Nuevos Narradores Cubanos - AA VV PDF
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AA. VV.
ePub r1.0
Titivillus 22.03.2019
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Título original: Nuevos narradores cubanos
AA. VV., 2000
Selección, prólogo y notas biobibliográficas: Michi Strausfeld
«Retrato de una infancia habanaviejera», incluido en Traficantes de belleza, Zoé Valdés;
«Historias de Olmo», Rolando Sánchez Mejías; «Las aguas del abismo», Félix Lizárraga;
«¿Por qué llora Leslie Carón?», Roberto liria; «Corazón partida bajo otra circunstancia»,
Alberto Guerra Naranjo; «Clemencia bajo el sol», Adelaida Fernández de Juan; «El
tartamudo y la rusa», José Manuel Prieto; «Greenpeace», Eduardo del Llano; «El día que no
fui a Nueva York», Mylene Fernández Pintado; «Un arte de hacer ruinas», Antonio José
Ponte; «No hay regreso para Johnny», David Mitrani; «La guagua», Alexis Díaz-Pimienta;
«Fallen Angels», Joel Cano; «Cosas esenciales», Jorge Luis Arzola; «Lobos en la noche»,
Ángel Santiesteban; «El regreso», Rodolfo Martínez; «Diana Cazadora and Colorado
Springs», Alberto Garrido; «Esperando a Elio», Ana Lidia Vega; «Un poema para Alicia»,
Karla Suárez; «La causa que refresca», José Miguel Sánchez (Yoss); «El retrato», Pedro de
Jesús; «enki», Daniel Díaz Mantilla; «La verticalidad de las cosas», Ronaldo Menéndez; «La
reja», Waldo Pérez Ciño; «El viejo, el asesino y yo», Ena Lucía Portela
Fotografía de la cubierta: Detalle de una fotografía de Hans-Joachim Ellerbrock, Bilderberg
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0
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Índice de contenido
Cubierta
Historias de Olmo
El tartamudo y la rusa
«Greenpeace»
La guagua
«Fallen Angels»
Cosas esenciales
Lobos en la noche
El regreso
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«Diana cazadora and Colorado Springs»
Esperando a Elio
El retrato
enki
La reja
El viejo, el asesino y yo
Notas biobibliográficas
Notas
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La literatura cubana es una
«Hay muchos discursos cubanos, no un discurso único», afirma José Miguel
Sánchez (Yoss), un joven escritor que reside en La Habana. Sin embargo,
«sólo existe una literatura cubana», dice Roberto Uría, exiliado en Miami. Y
los escritores, que radican hoy tanto en Perú como en París, en México como
en Madrid, en Alemania como en Almería, están de acuerdo: «Sí, somos los
escritores cubanos del exterior, pero nos buscamos, nos leemos, visitamos a
nuestros familiares en Cuba, intentamos encontrarnos donde podemos para
mantener el diálogo, la información, los vínculos», comentan.
Esta antología ofrece una visión tripartita de lo que escriben hoy
veinticinco autores cubanos nacidos a partir de 1959. Catorce de ellos
provienen de la isla (Alberto Guerra Naranjo, Adelaida Fernández de Juan,
Eduardo del Llano, Mylene Fernández Pintado, Antonio José Ponte, David
Mitrani, Ángel Santiesteban, Ana Lidia Vega, José Miguel Sánchez [Yoss],
Pedro de Jesús, Daniel Díaz Mantilla, Ena Lucía Portela, Jorge Luis Arzola y
Alberto Garrido), cinco de la diáspora (José Manuel Prieto, Joel Cano, Karla
Suárez, Ronaldo Menéndez y Waldo Pérez Ciño), uno comparte isla y
diáspora (Alexis Díaz-Pimienta) y cinco viven en el exilio (Zoé Valdés,
Rolando Sánchez Mejías, Félix Lizárraga, Roberto Uría y Rodolfo Martínez).
Las biografías de todos estos escritores presentan una enorme variedad.
La mayoría de ellos han nacido en Cuba, pero aparecen también Moscú
(Eduardo del Llano) o San Petersburgo (Ana Lidia Vega). En cuanto a su
formación hay que señalar que, si bien todos estudiaron una carrera
universitaria, se observa que eligieron materias muy diferentes. Así, podemos
destacar la presencia de un biólogo, como es el caso de José Miguel Sánchez
(Yoss), una médico (Adelaida Fernández de Juan), un economista (Rodolfo
Martínez) y cuatro ingenieros (José Manuel Prieto, Antonio José Ponte, David
Mitrani y Karla Suárez), pero también la de varios historiadores (Alberto
Guerra Naranjo y Ronaldo Menéndez), filólogos (Zoé Valdés y Roberto Uría)
y dramaturgos (Félix Lizárraga y Joel Cano). Algunos de los narradores
seleccionados además son guionistas de cine (Alberto Guerra Naranjo y
Antonio José Ponte) o están cada vez más vinculados con él (Ángel
Santiesteban y Eduardo del Llano). La mayoría de ellos ha tenido un
aprendizaje literario, pues participaron en los talleres que se crearon en todo
el país a partir de los años setenta. Allí discutían y analizaban los libros,
escribían sus primeras poesías o cuentos, allí obtuvieron tal vez un primer
premio literario. Los premios son otro dato que destaca en estas biografías.
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Todos los han acumulado: enumerar cinco o más premios y menciones no es
nada inhabitual. ¿Qué significa esta fiebre de los premios?
Para todos estos escritores existe una fecha emblemática en la historia
reciente del país: 1989. Este año marca, con la caída del muro de Berlín y el
posterior derrumbe de la URSS, el principio de una nueva etapa, denominada
oficialmente «período especial en tiempos de paz» y familiarmente «período
especialmente duro», pues supone un cambio social hacia formas de
economía de mercado, que, unido a la dolarización y a la fuerte escasez de
divisas, así como a la necesaria apertura al turismo de masas, ha generado no
pocas contradicciones y nuevos problemas. Para los autores jóvenes,
impacientes por darse a conocer, esta transformación de los usos cotidianos
representó un corte brutal en las posibilidades de publicar. Durante la década
de los ochenta existía una importante industria estatal del libro, que alcanzó
en esta etapa una producción anual de unos 4.000 títulos, lo que equivale a
50-60 millones de ejemplares publicados, incluidos los libros escolares.
Cuatro años después, cuando Cuba dejó de obtener subvenciones de la
antigua URSS y ayudas de los países del ex bloque comunista, la industria
editorial cubana tocó fondo: debido a la muy difícil situación económica del
país, se retrocedió a los modestos niveles de 1959. Los cubanos, que durante
cuatro décadas adquirieron un sorprendente hábito de lectura, nunca habían
tenido suficiente oferta de títulos y tiradas, pero siempre podían conseguir
libros a bajo precio. Sin embargo, de repente, se vieron privados de uno de
sus pasatiempos favoritos: leer.
Desde 1996 se ha asistido a un lento crecimiento de la producción
editorial. A pesar de todos los esfuerzos, con 200 novedades y 5-6 millones de
ejemplares, con cooperaciones, joint-ventures y ayudas institucionales de
otros países, rehacer la industria cubana del libro es un proceso muy lento
tanto para los lectores como para los escritores. Los premios Casa de las
Américas, por ejemplo, se conceden en la actualidad sólo cada dos años en las
diferentes categorías; las tiradas de libros y revistas se han reducido
drásticamente; los libros de cuentos y novelas son casi siempre muy delgados,
entre otras cosas para ahorrar papel. Pero, a pesar de todo, reina un cierto
optimismo, pues se observan algunos avances y cada año aparecen unos
cuantos libros más, aunque el número total de títulos es deprimente. La
editorial Letras Cubanas, que publica narrativa y poesía, sólo pudo ofrecer, en
1999, 78 novedades.
Hay que tener en cuenta estos datos para tratar de imaginar la angustia de
los escritores cubanos, sobre todo de los jóvenes. Poder publicar resulta ser
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una tarea de Sísifo, pues la lista de espera es inmensa y el resultado, incierto.
Debido a su brevedad, el cuento puede vencer más fácilmente esta carrera de
obstáculos, aunque siempre se llegue a la misma conclusión: existe una
enorme oferta de buenos manuscritos, pero una escasa posibilidad de
publicar.
Los años ochenta marcan un giro decisivo en la vida política e intelectual
cubanas. Tal vez el hecho más destacado sea el éxodo a Miami, en 1980 de
unas 125.000 personas desde el puerto de Mariel. Este grupo, conocido como
«los marielitos», constituye la segunda ola de refugiados (la primera dejó el
país nada más triunfar la Revolución). Entre ellos se encuentran escritores
como Reinaldo Arenas, Carlos Victoria, Guillermo Rosales o los hermanos
Juan y Nicolás Abreu, que lograron fundar en 1984 la revista Mariel, donde
reunieron la obra de los exiliados. A partir de entonces siempre se habla de
dos literaturas cubanas enfrentadas: la de la isla y la del exilio. Así
comenzaba la polémica sobre dónde vivían los mejores escritores: dentro o
fuera.
En 1994 surgió una crisis, en gran parte fruto de la penuria material del
«período especial» y de la continua falta de libertades políticas. Esta vez
lograron emigrar 35.000 «balseros» en condiciones dramáticas. Fue la tercera
gran ola de refugiados, y con ella el exilio de Miami tomó «color», debido al
gran número de mulatos y negros. Desde entonces muchos escritores
empezaron a salir con becas o invitaciones como profesores o estudiantes de
posgrado. De esta manera se ha formado la diáspora, que aumenta de año en
año, con lo que se puede hablar ahora de tres literaturas cubanas.
La nueva cuentística cubana se inicia en 1990 con un relato de Senel Paz
(nacido en 1950): «El lobo, el bosque y el hombre nuevo», que recibió el
premio Juan Rulfo de Radio France Internationale y que más tarde sirvió de
guión para la película Fresa y chocolate. Constituyó una clara ruptura
temática y estilística y se convirtió en el traspaso de la voz literaria a una
generación más joven. En 1993, en pleno «período especial», apareció un
libro que dio a conocer a esta nueva generación: la antología de los novísimos
cuentistas cubanos (Los últimos serán los primeros, Letras Cubanas, La
Habana 1993) elaborada por Salvador Redonet, que ofrecía textos de treinta y
siete escritores nacidos a partir de 1959. El impacto de esta compilación
constituyó un verdadero terremoto literario. A partir de entonces han
aparecido diez antologías más en La Habana, lo cual da una idea del alcance
de su cuentística contemporánea. Todas ellas presentan sólo textos de autores
que residen en la isla, lo que constituye una falacia, pues la fluctuación es
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grande. La presente antología, en cambio, intenta reunir por primera vez
cuentos y relatos de autores que residen hoy en la isla, en el exilio o que
pertenecen a la diáspora.
Vivan donde vivan, publicar es difícil para todos. Ya se han mencionado
las dificultades de la industria editorial en la isla: en el exilio de Miami las
cosas tampoco se presentan bien. Carlos Victoria (nacido en 1950 en
Camagüey y hoy exiliado en Miami) describe las «insatisfacciones» en su
reciente artículo «De Mariel a los balseros» (Encuentro, n.º 15, Madrid,
invierno de 1999-2000, págs. 70-74), donde dice a modo de conclusión: «No
puedo ni quiero enumerar los libros que han ido apareciendo en las editoriales
de Miami, con escasas posibilidades de distribución (…); las revistas del
exilio en Estados Unidos se esfumaron; el único concurso que nos dio una
esperanza, el Letras de Oro, hace ya tiempo que desapareció; en su gran
mayoría los libros de todos estos escritores han pasado sin dejar ni la más leve
huella, muchos tal vez porque lo merecían, pero otros por una maldición
política y geográfica (…). Cuba es una isla y Miami también».
A los autores cubanos que residen en países de habla hispana tal vez les
resulte más fácil publicar, aunque la diáspora tampoco sea una vida de rosas:
abundan las espinas. Los lectores de sus obras son cubanos, pero los libros no
llegan ni a Cuba ni a Miami. Los lectores de los países donde residen
prefieren normalmente a sus autores o las traducciones extranjeras. Sin
embargo, en los últimos años se ha notado un mayor interés por parte de
algunas editoriales españolas y, en menor medida, mexicanas: un dato
revelador es el número de manuscritos cubanos que llegan hoy a todos los
concursos literarios, provenientes tanto de la isla como de otros países. Varios
autores cubanos han ganado estos premios de gran o relativa importancia
(Jesús Díaz, Leonardo Padura, Eliseo Alberto, Zoé Valdés, Alexis Díaz-
Pimienta, Karla Suárez y Ronaldo Menéndez) y otros han sido publicados sin
premio pero con éxito (Abilio Estévez o Pedro Juan Gutiérrez).
Finalmente, quisiera mencionar a los escritores que pueden publicar en
otra lengua, pero no en la propia (Joel Cano y Jorge Luis Camacho en París);
otros saltan de Miami a Francia, pero no a España (Carlos Victoria). Esta
curiosa lista se podría ampliar fácilmente. Publicar en España sigue siendo La
Meca para todos, pues significa movimiento y reconocimiento, posibilidad de
crítica y venta, es decir, dinero.
Hoy resulta muy difícil para los escritores cubanos tener una visión
amplia de lo que se escribe dentro y fuera, ya que las «islas» —Cuba y Miami
— no permiten un contacto fácil y acceder a los textos de quienes residen en
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tantos países es complicado. Las dificultades abundan, por tanto, para todos
los escritores cubanos incluidos en esta antología, provengan de la isla, del
exilio o de la diáspora. Sus textos, sean cuentos breves, relatos largos o
minihistorias, reflejan la presencia de muchos de sus problemas, y el dominio
de las diferentes técnicas narrativas y su diversidad temática, a través de todos
sus registros, es extraordinario: hay crítica y humor, parodia y poesía,
reflexión y parábola. Esta antología constituye, pues, la última expresión
literaria de un pueblo dividido y a la espera. Pero leyendo estos cuentos, poco
a poco, descubriremos un caleidoscopio que prueba tanto la vitalidad del
género como la variedad de sus preocupaciones, y comprenderemos por qué
el credo literario de los autores es correcto: «La literatura cubana es una».
Michi Strausfeld
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Nuevos narradores cubanos
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Retrato de una infancia habanaviejera
Zoé Valdés
¿Y por qué tendría que negarlo? Sí, soy de La Habana Vieja, y a mucha
honra, vaya, ¿quién les dijo a ustedes que voy a avergonzarme por mis
orígenes? Yo pertenezco al casco histórico, ¿y qué, tú, qué pasó con eso?
(Todo esto lo digo con las manos partidas, en jarra, una pierna cruzada sobre
la otra, el pie descansando en punta, una sonrisa cubanísima, de exportación,
los hombros desnudos y acentuados hacia adelante, desafiantes como los de la
Cecilia Valdés en la novela de Cirilo Villaverde; la pobre mulatona fue una
jinetera del siglo XIX, allá en la Loma del Ángel; todo el bendito tiempo
empinando hombros, boca y culo, ¡oyéee, con el dolor que da eso en la
cervical! Mi caso es algo diferente, yo no soy exclusivamente negra, ni tan
siquiera cuarterona, ni china, ni rubia, ni trigueña aindiá, ni jabá. Yo soy más
bien un ajiaco de todo ese rebumbio, y más.) Pues sí, mi niño, como
mismitico te iba diciendo, yo me crié, desde que abrí los ojos al cielo azul
tropicalísimo, estos ojitos que se va a tragar el fango, ¡ay, tú, no, solavaya!,
pues di mis primeros pasos, gateé por los adoquines de la ciudad monumento,
patrimonio de la humanidad y de todas esas sanacás que inventa la Unesco.
¿Que qué? Ay, mijito, habla claro, con ese acento no se te entiende ni pitoche.
¿Que usted es fotógrafo? Eso ya lo sé, mi vida linda, óyeme, ¿tú crees que soy
ciega o bizcorneá? Si desde que te vi con la cámara colgando del cuello me
pegué a ti. ¡Claro, corazón de melón, a mí me encanta que me tiren fotos! No,
pa que tú veas es la primera vez que a mí me retrata un turista, un gallego.
¡Aaaah! ¿Que tú no eres gallego? ¿Y se puede saber de dónde tú vienes,
cosita rica? Porque extraterrestre sí que no, qué va, tú no tienes ni una
pizquita así de marciano. ¿De Portugal, y resides en París? ¡Eso está fuerte!
Ay, tú estás un poquito raro. Bueno, y qué importa, a ver, ¿cómo quieres que
me ponga? ¿Ya? ¡Contrá, qué rápido tú eres, ni los cupets te hacen ná! Niño,
los cupets son los garajes nuevos donde venden gasolina en fulas. En fin, no
te demoro más con cuentos del más allá, fíjate, yo soy nacida y criada en un
palacio colonial, ¡un palacete chico! Pero de palacio ya no le queda ni el
nombre. Ahora se llama solar, vaya, para ser más concreta, en la calle Muralla
160, entre Cuba y San Ignacio. No te puedo enseñar el edificio porque se
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derrumbó, hace un tongón de años, ¡quién se acuerda de aquello! Yo era
chiquitica así. Mira, mi abuela me estaba dando la comida, ¡no, y menos mal
que todo el mundo estaba en la calle, trabajando, o haciéndose los que
trabajaban!, pues mi abuela se dio cuenta de que en el plato estaba cayendo
como una boronilla del techo, y cual endemoniá recogió lo principal, es decir,
yo y veinte fulas que había comprado en el mercado negro; ¡qué luz la de mi
abuela, virgen de la Milagrosa, alabao sea san Lázaro! No bien salimos del
edificio, ¡cataplún! Piedra y polvo na má, igualitico al Partenón ese de los
griegos que vi en un libro prestado. Luego de la catástrofe nos albergaron dos
años; más tarde, bien tarde, nos dieron un apartamentico, ¡no, pero ahí todavía
queda gente esperando porque le den casa! Imagínate, en ese albergue de la
calle Monserrate hay mujeres que se han hecho viejas pellejas. Nosotras
navegamos con suerte porque la presidenta del consejo de vecinos es
tremenda chivatona y tenía un contacto que nos resolvió. Nos otorgaron un
apartamentiquito, como ya te dije, muy modesto él, en la calle Empedrado
número 505 entre Villegas y Monserrate. La calle Empedrado es famosísima
por La Bodeguita del Medio, a la cual no puede ir ningún cubano si no es
acompañado de un extranjero. Pero no te vayas a equivocar (miro a todos
lados), cuidadito ahí, a mí me priva este país, ¡aquí somos requetefelices y
palanta y palante! Hace un calor del carajo, pero mira cómo hay playas y
arrecifes, las playas pa los turistas y los dientes e ’perro pa los nativos. Pinta
pallá, ahí viene Maruja, la señora del pañuelo en la cabeza y el bastón, la
viejita de la jaba. ¡Ay, verdad, qué torpe, si todas las viejas llevan jabas!
Chico, esa que camina apoyándose en la puerta de latón de la bodega. Esa
viejuca es de lo más mortalítica, quiere decir superchévere. Ella es hija de
isleños, de los de Canarias, pero nació aquí, esa pobre señora se pasa la vida
en las colas, del cuarto a la bodega y de la bodega al cuarto. Un día se paró en
la esquina, miró a la profundidad, al abismo interior de la jaba vacía y dudó:
Ay, mi madre, Cristo bendito, qué memoria la mía, estoy ya tan
arteriosclerótica que ya no sé si es que voy o vengo del mercado. Con eso te
lo digo todo. ¿Qué cosa, mi chino, que cambie el tema? Sí, sí, sí, yo sé que a
ustedes los fotógrafos les amargan estos temas. A mí lo que me entristece es
ver cómo en las fotos la pobreza se ve así, tan bonita. ¡No, mi amor, eso yo no
te lo voy a negar, aquí sí hay pobreza, y mucha! Escúchame bien, ¿ves a esa
mujer sentada con el perro, y al otro tipo que mira pallá, y al negro de punta
en blanco que hasta la cabeza la tiene blanquita en canas? —dicho sea de
paso, ese negro debe de ser viejo como loco, porque pa que a un negro se le
vean las canas es porque es de un siglo de antes de nuestra era—, pues ese
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conjunto de personajes tú los ves y los fotografías y ya, y luego te largas a tu
país, pero lo bueno de la foto, lo que tú te pierdes, es ese más allá que hay de
la puerta padentro, detrás del niche canoso. Por esa puerta padentro hay una
lobreguez que le para los pelos de punta al más pinto. ¡Una miseria que ya
quisieran las favelas venezolanas o brasileñas! Cállate boca, ahí llegó la fiana,
brigada central. A propósito, ¿allá por donde tú vives no pusieron en la
televisión Brigada central? Es un serial español, donde actúa Imanol Anas, el
que hizo de Leonardo Gamboa con Daisy Granados haciendo de Cecilia
Valdés. Yo lo conocí, ¡niño, estáte tranquilo!, ¡más decente! Me firmó un
autógrafo y todo, en la plaza de la Catedral. ¿Te quedaste botao, no
entendiste? Bueno, desmaya el chisme. ¿Y cuál es el cuento con estos dos
policías que se aproximan como quien no quiere la cosa? ¿Qué sucede,
compañero? Usted mismo el de la camarita. Aquí hay mucha dignidad pa que
lo vaya sabiendo. ¿La joven lo está molestando? No, porque por acá pululan
una cantidad de muchachos malcriados, escoria, vaya… ¿Cómo dijo, una
foto de nosotros? ¿Los dos juntos? Estamos trabajando y nos puede costar
caro, bien, dale, métele ahí rápido, ¿cómo nos colocamos, nos reímos? Mejor
no nos reímos. Chácata. Ya usted sabe, aquí estamos para servirle. Cuba es
un eterno verano, venga a vivir una tentación. A mí me han dado un revirón
de ojos, se ve que no les gustó que estuviera renguinchá de ti, fotógrafo. Sí,
aquí hay mucha dignidad, demasiada, sobra, pero la dignidad no se come,
cariño, en fin, el mar… Hablemos de los peces de colores. ¡Apunta pallá, no
te las pierdas, ay qué niñitas tan monas, una en el velocípedo, y la otra con
perrito de lo más chulo! Ah, ya las habías visto, por supuesto, el fotógrafo es
el que ve más rápido, más hondo y mejor. Cualquiera diría dos típicas
habaneritas, graciositas, ahorita te preguntan la hora a ver si eres yuma,
primero pa pedir chicles, luego que las saques del país… Pa que tú veas, la
gente engaña, ellas sólo querían una foto, ya tú ves, todavía quedan niños
educados. Yo también lo soy, que se sepa que tengo trece años nada más, mi
chino, y ni sé en qué etapa de la vida estoy, aquí una se hace tembona en un
pestañazo, pero al mismo tiempo no conozco na de la vida. Pa mí el mundo es
La Habana Vieja, cuanto más Centro Habana. Una vez me desplacé hasta el
Vedado, pero el transporte está en llamas, en candela, vaya, no hay quien se
empate con un camello, nombrete que les hemos puesto a las guaguas en la
actualidad. ¿A pie? ¡Mi cielo, no hay jama, no hay proteína pa tanto! Tú sí
que puedes porque tú estás ranqueao en las grandes ligas con respecto a
carnes, vegetales y frutas. Pero aquí una ni ve pasar la carne. Yo, en la vida he
visto una vaca viva. ¡Ah, no, espérate!: una vez vi una en el noticiero de las
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ocho de la noche por el Canal Seis. Sí aquí tenemos sólo dos canales, el Seis,
que es el de la novela, y el Dos, que es el de la pelota y los discursos. Desde
que tengo uso de razón veo la telenovela brasileña, es una cosa que me priva,
en un televisor marca Caribe, en blanco y negro, pero de que la veo la veo,
¡cómo no! En un futuro no muy lejano, a lo mejor mi mamá, o yo misma,
consigamos un aparato a color… ¡No, no, no, tú no te me puedes negar, tienes
que hacerle una foto a ese que vie-ne por ahí! Te presento a mi padrino, él es
palero, abakuá, y todo lo que tú quieras y mucho más, ¡a su prenda hay que
decirle usted! Cuando lo necesites él te puede hacer un buen trabajo, amarrar
a tu mujer pa que no te deje nunca, envolver a tu jefe pa que te aumente el
sueldo, lo que tú pidas por esa boca él lo logra, ¡es un puñetero volao!
Padrino, no se asuste, quieto ahí que lo van a retratar, vas a salir publicao en
el mundo entero. El mundo entero, el imposible. Ya se aleja indiferente,
cantando un bolero, trafucándole la letra. Ahí se va mi padrino, ajustándose la
gorra sudá. Te voy a contar un poco de mí, fotógrafo, dime si te interesa,
claro. Yo siempre me he destacado por ser tremenda pandillera, pero sana, sin
hacerle daño a nadie. A mí lo que me gusta es estar en la calle,
mataperreando, jodiendo, riéndome, de marimacha, arrecostá en cualquier
pared viendo a los turistas pasar. Debe de ser extrañísimo eso de ser
extranjero, ustedes van por la vida así, tirando fotos como en una película, sin
inquietarse por si llegó el huevo, o que si la leche se cortó con el calor y por
eso no la despacharon. A mí, cuando me preguntaban de chiquitica que qué
quería ser cuando fuera grande, respondía que extranjera. A veces odio ser yo,
pero otras lo que siento es deseos de seguir aquí, sin hacer ná, mirando a todo
el mundo pasar. ¿Estoy despeiná? No, es que no soporto salir desarreglá en
las fotos, qué dirán por ahí después, mira a esa chiquita con las pasas paradas.
A mí me fascina verme bonita en los retratos, sucede como con las casas, es
cierto que aquí la ciudad está desbaratá, pero todavía quedan algunos lugares
más o menos elegantes. Lo que es esta zona del casco histórico la han
restaurado de manera b-a-s-t-a-n-t-e acogedora, pero lo que es de ahí pallá, pa
envuelta de la iglesia de la Merced, de Muralla hacia Paula, lo que son las
calles Santa Clara, Luz, Acosta, Jesús María, Merced, San Ignacio, Muralla,
Inquisidor, Habana, Cuba, Aguacate, Villegas, todo eso está en ruinas. Por ahí
anda un chiste que dice que los americanos deciden bombardear Cuba de una
vez, ya, pa que Quien Tú Sabes no se llene más la boca diciendo que los
americanos quieren agredirnos y que esto y que lo otro. Entonces envían un
cazabombardero pa acabar con nosotros, pero en el momento de tirar la
bomba, el piloto mira para la ciudad, toca con el codo al copiloto
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preguntando: «Oh, Scott, ¿quién se nos habrá adelantado?». Y sin embargo, la
vida tiene cada cosa, porque así y todo la ciudad luce simpaticona. Yo he
chancleteao este barrio que tú no tienes ni una idea, de cabo a rabo, este niño,
no hay familia decente ni bandolero que yo desconozca. Soy socia, ambia,
vaya, hasta de los curas de la iglesia de la Merced y del Espíritu Santo. Si
supieras la suerte que tengo para las amistades mayores. Mi madre trabajaba
en una pizzería que acaban de cerrar, en la calle Obispo, ahora se dedicará a
fundar una Paladar, es decir una pizzería en fulas, semiclandestina. La
ayudaré, por supuesto. ¿Los materiales? Los ingredientes querrás decir, ¿que
de dónde voy a sacarlos? A mí sí que no me preguntes sobre esa situación, yo
qué sé. De por ahí. En una ocasión comí gato, sin enterarme, unas albóndigas
de miau. ¡No, ahí sí que no, mi vida linda, los perros son sagrados en este
país! Tú no ves que los perros pertenecen a san Lázaro, que es un viejito muy
santo, milagrosísimo él. Desde que soy gente asisto cada diecisiete de
diciembre al Rincón, donde se encuentra el santuario del viejito que me
protege, ¡y de rodillas, de r-o-d-i-l-l-a-s, ni ná ni ná! Porque yo soy de lo más
devota. ¿De quién, a quién tú mencionaste? Por favor, cariño, no pronuncies
ese nombre que trae mala suerte. Yo me considero única y
desinteresadamente devotísima de Babalú Ayé, que no es otro que san Lázaro.
A mí nadie me obligó, con ese don se nace, es muy natural. Aquí el que no
tiene de congo tiene de karabalí. Acto seguido podrás interpretar que a todo lo
largo y ancho de esta islita, por delante, por detrás y por los cuatro costados,
toditos tenemos nuestra cosa hecha, su cuestión preparada. ¿El qué? ¿El
comucuánto? ¡Oye, mira que tú eres cómico! Pues él, ¿el comunismo me
dijiste? Él, ahí, de lo más bien, encantado de la vida, saludable y
alimentadísimo, como si con él no fuera, haciéndose el de la vista gorda.
¿Qué otras cosas lindas podría contarte? Vaya, para que te lleves una
excelente imagen de este país. ¡Ya sé! Pues, tengo una amiguita que vive
muerta con el circo, encandilada con los payasos y con los elefantes y con los
trapecios y todo cuento. Sí, me confesó que sueña con ser trapecista. Yo,
antes, quería ser gimnasta, como aquélla, la Nadia Comaneci, ¿la recuerdas?
Pero clausuraron el CB deportivo de la calle Mercaderes, las instalaciones se
jodieron por falta de mantenimiento. Ya no quiero ser gimnasta. ¡El CB, niño!
¿Tú no sabes lo que es un CB deportivo? No, para nada, no es se ve, se
escribe C y B. ¿Cómo, igual a esa tarjeta? En mi vida había visto yo carta tan
brillosa. No seas mentiroso, tú. ¿Que con esa postalita se puede pagar? ¡Qué
va, pa su escopeta, ni me la acerques, no quiero cuentos con trucos raros!
(Ahora me alejo, haciéndome la brava, la rebelde, la salvajona, pero esto de la
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foto me llene trastorná; él se detiene en una esquina, el vecindario lo aborda;
retrata a todos cuantos se meten delante del lente, después regala las pruebas
que van saliendo, ha alborotado al barrio; le sacó una al tipo que le dicen el
cosaco, debido al sombrero y el bigotón, el socio estaba en tremenda pea, con
un ojo entretenido y el otro comiendo mierda, manda un feo que ni malanga,
pero ¿quién lo iría a decir?, resultó ser superfotogénico, quedó bonito y todo;
en la parada sobreviviente de guaguas fotografió a Pepito, quien regresaba del
policlínico con una placa de los pulmones en la mano, toda la luz del universo
atravesaba la radiografía; sin contención ni remilgos vuelvo a engancharme
de mi amigo el fotógrafo, aquí estoy, pegá como un moco, pero él es de lo
más cariñoso, pareciera cubano. ¿Que qué? Ya empezó de nuevo, es tremendo
preguntón.) ¿Que por fin qué voy a ser cuando sea mayor? (Me la puso en
China, ya le conté que me decepcioné con la gimnástica.) Ay, chico, todavía
tengo tiempo, no le he dado mucha cabeza a ese asunto. Como soy medio
marimacha a lo mejor va y me dedico a técnica de bicicleta. (De súbito,
descubro a Lola, la lavandera, sentada en un banco cagao por los sinsontes del
parque de la plaza de Armas, ahí está más solita que la soledad misma, con un
suetercito rojo, sucio que da grima, con el calor que se está mandando; yo que
siempre ando en chores bien corticos, a punta de nalga, sin ná pa arriba,
porque como aún no he desarrollao bien. Lola fija la vista en la luna de
Valencia, anda por Belén con los pastores, acariciando a otro perrito
abandonado, a quien ella de seguro acaba de recoger, es una perrera de
ampanga.) Pues, oye lo que te voy a decir, mi curucucucho de mamey, si se
pone más dura la situación me dedicaré yo también a lavar pa la calle, o a
mirar pa los celajes, igual que Lola, o a recoger perros, o a las tres cosas
juntas. ¿No te parece una buena idea? Tal vez, pensándolo mejor, si esto se
arregla, si cambia, vaya, quién sabe. ¿Tú de verdad tienes fe en que esto se
compondrá algún día? ¿Crees que yo pueda llegar a ser fotógrafa? Sí, como
tú.
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Historias de Olmo
Rolando Sánchez Mejías
Viaje a China
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Periplos
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Decepción
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Blatta orientalis
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De la soledad de los acontecimientos
Cuenta Olmo:
—Ningún acontecimiento está solo en el mundo, señores. Verán. El
taimado Gordolobo es mi vecino. Si pego el oído puedo sentir a Gordolobo
apretarse contra la pared y cantar con voz espantosa y vestido de campesina
bávara operetas lascivas. Cuando nos cruzamos Gordolobo me sonríe porque
sabe que yo sé de su abyecta naturaleza.
Ningún acontecimiento está solo en el mundo. Napoleón veía venir un
zorro desde el campo enemigo y sabía que la batalla estaba perdida. Una vez
una rata se coló por la cañería de mi apartamento. Gordolobo había
conseguido expulsar a los filipinos del entresuelo porque los domingos hacían
«curas de risa».
Pues bien, materia nigra, narratio brevis: la rata, la rata traída a colación,
llevaba en la boca el brazo de una muñeca. ¡Ninguna rata viene del infierno,
señores! Y mi rata provenía —¡lo aseguro!— del piso de los filipinos.
Gordolobo tampoco ama a los perros. Ni a las flores. Deja que se sequen en la
ventana como una advertencia para todos.
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Olmo no puede pensar
Olmo llega muy sobresaltado y dice que no puede pensar. Que le han echado
una brujería en la puerta de la casa —«¡una gallina muerta con un lacito rojo
amarrado a una pata, oh!»— y que no puede pensar. Nadie sabe qué hacer con
Olmo que se sostiene la cabeza con las manos y repite todo el tiempo lo
mismo: que no puede pensar.
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Del uso de las metáforas
El día es tan bello que un amigo de Olmo se siente perturbado. Piensa que el
sol es una naranja que rebota en el horizonte. En eso se topa con Olmo que
viene pensativo. El amigo le dice a Olmo: «¡Olmo, fíjate qué día más bello, el
sol es una naranja que…!». Olmo lo mira como si hubiera visto al diablo y
echa a correr mientras grita: «¡Necio, necio!».
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Pruebas
Cuenta Olmo:
—A veces esperas que la realidad se te vuelva una lámina. Entonces crees
que la tienes. Pero no la tienes. Pues no basta con laminar la realidad.
Tampoco basta con que enciendas un cigarro en busca de profundidad. A
veces en busca de profundidad se pierde en realidad. Y viceversa. Una vez un
filósofo le dijo a otro filósofo que era probable que en la sala donde estaban
hubiera un rinoceronte. Que de la realidad podía esperarse cualquier cosa.
Que era probable que en la sala donde estaban hubiera un rinoceronte y que
no faltarían pruebas para tal aseveración. El otro filósofo le contestó que no
había suficientes pruebas para tal aseveración. Que de la realidad no podía
esperarse cualquier cosa. Que no había un rinoceronte en la sala donde
estaban y que no faltarían pruebas para tal aseveración.
Cuenta Olmo mirando a la profundidad de la sala.
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Escritor
Olmo se topa con un escritor que se jacta de no escribir. «¡Veinte años sin
escribir!», rechina los dientes el escritor muy cerca de la cara de Olmo. El
escritor arranca un pedazo de papel, hace unos garabatos y se lo da a Olmo:
«¡Esto es lo único que tendrán de mí!». El escritor enciende un cigarro y dice
más calmado: «Deberían darme un premio por mi silencio». Fuma y susurra:
«Pero yo no aceptaría el premio». Se queda observando el humo del cigarro:
«O no iría a recogerlo».
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Aqueronte
Algunas noches Olmo recibe la visita de Eulalia, su tía muerta. Ella suele
hacerlo por lo general cuando Olmo intenta dormirse. «Ay Olmo, hijo mío,
qué mala cara tienes, cariño.» Ella se sienta en la cama junto a Olmo y se
pinta las uñas de las manos: «Rosado. Uno de mis colores preferidos», dice
alargando las manos. Luego revisa las gavetas de la cómoda: «Olmo, mi
amor, ¿cuándo aprenderás a doblar los calzoncillos, corazón?». Luego revisa
los apuntes de Olmo sobre la mesa y lee en voz alta: «No tengo sustancia
interior… y remo en el Aqueronte… como si de la vida se tratase… ¡Ay
Olmo, por Dios, que te vuelves loco, mi vida!». Se pinta otra vez las uñas y
dice estirando las manos: «Morado. Uno de mis colores preferidos».
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Instrucciones para bajar una escalera
Olmo descubre una mañana que no sabe cómo bajar la escalera. (Sabe cómo
subirla: ha leído un Manual de Instrucciones para subir una escalera. Pero no
sabe cómo balarla.) Olmo retrocede aterrado y busca en el librero algún
Manual de Instrucciones para bajar una escalera. No lo halla. Sin embargo
halla uno de cocina paquistaní y se hace una tortilla al curry un poco
chamuscada pero en general bien.
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La Convención
Una vez Olmo se asomó a la ventana y vio un pájaro mecánico posado en una
rama. Sus piezas acoplaban perfectamente incluso al levantar vuelo. En los
días siguientes Olmo vio otros pájaros mecánicos. Sobre su mesa de comer o
volando en la lejanía. También en forma de puntos, instalados en el horizonte.
Olmo se rascó la cabeza: «Culpa de La Convención». ¿Qué Convención? No
lo sabía. Pero le fascinaba la idea de que Detrás de Todo Aquello se Ocultaba
La Convención. Fue una dura época para Olmo, donde no escasearon las
mayúsculas ni los pájaros mecánicos.
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Turcos
Olmo quiere visitar H. pero le aconsejan que no vaya a H., que allí matan a
los turcos. «¡¿Turcos?!», se sorprende Olmo. «¿Y yo qué tengo que ver con
los turcos?» Se mira en el espejo. Nada especial en la cara. No, las orejas no.
Los ojos tampoco. Ni la boca, se relaja Olmo. De pronto: la nariz. Olmo se
queda estupefacto: «¡Dios mío, la nariz!». No que la nariz fuera turca pero.
Había algo. Tal vez la punta. O la curva. Sabía Dios. «¡La nariz!» Olmo
retrocede espantado, se mete dentro de la sábana y se tapa de pies a cabeza.
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Sistema inflacionario
Olmo tenía entre sus planes escribir alguna vez un libro acerca del sistema
inflacionario de las ratas en sus madrigueras. Decía de los machos: por lo
general son rapaces, díscolos y mentirosos. De las hembras alababa
especialmente su zalamería, su vaivén gramatical, su contoneo «espirituoso»
entre las inmundicias acumuladas.
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Perspectivas
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Las aguas del abismo
Félix Lizárraga
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— hacía hablar el metal de las persianas, ululaba allá afuera, anacrónico coro
de plañideras árabes; me arrebujé en mi abrigo —maldito— sin resultado —
invierno—; de este modo llegué al segundo cigarro; mi caja de fósforos
callaba (pero yo hubiera jurado que estaba llena), y hube de recurrir a mi
recién vecino de espera; admiré unos instantes, tras prender mi cigarro, el
viejo encendedor, pesado, de un metal oroviejo, delicados relieves figurando
uno como dragón que vomitaba asiático florescencias de fuego; lo devolví a
su dueño —ojos claros, mi edad, suéter rojogastado de rombos arlequinos,
poco que ver con el objeto que parecía pedir para hacer juego algún señor
maduro de traje y portafolios—; regresé a mi cigarro; una de las ventajas
indiscutibles del cigarro es que permite colmar o fabricar las pausas que uno
quiera, cuando uno quiera; yo, por qué no confesarlo, casi siempre las quiero;
no soy tímido, pero tampoco especialmente sociable; en general prefiero
fumar a conversar, aun con aquellas personas que prefiero; eso me ha hecho
ganar reputación de tipo comprensivo, lo que tampoco es especialmente
cierto; y de discreto, cosa que sí es verdad, aun cuando no lo sea por
convicción especial, sino, más bien, por pura indiferencia (todo este análisis
de personalidad, tal vez exacto, no lo he hecho yo, lo que fuera un estímulo
aunque un esfuerzo que no haría por mí mismo, sino Martha, con el agravante
de que poco a poco, con el paso del tiempo, ha ido volviéndose su tema
favorito, a cualquier hora; al principio a ella le encantaba, por ejemplo, que yo
fumara despaciosamente después de cada amor; le parecía muy chic, muy
cosa de película —ella no fuma, claro—; ahora ha dado en decir que el humo
le da alergia, lagrimea y se frota la nariz para demostrarlo, lo cual, amén de
ser una burda artimaña, pone en peligro de extinción la poca nariz que tiene; a
mis observaciones sobre el particular, ella responde que no hay motivo para
preocuparse, ya que yo tengo suficiente nariz para los dos, y sobra; etcétera;
pero lo que a ella le molesta, a pesar de sus campañas antinicotínicas, no es el
cigarro —sería lo de menos—, sino lo que me hace fumar, que es como decir
que le molesto yo; cuando se lo insinúo, monta infaliblemente en cólera —
feroz cabalgadura—, llora y protesta que estoy cansado de ella y que por eso
invento —yo— cosas como ésa; la calmo, la consuelo; hacemos el amor; más
tarde fumo; vuelve el ciclo a empezar); todo este paréntesis interminable no
es más que una intentona, algo excesiva, es cierto, por dejar claro que no soy
el lobo estepario, pero que no me gusta conversar; por lo menos, no
especialmente; y que el fumar me sirve de coraza o caracol como a otros de
trampolín, enlace o contraseña —¿tiene fósforos?, por ejemplo, y de ahí a
charlotear de cualquier cosa, desde pelota a sexo—; y, en fin, que no veo por
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qué tendría que ser de otra manera; lo que la gente llama conversación no es
hablar de verdad, sino cambiar palabras, o darse mutuamente la oportunidad
de reforzar los egos respectivos por medio de abundosas excreciones verbales,
que al otro no interesan; o soltar y escuchar palabras para no pensar; o
sentirse, de tal modo, cointegrantes de algo, como el círculo de humoristas del
cuento que tenían ya todos sus Justes sabidos y numerados, torciéndose de
risa en cuanto alguno citaba el diez, o el veintidós; o cualquier cosa, en fin,
excepto una conversación verdadera, entendiendo por conversación verdadera
el intento de comprender a sí mismo y al otro con ayuda del verbo —y esta
definición es pobre y es oscura, pero me extiendo demasiado y necesito contar
una historia, ceñirla paso a paso para entenderla, y a cada paso me aparto del
camino en pos de alguna de mis ideas fijas (afirma Martha, a propósito, que
soy esquizoide, y además obsesivo; ella debe saberlo, pues estudia Psicología,
esa carrera demencial); las ideas fijas, que son como mariposas y como
señuelos que van tentando fuera de su camino al narrador—; acabando de una
vez con digresión tanta diré que, para asombro mío y escándalo del universo,
los libros que pedí me fueron entregados antes de terminar el segundo cigarro;
cojeando me dirigí a mi mesa, no sin antes comprobar que ninguna de a uno
estaba libre —la vieja del tacón volvía hacia mí un cráneo que brillaba,
ceroso, bajo unas greñas grises cuidadosamente presilladas—, fumé lo que
quedaba del segundo cigarro, abrí un libro, empecé a leer; no hay sedante que
iguale —ni siquiera el suave movimiento, el ballet en ralentí de los peces de
acuario tras el vidrio— a la prosa geométrica de un ensayo francés, aun
traducido; está todo tan en su lugar como en la fachada del Petit Trianon, y el
efecto es el mismo; el de algo armonioso, preciso, no muy imponente, es
cierto —la imponencia es virtud sajónica—, un poco de juguete, pero
calculado hasta la millonésima de fracción; busqué, a tientas y
mecánicamente, el cigarro tercero y la caja de fósforos que bostezó vacía
cuando la abrí (pero yo hubiera jurado que estaba llena); mi recién vecino de
mesa me tendió una fosforera metálica, pesada y oroviejo con un reptil
llameado que reconocí al tiempo de intentar, vanamente, prenderla; ardió al
instante sin embargo, de un chispazo esmeralda, en manos del vecino; le
brindé otro cigarro; gracias, dijo, no fumo; yo volví a mi lectura; ¿Medusa y
Cía?, preguntó al rato; ¿qué?, dije yo; Medusa y Cía, repitió, que si es lo que
estás leyendo; le dije que sí; no es mal libro, dijo; lo miré; tenía tanta cara de
habérselo leído como yo de San Juan Evangelista; en lugar de eso le pregunté
si lo había hecho; sí, hace tiempo, no está mal, pero no acaba de gustarme,
aunque contiene una idea muy interesante, o más bien la sugiere; ¿cuál?, le
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pregunté, ya resignado, esperando llegase pronto en mi socorro alguna de las
avinagradas bibliotecarias y nos mandase callar; la idea de la naturaleza como
imaginación, sonrió mi vecino con los ojos verdes, gatofelinos; Caillois
encuentra analogías entre la actividad natural —verbigracia, dibujos del
mármol y las mariposas, ocelos y danza de la mantis— y la humana —
pintura, mascaradas rituales de las edades líticas— (se veía absurdamente
joven, mi vecino, pronunciando palabras como aquéllas con su tranquilidad);
natura naturans, natura naturata, indecisión, indefinición, mtercambiabilidad
de ambas; luego esa idea tiene como un segundo encanto, y es que podemos
invertirla, virarla del revés como un bolsillo, y encontrar en su reverso una
idea no menos interesante, la de imaginación como naturaleza, le dije que eso
de virar las ideas del revés no parecía un procedimiento precisamente
respetable, ni muchísimo menos; al contrario, me afirmó mi vecino, es ésa la
piedra de loque de las ideas; las ideas que perecen, tripas al aire, al ser viradas
del revés son las ideas pulpo, las ideas sin verdadero agarre natural; pura
dialéctica, mi socio; en este caso, de todos modos, no veo la relación, un poco
molesto, aunque ya interesado; ¿cómo que no?; la imaginación como
naturaleza, es ya una idea platónica, por no ir más lejos y remontarnos al
maya hindú o al hugalaya de los tibetanos; son cosas muy distintas, dije yo;
tan sólo en apariencia, dijo mi vecino de suéter arlequinado; el mundo como
emanación aparencial del topus uranus, pleroma o sefirot, y el mundo como
tejido de apariencias o rueda de metamorfosis ilusorias nos viene resultando,
a estas alturas, el mismo perro con distinto bozal; una fuente de imágenes, el
soterrado trípode de las madres o ménades —mónadas, perdón— crea y
contiene en sí, en tales concepciones, todo lo que percibimos en duración,
duración incluida —el tiempo es, sin duda alguna, la mayor ilusión—, o sea,
como dirían los físicos, nuestro continuum espacio-temporal, el mundo;
dejando a un lado, como cosa ociosa, las connotaciones ontológicas y el
llamado problema último de las filosofías, esta idea arroja fecundas
iluminaciones sobre la cultura humana, pues ¿qué es esa cultura, sino una
segunda naturaleza, creada, creadora, la cual, sirviendo de habitación al
hombre, espacio segregado, constituye por tanto la natura más importante y
vital para él?; si invertimos la famosa sentencia de Thomas Browne, según la
cual todas las cosas son artificiales, pues la Naturaleza es el Arte de Dios,
tendremos que todas las cosas son naturales, puesto que el Arte (techné o
poiesis, actividad creadora) es la Naturaleza del Hombre, idea de una mayor
fertilidad desde este punto de vista; las ideas, pues, son tan naturales como un
plátano o como este cigarro que, dicho sea de paso, se ha acabado; tendió su
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fosforera y yo, de manera mecánica, el cigarro, la llama se elevó
verdeprofundo; ¿qué gas tiene esa cosa, pregunté, que ha dejado al cigarro
como un sabor de azufre?; eso se le pasa, dijo mi vecino; el azufre, en este
caso, es sólo una señal; ¿una señal de qué?; el vecino se reía con ojos
verdelucientes, ¿de qué hablábamos?, dijo, de la imaginación, creo yo, le
respondí; tenemos entonces que la imaginación resulta el ser más preciado, el
ser del hombre y su natura —naturata y naturans, y perdona que insista en
tales latinajos, pero me gustan tanto—, precioso más que el alma misma; le
pregunté qué entendía por el alma, y me dijo que era un viejo concepto,
demodé y en desuso, pero muy interesante, lástima no pudiéramos hablar
ahora un poco sobre el tema porque había recordado que tenía una cita, que
otro día nos veríamos, levantándose, mi nombre es Ofiel; Efraín, dije yo; su
mano era fría, mano de gente muy blanca; se alejó, ancha espalda, suéter
rojogastado, cojeando un poco; afortunadamente, la vieja del tacón se había
ido, Dios sabe cuándo o cómo; ocupé feliz su asiento junto a la ventana de
persianas metálicas que el viento ululante estremecía; al sentarme toqué algo
con el pie dolorido; una polvera antigua, de un metal como bronce; supuse
que, de seguro, se le cayó a la vieja; me miré en el espejito ovalado, y decidí
peinarme; aquí termina lo normal del relato; cuando volví a mirarme en el
espejo, vi en el lugar del mío un rostro de muchacha —miré atrás; miré el
espejo; me miré yo (sin espejo); lo acerqué bien (el espejo); la muchacha tenía
ojos verdiamarillos; vestía un como ropón basto, atado a la cintura con un
cordón trenzado; en los cabellos largos, oscuros, revueltos, llevaba flores,
muchas flores, flores sin orden ni ganas de adornar, sencillamente flores,
amarillas y verdes, enredadas dondequiera; no estoy seguro de que fuese
hermosa; parecía muy cansada; permanecía de pie, centinela descalza, junto al
gran espejo; me echó los brazos al cuello, me miró de muy cerca, ojos
verdedorados, ven, es la hora; nos cercaba una tiniebla profunda, cavernosa,
total, y el resplandor verdehumo del espejo, ¿venía de tras de mí o del mismo
espejo, adonde ella señalaba, ven conmigo?; eso no es una puerta, es un
espejo, dije; no es un umbral, dijo ella, es una puerta de luz, te lo ruego, amor
mío, recuerda; es la hora de buscar, ¿de buscar qué?, la hora de buscar, buscar
la fresa, buscar la copa, da igual, es lo mismo, se iba echando hacia atrás,
fresa de piedra, vaso de dulce carne, o yo estaba cayendo sobre ella, néctar es
sangre, íbamos a caer abrazados sobre el espejo, sima es cima, que ahora era
como una mesa, soma es soma, y como una gema fulgurante, summum sum!;
ven, es la hora, sabemos lo que somos, mas no sabemos lo que podríamos ser,
caíamos ya; algo, un repeluzno, me hizo desasirme bruscamente de sus
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brazos, recuerda, amor; la polvera cayó al suelo con sonido metálico y
pesado; una saeta última de sol dio sobre la tapa y vi brillar un áureo instante,
borrosa pero allí, las escamas de la sierpe de luego.
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¿Por qué llora Leslie Caron?
Roberto Uría
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prejuicios, sucesión de calamidades y errores, falsas perspectivas y
redundancias. Me harté, simplemente. Y el futuro al carajo.
¿Y dónde podría ganarme «la sal» con el sudor de mi frente? ¿Dónde sin
perecer calcinado en el frío horno de los horarios y las reuniones? ¡Qué
tiempos tan bárbaros éstos!, diría Atila.
Yo prefiero ejercer de «alegre». La alegría más volátil es la mía; cada
trozo de calle o de ciudad es mi escenario, y yo soy la más cotizada vedette.
Me sepulto bajo una montaña de lentejuelas y luces de mercurio, no vaya a
ser que perezca ahogado por el peso de mis propias luces… Por esto, adoro
las paradas de guaguas, los parques, las tiendas y los mercados, las colas de
los cines. Eso sí, jamás he tenido un baño público en mi currículum. Soy
demasiado hipocondríaca y romántica todavía.
Lo mío son las flores, la música —Barbra Streisand es mi ídolo—, los
helados, y la playa con el sol, la espuma del mar y las gentes; sobre todo las
gentes, ¡cielos! Casi casi desnudas. ¡Qué paisito éste! Es la isla mágica de los
hombres lindos. Todo el mundo es bello. Por todas las partes me cercan y me
devoran hombres jóvenes, fuertes, de todas las formas y colores. Son
mamutes que te aplastan con tanta vitalidad. Me cercan —como «un collar de
palpitantes ostras sexuales», diría Neruda—, pero tan pocos me pertenecen
alguna vez. Porque si mirar es bueno, tocar es mejor.
Tocar: perecer. Un instante, un golpe de ala y a volar a lomos de un
tiempo implacablemente epidérmico. ¡Qué manera de perjudicarnos! Pero en
fin…
El caso es que me paro frente al espejo y me veo siempre y termino
preguntando: ¿qué será de esta loca? ¿Qué puedo hacer contigo, Leslie
Caron? ¿Por qué habré tenido que ser así? He intentado cambiar, pero no
logro hallar nada que verdaderamente me interese. Nada ni nadie. La mayor
parte de las gentes me inspira lástima; son vacíos, tan falsos; se mueven a
través de los estrechos márgenes de los esquemas que les imponen. Yo he
optado por esta esclavitud. No me he elegido a mí mismo, mas acepto las
cartas servidas y hago mi juego mortal como cualquier otro. Es como el color
de los ojos; no me gusta éste, sin embargo, no queda otra alternativa que
utilizarlos para ver. ¡Y qué cosas he visto y veo!
He visto a un padre que trabaja demasiado y que «se reúne» todavía más;
que cuando no pesca con los socios, anda con las queridas; un padre que
jamás ha recordado qué día nacieron los hijos.
He visto a una madre que también trabaja como una mula; que se
encarcela en su propia piel siempre atiborrada de coldcream; que cuando no
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sufre las machangadas del marido, pone al hijo a peinar sus pelucas y luego
va a olvidar las penas. He visto a una hermana que se casa con un tipo sólo
porque tiene una casa en Miramar y un carro y una videocasetera y un
etcétera larguísimo; una hermana que se va y deja sin ajuar, casi desnuda, a la
loca del hermano. ¡Y cómo la envidian todos! Sí, veo claramente.
Y veré a un pobre pájaro alicaído, arrugado, solo, sin familia ni amigos
reales; tal vez, rodeado de algunos cómplices tan fantasmas y viejos como él.
Un pájaro esperando que algún día termine esta concatenación de muertes
cotidianas a las que se ha sometido. No me hipoteco el futuro ni dramatizo y
ojalá que no sea del todo así. Pero: ¿qué hacer? ¿Qué golpe milagroso podría
cambiar el curso de estas visiones?
Y hay veces que mando al carajo la fobia a las arrugas y me dejo cobrar
un precio exorbitante y —créanme— lloro y lloro como una niña. Sí,
amanezco frío y lluvioso, y me vengo, así, de la utilería tan perfecta de un día
cálido y soleado y de las realidades sádicas…
Y si alguien preguntara: «¿Por qué llora Leslie Caron?», sólo respondería:
«Porque la vida es una cabrona».
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Corazón partido bajo otra circunstancia
Alberto Guerra Naranjo
Para E. Cordero
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cambio. Laura Miranda, llamarse así, resulta paladeable, fértil,
completamente opuesto a Julia Pérez Pérez, por ejemplo. La imagino vestida,
joven, vital, saliendo apurada de algún sitio importante. Pudiera ser de una
empresa o de algún ministerio.
Pero cuando me la invento tan común ocurre que después no me apasiona,
se pierde entre papeles o entre la multitud y ya no puedo atraparla. Por otra
parte, llamarse Laura Miranda no me parece apropiado para oficinistas ni para
ingenieras, el nombre se malgastaría puerilmente en la oficina. Prefiero, por
ejemplo, utilizarlo en la radio. Laura Miranda pudiera ser una notable actriz
de radionovelas que con cierta prisa acaba de salir de la emisora. La imagino
discreta, cotidiana, ausente del mundo exterior, pidiendo el último en la cola
del camello. No resulta complejo, al menos para mí, concebir a una mujer de
nombre Laura Miranda esperando impaciente en una cola que aborrece y que
a la vez tiene en cuenta. Supongo, entonces, que la palabra ensimismada
podría ser la ideal para definirla durante su estancia en la cola. Digamos que
está pensando en regresar al trabajo. Un angustiante motivo para quien
espera el camello es concebir la palabra «regreso» cuando aún no se ha
partido. Además, «regreso», encierra otra interrogante: ¿por qué?
Imaginándola en el borde de la acera, viendo los autos pasar hacia
occidente, le propongo la siguiente coartada:
Laura Miranda debe regresar al trabajo porque esa noche se celebraría,
por todo lo alto, un homenaje a Félix B. Caignet. Hace señas, detiene su
mirada en los carros con chapas estatales, maldice su poca suerte cuando los
choferes continúan impasibles, o cuando responden con otra seña pretextando
que van cerca. El padre universal de la radionovela, es decir, Félix B. Caignet,
artista sumamente olvidado, resucita otra vez gracias al talento de Laura
Miranda. Por azar, por esos malabares que contiene la palabra azar, ella dio
con uno de sus guiones inconclusos y, finalmente, lograba imponerlo. De la
noche a la mañana, ante los ojos incrédulos de numerosos colegas, dejó de ser
la simple actriz de papeles secundarios para convertirse en la mejor
realizadora. En silencio, forcejeó con sus palabras y las del maestro,
adecuando Corazón partido a las nuevas circunstancias, y después, ya con el
título y el guión adaptado, se dedicó en alma y cuerpo a convencer al director
de la emisora. Una maniobra tan difícil como detener un carro a esa hora de la
tarde. En corto tiempo los televidentes, como por arte de magia posmoderna,
volvieron a convertirse en oyentes devotos de las radionovelas, gracias a
Félix B. Caignet y al esfuerzo de Laura Miranda. Incluso, una corporación de
equipos electrónicos aprovechó ese éxito para inundar la ciudad con unos
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radiecitos baratos marca Sonido. A pesar del ligero contratiempo en la parada
la imagino feliz imaginando el giro que ocurriría en su vida, cuando unas
horas más tarde regresara al trabajo. Corazón partido es un éxito rotundo y de
ninguna manera ella, Laura Miranda, la precursora del éxito, podía perderse la
fiesta donde la felicitaría el propio Ministro de Cultura.
He aquí la razón por la cual Laura Miranda ha marcado en la cola del
camello. Imagino su insistencia en detener algún carro, el calor sofocante, el
dedo atento, un sinnúmero de ideas taladrando su mente de artista atrapada.
Debía llegar, bañarse, comer algo, cerciorarse de que todo marchaba bien con
la vieja Amalia, y luego volver. Los únicos veinte pesos que tiene en su
cartera están reservados para alquilar algún carro si la coge un poco tarde.
Laura Miranda, en el borde de la acera, podría pensar que conociendo al
Ministro de Cultura, la televisión y el cine la recibirían con los brazos
abiertos. Dios no daba muchas oportunidades, pero le había dado ésa.
Corazón partido es el mayor escándalo cultural del país y todavía ella, Laura
Miranda, no cuenta en su currículum con un minuto de televisión. Nadie me
conoce, se dice, pero a partir de esta noche me van a conocer demasiado.
Luego, de pie, apretujada, con la cartera delante para evitar carteristas,
continúa sus reflexiones en el vientre del camello. La imagino dichosa,
aferrada a la cartera, asegurando su mano al espaldar de un asiento. Como si
no fuera el causante de su dulce existencia permito que actúe, la dejo ser la
libre protagonista de mis sueños, aunque de vez en vez, me permita un
torcimiento en su historia. Por la ventanilla observa el desconsuelo de quienes
no pudieron tomar ese camello, comprueba que afuera ha empezado a llover
y, de paso, como si no estuviera en planes advertirlo, descubre el reflejo de su
rostro en el cristal. Laura Miranda es una mujer fea, delgada, con demasiada
nariz para los protagónicos, pocos con ese rostro se arriesgarían en el cine o
en la televisión. Ella lo sabe, supongo que lo sabe, pero desde su infancia
cuenta con un viejo coro de famosos narizones como atenuante. Los
descubrió en las películas del sábado. En numerosos instantes depresivos, ese
coro, unas veces dirigido por Barbra Streisand y otras por el pequeño Dustin
Hoffman, canta en su oído que los feos también tienen su oportunidad sobre
la tierra. Si por lo menos contara con un par de senos similares a los de la
rubia que viaja a su lado, o con menos nariz, y unos labios carnosos donde
mostrase la pintura a plenitud, entonces las cosas marcharan de otro modo.
Qué carajo, piensa, entonces no fuera yo misma sino esa mujer, rubia, alta,
con uñas listas para la lima en cualquier parte, y no habría existido Corazón
partido, ni Félix B. Caignet habría dejado de ser un artista olvidado. Lo
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importante es no detenerse, se dice Laura Miranda, y de repente, como si
dialogara consigo misma, escucha su propia voz en otra parte.
Un pasajero al final del pasillo trae un radio entre sus manos, dichoso,
como si con ello estuviese prestando un gran servicio al país. El pequeño
radio de pilas marca Sonido permite a su alrededor que todos estén pendientes
de la voz de Laura Miranda. Pronto comprende que no es ése el único radio
marca Sonido que propaga su voz, porque al otro lado de la rubia alguien con
portafolios también extrajo el suyo, permitiendo a los oídos de una señora
regordeta con jabas, de varios escolares de secundaria básica y de la propia
rubia que estén al tanto de los sinsabores y desgracias de la protagonista. En
el camello hay mucha gente alrededor de esos radios marca Sonido, gracias a
Laura Miranda. Pero la radio es otra cosa, en la radio lo importante es la voz,
y ella, la mejor actriz de su maldita emisora, de ese antro de envidias, de ese
espacio frustrante y de cargas negativas, se siente muy mal. No la soportan,
los mediocres no soportan el éxito de nadie, se dice. Y recuerda que Roque, el
director de la emisora, le había dicho hacía un rato:
—Laurita, las cosas no son como tú piensas.
—¿Y cómo son, Roque, si puede saberse?
—Despacio, para que camines rápido.
—¿Todavía más despacio?
—Yo en tu lugar no me quejaba tanto. Eres una gente con suerte. ¿Sabes
cuántos pasan por aquí buscando un chance con sus guiones bajo el brazo? Tú
lo lograste.
—No me convences, Roque, de verdad que no.
—Dale despacio, actúa con cautela.
Cautela mierda, Roque, piensa, cuando su mano está a punto de soltar el
espaldar del asiento. Bordean la rotonda de la Ciudad Deportiva y la curva
remueve a la compacta multitud que se aplasta contra Laura Miranda. Faltó
poco para que cayeran al suelo los dos radios marca Sonido que mantienen
viva su voz en el camello. Con cautela Caignet estuviera olvidado y la
emisora no fuera la de mayor audiencia. Corazón partido es un éxito, Roque,
hay que retransmitirlo si los oyentes lo piden.
—Pero yo sólo soy el director, Laurita, no te olvides de eso. Nada más
que el director.
—La radio es mierda, Roque, efímera, una máquina de moler instantánea.
Aprovechamos ahora o nos jodemos para siempre.
—Corazón no puede salir dos veces al aire —dijo Roque, entretenido con
el bolígrafo.
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Ese cabrón nunca me mira a los ojos, se dice Laura Miranda. Pocos en la
emisora se atreven a mirarla de frente. Quizás el C. V. P., en su afán de
cerciorarse del personal que entra y sale, o Digna, la recepcionista, que le
brinda café fuerte en pomo de medicinas a cambio de que le escuche uno de
sus cuentos de ladronzuelos asechando turistas, o los del violador que desde
hace meses se ha convertido en un látigo para las mujeres de la ciudad. Puros
cuentos, salidos por esa boca con aliento a café, acentuados hasta el delirio
para emular con su talento y el de Caignet y terminados con una frase cortante
de recepcionista, que la mira fijamente a los ojos. Pero el resto del personal,
comenzando por Roque, prefieren jugar con los bolígrafos y pensar que
mientras en un camello haya dos tipos con radio marca Sonido, permitiendo
en su vientre la radionovela, todo marcha muy bien en la ciudad.
—¿Y las cartas, Roque, no me digas que yo inventé las cartas?
—Ahora tengo reunión, pero esto lo seguimos hablando en la fiesta,
porque tú vienes a la fiesta, ¿verdad?
Claro que viene a la fiesta, claro que voy a la fiesta, se dice Laura
Miranda, a punto de bajar del camello, ¿quién sino yo tiene más derecho a esa
fiesta? ¿Quién sino ella tiene más derecho a esa fiesta? Corazón partido se
retransmite aunque me deje de llamar Laura Miranda. Luego escucha su voz
en los dos radios y se siente feliz, es una artista con éxito, con mucho éxito.
Observa cada uno de los rostros atentos al destino trágico de su personaje y
sonríe. Aunque ninguno de esos seres, sus oyentes, la reconoce, se sabe
admirada, gracias al talento de Félix B. Caignet y a la suerte de haberse
topado con su guión inconcluso.
Las piernas de Laura Miranda evitan los charcos, atentas al menor
resbalón. No lleva tacones, pero sabe que debe cuidarse. Camina por la acera
del bar de la esquina, ensimismada, reflexiva, sin ánimos para comprobar,
como siempre, a los habituales tomadores de ron concentrados en la suerte de
los personajes de Corazón partido. Muchas veces al bajar del camello se ha
detenido en el rostro del barman, en el sinfín de codos sobre el mostrador, en
los vasos con mugre de alcohol pendenciero, en quien ordena silencio al que
llega gritando. Pero esta vez, esta única vez, no tiene en cuenta a la gente del
bar. De haber mirado hubiese visto, como siempre, su cuerpo en el espejo, los
mismos borrachos, y a un nuevo inquilino con barbas, mochila y trago en
mano, que concentrado en la radionovela, al mismo tiempo, examina las
piernas de las varias mujeres que acaban de bajar.
A tal punto la mente de Laura Miranda permanece en la conversación, a
tal punto el bolígrafo de Roque todavía bailotea en su cerebro, que, justo en el
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cruce de la línea del tren, un hombre en bicicleta le grita una barbaridad para
que atienda. Los planes, las palabras pensadas al Ministro, los aplausos, el
diploma que iría a recibir, de no ser por la esquiva del hombre, y por los
buenos frenos de la bicicleta, hubiesen quedado truncos junto a un cuerpo
adolorido por el golpe.
Es curioso, a partir de ese grito, del gesto del hombre, del asombro de ella,
mi insistencia en la imagen de Laura Miranda pierde interés. La siento
distante, como si nunca me hubiese inventado una mujer con ese nombre.
Permito que camine junto al grupo que se bajó del camello, sin mayores
contratiempos. Es una más perdida entre la multitud que esquiva charcos
dejados por la lluvia. Al llegar a ese instante, la historia se vuelve
incontinuable. Regreso, simplemente, a la imagen del campo de flores,
tratando de empezar otra vez. Pero es en vano, llego al cruce de la línea del
tren, le gritan a Laura Miranda, y luego me enquisto.
Sin embargo, hace unos días encontré una brecha en mi cerebro, en vez de
continuar la trayectoria de Laura Miranda, me detengo en la imagen que
ofrece ese hombre en bicicleta. Empiezo a configurarlo empleando el mismo
método y las cosas me cambian, sobre el enquistamiento prevalece la fluidez.
Invento a ese hombre con un viejo pulóver, prominencia de estómago, mocho
de tabaco apagado entre los dientes y dos latas de salcocho en la parrilla.
Pedalea lento, hago que eluda guaguas, peatones diversos, otras bicicletas,
mientras deja atrás el cruce de la línea del tren y el grito que dio a la mujer.
Por supuesto, desconoce que se trata de Laura Miranda, la famosa
protagonista de Corazón partido, aunque de ello pudiera enterarse unas horas
después.
En ocasiones resulto excesivo construyendo su imagen. Pero en los
últimos tiempos, con simples pinceladas, he logrado ser preciso. Verlo
pedalear en mi cabeza me permite esbozarle su asunto inmediato:
llegarse al hospital donde trabaja Yunaisy, recoger el salcocho, comprar
un litro de ron y alimentar los puercos de la casa. Creo prudente imaginar que
los puercos no sean suyos, ni tampoco la casa. Por primera vez los muslos de
Yunaisy lo serán,
podría llamarse Navarrete y desde los tiempos de la guerra de Angola ser
la sombra de su jefe, ahora gerente de una Corporación,
como el jefe no está, Navarrete garantiza la vida de los puercos y de paso
cuida la casa en compañía de los muslos de Yunaisy,
Yunaisy, pantrista del hospital, comenta con los enfermos Corazón
partido, pero desde la ventana se interrumpe cuando ve a Navarrete en
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dirección al patio,
Navarrete sumerge sus manos en los latones del Hospital y Yunaisy,
dichosa, lo espera junto al par de bicicletas, porque van a pasar un buen día,
imagino los codos de Navarrete con restos de arroz con frijoles, las latas
de salcocho rebosantes, el mocho de tabaco equilibrado, peste, mucha peste,
cuando acomodan la carga en la parrilla,
ahora pedalean sobre la humedad del pavimento, Navarrete compra ron en
el bar, Yunaisy, mucho más joven que él, lo espera, lo ve venir satisfecho por
la compra, guarda la botella en la cajita de madera de su propia parrilla y
protesta porque ya está repleta,
Navarrete, descamisado, sudoroso, sin mocho de tabaco en la boca, voltea
el salcocho en el corral, acomoda la comida con sus manos, acaricia los
puercos, acompañado por dos perros pastores, y es feliz imaginando el par de
muslos de Yunaisy,
Navarrete, desde el patio, todavía con los codos embarrados, adivina lo
que está cocinando Yunaisy, adivina lo que guarda entre sus muslos Yunaisy,
y los perros, babeados, con sus grandes colmillos al asecho, se recuestan al
muro,
Navarrete, convencido de que no hay ladrón que salte ese muro, lo
observa mejor para sentirse tranquilo y toca el bulto que tiene en la
entrepierna, porque es la primera vez que va a gozar con Yunaisy,
Yunaisy, cocinando, escuchando por enésima vez el cassettico con
Corazón partido que le prestó un paciente, es todo llanto por las lágrimas de
Laura Miranda, mientras Navarrete, impertinente, sin sentimientos, con
maldad parecida al malhechor de la novela, se le acerca, le levanta el vestido
y a pesar de su vientre, la conecta con furia por atrás.
Esas imágenes mundanas me permiten continuar con la historia de Laura
Miranda. Inexplicablemente, vuelvo al cruce de la línea del tren. Navarrete le
grita, A ver por dónde caminas, comemierda, y ella cae en la cuenta de que
poco faltó para que la aplastaran con esa bicicleta. Pero no sólo ella cayó en
esa cuenta, desde el bar cercano a la línea, por el espejo, varios ojos pudieron
apreciarlo. Entre ellos, los del hombre barbado y con mochila, que, dejando el
capítulo de la radionovela inconcluso, acabó de un trago el medio vaso de ron
y empezó a caminar detrás de Laura Miranda. Mejor dicho, detrás de la rubia
que bajó del camello junto a Laura Miranda. Para el hombre, desde el mismo
instante en que las vio aparecer, las piernas de esa rubia le proporcionaron un
indescriptible cosquilleo, una erección incalculable, un deseo de seguir tras
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sus pasos sin medir las consecuencias. Y si detectó la presencia de la otra, es
decir, la de Laura Miranda, fue por causa del grito del hombre en bicicleta.
Dos cuadras después, mochila al hombro, alcohol de mala muerte en la
cabeza, él continúa su persecución placentera. La boca salivea imaginando
muy cerca esas piernas, el peso de la mochila no existe, las gotas esporádicas
de lluvia no caen sobre su cuerpo cansado, a Laura Miranda jamás le han
gritado desde una bicicleta. Laura Miranda, como todo lo demás, es un simple
espejismo. Nada existe para el hombre barbado, salvo la belleza de esas
piernas. Los tres se alejan en la misma dirección, cada uno ensimismado en
sus propios pensamientos. Para el perseguidor, sin embargo, habrá un instante
favorable. Tiene que haberlo. Apelando a un filoso cuchillo esa rubia tendrá
que aceptar y ser suya. Lo sabe, por eso siente confianza, camina despacio,
sin tener en cuenta a esa otra que avanza a su lado. Todo es cuestión de ganar
la otra cuadra. Pero, contrario al pronóstico, por azar, por esos malabares que
contiene la palabra azar, alguien, capa en mano, sale al encuentro de la rubia,
la abraza, besa su boca con total espaviento, brinda protección inesperada,
dejando al pobre hombre, barbado, con mochila y cuchillo dispuesto, sin
saber dónde meter sus pretensiones.
La ve partir bajo la capa, bajo el brazo del aparecido, y siente deseos de
llorar. El mundo vuelve a ser el mundo otra vez, las aceras vuelven a tener
charcos de agua, la noche está a punto de caer y la mujer delgada a quien
gritaron comemierda, en la línea del tren, vuelve a ser Laura Miranda. Por
supuesto, él no conoce su nombre, y tampoco pudiera imaginar que esa enjuta
figura pertenezca a la actriz que le apasiona los sueños. Queda unos segundos
jadeante, con las gotas de lluvia resbalándole en la cara, las piernas de la rubia
en el cerebro y la erección dispuesta. Pero no todo está perdido, piensa el
hombre catando ese cuerpo, aferrando sus dedos al filoso cuchillo, caminando
de prisa, apretando ese cuello. No todo está perdido, gracias al azar, a esos
malabares que contiene la palabra azar.
Para Laura Miranda el vaho cercano de ese hombre resulta inexplicable,
amenazante, mucho más el cuchillo. Quiere obedecer como Dios manda, pero
el hilo de su orina resbala por las piernas y encharca sus zapatos. Camina o te
pico, putica, mi putica, escucha en el oído con dureza de alcohol y con vaho.
Siente el brazo encima de su hombro tan familiar como el del hombre que
esperaba a la rubia, y sin saber cómo, se va alejando de los charcos, las
guaguas, los camellos, las calles, la ciudad, la vida. La hoja de un cuchillo, a
cada instante, le recuerda que pertenece por entero a ese hombre. Toma por
trillos, por ciertos caseríos, bordea las paredes de un muro alto que protege
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una gran casa, siente perros ladrar del otro lado, siente la voz de un dueño que
controla, siente puercos, siente su propia voz en Corazón partido, sin poder
avisar a sus oyentes que ella es Laura Miranda y se acaba de orinar en sus
zapatos. Quiere gritar a cuatro vientos que por culpa de un hombre y de un
filoso cuchillo se va cortando el cuello cuando el desnivel del camino lo
propicia. Pero detrás queda la posibilidad de auxilio, el accidente, el tropiezo
con alguien capaz de comprender, a simple vista, lo imposible que es la
relación de un tipo con ese estalaje y una mujer que acaba de salir de una
emisora.
En un rincón de una antigua escuela primaria se ve desnuda, amarrada,
muy cerca del vaho y de todo el rencor de ese hombre. La humedad dejada
por la lluvia, sin embargo, la salva un poco del sometimiento, le permite
respirar, oler a tierra recién removida. Pero de inmediato descubre, a menos
de dos metros, el hueco proporcional a su tamaño donde va a ser enterrada.
Laura Miranda, con la mordaza impidiéndole el grito, suelta lágrimas para
aplacar la cercanía de ese hueco. Comprende el final del guión inconcluso que
es su vida. Llora. Maldice haber tomado el camello, maldice al mismísimo
Ministro de Cultura, maldice a Félix B. Caignet y a Corazón partido, maldice
a la vieja Amalia. Siempre digo que va a durar más que yo y miren esto,
piensa. Laura Miranda podía haber quedado en la emisora hasta la hora de la
fiesta, soportando los cuentos de la recepcionista, entibiando sus labios con
café fuerte en pomo de medicinas, esquivando miraditas rabiosas de colegas
en celo, editando, calculando sus palabras al Ministro. Pero Amalia, la vieja
Amalia, siempre, desde una ancha butaca, le exige su vuelta de agregada.
¿Acaso cuando me muera no te vas a quedar con todo esto?, gánatelo
entonces, le dice. ¿Quién la mandó a ella, a Laura Miranda, no haber nacido
en uno de esos hospitales de La Habana? ¿Quién la bautizó con sus problemas
de vivienda? ¿Quién la sacó del pueblecito, la puso en un tren a probar suerte
y luego dejó caer ante sus ojos el maldito guión de Corazón partido?
Por el momento llorar es un consuelo. Mientras, el hombre se da un trago
de alcohol, sin apuro, convencido de que es el dueño de la noche y de Laura
Miranda. A su lado está el cuchillo, filoso, ofreciendo seguridad de culpable;
más cercanos, el pico y la pequeña pala que permitieron abrir ese hueco.
Laura Miranda vuelve a mirar el hueco. Tanto desgastarse con las palabras de
Félix B. Caignet, sus giros lingüísticos, las mudas temporales, la vieja
Amalia, rufianes y señoritas prudentes adaptados a los tiempos que corren,
para, finalmente, terminar en un húmedo hueco. Su llanto aflora incontenible,
se siente perdida, pero el propio instinto de vivir hace que no pierda de vista
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cada gesto del hombre. Lo observa, le siente el olor a larga ausencia de baño,
el silbido fúnebre, la sonrisita maliciosa cuando le mira el sexo. Lo ve
rascarse la barba y darse otro trago, como si estuviera en el medio del monte,
de campismo.
—Vas a gozar de lo lindo, cabroncita —dice, cuando le toca el sexo, pero
no siente erección acariciándolo. Hubiera preferido cualquier otro. Tiene que
pensar en las piernas de la rubia para sentirse a gusto. Por más que la mira,
con ella, con Laura Miranda, los deseos no aparecen. Mientras la toca, quizás
revise en su memoria la colección de buenas piernas que ha tenido, y de paso,
las veces que luego de alcanzar el placer, sin más remedio, apenado, casi
llorando, ha pedido un humilde perdón a esas mujeres antes de acuchillarlas.
Para él, cualquiera de aquellas piernas resultan superiores a la carne de gallina
que ahora acaricia, y cuando sus dedos recorren con desgano ese cuerpo,
quizás esté augurando su última vez. Por eso, y por su mala figura, nada en
ella le resulta apetecible, pero el azar, esos malabares que contiene la palabra
azar, la puso en su camino para su mala suerte. El daño ya está hecho,
cabroncita, dice, sólo falta que éste se pare, y de rodillas aproxima su cuerpo
a la carne de gallina de Laura Miranda. Repasa cada parte sonriendo, frotando
el pantalón en la entrepierna, pero su esfuerzo es inútil. Entonces, prefiere
ganar tiempo, abrir con cuidado la mochila, extraer una bolsa de nylon, un
radiecito marca Sonido, un farol que prende al instante y unos panes con
pasta.
Ella lo ve comer recostado a la pared de la escuelita, eructar como un
puerco, sintonizar el radio, prender un popular humedecido, darse un largo
trago y saborearlo satisfecho. Digna, la recepcionista, no se equivocó cuando
advertía la presencia del tipo en la ciudad. Sus cuentos, de tanto repetirlos,
parecían argumentos de películas del sábado. Nadie en la emisora soportó
esas historias con la misma paciencia de Laura Miranda. Las víctimas eran
personajes cercanos, vecinos de la recepcionista, amigos de amigos de amigos
que cobraban forma gracias a su lengua con aliento a café. Niñas, jovencitos y
mujeres violadas, descuartizadas, enterradas, de manera increíble pasaron por
su boca, como mismo ella pasaría cuando alguien topara con su cuerpo,
convertido en una pasta hirviente de gusanos, y después transmitiera la
noticia.
—Cabroncita, tú eres una cabroncita —dice el hombre desnudo, ya
conseguida la erección, el cigarro a medio terminar, arrodillado otra vez entre
las piernas de Laura Miranda. La repasa con fuerza y no siente la carne de
gallina en la mujer, porque se le ha convertido en la rubia. Esas piernas que
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toca son las de la rubia. El bajo vientre que escupe, tratando de lubricar una
carne imposible, es el de la rubia. La penetración furiosa, el vaho
alcoholizado y las palabrotas que suelta cuando gime, se pierden en el cuerpo
de la rubia. Pero quien se estremece, muy cerca de un hueco, es Laura
Miranda, la actriz principal de Corazón partido, alguien que sufre como sus
personajes y se siente morir bajo la torpeza de un hombre. Goza cabroncita,
le grita desesperado, y la taladra, la muerde, la destroza, mientras ella
concentra el pensamiento en el amarre de sus manos. Lo importante es vivir,
Laura Miranda, alejarte un buen tiempo de ese hueco, continuar con Corazón
partido, retransmitirlo las veces que los oyentes sugieran, conseguir casa
propia, convencer a Roque, al Ministro, llegar de una vez y por todas al cine y
a la televisión. Suficientes motivos para lacerar su carne con la soga, sentir el
rasguño en la piel, la lágrima que rueda en su mejilla. Lo importante es vivir,
Laura Miranda, aunque barbado y satisfecho, ese hombre se incline gritando a
cuatro vientos: Goza esto, cabroncita, para después caer exhausto sobre el
cuerpo imaginado de la rubia, como un niño al cumplir con sus deberes.
Desde hace algún tiempo me cuestiono esas lágrimas de Laura Miranda.
En vez de permitir que ellas afloren, muy contenida, la pongo a respirar en la
humedad. Sin que el hombre barbado despierte tratará de escurrirse para
luego intentar la carrera. Pero antes, deberá forcejear con un nudo. A tientas,
con mucho vaho y aliento de alcohol pendenciero, lo tendrá que intentar. La
imagino nerviosa, sudando, como si hubiese disfrutado de la fornicación. Ese
hombre dormido sobre ella, con todo el tiempo del mundo a su favor, dentro
de poco la enterrará para siempre. Sólo podrá impedirlo si vence el amarre.
Todas sus fuerzas las concentra en descifrar ese amarre. Los relojes del
universo detienen su marcha para que Laura Miranda desate un amarre. Pero
sus nervios no lo tienen en cuenta, la traicionan. El nudo es mayor que su
deseo. La intención, superior a la confianza. Desde el radio marca Sonido
escucha las palabras del viejo Estanislao, la voz de la emisora, su emisora,
que le llegan como si fuese un milagro. Ese viejo, con múltiples disculpas,
informa a los amables radioyentes que en lugar del programa acostumbrado,
transmitirán otro especial con la presencia del Ministro. Laura Miranda se
concentra en la voz. Tiene que hacerlo. El ronquido del hombre barbado no
impide que pueda imaginar a ese otro, ojeroso, con su saco dril cien de
ceremonias oficiales, dichoso por su ausencia. Ella debía estar allí, en la
emisora, impidiendo que el viejo locutor le gane espacio, pero el azar, esos
malabares que contiene la palabra, la ha puesto muy cerca de un hueco. Laura
Miranda forcejea con el nudo, llora, es la figura principal, y no ese viejo
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mediocre. Bastante ha sufrido por su histórica voz. Buches que resultaron
amargos por su causa. Habladurías. Chismes de pasillo. Maquinaciones para
que Corazón partido se frustrara bajo cualquier circunstancia. Laura Miranda,
muy cerca del Ministro, le intenta explicar su problema de vivienda, los
sinsabores, sus angustias, el anhelo de llegar alguna vez al cine o a la
televisión. Pero sus nervios, como siempre, la traicionan. Balbucea palabras
inexactas y el Ministro comprende, da palmaditas en su hombro y la invita a
caminar por la emisora. Laura Miranda es una artista feliz, Roque también es
feliz, un director de emisora feliz. Ella va a decirle, mire, Ministro, necesito
que usted, pero las palmadas continúan en su hombro. No tiene tiempo de
hablarle porque el viejo locutor también lo asedia. Y Roque, y el C. V. P., y la
recepcionista y todos los que jamás imaginaron su presencia en la emisora.
Laura Miranda tiene al Ministro delante y no le salen las palabras. Pero del
nudo, esa trampa que el azar le interpuso, ha logrado zafarse. Sólo queda
intentar, discretamente, un buen desplazamiento. Luego, correr, perderse para
siempre del rencor y del vaho.
—Estimados radioyentes —repite el locutor, y el hombre barbado
despierta. El hilo de saliva que une su boca con el cuerpo de Laura Miranda
se corta cuando comienza a moverse. Ha descubierto que en el radio las cosas
no marchan como siempre y tarda unos segundos concentrado en las palabras
del viejo Estanislao. Luego comprende.
—Ahora tocaba Musicalia —dice—, parece que no la van a poner.
Siempre es lo mismo.
Despegándose de Laura Miranda bosteza todavía agradecido, la mira con
malicia y se lamenta otra vez por la ausencia de la rubia. Recostado a la
pared, maldice las palabras del viejo locutor, prende un cigarro y se da un
largo trago. Por el modo casi brutal con que empina la botella llego a intuir
que la necesita demasiado para sentirse a gusto. Su méntula, muerta por el
reciente goce, descansa muy encogida entre las piernas. Pero gracias al efecto
del alcohol, dentro de poco, la tendrá tiesa nuevamente. Él lo sabe, la toca, la
rasca con cierto placer y luego mira al radio.
—Lástima que hoy no pongan Musicalia —dice, dispuesto a conversar,
gesticulante, como si se encontrase en un inmenso teatro y Laura Miranda no
fuese la única espectadora asustada. Entonces, parlanchín, rasca su
entrepierna, explica con lenguaje tropeloso que él es medio romántico, tú
sabes, enfermo a Musicalia, que la hubieran pasado mejor con canciones
románticas, gozado de verdad, mi cabroncita, porque no hay nada como
templar con buena música, que por él no había quedado, que, como dice la
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canción, quiero que pases bien tu última noche, pero quitaron Musicalia, que
el Ministro en persona felicita a esa gente, que mira si están en alza con esa
novela, que debe ser tremenda esa Laura Miranda, que seguro tiene pesos
cantidad, que es la directora, la escritora, la artista principal, y a la que más
entrevistan por el radio, que quién lo viera con Laura Miranda, que si a ella,
cabroncita, le gustaba esa novela, que él es buen observador, que le ve cara de
culturosa, nariz larga como las putas, que se burlan de quienes oyen novelas,
que quién lo viera, caramba, con Laura Miranda, que va y un día se pone a
esperar cuando salga y la trae hasta aquí, que le hizo una pregunta y no había
respondido, que lo perdonara, que con ese trapo en la boca no hay quien
responda, que ya vamos entrando en confianza, que fíjate bien, que voy a
quitarte ese trapo, que si gritas te jodes, que aquí nadie te oye, ¿me
entendiste?, que si te gusta esa novela, recoño.
—Claro que me gusta —dice Laura Miranda y le parece que es la voz de
una muerta la que escucha. Pero tiene que hablar, entretenerlo, contemplar
cómo se gasta en la botella, esperar a que duerma.
—Esa Laura Miranda es del cará —insiste el hombre sin dejar de mirarla
—. Tiene revuelto hasta al propio Ministro. Él dirigía antes la UNECA, yo me
acuerdo, eso está en el Vedado.
—La UNEAC —dice Laura Miranda.
—¿Cómo dijiste?
—Que no es la UNECA, es la UNEAC —ella se anima desde el suelo—.
La Unión de Escritores y Artistas de Cuba.
—Da lo mismo, cabroncita, todas esas cosas son iguales —dice el
hombre, y otra vez le aparece la erección, pero prefiere escuchar las palabras
del Ministro, cuando felicite a los actores de Corazón partido. Aún el viejo
Estanislao, con música de fondo, engola su voz, y el hombre, pensativo,
concentrado en la botella, siente cómo el radio comienza a fallar. Son las
pilas, se dice, son las pilas. Quita su mano de la méntula tiesa y decide
cambiarlas. Busca en la bolsa de nylon, vuelca sobre el suelo, húmedos
cigarros, mugrientos carneses plasticados, viejos recortes de periódicos y dos
pilas bien envueltas. Pero, por mucho que se emplee en su maniobra, no
olvida la última frase de Laura Miranda, sonríe, se siente adivino, casi
sicólogo por su descubrimiento. En asuntos de siglas, no todo el mundo es
capaz de establecer las diferencias.
—Ves, en eso yo nunca fallo, tú eres culturosa. Quién quita que seas un
peje importante, y uno todavía sin saberlo. ¿A ver, dime cómo te llamas?
—Laura Miranda —dice Laura Miranda.
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El hombre casi suelta el radio con semejante noticia, las pilas caen, se
riegan por el suelo, pero las deja para mirar a la mujer, profundamente.
Luego, sin poder evitarlo, intenta contener la carcajada:
—¿Así que tú eres Laura Miranda? ¿La de Corazón partido?
—La misma.
—Chica, tú piensas que yo soy comemierda.
—Si quieres te cuento la novela —dice Laura Miranda—, te digo lo que
pasa al final con la muchacha.
—Tú no tienes vergüenza. Con lo mala que estás ya quisieras ser la uña de
Laura Miranda.
—Aunque no lo creas, soy Laura Miranda.
—Cabroncita —dice el hombre cavilante, incrédulo, burlón, detectivesco,
con las pilas otra vez entre los dedos— más fácil se coge al mentiroso que al
cojo.
—Pregúntame lo que quieras —suplica Laura Miranda.
—No, si no voy a preguntar —él estira su mano, tantea la cartera, registra,
encuentra el carné de identidad, abre páginas, lee, se muere de la risa—. Así
que Laura Miranda, no me jodas.
—Ése es mi nombre artístico.
—Aquí dice Julia Pérez Pérez y esto no falla, comemierda.
—Te digo los nombres de todos los actores, el del operador de sonido, el
del C. V. P. Hace cinco años que conozco a esa gente. Yo soy Laura Miranda.
—Mhija —dice el hombre, etilizado, burlón—, de poco te sirve ese
cuento. Hoy en día todo el mundo quiere ser Laura Miranda. Hasta yo voy a
hacerme esa idea. Tú eres Laura Miranda.
Imagino a ese hombre, varios minutos después, acomodándose sobre Julia
Pérez Pérez, como si lo hiciera sobre Laura Miranda. Me lo invento, además,
mordiendo su boca, como el malvado de la radionovela, repasando su carne
de gallina, ya convertida en la mejor de las carnes, gracias al alcohol
pendenciero, para después desgarrarla con el poder de su méntula. Mientras,
el Ministro, desde el radio, entrega diplomas al valioso colectivo de Corazón
partido, y los oyentes del país, junto al personal de la emisora, son testigos de
sus exhortaciones a enfrentar con el espíritu en alto los desafíos de la Cultura
para el próximo milenio.
—Porque la Identidad Nacional, compañeros —explica el Ministro—,
hoy, a cada instante, nos pone a prueba, y ustedes, este abnegado colectivo,
con su entrega total, ayuda a consolidarla.
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Aplausos, palabras del Ministro, movimientos que taladran. Aplausos,
palabras, movimientos. Lágrimas. Voz del locutor. Café fuerte en pomo de
medicinas. Dedo viejo amenazante de Amalia. Ojos escrutadores de C. V. P.
Bolígrafo de Roque. Piernas de la rubia. Dientes manchados de la
recepcionista. Palmaditas en el hombro. Movimiento. Aplausos. Palabras.
Promesas. Movimientos. Y una enorme gota salada que comienza a rodar por
la mejilla de la mujer más triste del mundo. Julia Pérez Pérez es un pedazo de
carne ensalivada por el vaho de un pobre hombre. Llora, se siente morir, tiene
encima un cuerpo exhausto que yace satisfecho, mientras los aplausos ahogan
las últimas frases de un Ministro. Los ronquidos del hombre no impiden la
resonancia del discurso. Ni las palabras del viejo Estanislao, anunciando que
la normalidad continúa en la emisora, destruyen su nudo en la garganta. Julia
Pérez Pérez suplica para que el vaho de ese hombre se convierta en un sueño
profundo. Necesita de un sueño profundo. Mira telarañas imprecisas en el
techo, en espera de un sueño profundo. Mira cómo el farol chino comienza a
pestañear, deseando ese sueño profundo. Mira el cuchillo, la bolsa de nylon,
su cartera. Empezará despacio el sutil desplazamiento. Tendrá que imaginar,
como si no estuviera bajo un cuerpo pesado, muy cerca de un hueco, que
también sus palmadas forman parte del coro que aplaude. Debe pensar de ese
modo. Tiene que pensar de ese modo. Es una más en la emisora para decir
que fue bueno el discurso. Con suma discreción, aparta un brazo del hombre.
Camina entre el tumulto de colegas que también la felicita. Logra quitar su
cabeza de la cabeza del hombre. Debe hablar con el Ministro. Otra vez se
parte el hilo de saliva conectado a su hombro. Está casi en la calle. Está casi
fuera del hombre. Roque y los demás dirigentes rodean al Ministro. Sólo
quedan sus piernas atrapadas en las piernas del hombre. La recepcionista
brinda café, le enseña el pomo. Sólo tiene una pierna atrapada entre las
piernas del hombre. El Ministro, antes de marcharse, hace señas, la saluda.
Ella contiene un suspiro muy cerca del hombre. El Ministro se siente turbado,
no se explica la mirada de angustia de Laura Miranda. Ella intenta acercarse,
quiere decirle que no es Laura Miranda. Él la mira. Ella siente desnudo su
cuerpo de Julia Pérez Pérez. El Ministro se siente turbado, no se explica esas
manchas de sangre y esperma en una artista tan fuerte. Ella yace nerviosa, a
un costado del hombre. El Ministro la mira tocándose el pelo. Ella intenta
explicar que está muy cerca de un hueco. El Ministro no entiende. La
recepcionista muestra su pomo, grita que siempre lo ha dicho. El Ministro no
entiende. Ella quiere llorar, ella sabe que no puede llorar, pero Roque sonríe,
Estanislao sonríe, la recepcionista sonríe, la vieja Amalia sonríe. El Ministro
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contempla su embarre por última vez; dice adiós desde la ventanilla del auto.
Ella también dice adiós. Lo ve partir inclinada en el borde del hueco. Respira
hondo. Siente la pequeña escuelita al revés. Su cabeza está a punto de estallar.
Todo da vueltas. Todos sonríen.
Pero el hombre barbado, totalmente borracho, extraña la ausencia de
mujer bajo su cuerpo, tantea, la encuentra, la vuelve a acomodar y la penetra,
balbucea palabras inconclusas, maldice la vida, se incorpora también a las
vueltas que agobian a su víctima, como si en la penetración una extraña
descarga pudiera transmitir ese mareo, pero a diferencia de ella, se trata de un
hombre feliz, encima de la mujer que pensaba escaparse, borracho, pero feliz,
inseguro, pero feliz, babeante, pero feliz, con el poder de una méntula tiesa
para garantizar esos golpes, con el poder del alcohol pendenciero para no
arrepentirse, con el poder de una lista anterior de mujeres, con el poder de un
inmenso cuchillo, y se siente feliz, y se duerme otra vez, y otra vez volverá la
mujer a intentar la escapada, y otra vez el jalón hacia abajo del cuerpo, y otra
vez esa méntula en las mismas entrañas, otra vez, y otra vez, y otra vez,
nueve, diez, catorce veces durante la noche.
La emisora dejó de transmitir desde hace mucho y el radio emite ruidos
como prueba de su lamentación. Amanece, los gallos cantan, a lo lejos se
escuchan automóviles y Julia Pérez Pérez, ausente de todos los ruidos, insiste.
Su cuerpo logra salir de ese cuerpo otra vez. Luego, casi sin fuerzas, de pie,
mira al hombre barbado totalmente borracho. Necesita correr y no puede.
Necesita ser Laura Miranda y no puede. Necesita bordear discretamente ese
hueco y no puede. Necesita dejar de pensar en la sangre que corre por sus
piernas y no puede. Necesita no ser puro nervio, y mareo, y esperma, y no
puede. Sólo apoya el cuerpo a la pared, contiene el llanto, descubre al hombre
en su eterno tanteo, casi despierto, y con torpeza, sobrepuesta a la náusea que
la agobia, toma la bolsa de nylon como si fuese su cartera, sabiendo que ha
perdido mucho tiempo.
Una mujer corre desnuda por un campo de flores al amanecer, para que
Félix B. Caignet, antes de partir, con saco dril cien y bigotico de los años
cincuenta, cansado de esperar, no aplaste su cigarro todavía. El amanecer, las
flores, el sol a contraluz, indican que Félix B. Caignet, pudiera quedarse un
rato más fuera de encuadre, y la mujer, descrita por la voz engolada del viejo
locutor, se idealice en la mente de cada radioescucha, apareciendo feliz, entre
aplausos, griticos y emociones, en el capítulo final de la novela. Pero en este
ordinario amanecer no son posibles las flores, ni la cámara lenta, ni la voz
engolada, ni el mismísimo cigarro de Félix B. Caignet, cuando su zapato lo
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aplasta con estilo de los años cincuenta. La mujer no aparece, y el artista, otra
vez olvidado, con todo el clamor de la tristeza en su garganta, acomoda para
siempre su saco dril cien, y se marcha. Nadie puede resignarse a tanto idilio.
El amanecer, las flores, el sol a contraluz, desaparecen con Félix B. Caignet,
porque esa misma mujer, desmida, corre con una bolsa de nylon, y eso ya es
otra cosa. Con solo agregar bolsa de nylon, del placer habitual se transita a un
estado de angustia inquietante. El jadeo, la sangre, la esperma, el mal aliento,
un filoso cuchillo, se imponen brutalmente en la memoria, y también la
desnudez de ese hombre barbado, dispuesto a silenciar toda la imagen. Ella lo
intenta borrar con una torpe carrera. Resbala. Cae. Se levanta. Vuelve a caer.
Pero no suelta la bolsa de nylon. Su cartera quedó junto a un hueco y la bolsa
tiene dentro el pasado del hombre: húmedos cigarros, recortes de periódicos,
carneses que pudieran hundirlo para siempre en su miseria. Él lo sabe. Pero
ella no piensa ni en bolsas ni en carteras. Sólo quiere vivir, apartar para
siempre el rencor de un cuchillo. Imagen lacónica, triste, alejada de su origen
plañidero, cuando se pudiera imaginar que ese hombre barbado conoce que al
final del camino, un muro alto protege a una gran casa y pondrá límites a
tanto jadeo. Por eso él corre con cierta confianza. Ese muro, como si fuese la
muralla de un gran feudo, cuando aparezca ante su vista, será el punto final de
la carrera. Un final de cuchillo en el vientre de la protagonista confusa por la
trampa de un muro, alto, bordeante, protector, dueño de todos los límites
cuando se acerca un cuchillo.
Pero el azar, esos malabares de la palabra azar, hace que Laura Miranda,
por un instante, deje de ser Julia Pérez Pérez, para que también la buena
suerte le acompañe. La buena suerte desde lo alto del muro, convertida en un
grupo de personas expectantes, que le gritan, No te puedes morir Laura
Miranda. Si te mueres, si te matan, quién nos contará buenas historias para
olvidar las otras, quién nos venderá los sueños que sólo tú puedes, quién
ocultará las frustraciones, los baches de las calles, las colas, los derrumbes, la
muerte, la tristeza, si te mueres, si te dejas matar. No te puedes morir Laura
Miranda. Desde lo alto, sentados y en profunda tensión, el Ministro, Roque, la
recepcionista, el viejo locutor, el hombre del radiecito en el camello, el del
portafolios, la rubia, la viejita con jabas, los estudiantes de secundaria, el
grupo de clientes del bar y el mismísimo Félix B. Caignet gritan, señalan,
apuntan con sus índices hacia el único hueco del muro, para que en la inercia
de la propia carrera esa muchacha, desnuda, no pierda el impulso y se apoye,
se alce, se sienta escapar, como un ángel de cuentos de hadas, cuando esté a
punto de entrarle el cuchillo.
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Sus admiradores, frenéticos, nerviosos, envueltos todavía en la pasión del
comentario, son testigos del salto de Laura Miranda. Gracias al punto de
apoyo, la vieron caer del otro lado, como si no fuese Julia Pérez Pérez. Para
ellos, nunca será exacta esa altura, ni el tamaño del filoso cuchillo, ni la
angustia, ni el jadeo del hombre barbado, que maldiciente, resignado,
sumergido también en el asombro, vuelve sobre sus pasos, antes de que
alguien lo advierta desnudo y con cierto cuchillo. Fin de tragedia feliz.
Cuando se piense en su suerte, podría suponerse que todas sus culpas las
tendrá que pagar como buen malhechor de novelas, porque Laura Miranda
jamás ha soltado la bolsa de nylon. Fin de tragedia feliz. La recepcionista lo
comenta con el viejo locutor, y Roque y el Ministro lo aprueban moviendo
sus cabezas. Caignet, resignado, después de tanta angustia, toma su saco dril
cien y se marcha. Éstos no son tiempos de él, sino de Laura Miranda. Desde
el muro, conmovidos, todos lo ven marchar con su tristeza y un telón de mala
muerte comienza a caer. Fin de tragedia feliz, de no ser por el ladrido de unos
perros. Con la tensión de la carrera se olvidaron de los perros.
Pero Navarrete, impertinente, sin sentimientos, con maldad parecida al
malhechor de la novela, dueño de toda la confianza, porque no hay ladrón que
salte ese muro, continúa conectado a las carnes de Yunaisy, por enésima vez.
Yunaisy, ojerosa, satisfecha, equilibrada en la méntula tiesa, todavía es todo
llanto por las lágrimas de Laura Miranda. Ambos casi rompen la silla cuando
escuchan el ladrido de los perros. No esperaban el ladrido de los perros.
Tampoco ese ruido en el corral de los puercos. Chillan los puercos. Ladran los
perros, y vienen hacia Laura Miranda. Van a destrozarla con sus dientes
babeados. Chillan los puercos. Ella intenta correr. Ladran los perros. Tiene
que ganar esa puerta. Corre. Chillan los puercos. Llega a la puerta del patio.
Cierra primero. Llega primero. Entra primero. Ladran los perros. Y Navarrete
se siente culpable con su méntula muerta. Tiene en la silla a Yunaisy desnuda
y se siente culpable. Dos mujeres desnudas y se siente culpable. Una, dichosa
por la orgía de la noche, y esa otra, marcada para siempre, que tiembla y se
cae.
7 de septiembre de 1998
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Clemencia bajo el sol
Adelaida Fernández de Juan
A L. Koldenkova
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La curiosidad puede más que la decencia, y en cuanto tuve oportunidad me
metí en el cuarto de Reyes. Eso fue a la semana de haber llegado ellos. Desde
que me asomé (con el plato de arroz con leche en la mano, para disimular)
sentí ese olor a nuevo, a tienda, que tienen los cuartos cuando se visten por
primera vez. Sí, porque Reyes y Ekaterina trajeron todo de Rusia, parece que
para hacerse la idea de que seguirían viviendo allá. Figúrese usted, con tanta
bulla, tanto calor y tantas moscas, ¿cómo iban a lograrlo? Pero bueno, de eso
se encargó el tiempo. Ella se puso de pie cuando me vio, a la defensiva, como
hacen las gallinas cuando una perra olfatea la jaula, pero yo le extendí el plato
y sonreí, con mis veintiséis años de mulata, y ella me dejó pasar.
¿Que eso no tiene relación con la occisa? ¿Qué occisa? ¡Ah, la muerta!
Pero, por favor, déjeme hablar, claro que tiene relación mi historia con esa
puta que maté sin querer. Tenga paciencia, ya me declaré culpable,
escúcheme y que todos me oigan también, a ver si de alguna manera nos
limpiamos un poco.
Ekaterina no sabía ni papa de español, me di cuenta aquel día. Quería
darme las gracias, y no podía. Yo puse el dulce encima de la mesa, y le tomé
las manos. Cuqui, dije yo, ¿y tú? Estaba desesperada, pobrecita. Entonces
puse su mano encima de mi pecho y repetí: Cuqui. Así varias veces, hasta que
ella, porque era inteligente la muy cabrona, se dio cuenta y dijo: Cuqui.
Luego hice lo mismo con mi mano en su pecho, diciendo Ekaterina,
Ekaterina.
Todavía mi hijo Miguel no existía, así que yo tenía tiempo de sobra. Mi tío
salía desde temprano para la tabaquería, y yo iba a la bodega a comprar mis
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cosas y las de Ekaterina, luego cargaba agua para las dos, y ya al mediodía
empezábamos las clases.
¿Que por qué lo hacía? ¿Será usted bruto, con perdón, o es la estupidez
propia de los hombres? Para mí era una diversión inmensa, me hacía la idea
de estar viajando, tenga en cuenta que yo no he salido más allá del túnel de La
Habana. Ella me iba diciendo poco a poco su historia, a medida que agarraba
las palabras que yo le daba. Un día extendió un mapa enorme encima de la
cama y me fue señalando dónde nació, dónde estudió, el lugar en que conoció
a Reyes. Decía: Gusta mucho, Rey. Ella le decía Rey, y se ponía una corona
de aire en la cabeza. Claro que entendí. Para ella era como un rey. Yo le dije:
No, Ekaterina, todos hombres ser cabrones, ser diablos. No sé por qué le
hablaba así, como los indios de los muñequitos. El caso fue que nos
acostumbramos a estar juntas. Yo comí por primera vez en su casa sopa de
remolacha, col y yogur, ella me explicó que se llamaba borsch, y óigame, los
cubos de té que me daba eran imponentes.
No, yo nunca le presenté a Osvaldo, el padre de mi hijo, ni él tiene nada
que ver con este asunto. Es más, no voy a decir sus apellidos ni su dirección,
él es casado, y aunque es el hombre que más me ha gustado en esta vida (y he
tenido unos cuantos), tiene la cobardía natural que yo me conozco de ustedes;
no creo que soporte una sola pregunta. En aquellos días Osvaldo iba mucho a
mi cuarto, y en un descuido mío quedé embarazada. Cuando me di cuenta ya
era tarde, y no me arrepiento, Virgen Santa, Miguel es lo mejor y casi lo
único que tengo en esta vida.
¡Cuqui, venir, venir! fue como Ekaterina gritó cuando se puso de parto.
Reyes estaba para las minas y no llegaba hasta dos días después. Pasé las de
Caín ayudándola a bajar la escalera de caracol de la cuartería, y en la calle no
había ni un gato. Al fin capturé a un policía en moto que nos hizo el favor de
llevarnos al hospital. Volodia nació flaco y transparente como su madre, y si
usted la hubiera visto, llorando y diciéndome: spasiva Cuqui, spasiva. Bueno,
aquello fue del carajo. Dice mi tío que eso se llama el alma rusa, pero yo creo
que era algo más.
Me encargué de hablarle en español a Volodia; Ekaterina y Reyes sólo
hablaban en ruso, y figúrese, ese angelito tenía que aprender de mí, y
buenísimo que resultó cuando creció. Como a los ocho meses de nacer
Volodia, llegó el día de mis dolores de parto.
Le pedí a Ekaterina que cuidara a mi tío, que yo iba sola al hospital.
Miguel fue un tronco desde el primer día, tragón, grande y hermoso como su
padre. ¿Y sabe usted una cosa? La única visita que tuve fue la de Ekaterina.
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Llegó bajo la lluvia, y cuando la vi, ensopada hasta los talones, con un termo
de té y un pozuelo de arroz con leche, no sabía si echarme a reír o a llorar.
¿Quién ha visto a una rusa haciendo dulces criollos?
Nuestros hijos crecieron juntos, con decirle que Miguel tiene delirio con
el té, y Volodia, Dios mediante, debe seguir enviciado con el café carretero
que yo hago.
A Mireya la vi por primera vez en el cuarto de Reyes y Ekaterina, hará
cosa de cinco años. Reyes la llevó allí porque, según dijo, era una famosa
alergista y quería que viera a Volodia, por la tos del niño. Me dio mala espina
desde que la vi. Llamé aparte a Ekaterina y le dije: No es buena, no la dejes
estar aquí en el cuarto. ¿Por qué, Cuqui? Haz lo que te digo, rusa, y no
preguntes tanto. El caso fue que Mireya empezó a visitarlos todas las
semanas, y hasta llegó a preguntarme si yo aceptaba que ella le pusiera
tratamiento a Miguel, que de vez en cuando tosía por la noche. No señor,
siempre supe que los niños tosen en La Habana Vieja por el polvo de las
paredes, eso se les quita cuando crecen, yo sí la espanté rápidamente, y un
buen día dejó de ir por allá.
Ekaterina consiguió trabajo como traductora. Eran los años en que el ruso
estaba de moda. Llevaba los escritos para el cuarto y en una máquina de
escribir rarísima, de esas del tiempo de Nana Seré, pasaba horas y horas
traduciendo. Yo me encargaba de llevar los niños a la escuela, y de todo lo
demás. ¿Yo? ¿De qué yo vivo? De lo que gana mi tío, de las visitas de
Osvaldo, y de vender arroz con leche. No es mucho, pero me las arreglo,
señor, y Ekaterina me ayudó mucho, muchísimo. También vivo de la ilusión
de lo que he leído, a mí no me apena decir que he leído a los rusos.
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Las cosas que habían comprado se fueron destiñendo en el cuarto, y ella se
ponía furiosa con cada cucharón de madera que se partía, con los relojes en
forma de llave del Kremlin que se detenían, cansados para siempre, oxidados
por el salitre, y sobre todo cuando se despegó la foto inmensa de la catedral
de San Basilio, que los niños usaron para papalotes.
A mí todo eso me pareció natural, siempre le dije que las cosas rusas eran
una mierda, pero comprendía su dolor, y déjeme decirle, a mí también me
daba pena. Estábamos tan acostumbrados a los relojes de pulsera que pesaban
una tonelada y a los zapatones que parecían de ladrillo que, cuando de pronto
desaparecieron, no sabíamos qué hacer. ¿Y qué me dice de la carne enlatada?
No, no voy a bajar la voz, yo no tengo pelos en la lengua ni horchata en las
venas, mucha hambre que matamos con la carne rusa y con las manzanas de
pomo. Es verdad que sabían a rayo encendido, pero ¿ahora qué? Ahora ni
trueno ni rayo ni la madre que los parió.
Pobre Ekaterina. No eran sólo sus cosas las que se desmoronaban. Reyes
empezó a hablar en voz alta, y a gritar también, en ruso siempre, y Volodia,
angelito, salía corriendo y se metía en mi cuarto. No fueron pocas las noches
en que durmió con Miguel. Yo me quedaba muy preocupada, pero al día
siguiente Ekaterina seguía tecleando y Reyes volvía a las minas, a veces por
toda una semana.
Uno de esos días, mientras yo vendía mi arroz con leche en el parque, vi a
Mireya. Me preguntó primero por Miguel, luego por Volodia, y al fin por
Reyes: que si yo sabía algo de él. ¿Para qué lo buscas?, dije yo. Para
saludarlo, nada más. Eso dijo, y entonces supe que se había acostado con él.
Recogí mis cantinas y me fui.
Tuve por primera vez la seguridad de que todo se acababa. Yo también
preguntaba por Osvaldo cuando se me perdía más de la cuenta. No, no es
igual, no se vaya a creer que Mireya y yo tenemos algo en común por estar
con hombres casados.
Mira que se lo dije a Ekaterina: ¡Muchacha, deja esa bobera de hablar en
ruso todo el tiempo con Reyes!, cuando te acuestes con él tienes que decirle
Papi riquísimo, me vuelves loca. Ella se reía y se reía y se ruborizaba como
una niña; no me hizo caso, y mire, ahí tiene el resultado.
Hace más de un año que fue por última vez a mi cuarto. A mí me extrañó
verla tan tarde, con el último vestido ruso que le quedaba y que sólo se ponía
cuando iba a entregar las traducciones en el Palacio de las Convenciones.
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No sabía cómo decirme que se iba. Empezó por recordar el primer arroz
con leche que le llevé, el día que nació Volodia, los fines de año que
festejamos juntas, abrazando a los niños por el frío. ¿Es que vas a escribir tus
memorias o qué diablos te pasa? Que me voy, y que me llevo a Volodia, y
que no vuelvo más, y que apenas puedo aguantar los deseos de llorar, y con la
misma se me echó al cuello, con una fuerza que, óigame, yo le digo a usted
que no nos caímos por puro milagro.
No despiertes a Miguel, no puedo despedirme de él. Luego tú le explicas.
Y ya se iba corriendo por la escalera de caracol, cuando yo, todavía
asombradísima, le caí atrás y le grité: ¡Oye, Ekaterina! ¿Te hace falta algo?
¿Te puedo ayudar? Sí, me gritó, suerte, deséame suerte, Cuqui. Y se largó. El
llanto de Volodia todavía lo tengo clavado aquí, en el mismísimo centro del
pecho, y el recuerdo de su carita de angustia a través del cristal del taxi
todavía me despierta por la noche.
Todo lo ruso se fue. Yo ya estoy cansada de lo que viene y se va. Se puede ser
fuerte, pero existe un límite; no hay que exagerar. Ya ve, yo también lloro, y
eso que no tengo el alma rusa que dice mi tío.
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Pues resulta que estaban vendiéndolo todo, y por dólares, fíjese usted, yo lo
supe varias semanas después cuando estaba en mi sitio del parque con mi
cazuela de arroz con leche, y los vi, tres bancos más allá, exponiendo las
cosas sobre el césped, como si fueran gitanos. La gente se detenía y cogía
cada objeto para examinarlo y a mí se me estrujaba el corazón reconociendo
desde lejos los primeros zapaticos de Volodia, la bata de maternidad de
Ekaterina, el velocípedo en que rodó mi hijo Miguel, el juego de cazuelas
esmaltadas con flores rojas. Hasta las matrioshkas estaban allí en hilera, de
mayor a menor, como las ponía Ekaterina encima del televisor. Y yo allí,
viendo cómo se evaporaban los recuerdos, una parte de mi vida. Para serle
franca, fue allí, en el parque, donde me nació la idea de golpear a Mireya. A
Reyes también, pero me acordé de Ekaterina poniéndose la corona, y lo dejé
pasar. Tarde o temprano Ekaterina se va a enterar de todo, y sé que no me
perdonaría si yo destimbalo al desgraciado ese, que bien vistas las cosas es
hasta más culpable que Mireya.
El cucharón con que sirvo el arroz con leche, regalo de mi tío, pesa más
que el carajo. Esa mañana llegué al parque bien temprano. Yo nunca me fijo
en el sol ni en las nubes, pero ese día sí, qué curioso, ¿verdad? Había un cielo
azul claro, clarísimo, tan claro que se parecía a los ojos de Ekaterina, y yo no
sé por qué le sonreí al viento, plenamente satisfecha.
Le di tres golpes en la cabeza, con toda la fuerza que tienen mis brazos de
mujer. Yo sé que usted no me lo va a creer, pero no estaba en mis planes
matarla, lo único que quería era castigarla como se merecía la muy puta. ¿Qué
dice? No, no me arrepiento. ¿Qué quiere que le diga? Mire, si algo tengo que
lamentar, es que la sangre de la puñetera esa salpicara tan irremediablemente
los libros de Tolstói y de Chejov que estaban, tirados en la hierba, como
esperando clemencia bajo el sol.
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El tartamudo y la rusa
José Manuel Prieto
La idea que nos servirá de tema para nuestro próximo relato nunca se anuncia
como tal desde un primer momento. Incluso no creo que exista el criterio que
nos permita desecharla o aceptarla como buena. Sencillamente hemos oído o
visto algo que le ha dado otra «vuelta de tuerca» a determinado aspecto del
mundo que conocemos y lo masticamos lentamente sin poder determinar su
naturaleza. Esa nube, amorfa y sin sabor, es sometida a análisis.
Entreabriendo los labios dejamos escapar algo de ella para observarla a
trasluz: ajá, una historia de amor. ¿Una interesante historia de amor? ¿Un
vulgar triángulo tal vez?
A partir de aquí iniciamos un cotejo inconsciente con todo lo que sabemos
y recordamos al respecto. Se verifica, para expresarnos más claro, un proceso
de búsqueda de un modelo literario (o modelo adquirido por medio de la
lectura) que nos permita acercarnos con mayor o menor acierto a esta nueva
experiencia y valorarla a la luz del conjunto de criterios y situaciones
previamente formalizadas que lo conforman.
Si damos con el modelo adecuado, el problema —en la mayoría de los
casos— deja de interesarnos: nos limitamos a comprobar su identidad con
alguno conocido (pueden ser necesarias ciertas aproximaciones que tengan en
cuenta las especificidades del caso) y se le nombra.
De no hallar uno que «cubra» o responda adecuadamente a nuestra
historia surge un segundo problema que puede denominarse como «Problema
de la formación de un modelo primario». Un análisis de este proceso y de la
posterior utilización de los modelos ya existentes comportaría un especial
interés pues quizá permitiría develar las causas que nos impulsan a escribir.
Así, es la falta del modelo adecuado lo que nos lleva —una vez
convencidos de que no conocemos alguno semejante— a conformar uno
personal para explicarnos mejor una situación nueva, una historia, o, de
resultar esto imposible, al menos formalizarla: convertirla en una unidad o
bloque asociativo estable con el que nos sea más fácil operar sin «perdernos
en la variedad»[1].
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También es cierto que el modelo casi siempre existe porque ¿es acaso
posible que en los muchos siglos de literatura no hayan surgido modelos
universales, abarcadores de casi toda la experiencia humana? Resulta
entonces una suerte que una vida normal no alcance para leerlo todo. Aunque
dudo realmente que esto llegase a limitar a algún escritor muy leído pues
siempre se registran mutaciones capaces de alterar la fidelidad del modelo.
(Existen, no obstante, ciertas invariantes relacionadas con nuestra condición
de humanos que fácilmente pueden ser explicadas por unos pocos modelos
literarios y no literarios, pues los primeros no son sino reflejos de los
segundos, vigentes desde siempre.)
A veces el modelo es tan ajustable al problema que nos ocupa, que si
alguna locación o algún nuevo matiz capaz de introducir un error de
aproximación nos tientan a conformar uno propio, nos remuerde la conciencia
y escribimos «como ocurre en un cuento de Poe», «una idea tomada de
Chéjov», etc. Los exergos y citas no son sino eso: referencias al modelo
literario que más se acerca a lo que uno mismo quiere decir.
Esta historia del tartamudo y la rusa —para la cual no pude hallar en mi
memoria un modelo ya listo— la oí de labios de un hombre que una noche me
confundió con mi hermano mayor, médico de profesión.
La contaré sin trampas, sin ocultar nada a pesar de haberme «visto de
perfil»[2] en más de un momento mientras la escuchaba. Esa noche un tal
Jorge Torres, tomándome por médico, me pidió ayuda, facultativa para su
esposa y espiritual para él. Esta última era la que yo estaba más posibilitado
de dar y resultó ser, a fin de cuentas, la única necesaria en aquel caso. Digo
que la contaré sin trampas porque quiero exponer el modelo que me conformé
y tratar de hacer ver al lector qué paralelos encontré en mi memoria para
determinados episodios a medida que iba escuchando y tiempo después por
obra de pensar en ello. Esas llamadas que calzan el texto son como las fuentes
de este trabajo y para ampliarlo habría que acudir a ellas. Por ejemplo cuando
escribo «otra vuelta de tuerca» el lector enterado sabe a qué me refiero y qué
idea debe asociarse a esta «pieza» de mi construcción. Así, y del mismo
modo, todo lo demás. Tal vez sea muy joven para poder de otra forma: no he
vivido casi y en cambio he leído mucho. Pude haber empezado in media res
para azuzar el interés del lector, pero no lo quise por no alterar la lógica de lo
que iba a exponer; porque primero medité extensamente sobre los modelos,
luego sobre su posible utilización, y así lo he expuesto. La historia de amor, el
tratamiento dramático también aparecerán, pero ya limpio de disquisiciones
teóricas. A partir de aquí este es un cuento como cualquier otro.
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I
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haberle dicho que vive en esta casa. No intento sacarlo de su error porque la
lluvia ha arreciado y, como al parecer, no es nada grave, la presencia de un
verdadero médico no es necesaria.
Le tomo el pulso a la mujer que sigue sin volver en sí, con una sonrisa en
los labios. No parece que el marido le hubiese pegado mucho como dijo: no
descubro hematomas grandes ni enrojecimientos, más bien parece un
desmayo provocado por la tensión nerviosa.
Estoy de espaldas a mi visitante, junto a su mujer, cuando una segunda
voz me interfiere y, por un momento, pienso que alguien más ha entrado a la
sala. No es la voz que me ha dicho entrecortadamente «mi mujer, mi mujer»,
ni tampoco la que ha silabeado ceceando: «morirse es lo que debería». Ésta es
una voz grave, la voz de otro hombre.
II
Estuve por decirle que su historia no me interesaba. Pero dejé pasar el instante
intrigado por el milagro de su nueva voz y cuando quise deshacerme de
aquella historia que no quería oír, comprendí que de hacerlo cometería un
crimen con ese hombre que necesitaba desahogarse con alguien.
La historia se abría en un vuelo a once mil metros de altura[3]. Entre él,
Jorge Torres, que asistiría a unos cursillos en la URSS, y una bella mujer
sentada al otro lado del pasillo se había establecido una corriente de simpatía:
sorpresa fingida ante el complicado cierre del cinturón de seguridad, falso
brindis por el suave despegue… Por fin ella hizo una pregunta que el aire
algodonado de a bordo se tragó y Jorge, obligado a responder algo, se preparó
a capturar al vuelo el asombro que provocaría su respuesta. Tardó un segundo
en hacerlo, le sonrió de nuevo (lo había estado haciendo desde que notara las
piernas de su vecina) y suspirando dijo por fin:
—Yo soy gago, señora. Discúlpeme si no logra entenderme.
Si era gago ¿para qué le había estado sonriendo a su simpática vecina?, se
quejó ahora, ¿buscándose el problema? Balbucear «soy gago señora» (soy un
desgraciado) era una petición de indulgencia, una vieja maniobra suya para
incitar la lástima.
Me dijo Jorge Torres que al momento se sintió bien bajo la mirada
ligeramente estrábica de su interlocutora, porque sus ojos no lo miraron con la
fijeza escudriñadora a que estaba acostumbrado, sino que flotaron frente a él
como buscando alguna parte de su cara en la que posarse y, al no encontrarla,
fueron a esconderse tras la banda de pelo rojo que cubría la mitad de su
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propio rostro. Después fueron sus manos las que puso en movimiento y,
medio rostro cubierto aún por el pelo, sacándolas de sí como lo haría un
hombre envuelto en un hábito, tomó las de Jorge entre las suyas y le dijo sin
mirarle:
—No se preocupe por eso, la tartamudez no es nada anormal.
Una vez en tierra, ya amigos, tomaron un taxi que los llevó hasta Moscú. No
sabía si volvería a verla otra vez pero era suficiente lo poco que ya tenía de su
lado: el recuerdo del contacto con la piel suave de sus manos, el brillo de sus
ojos y de su pelo rojo, lo muelle del asiento del taxi en el que viajaba relajado,
hablando sin oírse, tan feliz que el mismo problema de su tartamudez, al que
tantos disgustos le debía, no se le antojaba ahora digno de atención.
Se acercaban a la ciudad. Las siluetas de los edificios se recortaban contra
el fondo gris del cielo. Kilómetro a kilómetro se iba desvaneciendo el
equilibrio que había surgido entre ellos dos, los abedules al borde del camino
y las casas de campo entrevistas al paso con sus huertos y animales. El resto
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del viaje lo hicieron en silencio. Como él mismo expresó, «ya había dejado de
gaguear alegremente». Estaba convencido de que esa ciudad fría y
desconocida se la tragaría irremediablemente y le entró el temor de que se
separarían y no volvería a verla jamás[5].
Se despidieron en los bajos del hotel con un apretón de manos. Ella debía
apresurarse para no alarmar a quienes la esperaban; pero mañana, bueno, hoy,
lo llamaría a su habitación para saber cómo se había instalado.
—¿Era agosto o julio? —le pregunté a Torres desde la cocina adonde había
ido a preparar una limonada.
—Agosto. Allí son muy frescas las noches en agosto, se siente bastante
frío. Estuve parado en la acera hasta que el taxi se perdió de vista. Entonces
entré al vestíbulo del hotel que a pesar de lo avanzado de la hora encontré
lleno de gente: varios árabes que identifiqué por la manera de vestir, un grupo
de italianos que parecían haberse reunido allí abajo con el propósito expreso
de gastarse bromas y tres circunspectos ancianos de nacionalidad indefinida
que regresaban de algún paseo y, esperando el elevador, estudiaban el
comportamiento de los italianos con la vista fija, como científicos que
observaran un fenómeno raro sin la menor simpatía.
A los quince minutos ya estaba en mi habitación preparándome para
dormir. Me senté en el borde de la cama frente a una gran ventana panorámica
que permitía ver gran parte de la ciudad. Aquí y allá titilaban las vallas de
neón y las luces de los apartamentos. Veía también la franja acerada de un río.
¿El Moskvá? Me caía de sueño. Busqué la frazada tanteando, sin volverme y
apagué la lámpara de mesa. Ya debía estar bien lejos dentro del sueño cuando
el timbre del teléfono me hizo desandar el tramo recorrido.
Levanté el auricular.
—Oigo, ¿quién habla? —no me acordaba de nada y me hacía en mi casa,
en Cuba.
—¿Es usted, Jorge? Es Elena quien le habla. ¿Ya está durmiendo? Me
alegro, así sé que no tuvo problemas. Le volveré a llamar mañana. ¡Que
duerma bien! ¡Chao!
III
Traje de la cocina una jarra con limonada y salimos al portal para no despertar
a Elena. La había acostado sobre el diván de la sala, arropado con una manta,
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y ahora dormía profundamente. Afuera había cesado la lluvia. Torres
prosiguió su historia:
—Al día siguiente, al despertarme, descubrí a mi compañero de cuarto.
Un hombre delgado, de unos treinta y cinco años, que ocupaba una cama
junto a la mía. La noche anterior lo había sentido llegar como una hora
después de la llamada de Elena y, aunque ya era hora de desayunar, seguía
durmiendo. Lo zarandeé y volvió hacia mí una cara angelical por la paz del
sueño. A mí me intrigó esa cara de justo que, como supe después, no tenía
nada en común con su dueño. Pasados unos días, cuando sentado en el hall
junto a Elena trataba de convencerla para que subiera a mi habitación, ella me
preguntó con quién compartía el cuarto. Yo comencé a contarle sobre el cara
de ángel y su vocación de playboy, cuando aquel pasó por nuestro lado
haciendo correr su vista dos o tres veces de las piernas de Elena a su cara y
limitándose a saludarme en voz alta pero sin mirarme.
A ella pareció caerle bien porque le sonrió en respuesta. Me dijo:
«Apuesto a que en Cuba trabaja en una cafetería (resultó ser cierto: estaba en
Moscú como premio por su buen trabajo). ¿No ves lo bien peinado que va?».
No acababa de decírmelo y ya el hombre se estaba rehaciendo el peinado
frente al mármol reluciente de una de las columnas del hall. Se volvió para
mirarnos: ¿lo estábamos viendo hacer? y, acodándose frente a la
recepcionista, puso en juego con otra sonrisa angelical su atractivo
irresistible.
Elena me dijo: «Hasta aquí me llegó el olor de su colonia. Un hombre
muy atractivo como quiera que lo mires. ¿Treinta y cinco años? Ni gota de
grasa, rostro angelical como tú mismo dices: mi amigo es un lovets duch
(pescador de almas)».
Parece que en ruso la frase le sonaba mucho más convincente, porque
Elena siempre la repitió en ruso. Yo, por mi parte, nunca la había oído y me
pareció muy afortunada para Ángel (era su verdadero nombre) y así lo hemos
seguido llamando entre nosotros.
Nos reímos los dos, pero a mí me desagradaba esa atención de ella por
cosas ajenas a nosotros. Ella, simplemente, estaba igual de nerviosa; pero yo
pensé que trataba de desviar el curso de la conversación y no acceder a subir
conmigo al cuarto. Sentía mi cabeza como a dos palmos de mi tronco. Ésa era
la sensación: como si la tuviera desprendida del cuerpo. Sería una victoria
pírrica (hay cosas más difíciles que llevar una mujer a la cama), pero cuando
uno se lo ha propuesto llega a ofuscarse con ello y no quiere saber de nada
más.
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—Yo esperaba su respuesta muy exaltado —había tenido un día completo
para imaginármela— pero en su rostro ya se hacía visible cómo al empuje de
mi vehemencia iban cayendo uno tras otro los tabiques que la separaban de
mí. Se había recostado a mi hombro; yo sentía el olor de su pelo, el calor que
emanaba su cuerpo, la flacidez agradable de sus brazos desnudos. Era la
segunda entrada de aquel motivo casi musical de la primera vez, en el taxi; lo
sentía ir llegando y se alegraba mi alma. Alrededor nuestro, en el hall, no
había nadie, o por lo menos así me parecía, ya incapaz de percibir otra cosa
que no fuera ella. Entonces, en el momento en que, aunque nada había
ocurrido físicamente, «ya era mía», le tomé las manos y el ligero chasquido
de una descarga eléctrica se dejó escuchar nítidamente.
—Nos miramos asombrados. Yo no sabía qué explicación darle a esa
descarga eléctrica, porque es algo que no ocurre aquí. Ella sin embargo
conocía su origen nada sobrenatural y a pesar de esto, como después llego a
confesármelo, asoció esa pequeña descarga eléctrica a una presencia
demoníaca que se dio a conocer, informó allí de su presencia, de esta manera.
Era como si se nos hubiera advertido «nada bueno saldrá de esto». Pero ¿qué
podía pasarme? No estaba para pensar en fantasmas y ella no podía dar
marcha atrás aun queriendo. Fuimos a tomar el elevador. Allí estaba también
mi vecino esperándolo y, como nos resultaba violento estar ahí, frente al lift,
sin decir palabra, Elena dijo:
—¿Cuándo acabará de bajar el lift?
A lo que mi vecino reaccionó sorprendido:
—¡Ah! ¿Pero se dice lift? ¿Se llama lift en ruso?[6]
Sobre la mesita de portal sudaba la jarra con la limonada. Jorge tenía los pies
extendidos y sorbía su limonada lentamente. Yo lo mismo y pensaba
vagamente en lo que me había contado. Consideré que podía cortar su relato
allí porque él ya estaba calmado y a mí, a decir verdad, me daba igual. No
había logrado interesarme y le continuaba oyendo más bien por cortesía.
Claro que no me había cogido por el cuello de la camisa y dicho en un
susurro, como para abrirme el apetito: «Le voy a contar algo realmente
extraordinario, algo sobre lo que nunca oyó hablar». Simplemente, el pobre
gago, pasando miles de trabajos, me refería su historia que yo escuchaba
aparentando interés porque, para no confundirles, a los tartamudos se les
presta una atención desmedida, que no observamos con un interlocutor
normal. Esto genera escenas cargadas de misterio, alarmantes, como la visión
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que una vez tuve de una plática en la que uno de los interlocutores era
tartamudo, detalle que yo desconocía. Conversaban un hombre joven y una
muchacha con el torso inclinado hacia adelante y el oído vuelto hacia él,
como el que está oyendo. Pero como en ese justo instante no estaba oyendo
nada en realidad debido a los grandes intervalos de silencio entre frase y
frase, se daba la situación única de estar oyendo sin oír. La vista de esta
escena me recordó esos cuadros de pintura galante en los que uno de los
personajes está «hablando» y el otro «oyendo». Mas de un cuadro no se puede
esperar sonido alguno y yo aquella vez estuve cosa de un minuto sin saber a
qué atribuir aquel silencio.
IV
Fue todo amor los cinco días que estuvo en Moscú, me dijo. ¿Moscú la
ciudad blanca, la capital asiática? ¿Las almenas kirguizas del Kremlin?[7]
Nada de eso. Le quedó muchísimo por ver de Moscú. Ahora lo único que
contaba eran los paseos largos que se dio con Elena por sus calles.
Elena era una mujer muy bella, de una belleza que sugería esplendidez y
no frivolidad ni perfidia. Me la hizo ver sentada frente a él, vistiendo una
blusa blanca tiesa por el almidón, sus antebrazos descansando en la minúscula
mesilla de un café.
¿Cómo podía suponer que aquella mujer buena era el amor de su vida? La
escuchaba sin tomarla mucho en cuenta. Muy enamorado, eso sí, cualquiera
haría lo mismo, pero sin interesarse por la primera vez que ella había visto el
mar, ni por nada que no fuera saber que hoy estaba sentado frente a ella
acodado a la minúscula mesilla del café.
Elena le contó que uno se acostumbra tanto al invierno que al sexto mes
de ver caer nieve y soportar heladas la existencia del trópico, del ecuador, se
antoja un fino engaño, semejante a la fe en la resurrección y en la vida del
más allá en la que cifra todas sus esperanzas el creyente. De modo que los
reportajes de la TV que mostraban los países cálidos adquirían el inseguro
valor de la estampa que en el texto religioso ilustra la vida regalada que se le
reserva al justo, al paciente, al que sabe esperar.
A Dios gracias no había que esperar toda una vida. En marzo aumentaban
las horas de sol y la nieve comenzaba a fundirse en las aceras. Carámbanos
del grosor de un brazo se desprendían de los aleros y se estrellaban con fuerza
contra el pavimento, el fragor del hielo al fragmentarse llenando el aire. (Los
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largos paseos y las pláticas tocaban a su fin: él viajaría a otra ciudad para
asistir a unos cursos.)
La víspera del viaje ocurrió un incidente que le abrió los ojos a Jorge
Torres. Ese día, al querer entrar en la habitación, usualmente abierta a esa
hora, se le hizo esperar unos minutos[8]. Cuando por fin cedió el picaporte
encontró a Elena y a Ángel sentados junto a la ventana. Los observó llevar su
conversación ficticia, saludarlo sin querer terminar la falsa…
Jorge Torres me miró fijamente a los ojos a través del humo del cigarro
para ver la impresión que esta parte del relato causaría en mí. Yo debía saltar
intrigado y aventurar una suposición de esa índole: «¿Lo había estado
engañando?» o bien: «¿Qué hacía esa mujer encerrada con aquel hombre
cuando Ud. no estaba?». Torres esperó en vano la pregunta y aquello terminó
por agradarle. Yo no habría entendido nada de haber formulado tal pregunta,
me habría quedado tras el primero de los círculos concéntricos de su relato.
Esa pregunta, tal conjetura, estaba excluida. ¡Qué fácil todo si se hubiera
podido encontrar una pregunta así, una conjetura así para esta historia!
Por fin descubrió una camisa nueva que le proporcionó la clave del
misterio y se quedó «mudo de asombro». Desconocía cómo habían podido
averiguar la fecha de su cumpleaños (Ángel le había estado dando el visto
bueno a aquella camisa de regalo para Jorge).
—¿Estaba siendo traicionado por aquel hombre, por Ángel?
—Precisamente, y eso era lo grave. Perdí los estribos. Le pregunté qué
pretendía con aquello, le grité que no tenía madre y que se merecía que le
pegara.
No intentó defenderse. Comprendía muy bien la gravedad del hecho.
¿Aconsejándola en lo de la camisa? Sí, muy buena justificación. Gracias. Esa
mujer lo que andaba buscando era que yo cargase con ella. ¿Acaso no se daba
cuenta? ¿No lo sabía?
El bueno de mi vecino sólo atinó a responderme con una de sus sonrisas
de ángel: ¡Pero ella es tan buena!
Mejor hubiera dicho «de una virtud ejemplar» y esa hubiera sido la frase
exacta. ¡Qué miedo sentí! ¡Nunca había sentido tanto! Amar significa un
compromiso tan grande que la mayoría de las gentes se desentienden de él,
despavoridos.
—Al día siguiente partí para la ciudad del Volga donde recibiría mis clases.
Subí al tren, y al verla llorosa junto al pescante, me dije que no la vería nunca
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más[9]. Ahí se quedaba en Moscú entre la niebla y el gentío agitando un
pañuelo de despedida. Conmigo viajaba ahora un representante de la fábrica
que había organizado los cursillos. Un ruso taciturno amigo de hacer chistes
inextricables con la mayor seriedad del mundo.
Yo viajaba al encuentro de la Rusia que conocía por los libros: mozos
membrudos de cabellos descoloridos, los tártaros de rostro impasible, el
kazajo de las revistas ilustradas con radio transistorizado, sus arqueadas
piernas enfundadas en flamantes jeans. La multitud que cascaba indolente
pepitas de girasol… Mi oído captaba sonoridades siglo XIX, de literatura
clásica rusa: Kostromá, Riazán, Saratov… A Saratov iba yo.
Llegamos al día siguiente. Descendí al andén y respiré hondo. Habíamos
cruzado un puente, avistado un río, los remolques avanzando trabajosamente
corriente arriba, tirando de barcazas. ¿Qué me esperaba en aquella ciudad?
¿Qué otra Elena? No, ninguna otra. Di media vuelta tocado por la certidumbre
de que la vería ahora mismo y, efectivamente, allá venía corriendo,
desbocada, muy alegre de haberme hallado.
—¿Increíble?
—Para Ud. y para mí tal vez sí. A ella no le había costado nada tomar esa
decisión. El misterio de la mujer. (¿De la mujer rusa?[10]) No había dudado un
segundo, al verme ir tan feliz en el tren, de que me seguiría. Compró un
boleto de avión, cubrió cientos de kilómetros. Allí estaba. ¿No me alegraba de
verla?
Aquello me emocionó, no pudo disgustarme. La besé amigablemente,
atraje su cabeza y aspiré el aroma de su pelo.
¡Estaba en casa!
Ella tomó mis manos, se las llevó al regazo y fijó en mí unos ojos aún
secos que no tardaron en cubrirse de lágrimas…
Salimos caminando seguidos del ruso que no dio muestras de asombro. Al
llegar a la parada del trolebús se limitó a preguntarme si sabría encontrar el
hotel. Le aseguré que sí, y yo y Elena nos fuimos a pasear por un maleconcito
junto a aquel mismo río que había visto desde el tren. Nos habíamos
encontrado de nuevo. ¿Qué significaba esto? ¿Para toda la vida? ¿Había
venido a encontrar mujer a miles de kilómetros de casa? ¿Acaso me quería
tanto? ¿Acaso se puede querer tanto a alguien?
Yo tenía veinticinco años y nunca le había preguntado si me quería o no,
si me amaba o no. Se tiene esa edad y se estudia uno siempre como desde
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afuera, ¿qué tal me veo? ¿No estoy haciendo el ridículo? A veces se montan
unas escapadas y se vive despreocupadamente, se permite uno hacer piruetas
en público, gaguear a gusto, imaginarse libre por un momento; pero nunca se
deja engañar por estas fugaces vacaciones y, en general, somos aburridos y, lo
que es peor aún, pusilánimes. Ser así nos salva de dar pasos en falso, pero lo
trágico de esta actitud sin discernimiento es que te guarda lo mismo de lo
bueno que de lo malo. Y cuando alguien te quiere de verdad y le preguntas:
¿Me quieres? Su respuesta no te interesa nada porque al oír: «Sí, te quiero»,
se es tan pobre de espíritu que uno piensa para sí, ¿y a quién más quieres con
esas piernas que tienes?
Ese día, allí en el corazón de Rusia, mi pregunta de siempre recibió una
respuesta que dejó mal la estimación que me tengo, que todos nos tenemos.
—¿Acaso te dije alguna vez que te quería? —me respondió—. Yo no te
quiero, ni «te aaamo», para que lo entiendas mejor. Me he guardado muy bien
de hacerlo porque me gustas y no quiero buscarme ningún otro hombre ahora
que te he encontrado, pero estás muy enfermo para permitirme el lujo de
quererte. Perdóname que te sea sincera, pero al oírte preguntar esto pensé que
te podía perder. Créeme, sé muy bien lo que digo. ¡Te presto mi cuerpo para
ponerte a flote y me vienes con esa pregunta! Perdóname, pero me asustaste
tanto que debo decírtelo así. Si quieres puedes pensar que te quiero y para ti
será verdad. Mucha gente vive con menos que eso y les va bien.
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me arrepentí de haberlo hecho. Su comportamiento era imprevisible. Una
mujer demasiado frágil para mí. Nunca llegaría a entenderla. Estoy seguro de
que Ud. tampoco podría, y conozco a pocos hombres capaces de hacerlo. He
pensado mucho en esto. Es horrible. Ese mismo día le pegué.
No soy un degenerado ni un alma negra (al menos quiero creerlo). Cuando
por fin vinimos a vivir a Cuba, pensé que eso se acabaría, pero me engañaba.
Mientras más hacía por mí, más le pegaba.
Aprendí a hablar de nuevo a los veinticinco años porque ella no quiso que
yo siguiera siendo un gago sin remedio. Pasé meses con un logopeda y ya
podía pedir algo en la calle sin que la gente se fijara en mí. Me recogía
piedrecitas para llenarme la boca y me daba conversación por las noches para
que mi lengua aprendiera a moverse sin tropiezos. Me enseñó a cocinar muy
bien. A veces invitábamos a nuestros amigos y yo preparaba el almuerzo.
Ángel venía a vernos. Seguían siendo los buenos amigos de siempre. Él con
una mujer nueva cada vez. Se quedaban conversando en la sala y yo me
llevaba a su amiga a la cocina para que no se aburriera sola en la terraza.
Alguna pensaría que yo era un triste gago consentidor.
Con todo, al margen de esos domingos apacibles, se perdían muchas
cosas, pero ya yo no sabía si eso podía interesarme o no. Ella me había
tomado como objeto de su servidumbre y era feliz sirviéndome[11]. No era
que me compadeciera. Todos padecemos de algo y todos podemos ser
compadecidos por algo. La única diferencia consiste en que mi defecto es más
visible, o audible, si se quiere; pero esa entrega total, esa comprensión total
que no objetaba nada me desconcertaba[12]. Como si con su inteligencia de
mujer hubiese dado con la verdad de los mártires. Nunca me reprochaba los
días y las noches idas en refriegas y discusiones. Para ella esa era su vida y no
tenía sentido eludirla. Me exasperaba. Le pegaba, le pego fuerte por cualquier
cosa hasta hacerle sangre y le dejo grandes hematomas que se mantienen por
semanas enteras.
Una noche la maniaté después de haberla golpeado. La alcé en vilo y la
tiré en la cama. Lloraba como siempre, sin sollozos, y me preguntaba con un
hilo de voz: «¿Pero qué estás haciendo? Tú eres bueno. ¿Por qué?».
Salí dejándola amarrada. La hubiera matado ese día. Si hubiera estado
seguro de que nadie se enteraría, de que hubiese podido desaparecer su cuerpo
por ahí, arrojarla al mar sin ser visto, no habría dudado en hacerlo. Caminaba
por la calle muy alterado, a grandes trancos, pronunciaba en alta voz su
nombre. La mataría. ¿Qué hacía esa rusa aquí? La mandaría de vuelta lo más
rápido posible. Le había pegado poco; debía haberle roto sus bellos dientes,
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fracturado un brazo. De pronto, parándome de golpe, grité: «¡Por Dios Elena!
¿Qué he hecho contigo?» y me lancé a correr hacia mi casa. La luz del cuarto
estaba apagada y pensé que se habría ido a algún lado. «¡Y yo corriendo!»,
me dije. ¿Qué hace esa mujer sola por La Habana, vejada por mí? Busqué
algo con qué pegarle cuando volviera. Junto a la verja escondí un palo que
encontré en el jardín.
Abrí la puerta. Encendí la luz y entonces la vi sobre la cama, dormida con
las manos amarradas aún sobre la espalda. «¡Elena! ¡Elena!» Le desaté las
manos, me tomó la cabeza y la llevó a su regazo.
No dijo nada. Seguía llorando con mis manos entre las suyas. Yo me
arrodillé frente a ella. Sentía tanta vergüenza que no sabía qué hacer, qué
decirle. Empecé por prometerle que aquello no se repetiría jamás. Ella me
escuchaba sin decir palabra. Me puse de pie y le dije que después de lo
ocurrido no podíamos seguir juntos, que ella debía irse, yo no era el hombre
que le convenía. Le pegaba. Mañana mismo reservaríamos su pasaje…
Entonces me dijo que lo que yo quería era deshacerme de ella. Que era lo que
buscaba y que lo veía bien claro.
No pude creer aquello. ¡Estúpida! Pensé en el palo de junto a la verja,
pero no corrí por él. De un puñetazo la senté en la cama. Se cubrió el rostro
con las manos y le pegué hasta que me dolieron los nudillos. ¡Estúpida! No sé
qué hacer con ella.
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Ahora mismo nos vamos».
Cuando Elena se internó de nuevo en mi casa, le dije a Torres:
—No tiene por qué sentir pena de haberme contado todo eso, quiero que
sepa…
—¿Pena? —me replicó Torres sonriendo—. ¿Pena?
Elena volvió en ese instante, tomó a Torres por el brazo y, con la cabeza
apoyada en el hombro de él, ambos salieron caminando hasta la verja.
Antes de perderse por la esquina, ella volvió su rostro hacia mí y sonrió.
Su pelo rojo brillaba al sol.
—¿Pena? —me había dicho Jorge Torres—. ¿Pena por qué?
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Greenpeace
Eduardo del Llano
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—¿Qué quiere decir usurpación de funciones?
—Que estaban vestidos de milicianos cuando iban a matar a la vaca.
—¡No estábamos matando a ninguna puñetera vaca! —chilló Sangre’e
mono—, ¡al revés, queríamos salvarla! ¡Lo que pasa es que basta que vean a
tres tipos disfrazados entrándole a golpes a otro, de noche, en la manigua y
con una vaca al lado, para que piensen que los tres tipos son los malos!
Convine en que la gente es muy superficial y dada a llevarse por las
apariencias.
—De todas formas, sigo sin entender —añadí con sinceridad—, ¿por qué
no me lo cuentan desde el principio? Yo no tengo apuro. Pueden coger todos
los cigarros que quieran.
En definitiva lo hicieron. Gravilla no se mostró muy convencido de que
valiera la pena, pero Sangre’e mono y Negroemierda estaban locos por
reconstruirlo todo de nuevo, con la elocuencia que el oficial instructor les
fragmentó y piloteó en el interrogatorio. Y yo, que había aceptado el caso de
puro oficio y a desgana, comencé a descubrirme fascinado con el relato.
Incluso le di algún dinero al policía para que fuera a comprar unos tabacos.
Tres meses antes, Gravilla había citado a los otros dos en su barbacoa.
Sangre’e mono había estado preso por tenencia ilegal de divisas, cuando
tener divisas era ilegal. Y negroemierda pasó una noche en la tercera estación
por darle dos pescozones en público a una mulata. Sin embargo, ninguno de
ellos era un delincuente de raza. Los tres se habían desentendido de sus
empleos y se ganaban la vida en el invento, es decir, vendiendo pulóveres,
jabones y cassettes. En el barrio todo el mundo bacía lo mismo.
Belén es una de esas vecindades en que se diluyen los silogismos y las
fronteras. En cierto modo, nadie está al margen de la ley, y todos lo están.
Geográficamente situada en la zona más densa de la ciudad, no ha perdido el
espíritu de aldea. La habita la gente más pobre, y a un tiempo la más alejada
de la naturaleza, pues no hay árboles ni flores ni agua suficiente. Es una
barriada histórica, pero se vive al día. Y Sangre’e mono y negroemierda, con
todo y ser folklóricamente incapaces de llegar puntuales a cualquier reunión
social, se encontraron con Gravilla cinco minutos antes de lo acordado.
—¿Cuál es el misterio, Gravilla? —preguntaron simultáneamente,
después de una ronda de alcohol que en el contexto equivalía al five o’clock
tea.
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—No es un negocio —aclaró Rigoberto—, es otra onda. Se los digo para
que no se vayan afilando los dientes.
Los demás no comentaron nada. Eran amigos desde antes de aprender a
caminar, y durante todo ese tiempo Gravilla se había ganado entre ellos una
indiscutida reputación de ideólogo. Viniera con lo que viniera, valdría la pena
escucharlo.
El anfitrión fue hasta la ventana y regresó con una maceta en la que
campeaba un arbusto marchito. Posicionó el tiesto en el centro del corro y
miró gravemente a los demás. Hubo un silencio especulativo.
—¿Mariguana? —preguntó Sangre’e mono, con las membranas de la
nariz vibrando como hocico de curiel.
—No seas verraco —dijo Gravilla—, es un helécho. Bueno, un helecho
muerto. La vieja lo cultivó y me lo dejó, y una semana después de partirse ella
se muere el helecho.
Los otros se miraron. Ya le habían dado el pésame a Gravilla en tiempo y
forma. Por el fallecimiento de la madre, naturalmente.
—¿Religión? —aventuró Negroemierda—. ¿Quieres decir que el alma de
la vieja estaba enlazada con la de la matica esa?
—Por algo te dicen Negroemierda. Coño, ¿ustedes no vieron la televisión
anoche? No hubo apagón ni descarga ni motivito ni nada, así que tuvieron que
verla.
—¿La novela?
—No. El programa sobre la destrucción del medio ambiente.
Los invitados pestañearon, inseguros.
—Yo lo vi —asintió Sangre’e mono— pero no le hice cráneo. ¿Por qué
no te explicas de una vez, Gravilla? ¿Quieres vender helechos a los
extranjeros?
—Quiero —dijo Gravilla, con especial resonancia— fundar un Comando
Ecológico.
Aquello fue como una reunión del Consejo de Seguridad de la ONU en
plena huelga de traductores simultáneos. Negroemierda se quedó incólume,
pero Sangre’e mono saltó y corrió hacia la puerta.
—¿Tú estás loco, asere? Yo no quiero volver al tanque, y mucho menos
por candelas políticas. Si vas a poner bombas o regar papeles, gózalo tú solo.
Voy echando.
—Siéntate, Prisciliano —ordenó Gravilla—, o acaba de ponerte en cuatro
patas y comer yerba. Un Comando Ecológico no tiene nada que ver con la
política.
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Desconcertado al oírse llamar por su nombre de pila, Sangre’e mono
obedeció, no sin persignarse furtivamente.
—Oigan, y entiendan. Una de las cosas que le juré a la vieja antes de
partirse fue precisamente que no iba a acercarme al tanque ni para que me
cogieran las medidas. No, yo tampoco quiero meterme en rollos, ni pasarme
la vida vendiendo jabones o toreando una alemana. No, caballero, hay cosas
más importantes, vaya, que le atañen a todo el mundo. ¿Saben ustedes que
todos los días desaparecen miles de animales y plantas?
—¿Se los roban? —infirió Negroemierda.
—No, seboruco, se mueren, se extinguen. ¿Desde cuándo ustedes no ven
una cotorra suelta? Ya no quedan ni en Isla de Pinos. Mi abuelo cazaba
venados en el monte, miren a ver si encuentran uno ahora. ¿Y jutías? Y eso
que en Cuba no estamos tan mal. Ya casi no hay ballenas, por ejemplo. Ni
tigres, ni ese tipo de oso chino, blanco y negro con una mancha en el ojo, no
me acuerdo cómo se llama. ¿Les parece puerco el río Almendares? Bueno, así
está el mar dondequiera.
—Es verdad —admitió Sangre’e mono—, el domingo fui a la playa y
había un mojón flotando.
—¿Se dan cuenta? ¿Y los árboles? Sin árboles no va a haber aire, va a
crecer el hueco ese del ozono y nos vamos a achicharrar todos. Coño, la
muerte de la vieja y del helecho me puso a pensar. En lugar de vivir en la que
se cae, hay que pensar en cosas grandes, caballero, o el mundo se te hace muy
chiquito.
Negroemierda llevaba más de un minuto moviendo la cabeza de arriba
abajo, y siguió haciéndolo. Sangre’e mono encendió un cigarro, gesticuló
como un rapero y soltó una andanada de objeciones.
—¿Y qué carajo vamos a hacer nosotros tres, Gravilla? Eso es cosa del
gobierno. Aquí todo tiene que estar controlado; si armas un grupúsculo,
aunque sea de tomadores de refresco con pajita, te miran atravesao. ¿Y de qué
vamos a vivir, si nos pasamos todo el tiempo en lo del Comandado
Escatológico?
—Ecológico. La ecología es la ciencia que estudia cómo hacer que los
animales y las plantas no se mueran. Ahora en todo el mundo hay mucha
gente preocupada por eso. Se llaman los Verdes, y tienen hasta partidos.
—¿Partidos? ¿Y me estás diciendo eso para tranquilizarme? Candeeela…
—Déjame hablar, cojones. Miren, nosotros no vamos a hacer nada malo.
Dondequiera que alguien amague con tumbar una mata por gusto, le caemos y
discutimos con él. Si un tipo piensa echarse un animal o lo hace sufrir, le
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bajamos una muela. El gobierno no tiene que enterarse. ¿Y de qué vamos a
vivir? Chico, por el momento, de lo mismo. Tú puedes convencer a un tipo de
que no tumbe un pino, y después venderle un pulóver. No hay ningún
conflicto ideológico en eso. Lo importante es saber que estamos haciendo
algo útil para que los helechos no se mueran.
Dicho esto, Gravilla les pasó la botella de alcohol. Negroemierda bebió
con parsimonia, y luego le palmeó el hombro al anfitrión.
—Chico, lo que es a mí, ya me tocaste la bomba. Coño, si parece una cosa
linda, como cuando éramos pioneros. Y hasta podemos conseguir una pincha
decente y salir de una vez del giro de los jabones. ¿Tú crees que haría bien si
voy y hablo en la fundición, a ver si tienen algo para mí?
—Claro —dijo Gravilla.
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más. Suéltalas. Y échale los ratones a los gatos.
—Eso plantea un dilema ético —dijo Negroemierda, que había leído
muchísimo en los últimos días—; ¿vamos a propiciar la muerte de los
ratones? A lo mejor los gatos se los comían, a lo mejor no, pero si se los
echamos seguro que se los comerán, y es del carajo que seamos nosotros los
que alteremos el equilibrio ecológico causando la muerte de cinco roedores.
—Está bien. Dales un poco de ventaja. Ponlos a un metro de los gatos y
suéltalos. Y ya que hablaste de dilemas éticos, devuelve las gallinas.
—Eran gallinas callejeras —se defendió Negroemierda, pero los demás lo
miraron de arriba abajo y cedió un poco—, bueno, casi, casi. Había una
posada en la cerca.
En definitiva, se pusieron con cincuenta pesos cada uno —cotización
mensual, según Gravilla—, compraron dos libras de leche en polvo y se la
dieron a los perros y los gatos y los reptiles. Estos últimos, en franco
desprecio por la iniciativa Verde, echaron a reptar y se escaparon, pero los
demás agradecieron el alimento, si bien un gato arañó a Sangre’e mono.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó el herido—, ¿vamos a vender pulóveres
para mantener a los perros y los gatos cada semana?
—Éste es un acto simbólico, animal. Somos un Comando, y hacemos lo
que podemos.
—No vuelvas a decirme animal, asere. Se supone que los estamos
defendiendo, no podemos usarlos como insulto.
Negroemierda empezó a trabajar de sereno en la fundición, y se llevó
todos los libros para leerlos en su puesto. A la semana le contó a los otros que
Buda prohibía matar cualquier cosa que alentara, y que los budistas se habían
agotado en polémicas seculares para dirimir si un discípulo de Siddharta tenía
derecho a pisar hormigas a su paso, toda vez que podía aplastar a un sabio
reencarnado. Para no chapotear en el mismo pantano lógico, Gravilla dispuso
considerar especies protegidas a los animales mayores de cinco centímetros,
principalmente mamíferos y aves, domésticos o no, siempre que no fueran
vectores de enfermedades o no los estuvieran criando para el fin de año. Y
ésta fue, a grandes rasgos, la política que siguió el Comando en lo tocante a la
fauna local.
La flora preocupaba especialmente a Gravilla. Su devoción
conservacionista nació de un helecho con valor filial; así, al domingo
siguiente llevó a sus mesnadas a una cuadra del Vedado en que se planificaba
podar arbustos con trabajo voluntario. La encendida filípica con que
fustigaron a los irresponsables devolvió como secuela una inesperada
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acusación de saboteadores del trabajo del CDR, y la consecuente amenaza de
llamar a la policía. El Comando optó por una retirada táctica, pero esa misma
noche, bajo los ronquidos de la guardia cederista, desenterraron los arbustos
mutilados, los llevaron al Bosque de La Habana y los plantaron allí.
Dos meses después de la asamblea fundacional, la ejecutoria del Comando
incluía operaciones tan sonadas como las que se relacionan:
1. Concienzudo vapuleo de un viejo, dueño de un coche y un caballo, por
montar treinta niños —a dos pesos per cápita— en cada vuelta recreativa a la
manzana, con innegable perjuicio físico y, presumiblemente, moral para el
equino. En lo adelante, el anciano montó a sólo diez niños, bien que a seis
pesos el boleto. Los padres de los niños se quejaron, el viejo delató al
Comando, pero la cosa no pasó de ahí porque el caballo pereció ese mismo
día, de una hernia monstruosa.
2. Excursión a un balneario costero para recoger latas y desperdicios. La
basura, en seis grandes bolsas de nylon, fue acarreada por los tres miembros
del Comando y otras tantas muchachas, conocidas ocasionales de la playa,
hasta un vertedero clandestino en medio del barrio. Después se prendió fuego
al vertedero, con el saldo colateral de dos tendederas chamuscadas y tres
gatos absolutamente carbonizados; entre ellos, el agresor de Sangre’e mono.
Los cadáveres fueron llevados subrepticiamente al Zoológico y arrojados
como ofrenda en la jaula de los tigres.
3. Trasquilado de un perro de raza husky, mascota de un vecino, en
consideración a lo que debía sufrir un animal oriundo de Alaska en plena
canícula habanera. El dueño del perro intentó protestar; se le dieron una
explicación y un puñetazo, aunque no en ese orden. Después, para
compensarlo, se le vendió un pulóver barato.
4. Siembra de árboles en zonas excesivamente urbanizadas y polutas,
como el propio barrio de Belén. En vista de que no había mucho espacio ad
hoc, el Comando decidió romper algunos tramos de acera, traer tierra vegetal
de un solar yermo, cegar con ella los huecos y plantar ahí las posturas.
Helechos, ante todo. Los niños sorprendidos arrancando los retoños fueron
inmediata y drásticamente reprimidos.
Etcétera. Un largo etcétera.
Al cabo de los dos meses, Negroemierda perdió su trabajo, y los demás no
habían conseguido uno. El subatendido negocio de los pulóveres y jabones
apenas si bastaba para cotizar. En cambio, la pasión ecologista había subido
en la columna de mercurio. Hacer el bien social es un virus de acción rápida,
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y la enormidad del mal que se ha retado exige y encandila. Basta, si no, mirar
el planeta desde cualquier ángulo.
—Estuve pensando —dijo un día Negroemierda, devenido el verdadero
teórico del movimiento, en tanto que Gravilla se ocupaba cada vez más del
plano operativo—: coño, todavía no hay nada que nos identifique. Hay que
jugar al duro. Esto viene desde los ascetas, pasando por Robin Hood,
Rousseau y los hippies. Todos ellos volvieron a la naturaleza. Al verde.
Nosotros somos Verdes. Tendríamos que adoptar un uniforme, para vestirlo
durante las acciones ecológicas.
—Un uniforme… —reflexionó Sangre’e mono—, bueno, yo puedo
resolver unos metros de poliéster verde con un socito, pero nos va a salir caro.
—No hace falta —dijo Gravilla— caballero, con tres uniformes de
miliciano resolvemos. Yo tengo dos mudas, de cuando me movilizaban por la
Reserva.
—Y yo tengo otro —anunció Negroemierda—, ¿ven? Es lo que yo digo,
hay que empezar por la imagen. A los uniformes les bordaremos un almiquí
en el bolsillo. También podríamos dejarnos el pelo largo y meternos a
vegetarianos. La onda natural, ya saben. Pero de nada servirá si no subimos la
parada. Hay que hacerse sentir de verdad, lograr que la gente hable de
nosotros.
La propuesta de restringir la alimentación a lo aportado por el reino
vegetal no tuvo buena acogida, pero las otras sí. Durante el tercer mes, unos
locos peludos y barbudos, vistiendo uniformes verde olivo recientemente
entallados, empezaron a hacer leyenda en la ciudad. Sobre todo después de
que alguien dijo haberlos visto rondando por allí la noche antes de que
apareciera un helecho arborescente, de diez metros, trasplantado en medio de
la Plaza de la Catedral.
La barbacoa fue rebautizada Cuartel General, y abrió una oficina de
atención al público. Cualquiera podía ir allí y denunciar un caso de crueldad
con animales o plantas, de irresponsable deterioro del entorno. Gravilla y
Negroemierda intentaron matricularse en un Taller Internacional de Política
Ecológica, convocado por la Academia de Ciencias, pero, quién sabe por qué,
ambas solicitudes fueron rechazadas. Sangre’e mono asumió entonces la tarea
de contactar activistas extranjeros, pero a la segunda noche hubo una redada
frente al hotel y logró escabullirse a duras penas.
El Comando no era una facción política. Pero eso sólo lo sabían ellos.
Cuando escuchó planes para bloquear con hormigón las tuberías que
desaguaban en el Almendares y con mierda la chimenea de una fábrica de
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accesorios plásticos, la mujer de Sangre’e mono lo dejó, vaticinándole un
porvenir enrejado. En el barrio, la gente dejó de saludarlos, tomándolos por
informantes o provocadores. En respuesta, el trío distribuyó carteles
manuscritos con la leyenda PARA VIVIR EN ESTE PAÍS, PRIMERO HAY
QUE LIMPIARLO.
Entonces, en el clímax underground, un simpatizante, que los había,
acudió al Cuartel General a contarles del oscuro contubernio entre el
administrador de una granja estatal y unos delincuentes ahí para sacrificar una
que otra vaca a su cuidado, a cambio de un rotundo porcentaje. Y les dijo que
la noche siguiente iban a matar una Holstein, lechera recordista.
—Tenemos que salvarla —dijo Gravilla, exultante—; vale más una sola
vida que todas las posesiones del hombre más rico de la tierra.
Y esa noche hicieron un juramento de sangre y Gravilla dijo que
Negroemierda tenía razón, que había que ser vegetariano, e incluso debían
buscar una forma de no comer tampoco vegetales, porque un verdadero
ecologista debía superar a Buda. Y meditaron, y casi levitaron, y después se
fueron a la vaquería y sorprendieron al administrador y le cayeron a
trompadas pero en eso llegó la policía, porque el simpatizante, que era el
dueño del cabrón gato que arañó a Sangre’e mono y luego murió
achicharrado, les había tendido una trampa, y basta que vean a tres tipos
disfrazados entrándole a golpes a otro, de noche, en la manigua y con una
vaca al lado, para que piensen que los tres tipos son los malos, abogado.
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—Ya voy —dije, y miré en silencio a los tres ecologistas. Tres marginales
sin vínculo laboral, con cargos suficientes para diez vidas. La imagen
rampante de la derrota. Me incorporé.
—Si necesitan alguna cosa de momento, quizás pueda resolverlo. ¿Más
cigarros?
No contestaron. Fui hacia la puerta. Cuando iba a salir, escuché la voz de
Gravilla.
—Hay algo que quiero pedirle.
Me volví. Gravilla tenía una expresión indefinible, entre suplicante y
divertida.
—Si está a mi alcance… —repuse.
—Seguro que lo está. Un helécho. ¿Puede conseguirme un helecho? Uno
pequeñito.
Dije que ya vería, y me fui.
4 de julio de 1996
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El día que no fui a Nueva York
Mylene Fernández Pintado
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ciudad me aguardaba y yo iba hacia ella. Y había en esto deseo, lujuria y
todas las sensaciones se aglomeraban y mezclaban. Mundana, peligrosa,
atrayente, sabia, snob, culta, naif, marginal, famosa. A un amante no se le
podía pedir más. Quería zambullirme en las luces y la gente y que la ciudad se
tragara mi persona con sus pequeñas vanidades en modesto sacrificio a esta
diosa pagana.
San Juan de Letrán se parece a St. Patrick. Sobre todo el altar de la
derecha, donde está Dios con los dos ángeles. Nunca voy a estar más cerca de
Nueva York que en esta esquina blanca, oscura y gótica. Y pedí: no salud, ni
bienestar, ni prosperidad, ni paz. Bendiciones abstractas y duraderas. Sino
algo muy concreto. Ir a Nueva York, aunque sólo pudiera caminar por las
calles como una vagabunda. Miré a Dios para asegurarme de que me
escuchaba. Yo nunca pido nada material. No es el síndrome del viaje que
padecemos en esta isla sin fronteras, es algo más, me urge ir. Te prometo que
si voy te llevaré flores a St. Patrick aunque tenga que robar los tulipanes de
Park Avenue.
Old New York. Uno de los trece estados originales que primero se llamó
New Amsterdam y fue rebautizado en 1674 por el duque de York. Dentro:
New York y allí Manhattan.
Manhattan: mía y de Woody Allen, el psicoanálisis y la anhedonia. Con
su gente apurada, sus yellows cabs y sus taxi drivers árabes, el
embotellamiento y todo su mundo subterráneo de metros, reggae y hard rock.
Conglomerado de modernas lombrices de tierra con bufanda y portafolio
violando la dermis de la ciudad from uptown to downtown, to Chinatown con
los chinos que conocen Pekín y Shangai por las historias gastadas de sus
abuelos. To Little Italy con su Carrusel napolitano de Spaghettis y Tarantelas.
¿Y si no voy? ¿Y si esto es una jugarreta del destino para probar mi
estabilidad emocional, mi capacidad para enfrentar la decepción? No puede
ser, toda la fuerza de mis estrellas, astronómicas y astrológicas, dibuja una
constelación y lo que veo en el cielo es la hemorragia de luces de la siempre
insomne.
Descendí una escalera improvisada, sin pasamanos. Junto al río se levanta
un boceto de casa, en esta parte el agua no es sucia. Me siento en un banco
que alguien seguramente botó por estar roto y me siento Mariel Hemingway o
Diane Keaton in the bank of the river. Mientras, observo hipnotizada las
manos apergaminadas que sostienen la baraja y me miran para que mis ojos le
digan más de lo que ven y las cartas comienzan a hablar de lo que vendrá. La
Sota de Espadas: un viaje. El As de Bastos: firmeza y luego, uno detrás de
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otro: 5 de Oro, 3 de Copas y 3 de Oro. De nuevo un viaje. ¿Seguro? Inquirí
sintiéndome recoger mi equipaje en el Kennedy. Casi. Sota de Copas: Santa
Bárbara, que será primero funcionaria de inmigración, luego de la Sección de
Intereses y al final aeromoza que me llevará allá.
Improvisé mi pequeño altar con flores y velas y a solas pedí, supliqué,
rogué, imploré, mandé, ordené, exigí, requerí: Quiero ir a Nueva York. Y
miré a la santa guerrera que en mi estampita tornasolada andaba el camino del
destino. Tú sabes que no es Roma la Ciudad Eterna, sino esta, donde dicen
que todo el mundo está loco. Claro, hay que ser muy insensible para
permanecer cuerdo allí, inmerso en tanto superlativo sin caer en el estado de
gracia de la demencia. O el caminito de la imagen se me antojaba Broadway,
atrevidamente sinuosa entre tanto trazado perfecto de calles y llena de teatros
con entradas carísimas para ver antológicas puestas en escena de El Fantasma
de la Ópera o Los Miserables.
Nueva York: colmo de todo, coctel de verbos, actriz de cine, mezcla de
olores, sabores, cosmopolitismo con mayúsculas. Novia de todos y ciudad de
nadie, que tiene el pasado en el MET, el presente en las calles y el futuro en el
celuloide.
¿Y si de veras voy? ¿Y si se convierte en asfalto bajo mis pies y sus
edificios en techo para mi cabeza llena de sueños, y el metro sólo en un
simple servidor encargado de llevarme rápido de un lugar a otro? ¿Qué hace
uno cuando los sueños se convierten en realidad? ¿Dónde guardo mi fantasía,
mis cientos de New York acumulados para que estén a buen recaudo? ¿Cómo
preservar la ciudad imaginada en mi cabeza y en mi corazón? Nunca la
realidad ha superado los sueños y siempre la víspera ha sido mejor que el
mañana. Entonces, cuando nos veamos, la habré perdido para siempre porque
será la de todos y habrá quedado aprisionada en el vulgar lente de una cámara
fotográfica: arquitectónica e inmóvil. Y se habrá acabado el platonismo, lo
inalcanzable y ya no voy a poder amarla porque sólo se ama eternamente lo
que…
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Un arte de hacer ruinas
Antonio José Ponte
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«Tiene que estar más loco que los locos que vienen a su consulta. ¿Qué
clase de tratamiento es éste?, gritas ante sus ojos. Y resulta que el tratamiento
empieza ahora, como declara él. ¿Ahora qué va a mandarme?, le preguntas
con lágrimas. Saque ese chivo expiatorio de su casa, dice.»
«Obedeces de nuevo, revendes el dichoso animal (una transacción tan
rápida no te permite ganar nada) y al otro día estás de nuevo en la consulta.
Pues dormiste, de madrugada te despertó tu mujer, tuvieron sexo tan bueno
como antes, y a la hora del desayuno, la familia completa a la mesa, te has
dado cuenta del cariño con el que tu suegra te echaba más café en el café con
leche. Comprendiste de pronto que la vida sin chivo puede ser maravillosa.»
Yo quería encabezar así mi tesis sobre las barbacoas. No lo había
inventado ni leído, se trataba de un caso real. Me lo había contado el
psiquiatra.
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amigo. En cambio, de aquel hombre no me dijo nada.
«Tengo el carro aquí cerca», le ofreció.
Salimos de la terminal y los vi subir al viejo automóvil soviético del
profesor.
«Intentémoslo», dijo antes de que el motor impidiera cualquier
conversación. «Ve por casa.»
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«Por última vez», accedió.
Metí la mano en el cuenco y saqué un botón metálico con un ancla a
relieve.
«De un uniforme de Marina. No vale, saca una moneda.»
Removí el contenido del cuenco y elegí una áspera.
«Vamos a ver a dónde te lleva.»
Al tacto parecía una pieza sin terminar.
«A mí me ronca arriba», llegué a leer antes de que me fuera arrebatada.
Al final del pasillo, en una de las habitaciones del apartamento,
relampagueó una luz muy grande. Mi tutor escondió la moneda.
«No es más que un juguete», intentó convencerme. «No sirve de nada.»
Abrió la puerta del apartamento y se apuró en sacarme.
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«Sí.»
«Uno no sabe a dónde va a parar. Sales a comprar vegetales una mañana
cualquiera…»
Se interrumpió frente a una señal de calle cerrada por reparaciones.
«Un momento», me pidió al bajar del auto.
Habló con alguien de la cuadrilla que trabajaba en la calle, echó una
ojeada a un registro subterráneo destapado y regresó al auto.
«Sales a comprar vegetales en una mañana cualquiera, y descubres que el
cólera recorre la ciudad. Saliste a mil ochocientos treinta y dos, sin tiempo
para asombrarte. De momento necesitas una moneda, porque sabes que en la
bodega de Rincón, en Cuba y Lamparilla, te la cambian por un plano que va a
guiarte en ese laberinto.»
«¿De cuándo es la moneda que saqué?», corté sus divagaciones.
«Era un juguete, tal como te dije. Para uno de esos juegos donde compras
y vendes propiedades.»
Tuvo que hacer otro desvío por obras en la calle.
«Ya no eres el niño que tu abuelo traía a casa. El tiempo, como deben
haberte enseñado, es un espacio más. Ahora te toca explorarlo.»
Sentí que lo más importante me había sido escamoteado. Mi tutor detuvo
el auto y resultaba increíble el silencio.
«Quiero que conozcas a alguien», dijo.
Me preocupé de llegar a la próxima cita con una hora de antelación. Sin ser
visto, espié los movimientos de mi tutor en la estación de trenes. Lo
acompañaba el mismo tipo que había venido a recoger unas semanas antes y
el tipo le entregaba algo que supuse dinero. Mi tutor lo tomó, se despidió de él
y fue hasta su auto. Allí buscó un cuaderno donde escribió durante un rato. Y
cuando el tren salió de la estación fue a sentarse en un banco, decidido a
esperarme.
Sin embargo, toda mi prevención de llegar antes y espiar fue desarmada,
porque él reconoció que le alquilaba un cuarto de su casa a aquel hombre.
Ambos tenían una relación de negocios, no había ningún misterio. Estiró las
piernas como si le llegara una felicidad repentina y preguntó por mi lectura
del tratado.
Yo había encontrado en aquel libro un término que podía serme útil.
«Escribes tugurización en tu tesis», anunció mi tutor, «y…».
La gente podía copar un edificio hasta hacerlo caer. Se hacían un espacio
donde no parecía haber más, empujaban hasta meter sus vidas. Y tanto intento
de vivir terminaba casi siempre en lo contrario.
A nuestro alrededor se abrazaban y despedían, se ayudaban con sus
bultos.
Y estaba, por otra parte, el empeño de esos edificios en no caer, en no
volverse ruinas. De modo que la perseverancia de toda una ciudad podía
entenderse como lucha entre tugurización y estática milagrosa.
Llegó otro tren repleto.
Pero si lo que yo quería era conseguir mi título de urbanista, no había oído
hablar de nada de eso, porque un jurado de la facultad no querría saber de
derrumbes. La ciudad tenía los mismos bordes fijos, no daba seña ninguna de
extenderse. Donde caía una edificación no levantaban otra. Salíamos del
Una semana más tarde recibí la visita del profesor D. Iban a publicarle su
libro y venía a buscarlo, y esta esperanza hizo que se extendiera a hablar de
proyectos. Encendía con un cigarro el inicio de otro y conversaba de los libros
que vendrían. Prometió que esperaría a mi graduación para sumarme a sus
investigaciones, quería también que mi tutor entrara en ellas. Habló de formar
un equipo de trabajo como el que había tenido alguna vez. Luego, sin causa
aparente, se desanimó, dejó de hacer planes, y descreyó incluso de la
publicación prometida.
Fue entonces que le oí hablar de los tugures. El cigarro en la boca o lo
sombrío de su ánimo impedía a veces entender sus palabras, pero aquí está lo
que alcancé:
Los más viejos edificios de la ciudad llamaban la atención de los tugures.
No pasaba mucho tiempo hasta que un primer tugur se iba a vivir al edificio
merodeado. Ese primero conseguía traer a otros y poco a poco lo llenaba todo
con su gente. Reunidos en el edificio (mientras más alto mejor y mejor
todavía mientras más soberbio), sacaban de una habitación chiquita cuatro
habitaciones, de un piso hacían dos. Horadaban las paredes para meter las
vigas de sus barbacoas. Y parían sin piedad las mujeres tugures, y llamaban
cada vez a parientes más lejanos.
Cada noche al acostarse, dejaban caer sus cabezas en la almohada con
deseos de dar el último golpe sobre la tierra. Buscaban el derrumbe por todos
los medios. Y no para morir, pues un tugur legítimo propiciaba la caída de un
edificio sin que se le posara encima ni el polvo de un ladrillo. Sus triunfos
consistían en regresar a casa y no encontrarla en pie. Había que verlos
entonces entre quienes de verdad sufrían, haciéndose contar, con la más
hipócrita de las expresiones en la cara, cada uno de los pormenores del
desastre.
«¿Para qué?»
D no pareció entenderme.
«¿Para qué echan abajo los edificios?», concreté mi pregunta.
«¿Tienes contigo el tratado?», tuvo que repetirme esa misma tarde la voz de
mi tutor en el teléfono.
Miré el reloj sin ver la hora, me aclaré la garganta para decirle que el libro
ya estaba devuelto.
«D vino anoche y hablamos toda la madrugada… Me acabo de despertar
ahora mismo.»
«Discúlpame, pero esta mañana D murió en un derrumbe.»
Eran casi las cinco de la tarde.
«Le cayó encima el techo de su casa.»
De noche, cuando el derrumbe dejó de ser atendido por curiosos, estuve allí.
Un perro daba vueltas y se coló entre los escombros, en busca de algo.
Después alguien silbó, unos pedazos de pared se removieron, y el perro salió
del túnel que había excavado. Al fondo, como en esos juguetes de niñas a los
que se les abren las fachadas, la única pared en pie conservaba los rótulos de
calles del profesor D. Y me acordé del título de un libro que él planeaba
escribir: Un arte de hacer ruinas. Entre volverse un tugur o ser un muerto,
había elegido lo segundo.
Después de la muerte de D, lo primero que hacía cada mañana era
asegurarme de que mi tutor se encontraba sano y salvo. La tesis avanzaba
lentamente y la puerta de la habitación del fondo no volvió a estar abierta.
Una tarde en que estuve solo en el estudio, mientras hojeaba el cuaderno de
lomo de tela, vi reflejado al huésped de la habitación del fondo en un cristal y,
al volverme, no lo encontré ya.
A la siguiente mañana nadie levantaba el teléfono de aquella casa.
Hallaron a mi tutor sentado en una de las butacas de su estudio, muerto. La
Aquí estar yo, ¿qué querer ustedes?, nos ha desafiado el gigante. Huevi y yo
nos miramos sorprendidos, asustados, escépticos. No es el mismo. Se asemeja
pero no es el mismo. A mucho estirar le llega al pecho mi depilada testa, y
Huevi, algo más corpulento que yo, es un fleco de borlas comparado con el
descomunal rubio de las huestes norteñas. Antes nos pareció un hombre de
talla mediana, de fuerza mediana, de cólera mediana, y ahora ha evolucionado
a pivot de la NBA, con la caja torácica dilatada, queriendo zafar los botones
de la camisa, señalándonos con un dedo grueso como palo de escoba. Se ha
convertido en un guerrero de la edad media, con músculos curtidos por
innumerables batallas, con parsimonia de veterano gladiador. No es el mismo.
Doscientas libras y pico distribuidas mayormente en el tren superior, un
temible melón con patas que antes parecía derrotable por cualquiera de
nosotros, y ahora verificamos que ni siquiera cayéndole juntos nos bastamos
para arañarlo, que una trompada suya, asestada sobre nuestros pómulos,
provocaría hematomas, derrames, consultas con el oculista, burlas,
remordimientos.
Hace un rato —balbucea Huevi—, usted maltrató a un amigo nuestro.
¡Ah!, amigo suyo, ¿no? —ironiza el pivot, sobrevalora sus fuerzas, se arrasca
la nuca, contrae intencionalmente el bíceps derecho, saborea el temblor vocal
de mi amigo, y agrega: A mí eso importarme una pinga. Nos impresiona que,
pese al acento inglés, domine la semiótica del arrabal, la secular jerga asere;
que parado ahí, acechando desde el umbral de cemento, apriete las patas
delanteras, y adopte postura de imponente gorila. Nos impresiona que no
tiemble una sola de sus facciones, que sólo haya abierto las aletas de la nariz
y los ojos azules, y que, mostrando desprecio hacia nosotros, simples mortales
antillanos, haya puesto boca de pez.
Con Lila yo pasarla bien, gozar de verdad. Negrita buena, bonita. Mujeres
cubanas no ser igual que las nuestras. Las nuestras mezcla con saxons, fríos,
tiesos… y acá, cubanas, mezcla con españoles, árabes, africanos. You are
¡Ay, mamá, claro que es igual que con un cubano! Existen detalles. Por
ejemplo, él siempre habla en inglés pero a veces lo hace en español, sobre
todo ciertas palabras… Tú sabes, las que a una se le escapan cuando está volá.
Sí, vieja, ¿no me digas que tú no las decías con papi? Bueno, esas mismas, las
grita, con acento, claro, pero con una fuerza que llega a gustarme más que si
las dijera un cubano. Tampoco imagines que todo es color de rosas. A veces
se manda una peste en los sobacos, de dios me libre con dios me ampare. Al
principio ni muerta se lo confesaba, pero ahora, sin pena ninguna le digo:
Juega agua, papi. Y él, pobrecito, se va derecho al baño sin decir ni pío. ¿Y tú
crees que se le quita? ¡Qué va! Siempre le queda un tufito, muy leve, pero
más molesto que el de un baño público. Sin embargo los europeos son peores.
¿Qué si sí? Jean Pierre se mandaba un grajo. Menos mal que nuestra relación
duró sólo dos semanas. Gato al agua, aquel francés. Entraba al baño, se
afeitaba, se echaba desodorante, perfume, y ya se creía limpio. Para mí que no
tenía olfato. Cuando estaba con él, sí, en la pisadera, vieja, me entraban unos
mareos y unas ganas de vomitar. También se le ocurrían cada cosas. Si veía,
vamos a suponer, a un hombre pidiendo para San Lázaro, se acercaba a él y se
ponía a conversar como si estuviera hablando con el historiador de la ciudad.
¿Sería comemierda, anormal, o qué? Johnny no. Tú lo has visto. Es parecido a
Este Chevrolet, así, costar mucho dinero allá, lo que yo pedir. Con piezas
originales y no tiene nunca choque, vale mucho. Cuando yo abro y veo motor
brillante, it looks wonderful, then yo querer alquilarlo porque siento bien
manejar auto viejo, porque yo estoy en otro tiempo, ir para atrás, yo pongo
música: Nat King Colé, Frank Sinatra, even Elvis Presley… and then, eh…
sueño, amigo, sueño. Así gusta a mí la vida. Hoteles, piscinas, restaurants son
shit, mierda. Mejor entre ustedes, tomo ron, como chicharrones, juego
dominó, y Lila conmigo siempre para dar besitos. Ustedes no saben que ser
felices. Mi país no es humano, sino máquina, no amar, sino piensa en dinero.
Ustedes ser so-cia-bles. Allá no. Gente decir: calor entrar en el alma igual que
frío. It’s bull shit. No es cierto. Calor no es sol, no aire, no mar, no playa, no
ron. ¿Entienden? It’s culture, yes, cul-tura, rumba, idioma, mezcla pieles,
religiones, ¡yes!, mezcla como sustancias, y reaccionar y surgir calor. No sé
decir en español. ¿Exo-ter-mis-mo? ¿No? También calor viene de ustedes, de
risa, de cuentos.
No creo que lo haga. El yuma debe esperar a que seamos nosotros quienes
ataquemos aunque yo, por mi parte, aguarde a que sea Huevi quien tome la
iniciativa. El mecánico ha encendido la antorcha, el acetileno brota inflamado,
complejo de ángel le ha entrado a este mulato que cuida su negocio como el
hortelano a las flores, que mantiene distancia de advertencia. Antes nos ha
amenazado, si había problemas no los iba a tolerar, y arrimó la llama a mi
rostro, quemándome casi. Sé lo que se traen pero si arman bronca voy a
intervenir, concluyó. Huevi había prometido que no. Sólo quería que el tipo se
disculpara. Lo mismo me había prometido antes, hace unas horas, cuando el
borracho lo insultó y él lo conminó a bajar del camión. No te fajes Huevi —le
aconsejé—, recoge el colchón y lo llevamos caminando, ya estamos cerca,
asere. Mi amigo se disponía a entender cuando el camionero abandonó en son
de guerra su asiento y vino hacia nosotros. Ora manoteaba a la altura de la
barbilla de Huevi y hacía como si se limpiara las manos con violencia, ora
escupía en el piso, ora gritaba improperios con apasionada y vulgar prosa: te
Mira, hija, no es para ponerse brava. Verdad que Johnny ha sido muy bueno
con nosotras, con Tato, con la familia en general, y también con los del
barrio. Pero hay que entender a la gente. Cuando tú saliste de la casa, lo peor
había pasado, no viste nada. Aquel hombre ni se defendía. Verdad que estaba
borracho como una cuba pero ¿quién hoy no se emborracha? Tu primo Tato
lo hace diariamente ¿y por eso merece una paliza? Sabes que no. Tu novio es
muy impulsivo, mi hija. Salió como una fiera a comerse al pobre hombre.
Comprendo la obsesión que tiene con ese carro, que desde que lo vio le cayó
al dueño con la picuita y hasta que no se lo alquilaron no estuvo tranquilo.
Siempre fregándolo, pasándole el trapo como si fuera de él, y buscando la
mejor música para su cacharrito. A mí también me hubiera gustado tener uno
así, me recuerda al que tenía tu abuelo, aunque el del viejo era un Ford que
vendió antes de morir… Cuando vi que el camión aquel dobló como un
cohete la esquina, me horroricé, cerré los ojos, y ya cuando los abrí, había
Huevi ha demostrado que tiene huevos tan desmesurados como los de Maceo.
Yo no, yo, mientras él avanza, he ido retrasándome precavidamente, y será
porque mis huevos son de tamaño normal, y porque pienso que, total, la idea
fue de Huevi, y que él debe llevarla a cabo. Aun así me aflige que mi amigo
avance hacia nuestro adversario solitariamente, y que el mecánico, neutral
hasta hace un rato, se apreste a cortarle el paso con la flamígera arma,
mientras yo, penquísimo, siento fatiga por una insólita hipotensión, una
reacción vagal diría el médico, fatiguita dirían los socios del barrio, pendejitis
aguda diría mi papá. Se nublan los personajes, y a la vez me da lástima que el
Huevón, como le decíamos en el Pre, sea tan valiente que ni siquiera me
obligue a imitarlo. Y me adelanto llave en mano —vikingo blandiendo su
maza, mordiéndose la lengua, afeando los rasgos— hacia el temible melón
con patas, el aberrado amante del Chevrolet. El yanki me observa, abre los
ojos conmovido, como si fuera yo la pequeña copia de Frankenstein, y abre
también las manos y las alza en señal de rendición, y dice: Okay, I give up,
qué querer ustedes. El mecánico se aparta. Sorpresivamente el gigante
empequeñece. Yo, disculparme con ustedes, dice, yo crazy porque amigo de
ustedes romper auto, y ese auto no ser mío, yo prometer cuidarlo… Mientras
habla dedica una triste mirada a la puerta del Chevrolet. Y sigue hablando,
casi lloroso: Mi vida ser muy feliz hasta hoy, mirar ustedes ese auto, mirar la
puerta, un desastre (la voz le vibra), yo sentirlo por su amigo, yo… Baja la
cabeza, se pasa la mano por la frente. Huevi, algo más atrás que yo, amenaza
inflexible: Te despingamos si no sueltas el fula, oíste, las disculpas no bastan.
Amenaza, mueve la tubería, enarca las cejas Huevi. El yuma no entender, no
saber qué pretender nosotros. Hay que indemnizarnos, digo yo. Mueve la
cánula letal mi compañero de lucha, un touche con tal armamento promete
lesión y quién sabe qué más. Me muerdo otra vez la lengua, método
Stanislavski, ser matón, gángster, pendenciero, miro atravesado. ¿In-dem-ni-
what? No comprender el rubito que nuestro amigo ya no podrá trabajar por
unos cuantos días, que necesita dinero, sí, dólares para comprar aceite,
malangas, jabón, y, con el menudo, chupa-chupas. No comprender que
nuestro amigo ser padre de cinco niñitos, y que él, ponerlo fuera de combate,
que él desfigurarle el rostro, partirle el tabique, sacarle un diente, y eso
Muchas cosas son ahora un espacio negro en mi memoria. Pero había el mar,
el camino oloroso y la galera, ¿de Cartago?; y aquel muchacho tan parecido a
mí (mi amigo, creo), con su amante, aquella muchacha cuyos ojos hablaban
de deseos y de cosas que yo no conocía entonces… ¿O era yo el amante, y el
muchacho el que vibraba al recibir en su boca el mínimo seno salado de la
mujer?
Pero yo pudiera también haber sido la amante. Y probablemente veníamos
del occidente los tres, ¿de Roma, de la Galia, de algún confín del futuro: del
reino de Castilla, de la República Socialista de Cuba?… ¿O veníamos del
pasado, mis dos muchachos trigueños, de sedosos embriones de rosas entre
mis labios; la muchacha que una noche de luna me enseñaba, regalaba el
primer bocado de un seno hecho justamente para mis labios de adolescente,
casi de muchacha, detrás de una caja de sal?
Yo venía huyendo: la muchacha y su amante, y también el otro, veníamos
escapando: ¿de qué, de quién, desde dónde y hacia dónde? Yo venía, iba,
regresaba huyendo, y había olor a mar, y por supuesto un mar, y un puerto
desde donde zarpar, y una galera, un velero, un inmenso barco de vapor para
zarpar.
Nadie puede ahora precisar las circunstancias de esta historia. Los tres
huíamos, es todo lo que puede saberse. Pero el punto de partida era
seguramente una aldea irrespirable, y habíamos echado la suerte a la vastedad
del mar.
Yo era amigo del amante, y no deseaba SU muchacha, pero nunca había
deseado a nadie como a esa muchacha. Y allá en aquella aldea detestable yo
solía espiarlos cuando él se bamboleaba como un barco hecho a la mar entre
sus piernas.
¿Pero acaso no era yo la muchacha? ¿Y quién espiaba a quién?… A veces
yo sentía pena de verlos mirándonos, pero era tan agradable esa visión a lo
Marzo de 1997
Ana conocerá a Jorge en la acera del hotel Presidente un día en que ella
intentará llevar hasta Ánimas 112, su cuarto, a dos marchands
norteamericanos. Ellos pagarán los cinco dólares que Jorge les cobró por el
viaje, y Ana invitará al chofer, provocativa, a visitarla cuando él fuera de
nuevo por La Habana Vieja.
Él fue la semana siguiente, sin pretextos, viajes imaginarios o
casualidades de última hora. A ella le habrá gustado mucho su cuerpo robusto
y velludo, el desenfado casi vulgar de su jerga, el bulto preciso y compacto de
su pelvis, las manos gruesas, el cabello cortísimo y negro, la barba incipiente,
las patillas largas y profusas, las orejas sin las argollas de moda, el torso breve
y musculoso. Ella lo bautizará Toulouse-Lautrec aunque no se lo diga. Le
habrá gustado su piel trigueña, continuamente sudada, y la despreocupación
con que dejaba acumular las pequeñas gotas de la frente y desplazar las
grandes del pecho y el abdomen. A lo sumo él se abría la camisa y trataba de
ventilarse batiendo la tela contra la carne. A ella le habrá gustado su
primitivismo y la seguridad con que lo exhibía. A ella le gustarán los hombres
que gustaban antes de las revoluciones sexuales y los movimientos feministas.
Adorará sentirse penetrada, avasallada por un cuerpo grávido que la cubra
completamente hasta llegar a los umbrales de la asfixia. Sólo eso le insuflará
fuerzas para pintar y se las quitará de nuevo: un ciclo eterno que la arruinará
como artista. «Yo no soy pintora; soy una de las putas de Toulouse-Lautrec»,
escribirá en un diario que a nadie le interesará leer: nunca aparecerá: no
existirá.
padre lleva años sentado a la mesa. la tierra se ha tornado árida y los rostros
se han cuarteado de tiempo, pero sólo él y la bandera continúan inmutables: la
bandera sigue en lo alto, luciendo su color gastado por la lluvia, sus farpas
destruidas por las piedras, sigue en lo alto como un presagio o una
alucinación general. todos la miran, sigue siendo la bandera a pesar de la
tierra árida y los rostros cuarteados, sigue gobernando ante el embate del
viento. la bandera y padre sobreviven como si tal cosa, como si no hubiese
montañas. y es que a padre no le importan la bandera ni el tiempo. lleva años
sentado a la mesa, sin moverse, ignorando los días y las noches de
abstinencia. padre se abstiene. siempre. él sólo mira y se abstiene, nada y se
abstiene. sus ojos no se abren más que al océano en que nada. sólo al océano.
nada, nada y se abstiene mirando al infinito borde de la mesa, sentado desde
hace años, comiendo apenas, sobreviviendo. padre nada en su mar de alcohol.
se disuelve en su mar de alcohol. es el alcohol en que nada, padre es la nada,
sólo eso. la nada, y el recuerdo de una alfombra verde volando lejos sobre su
océano. padre es el océano y madre, madre se fue dejándonos el vacío en que
padre se abstiene, se fue dejándonos a un padre sentado a la mesa. madre nos
dejó la mesa, nos dejó la nada y el océano; el océano, ése es el único camino
para padre. él no ve las montañas ni le importa; él no sueña con banderas ni
norteaméricas. sólo el océano. solo él y su océano. sólo la mesa sin límites. ni
banderas ni tierras, sólo la nada. siempre la nada creciendo como una trampa.
e
t
e
r
n
Cuando Yeni me dijo que iba a suicidarse pensé más que nunca que
pertenecía a esa raza inconfundible: los bárbaros.
Tenía dieciocho años (todos alguna vez tuvimos dieciocho años, ella aún
los conserva aunque repentinamente encallecidos por la violencia del
devenir). Sus ojos demostraban, ajenos a todo escrúpulo, las nobles
impertinencias de esa edad; pero sobre todo mucha ignorancia, tanta como
cabía en su cuerpo taponeado en 1.30 de estatura. Esa ignorancia que a veces
se confunde con ingenuidad y que ostentan con equívoca convicción los
habitantes de la sierra.
Los orientales. Los bárbaros, de los que Yeni formaba parte
genealógicamente, nacen con una ingenuidad diferente a la del resto de los
1998
Pienso en Amelia mientras observo el rostro del viejo, quien todo este tiempo
ha estado divagando despacioso y algo frívolo sobre la importancia de los
balcones y las terrazas en la vida de la gente. Recuerdas tú, la luna se asomó /
para mirar feliz nuestra escena de amor… Ambas imágenes se yuxtaponen, el
viejo y Amelia. Se cruzan. Parecen fundidas sin sutura, como las mitades de
Bibi Andersson y Liv Ullman en el famoso primer plano de Persona. Quizás
el deseo pone en entredicho las identidades, porque el viejo y Amelia se
integran en una sola cara y no es el ron ni el aire de la noche.
Como aquella vez que lo vi desde mi oficina. Él estaba de pie en el
pasillo, diciéndole malevolencias a alguien, como siempre, tirando piedras.
(Afirma que eso de atacar al prójimo no luce bien a su edad; supongo, pues,
que no puede resistir la tentación de ejercitar el ingenio a costa de los demás:
no debe ser fácil renunciar a un hábito tan añejo. Muchos le temen y eso lo
divierte.) En aquel tiempo él aún no tenía noticias de mí. Nada, una muchacha
ahí, una muchacha cualquiera. Pero yo, desde mucho antes, llevaba siempre
en mi cartera una foto suya recortada de una revista. Una foto de archivo,
Por lo pronto me dejo llevar, no hago el menor esfuerzo por ahogar el impulso
de seguirlo, mirarlo, permanecer junto a él: encantador de serpientes. Sublime
encantador que mueve las manos mientras habla —de su árbol preferido: la
yagruma, se cubre de metáforas— como si dirigiera una orquesta sinfónica. El
mismo gesto demorado que le he visto hacer en la televisión, donde lo creí un
truco de cámara. (Conozco a la directora del programa, he estado pensando en
ir a pedirle, de un modo muy confidencial, que me permita sacar una copia
del vídeo. Lo peor que puede suceder es que diga no.)
Mi atención no le molesta. Ahora lo sé. Más bien creo saberlo. ¿Cómo le
va a molestar a un encantador la atención de una serpiente?
Soy discreta, no hago locuras. Soy discreta de una manera pública: todos a
nuestro alrededor ya van advirtiendo lo que ocurre. No hay que ser demasiado
perspicaz para darse cuenta de que el viejo, a menudo rispido, agresivo,
negador —cuando se empeña en demoler a alguien, ya lo dije, lo que sale por
su boca es vitriolo—, se comporta esta noche como un gentleman. Exquisito,
elegante, sereno. Cuando abre y cierra el abanico, su enorme abanico oscuro,
una dama de sangre azul, la marquesa de las amistades peligrosas. Y ese
personaje, el de los chistes blancos y la sonrisa fácil, el que acomoda mi silla
y me cede el paso, el que ha servido los postres con envidiable soltura (en la
mesa siempre nos sentamos frente a frente y casi no puedo comer), le va de
maravilla. Algo tan evidente no debe ser importante, este viejo es un hipócrita
Permanecemos los tres en silencio. Normita y los otros conversan, toman café
y fuman como si no estuviera ocurriendo nada. Quizás no está ocurriendo
Zoé Valdés
Nació en 1959 en La Habana, en cuya universidad estudió Filología. Trabajó
en la Delegación de Cuba ante la Unesco en París como documentalista
cultural (1983-1987), para después regresar a la isla, donde se dedicó a la
escritura de guiones de cine y donde fue subdirectora de la Revista de cine
cubano (del ICAIC) hasta finales de 1994. Desde 1995 vive con su hija y su
marido exiliada en París. Ha publicado libros de poemas (Respuestas para
vivir. Letras Cubanas, La Habana 1968, Premio Roque Dalton, Todo para una
sombra, Taifa, Barcelona 1986, y Cuerdas para el lince, Lumen, Barcelona
1999), así como novelas, algunas de las cuales han obtenido un gran éxito y
han sido traducidas a varias lenguas: Sangre azul (Letras Cubanas y Actes
Sud, 1993), La nada cotidiana (Emecé, Barcelona 1995), La hija del
embajador (Premio Novela Breve Juan March Cencido 1995), Cólera de
ángeles (Textual, 1996), Te di la vida entera (finalista del Premio Planeta,
Barcelona 1996), Café Nostalgia (Planeta, Barcelona 1997), Querido primer
novio (Planeta, Barcelona 1999). También ha publicado un volumen de
relatos, Traficantes de belleza (Planeta, Barcelona 1998), del que se ha
extraído el cuento «Retrato de una infancia habanaviejera».
Roberto Uría
Nació en 1959 en La Habana y está licenciado en Filología. En 1987 obtuvo
el Premio de Cuentos 13 de marzo con el volumen de relatos ¿Por qué llora
Leslie Caron?; al año siguiente recibió una mención en el Concurso David
(UNEAC) con Infórmese, por favor, otra colección de cuentos. En 1990 ganó
el Premio Nacional de Crítica Literaria Mirta Aguirre con el ensayo sobre
Virgilio Piñera Un bromista colosal muere de luz y de orden (publicado por
Casa de las Américas). En 1991 fue expulsado de Casa de las Américas,
donde trabajaba como editor. En 1995 consiguió emigrar y desde entonces
reside en Miami, ciudad donde trabaja como editor de la revista Vogue. En la
actualidad prepara su libro Fábulas afables y un nuevo volumen de cuentos.
El relato «¿Por qué llora Leslie Caron?» pertenece a Fábulas afables.
David Mitrani
Alexis Díaz-Pimienta
Nació en 1966 en La Habana. Narrador, poeta, investigador y repentista, ha
publicado varios libros de poesía, cuento y novela, por los que ha recibido
diferentes premios nacionales e internacionales. Vive en La Habana y en
Almería. Entre sus libros de poesía destacan: Cuarto de Mala Música (Murcia
1994), En Almería casi nunca llueve (Premio Internacional Surcos, Sevilla
1996), Pasajero de Tránsito (Premio Ciudad de Palmas de Gran Canaria
1996), Los habitantes de Cipango (Unión, La Habana 1998). De su obra en
prosa hay que mencionar Huitzel y Quetzal (Premio Luis Rogelio Nogueras
1991), Los visitantes del sábado (Pinos Nuevos, Letras Cubanas, La Habana
1994) y distintos cuentos publicados y premiados (26 de Julio, Ernest
Hemingway, etc.), así como la novela Prisionero del agua (Premio de Novela
de la editorial Alba, Barcelona 1998), que será traducida al italiano.
Actualmente prepara un volumen de cuentos (Alba, Barcelona 2000). En
1996 recibió la Medalla por la Cultura Cubana por el conjunto de su obra
artístico-literaria. «La guagua» forma parte de Los visitantes del sábado.
Joel Cano
Nació en 1966 en Santa Clara, Cuba. Es dramaturgo, poeta, novelista y
director teatral. Pertenece a la generación de escritores de la segunda mitad de
los años ochenta, influida por la Perestroika y cargada de protesta contra un
teatro momificado por el realismo socialista. Se inició en el teatro con una
serie de obras para niños (Fábula de un país de cera, Fábula de nunca
acabar, Fábula del insomnio, Los aretes que le faltan a la Luna) escritas en
verso. Después trabajó en obras más experimentales como Timeball, Se
Ángel Santiesteban
Nació en 1966 en La Habana. En 1985, terminó los estudios de Dirección de
Cine y, en 1989, obtuvo una mención en el concurso Juan Rulfo de Radio
France Internationale por su cuento «Sueño de un día de verano», que fue
publicado por Le Monde Diplomatique. En 1990 ganó el Concurso Nacional
de los Talleres Literarios con su relato «Sur. Latitud 13» y, en 1992, fue
finalista del Premio Casa de las Américas con un volumen de cuentos con el
mismo título. En 1995 recibió el Premio UNEAC de Cuento Luis Felipe
Rodríguez y, en 1998, apareció su primer volumen de cuentos, Sueño de un
día de verano, que incorpora diferentes relatos escritos y premiados durante
los años noventa, como por ejemplo «Sur. Latitud 13». Su libro La puerca
recibió el Premio César Galeano en 1999. Tiene terminadas dos novelas, así
como varios volúmenes de cuentos inéditos, entre ellos Lobos en la noche y
Los aretes que le faltan a la luna. Sus relatos han aparecido en numerosas
antologías, tanto en Cuba como en el extranjero. Vive en La Habana. «Lobos
en la noche» forma parte de un volumen de relatos inédito.
Rodolfo Martínez
Nació en 1966 en La Habana. Graduado en el Instituto Medio Superior de
Economía de La Habana, en 1989 llegó a Estados Unidos, donde cursó
estudios de Lengua y Literatura en el Dade Community College y de
Periodismo en el Koubek Center de la universidad, ambos de Miami.
Actualmente trabaja en la sección de Literatura de la revista Carteles, así
Alberto Garrido
Nació en 1966 en Santiago de Cuba. Es narrador y poeta. Ha publicado los
libros de relatos El otro viento del cristal, Nostalgias de septiembre y El muro
de las lamentaciones (1999), Premio de Cuento Casa de las Américas. En
1998 obtuvo el Premio de Cuento de La Gaceta de Cuba. También ha
publicado los poemarios Siglos después de las fraguas de Vulcano y Sueños
sobre la piedra. En 1998 ganó el Premio de Novela Erótica La llama doble
con La leve gracia de los desnudos (Letras Cubanas, La Habana 1999). Ha
sido incluido en antologías nacionales y extranjeras. Vive en Las Tunas,
Cuba. «Diana Cazadora and Colorado Springs» pertenece al volumen de
cuentos El muro de las lamentaciones. Acaba de terminar una nueva novela:
Los días del impío.
Karla Suárez
Nació en 1969 en La Habana y es ingeniera informática. Ha publicado el libro
de relatos Espuma (La Habana 1999). Algunos de sus cuentos han sido
incluidos en revistas y antologías, tanto en Cuba como en el extranjero.
Silencios, su primera novela, recibió en 1999 el V Premio Lengua de Trapo de
Narrativa, ex aequo con Ronaldo Menéndez. La traducción italiana de esta
Pedro de Jesús
Nació en 1970 en Fomento, Cuba. Es narrador y ensayista. En 1998 publicó
Cuentos frígidos (Olalla, Madrid 1998). Tiene un libro inédito sobre Severo
Sarduy y acaba de aparecer en La Habana su primera novela, Sibilas en
Mercaderes (Letras Cubanas). Ha sido seleccionado en diferentes antologías
y colabora con varias revistas nacionales y extranjeras. Vive en la provincia
de La Habana. «El retrato» está incluido en el libro Cuentos frígidos.
Michi Strausfeld
Nació en Alemania y estudió filología inglesa, francesa e hispánica en
Colonia, donde se doctoró con una tesis sobre «La nueva novela
latinoamericana y un modelo: Cien años de soledad, de Gabriel García
Márquez». Desde 1968 vive en España (Madrid y Barcelona). Ha trabajado
también escritos al dorso de una foto, de Juana Borrero a Carlos Pío Urbach:
Este retrato con mi amor recibe
y guárdalo en tu pecho cariñoso
ya que no puedo verme retratada
en la cámara oscura de tus ojos. <<
Recuerdo perfectamente que leía ese pasaje de La guerra y la paz la tarde que
fuimos yo y mi padre por mi Cédula de Identidad. <<