechas relaciones.
Después de ocho años de prisión en Alabama y Florida, mucho más de lo
que Jerónimo, Naiché o Nana habían negociado en 1886, un tren especial llevó a los
chiricahua de nuevo hacia el Oeste. No el Oeste que suponía su hogar, pero, por lo
menos, un Oeste donde tendrían una vida a cielo abierto y bajas montañas de
granito elevándose a una distancia equivalente a la que podía recorrer un hombre
a caballo en un día.
Jerónimo ya era bien conocido cuando se rindió, pero se hizo mucho más
famoso durante su oscura penitencia en los bosques de Alabama. Cuando el tren se
arrastraba a través de Luisiana y Texas, Jerónimo se iba convirtiendo en la estrella
de la procesión. Las multitudes se apiñaban en los apeaderos para saludar al
célebre guerrero, mientras que él respondía con astuto pragmatismo. Wratten le
había enseñado a escribir su nombre con las letras mayúsculas típicas de la
escritura infantil;[22] muy pronto Jerónimo comenzó a vender su autógrafo por
veinticinco centavos la pieza. En los siguientes viajes cortó los botones de su abrigo
y los vendió también por veinticinco centavos cada uno; [23] entre estación y estación
cosía nuevos botones a su abrigo. Su sombrero lo vendió por cinco dólares.
En Fort Still, kiowas y comanches superaron sus escrúpulos y se presentaron
para saludar a los apaches.[24] Trataron de conversar con ellos mediante el lenguaje
de los signos, sin saber que los apaches nunca habían aprendido la lengua franca
de los indios de las praderas.
Por primera vez en ocho años, las mujeres apaches recogieron arbustos y
construyeron cabañas utilizando lonas de las tiendas militares para cubrirlas, en
vez de las tradicionales pieles. Por la noche, cuando oyeron el aullar de los coyotes
después de ocho años, las mujeres lloraron.[25] Los chiricahua supieron que los
mesquites crecían tan solo a setenta y dos kilómetros de allí,[26] e inmediatamente
pidieron permiso para recolectar sus frutos, unos frutos que llevaban casi una
década sin probar. En cuarenta y ocho horas cubrieron los ciento cuarenta y cuatro
kilómetros de viaje (ida y vuelta) caminando y corriendo, y recogieron trescientas
fanegas de esos frutos marrones y diminutos.
Pero Fort Still no era una reserva, los apaches todavía eran prisioneros de
guerra y continuarían siéndolo durante diecinueve agotadores años. A buen
seguro que los apaches no tenían empalizadas ni centinelas armados que los
vigilasen, incluso gozaban de la ilusoria libertad que suponía ir a la cercana ciudad
de Lawton, pero no tenían el privilegio de aventurarse más allá.
Durante años las autoridades de Fort Still estuvieron preocupadas por que
los apaches pudiesen rebelarse de nuevo. Que se le pudiese permitir a uno de ellos
visitar su territorio de nuevo, incluso bajo vigilancia, era una idea que estaba más
allá de las más descabelladas fantasías de sus indulgentes guardianes. Así y todo,
el nombre de Jerónimo cobró fama; a partir de la muerte del jefe Toro Sentado, el
guerrero bedonkohe pasó a ser el más famoso indio de Estados Unidos y, como ya
era un trofeo de conquista, sus celadores le permitieron viajar.
Su primera experiencia en tal papel le llegó en el año 1898,[27] en Omaha,
cuando Jerónimo asistía a la Feria Internacional de TransMississippi. Allí hizo un
buen negocio vendiendo fotos de sí mismo con su autógrafo y también arcos y
flechas de juguete que había fabricado. Luego los promotores llevaron su sorpresa
más allá: trasladaron a Jerónimo a que se encontrara cara a cara con el general
Nelson Miles.
Jerónimo todavía albergaba, ocho años después de la muerte de Crook, un
oscuro encono hacia él, pero este se atenuaba con el respeto que los chiricahua
concedían a sus mejores adversarios. En el caso de Miles, el odio de los apaches se
hacía más profundo por el desdén que sentían hacia el general que dirigía desde la
retaguardia, que jugaba con sus brillantes cachivaches de señales, que se escondía
tras la mesa de su despacho en Fort Bowie…, «un cobarde, un mentiroso y un
pobre oficial»,[28] tal como Daklugie, el hijo de Juh, insistiría sesenta años después.
En un repentino encuentro, antes de una tumultuosa entrevista, la rabia que
anidaba en el pecho de Jerónimo lo llevó a un estado de paroxismo. Le temblaron
las manos, rompió a sudar y al principio no encontró palabras. Durante doce años
había ansiado tener la oportunidad de enfrentarse al hombre que había traicionado
a su gente. Finalmente, pudo hablar:
—Cuando nos rendimos a ti en el cañón de los Esqueletos, en Arizona —
espetó a través de un intérprete—, dijiste que veríamos a nuestras familias en
Florida en cuestión de cinco días y también dijiste que todo sería perdonado. Nos
mentiste, general Miles.
—Te mentí, Jerónimo —replicó Miles, actuando para la galería—, pero lo
aprendí de ti, de Jerónimo, el mayor de los mentirosos.
Jerónimo, en un esfuerzo por expresar el dolor de su gente al ser deportada
de su tierra, habló con los tropos animistas de la oratoria apache:
—Ahora hace doce años que he estado fuera de Arizona. Las bellotas y los
piñones, las codornices y los pavos salvajes, el cactus gigante y el palo verde…, todos
me echan de menos. Se preguntan adónde habré ido, y quieren que vuelva.
—Un hermoso pensamiento, Jerónimo —dijo Miles riéndose entre dientes—.
Muy poético. Pero los hombres y mujeres que viven en Arizona no te echan de
menos, no se preguntan adónde has ido, porque lo saben. No quieren que
vuelvas… Las bellotas, los piñones, las codornices, los pavos salvajes, los cactus
gigantes y los árboles de palo verde…, tendrán que llevarlo lo mejor que puedan, sin
ti.
Jerónimo, ante la sonrisita de suficiencia de Miles, abandonó la sala furioso.
Nunca volverían a verse.
En Fort Still, los soldados que se codeaban día a día con Jerónimo desairaban
al anciano guerrero llamándole Gerry.[29] Pero a lo largo y ancho del mundo, había
crecido hasta alcanzar proporciones míticas. Sobre él se labraron las más absurdas
historias, y estas obtuvieron credibilidad. Se suponía que era el propietario de una
manta elaborada con las cabelleras de noventa y nueve de sus víctimas, cosidas por
él mismo. Al mismo tiempo, pues también se decía que se había vuelto loco en sus
años de prisión, se pretendía que estaba encerrado caminando en una celda,
confinado como un «maníaco delirante».[30]
Los chiricahua necesitaban de sus esfuerzos, incluso en Fort Still la media de
defunciones era muy elevada. Caminar hoy en día a través del sereno cementerio
apache situado en una plataforma de tierra sobre el arroyo Cache conlleva
atormentarse por este legado de pérdida. Allí, en una línea, se alzan las lápidas de
las dos hijas y seis hijos de Naiché, muertos todos mientras eran jóvenes. Allí
reposan tres de los hijos de Jerónimo, los hijos de Fun, la viuda de Juh, los
parientes de Chato y Kenseah y muchos otros. Allí está la lápida de Nana, que
sucumbió, exhausto pero obstinado en su rebeldía, en 1896. Cerca descansan los
restos de Loco, el jefe que no quiso tomar parte en la rebelión de Jerónimo, muerto
en 1905.
Ordenadas en filas y columnas al estilo militar, se alzan trescientas lápidas
blancas, idénticas, sobre la hierba. Las inscripciones son lacónicas, o inexistentes; a
veces se puede ver una cruz dentro de un círculo dibujada sobre el nombre del
fallecido. En la parte posterior de cada una está grabada una marca de
identificación del tipo SW5055, un frío recuerdo de las placas numeradas que los
apaches tuvieron que llevar en San Carlos.
Durante la primera década del siglo XX, Jerónimo continuó deambulando
por ferias y exhibiciones. Actuó en el espectáculo del Salvaje Oeste de Pawnee Bill,
[32]
un imitador de William Cody, Búfalo Bill, en el que se tildaba a Jerónimo unas
veces de «tigre para la raza humana», y otros de «el peor indio que ha existido». En
un rancho de Oklahoma,[33] ante decenas de miles de personas, Jerónimo actuó en
«la última caza del búfalo», a pesar del hecho de que los chiricahua no cazaban
búfalos desde siglos antes de que naciese Jerónimo. El guerrero disparó desde el
asiento delantero de un automóvil, después saltó al suelo, corrió hacia la bestia
herida y le cortó la garganta con un cuchillo de caza.
El mayor espectáculo de Jerónimo fue en la Exposición de San Luis, estado
de Misuri.[34] Durante semanas enteras estuvo viviendo en un poblado apache, por
así decirlo, erigido en la zona. Por entonces ya cobraba dos dólares por una foto
autografiada. A pesar de su avanzada edad, ochenta y un años, Jerónimo asistió a
otras exhibiciones con la sagaz curiosidad que había marcado su vida. Montó en la
noria, asistió al guiñol y observó asombrado cómo un oso arrastraba un tronco y
parecía entender las palabras de su adiestrador. «Nunca he considerado a los osos
unos animales muy inteligentes, excepto en sus salvajes costumbres, pero nunca
antes había visto un oso blanco —dijo más tarde—. Estoy seguro de que no se
puede enseñar a los osos pardos a hacer esas cosas». Jerónimo centró toda su
atención en los espectáculos de magia (estaba decidido a averiguar cómo hacía
aquel hombre para atravesar con una espada a la dama que estaba en el cesto sin
matarla), y también en las gentes «primitivas» de otras tierras (turcos, filipinos y
otras personas) expuestos en las distintas barracas de la exposición.
Incluso en su senectud, Jerónimo se mostraba enormemente orgulloso de sus
habilidades físicas. En 1905,[36] un historiador que visitaba Fort Still decidió, al
pasar cerca de la cabaña del guerrero, poner a prueba la agilidad de Jerónimo
saltando un arroyo que discurría cerca del camino; el historiador había practicado
el salto de longitud en la universidad. Jerónimo inmediatamente saltó el torrente,
superando por treinta centímetros la marca de su rival. En otra ocasión, un artista
fue a pintar un retrato del guerrero y se encontró envuelto en una competición de
tiro en la que se usaba su propia arma, un rifle del calibre 22. [37] El blanco era un
minúsculo trozo de papel situado a varios metros de distancia, sujeto en un árbol
con un palillo. Jerónimo propuso un premio de diez dólares por diana, pero el
artista, mostrando consideración por los «soñolientos ojos» del anciano, dijo que
«no, dispararemos por diversión».
Más tarde escribiría: «Fue una suerte para mí que no lo aceptase, pues él
acertó todos y cada uno de sus disparos, en una ocasión voló incluso el palillo que
sujetaba el blanco, y yo los fallé todos».
Otro día, en el que Jerónimo mostraba «un extrañísimo humor», le dijo al
artista que ningún ser humano podía matarlo. El pintor lo miró escéptico y, de
pronto, Jerónimo se quitó la camisa.
Me quedé sin habla al ver tal número de agujeros de bala en su cuerpo…
Nunca había tenido noticia de ninguna persona que tuviese al menos quince
heridas de bala y siguiese con vida. Jerónimo tenía más cicatrices.
Alguno de esos agujeros de bala eran lo bastante grandes para sujetar las
pequeñas chinas que Jerónimo recogía y colocaba en ellos. Ponía una piedrecilla
dentro de una de las heridas de bala e imitaba el sonido de un disparo, luego la
sacaba y la arrojaba al suelo. Le dije en broma que probablemente estuviese
demasiado lejos para que las balas no entrasen con profundidad en su cuerpo,
pues de otro modo lo hubiesen matado.
—¡No, no! —gritó—. Las balas no pueden matarme.
También existen, por supuesto, los típicos problemas que se presentan al
traducir el idioma apache al inglés. Es imposible plasmar el tono de la retórica
apache en una lengua indoeuropea. Miles creyó que Jerónimo apelaba al
sentimentalismo cuando hablaba de bellotas que lo añoraban, pero todos los
apaches reconocieron el estilo místico de una frase transmitida de generación en
generación durante siglos (una razón que se suele alegar para presumir) que
expresaba poéticamente un sentimiento de pena universal, tanta que hasta los
árboles la sentían. El idioma inglés aportó sus propias expresiones banales. Se
decía que Jerónimo, como otros portavoces indios, [39] se dirigía al presidente del
gobierno como el Gran Padre Blanco cuando, en realidad, mejor traducción de la
frase sería «Ese que vive en Washington».
Barrett contrató como traductor a Daklugie, el hijo de Juh, recién llegado de
la escuela de Carlisle. Muchos años después, Daklugie desvelaría que Jerónimo
temía que Barret fuese un espía enviado por el gobierno para sacarle confesiones
mediante subterfugios, y más tarde castigarlo.[40] De ese modo, el guerrero afrontó
la creación de su propio libro con extrema cautela. No es de extrañar que muchos
de los más importantes acontecimientos de su vida no se recogiesen en Geronimo’s
story.
Si bien es cierto que la corta autobiografía publicada en 1906 es un tanto
fugaz, Jerónimo se las arregló para hacer de ella el vehículo de transmisión de un
elocuente ruego. En las últimas páginas, reflexionando acerca de las injusticias que
se agolparon en su corazón durante los últimos diecinueve años, Jerónimo apeló
directamente al presidente Roosevelt, de quien esperaba que demostrase que era
su amigo y benefactor. Trataba de obtener una oportunidad para que su gente
fuese enviada de vuelta a Arizona, la causa que Jerónimo rumiaba noche tras
noche.
«No guardo resentimiento hacia ti», le contestó Roosevelt, pero también le
advirtió del rencor que aún bullía en Arizona, un odio que podía dar paso a un
baño de sangre si los apaches regresaban. «Es mejor que permanezcas donde
estás… Eso es todo lo que te puedo decir, Jerónimo, eso y que lo siento».
Lo fundamental de la fantasía era la convicción de que, con el tiempo, los
apaches estarían agradecidos a sus maestros. No es sorprendente que los
observadores que visitaban Fort Still informasen de vez en cuando que Jerónimo
era, como señaló uno de ellos, «un anciano amistoso y amable … feliz como un
pájaro».[43] En ocasiones, tanto si era para exorcizar a sus atormentadores como por
un lamentable giro de su siempre vacilante temperamento, Jerónimo realizaba
declaraciones que servían para alimentar la fantasía de sus captores. «Yo ya no
considero que sea indio —dijo en una fecha tan temprana como 1894—. Yo soy un
hombre blanco al que le gustaría ir de un lado a otro y visitar distintos lugares.
Considero a todos los hombres blancos como mis hermanos».[44]
Durante sus décadas como prisioneros de guerra, distintos jefes chiricahua
respondieron de modos diferentes. Nana se sumió en una amarga e impenitente
melancolía. El soñador Naiché comenzó a pintar (sus pinturas costumbristas
representando escenas de la vida apache, realizadas sobre piel de venado, figuran
entre las más notables piezas de artesanía india; se conservan en el museo de Fort
Still) y con el cambio de siglo, [45] más o menos, se unió a la Iglesia reformada
holandesa y mantuvo una fe a toda prueba hasta su muerte, en 1921.
La respuesta de Jerónimo fue más compleja. La gran labor de sus últimos
veintitrés años fue la búsqueda metafísica de una respuesta que explicase qué le
había pasado a él y a su gente. Solo les entregó a sus captores breves destellos de
su oscura lucha interior, prefiriendo seguirles la corriente con las estampas del
salvaje Oeste que se ofrecían en los espectáculos. Incluso ahora, para los no
apaches, las huellas de esas décadas de lucha con el destino solo se pueden obtener
deduciéndolas de las crónicas.
Los cínicos creyeron que el experimento de Jerónimo con el cristianismo era
otra farsa para congraciarse. De todos modos, el sentido de fatalidad que se cernía
sobre el alma del anciano guerrero parecía que le hacía dudar del poder de Ussen,
puesto que, si al fin y al cabo los blancos habían vencido, sería porque su Dios era
más poderoso. Para Naiché, una vez convertido, la fe era una luz diáfana y durante
veinte años se presentó en la iglesia y fue testimonio con su inquebrantable
corazón de la munificencia del Dios cristiano. Para Jerónimo, con su ansia por
entender el cosmos, el Dios de la Biblia era una idea que había que dilucidar.
A pesar de buscar la revelación cristiana, Jerónimo continuó ejerciendo el
don que le había concedido Ussen para sanar. Cerca del final de su vida propuso
una astuta paradoja: «Le rezo al Dios de los hombres blancos para que me permita
vivir, pues mi gente me necesita y Él no».[48]
Y aun así, no se les permitió regresar a Arizona. Se les ofreció un espacio en
la reserva de sus aliados temporales, los mescalero, al este del río Bravo, en Nuevo
México. Cerca de dos tercios de los chiricahua decidieron desplazarse allí, el tercio
restante permaneció en Oklahoma. Los chiricahua de hoy viven todavía en esos
dos lugares; entre ellos se encuentran unos pocos descendientes de Jerónimo y, a
través de Naiché, de Cochise.
En cualquier caso, la decisión de liberar a los chiricahua le llegó muy tarde a
Jerónimo. Un frío día de 1909 Jerónimo cabalgó hasta la ciudad de Lawton para
vender unos arcos y flechas, y se emborrachó.[50] Cuando regresaba a su casa, de
noche, cayó del caballo y quedó el resto de la noche tendido en el suelo. Con
ochenta y cinco años que tenía entonces, enfermó de pulmonía y entró en un
estado delirante que duró varios días. En tal estado creyó ver a un joven
chiricahua, que había muerto recientemente, aproximarse a él e implorarle que se
convirtiese al cristianismo; pero Jerónimo se negó diciendo que no había sido
capaz en toda su vida de «seguir el sendero», y que entonces ya era demasiado
tarde. Jerónimo murió el día 17 de febrero de aquel año.
Su gente lo enterró en un cementerio situado a orillas del arroyo Cache. En
su memoria erigieron una pirámide de piedra de granito de color marrón y
colocaron en su cúspide un águila tallada en piedra; esta es una de las pocas
tumbas que escapan al anonimato de las blancas e idénticas lápidas numeradas. En
su funeral, una anciana rompió a llorar en apache gritando: «¡Todos te odiaban!
Los hombres blancos te odiaban, los mexicanos te odiaban, los apaches te odiaban,
todo el mundo te odiaba. Pero fuiste bueno con nosotros. Nosotros te amamos,
nosotros odiamos ver cómo te vas».[51]
Durante sus últimos años Jerónimo había vivido obsesionado con la idea de
la extinción de los chiricahua, no muy distinta que aquella nube de polvo azulado
flotando ante los hombres de Juh en Sierra Madre muchos años atrás.
Ocasionalmente, sumido en el pesimismo, daba rienda suelta a su melancolía ante
oyentes blancos, como hizo en Omaha en 1898: «El sol nace y brilla durante un rato
antes de descender, ocultarse a la vista y desaparecer. Así mismo ocurrirá con los
indios».[52]
En los últimos años de su vida nadie estuvo más cerca de él que Daklugie,[53]
quien sujetaba la mano del gran guerrero cuando este entró en el coma del que no
saldría. Daklugie conoció sus más profundos sentimientos. Estos últimos no fueron
tanto de desesperación y extinción como de amargo arrepentimiento. Nunca
debería haberse rendido, le dijo a su joven protégé, nunca debería haber creído «las
mentiras contadas por Miles». Debería haberse quedado en México hasta que
muriese el último de sus hombres.
Sus pensamientos recurrían constantemente a la masacre de su familia en los
aledaños de Janos. Sesenta años más tarde, su odio hacia los mexicanos no había
disminuido. En su lecho de muerte, deliró acerca de los temas que lo obsesionaban.
Si tan solo hubiese muerto, como Victorio, combatiendo a sus enemigos hasta
agotar el último cartucho, nunca se habría debilitado. Debería haber luchado hasta
el fin, acompañado de sus incondicionales. ¡Con qué maestría habían evitado a los
ocho mil soldados que peinaron México en su busca! Una y otra vez, mientras sus
débiles dedos sujetaban la mano de Daklugie y su mente se sumergía en la
oscuridad, Jerónimo recitaba en voz alta los nombres de los guerreros de su última
partida: Naiché, Lozen, Perico, Chapo, Tissnolthos, Yanozah, Fun…
* * *
A lo largo de las rocosas terrazas del arroyo Aravaipa florecen los sahuaros,
cuyos verdes frutos bulbosos no saborean paladares humanos. En las montañas
Dragón, donde reposan los restos de Cochise, los mezquites se cargan de fruto en
agosto y estos caen al suelo porque nadie los recolecta. Los juníperos y pinos
piñoneros dejan caer sus cosechas sobre las laderas, donde solo las ardillas se
preocupan de aprovecharla. Todos los años, en el mes de mayo, el agave se hincha
con la humedad del terreno, pero ninguna mujer se acerca a excavar sus raíces y
cocer la carnosa pulpa del mescal en un hoyo excavado en el suelo.
El estanque sagrado de Ojo Caliente se desborda en silencio, derramándose
hacia el cañón donde un millar de golondrinas trinan y vuelan raudas como
flechas. La rojiza arcilla que usaban para pintarse el rostro duerme en su lecho
mineral. En Apache Pass, el manantial donde Mangas estuvo a punto de entregar
su vida en uno de aquellos sombríos recovecos, solo beben los animales. Sobre
Turkey Creek los halcones vuelan trazando espirales y los pinos se alzan y
amontonan sin que nadie los contemple.
Río arriba, en el cañón de los Embudos, las cascarillas de piedra, negras,
grises y rojizas, desaparecen bajo las errantes arenas de cada verano sin que haya
dedos que trabajen el pedernal. En los altos de Sierra Madre, el zigzagueante
sendero que conduce a la Fortaleza de Juh permanece cubierto por un mar de altas
y ondulantes gramíneas. El ciervo salta tranquilo entre los álamos de Virginia, a lo
largo de las azules aguas del río Bavispe, donde, sin oídos humanos que se
interroguen acerca de su significado, los coyotes aúllan al anochecer.
Notas
[1]
En cursiva, los términos en español en el original. (N. del T.) <<
[2]
Arnold, Elliiot, Flecha rota, Noguer y Carlat Editores S. A., 1965. (N. del T.)
<<
[3]
Kivas: palabra hopi que significa «habitación de ceremonias». (N. del T.) <<
[4]
Skimmy podría traducirse como «desnatado», Sneezer como «el que
estornuda», y Nosey como «entrometido». (N. del T.) <<
[5]
En octubre de 1861, el abolicionista John Brown se apoderó del arsenal
federal de Harpers Ferry (estado de Virginia) e hizo un llamamiento a los esclavos
para que se alzaran contra sus amos. Los federales aplacaron la rebelión, pero la
captura, el juicio y la posterior ejecución de John Brown fueron la causa detonante
del conflicto conocido en Estados Unidos como Guerra de Secesión. (N. del T.) <<
[6]
Célebres pistoleros y, paradójicamente, representantes de la ley que junto
a otro pistolero, Doc Holliday, protagonizaron el llamado «Duelo en el OK Corral».
(N. del T.) <<
[7]
John James Audubon (17851851), naturalista ornitólogo y artista
estadounidense célebre por sus dibujos de todas las especies de aves de
Norteamérica. (N. del T.) <<
[8]
177.816 km2, aproximadamente la superficie de Andalucía, CastillaLa
Mancha y Murcia. (N. del T.) <<
[9]
Dutch: holandés. (N. del T.) <<
[10]
En gaélico en el original. Significa: Los viejos tiempos. En español se
conoce como A la luz de las velas. (N. del T.) <<
Notas 0
[1]
C.L. Sonnichsen, The Mescalero Apaches, Norman (Oklahoma), 1958, p. 46.
<<
Secaucus, 1988, p. 83. <<
[3]
D.L. Thrapp, Victorio and the Mimbres Apaches, Norman, 1974, p. 60. <<
[4]
D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, Norman, 1967, p. 155. <<
[5]
Ibid., p. 234. <<
[6]
W. Bell, A New Tracks in North America, Albuquerque, 1965, p. 184. <<
[7]
T.E. Farish History of the Arizona Territory, San Francisco, 1884, p. 181. <<
[8]
W.B. Skinner, The Apache Rock Crumbles, Pensacola (Florida), 1987, p. 46.
<<
[9]
Ibid., p. 89. <<
Notas 1
[1]
D. L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., p. 16; E.R. Sweeney, Cochise,
Norman, p. 427. Se conserva una buena fotografía de Bascom en la Sociedad
Histórica de Arizona. <<
E.R. Sweeney, Cochise, op. cit., cap. XV, pp. 118119; S.W. Cozzens,
[2]
Explorations, op. cit., p. 86. <<
[3]
F.G. Hughes, «History: Cochise, the Chiricahua Chieftain», Arizona Star, 31
de junio de 1886. <<
[4]
E. Ball, Indeh: An Apache Odyssey, Norman, 1988, pp. 2325. <<
reeditado en J. Miller, The Arizona Story, Nueva York, 1952, p. 55; F.C. Lockwood,
The Apache Indians, Lincoln (Nebraska), p. 101. <<
E.R. Sweeney, op. cit., p. 129130, dice que «se carece de pruebas
[6]
documentales» sobre la supuesta labor como leñador. J.G. Bourke, On the Border
with Crook, Lincoln (Nebraska), 1891, p. 119, en cambio, afirmó que los veteranos
solían contratar a Cochise. <<
[7]
E.R. Sweeney, op. cit., pp. 150151. <<
[8]
H.S. Turrill, «A Vanished race of Aboriginal Founders», en Publications of
the Order of the Founders and Patriots of America, n.º 18, pp. 1415. <<
[9]
E.R. Sweeney, op. cit., pp. 151152. <<
[10]
Ibid., pp. 4344. <<
[11]
C.T. Conell, «Mickey Free», en Arizona Magazine, vol. II, n.º 4, diciembre
de 1906, p. 43 <<
[12]
Ibid., pp. 4344. <<
[13]
Ibid., p. 50; A.K. Griffith, Mickey Free, Manhunter, Caldwell (Idaho), 1969,
pp. 2025. <<
[14]
Ibid., p. 44; Ch. Poston, Building a State in Apache Land, Tempe (Arizona),
1963, p. 97. <<
[15]
E.R. Sweeney, op. cit., pp. 144146. <<
[16]
Ch. Poston, Building a State, p. 96; T.E. Farish, History, vol. II, p. 30. <<
[17]
T.E. Farish, History of Arizona, Phoenix, vol. II, p. 30. <<
[18]
E. Ball. Indeh, op. cit., p. 25. <<
Warfare, Tucson, 1971, p. 135. <<
[20]
D.L. Thrapp, Al Sieber, Norman, 1964, p. 185. <<
[21]
C.T. Connell, «Mickey Free», op cit., p. 50. <<
[22]
E. Ball, narración de James Kaywaykla, en In the days of Victorio, Tucson,
1970, p. 155. <<
[23]
A. Debo, Geronimo, Norman, 1976, p. 222. <<
[24]
B. Davis, The Truth about Geronimo, Lincoln, 1976, p. 37. <<
[25]
E.R. Sweeney, op. cit., pp. 152153. <<
[26]
B.H. Sacks, «New Evidence on the Bascom Affair», en Arizona and the
West, otoño de 1962, vol. IV, n.º 3, p. 266. <<
[27]
E.R. Sweeney, op. cit., pp. 153154. <<
[28]
Ibid., p. 141. <<
[29]
Ibid., p. 155156. <<
[30]
B.H. Sacks, op. cit., pp 275276. <<
[31]
Sweeney duda de la veracidad de este episodio; sin embargo véase D.
Russell, One Hundred and Three Figths, Scrimmages, Washington, 1936, pp. 2427, y
R.M. Utley, «The Bascom Affair: A Recostruction», en Arizona and the West,
primavera de 1961, vol. VI, n.º 1, p. 65. <<
[32]
B.H. Sacks, op. cit., pp. 275278. <<
[33]
E.R. Sweeney, op. cit., pp. 158163. <<
[34]
R.M. Utley, op. cit., p. 67. <<
[35]
W.S. Oury, «To the Society of Arizona Pioneers», manuscrito, Sociedad
Histórica de Arizona. <<
[36]
B.H. Sacks, op. cit., p. 267. <<
[37]
E.R. Sweeney, op. cit., p. 163. <<
[38]
B.H. Sacks, op. cit., p. 267. <<
[39]
E.R. Sweeney, op. cit., pp. 163, 167; W.S. Oury, op. cit. <<
[40]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 25. <<
[41]
B.H. Sacks, op. cit., p. 266267. <<
[42]
S.M. Barret, Geronimo’s story, Nueva York, 1906, p. 115. <<
[43]
E.R. Sweeney, op. cit., p. 165; D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., p.
16. <<
[44]
E.R. Sweeney, op. cit., p. 144; J. Betzinez, I fought with Geronimo, Lincoln,
1959, p. 41. <<
[45]
S.M. Barret, op. cit., p. 117. <<
Notas 2
[1]
E.R. Sweeney, Cochise, op. cit., pp. 170176. <<
[2]
Las apreciaciones de los estadounidenses, fruto del terror, perviven en las
típicas escenas de las películas del Oeste: un carromato avanza lentamente por el
fondo de un cañón y entonces aparece un solitario apache a caballo que lo observa
desde el borde de una de las rocas situada en la cima. De repente, cientos de jinetes
apaches entran en escena y rodean a los indefensos viajeros. <<
[3]
Charles D. Poston a C.E. Cooley, 17 de mayo de 1886, en R.H. Ogle, Federal
Control, of the Western Apaches, Albuquerque, 1940, p. 45. <<
[4]
T.E. Farish, History, op. cit., vol. II, pp. 3233. <<
[5]
E.R. Sweeney, op. cit., pp. 132141. <<
[6]
J.H. Tevis, Arizona in the 50's, Albuquerque, 1954, p. 165. <<
[7]
Neil Goodwin, comunicado personal, 1990. <<
[8]
J.H. Tevis, «Weekly Arizonian», en E.R. Sweeney, op. cit., p. 129. <<
[9]
E.R. Sweeney, op. cit., pp. 191192. <<
[10]
J.H. Tevis, Arizona, op. cit., pp. 111113, 147152, 220228. <<
[11]
D.C. Cole, The Chiricahua Apache, Albuquerque, 1988, p. 91. <<
[12]
M.E. Opler, An Apache LifeWay, Chicago, 1941, pp. 38, 195, 240241, 281
284. <<
[13]
D.C. Cole, op. cit., p. 91. <<
[14]
D.L. Thrapp, Victorio, op. cit., p. 75. <<
[15]
E. Ball, In the days of Victorio, p. 45. <<
[16]
E.R. Sweeney, op. cit., p. 178. <<
[17]
Ibid, p. 190; R.H. Ogle, op. cit., p. 45. <<
[18]
J.R. Bowne, Adventures, in the Apache Country, Nueva York, 1869, p. 134.
<<
[19]
J.C. Cremony, Life, among the Apaches, Lincoln, 1983, p. 117. <<
[20]
J.U. Terrell, Apache Chronicle, Nueva York, 1972, p. 224. <<
[21]
H.S. Turrill, A Vanished Race, op. cit., p. 20. <<
[22]
J.U. Terrell, op. cit., pp. 223229. <<
[23]
M.E. Opler, op. cit., pp. 13. <<
[24]
E.R. Sweeney, op. cit., p. 44. <<
[25]
S.W. Cozzens, op. cit., p. 118. <<
[26]
Edward H. Winfield, en D.L. Thrapp, Victorio, op. cit. p. 32. <<
[27]
J.C. Cremony, op. cit., p. 176. <<
Conquest of Apacheria, op. cit., pp. 1314. <<
[29]
E.R. Sweeney, op. cit., p. 45. <<
[30]
J.C. Cremony, op. cit., p. 177. <<
[31]
D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., pp. 1011. <<
[32]
E.R. Sweeney, op. cit., p. 32; E. Ball, In the days, op. cit., p. 46; D.L. Thrapp,
Conquest of Apacheria, op. cit., p. 9. <<
[33]
E.R. Sweeney, op. cit., pp. 3334. <<
[34]
E. Ball, In the days, op. cit., p. 46. <<
[35]
Nana, en ibid., p. 32. <<
[36]
E. Ball, Indeh, op. cit., pp. 10, 15. <<
[37]
P. Wellman, op. cit., p. 57. <<
[38]
E.R. Sweeney, op. cit., pp. 181182, 186187; Terrell, op. cit., pp. 222223. <<
[39]
E.R. Sweeney, op. cit., pp. 196198. <<
[40]
D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., p. 23; Ball, Indeh, op. cit., p. 249;
E.M. Barret, Geronimo’s story, op. cit., pp. 4748. <<
[41]
E.R. Sweeney, op. cit., p. 198. <<
[42]
Ibid., pp. 198199, 436. <<
[43]
J.C. Cremony, op. cit., p. 161. <<
[44]
E.R. Sweeney, op. cit., pp. 199201; J.C. Cremony, op. cit., p. 164; E. Ball, In
the days, op. cit., p. 47. <<
[45]
Daklugie, en E. Ball, Indeh, op. cit., p. 52. <<
[46]
John Teal, en J.C. Cremony, op. cit., pp. 159169. <<
[47]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 20. <<
[48]
J.R. Baylor, John Robert Baylor, Tucson, 1966, pp. 2, 1014 <<
[49]
E.R. Sweeney, op. cit., pp. 203204. <<
[50]
C.L. Sonnichsen, op. cit., pp. 110111. <<
[51]
D.E. Conner, John Redford Walker, Norman, 1956, pp. 3435. <<
[52]
S. M. Barrett, op. cit., pp. 119120. <<
[53]
D.C. Cole, op. cit., p. 96. <<
[54]
D.E. Conner, op. cit., pp. 3641. <<
[55]
J.H. McClintock, Arizona, Chicago, 1916, vol. I, p. 177; P.I. Wellman, op.
cit., p. 89. <<
[56]
P.I. Wellman, op. cit., p. 89. <<
[57]
Ibid., p. 89. <<
[58]
S. M. Barret, op. cit., p. 121. <<
[59]
E. Ball, In the days, op. cit., p. 48; E. Ball, Indeh, op. cit., p. 20. <<
[60]
S. M. Barrett, op. cit., p. 119. <<
Notas 3
[1]
C.D. Cole, The Chiricahua Apache, p. 97. <<
[2]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 20; E. Ball, In the days, op. cit., pp. 13, 206. <<
[3]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 12. <<
[4]
I. Pfefferkorn, Sonora, Albuquerque, 1949, pp. 148149. <<
[5]
Ensayo anónimo, Rudo Ensayo, Tucson, 1951, p. 88. <<
[6]
S.W. Cozzens, Explorations, op. cit., pp. 125126. <<
[7]
H.E. Opler, op. cit., p. 252. <<
[8]
S.W. Cozzens, op. cit., p. 125. <<
[9]
J.C. Cremony, op. cit., p. 267. <<
[10]
E.R. Sweeney, Cochise, op. cit., p. 256. <<
[11]
D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., p. 65. <<
[12]
D.L. Thrapp, Victorio, op. cit., p. 130. <<
[13]
P.I. Wellman, op. cit., p. 177. <<
[14]
D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., p. 134. <<
[15]
C. T. Conell, The Apache, manuscrito inédito. <<
[16]
C.L. Sonnichsen, p. 46. <<
[17]
D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., p. 35; C.T. Conell, op. cit. <<
[18]
C.D. Poston, History of the Apaches, manuscrito inédito, p. 53. <<
[19]
Ibid, p. 53. <<
[20]
D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., p. 320. <<
[21]
J.C. Cremony, op. cit., p. 266. <<
[22]
Amnesty International, Report on torture, Nueva York, 1975, p. 27. <<
[23]
E. Ball, In the days, op. cit., p. 133. <<
[24]
J.U. Terrell, op. cit., p. 249. <<
[25]
Raphael Pumpelly, citado en J.U. Terrell, op. p. 261. <<
[26]
J.G. Bourke, Diary, manuscrito inédito, p. 92, citado en Porter, Paper, op.
cit., p. 1011. <<
[27]
D.E. Conner, op. cit., pp. 266267. <<
[28]
H.E. Opler, op. cit., pp. 6973. <<
[29]
R.H. Ogle, Control, p. 17; J.C. Cremony, op. cit., p. 227. <<
[30]
H.E. Opler, op. cit., p. 351. <<
[31]
R.H. Ogle, op. cit., p. 17. <<
Notas 4
[1]
Ch. Poston, History, op. cit., p. 30. <<
[2]
John Sanford Mason, en E.R. Sweeney, Cochise, op. cit., p. 231. <<
[3]
Ibid., XXIIXXIII. <<
[4]
Ibid., p. 272. <<
[5]
El agente era el doctor Michel Steck. Véase E.R. Sweeney, Cochise, op. cit.,
p. 140; D.L. Thrapp, Victorio, op. cit., pp. 6566, 8586. <<
[6]
E.R. Sweeney, Cochise, p. 220. <<
[7]
La tragedia de bosque Redondo está bien documentada en C.L.
Sonnichsen, Mescalero, op. cit., pp. 109133; y en D. Brown, Bury My Heart, at
Wounded Knee, Nueva York, 1971, pp. 2035. <<
[8]
C.L. Sonnichsen, Mescalero, op. cit., p. 133. <<
[9]
D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., pp. 3740. <<
[10]
J.R. Browne, op. cit., p. 102. <<
[11]
D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., p. 27; Terrell, Chronicle, p. 244.
<<
[12]
D.E. Conner, Walker, op. cit., pp. 171176. <<
[13]
Bert Fireman, Historical Markers of Arizona, vol. II, citado en D.L. Thrapp,
Conquest of Apacheria, op. cit., p. 27. <<
O.B. Faulk, The Geronimo Campaign, Nueva York, 1969, pp. 2631; D.
[14]
Rickey, Forty Miles a Day on Beans and May, Norman, 1963, pp. 4, 2027, 143. <<
[15]
D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., p. 79; E.R. Sweeney, Cochise, op.
cit., p. 265. <<
[16]
D.L. Thrapp sostiene que el número total de apaches nunca excedió los
seis mil individuos (Conquest of Apacheria, op. cit., Vil); en cambio Robert Utley
afirma que habría unos ocho mil apaches en el siglo XVI (op. cit., p. 9). John Clum,
un contemporáneo, estimó la población apache en siete mil individuos en 1864 (W.
Clum, Apache agent, The Story of John P. Clum, Lincoln, 1978, p. 123). <<
[17]
W. Bell, Tracks, op. cit., pp. 184, 188. <<
[18]
H.E. Opler, LifeWay, op. cit., p. 4; E.R. Sweeney, Cochise, op. cit., p. 140. <<
[19]
E. Ball, In the days, op. cit., p. 41. <<
[20]
D.L. Thrapp, Victorio, op. cit., IX. <<
[21]
E.R. Sweeney, Cochise, pp. 223225. <<
[22]
W. Bell, op. cit., p. 260. <<
[23]
Ch. Poston, History, op. cit., pp. 4349. <<
[24]
John Spring en E.R. Sweeney, Cochise, op. cit., p. 266. <<
[25]
Ibid., p. 240. <<
[26]
S.W. Cozzens, Explorations, op. cit., p. 84. <<
[27]
E.R. Sweeney, Cochise, op. cit., pp. 223, 265. <<
[28]
Ibid., p. 240. <<
[29]
D.C. Cole, op. cit., pp. 98, 104; Spicer, Cycles, of Conquest, Tucson, 1962, pp.
6567. <<
[30]
Asamblea Legislativa del Estado de Arizona, Memorial, pp. 4, 9. <<
[31]
J.G. Bourke, On the Border, op. cit., pp. 2930. <<
[32]
La mejor fuente acerca de la campaña de Cushing en 1871 la encontramos
en D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., pp. 6378. <<
Notas 5
[1]
John Mott a Alexander Moore, el día 20 de mayo de 1871, recogido en D.L.
Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., pp. 2777. <<
[2]
Ibid., p. 76. <<
[3]
E. Ball, Indeh, op. cit., pp. 2627. <<
[4]
Ibid., p. 6. <<
[5]
D.L. Thrapp Juh, El Paso, 1973, pp. 5, 9; J.H. McClintock, Arizona, op. cit.,
vol. I, p. 246. <<
[6]
E. Ball, Indeh, p. 3. <<
[7]
A. Debo, op. cit., pp. 7677. <<
[8]
E. Ball, Indeh, op. cit., pp. 2627. <<
[9]
E.R. Sweeney, Cochise, op. cit., p. 265. <<
[10]
Arizona Miner, 20 de marzo de 1869, en E.R. Sweeney, Cochise, op. cit., pp.
262264. <<
Sweeney, Cochise, op. cit., p. 281. <<
[12]
Ibid, pp. 283284. <<
[13]
Argalus Hennisee a William Clinton, el día 31 de octubre de 1870, y
William Arny a Henry Parker el día 24 de octubre del mismo año, en D.L. Thrapp,
Victorio, op. cit., pp. 129130; E.R. Sweeney, Cochise, op. cit., pp. 297300. <<
[14]
E.R. Sweeney, Cochise, op. cit., pp. 312314. <<
[15]
Ellis, «Recollections of an Interview with Cochise, Chief of the Apaches»,
Collections of the Kansas State Historical Society, 19131914, pp. 391392. <<
[16]
Walker y Bufkin, Atlas, op. cit., p. 38. <<
[17]
D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., pp. 8081. <<
[18]
Royal Whitman a J.G.C. Lee, «Report of the Massacre», en V. Colyer,
Report on the Apache Indians of Arizona and New México, Washington, 1872, pp. 3132.
<<
[19]
W. Bell, Tracks, pp. 301311. <<
[20]
Whitman a Lee, en V. Colyer, op. cit., p. 32. <<
[21]
William Oury, Arizona Star, 29 de junio de 1879, citado en D.L. Thrapp,
Conquest of Apacheria, op. cit., p. 88. <<
[22]
W. Oury, «To the society», manuscrito inédito, pp. 410 <<
[23]
Ibid., p. 12. <<
[24]
Whitman a Lee; C.B. Briesly, «Testimony»; ambos en V. Colyer, op. cit.,
pp. 3334. <<
[25]
W. Oury, «To the society», op. cit., p. 11. <<
[26]
F.C. Lockwood, Apache indians, op. cit., p. 181. <<
[27]
Whitman a Lee, en V. Colyer, op. cit., p. 33. <<
[28]
F.C. Lockwood, Apache indians, p. 178. <<
[29]
Citado en D. Schellie, Vast. Domain of Blood, Los Ángeles, 1968, p. 172. <<
[30]
J.U. Terrell, op. cit., p. 279. <<
[31]
D. Schellie, op. cit., pp. 178188. <<
[32]
D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, pp. 9394, 111. <<
[33]
D. Schellie, op. cit., p. 189; P.I. Wellman, op. cit., p. 98. <<
Notas 6
[1]
M.F. Schmitt, General George Crook, Norman, 1946, pp. 100, 101, 122, 136,
160, 188. Crook todavía es el cadete con peores notas que se haya graduado en
West Point, y que llegase a general de división en Estados Unidos. <<
[2]
J.G. Bourke, On the Border, op. cit., VI. <<
[3]
M.F. Schmitt, op. cit., XI. <<
[4]
Ibid., p. 169. <<
[5]
J.G. Bourke, Border, op. cit., pp. 109111. <<
[6]
M.F. Schmitt, op. cit., pp. 82, 98, 141, 306. <<
[7]
Ibid., pp. 126127. <<
[8]
E.S. Connell, Morning Star, pp. 179180. <<
[9]
M.F. Schmitt, op. cit., pp. 129130. Se ha transmitido a la posteridad el
engaño de Sheridan, sin rigor alguno. En La Enciclopedia Británica, 15.ª edición, vol.
IX, por ejemplo, podemos leer: «Durante la tercera batalla de Winchester, estado de
Virginia, acaecida en septiembre, [Sheridan] expulsó de Winchester al general
Jubal A. Early». <<
[10]
Citado en M.F. Schmitt, op. cit., p. 130. <<
[11]
Ibid., p. 134. <<
[12]
J.G. Bourke, op. cit., p. 109. <<
[13]
M.F. Schmitt, op. cit., pp. 135136, 303304. <<
[14]
Ibid., pp. 3940. <<
[15]
Ibid., pp. 149, 307308. <<
[16]
D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., p. 95. <<
[17]
J.G. Bourke, op. cit., p. 112. <<
[18]
M.F. Schmitt, op. cit., pp. 15, 52, 69, 73. <<
[19]
Ibid., pp. 6364. <<
[20]
J.G. Bourke, op. cit., pp. 108109. <<
[21]
M.F. Schmitt, op. cit., pp. 163165. <<
[22]
Sherman a William K. Belknap, 7 de enero de 1870, en J.U. Terrell, op. cit.,
p. 265. <<
[23]
M.F. Schmitt, op. cit., pp. 105106, 146. <<
[24]
J.G. Bourke, op. cit., pp. 150151. <<
[25]
M.F. Schmitt, op. cit., pp. 165166. <<
[26]
J.G. Bourke, op. cit., pp. 142144. <<
[27]
Ibid., pp. 145149. <<
[28]
M.F. Schmitt, op. cit., p. 167. <<
[29]
D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., pp. 102103. <<
[30]
V. Colyer, op. cit., p. 3. <<
[31]
Bancroft, en J.H. McClintock, op. cit., vol. I, p. 420. <<
[32]
Bourke, Diary, en D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., p. 129. <<
[33]
M.F. Schmitt, op. cit., p. 168. <<
[34]
John Marion, Arizona Miner, en E.R. Sweeney, Cochise, op. cit., p. 321. <<
[35]
Ibid., p. 329. <<
[36]
W. Clum, Apache agent, op. cit., pp. 7980. <<
[37]
D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, p. 105; Terrell, op. cit., p. 286. <<
[38]
V. Colyer, op. cit., p. 13. <<
[39]
D.L. Thrapp, op. cit., p. 106. <<
[40]
E.R. Sweeney, Cochise, pp. 323324. <<
[41]
M.F. Schmitt, op. cit., p. 176. <<
[42]
Crook a la oficina del estado mayor del ejército, 10 de julio de 1871, en
E.R. Sweeney, Cochise, op. cit., p. 319. <<
Notas 7
[1]
E.R. Sweeney, Cochise, pp. 325, 334336. <<
[2]
Farish, que entrevistó a Jeffords, fecha el encuentro en 1867, en T.E. Farish,
History of Arizona, op. cit., vol. II, p. 228. Sin embargo, Sweeney argumenta de modo
convincente que esa es una fecha demasiado temprana, y propone el año 1870
como el del encuentro, en Cochise, op. cit., pp. 293296. <<
[3]
R.H. Forbes, manuscrito inédito; Farish, op. cit., vol. II, pp. 228240. <<
[4]
R.H. Forbes, op. cit., p. 3 <<
[5]
E.R. Sweeney, Cochise, op. cit., p. 292. <<
[6]
T.E. Farish, op. cit., vol. II, pp. 228229. <<
[7]
E. Ball, Indeh, op. cit., pp. 2728, 31. <<
[8]
T.E. Farish, op. cit., vol. II, p. 229. <<
[9]
E.R. Sweeney, op. cit., pp. 324334. <<
[10]
D.L. Thrapp, Victorio, op. cit., pp. 138138. <<
[11]
E.R. Sweeney, op. cit., pp. 325338. <<
[12]
H.S. Turrill, «Talk with Cochise», Miner, 187, p. 67. <<
[13]
E.R. Sweeney, op. cit., pp. 325338. <<
[14]
H.S. Turrill, «Talk», op. cit., p. 64. <<
[15]
M.E. Opler, op. cit., pp. 38, 241, 476477. <<
[16]
H.S. Turrill, «Vanished Race», op. cit., pp. 2021. <<
[17]
M.E. Opler, op. cit., pp. 330332. <<
[18]
H.S. Turrill, «Talk», op. cit., pp. 6567. <<
[19]
H.S. Turrill, «Vanished Race», op. cit., p. 21. <<
[20]
E.R. Sweeney, op. cit., pp. 340342. <<
[21]
M.F. Schmitt, Crook, op. cit., p. 176. <<
[22]
Ibid., p. 177. <<
[23]
Royal Whitman, manuscrito sin título, Biblioteca Pública de Nueva York,
en D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., p. 110. <<
[24]
M.F. Schmitt, op. cit., pp. 169. <<
[25]
O.O. Howard, My Life and Experiences among our hostile indians, Hartford,
1907, pp. 151152. <<
[26]
Ibid., pp. 164176. <<
[27]
Crook lo llama apache Miguel o McGill, pero Howard, que lo conocía
mejor, insiste en que se llamaba Menguil. <<
[28]
O.O. Howard, op. cit., p. 178. <<
Ibid., pp. 182184. La escritura de los ojos blancos tenía algo de mágico
[29]
para los apaches: entre los bienes que conformaban su botín, conservaban y
llevaban consigo la correspondencia de los residentes de la frontera. <<
[30]
E.R. Sweeney, Cochise, op. cit., pp. 340346. <<
[31]
O.O. Howard, op. cit., pp. 184, 186. <<
[32]
O.O. Howard, «Account of General Howard’s Mission to the Apaches
and Navajos», Washington Daily Morning Chronicle, 10 de noviembre de 1872, p. 4.
<<
[33]
O.O. Howard, Life, op. cit., pp. 187188. <<
[34]
E. Ball, Indeh, op. cit., pp. 2829, E.R. Sweeney, op. cit., pp. 354, 457458. <<
[35]
O.O. Howard, Life, op. cit., p. 192; E.R. Sweeney, Cochise, op. cit., p. 354. <<
[36]
O.O. Howard, «Account», op. cit., p. 5. <<
[37]
O.O. Howard, Life, op. cit., pp. 196203; O.O. Howard, «Account», op. cit.,
p. 5. <<
[38]
O.O. Howard, «Account», op. cit., p. 6. <<
[39]
O.O. Howard, Life, op. cit., pp. 206209. <<
[40]
O.O. Howard, «Account», op. cit., p. 7. <<
[41]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 28; E.R. Sweeney, Cochise, op. cit., pp. 457458. <<
[42]
O.O. Howard, «Account», op. cit., p. 78. <<
[43]
E. Ball, In the days, op. cit., pp. 5556. <<
[44]
O.O. Howard, «Account», op. cit., p. 8. <<
[45]
O.O. Howard, Life, op. cit., pp. 212219. <<
[46]
Manuscrito sin título perteneciente a Tom Jeffords, conservado en la
Sociedad Histórica de Arizona, en E.R. Sweeney, op. cit., p. 363. <<
[47]
O.O. Howard, Life, p. 220. <<
[48]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 29; A.P.K. Safford, artículo sin título, Arizona
Citizen, 7 de diciembre de 1872; reimpreso en Joseph Miller, The Arizona Story,
Nueva York, 1952, p. 58. <<
Notas 8
[1]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 249. <<
[2]
D.C. Cole, op. cit., pp. 910. <<
[3]
A. Debo, op. cit., p. 12. <<
[4]
D.C. Cole, op. cit., p. 10. <<
[5]
Barrett, el hombre al que Jerónimo dictó su autobiografía, trató de situar
los acontecimientos dentro de las fechas del calendario y llegó a la conclusión de
que el jefe chiricahua nació en el mes de junio de 1829 (véase, Barrett, Geronimo’s
Story, op. cit.). Sin embargo, Angie Debo hace una contundente argumentación
(Geronimo, op. cit., p. 7) donde señala que Jerónimo nació antes, quizás en una fecha
tan temprana como 1823. Edwin Sweeney utiliza otras pruebas para corroborar ese
dato (Carrasco, op. cit., p. 47). En cuanto al lugar de nacimiento, Debo interpreta las
ambiguas declaraciones de Jerónimo (tal como las transcribió Barrett) como un
lugar cercano a Clifton (Arizona). Yo opino que es un error. Daklugie, el hijo de
Juh, insiste enérgicamente en señalar la bifurcación central del río Gila (E. Ball,
Indeh, op. cit., p. 177), un lugar del que dan fe, independientemente de Daklugie,
otros descendientes de aquellos chiricahua (E. Ball, In the days, op. cit., p. 137). <<
[6]
M.E. Opler, LifeWay, p. 10. <<
[7]
S.M. Barrett, op. cit., pp. 1721. <<
[8]
M.E. Opler, LifeWay, pp. 89, 220223, 440442. <<
[9]
E. Ball, In the days, p. 28. <<
[10]
M.E. Opler, LifeWay, op. cit., pp. 34, 4650, 6674; J. Cortés, Views from de
Apache Frontier: Report on the Northern Provinces of Spain, Norman, 1989, p. 68; E.
Ball, Indeh, op. cit., pp. 9394; W. Clum, Apache Agent, op. cit., p. 42. <<
[11]
E. Ball, In the days, op. cit., p. 54. <<
[12]
M.E. Opler, LifeWay, op. cit., p. 40. <<
[13]
Ibid., pp. 66, 70, 74. <<
[14]
S.M. Barret, op. cit., p. 37. <<
[15]
J. Betzinez, I fought, p. 15. <<
[16]
S.M. Barrett, op. cit., p. 18. <<
[17]
Ibid., pp. 3839. <<
[18]
D.L. Thrapp, Victorio, op. cit., p. 19. <<
[19]
M. Moorhead, The Apache Frontier, Norman, 1969, pp. 284285 <<
[20]
E.R. Sweeney, «1 had lost all: Geronimo and the Carrasco Massacre of
1851», The Journal of Arizona History, n.º 1, 1986, pp. 35, 3940. <<
[21]
S.M. Barrett, op. cit., pp. 4344. <<
[22]
E.R. Sweeney, «I had lost all», op. cit., pp. 40, 4547; E.R. Sweeney, Cochise,
op. cit., p. 87. <<
[23]
S.M. Barrett, op. cit., pp. 4446. <<
[24]
Sam Hazous en A. Debo, op. cit., p. 38. <<
[25]
S.M. Barrett, op. cit., pp. 4753. <<
[26]
E.R. Sweeney, «I had lost all» op. cit., pp. 4244. <<
[27]
A. Debo, op. cit., p. 39. <<
[28]
W. Clum, Apache agent, op. cit., pp. 2829. <<
[29]
A. Debo, op. cit., p. 13. <<
[30]
E.R. Sweeney, «I had lost all», op. cit., p. 42. <<
[31]
W. Clum, Apache agent, op. cit., p. 29. <<
[32]
S.M. Barrett, op. cit., p. 55. <<
[33]
E.R. Sweeney, «I had lost all», op. cit., pp. 42, 44. <<
[34]
S.M. Barrett, op. cit., pp. 43, 47. <<
[35]
E.R. Sweeney, «I had lost all», op. cit., p. 40. <<
[36]
E. Ball, Indeh, p. 80; J. Betzinez, op. cit., pp. 1, 17. <<
[37]
Véase, por ejemplo, Jeff Long, Duel of Eagles, Nueva York, 1990. <<
[38]
A. Debo, op. cit., p. 47; J. Betzinez, op. cit., p. 17. <<
[39]
S.M. Barrett, op. cit., pp. 113114. <<
[40]
Ibid., pp. 5564. <<
[41]
Burbank y Royce, Burbank, op. cit., p. 23. <<
[42]
S.M. Barrett, op. cit., pp. 6977, 8081. <<
[43]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 14. <<
[44]
M.E. Opler, LifeWay, op. cit., p. 40. <<
[45]
E. Ball, Indeh, op. cit., pp. 13, 181. <<
[46]
Cuando Jerónimo le dictó su autobiografía a Barrett, en 1905, todavía
poseía una profunda aprensión ante la posibilidad de que el gobierno de la nación
pudiese usar la narración de su vida para justificar algún castigo posterior; una
razón contundente para que minimizase el recuento de sus batallas y asaltos contra
los estadounidenses. <<
[47]
A. Debo, op. cit., p. 68; S.M. Barrett, op. cit., pp. 119127. <<
[48]
S.M. Barrett, op. cit., p. 128; O.O. Howard, Famous Chiefs, op. cit., pp. 112
136. <<
[49]
A. Debo, op. cit., pp. 47, 50. <<
[50]
E.R. Sweeney, Cochise, op. cit., p. 422. <<
[51]
W. Clum, Apache agent, op. cit., p. 221. <<
[52]
O.O. Howard, Life, op. cit., pp. 206209. <<
Notas 9
[1]
M.F. Schmitt, General George Crook, op. cit., p. 177. <<
[2]
J.G. Bourke, Border, p. 182. <<
[3]
Ibid, p. 181. <<
[4]
Ibid, pp. 186, 203. <<
[5]
La única excepción es Tom Horn. El señor Horn redactó sus memorias en
prisión, en 1903, mientras esperaba que se cumpliera su ejecución por ser hallado
culpable del asesinato de un muchacho de catorce años. Esta vindicación, tal como
la llama Horn, está tan plagada de afectadas mentiras que apenas si tiene valor
alguno: Tom Horn, Lije of Tom Horn, Norman, Oklahoma, 1964. <<
[6]
D.L. Thrapp, Sieber, op. cit., pp. 8889. <<
[7]
M.F. Schmitt, op. cit., pp. 147, 150151. <<
[8]
D.L. Thrapp, Sieber, vii97 y passim. <<
[9]
F.C. Lockwood, «Marijildo Grijalva: Guide, Scout and interpreter»,
manuscrito inédito, pp. 12, 8. <<
[10]
Véase, por ejemplo, Ch. Stone, Notes on the State of Sonora, pp. 2324. <<
[11]
F.C. Lockwood, op. cit., pp. 811, 23. <<
[12]
E.R. Sweeney, Cochise, p. 345. <<
[13]
F.C. Lockwood, op. cit., pp. 11, 22. <<
[14]
J.G. Bourke, On the Border, op. cit., pp. 181, 184187. <<
[15]
D.L. Thrapp, Conquest of apacheria, p. 144. <<
[16]
J.G. Bourke, op. cit., p. 207. <<
[17]
M.F. Schmitt, op. cit., pp. 176, 180. <<
Mike Burns, en W.T. Corbusier, Verde to San Carlos: Recollections of a
[18]
Famous Army Surgeon and His Observant Family on the Western Frontier, 18691886,
Tucson, 1968, p. 60. <<
[19]
J.G. Bourke, op. cit., p. 184. <<
[20]
Burns, en W.T. Corbusier, op. cit., pp. 5960. <<
[21]
J.G. Bourke, Border, op. cit., pp. 188193. <<
[22]
Ibid, pp. 194199. <<
[23]
D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., p. 129. <<
[24]
Burns en W.T. Corbusier, op. cit., pp. 77, 81. <<
[25]
J.M. Barney, Tales of Apache Warfare, 1993, inédito. <<
[26]
L. Smith, «My Father Survivor of the 1872 Cave Massacre», manuscrito
inédito, p. 3. <<
[27]
W.T. Corbusier, op. cit., p. 82. <<
[28]
J.G. Bourke, op. cit., pp. 207, 212213. <<
[29]
M.F. Schmitt, op. cit., pp. 179180. <<
[30]
J.G. Bourke, Border, pp. 215219. <<
[31]
Ibid, p. 221. <<
[32]
Ibid, pp. 178, 184. <<
[33]
Burns en W.T. Corbusier, op. cit., p. 72. <<
[34]
D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., pp. 152154. <<
[35]
M.F. Schmitt, op. cit., p. 181. <<
[36]
D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., pp. 156161. <<
[37]
M.F. Schmitt, op. cit., p. 182. <<
[38]
J.G. Bourke, Border, op. cit., p. 220. <<
Apacheria, op. cit., p. 146. <<
[40]
J.G. Bourke, Diary, en E.R. Sweeney, Cochise, op. cit., p. 379. <<
[41]
Safford, documento sin título, pp. 5758, 6063. <<
[42]
J.G. Bourke, Border, p. 236. <<
[43]
Cole, Chiricahua, op. cit., p. 122. <<
[44]
Ibid., pp. 114125. <<
History, n.º 3, 1976, p. 271. <<
[46]
D.C. Cole, op. cit., p. 138. <<
[47]
Arizona Citizen, 29 de noviembre de 1873, en E.R. Sweeney, Cochise, op.
cit., p. 379. <<
[48]
E.R. Sweeney, Cochise, op. cit., pp. 375376, 380. <<
[49]
D.C. Cole, op. cit., p. 125. <<
[50]
Ibid., pp. 381382. <<
[51]
F.C. Lockwood, Apache indians, op. cit., pp. 125126. <<
[52]
D.C. Cole, op. cit., p. 137. <<
[53]
E. Ball, Indeh, p. 10. <<
[54]
E.R. Sweeney, op. cit., p. 393; F.C. Lockwood, Apache Indians, op. cit., p.
125. <<
[55]
E.R. Sweeney, op. cit., p. 392. <<
pp. 45. <<
[57]
M.E. Opler, LifeWay, op. cit., p. 242. <<
[58]
T.E. Farish, History, op. cit., vol. II, pp. 236237; R.H. Forbes, documento
sin título, p. 6. <<
[59]
F.C. Lockwood, Apache indians, op. cit., pp. 129130; D.C. Cole, op. cit., p.
142; Army and Navy Journal, 11 de julio de 1874, p. 758. <<
[60]
D.C. Cole, op. cit., p. 142. <<
[61]
F.G. Hughes [inédito]. <<
[62]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 29; E.R. Sweeney, Cochise, op. cit., p. 397. En 1895,
una excéntrica aspirante a escritora llamada Alice Rollins Crane informó a un
periódico de que Jeffords la había llevado hasta el lugar de enterramiento. De
todos modos, su relato en tan romántico e inverosímil que se puede dudar que
Jeffords hiciese algo más que guiarla por las montañas Dragón. Véase el periódico
Arizona Star del día 21 de noviembre de 1895. <<
Notas 10
[1]
D.L. Thrapp, Apacheria, op. cit., vii. <<
Migration, Tsaile (Arizona), 1987, pp. 7879. <<
[3]
B. Davis, Truth, op. cit., p. 1. <<
[4]
J.L. Haskell, op. cit., pp. 916. <<
[5]
D.C. Cole, Chiricahua, op. cit., pp. 45. <<
[6]
E.H. Spicer, Cycles, op. cit., p. 229. <<
[7]
Una nueva aproximación al tema de la dotación de migraciones
prehistóricas nos la ofrece la cronología lingüística, polémica ciencia que utiliza los
cambios en el léxico básico de una lengua raíz para medir el tiempo transcurrido
desde que los hablantes de tal lengua se escindieron en distintas ramas. De todas
formas, cabe señalar que esta ciencia todavía carece de confirmación en sus
premisas y que, por tal motivo, no presenta fechas fiables. Dos estudiantes que
analizaron los mismos datos de divergencia entre la lengua apache y la de los
atapascos canadienses obtuvieron fechas que divergían en trescientos años una de
otra. Véase, J.L. Haskell, op. cit., pp. 1619. <<
[8]
J.L. Haskell, op. cit., pp. 7176. <<
[9]
G.P. Hammond y A. Rey, Obregon’s History of Sixteenth Century Exploration
in Western America, Los Ángeles, 1928, pp. 1920, 305, en J.L. Haskell, op. cit., pp. 77
78. <<
[10]
J.L. Haskell, op. cit., pp. 7778. <<
[11]
L.V.H. Clark, They Sang for Horses: The Impact of the Horse on Navajo and
Apache Folklore, Tucson, 1966, pp. 39. <<
[12]
Hammond y Rey, op. cit., p. 305, en J.L. Haskell, op. cit., p. 77. <<
Albuquerque, 1940, p. 261, en J.L. Haskell, op. cit., p. 74. <<
[14]
M.L. Moorhead, op. cit., pp. 67; C.L. Sonnichsen, Mescalero, op. cit., pp. 19
20. <<
[15]
M.E. Opler, LifeWay, op. cit., pp. 354355. <<
[16]
K.H. Basso, The Cibecue Apache, Illinois, 1976, p. 3. <<
[17]
E.R. Sweeney, Cochise, op. cit., p. 131. <<
[18]
Eugene Chihuahua, en E. Ball, Indeh, op. cit., p. 63. <<
[19]
W.B. Skinner, Rock, op. cit., p. 6. <<
[20]
C.L. Sonnichsen, Mescalero, op. cit., p. 219. <<
[21]
M.E. Opler, LifeWay, op. cit., pp. 1922. <<
[22]
R.H. Ogle, Control, op. cit., pp. 2021. <<
[23]
Mike Burns en W.T. Corbusier, Verde, op. cit., pp. 2122. <<
[24]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 15. <<
[25]
D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., p. VIII. <<
[26]
R.H. Ogle, op. cit., p. 22; M.E. Opler, LifeWay, op. cit., p. 341. <<
[27]
J. Cortés, Views, op. cit., p. 69. <<
[28]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 22. <<
[29]
D.C. Cole, op. cit., pp. 2, 10; W.B. Skinner, op. cit., I. <<
[30]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 32. <<
[31]
D.C. Cole, op. cit., pp. 23. <<
[32]
Ibid., pp. 1415; M.E. Opler, LifeWay, op. cit., pp. 197 <<
[33]
D.C. Cole, op. cit., pp. 15, 144. <<
[34]
Safford a la Asamblea Legislativa de Arizona, 6 de enero de 1875, en P.I.
Wellman, Death, op. cit., p. 152. <<
[35]
T. Cruse, Apache Days and After, Lincoln, 1987, p. 185. <<
[36]
M.F. Schmitt, op. cit., pp. 138139. <<
[37]
E.S. Conell, Morning Star, op. cit., p. 107. <<
[38]
W. Clum, Apache Agent, op. cit., p. 103. <<
[39]
Ibid., p. 122. <<
[40]
Ibid., pp. 128, 133136, 139140. <<
[41]
J. Clum, «Geronimo», Arizona Historical Review, 19281929, vol I, p. 21. <<
[42]
W. Clum, op. cit., p. 202. <<
[43]
Ibid., pp. 135, 142, 170, 203. <<
[44]
E. Ball, Indeh, p. 39. <<
[45]
D.C. Cole, op. cit., p. 160. <<
[46]
W. Clum, op. cit., pp. 150163. <<
[47]
Terrell, Chronicle, p. 314. <<
[48]
D.C. Cole, op. cit., pp. 156157. <<
[49]
W. Clum, op. cit., 172. <<
[50]
J. Clum, «Geronimo», op. cit., vol. I, p. 26. <<
[51]
Ibid., p. 33; W. Clum, op. cit., pp. 179184. <<
[52]
D.C. Cole, op. cit., pp. 159160. <<
[53]
C.L. Sonnichsen, «Jeffords», op. cit., pp. 396400. <<
[54]
W. Clum, op. cit., p. 180. <<
[55]
E. Ball, Indeh, pp. 33, 38. <<
[56]
C.T. Connell, The Apache, Past and Present [inédito]. <<
[57]
D.C. Cole, op. cit., p. 160. <<
[58]
W. Clumb, op. cit., pp. 130, 148, 277. <<
[59]
J. Clum, Truth, op. cit., 14. <<
[60]
W. Clum, op. cit., p. 245. <<
[61]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 37. <<
[62]
E. Ball, In the days, op. cit., p. 32. <<
[63]
W. Clum, op. cit., pp. 185188. <<
[64]
E. Ball, In the days, op. cit., p. 51. <<
[65]
W. Clum, op. cit., pp. 191192; J. Clum, «Apaches as Thespians in 1876»,
New México Historical Review, n.° 1, 1931, p. 17. <<
[66]
W. Clum, op. cit., pp. 193194. <<
[67]
Información obtenida de un periódico de San Luis (Misuri) sin concretar,
fechado el día 9 de septiembre de 1876, en J. Clum, «Thespians», op. cit., p. 17. <<
[68]
J. Clum, «Thespians», op. cit., p. 19. <<
[69]
W. Clum, op. cit., pp. 196197. <<
[70]
E. Ball, In the days, op. cit., pp. 5152. <<
[71]
J. Clum, «Thespians», op. cit., p. 20. <<
Notas 11
[1]
W. Clum, Apache agent, pp. 198, 202. <<
[2]
D.L. Thrapp, Victorio, op. cit., p. 186. <<
[3]
W. Clum, op. cit., pp. 171, 205, 228; J. Clum, «Geronimo», op. cit., vol.II, pp.
1516. <<
[4]
D.L. Thrapp, Victorio, op. cit., p. 186. <<
[5]
W. Clum, cit. op., pp. 204205. <<
[6]
D.L. Thrapp, op. cit., p. 186. <<
[7]
J.B. Harte, The San Carlos Indian Reservation, 18721886. An Administrative
History, tesis doctoral inédita, Universidad de Arizona, 1972, p. 351. <<
[8]
D.L. Thrapp, Victorio, op. cit., pp. 186187. <<
[9]
W. Clum, op. cit., pp. 100, 129, 141. <<
[10]
Ibid., pp. 199201. <<
[11]
Ibid., pp. 206212. <<
[12]
W. Clum, op. cit., pp. 215218; J. Clum, «Geronimo», op. cit., vol. I, pp. 37
40. <<
[13]
A.K. Griffith, Mickey Free, Caldwell, 1969, pp. 7172. <<
[14]
W. Clum, op. cit., pp. 218228; J. Clum, «Geronimo», op. cit., vol. I, pp. 40
43. <<
[15]
E. Ball, Indeh, pp. 3839. <<
[16]
E. Ball. In the days, p. 50. <<
[17]
«Corraled Geronimo», en Washington Evening Star, marzo (?) de 1905. <<
[18]
S.M. Barrett, Geronimo’s story, op. cit., pp. 132133. <<
[19]
En los escritos de Clum, colección especial de la Universidad de Arizona.
<<
[20]
W. Clum, op. cit., pp. 229246. <<
[21]
D.L. Thrapp, Victorio, op. cit., p. 190. <<
[22]
W. Clum, op. cit., pp. 246150, 285. <<
Notas 12
[1]
W. Clum, Apache agent, op. cit., pp. 250253; J. Clum, «Geronimo», op. cit.,
vol. II, p. 15. <<
[2]
F.C. Lockwood, Apache indians, op. cit., pp. 225226. <<
[3]
W. Clum, op. cit., pp. 252253. <<
[4]
J. Clum, «Geronimo», op. cit., vol. II, p. 15. <<
[5]
«Corraled Geronimo», en Washington Evening Star, Marzo (?) de 1905. <<
[6]
D.L. Thrapp, Victorio, op. cit., p. 335. <<
[7]
J. Clum, «Geronimo», op. cit., vol. II, p. 16. <<
[8]
W. Clum, op. cit., p. 263. <<
[9]
J. Clum, «Geronimo», op. cit., vol. II, pp. 1516. <<
[10]
E. Ball, Indeh, op. cit., pp. 3940. <<
[11]
A. Debo, Geronimo, op. cit., p. 114. <<
[12]
S.M. Barrett, Geronimo’s Story, op. cit., pp. 132133. <<
[13]
Sam Haozaus, en A. Debo, op. cit., p. 110. <<
[14]
D.L. Thrapp, Victorio, op. cit., p. 193. <<
[15]
Toclanny, en E. Ball, Indeh, op. cit., p. 187. <<
[16]
D.L. Thrapp, Victorio, op. cit., pp. 193194. <<
[17]
John Rope, en G. Goodwin, Raiding, op. cit., pp. 103, 116. <<
[18]
D.L. Thrapp, Victorio, op. cit., pp. 195205. <<
[19]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 34. <<
[20]
D.L. Thrapp, op. cit, p. 207. <<
[21]
Charles Steelhammer, en ibid., p. 208. <<
[22]
Tucson Star, 6 de abril de 1880, en D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op.
cit., p. 179. <<
[23]
D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., p. 179. <<
[24]
D.L. Thrapp, Victorio, op. cit., pp. 209217. <<
[25]
E. Ball, In the days, op. cit., pp. 6162. <<
[26]
D.L. Thrapp, Victorio, op. cit., pp. 218219; C.L. Sonnichsen, Mescalero, pp.
180181. <<
[27]
E. Ball, In the days, op. cit., pp. 41, 53. <<
[28]
W. Clum, op. cit., p. 230. <<
[29]
D.L. Thrapp, Victorio, op. cit., p. 8. <<
[30]
Ibid., pp. 15, 58. <<
[31]
J.A. McKenna, Black Range, Tales, Glorieta, 1963, p. 183. <<
[32]
E. Ball, In the days, op. cit., p. 74. <<
[33]
Ibid., pp. 9, 11, 1415, 21, 73, 76, 87, 115, 143. <<
[34]
Ibid., pp. 8, 91. <<
[35]
D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., p. 212. <<
[36]
E. Ball, In the days, op. cit., pp. 7, 16, 57, 66, 71, 108. <<
[37]
D.L. Thrapp, Victorio, op. cit., 218246. <<
[38]
C.T. Conell, Apache, vol. II (inédito). <<
[39]
E. Ball, In the days, op. cit., pp. 6467, 7374. <<
[40]
D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., p. 187. <<
[41]
D.L, Thrapp, Victorio, op. cit., pp. 237, 246247; E. Ball, In the days, op. cit.,
pp. 66, 7374. <<
[42]
E. Ball, In the days, op. cit., p. 75; Wellman, Death, op. cit., p. 184. <<
[43]
E. Ball, In the days, op. cit., pp. 66, 7374. <<
[44]
Cruse, Days, op. cit., p. 81. <<
[45]
D.L. Thrapp, Victorio, op. cit., pp. 242244. <<
[46]
Charles B. Gatewood, en ibid., p. 250. <<
[47]
Ibid., p. 250. <<
[48]
E. Ball, In the days, op. ext., p. 72. <<
[49]
Ibid., pp. 7576. <<
[50]
Ibid., pp. 1213. <<
[51]
D.L. Thrapp, Victorio, op. cit., pp. 253255. <<
[52]
E. Ball, In the days, op. cit., pp. XIII, 7778. <<
[53]
D.L. Thrapp, Victorio, op. cit., pp. 252266. <<
[54]
Ibid., pp. 275276; T. Cruse, op. cit., pp. 8183. <<
[55]
T. Cruse, op. cit., pp. 6768, 86. <<
[56]
D.L. Thrapp, Victorio, op. cit., pp. 286302. <<
[57]
E. Ball, In the days, op. cit., pp. 8990, 93. <<
[58]
D.L. Thrapp, Victorio, op. cit., pp. 301304. <<
[59]
Faulk, Campaign, op. cit., p. 22. <<
[60]
E. Ball, In the days, op. cit., p. 102; E. Ball, Indeh, op. cit., p. 83. <<
[61]
D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., p. 209. <<
[62]
E. Ball, In the days, op. cit., pp. 94101. <<
Notas 13
[1]
S.M. Barrett, Geronimo’s story, op. cit., p. 133. <<
[2]
A. Debo, Geronimo, op. cit., p. 117. <<
[3]
Ibid. p. 117; J. Betzinez, I fought, op. cit., pp. 4748. <<
[4]
A. Debo, op. cit., pp. 122123. <<
[5]
W. Clum, Apache agent, op. cit., p. 264. <<
[6]
E. Ball, In the days, op. cit., pp. 102103. <<
[7]
Ibid, pp. 115119. <<
[8]
Ch. Lummis, The Land of Poco Tiempo, Albuquerque, 1980, p. 137. <<
Divide, vol. XI, n.° 4, citado por C.L. Sonnichsen Mescalero, op. cit., pp. 210211. <<
[10]
M.E. Opler, LifeWay, op. cit., p. 336. <<
[11]
E. Ball, In the days, op. cit., pp. 103, 108114. <<
[12]
S.H. Lekson, Nana’s Raid. Apache Warfare in Southern New México, 1881, El
Paso, 1987, p. 32; P.I. Wellman, Death, op. cit., pp. 204205. <<
[13]
S.H. Lekson, op. cit., pp. 932. <<
[14]
T. Cruse, Days, op. cit., pp. 9394, 105106. <<
[15]
J.G. Bourke, The Medicine Men of the Apache, Glorieta, pp. 500505. <<
[16]
T. Cruse, op. cit., p. 94. <<
[17]
E. Ball, Indeh, op. cit., pp. 5354. <<
[18]
Kelton a la oficina de la plana mayor del ejército, el día 15 de agosto de
1881, en Records of the Adjuntant General’s Office 94, 4.327 (desde ahora este
documento será citado como RG). <<
[19]
T. Cruse, op. cit., p. 95; Carr a Tiffany el día 10 de agosto de 1881, en RG
94, testimonio n.° 86. <<
[20]
E. Ball, Indeh, p. 52. <<
[21]
Carr a Tiffany el día 10 de agosto de 1881, en RG 94, testimonio n.° 86. <<
[22]
T. Cruse, op. cit., p. 94. <<
[23]
E. Ball, Indeh, p. 54. <<
[24]
Tiffany a Carr, en D.L. Thrapp, General Crook, op. cit., p. 12. <<
[25]
Carr al ayudante de la oficina de la plana mayor del ejército, el día 2 de
noviembre de 1881, RG 94, testimonio n.° 51. <<
[26]
Arizona Enterprise, 12 de mayo de 1892, en D.L. Thrapp, General Crook, op.
cit., p. 21. <<
[27]
E. Ball, Indeh, p. 54. <<
[28]
Carr al ayudante de la oficina de la plana mayor del ejército, día 2 de
noviembre de 1881, en RG 94, testimonio n.° 51. <<
[29]
E. Ball, Indeh, p. 54. <<
[30]
Carr al ayudante de la oficina de la plana mayor del ejército, el día 2 de
noviembre de 1881, RG 94, testimonio n.° 54; D.L. Thrapp, General Crook, op. cit., p.
25. <<
[31]
Mike Burns en T.E. Farish, History, op. cit., vol. III, pp. 335339. <<
Filadelfia, 1884, p. 11. <<
[33]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 54. <<
[34]
T. Cruse, op. cit., p. 128. <<
[35]
D.L. Thrapp, General Crook, op. cit., pp. 2831. <<
[36]
Bourke, Diary, en Porter, Paper Medecine Man, Norman, 1986, p. 145. <<
[37]
D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., p. 230. <<
[38]
Lincoln al ministro del Interior, 2 de marzo de 1882, RG 94, p. 778 B. <<
[39]
Willcox a la oficina del estado mayor del ejército el 2 de marzo de 1882,
RG 94. <<
[40]
Arizona Star, 3 y 4 de marzo de 1882. <<
[41]
A. Mazzanovich, Trailing Geronimo, Los Ángeles, 1926, p. 201. <<
[42]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 55. <<
Notas 14
[1]
F.C. Lockwood, Apache Indians, op. cit., pp. 243244. <<
[2]
George Wratten a Charles Connell, 2 de octubre de 1905, en C.T. Connell,
Apache, op. cit. <<
[3]
A. Debo, Geronimo, op. cit., p. 131. <<
[4]
J. Betzinez, I fought, op. cit., p. 58. <<
[5]
General Nelson Miles, en P.I. Wellman, Death, p. 233. <<
[6]
George Stevens, en C.T. Connell, The Apache, op. cit., vol. II, op. cit. <<
[7]
A. Debo, op. cit., p. 132. <<
[8]
Grossman, «Grossman, tells of…», Arizona Republic, 14 de abril de 1926. <<
[9]
W. Clum, Apache Agent, op. cit., pp. 265267. <<
[10]
A.G. Grossman, «Grossman, tells of…», op. cit. <<
[11]
E. Ball, Indeh, op. cit., XVII, pp. 2, 78. <<
[12]
E. Ball, In the days, op. cit., pp. 22, 33, 62, 123. <<
[13]
T. Cruse, Days, op. cit., pp. 90. <<
[14]
E. Ball, In the days, op. cit., pp. 123126. <<
[15]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 61. <<
[16]
E. Ball, In the days, op. cit., pp. 125128. <<
[17]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 86. <<
[18]
E. Ball, In the days, op. cit., pp. 125, 129. <<
[19]
M.E. Opler, «Implications», op. cit., pp. 617618. <<
[20]
E. Ball, Indeh, op. cit., pp. 34, 76. <<
[21]
E. Ball, In the days, op. cit., pp. 136, 139. <<
[22]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 87; Ball, In the days, op. cit., pp. 28, 56, 139; Davis,
Truth, op. cit., p. 112. <<
[23]
E. Ball, In the days, op. cit., p. 139. <<
[24]
J. Betzinez, op. cit., p. 56. <<
[25]
D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., p. 236. <<
[26]
J. Betzinez, op. cit., pp. 5657. <<
[27]
Ibid., p. 58. <<
Reminiscences op. cit., pp. 23; John Rope, en G. Goodwin, Raiding, op. cit., pp. 143
144. <<
[29]
Información procedente de un periódico de San Francisco, sin fecha, en
D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., pp. 237238. <<
[30]
A.G. Grosman, «Grossman, tells of…», op. cit. <<
[31]
J. Betzinez, op. cit., pp. 6062. <<
D.L. Thrapp, General Crook, op. cit., pp. 8090. <<
[33]
E. Ball, In the days, op. cit., pp. 143145; E. Ball, Indeh, op. cit., p. 155; J.
Betzinez, op. cit., pp. 7274. <<
[34]
A. Debo, op. cit., p. 152. <<
[35]
D.L. Thrapp, General Crook, op. cit., p. 93; J. Betzinez, op. cit., pp. 7576. <<
[36]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 40. <<
[37]
E. Ball, In the days, op. cit., p. 12. <<
[38]
E. Ball, Indeh, op. cit., pp. 46, 1011. <<
[39]
J. Betzinez, op. cit., pp. 7780; J.G. Bourke, An Apache Campaign in the Sierra
Madre, Lincoln, 1987, p. 6. Esta fuente básicamente sigue las declaraciones de Jasón
Betzinez, que estuvo allí. Sin embargo, Jerónimo creía que los atacantes eran
soldados procedentes de otra población (S.M. Barrett, Geronimo’s story, op. cit., pp.
103104). <<
[40]
A. Debo, op. cit., pp. 47, 157. <<
[41]
E. Ball, In the days, op. cit., pp. 146147; B. Davis, op. cit., p. 70. <<
[42]
J. Betzinez, op. cit., pp. 9396; E. Ball, In the days, op. cit., pp. 134135. <<
[43]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 73. <<
[44]
Ibid., pp. 7576. <<
[45]
T. Cruse, op. cit., p. 90. <<
Notas 15
[1]
T. Cruse, Days, op. cit., p. 179. <<
[2]
E. Ball, Indeh, op. cit., pp. 125126. <<
[3]
Brown, Bury my heart, op. cit., pp. 276277; E.S. Connell, Morning Star, op.
cit., pp. 8892. <<
[4]
M.F. Schmitt, Crook, op. cit., pp. 195196. <<
[5]
Bourke, Border, op. cit., p. 429. <<
[6]
E.S. Connell, op. cit., p. 92. <<
[7]
M.F. Schmitt, Crook, op. cit., p. 199. <<
[8]
Ibid., pp. 197240. <<
[9]
Johnson, Crook’s resume of Operations against Apache Indians, 1882 to 1886,
Londres, 1971, pp. 2728. <<
[10]
M.F. Schmitt, Crook, op. cit., p. 229. <<
[11]
B. Davis, Truth, op. cit., pp. 33, 4144. <<
[12]
D.L. Thrapp, General Crook, op. cit., pp. 106107. <<
[13]
B. Davis, op. cit., p. 31. <<
[14]
Arizona Star, día 17 de octubre de 1882; B. Davis, op. cit., p. 29. <<
[15]
B. Davis, op. cit., pp. 4446. <<
[16]
Ibid., pp. 928; T. Cruse, op. cit., 158170. <<
[17]
Fred W. Cosen, «The battle ground rindge or dry wash fight»,
manuscrito, colección especial de la Universidad de Arizona, p. 6. <<
[18]
B. Davis, op. cit., 40. <<
[19]
D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., pp. 269270. <<
[20]
G. Crook, «The Apache Problem», manuscrito inédito, p. 14. <<
[21]
E. Ball, Indeh, op. cit., pp. 249250. <<
[22]
E. Ball, In the days, op. cit., pp. 86, 126, 142. <<
[23]
E. Ball, Indeh, op. cit., pp. 61, 249. <<
[24]
B. Davis, op. cit., 7172. <<
[25]
E. Ball, Indeh, op. cit., pp. 104105; M.E. Opler, LifeWay, op. cit., p. 138. <<
[26]
J. Betzinez, I fought, op. cit., p. 105. <<
[27]
E. Ball, Indeh, op. cit., pp. 8990. <<
[28]
E. Ball, In the days, op. cit., pp. 148150. <<
[29]
Bourke, Diary, 30 de octubre de 1882, v. 61, pp. 1315. <<
[30]
B. Davis, op. cit., pp. 3839. <<
[31]
D.L. Thrapp, General Crook, op. cit., pp. 108110. <<
[32]
Ibid, p. 59; pp. 123126. <<
[33]
D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., pp. 270271. <<
[34]
E. Ball, In the days, op. cit., pp. 126, 136, 138, 147; E. Ball, Indeh, op. cit., p.
83. <<
[35]
P.I. Wellman, Death, op. cit., p. 207. <<
[36]
B. Davis, op. cit., p. 57. <<
[37]
W. Clum, Apache agent, op. cit., pp. 265278. <<
[38]
Tombstone Republican, 29 de marzo de 1883. <<
[39]
Tombstone Epitaph, 29 de marzo de 1883. <<
[40]
San Francisco Examiner, 6 de marzo de 1883. <<
[41]
B. Davis, op. cit., pp. 5556. <<
[42]
Albuquerque Review, 5 de abril de 1883. <<
[43]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 51. <<
[44]
Periódico de Tombstone, sin identificar, fechado en abril de 1883;
Tombstone Republican, sin fecha. <<
[45]
San Diego Evening Tribune, 16 de febrero de 1938. <<
[46]
J. Betzinez, op. cit., p. 109. <<
[47]
B. Davis, op. cit., pp. 5759. <<
[48]
A. Debo, Geronimo, op. cit., p. 154; E. Ball, In the days, op. cit., p. 147; B.
Davis, op. cit., p. 58. <<
[49]
E. Ball, In the days, op. cit., pp. 147148. <<
[50]
C.T. Conell, Apache (documento inédito); W. Clum, op. cit., pp. 278279. <<
[51]
J. G. Bourke, Diary, 7 de abril de 1883, v. 65, pp. 2030. <<
[52]
D.L. Thrapp, General Crook, op. cit., vil. <<
1883, apéndice E, pp. 3, 1112. <<
[54]
J.C. Porter, Paper, op. cit., p. 4. <<
[55]
G. Crook, Report, op. cit., p. 3; J.G. Bourke, Campaign, op. cit., p. 44. <<
[56]
J.G. Bourke, Campaign, op. cit., pp. 4951. <<
[57]
Bourke, Diary, op. cit., 5 de mayo de 1883, v. 67, p. 3. <<
[58]
J.G. Bourke, Campaign, op. cit., pp. 5456. <<
[59]
Bourke, Diary, op. cit., 5 de mayo de 1883, v. 67, p. 9. <<
[60]
G. Crook, Report, op. cit., p. 4; J.G. Bourke, Campaign, op. cit., p. 59. <<
[61]
John Rope, en G. Goodwin, Raiding, op. cit., p. 154. <<
[62]
J.G. Bourke, Diary, 10 de mayo de 1883, v. 67, p. 24. <<
[63]
J.G. Bourke, Campaign, op. cit., pp. 4648, 58, 67. <<
[64]
M.E. Opler, LifeWay, op. cit., pp. 30, 229231. <<
[65]
J.G. Bourke, Diary, 8 de mayo de 1883, v. 67, p. 19. <<
[66]
J.G. Bourke, Campaign, op. cit., pp. 65, 6869. <<
[67]
J.G. Bourke, Diary, op. cit., 11 de mayo de 1883, v. 67, pp. 3031. <<
[68]
J. Rope, en G. Goodwin, Raiding, op. cit., p. 156. <<
[69]
G. Crook, Report, op. cit., p. 4. <<
[70]
J.G. Bourke, Campaign, op. cit., pp. 7172. <<
[71]
J. Rope, en G. Goodwin, Raiding, op. cit., p. 159. <<
[72]
G.J. Fiebeger, «General Crook’s Campaign in Old México in 1883»,
Proceedings of the Annual Meeting of the Order of Indian Wars of the United States, 20 de
febrero de 1936, p. 30. <<
[73]
J. Rope, in G. Goodwin, Raiding, op. cit., p. 159. <<
[74]
Ibid., p. 160. <<
[75]
J. Betzinez, op. cit., pp. 113114, 118120. <<
[76]
Bourke, Diary, 16 de mayo de 1883, v. 67, pp. 5556. <<
[77]
G. Crook, Report, op. cit., pp. 67; Arizona Star, 13 y 19 de junio de 1883. <<
[78]
Diario Tribune, Deming (Nuevo México), c. 4 de octubre de 1883. <<
[79]
C.T. Connell, Apache (documento inédito). Jerónimo afirma, sin embargo,
que la muerte le llegó a Carley antes de la expedición de Crook y que su cuerpo fue
«colocado en el interior de una tienda y luego se quemó la vivienda». Ruey
Darrow, un chiricahua de hoy en día, afirma que Charley fue alcanzado por una
bala perdida durante la batalla del 15 de mayo, y que una mujer trató de salvarlo
antes de que muriese (E. Ball, Indeh, op. cit., p. 51). <<
[80]
J.G. Bourke, Campaign, op. cit., pp. 7879; J. Rope, en G. Goodwin, Raiding,
op. cit., p. 163. <<
[81]
G. Crook, Report, op. cit., pp. 56. <<
[82]
J.G. Bourke, Campaign, op. cit., pp. 7980. <<
[83]
Bourke, Diary, 14 mayo de 1883, v. 67, p. 40. <<
[84]
New York Herald, 13 de junio de 1883, p. 3. <<
[85]
J. Rope, en G. Goodwin, Raiding, op. cit., p. 164. <<
[86]
J.G. Bourke, Campaign, op. cit., p. 82. <<
[87]
J. Rope, en G. Goodwin, Raiding, op. cit., p. 165. <<
[88]
Ibid., p. 167. <<
[89]
D.L. Thrapp, General Crook, op. cit., p. 158. Véase también D.L. Thrapp,
Conquest of Apacheria, op. cit., pp. 295302. <<
[90]
A. Debo, op. cit., p. 183. <<
[91]
J.G. Bourke, Border, op. cit., p. 430. <<
[92]
J.G. Bourke, Campaign, op. cit., p. 85. <<
[93]
G. Crook, Report, op. cit., p. 7. <<
[94]
p. ej., el Enterprise, Silver City (Nuevo México), de 6 de julio de 1883. <<
[95]
W.B. Skinner, Rock, op. cit., p. 90. <<
[96]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 154. <<
[97]
J. Rope en G, Goodwin, Raiding, op. cit., p. 167. <<
[98]
Bourke, Diary, op. cit., 22 de mayo de 1883, v. 68, p. 3; 15 de mayo de 1883,
v. 67, pp. 5051. <<
[99]
G. Crook, Report, op. cit., p. 7. <<
[100]
Robert Hanna, «With Crawford in México», en Calarion (Clifton,
Arizona), 7 y 14 de julio de 1886. <<
[101]
J. Rope, en G. Goodwin, Raiding, op. cit., pp. 168169. <<
[102]
J.G. Bourke, Campaign, op. cit., pp. 102103. <<
Notas 16
[1]
Arizona Star, 21 de junio de 1883. <<
[2]
p. ej. Arizona Citizen, 28 de agosto de 1883. <<
[3]
Crook, Report, op. cit., Apéndice E, pp. 78. <<
[4]
Arizona Star, 17 de junio de 1883. <<
[5]
B. Davis, Truth, op. cit., p. 72. <<
[6]
J.G. Bourke, Campaign, op. cit., p. 92. <<
[7]
Bourke, Diary, 22 de mayo de 1883, v. 68, pp. 34. <<
[8]
O.B. Faulk, Campaign, op. cit., p. 76. <<
[9]
B. Davis, op. cit., pp. 7780; A. Debo, Geronimo, op. cit., p. 196. <<
[10]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 116. <<
[11]
B. Davis, op. cit., p. 80. <<
[12]
Diario Tribune, Deming (Nuevo México), c. 4 de octubre de 1883;
periódico sin concretar, c. 4 de octubre de 1883. <<
[13]
B. Davis, op. cit., pp. 82101. <<
[14]
S.M. Barrett, Geronimo’s story, op. cit., p. 135. <<
[15]
G. Crook, «The Apache Problem», manuscrito inédito, p. 13. <<
[16]
O.B. Faulk, op. cit., p. 184. <<
[17]
B. Davis, op. cit., pp. 5051. <<
[18]
Ibid., 102107. <<
[19]
Ibid., 103104, 108114. <<
[20]
Robert Frazer, The Apaches of the White Mountain Reservation, Filadelfia,
1884, pp. 78. <<
[21]
En J.C. Porter, Paper, op. cit., p. 165. <<
[22]
E. Ball, In the Days, op. cit., pp. 168169. <<
[23]
B. Davis, op. cit., p. 140. <<
[24]
E. Ball, In the Days, op. cit., pp. 169174. <<
[25]
Ibid., pp. 156157. <<
[26]
B. Davis, op. cit., pp. 73, 106, 136137, 142. <<
[27]
T. Cruse, Days, op. cit., p. 207. <<
[28]
C. T. Connell, Apache, documento inédito. <<
[29]
E. Ball, In the days, op. cit., pp. 155, 162164. <<
[30]
C.T. Connell, «Mickey Free», op. cit., p. 50. <<
[31]
Bourke, Diary, v. 59, pp. 6768, en Porter, op. cit., p. 180. <<
[32]
B. Davis, op. cit., pp. 123125. <<
[33]
E. Ball, In the days, op. cit., pp. 162165. <<
[34]
B. Davis, op. cit., pp. 126130. <<
[35]
E. Ball, In the days, op. cit., pp. 166. <<
[36]
T. Cruse, op. cit., 205206. <<
[37]
B. Davis, op. cit., pp. 139145. <<
[38]
E. Ball, In the days, op. cit., p. 176. <<
[39]
B. Davis, op. cit., pp. 145146. <<
Notas 17
[1]
B. Davis, Truth, op. cit., pp. 147149. <<
[2]
Ibid., pp. 200201. <<
[3]
E. Ball, In the days, op. cit., p. 175. <<
[4]
El número, obtenido a partir del recuento de los chiricahua que quedaron
en Turkey Creek, varía de una fuente a otra. Entre los guerreros que huyeron había
ocho, un número elevado, que todavía estaban en la pubertad. Véase O.B. Faulk,
Campaign, op. cit., p. 222. <<
[5]
La presencia de Lozen está verificada en E. Ball, In the days, op. cit., p. 119.
<<
[6]
Ibid., p. 177. <<
[7]
B. Davis, op. cit., pp. 149151. Davis cuenta que los cables de telégrafo se
reparaban al día siguiente, pero tal afirmación contradice otras pruebas. El teniente
escribió sus memorias más de cuarenta años después de los hechos. <<
[8]
E. Ball, In the days, op. cit., pp. 177179. <<
[9]
Britton Davis, «Difficulties of Indian Warfare», en ArtnyNavy Journal, 24
de octubre de 1885, citado en D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., pp. 314
316. <<
[10]
Eugene Chihuahua, en E. Ball, Indeh, op. cit., p. 98. <<
[11]
A. Debo, Geronimo, p. 241; D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., pp.
318325; O.B. Faulk, op. cit., p. 62. <<
[12]
Periódico sin concretar, del día 28 de mayo de 1885, en D.L. Thrapp,
Conquest of Apacheria, op. cit., pp. 319320. <<
[13]
Charles B. Gatewood a la señora Gatewood, 30 de junio de 1885, en O.B.
Faulk, op. cit., p. 64. <<
[14]
Morning Journal, 31 de mayo de 1885. <<
[15]
Los ciudadanos del condado de Pima al presidente de Estados Unidos, en
13 de jumo de 1885, RG 94, n.° 2.057. <<
[16]
«The Arizona apaches» (periódico sin identificar), 12 de diciembre de
1885. <<
[17]
Sam P. Carusi al presidente Grover Cleveland, 15 de junio de 1885, RG 94,
n.° 3693. <<
[18]
E.S. Connell, Morning Star, op. cit., pp. 230, 316. <<
[19]
James G. Warren, «Geronimo, the Wickedest Indian that Ever Lived,
Crazed by Imprisonment», New York World, 5 de agosto de 1900. <<
[20]
«Crook speaks for himself», en TombstoneRecord Epitaph, 16 de octubre de
1885. <<
[21]
B. Davis, op. cit., pp. 161162. <<
junio de 1930», p. 42. <<
[23]
B. Davis, op. cit., pp. 166170. <<
[24]
D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., p. 330. <<
[25]
B. Davis, op. cit., pp. 177195. <<
[26]
A. Debo, op. cit., pp. 245247. <<
[27]
Charlie Smith, en Ball, Indeh, op. cit., pp. 102104. <<
[28]
P.I. Wellman, Death, op. cit., p. 243. <<
[29]
Ibid., pp. 243247; D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria, op. cit., p. 339; O.B.
Faulk, op. cit., pp. 7073. <<
[30]
B. Davis, op. cit., pp. 3132. <<
[31]
O.B. Faulk, op. cit., pp. 7582; J.A. Greene, «The Crawford Affair», Journal
of the West, enero de 1972, pp. 144149; Maus a Crook, 21 de enero de 1886, RG 94,
n.° 544; M.E. Opler, «Chiricahua» op. cit., p. 357; Ch. Lummis, General Crook and the
Apache Wars, Flagstaff (Arizona). 1966, pp. 7995. La identificación de Lozen como
el mensajero de Jerónimo se encuentra en E. Ball, In the days, op. cit., p. 182. <<
[32]
J.A. Greene, op. cit., pp. 150152. <<
[33]
Daly, «Scouts, good and bad», en The American Legión Montyly, agosto de
1928, p. 70. <<
[34]
Sam Haozous, en A. Debo, op. cit., p. 250. <<
[35]
A. Debo, op. cit., pp. 250252. <<
[36]
J.A. McKenna, Black Range, op. cit., p. 199; Elisabeth McFarland, Wildemess
of the Gila, Silver City (Nuevo México), 1974, p. 25. <<
[37]
E. Ball, In the days, op. cit., p. 183. <<
[38]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 104. <<
[39]
Crook a Sheridan, 27 de marzo de 1886, en B. Davis, op. cit., p. 199. <<
[40]
J.G. Bourke, Border, op. cit., p. 473. <<
[41]
J.G. Bourke, Diary, op. cit., 22 de marzo de 1886, v. 87, pp. 108109. <<
[42]
B. Davis, op. cit., p. 211. <<
[43]
J.G. Bourke, Border, op. cit., pp. 474, 476. <<
[44]
Van Orden, «C. S. Fly at Cañón de Los Embudos: American Indians as
Enemy in the Field, A Photographic First», The Journal of Arizona History, vol. 30,
n.° 3, otoño de 1989, p. 319. <<
[45]
B. Davis, op. cit., pp. 200203. <<
[46]
H.W. Daly, «The Geronimo Campaign», op. cit., p. 97. <<
[47]
B. Davis, op. cit., p. 202. <<
[48]
J.G. Bourke, Border, op. cit., p. 476. <<
[49]
B. Davis, op. cit., pp. 201207. <<
[50]
Crook, en Arizona Citizen, 2 de abril de 1886. <<
[51]
J.G. Bourke, Border, p. 478. <<
[52]
Register, Mobile (Alabama), 19 de junio de 1888, en W.B. Skinner, Rock, op.
cit., p. 226. <<
[53]
Ch. Lummis, General Crook, op. cit., p. 42. <<
[54]
B. Davis, op. cit, pp. 207208. <<
[55]
P.I. Wellman, op. cit., p. 206. <<
[56]
B. Davis, op. cit., p. 209. <<
[57]
J.G. Bourke, Border, op. cit., p. 478. <<
[58]
Ch. Lummis, Poco tiempo, op. cit., p. 135. <<
[59]
B. Davis, op. cit., pp. 210211. <<
Notas 18
[1]
A. Debo, Geronimo, op. cit., pp. 264265; D.L. Thrapp, Conquest of Apacheria,
op. cit., pp. 345347. <<
[2]
Crook, en Ch. Lummis, Dateline, op. cit., p. 75, <<
[3]
Documento del acta del Senado p. 35, 51 Parlamento, 1.ª sesión, p. 33, en
A. Debo, op. cit., p. 267. <<
[4]
S.M. Barrett, Geronimo’s story, op. cit., p. 139. <<
[5]
Ch. Lummis, Dateline Fort Bowie, Norman, 1979, p. 20. <<
[6]
Ibid., p. 34. <<
[7]
A. Debo, Geronimo, op. cit., pp. 265266. <<
[8]
B.C. Johnson, Crook’s resume, op. cit., pp. 1619. <<
[9]
Ch. Lummis, Dateline, op. cit., p. 33. <<
[10]
Ch. Lummis, General Crook, op. cit., p. 32. <<
[11]
J. A. McKenna, Black Range, pp. 197198; Ch. Lummis, Dateline, op. cit., pp.
5758. <<
[12]
O.B. Faulk, Campaign, op. cit., p. 96; M.F. Schmitt, Crook, op. cit., pp. 265
266. <<
[13]
Eugene Chihuahua, en E. Ball, Indeh, op. cit., p. 100. <<
[14]
Ch. Lummis, Dateline, op. cit., pp. 6465. <<
[15]
Nelson Miles a Mary Miles, (c. junio de 1886), en N.F. Tolman, The Search
for General Miles, Nueva York, 1968, p. 139. <<
[16]
N.F. Tolman, op. cit., pp. 2325, 30. <<
[17]
R.M. Utley, «Crook and Miles Fighting and Feuding on the Indian
Frontier», MHQ: The Journal of Military History, vol. 4, n.° 2, verano de 1992, p. <<
[18]
Ibid., p. 82. <<
[19]
O.B. Faulk, Campaign, op. cit., p. 193. <<
[20]
Bourke, en J.C. Porter, Paper, op. cit., p. 174. <<
[21]
Ch. Lummis, Dateline, op. cit., p. 70. <<
[22]
B.C. Johnson, Crook’s resume, op. cit., p. 23. <<
[23]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 66. <<
[24]
P.I. Wellman, Death, op. cit., p. 259. <<
[25]
O.B. Faulk, Campaign, op. cit., p. 190. <<
[26]
Nelson Miles a Mary Miles, 17 de mayo de 1886, y c. junio de 1886, en
N.F. Tolman, op. cit., pp. 137, 140. <<
[27]
N. Miles, Personal Recollections and Observations of General Nelson A. Miles,
Chicago, 1897, pp. 496497. <<
[28]
Stanley al estado mayor del ejército, 11 de octubre de 1886, RG 94, n.°
1066. Los heroicos intentos de Angie Debo por tratar de identificar a los treinta y
siete chiricahua de la última banda son, probablemente, lo mejor que tenemos (A.
Debo, op. cit., pp. 304308). Partiendo de la base de que la lista de Stanley no
incluye a Lozen, Angie Debo afirma que la mujer guerrera no se hallaba en la
banda. Sin embargo, el joven Kanseah, que sí estaba, jura que Lozen combatió
junto a Jerónimo hasta el final (E. Ball, Indeh, op. cit., p. 110); del mismo modo opina
Kaywaykla, quien creía que al final no todos los miembros de la banda se conocían
entre ellos (E. Ball, In the days, op. cit., p. 184). Su testimonio parece tener más peso
que la lista de Stanley. <<
[29]
Chicago Tribune, 5 de marzo de 1888, en W.B. Skinner, Rock, op. cit., p. 204.
<<
[30]
J.M. Barret, op. cit., pp. 140141. <<
[31]
P.I. Wellman, op. cit., p. 260. <<
[32]
M. P. Freeman, «The dread apache that early day scourge of the
Southwest», Arizona Star, 7 de noviembre de 1915. <<
[33]
M.P. Freeman, «Dread apache», Arizona Star, 7 de noviembre de 1915;
Ruth B. Fitgerald, «Pioner tells of capture by Geronimo and his band», Arizona
Star, 22 de septiembre de 1929. <<
[34]
Leighton Finley, «Story of Trinidad Bernardine» (as told to Lieut. Finley),
manuscrito, Colección Gatewood, Sociedad Histórica de Arizona. <<
[35]
Ibid., R.B. Fitgerald, «Pioneer tells», Arizona Star, 2 de septiembre de 1929;
M.P. Freeman, «Dread apache», op. cit.; P.I. Wellman, op. cit., p. 260. <<
[36]
J.M. Barret, op. cit., p. 141. <<
[37]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 136. <<
[38]
M. Opler, LifeWay, op. cit., p. 216. <<
[39]
Kanseh, en E. Ball, Indeh, op. cit., p. 105. <<
[40]
N.A. Miles, Report, op. cit., p. 6. <<
[41]
J.A. Stout, «Soldiering and Suffering in the Geronimo Campaign:
Reminiscences of Lawrence R. Jerome», Journal of the West, vol. XI, n.° 1, enero de
1972, p. 163. <<
[42]
O.B. Faulk, op. cit., p. 107. <<
[43]
H.W. Lawton, «Report», op. cit., pp. 46. <<
[44]
Leonard Wood, en Robert M. Utley, «The surrender of Geronimo»,
Arizoniana, primavera de 1963, vol. IV, n.° 1, p. 4. <<
[45]
N. Miles, Recollections, op. cit., p. 491. <<
[46]
H.W. Lawton, op. cit., pp. 16. <<
[47]
J.A. Stout, op. cit., p. 162. <<
[48]
B. Davis, Truth, p. 218. A Debo, op. cit., pp. 270271. <<
[49]
Ch. Lummis, General Crook, op. cit., p. 144. <<
[50]
N. Miles, Report, op. cit., p. 12; B. Davis, op. cit., p. 219; <<
[51]
P.I. Wellman, op. cit., p. 263. <<
[52]
E. Ball, Indeh, op. cit., pp. 85, 136. El oficial era el coronel George Forsyth.
<<
[53]
N. Miles, Recollections, op. cit., pp. 490, 491, 493. <<
[54]
James Parker, en B. Davis, op. cit., p. 236. <<
[55]
O.B. Faulk, op. cit., pp. 153156. <<
[56]
«Transcript of stenographer’s notes of a conference between honorable
William C. Endicott, Secretary of war, and Chato», 26 de julio de 1886, RG 94, n.°
6101. <<
[57]
O.B. Faulk, op. cit., pp. 158161, 165. <<
[58]
N. Miles, Report, op. cit., p. 12. <<
[59]
O.B. Faulk, op. cit., p. 155. <<
[60]
M. Opler, «Chiricahua», op. cit., p. 372. <<
[61]
S.M. Barrett, op. cit., p. 144; A. Debo, op. cit., p. 280. <<
[62]
O.B. Faulk, op. cit., p. 203. El hijo de Martínez afirmaba que la recompensa
ascendía a treinta y cinco mil dólares por cabeza (E. Ball, Indeh, op. cit., p. 109). <<
[63]
Ch B. Gatewood, «The Surrender of Geronimo», The Journal of Arizona
History, vol. 27, n.° 1, 1986, p. 54. <<
[64]
Lawton a Thompson el día 15 de agosto de 1886, en Gatewood la
Colección, Sociedad Histórica de Arizona. <<
[65]
Burbank y Royce, Burbank, op. cit., p. 34. <<
[66]
Howard al estado mayor del ejército, el 19 de agosto de 1886, RG 94, n.°
1066. Véase también Forsyth a Thompson, 21 de agosto de 1886 (Sociedad
Histórica de Arizona): «La partida entera está completamente descompuesta.
Jerónimo goza de mala salud, está casi ciego, tiene una grave herida en su brazo
derecho y se halla poco menos que indefenso». No se especifica la fuente de
información de Forsyth. <<
[67]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 107. <<
[68]
D.L. Thrapp, «Surrender», op. cit., pp. 1734. <<
[69]
Ch. B. Gatewood, op. cit., p. 56. <<
[70]
B. Davis, op. cit., p. 223. <<
[71]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 110. <<
[72]
Ch. B. Gatewood, op. cit., pp. 5860. <<
[73]
E. Ball, Indeh, op. cit., pp. 109110. <<
[74]
O.M. Bogges, «The Final surrender of Geronimo», manuscrito inédito
conservado en la Sociedad Histórica de Arizona, p. 2. <<
[75]
M. Opler, «Chiricahua», op. cit., p. 76. <<
[76]
O.M. Bogges, «Final surrender», op. cit., p. 3. <<
[77]
Ibid., p. 3. <<
[78]
Ch. B. Gatewood, op. cit., pp. 6061. <<
[79]
S.M. Huddleson, «An Interview with Geronimo and His Guardian, Mr.
G.M. Wratt[e]n», manuscrito inédito, en la Sociedad Histórica de Arizona, p. 5. <<
[80]
Ch. B. Gatewood, op. cit., pp. 6163. <<
[81]
J. Betzinez, I fought, op. cit., p. 138. <<
[82]
O.B. Faulk, op. cit., p. 176178, 194. <<
[83]
N. Miles, Recollections, op. cit., p. 532. <<
[84]
O.B. Faulk, op. cit., pp. 161165. <<
[85]
N. Miles a Lawton, 31 de agosto de 1886, Sociedad Histórica de Arizona.
<<
[86]
S.M. Barrett, op. cit., p. 172. <<
[87]
N. Miles, Recollections, op. cit., pp. 520521. <<
[88]
W.C. Barnes, Arizona Place ñames, Tucson, 1988, p. 410. <<
[89]
A. Debo, op. cit., p. 292. <<
[90]
D. L. Stanley a la plana mayor del ejército, 27 de octubre de 1886, en H.
Welsh, Prisioners, op. cit., p. 29. <<
[91]
S.M. Barrett, op. cit., pp. 146147. <<
[92]
N. Miles, Recollections, op. cit., pp. 526527. <<
[93]
D.L. Stanley a la plana mayor del ejército, en H. Welsh, op. cit., pp. 2930.
<<
[94]
Cleveland a Miles, 25 de agosto de 1886, en el acta de Miles al ministro de
Defensa, 29 de septiembre de 1886, RG 94, n.° 1066, p. 21. <<
[95]
S.M. Barrett, op. cit., pp. 138140, 145146. <<
[96]
O.B. Faulk, op. cit., p. 169. <<
[97]
N. Miles, Recollections, op. cit., pp. 527528. <<
Notas 19
[1]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 223. <<
[2]
Ibid, p.131. <<
[3]
O.B. Faulk, Campaign, op. cit., pp. 164165. <<
[4]
E. Ball, Indeh, op. cit., pp. 251260; J. Betzinez, I fought, op. cit., pp. 143145.
<<
[5]
J. Betzinez, op. cit., p. 145. <<
[6]
E. Ball y L. Sánchez, «The Lost Apaches» True West, enero de 1982, pp. 10
17. <<
[7]
Endicott, ministro de Defensa al general Sheridan, el 19 de octubre de
1886, en O.B. Faulk, op. cit., p. 173. <<
noviembre de 1886; en W.B. Skinner, Rock, op. cit., pp. 129, 133. <<
[9]
W.B. Skinner, op. cit., pp. 151152. <<
[10]
A. Debo, Geronimo, op. cit., pp. 314317, 326. <<
[11]
E. Ball, Indeh, op. cit., pp. 13, 144. <<
[12]
Ibid., p. 139. <<
[13]
W.B. Skinner, op. cit., p. 227. <<
[14]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 154. <<
[15]
George Wratten al general de brigada D. S. Stanley, RG 94, n.° 7141, el día
3 de octubre de 1887. <<
[16]
W.B. Skinner, op. cit., pp. 235, 238. <<
[17]
A. Debo, op. cit., pp. 339340; E. Ball, Indeh, op. cit., p. 157. <<
[18]
M.F. Schmitt, Crook, p. 293; A. Debo, op. cit., p. 347. <<
[19]
S.M. Barret, Geronimo’s story, op. cit., pp. 139140. <<
[20]
A. Debo, op. cit., p. 344; W.B. Skinner, op. cit., pp. 269270. <<
[21]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 155. <<
[22]
Corum, «When Geronimo smiled», Pentecostal Evangel, 11 de diciembre de
1988, p. 6. <<
[23]
Burbank y Royce, Burbank, op. cit., pp. 2223. <<
[24]
A. Debo, op. cit., p. 365. <<
[25]
N. Goodwin, Resistance (película). <<
[26]
A. Debo, op. cit., p. 365. <<
[27]
R. Santee, Apache Land, Lincoln (Nebraska), 1971, pp. 171174; W. Clum,
Apache agent, op. cit., pp. 287290. <<
[28]
E. Ball, Indeh, op. cit., p. 111. <<
[29]
A. Debo, op. cit., pp. 379380. <<
creencia de que Jerónimo estuvo encerrado en Fort Still perdura hoy en día; tanto,
que los visitantes piden que se les muestre la celda que ocupó. <<
[31]
A. Debo, op. cit., pp. 434435. <<
Magazine, vol. 182, n.° 4, octubre de 1992, p. 67. <<
[33]
A. Debo, op. cit., pp. 423424; J.A. Turcheneske, Prisioners, op. cit., p. 117.
<<
[34]
S.M. Barret, Geronimo’s story, op. cit., pp. 197206. <<
[35]
R. Santee, op. cit., 174176; W. Clum, op. cit., 290291. <<
[36]
A. Debo, op. cit., pp. 387388. <<
[37]
Burbank y Royce, Burbank, op. cit., pp. 23, 3031. <<
[38]
S.M. Barrett, op. cit., p. 139. <<
[39]
George Wratten, en W.B. Skinner, op. cit., p. 72. <<
[40]
E. Ball, Indeh, op. cit., pp. 12, 173174. <<
[41]
Barrett, op. cit., p. 215. <<
[42]
A. Debo, op. cit., p. 421. <<
[43]
Ibid., p. 412. <<
[44]
Ibid., P. 360. <<
[45]
F.C. Lockwood, Apache indians, op. cit., pp. 327328. <<
[46]
A. Debo, op. cit., p. 431432. <<
[47]
F.T. Corum, «Geronimo smiled», op. cit., p. 7. <<
[48]
S.M. Huddleson, «Interview», op. cit., p. 8. <<
[49]
A. Debo, op. cit., p. 448. <<
[50]
Ibid., pp. 439441. <<
[51]
Lawton, (Oklahoma), Constitution, 10 de abril de 1913, en J.A.
Turcheneske, Prisioners, op. cit., pp. 142143. <<
[52]
«Geronimo Doleful Plaint», en Denver Times, Colorado, 10 de octubre de
1898, p. 3. <<
[53]
E. Ball, Indeh, op. cit., pp. 23, 81, 101, 134, 179181. <<
Bibliografía
(Nota del autor: en caso de haber alguna obra reimpresa, o publicada con
una nueva traducción al inglés, la fecha de la publicación original se menciona al
final entre paréntesis)
Fuentes primarias
BALL, Eve, Indeh: An Apache Odyssey, Norman (Oklahoma), 1988 (1980).
—, In the days of Victorio, Tucson (Arizona), 1970.
BARRETT, S.M., Geronimo’s Story of His Life, Nueva York, 1906.
BETZINEZ, Jasón, con Wilbur Surtevant Nye, I fought with Geronimo, Lincoln
(Nebraska), 1987 (1959).
BIGELOW, John, On the Bloody Trail of Geronimo, Tucson, 1986 (1958).
BOGGESS, O. M., «The final surrender of Geronimo», manuscrito, Sociedad
Histórica de Arizona.
—, On the border with Crook, Lincoln, 1971 (1891).
BROWNE, J. Ross, Adventures in the Apache Country, Nueva York, 1869.
CLUM, John P., «Apaches as Thespians in 1876», en New México Historical
Review, vol. VI, n.° 1, enero de 1931.
—, The truth about Apaches, Los Ángeles, 1931.
COLYER, Vincent, Report on the Apache Indians of Arizona and New México,
Washington D. C., 1872.
—, «Mickey Free», Arizona Magazine, vol. II, n.° 4, diciembre de 1906.
CONNER, Daniel Ellis, Joseph Reddeford Walker and the Arizona adventure,
editado por Donald G. Berthong y Odessa Davenport, Norman, 1956.
CORBUSIER, William T., Verde to San Carlos: Recollections of a famous army
surgeon and his observant family on western frontier, 18691886, Tucson, 1968.
CORTÉS, José, Views from the Apache frontier: report on the northern provinces of
Spain (traducido por John Wheat), Norman, 1989 (1799).
COZZENS, Samuel Woodworth, Explorations & Adventures en Arizona & New
México, Secaucus (Nueva Jersey), 1988 (c. 1858).
CREMONY, John C., Life among the Apaches, Lincoln, 1983 (1868).
—, «The Apache problem», manuscrito, Sociedad Histórica de Arizona.
CRUSE, Thomas, Apache Days and After, Lincoln, 1987 (1941).
—, «Scouts, good and bad», en The American Legión Monthly, agosto de 1928.
DAVIS, Britton, The truth about Geronimo, Lincoln, 1976 (1929).
EWING, Russell C., «New light on Cochise», en Arizona and the West, vol. XI,
n.° 1, primavera de 1969.
FARISH, Thomas Edward, History of Arizona, 4 vol., Phoenix (Arizona), 1915.
FORBES, Robert H., documento manuscrito sin título: entrevista con Tom
Jeffords, Sociedad Histórica de Arizona.
GATEWOOD, Charles B., «The surrender of Geronimo», en The Journal of
Arizona History, vol. XXVII, n.° 1, primavera de 1986.
GOODWIN, Geenville, The social organization of the western Apache, Tucson,
1969 (1942).
—, Western Apache raiding and warfare, editado por Keith H. Basso, Tucson,
1971.
GROSSMAN, A. G., «Grossman tells of…», en Arizona Republic, 14 de abril
de 1926.
—, History of the Arizona Territory, San Francisco, 1884.
—, Famous indian chiefs I have knoum, Nueva York, 1907.
—, My life and experiences among our hostile indians, Hartford, 1907.
HUDDLESON, S. M., «An interview with Geronimo and his guardian, Mr.
G. M. Wratt[e]n», manuscrito, Sociedad Histórica de Arizona.
HUGHES, Fred G., «History: Cochise, the Chiricahua Chieftain», en Arizona
Star, 31 de enero de 1886.
JOHNSON, Barry C., Crook’s resume of operations against Apache Indians, 1882
to 1886, Londres, 1971.
LAWTON, H. W., «Report of capt. Lawton», manuscrito, Sociedad Histórica
de Arizona.
—, General Crook and the Apache Wars, Flagstaff (Arizona), 1966.
—, The land of Poco Tiempo, Albuquerque, 1980 (1893).
MCKENNA, James A., Black Range tales, Glorieta, 1963 (1936).
MAZZANOVICH, Anton, Trailing Geronimo, Los Ángeles, 1926.
MILES, Nelson A., Annual report, U. S. Army Dept. of Arizona. Albuquerque,
1886.
—, Personal recollections and observations of general Nelson A. Miles, Chicago,
1897.
MILLER, Joseph, The Arizona Story, Nueva York, 1952.
OPLER, Morris Edward, An apache lifeway, Chicago, 1941.
—, «A Chiricahua Apache’s account of the Geronimo Campaign of 1886»,
editado por Samuel E. Kenoi, en The Journal of Arizona History, vol. XXVII, n.° 1,
primavera 1986 (1938).
POSTON, Charles D., Building a state in Apache land, editado por John Myers
Myers, Tempe (Arizona), 1963 (1894).
—, History of the apaches, manuscrito, colección especial de la Universidad de
Arizona.
Records of the adjuntant General’s office, record group n.° 94, conservado en
microfilm en la Sociedad Histórica de Arizona; el original se encuentra en la
Biblioteca de Archivos Federales.
Rudo ensayo [«escrito en 1793 por un jesuita anónimo»], Tucson, 1951 (1863).
SANTEE, Ross, Apache land, Lincoln, 1971 (1947).
SCHMITT, Martin F., General George Crook: his autobiography, Norman, 1946.
«Soldier in the California Column: the diary of John W. Teal», en Arizona and
the West, editado por Henry P. Walker, primavera de 1971.
STONE, Charles P., Notes on the State of Sonora, Washington, 1861.
TEVIS, James H., Arizona in the ‘50’s, Albuquerque, 1954.
TURRILL, Henry Stuart, «A talk with Cochise», en Miner, Prescott (Arizona),
1872; reimpreso en Miller, The Arizona Story, Nueva York, 1952.
—, «A vanished race of aboriginal founders», en Publications of the Order of
the Founders and Patriots of America, n.° 18, 1907.
WARREN, James G., «Geronimo, the wickedest indian that ever lived,
crazed by imprisionment», en New York World, 5 de agosto de 1900.
WELSH, Herbert, The Apache prisioners in Fort Marion, St. Agustine, Florida,
Filadelfia, 1887.
Fuentes secundarias
BARNES, Will C., Arizona Place Names, Tucson, 1988 (1935).
BASSO, Keith H., The Cibecue Apache, Prospect Heights (Illinois), 1986 (1970).
—, Portraits of «the whiteman», Cambridge (Reino Unido), 1979.
—, Western apache Language and culture, Tucson, 1990.
BAYLOR, George Wythe, John Robert Baylor: Confederate gobernor of Arizona,
Tucson, 1966.
BROWN, Dee, Bury my herat at Wounded Knee, Nueva York, 1971. (Hay trad.
cast: Enterrad mi corazón en Wounded Knee, Bruguera, Barcelona, 1974.)
CLARK, La Verne Harrell, They sang for horses: the impact of the horse on
Navajo and Apache Folklore, Tucson, 1966.
CONNELL, Evan S., Son of the Morning Star, San Francisco 1984.
DEBO, Angie, Geronimo: the man, his time, his place, Norman, 1976. (Hay trad.
cast: Jerónimo, el apache: el hombre, su tribu, su tierra y su tiempo, editado por José J. de
Olañeta, Palma de Mallorca, 1994.)
FAULK, Odie B., The Geronimo campaign, Nueva York, 1969.
GREENE, Jerome A., «The Crawford affair: international implications of the
Geronimo campaign», en Journal of the West, vol. XI, n.° 1, enero de 1972.
GRIFFITH, A. Kinney, Mickey Free, manhunter, Caldwell (Idaho), 1969.
—, «The strange case of Joseph C. Tiffany: indian agent in disgrace», en The
Journal of Arizona History, vol. XVI, n.° 4, invierno de 1975.
LEKSON, Stephen H., Nana’s raid: Apache warfare in southern New México,
1881, El Paso (Texas), 1987.
LOCKWOOD, Frank C., The Apache indians, Lincoln, 1987 (1938).
MOORHEAD, Max L., The Apache frontier, Norman, 1968.
NABHAN, Gray Paul, Gathering the desert, Tucson, 1985.
OPLER, Morris E., «Some implications of culture theory for anthropology
and psycology», en American Journal of Orthopsychiatry, vol. XVIII, n.° 4, octubre de
1948.
PORTER, Joseph C., Paper medicine man: George Gregory Bourke and his
American West Norman, 1986.
RICKEY, Don, Forty miles a day on beans and hay, Norman, 1963.
—, «Going after Geronimo», en Outside Magazine, junio de 1990.
RUSSELL, Don, One hundred and three fights and scrimmages: the story of
general Reuben F. Bernard, Washington, 1936.
SACKS, Benjamín H., «New evidence on the Bascom affair», en Arizona and
the West, vol. IV, n.° 3, otoño de 1962.
SCHELLIE, Don, Vast domain of blood: the History of the Camp Grant massacre,
Los Ángeles, 1968.
SKINNER, Woodward B., The Apache rock crumbles, Pensacola (Florida), 1987.
SMITH, Lula B., «My father survivor of the 1872 cave massacre»,
manuscrito, Sociedad Histórica de Arizona.
SONNICHSEN, C. L., «From savage to saint: a new image for Geronimo», en
The Journal of Arizona History, vol. XXVII, n.° 1, primavera de 1986.
—, The Mescalero Apaches, Norman, 1958.
—, «Who was Tom Jeffords?», en The Journal of Atizona History, vol. XXIII, n.°
4, invierno de 1982.
SPICER, Edward H., Cycles of Conquest, Tucson, 1962.
STOCKEL, H. Henrietta, Women of the Apache nation, Reno (Nevada), 1991.
STOUT, Joseph A., Apache lightning: the last great battles of the Ojos Calientes,
Nueva York, 1974.
SWEENEY, Edwin R., Cochise: chiricahua apache chief, Norman, 1991.
—, «I had lost all —Geronimo in the Carrasco massacre od 1851», en The
Journal of Arizona History, vol, 27, n.° 1, primavera de 1986.
TERRELL, John Upton, Apache Chronicle, Nueva York, 1972.
THRAPP, Dan L., Al Sieber, Chief of scouts, Norman, 1964.
—, The conquest of Apacheria, Norman, 1967.
—, General Crook and the Sierra Madre adventure, Norman, 1972.
—, «Geronimo’s misterious surrender», en The Western Brand Book, n.° 13,
Los Ángeles Corral (California), 1969.
—, Juh, an incredible indian, El Paso, 1973.
—, Victorio and the Mimbres Apaches, Norman, 1974.
TOLMAN, Newton F., The search for general Miles, Nueva York, 1968.
TURCHENESKE, John A., The Apache prisioners of War at Fort Still, 18941914,
tesis doctoral, Universidad de Nuevo México, 1978.
—, «The Arizona press and Geronimo’s surrender», en The Journal of Arizona
History, vol. XIV, n.° 2, verano de 1973.
UTLEY, Robert M., «The Bascom affair: a recostruction», en Arizona and the
West, vol. III, n.° 1, primavera de 1961.
—, «Crook and Miles, fighting and feuding on the indian frontier», en MHQ:
The Journal of Military History, vol II, n.° 1, otoño de 1989.
VAN ORDER, Jay, «C. S. Fly at Cañón de los Embudos: american indians as
enemy in the field, a photographic first», en The Journal of Arizona History, vol. XXX,
n.° 3, otoño de 1989.
WALKER, Henry P. y Don Bufkin, Historical Atlas of Arizona, Norman, 1979.
WELLMAN, Paul I., Death in the desert, Licoln, 1987 (1935).