La Parroquia

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La parroquia.

Reflexiones de fondo y pequeñas concreciones


sobre la liturgia, la diaconía y la iniciación cristiana.
Francisco García Martínez.

Ya es un tópico pastoral referirse a la parroquia como lugar donde se manifiestan


la mayoría de los problemas de la acción pastoral, pues es el ambiente global más
concreto y habitual de la vida cristiana. Además de estar situada en un ambiente social
preciso le hacen padecer igualmente las fluctuaciones sociales con las tensiones y las
esperanzas que suscita la situación económica, social y cultural de cada momento. Esto
supone que es en ella donde la Iglesia tiene un "lugar privilegiado" para vivir la
fecundidad del Evangelio pues la acción pastoral puede incidir prácticamente sobre el
ambiente vital de lo humano, aunque de igual manera lo es para comprobar la dureza de
un mundo que se resiste a ser modelado evangélicamente1.
Es también sabido que la parroquia, si bien “podría comprenderse como iglesia
local parroquial"2, debe integrarse en el contexto de la pastoral diocesana, pues es en
ella donde adquiere su lugar propio integrador en un dinamismo de eclesialidad integral
imposible en sí misma3. Junto a esta inserción (no siempre vivida, pero teológicamente
asumida desde los tiempos de la pastoral de conjunto) es la evangelización en un
trasfondo de increencia generalizada (al menos en su forma práctica) y de desafección
eclesial o apostasía silenciosa (razonable o no) lo que se ha postulado como elemento
nucleador de la lógica pastoral4.
Éstos eran nuestros presupuestos de fondo en una reflexión en la que intentaremos
analizar tres de los sectores que constituyen o determinan la vida parroquial: la liturgia,
la diaconía -que analizaremos a partir de su vinculación al testimonio- y la iniciación
cristiana. Antes, sin embargo, nos detendremos en la reflexión de algunos presupuestos
de situación a tener en cuenta al afrontar el tema.

1. Presupuestos pastorales

Quizá una de las acusaciones que se podría hacer a nuestra pastoral parroquial es
aquella que realizaba el profeta contra los ídolos de Israel cuando dejaba constancia de
su inanidad. Una de las razones que daba es que tenían ojos pero no veían. Me pregunto
si no será éste uno de los primeros problemas que necesitamos afrontar para realizar una
reflexión y una acción realmente operativa, más allá de si luego nuestros planteamientos
den resultados medibles y satisfactorios humanamente. Necesitamos mirar y ver,
percibir el movimiento del subsuelo eclesial, el corrimiento de terreno que se ha
producido socialmente, para no pensar desde presupuestos ya caducos. Detengámonos
por tanto un momento aquí.

1
R. Prat i Pons, Tratado de Teología Pastoral, Salamanca 1995, 271
2
A. Borras – G. Routhier, La nueva parroquia, Santander 2009, 95, donde lo explica con las necesarias
matizaciones.
3
J. Ramos, Teología Pastoral, Madrid 1995, 337.
4
Lo que se ha dado en llamar el modelo evangelizador de la acción pastoral. Cf. J. Ramos, Teología....,
134-41.

1
Vivimos en un momento de tránsito, inestable por tanto. Las nuevas formas de
pensar y situarse en el mundo nacidas con el Renacimiento y la Ilustración han ido
adquiriendo una progresiva velocidad de implantación social de tal forma que lo que
aparecía como nuevas cuestiones académicas de círculos selectos ahora ya no es
discutido, sino dado como evidente vitalmente por todos. Por otra parte, a ellas se han
sumado sus formas dialécticas, la llamada posmodernidad, que reconfiguran el
imaginario moderno, pero desde dentro. Nada de esto es ya sólo teórico, sino que ha
dado lugar a una forma concreta de autoidentificación humana, de valoración de las
instituciones, de los tiempos y los espacios sociales, de comprensión del sentido y los
valores con que afrontar la existencia, de los arraigos y las tradiciones (o la tradición),
de los sistemas de enseñanza, aprendizaje y de información... y lo importante para
nuestro tema es que esta nueva forma existencial de lo humano no se siente cómoda en
los bancos de nuestras Iglesias, casi ni siquiera cuando está allí sentada. Nuestras
estructuras pastorales, aunque no sólo ellas sino también nuestros principios pastorales,
y más aún determinados principios evangélicos y teológicos, son extraños ya a los
hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Durante siglos la parroquia ha desarrollado una función socializadora en un
mundo estable que estaba estructurado en su forma y fondo (más o menos asumido) por
el imaginario cristiano-católico: los ciclos naturales con fiestas religiosas, los ciclos
vitales con los sacramentos o sacramentales, las estructuras sociales coincidían
fundamentalmente con la distribución jurídico-canónica de la población, los valores
sociales estaban justificados trascendentalmente por el Dios cristiano y su transmisión
por el poder magisterial del clero. La fe (parroquial) ha sido uno de los elementos de
inserción social en el entramado de lo humano dado. Por esto la fe formaba parte de la
vida no sólo como contenido asumido de relación con Dios, sino como forma de
configuración personal y social de la vida.
Si de esta forma la fe se inculturó realmente, el precio pagado fue la identificación
ideológica de la fe con el orden social, de la verdad con lo dado y de la autoridad con el
poder del orden. Esto en su forma concreta no siempre trajo males, pero otras sí y nunca
es aceptable como principio. En este esquema Dios aparecía no sólo como sujeto de una
relación salvífica, sino como principio a-personal garante de este orden. En este sentido,
para muchos la fe en Dios era real pero apenas relacional, su convencimiento de fe era
básico pero no subjetivamente dinámico.
Se había pasado, y así vivió nuestra Iglesia por siglos, de una sacramentalidad ante
el mundo a la configuración cristiana de este mundo, con las aportaciones que esto
supuso y supone y también con las tragedias que lleva ocultas, al marginarse el
principio de autonomía de las realidades temporales. Es la pérdida de la tensión y
diferencia escatológica que sostiene la vida eclesial y la vida personal en un dinamismo
evangélico y profético (testimonial) de verdad trascendente lo que quedó oscurecido
(evidentemente no anulado) y lo que en este momento se ha convertido en un reto
recuperar. La sacramentalidad eclesial como principio eclesiológico subrayado con
énfasis por el Concilio Vaticano II apunta en esta dirección y nos sitúa en una nueva
forma de comprensión de la presencia eclesial/parroquial a desarrollar en nuestra
sociedad.
Pues bien, la parroquia se sitúa hoy en un contexto ya no configurado
cristianamente, ni tiene como función la socialización humana en él. Por el contrario
tiene delante de sí un territorio fundamentalmente pagano con referencias de fondo
cristianas que se van deshaciendo socialmente por momentos. A un hombre
desarraigado de sus identidades tradicionales que se dota de celebraciones nuevas o
antiguas redefinidas por una precomprensión individualista, hipersusceptible a la

2
imposición de valores (que no tienen como juez en él más que una subjetividad
habitualmente emocional) y al arraigo grupal que siente como amenaza para su libertad.
Un hombre en continuas relaciones y actividades, pero con graves problemas de
confianza relacional y de soledad personal (con afiliaciones sociales igualmente
emocionales: fútbol, nacionalismos...). Un hombre que ha ido perdiendo la conciencia
de que la sociedad es autoconstrucción social basada en el trabajo y la ascesis
individual y una presupuesta responsabilidad en la vinculación social, y no sólo espacio
de protección estatal de derechos que tiende a identificarse con necesidades o principios
propios. Por otra parte, un hombre muy sensible a valores como lo concreto, lo
diferencial, lo plural… además de ser especialmente susceptible a todo lo que suponga
manipulación o imposición, por tanto atento a la salvaguarda de la libertad y la
razonabilidad necesaria de toda proposición de verdad.

2. La parroquia

Tenemos, por tanto, que la parroquia entendida como lugar de incorporación a la


forma social de humanidad en sus componentes trascendentales de sentido y
autocomprensión aparece en vías de descomposición si no lo está ya. Nada hay más
evidente en la misma vida pastoral de las parroquias. En este sentido la evidencia de la
crisis social del Evangelio y de la vida eclesial hace palpable en esta institución que
tiene como uno de sus centros vitales la iniciación cristiana a una forma de vida desde
un grupo dado y desde una tradición previa. Esta iniciación, será bueno constatarlo, está
fracturada igualmente en la sociedad. Los intentos educativos de añadir asignaturas
específicas o transversales que buscan dotar a los niños y jóvenes de fundamentos de
autocomprensión, finalidades de vida y formas de relación y acción social, y que no
terminen de encontrar ni consensos ni operatividad en la receptividad infantil y juvenil,
apuntan en este sentido.
Estamos, por tanto, ante un proceso no sólo de descristianización, visible entre
otras realidades en la desparroquialización de la vida social, sino en la des-
identificación y re-identificación de lo humano (¡¿europeo!?) sin objetivos ni formas
claras.
Necesitamos por tanto cambiar de paso, una redefinición parroquial que se oriente
fundamentalmente hacia la identidad, y no hacia valores, fundamentos transcendentales
a-personalmente vividos, conocimientos confesionales... y esto debe impregnar todo el
hacer eclesial, en nuestro caso parroquial pues la desidentificación cristiana habita ya en
el interior de nuestra Iglesia5.

¿Cómo pensar la parroquia en este contexto?


Dos dimensiones creeremos que es necesario subrayar operativamente en la acción
pastoral parroquial. Por una parte la comunidad creyente debe aparecer como casa de la
fe eucarística, por otra como casa de hospitalidad6. Frente a la obsesión misionera que
da por supuestas las identidades dadas, la fortaleza de una comunidad ya definida es
necesario volver a la sencillez de vivir la fe juntos (más allá de espacios grupales

5
J. Martín Velasco ha hablado de “la Iglesia como país de misión”, modificando aquella típica expresión
sobre la sociedad francesa de los años 40. Citado por A. Ginel, «Encrucijada y horizonte de la catequesis
hoy», en Misión joven, Septiembre (2005), 22.
6
Cf. las reflexiones de T. Citrini, «Progetto parrocchia: pero una chiesa dal volto fraterno», en
Scommessa sulla parrocchia. Condizioni e percorsi dell’azione pastorale, Milano 1989, 23-44 (31-34) y
en el mismo volumen las de P. A. Sequeri, «Programare l’azione pastorale oggi», 113-132 (122-130).

3
"demasiado definidos") y la naturalidad de compartir socialmente la vida con los más
necesitados (en todos los sentidos)7. Un elemento transversal a estos dos subrayados es
que se trata en cualquier cambio de una cuestión eclesial y no clerical simplemente, de
tal forma que el ministerio en este momento de exaltación eclesial y de reclericalización
(no siempre por opción), ha de identificarse como instrumento de memoria y
estructuración de vida cristiana global y no como Iglesia ante la que ser cristiano.
Habría que recordar aquella expresión que dice "un cura solo no puede hacer una
parroquia, pero sí puede deshacerla", y una de las maneras de hacerlo es identificarla
(en la práctica) con él mismo.

Pasemos ahora a una pequeña reflexión sobre tres de los pilares de la acción
pastoral de la comunidad eclesial y sobre su concreción parroquial. Subrayemos el
sustantivo comunidad, no tanto para referirnos en su dimensión sociológico-grupal8,
sino para resaltar que es la communio un elemento estructurante de estas dimensiones,
de tal forma que si faltara éstas tenderían rápidamente a perder su identidad cristiana.
No desarrollaremos una perspectiva que abarque todos los aspectos de estas
dimensiones, sino los que nos parecen más relevantes aquí y ahora.

2.1. La liturgia

Pese a una posible reducción de la amplitud de esta dimensión preferiríamos


hablar de la dimensión eucarística de la parroquia9. Evidentemente sin menosprecio de
los otros sacramentos, es la eucaristía la que define el ritmo de identificación humana en
la adoración-alabanza-obediencia a Dios constituyendo incluso la forma interior de los
otros.
Además la dimensión litúrgico sacramental es importante concebirla como el
acontecimiento eclesial por excelencia en tanto en cuanto en ella se vive el indicativo
memorial de la salvación dada y en ella se prefigura el orden consumado de la propia
vida. Es necesario, tan necesario como complicado, arrancar la eucaristía de aquella
percepción que la sitúa como una de las cosas que debe hacer el cristiano, aunque sea la
más importante, para situarla como el centro, fuente y culmen, de identificación
cristiana personal y comunitaria. Es este acontecimiento, y no los grupos o los
compromisos del tipo que sean, el lugar propio de la identidad de fe y por tanto de
identificación cristiana. "Sin misa no hay Iglesia, ni vida cristiana..." al menos desde
una óptica católica.

7
“No debemos preocuparnos demasiado del rostro misionero de la parroquia, sino más bien de su rostro
cristiano: entonces justamente dicho rostros será buena noticia y la comunidad parroquial será testigo y,
precisamente porque está situada en la compañía de los hombres, será también misionera, apta para
evangelizar”, en E. Bianchi - R. Corti, La parroquia, Salamanca 2005, 43.
8
A. Borras analizando el significado de la expresión comunidad en el Vaticano II dice: “El Vaticano II
utiliza también el vocablo comunidad para sugerir la solidaridad, la comunicación y la interrelación entre
los individuos y los grupos […] Así pues, cuando se habla de comunidad, se está hablando de la
multiplicación de las relaciones entre personas, no de una forma especial de socialización […] ‘La
palabra comunidad evoca ideas y sentimientos de solidaridad, de fraternidad, de ayuda mutua, de
intercambio, de diálogo y de comprensión’ (V. Harvey). A esta terminología, más evocadora que crítica,
remiten los textos del Vaticano II”, en La nueva…, 42-43. Es en este sentido en el que utilizaremos la
expresión nosotros.
9
“Soy consciente de que la comunidad cristiana es antológicamente eucarística […] y de que debe
restituirse a la parroquia la figura de Iglesia eucarística que desvela el misterio de su naturaleza de
comunión”, en E. Bianchi, La parroquia…, 27.

4
En ella acontece no sólo la Palabra que se dice, sino que se realiza transformando
el cuerpo humano en cuerpo crístico. En ella Dios nos hace suyos uniéndonos a su Hijo
que se entrega como nuestro propio espacio de existencia10.
La eucaristía es el centro de la comunión eclesial más allá de las identificaciones
afectivas o ideológicas de los diferentes grupos. Es el amor de Cristo dándose en el
memorial de su Pascua el que constituye aquella comunión sacramento “de la unidad
del género humano" (LG 1). Si la sociedad como ya percibió Aristóteles tiende a
configurarse desde la comunidad de iguales, la eucaristía nos define como comunión en
los diferentes, amados y entregados los unos a los otros, reunidos en alabanza al recibir
la vida misma de Dios (diferente de la nuestra y salvífica) y en ella la vida de los
hermanos (diferente de la nuestra y don pluriforme de Dios en la Iglesia).
Es el amor de Cristo el celebrado como obediencia y alabanza del Padre, y como
salvación de los hombres, núcleo verdadero de donde nace una justicia no condenatoria,
un compromiso que no se vuelve sobre sí para juzgar a los demás desde la acción propia
y una paciencia histórica que no es apatía, pereza o insensibilidad ante el sufrimiento.
Subrayada su centralidad, ¿cuáles serían los elementos a cuidar parroquial mente
hoy?

a) La expresión y vivencia concreta de su congregación por el mismo Cristo. Es


fundamental configurar vivencialmente la eucaristía como un acontecimiento de
presencia relacional de Cristo (tanto personal como comunitaria). Esto significa que ha
de celebrarse (y prepararse) de forma que el centro sea el encuentro con Cristo que
media el movimiento de Dios hacia nosotros. No se está primariamente ante un foro de
adoctrinamiento (y esto se puede dar en todas las sensibilidades), ni en un espacio para
la negociación con Dios (consciente o no, directo o indirecto). Es la llamada de Cristo a
sentarse a su alrededor, a escucharlo, a recibir de su presencia la acogida misericordiosa
de Dios a nuestra vida… lo que hace que todos estemos unidos. La comunión procede
así de la vinculación que Cristo mismo establece con nosotros. La hospitalidad
parroquial nace de esta experiencia vivida en la que Cristo abre un sitio para cada uno
donde juntos vivimos de la alabanza por ser recogidos y vinculados a él y entre nosotros
por su mismo don de vida. La hospitalidad parroquial nace en la intimidad de esta
hospitalidad crística acontecida eucarísticamente para nosotros.

b) El discipulado litúrgico. En la eucaristía podemos contemplar lo que podría


llamarse el discipulado común del pueblo de Dios. La identidad de la comunidad
eclesial y de la mayor parte de sus miembros viene por la configuración que el Espíritu
Santo va realizando en sus vidas abiertas a la presencia de una Palabra que alimenta con
la eficacia del mismo actuar divino transfigurador. En este sentido hablaríamos de una
eficacia in fieri de la Palabra de Dios. Cuando se celebra la eucaristía como
acontecimiento de presencia la Palabra proclamada es vivida siempre como una palabra
dialogal, y es este diálogo (orante) el que debe suscitar y ayudar a profundizar la
homilía. Tenemos aquí mucho camino por recorrer. Los agentes de la liturgia

10
Ninguna forma limitada de vivir la eucaristía con todas las críticas que se la puedan hacer debería hacer
creer que ella no es lo central, lo más importante que recibimos y el lugar fundante de la experiencia
cristiana de fe. “Una liturgia dominical -dice Bianchi- con calidad mistagógica es el más fecundo
magisterio eclesial que semanalmente puede dar forma a la vida cristiana de cada uno y de la comunidad.
En consecuencia, el mayor empeño de la parroquia, párroco y parroquianos juntos, debería ser
precisamente el dedicado a la liturgia, de manera que la liturgia sea verdaderamente central y tenga una
primacía real sobre toda la vida eclesial”, en E. Bianchi, La parroquia…, 31. De igual forma Sequeri, en
el artículo citado, habla de la comunidad de altar como “unidad parroquial significativa”, en «Programare
l’azione…», 124-125.

5
parroquial, en especial el que preside, han de convencerse de que los que asisten a la
celebración son verdaderos sujetos activos de una relación indominable por los agentes
litúrgicos, y que poseen capacidad y voluntad de apertura a las mociones de la Palabra
(en toda su amplitud ritual). Es esta lectio continua y esta participación en los gestos
crísticos fundantes en medio del torbellino de las preocupaciones humanas, de las que
por un momento Cristo nos separa, la que conforma la identidad sencilla pero
hondamente arraigada (“para mí la vida es Cristo”) del cristiano (en especial de los
laicos). Si es verdad que no hay que perder el empeño en crear grupos de reflexión,
estudio... en las parroquias no habrá que perder de vista que no todos tienen que estar
entre los 12 ó con los 72, que hubo más de 500 hermanos a los que se apareció el Señor
haciéndolos suyos de por vida.

c) La celebración eucarística como victoria dada a participar. La eucaristía es un


memorial salvífico que genera una esperanza radical, pero esta eficacia sólo puede
acontecer cuando lo celebrado es el verdadero acto que otorga salvación. Por eso es
necesario un reflujo sobre lo nuclear, una ascesis litúrgica que contrarreste la práctica de
su celebración para envolver los motivos más variopintos. La concentración en la
muerte y resurrección de Cristo ha de constituirse en centro absoluto de la celebración,
centro que no puede ser desplazado, ni ocultado (siquiera indirectamente) por la
celebración de cualquier otro acontecimiento. Ahora bien, esto significa que es
necesario hacer aparecer como esto confiere esperanza y profundidad de vida a las
demás situaciones de la vida que piden ser envueltas por una celebración. La misa no es
(no puede ser) la guinda de los encuentros de todo tipo sin ningún planteamiento, si
queremos que siga siendo lo que es y no participar en su muchas veces maltrecha
identidad.
La victoria alcanzada por Cristo en su Pascua y celebrada eucarísticamente debe
configurarse ritualmente desde el dinamismo peregrinante de lo humano, por eso la
misma celebración debe aparecer diversificada formalmente. Por ejemplo, desde la
euforia con todos sus elementos definitorios (cantos, flores, luces, besos...) de la Vigilia
Pascual que expresa el núcleo de la salvación ya irrevocablemente hasta la discreción de
los funerales en medio de tragedias donde el cuerpo muerto de Cristo habla con la
misma discreción del resucitado sufriente en su cuerpo eclesial11.

d) La eucaristía como segregación sacramental. Nos parece importante que la


liturgia cree o se manifieste como un espacio diverso del cotidiano vivir, pues habla de
éste desde su fundamento último (designio originario) y su plenitud apenas descriptible
(consumación escatológica). Si bien es verdad que lo realiza utilizando gestos
cotidianos (comensalidad, diálogo, alabanza) éstos están definidos desde una hondura
nueva12. La liturgia debe llevarnos con los elementos cotidianos que utiliza a un mundo

11
No conviene mezclar los motivos. Siempre me ha resultado extraño, por poner un ejemplo, que se
cantara en un entierro, más si se hace con euforia, La muerte ¿dónde está la muerte? ¿dónde su victoria?
mientra muchos lloran una muerte concreta. Este canto que tiene su lugar propio en la Vigilia Pascual
aquí parece resultar incluso indiscreto y torpe, aunque afirme una realidad central de la fe. Y es que
incluso confesamos la muerte y la resurrección de Cristo y no sólo una de los dos realidades y esto
significa que hay tiempo para reír y tiempo para llorar que se deben vivir también litúrgicamente
expresados.
12
Los orientales han cubierto esos gestos con un iconostasio donde se dibuja la comunión de los santos y
la majestad de gloria del Señor, de tal manera que los gestos queden absolutamente cubiertos por su
significado último. Sin llegar a este extremo, creemos que es necesario percibir la realidad a la que
apuntan. Me comentaba un cura alemán que la parroquia donde ejercía su ministerio estaba hecha de
cemento para integrarse en la vida de las gentes de una zona donde muchos trabajaban en empresas que lo

6
distinto para aprender a mirar de forma nueva lo ya conocido. Podríamos decir que tiene
el mismo dinamismo de las parábolas: extrañas de inicio y comprensibles sólo desde
una nueva relación de los elementos ya conocidos, hacen comprensible desde dentro un
mundo demasiado rápidamente aceptado en su orden vital y que oculta su fundamento y
su designio originario.
La naturalidad litúrgica, cuando ésta se pone al servicio de la expresión del
misterio no sólo de un Dios genérico, sino de su designio salvífico debe ofrecer un
camino de iniciación mistérica (de mistagogia) a la identidad sacramental del mundo y
al ser de Dios en él. Toda reducción simbólica por asimilación mundana (por prejuicios
litúrgicos de un extremo) y todo exceso simbólico por exaltación ritualista (por
prejuicios litúrgicos de otro) empaña la bella naturalidad del misterio en su acontecer
litúrgico13.

e) La eucaristía como espacio de hospitalidad. La eucaristía está siempre abierta a


“los parroquianos”. No hay una invitación o una entrada con precio pagado de antemano
condicionante. Sólo se requiere un cierto respeto a la comunidad que celebra. No está
cerrada a los no practicantes cuando se deciden a acercarse, no está cerrada a los que no
saben si creen o no pueden creer, ni a los que están en disidencia con alguna toma de
postura eclesial, etc. Parecería sin embargo que una vez se ha roto la disciplina del
arcano y las barreras protectoras de un acontecimiento débil en sí, que quiere una
protección especial (que se compone de aprecio, fe y cuidado formal) veríamos pronto
su amplia degradación. Sin embargo esta debilidad es similar a la de Cristo crucificado
que se ofrece abierto al encuentro de todos los que pasan a su lado, más allá de si
todavía pueden comprender del todo e incluso de si sólo malentienden lo que allí sucede
y se burlan de él. Hay algo divinamente hermoso aquí, algo también de fraternidad
originaria en este gesto eclesial de no cerrar las puertas cuando han entrado los que
tienen carné actualizado y revisado por la autoridad competente. De esta forma la
eucaristía se convierte en un acogedor espacio para hombres y mujeres solitarios y
desesperados que, aunque todavía no sepan muy bien lo que allí acontece, pueden
sentirse envueltos en un ambiente de serena paz, discreta alegría y un fe contagiosa en la
presencia del misterio de vida que se hace bálsamo para sus heridas.
Sin embargo esto no es lo mismo que una celebración abierta indiscriminadamente
en la que no importa ni la fe práctica, ni la comunión eclesial concreta. La eucaristía no
es la representación de las comidas abiertas de Jesús, aunque en ellas se encuentren
alguno de sus elementos interpretativos. La asamblea celebrante es una asamblea
creyente y de comunión eclesial, que confiesa la Pascua y el Señorío de Cristo. De otra
manera la misma liturgia perdería lo que realmente ofrece en los primeros momentos y
radicalmente a quien se acerca. Si la parroquia quiere acompañar religiosamente a todos
no debe hacerlo a costa de reducir el valor de lo que ha sido puesto en sus manos. Podrá
por tanto ofrecer algunas formas de oración o celebración que acompañen a los que
están en camino hacia la fe. En cualquier caso debe saber diferenciar la acogida eclesial
de todos de la reducción desidentificadora de la Iglesia. Sería bueno, por otra parte,
desligar tantas celebraciones de primeras comuniones y de bodas... de esa justificación
simplona y encubridora de que Cristo acogía a todos.

producían. Como ya tenían el cemento en casa dejaron de ir a la Iglesia, terminaba medio en bromas
medio en serio su relato.
13
Pueden verse las sugerentes y profundas reflexiones del pequeño libro de F. Cassingena-Trévedy, La
belleza de la liturgia, Salamanca 2008.

7
f) Potenciar una liturgia del pueblo de Dios. La celebración es una acción de todo
el pueblo de Dios que participa real y verdaderamente del sacrificio de alabanza de
Cristo. Esto significa que es necesario que el pueblo de Dios sienta, y esto debe
posibilitarlo la forma y la dinámica litúrgica, que la celebración es suya, en sentido de
propia celebración y no sólo un lugar de recepción de una gracia posibilitada por una
celebración de otro que sería el celebrante real: el que preside. La dimensión receptiva
de la celebración litúrgica es sólo una dimensión (quizá la fundamental sí, pero) que
debe integrarse en la afirmación dogmática de que es el pueblo de Dios entero el sujeto
de dicha celebración (SC 26)14.
Esto significa que el presbiterio es sólo un espacio de la geografía litúrgica de la
eucaristía y que los agentes litúrgicos deben cuidar de que no absorba el todo de la
celebración si no es para que todos se hagan uno en ella, que es lo central. De otra forma
nos encontraremos con la experiencia tantas veces vivida por los laicos de ser
espectadores de los actos litúrgicos y recibir sus frutos desde fuera de mismo
acontecimiento que no reconocen como propio. Esto significa que no se debe
clericalizar la liturgia recargándola de gestos que son significativos teóricamente o
vivencialmente para el presbítero, pero que rompen la comunión vivencial del
acontecimiento, como tampoco a través de aquella idea en la que sólo saliendo al
presbiterio a leer, llevar ofrendas, hacer signos… se participa realmente en la
celebración.
Esto significa que la acción liturgia tal y como se celebra debe ayudar a extender
el altar hacia la asamblea sentando a todo pueblo de Dios en el altar y levantándolo
como un solo cuerpo en alabanza al Padre. La distancia necesaria litúrgicamente entre
presbiterio y nave (ministerio – pueblo de Dios) está sólo en función de la comunión
total, sólo para visualizar que todos somos vinculados a Cristo que nos ofrece su vida,
nada más. En el fondo, la distancia o subraya la unidad, la corporalidad crística única, o
está mal realizada. En este sentido diversificación ministerial y comunión eclesial se
realizan al unísono.

* Un texto evangélico para definir el espíritu litúrgico de hoy.

Si nos sirviéramos de un texto para apuntar lo nuclear a subrayar en la liturgia


parroquial en este momento escogeríamos el de Jn 21, 1-23. En este texto aparece una
barca solitaria y un(os) hombre(s) con la identidad maltrecha: perdida la antigua y sin
una nueva, pescadores que no saben ya pescar. La red vacía habla de ese ya no saber
estar en su mundo propio. En el trasfondo parece reflejarse una debilidad y una culpa
escondida de la mano de un anhelo latente (no tematizado) de un reencuentro
identificador. Aparece en este contexto una presencia reconocida y a la vez distante
alrededor de una comida simbólica: comer pescado, comer la propia identidad pero
como don recibido definitivamente de la mano de Cristo. Una comida que les espera
preparada, un puesto otorgado por Cristo por un acto de amor sorprendente después de
la historia vivida. Un sincero diálogo de vida que se personaliza y un perdón que hace
al amor misionero. Quizá no esté desencaminado pensar en este texto como la expresión
propia de lo que podría ser hoy la experiencia eucarística en nuestras parroquias.

14
Cf. M. Augé, LITURGIA. Historia. Celebración. Teología. Espiritualidad, Barcelona 2005, 57-64.

8
2.2. El testimonio.

El servicio al mundo aparece en la lógica de la experiencia cristiana como una


realidad derivada del servicio de Dios recibido por el hombre salvado. En la acción de
Dios descubrimos nuestra mutua relación y a la vez nuestra más íntima forma de ser
nosotros mismos a través de la entrega de la vida a los demás. Por eso nuestra acción de
servicio es siempre testimonio de aquel acontecimiento, siempre escondido a una
mirada superficial, de la pasión salvífica de Dios por el hombre, en especial por aquellos
más heridos por la vida y el pecado de los otros. Por eso trataremos la diaconía eclesial
en el ámbito del testimonio eclesial.
La iglesia es una comunidad sacramental (Mt 5,13-16; 16,48), pero ¿de qué? Es
sacramento del designio salvífico del Padre en cuando configurador de la existencia del
mundo. En este sentido podríamos hablar de una comunidad testigo de la reconciliación
ofrecida en el mundo a través de la acción de Cristo. Dos formas fundamentales
creemos que configuran este espacio de acción pastoral: el primero es la acogida mutua,
el segundo es el sostenimiento mutuo. Vayamos por partes:
La Iglesia es el espacio humano que aparece cuando la acogida de Cristo es
reconocida y vivida como núcleo de la reconciliación que Dios ofrece. Dios mismo, que
es el Señor del mundo, cuando nosotros aún éramos pecadores nos ofrece a su Hijo
como espacio de aceptación incondicional de su amor. Esta experiencia vivida y
celebrada en común supone una mediación eclesial, dicho de otro modo es el otro
cristiano que me acoge, la misma comunidad global que me acoge, el que me hace ver
que Dios mismo no me rechaza. Esto que tiene su forma sacramental pide una forma
social de realización en lo que los cristianos somos llamados a acogernos, a
sobrellevarnos, a amarnos… Acogeos mutuamente como os acogió Cristo para gloria
de Dios (Rom 15, 7). Aparece así la relacionalidad característica del amor cristiano que
no es otra que la comunión en Cristo. Ésta es siempre fruto de un amor que sabe sufrir
en la acogida de lo distinto, distante e incluso opuesto.
La iglesia, en segundo lugar, es un espacio humano de convivencia nutrido por el
sostenimiento mutuo. La comunidad cristiana aparece configurada por una preocupación
activa sobre las necesidades del hermano de fe que requiere la entrega del propio ser (en
tiempo, en dinero, en…). Los que están solos, los enfermos, lo pobres son lugar de
referencia interna de la comunidad en tanto que en relación a ellos se manifiesta la
pertenencia y comunión con Cristo desde la asunción de su ser-para-el-mundo. La
comunidad cristiana se hace así sacramento de la escucha divina del sufrimiento
humano y de su compasión salvífica primero ad intra y luego ad extra.
Este sostenimiento mutuo que pone en primer lugar al hermano de comunidad15
obliga al cristiano a un descentramiento de su ser y a la superación de una espiritualidad
individual que ayudando a otros no quiere vincularles a sí mismo. Es necesaria
sacramentalmente una forma de ayudar que no arroje fuera de la propia vida la vida de
los otros (Mt 15, 1-9). Esto significará que el sostenimiento mutuo, la diaconía o
servicio a los más pobres eliminará la pobreza del propio espacio como testimonio del
mundo nuevo que se abre en el seguimiento de Cristo (Hch 2, 44-45; 4, 34-35).
Esto no es óbice para que el testimonio de sostenimiento rompa las barreras de
identidades culturales, nacionales y religiosas como signo del Dios que manifestándose
en lo particular tiene un designio común para toda su humanidad. Por eso el cristiano

15
Benedicto XVI, Deus Caritas est, 20.

9
siente que el otro (no-cristiano) es, en su dolor, hermano de designio y, por tanto, lugar
de camino común y de cuidado concreto.

¿Qué elementos habría que potenciar en la acción pastoral de las parroquias hoy
según este planteamiento?:

a) Reducir los escándalos provocados por las diferencias entre los cristianos de
una misma parroquia sobre todo cuando éstos se dejan notar de forma ostensible. El
hecho está ahí, es innegable, además aparece como algo que no sería necesario afrontar
como comunidad ni en la existencia pastoral. Es necesario en este sentido crear una
conciencia de austeridad de vida, que pertenece a la propia existencia cristiana que
reconoce el valor de la riqueza como signo de la exuberancia de Dios, pero que
igualmente percibe la degradación en la que ésta es vivida en el mundo por la injusticia
estructural que lo configura. Esta austeridad debe ir acompañada de un movimiento de
bienes real que sostenga a los hermanos más necesitados. De otra forma las
comunidades parroquiales quedarían bajo el juicio de Pablo sobre la cena de Corinto.
Igualmente es también urgente una utilización racional y evangélica de los bienes
parroquiales en el contexto de la fraternidad de las parroquias. Debería tenderse a una
evangelización de las economías parroquiales en la que éstas no funciones como
mónadas autosuficientes en su pobreza o su riqueza. Esto depende de las directrices
diocesanas, pero también de la conciencia de los cristianos parroquiales.

b) Hay que desarrollar una diaconía significativa y no omniabarcante. Ya no


podemos llegar a todas las necesidades. A veces el peso del sufrimiento impulsa la
Iglesia y a sus instituciones caritativas a adquirir compromisos ‘subvencionados’, a
absorber tareas sociales que no son las suyas o que si lo fueran en su impulso
evangélico no son abarcables por falta de recursos económicos y personales.
No es extraño que esto signifique en no pocas ocasiones tener que pagar altos
precios -a veces incluso anti-evangélicos- por hacer el bien, a caer en acciones de
dudosa moralidad, a tragar sapos que envenenan el testimonio. Sin poner límites a lo
posible es necesario que toda acción diaconal institucional sea discernida evangélica y
eclesialmente de forma que sea tan importante la atención a quien lo necesita como la
no desfiguración de la evangelización en ella o dicho en positivo, la forma evangélica
de atención. Habría que recordar que también en Nazaret había muchos enfermos y que
las curaciones realizadas no les perecían suficientes a sus habitantes (Lc 4, 23; Mc 6, 4-
6). Aunque esto se refiere más a entidades supraparroquiales, no conviene olvidarlo en
las mismas parroquias cuando se embarcan en algunos proyectos importantes.

c) Lo anterior va parejo a la necesidad de orientar la diaconía en su dimensión


sacramental. Si bien es verdad que esto no es enteramente dominable pues los
receptores de la acción diaconal y los que la ven no están obligados por la lógica interna
de ésta a distinguir la presencia de Dios en ella, es necesario que esta presencia se
ofrezca en la misma acción. Hay que recordar que, más allá de un tópico profundamente
falso que seculariza a Jesús en su acción hacia los pobres, su acción es radicalmente
confesional. Sus curaciones son signos del reino de Dios que viene, y en este ámbito
adquieren su relevancia propia. De igual manera son ofrecidos como espacios que
ensanchen una fe (empequeñecida por el dolor, la pobreza y la duda) para su encuentro
con Dios, fuente permanente de la vida. No somos, por lo tanto, meros repartidores de
“arroz y aceite”, ni oficinas re recogida de recibos de luz… Si es verdad que las formas
de diaconía sacramental deben adaptarse a los tiempos, esta sacramentalidad no puede

10
desaparecer so pena de, o bien convertirnos en funcionarios sociales ante los que los
pobres exigirían lo que no siempre podemos dar o bien puros exhibicionistas malgrè
nous de una bondad que escondería a Dios o lo identificaría demasiado con nosotros
frente a otros.

d) Esto supone que la diaconía debe arbitrar formas proféticas y no meramente


asistenciales. Es necesario que la comunidad denuncie las causas de la pobreza, las
injusticias que expanden el dolor por el mundo y que inciten a las autoridades
responsables institucionalmente de la sociedad a hacerse cargo de la dignidad de los
más necesitados. Esto supone una comunidad no asimilada al espacio social tanto en su
forma de vida como en los favores debidos. Una comunidad cristiana que sepa ser
austera y aceptar el dolor que supone el acoger y pedir justicia para los expulsados del
sistema. Requiere asimismo un trabajo intracomunitario que no siempre es fácilmente
aceptado por los miembros de la comunidad siempre amenazada por la lógica de la
injusticia social (con sus justificaciones correspondientes.

e) La diaconía requiere la implicación personal de la vida de todos los


parroquianos. El desarrollo institucional a gran escala (Cáritas diocesana) como a
pequeña (grupos de Cáritas parroquiales), siendo necesario e insustituible, tiende a
justificar la des-implicación personal del resto de los miembros de la comunidad que
pasan a vivir como si estos problemas no existieran o no tuvieran que ver con su vida
cristiana. Aun cuando sostengan económicamente su afrontamiento es necesario que las
acciones diaconales de los grupos citados además del trabajo directo con los necesitados
se conviertan en referencia formativa de la conciencia cristiana de la parroquia, que la
ayuden a reconfigurar la vida concreta en relación al mundo en el que vivimos y al
mundo que quiere el Padre y no sólo al mundo en el que uno quiere vivir. Queda claro,
pues, que no todos, ni siquiera la mayoría deben pertenecer o actuar en estas
instituciones o grupos, o participar en la mayor parte de sus acciones, pero sí deben
sentirse responsables de lo que representan y hacer que esto configure su existencia.
Digámoslo con un ejemplo: no pertenecer al grupo parroquial de visitadores de
enfermos no quiere decir que uno no sepa que de cuando en cuando un enfermo lo
espera más allá de su obligación familiar, o que los pobres de la parroquia piden una
forma de vida que no ofenda (al menos con descaro).

f) Por último y especialmente importante, estas acciones diaconales no se deben


identificar con las institucionales. Más allá de su forma institucional existe y debe
existir una fluidez de atención y ayuda mutua invisible que es el testimonio escondido
de los pequeños del reino. La parroquia debe suscitar y sostener la diaconía como una
acción no sólo grupal, sino como dimensión personal que cada cristiano debe cuidar.
Por otra parte no está de más que, de cuando en cuando, toda la comunidad se
impliquen en el discernimiento de su verdad diaconal o en alguna campaña de ayuda
concreta que sea eficaz contra la pobreza y la injusticia y educativa contra la
insensibilidad propia.

11
2.3. La iniciación

Pasemos a la última dimensión: la mediación que la comunidad cristiana realiza en


la comunicación de la identidad de fe que siempre es obra de Dios. Como ya
mencionamos, la parroquia tiene como una de sus tareas fundamentales la maternidad
cristiana, el engendramiento en la fe. Por la globalidad de su ser es el espacio adecuado
para ello16. Es importante señalar que la Iglesia tiene como tarea en la iniciación la
mistagogía global de la fe, Inicia en la fe. Conviene recordarlo cuando tantas veces
damos a ésta por supuesta y creemos que lo necesario es la iniciación a la caritas. La
Iglesia en este sentido inicia a la fe en el amor de Dios (en Cristo) como forma
existencial .
Hemos de tomar conciencia de que la desestructuración de los sistemas de
transmisión social de la fe y la circunscripción, casi absoluta como si nada hubiera
pasado, de la iniciación y la formación cristiana a las etapas infantiles está dando como
consecuencia una absoluta infantilización de la fe con la consiguiente aparición de
concepciones deformes (insuficientes, idolátricas, mágicas) en la vivencia cristiana de la
fe.
Si consiguiéramos visualizar en un golpe las energías empleadas en la acción
pastoral parroquial veríamos que en los últimos 30 años (al menos) éstas han estado
destinadas fundamentalmente a la catequesis infantil y de adolescencia. La quiebra
social del cristianismo parecía poderse evitar "cogiéndolos de pequeñitos", pero vemos
que el fruto es mucho más que escaso. La paganización social no se puede contrarrestar
con una fe renovada en un simple (o complejo) trabajo con la infancia. Más aún, es
necesario hacerse conscientes de que el Evangelio es fundamentalmente un
acontecimiento de la vida adulta, que los niños no pueden comprender en toda su
relevancia si no es en un camino progresivo que desemboque en una aprehensión adulta
de él. Pero parece que esta finalidad queda a años luz del término del proceso
catequético tal y como se da en nuestras estructuras. Interrumpida la iniciación
(creyendo incluso, con una ingenuidad digna de otras causas, que ya está realizada)
cuando no se es capaz de asumir el Evangelio entero, el trabajo queda baldío.
Esto está obligando a las parroquias a hacerse adultas en el sentido de que su
misión y, por tanto, sus energías principales deben gastarse en la vivencia, celebración y
testimonio de la fe de los adultos, en otro caso ni siquiera los niños podrían ver el
término del proceso. Como ha dicho algún pastoralista "Jesús nunca predicó a los niños"
y esto debería darnos qué pensar por el contraste con nuestra práctica.
Más allá de esta reflexión sobre el sujeto de referencia de la iniciación que está
determinando gran parte del proceso, hay que decir que la fe de suyo quiere
comunicarse si es que acontece en el creyente como acontecimiento salvífico17. Esta
comunicación no es en primer lugar un intento de convencer, sino un compartir la
vitalidad y alegría que suscita la presencia de Dios en uno mismo. En el Evangelio es
perceptible este dinamismo en los encuentros con Jesús que suscitan la proclamación
incluso cuando Jesús mismo ordena callar, pues al paso de Jesús, si los hombres no
cantan, lo hacen las piedras (Lc 19, 40)18.
16
“Dentro de una pastoral de evangelización, la Iglesia local encomienda a la comunidad parroquial la
tarea de la iniciación cristiana precisamente por su carácter de globalidad”, en J. Ramos, Teologia…, 339.
17
Más aún, la fe se quiere comunicar no sólo subjetivamente como fe que se tiene, sino como fe que Dios
mismo otorga. Dios quiere darse a conocer, quiere comunicarse. Cf. la reflexión inserta en este contexto
catequético de A. Ginel, «Encrucijada y horizonte de la catequesis hoy», en Misión joven, 344 (2005) 17.
18
Aparece esta expresión en contraste con la situación actual en la que parece que las lenguas cristianas
se han quedado mudas, paralizadas por dudas y miedos (confesables y justificados o no) y se busca que
sean las piedras (el patrimonio) el que hable de la fe.

12
Si la fe fuera simple fe en Dios (en su existencia) quizá su comunicación estaría de
más y algo así parece haberse apoderado de muchos cuando algunos teólogos parecen
pensar que lo confesional es secundario (algo incomprensible si no fuera como reacción
excesiva a previos excesos). Pero la fe cristiana es confesión de la acción salvífica
última y definitiva de Dios, de aquí el envío misionero que es interior al mismo
encuentro con el resucitado, que comporta su comprensión como misterio de salvación
para todos. En este sentido, el testimonio parroquial -definido como “memorial de
evangelización” por el congreso Parroquia Evangelizadora19- debe verse impulsado por
esta gratitud comunicativa (Jn 4, 39-42; Mt 9, 27-31; Lc 5, 12-15), por esta invitación a
la experiencia de encuentro (Jn 1, 40-42). Cuando esta alegría no existe en la vida
cotidiana de los cristianos quizá la misión no es más que un esfuerzo (no interiormente
integrado) de sumar adeptos a la causa y así termina por ser percibido.

*Algunos presupuestos de este testimonio misionero que deben configurar la


iniciación:

a) La oferta que hace la parroquia es oferta de fe. La parroquia ofrece a Cristo


como salvador. Toda otra oferta es absolutamente secundaria. No ofrece ni un sistema
de valores, ni una ritualidad humanamente necesaria, ni una mano poderosa que dé
seguridad de justicia última... Cuando la parroquia se deja atrapar por esta lógica
perdiendo la concreción de ser de Cristo, por Cristo y para Cristo, termina deformando
su identidad. Su valor y su gloria están en que la Palabra de Dios que es Cristo se da en
ella, aunque ella misma tenga que reconocer su distancia al respecto. Por eso hay que
añadir matizando que ofrece un espacio para que Cristo se ofrezca a sí mismo en ella
(en el espacio de su fe) a los hombres.

b) La oferta de la fe cristiana requiere siempre una fe previa en el que la recibe.


No una fe confesional sino la confianza de poder encontrar ahí el deseo de buscar libre,
pero dócilmente, la humildad de la propia menesterosidad que quiere ponerse en manos
de Dios mismo aunque no termine de reconocerlo. Sin esto todo trabajo es inútil, toda
semilla se pierde, y hay que decir que este presupuesto es mayoritariamente inexistente
en los niños (condicionados objetivamente por la lejanía de fe de sus padres) por los
adolescentes y por los adultos que acuden a bautizar a sus hijos, a casarse... Quizá
porque en el momento actual falta este primer impulso del deseo de ir más allá20 sea tan
difícil acompañar en la iniciación. Esto supone que las parroquias deberían poner a
funcionar su imaginación para ofrecer espacios de suscitación de preguntas, de
búsquedas…

c) En la iniciación la Iglesia se juega su propia identidad, lo que va a ser en el


futuro. Lo que quiere ser la Iglesia y el tipo de presencia que tenga dependerá de las
opciones tomadas en torno a la iniciación. Su presencia como sacramento del designio
de Dios para el mundo o su presencia como servicio público de lo religioso (natural,
quizás salvaje) son las opciones de fondo.

19
Congreso Parroquia evangelizadora, Madrid 1989, 118-119.
20
Hablando en el contexto europeo y en orden a una propuesta de la fe significativa B. Forte describía
esta situación: “La mayor enfermedad de nuestros días es la falta de pasión por la verdad; tal y como es el
rostro trágico del hombre posmoderno. En este clima de nihilismo difuso todo induce a los hombres a no
seguir pensando, a rehuir la fatiga y el entusiasmo que exige lo verdadero, a abandonarse al disfrute de lo
inmediato, sin interés por lo que haya de venir”, en La esencia del Cristianismo, Salamanca 2002, 20.

13
*La necesaria recomposición en avance.

No hay vuelta atrás. No es posible ya una pastoral que algunos llamarían clásica o
tradicional, porque el mundo donde se realizaba y sobre el que tenía sentido (con todos
sus límites admitidos) ya no existe. Habrá por tanto que tener cuidado cuando se echa la
vista atrás para proponer figuras pastorales o formas de acción o estructuras eclesiales
porque podría hacernos caer, presos de nuestro miedo a la situación actual francamente
desmoralizante21, en la creación de mundos artificiales que aparecerían como ghettos
inhabitables para el hombre actual. Y da lo mismo si este ghetto tiene forma de los años
40 ó de los 70, aunque la tentación actual parece evidente a una simple mirada.
Pues bien, en esta recomposición es necesaria la atención a una reducción
moralizadora de la fe que termina enfrentándonos a la mediocridad de nuestra buena
voluntad o al resentimiento con los ‘mediocres’. Y es necesaria igualmente la atención a
una reducción en la confesión formal o ritual de fe que termina sometiéndolos a un
alejamiento social y haciéndonos insignificantes. La recomposición de la iniciación
necesita por tanto configurarse como acceso a la identidad global nucleada por la fe y
diferenciada en la pluriformidad existencial del cristiano22.

a) Los elementos nucleares a los que esta recomposición debería atender serían:
- La vida adulta como destinatario principal. En ella se integrarían los hijos
(subrayo los hijos, sin emplear simplemente los niños).
- La centralidad del encuentro con Cristo.
- La Escritura como referencia nuclear.
- La comunidad como espacio de comunión real, pero no de configuración total de
la relacionalidad.
- El discernimiento real como necesidad de unos mínimos de veracidad y
honestidad hacia lo dado y lo recibido.

b) Algunas convicciones en torno a esta recomposición.


- No basta la recomposición catequética, menos aún la renovación de los
materiales catequéticos y menos todavía la del catecismo de base. Quizá esto fuera
necesario en la catequesis infantil, pero lo verdaderamente urgente es la recomposición
parroquial. Hay que desinfantilizar la iniciación que es lo mismo que desinfantilizar las
parroquias actuales y del futuro. Sería necesario aceptar por parte de todos, también de
los obispos, lo que ellos mismos nos han dicho en los grandes documentos sobre la
catequesis. Es necesario confesarnos nuestros miedos y alentarnos en nuestra
responsabilidad con el Evangelio y no con el mantenimiento de estructuras que defiende
nuestra inercia y esconden lo que debería ser afrontado.
Sólo superando el miedo puede realizarse una verdadera tarea en este ámbito23.
Este miedo, hay que decirlo, sólo se supera si confiamos en la Palabra que se nos ha

21
Quizá no tanto por la situación como por el gasto evangélico de energías y la ilusión puesta en los
últimos cuarenta años en la renovación eclesial. No es extraño encontrar, más allá de si se explicita, el
cansancio de muchos agentes de pastoral que sienten que su trabajo ha sido baldío y a los que no se
debería decir que todo pasa por renovar la ilusión y el esfuerzo como si el problema fuera suyo en
exclusiva o fundamentalmente.
22
Una magnífica reflexión que da mucho que pensar y ofrece pistas para buscar operatividad a las nuevas
formas es el artículo de A. Fontana, «El gran desafío: la iniciación cristiana hoy», Misión joven 344
(2005) 27-55.
23
Martín Velasco titulaba un pequeño artículo sobre la situación de los sacramentos en las parroquias con
el sugerente título: «Del dicho al hecho hay mucho miedo», en VV. AA., La parroquia en la encrucijada,
Madrid 1988, 51-57.

14
dado como palabra salvífica y la ofrecemos con el respeto, el amor y de adoración que
pide por llevar en sí la vida del mundo. No puede por tanto ser degradada bajo esa
lógica del consumismo y los caprichos de nuestra sociedad, ni bajo el presupuesto de
unos presuntos derechos de los hombres sobre ella. La Palabra de Dios requiere
obediencia de fe, también en su forma sacramental, lo demás la viola (volens nolens).

- Otra de las condiciones de esta recomposición que van mostrándose más claras
es la necesidad de una lógica del contrato, bíblicamente diríamos de la alianza para
evitar toda interpretación de tintes economicistas. Supone que todo don, aun siendo
gratuito, requiere unas condiciones para ser recibido como tal. Cuando el Evangelio de
Lucas nos cuenta que Jesús dice que no pudo hacer milagros en Nazaret porque no
encontró fe, no es que los intentara hacer pero "no le salía el truco", sino que no
encontró la disposición necesaria para darse a sí como exuberancia eficaz de vida frente
a las limitaciones de la vida. Además en algunos momentos Jesús raya lo que nuestra
sociedad tacharía el fanatismo cuando pide a uno darlo todo a los pobres para seguirlo
(Mc 10, 21). Si los discípulos se espantan es porque saben que también a ellos va
dirigida una advertencia en estas palabras. Hay condiciones para recibir de Jesús lo que
él da y no deberíamos ser nosotros los que las quitáramos so pena de terminar siendo sal
que sólo vale para ser pisada.
Es necesario saber qué ofrecemos, tomar conciencia de ello sin radicalismos, pero
en verdad. La súplica ¡queremos ver a Jesús! ha de aparecer antes o después. Sin ella no
es posible ningún camino de iniciación en el interior de la Iglesia y no debería ser
posible ninguna celebración sacramental (así lo hizo la misma concepción sacramental
que pide la fe para su eficacia) 24.

- Una última convicción, antes de pasar a lo que son aprendizajes fundamentales


que deben ser renovados en los agentes de la iniciación, es la necesidad de
experimentar con un trabajo serio de reflexión, análisis y diálogo sobre la situación.
No hay ciencia infusa en el ámbito pastoral, ni siquiera la santidad personal hace
innecesario el estudio. Ahora bien, se trata de un estudio eminentemente operativo,
destinado a la toma de opciones y posiciones frente a la realidad eclesial y social. En
este sentido no valen los cursillos de verano o las lecturas de los últimos libros de
pastoral que nos llenan la cabeza para decir lo que no funciona viviendo apaciblemente
en ello. Se crea así una esquizofrenia que termina por derivar hacia una continua
utilización de lo reflexionado como arma de crítica hacia la jerarquía o de autocrítica
(inconsciente, pero) desvitalizadora.
La reflexión de los agentes de pastoral parroquial, con el párroco a la cabeza, debe
realizarse de tal manera que ayude a imaginar formas, a indicar lugares o dimensiones
que necesiten replantearse, a alentar en la dureza que suponen siempre los cambios. Es
necesario el riesgo medido, que quiere decir discernido y afrontado en común. Algunos
han tomado iniciativas y deben ser aliento y provocación para los que andan buscando.
No basta con proponer año tras año actividades, la parroquia necesita una programación
que incida en los elementos que no funcionan para afrontarlos realmente y que ayuden a

24
“Hasta en los tiempos en los que se sobreestimaba el ex opere operato, y se estimaba la eficacia misma
del sacramento por encima de la actitud de quien lo recibía… hasta en esos tiempos nunca se admitió que
el sacramento fuera una fórmula mágica que se pudiera repartir como amuleto a creyentes y no creyentes.
Siempre se ha exigido un mínimo de disposición”, en J. Martín Velasco, «Del dicho al…», 51. Esto
mismo habría que decirlo con respecto a la admisión en los mismos procesos de iniciación antes de llegar
a la celebración sacramental. Lo contrario además de contradictorio con la fe ofrecida está quemando a
muchos catequistas que a veces parecen enviados directamente a los leones.

15
vivir una ve a la altura de los tiempos y en la situación contextual concreta. El caso de la
iniciación es paradigmático. Es necesaria, urgente ya, la toma de opciones discernida,
arriesgada y confiada25.
En este ámbito es evidente que pueden producirse errores o fracasos, por eso es
fundamental la evaluación. Además esto conlleva el diálogo fraterno en verdad, aquel
diálogo que sabe decir, reconociendo el esfuerzo evangélico del otro, los límites de sus
opciones y los elementos que deben ser repensados. Evidentemente cuando el que lo
dice está en su misma dinámica de renovación. En otro sentido, los mismos agentes
deben integrar comunitariamente la autocrítica humilde en sus procesos de valoración
pastoral.
Un último elemento importante es la aceptación de la ambigüedad casi
constitutiva de toda opción en tiempos de transición. Quizá lo que se realice no sea la lo
totalmente adecuado, pero ¿acaso ahora se da o alguna vez se dio?

c) Tareas fundamentales que afrontar a nivel personal

- Es central en el tema de la iniciación aprender y enseñar a situarse para el


encuentro de fe. No basta con hablar de Dios y decir dónde y cómo esta. Es necesario
reaprender los caminos del encuentro con Dios. Los agentes destinados a la iniciación (y
no sólo a ella) deberían ser maestros de oración (sin que esto aparezca como una
titulación teóricamente inalcanzable). Necesitamos reaprender a situarnos en oración
(tanto personal como litúrgicamente).
- La segunda tarea es aprender y enseñar a leer la Escritura como Palabra de
Dios utilizando la sabiduría adquirida por los estudiosos. No es fácil, no basta con él "a
mí me dice". Hay que encontrar tiempo para escuchar a Dios y para esto es necesario
dedicar tiempo a aprender a descifrar su Palabra.
- La tercera tarea que la iniciación impone es aprender y enseñar el discernimiento
cristiano de la vida. No se trata de enseñar sólo normas morales, sino de enseñar a
pensar y decidir con el Espíritu de Jesús, siempre más exigente y a la vez más
comprensivo. Se trata de redescubrir el arte nuevo cada día de crear la propia vida y
vida social con el modo de vida de Cristo.
- Por último la iniciación tiene como tarea urgente no replegarse creando grupos
ideológicos cerrados, sino enseñar cómo recibirnos unos a otros de Cristo, como
reconciliarnos y enriquecernos en nuestra distinción, incluso cómo soportarnos mientras
vamos caminando hacia la comunión que nos es dada ya en Cristo. Se trata de aprender
a caminar juntos en nuestras esperanzas, logros, fracasos, heridas... Aprender a cantar y
a llorar juntos en Iglesia. La iniciación no es a Pedro, ni a Apolo, ni a Pablo, sino Cristo,
y así es iniciación a una fraternidad difícil, pero sacramentalmente salvífica para el
mundo.

25
Se trata de la programación, tan comentada y exigida como mal realizada en la mayoría de los ámbitos
estructurales de la acción pastoral. Cf. sobre el tema la obra francamente bien hecha con la necesaria
reflexión teórica y pistas prácticas V. Altaba, La planificación pastoral al servicio de la misión. ¿Por qué
y cómo planificar la acción pastoral?, Madrid 2007.

16
3. Último apunte

Lo que decimos sobrepasa las posibilidades de muchos agentes de pastoral y de


muchas parroquias. Lo primero porque ya han gastado la mayor parte de sus energías a
lo largo de su vida ya fundamentalmente entregada. Esto significa que a ellos no hay
que pedirles que “tiren del carro”, aunque sí que participen con su sabiduría conocedora
de los puntos ciegos, de las tentaciones sin ser un fardo con el escepticismo de sus
fracasos o el encubrimiento de sus propias miserias ministeriales. Tampoco creo que
esta recomposición parroquial deba estar en manos de los recién ordenados que no
saben todavía ni siquiera lo que ellos mismos dan de sí y que necesitan trabajar en
escucha y aprendizaje. Es la franja intermedia la que debe desperezarse y crear espacios
de renovación que sin cambiarlo todo apunten vías de futuro en las que la Iglesia pueda
renacer. Esto supone que los nombramientos pastorales por parte del obispo adquieren
una relevancia especial en la renovación de la Iglesia a partir del trabajo parroquial.
Lo dicho sobrepasa además la lógica uni-parroquial y la lógica clerical. Requiere
un dinamismo sinodal que suponen encuentros sinceros donde se hable con libertad y
con respeto, donde se tomen iniciativas comunes o no se tomen iniciativas mutuamente
destructivas, donde se hagan presentes los presbíteros, los religiosos y los laicos
implicados en la vida pastoral sin que cada uno tenga que asumir (o quiera) las
funciones de los otros26. Esta renovación pastoral requiere respaldos diocesanos
(institucionales y afectivos) que presuponen el conocimiento de las opciones, su
contraste, los acuerdos y la confianza mutua. En especial situaciones ad experimentum
requieran respaldos explícitos.
Y sobre todo, la pastoral parroquial requiere de aquella confianza y paciencia que
no tuvo Elías cuando creía que estaba solo defendiendo la santidad de Dios y que creó
tanto rencor, violencia y depresión en él antes de encontrarse con el susurro de Dios y
los 7000 creyentes que seguían siendo fieles a Dios en el silencio de la vida cotidiana.

Publicado en Asidonense 5 (2010) 337-359.

26
Sin referirse explícitamente a este tema que tratamos Prat i Pons afirma como principio básico de
cualquier comienzo de la acción pastoral en situación de cambio el de “comenzar por no trabajar solos
[…] comenzar por buscar compañeros de camino”, en Tratado de…, 166

17

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