Donal Curtis - Ese Tipo Llamado Sacramento

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IRONÍAS DE PISTOLERO — FRANK CAUDETT Página 1 de 56

IRONÍAS DE PISTOLERO
FRANK CAUDETT
La tierra allí, en aquel lugar, ofrecía igual aspecto que el semblante de un
cadáver. Demacrada, sin rastro de vegetación que ocultara la impronta de
hieratismo de sus arenas cenicientas que se extendían, sin fin, hasta
desaparecer tras un horizonte crepuscular que tan siquiera ofrecía vestigios
sangrientos al esconderse el sol.
Murray Skerrit detuvo su caballo y se empinó en lo alto de los estribos.

Sus ojos de igual tonalidad que el acero dieron la sensación de hacinarse en


busca de algo. En realidad, de nada concreto. Era la suya en aquel momento
la actitud secular de quien vive siempre alerta, en tensión, procurando
advertir el peligro, o la sensación del mismo, mucho antes de que se
produzca.
A su derecha se alzaban varias construcciones gemelas de configuración
harto singular, que aparecían como silenciosa avanzadilla de un grupo de
casas de ruin apariencia exterior.

Aquello lo llamaban los mexicanos Nueva Rosita. Era en verdad un nido de


mestizos y apaches renegados, de pistoleros que caían como buitres
siniestros procedentes de un árbol llamado Texas dejando atrás la avidez de
unos tiradores con escudo oficial que tendrían que aguardar mejor ocasión
para capturarlos. Era también nido de culebras y alacranes que convivían
con los mismos humanos recogidos bajo aquellas techumbres de troncos y
paja.

Murray Skerrit, unos veinticinco años de azarosa y violenta existencia, que


unía al aceró de sus ojos un semblante pálido, facciones enérgicas y un
cuerpo musculoso y delgado de hombre ágil, elástico, acostumbrado a
revolverse a menudo contra su suerte y su propio destino, apretó los labios
carnosos en un rictus que quiso ser sonrisa de sarcástica complacencia.

Echó un nuevo y escrutador vistazo a las altas cúpulas de tejados rojizos,


hendiendo el firmamento siempre azul con la proa mística de las cruces de
hierro negro que las remataban.

Complacido por lo que veía, igual que si fuese aquélla la primera vez que

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observaba tal panorámica, puso de nuevo el animal al paso adentrándose


por las primeras calles del pueblo.
Mujeres vestidas de negro con rostros tan oscuros y sucios como sus
propias ropas, que apestaban a podrido, echaban palanganas de orín
mezclado con excrementos en medio de la polvorienta calzada.

Tenían el atrevimiento de llamarlo Nueva Rosita.


Murray Skerrit dejó el pueblo al este desviando el itinerario de su
cabalgadura. Media hora más tarde, cuando pueblo y misiones franciscanas
se confundían con la tonalidad yerma e inhóspita del desierto, distinguió
una pequeña casa con dos ventanas enrejadas y una puerta de recio abeto,
damasquinados sus bordes con gruesas planchas de hierro dorado.

Beatriz González observó desde la casa la llegada del jinete.

Su rostro color cobre bruñido por el inclemente sol del desierto, que poseía
una belleza tan cetrina como increíble, se entreabrió en una sonrisa
esperanzada al reseco aire del atardecer. En sus ojos de negro apagado que
parecían hambrientos de vida y amor, brilló una tímida lucecita de
esperanza. Un destello de agradecimiento.

Todas sus formas juveniles, salvajes y agrestes como los animales que
pululaban por aquel entorno, se estremecieron bajo el sensible impacto que
hacía estallar su misma imaginación al pensar en lo que deseaba del
hombre que en lo alto de su montura iba acercándose lentamente hacia la
casa.

Se acercó al pozo de agua, preparando un cubo para el caballo y otro para


el hombre.

Hola, pequeña.

—¡Murray!

—Traigo mucha sed almacenada —dijo con expresión taciturna—, y el


polvo metido dentro de los huesos. Este... —palmeó el cuello del bruto—
también debe tener necesidad de beber.

Ella acercó los cubos.

—Toma... Bebed los dos. ¿Cómo es que has venido?

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—¿Por qué me preguntas eso? —estaba desmontando—. Te echaba mucho


de menos —y tras ofrecerle una amplia sonrisa llena de ternura, impropia
en un pistolero, añadió—: Cada minuto que paso lejos de ti estoy más
convencido de que no existe en el mundo otra mujer como tú.

—Sabes decir cosas muy bonitas, Murray. Eso me pierde cuando estás a mi
lado.

La besó suavemente saboreando aquella boca fresca, joven, roja, en cuyas


grietas había depositado algún grano de arena del desierto.

—¿Y luego?

—Vivo de recuerdos. De tus recuerdos. De nuestros recuerdos.

—Te quiero, Beatriz. Lo sabes, ¿verdad?

—Quisiera saberlo. ¡Oh, perdona! Sabes que me pongo nerviosa en cuanto


me besas y quisiera... ¡Oh, Dios mío! ¡Qué sé yo lo que quisiera!
—Cálmate, pequeña. No dejes que el caballo beba demasiada agua y
llévalo a la cuadra, ¿eh?

—Sí, Murray.

—Te espero en la casa. Ansioso...

Murray Skerrit examinó a la mujer tan penetrante y escrutadorarhente que


daba la sensación de estar valorándola con la crudeza inhumana del hombre
que pretende calcular el placer que podrá ofrecerle al suyo, aquel cuerpo en
pleno desenfreno.

Mientras ella conducía la cabalgadura hacia el cobertizo pudo recorrer con


facilidad y deleite la rotunda ampulosidad de las caderas, el cimbreo
rítmico y entusiasta de sus nalgas trotonas, el quiebro de las piernas de
exquisito torneado casi siempre semidesnudas.

Y la catarata de cabellos azabache de azulados destellos, de cegadores


chispazos, derrumbándose sobre una morenas y apetecible espalda.

El pistolero en gesto visceral y característico se pasó la lengua por los


resecos labios y sonrió vehemente, respirando hondo. Sacudiéndose las
manos en las perneras del pantalón pasó al interior de la casa para

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acomodarse en una mecedora, tras descorchar una botella de tequila.

—¿Quieres un vaso, Murray?

—No, preciosa. Ya sabes que experimento un placer difícil de explicar


bebiendo a morro. Es un acto salvaje que me satisface. Es como tomarte a
ti... A veces me gustaría que te rebelaras cuando trato de poseerte.

—No puedo, Murray. Lo deseo más que tú. ¿Vienes de Nueva Rosita?

—Pasé por allí de camino, como siempre.

—¿Dónde estuviste antes?


—En muchos sitios. Ya sabes como soy, yo... Cientos de lugares que
acaban pareciéndome odiosamente iguales. A veces no entiendo a los
hombres, Beatriz. Su resignación, su monotonía, todos esos actos que ellos
llaman cotidianos y que acaban por convertir sus vidas en un rosario
sosegado de estupideces. Quizá es que yo soy diferente, extraño... Los
pistoleros debemos de ser diferentes, sí.
—Hablas de un modo que da la sensación de que te sientes feliz siendo
diferente. Pistolero... —Beatriz, como temiendo que aquel tema de
conversación pudiera distanciarles cuando él apenas había llegado, le dio
un giro hábil a la misma, preguntando—: ¿Te volverás a ir?

—Acabo de llegar —Murray ladeó la cabeza para contemplarla con ojos


brillantes de deseo—. ¿A qué viene esa pregunta ahora? Luego, después
hablaremos de ello. Por lo menos, tengo pensamiento de pasar un mes
contigo.
De repente, Beatriz González se puso rígida. Tensa. Por su expresión y la
manera de girar su rostro quedó evidente que estaba aguzando los oídos.
—¡Murray! —exclamó envuelta por un estremecimiento—. ¿Has oído? Son
caballos, ¿verdad?

El pistolero se alzó con ágiles movimientos dejando escapar un respingo de


sus labios.

—¿Caballos...?
—Vienen de Nueva Rosita. Seguro... ¿Te ha visto llegar alguien?

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Una crispación apretó las pálidas facciones del pistolero cuyos músculos y
nervios se habían tensado como el acero y sus ojos, chispeantes y
encogidos, mostraban la firme resolución de siempre en semejantes
circunstancias.

—Quédate dentro de la casa y no salgas para nada —la advirtió.

—Será Portoles, Murray. ¡Mucho cuidado con él, amor!


—No te preocupes, preciosa. Mi revólver protegiendo tu cuerpo es
doblemente peligroso que cuando sólo protege el mío.

Así diciendo, abrió la puerta para salir al exterior.

Unos complicados arabescos de polvo se alzaban al cielo añil pretendiendo


mancillar su azul esplendor, casi insultante.

Formados por las columnas que nacían en los cascos de tres caballos tordos
que cabalgaban bajo el peso de sus respectivos jinetes.
—Buenas tardes, Murray —saludó Julián Portoles al llegar delante de la
casa, tirando de las riendas con una mano y atusándose con la otra las guías
de su exagerado mostacho.
—Hola —fue la seca respuesta de Skerrit—. ¿Qué quieres?

—He venido a saludarte. Somos amigos, ¿no?

—De toda la vida —sonrió cáustico el pistolero—. ¿Algo más?

—Bueno, «chamaquito»... Se trata de Beatriz, ¿sabes?

Una fugaz crispación asoló el inexpresivo desierto en que se había


convertido el rostro del gunman.

—¿Qué tengo qué saber, Portoles?

—Mira, «chamaquito». Hablaré tan claro como el agua transparente de los


charcos cristalinos. ¿Me explico, compadre? —y sin esperar que el gringo
le diera respuesta, añadió—: Beatriz es una hembra muy mexicana... Y si
sumas dos y dos, comprenderás que pertenece a los mexicanos. A mí me
gusta «chamaco».

—Es en lo único que vamos a estar de acuerdo, Portoles —sentenció con

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estremecedora frialdad—. A mí también. Y ahora, ¡largaos a la mierda los


tres!
—¡Ay, compadre! Tu manera de hablar se nos hace «sosa». Esto nuestro es
un mal asunto, ¿entiendes? ¡Muy malo, amigo! ¿Verdad, compadres, que es
un muy mal asunto?

Los otros dos asintieron silenciosos.


Murray Skerrit entreabrió las piernas ligeramente y dejó, resbalar sus
manos a lo largo de aquéllas, fijas, como clavadas en tierra.

—¿Lo decidimos aquí y ahora, Portoles?

—No te pongas: nervioso, gringo. Yo no he dicho que tengamos que pelear.


Hay muchas formas de solucionar los litigios sin llegar a la violencia.
Skerrit ensayó un peligroso y rápido parpadeo.

—¿De veras? Portoles... —arrastró cada letra, en la pronunciación, del


apellido del mexicano—. ¿Quieres darles un buen consejo a tus compadres?
Diles que se larguen si no quieren quedarse siempre aquí.

—Ellos hacen siempre lo que hago yo, Skerrit.

—Pues lo tienen mal, muy mal. ¿Qué solución se te antoja, mexicano?

—Dinero, gringo. ¿Cuánto quieres por no volver a pisar Nueva Rosita?

—Cien mil... —murmuró con insolente apatía.

Portoles abrió unos ojos como naranjas.

—¿Dólares...?
—¿Tú que crees, bigotes?

—¡Virgen de Guadalupe! —estalló, removiéndose en el fondo de su silla de


montar—. ¿Te has vuelto loco, Murray Skerrit?

—Siempre he estado un poco loco, mexicano. ¡Y lárgate de una puñetera


vez!
—Se comprensivo, gringo. Eso es mucho dinero... Tendría que pasarme un

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año asaltando bancos y puede que ni así...

Murray Skerrit sonrió oscura, ominosamente. Se echó el sombrero atrás con


los dedos de la zurda al tiempo que la diestra desenfundaba con una
habilidad y rapidez meteóricas.

Un estallido azul y rojo puso una pincelada de ascuas en la tarde placentera


del silencioso desierto, preludiando cinco fogonazos consecutivos tan
escarlatas como el alba.
Los dos jinetes situados en los flancos de Julián Portoles brincaron arriba
de sus correspondientes monturas para salir empujados, por la mano
invisible y aciaga de la muerte, que los precipitó de bruces contra el polvo.
Por su parte, él fue hacía ostentación del tupido bigote negro de levantadas
guías, acusó tres impactos mortales estremeciéndose, en lo alto de la
montura antes de que la fuerza del huracán lo arrancase de ella con siniestro
volteo yendo a caer, tras descolgarse agarrado al cuello del animal, bajo el
vientre de éste.
Murray Skerrit colocó rápidamente los cadáveres sobre sus respectivos
animales hostigándolos entre las arenas con gritos estentóreos y
desaforados.
Jinetes muertos y monturas desatinadas por los disparos y sus macabras
cargas sin hálito de vida, se perdieron como beodas exhalaciones en la
distancia ocre y pálida del desierto, más muerto que nunca por la huida del
sol hacia el precipicio de su ocaso.

Beatriz González estaba en la puerta de la casa.

Murray, luego de reponer en el barrilete los cinco plomos utilizados, se


acercó a ella musitando:

—De veras lo siento, pequeña. Se ha puesto insolente y pesado con relación


a tu persona.

—¿Cuándo dejarás de matar, Murray?

—Soy un pistolero, Beatriz. Dejarlo... Suena a ironía, ¿no crees? Ellos han
venido aquí. Portoles ha venido a provocarme.

—Te he hecho una pregunta muy concreta, Murray Skerrit.

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Él apretó los dientes hasta hacerlos crujir. Un destello de ira se hizo


presente taladrando el acero que presidía su mirada.
—Nunca, Beatriz. Vivo para matar.

—El revólver, Murray —pidió ella con extraña y vibrante suavidad:


Skerrit en un acto impropio de su indómita condición, revelada segundos
antes, extrajo el arma examinándola con ensimismada reverencia.

Era un, «Colt-Walker» calibre 44, que tenía el punto de mira limado para
no entorpecer la acción del «saque». Las culatas eran de cedro, y en cada
cacha lucían las iniciales M. S.

Un revólver hecho para matar, máxime si se ponía en manos de un matador.

—Toma —murmuró con sorprendente docilidad.


—Si me lo hubieras dado antes nada habría sucedido.

Se acercó más a ella para rodear con ambos brazos el dúctil y breve talle
femenino, atrayendo hacia sí aquel cuerpo encendido en su propio calor.

—Murray...— jadeó ella, ansiosa.


—Te deseo, Beatriz. Como nunca.
—Tengo que hacer la cena... —trató de evitar lo inevitable.

—Luego. O nunca. Ahora necesito amarte.

1. El capitán Samuel Walker, de los Texas Rangers, era un gran admirador


de Samuel Colt. Solicitó ir a Washington para charlar con Colt cuando los
texanos pidieron armas de repetición para la guerra contra México. De este
encuentro nació un revólver, el «Colt-Walker» calibre 44. Este nombre no
fue un gesto vacío, ni una deferencia de Samuel Colt hacia su tocayo. El
capitán participó en el diseño de aquél sugiriendo los cambios necesarios en
el modelo «Paterson-Colt», para adecuarlo a las necesidades del Ejército.
Inmediatamente fueron comprados mil revólveres a 28 dólares la pieza.
(Nota del Autor.)

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El cementerio de Nueva Rosita albergaba algo más de una veintena de


cadáveres en sus ardientes entrañas y no tenía ni un mal árbol o reseco
matojo que diese una aliviante tregua de sombras a las cruces erguidas con
toscas ramas de nogal.

Tom Cross descabalgó, sintiendo en su rostro atezado por el viento y el sol,


la primera bofetada del alba. Su mirada gris, opaca, se fue posando uno por
uno en aquellos rostros oliváceos, de facciones que prestaban la falsa
sensación de tener mil años que, con reverente silencio, observaban el
siniestro descenso de los humildes ataúdes introduciéndose hasta el fondo
de las fosas.

Escuchando, con la respiración contenida, con respeto casi supersticioso, el


golpeteo estremecedor de la tierra contra los féretros de sencilla madera.

Tom Cross avanzó con paso lento, cansino, hacia el grupo de hombres que
hacían girar entre los dedos sarmentosos de sus manos los grandes
sombreros de copa cónica, manteniendo una prudente actitud observadora.
Silenciosa. Triste incluso.
—Buenos días.

—Hola, señor —repuso sin apenas mover los labios un pensativo


mexicano, observándole a hurtadillas.

—¿Alguna epidemia?
Una amarga crispación dibujó un rictus escéptico en la ajada boca del
indígena.
—Algo parecido, señor. Una epidemia llamada Murray Skerrit.
Compatriota suyo, señor.
Cross hizo un movimiento con la cabeza señalando alternativamente las
tres fosas dentro de las cuales iban cayendo las paletadas de tierra.

—¿Los mató Skerrit?

—Sí...

—¿Por alguna razón específica?


—Una mujer —cabeceó el mexicano, afirmativo. Ampliando—: Beatriz

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González. Skerrit viene con cierta frecuencia a pasar cortas temporadas con
ella.
—Entiendo —murmuró el americano.

—¿La conoce usted, señor?


Tom Cross hizo un ambiguo encogimiento de hombros.

—He oído hablar de ella. Dicen que es una mujer muy hermosa.
—Más que mujer —le corrigió el que seguía dándole vueltas a su
sombrero—, yo diría que se trata de una hembra. Es fuego y es pasión, es
carne ardiente. Es... pecado, señor. Peca cuando entreabre sus labios
carnosos para sonreír, porque sonríe e invita al pecado. Portoles estaba loco
por ella. Es la razón por la que Skerrit lo mató:

—¿Dónde vive Beatriz?

—¿Ve aquel sendero que se dirige al Oeste? —observó el cabezazo de


aquiescencia del americano, añadiendo—: Sígalo durante unos diez
minutos y encontrará una casa muy típica con rejas: Allí vive Beatriz
González. ¡Ah!, si va hacia allí, tenga mucho cuidado. Ese hombre está con
ella. Le vimos asomado a una de las ventanas cuando nos acercamos a
recoger los cuerpos que habían, caído de los caballos por el desenfreno de
éstos. Sonríe como las hienas y mira como los chacales.
—Gracias, amigo.

No había ni un maldito árbol.

Todo llanura incandescente, imperio de fuego y soledad. Paraje de silencios


que se, perdían dentro de sí mismos.

Rocas que daban la sensación de estar enjalbegadas cuidadosamente se


esparcían por doquier dominando la configuración abierta y árida del
paisaje quemando en su propio resplandor, que adquiría brevemente
matices violados y naranja para convertirse, al instante, en reflejo dorado de
sol encendido.

Tom Cross calmó la inquietud de su caballo golpeándole, amistoso, el


cuello nervudo, mientras al fondo escrutaba la casa con mirada serena,
atemperada.

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El cadáver de Silver Johnson, grueso y ensangrentado, caído contra la mesa


de su despacho de hombre rico, acudió a la memoria de Tom Cross,
marshal con jurisdicción en el sudoeste de Texas y residente en Del Río,
para recordarle las buenas razones que le habían llevado hasta allí.

Para detener a un pistolero llamado Murray Skerrit.

Antiguo amigo suyo para hacer aquella cuestión mucho más complicada.
Más dolorosa.
Se mojó los resecos labios con la punta de la lengua y permaneció un buen
rato sobre su caballo, profundamente pensativo.

Tom era un tipo de hechos, de decisiones heroicas inclusive. Pero antes de


tomarlas, solía examinar la cuestión metódicamente. La analizaba con
sangre fría haciendo uso del mejor estilo, de un impecable criterio.

Ahora, estaba examinando también sus posibilidades de éxito con exquisita


meticulosidad. Minuciosamente.

Se sujetó el sombrero con el barboquejo, movimiento que en Cross parecía


talmente una obsesión, echándose el ala encima de los ojos para evitar la
mirada arrasadora del sol.
Tom Cross desmontó, dejando su cabalgadura en libertad de acción.

La casa se alzaba a menos de veinte yardas envuelta en una aureola de


fulgor plateado, destacando visiblemente los adornos de oro falso de la
puerta y la tétrica forma de las rejas de sus ventanas, retorcidas como
babeantes ofidios.
Antes de que hubiera dado cinco pasos escuchó el inconfundible crujido de
los goznes de la puerta al entreabrirse, vislumbrando entre la sombra del
quicio la silueta de un hombre:

Murray Skerrit parpadeó varias veces consecutivas, molesto el acero de sus


ojos por el impertinente impacto, del sol, al tiempo que se acariciaba la
espesa barba con la palma de la diestra.

Iba semidesnudo pero llevaba puesto el cinto canana, colgando al lado


derecho, muy bajo, su implacable revólver de cachas de cedro con las
iniciales estampadas en cada una de aquéllas.

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Había una sonrisa amarga, rota, en el rostro soñoliento del pistolero.

—Estaba convencido de que vendrías, Tom, Siempre has sido tozudo como
una mula y extrañamente respetado, a la vez, por la suerte. No la tientes
más, muchacho. Lárgate. Regresa a Del Río para siempre.

—Hola, Skerrit —movió la cabeza en algo que pretendía ser saludo.


Afirmando—: Me iré, sí. Contigo. Nos iremos juntos.
—Tonterías, Cross —rechazó el otro con un perezoso ademán.
Repitiendo—: Tonterías... Sabes bien que no. Ya he tenido demasiada
paciencia contigo, marshal, recordando los viejos tiempos de nuestra
amistad. Pero eso pasó ya... Hoy es hoy. Si no te veo volver grupas hacia
Texas rápidamente...

—¿Me matarás? —había tristeza, como un lejano lamento, en la voz


reposada del marshal.

—Eso, Cross. Te mataré...

El representante de la Ley sonrió abatido al tiempo que daba dos, tres pasos
más, hacia adelante.

—Se juicioso, Skerrit.

Soltó el pistolero una risa quebrada que tenía vibraciones estremecedoras.


—¿Juicioso...? ¡Maldita sea tu estampa, Cross! ¿A qué llamas ser juicioso?
¿A que vuelva a Rocksprings para que algunos tengan el placer de tirar de
una soga para hacerme bailar? Me aburres, marshal. De veras... Sabes muy
bien que no puedo hacer eso.

—Ni matar a Silver Johnson. Pero lo hiciste.

—¿Silver Johnson...? ¡Oh, no, por favor! Sabes bien que lo tenía merecido.
El banquero era un cerdo, un canalla. Hice algunos trabajitos para él... No
me dirás que lo ignorabas, ¿verdad? La última vez no me pagó la cantidad
convenida.

—Tu obligación era denunciarlo.


—¿Denunciar...? ¿El qué? El hecho de que un puerco sarnoso no me había
pagado la cantidad acordada por hacer huir dos tipos de Rocksprings y

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matar un tercero. ¡Deliras, marshal!

—Yo no puedo entrar en disquisiciones de esta índole, Skerrit. Tienes que


venir conmigo. Estás arrestado por el asesinato de Silver Johnson.

—¡Lárgate, Cross! ¡Por última vez! —gruñó el pistolero.


Murray Skerrit separó las piernas fijando los pies en tierra con los ojos
crepitantes y las mandíbulas tensas. Su diestra había descendido unos
centímetros y se hallaba situada a la altura de su mortífero «Colt-Walker»
calibre 44.

El marshal alzó la cabeza notando un extraño escozor en el cuello. Gotas de


sudor perlaban su frente como menudos diamantes irisados; Sentía un
temblor ostensible en las rodillas.

¿Miedo...?

No. No era miedo. Pero sí una sensación extraña, mezcla de extrañas


sensaciones, que no acertaba a definir.
Tom Cross respiró con cierta dificultad observando con calma, intentando
reducir su sistema nervioso a la mínima expresión de congoja y
abatimiento. Tenía que tener todos los músculos alerta.

Murray Skerrit seguía siendo el más rápido. El pistolero más veloz que
jamás se hubiera conocido en Texas, Arizona, Nuevo México y California,
a la hora de efectuar el «saque».

Un «saque» centelleante, fugaz, diabólico, letal...

Antaño le habían unido a aquel hombre, lazos inquebrantables de verdadera


amistad. De auténtico compañerismo. Ahora, estaba frente a él. Y Murray
le miraba con los párpados entrecerrados. En actitud desafiante. Decidida.

Un «saque» mortal el suyo, sí.

—No me obligues, Cross... —era una súplica, un ruego, quizá una oración
postrera—. No me obligues.

—Separa la diestra de la culata del revólver, Skerrit.


—Eres un estúpido obcecado, marshal. Sabes que te mataré en cuanto
amagues el «saque». Lo sabes bien. ¿Qué pretendes entonces, Cross? La

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vida de un pistolero tiene una serie de amargas ironías que la gente ignora.
Matar a un antiguo amigo puede ser una de ellas. ¡Lárgate de una maldita
vez! Ahora que aún estás a tiempo.

—Voy a ir hacia ti sin «sacar», Skerrit. Mi obligación es llevarte con vida


ante el juez de Rocksprings.

Murray, rígido como una maldición, engarrió los dedos de su mano


derecha, escudriñando el paso comedido de su perseguidor.
Uno, dos, tres, cuatro...

—¡Detente, Tom! —le había llamado por primera vez durante aquella tensa
escena por su nombre de pila.

Cinco, seis,..
Skerrit, cegado por la ira, desenfundó.

Revuelto el cabello, los labios entreabiertos y jadeante la respiración,


dominada su naturaleza por una crispación irascible de rabia e impotencia
por evitar la siniestra ironía de la que se consideraba víctima, disparó...
Disparó tres veces seguidas, notando dentro de sus propias carnes los
cálidos impactos. Impactos que estremecían ya el cuerpo de Tom Cross.

El marshal se detuvo de pronto tras un visible estertor, con la mirada


estrábica y una sensación de angustia oprimiéndole pecho y garganta. Con
una fugaz duda asaltando su pensamiento. ¿Quién se había detenido en
seco, de pronto?... ¿El...? ¿El mundo?
Notando un ardor impresionante en el tórax y una espantosa, definitiva
laxitud en todos los músculos, vaciló un segundo antes de caer de rodillas
ante el abismo de negruras que se había abierto frente a sus pupilas de
cristal.

—¡Skerrit! —murmuró.

Apretando ambas manos contra el pecho hasta experimentar la sensación de


que el caudal sangriento las absorbía, empapándolas, hizo un último, estéril
esfuerzo por levantarse.
La figura del pistolero y el revólver humeante se fueron desvirtuando en
juego óptico, inconexo, que multiplicaba las imágenes, desdoblándolas,

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hasta que se desvanecían sin, sentido dentro de un torbellino que giraba


rabioso como el viento del desierto al cambiar de forma y lugar las dunas
de arena en maquiavelismo fulgurante.

El último espejismo, que captaron sus ojos vidriosos fueron unas lágrimas
relucientes, brillantes, esculpidas bajo las pupilas del pistolero.

Después todo fue negro.

Tan negro como la misma muerte.

3
Beatriz González, con su cabellera azabache desplomada contra la espalda
y sus facciones pálidas como nunca escapando al cobre de costumbre,
observó, preocupada, el rostro adusto y encajado de Murray Skerrit, al
conjuro de los estertores de la tarde que se despedía filtrando su tímida
claridad por entre las rejas de las ventanas.
Sirvió una taza de café colocándola junto al hombre que, hierático, rígido
como una estaca, se balanceaba maquinalmente dentro de la mecedora.

Murray Skerrit tenía las manos manchadas de tierra amarilla y se notaban


en sus palmas los rodales rojos, producto de la agotadora tarea de cavar una
sepultura.
—No puedes entenderlo, Beatriz —decía el hombre—. Ni tú ni nadie... Son
ironías de pistolero. Se pasa uno la vida matando y de repente, una sola
muerte, te hace sentir ruin y miserable. Es algo, pequeña, que no se puede
explicar con palabras. Tom Cross fue un gran amigo mío. Y ahora está ahí
afuera... Muerto. Yo lo he matado.

—Debes esforzarte por olvidarlo. Ya no puedes devolverle la vida, Murray.

Largó una seca, dura, amarga carcajada.

—¿Olvidarlo...? ¿Has dicho, olvidarlo? ¿Teniendo su sepultura a treinta


yardas de mí? Tengo que marcharme otra vez.

Una pincelada de amargura descendió sobre las bellas, sensuales facciones


de la mexicana.

—Tu problema no se soluciona con la huida, Murray Skerrit. Por la sencilla

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razón de que la tumba de Cross está mucho más cerca de lo que marca esa
distancia de veinte o treinta yardas. Está en tu conciencia. Y de ella no te
aleja ni toda la distancia del mundo. No es por esa tumba que quieres
marcharte...

El renunció a polemizar acerca de las filosofías de la bella y ardiente


hembra. Se puso en pie con gesto violento y dio la espalda a la mujer para
acercarse a la ventana.

A lo lejos y enmarcada en una árida cenefa se apreciaba una ventisca de


polvo dorado y, mucho más cerca, irguiéndose bajo un cielo azul turquesa,
se alzaba una cruz fabricada torpemente con ennegrecidos tablones de
madera.

La tumba de Tom Cross.

—¿No? —inquirió, el pistolero sin volverse—. ¿Cuál es la razón entonces,


Beatriz?

—La de siempre, porque siempre haces lo mismo. Pasas tres o cuatro días
conmigo después de haberme prometido estar un mes, y desapareces. No
haces más que buscar pretextos. ¿Por qué? Di que te sacias de mi cuerpo y
luego te aburres. Adiós, pistolero. Puedes volver cuando quieras.
Murray Skerrit dio la vuelta caminando con lentitud hacia la mujer. Le
sonrió con tristeza al tiempo que buscaba con las suyas unas manos que ella
se resistió a tenderle.

—Eso es mentira, pequeña. Sabes que te amo.

Un rictus amargo pinzó las facciones agrestes de la hembra.

—Nunca me has amado. Sólo me deseas... Y el deseo pasa en cuanto se


satisface.

—¡Por favor, Beatriz! —se crispó, chispeando agresivas sus aceradas


pupilas—, ¿Es que no lo entiendes? Alardeas de quererme y no haces nada
por comprenderme. Tengo que irme. No podría dormir ni un segundo aquí
sabiendo que en la soledad de la noche hay una tumba con el cadáver de
Tom Cross, empezando a corromperse, casi a mi lado.
—¿Por qué le has matado si tanto lo lamentas ahora?

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—¡Maldita estúpida! ¿Ves como no entiendes nada?


La mexicana hizo un gigantesco esfuerzo por dominar la «catarata de llanto
que golpeaba a la puerta de sus enormes ojazos negros.

—Perdona... —musitó, rehuyendo la mirada de Murray.


El, suavizando el tono y el ademán, dijo:

—No tenía opción, Beatriz. Era su vida o la mía.


—Te prepararé el caballo mientras te lavas un poco.

—¡Beatriz!

Sin mirarlo aún, aseguró:

—Es absurdo que pretendas arreglarlo, Murray. Puede que no te


comprenda... Pero tampoco quiero obligarte a que me finjas una escena.
Déjalo como está. Me encuentro demasiado hecha a mi suerte. Deben ser
ironías de la amante del pistolero.

—Puede que tengas razón, sí. Mejor que no diga nada.


Regresó a la mecedora entrecerrando los ojos, , mientras iniciaba un
monótono balanceo.
Beatriz González salió afuera. Vio mil ojos oscuros dominando, la noche.
Dominándolo todo. Una faja de color granate se cernía por arriba del
desierto horizonte haciendo reverberar pinceladas de sangre coagulada
sobre el tamiz ceniciento de las arenas muertas.

Muertas...

Todo estaba muerto allí. Hasta ella.

La cruz parecía brillar con resplandor propio.

Se apreciaba la tierra movida recientemente. En el tablón había un triste,


torpe y sincero epitafio quizás grabado a punta de navaja por el mismo
Murray Skerrit.
El hombre de las ironías siniestras.

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El hombre de sus recuerdos. Decía así el epitafio:


Esta es la tumba de Tom Cross
"Una trágica ironía quiso que lo matara un amigo suyo, un pistolero".

Tras preparar el caballo lo acondicionó cerca de la puerta atando las bridas


a una de las rejas.

—Está a punto, Murray.

El miró a la mujer con insistencia. Deseando penetrarle muy adentro.


Pretendía decirle muchas cosas en el marcó de un elocuente silencio.
Se puso el pañuelo al cuello, anudándolo. Después, sacudió las ropas
impregnadas de polvo, recogiendo su sombrero. Extrajo el revólver de Tom
de la funda y lo metió en su cinturón-canana, para dejar el suyo encima de
la mesa.

—Quédatelo. Quizás algún día puedas necesitarlo.


—No sabes cuanto me consuela eso, Murray Skerrit.

—Por favor, Beatriz, guarda tus ironías.


—¡Sí, claro! Se me olvidaba que ya tienes bastante con las tuyas.

—No seas mordaz, te lo ruego. Me estás poniendo muy difícil este


momento. Vendré por ti cuando pueda, y te sacaré para siempre de este
agujero. Pero tenemos que esperar un tiempo... El necesario para que pueda
obtener algunos beneficios con ciertos negocios que tengo pendientes por
ahí.

—¿Más muertes, Murray?


—¡Oh, Dios!. —crispó ambas manos alzándolas al cielo—. ¿Es que no
puedes dejar de machacarme?

Otra pincelada de amargura veló el rostro hermoso de la mujer.

—Es curioso que implores mi piedad cuando me destrozas sin el menor


remordimiento.
Murray salió y ella fue tras él.

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—Adiós...

—Suerte, Murray.

El pistolero se revolvió con furia sin igual lo mismo que si aquel acto
reflejo fuera contrario a los dictados de su propia voluntad.
—¡Beatriz! —exclamó, pretendiendo encerrarla entre sus brazos para
buscar ansiosamente la boca roja, la boca madura, la boca húmeda, la boca
entreabierta.

—¡Déjame! —le rechazó con inesperada violencia—. ¡No me toques!


La miró, estupefacto. Parpadeando varias veces lo mismo que si un sol
poderoso cegara el acero de sus ojos. Tratando de dominar su estupor, su
rebeldía quizá, su deseo incontenible de golpearla con violencia, murmuró:

—¿Qué puedo hacer, Beatriz? ¡Dímelo, maldita sea!

—Nada.
—No es la primera vez que me marcho. Y que vuelvo...

—Ahora es diferente y tú lo sabes, Murray.


—¿Diferente? ¿Por qué? —preguntó, perplejo.
—Me obsequias con un revólver para que me defienda... Y dejas un
cadáver enterrado en mis tierras para que lo una a los recuerdos que
reafirman tu presencia cuando estás lejos. No es igual que siempre, Murray.
No... ¡Vete de una vez!

Asintió, con desgana, caminando hacia su caballo.

—Adiós, Beatriz.

La hembra, desafiante, erguido el busto pétreo y explosivo, mantuvo en su


rostro un gesto adusto y altanero, tratando de darse fuerza a sí misma con
aquella actitud de valentía que estrangulaba el vivo deseo de romper en
sollozos, en llanto, verdadero exponente de su auténtico estado de ánimo.
Murray Skerrit montó su cabalgadura y la puso « al paso, con extrema
lentitud. Una vez junto a la tumba de Tom Cross se detuvo un segundo.
Tocándose con la diestra el ala del sombrero, murmuró con voz quebrada:

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—Adiós, amigo. Perdóname...

Después avivó el trote hasta convertirse en un jinete de la noche y del


pasado.

—Sé que no volverás nunca, Murray Skerrit —Beatriz, por fin, empezó a
llorar con sigilo—. Pero esta vez... —bajó la voz hasta convertirla en un
murmullo, al tiempo que se pasaba suavemente, la diestra, por encima del
vientre—. Esta vez tengo el presentimiento de que me dejas un recuerdo
imborrable. Adiós, amor. ¡Suerte!

4
Era un joven de singular belleza.

La suya, era una belleza agresiva, brutal, salvaje. Era, quizá, la belleza de
una fiera que amaba rabiosamente su libertad y que se movía con cautela,
como flotando, lo mismo que si a cada paso estuviera defendiendo, celoso,
aquella libertad.
El bello mestizo mostraba un semblante que parecía la huella de un voraz
incendio. Un rostro quemado en el que destacaba el poder infinito de sus
ojos verdes, de un verde albahaca que al reverberar el sol en él, los hacía
invisibles. Llenos de misterio, puede que hasta de inquietudes. El largo
cabello negro, sedoso y rebelde que caía hasta algo más del hombro, le
confería el perfil mítico de un bravo guerrero indio, a lo cual contribuía su
aura masculina corriendo a lo largo y ancho de un cuerpo ágil, musculoso,
repartido en siete pies de longitud.
«Recuerdo» González era, sí, un tipo muy singular.

Una expresión de seria tristeza cubría sus facciones de violenta hermosura


acentuándose en el rictus que forzaba su boca de labios carnosos, sensuales.

—¿Piensas en ella, «Recuerdo»? —le preguntó su madre con las pupilas


sombreadas por un cansancio espiritual, que era la nota dominante en su
anatomía oscura y envejecida por una vida que ya le costaba arrastrar entre
el martillo del sol y el yunque de la tierra árida.
—Sí...

—Olvídala, hijo. No es para ti. Tú aún eres muy joven.

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—Tengo diecinueve años, madre —contestó con vibrante resolución.


Agregando—: Y sé muy bien que ella me ama. Y sé también que soy lo
suficiente hombre como para amarla yo también.

—¿Es que no piensas en Henry Bronson, «Recuerdo»? Ten cuidado, hijo.


Si sigues insistiendo acerca de Elizabeth, ese hombre hará que sus
pistoleros se ocupen de ti.

—Iré a verla hoy, madre. Iré a Del Río para hablar con Elizabeth... Para
hablar con ella.

Beatriz González se; enredó en una crispación patética.

—¡Te matarán!

El mestizo se puso en pie y exclamó también:

—¡Basta ya, madre! He dicho que iré... y voy a ir.

Fue por aquel revólver que a la mexicana le producía tantos recuerdos


como la misma presencia de su hijo al que, precisamente por ello, había
bautizado en el mismo momento de nacer con aquella palabra.

—Eres mi recuerdo... —había sollozado entre los dolores del parto—. Su


recuerdo. Te llamaré siempre «Recuerdo». El cura no querrá bautizarte así,
pero yo...
El cura había decidido ponerle Walter porque en Nueva Rosita todos sabían
quién era el padre. Y al hijo de un gringo había que ponerle un nombre
gringo.

Walter «Recuerdo» González.

—¡No quiero que te lleves ese revólver!

—No tengo otro, madre. Y sabes que he aprendido a manejarlo con


destreza, ¿no? La suficiente para no temer a los pistoleros de Henry
Bronson.

Beatriz, suplicante, cayó de rodillas a los pies de su hijo.


—¡Por favor...! ¡No te yayas! ¡No te vayas como...! —se mordió la lengua
a tiempo.

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«Recuerdo» se inclinó para alzar a la mexicana del suelo y después de


besarla en la frente, musitó:
—Volveré, madre. Volveré sano y salvo. Con Elizabeth seguramente.

Lo vio salir, musitando:


—No... Sé que no volverás. Igual que él.

5
Henry Bronson lucía en sus finos labios una confianza, seguridad y poder,
que alguien parecía haberle pintado en la boca el mismo instante de su
nacimiento.

Se aproximó con paso lento, signo peculiar de su personalidad, al lujoso


calesín que le esperaba en una de las sendas que confluían en el patio
central de su próspera hacienda.

Luego de ascender al pescante con movimientos seguros, reposados, tomó


las riendas en absoluto silencio. Pero antes de hacer uso de ellas y para
poner el animal ,al paso, ladeó la cabeza mirando en profundidad a la
mujer.

—¿Hace mucho que esperas, Elizabeth?


—Demasiado para una señorita —respondió ella secamente.

—Perdona. He tenido que despachar unos asuntos urgentes con mi capataz.

—¿No te parece que concedes demasiada importancia al trabajo, Henry?

En vez de responder directamente a la pregunta hizo un forzado


encogimiento de hombros y puso en marcha el carruaje por el amarillo
trazado que se abría camino entre la exuberancia del jardín.

La rústica construcción quedó atrás, envuelta en el tibio silencio de la tarde


estival, mientras el hombre azuzaba al animal poniéndolo a un trote alegre
y cantarino.
La figura masculina destacaba con arrogancia en lo alto del pescante y él, el
poderoso Henry Bronson, se sentía orgulloso de aquel hecho contundente
que parecía un estallido más de su inmenso poder.

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El sombrero blanco de ala ancha, la impecable levita grisácea y los


pantalones oscuros componían un conjunto atildado y armónico que
encajaba a la perfección con la varonil apostura del hacendado.

Porque Bronson era, en verdad, un tipo apuesto y bien parecido.

Tras doblar el primer recodo natural que presentaba el trazado del camino,
inesperadamente, él detuvo el coche para acercarse con ojos cariñosos a la
muchacha.
—Pierdes el tiempo, Henry. No estoy de humor para recibir tus mimos.

Un chispazo de ira se fundió en los ojos pardos del hacendado.

—¿De veras...?—intentó abrazarla pero ella, hábilmente, rehuyó la efusión.

Bronson, crispado, con una mueca dura en los labios, preguntó:


—: ¿Preferirías acaso que te abrazara el mestizo?

Elizabeth Moore se puso roja como la grana. Lo mismo que si una mano
brutal hubiera abofeteado ferozmente sus mejillas.

—¡Henry...! ¿Qué grosería estás diciendo?


—Lo sabes muy bien, muñeca. Somos la comidilla de Del Río, Elizabeth.
La gente murmura...
—«Recuerdo» González no hizo más que recogerme el día que caí del
caballo. Me encontró tirada entre los arbustos... Curó mi tobillo
acompañándome luego al médico del pueblo.

—Y te ha visto un montón de veces más.


Ella, ahora, estaba blanca como el azahar.

—Sólo en un par de ocasiones. Para interesarse por mí... Por mi salud.

—¡Mientes! —se encorajinaba el hacendado por momentos—. ¡Sé que ése


cerdo está loco por ti! ¡Sé que te desea! Pone en ti la mirada de una bestia
voluptuosa ávida de los más sucios placeres. No me gusta que miren a sí a
mi futura esposa... No estoy dispuesto a permitirlo ni un minuto más.
Ordenaré que le den una monumental paliza a ese cochino cara sucia. Y si
no escarmienta, le ocurrirá algo peor.

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—Eso sería una canallada, Henry.

Los ojos del hacendado, más que mirar, se clavaron con crueldad en los de
la muchacha, que los hurtó de inmediato.

—Elizabeth... ¿No será que tú también le amas?


—¡Basta ya, Henry! ¿A qué viene todo esto?

Hizo un notable esfuerzo por dominarse y dijo, de repente, como si se


hubiera convencido de súbito de la inocencia de su prometida:

—Está bien, Elizabeth. No volveremos a hablar de este asunto. ¿Satisfecha?


—Sí... —dudó—;. Pero quiero que me prometas una cosa.

—¿Cuál...? —preguntó Bronson, con precavido matiz.


—Que no ordenarás ninguna violencia contra el muchacho.
Tragó saliva el hacendado con visible dificultad aunque esforzándose por
ocultarlo. Y esforzándose también por seguir ofreciendo a la muchacha una
expresión tranquila, sonriente y afable, aseguró:
—Prometido, pequeña. Pero no quiero que te moleste más, ¿de acuerdo?

—No volveré a verle —y al pronunciar estas palabras, Elizabeth Moore


notó lo mismo que si un alfiler largo, interminable, le cruzara de parte a
parte su palpitante corazón.

Bronson se mantuvo un rato en silencio. De súbito y lo mismo que si


acabase de recordar que tenía algo muy urgente que atender; o como si de
pronto la presencia de su prometida le estuviese resultando farragosa, dijo:
—Te llevaré a casa, pequeña.

Elizabeth Moore no hizo el menor comentario a la inesperada reacción de


Bronson, aunque sí sus bellas facciones se encerraron al otro lado de un
mohín de disgusto. Y no porque le importara demasiado seguir paseando
con su prometido, no. Más bien por el hecho de que hubiese sido él quien,
con cierto matiz despectivo, hubiera decidido de pronto dar por terminado
el paseo habitual de cada tarde.

Procuró distraerse concentrándose en la contemplación del paisaje con el

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mismo interés que si le fuera desconocido y que, poco a poco, iba quedando
a sus espaldas. Abandonaron la propiedad del ganadero al compás del trote
avivado del ágil y reluciente caballo, enfilando un camino solitario que
recordaba por diversas razones a una serpiente en plena agonía.

Lejanas se recortaban las casas de Del Río, ofreciendo al cielo tristón que
se teñía con el cromado del ocaso, sus tejados rojos como el amor, como la
sangre, como el pecado y el gris plúmbeo de sus porches opacos y
silenciosos.

A la derecha discurría un diminuto brazo de agua, semicubierto por una


frondosa vegetación de altos matorrales que ocultaban tras ellos la hacienda
propiedad de Henry Bronson.

Fue al doblar un recodo del tortuoso camino cuando la pareja distinguió un


jinete empinado sobre los estribos en lo alto de un pequeño montículo. Se
hallaba erguido encima de un caballo bayo de fuerte alzada.

A Elizabeth Moore le dio un vuelco el corazón justo en el instante de


reconocer al jinete. Al vuelco siguió un estremecimiento de pasión, de
angustia y de algo más que le resultaba difícil de definir, e imposible de
contener.

La mujer no dijo nada ni advirtió a su acompañante quién era aquel que se


disponía a interceptarles el camino.

«Recuerdo» González se situó en mitad del sendero llevándose burlón la


mano al ala de su tocado mexicano.

—Buenas tardes, señorita Moore. Siempre es un infinito placer contemplar


su incomparable hermosura. Señor Bronson...

El hacendado apretó las riendas con fuerza mientras una palidez cadavérica
se estrellaba en su semblante. Trató de controlarse, de recuperar la calma y
la serenidad tras el terrible impacto moral que acababa de recibir. Luego de
ver el atrevimiento del mexicano y escuchar el desafío que vibraba en sus
palabras, en su voz, al exaltar la belleza de Elizabeth en su misma
presencia.

—Será mejor que se largue con viento fresco, González. Está pisando los
límites de mi propiedad y eso puede acabar siendo peligroso para... su
salud.

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La mujer miraba en silencio, con la respiración contenida, oyendo los


aldabonazos que su víscera cardiaca le propinaba contra el pecho, la bella
estampa de aquel animal masculino del que se desprendía una fragancia
salvaje, brutal, que se convertía para ella en un excitante atractivo. Era
algo, una sensación que Elizabeth no hubiese querido experimentar, pero
que no podía impedir. Incluso, conforme pasaban los segundos, la invadía
una agradable y morbosa satisfacción, un malsano placer, al notar dentro de
sus carnes, de su misma alma, la estocada bestial que el mestizo le
contagiaba.

—¿Me está amenazando, señor Bronson?

—Le estoy dando un consejo. Un buen consejo, González.

—Y yo —repuso fríamente el bello animal masculino, apretando sus ojos


verdes en lo más profundo de las cuencas—, señor Bronson, le voy a dar la
oportunidad de que se haga de veras con el amor de esa mujer. Porque yo
también la amo y uno de los dos sobra aquí. ¿Entiende?

—¡«Recuerdo»! —gritó la hermosa criatura llevándose ambas manos a la


garganta—. ¡No, por favor!

—¡Tú te callas, estúpida!.—estalló Bronson, congestionado. Y mirando al


mestizo trató de imponer serenidad a su propia voz al tiempo que decía—:
Usted no está en su sano juicio, González. Se va a meter en un jaleo
demasiado gordo si hace alguna tontería.
—No es por mí que habla usted así, Bronson. Es el miedo quien ha puesto
esas palabras en su boca. Yo le importo muy poco, tanto como nada. Desea
verme muerto pero no tiene el suficiente valor cómo para matarme usted
mismo. Y sé que lo haría a poco que yo me descuidase... Máxime ahora,
después de haber tenido la valentía de decirle que estoy loco por Elizabeth.
—Escuche, «Recuerdo»... —hizo ademán de intervenir ella, echando
adelante su busto firme y poderoso con intención de erguirse en el pescante.

—Usted estése quieta, señorita. Por favor... No le ocurrirá nada. Pero no se


meta en esto, se lo ruego. Se trata de una cuestión entre el señor Bronson y
yo.
De pronto y tras aquellas palabras, «Recuerdo». González, desmontó,
desprendiéndose del cinto-canana que dejó cruzado sobre la silla de su
montura. Sin apartarse, no obstante, del revólver, dijo:

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—Quítese el cinturón, Bronson.

Henry Bronson se quedó primero perplejo y después sonrió despacio,


ampliamente, con satisfacción incluso. En el fondo, la osadía sin límites de
aquel salvaje le estaba causando estupor y hasta, aunque jamás lo
confesaría a nadie, admiración. La forma en que el mestizo afrontaba la
situación parecía ser que le iba a otorgar la posibilidad de defenderse con
los puños, y eso.... Examinó la más que respetable envergadura del
mexicano, y a pesar de ello, sonrió.

El boxeo era una cuestión de habilidad, conocimientos y estrategia. Todo lo


cual lo había recibido Bronson de un campeón inglés que poco tiempo atrás
visitara Texas realizando varios combates de exhibición. El boxeador se
había alojado durante dos meses en casa del hacendado, aprovechando su
estancia allí para impartir a diario, cada mañana, clases de boxeo a su
anfitrión.
—Le va a pesar ser un chulo, González. Se lo advierto.

Henry Bronson dejó su cinturón en el pescante y se deshizo de la chaqueta


gris echándola sobre el carruaje. Su tórax era ancho y vigoroso. Sus brazos
largos, musculosos, de recios y evidentes bíceps.

—Aparta el calesín a un lado, Elizabeth. Vamos a darle satisfacción a


nuestro amigo González.

«Recuerdo» González sonreía ahora extrañamente: Como si muy dentro de


él, todo aquello le divirtiera, colmase sus ansias infantiles de juerga, de
jaleo. Dio dos pasos medidos hacia su antagonista y de pronto, sin previo
aviso, largó el puño izquierdo metiéndoselo al hacendado en mitad de la
boca.

Cuando Henry Bronson quiso reaccionar para poner de manera estética y


ortodoxa, en evidencia., las sabias lecciones recibidas del inglés, ya había
encajado dos nuevos trallazos. Uno en plena boca del estómago y el otro en
el mentón.

Barbotando una retahíla de insultos y maldiciones, el hacendado abrió los


brazos con ira y de forma confusa, torpe y hasta asimétrica, pretendiendo
alcanzar el físico de su rival con dos fortísimos directos que acabaron
perdiéndose en el aire y llevando a Bronson hacia delante vencido en su
propia inercia.

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La escurridiza figura de aquel salvaje mestizo que se movía con la agilidad


y rapidez de una nube, no sólo desconcertó a Bronson si no que le excitó
furiosamente al comprender la escena ridícula, estúpida, que estaba
protagonizando delante de su prometida.

Y algo le dijo muy dentro de sí, que aquello... AQUELLO, no podía quedar
así. Que aquel, maldito y repugnante cara sucia no podía... NO PODÍA salir
victorioso, triunfante, de aquella situación.

NO.

Un inesperado izquierdazo de González rompió los oscuros pensamientos


del hacendado partiéndole a la vez una ceja, seguido de un bestial gancho
de diestra que levantó a Bronson un palmo del suelo para precipitarlo,
demoledoramente, contra el carruaje. Al apoyarse en el calesín, Henry
Bronson logró mantenerse en pie aunque no sin dificultades.
Se mantuvo unos instantes acodado, reponiéndose. Un sopor trastornaba su
cerebro y su visión. Sacudió la cabeza con virulencia pretendiendo
encontrarse lo antes posible con la realidad.

Entonces, al parpadear varias veces seguidas, se dio cuenta... De lo cerca


que los dedos de su mano derecha estaban del cinturón-canana, del
revólver...

Sus ojos tropezaron con los de Elizabeth y ella, al leer el siniestro


pensamiento de Bronson, le dirigió un mudo pero elocuente reproche j

El hacendado se revolvió de pronto, hacia González, con el revólver


empuñado.

Apuntándole.
Y con una sonrisa feroz, asesina, comprimiendo sus partidos y sangrantes
labios, dijo:

—¡Se acabó la fiesta, cochino mestizo! Te voy a matar... ¡Como tendríamos


que hacer con todos los engendros que nacen de padre blanco y puerca
mexicana! Yo mismo tendré el placer de llevarle, tu cadáver a esa zorra de
piel cetrina que se ha acostado con medio México y con todo Texas...
En los verdes ojos del mestizo, que parecían haber escapado de las órbitas,
se produjo una extraña metamorfosis... Círculos de odio, de rencor, de

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violencia, de salvajismo, vinieron a sustituir sus, aparentemente, huidas


pupilas. Y un oscuro sudario robado a la misma muerte aureoló sus
facciones de animal hermosura.

—Ni mil años de vida, ni un millón... —rugía más que hablaba el


hacendado—, ni toda la eternidad disfrutando placeres, podrían otorgarme
la inmensa sensación de felicidad, el éxtasis que me va a producir ver cómo
te retuerces en tierra entre estertores de muerte, ¡sucio mexicano mestizo!
No, nunca, ¡jamás pondrás tus zarpas de bestia libidinosa en el cuerpo puro
y ardiente de Elizabeth Moore! Ese cuerpo, esa carne, ¡son para mí! ¡SOLO
PARA MI! —una crispación morbosa hizo culebrear la naturaleza del
hacendado al tiempo que su índice se engarrotaba en torno del gatillo para
tirar de él hacia atrás. Bramando—: ¡MUEREEEE!

—¡Noooooooo! —gritó con histérico patetismo Elizabeth, cubriendo con


ambas manos la ahora aterrorizada belleza de su rostro—. ¡No le mates!
¡Le amoooooo! ¡LE AMO!

Aquel aullido desesperado lo pronunció seguido, de un tirón, con el alma


vibrando en cada una de las palabras, Elizabeth, segundos antes, fracciones
quizá tan sólo, antes de que Henry Bronson tirara definitivamente del
gatillo.

Y como si aquello hubiera sido la razón que «Recuerdo» González


esperaba para justificarse a sí mismo el seguir con vida, pegó de repente un
salto atrás.
Fue un salto inverosímil, inhumano, algo que sólo les estaba reservado a los
animales, a las fieras salvajes. Porque brincó atrás, dando un espectacular
voltereta sobre sí, sin tiempo ni espació para tomar impulso.

Atrapando de la funda que cruzaba la silla de su montura durante el trazo


de la segunda fase de su sorprendente parábola, el «Colt-Walker» 44 luego
de efectuar un quiebro extraño, inconcebible, con la muñeca zurda.

Sonó el disparo de Bronson cuando «Recuerdo» caía de espaldas en tierra y


el proyectil silbó muy por encima de la azabache cabeza del mexicano.

Tal como estaba y limitándose tan sólo a erguir el tronco hacia delante,
apuntó con fijeza, con frialdad, contra el tórax del hacendado. Justo en
aquel punto detrás del cual tenía que hallarse el corazón.

Y apretó el gatillo una vez.

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Una sola vez.

Bronson notó el impacto cálido que se le llevaba la vida, pero no fue


consciente de ello hasta que una noche improvisada, repentina, le envolvió
definitivamente.

Elizabeth Moore sostuvo las riendas con manos firmes impidiendo que el
estrépito de los disparos espantasen al animal, lo desbocaran, y se lanzase a
una ciega, y desenfrenada carrera arrastrando, al calesín y por ende a ella.
Luego y sin poder evitarlo saltó del carruaje para correr, enloquecida, sin
dignarse mirar el cadáver de Bronson que yacía de bruces en tierra tras
haberse golpeado contra el vehículo, para buscar refugio entre los abiertos
brazos, musculosos, potentes, de aquella bestia oscura, quemada, hacia
quien la empujaba un extraño e irrefrenable deseo.

—¡Oh, «Recuerdo», «Recuerdo»! —gimió, entreabriendo la camisa para


besar, enloquecida, el torso atlético del mexicano—. ¡Ahora lo sé de veras!
¡Sé que te amo! ¡Sé que...!
González buscó aquella boca encendida cuyas palabras le quemaban los
oídos, y más que besarla, la mordió. Elizabeth notó en el paladar el sabor
salobre de su propia sangre lo cual, en vez de hacerle sentir dolor, la excitó
todavía más, perdiéndose en una locura de besos sepultada su cabeza en el
pecho atezado de aquel hombre singular.

Al fin, como en ronco jadeo, confesó:

—Te deseo, «Recuerdo»... Te deseo mucho. Como nunca he sido capaz de


desear. Necesito ser tuya... Si no lo soy ahora, moriré de angustia.

Habían pasado dos horas.


Henry Bronson seguía allí, de bruces en tierra, muerto.

Seguiría estando muerto por toda la eternidad.

—Tienes que marcharte, «Recuerdo»... —susurró Elizabeth, moviendo sus


labios carnosos muy cerca de la sensualidad que transpiraban los del
mexicano. Hizo una pausa para devorarlos, y luego añadió—: Henry
Bronson era un hombre muy poderoso e influyente y sus amigos no
descansarán hasta verte colgando de una soga. Aunque no le hubieses
matado tú, te culparían de su muerte... Son muchos los que en Del Río

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desean acabar contigo, amor mío.

El acarició con ternura las mejillas de la muchacha. Después, pasó las


yemas de los dedos por encima de los desnudos, cálidos pechos de la
hermosa, susurrando:

—¿Y tú, vida mía? ¿Qué harás?

La boca obsesivamente roja de Elizabeth fue una vez más al encuentro de la


de él, para estallar en un beso largo, abrasador, tan definitivo como la
misma muerte.

—Esperar... —jadeó después. Significando—: Esperar a que tú me llames.


Tienes que irte lejos de aquí, «Recuerdo». Muy lejos... Hasta que
encuentres un lugar donde nadie te conozca, donde nadie pueda ser capaz
de encontrarte. Entonces me escribirás y yo acudiré a tu lado para que
vivamos siempre juntos. Sin ningún temor o amenaza de nada que pueda
separarnos. ¿Comprendes...?

—Debo despedirme de mi madre Elizabeth:


—¡No! —casi chilló ella. Razonando—: Será el primer lugar al que acudan.
Es mucho mejor que Beatriz ignore lo sucedido.
—Suena bonito en tus labios el nombre de mi madre —comentó el mestizo,
mirando a la bella muchacha con los ojos incendiados de amor.
—Tienes que marcharte, cariño mío —zozobró Elizabeth entre los
vigorosos brazos del mexicano.
—En Del Río comenzarán a extrañarse por mi tardanza... Y debo
recomponer mi aspecto .—bajo los grandes ojos hacia su cuerpo desnudo,
susurrando—: ¡Mira cómo me has dejado!
—¿Te pesa... ahora?

Brillaron llenas de fuego las pupilas de la hembra.

—¿Pesarme? ¡Si es lo más sublime que me ha sucedido en mi vida!


«Recuerdo»... Anda, amor. Debes irte ya. Cuando me escribas para
comunicarme tu paradero emplea el nombre de Johnny Monroe ¿Te
acordarás?

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—Johnny Monroe... —masculló entre dientes aquel apuesto animal


masculino de fiera belleza clavando todo el fulgor de sus verdes pupilas en
el rostro de Elizabeth—. No lo olvidaré, vida mía.

El beso de «Recuerdo» fue un huracán que hizo estallar los pulmones de la


muchacha volviéndole loco el corazón.

Tan loco, que le ofreció de nuevo sus favores, sus deseos, en una muda y
patética mirada.
Amor y muerte volvieron a entrelazarse simbolizando el principio y el fin.
El todo y la nada.

6
«Recuerdo» González estuvo recorriendo durante algo más de una hora, a
lomos de su montura, aquel estallido de vida, color, jolgorio y alegría, que
los texanos llamaban San Antonio, perpetuando así la voluntad de los
fundadores de aquella ciudad, posiblemente de origen hispano.
Atrás, a lo lejos, y como una prolongación misma de su nombre quedaban
los recuerdos, muchos recuerdos.
Beatriz, su madre. Elizabeth Moore, el amor de su vida. Aquel amor por el
que había matado el primer hombre... Aquel amor con el que aún no había
renunciado a unirse, a reunirse definitivamente.

Le sorprendió aquel aire mundano, que se respiraba en San Antonio,


diferente a los demás pueblos y localidades que recorriera hasta entonces.
La magnifícente iluminación de los lujosos locales de juego y bebidas, los
saloons que anunciaban con espectaculares carteles el contenido de sus
variedades artísticas entre las que figuraba, como una necesidad, el nombre
de una extraordinaria cantante que acababa de llegar a la ciudad, para
debutar allí, después de haber triunfado en las más importantes capitales del
Este.
Había numerosos caballos amarrados en los porches repletos de público
bullanguero, ávido de diversiones y placeres inconfesables. Hombres sucios
y malolientes la mayoría, enseñando los dientes amarillentos en risotadas
blasfemas, al estallar en imprecaciones que se producían dentro de
vaharadas alcohólicas.

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Momentáneamente aturdido, «Recuerdo» González desmontó,


consiguiendo atar su montura en uno de los escasos huecos libres de las
barras que a tal efecto se alzaban delante de los establecimientos. Notaba en
la garganta el estímulo de la sed y en el estómago el aguijonazo del hambre.

Se alzó encima del porche permaneciendo largo rato quieto como si aún no
estuviese demasiado seguro de lo que deseaba hacer. Complacido frente al
hecho de pasar por una vez desapercibido, el joven de facciones cobrizas y
salvaje belleza, decidió al fin franquear las batientes del «1800 Saloon».

Sonaba un piano.

La sala era espaciosa, adornada con costosos espejos esmaltados en color


oro. Un enjambre de curiosos se arremolinaban alrededor de las mesas de
juego en donde tipos encopetados y taciturnos, profesionales del naipe la
mayoría de ellos, movían puñados de fichas al ritmo tenaz de las cartas,
mordisqueando con aire abstraído la punta de sus gruesos cigarros puros.

«Recuerdo» González puso ambos codos en un extremo del mostrador.


Notó que los ojos le escocían debido, sin duda, a la cantidad ingente de
humo agolpado en el interior del local. Algunas mujeres, pintarrajeadas en
exceso pretendiendo ocultar así el avance inexorable de les años,
deambulaban ofreciendo forzadas sonrisas de un lado para otro, atrayendo a
los clientes con guiños prometedores y palabras insinuantes, quemando en
falsedad.

Se bebía con exageración. Se reía grotescamente. Se escupían a borbotones


palabrotas y algún que otro insulto.

—¿Qué será, amigo?


—Whisky.

Tras ingerir con lentitud un largo sorbo de licor, «Recuerdo» González se


perdió en sus pensamientos. Los jinetes del pasado, irguiendo su guadaña
vengadora, no habían dejado aún de perseguirle.

Como los recuerdos...

Le pesaba en su conciencia la imagen de Beatriz González. Silenciosa en su


sacrificio, abnegada en su lucha cotidiana, fiel a su hijo y al recuerdo que
éste le inspiraba del hombre de su vida perdido en la lejanía del ayer.

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IRONÍAS DE PISTOLERO — FRANK CAUDETT Página 34 de 56

Los grandes ojos negros de Elizabeth también estaban cada minuto allí,
cada, segundo... Sobre todo en las largas noches de insomnio cuando la
presentía, desnuda como la viese la primera y última vez, a su lado, dándole
toda la pasión de aquel cuerpo de fuego.

Johnny Monroe había prometido escribirle, sí... Pero no podía hacerlo hasta
que no hubiera encontrado el lugar seguro que ofreciese definitivas
garantías de seguridad. Y tampoco hasta que no contara con algo sólido que
ofrecerle. Porque a una mujer como Elizabeth no podía llamársela a una
vida insulsa, vacía, llena de inquietudes y sobresaltos, carente de
seguridades, de algo real y sólido. El amor era importante, sí, pero
«Recuerdo» González había aprendido que no era suficiente para enfocar
una vida, toda una existencia.

Vivir era algo más que disparar y huir.


Vivir era algo que él comenzaba a saber no estaba al alcance de un
pistolero.

Y «Recuerdo» González, en los dos últimos años, se había convertido en


eso: en pistolero.

Vivir, matar, huir...


—Esto apesta a mexicano —dijo alguien, rompiendo las profundas
reflexiones del mestizo.
—Huele, a mierda, sí —aseguró un segundo, dando la razón al primero.

—Porque ese mexicano se habrá cagado en los pantalones al ir pensando en


lo que vamos a hacer con él-garantizó un tercero, solidarizándose con los
otros dos.
«Recuerdo» comprendió al momento quién motivaba aquellos insultantes y
despectivos comentarios. Bastaba con echar una ojeada al interior del
«1800 Saloon» comprobando que el único mexicano que allí había, era él.

Vio a los tipos de soslayo. A su izquierda...

Uno era muy alto, casi tanto como él, y hacía ostentación de una delgadez
extrema, aparentando ser un esqueleto con dos revólveres. Con dos
peligrosos «Remington», pavonados, con las sobresalientes culatas
alzándose muy bajas, en ángulo agudo, repletas de muescas.

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Tenía pinta de ser hijo de la insolencia y del desprecio, con una boca
delgada, de perfil pérfido, húmedas de continuo las comisuras de los labios
y amarillenta la piel arrugada de su faz cadavérica, angulosa.

Escupió a los pies de «Recuerdo», farfullando:

—¡Puaf! Qué asco...

—¡No vayas a vomitar encima mío, Joe! —le gritó uno de sus
provocadores adláteres.

—Joe... —masticó el mexicano, llevándose el vaso a los labios—.Eres un


hijo de perra.
Dentro del «1800 Saloon» se hizo, bruscamente, un silencio de muerte.

Joe Keagan, parpadeó sin comprender.


Sin comprender que aquel sucio y hermoso mestizó se atreviera a insultarle
de aquella manera, en voz alta, delante de tantos testigos.
—Un auténtico bastardo es lo que eres, Joe. Cruce de hiena y de chacal.

Así diciendo, «Recuerdo» González vació el resto de su vaso en la cara


esquelética, demudada ahora, de Joe Keagan.

Fue tanto el escozor que se acumuló dentro de los ratoniles ojos del
chulesco gunman, que un estridente alarido de dolor brotó de su escuálida
garganta.

—¡Aaaaaaaaag!

Los otros dos, sus compinches, creyendo al mexicano muy pendiente de la


reacción de Joe, «sacaron», centelleantes, al unísono.
Craso error el suyo porque si «Recuerdo» estaba pendiente de alguien, era,
precisamente, de ellos.
El «Colt-Walker» 44 hizo acto de presencia en la gigantesca palma del
mexicano que aprisionó aquellas cachas de cedro que llevaban grabadas las
iniciales M. S., moviendo la muñeca en veloz semicírculo, luego de
amartillar, disparando un primer proyectil.

Luego otro.

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IRONÍAS DE PISTOLERO — FRANK CAUDETT Página 36 de 56

Uno de los provocadores sintió mucho frío en la cabeza y un calor terrible


después, segundos antes de quedarse sin ella y salir proyectado contra una
mesa en la que, aficionados y tahúres, habían suspendido la partida.

Gritaron a Ja vez varias mujeres.

EL otro sólo supo que borbotones de sangre eran vertidos tumultuosamente


por su garganta, por el agujero que el plomo candente del «44» había
abierto en mitad de ella. Cayó atrás, perniabierto encima de las tablas, con
ambos revólveres empuñados pero sin haber llegado a utilizarlos.

«Recuerdo», sosteniendo el humeante «Colt-Walker» entre los dedos de su


diestra; susurró con ominosa melosidad:
—Tú, Joe... —Keagan aún se restregaba furiosamente los ojos—.
Arrodíllate a mis pies y bébete el salivazo. Es tuyo, ¿no?

Con las pupilas enrojecidas miró, perplejo, la desafiante, sentenciosa figura


del vigoroso mexicano.

—Contaré hasta tres... ¡Uno! ¡Dos!

Joe Keagan se precipitó al suelo, atropelladamente, haciendo ademán de


recuperar Su saliva como el otro le había ordenado.

Cometiendo un nuevo error. Un definitivo error.


«Sacó.»

Para morir con una bala metida en el entrecejo cuando pretendía enfilar los
cañones de sus revólveres hacia la cara del mestizo.

De rodillas como estaba, Joe Keagan dobló el esquelético troncó hacia atrás
haciendo crujir el espinazo y luego se alzó, agitándose en el aire con un
violento espasmo, hasta quedar muerto, rebotando encima de la madera
varias veces como flagelado por una súbita epilepsia.

—¿Ustedes lo han visto, verdad? —«Recuerdo» reponía calmosamente los


proyectiles empleados. Después enfundó el «44»—. ¿Han sido testigos, no
es así? Ellos me han provocado. Ha sido en defensa propia.

Muchas cabezas, todas las cabezas que le miraban, asintieron en silencio.

Segundos después la normalidad volvió al «1800 Saloon». Que tres tipos

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muriesen allí dentro no era novedad. La novedad, si acaso, la constituía su


matador.
Una de las mujeres pintarrajeadas y poco vestidas que se movían por el
local, se puso al lado de González, para decirle:

—Una señora desea charlar con usted, amigo.

La miró compasivo.

—¿Hay señoras aquí?

—Si pretende ofenderme, pierde el tiempo. Estoy curada de espantos. La


dueña de esto, quiere verte, mexicano —y le tuteó con desdén,
despreciativa. Añadiendo de pronto y con un cambio brusco, radical en su
actitud—: No me extraña... Eres la bestia más hermosa y deseable que he
visto en mi vida, mestizo. ¡Y mira que he conocido hombres! Pagaría lo
que no tengo por pasar toda una noche en tu cama.

«Recuerdo» ignoró el comentario final de la ajada belleza.


—¿Dónde está esa... señora}

—Sígueme.

7
Sólo un año atrás la presencia de aquella mujer le habría impresionado,
sobrecogido.

Ahora, no. Ahora, era diferente.

De todas formas reconoció al momento que se trataba de una mujer de gran


personalidad, autoritaria, con dotes de mando y muy capaz de hacerse
obedecer por cuantos hombres zanganearan a su alrededor... Bueno, por
casi todos.
—Me llamo Hertha Newman. ¿Y usted, joven?

La miró en silencio. Largamente.


Alta, magnífica, de pelo largo y rubio, ondulado en hirientes arabescos que
derrochaban cegadoras esquirlas doradas, golpeando la espalda que el

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singular vestido rojo, dejaba al descubierto en algo más de su mitad y que


se sujetaba por encima de los hombros merced a dos inverosímiles, apenas
existentes tiras de seda. Su belleza, al igual que la del mexicano, poseía
también algo de salvaje y primitivo. Sus ademanes recordaban a la pantera
felina, ávida de sangre, o de amor, o de sexo. Su faz suavemente pálida,
fría, mostraba ahora unos ligeros tintes escarlata cabalgando excitados
encima de sus mejillas, de sus pómulos ligeramente salidos. Su boca reunía
toda la carnosa sensualidad que hacían explotar, en aquel momento, la
mirada ardiente de sus azuladas pupilas.

—Walter,... Walter González... Pero desde que nací me llaman


«Recuerdo». Me lo puso mi madre.
Hertha se lo preguntó sin rodeos.

—¿Has amado alguna vez a una mujer como yo?


La palabra tembló ligeramente en los labios del mestizo.

—¿Amado...? ¿Si la he hecho mía?


—Sí.

Pensó unos segundos la respuesta.

—Como usted, no. Creo que no. Seguro que no. No...
Hertha avanzó unos pasos hasta detenerse delante, pegada al cuerpo del
mestizo.
—Eres impresionante, «Recuerdo». Me haces pensar en alguien... ¡Oh, no,
qué tontería! Yo tampoco he sido nunca de un hombre como tú. ¿Qué te
parece si ambos despejamos la incógnita?

—Bueno...

La explosiva rubia comenzó a desabotonar la camisa de González,


cosquilleando con dedos expertos en el rizoso vello que poblaba aquel tórax
mitológico.

El, despacio, retiró las dos tiras rojas que pintaban los tersos, redondos
hombros, comenzando a besarlos un segundo después.

—Hueles a hembra, a pasión...

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—Ámame, «Recuerdo». Mucho... Todo lo que seas capaz de amar.

El mexicano, en brazos, la llevó hasta la cama que se encontraba al fondo


de la suntuosa habitación.

«Recuerdo» González fumaba lánguida, perezosamente.


—Quédate, conmigo, amor... —susurró ella, acariciante, persuasiva,
poniendo su boca cerca de la de él.

Notó de nuevo unas punzadas en el estómago. Saciada la pasión, aparecía


de nuevo el hambre.
—Quédate conmigo, amor...

Podía ser una solución, pensó «Recuerdo» de pronto, al arrullo de aquellas


palabras que repiqueteaban en sus sienes, martilleándolas. No podía pasarse
la vida vagabundeando de un lado para otro, sin destino, sin horizonte, ni
quería alejarse demasiado, tampoco, del pensamiento puesto en Elizabeth.
Del Río quedaba lejos ahora, pero la distancia no era excesiva.
Necesitaba dinero.

El suficiente para poder adquirir unos cuantos acres de tierra fértil donde
alzar un maravilloso rancho, desde donde pudiera escuchar cada noche
balanceándose en una mecedora el mugido de los terneros y el piafar de los
potros. Y oír el soplo acariciante del viento, mientras Elizabeth se volcaba
hacia él regalándole sus besos amorosos.

Elizabeth...

Podía ser, sí, la ocasión de ofrecerle algo definitivo.

—¿En qué piensas, mexicano?

Sin responder a la pregunta, inquirió a su vez:

—¿Qué haría aquí, además de amarte, Hertha?

—Alquilarme tu revólver, cariño. Yo te lo pagaría bien, ¿sabes? San


Antonio es uña ciudad grande, excesivamente grande, abierta a todo el
mundo, a la violencia, a la muerte. Locales como el «1800 Saloon»,
necesitan de un revólver como el tuyo que impongan orden y respeto. Tuve
uno hace tiempo, pero...

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—¿Qué pasó? —González se había incorporado vivamente sobre ambos


codos.
—Tuvo que irse.

—¿Le amabas?
Ella rehuyó la mirada inquisitiva del mestizo.

—Puede que entonces le amase, sí. Pero eso pasó. Ya es sólo un recuerdo...
¡Oh, no sé por qué me estremezco ahora al pronunciar esa palabra! Hablar
de recuerdos y tener a mi lado alguien a quien apodan así... «Recuerdo»...
Estuvo muy acertada tu madre, al ponértelo. ¿A quién le recordabas?
Se encogió de hombros.;

—No lo sé. Pero supongo que a mi padre.


Hertha dio la vuelta para quedar encima de él y besarle los labios.
Apoyando la palma de ambas manos contra los hombros rudos y quemados
de aquel espléndido animal de singular, salvaje belleza, echó atrás el cuerpo
desnudo acariciando con la yema de sus pechos el torso recio, preguntando:

—¿Quién era tu padre?

—Lo ignoro. Madre no quiso hablarme jamás de él. Oí comentarios en Del


Río, una vez, de que se trataba de un pistolero... Un pistolero rápido como
jamás había habido otro.

—¿Te quedarás? —y se aplastó de nuevo contra él para saciarse en la


masculina boca, devorándola.

Cuando se la dejó en libertad, susurró «Recuerdo»:


—Tengo que pensarlo, Hertha.

—Quiero la respuesta ahora, muchacho.


El estómago seguía doliendo de lo lindo.

—Está bien —se derrumbó finalmente, aceptando la oferta de la hermosa


rubia de carnes encendidas—., me quedo.

—Mil dólares al mes... ¿Te parece bien?

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Desorbitó las verdosas esmeraldas que vivían en sus órbitas, cuyo fulgor
chispeante, dio rudos golpetazos contra la puerta de la pasión, excitada
pasión, que vivía en el interior de la insaciable Hertha.

—¿Bien...? ¿Bien, preguntas? ¡Es mucho más de lo que nunca me hubiera


atrevido a soñar! ¡Mil dólares...! Eso, muñeca, es toda una fortuna para mí.

—Puedo ofrecerte más, si decides entregarme tu fidelidad. Podemos ser


socios en esto... ¿Sabes qué beneficios me produce el «1800 Saloon» cada
mes? —vio la negativa del mestizo y susurró, poniendo sus labios al roce
con los de él—: Diez mil dólares... Tengo varios tahúres que hacen trampas
para mí, de las cuales, yo me llevo un sesenta por ciento. ¿Sabes lo que eso
significaría para ti, además de mi amor y mi cuerpo? Cinco mil
mensuales...

«Recuerdo» González parpadeó, esforzándose por aceptar aquello como


una realidad. Le parecía imposible que un fugitivo muerto de hambre como
él, que lo máximo que había visto juntos en sus manos eran doscientos
dólares, de pronto, en un abrir y cerrar de ojos, se encontrara con mil al mes
y la posibilidad de ganar cinco.

El rancho y su oferta a Elizabeth podían ser toda una certeza en mucho


menos tiempo del esperado.
Receloso y precavido no obstante, preguntó:

—¿Por qué razón habrías de ser tan generosa conmigo, Hertha?

—¿Eres ciego, acaso...? Porque en un segundo me he enamorado locamente


de ti. Con una pasión que jamás hubiese creído que pudiera encenderme a
mí. Es un fuego el que has encendido dentro de mi alma que ni en un
millón de años serás capaz, tú mismo, de apagar.

—¿Y si vuelve él?

—¿El...? ¿Te refieres a Dyan Ford?

—¿Se llama así?

—¡Oh, por favor, deja de jugar con las palabras! Se llama Dyan Ford. Pero
no volverá nunca, nunca. Una enfermedad se lo llevó lejos cuando supo que
ya no podía ser el hombre... El hombre que una mujer como yo necesita a
su lado: TU. Tú sí eres ese hombre. Y quiero... —lo besó con brutal

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desesperación—, que vuelvas a demostrármelo. Ahora. AHORA...

***
Hertha apagó el cigarrillo mirando con fijeza, arrobo, veneración, el cuerpo
bello y bestial, agreste, de aquel animal mitológico, que parecía surgir de
un mar erótico de excitantes playas y contornos.

—Supongo que no tienes dinero, ¿verdad? —«Recuerdo» se estaba


vistiendo.

—Un dólar, creo.

—Te anticiparé el sueldo de un mes...

—Gracias.

—¡Por favor, no hables así! Como si le agradecieras a tu jefe...


—¿No eres acaso mi jefa? —preguntó, sonriente, mientras ceñía el
cinturón-canana por dentro de las presillas del ajustado pantalón.

—¡No! Y lo sabes.

Hertha Newman había recogido su cabello dorado con una cinta, en la


nuca, y lucía una bata blanca de seda transparente que evidenciaba la
rotundidad de sus formas.

—Cuando bajemos te presentaré a los hombres de quiénes tú, sí serás el


jefe.

«Recuerdo» González la miró, parpadeando con sorpresa.


—¿Hombres..? ¿De qué estás hablando, mujer?

—James Hossein, Vernon Priest y Michael Cassidy. Los contrató hace


mucho tiempo Dyan y después de la marcha de éste, me siguieron siendo
fieles. Pensé que debía conservarlos, que los necesitaba...

—¿Podías haber contratado otros, no?

Rechazó ella con un contundente ademán.


—¿Por qué? Ellos habían demostrado ser eficientes y cumplidores.

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—¡Ya! ¿Entonces, dónde estaban cuando el tal Joe me ha provocado? El y


sus compañeros podían haber acabado conmigo, ¿no?
—Sí, sí, es cierto. Pero... —se apartó de la ventana para ponerse delante del
mestizo—. Compréndelo, «Recuerdo»... Ya sabes lo que ocurre con
vosotros los mexicanos:..

Chispearon peligrosamente las verdes pupilas de fulgor tan salvaje como la


misma belleza de su singular propietario.
—¿Y pretendes que ahora me acepten como su jefe y como el amante de la
patrona? —preguntó, mostrando sus dientes blancos y fuertes en fiera
sonrisa. Para exclamar, desdeñoso—: ¡Estás loca, Hertha! ¡Rematadamente
loca! Lo siento, muñeca. Creo que no puede haber trato.

A otro cualquiera, por aquello, por mucho menos de aquello, Hertha


Newman lo hubiera mandado matar. Pero «Recuerdo» la absorbía de tal
modo, la anulaba de tal forma, que el hecho de que se permitiese
despreciarla, en vez de enfurecerla, la sometía a él todavía más, lo
agrandaba delante de sus ojos en importancia y poder, lo hacía más
irresistible, deseado.

—¡Los despediré ahora mismo!


—Es inútil. Volverían por mí.

—Contrataremos todos los gunman que tú quieras para proteger tu vida.

«Recuerdo» era consciente de hasta donde podía jugar con los sentimientos
de aquella hembra vehemente, apasionada, que se sabía ya en los inicios de
su declive sensual y que trataba de aferrarse con desespero a lo que para
ella significaba apropiarse de un hombre como él. Y era consecuente con
sus propias necesidades, con el dinero que necesitaba para hacer realidad el
sueño de aquel rancho con el qué pensaba presentarse ante Elizabeth a la
hora de pedirle que compartiera en su compañía el resto de la vida.

Por eso, cedió un ápice, murmurando:

—Está bien... Pero al menor síntoma de rebeldía, los despacharé. ¿De


acuerdo?
Lo besó con un prolongado suspiro de satisfacción y felicidad.

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—A partir de ahora, tanto en mi propia vida como en el «1800 Saloon», las


cosas se harán como tú digas, «Recuerdo».
—De acuerdo, preciosa. Esa será la mejor garantía que puedas tener de
mí... ¿amor?

—Yo, sabré hacer que me ames con el tiempo. Que ninguna mujer en el
mundo se te antoje mejor que yo.
—Para convencerme de eso no necesitas ningún, tiempo, Hertha. Ya estoy
convencido de ello en este mismo momento...

Fue él, ahora, quien sepultó los suyos en los labios de la hembra.

8
Conforme las atenciones de «Recuerdo» González con su patrona fueron
prodigándose, acentuándose, tomando un cariz de entrega e intimidad muy
superior al que en principio había imaginado conseguir Hertha de aquel
hombre que la enloquecía, la dueña del «1800 Saloon» llevó sus
concesiones hasta extremos insospechados.

Extremos, que sorprendieron al propio mexicano.

Cumplido el primer mes de estancia en San Antonio al lado de aquel volcán


rubio que nunca veía saciada su efervescente voluptuosidad, «Recuerdo»
disponía de siete mil dólares en efectivo viendo muy cerca, al alcance de k
mano, la posibilidad de triplicar aquella cantidad en mucho menos tiempo
del esperado.

Pensó, pues, que el momento de que Johnny Monroe le escribiera una carta
a Elizabeth Moore, había llegado.

Aquella mañana y tras decirle a Hertha que necesitaba un par de días libres
para distraerse, montó su caballo para cabalgar como una exhalación hasta
la vecina localidad de Según City, alquilando una habitación en el
«Mountain Hotel's», donde se inscribió con el nombre, precisamente, de
Johnny Monroe.

Se encerró en el cuarto que le había sido asignado luego de solicitar que le


trajesen recado de escribir.

Redactó una carta dirigida a Elizabeth en la que, primero, le pedía perdón

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por su largo silencio, asegurándole después que su suerte, aciaga y adversa


durante aquellos dos largos años había dado un vuelco radical,
espectacular, en los últimos días; le garantizaba que en un par de meses
más iba a convertirse en un hombre importante y respetado, capaz de
ofrecerle a ella, amén de su amor, un brillante porvenir.
Le pedía finalmente que, transcurridos sesenta días, se dirigiera al
«Mountain Hotel's» de Seguin City, hospedándose allí y preguntando por el
señor Monroe.

Escribió una segunda carta. De la que era destinataria, Beatriz González, en


Nueva Rosita, México. Empezaba también pidiéndole perdón para decirle
luego que, a los mil dólares que ahora le enviaba, iban a seguir otros,
muchos, que le permitirían vivir con la dignidad de que hasta entonces no
disfrutara. Le decía que a no tardar mucho iba a casarse con Elizabeth y
que, cuando tuvieran el hermoso rancho que ambicionaba, irían a buscarla
para que pasase junto a ellos y los nietos que vendrían, el resto de su
existencia.

Tras llevar ambas misivas a la oficina de correos, «Recuerdo» se sintió más


feliz y satisfecho que nunca. Regresó al hotel para descansar plácidamente
aquella noche y, a la madrugada siguiente, emprendió viaje de regreso a
San Antonio.

—¿Dónde has estado estos dos días, «Recuerdo»?

La miró con superioridad pero sin talante despectivo.

—¿Celosa?

Hizo ella un gesto elocuente.

—¡Oh, cariño! ¡Bien sabes que sí! Cuando estás un minuto lejos de mi lado
ya me pregunto la razón... Me ha sorprendido mucho que me pidieras esos
dos días libres. ¿Por qué?

El mexicano acarició los dorados, sueltos y chispeantes cabellos de la


hembra, jugueteando con ellos enredados entre los dedos de su mano
diestra.

-Que te ame no te da derecho a comportarte así, Hertha. A comprometer mi


intimidad con tus absurdos celos. Tenía que hacer algo, y lo he hecho. Es
todo.

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—Vamos a tener problemas, «Recuerdo» —soltó ella de repente.

Al mestizo le causó la sensación de que Hertha sentíase feliz al hacerle


partícipe de aquella circunstancia.

Se alejó un par de pasos para mirarla desde una perspectiva más lejana.
—¿Por qué?

—Dyan Ford.
—¿Qué pasa con él?

—Vuelve a San Antonio.

Se hizo un espeso silencio en la estancia. González paseó por ella dando


giros y vueltas lo mismo que una fiera enjaulada.
Se detuvo, de repente, encarándose con Hertha. La miraba furiosamente.
Rabiosamente.
—Me dijiste que no volvería.

—Porque así lo pensaba, cariño. Y lo seguía pensando hasta ayer, hasta que
recibí su carta...

—¿Dónde estaba Ford? —inquirió con acritud—. ¿Quieres contarme la


verdad de una vez por todas?

Hertha Newman, incapaz de sostener la fiera mirada de aquellos ojos


verdes que desnudaban su pensamiento, su alma, inclinó los suyos, al
tiempo que murmuraba:

—En un sanatorio de Amarillo.


Arqueó las cejas con evidente sorpresa. Repitiendo, como si no diera
crédito a lo que acababa de oír:

—¿Sanatorio...? ¿Y qué hacía Dyan Ford en un sanatorio?

—Reponerse de una grave enfermedad. Una dolencia terrible que


afectaba... que afecta aún, supongo, a sus pulmones. Creo que la llaman
tuberculosis. Un periódico de Dallas hablaba no hace mucho tiempo de los,
descubrimientos realizados por un sabio alemán en la búsqueda de un

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antídoto contra esa enfermedad.

—Eso no me interesa —rechazó «Recuerdo» con hosco ademán.


Inquiriendo—: ¿Qué te dice Dyan en su carta?

—Que regresa a San Antonio.


—¿Por qué? ¡Maldita sea su estampa! . —Dyan no es un hombre que pueda
sujetarse a las características especiales y de disciplina de un sanatorio. Me
extraña que haya podido pasar tres largos años en él... Me confiesa que
prefiere vivir menos tiempo, pero comprobando que su corazón sigue
latiendo.

—Eso significa que continúa queriéndote, ¿no?

Hertha tragó saliva antes de confesar:

—Eso me dice en la carta —apresurándose a exclamar, vehemente—: ¡Pero


ya no es nada para mí! ¡Nada! Sólo una sombra del pasado. Entre los años
y esa enfermedad, camina hacia su fin a pasos agigantados. Pero él no
quiere darse cuenta. Pretende apurar sus últimos días viviendo de
recuerdos... ¡Oh, sigo sintiendo un escalofrío cuando pronuncio esta
palabra! Soy incapaz de desligarla de ti.
—Dices que él es el pasado, que un día fue algo para ti. ¿Cómo
reaccionarás cuando vuelvas a verle delante tuyo?
—Creo que sentiré lástima por él.

—¿Lástima? —repitió, sarcástico, el mexicano—. ¿No es ése el camino por


el que se regresa al amor?

—¡Basta ya, «Recuerdo»! —Hertha, agresiva por vez primera frente al


mestizo, se alzó de un, brinco en la butaca. Luego, tratando de calmarse,
suspiró—: No seas niño, por favor... Tú, eres el presente, la realidad. Y
necesito tenerte junto a mí para siempre.

Hertha Newman onduló su cuerpo lo mismo que una serpiente rebosante de


lujuria para acercarse al muchacho, sonriendo con astucia femenina. Sus
manos blancas, tersas y delgadas, se posaron en el abrupto torso femenino
iniciando un dulce cosquilleo.

—¿De qué pretendes convencerme, mujer?

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Se aupó sobre la puntera de sus zapatitos de charol para besar la boca de


«Recuerdo». Preguntando luego, a su vez:
—¿Es que necesito convencerte de algo? —tras una pausa en la que
vanamente aguardó la respuesta de él, dijo, despacio—: Escúchame, amor.
Escúchame con atención. Dyan Ford es un hombre acabado que pelea
desesperadamente desde hace tiempo por sobrevivir. Sus hombres le siguen
respetando, se dejarían matar por él, y eso le proporciona la poca seguridad
de que dispone. Pero es absurdo. Pienso que es consciente de su derrota.
Tú, «Recuerdo», eres joven. Lleno de vida. Con enormes ganas de luchar.
Me ayudarás y ambos construiremos un reino para los dos con los
beneficios del «1800 Saloon». Te encargarás de todo, vida mía. Serás el
amo... El único. Yo estoy un poco hastiada de todo esto y sólo deseo vivir
para un hombre, para el hombre que conduzca esta nave con mano
enérgica, para ti, Walter «Recuerdo» González... Para ti solamente.
Únicamente. Dyan Ford no puede convertirse ahora en un obstáculo. No lo
será...

«Recuerdo» González notó los labios suaves de la mujer recorriendo sus


mejillas, su boca, pretendiendo embriagarle, lo cual conseguiría como otras
muchas veces porque él, en el fondo, la deseaba. La tersura de su piel
penetraba hasta sus entrañas filtrándose por su cuerpo, por sus músculos, lo
mismo que un brebaje misterioso. Que una pócima enloquecedora.

En momentos como aquél, buscar con el pensamiento la imagen de


Elizabeth, le resultaba por completo, imposible.

—Ámame, «Recuerdo». Mucho...Como sólo tú sabes amarme.

9
Murray Skerrit vestía camisa y pantalones, negros, y encima, una pelliza
color tabaco. Montaba un bayo vigoroso, fuerte de remos y cuello
arqueado, que iba al paso con elegancia, suntuoso, haciendo en cada
movimiento derroche de arrogante potencia.

Las primeras casas de San Antonio le salieron al encuentro entre recortes


de brumas rojizas y chispazos de alborada, todo ello al amparo de una brisa
suave, acariciante.
El pistolero detuvo su montura a la entrada de la ciudad y observó en torno
suyo con detenimiento mientras trataba de respirar con fuerza,

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rotundamente, aquel aire que durante un tiempo había pensado no insuflaría


jamás sus pulmones.
Quieto, erguido como una estatua en lo alto del bayo, daba la sensación de
estar analizando escrupulosamente cada detalle, abarcando el mundo que le
rodeaba de una simple ojeada, asegurándose, quizá, de que todo seguía
igual, de que nada había cambiado.

Una tosecilla espasmódica le acometió de repente, haciendo que se


estremeciera en dolorosas convulsiones. Pasado aquel acceso, taconeó los
flancos de su caballo para proseguir el avance con lentitud, advirtiendo
sobre las casas y el polvo, los primeros rayos de sol descompuesto.
Tosió de nuevo.

El rostro del pistolero estaba mucho más pálido que antaño y se reflejaban
en sus facciones las huellas implacables de la enfermedad que poco a poco
estaba acabando con él. El acero de sus ojos se apagaba por instantes
mostrándose mortecino, cansado. Y los labios rojizos confirmaban la
presencia de aquel mal implacable, definitivo.

Skerrit desmontó a unas diez yardas del «1800 Saloon», amarrando las
riendas en un porche vecino con ademán hábil y maquinal. Secó luego el
sudor de sus manos en las perneras de los pantalones y estuvo quieto,
mirando hacia la entrada del local, sin apenas pestañear.
Siguió así, quieto, erguido como un silencio más, observando la soledad de
la calle, la calzada polvorienta, los destellos que provenían tímidos aún, de
un sol imberbe qué acababa de nacer.

Vio al tipo que estaba restregándose los ojos, fruiciosa y furiosamente a la


entrada del saloon, en desesperado afán de librarse de las legañas.

—¡Cassidy!

El pistolero que ahora servía a las órdenes de «Recuerdo González,


parpadeó. Los vestigios de sueño y las legañas incluso, se esfumaron como
por arte de magia.

—¡Dyan...! ¡Por todos los diablos del infierno! ¡Pero...! ¿De veras eras tú?
Corrió a abrazarle.

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—¿Y Hertha?

Michael Cassidy, separándose un par de pasos de su jefe, tragó salival


Bajando la cabeza, dijo:

—Muchas cosas han cambiado aquí durante el tiempo que ha durado tu


ausencia, Dyan.

—¿Como cuáles? —quiso saber el pistolero.

Cassidy volvió a limpiarse los ojos con torpeza aunque, lo que pretendía en
realidad, era hurtarse a la escrutadora mirada del otro.
—Hertha... por ejemplo.

Murray Skerrit, que desde hacía veintidós años y luego de abandonar


definitivamente un pueblecito de México llamado Nueva Rosita, había
cambiado su nombre por el de Dyan Ford, tenso y excitado a la vez, tosió
convulsivamente.

Luego:

—Habla claro, Cassidy.


Lo hizo.

—¿«Recuerdo»...? Qué extraño.


—Así le llaman. ¿Acaso le conoces?

—No —negó el pistolero con un movimiento de cabeza—. Jamás hasta


ahora había oído ese nombre.

—Es un estúpido presuntuoso que se ufana de su atractivo con las mujeres.


Realmente es un tipo impresionante. Ella... Hertha está loquita perdida por
él. Me gustará ver cómo le das una lección, jefe.

—¿Dónde está ese tipo ahora?


Michael Cassidy carraspeó, y:

—En la habitación de Hertha.


Los ojos acerados de Murray Skerrit se tiñeron de sangre.

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—Vamos adentro.

—«Recuerdo» suele bajar cada mañana sobre las siete, Dyan —comentó el
otro pistolero, mientras ambos caminaban, seguidos por el eco de sus
tacones, en el interior del desierto saloon. Preguntó, de repente,
volviéndose hacia su jefe—: ¿O prefieres que vaya a llamarle?

—No. Esperaré... No tengo prisa. Dispongo de todo el tiempo del mundo.


Sírveme un whisky.
Cassidy, pasando al otro lado de la ahora vacía barra, preguntó con legítimo
asombro:

—¿Puedes beber?

—Tu no te preocupes de eso y trae una botella.


Eran las siete en punto de Ja mañana cuando «Recuerdo» González, igual
que cada día, apareció en lo alto de la escalera, procedente de los aposentos
de Hertha, para bajar los peldaños alfombrados y dirigirse a la planta baja y
sala de juego y bebidas del «1800 Saloon».

Se sorprendió cuando al llegar abajo sus ojos verdes tropezaron con la


erguida silueta de aquel desconocido que lo escrutaba ominosamente.

—¿Quién es usted, amigo? ¿Qué hace aquí dentro?


—He venido a recuperar todo lo que es mío... ¿«Recuerdo»?

—¿Dyan Ford...?

Le vio asentir lenta, despaciosamente. Diciendo tras un largo minuto de


silencio:
—Lo tuyo y lo mío está muy claro, muchacho. Monta tu caballo y
desaparece para siempre de San Antonio.

«Recuerdo» González sonrió fríamente?

—Estás viejo y enfermo, Dyan Ford. Acabado... Eres tú quien ha de


largarse de aquí. Hazlo antes de que te mate.
El mestizo tenía ahora las pupilas entornadas como si quisiera protegerse de
un sol que aún no alcanzaba hasta allí. Seguía sonriendo, a la vez, con el

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cinismo de un pistolero. Con desprecio. Con seguridad.

No hablaron más porque ambos, posiblemente, sabían que entre ellos


sobraban las palabras.

Tenían que ventilarse aquel imperio y a su propietaria. Hertha Newman...


Una mujer por la que bien valía pelear.

Morir.

Matar.

Los dos fueron centrándose con relación a la geometría de la sala,


midiéndose con la mirada, evolucionando de forma lenta pero dándose
siempre la cara, quedando en todo momento frente a frente.

Semblantes tensos y pálidos ahora. Envueltas las facciones en una máscara


de singular hieratismo que ocultaba cualquier emoción.

Murray. Skerrit actuó primero. Fugaz y decidido. Veloz como siempre.


Como nunca, quizá. Una ligera contorsión de muñeca le permitió
desenfundar con pasmosa, centelleante rapidez, lo mismo que en los viejos
tiempos. Coordinando a la vez los movimientos, ladeándose hacia la
derecha para facilitar su mortífera acción.

Llameó el «Colt».
Una, dos veces.

«Recuerdo» González tan siquiera había cambiado de postura. La diestra


bajó en busca del «Colt-Walker» calibre 44, con rapidez, tirando de la
culata de su revólver, empuñándolo con mano levemente trémula. Hubo un
relámpago ebúrneo y las cachas de cedro con las iniciales M. S., salieron a
relucir deslucidas por el seco apretujón de la palma opresora.

Habían sonado, muy a lo lejos creyó el mestizo, dos disparos.

«Recuerdo» González sintió el primer aguijonazo en mitad del hombro


derecho. Dio media vuelta sobre sí justo cuando la segunda mordedura se
producía en el pecho, destrozándole la carne, produciendo dentro de ella un
ardor indecible, alojándose muy despacio, dentro del corazón,
horadándolo...

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Abrió mucho, con estupefacción casi sonora sus grandes pupilas verde
albahaca, luego de trastabillar con torpeza, dio dos, tres pasos grotescos,
vaciló... Un tercer proyectil le estrelló contra el mostrador, rebotando, para
estamparse después de bruces sobre la madera.

El revólver salió despedido de su mano resbalando sobre las pulidas tablas,


enceradas, yendo a detenerse muy cerca de los pies del pistolero. De
Murray Skerrit. Bajó hacia el arma sus ojos mortecinos y...

¡Aquel revólver...!

Murray Skerrit, sintiendo dentro de sí un pánico indescriptible, abrió la


boca, los ojos desmesuradamente. Inclinándose a renglón seguido como un
muñeco, igual que un pelele sin voluntad, para recoger el revólver con
perplejidad y estupefacción pintados en su semblante.

Aquellas cachas de cedro... Las iniciales grabadas, M. S.

MURRAY SKERRIT.

—¡Oh, Dios mío, no! «Recuerdo»... Le llamaban «Recuerdo».

«Vivo de recuerdos. De tus recuerdos. De nuestros recuerdos...» —había


dicho un día, veintidós años atrás, Beatriz González.

«Recuerdo» González.
SU HIJO...

Michael Cassidy salió en aquel momento del oscuro escondrijo desde el


que había presenciado la pelea, gritando:

—¡Bravo, Dyan! ¡Estás como en los mejores tiempos! Ahora Hertha ya no


tendrá la menor duda de quién es su hombre.

Se acercó para golpear la espalda del pistolero.

—¡Eh...! ¿Qué pasa, Dyan? ¿Algo va mal?

De rodillas en tierra, inmóvil, sin pestañear, apenas moviendo los labios en


quedo bisbiseo, susurró:
—Mal...Muy mal, Cassidy. Acabo de matar a mi hijo.

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IRONÍAS DE PISTOLERO — FRANK CAUDETT Página 54 de 56

***
Todo olía muerte...
Murray Skerrit pasó la frontera cuatro días después de haber dado muerte a
su hijo.
Su rostro polvoriento y firme, pálido, demacrado y cubierto por hirsuta
barba, parecía la imagen misma de la desolación. Había rehuido en su larga
y fatídica cabalgada los contactos con la gente, refugiándose en los
senderos ásperos e inhóspitos que se alejaban de los lugares habitados,
acortando por entre cañadas y veredas, sintiendo en su carne el pinchazo de
espinos agrestes que se criaban entre una flora yerma, dolor apenas
perceptible, comparable, con aquel que cruzaba su corazón,
ensangretándolo.

Era una ironía, sí.


Una terrible ironía de pistolero conocer al hijo después de matarlo.

Todo apestaba a muerte, sí.

La tos convulsiva, una vez más, que lo sacudió con despiadados estertores.

Alzó la cabeza, irguiéndose con desafío a sí mismo, para otear el páramo


desierto.

Igual. Todo igual. Allí no podía cambiar nada.


El golpetazo interminable y árido del desierto, la casa enjalbegada, las rejas
sinuosas serpenteando entre sí, el silencio...

La vio tan rígida como una cruz arriba de su sepultura.

Inmóvil ante la puerta de la casa.

Envejecida. Triste. Vestida enteramente de negro.

La mujer abatida por los sufrimientos y la zozobra, las esperas


interminables, los recuerdos que ya no sabían a riada, el abandono, la
indigencia... se estremeció al reconocer al jinete en la lejanía.

Sus labios ajados, descoloridos ya, con sabor a abandono y muerte,


musitaron:

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IRONÍAS DE PISTOLERO — FRANK CAUDETT Página 55 de 56

—Murray... Murray... ¿Eres tú de verdad?


Era él, sí.

Deteniéndose ya delante de la casa. Descabalgando con la fatiga de un


muerto para desatar el cuerpo inerte de «Recuerdo» González; tendiéndolo
en tierra.

—Tu hijo, mujer.

Ella., petrificada, recorrió la figura del pistolero como no dando crédito a lo


que veía, a lo que estaba intuyendo. Sobreponiéndose al desgarro fatal que
apretaba dolorosamente su corazón, estalló:

—¡MURRAY!

El pistolero la miró sin luz en los ojos, sin aliento en el cuerpo, y después
bajó la mirada mientras confesaba:

—Lo maté en San Antonio. Hace cuatro días.


Beatriz González caminó sin voluntad, vacía la mirada, loca de dolor, hacia
el bulto inmóvil para arrodillarse delante de él.
—Hijo...

Ni una sola lágrima brotaba de sus pupilas.


Ni un quejido.

Ni una sola exclamación de amargura.

No podía llorar porque se había pasado la vida derramando lágrimas y no le


quedaba, para aquella trágica ocasión, ni una de sola.
Oyó los pasos del hombre alejándose en pos de su caballo y no tuvo valor,
fuerzas, para alzar la cabeza y mirarle.

Murray Skerrit se desprendió de su cinturón canana dejándolo caer sobre el


polvo del desierto, con a pagado, seco golpetazo.

De repente se puso a toser bronca, espasmódicamente. Una bocanada de


sangre escapó de sus labios entreabiertos. Poco a poco, muy despacio,
empezó a doblarse, a caer...

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IRONÍAS DE PISTOLERO — FRANK CAUDETT Página 56 de 56

FIN

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