No Habra Retirada A Rolcest
No Habra Retirada A Rolcest
No Habra Retirada A Rolcest
ROLCEST
¡NO HABRA RETIRADA!...
Reconoció a distancia a los que aguardaban en el jardín: dos pistoleros de Max Baker. Dos de
los que la noche del jaleo en un “saloon” de Howland se destacaron por las burlas no ya sólo contra
el personal que trabajaba en “Las Arcadas”, sino contra su dueña. Harry se la tenía jurada, pues
aquella noche, cuando las mesas fueron por el aire y las botellas se convirtieron en proyectiles, los
dos pistoleros se escabulleron.
Ahora los tenía en el jardín, frente a la casa de Enid, junto a tres caballos. La idea de que fuese el
propio Max Baker quien estuviese dentro de la casa llevó a Harry a dar un pequeño rodeo para no
entrar en el edificio por la puerta principal.
Los dos pistoleros no debieron de reconocerle con aquel elegante atuendo. Le vieron pasar a
cierta distancia, y fue la bella estampa del caballo alazán y la repujada silla lo que atrajo su atención.
En el jinete apenas se fijaron.
Harry entró por la cocina. El ama de llaves, Bridie, estaba hablando con la cocinera.
—Trabajo en el “Peñascal”. El ama me ha citado aquí.
Bridie estaba presente cuando Burr lo contrató. Durante aquellos días se había hablado mucho
del “alocado e impetuoso vaquero”. Le reconoció en seguida, poniendo cara de espanto:
—¡Dios mío! ¡Menos mal que ha entrado usted por aquí!
—Sí, claro. Me he dado cuenta que había “visita”. ¿Max Baker en persona?
—No. Su abogado, ese señor Bitner. Muy meloso él, pero traicionero. El pobre señor Jessup
hace ya media hora que lo está soportando.
—¿No puede decirme de qué están tratando?
—¡Y lo pregunta usted! Sobre lo de la otra noche. Ya sabíamos todos que Max Baker
aprovecharía la ocasión para venir con reclamaciones tan pronto regresase la señorita. Ese hombre
hace tiempo que persigue hundir esta casa.
—Conque sobre el jaleíto de la otra noche,.. Entonces, debo tomar parte en la conversación. ¿Me
acompaña a la habitación donde están reunidos?
—¡Oh, no! ¡Qué locura!
Harry sonreía de forma dulce y simpática.
—Acompáñeme, por favor.
Y Bridie, sin cesar un momento en sus exclamaciones, llevó a Harry a la sala de la planta baja
donde Ronald Jessup, el administrador de Enid, soportaba el aluvión de quejas y amenazas de
Reuben Bitner, el abogado de Max Baker.
El abogado era un individuo largo y tieso, de prominente nuez. Al hablar, movía las manos
trazando círculos en el aire.
—Hasta ahora, el señor Baker, por delicadeza y por espíritu de buena vecindad, ha hecho caso
omiso de muchos “errores”... digamos “errores” —recalcó más la palabra—, en la demarcación de
este rancho.
—Señor Bitner —le interrumpió Ronald Jessup, metiéndose un dedo en el cuello duro—,
permítame que dude respecto a eses errores. Este rancho tiene ya casi medio siglo de existencia.
—¿Y qué quiere decir con eso, señor Jessup? Usted no debe ignorar cómo se actuaba en los
tiempos antiguos. El abuelo de la señorita Cowan no se andaba con remilgos cuando deseaba
determinado trozo de tierra. El señor Baker está en condiciones de poder demostrar que varios
centenares de acres de la parte sur de este rancho le pertenecen. Pero el señor Baker ha tenido
siempre el buen tacto de no plantear esa cuestión a la señorita Cowan, por espíritu de buena
vecindad... y porque se trataba de una dama.
Al oír esto, Ronald Jessup hizo una reverencia.
—En nombre de la señorita Cowan, muy agradecido. Y sin embargo, mi querido señor Bitner, la
señorita Cowan no hubiera perdido nada cediendo muchas millas de tierra de esa parte del rancho.
Es la más difícil de controlar, señor Bitner. Por ese lado es por donde se nos va el ganado.
Reuben Bitner creyó conveniente envarar más la figura, por aquello de que no tenía la conciencia
limpia.
—¿Qué quiere usted decir con que por allí se les va el ganado?
—Pues eso: que siempre que echamos de menos un determinado número de reses... se encuentran
huellas por aquella parte. ¿Y ha tenido usted noticia alguna vez de que la señorita Cowan se quejara?
Hay que reconocer que eso también es “tacto” y espíritu de buena vecindad.
—¡Señor Jessup! ¡Sus palabras parecen encerrar una velada acusación!
—Oh, no, mi querido señor Bitner. Si la señorita Cowan, que es la interesada, no dice nada, ¿por
qué iba a hablar yo?
—¡Bien! Daré cuenta de esto al señor Baker. Pero pasemos a lo que me ha traído aquí. El señor
Baker desea una entrevista con la señorita Cowan. Ya sabe usted las condiciones en que deberá
desarrollarse esa entrevista: todos los individuos que tomaron parte en la provocación de la otra
noche deberán ser entregados al señor Baker.
—¿Y para qué los querrá su patrón, me pregunto yo, señor Bitner?
—Eso es cuenta del señor Baker.
—Quizá también me importe a mí, como parte interesada —dijo Harry, recostado contra una
jamba de la puerta que daba a las habitaciones interiores.
Los dos se volvieron. En el primer momento, el administrador no le reconoció. Y el abogado no
lo había visto nunca.
—Soy Har —explicó Harry.
—¡Diablo, no! —saltó el vejete Jessup.
—¿Por qué no? La señorita Cowan ha venido al "Peñascal” y me ha dicho: “Espéreme en casa.
Tenemos mucho que hablar”. Y aquí estoy. Pero me ha parecido que este señor hacía referencia a
algo que ocurrió la otra noche en el pueblo. Un chusco suceso, en el que el señor Baker dejó todo, su
partida de “poker” y la amiguita que tenía sentada a su derecha. Total, porque una botella pasó
rozándole la cabeza. ¿Qué viene a reclamar este señor? ¿Indemnización por los destrozos?
La burlona calma de Harry dio muchos ánimos al administrador. Había soportado a aquel
cargante más de media hora,
—No, Har. El señor Bitner ha venido a anunciar que el señor Baker desea que todos los que
tomaron parte en el tumulto pasen a depender de él.
—A todo esto ¿quién es este hombre? —preguntó el abogado.
—Yo se lo diré —manifestó Harry, sonriendo: —Media hora después que el jaleo terminara, su
patrón volvió al “saloon”, hinchando el pecho, despidiendo rayos con la mirada. Tenía la impresión
de que se había comportado como un cobarde y había que recuperar puntos. “¡Juro que al cabecilla
de esta revuelta lo sacaré de su rancho, arreándolo, como se arrea a un ternero remolón!” Pues bien,
ése soy yo. Y ahora, transmítale este recado a su patrón.
Antes de que Reuben Bitner tuviera la más remota idea de lo que Harry se proponía hacer, se vio
tomado por detrás y trasladado en volandas hacia la terraza. En el borde de la escalinata, lo soltó.
Lo soltó porque los dos pistoleros se encontraban al pie de la escalera, mirando estupefactos a
Bitner y a Harry. Al reconocerle, encogieron la figura, volcaron las manos sobre las pistoleras, pero
en ese momento se produjeron dos detonaciones.
Los plomos picaron el suelo, a dos pulgadas da donde los individuos tenían los pies.
—¡Quietecitos! ¿No? —dijo Harry, con mucha calma.
En cada mano tenía un “Colt”. Los pistoleros quedaron con las manos rozando las culatas, pero
sin decidirse a “sacar”, ni a apartar las manos.
—Volveros de espaldas y dejad caer las herramientas —aconsejó Harry.
Por todas partes acudían vaqueros. El abogado, un rostro enjuto de ojos hundidos, no hacía más
que mirar a Harry y al administrador, sobre todo a éste.
—¿Y usted aprueba... esto? —barbotó, fulminándole con las ojos.
El vejete se encogió de hombros.
—¡Qué importancia tiene que yo apruebe o no!
—¡Esto va a ser definitivo! —sentenció Reuben Bitner.
—No lo sabe usted bien —rió Harry—, Van a haber cosas más definitivas... —Al observar que
los dos pistoleros sólo habían obedecido volviéndose de espaldas, advirtió: —¡Dejad caer las
armas!
Rogó a uno de los vaqueros que trajera su caballo, que se encontraba en la parte posterior de la
casa. Todos observaban en silencio, muy intrigados por lo que pudiera ocurrir.
Así que los dos individuos dejaron en el suelo las armas, Harry enfundó las suyas. Situado al
lado del abogado, en el momento en que éste menos podía esperarla le puso una mano en el pecho, en
seguida la introdujo buscándole la sobaquera izquierda y extrajo un arma.
La tiró a donde estaban las otras, mientras comentaba, humorístico:
—No está bien para un hombre que dispone de una “ley” más temible. Vámonos.
Los dos pistoleros se desplomaron
Ya tenía el alazán al pie de la escalera. De un salto se colocó sobre la silla. De una bolsa de
cuero que colgaba de la grupa extrajo un látigo, que desenrolló, haciéndolo restallar con gran
dominio.
El abogado y los dos pistoleros le miraron aterrorizados. Mientras hacía restallar el látigo, el
caballo evolucionaba, acosando a los tres.
—¡En marcha! —ordenó.
Los tres se precipitaron hacia donde tenían las monturas. Harry soltó una alegre carcajada.
—¡El ganado va a pie! —Y mirando a los vaqueros—. Seguidnos con los caballos y las armas,
pero a distancia. Fuera del rancho se les entregará todo.
Y a pie, Reuben Bitner a la derecha de los dos pistoleros, los tres con la faz verde de rabia,
echaron por la avenida central hacia la salida de “Las Arcadas”.
Harry, a caballo, les seguía a corta distancia. De vez en cuando soltaba un restallido y los tres
apresuraban el paso. Pero nunca los tocó con el látigo. Parecía que le bastaba con hacerles salir tal
como Max Baker, el jefe de ellos, había jurado que sacaría a Harry.
Algo atrás venía un grupo de jinetes. Vaqueros de Enid, que traían los caballos y las armas de los
tres.
Todos parecían como atontados. Había terror y alegría en lo que estaba sucediendo. Habían sido
muchos meses de aguantar, de soportar toda clase de provocaciones fuera del rancho. Cualquiera que
perteneciese a “Las Arcadas” sabía que siempre que se encontrase en el pueblo en minoría con
respecto a la gente de Max Baker, tendría que hacer frente a alguna mortificante chacota y resignarse
a ella, porque el ama les tenía ordenado contemporizar.
En sentido transversal venían dos jinetes. Harry y los tres que iban a pie no los vieron, pero los
vaqueros que marchaban más atrás, sí. Y al reconocerles, los vaqueros se miraron todos con la
misma pregunta en los ojos: “¿Qué va a pasar ahora?”
Porque era Enid, con el capataz general, quienes se acercaban hacia la comitiva. Pero en vez de
acelerar la marcha para alcanzar a Harry, lo que hicieron fue aminorar el paso para agregarse al
grupo que formaban los vaqueros.
Esto ocurrió cuando los tres que iban a pie y Harry a caballo, cruzaban las lindes de “Las
Arcadas”. Aún continuaron un buen trayecto.
De pronto, Harry dijo:
—Ya basta. Ahora se os devolverán los caballos.
Y desmontó, volviéndose de cara a la comitiva. Enid y Burr ya se habían separado del grupo,
internándose en la arboleda que cubría una ladera, desde la que podían observar sin ser vistos.
Los vaqueros tenían orden de no decirle a Harry que el ama y el capataz general estaban
mirándole. Uno de los vaqueros se adelantó, llevando de las riendas los tres caballos. De una de las
sillas colgaban en racimo cinco revólveres.
Harry se hizo cargo de todo, advirtiéndole al vaquero, en voz muy baja:
—Retírate.
A los caballos, apenas desenganchar las armas, les dio unas palmadas en la grupa y las bestias se
esparcieron.
Los tres individuos miraban a Harry, el abogado con una expresión sardónica, los dos pistoleros
con el rostro encendido de ira.
Fue echando los revólveres uno por uno a un montículo de tierra blanda, cualquiera diría que
parodiando el juego de herraduras.
Quedaron las armas a corta distancia de donde se encontraban los individuos, detrás de ellos.
—Podéis tomarlas. Pero antes, oíd esto: los tres sois unos cerdos al secundar a vuestro patrón
para ventilar un pleito de taberna en un sitio de trabajo. Nuestra “ama" no quiere jaleos y por eso os
he sacado del rancho. Ahora ya es distinto. Si queréis ventilar algo conmigo, es el momento...
Los dos individuos se habían vuelto a mirar las armas. El abogado no: seguía quieto, sin dejar de
mirar a Harry, el gesto sardónico cada vez más acusado...
—...Y si consideráis que nada tenéis contra mí... temad las herramientas y seguid adelante.
Los dos pistoleros se encontraban ahora de espaldas, pero con las cabezas algo vueltas, uno de
cara al otro, seguramente transmitiéndose consignas con la mirada.
Harry no parecía advertirlo. Mientras hablaba, se entretenía en enrollar el látigo, que había
recogido del suelo.
Fue entonces cuando les asestó el primero y definitivo trallazo, al hacerles creer que se hallaba
distraído. Los dos individuos se inclinaron, para recoger las armas. Inclinados miraron hacia Harry.
Este iba formando un aro de cuero, con las dos manos ocupadas. Se volcaron sobre las armas,
irguiéndose al tiempo que se volvían.
Se encontraron entonces con que el aro de cuero se desplegaba en el aire, al ser soltado por
Harry. Las manos de éste habían bajado, retrocediendo, y en seguida se habían levantado,
avanzando...
El látigo no había tocado el suelo cuando se produjeron dos llamaradas. El humo pareció el
polvo que levantaba el látigo al azotar el aire.
Los dos pistoleros se desplomaron, uno con la frente partida, salpicando de sangre la cara de
Reuben Bitner.
Harry se guardó las armas y se inclinó sobre el látigo. Mientras lo enrollaba dijo:
—Queda claro que tenían algo contra mí. Yo también contra ellos, pero lo aplazaba para otra
ocasión. —Miró al abogado: —¿Qué? ¿Se marcha?
Reuben ya había perdido su gesto de burla. Estaba lívido. A la pregunta de Harry se estremeció.
Echó a correr hacia uno de los caballos.
—¡Espere, compadre! —le gritó Harry.
El abogado se detuvo. Se volvió, temblando:
—¿Qué quiere?
—Llévese... “eso” —indicaba a los dos cadáveres.
Tuvieron que ayudarle unos vaqueros. Cruzaron los dos muertos sobre los caballos y el abogado
de Max Baker se alejó con su fúnebre carga.
Todos los vaqueros se quedaron mirando a Harry, en espera de que él hablara.
—Bien. Vamos a esperar al ama —dijo, sin aludir para nada a lo que acababa de ocurrir.
Entró en el rancho. De entre unos árboles surgió Burr, el capataz general. Bordeando una ladera
se alejaba un jinete que Harry reconoció en seguida: era Enid, que marchaba a galope tendido hacia
la casa.
Burr se detuvo en un borde de la avenida, esperando que pasara Harry.
—¿Qué castigo me tienen preparado ahora: cien azotes? —preguntó, risueño.
—Aun no está decidido, Har —respondió escuetamente el capataz.
Al pie de la escalinata estaba el caballo de Enid.
La muchacha se hallaba en el vestíbulo, hablando con el administrador.
El viejo le refería, cargando las tintas, las amenazas que le había soltado el abogado. Enid
alentaba cada vez con más furia, la mirada echando chispas.
—¡Qué la demarcación del sur no es correcta! —gritó el joven—. Por no pleitear, ya le cedí los
prados altos de la divisoria. Por no discutir, estoy soportando que me robe ganado. ¿Qué busca ese
hombre?
—La guerra. Con su padre no se atrevió. Pero con usted confía en que todo será sencillo.
Afuera se oían caballos. Enid se asomó a la terraza. Delante del grupo iban el capataz general y
Harry.
—¡Burr! ¡Suba! —Y dirigiéndose a Harry—: “Usted” espere unos momentos.
Harry inclinó con mucha parsimonia la cabeza.
—Lo que usted mande, "señorita”.
Al levantar la cara se encontró con los ojos de ella. En la mirada de Enid había más asombro que
rencor.
Se metió en la casa, seguida del capataz general. Este le había dirigido una mirada de
reconvención a Harry, pidiéndole que no fuera a estropear la situación, cuando había motivos para
pensar que Enid estaba dando un brusco viraje.
Apenas entrar Burr en la casa se asomó a la terraza para indicar a los vaqueros que volviera cada
uno a su quehacer. Y mirando a Harry:
—Tú espera. Que se lleven tu caballo.
—¿Debo entender que no me despiden... todavía? —preguntó Harry, en voz lo bastante alta para
que desde dentro le oyeran.
Enid se estaba paseando por el vestíbulo, sin saber cómo resolver aquella situación. Al oír a
Harry se detuvo, giró, y mirando al administrador.
—¿Usted le oye? ¡Ese hombre se burlará siempre, siempre, aunque le cubra la tierra! —Levantó
las manos cerradas y amenazó el aire—. Todos ustedes esperan que yo lo despida, ¿verdad? —Burr
ya había entrado—. Esperan eso. El no sólo lo espera sino que lo desea. ¡Pues quedarán todos
chasqueados! ¡Burr! ¡Invente un cargo para ese hombre! Un cargo... digamos algo así como su
ayudante —enrojeció, ante la mirada estupefacta del capataz general y del administrador—. Sí.
Teniéndolo usted a su lado podrá atarlo corto, y si Max Baker viene a pedirnos cuentas por lo
ocurrido esta tarde, que dé él la cara. ¿Les parece bien?
Burr y el administrador se miraron. Algo muy significativo habían captado en la actitud de Enid.
—Usted dispense, señorita Cowan —respondió el capataz.
—Hágale pasar. Usted, Jessup, puede retirarse a su despacho... Luego iré a verle. Y usted, Burr,
informe al personal de los motivos que me han inducido a tomar esta decisión. ¿Lo hará?
Nunca la habían visto tan azorada.
—¡Cómo no, señorita! —exclamó Burr—. Y si me permite le diré...
Se calló, como arrepentido.
—¡Diga lo que iba a decir! —exigió Enid, con súbita dureza.
—Temo molestarla... pero creo que, dadas las circunstancias, es un acierto retener a ese
muchacho con nosotros. Sí. Max Baker nos estaba ya tirando de los bigotes.
—Si es o no un acierto, el tiempo lo dirá —cortó Enid, secamente.
E] administrador se marchó por una puerta, hacia su despacho, El capataz salió a la terraza. Al
poco entraba Harry.
La muchacha se hallaba de espaldas, en un extremo de la habitación, las manos apoyadas en un
respaldo de una silla.
Enid estaba ahora aún más confusa que momentos antes. No sabía qué actitud adoptar frente a
Harry. Su situación no podía ser más falsa.
Oyó los pasos firmes del hombre acercándose a ella y se volvió bruscamente.
—Voy a notificarte lo que he decidido.
—Lo he oído —la atajó Harry.
Quedaron mirándose. Ella cada vez estaba más seria.
—Tú no esperarías esto.
—Lo espero todo, querida. Que me mandes ahorcar... como que me sientes a tu mesa.
—Como ayudante del capataz general, te sentarás a mi mesa junto con Burr y el señor Jessup.
Veremos quién se sale de su papel, si tú o yo.
—Siempre que estemos ante testigos, para mi serás el “ama”... o la señorita Cowan. Eso no
implica para que, en un caso como el de ahora.
Ni ella lo esperaba, ni hubiera tampoco podido evitarlo. Harry, o era un hombre que intuía el
segundo propicio para tomarla desprevenida, o ejercía sobre ella un irresistible influjo que la dejaba
sin fuerzas cuantas veces se proponía acariciarla.
Durante unos segundos la tuvo estrechamente abrazada, besándola en la boca, sin dejarla
respirar. Al soltarla, ella retrocedió y en su rostro había verdadera furia, pero contra sí misma.
—No lo tomes a mal, querida. Quería darte las gracias —dijo Harry, sonriendo.
Y sin esperar más, salió. Ella siguió unos momentos inmóvil. Maquinalmente fue volviéndose. Su
rostro iba suavizándose. Entornó los ojos. De pronto se irguió, ahogando un grito. Miraba hacia una
puerta abierta.
—¿Qué hace usted ahí? —preguntó, ronca.
El vejete Ronald Jessup tenía un montón de papeles en las manos. Llevaba los lentes puestos.
Con ellos no veía a tres pasos.
—Quería consultarle estas cuentas.
—¿Desde cuándo está usted ahí?
Jessup se quitó los lentes.
—¿Cómo dice?
Enid empezó a pasearse.
—¡Llame a Burr! —dijo, tras un silencio.
—En seguida.
Minutos después, aparecía el administrador con el capataz general.
—Ya les he dicho a los muchachos... —empezó el capataz.
—¡Cállese! —le cortó Enid. Con expresión sarcástica, fue mirando a uno y otro—. Ya han
cambiado impresiones, ¿no es eso? ¡Han sorprendido al vaquero díscolo besando al ama!
Era indudable que había hablado de ello, porque los dos hombres enrojecieron, abrumados.
—¡Continúen sus comentarios! —prosiguió Enid, bajando cada vez más el tono, mostrándose por
momentos más tranquila—. ¡Hagan suposiciones más o menos intencionadas de por qué yo no mando
que apaleen a ese insolente! —De pronto se echó a reír. Una risa que al principio pareció de nervios
y que poco a poco fue de verdadera alegría, o por lo menos de tranquilidad— Burr, señor Jessup...
Son ustedes mis dos únicos amigos. En nombre de esa amistad voy a pedirles... que lo que yo voy
ahora a decir lo olviden en seguida o, por lo menos, que no lo den a entender a nadie... y menos aún a
Harry.
—¿A Harry? —inquirió el administrador.
—Sí. A Harry Huskey. Creo que le hablé de él antes de marcharme...
—Sí. Me habló mucho de él —contestó el administrador.
—Le dije que iba a ser mi marido... pero ya entonces hacía meses que nos habíamos casado.
Reñimos el primer día... En estos meses yo he pensado que quizá la culpa estuviera en mí y me
marché dispuesta a reconciliarme... —De nuevo se echó a reír—. ¿Saben qué ha ocurrido en estas
semanas en que he estado ausente? Me he desesperado trasladándome de una ciudad a otra,
mordiéndome los puños de rabia... “Mi marido" me hacía ir de un lado para otro, sin aparecer.
Mientras tanto, él estaba aquí promoviendo altercados, contestando a las provocaciones de Max
Baker.
—¡Válgame el diablo! —exclamó el capataz, el semblante demudado—. ¡Y yo castigándola a
limpiar cuadras!
Enid dejó que los dos hombres se deshicieran en exclamaciones de sorpresa. De pronto, muy
grave, dijo:
—Harry debe ignorar que yo les he hecho estas revelaciones. Es muy Importante para mí. Quizá
lo más importante en estos momentos. —Y se quedó mirándoles, con verdadera súplica.
—Nada se sabrá por nosotros, señorita Cowan
—dijo con todo desparpajo el viejo Jessup.
—Absolutamente nada, seño... señorita Cowan —manifestó el capataz. Y otra vez la sensación
de que tenía una piedra en la bota empezó a producirle molestias.
—¿No se extrañan de que yo les pida esto? —inquirió Enid.
—Usted tendrá sus motivos —contestó Jessup.
—Los tengo.
Pero ella ya estaba empezando a dudar de que fuera cierto que tuviera un motivo que justificase
aquella situación.
Se retiró a sus habitaciones, para estar un rato a solas antes de la cena. Con gran sorpresa suya,
notó que por momentos se sentía más tranquila por el mero hecho de haber confesado los dos
hombres de confianza de su casa que Harry era su marido.
Cuando Bridie subió a avisarla que la cena estaba dispuesta, Enid todavía llevaba el traje que
utilizó durante el día.
—¿El señor Jessup y Burr están ya en el comedor? —preguntó mientras procedía a cambiar da
ropa.
—Sí, señorita. Y el nuevo... ese muchacho de los jaleos... Dice que lo vamos a tener a la mesa
todos los días. ¿Es eso cierto?
—Por el cargo que desempeña ahora... le corresponde sentarse a mi mesa.
—¿Y qué cargo tiene? Porque él dice que no lo sabe.
—Bridie, siempre que hable con él, no olvide que es un hombre que disfruta desconcertando a
los demás. No tome en serio nada de lo que él diga.
Bridie se echó a reír.
—Bueno, como simpático no se puede negar que lo es... Y no creo que siempre hable desatinos.
Hace unos momentos me decía de usted: “Tenemos el ama más bonita que pisa la tierra”. Claro, lo
que dijo a continuación, mejor es que no lo diga.
—Y continuó riendo.
—¿Qué es lo otro?
—Que iba a enamorarla. Que era una vergüenza que una mujer como la señorita...
—¡Márchese, Bridie! —ordenó secamente Enid.
Pero cuando descendió al comedor, aunque todavía mantenía el ceño fruncido, sus ojos parecían
traslucir una gran alegría.
Los tres hombres aguardaban de pie.
La muchacha saludó, esbozó una sonrisa y se sentó a la cabecera de la mesa.
Bien. Un mismo hecho, según quien lo interpreta, puede tener una significación distinta. La
situación era la misma para el administrador que para el capataz general. Los dos estaban en el
secreto. Los dos podían permanecer a la expectativa y prometérselas muy felices contemplando un
espectáculo que podía ser muy divertido.
El vejete Jessup encajó desde el primer momento aquella inopinada situación en el plan que
convenía. Se comportaba con toda naturalidad, diríase más bien con toda la sorna.
Algo muy distinto ocurría con el capataz. Ya no era la sensación de una piedrecita dentro de una
bota, sino espinas de saguaro atormentándole los dos pies.
Cada vez que recordaba que había condenado a Harry a un mes de cuadra, su frente se cubría de
sudor. Y ya no era sólo el engorro de dirigirse a Enid con el “señorita” de marras. Era al dirigirse a
Harry tuteándole.
Por todo esto, el capataz permanecía huraño durante la cena. Jessup siempre se había sentado a la
derecha de Enid. Burr, a la izquierda. Pues bien, en el momento de acercarse a la mesa, dio un
traspiés, no sabiendo dónde colocarse.
La muchacha pareció adivinar el motivo de aquella torpeza y ella misma indicó el lugar que
debía ocupar cada uno.
—Usted, señor Jessup a mi derecha, como siempre. Y como siempre usted a mi izquierda, Burr...
—Entonces le tocó el turno a Harry. Ella le miró fugazmente, como si temiera quemarse si lo miraba
muchos segundos—: Y usted... ¿Cómo se llama usted?
—¿Yo? ¡Es curioso que no sepa mi nombre! —Se encogió de hombros y se echó a reír.
—¿Qué le extraña? Tengo a más de cincuenta empleados en mi rancho.
—Pero ninguno como yo. Bien. ¿Dónde me siento?
La mesa era larga. Harry miró al extremo que quedaba vacío. Enid temió que fuera colocarse en
el lugar más alejado y se apresuró a decir:
—Al lado de Burr.
—Perfectamente... señorita Cowan. ¿Ve usted? Yo recuerdo su nombre.
Jessup se ponía los lentes, miraba a Harry, se los quitaba, miraba el plato, se volvía a poner los
lentes para mirar a Enid. Su gesto no cambiaba.
Burr, cada vez más sombrío: “¡No puedo con esto! ¡Tenemos una guerra encima! A estas horas
Max Baker estará preparando a su gente... y aquí nos pasamos el tiempo en tonterías. ¡No puedo! El
capataz sopló más de una vez durante la cena.
No se hablaba de nada que se refiriera al rancho. Y, de pronto, Harry propuso:
—Señorita Cowan: ¿Por qué no nos cuenta algo de su viaje? Habrá recorrido muchas ciudades...
A Burr se le fue la cuchara de la mano. Jessup se puso los lentes con mucha calma, miró a Harry,
luego S Enid, se los quitó y continuó comiendo.
La muchacha parecía preparada para todas las sorpresas.
—Sí, he recorrido muchas ciudades.
—¿Se ha aburrido?
—No precisamente aburrido. En las grandes ciudades siempre hay algo con qué distraerse.
Cualquiera de ustedes lo habrá pasado peor aquí. Usted, por ejemplo.
—¿Yo? ¿Por qué yo? A mí me divierte un rancha
—¿Le divierte también limpiar cuadras?
Ahora Burr, como si ya presintiera otro disparo por sorpresa, mantenía la cuchara agarrada con
toda la manaza y no se le escapó.
—El limpiar cuadras fue, digamos... un accidente. Pero ya usted pudo darse cuenta que acogí la
cosa con el mejor ánimo. Creo que usted me sorprendió cantando. Y aquí está Burr que puede
atestiguar si yo hice mala cara, cuando me impuso el castigo.
—¡No, Har! —prorrumpió Burr—. Desde luego, usted... digo tú, te portaste muy bien, eso es
verdad.
Tras un silencio, Enid, con gesto serio, dijo:
—Quizá esa docilidad... no era más que táctica.
—¡Vamos! Ya está buscándole el forro —exclamó Harry, echándose a reír.
—¿Qué forro?
—Hay personas que no pueden disfrutar de la belleza de una cosa, porque no pueden
desprenderse del vicio de mirar las cosas del revés.
—En este caso, no hay más remedio que pensar que usted llevaba segunda intención al resignarse
al castigo. Usted contaba con esto.
—¿Con qué?
—Con que le sentara a mi mesa.
—Y también con que me atara a un árbol y me azotara. Esta mañana me abofeteó ante el personal.
Claro que fue un error de usted. Nervios... Pero yo no lo olvido.
“¡Esto ya me gusta más!” exclamó para sí el capataz. “¡Ahora levántate, dale un par de bofetadas,
luego bésala... e iros al diablo!”
Ella estuvo unos momentos mirándole fijamente. En aquellos instantes no parecía nada satisfecha
de como se desenvolvía la cena.
—No encaja tanto rencor en un hombre que quiere dárselas de despreocupado. Puesto que usted
mismo reconoce que fueron nervios.
—Si me permiten —metió baza el administrador—, les recordaré que hay una cuestión muy
urgente y que todavía no se ha abordado. Me refiero a las represalias que pueda tomar Max Baker.
—Eso no tiene importancia —dijo Harry—. De sobremesa se puede discutir el asunto. No creo
que nos emplee mucho tiempo.
—Usted nos ha metido en este jaleo —manifestó Enid— y usted debe resolverlo.
—Deme carta blanca y lo resolveré.
—Creo que ya le he dado un cargo importante en el que puede hacer valer sus opiniones.
—No es suficiente. Invierta los términos. Propongo que Burr sea mi ayudante.
—¡Por mí, encantado! —fue lo único que dijo con verdadera satisfacción Burr.
—Burr; le felicito —manifestó vivamente Enid—. Sí, le felicito. Ha sabido usted tomarle el
aire... a “ese hombre”. El espera, confía, en que le pongamos una valla ante la cual pueda decir: “No
me dejan hacer” y entonces retirarse, para dejarnos en el embrollo. Pues bien, tiene usted la
dirección de todo el rancho. Veamos su plan.
Harry siguió comiendo como si nada, pero mascando más aprisa.
—Apresúrese, Burr, hay mucho que hacer esta noche —fue lo que dijo.
Terminó y se levantó. Enid no hacía más que mirarle.
—Estoy esperando su respuesta.
—¿Qué respuesta?
—Si acepta esa responsabilidad.
—¿No me ve de pie? ¿No me ve con cara de mando? —Y era cierto. La cara de Harry iba por
momentos revelando una preocupación, desconocida en él.
—¿Y ese plan?
—De momento... retirar toda la gente y el ganado del campamento Sur.
Ella hizo un gesto de burla.
—¡Vaya! Usted es quien más ha censurado mi táctica de repliegue y ahora...
—Señorita Cowan: ¿Sabe usted que una gran zona del Sur no le pertenece?
Al oír esto, Enid, Jessup y Burr hicieron el gesto de quienes oyen lo más chusco. Los tres
rompieron a reír.
—Señorita Cowan —siguió Harry, con mucha calma—: Su abuelo Lester hubiera querido que el
mundo fuera un huevo para sorbérselo en unos segundos.
—¡Cuidado, Harry! —vibró la voz de Enid, con los ojos relampagueantes, poniéndose en pie.
—Caramba... Me llamo Har, señorita Cowan. Su abuelo Lester era un cabezota, receloso como él
solo. Y esa tierra del sur dio motivos a muchos gritos y al gasto de mucha pólvora. Por fin, su abuelo
quedó dueño del campo y respiró a gusto. Pero no se le ocurrió registrarlo a su nombre. Claro que, si
lo hubiera intentado, hubiera visto que sus disparos sólo habían servido para armar ruido. —Ya
todos habían perdido el gesto de burla—, Max Baker sabe que esas tierras no están registradas a
nombre de los Cowan.
—¿Cómo sabe usted eso? —inquirió Enid, entornando los ojos, con todo el recelo en la cara.
—Quizá porque antes de venir a este rancho he estado al servicio de Max Baker. O por lo menos
es eso lo primero que se le ha ocurrido, ¿no es cierto, señorita Cowan?
—¡Se me ha ocurrido algo peor! —dijo sordamente la muchacha, con gesto amargado.
—Ya. Ha pensado que antes de venir aquí, he estado husmeando en los libros de registro. Pues es
verdad. Un amigo se ocupó de eso. Y he averiguado que este rancho tiene muchos fallos. Una gran
parte del Sur no es de usted, ni tampoco de Baker. Este ha solicitado el registro de esa tierra, pero le
han contestado que el verdadero propietario vive todavía. Que se entienda con él. Cosa que usted
también debía hacer... Pero mientras eso no ocurra, lo prudente es retirarnos. Tener las fuerzas
esparcidas es mal negocio. Todo el ganado puede desenvolverse en unas cuantas millas alrededor de
esta casa.
Enid ya no parecía oírle. Lo que hacía era mirarle y forzar la mente, revolviendo recuerdos. Pero
tenía miedo de que lo que ella empezaba a intuir resultara cierto.
Harry Huskey era el nombre de su marido. Pero ella tenía la sensación, cada vez más fuerte, de
que no era la primera vez que aquel apellido había sonado en aquella casa. Muchos años atrás,
siendo ella muy niña, cuando aún vivían sus padres y el abuelo Lester... “Huskey quiso hacerse el
guapo. Lo eché a patadas”. Sí, era en boca del abuelo donde creía recordar el nombre.
Y Enid empalidecía y nunca como en aquel momento se sintió más vejada. Peor que durante los
días en que estuvo yendo de una ciudad a otra, zarandeada por las cartas y telegramas de Harry.
—Burr... Señor Jessup —dijo Enid, con el semblante demudado, la voz temblona—. ¿Quieres
dejarnos a solas unos momentos?
—Burr —manifestó Harry—. ¿Quiere encargarse de que ensillen mi caballo?
—Claro. ¿Cuántos hemos de ir?
—Usted y yo. ¿Para qué más?
Se marchó el capataz. Y Jessup, tras quedar unos momentos vacilando, como si quisiera decir
algo, se marchó también en silencio.
—Esto no vale, querida —empezó Harry, situado a un extremo de la mesa—. Jugamos a no
reconocernos... pero cada vez que te encuentras con una pega, haces retirar a los testigos y termina el
juego. Esto no vale.
—¡Contesta a esto: ¿Eres tú el propietario del Sur? —Había tal ansiedad en su mirada y en su
vez, que por unos momentos Harry quedó suspenso.
—Cualquiera diría que de mi respuesta depende tu vida.
—¡Algo más, Harry! ¡Algo más que la vida! Porque si fueras tú, Harry Huskey, descendiente de
los que mi abuelo Lester echó... resultarías el ser más ruin, el que se complació en inferir a una mujer
las humillaciones que menos puede perdonarle.
—Caramba, caramba... Esto sí que no lo entiendo. En San Francisco me tomaste por un
aventurero. Me dijiste lo peor que se le puede decir a un hombre.
—¡Torpe! ¿Y por qué lo dije? —le interrumpió ella, con verdadera desesperación—. ¡Todo lo
que te dije era contra mí misma! Porque escucha esto, Harry, y anótalo en tu triunfo: en ningún
momento perdí la noción de la realidad. Sé que te comportaste como un caballero. Mi desesperación,
mi rabia era ver que era yo quien había provocado aquella situación. ¡Yo, quien desde el primer
momento se dejó atraer por tu alegría y por la resolución que veía en ti! Dijiste que este rancho era
una maldición que me habían dejado mis antepasados y acertaste. Pesa mucho sobre mí. Más de una
vez te he llamado rufián, pero me lo decía a mí misma. Nos separamos en seguida de casarnos... y yo
esperaba que tú no cumplieras el pacto, que aparecieras por aquí. Luego, me agradó que no vinieras,
para ser yo quien te buscara y pedir tu perdón. ¿Me escuchas, Harry? —Su voz era ahora fría, todo en
ella daba la sensación de un ser ausente—. Repara cómo te estoy hablando. Antes de marcharme
anuncié que regresaría con mi marido. Salí segura de que llegaríamos a una reconciliación. ¿Por qué
esa última burla tuya?
—Vamos, querida. ¿De dónde sacas que me he burlado de ti?
—¡En San Francisco! ¡Tú sabías desde el primer momento quién era yo! Nuestro encuentro en el
gran casino no fue casual.
—Puede que te viera aquel día por una de las calles céntricas... Puede que me llamara la atención
tu belleza y averiguara el hotel donde te hospedabas... Pero no tiene nada de burla:
—¡Y callar quién eras! ¡El adoptar la actitud de un jugador profesional!
—Puede que lo sea.
—¡Mientes! ¡Conoces la vida del rancho tanto como el que más! ¡Montas a caballo como el
mejor jinete! ¡Disparas como el mejor pistolero! ¿Quién eres en realidad?
Harry sonrió, encogiéndose de hombros.
—Averígualo por tus propios medios, querida. Y si entonces quieres reconocerme...
Pareció que ella fuera a ir hacia él para agredirle. Pero, pensándolo mejor, se mantuvo en el
extremo opuesto al que ocupaba él en la mesa.
—¡Harry! —dijo sordamente—. ¡Lo averiguaré! Y si no resultara que eres un descendiente del
Huskey que luchó contra mi abuelo...
Se calló.
Max Baker fue a su mesa favorita. La que siempre le guardaba algún compinche, en el supuesto
de que algún forastero, por ignorancia, intentase ocuparla.
Había de ser por ignorancia, pues nadie a sabiendas se atrevería a disgustar a Max, sino por él,
por la tropa de pistoleros que pululaba siempre a su alrededor.
Claro que el papel de Max Baker había bajado bastante en los últimos días. Primero, por el jaleo
que armaron los vaqueros de “Las Arcadas", precisamente en aquel “saloon”, contestando de manera
bastante contundente a las burlas de los secuaces de Max.
Por último, la forma como habían sido “arreados” los enviados de Max Baker a “Las Arcadas”.
En Howland se conocía con detalles lo ocurrido en el rancho de Enid. Naturalmente, fueron vaqueros
de “Las Arcadas” los que esparcieron la noticia, para desquitarse de los malos tiempos en que
pareció que los de Max los tenían acogotados.
Cuando Max vio regresar al abogado con los dos muertos, creyó que el suelo se abría bajo sus
pies. La repulsa no había podido ser más rotunda.
¿Qué significaba aquello? La pasividad de Enid Cowan le había hecho abrigar esperanzas de que
su propósito de cansarla a fuerza de incidentes resultaría fácil, y al final malvendería tres cuartas
parte de la hacienda, sino toda.
Y había de ser él, Max Baker, quien compraría. Odiaba a los Cowan. Era un odio viejo, de
cuando los primeros colonos.
Los Cowan habían sido siempre los más fuertes, los de más entereza. Ante ellos no había habido
más remedio que doblegarme. Por fin, el último descendiente, una mujer, claudicaba.
Cuando más felices se las prometía Max, se produjo el incidente de los vaqueros. Por varios
motivos no podía dejar pasar aquello y esperó el regreso de Enid para presentar las reclamaciones
en debida forma.
La respuesta habían sido dos hombres muertos, de los tres que fueron a la entrevista.
Durante varias horas Max Baker no supo qué le ocurría.
Pero aquella noche, en que entró en el “saloon” más tarde que de costumbre, lo hizo más contento
que nunca. Tras de él, como siempre, iban dos pistoleros de absoluta confianza.
En su mesa favorita estaba el abogado Reuben Bitner. El abogado muy raras veces aparecía por
el “saloon”, pero aquella noche lo hizo porque su jefe le había citado allí.
—¡Bueno, “leguleyo”, tendré que excusarme por algunos de los reproches que le dirigí ayer! —
Así empezó Max, transpirando satisfacción.
Era un individuo de unos cuarenta años, algo grueso, de aire rudo. Aparecía con el traje lleno de
polvo y sudado, denotando que había hecho largas cabalgadas.
El abogado y otros dos individuos que había en la mesa se le quedaron mirando extrañados de
aquella alegría inesperada que experimentaba el jefe, precisamente cuando esperaban verle echando
rayos por la boca.
—Sí, Bitner. Muchas de las cosas que le dije ayer, considérelas por no dichas. Su embajada a
“Las Arcadas” surtió efecto. ¡Vaya si ha surtido efecto! —Se sentó en la silla de preferencia y que
nadie se había atrevido a ocupar antes, destapó una botella de “whisky”, llenó un vaso, se lo bebió
sin hacer siquiera el ademán de invitar a nadie, soltó un bufido y, echando el cuerpo hacia atrás, dijo
muy alto, para que le oyeran cuantos había en las mesas inmediatas—: El rancho de los Cowan se va
quedando así: —Puso una mano abierta, indicando que el mayor rancho de la región de Howland no
tenía más allá de un palmo.
—No entiendo, señor Baker —murmuró el abogado.
Max agradeció esta objeción, pues ello le permitía dar unas explicaciones que le interesaba que
muchos oyeran.
—Esta mañana, cuando mis muchachos me han dado la noticia, no he querido creerlo. He
mandado ensillar y he salido hacia mi rancho. Me lie pasado todo el día cabalgando, observando lo
que ocurría en el rancho Cowan. ¿Quieren saber lo que ocurre, señores?
Max Baker paseó una mirada de triunfo, antes de decir qué ocurría. Entonces reparó en un joven
de esbelta figura, rostro moreno, que, a muy pocos pasos le escuchaba sonriendo.
Como todos los que acompañaban a Max miraban al mandamás, porque les interesaba lo que
decía y porque sabían que atendiendo al jefe se sentiría más a sus anchas, tuvo que ser Baker el
primero que reparara en el sonriente espectador.
Y Max Baker quedó con la boca abierta. Sus ojos grises giraron en todos sentidos. El color fue
desapareciendo de su cara.
—¡Tú! —profirió, medio ahogándose, y su mirada se dirigió a la puerta de entrada.
—Siga, Baker. ¿Qué es lo que ocurre en “Las Arcadas”? —le invitó Harry Huskey.
El abogado, que se encentraba de espaldas a Harry, al oír su voz pareció que los muelles sobre
los que daba la sensación de hallarse sentado fueran a desplegarse y lanzarlo al aire. Luego, lo
contrario: parecieron ceder y la larga figura del abogado fue encogiéndose más y más.
Los dos pistoleros de confianza, uno a cada lado de Max, se levantaron. Pero al hacer ademán de
acercar la mano a las pistoleras, advirtieron un relámpago en los ojos de Harry.
—Vengo solo. Pero a la menor tontería de alguno de vosotros, se armará aquí la del diablo.
Baker, usted y yo debemos hablar. Si al final no llegamos a un acuerdo, siempre quedará tiempo para
el zafarrancho. Diga a esos monigotes que se alejen.
Llamar monigotes a sus dos mejores revólveres era algo que sólo podía hacer quien se
encontrase en situación de absoluta superioridad.
Los dos pistoleros tensaron el rostro al oír la burla y otra vez hicieron ademán de acercar las
manos a las pistoleras, pero otra vez, a mitad del trayecto, se quedaron agarrotados al ver el
centelleo que se producía en los ojos de Harry.
—¡Conque vienes solo! —barbotó Max, queriendo adoptar un tono de burla. Pero el miedo y la
cólera se lo impidieron.
—Le doy palabra de que vengo solo —dijo Harry, con gravedad.
En la sala no se veía a ningún vaquero de “Las Arcadas”. Max, entonces, cuchicheó a sus
hombres unas órdenes. Dos debían averiguar si en la calle había gente al acecho. Otros dos debían
situarse en la puerta, en la parte de adentro.
Al marcharse sus hombres, Max dijo:
—Has apuntado la posibilidad de que lleguemos a un acuerdo.
—Sí. El interés puede hacernos razonables —respondió Harry.
—¿El interés de quién? —Chispearon los ojos de Max al reparar en que Harry tenía una
agradable figura, parecía un chico despierto y la dueña de “Las Arcadas” era bonita, joven y soltera
—. Veamos. Empieza a gustarme.
Harry iba a sentarse, cuando reparó en el abogado.
—Este hombre ¿es de absoluta confianza?
—¡Oh, muchacho! ¡No te preocupes! —rió Max, cada vez más convencido de que Harry iba a
proponerle algo que conviniera a ambos.
—Si por mí no me preocupo, Baker. Es por usted. Lo que voy a decirle, quizá usted no quiera que
lo oigan oídos extraños... y menos los de un abogado. Es sobre los títulos de propiedad de algunos
acres recayentes en la parte sur del rancho Cowan. La señorita Enid cree que usted solicitó el
registro de esas tierras, las cuales usufructúan indebidamente dos generaciones de Cowans y dos
generaciones de Bakers.
Una mano de Max Baker cayó sobre el tablero de la mesa.
—¡Cállate! —Había desaparecido de su cara la expresión de burla. El abogado miraba a Harry
muy interesado—. Márchese, Bitner. Nada tiene usted que hacer aquí.
—Quizá yo pueda asesorarle en algo, señor Baker. Este hombre es de los que envuelven a uno
cuando menos se espera —objetó el abogado, no resignándose a perderse aquella conversación.
—¡Márchese! —respondió Max.
Se veía que temía los oídos del abogado tanto como los revólveres de Harry.
—Como quiera, señor Baker. —Y Reuben Bitner se levantó. En su mirada había un brillo nuevo
—. ¿Debo sentarme en otra mesa o marcharme? Usted me citó aquí.
—¡Déjeme en paz! —profirió Max.
Harry hacía como que no se daba cuenta de la exasperación de Baker y de la malicia que fulgía
en los ojos del abogado, pero su sonrisa burlona se acentuaba, como si estuviera comprobando que
lo mejor de su plan al provocar aquella entrevista se estaba realizando.
Había ido a tratar aquel asunto con Max Baker porque entendía que en aquel conflicto él debía
ser el único del rancho de Enid que corriera el posible riesgo. La habilidad estaba en barajar los
triunfos y que pintaran siempre a su favor, mientras que en el bando contrario se destruían ellos
mismos.
La recelosa mirada que Max dirigía a su abogado era ya un buen principio. Reuben había oído
algo que a Max le importaba que nadie supiera.
—¿Por qué no has esperado a que se fuera? —empezó Max, así que el abogado se alejó camino
de la puerta.
En la calle sonó un estampido. En seguida, varios, verdaderas descargas. El abogado, que ya se
encontraba en la puerta, retrocedió tambaleándose, empujado por los dos pistoleros que, arma en
mano, el gesto iracundo, entraron en tromba mirando hacia la mesa donde estaba Harry.
Max Baker se dejó caer, mientras Harry se ponía en pie y, sin mediar palabra, pues sabía muy
bien que no había tiempo para nada, tal vez ni siquiera para desenfundar, hizo el movimiento más
hábil de su vida, el de mayor serenidad, para hacer frente a una situación que no acababa de
explicarse, pues había creído sinceramente que Max estaba dispuesto a escucharle.
Preguntándose cómo había podido caer en aquel engaño, se levantó, pero sus manos no
permanecieron indecisas ni una fracción de segundo. De manera que cuando Max, mucho más lento
en las reacciones, decidió echarse al suelo para dejar campo libre a los pistoleros, Harry ya se
encontraba en pie, con un “Colt” en cada mano, escupiendo fuego y plomo.
Del lado contrario brotaron dos llamaradas, pero ya los pistoleros se tambaleaban. La trayectoria
de los proyectiles era buena desde el punto de vista del adversario, pues iba en busca de la cabeza
de Harry. Hubiera sido mejor de no haberse anticipado Harry el tiempo que se tarda en parpadear, al
hacer los disparos.
Una bala le rozó un hombro. La otra pasó por encima de su cabeza. Los dos pistoleros cayeron de
bruces en medio de la sala...
Toda la gente se había hecho a los lados, pensando: “Esta vez va a ser más gorda que la otra”.
En la calle el tiroteo era cada vez más nutrido. Al darse cuenta, Harry se desconcertó. Miró a
Max, quien seguía en el suelo, las manos separadas de las pistoleras, mirando con miedo y al mismo
tiempo con burla a Harry.
—Me habías dado palabra... de que venías solo.
—¡Le juro que venía sola! ¿Qué es lo que piensa? ¡Ese tiroteo de ahí fuera es cosa preparada por
usted! ¡Levántese! ¡Vamos a comprobarlo!
Lo asió del pecho y de un tirón lo puso en pie. Le quitó las armas y las tiró a un rincón.
Cuando se encontraban en mitad de la sala, irrumpieron dos vaqueros con los que Harry estuvo
en el “Peñascal”.
—¡Har! ¡Ahora podremos escapar! ¡Van a venir más! —dijo uno de ellos.
—¡Qué hacéis aquí? —gritó Harry, loco de ira, yendo a su encuentro.
—¡Ya te explicaremos! ¡Vamos! ¡De todas las tabernas sale gente de Baker!
Harry se volvió.
—¡Nada tengo que ver en esto, Max.
Pero Max Baker había desaparecido por la misma puerta que en otra ocasión le había servido ya
para escapar. Por algo se sentaba siempre en la misma mesa. Tenía la puerta a dos pasos, y la dueña
del local, una rubia de rostro ajado y cuerpo con redondeces bastante firmes, se encargaba, siempre
que se producía una situación tensa, de descorrer el pestillo por la otra parte para facilitarle a Max la
retirada.
—¡Steele está muy mal herido! —apremió uno de los vaqueros.
Harry mordió una maldición y se decidió a salir. Ni siquiera reparó en que el abogado
permanecía encogido, en un sitio en que no había espectadores ni muebles que pudieran cubrirle.
Steele era el vaquero que Harry tiró a la alberca. En la calle, los disparos se producían algo más
lejos y con pausas.
Agachados, estuvieron unos momentos estudiando la situación. De los soportales salían los
fogonazos, pero cada vez en un sitio distinto.
—¿Cuántos habéis venido? —preguntó Harry.
—Todo el equipo.
—¿Quién os ha enviado?
—Cahill te lo dirá.
Había que darse prisa. Tal como se producían los disparos, se advertía que en la mayoría de las
tabernas de Howland había gente afecta a Max.
—¿Dónde tenéis los caballos?
—En las afueras.
—Allí está el mío. Voy a cambiar de sitio unas cuantas veces, disparando al buen tuntún.
Vosotros, sin haceros notar, buscad la salida. Sólo cuando os encontréis en las afueras haréis todos
una descarga.
—¿Y tú?
—No os preocupéis. Sé por dónde salir.
A los pocos minutos de sostener el tiroteo del enemigo, en un extremo de la calle se oyó una
descarga. Entonces Harry retrocedió al “saloon” donde se produjo el incidente.
Allí permanecían todos en la misma actitud que los dejó. Harry no se entretuvo en hablar con
nadie, ni a mirarles siquiera.
En cuatro zancadas fue a la puerta por donde había desaparecido Max. Pero estaba cerrada.
Tomó una mesa, y bastó un golpe para hacer saltar el pestillo.
Apareció un largo corredor iluminado. En mitad del pasillo había una mujer que emitió un grito
de terror.
—¡Yo... yo no tomo partido por nadie, vaquero! ¡Max es un cliente... me paga por que le deje
salir por aquí! Pero ya es inútil que lo busques. Se ha ido.
Harry la tomó de un brazo. Notó que temblaba y la soltó:
—Indícame el camino. Quiero salir como él.
La rubia se apresuró a obedecer. Por una escalerilla descendieron a un almacén. Abrió un
postigo.
—Gracias. Algún día se te pagarán los daños de la otra noche —pronosticó Harry.
Apareció el campo.
Siguiendo a toda velocidad la línea de casas, llegó al extremo del pueblo, torció entonces a la
izquierda y fue a campo traviesa un buen trecho, hasta llegar a un grupo de árboles. Allí tenía su
caballo.
***
Entró en “Las Arcadas” ya muy de madrugada, al frente del grupo. El estado del herido más
grave, el que verdaderamente constituía un motivo de cólera y pesar para Harry, les obligaba a una
marcha lenta. Porque había otros dos heridos, pero apenas tenían importancia.
Steele era el vaquero a quien le había tocado la china, como también le tocó el remojón en la
alberca.
En vano Harry les increpó, les rogó incluso para que le dijeran qué les llevó a desobedecer sus
órdenes, pues cuando él salió del rancho la orden general era que nadie abandonara su trabajo.
Lee Cahill, el capataz del equipo, se deshacía en explicaciones vagas.
—Nos dio en la nariz que te ibas a meter en un lío y nos dijimos: “Si la otra noche la armamos
juntos... ¿por qué no la hemos de continuar juntos?” Y fuimos en tu busca.
—¡Para estropearlo todo! —rugió Harry—. Porque eso es lo que habéis hecho. Estropear mi
plan, dejarme como un cochino ante un cerdo como Baker... y al pobre Steele... ¡veremos! ¡Yo
galleando de que iba solo, cuando tenía a toda esta cuadrilla de cretinos siguiendo mis pasos!
Cerca del rancho, Harry tuvo un nuevo acceso de ira. Agarró del pecho a Lee Cahill y lo
zarandeó.
—¡Mientes al decir que os dio en la nariz que yo salía! ¡Solamente lo sabía Burr! ¿Es él quién os
ha dicho que iba al pueblo?
Tan apurado se vio Lee Cahill, que asintió con movimientos de cabeza. Y luego, por si quedaba
alguna duda, afirmó con la voz:
—¡Sí, fue Burr!
Después de todo, Lee Cahill, capataz de un reducido equipo, siempre había mirado con cierta
prevención al capataz general. “Que lo pague él, que tiene buenas espaldas”.
Y dentro del rancho, mientras acomodaban a Steele, Harry fue al pabellón donde dormía el
capataz. Lo despertó tirando la ropa del lecho al suelo y sacudiendo a Burr, que dormía a pierna
suelta:
—¡Usted es un bocazas! ¡Y ahora va a oírme a mí! ¡Cuando yo digo que no quiero que nadie se
meta en mis asuntos!...
—¿Eh? ¿Cómo? ¿Qué ocurre?
Burr se habla sentado en el lecho, se agarraba la cabeza, la sacudía, miraba a Harry, entornaba
los ojos, volvía a sacudir la cabeza.
—¡Que es usted el individuo más!... —se contuvo, impresionado por el aturdimiento que
revelaba la cara de Burr—. ¿A quién ha dicho que iba al pueblo?
—¡Sólo a tu mujer!
—¿Cómo ha dicho? —saltó Harry.
—¡Oye, Har! Quiero decir... Me refería a la señorita Cowan...
Pero Harry ya no podía oírle, porque a todo correr había salido del pabellón. Los otros vaqueros
ya hablan saltado de sus lechos.
Todas las dependencias se volcaban al mayor trajín. Unicamente Burr Linley, el capataz general
de "Las Arcadas”, seguía encogido sobre el camastro, sin ropa que le cubriera, meditando. “Ella, que
no olvide que es el ama. El, que si soy esto y que si soy lo otro. Pero, ¿a mí quién demonios me
manda soportar a este par de locos? ¡Se acabó! ¡Yo lío el petate!”
Y entonces saltó del lecho, dispuesto a cantársela al primero que se le pusiera por delante.
Salió del pabellón con deseos de que se hiciese de día cuanto antes, para enfrentarse con el ama
y despedirse sin necesidad de que ella le “recompensara” como acostumbraba cuando quería tomar
una reprimenda.
Pero al llegar al pabellón donde estaba Steele y saber lo que había ocurrido en el pueblo, Burr
perdió toda su entereza.
—Y en verdad... yo he tenido la culpa —dijo en voz alta.
—Fue la señorita Cowan quien vino a decirnos que si teníamos orgullo, no debíamos dejar que
Har se desenvolviera solo... frente a Max Baker —explicó Lee Cahill, extrañado de que Burr no le
diera un trompazo por haber dicho que era él.
—Sí, ya supongo que fue ella a buscaros. Pero nada hubiera ocurrido, si yo hubiera sabido
contenerme para no decirle adónde había ido su marido.
—¿Qué marido? —preguntó Lee.
Burr se dio cuenta de que todos le miraban. Hizo una mueca y les soltó, al tiempo que les volvía
la espalda:
—¡Cretinos!
CAPITULO V
Enid permaneció levantada, atisbando desde una de las ventanas altas, hasta que el grupo de
vaqueros regresó. Entonces estuvo unos momentos dudando en bajar para enterarse de lo que hubiera
podido ocurrir en el pueblo.
Oyó a Harry. Su voz denotaba fuerte irritación. Enid decidió esperar en su habitación hasta que
se hiciese de día.
Pero apenas se dejó caer en el lecho, sonaron fuertes golpes en la puerta de la alcoba. Demasiado
fuertes y autoritarios para que fuese un criado quien los daba.
—¿Quién llama?
—¡Yo! ¡Abre!
Con una sequedad, con una dureza que a Enid la hizo saltar del lecho, vibrando de cólera. Se
puso el batín, dispuesta a abrir, para rechazar a Harry como quien echa a un perro molesto, pero al
darse cuenta de que sería una actitud inútil, pues sabía que ante él ella perdería todo su dominio,
renunció a abrir.
—¡Vete, Harry! ¡Van a darse cuenta!
—¡Abre, o tiro la puerta!
Por si a Enid le quedaba alguna duda, dio una formidable embestida contra la madera. Vibró el
tabique, la puerta crujió.
Enid corrió a una mesita. Abrió un cajón y sacó un pequeño revólver. Volvió a la puerta y abrió.
Llameaban sus ojos, el rostro encendido de vergüenza y cólera.
—¡No entres! ¡Dispararé!
La mano con que le apuntaba acusaba una gran firmeza. Harry apenas miró el arma. Su rostro
permanecía inexpresivo. Parado bajo el dintel, preguntó:
—¿Enviaste a los muchachos para que me ayudaran?
Lo preguntaba frío, en un tono más bien de repulsa. Como si ya adivinara la respuesta.
Enid rió, exasperada.
—¿Ayudarte? ¡A mí no me importa lo que a ti te pueda ocurrir! Pero sí me interesa que la
comarca comprenda que si los hombres que trabajan en mi rancho han sido demasiado prudentes
hasta ahora, es porque yo les obligaba a que lo fueran. Pero son tan bravos como el que más.
—No creo que nadie lo dudara. ¿Qué otro motivo te ha impulsado a enviarlos tras de mí?
—¿Qué otro puede haber? —acentuó una expresión sardónica—. Ah, vamos... No, Harry. Con la
misma claridad que te dije que fui a ti, porque me atraías... digo ahora, ¡que es tanto el odio que por
ti siento!...
Harry dio unos pasos dentro de la habitación. Los mismos pasos que ella retrocedió.
Sin dejar de mirarla, extendió un brazo hacia atrás, tomó la puerta y la empujó. Sonó un portazo,
al tiempo que ella gritaba:
—¡Dispararé, Harry! Como intentes...
Tenía el rostro desencajado. Asomaban parte de los hombros desnudos, bellamente torneados. Su
pecho temblaba.
—Suelta ese arma. En tus manos no sirve para nada.
En los ojos de la mujer irrumpió una llamarada de locura.
—¿Es que dudas... que dispare? ¿Es que no crees que te odio?
Súbitamente, Harry se inclinó. Una de sus manos cayó sobre la de Enid. Quizá fue el golpe,
obligándola a inclinar el arma, la que produjo el disparo. La bala agujereó una alfombra y se hundió
en la madera del suelo.
Ella reflejó un gesto de pavor. Se quedó mirándole, con los ojos muy abiertos. El, ya erguido ante
ella, sin soltarle la mano armada, presionó y el revólver rebotó en el pavimento.
Enid siguió quieta, mirándole, sin alentar. El rostro de Harry por momentos iba siendo más frío,
más impenetrable.
—Te equivocas. Ya no me atrae tu boca.
Se alejó unos pasos. Ella siguió inmóvil. Si la hubiera abofeteado se hubiera sentido menos
humillada que con lo que Harry acababa de decir.
—No dudo que me odies... puesto que ya has visto mi jugada, Enid Cowan —siguió Harry, vuelto
de espaldas.
Siguió un silencio. Enid tenía la sensación de que todo daba vueltas. Un sudor frío empezó a
bañar su frente.
—Sí, Huskey. —El apellido, no el nombre. El apellido, que era la marca del odio en tres
generaciones—. Me he pasado el día revolviendo papeles. En las cartas de mi padre, he encontrado
una... que se refiere a vosotros. En la plantilla figuras con el apellido de tu madre: Skinson. Diana
Skinson, hace veinticinco años la heredera más rica de Texas. Tu padre eligió bien.
Harry fue volviéndose. Ya su gesto había perdido frialdad. Casi sonreía.
—Diana Skinson, tres veces más rica que tú, eligió al pretendiente más pobre. No porque fuera
más pobre, sino porque supo ver sin el recelo de los Cowan. ¿Algo más?
—Te menciono esa carta porque me importa justificar a mi padre. El no compartía las ideas de
mi abuelo y, cuando éste murió, le faltó tiempo para hacer averiguaciones sobre el paradero de los
Huskey. Esa carta es la respuesta de un amigo que consiguió localizar a tu padre: “Los Huskey ya no
pueden acordarse de lo que dejaron en Howland, porque ahora son inmensamente ricos”.
—Ese amigo se equivocó —atajó Harry—. Siempre nos hemos acordado de la tierra que los
Cowan y más tarde los Baker, usufructúan porque emplearon las malas artes. Pero más que la tierra,
es la muerte de un hermano de mi padre la que pesa. No obstante, yo iba esta noche dispuesto a
negociar con Max Baker. Iba a cederle la mitad de “mis” tierras, a condición de que no te molestara
y reconociera las lindes del Sur.
Enid, muy pálida, empezó a sonreír. Pero una sonrisa que tenía filo de navaja. Y sus ojos estaban
secos, mirando con toda la furia.
—¿Y qué esperas, Harry Huskey? ¿Qué esperas... que me deshaga en disculpas? —Se irguió, con
toda la soberbia, con toda la sed de revancha—. ¡Te maldigo, Harry! ¡Y ahora es cuando más te
odio! ¡Ahora, en que por tus propias palabras veo que lo que yo sospechaba ha resultado cierto! ¡Te
acercaste a mí para vengarte! ¡Me has tenido poco menos que a tus pies! ¡Eres un cobarde! ¡Eres
un...!
Las dos manos de Harry empezaron a chascar en el rostro de Enid.
—Quizá lo soy ahora. Pero no me importa. ¡Llevas en la sangre el recelo... y la soberbia del
viejo Cowan!
Al primer golpe ella hizo ademán de contestar, luego de cubrirse, sin moverse del sitio. Pero por
último tuvo que retroceder, con la cabeza inclinada, el cabello volcándose sobre la cara y los
hombros desnudos.
Medio desnuda quedó apelotonada en un sillón. Cubriéndose la cara con las dos manos,
sollozando, empezó a decir:
—¡Rufián! ¡Rufián!
—¡Ahora, sí! Ahora soy algo peor. Pero a conciencia de que lo soy, y de que te respondo con el
trato que te mereces. La noche de San Francisco yo sabía quién eras tú, pero ni por un momento pasó
por mi imaginación mezclar nuestro viejo odio en algo que a mí me parecía lo más hermoso que
podía sucederme en la vida. Me ilusionaba creer que yo ejercía sobre ti una fascinación tan fuerte
como la que tú ejercías sobre mí. ¿Por qué tus insultos, por qué tu recelo, cuando mi conducta había
sido aquella noche la del hombre más idiota? Aquel amanecer iba a decirte quién era. Tú me cerraste
la boca. Nos casamos... Posiblemente no hubiera vuelto. Cuando recibí tu carta citándome en
Sacramento, pensé que habías averiguado quién era y que tu rancho no significaba nada para mí,
porque el mío es tres veces más grande.
—¡No he sabido quién eras hasta ayer! ¡Yo no he entrado nunca en los odios de mis antepasados!
el vuestro, ni el de nadie! ¡He querido vivir! ¡Vivir en paz con todos... y no he podido! —Siguió
llorando—. ¡No he podido!
—Pero yo tengo derecho a dudar que sea cierto lo que dices.
—¡Dúdalo! Ya me da lo mismo todo cuanto tú píense» o hagas... —Se levantó, se cubrió el
cuerpo coa el batín. Erguida ante él, dijo—: Ahora es el momento de medir nuestro orgullo. ¿Qué vas
2 hacer? Soy tu mujer... de nombre solamente. Con toda la fuerza de mi alma, te desprecio.
¿Intentarás acercarte a mí?
Harry movía la cabeza, suavemente, negando.
—Te he dicho que ya no me atraen tus besos. En ese sentido puedes estar tranquila.
Tras un silencio, ella preguntó:
—Entonces... ¿Por qué no te vas hoy mismo?
—Esa es otra cuestión. Voy a recobrar mis tierras, las que tú has ocupado durante años y las que
Max Baker se apropió por medios menos francos que los que utilizó tu abuelo. Esta vez no son los
Huskey los que se repliegan.
—¡Pide lo que quieras por esa maldita tierra, te daré lo que pidas, y márchate!
Harry siguió negando con movimientos de cabeza.
—No hay dinero que pague esa tierra —dijo.
—¡A ti no te interesa! ¿Vas a consentir que se derrame sangre?
—Por evitar que siguiera el derramamiento de sangre, mi abuelo abandonó el campo, y se marchó
a Texas. Pero siempre mantuvo los derechos sobre esa tierra, contando con que algún día llegara la
ocasión. Esta de ahora, en que los Huskey pueden decir... que no se retiran.
Se encaminó a la puerta. En algunos momentos, en el pasillo parecieron oírse pasos. Quizá los
criados, al oír el disparo. Luego, la conversación de Enid y Harry, en la habitación privada de la
dueña, debió sorprenderles más todavía.
Pero cuando Harry abrió la puerta, en el pasillo no había nadie.
—Otra cosa. Parece que Burr está enterado de nuestra “situación”. No me importa por qué
medios lo ha averiguado. Ni pienso utilizar esa “situación” para nada. Todo lo más dentro de una
hora saldré de tu rancho, con la gente que quiera seguirme, contratada por mí. El equipo del
“Peñascal” me gusta. Si te interesa retenerlos, baja a convencerles que se queden.
—¡No me interesan! ¡Ni ellos, ni nadie! ¡Ojalá te los llevaras a todos!
—Me instalaré en el campamento del Sur. Aquellos pabellones están en mi propiedad. No
obstante, te indemnizaré.
Salió, cerrando la puerta. Minutos más tarde, Harry entraba en el pabellón donde estaba Steele.
Este se hallaba sumido en la inconsciencia.
Allí mismo Harry se dio a conocer como el hombre que tenía derecho a las tierras del sur,
ocupadas por Max Baker y, hasta el día anterior, por Enid.
Planteó la situación con toda claridad. Necesitaba hombres dispuestos a todo.
Todo el equipo del “Peñascal” se puso a sus órdenes. Los demás también. Tuvo que ser Harry
quien dijera:
—En “Las Arcadas” debe quedar alguien.
—¡No necesito a nadie! ¡Márchense todos! —gritó Enid, apareciendo en la entrada del pabellón.
Amanecía. Todos se volvieron a mirarla.
—Hoy mismo pondré en venta este rancho —anunció Enid. Y anticipándose a lo que Harry
pudiera decir, añadió—: A cualquiera... por lo que quiera darme, a condición de que no vaya a parar
a sus manos, Harry Huskey.
Harry se encogió de hombros.
—El rodar de unos años... y los papeles se han invertido. Los Cowan son los que se retiran.
Se oía en la lejanía el galopar de un caballo. Venía del sur, donde Harry había dejado a un vigía,
lo mismo que en el “Peñascal”.
Los pabellones, los graneros, las cuadras, todo ardía. Incluso un pozo artesiano había sido
volado.
Un rato después, del “Peñascal” llegaban idénticas noticias. Burr se movía como atontado. No se
atrevía a enfrentarse con Enid, ni con Harry. Se sentía desplazado.
De pronto fue cara a Harry.
—¿Puedo yo hacer algo útil aquí?
—No le entiendo, Burr. ¿No es el capataz general?
—¿Yo? ¡Que me aspen si sé dónde tengo ahora la mano izquierda!
—Yo se la veo en el sitio de siempre. Vamos, Burr, no pierda usted también los nervios. Lleve
adelante lo que acordamos ayer y deje que yo me marche con el equipo del “Peñascal”. Ustedes
podrán desenvolverse perfectamente. Tenían personas de sobra.
—¡Si no es por eso! Es... —se agarró la cabeza— ¿Quieres decirme quién manda aquí?
Enid hacía rato que se había retirado a sus habitaciones, acompañada por el vejete Jessup.
—Ella. ¿Cómo has podido dudarlo?
—¿Y puede saberse, cuándo podré gritar... que tú y ella?... Perdón: Digo usted y su señora... son
eso: marido y mujer.
Harry veía que los hombres escogidos estaban ya a punto, con los caballos. Echó a andar hacia
ellos, al tiempo que respondía:
—Grítelo cuando le dé la gana. Lo que menos importa ya es que se sepa o no. Ya nada importa
¿comprende, Burr? —Se había detenido, volviéndose, para mirarle. Algo muy triste había en sus
ojos, a pesar de que sonreía—: “Eso” terminó.
Montó sobre el alazán. Se colocó en cabeza del grupo y partieron, entrando pronto en el galope...
***
En el Sur se formaban varias barranqueras. En cada una de ellas, dos hombres bien parapetados
podían diezmar al más arrojado pelotón que intentase cruzarlas.
Max Baker, hecho el envite que significaba la destrucción de los dos campamentos, distribuyó a
su gente a lo largo de los serrijones que encaraban con la hacienda de Enid y se dispuso a esperar.
Durante el día divisaren a jinetes, arriba y abajo, pero cuando llegaban a las proximidades de las
barranqueras retrocedían.
Max Baker, situado en una altura, observaba con unos prismáticos. La indecisión de los jinetes,
la interpretaba en sentido favorable.
—¡Tienen miedo! Les he dado una bofetada y no intentan responder...
Lo que Max ignoraba era que aquellos jinetes los enviaba Burr, respondiendo al plan trazado por
Harry el día anterior. Mantener siempre, a todas horas, jinetes merodeando por los serrijones, sin
más fin que el de demostrar indecisión.
—¡No se atreven! ¿Eh? ¡Pues tan pronto caiga la noche, sabrán lo que es bueno!
A media tarde ordenó a su gente que estuviera dispuesta para efectuar el más excitante asalto con
que nunca pudieron soñar. Se lanzarían primero sobre el ganado. ¡Qué fácil sería provocar la
estampida!
Millares de reses, concentradas en puntos a los que podían acercarse con toda facilidad.
Centenares de caballos; inmensos graneros... ¡Y la casa de los Cowan! El odiado bastión de los
Cowan, que durante medio siglo había estado haciendo sentir su férrea mano a todos los colonos.
Max Baker estallaba de alegría, pensando en el resultado, tan pronto la noche quedase atrás. Al
romper de nuevo el día, de los Cowan sólo quedaría una mujer aterrorizada, mirando un montón de
pavesas.
Max Baker diría entonces: “¡Compro! Ofrezco tanto. Sin discutir”.
Los Cowan, el viejo Lester, el primer Cowan que asentó los pies en aquella tierra, hacía eso.
Cansaba, aterrorizaba, y luego ofrecía la mano.
Claro que Max no podía menos de reconocer que su padre tampoco se andaba con delicadezas.
Como tenía mucho menos dinero que Lester, nunca ofrecía la mano al final de la lucha. Robaba,
incendiaba y, si era preciso, mataba.
Por fortuna, el viejo Lester murió a tiempo. Las cosas ya se habían puesto muy negras para el
padre de Max pues Lester Cowan, habiendo terminado con los que le estorbaban para ensanchar su
rancho, miraba a los Baker y hacía revisión de su conducta: “Esos granujas han estado
aprovechándose de mis discusiones con los vecinos”. Esto soltó un día el viejo Lester, el abuelo de
Enid, en pleno pueblo. Al saberlo el padre de Max consideró conveniente ausentarse por una
temporada. Dio la casualidad que a los dos meses el viejo murió...
El hijo de Lester, el padre de Enid, ya era otra cosa. Más blando. Y per último, Enid.
—¡Se acabaron los Cowan! —exclamó Max. ya cuando atardecía, seguro de qué al día siguiente
todo el encono, todos los miedos pasados tendrían su recompensa.
—¡Patrón! —gritó un individuo, que hacía unos momentos había llegado a caballo, cruzando una
llanura que se extendía entre dos cordilleras.
El individuo subía a pie la empinada pendiente que conducía a la altura donde estaba Max,
oteando. Este se volvió, con los prismáticos en las manos.
—¿Qué hay? —preguntó.
Era uno de los vigías que había dejado atrás. El individuo llegó ahogándose, por el esfuerzo que
hizo al subir, y por la emoción de la noticia que traía.
—¡Todo arde!
—¿Qué?
—¡Nuestro rancho!
—¡No!
Todo el día había estado observando las rutas que más aproximaban el rancho de Enid con el de
Max. Todo el día había notado movimiento de jinetes, como enviados desde atrás para tantear el
paso...
Para llegar a su rancho sin que Max los divisara, se necesitaba haber hecho una cabalgada de
todo un día, dando un inmenso rodeo, siguiendo el trazado de alguna de las dos cordilleras que
servían de límite a la comarca...
***
Harry había hecho algo más que llevar a sus hombres, todo el equipo del “Peñascal”, a excepción
de las tres bajas, a dar aquella larga cabalgada.
Durante horas y horas estuvieron siguiendo la estribación de una cordillera. Y al mediodía,
cuando los caballos parecía que no iban a poder más, Harry anunció:
—A dos millas de aquí tenemos un arroyo donde beber y bañarnos, comida... y caballos de
refresco.
Todos pensaron que bromeaba. Pero resultó cierto. Tres vaqueros del campamento Norte les
aguardaban con la comida dispuesta y un buen lote de caballos ensillados y con un rifle en el arzón.
—¿Desde cuándo estáis aquí? —les preguntó Lee Cahill, estupefacto.
—Desde que recibimos la orden del “nuevo jefe” —respondió uno de los vaqueros, mirando en
dirección a donde estaba Harry—. Desde ayer tarde.
Cuando Harry se separó de Burr el día anterior, en vez de ir directamente al pueblo se dirigió al
campamento Norte, para prevenirse en el caso de que su entrevista con Max Baker no diera
resultados para una solución pacífica.
—¡Har! ¿Esperabas que Baker atacara nuestros campamentos? —inquirió Lee, cada vez más
desconcertado.
Harry se echó a reír.
—Está atacándolos desde hace meses. Estoy harto de oíros que continuamente entra en “Las
Arcadas” y se lleva ganado...
—Sí. Eso es cierto. ¡Pero que nos atacara tan a las claras!...
—Max Baker supo algo anoche que le obliga a desenvolverse a la desesperada. La casa de su
rancho, los corrales, incluso los dos pozos que más benefician sus tierras, se encuentran en un suelo
que no le pertenece. Nadie se lo ha dicho hasta ahora. Los Huskey han permanecido callados mucho
tiempo. Anoche empezaron a hablar. Esta tarde van a actuar.
Comieron de prisa. Sólo se quedó un vaquero con los caballos cansados y porque no había más
remedio que se quedara alguien. Y para ello, tuvieron que echarlo a suertes.
Entraron en el rancho de Max Baker cuando el sol se encontraba muy inclinado. Se extendieron
por las arboledas para observar detenidamente el campo de acción. Convenido el plan, irrumpieron
al galope.
Se dividieron en tres grupos. Uno se encargó de arrear en buen orden una gran manada. Otro se
dedicó a provocar una estampida en la manada situada más cerca de las barranqueras que daban paso
a “Las Arcadas”. El hecho de que se encontrara tan cerca del rancho de Enid denotaba que en aquella
manada no había reses de procedencia comprometedora y, por lo tanto, a Harry no le interesaron.
Sin embargo, la manada que se encontraba muy al Norte, la que designó para que la arrearan con
todo cuidado, inducía a pensar que contuviese ganado del rancho Cowan, cosa que al rato quedó
confirmada.
Pero esto, que acertase o no en cuanto al ganado, era cosa que a Harry apenas le preocupaba. Su
objetivo era la acción. La acción a todo tren.
Para el grupo que él encabezaba escogió a cinco de los hombres más dinámicos, de los que en el
momento de mayor peligro se crecían...
Apenas irrumpir de la arboleda se lanzaron en dirección a la casa y los demás pabellones.
Aullaban como indios.
Mientras tanto, uno de los otros dos grupos se lanzaba con todo silencio y orden hacia el ganado
que interesaba llevarse; el otro, disparando al aire y volteando lazos hacia la manada más cercana a
las barranqueras...
Cuidando del ganado había los hombres imprescindibles. Y en la casa, gente que nada sabía de
faenas de rancho, únicamente disparar armas a corta distancia, pistoleros de la más baja condición,
individuos que mataban a sangre fría, sin resentimiento a nadie, simplemente porque el que les
pagaba les indicaba que tal o cual individuo debía ser apartado.
Era la jauría que Max Baker tenía en reserva para cuando llegase a ocupar el bastión de los
Cowan y pudiese mirar la comarca de Howland con la misma mirada de triunfador del viejo Lester.
La tromba de jinetes, el ulular espantoso que producían, hizo que cinco individuos que había en
el vestíbulo de la casa, jugando a las cartas, quedaran mirándose, con expresión de quien sufre una
alucinación.
Perdieron unos segundos muy estimables. Ninguno de ellos podía creer que el riesgo les rondase,
puesto que en las barranqueras Max Baker tenía extendido un cinturón de seguridad.
Y en todo el día no se habían oído disparos. La impresión general era de que en “Las Arcadas”,
como de costumbre, se encogían, atemorizados...
La reacción de los cinco fue arrojar las cartas, tirar los taburetes sobre los que se encontraban
sentados y empuñar las armas, tropezando unos con otros, con tanto atolondramiento intentaban salir
al porche a ver qué ocurría.
Ya la tromba de jinetes se encontraba a unas veinte yardas. Los pistoleros, al verlos, hicieron
primero el movimiento de retroceder, luego ir cara a ellos.
Otra vez tropezaron unos con otros. El jinete que iba en cabeza saltó entonces del caballo, cuando
la bestia estaba aún en marcha. El caballo se desvió, huyendo de la casa.
Cuando aún no se había extinguido la polvareda, entrevieron la silueta alta, fina, de Harry
Huskey, que con un “Colt” en cada mano avanzaba cara a ellos.
Las armas producían relampagueos metálicos. Uno de los pistoleros tuvo una visión absurda. Las
manos de Harry Huskey se le antojaron de pronto cascos de caballo, con herraduras nuevas,
golpeando el viento y arrancando explosiones de polvo.
Eran golpazos de humo y centelleo de fuego y sol en declive que se reflejaba en los “Colts”.
Harry avanzaba sin prisa, pero los estampidos de sus armas sí la tenían.
Prorrumpían sin pausa, sabiendo que sólo en la velocidad estaba la salida. Desde que saltó del
caballo y echó a andar hacia el porche hasta que sus armas enmudecieron, apenas transcurrieron unos
segundos.
Lo que duró la indecisión de los pistoleros al ver a los jinetes, al dudar entre disparar a ciegas o
fijar un blanco.
No hubo oportunidad. Cayeron los cinco, como segados por una afilada cuchilla que el hombre
de silueta fina esgrimiese lanzándola a derecha e izquierda.
Porque solamente se apreciaba una leve torsión de medio cuerpo hacia arriba, a cada doble
irrupción de fogonazos que salía del lado de Harry.
Los que acompañaban a Harry iban a apearse, pero la forma con que el jefe de grupo se había
puesto a actuar los dejó sobrecogidos. Vieron cómo los cinco pistoleros se desplomaban, unos sobre
otros, y durante unos segundos no hicieron otra cosa que mirar a Harry, inmovilizados por el estupor.
—¡Las cuadras! —les recordó Harry, fríamente.
—¡Sí, vamos!
Solamente se quedó uno con Harry. Este se metió en la casa. En los pabellones se oyeron unos
disparos, pero Harry no se detuvo en averiguar qué ocurría.
En la parte de las barranqueras, el estruendo iba en aumento. A los disparos y los gritos de los
jinetes se unían ahora los mugidos del rebaño, entrando en la espantada.
En unos instantes Harry recorrió todas las dependencias de la casa. En la planta baja, en la parte
recayente a la cocina, encontró algo de lo que esperaba hallar: viejos muros, construidos por el
primer Huskey que pisó la tierra de Howland.
Mirándolos, Harry murmuró:
—Bueno, abuelo. Buscaré los anillos.
Cuando Barry Huskey puso los cimientos de aquella casa era un recién casado. El y su mujer
llegaron a aquella tierra enamorados y dispuestos a sembrar su corazón en aquel suelo. En el primer
agujero que hicieron para levantar la casa echaron los anillos. Lo hicieron como un símbolo de
alianza y prosperidad de los Huskey con aquella tierra. .Harry sólo pensaba llevarse eso. Nada más
quería de Howland.
¿Nada más? Se lo preguntaba él mismo, saliendo de la casa.
—¡Nada más! “Eso” ya está terminado.
Venían dos vaqueros, trayendo a rastras a un individuo. Otro había quedado muerto en las
cuadras, y otro había escapado montado a caballo.
—¿Qué hacemos con él, Har?
Harry estaba ensimismado.
—¿Qué? Bueno, sujetadlo a un árbol. Luego le interrogaremos. Ahora hay otra cosa que hacer.
Menos la casa, todo empezó a arder. Y los dos pozos quedaron inutilizados.
Provocada la estampida, ya anocheciendo, los que tomaron parte en ella empezaron a regresar a
la casa.
Harry designó a dos para que acompañaran al grupo que arreaba el ganado por la ruta que habían
llevado ellos para entrar en el rancho de Baker. Tardarían mucho en llegar a “Las Arcadas”, pero no
importaba.
—¿Y qué vamos a hacer aquí los demás? —preguntó Lee.
—Esta es mi casa. Esperaremos a que Max venga a disputármela.
Las llamas retrasaron la noche en aquel sitio. Harry situó a la gente en puntos estratégicos y
regresó a la casa para interrogar al prisionero.
Era un mozo de cuadra. Confesó que muchas noches salían grupos de jinetes hacia “Las Arcadas”
y que de madrugada regresaban arreando ganado. Que entre el personal de Max Baker existía la
convicción de que la dueña del rancho vecino estaba acobardada y que el día menos pensado
vendería su hacienda por lo que Max quisiera darle.
Esta impresión de la gente de Max ni siquiera era equivocada en aquellos momentos, en que de
“Las Arcadas” venía la contraofensiva. Harry recordaba cómo aquella madrugada Enid ofreció su
hacienda por lo que quisieran darle, con tal de que no fuera a parar a Harry.
Y no es que Enid estuviese asustada. Harry sabía que era valiente y que, si había intentado
contemporizar con Max, era por algo que nada tenía que ver con la cobardía.
Pero ahora la sabía desesperada. La había herida en lo más profundo. Y no se arrepentía. Ya
antes lo hizo ella, la madrugada de San Francisco, cuando más ilusionado estaba Harry, cuando éste
se disponía a echarle a los pies el mejor regalo que podía darle la vida: la reconciliación de las dos
familias en una unión sellada por el más puro amor.
Cuando Harry recordaba la dolorosa escena en que ella se irguió, para insultarle, achacándole
que él había fingido comportarse como un caballero con vistas a su hacienda, no podía por menos
que pensar en el símbolo que sus abuelos enterraron en los fundamentos de aquella casa.
¡Los anillos, enterrados en una tierra de maldición! Harry renunciando a las represalias para
inclinarse ante una mujer que llevaba todo el veneno de sus antepasados en la sangre y en las ideas.
Ya era muy tarde. Al prisionero lo había encerrado en una de las habitaciones de la planta baja.
La guardia seguía en sus puestos.
Del incendio ya sólo quedaban llagas que el viento de vez en cuando raspaba, enfureciéndolas,
haciéndolas sangrar en llamas pequeñas.
La casa estaba oscura. Harry se sentó en un peldaño del porche. Esperaría todo el día siguiente.
Mientras tanto, derribaría los viejos muros.
Si Max no aparecía, Harry licenciaría a su gente, recompensándola, y la persecución de Max la
haría por su cuenta y cuando le conviniese.
Max Baker, en el sitio en que estaba aquella casa no podría levantar otra, porque aquel lugar
seguía perteneciendo a los Huskey, y en la comarca de Howland pronto iban a saberlo de una manera
oficial.
En la quietud de la noche sonó un disparo. Desde el sitio en que estaba, Harry divisó el fogonazo,
incluso creyó entrever la raya que trazaba el proyectil.
Había salido de uno de los puestos más avanzados. No se movió, para no perder ningún ruido. Se
volcó el silencio más absoluto. Un silencio que parecía aún más cerrado que el de antes.
De pronto, otro disparo. Pero hecho en un sitio distinto. Y tras una pausa, la voz de Lee Cahill:
—¿Quién va?
Harry ya se había levantado y avanzaba en aquella dirección, arma en mano.
—¡Soy yo..., Lee!
Harry se quedó como petrificado, al tiempo que apretaba las mandíbulas.
Era Enid. Su voz no tenía la dureza que Harry había estado recordando durante todo el día.
—¡Señorita Cowan! —gritó Cahill, más afectado que si hubiese notado la presencia de todo un
batallón enemigo. En seguida se puso a dar voces para prevenir al resto de la guardia.
Harry permaneció unos momentos indeciso, no sabiendo si proseguir hacia adelante, seguir donde
estaba o retroceder a la casa. Lo dejó al instinto. Y echó adelante.
Ya se encontraban dos vaqueros al lado de su mujer, cuando Harry llegó.
—Pero... ¿ha venido usted sola? —preguntó Lee, aterrorizado.
—No. He hecho que se quedaran atrás. Ignoraba cómo estaba esto —contestó ella, por momentos
hablando con mayor entereza.
Se había dado cuenta de que Harry podía oírla.
—¡No debió venir, señorita! —profirió otro vaquero.
—¿Por qué no? Cuando se utilizan mis caballos y mis hombres... Y algo peor: parece que se
pretende meter en mi rancho ganado procedente de este saqueo.
—¡Basta! —saltó Harry. La agarró fuertemente de un brazo, la zarandeó y dijo—: ¡A mí tú no me
deslumbras con nada de lo que hagas o digas! Ni voy a consentir que desmoralices a estos
muchachos. ¡Lee, procure averiguar quiénes quedan atrás, pero sin descuidar la vigilancia!
La obligó a andar hacia la casa. Al primer momento ella pareció resistirse. Le resultaba
intolerable sentirse zarandeada, pese a que iba dispuesta a todo.
—¡Harry! ¡Soy alguien aquí! ¡Suélteme!
El no contestó. Acentuó la brusquedad, empujándola hacia la casa. Al llegar al pie de la escalera,
como ella se resistiera a subir, la retuvo de cualquier forma, se la echó a un hombro y entró en la
casa totalmente a oscuras.
Al ir a dejarla en el suelo ambas caras quedaron unos momentos juntas. Pareció que Harry y Enid
se convertían en dos seres distintos, que alentaban y vibraban de distinta manera a segundos antes.
Pareció que los dos rostros se volvían, que las bocas fueran a buscarse, mientras los brazos se
anudaban al cuello del otro. Este enervamiento duró apenas un segundo.
Harry la soltó, preguntando con voz ronca:
—¿A qué has venido? Pensé que tenías más orgullo.
Mientras tanto, sacaba un fósforo y hacía brotar la llama, que aplicó a una lámpara. Cuando se
hizo una temblona claridad, se volvió a mirar al sitio en que ella permanecía de pie, un poco
encogida, como un ser desplazado que no encuentra donde pisar firme.
Vestía como apareció en el “Peñascal”, falda con pliegues, pantalón de mentar y botas altas.
—Es por orgullo... por lo que vengo. En mi casa sunca hemos dejado deudas pendientes.
Algo más iba a decir, pero al ver el gesto de furia que hacía él, se calló. Harry estaba
verdaderamente exasperado.
—¡Si has reformado el plan que tenía convenido con Burr, las muertes que haya entre tu gente
caerán sobre tu conciencia... suponiendo que eso pueda significar algo para ti! —prorrumpió Harry.
Ella fue recobrándose y le miró desafiándole:
—Tenía derecho a saber lo que hacía la gente que depende de mí. Usted se llevó a los hombres
que quisieron seguirle. Los que quedaban no tenían por qué obedecerle.
—De haber querido yo, no hubiera quedado nadie.
—Mejor hubiera sido. Es preferible permanecer sala, a estar rodeada de gente que secunda al
adversario.
—¡Y soy yo ese adversario! —rugió Harry—. ¡Yo, que olvidándome del daño que habéis hecho
a los míos, estoy desde el primer día que llegué renegando por la pasividad en que veo que
permanece tu gente! Max Baker no se ha limitado a insultar a tus vaqueros, si no que te ha estado
robando.
—Yo no me he quejado.
—¡Cobarde!
Le salió de lo más hondo. Lo dijo con toda la rabia. Y lo repitió de nuevo:
—¡Cobarde! Tú sólo has sido enérgica con los que dependían de ti. A tus vaqueros les imponías
una disciplina intolerable: aguantar todas las provocaciones que viniesen de fuera. Y el que no
estuviera conforme, arreando. Fuiste también enérgica, extraordinariamente feroz con un imbécil que
un amanecer soñaba con haber tenido un maravilloso hallazgo. —Ella acusó un estremecimiento en
los hombros, pareció que fuera a decir algo y se volvió de lado bruscamente—. ¡Una Cowan con los
que tú crees a tu merced! Con los que pueden responderte creándote dificultades, a replegarse, a
claudicar...
Quedó un silencio. Se oía como Enid alentaba, cada vez con más fuerza.
—Se equivoca usted, Huskey. No he claudicado por miedo a las dificultades. Pero sobre mí pesa
mucho el nombre de mis antepasados y la extensión del rancho que me legaron. Se me envidia en la
comarca. Y esperan que yo repita las violencias que pudo cometer el abuelo. He querido convencer a
todos que yo soy distinta, ni mejor ni peor: simplemente distinta. He querido vivir en paz con todos.
Y usted es quien más ha contribuido a convencerme de que eso es imposible. Los Cowan son lucha
continua. Por eso estoy aquí.
—Aquí tú no tienes nada que hacer. Te irás con tus hombres tan pronto amanezca. Y si lo que yo
tenía convenido con Burr ha quedado deshecho por tu intervención, tú eres quien más va a perder si
Max se da cuenta de que tu casa y tu ganado queda sin la protección debida.
—Max no se atreverá a entrar en “Las Arcadas”. Burr tiene a toda la gente dispuesta.
Eso era lo que había dejado previsto Harry. Pero al ver a Enid allí, suponía que había
desbaratado todo.
—¿Cuántos te han acompañado?
—Cuatro vaqueros.
Harry no pudo evitar un estremecimiento.
—¿Por dónde habéis venido?
—Hemos seguido la ruta de ustedes. Usted no tenía derecho a sacar caballos de mi campamento
del Norte. Ni usted me pidió que se los prestara.
No muy lejos se oyeron unos disparos. Harry dio un salto y apagó la lámpara.
—¡Señorita Cowan! —dijo, con frío humor—: ¿Será pedirle mucho que nuestra cuestión quede
aplazada para más tarde? No muchas horas. Sólo le pido que se esté quieta en esta habitación,
mientras nos desenvolvemos ahí afuera.
Los disparos sonaban por distintos sitios, cada vez más nutridos. Harry no esperó a que ella
contestara, saliendo a toda prisa, saltando los peldaños, hundiéndose en la noche.
Enid corrió a la puerta. Sentía ganas de llamarle para que oyera algo que le estaba quemando en
el pecho. No era precisamente decirle que le quería aún. ¡Que le quería aún! ¿Cuándo había dejado
de quererle?
Cuando salió de "Las Arcadas” le había dicho al vejete Jessup: “Esparza la noticia, Jessup.
Como la otra vez. Regresaré con mi marido... o esta vez no apareceré”.
En ese plan había sido Enid siguiendo las huellas de Harry. Pero no era el deseo de
reconciliación lo que ahora la impulsaba a gritar para que se detuviera. Tenía algo más importante
que comunicarle.
Aunque hubiera gritado, Harry no la hubiera oído. La preocupación de éste era que sus hombres
no se atolondraran si Max, como parecía por el tiroteo cada vez más nutrido, desencadenaba un
ataque.
En las pausas que dejaban los disparos se oían relinchos de los caballos, su furioso patear y, en
la negra noche, la imaginación de todos los cercados iba dibujando las evoluciones que hacían los
atacantes.
Los cuatro vaqueros que habían acompañado a Enid estaban junto a Lee Cahill. El ataque se
producía por otro punto al que ocupaban el mayor número de hombres, como si el enemigo estuviera
bien enterado de los dispositivos de defensa.
—No hay que responderles hasta tenerlos encima —aconsejó Harry—, Incluso habrá que
dejarlos pasar. Desde la casa daremos la señal para disparar.
Se llevó a tres hombres. Cahill se encargó de transmitir la consigna a los demás.
Max Baker atacaba con la mitad de su fuerza, para tantear el terreno y descubrir las posiciones.
Al divisar el incendio en su casa, su primera reacción fue invadir “Las Arcadas”.
Los jinetes que durante todo el día no habían hecho más que ir de un lado a otro, al verles
hicieron como que emprendían la fuga.
Esto envalentonó a Max, quien se puso a aullar animando a los suyos. De todas las barranqueras
surgieron hileras de jinetes, disparando al aire, cantando victoria...
Al poco rato advirtieron en la lejanía una muralla de jinetes, todos en perfecta formación, una
barrera que avanzaba lenta y en medio de la cual se encontraba Burr.
Ni un solo vaquero había quedado atrás. El ganado, en aquellos momentos, se encontraba a sus
anchas. Toda la plantilla, a excepción de Steele, todos, incluso los dos heridos de poca importancia,
montaban a caballo, todos con el rifle dispuesto, todos queriendo descargar la bilis acumulada
durante meses y meses en que soportaron toda clase de provocaciones de los que ahora venían a su
encuentro.
Y las descargas se produjeron sin que la línea cíe jinetes encabezada por Burr alterara la
formación. Este fue el consejo que más repitió Harry: “Si tenéis ocasión de barrerlos, mostraros
fríos, impasibles... Ellos esperan veros correr. Les hará más efecto”.
Burr y la fila de jinetes que le seguía comprobaron en seguida que Harry acertó al aconsejarle
aquella táctica. Nada desconcierta más que ver al que se consideraba un pusilánime, mostrarse
repentinamente, en un instante de peligro, con la mayor impavidez.
La barrera de jinetes avanzaba a paso de cabalgadura. A una voz de Burr todos los rifles se
erizaron de humo. Varios caballos del enemigo quedaron desarzonados. Se cortó el griterío. Los
individuos se miraron unos a otros.
Otra descarga, y la barrera seguía avanzando.
Max gritó insultos, intentó animales, embistieron... Pero se produjo una tercera descarga, sin
dejarlos nunca llegar a tiro de revólver.
La formación seguía exacta como el principio. ES terror empezó a apoderarse de los que
acompañaban a Max. Este no pudo evitar la huida de los suyos, porque él fue de los primeros en dar
el ejemplo. Estas oleadas de pánico, estos fenómenos tan habituales en todas las guerras, en todos los
acontecimientos donde concurren un gran número de seres, se produjeron en aquel momento en
hombres curtidos en todas las luchas, avezados a ver la realidad en sus rasgos más crudos.
Un pánico casi infantil les llevó a espolear los caballos hacia las barranqueras, a cruzarlas a todo
correr y no parar hasta sentirse cubiertos por la noche.
Ahora, Max Baker intentaba un ataque a la casa en la mitad de las fuerzas que había conseguido
reunir, pasada la medianoche. El y toda su gente ya se hallaba repuesta del pánico y rugía de
vergüenza, con ansia de desquite.
Harry presentía, aun no sabiendo que ya los de Max habían sufrido un descalabro en “Las
Arcadas”, que el ataque se desencadenaría con toda ferocidad. Max no podía hacer otra cosa a no ser
que, dándolo todo por perdido, optase por retirarse de la comarca de Howland definitivamente.
La táctica adoptada por Harry de dejar que se infiltraran en el cerco de defensas que tenía
establecido alrededor de la casa, tenía el riesgo de que alguno de sus hombres se precipitara y
descubriera la trampa demasiado pronto. El fogonazo les descubriría en un momento en que el
enemigo avanzaba, y difícilmente podría ninguno de los defensores puestos al descubierto escapar
con vida.
Max envió a un pelotón. Después a otro, por otro lado. Entreveían la casa en la oscuridad.
Llegaron a situarse a unas cincuentas yardas del edificio sin que se produjera un disparo.
—¡Se habrán ido! —sugirió uno de los secuaces de Max.
—No —rechazó éste—. Están dentro de la casa. Deben tener algunos heridos y por eso no se han
ido. ¡Va un ataque!
Se acercaron por distintos lugares llevando los caballos al galope, disparando contra el edificio.
Los que estaban a las órdenes de Harry permanecían tras algún árbol o algún peñasco, el pecho
pegado al suelo, mirando más hacia la casa que al lugar por donde oían venir al enemigo con un
formidable batir de cascos.
Todos los situados en posiciones aisladas se sintieron rebasados por la avalancha de caballos.
Permanecieron quietos, la mirada fija en el edificio, el rifle a punto.
Por fin surgieron las llamaradas que podían tomar como una orden. Surgieron primero de una
ventana de la planta baja, en la fachada principal. A continuación en las ventanas de los lados...
Los que estaban apostados tras los árboles y piedras entraron en acción. Era el momento, porque
el pavor impulsó de nuevo a los jinetes a emprender la más desbocada carrera, dejando muertos en la
fuga.
Media hora más tarde, Max Baker ordenaba a sus hombres que ocuparan las alturas de las
barranqueras para evitar que de “Las Arcadas” llegasen refuerzos. A uno de sus hombres lo envió al
pueblo con el encargo de que a todo escape se pusieran en camino los tres pistoleros que le quedaban
en Howland.
Max había comprendido que, a distancia, nada había a hacer. El adversario había llevado mejor
táctica. La salida tenía que buscarla a pocos pasos.
No ignoraba qué endiablado individuo dirigía aquella desastrosa lucha: el individuo que por dos
veces le hizo salir por el postigo trasero del “saloon”.
—El quería llegar a un acuerdo conmigo —murmuró Max—: A él puede interesarle un acuerdo
que le deje campo libre para cercar a la niña Cowan.
—¡Jefe! —profirió uno de los que le rodeaban, que tenía el rostro lleno de sangre—. ¿Y usted
llegaría a pactar con ese individuo?
Y, sin esperar respuesta, se puso a mascullar maldiciones.
—Estás muy excitado, Gibson —dijo Max, queriendo manifestar una actitud de sorna—. El
amanecer te calmará. Vamos a buscar un sitio donde podamos descansar.
Al mismo tiempo que Max decía esto a los hombres que le quedaban, después de haber mandado
a la mayoría a que cerraran las barranqueras, en la casa Harry indicaba a los suyos que se metieran
todos en el edificio pues, por el momento, no esperaba otra embestida.
CAPITULO VI
Cuando el día iba a apuntar, Harry abrió la habitación en que estaba Enid. Era el departamento
más seguro de la casa.
En aquel lugar se podía tener luz sin peligro de que se viera desde fuera. Había una lámpara, con
la llama muy amortiguada y Harry, apenas entrar, la avivó.
La joven se hallaba tendida sobre un camastro, sin desvestir, mirando al techo. Al oír la puerta y
ver a Harry, empezó a incorporarse, sin prisa ni alarma.
Quedó sentada al borde del camastro, apoyó los codos sobre las rodillas y enlazó las manos.
Tenía la cabellera revuelta, el rostro demacrado. Se quedó mirando al suelo. Un poco más allá de
donde ella miraba se había detenido Harry.
—¿Quieres decirme qué planes que tenía yo convenidos con Burr han sido alterados por ti?
—Yo no he alterado nada. Si hay fracaso, no me culpe a mí —respondió ella, con la cabeza
inclinada.
—Burr tenía instrucciones mías de no cruzar las barranqueras. Esos pasos son los que Max
seguramente tiene más defendidos. Y si Burr cumple lo que yo le indiqué, hay que desconfiar que nos
lleguen refuerzos para sacarte de aquí. Y yo no puedo enviar contigo una custodia que ofrezca alguna
seguridad.
—¿No puede o no quiere? —dijo Enid, poniéndose en pie—. Hemos perdido unas horas de
oscuridad que nos hubieran permitido escapar.
—¿Quienes?
—¡Todos!
—Pero ésta es mi casa... Hace algunos lustros la dejamos, con el propósito de que, si volvíamos,
no serían los Huskey los que se retiraran. Esto no quiere decir que no me marche de aquí. Lo haré tan
pronto acabe esto. Pero lo que yo he venido a tratar contigo es tu situación. Puedo jurarte que yo no
deseaba verte en este cerco. Esta cuestión es exclusivamente mía con Max Baker. Quizá haya una
ocasión en que él y yo podamos hablar. ¿Me autorizas para que establezcamos una tregua hasta que tú
estés a salvo?
Como si ella hubiese adivinado, antes de que terminara Harry, lo que iba a preguntarle, había ido
entornando los ojos, para mirarle con viva curiosidad. Pronto en los ojos claros de la muchacha se
reflejó la burla.
—Le dije anoche que he comprendido que los Cowan han de vivir luchando si quieren
sobrevivir. Me he visto reducida a menos que un guiñapo, a fuerza de pasividad. No concierte
treguas por la circunstancia de que yo esté presente. Todo debe seguir lo mismo, puesto que usted
entiende que marcharnos es replegarnos.
—¡Pero tú no tienes nada que ver en este asunto! Te devuelvo ganado que te robaron y lo
rechazas. ¿Qué diablos haces aquí? Ni siquiera cabe que te preocupe mi suerte...
Quedaron en silencio. Ella volvió a sentarse al borde del camastro, y otra vez apoyó los codos
sobre las rodillas, las manos enlazadas, inclinadas al suelo.
—Mi rabia... y mi vergüenza, es esa: que otra vez soy yo...
No terminó lo que iba a decir. En sus hombros se acusó una sacudida, como si apuntara un
sollozo y quedara cortada antes de nacer.
—Anoche... dudé en decirle algo que quizá le hiciera cambiar con respecto a mí —prosiguió la
muchacha, ya en tono más sereno—. Yo registré entre los papeles de mi padre. Se lo dije. Pero me
callé que había encontrado algo muy importante para mí... y también para usted.
—¡Har! —advirtió Lee, empujando lentamente la puerta entornada.
—¿Qué hay? —preguntó Harry, yendo a su encuentro.
Estuvieron unos momentos hablando en voz baja. La muchacha no se movió del sitio en que
estaba. Ni siquiera levantó la cabeza para mirarles.
Ya estaba amaneciendo. Harry fue adonde se hallaba la lámpara y la apagó.
—Prométeme que no te moverás de aquí.
—¡Quiero un rifle! —fue su respuesta, en un tono lleno de entereza. En seguida, más suave—:
Después de todo, todos los rifles son míos. ¿Es pedir mucho que me dejen uno?
—No es por el rifle. Es por la preocupación que va a significar... “para todos”... saber que te
arriesgas —observó él fríamente.
—Pues... que “todos” se quiten esa preocupación. Sé manejar un rifle... y lo demás es cuestión de
suerte. ¿Me lo da?
Desde fuera no hacían más que llamar a Harry. Este designó a Lee para que le procurara un arma
a Enid y la situara en el sitio donde menos peligros pudiera correr. No quería ser él mismo quien se
lo recomendara, porque sabía que resultaría contraproducente, pues ella haría lo contrario de lo que
Harry le aconsejara.
Se veían a individuos a alguna distancia de la casa, yendo a rastras, buscando los obstáculos del
terreno que mejor pudieran cubrirles. Nadie disparaba.
Iban tomando posiciones, cada vez más próximas, pero sin romper el fuego. Dentro de la pasa,
todos permanecían con el arma a punto.
De detrás de unos peñascos surgió una rama de árbol a la que iba atada un trozo de tela blanca.
—Bien... Quieren parlamentar —dijo Harry, zumbón.
Enid se hallaba en la habitación en que estaba Harry, arrodillada tras un montón de muebles y
sacos de paja que cubrían casi totalmente una ventana.
—¡Harry! ¡Yo no toleraré ninguna tregua por mí! —gritó Enid—. ¡Seré yo la primera en disparar,
como advierta algo que se refiera a darme un trato de favor! ¡A ese hombre lo odio tanto como usted
puede haber odiado a los míos! —Se había puesto en pie, con los ojos llameantes.
Miraba a Harry muy fijamente, el rostro demudado, temblándole los labios. Por tercera vez sintió
el deseo de revelar algo que se refería a los Baker y que afectaba a ella y a Harry. Pero dudó otra
vez, por miedo a que Harry perdiera su serenidad al enfrentarse con su verdadero enemigo.
Harry, después de observar a la muchacha sonrió y dijo:
—Nadie hemos dudado que eres valiente. Ni en serio, íbamos a creer nada de lo que Max
pudiera proponemos. Pero no estará de más que le escuchemos.
Y abrió la puerta. Salió agachado, quedando parapetado tras un montón de cajas de madera y
muebles que bordeaban el porche.
—¡Eh, Har! —gritó Max, desde un lugar muy próximo, mucho más avanzado del lugar en que
estaba el trapo blanco.
—¿Qué ocurre, Max?
—¡Estás en mi rancho!
Harry rompió a reír.
—¡Para lo que queda de “tu” rancho!... ¿Has dado una mirada a tu alrededor?
Sí. Max tenía una amarga idea de lo que ocurría. Agarrándose a los peñascos tras los que se
hallaba parapetado, rugió por lo bajo, haciendo esfuerzos por no gritar que rompieran el fuego. En su
mismo parapeto estaban dos de los pistoleros llegados aquella madrugada de la ciudad.
No habían acudido todos los que él había llamado. La noticia de la derrota estaba poniendo en
fuga a los secuaces de Max que se encontraban lejos del área en que se hallaba el cabecilla.
A estas deserciones había que agregar algo que los dos pistoleros que tenía al lado le habían
comunicado. Quedaron en la ciudad sin más fin que vigilar al abogado Reuben Bitner. Durante el día
anterior Bitner fue varias veces al domicilio que Max tenía en el pueblo, preguntando por él. Los
pistoleros le contestaron que no había regresado.
Por la noche volvió. Dijo que había recibido orden de Max de salvar todos los documentos que
había en la caja fuerte. Los pistoleros aceptaron, pero cuando Reuben hubo abierto la caja dispararon
contra él. Esta era la orden que les tenía dada el jefe. Los pistoleros no quisieron saber más. Después
de disparar, cerraron la caja y se llevaron el cadáver.
Aquella defección era también obra de Harry. Max ya se la adivinó al abogado en su mirada
llena de codicia cuando en el “saloon” oyó a Harry la afirmación de que Max ocupaba unas tierras
que no le pertenecían. Max siempre había alardeado de guardar los títulos en aquella caja, para
aplastar a Enid Cowan en el momento que le conviniese.
A Reuben le hubiese faltado tiempo para pasarse al bando de Enid, previniéndola contra Max y
contra el mismo Harry, creyendo que éste iba a planear algo contra la muchacha...
—¡Har! Todos estos destrozos te pueden procurar la horca! —replicó Max, tras una pausa, para
no responder con demasiada furia—. Estás rodeado... Nuestro “sheriff” no interviene mientras no se
le llama. Pero es duro cuando no tiene más remedio que dar la cara. ¿Qué te parecería, si a estas
horas se encontrara en camino, llamado por mí?
—¡La mayor tontería que podías haber cometido en tu vida, Max! —respondió Harry—. Porque
si viene el “sheriff”, al que encontrarán pisando la hacienda ajena será a ti. Este rancho es mío.
Tras un silencio, en que Max pareció desconcertado, soltó una risotada y preguntó:
—¿Quién te lo ha dado? ¿La señorita Cowan? Porque ella es de la que siempre se han creído con
derecho a esta tierra.
—Algún motivo tendrá para creerlo. ¿No fue el viejo Lester quien se lo compró al primitivo
dueño?
—¿Se lo compró? —Max soltó otra risotada—. ¡Eso es lo que siempre han hecho creer los
Cowan! Pero el primitivo dueño no vendió. Le mataron a un hijo, tomó miedo...
—¡No fue miedo, Max! —rugió Harry, saliendo del parapeto—. ¡Por lo menos no fue el miedo
que tú quieres dar a entender! Se dio cuenta que estaba metido entre dos fuegos: por un lado, la
terquedad y el absolutismo de los Cowan. Por otro, la ruindad y los golpes traicioneros de los Baker.
¡Max! ¡Cuando cayó mi tío Jake al cruzar las barranqueras, una noche, viniendo de “Las Arcadas”, tú
ya empuñabas las armas! ¡Ya baladroneabas en el pueblo, junto con tu padre y la pandilla de
indeseables!... —Sin darse cuenta Max había ido levantándose, mirando a Harry—.
Todo estaba sumido en el mayor silencio. Y tan suspensos permanecían los que se encontraban
dentro de la casa como los de fuera.
Harry había empezado a descender los peldaños, sin dejar de mirar a Max.
—Mi tío Jake había ido a “Las Arcadas” a rogar paz, a proponer un arreglo... Fue al regreso
cuando lo mataron. No es posible que lo hicieran los Cowan. Pero ellos eran tan culpables como los
que os aprovechábais de estos conflictos.
—¡Yo era un chiquillo cuando eso ocurrió! —profirió Baker, con el rostro desencajado.
—Yo no te culpo a ti concretamente por esa muerte, porque no tengo pruebas. Yo vine aquí para
llevarme algo que me pertenece. Y la otra noche iba a proponerte paz.
—¡Sí! ¡Y yo también quiero proponértela! ¡Es por eso por lo que!... —Hablaba precipitadamente,
dirigiendo fugaces miradas a los peñascos tras los que se encontraban los pistoleros y más atrás,
donde estaba la demás gente.
—Estoy yendo hacia ti, Max... Y te sé rodeado de incondicionales. A todos ellos les digo
permanezcan al margen. Es una cuestión tuya y mía.
Enid estaba como enajenada. Lo que Harry decía era parte de lo que ella Unto había dudado en
revelarle. Al verle descender la escalera se volvió a mirar a todos.
—¡Harry está loco! ¡Lo matarán! gimió, e hizo ademán de salir.
—¡Espere! —Lee la tomó de un brazo—. Podrían creer que es una maniobra. —Y se quedó
mirando afuera, con el rostro lívido.
—Tengo a uno de tus hombres prisionero —siguió Harry—. Ha revelado robos de ganado, no
sólo en “Las Arcadas” sino en otros ranchos. Muchos de los que me escuchan han tomado parte en
esos robos. Les doy palabra de que ninguno de mis compañeros les denunciará, si se marchan sin
intervenir en esta cuestión... exclusivamente de un Baker y un Huskey.
El terror se reflejaba ya en la cara de Max. Mantenía las armas en las fundas, no osaba acercar
las manos a ellas porque contaba con la ayuda de los demás.
Pero la promesa que Harry acababa de hacer le sonó como una sentencia de muerte. Sabía que su
gente estaba desmoralizada.
—¡No le creáis! ¡Es una trampa!
—No es una trampa. Es una salida que doy a esos hombres —dijo seriamente Harry—. Yo nada
tengo contra ellos.
—¡No le creáis! ¡Fuego contra él!
Ya era tarde. Solamente los dos pistoleros, los que nada podían temer de las denuncias sobre el
robo de ganado, obedecieron, saliendo como despedidos por un potente resorte, ya con las armas en
las manos. Al adivinar su movimiento de ayuda, Max se decidió también a sacar las armas.
Y otra vez la sensación de que Harry esgrimía una invisible cuchilla, moviéndola a un lado y
otro, y la muerte levantando, en el aire en su frenético galope, las pisadas de humo...
Ni una pulgada movió Harry los pies desde que empezó a disparar. Nunca como entonces dio una
mayor prueba de que conocía a la gente que le rodeaba. Ningún secuaz de Max, habituado a las
faenas del rancho, se movió en defensa del jefe. Este había tenido a gala siempre despreciarles,
buenos solamente para robar ganado, pero no para ver la “muerte de cara”. Para eso se rodeaba de
pistoleros.
Con los pistoleros lo dejaron. Varios hombres había delante de la casa, de pie, mirando a Harry,
con las armas en las manos, pero apuntando al suelo. Le miraban.
—Podéis marcharos —dijo Harry—. Cuanto más lejos, mejor.
Instantes después galopaban a la desesperada, mirando hacia atrás, hacia las barranqueras. Harry
no reparó en ello. Tras dirigir una mirada fugaz al cadáver de Max Baker y los dos pistoleros, se
encaminó a la casa.
Los vaqueros salían para abrazar a Harry y anunciar que a lo lejos se divisaban grupos de jinetes.
Era Burr y la tromba de vaqueros de “Las Arcadas”. Pese a las órdenes de Harry, aquella madrugada
forzaren el paso de las barranqueras. Se encontraron con que estaban desguarnecidas. La gente que
Max había enviado allí había desertado.
Mientras los vaqueros corrían al encuentro de sus compañeros, Harry se enfrentaba con Enid.
Ella le miraba, sin color en el rostro.
—¡Pudo fallarle, Harry! ¡Ha sido una locura salir solo!
—Salí sin darme cuenta. Cuando lo advertí ya no había remedio —respondió él, mirando para
otro sitio.
—¡No fuera a creer nadie que un Huskey se retiraba! —profirió, con amarga burla, que a ella era
la primera en dolerle.
—¡Basta! Ahí está tu gente. Que te lleve a tu rancho, y desde allí presenta a las autoridades una
relación de lo ocurrido. Cargaré con las responsabilidades que me toquen. Pero ahora tengo algo más
importante que hacer aquí.
A mediodía, casi toda la gente se había marchado. Los cadáveres habían sido retirados y
borradas las huellas de sangre. Harry había pedido provisiones para un par de días, por si acaso.
Burr fue el último en estrechar la mano de Harry.
—¿Pasarás por el rancho?
—Seguramente —respondió Harry.
Se puso a perforar los viejos muros, para hacerlos saltar con dinamita. Había visto que Enid se
marchaba en el primer grupo.
Cuando más atareado estaba la vio aparecer junto a él.
—¿No te habías ido?
—Acompañé a Lee a distribuir vigías por todos estos alrededores —respondió Enid, sentándose
sobre una piedra y mirando uno de los agujeros que Harry había hecho en la vieja construcción—.
¿Sabes el sitio exacto donde se encuentran?
—¡Yo qué demonios sé, si los habéis puesto vosotros!
—No me refiero a la guardia, sino a los anillos.
Harry suspendió el trabajo para mirarla, asombrado.
—Mi padre... me habló una vez, de los “desgraciados vecinos” que teníamos al sur. —Como
Harry hiciera un gesto de cólera, ella se apresuró a aclarar—: Mi padre nunca compartió las
violencias del abuelo. Lamentó lo que ocurrió a los vecinos del sur. Y entre sus papeles, había un
escrito dirigido a vosotros, por si un día aparecíais por aquí. Lo tengo en casa. De eso quería
hablarte anoche, pero no me atreví. Habla de la muerte de tu tío Jake. Es cierto que vino aquella
noche a hablar con el abuelo, pero éste no quiso escucharlo. Como lo mataron aquella noche, parece
que mi padre miró al abuelo, quizá sin darse cuenta, y el abuelo empezó a insultarle. “¿Por quién me
has tomado? ¡Si yo quisiera matar a alguien, lo haría cara a cara!”. Los tuyos se fueron a los pocos
días.
—A mi abuelo le quedaba un hijo... y la esperanza de volver algún día. No pudo volver él, pero
lo he hecho yo.
—Al abuelo le disgustó con el tiempo que los tuyos se fueran. Se sentía responsable de vuestras
desgracias... Y la muerte de tu tío Jake le obsesionaba. Su pregunta constante era: “¿A quién podía
beneficiar esa muerte?” Al cabo de un tiempo, el padre de Max Baker dijo que se había encontrado
con Huskey y que éste le había vendido el rancho. Al principio nadie le creyó. Pero, con el tiempo, la
gente fue olvidándolo y Baker pudo extender su rancho dentro del vuestro.
—Y vosotros también.
—No. Ya viviendo tu abuelo aquí, las lindes nuestras llegaban hasta barranqueras y de ahí venía
el pleito...
—¡Bien! ¡Fuera eso! Hay mapas, un centro de registro y abogados para discutir. ¿Qué más?
—El abuelo encontró un día en una de las barranqueras, donde mataron a tu tío, unos cartuchos
vacíos del rifle que utilizaba el padre de Max. Esto le llevó a decir, en pleno pueblo, que habría que
investigar los pasos de Baker, padre e hijo. Y entonces estos se fueron de la comarca por algún
tiempo...
Harry había reanudado su tarea de agujerear los viejos muros.
—Cuando haga estallar esto, media casa se irá al diablo —dijo, para cambiar de tema.
—Con tal de que el derrumbe no represente más trabajo...
—Me fastidiaría yo.
—Y yo —respondió Enid.
—¿Tú? ¿Por qué? Tú puedes irte ahora misma
Movió ella la cabeza, negando.
—Ayer salí del rancho diciendo que volvería contigo ... o no aparecería más. Tuve ya un fracaso.
No tendré el segundo.
Harry se puso a dar golpes con mayor fuerza.
—¡Mucho has cambiado de ayer a hoy! —dijo, sarcástico.
—Hace unas horas he cambiado del todo. Cuando supe que tú no nos achacabas la muerte de tu
tío. Mi “desprecio” por ti fue al ver los papeles de mi padre y pensar que hubieras venido a mí
creyéndome descendiente de los que mataron a un hermano de tu padre, y tu sed de venganza te
llevase hasta el extremo de casarte conmigo para luego escarnecerme.
Harry soltó las herramientas.
—¡Basta por ahora! ¡Tengo hambre!
—En unos instantes estará la comida a punto.
Enid desapareció. Un rato después se hallaban sentados, uno frente al otro. El la miraba, ella
entonces bajaba la vista; bajaba los ojos él, le miraba ella.
—La voladura con dinamita tiene sus desventajas. Sé que los anillos están en un ángulo que
forman los muros de la izquierda. Pero, si se me va la mano en la carga y salta todo, anillo y
cascotes...
Es casi preferible el trabajo a pico. Más lento, pero más seguro.
—No creo que tengas ninguna prisa.
Llegó el anochecer. El trabajo estaba bastante, adelantado. Harry, cansado; se sentó en el porche.
Enid estaba preparando la cena. Tan pronto terminó se sentó a su lado.
—Quizá mañana tenga suerte.
—Quizá —respondió ella.
—Pero... aunque tenga que removerlo todo, yo no pienso irme de aquí sin esas joyas. Ni quiero
que nadie haga ese trabajo por mí. Lo prometí siendo niño. Mi madre espera que vuelva con ellos.
A partir de este momento, Enid pareció sumida en una gran depresión.
Durante la cena no levantó los ojos de la mesa. Precisamente cuando Harry iba sintiéndose más
contento y la miraba con más deseos de manifestar el gran amor que por ella sentía, Enid daba el
efecto de retroceder.
Exasperado, la tomó de los hombros sin que hubiese mediado una palabra que justificase aquella
actitud.
—¡Vamos a ver! ¡Si hemos de estar siempre así, jugando al escondite, lo mejor es que se vaya
todo al diablo! ¿Qué te pasa ahora? ¿Ya has vuelto a cambiar?
—Yo, no. Tú... Piensas regresar a Texas.
—¡Pues claro! ¡Allí está mi casa! Todo esto Jo cederé a la caja comunal. No quiero nada de esta
comarca.
—Yo pensaba desprenderme del rancho.
—Ya lo suponía. Por eso no me explico tu seriedad de ahora.
—Pienso en tu madre. A ella sí le tengo miedo...
Harry prorrumpió en carcajadas.
—¿Era por eso? —Y fue entonces cuando, sin previo aviso, se puso a besarla, en la boca, en los
ojos—. ¡Pero si ella te conoce! ¡Si por ella hubiera vuelto el primer día! Cuando le referí tus
insultos, me contestó: “Por fortuna para las mujeres, los hombres no sabéis leer al revés”.
No pudo seguir hablando. Porque aunque ella no le decía que callara —no se lo decía con
palabras—, Harry supo interpretar que ella le estaba pidiendo con los ojos algo que no eran
precisamente palabras...
***
Cuando llegaron a “Las Arcadas” el vejete Jessup no preguntó si Enid regresaba con el marido ni
si habían encontrado los anillos. Le bastó ver la cara de la pareja y luego los anillos de oro, tantos
años enterrados, uno en cada mano del joven matrimonio.
FIN