Verano Prodigioso

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Verano Pródigo

de Barbara Kingsolver

Traducción: Abel Debritto y Mercè Diago

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-para Steven, Camille y Lily,

y para la naturaleza salvaje, allá donde esté

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Agradecimientos

Esta novela nació en una tierra bendecida por mis amigos y

vecinos de Virginia. Le estoy especialmente agradecida a Neta

Findley, por una amistad que me ha traído de vuelta a casa, y a su

difunto esposo, Bill, y a su hijo, Joe, cuyas historias y sentido

del humor han enriquecido mi vida así como este libro. Quisiera

obsequiar con un diezmo de mi futura cosecha de manzanas a Fred

Hebard, de la Fundación Americana para el Castaño, por ayudarme en

todo y enseñarme lo necesario sobre los árboles; el programa de

plantación de castaños auspiciado por la fundación, proyecto mucho

más sistemático que el inventado en esta historia, devolverá algún

día el castaño americano a los bosques de EE.UU. Gracias también a

Dayle, Paige y Kyla, familia de nuestra familia. Quisiera expresar

mi agradecimiento a Jim y Pam Watson por la serenidad, a Randy

Lowe por los buenos consejos y al Cooperative Extension Service

por responder a las que quizá fueran las preguntas más extrañas

que les hayan formulado. Bill Kittrell, de Conservación del Medio

Ambiente, por ofrecerme unas perspectivas de lo más valiosas, al

igual que Braven Beaty, Kristy Clark, Steve Linderman y Clairbone

Woodall. Finalmente, siempre estaré en deuda con Felicia Mitchell

por su amistad y la poesía sobre la venta de objetos usados, y por

llevarme a la granja la primera noche que estuve a punto de no ir.

Con respecto al resto del mundo estoy en deuda con un círculo

de amigos y colegas tan enorme que me sería imposible nombrarlos a

todos, aunque algunos sobresalen: infinitas gracias a Emma

Hardesty por todos esos años de nuestras vidas; a Terry Karten por

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creer en la literatura a pesar de todos los pesares; a Jane Beirn

por comunicar con delicadeza mi yo interno con el mundo externo; a

Walter Thabit por los cursos de árabe; a Frances Goldin por las

recetas, la sintaxis yídish, las intuiciones infalibles, el amor

incondicional y, básicamente, por todo. Quisiera agradecer a la

familia de Aaron Kramer su generosidad por permitirme utilizar el

espléndido poema “Epitalamio”, de The Thunder and the Grass

(International Publishers, Nueva York); al descubrir la belleza y

envergadura de su obra como escritor apasionado y con gran

conciencia social, siento como si encontrara un alma gemela.

Gracias a Chris Cokinos por su maravilloso libro Hope is the Thing

with Feathers; a Carrie Newcomer por los hilos invisibles; a W.D.

Hamilton (in memoriam) por su audacia y brillantez; a Edward O.

Wilson por esas cosas y también por la entrega. Dan Papaj hizo que

me interesara por muchos de los maravillosos misterios de los

lepidópteros y resolvió otros. Robert Pyle también me ayudó a

responder preguntas sobre mariposas y palomillas. El artículo “The

Ultimate Survivor” (Audubon, mayo-junio 1999), de Mike Finkel, me

ayudó a ver los coyotes de otra manera. Paul Mirocha convirtió mis

sencillas sugerencias para las guardas en obras de arte.

Por sus comentarios sobre los distintos borradores del

manuscrito quisiera dar las gracias a Steven Hopp, Emma Hardesty,

Frances Goldin, Sydelle Kramer, Terry Karten, Fenton Johnson,

Arthur Blaustein, Jim Malusa, Sonya Norman, Rob Kingsolver, Fred

Hebard, Felicia Mitchell y el entusiasta coro de HarperCollins;

todo y todos ayudaron. Cualquier error factual que pueda

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apreciarse a pesar del trabajo de todos estos expertos debe

atribuírseme por completo.

Estoy convencida de que debo mi particular forma de ver el

mundo, tremendamente marcada por lo verde, al hecho de que mis

padres eligieran educarme en la mota del mapa que yace entre las

granjas y la naturaleza salvaje, y a mi hermano, Rob, mentor y co-

conspirador de la caza de serpientes y la búsqueda de chirimoyas

de Florida. Mi hermana, Ann, ha ensanchado de tal modo su alma

para ayudarme que ha llegado a parecer que tenía alas. Mis hijas,

Camille y Lilly, son tan expertas en la gracilidad y la capacidad

de asombro que cada día me sumergen en un mundo recién horneado.

En cuanto a Steven, cuyo perfecto oído y mano firme estuvieron a

mi lado durante todo el proceso de escritura del mismo modo que en

la vida diaria, doy las gracias a los hados del destino que se

ocupan de formar parejas y todavía no acabo de creerme la suerte

que he tenido.

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Epitalamio

¡Venid, vosotros, a quienes no os satisface

gobernar una habitación solitaria y empapelada

repleta de pájaros mudos y flores que no florecen

y armarios desbordados de sueños muertos hace ya tanto!

Venid, vosotros, barramos las viejas calles, como un prometido:

barramos las hojas muertas con una escoba incansable;

preparaos para la primavera, como si fuera nuestra prometida

por cuyo paso ligero ansiosos aguardamos.

Barreremos nuestras sombras, de las que las ratas se han alimentado;

barreremos nuestra vergüenza, y en su lugar prepararemos

una enramada para el amor, un espléndido lecho nupcial

con flores deseosas de la llegada de la primavera.

Y, cuando llegue, nuestros sueños asesinados despertarán;

Y, cuando llegue, todos los pájaros mudos cantarán.

-Aaron Kramer

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{1}

Depredadores

Movía el cuerpo con la desenvoltura propia de las costumbres

solitarias. Pero la soledad sólo es una presunción humana. Cada

paso silencioso es como un trueno para los escarabajos; toda

elección es un mundo nuevo para los elegidos. Todos los secretos

quedan al descubierto.

Si alguien hubiera estado observándola en el bosque, un hombre

con un arma, por ejemplo, que se ocultara dentro de un bosquecillo

de hayas frondosas, se habría percatado de lo rápido que avanzaba

por el sendero y del enojo con el que observaba el terreno que

tenía ante sus pies. La habría considerado una mujer enfurecida

tras la pista de algo odioso.

Se habría equivocado. Le frustraba tener que seguir las

huellas en el barro sin poder identificarlas. Estaba acostumbrada

a estar segura. Sin embargo, si se hubiera molestado en analizar

su interior esa mañana soleada y húmeda se habría dicho que estaba

feliz. Amaba el aire tras un aguacero y la manera en que un bosque

de hojas goteantes se llena de una percusión sibilante de una

belleza sin igual. Su cuerpo tenía la libertad de seguir sus

propias normas: un andar de piernas largas demasiado apresurado

para ir acompañada, un agacharse natural en el sendero donde

necesitaba tocar el follaje destrozado, unas trenzas casi tan

gruesas como el antebrazo que le caían por los hombros y llegaban

al suelo cuando se agachaba. Sus extremidades se alegraban de

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volver a estar al aire libre, fuera de la minúscula cabaña cuyas

paredes de troncos se habían embarrado durante las largas lluvias

de primavera. El ceño fruncido respondía a un gesto de

concentración, nada más. Los dos años de vida solitaria le habían

otorgado la indiferencia propia de una persona ciega en lo que a

la expresión del rostro se refiere.

Aquella mañana las huellas del animal la habían conducido

colina arriba; tras bordear un rododendro resbaladizo había

llegado a un viejo bosque tan inclinado y abrupto que nunca lo

habían talado. Sin embargo, incluso allá arriba, donde un buen

grupo de robles y nogales resguardaba la cresta, la lluvia de la

noche anterior había caído con tal fuerza que había desdibujado

las huellas. Sabía de qué tamaño era el animal por el rastro que

había dejado en el resplandeciente sotobosque de manzanas de mayo,

y eso bastaba para que el corazón se le acelerara. Tal vez se

tratara de lo que había estado buscando durante esos dos largos

años. Una oportunidad única. Pero para saberlo con certeza

necesitaba detalles, sobre todo la débil marca de la garra que

diferencia a los caninos de los felinos. Eso sería lo primero que

la lluvia borraría, por lo que sabía que, por mucho que buscara,

no la encontraría. Necesitaría algo más que las huellas, pero esa

limpia y húmeda mañana en los confines del mundo no le importaba

lo más mínimo. Era una rastreadora de lo más paciente. Finalmente,

el animal se delataría con un montículo de excrementos (que la

lluvia también podría haber disuelto) o algún indicio propio de su

especie. Un oso dejaría marcas de las zarpas en los árboles e

incluso mordería la corteza, aunque sabía que no se trataba de un

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oso. Era del tamaño de un pastor alemán, pero no era un animal

doméstico. El perro que había dejado esas huellas, si es que era

un perro, tenía que ser salvaje y estar hambriento como para salir

con semejante lluvia.

Encontró un lugar donde el animal había dado vueltas

alrededor del tocón de un castaño, probablemente para marcar el

territorio. Observó el tocón: un viejo gigante pudriéndose de

forma irregular hacia atrás, hasta el suelo, desde que muriera

bajo el hacha o enfermo. El humus estaba poblado de hongos

minúsculos y de un naranja brillante con sombreretes que parecían

parasoles abiertos. El aguacero habría acabado con algo tan

frágil; aquellos debían de haber surgido después del cese de la

lluvia y del paso del animal por allí. Observó el terreno durante

unos minutos, sin ser consciente de la elegancia de su nariz y

barbilla vistas de perfil, sin percatarse de que movía la mano

izquierda cerca del rostro para ahuyentar una nube de jejenes y

apartarse el pelo de los ojos. Se puso en cuclillas, mantuvo el

equilibrio apoyando las yemas de los dedos en el musgo que estaba

al pie del tocón y apretó la cara contra la madera vieja con olor

a almizcle. Inhaló.

-Felino –dijo en voz baja, a nadie ni nada.

No es lo que esperaba encontrar, pero resultaba una agradable

sorpresa encontrar el rastro de un lince rojo de la zona en

aquella cresta. La mezcla de bosques y pantanos constituía un

hábitat inmejorable para los felinos, pero ella sabía que no

solían alejarse de los precipicios de piedra caliza del río, cerca

del límite entre Virginia y Kentucky. No obstante, allí había uno.

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Aquello explicaba los gritos que había oído hacía dos noches,

chillidos agudos bajo la lluvia, parecidos a los de una mujer.

Estaba segura de que era un lince rojo pero, así y todo, no había

logrado conciliar el sueño. Semejantes gritos de angustia casi

humanos hubieran conmovido a cualquier persona. Recordar aquello,

mientras se apoyaba en un pie y luego otro para equilibrar el

peso, le produjo un escalofrío y se incorporó de inmediato.

Y allí estaba él, mirándola fijamente. Llevaba botas, traje de

camuflaje y una mochila más grande que la suya. El rifle no era

para reírse, parecía del calibre treinta. La sorpresa debió de

adueñarse de su rostro antes de tener tiempo de prepararlo para

una inspección humana. Solía toparse con cazadores allá arriba

pero siempre era ella quien los veía primero. Aquél le llevaba

ventaja porque había atisbado en su interior.

-Eddie Bondo –fue lo que dijo mientras se tocaba el ala del

sombrero, si bien ella tardó unos instantes en comprenderlo.

-¿Cómo?

-Mi nombre.

-Santo Dios –dijo y, finalmente, exhaló-. No te lo he

preguntado.

-Pero tenías que saberlo.

“Chulo”, pensó. O, mejor, montado. Como un rifle, listo para

disparar.

-¿Para qué necesitaría tu nombre? ¿Intentas salirme con una

historia para que luego la cuente? –preguntó con toda

tranquilidad. Era una táctica que había aprendido de su padre y,

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en general, de los habitantes de la montaña: mostrarse tranquilo

en los momentos de máxima tensión.

-No lo sé. Pero no te morderé. –Sonrió, como si pidiera

disculpas. Era mucho más joven que ella. Se llevó la mano

izquierda al hombro y acarició el cañón del rifle con los dedos-.

Y no disparo a las chicas.

-Vaya. Cuánto me alegro.

Morderé, había dicho, con la “o” corta y clara de los

norteños. Uno de fuera, tan inoportuno como el kuzu1. No era muy

alto pero, por cómo le quedaba la ropa y por las muñecas, el

cuello y la postura, se veía que era muy musculoso: una complexión

tan acostumbrada a trabajar que parecía tensa incluso cuando

estaba relajada.

-Por lo que veo hueles los tocones –dijo.

-Sí.

-¿Por algún motivo concreto?

-Sí.

-¿Me lo piensas contar?

-No.

Otra pausa. Ella le observó las manos, pero lo que le llamó la

atención fue el brillo verde oscuro de los ojos. Él la escudriñó

con la mirada, como si evaluara las vocales con un marcado acento

montañés para averiguar los secretos que se escondían tras los

monosílabos. Curvó la comisura de los labios hacia abajo en lugar

de hacia arriba formulando así una pregunta curva y entre

1
Una de las parras perennes que crece más rápido en el mundo, oriunda de Japón y China. Se emplea como forraje, para
prevenir la erosión de la tierra e incluso con fines medicinales (N. de los T.)

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paréntesis sobre la barbilla en ángulo recto. Ella no recordaba a

ningún hombre con una expresión tan cautivadora como aquella.

-No eres muy habladora –dijo-. La mayoría de las chicas que

conozco se pasan la mitad del día hablando sobre algo que todavía

no han hecho y que puede que nunca hagan.

-Pues vaya. Entonces no soy como ninguna de esas chicas.

Ella se preguntó si sus palabras le enojarían. No tenía arma y

él sí, aunque le había asegurado que no le dispararía. Ni le

mordería, ya puestos. Permanecieron en silencio. Ella midió el

silencio por una nube que atravesó el sol y por los dos cantos

completos del zorzal del bosque que, de repente, se abrieron paso

por entre las hojas y flotaron entre ella y el hombre, su...

¿presa? No, su intruso. “Depredador” era una presunción exagerada.

-¿Te parece bien si me limito a seguirte un rato? –le preguntó

cortésmente.

-No –espetó ella-. No me parece buena idea.

¿Qué era, hombre o niño? Borró la sonrisa y, de repente,

pareció un niño al que han reprendido, como si la brusquedad de

ella le hubiera herido. Ella se preguntó cuál sería el tono

adecuado, cómo hacerlo. Sabía cómo echar a un cazador que ha

olvidado cuándo acaba la temporada del ciervo; era su trabajo. Sin

embargo, a estas alturas de la conversación solía darla por

concluida. Los modales nunca habían sido su fuerte, ni siquiera

años atrás, cuando vivía en una casa de ladrillos, emplazada entre

un esposo y los vecinos. Se introdujo cuatro dedos en el cabello,

castaño en su mayor parte pero con vetas plateadas, y los desplazó

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hacia atrás desde el nacimiento de los pelos para colocar los que

se le habían soltado de la trenza.

-Estoy rastreando –informó en voz baja-. Dos personas hacen

demasiado ruido. Si eres cazador estoy segura de que ya lo sabes.

-No veo que lleves arma.

-No llevo. Me parece que estamos en un Parque Nacional, dentro

de un área protegida donde no se caza.

-Vaya, claro –dijo Eddie Bondo-. Eso lo explica todo.

-Exacto.

Eddie se mantuvo firme, mirándola de arriba abajo durante una

eternidad; eternidad que le bastó a ella para comprender que Eddie

Bondo, hombre y no niño, la había desnudado con la mirada y la

había vuelto a vestir. El nailon verde oscuro y el Gore-Tex

respondían a la regulación del Servicio Forestal, los pantalones

de franela de algodón eran suyos, al igual que los calzones de

seda térmicos, si bien no tenía ni idea qué encontraría de

interesante un hombre bajo todo aquello. Hacía tiempo que nadie

paseaba su vista por allí.

Entonces se marchó. El canto de los pájaros resonó entre los

árboles y el aire silencioso le pareció inconmensurable y, de

repente, vacío. Había desaparecido por entre los rododendros, sin

dejar tras de sí razón alguna para pensar que había estado allí.

Le dejó un rubor ardiente que le quemaba en la piel de la

nuca.

* * *

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Se fue a dormir sin poder quitarse a Eddie Bondo de la cabeza

y se levantó con una pistola de dotación estatal en el cinturón.

Se suponía que debía llevarla para los osos, para la defensa

personal, y se dijo que era cierto a medias.

Durante dos días le vio por todas partes: frente a ella en el

sendero al atardecer; en la cabaña con la ventana iluminada por la

luna tras él. En sueños. La primera noche intentó distraerse o

engañarse leyendo libros y la segunda se bañó con esmero con la

tetera y el paño y el jabón del que solía abstenerse porque

atacaba el olfato de los ciervos y otros animales con el único

olor humano que conocían, el de los cazadores... el aroma de un

depredador. Las dos noches se despertó bañada en sudor, inquieta

por el sonido sordo y constante de los murciélagos que se

apareaban en las sombras bajo el alero del porche, cópulas

agresivas que parecían encontronazos entre desconocidos.

Y ahora, aquí, en carne y hueso a plena luz junto al tocón del

castaño. Porque cuando él volvió a aparecer lo hizo en el mismo

lugar. Esta vez llevaba la mochila pero no el rifle. Ella tenía la

pistola dentro de la chaqueta, cargada y con el seguro puesto.

Una vez más, ella había se había agachado junto al tocón

buscando indicios, convencida de que estaba tras la pista de lo

que quería. Sin duda, las huellas eran de canino: probablemente de

hembra, cuya madriguera había encontrado catorce días antes. Macho

o hembra, se había detenido junto al tocón para inspeccionar las

huellas del lince rojo, lo cual le habría intrigado, molestado o

puede que no hubiese significado nada de nada. Un humano jamás

sabría qué pensaría el animal.

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Y una vez más, como si el hecho de incorporarse junto al tocón

invocase a Eddie Bondo, como si él hubiera surgido de la afluencia

de sangre en la cabeza de ella, la miró sonriendo.

-Ahí estás –dijo-. Nada que ver con la mayoría de las chicas

que conozco.

A ella el corazón estaba a punto de desbocársele.

-Parece que soy la única que conoces, si es que has estado

paseando por el Parque Nacional de Zebulon. Y ésa es la impresión

que tengo.

Eddie no llevaba sombrero; tenía el cabello negro y un tanto

despeinado, como un cuervo bajo la llovizna. Su pelo poseía la

textura gruesa y brillante que ella tanto envidiaba ya que quedaba

completamente lacio y nunca se enredaba. Mostró las manos.

-Observa, señora guarda forestal. Nada de armas. Contempla a

un hombre decente que acata las leyes.

-Ya veo.

-Aunque no podría decir lo mismo de ti –añadió él-. Oliendo

tocones.

-No, jamás diría que soy decente. Ni hombre.

La sonrisa de Eddie se ensombreció imperceptiblemente.

-De eso estoy seguro.

Llevo un arma. No puede hacerme daño, pensó ella, pero, al

mismo tiempo, sabía que las tornas se habían vuelto en parte. Él

había regresado. Ella así lo había deseado. Y esta vez esperaría a

que se diese por vencido. Eddie permaneció en silencio durante uno

o dos minutos. Entonces cedió.

-Lo siento –dijo.

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-¿Por qué?

-Por molestarte. Pero hoy estoy decidido a seguirte un rato

por el sendero. Si no te importa, claro.

-¿Qué es lo que estás tan decidido a encontrar?

-Qué es lo que olisquea una chica como tú en este viejo y

enorme bosque. Me ha quitado el sueño todas estas noches.

Vaya. Entonces había pensado en ella. Por las noches.

-No soy Caperucita Roja, si eso es lo que te preocupa. Soy el

doble de vieja que tú.

El doble de vieja, había dicho; aquella antigua y casi

olvidada costumbre de paleto había vuelto a renacer en su habla.

-Lo dudo mucho –dijo Eddie.

Ella esperó.

-Me mantendré un poco alejado, si lo prefieres –añadió.

No le gustaba la idea de que la siguiera.

-Preferiría que fueras delante. Ten cuidado y no pises el

rastro del animal que sigo. Si es que sabes. –Señaló las huellas

de hacía tres días y no el rastro más reciente que había en el

mantillo de la parte inferior del sendero.

-Sí, señora, creo que podré hacerlo.

Eddie le hizo una reverencia, se volvió y comenzó a caminar;

se mantuvo a una distancia prudente de las huellas y apenas pisó

el mantillo. Era bueno. Ella dejó que desapareciese casi por

completo en el follaje y luego tomó el sendero de los dos machos

que caminaban el uno junto al otro, felino y hombre. Quería verle

caminar, ver su cuerpo sin que él lo supiera.

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Era tarde; comenzaba a oscurecer en la ladera norte de la

montaña, donde los rododendros se acurrucaban en la hendidura de

cualquier hondonada. Bajo su densa sombra, el suelo era

resbaladizo. Al cabo de un mes los rododendros estarían cubiertos

de enormes esferas de flores rosas, como si fueran los ramilletes

de las damas de honor, y resultarían casi demasiado esplendorosas

en aquella montaña solitaria. Sin embargo, los capullos todavía

dormían. Entonces lo único que daba flores, y a estertores, era la

tierra húmeda: dientes de perro, primaveras y todas las flores

silvestres de la maleza que tenían que apresurarse a cumplir un

ciclo vital completo entre comienzos de mayo, cuando el sol

todavía se abre paso por entre las ramas desnudas, y la sombría

oscuridad de un suelo forestal en junio. Al pie de la montaña, en

las tierras de labranza del valle, la primavera se acabaría

durante la primera semana de mayo, pero la multitud de flores

silvestres que invadía las laderas de la montaña acababa de llegar

a aquellos mil doscientos metros de altura. En ese sendero los

grupos de florecillas eran tan densos que era imposible no

pisarlos. Al cabo de varias semanas las hojas de los árboles

terminarían de nacer, el dosel forestal se cerraría y esa

floración desaparecería. La primavera se desplazaría hacia las

alturas para despertar a los osos y, finalmente, se extinguiría

como una llama, desaparecería en el sombrío bosque de piceas en la

cumbre del monte Zebulon. Pero en aquel momento, la primavera

atravesaba su etapa más cálida. En todas partes había algo que

luchaba para ganar tiempo, la luz, el beso del polen, la conexión

del esperma y del huevo y otra oportunidad.

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Eddie se detuvo en dos ocasiones en el sendero, una vez junto

a una azalea tan repleta de flores que parecía un arbusto en

llamas y otra sin motivo aparente. Sin embargo, no se volvió en

ocasión alguna. Pensó que Eddie estaría escuchando sus pasos. O

tal vez no. Lo cierto es que daba igual.

Llegaron al lugar en que las huellas del lince rojo ascendían

por la ladera y ella dejó que Eddie siguiera solo. Esperó a

perderlo de vista y luego comenzó a descender de lado por la

cuesta inclinada hasta toparse con uno de los senderos del

Servicio Forestal. Ella se ocupaba del mantenimiento de esos

senderos, cientos de kilómetros de ellos a lo largo de varios

meses, pero aquél nunca se cubría de maleza porque iba de su

cabaña hasta una especie de mirador que le gustaba. Las huellas

más recientes se habían separado del rastro del lince rojo y

volvían a aparecer allí, en dirección al lugar que ya había

imaginado: cuesta abajo, hacia su último descubrimiento. Hoy

evitaría ese sendero. Ya llevaba dos semanas haciéndolo; catorce

largos días, que eran como catorce estaciones o años. Era el ocho

de mayo, el día que había pensado en regresar allí para espiar su

secreto y convencerse de que era real. Sin embargo, no podría

hacerlo, claro que no. Dejaría que Eddie Bondo diese con ella en

algún otro lugar, si es que la estaba buscando.

De la cresta había pasado a una hondonada repleta de piedra

caliza donde los culantrillos caían en cascada de los

afloramientos de piedra. La caliza llorona tenía vetas oscuras a

causa de los manantiales de lluvia, que surgían por todas partes

de la montaña, la cual había acumulado durante demasiado tiempo el

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exceso de las lluvias. Estaba cerca de la cabecera del arroyo y se

aproximaba a la arboleda de cicutas más antigua de la cordillera.

Los grupos de agujas secas, en círculos perfectos, se asemejaban a

la parte inferior del árbol de Navidad bajo las enormes coníferas.

Se detuvo allí, sobre el humus seco, y escuchó. Nyaa nyaa nyaa,

cantaban los carboneros, sus amigos. Luego oyó un crujido. Eddie

había vuelto sobre sus pasos y la seguía. Esperó a verle emerger

por el extremo de la arboleda oscura.

-¿Has perdido el rastro del lince rojo? –le preguntó.

-No, te he perdido a ti. Durante un rato –contestó él.

-No por mucho, por lo que veo.

Eddie se había puesto el sombrero, con el ala un tanto calada.

A ella le costaba más leerle los ojos.

-No seguías al lince –acusó-. El rastro es de hace un par de

días.

-Exacto.

-Quisiera saber qué es lo que sigues.

-Eres bastante impaciente, ¿a que sí?

Eddie sonrió. Como un seductor.

-¿Qué te traes entre manos, mujer? –le preguntó.

-Coyotes.

La miró con los ojos muy abiertos durante unos instantes. Ella

juraría que las pupilas se le habían dilatado. Se mordió el labio

inferior, dando a entender que no quería revelar nada. Daba la

impresión de que había olvidado cómo se hablaba con las personas,

cómo se eludía una pregunta y ocultaba todo cuanto deseara.

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-Y linces rojos y osos y zorros –se apresuró a añadir para

restarle importancia a los coyotes-. Todo lo que hay por aquí.

Pero sobre todo los carnívoros.

Cambió de posición y esperó, sintiendo los dedos de los pies

dentro de las botas. ¿No se suponía que él debía decir algo cuando

ella acababa de hablar?

-Supongo que el otro día buscabas ciervos –dijo al ver que

Eddie no replicaba.

Eddie apenas se encogió de hombros. La temporada de los

ciervos había acabado hacía ya meses. No caería en la trampa de

una guarda forestal con placa.

-¿Por qué los carnívoros en concreto? –inquirió.

-Por nada en especial.

-Ya. Es una afición tuya, eso es todo. Hay observadores de

aves, coleccionistas de mariposas y chicas como tú a quienes les

gusta seguir a los carnívoros.

Es probable que Eddie intuyera que la condescendencia de un

desconocido como él la hiciera hablar con franqueza.

-Constituyen el principal elemento de la cadena alimenticia,

por eso lo hago –le dijo con frialdad-. Si son buenos entonces sus

presas también lo son y su comida es buena. Si no es así, entonces

hay algo que falla en la cadena.

-¿Ah, sí?

-Sí. Vigilar a los depredadores sirve para informarse sobre

los herbívoros, como los ciervos, y la vegetación, los seres que

se alimentan de detritos, las poblaciones de insectos, los

pequeños depredadores como las musarañas y los topillos. Todo.

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Eddie la observó, confundido. Ella estaba acostumbrada a ver a

los norteños estrujándose el cerebro, intentando conciliar el

acento de paleto con los indicios de una educación sólida.

-¿Y exactamente qué es lo que querías averiguar sobre las

musarañas y los topillos? –preguntó Eddie finalmente.

-Los topillos son más importantes de lo que crees.

Escarabajos, gusanos. Supongo que para los cazadores estos bosques

son como una especie de zoo, pero ¿quién da de comer a los

animales y limpia las jaulas? Sin gusanos ni termitas estarías

hasta el gorro de subirte a las ramas muertas de los árboles para

lograr un disparo certero.

Eddie se quitó el sombrero, intimidado ante el repentino deseo

que ella había mostrado por hablar.

-Adoro los gusanos y las termitas.

Ella le miró de hito en hito.

-¿Intentas que me enfade? Porque no suelo hablar mucho con la

gente. Casi he olvidado cómo se interpretan los símbolos.

-Antes fui lo que se dice un pelma. –Eddie dobló el sombrero

de cazador por la mitad y lo introdujo en la mochila-. Y antes de

eso, indiscreto. Te pido perdón.

Ella se encogió de hombros.

-La cosa no tiene ningún misterio, pregúntame lo que quieras.

Es mi trabajo; el Gobierno me paga para que lo haga, aunque no te

lo creas. No paga mucho pero no puedo quejarme.

-¿Para hacer qué, ahuyentar a los alborotadores como yo?

Ella sonrió.

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-Sí, en parte sí. Y para ocuparme del mantenimiento de los

senderos, y si en agosto todo está muy seco me asignan la torre de

vigilancia, pero casi siempre estoy vigilando el bosque. Eso es lo

que hago, principalmente.

Eddie alzó la vista hacia la cicuta.

-Vigilando el paraíso. Qué vida más dura.

-Sí. Alguien tiene que hacerlo.

Entonces Eddie le sonrió abiertamente, sin que ella se lo

esperara. Todas las sonrisas anteriores sólo habían servido para

preparar el terreno para aquella.

-Supongo que debes de ser lista. Para que te contraten en un

lugar como este.

-Bueno. Lista, no lo sé. Se necesita un tipo de persona

concreta. Hay que apreciar el entorno.

-Me imagino que no tendrás muchas visitas.

-Humanas no. En febrero tuve un oso en la cabaña.

-¿Se quedó contigo todo el mes?

Ella se rió y se sorprendió a sí misma al oír el sonido.

¿Cuándo se había reído por última vez?

-No, pero lo suficiente para vaciar la cocina. Hubo un

deshielo falso antes de tiempo y creo que se levantó hambriento.

Por suerte, yo no estaba en casa.

-Así que eso es todo, tú y los osos. ¿De qué vives, de frutos

secos y bayas?

-El Servicio Forestal envía a un tipo con un Jeep repleto de

comida enlatada y queroseno una vez al mes. Sobre todo para

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comprobar que sigo viva y trabajando. Si estuviera muerta no

tendrían que seguir pagándome.

-Entendido. Uno de esos acuerdos de “novio una vez al mes”.

Ella hizo una mueca.

-¡Dios, no! Envían a un jovencito. La mitad de las veces ni

siquiera estoy en la cabaña. Pierdo la cuenta y no recuerdo cuándo

vuelve así que deja las cosas en la cabaña. A decir verdad, creo

que me tiene un poco de miedo.

-A decir verdad –replicó Eddie Bondo-, creo que no das nada de

miedo.

Ella le miró a los ojos tanto tiempo como pudo. Bajo la barba

de dos días había una mandíbula que, con sólo mirarla, ella ya

sabía qué sensación tendría en contacto con la piel. Pensar

aquello le produjo un dolor inesperado. Cuando prosiguieron

caminando por el sendero ella dejó que Eddie fuese cinco o seis

pasos por delante. Él no hablaba, no era de esos que rellenaba los

silencios con palabras, lo cual era bueno. Así oía los pájaros. Al

poco, se detuvo para escuchar y se sorprendió de que Eddie hiciera

otro tanto de inmediato, como si se movieran al unísono. Él se

volvió, con la cabeza gacha, y permaneció inmóvil, escuchando.

-¿Qué? –preguntó finalmente.

-Nada. Sólo un pájaro.

-¿Cuál?

Ella esperó y luego asintió tras escuchar el sonido de un

gorjeo agudo.

-Allí. Una curruca. Es increíble.

-¿Y eso?

22
-Bueno, porque no han anidado en esta cordillera desde los

años treinta, cuando talaron los árboles. Ahora los bosques

vuelven a crecer y los pájaros han comenzado a criarse de nuevo

por aquí arriba.

-¿Cómo sabes que se crían?

-Bueno, no puedo demostrarlo. Colocan los nidos tan arriba que

tendrías que ser Dios para encontrarlos. Pero sólo canta el macho

y lo hace para celebrar el emparejamiento.

-Increíble –dijo Eddie Bondo.

-Oh, no. Todo lo que se oye en el bosque justo ahora no es más

que eso. Machos celebrándolo.

-Me refería a que supieras todo eso sobre un pequeño zumbido

que yo apenas percibí.

-No es tan difícil –replicó ella.

Se sonrojó y se alegró de que Eddie se hubiera vuelto y

caminara de nuevo delante de ella porque así no la vería. ¿Cuánto

hacía que no se sonrojaba?, se preguntó. Años, probablemente. Y le

había pasado dos veces en esas dos visitas. Sonrojarse, reírse,

¿acaso no eran cosas que sólo ocurrían entre las personas? ¿Formas

de comunicación?

-Así que observas pájaros –acusó Eddie-, y no sólo

depredadores.

-¿Crees que ese pajarito no es un depredador? Considera el

mundo desde el punto de vista de una oruga.

-Lo intentaré.

-Pero no, no está al principio de la cadena alimenticia. No es

el lobo grande y malo.

23
-Creía que el lobo grande y malo era lo que te traías entre

manos, guarda forestal.

-Vaya, eso sí que sería aburrido.

-Supongo que sí. ¿Quién mató al último lobo por estos lares,

Daniel Boone?2

-Seguramente. El último lobo gris, ese es, por aquel entonces.

-¿Existe otra clase?

-Sí. Todo el mundo conoce el gris, el del cuento. Pero por

aquí solía vivir otro. Uno pequeño al que llamaban lobo rojo. Los

mataron todos incluso antes de deshacerse de los grandes.

-¿Un lobo pequeño? Nunca lo había oído.

-Ni lo oirás. Ha desaparecido del planeta.

-¿Extinto?

Ella vaciló.

-Bueno. Depende de cómo lo llames. Dicen que de tanto en tanto

se ve alguno en un pantano de Luisiana. Pero los que han cazado

por allí están cruzados con coyotes.

Hablaban en voz baja. Ella le hablaba a su espalda, contenta

de ir tras Eddie. Era un caminante sorprendentemente silencioso,

hecho que ella agradecía. Y sorprendentemente rápido. Había

conocido a pocos hombres que pudieran mantener su ritmo. Como si

siempre huyeras de la escena del crimen, solía decirle su marido.

¿Es que no puedes pasear como las otras mujeres? No, no podía, y

era algo de lo que él se valía para atacarla. El ser “femenina”

2
Boone (1734-1820), fue un pionero estadounidense que desempeñó un papel destacado en la exploración y
colonización de Kentucky. En 1753 su familia se estableció junto al río Yadkin, en lo que ahora es Carolina del Norte,
donde se convirtió en un hábil cazador y trampero. (N. de los T.)

24
era una prueba, como un juicio por brujería, que estaba

predestinada a perder.

-Pero has dicho que has visto coyotes por aquí arriba –acusó

Eddie en voz baja.

Coyotes: pequeños fantasmas dorados del desaparecido lobo

rojo, regresando. Quería verle la cara.

-¿Dije eso?

-No exactamente.

-He dicho que los busco –replicó ella. La habilidad para los

subterfugios renació en ella. Hablar demasiado diciendo poco-. Si

estuvieran aquí me gustaría saber cómo afectan a las otras

poblaciones. Porque son nuevos en la zona.

-Puede que lo sean para ti, pero no para mí. He visto cientos,

tantos como garrapatas tiene un perro.

-¿En serio? –La espalda de Eddie no le dio pista alguna para

saber si decía la verdad o no-. Me refería a que son nuevos para

el lugar. No estaban aquí en la época de Daniel Boone o en la de

los indios.

-¿No?

-No. No existen pruebas o documentos de que vivieran aquí.

Sólo que, de repente, hace unos años, decidieron ampliar su zona

de influencia a los Apalaches meridionales. Nadie sabe por qué.

-Pero seguro que una mujer lista como tú sabría hacer una

conjetura de lo más sólida.

Sabría, pensó. No la haré. Sospechaba que Eddie ya sabía

muchas de las cosas que le estaba contando. Pero aquello no era

nada de nada; el secreto verdadero lo guardaba para ella sola.

25
-Pero no sólo aquí –añadió, odiando el tono de charlatana que

había adoptado para eludir el tema. No soy como la mayoría de las

chicas que conoces, pero no te pierdas lo que voy a decirte-. En

los últimos años los coyotes han aparecido por todos los Estados

de este país menos en las islas. Incluso en Nueva York. Alguien

tomó una fotografía en la que se ve a uno corriendo entre dos

taxis.

-¿Qué hacía, intentaba coger el metro?

-Quería cazar una rata, más bien.

Decidió que no hablaría más y sintió la satisfacción que le

producía aquella elección, el pequeño tirón interno, como si se

cerrara un bolso de tela con fuerza. Mantendría el secreto bien

guardado, no apartaría la mirada del sendero, intentaría escuchar.

También intentaría no fijarse en el movimiento animal y brillante

del cabello oscuro de Eddie ni en la forma de los músculos que

intuía bajo el trasero de los pantalones vaqueros. Sin embargo,

mirase donde mirase, Eddie era como un único músculo largo.

Observó los árboles, donde una nidada reciente de crisopas

parecía llenar el aire que separaba las ramas. Seguramente habrían

mudado tras las lluvias. De repente, aparecían por todas partes,

danzando bajo los rayos de sol y temblando por la breve y grave

obligación de su edad adulta: vivir un día de la luz del sol y del

coito. Tras salir de sus lentas y pacientes vidas como larvas

carnívoras, se habían abierto por la parte central y mudado la

piel de esas formas depredadoras que trepan por las hojas, las

habían dejado en el barro con las patas torcidas mientras las

siluetas nuevas y aladas emergían como hadas carnales hacia la

26
búsqueda apremiante de machos, la puesta de huevos y la vida

eterna.

* * *

El sendero acababa de forma abrupta en el mirador. Aquella

vista siempre la dejaba sin habla: la pared de un precipicio donde

el bosque se abría y la montaña caía a los pies, cientos de metros

de pared de piedra caliza que, incluso para una ardilla,

constituiría una escalada difícil. La primera vez que llegó allí

lo hizo corriendo, no caminando deprisa, como de costumbre, sino

trotando, ¿en qué demonios estaría pensando? Había estado a punto

de caerse. Durante los primeros meses de trabajo siempre se había

movido demasiado aprisa, como si ella y sus zancadas largas y poco

femeninas de veras intentaran huir de la escena de un crimen. Eso

había sido hacía dos veranos y desde aquel día no había dejado de

recordar aquel espantoso instante en que había tenido que

detenerse en seco, despellejándose la pierna y la cara en la caída

y tirando de un brezo joven con tanta fuerza que estuvo a punto de

arrancarlo de cuajo. Podía haber muerto allí, en apenas unos

segundos, sin testigos. Lo recordaba muy a menudo, aterrorizada

ante la fragilidad de aquel vínculo, como si el enganche de un

remolque enlazase el final de su vida con el resto. Con el

presente: otro día que no había terminado de disfrutar, la

sensación del sol bendito en el rostro y la contemplación de

aquellos maravillosos parajes verdes que se extendían bajo sus

27
pies como una enorme y arrugada alfombra verde, los campos y

prados del valle de Zebulon.

-¿Tu tierra natal? –inquirió Eddie.

Ella asintió, sorprendida de que lo hubiera adivinado. Habían

ascendido, a medida que avanzaba la tarde repleta de crisopas,

hasta aquel lugar, hasta aquella vista que contemplaban ahora, sin

dirigirse la palabra durante más de una hora. Allí estaba la hebra

plateada de Egg Creek; y allá, donde se unía como un pulgar y

cuatro dedos con Bitter, Goose, Walker y Black, se veía el pueblo

de Egg Fork, un conjunto irregular de cuadrados minúsculos que,

desde lo lejos, parecía una caja de pastillas de menta arrojadas

en el suelo. Sin embargo, ella recordaba otros aspectos: la tienda

de Oda Black, donde había Eskimo Pies3 bajo frágiles mantos de

escarcha en el refrigerador; la ferretería Little Brothers, con el

tarro de pirulís gratis sobre el mostrador; toda una infancia en

la palma de un valle. En aquellos momentos veía un camión de

ganado arrastrándose lentamente por la Carretera 6, a mitad de

camino entre el huerto de Nannie Rawley y la granja en que solían

vivir su padre y ella. Por mucho que escudriñara, no veía la casa

desde allá arriba.

-De lo que estoy segura es que tú no eres de aquí –replicó

ella.

-¿Cómo lo sabes?

Ella se rió.

-Primero, por cómo hablas. Segundo, no hay ningún Bondo en el

condado de Zebulon.

3
Barra de helado cubierta de chocolate (N. de los T.)

28
-¿Conoces a todas las personas de este condado?

-A todas las personas –respondió- y a sus respectivos perros.

Un halcón con la cola roja se elevó con una corriente de aire

al tiempo que emitía sonidos agudos y consecutivos de júbilo. Ella

oteó el cielo para ver otros. Solían producir aquellos sonidos

cuando se apareaban. En una ocasión había visto a una pareja

copulando en vuelo, forcejeando y aferrándose el uno al otro y

realizando mortales descensos en picado con las alas curvas que la

dejaron boquiabierta, si bien siempre se separaban y volvían a

ascender antes de arrojarse hacia la caída mortal con una pasión

casi irracional.

-¿Cómo se llama?

Ella se encogió de hombros.

-El valle, a secas. El valle de Zebulon, por la montaña. –

Eddie se reiría si ella le decía que se llamaba Egg Fork4, así que

no se lo dijo.

-¿Nunca tuviste ganas de marcharte? –le preguntó Eddie.

-¿Me ves ahí abajo?

Eddie se colocó una mano por encima de los ojos, como los

indios de los cuentos, y fingió observar detenidamente el valle.

-No.

-¿Entonces?

-Me refería a marcharte de la zona. Lejos de las montañas.

-Me marché. Y regresé. No hace mucho.

-Como las currucas.

-Exacto.

4
Literalmente, “tenedor de huevo” (N. de los T.)

29
Eddie asintió.

-Vaya, no me extraña.

¿Qué es lo que no le extrañaba, que se hubiera marchado o que

hubiera regresado? Ella se preguntó qué le parecería aquel lugar a

alguien de fuera. Sabía cómo sonaba; en la ciudad había aprendido

a no mencionar el nombre delante de otras personas. Pero,

visualmente, ¿acaso era posible negar su belleza? En el fondo, no

era más que una larga hilera de granjas pequeñas encajonadas entre

esa cordillera y la siguiente, el viejo Clinch Peak, cuyos bosques

retorcidos se extendían por la cresta larga y sinuosa. Entre

aquella cima y la otra no había nada, salvo una muralla de aire

azul y un halcón solitario.

-Hay granjas de ganado ovino –apuntó Eddie Bondo.

-Sí, varias. De tabaco. Algunas lecheras –replicó ella.

Entonces se calló y se guardó los pensamientos, acariciándolos

como si fueran piedras suaves en el fondo del bolsillo mientras

observaba el Clinch con los ojos entrecerrados, sus tierras y la

frondosidad de sus bosques. La primavera pasada un granjero había

encontrado la guarida de un coyote en el bosque, cerca de los

pastos. Según los rumores locales, una madre, un padre y seis

crías habían muerto gracias a la puntería del granjero. Ella no se

lo creía. Sabía que a los hombres de Zebulon les gustaba hablar y

también sabía que una familia de coyotes era una creación

prácticamente inmortal. “Madre y padre” era la descripción de un

granjero sobre algo que le resultaba del todo incomprensible; una

familia de coyotes estaba compuesta en su mayoría por hembras,

30
hermanas guiadas por una hembra alfa, cuya máxima determinación

era la reproducción de un miembro.

Catorce días antes, cuando descubrió la guarida en la montaña

que vigilaba, sintió unas ganas irresistibles de proferir gritos

de alegría. Era la misma manada, tenía que serlo. La misma familia

comenzando de nuevo. Habían elegido una cueva bajo la masa de

raíces de un enorme roble caído cerca de Bitter Creek, a mitad de

camino montaña abajo. Había descubierto la guarida por casualidad

una mañana que había salido a buscar algún indicio de la primavera

con un emparedado en el bolsillo. Había recorrido unos tres

kilómetros antes de encontrar prímulas de Virginia floreciendo a

lo largo del arroyo; se sentó entre ellas y mientras se comía el

emparedado con una mano y observaba un cuco piquinegro con los

binoculares se percató de que en la cueva había movimiento. Tras

dos años de búsqueda estaba tan sorprendida que no acababa de

creérselo. Había pasado el resto del día tumbada sobre un lecho de

té de Canadá, conteniendo la respiración como una colegiala sin

habla y esperando que ocurriera algo. Vio a una de las hembras

entrar en la guarida, una ijada dorada moviéndose en la oscuridad,

y escuchó o sintió que había otras dos cerca. No se atrevió a

acercarse lo suficiente para ver las crías. Si molestaba a

aquellas señoras astutas no volvería a verlas. Sin embargo, la que

vio tenía las pesadas tetillas de una madre que amamantaba. Las

otras serían las hermanas, que ayudaban a alimentar a las crías.

Cuanto menos supieran los granjeros del valle de Zebulon de esa

familia, mejor.

31
Eddie Bondo interrumpió sus pensamientos. El nailon de su

manga tocaba la suya y le susurraba secretos. Regresó de inmediato

al plano corporal; de repente, mientras contemplaba el valle pero

intentaba encontrar el perfil de Eddie en su campo de visión,

sintió que los músculos del rostro se le alargaban. ¿Sabía él que

el roce de la manga la distraía tanto que era como si su piel

desnuda tocara la suya? ¿Cómo era posible que hubiera llegado a

ese estado, un cuerpo que había olvidado por completo cualquier

recuerdo del contacto humano? ¿Era eso lo que había querido? El

divorcio no había sido decisión suya, a no ser que fuera cierto lo

que él decía, que sus habilidades y preferencia por la naturaleza

eran elecciones contra las que un hombre nada podía hacer. Un

esposo mayor que no sabía enfrentarse a la vejez y que, de

repente, se mostraba crítico con una esposa de más cuarenta años;

era algo contra lo que ella nada podía hacer. Sin embargo, aquel

trabajo en Zebulon, donde había vivido en la mayor de las

soledades durante más de dos años... sí. Había sido decisión suya.

Lo cual probaba, por si alguien la tenía en el punto de mira, que

nunca había necesitado el matrimonio.

-Bonito –dijo Eddie.

¿El qué?, se preguntó ella. Le miró a la cara. Eddie hizo otro

tanto.

-¿Alguna vez has contemplado una vista más hermosa que esta? –

preguntó.

-Nunca –convino ella. Su hogar.

Las yemas de los dedos de Eddie rozaron las de ella y le

sostuvo la mano así, como si tocarla fuera la única respuesta

32
posible a la belleza que yacía a sus pies. Una descarga eléctrica

le recorrió los muslos como un rayo partiendo dos árboles a la

vez, dejándola a punto de estallar en llamas.

-Eddie Bondo –dijo en voz alta, apartando la mirada y clavando

los ojos en el vacío azul-. No te conozco de nada. Pero puedes

pasar una noche en mi cabaña si no te apetece dormir en el bosque.

Después de aquel comentario Eddie no le soltó los dedos ni una

sola vez.

Regresaron juntos por el sendero, con las manos entrelazadas,

rebosantes de energía, como si fueran animales recién nacidos con

una voluntad propia que les inducía a avanzar. Ella tenía la

sensación de que se le habían aguzado todos los sentidos mientras

le observaba y observaba lo que él veía. Eddie se agachó bajo las

ramas más bajas y las sostuvo con una mano para que no le

golpeasen a ella en la cara. Avanzaban juntos y, de repente, por

primera vez en aquel día, se percataron del milagro que habían

producido dos meses de lluvia y dos días de calor primaveral en el

suelo del bosque. Habían surgido cientos de setas: amarillas,

rojas, marrones, rosas, blancas, minúsculas, gigantescas,

delicadas y estridentes; moteaban el suelo y ascendían por los

árboles con su presencia súbita y laminada. Sus sombreretes

bulbosos se abrían paso por entre el mantillo, anunciando el

erotismo de un bosque fecundo en plena primavera, el comienzo del

mundo. Ella se arrodilló sobre el mantillo para enseñarle unos

dientes de perro, minúsculas liliáceas amarillas con pétalos que,

tímidas, se curvaban hacia atrás y hojas moteadas como el dorso de

una víbora cobriza. Eddie alargó la mano junto a las rodillas de

33
ella para tocar otra flor que había pasado por alto y casi había

aplastado.

-Mira esa –dijo.

-Oh, mira –repitió ella susurrando-. Un zapatito de dama.

La pequeña orquídea rosa crecía donde ella sabía que lo haría,

donde la pinaza había ablandado la tierra. Se hizo a un lado y vio

varias más, docenas de bolsas ovales arrugadas con suma delicadeza

que pendían erguidas de los tallos, montaña arriba. Apretó los

labios, dispuesta a apartar la mirada ante tantos escrotos rosas.

-¿Quién le puso ese nombre? –preguntó Eddie y se río, los dos

lo hicieron, de quienquiera que hubiera sido el primero en

pretender que aquella flor se asemejaba al zapato de una mujer y

no a los testículos del hombre. Los dos tocaron el cuerpo nervado

de la orquídea, con suavidad, y se sorprendieron al sentir su

fresca textura vegetal.

-Las abejas deben de entrar ahí –dijo ella al tiempo que

tocaba la abertura que había bajo la corona de pétalos estrechos

por donde la abeja entraría en la bolsa. Eddie se inclinó para ver

mejor y rozó ligeramente la frente de ella con sus cabellos

oscuros. Se sorprendió de que se interesase por la flor y de su

propia e intensa respuesta física ante aquel cuerpo que, de

repente, estaba tan cerca del suyo. Le llegó el aroma de su pelo

húmedo y de la piel que estaba por encima del cuello. El dolor

seco que sentía era peor que el hambre... más bien se parecía a la

sed. El corazón le latía desbocado y se preguntó, ¿acaso pensaba

Eddie que le había ofrecido un techo bajo el que dormir? ¿De

verdad era eso lo que había querido decir? No estaba segura de si

34
soportaría todas las horas de la tarde y la noche junto a él en la

pequeña cabaña, sin tocarle pero deseándolo. No aguantaría que

volviesen a desentenderse de ella, tal y como le había sucedido

con su marido al final, cuando buscaba las gafas o las llaves en

el dormitorio en torno a su cuerpo desnudo, que no era más que un

mero obstáculo, como la cabeza de un desconocido que le impidiese

la visión de una película en el cine. Era demasiado mayor y estaba

convencida de que haría el ridículo. Eddie Bondo era un jovencito,

no tendría ni treinta, y poseía una belleza fiera.

Eddie se sentó y la miró, pensativo. La volvió a sorprender al

decir:

-En el norte hay algo parecido, crece en las turberas.

Cada nueva manifestación de su presencia la agitaba, la

modulación de la voz, el aspecto de los dedos mientras tocaban la

flor, el que conociera turberas que ella nunca había visto. No

podía apartar la mirada del blanco de sus uñas crecientes, las

delicadas líneas de sus manos curtidas. Tuvo que hacer un esfuerzo

para hablar.

-¿Zapatitos de dama en el norte? ¿Dónde, en Canadá?

-No es la misma flor pero atrapa bichos. La abeja huele algo

dulce y entra y entonces se queda atrapada, a no ser que encuentre

la salida. Entonces extiende el polen por el lugar que la planta

quiere. Igual que aquí, mira.

Ella se inclinó para mirar, consciente de su propia

respiración mientras tocaba el pequeño y elevado bulto donde la

orquídea obligaría a la abeja a arrastrar el abdomen antes de

35
permitirle que se escapara. Sintió un dolor casi agradable en el

hueso pubiano.

¿Cómo era posible que deseara a aquel desconocido? ¿No era lo

más razonable levantarse y alejarse de él? Sin embargo, cuando

Eddie inclinó su rostro hacia el suyo no puedo evitar acariciarle

la mandíbula, y aquello bastó. La presión de su cara contra la

suya le hizo retroceder lentamente hasta que quedaron tumbados

juntos en el suelo, cediendo por fin a la gravedad terrestre. Por

un momento pensó que estaban aplastando las orquídeas con sus

cuerpos pero luego las olvidó porque sentía todas y cada una de

las capas de ropa, carne y huesos que separaban el cuerpo de Eddie

de su corazón desbocado, los folículos de su piel en su propio

rostro, incluso las pequeñas protuberancias y grietas de sus

labios cuando le tocaron. Tan intenso era lo que sentía que cerró

los ojos, pero entonces las sensaciones se tornaron más intensas

aún, del mismo modo que cuando se está mareado y se cierran los

ojos el mareo se intensifica. Entonces los abrió, para que aquello

fuera real y posible, el que se estuvieran besando sobre las hojas

húmedas, descendiendo como una pareja de halcones, no cayendo en

picado por el aire sino rodando montaña abajo sobre los dientes de

perro y las amanitas venenosas. Descansaron al pie de la colina,

el cuerpo de Eddie sobre el suyo. Él le clavó la mirada en los

ojos, como si hubiera algo tras los mismos, en el suelo, y le

quitó varias hojas secas de haya del pelo.

-Vaya. Tendrías que verte.

-No puedo –dijo ella riéndose-. Hace años. No tengo ningún

espejo en la cabaña.

36
Eddie la ayudó a ponerse en pie y caminaron durante varios

minutos en silencio.

-Aquí comienza el camino para los jeeps –señaló cuando

llegaron al mismo-. La cabaña está más adelante, pero el camino

sigue bajando por la colina hasta el pueblecito que hay allá

abajo. Por si buscabas eso, la salida.

Eddie miró colina abajo durante unos instantes, luego le tiró

de los hombros con suavidad para darle la vuelta y quedar cara a

cara y le sostuvo la trenza en la mano.

-Estaba pensado que ya he encontrado lo que buscaba –dijo.

Ella apartó la mirada, hacia el descreimiento, y volvió a

mirarle. Sin embargo, sonrió cuando las manos de Eddie se

aproximaron a su pecho y comenzaron a separar las capas de ropa

que parecían abrirse desde ese lugar situado justo encima del

corazón. Eddie le desabotonó la chaqueta de nailon y se la quitó

por los hombros y los codos doblados.

-Encontrar no es lo mismo que buscar –dijo ella, pero volvió a

oler el aroma de su pelo y cuello mientras le besaba la mandíbula.

Aquel intenso olor a lana le hizo pensar de nuevo en la sed, pero

una sed de eones que, una vez el agua estuviera a mano, ningún ser

viviente se marcharía sin saciar. Se despojó de la chaqueta y la

dejó caer al barro, alzó las manos hasta la cremallera de la parka

de Eddie y le quitó la tela de nailon como si fuera una piel que

se muda. Para que emergiera algo nuevo, fuera lo que fuera.

Recorrieron con torpeza los últimos cien metros hasta la cabaña,

sin querer separarse y arrastrando las mochilas y la mitad de sus

capas de nailon.

37
Entonces ella se hizo a un lado y se sentó sobre los tablones

del porche descubierto para quitarse las botas.

-¿Vives aquí?

-Sí –respondió ella mientras se preguntaba si era necesario

decir algo más.- Yo y los osos.

Eddie se sentó a su lado y le acercó un dedo a los labios. No

se hable más, parecía decir, pero nunca habían hablado de eso y

por eso ella dudaba de que fuera real. Eddie la ayudó a recostarse

y se tumbó junto a ella, la acarició, le desabotonó la camiseta

interior, le tocó la piel, deslizó la mano hacia abajo, la

encontró y sólo su boca sobre la de ella impidió que gritara. Ella

arqueó la espalda, sacó el arma con delicadeza y la colocó sobre

los tablones. Aquello iba demasiado deprisa, volvió a arquear la

pelvis y entonces sí gritó, un pequeño gemido femenino, y tuvo que

apartarse para no perder el control por completo. Abrió los ojos y

vio la pistola en el borde del porche, apuntando al valle con el

seguro puesto. Ya se había deshecho del último apéndice de su

miedo interior.

Con cuidado, apartó las manos de Eddie, se las extendió por

encima de los hombros, montó sobre él y lo inmovilizó como si

fuera una luchadora. Mientras le separaba los muslos y le miraba a

la cara sintió que aquella presencia humana, tan cercana, le había

llegado muy dentro. Eddie sonrió, esa sonrisa extraña y

parentética que ella ya sabía encontrar. Es tan fácil, pensó. Es

tan posible. Se inclinó sobre Eddie, saboreó la piel salada de su

pecho con la punta sensible de la lengua y luego exploró el

abdomen. Eddie se estremeció al sentir el cálido aliento de ella,

38
dándole a entender que podía tomar y poseer a Eddie Bondo. Era una

decisión del cuerpo, un cuerpo tan subyugado a su historia natural

como una orquídea, o a la abeja que necesita, así que los dos se

dejarían llevar, se perderían, ella le dejaría entrar, donde

quisiera. Durante la última hora de luz, mientras las crisopas

buscaban refugio en la parte más elevada y luminosa del bosque y

la superficie de la parka de nailon vacía de ella yacía enmarañada

con la suya en el barro, sus dos cuerpos, de piel tersa, acabaron

de conocerse en el suelo del porche. Una brisa sacudió gotas de

lluvia de las hojas nuevas que cayeron sobre su pelo, pero en su

búsqueda de la eternidad ni tan siquiera se percataron del frío.

* * *

Después, ya al crepúsculo, ella tuvo la sensación de que

tardaba una eternidad en restablecer el ritmo normal de los

latidos de su corazón. Eddie contemplaba tumbado el bosque oscuro,

al parecer sin que su corazón hiciera nada anormal. Los zorzales

cantaban, ya era tarde. Se levantó viento y arrojó más gotas de

lluvia desde los árboles que cayeron como perdigones sobre el

frágil tejado de la cabaña y enfrió las partes del cuerpo que

seguían desnudas. Ella observó una gota de agua que colgaba del

lóbulo de la oreja de Eddie, atrapada en un aro de oro que le

penetraba la oreja izquierda. ¿Era en realidad tan hermoso como le

parecía a ella? ¿O era únicamente un hombre cualquiera, un hueso

arrojado para que ella no se muriera de hambre?

39
Eddie, con la mano izquierda, le deshizo los nudos que le

había hecho en el pelo durante la puesta en escena. Sin embargo,

continuaba mirando a lo lejos; movía la mano sin prestarle

demasiada atención. Ella se preguntó si trabajaría con animales o

algo similar.

Eddie regresó del lugar al que se había ausentado y la miró a

la cara.

-Eh, guapa, ¿tienes nombre?

-Deanna.

Eddie esperó.

-Deanna, ¿y ya está?

-Deanna y no estoy segura del resto.

-Vaya, algo diferente: la mujer que todavía no tiene apellido.

-Tengo, pero es de mi marido... era de mi marido. O es, pero

él fue. –Se irguió y se estremeció mientras miraba a Eddie

poniéndose los vaqueros-. Ni te imaginas el dilema en que te deja.

Ahora ese nombre no significa nada para mí pero todavía aún

aparece en mi vida, por todas partes, en el permiso de conducir y

todo eso.

-“Todavía aún” –se burló Eddie sonriendo al tiempo que

analizaba sus palabras-. Ese es el nombre de tu macho. El que

marca el territorio.

Aquello le hizo gracia a ella.

-Eso es. Marcó todo cuanto era mío y se marchó.

Con toda tranquilidad, Eddie Bondo se dirigió al extremo del

porche y orinó por el borde del mismo. Deanna no se percató hasta

40
que oyó la repentina y débil salpicadura sobre las manzanas de

mayo y los helechos.

-Oh, cielo santo –dijo.

Eddie volvió la cabeza y la miró por encima del hombro,

sorprendido.

-¿Qué? Lo siento. –El arco perdió fuerza y acabó

desapareciendo.

-Todavía estás en mi territorio –le dijo Deanna en voz baja.

* * *

Deanna había sido casta durante la adolescencia, demasiado

tímida para los rituales de la imagen que los chicos parecían

exigir y, al no tener madre, demasiado fuera de juego como para

aprenderlo. Cuando se fue a la universidad la acogieron hombres

mucho mayores, sobre todo profesores, y acabó casándose con uno de

ellos. Su sofisticación de granjera, su estatura, su seriedad,

algo, la había hecho adelantarse a su generación. Nunca había

tenido la oportunidad de averiguar qué ofrecían los hombres que

rondaban la treintena. Eddie Bondo sabía lo que hacía y disponía

de la energía necesaria para dedicarse a la práctica de lograr la

comunión perfecta. No durmieron entre el atardecer y el alba.

Ya había amanecido cuando Deanna recobró la calma o el

arrepentimiento tardío para preguntarse qué es lo que podía haber

perdido, aparte de, temporalmente, el control sobre sí misma.

Sabía que la mayoría de los hombres de su edad y la mayoría de los

otros animales habían hecho aquello. El enfrentamiento entre

41
desconocidos. Tal vez “desconocidos” no fuera el término más

apropiado ya que habían pasado por su particular noviazgo: la

exteriorización, la retirada, la danza de una obsesión de tres

días. Sin embargo, al verle dormido en la cama se sintió eufórica

y sumamente inquieta. Su propia desnudez la asustaba; solía dormir

bastante abrigada. Despierta bajo la luz del amanecer, con los

zorzales del bosque, sintiendo la textura de la sábana fresca

sobre la piel, se sintió tan enervada y desorientada como una

mariposa que acabara de emerger de una larva sin saber a dónde

volar.

Por el aspecto de la mochila de Eddie ella dedujo que no tenía

hogar fijo, que deambulaba por el mundo, y se preguntó si no

habría hecho el amor con algún maleante. Sin embargo, a última

hora de la mañana descubrió que no era así. Eddie se levantó con

calma y comenzó a extraer objetos de la mochila y a amontonarlos

en pilas organizadas en el suelo mientras buscaba ropa limpia y

una maquinilla de afeitar. Un delincuente no se molestaría en

afeitarse. La mochila parecía una casa pequeña y decente:

botiquín, despensa y hornillo. Llevaba bastante comida e incluso

una cafetera. Colocó el pequeño espejo para afeitarse sobre uno de

los troncos de la pared y comenzó a rasurarse a conciencia. Deanna

intentó no mirar. Tras afeitarse, Eddie recorrió la cabaña con la

confianza de un invitado, silbando, aunque dejaba de hacerlo

cuando observaba los títulos de los libros. Teoría de la genética

de la población y ecología evolucionista: sólo aquello parecía

detenerle, si bien por poco tiempo.

42
La presencia de Eddie llenaba tanto la pequeña cabaña que

Deanna se distraía demasiado mientras intentaba preparar el

desayuno. No estaba acostumbrada a la compañía y cerraba los

armarios con brusquedad y buscaba lo que necesitaba en los lugares

equivocados. Sólo había una silla con un respaldo de tablillas

aparte del viejo y estropeado sillón que estaba en el porche, con

agujeros en los brazos a través de los cuales los febes extraían

trozos blancos de relleno para preparar los nidos. Eso era todo.

Deanna apartó la silla de la mesa, apoyó el respaldo contra los

troncos de la pared de enfrente y le pidió que se sentara para

tener más espacio a su alrededor mientras estaba junto a la cocina

de propano y preparaba huevos revueltos y hervía agua para la

sémola de maíz. A la derecha de Eddie se encontraba el catre de

hierro de Deanna con un colchón deshilachado, la mesita de noche,

repleta de libros y publicaciones de campo, y el farol de

queroseno que habían estado a punto de derribar la noche anterior

en su desespero por quemar sus energías.

En algún momento habían permitido que el fuego de la estufa de

madera se apagase, por lo que la cabaña estaba helada. Hasta julio

las mañanas no serían cálidas. Cuando Deanna llevó los dos platos

de huevos a la mesa, Eddie se incorporó para cederle la silla y

ella se acurrucó sobre la misma con las rodillas dentro del

camisón de franela, temblando y mirando a Eddie por entre el vapor

que se elevaba de la taza de café. Debía de medir menos de un

metro setenta. No sólo era más joven sino mucho más bajo.

-No te lo tomes a mal –comentó Deanna-, pero los tipos de tu

estatura suelen huir de mí tan rápido como les es posible.

43
-¿Ah, sí?

-Sí. Les encanta clavarme la mirada desde el otro extremo de

la habitación. Da la impresión de que piensan que soy alta a posta

para insultarles.

Eddie dejó de comer para mirarla.

-No se lo tome a mal, doña Deanna, pero ha mantenido contacto

con demasiados gusanos y topillos. –Deanna se rió y Eddie le

dedicó una sonrisa, como un pescador de truchas arrojando la

mosca-. Eres lo que los chicos del oeste llamamos un largo trago

de agua.

Eddie parecía hablar en serio. Los largos muslos, pies y

antebrazos de Deanna, toda ella, de hecho, resultaban inacabables

para Eddie. Era increíble. A Deanna le gustaba. Lo que le

preocupaba era que fuera joven. Deanna se contuvo y no le preguntó

si su madre sabía dónde estaba él. Tan sólo se atrevió a indagar

sobre sus orígenes. “Wyoming”, replicó Eddie. Ganadero, hijo de

tres generaciones de ganaderos. Deanna no le preguntó qué era lo

que traía a un ganadero de Wyoming a los Apalaches meridionales en

aquella época del año. Presentía lo peor.

Apartó la mirada y observó el bosque por la ventana y una

enorme mariposa Io5 que colgaba, aletargada, de la mosquitera. La

criatura había acabado la jornada de amor nocturno y ahora, al

sentir el primer calor de la mañana, buscaría un lugar donde

plegar las alas y esperar a que pasasen las inútiles horas

diurnas. Deanna la vio arrastrarse lentamente por la mosquitera

con sus patitas amarillas y peludas. De repente, se movió con

5
Una mariposa de luz grande y amarilla propia de EE.UU., cuyo nombre científico es Automeris io. (N. de los T.)

44
brusquedad, desplegó las alas, mostrando los ojos oscuros de las

alas posteriores cuya función era la de asustar a los

depredadores, y partió volando en busca de un lugar más seguro.

Deanna sintió el mismo impulso: huir de aquel peligroso compañero

que había recogido en el bosque.

Un ganadero. Sabía que los ganaderos del oeste odiaban los

coyotes; quizá se tratara de la rivalidad más conocida entre

hombres y animales. Ya estaban las cosas bastante mal en la orilla

más tranquila del Misisipí. Los granjeros entre los que había

crecido matarían a un coyote antes que aprender a pronunciar su

nombre. Se trataba de un miedo arraigado en el interior de los

hombres tras siglos de cuentos y fábulas: cuando un hombre está al

mando de un lugar, lo primero que hace es limpiarlo de lobos y

osos. Los europeos habían matado a los suyos hacía siglos salvo en

las montañas más agrestes y quizás esos baluartes de resistencia

no fueran más que una leyenda. Desde el tercer curso, cuando

Deanna Wolfe6 aprendió a recitar las oraciones y buscó “lobo” en la

Enciclopedia Universal, había amado América porque sus habitantes

todavía no habían exterminado todos los grandes depredadores. Sin

embargo, ése era su propósito.

-Llevabas un rifle –dijo-. El otro día. Parecía del calibre

treinta. ¿Dónde está ahora?

-Lo escondí –replicó, como si nada.

Estaba afeitado, con el pecho descubierto y se le veía alegre,

dispuesto a comerse huevos en polvo y lo que Deanna le ofreciese.

El arma estaba oculta en algún lugar cercano mientras recorría,

6
Forma obsoleta de “wolf”, lobo (N. de los T.)

45
con sus pies bonitos y de puente pronunciado, el suelo de la

cabaña con una gracia del todo natural. Deanna pensó que aquello

iba bien en serio.

Lo que había traído a un ganadero de Wyoming a los Apalaches

meridionales en aquella época del año era la Caza de Recompensas

del Imperio de las Montañas, que se organizaba por vez primera

aquel año. Deanna sabía que se había celebrado hacía poco, cerca

del primero de mayo, la época de nacimiento y amamantamiento, una

buena temporada de caza de lo más inútil de no ser que el objetivo

fuera la exterminación deliberada. Había atraído a cazadores de

todas partes con el fin de acabar con los coyotes.

46
{2}

El amor de las mariposas de luz

Lusa estaba sola, acurrucada en un sillón y leyendo a

hurtadillas, al parecer el único modo en que la esposa de un

granjero puede leer, cuando la intensidad de una fragancia

interrumpió sus pensamientos. A las once del nueve de mayo, ya que

un único instante indeleble lo cambiaría todo, se sintió

transportar.

Cerró los ojos, volvió el rostro hacia la ventana abierta y

respiró hondo. Madreselva. Lusa cerró el libro con el dedo índice.

Charles Darwin sobre las mariposas de luz, ahí se había sumergido:

una descripción de una Saturnia carpini virgen cuyo aroma atraía a

los machos hasta que cubrían por completo su jaula e incluso

docenas de ellos descendían por la chimenea del señor Darwin para

encontrarla. En el suelo había pilas de libros de Lusa semiocultos

tras el viejo sillón relleno, el único lugar de la casa que le

pertenecía por completo. Lo primero que hizo al llegar a la casa

fue arrastrar el sillón, un extraño ejemplar tapizado con brocado

verde antiguo, por el enorme dormitorio hasta la elevada ventana

que daba al sur, donde recibiría más luz. Se inclinó hacia delante

y movió la cabeza para mirar por el cristal polvoriento. Lejos, en

el otro extremo del campo de heno, vio la camiseta blanca de Cole

y luego se imaginó el resto, el contorno encorvado de su cuerpo.

Se había incorporado del asiento del tractor para romper una rama

de madreselva que había trepado bastante sobre la cerca de color

47
de cedro y colgaba sobre el borde del campo. Puede que la rama de

madreselva se hubiera interpuesto en su camino o quizá la había

roto para llevársela a Lusa. Le gustaba tener un ramillete recién

cogido en un tarro situado sobre el fregadero. Le sería posible

sobrevivir allí si tan sólo pudiera llenar el aire con aquel aroma

y deshacerse de los implacables fantasmas femeninos de la cocina

con la dulzura de una radiante hierba floreciente.

Cole estaba a unos quinientos metros, al otro lado del campo,

labrando la tierra donde pronto plantarían tabaco. Parecía

increíble que el que partiera la rama produjera un estallido de

aroma tan intenso que incluso llegara a la casa, pero lo cierto

era que soplaba una brisa suave en esa misma dirección. Los

habitantes de los Apalaches aseguraban que los montes respiraban,

y era verdad: la inclinada hondonada ubicada detrás de la casa

tomaba una larga y lenta inhalación cada mañana y luego exhalaba a

través de las ventanas abiertas y los campos durante toda la

tarde; cada día tomaba aire de forma honda y completa. Cuando Lusa

visitó a Cole por primera vez sonrió con cortesía mientras éste le

contaba que las montañas respiraban. Respetaba el lenguaje poético

de la gente de campo si bien no sucedía así con la veracidad de

sus percepciones: las montañas respiran y una serpiente no morirá

hasta la caída del sol, incluso si se le corta la cabeza. Si una

tortuga mordedora te atrapa no te soltará hasta que truene. Sin

embargo, cuando se casó con Cole y se mudó a esa casa las

inhalaciones del monte Zebulon acariciaron su rostro toda la

mañana y, finalmente, comprendió. Aprendió a saber la hora que era

a través de la piel, a medida que la mañana discurría hacia la

48
tarde y la respiración de la montaña comenzaba a rozarle la nuca.

A primera hora de la tarde era insistente como el suspiro de un

amante, fresco por la humedad del bosque, y le refrescaba la nuca

y los hombros cada vez que se detenía en la cocina y se levantaba

los rizos bañados en sudor. Había llegado a pensar que Zebulon era

otro hombre en su vida, más grande y serio que cualquiera de los

compañeros que había conocido.

Sin embargo, en aquel momento su marido estaba en el campo y

había roto la rama de madreselva para llevársela. Estaba

convencida de que lo haría porque la había colocado entre el muslo

y el asiento acolchado del Kubota. La nube de flores blancas

temblaba mientras Cole daba botes sobre el campo arado y conducía

el tractor con ambas manos. La parte más baja estaba casi acabada.

Cuando Cole regresara a la casa para tomarse el café de última

hora de la mañana y algo de comer, Lusa pondría en agua la rama de

madreselva. Quizás entonces hablaran; quizá serviría la sopa y el

pan y se tragaría las amargas palabras que había dicho por la

mañana. Discutían casi a diario, pero esa mañana había sido una de

las peores. Esa mañana, durante el desayuno, había estado a punto

de decidir que se marcharía. Esa mañana, Cole así lo había

querido. Se habían insultado sin piedad. Lusa cerró los ojos e

inhaló. Tal vez lo mejor sería dejar que Cole se burlara del hecho

de que a ella le gustara ese trozo de hierba que los granjeros

odiaban ver en las cercas.

La columna del periódico dedicada a la jardinería de esa

semana se había centrado en la eliminación de la madreselva.

Aquello había sido lo que había desatado la discusión:

49
-¡Ten cuidado! El proyecto exigirá varias aplicaciones de un

defoliante químico fuerte –le había leído en voz alta exagerando

las erres porque sabía que a Cole le molestaría. Pero ¿acaso podía

evitarlo? Era el agente de Extensión del condado quien escribía

aquella penosa columna llamada “Trabajando en el jardín del Edén”,

cuya principal preocupación, semana tras semana, era el exterminio

de la naturaleza. Se le acababa la paciencia al ver que aquellas

personas estaban resueltas a exterminar todo cuanto viviera.

Arrancar de raíz rosas silvestres, derribar de un tiro a las

urracas de los cerezos, arrojar los nidos de los febes de los

aleros de los porches para que los polluelos no molestaran en las

escaleras: aquellos era los pasatiempos en el condado de Zebulon,

practicados con tanta vehemencia como el ritual de la limpieza

general que se hacía con el cambio de estación.

-Si te ríes del condado de Zebulon, te estás riendo de mí,

Lusa –le había dicho Cole.

-¿Y a mí me lo dices? –espetó Lusa. Como si, sentada en

aquella cocina, donde sentía la presencia reprobatoria de la

difunta madre de Cole, fuera a olvidar dónde había crecido él.

Cole era el más joven de seis hijos, con cinco hermanas que

nunca habían ido más allá del pie de la hondonada, donde Papá

Widener había cedido a cada una de las hijas media hectárea para

que construyeran una casa cuando se casaran, al tiempo que

reservaba las restantes veinticuatro hectáreas de la granja para

su único hijo varón, Cole. El cementerio familiar se encontraba

detrás del huerto. Resultaba obvio que el destino de los Widener

era ocupar el mismo trozo de tierra por los tiempos de los

50
tiempos. Para ellos la palabra pueblo significaba Egg Fork, una

localidad con apenas unos miles de habitantes, nueve iglesias y un

Kroger’s. En tanto que Lusa era de fuera, del otro lado de las

montañas, de Lexington, un lugar remoto. Y ahora estaba abandonada

junto a cinco cuñadas que flanqueaban el sendero de gravilla que

conducía al buzón.

En silencio, tras haberle hablado con brusquedad, había

observado a Cole mientras desayunaba durante un rato antes de

arrojar el periódico de la controversia e incorporarse para

cumplir con sus tareas, tras lo cual salió por la puerta de la

cocina para recoger la leche del día anterior del fresco porche

posterior. Todavía iba en zapatillas y con el camisón de algodón;

se habían levantado apenas hacía una hora y la niebla todavía

estaba suspendida sobre el arroyo. En el mosquitero había una

mariposa Io, su segunda mariposa de luz favorita, cuyas

sorprendentes alas posteriores eran del mismo color dorado rosáceo

que sus cabellos (su mariposa favorita siempre sería la Actias

luna7, el etéreo fantasma verde de los bosques de las alturas).

-Agotada por la gran noche de amor –le reprendió-, eso es lo

que te pasa... –Pero, por supuesto, no tenía otra alternativa.

Toda la familia de los gusanos de seda gigantes, las luna y las Io

que admiraba, comían como las orugas y, de adultas, no tenían

boca. Qué locura tan romántica y muda, pensó Lusa: una criatura

hambrienta acuciada por la muerte que se pasa la noche en busca de

su compañero.

7
Nombre científico de la mariposa luna (N. de los T.)

51
Recogió la leche y la llevó con cuidado; vio que estaba

preparada, lista para separarla. No había ni cinco litros.

Conservaban sólo una vaca lechera para la mantequilla y la nata

caseras que a Cole le gustaban y sólo la ordeñaban al atardecer.

Lusa había escandalizado a todos tras proponer que se eliminara la

incomodidad de ordeñarla a las cuatro de la madrugada haciéndole

pasar la noche en el establo junto con el ternero. Si quería pasar

el fin de semana en Lexington y no hacía falta nada de leche la

vaca y el ternero apacentarían juntos (¿acaso era necesario ser un

genio para llegar a tal conclusión?). Los días en que Lusa quería

ordeñar separaban al ternero de la madre para que así tuviera las

ubres llenas al atardecer. Las hermanas de Cole no aprobaban

aquella sencilla solución pero a Lusa no parecía importarle. Si se

habían pasado la infancia como esclavas de los dos ordeños

diarios, ese no era su problema. Ella tenía sus propios métodos.

En poco menos de un año había llegado a dominar el aspecto

doméstico de la vida agrícola y Cole prefería los platos que ella

preparaba a los de su propia madre. Mientras hundía la espumadera

y veía la nata flotando suavemente por el borde formando un

hilillo tan minúsculo que parecía verde, se le ocurrió una gran

idea: en el jardín posterior había varios manojos gruesos de

espinacas listos para recoger. Sofritas en mantequilla con

champiñones en láminas, una hoja de laurel y la nata se

convertirían en una sopa aromática y sensual que a Cole le

encantaría. La tendría preparada al mediodía, cuando Cole viniera

a comer. Así, se concentraría en la sopa e intentaría olvidarse de

la discusión.

52
Sin embargo, Cole no era del mismo parecer.

-¿Por qué no escribes tú la columna sobre jardinería para el

periódico, Lusa? –la había provocado desde la mesa del desayuno-.

Piensa en todo lo que podrías enseñarnos, a nosotros, los paletos

de campo.

-Cole, tengo que concentrarme en lo que estoy haciendo. ¿Es

necesario que nos peleemos?

-No, querida. Siento –dijo, sin sentirlo en absoluto- no ser

de algún lugar moderno donde la gente tiene a los perros en casa y

los jardines son las macetas de las ventanas.

-¿Quieres dejarlo? Lexington no es moderno. La gente prefiere

leer y escribir a matar la madreselva de los setos.

-No tienen de qué preocuparse porque no tienen setos. Todos

los patios que vi en la ciudad acababan en la acera.

En muchas especies de mariposas de luz, había observado

Darwin, los machos prefieren habitar en espacios abiertos mientras

que las hembras suelen recluirse. ¿Es que acaso Cole y ella eran

un cliché biológico? ¿Un macho y una hembra siguiendo sus

distintos impulsos naturales? Apartó la mirada de la cascada de

nata y se preguntó cómo podría suavizar aquella situación.

-La persona de ciudad sólo es una parte de mí –dijo en voz

baja. Los argumentos que esgrimían cuando discutían siempre eran

erróneos; Cole la ponía en un bando que ella no había elegido.

¿Cómo iba a comprender Cole que ella había pasado su infancia

bronceada y pecosa atrapada en el césped pero deseosa de estar en

los prados? ¿Que se la había pasado cazando mariposas y

palomillas, buscándolas en su libro coloreado y tocando todos los

53
dibujos, anhelando las que se ocultaban en los lugares más

agrestes?

Cole hizo crujir los nudillos y entrelazó las manos tras la

cabeza.

-Lusa, cielo, puedes sacar a una chica de la ciudad pero no

puedes sacar la ciudad de la chica.

-Mierda –dijo Lusa en voz alta, dándose por vencida. ¿Es que

de verdad se creía tan listo? Sujetó mal la espumadera y la dejó

caer demasiado, hasta el fondo, y perdió toda la leche que había

desnatado. Tardaría medio día más en volver a separarla. Arrojó la

espumadera al fregadero-. Para esto me pasé veinte años

estudiando. –Se volvió para plantarle cara-. Siento que mi

educación no me preparase para vivir aquí, donde las dos clases de

animales que hay sólo sirven para comer y hacer prácticas de tiro.

-Olvidas la “carnada” –replicó arrastrando las palabras.

-No tiene gracia, Cole. Me siento muy sola. Ni te imaginas

cuánto.

Cole cogió el periódico y lo abrió por los precios de la

ternera. Así estaban las cosas. Su soledad era problema suyo y

Lusa lo sabía. Las únicas personas con las que hablaba, aparte de

Cole, estaban en Lexington. Cuando Cole le sugería que entablase

amistades en Egg Fork, Lusa siempre pensaba en las mujeres

agresivas y con toca que veía en Kroger’s y entonces iba corriendo

hasta el teléfono para criticar la vida pueblerina con Arlie y

Hal, sus antiguas compañeras de trabajo en el laboratorio. Sin

embargo, últimamente le habían retirado el apoyo moral por culpa

de las facturas telefónicas. ¿Cuál es exactamente el problema? No

54
eres feliz, pues lárgate, para eso tienes las piernas. Regresa

mientras puedas seguir cobrando de la beca.

Se dispuso a esterilizar los utensilios de la leche e intentó

olvidarse de Arlie y Hal. Su vida, pasada y presente, había

cambiado tanto que no podía pensar en una mientras vivía la otra.

El mero hecho de intentarlo le avergonzaba. En cambio, se calmaba

con una antigua letanía: Actias luna, Hyalophora cecropia,

Automeris Io, luna, cecropia, Io, las polillas gigantes, criaturas

de seda que llevaban nombres de diosas en las hondonadas y laderas

de Zebulon. Muchas personas no sabían qué alas batían junto a las

ventanas oscuras mientras dormían.

Esa era otra cosa sobre la que no podía hablar, su formación

académica, la cual superaba con creces a la de su esposo. La broma

habitual de Cole: “Me gustaba tanto estudiar que repetí todos los

cursos que pude”. Lusa nunca se había creído su modestia. Desde el

día en que se habían conocido en la universidad de Kentucky supo

que era un estudiante muy suyo. Cole estaba allí para asistir a un

taller sobre el tratamiento integrado contra plagas. Un grupo de

granjeros del condado había corrido con los gastos y le había

enviado a Lexington sabiendo que Cole pasaría por alto las

sandeces innecesarias y regresaría con los conocimientos

prácticos. Su confianza estaba más que justificada. En un primer

momento, no le había impresionado que Lusa fuera ayudante

posdoctoral, pero no dejó de hacerle preguntas en cuanto averiguó

lo mucho que ella sabía sobre las polillas del cereal, habitantes

de las cosechas de grano almacenadas. Sus ojos, el azul de un

cielo de verano sin lluvia, habían comenzado a seguirla de un modo

55
que la inquietaba o halagaba, no estaba segura. Le había enseñado

el laboratorio y el de su padre, que era más grande y estaba en el

mismo edificio, donde estudiaba las feromonas de las polillas del

manzano, conocida plaga de los manzanos. Las polillas de

laboratorio vivían bajo un examen constante en cajas de cristal

donde los científicos aprendían a engañar a los machos para que se

aparearan con trampas perfumadas para que así las novias vírgenes

cubrieran en vano las manzanas del mundo con huevos vacíos e

inocuos.

Más adelante (aunque no mucho) Lusa y Cole habían dormido

juntos en el apartamento de ella, en Euclid Street. Cole hacía el

amor como un granjero, lo cual no significa que fuera zafio. Todo

lo contrario, conocía bien lo físico y exploró los aromas de Lusa,

buscando con la boca sus zonas suaves y húmedas, haciendo que ella

se sintiera como la tierra fresca bajo la gloria de un nuevo

nacimiento. Su cuerpo, que ella siempre había considerado

demasiado bajo y con las caderas demasiado anchas como para que lo

tomaran en serio, devino algo nuevo entre los brazos de un hombre

que criaba los animales con las manos. Cole le hizo saber lo que

Lusa nunca había comprendido: era voluptuosa.

Lusa le habló sobre los estímulos olfativos que los animales

emplean para encontrar e identificar a sus compañeros. Feromonas.

Aquello le gustaba.

-Así que todo se reduce al sexo. Todos vosotros en el

laboratorio todo el santo día. Y encima os pagan.

-Culpable –confesó Lusa-. Estudio el amor de las mariposas de

luz.

56
A Cole le interesaba el amor de las mariposas de luz y más aún

cuando Lusa le explicó que incluso los humanos parecen confiar en

ciertos estímulos feromonales, si bien a la mayoría no le

interesan los detalles. Lusa pensó que a Cole sí le interesarían.

Cole, el hombre que había enterrado su rostro en cada uno de los

pliegues de su piel para inhalar su fragancia. A él el sexo le

gustaría todavía más si estuviera provisto de antenas con forma de

plumas, como las mariposas de luz, para abanicarla, y camarinas

ramificadas que podría retrotraer desde el abdomen para atraerla

con su propio olor.

-¿Es eso lo que pasa cuando te enamoras de alguien sin motivo

aparente? ¿Las feromonas? –inquirió Cole.

-Quizás –replicó Lusa-. Seguramente.

Entonces Cole se tumbó boca arriba y entrelazó los dedos

detrás de la cabeza, con lo que Lusa tuvo la oportunidad de

observarle de cerca. Era muy grande. Sus hombros, manos y la

enorme superficie de su estómago y pecho hacían que ella se

sintiera minúscula y delicada. En su cama había un gigante feliz y

desnudo.

-Entonces –dijo-, explícame por qué las mujeres hacen todo lo

humanamente posible por disimular su olor verdadero.

-Ni idea –respondió. Lusa ya se había planteado aquella

pregunta. Incluso afeitarse las axilas no servía de nada. Le

explicó que la principal función del vello púbico era aumentar la

superficie destinada a las moléculas del olor.

-Que me parta un rayo si esto de dormir con una científica no

es otra cosa –había declarado Cole sonriéndole con una expresión

57
que ella ya había comenzado a pensar que echaría de menos. Que la

partiera un rayo si él no era otra cosa. Pronto se habría

marchado, toda su enorme mole feliz, su barba recortada que le

surcaba la mandíbula hasta la maravillosa boca. Su barba le

recordaba las marcas del néctar de las flores, que indican a las

abejas el camino hasta el dulce lugar donde se halla el néctar.

El apartamento en Euclid parecía haberle gustado tanto que

Cole se quedó otros dos días después de que el seminario acabase.

Apenas salían de la cama y Lusa tuvo que llamar al laboratorio

para informarles que había enfermado repentinamente. Estaba a

punto de preguntarle, no por malicia sino por curiosidad, si solía

acostarse con las mujeres que acababa de conocer pero justo

entonces Cole le propuso que se casaran. Lusa se quedó

estupefacta. Durante el año siguiente él la cortejó con tal

intensidad que Lusa ovulaba cada vez que Cole la visitaba. Lusa

comenzó a tomar precauciones con seriedad, no fuera que un

embarazo previo a la boda otorgarse a los parientes de Cole las

pruebas en su contra que tanto parecían desear. Su madre utilizaba

una expresión para definir a las personas que eran como las

hermanas de Cole: “Nacidas con diez dedos para contar hasta

nueve”.

Cole había terminado el desayuno y miró a Lusa mientras

encendía un cigarrillo. Pareció sorprenderse al percatarse de que

ella tenía la mirada clavada en él.

-¿Qué? –preguntó.

-Estaba recordando lo mucho que nos gustábamos.

58
-Ah, se me olvidaba. Herb vendrá más tarde para llevarse el

rociador a presión. Te lo digo para que no te asustes si le ves

rebuscando en el almacén.

Ella le fulminó con la mirada. Aquello era típico de Cole,

responder a los acercamientos emocionales como si no le

interesaran lo más mínimo.

-No quiero ver a Herb en el almacén –replicó Lusa

cansinamente-. Así que supongo que tendré que ir al establo y

buscarlo yo misma.

-¿Por qué? Herb sabe cómo es el rociador. Caray, fue él quien

me convenció para que lo comprara y ahora lo usa más que yo.

-Y mientras lo busca revolverá entre los embudos y las redes

para insectos y así se inventará historias para Mary Edna, que se

las contará a Hannie-Mavies, a través de Lois y Emaline. No,

gracias.

Cole se recostó en la silla, sonriendo.

-Los tres medios de comunicación más eficaces: el telégrafo,

el teléfono y contárselo a alguna de las mujeres Widener.

-Solía hacerme gracia. Antes de convertirme en su principal

tema de conversación.

-No lo hacen con mala intención.

-¿De verdad lo crees? –Negó con la cabeza y le dio la espalda.

Lo hacían con mala intención. Desde el principio. Desde que se

había convertido en la señora de la casa familiar el pasado junio

apenas hablaban con ella pero sí sobre ella. Antes de que Lusa

pisara por primera vez Kroger’s o la ferretería, ya sabían que era

59
la chica de Lexington que recorría el salón a gatas nombrando

insectos en lugar de aplastarlos.

-Mis hermanas tienen otras cosas más importantes que hacer

aparte de odiarte –insistió Cole.

-Todavía no saben cómo me llamo.

-Venga ya, Lusa.

-Pregúntales. Te daré diez dólares si una de ellas lo dice

bien, todo completo, Lusa Maluf Landowski. Dicen que no son

capaces de recordarlo. ¿Crees que bromeo? Lois le dijo a Oda Black

que mi apellido de soltera era Zucchini8.

-Vamos, no es cierto.

-Oda dijo que entendía perfectamente por qué yo te había dado

prisas para que nos casáramos... para deshacerme de eso. –Lusa le

miró para ver si comprendía semejante humillación. Lusa había

conservado su nombre cuando se casaron, pero daba igual: todos la

llamaban señora Widener, como si Lusa no existiera en absoluto.

-Bueno, a pesar de que te odia con toda su alma –dijo Cole con

suma paciencia-, Lois nos ha invitado a una buena cena del Día de

la Conmemoración9. Quiere que todos vayamos al cementerio por la

tarde para adornar las tumbas de papá y mamá.

Lusa ladeó la cabeza, curiosa.

-¿Cuándo llamó?

-Anoche.

-¿Ha invitado a toda la familia? ¿Cómo lo hará? La cocina es

del tamaño de una cabina telefónica.

8
Literalmente “calabacín”. (N. de los T.)
9
En EE.UU., el último lunes de mayo, día en que se recuerda a los caídos en la Guerra Civil de 1861-65. Antiguamente
se llamaba Día de la Condecoración. (N. de los T.)

60
-Era mucho más grande antes de que se impusieran los volantes

y los patos de plástico.

Lusa sonrió.

-Aquí está la cocina. ¿Por qué nunca invitas a nadie? –dijo él

haciendo un gesto.

Lusa le miró de hito en hito, boquiabierta.

-Y bien, ¿qué ocurre? –dijo Cole.

Lusa negó con la cabeza.

-¿Cómo puedes ser tan tonto? ¿Cómo puedes sentarte en el

centro de este huracán de mujeres odiosas y comportarte como si

hiciera un agradable día soleado?

-¿Qué?

Lusa se dirigió hacia el armario esquinero del comedor y

volvió con un plato de porcelana, que sostenía en alto como una

tarjeta de visita.

-¿Te suena de algo?

-Es de tu vajilla de boda.

Su vajilla de boda, cierto, había sido de su familia, un

diseño inglés con dibujos coloreados con suma delicadeza de flores

y sus polinizadores. Pero ¿era necesario que despreciasen todo

cuanto le gustaba?

-¿No recuerdas lo que sucedió durante la cena que organicé el

pasado julio, un mes después de que nos casáramos? ¿La fiesta de

tu cumpleaños para la que me pasé dos semanas cocinando, sin

ayuda, en el que fue mi primer intento fallido de impresionar a tu

familia?

-No.

61
-Deja que te ayude. Imagínate a tu hermana mayor. Imagínatela

sentada en esa silla, con el pelo azul y, perdóname, una cara que

cortaría la leche. Imagínate que le sirvo la cena en este plato,

justo aquí.

Cole se rió.

-Recuerdo que Mary Edna mordió las patatas y vio una viuda

negra o algo debajo y gritó.

-Era el ala de una calavera10. El dibujo de una calavera.

Jamás le serviría un plato de porcelana con una viuda negra. Y no

gritó, dejó el tenedor, cruzó las manos como si fuera un cadáver y

desde entonces ha rechazado todas mis invitaciones. Incluso el Día

de Acción de Gracias, Cole, por el amor de Dios. En vuestro hogar

familiar, donde tus hermanas y tú siempre habéis comido juntos el

Día de Acción de Gracias, antes de la ofensa mortal perpetrada por

tu esposa contra Su Majestad Mary Edna.

-Entonces invita a las demás, que vengan sin Mary Edna. Como

es la mayor siempre se ha dado demasiados aires.

-No vendrán sin Mary Edna.

Cole se encogió de hombros.

-Bueno, entonces puede que sean pueblerinas que no entienden

que los platos tengan bichos y palabras en latín. A lo mejor les

preocupa usar el tenedor equivocado.

-Maldito seas, Cole. Maldita toda tu familia si lo único que

desea es burlarse de mí. –Se enojó y tuvo ganas de romper el

plato, pero sabía que no serviría de nada. El plato parecía más

valioso que el matrimonio.


10
Nombre común de una mariposa nocturna, también llamada esfinge de calavera, que recibe su nombre por el dibujo
que tiene en el tórax, similar al de una calavera (N. de los T.)

62
-Oh, Dios mío –exclamó Cole chasqueando la lengua-. Me

advirtieron sobre los peligros de casarse con una pelirroja.

-¡Shuchach! –rezongó Lusa marcando las ásperas consonantes

árabes al tiempo que entraba en el comedor para guardar el plato.

A Lusa le avergonzaban sus lágrimas y que las invitaciones

rechazadas todavía dolieran. El año pasado había colgado el

teléfono demasiadas veces y caminado en círculos por la alfombra

trenzada del salón, una mujer adulta y casada con un título en

Entomología, llorando como una niña. ¿Por qué le importaba tanto

lo que pensaran de ella? Cualquier chica que se dedicase al

estudio de los insectos aprendía a hacer caso omiso de la opinión

pública. Sin embargo, lo que no soportaba, ni en el pasado ni en

el presente, era la creencia implícita de que era una rara, una

mujer absurda. Volviendo la vista atrás, Lusa temía haber juzgado

a su padre de igual modo, se había compadecido de él por ser un

hombre resentido y poco práctico, por dedicarse a la agricultura

en laboratorios desinfectados que olían a éter. Sus padres

procedían de linajes agrícolas, pero su contacto con la

agricultura real podía equipararse a un paseo dominical por los

pastos para los caballos de carrera al este del condado de

Fayette.

Lusa había querido ser distinta. Se había empeñado en

escandalizar a los demás con su amor por las cosas que se

arrastraban y su sudor. Todavía sentía aquel deseo adolescente,

una chica que se inclinaba para respirar sobre el espejo cuando el

calor de los días de verano humedecía su pelo rojizo y lo

convertía en zarcillos marrones que le caían sobre el rostro. Como

63
mujer, había aceptado una oportunidad de lo más inesperada:

compartir su vida con un granjero.

Jamás se habría esperado el extraño y decadente legado que le

siguió hasta Zebulon, donde sus nuevos parientes consideraban a

los suyos una familia de idiotas que conservaban vivos los

insectos de las plagas en cajas de cristal, y a propósito.

Volvió a la cocina sin mirarle. Si Cole actuaba así era porque

la situación no le dolía mucho así que ella podría hacer otro

tanto.

-¡Sí, señor! –dijo-. No servir nada a un Widener en un plato

con bichos. Lo recordaré. Y, sí, señor, abrir la puerta a Herb, el

ejemplar y glorioso asesino de alimañas cuando venga a revolver en

el almacén para buscar el rociador a presión.

Para Lusa, Herb y Mary Edna formaban el matrimonio perfecto:

el uno era tan superior y falto de tacto como la otra.

-¿Qué demonios significa eso? –preguntó Cole.

-¿Sabes lo que me dijo Hannie-Mavis ayer? Dijo que, en una

ocasión, Herb encontró una guarida de coyotes en el bosque que

está después de su cerca, una madre y una camada de crías. Dijo

que les disparó a todos en la cabeza, allí mismo, en la guarida.

Cole la miró sin el menor atisbo de sorpresa.

-¿Es cierto? –inquirió Lusa-. ¿Lo sabías?

-¿Por qué sacas el tema ahora?

-¿Cuándo ocurrió? ¿Hace poco?

-No-o-o. La primavera pasada, creo. Cuando tu madre enfermó,

más o menos. Antes de la boda, eso seguro. Por eso no lo sabías.

-Oh, ya veo, hace tanto tiempo que ahora ya no importa.

64
Cole suspiró.

-Lusa, eran animales carnívoros que pretendían establecerse en

una granja lechera. ¿Qué esperabas que Herb hiciese, dar sus

ganancias a los lobos?

-Coyotes, no lobos.

-Es lo mismo.

-No es lo mismo. ¿A alguien le pareció interesante que los

coyotes estuvieran aquí, a tres mil kilómetros del Gran Cañón?

-Estaba interesado en lo que comían. Como los terneros recién

nacidos.

-Si es que eran coyotes, cosa que dudo dada la vista de Herb.

A decir verdad, también dudo que les disparara. Seguro que falló.

Espero que fallara.

-No negaré que Herb Goins con un rifle es una visión

aterradora. Pero si te interesa saber lo que pienso, Lusa, espero

que los matara.

-Tú y todos los habitantes del condado. Lo sé. Si Herb no lo

hizo, alguien lo hará.

A Lusa le hubiera gustado estar vestida. Se sentía vulnerable

y poco convincente con el camisón. Volvió a salir al porche y dejó

que la puerta mosquitera se cerrara de un portazo. Colocó la leche

en el refrigerador para que se separara de nuevo y se percató de

que la mariposa Io todavía estaba en la mosquitera del porche.

Alargó la mano y, con suavidad, tiró de la mosquitera.

-Será mejor que te vayas volando –le dijo-. Ningún insecto

está a salvo aquí.

65
La mariposa desplegó las alas y Lusa vio las alas posteriores,

del color de la sandía y con el asombroso par de pupilas negras.

Pensó que se parecían a los ojos de un búho. Pobre del búho que

abriera la boca para tragarse una mariposa y se viese reflejado en

la misma. La vieja y querida vida, siempre llena de sorpresas.

Volvió a la cocina con un tarro de tomates del verano pasado

en ambas manos; en lugar de la sopa prepararía imam bayildi11, la

receta de verduras rellenas de su madre, que Lusa prefería con

diferencia a cualquier plato lechoso. A Cole no le entusiasmaba el

imam bayildi. Se mostraba escéptico incluso ante un plato de

espagueti, al que llamaba plato “ai-taliano”. Sin embargo, Cole

había tenido la culpa de que Lusa hubiera perdido la nata así que

le prepararía comida extranjera.

A esto me he rebajado, pensó. La antigua estudiosa de la

Fundación Nacional para la Ciencia, con la beca de investigación

más codiciada del departamento, ahora ejerce su influencia en el

mundo mediante vengativos actos culinarios.

Su enorme y exasperante presencia continuaba allí, fumando

cigarrillos. Los arcos de ceniza pálida se extendían como

nebulosas estrelladas por la oscura mesa entre su mano izquierda y

el feo cenicero de hojalata que reposaba en el centro de la misma.

Viendo aquello le entraban ganas de recogerlo todo como si fueran

desperdicios y arrojarlos bien lejos. Cole no solía tardar tanto

en salir y encaminarse hacia el ganado y el tractor. Hacía más de

una hora que había amanecido; el sol ya estaba bastante alto. ¿Es

que acaso tenía la intención de sacarla de quicio?


11
Plato turco elaborado con berenjenas rellenas con una mezcla de tomate, cebolla y ajo y rehogadas en aceite.
Literalmente, significa “el sacerdote se desmayó”, al parecer por el placer, o el elevado costo, del plato. (N. de los T.)

66
-Bueno, ¿y qué es lo que Herb quiere hacer con nuestro

rociador a presión? –quiso saber Lusa.

-No lo sé. No, sí que lo sé. Dijo que están fumigando en la

iglesia. Mary Edna dijo que han entrado unas abejas.

-Ah, perfecto. Exterminando las criaturas de Dios en la

iglesia. Me alegro de que Dios no dejara a Herb y a Mary Edna al

cargo del arca de Noé. Primero la habrían fumigado y luego

hundido.

Cole no se rió.

-Lusa, cielo, es probable que la gente de donde tú eres piense

que tener la iglesia llena de abejas es algo bueno. Las personas

se vuelven sentimentales en los lugares en que la naturaleza lleva

muerta cincuenta años y así pueden añorarla juntos como si fuese

un pariente que nunca llegaron a conocer. Pero aquí está viva y

coleante y todavía se desmadra.

-Mi marido, el poeta. La naturaleza es un tío con problemas de

bebida.

Cole negó con la cabeza.

-Es así. Tienes que convencerla para que retroceda dos pasos

cada día o te atrapará y se te comerá –arguyó Cole, que sabía

eludir la condescendencia de Lusa con suma facilidad. Hablaba con

un tono tipo “yo soy capaz de soportar esto” que hacía que Lusa

deseara gritar como una posesa.

-¿Se te comerá? –preguntó Lusa, temblando para contener un

ataque de furia-. Tú eres la naturaleza, yo soy la naturaleza.

Cagamos, meamos, tenemos hijos, ensuciamos. El mundo no se acabará

si dejas que la madreselva entre en el establo.

67
¿Tenemos hijos? Y yo sin enterarme, parecía decir la expresión

de Cole.

-¿Por qué se ha de respetar un hierbajo cuando se puede

arrancar de raíz? –preguntó.

Todo cuanto se decían era incorrecto y la verdad se ocultaba

debajo, impronunciable, imposible de encontrar. Se les había

acabado la amabilidad y habían repetido tanto las bromas que ya no

hacían gracia. Lusa arrojó el paño de cocina, asfixiada ante el

desfile de clichés.

-Que tengas un buen día en la enorme jungla de lana. Voy a

lavarte la ropa. Tus malditos cigarrillos van a dejar la cocina

apestando a humo.

-Tal vez te guste insultar el tabaco, pero gracias a la última

cosecha compramos la lavadora y la secadora nuevas.

-¡Yil’an deenuk! –gritó Lusa desde el pasillo.

-Si mi madre ái-rabe me hubiera enseñado a insultar, no me

sentiría orgulloso de ello –replicó Cole.

Madre ái-rabe, padre polaco; al parecer Cole también se lo

reprochaba, al igual que el resto de la familia. Sin embargo,

¿acaso no se había burlado ella de su acento, su educación? No

obstante, ninguno de los dos era en verdad así. Las capas de

desdén se apilaban, camufladas, hasta que al final eran tantas que

resultaba imposible diferenciarlas; si Cole y Lusa pasaran cien

años casados seguirían discutiendo sin saber por qué. Lusa estaba

cansada y desesperanzada; iba de habitación en habitación

recogiendo las camisas y calcetines desechados que habían dejado

en las habitaciones de abajo (algunos eran suyos). No había nada

68
que decir, pero, no obstante, lo decían, la madreselva y el

tabaco. En menos de un año de matrimonio habían aprendido a pasar

de una discusión a otra, al igual que el arroyo que discurría

montaña abajo hasta la hondonada, cuyas aguas se desbordaban y

anegaban los surcos de la entrada que conducían a la casa y luego

volvían al lecho y proseguían hasta el pie del valle. Las

discusiones podían anegar un matrimonio como el agua, filtrándose

por todas partes, siempre, sin color ni sabor pero haciendo mucho

ruido.

El riachuelo se llamaba Bitter Creek y la hondonada que se

extendía desde detrás de la granja hasta el Parque Nacional

recibía el nombre de Bitter Hollow. Perfecto. Soy demasiado joven

pasa sentirme así, pensó Lusa, arrastrándose escaleras arriba para

recoger el resto de la ropa mientras él salía a cultivar el campo.

¿Cuál sería la situación dentro de diez años? ¿De veras quería

pasarse el resto de la vida en una granja? Un pájaro entre las

manos pierde el misterio en un abrir y cerrar de ojos. Se sentía

como una novia fronteriza de venta por correo, apenas casada y ya

se estaba preguntando por qué había abandonado la ciudad y su

querida carrera a cambio de las limitaciones que un condado rural

ofrece a la esposa de un granjero.

Cuatro horas después, a las once del nueve de mayo, mientras

la secadora zumbaba en la planta baja y Lusa leía en su dormitorio

junto a la ventana, sintió que su vida sufría un vuelco gracias a

algo sencillo: un intenso aroma la invadió después de que su joven

esposo alargara el brazo musculoso para coger una rama de flores.

Aquello era lo que había olvidado, la completa y franca verdad de

69
su unión. Por una vez, su corazón se vació de palabras y se llenó

de un sentimiento nuevo. Aunque Cole jamás llegara a la casa, si

su recorrido por el campo se viera interrumpido por la clase de

accidentes de tractor que acababa con los granjeros de aquel

condado empinado, a Lusa siempre le quedaría el estallido de olor

que había recorrido la distancia para explicar las emociones de

Cole en los términos más sencillos imaginables.

Lusa permaneció sentada, inmóvil, y se maravilló: así es cómo

se comunican las mariposas de luz. Se transmiten el amor a través

del olor. No hay bocas, las palabras equivocadas no existen, el

macho puede estar o no y, si está, la pareja se encontrará en la

oscuridad.

Durante varios minutos más las manos reposaron sobre el libro

mientras ella imaginaba un lenguaje que únicamente transmitiera el

amor y la verdad desnuda.

* * *

Diez días después el matrimonio llegaría a su fin. Cuando

ocurrió, Lusa retrocedió en el tiempo hasta ese momento, junto a

la ventana, y recordó con un escalofrío aquella presciencia.

Nadie lo habría llamado premonición; el tractor de Cole no

volcó. El tabaco tampoco le mató, al menos no por fumarlo. Lusa le

habría permitido el placer de que se fumara dos cajetillas

diarias, a la larga habría dado igual ya que ese futuro jamás

llegaría. En parte, la culpa fue por la caída del tabaco; el

descenso del precio fijo le había obligado a trabajar a tiempo

70
parcial transportando grano a los estados del sur. Lusa sabía que,

como granjero, le avergonzaba aquel trabajo extra, si bien casi

ninguna familia del valle vivía única y exclusivamente de las

ganancias de la granja. Para Cole, la caída no era sólo económica

sino también emocional. Odiaba alejarse de la granja incluso una

noche, cuando tenía que ir hasta Carolina del Norte pasando por

las montañas Azules12. Lusa le había dicho que conseguirían dinero

de otra forma, tal vez pidiendo prestadas las ganancias del año

siguiente, aunque Cole recelaba de las deudas y el nuevo tractor

ya les había hecho apretarse el cinturón. Otra alternativa era que

ella diese clases en la Escuela Superior de Franklin (¿Le

avergonzaría aquello? Lusa no estaba segura). Estaba planteándose

esa posibilidad, dar clases en un laboratorio de biología, justo

cuando el sheriff llegó para informar a los más allegados.

Era muy temprano, un amanecer húmedo que todavía no se había

decantado, aunque no hacía viento y no olía a nada. Diecinueve de

mayo, al alba de un día cualquiera, aunque jamás olvidaría la

fecha. Estaba de pie, junto a la ventana de la escalera, viendo la

niebla trepar por los límites de los campos, colina arriba a lo

largo de los setos, como el fantasma de algún río antiguo cuyos

afluentes ya no respetaran la gravedad. Aquellas mañanas, cuando

Cole estaba fuera y ella se despertaba sola, tenían algo de

especial; se sentía libre. Tan libre e incorpórea como un

fantasma. Clavó la mirada en el patio, a media altura, donde veía

el movimiento frenético de los insectos nocturnos en la sombra,

12
Principal elevación de los montes Apalaches (N. de los T.)

71
mariposas noctuidas que aleteaban locamente durante los últimos

minutos de la búsqueda nocturna del compañero de amores.

Cuando vio el sedán de Tim Boyer, con la insignia lateral,

comprendió de inmediato. Si Cole sólo estuviera herido, en un

hospital, Tim no habría subido a avisarle. Se lo habría dicho a

Lois o a Mary Edna. Aquella era una misión diferente: tenía que

notificar a la esposa. Lusa sabía por qué. Desconocía los detalles

y, de hecho, nunca llegaría a saber algunos. Los daños que sufre

un cuerpo es algo que las hermanas y los cuñados discuten largo y

tendido pero que las esposas nunca saben. Sin embargo, sabía lo

suficiente.

Ahora, pensó, mientras se le enfriaba el cuerpo y el coche

blanco y alargado avanzaba tan lentamente por la entrada que oía

la gravilla al salir despedida bajo los neumáticos. Justo ahora, a

partir de este momento, todo cambia.

Pero no sería cierto. Su decisión y el resto de los días de su

vida no se centrarían en el momento en que supo que Cole estaba

muerto sino en uno anterior, junto a la misma ventana, cuando

recibió su mensaje sin palabras, el aroma que había atravesado el

campo hasta llegarle al corazón.

72
{3}

Castaños viejos

Garnett, viudo desde hacía ocho años, se despertaba a veces

completamente desorientado. En su interior sentía que era porque

la enorme cama estaba vacía; una mujer era un sostén. Al no tener

esposa había buscado solaz en Dios, pero, a veces, un hombre

también necesitaba mirar por la ventana.

Garnett se incorporó lentamente y se inclinó hacia la luz,

pues veía tanto con la memoria como con los ojos. El valle húmedo

estaba cubierto por la niebla gris del amanecer, que se elevaba

con una lentitud imperial, como la falda de una anciana al pasar

por encima de un charco. Allí estaban el establo y el granero de

madera, que su padre y abuelo habían construido en otra época. El

sótano cubierto de hierba todavía sobresalía de la ladera y las

dos ventanas situadas en la pared de piedra parecían los ojos de

la cabeza de un hombre. Garnett saludaba todas las mañanas al

anciano de la colina con la barba de hiedra y la gramínea que le

colgaba a modo de rizo de la frente. De niño, Garnett nunca había

soñado que sería un anciano y todavía contemplaba aquel paisaje y

sentía que lo necesitaba tanto como un niño necesita la suave

castaña de la suerte que lleva en el bolsillo, el talismán que

frota todo el día para asegurarse de que sigue allí.

Los pájaros comenzaban a entonar sus cantos matinales. Estaban

en plena forma, bien entrada la primavera. ¿Qué día sería, el

diecinueve de mayo? En plena forma. Escuchó. El epitalamio, lo

73
había llamado así en su interior años atrás: una canción que

celebra la unión connubial. Había grajos bronceados y tarabillas,

gorriones de las praderas y pontífices índigos, todos con las

cabezas alzadas hacia el amanecer y los corazones entregados al

canto dedicado a sus compañeras. Garnett se cubrió el rostro con

las manos durante unos instantes. De niño nunca soñó con una edad

en la que no quedaran canciones, pero sí corazón.

74
{4}

Depredadores

Deanna estaba sentada en el porche con las piernas cruzadas,

peinándose y escuchando el canto matinal. Una curruca blanca y

negra había comenzado a cantar antes del alba y la había

despertado con sus notas elevadas; Deanna se la imaginaba allí

fuera, volando alrededor de un álamo, inclinando la minúscula

cabeza hacia las primeras luces del día, arrancando del calendario

el día anterior e inaugurando el verano del amor con su poderosa

voz. Deanna había salido corriendo al porche, en camisón y

descalza, y se había olvidado el cepillo en el regazo. Necesitaba

escuchar aquel canto: verano pródigo, la estación por excelencia

para la procreación. El verano podía agotar todo a su paso con sus

excesos apasionados, pero ningún ser vivo con alas o corazón o una

simiente en su interior podía evitar darle la bienvenida cuando

llegaba.

Las otras currucas se despertaron poco después que la blanca y

negra: primero escuchó la melodía sincopada de la curruca

capirotada, cuyo compás débil acababa como un buen chiste, y luego

a la de Kentucky, cuyo gorjeo era más solemne. Una tenue luz gris

había comenzado a apoderarse del límite del cielo o de la parte

del cielo que Deanna veía entre los árboles oscuros. Aquel valle

era una línea divisoria a tener en cuenta, cuyas montañas se

elevaban abruptamente a ambos lados y los árboles ascendían aún

más. La cabaña no era el mejor lugar para disfrutar de los días

75
largos y la luz del sol pero aquél era el mejor canto matinal de

la tierra. Durante la temporada alta de cortejo y apareamiento esa

música era como si la tierra misma abriera la boca para cantar. El

crescendo avanzaba lentamente a medida que la luz del día

despertaba a los pájaros: los siguientes fueron los carboneros

sibilinos y los de Carolina, primos hermanos que silbaban con

tonos distintos, pero muy juntos, por lo que casi nadie, salvo

ellos mismos, sabría distinguir los unos de los otros, sobre todo

en medio de aquel coro de otras voces. Deanna sonrió al escuchar

el primer zorzal escudado, cuyo canto sonaba como si un pulgar

recorriese los dientes de un peine. Había sido el primer canto de

pájaro que le había fascinado de niña, mucho más que el del grajo

bronceado y el del gorrión; el canto del zorzal escudado, un ave

migratoria de las alturas que sólo había encontrado allá arriba,

cuando iba de pesca con su padre. Era posible que no les hubiera

prestado atención antes de esas salidas, durante las que apenas

pescaban truchas y hablaban menos pero que les regalaba el

silencio del bosque. “Mira, eso es un pájaro peine”, solía

improvisar su padre, sonriendo, cuando ella le preguntaba, y

Deanna se imaginaba al pájaro como una criatura con forma de

peine, de color rosa brillante. Años después se llevaría una

desilusión al descubrir en la guía de campo de Peterson que era un

pájaro marrón normal y corriente.

El trino de los pájaros al alba se había convertido en un

fragor de silbidos, el sonido de mil machos invocando al amor a

mil hembras silenciosas preparadas para elegir y transformar el

mundo. No era más que una cacofonía mareante a no ser que se

76
prestara atención a los participantes por separado: un picogordo

pechirrosado y su dulce y complejo soneto; un vireo y sus

repetitivas ráfagas de ocho notas y tresillos. Luego estaba el

zorzal del bosque con su poema sinfónico. Para Deanna, el zorzal

del bosque era el que definía aquel bosque ya que le ofrecía

música de fondo para sus pensamientos y le permitía saber en qué

parte del bosque estaba. El conjunto de trinos se desvanecería al

cabo de una hora, pero el zorzal del bosque seguiría cantando

durante buena parte de la mañana y retomaría el canto a primera

hora de la tarde e incluso al mediodía si estaba nublado. En una

ocasión, Nannie le había preguntado por carta cómo podía vivir

sola allá arriba rodeada de tanta tranquilidad y Deanna le replicó

que, cuando la conversación humana llegaba a su fin, el mundo

podía ser cualquier cosa salvo un remanso de tranquilidad. Vivía

en la compañía de los zorzales del bosque.

Deanna sonrió al recordar a Nannie, abajo en el valle. A

Nannie le encantaban los cotilleos; se guardaba bien de revelar su

vida de anciana independiente pero comenzaba a conversar en cuanto

podía, del mismo modo que una persona a dieta vigila las galletas

guardadas en un armario. No era de extrañar que se preocupara por

Deanna.

En el cielo ya había un sólido color blanco, veteado como un

viejo plato de porcelana, y las voces comenzaron a desvanecerse

una a una. Dentro de poco sólo le quedaría el canto del zorzal y

el resto del día por delante. Varios paros y carboneros se estaban

congregando bajo un cerezo de Virginia, a unos diez metros de la

cabaña, donde Deanna siempre esparcía alpiste sobre una roca

77
enorme. Había elegido un lugar que pudiera observar desde la

ventana y había puesto alpiste durante todo el invierno; de hecho,

había pedido un saco de alpiste de veinticinco kilos junto con la

solicitud mensual de provisiones. El Servicio Forestal no

cuestionó su metodología. Dar de comer a los carboneros y a los

cardenales no era lo normal pero, al parecer, el Gobierno estaba

dispuesto a hacer lo que fuera con tal de que el encargado de la

fauna y la flora pasara el invierno en su sano juicio, y en el

caso de Deanna lo que necesitaba era alpiste. Sentada a la mesa

junto a la ventana durante las mañanas nevadas de febrero, café en

mano, Deanna se pasaba el día observando la colorida multitud que

se reunía fuera y, en aquel clima frío, envidiaba la libertad de

los pájaros. Envidiaba incluso la algarabía engreída que formaban.

Un pájaro siempre sabe que su lugar es el centro del universo.

Era la tercera semana de mayo, comenzaban a emerger los brotes

y los insectos devoradores de hojas pronto estarían aferrados a

los árboles; esos pequeños Napoleones encontraban de comer por

todas partes pero, seguramente, se habían encaprichado de las

dádivas de Deanna. Ella también se había encaprichado de su

presencia. Últimamente se había planteado desempolvar el sombrero

Smokey the Bear13 (le habían entregado los uniformes del Servicio

Forestal y del Servicio del Parque, ejemplo de los problemas

técnicos de un trabajo híbrido como el suyo) y colocarlo en la

roca todas las mañanas con el alpiste en el ala para que así los

pájaros se acostumbraran a posarse sobre el mismo. De ese modo, se

13
Nombre de un personaje animal empleado en la publicidad para la prevención de incendios en EE.UU. Por extensión,
se utiliza para designar un sombrero de ala ancha (N. de los T.)

78
lo podría poner y caminar con una bandada de carboneros sobre la

cabeza, sin otro propósito que el de divertirse.

Había acabado de cepillarse el pelo. Le caía en cascada por

los hombros y la espalda y se replegaba en el suelo del porche y

se mecía a su alrededor como una catarata oscura, del color del

té, emitiendo destellos plateados. Cada año más plata y menos té.

Le había dicho a su esposo (ex ya en aquel entonces), después de

que le preguntara por qué, que se iría a la montaña y así no

tendría que cortarse el pelo. Al parecer, era una regla para las

mujeres que tenían cuarenta y tantos años: un corte de pelo

desenfadado y corto. Seguramente su marido no había entendido la

broma y había pensado que se trataba de alguna vanidad en estado

embrionario por parte de Deanna, pero se equivocaba. Casi nunca se

fijaba en el pelo, excepto cuando se deshacía la trenza para dar

un paseo una vez a la semana, más o menos, como un perro

abandonado. Nunca le había gustado esa regla ni aparentar su edad

ni ninguna edad. ¿Y a quién le importaban los cortes de pelo,

semanales, mensuales o cuando fueran? Deanna no lo sabía. Había

logrado vivir lejos de ese y otros misterios propios de las

mujeres. El perfilador de ojos, por ejemplo: ¿con qué se

aplicaba?, ¿dolía?, ¿para qué demonios servía? Nunca le habían

hecho un corte de pelo auténtico. A su padre no se le había

ocurrido llevarla al barbero al que él iba y si había pensado en

otra opción lo cierto era que no la ponía en práctica antes de que

la melena le llegara a la parte posterior de las rodillas. La

experiencia más parecida a la peluquería que había tenido era

desenredarse el pelo de las ramas de los árboles y cortar las

79
puntas con las tijeras de su navaja del Ejército Suizo. Esa era la

única clase de mujer que había conocido, en el condado de Zebulon

y tiempo después como profesora y como esposa frustrada en

Knoxville. En el bosque, allá arriba, podía ser el verdadero tipo

de mujer que era.

La que estaba sin un hombre. Eddie Bondo se había marchado y

eso sería lo mejor.

Había dicho que regresaría pero Deanna no se lo creía. Se

había llevado todo consigo; “todo” era la mochila, lo cual, debe

admitirse, no era mucho. Si lo que decía era verdad, que pensaba

ir de excursión al Clinch Peak durante un día o dos y que luego

volvería para verla, entonces necesitaría la mochila. Por lo

tanto, no podía juzgar su marcha por lo que se llevara o dejara.

No era justo.

Eddie había dicho que su pelo era un milagro, que era como si

se envolviera con el capullo de un gusano de sea.

Deanna volvió el rostro hacia el cielo y escuchó el bosque;

eso era lo que Eddie había dejado tras de sí. La oportunidad de

escuchar el trino de los pájaros al alba y peinarse sin que nadie

la observara. Eddie le había dejado la mejor de las piedras

preciosas, el diamante de la vida solitaria.

Extendió las piernas mientras volvía a trenzarse el pelo, un

ejercicio que sus manos hacían sin espejo ni concentración. Se

sujetó la trenza con la goma elástica que llevaba en la muñeca,

inclinó la frente hacia las rodillas, estirando así los ligamentos

de la corva. Luego se recostó boca arriba como una niña, con la

boca y los ojos bien abiertos en dirección a las ramas de los

80
árboles. Dio un grito ahogado, mareada, cayendo hacia arriba,

directa hacia las copas de los árboles. Recordó la primera vez que

Eddie la había tumbado en el porche. Se preguntó cómo le miraría

ahora, tumbada de ese modo.

Maldijo en voz alta y se reincorporó. Vaya con la conciencia,

era como un lastimoso perro callejero que te perseguía a todas

partes; era casi imposible deshacerse de él y enseguida se te

volvía a pegar.

Ningún hombre le había hablado nunca sin tapujos de su cuerpo

ni tampoco comparado con cosas tan extrañas y naturales. No sólo

el gusano de seda. También el marfil, por ejemplo, que Eddie

aseguraba que era demasiado suave para ser real. Le había dicho

que había pasado el último verano-otoño en Canadá; había ido para

ganar dinero aprovechando el paso del salmón y se había quedado

para cazar caribúes en la bahía del Hudson. En algún momento había

aprendido a tallar los colmillos de las morsas y convertirlos en

mangos de cuchillos. Deanna escuchó esas historias e imaginó la

posibilidad de tocar las otras caras de la naturaleza; sólo había

conocido la que le rodeaba. Le preguntó que pájaros había visto y

aunque Eddie parecía conocerlos no sabía cómo se llamaban, excepto

los que las personas disparaban para comer: faisanes y codornices.

Se dio cuenta de que se había esforzado en escucharle para

entender lo que no decía, es decir, lo que creía o daba a

entender. Que comparara su estómago desnudo con el marfil de la

morsa, ¿era un cumplido que sólo le había dedicado a ella? No

había sabido cómo tomárselo, pero había intentado hacerlo lo mejor

posible. Todavía se sentía desfallecer cuando pensaba en algunas

81
cosas: su cuerpo contra el suyo, el olor de su piel. La expresión

de dicha atemorizada cuando entró en ella.

Se levantó de un salto, se estremeció por el frío y todas esas

ridiculeces, y entró para vestirse y encontrarle el rumbo al día.

Caminó en círculos por la habitación y se enfundó los vaqueros y

las botas sin detenerse. Mientras se abotonaba la camisa con una

mano abrió el armario con la otra y cogió pan de maíz del día

anterior de la olla grande de hierro. Le dio un bocado y guardó el

resto en el bolsillo de la chaqueta para comérselo por el camino o

más tarde, mientras esperaba en el escondrijo que pensaba

preparar. Ya había perdido demasiado tiempo esa mañana. No se

había acercado a la guarida desde hacía demasiado tiempo, las dos

primeras semanas a propósito y los diez días restantes por

necesidad. No se había atrevido. Aunque hubiera ido sola, Eddie

podría haberla seguido.

Siguió el sendero de Bitter Creek montaña abajo tan rápido

como pudo, pero sin llegar a correr, lo que no habría tenido

sentido. Si estaban allí, seguirían estándolo dentro de diez

minutos. O quizás ya no estuvieran. Eran criaturas cautelosas, más

cautelosas de lo que el hombre entiende por cauteloso; lo más

probable es que el día que las descubrió ya la hubieran visto. Era

impensable que Deanna fuera más lista o sus sentidos estuvieran

más aguzados que los suyos. La habrían considerado su enemiga,

como a cualquier otro humano que hubieran descubierto por su

hedor. Si era la familia que había perdido a la mitad de los suyos

en un solo día en el valle de Zebulon, los supervivientes serían

más que precavidos.

82
Deanna estaba convencida de que era la misma familia o, en

todo caso, otros refugiados de la barbarie humana. ¿Por qué otro

motivo habrían subido tanto y se habrían alejado de los setos y

los límites de los campos, dominios habituales de los coyotes?

Cuando subieron para parir cavaron varias madrigueras. Se

caracterizaban por los planes de refuerzo, las famosas artimañas

de los coyotes. Sin embargo, Deanna sabía todo cuanto debía

saberse sobre ellos. Como que sólo la hembra alfa daría a luz; las

otras adultas de la manada renunciarían a la reproducción y

ayudarían a la alfa, le traerían comida, vigilarían la guarida,

jugarían con las crías, les enseñarían a buscar y a cazar en

cuanto abrieran bien los ojos. Si los padres morían, las crías

prácticamente no notarían la diferencia; así era la familia de

coyotes. Aquel era el objetivo. Si el hecho de que Deanna hubiera

descubierto la madriguera hubiera inquietado a la manada, los

miembros habrían trasladado a las crías a otro lugar en plena

noche. Con un coyote, cualquier depredador que necesite dormir por

la noche puede darse por vencido.

Deanna comenzó a caminar más despacio y luego se detuvo a unos

cuatrocientos metros del lugar en que recordaba que se encontraba

la guarida para construir allí su escondrijo. Tenía que estar lo

bastante cerca como para verlos pero, por supuesto, en la

dirección del viento, y la dirección del viento cambiaba de la

mañana a la tarde. Sólo podía construir un escondrijo ya que no

deseaba perturbar la tranquilidad del lugar ni dejar indicios por

si alguien pasaba por allí. Así pues, sería por las mañanas.

Construiría el escondrijo y sólo vendría por las mañanas, cuando

83
el sol hubiera calentado los campos del valle y el aire todavía

ascendiera de las hondonadas en dirección a la cima.

Había olvidado cuánto había descendido el día que había

encontrado la guarida por casualidad. Mientras la buscaba ya no

estaba segura de que ni siquiera estuviera en las tierras del

Parque Nacional o en la granja que estaba por debajo del límite

inferior; no había ninguna cerca divisoria. Sin embargo, estaba en

lo más profundo del bosque y en un lugar más elevado de lo

habitual. No se sabía lo suficiente sobre los coyotes de los

Apalaches como para decir que algo era lo normal. Seguramente no

les gustarían las cumbres; preferirían los campos de las tierras

bajas por los campañoles, entre otras cosas. Sin embargo, esa

familia ya tenía su propia historia. La habían puesto entre la

espada y la pared, y por eso había ascendido tanto, para realizar

las incursiones desde un lugar seguro, como Jerónimo14.

Deanna comenzó a deslizarse lentamente y rompió y recogió

ramas bajas de los brezos. Salió del sendero y se protegió los

ojos mientras se abría paso a través del denso grupo de

rododendros. Tenía intención de trazar un amplio círculo alrededor

de la guarida hasta encontrar un lugar desde donde observarlo al

otro lado del arroyo. Los rododendros eran sumamente frondosos,

pero le convenía: así nadie encontraría su rastro. Se preguntó

quién cultivaría las tierras de abajo y si le gustaría o no cazar.

Lo más probable sería que no subiera nunca. La mayoría de los

14
Jerónimo, o Gerónimo, jefe apache nacido en Arizona, se hizo famoso a finales del siglo XIX por la resistencia que
opuso a vivir en una reserva. Cuando el Gobierno de Estados Unidos intentó trasladar al pueblo apache chiricahua a
Florida y Alabama, Jerónimo inició una serie de ataques contra los asentamientos blancos que duraron diez años.
Escapó de las autoridades federales en varias ocasiones, pero se rindió por última vez en septiembre de 1886 (N. de los
T.)

84
granjeros de la zona nunca pisaban el bosque excepto en la

temporada del ciervo y con una botella de Jack Daniel’s por única

compañía. El verdadero problema, los cazadores furtivos de osos y

similares, solían venir de otros lugares. Se habían especializado

y tenían que ampliar su campo de miras.

Deanna descendió lentamente hasta que vio, desde la otra

orilla del arroyo, la maraña de raíces situada en la base del

enorme árbol caído. Enfocó con los binoculares el espacio oscuro

que había bajo las raíces, contuvo la respiración y miró. Nada. Se

sentó sobre un colchón húmedo formado por las hojas del otoño

pasado y se dispuso a esperar. De nada valdría construir un

escondrijo hasta que no se asegurara que seguían allí.

* * *

Deanna sabía exactamente cuándo acababa la mañana. Nunca

llevaba reloj y para eso no lo necesitaba. Sabía cuándo el aire se

detenía lo suficiente como para escuchar las orugas, recién

nacidas, que se comerían miles de hojas antes de convertirse en

mariposas Io y luna. Durante la hora siguiente la brisa comenzaría

a soplar. No valía la pena quedarse; había llegado el momento de

marcharse y todavía no había visto nada, ningún movimiento o

señal. Ningún perrito, parecido a un lobo o a un zorro, de los que

conocía tan bien por los estudios que a veces soñaba con ellos.

Despierta, había observado largo y tendido a un solo animal, un

patético cautivo que prefería olvidar, en el Mountain Zoo de

Tinker, en las afueras de Knoxville. Le había suplicado al

85
conservador que cambiara la exposición; le había explicado que los

coyotes eran animales sociales y que exhibir a uno solo era cruel

e injusto. Le había ofrecido sus servicios: una licenciada en

Biología, a punto de acabar la tesis sobre la zona de distribución

del coyote en el siglo XX. El conservador le había sugerido que si

quería ver coyotes en grupo debía ir al oeste, donde había tantos

animales que se veían muertos por las carreteras. La conversación

le había provocado dolor de estómago. Así, había redactado una

propuesta de beca, se había inventado el trabajo y se había

entregado al mismo en cuanto hubo acabado y defendido la tesis.

Había tenido que enfrentarse a varios escépticos y había logrado

un extraño acuerdo entre el Servicio del Parque, el Servicio

Forestal y el Departamento de Caza y Pesca, por lo que casi había

más palabras que dólares en el cheque que cobraba. Sin embargo,

ahora todos parecían creer que la situación era buena. Dos años

después de su llegada, una de las zonas de distribución de los

Apalaches meridionales más castigada por la caza furtiva estaba

volviendo a convertirse en un ecosistema intacto. Aquél era el

objetivo, si bien no era el único de Deanna.

Exhaló, resignada. Un día sus ojos verían varios y astutos

Canis latrans15 en el bosque, allí mismo, en su propio hábitat, en

un sendero entrecruzado por otros que condujeran a los que había

recorrido en su infancia. Sucedería. Pero no hoy.

Mientras regresaba caminó despacio a propósito. Escuchó otra

curruca; le pareció una señal y una especie de milagro, como algo

que se levantase de entre los muertos. Había tantas otras que

15
Nombre científico del coyote (N. de los T.)

86
jamás volverían a levantarse: la curruca de Bachman, la paloma

migratoria, el periquito de Carolina, la mosca de la piedra de

Flint, la palomilla de Apamea... había tantas criaturas extintas

que se desplazaban por las hojas fuera de su campo de visión;

Deanna sabía de sobra que vivía entre fantasmas. Respetaba las

especies extintas del mismo modo que a los espíritus de los

parientes difuntos y les presentaba sus respetos en los lugares en

los que debían de haber vivido. Los pequeños lobos rojos se

quedaban en los límites de los claros como sombras silenciosas

mientras que los periquitos de Carolina habrían cotorreado bien

alto, recorriendo las riberas en bandadas enormes de un verde y

naranja deslumbrantes. Los primeros colonos que hubieran emigrado

a esa zona los habrían apreciado y luego los habrían matado. En la

actualidad bastaba que dijeras que algo tan exótico como un

papagayo había vivido en los acogedores condados del sur para que

te consideraran un loco de atar.

Se detuvo y miró el suelo. Había huellas frescas y las observó

detenidamente: el pie delantero y trasero formaban largas y

sinuosas hileras, y el delantero era un poco más grande que el

trasero; era un cánido, sin duda. Las marcas de las uñas se

apreciaban claramente. Se arrodilló junto al lugar en que las

huellas recorrían una amplia zona de barro limpio y midió con el

nudillo del índice una huella claramente perfilada. Unos seis

centímetros en total. Sabrás qué es cuando sepas lo que no es,

solía decirle su padre. No era un zorro gris ni tampoco el rojizo.

Coyote. Uno grande, probablemente macho. El compañero de la alfa.

87
Un poco más adelante, donde el sendero atravesaba un claro y,

seguramente, otros senderos de animales, Deanna encontró

excrementos. Un único mojón que acababa en punta como las babuchas

de Alí Babá; era un coyote, sin duda, ¿y quién sino un macho

grande haría gala de sus excrementos? Se puso de cuclillas y lo

removió con una ramita. Los coyotes comían de todo: ratones,

topillos, saltamontes, ranas. Basura, gatos domésticos. Los

granjeros tenían razón al pensar que un coyote se comería un

cordero; una manada acabaría incluso con una vaca adulta. Sin

embargo, haría falta una manada considerable, tal vez dos docenas

de coyotes, más de los que existían en el condado y, seguramente,

en aquella zona del Estado. ¿Y por qué diablos iban a causar

problemas cuando tenían mucho más que comer en las laderas de la

montaña corriendo menos riesgos? Ninguna criatura terrenal

aprovechaba tanto lo que, a juicio de los humanos, eran meros

desperdicios. Durante la investigación para la tesis, Deanna había

encontrado las anotaciones de un biólogo llamado Murie, quien

durante las primeras décadas del siglo había diseccionado

excremento de coyote y había anotado sus maravillosos y diversos

contenidos. Había catalogado cientos de objetos distintos en su

diario. Los que más le gustaban eran “trozos de tejidos de lana” y

“sandía, pochada”.

A juzgar por la consistencia de aquel excremento Deanna supuso

que el coyote habría comido piñones y semillas de baya, la dieta

más previsible de la zona. Se sorprendió al ver el destello oscuro

de una semilla de manzana. Luego varias más. ¿Semillas de manzana

en aquella época del año, a finales de mayo? Los manzanos apenas

88
acababan de pasar por la etapa en que se les caen las flores. Las

manzanas silvestres que colgaban de los árboles en los campos no

cultivados era una posibilidad muy remota. Lo más probable es que

hubiera entrado en un huerto donde alguien cultivara manzanas

rojizas que se quedaran en el árbol todo el invierno hasta la

primavera. O quizás hubiera entrado en algún sótano y se hubiera

comido las últimas manzanas dulces de Arkansas guardadas en una

cesta. Deanna lo entendía a la perfección. En su época, también

había robado manzanas. Para un niño, en la granja tabacalera de su

padre apenas había placeres, pero cuando los dos descubrieron a

Nannie Rawley y su huerto, respectivamente, para Deanna fue como

estar en el séptimo cielo. Nannie era una mujer generosa que no

contaba las manzanas de Arkansas después de que los invitados se

marcharan.

A Deanna le dolían las piernas pero continuó agachada y se

tomó su tiempo para aplanar y diseccionar por completo el

excremento con la ramita. Le había sorprendido algo más: granos de

mijo, rojos y blancos. En aquella ladera no crecía el mijo ni, que

ella supiera, en ninguna otra granja de la zona baja. Desde luego

no los dos tipos juntos, el rojo y el blanco; era una combinación

difícil de encontrar en una granja. Solía darse en los paquetes de

semillas mezcladas que se vendían para dar de comer a los pájaros.

Seguramente era el alpiste que ella había puesto en la roca. Se

incorporó parpadeando, escudriñó colina abajo por entre los

troncos de los árboles y caviló al respecto. ¿Quién más se

dedicaría a alimentar a los carboneros en aquella zona?

89
-Pillo, más que pillo –dijo en voz alta, riéndose-. Grandísimo

hijo de perra. Me has estado espiando.

* * *

Se pasó la tarde sin hacer nada, acurrucada en el viejo sillón

de brocado verde que estaba en el porche apoyado contra la pared,

resguardado bajo el alero. Con la libreta de campo en la rodilla

catalogaba los contenidos del excremento así como el tamaño y la

ubicación de las huellas y el lugar en que había escuchado a la

curruca. Luego recordó la primera curruca que había oído y varias

cosas más que debería haber anotado antes. Había olvidado por

completo las libretas durante los nueve días que Eddie se había

quedado. Todavía se sentía más nerviosa de lo habitual, como si

necesitase comer, ver o comprobar algo, y tuvo que reprenderse a

sí misma, como si de una niña se tratara, para centrarse en su

trabajo. Contempló las páginas en blanco y numeradas que acababan

en la fecha de ese día, diecinueve de mayo, y se sintió molesta

por su vagancia y escasa concentración. Durante esos días podían

haber sucedido muchas cosas y se las habría perdido.

Lo que tenía en esa montaña era una posibilidad que nunca

volvería a presentarse, para nadie: el regreso de un depredador

cánido importante y la reorganización de las especies que ello

pudiera conllevar. Especialmente significativo si el coyote

resultaba ser lo que R. T. Paine denominaba un depredador clave.

Había leído con esmero una y otra vez los famosos experimentos de

Paine que databan de la década de los años sesenta, en los que

90
había recogido todas las estrellas de mar de los charcos dejados

por la marea y observado que la diversidad de especies pasaba de

muchas a muy pocas. La estrella de mar se alimentaba de

mejillones. Sin estrellas de mar, los mejillones experimentaron un

resurgimiento y, o se lo comieron casi todo, o lo desplazaron.

Antes de entonces nadie había sabido lo crucial que podía llegar a

ser un único carnívoro con relación a cosas tan alejadas de la

carne. Por supuesto, el experimento se había reproducido hasta la

saciedad por casualidad: al eliminar los pumas del Gran Cañón, por

ejemplo, la zona se había convertido en un monocultivo de ciervos

prolíficos y hambrientos que se cruzaron con otras razas de

herbívoros y royeron el paisaje hasta convertirlo en granito.

Mucha gente había observado y registrado el desastre que supone

eliminar a un depredador de un sistema. Lo estaban viendo allí en

sus queridas montañas, donde el hábitat más rico biológicamente

hablando de Norteamérica estaba perdiendo su riqueza con una

extinción detrás de otra, de plantas y aves, peces, mamíferos,

polillas y moscas de la piedra, y sobre todo los pobladores de los

ríos cuyos nombres Deanna coleccionaba como si fueran perlas:

hojas de mar, bellotas de mar, tenedores de mar. Sesenta y cinco

tipos de mejillones, veinte de los cuales habían desaparecido para

siempre. Había cientos de razones para cada extinción: exceso de

pesticidas, cieno de los cultivos, ganado en el arroyo, pero para

Deanna cada uno de ellos también era una pieza del puzzle que

llevaba años intentado completar. El depredador más importante de

los moluscos en vías de extinción era el ratón almizclero, que

había superpoblado hasta la pestilencia las riberas de los ríos

91
durante los últimos cincuenta años. Lo que había controlado a

estos ratones tradicionalmente era el visón (transformado ahora

sobre todo en abrigos), la nutria de río (casi prácticamente

desaparecida) y, sin lugar a dudas, el lobo rojo. No se sabía

hasta qué punto el regreso de un perro grande y hambriento podía

contribuir a recuperar la estabilidad, incluso tras una ausencia

de doscientos años. Las cosas escasas, las cosas en peligro de

extinción, no sólo la vida en los ríos sino las plantas utilizadas

de forma excesiva para el pastoreo y sus insectos polinizadores,

podrían empezar a recuperarse.

O quizá los coyotes acabaran siendo una plaga, como casi

siempre sucede con las especies recién introducidas. Quizá los

granjeros hicieran bien en dispararles; Deanna tenía que reconocer

que existía esa posibilidad, aunque no lo creyera muy probable.

Consideraba que los coyotes estaban logrando implantarse allí por

una razón sencilla: ocupaban poco a poco el hueco que había dejado

el lobo rojo hacía doscientos años. Los dos depredadores apenas se

diferenciaban: el lobo rojo quizá fuera un cruce genético entre el

lobo gris y el coyote. Al igual que el coyote, se trataba de un

cazador olfativo capaz de rastrear en plena noche, a diferencia de

los grandes felinos que cazan con la vista. Era como el coyote con

respecto a su ritmo de reproducción y de un tamaño similar. De

hecho, a tenor de las huellas que había visto, los coyotes eran

prácticamente del tamaño del lobo rojo y era probable que fueran

creciendo con cada generación, tratando de congraciarse con el

agujero recortado de esa tierra que los necesitaba para

rellenarse. El fantasma de una criatura extinguida desde hacía

92
tiempo iba apareciendo en forma de huellas silenciosas, volviendo

al lugar donde había reinado con anterioridad en la compleja

anatomía de ese bosque, como un corazón latiente retornando a su

propio cuerpo. Eso es lo que Deanna creía que vería, si observaba,

en aquel momento mágico: una reinstauración. Siempre y cuando no

fuera demasiado perezosa o descuidada. Y si no llevaba a un

asesino a su guarida.

Frunció el ceño y evocó notas, recordando el mijo rojo y el

blanco y preguntándose de qué otro modo podría influir en el

experimento. Mordió el bolígrafo en un intento por concentrarse.

Cuanto más trabajaba, con mayor claridad el ansia de su cuerpo

pasaba de ser una pequeña molestia a suponerle una verdadera

distracción. Quería comer algo, caliente y concreto. No osaba

ponerle nombre a ese antojo, así que lo llamó “comida”, algo que

normalmente no solía ocupar sus pensamientos: comía cuando tenía

hambre y se conformaba con cualquier cosa. Pero durante todo el

día su cuerpo le había estado hablando de su presencia: un dolor

en el muslo, un vacío en el vientre.

Decidió que quizá se le pasara con una sopa de judías blancas.

Se levantó de un salto y entró en la casa. Las judías humeantes en

un cuenco esmaltado, para bañar el pan de maíz que había sobrado.

Eddie había hecho un pan redondo en la olla de hierro antes de

marcharse; Deanna había supuesto que se lo llevaría, pero se lo

había dejado casi todo. Lo llevaría hasta la silla del porche y se

sentaría de cara al oeste, de espaldas al Clinch Peak. Vería cómo

el cielo se incendiaba tras los árboles.

93
Entró y encendió la lámpara de queroseno, sin pensar en el

enorme bote metálico donde guardaba las bolsas de cinco kilos de

judías, pero luego caviló al respecto y se sintió como una

estúpida. Era demasiado tarde para ponerlas en remojo y cocinarlas

como solía hacer, las suficientes para comer durante media semana.

Sin embargo, estaba convencida de que tenía una lata de alubias

blancas precocinadas al fondo del armario. Abrió las puertas

traseras y apartó los botes de salsa para espagueti, sopa

Campbell, raviolis, cosas que ni siquiera recordaba ya que apenas

se molestaba en preparar algo que no fuera judías o arroz. Movió

la olla de hierro para ver si estaba detrás y se quedó consternada

al ver que la pesada tapa de hierro no estaba bien ajustada.

¡Maldita sea! Debía de haberla dejado así por la mañana al salir

corriendo y lo cierto es que el ejército de ratones que había en

la cabaña no necesitaba invitación alguna. Miró en el interior y

vio lo que se esperaba: el borde crujiente y redondo estaba

mordisqueado y había excrementos bien negros diseminados por la

superficie dorada. Sintió que las lágrimas se le deslizaban por el

rostro.

-Todo por unas prisas estúpidas, Deanna –dijo en voz alta.

Sólo era comida y tenía mucha más pero le apetecía esa. Colocó

bien la tapa, bajó al suelo la pesada olla y salió. No “debía de

haberla” dejado descubierta, no, la había dejado descubierta.

Cuando se vive solo no cabe otra que maldecirse a uno mismo cuando

el papel higiénico se acaba en el excusado exterior o cuando el

pan de maíz queda decorado con caquitas. Claro, podía culpar a los

94
ratones si quería, malditos demonios. Pero sólo hacían su trabajo,

que era el mismo que el de todos: sobrevivir.

Muy bien; aunque el excremento del coyote le resultara

fascinante (a su ex marido esa parte de la tesis le parecía el

colmo) no estaba dispuesta a comérselo ni tampoco lo que habían

dejado los ratones. Caminó hasta el final del porche con los

calcetines de lana gruesa puestos y continuó hasta la roca que

estaba bajo el cerezo silvestre. Arrojó al suelo los trozos y

migas de pan de maíz y añadió aquella pérdida a la nebulosa de

alpiste. Luego, completamente alicaída, entró en la cabaña, se

sentó junto a la mesa y comió raviolis fríos mientras terminaba de

realizar las anotaciones. Al demonio con los antojos del cuerpo.

Se incorporó antes de la puesta del sol y se estiró porque

estaba entumecida, luego salió al porche sin motivo aparente y vio

una mariposa luna volando de día, algo poco frecuente. El

sorprendente ascenso, como un par de hojas de nogal atrapadas en

la corriente ascendente, la retuvo en la entrada. La vio ascender

poco a poco: arriba, abajo, luego un poco más arriba, como si

subiera por una escalera de aire. Deanna no se percató de que

contenía la respiración, ni siquiera cuando finalmente exhaló tras

ver que la criatura llegaba a las hojas superiores del cerezo de

Virginia, se posaba y se quedaba allí. Las mariposas luna eran

bastante comunes allá arriba pero siempre la conmovían por su

tamaño y las etéreas alas de color verde pálido. Como si ya fueran

fantasmas y llorara su extinción futura. Aquella estaba fuera de

su elemento, despierta a plena luz del día. Seguramente una

ardilla listada la habría despertado y asustado. O tal vez

95
comenzara a sentir la desorientación final y mortal que se apodera

de una criatura cuando se acerca al fin de sus días. En cierta

ocasión, de niña, mientras esperaba con su padre en una

gasolinera, había visto a una mariposa luna sumida en ese estado:

confusa y moribunda sobre el pavimento, delante de su camión.

Mientras su padre llenaba el depósito Deanna sostuvo la mariposa

en la mano y la vio luchar contra lo inexorable. De cerca parecía

una bestia terrorífica, retorciéndose y golpeándose en la mano,

hasta que las laminillas verde pálido de las escamas se le cayeron

del cuerpo y se le pegaron en los dedos. Deanna, aterrorizada,

había sentido el impulso de arrojarla bien lejos pero el cariño

preconcebido se lo impidió. Cuando aquellas criaturas danzaban en

su patio por la noche su padre y ella las llamaban “bailarinas”.

Sin embargo, esa no era una bailarina. Su cuerpo era un cono

grueso achatado en un extremo con una cara feroz que recordaba a

un búho enfadado. Fulminaba a Deanna con la mirada; parecía saber

demasiado para ser un insecto y, lo peor, la expresión era

desdeñosa. Tras aquella experiencia el amor que sentía por la

mariposa luna no disminuyó pero jamás olvidó que cuando un

misterio queda atrapado en una mano pierde su encanto.

* * *

Era tarde, había oscurecido hacía mucho, ya había apagado la

lámpara y estaba tumbada en el catre medio dormida cuando le oyó

en el exterior. Estaba segura de que eran pasos, aunque lo que

había oído no era el crujido de un paso. En realidad no era nada.

96
Se reincorporó, se abrazó bajo la manta y sostuvo la trenza en la

boca para mantenerse inmóvil. No era nada, pero nada no es una

ausencia sino una presencia. El ruido de un insecto que se

desvanece, un cambio en la noche que significa que hay algo, o

alguien. ¿O tal vez fuera menos que nada, un mapache dando

vueltas, como de costumbre, que había venido a hurgar entre el pan

de maíz que había arrojado?

Finalmente, escuchó algo inconfundible: el crujido de un paso.

Buscó a tientas la linterna que guardaba bajo el catre, introdujo

los pies descalzos en las botas y se dirigió hacia la puerta,

donde permaneció inmóvil, mirando hacia fuera. ¿Debería hablar?

¿Por qué no se acercaba?

En la oscuridad, más allá del porche, donde había esparcido

las semillas, allí estaba. Le veía moverse. Apretó el extremo de

la linterna contra la frente, entre las cejas. Era algo que había

aprendido hacía tiempo para ver de noche. La luz, al salir de

allí, no revelaría al intruso quién era ella y, además, le

iluminaría las retinas y vería así el color característico de los

ojos del intruso. Si es que tenía ojos, claro, y le miraban

directamente.

Esperó un poco más, sin escuchar nada. Encendió la linterna:

al principio sólo oscuridad. Luego, de repente, aparecieron dos

lucecitas, el destello brillante de las retinas; no el rojo

intenso del ojo humano, sino un dorado verdoso. Ni de un humano ni

de un mapache. Coyote.

97
{5}

El amor de las mariposas de luz

El vuelo en espiral de las mariposas de luz parece irregular

porque los mecanismos del seguimiento olfativo son muy distintos

de los nuestros. Puesto que utilizamos la visión binocular,

advertimos la ubicación de un objeto comparando las imágenes de

los dos ojos y siguiendo directamente el estímulo. Sin embargo, en

el caso de las especies que se guían por el sentido del olfato, el

organismo compara puntos en el espacio, se desplaza en la

dirección donde se halla la mayor concentración de los mismos y va

comparando dos puntos más sucesivamente, moviéndose en zigzag

hacia el origen. Por mediación de la navegación olfativa la

mariposa de luz detecta las corrientes de olor en el aire y,

mediante pequeños incrementos, descubre cómo ascender.

El hecho de que los sobrinos de Lusa corrieran en zigzag por

entre las sillas metálicas plegables había hecho que empezara a

cavilar sobre ese pasaje que había leído sobre la navegación de

las mariposas de luz y, de repente, se preguntó: ¿Cuándo había

sido, cien años atrás? ¿Anteayer? Leer en la cama en secreto,

dándose prisa por acabar una página o un capítulo antes del

regreso de Cole: todo eso se había acabado. Ahora podía leer donde

le apeteciera, leer hasta terminar el libro, si eso es lo que

quería. Lusa intentó que ese extraño sueño le pareciera real pero

no acababa de identificarse con la persona que ocupaba su

98
interior, una mujer con un vestido negro prestado que le quedaba

ancho en el pecho. Aquella funeraria era un lugar que nunca había

visto por dentro o siquiera imaginado, sobre todo con ocasión del

velatorio de su esposo. Las salas estaban pintadas de un color

verde dentífrico rancio y los marcos labrados de las puertas de

color oscuro eran en realidad de plástico moldeado, con una

textura de grano artificial para que pareciera madera. Qué cosa

más rara, pensó Lusa, comprar e instalar unos marcos de plástico

en este pueblo rodeado de bosques por todas partes.

Al otro lado de la puerta oía a la gente que esperaba en fila

y llenaba el pasillo largo y estrecho, como una pipeta de cristal

o un cuentagotas que no dejara de dispensar visitantes solemnes en

la sala, un rostro afligido cada vez. Las personas que llegaban

para la visita tendrían que esperar en fila una hora o más, eso es

lo que Mary Edna acababa de anunciar (con cara de satisfacción)

tras salir para hacer un reconocimiento del terreno. La hilera se

extendía más allá de la puerta ahora que ya era tarde y la gente

salía de trabajar. La mayoría venía con la ropa de trabajo, con

los vaqueros limpios que llevaban bajo el mono de ordeñar si era

necesario; los trajes con corbata los reservaban para el funeral

del día siguiente. Lo de esa noche era un asunto más distendido,

su oportunidad de ver a Cole y darle su último adiós. Parecía que

apenas había un alma del valle que no hubiera venido. Cole era un

hombre muy querido, Lusa lo sabía, por supuesto. Además, el

trabajo del de la funeraria era digno de admiración, teniendo en

cuenta cómo había sido el accidente.

99
Lusa no había tenido que hacer cola. La fila acababa donde

estaba ella, sentada cerca del ataúd donde la gente se acercaría a

presentar sus respetos si querían, si bien la mayoría de ellos

sólo la conocían de nombre y de oídas y se limitaban a dedicarle

una rígida inclinación de cabeza. No obstante, Lusa sabía que lo

sentían. Al resto de la familia de Cole le dedicaban tal cantidad

de condolencias que Lusa temía que la ahogaran en aquel torrente.

Estaba sentada en una silla de metal flanqueada por sus cuñadas:

Hannie-Mavis y Mary Edna en aquel momento. Cuando esta última

salió a recibir a la corte Jewel o Lois o Emaline la sustituyeron,

bloques intercambiables en un muro sólido teñido de negro. Tal vez

no fueran precisamente intercambiables. Se sentía un poco menos

agobiada cuando se trataba de Jewel, que no era tan dominante como

Mary Edna, quien tenía la constitución de un roble, o Lois con su

profunda voz ronca de fumadora. O Hannie-Mavis con los ojos

delineados a lo Cleopatra, incluso para tan sombría ocasión. Al

comienzo, cuando Lusa necesitó una clave mnemotécnica para

aprender sus nombres, Mary Edna había sido la Amenazadora Mayor;

Hannie-Mavis la que tenía el Maquillaje a Mano; Lois, la de la

cara larga, era la Pelo Largo y Vociferante; Emaline era

Emocional. Sin embargo, Jewel se había quedado como Jewel, una

vasija vacía con dos hijos y unos ojos tristes del mismo color que

los de Cole. Lusa no acertaba a recordar haber mantenido jamás una

conversación con Jewel o haberla observado haciendo otra cosa que

no fuera repartir pirulís a los niños en el patio durante las

reuniones familiares y, alguna vez, subir el sendero de entrada

100
para preguntar a Lusa si había visto a su gato rabicorto, cuando

lo perdía de vista.

Los hijos de cinco años de Jewel y Hannie-Mavis corrían

literalmente dando pisotones: uno de ellos acababa de situarse

bajo las piernas de Lusa y las extrañas medias negras que alguien

le había prestado. El movimiento persistente y en espiral de los

niños en el velatorio de su tío le hacía pensar en la navegación

de las mariposas de luz: ¿acaso los niños descubrían el olor de la

pena en el aire en distintas partes de la sala? Si así era, ¿qué

encontrarían en el aire que rodeaba a Lusa? Le resultaba imposible

sentir nada. En cierto modo su aturdimiento parecía guardar

relación con todo aquella algarabía. A medida que se consumía la

tarde, el ruido parecía subir como la marea. Tantas conversaciones

a la vez acababan formando una especie de alboroto que era incapaz

de descifrar. En vez de intentarlo, se había puesto a pensar en

los sonidos de las frases absurdas que resonaban en sus oídos. El

idioma de las montañas, incluso sin palabras, era una lengua

totalmente distinta al habla de la ciudad: las vocales eran un

poco más duras, pero la cadencia era en general más suave. “Ese de

ahí arriba”, oía una y otra vez.

-No están en venta. Las vacas vuelven con Lawrence. A este

paso, no habrá más plantación de tabaco esta semana, Law, no. Pues

claro, a mí qué más me da. El chico de los Widener, el de casa de

los Widener, Law, sí, he estado ahí arriba.

-Sí, pescar, cuando era niño. Hay una laguna en la finca de

los Holler. Bitter Holler.

101
-No, no, que no se le ocurra. Esa es la tierra de los Widener

y lo sabe todo el mundo, es de su familia, ¿qué tiene ella que

ver?

-No, no se quedará. ¿Cómo iba a quedarse?

Advirtió sobresaltada que la última persona que había hablado

era Mary Edna. Cerca de la puerta, hablando de ella, de Lusa.

¿Cómo era posible que ya lo hubieran decidido? De todos modos, era

lo más natural, incluso un detalle por su parte, supuso Lusa, que

la liberaran tan fácilmente. ¿Qué otra cosa iban a esperar de Lusa

sino que empaquetara sus cazamariposas y su nombre extranjero y

volviera a Lexington? “Adonde pertenece”, fue el final de la frase

que no oyó pronunciar en voz alta.

Sintió una extraña ligereza: ¡Sí! Podía marcharse del condado

de Zebulon. Le habían concedido más que la mera libertad de leer

en la cama todo lo que quisiera, lo cual probablemente significaba

esconderse de sus cuñadas, quienes no eran muy partidarias de la

lectura ni probablemente de la idea de estar en la cama. No, se

trataba de que podía marcharse de ese lugar, ser quien quisiera

ser, en cualquier sitio. Se llevó las manos a la cara y sintió la

apremiante necesidad de contárselo a Cole: ¡Podemos marcharnos!

Oh, Dios mío, Cole. Clavó los nudillos en las cuencas de los ojos

y se percató vagamente de lo ida que debía de estar. Una

conmoción, dos noches sin dormir y dos días rodeada de gente que

comía emparedados de jamón en su cocina la habían hecho perder la

cabeza. Su cuerpo, como si perteneciera a otra persona, empezó a

temblar con una sacudida brusca y seca que era incapaz de

controlar, de su garganta brotó un extraño sollozo que sonaba casi

102
como una risa. Hannie-Mavis rodeó los convulsos hombros de Lusa

con el brazo y le susurró:

-Querida, no sé qué haremos sin él. Estamos tan perdidas como

tú.

Lusa miró a Hannie-Mavis. Detrás de sus pestañas vigorosamente

rizadas y embadurnadas de rimel azul, sus ojos transmitían una

expresión de indefensión, parecía tan perdida como decía estar.

¿Qué intentaba comunicarle? ¿Que Lusa no tenía ningún derecho a

sentir el mayor dolor? Primero como señora de la casa de su

familia y ahora como viuda de Cole, ¿acaso Lusa ocupaba un lugar

que no merecía?

-Todo irá bien –le dijo Lusa sin sentirlo. En cuanto me haya

marchado.

El atardecer transmitía la sensación de un sueño que no

recordaría por la mañana. Atrapada en la interminable repetición,

estrechaba las palmas encallecidas de hombres que seguían

ordeñando vacas a mano, y aceptaba el roce de las mejillas tersas

y perfumadas de sus esposas contra las suyas.

-Era un buen hombre. Sabe Dios por qué le ha llegado la hora

tan pronto.

-Ha llegado a casa. Ahora está con nuestro Señor.

-Parece tan natural...

Lusa no había mirado el cadáver y no se sentía con fuerzas

para contemplarlo. En realidad no era capaz de pensar que estaba

allí dentro, su cuerpo no, la tabla grande y perfecta que formaba

su vientre, sobre el que ella posaba la cabeza como una colegiala

somnolienta; su energía característica que Lusa había aprendido a

103
ansiar e inducir como una vieja melodía en su interior que nunca

hubiera sabido entonar antes de conocerle. Sus manos él sobre su

espalda desnuda, su boca que la atraía como el néctar de una flor:

esas cosas de Cole que nunca en la vida volvería a sentir. Abrió

los ojos por temor a quedar sumida en la oscuridad. Arrodillada

frente a ella había una diminuta anciana que sobresaltó a Lusa al

posar ambas manos con fuerza sobre sus rodillas.

-No me conoces –susurró casi con fiereza-. Tengo un huerto a

kilómetro y medio de tu granja. Conozco a Cole Widener desde que

era niño. Solía venir a jugar con mi hija. Yo le dejaba que me

robara las manzanas.

-Oh –dijo Lusa-. Gracias.

La mujer alzó la vista y parpadeó como si estuviera escuchando

durante un momento. Tenía los ojos de un color marrón oscuro,

rodeados de unas pestañas claras y llevaba el cabello cano

recogido en una corona de trenzas sobre la cabeza, como alguien de

otro país o de otra época.

-Perdí un hijo –declaró, clavando su mirada en la de Lusa-.

Pensé que no podría superarlo. Pero se consigue. Se aprende a amar

el lugar que alguien deja para una.

Dejó de agarrar las rodillas de Lusa y le tomó las manos, las

estrechó con fuerza durante unos segundos antes de escabullirse.

Qué frías y robustas tenía las manos aquella señora en comparación

con los dedos lánguidos de Lusa y qué fugaces. Cuando la mujer

salió por la puerta Lusa advirtió que la falda de percal se

balanceaba hacia un lado, como una cortina al correrse.

104
Un poco después de las nueve, Mary Edna empezó a insistir en

que Lusa se fuera a casa. Herb podía llevarla, sugirió, y luego

regresar para estar en el velatorio con el resto de la familia. O

quizá pudiera llevarla otro, había un voluntario, un primo, que se

quedaría con ella para que no estuviera sola en la casa hasta la

llegada de los demás.

-¿Pero por qué tengo que irme a casa si os quedáis todos? –

preguntó Lusa, confundida como un niño. Acto seguido, como el niño

confundido que intuye que están siendo injusto con él, convirtió

su titubeante voluntad en una determinación obstinada. Le dijo a

Mary Edna que se quedaría allí hasta el final, hasta que la última

persona hubiera dado su adiós a Cole y salido de la sala. Vería la

nuca de la cabeza calva de Herb Goin y los traseros de Mary Edna,

Lois, Jewel, Emaline y Hannie-Mavis cruzar el umbral de la puerta

y entonces daría un beso de despedida a su esposo. No pensó en el

cadáver de Cole ni en nada más mientras declaraba su intención. Lo

repitió, cada vez más enfadada, hasta que lo convirtió en una

realidad.

* * *

Dos días y dos noches después del velatorio Lusa todavía no

había dormido. No entendía cómo era posible que su mente no

cediera al agotamiento de su cuerpo. Sucedía todo lo contrario:

cuanto más cansada estaba, su mente parecía querer seguir alerta

con más firmeza. ¿Por qué? Nadie vendrá a robar la cubertería de

plata, caviló, lo cierto es que me importa un rábano, aunque

105
alguien podría robarla, teniendo en cuenta que la casa estaba

abarrotada de visitantes. El viernes por la tarde, justo después

del funeral, se había quedado dormida un minuto en el sofá del

salón, en una estancia llena de gente vestida con el traje de los

domingos. Juraría que el silencio fue lo que la despertó, el hecho

de que sus conversaciones sobre cultivos, lluvia y el precio del

buey y el reumatismo cesaran de repente cuando se dieron cuenta de

que dormía. Lusa había abierto los ojos y se había encontrado con

su mirada afligida y silenciosa, como si ella misma fuera el

motivo del velatorio, y desde entonces había considerado que

dormir profundamente era algo que estaba fuera de su alcance.

Al atardecer la situación se tranquilizó un tanto, una vez

pasadas todas las horas razonables de comer o hacer visitas. Ni

siquiera el aburrido del pastor aparecería ahora. No obstante,

para Lusa las noches eran lo peor. Tenía que rondar por las

habitaciones superiores, evitando el dormitorio en el que había

dormido con Cole, pero atrapada en el piso de arriba sin remisión

puesto que Jewel y Hannie-Mavis seguían ocupando la planta baja

por quinta noche consecutiva. Al parecer se habían mudado allí.

Ahora era sábado, domingo por la mañana, mejor dicho, ¿era

correcto? ¿No tenían que volver a sus respectivas casas para estar

con sus maridos e hijos? Lusa se tumbó sobre el cobertor del sofá

cama de la habitación de invitados (sus cuñadas la llamaban “la

habitación de las chicas”), escuchando el susurro monótono de su

conversación. Le habría gustado ser sorda pues ya había oído

demasiado sin querer, demasiadas suposiciones sobre su fragilidad,

sus planes, su falta de fe religiosa o incluso de familiares en

106
quien apoyarse. Mary Edna le había dicho al pastor, sotto voce:

“Sabe, es que la esposa no es cristiana”. Como si eso explicara,

en parte, su increíble mala fortuna. Todos ellos, hermanas y

vecinos, se habían dado a entender mutuamente los misterios del

origen de su padre, que tanto tiempo hacía que había perdido (“ese

negocio judío, en la guerra”) y el mal estado de salud, más

reciente, de su madre (“fue en primavera, muy triste... no, no es

muy mayor”), sin entender cómo era posible que Lusa se hubiera

quedado con dos progenitores enmudecidos. Desde la apoplejía, los

ojos alterados de su madre buscaban las palabras con tal

desesperación que Lusa apenas soportaba verlo, mientras que su

padre se había resignado al silencio como si fuera su propia

muerte y hubiera estado aguardándola. Cuando lo llamó para

contarle la tragedia, que su yerno había muerto, pareció que le

costaba comprender la relación que aquello guardaba con él. Ni

siquiera se habían planteado la posibilidad de que asistiera al

funeral.

Hannie-Mavis y Jewel estaban abajo en la cocina, ésta última,

frágil y alicaída, haciendo de complemento ideal para la más

dramática Maquillaje a Mano, cuyas lágrimas exigían un retoque

facial constante (aunque la emotiva Emaline la había superado con

anterioridad al soltar unos profundos quejidos ante la foto de

Cole cuando era un bebé). El ambiente parecía tranquilizarse

sobremanera cuando se marchaban las visitas, pero Lusa todavía las

oía hablar y trajinar con la comida. Todo en la cocina estaba tal

como la madre de ellas lo había organizado. Cuando Lusa había

intentado reordenar los armarios, todas lo habían considerado un

107
error que debía ser reparado y perdonado. Se las imaginaba a las

dos en aquel preciso instante, alisando con las manos y

reutilizando las hojas de papel de aluminio para tapar las

cazuelas. El incesante abrir y cerrar del frigorífico, un gemido y

un silbido, se había convertido en el fondo musical del

sufrimiento de Lusa.

Ojalá pudiera dormir, alejarse de ese lugar durante algún

tiempo.

Cuando el reloj Regulator de abajo tocó la una, se dio por

vencida. Esa noche no conciliaría el sueño. Había fantasmas por

todas partes, incluso en la habitación de invitados neutral donde

Lusa apenas había pasado una hora de su vida antes de que

ocurriera todo aquello. La cama no guardaba recuerdos pero el gran

contrabajo de Cole estaba de pie en la esquina, asustándola con su

presencia como si fuera un hombre que la acechaba en la oscuridad.

No dejaba de pensar en las manos de Cole sobre su cuello,

deslizándose arriba y abajo con soltura, como si todavía quedaran

partes de él que no hubieran sucumbido a la muerte. Otro aspecto

de la infinita injusticia de su defunción: nunca se había tomado

la molestia de oírle tocar. Cole había dejado la música hacía

algunos años, aunque sabía que en su época de instituto había sido

lo suficientemente bueno como para viajar por la zona con una

banda de bluegrass16. Out of the Blue, se llamaban. Se preguntó

quiénes serían los otros componentes del grupo: el violín, la

guitarra, la mandolina, todos ellos tocados por manos que

probablemente habían estrechado la suya en los últimos días,


16
Estilo de música country, de tipo polifónico, que se toca con instrumentos de cuerda sin amplificar, especialmente el
banjo solista. (N. de los T.)

108
aunque nadie lo hubiera mencionado. Ahora Cole había desaparecido

definitivamente del grupo, como un diente perdido, y su contrabajo

vertical aguardaba en la esquina. Contempló las curvas oscuras y

relucientes del instrumento y se percató de que era viejo,

probablemente más viejo que esa casa de cien años. Seguro que

otros hombres muertos lo habían tocado antes que Cole. Nunca le

había preguntado dónde lo había conseguido. Qué extraño resultaba

compartir los objetos de tu vida con comunidades enteras de

muertos y no dedicarles jamás un solo pensamiento hasta que uno de

ellos pertenece a tu entorno. Esa verdad se le había ocurrido en

los últimos días: vivía entre fantasmas.

Dejó escapar un suspiro y se levantó. Regresaría a su

dormitorio y leería a Nabokov o algo que desconectara su mente. En

esa cama no podría dormir, en la que menos de las tres que había,

pero tenía una lámpara para leer. En compañía de un libro la

mañana llegaría antes. Recordó que Cole solía levantarse a las

cinco de la mañana, y en verano incluso más temprano, y que ella

temía el despuntar del día con su entramado de trabajo y

decisiones que tomar. Ese temor ya no era nada comparado con el

sufrimiento infinito de una noche en blanco. En ese momento

vendería el alma por que llegara el alba.

Encontró las zapatillas, fue deslizándose por los tablones del

suelo que crujían y se dirigió escaleras abajo para buscar el

libro que creía haber dejado en el salón. Teniendo en cuenta su

estado de ánimo, ¿quién sabía? Era igual de probable que lo

hubiera dejado en el frigorífico. Hoy mismo había servido un vaso

de té helado al pastor, había removido el azúcar, había tapado el

109
vaso con la tapa del azucarero y se lo había llevado al armario,

luego había servido el azucarero al hermano Leonard. No se había

percatado de nada raro hasta que Jewel se había levantado para

enmendar el error en silencio.

Después de eso no se atrevía a mirarles a la cara. Ahora, por

fin, le parecía seguro bajar y buscar el libro. La cocina estaba

en silencio desde hacía un rato. Sus cuñadas debían de estar

durmiendo en sus puestos, en los sofás del salón y la salita de

estar.

Sin embargo, el revoloteo de una figura blanca la sorprendió

en la escalera: Jewel o Hannie-Mavis, una de las dos, subiendo

rápidamente vestida con el camisón.

-Venía a verte. He oído que ibas de un lado a otro. –Era

Jewel.

-Oh, bajaba a buscar un libro.

-Ahora no es momento de leer, querida. Necesitas dormir.

Lusa dejó caer los hombros en la oscuridad en un gesto de

impotencia. Dile a Lázaro que tiene que levantarse.

-No puedo –confesó-. Lo he intentado una y otra vez, pero no

puedo.

-Lo sé. Te he traído algo para que te lo tomes. Me los recetó

el doctor Gibben cuando Shel se marchó. Me pasaba lo mismo.

Se marchó. El marido de Jewel la había abandonado hacía tres o

cuatro años, un hecho que la familia había mantenido tan en

secreto que Lusa lo había olvidado por completo. Tomar qué,

¿veneno? Lusa palpó las manos de Jewel, oyó el tintineo del

110
pequeño frasco de plástico. Se devanó sus inútiles sesos

intentando comprender.

-¡Oh! ¿Un somnífero?

-Sí.

-Creo que lo mejor será que no lo tome.

-No te hará ningún daño.

-Casi nunca tomo nada, sabes. Ni siquiera aspirinas para el

dolor de cabeza. Es que las pastillas me dan un poco de miedo.

Ahora también tengo casi la impresión de que me da miedo quedarme

dormida. ¿Te parece una tontería?

El camisón blanco de Jewel colgaba de los extremos de los

volantes de los hombros, suspendido en el aire como una polilla o

un fantasma. Su voz emergía de la oscuridad que la coronaba.

-Lo sé. Quieres cerrar los ojos a todo lo que hay pero, al

mismo tiempo, piensas que hay algo que tienes que ver y que no te

quieres perder.

-Eso mismo.

Lusa se inclinó hacia delante en la oscuridad, sorprendida,

deseosa de tocar el rostro que no veía para asegurarse de que

ciertamente era Jewel. Le costaba creer que la sabiduría de ese

comentario concordara con la mujer que conocía. La vasija vacía,

como la había llamado.

-Al cabo de un tiempo, pues... no sé cómo decirlo. –La voz

hizo una pausa, se tornó más tímida, y entonces Lusa sí que estuvo

segura de que se trataba de Jewel-. Al cabo de un tiempo dejas de

añorar a un hombre, sabes, en el sentido físico. El Señor te ayuda

a olvidar.

111
-Oh, Dios mío. –Lusa soltó un quejido al recordar un cuerpo

tan pesado al tacto, tan parecido a un fluido solidificado que la

había hecho retroceder, sólo le había rozado la frente con los

labios antes de marcharse de allí.

Se dejó caer en la escalera enmoquetada y empezó a sollozar.

Ni siquiera lograba sentirse avergonzada, le faltaban fuerzas para

ello. La aparición blanca y alada descendió y la abrazó con

fuerza.

Al cabo de un minuto deshicieron el abrazo.

-¿Qué estoy diciendo? –exclamó Jewel con ternura-. Eres tan

joven y hermosa. Te casarás de nuevo. Sé que ahora ni siquiera se

te ocurre pensarlo pero lo harás.

Lusa se sentía vacía.

-Tú también eres joven, Jewel. Igual que yo.

-No –respondió-. No es lo mismo. Para mí se ha terminado.

-¿Por qué?

-Ssshh. –Le tapó la boca a Lusa con suavidad y luego le

acarició la cabeza-. Tienes que dormir. En algún momento te darás

por vencida. Llegas a un punto en que empiezas a desear no estar

viva, y eso es peor que tener miedo.

Lusa alargó la mano para tocar la de Jewel, sintió que abría

el frasco y depositaba un pequeño círculo en su palma. Si miraba

hacia un lado lo veía, como una estrella que la guiaba en la

distancia.

-Levántate y tómatela ahora mismo. Trágatela con un vaso de

agua y acuéstate. A veces se necesita un poco de ayuda.

112
* * *

Se tumbó de costado observando los números rojos del reloj

digital que había en el lado de la cama de Cole. Al comienzo temía

sentir los efectos de la pastilla en las extremidades, y luego,

lentamente, cayó en la terrible cuenta de que no le surtiría

efecto. Cuando el reloj de la planta baja tocó dos veces, Lusa

estaba sumida en la desesperación más absoluta. Jewel estaba en lo

cierto: tenía el cuerpo vencido por la espera. Su mente anhelaba

la muerte.

Entonces se acabó.

El sueño condujo a Lusa a unos pastos amplios y empinados

rodeados de bosques. Un hombre la llamó por su nombre:

-Lusa.

Era un desconocido, nadie que creyera conocer. Oía su voz pero

no lo veía. Estaba tumbada en la hierba cubierta de rocío, de

costado, envuelta de pies a cabeza con una manta oscura.

-¿Cómo sabías que era yo? –le preguntó tapada con la manta, al

comprender de repente que había mujeres tumbadas por todo el

campo, envueltas también con mantas oscuras.

-Te conozco. Conozco la forma de tu cuerpo –respondió.

-Entonces me has observado de cerca.

-Sí.

Sintió un profundo despertar erótico en su estrecha cintura y

en los huesos de sus muslos cortos, en la curiosa redondez de su

cadera: características que podrían diferenciarla del resto de las

113
mujeres tumbadas bajo las mantas. El placer, exquisito e

irresistible, de ser elegida.

-¿Me conocías lo suficiente para encontrarme aquí?

El hombre hablaba con voz suave, una voz que le llegaba desde

la distancia para explicar su postura de la forma más sencilla

posible.

-Siempre te he conocido así de bien.

El aroma que desprendía le llegó al cerebro como una lluvia de

luz y lo reconoció al instante. Así es como se comunican las

mariposas de luz. Las palabras equivocadas no existen cuando no

hay palabras.

Rodó hacia él y abrió la manta.

Iba cubierto de pelaje, no se trataba de un hombre sino de una

montaña con las extremidades sedosas y de color verde pálido, y

los hombros granates de una mariposa luna. La envolvió con su

suavidad, tocó su rostro con lo que parecía el movimiento de los

árboles. Olía a agua sobre las piedras y al almizcle de las hojas

en descomposición, un halo silvestre y dulce que la condujo a una

locura de puro deseo. Apretó su ser contra la extensión de él,

frotando su cuerpo moteado como un bosque entre sus piernas,

ansiosa por satisfacer su necesidad en la confianza que le

otorgaba el interior de su abrazo. Eran exactamente esas cosas, su

fortaleza e inmensidad sólidas, las que la reconfortaban cuando él

se estremeció y entró en ella.

Se despertó empapada en sudor, con la espalda arqueada por el

deseo y la liberación al mismo tiempo. Se tocó el cuerpo con

rapidez, los pechos, la cara, para reconfirmar su silueta. Parecía

114
imposible pero allí estaba, después de todo lo ocurrido, todavía

era ella, Lusa.

Amanecía. Se hizo un ovillo de costado y miró por la ventana

abierta durante un buen rato hacia los solemnes álamos que se

alzaban a ambos lados de la hondonada, que protegían la boca de la

montaña que seguía respirando suavemente por la ventana. Sobre los

árboles se extendía un cielo blanco pálido en el que la luna

creciente debía de haber colgado hasta hacía bien poco: la mañana,

con su entramado de trabajo y decisiones que tomar. Un día para

ella, ligeramente perfumado con madreselva. Lo que Cole había

querido decirle aquella mañana, cuando se sentó cerca de la

ventana, era que las palabras no eran toda la verdad. Lo que ella

había amado estaba allí, y podría seguir estándolo, si encontraba

la forma de descubrirlo.

Se cubrió con las sábanas y cerró los ojos, aceptando la

soledad en una cama que era la suya, si así lo decidía.

115
{6}

Castaños viejos

Garnett todavía recordaba, de cuando era joven, un gigantesco

tronco hueco allá en los bosques del monte Zebulon. Era de tal

tamaño que él y otros muchachos corrían por dentro del mismo en

fila de a uno sin ni siquiera inclinar la cabeza. El recuerdo le

hizo sonreír. Habían creído que era suyo, porque un muchacho de

diez años se atribuye alegremente la propiedad de un milagro de la

naturaleza, y luego lo había grabado con su navaja. Le habían dado

un nombre, ¿cuál era? Algo de indios. El Túnel Indio.

Entonces a Garnett se le ocurrió un hecho sorprendente, por

primera vez en sus casi ochenta años: el desventurado que había

talado ese árbol, porque había calculado mal su tamaño y lo había

tenido que dejar allí, debió de haber sido su abuelo. ¿Cuántas

veces antes había estado Garnett allí mismo, en el extremo de su

campo de plantas de semillero contemplando la ladera de esa

montaña, cavilando sobre el Túnel Indio? Sin embargo, nunca había

relacionado los dos hechos. El árbol debía de haber caído cerca de

cien años atrás, cuando su abuelo era el propietario de la ladera

meridional del monte Zebulon. Fue su abuelo, el primer Garnett

Walker, quien la había bautizado con pudor con el nombre bíblico

de Zebulón, aunque algunos todavía lo llamaban el monte del

Caminante. ¿Quién si no podía haber talado ese árbol? Él y sus

hijos habrían pasado un día entero e incluso más con el hombro

arrimado a la sierra de través para echar abajo el tronco gigante

116
y convertirlo en leña. Se habrían enfurecido como bestias al

descubrir que después de tanto esfuerzo el viejo castaño era

demasiado grande para arrastrarlo montaña abajo. Probablemente

cogieran las ramas del tamaño de un tronco para serrarlas y

revestir el establo con ellas, pero ese tronco era un viejo

monstruo de excesivo tamaño y tuvieron que dejarlo donde estaba,

para que fuera vaciándose por dentro hasta convertirse en un

instrumento para las travesuras inútiles de los niños.

Mulas: en aquel tiempo tenían que utilizarlas para cualquier

tipo de trabajo pesado, mulas u hombres. El tractor era un

vehículo inimaginable entonces. A las mulas se las podía convencer

para que pasaran por lugares empinados y estrechos por el que no

podían circular los tractores, era cierto. Aun así, con los

caballos de fuerza motorizados se conseguían ciertas cosas que

escapaban a las posibilidades de un caballo propiamente dicho. Esa

era la lección que se suponía debía extraer en ese caso, el

objetivo de Dios al hacerle relacionar esos dos recuerdos del

abuelo Walker y del Túnel Indio. Si hubieran tenido un trineo para

madera o un buen John Deere, el árbol no se habría desperdiciado

como túnel infantil y guarida de osos. Sí, a veces los caballos de

fuerza consiguen cosas que los caballos de verdad no pueden.

Eso era, exactamente, lo que hacía años que intentaba hacer

entender a Rawley. “Señorita Rawley” –había dicho hasta que se le

amorató la cara mientras ella le recordaba sus travesuras

infantiles-, “por mucho cariño que pongamos al recordar la

sencillez de los viejos tiempos, tenían sus limitaciones. La gente

se adapta a las costumbres de la época actual con razón”.

117
Nannie Land Rawley era la vecina más cercana de Garnett y su

cruz.

Había que llamarla señorita Rawley a toda costa, no señora,

aunque había tenido un hijo y en el condado de Zebulon era de

todos sabido que nunca se había casado con el padre. Y de eso

hacía treinta años o más, una época muy distinta de la actual en

la que las jovencitas empezaban a llevar aros en la nariz y

cascabeles en los dedos de los pies, y tenían hijos ilegítimos por

norma. En aquellos tiempos, una joven se marchaba durante un

período de tiempo razonable a visitar a un presunto pariente y

volvía más triste pero más sabia. Sin embargo, no ocurrió así con

la señorita Rawley. Nunca había mostrado tristeza alguna, y la

mujer ya era poco sensata de por sí. Había llevado al hijo delante

de Dios y de todo el mundo, lo había bautizado con un nombre

ridículo y se había comportado como si tuviera todo el derecho de

alardear de un hijo bastardo en un comunidad temerosa de Dios.

Todos la han perdonado a estas alturas, reflexionó Garnett con

amargura, al tiempo que alzaba la mirada por los troncos del

huerto de ella y veía su casa, demasiado cercana a la suya en la

cima de una pequeña loma llana justo antes de que el terreno se

elevara vertiginosamente por la ladera de la montaña. Claro está

que las trágicas circunstancias del niño habían enternecido a

todos, pero aun así, Nannie era el tipo de persona que salía bien

parada hiciera lo que hiciera. Todos y cada uno de ellos tan

amables como si nada cuando se reúnen con ella fuera en el camino;

Nannie, con las mejillas sonrosadas entre sus margaritas, con su

larga falda de percal y las trenzas rodeándole la cabeza como la

118
Gretel del cuento. Chismorrearían un poco porque, ¿cómo era

posible que un pájaro tan poco común no lograra atraer la flecha

afilada esporádica surgida de Oda Black en la Black Store? Pero

incluso la vociferante Oda se llevaría la mano a la boca para

interrumpir un comentario sobre Nannie, permitiendo que la

insinuación quedara suspendida en el aire pero envolviéndola con

un profundo pesar. Nannie sobornaba a Oda con tartas de manzana;

era uno de sus métodos. La gente pensaba que era cómica y

enigmática pero, en su mayor parte, excesivamente amable. No

sospechaban que su pequeña figura albergara el demonio, como le

parecía a Garnett Walker. Imaginaba que Nannie Rawley había sido

depositada en esta tierra para poner a prueba su alma y dejar que

la duda empañara su fe.

¿Por qué si no, con toda la tierra de cultivo fértil que se

extendía al norte desde aquí hasta los Adirondacks, esa mujer

había acabado siendo su vecina?

El letrero que había puesto bastaba para producirle urticaria.

Desde hacía dos meses, desde que Nannie se había acercado a su

tierra para colocar ese letrero, apenas había podido conciliar el

sueño y había estado a punto de perder el juicio: sabe Dios que

una cosa es que una Hereford17 salte una valla y entre en casa del

vecino, eso se puede perdonar y olvidar, pero un letrero de

contrachapado con tres patas no se levanta y echa a andar. Anoche

había estado intranquilo hasta casi el amanecer y tras el desayuno

había tomado la determinación de cruzar el campo de plantas de

semillero para echar un vistazo al frente que daba a la carretera.

17
Raza de ganado para carne. (N. de los T.)

119
A buscar “señales y maravillas”, como decía la Biblia, aunque al

letrero de Nannie sólo se le conocía por su mal comportamiento.

Lo vislumbraba ahora por entre la maleza, la parte posterior,

que sobresalía por el terraplén situado sobre la Carretera 6.

Entrecerró los ojos para mirar; su vista había alcanzado el punto

en que le exigía cierto esfuerzo. Sí, el lado escrito estaba

frente a la carretera pero sabía lo que ponía, esa estupidez

pintada a mano dando una orden en el camino, su camino, a sesenta

metros de donde empezaba su propiedad, proclamando que era una

“ZONA DE NO FUMIGACIÓN”. Como si lo único que tuviera que hacer

una persona para gobernar el mundo fuera inventar un estúpido

conjunto de opiniones y pintarlo en un tablón de contrachapado. En

pocas palabras, esa era Nannie Rawley.

El plan de la jornada era levantar ese letrero de un buen

tirón y lanzarlo por encima de la valla de la mujer a la zanja,

donde quedaría consumido por el entramado de maleza que había

brotado tras la prohibición de fumigar; así la justicia

prevalecería en su pequeño rincón de tierra verde que le había

dado Dios. Además, esperaba que ella lo viera.

Garnett caminó con cuidado por el terraplén a través de la

maleza alta y tiró del letrero, con la dificultad suficiente como

para cambiar de opinión y desear que ella no estuviera mirando.

Tuvo que agarrarlo con ambas manos y bambolear la estaca durante

un buen rato para desclavarla. La mujer debió de haber utilizado

un mazo de dos kilos para clavarla; podía considerarse afortunado

de que no hubiera decidido cavar un agujero con su viejo tractor y

fijarlo con cemento. Se lo estaba imaginando. Nannie no mostraba

120
ningún respeto por la propiedad, por los mayores en general y por

Garnett en concreto. Una inútil con respecto a los hombres,

sospechó misteriosamente, pero daba lo mismo. No había ningún amor

desperdiciado por ninguna de las partes.

Empezó a caminar hacia la línea que delimitaba su propiedad,

agitando el letrero y marcando un sendero por la maleza que le

precedía. Se sentía como un caballero antiguo, abriéndose camino

con la fuerza de su espada de madera por entre las huestes

enemigas. El terraplén y el atajo se encontraban en un estado

lamentable, no eran más que un largo embrollo de hierba carmín,

cadillos y zarza multiflora que le llegaba casi hasta el pecho.

Tenía que detenerse cada cierto número de pasos para separar las

mangas de la camisa de los pinchos de los matorrales. Todo aquello

era obra de Nannie, la cruz que le había caído en suerte. En el

resto del condado de Zebulon, en todas partes menos aquí, los

trabajadores de las carreteras del condado mantenían limpios los

atajos o, si los terraplenes eran demasiado empinados para

limpiarlos, como el que estaba frente a su granja, por lo menos

los fumigaban. Bastaba con una buena dosis del herbicida Two-Four-

D al mes para secar esos matorrales frondosos y convertirlos en un

grupo de tallos marchitos de color marrón óxido que luego era

fácil de rastrillar, y así enseñar al mundo lo que era un frente

bien cuidado. Pero no, lo que el tenía era una maraña de zarzas

que escondía todo tipo de animales conocidos por el hombre, que

crecían allí y se preparaban para invadir su campo de plantas de

semillero de castaño de primera clase. Tardaría días en eliminar

todo aquello con un herbicida o una guadaña para segar y no estaba

121
seguro de que su corazón lo soportara. En poco menos de tres

meses, la granja de Garnett, cuyos campos tenía siempre de lo más

pulcro, una vez pasado ese atajo, se había convertido en una

vergüenza a ojos de los transeúntes. Probablemente fuera el único

tema de conversación de la Black Store, que Garnett Walker era un

viejo perezoso (!), cuando en realidad no era sino Nannie Land

Rawley, su queridísima amiga, poniendo en práctica sus discretas

artimañas para procurarle la desgracia.

Empezó allá por abril, cuando Garnett dejó que los chicos del

condado fumigaran ese trozo empinado de maleza, pues se trataba de

un terreno público por estar contiguo a la carretera. El uno de

mayo había vuelto a hacer lo mismo. En ambas ocasiones Nannie

había salido a hurtadillas en plena noche antes del día de la

fumigación, a trabajar a oscuras como la bruja que era, para

colocar su letrero en las tierras de Garnett. Ahora era dos de

junio y el camión de fumigar debía de estar al caer. ¿Cómo era

posible que siempre supiera cuándo le tocaba venir? ¿Acaso también

era fruto de la brujería? La mayoría de la gente de la zona ni

siquiera era capaz de predecir cuándo iban a parir sus vacas, y

mucho menos profetizar los hábitos laborales de un puñado de

matones adolescentes, que llevaban tapones para el oído, joyas y

pantalones extra grandes, contratados por la administración del

condado.

En años anteriores Garnett había hablado con ella. Había

tenido la paciencia de Job y le había informado que era su

obligación colocar el cartel de ZONA DE NO FUMIGACIÓN, si es que

insistía en poner tal cosa, dentro de los límites de su propiedad.

122
Había señalado de forma histriónica la valla que delimitaba sus

respectivos terrenos y le soltó una cita (pues a Garnett le

gustaba leer):

-Señorita Rawley, como dijo el poeta: “las buenas vallas hacen

buenos vecinos”.

-Oh, a la gente le encantan las vallas, pero a la Naturaleza

le importan un bledo –le espetó. Dijo que el viento hacía que el

herbicida de sus tierras pasara a los huertos de ella.

Garnett le dio la explicación científica.

-Una pasada de herbicida en mi terraplén no hará que a sus

manzanos o a los árboles que sean se les caigan las hojas.

-No hará que se les caigan las hojas, no –reconoció-. Pero

¿qué me dice si mañana aparece un inspector a comprobar sobre el

terreno que no utilizo sustancias químicas para cultivar las

manzanas? Perdería el certificado.

(Garnett se detuvo de nuevo para soltarse la manga de la

camisa de una zarza. El corazón le latía con rapidez por el

esfuerzo de abrirse paso entre aquellos matorrales dejados de la

mano de Dios).

¡El certificado! Nannie Rawley se enorgullecía de informar al

mundo de que había sido la primera persona del condado de Zebulon

dedicada al cultivo biológico que había obtenido el certificado

correspondiente, y seguía siendo la más batalladora. Quince años

atrás Garnett había imaginado que era una moda pasajera, como la

música rock y el tabaco de cultivo hidropónico. Pero no fue así.

Nannie Rawley había declarado la guerra no sólo al Two-Four-D del

condado sino también al polvo Sevin y otros insecticidas que

123
Garnett estaba empeñado y obligado a utilizar en sus árboles de

plantas de semillero para impedir que los engullera el ejército de

escarabajos japoneses acampado en las tierras no fumigadas de

Nannie Rawley. La ignorancia y el fervor de esa mujer no tenían

límites. Era la amiga y protectora acérrima de todas las

criaturas, grandes o pequeñas, incluidas las garrapatas, las

pulgas y los gusanos del maíz, por supuesto. (Todas menos las

cabras, que odiaba y temía debido a un “incidente” ocurrido en su

infancia). Pero, ¿podía ser realmente tan tonta como para temer a

los inspectores que vinieran a certificar sus manzanas? Eso sería

como si los católicos fueran a comprobar la moralidad del Papa.

Probablemente los inspectores de cultivos biológicos llamaran a

Nannie Rawley para pedirle consejo.

Se detuvo de nuevo para recobrar el aliento. A pesar de que

era un día frío, notó que un sudor oscuro le bajaba por la camisa

desde las axilas, como un par de agallas de pescado. Le dolían los

brazos de haber zarandeado el letrero y sentía una extraña pesadez

en la pierna izquierda. No se veía los pies pero se dio cuenta de

que tenía los pantalones empapados hasta las rodillas debido a la

humedad de los matorrales. Aquello era como una ciénaga. Las

zarzas estaban tan juntas que casi era imposible abrirse paso, y

todavía se encontraba a veinte metros de la valla que dividía sus

propiedades. Garnett se sentía muy abatido y estuvo a punto de

descorazonarse: bueno, podía retroceder, volver a su campo segado

y lanzar el letrero al cuidado huerto de la mujer. En la valla

había una puerta que habían puesto el padre de Garnett y el de

Nannie Rawley, que habían sido amigos íntimos.

124
Pero no, quería cruzar por allí, por debajo de la valla

divisoria y arrojar el maldito letrero en sus matorrales, ése era

el lugar que se merecía. Decidió continuar, veinte metros más.

Ojalá sus “venenos” volaran hasta los árboles de Nannie.

Garnett sabía perfectamente, y así se lo había dicho, que si él no

fumigaba constantemente para reducirlos, los escarabajos japoneses

invadirían sus campos de árboles frutales. Nannie se quedaría allí

parada con su falda de percal bajo los árboles pelados,

retorciéndose las manos, preguntándose qué había pasado en su

pequeño paraíso. Sin sustancias químicas el éxito era imposible.

Nannie Rawley era un vieja e ilusa arpía con trenzas.

Ahora ya veía la valla, los postes por lo menos. (Las

cataratas le habían nublado la vista con tal lentitud que su mente

había aprendido a rellenar los detalles: como la alambrada de la

valla, las hojas de los árboles y los rasgos más sutiles de un

rostro). Sin embargo, mientras avanzaba hacia la línea divisoria,

la sensación de pesadez que sentía en la pierna se tornó tan

insoportable que apenas podía arrastrarla. Se imaginó el aspecto

que presentaba entonces, arrastrándose y tambaleándose como el

monstruo de Frankenstein y le embargó una sensación de vergüenza

que rápidamente sustituyó por una idea aterradora: estaba teniendo

un ataque de apoplejía. ¿Acaso aquello no era un síntoma? ¿Pesadez

en la pierna izquierda? Se paró para secarse el sudor de la cara.

Tenía la piel pegajosa y un dolor morboso le roía el estómago.

¡Cielo santo! Si caía entre esos matorrales, ¿quién le

encontraría? ¿Al cabo de cuántos días o semanas? En su obituario

pondría: “El miércoles se encontró el cuerpo en descomposición de

125
Garnett Walker después de que la primera helada acabara con la

maleza situada en el frente de su propiedad, junto a la Carretera

6”.

Sintió que se le encogía el pecho, como el tronco de un árbol

demasiado apretado con alambre de espino. ¡Oh, Dios mío! A pesar

de lo irregular de su respiración, gritó pese a que no era su

intención:

-¡Socorro!

Entonces apareció ella bajando por el terraplén. De todas las

criaturas de Dios, Nannie Rawley había acudido en su ayuda,

vestida con un peto y un pañuelo de color rojo alrededor de la

cabeza como la mujer del almíbar, tía Jemima. Apareció como por

arte de magia, deslizándose hacia él, con algo en la mano de vete

a saber qué remedio casero que estaría preparando, Nannie con sus

trampas para cazar polillas del manzano, como si eso lo arreglara

todo. Parecía una caja de papel amarillo con el fondo cortado.

Aquí estoy, pensó Garnett, al final de los días que me han sido

asignados, contemplando una caja de papel amarillo con el fondo

cortado. La última visión de mi vida terrenal: una trampa para

bichos.

Dios mío, rezó en silencio. Confieso que quizá he pecado de

pensamiento, pero respeté el quinto mandamiento. No la maté.

Nannie ya lo había agarrado por las axilas empapadas y estaba

intentando arrastrarlo por el terraplén hacia el terreno llano de

su huerto delantero. Garnett nunca había sentido su tacto o su

agarre con anterioridad y se sorprendió de la fuerza de la pequeña

mujer. Intentó ayudar con sus piernas inútiles pero se sentía como

126
si estuviera participando en una lucha de caimanes y se dio

cuenta, aunque se le cayera el alma a los pies, de que él era el

caimán perdedor.

Luego, por fin, notó que estaba tumbado de espaldas sobre la

hierba que crecía bajo los manzanos de Nanny. Ella se arrodilló

junto a él y lo miró con cara de preocupación; Garnett, por su

parte, dio un grito ahogado al ver su cabeza tocada de rojo

girando sin parar en el espacio. Giró la cabeza rápidamente a un

lado; aquello no era por la apoplejía, siempre se mareaba si se

tumbaba boca arriba.

-Señorita Rawley –dijo con un hilo de voz en cuanto el mundo

dejó de girar a su alrededor-. No quiero molestarla. Siga con lo

que estuviera haciendo pero, si es posible, le agradecería que

llamara a una ambulancia. Me parece que me ha dado una apoplejía.

-Cerró los ojos.

Al ver que no respondía, los abrió y vio que Nannie le

observaba la pierna izquierda con expresión horrorizada. Se sintió

confuso, ¿habría sangre, por la apoplejía? ¿O algún tipo de

deformidad? Seguro que no, pero no se atrevía a mirar.

-Señor Walker –dijo ella-, no ha tenido una apoplejía.

-¿Cómo?

-Que no ha tenido una apoplejía. Ha tenido una tortuga.

-¿Qué? –Se esforzó por incorporarse. De repente ya no le dolía

el pecho y tenía la mente perfectamente clara.

-¡Mire! ¡Tiene una tortuga mordedora colgando de la bota!

Seguro que este animal pesa por lo menos seis kilos.

127
Garnett estaba tan avergonzado que era incapaz de articular

palabra alguna. Bajó la mirada hacia el monstruo de caparazón

oscuro y abultado, una criatura de color verduzco surgida de algún

rincón oculto de la mente de Dios. Le había agarrado el borde de

la suela de la bota de cuero con las poderosas mandíbulas a las

que debe su fama la tortuga mordedora y, fiel a su reputación,

parecía no tener intención de soltarlo hasta que en el condado de

Zebulon cayeran rayos y truenos. No obstante, a Garnett le pareció

que sus pequeños ojos redondos y brillantes le miraban con

expresión bastante tímida. Pobrecilla, pensó Garnett, por tener

que comprometerse tanto por un momento de equivocación.

En una primavera tan lluviosa como aquella las tortugas

mordedoras se desviaban de las ciénagas donde viven e iban a las

zanjas húmedas, buscando nuevos lugares en los que encontrar a sus

horribles parejas y engendrar a sus horribles crías. Por supuesto

habría una esperándole en esa zanja llena de hierbajos y de

zarzas, esa ciénaga obra de Nannie Rawley y, si resultaba que

ahora tenía una tortuga en el pie era, sin lugar a dudas, culpa de

ella.

-Bueno eso ya lo sabía –dijo Garnett, agitando con brusquedad

la tortuga gigante-. Es que de repente no me he sentido bien. Pero

ya estoy mejor. Creo que me iré a casa por la carretera.

Nannie hizo una mueca y meneó la cabeza.

-No hasta que le quite ese dinosaurio del talón. Voy a ir a

buscar un palo y la golpearé para que le suelte.

-No, de verdad. No hace falta.

-Oh, señor Walker no sea ridículo.

128
-Bueno, señorita Rawley –le espetó-. No me lo imagino,

sabiendo la debilidad que tiene por las plagas y los bichos.

-Usted no sabe ni la mitad. Le tengo manía a las tortugas

mordedoras desde que un monstruo enorme entró en mi estanque y se

comió las membranas de uno de mis patos. No hay nada que me

apetezca más que volarle la tapa de los sesos a esta cabrona. –

Bajó la mirada hacia Garnett, quien hizo una mueca, sorprendido

tanto por su vocabulario como por su actitud-. Pero mejor que se

quite la bota –añadió-. Yo no me responsabilizo.

-¡No! –gritó él, haciéndose con el control de la situación.

Qué fuertes le habían parecido las manos de aquella mujer mientras

lo guiaba por el terraplén como si fuera la fuerza del destino.

¡Como las garras de una osa! Ya había tenido suficiente con que le

pusiera las manos encima una vez. No iba a desvestirse para ella-.

No, he dicho que no –insistió con severidad-, no hay ninguna razón

para cebarse con esta tortuga. Ella y yo nos vamos a casa.

-Como quiera –dijo Nannie.

-Sí. Gracias por su ayuda.

Garnett se puso en pie con el mayor garbo posible, teniendo en

cuenta las circunstancias, y cojeó por el sendero de gravilla de

Nannie Rawley que conducía a la carretera. El chirrido desigual de

sus pasos sonaba como un coche con la rueda pinchada. Tendría que

recorrer noventa metros por la carretera hasta llegar a su propio

sendero y rezar a Dios para que no apareciera nadie en ese momento

y le viera transportando seis kilos de tortuga por la Carretera 6

de una forma insólita hasta el momento.

129
Se volvió de refilón para echar una mirada atrás. Nannie

seguía allí de pie con el pañuelo rojo y el peto arremangado,

frunciendo el ceño, con los pequeños brazos, pálidos y delgados

cruzados con fuerza sobre el pecho. Parecía estar molesta con él

o, si no, debía de estar pensando que estaba chiflado, una de dos.

A Garnett Walker le daba exactamente igual.

-¡Oh! –exclamó de repente, porque casi se había olvidado del

asunto. Se volvió de nuevo hacia ella con la cabeza ligeramente

inclinada-. Me temo que su letrero en contra de la fumigación

acabó por ahí entre los matorrales, al final del atajo.

La mirada de Nannie devino un rayo de felicidad que él vio con

claridad, porque iluminó su rostro como el sol el Día de la

Marmota18.

-No se preocupe, señor Walker. El camión de la fumigación pasó

de largo esta mañana a las siete.

18
El 2 de febrero. Según las creencias populares, el día que la marmota sale de la hibernación: si ve su sombra, se
predice que habrá seis semanas más de tiempo invernal. (N. de los T.)

130
{7}

Depredadores

-Eh, hola –saludó, como si Eddie Bondo en persona, de pie en

el sendero, fuera un hallazgo no más inesperado aquella cálida

tarde que el grupo de bejines que hacía unos minutos se había

detenido a admirar.

-Hola –respondió Deanna en voz baja. Como si el corazón no le

aporreara el tórax como si fuera un cautivo inesperado-. ¿Cómo me

has encontrado aquí arriba?

-Te he olido, chica. Dejas un rastro dulce que resulta fácil

de seguir para un hombre.

Deanna tensó los músculos del abdomen. Eddie quizá lo había

dicho para bromear pero ella sabía ciertas verdades sobre el aroma

humano. Ella misma había caminado por las calles de la ciudad de

Knoxville y hecho que los hombres se volvieran a su paso, uno tras

otro, el día de máximo apogeo de su ciclo. No sabían por qué, sólo

sabían que la deseaban. Al parecer, así funcionaban las feromonas,

en los humanos, por lo menos, aunque a nadie le gustara hablar de

ello. Tal vez Eddie Bondo fuera una excepción.

-Soy fértil, eso es lo que te hizo seguirme –declaró con

franqueza para ponerlo a prueba, si bien él ni se inmutó-. Ahora

ya lo sabes, hoy es el día. –Se rió-. Eso es lo que te hizo venir

desde Clinch Peak.

Eddie Bondo también se echó a reír y la deslumbró con su

radiante sonrisa a través de la llovizna de última hora de la

131
mañana. ¿Podía disimular lo contenta que estaba? ¿Cómo no iba a

quererle?

-¿Cómo lo sabes? –inquirió Eddie.

-¿El qué, que mi cuerpo habla con el tuyo? –Dio un pisotón con

la bota a los bejines, por lo que se formó una nube de esporas que

se elevó y serpenteó como un humo marrón dorado, resplandeciendo

en el aire soleado que había entre ellos. Eran células sexuales,

la felicidad del hongo, su intento por llenar el mundo con su

progenie de hongos-. ¿O cómo sé el momento exacto del ciclo? ¿A

qué te refieres?

Eddie también pisó los bejines y aplastó las pieles blancas y

correosas como si fueran pelotas de béisbol vacías, con lo que

soltaron más bufidos. Parecía que nunca se agotarían. Deanna se

volvió y se dirigió montaña arriba, convencida de que Eddie la

seguiría.

-Duermo mucho fuera –explicó-. Sigo el mismo ciclo que la

luna.

Eddie se rió.

-¿Qué eres, una mujer loba?

Deanna se detuvo y se volvió para mirarlo. Le sorprendía la

negativa de la gente a conocer las realidades animales más obvias

sobre su propia especie.

-Cualquier mujer ovula con la luna llena si se expone lo

suficiente a su luz. Supongo que es obra de la glándula

pituitaria. Cuesta un poco conseguirlo, pero luego ya no cambia.

A Eddie Bondo pareció divertirle tal información.

132
-Así que en los viejos tiempos, cuando dormían en el suelo

alrededor del fuego, envueltos en pieles o lo que fuera, ¿entonces

qué? ¿Me estás diciendo que todas las mujeres del mundo estaban en

celo a la vez?

Deanna volvió a encogerse de hombros, pues no quería hablar

del asunto si él se lo tomaba a risa. Le parecía que era como

revelar un secreto.

-Según como lo mires, no está nada mal. Luna llena, mucha luz.

-Maldita sea –dijo él-. No me extraña que ese astro vuelva

locos a los hombres.

-Sí. –Se volvió para seguir colina arriba y sintió los ojos de

él clavados en cada uno de los músculos de sus largos y esbeltos

muslos y pantorrillas, en las nalgas y en la parte baja de su

espalda mientras ascendía la ladera. Llevaba unos pantalones

vaqueros cortos, una camisa de algodón fina e iba sin sujetador.

Por la mañana no había pensado en Eddie Bondo al vestirse, no

había sido más que un ataque de fiebre primaveral y,

evidentemente, el suyo era un cuerpo que deseaba ser visto.

-¿Adónde vas? –preguntó él.

-A pasear bajo la lluvia.

-Está empezando a clarear –arguyó-. Por fin.

-No te acostumbres. Seguro que llueve más.

-No me digas eso. ¿Cómo lo sabes?

¿Cómo? Por seis motivos distintos: en primer lugar porque el

viento era lo suficientemente fuerte para hacer que las hojas

mostraran su parte inferior blanca.

133
-No lo sé –dijo en voz alta, guardándose sus conocimientos

para sí por la fuerza de la costumbre. Aunque se le ocurrió que

aquél podía ser el único hombre que había conocido desde la muerte

de su padre que estaría interesado en conocer las seis.

-Los paletos de por aquí deben de tener agallas como los

peces. Estas últimas semanas he pensado que me derretiría.

-Pues no te has derretido, por lo que veo.

-Resulta que no estoy hecho de azúcar.

-Eso parece. –Deanna sonrió para sí.

-Bueno, ¿adónde vas?

-A ningún sitio, a un sitio que me gusta.

Eddie sonrió.

-Eso me suena muy poco ambicioso.

-No, me refiero que no es ningún lugar importante. Desde el

punto de vista de la gestión de la fauna y la flora. –

Probablemente desde el punto de vista de cualquiera.

-Bueno, señora mía. ¿Significa eso que ya no estás de

servicio?

Deanna tomó aire y se maravilló del poder de Eddie para

manipular sus deseos. Quería pararse y desgarrarlo en el camino,

tragárselo vivo, sorber todos sus fluidos y saborearlos

relamiéndose los dedos.

-Es un sitio que me gusta –dijo sin alterarse-. Es más una

cosa que un lugar. Está ahí, encima de esas curvas tan

pronunciadas.

El sendero era sumamente empinado a partir de aquel punto,

hasta llegar al acogedor tronco vaciado que hacía las veces de

134
refugio al que se dirigía, a unos treinta metros montaña arriba.

Oía los pasos y la respiración de Eddie justo detrás suyo,

sincronizados con los de ella.

-¿Animal, vegetal o mineral? –inquirió Eddie.

-Vegetal. Vegetal muerto. Desde mucho antes de que nosotros

naciéramos.

-¿Se trata de... un enorme árbol hueco?

Deanna se quedó inmóvil pero no se volvió.

-Unos tres metros de largo y sí, alto, sólo hay que agachar la

cabeza al entrar. No, nunca lo he visto.

Ella giró sobre sus talones para verle la cara, con la trenza

al aire.

-¡Ese es mi sitio!

-¿No crees que otras personas pueden haberlo encontrado? Lleva

ahí más de cien años.

-¡No! Aquí no sube nadie. –Echó a correr pero él la adelantó

por detrás, un poco más rápido que ella en un sprint cuesta

arriba. Eddie le puso las manos en las caderas e iba prácticamente

empujándola y, antes de que Deanna pudiera apartarlo, alcanzaron

el árbol en forma de túnel, y ya no había vuelta atrás. Ahí estaba

y, guardadas entre las sombras de su interior, bien protegidas de

la lluvia, estaban sus cosas: su mochila, su taza de hojalata y la

cafetera, toda la vida de Eddie Bondo.

-No puedo creerme que hayas estado aquí –dijo, negándose a

reconocerlo.

-Aquí vienen muchos bichos, ¿no crees?

135
-No –respondió y se calló porque él la estaba besando y la

empujaba con el cuerpo hacia el interior. Apartó la mochila e hizo

que Deanna fuera introduciéndose, de espaldas, en la delicada

oscuridad del centro del túnel, el lugar más seguro.

-Es mío –susurró ella.

-¿Quién lo taló?

Ella sólo veía su rostro, no sentía sino el exquisito contacto

de su piel contra su mejilla y las manos en sus nalgas.

-Nadie. Es un castaño. Una plaga mató todos los castaños hace

cincuenta años.

-¿Nadie lo taló?

Sabía que era posible. Su padre le había dicho que la gente

había visto morir a los castaños de forma misteriosa y se apresuró

a recoger lo que quedara en pie ya que necesitaban la leña a toda

costa. Pero no, si alguien hubiera hecho tamaño esfuerzo se habría

llevado la madera, no la habría dejado allí pudriéndose. Empezó a

decir “no” pero se dio cuenta de que no podía articular esa

palabra contra los labios de Eddie Bondo. Era absurdo teniendo en

cuenta que tenía la espalda desnuda contra el suave interior

curvado de aquel vientre que nunca había compartido con ningún

gemelo. Eddie le había puesto las manos en los pechos y la miraba.

No resistía lo mucho que le gustaba esa mirada y ese tacto, las

palmas en sus pezones y las yemas de los dedos recorriendo sus

costillas y cercando sus costados, apretándola contra él como si

fuera algo pequeño y manejable. La besó en el cuello y luego en la

clavícula. Paró un momento y se puso de rodillas para buscar el

136
paquete arrugado del bolsillo de sus vaqueros, qué premeditación.

Por supuesto, sabía que era fértil. Había que tomar precauciones.

Deanna se sentó hecha un ovillo con la espalda contra el

tronco y el mentón en las rodillas. El túnel era lo

suficientemente ancho para permitir que Eddie se arrodillara

delante de ella, de cara a Deanna, para desatarle los cordones de

las botas, quitarle los pantalones cortos y desnudarse él. Hacía

bastante calor como para que la desnudez resultara agradable, una

calidez oscura e intensa llena del aroma dulzón de la madera

vieja. Eddie apretó el rostro contra las rodillas de Deanna.

-¿La luna llena? –preguntó en contacto con su piel-. ¿Ahí

radica el secreto de todo?

Deanna no dijo ni sí ni no.

Las manos de él treparon por ella como si fuera un árbol, de

los tobillos a las rodillas, de la cintura a los hombros hasta que

le tomó el rostro entre las manos y miró el interior de sus ojos

como un cíngaro que intentara predecir el futuro en unas hojas de

té. Parecía tan contento, tan intenso.

-¿Por eso los hombres escriben poemas estúpidos y aúllan y

atracan licorerías? ¿Cuando en realidad lo que quieren es a todas

las mujeres del mundo, todas a la vez?

Ella le sostuvo la mirada pero era incapaz de contarle lo

lejos que estaba todo aquello para ella, tan lejos que incluso sus

obedientes ovarios se negaban a veces a moverse con la luna

ciertos días, ciertos años, ahora que había rebasado los cuarenta.

Algunos meses ninguna cabeza se giraba a su paso. Estaba

convencida de que aquello es lo que deseaba. ¿Cómo era posible

137
todo aquello, Eddie Bondo mirándola a los ojos, tomándole la

trenza y envolviéndosela en su cintura hasta que su mejilla estaba

bajo el antebrazo de Eddie y ella ligeramente girada? Se tumbó

boca abajo con la cabeza entre las manos y el cuerpo de él

estirado sobre el suyo, con su pene ligeramente presionado contra

su plexo solar y los labios en contacto con su sien. Entre la piel

de su espalda y el pecho de él notaba pequeñas islas espinosas de

polvo de castaño.

-Deanna –le dijo al oído-. Te deseaba desde Virginia

Occidental. Te hubiera deseado de aquí a Wyoming si no hubiera

vuelto.

Expiró sobre la piel situada bajo el lóbulo de su oreja y la

espalda se le arqueó de forma automática, como una polilla atraída

sin remedio a una llama. No tenía palabras, pero su cuerpo

respondió perfectamente a los estímulos de Eddie cuando se deslizó

hacia abajo y le tomó la nuca entre los dientes como un león a una

leona en celo: un mordisco seguro, dulce e imposible de evitar por

mutuo acuerdo.

* * *

A última hora de la mañana la lluvia había cesado por completo

y dejó paso al sol de la tarde. Se introdujo en la boca del túnel

para lamerles los pies y tobillos desnudos mientras yacían uno

junto al otro. La sensación despertó a Deanna del lugar al que se

había dejado llevar, una especie de sueño que no la había abrazado

138
por completo. De repente, se dio cuenta de que era tarde. Abrió

los ojos. El día llegaba a su fin. Ya se había acabado, podía

decirlo, se lo había entregado a él, su tiempo y todas las

decisiones que creía haber tomado para siempre. Se le encogió el

estómago al oír el retumbo de unos truenos en la distancia que

resonaron en el tronco hueco, amenazando más lluvia.

Observó al hombre que yacía tumbado boca arriba junto a ella,

sumido en el apacible sueño de un hacendado. Eddie tenía motas de

madera blanda y migajas de hojas, retazos de su querido bosque,

adheridos al cuerpo, a modo de pecas en la mejilla y en el hombro,

e incluso en el pene fláccido. Se sintió embargada por la aversión

hacia su petulancia al hablar, esos párpados plácidos y el brazo

como muerto que cruzaba el cuerpo de ella, pesado como el plomo.

Lo retiró de su cuerpo y se apartó de él, pero Eddie pareció

despertarse a medias y alargó el brazo para acercarla.

-No –espetó Deanna, al tiempo que lo apartaba de un empujón-.

¡He dicho que no, suéltame!

Eddie abrió los ojos de repente pero Deanna no era capaz de

dejar de golpearle con los puños en el pecho y los hombros. La

bilis se le acumuló en las vísceras, como un ataque de rabia

física que podría haberle dejado amoratado si los brazos de Deanna

hubieran reunido la fuerza suficiente para hacerlo antes de que él

recuperara su instinto cazador. Estuvo a punto de escupirle en la

cara cuando Eddie le sujetó los antebrazos con la fuerza de unas

esposas. El ataque de furia la había tomado por asalto y la había

dejado temblando.

-Vaya, Deanna.

139
-Suéltame.

-No si vas a matarme. ¡Qué genio, mujer! –La agarró por los

antebrazos levantados a ambos lados de la cara y la observó como

si fuera un error imperdonable. Como si se tratara de un puma que

hubiera caído en una trampa para ardillas.

-Suéltame y ya está –dijo Deanna-. Quiero vestirme.

Él abrió una mano con cuidado y luego la otra, observando cómo

las manos de ella se apartaban de las suyas.

-¿Qué ocurre? –preguntó él.

-¿Por qué has vuelto? –Escupió las palabras.

-Hace una hora parecías contenta de mi regreso.

Deanna negó con la cabeza lentamente, respiró por la boca y

apretó tanto las labios que se le volvieron blancos.

Eddie insistió.

-¿No querías que volviera?

Deanna odiaba esa actitud, el hecho de que no se diera cuenta.

Era incapaz de mirarlo.

-Por todos los santos, Deanna, ¿qué ocurre?

-No te necesitaba.

-Ya lo sé.

-No sabes nada. Nunca me has visto sola.

-Pues sí que te he visto. –Habló como si estuviera esbozando

una sonrisa.

Se volvió para observarlo con una mirada animal.

-¿Ah, sí? ¿Me observabas como un dichoso depredador y crees

que ahora ya me tienes?

Eddie no respondió. Ella volvió a darle la espalda.

140
-Estaba bien aquí antes de que aparecieras. Durante dos años,

mientras tú hacías lo que fuera, yo estaba aquí mismo. No echaba

de menos a la gente ni esas conversaciones sobre lo que necesitan

comprarse o llevar o que ocurra. Por supuesto no buscaba novio.

Eddie permaneció callado. Un pájaro rojo rompió el silencio

con su canto. Deanna pensó en el pájaro escondido entre las hojas,

imperceptible al ojo humano pero de un rojo escarlata. Hermoso de

todos modos.

-Y un día apareces aquí, Eddie Bondo. Y al otro te vas. ¿Qué

se supone que significa eso?

-No se supone que significa nada –respondió lentamente.

-Ya lo veo.

-Pues entonces me voy, tranquila. ¿Eso es lo que estás

diciendo que quieres?

Deanna tomó su camisa y se la puso, se sacudió el serrín

húmedo de la piel, sintiéndose enfadada y patética. Se dio cuenta

de que la camisa estaba del revés al intentar abotonársela, así

que anudó los extremos y se enfundó los pantalones cortos

rápidamente. Pidió a Dios que no la estuviera mirando. Intentó

relajar la respiración y recordar cómo era antes. Fue gateando

hasta el final del túnel y se sentó en el borde, mirando hacia el

exterior, justo en el margen donde el viejo tronco de castaño se

fundía en la tierra llena de hojas del bosque.

-Deanna. Te he preguntado si quieres que me marche.

-No. Y te lo digo bien claro, te desprecio por ello.

-¿Por qué?

141
Siguió sin volverse para mirarlo, no quería verle el rostro.

Se dedicó a hablarle a los bosques.

-Por esta mierda. Por el hecho de que quisiera que volvieras.

Al comienzo del día había estado contenta. Por fin, tras

quince días de palpitaciones y nervios al oír cualquier crujido en

el bosque que pudieran ser sus pasos, había dejado de escuchar.

Estaba convencida. Recordaba el placer tranquilo de caminar por el

sendero a solas, pensando en nada más que en aquel tronco,

intentando imaginar cómo era el bosque cuando los castaños eran

los árboles dominantes de los bosques orientales. Era algo que

veía con claridad en su mente. Ese gigante debió de ser el árbol

más alto e inmortal de la montaña, hasta el día en que una plaga

de hongos se bajó de un barco en algún puerto, sonrió a América y

acabó con todos los castaños entre Nueva York y Alabama. Un

paisaje entero podía cambiar por algo así.

Seguía sentada inmóvil, ajena a su propio cuerpo y al que

respiraba detrás de ella. Bajo la luz del exterior casi era capaz

de vislumbrar el aire apacible que empezaba a reunirse para la

tarde, el oxígeno retoñando entre las hojas húmedas. Esos árboles

eran los pulmones de su montaña, no era su montaña, no era la

montaña de nadie, esa montaña pertenecía a los pájaros cantores,

los bejines, las mariposas luna y los coyotes. Ese mundo umbrío y

lleno de vida en el que vivía estaba preparándose para exhalar su

último suspiro. Llegaría la tarde y luego la noche. Llovería.

Eddie dormiría con ella.

Se secó las lágrimas que corrían por sus mejillas con el puño

y alargó la otra mano para apretar la madera blanda y desmigajada

142
con las yemas de los dedos. Se llevó esos mismos dedos al labio

superior, respirando ese olor a tierra, degustando la madera con

la lengua. Había amado ese tronco con devoción. Le avergonzaba

reconocerlo. Sólo a un niño se le permitía querer tanto algo

inanimado o poseerlo con tamaña seguridad. Pero había sido suyo.

Ahora el hechizo se había esfumado, la magia de ese lugar que

había sido sólo suyo, desconocido para cualquier hombre.

143
{8}

El amor de las mariposas de luz

Lusa estaba en el porche delantero, observando cómo caía la

lluvia por el alero frontal en largos hilos plateados. El tejado a

dos aguas de la granja, su granja, era de zinc surcado y recibía

el agua por canales que discurrían por sus lados empinados.

Algunos regueros caían como filamentos transparentes, como un

sedal, mientras que otros parecían bordados con cuentas, como una

hilera de perlas. Había puesto cubos en los amplios escalones bajo

algunos de los regueros y descubierto que cada sucesión de gotas

marcaba un ritmo característico en el cubo correspondiente. En

toda la mañana no había cambiado el ritmo de los regueros, sólo se

atenuaba a medida que el cubo se llenaba, para luego regresar,

tras vaciarlo, al hueco ra-ta-ta-ra-ta-ta.

Había dispuesto los cubos a fin de recoger agua para los

helechos plantados del porche, resguardados de la lluvia y que

estaban volviéndose marrones, incluso con ese tiempo tan húmedo,

tan quebradizos y desolados como su dolor interno. Había pensado

seguir con su trabajo pero los ritmos la habían atraído. Le

parecía un alivio quedarse quieta un rato, escuchando, sin que

nadie le dedicara miradas de compasión y le ordenara que fuera a

echarse. Por fin Hannie-Mavis y Jewel se habían marchado a su

casa, aunque seguían viniendo varias veces al día para “ver” cómo

estaba, lo cual en la mayor parte de los casos significaba decirle

que comiera, incluso qué comer, como si fuera una niña. Pero luego

144
se marchaban. Lusa podía quedarse en el porche con unos vaqueros y

la camisa de trabajo de Cole, contemplar la lluvia y dejar que su

mente se adormeciera si le apetecía. Si no hubiera tenido un cubo

de cerezas que deshuesar para hacer conserva se habría pasado toda

la mañana allí fuera, colocando un cubo bajo cada chorro e

inventando una canción que siguiera el ritmo. El juego de su

abuelo Landowski: solía marcar ritmos inesperados con las yemas de

los dedos en sus rodillas huesudas, inventando misteriosas

melodías balcánicas que tarareaba siguiendo el compás.

-Tu zayda, el último hacendado de nuestro linaje –solía

declarar el padre de Lusa con sarcasmo, porque el abuelo había

tenido una granja de remolacha azucarera junto al río Ner, al

norte de Lodz, y la había perdido en la guerra, cuando tuvo que

huir de Polonia con poco más que su vida, su esposa, un hijo

pequeño y un clarinete-. Tu gran zayda, que se hizo un nombre en

Nueva York como músico klezmer19, antes de abandonar a su esposa e

hijo por una chica americana que conoció en un club nocturno.

Lusa sabía, aunque no se hablara del tema, que con su joven

esposa el viejo había engendrado una segunda familia, cuyos

miembros perecieron en el incendio de la casa de vecinos, su zayda

incluido. Era difícil decir por qué parte de la historia le

guardaba rencor el padre de Lusa; ella suponía que por casi toda.

Cuando se desplazaron a Nueva York para asistir al entierro de sus

carbonizados restos, Lusa era demasiado pequeña para comprender

los sentimientos de su padre y la ironía que entrañaba su pérdida.

Zayda Landowski no había ocupado sus pensamientos desde hacía

19
Músico tradicional judío que toca en pequeños grupos. (N. de los T.)

145
muchos años. Y ahí estaba en aquel momento, en una hilera

sincopada de gotas de agua en el porche de una casa en el condado

de Zebulon. El abuelo había empezado como agricultor antes de

acumular pérdidas el resto de su vida. ¿En qué habría convertido

un día lluvioso en aquella hondonada, con sus intensos olores a

descomposición y la dulzura de lo que crecía de nuevo?

Lusa se alisó el faldón de la camisa y se preparó para parecer

ocupada y bien alimentada porque advirtió el camión verde de Herb

y Mary Edna acercándose a trompicones por el sendero. Sin embargo,

en cuanto se detuvieron frente a la casa, Lusa vio que esta vez

quien iba al volante no era la Amenazadora Mayor sino su esposo,

Herb, y el marido de Lois, Big Rickie, quien salió del asiento del

pasajero. Ambos hombres inclinaron la cabeza y se llevaron la mano

a la visera de sendas gorras con la mano derecha al tiempo que

corrían hacia la casa bajo la lluvia. Se agacharon al traspasar la

cortina de gotas perladas y evitaron con cuidado los cubos

dispuestos en los escalones. Se sacudieron el agua de las botas

varias veces en las tablas del suelo del porche antes de quitarse

la gorra. El olor que despedían sus monos de trabajo le trajo el

recuerdo nítido de Cole: polvo, aceite de motor, heno del establo.

Tomó aire como si quisiera absorber las moléculas de su esposo de

la ropa de aquellos hombres desconocidos.

-Necesita un canalón en este porche –le dijo Rickie a Herb,

como si ellos también sintieran la presencia de Cole allí, y la

ausencia de Lusa. ¿Qué misión exigía la presencia de esa

delegación de maridos? ¿Acaso iban a ordenarle que se marchara ya

mismo? ¿Se pelearía con ellos o se marcharía de forma no violenta?

146
-Rickie, Herb –saludó, irguiéndose-. Me alegro de veros.

Los dos le devolvieron el saludo con la cabeza y, acto

seguido, dirigieron la mirada hacia la lluvia, al canalón ausente

y a los campos anegados a los que parecían tener ganas de volver a

trabajar. Vio los cadillos verdes plantados como pequeñas minas de

tierra en los dobladillos de sus pantalones caqui.

-Otro buen aguacero –observó Herb-. Lástima que lo necesitemos

tanto como un tiro en la cabeza. Una semana más así y las ranas se

ahogarán.

-Se supone que para el sábado estará despejado –apuntó Rickie.

-Cierto –convino Herb-. De lo contrario no te habríamos

molestado, pero se supone que se despejará.

-¿Habéis venido aquí a decirme que va a dejar de llover? –

preguntó Lusa, mirando alternativamente sus caras curtidas por el

sol en busca de alguna pista. Siempre ocurría lo mismo cuando se

enfrascaba en una conversación con sus cuñados. Esa sensación de

haber entrado en un país en el que hablaban su idioma pero todas

las palabras tenían un significado distinto.

-Sí –afirmó Herb. Rickie asintió para corroborar sus palabras.

Parecían una pareja de cómicos: el robusto y calvo Herb era el

portavoz, mientras que el alto y desgarbado Rickie permanecía

callado la mayor parte del tiempo, con la gorra en la mano y el

pelo negro y revuelto moldeado con la forma de la gorra. Tenía una

nuez como la agalla de un roble en el tallo que formaba su largo

cuello. La gente lo llamaba Big Rickie aunque su hijo Little

Rickie20, de diecisiete años, lo hubiera superado en muchos


20
Literalmente el nombre de padre e hijo es, respectivamente, Rickie Grande y Rickie Pequeño, de ahí el comentario de
la autora. (N. de los T.)

147
aspectos. Lusa sentía cierta lástima por la suerte de Little

Rickie. La vida en Zebulon: en cuanto naces estás atrapado como

una chinche, eres el hijo o la esposa de alguien, un lugar

demasiado pequeño en el que encontrar un lugar propio.

-Así pues –Herb interrumpió el silencio-, tendremos que

trasplantar el tabaco de Cole.

-Oh –dijo Lusa, sorprendida-. Es la época de hacerlo, ¿no?

-A decir verdad, ya ha pasado. La lluvia ha embarrado los

campos de todo el mundo y ya estamos en junio y dentro de poco

será demasiado tarde.

-Bueno, sólo estamos a... qué, ¿a cinco, no? ¿Es cinco de

junio?

-Eso es. El moho azul se reproducirá aquí cuando llegue julio,

si para entonces las plantas no están lo suficientemente crecidas.

-Podéis fumigar para evitar el moho azul –dijo Lusa. La

patología del tabaco no era precisamente su especialidad pero

había oído a Cole hablar de ello. Estaba desesperada por demostrar

que sabía algo delante de esos hombres.

-Podemos –convinieron con un entusiasmo limitado.

-¿Vosotros no tenéis también plantas de tabaco? Primero

deberíais ocuparos de las vuestras.

Herb asintió.

-He arrendado mi cultivo este año porque las dichosas vacas me

quitan demasiado tiempo. Él y yo trasplantamos el de Big Rickie el

lunes por la mañana, cuando mejoró un poco el tiempo. El siguiente

es Cole.

148
¿Y Jewel?, se preguntó Lusa. ¿También gobiernan su vida desde

que su esposo se fugó con una camarera de Cracker Barrel?

-Entonces lo que me estáis diciendo –interpretó sus palabras

con cautela mientras sentía los latidos de su corazón en los

oídos-, es que el sábado vosotros y los chicos vendréis aquí a

trasplantar el tabaco.

-Eso es. Si antes se seca el campo.

-¿Y yo qué? ¿Puedo opinar?

Los dos hombres la miraron con la misma expresión:

sorprendidos, temerosos, ofendidos. ¿Acaso no era la granja de

Lusa? Apartó la vista de ellos e inhaló el intenso aroma del barro

y la madreselva, al tiempo que escuchaba su proyecto infantil, el

cubo en el escalón: ra-ta-ta-ra-ta-ta. Oía una canción que seguía

ese ritmo con claridad, el vibrante clarinete elevándose como las

risas y la mandolina tan insistente como las palmadas. Música

klezmer.

-Ahora es mi granja –declaró en voz alta. Le temblaba la voz y

tenía los dedos calientes.

-Sí –convino Herb-. Pero no nos importa ayudar a Cole como

todos los años. El tabaco da mucho trabajo, se necesita una

familia entera. De todos modos, así es como lo hacemos los de esta

zona.

-El año pasado yo estaba aquí –dijo Lusa lacónicamente-. Os

preparé café a vosotros, a Cole, a Little Rickie y al otro chico,

a ese primo de Tazewell. No sé si lo recordáis.

Big Rickie sonrió.

149
-Recuerdo que probaste a ir detrás del tractor y preparar una

hilera de plántulas. Algunas acabaron con las raíces al aire y las

hojas plantadas en el suelo.

-¡Cole conducía demasiado rápido a propósito! Éramos recién

casados. Me estaba tomando el pelo delante vuestro, chicos.

Lusa se sonrojó hasta la raíz del pelo, al recordar su paseo

en la pequeña plataforma sujeta a la parte trasera del tractor,

tomando las plantas de tabaco jóvenes y blandas de la cajonera que

tenía al lado. Tenían una textura que se desintegraba, como el

papel de seda; intentar introducirlas en la arcilla granulada del

surco al pasar por encima del mismo le había parecido imposible.

Entonces llevaban dos días casados.

-¡Era la primera vez que iba detrás de un tractor! –arguyó.

-Sí –reconoció Rickie-. Y la mayoría de las plantas arraigaron

bien.

Herb retomó el asunto que habían ido a tratar.

-No tenemos plántulas propias, pero Jackie Doddard le vendió a

Big Rickie un lote a buen precio.

-Os lo agradezco, pero ¿y si no quiero plantar tabaco este

año?

-No hace falta que hagas nada. Puedes quedarte dentro de casa

si quieres.

-No, me refiero a qué pasa si no quiero que se plante tabaco

en mi finca.

Entonces no miraron a Lusa de soslayo sino de hito en hito.

-Bueno –dijo ella-, ¿por qué plantar más tabaco cuando todo el

mundo intenta dejar de fumar? O deberían intentarlo si todavía no

150
lo han decidido. El gobierno se ha empeñado en conseguirlo, ahora

que todo el mundo sabe que el cáncer mata. Y todo el mundo nos

echa la culpa a nosotros.

Los dos hombres desviaron la mirada hacia la lluvia y los

campos, donde quedaba claro que deseaban estar, con lluvia o sin

lluvia. Se dio cuenta de que se esforzaban por no toquetear los

paquetes de Marlboro que llevaban en el bolsillo de la camisa.

-¿Entonces qué te gustaría plantar? –preguntó Herb finalmente.

-Pues en realidad no lo he pensado. ¿Qué me decís del maíz?

Herb y Big Rickie intercambiaron una sonrisa, como si se

hubieran contado un chiste privado.

-A unos tres dólares la fanega, a eso está –repuso Herb-. A no

ser que te refieras al maíz de engorde, ese vale unos cincuenta

centavos la fanega por aquí. Pero por supuesto tú te refieres al

maíz tierno.

-Por supuesto –respondió Lusa.

-Bueno, vamos a ver. Cole tiene una plantación de tabaco de

dos hectáreas, si plantas maíz tierno, conseguirás unas quinientas

fanegas, quizá seiscientas si la cosecha es buena, aunque por aquí

no abunden mucho. –Herb puso los ojos en blanco mientras contaba

con los dedos-. Unos quince mil dólares. Menos el gasóleo para el

tractor, las semillas y una buena dosis de abono, porque el maíz

necesita mucho. Y algo de suerte para venderlo el día adecuado.

Podrías acabar ganando unos... ochocientos dólares con la cosecha

de maíz.

-Oh, entiendo –Lusa se sonrojó todavía más-. Normalmente

sacamos unos mil doscientos o mil trescientos por el tabaco.

151
-Sí –corroboró Big Rickie-. Más o menos. 3.700 dólares por

media hectárea, menos los gastos del tractor, las simientes y las

sustancias químicas.

-Es con lo que nosotros vivimos.

Lusa lo dijo casi en un susurro, pero las palabras nosotros y

vivimos se quedaron flotando pesadamente en el aire. Las notó

sobre sus hombros como las manos de una matrona descontenta

intentando transmitir su mensaje a un niño egoísta: “Siéntate, se

acabó tu turno”.

Ra-ta-ta-ra-ta-ta-ra-ta-ta. La sección rítmica del abuelo

Landowski iba perdiendo intensidad. Tenía que vaciar los cubos y

volver a colocarlos en su sitio. Deseó que los hombres se

marcharan, que la dejaran apañarse a su manera, por equivocada que

estuviera. Deseaba poder pedir consejo a alguien sin sentir que la

desollaban viva y se burlaban de ella.

-¿Qué otra cosa cultiva la gente por aquí, en terrenos

pequeños en el fondo de una hondonada? ¿De qué se puede vivir,

aparte del tabaco?

Big Rickie se entusiasmó ante la perspectiva de dar malas

noticias.

-Turner Blevins probó con tomates ahí arriba. Le dijeron que

podía conseguir veinte mil dólares por hectárea, lo que no le

dijeron fue que si otros dos tipos del condado intentaban lo mismo

saturarían el mercado. Blevins dio de comer 1.500 kilos de tomates

a sus cerdos y repartió el resto.

-¿Y los otros dos tipos? –preguntó Lusa.

152
-Lo mismo. Los tres perdieron dinero. Uno de ellos estaba tan

convencido de lo de los tomates que se hizo instalar un sistema de

riego de diez mil dólares, eso me dijeron. Ahora ha vuelto a

cultivar tabaco y no hace más que esperar que haya sequía para

utilizar sus flamantes mangueras.

-Pero eso no tiene sentido, que todos perdieran dinero. La

gente consume muchos tomates.

-Pero no todos el mismo día y así es como se recogen los

tomates. Si no consigues venderlos en un plazo de cinco días como

máximo a las tiendas de comestibles, se convierten en comida cara

para cerdos. Y ahí en el quinto pino, ningún exportador te hace

caso hasta estar seguro de que va a llevarse una buena tajada.

Lusa se cruzó de brazos, desesperada ante su profunda

ignorancia.

-El tabaco, sabes, –prosiguió Rickie- se cuelga en el establo

para que se seque y luego se puede quedar ahí colgado el tiempo

que quieras, hasta que sea un buen momento para vender. Es posible

que en este condado sólo se cultive tabaco pero cada una de las

hojas se encienden y se fuman un día del año distinto, en un país

distinto del mundo.

-Figúrate –dijo Lusa con un tono en apariencia sarcástico,

aunque en realidad estaba un tanto sorprendida. Nunca antes le

habían dado esas lecciones tan básicas. En gran medida el valor

del tabaco residía en el hecho de que no caducaba y viajaba sin

problemas.

Permanecieron en silencio unos instantes, los tres con la

mirada perdida en el patio. La lluvia caía sobre las grandes hojas

153
de la catalpa y las aporreaba como las teclas de una máquina de

escribir.

-Tiene que haber algo más con lo que pueda ganar algo de

dinero. Este año hay que cambiar el tejado del establo.

Herb soltó una sonrisita.

-Marihuana. Me han dicho que con eso ganas lo mismo por

hectárea que con los tomates, y hay mercado.

-Ya –dijo Lusa-. Te estás burlando de mí. Bueno, os agradezco

vuestra oferta de plantar este fin de semana pero me gustaría

pensarme lo del tabaco. ¿Podríais conseguir las cajoneras de

Jackie si os lo digo mañana o pasado mañana?

-Supongo que sí. Jackie utiliza el sistema hidropónico. El año

pasado no funcionó demasiado bien pero este año ha cultivado más

de lo que es capaz de asumir.

-Bueno, vale. Entonces ya os lo diré, antes del sábado.

Decidiré qué haré.

-Si deja de llover –puntualizó Herb, no fuera que Lusa pensara

que ella estaba al mando.

-De acuerdo. Y si no, entonces nos hundiremos todos juntos,

¿no? Sacaré lo mismo, o sea nada, del tabaco que no haya cultivado

que vosotros de la cosecha que habéis intentado conseguir. ¡Y

pensad en el tiempo y el dinero que me habré ahorrado!

Herb la miró fijamente. Big Rickie sonrió con la vista

dirigida hacia el garaje.

-Una mujer inteligente, Herb –dijo-. Creo que tiene la actitud

adecuada para dedicarse a la agricultura.

154
-Bueno –dijo Lusa al tiempo que daba una palmada-. Tengo un

cubo lleno de cerezas que se van a pudrir si no las pongo en

conserva hoy mismo. Entonces os llamo el viernes.

Herb se inclinó hacia el borde del porche y miró hacia la

ladera de la montaña en dirección al huerto. Lusa contenía la

respiración, contando los segundos que faltaban para que los dos

se montaran en el camión, encendieran sus cigarrillos y se

marcharan; así podría llorar en la mecedora del porche. Para

hacerles frente necesitaba casi más agallas de las que tenía.

-Me sorprende que hayas conseguido cerezas de esos árboles

este año –declaró Herb-. Con la de arrendajos que hemos tenido. La

primavera pasada vine aquí y me cargué a todos los pájaros por

Cole, pero este año no encontré el momento. Pero de todas formas

has conseguido suficientes cerezas para un pastel o dos, ¿no?

Lusa logró esbozar una especie de sonrisa, con los ojos bien

abiertos y expresión fiera.

-Los milagros existen, Herb.

* * *

Lusa pensó que quien llamaba a la puerta debía de ser Jewel.

Era Jewel sacudiendo el paraguas en el salón delantero (siempre

habían entrado sin llamar, todos ellos, incluso cuando Lusa y Cole

eran recién casados y mantenían relaciones sexuales furtivas por

la tarde), la voz cansina de Jewel diciendo a los niños que se

secaran los pies y colgaran los chubasqueros en el perchero. Luego

atravesaron rápidamente el umbral de la puerta de la cocina, el

155
mayor con una caja de frascos de conserva en la cabeza,

sosteniéndola en equilibrio con ambas manos. Lusa había llamado a

Jewel cuando se quedó sin frascos.

-Entrad –dijo Lusa-. Puedes dejar la caja ahí, sobre la

encimera.

-Dios mío –exclamó Jewel-. ¡Aquí ha habido un asesinato!

Lusa se echó a reír.

-Eso parece, ¿verdad?

El delantal que llevaba y la encimera estaban manchados de la

sangre chillona de cientos de cerezas. El aparato para deshuesar

estaba sujeto a la encimera, bajo la cual había un cubo lleno de

huesos oscuros y brillantes como los restos de un matadero. Se

había sentido aliviada cuando Jewel se ofreció por teléfono a

venir a ayudarla a acabar de preparar las conservas. Lusa era

capaz de reconocer objetivamente, aunque sin sentirlo de verdad,

que necesitaba compañía o se volvería loca.

Y allí estaba su cuñada con la mano en la boca, mortificada

por la metedura de pata, una broma sobre la muerte. Lusa esperaba

una compañía más fortalecedora que aquélla.

-No te preocupes, Jewel. Ya sé que Cole está muerto.

-Bueno, es que... qué tonta soy. Lo he dicho sin pensar. –

Estaba angustiada.

Lusa se encogió de hombros.

-No es que vayas precisamente a recordarme algo que haya

olvidado.

Jewel permaneció unos minutos más tapándose la boca con la

mano y con los ojos llenos de lágrimas, observando a Lusa,

156
mientras su hijo de diez años circunnavegaba el centro de la

cocina, sosteniendo en equilibrio la caja de cartón con una sola

mano. El niño más pequeño, Lowell, alargó la mano para hacerse con

un puñado de cerezas de la tabla de madera para cortar. Jewel le

dio un manotazo suave para que apartara la mano.

-La gente es espantosa, ¿verdad? –preguntó a Lusa finalmente-.

Sé a qué te refieres. Cuando Shel... –Se calló para ahuyentar a

los niños-. ¡Id a jugar fuera!

-Mamá, ¡está lloviendo a cántaros!

-Llueve mucho, Jewel. Pueden jugar en el porche trasero.

-De acuerdo, el porche trasero, entonces, pero no rompáis

nada.

-Eh, espera una momento, Chris, toma –Lusa puso un puñado de

cerezas en un cuenco de plástico y se lo pasó al mayor-. Si os

aburrís, ahí fuera hay una escoba y un recogedor.

-¿Para barrer?

-¿Tú qué crees, para jugar al hockey? Sí, para barrer.

Jewel esperó a que la puerta se cerrara detrás de ellos antes

de hablar.

-Cuando Shel me dejó, todo el mundo dejó de pronunciar su

nombre o una sola palabra sobre él, como si nunca me hubiera

casado. Pero lo estuvimos, durante varios años, me refiero a

casados. Incluso cuando estábamos saliendo, supongo que me

entiendes. Nos fugamos a Cumberland Falls dos meses antes de la

boda y lo llamamos nuestra luna de miel de prueba. –Durante unos

segundos se miró las manos con una satisfacción remota, la

157
expresión más femenina que Lusa había advertido en Jewel. Se

esfumó rápidamente.

-Te aseguro que es triste –acabó diciendo, con total

naturalidad-. Fingir que parte de mi vida nunca existió.

Empezó a destornillar la abrazadera que sujetaba el antiguo

deshuesador de acero para las cerezas a la encimera. Lusa se había

pasado media hora para resolver el enigma de aquella abrazadera,

pero, claro, el deshuesador había pertenecido a la familia. Jewel

sabría utilizarlo con los ojos cerrados.

-Esta familia es intimidante, eso seguro –manifestó Lusa.

Deseó poder decir lo duro que le resultaba, qué se sentía al vivir

entre personas que habían utilizado sus utensilios de cocina antes

incluso de que ella naciera. Cómo la atacaban al unísono si

intentaba cambiar los muebles de sitio o colgar sus fotos de

familia. Cómo incluso la anciana señora Widener rondaba aquella

cocina y criticaba las recetas de Lusa y se mostraba celosa de sus

sopas.

-Oh, no es sólo la familia –puntualizó Jewel-, es todo el

mundo; es este pueblo. Hace ya cuatro años y todavía veo a gente

en Kroger’s que se cambia de cola para no tener que quedarse allí

ni decirme nada sobre Shel.

Lusa limpió un poco de jugo rojo de la encimera con una

bayeta.

-Lo normal es pensar que al cabo de cuatro años se les podría

ocurrir un tema nuevo.

-Eso sería lo normal. Claro que no es lo mismo que Shel se

marchara y que Cole se haya...

158
-Muerto –añadió Lusa-. Es lo mismo. Por aquí la gente se

comporta como si perder al marido fuera contagioso.

A Lusa le había sorprendido lo rápido que había cambiado su

estatus: ser soltera la convertía en invisible o peligrosa. O

ambos, como un microbio. Lo había percibido incluso en el funeral,

sobre todo entre las más jóvenes, las esposas de su edad que

necesitaban creer que el matrimonio era una condición segura y

definitiva.

-Bueno, por lo menos todo el mundo sabe que no hiciste nada

para ahuyentar a tu marido.

Lusa extrajo un delantal del cajón y pasó la tira del cuello

por la cabeza de Jewel antes de darle la vuelta para anudarle la

parte posterior.

-¿Y tú sí? Sabe Dios que la agricultura de subsistencia es una

vida de la que a cualquiera le gustaría escapar. Yo pensé en dejar

a Cole cientos de veces. No por él, por todo.

-Cielos, lo sé, es un suplicio –declaró Jewel, aunque justo

entonces las dos vieron por la ventana de la cocina una celinda

empapada e hinchada en plena floración en el patio trasero... y

era hermosa.

Lusa volvió a coger la bayeta.

-No se te ocurra decirle a tus hermanas que había pensado

dejar a Cole. Me cortarían en pedacitos y esconderían los trozos

en tarros de conserva.

Jewel se echó a reír.

-Cualquiera que te oiga pensará que somos unas brujas,

querida. –Se puso una manopla para el horno y levantó la enorme

159
tapa plana del recipiente para enlatar al baño maría; la sostuvo

en el aire como si fuera un platillo-. ¿Quieres que ponga los

tarros a esterilizar?

-Adelante. ¿Cuánto crees que tengo, unos ocho kilos?

Jewel evaluó el montículo de cerezas deshuesadas que había

sobre la tabla de cortar manchada y Lusa se dio cuenta de que

estaba calculando mentalmente. No sin cierto disgusto Lusa

comprendió que había aceptado la opinión familiar de que Jewel era

una niña y no una mujer por la sencilla razón de que no tenía un

hombre a su lado.

-¿Qué vas a hacer, conservas, miel o relleno para pastel?

-Conservas, supongo, si no me quedo sin azúcar. Ya he hecho

ocho kilos.

-¿De conservas?

Lusa se sintió ridícula.

-Es mucho, lo sé. Cuando estaba subida a la escalera ahí

fuera, junto al árbol, me sentía orgullosa de mí misma por llenar

cubos. Y ahora no sé qué hacer con tanta cereza.

-Oh, no, te alegrarás de tener esa mermelada. ¿Son las cerezas

dulces, verdad? Las de ese árbol de tronco doble que está por

encima de los manzanos. Vaya, esas cerezas son las mejores. Papá

debió de plantar ese cerezo antes de casarse con mamá. Ya era

grande cuando nosotros éramos pequeños.

-¿De veras? –Lusa sintió en el vientre la conocida punzada de

culpabilidad por ser ahora la dueña del árbol que Jewel había

aprendido a querer.

160
-Sí. Siempre decían que le alcanzó un rayo el invierno en que

nació Cole. Así es como se partió en dos, por el rayo.

Un rayo y un camión plegado, dos sucesos inesperados que

limitaban una vida; Lusa sabía lo lejos que podía llegar en su

mente, así que se obligó a frenarse. Se entretuvo pensando en la

edad que Jewel tendría el invierno en que nació Cole, si había

crecido jugando con él o cuidándolo. Nunca le había preguntado

esas cosas sobre sus hermanas. Sencillamente, había imaginado que

tendría tiempo de sobra para desentrañar todo aquello.

Jewel debió de notar su melancolía ya que le habló con voz

animada.

-Ocho kilos son conservas suficientes. Podemos enlatar el

resto para rellenar pasteles.

-No me imagino haciendo pasteles, sólo para mí. No parece que

nadie quiera venir a cenar aquí.

-Mary Edna fue muy dura contigo por eso. No tenía ningún

motivo para ponerse tan arrogante. Emaline está de acuerdo

conmigo, me lo dijo. A las dos nos gustaría poder celebrar el día

de Acción de Gracias aquí, en la casa.

Todas esas ideas flotaban en la cabeza de Lusa. Nunca había

imaginado que tenía aliados, ni mucho menos el apoyo de una

facción. ¿Cómo había llegado hasta allí, varada en una familia sin

ton ni son? De repente se sintió tan abrumada por el dolor que

tuvo que desplomarse en una silla y reclinar la cabeza sobre la

mesa. Jewel la dejó estar. Lusa oía los tarros tintineando entre

sí, asentándose en el agua hirviendo. Al final Jewel susurró:

-Creo que tienes unos seis kilos todavía, no más.

161
-Siguen siendo un montón de conservas.

-Pues entonces hagamos relleno para pastel. Y si todavía

sobran, hacemos unos pasteles hoy mismo. Haces la mejor masa que

he probado en mi vida, mejor que la de mamá, aunque me duela

reconocerlo.

-Cielos, no lo digas muy alto. Tu madre visita esta cocina a

menudo. Solía quedarse ahí de pie provocando peleas entre Cole y

yo.

Jewel la miró con una consternación fingida.

-¿Y por qué iba mamá a hacer algo así?

-Lo típico, celos territoriales.

Los niños irrumpieron en la cocina por la puerta mosquitera,

precedidos por el cuenco vacío como un par de mendigos

colaboradores. Sin embargo, en cuanto Lusa lo volvió a llenar, la

necesidad dio paso al instinto de posesión y empezaron a pelearse.

-¡Eh, Chris no me quiere dar! –bramó Lowell.

-Dios mío, en esta cocina no es que escaseen las cerezas

precisamente. Ven, te daré un cuenco para ti. –Lusa se encargó de

encontrar otro del mismo tamaño y lo llenó igual que el otro.

Cuando se marcharon de nuevo al porche trasero, se sintió

orgullosa por haberles dado una satisfacción, por pequeña que

fuera. Los niños no eran lo suyo. Eso era lo que siempre le había

dicho a Cole, que los bebés la ponían nerviosa. Sin embargo, desde

que se había trasladado a la casa, había visto que la indulgencia

de la desesperación adulta podía ceder ante las necesidades de los

más pequeños.

162
-Unos cinco kilos y medio, como iba diciendo –rió Jewel-.

Disculpa que tenga cerdos en vez de hijos.

-Creo que podré soportar la pérdida. –Lusa se sentó a la mesa

de nuevo, frente al ejército de tarros que ya había llenado hoy,

como soldaditos de cristal rellenos con sus órganos de color rojo

brillante. ¿Quién se comería todo aquello? Cuando se marchara, ¿se

llevaría las conservas a Lexington en un camión?

-¿Por qué hago todo esto? –preguntó de repente con voz sorda y

dura.

Jewel se colocó detrás de ella al instante y le frotó los

hombros.

-Para más adelante –se limitó a decir.

-No se si viviré tanto.

-¿Qué demonios quieres decir con eso?

-Nada –respondió Lusa-. Es que no me imagino el “más

adelante”. Pasar toda una vida inútil en esta cocina cocinando

para nadie.

-Ojalá hicieras un pastel para mis hijos de vez en cuando.

Cuando llego a casa del trabajo estoy tan cansada que

prácticamente les doy cualquier cosa en un panecillo.

Lusa se preguntó si era una petición verdadera o un intento de

redimir su vida vacía.

-Podría hacer un pastel y traéroslo de vez en cuando.

Jewel se sentó al tiempo que se apartaba una hebra de pelo de

color grisáceo de los ojos.

163
-Lo que quería pedirte no es eso. No sé si pedírtelo es... en

fin... de buena educación. Pero ¿podrían venir aquí y cenar

contigo de vez en cuando?

Lusa escudriñó el rostro de su cuñada. Qué cansada parecía. La

petición era sincera.

-Pues claro, tú también, Jewel, si no te apetece cocinar. Me

irá bien tener compañía.

-¿Pero aunque yo no viniera?

-¿Por si tuvieras que hacer el último turno en Kroger’s? Sabes

que me lo puedes pedir cuando quieras. Me encantaría ayudarte.

-¿Entonces te da igual tener a los niños aquí de vez en

cuando?

Lusa sonrió.

-Claro que no. -Había tardado un año en aprender que cuando la

gente de la montaña decía “me da igual” querían decir lo contrario

a lo que ella pensaba. Significaba “no me molesta”.

Jewel la miró fijamente, con una mezcla de timidez y osadía.

-Pero dicen que vas a volver a Lexington muy pronto.

-¿Quién lo dice?

Jewel se encogió de hombros.

-No me sorprendería que te marcharas. Lo único que quiero

decir es que te echaré de menos.

Lusa respiró hondo.

-¿Te quedarías tú la casa y las tierras?

-Oh, no. Supongo que pasarían a manos de Mary Edna. Es la

mayor. Yo ni siquiera tengo a un hombre para trabajarla.

-Así que Mary Edna quiere la finca.

164
-Es tuya, querida, podrías venderla o hacer con ella lo que

quisieras. Cole no dejó testamento, así que la heredas tú. Ella

dijo que ahora existe una ley, una estatua de sucesión o algo así

por la que la familia podría recuperar una finca, pero ahora pasa

a la mujer.

Lusa sintió que la adrenalina le subía por las extremidades.

Sólo podía haber un motivo por el que Jewel supiera de la

existencia de “estatuas de sucesión”: estaban consultando a

abogados.

-Todavía no he decidido nada –dijo-. No he podido sentarme a

pensar tranquilamente desde que ocurrió todo.

-Yo te veo bien, querida.

Lusa miró a Jewel, deseosa por confiar en su palabra pero

sabiendo que no podía. Se sentía consternada por las complejidades

de las cosas más sencillas, una conversación con una hermana, no

la suya, en una cocina, que tampoco era suya.

-Probablemente penséis que no me porto como una buena viuda –

dijo sorprendida por el enojo que sentía en el pecho.

Jewel empezó a protestar pero Lusa negó con la cabeza.

-Me ves tirando, haciendo conservas de cerezas como si todo

fuera normal. Pero cuando no hay nadie aquí, a veces tengo que

tumbarme en el suelo y esforzarme por seguir respirando. ¿Qué se

supone que debo hacer, Jewel? Tengo veintiocho años. Nunca he sido

viuda. ¿Cómo se comportan las viudas?

Jewel no le ofreció ningún consejo. Lusa cogió uno de los

tarros de gelatina y contempló su color rojo rubí, ese color

165
orgulloso e intenso que sabía que le gustaba, en teoría, pero de

cuya belleza no podía disfrutar en ese momento.

-Crecí en una familia en la que el sufrimiento se mantenía en

silencio –explicó-. Mi padre es un hombre que lo ha perdido todo:

la tierra de su familia, a su propio padre, la fe y ahora la

compañía de su mujer. Todo por razones injustas. Pero ha seguido

trabajando, toda su vida. Yo siempre fui más quejica, pero estoy

aprendiendo a sufrir en silencio. Parece que es la única forma

madura de enfrentarse a la brutalidad que me ha ocurrido.

Jewel tenía los ojos tan parecidos a los de Cole, tan serios y

de un azul tan perfecto, que Lusa tuvo que apartar la mirada.

-Quizá parezca que lo llevo bien, pero no sé si voy o vengo.

Quien te habló de mis planes sabe más que yo.

Jewel se llevó la mano a la boca, una costumbre fruto del

nerviosismo, al parecer.

-No es asunto mío pero no tenía ningún seguro de vida, ¿no?

Lusa negó con la cabeza.

-Cole no tenía pensado morir este año. Habíamos hablado de lo

del seguro pero, como no nos sobraba el dinero, parecía un pago

extra que no necesitábamos. Pensamos que quizá lo contrataríamos

cuando tuviéramos hijos o algo así.

-Quiero que sepas una cosa. Mary Edna y Herb podrían ayudarte

a pagar el entierro. Yo si pudiera también te ayudaría, pero ellos

sí pueden. A Herb y a su hermano les va bien en la granja lechera

de la Seis. Es la tierra de la familia de Herb, ya está pagada.

Así que ahora mismo están bien situados.

166
-Puedo hacerme cargo del entierro, de hecho ya está pagado.

Eran nuestros ahorros. Mary Edna no se ofreció y yo no iba a

pedirle el dinero...

-El ladrido de Mary Edna es mucho peor que sus mordiscos.

-No se trata de eso. Ya sabes por qué. No soy tonta, Jewel, sé

lo que dice todo el mundo: estoy aquí viviendo en la casa en la

que crecisteis, en la tierra de tu familia. En la casa de los

Widener y ya no la habita ningún Widener. ¿Crees que me sentiría a

gusto pidiéndole algo a tu familia?

Jewel la miró con expresión extraña.

-¿Es verdad eso? Lois me dijo que... que recuperarías tu

nombre de soltera.

-¿Cómo? No, nunca he... –Lusa se preguntó hasta qué extremo

llegaban los malentendidos y si alguno de ellos podría ser

esclarecido con el tiempo.

-Bueno, de todos modos –dijo Jewel-, tener una casa y unas

tierras no es lo mismo que tener dinero.

-Dímelo a mí. Cuando oigo a la gente insinuando que soy una

cazafortunas, me entran ganas de publicar todas mis deudas en el

periódico. Tengo que techar el establo antes del invierno y la

casa también probablemente el año que viene o el otro. Y pasa algo

con el depósito de agua, cualquier día me levanto y no tengo agua.

¿Qué más? Oh, sí, el flamante Kubota nuevo de Cole, veintidós mil

dólares, que no acabaré de pagar hasta dentro de cuatro años.

-No sabía que había comprado el tractor a plazos.

¿Acaso Jewel había venido a espiar? ¿Qué más daba si sabían

que estaba en la ruina? Daba igual, decidió Lusa.

167
-Él no quería pero necesitábamos un tractor y se merecía uno

nuevo. Me parece que ese John Deere de tu padre tenía más años que

Cole. Se pasó toda la vida haciéndole apaños, manteniendo las

piezas juntas con cordel de empacar y alambre de cercar.

-Ahora que lo dices ese tractor sí que era más viejo que Cole.

-Y ahora tengo que pagar a alguien que siegue el heno y lo

guarde en el establo y arregle los cercados y reúna a las vacas

cuando pasan a la finca del vecino y se ocupe de la empacadora,

que se estropea cada dos por tres. Y que se encargue de los cerdos

y de la segadora portátil, ¿o se supone que tengo que aprender a

hacer todo eso? Y seguro que hay otros gastos, todavía no sé lo

que me va a caer encima.

-Dios mío, Dios mío –dijo Jewel dulcemente. Tenía el rostro

más entristecido que Lusa había visto en una larga serie de días

tristes. Su frente estaba surcada de arrugas y tenía los ojos de

una mujer mayor. De cerca parecía mucho mayor de lo que Lusa creía

que era.

-Ningún hombre para trabajarla –resumió Lusa-. Como bien has

dicho.

-Herb y Big Rickie te ayudarán.

-Oh, han estado aquí. Supongo que ahora son los que mandan en

la finca. El cadáver de Cole ni siquiera se ha enfriado del todo y

yo ya no pinto nada.

-¿A qué te refieres?

-Bueno, necesito ayuda, eso está claro. Pero, insisto, ayuda.

No estaría mal que me consultaran, en vez de que me mangoneen como

si fuera una niña. ¿A ti te hacen lo mismo?

168
-No tienen nada que tratar conmigo. Ni siquiera tengo flores

plantadas. Doy gracias a Dios por el trabajo en Kroger’s y le pido

que un rayo parta a Shel si el cheque para los niños deja de

llegar.

-¿Y Emaline y Frank?

-En teoría Emaline y Frank han dejado la agricultura

definitivamente y creo que están contentos de ir a trabajar a la

fábrica en vez de al campo.

-Pero en el funeral oí que Frank se quejaba de perder el

arrendamiento del tabaco. Y se queja de tener que desplazarse

todos los días a Leesport.

-Frank se quejaría hasta de que la luna lo mirara mal. En

Toyota gana mucho dinero y le gusta que todo el mundo lo sepa.

-Entonces ¿quién sigue viviendo del campo, sólo Lois y Big

Rickie? ¿Y Herb? ¿Cómo puede ser que viva entre todos vosotros y

no sepa qué hacéis?

-Pues porque todavía no es definitivo, por eso. La mitad del

tiempo Hannie-Mavis y Joel dan en arriendo su tierra a un gran

agricultor de Roanoke, igual que Herb. Luego al año siguiente la

cultivan ellos. Pero Lois y Big Rickie siempre cultivan su tabaco,

unas dos hectáreas. Quizá no lo sepas, pero él y Joel también

tienen tierra arrendada por todo el condado para el ganado vacuno.

Big Rickie lleva el campo en la sangre.

Las dos mujeres dieron un respingo al oír un estrépito de

cristales rotos en el porche. Lusa se disponía a salir por la

puerta pero Jewel la detuvo, con unas tenacillas.

169
-Saca los tarros de la conservera y hierve el almíbar.

Enseguida vuelvo.

Lusa oyó a Jewel regañando a los niños mientras estos lloraban

o gimoteaban en el porche. Se acercó de puntillas a mirar por la

ventana grande del fregadero.

-Jewel –dijo-, si son esos tarros de judías verdes, me alegro.

Llevan ahí fuera desde que vine aquí.

No hubo respuesta y desde aquel ángulo no veía a Jewel ni a

los niños pero oyó una bofetada y un gemido.

-Esa no es forma de tratar a tu hermano pequeño –oyó que decía

Jewel-. Si sigues así mañana te pongo un vestido. Y va en serio.

Lusa frunció el ceño y se volvió hacia los fogones. Midió e

introdujo azúcar y agua caliente en la olla, con la esperanza de

que tres cuartos de almíbar fuera suficiente para cubrir cinco

kilos de cerezas sin cocer. Debería añadir algo ácido para bajar

el pH, para enlatar, pero no tenía jugo de limón. ¿Serviría el

vinagre? Añadió una cucharada, a ojo, y acto seguido cogió las

tenacillas para levantar los tarros esterilizados al baño maría.

Los puso en fila sobre la encimera: eran como un montón de

polluelos con la boca abierta esperando que les dieran de comer.

-Eran las judías verdes –Jewel exhaló un suspiro antes de

entrar-. He recogido todos los cristales. Les he dicho que limpien

el resto y lo tiren junto al arroyo y que luego vayan a jugar al

establo o algo así. Me da igual que llueva, seguro que no se

derretirán.

170
-Da lo mismo, de verdad. Me alegro por lo de las judías. Me

daba miedo comérmelas y no me atrevía a regalarlas. Con la suerte

que tengo últimamente, igual mato a alguien de botulismo.

Jewel extendió la mano bajo el fregadero para vaciar el

recogedor con los cristales rotos en el cubo de la basura, que

resonaron como si fueran un móvil mecido por el viento.

-Me va a matar, si es que no la mato yo antes. Lowell es de

armas tomar pero todavía es pequeño. Crystal Gail es otro cantar.

Ya va siendo hora de que supere esta etapa, porque está igual

desde el día en que nació. ¿Qué ocurre?

Lusa advirtió que debía de tener una expresión confusa que

resultaba cómica.

-¿Crystal?

-Crys. ¡Oh! –Jewel se echó a reír, agitando la mano-. Pensabas

que era un niño. Tú y todos los demás. Cuando empezó a ir al

jardín de infancia, la maestra no la dejó entrar en el servicio de

niñas hasta que me presenté con su partida de nacimiento.

-Oh.

Jewel estaba seria.

-No te creas que es por lo de Shel, por eso de que a los niños

les afecta la separación de los padres. Ella siempre ha sido así.

-No tengo ningún juicio que emitir al respecto, Jewel, es que

no me había dado cuenta.

-Ni te imaginas. Ha sido así desde que era bebé. Su primera

palabra fue “no” y la segunda “vestido”. Vestido no. Muñecas no,

lazos para el pelo, no. Acepté lo del corte de pelo porque se lo

cortaba ella sola y temía que se acabara sacando los ojos.

171
Jewel parecía tan vulnerable que Lusa le veía las venas a

través de la piel. Quería abrazarla, confiar en ella por completo.

-No importa –dijo-. Me alegro de que me lo hayas dicho para no

seguir utilizando el pronombre equivocado. No puedo creerme que

conozca a la niña desde hace un año y nadie me lo haya aclarado.

-Tú y Cole sólo teníais ojos el uno para el otro, querida. No

veníais mucho a las celebraciones familiares y, en caso de que

vinierais, no era para mirar a mi loca hija con problemas.

-Ay –exclamó Lusa cuando se quemó un poco la mano con el borde

de un tarro-. No está loca, no te creas eso. Yo no me preocuparía.

-Si fueras su madre sí que te preocuparías. Enfermarías de

preocupación. Ella es parte del motivo por el que Shel se marchó.

Él me culpaba, oh, cielos, no dejaba de culparme. Decía que la

estaba convirtiendo en una homosexual por dejarla llevar vaqueros

y cortarle el pelo así. Y quizá tuviera razón. Pero esa no era mi

intención. Me hubiera gustado verle a él intentando ponerle un

vestido. Eso es lo que yo le decía: ¡intenta ponerle medias a un

gato!

Jewel y Lusa se miraron la una a la otra y se echaron a reír.

-Y además –preguntó Jewel con cierta timidez-, ¿un homosexual

no es un hombre?

-Jewel, no es más que una niña poco femenina. Yo era igualita

cuando tenía su edad.

-¿De veras? Pero si eres muy guapa, ¡y sabes cocinar!

Lusa se sintió extrañamente halagada, si bien era consciente

de que la conversión no giraba en torno a ella.

172
-Tenías que haberme visto. Tenía las rodillas siempre

despellejadas, cogía insectos y de mayor quería ser granjera.

-Si lo hubieras sabido...

-El almíbar está hirviendo.

-¿Pones unas gotitas de vinagre o no? Oh, sí, lo huelo. Toma,

sostén el embudo sobre los tarros y yo verteré... ¿dónde está el

cucharón?

Jewel sabía exactamente dónde estaba el cucharón, así como los

demás utensilios de esa cocina. La pregunta era una muestra de

respeto. Lusa extrajo el cucharón del cajón y lo cerró con la

cadera, sintiéndose sumamente agradecida.

-Crystal es bonito. El nombre, quiero decir.

Jewel negó con la cabeza.

-No le pega. Ella se parece a Beaver Cleaver21.

Lusa sonrió.

-Meeseh maydel, shayneh dame –dijo, la promesa de su abuela,

que al final se había convertido en realidad, por si sirviera de

algo.

-¿Cómo?

-“Los patitos feos se convierten en cisnes”. –Lusa volvió a

sentirse frustrada: aquella no era realmente su intención,

prometerle que Crys sería heterosexual y femenina, porque quizá no

lo fuera. Su objetivo era decirle que la alternativa también era

buena. Sin embargo, Lusa no se imaginaba hablando de ese tipo de

cosas con Jewel-. A lo mejor no intenta comportarse como un chico

–se aventuró a decir-, sino que es su manera de ser ella misma.


21
Beaver Cleaver es el protagonista de una famosa serie de televisión (“Leave It To Beaver”) que se emitió entre 1957 y
1963 en EE.UU. Beaver era un niño pecoso de ocho años que siempre tramaba alguna travesura.

173
-Bueno, dejemos el tema. Crys es Crys. Cuéntame por qué estás

enfadada con Big Rickie y Herb.

Lusa vertió cuatro tazas de cerezas en cada frasco y luego

sostuvo el embudo por encima de la abertura mientras Jewel las

cubría con almíbar hirviente.

-No estoy loca, no son imaginaciones mías. Bueno quizá esté

loca pero no debería estarlo. Sé que lo hacen con buena intención.

-Sí, pero, ¿qué han hecho?

-Han venido esta mañana para informarme de que van a plantar

mi tabaco el sábado.

-¿Y?

-Pues que yo no quiero cultivar tabaco.

-¿Ah, no? ¿Por qué no?

-Oh, supongo que estoy haciendo el tonto. ¿Qué se yo de

economía agrícola? Pero la mitad del mundo se muere de hambre,

Jewel, estamos en una de las tierras más ricas del planeta y

¿tengo que cultivar drogas en vez de comida? Me siento hipócrita.

Le insistí a Cole para que dejara de fumar todos los días que

estuvimos casados.

-Bueno, querida, pero no le has pedido al mundo entero que

deje de fumar. Y, por cierto, tampoco serviría de nada.

-Lo sé. Es el único cultivo solvente de por aquí con el que se

puede ganar lo suficiente para vivir de un campo de dos hectáreas,

en un condado cuyo 95% es demasiado empinado para la agricultura.

Sé por qué todo el mundo en el extremo de tres condados cultiva

tabaco. Porque saben perfectamente que el valle va a quedar

abandonado cualquier día.

174
-Están atrapados.

-Están atrapados.

Jewel hizo una pausa entre tarro y tarro y señaló con el

cucharón hacia la ventana trasera, la que enfrentaba Bitter Hollow

hacia la montaña.

-Tú tienes madera.

Lusa negó con la cabeza.

-No podría talar esa hondonada.

-Pero si quisieras sí. Esa hondonada se prolonga más o menos

un kilómetro hasta llegar a la zona del Parque Nacional. Antes

pensábamos que esos bosques seguían eternamente.

-No pienso cortar esos árboles. Me da igual si hay madera por

valor de cien mil dólares detrás de esta granja, no la voy a

vender. Es lo que más me gusta de este lugar.

-El qué, ¿los árboles?

-Los árboles, las polillas. Los zorros, todos los seres vivos

que hay aquí. También representan la infancia de Cole. Y la tuya y

la de tus hermanas.

-Eso es cierto. Cole era quien más lo apreciaba.

-¿Ah, sí? Siempre se comporta... se comportaba... como si los

bosques y los zarzales fueran su enemigo más acérrimo.

-Bueno, el campo, ya sabes, es muy sacrificado.

-Sí. Y por aquí es sinónimo de tabaco, supongo, si quiero

conservar la granja. Ojalá pudiera ser la persona que encuentra la

solución en esta especie de encerrona.

Jewel sonrió.

-Tú y Cole. Él solía decirlo.

175
-¿El qué?

-Que sería el primero de este condado en forrarse con algo que

no fuera el tabaco.

-¿Cuándo dijo eso?

-Oh, a los dieciséis años, quizá. Futuros Agricultores de

América y estrella del rugby en el instituto, menuda mezcla.

Demasiado preocupado por su buen aspecto como para fumar un

cigarrillo, fíjate, o para cultivar el tabaco ordinario de

siempre. Iba a comerse el mundo. Probó con los pimientos rojos un

año y con pepinos al siguiente, al otro fueron patatas.

-Pues nunca me lo dijo.

-Pues te lo estoy diciendo yo. Aquí mismo en el campo del

valle de papá. Todos los años, fuera lo que fuera, fracasaba y se

fue tragando el orgullo poco a poco. En esos tres años maduró, de

soñador a agricultor. Dejó de lado las quimeras y empezó a fumar.

Lusa negó con la cabeza.

-Me cuesta imaginarlo. Sé que Cole era enérgico pero nunca

hubiera dicho que pudiera ser... pues... ¿un iluso? –Se echó a

reír-. Además, me imaginaba que había nacido con el cigarrillo en

la boca. Como un pez, estaba enganchado.

-No, recuerdo que me sorprendió verlo fumando con los hombres

en el velatorio de mamá. Fue más o menos entonces, cuando murió

mamá. Al año siguiente, papá vació y limpió el establo y puso la

granja a nombre de Cole, y luego también se murió. Parecía que

podía confiar en que Cole ya era todo un hombre. Podría hacer

frente a cualquier cosa, después de los pimientos rojos, los

pepinos y las patatas.

176
Excepto una columna de dirección atravesándole la caja

torácica, pensó Lusa morbosamente, consciente de cómo la

autocompasión asomaba la nariz en todo tipo de conversación, como

un perro pesado. Le costaba una barbaridad apartar a Cole de sus

pensamientos aunque sólo fuera por unos instantes. Y aun así la

gente seguía diciendo: “No quería recordártelo...”

-¿Qué pasó con las patatas? –se obligó a preguntar Lusa-.

Parece un cultivo rentable. Rinden mucho, son fáciles de

transportar y se puede extender la cosecha.

-Fue de lo más extraño. Dijeron que le sería rentable si

conseguía venderlas a la fábrica de patatas fritas de Knoxville.

Pero cuando las llevó, no salió bien. Preferían las patatas de

Idaho. Las que crecen aquí tienen demasiado azúcar. Hace que no se

puedan cortar rectas y se quemen por los bordes.

-¿Demasiado azúcar?

-Eso es lo que dijeron. La tierra de esta hondonada es

demasiado fértil. Me refiero a que son patatas buenas pero no lo

suficiente para el mercado.

-Jewel, mi vida parece una canción country: “Mi tejado se

hunde, mi tierra es demasiado empinada para ararla y mis patatas

tienen demasiado azúcar”.

-¡A mover el trasero! –Jewel sorprendió a Lusa azotándola con

un trapo de cocina-. ¡Venga, vamos a limpiar todo esto! No te vas

a morir de hambre, Loretta Lynn22.

Jewel apiló lo que había por lavar y lo llevó al fregadero

mientras Lusa introducía las manos en el agua jabonosa, tan

22
Famosa cantante de country de los años sesenta y setenta. (N. de los T.)

177
caliente que le escocía la piel. El escozor parecía un castigo que

suprimiría el dolor de su pecho. La lluvia había ganado fuerza y

empezado a martillear ligeramente el tejado de hojalata, a

interpretar la música de Zayda Landowski. Ayer había sido el

aniversario de su boda, lo cual nadie había mencionado en todo el

día, pero Zayda la había agasajado toda la lluviosa noche

interpretando melodías klezmer con el clarinete, la boda judía que

nunca celebró. Ella y Cole habían celebrado una pequeña ceremonia

en el jardín de Hunt Morgan, en Lexington, al aire libre, para

eludir el tema de la religión. A Cole le había parecido bien. No

era devoto como sus hermanas.

-Jewel, quiero decirte una cosa. Deja que te lo diga. Quería a

mi marido.

-Pues claro que sí.

En su interior, Lusa imaginó el campo de la zona de abajo, en

la época en que Cole se dispuso a hacerlo suyo: un mar ondeante de

hojas meciéndose ligeramente con la brisa, las campanas rojas de

los pimientos madurando, un joven caminando entre ellos del mismo

modo que se internaría en un lago. Cole a los diecinueve años. Un

hombre que nunca había conocido.

-Quizá nunca tuvimos la oportunidad de compenetrarnos del

todo. Vosotros todavía pensáis que no sé quién era realmente, pero

lo sabía, lo sé. Hablábamos mucho; me contó cosas increíbles.

Pocos días antes de morir me contó algo sorprendente.

Jewel alzó la mirada.

-¿Qué? ¿Puedo saberlo?

178
Lusa cruzó los brazos sobre el estómago al tiempo que contenía

el aliento, transportada por el recuerdo del aroma de la

madreselva en un campo. Como una mariposa de luz, aquí estoy, aquí

estamos. Lanzó una mirada a Jewel.

-Lo siento, para ti no tendría ningún sentido. Es algo que no

sé expresar con palabras.

-Bueno –dijo Jewel, apartando la vista. Lusa se percató de que

se había llevado una desilusión. Pensaba que Lusa le ocultaba algo

importante, una parte de su hermano que ayudaría a recuperarlo.

-No importa. Lo siento, Jewel, pero es algo que ahora no

importa. Sólo que congeniábamos, seguro. Igual que tú y Shel al

comienzo. Aunque ahora todo el mundo haya contaminado la relación

empezando por el mal final y yendo hacia atrás.

Jewel se pasó la bayeta de una mano a la otra mientras

escudriñaba a Lusa.

-Nadie ha dicho que no lo quisieras.

-Nadie cree que lo ha dicho. –Notó la mirada de Jewel clavada

en ella pero no alzó la vista. Se volvió hacia el fregadero, se

inclinó hacia la pegajosa olla de las conservas y la restregó con

fuerza para evitar echarse a llorar o a gritar. Todo su cuerpo le

palpitaba por el esfuerzo.

-Dios mío, querida. ¿Por qué dices eso?

-Eso de querer volver a usar el nombre de soltera, por

ejemplo. ¿Mi marido todavía está caliente en la tumba y ya he

corrido al juzgado a borrar su nombre de la escritura de la granja

de vuestra familia? Qué mala leche. ¿Qué tipo de mentira

malintencionada es esa y quién se la ha inventado?

179
Jewel vaciló.

-Lois vio tu firma en un papel de la funeraria.

Lois, la de la voz ronca, pensó con dureza, imaginando esa

cara larga constantemente fruncida por la preocupación de que

alguien se llevara su tajada.

-Siempre he utilizado el mismo nombre, antes, durante y

después de Cole. Lusa Maluf Landowski. Mi madre es palestina y mi

padre es polaco judío, y nunca, antes de venir aquí, pensé que

fuera algo de lo que avergonzarse. Es mi nombre desde que nací.

Nunca he oído pronunciarlo a nadie de tu familia. ¿Hablas de hacer

desaparecer a alguien? ¿Crees que corrieron un tupido velo sobre

el recuerdo de Shel? ¡Intenta vivir en una familia que ni siquiera

se molesta en aprender tu nombre!

Ella y Jewel se miraron parpadeando, igualmente sorprendidas.

-Nadie lo hizo con mala intención, querida. Aquí es normal

llevar el nombre del marido. Somos gente de campo, con costumbres

de campo.

-A mí nunca me pareció una costumbre así que no lo hicimos.

Por todos los santos, Jewel, ¿de verdad os creíais que llevaría su

nombre y luego lo rechazaría, una semana después de su muerte?

¿Una oportunista, que borra vuestro apellido y os roba la casa,

así es como me veis?

Jewel se había llevado la mano a la boca y tenía los ojos

llenos de lágrimas; estaban en el punto donde habían empezado.

Lusa le había levantado la voz a esa mujer tímida que,

probablemente, fuera lo más cercano a una amiga en la familia o en

el condado. Jewel negó con la cabeza y le tendió los brazos a

180
Lusa, quien se dejó abrazar con torpeza. El cuerpo de Jewel se

notaba huesudo y ligero como el de un pájaro bajo el delantal,

como si fuera todo plumas y latidos de corazón.

Permanecieron abrazadas unos minutos, balanceándose a un lado

y a otro.

-No me hagas caso –rectificó Lusa-. Estoy perdiendo la cabeza.

Aquí hay fantasmas. En esta cocina hay uno que provoca peleas.

Por encima del hombro de Jewel veía claramente el pasillo y, a

través del cristal antiguo ondulado de la puerta frontal, el

exterior, el patio y el prado delantero. La lluvia nunca

terminará, pensó. Veía la formación de otra tormenta que se

avecinaba: las hojas del tulipero que crecía junto al establo

temblaban y rotaban sobre cien ejes distintos, como un árbol lleno

de molinillos. Bajo el mismo, Lowell y Cristal orbitaban el corral

en la oscuridad, con la ropa empapada, riendo y galopando sobre un

par de caballos invisibles, viajando en círculos bajo el aguacero

infinito como si, para ellos, el tiempo se hubiera detenido o no

hubiera comenzado todavía.

181
{9}

Castaños viejos

Garnett estaba de pie admirando el lateral del establo. En el

transcurso de un siglo los tablones de castaño sin pintar se

habían convertido en una masa gris intensa y moteada, interrumpida

tan sólo por unas vetas de liquen de color naranja y verde lima

que alegraban la madera con largas franjas verticales allí donde

la humedad se escurría del tejado de hojalata galvanizado.

Los fantasmas de esos castaños viejos le rondaban, el gran

vacío que su extinción había dejado en el mundo y, por tanto,

Garnett hacía eso de vez en cuando, como ir al cementerio a

visitar a los parientes muertos: admiraba la madera de castaño. Se

tomaba su tiempo a fin de honrar y elogiar su color, su veteado y

su capacidad milagrosa para soportar décadas de inclemencias

atmosféricas sin necesidad de someterse a ningún tratamiento de

presión o insecticidas. Por qué y cómo, exactamente, nadie lo

sabía. No existía ninguna otra madera comparable. Lo único que

podía hacer el hombre era dar gracias al Señor por haber honrado

la tierra con el castaño americano, esa fuente majestuosa y de

ancha copa de frutos secos, sombra y madera duradera. Garnett

todavía recordaba la época en que los castaños eran tan frondosos

en la cima de las montañas de ese condado que, en primavera,

cuando los doseles forestales florecían, parecían picos coronados

de nieve. Las familias vivían todo el invierno de los sacos de

arpillera con castañas que almacenaban en los sótanos de los

182
graneros, los jamones de los cerdos que habían engordado a base de

castañas y del dinero que habían ganado vendiendo esos frutos

junto al vagón de tren que iba de Filadelfia a la ciudad de Nueva

York, donde la gente de otras nacionalidades y tendencias

religiosas las asaban para venderlas en las esquinas. Imaginaba

que las ciudades estaban pobladas por ese tipo de gente, la que se

encorvaba sobre el carbón comprado para asar castañas cuyos

orígenes desconocían con exactitud. Por el contrario, a Garnett le

gustaba pensar en sus antepasados como gentes de castaño. Los

Walker habían construido sus cabañas con troncos de castaño, hasta

que tuvieron hijos y un aserrador para serrar y cepillar los

árboles hasta convertirlos en tablones de madera con los que

construir sus casas, sus establos y, finalmente, un imperio. Las

ventas de madera del aserradero de los Walker había servido para

comprar la tierra y habían otorgado a su abuelo el privilegio de

bautizar la montaña de Zebulon. Partiendo de la nada, aparte de su

ingenio y sus manos robustas, los Walker habían vivido bien al

amparo del abrazo del castaño americano, hasta que la lenta

devastación empezó a extenderse en 1904, el año de la plaga del

castaño. El Señor da y el Señor quita.

Garnett no era quién para poner en duda la pérdida de la

fortuna familiar. No le dolía la venta de las tierras que, para el

año 1950, cuando los últimos castaños hubieron desaparecido,

redujo las vastas propiedades de su abuelo a una parcela de

tierras bajas demasiado pequeña como para mantener a alguien que

no fuera maestro de escuela. A Garnett no le había importado ser

maestro y, sin duda, a Ellen no le había importado casarse con él.

183
No le había hecho falta poseer un imperio y no le preocupaba el

tener que estar rodeado de vecinos (con excepción de una). En

ningún caso dudó que su sueño particular, devolver el castaño al

paisaje americano, no formara parte del designio divino, el cual

otorgaría a la historia de su familia una hermosa simetría. Cuando

se jubiló de su trabajo en una escuela del condado de Zebulon

hacía unos doce años, Garnett se encontró con las siguientes

“bendiciones”: una granja con campos a tres niveles y ni una sola

cabeza de ganado, un buen conocimiento del cultivo de las plantas,

un puñado de semillas de castaños americanos y acceso a la

cantidad de castaños chinos maduros que quisiera porque la gente

los había plantado en sus patios tras la plaga. Las castañas les

parecieron mucho menos sabrosas y, por supuesto, el árbol

propiamente dicho carecía de la grácil altura y de la calidad de

la madera del americano, pero el castaño chino resultó ser

totalmente resistente a la plaga. Ese árbol menor había sido

sacrificado en pos de un objetivo divino, como algunos de los

animales inferiores del arca de Noé. Garnett supo que durante su

lenta marcha hacia la recompensa celestial, se pasaría tantos años

como le fuera posible cruzando y volviendo a cruzar el castaño

americano con el chino. Trabajaba como un hombre compulsivo,

perseguido por sus fantasmas arbóreos, y ahora ya llevaba casi una

década dedicado a ese empeño. Si vivía lo suficiente conseguiría

un árbol con todas las propiedades genéticas del castaño americano

original, excepto una: conservaría de su pariente chino la

capacidad de resistir a la plaga. Se llamaría castaño Walker

americano. Propagaría esa almáciga y la vendería por correo para

184
que se extendiera y multiplicara en las montañas y bosques de

Virginia, Virginia Occidental, Kentucky y en todos los puntos

situados al norte hasta llegar a los Adirondacks y al oeste hasta

el Misisipí. Recuperaría el paisaje que había rodeado la madurez

de su padre.

Oyó un fuerte zumbido cerca de la oreja que le hizo volver la

cabeza y levantar la mirada demasiado rápido, por lo que le

sobrevino un mareo por el que casi estuvo a punto de tener que

sentarse en la hierba. Los escarabajos japoneses ya lo inundaban

todo y todavía era junio. Se dio cuenta de que las parras Concord,

que tanto le gustaba ver trepando perezosas y cubriendo con su

exuberancia el lateral de listones del viejo granero, con las

hojas decaídas como las manos de una dama, presentaban un aura de

color marrón herrumbroso. Desde aquella distancia parecía que las

habían espolvoreado con polvo marrón, pero sabía que en realidad

se trataba de la nervadura marrón de la hoja. Era algo que había

enseñado a sus alumnos de Agricultura Vocacional una y otra vez:

el indicio característico de los daños producidos por el

escarabajo japonés. Algo que añadir a su lista de la compra:

malathion23. El polvo de Sevin no los acababa de matar. O quizá se

hubiera diluido con toda la lluvia que había caído.

Lanzó una mirada a la finca de Nannie, de donde procedía la

plaga. La mujer había empezado a quemar varias pilas de broza a lo

largo de la valla divisoria con el único propósito de irritarle.

Ella lo llamaba “compost” y afirmaba que su interior se calentaba

hasta alcanzar una temperatura que mataba las larvas de los


23
Nombre de la marca de un insecticida de fosfatos orgánicos con una toxicidad relativamente baja para los mamíferos.
(N. de los T.).

185
escarabajos y las semillas de las malas hierbas, aunque él lo

dudaba. Cualquier granjero honrado que se hubiera pasado la vida

en el condado de Zebulon aprendiendo métodos de cultivo económicos

y eficaces sabría cómo quemar la maleza del campo pero ella estaba

demasiado ocupada con sus trampas para chinches y sus prácticas de

vudú como para deshacerse de los rastrojos de la forma habitual.

Pilas de compost. Sería mejor llamarlas “pilas de pereza”.

“Montones de vagancia”.

A comienzos de la semana había intentado hablar con ella desde

el otro lado de la valla.

-El origen de los escarabajos japoneses parece ser sus pilas

de maleza, señorita Rawley.

-Señor Walker, el origen de los escarabajos japoneses es

Japón. –Ésa había sido su respuesta.

No había forma de dialogar con ella. ¿Para qué intentarlo

siquiera?

Advirtió que la penosa vieja camioneta extranjera de Nannie no

estaba en su lugar habitual, entre el seto de lilos y su casa

blanca de tablas de madera. Se preguntó adónde podía haber ido un

viernes por la mañana. Los sábados por la mañana siempre salía con

sus productos al mercado Amish y los lunes iba a Kroger’s (la

Black Store no se adecuaba a sus necesidades, según Oda Black,

quien había la había visto comprando salsa de soja en Kroger’s), y

últimamente también salía los martes por la tarde, para algo que

Garnett todavía no había descubierto. Los domingos se reunía con

los unitarios en aquel sitio; Garnett se negaba a llamarlo

“iglesia”. Imaginó que aquello era lo que más le gustaba: un antro

186
lleno de mujeres tomando café con pantalones de sport y hablando

de temas “elevados” y sin duda impíos. La evolución, el

trascendentalismo, cosas de esas. Gracias a Dios que, por lo

menos, se encontraba al otro lado de la línea divisoria del

condado, en Franklin, donde estaba la universidad. Allí había más

sitios de esos y, tal como Garnett tenía entendido, la disipación

en ese Estado aumentaba a paso ligero a lo largo de una línea que

discurría hacia el este y que terminaba en Washington, D.C. Oda

Black era de la opinión que las mujeres unitarias se negaban a

llevar prendas de corsetería propiamente dichas y que hacían sus

escarceos con la brujería. Oda se apresuró a puntualizar que ella

no era nadie para juzgar (aunque para no ser “nadie”, había que

ver la de sitio que ocupaba con su anchura). Se lo había dicho

alguien de confianza y, además, dos chicas de la universidad

habían entrado en una ocasión en su tienda hablando en voz bien

alta de brujería, sin preocuparse de quién las escuchaba, mientras

abrían el frigorífico para coger unos refrescos. Oda también

explicó que los pechos se les movían bajo la camiseta como la

gelatina cuando se saca del tarro.

Así era el condado de Franklin. Esa universidad se lo buscó

cuando permitió la entrada de mujeres.

Garnett subió el escalón que conducía al porche y extrajo un

trozo de papel doblado del bolsillo de la camisa. Había trabajado

duro, esa mañana ya llevaba cinco horas polinizando a mano y

embolsando flores de castaño. Junio era el mes de más trabajo y

esa mañana, cuando por fin había aparecido el sol después de su

prolongada ausencia, Garnett se había levantado temprano y había

187
salido a sus campos de almácigas híbridas para recuperar el tiempo

perdido. Todavía quedaba mucho por hacer: la hierba del patio

estaba crecida y los hierbajos brotaban a lo largo de la orilla

del arroyo, pero podía dejar lo de cortar el césped y matar los

hierbajos para última hora de la tarde. Entonces eran las once

pasadas y se había ganado el placer que suponía un viaje al

pueblo. No es que hubiera planeado ningún tipo de pasatiempo

especial, básicamente tenía que hacer recados: Black Store, el

taller de Tick y la ferretería Little Brothers. Desdobló el trozo

de papel en el que había confeccionado una lista de lo que

necesitaba de la ferretería:

1. Hoja para sierra de arco

(La última vez que había utilizado la sierra directamente

sobre un tornillo la había notado roma).

2. Plástico negro para cubrir con mantillo la zona entre

hileras de árboles

3. Pilas alcalinas para la linterna (cuatro)

4. 3 tubos de unión para tuberías, en forma de L, 1,25 cm

(rota la línea de irrigación)

5. Marcadores de pintura para los árboles híbridos

(Le dolía tener que comprar los marcadores porque sabía que

todavía tenía algunos en el establo, pero el día anterior había

188
perdido casi una hora buscándolos y sospechaba que se los habían

cogido. Quizá el hijo de algún vecino o una marmota).

6. Herbicida, ¡4 litros, concentrado!

El resentimiento asociado a esa última compra era infinito y

el subrayado y los signos de exclamación no lo expresaban más que

ligeramente. Pero no podía retrasarlo más. Tenía que vérselas con

Oda Black cada vez que necesitaba pan, Miracle Whip y salchicha

ahumada, y sabía que debían de estar emplumándolo en la tienda a

su espalda. “Aquí llega el peor frente de carretera del condado”,

exclamaría Oda probablemente cuando detuviera la camioneta delante

de la tienda, riéndose al levantarse con esfuerzo del sillón

situado junto a la ventana delantera y deslizando sus pies

hinchados hacia el mostrador. “¡Silencio! ¡Es el señor Hierba

Carmín!” Bueno, él mismo fumigaría el terraplén delantero. Haría

que ese bosque de zarzas cayera ante la mirada atónita de las

tortugas mordedoras. Garnett todavía se sonrojaba al recordarlo.

Por lo menos parecía que Oda no se había enterado de lo de la

tortuga.

Añadió el malathion (¡para los escarabajos japoneses!) a la

lista, volvió a doblar el papel y a introducírselo en el bolsillo

de la camisa y entró en la casa, consolándose al pensar en

Pinkie’s Diner. Se detuvo en el vestíbulo para revisar el correo

que había recibido el día anterior pero que no había mirado:

publicidad, tonterías, ni siquiera una factura. Lo tiró todo al

cubo de la basura y cerró la ventana de la cocina que daba al

189
oeste para evitar el calor que entraría por la tarde durante su

ausencia. Después de hacer los recados iría a Pinkie’s para

disfrutar del plato especial de pescado de los viernes al

mediodía: buffet libre de siluro frito con tortas de maíz fritas y

ensalada de col por 5,99 dólares. Garnett sospechaba que como era

la oferta de los viernes debía de estar dirigida a los católicos,

pero al fin y al cabo el restaurante era un negocio, no una

iglesia. Los católicos del condado de Zebulon eran pocos y muy

dispersos entre sí pero, de todos modos, Pinkie Prater aceptaría

5,99 dólares de un perro o un caballo en caso de que entraran y

los introduciría en la caja registradora sin hacer preguntas.

Garnett tenía la costumbre de ir a comer a Pinkie’s los viernes.

De hecho, si algún viernes no acudía a su cita con el plato

especial de pescado, los rumores sobre la salud de Garnett

circulaban tan rápido que cuando volvía a aparecer en la Black

Store o en la gasolinera, la gente se sorprendía de verlo con

vida.

No importa. Un burro previsible gana a una liebre salvaje,

solía decir su padre. Pinkie’s era el único lujo de Garnett y le

gustaba desear que llegara el momento. No solía comer bien desde

la muerte de su esposa. Ya habían pasado tantos años que se había

acostumbrado a los emparedados de fiambre para comer y a poner un

mantel individual sobre la mesa, pero nunca había aprendido a

cocinar. Desde luego no algo como una torta de maíz. ¿Cómo

demonios se empezaba a hacer una cosa así? Seguro que no tenía

nada que ver con un tortazo. Hacía tiempo que Garnett sabía, si

bien no le gustaba demasiado reconocerlo, que el mundo de Dios y

190
lo mejorcito de la vida diaria estaban llenos de misterios

reservados a las mujeres.

Tendría que cambiarse la camisa antes de salir. Había sudado

lo suyo en el campo. Cerró la puerta del baño (aunque vivía solo y

nunca recibía visitas) y se quitó la camisa sin mirarse en el

espejo. Después de lavarse con un paño, se dirigió a la cómoda de

su dormitorio para coger su última camiseta interior limpia

(mañana era el día de la colada) y al armario para descolgar la

camisa de vestir. (Olía ligeramente a los platos de pescado de

Pinkie’s; tenía que acordarse de lavarla al día siguiente, aunque

ello supusiera tener que usar la plancha. Nunca había conseguido

hacer que saliera vapor como hacía Ellen). Sólo después de

abotonarse el cuello e introducirse los faldones de la camisa en

la cintura se dignó a mirarse en el espejo del tocador de Ellen.

Su pecho desnudo no presentaba ningún inconveniente, aparte de las

costillas un tanto hundidas de hombre mayor y un curioso penacho

de pelo gris en el centro, pero la modestia era una característica

de Garnett. Había enviudado hacía ocho años; frecuentaba la

compañía de su Dios. Su cuerpo ya no sería el centro de ninguna

mirada. Si la idea le entristecía, el hecho de que nunca más fuera

a sentir el consuelo del tacto humano, lo interpretaba como un

mero afluente del río de dolor por el que un anciano debe nadar al

final de sus días.

Cogió el llavero, contó el dinero que llevaba en la cartera y,

al salir, cerró con llave la puerta de la cocina. Dirigió otra

mirada a la finca de Nannie y advirtió sorprendido una zona oscura

grande y de forma similar a la de una vaca en su tejado. Se acercó

191
un poco y entrecerró los ojos para mirar por la parte superior de

sus gafas bifocales. Faltaban unas tejas verdes; debieron de salir

disparadas en la última tormenta. Menudo lío se armaría, con toda

esa lluvia, y qué fastidio poner unas nuevas. Peor que un

fastidio: esas tejas viejas y cortadas a mano eran imposibles de

encontrar en la actualidad. Tendría que cambiar todo el tejado si

no quería que pareciera una chapucilla. Se tocó la comisura de los

labios, intentando no alegrarse de la desgracia de una vecina.

Nannie no sabía que, en el garaje, Garnett tenía una pila de esas

tejas verdes, del lote original que el padre de Garnett y el Viejo

Rawley habían encargado juntos y compartido. En su origen, antes

de que Garnett modernizara el tejado utilizando asbesto en la

década de los sesenta, las dos casas tenían el mismo tipo de

listones de madera y las mismas tejas en forma de pala. El padre

de Garnett se llevaba bien con el Viejo Rawley, por lo que le

había vendido las 22 hectáreas de tierra para los árboles frutales

con un único terreno adecuado para construir una casa, lo cual

había situado a los Rawley a tiro de piedra, como suele decirse

(si bien nadie había sentido esa apremiante necesidad hasta la

época de Garnett y Nannie). La casa era modesta, cuidada y

pequeña, con el tejado de cuatro aguas y gabletes frente a la

carretera. El Viejo Rawley era un buen cultivador de árboles que

había plantado especies excelentes. Pero era fácil predecir que su

hija lo heredaría todo, pues no tuvo hijos varones. Eso supuso un

problema que el padre de Garnett tenía que haberse olido: una hija

en la universidad en la década de los cincuenta. En menos que

canta un gallo volvería a pasearse por allí con ropas chillonas,

192
con un hija ilegítima que era deficiente mental y decidida a

cultivar manzanos sin sustancias químicas de ningún tipo, en lo

que suponía un claro desafío a las leyes de la naturaleza. Garnett

exhaló un suspiro y perdonó a su padre una vez más. No era un

delito premeditado, sólo una falta de previsión.

Como heredero de una fortuna perdida, Garnett se había pasado

la vida evitando pensar cómo podían haber sido las cosas. Nannie

Rawley era la excepción. ¿Cómo no iba a pensar en la influencia

que tenía en su vida e intentar esclarecer su significado? Garnett

no le había prestado atención durante su juventud (era una niña

entonces, diez años menor que él); apenas la había conocido de

joven ya que no vivió allí durante muchos años y, básicamente,

había hecho caso omiso de ella en vida de su esposa. (A Ellen le

gustaba charlar con ella de vez en cuando para luego criticarla).

Sin embargo, durante los ocho años de vida solitaria, se había

visto obligado a soportarla como una plaga creciente en la vejez.

¿Por qué? ¿Por qué hacía Nannie lo que hacía, ante Dios y la

humanidad y a veces en la finca de Garnett? Sospechaba que había

alguna relación entre el nacimiento de su hija deforme y su

aversión por las sustancias químicas. Los problemas resultaron

evidentes en el parto, los rasgos mongólicos y todo eso, y Nannie

la había llamado Rachel Carson Rawley, en honor a la científica

que alertó sobre el uso del DDT. Según parecía recordar Garnett,

desde aquel momento la vida de Nannie pareció girar en torno al

nacimiento de aquella niña. Probablemente, la mujer había sido

normal con anterioridad. La criatura la había inmerso en una

situación de lo más difícil.

193
¿Dónde estaría ahora, un viernes? Los viernes nunca salía. Se

escondió detrás de su rosa de Siria y miró alrededor de la parte

posterior de la casa de su vecina para cerciorarse de que la

camioneta no estaba estacionada allí. A veces la aparcaba allí si

tenía algo que descargar. La semana anterior había aparcado dentro

del establo con un cargamento de cajones de manzanas apiladas en

la carriola. Pero aquel día no había rastro de ella.

Se subió a su camioneta, una Ford de 1986, que arrancó de

inmediato (había limpiado y separado las bujías la semana

anterior), y se dirigió con cuidado a la 6, sin prestar atención

alguna a su penoso frente. ¡Ya faltaba menos, ya faltaba menos!

Necesitaba más Two-Four-D y Roundup para los campos de almácigo y

se había olvidado de pedirlos al por mayor a la empresa como había

hecho en años anteriores. Condujo muy despacio, tomándose su

tiempo en las curvas. Garnett se dio cuenta de que su vista dejaba

mucho que desear; no era algo que se negara a reconocer. Pero en

la 6, desde que la interestatal llegaba hasta King Valley, había

muy poco tráfico. Todo aquel que pasara por aquella carretera

reconocería la camioneta de Garnett. Ya se encargarían de

evitarlo. No es que fuera ciego, por el amor de Dios. Sólo tenía

ciertos problemas calculando las distancias. Había sufrido algunos

percances.

Primero iría a la tienda de Little Brothers, luego daría un

rodeo para acercarse a la gasolinera y llenar el depósito y

utilizar la manga para limpiar el filtro de aire, las dos cosas

que hacía todos los viernes. Aquel día también tenía que comprar

dieciséis litros de gasóleo para el tractor, ya que pronto tendría

194
que cultivar. Después de comer en Pinkie’s haría una parada en la

Black Store de camino a casa. Eso era, la Black Store sería lo

último, no fuera que la leche se cortara en la camioneta con el

calor que hacía y los huevos incubaran y salieran los polluelos.

Justo entonces pasó por la Black Store, en la intersección de

la 6 con Egg Creek Road, aunque no vio a Oda saludándole con la

mano por la ventana. Las imágenes del pasado de Garnett siempre le

acechaban y surgían de la cuneta cuando conducía por esa

carretera, los recuerdos eran más vívidos que lo que tenía

delante. Una parra silvestre que había trepado al árbol de la vida

de su madre y había cubierto su copa redondeada como una gorra de

cazador de cuero verde brillante. Una marmota mutante, rubia como

el trigo, con la cola y la coronilla negras, que vivió bajo su

establo durante una temporada. Todos los niños la vieron antes que

su padre, porque, ¿a qué otra cosa se dedican los niños sino a

buscar marmotas mutantes? Padre no creyó de su existencia hasta

casi el final del verano, cuando al final también la vio. Entonces

se convirtió en una realidad. Se lo contó a los vecinos. Los niños

se sintieron orgullosos cuando lo contó, como si ellos también se

hubieran convertido en algo más real. Mientras Garnett circulaba

por la Carretera 6 respiró el aire de esa otra época: una época

más clara, le parecía, cuando los colores y los sonidos estaban

más definidos y las cosas tendían a estar donde les correspondía.

Cuando se podía esperar que la codorniz de Virginia silbara su

nombre pensativamente desde los campos al caer la tarde. ¿Qué fue

de las codornices de Virginia? Ya no se las oía. Garnett había

leído algo publicado por el servicio de Extensión que

195
culpabilizaba a las gramíneas, las típicas plantas que la gente

plantaba para los pastos. Crecían tan densas que las crías de

codorniz no sabían orientarse. Garnett recordaba cuando los pastos

de gramíneas eran lo último y el Gobierno pagó a los granjeros

para que cambiaran los pastos autóctonos por los de ese tipo, que

procedían de Europa o de algún lugar lejano. (También habían

pensado que el kuzú era una gran idea, ¡Jesús!) Ahora las

gramíneas estaban por todas partes y probablemente Garnett fuera

el único que recordara el tipo de hierba típica del lugar, como el

cerrillo. A los animales debía de parecerles extraño que un mundo

completamente nuevo brotara a su alrededor, en sustitución del que

conocían. Qué lástima, las crías de codorniz perdidas en esa

jungla sin saber a dónde ir. Pero los pastos eran necesarios.

Allí estaba la tienda de cebos de Grandy, no era un recuerdo

sino un hecho, con su letrero escrito a mano: LAGARTOS, 10 POR UN

$. Le tenía un poco preocupado que la gente del condado de Zebulon

no aprendiera a llamar a una salamandra por su nombre. Pero

todavía le preocupaba más que Nannie Rawley pasara por allí una

vez al mes por lo menos, comprara todos los “lagartos” de la

tienda y los dejara en libertad detrás de su huerto, en Egg Creek.

Todo el mundo sabía que lo hacía. Los chicos los pescaban con

jábega y los vendían a Dennis Grandy por un penique cada uno, sin

dejar de reírse, pues sabían a la perfección que Nannie volvería a

liberar a la mayoría. ¿Por qué todo el mundo la sufría con tanta

tranquilidad? Ella decía que en Zebulon había diez o quince tipos

de salamandras en peligro de extinción y que ella colaboraba en la

conservación del medio ambiente. Así pues, ¿qué insinuaba, que

196
todos aquellos que iban a pescar percas con salamandras eran

enemigos del designio divino?

A Garnett le habría gustado explicarle una o dos cosas sobre

el designio divino. Que las criaturas de esta tierra estaban aquí

de paso y que a veces se morían antes de tiempo. Que esas

cuestiones escapaban a nuestro control si resulta que éramos, como

ella decía, una especie más entre nuestros hermanos, los animales.

Y que si no éramos iguales a los animales, si estábamos

predestinados a ser los amos y señores del Edén, como decía la

Biblia, entonces los “lagartos” estaban ahí para que el hombre

fuera a pescar percas con ellos y punto. No se puede tener todo.

Garnett lo tenía bien claro. Aun así, sus razonamientos lógicos

siempre le hacían encogerse ante las respuestas cortantes y

bruscas de aquella mujer. De hecho, alguna vez había pensado en

escribirle una carta.

Pasó junto a la iglesia de los pentecostalistas, que tenía un

grupo de eupatorios altos y débiles echando retoños en la zona de

aparcamiento. ¡Ja! Estaban demasiado ocupados hablando en lenguas

desconocidas y soltando a sus niños para que orinaran en el

aparcamiento. Garnett sonrió, sintiéndose seguro en su interior de

lo que la palabra de Dios significaba y no sugería. Acto seguido,

sintió una ligera punzada de culpabilidad al desviar la camioneta

hacia Maple. Debía decirle a la señorita Rawley lo de las tejas

que tenía en el garaje. Qué lástima que no se mostrara un poco más

razonable con él.

Allí estaba el banco y la gasolinera Esso. Ya había llegado al

pueblo. Vio a Les Pratt, quien daba clases de matemáticas en el

197
mismo instituto en el que Garnett había enseñado agricultura

vocacional. Le saludó con la mano pero Les estaba en el otro lado

de la calle. Allí estaba la mujer de Dennis Grandy con todos esos

niños, que no iban lo que se dice sucios pero que nunca parecían

estar verdaderamente limpios.

¡Y allí estaba Nannie Rawley! ¡Su camioneta, por lo menos! Por

todos los santos, ¿no podía librarse de ella ni siquiera cuando

decidía hacer una agradable visita al pueblo? Esa mujer era más

persistente que los cadillos y una rama de hiedra venenosa.

Aminoró la marcha para ver mejor. Sin duda se trataba de su

camioneta, estacionada en el aparcamiento de la iglesia bautista,

donde los amish celebraran su mercado los sábados. Pero hoy era

viernes. Sin embargo, allí estaban, sin lugar a dudas, los niños

amish con sus sobrios vestidos y pantalones negros, vendiendo sus

productos con sus buenos modales. No vio a Nannie. Daría una

vuelta a la manzana con la camioneta y volvería a mirar.

¿Acaso había tantos amish ahora que tenían que celebrar sus

mercados los sábados y los viernes? Eran gente pujante, eso lo

sabía. El año anterior se dio cuenta de que se habían hecho cargo

de una larga hilera de granjas al otro lado del río. ¿Cómo es que

les iba tan bien, cuando el resto de los granjeros del condado

vendía los campos de heno para comprar un terreno, hacerse una

casa y buscar trabajo en la fábrica? Bueno, los amish no estaban

endeudados hasta las cejas para pagar sustancias químicas y

maquinaria, lo cual les otorgaba una ventaja injusta, supuso

Garnett. ¡Oh! Se había pasado una señal de stop, pisó el freno un

pelín demasiado tarde pero no ocurrió nada: el coche lo esquivó.

198
Durante algún tiempo había sentido curiosidad por esas granjas que

bordeaban el río, que eran inaccesibles en coche y a las que sólo

se podía acceder por unos puentes colgantes: unos puentes largos y

estrechos construidos con tablones con unos cables por baranda.

Había que tener valor para cruzar ese desfiladero todos los días.

Se había preguntado cómo demonios se podía llevar una televisión o

la nevera de la esposa por allí, o incluso un tractor, a una

granja como esa. Entonces Les Pratt le había dado la respuesta con

una sola palabra: amish.

Dobló la esquina y echó otro vistazo al mercado de los amish.

Le tentaba pararse. Solía ir casi todos los sábados antes de que

Nannie empezara a aparecer con sus manzanas o, a comienzos de

temporada, como ahora, con su miel de flor de manzano y la

albahaca y vete a saber qué más. Evidentemente no había que ser

amish; compartían su espacio con Nannie y con otros granjeros del

extremo superior del condado. La única condición es que todos los

productos debían proceder del cultivo biológico. Los amish no

empleaban venenos, lo cual a Garnett le parecía bien si se trataba

de una cuestión religiosa. Sin embargo, la presencia de Nannie

entre ellos lo había estropeado todo: no podía pisar un sitio del

que ella formara parte, porque ahora la palabra clave era

Biológico, con B mayúscula, con su irritante connotación de

superioridad moral. Se acabó el pararse por allí los sábados por

la mañana para comprar un delicioso pastel casero y pasear entre

aquellos jóvenes inocentes con sus pulcras pilas de verduras,

conservas y conejos. Se dio cuenta, entristecido, de que los

echaba de menos y le sobrevino el mismo pequeño dolor de corazón

199
que cuando recordaba el rostro de su hijo durante la inocencia de

la infancia: su hijo descalzo con una caña de pescar, los

terribles errores que cometería y que todavía tenía por delante.

Garnett añoraba escuchar a los niños amish contando el cambio con

un acento que sonaba ligeramente extranjero mientras les miraba

disimuladamente los pies, llenos de callos, pues no llevaban

zapatos en todo el verano. Sabía que los amish no enviaban a sus

hijos a la escuela y, estrictamente hablando, le parecía mal lo

que ellos llamaban sencillez piadosa (en realidad un atraso con

todas las letras). No obstante, sentía cierta debilidad por esos

muchachos y muchachas. Se preguntaba por qué los mayores enviaban

a sus hijos a vender al pueblo. ¿Acaso los adultos estaban en otra

parte del pueblo haciendo otro tipo de cosas, las compras que, por

pequeñas que fueran, necesitaban realizar? (Un rastrillo, algo de

queroseno, cosas así, imaginaba). ¿Consideraban que los niños eran

mejores emisarios para representar a los de su especie? ¿Era una

forma de ganarse a la gente del pueblo? A Garnett le pareció que

iba en contra de su costumbre de aislarse. Permitir que esos niños

fueran al pueblo para ver cómo otras familias llenaban las

rancheras, ver a otros niños jugando con radios u otros chismes

electrónicos que todos llevaban en el bolsillo mientras sus

respectivas madres escogían despreocupadamente los melones; ¿qué

aprendían a querer aquellos niños amish, lo que nunca tendrían?

Media manzana más allá del mercado, aminoró la marcha y paró

la camioneta en una plaza de aparcamiento que había a un lado de

la calle. Permaneció sentado un rato sopesando las alternativas.

Podía ir y comprar un pastel. Hacían unos pasteles deliciosos. De

200
manzana, de cereza y de otra cosa llamada shoofly24. Pero, por el

amor de Dios, ¿y Nannie Rawley? Su camioneta estaba allí y

enfrente había una mesa con las cosas que a ella le gustaban, las

fruslerías a las que se dedicaba una vez terminada la temporada de

las manzanas: hierbas aromáticas, bolsitas de lavanda, flores

secas, el tipo de cosas que él consideraba tan innecesarias que

hasta le avergonzaba mirarlas. ¿Dónde estaba Nannie?

Decidió que iría caminando hasta el final de la manzana y

haría sus compras en Little Brothers’. A la vuelta, si no había

moros en la costa, compraría un pastel. Intentaría encontrar a un

muchacho en concreto que recordaba, con el corte de pelo

característico y la jaula de conejos. Había charlado con aquel

jovencito y le había dado algunos consejos sobre las aves de

corral. Ezra, se llamaba. ¿O era Ezequiel?

Garnett subió los escalones de cemento de la ferretería Little

Brothers con el corazón tranquilo y seguro, pero a partir de aquel

momento la situación no hizo más que empeorar. Justo en el umbral

donde Dink Little lo saludó por su nombre, se dio cuenta de que se

había dejado la lista. Se palpó el bolsillo de la camisa, presto a

sacarla con una floritura como respuesta a la invariable “¿Qué

queremos hoy?” de Dink. Acto seguido, se palpó el otro bolsillo.

Pero, claro, se había cambiado de camisa.

-Tengo que echar un vistazo por aquí un momento, Dink –

respondió Garnett, convencido de que, en cuanto viera uno de los

artículos en los estantes, reconstruiría la lista enseguida. Pero

no vio nada de lo que necesitaba. De repente, la tienda de techo

24
Pastel relleno de una mezcla de harina, mantequilla, azúcar moreno, melaza, etc. (N. de los T.)

201
alto con olor a viejo le pareció más un desván que un comercio:

pilas de cubos galvanizados por aquí y por allá, fregonas apoyadas

perezosamente contra estanterías llenas de abrillantador de

suelos. Las pilas de guantes de trabajo verdes parecían querer

agarrarle como un ejército de manos desmembradas. Se tambaleó

junto a una exposición de cortacéspedes que estaban en venta y se

golpeó la cabeza con el cartel que había encima de los mismos, que

era tan grande y colorido que le dio dolor de cabeza sin ni

siquiera leerlo (¡DESCUENTO DEL 10% EN TODAS LAS MARCAS DE

CORTACÉSPEDES DURANTE EL MES DE JUNIO! ¡TORO! ¡MÁQUINA VERDE!

¡MORDEDORA! ¡JOHN DEERE!) Garnett estaba tan nervioso que apenas

se tenía en pie. Puso la mira en una carretilla situada al final

del pasillo y se dirigió a ella con el único objetivo de alejarse

de la puerta y de la caja, fuera de la vista de los demás, para

poder pensar.

Si se tomaba su tiempo se acordaría. ¡Herbicida, por supuesto!

Roundup, el concentrado de casi 4 litros. Estuvo a punto de soltar

una carcajada. Ya le iba viniendo: Roundup, malathion y marcadores

de pintura para los árboles, que en realidad no hacía falta que

comprara porque tenía algunos en el establo.

-¿Te suena más como un quejido o como un zumbido? Porque

cuando la caja de cambios se sale de sitio, hace ese ruido. –Uno

de los hermanos que estaba en la caja charlaba con un cliente.

Debía de ser Big o Marshall. Dink siempre estaba junto a la

puerta.

-Lo que digo es que ni siquiera lo oí –dijo el cliente-. Me

volví y corrió colina abajo.

202
Herbicida y malathion. Atisbó una botella de malathion en un

estante a media altura en el pasillo, después de los cubos

galvanizados. Aunque se trataba de un aerosol y no era del tamaño

que necesitaba, se acercó y lo cogió en un acto de valentía. Era

un hombre viejo perdido en una ferretería, que no veía la letra

pequeña de los artículos; tenía que armarse. ¿Qué más había en la

lista?

-No los fabrican más grandes ni de menor calidad. Como un

monstruo, créeme –declaró el cliente.

-Bueno, aquí Big25 es el experto en cosas grandes –dijo

Marshall.

-Chicos, no me estáis escuchando –dijo la voz con cierta

timidez no exenta de coquetería.

Los hermanos se estaban riendo a mandíbula batiente, pero a

Garnett se le paralizó el corazón. Conocía esa voz. Padre nuestro

que estás en los cielos, ¿estaba predestinado a sufrir como Job?

Era Nannie Rawley.

Garnett se quedó al lado de la carretilla, al final del

pasillo, escuchando. ¿Cómo era posible que estuviera allí si hacía

diez minutos estaba en la calle vendiendo fruslerías en el mercado

de los amish? ¿Era una de esas brujas unitarias, que iba volando

por Egg Fork montada en una escoba? Se inclinó hacia delante y

atisbó desde detrás de una pila de cubos galvanizados, buscando

una vía de escape. Podía marcharse, ir a casa, coger la lista y

regresar al cabo de media hora. Todavía tendría tiempo de ir a

comer a Pinkie’s. El restaurante abría hasta las cuatro.

25
Big significa literalmente “grande”, de ahí el comentario. (N. de los T.)

203
Sin embargo, no tenía escapatoria. La caja estaba cerca de la

puerta delantera y allí era donde se encontraba ella, rodeada de

oyentes, charlando de ridiculeces con Dink, Big y Marshall. Estuvo

a punto de taparse los oídos, de tan insoportable que llegaba a

resultarle aquella voz. Por muy entretenida que le pareciera

entonces a los indolentes hermanos Little. Se reían como cacatúas.

-¡No me digas que era una mordedora! –exclamó uno de ellos.

-Sí, una mordedora –repuso ella, con un tono indignado y

divertido a la vez.

Garnett se sentó en la carretilla y se sostuvo la cabeza con

las manos. Aquello era el acabose. Aquello era más de lo que

imaginaba que Nannie Rawley sería capaz, cuyo único atisbo de

decencia era no ser una cotilla.

-Dios mío, creo que tendría que verlo para creerlo –dijo

Marshall, prácticamente retorciéndose de la risa.

¿Cómo podía hacerle eso a Garnett, su buen vecino? ¿Cómo

osaba ridiculizarlo en público en aquella tienda por lo de la

tortuga mordedora? ¡Pero si además todo había sido culpa de ella!

-Fue culpa suya –afirmó Garnett con un hilo de voz, demasiado

bajo para que le oyeran desde su poco decorosa posición en la

carretilla-. Sus hierbajos.

Seguían cacareando como locos mientras marcaban sus compras en

la caja, ¿eran necesarios los tres Little para marcar una dichosa

compra? Se comportaban como colegiales, siguiéndole el juego como

si fuera una reina de la belleza en vez de una arpía cotilla con

falda de percal. Tenía a todo el pueblo embrujado. ¡Y ahora les

pedía consejo sobre los compuestos para techar! ¿Es que su

204
tormento no iba a tener fin? Al parecer tenía intención de

quedarse allí todo el día a coquetear, hasta que Pinkie’s Diner

cerrara y los animales volvieran al establo a pasar la noche.

Garnett tendría que pasar por delante suyo. Eso estaba claro.

De repente, lo único que se le ocurría era imaginarse en la

seguridad de su hogar leyendo las noticias de agricultura del

periódico en la mesa de la cocina. Allí es donde quería estar, con

más anhelo con el que pudiera desear un amor o beneficio en el

mundo o en el más allá: su casa. Ni siquiera iría a Pinkie’s. No

tenía sentido. Era bufé libre y había perdido el apetito.

Garnett se incorporó y se dirigió hacia la puerta con la

botella de malathion en vaporizador por delante para abrirse paso.

Se volvieron para mirarlo mientras se marchaba ofendido sin mediar

palabra y con gran solemnidad al pasar junto a la caja.

-¡Vaya, señor Walker! –exclamó Nannie.

Que te parta un rayo, pensó él. Ahí te quedas, con las manos

en la masa, vieja, tú y tus amigos cotillas. Que tus pecados no te

dejen dormir por las noches. Estuvo a punto de volverse a dar en

la cabeza con el letrero que anunciaba la rebaja de los

cortacéspedes pero se acordó de agachar la cabeza, ¡gracias a

Dios!, en el último momento.

Se subió a la camioneta y el corazón no dejó de latirle en las

sienes hasta que hubo recorrido dos manzanas calle abajo, pasado

el mercado de los amish. Y se encontraba más allá de la Black

Store, a punto de llegar a su casa en la Carretera 6, más o menos

delante del frente de la granja de Nannie Rawley, cuando cayó en

la cuenta de que el cortacéspedes de Nannie se llamaba Mordedora.

205
El cortacéspedes que sabía que le estaba causando problemas, el

que había comprado en Little Brothers. Una Mordedora.

Ya había aparcado en el camino de su casa cuando se percató de

que se había ido de la tienda sin pagar la botella de malathion.

206
{10}

El amor de las mariposas de luz

Las golondrinas revoloteaban y descendían en picado en el

interior del establo, volando desde sus nidos por las vigas del

techo hacia la puerta y emergiendo al atardecer de color púrpura

brillante, donde el sol bajo hacía resplandecer sus alas

curvilíneas y aerodinámicas. Eran como aviones de combate

pequeños, enojados ante cualquier intrusión, expresando su ira en

movimiento como si fueran balas. Todos los días al caer la tarde

Lusa iba al establo a ordeñar y todos los días las golondrinas

respondían del mismo modo. Como algunas personas, pensó ella: con

muy poco sentido común pero con muchas ambiciones. El atardecer

anulaba todas las ganancias anteriores y el mundo se preparaba

para una lucha nueva todos los días.

Sus pensamientos se fueron disipando en una especie de trance

mientras ordeñaba y observaba el vuelo oval repetitivo de las

golondrinas del establo sobre la superficie llana de la laguna,

que el atardecer había laminado con un baño de oro. De repente,

dio un salto y asustó a la vaca. Little Rickie estaba de pie en el

umbral de la puerta, con sus dos metros de estatura.

-Hola Rickie, ¿qué tal?

Se acercó tranquilamente al montante donde Lusa estaba sentada

en un taburete vaciando la ubre. En el sótano del establo, donde

se encontraban los compartimientos, el techo era bajo. Little

Rickie casi tocaba las vigas con la cabeza.

207
-Bien, supongo.

-Me alegro. ¿Qué tal la familia?

Rickie se aclaró la garganta.

-Bien, supongo. Papá me ha enviado a decirte que no

plantaremos el tabaco el sábado. Supongo que se refiere a mañana.

-¿No? –Lusa alzó la vista hacia él-. ¿Por qué no? La tierra

está secándose. Esta tarde he ido a ver la zona donde se planta el

tabaco y no está tan mal. De hecho llamé a tu casa para decirle

que todo parecía correcto para mañana pero no había nadie. Creo

que por fin ha parado de llover.

Rickie adoptó una expresión que parecía transmitir que

preferiría estar en cualquier otro lugar del condado en vez de en

aquel establo hablando con Lusa. Un rasgo propio de la familia.

-Bueno, tío Herb dice que está muy ocupado con los terneros. Y

papá dice que tampoco parecía interesarte mucho que plantáramos el

tabaco.

-Oh, entiendo. Se supone que tengo que ir a disculparme por mi

precipitado intento de tomar decisiones sola y suplicarles de

rodillas que vengan a plantarme el tabaco.

Se dio cuenta de que la estaban castigando: el tabaco había

sido idea suya y ahora lo utilizaban en su contra. Lusa se colocó

las manos temblorosas sobre las rodillas para intentar calmarse.

Su repentina ira había alterado a la vaca lo suficiente para que

dejara de dar leche. No había nada que hacer hasta que Lusa se

tranquilizara. Las vacas eran todo un ejemplo de paciencia.

Rickie encogió los hombros bajo la cazadora tejana, ese

curioso movimiento de los adolescentes cuando intentan adaptarse a

208
su cuerpo de adultos. Lusa se dio cuenta de que no debía pensar en

voz alta delante del muchacho; seguro que ya la consideraba una

histérica. Una pelirroja, como solía decir Cole. El muchacho miró

a Lusa hecho un atajo de nervios mientras extraía un cigarrillo

del paquete y lo encendía. Luego se le ocurrió ofrecerle uno a

Lusa pero ella negó con la cabeza.

-No, gracias, no fumo. Lo cual supongo que es un delito en

este condado.

Little Rickie se pasó la mano por la tupida mata de cabello

negro.

-No creo que papá y los demás quieran que te pongas de

rodillas y les supliques ni nada por el estilo.

-No –dijo Lusa-. Siento haber sido tan brusca. No te lo tomes

al pie de la letra.

-De todos modos da igual porque Jackie Doddard no le consiguió

cajoneras a papá. Probablemente a estas alturas no quede ninguna

en todo el condado, creo que no.

-Oh, vaya, supongo que así queda todo aclarado. Esto me

servirá de lección.

Volvió a agarrar la ubre de la vaca y la manipuló con cuidado

hasta que respondió. El único sonido que se oía en el establo era

el rítmico chorro de la leche en contacto con el cubo de metal y

las gotas sincopadas y húmedas de las vigas empapadas allí donde

había goteras. Cada una de las gotas recordaba a Lusa el dinero

que necesitaba para arreglar el establo y del que carecía y que

tampoco ganaría con el tabaco.

-Tienes algunas goteras –observó Rickie, alzando la mirada.

209
-Cuesta unos tres mil dólares arreglarlo, calculo. Tal vez

más, si se pudren las vigas del techo.

-El heno se va a estropear.

-Oh, no te preocupes por eso. Probablemente no conseguiré

segar nada de heno ni almacenarlo en el establo. La empacadora

está rota y es probable que me embarguen el tractor. Estaba

pensando que este año a lo mejor dejo que las vacas coman nieve.

Little Rickie la observó. Sus diecisiete años se reflejaban en

el cuerpo enorme y en el rostro aniñado. ¿Qué le pasaba a aquella

mujer, por qué daba rienda suelta a su ironía con ese muchacho? Él

no era más que el mensajero y Lusa le estaba disparando.

-Oye –dijo el muchacho-. Lo siento de veras, sabes. Lo de tío

Cole.

-Gracias, yo también. –Exhaló un lento suspiro-. Ni siquiera

ha pasado un mes. Veintisiete días y parece que han transcurrido

veintisiete años.

Little Rickie se acomodó contra uno de los enormes postes

viejos de castaño que sostenían la planta superior del establo. En

la parte superior, donde ponían a secar el tabaco, el establo era

espacioso como una catedral, pero abajo, donde se estabulaban los

animales, el ambiente era más acogedor e íntimo gracias a la

mezcla de olores del grano, el estiércol y la leche.

-Yo y tío Cole solíamos ir a pescar. ¿Te lo había contado?

Hacíamos novillos juntos y nos íbamos a pescar truchas allí arriba

en el monte Zeb. Jo, qué bonito es aquello. Hay árboles tan

grandes que casi te caes hacia atrás al intentar mirarlos.

210
-¿Hacíais novillos juntos? –Lusa caviló al respecto-. Cuando

tú estabas en primero o segundo, Cole todavía iba al instituto.

Nunca me lo había planteado. Era tu amigo. Como un hermano mayor.

-Sí. –Rickie bajó la mirada y tuvo cuidado al dejar caer la

ceniza del cigarrillo-. Siempre me contaba cosas. Cómo hablar con

las chicas y cosas de esas.

Lusa se acercó la base de la mano a un ojo y se volvió, pues

no entraba dentro de sus planes ponerse a llorar delante de

Rickie.

-Sí. Sí, eso sí que se le daba bien.

La vaca mugió, una débil protesta entre el silencio goteante.

El ternero del compartimiento vecino empezó a berrear, como si

acabara de percatarse de la injusticia que suponía que le robaran

la leche de su madre.

-Ordeñas, ¿eh? –observó Rickie.

-Sí.

-Parece que se te da bien.

-Cole me enseñó, decía que tenía talento. Vaya talento más

tonto, ¿no?

-No creas. Los animales saben diferenciar ciertas cosas. No se

les puede engañar como a la gente.

El ternero seguía berreando y Lusa le habló con voz suave para

tranquilizarlo.

-Estate calladito, tu mamá enseguida estará contigo.

El animal se calmó y Lusa siguió ordeñando. Aquel trabajo la

reconfortaba. A veces sentía que la inundaba el estado de ánimo de

la vaca de raza Jersey: una maravilla humilde y sin aspavientos

211
ante el hecho de que siguiera en ese establo al término de todos

los días. De hecho, a Lusa le agradaba su compañía. Había estado

tentada de ponerle un nombre, hasta que Cole le hizo caer en la

cuenta de que se comerían a su hijo.

-¿Tío Herb está en su granja lechera? Dice que las vacas y él

son como el aceite y el agua. Las ordeña con máquinas. Engancha a

la vaca al depósito hasta que la deja seca.

-Sí, pobres vaquitas.

-No creo que les importe. No son más que vacas.

-Cierto.

-¿Cuántas veces al día la ordeñas, dosh?

Todos decían dosh. Unoh, dosh. Se preguntó si era un vestigio

de la lengua que se había hablado en otro tiempo en aquellos

pueblos aislados de la montaña.

-Sólo ordeño una vez al día, aunque te cueste creerlo. Y ya es

mucho. Justo antes de que entraras por la puerta estaba pensando

que no ordeñaría más.

-¿Sí?

-Sí. Mañana voy a llevar a pastar a esta mujercita con su

ternerito para que toda la leche vaya al estómago que debería. No

hace gran cosa por el mío.

-No te gusta la leche, ¿no?

-No demasiado. Aprendí por Cole porque le encantaba la nata

fresca. A mí me gusta hacer yogur, laban zabadi, lo echo de menos.

Pero he congelado suficiente mantequilla y queso para que me duren

todo el invierno, y lo cierto es que la leche fresca no me hace

falta. A no ser que tu familia la quiera...

212
-No, tío Herb nos da casi cuatro litros todos los días. Nos la

bebemos, sobre todo yo.

-Bien, eso es bueno. A mí no me criaron con leche como a ti.

Lusa había terminado. Abrió el montante para soltarle la

cabeza a la vaca y la separó con cuidado. La pacífica vieja Jersey

volvió tranquilamente al compartimiento donde estaba su ternerito

y Lusa se lo abrió, al tiempo que le daba una palmada de despedida

en la ancha ijada. Se sentía ridícula porque tenía los ojos

llorosos.

-Sí. Mamá dijo que eras... algo.

-Cree que soy algo, ¿no? Qué bonito.

Lusa se sacudió los trozos de heno de los vaqueros y de las

faldas de la camisa de trabajo blanca manchada, que le llegaba

hasta las rodillas. Era de Cole y la llevaba encima de una

camiseta de terciopelo de color teja que creía que la favorecía,

en otra época de su vida.

-No, me refiero a alguna nacionalidad.

-Ya sé a qué te referías. Rickie, todo el mundo tiene alguna

nacionalidad.

-Yo no. Sólo soy americano.

-¿Por eso llevas la bandera rebelde en el parachoques de la

camioneta? Porque la Confederación intentó separarse del Gobierno

americano, ¿sabes?

-Bueno, entonces un americano del sur. ¿Tú qué eres?

-Buena pregunta. Americana-polaca-árabe, supongo.

-Vaya, no lo parece.

-¿No? ¿Y tú qué crees que parezco?

213
Se colocó bajo la luz, con los brazos extendidos sobre los

tablones del montante. Tenía el pelo rizado y revuelto por la

humedad. Bajo esa luz tan fuerte un halo rubio rojizo le

contorneaba el rostro. Unas pequeñas palomillas blancas

revoloteaban alrededor de la bombilla que tenían encima de sus

cabezas. Rickie la examinó cortésmente.

-Pareces una persona blanca –manifestó.

-Los padres de mi madre eran palestinos y los de mi padre eran

judíos de Polonia. Soy la oveja negra de tu familia. Y aun así

cuando me da el sol me quemo la piel como el que más. Lo cual

demuestra, Rickie, que las apariencias engañan.

-Oí que mamá y tía Mary Edna hablaban de eso, que seguías una

de esas otras religiones cristianas.

-Me imagino la conversación.

Lusa cogió la pala plana para limpiar el suelo de la zona de

ordeñar, pero Rickie se la quitó de las manos, excusándose porque

le había dado un golpe en el hombro. Nunca sabía cómo tomarse a

aquellos muchachos de campo: eran una mezcla incomprensible de

tosquedad y cortesía. Rickie formó una pequeña pila con el

estiércol y la fue llevando, palada a palada, al montículo que

había en el exterior, junto a la puerta.

-No era nada contra ti, tía Lusa –dijo desde la oscuridad, lo

cual la sobresaltó. Hacía mucho tiempo que no oía su nombre

pronunciado en voz alta. Veintiocho días, para ser exactos. Ningún

otro miembro de la familia la llamaba por su nombre. Rickie volvió

al establo iluminado-. Hablaban de si tú y tío Cole tuvierais

hijos. Eso fue antes...

214
-De que se muriera. Cuando los hijos eran algo que podía

entrar dentro de nuestros cálculos.

-Sí. Creo que se preguntaban, pues, cómo iría eso de la

religión. Que sería duro para los niños.

Lusa recogió el cubo y el paño que había utilizado para

limpiar la ubre de la Jersey y tapó el cubo de leche de acero

inoxidable. El borde estaba caliente.

-Para mí no fue duro tener unos padres “variados” –declaró-.

Te aseguro que no éramos demasiado devotos, por ninguna de las das

partes. Mi padre odiaba a su padre y en parte le volvió la espalda

a su religión. Y yo no soy una buena musulmana, eso está claro. Si

lo fuera, me verías girándome –se dio la vuelta lentamente en el

sótano del establo en dirección este- hacia allí y arrodillándome

para rezar cinco veces al día.

-¿Rezas hacia el gallinero?

-Hacia la Meca.

-¿Dónde está eso, en Carolina del Norte?

Lusa rió.

-En Arabia Saudí. Allí nació el profeta Mahoma, así que se

reza en esa dirección. Y antes hay que lavarse las manos.

A Rickie pareció divertirle la idea.

-¿Hay que lavarse las manos antes de rezar?

-Mira, tú no has visto a los devotos de verdad. No fuman ni

beben alcohol y las mujeres se tapan todo el cuerpo menos los

ojos. –Se colocó las manos frente a la cara y miró por entre los

dedos-. Si un hombre ve ni que sea el pie de una mujer, o su

215
silueta, le provocará pensamientos impuros, ¿sabes? Y la culpa

será de ella.

-Vaya, eso sí que es duro. Y yo que creía que tía Mary Edna

era estricta. ¿Tú crees en eso?

-¿A ti qué te parece? No, mi madre nunca llegó a llevar velo.

Sus padres ya estaban bastante occidentalizados cuando se

marcharon de Gaza. Pero tengo primas que sí.

-¿Sí?

-Sí. La versión americana es un pañuelo en la cabeza y una

gabardina larga. Tenía que ponérmelos cuando íbamos a una mezquita

con los parientes de mamá.

Rickie abrió los ojos como platos.

-¿Has estado en la ciudad de Nueva York?

Lusa se preguntó qué representaba aquel lugar en la mente del

muchacho. Probablemente algo tan alejado de la realidad como aquel

establo en la mente de sus primos del Bronx.

-Cientos de veces –respondió-. Mis padres eran de allí.

Siempre intentábamos volver para las festividades de sus familias

respectivas. Creo que el acuerdo religioso entre mamá y papá era

prescindir de la idea de culpabilidad y castigo y celebrar las

fiestas, básicamente. –Lusa sonrió al recordar a sus primos, la

música y los bailes temerarios entre sillas en un pequeño patio

trasero, fiestas de amor y de aceptación-. Crecí con la comida más

buena que puedas imaginar.

-Vaya. Yo pensaba que la gente que no creía en Dios adoraba al

diablo y esas cosas.

216
-¡Anda, Rickie! –Rió débilmente y volvió a sentarse en el

taburete de ordeñar-. ¿No crees que puede haber un par de opciones

más entre medio?

Rickie se encogió de hombros, avergonzado.

-Puede ser.

Aquél era el momento para hacer caso omiso de aquel muchacho

para que volviera a su casa. Pero ¿y luego? ¿Esperar que Cole

explicara sus orígenes a la familia? Le dolía el cuerpo por la

carga de su soledad. Nadie iba a hacerlo por ella. Apoyó las manos

juntas entre las rodillas y alzó la vista hacia Rickie.

-¿Quiénes dices que no creen en Dios? Los judíos creen en

Dios, los musulmanes creen en Dios. A decir verdad, la mayoría de

los judíos y todos los musulmanes que conozco pasan más tiempo

pensando en Dios que la gente de por aquí. Y, sin lugar a dudas,

mucho menos tiempo cotilleando en la iglesia.

-Pero son dioses distintos, ¿no? No el de verdad, el nuestro.

-Sí, el vuestro. Exactamente el mismo. Su nombre técnico es

Jehová; las tres facciones coinciden en eso. Sólo hay cierto

desacuerdo sobre qué hijo heredó o dejó de heredar los bienes de

la familia. La vieja historia de siempre, la vieja historia de

siempre.

-Ah.

-¿Sabes que la mayor parte de la población del mundo no es

cristiana, Rickie?

-¿En serio? –Esbozó una sonrisa como un colegial ante una

pregunta difícil. Acto seguido, encendió otro cigarrillo para

recobrar dignidad y arqueó las cejas con ademán interrogador.

217
-Claro, adelante.

-¿Sabes decir algo en judío?

-Um. Querrás decir yídish. O polaco.

-Sí, algo en ese idioma.

-No me defiendo demasiado con el yídish ni con el polaco. Mi

bubeleh vivió con nosotros hasta que se murió, la madre de mi

padre, pero estaba...pues... censurada. Papá no le permitía hablar

un idioma que no fuera inglés en nuestra casa. Pero, espera,

déjame pensar. –Ensayó la frase en su mente y luego la recitó en

voz alta-: Kannst mir bolsín kalteh millich in toochis.

-¿Qué significa eso?

-Puedes soplarme leche fría por el culo.

Rickie rió sonoramente.

-¿Tu mammaw te enseñó eso?

-Era una anciana cabreada. Su marido se fugó con la empleada

del guardarropía de una sala de fiestas. Deberías preguntarme por

el árabe, mi madre me enseñó unas cuantas cosas.

-Vale, dime algo.

-Ru-uh shum hawa. Significa “vete a oler viento”. Como

“lárgate”, en otras palabras.

-Ruh shum hawa –repitió él con una entonación malísima, aunque

a Lusa le conmovió el esfuerzo. Sus ganas de estar allí y hablar

con ella de cosas extranjeras.

-Sí, más o menos –dijo Lusa-. Te ha salido bien.

Rickie sonrió contento.

-Entonces –empezó a preguntar, exhalando humo-, ¿teníais otras

Navidades? ¿Y recibíais regalos y todo eso?

218
-Otras Navidades, otras Pascuas. Sí, no estaban tan centradas

en los regalos sino en la comida, sin duda. El Ramadán, por

ejemplo, es un mes entero en el que no se puede comer de día, sólo

por la noche.

-¿En serio? ¿Y aguantas todo el día?

-Se supone que sí. Nosotros no lo respetábamos. Yo solía

saltarme el desayuno e intentar ser buena durante un mes. Pero lo

mejor es el final, cuando se celebra una gran fiesta para

compensar todo lo que no has comido durante el mes.

-¿Como el día de Acción de Gracias?

-Mejor. Dura tres días. Sin contar las sobras.

-Vaya. Acabáis con los cerdos de la zona.

-Bueno, en realidad con los corderos. Mi familia no come nada

de cerdo, por ninguno de las dos partes, los judíos y los

musulmanes coinciden en eso. Pero nos encanta el cordero. La gente

cree que en Oriente Medio lo que más se come es cordero pero la

verdadera tradición es el quozi mahshi, el cabrito. Mamá y yo

siempre íbamos a visitar a los primos árabes para el Id-al-Fitr,

al final del Ramadán, y asaban un cabrito con un espetón enorme en

el patio trasero. Luego hay otra fiesta al cabo de cuatro meses,

Id-al-Adha, para la que se necesita una cabra todavía más grande.

-Creo que la cabra no me gustaría.

-¿No? ¿Nunca la has probado?

-No.

-Pues no sabes lo que te pierdes. Quozi mahshi, um. Es como

una ternera tierna y dulce, sólo que mejor.

Rickie parecía que no se lo acababa de creer.

219
-Oye, yo pensaba que criabais cabras, Rickie. ¿Qué son esos

animales con cuernos que he visto detrás de vuestra casa?

-Oh, eso fue un proyecto de la 4-H.26

-¿Y no os comisteis el proyecto al final?

-No. Estaban ahí para contener el crecimiento de la maleza, me

parece.

-¿Son para leche o para carne en teoría?

-Se suponía que eran para sacrificar. La intención era

venderlas en la feria del Estado mientras no pesaran más de

dieciocho kilos o algo así. Los jueces les tocan las costillas y

los huesos de la cadera y todo eso y les dan una puntuación.

-¿Y vuestras cabras entraron en el cuadro de honor?

-Eran bastante buenas, pero aquí nadie compra cabras. Es

imposible, lo sé porque lo he probado.

-Pero las he visto por todas partes. Aquí en este condado, me

refiero.

-Bueno, se pusieron de moda durante la época del proyecto de

la 4-H. El señor Walker se lo inculcó a la gente por algún motivo

y ahora la mitad de los campos traseros del condado están llenos

de cabras con las que la gente no sabe qué hacer.

-Vaya –dijo Lusa-. ¿Quién es el señor Walker?

-Es un primo o tío lejano nuestro. Político.

-Todo el mundo en un radio de veinticinco kilómetros es

pariente vuestro.

26
Organización subvencionada por el Departamento de Agricultura de EE.UU. cuyo objetivo es enseñar a los jóvenes
los métodos de agricultura más modernos y otras técnicas útiles. El nombre responde a la intención de la organización
por mejorar la mente, el corazón, las manos y la salud; en inglés los cuatro términos comienzan por “h”, de ahí que se
llame 4-H. (N. de los T.)

220
-Sí, pero el señor Walker es el asesor de ganadería de la 4-H.

O lo era, cuando yo era pequeño. Probablemente ya esté jubilado.

Es el de la granja de la número 6 que tiene el frente todo lleno

de hierbajos. He oído decir que cultiva castaños.

-Todos los castaños murieron hace cincuenta años, Rickie. El

castaño americano se extinguió debido a una plaga de hongos.

-Lo sé pero eso es lo que la gente dice que cultiva. No lo sé.

Él sabe mucho de plantas. Todo el mundo dijo que debería haber

sido el asesor del proyecto de cultivos, no del de ganadería. Por

eso fastidió a toda esa gente con las cabras.

-Ya –observó Lusa-. ¿Crees que podría ayudarme a encontrar una

o dos cabras baratas para una fiesta? Qué demonios, incluso podría

invitar a tu madre y a tus tías, escandalizar a la familia con

quozi mahshi e imam bayildi.

-¿Qué es eso?

-La comida de los dioses, Rickie. Cabrito y verduras asadas

rellenas. En realidad imam bayildi significa “el emperador se

desmayó”. Que es lo que haría tu tía Mary Edna si viera a un

cabrito mirándola desde el centro de la mesa de comedor de nogal

de su madre.

Rickie se echó a reír. Tenía una risa hermosa, de esas que

dejaban las muelas al descubierto.

-No te hace falta que el señor Walker te busque una cabra.

Puedes poner un anuncio en el periódico: “Se buscan cabras gratis,

entrega incluida”. Te lo juro, tía Lusa, mirarás por la ventana a

la mañana siguiente y verás cientos de cabras comiendo en tu

campo.

221
-¿Tú crees?

-Te lo juro.

-Bueno, impedirían que los cardos y el brezo inunden los

campos de heno. Podría prescindir de las vacas. Así no tendría que

aprender a encargarme de los cerdos salvajes.

-De hecho, se comerían la maleza. Tampoco necesitan demasiado

heno, se alimentan bastante bien con la maleza la mayor parte del

invierno.

-¿En serio? Cielos, entonces ni siquiera tendría que utilizar

la empacadora ni almacenar el heno. Es la mejor idea que he oído

en todo el día.

-Necesitas un poco de heno –le advirtió-. Para cuando haya

poca maleza. No mucho, un poco. –Encendió otro cigarrillo con

ayuda del que todavía tenía encendido. Lusa se acercó a él y le

cogió el paquete.

-¿Puedo probar?

-Adelante, pero produce cáncer.

-Creo que ya lo he oído decir. –Lusa le dedicó una pequeña

risa amarga mientras observaba el hueco del paquete-. De todos

modos, ahora mismo, teniendo en cuenta las circunstancias, vivir

más allá de los sesenta no es ninguna prioridad para mí. –Extrajo

un cigarrillo y lo observó. Olía a Cole-. Si te soy sincera ni

siquiera me hace mucha ilusión llegar a los treinta.

-Así es como se sienten los chicos del instituto. Por eso

fumamos todos.

-Interesante. –Se lo llevó a los labios y se inclinó hacia el

encendedor de Rickie, él lo apartó, para gastarle una broma.

222
-¿De verdad es la primera vez?

-Sí. Estás corrompiendo a una vieja. –Intentó inhalar por el

extremo del filtro para encenderlo pero su garganta se resintió y

se puso a toser. Rickie rió. Lusa intentó escampar el humo que

tenía en la cara con la mano-. Es obvio que no se me da bien.

-Apesta, la verdad es que sí. No deberías empezar, tía Lusa.

Lusa se rió.

-Eres un encanto, Rickie. Gracias por preocuparte de mí.

Rickie la miró fijamente durante unos segundos. Era un joven

que llamaba la atención, un mezcla acertada entre la tez oscura de

su padre y las facciones de los Widener. Lusa se quedó embelesada

y mortificada al mismo tiempo al pensar en su pecho y sus brazos

desnudos, en poner su cabeza allí y permitir que la abrazara. ¿Qué

le sucedía, estaba perdiendo la chaveta? ¿Por qué era, por el

celibato, la locura o ambos? Se miró los pies.

-No es que quiera morirme –dijo con voz un tanto temblorosa-.

No quería decir eso. Estoy deprimida, pero supongo que es lo

normal en el caso de una viuda. Dicen que se pasa. Es que pensaba

que si el tabaco es el alma de este condado pues que debería

apoyar el proyecto.

-No, no estás obligada. –Dio una calada y soltó el aire

emitiendo pequeños silbidos con el cigarrillo. La miró de reojo-.

Tía Lusa, espero que te lo tomes a bien, pero no eres una vieja.

Los chicos del instituto, mis amigos, ¿sabes?, te han visto en

Kroger’s y me dijeron que estabas muy buena.

-¿Yo? –Se sonrojó por completo.

-No te ofendas –dijo Rickie.

223
-Al contrario. Ya sé que tú y Cole hacíais novillos juntos y

que te enseñó a embaucar a las chicas. Se me olvidaba que no soy

tu madre.

Rickie sonrió y negó con la cabeza.

-No eres mi madre.

-Gracias –respondió Lusa remilgadamente, sintiéndose un poco

culpable por todos los apelativos que había dedicado a la madre de

Rickie en su mente: “vieja”, “pulmones de cuero”-. Estoy

convencida de que tu madre es un alma más bondadosa que yo.

Rickie resopló.

-Si quieres llamarlo así. Mi madre cree que no se deben decir

palabrotas, en dormir bien por las noches y que en la cocina todo

esté decorado con patitos.

-¿Y cómo sabes que yo no creo en esas cosas?

-He visto tu cocina.

-Eh, mira. Sé hacerlo. –Aspiró una pequeña calada aunque

básicamente se limitó a improvisar con el cigarrillo colgando de

las yemas de los dedos, pasando el brazo por encima de la cabeza-.

¿Cuántos años tiene Lois, si crees que no le importa que yo lo

sepa?

-Pues, déjame pensar. –Alzó la vista hacia el techo-. Creo que

tiene cuarenta y uno o cuarenta y dos. Tía Mary Edna es mucho

mayor que ella. Tiene cincuenta y algo.

-Es lo que me había imaginado, la Amenazadora Mayor. Y Emaline

está entre las dos.

224
-Sí, tía Emaline es más mayor que mamá. Y tía Hannie-Mavis es

más joven. Todavía no ha cumplido los cuarenta. Lo sé porque

trataba con prepotencia a mamá por tener más de cuarenta.

-Y Jewel qué, ¿está entre tu madre y Emaline?

-No, tía Jewel es la más joven. Nació justo antes que Cole, se

llevaban dos años o algo así.

-¿Jewel? ¿Seguro?

-Sí. No es tan mayor. Yo no era más que un mocoso cuando se

casó, llevé los anillos. Ni siquiera me acuerdo muy bien pero

guardan esas fotos que me dan vergüenza. Por suerte ya no las

enseña nadie desde que tío Shel se fugó con esa camarera.

-Oh, sí, menuda suerte.

-Oh, puaj. –Se dio una palmada en la cabeza que hizo reír

tontamente a Lusa. Se sentía exaltada, por los efectos de la

nicotina, aunque quizá también la conversación y la compañía la

hicieran estar un tanto atolondrada. La última vez que había

hablado tanto tiempo con un muchacho de diecisiete años

probablemente debió de ser en la parte trasera de un coche.

Sin embargo, se puso más seria al pensar en Jewel. No porque

Shel la hubiera dejado sino porque tenía treinta años y aparentaba

cincuenta.

-Eso es lo que pensaba, que era más joven, pero últimamente me

lo he estado cuestionando. Parece mayor.

-De todos modos es la hermana pequeña. Mi madre y los demás

siempre le tenían celos, por Cole. Él era el preferido de todos,

¿sabes? Y él y Jewel eran, pues, como dos amigos íntimos

inseparables.

225
-Oh –exclamó Lusa intentando asimilar aquellas palabras-. Y

entonces aparecí yo. Así que entonces todos podían guardarme

rencor a mí en vez de a ella.

-No te guardan rencor, tía Lusa.

-Sí que me lo guardan. No hace falta que finjas.

Rickie la miró y en aquel momento parecía más hombre que niño,

como si entendiera el sufrimiento. Notó que el corazón se le

encendía de nuevo, pero se dio cuenta de que no era deseo sino una

especie de amor por el hombre en que se convertiría aquel joven

algún día. Imaginaba cómo se comportaría con una novia: con cariño

y asumiendo sus responsabilidades. Probablemente igual que Cole a

los diecisiete años. Lusa se apoyó contra la pared del establo

detrás de él, inclinando la cabeza hacia los tablones, los dos de

cara a la puerta desde donde se atisbaba el atardecer. Contentos

durante unos minutos de estar donde estaban. La superficie de la

laguna tenía el color de las naranjas de sangre.

-¿Entonces? –preguntó él.

-¿Entonces qué?

-Pues que pones el anuncio y la gente empieza a descargar sus

cabras, empezando por mí. Te puedes quedar las dos que tengo.

-Gracias –respondió ella.

-¿Y luego qué? ¿Qué vas a hacer con quinientas cabras?

Lusa cerró los ojos, saboreando y oliendo a cabrito asado. La

última vez que había celebrado un Id-al-Fitr había sido cinco años

atrás, cuando su madre todavía vivía y estaba bien, alguien con

quien Lusa podía conversar. Alguien con quien cocinar. Había sido

una celebración de finales del invierno. El calendario musulmán

226
tiene once días menos que el cristiano. A esas alturas, Id-al-Fitr

caería cerca de la Navidad.

Lusa abrió bien los ojos.

-Rickie, ¿puedes conseguir que unas cuantas cabras se queden

embarazadas a la vez?

Él se sonrojó y Lusa se echó a reír.

-No tú –puntualizó cuando recobró la compostura-. Me refiero

si tienes varias cabras y un... ¿cómo se llama? ¿Un macho cabrío?

-Se les llama cabras y machos cabríos. Si son para carne.

-Cabras y machos cabríos, como suponía. Bueno, ¿y qué pasa?

¡No te pongas rojo, Rickie! –Le dio un manotazo en el brazo.

Estaba riéndose como un niño-. Quiero información práctica. Es que

se me acaba de ocurrir una idea. Se acercan dos grandes fiestas en

las que se come cabra, a final del año. Y eso significa que Id-al-

Adha será en... febrero, marzo... ¡comienzos de abril! La misma

época que la Pascua ortodoxa y la judía. ¡No me lo puedo creer! –

Hablaba rápido, contando con los dedos y emocionándose-. Tengo que

mirar en un calendario para asegurarme. ¿Cuánto se tarda en hacer

un cabrito?

-¿Te refieres a cuánto dura un embarazo? Cinco meses o quizá

un poco menos.

Lusa contó con los dedos.

-Eso es noviembre, ¡perfecto! Un mes para engordarlos. ¿Puedes

conseguir que... ya sabes...¡no te pongas rojo! –Se alisó los

faldones de la camisa, se puso seria y habló con voz más honda-.

Somos granjeros, Rickie. De granjero a granjero, te pido consejo.

227
¿Puedo conseguir que un macho cabrío deje embarazadas a todas las

cabras de un rebaño a la vez?

-¡Juaaaa! –Rickie se echó a reír a carcajadas, doblándose de

la risa.

-¡Hablo en serio!

Se secó las lágrimas de los ojos.

-Creo que sí. Puedes darles hormonas y cosas de esas.

-No, no, no. Son cabras para las fiestas religiosas. Sin

hormonas. ¿Se puede hacer de otra forma?

-Hace tiempo que dejé lo de la 4-H, tía Lusa.

-Pero sabes de ganado. ¿Cómo funciona?

-Creo que sé cómo va, si tienes cabras que nunca han estado

con un macho y las pones todas en un campo con él, todas están en

celo a la vez. No estoy completamente seguro pero creo que va así.

Podrías llamar al señor Walker y preguntarle.

-Oh, claro. ¡Llamo a un viejo así, de repente, y le pregunto

sobre las relaciones sexuales de las cabras!

Lusa y Rickie volvieron a desternillarse de risa otra vez e

hicieron que la vaca del compartimiento situado detrás de ellos

empezara a mugir. Lusa intentó callarse y hacer que Rickie dejara

de reírse, si bien tenía que aguantarse en un poste para

mantenerse en pie.

-Toma, apágamelo –dijo al tiempo que le pasaba la colilla del

cigarrillo-. Antes de que incendie el establo.

Rickie lo pisó con el extremo del zapato, se pasó una mano por

el pelo y se enderezó. Lusa advirtió que miraba dos veces hacia la

228
puerta abierta. Ya había anochecido y estaba oscuro en el

exterior.

-Tienes que irte a casa –observó Lusa.

-Sí, tengo que irme.

-Dile a tu padre que no pasa nada por lo del tabaco. Tiene

razón, en realidad es lo que quería, no plantar tabaco este año.

Agradécele que me permitiera ser fiel a mis principios.

-De acuerdo.

-Venga. –Le dio un golpecito en el muslo con el dorso de la

mano-. Tu madre pensará que te he tomado como rehén.

-No creas. Más que nada tienen miedo de decirte las cosas,

toda la familia.

-Lo sé. Soy una extraña que ocupa la casa de la familia.

Quieren recuperar la granja y lo cierto es que no les culpo. La

mayoría de los días me levanto de la cama pensando que debería

montarme en el coche y marcharme sin despedirme siquiera.

Rickie arqueó las cejas.

-Hay personas que se sentirían heridas.

-Tal vez esa fuera mi intención.

-Aunque te marcharas, no estaríamos seguros de poder conservar

la granja. Mis padres o tío Herb y tía Mary Edna podrían perderla

el año próximo por las deudas con el banco.

-Eso es lo que también pensaba yo. Las familias pierden sus

tierras por un sinfín de motivos. Los padres de mi padre tenían

una granja maravillosa en Polonia y la perdieron por ser judíos. Y

la familia de mi madre tuvo que dejar su tierra por no ser judía.

Imagínate.

229
-¿De veras? ¿Qué tipo de granja?

Lusa alzó la mirada, sorprendida de que aquello le interesase.

-Los Maluf tenían olivares a lo largo del río Jordán, o eso me

contaron. No conozco los detalles; fue hace mucho tiempo. Mamá

nació en Nueva York, pero mi padre sí que nació en la granja de su

familia, en el centro de Polonia, una zona que la gente dice que

es de ensueño. Creo que cultivaban remolacha azucarera.

-Vaya, así que tú también procedes de una familia de

granjeros. –La miró de arriba abajo como si de repente fuera más

alta o vieja-. No lo sabía.

Lusa se percató entonces de que lo que a Rickie le interesaba

no era la historia social sino los cultivos. Había empezado a

comprender aquel claro pragmatismo y a sospechar que si era capaz

de adquirirlo, si acaso lo llegara a querer, podía sentirse a

gusto en aquel lugar. Se encogió de hombros.

-Y qué, procedo de una familia de granjeros. No cambia nada.

Rickie siguió mirándola.

-Hablas de marcharte, todo el mundo dice que lo harás, pero

sigues aquí. Algún motivo habrá.

Lusa exhaló un suspiro, se cruzó de brazos y se frotó los

codos.

-Ojalá supiera si hay algún motivo detrás de lo que hago. Soy

como una palomilla, Rickie, vuelo en espiral. ¿Has visto cómo

vuelan? –Señaló la bombilla con la cabeza, allá donde una multitud

de alas pequeñas y desesperadas brillaban a través del arco de

resplandor describiendo movimientos circulares por el aire.

Estaban por todas partes si uno se tomaba la molestia de fijarse

230
en ellas: como moléculas visibles, pensó Lusa, que llenaban el

espacio con sus trayectorias circulares. Rickie pareció

sorprenderse de que las palomillas estuvieran por todas partes.

Alzó la vista boquiabierto.

-Un ternero correría así si ha perdido a su madre y tiene un

miedo de muerte –observó el muchacho finalmente.

-Sin embargo no están perdidas. Las mariposas de luz no

utilizan la vista como nosotros, se guían por el olfato. Prueban

el aire, toman muestras de lugares distintos y las comparan, con

una rapidez increíble. Así es como se guían. Consiguen llegar a

donde quieren pero tardan una eternidad.

-Vete a oler el viento. Como se diga.

-Ru-uh shum hawa. Exactamente. Esa soy yo. Al parecer, no

consigo ir en línea recta.

-¿Quién ha dicho que tengas que ir en línea recta?

-No lo sé, es violento. La gente me observa. Intento hacer de

granjera y tomo las decisiones equivocadas. Y además vivo esta

especie de matrimonio retrospectivo, empezando por el final y

yendo hacia atrás, conociendo a Cole a través de los años antes de

que nos conociéramos.

Lusa dudaba que Rickie estuviera siguiendo su razonamiento

pero, por lo menos, se mostraba respetuoso. Permanecieron juntos

observando la danza mareante de las alas plateadas a través del

aire frío: la mariposa lagarta cola parda, la polilla del manzano

y tantas otras, cada una haciendo caso omiso de las demás al

seguir su propio camino, apremiante y verídico.

-Tía Lusa, te preocupas demasiado.

231
-Soy viuda con una granja hundida por las deudas, estoy en un

establo que está a punto de desplomarse encima mío. Tienes razón,

¿por qué iba a preocuparme?

Rickie rió.

-Me refiero a lo de la familia. Sólo están celosos porque tío

Cole se volvió loco por ti. Pero, ¿cómo no? Eres guapísima, lista

y todo eso.

Lusa hizo una mueca y esbozó una sonrisa no exenta de

aflicción para evitar echarse a llorar.

-Gracias por decirme eso.

Rickie se encogió de hombros.

-Y oye, Rickie, gracias por... bueno, no sé. Hacerme reír en

voz alta. No sabes hasta qué punto lo necesitaba.

-Escucha, si necesitas ayuda con esto de las cabras.

-Oh, es un sueño, estoy desesperada.

-¿En qué estabas pensando? Cuéntamelo. –De repente se había

convertido en un igual, un hombre serio y considerado. Percibió

algo del Cole que ella había conocido, no en los ojos de Rickie,

que eran oscuros, sino en la seriedad de su expresión.

-Bueno, estaba pensando en que conozco a un carnicero de Nueva

York, Abdel Sahadi, es primo de mi madre. Probablemente venda...

ni siquiera lo sé... ¿unas mil cabras al año? Quizá más.

Rickie silbó sorprendido.

-Sí –corroboró Lusa-, en la ciudad de Nueva York. Está llena

de gente que no para de comer. Básicamente eso es lo que pasa

allí. Pero vende casi todas esas cabras en la época de las

fiestas. Todas a la vez. Así que no quiere irlas recibiendo a lo

232
largo del año. Necesita quinientas para la misma semana. Si

quieres una en invierno tienes que encargarla con antelación y

pagar una fortuna por ella. No te creerías lo que la gente de la

ciudad es capaz de pagar por un cabrito en las épocas de fiesta.

Lo cierto es que las cantidades normales que uno está dispuesto a

pagar no son aplicables en esa época.

Rickie la escuchaba con atención, lo cual hacía que Lusa

también se dedicara más atención a sí misma.

-Rick. ¿Te importa si me salto lo de “Little Rickie”? No eres

tan pequeño, ¿no?

-Caramba, ojalá alguien enterrara el dichoso “Little Rickie”.

-De acuerdo, Rick. Dime una cosa. ¿Existe alguna posibilidad

de poder tener cincuenta o sesenta cabritos para finales de

diciembre? ¿Y quizá el doble de esa cantidad en primavera, cuatro

meses después?

No dudó en tomársela en serio.

-Tú entiendes de parásitos, de cetosis, de dar a luz, todo

eso, ¿no? Algo es algo. ¿Alguna vez has criado ganado? –Inclinó

una ceja hacia él, pero Rickie estaba inmerso en sus propios

cálculos-. De acuerdo, necesitarás dos temporadas. No pueden ser

las mismas madres para las dos tandas de cabritos.

-Cierto.

-¿Qué tal la valla que tienes? Si la valla no es capaz de

retener el agua tampoco retendrá a las cabras.

Lusa se echó a reír.

-Creo que eso lo tengo cubierto. Es eléctrica.

-¿En serio? Vaya, eso está muy bien. ¿Cuándo la instalaste?

233
-Ni siquiera lo sé; hace años. La puso Cole. Rodea la zona

principal de pastoreo para las vacas de ahí arriba. Tuvo una mala

experiencia con unas vacas errantes.

-Es una suerte que la tengas. Instalarlas cuesta dinero.

-Lo sé. Cole me lo dijo. Pero me contó que si sus vacas

hubieran aparecido en el jardín de Mary Edna una vez más, le

habría costado su virilidad.

Rickie se echó a reír.

-Muy bien, señora, creo que ya estás establecida. Las cabras

se crían bien entre la maleza, no tendrás que darles grano ni

heno, quizá un poco de forraje después de que nieve. Pero para que

críen en noviembre necesitarán resguardarse. Si hace mucho frío

tendrás que encerrar a las madres en el establo cuando estén

listas para parir. Les construyes un pequeño redil.

Lusa levantó la mirada hacia el techo del sótano del establo y

calcularon el espacio que tenían por encima. Desde la puerta que

daba a la galería principal del establo se veía la ladera de la

colina. Podía cambiar un poco el trazado de la valla para que las

cabras pudieran acceder a los grandes pastos.

-Si ahí arriba no estuviera lleno de tabaco o de pilas de

heno, ganaría espacio.

-Ese va a ser tu reto –manifestó él-. Conseguir que se

instalen y paran bien cuando bajen las temperaturas. Esta no es la

temporada normal. Si te soy sincero, nunca lo he visto hacer.

-Oh, ese debe de ser el motivo por el que la cabra es tan cara

en invierno.

-Oh, sí. Valen su peso en oro.

234
-Pero ¿crees que podría hacerlo?

Rickie contestó con cautela.

-Es posible. Creo que toda la gente del condado pensará que

estás loca por intentarlo.

-¿Qué te parece si nadie, aparte de ti, de mí y esa vaca de

ahí supiera lo que tramo? ¿Y sobre todo si nadie supiera nada de

mi primo Abdel y los precios en Nueva York durante las fiestas?

-Oh, bueno, entonces pensarían que te has pasado con tantas

cabras. Pensarán que eras una chica de ciudad con la nariz metida

entre lo libros y ni una pizca de sentido común en la cabeza.

Le sonrió a su cómplice en la conspiración.

-Perfecto. Eso es lo que piensan ahora.

235
{11}

Depredadores

Desde el interior de su capullo oscuro Deanna escuchó el

barullo de un hombre en su cabaña: la puerta que se abría, las

botas pisando dos veces con fuerza para dejar el barro en la

puerta y luego el repiqueteo hueco de la leña tirada al suelo.

Acto seguido, el chirrido del gozne de la estufa y el chisporroteo

quejumbroso de un fuego al ser encendido y devuelto a la vida.

Pronto se estaría caliente en la cabaña, el frescor de aquella

mañana de junio quedaría relegado al exterior, donde el sol le

plantaría cara. Deanna estiró las extremidades bajo las mantas,

sonriendo a escondidas. Levantarse en una cabaña templada una

mañana fría sin tener que salir antes a buscar leña era, sin duda,

una mejora.

Notó algo afilado en contacto con la pierna: el borde de

plástico de una de las tiras de condones de Eddie en el extremo de

la cama, retorcida como un ramal de ADN. Le había sorprendido la

primera vez que Eddie sacó aquellos paquetes de alegres círculos

de goma con los colores primarios, unidos como en una procesión

salida de una rueda gigantesca de condones.

-Este es mi alijo –había dicho con toda tranquilidad cuando

los extrajo del paquete como un mago que une pañuelos sacándoselos

de la manga. Dijo que se los habían dado gratis en un ambulatorio

que los repartía entre la clientela. Deanna no quería pensar en su

visita a tal sitio para vete a saber qué dolencia. A decir verdad

236
la dura realidad de aquel hombre no le importaba lo más mínimo, el

hecho que fuera un hombre itinerante de temporada que aceptaba

trabajos esporádicos, pescaba salmones o tallaba mangos de navaja

a cambio de dinero. Sospechaba que era un hombre que se unía con

una mujer para tener donde dormir. Deanna había hecho todo lo

posible para que se marchara, mostrándole toda su ira en el tronco

de castaño, sin embargo él seguía ocupando su territorio. Hacía

varios años que se había marchado de Wyoming, con su rifle de

caza, para poner en práctica su pasión, de la que no hablaban.

Eddie hablaba de cualquier otro tema y Deanna se encontró

tragándose sus historias como pedazos de comida viva traída a un

nido: la aurora boreal desplegándose como el humo verdiazul de un

cigarro en el cielo del Ártico. Los pétalos del color de la

parafina de una flor de cactus. El océano Pacífico y el agua

encharcada dejada por la marea, cosas que ella nunca había visto,

aparte de las versiones artificiales de este último fenómeno en el

acuario de Chattanooga. Pensó entonces en las anémonas rosas que

ondeaban en esas aguas. Igual que ella, cuando Eddie la había

espiado por primera vez con los tentáculos carnosos y sensibles de

su pensamiento rodeándola por todas partes, hasta que la había

tocado y la había acercado a él rápidamente con un puño firme.

Pero Eddie sabía cómo tocarla, hablarle, hacerle sentir su

aliento, hacerla emerger a la superficie. Qué ilusión tan

convincente era el placer físico, y el sexo, la mayor farsa de la

seguridad.

La puertecilla de metal de la estufa se cerró y Deanna escuchó

el roce de sus pantalones vaqueros al caer al suelo. Sentía un

237
cosquilleo en el cuerpo al anticipar el regreso de Eddie a la

cama. No obstante, Deanna esperó y, durante un minuto que le

pareció eterno, ningún cuerpo se sumergió en su mundo bajo las

mantas. Asomó la cabeza por encima de las sábanas para ver la

mañana y parpadeó ante tanta claridad. Ya no era temprano. El sol

era un rectángulo deslumbrante en la ventana, donde veía la

silueta de un hombre desnudo, blandiendo ambas manos ante una

palomilla asustada.

-¡Eh, eh, con cuidado! –exclamó Deanna, por lo que Eddie se

volvió. Ella no vio la expresión de su rostro porque la luz lo

iluminaba por detrás pero ya conocía aquella cara, su candidez.

-No voy a matarla –manifestó él-. Sólo intentaba cogerla y

dejarla fuera. Ha entrado aquí porque quiere verte desnuda.

Deanna se incorporó y entrecerró los ojos para ver la

desesperación de aqeullas alas moviéndose junto a la ventana.

-No, es una hembra. Te está mirando a ti.

-¡Qué atrevida! –exclamó, al tiempo que intentaba apresar la

palomilla entre las manos-. Mírala, está aterrorizada. Nunca había

visto tal muestra de virilidad.

-No lo hagas así. –Deanna apartó a un lado la masa de mantas y

puso los pies en el suelo frío. La estufa de leña emitía un ruedo

de calor tangible que le atravesó el cuerpo al acercarse a la

ventana-. Es mejor que no la toques. Las escamas se le caerán de

las alas.

-¿Y eso sería terrible?

-Para la palomilla sí. Creo que sin ellas se moriría o algo

así.

238
Eddie retrocedió, respetando aquella afirmación tan alarmante.

-¿Es un hecho científico?

Deanna sonrió.

-Mi padre me lo dijo, así que debe de ser verdad. –Intentó

apartar a la palomilla de la ventana haciendo bocina con las

manos-. Venga ya, mariposita, te abriría la ventana pero has

elegido la única que no abre.

-¿Quién es tu padre, un científico de las palomillas o algo

así?

-No te burles, hay científicos que se dedican a estudiar las

palomillas. Conocí a uno en la universidad. –Intentó guiar a la

palomilla hacia la ventana situada sobre la cama pero no hubo

manera. Continuó dirigiéndose hacia el este como un suplicante

hacia la Meca.

-A lo mejor si corremos la cortina se va a otra ventana –

sugirió Eddie.

-Puede ser. –Con cuidado corrió la cortina de algodón blanco

que separaba a la palomilla del cristal pero se dio cuenta de que

serviría de gran cosa.

-Todavía ve luz –observó Eddie.

La había creído cuando le dijo que la palomilla era hembra.

Eso la conmovió.

-Sabes, no sé distinguir el sexo de una palomilla a veinte

pasos, me estaba marcando un farol. Y no, mi padre no era

científico. Podría haberlo sido. Era granjero pero... –La

palomilla se posó en la cortina y se mantuvo inmóvil. Era una

criatura sorprendente, con unas alas blancas y negras que

239
dibujaban formas geométricas; el envés del ala era rojo escarlata

y tenía un grueso cuerpo blanco recorrido por manchas negras como

los botones de carbón de un muñeco de nieve. Ningún ojo humano

había posado su mirada en aquella palomilla con anterioridad;

nadie vería a sus amigos. Tal profusión de detalles pasa

desapercibida en el mundo.

-Ni siquiera sé describir a mi padre –declaró-. Si te pasaras

cien años en el condado de Zebulon observando todas las plantas y

los animales que viven en los bosques y en los campos, seguirías

sin saber tanto como él cuando murió.

-Tu héroe. Estoy celoso.

-Lo era. Tenía teorías sobre todo. Decía cosas como: “Mira el

pontífice índigo, qué azul es, parece haber caído de otro mundo en

el que los colores son más brillantes. Y mira a su esposa: es

marrón como el barro. ¿Por qué crees que tiene ese color?” Y yo

respondía alguna tontería, como que quizá entre los pontífices

índigos los señores eran los que más se arreglaban a la hora de

vestirse, en vez de las señoras. Y papá decía: “me parece que es

porque ella incuba los huevos y los colores brillantes llaman la

atención sobre el nido”.

-¿Y tu madre qué opinaba?

-¡Ay! –Deanna dio un alarido, sorprendida por la silueta veloz

de un ratón que surgió de detrás del montón de leña y corrió

prácticamente por encima de sus pies descalzos, antes de

desaparecer en un orificio en la esquina entre la pared de troncos

y el suelo-. ¡Maldita sea! –Se echó a reír-. Odio que me hagan

240
gritar como una chiquilla, me pasa siempre. –Había advertido que

Eddie Bondo también había dado un salto.

-¿Tu madre decía “ay”?

-Mi madre no decía gran cosa, más que nada porque estaba

muerta. –Deanna entrecerró los ojos para escudriñar el orificio

por el que había desaparecido el ratón. Se había pasado dos años

rellenando los agujeros con trozos de papel de aluminio, pero

había llegado a la conclusión de que toda batalla contra los

ratones era inútil.

Se percató de que Eddie la observaba, en espera de oír el

resto de la historia.

-Oh, lo de mi madre no es una tragedia, ni nada por el estilo.

Bueno, para mi padre sí, claro, pero yo ni siquiera la recuerdo,

era muy pequeña. –Deanna extendió las manos, incapaz de expresar

el vacío que aquello había dejado en su vida-. Nadie me enseñó a

ser una señora correcta, esa es la tragedia. Oh, mira, sí que es

una hembra. –Deanna señaló la palomilla, que estaba presionando el

extremo del abdomen contra la cortina, intentando poner huevos.

-Mi madre también murió, hace ya bastante tiempo –confesó

Eddie, mientras contemplaban la polilla de cerca-. Cosas que

pasan, supongo. Papá volvió a casarse al cabo de unos... quince

minutos.

A Deanna le costaba imaginar tal despreocupación familiar.

-¿Acabaste llevándote bien con ella?

Eddie rió de forma extraña.

241
-Podía sobrevivir sin mí perfectamente. Tenía otros hijos, eso

era parte del problema, quién heredaría el rancho. La vieja

historia de la hermanastra fea, ya sabes.

Deanna no la había vivido.

-Mi padre nunca volvió a casarse.

-¿Ah, no? ¿Entonces estabais siempre tú y él?

¿Le apetecía contarle todo aquello a Eddie Bondo?

-Sí, básicamente él y yo –explicó-. Tuvo una amiga pero eso

fue años después. Nunca llegaron a vivir juntos, los dos tenían

granjas que llevar, pero ella era buena conmigo. Es una mujer

increíble. Ni siquiera me di cuenta hasta hace bien poco de lo mal

que lo había pasado en la vida. Al final mi padre no sabía muy

bien qué hacer con ella. Y también tenía una hija pequeña, con el

síndrome de Down y con un problema de comunicación

interventricular congénita que resultó incurable. Mi hermanastra.

Eddie Bondo puso las manos sobre los hombros de Deanna y la

besó.

-Esa eres tú, ¿no?

Deanna le acarició el pelo con la mano, recién cortado con una

forma más suave, menos cuervo y más visón. El martes, su día de

mortificación tras agredirlo en el tronco del castaño, Deanna le

había permitido que la convenciera de muchas cosas, como cortarle

el pelo con sus tijeras pequeñas. Lo tenía extraordinariamente

grueso, como el pelaje de algún animal norteño que precisara tal

aislamiento térmico. El exquisito placer táctil de aquella hora

pasada lentamente en el porche con las manos en el cuero cabelludo

de Eddie creó entre ellos un nuevo tipo de intimidad. A

242
continuación estuvieron tranquilamente observando un par de

carboneros que recogían los pelos cortados para su nido.

-Yo no –puntualizó Deanna sin saber muy bien lo que él había

querido decir-, mi hermanastra, se llamaba Rachel.

-Me refiero a quién eres. Me estás contando una parte de tu

vida.

Deanna lo miró a los ojos y vio que él observaba

alternativamente sus dos pupilas, así de cerca estaban.

-Se nos está enfriando la cama –susurró.

-No me lo creo.

Entonces el fuego crepitó con fuerza, como un disparo y los

sorprendió como el ratón, lo cual les hizo echarse a reír. Eddie

Bondo corrió a la cama y se sumergió bajo las mantas, exclamando

entre risas que la brigada del sheriff lo había descubierto.

Deanna tiró de uno de los extremos de la cama y luchó contra él

para que la dejara entrar.

-Voy a informar al Servicio Forestal –le advirtió-. Me estás

impidiendo ejercer mi labor, lo cual es un delito penado con la

horca en estas montañas.

-Entonces tomaré mi última comida. –Apartó las mantas para

quedarse al descubierto, solemne y tumbado de cara. Deanna se

abalanzó sobre él e intentó inmovilizarlo pero Eddie era fuerte y

parecía saber movimientos de luchador. A pesar de la altura de

Deanna y de sus largas extremidades, en todos los casos Eddie

consiguió inmovilizarla tumbándola y poniéndole un codo en la

espalda. En menos de un minuto se rindió y se rió mientras él se

sentaba a horcajadas sobre ella.

243
-¿Qué es esto, Bondo? ¿Una especie de maniobra para arrear a

las ovejas?

-Exacto. –Eddie tomó un grueso mechón del cabello de Deanna

con una mano.

-Y ahora te voy a trasquilar.

En vez de eso la besó en la frente y luego en todas y cada una

de las costillas antes de acurrucarse contra su cintura. Sin

embargo, Deanna tiró de él para que apoyara la cabeza sobre la

almohada, a su lado. Necesitaba mirarlo.

-De acuerdo –dijo Deanna-, estás salvado. Te otorgo la

suspensión de la condena.

-Gobernador. Soy su esclavo.

Deanna deseaba jugar pero no estaba de humor. Hablar en alto

de Nannie y Rachel había transportado a las dos mujeres a la

cabaña. Y a su padre también, sobre todo a su padre. ¿Qué habría

pensado de Eddie Bondo?

-Te he contado algo sobre mí –afirmó-. Ahora tienes que

contarme algo sobre ti.

Eddie se mostró receloso.

-¿Yo decido o tú preguntas?

-Yo pregunto.

-¿Una cosa seria?

-Para mí, sí.

Eddie se tumbó boca arriba y los dos se quedaron contemplando

el techo, las vigas de madera torcidas llenas de carcoma. Deanna

pensó en los árboles que habían sido en otro tiempo, mucho tiempo

atrás. Seguramente habrían sufrido más en vida que muertos. Se

244
oían unos arañazos procedentes del espacio situado encima de los

tablones del techo.

-¿Qué hay ahí arriba? –inquirió Eddie.

-Encima de esos tablones, tejas de cedro, probablemente

podridas. ¿Ves los clavos? Luego todo eso está cubierto de

hojalata galvanizada.

-Me refiero al ruido –aclaró.

-Un ratón, supongo.

-¿El que te ha hecho gritar como una chiquilla?

Deanna entrecerró los ojos.

-Otro. Uno de sus innumerables amigos o parientes.

Los dos se quedaron observando el techo un rato, siguiendo el

sonido con la mirada al tiempo que ascendía hacia la arista.

Deanna decidió que se movía con demasiada lentitud para ser un

ratón y se planteó otras posibilidades.

-¿Quién construyó esta cabaña? –le preguntó.

-Un tipo llamado Walker, Garnett no-sé-qué Walker. Eran toda

una dinastía, todos con el mismo nombre. Una especie de barones de

la tierra en esta zona, hace cien años.

-¿Y esta era la lujosa morada del barón?

-No, ni mucho menos. No era más que el cuartel general de uno

de sus cientos de campamentos madereros. Él y sus hijos talaron

todas estas montañas. Probablemente éste fuera uno de sus últimos

reductos; la cabaña data de la década de los treinta, más o menos.

Es lo que parece mirando los troncos.

-¿De qué son, de roble?

245
-De castaño, todos ellos. Cuando la gente se dio cuenta de que

los castaños se morían, le entró las prisas por talar todo lo que

quedaba, incluso los árboles muertos que estaban en pie.

Eddie se fijó más en la construcción.

-¿Por eso los troncos son pequeños y están como retorcidos?

-Sí. Árboles muertos o quizá alguna de las ramas de los

troncos más grandes que cogieran para leña. Pero Eddie, escucha –

Se volvió para mirarle-, lo que quiero decir es que se dieron

cuenta de que los castaños iban a extinguirse. ¿Y qué hicieron?

Subieron aquí corriendo y cortaron hasta el último tronco vivo.

Eddie reflexionó al respecto.

-De todos modos se estaban muriendo, supongo que eso es lo que

pensaron.

-Pero no se habrían muerto todos. Algunos de los últimos

castaños seguían en pie porque no habían enfermado. Podrían haber

resistido a la plaga.

-¿Tú crees?

-Estoy segura. La gente estudia ese tipo de cosas. Todas las

especies tienen sus extremos, pequeños reductos de resistencia

genética que les otorgan una ventaja para la supervivencia.

Algunos habrían sobrevivido.

Deanna observó cómo Eddie seguía con la mirada los troncos

retorcidos y cavilaba sobre lo que le acababa de decir. Eso era lo

que la sorprendía una y otra vez. Eddie Bondo prestaba atención.

La mayoría de los hombres que conocía se comportaban como si ya

supieran todo lo que ella pudiera contarles, aunque no lo

supieran.

246
-Si hubieran sobrevivido algunos castaños –empezó a

preguntar-, ¿cuánto tiempo habrían durado?

-¿Cien años quizá? Lo suficiente para diseminar sus semillas.

En realidad sí que sobrevivieron algunos –explicó Deanna-; tal vez

queden cinco o seis por condado escondidos en las hondonadas, pero

no son suficientes para polinizarse entre ellos. Si se hubieran

salvado más, con el tiempo podrían haber repoblado estas montañas,

pero a nadie se le ocurrió eso. Ni a una sola persona. Se

limitaron a talarlos todos, como si les persiguiera el diablo.

Eddie dirigió una mirada profunda a Deanna.

-Por eso vives aquí arriba sola, ¿no? No soportas a la gente.

Deanna sopesó sus palabras, sintiendo la verdad que entrañaban

en su interior como arena húmeda.

-No quiero sentirme así –dijo finalmente-. Hay gente que amo.

Pero también amo muchas otras formas de vida. Y la gente se

comporta de forma odiosa hacia todas las formas que no son la suya

propia.

Eddie no respondió. ¿Se estaba tomando aquella afirmación

personalmente? Deanna se refería a las personas que se negaban a

ser molestadas por un pez, una planta o un búho en vías de

extinción, no a los asesinos de coyotes en sí. Se obligó a

pronunciar sus siguientes palabras, consciente de que cada una de

ellas tenía un precio.

-Has dicho que podía hacerte una pregunta y voy a hacértela.

-¿Qué?

-Ya lo sabes.

247
Eddie parpadeó pero no abrió la boca. Había algo en sus ojos

que se alejaba de ella.

-¿Qué te trajo a las montañas?

Eddie apartó la mirada.

-Un autobús de la Greyhound.

-Tengo que saberlo. ¿Fue por la caza de recompensas?

No respondió.

-Di que no si la respuesta es no. Es lo único que quiero.

Siguió mudo.

-Dios mío. –Deanna exhaló un suspiro lento-. No me sorprende.

Lo sabía. Pero nunca, nunca alcanzaré a entender quién eres.

-Nunca te lo he pedido.

No, no se lo había pedido y Deanna se abstendría de

intentarlo, si es que podía. Pero allí estaba, desnudo junto a

ella con la mano izquierda sobre su corazón. ¿Cómo no iba a

necesitar saber quién era? ¿Acaso eran macho y hembra de distintos

mundos, como el pontífice índigo y su mujer? ¿Era ella la hembra

del color del barro en su interior? ¿Ella que siempre había estado

convencida de vivir una vida de color azul brillante?

-¿De dónde te viene esa vena? –inquirió Deanna-. No entiendo

esa especie de pasión por matar a un ser vivo.

-No es sólo un ser vivo, es un enemigo.

-Dime la verdad, ¿cuántas veces has visto a las ovejas muertas

por culpa de los coyotes?

-Las suficientes.

-¿Cien veces?

248
-¿En el rancho de mi familia? No. Cien arruinarían a un

hombre, aunque estuvieran repartidas a lo largo de cuatro o cinco

años.

-En el rancho de tu familia, a lo largo de tu vida, ¿cuántas?

¿Cincuenta? ¿Una docena?

Eddie seguía con la mirada fija en las vigas del techo.

-Quizá unas doce –reconoció-. Tenemos perros pastores y buenas

vallas, pero ni así. Probablemente doce. No siempre se sabe qué

animal las ataca, sobre todo si era un cordero y lo despedazó por

el camino.

-Entonces en uno o todos esos casos podría haber sido

cualquier cosa. El perro de un vecino, una lechuza, un águila

calva.

Eddie Bondo hizo una mueca, negándose a mostrar su acuerdo o

desacuerdo.

-Un coyote es un animal al que se puede culpar. No es la

mascota de nadie; no pertenece a nadie, sólo a sí mismo. Así que,

fantástico, se le puede pegar un tiro.

Eddie se volvió para mirarla de hito en hito y se incorporó

apoyándose en un codo.

-Lo que tú no entiendes es que un rancho no es una granja. No

es un negocio vegetariano.

Deanna negó con la cabeza pero no dijo nada; empezaba a sentir

que ella también se alejaba. ¿Qué sucedía con el Oeste, aquella

historia de vaqueros en la que a todo el mundo le encantaba creer?

Lo que más apreciaban eran los tipos duros. Se acordó de la voz

suave de su padre, la adusta línea que formaban sus labios

249
extendidos y pálidos como un nudillo mientras utilizaba la

herramienta de cortar y ella sostenía el extremo de la cabeza

berreante. Trabajando para castrar a los terneros.

La palomilla de la ventana se agitó de nuevo y revoloteó

contra la cortina fina y el exterior lleno de luz que tenía

detrás. Eddie vio que Deanna la observaba y extendió la mano para

tirarle suavemente del pelo.

-Un milagro donde los haya, me parece que estoy en la cama con

una amante de los animales.

Deanna lo miró sorprendida. Si hubiera sabido que estaba

pensando en la castración... Le molestaba mucho que Eddie

estuviera tan convencido de tenerla calada. Abrió la boca, la

cerró y la volvió a abrir, un poco sorprendida ante lo que había

decidido decir.

-Voy a decirte una cosa. Si un gato asilvestrado llegara hasta

aquí desde alguna granja y empezara a destrozar nidos y a matar

pájaros y a tener crías en el bosque, lo atraparía y lo ahogaría

en el arroyo.

Eddie la miró con una consternación exagerada.

-No me lo creo.

-A lo mejor sí. Es lo que querría.

-¿Por qué?

-Porque el lugar de esos gatos no es éste. Son animales

falsos, introducidos, como la plaga del castaño. E igual de

destructores.

-No te gustan los gatos –decidió él. De nuevo, estaba

convencido de estar en posesión de la verdad.

250
-De pequeña tenía gatos. Pero la gente no se molesta en

tenerlos atados por lo que crían en los establos y merodean por el

bosque y no tienen ninguna conciencia sobre qué coger. No son

depredadores naturales, excepto quizá en un establo. En el bosque

son como una bomba incendiaria. Pueden destrozar un hábitat muy

rápido, invadirlo en una temporada, porque no hay control natural.

Si todavía quedaran lobos rojos por aquí, este lugar resistiría la

invasión de los gatos descarriados, pero no quedan. –O suficientes

coyotes, pensó Deanna.

Eddie observó con fijeza a la nueva Deanna, asesina en

potencia de gatos atigrados. Sus miradas coincidieron unos

segundos, luego ella se dio la vuelta y se apoyó en los codos, al

tiempo que jugueteaba con las puntas de su cabello convirtiéndolas

en una especie de pincel y tocando el extremo con la palma de la

otra mano.

-No me gustan los animales como individuos, supongo que lo

podría decir así –afirmó-. Me gustan como especie. Considero que

deberían tener el derecho a persistir a su manera. Si un gato

doméstico llega aquí debido a la despreocupación humana, puedo

remediarlo quitando una vida o pasarlo por alto y permitir que el

error se repita una y otra vez.

-¿Cuánto daño puede causar realmente un gato?

-No te creerías cuánto. Puedo enseñarte una lista de especies

que han desaparecido por la pereza que la gente muestra para con

los gatos. Los pájaros que construyen sus nidos en el suelo, sobre

todo.

-No es culpa de los mininos.

251
-No –reconoció Deanna, a quien le hacía gracia que su cazador

estuviera ahora defendiendo el caso de los gatos-. Y además al

gato no se le ha ocurrido la idea de que todas las vidas, incluida

la suya, son sagradas. Es una idea humana y me la trago para los

humanos. Pero es una especie de religión extraña imponerlo a otros

animales que tienen sus propias reglas. La mayoría de los animales

son tan racistas como Hitler y muchos practican infanticidios. Los

gatos, los leones. También muchos primates.

-¿Sí?

-Sí. Y apoyo su derecho a matar a sus crías en su hábitat

natural si es lo normal para ellos, sin ser acosados por los

humanos. Así explico mi amor por los animales.

Eddie arqueó las cejas y negó con la cabeza lentamente.

-No es lo que te pensabas, ¿verdad? –preguntó Deanna.

-Vaya, estoy pensando que quizá deberías ir a cazar conmigo.

Deanna se dio la vuelta.

-Ni hablar. Nunca mataría para divertirme. Quizá para comer,

si tuviera hambre, pero nunca un depredador.

-¿Un ciervo sí pero no un zorro? ¿Los que comen plantas son

menos importantes que los carnívoros?

Deanna reflexionó al respecto.

-No importan menos, pero los herbívoros suelen tener vidas más

cortas y se reproducen con mayor rapidez; están preparados para

ser más prescindibles. Pueden superpoblar una zona en un santiamén

si nadie se los come.

Eddie estaba tumbado boca arriba junto a ella, a gusto con

aquella conversación.

252
-Como los conejos, claro. Pero es complicado. En el norte el

lince sigue ese ciclo. Cada diez años, bum, hay miles de ellos y

luego caen en picado.

-Razón de más para dejarlos en paz –insistió Deanna-. Allí se

produce algún proceso en el que es mejor no entrometerse. Quizá

haya alguna plaga suelta en el Ártico. –Se preguntó si había visto

algún lince. Probablemente nunca hubiera visto uno con sus propios

ojos.

-Ya sé lo que quieres decir –reconoció Eddie-. Pero ya ha

habido intromisiones.

-¿Cómo son los linces? –Intentó no hablar como una niña

celosa.

-Oh, querida, es un felino que te encantaría. Es igual que tú.

-¿Y eso?

Eddie sonrió, pensando sobre el tema.

-Unas tres partes de cabreo y cuatro partes de dignidad. Son

preciosos. Si encuentras a uno atrapado en una trampa y lo

sueltas, no se levanta a duras penas y echa a correr, nada de eso.

Se pone en pie y se te queda mirando un minuto y luego se gira muy

despacio y se marcha pavoneándose.

Deanna se lo imaginaba.

-¿No te das cuenta? Matar a un verdadero depredador es pecado.

-Tú tienes tus reglas y yo tengo las mías.

Deanna se incorporó para mirarlo.

-Cierto, pero luego está el mundo, que sigue unas reglas que

nadie puede cambiar. Eso es lo malo de la gente: que no se dan

cuenta de ello.

253
-¿Y qué regla del mundo dice que es pecado matar a un

depredador?

-Matemáticas puras, Eddie Bondo, ya lo sabes. Un mosquito

puede hacer feliz a un murciélago, ¿cuánto tiempo?, ¿quince

segundos antes de empezar a buscar otro? Pero un solo murciélago

puede comer doscientos mosquitos en una noche. Piénsalo, ¿dónde

está el patrón oro? ¿Quién influye más en la vida de los demás?

-Muy bien, ya lo veo –respondió él-. Tranquilízate.

-Tranquilízate tú –dijo Deanna-. Yo no he inventado los

principios de la ecología. Si no te gustan, vete a vivir a otro

planeta. –Estoy haciendo todo lo posible para que este tío salga

corriendo, pensó. Pero no podía seguir mordiéndose la lengua.

Necesitaba la conversación.

-Muy bien –respondió él-. Pero si en mi rancho criara

mosquitos tendría derecho a matar a los murciélagos.

Deanna se recostó en la almohada.

-Lo que piensas sobre los coyotes no tiene ningún sentido. Son

mucho más importantes para sus presas naturales que para el

ganado. Apuesto a que no hay ni un ranchero de todo el oeste

americano que se haya ido a pique por culpa de los ataques de los

coyotes.

-Quizá a pique no –reconoció Eddie.

-A mí me parece que no es más que miedo. Un puñado de

rancheros machotes atemorizados por una sombra.

-No tienes ni idea de lo duro que es ser ranchero.

-No te veo criando ovejas, Eddie. Me parece que en este

sentido no puedo cederte terreno.

254
-Algún día heredaré 600 hectáreas de terreno –manifestó Eddie,

aunque no parecía muy convencido y Deanna se preguntó qué

divisiones entre la familia se ocultaban bajo aquella afirmación

tan poco rotunda, qué temores y expectativas, qué precio tenía que

pagar por conservar su lugar en la familia. Como hija de un

granjero que había perdido sus tierras, sintió una moderada

afinidad hacia él.

-Muy bien –dijo Deanna-. Te establecerás con tu mujercita y

criarás ovejas hasta que seas viejo, ¿ese es el plan? Una cosa

más, ¿es necesario que antes tengas que ir por ahí matando

coyotes?

Eddie se encogió de hombros y se abstuvo de asimilar su

ironía.

-Todavía tengo algo de tiempo. Me gusta moverme, ver el país.

Matar coyotes, follar con todas las mujeres y ver mundo, pensó

Deanna: la estrategia de la adolescencia que se desea prolongar.

Pero no era justo, había que reconocer que era un hombre amable.

Aquella mañana había trabajado duro para abastecer el nido,

trayéndole brazadas de leña como si fueran ramos de flores. Deanna

intentó dejar de lado el sufrimiento que le producía pensar

demasiado-. Bueno, entonces estás siendo fiel a tu escuela –

declaró-. Dispuesto a desplazarte a grandes distancias para que el

mundo sea un lugar seguro para las ovejas de Wyoming.

-Tú te burlas pero no sabes de qué hablas. Para criar ovejas

se necesitan muchas ayudas. Casi siempre estás al borde de la

bancarrota.

255
-¿Qué es lo que no sé? Baja por la ladera de esa montaña y

llegarás al extremo de un campo, ¿vale? A partir de ese punto, no

puedes andar ni a derecha ni a izquierda sin encontrarte con una

familia que haya perdido la granja por culpa de la mala suerte, el

mal tiempo, la plaga del castaño, los cambios, la economía o el

lobby antitabaco. Lo que quieras, seguro que conozco a algún

granjero que se haya arruinado por ello. Pero no están amargados.

Se van a trabajar a la fábrica de Toyota y se olvidan del tema.

-No se olvidan del tema –replicó Eddie Bondo-. Lo que pasa es

que no tienen un enemigo al que apuntar por la mira de un rifle.

Deanna se lo quedó mirando durante algún tiempo. Pensó en su

padre, que se entregó a la bebida para ahogar su pena el último

año antes de vender la granja. Si hubiera tenido algo a lo que

disparar, ¿qué habría hecho?

-No digo que no tengas razón –cedió Deanna finalmente-. Pero

no lo sabes.

-Si hay coyotes haciendo incursiones en esta zona, les

dispararán.

-Lo sé. No me lo quito de la cabeza.

-Así que hay coyotes y tú sabes dónde están.

Deanna clavó su mirada en los ojos claros de Eddie.

-¿Por eso estás conmigo? ¿Intentas sonsacarme información?

A Eddie se le oscurecieron los ojos verdes y dejaron asomar

una sensación de confusión apenas perceptible.

-Si eso es lo que piensas, me pongo las botas y me voy ahora

mismo.

256
-No sé si es lo que pienso. Nunca he sabido qué pensar desde

el primer día que apareciste. Pero si es lo que buscas, entonces

deberías marcharte.

-Si eso fuera lo que busco, sería un imbécil. Sé que hay una

guarida de coyotes en algún lugar de por aquí, donde no les puedo

apuntar, y sé que ni por amor ni por dinero me darías una sola

pista.

-Eso es.

-Deanna, ¿no te parece que ya lo sé?

-Si confiara en ti te enseñaría dónde están, pero no es el

caso. No de ese modo, no ese tipo de confianza.

-Ya me lo habías dicho. El primer día en lo alto de la

montaña, cuando te encontré siguiendo el rastro del lince rojo. Me

dijiste cuál era el trato y acepté.

-¿Ah, sí?

-Sí.

-¿Y qué estamos haciendo aquí?

-Desayunar en la cama –repuso él-. Intentar atrapar una

palomilla sin dañar una sola de sus escamas de su cabecita peluda.

Deanna observó el hermoso rostro de Eddie y las exquisitas

formas de su cuerpo, deseando poder mirar en su interior para ver

qué combinación de amor, enojo y engaño residían allí, en qué

proporción.

-¿Cuántos años tienes? –le preguntó.

Pareció sorprenderse.

-Veintiocho. ¿Por qué? ¿Cuántos años tienes tú?

257
Deanna vaciló, sorprendida de sí misma. Se sentó hacia delante

y se envolvió con las mantas. Era la primera vez en su vida que su

edad la había incomodado. Casi veinte años mayor que ese hombre...

no tenía sentido.

-No quiero decirlo.

-Venga ya, qué tontería. Mírate. Hacen falta más de treinta

años para que un motor funcione así de bien.

-Mucho más de treinta –confesó Deanna-. Más de cuarenta.

-¿En serio?

-Sí, en serio.

Deanna creyó ver un atisbo de sorpresa, pero Eddie disimuló

bien.

-Así que tienes noventa y siete años. Eres mi abuela. Ven

aquí, abuelita, quiero frotarte las piernas para aliviarte el

reumatismo.

Mientras Eddie tiraba de ella para que se le acercara, el

fuego crepitó de nuevo e iluminó la ventana pequeña y redonda con

un brillante color naranja. Deanna vio la llama reflejada en los

ojos de Eddie.

-Quiero decirte una cosa –dijo Deanna, clavándole la mirada-.

Eres buen rastreador, pero yo soy mejor. Si encuentras cachorros

de coyote aquí y los matas, te pegaré un tiro en la pierna. Por

casualidad.

-¿De veras?

Deanna sabía que no era cierto pero quizá Eddie no estuviera

tan convencido.

258
-Sin duda. Incluso te seguiría al fin del mundo, si me viera

obligada a ello. Hablo de ese tipo de casualidades.

-Una pierna. ¿No entre los ojos?

-No.

Eddie sonrió y se separó de ella dándose la vuelta, poniéndose

boca arriba y juntando las manos por detrás de la cabeza.

-Muy bien, entonces estoy avisado.

-Estás avisado –convino ella.

Deanna se levantó de la cama con un temblor interno por el

esfuerzo de hacerse la dura. Se enfundó el largo vestido de

franela por la cabeza y dejó que se deslizara por su cuerpo como

un capullo. Cogió una taza de plástico con una abertura grande del

armario de la cocina y un sobre de la pila de papeles que tenía

sobre el escritorio. Le dio la vuelta: una vieja carta de Nannie

Rawley, la única persona que todavía le escribía. Se acercó a la

ventana y descorrió un poco la cortina, con lo que la inquieta

palomilla volvió a cargar frenéticamente contra el cristal. En la

cortina había dejado una hilera doble de huevos diminutos, tan

pulcra como una costura de puntada doble. A Deanna le entristeció

ver un último intento por sobrevivir tan desesperado. Había leído

que algunas palomillas hembra podían aparearse con muchos machos

distintos, conservar todos los paquetes de esperma y, luego,

gracias a un mecanismo incomprensible, escoger entre ellos después

de transcurrido mucho tiempo de la marcha de los “chicos”; de

hecho decidían qué esperma fertilizaría los huevos que pondría.

Deanna observó el resultado minúsculo de los esfuerzos de la

pequeña palomilla en la cortina. Tal vez hubiera estado esperando

259
la llegada del hombre perfecto creyendo que estaba por ahí fuera.

Pero ya era demasiado tarde.

-Pobrecita –le dijo con voz queda-, deja de darte cabezazos,

te has ganado la libertad.

Colocó con cuidado la taza sobre la polilla y deslizó la carta

entre la boca de la taza y el cristal. La criatura atrapada

chasqueó contra el plástico duro, pero no eran manos humanas por

lo que era probable que las escamas no se le desprendieran. Deanna

se calzó las botas sin abrochárselas y sin ponerse calcetines,

abrió la puerta con el codo y salió pisando fuerte mientras sentía

los ojos de Eddie Bondo clavados en ella. Un lince, ¿así es como

la veía realmente? No se sentía tan elegante ni independiente.

Eddie la hacía hablar demasiado.

Hacía un día espléndido. Sin duda era verano. Dentro de poco

dejaría de hacer frío por las mañanas, se disolvería en el calor

de la época de cría. Inspiró: hasta el aire olía a éxtasis sexual.

Los musgos y helechos liberaban sus esporas al aire. Los pájaros

apretaban sus pechos sin plumas contra los huevos fértiles; los

cachorros de coyote, dondequiera que vivieran, salían de sus

guaridas para aprender las primeras lecciones de la vida. Deanna

se quedó de pie al borde del porche y levantó el papel de la parte

superior de la taza y le dio un ligero golpecito para hacer salir

a la palomilla. Giró y pasó apuros en el aire claro, luego viró

torpemente hacia arriba durante varios segundos, disfrutando de su

repentina libertad.

Un febe surgió de repente de los aleros y apresó a la

palomilla en el aire. En un abrir y cerrar de ojos, el vistoso

260
pájaro pardo desapareció de nuevo, presto a dar de comer a sus

polluelos.

261
{12}

Castaños viejos

Querida señorita Rawley:

He estado muy preocupado por una sospecha que me

asaltó el pasado viernes 8 de junio, en la ferretería

Little Bros. No pude evitar oír (aunque no era mi

intención, pero la conversación resultaba perfectamente

audible) los comentarios que hizo a los hermanos Little

sobre una “mordedora”. Me preguntaba si dicha conversación

giraba en torno a su cortacéspedes, ya que sé que es la

marca que más se utiliza en esta región y que la venden en

Little Bros., ¿o acaso estaba usted hablando de cierto

incidente, que sólo sabíamos usted y yo, relacionado con

una tortuga mordedora?

Le escribo para preguntárselo, señorita Rawley, no

porque sea un asunto de mucha importancia para mí, sino

porque de acuerdo con las leyes del Señor, considero que

debo advertirle que es pecado, y que enturbia el alma de

quien lo comete, deshonrar el buen nombre de un vecino que

ha trabajado de forma dura y continuada muchos años para

servir con sabiduría y dignidad a este condado (profesor de

agricultura vocacional durante 21 años, asesor de la 4-H

durante más de 10 años) y a nuestro Señor.

Atentamente,

262
Garnett S. Walker III

P.D. Acerca de la cuestión de poner en libertad a los

“lagartos” que se venden en la tienda de cebos de Grandy

arguyendo que algunos de ellos pertenecen a especies que se

están extinguiendo en nuestra región, y después de

reflexionar sobre el tema, tengo tres preguntas que

formularle:

1) ¿Debemos los humanos considerarnos una mera especie

entre muchas otras, como siempre insiste en nuestras

discusiones sobre cómo vivir en “armonía” con la

“naturaleza” y conseguir evitar que los escarabajos

japoneses destruyan los árboles por completo? ¿Cree que un

ser humano no goza de una autoridad más especial que,

pongamos por caso, un escarabajo japonés o una salamandra?

Sí es así, ¿por qué tenemos el deber de liberar las

salamandras en vez de que sean las salamandras las que

naden hasta la prisión estatal de Marion y pongan en

libertad a los reclusos?

2) ¿O debemos considerarnos los guardianes de la tierra,

como Dios nos ordenó en Génesis 1:27-30: “Creó Dios al

hombre a imagen suya; ...y echóles Dios su bendición y

dijo: creced y multiplicaos y henchid la tierra y

¡¡enseñorearos de ella!!... Ved que os he dado todas las

hierbas que producen simiente sobre la faz de la tierra, y

todos los árboles que producen simiente de su especie, para

que os sirvan de alimento a vosotros. Y a todos los

263
animales salvajes, a todas las aves del cielo y a todo ser

viviente que se arrastra sobre la tierra –como las

salamandras, señorita Rawley-, le doy por alimento toda

hierba verde. Y así se hizo.” Si hay que creer en la

Sagrada Biblia, debemos considerar que las criaturas de

Dios son un regalo para sus hijos más favorecidos y

utilizarlas para nuestros fines, aunque ello provoque la

extinción de una u otra de vez en cuando.

3) De todos modos, si una u otra especie de esas

atolondradas salamandras se extinguiera, ¿a quién le

importaría?

Me lo preguntaba

GW III

Exactamente lo que quería, pensó. Así se lo había dicho.

Garnett humedeció el sobre y lo cerró. Hacía mucho tiempo que no

se sentía tan satisfecho consigo mismo. Mientras atravesaba la

puerta delantera y caminaba por el sendero de entrada hasta el

buzón, iba silbando “Pretty Saro”, dedicándosela al sinsonte del

granero para que se aprendiera unas cuantas notas y las

incorporara a los alegres cánticos que dedicaba a la llegada del

día.

264
{13}

Depredadores

-¿Por qué emplear la expresión “caído del árbol” para

describir algo afortunado? –preguntó Eddie Bondo, con lo cual puso

de manifiesto un aspecto desagradable de su personalidad que

Deanna todavía no había advertido.

Era una pregunta justa. Deanna se paró para rascarse la nuca

mientras intentaban abrirse camino entre aquel laberinto imposible

de árboles torcidos: los mosquitos les habían encontrado. Deanna

había tomado una decisión poco acertada en una mañana que, por

todo lo demás, era perfecta, y habían acabado allí, ascendiendo

pesadamente por el laberinto horizontal formado por todo aquello

que puede caer de los árboles o ser arrastrado por el viento.

Deanna imaginaba que un rayo había alcanzado un enorme pino en la

cumbre y al caer había arrastrado a todos los parientes de la

ladera con las ramas entrelazadas. Como ella había decidido el

camino, todavía intentaba fingir que resultaba divertido.

-Algo caído del árbol sería tener suerte –se aventuró a decir

Deanna- si hubieras estado dispuesto a pasarte seis semanas

talando todos estos árboles para conseguir madera.

-Pues no era mi intención –espetó él.

Habían salido esa mañana en busca de colmenillas, como les

llamaban ahí. A Eddie le había hecho gracia la palabra (igual que

cuando ella decía “unah”, “dosh” y “podría poder”) pero mostró más

interés cuando le explicó lo que eran. Las morillas eran poco más

265
que una leyenda en las laderas áridas con pinos del Oeste, pero

aquí existían y quería probarlas. A Deanna le alegraba poder

enseñárselas. Oficialmente se suponía que no debía llevarse nada

de aquellos bosques, pero las poblaciones de hongos no corrían

peligro alguno en el Parque Nacional, y además aquel no era el

momento adecuado para cogerlas. Su padre le había enseñado a

buscarlas a mediados de mayo, cuando las hojas de los robles

tenían el tamaño de las orejas de las ardillas. Ni siquiera la

voraz determinación de Eddie Bondo conseguiría hacer aparecer una

la tercera semana de junio. Sin embargo, habían ido a mirar porque

así era como se hacían las cosas con él. Algunos días lo recogía

todo y se marchaba, Deanna nunca sabía si temporalmente o para

siempre, pero cuando estaba allí, estaba; si empezaban una jornada

despertándose juntos y contentos en la cama, tenía que ser una

aventura nueva, otro motivo para olvidarse de las anotaciones y de

los senderos que se suponía que debía mantener en buen estado. La

mayoría de los días prescindían totalmente de los senderos y

trepaban por las zonas más agrestes de la montaña, ascendiendo o

descendiendo por laderas tan empinadas que tenían que subirlas a

gatas y bajarlas deslizándose sobre sus traseros, como en un

trineo sobre las hojas resbaladizas. Descubrieron arboledas y

claros que Deanna ni siquiera había visto, donde los ciervos

pacían tranquilamente musgo y hojas tiernas.

Estaban llegando al borde del embrollo. Deanna atisbó por

entre la maraña, mató un mosquito y se frotó la rodilla arañada.

Hacía calor pero en aquel momento se arrepentía de ir en pantalón

corto. Ahora ya sabía dónde estaban: cerca del sendero de Egg

266
Creek. Se recogió la trenza en un nudo doble para protegerla de

las ramas y siguió adelante para terminar de una vez aquel

laberinto.

Cuando emergieron de entre las hojas de pino, asustaron a un

urogallo, cuya cola cobriza relampagueó cuando su cuerpo regordete

remontó el vuelo en horizontal, emitiendo un ruido parecido al de

un motor fueraborda. Deanna se quedó quieta con la mano en el

corazón, pues también ella se había asustado. Los urogallos

siempre eran igual de explosivos. Deseó haber tenido la

oportunidad de admirar a sus primos fasiánidos, los gallos de las

praderas, que solían pavonearse por los claros con las plumas

erizadas, inflando los sacos naranjas del cuello para emitir

sonidos graves y sonoros que se oían a kilómetros de distancia.

Ahora ya no, por supuesto. Con el mismo tono lastimero que

empleaban sus amigas solteras de la universidad al quejarse de que

los mejores hombres estaban casados, a Deanna le entraron ganas de

quejarse diciendo: “los mejores animales se han extinguido”.

-¿Estos se ven en una época determinada? –preguntó Eddie,

maravillado ante el urogallo; parecía que su enfado se había

esfumado. Deanna lo miró sin responder. Los urogallos escaseaban

en aquella zona. Era más habitual encontrar bandadas de pavos

hembra graznando apaciblemente en el bosque, azotando el monte

bajo con las alas al intentar alcanzar las ramas inferiores. De

hecho, el día anterior habían visto algunos. Y había un gran pavo

que solían ver de buena mañana paseándose por el camino del

Servicio Forestal, solo, evitando toda compañía femenina. Deanna

se desanudó la trenza y se la dejó caer por la espalda mientras

267
pensaba en el mejor camino para salir de allí. Eddie Bondo había

empezado a silbar.

-¡Chitón! –dijo Deanna entre dientes. En los pinos que estaban

sobre ellos había alguien o algo. Aguardó un segundo para ver si

se movía como un ciervo o como un hombre.

Un hombre.

-Eh, chico –dijo Deanna-. ¿Qué te trae por aquí?

Apareció por entre las ramas verde oscuro: alto y un poco

barrigón, con el pelo gris largo hasta los hombros y un rifle de

bajo calibre, vestido para una aventura en la selva. La vestimenta

de esos tipos siempre le había parecido ridícula, como si un

ciervo fuera a impresionarse por el uniforme.

El hombre la miraba fijamente.

-¿Deanna Wolfe?

-¿Sí? –Ella lo miró. No tenía ni idea de cómo se llamaba. Era

capaz de memorizar los nombres latinos y los sonidos que emitían

los pájaros, pero los nombres de sus compañeros de instituto

formaban un increíble embrollo en su cabeza.

-Sammy Hill –le dijo él al final.

-Sammy, claro –respondió ella, como si lo hubiera tenido en la

punta de la lengua. Sammy Hill, ¿era posible que olvidara un

nombre como ese?

-Dee-anna Wolfe –repitió, posando su mirada de satisfacción en

sus piernas-. Me contaron que estabas aquí arriba. Me contaron que

casi se te come un oso.

268
Hablaba demasiado alto, quizá estuviera nervioso o fuera un

poco sordo. Muchos hombres perdían parte de la capacidad auditiva

por el ruido de los tractores y las segadoras.

-¿Sí? ¿Todavía hablan de eso?

-Eso es lo que explica la señorita Oda Black. Pero, bueno, yo

no me lo creí. ¿Una chica como tú pasando frío aquí sola en la

montaña? Vaya, no has cambiado nada.

Sola. Miró a un lado y escuchó detrás de ella. Si Eddie Bondo

poseía una característica indiscutible era la de desaparecer.

Bueno, tampoco hacía falta que participara en aquella

conversación.

-¿Nada de nada desde el instituto? –preguntó con dulzura-. ¿Me

estás diciendo que seguiría sin conseguir una cita a no ser que el

resto de las mujeres del condado tuvieran la rabia?

-No, no, en eso estás equivocada. Todos estábamos enamorados

de ti, Deanna.

-Vaya, Sammy. ¿Cómo es que no me di cuenta?

Sammy se echó a reír.

-Nos dabas miedo.

-Anda, ¿por eso has venido armado aquí arriba?

Sammy miró el rifle, consternado.

-¿Te refieres a esto?

-Odio tener que decírtelo, Sammy –informó Deanna con un tono

apesadumbrado que resultaba convincente-, pero la temporada del

ciervo es en otoño y ahora estamos en junio.

Sammy la miró, parpadeando en un intento por parecer inocente.

269
-¿Sabes qué? –siguió Deanna-. En la gasolinera de George Tick

dan calendarios gratis. Podías coger uno cuando bajes al pueblo.

Sammy se rió al tiempo que movía la cabeza.

-Deanna Wolfe. Tú. –Rió un poco más-. Tan graciosa como

siempre.

-Tú también, Sammy. –Deanna mantuvo la sonrisa, esperando.

Conocía aquella rutina. Ya casi habían terminado.

A Sammy pareció ocurrírsele una idea brillante.

-Bueno, hoy no pretendía disparar a nada, he venido a buscar

sang. Debo el pago de una pensión alimenticia.

-Oh, ya entiendo –repuso Deanna, asintiendo con seriedad-,

entonces has hecho bien trayendo el rifle. Las plantas de sang se

ponen muy agresivas en la época de reproducción.

Sammy no dejaba de reír tontamente. Vaya con Sammy Hill.

Inclinó la cabeza hacia atrás y le dedicó un discreto guiño;

entonces, de repente, Deanna lo vio como a los dieciséis años, con

un cuerpo totalmente distinto. Delgado y seguro de sí mismo, la

muñeca ladeada para lanzar una bola de papel en la papelera, ese

Sammy Hill, el jugador de baloncesto. Tenía una hermana muy

engreída, Regina, a quien los chicos llamaban “Reina de la

Colina”27.

Sammy se rascó la mejilla con el nudillo, lo cual puso de

manifiesto que le faltaba una muela en su sonrisa nerviosa.

-No, mira, necesitaba el rifle para protegerme –aclaró con una

convicción imaginaria-. Por los osos y eso. Después de enterarme

de lo que te había pasado...


27
Al traducir este apodo se pierde el juego de palabras original ya que Regina significa “reina” en latín y Hill (el
apellido de la chica) significa literalmente “colina”. (N. de los T.)

270
-Sí, claro, lo entiendo. Pero, vamos a ver Sammy, un atleta

como tú podría reducir a un oso con una sola mano. ¿Todavía clavas

esos mates de antes?

A Sammy se le iluminó la expresión.

-No –repuso, sonrojándose hasta el cuello.

-Bueno, tengo que darte una mala noticia. Ya no se puede

recoger sang aquí arriba, el gobernador ha decidido dejar que todo

crezca en esta montaña. Lo siento, Sammy, pero tengo que echarte

de aquí. –Le supo sinceramente mal encontrarse con aquella versión

regordeta de Sammy, que había madurado tan rápido y que ahora ya

era demasiado tarde para recolectar-. Quizá haya un poco de sang

en la parte trasera de la granja de tu padre –sugirió Deanna-, ahí

junto a la bifurcación.

-Pues mira, es probable que sí.

-¿Cómo está tu padre?

-Muerto.

-Oh, vaya. Lo siento.

-Así se le acabó el mal genio.

-Bueno, sí –dijo Deanna-. Me alegro de verte, Sammy. Saluda a

Regina de mi parte.

-Vaya, Regina sólo me dirige la palabra para darme la lata

desde que le rompí el Camaro. Me temo que tendrás que saludarla

tú.

-Lo haré –respondió Deanna, al tiempo que se despedía con un

tímido movimiento de mano.

Sammy se tocó el borde de la gorra de camuflaje y se dirigió

colina abajo, despacio y con torpeza, con la cabeza estirada hacia

271
delante a la manera de los hombres altos con barriga y espalda

dolorida. Tenía que descender con mucho cuidado por la ladera

empinada.

Deanna se quedó de pie un buen rato a la espera de que las

moléculas de Eddie Bondo se fusionaran desde las ramas de los

pinos y el aire húmedo. Resultó ser que no estaba detrás de ella

sino por encima, de pie un poco más atrás de donde había estado

Sammy. Lo primero que vio de él fue su sonrisa, como si fuera el

gato de Cheshire28.

-Vaya, caramba, Deanna –se burló y escupió.

-Cuidadito. No te burles de cómo hablamos los de aquí.

-Estoy seguro de que todos esos chicos estaban enamorados de

ti.

-Ajá. No tanto como para afectar a su indiferencia

generalizada.

Eddie bajó por la ladera hacia ella con tanta facilidad como

si llevara haciéndolo toda la vida. A la vista de su gracilidad,

Deanna pensó que, a la larga, los hombres bajos disfrutaban de más

ventajas. Las espaldas les proporcionaban un apoyo mejor. Y luego

estaban los hombros, y las caderas estrechas y esa sonrisa: la

esencia de Eddie Bondo. Sintió una extraña punzada de orgullo en

su interior al pensar que aquel hermoso hombre era su pareja, al

menos durante una temporada.

-¿Qué demonios es sang?

-Ginseng. –Deanna empezó a caminar hacia el sendero de Egg

Creek y Eddie la siguió.


28
Alusión al gato de Cheshire, de Alicia en el país de las maravillas (Lewis Carroll), que siempre está riéndose. (N. de
los T.)

272
-Eso es lo que he pensado.

-¿Has visto la planta alguna vez?

-No lo sé. ¿Cómo es?

Deanna pensó cómo describirla.

-Es una planta más bien pequeña, con hojas de cinco lóbulos,

en invierno se muere. Es curioso dónde crece, sólo bajo los arces

de azúcar, en las laderas norte.

-¿Y es buena para las ex-mujeres?

A Deanna le sorprendió la pregunta.

-Oh, ya, los pagos de la pensión. Es buena para los pagos de

todo tipo. Lo malo es que es difícil de encontrar. Se ha

recolectado más de la cuenta durante cinco generaciones, creo.

-¿Daniel Boone tenía una ex-mujer?

-Sin duda. Siempre podían venderla por una buena suma de

dinero incluso entonces, y enviarla a China de algún modo.

Caminaron en silencio durante algún tiempo.

-Sammy Hill no buscaba ginseng –le confió Deanna.

-¿No?

-No. Habría llevado una pala y una bolsa de yute, y estaría

más arriba que aquí, y vendría en otoño. No ahora.

-¿Ahora no se encuentra?

-Yo sí, pero Sammy no lo encontraría.

Eddie le chasqueó la lengua.

-Mira que eres chula.

-Bueno, es que... ya sabes. En otoño es fácil de encontrar y

la gente hace lo que le resulta fácil. En primavera y verano, el

ginseng es una planta muy tímida que luego en octubre se

273
despreocupa y produce unas bayas de color rojo brillante y unas

hojas amarillas que son como los banderines de las obras de las

autopistas.

No le contó que cuando las encontraba en ese estado, arrancaba

las vistosas hojas y se las guardaba en los bolsillos para evitar

que los cazadores las descubrieran. Esparcía las bayas maduras

bajo nuevas arboledas, a fin de ayudar a las raíces del ginseng a

guardar sus secretos. Más adelante, cuando procedía a su baño

semanal en una tina con agua hirviendo, desenrollaba las hojas de

ginseng de los bolsillos como si fueran tacos de papel. Si se lo

contaba a Eddie pensaría que estaba loca. Él solía acusarla de que

acaparaba la montaña para ella sola, pero no se trataba de eso. Si

nadie más volvía a verla, incluida ella, no le importaba, sólo que

le agradaba la idea de que esas pequeñas raíces en forma de hombre

bailaran en su mundo bajo el suelo. Quería que persistieran para

siempre, no para beneficio de los hombres impotentes de China o de

cualquier otro lugar, sólo en beneficio del ginseng en sí mismo.

Eddie Bondo sentía curiosidad por las raíces. Cuando se

sentaron en el musgo a orillas de Egg Creek para comer las

sardinas y las galletas saladas que habían traído para el

almuerzo, Deanna acercó un palo al lodo blando e intentó dibujar

distintas formas que había visto: un hombre con una sola pierna,

otro con un solo brazo; no siempre le salían perfectos. Muy pocas

veces, de hecho.

Eddie no miraba los dibujos, sino a ella.

-Esos tipos no te asustan, ¿verdad? Es como si los masticaras

y los escupieras por entre los dientes, sin perder la sonrisa.

274
Deanna dirigió la mirada a su hombre de ginseng.

-¿Te refieres a Sammy Hill?

-Y lo mejor de todo es que se ha ido encantado. Bajará al

pueblo y le contará a todo el mundo que se encontró con la mujer

loba de larga melena y piernas de modelo.

Deanna no quería pensar en lo que contaría por allí.

-Intento no pisotear demasiado su virilidad. Si lo hiciera,

seguro que volvería con tres o cuatro colegas, lo cual puede hacer

que las cosas se pongan feas. Pero no, no me asustan. –Se encogió

de hombros-. Son gente con la que me crié.

-No me lo imagino –dijo Eddie-. Tú con esos tipos. Tú

conduciendo un coche, yendo a la compra. En el único sitio que te

imagino es en el bosque.

-Bueno, supongo que hace ya mucho tiempo que estoy aquí.

-¿No echas de menos nada de todo eso?

-Si te refieres al instituto y a los Sammy Hill de este mundo,

no, no los echo de menos.

-No me refiero a eso. Ya sabes de qué hablo.

Deanna intentó decidir si lo sabía.

-Hay gente con la que me encantaría pasar el día, sin duda. Y

ciertas cosas.

-¿Como por ejemplo?

-Ni siquiera se me ocurre. –Pensó al respecto-. Ni coches ni

luces eléctricas, ni películas. Los libros los puedo conseguir si

los pido. Pero recorrer una biblioteca, tocar libros que ni

siquiera sé que existen, eso sí lo echo de menos. Todo lo demás,

275
no sé. –Caviló un poco más-. Me gusta la playa. La familia de mi

marido tenía una casa en la playa, en Carolina del Norte.

-La playa no cuenta. Me refiero a cosas inventadas por el

hombre.

-Entonces los libros. Los poemas, las historias de miedo, la

genética sobre la población. Los dibujos que pintó el señor

Audubon29.

-¿Qué más?

-¿El chocolate, quizá? Y la sidra de manzana de Nannie. Y mi

perro pastor escocés, si no estuviera muerto, que sí cuenta,

porque los animales domésticos son inventos del hombre. –Cerró los

ojos intentando encontrar el sabor de algo perdido-. Y la música,

quizá. Eso me gustaba.

-¿Ah, sí? ¿Tocabas algún instrumento?

Deanna abrió los ojos como platos.

-No, pero escuchaba mucha música. Mi padre tocaba en un grupo

de bluegrass, Out of the Blue. Y cuando vivía en Knoxville

solíamos ir a un pequeño bar donde tocaban bandas de bluegrass y

de country. Grupos que nunca has oído. A veces tocaban unas

hermanas, vaya, eran fabulosas. Creo que eran de Tejas. The Dixie

Chicks.

Eddie Bondo se rió con ganas.

-Sí, un nombre gracioso.

-Tú eres la graciosa. Hace tiempo que estás fuera de onda. Ya

no tocan en pequeños locales.

-¿Las conoces?
29
Audubon, John James (1785-1851), naturalista, ornitólogo y artista estadounidense, célebre por sus dibujos de
todas las especies de pájaros de Norteamérica. (N. de los T.)

276
-Yo y todo el mundo que tenga dos orejas.

Deanna negó con la cabeza.

-Increíble. Cómo cambian las cosas por allí abajo.

-Todo cambia en todas partes.

Deanna lo miró con seriedad.

-Pues aquí arriba no. Supongo que se producen grandes éxitos y

fracasos pero son demasiado lentos para advertirlos a lo largo de

una vida. –Se cruzó de brazos, como si se abrazara-. Supongo que

por eso me gusta. La naturaleza es más segura.

Eddie se inclinó hacia delante y la besó.

-Cuéntame más cosas sobre el ginseng.

Deanna se concentró en su dibujo de un hombre perfecto y más

bien engreído con dos brazos y dos piernas que no tenía ninguna

necesidad de recurrir al ginseng para aumentar su virilidad. Eddie

la hizo tumbarse en el suelo sobre sus dibujos y permanecieron

allí un rato bajo los rayos del sol que se filtraban por entre las

hojas, dejando su propia impresión del deseo humano. Al cabo de un

rato emprendieron el regreso a la cabaña pensando únicamente en

sus cuerpos.

Entonces fue cuando se encontraron con los coyotes, dos

hembras cazando en un claro. Estaban aproximadamente a un

kilómetro y medio de la hondonada que alimentaba Bitter Creek; no

era un lugar en el que Deanna hubiera esperado encontrarlos. Se

trataba de un claro donde los árboles caídos habían abierto el

dosel y permitían el paso del sol en un trozo de suelo forestal

que ahora estaba cubierto con una alfombra roja de hojas de

zarzamora. Al comienzo Deanna pensó que eran perros, pues eran muy

277
grandes y tenían el pelaje muy espeso tras las orejas, como los

perros esquimales, y mucho más robustos que los especimenes

escuálidos que había visto en el zoo o cualquier otro coyote

occidental que hubiera visto en foto. Esos dos parecían dorados

bajo la luz del sol, arqueaban el lomo y daban saltos por encima

del grueso manto de follaje, primero uno y luego el otro, como un

par de delfines que se turnaran para elevarse sobre las olas.

Estaban siguiendo el rastro de algo pequeño y rápido bajo las

hojas y la hierba. Probablemente se tratara de un topillo o un

ratón. No prestaron ninguna atención al par de humanos que los

observaban con las botas petrificadas entre las sombras.

Concentrados por completo en su persecución, tenían las orejas

inclinadas hacia delante como una especie de dispositivo mecánico,

rastreando sonidos imperceptibles. Como dos partes de un único

animal, se movían para rodear y acorralar a su presa contra un

montículo de piedra caliza, abriendo un túnel detrás de ésta con

sus largos hocicos. Deanna observaba embelesada. Imaginaba con qué

eficacia podía llegar a actuar aquella pareja en un campo,

persiguiendo ratones y topillos, que parecía que les gustaban. No

era de extrañar que los granjeros los vieran a menudo y temieran

por su ganado; ¡si supieran que lo único que podían perder eran

los ratones! Mientras los contemplaba, se le ocurrió que aquella

manera de cazar podría resultar útil para los pájaros que anidaban

en tierra como la codorniz de Virginia, gracias a los numerosos

pasajes que abrirían por los espesos macizos de gramíneas.

Acto seguido, sin advertir que la persecución estaba tocando a

su fin, la guardiana en vanguardia saltó y luego levantó la cabeza

278
con una sacudida lateral, con la que atrapó el ratón en el aire

como si fuera un pequeño trapo del polvo que quisiera sacudir,

antes de desaparecer en el bosque con la presa todavía

retorciéndose entre sus fauces. Su hermana se detuvo en el límite

del bosque y se volvió hacia ellos con una oscura mirada de

advertencia.

Deanna no habló durante el resto de la tarde. ¿Qué podía

decirle a aquel hombre cuyos pensamientos prefería no saber?

Deseaba que Eddie hubiera percibido cómo eran en realidad en aquel

claro soleado, qué dorados y perfectamente adaptados a sus

necesidades. Pero no se atrevía a preguntar. Al verlos, Eddie se

había recluido en su interior más profundo y había evitado tocarla

o mirarla mientras observaban a los animales. Luego no había

pronunciado una sola palabra sobre lo que habían presenciado.

Por la tarde no se fueron a la cama, como parecía que iban a

hacer. A Deanna se le enfrió el cuerpo. Puso la pava a calentar

para el té, hirvió un poco de arroz y recalentó los frijoles del

día anterior. Ella y Eddie se habían acostumbrado a comer en la

cama, pero aquel día Deanna volvió a utilizar su única silla y la

mesa, tras cubrirla con un montón de libros y papeles y la libreta

de campo, que ya tenía olvidada, y se puso a escribir mientras

comía. Eddie Bondo estaba impaciente, recorría el porche de un

lado a otro. El sonido más alto del mundo, pensó, es un hombre sin

nada que hacer. ¿Por qué seguía con ella?

Por enésima vez se preguntó qué locura de emparejamiento era

aquél. Un urogallo hembra copularía sin duda con el macho que

inflara sus sacos naranjas y emitiera los sonidos más fuertes. El

279
pájaro jardinero que construye el nido más vistoso atrae a la

hembra. ¿Qué tenía Eddie Bondo que la conmovía con tal fuerza como

para capitular ante él? ¿Su modo de andar, al compás con el suyo?

¿Por fin un hombre que podía seguirle el paso? ¿O era su escasa

talla, tras todos esos años de dejarse manipular por profesores?

Pero era un chulo redomado, tan independiente como el que más. Lo

único que deseaba era no sentirse tan parecida a un urogallo

hembra paseando aturdida por el terreno de apareamiento en espera

del gran espectáculo.

A última hora de la tarde, cuando ya no soportaba más su

proximidad, se inventó la necesidad de bajar hasta el huerto de

cicuta con un martillo de orejas. Trabajaría en el puente del

sendero que cruzaba el arroyo y que se había caído allá por el mes

de febrero. Todavía quedaban varias horas de luz, ya que creía que

se aproximaba el solsticio de verano. (Caviló al respecto: ¿se

habría perdido el solsticio?) Desmontaría el viejo puente,

contaría los tablones inservibles y haría un pedido de la madera

que necesitaba para arreglarlo, ya que el jeep del Servicio

Forestal tenía que venir pronto para traerle provisiones y recoger

la siguiente lista. No pediría más comida de la habitual, nada

adicional. Se había marchado de la cabaña sin decir palabra,

incapaz de imaginarle haciendo otra cosa que no fuera limpiar su

arma en ausencia de Deanna.

El huerto de cicuta se encontraba junto a un afluyente que

alimentaba el Bitter Creek, en una hondonada estrecha y extraña

donde las largas corrientes de aire ascendente transportaban el

sonido con una enorme claridad. A veces había oído sonidos

280
procedentes del valle: el ladrido de un perro, o incluso el gemido

alto y distante de los camiones en la interestatal. No obstante,

eso ocurría en invierno, cuando los árboles estaban desnudos. En

aquel momento, mientras hacía palanca con los tablones, oía el

silencio pesado que precede a las noches de verano, antes de que

los saltamontes empiecen a saltar, cuando los sonidos del bosque

todavía están espaciados por largos silencios. Una ardilla que

estaba sobre ella le gruñó con poco entusiasmo y luego paró. Un

chupasavias fue desplazándose por el tronco de un pino. Eddie

Bondo le había hablado de un tipo de pájaros carpinteros que había

visto en el Oeste, simpáticas criaturas que trabajaban juntas para

practicar un sinfín de pequeños agujeros en un árbol muerto, en

los cuales escondían miles de bellotas y luego se pasaban el resto

del tiempo defendiendo su extravagante tesoro del saqueo de los

vecinos. Qué vana podía llegar a ser la vida, qué actividad tan

estúpida la de inventar cosas para amar, sólo para temer

perderlas. Escuchó el taladrar metódico del chupasavias, que sólo

cesaba cuando el pájaro hacía una pausa para lanzar trozos de

corcho que aterrizaban en el terreno musgoso cercano al arroyo.

Deanna estaba arrancando los últimos tablones del marco de

madera del puente cuando oyó algo que la hizo dejar de martillear

y pararse a escuchar. Voces: parecían hombres hablando. Se levantó

y aguzó el oído. Cazadores.

Se apartó un mechón de pelo de la cara y se sintió ofendida.

Aquel debía de ser el día más largo del año, porque ya se le

estaba haciendo eterno. Si hablaban quería decir que había más de

uno, y si estaban allí a esas horas significaba que tramaban

281
alguna estupidez como dormir en un árbol toda la noche para poder

cazar furtivamente pavos salvajes al alba. Dejó escapar un suspiro

y caminó por encima del tronco para cruzar el arroyo y recoger la

chaqueta que había dejado allí. Tendría que ir hasta donde estaban

y hacer acopio de fuerzas para ponerles en evidencia.

Los sonidos eran muy distantes, tal vez estuvieran a unos dos

kilómetros. Pero eran claros y continuados. Se paró a escuchar los

murmullos bajos y constantes. No eran palabras sino gruñidos.

Pequeños gruñidos familiares y aullidos más agudos. Los que

hablaban no eran hombres; eran mujeres, mujeres coyote, no estaban

aullándole a la luna sino que gruñían con suavidad en la lengua

que utilizan las mujeres para hablar con los niños. Cayó en la

cuenta de que las dos hembras que habían atrapado un ratón por la

mañana no se lo habían comido ni lo habían matado, sólo lo habían

inmovilizado. Entonces Deanna supo por qué. Esas crías están

vivas, se susurró a sí misma. Vivas en el mundo con los ojos

abiertos, aprendiendo a cazar. Aprendiendo a hablar. Las crías de

los coyotes nacían sin conocimientos, como los bebés humanos,

tenían que aprender todos los recursos necesarios para vivir. Sus

protectores no habían vocalizado en toda la primavera pero ahora

tendrían que hacerlo; ninguna criatura social podía crecer muda

pues no sobreviviría. Las crías debían de tener más de seis

semanas, casi listas para cazar por sí solas. Qué hermosas debían

de estar entonces. Rápidamente apiló los tablones aprovechables

contra el tronco de una cicuta y se dispuso a regresar a casa,

aunque su “hogar” no le ofrecía gran cosa en aquel momento: un

lugar donde no podía pronunciar una sola palabra de lo que acababa

282
de averiguar, ni siquiera dormir hasta que viera a esas crías con

sus propios ojos.

* * *

Bajo la tenue luz del alba, cuando bajaba con rapidez por el

sendero del Bitter Creek, se detuvo un minuto a escuchar. Nada,

sólo silencio. O mejor dicho, todo tipo de sonidos excepto el que

ella esperaba. Las hojas secas que rodeaban sus pies producían

mucho ruido, debía de haber una salamandra tan ruidosa que parecía

un oso. Siguió caminando, sabiendo qué sonidos esperar y sabiendo

que los escucharía. Había esperado toda la primavera mientras su

imaginación se llenaba de voces que le erizaban el vello de la

nuca: los clásicos aullidos a la luna, los gañidos y gritos

polifónicos que había estudiado en las cintas hasta convertirlas

en celofán transparente y arrugado. Estaba empezando a temer que

había agotado su mente del mismo modo, esperando en aquellas

montañas, inclinándose en las noches silenciosas, decidiendo, al

final, que el sonido que deseaba oír se produciría. Allí no les

hacía falta hablarse. No era como en el oeste, donde tenían que

llamarse desde las cumbres de las colinas desérticas para

disfrutar del placer de saberse tan numerosos. Tendrían que

recordarse los unos a los otros quiénes eran, cuántas familias y

dónde habitaban. Aquí sólo había una familia y sabía exactamente

dónde. Era mejor guardar silencio.

Lo que más le había costado a Deanna era mantenerse alejada de

la guarida, protegerla con su ausencia. A veces estaba convencida

283
de que se habían marchado, quizá en dirección sur hacia el Blue

Ridge. Intentó creer que habría sido para mejor, pero en realidad

no existía ningún refugio seguro para esa familia. Allá donde

fueran esos coyotes, tendrían que lidiar contra el odio de los

granjeros. En aquella montaña aislada gozaban de la extraña

combinación de una protectora y un enemigo. Deanna no confiaba en

su propio poder para negociar la seguridad de los coyotes. Durante

las seis semanas que hacía que conocía a Eddie Bondo, contando

tanto sus presencias como sus ausencias, ella había dado rodeos y

se había evadido. Ahora Eddie ya los había visto y ella se había

pasado la última noche echa un penoso ovillo en la silla cerca de

la estufa de madera, pensando, mientras él roncaba. Por la mañana

le dolían los huesos y tenía la mente turbia, pero estaba

dispuesta a poner sus cartas sobre la mesa.

-Voy a bajar la colina sola –había dicho-. Si me sigues, ya

puedes largarte de esta montaña para el resto de tu vida o de la

mía. La que dure más.

Sin mediar palabra, Eddie había envuelto unos bollos, se había

colgado la mochila al hombro y se había marchado silbando por la

carretera del Servicio Forestal, en dirección contraria al Bitter

Creek. Deanna había permanecido varios minutos observando su

sombrero, que se lo había dejado colgado en un perchero junto a la

puerta, y su arma apoyada en un rincón. Acto seguido, se vistió y

bajó rápidamente por el sendero, libre por fin para ver las crías.

Ahora podía escuchar y no temer el oír las voces que podían

delatar su presencia. Por todas aquellas semanas que había estado

284
conteniendo el aliento, aguzando el oído y no queriendo oír. ¿Cómo

había permitido que ocurriera tal cosa?

Se detuvo de nuevo y esta vez sólo oyó la risa maníaca de un

par de pájaros carpinteros que se lo estaban pasando en grande,

saltando uno encima del otro de un tronco al siguiente. Durante

unos instantes, contempló a la pareja de picos carpinteros jugando

a las damas con ellos mismos. Eran enormes, grandes como unos

gatos negros voladores, y era imposible que pasaran desapercibidos

debido a sus voces altaneras y las crestas rojas erizadas. Tuvo

una visión fantasmagórica, imaginó por unos instantes a los

carpinteros reales, primos muertos de estos picos carpinteros, que

habían sido incluso mayores, con una envergadura de casi un metro

y una mirada fría y de ojos blancos. La gente solía llamarles

pájaros “Santo Cielo” porque eso era lo que exclamaban al ver uno.

Ya no era posible.

Bajo la risa de los fantasmas empezó a escuchar las

vocalizaciones intermitentes de los coyotes. Se acercó al sonido

dando unos cien pasos lentos sendero abajo y deteniéndose al final

en un punto desde el que podía atisbar por entre los rododendros y

ver la guarida con claridad. El lugar había cambiado desde la

primavera; ahora el bosque estaba lleno de hojas. El aire y la luz

se movían de forma distinta y la guarida también había cambiado.

El montículo que había bajo la cueva estaba cubierto por una capa

de suciedad, acaballonada con tantas marcas de zarpas diminutas

que parecía un trozo de pana de color marrón claro. Creyó intuir

movimiento en el interior de la boca oscura de la guarida pero

luego no oyó nada, sólo silencio. Contó sus latidos para dejar

285
transcurrir un minuto y luego más, y se convenció de que en

realidad no había visto nada. Allí había habido crías, eso estaba

claro a tenor de las marcas del terraplén pero empezó a pensar que

quizá ya fuera demasiado tarde. Se las había perdido por un día;

habían crecido y se habían marchado.

Entonces advirtió un susurro en el matorral de ráspano situado

a poca distancia de la abertura. Un aullido largo y grave tiró de

su corazón, una llamada irresistible. En aquel matorral había un

adulto, la madre o una de las hembras beta que llamaba a los

hijos. Al instante aparecieron todos juntos en el claro, una

hilera de ojos brillantes tras un bosque de orejas pequeñas y

puntiagudas. Deanna intentó contarlas, pero había demasiadas

criaturas y se movían en un enjambre de orejas y colas: llegó a la

conclusión de que eran más de seis y menos de veinte. Tropezaban

las unas con las otras al salir por la abertura mientras la hembra

se acercaba con algo entre las fauces, una cosa oscura y pequeña

que lanzó hacia ellas. Se escuchó una estela de pequeños aullidos

y ladridos y las bolitas de pelo doradas saltaron como palomitas

en una sartén. Cachorritos, pensó Deanna, no eran más que

cachorritos. Aunque también se asemejaban a los gatitos por la

forma en que saltaban y jugaban con el topillo medio muerto que

acababan de traerles a su patio de recreo. Deanna se arrodilló y

se dejó transportar a los veranos de su infancia, cuando los

vecinos traían camadas de cachorros en cajas y las gatas de los

establos parían prácticamente en sus manos. Sin ninguna inhibición

por su parte, su cuerpo se convirtió en el de una niña, se mordió

286
la trenza para guardar silencio y se llevó las manos al pecho para

acallar los latidos de su corazón.

Anheló con tal vehemencia la presencia de su padre que casi

pronunció una oración: si pudiera enseñarle esto, oh, por favor.

Que mire desde los cielos, esté donde esté, que mire a través de

mis ojos con las células de génesis que plantó en mí, que vea

esto, porque lo entendería a la perfección. El amor era algo que

siempre sabía reconocer cuando lo tenía delante.

Se preguntó si había alguna persona viva a quien pudiera

contar su experiencia con las crías, ese grupo tan bien

compenetrado de supervivencia y crianza. No pretendía diseccionar

su historia y características; eso ya lo había hecho. Lo que

anhelaba contar era hasta qué punto formaban una auténtica

familia.

287
{14}

Castaños viejos

Garnett abrió el agua caliente y dejó que le calentase los

músculos que le protegían los omóplatos. Le dolían mucho, como si

un matón le hubiera asestado un directo en la columna vertebral.

Suspiró. Aquello era demasiado para un anciano como él. No era

por el trabajo; le encantaba ocuparse de los castaños. La gente

pensaba que resultaba de lo más tedioso recoger las flores en la

primavera, realizar la delicada polinización cruzada, preparar las

semillas y plantar las nuevas almácigas, pero a Garnett le gustaba

porque cualquiera de las semillas podría acabar convirtiéndose en

un castaño resistente a las plagas. Todas las bolsas blancas

colgadas del extremo de las ramas, todas las sacudidas del polen,

todos los pasos albergaban la esperanza de que ocurriera algo

maravilloso. Era como si regresara una parte del viejo y querido

mundo, allí mismo, ante sus ojos.

No, lo que le desesperaba últimamente era pasar de un problema

a otro, como si la granja y todo su pasado le hundieran. La granja

era un maldito depósito de chatarra que ocultaba su amenaza bajo

una fina capa de hierba. A decir verdad, sucedía lo mismo con

todas las granjas de los alrededores. Había visto a una pareja

joven con un agente inmobiliario mirando la casa próxima a la de

Oda Black y había sentido la tentación de gritarles por la

ventanilla de la camioneta: “¿Venís a rebuscar en la historia, no?

Pues bueno, os diré que al viejo de Blevins le hundieron las

288
deudas y la maquinaria rota y que ahora la casa espera para

tragarse al próximo que llegue”.

Naturalmente, no les había dicho nada y estaba convencido de

que comprarían la casa. Tenían la típica expresión de tontos de

remate de la gente de la ciudad; la mujer vestía más como un

hombre que el hombre. Pronto descubrirían lo que Garnett sabía de

sobra: en una granja vieja, cada vez que se hunde la pala para

plantar un árbol uno se topa con un trozo de plato roto, un pedazo

de arnés de cuero, un metal oxidado e incluso puede que una bala

de cañón. Cuando Garnett era estudiante su padre solía traer balas

de cañón a casa y los muchachos jugaban con ellas hasta que

acababan olvidadas en el huerto o sepultadas en la parcela de

flores de su madre, a la espera de causar estragos cincuenta años

después en una cultivadora, en la hoja de una segadora o alguna

otra pieza que costara un día de trabajo y demasiado dinero como

para repararla.

El plan de esa mañana había sido modesto: terminar de limpiar

el límite del campo posterior a lo largo de la cerca de fin de

dejar sitio para una nueva hilera de árboles. Pensó que lo peor

sería quitar los hierbajos, pero no. Había destrozado la hoja de

la cultivadora. Había encontrado seis postes viejos atados con

alambre de púas medio enterrados en esa pequeña parcela de tierra;

resultaba evidente que los habían arrojado allí después de

haberlos arrancado para construir la cerca nueva, allá por los

años cuarenta. Una vez se hubo deshecho de ellos debajo se topó

con clavos y tornillos de carros, suficientes para llenar tres

cubos (tuvo que llevar el cubo en tres ocasiones hasta la pila de

289
basura del garaje, cada vez más voluminosa). Luego, más abajo aún,

encontró el chasis metálico completo de un viejo vagón, ¡y lo peor

estaba por llegar! Rodeado de aquel caos al final de la cerca

desenterró un enorme rollo de plástico negro en cuyo interior

había algo muy pesado, y Garnett comenzó a temer que fuera un

cadáver (ya había encontrado de todo, así que, ¿por qué no?). Pero

no, eran trozos de pólvora, seguramente sal gema, aunque no estaba

seguro. Algo que su padre habría pensado en tirar lejos cuando

Garnett todavía era un niño. Ese era el problema que tenían en

aquel entonces: “tirar lejos” significaba “fuera de la vista”,

para que así alguien se tropezara con lo que fuera un poco más

allá. Garnett estaba hasta la coronilla de todo y eso que todavía

no había limpiado el terreno que se había propuesto acabar hacia

media mañana, ¿y ahora qué? ¡Por Dios!, el teléfono estaba

sonando.

Apagó la ducha y escuchó. Sí, era el teléfono, sonando sobre

la mesita del pasillo, al otro lado de la puerta del baño.

-¡Un momentito! –gritó; no le hacía ninguna gracia interrumpir

la ducha y tener que salir disparado secándose el pelo y

cubriéndose con una toalla. Salió con cuidado, pisó el frío suelo

del pasillo y descolgó.

-¿Sí? –dijo con toda la amabilidad que pudo mientras se

atusaba el pelo. No le apetecía hablar con nadie, ni siquiera con

alguien que se hubiera equivocado de número.

-¿Señor Walker?

Era una mujer, pero no de la zona. Por su hablar rápido supuso

que sería de ciudad.

290
-Al habla –dijo.

La mujer vaciló durante unos instantes y Garnett rezó para que

colgara, pero entonces comenzó a hablar.

-Me preguntaba si querría responderme algunas preguntas sobre

las cabras. Quisiera iniciar una especie de operación a media

escala de carne de cabra, pero no poseo mucho capital y algunas

personas me han sugerido que me pusiese en contacto con usted. Me

dijeron que era la persona adecuada, el experto en cabras

regional, e incluso tal vez supiera cómo ayudarme con... no sé

cómo explicárselo. –Respiró hondo-. De acuerdo, le seré franca. Me

preguntaba si conoce a alguien que estuviera dispuesto a regalarme

cabras. Para empezar, como primer paso.

Garnett intentó serenarse: el Experto en Cabras Regional,

atrapado con una toalla alrededor de la cintura y con el pelo de

punta como una gallina bajo la lluvia.

-Cabras –articuló.

-Sí.

-¿Sería tan amable de decirme de dónde me llama? Eso sería lo

primero de todo.

-Oh, lo siento. Había olvidado los modales. Soy Lusa

Landowski, vivo donde los Widener, mi marido era Cole Widener.

-Oh, señora Widener. Siento muchísimo lo de su esposo. Habría

acudido al funeral pero había... hay ciertas consideraciones entre

nuestras familias. Supongo que estará al tanto.

Lusa permaneció en silencio durante unos instantes.

-Es pariente nuestro, ¿no?

-Por matrimonio –replicó-. Lejano.

291
-Lo siento; me lo mencionó mi sobrino, pero lo había olvidado.

Eso es, una de mis cuñadas es una Walker. Creo. –Se rió con

excesiva jovialidad para ser una viuda reciente-. Todavía no me he

acostumbrado a vivir entre seiscientos parientes. Todo esto me

resulta nuevo... soy de Lexington.

-¿Y ahí es donde piensa criar las cabras?

-Oh, no, aquí. Quiero que la granja sea solvente, ese sería el

propósito del negocio de las cabras, si es que puedo hacerlo. No

estoy completamente segura de si estoy capacitada o de si es una

locura intentarlo.

-¿Oh? ¿Los Widener no tenían ganado vacuno?

Lusa suspiró, sin parecer tan jovial.

-El ganado no me parece viable, hay que invertir demasiado. El

Ivermec30 y todo eso, y sé que se supone que debo comprobar si las

vacas están embarazadas, pero no tengo ni idea de cómo se hace.

Tengo miedo a acercarme a ellas. Soy una mujer pequeña y ellas son

enormes. –Se rió avergonzada-. Supongo que todavía no soy una

auténtica granjera. Por no saber, no sé ni utilizar la empacadora

de heno. Dos de mis cuñados tienen el usufructo del imperio del

ganado por lo que, pensándolo bien, podría venderles el mío y

dedicarme a una especie más pequeña. –Se calló-. Creo que sabré

ocuparme de las cabras.

-Bueno, al menos tiene un plan.

-Es un tema muy complicado; lo siento. No tenía intención de

entrar en asuntos personales, tal vez no sea el mejor momento para

hablar. Siento molestarle.

30
Sustancia química que se emplea para eliminar los parásitos que atacan al ganado. (N. de los T.)

292
-Oh, si no me molesta en absoluto –dijo mientras cambiaba el

peso de un pie al otro y sentía una corriente de aire: no era de

extrañar ya que bajo la toalla estaba tan desnudo como Dios lo

había traído al mundo. Le pareció oír que alguien llamaba a la

puerta. Oh, cielos, ¿sería una entrega a domicilio? No esperaba

ninguna.

-Oh, vaya, me alegro –dijo riéndose apenas-. Al menos no me ha

dicho de forma categórica que estoy loca... todavía. Confiaba en

poder hacerle varias preguntas sinceras. Si es posible.

-Adelante –replicó Garnett, apesadumbrado. Volvió a escuchar

los golpes, más insistentes aún.

-Primero de todo, ¿le parece realista que intente conseguir

cabras a cambio de nada? ¿Cómo podría lograrlo?

-Le sugiero que ponga un anuncio en el periódico. Es posible

que consiga tantas cabras que no sabrá qué hacer con ellas.

-¿De veras? Entonces también cree que la gente se muere por

quitárselas de encima. Lo cual debería darme a entender, si

utilizara el sentido común, que las cabras no dan dinero.

-No puedo alentarla, señora Widener. Que yo sepa, en este

condado nadie ha ganado un sólo dólar con las cabras.

-Eso es lo que me dijo mi sobrino. Pero tengo la impresión de

que es un problema de marketing. Al igual que sucede con todo lo

relacionado con la agricultura, así que estoy comenzando a

aprender. Nadie sabe qué hacer con las cabras, ni siquiera se las

comen y nos sobran demasiadas. Mi sobrino me explicó que hace

algún tiempo hubo una plaga de cabras en el condado de Zebulon.

¿Cómo ocurrió?

293
Garnett cerró los ojos. ¿Cómo podía ser real aquella

situación? Un intruso misterioso golpeaba en la puerta de la

entrada, una mujer desconocida de Lexington intentaba desvelarle

su secreto más embarazoso, la espalda le dolía más que mil

demonios y tenías las nalgas desnudas expuestas a la brisa. No

deseaba estar muerto, no, pero sí apaciblemente dormido en la

cama, con todas las luces apagadas.

-¿Señor Walker? ¿Sigue ahí?

-Sí.

-Es que... ¿cree que estoy chiflada?

-Oh, no, en absoluto. No me resulta fácil responderle la

pregunta sobre el excedente de cabras. Hace seis o siete años se

iniciaron una serie de proyectos de la 4-H que, de algún modo, se

salieron de madre. Es la mejor explicación que se me ocurre. Un

error que creció como si fuera Topsy 31. Se suponía que yo debía

supervisar y ocuparme de esos jovencitos y enseñarles cosas sobre

los cerdos y las aves de corral, pero mi esposa acababa de

fallecer, hecho que, siendo viuda, comprenderá perfectamente. Mi

vecina le guarda un gran rencor a las cabras de todo tipo y

atravesé ese período con las facultades mermadas. Es la única

manera que se me ocurre de describirle lo sucedido.

-Señor Walker, no tiene por qué explicármelo todo, no soy

periodista ni nada. Comparada con la mayoría de los habitantes de

por aquí no soy ni la mitad de entrometida. Sólo quiero que me

regalen unas cuantas cabras.

31
Nombre de un personaje de la novela La cabaña del tío Tom, de H. B. Stowe. Se emplea alusivamente para referirse a
una situación descontrolada que parece tener lugar sin que medie la intención de nadie. (N. de los T.)

294
-Inténtelo con un anuncio en el periódico. Pero no ponga su

dirección.

-¿No?

-Dios, no, o la gente irá a dejarle cualquier animal y acabará

arrepintiéndose. ¿Tiene una camioneta, señora Widener?

-Claro.

-Bueno, entonces incluya el número de teléfono en el anuncio,

pero no mencione nada sobre los Widener. Sólo el teléfono y

especifique que la llamen. Si tienen lo que necesita podrá irlo a

buscar usted misma. Pero primero hágales algunas preguntas. ¿Tiene

papel y lápiz?

-Un momento. –Garnett oyó que soltaba el teléfono y caminaba.

Se preguntó en qué habitación estaría. ¿Arriba o abajo? Puede que

en la cocina. Se habían desposado en el pasillo; ella caminaba

lentamente con sus hermosos pasos y sus zapatitos blancos y el

traje nupcial blanco y corto. Aparentaba trece años. Habían

pensado celebrarla en el patio pero, en el último momento, había

comenzado a llover y hacía frío. Lo recordaba todo. Ella estaba

enferma. Hacía años que no pensaba en la boda: ella había sufrido

un terrible dolor de cabeza y habían tenido que acabar antes.

Seguramente tendría que ver con el cáncer, pero entonces no lo

sabían.

-Vale, ya está.

-Oh –dijo Garnett, sobresaltado-. ¿Qué estaba diciendo?

-Cuando la gente llame debería preguntarle sobre las cabras...

¿el qué?

295
-Ah, sí. Primero, quiere las cabras por la carne, ¿no?, y no

para ordeñarlas.

-Por la carne, sin duda.

-Bien, entonces lo que quiere es producir cabritos para el

matadero.

-Supongo que sí. A tiempo para venderlos, oh, había pensado

que para finales de año o algo así.

-Oh, entonces no tiene tiempo que perder.

-¿Es posible? ¿Criarlos en esta época del año?

-No es el mejor momento pero hay una forma de hacerlo. Si se

asegura de que las cabras no han estado con un macho cabrío

durante el otoño e invierno pasados, ahora estarán en celo. Se lo

garantizo.

-¿Cree que hay probabilidades de que la gente tenga hembras

que no han estado con ningún macho cabrío?

-En el condado habrá cientos de familias que tienen un puñado

de cabras en el jardín trasero. Y a la gente no suele gustarle que

los machos cabríos se acerquen tanto a la casa... desprenden un

olor muy intenso. ¿Alguna vez ha olido un macho cabrío, señora

Widener?

-No que yo recuerde –confesó Lusa.

-Bien, si lo hubiera olido lo recordaría. Es un olor que,

evidentemente, atrae a la cabra pero no a los seres humanos. La

mayoría de las personas prefiere tener sólo cabras.

-Bien. Me alegro.

-Así, lo que necesitará son cabras, las mejores son las que

tienen tres o cuatro años, no mayores. Consiga todas las que crea

296
que necesitará pero ándese con ojo con los machos cabríos. Sólo le

hará falta uno. Señora Widener, ¿sabe distinguir una cabra de un

macho cabrío?

Lusa se rió.

-Señor Walker, soy ignorante pero no estúpida.

-Oh, claro que no. Me refería a que... es de Lexington.

Garnett la escuchó inhalar bruscamente, como si fuera a

hablar, pero no lo hizo.

-De acuerdo, sólo un macho cabrío –dijo finalmente-.

Entendido.

-Bueno, no estaría mal que tuviese uno o dos de más. De vez en

cuando se encontrará con algún macho cabrío que no desempeñe bien

su función, así que es aconsejable tener algunos de reserva.

Tendrá que mantenerlos en un prado separado, donde no se vean.

-Caballeros de reserva –dijo Lusa.

¿Un chiste verde? Garnett ya no sabía qué era qué; los niños

se reían si alguien decía una palabra tan sencilla como mariquita.

Sin embargo, Lusa no parecía reírse. Sus palabras sonaban más

serias que las de cualquiera de los chicos que había tenido en la

4-H.

-Si las hembras no han apacentado con los machos desde el

otoño pasado entrarán en celo de inmediato, un día o dos después

de que haya puesto un macho cabrío entre ellas. Hay quienes

piensan que es mejor si se frota al macho con un trapo y luego se

agita delante de la nariz de las hembras. Pero a mí nunca me ha

parecido necesario.

297
-Así que eso es lo primero que debo preguntar cuando me

llamen: “¿Tiene hembras? ¿Apacientan o han apacentado últimamente

con un macho?” ¿No?

-Exacto –replicó Garnett.

-Si han estado con un macho, ¿debería desecharlas?

-Eso depende de usted. Si quiere cabritos para finales de este

año, debería.

Se produjo un silencio largo. Lusa parecía estar anotando

algo.

-Bien. ¿Cuál es la pregunta siguiente?

-¿Qué tipo de cabra son? Necesitará las españolas o las

españolas cruzadas con las que llaman cabras de maleza, que son

las que abundan por aquí. Cabras de carne, pregúnteles si son

cabras de carne. Las Saanen32, las cabras de leche suizas, las que

den leche, esas son las que no le interesan.

-Bien. ¿Qué más? ¿No había dicho que la edad era importante?

-Ninguna que tenga más de cinco años ni que pese menos de

cuarenta y cinco kilos.

Lusa continuaba tomando notas.

-¿Algo más? –preguntó.

-Bueno, claro, necesitará que estén bien sanas. Nada de

parásitos. Mírelas de cerca cuando vaya a recogerlas. Si no está

completamente satisfecha con su aspecto no se las lleve.

-Será difícil –dijo Lusa-. ¿Cómo voy a despreciar unas cabras

regaladas? Los mendigos no pueden elegir.

32
Nombre de un pueblo en el cantón de Berna que se emplea para designar a una variedad de cabras blancas que se
criaron por vez primera en esta región. (N. de los T.)

298
-Por eso utilizará la camioneta. Usted irá a buscarlas. Ellos

son los mendigos, esperan que se lleve esas bestias inútiles.

Usted decide.

-Oh, claro, está en lo cierto. Ese es un planteamiento

inmejorable. Gracias, señor Walker, me ha sido de gran utilidad.

¿Le importa si le vuelvo a llamar cuando se me ocurran más

preguntas? Todavía estoy en la fase de aprendizaje.

-En absoluto, señora Widener. Que tenga suerte.

-Gracias.

-Adiós.

Garnett colgó y ladeó la cabeza hacia el pasillo de la planta

inferior. Con la toalla alrededor de la cintura se puso de

puntillas y miró por la ventana, aunque no esperaba ver nada nuevo

en la parte posterior de la casa. ¿Quién habría llamado? Se vistió

rápidamente en la entrada que daba al rellano, lugar en el que

casi nunca se detenía, y le dio que pensar cuando alzó la vista y

se vio reflejado en el viejo espejo con forma de castaño. Tuvo la

sensación de haber visto un fantasma, pero no el suyo: lo que le

hizo pensar fue la forma del espejo, ver su rostro rodeado por los

restos de ese árbol muerto.

Descendió la escalera con las pantuflas de piel ya que había

dejado las botas embarradas fuera para limpiarlas después, ya que

al regresar del campo se sentía demasiado harto y cansado como

para hacerlo en ese momento. Los pantalones, cubiertos de cadillo

verde, los había doblado y colgado sobre una silla de la cocina y

le daba auténtico pavor ir a buscarlos. Los cadillos le pincharían

las yemas de los dedos y le producirían un dolor débil. Garnett

299
creía que si el Padre Todopoderoso había cometido un error durante

la Creación, había sido el de darnos demasiados cadillos.

Abrió la mosquitera de la puerta de la entrada, asomó la

cabeza y miró a izquierda y derecha. Nadie. Allí estaban las

botas, esperándole, cubiertas de barro. En la entrada no había

ningún coche ni ninguna camioneta de reparto ni tampoco indicio

alguno de que hubiera pasado alguna. La camioneta de UPS solía dar

marcha atrás sobre la hierba y luego dejaba una marca horrible y

curvada de barro. El chico que habían contratado para conducirla

tenía más agujeros de pendientes que cerebro.

Garnett salió al porche y escudriñó con sus córneas nublosas

el pesado aire de la tarde, como si pudiera descifrar los indicios

que hubieran quedado. No solía recibir visitas inesperadas. De

hecho, no las recibía nunca, ni tampoco, ya puestos, llamadas

telefónicas inesperadas, pero, santo Dios, las desgracias nunca

vienen solas. Alguien había estado allí y él no había llegado a

tiempo. Esas cosas no se le olvidaban fácilmente.

Entonces vio un pastel en el balancín del porche. Un pastel de

frutas del bosque, con las bonitas ranuras en la parte superior

desde las cuales caen los fluidos púrpuras de un pastel como

aquel; oh, qué misterios tan divinos creaban las manos femeninas.

El pastel de moras era su preferido. Ellen siempre le preparaba

uno con las primeras frutas recogidas de los setos, después de

enviarle a buscarlas con todas las ceremonias y un cubo el tercer

sábado de junio. Garnett observó el cielo durante unos instantes y

le preguntó a Dios qué clase de truco era aquél.

300
Se aproximó para verlo mejor. Era un pastel, sin duda, y

reciente. Aunque la vista le engañara el olfato nunca le fallaba.

Debajo del pastel había varios papeles, que se agitaban un poco

por la brisa. Garnett tiró de los trozos de papel, junto con un

sobre sellado, y no pudo menos que fruncir el ceño ante todo

aquello. Los trozos de papel eran recibos. Santo Dios, ¿es que

alguien pensaba cobrarle el pastel? No, eran sus recibos, uno de

Little Brothers’ y otro de Southern States; tal vez alguien los

hubiera sacado de la cajita metálica que había tras la puerta

principal, donde siempre se vaciaba los bolsillos y solía dejar

que los recibos se acumulasen hasta que llegara el momento de

pagar los impuestos. Sin embargo, en la parte posterior de esos

recibos había palabras escritas con una letra pequeña y clara. Una

nota, adjunta a una carta en un sobre sellado.

Miró a su alrededor. Alguien había traído el pastel, había

llamado a la puerta durante quince minutos mientras aquella mujer

casada con un Widener no cesaba de hablarle sobre las cabras y,

finalmente, había desistido, le había escrito una nota y le había

dejado el pastel. ¿Quién haría algo así? Como si no lo supiera.

Con una sensación de hundimiento llevó la nota y lo demás dentro y

cerró la puerta con el codo. Colocó el pastel dentro del armario,

donde no lo miraría mientras leyese la nota, y luego fue a buscar

las gafas de lectura y se sentó en la mesa de la cocina. Primero,

la nota escrita en el recibo:

Señor Walker,

301
Bien, no tendría que gastar un sello ni dos horas del

tiempo de Poke Sanford; ¡imagínese al pobre teniendo que

llevar una carta desde su buzón hasta la oficina de correos

y volver por la misma carretera para entregármela! Vivo

justo al lado. Podría llamar. Eso es lo que pensaba hacer

hoy. Le había escrito una carta y pensaba dársela en el

caso de que no se me ocurriese todo [... la nota continuaba

en el segundo recibo] o si usted no tuviera ganas de

hablar, pero lo cierto es que tenía la intención de

decírselo todo en persona. Pero no está en casa. Oh, vaya.

Su camioneta está aquí. ¿Dónde está usted? Le dejaré el

pastel y la carta. Alégrese, señor Walker. Espero que todo

le sienta bien.

Su vecina, Nannie Rawley

A continuación, Garnett abrió el largo sobre blanco y extrajo

la carta escrita a mano que estaba doblada en el interior. Se

percató de que le temblaban las manos. Alegrarse, sí, eso mismo.

Querido señor Walker,

Puesto que ha preguntado, sí, creo que la humanidad

tiene un lugar especial en el mundo. El mismo lugar que

ocupa un sinsonte y una salamandra desde el punto de vista

de ellos, sea cual fuere. Toda criatura viviente cree esto:

yo soy el centro de todo. Creo que cualquier forma de vida

tiene su particular manera de venerar, pero ¿cree que una

302
salamandra venera a algún Dios que se parece a un enorme

hombre? ¡Venga ya! Para la salamandra un hombre es una

molestia enigmática comparada con la sagrada misión de

encontrar comida y un compañero y tener así progenie que

gobierne el barro por los tiempos de los tiempos. Para

ellas, las vidas de esas pequeñas salamandras cubiertas de

barro lo son todo.

Lo cierto es que jamás me hubiera imaginado que usted,

Garnett Walker III, me preguntara: “¿A quién le importa si

desaparece una especie?” La extinción de una clase de árbol

causó estragos entre los habitantes de estas montañas,

sobre todo entre los de su familia. Suponga que un norteño

le dijera: “Bien, señor, el castaño americano sólo era un

árbol; venga, que el bosque está lleno de árboles”. Se

enfadaría tanto que echaría chispas. Tardaría un día y una

noche en intentar explicar por qué el castaño era un árbol

distinto a los otros y que desempeñaba una función en el

mundo que nada podría sustituir. Bien, señor, la

desaparición de un tipo de salamandra sería una tragedia

para la criatura que dependiera de ella. En esta ocasión,

no le afectaría a usted, pero supongo que le preocupan

todas las tragedias, no sólo las que afecten a la fortuna

de los Walker. ¿Recuerda que el año pasado dijeron en el

periódico que los mejillones desaparecerían de nuestros

ríos? Bien, señor Walker, el cartero me ha contado que en

un espectáculo sobre la naturaleza vio que todos los

mejillones tienen que pasar parte de sus vidas como

303
parásitos en las agallas de algún pez pequeño de río. Si el

pez no está allí en el momento adecuado, pues bien, señor,

fin de la historia. Todo cuanto vive se halla

interrelacionado mediante hilos invisibles. Hay muchas

cosas que no ve y le ayudan y las cosas que intenta

controlar tienden a enfadarse y morderle, y esa es la

moraleja de la historia. En la revista dedicada al cultivo

de árboles frutales leí que existe algo que se llama el

principio de Volterra, que establece que el fumigar con

insecticida aumenta la cantidad de bichos que se intenta

matar. Oh, es un fastidio y una maravilla. El mundo es un

lugar magnífico mucho más complejo de lo que nos gusta

fingir.

Imagíneselo: si alguien le hubiera enseñado, hace todos

esos años, un arbolito de almácigo plantado en un trozo de

tierra que hubiera venido en barco desde Asia, le hubiera

pedido que le echase un vistazo y le hubiese dicho: “Estos

hongos minúsculos acabarán con un millón de majestuosos

castaños, harán pasar hambre a miles de montañeros honrados

y convertirán a Garnett Walker en un anciano amargado”, ¿se

habría reído?

Si bien Dios le dio al Hombre todas las criaturas para que

las utilizara para sus propios fines, también le dijo que

la gula es un pecado y añadió, con toda claridad, “no

matarás”. No nos dijo que matáramos todos los escarabajos y

orugas que quieren comer lo que comemos (y, de paso, otros

insectos que polinizan lo que comemos). Tampoco dio a

304
entender que satisficiéramos todos y cada uno de nuestros

caprichos alimenticios, ni en cualquier temporada, ni que

taláramos los bosques para obtener espacio para los campos

nuevos, ni que destrozáramos los campos para alojar a las

bestias ni que transportáramos todo lo que se nos ocurriera

a lugares impropios. Debemos agradecer nuestro dominio en

la tierra, señor Walker, al hongo del castaño. Gracias al

kuzú, a la madreselva y al escarabajo japonés. Creo que es

la broma que nos ha gastado Dios por subírsenos los humos a

la cabeza. Nos encanta decir que Dios nos hizo a su imagen

y semejanza pero, así y todo, tiene tres mil millones de

años y nosotros apenas somos bebés. Sé qué opinión tiene de

los adolescentes, señor Walker; sólo recuerde que para Dios

usted y yo somos mucho más jóvenes incluso que ellos. Somos

tan tontos que creemos que sabemos cómo gobernar el mundo.

Tengo debilidad por el pasaje del Génesis que usted citó,

pero me pregunto si de verdad lo comprende. Dice que Dios

nos dio todas las hierbas que producen simiente sobre la

faz de la tierra y todos los árboles que producen simiente

de su especie. Nos dio el misterio de un mundo que puede

recrearse una y otra vez. Para usted el fruto será comida,

le dice, pero recuerde, para el árbol es un hijo. “Y a

todos los animales salvajes, a todas las aves del cielo y a

todo ser viviente que se arrastra por la tierra, le doy por

alimento toda hierba verde”. Defiende a las salamandras,

¿lo entiende? Nos recuerda que también tienen vida y que

incluso los hierbajos y las algas de las lagunas son

305
sagradas porque constituyen el alimento de las salamandras.

Usted es un hombre religioso, señor Walker. Me parece que

se lo debería pensar dos veces antes de fumigar la obra de

Dios.

No importa. Todos tenemos nuestras manías. Yo, por

ejemplo, odio las cabras (como bien sabe) y detesto las

tortugas mordedoras con toda mi alma. Estoy convencida de

que Dios las ama tanto como a usted o a mí, pero tengo

patitos recién nacidos en el estanque y hay una vieja

tortuga que se los está zampando como un troll malvado. No

lo soporto. Tenía un patito preferido, blanco y con un ala

marrón (lo llamé Saddle Shoe33); pues bien, ayer, mientras

estaba allí mirando, la tortuga surgió de las profundidades

y lo arrastró hacia abajo mientras el pobre de Shoe batía

las alas y llamaba a su mamá a gritos. Lloré como una niña.

Le habría disparado en la cabeza a esa vieja H-D-P si

hubiera tenido un arma y el valor para usarla, ¡así que

ayúdeme! Pero no tengo ni el arma ni el valor y sabe Dios

que es mejor así.

Sinceramente suya,

Nannie Land Rawley

P.D. Tuve que devanarme los sesos, pero sí, recuerdo la

conversación en la ferretería. Me estaba diciendo algo a mí

misma: no estoy acostumbrada a la transmisión hidrostática

automática que han incluido en las Mordedoras nuevas,

33
Zapato de cordones con el empeine de un color y el resto de otro, de ahí el nombre del pato. (N. de los T.)

306
comparada con la antigua manual. Marshall asegura que me

vendió un cortacéspedes pequeño y bueno, pero a mí me

parece un monstruo con una pulsión de muerte. Un día lo

dejé funcionando en el patio delantero y me fui a beber un

poco de agua y cuando regresé había desaparecido. ¡Llamé a

Timmy Boyer para decirle que lo habían robado! El pobre

tuvo que venir a casa, sombrero en mano, para explicarme

que lo había encontrado en una situación comprometedora a

unos cien metros colina abajo de donde la había dejado.

Parece que mientras yo estaba dentro la Mordedora decidió

darse una vueltecita y arrojarse de cabeza al Egg Creek.

Señor Walker, de siempre he sabido que la gente te aprecia

más si uno se ríe de sus propias desgracias y no dice ni

pío de las de los demás.

Vaya, pensó Garnett. ¡Por Dios! Aquello era demasiado como

para digerirlo de una sentada. Se sintió aliviado por lo del

incidente de la tortuga mordedora y una pizca de lástima por los

pobres patitos (¡oh, Saddle Shoe!), pero sólo una pizca, antes de

que se le subiera la sangre a la cabeza. Cuanto más miraba la

carta y hojeaba las páginas más se daba cuenta de cuál era el

verdadero significado que subyacía entre aquellas frases de

simpatía fingida. ¡Un anciano amargado, eso mismo!

Se olvidó del pastel por completo; de hecho no lo recordaría

hasta al cabo de un día y medio (cuando lo probaría con cuidado y

le parecería todavía comestible). En aquel momento, mientras

corría hacia el escritorio y arrancaba una página en blanco de una

307
de las libretas para los castaños, el pastel era lo que menos le

importaba. Sin andarse con rodeos ni con ceremonias, cogió un

bolígrafo y lo apretó tanto contra el papel que los renglones le

salieron torcidos e irregulares.

“Querida señora Rawley”, garabateó,

Estoy harto de que aproveche todas las oportunidades

que se le brindan para exponer sus absurdas ideas sobre la

agricultura moderna. Si puede demostrarme el principio de

ese tal Voltaire34, es decir, que fumigar con pesticida es

bueno para la salud de los insectos, entonces le aseguro

que me beberé un litro de malathion, ¡ahora mismo!

Además, ¿a qué viene eso de que Dios tiene tres mil

millones de años? Dios no tiene edad; la tierra y sus

habitantes se crearon en el año 4.300 a.C., tal y como

puede probarse al hacer una extrapolación de la población

actual hasta la época de los dos primeros habitantes, Adán

y Eva. Seguramente desconocía esa formulación científica o

tal vez se estuviera refiriendo de forma velada a la Teoría

Evolucionista. Si así fuera, está perdiendo el tiempo. Soy

un especialista en la Ciencia de la Creación35 y le sugiero

que piense en un par de cosas; por ejemplo, ¿quién sino un

Creador Inteligente y Hermoso podría haber creado un mundo

repleto de belleza e inteligencia? ¿Cómo es posible que el

Azar Fortuito (léase “evolución”) haya creado formas de

34
Garnett parece confundir a Voltaire, el filósofo francés del siglo XVIII, con Volterra, el matemático italiano de
comienzos del siglo XX a quien Nanny Rawley menciona en su misiva. (N. de los T.)
35
Forma de creacionismo que sostiene que la versión de la Biblia sobre la creación del universo es tan científicamente
válida como las teorías propuestas por los científicos. (N. de los T.)

308
vida tan complejas como las que pueblan nuestro mundo? Sé

que no es científica, señora Rawley, pero podría explicarle

la Segunda Ley de la Termodinámica, que establece que todas

las cosas naturales se mueven del orden al caos, que se

opone por completo a lo que aseguran los evolucionistas.

Podría seguir y seguir, aunque lo cierto es que intento

vencer la tentación de desentenderme de usted y dejarle que

arroje su alma a las llamas infernales tal y como parece

desear y que sufra en las fauces de Satanás el mismo

destino que su precioso patito.

¡Ajá!, pensó Garnett, más que orgulloso de ese dramático

hurgar en la herida. Creyó que aquél debería ser el final.

“Pero no”, escribió, sin poder contenerse,

Seré un buen vecino y le enviaré estos devaneos, que

deberían bastar para que usted y sus amigas sin sujetador

de la iglesia Unitaria reflexionasen durante, me atrevería

a decir, muchos de los días venideros.

Cordialmente, Garnett S. Walker III

P.D. No soy un anciano amargado.

Garnett, con cuidado, pegó no uno sino dos sellos en el sobre

para demostrar que tenía razón (aunque no estaba seguro de qué,

pero confiaba en sus instintos) y lo cerró bien cerrado antes de

309
que tuviera tiempo de arrepentirse. Al diablo con la cortesía. Ya

no se trataba de una cuestión de orgullo. Garnett Walker se había

convertido en un Soldado de Dios de camino al buzón, como si en

realidad marchara a la guerra.

310
{15}

El amor de las mariposas de luz

Desde donde estaba Lusa, junto a la ventana de la escalera, el

césped de la entrada parecía un rollo de terciopelo de un verde

intenso con algunas zonas que habían devorado las palomillas por

donde asomaba el suelo rojizo. Jewel y Emaline estaban preparando

las sillas mientras que el esposo de ésta última, Frank, y Herb

sacaban una enorme mesa de comedor de nogal. Lusa había invitado a

toda la familia para celebrar el cuatro de julio; les había

asegurado que necesitaba hacer todos los helados que pudiera con

la nata sobrante de un mes que tenía en la nevera. Tal vez fuera

por pena pero todos habían aceptado venir, incluso el hijo de Mary

Edna y su esposa, que eran de Leesport, a quienes había conocido

en el funeral.

Mary Edna había llegado una hora antes con un plato de huevos

duros con salsa picante en ambas manos (salmonella a la espera,

pensó Lusa aunque se guardó de decir nada). Al ver el pasillo

ocupado de repente por la presencia de la Amenazadora Mayor,

ataviada con un traje de chaqueta y pantalón naranja y zapatos

cómodos y prácticos, a Lusa le entró pánico; había dado varias

instrucciones y luego había huido a la planta de arriba con el

pretexto de buscar un mantel. Sin embargo, Mary Edna sabía

perfectamente que los manteles se guardaban en el armario de

cerezo del salón. De hecho, en aquellos momentos, estaba fuera

extendiendo uno de los manteles de su madre sobre la mesa mientras

311
los hombres se agachaban cerca del gallinero de espaldas a ella,

introducían las cervezas en una cuba llena de hielo y abrían

botellas de cuello largo de un producto casero. Hannie-Mavis

intentaba organizar a los niños para que removieran el helado,

pero lo que hacían era rodearla como si fueran un enjambre de

abejas que amenazara con amotinarse contra su reina. Lusa estaba

de pie, con una mano apoyada en el respaldo del sillón de brocado

verde y miraba a sus cuñadas desde allá arriba, cavilando sobre su

parecido con el grupo de pollos de colores que cloqueaban y solían

estar diseminados por el jardín. Las gallinas habían huido a sus

perchas para evitar esta matanza de parientes. Lusa esbozó una

sonrisa triste y deseó pasarse toda la tarde mirando por la

ventana. Finalmente, habían accedido a venir, a ser sus huéspedes.

Y ahora le faltaba el valor necesario para bajar.

Suspiró y cerró la ventana. Horas antes había llovido. El aire

olía a las esporas que las setas liberaban. Sin embargo, la tarde

ya había llegado y dentro de poco los hombres comenzarían a lanzar

los fuegos artificiales, tiñendo el aire de azul con el típico

humo acre. El tener el tiempo ocupado le ayudaría a acabar de

pasar la tarde. Miró el espejo del tocador y se pasó la mano por

los cabellos rojizos, sintiéndose abatida. Los vaqueros le

quedaban demasiado bien, la camisa de punto negra era demasiado

escotada, sus cabellos eran demasiado rojos: Jezabel36, la viuda.

Se había puesto el top negro para no llamar la atención, pero lo

cierto es que no era fácil vestir con poca gracia al lado de Mary

Edna, con su traje de chaqueta y pantalón de poliéster y holgado,

36
La mujer de Ahab, rey de Israel. Por extensión, una mujer desvergonzada, una mala pécora. (N. de los T.)

312
o de Hannie-Mavis, con su top rojo a rayas, los shorts a imitación

de la bandera de América, las chinelas doradas y el perfilador de

ojos azul. Lusa se volvió hacia la escalera y comenzó a caminar.

El momento, ha llegado el momento, demasiado tarde para cambiar.

Un año demasiado tarde.

Estaba en lo cierto sobre lo de los fuegos artificiales; todo

parecía dispuesto para empezar. Joel y Big Rickie observaban

detenidamente varias bolsas marrones que habían colocado en fila y

discutían sobre algunos de los detalles del plan. Lusa agradecía

que hubiera llovido; había temido que le quemaran el establo pero

no se había atrevido a prohibir los fuegos artificiales (eran una

tradición). Sin embargo, durante mayo y junio había llovido tanto

en el condado de Zebulon que incluso el aire podría apagar las

llamas. Las ranas toro habían emergido del estanque de los patos y

habían depositado las masas gelatinosas de huevos en el césped, al

parecer confiando en que los renacuajos aprendieran a nadar por la

hierba como si fueran pequeños espermatozoides. Las feroces

tortugas mordedoras habían abandonado los confines de las lagunas

y vagaban por los senderos como si fueran salteadores de caminos.

Lusa nunca había visto un verano tan cargado de sexo y bochornoso.

Respirar ya era una tórrida proposición.

-Eh, chicos –llamó a Joel y a Big Rickie, quienes asintieron y

sonrieron como colegiales. Aquel picnic les parecía de lo más

emocionante. Mientras, Lois la Vociferante permanecía sentada en

una silla plegable cerca de la mesa, fumando cigarrillo tras

cigarrillo y quejándose continuamente de lo mucho que se habían

gastado en los fuegos artificiales.

313
-Ciento ochenta y un dólares –decía con voz resonante, que

sonaba más grave gracias a los miles de cigarrillos fumados. Mary

Edna estaba a unos metros, sin hacerle caso y mirando la comida

con el ceño fruncido. Cuando Lois vio que Lusa salía de la casa se

animó ante el potencial de un público nuevo.

-¡Ciento ochenta y un dólares! –le gritó-. Eso es lo que los

jovencitos se han gastado para el espectáculo de esta noche, ¿te

parece normal?

Lusa ya había escuchado la cantinela desde la planta superior,

pero fingió estar consternada.

-¡Por Dios! ¿Fueron a buscarlos a China o qué? –dijo mientras

se aproximaba a Lois. Se sintió aliviada al ver que Lois también

estaba en el bando de Jezabel, con unos vaqueros y una camisa de

estilo campero demasiado abierta.

-No –replicó Lois-, fueron a Crazy Harry’s, cerca de la

interestatal.

Por lo que Lusa sabía, los límites del estado de Tennessee

estaban repletos de casuchas que anunciaban fuegos artificiales a

buen precio. Aquello sucedía porque eran ilegales al otro lado de

uno de los límites, pero no recordaba cuál.

-Tendría que haberles acompañado –dijo Lois con monotonía y

voz grave y cascada-. O que hubiesen ido con Little Rickie y las

chicas para que les vigilaran. No pensaba que dos adultos se

comportarían como niños en una tienda de caramelos.

Se miró las puntas del pelo, que llevaba largo y teñido de

negro, lo cual, según Lusa, no le favorecía porque Lois era rubia

y tenía los ojos azules como Cole y, además, ya estaba entrada en

314
años para ir con el pelo teñido. Sin embargo, era posible que el

hecho de llevar el pelo negro como su esposo e hijos la hiciera

sentirse más unida a ellos. ¿Quién sabe?

Mary Edna toqueteaba, aburrida, un trozo de papel de aluminio

que cubría una tarta. Era todo un espectáculo verla con su traje

de poliéster naranja, el cual parecía una fuente de calor en

aquella noche bochornosa; Lusa tuvo la extraña y desagradable

sensación de que el conjunto y la presencia física de Mary Edna

echarían a perder la comida.

Mary Edna se volvió repentinamente, como si le hubiera leído

el pensamiento a Lusa, pero se dirigió a Lois.

-Oh, deja de refunfuñar, Lois, lo hacen todos los años. Si

todavía no te has acostumbrado nunca lo harás.

Lusa se estremeció pero Lois ni se inmutó. Inclinó la cabeza

hacia Mary Edna mientras sacudía la ceniza en el césped.

-Claro, adelante, di lo que quieras. Tu esposo no se gastaría

el dinero de la comida de una semana en petardos ni en bombitas ni

nada parecido.

-Preferiría que hiciera eso a que le esté dando a la bebida.

¿Qué clase de alcohol asqueroso se están tomando?

-Santo cielo, cariño, Frank ha preparado el vino con bayas de

saúco. Si no se hubiera tomado ese pequeño proyecto químico en

serio, Emaline lo habría tirado todo por el sumidero.

-Oh, con que de eso se trata.

-Asegura que es un producto maravilloso y que tal vez lo venda

uno de estos días. –Lois puso los ojos en blanco.

315
Mary Edna se tocó el pelo, ligeramente azul y con una toca, y

miró a los hombres entrecerrando los ojos.

-Nunca lo hubiera dicho. Si me preguntaras tendría que darle

la razón al Señor. Muerde como si fuera una serpiente.

Lois resopló y sacó el humo por la nariz como un dragón.

-Tras la segunda botella, supongo que hasta el aguarrás sabría

a gloria.

Lusa vio a las hermanas pasarse la pelota, sorprendida de que

fueran tan desagradables con sus propios esposos como lo habían

sido con ella. Cole siempre le había insistido en que se tomaba

todo demasiado personalmente. Lusa no había tenido hermanos o

hermanas, sólo a sus padres, que siempre se decían “por favor” y

“gracias” entre ellos y a la hija que habían tenido ya de mayores

y a la que nunca habían sabido muy bien cómo tratar. Quizás Cole

estuviera en lo cierto. No había experimentado los roces y las

turbulencias del amor familiar.

Se encaminó hacia el gallinero con la intención de averiguar

qué es lo que mordía a los hombres como si fuera una serpiente.

Estaban inmersos en la típica polémica animada y alegre que tiene

lugar cuando los presentes están de acuerdo y el enemigo brilla

por su ausencia. Probablemente, la política granjera y la

estupidez gubernamental. O puede que no.

-Sin embargo, Blevis mentiría –decía Herb-. Mentiría antes de

lo que un perro tarda en lamer un plato hasta dejarlo limpio.

-¡Hola, caballeros! –dijo Lusa desde una distancia prudente,

por si estuvieran a punto de hablar sobre algo que preferirían que

316
ella no escuchara. Se sentían avergonzados cuando se les escapaba

algo como “diablos” o “maldita sea” en su presencia.

-Eh, hola, señora Widener –dijo Big Rickie-. ¡Tenemos que

arreglar un asuntillo!

Aquella muestra de simpatía la cogió por sorpresa.

-¿De qué se trata ahora, de las vacas que os vendí a Joel y a

ti? ¿Ya se han escapado? Te advertí que saltaban las cercas.

-No, señora, el ganado se porta bien, gracias. Pero ahora las

hemos arrendado, con un porcentaje por los terneros, no nos

olvidamos, no. No te debemos nada a no ser que se pongan manos a

la obra y este invierno se queden preñadas.

-Recuerdo las condiciones y ya les di las instrucciones

pertinentes –dijo Lusa sonriendo. Rickie y Joel le habían ofrecido

un buen trato y ella lo sabía.

-No, no, hablábamos de tu política antitabaco.

-¿Mi qué? Ah, entiendo. Me tenéis fichada como la enemiga del

pequeño agricultor.

Rickie ocultó rápidamente el cigarrillo tras la espalda. Herb,

Joel, Frank y el hijo de Herb hicieron otro tanto.

-No, señora –dijo Big Rickie-. Te tenemos fichada como la

señorita Butcher, nuestra profesora de manualidades. Solía

tirarnos destornilladores cuando nos veía fumando.

-¿Tuvisteis una mujer como profesora de manualidades? ¿Una tal

señorita Butcher? No me lo puedo creer.

317
-Es la pura verdad –replicó Frank-. Yo la tuve, Rickie y Joel

la tuvieron y el hijo de Herb también. Cuando se jubiló debía de

tener cien años y le faltaban tres dedos.37

-Debería vivir hasta los ciento veinte –dijo Lusa-. Miraos. A

pesar de sus años de intentos todavía fumáis como carreteros.

¿Dónde está el destornillador?

Los hombres bajaron la cabeza como si fueran colegiales. A

Lusa le sorprendía ser el centro de atención. Era la primera vez

que conversaba con ellos. Tal vez el vino de bayas de saúco fuera

el responsable, vino que Frank le estaba instando a que probaba.

Lo había embotellado en botellas de cerveza por lo que resultaba

difícil saber qué es lo que bebía cada uno.

-Vaya –dijo tras probarlo. Era seco y fuerte, casi como el

coñac-. Bueno –añadió asintiendo, pues parecían muy interesados en

saber su opinión-. Aunque he oído decir que muerde como si fuera

una serpiente.

Todos, incluso Herb, se echaron a reír a carcajadas. Lusa se

sonrojó, contenta de ganarse su amistad pero un tanto sorprendida

de haberse aliado con ellos contra sus mujeres. O tal vez sólo

fuera contra Mary Edna. El resentimiento hacia Mary Edna parecía

generalizado.

-Entonces, señor Big Rickie, ¿de qué asuntillo querías hablar

conmigo?

37
La comparación con la señorita Butcher es doblemente intencionada: por un lado, su nombre significa “señora
carnicera” o “señora asesina”; por otro, cuando Frank explica que la tuvo como profesora, la autora ha empleado la
expresión “I had her”, que también podría traducirse como “me la tiré”. Asimismo, el que fuera profesora de
“manualidades” tiene unas connotaciones claramente eróticas. Finalmente, el carácter libidinoso del capítulo en general,
y de las siguientes páginas en particular, parece apuntar en la misma dirección. (N. de los T.)

318
-De las cabras que tienes en el prado. Ahora entiendo por qué

querías que Joel y yo nos quedáramos con tu ganado: para hacerle

sitio a las cabras. También sé por qué las has traído.

-¿Ah, sí? –A Lusa, sin motivo aparente, le entró un poco de

pánico. ¿Acaso Little Rickie había divulgado su plan? Si así

fuera, ¿era de veras importante?

-Sí. –A Big Rickie le brillaban los ojos.

-Bien, ¿por qué las he traído?

-Para hacerme quedar mal. Se comerán todos los cardos y los

rosales silvestres de tu henar. Y, bueno, si alguien pasa por aquí

y mira al otro lado de la cerca, dirá: “Vaya con el viejo Big

Rickie Bowling, su campo de heno no es más que un montón de

zarzas. No lo compraría ni por dos centavos.

-Ese es exactamente el motivo por el que traje las cabras,

para echarte a perder el negocio del heno. No soportaba la idea de

quedarme sentada y ver cómo te hacías rico vendiendo heno.

-Dios, Rickie –dijo Joel- te va a arruinar. Tal vez también

deberías dejar la crianza ahora que te hace la competencia.

¿Le estaban tomando el pelo? Sin embargo, así es cómo hablaban

entre ellos: una compleja combinación de arrepentimiento, sentido

del ridículo y respeto que estaba comenzando a comprender.

Apreciaban su silueta sin demasiado disimulo, sobre todo Big

Rickie y el hijo de Herb, fuera cual fuera su nombre. Lusa se tiró

de la camisa y se preguntó si se le estarían marcando los pezones.

Se devanó los sesos intentando adivinar el nombre del hijo de Herb

pero no lo habría conseguido ni aunque le fuera la vida en ello.

Esperaba que volviese a presentarse, pero lo que hizo fue pasarle

319
otra botella de Serpiente, que es como habían comenzado a llamar a

la bebida. ¿Se había bebido la otra tan rápido? ¿Y por qué Rickie

no dejaba de sonreírle? Era de armas tomar, algo que nunca hubiera

imaginado de él. Entonces entendió por qué Lois iba con un peinado

juvenil y se estaba ojo avizor.

-¿El establo es de castaño? –le preguntó el hijo sin nombre de

Herb.

-¿Me lo preguntas a mí?

-Es tu establo, ¿no?

El giro de la conversación le sorprendió; no se esperaba que

le otorgasen la autoridad sobre el establo. Sus esposas jamás

admitirían que Lusa poseyera tan siquiera la cocina. Sin embargo,

esos hombres también eran cuñados; ninguno de ellos había crecido

en esas construcciones. Nunca se le había ocurrido; ellos tampoco

eran Widener.

-Sí, creo que es de castaño –replicó. Señaló la carpintería

bajo la arista del hastial-. En algún momento levantaron el

tejado, ¿lo veis? Es más reciente y creo que usaron roble. Se

estropea más por la intemperie. Hay que cambiar todas las vigas.

-Eso te costará lo suyo –silbó Herb.

-Y que lo digas –corroboró Lusa-. Si sabes de alguien que le

guste cambiar los tejados de los establos dile que conoces a una

señora que quiere hacerle rico.

-Tendrías que pedirle que, de paso, construyera una “pérloga”

en la colina –dijo Frank-. Y desde allí podrías vigilar las

cabras.

320
-Conozco a un hombre que tenía dos pérlogas -dijo Rickie-.

Pero se murieron.

-Rickie Bowling, mira que eres tonto.38

Todos permanecieron en silencio durante unos instante bajo la

luz del atardecer, observando el viejo establo. Tras ellos, en el

gallinero, se oyó el gemido grave y hastiado de una gallina

poniendo un huevo. El coro de insectos estivales afinaba sus

infinidad de trinos. Al anochecer serían lo bastante

ensordecedores como para ahogar el ruido de los fuegos

artificiales. Sin embargo, de momento, Lusa y los hombres todavía

oían la voz constante de Lois, que había atrapado a Hannie-Mavis y

le daba la lata con el precio de la pólvora.

-Mira que soy tonto –dijo Rickie-, me he gastado cien dólares

en los fuegos artificiales y no dejaré de oírlo hasta Navidades.

-He oído decir que eran ciento ochenta y un dólares y doce

centavos –dijo Lusa-. Aproximadamente.

-No, qué va, los ochenta y un dólares y doce centavos son cosa

de Joel.

-Venga, vamos –dijo Joel, repentinamente entusiasmado-. Vamos

a lanzarlos.

-Un momentito, señor Sexton. No podemos empezar hasta que se

haga de noche.

Sin embargo, Joel ya se dirigía colina arriba. Todos le

observaron mientras se topaba con Hannie Davis, quien ya se había

liberado de Lois y recibía a su esposo con un perrito caliente en

38
En el original, Frank emplea un término poco común en su contexto rural para referirse a una pérgola, glorieta o
mirador, “gazebo” o “gazabo” y, además, altera la secuencia fonética y la llama “gabazo”, probablemente con un efecto
humorístico o, tal vez, por desconocimiento. Rickie, sin embargo, cree reconocer el término y lo confunde con otro, por
lo que se convierte en el centro de las burlas. (N. de los T.)

321
un panecillo. Lusa estuvo a punto de comentar que el conjunto le

quedaba mejor de noche, pero cambió de idea al ver que Hannie-

Mavis se ponía de puntillas para que Joel le diese un beso antes

de coger el perrito caliente. La mano de Joel emanaba tanto cariño

al tocar la espalda de Hannie-Mavies como ella al extender las

pantorrillas y girar la cabeza para recibir el beso. Una soledad

inmensa se apoderó de Lusa. Necesitaba a Cole para tratar con la

familia. Con él todo tenía sentido. O, al menos, habría acabado

teniéndolo.

Joel comenzó a rebuscar en las bolsas de papel mientras

sostenía el perrito caliente con la otra mano. A Rickie parecía

ponerle nervioso que lo hiciera solo.

-Odio tener que abandonar una compañía tan agradable –dijo al

tiempo que hacía una reverencia y miraba a Lusa de manera

insinuante-, pero tengo que vigilar a mi cuñado. No se le puede

dejar solo.

-A ti tampoco –dijo Lusa.

Rickie le guiñó el ojo.

-Creo que tienes razón.

Lusa se volvió para que no la viera sonrojarse y fingió mirar

colina arriba, hacia la mesa repleta de comida. Se indignó; no

llevaba ni seis semanas de viuda y su cuñado ya flirteaba con

ella. Aunque tal vez sólo quisiera animarla y el alcohol lo

distorsionara todo. Durante unos instantes, se había olvidado de

su propia tristeza. Se sintió culpable y optimista, se dio cuenta

de que frente a esos días aletargados había una orilla donde tal

322
vez el placer físico la sorprendería algún día con su intenso

abrazo. Donde volvería a ver los colores.

-Caballeros. Será mejor que haga de anfitriona y compruebe si

hay helado –dijo. Frank le quitó la botella vacía de la mano

izquierda y le colocó otra llena.

-Estamos cometiendo el peor de los pecados –cantó Lusa

mientras pasaba junto a Mary Edna con una Serpiente en cada mano,

camino del establo para comprobar el progreso de los helados.

Sintió que se le tensaba el bajo abdomen, no por el vino sino por

otra cosa, una sensación corporal que conocía pero que no sabía

ubicar. La había sentido todo el día; una punzada, no demasiado

desagradable pero que la distraía, en el lado izquierdo del

vientre. Entonces, mientras espiaba la enorme luna llena que se

elevaba sobre el establo, supo qué era. Claro. Era el ciclo, qué

si no. Había tomado las píldoras desde la universidad, pero había

tirado el paquete rosa a la basura hacía ya varias semanas, cuando

se hubo convencido de que tenía que sacar del baño el cepillo de

dientes y las cosas de afeitar de Cole. Tras haber pasado muchos

años en hibernación los ovarios volvían a despertarse y a hacer de

las suyas. No era de extrañar que los hombres revolotearan a su

alrededor como mariposas de luz: era fértil. Lusa se rió de la

ridícula perseverancia de la vida. Debía de estar dejando un

rastro de feromonas.

A mitad de camino, el hijo de cinco años de Jewel se le metió

entre las piernas, lo que hizo que se le cayera el vino encima y

estuviera a punto de perder el equilibrio.

-¡Por Dios, Lowell! ¿Qué pasa?

323
-Crys me obligó a cortarme en la pierna –gimió mientras

señalaba frenéticamente-. ¡Estoy sangrando! Necesito una tirita.

-Déjame ver. –Lusa se sentó en el suelo, dejó las botellas

sobre la hierba, le subió la pierna del pantalón a Lowell y

observó la piel detenidamente-. No veo nada.

-Es la otra pierna –dijo una voz cansina desde la oscuridad.

Era Crys, que subía corriendo en busca de su hermano-. Se la ha

arañado con un clavo en el sótano del establo.

Lusa se puso nerviosa. Para calmar a Lowell y a sí misma se lo

colocó en el regazo mientras le observaba la otra pierna. Vio un

arañazo en el tobillo, pero no había atravesado la segunda capa

de la epidermis. No había sangre.

-No te pasa nada –le dijo mientras le abrazaba con fuerza. Le

alzó la pierna y se la besó-. Se te curará antes de que te cases.

Crys se desplomó junto a Lusa.

-¿Ha dicho que era culpa mía?

-No.

-Vale, pero lo hará. Eso es lo que le dirá a mamá. Pero yo no

le pedí que entrara conmigo al establo. Le dije que no lo hiciera.

Le dije que es un mariquita parlanchín y que siempre se hace daño

y grita.

-¡No soy un mariquita parlanchín! –se quejó Lowell llorando.

-Sh –dijo Lusa mientras rodeaba a Crys con el brazo y Lowell

se calmaba en su regazo y los sollozos disminuían. Se aferró a

Lusa con fuerza, rodeándole la cintura con ambas manos-. No es

culpa de nadie –dijo Lusa-. Es difícil tener una hermana mayor que

sabe hacer de todo. Lowell sólo quiere estar a tu altura, cariño.

324
Crys apartó el brazo de Lusa sin mediar palabra.

-Jesús, ¿el que está chillando es Lowell? –Era Jewel, que les

gritaba preocupada.

-Estamos bien –respondió Lusa-. Junto al establo. Herido en

acción pero a punto de recuperarse.

Jewell apareció, se sentó sobre la hierba y le acarició la

frente a Lowell, quien estuvo a punto de saltar del regazo de Lusa

al abrazo de su madre. Crys se incorporó y desapareció.

-Sólo es un arañazo –informó Lusa-. Intentaba subir al establo

con su hermana. Nada de S-A-N-G-R-E, pero tengo tiritas en el baño

en caso de que creas que ayudarán a aumentar la moral del

paciente.

-¿Quién quiere helado? –dijo una voz femenina desde la

oscuridad; Lusa supuso que sería una de las hijas adolescentes de

Lois y Rickie. Las dos se habían encargado de ocuparse de los

niños después de que Hannie-Mavis se lavara las manos.

Lowell respiró hondo, se puso en pie y echó a caminar,

cojeando, en dirección a los helados. Jewel se apoyó en el hombro

de Lusa durante unos instantes.

-Gracias, cari.

-No he hecho nada.

-No les has dado una bofetada, eso ya es algo.

-¡Por Dios, Jewel, no digas eso! Me gustan tus hijos. Son

diferentes, los dos.

-Son diferentes, entiendo. –Jewel inclinó la cabeza y

canturreó-: El chico es una chica y la chica es un chico.

-A lo mejor eso es lo que me gusta de ellos.

325
-No lo han tenido fácil. Pobres criaturas. Ojalá hubiera

podido ser mejor madre.

-Ningún niño lo tiene fácil –replicó Lusa-. Ser una personita

en este mundo enorme sin que nadie se ocupe de ti en serio es de

lo más duro que hay. Lo entiendo perfectamente.

Jewel negó con la cabeza, como si le diera a entender que se

trataba de algo mucho más triste que no valía la pena explicar.

Lusa se calló. Últimamente había recibido bastantes consolaciones

por parte de los demás como para saber cuándo debía parar. Durante

un largo minuto contemplaron la luna en silencio, que ya se había

convertido en un gigantesco disco color bronce sobre el establo.

Ninguna palabra parecía lo suficientemente pura como para romper

aquel encanto. En la oscuridad azulada, en lo más recóndito de su

memoria, escuchó a Zayda Landowski diciendo: “Shayne vee dee

levooneh”. Una canción o puede que un cumplido a un niño querido:

“Hermoso como la luna”.

-Jewel, quisiera preguntarte algo un poco raro. Esta es la

casa en la que crecisteis. ¿Alguien ha visto fantasmas alguna vez?

-¡Déjalo ya! Me dijiste que mamá rondaba por la cocina y me

entraron escalofríos.

-Me refiero a algo diferente, a los fantasmas felices.

Jewel agitó la mano, como si ahuyentara jejenes.

Lusa insistió.

-Cuando llueve oigo a varios niños corriendo por la escalera.

-Supongo que sería el tejado. Esa vieja casa es de lo más

ruidosa cuando llueve.

326
-Sé a lo que te refieres. Oigo música y palabras cuando

llueve; es el ruido del tejado de hojalata. He mantenido

conversaciones con mi abuelo, que solía tocar el clarinete. Pero

esto es diferente. A veces, incluso cuando no llueve, oigo a los

niños subiendo por la escalera, deprisa, como si todos subieran a

la vez. Los he oído varias veces.

Jewel se quedó mirándola.

-Crees que estoy chalada, ¿no?

-No-o.

-Tú también lo crees. Demasiado tiempo sola, una viuda que

pierde la chaveta. Lo cual es cierto. Pero si oyeras lo que te

estoy contando te sorprenderías. Es tan real... Cada vez que lo

oigo te juro que tengo que dejar de trabajar y acercarme a la

escalera y lo cierto es que espero ver a los niños subiendo. No se

parece al “sonido de unos pasos”. Es el sonido de unos pasos.

-Bueno, ¿y quiénes son?

Lusa miró a Jewel, la observó detenidamente. Incluso en la

oscuridad discernió las profundas arrugas de su rostro, arrugas

que hacía un mes no existían. Era como si algunos cables se

hubieran cruzado y el dolor que Lusa sentía en su interior se

reflejara en las facciones de Jewel.

-¿Te encuentras bien? –le preguntó.

Jewel la miró con cautela.

-¿A qué te refieres?

-Bueno, a que no se te ve muy bien. Demasiado cansada o algo.

Jewel se ajustó el pañuelo floreado que llevaba en el pelo,

que no le favorecía.

327
-Estoy cansada. Harta y cansada –dijo suspirando.

-¿De qué?

-Oh, cielo. No es nada. Me las arreglo. No me preguntes nada

porque esta noche no me apetece hablar. Lo único que me apetece es

subir y comer helado con todos y ver los fuegos artificiales y

divertirme, aunque sólo sea por una vez. –Suspiró profundamente-.

Pregúntamelo mañana, ¿vale?

-Vale, supongo. Pero me preocupas.

-Será mejor que vaya a ver si hay que hospitalizar a Lowell.

Seguramente ya se le habrá olvidado, pero si no le pongo una

tirita ahora se despertará a las tres de la mañana pensando que va

a morirse.

Intentó ponerse en pie, lentamente. Lusa se incorporó de un

salto, la ayudó y luego recogió las dos botellas del suelo. Una

todavía estaba llena.

-¿Me has visto pavonearme con una botella de bebida en cada

mano? Espero que Mary Edna rece por mi alma eterna.

-Mary Edna reza por el alma eterna de su esposo porque esos

vaqueros te quedan de maravilla y Herb Goins no te ha quitado el

ojo del trasero en toda la noche.

-¡Jewel! ¿Herb? Creía que Herb era un eunuco.

-Te sorprenderías. Y no es el único.

Lusa hizo una mueca.

-Venga, vete, me estás haciendo pasar vergüenza. Asegúrate de

que haya platos y cubiertos suficientes para el helado, por favor.

Y asegúrate de que pongan los melocotones y las moras; hay

328
melocotones frescos cortados en la nevera. Lo último que se pone

es la fruta.

-Nos las arreglaremos.

-Vale. Voy enseguida. Quiero ir un momento a la laguna para

mirar la luna.

La humedad de la hierba se introducía entre las plantas del

pie y las sandalias de goma. Recorrió la orilla hasta que vio el

resplandor de la luna reflejado en el centro de la laguna, una

promesa blanca y temblorosa tan antigua como la noche. Sintió que

la tristeza volvía a apoderarse de ella. A veces yacía aletargada

en su interior y entonces Lusa fingía estar viva, pero luego

reaparecía y desplazaba y anulaba todo cuanto deseaba ser, la

acosaba con las cientos de posibilidades con las que podría haber

salvado a Cole. Ese día estaba resfriado. Podría haber guardado

cama y no haber realizado ese viaje por la montaña. Si hubiera

sido una buena esposa le habría obligado a quedarse en casa.

“Cole”, dijo en voz alta, sólo para pronunciar aquella

palabra, pero luego se arrepintió porque le recordaba su presencia

con tanta intensidad que comenzaron a sangrarle deseos del

corazón: Ojalá estuvieras aquí esta noche. Ojalá pudiera recuperar

todos los minutos que desperdiciamos peleándonos. Ojalá hubiéramos

tenido tiempo para tener un hijo. Ojalá.

-Eh.

Se volvió. La pared del establo que daba a la luna estaba

bañada en luz blanca, pero Lusa no veía nada. Sin embargo, le

llegó el olor a humo. Entonces vio el círculo rojizo del extremo

de un cigarrillo encendido.

329
Se secó los ojos rápidamente aunque estaba bastante oscuro.

-¿Quién anda ahí? –preguntó.

-Yo –susurró alguien-. Rickie.

-¿Little Rickie? –Su cómplice en la conspiración. Se aproximó

a él, evitando con cuidado los lugares más pantanosos de la orilla

de la laguna-. ¿Has visto lo que tengo? –le preguntó, contenta de

encontrar una distracción que la alejara de la autocompasión-.

¿Has visto al entrar el campo que está sobre el de tabaco?

-¡Shhh! –La mano de Rickie se cerró sobre la muñeca de Lusa y

tiró de ella hasta la esquina del establo, a la sombra de la luna.

-¿Qué haces fumando detrás del establo, chico malo? Mira, mira

qué mala soy yo. –Sostuvo en alto las botellas, pero Rickie no

quiso probarlas.

-¡Puaj!, el mejunje de tío Frank es asqueroso.

-¿Sí? Pues a mí me gusta.

-Eso significa que te han sorbido los sesos.

-Puede ser. ¿De quién diablos te escondes?

-De mamá.

Lusa se rió. Las farsas familiares no tenían fin.

-Tu madre, la Reina de los Camel, ¿le ocultas a ella tu vicio

diabólico?

-No es mío sino tuyo –replicó Rickie al tiempo que encendía un

cigarrillo y se lo pasaba. Lusa lo miró con el ceño fruncido

durante unos instantes, luego se lo colocó entre los labios e

inhaló. Al poco, sintió un agradable cosquilleo que le recorría

los brazos y la zona baja de la lengua.

330
-Oh, oh –dijo Lusa-. Esto me gusta. Eres una mala influencia.

¿Has visto las cabras?

-Sí. Parecía que había unas cuarenta o cincuenta allá arriba.

-Cincuenta y ocho, para que lo sepas, y ninguna ha apacentado

con un macho. Sin embargo, ahora hay uno entre ellas. Si cumple

con su misión tendré cincuenta cabritos para la época de Id-al-

Fitr y podré pagar el nuevo tejado del establo.

-Vaya, qué pasada. ¿Y todo eso gracias a un sólo anuncio en el

periódico?

-El teléfono se rompió, Rickie. Te juro que no bromeo, se

rompió de tantas llamadas. ¿Alguna vez habías oído que un teléfono

se gastase? La semana pasada me la pasé desde el amanecer hasta el

atardecer en la camioneta.

-Sí, tía Mary Edna dijo que te había visto entrar y salir.

Seguramente sabe cuántos viajes hiciste. ¿Cuánto has pagado en

total?

-Un dólar sesenta y cinco por el anuncio es lo que he

invertido hasta el momento. Huevos de oca para las cabras. Ni te

imaginas lo contenta que estaba la gente de que me llevara las

cabras. Parecía como si me llevara un residuo tóxico de sus

tierras.

-Ya puedes darle las gracias al señor Walker. Es como el

abuelito de todas las cabras de este condado.

-Se lo agradezco, ya lo he hecho. Le llamé por teléfono. Fue

muy amable.

-¿Amable, eh? Así no es como le consideraban en la escuela.

331
-Bueno, ceo que es un anciano de lo más agradable. ¿Sabes lo

que me contó? Que a veces hay que frotar al macho con un trapo y

luego ponérselo delante de la nariz a las hembras para excitarlas.

-O-oh... sí –dijo Rickie al tiempo que asentía lentamente-.

Creo que oí algo al respecto en Oda Black’s. Alguien dijo que te

habían visto haciendo cosas indecentes con las cabras.

A Lusa se le puso la nariz roja al reírse.

-No es verdad.

-Ah, vale. Metí la pata. –Fumó y miró largamente el campo. La

hierba parecía blanca bajo la luz de la luna, como si estuviera

cubierta por un manto de escarcha-. ¿Crees que eso serviría de

algo? Quiero decir, ¿por qué iba a servir?

-Por las feromonas –replicó Lusa.

-¿Qué es eso?

-Olores. Un mundo de amor sobre el que nunca hablamos.

-Vaya, vaya –dijo Rickie-. Así que cincuenta y ocho hembras.

¿Crees que conseguirás cincuenta cabritos?

-Te apuesto lo que quieras. ¿Y sabes qué más? No te lo vas a

creer.

-¿Qué?

-¿Recuerdas el pequeño pasto donde solía tener el ternero?

Tres machos; son los de reserva. ¿Y el viejo pasto, el que está

detrás del huerto que se ha llenado de zarzas? Adivina.

-¿Qué, más cabras?

-Setenta y una hembras.

-¡Mierda, tía! Vas en serio.

332
-Eso parece. Todas esas cabras han apacentado con un macho

recientemente o son cabras que la gente no recordaba si habían

estado con un macho o no. El señor Walker me dijo que no las

aceptara porque no entrarían en celo de inmediato. Pero me dije

que las aceptaría y las traería todas. En octubre soltaré los

machos y entonces habrá una segunda camada de cabritos que ya

habrán engordado para la época de la Pascua griega e Id-al-Adha.

Rick silbó.

-Has pensando en todo.

-Un genio de la cría de cabras. –Se dio un golpecito en la

cabeza-. No es que quiera vender la piel del oso antes de cazarlo

pero ya he hablado con mi primo, el carnicero. Ni te imaginas lo

entusiasmado que está. En septiembre comenzará a anotar los

pedidos. Cree que nos forraremos.

-¿Sí? ¿Cuánto?

-Bueno, no será una fortuna. Lo suficiente. Suficiente para

cubrir lo más importante; por ejemplo, las reparaciones que tengo

que hacer en el establo.

-¿Cuánto por kilo?

-¿Ochenta, tal vez noventa centavos? –conjeturó Lusa.

Lusa carecía de un marco comparativo para aquel precio, pero

no así Rickie, que silbó en señal de aprobación.

-Vaya. No está nada mal.

Rickie le sonrió. Los ojos de Lusa se habían acostumbrado a la

oscuridad y le veía con claridad: no era el vivo retrato de su

padre, pero tenía el mismo brillo en los ojos. Alzó la botella y

dejó que el final de la Serpiente le mordiera la lengua.

333
-Mira –dijo Rickie señalando hacia la ladera iluminada por la

luna. Lusa vio las siluetas pálidas y encorvadas de las cabras

diseminadas de forma irregular por el pasto, tal y como un niño

las dibujaría. Al final, sus ojos vieron algo más: el movimiento

del macho cabrío. Estaba haciendo bien su trabajo; montaba a una

cabra tras otra metódicamente. Lusa observó el espectáculo,

maravillada.

-Sigue, chico –dijo animando al macho-. Consígueme un tejado

nuevo para el establo.

Rick se rió.

Lusa le miró.

-¿Te has dado cuenta de lo que hacen las cabras cuando llueve?

-Sí. Se curvan hasta adoptar la forma de una herradura.

-Es de lo más divertido. Antes no lo sabía. Ayer por la mañana

diluviaba, miré por la ventana y pensé, lo que me faltaba, todas

las cabras han contraído la polio o algo. Pero en cuanto dejó de

llover se volvieron a enderezar.

-Lo que demuestra que uno nunca se fija en las cabras hasta

que le ayudan a arreglar el tejado.

-Cuánta razón tienes, amigo mío.

La luna estaba en lo alto, más pequeña, y Lusa sintió que el

dolor también se encogía. O no se encogía, nunca cambiaba, pero

dejaba de predominar en el paisaje, igual que la luna. Se preguntó

por qué era así, qué truco de la física hacía que la luna

pareciera gigantesca cuando surgía pero que luego recobrase el

tamaño normal tras dejar atrás las ramas de los árboles. Bajo

aquella luz clara vio a las cabras esforzándose por aumentar su

334
número. Tuvo la sensación de que a Cole le gustaría la idea de la

cabras. Sin embargo, por primera vez desde que comenzara a urdir

el plan, sintió una punzada de tristeza por las madres y sus

hijos, los cuales, al menos desde el punto de vista maternal, se

malograrían. Sí, eran alimento, y la gente lo necesitaba, pero

desde esa perspectiva parecía un esfuerzo y una pérdida excesivas

para reparar un establo y pagar algunas deudas de una triste y

vieja granja. Por enésima vez, Lusa intentó imaginar, sin

lograrlo, cómo se quedaría a vivir allí y por qué. Cuando quería

describir su vida con palabras se daba cuenta de que en aquel

lugar no había nada que la retuviera. Y las palabras eran lo único

con lo que contaba cuando hablaba por teléfono con su padre, Arlie

y otras amigas y su antiguo jefe.

-Antes de un año –comenzaba a decir- me habré ido de aquí.

Sin embargo, había tantas otras cosas aparte de las palabras.

El aroma de la madreselva y el de la tierra recién removida y las

canciones antiguas que la lluvia entonaba en el tejado. Las

mariposas de luz trazando espirales bajo la luz de la luna. Los

fantasmas.

-Rick –dijo Lusa-, ¿has visto fantasmas?

-¿Los de verdad?

-¿En contraposición a los imaginarios? –Se rió-. Supongo que

no. Siento habértelo preguntado.

-¿Por qué? ¿Has visto fantasmas últimamente?

-En la casa. Está llena de fantasmas. Algunos son míos, gente

de mi familia, en concreto mi abuelo muerto. Y otros de tu

familia. No he logrado identificarlos a todos.

335
-¡Qué miedo!

-No, y eso es lo divertido del caso, que no dan miedo. Todos

están contentos. A decir verdad, son una excelente compañía. Hacen

que la casa parezca menos solitaria.

-No sé, Lusa. Suena un poco descabellado.

-Lo sé –replicó Lusa. Rickie la había llamado por su nombre,

algo que nadie en la familia hacía, y no la había llamado tía

Lusa. Fuera cual fuera el significado de aquello, la conversación

se interrumpió durante un minuto.

-Bueno –dijo Lusa finalmente-. Sólo quería contárselo a

alguien. Lo siento.

-No pasa nada. Es interesante. Nunca he visto fantasmas, pero,

claro, tampoco he visto nunca Alaska, y seguramente está donde

dicen que está.

-Un razonamiento de lo más sensato.

-¿Qué aspecto tienen?

Lusa le miró.

-¿Te interesa de verdad?

Rickie se encogió de hombros.

-Sí.

-No son como los de las películas. Son como las personas, al

menos en mi casa. Niños, para ser exactos. Suelen jugar en la

escalera. Esta mañana les he oído susurrar. Me he levantado y les

he visto sentados en el segundo escalón empezando por abajo, de

espaldas a mí.

-¿Quiénes eran? –Rickie parecía interesado.

-Prométeme que no se lo contarás a nadie.

336
-Te lo juro.

-Cole y Jewel. Un niño y una niña, eran ellos. Unos cuatro y

siete años, quizás.

-¿Estás segura?

-Sí.

-Sin embargo, no conociste a Cole de pequeño –señaló Rickie.

Lusa le miró de hito en hito.

-¿Pones en duda mi precisión científica? ¡Eran fantasmas! No

sé cómo supe que era él, pero lo supe. He visto fotografías y, ya

sabes, o puede que no lo sepas, pero cuando has estado tan cerca

de alguien acabas aprendiéndote toda su vida. Era él, ¿de acuerdo?

Y tu tía Jewel, hermano y hermana. Ella le rodeaba los hombros con

el brazo como si quisiera protegerle del mundo. Como si supiera

que algún día le perdería. De repente, comprendí lo muy unidos que

habían estado. Y me sentí apenada por Jewel.

-Todos nos sentimos apenados. Para que luego hablen de

llevarse la peor parte.

-¿Por qué la abandonó su marido?

-Sí, el tío Shel se largó, Cole se murió, los niños siempre

dando la lata y ahora está enferma.

-¿Enferma? ¿Muy enferma?

-No lo sé. No me cuentan nada. Se comportan como si fuera un

niño. Pero tengo ojos y he visto que se le cae el pelo.

-Oh, no –susurró Lusa al tiempo que bajaba la mirada-. ¡Santo

Dios! ¿Es cáncer?

-Eso creo. Del... –Rickie se tocó el pecho-. El año pasado la

operaron, en los dos lados, pero todavía lo tiene dentro.

337
-¿El año pasado? ¿Antes o después de que yo llegara?

-No estoy seguro. Se hizo en secreto. Nadie que no sea de la

familia lo sabe, ni en la iglesia ni su jefe en Kroger’s.

Seguramente la despediría.

Lusa no sabía qué decir y se limitó a negar con la cabeza.

-La tía Hannie-Mavis la ha estado llevando a Roanoke para los

tratamientos. Lo sé porque trae a los niños para que mamá y mis

hermanas los cuiden mientras están fuera. Nunca me han dicho nada,

pero yo he atado cabos.

-A mí tampoco me han contado nada –dijo Lusa-. Sabía que algo

iba mal. Maldita sea, lo sabía, y no me dejarán que las ayude. –Se

le quebró la voz. Aquella noticia hizo que se le aflojaran las

piernas y temió que si comenzaba a llorar no pararía. Rickie la

rodeó con el brazo. Aquel simple gesto desató la riada de

lágrimas.

-No quieren que te preocupes más de lo que estás –dijo-. Ya

has pasado por lo peor de todo.

-No por lo peor. Todavía estoy viva.

Lloró desconsoladamente, a pesar de que le diera vergüenza.

Rickie era muy joven, ¿cómo iba a saberlo? Apoyó la cara en la

camiseta blanca de algodón y en el calor del pecho de Rickie y se

quedó así, sollozando, deseando poder volar bien lejos de aquel

lugar. Le resultaba fácil imaginárselo: llenaría la maleta de

libros y ropa, casi nada, y dejaría todo los pesados muebles

familiares. Bajaría corriendo por la escalera y se iría. Sin

embargo, los dos niños estaban sentados en el rellano, de espaldas

a ella, y no podría marcharse sin que la vieran. La detendrían.

338
Lusa se dio cuenta de que Rick había permanecido callado

durante varios minutos, sosteniéndola con paciencia y

acariciándole el pelo con la otra mano. Respiró hondo.

-Lo siento –se disculpó Lusa al tiempo que se apartaba y

evitaba su mirada.

-No lo sientas. Te he podido rodear con el brazo durante un

rato. Haría mucho más: te arreglaría todo el tejado del establo. –

Le colocó el dedo bajo la barbilla y, para sorpresa de Lusa, se

inclinó y la besó rápidamente en los labios.

-Rick –dijo Lusa sintiendo que el histerismo se apoderaba de

ella-. Little Rickie. Soy tu tía. ¡Por Dios! –Lusa pensó que la

situación era como de película. La mujer a la que no le queda

deseo y a quien todos los hombres acosan.

-Lo siento –dijo Rickie y retrocedió un paso-. Oh, Dios, ha

sido una tontería. No te enfades. No sé en qué estaba pensando,

¿vale?

Lusa se rió.

-No estoy enfadada. Y no me río de ti, sino de mí. Eres un

joven atractivo. Tu novia tiene mucha suerte de tenerte.

Rickie no dijo nada al respecto. La miraba e intentaba evaluar

el daño causado.

-No se lo contarás a nadie, ¿verdad?

-No, claro que no. ¿A quién iba a contárselo? –Lusa sonrió al

tiempo que negaba con la cabeza y se secaba los ojos con la

palma-. ¿Sabes qué es lo más gracioso del caso? Que hace una media

hora tu padre se planteó hacer lo mismo.

-¿Mi padre? ¿Él y tú?

339
-Venga, no te escandalices. ¿Hay algo peor que tú y yo?

Sin embargo, Rickie se había enfadado.

-¡Maldita sea, mi padre! No hizo nada, ¿no? Quiero decir, ¿qué

intentó hacer?

Lusa se arrepintió de haber sido tan indiscreta; había

olvidado que se trataba de un joven y de su padre. Lusa carecía de

instinto al respecto porque, sencillamente, no era madre.

-No intentó nada –replicó-. No pasó de la fase de

planificación.

-¡Maldito viejo verde! –dijo al tiempo que negaba con la

cabeza-. Y mírale ahora, masturbándose delante de todos con los

voladores.

-Eres un chico malo.

-Sí.

-Pero tienes razón. Supongo que lo mejor será que vaya a

supervisar el espectáculo. Así podré escribir un buen informe para

la compañía de seguros después de que lo quemen todo.

Rickie le tocó el hombro.

-No te enfades, ¿vale? Me gusta que seamos amigos, tía Lusa.

Siento haber metido la pata.

-Rick, no estoy enfadada. –Se miró las manos y entrechocó las

botellas, dudando. Todavía se sentía asustada por el sabor de su

boca, el humo y la acritud humana que le habían tocado la poca

fibra sensible que le quedaba-. ¿Sabes una cosa? Me siento sola,

me estoy volviendo loca y me sentí tan bien entre tus brazos que

prefiero ni pensarlo. Debería darte las gracias. Eso es todo, fin

340
del asunto. –Lo abrazó rápidamente y le dejó envuelto en una nube

de humo.

Ascendió la colina lentamente, asombrada por la visión de

luces que se desplegaba ante ella. Cientos de luciérnagas

luminosas se elevaban de la hierba mientras caían chispas rojas y

azules del cielo. Todas sus cuñadas estaban haciendo algo, o dar

de comer a los niños o limpiar, mientras que los hombres

permanecían pegados a las sillas y gritaban mientras los fuegos

artificiales ascendían. Los misiles volaban sobre la laguna o

caían en la catalpa y provocaban docenas de pequeños y sibilantes

fuegos entre las hojas.

-¡Aah! –gritaban las voces masculinas al unísono cuando alguno

de los voladores fallaba y salía disparado hacia la hierba. Luego

se oía un hurra con olor a cerveza si el siguiente ascendía a las

alturas con un silbido agudo, estallaba sobre sus cabezas y

arrojaba las semillas chispeantes al viento.

Lusa se mordió el labio para olvidarse del extraño dolor de

vientre. Pensó que esa noche todo se había descontrolado, pero

¿qué podía hacerse? Somos lo que somos: una mujer a la que la luna

le había provocado el ciclo y una tribu de hombres deseosos de

hacer el amor con el cielo.

341
{16}

Depredadores

-¡Uuf! –gritó Deanna al tiempo que retrocedía de un salto como

si hubiera sufrido una descarga eléctrica. Justo allí había una

víbora cobriza. Lentamente, sacó la hoz para hierbajos de la zarza

que había estado limpiando en el borde del sendero. Con un

movimiento lento y firme se colocó el mango de la hoz en el hombro

mientras mantenía el resto del cuerpo completamente inmóvil y

contenía la respiración. Ahora sólo algunas serpientes le

infundían respeto. Había visto suficientes como para controlar el

retroceso instintivo; normalmente, cuando una serpiente de cabeza

pequeña, hendiduras oscuras y perfil aerodinámico se deslizaba por

el suelo, Deanna sabía que veía a una amiga. Sin embargo, las

cabezas triangulares no le hacían ninguna gracia. Pensaba que era

como una señal de ceda el paso, sólo que en el bosque significaba

stop. Todos los pájaros y mamíferos sabían que aquella forma

presagiaba veneno; era, en general, el perfil común de los

crótalos y, en particular, el de la víbora cobriza. La que estaba

tomando el sol al borde del sendero era bien gruesa y con forma de

diamante, como un calcetín largo de rombos, con tonos cobrizos y

rosas parduscos. Eran colores bonitos, pero no la convertían en

una criatura atrayente.

Tranquila, mantente firme, solía salmodiarle su padre en un

tono monocorde. La primera víbora cobriza que había visto la

habían encontrado en el establo, enroscada bajo una paca de heno

342
que querían sacar para dar de comer al ganado. Deanna había

proferido un grito y corrido hacia la puerta del pajar, pero esa

había sido la última vez. No puedes correr lejos hasta que no

sepas cuán “lejos” vas. Podrías ir directa a sus fauces. Se

mantuvo firme mientras veía a la víbora enroscarse perezosamente,

sin que pareciera tener prisa por elegir el camino a seguir.

Deanna respiró hondo e intentó no odiarla. Cumplía su misión, eso

era todo. Vivía igual que las otras miles de víboras cobrizas que

habitaban en la montaña y que jamás vería ningún ser humano; sólo

necesitaban uno o dos roedores al mes, el salario mínimo, la

contribución al equilibrio. Ninguna de ellas quería que la pisaran

ni, Dios nos libre, tener que hundir los colmillos en un mamífero

enorme e incomible cien veces más grande que ellas; en el mejor de

los casos, sería una pérdida irreparable de toxinas. Bien lo sabía

Deanna. Se puede mirar algo y saber que no se tiene cabida en su

corazón, pero mantenerlo fuera del propio es otro asunto.

Finalmente, la cabeza de mandíbulas anchas se alejó de la luz

del sol y se deslizó hacia la hierba crecida. El cuerpo se alargó

y siguió un trayecto sinuoso colina abajo. Al poco, la cabeza

volvió a emerger, con la lengua fuera, a unos tres metros en otra

zona bañada por la luz solar. La línea fija de la boca retrocedió

desde los orificios nasales y formó una pequeña curva ascendente,

como si sonriera con ironía. Sabía que era una ilusión producto de

las mandíbulas y los colmillos, pero le resultó emocionante. El

miedo y la ira y las náuseas que sentía en el estómago la

debilitaron, pero allí estaba. Odió la serpiente por su sonrisa.

343
-No te muevas –le dijo a sus ojos impasibles-. Borra la

sonrisa de la cara. –Se volvió y caminó colina arriba en dirección

a la cabaña con la hoz colgada del hombro. Sentía las piernas

pesadas como el agua. No tenía sentido que estuviera tan cansada,

salvo por las repercusiones de una subida de adrenalina, pero

estaba dispuesta a dar por concluida la jornada. Comería tarde y

leería. Dentro de poco llovería. Por la mañana ya había oído

varios truenos (cada estruendo la había hecho saltar, al igual que

a la serpiente): una tormenta procedente de Kentucky. Acortó

camino para regresar a la ruta de los jeeps a través de un atajo

que tenía ya diez años y estaba lleno de maleza pero soleado y

repleto de cadillos. En verano intentaba evitar esa ruta para no

tener que pasarse luego una hora quitándose los cadillos de los

vaqueros. Sin embargo, no le apetecía que la tormenta la atrapara.

Atacó los frondosos grupos de vainas llenas de pinchos con la hoz,

lo que le produjo una extraña y perversa satisfacción. Solía

pensar que era algo así como la venganza de los periquitos. Los

cadillos habían evolucionado junto con el periquito de Carolina,

un experto devorador de semillas que se había extinguido poco

después de la colonización de los europeos, por lo que apenas se

sabía nada sobre ellos salvo cuál había sido su alimento favorito,

las semillas. John James Audubon pintó a los pájaros con la boca

llena, revoloteando felices entre los cadillos, y escribió que las

brillantes bandadas recorrían los valles del río en busca de

cadillos y que descendían ruidosamente cuando encontraban los

grupos espinosos y los devoraban hasta no dejar nada. Resultaba

difícil imaginarse que apenas hubiera cadillos. En la actualidad

344
nadie se los comía y así seguirían por los tiempos de los tiempos.

Se aferraban a los tobillos de los viajeros y se extendían por los

campos y las granjas, las cunetas e incluso los claros de los

bosques, como si quisieran dar una lección a las personas que

habían olvidado por completo su existencia.

Comenzó a caminar más rápido en cuanto sintió que caían las

primeras gotas. Hacía una hora había estado sudando, pero a medida

que la tormenta se aproximaba sintió que la temperatura del aire

había caído en picado, como si se estuviera adentrando a nado en

un lago. Se detuvo para soltarse el cortavientos de la cintura, se

lo puso y se caló bien la capucha antes de reanudar la marcha.

Cuando llegó al lugar en que el sendero se cruzaba con el camino

del Servicio Forestal que procedía del valle, más que caminar

corría.

Al llegar al camino redujo el paso porque no quería torcerse

el tobillo en alguna de las rodadas y porque era más empinado;

necesitaba recobrar el aliento. ¿Por qué cuando llueve la gente

siempre corre? Todavía le faltaba casi un kilómetro por lo que, a

pesar de todo, llegaría empapada. Se dedicó a sí misma una

sonrisita cómplice y se detuvo para escuchar.

Era un vehículo. Esperó a que doblara la esquina para ver qué

clase de intrusión humana sería. Desgraciadamente, Deanna creía

que las personas siempre traían problemas. Sabía que el Servicio

Forestal no estaba de acuerdo con su actitud poco hospitalaria,

pero la montaña sería un lugar mejor si la gente se mantenía

alejada de la misma. Esperó, con el cuerpo tenso, y se sorprendió

345
al ver por entre los troncos húmedos de los árboles el lateral

verde del jeep del Servicio Forestal. ¿Hoy? ¿Ya era julio?

Caviló al respecto. Sí, ya había comenzado la primera semana

de julio. Maldita sea, le habían enviado las provisiones y había

vuelto a olvidarse. El tipo que solía traerle el correo y la

comida se llamaba Jerry Lind. Deanna tenía que haberle entregado

su solicitud. El corazón le latía con fuerza y no sólo de correr

colina arriba. Eddie Bondo estaba en la cabaña. Esa misma mañana

le había dejado en el porche leyendo su Guía de campo de pájaros

del este. Oh, diablos.

-¡Eh, Deanna! Te pareces a la Parca –le dijo Jerry, que

conducía con la cabeza asomando por la ventanilla abierta.

-Hola, Jerry. Y tú a Smokey the Bear.

Jerry se tocó el ala del sombrero.

-Es por la lluvia.

Apagó el motor, aminoró la marcha al alcanzar a Deanna y tiró

del freno de mano con fuerza, lo que hizo que el vehículo se

detuviera con una sacudida. En el camino había tantas y tan hondas

rodadas que parecían pequeños ríos de chocolate. Deanna apoyó el

pie izquierdo en el jeep para atarse los cordones mojados.

-¿Qué has hecho con mis cosas, dejarlas en el porche?

-No, las puse dentro. Por la lluvia. El correo está en la

mesa, junto con las cajas de comida. Dejé la bombona de gas para

la cocina en el porche.

Deanna lo observó detenidamente para encontrar algún indicio

que indicase lo que había visto en la cabaña.

-¿Algún problema? –le preguntó con cautela.

346
-¿Qué, con la puerta? Diría que sí, el noventa por ciento de

las bisagras es óxido puro. ¿Tienes WD-40 39 o quieres que te lo

traiga el mes que viene?

¿Eso había sido todo? ¿El óxido de la puerta? Deanna le miró

de hito en hito.

-Tengo aceite –replicó lentamente-. Sin embargo, tendría que

darte una lista de cosas para el mes que viene. Necesito un poco

de madera para hacerle un arreglo a un puente y varios libros.

Jerry se quitó el sombrero y se rascó la frente.

-¡Por todos los santos, más libros! ¿Es que no quieres algo

como una tele?

-¿Una tele a pilas? No me digas que existe. Ni siquiera

enciendo la radio.

-¿No escuchas la radio? Por Dios. Podrían disparar al

Presidente y no te enterarías hasta al cabo de un mes.

Deanna bajó el pie izquierdo y subió el derecho para atarse la

otra bota.

-Dime una cosa, Jerry. Si dispararan al Presidente esta tarde,

¿qué harías mañana que no hubieras hecho de no saber la noticia?

Jerry caviló al respecto durante unos instantes.

-Nada diferente, excepto ver la tele un buen rato. En la CNN

te repetirían cada quince minutos que el Presidente está bien

muerto.

-Pues a mí me gusta esta vida, Jerry. Ver los pájaros. Hacen

algo diferente cada quince minutos.

39
Marca de un conocido producto anticorrosivo. (N. de los T.)

347
-Sube –le dijo Jerry-. Te llevaré y recogeré la lista. Te

prometo que no te contaré ninguna noticia.

-De acuerdo. –Deanna rodeó el vehículo metálico y cuadrado, se

sentó en el asiento del pasajero y dejó caer la hoz en el suelo de

la parte posterior-. ¿Qué pensabas hacer si no me encontrabas,

traer las mismas cosas que el mes pasado?

-No sería la primera vez. –El jeep avanzó a sacudidas mientras

Jerry quitaba el pie del freno. El camino era muy inclinado.

-Es verdad, tienes razón –convino Deanna-. Todavía me estoy

comiendo el arroz que me trajiste por segunda vez en noviembre.

¿Qué habría visto en la cabaña? Se sintió avergonzada y

desprotegida, como si Jerry la hubiera visto desnuda. Le observó

en busca de indicios mientras el jeep avanzaba a sacudidas colina

arriba. Jerry parecía el de siempre; dicho de otro modo, un

jovencito. Deanna se contuvo y no le dijo que redujese la marcha y

que emplease la transmisión en lugar del freno. ¿Quién era ella

para importunarle con sus indicaciones? Hacía dos años que no

conducía.

Jerry miró el camino de un solo carril con los ojos

entrecerrados. El arcén caía abruptamente hacia la izquierda

mientras que la montaña se alzaba a la derecha.

-Nunca había tenido que dar marcha atrás en este camino. ¿Hay

algún lugar lo bastante ancho como para dar la vuelta?

-A unos dos kilómetros y medio. Abajo, en la granja, es el

primer lugar en que se ensancha. –Deanna se movió inquieta en el

asiento-. ¿A quién pertenece la casa que está al pie de la

hondonada? Supongo que no lo sabrás.

348
-Pues sí, es de los Widener. Cole Widener. El Servicio

Forestal tuvo que trazar un sendero por sus propiedades cuando

rehabilitamos la cabaña. Antes de que llegaras.

Deanna miró hacia un lado, pensando en aquello.

-Los Widener –dijo al tiempo que asentía lentamente-. Tienen

buena madera. Te juro que hay un material virgen justo en la zona

que bordea nuestro límite. Temo que descubran lo que tienen y lo

talen. Acabarían con el corazón de un hábitat maravilloso, esta

parte de la ladera.

-Eh, he oído decir que Cole falleció. Se le reventaron a la

vez dos neumáticos del mismo lado de la camioneta y chocó con un

puente o algo. En la Setenta y Siete, mientras cruzaba la montaña.

-Jerry, nada de noticias. Me lo prometiste.

-Oh, lo siento.

-Qué triste. Me preguntó quién se quedará con la granja. Me

apuesto a que lo echaran todo abajo.

-Eso sí que no lo sé.

-Widener. ¿Cuál era su nombre de pila? Acabas de decirlo.

-Cole, como Old King Cole40, solo que he oído decir que era

bastante joven.

-Cole. Intento recordar si llegué a conocerle. Fui al colegio

con los Widener, pero eran chicas. –No muy simpáticas, por lo que

recordaba. Acudían a la escuela con vestidos hechos a mano y

siempre iban juntas a todas partes, como si fuesen un club.

-A mí no me lo preguntes –dijo Jerry de buen humor.

-Lo sé. Eres de Roanoke y tienes doce años.

40
Protagonista de una famosa canción infantil, cuyo nombre literalmente significa “Viejo Rey Cole”. (N. de los T.)

349
-Sí señora, casi, casi. De hecho, tengo veinticuatro –dijo

mientras descendían lentamente por la colina-. Bueno, ¿dónde damos

la vuelta?

-Oh, lo siento. En realidad no hay ningún lugar demasiado

bueno; lo mejor será que pongas la marcha atrás y que subas así,

muy despacio.

Jerry le hizo caso, aunque no resultaba fácil subir la montaña

marcha atrás.

-Maldita sea –repetía una y otra vez mientras conducía mirando

hacia atrás con el cuerpo ladeado y se equivocaba-. Es como

escribir tu nombre en un espejo.

-¿Sabes qué, Jerry? Aparca; iré a recoger la lista caminando.

-No pasa nada; sujétate bien, te llevaré.

A medida que se aproximaban a la cabaña Deanna se sentía más

inquieta. Al parecer, no se había topado con Eddie la primera vez

pero la suerte nunca sonríe dos veces.

-No, de verdad –replicó Deanna-. Me da igual ir a pie. Para,

como mucho tardaré diez minutos.

-¿Te da igual? ¿O no te importaría?

Deanna le miró, exasperada.

-¿Serías tan amable de dejarme salir?

Jerry prosiguió la lenta ascensión marcha atrás y, durante

unos instantes, una de las ruedas se salió del camino.

-Tardarías una hora y, además, está lloviendo a cántaros. ¿Qué

te pasa, te ha entrado el tembleque?

-¿Qué, Jerry, haciendo un curso universitario sobre el inglés

provinciano?

350
-Mi madre lo dice, “te ha entrado el tembleque”. Es de Grundy.

-Bien. Me ha entrado el tembleque porque no me hace gracia

estar aquí sentada esperando que choques contra un árbol o nos

caigamos por el precipicio. ¿Piensas dejarme ir a pie?

-No.

Deanna desistió. Le parecía ridículo enfrentarse a Jerry para

que le permitiera caminar bajo la lluvia. Miró hacia delante y

tuvo la sensación de que la carretera parecía una película

rebobinada a cámara lenta. ¿Acaso era posible que Jerry estuviese

tan ciego? Aunque Eddie Bondo no estuviera allí, su presencia

llenaba la cabaña. La cafetera en la cocina, la mochila bajo la

cama. Bien pensado, apenas había indicios. Prácticamente ninguno.

Deanna se relajó.

-Eh, he conocido a tu novio.

-¡¿Qué?!

-Es muy enrollado. Es la primera vez que conozco a alguien de

Wyoming.

-¿Le has entrevistado o qué? No es mi novio, Jerry. Es un

amigo que ha venido a pasar un par de días. Mañana se marcha.

-Sí, claro.

-¿Qué? –inquirió Deanna.

-Nada. Mañana se marcha.

Bueno, pensó Deanna, tal vez se marchara. Movió las piernas y

cambió de postura; el jeep no estaba pensado para personas altas.

Durante la II Guerra Mundial los soldados debían de haber sido

bajos.

351
-¿Por qué todo el mundo da por supuesto que es un novio cuando

un chico y una chica son amigos?

Jerry se acercó el puño a la boca y se aclaró la garganta.

-¿Tal vez por el paquete de veinticinco gomas que estaba en el

suelo junto a la cama?

Deanna se volvió para mirarle, boquiabierta.

-Vaya. Por Dios, Jerry, eso no es asunto tuyo. Sólo es un

amigo, ¿vale? La gente ve a una mujer sola y cree que tiene a un

hombre escondido en alguna parte.

El muy imbécil, pensó Deanna, ¿por qué no se habrá marchado?

El mes pasado, cuando Jerry le trajo el correo, se había marchado;

de hecho, nunca solía estar, la semana pasada se había largado

hecho una furia y había estado fuera cuatro días, bajo la lluvia,

sólo porque ella le había mirado mal. Qué casualidad que Eddie

Bondo el Desaparecido escogiera ese día para quedarse en la

cabaña.

-Vale –dijo Jerry-. Lo que tú digas.

Deanna miró hacia delante.

-Seguramente pensó que tú eras mi novio.

Jerry se ruborizó.

-Qué miedo, ¿eh, Jer? Te ha entrado el tembleque, ¿no?

-No he dicho eso.

-Bien, detente junto a la cabaña. Entraré corriendo para coger

la lista. Y no le sueltes al jefe que he pedido comida extra para

un visitante, ¿vale? Porque no es cierto.

-No pienso ir con el cuento a nadie, Deanna. Los empleados del

Gobierno tienen derecho a vivir su vida. Creo que en las oficinas

352
se alegrarían si vivieses con algún tipo aquí. Se preocupan por

ti.

-¿Ah, sí?

-Creen que deberías usar los permisos más a menudo. Tienes

unos cien días de vacaciones acumulados.

-¿Cómo lo sabes? Quizás esté de vacaciones ahora mismo.

-Vives aquí –replicó Jerry con firmeza-. Trabajas aquí. Te

tomas unas vacaciones en el mundo civilizado. Televisión,

electricidad, calles, coches, bocinas. ¿Lo recuerdas?

-No es la idea que tengo de lo civilizado, colega.

Cerró la puerta del jeep de un portazo y se dirigió a la

cabaña a grandes zancadas. Abrió la puerta sin tener en cuenta las

bisagras oxidadas y se quedó durante unos instantes en la entrada,

fulminando con la mirada a Eddie Bondo, quien, con la camisa de

pana desabrochada, leía recostado sobre la silla, apoyándose sólo

en las patas posteriores. Deanna le señaló con el dedo.

-En cuanto se haya marchado, tú y yo tenemos que arreglar un

asuntillo.

Eddie arqueó las cejas.

Deanna recogió la lista del escritorio y salió. Eddie la veía

por la ventana, bajo la lluvia, hablando a toda velocidad con el

joven del sombrero. Deanna se imaginó cómo la vería Eddie: la

capucha caída hacia atrás, agitando las manos mientras hablaba y

con la trenza asomando por la parte inferior de la chaqueta,

restallando contra la parte posterior de las rodillas como la cola

de un animal corriendo a galope tendido. Cuando Deanna se inclinó

353
para coger la hoz, el joven se encogió de miedo, como si pensara

que le cercenaría la cabeza. Eddie Bondo estaría sonriendo.

Mientras el jeep daba la vuelta y se dirigía colina abajo,

Deanna colgó con un golpe seco las herramientas en la parte

exterior de la cabaña.

-¿A quién sonríes? –le preguntó Deanna cuando volvió a

entrar-. Hace un rato vi una víbora cobriza con la misma

expresión.

-A ti, chica. Igual que la serpiente.

-¿Quieres que también te haga pedacitos?

-No mientas, chica dura. Estoy seguro de que no le hiciste

nada de nada a la víbora cobriza.

Deanna le miró de hito en hito.

-Entonces, ¿qué?

-Nada. Es que eres guapa, eso es todo. Cuando te enfadas

pareces una especie de diosa.

¿Qué se creía que era ella, una adolescente a la que podría

camelar? Sin mediar palabra, Deanna comenzó a mover los cacharros

y guardó las latas que Jerry había dejado en la mesa, dentro de

las cajas de madera. Arrastró los enormes botes a prueba de

ratones de debajo de las estanterías de la despensa e introdujo en

su interior los sacos de alubias y de harina de maíz. Eddie Bondo

no dejaba de sonreír.

-No bromeo –le advirtió Deanna-. Estoy lo bastante enfadada

como para echarte, con lluvia o sin ella.

A Eddie parecía divertirle aquella amenaza poco convincente.

-¿Se puede saber qué he hecho ahora?

354
Deanna se volvió para mirarle.

-¿No podías haber salido? ¿Es que no se te ocurrió ir al baño

exterior o algo durante diez minutos cuando oíste el jeep? –Deanna

seguía de pie con las manos apoyadas en las caderas, asombrada,

como si tratara con un niño revoltoso-. ¿Es que esta vez no se te

ocurrió esfumarte?

-Pues no. ¿Serías tan amable de decirme por qué se supone que

debo esconderme?

Deanna continuó dando portazos en los armarios.

-Porque no existes, por eso.

-Interesante –dijo Eddie mientras se miraba el dorso de las

manos.

-Es decir, no existes aquí. No formas parte de mi vida. –Se

bajó la cremallera de la parka, emergió de la misma como si fuera

una serpiente mudando de piel y se sacudió toda la melena. Colgó

el cortavientos de un perchero, se retorció el extremo de la

trenza, se sentó en la cama con un suspiro de enfado y empezó a

desatarse las botas empapadas. Con el pie, cubierto con un

calcetín de lana húmedo, le dio una patada a la larga hilera de

condones, que volvieron a desaparecer bajo la cama.

-A Jerry le impresionó tu colección de profilácticos –le dijo

Deanna.

-Oh, entiendo. Te he desenmascarado. Deanna, la Loba Virgen,

tiene que preservar su reputación.

Deanna le fulminó con la mirada.

-¿Serías tan amable de poner las cuatro patas de la silla en

el suelo? Sólo tengo esa. Te agradecería que no la rompieras.

355
Eddie la complació, con un golpe. Cerró el libro, la miró,

esperó.

-¿La lluvia te ha deprimido? –preguntó Eddie finalmente-. ¿El

síndrome premenstrual o qué?

La broma sobre el síndrome premenstrual la hizo montar en

cólera. Le apetecía decirle la verdad, que al parecer le había

llegado la menopausia. La luna llena de comienzos de julio había

pasado y ella no había ovulado; ni siquiera recordaba cuándo había

menstruado por última vez. Le estaba entrando frío. Arrojó las

botas contra la puerta y se incorporó para quitarse los vaqueros

empapados. Le daba igual si Eddie la miraba o no, ni siquiera le

apetecía mostrarse púdica. No era una loba virgen sino una mujer

mayor a quien se le había acabado la paciencia para con el

jovencito.

-¿Qué reputación? –preguntó Deanna mientras colgaba la ropa de

un perchero que estaba cerca de la cocina y cogía una toalla

limpia del armario-. Aparte de Jerry y el tipo que me extiende el

cheque, no hay casi nadie que recuerde que vivo aquí. Así están

las cosas.

Mientras se secaba el pelo se inclinó hacia la estufa de

madera. Se dio cuenta de que su cuerpo, calado hasta los huesos,

la interpretaba como una fuente de calor, si bien no había ningún

fuego encendido. También se percató de que Eddie observaba todos y

cada uno de los movimientos de sus extremidades desnudas,

fijándose sobre todo en los músculos de los muslos.

356
-Si te da igual lo que la gente piense –dijo Eddie-, ¿entonces

cuál es el problema? ¿Por qué se supone que debía esconderme del

joven Smokey?

-No es mucho más joven que tú. Los dos no sois más que un par

de mocosos. Abotónate la camisa, Dios mío, aquí dentro hace mucho

frío.

-Sí, mamá. –No hizo ademán de abotonársela.

Deanna se irguió y apretó con fuerza la toalla contra el

pecho.

-¿Por qué estamos jugando a las casitas, tú y yo? ¿Es que no

sabes que tengo cuarenta y siete años? El año que aprendiste a

caminar tuve mi primera aventura con un hombre casado. ¿No te

parece alucinante?

Eddie negó con la cabeza.

-La verdad es que no.

-Pues a mí sí. Toda la situación. Que me pasara seis años

investigando un animal que te gustaría eliminar del planeta. Que

sea quince centímetros más alta que tú. Diecinueve años mayor. Si

camináramos juntos por las calles de Knoxville la gente nos

miraría boquiabierta.

-Que yo sepa, creo que caminar juntos por las calles de

Knoxville no entra en nuestros planes.

Deanna se sentó en la cama con la ropa interior, temblando,

demasiado agotada incluso para erguirse. Se sumergió bajo las

mantas y se tapó hasta la barbilla. Intentó mirarle de reojo desde

la almohada.

-Que yo sepa, no hay ningún plan.

357
-¿Y eso es un problema?

-No –replicó Deanna con abatimiento.

Eddie puso los pies descalzos en el suelo y se inclinó hacia

delante, con los codos apoyados en las rodillas. Cuando volvió a

hablar, lo hizo en un tono más agradable.

-Supongo que si alguien nos mirara pensaría que somos una

pareja extraña. Pero si nadie nos mira entonces no hay nada de

extraño. Creía que era bien sencillo.

-Si el orgullo cae en el bosque y nadie lo oye, ¿se cae

realmente?

Eddie parpadeó.

-¿Qué?

-Te avergüenzas de mí –dijo Deanna-. Me avergüenzo de mí, de

nosotros. Si no fuera así, podríamos caminar juntos por cualquier

calle.

Eddie le escudriñó el rostro y, durante unos instantes,

pareció envejecer; como si quisiera madurar, pensó Deanna, aunque

normalmente le diese igual. Tenía veintiocho años, un galán

juvenil. Como un halcón joven con la cola roja cuyas plumas negras

de adulto comenzaban a asomar. A Deanna elegir pareja no se le

daba muy bien.

-En mi tierra la gente guarda los tesoros debajo del colchón –

dijo Eddie finalmente-. No necesitan ir por ahí haciendo gala de

ellos.

-Pero si los dejan escondidos nunca llegan a usarlos.

-¿Qué es lo que hay que usar en nuestra relación? ¿Dónde se

supone que deberíamos agotar nuestras energías aparte de aquí?

358
-En ningún sitio. No sé lo que digo. Olvídalo.

Eddie se recostó en la silla y cruzó los brazos en el pecho.

-Sé de qué hablas. No soy tan estúpido. A pesar de mi falta de

madurez.

Deanna permaneció tumbada durante un buen rato, mirándole

tendida boca abajo. Sus ojos verdiazules, el pecho descubierto,

los botones blancos de la camisa de pana, todos sus planos y

ángulos despedían una luz clara cuya belleza le atravesaba como un

cuchillo.

-Eddie. No tengo intención de que nos casemos y vivamos

felices durante el resto de nuestras vidas.

Deanna tuvo la impresión de que Eddie se estremecía al

escuchar la franca mención de esa posibilidad.

-Si así fuera –replicó Eddie lentamente-, ahora mismo estaría

en Alberta.

-¿Alberta, Canadá? –preguntó Deanna-. ¿O Alberta, Kentucky?

¿Hasta cuán lejos llega la repelencia?

Eddie la miró de hito en hito, sin replicar.

Deanna negó con la cabeza.

-No eres lo bastante importante como para romperme el corazón.

No soy una colegiala, créeme. Aunque tampoco estoy segura de poder

ser como tú.

-¿Qué significa eso de “como tú”?

-Vivir sin planes de futuro. Voy dando traspiés. –Deanna se

puso boca arriba, incapaz de seguir mirándole-. Cuando vine aquí

pensé que sería como los febes o los zorzales del bosque.

359
Centrarme en el día a día, sobrevivir durante el invierno,

disfrutar del verano. Comer, dormir, cantar aleluya.

-Comer, dormir, follar lo más posible, cantar aleluya.

-Bueno, sí. –Deanna se cubrió el rostro con ambas manos y se

frotó los ojos-. Los pájaros se lo pasaban mucho mejor que yo.

Pero ¿sabes qué? Resulta que tienen un plan. Yo soy de fuera, una

observadora. Se entregan por completo a esa cosa tan

ensordecedora. Su plan es la persistencia de la vida en la tierra

y, por si te interesa, se esfuerzan lo suyo.

-Tú persistes.

-De forma limitada. Cuando haya muerto, ¿qué dejaré tras de

mí? Una tesis doctoral en la biblioteca de la Universidad de

Tejas, que sólo once personas sobre la faz de la tierra han leído

o leerán.

-Yo la leería –dijo Eddie-. Entonces serían doce.

-No te interesa. –Deanna se rió sin ganas-. Es lo que menos te

apetecería leer en el mundo. Es sobre los coyotes.

-¿Sobre qué aspecto?

Deanna ladeó la cabeza para mirarle.

-Sobre todos los aspectos. Sus poblaciones, cómo han crecido y

cambiado con el paso del tiempo. Una de las cosas que demuestra es

que el hecho de que la gente los cace no hace más que aumentar su

número.

-No puede ser.

-Parece increíble pero es verdad. Tengo cientos de páginas que

lo demuestran.

-Creo que debería leerlas.

360
-Bueno, si te apetece. Sería todo un detalle por tu parte. –Un

regalo antes de partir, pensó Deanna. Volvió a mirar el techo y

cerró los ojos y sintió los débiles síntomas de un dolor de cabeza

inminente. Que leyera o no la tesis no le otorgaría a Deanna un

lugar destacado en el planeta. Se presionó los párpados con la

yema de los dedos-. Puede que sea la edad, Eddie. A ti te queda

más tiempo para fingir que la vida no se acaba. Antes de

enfrentarte a la verdadera realidad.

Eddie no le preguntó nada sobre esa verdadera realidad.

Tampoco se levantó y se marchó. Le preguntó si le apetecía que

preparara un fuego y Deanna, que no dejaba de temblar, replicó que

sí. Se cubrió con las mantas hasta la cabeza y dejó un pequeño

espacio por el que contemplar cómo colocaba la leña en la estufa

con sus manos firmes y atentas. Pensó en las cosas que la gente

hacía con las manos: fuegos que se apagaban; talar árboles para

construir casas que se pudrirían y desmoronarían con los años.

¿Acaso eran comparables con la gracia de una mariposa de luz

posada sobre una hoja que deposita hileras perfectas de pequeños

huevos vítreos? ¿O con un febe que prepara un nido de musgo para

incubar la nidada? A pesar de todo, mientras le observaba encender

una cerilla y traer calor a la cabaña al tiempo que fuera

diluviaba, Deanna le dio las gracias a esas manos, al menos de

momento. Cuando Eddie se tumbó en la cama a su lado, las manos la

sostuvieron hasta que se quedó dormida.

* * *

361
-Te estás poniendo enferma –le dijo Eddie cuando Deanna volvió

a abrir los ojos.

Deanna se sentó, grogui, sin saber si era por la mañana o por

la tarde. Eddie estaba levantado, con la camisa abotonada,

preparando algo en la cocina. Como un buen manitas, había

instalado la nueva bombona de propano.

-¿Qué hora es? –preguntó Deanna-. ¿A qué te refieres con lo de

que me estoy poniendo enferma?

-Estornudaste mientras dormías. Cuatro veces. Nunca había oído

nada igual.

Deanna se desperezó; se sentía muy cansada y un poco dolorida

por haber estado cortando la maleza, pero nada más. El dolor de

cabeza se había esfumado.

-Creo que estoy bien.

Inhaló el agradable aroma de las cebollas fritas en aceite, un

olor maravilloso. A veces, tenía que esforzarse lo indecible para

contenerse y no amar a Eddie. Pensó en los coyotes; eso la

ayudaba. Algo lo bastante grande como para romperle el corazón.

-Estornudaste mientras dormías –insistió Eddie-. Voy a buscar

un poco más de leña. –Introdujo dos puñados de verduras troceadas

en la olla, añadió agua de la pava y colocó la tapa de hierro con

un golpecito feliz.

-¿Ya ha oscurecido? ¡Un momento! ¿Qué hora es? –Deanna se

rascó el cuero cabelludo y miró hacia la ventana con los ojos

entrecerrados.

-Está anocheciendo. ¿Por qué?

362
-Ten cuidado con el nido de febes del porche. No los asustes.

Si la madre se marcha ahora es probable que no regrese en toda la

noche y los polluelos se congelarán –advirtió Deanna.

-No hace tanto frío. Estamos en julio.

-Para un pájaro sin plumas de apenas cinco gramos de peso hace

frío. Morirán por la noche si la madre no está con ellos.

A Eddie le costaba creer que hiciera frío en verano. Sin

embargo, sabía que Deanna estaba en lo cierto: si se ahuyenta a un

pájaro de su nido al anochecer no regresará. Seguramente se

quedará a unos quince metros del nido, llamando a los polluelos

toda la noche, impotente. Deanna nunca había sabido por qué, pero

Eddie le había dicho que un cazador conoce las percepciones

animales: la mayoría de los pájaros no ven de noche. Al anochecer,

en cuestión de minutos, se vuelven completamente ciegos.

Eddie le sonrió desde la entrada.

-No quiero cargar con cuatro polluelos muertos en mi

conciencia, aparte del resto de mis pecados.

-Es importante –insistió Deanna.

-Lo sé.

-Lo es. Ya ha perdido una nidada gracias a nuestra torpeza.

-Tendré cuidado –dijo Eddie-. Iré de puntillas.

Al parecer, así lo hizo. Deanna no oyó nada hasta que volvió y

añadió la leña. Sintió que el colchón se movía cuando Eddie se

sentó en el mismo, escuchó el silbido de la cerilla y le llegó el

olor a azufre cuando se inclinó para encender la lámpara de

queroseno de la mesita de noche.

-Date la vuelta. Te masajearé la espalda.

363
-¿Qué has hecho, comer setas de Don Perfecto? –Deanna abrió

los ojos-. ¿Cómo sabes que me duele la espalda?

-Siempre soy un hombre atento, sólo que tú no logras ver más

allá de mi conducta irritante. –La besó en la frente-. Vas a coger

algo. La gripe o lo que sea. Hace un rato estabas tan caliente

como un horno. Date la vuelta.

-La epizootia -dijo Deanna-. Nannie solía llamarla así. Es una

categoría que abarca muchas enfermedades, una especie de epidemia

–Se dio la vuelta y enterró la cara en la almohada, sonriendo,

ahogándose de placer mientras Eddie le masajeaba los hombros-.

Nannie era la novia de mi padre –dijo con la boca en la almohada,

por lo que sus palabras no se entendieron.

-¿Qué?

Deanna se puso boca arriba.

-Nannie era la novia de mi padre.

-Oh, creí entender que decías “Eddie es un tonto de desmadre”.

-Bueno, sí. También.

-La señora del huerto de manzanas, me acuerdo. Conseguiste

manzanas gratis y tu padre tuvo suerte. –Eddie movía las manos con

destreza, descendiendo por las costillas con suavidad, pero se

detuvo bajo los pechos y permaneció inmóvil. Cuando Deanna no pudo

soportar más el suspense, Eddie se bajó la cremallera de los

vaqueros y se introdujo bajo las mantas. La acarició durante largo

rato sin hablar.

-Entonces –dijo Deanna-, ¿recuerdas las menudencias que te

cuento sobre mi vida?

364
-Ella tenía un bebé con comunicación interventricular

congénita. Pero no quería casarse con tu padre.

-Te acuerdas. Nunca estoy segura de que me estés escuchando.

-Que no tengamos futuro no significa que no viva el presente.

Deanna quiso creerle pero no pudo.

-No sé por qué te molestas –dijo- si después tendrás que

olvidarlo todo.

-¿Crees que voy a olvidarte cuando lo nuestro se acabe?

-Sí.

-No. –Eddie le dio un beso prolongado. Deanna mantuvo los ojos

abiertos. Que Eddie la besara con los ojos cerrados le hacía

parecer tan vulnerable y moldeable que le resultaba casi doloroso.

-Te olvidaré –le mintió suavemente entre sus labios-. En

cuanto te vayas.

Eddie se separó un poco y la miró a los ojos para ver si

hablaba en serio. Deanna no podía mirar tan de cerca como él.

Cosas de las edad, para no variar.

-Me aseguraré de que no me olvides –le prometió Eddie y Deanna

se estremeció, como si sintiera la presciencia de algún cambio o

daño profundo. Se aseguraría. De repente, recordó los coyotes:

niños en el bosque, acurrucados en la guarida, lejos de la

tormenta.

Sin embargo, Eddie Bondo parecía estar allí, mirándola,

enmendando cualquier posible daño que pudiera haberle causado

antes; Deanna supuso que el comentario socarrón sobre Alberta. Ese

era su extraño baile. En más de una ocasión había montado en

cólera con Eddie y luego se había pasado varios días preparándole

365
la comida, cortándole el pelo, lavándole los calcetines, a modo de

disculpa. Le recordaba al gato rabicorto que había tenido de

pequeña que, a veces, cuando jugaban, la arañaba y le hacía

sangre; luego siempre cazaba un ratón y le traía el hígado.

Eddie se había tumbado de lado y apoyado en un codo, el mejor

sistema para destaparla y mirarla. Deanna no se había terminado de

acostumbrar. Tuvo que reprimir el deseo de cubrirse con la sábana.

-¿Cómo es que no se casaron? –inquirió Eddie mientras le

recorría las aureolas con el dedo índice-. Tu padre y su amiga.

-Nannie no quiso. No sé por qué. Supongo que la admiré por ese

motivo, por saber qué quería y tomar la decisión de vivir sola.

Según el cotilleo del condado fue mi padre quien no quiso casarse

con ella.

-Las mujeres siempre salen mal paradas en los cotilleos.

-Oh, te has dado cuenta. Sí. Y Nannie era una especie de bicho

raro. Todavía lo sigue siendo. Pero él se hubiera casado con ella

sin pensárselo dos veces. Él era así, un tipo sencillo y honesto.

-No como yo.

-Eso mismo. Creo que a la larga, el que no se casara con él,

le afectó. Sobre todo después de que Rachel naciera enferma.

Cuando murió, acabó con todos. Por aquel entonces papá estaba

perdiendo la granja y se refugió en la bebida. Estoy segura de que

le rompió el corazón a Nannie, pero ella lo supo llevar mejor.

-¿Y qué me dices de ti? Era tu hermana. Tu hermanastra.

-Sí, es verdad. No sabría explicarlo pero siempre supe que

iría al Cielo. Sólo había venido para ser mi hermana durante un

tiempo. Rachel era un ángel. Jugábamos a los piratas y yo hacía de

366
pirata y ella de ángel. Siempre estaba contenta. Tenía una piel

tan clara que casi se podía ver a través. Cuando murió fue una

auténtica tragedia, en todo el condado.

Deanna cerró los ojos; se sentía vacía en su interior. Tal vez

tuviera fiebre y por eso estaba tan soñolienta.

-Sin embargo, Nanny es dura; ha sobrevivido durante todos

estos años. Vive la vida como quiere, diga lo que diga la gente.

-Así que aprendiste de ella.

Deanna se rió.

-Oh, vaya. Ni te imaginas lo desastrosa que ha sido mi vida.

Fui a la universidad y me acosté con todos los profesores.

Eddie movió el cuerpo contra el suyo, todo el cuerpo, duro y

cálido, imposible de pasar por alto.

-Perseguías el conocimiento más elevado.

-El más indigno. No sabía lo que hacía. Creo que tenía el

complejo de Electra. Escuchaba a los profesores. Me casé con uno

de ellos. Él creía que yo era deslumbrante así que me casé con él.

Me dijo que hablaba como una provinciana y entonces dejé de decir

“Mu’ bonito” y “De veh en cuando”. Me dijo que debía ser

profesora, así que me saqué el título y di clases en Knoxville y

me pasé los veinte y parte de los treinta volviéndome loca.

-¿Qué enseñabas?

-Ciencias y matemáticas y “cállate” a los de séptimo.

Mientras hablaban, Eddie se había colocado sobre Deanna, se

había apoyado sobre los codos y se había deslizado en su interior

con suavidad sin cambiar el tono de la voz o la conversación.

367
Deanna inhaló con fuerza, pero Eddie le llevó un dedo a los labios

y siguió hablando.

-No, no te imagino con una manzana sobre el escritorio. Más

bien te veo tirando tizas.

Deanna se mantuvo inmóvil, conteniendo la respiración. Como si

hubiera visto una serpiente.

-Tal vez tirara alguna tiza, no me acuerdo. A veces los

alumnos me caían bien, pero me sentía asediada. –Deanna hablaba en

voz baja, todo parecía muy secreto, como si sus cuerpos se

ocultaran de sus mentes-. Soy introvertida –prosiguió con

cuidado-. Me gusta estar sola. Me gusta estar en el bosque. Y allí

estaba. Viviendo en una casita de ladrillos en un barrio

periférico de una gran ciudad, pasando los días con cientos de

pequeños y ruidosos seres humanos.

Eddie había comenzado a moverse dentro de ella, sin prisas.

Deanna tuvo que esforzarse para hablar con normalidad. Sentía que

la comisura de los labios se curvaba involuntariamente, como la

sonrisa de la víbora cobriza.

-Pensarás que podría habérmelo imaginado, pero viví diez años

inquietos y agitados antes de darme cuenta de que necesitaba hacer

los cursos de postgrado y estudiar biología y salir de allí.

-Y aquí estás. –Eddie la miró a los ojos, sonriendo, mientras

movía las caderas lenta, lentamente. Deanna se arqueó, buscándole.

-Y aquí estoy.

-¿Y el profesor y tú nunca tuvisteis hijos?

-Oh, era del todo imposible. Él ya había estado casado. Cuando

le conocí ya tenía dos niños adolescentes. Según sus cálculos, él

368
y su ex tenían la descendencia necesaria. Ya no quedaba sitio en

la tierra para más hijos suyos.

-Vaya. Eso sí que son cálculos estrictos.

-Él era así. Muy alemán.

-Pero tú no tenías descendencia.

-Supongo que eso no era problema suyo. Se había hecho la

vasectomía.

-¿Y ya está? ¿No te arrepientes?

-No soy demasiado maternal.

Eddie colocó una mano en la zona baja de la espalda de Deanna,

empujó y entró tanto que ella comenzó a perder el hilo. Eddie

presionaba la zona del hueso pélvico de un modo que sentía algo

que nadie le había hecho sentir. El coito con Eddie Bondo era un

milagro de la naturaleza. Eddie la sostuvo así, con la espalda

arqueada, y se rió entre dientes en su mejilla.

-Tú. Te pasas más tiempo asegurándote de no hacer daño a una

araña o al polluelo de un pájaro que el que la mayoría de la gente

dedica a sus hijos. Tú sí que eres maternal.

Eddie la escuchaba. Deanna ni siquiera recordaba lo que

acababa de decirle.

-Shh –dijo Eddie de repente al tiempo que la sujetaba con más

fuerza y se mantenía del todo inmóvil-. ¿Qué es eso?

Oyeron un suave ruido deslizante sobre los tablones del

tejado. Era un chirrido seco, áspero, ligero, como si un papel de

lija trazase círculos lentos sobre una madera rugosa. Esos días,

cuando la lluvia no lo ahogaba, el ruido se había tornado

constante por las tardes.

369
-No es un ratón –admitió Deanna finalmente.

-Ya lo sé. Siempre dices que es un ratón, pero no lo es. Es

algo largo y resbaloso.

-¿“Resbaloso”? –preguntó Deanna-. ¿Y tú eres el que se ríe de

cómo hablo?

-Vale, largo y escamoso.

-Sí –dijo Deanna-. Es una serpiente. Seguramente una vieja y

enorme serpiente rey que llegó un día con la lluvia, encontró los

ratones y decidió quedarse.

Eddie Bondo se estremeció. Deanna sintió que se le ponía

fláccida y se rió.

-No me digas que le tienes miedo a las serpientes. No me lo

creo.

Eddie se hizo a un lado y se cubrió la cara con un brazo.

-Vaya, por Dios, Eddie Bondo. Un tipo tan valiente como tú.

-No me dan miedo. Sólo que no me gusta la idea de que se

arrastre por aquí mientras duermo.

-Oh, bueno, pues no duermas. Quédate tumbado escuchándola.

Avísame si se mete debajo de la cama. ¡Buenas noches! –Deanna se

inclinó e hizo ademán de apagar la lámpara.

-¡No lo hagas! –dijo Eddie en un tono de pánico producto de la

combinación de la serpiente y la oscuridad. Le quitó la almohada a

Deanna y le aporreó con la misma para disimular la vergüenza que

sentía. Deanna no apagó la lámpara y volvió a tumbarse en la cama,

satisfecha de sí misma.

-Señora –dijo Eddie- es usted una auténtica sinvergüenza.

370
Deanna recuperó la almohada y se la colocó bajo la cabeza,

saboreando su pequeña victoria. En el condado de Zebulon había

conocido a hombretones fornidos que trabajaban sin apasionamiento

con maquinaria potente y bueyes tan grandes que podrían haberles

matado, pero que admitían abiertamente que tenían miedo de

cualquier serpiente. A los nueve años, Deanna Wolfe se convirtió

en una leyenda al llevar al colegio una serpiente rey de dos

metros y medio de longitud.

-No tiene sentido despreciar a la serpiente –le dijo a Eddie-.

Está de nuestra parte. Odio los ratones, odio que devoren mi

comida. Que hagan sus nidos en los cajones y que luego los

calcetines apesten a orina de ratón. Que me pasen por los pies por

la mañana y me hagan tirar el café contra la pared. Si mataras a

todas las serpientes del mundo la gente pondría el grito en el

cielo por la plaga de roedores. No sólo aquí sino también en las

ciudades.

-Gracias, señorita Profesora de Ciencias. Qué mala suerte que

no todos usemos la lógica como tú. ¿Sabes qué? –Se dio la vuelta y

le susurró al oído-: Los truenos te dan miedo.

-No.

-Sí. Te he visto saltar.

-Es un reacción de sobresalto, no de miedo. Los truenos no son

más que dos paredes de aire separado que se unen, algo que no

haría daño ni a una mosca.

Eddie se recostó junto a Deanna, sonriendo de oreja a oreja.

-Algo que hace que te mueras del susto.

371
-Con los ratones también salto, pero no de miedo sino porque

me dan asco.

-Vale, vale. Las serpientes no dan miedo, sólo asco.

-No digas tonterías, Eddie. La gente dice muchas todos los

días, pero odiar a los depredadores por principio es como odiar el

techo que te protege por principio. Yo prefiero tener en casa una

serpiente que cincuenta ratones. Una serpiente en todos los

tejados.

Eddie se estremeció.

-Las serpientes, al menos, tienen modales... no se te meten

entre los pies.

-No te me metas entre los pies –le dijo Eddie al techo.

-No te preocupes. –Deanna se cubrió con las mantas y apoyó la

cabeza sobre el hombro de Eddie. Era cierto que tenía miedos

irracionales. Habló en voz baja mientras le acariciaba el pecho

duro y marcado y pensaba en el cartílago que le protegía el

corazón-. Es un depredador muy decidido y nosotros no somos su

presa. Desde el punto de vista de una serpiente, ni siquiera

existimos. No somos nada de nada. Estamos a salvo.

Permanecieron inmóviles durante unos instantes, escuchando la

música de los grillos en una noche de verano. Deanna oyó, no muy

lejos, el débil ulular de una lechuza. No era el ululato

entrecortado de los búhos grandes sino un sonido más íntimo, una

especie de risita aguda. Deanna esperó la respuesta y la escuchó

de inmediato, una serie de ululatos suaves y rápidos que los búhos

pequeños emplean de cerca durante la época de cría. Se buscaban en

372
la oscuridad y harían el amor bajo la ventana. Deanna rozó la

clavícula de Eddie con el labio superior.

-Entonces –le dijo-, ¿podríamos proseguir con la conversación

anterior?

-No lo sé –replicó Eddie al tiempo que levantaba las mantas y

miraba-. Sí.

Deanna se separó de sus brazos lo suficiente como para apagar

la lámpara. Acostumbrada desde la niñez, susurró en su interior

una oración de gracias tan breve y rápida como el tiempo que la

luz tardaba en convertirse en oscuridad: Gracias por este día, por

todos los pájaros que están a salvo en sus nidos, por esto, sea lo

que sea, por la vida.

373
{17}

Castaños viejos

La orilla del Egg Creek parecía una esponja hinchada por la

lluvia. Garnett miraba la ladera, arriba y abajo, y negaba con la

cabeza. La tierra estaba tan blanda que un roble de cincuenta años

se había inclinado, las raíces habían emergido del barro como si

fuesen dientes sueltos, y se había caído antes de que le llegara

su hora. Vaya desastre. Tendrían que llamar a alguien, a algún

hombre joven con una motosierra para que se ocupara de aquella

maraña de tronco y ramas y la convirtiera en leña. El hijo de Oda

Black, un joven educado, podría hacerlo en una mañana sin cobrar

demasiado.

Sin embargo, el dinero no era problema. Ni encontrar a alguien

que lo hiciera. El problema era que ese tramo del Egg Creek

establecía la línea divisoria entre sus propiedades y las de

Nannie Rawley. Lo justo sería que ella pagara la mitad, o más, ya

que, de hecho, el árbol era de ella. Tendrían que llegar a algún

acuerdo y lo cierto era que no existía ningún precedente al

respecto en la historia de Garnett y Nannie.

Contempló aquella debacle y suspiró. Si ella subiera y la

viera entonces, al menos, no tendría que ser él quien diera el

primer paso. Si Garnett sacaba el tema, Nannie lo interpretaría

como que le estaba pidiendo un favor. Lo cual, obviamente, no era

cierto. Se limitaba a poner de manifiesto su negligencia. Todo

granjero que se precie recorre los límites de sus propiedades tras

374
una tormenta para ver los daños causados. Pero Nannie Rawley era

un caso aparte.

-Oh, Dios –declaró en voz alta a los pájaros, algunos de los

cuales cantaban alegremente en las ramas del roble caído sin

importarles que su mundo hubiese pasado del plano vertical al

horizontal. Es más, en el roble todavía florecían hojas

brillantes; seguramente intentaba esparcir su polen al viento y

diseminar las bellotas, como si las raíces no estuvieran

meciéndose en la brisa y la madera no estuviera condenada a

convertirse en leña.

Los pájaros y los robles son como ella, pensó mientras

inspeccionaba aquel mundo iluso con extraña satisfacción.

Se percató de que una media docena de los árboles que crecían

a lo largo de la orilla se inclinaban peligrosamente desde el

terreno de Nannie Rawley hacia el suyo. Lo más probable era que la

próxima tormenta derribara varios más. Un cerezo viejo parecía

especialmente amenazador, con una inclinación de casi cuarenta y

cinco grados justo encima del sendero por el que solía llegar

hasta allí. Se dijo que debería caminar rápido y no entretenerse

bajo el mismo.

-Oh, Dios –repitió mientras regresaba por el camino hacia su

casa.

Tendría que ser un cara a cara. Nada de teléfono. Ella nunca

estaba en casa y tenía una de esas condenadas máquinas que emitían

un pitido y esperaban que uno hablase en el acto sin tan siquiera

preparar el terreno. No terminaba de acostumbrarse a ese tipo de

cosas; siempre que alguna le cogía por sorpresa luego tenía que

375
tumbarse y descansar un rato. No, iría a su casa y zanjaría el

tema lo antes posible. Garnett se enfadó con su mala suerte. Cada

vez que intentaba desentenderse de aquella mujer volvía a aparecer

por un motivo u otro. Era peor que la herrumbre. ¿Por qué Dios

insistía en que se topase con esa mujer una y otra vez? Sabía la

respuesta, claro: Nannie Rawley ponía a prueba a su fe, era su

cruz. Pero ¿tendría fin ese martirio?

-¿No he hecho todo lo humanamente posible? –se preguntó

caminando, al tiempo que alzaba las palmas de las manos y

articulaba las palabras sin llegar a pronunciarlas-. Le he escrito

cartas. Le he dado explicaciones. Le he facilitado consejos

científicos y le he entregado la Santa Palabra. Dios mío, ¿no he

ayudado lo suficiente al alma mortal de esa mujer?

Uno de los árboles inclinados de la orilla se desplazó

bruscamente, con un crujido y un chasquido, y el corazón del

anciano se disparó como el de una vaquilla atrapada en el pasadizo

de carga. Se detuvo por completo en el sendero y se llevó la mano

al pecho para calmar a la pobre bestia condenada.

-De acuerdo –le dijo Garnett Walker a su Dios-. ¡De acuerdo!

* * *

Garnett admiraba un huerto bien cuidado, al menos le concedía

ese honor. Le gustaba la tierra fresca y sombreada que se extendía

bajo los árboles como una amplia manta de picnic y también le

gustaba la alineación de los troncos a medida que se caminaba

entre ellos: primero en hileras rectas y luego en diagonal,

376
dependiendo de cómo se mirase. Una arboleda que obedecía a las

leyes del hombre y de la geometría, eso era lo que le gustaba. Por

supuesto, el viejo señor Rawley era quien había plantado los

árboles en el año cincuenta y uno o así, mientras ella estaba en

la universidad. Si los hubiera plantado ella, vaya, seguro que lo

habría hecho sin orden ni concierto, como los árboles en un claro

del bosque. Ella esgrimía la teoría de que era mejor para las

manzanas.

Garnett sabía a ciencia cierta que Nannie estaba preparando

una nueva hilera de árboles al otro lado de la casa, aunque no

había estado allí y, por lo tanto, no sabía si era recta o no.

Nannie le había mencionado que eran esquejes clonados de uno de

los silvestres que habían brotado en los pastos en barbecho de la

colina situada tras su huerto. Aquel campo presentaba un aspecto

horrible, todo descuidado, pero ella aseguraba que era suyo y

fruto del experimento de los pájaros y que había descubierto un

buen cruce accidental, el cual había patentado con el nombre de

“Rachel Carson”. ¿Qué se creía que estaba haciendo, patentando una

raza y creando un nuevo huerto a partir de injertos? Esos árboles

no darían manzanas hasta dentro de diez años. ¿Quién pensaba que

iba a estar ahí para recogerlas?

El plan de Garnett había sido ir a su casa y llamar a la

puerta, pero por el camino se había detenido a espiar las

escaleras de mano y la parafernalia para recoger fruta diseminada

en la parte occidental del huerto. Cruzó pasando junto a la

huerta, la cual, tuvo que admitir, estaba bien cuidada. Gracias a

algún método diabólico había logrado que las berenjenas y los

377
brócolis crecieran sin fumigar. Garnett ni siquiera plantaba

brócolis porque eran pasto de las orugas geómetras, y las

berenjenas de tantos escarabajos de las hojas que parecían haber

recibido una salva de perdigones. Observó el maíz, que había

comenzado a brotar, y vaya, dos semanas antes que el suyo.

¿Tendría al menos polillas portaestuche? Intentó no desearlo.

Estaba a punto de llegar a la cerca que dividía sus campos cuando

la oyó tararear entre el follaje y le vio las piernas en la

escalera, por debajo del techo de hojas verdes que formaba el

árbol. Así es como una tortuga debía de ver a un pato, pensó

maliciosamente. Respiró hondo. No pensaba andarse por las ramas.

-¡Hola! Traigo noticias –gritó-. Uno de sus árboles se ha

caído en mi terreno.

Las zapatillas sucias descendieron dos travesaños y vio que

Nannie le miraba por entre las ramas.

-Bueno, no parece que le haya dejado muy mal parado, señor

Walker.

Garnett negó con la cabeza.

-No hace falta comportarse como niños.

-No le vendría mal –replicó-. De vez en cuando. –Volvió a

subir y desapareció entre las ramas del manzano, un June

Transparent, a juzgar por las frutas amarillas que había en el

suelo. Estaba recogiendo manzanas de junio a mediados de julio. No

era de extrañar.

-Quisiera hablar con usted sobre un asunto –dijo Garnett con

sequedad-. Le agradecería que lo hiciéramos sobre suelo firme.

378
Nannie descendió de la escalera con una cesta llena de

manzanas mientras murmuraba que tenía que trabajar para subsistir

en lugar de cobrar una pensión. Dejó la cesta en el suelo y apoyó

las manos en las caderas.

-De acuerdo. Ya que se pone gazmoño, ¡soy yo la que quisiera

hablar con usted sobre un asunto!

Garnett sintió que el corazón se le aceleraba. Le sacaba de

quicio que Nannie le asustara de esa manera. Permaneció inmóvil,

respiró lentamente y se dijo que no debía tener miedo. La

situación no era más desalentadora que un campo por arar; un

pequeño terreno femenino.

-¿De qué se trata?

-¡Ese maldito Sevin con el que ha estado fumigando los árboles

todos los santos días de la semana! ¿Cree que tiene problemas, que

se le ha caído un árbol? Pues bien, su veneno me ha llegado a mí,

y no me refiero sólo a mis propiedades, mis manzanas, sino a mí.

Tengo que respirarlo. Si contraigo cáncer de pulmón le acabará

remordiendo la conciencia.

Nannie cesó el ataque frontal; sus miradas se cruzaron durante

unos instantes y luego las apartaron y miraron la hierba que les

rodeaba los pies. Ellen había fallecido a consecuencia de un

cáncer de pulmón que le había ocasionado una metástasis cerebral.

La gente siempre mencionaba el hecho de que nunca había fumado.

-Lo siento, le he recordado a Ellen –dijo Nannie-, pero no

quiero que piense que insinúo que enfermó por culpa de sus

venenos.

379
Sin embargo, Garnett, horrorizado, se percató de que Nannie lo

había pensado. Lo había pensado y había hecho correr el rumor para

que la gente también lo pensara. Cayó en la cuenta con un pavor

casi sobrenatural. Nunca había leído la letra pequeña del paquete

de polvos Sevin pero sabía que se introducía en los pulmones y que

era nocivo. Oh, Ellen. Alzó los ojos al cielo y, de repente, se

sintió tan mareado que estuvo a punto de tener que sentarse en la

hierba. Se llevó una mano a la sien y con la otra se apoyó en el

tronco de uno de los manzanos.

-Esto no va bien –comentó Nannie-. No quería parecer odiosa de

buenas a primeras. Pensaba que tal vez pudiéramos darnos una

oportunidad. –Vaciló-. ¿Necesita un poco de agua?

-Estoy bien –replicó Garnett al tiempo que recobraba el

equilibrio. Nannie le dio la vuelta a un par de cestas y le hizo

señas para que se sentara.

-Llevaba demasiado tiempo dándole vueltas –dijo Nannie-. Ahora

mismo estaba ahí arriba sufriendo por varias cosas a la vez: su

veneno, las facturas que tengo que pagar, las tejas del tejado que

no puedo cambiar. Dink Little asegura que ya no las fabrican, ¿se

lo imagina? Esta semana ha surgido una maldita cosa detrás de otra

y cuando usted ha llegado gritando de repente, he dejado que la

presa reventase. –Introdujo la mano entre las rodillas y tiró de

la cesta para quedar cara a cara-. Lo que necesitamos es una

charla sensata sobre el asunto de los pesticidas, de granjero a

granjero.

Garnett sintió una punzada de culpabilidad por lo de las

tejas, pero no dijo nada al respecto.

380
-Estamos a mediados de julio –informó-. Las orugas han

invadido mis almácigas como una auténtica plaga. Si no fumigase

perdería todos los cruces nuevos de este año.

-Lo entiendo, pero está matando todos mis beneficios. Está

matando a los polinizadores. Está matando a los pájaros cantores

que se comen los bichos. Es usted un excelente ángel exterminador,

señor Walker.

-Tengo que ocuparme de los castaños –replicó Garnett con

firmeza.

Nannie le miró de hito en hito.

-Señor Walker, ¿son imaginaciones mías o es que acaso cree que

sus castaños son más importantes que mis manzanos? ¿Y sólo porque

usted es hombre y yo mujer? Parece olvidar que la cosecha de

manzanas es mi medio de subsistencia y que sus árboles son un

hobby.

Aquel sí que había sido un golpe bajo. Garnett debería de

haberla llamado por teléfono. Era mucho mejor hablar con una

máquina estúpida que con ella.

-Nunca he dicho nada de las manzanas. Al fumigar le estoy

echando una mano o, de lo contrario, las orugas llegarían aquí

enseguida.

-Ya han llegado. Normalmente, sé cómo ocuparme de ellas a mi

manera. Pero cada vez que fumiga provoca un estallido de orugas.

Garnett negó con la cabeza.

-¿Cuántas veces tendré que oír esa tontería?

Nannie se inclinó hacia delante y abrió bien los ojos.

-¡Hasta que la escuche!

381
-Ya la he escuchado. Demasiadas veces.

-No, vamos a ver, tal vez no se lo haya explicado bien.

Siempre había tenido el presentimiento, pero era incapaz de

expresarlo con palabras. Y, mire por donde, el mes pasado

publicaron un artículo al respecto en el Orchardman’s Journal. Es

algo del todo científico, un principio. ¿Quiere que traiga la

revista o prefiere que se lo explique?

-Creo que no tengo elección –dijo Garnett-. Escucharé para

encontrar el error de su razonamiento. Luego tendrá que echar

tierra sobre el asunto para siempre.

-Bien –dijo Nannie al tiempo que cambiaba de postura-. De

acuerdo, veamos. Dios mío, estoy un poco nerviosa. Como si hubiera

vuelto a la universidad para hacer un examen.

La mirada inquieta de Nannie le recordó a todos los jóvenes

que, año tras año, le habían tenido miedo en las clases de

agricultura vocacional. No era un profesor duro pero insistía en

que aprendieran bien las cosas. No obstante, le temían. Nunca

habían sido amigos suyos, a diferencia de lo que sucedía con Con

Ricketts en manualidades, por ejemplo. El hacer las cosas bien

conducía a una vida larga y solitaria.

-Vale, vamos allá –dijo Nannie finalmente al tiempo que

entrelazaba las manos-. Existen dos clases de bichos, los que se

comen las plantas y los que se comen otros bichos.

-Exacto –dijo Garnett con paciencia-. Los áfidos, los

escarabajos japoneses y las orugas se comen las plantas. Por

nombrar algunos. Las mariquitas se comen otros insectos pequeños.

382
-Las mariquitas hacen eso –convino Nannie-. Y las arañas, los

avispones, los calcídidos y muchas otras avispas, así como las

moscas portasierra y los himenópteros parásitos, y muchos más.

Así, en el campo hay depredadores y herbívoros. ¿Me sigue?

Garnett agitó la mano en el aire.

-Di clases de agricultura vocacional durante más años de los

que se imagina. Se sabe más por viejo que por sabio. –Aunque, a

decir verdad, Garnett nunca había oído hablar de los himenópteros

parásitos.

-Bien, de acuerdo. Los herbívoros presentan ciertas

características.

-Se comen las plantas.

-Sí. Son una plaga. Y se reproducen rápido.

-¡Y que me lo diga! –declaró Garnett.

-Por norma, los insectos depredadores no se reproducen tan

rápido. Pero eso funciona bien en la naturaleza porque un

depredador se come un sinfín de herbívoros en vida. Los

devoradores de plantas tienen que ir más rápido para no ceder

terreno. El equilibrio se produce gracias a la existencia de

ambos. ¿Me sigue?

Garnett asintió. Se dio cuenta de que escuchaba con más

interés del que había supuesto.

-Bien. Cuando fumiga un campo con un insecticida de amplio

espectro como Sevin, mata a los herbívoros y a los depredadores,

¡bang! Si nada más comenzar se rompe el equilibrio entre los

depredadores y las presas y ambos se ven reducidos al mismo

número, entonces los herbívoros que sobrevivan aumentarán de

383
número después de la fumigación, deprisa, porque la mayoría de sus

enemigos ha desaparecido. Y los depredadores disminuirán porque

han perdido la mayor parte sus presas. Así, en el intervalo entre

fumigación y fumigación, se acaba aumentando el número de bichos

que no se quieren y exterminando los que se necesitan. Y cada vez

que se fumiga la situación empeora.

-¿Y luego? –inquirió Garnett, concentrado.

Nannie le miró.

-Eso es todo, ya he acabado. El principio de Volterra.

Garnett se sintió como si le hubieran tomado el pelo. ¿Cómo

podía Nannie hacer lo mismo una y otra vez? En otra época la

habrían quemado en la hoguera por bruja.

-No he encontrado ningún error en ese principio –admitió.

-¡Porque no lo hay! –gritó-. ¡Porque tengo razón! –dijo Nannie

pavoneándose.

-La industria química de la agricultura se sorprendería si

oyera esa teoría.

-Oh, tonterías, están al tanto de todo. Sólo que confían en

que uno no lo esté. Cuanto más dinero se gaste en esas cosas, más

se necesita. Es como engancharse a alguna bebida alcohólica de

mala muerte.

-¡Eh! –le reprendió Garnett-. No nos propasemos.

Nannie se inclinó hacia delante, con los codos apoyados en las

rodillas, y le miró con seriedad con unos ojos del color y del

brillo de un castaño lustroso. Era la primera vez que Garnett se

había fijado en sus ojos.

384
-Si no cree que esos tipos son malas personas es que entonces

usted es un primo, señor Walker. ¿Ha recibido los folletos del

servicio de Extensión? ¡Ahora todas las empresas venden esos

cereales con los genes modificados y los tontos los cultivan!

-Los agricultores modernos prueban cosas nuevas –replicó

Garnett-. Incluso en el condado de Zebulon.

-La mitad del mundo no se comerá esos cereales; los están

boicoteando. Si un agricultor los planta ahora quebrará en uno o

dos años. Eso es, según usted, la agricultura moderna.

-Eso es ver las cosas con malos ojos.

Nannie se dio una palmadita en las rodillas.

-¡Mire a su alrededor, viejo! En la época de su padre a todos

los agricultores les iba bien por aquí. Ahora tienen que hacer el

turno de noche en el Kmart para poder pagar la hipoteca. ¿Y eso

por qué? Trabajan tan duro como sus padres y viven en la misma

tierra, ¿qué es lo que pasa entonces?

Garnett sentía el calor insistente del sol en la nuca. Nannie,

sentada frente a él, le miraba entrecerrando los ojos. Habían

comenzado a hablar a la sombra pero el sol había emergido por

detrás de un árbol; llevaban demasiado tiempo sentados sobre las

cestas hablando de tonterías.

-Los tiempos cambian –dijo Garnett-. Eso es todo.

-El tiempo no cambia, son las ideas las que cambian. Los

precios y los mercados y las leyes. Las empresas de productos

químicos cambian y, al parecer, usted les sigue el cuento. Si a

eso es a lo que se refiere con “tiempo”, entonces sí, señor, hemos

vivido lo suficiente para ver cómo empeoraban las cosas.

385
Garnett se rió y, por algún motivo, recordó al joven que

conducía la camioneta de UPS.

-Eso no pienso discutírselo –dijo.

Nannie se protegió los ojos de la luz del sol y le miró de

hito en hito.

-Entonces, ¿por qué se burla de mi sistema de agricultura y

opina que está anticuado?

Garnett se incorporó y se sacudió tierra invisible de las

rodillas de los pantalones. Se oía un zumbido constante y agudo y

pensó que era su audífono, pero decidió que procedía de los

árboles y del aire. Le hacía sentirse nervioso. Todo aquel lugar

le daba pánico.

Nannie se quedó sentada pero le siguió por el claro con la

mirada, esperando una respuesta que Garnett era incapaz de

articular. ¿Por qué Nannie Rawley le molestaba tanto? Dios

bendito, no podría responder aunque tuviera todo el tiempo del

mundo. Se detuvo y la observó, sentada, con los ojos bien

abiertos, a la espera de su veredicto. No es que pareciera

anticuada, sino una especie de visitante del pasado; parecía una

niña de antes, con sus grandes ojos oscuros y su corona de pelo

trenzado. Incluso la ropa que llevaba, un pantalón de peto y una

camisa sin mangas, le daban el aire despreocupado de una niña que

acaba de terminar el colegio y se dispone a disfrutar del verano,

pensó Garnett. Una niña, eso era. Y se sintió cohibido y

humillado, como un niño.

-¿Por qué se enfada con todo? –le preguntó Nannie finalmente-.

Tan sólo quisiera que apreciara la belleza.

386
-¿La belleza de qué? –inquirió Garnett. Una nube ocultó el sol

durante unos instantes y dio la impresión de que todo cambiaba un

poco.

-De todo. –Nannie agitó un brazo-. ¡Del mundo! De un campo de

plantas y bichos que buscan el equilibrio a su manera.

-Vaya forma más bonita de expresarlo. Se están matando, eso es

lo que hacen.

-Sí, señor, comerse los unos a los otros y reproducirse, es

cierto. Comer y reproducirse, esa es la esencia de la creación de

Dios.

-Ese comentario me parece ofensivo.

-¿Oh? ¿Acaso se cree que ha llegado a este mundo de un modo

distinto al de los demás?

-No –replicó Garnett, irritado-. Sólo que prefiero no

regodearme en ello.

-No es barro, señor Walker. Formar parte de algo superior es

glorioso. La gloria de un mundo en evolución.

-Oh, venga ya –gritó Garnett-. No empiece con lo de la

evolución. Ya le he dejado bien claro cómo están las cosas. –Dio

pasos en círculos, como un perro dispuesto a echarse-. ¿Recibió mi

carta?

-¿La nota de agradecimiento por el pastel de moras que le

preparé? No, creo que no. Recibí una sarta de palabras maliciosas

sobre las mujeres unitarias que no llevan sujetador y también

pareció arrojar mi alma a las fauces de Satanás, del mismo modo

que el patito que cayó en las de la tortuga. Creo que algún

387
demente debió de enviarme esa carta por error. La tiré a la

basura.

Garnett nunca la había visto tan agitada y no replicó. Nannie

se incorporó, recogió una manzana del suelo y luego se la pasó de

una mano a otra.

-Lo del patito fue desagradable –añadió-. Y la postura de la

iglesia Unitaria respecto a la ropa interior no es asunto suyo.

Nadie ha visto mi ropa interior desde que muriera Ray Dean Wolfe,

así que puede ahorrarse los comentarios sobre mi cuerpo.

-¡Su cuerpo! –dijo Garnett, avergonzado-. La carta no trataba

de eso sino de la errónea creencia en una teoría viciada sobre la

creación de la tierra, era una réplica clara y sencilla sin el más

mínimo atisbo de duda.

-Vive una vida sin el más mínimo atisbo de vida, ¿no?

-Tengo mis convicciones –replicó Garnett.

Nannie ladeó la cabeza y le miró. Garnett nunca sabía si se

andaba con evasivas o es que no oía bien.

-Usted quiere simplificarlo todo –arguyó-. Dice que sólo un

creador inteligente y hermoso podría crear belleza e inteligencia.

Pues escuche esto. ¿Ve esa cesta de manzanas? ¿Sabe lo que le puse

a los árboles para que dieran esas deliciosas manzanas? Caca,

señor. Caca de caballo y caca de vaca.

-¿Compara al Creador con el estiércol?

-Digo que su lógica es poco convincente.

-Soy un hombre de ciencias.

-¡Bueno, pues entonces deja mucho que desear como tal! No me

venga con que no comprendo las leyes de la termodinámica. Fui a la

388
universidad y lo hice después de que descubrieran que el mundo es

redondo. Las palabras rimbombantes no me asustan.

-Nunca he dicho tal cosa.

-¡Sí que lo ha dicho! “Sé que no es científica, señorita

Rawley” –se burló Nannie en un tono remilgado.

-Venga, vamos, sólo quería aclararle un par de cosas.

-¡Viejo farisaico! ¿Se ha preguntado alguna vez por qué no

tiene amigos desde que Ellen murió?

Garnett parpadeó. Ya puestos, podría haber desencajado la

boca.

-Bueno, siento ser la primera en decírselo. ¡Pero escuche cómo

habla! –gritó Nannie-. “¿Cómo es posible que el azar fortuito,

léase evolución, haya creado formas de vida tan complejas como las

que pueblan nuestro mundo?” ¿Cómo puede ser tan autosuficiente e

ignorante a la vez?

-¡Válgame Dios! ¿Se ha aprendido la carta de memoria antes de

tirarla a la basura?

-Oh, qué va, no me ha hecho falta, ya había oído todo eso

antes. Saca las ideas directamente de esos estúpidos panfletillos.

Quienquiera que escriba esas cosas debería buscar material nuevo.

-Bueno, entonces –dijo Garnett al tiempo que se cruzaba de

brazos-, ¿cómo crea el azar fortuito formas de vida complejas?

-Esto es completamente ridículo, un hombre que hace lo que

usted hace y que asegura no creer en lo que hace.

-Lo que hago no tiene nada que ver con el que los monos se

conviertan en hombres pensantes de forma caótica.

389
-¡La evolución no es caótica! Se trata de una serie de

elecciones, como usted hace con los castaños. –Nannie le indicó la

almáciga con la cabeza y luego frunció el cejo y la miró

pensativamente-. Los árboles cambian un poco con cada generación,

¿no? ¿Y cuáles son los que decide salvar para el cruce?

-Los que resisten mejor a la plaga, obviamente. Inoculo a los

árboles el hongo de la plaga y mido el tamaño de los cancros.

Algunos apenas enferman.

-Bien. Así que elige a los más fuertes, cruza sus flores entre

ellos y planta las semillas, y luego repite el proceso en la

generación siguiente. Con el tiempo habrá conseguido una nueva

especie de castaño, ¿no?

-Exacto. Una que resista las plagas.

-Una especie completamente nueva, de hecho.

-No, eso sólo lo puede hacer Dios. No puedo convertir un

castaño en un roble.

-Podría si tuviera tanto tiempo como Dios.

Oh, si lo tuviera, pensó Garnett con la desesperación de un

hombre al que se le acaba el tiempo. Lo único que quería eran los

años necesarios para conseguir un buen castaño, pero sabía que no

podía hacerse ilusiones al respecto. A veces había pensado que

debía rezar para vivir más, pero temía la respuesta de Dios. Ellen

ni siquiera había tenido tiempo de hacer las paces con su hijo.

Divagaba.

-No sé de qué me habla –le dijo, irritado.

-Lo que está haciendo es una selección artificial –replicó

Nannie con calma-. La naturaleza hace lo mismo, pero más despacio.

390
Todo eso de la “evolución” no es más que un nombre que los

científicos usan para designar la verdad más obvia del mundo, que

toda forma de vida se ajusta a los cambios propios del lugar en el

que vive. No durante su vida sino a lo largo de varias

generaciones. Tanto si lo cree como si no, es algo que sucede

delante de sus narices, con los castaños.

-Dice que lo que hago con los castaños es lo que Dios hace con

el mundo.

-Es una forma de expresarlo. Excepto que usted tiene una meta,

sabe lo que quiere. En la naturaleza son los depredadores,

supongo, el mal tiempo, cosas así, las que sacrifican los genes

más débiles y permiten que sobrevivan los más fuertes. No están

tan organizadas como usted pero son igualmente fiables. Es lo que

siempre ocurre.

-Lo siento, pero no puedo comparar la voluntad de Dios con

algo que simplemente ocurre.

-De acuerdo, vale, no lo haga. Me da igual. –Nannie parecía

disgustada. Volvió a sentarse sobre la cesta, arrojó la manzana y

se cubrió el rostro con las manos.

-Bueno, yo no puedo. –Garnett intentó quedarse quieto en lugar

de dar vueltas pero le dolían las rodillas-. Creer que no existe

un propósito divino no es más que una tiniebla impía. No se puede

confiar en que la humanidad funcione en un mundo así. El Señor es

bueno y justo.

Nannie le miró con lágrimas en los ojos.

-La humanidad funciona con lo que sea. Cuando haya tenido una

hija que nazca con los cromosomas desordenados y se haya pasado

391
quince años viéndola morir, entonces vuelva y dígame lo que es

bueno y justo.

-Oh, Dios mío –dijo Garnett, nervioso. Debería prohibirse la

visión de una mujer llorando a plena luz del día.

Nannie rebuscó en el bolsillo, extrajo un pañuelo y se sonó la

nariz.

-Estoy bien –dijo al cabo de unos instantes-. No quería

decirlo de esa manera. –Volvió a sonarse, de manera exagerada.

Resultaba un tanto vergonzoso. Se frotó los ojos y se guardó el

pañuelo rojo en el bolsillo-. No soy una mujer impía –dijo-. Veo

las cosas a mi manera y eso hace que tenga ganas de levantarme por

la mañana y alabar la gloria. Usted no lo hace, señor Walker. Por

eso no me gusta que se le suban los humos y hable de las tinieblas

de mi alma.

Garnett le dio la espalda y contempló sus tierras. Las hojas

estrechas y con los extremos color bronce de los castaños jóvenes

se agitaban como si fueran banderas, como si cada árbol fuera un

pequeño país de promesas genéticas.

-Me llamó anciano amargado. Tampoco me gustó.

-Cualquier hombre que arranque de su vida a su hijo como si

fuera la rama de un árbol es un amargado. Esa es la palabra más

adecuada.

-Eso no es asunto suyo.

-Él necesita ayuda.

-Eso tampoco es asunto suyo.

-Puede que no. Pero póngase en mi lugar. Daría lo que me queda

de vida ahora mismo si eso ayudase a Rachel, pero ya he perdido la

392
oportunidad. Si hubiera podido que los médicos me quitasen el

corazón y se lo pusieran a ella, lo habría hecho. ¿Qué sensación

cree que se tiene cuando se ve que otras personas se deshacen de

sus hijos?

-No tengo hijos.

-Tuvo uno durante veinte años. Y la última vez que supe de él

todavía vivía.

Garnett sentía la mirada de Nannie en su espalda como el sol

de mediodía, pero no podía darse la vuelta. Le permitiría que

continuase hiriéndole con sus palabras.

-Anda por ahí, con sus genes y los de Ellen. –Se calló pero

Garnett no se volvió-. ¡Por Dios, se llama igual que usted! ¿Y no

piensa ayudarle? Tengo la impresión de que ya no confía en nadie

ni en nada, usted incluido.

A Garnett lo único que le apetecía era marcharse de allí. Sin

embargo, no pensaba darle la razón. Se volvió para enfrentarse a

su vecina.

-No puedo ayudar a ese muchacho. Tiene que hacerlo solo.

Tiempo al tiempo.

-¿Cree que todavía es un muchacho? Debe de rondar los treinta.

-Y todavía es un muchacho. Se hará hombre cuando decida actuar

como tal. No soy el único que piensa así. Ellen acudió a esas

reuniones durante años y eso fue lo que le dijeron. Con la bebida

y todo eso, tienen que decidir por sí mismos. Tienen que quererlo.

-Entiendo –replicó Nannie al tiempo que se cruzaba de brazos y

observaba las manzanas magulladas desparramadas por el suelo. Le

dio una patada a una con la puntera de goma de su pequeña

393
zapatilla de lona blanca-. Pero es que odio ver que se olvide de

él.

¿Olvidar? Garnett sintió un escozor salado en el ojo y apartó

la mirada. ¡Qué cosa más patética e inútil era el conducto

lacrimal humano! Su vista nublosa se detuvo en una caja de madera

blanca y cuadrada que estaba al final del jardín. Caviló sobre la

misma durante unos instantes y luego recordó que Nannie tenía

colmenas. Las abejas la absorbían, al igual que muchas otras

cosas. Lo que había dicho era cierto: la mayor parte del tiempo

era una mujer increíblemente feliz. Y él solía estar

apesadumbrado.

-Lo tuvimos muy tarde –confesó Garnett sin volverse-. Éramos

como Abraham y Sara. Al principio no nos creíamos la suerte que

habíamos tenido, pero un bebé nos asustaba lo indecible y un

adolescente nos desconcertaba por completo. A veces me pregunto

qué habrían hecho Abraham y Sara de haber tenido un hijo en la

época de los coches trucados y la cerveza.41

Nannie apoyó la mano con delicadeza en el antebrazo de

Garnett, quien se sobresaltó. Al venir por detrás, le había

sorprendido. Nannie retiró la mano pero Garnett continuó sintiendo

la leve presión, como si la piel le hubiera cambiado bajo la tela

de la camisa.

-Siempre hay más cosas de las que saltan a la vista si se

miran desde la cerca –dijo-. Lo siento.

41
Isaac, hijo de Abraham y Sara, nació cuando la madre tenía cien años y después de infinidad de plegarias a Dios,
quien les había prometido que les daría un hijo. Luego Dios quiso probar la fe de Abraham y le ordenó que sacrificara a
su amado hijo. Como es sabido, Dios aceptó el sacrificio de un carnero al quedar convencido de la incondicional
obediencia de padre e hijo. Así, la autora emplea la alusión bíblica con una doble intención: la posibilidad de tener hijos
sanos a una edad tardía y el aparente deseo de Dios de poner a prueba la fe de Garnett. (N. de los T.)

394
Permanecieron el uno junto al otro con los brazos cruzados,

mirando hacia el jardín floreciente de Nannie y el campo de

castaños jóvenes que estaba detrás. Estando tan cerca y callada,

Nannie carecía de su ímpetu habitual. Parecía muy pequeña; la

coronilla apenas le llegaba al hombro de Garnett. Dios mío, sólo

somos dos viejos, pensó Garnett. Dos viejos con los brazos

cruzados sobre la pechera buscando el Cielo con ojos tristes.

-Los dos tenemos dolores que sobrellevar, señorita Rawley.

Usted y yo.

-Sí. ¿Qué peor dolor que ser viejo y no tener jóvenes a los

que querer?

Garnett observó el campo de castaños jóvenes y robustos,

anhelantes de futuro. Sin embargo, el dolor era tan intenso que

tuvo que desviar la mirada.

Un pontífice índigo emitió un canto agudo y alegre desde un

poste y el extraño zumbido se oyó con más fuerza. Garnett cayó en

la cuenta de que eran las abejas. Un mundo de abejas ajetreadas en

el campo y en el huerto. No era el audífono.

Cuando se hubo asegurado de que la emotividad se había

desvanecido, Garnett se aclaró la garganta.

-Como le he dicho, el motivo por el que he venido es que uno

de sus árboles ha caído en mis propiedades. Allá arriba. –Garnett

indicó hacia la colina.

-Oh, ¿arriba, en el arroyo?

-Sí.

395
-No me sorprende. Hay muchos árboles allí arriba que dan la

impresión de que se caerán en cualquier momento. ¿Qué clase de

árbol era?

-Un roble.

-Vaya, qué pena. Un roble menos en el mundo.

-Todavía está en el mundo –señaló Garnett-. En mis

propiedades.

-Dele un año –dijo Nannie-. Las hormigas carpintero y los

barrenillos de las cortezas acabarán con él y lo devolverán a la

tierra.

-Estaba pensando en algo más rápido –replicó Garnett-. Como el

chico de Oda Black y una motosierra.

Nannie le miró.

-¿Por qué demonios? ¿Qué daño le hace ese árbol allá arriba en

el bosque? ¡Válgame Dios! Los mapaches lo usarán de puente. A las

salamandras les encantará vivir debajo mientras se pudre. Los

pájaros carpinteros se lo pasarán en grande.

-No es estético.

Nannie suspiró; exageradamente, a juicio de Garnett.

-De acuerdo –dijo-. Llame al chico de Oda si quiere. Supongo

que querrá que pague la mitad.

-La mitad sería lo justo.

-Pero me quedaré con la leña –dijo Nannie-. Toda.

-Está en mis tierras. Es mi leña.

-¡Es mi roble!

396
-Vaya, vaya. Hace un momento quería que se pudriera hasta

convertirse en humus. Ahora quiere la leña. Tengo la ligera

impresión de que no sabe lo que quiere.

Una pequeña explosión de aire salió despedida por la nariz de

Nannie.

-Es usted un viejo gazmoño insoportable –anunció antes de

detenerse para recoger la cesta de manzanas y encaminarse hacia el

establo. Garnett la observó marcharse. Se quedó allí durante un

buen rato y dejó que sus zapatos habitaran la hierba verde del

huerto repleto de estiércol mientras cavilaba sobre el peligroso

terreno de la mente de una mujer.

Había pensado darle las gracias por el pastel. Al menos, esa

había sido su intención.

397
{18}

El amor de las mariposas nocturnas

Durante el verano posterior al fallecimiento de su esposo Lusa

había descubierto la terapia del cortacéspedes. Las vibraciones

del motor que le recorrían el cuerpo y el ruido atronador que la

ensordecía parecían eliminar por completo el lenguaje humano de su

cabeza y ahuyentar las complejidades propias del arrepentimiento y

del reproche. Era una auténtica delicia recorrer el césped durante

una hora o dos sin abrir la boca, como si flotase por un universo

de sensaciones vibrantes. Había descubierto, por pura casualidad,

el modo de pensar de un insecto.

Al igual que muchas otras tareas que siempre había desempeñado

Cole, cortar el césped era algo que al principio le había dado

miedo. Durante las semanas que siguieron al funeral, Little y Big

Rickie lo cortaron por turnos sin mediar palabra. Sin embargo,

llegó el día en que Lusa se percató de que el patio estaba repleto

de hierba y dientes de león. Se dio cuenta de que el mundo se

cansaba rápido del dolor y de que parecía pensar que debía

ocuparse de esas tareas. Lusa tendría que ponerse las gafas de sol

y las botas e intentar poner en marcha el cortacéspedes.

Al principio le había desalentado la inclinación de las

pendientes y la peligrosa fuerza con la que el cortacéspedes se

lanzaba hacia los arroyos y las zanjas, pero se había concentrado

para encontrar la calma que le proporcionaba una recta o incluso

la espiral de unos círculos concéntricos en el patio. Al cabo de

398
unas horas se percató de que había dejado de pensar por completo.

Tan sólo era un cuerpo que vibraba como una de las cuerdas del

arpa celestial en el aire que olía a césped. La casa estaba

rodeada de hectáreas de patio, patio lateral y corrales, por no

mencionar un kilómetro y medio de cuneta a ambos lados del camino

que debía mantener limpio. En un verano tan lluvioso como aquel

apenas se pasaba un día soleado sin tener que emplear el

cortacéspedes.

Se encontraba inmersa en esa tarea la mañana en que Hannie-

Mavis y Jewel vinieron para dejar a Crys antes de marcharse a

Roanoke para otra sesión de quimioterapia. No eran los dos hijos

de Jewel, sólo Crystal. El plan era que Lois recogiera a Lowell

del béisbol infantil y se lo llevara a su casa para pasar la noche

mientras que su hermana dormiría en casa de Lusa. Resultaba obvio

que Crys había agotado la paciencia de todas las otras tías: la

última vez que había estado con Lois y Rickie había sufrido un

ataque, roto una estatua de porcelana a propósito y se había

escondido en el establo toda la noche. Eso fue lo que le dijeron a

Lusa así como que el nuevo horario de Emaline le resultaba

demasiado agotador como para ocuparse de los niños y Mary Edna no

pensaba cuidar a la niña, y punto, hasta que “se enmendase y fuese

por el buen camino”. Lusa supuso que si le pedían ayuda era porque

estaban desesperadas, pero lo cierto es que no tenía ni idea de

cómo cuidar a una niña como Crys. Al menos, no le impondría el

tipo de vestimenta que debía llevar.

Apagó el cortacéspedes mientras ellas aparcaban, pero las dos

mujeres saludaron rápidamente y le gritaron que llegaban tarde a

399
la cita de Jewel. Crys salió de la parte trasera del sedán,

Hannie-Mavis le recordó que cogiera la bolsa de fin de semana y

Jewel le chilló que se portara bien, todo ello a la vez, y, acto

seguido, se marcharon a toda velocidad. Crys miró a Lusa con los

ojos entrecerrados y el mentón inclinado, como un perro guardián a

punto de atacar. A Lusa lo único que se le ocurrió fue devolverle

la mirada a esa huraña pilluela de piernas largas con un corte de

pelo a lo Oliver Twist y vaqueros. En la mano llevaba una pequeña

maleta cuadrada y blanca de fin de semana que parecía de otra

época; seguramente la habrían utilizado su madre o tías en la

adolescencia para pasar noches más felices que aquélla. Aquí

estamos, pensó Lusa, viuda y huérfana a merced de una familia que

ejecuta a todos los cautivos.

-Hola –dijo Lusa intentando evitar el acento de Lexington. Sin

embargo, sabía que nunca pronunciaría la “o” como en Zebulon, una

“o” larga y suave.

-Ho-ola –imitó la niña mirando a Lusa con desdén.

Lusa se relamió y dio unos golpecitos en el volante con los

pulgares.

-¿Quieres que te enseñe tu habitación para que puedas deshacer

la maleta?

-No llevo nada. La he traído para que tía Hannie-Mavis pensara

que llevaba ropa interior limpia y eso.

-Oh –dijo Lusa-. Entonces supongo que no tendrás que

deshacerla. Déjala en el porche y ayúdame a terminar de cortar el

césped.

400
Crys arrojó el pequeño cubo duro hacia el porche sin levantar

el brazo por encima del hombro, como si fuera un lanzamiento de

softball42. La maleta cayó sobre uno de los escalones, se abrió y

un espejo cuadrado salió volando y se hizo añicos sobre los

escalones de piedra. Una gallina que escarbaba en el arriate

situado junto al porche cacareó y huyó en busca de un lugar

seguro. A Lusa le impresionó la hostilidad nada atemperada de la

niña, pero supo disimular.

-Oh, vaya –dijo de manera despreocupada-. Eso son siete años

de mala suerte.

-Yo ya he vivido diez así.

-Imposible. ¿Cuántos años tienes?

-Diez.

Señor, ayúdame a pasar las siguientes treinta horas, rogó Lusa

a cualquier Dios que la escuchase.

-¿Sabes qué, Crys? Me falta un poco para acabar el patio.

¿Quieres sentarse en el asiento y ayudarme a cortar el césped? Así

habremos acabado con ese trabajillo y podremos hacer algo más

divertido.

-¿Como qué?

Lusa se devanó los sesos; si sugería algo inapropiado perdería

un ojo.

-¿Cazar bichos, por ejemplo Me encantan los bichos, son mis

preferidos; ¿sabes que soy entomóloga?

La niña se cruzó de brazos y desvió la mirada, en espera de

que Lusa dijera algo interesante.

42
Especie de béisbol que se juega en un campo más pequeño con una pelota más blanda y grande. (N. de los T.)

401
-Oh –dijo Lusa-, pero supongo que a ti no te gustan. Todas las

mujeres de esta familia aborrecen y le tienen miedo a los bichos.

Lo siento, lo había olvidado.

Crys se encogió de hombros.

-Los bichos no me dan miedo.

-¿No? Bien, entonces ya somos dos. Gracias a Dios que ya he

encontrado a alguien que me acompañe a cazar bichos.

Apretó el embrague, giró la llave y el motor volvió a rugir,

entonces se sentó y esperó. Tras unos segundos de vacilación, Crys

cruzó el patio y se subió al asiento del cortacéspedes.

-El tío Rickie dice que es peligroso –declaró en voz alta

mientras retrocedían un poco y se dirigían a un sendero circular

que rodeaba el patio de abajo.

-Sí, seguramente es peligroso para los niños –gritó Lusa por

encima del ruido del motor-, pero, ¡Dios bendito!, tienes diez

años, no te vas a caer y dejar que la máquina te atropelle ni

nada. Pon las manos en el volante, así. –Dieron un pequeño salto

sobre un terraplén-. Bien, ahora estás conduciendo. No atropelles

a los pollos o tendremos que comer ensalada de pollo. Y cuidado

con las piedras. Da la vuelta, ¿vale?

Ayudó a Crystal a rodear un afloramiento de piedra caliza que

había en el terraplén situado entre el establo y el gallinero.

Lusa había aprendido a evitarlo para no gastar tanto la hoja del

cortacéspedes y porque le gustaban los hierbajos florecientes que

habían aflorado en esa islita.

402
-¿Qué son esas flores naranjas? –inquirió Crystal en voz alta.

Parecía no importarle mantener una conversación a ese nivel de

decibelios.

-Es una planta de Asclepio. –Lusa intentó que la forma de

expresarse de Crys, que era mucho peor que la de los otros niños

de la familia, no la escandalizara. Se preguntó si todos se habían

dado por vencidos con Crystal y, si así fuera, hacía cuánto

tiempo.

-¿Y qué hacen las mariposas, fumárselas?

Lusa hizo caso omiso del comentario.43

-Se beben el néctar de las flores. Y hay un tipo, la mariposa

monarca, que deposita los huevos en las hojas para que las orugas

se las coman al nacer. ¿Y sabes qué? ¡Las hojas las vuelven

venenosas! Toda la planta está llena de veneno.

-Como esa cosa que el médico le está dando a mamá –dijo

Crystal.

Resultaba desconcertante estar tan cerca de ese cuerpecito

triste y huesudo; era lo único que podía hacer para evitar

estrecharla entre los brazos.

-Sí –dijo-. Algo así.

-Vuelve venenosa a mamá. Cuando viene de Roanoke no podemos

entrar en su habitación ni tocar nada del baño después de que

orine. O nos moriríamos.

-No creo que os murieseis. Quizás os sentiríais mal y

vomitaríais. –Lusa le acarició la coronilla de la cabeza rubia con

el mentón. Fue un gesto breve que podría interpretarse como


43
En inglés, la planta de Asclepio se llama “butterfly weed” que, literalmente, podría traducirse por “hierba” o
“marihuana de las mariposas”, de ahí el comentario jocoso de Crystal. (N. de los T.)

403
casual. Dejaron de hablar durante unos instantes, mientras Lusa la

ayudaba a conducir el cortacéspedes por la cada vez más reducida

franja de hierba-. ¿Sabes qué? –dijo Lusa-. Eso es lo que le pasa

a las mariposas monarca.

-¿El qué?

-Las orugas se comen las hojas venenosas y sus cuerpos se

vuelven tóxicos. Si un pájaro se las come, vomita. Es una especie

de truco que las mariposas le hacen a los pájaros para que no se

coman las orugas.

Crystal no parecía muy convencida.

-Pero si un pájaro se las come y vomita, las orugas ya están

muertas.

Lusa tardó unos segundos en interpretar aquello.

-¿Ya están muertas? Bueno, sí, esas sí. Pero los pájaros

aprenden la lección y no vuelven a comérselas. Es un hecho

probado. Los pájaros evitan comerse las orugas de las mariposas

monarca.

-¿Y? –dijo Crystal al cabo de unos instantes.

-Bueno, que es una forma extraña que algunas madres tienen de

ocuparse de sus hijos –replicó Lusa-. Haciéndoles comer veneno.

-Sí, pero ¿qué hay de los que mueren?

-Bien pensado –dijo Lusa-. ¿Qué es de ellos? –No pensaba

entrar en las últimas teorías sobre la selección natural familiar.

Introdujo la mano bajo el asiento y tiró de la palanca que

levantaba la hoja-. Vamos al establo. Ya hemos cortado bastante

césped por hoy; vamos a cazar bichos. –La ayudó a pasar el

404
cortacéspedes por la puerta del sótano del establo y lo dejó en el

interior.

Apagó el motor pero continuó escuchando el zumbido. Crys y

ella descendieron de la máquina, aturdidas durante unos instantes,

mientras los ojos y los oídos se acostumbraban al silencio

polvoriento del establo. Crys miraba la escalera que conducía a la

trampilla situada sobre ellos, en el suelo de la planta superior.

Más que una escalera en sí era una escalera de mano permanente y

estaba tan curvada por los cien años que llevaba allí que ninguno

de los ángulos parecía respetar la gravedad. A Lusa le recordaba

el dibujo de Escher de una escalera espiral cuyos tramos parecían

“definirse” en direcciones distintas.44 La escalera resultaba tan

peligrosa que Lusa nunca la había utilizado, a pesar de que había

que dar un buen rodeo para llegar a la entrada a ras de suelo que

daba a la colina.

-¿Podemos subir? –preguntó Crys.

-Claro. –Lusa tragó saliva, presa del pánico-. Buena idea. De

todo modos, teníamos que subir al trastero para coger las redes y

los tarros.

La niña se sujetó a la escalera, astillada y desvencijada, y

comenzó a “subir” siguiendo las distintas direcciones. A la buena

de Dios, Lusa la siguió. Empujaron y la trampilla se abrió

fácilmente. Sacaron los codos como si fueran gallinas desplegando

las alas sobre el polvo, pasaron por el agujero y llegaron al

habitáculo principal del establo. Lusa inhaló el olor, la débil

acritud a petróleo pero, sobre todo, el aroma agradable del tabaco


44
La autora alude a un conocido grabado del dibujante holandés Maurits Cornelis Escher (1898-1972) en el que los
mismos tramos de escaleras, gracias a sabios juegos de perspectiva, parecen subir y bajar a la vez. (N. de los T.)

405
viejo. Una fina capa marrón de hojas desmenuzadas cubría todas las

grietas del lugar en que los Widener habían colgado y empacado

tabaco durante más de cien años.

El trastero había sido un granero, construido en una esquina

del establo y protegido de los roedores con tela metálica clavada

en el suelo, paredes y techo. Lusa descorrió el pestillo de la

puerta y se deprimió al ver aquella habitación polvorienta y

silenciosa repleta de maquinaria. Las manos de Cole la habrían

tocado en un momento u otro. La había movido, almacenado,

reparado. Lusa no sabía utilizar muchas de las máquinas: las

pistolas pulverizadoras y los accesorios del tractor así como una

larga hilera de sustancias químicas almacenadas en la estantería.

Piezas de vehículos. También había cosas más raras: una caldera de

aceite antediluviana y una colección de arreos para caballo y mula

de la época previa a la llegada de los tractores. Un piano vacío,

sólo la estructura de madera, sin nada en el interior. Lusa

también guardaba sus cosas en esa habitación pero nunca se había

fijado en lo que había allí. Antes no le pertenecía nada de

aquello. Se apretó la nariz para contener un estornudo que la

estaba haciendo llorar e intentó evitar que la tristeza se

apoderara de ella; la niña no toleraría la autocompasión. Dado el

conjunto de atribulaciones por el que había tenido que pasar con

sólo diez años, ¿por qué iba a tolerarla? Lusa atravesó un pasillo

que había entre el piano y varios haces de bramantes empacados y

se inclinó para quitarle el polvo a una enorme mole metálica.

-¡Dios bendito! Mira esto, Crys.

-¿Qué es?

406
-Un molino de grano. Uno antiguo; mira, tiene correas de tela

y esas cosas. –Lusa observó cómo estaba montado-. Supongo que lo

enganchaban a una especie de eje giratorio para activarlo. Puede

que a una mula con yugo dando vueltas en círculo.

-¿Para qué?

-No había electricidad. Esto tiene más de cien años. Era de tu

bisabuelo, seguramente.

-Me refería a que para qué servía –dijo Crys en un tono de

desdén, como si Lusa no estuviera a su altura.

-Es un molino. Lo usaban para moler la harina.

Crys se puso en cuclillas debajo de la máquina y miró hacia su

interior.

-¿Para moler margarina?

Lusa, durante unos instantes, no pareció entender.

-Oh, no, harina. Ya sabes. Para hacer pan. Antes toda la gente

de por aquí solía cultivar trigo y maíz para hacer pan, además de

lo que necesitaban para los animales. Ahora compran los alimentos

en Southern States y van a Kroger’s a por un pan malísimo

fabricado en otro estado.

-¿Por qué?

-Porque ya no pueden plantar grano. Es más barato comprar

comida mala a una granja grande que cultivar cosas buenas en una

granja pequeña.

-¿Por qué?

Lusa se apoyó en un bidón de doscientos litros que tenía

cerosota solidificada en el fondo.

407
-Caramba, una pregunta de difícil respuesta. Supongo que

porque le gente quiere demasiadas cosas y no se preocupa por la

calidad. Y también porque los agricultores tienen que cumplir unas

normas que favorecen a los que ya tienen más. Es como cuando

juegas a las canicas; en cuanto alguien comienza a llevárselas

casi todas sabes que acabará ganando, ¿no?

-No.

-¿No?

-No juego a las canicas.

-¿A qué juegas?

-A la Game Boy. –Crys se había apartado y comenzado a tocarlo

todo, a dibujar círculos en el polvo y a mirar debajo de las

mesas.

-¿Qué es eso?

-Una pipa de apicultor.

La niña se rió.

-¿Para fumar abejas? ¿Te colocas con ellas?

Lusa se preguntó qué sabría Crys sobre “colocarse” pero

prefirió no decir nada al respecto.

-No. El humo sale por ahí y droga a las abejas. Se sienten

atontadas y perezosas y no te pican cuando abres la colmena para

robarles la miel.

-Oh. –Crys se apoyó y rebotó en los muelles de un colchón que

estaba apoyado de pie contra la pared-. ¿Así es como se consigue

la miel? ¿La gente la roba?

A Lusa le sorprendió la falta de conocimientos de la niña;

seguramente sucediera lo mismo con todas las de su generación.

408
-La gente cría abejas para obtener miel. Estoy segura de que

la gente de por aquí solía hacerlo. Se ven muchas colmenas de

madera viejas y rotas por aquí.

-Ahora viene en tarros.

-Sí –convino Lusa-. De Argentina o de algún otro lugar. A eso

es a lo que me refería con lo de las granjas grandes de fuera que

acaban con las pequeñas de aquí. Es triste. No es justo; todo el

asunto da asco. –Se sentó en uno de los laterales del antiguo

molino de grano y se asustó porque cedió unos centímetros antes de

asentarse-. Sin embargo, a nadie le importa. Yo vivía en la ciudad

y te aseguro que la gente de allí no cree que sea problema suyo.

Creen que la comida viene del supermercado, y punto, y siempre lo

creerán.

Crys continuaba dando rebotes en los muelles del colchón.

-Mamá trabaja en Kroger’s. Lo odia.

-Lo sé. -Lusa observó la maquinaria obsoleta que la rodeaba y

se sintió desesperada no sólo, o no específicamente, por la

pérdida de su esposo sino por todas las cosas que la gente solía

cultivar y prepararse antes de enviudar de su propia cadena

alimenticia.

-Lo odia porque se cansa mucho. No piensan darle días libres –

afirmó Crys.

-Lo sé. Al menos, no los suficientes.

-Mamá está enferma.

-Lo sé.

-Ya no puedo quedarme más con tía Lois. Lowell sí, pero yo no.

¿Sabes por qué?

409
-¿Por qué?

Crys dejó de dar rebotes en los muelles del colchón. Entró con

cuidado en una caja de empacar vacía y salió por el otro lado.

-¿Por qué, Crys? –repitió Lusa.

-Me obligó a ponerme unos vestidos idiotas. Restos de Jennifer

y Louise.

-¿Sí? No lo sabía.

-Dijo que tenía que ponérmelos. Son feos.

-Y seguramente pasados de moda. Jennifer y Louise son mucho

mayores que tú.

Crys se encogió de hombros con un movimiento rápido y de

descontento. Se sentó sobre uno de los neumáticos del tractor y

puso los pies en el centro, de espaldas a Lusa-. Eran estúpidos.

-¿Quiénes?

-Los vestidos.

-Sí, pero puede que romper los adornitos de tía Lois a

propósito no fuera la mejor forma de demostrárselo.

-Me obligó a entrar en el baño y a darle mi ropa mientras se

suponía que me probaba los vestidos. ¿Y sabes qué hizo? Me cortó

los pantalones de pana y la camisa a cuadros con unas tijeras para

que no pudiera volver a ponérmelos.

Lusa estaba consternada. Clavó la mirada en la cabeza de la

niña y sintió que abría su dolorido corazón a esa desalentada

criaturita cuyos cabellos pajizos permanecían erguidos en la

coronilla como las púas de un puercoespín.

-Me parece terrible –dijo Lusa finalmente-. Nadie me lo había

contado. Eran tus prendas preferidas, ¿no? Creo que los fines de

410
semana nunca te he visto con otra cosa que no sean esos pantalones

de pana y esa camisa.

Crys se encogió de hombros, sin replicar.

-¿Qué pasó luego? Supongo que tendrías que ponerte uno de esos

vestidos.

Crys negó con la cabeza.

-Salí corriendo de la casa desnuda. Sólo con la ropa interior.

Me escondí en el establo.

-¿Qué paso con la estatua de porcelana? ¿Cómo se rompió?

-No lo sé.

-¿Simplemente se rompió, mientras salías?

La cabeza de puercoespín asintió.

-Diría que fue un trato justo. Su tesoro por el tuyo.

Lusa percibió un movimiento sutil en la nuca de Crys,

seguramente debido a un cambio en la musculatura situada bajo el

cuero cabelludo. Debía de estar sonriendo.

-Lo cual no quiere decir que fuese algo bueno –corrigió Lusa-.

Ha puesto las cosas tensas entre tu tía y tú, lo que no ayuda

mucho a tu madre. En quien deberías pensar ahora mismo es en ella.

Me limito a decirte que comprendo lo ocurrido.

-Le juré a Jesús que si curaba a mamá me las pondría todos los

días. Ahora están rotas entre los otros harapos de tía Lois y mamá

se morirá.

-El que pienses algo así no significa que se cumpla.

Crystal se volvió y miró a Lusa por un rayo de luz diagonal

que se colaba por un agujero del techo y caía entre ellas dos. Las

411
motas de polvo danzaban bajo la luz, inmersas en su propio

universo despreocupado.

-¿Qué tal lo lleva Lowell? –preguntó Lusa con delicadeza-.

Debe de estar muy asustado por la enfermedad de mamá.

Crys tiró de una cinta de goma suelta donde la suela de la

zapatilla se estaba rompiendo.

-Tampoco le gusta ir a casa de tía Lois. Le tiene miedo. Ella

es mala.

-¿Muy mala? ¿Le pega o algo?

-No, no suelen zurrarnos. Pero no es buena con él como mamá.

No le pone bien la ropa en la silla, no le prepara la comida que

le gusta y cosas así. Jennifer y ella y todos los demás sólo saben

gritarle que es un bebé grande.

Lusa se llevó la mano a la boca pero no cambió el tono de voz.

-¿Por qué no venís aquí la próxima vez? ¿Te parece bien si se

lo pregunto a tu madre?

Crys se encogió de hombros y siguió rompiéndose la zapatilla.

-Supongo.

-Vale. Pero hoy, como sólo estamos las dos, podemos hacer lo

que queramos. Me gustaría cazar unos cuantos bichos, si te

apetece. –Lusa extrajo dos redes de mango corto de la caja-. Esta

es la tuya. Vamos, que el día sigue ahí fuera.

Crys cogió la red y salió del establo detrás de Lusa.

Comenzaron bordeando el límite del prado de las cabras. Lusa iba

delante, avanzando colina arriba tan rápido como podía, y

rastreaba la hierba crecida a la largo de la cerca. Cuando

412
llegaron a la cima las dos jadeaban. Lusa se arrojó al suelo,

resollando, y Crys se sentó a su lado con las piernas cruzadas.

-Cuidado –le dijo Lusa al tiempo que se sentaba y cogía la

otra red-. Así, dobla la red por el borde para que no se escapen.

Venga, vamos a ver lo que tenemos. –Dejó que varios escarabajos se

arrastraran por la parte exterior de la red-. Esos son saltamontes

y ésa una cigarrilla. Son muy diferentes, ¿lo ves? –Lusa sostuvo

en alto un saltamontes verde que agitaba las patas en el aire.

Para su sorpresa, Crys lo cogió y lo miró de cerca.

-Eh –dijo-, tiene alas.

-Sí. La mayoría de los insectos tiene alas, incluso las

hormigas, al menos en una de las etapas de su vida. Los

saltamontes las tienen, sin duda. Pueden volar si quieren. Mira. –

Lusa levantó el ala verde con la uña y extendió el abanico de

celofán rojo del envés del ala.

-¡Uau! –dijo Crys-. ¿Siempre son de ese color?

-No. Hay unas veinte mil especies de saltamontes, grillos y

saltamontes longicornios, y ninguna especie es igual.

-¡Qué pasada!

-Sí. Mira ese. –Lusa introdujo la mano en la red y extrajo una

criatura plana y bizca que parecía una hoja con patas-. Es un

saltamontes longicornio.

Crys lo cogió y lo observó bien de cerca. Luego miró a Lusa.

-Son los que arman un montón de jaleo por la noche, ¿no?

Crys imitó el sonido y a Lusa le sorprendió lo bien que lo

hacía.

-Sí. ¿Nunca habías visto un saltamontes longicornio?

413
Crys negó con la cabeza.

-Creía que los saltamontes longicornios eran grandes. Pájaros

enormes o algo.

-¿Pájaros? –Lusa estaba asombrada. ¿Cómo era posible que los

niños de campo desconocieran tanto el mundo que les rodeaba? Sus

padres les daban Game Boys y televisiones que vomitaban paisajes

urbanos de policías y abogados guapos, pero nunca les enseñaban

qué era un saltamontes longicornio. Lusa sabía que no era por

negligencia. Era una especie de triste combinación de vergüenza e

intenciones modernas, semejante al hecho de que su padre

prohibiera el yídish. Observó a Crys estudiar todos y cada uno de

los rasgos de la criatura, tocarla con sumo cuidado, devorarla con

la mirada. Como una buena taxónoma.

-¿Cómo puede hacer tanto ruido con una boca tan pequeña? –

preguntó Crys finalmente.

-No lo hace con la boca. Mira, ¿lo ves? Con las alas. –Las

extendió con delicadeza-. En una tiene una especie de relieve

acanalado y una pequeña protuberancia, como una lima, en el envés

de la otra. Las frota a la vez. Así es como canta.

Crys estuvo a punto de tocar el saltamontes con la nariz.

-¿Dónde?

-Es difícil ver esas partes. Son muy pequeñitas.

Crys no parecía convencida.

-¿Y cómo es que hacen tanto ruido?

-¿Alguna vez has oído un trocito de tiza haciendo mucho ruido

en una pizarra?

Crys arqueó las cejas y asintió.

414
-Pues es lo mismo. Una cosa áspera apretada contra una dura.

El tamaño no lo es todo. Te lo digo por experiencia: sólo mido un

metro cincuenta y cinco.

-¿Eso es poco?

-Sí. Para los adultos es poco.

-¿Cuánto mide vacía Lois? –Siempre decía “vacía Lois”45, como

si quisiera invalidar su existencia. Lusa compartía el

sentimiento.

-No lo sé; mucho. Para una mujer. Puede que casi un metro

ochenta. ¿Por qué?

Crys miró cansinamente colina abajo.

-Dijo que te excedías con todo el mundo.

Lusa se recostó sobre la hierba, cruzó los brazos bajo la

cabeza y observó una nube que holgazaneaba en el cielo. Se

preguntó a quién querría herir Crys con esa confidencia.

-Algunas de tus tías creen que no debería quedarme con la

granja. Eso es todo.

Crys también se tumbó, muy cerca de Lusa.

-¿Y eso?

-Porque no soy como ellas. Porque no nací aquí. Porque me

gustan los bichos. Por cualquier cosa. Porque tu tío Cole murió y

yo sigo aquí, y están enfadadas porque la vida no es justa. No sé

exactamente por qué; me limito a hacer suposiciones. La gente no

siempre tiene buenos motivos para sentirse como se siente.

-¿Mamá se morirá?

-Vaya. ¿De dónde has sacado esa idea?

45
En inglés, tía es “aunt” pero Crystal pronuncia “ain’t”, que literalmente significa “no es”. (N. de los T.)

415
-¿Se morirá?

-No lo sé. Te juro que no lo sé. Nadie lo sabe. Lo que sé es

que hace todo lo que puede por ponerse mejor, por ti y Lowell.

Incluso ir a Roanoke para tomar veneno una vez a la semana. Así

que debe de quererte mucho, ¿no?

No hubo respuesta.

-Otra cosa –dijo Lusa-. Sé a ciencia cierta que Jesús no le

hará daño a tu madre sólo porque tía Lois te cortó la ropa. Si

tuviera el poder para castigar a alguien, lo cual es discutible,

creo que castigaría a tía Lois, ¿no?

-¿Así que matará a tía Lois en vez de a mamá?

-No, no lo hará, eso sí que lo sé. La vida no es así. Dios no

va por ahí pitando faltas como un árbitro porque, si no,

viviríamos en un mundo bien distinto. Helado tres veces al día y

nada de palizas ni de vestidos asquerosos si no los quisieras.

Crys se rió. Por primera vez desde que se había plantado en la

entrada de Lusa esa mañana, sonó clara y transparente, como una

niña. Como el cristal que era. Lusa no le veía la cara, pero

sentía su cuerpo junto al suyo y escuchaba que respiraba con

tranquilidad.

-Eh. ¿Alguien te ha explicado qué es un cristal?

-Una tontería. Ollas.

Lusa no pareció comprender durante unos instantes. Joyas, eso

es a lo que debía de referirse.

-No. Es una especie de piedra. Dura, afilada y brillante. Las

hay de muchas clases. Hasta la sal es un cristal. –Se sentó-. ¡Eh!

Los bichos se han largado.

416
Crys también se sentó, con expresión desilusionada.

-No pasa nada –dijo Lusa riéndose-. Los soltaríamos de todos

modos. Ya cazaremos más. –Señaló los prados-. Todos los que

quieras, justo ahí. ¿No te parece increíble que la gente fumigue

los campos con insecticida? –Sacudió a los escarabajos rezagados

que quedaban en las dos redes-. Mira todas las criaturas hermosas

que mueren. Es como arrojar una bomba sobre una ciudad para

deshacerse sólo de un par de tipos malvados. Por eso lo de las

cabras me parece genial, no tengo que usar ningún producto químico

para criarlas. Sólo tengo que matar cincuenta animales, no

cincuenta mil.

Crys miró con el ceño fruncido hacia las cabras de Lusa. Lusa

se dio cuenta de que el campo estaba mejorando. Todos los cardos

que quedaban junto a las vacas iban desapareciendo uniformemente;

tan bonito como el césped de Lexington.

-En serio, ¿cómo conseguiste tantas cabras?

-Bueno, lo que te he contado es verdad, odio los pesticidas y

tengo que criar algo para obtener dinero. Además, hablé mal del

tabaco, así que fuera. Y no me gusta meter la mano en el trasero

de una vaca.

Crys abrió la boca y soltó una hermosa carcajada.

-Bueno, has sido tú la que ha preguntado. Es una de las cosas

que hay que hacer si quieres criar vacas.

-¡Puaj!

-No bromeo. Tienes que cerrar el puño e introducirlo bien

dentro para si ver si están preñadas. Y eso no es lo peor de todo.

Las vacas son grandes y tontas y peligrosas y sólo dan problemas,

417
eso creo. –Se rió de la expresión de Crys-. ¿Por qué? ¿Has oído

hablar a tus tíos de mis cabras?

Crys asintió y pareció sentirse un tanto culpable.

-Dijeron que eras una taruga.

Lusa se inclinó hacia Crys, sonriendo.

-Tus tíos se quedaron con mis vacas. ¿Quiénes son los tarugos

entonces?

* * *

Cerca de medianoche a Lusa le sorprendió escuchar el ruido de

un coche en la entrada. Se había dormido en el sofá del salón

leyendo un artículo de W. D. Hamilton sobre el mimetismo de la

mariposa monarca y la selección natural familiar. Debía de estar

recuperando la capacidad para dormirse; no se había quedado

dormida en el sofá desde antes de la muerte de Cole. Tuvo que

sentarse y pensar durante unos instantes para orientarse. Era

martes por la noche. Crys estaba en el sofá-cama de la planta

superior. Se suponía que Jewel llamaría a la mañana siguiente,

cuando se sintiera con fuerzas para ocuparse de los niños. Lusa se

alisó el faldón de la camisa y se acercó a la ventana. Era el

coche de Hannie-Mavis. Fue corriendo hasta la puerta de entrada y

encendió la luz del porche.

-¿Hannie-Mavis? ¿Eres tú?

En efecto, era ella. El motor se apagó y su pequeña figura

emergió del coche.

418
-Sólo he venido para ver si todo estaba bien. Pensaba que si

las luces estaban apagadas es que no había problema y podría

marcharme a casa.

-¿Todavía no has ido a casa? ¡Dios mío! –Lusa se miró la

muñeca pero no llevaba el reloj-. ¿Qué hora es?

-No lo sé, querida. Tarde. He estado con Jewel, no se

encontraba bien. No podía dejarla hasta que estuviese tranquila.

Ahora ya está dormida. Si todo va bien con la niña me iré a casa.

Sólo pensé que no estaba de más pasarme por aquí.

-Oh, estamos bien. Está dormida. Yo estaba leyendo en el sofá.

–Lusa vaciló, preocupada por el tono de voz de su cuñada-. ¿Qué

pasa? ¿Es que Jewel ha estado enferma toda la tarde y la noche?

¿Desde que volvisteis de Roanoke?

Lusa oyó un largo y extraño suspiro en la oscuridad.

-Tardamos tres horas y media en entrar en el coche. Y luego

tuvimos que parar cada quince kilómetros para que vomitase.

Lusa se estremeció. Unas mariposas nocturnas revoloteaban

alrededor de su cabeza.

-¡Dios mío, vaya día has pasado! Entra, vamos, te prepararé

una taza de té.

Hannie-Mavis vaciló.

-Oh, es tarde. No quiero molestarte.

-Si no me molestas. –Lusa descendió los escalones para recibir

a su cuñada y se sorprendió de que la pequeña mujer se arrojase a

sus brazos. Lusa la abrazó durante unos instantes, allí, en los

escalones, bajo la luz del porche-. Está muy grave, ¿no?

419
Lusa se quedó muda de asombro al ver, de cerca, que Hannie-

Mavis lloraba.

-Dicen que no sirve, que la quimio no la ayuda. Todo por lo

que ha pasado, vomitar y perder el pelo, para nada. Está peor.

-¿Cómo es posible? –preguntó Lusa, como atontada.

-Lo tiene por todas partes. Los pulmones y la columna. El

médico me lo ha dicho hoy.

-¡Santo Dios! –murmuró Lusa-. ¿Lo sabe ella?

Hannie-Mavis negó con la cabeza.

-No se lo he contado. No me sentía con fuerzas. Empecé a

decirle que el médico opinaba que nada de quimio y ella pensó que

eran buenas noticias. “Oh, Han”, me dice, “espera a que se lo

cuente a los niños. ¡Vamos a tomarnos un buen helado para

celebrarlo!” Eso entre vómito y vómito. –Hannie-Mavis respiró

hondo y luego dejó escapar un gemido. Lusa continuó abrazándola,

sintiéndose incómoda, como si todavía no hubiera asimilado la

dimensión de la tragedia.

-¿Qué será de los niños? –gritó Hannie-Mavis.

-Shh, uno de ellos está durmiendo en el piso de arriba.

Lusa la sujetó por los hombros y la ayudó a subir el último

escalón, cruzar el porche y atravesar la puerta. Hannie-Mavis se

recompuso en el pasillo iluminado y, de repente, pareció más

contenida y absurdamente alegre con su vestido de seda a rayas

blancas y rojas. Lusa se percató de que llevaba unos elegantes

zapatos de tacón rojos. La imagen de las dos cuñadas vistiéndose

esa mañana para ir a la ciudad, para realizar un viaje tan

desagradable, resultaba demoledora. Vio a Hannie-Mavis frotarse el

420
maquillaje de ojos corrido con un pañuelo de papel que parecía

haber tenido en la mano demasiado tiempo.

-Vamos. Pasa a la cocina y siéntate.

Hannie-Mavis volvió a vacilar pero luego se dirigió lentamente

hacia la puerta de la cocina mientras Lusa corría escaleras arriba

en busca de una caja de pañuelos de papel. Cuando bajó a la cocina

y puso a calentar la pava, su cuñada había desaparecido. Lusa oyó

que se sonaba la nariz en el baño. Cuando Hannie-Mavis regresó,

con el maquillaje y el peinado arreglados, el agua ya había

hervido y Lusa estaba preparando el té. Al verla de pie en la

puerta recordó el funeral, la recordó con ese rímel azul,

diciéndole algo con frialdad. Deseó poder retirar sus palabras,

fueran cuales fueran. Se arrepintió de todas las veces que había

estado a punto de llamarla Maquillaje a Mano a voz en cuello. Con

las familias grandes había que andarse con ojo. ¿Quién sabe cómo

pueden acabar las cosas, a quién se necesitará y qué es lo que

hará que hasta la sombra de ojos se vea con otros ojos? En aquel

momento, a Lusa no le quedó más remedio que admirar la energía y

el arte de la mujer en aquella situación tan dolorosa. Tras la

muerte de Cole, pasaron unas tres semanas antes de que se sintiese

con fuerzas para peinarse.

Hannie-Mavis suspiró mientras se apoyaba en la mesa con las

manos y se sentaba como si fuese una anciana.

-Bueno. ¿Cómo te ha ido el día?

-Bien.

Hannie-Mavis miró a Lusa.

-¿Qué quieres decir con “bien”?

421
Lusa se encogió de hombros.

-Pues eso, bien. Nos los hemos pasado bien.

-No tienes que venirme con cuentos, querida. Esa niña es un

mal bicho. No se lo he dicho a Jewel, pero la he llevado al médico

para no tener que cuidar de sus hijos.

Lusa llevó a la mesa cucharas, azúcar y tazas de té, las tazas

normales, no las de porcelana con mariposas dibujadas en los

bordes, y abrió la boca con la intención de comenzar por el

principio, con el espejo que se había roto en la entrada. Sin

embargo, una especie de lealtad se apoderó de ella de repente y se

impuso a todo lo demás: Crys y ella se guardarían algunos

secretos. Se sentó sin replicar y sirvió el té.

-Sí, es un hueso duro de roer –dijo finalmente-. Pero, no sé,

me cae bien. Yo, de niña, era muy parecida. Tozuda.

-Bueno, querida. Te mereces el Purple Heart 46. –Hannie-Mavis

abrió el bolso y rebuscó en el interior-. ¿Te molesta si fumo?

Lusa se incorporó de un salto y le trajo un cenicero del

pequeño cajón del fregadero. Recordó que Cole había sido el último

en colocarlo allí y sintió una breve punzada eléctrica al llevarlo

entre las manos. Esas pequeñas punzadas parecían alejar más aún el

verdadero dolor que la consumía. Comenzaba a comprender que, algún

día, su matrimonio no acabaría siendo más que un espejismo lejano

pero, no obstante, intocable. Como una mariposa bajo un cristal.

-¿Qué habéis hecho? –preguntó Hannie-Mavis mientras encendía

el mechero.

46
Condecoración con la que se distingue a los heridos de guerra. (N. de los T.)

422
-Bueno, primero cortamos el césped. Luego miramos trastos

viejos en el establo y después cazamos bichos durante un par de

horas. Le enseñé a identificar los insectos, aunque parezca

increíble. ¿Saca buenas notas en el colegio? Es muy despierta.

-Saca notas cuando le apetece. Es decir, no muy a menudo.

-Me lo imagino. Luego preparamos una hoguera y desherbamos el

jardín de noche, nos divertimos bastante, y después entramos y

comimos eggah bi sabaneh a las diez.

-Vaya, por Dios. Suena de maravilla.

-No es para tanto. Sólo son verduras y huevos duros.

-¿La niña comió verduras? ¡Santo cielo!

-Eran las verdolagas y los cenizos blancos que sacamos de la

parcela de alubias. Le parecía de primera cenar hierbajos. Dijo, y

cito, “Esto haría que vacía Lois se cagara en los pantalones”.

Hannie-Mavis chasqueó la lengua.

-Oh, caramba. Esas dos no pueden ni verse.

-Oye, ¿sabes qué es lo que hizo Lois para que Crys se enfadara

tanto?

-He oído que la obligó a ponerse un vestido.

Lusa apoyó los codos en la mesa.

-Sí, y mientras Crys se lo probaba Lois le hizo trizas sus

pantalones de pana favoritos.

-Oh, vaya, eso sí que está mal.

-Crys había hecho una especie de acuerdo con Jesús, algo así

como que no se quitaría los pantalones hasta que su madre se

recuperase. Pobre niña.

-Oh, no. Vaya por Dios. Lois no debería haber hecho eso.

423
-No, no debería. Esa niña necesita muchísimo amor y lo que

Lois hizo es odioso.

Hannie-Mavis fumó en silencio durante unos instantes.

-Sí, lo es. Pero Lois es así. Está enfadada con el mundo y se

desahoga con cualquiera.

-¿Por qué? Tiene marido, buenos hijos. Diez millones de

adornitos. ¿De qué se queja?

-No lo sé, querida. Siempre ha sido así. Supongo que está

enfadada porque no nació más guapa. Porque es huesuda.

-Pero Mary Edna también es huesuda, incluso más que ella.

-Sí, pero Mary Edna no lo sabe. Y que el Señor ayude al pobre

desgraciado que se lo diga.

Lusa esbozó una sonrisa y se frotó los ojos. De repente, se

sintió agotada. Sin embargo, aquellas revelaciones eran serias.

Incluso sin conocer a sus padres, Lusa se imaginaba las dos líneas

de sangre diferentes: Hannie-Mavis, Jewel y Emaline eran sensibles

y de rasgos agradables; Mary Edna y Lois estaban seguras de sí

mismas, tenían las manos grandes, la mandíbula larga y eran

robustas. Cole era la combinación perfecta de todos esos genes, la

representación definitiva de la familia. Cole Widener, ídolo de

todos, presa de Lusa, botín de la muerte. No era de extrañar que

la familia todavía sufriese las consecuencias. Era una auténtica

tragedia griega.

Las dos mujeres permanecieron sentadas, mirándose, luego

apartaron la vista y sorbieron el té.

424
-No me importa quedarme con Crys hasta mañana o pasado –dijo

Lusa-. En serio, por mí no hay problema, si Jewel necesita reposo.

Dile a Lois que mande a Lowell. Creo que estarían mejor juntos.

-Pobres niños –dijo Hannie-Mavis.

-Todo irá bien. Pase lo que pase, todo irá bien. Me he dado

cuenta de que las grandes familias son una bendición.

Hannie-Mavis la miró, sorprendida.

-¿Crees que nos va bien?

-¿A quién, a tu familia? Creo que formáis un club al que es

difícil unirse, eso es todo.

Hannie-Mavis se rió.

-Eso es lo que dijo Joel durante años después de que nos

casáramos: “Ir a una reunión de los Widener es como un maldito

viaje a China” ¿Por qué? A mí no me parece que seamos especiales

ni nada.

-Supongo que todas las familias son como un viaje a China. A

mí me ha resultado muy duro. Sé que el que Cole se juntara conmigo

tan rápido debió de resultar un poco impactante.

-Pues sí. Se largaba a Lexington cada vez que podía y durante

una época ni siquiera supimos por qué. Mary Edna estaba preocupada

porque creía que iba a las carreras de caballos. Nos quedamos

boquiabiertas cuando se sentó en esa silla un domingo a la hora de

cenar, creo que Jewel y yo habíamos cocinado para todos, y va y

suelta: “El domingo que viene conoceréis a la mujer más guapa y

lista del mundo y, por algún motivo, ha aceptado ser mi esposa”.

-Para mí también fue toda una sorpresa –dijo Lusa en voz baja

al tiempo que intentaba mantener la mente en blanco-. Y luego,

425
esto. –Miró a Hannie-Mavis-. Heredo este lugar. Entiendo por qué

la familia me guarda rencor.

Hannie-Mavis la miró con una expresión que Lusa reconoció de

inmediato, era la misma expresión perdida, impotente y teñida de

azul del día del funeral. Había dicho, no sé qué haremos sin él.

Estamos tan perdidas como tú.

-No te guardamos rencor –replicó.

Lusa negó con la cabeza.

-Me guardáis rencor porque heredo la granja. Lo sé. Sé que

incluso habéis hablado con un abogado.

Hannie-Mavis la miró con preocupación.

-O alguien lo hizo –corrigió Lusa-. No sé quién.

Hannie-Mavis le dio una calada al cigarrillo y se toqueteó las

puntas de las uñas pintadas, que eran tan rojas y brillantes como

los zapatos.

-Fue Mary Edna –dijo finalmente-. No quería hacerte daño. Sólo

queríamos saber qué pasaría después porque Cole no había dejado

testamento.

-No os culpo de nada. Me paso todos los días en esta vieja y

bonita casa en la que crecisteis, en las mejores tierras de la

familia, y me siento como si os lo hubiera robado todo. Pero

también hay problemas. La granja tiene deudas. De lo que estoy

segura es de que no planeé que mi vida acabase así.

-Nadie planeó lo que le pasó a Cole. –Le dio otra calada al

cigarrillo y dejó que la frase flotase en la bruma azul

estratificada sobre sus cabezas. Luego le preguntó

repentinamente-: ¿Quieres saber lo que pienso de verdad?

426
-¿Qué? –dijo Lusa, un tanto asustada.

-Papá sabía lo que se hacía. Nos hizo un favor a la chicas al

darnos terrenos demasiado pequeños como para vivir de ellos.

-¿Cómo puedes decir algo así?

-¡Es verdad! Estamos mejor bien lejos. Piénsalo. ¿A quién de

nosotras le gustaría estar aquí dejándose la piel en la granja

para subsistir? Nosotros no queremos, Joel y yo; ¡por Dios, sólo

piensa en coches, coches, coches! Es el único trabajo que le hace

feliz. Odiaría que nos atáramos a este lugar. Jewel tampoco se

quedaría, aunque estuviese casada y bien sana. Le gusta la casa

más que al resto, pero Sheldon no tenía nada de granjero, querida.

Y Mardy Edna y Herb tienen la granja lechera familiar; les va bien

y no podrían ocuparse de otra. Emaline y Frank creo que son más

felices trabajando que siendo granjeros. Lo sé.

-¿Qué me dices de Lois y Big Rickie? Todavía trabajan las

tierras.

-A Big Rickie le gusta, es verdad. Pero tiene tanto derecho

como tú a decir que este lugar le pertenece. Está casado con un

miembro de la familia, igual que tú.

-Bueno, pero ¿y Lois? Podrían quedarse aquí.

Hannie-Mavis resopló como si fuera un caballo.

-Primero de todo, Lois no sabría plantar un tomate ni para

subsistir ni tampoco preparar las conservas. Odia ensuciarse. Creo

que a Lois le importa un rábano este lugar. Tal vez finja que le

gusta. Pero si fuera suyo, te diré lo que haría, lo echaría todo

abajo y se construiría algo de ladrillo con patos de plástico en

el patio y un garaje de tres plazas.

427
Lusa se lo imaginó de inmediato.

-En realidad nadie quiere la casa –dijo Hannie-Mavis con

seriedad-. Lo que pasa es que no quieren que ninguna otra persona

se la quede.

-Es decir, yo.

-No, no me refería a ti, querida. Pero sabemos lo que pasará.

Primero pensamos que te irías y que la granja volvería a ser

nuestra. Ahora pareces que vas a quedarte. Bueno, me alegro, es

una buena idea. Pero, verás,...

Hannie-Mavis cogió un pañuelo de papel, se secó los ojos y lo

añadió a la montaña que se estaba formando en la mesa. Lusa se dio

cuenta de que le costaba expresar lo que diría a continuación.

-¿Qué? –preguntó con amabilidad. Estaba un tanto asustada.

-Bueno, dentro de unos años te casarás con alguien. Entonces

la granja será suya.

Lusa dejó escapar el aire entre los dientes.

-Eso es absurdo.

-No, no lo es. No es un crimen que vuelvas a casarte. Lo harás

y es lo más normal. Pero, verás, la casa la heredarán los niños.

Ya no será nuestra casa. Ya no serán las tierras de los Widener.

Lusa estaba perpleja. Nunca se le había pasado por la cabeza

que ése fuera el problema.

-¿Cómo puedes pensar algo así?

-¿El qué?

-No lo sé, todo. ¿Con quién voy a casarme?

428
-Querida, querida, ni siquiera tienes treinta años. Todos

queríamos a Cole, pero nadie cree que vayas a estar perdidamente

enamorada de él toda la vida.

Lusa observó el fondo blanco de la taza vacía. No había hojas

de té, por lo que no podría leer el futuro.

-Tendré que recapacitar sobre todo esto –dijo-. No sé qué

decir. No tengo ni idea.

Hannie-Mavis ladeó la cabeza.

-No tenía intención de herir tus sentimientos.

-No lo has hecho. Pensaba que el problema era yo. No me di

cuenta de que era, ¿cómo llamarlo? La progenie. El árbol

genealógico.

-Bueno –dijo Hannie-Mavis al tiempo que daba un golpecito en

la mesa con la palma de las manos-, creo que es hora de acostarse.

Ya hemos sufrido bastante por hoy.

-Creo que el día ya se ha acabado.

-Pues mucho peor. Tengo que ir a casa y dar de comer a los

gatos porque estoy segura de Joel se habrá olvidado y luego volver

a casa de Jewel.

Recogió las bolas de pañuelos de papel y las guardó en el

bolso. Lusa se preguntó si se trataba de una costumbre de campo,

llevarse las secreciones al marcharse. Se miraron durante unos

instantes pero se contuvieron y no se abrazaron.

-Por favor, dile a Jewel que me gustaría cuidar de los niños

otro día. Y si necesita algo, cualquier cosa, ya sabes, y lo digo

bien en serio. No puedes cuidar de ella tú sola. Necesitas

descansar.

429
-Lo haré, querida. Y le diré a Lois que traiga a Lowell, si es

que quiere venir. Gracias, querida.

-Lusa –dijo Lusa-. Soy tu cuñada, tendrás que cargar conmigo,

así que podrías empezar a llamarme por mi nombre.

Hannie-Mavis se detuvo en el pasillo y se volvió. Se tocaba la

manga del vestido y parecía indecisa.

-No lo decimos porque tenemos miedo de hacerlo mal. ¿Es un

nombre de Lexington?

Lusa se rió.

-Polaco. Es el diminutivo de Elizabeth.

-Oh, vaya, eso pensaba. Que era extranjero.

-Pero no cuesta tanto pronunciarlo –insistió Lusa-. ¿Qué clase

de nombre es Hannie-Mavis?

Hannie-Mavis sonrió y negó con la cabeza.

-Un nombre raro, querida. Muy, pero que muy raro. Papá era

original y mamá no sabía deletrear. Te toca lo que te toca.

* * *

A la mañana siguiente volvió a despertarle el ruido de unos

neumáticos en la gravilla. Se sentó, miró la luz que entraba por

la ventana y consultó la hora. Se había quedado dormida.

Quienquiera que estuviera fuera la vería con el camisón a las diez

de la mañana, un pecado capital entre granjeros.

Sin embargo, escuchó un portazo y luego el coche alejándose

lentamente colina abajo. Oyó pasos que se dirigían hacia la casa a

un ritmo rápido y, también, pasos en la habitación contigua, unos

430
pies descalzos cuyo sonido quedaba amortiguado por la alfombra del

pasillo, y luego descendieron por la escalera. Lusa se incorporó y

salió sigilosamente al pasillo pero no oyó nada más. Luego voces,

susurrando. Miró hacia el pasamanos y se le puso la carne de

gallina. Allí estaban otra vez, uno al lado del otro, sentados muy

juntos en el segundo escalón empezando por abajo. Un niño y una

niña un poco mayor que le rodeaba los hombros con el brazo para

protegerle del mundo. No era el niño que Lusa había creído que

habría reconocido en cualquier lugar, a cualquier edad, y su

hermana mayor no era Jewel.

Ni Jewel ni Cole. Crys y Lowell.

431
{19}

Depredadores

El ruido de un disparo despertó a Deanna. Se mantuvo inmóvil y

escuchó el silencio forzoso y universal que seguía a aquel sonido.

No cabía duda de que se trataba de un disparo. Se sentó y miró a

su alrededor medio dormida, intentando despejarse. Era la tercera

o cuarta vez que se había quedado dormida a pleno día, en esa

ocasión en el viejo sillón de brocado del porche, donde se había

sentado para descansar un rato.

Se frotó distraídamente contra el diseño de enredaderas del

tapizado verde y siguió con los dedos la larga mancha marrón que

recorría uno de los brazos del sillón; a veces se preguntaba cómo

habría pasado ese sillón de su anterior vida elegante en el salón

de alguna casa a desempeñar una humilde función en su porche. ¿Y

cómo había llegado ella allí, a echarse una cabezadita en el

sillón? Deanna intentó reconstruir la tarde. Sólo recordaba

haberse desplomado en el sillón y quitado las botas para relajar

los pies doloridos; eso era lo último que recordaba. Antes, una

larga batalla matinal contra el agotamiento. Se había arrastrado a

duras penas desde el puente de madera, donde Eddie y ella habían

estado trabajando, hasta la cabaña. Dos árboles enormes se habían

caído sobre el sendero y había que apartarlos. Eddie cogió el

hacha y comenzó a despedazar los árboles mientras Deanna blandía

la motosierra y, sí, agradecía la ayuda de Eddie. Sin embargo,

432
odiaba su actitud, el que se quitara la camisa y el sudor le

resbalase por la nuca y trabajara toda la mañana alegremente, sin

tan siquiera darse un respiro. No le gustaba quedar relegada a un

segundo plano. Aborrecía sentirse mayor que él y como una pelele,

una mujer. Una vieja, a decir verdad. Tras una hora, los brazos

comenzaron a dolerle y las rodillas a doblársele y el estruendo de

la motosierra había ahogado sus gruñidos por el sudor y el serrín

que tenía en el cuello de la camiseta. Al mediodía, lo único que

deseaba era tumbarse en medio del frío arroyo, con ropa y todo.

Cuando se acabó la gasolina de la motosierra se sintió sumamente

agradecida.

Había pensado en sentarse en el porche un rato antes de

apresurarse a rellenar la jarra de agua y la lata de gasolina y

regresar con Eddie. Eso era. Se cubrió los ojos y frunció el cejo

para mirar hacia el sol, que ya acariciaba las copas de los

álamos. Había dormido varias horas. Entonces vio el hacha al final

del porche; la observó, perpleja. Eddie debía de haber subido al

ver que ella no volvía. La vería dormida, se marcharía y ahora

estaría... ¿dónde? Sintió que el pánico le atenazaba la garganta.

El disparo debía de haber sido obra suya. Eddie Bondo había

disparado contra algo mientras ella dormía.

Se incorporó de un salto y recorrió el porche de un lado a

otro, temiendo que su peor pesadilla se hubiera hecho realidad.

Sin embargo, sólo había oído un disparo; no podría haber matado

gran cosa porque ya no había oído ninguno más. Habían comenzando a

abandonar la guarida para salir a cazar. Había visto a uno o dos

pequeños corriendo junto a un adulto, en lo alto, cerca de la

433
arboleda de cicutas, y abajo, en el linde. La mayoría de las

noches oía sus gañidos y aullidos trémulos. Estaban por todas

partes. Ya no podría mantenerlos a salvo. Entró en la cabaña

arrastrando las botas sin anudar y comprobó la esquina en la que

Eddie había dejado su rifle durante la mayor parte de los dos

meses. Vaya sorpresa: no estaba. Cabrón.

Se dirigió al escritorio y abrió el cajón donde guardaba la

pistola, pero se limitó a mirarla. ¿Qué se creía que iba a hacer?

Cerró el cajón lentamente y se quedó con la cabeza inclinada hacia

atrás y los ojos cerrados, permaneció así durante un buen rato,

mientras las lágrimas se le deslizaban por la sien. No oyó más

disparos. Sólo aquél.

* * *

Todavía no estaba preparada para plantarle cara, tal vez nunca

lo estuviera, cuando le oyó silbar a lo lejos, subiendo por el

camino del Servicio Forestal. Miró por la ventana, se dirigió a la

puerta y echó el pestillo, volvió a sentarse en la cama, se puso

bien las botas, observó el libro que había estado mirando y se

acercó a la ventana de nuevo. Allí llegaba Eddie, sonriendo como

un condenado, con el arma apoyada en el hombro y con un objeto que

se asemejaba a una chaqueta oscura en la mano. Deanna entrecerró

los ojos. Algo negro. Algo con plumas, con alas, que colgaba

lánguidamente de la mano de Eddie. Un pavo. Se dispuso a salir

pero, con las prisas, se golpeó con la puerta en la frente ya que

había olvidado por completo que acababa de echarle el pestillo.

434
Deanna vio a Eddie desde el porche mientras se sostenía la cabeza

entre las manos. El dolor le provocó lágrimas pero el alivio que

sentía la hizo reír como una niña.

Cuando Eddie la vio, aceleró la marcha y sostuvo en alto su

trofeo.

-¡Feliz día de Acción de Gracias!

-Feliz Pascua, más bien. La temporada del pavo se acabó en

abril.

Se llevó los dedos a la frente y se los miró, pero no

sangraba. Se sintió loca de alegría, incapaz de dejar de reírse.

Eddie se detuvo a unos tres metros y evaluó la situación.

-Vaya, vaya. Me dejarás vivir. Pensaba que me desollarías –

dijo.

-Estoy muy enfadada –replicó intentando adoptar un tono

acorde-. Es pleno verano. Ese pavo podría estar empollando una

nueva nidada. Si fuera así te habrías cargado una familia entera.

-No. Este era el papá.

-¿Es un macho? ¿Lo sabías antes de dispararle?

Eddie la miró con expresión dolida.

-Bueno, lo siento. Tienes buen ojo y no matas a las pavas en

julio. Pero mírate, cazando furtivamente de todos modos. En las

mismísimas narices de la guardabosque.

Eddie se acercó a Deanna, pavo en mano, y la besó en la boca

con tal entusiasmo que ella tuvo que retroceder varios pasos.

-Es el almuerzo de la guardabosque –dijo.

-No tienes que salir a cazar mi almuerzo. Y, de todas formas,

es demasiado tarde para almorzar, más bien es la hora de cenar.

435
-Entonces, es tu cena. –Volvió a besarla-. Necesitaba hacerlo.

Te he estado gorroneando todo el verano. Ni siquiera sabes lo buen

proveedor que soy. Había pensado en traerte un ciervo.

Deanna se rió.

-Oh, caramba. No sería fácil esconderlo si apareciera alguno

de mis colegas.

Eddie le dio el pavo y comprobó la recámara del rifle antes de

apoyarlo con cuidado en la pared.

-Necesitas proteínas –le dijo-. Llevas demasiado tiempo

alimentándote de aves y estás paliducha. Te hace falta una buena

dosis de hierro en la sangre.

Deanna se rió de nuevo.

-Eres demasiado joven para saber qué significa eso. ¿Qué

haces? –Eddie había cogido la pala y estaba en el límite del

claro, junto a la roca, observando el suelo que la rodeaba-. ¿Es

que piensas darle cristiana sepultura?

-Necesitamos una buena hoguera. Llevo todo el verano anhelando

hacer esto.

Deanna sonrió al oír lo de “anhelando”.

-¿Dónde has aprendido a hablar así, jovencito?

-Con una bonita chica de campo de pelo largo.

Eddie clavó la punta de la pala en la tierra blanda. Deanna

observó el ave que tenía en la mano. Pesaba más que una jarra de

cuatro litros, casi cinco quilos.

-¿Qué planes tienes para el pavo?

-Desplumarlo.

436
-Bien. Pero primero tendrás que escaldarlo con agua caliente

para que las plumas se suelten y no creo tener ninguna olla lo

bastante grande como para remojar a este muchacho.

-Sí. Nos servirá una de esas enormes latas metálicas donde

guardas las judías y el arroz –replicó Eddie sin levantar la

vista. Estaba excavando un buen hoyo-. Primero herviremos el agua

para escaldarlo y luego vaciamos la lata y cocinamos el pavo

dentro, con los carbones apilados alrededor.

Deanna miró a Eddie, sorprendida.

-Te has pasado todo el verano pensando en esto.

-Sí.

-Fantasías carnívoras –dijo Deanna.

-Sí.

Deanna entró, sonriendo en contra de su voluntad mientras

comprobaba los fondos de las latas y vaciaba la que parecía más

hermética. Estaba entusiasmada. Se había pasado largos y eternos

días en el bosque, donde el tiempo se detenía, advirtiendo los

cambios de las hojas, los cantos y el clima, pero sin contacto

humano alguno. Había sido su cumpleaños y ni siquiera se lo había

mencionado a Eddie. Sin embargo, había algo en su interior que

había estado aguardando la llegado de alguna fiesta, o esa era la

impresión que tenía en esos momentos. Eddie estaba en lo cierto:

Deanna quería ese festín. Un acontecimiento insólito para celebrar

ese verano insólito.

Cuando Deanna llevó la lata vacía al exterior Eddie ya había

rodeado el hoyo con piedras y estaba preparando la hoguera.

Mientras amontonaba la leña y las llamas comenzaban a lamer la

437
lata metálica, Deanna fue trayendo pavas llenas de agua del grifo

de la cabaña. El agua fría silbaba y formaba columnas de vapor

mientras Deanna la vertía en el interior de la lata caliente.

Mientras iba y venía, se detenía para observar el pavo. Le tocó la

piel desigual y rojiza de la cabeza así como los párpados

translúcidos y luego le acarició el brillo iridiscente de las

plumas oscuras. Tal vez no se correspondiera con la idea de la

belleza de los humanos pero Deanna sintió algo especial al pensar

en todos los días que el pavo había pasado bajo la luz filtrada

del bosque, meditando sobre las bayas gruesas y el sonido distante

de una compañera. Eddie estaba en lo cierto, no le había hecho

daño a la descendencia; la paternidad de los pavos era del tipo

“si te he visto no me acuerdo”. Sin embargo, Deanna se preguntó

qué rastro habría dejado el pavo en la montaña. Deseaba que sus

últimos genes estuvieran a salvo, cálidos, en algún nido.

Cuando el agua comenzó a hervir ya había comenzado a

anochecer. Discutieron sobre si realmente era necesario escaldar

el ave antes de desplumarla y Deanna tiró del ala larga y rígida y

de las plumas de la cola; no podía arrancar las plumas más blandas

del pecho sin desgarrar la carne porque el pavo ya estaba frío.

Eddie defirió a su pericia. A Deanna le sorprendió que sus manos

todavía recordaran, después de tantos años, los movimientos

necesarios para desplumar y retorcer los cañones. Durante los

últimos años apenas había ingerido carne. Sin embargo, de niña

casi todos los fines de semana había ayudado a preparar un pollo o

dos. El pavo era enorme, incluso desplumado. Eddie la ayudó a

levantarlo por las patas y a remojarlo en el agua hirviendo

438
durante unos minutos y, después, a sostenerlo sobre las llamas

para quemar los plumones; Eddie lo sujetó mientras Deanna le

cortaba la cabeza y los tarsos con el hacha. Eddie arrastró la

pesada lata hasta el borde del hoyo y continuó añadiendo carbón

mientras Deanna se sentaba en la roca para eviscerar la presa.

-El trabajo sucio para las mujeres –murmuró Deanna, si bien no

le importaba hacerlo aunque todavía se sentía un poco molesta con

Eddie porque esa mañana hubiera estado tan alegre mientras ella

apenas lograba mantenerse en pie. Introdujo las dos manos en el

interior del pavo y, con delicadeza, soltó la membrana que unía

los intestinos y los pulmones con la pared corporal. Eddie

observaba, impresionado, mientras Deanna extraía toda la masa

resplandeciente y empleaba el cuchillo para cortar con cuidado en

torno a la abertura excretoria, lo que produjo la expulsión de las

vísceras, que Deanna colocó en la roca, junto al cuerpo muerto.

Deanna introdujo la mano, extrajo el corazón, lo observó de cerca

y se lo arrojó a Eddie, que dio un grito. Deanna se rió.

-Si estás dispuesto a comer algo tienes que estar dispuesto a

ver cómo es por dentro. Es lo que solía decirme mi padre.

-No soy aprensivo, pero nunca me han interesado las tripas de

los pájaros. Preferiría destripar a un ciervo que a un pavo.

-¿Y eso por qué?

-No lo sé, es una preferencia personal. No es tan delicado. No

tienen buches ni cosas así.

-Oh, entiendo. Lo del pavo requiere unos conocimientos de

cirugía especializada de los que careces. –Deanna cortó la piel

del largo cuello del pavo tras examinar cuidadosamente las heridas

439
que le habían causado la muerte. Era un disparo limpio y certero:

Eddie lo había hecho bien. El cuerpo no estaba perforado a

consecuencia de los típicos disparos que destrozaban las aves,

como solía suceder con las ardillas y pavos que los vecinos le

daban a su padre. Introdujo dos dedos para sacar la tráquea y el

esófago dañados.

-Caramba, debía de tener un vozarrón. Mira.

-Ya no volverá a gluglutear.

-No –convino Deanna.

-No me lo termino de creer –dijo Eddie-. Tú, la carnívora

feliz.

Deanna alzó la mirada.

-¿Qué? Los humanos son omnívoros. Tenemos dientes para la

carne y la fibra y un estómago que acepta ambas. Sé demasiado

sobre los animales como para negar lo que soy.

-Pero he disparado contra un ave de tu querida montaña. Estaba

seguro de que cogerías el arma y me dispararías.

-Entonces, ¿por qué lo hiciste?

Eddie esbozó su sonrisa tendenciosa.

-Ya me conoces. Me gustan los retos.

Deanna se enjuagó las manos en una palangana y luego se

dispuso a limpiar por completo el cuerpo, no sin antes comprobar

que no quedase ningún cañón. Tras limpiarlo y secarlo, le frotó la

piel con sal y un poco de aceite.

-Sólo es un pavo –dijo Deanna al poco.

-¿Qué quieres decir con “sólo un pavo”? Ni siquiera me dejas

que aplaste una araña en el baño exterior.

440
-Una araña es un depredador. Si la matas luego habrá cien

moscas ahí fuera, idea que no me emociona en exceso.

-Oh, de acuerdo, los depredadores son más importantes. –Eddie

se dirigió hacia la pila de leña para coger otro montón de

astillas.

Deanna se encogió de hombros.

-No es que el pavo no sea importante. Los habitantes del

condado de Zebulon no podrían dedicarse a disparar a los pavos

porque al anochecer no quedaría ni uno. Pero algo habría acabado

con él tarde o temprano. Puede que, si asomara el cuello durante

la noche, un búho. O un lince rojo.

Eddie estaba rebuscando en la pila de leña y sacaba troncos

medianos de nogal, pero se detuvo para mirarla con las cejas

arqueadas.

-¿Qué? –preguntó Deanna-. Es una presa. Una presa que ha caído

en nuestras manos. Es comprensible. La depredación es un

sacramento, Eddie; sacrifica a los viejos y a los enfermos y evita

que las poblaciones se disparen. La depredación es honorable.

-Caperucita Roja no lo cuenta así –replicó Eddie.

-Oh, vamos, no me vengas con el rollo del lavado de cerebro

infantil. Lo odio. En todos los cuentos de hadas, en todas las

películas de Disney y en todas las tramas con animales, el malo de

la historia siempre es el carnívoro más poderoso. Lobos, osos

pardos, anacondas, Tyrannosaurus rex.

-No te olvides de los tiburones –añadió Eddie.

-Oh, sí, los tiburones. –Deanna le observó dirigirse hacia la

hoguera con el montoncito de leña, cuidadosamente apilado. Eddie

441
se puso de cuclillas y alimentó las llamas con tanta delicadeza,

examinando todos los palos por ambos lados antes de introducirlos

entre las lenguas de fuego, que era como si diera de comer a un

bebé maniático-. Nosotros estamos al principio de nuestra cadena

alimenticia y por eso se piensa que tendríamos que llevarnos mejor

con esos carnívoros. Es como si intentáramos convencerlos para

llegar a algún acuerdo comercial.

Eddie se rió.

-O sea, ¿que de pequeña querías que el lobo se comiera a

Caperucita Roja?

-Me apellido Wolfe. Me sentía un tanto ofendida. –Terminó de

secar el cuerpo por dentro y por fuera con un trapo e inspeccionó

la cavidad-. Lo que más quería era que Wile E. Coyote atrapara a

ese estúpido correcaminos.

-Pero entonces el espectáculo se acabaría –protestó Eddie.

-Así sea. –Deanna se puso en pie y se secó las manos en los

vaqueros-. Voy a buscar un poco de sal.

En el interior de la cabaña, Deanna vertió aceite de oliva de

la lata metálica y cuadrada en un tarro y extrajo el bote de sal a

prueba de humedad. Echó un vistazo al cajón de verduras: muchas

cebollas y varias patatas, a las cuales les habían salido brotes

de color rosa. Cuatro zanahorias. Lo echaría todo a la lata grande

cuando el pavo estuviera medio cocido. Luego añadiría un par de

palmetas humeantes y colocaría la tapa para que adquiriera un

agradable gusto ahumado. Consultó la hora en el reloj de la

estantería e intentó adivinar cuánto tardaría en hacerse. Horas,

claro. Y ya estaba hambrienta. Olerían el intenso y maravilloso

442
aroma y esperarían el festín durante horas. No había nada mejor

que esperar la llegada de una felicidad que se podía dar por

supuesta. Había olvidado casi por completo el placer que suponía

la comida. A pesar de la lástima que sentía por los tiburones y

los T. Rex, Deanna se sorprendió de sí misma por el hecho de

participar con tanto deleite en un acto tan carnívoro.

Al salir vio que Eddie había logrado vaciar el agua caliente

de la lata sin apagar el fuego, que crepitaba con fuerza. Estaba

apilando troncos del tamaño del brazo y la pierna. Por suerte, el

montón de leña ya no corría el riesgo de desaparecer: había

troncos de roble, nogal y álamo partidos y apilados contra la

pared oeste de la cabaña, a pesar de que todavía era julio.

Parecía que el deporte favorito de Eddie era partir leña o, al

menos, el segundo deporte favorito. Deanna se detuvo para admirar

su cuerpo mientras él se apartaba del calor y se quitaba restos de

corteza de las manos. Que fácil resultaba pasar por alto su

animosidad en esos momentos de gracia animal. Le había emocionado

que Eddie se hubiera ocupado de las provisiones.

Eddie se volvió y se percató de que le miraba.

-¿En qué piensas? –le preguntó.

-Anhelos –replicó Deanna-. Comernos el pavo. Tal vez tengas

razón, puede que esté un poco anémica. ¿Por qué? ¿En qué piensas

tú?

-En el evangelio según Deanna. Es pecado matar una araña pero

no un pavo.

Deanna se encaminó hacia la roca y se acomodó junto a la que

sería su siguiente comida.

443
-Oh, pecado, ¿quién sabe lo que es? Supongo que algo que se

inventaron las madres. Y yo nunca he tenido una. –Alzó la vista-.

¿Qué?

Eddie negó con la cabeza.

-Sólo tú. Hablaba en serio. Por una vez.

-¿Sobre las arañas y los pavos? Lo sabes tan bien como yo, no

es tan complicado. Acabar con un depredador tiene consecuencias

mayores para un sistema.

-Que acabar con su presa. Lo sé. Cuestión de números.

-Pura matemática, Eddie Bondo.

Eddie parecía pensativo, de cuclillas junto al fuego con las

manos entre las rodillas.

-¿Cuántos carnívoros grandes crees que hay en la montaña? –

preguntó.

-¿A qué te refieres con “grandes”? ¿Mamíferos, aves? –Deanna

observó la estrecha hendidura de la hondonada, donde las

luciérnagas comenzaban a ascender formando irregulares rayas

amarillas-. Puede que un lince rojo por cada doscientas hectáreas.

Un puma por montaña, y punto. Las grandes aves rapaces, como los

tecolotes, una pareja necesita... –Deanna caviló al respecto

durante unos instantes- unos ochenta acres, supongo, para

alimentarse y criar a dos o tres pequeñuelos en un año.

-¿Y cuántos pavos hay?

-Oh, caramba, en esta hondonada hay muchas bandadas. Una pava

pone catorce huevos casi sin pensarlo. Si alguien se lleva una de

las crías es posible que no se dé cuenta. Si un zorro se lleva

todo el nido, le hará ojitos al macho y pondrá otros catorce

444
huevos. –Deanna caviló sobre la ecuación durante unos instantes-.

De todos modos, comparados con sus presas, hay pocos pavos. Hay

millones de larvas. Es como las estadísticas piramidales.

Eddie permaneció en silencio; atizaba el fuego y escuchaba.

Parecía comprender que, para Deanna, no se trataba de una

conversación superficial. Frotó la piel del pavo primero con un

puñado de sal, rugosa, y luego con el aceite, frío y suave. Cuando

volvió a hablar, se esforzó en adoptar un tono que no trasluciera

sus emociones.

-La cuestión es que la vida de un carnívoro importante

constituye el punto más costoso en la pirámide. En el caso de un

coyote, o de un felino grande, la madre se pasa un año entero

cuidando de las crías, no unas pocas semanas. Tiene que enseñarles

a acechar y cazar y todo cuanto necesiten para sobrevivir. Tendrá

suerte si una de las crías supera todas las pruebas. Si algo o

alguien acaba con la cría, entonces todo el año de trabajo de la

madre no habrá servido de nada.

Deanna alzó la mirada y le miró a los ojos.

-Si le disparas, Eddie, eso es lo que habrás conseguido,

cortar por lo sano con la descendencia de la madre. Y dejarás que

miles de roedores, que habrían desaparecido bajo las fauces del

carnívoro, anden por ahí sueltos. No se trata de una sola vida.

Eddie había apartado la mirada. Deanna esperó a que volviera a

mirarla.

-Cuando ves un coyote por la mirilla del rifle y estás a punto

de apretar el gatillo, ¿qué ocurre? ¿Te olvidas del mundo y sólo

quedáis los dos, tu enemigo y tú?

445
Eddie caviló respecto.

-Algo así. Cazar es eso. Concentrarse.

-“Concentrarse” –repitió Deanna-. ¿Así es cómo lo llamas?

¿Estar los dos solos en el mundo, cara a cara?

-Supongo. –Eddie se encogió de hombros.

-Pero eso es erróneo. No existe eso de estar solos. El animal

se disponía a hacer algo importante en su contexto, comer o ser

comido. Hay un montón de cosas interrelacionadas que estás a punto

de cargarte. No todas son tu enemigo, porque tú eres una de ellas.

Recolocó los troncos ardientes con una rama resistente y

ahorquillada y los dispuso formando un cuadrado con un hueco en el

centro, donde iría la lata enorme.

-Nunca dispararía contra un lince rojo –dijo sin mirarla.

-¿No? Bueno, qué bien. Entonces no eres tan estúpido como

algunos cazadores de depredadores. Te mereces una medalla.

Eddie la miró con dureza.

-¿Quién te ha pisado la cola?

-Sé de lo que hablo, Eddie. –Deanna se limpió las manos con el

trapo y se percató de que sentía los latidos del corazón hasta en

las orejas. Hacía dos meses que conocía a Eddie y, durante ese

tiempo, se había sentido ultrajada pero no había dicho nada. Habló

en voz baja, como solía hacer su padre cuando estaba furioso.

-Hay cacerías por todas partes. No es ningún secreto; las

anuncian en las revistas de armas. Ahora mismo hay una en Arizona,

la Cacería de Depredadores Extrema, con un premio de diez mil

dólares para quien cace más.

-¿Cace el qué?

446
-Es una matanza de depredadores, y punto. Basta con amontonar

los cadáveres. Linces rojos, coyotes, pumas, zorros; ésa es su

definición de depredadores.

-Los zorros no.

-Los zorros sí. A algunos de tus colegas les asusta incluso un

pequeño lobo gris. Un animal que vive de los ratones y los

saltamontes.

-No es una cuestión de miedo –dijo Eddie.

-¿Te imaginas el daño que esos hombres ocasionarán al estado

de Arizona en un sólo fin de semana, la plaga de ratones y

saltamontes que desatarán? Si no te sabe mal que los cientos de

años que, en conjunto, las madres dedican a sus crías no sirvan

para nada, piensa entonces en las malditas ratas.

Eddie no replicó. Deanna levantó el pavo con cuidado, lo

sostuvo contra el pecho y lo llevó hasta la lata vacía, que era

bastante grande pero no tenía la forma adecuada. Miró el interior

durante unos instantes y decidió que colocaría el pavo boca abajo,

apoyado en la cabeza o, en todo caso, lo que había sido la cabeza.

Le dio la vuelta al cuerpo hasta que las patas apuntaron hacia

arriba satisfactoriamente, pero la dicha de esa celebración se

había desvanecido en parte.

-Venga –dijo-, ayúdame a ponerlo en la hoguera.

Levantaron la pesada lata entre los dos y la colocaron en el

centro de la fogata. Deanna vertió un poco de agua de la pava y

puso la tapa y luego se lavó las manos con el resto del agua. El

aire de la noche refrescaba y el agua fría le quemaba en las

manos. Sin embargo, últimamente tenía las manos y los pies fríos.

447
Acercó las manos al calor del fuego. Al poco, la lata comenzó a

emitir un silbido acompañado de varios crujidos de satisfacción,

la añeja conversación entre el vapor y la grasa. Deanna se sentó

en el suelo, al otro lado de la hoguera del que estaba Eddie, y le

miró por entre las llamas. Eddie atizó el fuego un poco más, con

aire inquieto. Estaba de cuclillas, no sentado.

-No es eso –dijo finalmente.

-¿El qué?

-Cazar depredadores. No es una cuestión de miedo.

Deanna apoyó las rodillas contra el pecho y las rodeó con los

brazos, con los codos en las palmas.

-¿Entonces de qué se trata? Dímelo. Ilumíname.

Eddie negó con la cabeza, se incorporó para coger dos troncos

más del montón de leña y volvió a negar con la cabeza.

-No se puede ir derramando lágrimas por todos los depredadores

del mundo.

-Ya te he dicho que no es lo mío. Crecí en una granja, he

ayudado a destripar todos los animales que se te ocurran y he

visto las cosechas suficientes como para saber que segar un campo

de trigo equivale a encontrar más conejitos decapitados bajo la

cosechadora de los que te imaginarías.

Deanna se calló al recordar una vieja visión de la infancia:

un mapache que había encontrado después de que la segadora le

pasara por encima. Todavía veía el pelaje gris y enmarañado, la

mandíbula reluciente y la hilera de dientes tan separados como los

suyos, la sangre oscura empapando el suelo sólo por un lado, como

una sombra de la última postura atemorizada de la criatura. Nunca

448
podría explicar a Eddie el trasfondo de la tragedia que supone la

vida en una granja. Ni tampoco sus aleluyas: los surcos rectos y

abundantes, las espigas erguidas como si fueran niños que se saben

las respuestas. Los terneros recién nacidos, resbaladizos y

limpios, con sus perfectas patas blanquinegras. La muerte y la

vida siempre al acecho. La mayoría de la gente vivía tan lejos de

esa realidad que pensaban que podían elegir, carnívoros o

vegetarianos, sin saber que las sustancias químicas aplicadas

sobre los cereales y el algodón mataban a más mariposas y abejas y

azulejos y chotacabras que el coste mortal de un filete o una

chaqueta de cuero. Limpiar la tierra para plantar soja y maíz

había conllevado un sinfín de muertes. Había leído que cada taza

de café equivalía a la muerte de un pájaro cantor en alguna jungla

del mundo.

Eddie la observaba, esperando su reacción, y Deanna se expresó

lo mejor que pudo.

-Aunque no comas carne, sacrificas animales –dijo Deanna-. No

me vengas con condescendencias. Lo sé de sobra. Para vivir hay que

sacrificar otras vidas.

De la lata surgió un silbido fiero y Deanna escuchó durante

unos instantes el lamento final del pavo.

-Bien, estamos de acuerdo en algo –dijo Eddie-. Para vivir hay

que sacrificar otras vidas.

-Pero se puede hacer de forma considerada. Un poquito de

humildad no iría mal. Se puede tener en cuenta el precio de las

distintas elecciones. O se puede ir por ahí disparando por puro

miedo.

449
Eddie no apartó los ojos.

-No tengo miedo de los coyotes.

-Entonces... déjalos... bien tranquilos.

Se miraron fijamente por entre la nube de calor que colgaba

sobre el fuego.

-¿Por qué siempre acabamos así? –inquirió Eddie.

-Porque voy a hacerte cambiar de idea o moriré en el intento.

-Pues muérete en el intento. Porque no puedes ni podrás

hacerme cambiar de idea. Soy un ganadero del Oeste y odiar los

coyotes es lo mío. La sangre del cordero, por así decirlo. No

intentes convertirme y yo no intentaré convertirte.

-Yo no dispararé a los corderos en la cabeza.

-Pues lo haces –dijo Eddie-. En cierto modo, lo haces.

Intentar salvar a esos cabrones es como cargarte a los corderos.

Deanna descruzó los brazos y arrojó un puñado de hierba seca a

las llamas y vio cada hebra encenderse y resplandecer como el

filamento de una bombilla.

-Si tú supieras.

-¿El qué?

-Dijiste que leerías mi tesis. Me prometiste que lo harías.

Eddie negó con la cabeza, sonriendo.

-Nunca te das por vencida.

-Lo prometiste. Me diste tu palabra.

-Estaría intentando llevarte a la cama.

-Creo que ya estábamos allí.

Eddie se inclinó hacia un lado y la miró por el exterior de

las llamas.

450
-Es probable.

-¿Y?

-¿Y? Dime qué es lo que debería leer. –Eddie, todavía de

cuclillas, rodeó el hoyo como si fuera un insecto inclinado y se

detuvo a unos pasos de Deanna-. ¿Qué es lo que aprenderé sobre los

coyotes que mi pequeño corazón temeroso no sepa?

-Que poseen uno de los sistemas vocales más complejos entre

los mamíferos terrestres. Que se alimentan de roedores y frutas y

semillas y de muchas otras cosas aparte de los corderos.

-Pero los corderos están en la lista –replicó Eddie.

-Los corderos están en la lista.

-Ya lo sabía.

Deanna arrojó otro puñado de hierba al fuego.

-Bien. Y que tienen minuciosos rituales para cortejar en los

que se habla y se lame mucho, y que se traen regalos alimenticios.

Sobre todo carne.

Eddie miró la lata y luego a Deanna.

-Y cuando se aparean –añadió Deanna- suelen hacerlo de por

vida.

-¿Y se supone que debo admirar eso?

-No se supone que debas sentir nada. Sólo es información.

Eddie asintió.

-Vale. ¿Qué más?

-Es la especie más odiada de América. Hasta el Gobierno los

está matando, junto a puede que otros cien mil animales al año,

sobre todo con trampas de cianuro y disparos desde helicópteros.

451
Por no hablar del buen trabajo que realizan tus colegas en las

cacerías de depredadores.

-Sí. Sigue.

-Tras cien años de matanzas sistemáticas, ahora hay más

coyotes que nunca y en zonas en las que nunca habían vivido.

-Un momento. Para un momento. ¿Por qué pasa eso?

-Es todo un misterio, ¿no? Matamos osos pardos, lobos,

ballenas azules y parece que comienzan a extinguirse enseguida.

Sin embargo, los malditos coyotes dan más problemas. Creo que los

indios estaban en lo cierto: son muy taimados.

-¿Y?

-Y cuanto más los atacamos, más hay. No sabría explicar

exactamente por qué, pero tengo un montón de teorías.

-Dime una buena conjetura.

-Vale. Los coyotes no son sólo depredadores sino también

presas. A diferencia de la ballena blanca o del oso pardo, están

acostumbrados a que los cacen. Los principales depredadores de los

coyotes, antes de que llegáramos nosotros, eran los lobos. Que

eliminamos del mapa de América tan rápido como pudimos.

-Oh.

-Sí, “oh”. Lobos. Lo que intento explicarte es que no existe

eso de matar algo. Todo animal muerto era la comida o el control

de natalidad de alguien.

Eddie cogió un palo más largo y agitó la estructura de troncos

ardientes que rodeaba la lata, lo cual provocó un impresionante

estallido de chispas en ascensión.

452
-¿Quieres dejarlo? –dijo Deanna al tiempo que le colocaba una

mano en el brazo-. Acabarás quemando el bosque. Deja la hoguera.

-Intento colocar bien los carbones.

-De eso ya se encarga la gravedad. –La hoguera arde sola,

quiso explicarle, sin la ayuda de ningún hombre-. Mi padre solía

decir que si juegas con el fuego luego te orinas en la cama.

-Vale la pena –replicó Eddie con firmeza mientras agitaba de

nuevo las brasas y provocaba más estallidos de chispas.

-Déjalo ya –dijo Deanna al tiempo que le arrebata el palo-.

Venga, siéntate, me estás poniendo nerviosa.

Eddie se sentó y apoyó su espalda contra la suya. Escucharon

los sonidos que producían las llamas y el pavo al cocinarse. Se

oía incluso un silbido agudo y musical; vapor que se escapaba por

alguna parte. El hambre que sentía Deanna había dado paso a un

dolor dulce y persistente en el estómago.

-Así que al matar los lobos les ayudamos –dijo Eddie, de

repente-. ¿Cuáles son tus otras conjeturas?

-No es una conjetura, es un hecho. Los coyotes se reproducen

más rápido cuando les cazan.

Eddie clavó la mirada en el fuego.

-¿Cómo?

-Tienen camadas más numerosas. A veces llegan incluso a

compartir la guarida, por lo que si, normalmente, la hembra alfa

es la que se encarga de la reproducción, alguna de sus hermanas

hará otro tanto. Trabajan en grupos familiares, y la mayoría de

las adultas ayuda a criar las nuevas camadas. Así, cuando algunos

de los adultos de un grupo mueren, hay más comida para las crías.

453
O tal vez haya un cambio en el esfuerzo por la reproducción.

Ocurre algo. Lo que sabemos sin el menor atisbo de duda es que

matar a los adultos aumenta las posibilidades de que las crías

sobrevivan.

-¡Jo!

Deanna se volvió hacia Eddie.

-Eh, Eddie Bondo.

Eddie también se volvió.

-¿Qué?

-¡Bu! La vida no es fácil.

-Eso he oído decir.

-Eh. Lee el libro. No te aburrirás. Mi profesor me aseguró que

no se durmió en ninguna de las doscientas páginas.

Eddie desvió la mirada hacia las llamas.

-Creo que el final no me interesará.

* * *

La luna estaba saliendo, grande, llena. Todavía no había

llegado a las montañas que daban sombra a la hondonada, pero el

cielo comenzaba a adquirir un brillo que Deanna sentía incluso con

los ojos cerrados. Deseaba que su cuerpo encontrara un lugar plano

para descansar, en vez de dar vueltas como un rodillo en una masa.

Durante esas noches de insomnio se colocaba la manta de tal modo

que dejaba a Eddie expuesto a los elementos.

Habían arrastrado el colchón fuera antes de desplomarse sobre

el mismo en un delirio de pavo relleno. Sin embargo, Deanna

454
siempre había dormido fuera en verano, siempre y cuando las noches

fueran lo bastante cálidas; la luz de la luna no solía molestarle.

Nada solía molestarle. Nunca había sufrido insomnio. Tampoco se

había dormido nunca de día. Algo la había sacado de su sitio.

Deanna no sabía si las preocupaciones que le rondaban eran las que

no la dejaban dormir por la noche o si simplemente se habían

introducido en el interior de una mente insomne.

La necesidad de darse la vuelta le resultaba casi dolorosa, ya

no lo soportaba más, así que se movió con cuidado y se colocó boca

arriba. Sin embargo, volvió a sentirse incómoda de inmediato.

Intentó olvidarse del cuerpo, del estómago lleno y de Eddie, todos

esos molestos síntomas del ser humano. Intentó, lentamente,

inhalar y asimilar la noche. Era un momento extraordinario para

estar despierto: esas horas de oscuridad apacible cuando los

insectos se callaban y el aire refrescaba y los aromas surgían con

delicadeza de la tierra. Olía el mantillo, las setas y el débil

rastro de una mofeta que debía de haber estado rebuscando entre

los huesos del pavo después de que Eddie y ella se tumbaran en la

cama y ella se quedara dormida por completo antes de volver a

despertarse indeleblemente.

Se centró en las inquietudes del febe: seguramente habrían

asustado a la madre antes del anochecer o se habría caído una cría

del nido, algo que ya había sucedido en dos ocasiones. Los

polluelos ya tenían edad para volar y eran un poco más grandes que

los adultos a causa de las plumas suaves y sedosas; lo bastante

grandes como para que el nido les resultara pequeño. Deanna,

durante dos días seguidos, había recogido un polluelo del suelo y

455
lo había colocado sobre sus hermanos. Eddie aseguraba que un

pájaro no regresaría a su nido si un humano lo había tocado; a

Deanna la experiencia le había enseñado lo contrario, pero dejó

que la madre lo demostrase: regresó al nido en cuanto Deanna se

hubo apartado.

Por favor, reunid valor y comenzad a volar, rogó a las crías,

porque ya comenzaban a dar mucho trabajo. Durante semanas, había

pasado de puntillas junto al nido, y había obligado a Eddie a

hacer otro tanto. Aquella madre ya había perdido su primera nidada

por culpa de su falta de atención y la temporada ya estaba

demasiado avanzada para intentarlo otra vez si la nueva camada no

salía adelante. Los polluelos extenderían las alas y se marcharían

del nido para siempre.

Dobló el pie izquierdo para que no se le acalambrase y se

esforzó lo indecible por no colocarse boca abajo. Le resultaba del

todo imposible mantenerse quieta en medio de aquella maraña de

mantas. Lo único que podía hacer para acabar con la inquietud era

levantarse y pasear por el bosque. Habría luz suficiente en cuanto

la luna estuviese sobre la cima de la montaña. Sin embargo, lo

primero que haría sería ir a ver los febes. Se puso en pie, con

cuidado de no despertar a Eddie, encontró las botas junto al

colchón, se enfundó los vaqueros y se los abotonó bajo la camisa

de dormir y luego entró en la cabaña para coger la linterna. Se

desplazó silenciosamente por el porche para echar un vistazo. La

linterna no molestaría a la madre si estaba en el nido; a esas

horas de la noche no la asustaría. Deanna buscó en el alero el

montoncito de hierba. Tal y como había temido, la cabeza marrón y

456
el pequeño pico de la madre no estaban donde tenían que haber

estado. Rápidamente, inspeccionó el suelo del porche en busca de

ángeles caídos, pero no vio ninguno. Entró en la cabaña y sacó la

silla, trepó con cuidado y mantuvo el equilibrio sujetándose en la

vigueta del tejado con una mano. ¡Nada! El interior del nido

estaba vacío, completamente vacío. ¿Cómo era posible? Deanna había

visto a la madre cazando escarabajos durante toda la tarde, una

esclava de esos cuatro devoradores. No podían aprender a volar de

noche. ¿Dónde estaban? Volvió a iluminar el suelo con la linterna,

buscó alrededor de las patas de la silla y un poco más allá, no

fuera que, presas del pánico, hubieran llegado hasta el borde del

porche. Nada.

Apagó la linterna y caviló al respecto durante unos instantes.

La encendió de nuevo. Con aquel halo de luz escudriñó toda la

vigueta hasta donde acababa el alero y luego buscó en las otras

vigas. Pasó sobre lo que parecía una pila de tubería negra. La

observó. Vio unos pequeños ojos redondos, que parecían mirarle con

autosuficiencia. Deslizó la luz muy lentamente por la masa oscura

hasta encontrarlos: cuatro cuerpecitos.

Tuvo que respirar hondo para contener el deseo de gritar a ese

monstruo o arrancarlo de las vigas y aplastarle la cabeza. Respiró

otras tres veces y exhaló con fuerza en cada ocasión, sintiendo

unas náuseas débiles bajo el enfado. Era la serpiente rey que

había vivido en el tejado durante todo el verano, la serpiente a

la que había defendido arguyendo que era un depredador que hacía

su trabajo. Para vivir hay que sacrificar otras vidas. Pero no la

457
de las crías, gritó en su interior. Esas no; eran mías. Al final

del verano las crías es lo único que queda.

Bajó de la silla, apagó la linterna y se encaminó al bosque,

tensa por la furia y la tristeza. No se dio cuenta de la

intensidad de sus emociones hasta que sintió el frescor de las

lágrimas que se le deslizaban por el rostro. Se las secó con la

palma de la mano y siguió caminando, rápido, lejos de la cabaña y

del olor a fuego y carne, hacia la oscuridad del bosque. ¿Por qué

sentía un dolor incontrolable que le recorría el cuerpo como si

fuera agua caliente? Durante los últimos días había llorado por

cualquier cosa: los febes, el cansancio, el ruido de un disparo,

la falta de sueño. Lágrimas sentimentales e idiotas, lágrimas

femeninas; ¿qué le pasaba? ¿Sería lo que llamaban sofocos? Sin

embargo, no se sentía sofocada. Sentía su cuerpo repleto y pesado

y lento y humano y ausente, una especie de peso que llevar sin los

entusiastas ciclos de fertilidad y descanso, las cimas y los

valles de los que nunca se había percatado que dependía tanto. Un

peso muerto, ¿en eso se había convertido? ¿Una fémina obsoleta

esperando la llegada de la muerte?

¿Por qué se sentía tan deprimida al respecto? Para empezar,

los seres humanos nunca habían terminado de gustarle. ¿Por qué

querría entonces traer más al mundo?

A mitad de camino colina arriba se detuvo para secarse los

ojos y la nariz con el dobladillo de la camisa de dormir. Cuando

se volvió hacia la cabaña se dio cuenta de que la luna había

seguido el mismo camino que ella. Los árboles al otro lado de la

hondonada estaban bañados en una luz blanca brillante.

458
Resplandecían como un bosque de cuento de hadas o una ladera de

abedules blancos lejos de casa. La belleza de una noche tan

desagradable. Aguzó el oído para ver si oía aullidos a lo lejos,

algo que llenara su corazón aparte de los febes muertos y el temor

de otra luna llena que no le provocase más celebraciones

corporales, nunca más. Se mantuvo inmóvil e intentó imaginarse a

las crías de los coyotes emergiendo del útero del bosque con los

ojos bien abiertos, mientras que, finalmente, las posibilidades

finitas de sus propios hijos cerraban los ojos al mundo.

459
{20}

Castaños viejos

Garnett se detuvo a mitad de camino colina arriba para

descansar. El corazón le latía demasiado rápido. Oía el quejido de

la motosierra del muchacho, que ya había comenzado a trabajar.

Habían acordado verse al mediodía para calcular la división de la

leña y demás, y, según su reloj, eran las doce y cuarto. Bueno,

que Nannie esperara. Él era mayor, así que tendría que respetarle.

Se sentó sobre un tronco, junto al arroyo, para descansar unos

minutos.

Una libélula se posó en el extremo de una cola de caballo que

estaba muy cerca de la cabeza de Garnett, lo suficiente como para

que la viera bien. No recordaba haber visto ninguna desde la

infancia; entonces las llamaban caballitos del diablo, y, a pesar

de todo, al cabo de tantos años, allí había una. Seguramente

siempre habrían estado revoloteando por ese arroyo, tanto si se

fijaba en ellas como si no. Se inclinó para observarla mejor: era

como cualquier otra libélula salvo que replegaba las alas cuando

descansaba en lugar de extenderlas a los lados. Las alas eran

negras y muy finas, con un punto blanco nacarado en el extremo. En

cierto modo, le recordaban la ropa interior de las mujeres que

había conocido hacía mucho, cuando llevaban ligueros y otros

artilugios que costaba lo suyo quitar. Era posible que las mujeres

todavía se los pusieran. ¿Cómo iba a saberlo? Ellen había

fallecido hacía ocho años y durante las décadas anteriores no

460
había tenido ocasión de aprender nada sobre las prendas íntimas de

las féminas. Era un buen cristiano, fiel, y Ellen también lo había

sido. Ella era de las que colgaba en el tendedero prendas de

algodón grueso de las que no había por qué avergonzarse.

¿Por qué demonios se había sentado allí a pensar en la ropa

interior de las mujeres? Se sintió avergonzado y rogó a Dios que

perdonase las debilidades impredecibles de un anciano como él. Se

puso en pie y siguió ascendiendo.

Nannie estaba allí, conversando alegremente con el muchacho,

quien había dejado la motosierra en el suelo y, como solía

suceder, había sucumbido a su embrujo. Como los corderos que

llevan al matadero, pensó Garnett, pero lo cierto es que le

pareció divertido ver a aquel enorme joven asintiendo con

educación a la mujer más pequeña de pelo cano que se había paseado

jamás por el bosque con falda larga y borceguíes. Los dos se

volvieron para saludarle.

-¡Señor Walker! Recuerda a Jarondell, el hijo de Oda, ¿no?

-Por supuesto. Saluda a tu madre de mi parte. –Que si

recordaba a Jarondell, pensó. Vaya nombre. Era más probable que

recordase la fecha de caducidad de la lata de polvos Sevin.

-Estábamos diciendo que no sería mala idea derribar algunos de

los árboles inclinados –le dijo a Garnett-. Mientras Jarondell

esté aquí. Por ejemplo, el cerezo del sendero. Está tan inclinado

que no creo que resista hasta el final del verano.

¡Oh, santo cielo, el cerezo! Garnett lo había olvidado por

completo y se había sentado bajo el mismo durante cinco minutos,

cuando se había detenido a descansar junto al arroyo. Había

461
olvidado por completo que el árbol pudiera caérsele encima. La

mera idea le infundió un pánico sin igual y el corazón se le

disparó. Se llevó una mano al pecho.

-¿Qué pasa? ¿Le gusta el cerezo? –Nannie le miró, preocupada,

y Garnett recordó, no sin desagrado, el día que ella se había

inclinado sobre él y le había dicho que no había sufrido una

apoplejía, sino el ataque de una tortuga.

-¡Válgame Dios, no! –replicó de mal humor-. Me parece una

buena idea. Es un peligro y un fastidio.

Nannie parecía aliviada.

-Oh, yo no diría tanto. No es más que un árbol. –Los ojos le

brillaron-. Ahora bien, estará de acuerdo en que si Jarondell

derriba el árbol sobre mis tierras la leña será toda mía.

¡Cómo le gustaba a esa mujer sacarle de quicio! Era como una

gallina presuntuosa en busca de pelea. Garnett se obligó a sonreír

o a forzar una mueca lo más parecida posible a una sonrisa.

-Me parece justo.

Nannie le clavó la mirada por segunda vez antes de volverse

hacia el hijo de Oda (Garnett ya había olvidado cómo se llamaba).

El joven tenía los musculosos brazos cruzados y la resplandeciente

cabeza afeitada, como Don Limpio, el hombre que aparecía en las

botellas de amoníaco de Ellen, y era tan alto y robusto que Nannie

tenía que protegerse del sol cuando le miraba, aunque, por

supuesto, eso no significaba que hablara más despacio. Hablaba sin

parar y señalaba aquí y allá mientras conversaban (¿es que no se

daba cuenta de que le pagaban por hora de trabajo?). A Nannie

parecía interesarle mucho el proceso de derribar árboles. Pero,

462
claro, ella era Nannie Rawley. También le interesaba qué comían

los perros de los demás. Garnett negó con la cabeza con

histrionismo, si bien a nadie en concreto porque Nannie y el joven

se habían olvidado de él por completo. Como si fuera un árbol.

Cuando la motosierra volvió a rugir, Garnett tuvo que elevar la

voz para que Nannie le hiciera caso.

-Supongo que si se queda con el cerezo –gritó-, este será mío.

Nannie se cubrió las orejas con las manos y le hizo señas para

que fueran hacia el sendero. Garnett la siguió hasta una curva,

donde el rugido se convirtió en un gemido, pero Nannie continuó

caminando hasta el tronco sobre el que había descansado antes. Las

libélulas revoloteaban en grupo, como si se hubieran congregado

para un encuentro social.

-Aquí no –dijo Garnett al tiempo que señalaba hacia lo alto-.

No debemos quedarnos aquí.

-¡Venga ya! –gritó Nannie-. ¡No me diga que cree que el cerezo

se le va a caer encima! ¿Se cree muy especial? –Nannie se sentó en

el tronco y se cubrió las pantorrillas con la falda amarilla

estampada. Le miró con expectación-. Bueno, venga, descanse un

poco.

Garnett vaciló.

-Seguro que saldría en los periódicos, ¿no? “Dos viejos carcas

derribados por un único árbol”.

-De acuerdo –dijo Garnett y se sentó de mal humor en el tronco

a un metro de ella. Esa mujer te hacía sentir como un idiota por

el mero hecho de ocuparte de tus propios asuntos.

-No me haga caso –dijo Nannie-. Hoy estoy muy nerviosa.

463
Hoy, pensó Garnett.

-¿Por qué, esta vez? –Intentó sonar como un padre consintiendo

a su hijo, pero con Nannie de nada serviría. Comenzó a pontificar

de inmediato; se inclinó hacia delante, con las manos apoyadas con

firmeza en las rodillas, y le miró a los ojos.

-Por las abejas –replicó-. En la iglesia Full Gospel se han

metido en un buen lío por matar a las abejas. ¿Matarlas?, ¡las han

fumigado! ¿Por qué no me avisaron antes? Habría usado la pipa

ahumadora y habría hecho salir a la reina y así todas habrían

salido de las paredes a la vez. Podría tener otra colmena en casa.

Válgame Dios, no me iría mal tener otras veinte colmenas; tal y

como están usando el insecticida por aquí cualquier abeja me

serviría para polinizar las manzanas. Pero no, van y me avisan

ahora. Después de haber armado un lío que hasta un niño habría

previsto.

A Garnett le preocupaba su forma de expresarse. ¿Qué lío

podría causar el hecho de matar abejas que hasta un niño podría

haber previsto? Se mostró evasivo.

-Bueno. Seguramente será una molestia durante el servicio

religioso. –Miró nervioso el árbol inclinado.

Sin embargo, Nannie no se percataba del peligro que corrían.

-Hay cinco centímetros de miel bajo el suelo, las paredes

rezuman miel y culpan a las pobres abejas muertas.

Oh, Dios, vaya desastre. Garnett se imaginaba perfectamente a

las mujeres con los zapatos de ir a misa.

-Bueno –arguyó-, fueron las abejas las que fabricaron la miel

en las paredes.

464
-Y son las abejas las que necesitan hacer vibrar las alas día

y noche para mantenerla fresca en julio. Si las obreras no

refrescan la colmena, el panal se derrite y la miel se sale por

todas partes. –Negó con la cabeza con tristeza-. ¿Es que la gente

no sabe estas cosas? ¿Es que sólo los viejos somos los que nos

pensamos las cosas dos veces?

Garnett se emocionó ligeramente al saberse incluido en el

cumplido. Sin embargo, le observó el rostro y no supo si se

refería a él en concreto o a la gente en general. Y ya se había

salido por la tangente.

-Cabría esperar que los jóvenes fueran con más cuidado. Son

los que estarán aquí dentro de cincuenta años. No nosotros.

-Sí, no nosotros –convino Garnett tristemente.

Intentó no imaginarse los campos de castaños repletos de

hierbajos, agitando sus hojas descuidadas, aunque cuidadosamente

cruzadas, como banderas de rendición en un mundo que ni siquiera

recordaba lo que estaba en juego. ¿A quién le importaría su

proyecto cuando ya no estuviera entre los mortales? A nadie. Esa

era la respuesta: a nadie de nadie. Se había mantenido lejos de

esa verdad durante tanto tiempo que estuvo a punto de llorar de

alivio al aceptar el dolor franco y sencillo que conllevaba. Apoyó

las manos en las rodillas, inhaló y exhaló. Que el cerezo le

cayese encima y aplastase. ¿Qué mas daba?

Permanecieron en silencio durante varios minutos, escuchando

los zorzales del bosque. Nannie se quitó unos cuantos cadillos de

la falda y luego, al parecer sin darle mayor importancia, alargó

la mano y arrancó otros tantos de las rodillas de los pantalones

465
caqui de Garnett. Esa quisquillosa y minúscula muestra de atención

femenina le emocionó. Se percató de que, como mortal, estaba

privado de cariño. Se aclaró la garganta.

-¿Alguna vez se le ha pasado por la cabeza que a Dios, o como

quiera llamarle, se le fue la mano con los cadillos?

-Hay demasiados. En eso estoy de acuerdo con usted.

Garnett se sintió vagamente alegre: estaba de acuerdo con él.

-No puede culparme por eso, ¿no? Que la gente fumigue o se

inmiscuya. Para resolver el problema de los cadillos.

-Oh, seguramente podría si quisiera. Pero hace buen día, así

que no le culparé.

Volvieron a permanecer en silencio.

-¿Por qué la avisaron? –preguntó Garnett finalmente, pensando

en la mujer que le había estado llamando para pedirle consejo

sobre las cabras. Un experto en cabras, le había llamado. Miró a

Nannie, pero parecía sumida en sus propios pensamientos-. Las

señoras de la iglesia, las que tienen el problema de las abejas.

-Oh, ¿por qué a mí y no a otra persona? Supongo que soy la

única de la zona que todavía tiene abejas. ¿No le parece triste,

que ningún habitante del condado menor de setenta años sepa

ocuparse de las abejas? Antes todo el mundo sabía. Ahora se han

deshecho de las colmenas.

A Garnett le parecía triste. De niño se había divertido mucho

poniéndose la gorra contra las abejas y ayudando a su padre en las

labores de las abejas, en primavera y otoño. No sabría decir por

qué había dejado de hacerlo.

-¿Qué les dijo? Sobre la miel del suelo.

466
Nannie sonrió y le miró de soslayo.

-Me temo que no fui muy amable. Les dije que los designios del

Señor son inextricables y que, de entre todas las criaturas, a las

que más aprecia son las abejas. Les dije que estaba en las

Sagradas Escrituras. Supongo que ahora mismo estarán hojeando la

Biblia para ver qué dice sobre la plaga que Dios enviará contra

los asesinos de abejas.

-¿Qué es lo que dice?

-Oh, nada. Me lo inventé.

-Oh –replicó Garnett reprimiendo una sonrisa en contra de su

voluntad-. Entonces es probable que todas las señoras vayan con

los cubos y la fregona.

-¡Cuánto dulzor malgastado con un grupo de amargadas! –espetó

Nannie.

Garnett se abstuvo de hacer comentario alguno al respecto.

-Me avisó Mary Edna Goins. Estaba hecha una furia, como si la

existencia de las abejas fuera culpa mía. –Nannie le miró y luego

desvió la mirada-. Señor Walker, no me gusta hablar mal de mis

iguales y espero que no piense que soy una cotilla, pero esa mujer

no tiene remedio.

Garnett se rió. Conocía a Mary Edna Goins desde incluso antes

de que fuera una Goins. En una ocasión le había llamado para

decirle que planear proyectos sobre las cabras en la 4-H era

ofrecerle a los jóvenes una oportunidad excesiva para pensar en

Satanás.

Garnett observó el cerezo detenidamente.

-Íbamos a hablar de leña –dijo-. Puede quedarse con éste.

467
-Gracias, ya es mío –replicó Nannie remilgadamente-. ¿Va a

darme también mi casa y mis tierras?

-Bueno, bueno, no hace falta ponerse quisquilloso.

-De acuerdo. De todos modos no necesito tanta leña. Me quedaré

con la de este árbol y usted con la del roble, y dividiremos los

gastos de lo que Jarondell nos cobre.

Garnett no era tan tonto como para aceptar la oferta sin

pensársela dos veces. Escudriñó los árboles de Nannie y se

sorprendió al ver un árbol joven cuyas hojas se agitaban en la

brisa, colina arriba desde el arroyo.

-Vaya, mire, es un castaño, ¿no? –dijo señalando.

-Sí. Uno joven –replicó.

-No veo muy bien, pero reconozco un castaño a unos cien pasos

de distancia.

-Ese ha salido de un viejo tocón donde hace muchos años

cortaron un castaño grande –explicó Nannie-. Me he dado cuenta de

que lo hacen siempre. Mientras las raíces sigan vivas, seguirán

apareciendo brotes en el tocón. Pero siempre se mueren antes de

que crezcan lo suficiente como para florecer. ¿Por qué?

-La plaga del cancro tiene que empezar a propagarse antes de

producir otros cancros más pequeños y matar el árbol. Tarda unos

ocho o nueve años al aire libre o más en el bosque, donde los

árboles crecen más despacio. El hongo que hay en el interior es,

más o menos, proporcional al tamaño del tronco. Pero está en lo

cierto, se mueren antes de crecer lo suficiente como para dar

frutos. Así que, desde un punto de vista biológico, la especie

está muerta.

468
-Biológicamente muerta. Como nosotros –dijo Nannie sin

demostrar ninguna emoción especial.

-Eso es –replicó Garnett más bien incómodo-. Si consideramos

que no tenemos vástagos.

-Y parece poco probable que tengamos más a estas alturas. –

Nannie se rió de forma extraña.

Garnett no dijo nada al respecto.

-Bueno, cuénteme una cosa –dijo Nannie-. Siempre me lo he

preguntado. Sus híbridos son castaños americanos cruzados con

castaños chinos, ¿no?

-Exacto. Y vueltos a cruzar con el americano. Si logro hacerlo

durante el tiempo suficiente obtendré un cruce que tendrá todos

los genes del castaño americano excepto el que lo hace propenso a

la plaga.

-Y el gen resistente a la plaga proviene del castaño chino,

¿no?

-Eso es.

-Pero ¿de dónde sacó la primera semilla patrón del castaño

americano?

-Buena pregunta. Tuve que buscar por todas partes –replicó

Garnett, más contento que unas pascuas. Nadie le había preguntado

nada sobre su proyecto desde hacía muchos años. En una ocasión,

Ellen había convencido a su sobrina para que trajera a la clase de

tercero para verlo, pero para los niños había sido como una

especie de evento deportivo.

-Bueno, ¿dónde, por ejemplo? –preguntó Nannie, verdaderamente

interesada.

469
-Escribí varias cartas y llamé al Servicio Forestal y todo

eso. Al final, encontré dos castaños americanos que todavía

florecían, tan viejos y enfermos como pueda imaginarse, pero

vivos. Pagué a un joven para que trepara y me cortara varias

flores, las puse en una bolsa, las traje a casa y polinicé un

castaño chino que tenía en el patio, y con las castañas preparé el

primer campo de almácigas. Así conseguí la primera generación, los

castaños semi americanos.

-¿Dónde estaban esos castaños viejos? Sólo por curiosidad.

-Uno estaba en el condado de Hardcastle y el otro en Virginia

Occidental. Árboles viejos y solitarios, con flores pero sin

frutos porque no tenían vecinos con los que cruzarse. Quedan

algunos por ahí. No muchos, pero quedan.

-Oh, lo sé.

-Es probable que en los años cuarenta hubiese muchos –

prosiguió Garnett-. ¿Recuerda cuando el CCC nos dijo que los

taláramos todos? Pensábamos que, de todos modos, se estaban

acabando. Pero ahora, si lo piensa, se dará cuenta de que no fue

una buena idea. Algunos habrían sobrevivido. Los suficientes como

para un resurgimiento.

-Oh, seguro que sí –convino Nannie-. Papá siempre se mantuvo

firme al respecto. Nunca permitió que nadie talase los dos que hay

en la arboleda. ¡Una noche detuvo a un hombre que se disponía a

cortarlos y llevárselos antes de que amaneciera!

-¿Tenía castaños en la arboleda? –inquirió Garnett.

Nannie ladeó la cabeza.

470
-¿No los ha visto? Hay uno a menos de medio kilómetro colina

arriba; tiene un aspecto horrible porque muchas de las ramas están

muertas. Aun así, todos los años da frutos y las ardillas se los

comen. Y el otro está cerca de la cresta, en condiciones

similares.

-¿Tiene dos castaños americanos reproductores en su arboleda?

–preguntó Garnett.

-¿Me está tomando el pelo? ¿No lo sabía?

-¿Cómo iba a saberlo?

Nannie comenzó a hablar, luego se calló, se llevó un dedo al

labio y prosiguió.

-Nunca he creído que los bosques nos pertenezcan. Cuando me

apetece, paseo por sus colinas. Suponía que usted hacía otro

tanto.

-No he entrado en sus tierras desde el día que su padre se las

compró al mío.

-Bueno –dijo Nannie alegremente-, pues debería haberlo hecho.

Garnett se preguntó si acaso sería posible. No cabía duda de

que Nannie sabía mucho sobre las manzanas, pero ¿sabía de veras

distinguir un castaño de un cerezo? Volvió a mirar el cerezo y

tuvo la certera impresión de que se había inclinado un poco. Una

ardilla saltaba despreocupadamente por el tronco; aquello era

demasiado para Garnett. El ruido de un crujido agudo sobre su

cabeza le obligó a alzar la mirada, aunque sabía de sobra que no

debía hacerlo y hacía ya tiempo que evitaba ese movimiento. ¡Oh,

oh, oh! La maldición del mareo se cernió sobre él. Se sostuvo la

cabeza y gimió en voz alta mientras el bosque giraba a su

471
alrededor a toda velocidad. Se inclinó hacia delante y colocó la

cabeza entre las rodillas, si bien sabía que no debía cerrar los

ojos porque entonces tendría ganas de vomitar.

-¿Señor Walker? –Nannie también se inclinó y observó su rostro

aterrorizado.

-Nada. Ya se me pasará. En unos minutos. No se preocupe. No

hay nada que hacer.

Sin embargo, Nannie no dejaba de observarle.

-Nistagmo –aseveró ella.

-¿Qué? –Garnett se sentía enojado, idiota y débil y quería

marcharse. Nannie continuaba mirándole los ojos.

-Sus ojos se mueven rápidamente hacia la izquierda una y otra

vez; se llama nistagmo. Debe de sentir un vértigo intenso.

Garnett no replicó. Los árboles de los troncos ya no giraban

tan rápido, como si fueran un tiovivo reduciendo la marcha. Se le

pasaría al cabo de unos minutos.

-¿Le pasa en la cama o cuando se tumba boca arriba?

Garnett asintió.

-Es lo peor de todo. Si me doy la vuelta mientras duermo me

despierto.

-Pobrecito. Es un auténtico suplicio. Sabe cómo aliviarlo,

¿no?

Con suma delicadeza, Garnett ladeó la cabeza para mirarla.

-¿Existe una cura?

-¿Hace cuánto tiempo que le pasa?

A Garnett no le gustaba decirlo. Desde siempre.

-Unos veinte años, quizás.

472
-¿Nunca ha ido al médico para que se lo miren? –preguntó

Nannie.

-Al principio pensé que me había pasado algo terrible en la

cabeza –confesó Garnett-. Prefería no saberlo. Los años fueron

pasando y no acabó conmigo.

-Ni lo hará; sólo es un fastidio. Lo llaman VPB. “Vértigo

posicional benigno” o algo parecido. No me acuerdo. Rachel lo

padeció, y mucho. Suele ser cosa de viejos, pero, ya sabe, a

Rachel le pasaba todo lo imaginable. Mire, le diré qué hacer. Es

muy sencillo. Túmbese en el tronco.

Garnett protestó pero Nannie ya le había sujetado por los

hombros y le ayudaba a colocarse boca arriba.

-Ladee la cabeza, tanto como pueda. Déjela caer un poco hacia

atrás. Así.

Garnett dio un grito ahogado y se aferró a sus manos como un

niño pequeño cuando volvió a sentir el mareo, más intenso que

nunca. Daba igual cómo se preparara, la sensación de ir a toda

velocidad por el espacio siempre le aterrorizaba.

-Tranquilo, no pasa nada –le calmó Nannie mientras le sujetaba

la mano y le ahuecaba la otra debajo de la cabeza para que no la

moviera-. Quédese así si puede soportarlo; no se mueva hasta que

desaparezca.

Así lo hizo. Al cabo de un minuto, tal vez dos, el mundo

aminoró la marcha y detuvo su danza.

-Ahora –le dijo Nannie-, eche la cabeza hacia atrás hasta que

comience de nuevo. No tenga miedo. Vaya despacio y deténgase

cuando vuelva.

473
Garnett era completamente consciente de las manos de Nannie.

Le sostenía la cabeza con cuidado y destreza, como una madre, y

sentía su falda en la cara. Fue lo único que pensó mientras pasaba

por otro ataque de vértigo, luego ladeó la cabeza y aguantó otro.

Se preguntó si volvería a sentirse con fuerzas de mirar a Nannie a

los ojos.

-Ya casi está –dijo Nannie-. Escuche. Voy a ayudarle. Siéntese

e inclínese hacia delante así. –Nannie se llevó la barbilla al

pecho para que se hiciera una idea-. ¿Listo?

Nannie le ayudó a reincorporarse y a inclinar la cabeza.

Garnett esperó y sintió una extraña sensación de reensamblaje en

la cabeza. Cuando se le pasó, relajó los hombros, levantó la

cabeza y observó un mundo que parecía nuevo. Nannie le miraba de

hito en hito.

-Bien –dijo-. Ya está.

-¿Ya está el qué?

-Se le ha pasado. Intente mirar hacia arriba.

Garnett no estaba muy convencido pero lo hizo, con suma

cautela. Sintió un amago de ataque, pero muy leve. Comparado con

el habitual apenas resultaba perceptible. No era un mareo de

verdad. Garnett la miró, sorprendido.

-¿Es usted una bruja? ¿Qué me ha hecho?

-Es la maniobra No-Sé-Qué, ¿Epley, quizás? –Nannie sonrió-.

Rachel y yo la descubrimos por casualidad. Solía darle la vuelta y

hacerle cosquillas para distraerla de los mareos. Luego, mucho

tiempo después, el doctor Gibben me explicó que había una fórmula

474
más sencilla para aliviarlos. Tendrá que hacer lo mismo de tanto

en tanto. Al principio puede que cada día.

-¿Qué es lo que ha hecho?

-Lo causan unos cristalitos...

-¡Ohh! No empiece. Si es su vieja teoría del azar de las

cosas.

-No, no, escuche. Son unos cristales duros como piedras que se

forman en los canales esos del oído, no me acuerdo cómo se llaman.

Es un hecho científico.

-Bien, ¿y cómo llegan ahí?

-A algunas personas se les forman, eso es todo lo que sé. ¿Qué

quiere que le diga, que los causa el mal genio? Escuche, viejito,

¿está mejor o no?

-Sí –admitió Garnett de mala gana.

-Pues bien, escúcheme un poco, para variar. Tiene esas

piedrecitas que van dando vueltas y que le dan la lata si inclina

la cabeza como no debe. El truco consiste en arrastrarlas hasta un

rincón inútil del que no puedan salir para que no vuelvan a

molestarle.

-¿Está segura? ¿Es cierto lo que me está contando?

-Tan cierto como la lluvia, señor Walker.

-¿Todos estos años?

-Ese es el problema que ha tenido todos estos años. Unas

piedras en la cabeza.

Permanecieron sentados un largo rato sin hablar, escuchando el

ruido de la motosierra que convertía el roble en leña.

475
-¿Le apetece venir conmigo a ver los dos castaños? –preguntó

Nannie finalmente-. ¿Le serviría de algo tener otras dos fuentes

de frutos para su programa de cultivo?

-¿Que si me serviría? –inquirió Garnett, sorprendido y

entusiasmado de nuevo-. Multiplicaría por dos la cantidad de

variación genética de la que dispongo ahora. Tendría un proyecto

mucho más rápido y sano, señorita Rawley. Si tuviera flores de

esos dos árboles, claro.

-Considérelas suyas, señor Walker. Cuando quiera.

-Gracias –dijo Garnett-. Muy amable por su parte.

-De nada. –Nannie entrelazó las manos en el regazo.

Garnett se imaginó los dos castaños, supervivientes anómalos

del siglo, retorcidos por el paso del tiempo y la enfermedad, pero

firmes, solitarios y resistentes a pesar de los pesares. A tiro de

piedra de sus tierras. Resultaba prácticamente increíble. Confiaba

en que, pese a que el verano estaba muy avanzado, todavía tuvieran

flores. ¡Su programa recibiría una impagable infusión de material

genético fresco! Era un milagro. De hecho, ahora que lo pensaba,

si esos árboles habían estado derramando polen durante todos esos

años era probable que le hubieran ayudado al infundir un poco de

diversidad en sus campos. Garnett siempre había creído que

trabajaba solo. Nunca se sabe, nunca.

Ladeó la cabeza y, de repente, pensó en las piedras que tenía

dentro, las cuales no le hacían daño de momento pero que, sin

duda, podrían hacérselo cuando menos se lo esperara. Recordó,

también de repente, la pila de tejas verdes que tenía guardadas en

476
el garaje, escondidas, que le abrasaban la conciencia como un

cigarrillo caído sobre un sofá.

477
{21}

El amor de las mariposas nocturnas

Una de las formas para superar el dolor que Lusa había

aprendido consistía en aferrarse a los últimos momentos que

separaban el sueño de la vigilia. A veces, a primera hora de la

mañana, mantenía los ojos cerrados y evitaba que la mente

abandonase el cálido dormitar y se enfrentase al dolor frío y duro

de la realidad, y en esos momentos podía elegir los sueños.

Revivía un recuerdo y lo seguía pacientemente en el tiempo hasta

convertirlo en carne, sonidos y sentidos. Regresaba a su vida,

estaba sana y salva, todo estaba por decidir, todo era nuevo. Los

brazos de Cole eran reales y la llevaban bajo el umbral mientras

bromeaba diciéndole que pesaba más que una bolsa de comida pero

menos que dos. Las cigarras zumbaban y el aire era cálido y

pegajoso; junio, poco después de la boda. Todavía llevaba la falda

de rayón azul pero se había quitado las medias y los zapatos en el

coche mientras regresaban de Lexington. La falda azul claro le

caía como agua fresca por los muslos y por los antebrazos de Cole

mientras la llevaba escaleras arriba. Se detuvo en el rellano, la

besó y le colocó las manos por debajo de modo que no sostuvieran

el peso. Era ingrávida, flotaba en el aire de espaldas a la

ventana y con los fornidos brazos de él bajo sus muslos. El aire

que le envolvía la cabeza a él parecía estremecerse con las

moléculas combinadas de sus seres mientras Cole la penetraba y

478
ella se entregaba al delirio del vuelo, al amor perfecto hecho en

el aire.

A veces el sueño cambiaba y entonces la reconfortante

presencia de él poseía las alas verdes y sedosas del desconocido

que había ido a verla después del funeral, la noche que Jewel le

había dado el somnífero. Siempre le decía lo mismo: “Te conozco”.

Extendía las alas y la camarina se elevaba del abdomen, olorosa y

ramificada como una rama de madreselva, y, una vez más, sentía el

intenso placer de ser la elegida.

-Me conocías lo suficiente para encontrarme aquí –le dijo

ella.

Su olor se desató en su cerebro como una lluvia de relámpagos

y su voz cruzó la distancia sin palabras: “Siempre te he conocido

así de bien”.

Él la envolvió con su tersura, le acarició el rostro con el

movimiento de los árboles y el aroma del agua de los manantiales

pasando por las rocas, diluyendo su deseo en la seguridad de su

abrazo.

* * *

-Tía Mary Edna dice que rezan cuando hacen eso –informó Crys

sin convicción.

-Supongo que podría resumirse así. La iglesia de las

mariposas.

Lusa y Crys se habían detenido en el camino de tierra para

admirar otra densa nube de mariposas cola golondrina congregada en

479
el suelo en torno a un lugar enlodado. Cada quince metros se

topaban con otro charco de alas negras y amarillas que se elevaba

y dispersaba cuando se acercaban y luego, en cuanto se alejaban,

volvía a colocarse en el mismo lugar. El día anterior había

llovido de nuevo y había charcos por doquier.

-Te contaré algo –dijo Lusa-. Es una iglesia en la que no se

permite el acceso a las chicas. Seguramente, todas esas mariposas

que ves son chicos.

-¿Por qué?

-¿Que por qué? ¡Porque tienen pollitas!

Crys soltó una de sus carcajadas. A Lusa le encantaba que se

riera. Se había convertido en su reto secreto preferido,

materializar esos momentos en el que todas las luces se encendían,

aunque fuera por poco, en la oscura casa de esa niña.

-Sé a qué te referías –dijo Lusa- cuando preguntabas que por

qué sólo los machos lo hacen. Se llama chapoteo, lo creas o no.

Así es cómo lo llaman los entendidos.

-¿Sí? ¿Y por qué lo hacen sólo los chicos?

-Succionan minerales o proteínas del barro, algo especial que

las mariposas necesitan para estar sanas. Y luego se lo dan a las

chicas, como un regalo del día de los enamorados.

-¿Cómo se lo dan?

Lusa se detuvo.

-¿Sabes cómo se hacen los bebés? –le preguntó.

Crys puso los ojos en blanco.

-Él mete la polla en el agujero para el pipí de ella y echa un

chorro de una cosa y luego el bebé crece ahí dentro.

480
-De acu-erdo, te sabes la historia, vale. Así es cómo le da

los minerales. Cuando le da esa cosa para hacer niños la incluye

dentro de un paquete de cositas que a ella le gustan. Se llama

espermatóforo.

-Caramba. Qué raro.

-¿A que sí? ¿Sabes qué? Nadie lo sabe en el condado de

Zebulon, excepto tú y yo. Ni siquiera lo saben los profesores.

Crys alzó la mirada.

-¿De verdad?

-De verdad. Si quieres saber cosas sobre los bichos te contaré

algunas que te parecerán increíbles.

-¿Estás enfadada porque diga “polla” y “mierda” y cosas así?

-No, qué va. Qué coño, no –maldijo para que Crys se riera-.

Siempre y cuando sepas dónde no debes decir esas palabras. Como en

la iglesia, o en la escuela, o a menos de dos kilómetros de

distancia de tía Mary Edna. Pero aquí, ¿qué más da? A mí no me

molesta.

-Bien, coño –declaró la niña-. Mierda.

-Eh. No las gastes todas durante los cinco primeros minutos.

Crys cogió una piedra pequeña y la arrojó hacia la nube de

mariposas para verlas volar.

-Venga –dijo Lusa-, vamos a cazar mariposas nocturnas. Hoy te

enseñaré una mariposa luna.

Caminaron lentamente hacia el charco y pasaron por entre la

nube de mariposas, tal y como Lusa recordaba que Superman había

hecho entre las moléculas de una pared, en los tebeos. Crys y ella

pasearon por el viejo camino del cementerio que daba al bosque

481
situado tras el garaje, por ningún motivo en concreto, sólo para

divertirse un poco mientras Lowell dormitaba en el sofá del salón.

Jewel tenía un mal día y le había pedido a Lusa que cuidara de los

niños por tercera vez en dos semanas. Lusa estaba encantada de

ayudarla, pero se preguntaba qué clase de sustituta era al

permitir que, por ejemplo, Crys dijera tacos como una diablilla.

No sabía nada de nada sobre el mundo de los niños. Tal y como

Hannie-Mavis le había dicho en cierta ocasión, “te toca lo que te

toca”. A Lusa y a Crys les había tocado la mala suerte y el

criterio de los justos. Y, al parecer, también se tenían la una a

la otra.

-¿Qué es eso?

Lusa miró hacia los árboles que Crys señalaba. Se oía el canto

de un pájaro como si fueran campanas tras un día lluvioso, pero

Lusa no veía nada especial.

-¿El qué, esa planta?

-Sí, la flemátida que trepa por el árbol.

-¿“La flemátida”?

Crys se encogió de hombros.

-Tío Rickie las llama “flemátidas”. Esas enredaderas están por

todas partes. Las odia.

-Pues esa es bonita; aquí es donde se supone que debe crecer.

Se llena de flores blancas a finales de verano y luego saca

millones de vainas que parecen pequeñas estrellas plateadas que

acaban de explotar. Se llama clemátide.

-Como la Virgen, la madre de Jesús, ¿no?

482
-Eso es. O como cualquier niña o mujer que no haya tenido nada

que ver con las pollas de las que hablábamos.

-Oh. ¿El poder de la virgen?

-No, “el lecho de la virgen”. –Lusa sonrió-. Aunque en este

caso es lo mismo.47

Crys se adelantó a Lusa dando una docena de zancadas enormes.

Parecía como si le gustara probar modos de caminar diferentes, y

Lusa la observaba, desconcertada. Llevaba los mismos vaqueros que

le quedaban pequeños y, también, una curiosa creación andrajosa

sobre la camiseta. Parecía una camisa vaquera de hombre con el

faldón y las mangas hechas jirones.

-Me gustan más los bichos que las flores –dijo Crys con

firmeza al cabo de un rato.

-Bien, entonces estás de suerte, porque sé mucho más sobre los

bichos que sobre las flores. Y buscamos una mariposa luna, ¿te

acuerdas, no? Mira en los troncos de los árboles, en el lado que

está a la sombra. ¿Sabes cómo es una caria? ¿El árbol de la

corteza muy rugosa?

Crys se encogió de hombros.

-A las mariposas luna les gustan muchos las carias. Y los

nogales. Ponen los huevos en la hojas para que luego se las coman

las orugas.

-¿Y eso?

-Tienen los estómagos así. Se especializan. Tú puedes comerte

los granos de trigo pero no los tallos.

-Yo como de todo.


47
En inglés, la clemátide recibe el nombre de “virgin’s bower”, que, literalmente, podría traducirse por “el lecho de la
virgen”. Crys no recuerda el nombre exacto y la llama “virgin’s power”. (N. de los T.)

483
-Otros animales deberían tener la misma suerte. La mayoría de

ellos sigue una dieta muy estricta. Es decir, que sólo pueden

comer cosas muy concretas.

-Vaya tontería.

-No es cuestión de ser tonto o listo, son así, del mismo modo

que tú tienes dos piernas y caminas con los pies. Para un perro

seguramente es una tontería.

Crys no dijo nada al respecto.

-Pero, sí, la especialización hace que la vida resulte más

peligrosa. Si su comida muere, ellos se mueren. No pueden decir:

“Oh, no pasa nada, mi árbol se ha extinguido así que pediré una

pizza”.

-Lowell lo tiene.

-¿Tiene el qué?

-El problema de la comida especial.

-¿Sí? –A Lusa le divertía aquel análisis de su hermano-. ¿Qué

es lo que come?

-Sólo macarrones gratinados. Y bolitas de chocolate con leche

malteada.

-Bien. Eso es una dieta estricta. No me extraña que la otra

noche no se comiera la sopa de lentejas. Debería haberle puesto

bolitas de leche malteada dentro.

Crys se rió, dejando escapar el aire entre los dientes.

-Mira, en el lado cubierto de musgo del árbol. ¿Ves esas

mariposas blancas y pequeñas?

Las dos se inclinaron y Lusa palpó con delicadeza un ala

translúcida. La mariposa se despertó y se arrastró varios

484
centímetros por la corteza rugosa. El sol iluminaba a Crys por la

espalda y Lusa vio el color pálido de sus mejillas curvas, como la

pelusilla que recubre un melocotón. En esos momentos de

concentración, sus rasgos desprendían tal tersura que Lusa se

preguntó cómo era posible que muchos adultos, ella incluida,

pudieran confundirla con un niño.

Crys alzó la mirada.

-¿Qué son?

-Se llaman orugas geómetras. Se descubrieron por primera vez

en la etapa del gusano y por eso la mariposa madre se ha quedado

con ese nombre tan poco agraciado48. Pero es bonita, ¿no? –Lusa

dejó que se le arrastrase por el dedo, luego la sostuvo en alto y

le sopló suavemente, con lo que se fue revoloteando, trazando un

arco sinuoso, hacia otro árbol. Crys observó durante unos

instantes a sus compañeras durmientes antes de proseguir.

-¿Cómo es que sabes tanto sobre los bichos? –preguntó.

-Antes de casarme con tu tío Cole y venir a vivir aquí, solía

estudiarlos. En Lexington. Hice experimentos y aprendí cosas sobre

ellos que nadie sabía.

-¿Hay muchos bichos en Lexington?

Lusa se rió.

-Supongo que tantos como en cualquier otro lugar.

-Ah, tía Lois dice que eres cazadora.

-¿Cazadora?

-Sí. “Cazatunas”.

Lusa se quedó intrigada.

48
En el original se llama “cankerworm”, es decir, “gusano del cancro”. (N. de los T.)

485
-Oh, cazafortunas. –Exhaló un suspiro. En esta ocasión estaba

convencida de que Crys no lo había dicho con mala intención.

-¿Es verdad? –preguntó Crys.

-No. Yo no cazo ni he cazado nunca. Tía Lois no tiene ni idea

de lo que dice.

Crys cerró la boca y esbozó una sonrisa de complicidad, al

tiempo que ponía los ojos en blanco. Poco a poco iban encontrando

la forma de aceptar el criterio de los justos.

-Éste es un buen sitio, miremos aquí –dijo Lusa, al tiempo que

señalaba un terraplén empinado que iba a dar a un claro cubierto

de hierba por encima de la carretera, bañado por una luz veteada.

Habían alcanzado la altura de la carretera a la que quería llegar.

No debían alejarse demasiado de la casa pues Lowell estaba solo

haciendo la siesta. Además, Lusa no quería hacer frente al

cementerio familiar que les aguardaba al doblar la siguiente

curva. Cole no estaba enterrado allí pero sí muchos otros miembros

de la familia Widener.

Crys ya estaba abriéndose paso por delante de Lusa por entre

las plumas de las azucenas que se habían escapado de algún jardín

hacía tiempo y se habían convertido en algo tan común como los

hierbajos. Sin embargo, eran hermosas. Las hojas tipo correa se

desbordaban como una cascada por las orillas, coronadas por

círculos de flores con ojos naranja brillante y capullos largos y

elegantes. Crecían en hileras inclinadas a lo largo de casi todos

los arcenes de la carretera sin segar del condado, moteadas con el

rosa púrpura intermitente de los guisantes de olor. Antes de que

empezaran a florecer hacía unas semanas, Lusa nunca se había

486
fijado en ninguna de aquellas plantas. Todo el condado era un gran

jardín de flores en estado silvestre.

Crys arrancó la cabeza de una de las azucenas al subir por el

terraplén.

-Mira esto. –Se frotó la barbilla con el centro de la flor

antes de lanzarla desmembrada al suelo.

-Muy bonito. Ahora tienes una barba naranja –observó Lusa.

Crys intentó esbozar un sonrisa diabólica, un gesto

conmovedoramente infantil.

-Como el diablo.

-¿Sabes qué es esa cosa naranja? Polen. ¿Sabes lo que es el

polen?

La niña negó con la cabeza.

-Es-per-ma –Lusa exageró la palabra para darle más emoción.

-Puaj. –Se limpió el mentón con fuerza.

-No te preocupes. No te dejará embarazada de flores. –Caminó

más allá de donde estaba la niña hasta el borde del claro, donde

un grupo de carias le había llamado la atención. Empezó a buscar

el lado sombreado de los árboles sistemáticamente, adentrándose en

el bosque.

Crys la siguió a cierta distancia.

-¿Crees que es como... ir al invierno? –parecía preguntar.

Lusa observó los fragmentos de cielo que se veían entre los

árboles.

-De ninguna manera. No creo que haya empezado a refrescar.

-Estoy hablando del invierno –insistió la niña.

487
Lusa siguió internándose en el bosque, escrutando ramas y los

enveses de las hojas con ojo experto.

-El invierno llegará en su momento. De todos modos, ¿por qué

te preocupas? No tienes ningún cultivo.

-¡He dicho invierno!

Su voz denotaba la frustración suficiente como para que Lusa

dejara de lado sus propios pensamientos y se volviera. Crys se

había detenido y la miraba exasperada.

-¿Qué pasa con el invierno?

-¡Invierno! –repitió la niña, francamente enfadada-. Donde

está el demonio.

Lusa entendió el misterio.

-¿Me estás preguntando por el infierno?

La niña se encogió de hombros.

-“Olfídalo”.

-Lo siento. Supongo que hemos perdido nuestra oportunidad de

hablar sobre el más allá.

Crys había seguido adelante, arrancando a su paso hojas de

sasafrás de los matorrales.

-Sólo siento curiosidad –dijo Lusa cuando la alcanzó-. ¿Cómo

diferencias entre el “invierno” cuando hace frío y el “infierno”

donde está el demonio?

Crys se detuvo y la miró estupefacta.

-¡Anda! ¡Se escriben distinto!

-Oh –dijo Lusa-. Anda.

Crys la observó unos instantes.

-Tía Lusa, ¿sabes que hablas de una forma muy rara?

488
-Sí. Estoy empezando a darme cuenta.

Lusa convenció a Crys para que dejara de arrancar sasafrás y

la ayudara a buscar una mariposa luna.

-Será la mariposa verde más grande que te puedas imaginar. Son

increíbles.

Crys no parecía muy dispuesta a creer en la posibilidad de

encontrar algo mágico, ni aquí ni en otro sitio, pero se acercó

corriendo cuando por fin Lusa profirió un grito y exclamó:

-¡Oh, mira, mira, mira!

-¿Dónde?

-Ahí arriba... está demasiado alto para nosotras. Pero la ves,

¿no? Justo en la horquilla de esa rama que sobresale.

Crys entrecerró los ojos para mirar, aunque no parecía

demasiado impresionada.

-Podríamos darle con un palo.

-No, le harías daño –arguyó Lusa, pero ya se le había ocurrido

lo mismo y estaba retorciendo una rama larga y pelada de un roble

joven. Se estiró al máximo, dando un saltito, blandiendo la rama

como si fuera una escoba para rozar el tronco de la caria, justo

por debajo de donde estaba la mariposa luna con las alas

tranquilamente plegadas. Se movió un poco y alzó el vuelo. La

observaron mientras bajaba en picado y subía, una y otra vez,

hasta llegar a las ramas más altas y desaparecer.

Lusa se volvió hacia Crys con un brillo en la mirada.

-Esa era una mariposa luna.

Crys se encogió de hombros.

-¿Y?

489
-¿Y? ¿Y qué? Qué quieres, ¿que cante?

Crys se echó a reír y Lusa se quedó un tanto sorprendida.

Siempre le cogían desprevenida esos momentos en los que su zayda

burlaba la vigilancia de su padre y se apropiaba de la lengua de

Lusa.

-Venga, vamos a mirar en la hierba a ver si encontramos algo

que podamos tocar.

Lusa encabezó la marcha de vuelta al claro cubierto de hierba

en el terraplén situado por encima de la carretera y se dejaron

caer justo en medio. Lusa se alegró de poder recostarse en los

codos y mirarse los dedos del pie y más allá, hacia el tentador

bosque. Había pasado demasiados días encerrada en casa o

desmalezando o cortando el césped o comprobando la salud de las

cabras. Tenía que ir al bosque más a menudo. La hierba de aquel

claro estaba un poco húmeda, notaba que se le estaban empapando

los pantalones cortos, pero el calor del sol la hacía sentirse de

maravilla. Cerró los ojos y ladeó la cabeza hacia el cielo.

-¿Qué es esto?

Lusa se inclinó y observó de cerca el insecto verde con forma

de escudo que Crys tenía en la muñeca.

-Una chinche hedionda verde del sur –dictaminó Lusa.

Crys miró el animal fijamente.

-¿Apesta?

-Es una cuestión de opiniones.

-¿Es pariente de esa roja y negra que encontramos en el

melocotonero?

490
-¿La mariposa de la col? Sí, de hecho son de la misma familia,

las Pentatomidae. –Miró a Crys con cara de sorpresa-. Muy bien.

Tienes muy buen ojo para esto, ¿lo sabías? Eres buena observadora

y te acuerdas bien de las cosas.

Crys se sacudió la chinche de la muñeca y se tumbó boca abajo,

apartando la mirada de Lusa. Se puso a separar la hierba con las

manos con mucho cuidado, como un animal al despiojar a sus

parientes. Lusa la dejó estar y también se tumbó boca abajo a

contemplar su trozo de hierba. Al final Crys dio por terminada la

caza y se dio la vuelta para observar las copas de los árboles.

-Podrías talar todos estos árboles –declaró al cabo de un

rato- y ganar mucho dinero.

-Sí –dijo Lusa-. Entonces tendría mucho dinero y ningún árbol.

-¿Y? ¿Quién necesita árboles?

-Unos diecinueve millones de chinches, para empezar. Viven en

las hojas, bajo la corteza, en todas partes. Cierra los ojos y

señala y seguro que estás señalando una chinche.

-¿Y? ¿Quién necesita diecinueve millones de chinches?

-Los diecinueve mil pájaros que se las comen.

-¿Y? ¿Quién necesita pájaros?

-Yo. Tú. –A menudo se preguntaba si Crys era realmente tan

cruel o fingía serlo-. Por no hablar de que la lluvia caería

directamente montaña abajo y se llevaría la capa superior del

suelo de mis campos. El arroyo no sería más que barro. Este lugar

estaría muerto.

Crys se encogió de hombros.

-Los árboles vuelven a crecer.

491
-Eso es lo que tú crees. Este bosque tardó cientos de años en

ponerse así.

-¿Cómo así?

-Pues como es ahora, una cosa muy complicada con partes que se

necesitan entre sí, como un cuerpo humano. No son meros árboles,

hay distintos tipos de árboles, todos de distintos tamaños, en la

proporción adecuada. Todo animal necesita su planta especial de la

que vivir. Y ciertas plantas sólo crecen cerca de otros tipos de

plantas concretos, ¿lo sabías?

-El sang sólo crece bajo los arces de azúcar.

-¿El qué? ¿El ginseng? ¿Dónde lo has aprendido?

Crys volvió a encogerse de hombros.

-Tío Joel.

-¿Así que busca ginseng, eh?

Crys asintió.

-A él y a sus amigos les gusta subir a la montaña y buscar

ginseng. Hay una señora ahí arriba que los regaña por ello. Se

supone que no se puede coger. Tío Joel dice que si ella lo vuelve

a coger con las manos en la masa probablemente no dude en

dispararle.

Lusa alzó la vista hacia la montaña.

-¿Ahí arriba vive una señora? ¿Estás segura? Por encima de

esta granja los terrenos pertenecen al Servicio Forestal.

-Pregúntale a tío Joel, él te lo dirá. Dice que es una especie

de salvaje.

-No me extraña. Creo que me gustaría conocerla. –Lusa apartó

una oruga geómetra de la hierba y dejó que le subiera por el dedo.

492
-¿Qué dice tío Joel de mí? ¿Es él quien piensa que debería

talar los árboles? –Sintió una ligera punzada de culpabilidad por

explotar aquella nueva fuente de información privilegiada.

-No. Él es quien dice que te has vuelto loca con lo de las

cabras.

-Él y todos los demás. Se mueren de ganas de saber por qué,

¿verdad?

Crys se encogió de hombros y miró a Lusa con cierta cautela.

Pero asintió.

-Supongo que no lo dirías, ¿no?

-Te lo diría a ti –repuso Lusa con voz queda. Le encantaría

ofrecerle algo importante. Su confianza, eso ya era algo.

A Crys se le iluminó el rostro.

-¿Ah, sí?

-Sólo a ti, ni a tío Joel ni a nadie más. No se lo puedes

contar pase lo que pase. ¿Eres capaz de guardar un secreto? ¿Me lo

juras?

Con gran solemnidad, Crys se lo juró.

-Muy bien, se trata de lo siguiente. Tengo un primo en la

ciudad de Nueva York, es carnicero y hemos hecho un trato. Si

consigo que todas esas cabras de la colina paran un mes antes de

Fin de Año, me pagará tanto dinero que tu tío Joel se quedará

mudo.

La niña abrió unos ojos como platos.

-¿Serás rica?

Lusa sonrió y bajó la cabeza.

493
-No, qué va. Pero podré pagar al tipo que me está haciendo las

obras de fontanería de la casa y a ese amigo de tu tío Rickie que

está arreglando el establo.

-¿Clivus Morton? –Crys hizo una mueca de asco-. Huele mal.

Lusa contuvo la sonrisa.

-Bueno, eso no es un motivo para no pagarle, ¿verdad? De lo

contrario, ya habría perdido novecientos dólares porque le he

hecho un cheque esta mañana.

A Crys pareció sorprenderle tal cifra.

-Mierda. Pues ahora él debe de ser el rico.

-Hace falta mucho dinero para mantener una granja en

condiciones. A veces no se gana lo suficiente en un año para

cubrir los gastos. Por eso la gente se queja tanto de ser

granjero. Por si te extrañaba.

-¿Y qué pasa si tus cabras no tienen hijos?

-Tendré que pagar igualmente a Clivus Morton un montón de

dinero más cuando termine. Se bañe o no. –Lusa se tumbó boca

arriaba en la hierba húmeda, cruzó los brazos detrás de la cabeza

y exhaló un suspiro-. Es arriesgado, pero las cabras son la única

idea que se me ha ocurrido este año para conseguir algo de dinero

de un pequeño pedazo de tierra lleno de matorrales y poder

arreglar la granja. –Miró a Crys, quien no parecía estar

escuchándola, aunque era difícil de saber-. Así que eso es lo que

hago con las cabras. Intentar que mi pequeño pedazo de cielo no se

vaya al invierno.

-Tío Joel dijo que estabas desperdiciando el lugar.

494
-Pues si se le ocurre una idea mejor, acepto sugerencias, de

él y de mis amigos vegetarianos de Lexington, Hal y Arlie, que me

han informado de que soy un caso perdido. No hay ni un solo

cultivo que pueda plantar aquí que resulte tan rentable como el

tabaco.

-¿Tú eres eso?

-¿Si soy qué?

-“Vegariana”.

-No. Como dice tu primo Rickie, soy una de las otras

cristianas.

Crys había cogido un tallo de hierba largo y estaba rozando la

piel de Lusa en el lugar donde la camiseta se le subía y dejaba al

descubierto el vientre. Nunca había visto a la niña compartir un

acto tan íntimo con otra persona. Lusa contuvo la respiración y se

quedó muy quieta, aturdida por la suerte, como si una mariposa se

le hubiera posado en el hombro. Al final expiró y se sintió un

tanto mareada al observar el desplazamiento rápido de las nubes

altas y finas por el hueco de cielo que veía entre los árboles.

-Ya me has oído quejarme. Supongo que ya debo de ser una

verdadera granjera, ¿no?

Crys se encogió de hombros.

-Supongo.

-Si no me funciona lo de las cabras, estaré lo que se dice

“jodida”. Odio pensar en ello. Me sentiría como un asesino si

tuviera que talar esta colina, pero no estoy segura de qué otra

opción tengo para conservar la granja.

Crys se volvió de repente y lanzó el tallo de hierba.

495
-¿Por qué tienes que conservarla?

-Buena pregunta. Yo también me lo planteo. ¿Sabes con lo que

me he encontrado?

-¿Con qué?

-Fantasmas.

Crys se inclinó hacia delante y miró fijamente a Lusa. Primero

perpleja y luego adoptó una expresión neutral.

-Menuda tontería.

-No creas, te sorprenderías.

Crys arrancó un puñado de hierba del suelo.

-¿Fantasmas de quién?

-De gente que ha perdido cosas, me parece. Algunos son de tu

familia y otros de la mía.

-¿Gente de verdad? ¿Gente muerta?

-Sí.

-¿Como quién?

-Mi zayda, mi abuelo paterno. Hace mucho tiempo tuvo una

granja muy, muy bonita, ¿sabes? Y se la quitaron. Fue hace muchos

años, antes de que yo naciera. Los abuelos de mi madre también

tenían una granja en un país completamente distinto, y les pasó lo

mismo: se la quitaron. Ahora han acabado todos aquí.

-¿Les tienes miedo? –inquirió Crys con cautela.

-Ni mucho menos.

-¿De verdad crees en los fantasmas?

Lusa se preguntó por qué demonios le contaba eso a una niña.

Pero necesitaba hablar del tema, tanto como Crys necesitaba soltar

496
tacos. Ambas tenían sus motivos. Se incorporó y la miró hasta que

Crys le devolvió la mirada.

-No te estoy asustando, ¿verdad?

La muchacha se apresuró a negar con la cabeza.

-Tal vez ni siquiera debiera llamarles fantasmas. No son más

que cosas que no se ven. En eso sí que creo, probablemente más que

la mayoría de la gente. Cierto tipo de amor es invisible. A eso es

a lo que me refiero con lo de los fantasmas.

Crys arrugó la nariz.

-Entonces, ¿qué haces, los hueles?

-Sí. Y los oigo. Oigo a mi abuelo tocando música cuando

llueve. Por eso sé que está aquí. Y tu tío Cole también está. Lo

huelo continuamente. No bromeo: tres o cuatro veces por semana.

Abro un cajón o camino por el granero y ahí está.

Crys adoptó una expresión de verdadera preocupación.

-Sin embargo, no está ahí de verdad. Si no le ves, es que no

está.

Lusa extendió el brazo y le frotó el hombro, un pequeño hueso

duro bajo una fina capa de músculo tenso.

-Lo sé, es duro pensarlo –dijo-. Los humanos son una especie

muy visual.

-¿Qué se supone que significa eso?

Una mariposa monarca revoloteó por el haz de luz que estaba

delante de ellas y aleteó perezosa por el sendero que conducía a

los campos de abajo.

-Significa que la mayoría de las cosas nos gustan porque nos

entran por los ojos –respondió Lusa.

497
-¿Te refieres a lo que hace Rickie con esas revistas de chicas

que tiene debajo de la cama?

Lusa soltó una risotada.

-Exactamente.

Ambas observaron a la monarca, un punto naranja y saltarín que

se alejaba colina abajo hasta desaparecer, un punto brillante

disipado en la luz del día.

-Muchos animales confían más en sus otros sentidos que

nosotros. Las mariposas nocturnas utilizan el olfato, por ejemplo.

No tienen por qué ver a sus maridos o mujeres para saber que están

ahí.

-¿Y qué? Pero tú no eres una mariposa nocturna.

-Supongo que tienes razón. Qué tonta, ¿no?

Crys se encogió de hombros.

-Cuando te mueras, ¿también serás un fantasma de los que

merodeará por aquí?

-Oh, sí. Uno bueno.

-¿Y quién estará aquí, después de ti?

-Esa es la pregunta del millón de dólares. Los fantasmas de mi

familia y los de la tuya muestran un enorme desacuerdo al

respecto. Los míos dicen, quédate, y los tuyos dicen, vete, por

quien pueda venir después de mí. No tengo ni idea de cómo

contentar a todo el mundo.

Crys la miró de hito en hito.

-¿Con qué bando te vas a quedar?

Lusa le devolvió la mirada y se encogió de hombros, el mismo

movimiento de hombros rápido e introvertido que Crys siempre tenía

498
a mano a modo de respuesta para todas las preguntas. Un gesto

robado.

-Vamos –dijo Lusa entonces, poniéndose en pie y levantando a

Crys con la mano-. Mejor que vayamos a ver si Lowell está

despierto.

-Seguro que sigue durmiendo. Si lo dejas es capaz de no

despertarse nunca.

-A lo mejor es que está un poco triste por lo de tu madre. A

veces cuando estamos tristes necesitamos dormir. –Extendió la mano

para ayudar a Crys a bajar por el terraplén hacia el atajo, pero

la muchacha dio un buen salto y se las apañó sola.

-Yo no –dijo, cuando aterrizó de pie.

-¿No? ¿Y tú qué haces? –Lusa trepó más despacio por las

azucenas hasta llegar al camino y se sintió como la tortuga

persiguiendo a la liebre.

-Nada. No pienso en ello.

-¿De veras? ¿Nunca?

Crys se encogió de hombros pero luego se contuvo.

Permanecieron en silencio varios minutos mientras caminaban colina

abajo una al lado de la otra, por charcos de luz en el camino

vertidos por los espacios libres que dejaba el dosel forestal.

Cada cincuenta metros más o menos dispersaban otra nube de

mariposas cola de golondrina: eran como los niños del coro al

salir de la iglesia. A Lusa le agradaba la idea de compararlas con

algo religioso. A decir verdad, no era una idea más rocambolesca

que la noción de una succión comunitaria de sodio para preparar

los “regalos” en forma de esperma. Se preguntó qué pasaría si

499
escribiera un artículo para Behavioral Ecology sobre los efectos

espirituales del chapoteo de las mariposas cola de golondrina.

Lusa seguía divirtiéndose con la idea cuando doblaron la curva que

quedaba por encima de la casa y se quedó petrificada allí.

-Oh, no, mira –exclamó.

-Mierda, tía Lusa. La maldita madreselva se te ha comido el

garaje.

A Lusa no se le ocurría una forma mejor de describirlo. El

montículo de hojas verde oscuro era tan redondo e inmenso que

prácticamente no quedaba rastro del edificio que cubría. Un

antiguo túmulo funerario, podría haber pensado Lusa. Un templo

maya desmoronado. ¿Era posible que aquello hubiera sucedido

durante un verano descontrolado y muy lluvioso? No había pasado

por el camino del cementerio desde no sabía cuándo y, sin duda, no

había mirado el garaje por detrás desde antes de la muerte de

Cole. En aquel momento se quedó boquiabierta, recordando el

contenido exacto de su discusión sobre la madreselva antes de que

Cole muriera: la absurda columna del periódico en la que se

recomendaba fumigarla con Roundup; su ira por respeto a la planta.

¿Cómo era posible que se hubiera puesto tan moralista sobre la

madreselva? Lusa cayó en la cuenta de que ni siquiera era una

planta autóctona de la zona. Era una fugitiva de los jardines de

la gente, como las azucenas, como la mayoría de las plantas que

crecen demasiado, de hecho. Los insectos locales no se la comían

porque procedía de otro lugar, de Japón, probablemente. Lonicera

japonica, seguro, igual que los escarabajos japoneses y la plaga

del castaño y la terriblemente invasora bistorta japonesa y el

500
temido kuzú. Un artículo más del pacto entre los humanos que

amenazaba con sofocar a los nativos.

Tienes que convencerla para que retroceda dos pasos cada día –

le había dicho Cole- o te atrapará y se te comerá. Su instinto

sobre esa planta era correcto; su ojo sabía cosas que no sabía

expresar con palabras. Y aun así ella le había respondido con

despreocupación. ¿Se te comerá? El mundo no se acabará si dejas

que la madreselva entre en el establo. Se cruzó de brazos para

controlar el escalofrío de angustia y le pidió entonces que

perdonara el atrevimiento de una persona de ciudad.

La cabeza se le llenó con el aroma de mil flores blancas

traslúcidas que se habían puesto amarillentas y se habían caído de

esa montaña de trepadoras hacía muchos meses. Hacía muchos años.

Crys tenía la vista levantada hacia ella con tal preocupación

que Lusa se tocó la cara para asegurarse de que seguía intacta.

-No te preocupes, no es nada –dijo-. He visto un fantasma.

501
{22}

Depredadores

La canícula. Deanna se sentó en el puente recién reconstruido

junto al arboleda de cicuta, recogiendo nerviosa las astillas del

extremo de un tablón de pino y lanzándolas al agua, escuchando al

grupo de halcones de cola roja que se chillaban los unos a los

otros en lo alto del cielo. A veces descendían en picado a los

árboles y sus reflejos le echaban un vistazo desde la superficie

del agua que estaba bajo sus pies. Extrajo el pañuelo rojo del

bolsillo trasero y se secó el sudor de los ojos, por lo que se

dejó un reguero de mugre y serrín en la frente. Los halcones se

quedan ciegos durante la canícula, solía decir la gente. Pero su

padre tenía otra opinión: No hay nada de un caluroso día de verano

que haga perder la vista a un pájaro. Lo que pasa es que hacen

salir a sus crías del nido en agosto. Los padres revolotean como

locos, bajando en picado a las copas de los árboles para alejarse

de sus crías jóvenes, ya maduras, que los siguen chillando para

que les den de comer, porque no quieren cazar por sí solas. Su

padre no conocía el nombre técnico que se aplicaba a la crianza de

los pájaros pero conocía todas sus implicaciones. Acércate a

mirar, solía decirle. Si no suena cierto, es que no lo es. Siempre

hay una razón para lo que dice la gente, pero normalmente no es la

razón que piensa.

Deanna no sabía cómo inventarse más tareas para el día. De

todos modos no conseguiría concentrarse en nada. Había terminado

502
el puente. También había recogido cuatro carretillas llenas de

leña, de donde habían talado los árboles, y las había subido hasta

la cabaña. Había arrancado maleza y reducido la parte más empinada

del sendero de la parte superior de la montaña. Allí arriba en la

cresta se había encontrado a un par de excursionistas, una pareja

joven y muy sucia que parecían encantados con el mundo y el uno

con el otro. Se habían desviado hasta allí desde el Sendero de los

Apalaches. Su plan era recorrer dicho sendero desde Maine a

Georgia, tal como le habían informado entusiasmados. Habían

llegado hasta allí, habían gastado un par de botas cada uno y

estaban ansiosos por recoger un paquete de la madre de uno de

ellos, donde encontrarían botas nuevas, ahí donde el sendero

desembocaba en Damascus, antes de seguir hacia el sur. Le dieron

las gracias a Deanna, pues estaban impresionados por el buen

estado de los senderos en el bosque de Zebulon, como si se hubiera

esmerado sólo para ellos. De hecho así respondía una de las dos

preguntas que se habían estado planteando todo el verano. Mientras

observaba a la pareja marcharse con sus pantalones cortos anchos y

vistosos, se preguntó cómo sería esa sensación: tener una madre

que te enviaba paquetes cuando se te gastaban las botas. O caminar

cientos de kilómetros junto a otra persona, sabiendo siempre qué

trazado tenía el sendero y hasta dónde llegaba con exactitud.

En aquel momento Eddie estaba sentado en el sillón verde del

porche leyendo su tesis. No había estado tan nerviosa desde el día

que tuvo que hacer la defensa oral, cuando el jurado la hizo salir

al pasillo para deliberar.

503
Aquella humedad tenía que remitir. El aire olía a tormenta, lo

cual era probable que hiciera que los halcones dieran más guerra.

No quería estar allí cuando estallara. Desde que vivía en la

montaña la habían sorprendido dos tormentas eléctricas: en una

ocasión había conseguido llegar hasta el gran tronco de castaño

(cuando todavía era exclusivamente suyo) y la otra había tenido

que encogerse junto a la parte más baja del tronco de una cicuta.

Las dos veces habían sido más terribles de lo que le gustaba

reconocer. Eddie tenía razón sobre lo que le pasaba con los

truenos. Las serpientes no le daban miedo pero los truenos la

aterrorizaban. No había ninguna razón para ello, era así y punto.

Incluso de jovencita le atemorizaban los ruidos fuertes, si oía un

disparo le entraban sudores fríos, incluso en el caso de que

fueran prácticas de tiro con una lata en un poste. Su padre solía

sentarse junto a ella cuando había tormentas. Eddie había hecho

otro tanto, y casi de la misma manera, aunque Deanna no se lo

había dicho: frotándole la espalda mientras yacía con la cabeza

bajo la almohada, contando en voz alta con ella la distancia entre

el destello y el estruendo. Unos trescientos metros por segundo.

Si no fuera por eso, pensó, sería más fácil. Si no fuera por

aquellas noches y madrugadas y medios minutos cuando de repente se

mostraba más cariñoso y auténtico de lo que parecía posible,

teniendo en cuenta las circunstancias. Teniendo en cuenta lo que

él no lograba comprender. ¿Qué creía que iba a hacer cuando

terminara de leer la obra que contenía los conocimientos y

creencias de Deanna? ¿Cambiar? No. ¿Tirarse de los pelos movido

504
por un sentimiento de culpa? No. ¿Quedarse o marcharse por la

puerta? ¿Cuál de esas opciones deseaba Deanna?

Esa era la cuestión. Cuando un cuerpo quería algo con todo su

ser y la mente deseaba precisamente lo contrario, ¿cuál de las dos

partes era ella, Deanna?

Se inclinó más adelante en el puente para contemplar su rostro

en el agua. La trenza le colgaba por encima del hombro y caía,

casi hasta el agua, balanceándose como la cuerda de una campana.

Tira de mí, dijo en silencio a la imagen acuática. Decídete por

mí. Libérame de esta inquietud, porque nunca en la vida me he

sentido así.

Por la mañana había llorado sin motivo aparente. El bosque no

le había parecido lo suficientemente grande para albergar su pena.

Había asustado a un cervato moteado de blanco y lo había enviado

montaña abajo desde el lecho de hojas en el que su madre lo había

ocultado con sumo cuidado. Deanna se agachó en el lugar del que

había huido el animal y percibió el calor que el pequeño cuerpo

había dejado en las hojas parduscas. No había provocado ninguna

pérdida, se dijo, el cervato balaría para recuperar a su madre y

ésta lo encontraría. Sin embargo, de repente había sentido tal

desespero y cansancio, una causa perdida sin remedio, que se había

tumbado en el suelo y se había introducido hojas en la boca.

¡Pum! El retumbo de un trueno la golpeó como un martillo en la

columna vertebral, por lo que dio un salto sobre los tablones de

madera nueva del puente. Estaba agradecida por aquello, por lo

menos había sido una decisión propia. Cuando sonó el segundo

estruendo, que descendió por la hondonada como una ola y rompió

505
encima de su cabeza, sus pies ya la conducían montaña arriba. La

llevarían a la cabaña antes de la llegada del rayo. ¿Qué quiero,

qué quiero?, preguntaban sus pies en el sendero, preguntaba el

ritmo de su respiración. Si no era capaz de decir lo que quería,

no podía decir nada, no miraría a Eddie, tendría que seguir

sintiéndose atrapada con él en aquel lugar, como un depredador y

su presa encerrados en una caja, a la espera de que les indicaran

quién iba a ser qué.

Cuando divisó la cabaña estaba casi jadeando. ¿Por qué se

quedaba sin aliento a la mínima últimamente, también era por culpa

de la edad? ¿Acaso corría más rápido de lo normal? A través de los

árboles no veía más que el lado sur de su casa, donde los troncos

habían quedado completamente cubiertos por una única enredadera de

Virginia. Se había planteado si debía arrancar los pequeños

zarcillos vellosos de los troncos o dejarlos allí para que

protegieran la madera vieja del viento y la lluvia, como si de una

alegre piel verde se tratara.

Ascendió la colina describiendo un ángulo y llegó a la cabaña

por detrás. Su mente se movía más rápido que ella y estaba ya

doblando una esquina pero la alcanzó al advertir algo extraño en

el sitio donde el hastial del tejado empalmaba con el tronco más

alto de la pared de la cabaña. Ya se había dado cuenta de que

había un pequeño agujero, pero ahora algo salía del mismo, un

bucle negro. Se acercó lentamente, conteniendo el aliento y sin

dejar de mirar el agujero.

Entonces vio de qué se trataba exactamente: el ángel de la

guarda que se había pasado todo el verano en la cabaña y que

506
mantenía los ratones a raya, el demonio que apresaba febes, el

artífice de aquel sonido parecido al papel de lija que oían en el

tejado: la serpiente rey. Se marchaba. Deanna permaneció inmóvil y

observó la increíble longitud del reptil mientras salía por el

pequeño orificio del lateral del hastial del tejado. Descendió por

la pared de troncos con una fluidez ondulante y líquida, como una

línea de melaza vertida por el borde de una jarra. Cuando ya

estaba en el exterior en su mayor parte, de repente se dejó caer

en la hierba alta, que tembló al comienzo para luego volver a la

normalidad. Acto seguido desapareció, para siempre. Así como así,

aquel día de entre todos, por razones que nunca alcanzaría a

saber. El hecho de que a ella le hubiera gustado u odiado la

serpiente no guardaba ninguna relación con su marcha. Caviló al

respecto mientras la observaba marcharse y sintió que algo

cambiaba en su interior, le pareció un alivio, enorme y estable,

como un montón de piedras en una ladera empinada que de repente se

moviera y se quedara en una posición de reposo.

Seguía sintiendo el martilleo del qué quiero en el pecho. No

importaba lo que eligiera. El mundo era lo que era, un lugar con

sus propias reglas guiadas por el hambre y la posterior

satisfacción. Las criaturas vivían, se reproducían y morían,

llegaban y se marchaban, al igual que el verano. Seguirían su

camino, por voluntad propia.

507
{23}

Castaños viejos

Garnett había tomado una decisión. Le iba a decir lo de las

tejas. Se lo diría hoy mismo. Esta vez nada se interpondría en su

camino: Nannie podría ser todo lo desagradable, escandalosa o

blasfema que quisiera, no importaba, de todos modos le daría las

tejas. Era un hombre cristiano a punto de cumplir ochenta años y

una persona de su edad podía caer en cualquier momento y no volver

a levantarse. Sabe Dios que le había ocurrido a hombres más

jóvenes. No quería que le pasara a Garnett Walker mientras tuviera

esas tejas enmoheciéndose en el garaje y el pecado del rencor

pudiera mancillar su alma como una mancha de tinta.

Quizá, ya puestos, se acordara de darle las gracias por la

tarta.

Mientras cruzaba el patio en dirección a la puerta, se paró a

observar la hierba carmín que había brotado en la zanja situada

junto a su camino de entrada, fuera del alcance del cortacéspedes.

Había pensando en ir hasta allí con el herbicida, pero de algún

modo aquella hierba se había librado de sus buenas intenciones y

se había convertido en un monstruo. Era prácticamente como un

árbol, medía tres metros de alto, con las hojas grandes y

resbaladizas y los racimos de bayas verdes; todo aquel crecimiento

conseguido en sólo cuatro meses, a partir de la nada, pues la

escarcha mataba esa hierba hasta dejarla a ras de suelo. Se quedó

parado con las manos sobre las caderas, escudriñando su tronco

508
púrpura. Por principio odiaba los hierbajos pero no podía evitar

admirar la energía de aquella planta. Dejó que su ojo vagara hacia

la hilera de árboles que descollaban a lo largo de la cerca,

enormes masas frondosas como gigantescas nubes de tormenta verdes

y, de repente, se sintió atemorizado. Era posible que un hombre

viviera bajo aquellas plantas todos los días y olvidara su

magnitud. Poco a poco, Garnett había perdido la capacidad de ver

las hojas una por una, pero seguía siendo capaz de reconocer

cualquiera de aquellos árboles por la forma: las columnas infladas

de los tuliperos; la extensión lateral de un roble; la postura

erguida y majestuosa de un nogal; el temblor translúcido y

afeminado de un cerezo silvestre. Las acacias pequeñas y como de

encaje eran ligeramente parduscas a esas alturas del verano y la

catalpa del poste de la esquina tenía un color verde pálido que se

distinguía en la ladera de una colina a más de un kilómetro de

distancia, o incluso más cuando estaba llena de vainas largas que

hacían que la gente lo llamara “árbol de las judías”. Las flores

blancas del brezo sobresalían como las manos de un esqueleto en

primavera. Árboles. Todos los tipos adoptaban una superficie

distinta bajo la lluvia, un color particular en otoño, su propio

aspecto, algo que no se podía describir con palabras pero que se

aprendía de memoria cuando vivías rodeado de ellos. Garnett tenía

una idea extraña y triste sobre su peculiar forma de ver árboles

en su interior, y cómo se oscurecería, como un televisor al

apagarse, en el momento de su muerte.

¿Qué demonios estaba haciendo ahí en el camino mirando los

árboles y pensando en la muerte? Empezó a volverse hacia su casa

509
pero con el rabillo del ojo advirtió las siluetas redondas de las

manzanas espaciadas de forma regular al otro lado de la cerca y,

por supuesto, supo qué tenía entre manos. Su misión era Nannie

Rawley y las tejas. Pensó en ir primero al garaje a comprobar si

estaban en condiciones para ser regaladas. Pero sospechó que lo

único que estaba haciendo era postergar lo inevitable. Déjate de

tonterías y adelante, jovencito, se reprendió a sí mismo.

Obedeció.

La encontró en la parte posterior de la casa, donde sabía que

estaría. La había estado vigilando por la mañana y la había visto

llevar un viejo poste de la cerca de acacia allí detrás. De hecho

sentía curiosidad por lo que estaba tramando, si bien sabía que,

por querer saber, la zorra perdió la cola, y eso seguro que sin

ayuda de Nannie Rawley.

Nannie la saludó alegremente al verlo venir.

-¡Señor Walker! ¿Qué tal su VPB?

¿Su qué? ¿Acaso le estaba preguntando por su ropa interior?

-Bien –respondió con una entrega moderada.

-¿Ya no tiene mareos? Qué bien. Me alegro.

-Ah, eso –dijo. El recuerdo de sus manos firmes y cálidas

acunando su cabeza hizo que la adrenalina le subiera por su cuerpo

viejo. Había soñado con ella, de una forma tan vívida que se había

despertado en un estado que hacía años que no sentía. Se sonrojó

al recordar la situación. Estuvo a punto de poner pies en

polvorosa.

-¿Se encuentra bien?

510
-Mucho mejor, sí –repuso un poco más centrado-. Todavía no

estoy acostumbrado. Estaba tan habituado a marearme que ahora

estoy tardando un poco en acostumbrarme a no estar mareado.

-Eso es hacerse viejo, ¿verdad? –preguntó-. Si me levantara de

la cama un día y no me dolieran las rodillas, no estoy segura de

si sabría cómo andar.

Garnett la observaba, trastornado. No es que llevara mucha

ropa. Ya se había percatado de ello antes, cuando la vio

arrastrando el poste de acacia desde la zanja. Sólo una especie de

blusa amarilla sin mangas y pantalones cortos. Pantalones cortos,

una mujer de su edad. Hacía calor pero no tanto como para que una

persona se dedicara al exhibicionismo.

-Recé por lo de los mareos –le confesó-. Recé durante años.

-Los caminos del Señor son inextricables –repuso ella con toda

tranquilidad, aunque probablemente no estuviera de acuerdo. Lo

único que le faltaba era sugerir que ella era la respuesta a las

plegarias de Garnett.

-Personalmente, me he dado cuenta de que mis oraciones pocas

veces son desoídas –declaró, un poco más altivamente de lo que

pensaba-. El pasado agosto, cuando estaba tan seco y tanta gente

estuvo a punto de perder el tabaco, me arrodillé y recé para que

lloviera, señorita Rawley. Y quiero que sepa que llovió el día

siguiente por la noche.

Ella lo miró extrañada.

-Justo antes de que usted viniera he tenido un ataque de

estornudos. Supongo que mis estornudos le han hecho venir.

-Eso es algo muy raro, señorita Rawley.

511
-No tanto –contestó ella al tiempo que se daba la vuelta y

volvía a coger el martillo.

-Me parece que usted no cree demasiado en los milagros.

-No me encuentro en situación de creer en los milagros –dijo

sin volverse. Habló con cierto tono de enfado, o quizá de

tristeza. Estaba construyendo algo, quedaba claro, con ayuda de

ese poste de acacia que le había visto arrastrar. En aquel momento

lo había apoyado contra un caballete en la puerta del garaje y le

estaba clavando un travesaño. Cielo santo, parecía la cruz que

utilizaron los romanos para crucificar a Jesucristo. No iba a

preguntarle nada, eso ya lo había decidido. Su segunda decisión

del día, mejor que fuera cumpliendo la primera.

Carraspeó y entonces, sin motivo aparente, dijo:

-¿Sabe que tengo una planta de hierba carmín junto al camino

de entrada que mide por lo menos tres metros de alto? Nunca había

visto una parecida.

Nannie dejó de martillear y se volvió para observarlo

detenidamente.

-¿Es lo que ha venido a decirme?

Garnett reflexionó al respecto.

-No, es sólo una información secundaria.

-Oh. Bueno, ahí es nada, una planta de hierba carmín de tres

metros. Si en la feria del condado premiaran las hierbas sería un

serio aspirante a premio. Qué sorpresa para todos: Garnett Sheldon

Walker tercero, primer clasificado en la categoría de hierbajos

anuales. –Su voz había recuperado el tono alegre habitual y

Garnett no pudo evitar sonreír para sus adentros. La hierba carmín

512
era una planta perenne resistente, no anual, de eso no le cabía la

menor duda, pero se guardó de corregirla.

-Si se me hubiera ocurrido antes –dijo con seriedad fingida-,

le habría puesto un poco de nitrato de amonio. Creo que podría

haber alcanzado los cuatro metros.

Nannie soltó el martillo y pareció relajarse. Entonces

advirtió con claridad que sus shorts eran unos pantalones de

trabajo viejos cortados con tijera. Qué ocurrencia.

-¿Sabe lo que de verdad admiro en esta época del año? –le

preguntó.

-No me aventuraría a adivinarlo, señorita Rawley.

-El tallo leñoso de las zarzamoras –declaró-. Puede reírse de

mí, como todo el mundo; ya sé que son un engorro, pero también son

sorprendentes.

-Creo que es la planta que crece más rápido a este lado de

China –dijo él.

-¡Sí, señor! Asoma por la tierra y a mediados de junio ya mide

casi dos metros y medio. Entonces la parte superior empieza a

doblarse hacia abajo y para agosto forma un arco por debajo del

cual se puede pasar. ¿Se ha fijado alguna vez en cómo lo hace?

-Sí, me he dado cuenta, me he dado cuenta –dijo-. He tenido

que comprar unas ocho cortadoras-trituradoras en mi vida y ya sé

cómo crecen las zarzamoras.

-Lo sé. No las defiendo. Se me comerían todo el huerto si no

las dejara arrinconadas en la cerca. Pero a veces en invierno

tengo que distanciarme y contemplar los arcos que bajan hacia la

carretera, arriba y abajo, como la aguja gigantesca de una

513
costurera que fuera cosiendo su camino por el condado de Zebulon,

dando una puntada grande por año. Nos pueden parecer hermosas u

odiosas pero no hay forma de detenerlas. –Lo miró de soslayo, como

una madre que regañara a su hijo-. Y tiene que reconocer que con

las moras se hacen los mejores pasteles del mundo.

Garnett se sonrojó.

-Oh, hace tiempo que tenía intención de hablarle del pastel.

Muchas gracias.

Pantalones cortos, en una señora de su edad. Por lo que veía,

tenía las piernas de una mujer mucho más joven. Sin duda no era lo

que se habría esperado con respecto a las piernas de las

unitarias.

-De nada –respondió ella-. Más vale tarde que nunca. Si la

tónica reciente continúa, tal vez le haga otro el año que viene.

Garnett la miró con dureza, preguntándose sinceramente si

ellos dos sobrevivirían al verano siguiente. Llegados a cierta

edad, había que pensar de ese modo.

-Señorita Rawley –declaró-, debo confesar que nunca había

visto a una mujer de su edad con pantalones cortos.

Nannie se miró las rodillas, que quizá estuvieran un poco

pálidas y huesudas, pensándolo bien. Si es que alguien se fijaba.

Alzó la vista hacia Garnett con una sonrisa ingenua.

-Tenía calor, señor Walker. Me ha dado la idea el muchacho de

UPS. Va en el camión vestido con un bañador. He pensado que si eso

era legal, entonces seguro que una anciana tiene derecho a coger

unas tijeras y cortar sus viejos pantalones caqui.

Garnett negó con la cabeza.

514
-La dignidad es la última responsabilidad de los ancianos,

señorita Rawley.

-Tonterías. La muerte es la última responsabilidad de los

ancianos.

-No sea impertinente conmigo –le advirtió-. Y tampoco espere

verme por ahí en pantalón corto.

-Antes me esperaría ver a un cerdo volando, señor Walker.

-Pues muy bien –dijo. Entonces preguntó-: ¿Me está llamando

cerdo?

Nannie se cruzó de brazos.

-¿Me está llamando impúdica?

-Si le parece la forma de calificarlo...

-Siempre con sus pretensiones de superioridad moral, qué

pesadez –respondió Nannie-. A mí me parece una forma de

calificarle a usted.

Ya estaba. Habían caído en los descalificativos personales,

como un par de chiquillos. Garnett respiró hondo.

-Creo que ya no tengo nada más que decir.

-Pues se equivoca –afirmó ella con firmeza, mirándolo con

expresión amenazadora-. Dígame qué le pasa conmigo. Hablémoslo de

una vez. Se ha pasado todos estos años metiéndose conmigo. ¿Qué

tiene contra mí?

Nannie estaba ahí, de pie, con su audacia característica,

retándole a que dijera la verdad, provocándole a que lo hiciera.

Garnett caviló al respecto y exhaló un suspiro. Con una profunda

tristeza, se dio cuenta de que nunca podría darle una respuesta

porque ni siquiera él mismo la sabía.

515
-No se comporta de forma normal para su edad –respondió con un

hilo de voz.

Nannie se quedó un tanto boquiabierta, como si hubiera

palabras que se hubieran quedado a medio camino entre su mente y

el mundo que la rodeaba. Al final fue capaz de hablar.

-No hay ninguna forma normal de comportarse a los setenta y

cinco años. ¿Sabe por qué?

Garnett no osaba contestar. ¿De verdad tenía setenta y cinco

años?

-Le diré por qué –continuó-. Teniendo en cuenta cómo es la

vida, se supone que a nuestra edad la gente está muerta y

enterrada. Eso es lo normal. Hasta hace poco, hasta la guerra de

Secesión o algo así, la gente ni siquiera sabía que existían los

gérmenes. Si uno caía enfermo, le ponían sanguijuelas y le tomaban

medidas para el ataúd. La mayoría de las personas ni siquiera

llegaba a los cincuenta. ¿Me equivoco?

-Supongo que no.

-Eso. Nuestros abuelos consiguieron conservar su dignidad,

trabajando hasta el final y muriendo un día de un resfriado mal

curado, aunque la mayor parte de su cuerpo siguiera funcionando.

Pero luego llegó no sé quién e inventó seis mil maneras de curarlo

todo y aquí estamos, viejos, preguntándonos qué hacer con nosotros

mismos. Los seres humanos no estamos diseñados para la vejez. Esa

es mi teoría.

Garnett apenas sabía qué responder.

-Esa es una de sus teorías.

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-Bueno, piénselo. Las mujeres ya no pueden tener hijos, a los

hombres se les cae el pelo, no somos más que una sangría inútil

para los de nuestra especie, desde un punto de vista estrictamente

biológico. ¿Conservaría un castaño de los de su programa si ya no

diera frutos?

Garnett frunció el ceño.

-Yo no me considero obsoleto.

-¡Claro que no, es un hombre! Los hombres se pasean por ahí

con su calva desnuda ante el mundo y mandan el rabo a los

cuarteles de invierno, pero se niegan a reconocer que son madera

muerta. ¿Por qué iba a hacerlo yo entonces? ¿Qué ley dice que

tengo que cubrirme y avergonzarme de tener un cuerpo así de viejo?

Es una jugarreta de la época moderna, pero aquí estamos. Yo con

mis rodillas doloridas y como una vieja arrugada y consumida, y

usted con lo que tenga ahí dentro, si todavía no se le ha caído...

pero seguimos siendo humanos. ¿Por qué tenemos que rendirnos en

vez de vivir hasta que muramos?

Garnett sentía tanto calor bajo el cuello de la camisa que

apenas podía respirar. Nunca había soltado tacos delante de una

mujer en toda su vida, no desde que iba al colegio, de todos

modos, pero esta vez estuvo a punto. Se lo estaba pidiendo a

gritos. Nannie Rawley necesitaba un buen varapalo, eso es lo que

necesitaba. Si ambos hubieran tenido sesenta y cinco años menos,

le habría puesto la zancadilla. Garnett lanzó improperios en

silencio, se dio media vuelta y se marchó sin mediar palabra. Para

una situación como aquella no existían palabras adecuadas.

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* * *

Una hora y diez minutos más tarde, Garnett regresó al patio

trasero de Nannie con una teja asfaltada en la mano. Ella llevaba

un cesto de manzanas Gravenstein a la camioneta porque había

empezado a cargar para el mercado de los amish del día siguiente,

y se sorprendió tanto de ver a Garnett Walker que tropezó y el

cesto estuvo a punto de caérsele.

Garnett le tendió la teja al tiempo que le enseñaba su

particular perfil en forma de corazón, igual que las de su tejado,

y luego la dejó caer a sus pies. Quedó en la hierba cerca de un

charco, esa cosa que ella necesitaba, como una tarjeta de san

Valentín. Un nutrido grupo de mariposas se elevó del charco

aleteando temblorosas.

-Tengo doscientas iguales en el garaje. Se las puede quedar

todas.

Nannie miró primero la teja, luego a Garnett Walker y otra vez

la teja.

-Dios misericordioso –dijo con voz queda-. Un milagro.

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{24}

El amor de las mariposas nocturnas

Era domingo casi al mediodía cuando Jewel fue a recoger a los

niños. Lusa estaba en el jardín recogiendo judías verdes cuando la

vio venir lentamente por el patio.

-Querida, hoy es el día del Señor –dijo Jewel cuando llegó a

la puerta-. No deberías trabajar tanto.

-¿En qué estaba pensando Dios cuando creó las judías verdes y

el mes de agosto? –repuso Lusa, confiando en que su cuñada no la

estuviera reprendiendo por sacrilegio. Jewel estaba pálida pero

presentaba un aspecto desenfadado gracias a un pequeño casquete

azul de ganchillo que alguien le había tejido. Nunca se había

molestado en ponerse una peluca sino que llevaba pañuelos y

sombreros.

-Entra por la alambrera -le dijo Lusa-. La puerta sólo tiene

un alambre en la parte superior.

Jewel toqueteó la alambrera y entró en la finca.

-Santo cielo, qué bonito –observó.

Lusa se sentó sobre sus talones, orgullosa. Los pimientos

rojos y amarillos brillaban como adornos en sus arbustos oscuros,

y las berenjenas relucientes presentaban el majestuoso aspecto de

los regalos caros. Incluso a las cebollas les estaban saliendo

unas flores en forma de globos rosas. Había soñado con eso durante

todos los años de su niñez que había se pasado germinando semillas

en tarros en el patio.

519
-Este jardín debe de tenerte esclavizada –dijo Jewel.

-Más o menos. Mira esto. –Señaló la larga hilera de judías sin

recoger-. Ya tengo veinte kilos de judías y todavía me faltan dos

hileras más.

-De todos modos te irán bien, ya verás cuando llegue febrero.

-Es cierto. Entre esto y los pollos, quizá no tenga que volver

a pasar por Kroger’s hasta el verano que viene. He hecho conservas

de tomate, salsa para espagueti, casi diez litros, y estoy

congelando brócoli, coliflor, de todo. Toneladas de maíz. Por

cierto, anoche tus hijos se comieron su peso en maíz.

Jewel sonrió.

-No me extraña. Lowell es capaz de comerse hasta las espigas

asadas, y eso que es de lo más quisquilloso. Sin embargo, seguro

que no le hincaron demasiado el diente al brócoli, ¿verdad?

-No.

-Ya puedes dejar las judías verdes ahora mismo –sugirió

Jewel-. Si tienes veinte kilos, podrías dejar de recogerlas y

decir: “Bueno, señor, ya estoy.” No va en contra de la ley.

-Podría –convino Lusa-. Pero Cole plantó estas judías. Él

plantó la mayoría de estas hortalizas. ¿Recuerdas que empezó a

hacer calor pronto, en mayo? Tengo la impresión de que mientras

esté aquí recogiendo frutos es como si él me estuviera haciendo

regalos. Odio pensar en el otoño, cuando tendré que estar

encerrada.

Jewel negó con la cabeza.

520
-También es obra tuya. Te juro que es muy bonito. En cierto

modo parece el jardín de una mujer. No se parece a los jardines de

otras personas.

Lusa pensó, aunque se guardó de decirlo, que eso sucedía

porque ella era de fuera. Plantaba distintas cosas: acelgas de

cinco colores en vez de berza, y varias hileras de habas para

secar y preparar falafel. Había cultivado cuatro variedades

distintas de berenjenas a partir de las semillas, incluida la de

franjas rosas y blancas, la “Rosa Bianca” para sus queridos imam

bayildi y baba ganouj.

Jewel estaba observando las tomateras y frotaba sus hojas

sanas entre los dedos.

-¿Con qué has matado las esfinges de calavera, con polvos

Sevin?

-No, con eso no. Mata a demasiados amigos míos.

Jewel la miró con expresión horrorizada y Lusa se echó a reír.

-Me refiero a los insectos. Ya sé que todos os reís de mí,

pero me encantan los insectos. No soporto utilizar un pesticida de

uso general como el Sevin. Empleo distintos métodos. A los tomates

les pongo B.T.

-¿B-T?

-Es un germen, Bacillus thuringiensis. Una bacteria que

provoca indigestión a las esfinges de calavera cuando se comen mis

tomates pero que no daña a las abejas ni a las mariquitas.

-¿Me estás tomando el pelo?

-No. Bueno, he dicho indigestión pero en realidad se mueren.

También sirve para las orugas geómetras de la col. Mira, hay un

521
cesto al lado de la cerca, ¿por qué no coges unos cuantos tomates

para llevarte a casa?

-No me los puedo comer, mi estómago no acepta nada ácido,

supongo que es por lo de la quimio. Ni siquiera puedo tomar zumo

de naranja. Pero te recogeré los maduros para que no se

desperdicien. Así tendrás algo más que poner en conserva.

-Ya he dejado de hacer conservas de tomate. Ahora los corto en

rodajas, les pongo albahaca y aceite de oliva y me los como para

desayunar.

-Oh, caramba, acabo de pisar tus caléndulas.

-No pasa nada, me da igual el aspecto que tengan. Las planto

para que los nematodos se mantengan alejados de las raíces de las

tomateras.

-Vaya, tiene mérito. Esto sí que tiene mérito. Cole empezó a

interesarse en todo eso hace un par de años. Cómo envenenar sin

usar veneno. Fue a la universidad a hacer un cursillo sobre eso.

-Así es como nos conocimos –dijo Lusa, bajando la mirada-. Yo

le daba clases.

-¡Oh! –exclamó Jewel, como si le acabara de picar una abeja.

¿Estaba celosa?, se preguntó Lusa. Normalmente no parecía estarlo,

no tanto como las otras hermanas, aunque ella y Cole hubieran

estado tan unidos. Jewel era la única que parecía dispuesta a

compartirlo. Lusa se inclinó hacia las judías para evitar el

reflejo del sol cuando se acercaba al final de la hilera. Avanzaba

de rodillas, arrastrando una bolsa de papel casi llena a su lado.

-Te lo creas o no –le dijo a Jewel-, tus dos hijos han pasado

aquí la mitad de la mañana cogiendo a mano los escarabajos de las

522
judías y aplastándolos. Les he dicho que les pagaría un penique

por cada uno de ellos si los contaban y, sabes, han hecho el

recuento de las víctimas. Hoy van a irse a casa ricos. ¿Tienes

alguna factura por pagar?, pues habla con Crys y Lowell. –Alzó la

vista-. ¿Jewel? ¿Jewel?

Lusa buscó la cabeza de Jewel por encima de la hilera de

tomateras pero no la vio. Se levantó y caminó hasta el extremo

presa del pánico, buscando entre las hileras. Jewel estaba tendida

en el suelo, agarrándose las rodillas y meciéndose con el rostro

contraído por el dolor; estaba rodeada por los tomates del cesto

esparcidos por el suelo. Lusa corrió a su lado y la abrazó con

fuerza para tranquilizarla.

-Oh, Dios mío –dijo Lusa varias veces-. ¿Qué debo hacer? Lo

siento, no soy de esas personas que sepan actuar en caso de

emergencia.

Jewel abrió los ojos.

-No es ninguna urgencia. Sólo necesito llegar a la casa.

Supongo que me he exigido demasiado. Tengo pastillas para el dolor

en el bolso.

Dejaron las judías y los tomates desparramados por el suelo y

la alambrera abierta. Las dos mujeres bajaron a duras penas la

ladera y cruzaron el patio en dirección a la casa. Lusa

prácticamente transportó a Jewel escaleras arriba para subir al

porche. Lusa había fortalecido la parte superior del tronco en los

últimos meses: casi todos los días hacía cosas que solía pedir a

Cole y siempre le sorprendía observar su cuerpo en el espejo y ver

los músculos marcados donde antes había curvas redondeadas. Sin

523
embargo, cargar con un familiar por las escaleras del porche era

toda una primicia.

Se detuvieron en la entrada al oír las voces de los niños.

Lowell y Crys estaban en el salón con un montón de juegos de mesa

antiguos que Lusa había sacado de un armario. Sus preferidos eran

el Monopoly y el tablero de Ouija, que pronunciaban “Ou-jay”.

-¿Dónde guardas las pastillas? –preguntó Lusa.

-Oh, caramba, me he dejado el bolso en el coche.

-Pues vamos al sofá del salón. Yo iré a buscarlo.

Jewel le dedicó una mirada suplicante.

-¿Podemos ir arriba? Odio que los niños tengan que verme en

este estado.

-Por supuesto. –Lusa se sintió estúpida por no haber caído en

la cuenta. Jewel se sujetó la barandilla con la mano blanca y

apretada y Lusa cargó con buena parte del peso escaleras arriba.

Condujo a Jewel hasta el dormitorio y decidió no preocuparse del

hecho que la cama estuviese por hacer y hubiera ropa por el suelo.

-Siéntate; vuelvo enseguida.

Corrió hacia el coche y volvió igual de rápido, jadeando.

Lanzó una mirada rápida a los niños para asegurarse de que estaban

ocupados. Discutían sobre el dinero del Monopoly, por lo que no se

habían percatado de nada. Les habló con el tono más calmado que

pudo y les pidió que salieran y cerraran la alambrera que rodeaba

el jardín y luego recogieran los huevos, pues sabía que a Lowell

le encantaba hacerlo, siempre y cuando su hermana lo protegiera

del gallo. Acto seguido, corrió escaleras arriba y se detuvo un

momento en el baño para llenar un vaso con agua del grifo. Cuando

524
regresó al dormitorio encontró a Jewel aposentada en el sillón de

brocado verde junto a la ventana, el sillón de lectura de Lusa.

Estaba recorriendo el estampado en forma de enredadera con las

yemas de los dedos, como si leyera algo escrito en Braille. Lusa

le tendió el vaso de agua y se sentó en el suelo a sus pies para

intentar abrir el tapón del frasco a prueba de niños.

Cuando consiguió abrirlo, Jewel se tragó las pastillas y se

bebió todo el vaso de agua, obedientemente, como una niña. Dejó el

vaso y se puso a frotar los brazos del sillón, con aire pensativo.

-Teníamos dos como éste –dijo-. Un par. Los sillones buenos de

mamá para el salón, hasta que envejecieron. A Lois se le cayó algo

encima. O, no, se cortó en la pierna con una navaja y le salió un

montón de sangre de aquí a allí. En menudo lío se metió.

-¿Por cortarse la pierna?

-Pues, no, por hacerse el corte en el sillón. ¡Intentaba

tallar la silueta de Marylin Monroe en una pastilla de jabón! Se

suponía que no teníamos por qué estar en el salón; sólo era para

las visitas. Nos metimos en un buen lío. A mamá estuvo a punto de

darle un ataque. No consiguió limpiar la sangre con nada. ¡Tuvo

que tirar el sillón! Dios mío, me preguntó adónde iría a parar.

-Probablemente al establo, junto con todo lo que te imagines.

¿Sabes que hay un trozo de piano?

-No –repuso Jewel con voz queda; tenía la mirada fija en el

papel pintado que había por encima de la cama-. Lo dejó junto a la

carretera. Así es como se hacían las cosas antes, cuando éramos

pequeños. Siempre aparecía alguien que estaba peor que tú y a

quien no le importaba cubrir el sillón manchado con una tela, y se

525
lo llevaba. Debe de estar en algún sitio. Alguien lo utiliza en

algún lugar. –Fijó la vista y bajó los ojos como un par de

mariposas azules que iluminaran el rostro de Lusa-. Tiene gracia

que nunca se sepa cómo van a acabar las cosas. Yo me enfado al

pensar que no tendré la oportunidad de hacerme vieja. Maldita sea.

Quiero ver cómo es Lois cuando tenga el pelo blanco.

-No creo que ninguna de nosotras viva para verlo. Mientras la

empresa Clairol siga existiendo...

Jewel soltó una débil risa, pero Lusa se sintió mal por

intentar arreglar aquel momento tan terrible e importante con un

chiste. Ella misma había sufrido mucho por culpa de los tópicos de

la gente y las evasivas sobre la muerte y ahí estaba con Jewel sin

tener ni idea de qué decir.

-Nunca se sabe, Jewel, a lo mejor vives más que todos nosotros

–fue lo que se le ocurrió.

Jewel negó con la cabeza, sin apartar la mirada de Lusa.

-No voy a llegar al verano próximo. Me moriré antes de que

acabes de comerte todas las conservas que has hecho.

-Lo siento –susurró Lusa. Extendió los brazos hacia arriba

para tomar las manos de Jewel entre las suyas y permanecieron así

varios minutos. De vez en cuando oían parte de los gritos de los

niños que entraban por la puerta abierta. Al final, Lusa se sintió

incómoda en aquella postura y soltó las manos, después de

acariciar los dedos de su cuñada con cariño. Alzó la vista hacia

Jewel, quien parecía tener una expresión vacía. Dentro de casa el

casquete le otorgaba un aspecto triste e indecoroso que parecía

ridiculizar su seriedad, pero Jewel se había mantenido firme en su

526
decisión de no gastar dinero en una peluca. Lusa se había

preguntado si era una muestra de optimismo porque pensaba que le

volvería a crecer el pelo o de realismo, al reconocer que no le

quedaba demasiado tiempo. Ahora ya lo sabía.

-Jewel, quiero hacerte una pregunta. Es algo en lo que he

estado pensando. No tienes que responderme hoy, tómate el tiempo

que quieras para pensártelo. O di que no y no pasa nada. Pero

quiero preguntártelo.

-Adelante, entonces.

A Lusa le palpitaba el corazón. Se había imaginado formulando

la pregunta en un ambiente más distendido, quizá mientras Jewel y

ella hicieran algo juntas en la cocina. Hasta ese día no se había

dado cuenta de que era demasiado tarde para que fuera

“distendido”. Y no se trataba precisamente de un tema superficial.

-¿De qué se trata? –A Jewel pareció incomodarle la pausa.

-Me preguntaba si, cuando llegara el momento, si es que llega

el momento... –Lusa notaba que se le calentaba el rostro-.

Perdóname si crees que no me corresponde a mí preguntarte esto,

pero me preguntaba qué te parecería la idea de que adoptara a Crys

y a Lowell.

-¿Que cuidaras de ellos o los adoptaras?

-Adoptarlos.

Jewel escudriñó el rostro de Lusa con expresión tranquila. De

todos modos, no parecía enfadada, como Lusa había temido.

-No tenemos que hablar si no quieres –dijo Lusa-. Supongo que

debe de resultarte muy duro pensar en eso.

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-¿Crees que no pienso en eso todos los minutos del día? –dijo

Jewel con un tono de voz monótono que asustó a Lusa.

-Me imagino. Yo haría lo mismo. Por eso he sacado el tema.

-Bueno, no es algo que tengas que sentirte obligada a hacer –

respondió finalmente-. Tengo cuatro hermanas.

Lusa bajó la mirada, hacia sus rodillas encallecidas y muslos

manchados de tierra bajo el dobladillo de los pantalones cortos, y

luego volvió a coger a Jewel de la mano sin alzar la vista.

-Tienes cinco hermanas. Yo soy la única que no tiene hijos. –

Entonces miró a Jewel, quien la escuchaba con atención-. Pero ese

no es el motivo. No sería una buena razón. Quiero a tus hijos, es

por eso. Quiero a Crys y quiero a Lowell. No estoy segura de poder

ser la mejor madre del mundo pero creo que podría aprender con

ellos. Lowell es fácil, es un ladrón de corazones, y Crys... Crys

y yo somos como dos gotas de agua.

-Tendrías mucha ayuda, justo al pie de la colina –dijo Jewel

con ambigüedad.

-Mucha ayuda –convino Lusa, alentada por el uso del

condicional de Jewel. No había dicho que no-. Ayuda a porrillo,

pero sinceramente no creo que Lois sea la influencia más adecuada

para los niños, al menos hasta que sean un poco mayores.

-Hasta que sean un poco mayores –repitió Jewel al tiempo que

cerraba los ojos y apoyaba la cabeza contra el respaldo de la gran

silla verde-. ¿Te imaginas a Crys en la fiesta de graduación?

-Aunque te parezca difícil de creer, sí –respondió Lusa con

tacto-. Pero quizá lleve esmoquin. Está hecha un lío, sólo

necesita que alguien la ayude a entender el mundo. Necesita a

528
alguien que tenga una actitud abierta. Cuando analizo a los

miembros de esta familia, la mejor candidata que encuentro soy yo.

Jewel abrió los ojos y miró a Lusa con una expresión nueva.

-Su padre tiene que firmar algunos papeles antes de decidirme

a dar el paso. He estado pensando en esto desde que me puse

enferma. El abogado ya ha redactado los documentos.

-¿Para qué, para darlos en adopción?

-Bueno, para que me ceda la potestad sobre los niños. Ni

siquiera sabe que estoy enferma. No tengo ni idea de cómo

reaccionará. No creo que viniera a recogerlos, pero con él nunca

se sabe. Con Shel de lo único que puedes estar segura es que nunca

se sabe. Podría pensar que los quiere, durante una o dos semanas,

y luego abandonarlos como gatitos junto a la carretera cuando se

diera cuenta de que un niño tiene que comer y cagar.

Cerró los ojos nuevamente e hizo una mueca de dolor. Lusa le

acarició el dorso de las manos para intentar aliviarla de lo que

fuera. Se preguntó qué le estaba haciendo a Jewel aquella bestia

invisible, de qué partes de su interior se habría apropiado ya.

Recordó un viejo cuento que su zayda solía contarle sobre la

bestia que se comía la luna cada mes y luego la escupía

lentamente. Tenía un final más feliz que éste. Notaba el calor y

la ira del monstruo de Jewel a través de su fina piel.

-Enviaré esos papeles a Shel –afirmó Jewel al cabo de unos

minutos-. Para tener solucionada esa parte. Lo haré hoy mismo, lo

he estado aplazando.

-Nadie puede culparte –dijo Lusa. Acto seguido, permanecieron

quietas unos momentos mientras el reloj del vestíbulo tocaba las y

529
media. A Lusa se le ocurrieron varias preguntas en silencio, pero

esperó a que Jewel volviera a abrir los ojos antes de formularlas.

Era imposible mostrarse demasiado ansiosa con un tema como aquél.

Intentó hablar con calma.

-¿Sabes siquiera dónde está Shel? ¿Y si va a firmar los

papeles?

-Oh, sí. Sé dónde está. Se mueve mucho pero el estado tiene

una orden de embargo sobre su salario. Sabes, tuve que ir a juicio

por eso, después de que se largara. Cualquier patrón que le

extienda el cheque de la paga tiene que descontarle trescientos

dólares al mes y enviármelos. Por eso sé siempre por dónde anda.

-Cielos –dijo Lusa. Nunca se había imaginado, ni remotamente,

a Lusa en un juicio, haciendo frente a su abandono. Lo que sí

imaginaba eran los chismorreos que todo aquello debía de haber

suscitado. Y había gente en aquel condado que rechazaría a Jewel

hasta el final de sus días por ese motivo.

-Precisamente por eso renunciaría a la patria potestad de los

niños –informó Jewel-. Para dejar de pagar. Creo que lo firmará

sin pensárselo dos veces. Pero, ¿a ti te importaría?

Lusa observó el ceño fruncido de Jewel, en un intento por

entender el giro que había tomado la conversación.

-¿Te refieres a si querría a los niños sin el dinero? –Caviló

al respecto durante menos de diez segundos-. Es lo más seguro.

Legalmente, creo que sería lo mejor. Porque me gustaría poner la

escritura de la granja al nombre de los niños. Para que fuera

suya, ya sabes, cuando yo no esté. –Sintió un extraño movimiento

en el aire al pronunciar aquellas palabras, una ligereza que

530
aumentó a su alrededor. Cuando se armó del valor para mirar a

Jewel de nuevo, se sorprendió al ver el rostro de su cuñada

surcado de lágrimas.

-Me parece lo correcto –explicó Lusa, con cierta timidez-.

Creo que añadiría Widener a sus nombres, si te parece bien. Yo

también voy a adoptar ese apellido.

-No tienes por qué hacerlo. Ya lo hemos superado. –Jewel se

secó el rostro con las manos. Estaba sonriendo.

-No, quiero hacerlo. Lo decidí hace algún tiempo. Mientras

viva en este lugar, seré la señorita Widener, así que, ¿por qué

resistirme? –Lusa también sonrió-. Estoy casada con una parcela de

tierra que se llama Widener.

Se levantó y se sentó en el brazo del sillón verde para poder

pasar el brazo por encima de los hombros de Jewel. Las dos se

quedaron sentadas, mirando por la ventana hacia el patio y el

campo de heno que había a continuación, a través del cual Lusa

había recibido el testamento y última voluntad de su esposo. Tenía

la mirada clavada en la morera situada en el extremo del patio,

cargada con los frutos púrpura maduros que Lowell había bautizado

como “cerezas largas” cuando los descubrió y se atiborró de ellos,

por lo que los dientes se le tiñeron de azul. A aquellas alturas

del verano la morera parecía haberse convertido en la gran

atracción del patio para todo ser vivo de kilómetros a la redonda.

Lusa cayó en la cuenta de que aquel era el Árbol de la Vida que

sus antepasados habían tejido en sus alfombras y tapices, una y

otra vez, a lo largo de todas sus aflicciones y pérdidas: un árbol

lleno de pájaros. Uno podía perder un árbol en concreto que

531
poseyera o amara pero los pájaros seguirían viniendo. Vislumbraba

sus colores en todas las ramas: tordos, cucos piquinegros,

cardenales, boyeros, incluso pequeños lúganos dorados. Lusa tenía

entendido que estos últimos comían semillas por lo que no acababa

de comprender qué hacían allí; disfrutando de la compañía, quizá,

al igual que la gente cuando va a un parque en la ciudad lleno de

personas, para sentir que forman parte de algo alegre y animado.

-Tendré que hablar con mis hermanas al respecto –dijo Jewel de

repente-. Con las otras hermanas –corrigió.

-Oh, por supuesto. Lo sé. Por favor, no quiero que te sientas

presionada ni nada de eso. Sabe Dios que no quiero herir los

sentimientos de nadie. Si creen que estoy fuera de lugar...

-No estás fuera de lugar.

-Bueno, no sé. Nunca he sabido cómo encajar en esta familia.

-Sí que lo sabes, querida. Más de lo que te piensas. –Jewel

apretó los labios ensimismada y habló de nuevo-. Se sentirán

heridas al principio, es lo normal. Pero en cuanto nos marchemos y

cerremos la puerta detrás de nosotros, darán las gracias al Señor.

Todos daremos gracias al Señor.

532
{25}

Depredadores

Durante el resto de su vida y quizá de la siguiente, Deanna

recordaría aquel día. El descenso de las temperaturas había sido

como una premonición repentina del otoño, el aire poseía una

calidad fría y vigorizante que notaba en la piel y en el resto de

sus sentidos recién agudizados: olía y degustaba el cambio,

incluso lo oía. Los pájaros se habían callado, su ruidosa

celebración estival acallada de repente por el poder del frente

frío y el impulso que sentían en el pecho por estar quietos,

recogerse, esperar el momento que se avecinaba en el que dejarían

la oscuridad en un mapa de estrellas y se unirían a la vasta

concurrencia migratoria. Deanna permaneció en la posición

privilegiada que le otorgaba la roca, sintiendo el mismo

movimiento en su pecho, una sensación de misión cumplida y el

deseo de volar. Había trepado a una roca lisa con una capa de

liquen situada a quince metros por encima del punto en que el

sendero desembocaba en el mirador. Desde allí lo divisaba todo, el

valle de su niñez y las montañas que se alzaban más allá. Si se

levantaba y extendía los brazos, parecía posible que alzara el

vuelo y se marchara más allá de lo que había conocido, hacia un

territorio nuevo.

Desde las ramas que estaban a su espalda oyó a un grupo de

amigos llamándose los unos a los otros con su grito invernal. Los

carboneros, sus áncoras familiares. Deanna no alzaría el vuelo

533
entonces, aquel estremecimiento era algo que conservaba de su

niñez, cuando la llegada del frío indicaba el advenimiento de la

época de las manzanas, la época de buscar chirimoyas en el terreno

de Nannie. En algún momento entre ayer y hoy el aire había pasado

de estar saturado a crispado. La enredadera de Virginia de la

cabaña había empezado a cambiar durante la noche; aquella mañana

había advertido unas cuantas hojas rojas y brillantes, justo las

suficientes para que se detuviera y tomara buena nota de ello.

Aquel era el día, siempre sería el día, cuando lo supo por primera

vez. En cierto modo pasaría del reino de los fantasmas en el que

había estado toda su vida a comprometerse irrevocablemente con los

vivos. De camino al mirador había prestado muy poca atención a la

tristeza de las cosas perdidas que se movían por entre las hojas

en los límites de su campo de visión, los pequeños lobos umbríos y

los periquitos de alas vistosas saltando con añoranza por los

cadillos intactos. Esas criaturas desposeídas estaban junto a ella

y siempre lo estarían, pero, por primera vez, advirtió una única

baya de color rojo intenso entre todos los grupos de bayas verdes

que cubrían las linderas. Aquella visión parecía significativa y

maravillosa, se alzaba como una línea divisoria entre una época de

su vida y la siguiente. Si el verano tenía que acabar en alguna

parte, ¿por qué no podía ser en aquella baya roja de la lindera

junto al sendero?

Extrajo el pequeño espejo prestado del bolsillo trasero, era

el que Eddie usaba para afeitarse, y se observó el rostro con

detenimiento. Con las yemas de los dedos de su mano izquierda se

tocó la piel ligeramente moteada y más oscura que tenía bajo los

534
ojos. Era como la máscara de un mapache, pero más sutil, y se le

extendía desde el puente de la nariz hasta los pómulos. El resto

de la cara era tal y como la recordaba, indiferente por no decir

intacta. Se notaba los pechos más pesados, sentía ese cambio en su

interior. Volvió el rostro hacia el sol y lentamente se desabotonó

la camisa y colocó las manos de él como si fueran dedos

fantasmagóricos donde estaban las suyas. El contacto de las manos

de Eddie en su piel sería un manto que podría quitarse y ponerse

gracias al poder de la memoria. En aquella roca bajo el sol dejó

que entrara en ella como el agua: el recuerdo de esa mañana, los

ojos de Eddie clavados en los suyos, sus movimientos como una

marea empujando el mar contra la arena de su única costa. La

alegría de su cuerpo estaba teñida ahora de un color más oscuro

por el hecho de saber que cada conversación, cada beso, cada

aventura reconfortante de contacto entre sus pieles podía ser la

última. Cada imagen permanecía fija junto a su propia sombra.

Incluso el calor de su cuerpo durmiendo junto a ella era después

un calor marrón oscuro que acariciaba con los dedos, memorizándolo

para recurrir a él cuando ese espacio estuviera frío.

Quince metros por debajo de ella estaba el mirador en el que

había estado a punto de perder la vida hacía dos años y luego, en

mayo, se había vuelto a caer. Bonito, había dicho él. ¿Alguna vez

has contemplado una vista más hermosa que ésta? Y ella había

respondido que nunca. Deanna contemplaba las montañas y los

valles, que guardaban los secretos de los animales. Él admiraba

las granjas de ganado ovino.

535
Se tocó el pecho y se acercó el espejo para observar más de

cerca el color cobrizo de su aureola. Parecía un milagro que la

piel pudiera cambiar así de color y textura en tan poco tiempo,

como la piel de una oruga al adoptar el color y la textura de una

mariposa. Por poco tiempo, como si comprobara la temperatura del

agua, se tocó el abdomen justo por debajo del ombligo, donde el

botón superior de sus vaqueros ya no alcanzaba a introducirse en

el ojal. Deanna se preguntó por unos instantes cuán tonta había

sido, durante cuánto tiempo. Diez semanas como máximo,

probablemente menos, pero aun así... Había conocido cuerpos, el

suyo especialmente, y no se había dado cuenta de aquello. ¿Era

algo que una joven aprendía de su madre, aquella iglesia secreta

del conocimiento femenino a la que ella nunca había entrado? Todo

lo que había oído decir a las mujeres no parecía concordar. No

había tenido mareos, ni el antojo de comer algo especial. (Excepto

un pavo. ¿Acaso era raro?) Sólo se sentía como si una bomba

hubiera explotado en la parte de su mente que se encargaba de

mantener el equilibrio. Había confundido aquella sensación con el

amor, o la lujuria o la perimenopausia o como una invasión aguda

de su intimidad, y resultó ser que se trataba de todas ellas y de

ninguna. La explosión la había asustado por la forma con la que le

hacía perder el control de la persona que siempre había creído

ser. Pero quizás así fuera como iba a ser: un proceso largo que

implicaba irse liberando de su propio ser.

Deanna intentó imaginar la noche de su propia concepción, algo

que nunca antes se había atrevido a plantearse. El arrugado Ray

Dean Wolfe haciendo el amor con la madre que nunca había conocido.

536
Aquella mujer había sido de carne y hueso, una persona que quizá

se moviera como Deanna, que caminara demasiado rápido o temiera

los truenos o se mordiera los extremos del cabello cuando estaba

demasiado feliz o demasiado triste. Una mujer que se había

aferrado a la vida con un abrazo desnudo y que había vivido más

allá de toda esperanza de supervivencia.

Deanna llegó a la conclusión de que no había sido tonta. Sólo

le había faltado orientación en las cuestiones amorosas. Como no

había tenido una madre, había sido incapaz de reconocer los

síntomas.

Nannie la había ayudado en lo posible y eso no tenía nada de

malo, pues había recibido, con diferencia, una educación más

liberal que la que aceptarían la mayoría de las hijas. Nannie

Rawley, tan fiable y generosa como sus manzanos, de pie con su

falda de percal en el patio trasero llamando a Deanna y a Rachel

para que bajaran de un árbol, no por temor a que se hicieran daño

sino porque quería ofrecerles algo mejor, como sidra o un pastel.

Sólo en ese caso. Habían vivido en los árboles, Rachel cerca del

suelo, en una rama en la que Deanna la colocaba para que estuviera

segura mientras ella trepaba por las dos, ascendiendo por las

ramas como si de un andamio se tratara, como la muchacha del

trapecio volador. Si bajaba la mirada, allí estaba Rachel, mirando

por entre las ramas con sus ojos dulces y soñolientos y la boca

abierta en señal de eterna sorpresa, permanentemente sobrecogida

ante su hermana aerotransportada.

537
-¿Qué es lo que hizo que Rachel sea así? –había preguntado a

Nannie en una única ocasión. Las dos estaban subiendo por la

colina situada detrás del huerto.

-Los genes. Ya sabes cómo va lo de los genes –respondió

Nannie.

Deanna era una adolescente amante de la ciencia que devoraba

libros y libros, más libros que nadie que conociera, por lo que

dijo que sí, que lo sabía.

-Sé –dijo Nannie con voz queda- que quieres una respuesta

mejor que esa, igual que yo. Durante mucho tiempo culpé al mundo.

Las sustancias químicas y todo eso que le ponen a la comida. Leí

sobre el tema cuando estaba embarazada y me llevé un susto de

muerte. Pero existen otras formas de comprender a Rachel.

-Yo la quiero tal como es –dijo Deanna-. Nunca he dicho lo

contrario.

-Lo sé. Pero a todos nos gustaría que no tuviera tantas

anomalías, aparte de la mental.

Deanna esperó a que Nannie decidiera volver a hablar. Estaban

subiendo la colina a través de un viejo campo de heno lleno de

hierbajos. Deanna ya era más alta que Nannie, la había sobrepasado

más o menos a los doce años, pero como caminaba por delante,

Nannie había reducido la desventaja.

-Yo me lo planteo del siguiente modo –dijo Nannie-. Ya sabes

que hay dos formas de crear vida: cruzando y clonando. Lo sabes

por los injertos de árboles, ¿no?

Deanna asintió tímidamente.

538
-Puedes cortar un esqueje de un árbol y hacerlo crecer para

que se convierta en otro árbol.

-Eso es –convino Nannie-. Eso se llama esqueje o clon. Es

igual que el padre del que proviene. Y la otra forma es el cruce,

cuando dos animales se aparean o si dos plantas se intercambian el

polen. Lo que salga será distinto de los dos progenitores y un

poco distinto del resto de los cruces que hayan surgido de los

mismos padres. Es como tirar dos dados: se consiguen muchos más

números que el seis con el que se empieza. Y eso se llama sexo.

Deanna asintió nuevamente, con más timidez si cabe. Pero lo

entendió. Siguió el sendero por la hierba alta que Nannie estaba

apisonando delante de ella.

-La reproducción sexual es un poco más arriesgada. Cuando los

genes del padre se combinan con los de la madre hay más

posibilidades de que algo vaya mal. A veces un trozo entero puede

caer por error o duplicarse. Eso es lo que ocurrió con Rachel. –

Nannie dejó de caminar y se volvió para mirar a Deanna a la cara-.

Pero imagina cómo sería el mundo si no existiera el tipo de

reproducción por cruce.

Deanna no se imaginaba la diferencia y se lo dijo.

-Bueno –dijo Nannie reflexionando al respecto-, probablemente

durante millones de años hubo una especie de manchas de cosas en

el mar, todas parecidas, que se dividían en dos y formaban más de

lo mismo. Iguales, siempre iguales. No se cocía gran cosa. Y

luego, de alguna manera, llegaron a cruzar los genes entre sí y

apareció un poco de variedad, a partir de mutaciones y esas cosas.

Entonces empezó el barullo.

539
-¿Entonces fue cuando empezaron a haber distintos tipos de

cosas? –aventuró Deanna.

-Cada vez más, eso es. Algunos de los hijos salieron más

guapos que sus padres y otros no tanto. Pero hasta los mejores

podían mejorar. Las cosas podían cambiar. Podían diversificarse.

-Y eso era bueno, ¿no?

Nannie se puso las manos sobre las rodillas y miró a Deanna de

hito en hito.

-Aquello era el mundo, querida. Es nuestra forma de vida. Es

Dios Todopoderoso. La variedad es lo más importante. Por eso la

vida puede seguir cuando el mundo cambia. Pero la variedad implica

que haya fuertes y no tan fuertes, y no se puede evitar. Hay que

tirar los dados. Hay Deannas y hay Rachels, eso es lo que surge

del sexo, ése es el milagro que entraña. Es el mejor invento de la

vida.

Y ya está, eso era lo más parecido a una clase sobre el origen

de los niños, lo más parecido a una madre que había tenido. Era un

día de otoño frío, septiembre, probablemente, y estaban cruzando

el campo de la ladera que se había quedado abandonado desde que

Nannie se hiciera cargo de la granja. Estaba lleno de manzanos

jóvenes que habían brotado a partir de las semillas dejadas en los

excrementos de ciervos y zorros que robaban manzanas del huerto de

más abajo. Nannie decía que aquellos árboles silvestres eran su

legado. Los árboles frutales plantados por su padre eran de

variedades buenas, cuidadosamente seleccionadas de los esquejes

para que fueran idénticas al árbol progenitor. Todas las manzanas

Winesap del mundo eran iguales. Sin embargo, los árboles jóvenes

540
del campo de Nannie eran deshechos de semillas que nunca se

habrían plantado, la progenie de distintas variedades de manzanas

polinizadas de forma cruzada por abejas. Allí arriba se alzaban

los hijos ilegítimos de una Transparent cruzada con una Stayman, o

una Gravenstein cruzada con vete a saber qué, la manzana silvestre

de algún vecino o quizá una pera. Nannie había dejado de segar

aquel campo y permitió que aquellos retoños levantaran la cabeza

hasta que formaran una muchedumbre silenciosa. “Como el

laboratorio de Luther Burbank”49, era como lo explicaba ella a una

muchacha adolescente que quería comprender, pero Deanna sólo era

capaz de imaginarlos como los hijos de Nannie. Muchos sábados de

otoño, las dos habían hecho carreras por la hierba de ese campo

cubierto de maleza de un árbol a otro, probando las manzanas de

aquellos árboles silvestres, los productos renegados del sexo de

las abejas y de los robos de los zorros. Buscaban algo nuevo: la

Mejor Nannie.

* * *

Deanna sabía qué hacer, tenía un plan. Era la primera semana

de agosto, lo cual significaba que Jerry vendría pronto con las

provisiones y el correo. Podía decirle que llevara una carta al

pueblo. En vez de pegarle un sello, pues no estaba segura de tener

alguno, dibujó un mapa de Egg Fork Creek y la Carretera 6 en el

dorso del sobre para que Jerry encontrara el huerto y la entregara

en persona. Deanna sonrió al imaginarse a Nannie abriendo el sobre


49
Burbank, Luther (1849-1926), horticultor, botánico y pionero estadounidense de la hibridación de plantas,
desarrolló más de doscientas variedades nuevas. (N. de los T.)

541
con el mapa detrás. Quizá se detuviera un momento a observar la

línea de tinta azul que conectaba la cabaña de Diana con su

huerto, como el laberinto ya completado de un libro infantil.

Quizá, a partir de aquello, Nannie fuera capaz de intuir el

contenido del mensaje.

Deanna ya sabía cómo empezaría la carta.

Querida Nannie:

Tengo noticias. Voy a bajar de la montaña este otoño,

en septiembre, creo, cuando empiece a refrescar. Parece ser

que voy a venir con alguien más. Me gustaría saber si

podríamos alojarnos en tu casa.

542
{26}

Castaños viejos

Garnett iba de camino a casa pensando en el pescado de

Pinkie’s Diner después de haber estado en el pueblo y en si le

había sabido tan bueno como de costumbre, y justo cuando llegaba

al punto en que Egg Fork se unía con Black Creek y la carretera se

internaba en un pequeño bosque, un animal hizo que detuviera el

vehículo. Estaba ahí a plena luz del día e hizo que Garnett

frenara bruscamente y se detuviera por completo. Era un perro,

pero no como los demás. Garnett nunca había visto nada parecido.

Era una criatura salvaje, de color beis y la cola dorada arqueada

hacia arriba; tenía el pelo del lomo erizado y miraba fijamente a

Garnett. Parecía dispuesta a atacar la camioneta Ford sin temor a

las consecuencias.

-Pues muy bien –dijo Garnett en voz alta. El corazón le latía

con fuerza, no de miedo sino de sorpresa. La criatura lo miraba a

los ojos como si tuviera intención de hablar.

Giró la cabeza hacia el lado de la carretera por donde había

venido y de ahí mismo surgió otra, caminando lentamente. Tenía la

cola más baja pero era del mismo color y tamaño que la otra.

Vaciló ahí en campo abierto, luego aceleró el paso y cruzó

rápidamente la carretera al trote. La primera se alineó detrás de

la otra, la siguió y ambas desaparecieron entre las plantas de

achicoria del extremo de la carretera sin ni siquiera dignarse a

volver la mirada atrás. Los hierbajos de flores azules se abrieron

543
y luego se cerraron como el telón de un teatro. Garnett tuvo la

extraña sensación de que acababa de ser testigo de algo mágico. No

se trataba de un par de perros descarriados dejados y

desconcertados junto a la carretera que intentaban encontrar el

camino de vuelta al mundo de los hombres. Eran salvajes y vivían

allí.

Permaneció sentado unos momentos observando los fantasmas de

lo que había visto en la carretera vacía que tenía por delante.

Acto seguido, porque la vida debía continuar y su próstata ya no

aguantaba como antes, puso en marcha la camioneta y siguió

adelante, atento a lo que hacía y manteniéndose dentro de los

límites de su carril. Ya casi había entrado en la seguridad que le

proporcionaba su camino de entrada cuando un joven le hizo

indicaciones para que parara. Garnett seguía pensando en los

perros, tan ensimismado que pasó junto al jeep del Servicio

Forestal y siguió adelante un buen tramo hasta que se percató de

que el joven del jeep le había hecho señas para que se detuviera.

Se paró lentamente hasta que notó que las plantas de achicoria

de los matorrales de la cuneta rozaban el lateral de la camioneta,

lo cual le indicó que ya se había apartado lo suficiente de la

carretera. Acto seguido, apagó el contacto y se sentó mirando

nervioso por el retrovisor trasero. Los empleados del Servicio

Forestal no eran policías. No podían obligar a parar. No era como

Timmy Boyer cuando hacía parar a un tipo y le daba un sermón sobre

la vejez y el mal estado de la vista para acabar amenazándole con

retirarle el carné de conducir. Cielo santo, quizá los del

Servicio Forestal hubieran perdido a esos animales que acababa de

544
ver y los estuvieran buscando. Pero no, por supuesto que no,

aquello era ridículo. Se trataba de un jeep verde, pequeño y

abierto por detrás, no el camión de un circo. En todo caso, lo más

probable era que el muchacho hubiera estado indicándole a Garnett

que se pegara más a la línea central. Había estado tan absorto en

lo que acababa de ver en la bifurcación que no prestó demasiada

atención a nada más. Garnett sabía que se desviaba ligeramente; si

le preguntaba lo reconocería.

Seguía cavilando sobre si dar marcha atrás y hablar con el

joven o seguir carretera abajo y olvidarse del tema cuando el tipo

salió del jeep y se acercó a él caminando a paso ligero. Llevaba

una especie de papel en la mano.

-Oh, por el amor de Dios –murmuró Garnett para sí-. Ahora

dejan que los niños del Servicio Forestal pongan multas de

tráfico.

Pero no se trataba de eso. Cielo santo, ese muchacho parecía

demasiado joven para conducir un vehículo y aún más para pedir

cuentas a otros conductores. Se detuvo cerca de la ventanilla

bajada de Garnett estudiando una especie de garabato en el papel

que llevaba y luego le preguntó.

-Disculpe, señor, ¿esta es la Carretera Seis?

-Lo sería –repuso Garnett-, si los imbéciles que se ocupan del

servicio de ambulancias de urgencia no hubieran decidido colocar

un letrero que ponga Meadow Brook Lane.

El joven lo miró, un tanto sorprendido.

545
-Bueno, eso es exactamente lo que pone el letrero de ahí

atrás. Meadow Brook Lane. Pero yo tengo este mapa y se supone que

estoy en la Carretera Seis, y creo que es aquí.

-Bueno –dijo Garnett-. No hay ningún prado ni ningún arroyo50.

Lo que tenemos aquí no son más que pastos para vacas y un

riachuelo. Así que la mayoría de nosotros seguimos adelante y le

llamamos la número Seis, puesto que se ha llamado así desde que

Dios era niño, que yo sepa. El hecho de presentarse aquí un día y

colocar un letrero de metal verde no convierte una carretera de

campo que recorre pastos para vacas en lo que no es. Siempre he

tenido la impresión de que la gente del servicio de ambulancias es

de Roanoke.

El joven pareció sorprenderse todavía más.

-Yo soy de Roanoke.

-Pues mira –dijo Garnett-. Ya lo ves.

-Pero –dijo, debatiéndose entre la confusión y la irritación-,

¿es la Carretera Seis o no?

-¿Quién quiere saberlo y a quién busca? –inquirió Garnett.

El joven le dio la vuelta al papel, que parecía un sobre y

leyó:

-Señorita Nannie Rawley. 1412 de la Antigua Carretera Seis.

Garnett negó con la cabeza.

-Hijo mío, ¿existe algún motivo por el que no puedas contactar

con la señorita Rawley a través del servicio postal de EE.UU.,

como todos los demás? ¿Tienes que venir personalmente? ¿Tienes

idea de lo ocupada que está esa mujer en esta época del año, con

50
La traducción literal de “Meadow Brook Lane” sería “Camino del arroyo del prado”. (N. de los T.)

546
todos los árboles frutales que cultiva? ¿Acaso el Servicio

Forestal tiene tan pocos bosques de los que ocuparse que se ha

introducido en el negocio de las entregas postales?

El joven tenía la cabeza ladeada y la boca medio abierta, pero

parecía haberse quedado sin preguntas ni respuestas. Fuera lo que

fuera lo que tenía que tratar con Nannie, no estaba dispuesto a

decírselo a Garnett.

-Muy bien, adelante, entonces –dijo Garnett finalmente-. Está

ahí arriba. Ese buzón que sobresale del terraplén formando un

ángulo extraño rodeado de todas esas plantas de Asclepio.

-¿Ahí está Nannie Rawley? –preguntó el joven, casi asustado.

-No –repuso Garnett pacientemente, negando con la cabeza al

tiempo que encendía el motor de la camioneta-. Ahí está su buzón.

* * *

No era de extrañar que sintiera curiosidad, se dijo Garnett,

mientras cogía la taza y el plato del desayuno del escurridero y

los guardaba. Por ahí no se veían muchos desconocidos y aquel

muchacho era joven. La gente de esa edad era capaz de cualquier

cosa, bastaba con leer el periódico, era de todos sabido que

asustaban a señoras ancianas para divertirse. Y Nannie estaba muy

ocupada. Dentro de un mes las manzanas caerían del cielo como si

fueran granizo y tenía poco tiempo para recogerlas todas. Vendía

la mitad de la cosecha a una empresa de Atlanta, Georgia, que

tenía un nombre absurdo, para que fabricaran zumo de manzana sin

pesticidas. Le pagaban esas manzanas a precio de oro, le reconocía

547
ese mérito, aunque dejara que los bichos camparan a sus anchas en

la finca. Pero Garnett siempre se preocupaba cuando aquellos

recolectores venían a trabajar para ella durante el período álgido

de la recolección. El año pasado la mitad de los jornaleros eran

esos jóvenes bandidos mejicanos que venían para cortar y colgar el

tabaco y que se quedaban allí hasta el momento de clasificar las

hojas. Lo cual, para empezar, ya era una prueba fehaciente de que

la situación se había salido de madre: los granjeros tenían tan

poca familia con la que contar que recurrían a un país extranjero

para conseguir cortar y clasificar el tabaco. Esos muchachos se

paseaban por el pueblo, en verano o en otoño, como Pedro por su

casa y hablando en lenguas desconocidas. Al parecer tenían

intención de establecerse en la zona. El Kroger’s de Egg Fork

había empezado a vender esas tortas mejicanas planas a modo de

señuelo para que se quedaran todo el año, parecía. Así era como

uno sabía a lo que se había rebajado el mundo: comida extranjera

en Kroger’s.

Garnett descorrió un poco la cortina de la ventana de la

cocina y se movió para disfrutar de mejor una vista, si bien

resultaba bastante inútil a aquella distancia. El doctor Gibben

llevaba años insistiéndole en que se operara de cataratas y hasta

más o menos entonces Garnett ni siquiera se lo había planteado.

Según su parecer, cuanto menos viera de este mundo de infamia,

mejor. Pero entonces se dio cuenta de que quizá fuera la opción

más caballerosa, permitir que esos médicos le acercaran el bisturí

a los ojos. Por el bien de otros. Con la de bandidos que andaban

548
sueltos, nunca se sabía si un vecino podía necesitar que alguien

acudiera en su ayuda.

Bueno, el muchacho se había marchado, de eso estaba seguro.

Garnett se había quedado de pie junto a la ventana de la cocina y

lo había observado mientras le entregaba el sobre y luego se

largaba con el pequeño jeep verde a Roanoke, donde la gente no

tenía otra cosa que hacer que pensar en nombres ridículos para las

carreteras viejas.

Sin embargo, Nannie se comportaba de forma extraña. Eso es lo

que preocupaba a Garnett. Todavía seguía de pie en el césped

delantero de su casa como si aquel joven le hubiera dicho algo lo

suficientemente desagradable como para dejarla paralizada en el

sitio. Se había marchado hacía cinco minutos y Nannie seguía allí

con la carta en la mano, mirando hacia las montañas. No presentaba

buen aspecto. Parecía que estaba llorando o rezando, y no era

razonable esperar ninguna de esas dos cosas de Nannie Rawley.

Garnett no dejaba de cavilar qué había dicho o hecho el joven para

trastornarla tanto. Porque, claro, nunca se sabe quién puede ser

el próximo.

Cuando Garnett no pudo aguantarse más, fue al baño y, cuando

volvió, Nannie ya no estaba. Debía de haber entrado en la casa.

Intentó entretenerse en la cocina y pensar en otra cosa pero no

tenía platos por lavar (había comido en Pinkie’s). Además, no

tenía ningún sentido pensar en cocinar algo para la cena (¡en

Pinkie’s había bufé libre!). Además, no se atrevía a salir al

exterior. No es que quisiera espiar a Nannie abiertamente. Se

tratara de lo que se tratara, en realidad a él no le importaba.

549
Tenía muchas otras cosas que hacer y gente que contaba con que las

hiciera. Esa joven de la granja de los Widener y sus problemas con

las cabras, por ejemplo. ¡Pobre muchacha de Lexington! Una petunia

en un campo de cebollas. Iría arriba inmediatamente y cogería su

manual de veterinaria para consultar lo de la vacuna y comprobar

si esas cabras necesitaban siete u ocho tomas. Cuando se lo dijo

no estaba del todo seguro. En aquella zona las cabras no contraían

esa enfermedad de las lombrices rojas pero podía haber otra razón

para decidirse por las ocho tomas. En aquel momento ni siquiera

recordaba cuántas le había dicho que administrara. Qué sensación

tan extraña había tenido al volver a esa casa. Era como si algún

resorte se hubiera accionado en su cabeza, como si Ellen pudiera

volver a estar viva, aunque sólo fuera por poco.

Lo que Ellen más lamentaba era no haber visto a ese bebé, eso

es lo que le dijo, lo último, en la cama del hospital. Lo que más

lamentaba, como si hubiera habido muchas más cuestiones que no

pudiera explicar a su marido. Y ahora había dos hijos, un niño y

una niña, creía Garnett. Ellen ni siquiera llegó a saber de la

existencia del segundo. Garnett había estado a punto de preguntar

a la joven Widener por ellos, el otro día cuando había ido a su

casa. Había estado de pie en aquel porche, con la intención de

preguntarlo, las palabras en la punta de la lengua, pero luego se

había contenido. De todos modos, ¿quién era la joven de las

cabras? Era agradable para ser de ciudad, sorprendentemente

agradable, pero ¿cómo diablos había ido a parar allí, con una

camisa de hombre en medio de un campo de cardos y cabras? Garnett

había formulado varias preguntas educadas pero no había llegado a

550
descubrir con exactitud qué quería hacer en esa granja. Seguía

siendo la casa de la familia, pero al parecer la gente había

cambiado. ¿Todavía rondaban por allí aquellos dos niños? ¿Y si

ellos y su madre se habían trasladado a Knoxville como todo hijo

de vecino parecía hacer por aquel entonces? ¿Y si Garnett había

estado sentado perdiendo el tiempo y, mientras tanto, había

desperdiciado la oportunidad de saber el paradero de los niños? La

gente reunía todas sus pertenencias y se marchaba rápidamente a

Knoxville, como en la época de la fiebre del oro de California,

desde el mismo día en que habían abierto la fábrica de Toyota.

Pronto no quedaría nadie en el condado, salvo los ancianos

aguardando la muerte.

Desde la ventana del salón de arriba se disfrutaba de una

buena vista de un lado del huerto y del patio trasero de Nannie y

un poco más tarde, hacia el atardecer, la vio trabajando en el

jardín. Estaba recogiendo tomates. Tenía tomates a porrillo y los

vendía a un precio de escándalo en el mercado de los amish.

Entrecerró los ojos para ver a través del viejo y ondulado cristal

de la ventana.

Bueno. ¡Había alguien con ella! Esa mancha azul y blanca que

veía en el extremo del jardín, ahora que se fijaba, era un hombre

con un sombrero apoyado en la cerca. No era el muchacho del

Servicio Forestal, era otra persona, un hombre más corpulento que

Garnett no reconocía como vecino. ¿Acaso era uno de los jornaleros

que había llegado demasiado pronto? ¿De quién, si no, podía

tratarse? Clivus Morton había estado por allí últimamente para

clavarle las tejas nuevas, e incluso el hijo de Oda Black, como se

551
llamara, había ido a visitarla en una ocasión, por un motivo que

Garnett desconocía. ¡Vaya! ¿Acaso Nannie Rawley atraía de repente

a hombres de todas las edades, desde kilómetros a la redonda? Una

mujer de setenta y cinco años se pone unos pantalones cortos y los

hombres se ponen a aletear a su alrededor como las abejas ante una

flor, ¿se trataba de eso? (Aunque Clivus Morton no era

precisamente una abeja. Garnett había conocido a consumidores de

miel que olían mejor, incluso después de vaciar el pozo séptico.)

¿Se trataba de Clivus? Volvió a fijarse. Dichosa ventana, maldijo

en silencio, estaba tan neblinosa como sus ojos. Y además, sucia.

No la había limpiado desde... bueno, nunca la había limpiado,

punto.

Se colocó en el otro lado de la ventana, pero no sirvió de

gran cosa. Vio que Nannie estaba llenado la cesta y evidentemente

estaba despotricando porque ese desconocido, fuera quien fuera, (y

no, no era Clivus), estaba ahí con los codos apoyados en la parte

superior de la cerca del jardín como si no tuviera nada mejor que

hacer en el mundo aparte de estar allí apoyado. Tampoco parecía

tener ni una pizca de buenos modales. Por lo menos podía haberse

ofrecido a llevar el cesto mientras ella recogía los tomates.

Garnett lo habría hecho. No había que estar de acuerdo con todo lo

que decía una persona, o aprobar el estado de su alma, para

mostrar un poco de consideración.

Garnett sintió que le subía la presión sanguínea. Empezó a

inquietarle tanto que tuvo que apartarse de la ventana. Por el

amor de Dios, fuera quien fuera ese hombre de ahí, no tenía nada

que ver con ella. Garnett notó que una sensación turbia y poco

552
cristiana le nublaba el corazón. Odiaba a ese hombre. Odiaba su

comportamiento, apoyado en esa cerca como si no tuviera otra cosa

que hacer en la vida que escuchar todo el día a Nannie Rawley y

contemplarla mientras recogía tomates en pantalón corto.

553
{27}

El amor de las mariposas nocturnas

El jueves volvió a amanecer más fresco e hizo fresco todo el

día. Lusa se sintió vigorizada por el cambio de temperatura, lo

cual era una suerte para ella porque el trabajo nunca terminaba.

Si hubiera sabido cuánto trabajo tendría en agosto, se habría

tomado unas vacaciones en julio. El jardín era como un polluelo a

la inversa, llamándola sin cesar, abriendo el buche y dando,

dando. Se pasó toda la mañana con la conservera borboteando en el

fuego, preparando pedazos de peladillos, mientras cortaba y

blanqueaba montones de zanahorias, pimientos, quingomboes y

calabacines para congelar. Había preparado quince litros de

pepinillos al estilo kosher pero todavía le quedaban tantos

pepinos que no sabía qué hacer con ellos. Se le ocurrió la idea de

introducirlos en bolsas de papel e ir carretera abajo colgándolas

en los buzones de la gente, como hacían con las muestras gratuitas

de suavizante para la ropa. Le contó la idea a Jewel cuando vino a

traerle el correo.

-¿Ya has hecho encurtidos? –preguntó Jewel.

Lusa se inclinó hacia delante en el taburete hasta que tocó la

tabla de cortar con la frente.

-Supongo que eso significa que sí –dijo Jewel-. Dios mío, no

me puedo creer lo que has hecho. –Lusa se puso derecha y advirtió

la admiración teñida de nostalgia de Jewel. Los tarros de

melocotones dorados alineados sobre la encimera parecían una

554
divisa de otra época-. Nadie había hecho tantas conservas desde

que murió mamá. Deberías estar orgullosa de ti misma. Y deberías

dejarlo ya. No te mates. Déjalo ya.

-Ya lo he dejado. –Lusa hizo un gesto con el cuchillo de pelar

en la mano-. La gente de la calle huye de mí cuando me ven venir.

Pesqué a Mary Edna detrás de la casa tirando en la pila de compost

los calabacines que le había dado.

-No te lo tomes a mal. Algunos veranos se recogen demasiadas

hortalizas, como este año, y hay excedentes de todo. Se puede

prescindir de ciertas cosas.

-Pero yo no puedo. Mira qué melocotones, ¿debería tirarlos?

Sería pecado. –Lusa sonrió, con timidez pero orgullosa de sí

misma-. Lo cierto es que me gusta hacerlo. Este año no tendré que

gastar dinero en comida. Y tengo la impresión de que el trabajo

duro es lo único que evita que me vuelva loca.

-Te entiendo. Si tuviera fuerzas, habría venido a ayudarte.

-Ya lo sé. ¿Recuerdas el día que me ayudaste con las cerezas?

-Dios mío, Dios mío. –Jewel se sentó en la mesa-. Hace una

eternidad.

-A mí también me da esa impresión –convino Lusa, al recordar

su mente devastada aquel día cuando la viudedad todavía era algo

nuevo y feroz: su impotencia ante la vida, sus esfuerzos por

confiar en Jewel. Crys y Lowell eran como dos desconocidos a los

que, en cierto modo, temía; Crystal, de hecho, era un niño para

ella. Hacía ya una eternidad-. Puedes dejar el correo sobre la

mesa. No parece más que propaganda y facturas, es lo único que

recibo.

555
-Es lo único que recibe la gente. ¿Quién escribe cartas

todavía?

Lusa arrastró la pila de zanahorias cortadas al interior del

escurridor para blanquearlas. Treinta segundos de vapor surtían un

efecto sobre su bioquímica que les otorgaba un color tan naranja

como las azucenas (¿por qué en los libros llamaban “blanquear” a

ese proceso?) y las dejaba en las condiciones perfectas para

congelar.

-¿Qué tal te encuentras hoy, Jewel?

Jewel se llevó una mano a la mejilla.

-Bastante bien, creo. El médico me deja tomar más analgésicos.

Me quedo medio atontada pero, vaya, me siento de maravilla. –

Hablaba con un tono tan triste que a Lusa le entraron ganas de

sentarse junto a ella y cogerle la mano.

-¿Puedo hacer algo por ti hoy? Voy a bajar la aspiradora de tu

madre y te limpiaré las alfombras en cuanto tenga un momento. Ese

aparato hace milagros.

-No, querida, no te molestes. Tengo que volver a casa. He

dejado a Crys quemando la basura y ya sabes cómo podría acabar la

cosa. En realidad sólo he venido a enseñarte una cosa.

-¿Qué? –Lusa se secó las manos en el delantal y se acercó a la

mesa de la cocina, deseosa de ver lo que Jewel extraía del sobre.

-Son los papeles de Shel. Los ha firmado. Sabía que lo haría

pero, aun así, me ha quitado un peso de encima. Me alegro de haber

terminado con este asunto. Ojalá lo hubiera hecho hace un año.

Jewel desdobló el fajo de documentos de aspecto serio y se los

tendió a Lusa para que los viera. Se sentó y los ojeó, recorrió

556
con la mirada las palabras inventadas por los abogados que

parecían complicar alto tan simple y llano. Los niños pertenecían

a su madre. Pronto, probablemente antes de lo que nadie estaba

dispuesto a creer, irían a vivir con Lusa.

Al pie de dos de las páginas había una firma garabateada con

tinta azul, con una letra masculina pero infantil, como la de un

muchacho de quinto curso, con el nombre mecanografiado debajo.

Lusa lo observó sorprendida y luego lo leyó en voz alta.

-¿Garnett Sheldon Walker cuarto?

-Lo sé –dijo Jewel con una risa mordaz-. Parece el nombre de

un rey o algo así, ¿verdad? De todos modos no es más que una rata

con el bigote rubio.

-No, pero... –Lusa se esforzó por enlazar sus conocimientos

con palabras-. Conozco ese nombre. Soy amiga de su, bueno, debe de

ser su abuelo. Se llama igual. Es ese viejo raro que vive en la

Carretera Seis. –Lusa desvió la mirada de la firma a Jewel-. Ha

estado aquí, en esta casa. Me ayuda con los problemas de las

cabras.

-Oh, bueno, ya sé, el señor Walker, es el padre de Shel. Era

mi suegro, él y su esposa, Ellen. ¿Ha venido aquí? ¿Cuándo, hace

poco?

-Sí. No hace ni diez días. Vino a diagnosticar el problema que

tengo con las lombrices. No se comportó como si hubiera estado

aquí con anterioridad. Ni siquiera se atrevía a cruzar la puerta

del establo hasta que le dije que pasara, como si fuera una sala

de estar.

557
-Bueno, típico de él. Eran gente curiosa, él y Ellen. Supongo

que chapados a la antigua. Y viejos, punto. Creo que Ellen se

quedó embarazada cuando tenía la menopausia, después de que

dejaran de intentar tener hijos, y nunca se recuperaron del golpe.

Lusa se dio cuenta de que aquello era más o menos lo que les

había ocurrido a sus padres. Nunca habían sabido qué hacer con

ella.

-Murió de cáncer –añadió Jewel.

-¿Quién, la esposa del señor Walker? ¿Cuándo?

-Más o menos cuando Shel se largó. No, un par de años antes.

Lowell todavía no había nacido. Nunca se relacionó con Crystal,

pero supongo que para entonces ya estaba enferma. –Jewel suspiró,

demasiado familiarizada con los lapsus que provocan las

enfermedades.

Lusa estaba sorprendida. Sencillamente había catalogado al

anciano como a un solterón de toda la vida.

-Es tu suegro. No me lo puedo creer. ¿Cómo es que nunca me lo

habías dicho?

-Porque no tenía ni idea de que lo conocieras, por eso.

Ninguno de nosotros ha hablado con el viejo desde el funeral de

Ellen, que yo recuerde. No tengo nada contra él. Es que se

comporta de forma rara con nosotros.

-Se comporta de forma rara con todo el mundo –aseveró Lusa-.

Esa es la impresión que tengo.

-Creo que estaban muy avergonzados por el hecho de que Shel

bebiera. De un modo u otro, Shel Walker se portó mal con casi

todos los habitantes de este condado. Solía pintar casas y hacer

558
pequeños arreglos y después de que nos casáramos llegó a coger el

adelanto que le daban, se lo bebía y nunca volvía a hacer el

trabajo. Me daba vergüenza salir a la calle en el pueblo. Lo más

probable es que su padre se sienta peor.

-No tenía ni idea –dijo Lusa.

-Oh, sí. Shel se pasó muchos años haciendo el loco. Y sabes,

yo fui parte de la locura, al comienzo, en el instituto. Luego el

hecho de que me dejara y se largara no fue más que la gota que

colmó el vaso. Creo que el viejo señor Walker decidió apartar ese

capítulo de su vida en la estantería y fingir que los niños y yo

nunca habíamos existido.

-Pero es su abuelo, ¿no?

-Es triste, ¿no? En realidad no han tenido nunca abuelos. Papá

y mamá murieron antes de que nacieran. Y si Shel ya no tiene

ningún vínculo legal con ellos, el señor Walker no va a verse

obligado ahora a empezar a hacer de abuelo, ¿no?

-Obligado, no. Pero ¿te importaría si lo llamara? Tal vez no

ahora pero más adelante. A los niños quizá les gustara ir allí,

tiene una granja preciosa, cultiva árboles. Y hay un huerto de

manzanos justo al lado, lo vi. ¿No crees que a los niños les

gustaría que los lleváramos a buscar sidra en octubre?

Jewel pareció apenarse y Lusa sintió que podía haberse mordido

la lengua antes de dar por supuesto algo como “octubre”.

-Puedes llamarle hoy, me da lo mismo –le dijo a Lusa-, pero yo

no sería muy optimista. Es un viejo amargado.

559
Lusa no dijo nada. No estaba segura de cuáles eran los

sentimientos de Jewel en todo aquel asunto. Estaba mirando por la

ventana, con la vista perdida.

-Vinieron a nuestra boda –dijo-. Fue aquí, en esta casa. Pero

se marcharon antes del banquete, ellos eran así. Nunca les pareció

bien, decían que éramos demasiado jóvenes. Éramos demasiado

jóvenes. –Miró a Lusa de hito en hito-. Pero ¿y si hubiera sido

sensata y hubiera esperado, en vez de casarme con Shel? Cristal y

Lowell no existirían.

-Es verdad –convino Lusa.

Jewel entrecerró los ojos.

-Recuerda esto. No vayas por ahí pensando que tienes todo el

tiempo del mundo. Quizá sólo te quede este verano. ¿Lo recordarás?

¿Se lo dirás a los niños de mi parte?

-Creo que sí –respondió Lusa-. Pero no entiendo muy bien qué

quieres decir.

-Asegúrate de que saben que el hecho de tenerlos, el ser su

madre, no lo habría cambiado por nada. Ni por cien años más de

vida.

-Lo haré.

-Hazlo –dijo Jewel en tono apremiante, como si tuviera

intención de dejar el mundo esa misma tarde-. Diles que sólo me

queda esta estación para estar entre los vivos y que doy las

gracias al cielo y a la tierra por hacer lo que hice.

* * *

560
A primera hora de la tarde Lusa respiró hondo, recogió la

pesada caja de viales de vacunas que había comprado en el

veterinario y se dispuso a hacer frente a sus cabras. Tras varias

semanas de preocuparse porque comían poco y estaban aletargadas,

Lusa llegó a la conclusión de que los rebaños tenían lombrices, lo

cual según el señor Walker no era de extrañar, teniendo en cuenta

sus orígenes variopintos. Le aconsejó que desparasitara todo el

rebaño con DSZ, le prometió que no dañaría a las madres preñadas

y, ya puestos, que les administrara una vacuna en siete tomas.

Lusa estaba amilanada pero Little Rickie le prometió que la

ayudaría. Arguyó que no tenía sentido desperdiciar todos los años

pasados en la 4-H.

Lusa se dio cuenta de que en su mayor parte las cabras no se

le resistían, eran mucho más fáciles de arriar que el ganado en

cuanto consiguió que las primeras fueran donde ella quería. Cuando

Rickie apareció para el “rodeo” ya las había encorralado en el

pequeño pasto de terneros. La idea era hacerlas pasar por la

puerta hacia el campo más grande de una en una. Rickie podía

forcejear con cada una de las víctimas en cuanto salieran,

introducirles luego la pastilla para las lombrices por el gaznate

e inmovilizarles la cabeza mientras Lusa se sentaba en su trasero

y les ponía la inyección. En teoría parecía fácil pero tardó una

hora en encargarse de las cinco primeras. Lusa se sentía como una

torturadora. Los pobres animales se resistían y balaban tanto que

le costaba mantener los ojos abiertos y encontrar el músculo

cuando les clavaba la aguja. En una ocasión se equivocó y pinchó

561
en el hueso y profirió un grito más fuerte que el que soltó la

cabra.

-Soy científica –dijo en voz alta para enlentecer los latidos

de su corazón-. He disecado ranas vivas y he sacrificado conejos.

Puedo hacer esto.

No hacía más que confiar en que Rickie se ofreciera voluntario

para poner las inyecciones, pero parecía tan asustado como ella.

Además, no pensaba que se le fuera dar mejor lo que él estaba

haciendo: obligando a la cabra a tragar la enorme pastilla para

las lombrices, lo que parecía hacer sin mayor dificultad.

-Tenías que haber visto lo que cuesta que una vaca se trague

una pastilla –le dijo cuando Lusa le comentó que se le daba bien-.

Cielos, te babean hasta la axila. –Lusa lo observó mientras

introducía la tableta banca hasta el fondo de la boca de las

hembras, luego les cerraba los labios con fuerza y les movía la

cabeza de lado a lado. Era cuidadoso y hábil con los animales, al

igual que Cole. Ese era uno de los primeros aspectos que le habían

gustado de Cole, más allá de su físico.

La segunda hora fue mejor, y para cuando llegaron a la número

cuarenta, más o menos, Lusa ya era más hábil con la aguja. El

señor Walker le había enseñado a dar tres o cuatro golpes secos en

el músculo del muslo con el puño antes de clavar la aguja con el

último golpe. Cuando los pinchaba así, los animales solían estarse

totalmente quietos.

Rickie se quedó impresionado con esa técnica, en cuanto Lusa

consiguió dominarla.

562
-Vaya, parece que es un tipo más listo de lo que parece, ese

señor Walker.

-Sí, lo es –convino Lusa sin apartar la mirada de la piel

marrón de la ijada de la cabra. Lo más difícil era presionar al

máximo el émbolo y luego extraer la aguja sin recibir un golpe si

la cabra empezaba a dar coces. Cuando terminaba con una, Lusa

asentía y ella y Rickie se apartaban a la vez para que la cabra se

pusiera en pie. Con un movimiento ofendido de su pequeña cabeza

triangular, la cabra corría con un ligera cojera hacia el centro

de los pastos, donde sus amigas ya habían superado aquella

humillación y mordisqueaban cardos con una dicha amnésica pero ya

vacunadas.

-¿Sabes que era el suegro de Jewel? ¿El viejo señor Walker?

Rickie lo pensó durante unos instantes.

-El ex suegro. No creo que represente gran cosa en el árbol

genealógico. Me parece que no le ha dirigido ni una sola palabra a

tía Jewel desde que el bandido de su hijo se largó. Y, que yo

sepa, antes tampoco es que hubiera dicho mucho.

-No, supongo que no –convino Lusa al tiempo que dirigía la

mirada hacia su recién medicado rebaño con cierta satisfacción.

Estaba a punto de volver al trabajo cuando un movimiento rápido y

pálido en lo alto del campo le llamó la atención.

-Dios mío –dijo Lusa-. Mira eso.

Los dos observaron cómo el animal se quedaba petrificado y

luego pegaba el cuerpo al suelo y caminaba lentamente a lo largo

de la cerca para regresar al bosque.

-No era un zorro, ¿verdad?

563
-No.

-¿Entonces qué era?

-Un coyote.

-¿Estás seguro? ¿Habías visto alguno alguna vez?

-No –reconoció Rickie.

-Yo tampoco. Pero juraría que hace un par de noches los oí.

Fue increíble, como si cantaran. Como si los perros cantaran.

-Entonces eso es lo que era ese cabrón. Por narices. ¿Quieres

que vaya a casa a buscar el rifle? Podría subir a buscarlo.

-No. –Le puso la mano en el antebrazo-. Hazme un favor, no se

lo cuentes a tus tíos.

Rickie la miró.

-¿Sabes lo que comen esos bichos?

-No muy bien. Supongo que podrían matar a una cabra o a un

cabrito, por lo menos. Pero no parecía tan grande. ¿No crees que

es más probable que mate un conejo o algo así?

-¿Vas a quedarte de brazos cruzados para descubrirlo?

Lusa asintió.

-Creo que sí. Sí.

-Estás loca.

-Tal vez. Ya veremos. –Permaneció un rato más observando el

límite de los bosques por donde se había esfumado. Acto seguido se

giró para mirar a las cabras en el prado-. Bueno, sigamos con lo

nuestro. ¿Cuántas nos quedan?

Rickie se acercó de mala gana a la puerta a fin de prepararse

para dejar entrar otra cabra. Contó cabezas.

-Una docena, quizá. Ya casi estamos.

564
-Menos mal porque estoy casi muerta –declaró, colocándose

rápidamente detrás de la cabra para ayudar a bajar las ancas con

su cuerpo. Cuando la hubieron bajado, Lusa se apartó el sudor y el

cabello rebelde de los ojos con el dorso de la mano antes de

rellenar la jeringa.

Rickie la observaba.

-¿Quieres que cambiemos? Mi parte es mucho más fácil que la

tuya.

Ahora pregunta, pensó Lusa.

-No, tú estás trabajando el doble que yo –dijo Lusa, tensando

sus bíceps doloridos para preparar el siguiente golpe y la

estocada-. Soy una pelele.

Rickie esperó para hablar mientras la aguja entraba.

-Tonterías, lo haces de maravilla. Nunca he visto a una mujer

hacer callar a tantos animales en un día.

Cuando Lusa asintió, se levantaron y dejaron libre a la cabra.

-¿Sabes lo que más me apetece?

-¿Una cerveza fría? –preguntó él.

-¡Un baño! ¡Puaj! –Se olió las axilas e hizo una mueca-. Estas

chicas no huelen muy bien que digamos.

-No –convino Rickie-, y eso que son las chicas.

Para cuando hubieron terminado con todas las cabras y el macho

cabrío, que dejaron para el final, Lusa apenas soportaba el olor

de su propio cuerpo. Abrió la manguera que estaba junto al establo

para Rickie y dio la vuelta para coger la gran pastilla cuadrada

de jabón que estaba en la zona de ordeñar. Pensó de nuevo en el

coyote. Qué hermoso y extraño, casi fantasmagórico. Como un

565
pequeño perro dorado, pero con un porte mucho más salvaje. Si

encontrara a una sola persona en aquel condado que no sintiera la

necesidad de disparar a un coyote nada más verlo, sería todo un

acontecimiento. Entonces tendría un amigo.

Cuando dobló la esquina del establo se encontró de frente con

un chorro de agua fría que la hizo gritar. Un golpe directo de

Rickie.

-Te voy a matar –le dijo riendo, al tiempo que se secaba los

ojos.

-Sienta bien –dijo Rickie, mojándose la cabeza con la

manguera.

-Muy bien, entonces toma. Tú primero. –Le lanzó el jabón y se

turnaron para enjabonarse y mojarse con la manguera, disfrutando

de un baño alegre, casto y ligeramente histérico con la ropa

puesta. Algunas cabras se acercaron y asomaron el hocico por la

cerca para observar aquel curioso rito humano.

-No puedo olvidar sus ojos –dijo Lusa mientras Rickie apagaba

la manguera. Se inclinó y meneó la cabeza como un perro mojado,

por lo que salpicó la luz dorada del atardecer.

-¿Los de quién? ¿Los de las cabras? –Se había despojado de la

camiseta de color rojo oscuro antes de mojarse, para conservarla

seca, y ahora la utilizaba de toalla para secarse la cara. Lusa se

preguntó si el hecho de exponer su cuerpo era un acto tan ingenuo

como parecía. Tenía diecisiete años, era difícil de saber.

-Tienen una pupilas muy curiosas –comentó Lusa-. Son pequeñas

ranuras, como los gatos, sólo que son horizontales en vez de

verticales.

566
Rickie se frotó bien la cabeza con la camiseta.

-Sí, son unos ojos curiosos. –Se peinó el pelo oscuro hacia

atrás con las manos-. Como si fueran de otro planeta.

Lusa observó los rostros de las cabras en la cerca.

-Pero son “monas”, ¿no crees? Al final te acaban gustando.

-Oh, venga, ahora te pones sentimental con las cabras. –Le

lanzó la camiseta a Lusa-. Tienes que salir más.

Se secó la cara y los brazos con aquella camiseta que olía

claramente a macho y de repente recordó la descripción que había

hecho Rickie de ella bailando por los pastos mientras ondeaba un

trapo con olor a macho cabrío delante de las cabras. El mundo era

un gran circo sexual o eso es lo que parecía a los ojos de quienes

pasaban privaciones en ese campo.

Hizo un ovillo con la camiseta y se la lanzó.

-Por esta te debo el estrellato, Rick. Si hubiera sabido lo

duro que iba a ser, quizá me habría rajado, pero tú me has ayudado

hasta el final. ¿Te hago un cheque para pagar la gasolina, por las

molestias?

-No, señora, no me debe nada –respondió, educado como un

colegial-. Los vecinos y la familia no aceptan dinero.

-Bueno, tu vecina y tía te lo agradece de todo corazón. No

tengo esa cerveza fría que te gustaría tomar pero podría invitarte

a una limonada o té frío antes de que te vayas.

-Un té con azúcar ya me va bien –dijo.

Un pájaro hizo un llamamiento desde lo alto de los pastos en

barbecho situados detrás de la casa, un “uau-guiiit” dramático con

567
una voz tan poderosa y autosuficiente como la de una cantante de

ópera.

-Joder, escucha eso –dijo Rickie, petrificado en el sitio

donde estaba secándose los hombros-. Era una codorniz de Virginia.

-¿Ah, sí?

-Ya prácticamente no se las oye. Creo que no había oído

ninguna desde que era pequeño.

-Vaya, eso está bien –dijo Lusa, impresionada por el hecho de

que Rickie se hubiera fijado en un pájaro y que incluso supiera su

nombre.

-Bienvenido de nuevo, señor Codor Niz51. Siempre va bien tener

otro hombre en la casa.

Recogió la caja de viales de cristal vacíos y caminó

lentamente hacia la casa, sintiendo el agotamiento no sólo en los

brazos sino también en los muslos y en la parte baja de la

espalda. Se estaba acostumbrando a tener esas sensaciones en el

cuerpo, hasta el punto en que hasta disfrutaba con aquel

hormigueo, la dolorosa liberación de ácido láctico en sus

músculos. Era lo más parecido al sexo que tenía en la vida, pensó,

y fue incapaz de reprimir una débil sonrisa entristecida.

Cuando volvió a salir con una jarra de té frío y un vaso,

Rickie se había puesto la camiseta y estaba sentado en el césped,

descalzo entre los dientes de león y con las largas piernas

extendidas. Se había quitado los zapatos y por algún motivo los

había dejado encima de la cabina de la camioneta.

51
El nombre en inglés de este pájaro es “bobwhite”, que podría perfectamente ser el de una persona: Bob White.(N. de
los T.)

568
-Aquí tienes –dijo Lusa, dejándose caer en el césped a su

lado, pero de cara a él, para pasarle la jarra y el vaso.

Había pensado cambiarse la ropa mojada pero le gustaba sentir

en las extremidades el contraste entre el frescor de la humedad y

la calidez del sol. Probablemente pareciera una rata ahogada pero

le daba igual. Sentía que una agradable intimidad la unía a Rickie

después de la larga tarde pasada sentándose juntos encima de las

cabras. Extendió las piernas junto a las suyas, en la dirección

contraria, de forma de sus pies estaban cerca de las caderas de

Rickie. Sentarse así era como volver a la infancia, como si

estuvieran juntos en un balancín o en el interior de un fuerte

invisible. Rickie sirvió té en el vaso, se lo pasó, y luego

inclinó la jarra y la vació de un solo trago, largo e

impresionante. Al observar el movimiento de su nuez, Lusa pensó en

todas aquellas pastillas enormes bajando por los gaznates de las

cabras. Los muchachos adolescentes no eran más que un conjunto de

apetitos poco definidos.

Rickie extrajo un paquete de cigarrillos de algún sitio; debió

de cogerlos de la camioneta mientras ella estaba en la casa,

supuso Lusa, ya que él estaba empapado y el paquete no. Le tendió

los cigarrillos pero ella denegó la oferta con la mano.

-Aléjate de mí, diablillo. Ya me he quitado ese vicio tan feo.

Rickie encendió un pitillo asintiendo con entusiasmo.

-Eso es bueno, yo también debería.

Apagó la cerilla con un movimiento de muñeca.

569
-Estaba pensando en lo que dijiste, que te daba igual llegar o

no a los treinta. Lo cierto es que yo sí tengo ganas. Me imagino

que todo mejora después del instituto.

-Sí –dijo Lusa-. Créeme. Excepto unas cuantas piedras en el

camino, todo es cuesta arriba después del instituto. -Pensó lo que

acababa de decir, sorprendida por la verdad que entrañaba-. Doy fe

de ello. Pero por deprimida, viuda y lejos de casa que esté, me

gusta mucho más mi vida de ahora que cuando estaba en el

instituto.

-¿En serio?

-Creo que sí.

-Entonces es que te gusta el campo. Te gusta hacer de

granjera. Estabas predestinada para ello.

-Supongo que es verdad. De todos modos, es extraño. Nací en un

entorno muy distinto, con unos padres muy intelectuales, y me lo

tomé de la mejor manera posible. Criaba orugas en cajas de zapatos

y estudié los insectos y agricultura en la universidad todos los

años posibles. Y un día Cole Widener apareció en mi casita e hizo

volar el tejado, por así decirlo, y aquí estoy.

Rickie asintió al tiempo que se apartaba una mosca de la ceja.

Lusa estaba de espaldas al sol ya bajo, pero él lo miraba de

frente. Tenía la piel del color del azúcar caramelizado en

contraste con la camiseta roja y sus ojos oscuros brillaban con la

luz inclinada. Lusa cogió un diente de león y alisó las hojas

amarillas y vellosas. Del tallo brotó una savia blanca que le

manchó los dedos. Dejó la flor a un lado.

570
-Al comienzo me enojé con él por morirse y dejarme aquí. No te

imaginas lo cabreada que estaba. Pero ahora estoy empezando a

pensar que él no estaba destinado a ser toda mi vida, fue como una

puerta para mí y le estoy muy agradecida por eso.

Rickie fumaba en silencio, con la mirada perdida en la

lejanía. A Lusa no le importaba que estuviera callado, ni que la

comprendiera. Rickie la dejaba hablar, en cualquier momento, de

cualquier cosa. Hacía que pareciera mayor de lo que era en

realidad.

-¿Te he dicho que mis padres van a venir a visitarme? –

preguntó Lusa contenta-. Justo antes de que las clases empiecen en

otoño, cuando mi padre tiene una semana libre.

Rickie la miró.

-Eso está bien. No ves mucho a tus padres, ¿no?

-La verdad es que no. Es como una visita de estado; mi madre

no viaja mucho desde que tuvo la apoplejía. Se desconcierta. Pero

papá dice que se está recuperando, ha empezado a seguir un

tratamiento nuevo y camina mejor. Si es capaz de subir escaleras,

intentaré convencerle para que la deje aquí algún tiempo. Para una

visita de verdad. Echo de menos a mi madre.

Rickie asintió distraído. Lusa se dio cuenta de que era

incapaz de entender qué sensación se tenía cuando uno no estaba

totalmente rodeado y ahogado por la familia.

Volvieron a oír a la codorniz, repitiendo su nombre desde la

ladera. No es que Lusa oyera “codor niz” sino un “de acuerdo” más

seguro, con una inflexión ascendente al final, como si fuera el

comienzo de una frase larga que fuera a pronunciar. Le encantaba

571
la idea de que el pájaro estuviera en sus pastos en barbecho. No

es que lo considerara propiedad suya sino más bien un inquilino

que dependía de ella y de su buena voluntad. Absorta como estaba

en sus problemas nunca se había parado a pensar en su nueva

situación: propietaria de una finca. No sólo titular de un

crédito, no sólo con una pesada carga sino bendecida con un trozo

de tierra en el mundo. La categoría prohibida para los familiares

de su zayda durante más de mil años.

Tras una pausa considerable, lo suficientemente larga para

permitir un cambio de tema, Rickie preguntó:

-¿No te preocupa ese coyote?

-¿A mí? –Se bebió medio vaso de té antes de responder-. Te

creerás que es una locura, pero no estoy loca. Me refiero a que, a

lo mejor, en el peor de los casos, podría matar a un cabrito, y

eso no me arruinaría. No veo por qué hay que matar a un animal tan

hermoso sólo por una sospecha. Prefiero pensar que es inocente

hasta que no se demuestre lo contrario.

-Quizá cambies de opinión cuando lo veas adentrándose en los

bosques con ese pobre cabrito chorreando sangre.

Lusa sonrió, sorprendida ante la vehemencia de Rickie.

-Oye, ¿quieres que te cuente una historia? En Palestina, de

donde procede mi familia, hace aproximadamente un millón de años,

seguían la tradición de sacrificar a las cabras. En honor a Dios,

en teoría, pero creo que probablemente se las comieran después de

la ceremonia. –Dejó el vaso y lo clavó retorciéndolo en la

hierba.-. Ahora viene lo bueno. Siempre dejaban escapar a una que

572
volvía al desierto. El chivo expiatorio. Se suponía que se llevaba

todos sus pecados y errores del año.

Rickie parecía divertido.

-¿Y cuál es la moraleja de la historia?

Lusa rió.

-No estoy segura. ¿Tú qué crees?

-Que no pasa nada por perder una.

-Sí, algo parecido. No soy una granjera tan perfecta como para

matar a un coyote por el cabrito que podría arrebatarme. Existen

otras diez formas por las que podría perder una cabra debido a mi

propia estupidez. Y no me voy a matar por eso. ¿Lo entiendes?

Rickie asintió pensativo.

-Si tú lo entiendes, supongo que tiene sentido.

Se quedó callado, sonriendo para sí y admirando algo que había

a lo lejos, detrás de ella. Lusa esperó que fueran mariposas entre

la maleza que quedaba por debajo del patio, aunque sabía lo

suficiente de la mente de los hombres jóvenes para ser consciente

de que no era probable. Dobló las rodillas, se llevó las manos a

los pies húmedos y se quitó los zapatos. De repente se percató de

que las zapatillas mojadas olían fatal. Seguramente por eso Rickie

había dejado las suyas encima de la camioneta.

-Tienes los pies bonitos –observó él.

Lusa volvió a estirar las piernas, se miró los dedos de los

pies arrugados por la humedad y luego dirigió la vista a Rickie.

-Venga, ya. Deberías salir más.

Rickie se echó a reír.

573
-Sí, bueno. Tengo que confesarte una cosa. Te veo guapa

sentada en el trasero de una cabra. He estado chiflado por ti todo

el verano.

Lusa se mordió el labio para evitar sonreír.

-Me lo había imaginado.

-Lo sé. Crees que es una estupidez.

-¿El qué es una estupidez?

Rickie se acercó más a ella y le apartó el pelo mojado de los

ojos, rozándole la mejilla con los nudillos.

-Esto. Que piense en ti de esta manera. De todos modos tampoco

sabes cuánto pienso en ti.

-Creo que sí –dijo Lusa-. No es una estupidez. Pero me asusta.

Rickie seguía teniendo la mano apoyada en el cuello de Lusa y

le dijo con voz queda:

-No te haría daño por nada del mundo.

Lusa estaba aterrorizada, de repente tenía la sensación de que

todos sus nervios terminaban en sus pechos y labios. Qué fácil

sería invitarlo a subir, arriba, a la cama grande y blanda en la

que probablemente sus abuelos habían concebido a su madre. Qué

reconfortante le resultaría olvidarse de su soledad y apoyarse en

aquel cuerpo fornido y hermoso. Sus manos se convertirían en las

de Cole. Durante una sola hora el deseo que la consumía de noche y

de día podría satisfacerse con una sensación verdadera en vez de

con recuerdos. Un sabor verdadero, un tacto verdadero, la presión

de la piel sobre un pezón y en la lengua. Se estremeció.

-Ni siquiera puedo hablar de esto.

574
-¿Por qué no? –preguntó él, colocando la mano sobre las

rodillas de Lusa. Recorrió con los dedos la costura de sus

vaqueros húmedos de la rodilla al dobladillo y luego le cogió con

delicadeza el tobillo desnudo. Lusa recordó, con un dolor intenso,

la sensación de perfección pequeña y compacta que sentía en el

interior del abrazo de su esposo, entre sus extremidades largas.

Miró la mano de Rickie en su tobillo y luego a él, intentando

cambiar el dolor por la ira.

-¿Realmente tengo que decirte por qué no?

Rickie le clavó la mirada.

-Dime que no quieres que te haga el amor.

-Dios mío –dijo Lusa con voz entrecortada, al tiempo que

volvía la cabeza hacia un lado con la boca bien abierta,

prácticamente incapaz de respirar. ¿Dónde había aprendido a hablar

de esa manera, viendo películas? Movió la cabeza de lado a lado,

incapaz de evitar sonreír debido a la cara que él ponía, a su

ferviente determinación de hacerla suya. Recordó cómo era aquella

sensación, el deseo obsesivo. Oh, cielo, qué días pasaron en el

apartamento de Euclid. No existía ningún motor en la tierra cuya

potencia pudiera compararse al deseo de un cuerpo por otro.

-No es una pregunta justa –dijo finalmente-. Sí que me

gustaría, sí, si fuera posible. Creo que me gustaría mucho. Esa es

la verdad, que me parta un rayo si no, pero ahora ya lo sabes.

¿Mejora las cosas?

-Para mí, sí. ¡Joder! –Sonrió torciendo la boca, una sonrisa

que sólo había visto en el rostro de Cole Widener, en la cama-.

Para mí es bueno. Es como sacar un sobresaliente en un examen.

575
Lusa le apartó la mano del tobillo, le besó los nudillos

rápido, como una madre aliviando la herida de un niño, y soltó la

mano en la hierba.

-Muy bien. Has sacado buena nota. ¿Podemos pasar a otro tema?

-¿Como qué? ¿Meter un colchón en la parte trasera de la

camioneta e ir al río esta noche?

-Eres incorregible.

-¿Qué significa eso exactamente?

-Pues que vas camino de los dieciocho y tienes las hormonas

descontroladas.

-Puede ser –dijo él-. Pero también podríamos pasarlo muy bien.

No se sabe hasta que se prueba.

Lusa se sentó con los brazos bien cruzados, arrepintiéndose de

no haberse cambiado de ropa. Con la camisa mojada seguro que no

parecía una “rata ahogada”, era evidente. Él sabría apreciarlo,

pensó abatida. Qué fácil sería deslumbrarle con placeres que

recordaría el resto de su vida. De todos modos, quizá no, si ya

había fijado sus criterios con las revistas que guardaba bajo la

cama. Los chicos nunca sabían lo que se perdían con aquellas

revistas de mujeres.

-Pues nunca lo sabré –afirmó Lusa, sintiendo un cambio en su

interior, como si acabara de adentrarse en un terreno más seguro-.

No niego que lo pasáramos bien, incluso mejor que bien. Pero está

totalmente descartado y si vuelve a salir el tema tendré que dejar

de ser tu amiga. Siento haber reconocido que me atraes. Deberías

intentar olvidarlo.

Rickie la miró con expresión neutral y asintió lentamente.

576
-De acuerdo –dijo-. Mala suerte.

-Mira, no me malinterpretes, Rickie, me gusta cómo eres, pero

a veces también me recuerdas a Cole de una forma que me

desorienta. Pero tú no eres Cole. Eres mi sobrino. Somos

parientes.

-No somos parientes de sangre –arguyó él.

-Pero somos familia y lo sabes. Además, eres menor de edad.

Estrictamente hablando, durante unos meses más, pero lo eres.

Estoy convencida de que lo que propones sería delito. Mío, claro

está. Si en este estado existe la pena capital, seguro que tu

madre y tus tías se encargarían de que me mandaran a la silla

eléctrica.

Rickie cerró los ojos y no dijo nada. Parecía escarmentado,

por fin, por todo aquello: el tono, las palabras, la realidad que

Lusa le había presentado. Lusa se sintió aliviada y triste a la

vez.

-Siento ser tan brusca –se disculpó-. No te veo como un niño.

Eso lo sabes, ¿verdad? Si los dos tuviéramos un par de años más y

te acabara de conocer, probablemente saldría contigo.

Rickie encendió otro pitillo y dedicó toda su atención a fumar

y a dejar la mirada perdida en la distancia.

-Recuérdame –dijo finalmente- que te lo recuerde dentro de dos

años cuando estés enrollada con algún tipo de por aquí.

Lusa cogió una piedra pequeña del suelo y la lanzó más allá de

sus pies.

-Ni siquiera me imagino eso, ¿sabes? Desde mi punto de vista,

me parece un condado bastante flojo en ese sentido.

577
-Bueno, no eres la Llanera Solitaria. Todas las chicas del

instituto están ansiosas por quedarse embarazadas y casarse para

poder jugar a las casitas, pero parecen niñas pequeñas. Cuando

acabe los estudios quiero hacer algo, como ir en autostop hasta

Florida y conseguir un trabajo en un barco pesquero o algo así,

¿sabes? Quiero ver cómo son esas islas con palmeras. Y esas chicas

tan repeinadas están todas en Kmart mirando los zapatitos para

bebé y diciendo “¡Qué monada!” Son como las animadoras del

aburrimiento.

Lusa rió.

-Y tú y yo somos distintos, ¿verdad? Dos almas nobles unidas

en circunstancias turbias hasta que encontremos a alguien más o

menos satisfactorio con quien salir.

Rickie asintió y esbozó esa sonrisa torcida.

-Eso parece.

-Sinceramente, tienes unas perspectivas mejores que las mías.

Para cuando mis cabras tengan a sus cabritos, te pronostico que

habrás conocido a la chica de tus sueños, y yo tendré un montón de

problemas.

-No estés tan segura.

-Bailaré en tu boda, Rick. Te apuesto lo que quieras.

-Yo no pude bailar en la tuya –dijo-. No me invitaste.

-La próxima vez te invitaré –aseguró Lusa-. Te lo prometo. Fue

un gran error, ¿sabes? No te fugues nunca. Los parientes nunca te

lo perdonan.

-Parientes –repitió-. Vaya rollo.

578
-Gracias. –Entonces Lusa lo miró y se le ocurrió una idea-.

¿Sabes lo que tenemos que hacer, tú y yo? Tenemos que ir a bailar.

¿Te gusta bailar?

Rickie asintió.

-Sí, la verdad es que me gusta.

-Eso es exactamente lo que tenemos que hacer. ¿Hay algún local

por aquí donde toquen los sábados por la noche?

-Oh, claro, está el bar universitario de Franklin, Skid Row. O

podríamos ir hasta Leesport. A Cotton-Eye Joe’s, tocan buenos

grupos de country. –Rickie se había tomado la propuesta en serio.

-¿Crees que escandalizaríamos a la familia si fuéramos a

bailar?

-Oh, seguro. Mi madre y mis tías piensan que básicamente

bailar es el calentamiento para el “acto”. Tía Mary Edna da un

sermón en las clases de catequesis y dice que el baile es el

preludio de las relaciones sexuales.

-Bueno, tiene razón, probablemente sea cierto para la mayoría

de los animales. Los insectos lo hacen, los pájaros también,

incluso algunos mamíferos. Pero nosotros tenemos grandes cerebros,

tú y yo. Creo que somos capaces de distinguir entre un ritual de

cortejo y el acto propiamente dicho. ¿No crees?

Rickie se tumbó hacia atrás en el suelo y permaneció así

durante unos minutos con el cigarrillo sobresaliendo como una

chimenea. Al final, se lo apartó de los labios para hablar.

-¿Sabes lo que me vuelve loco de ti, Lusa? La mitad de las

veces no sé de qué demonios estás hablando.

Lusa le miró, su apuesto sobrino tendido en la hierba.

579
-¿Te vuelve loco y eso es malo? ¿O es bueno?

Rickie caviló al respecto.

-No tiene por qué ser bueno o malo. Tú eres así. Mi tía

preferida, la señorita Lusa Landowski.

-Uau. Si hasta sabes cómo me llamo. ¡Ahora que estoy a punto

de cambiarlo!

-¿Sí? ¿Por qué otro nombre?

-Widener.

Rickie arqueó sus cejas oscuras y la miró desde la hierba.

-¿Ah, sí? ¿Por qué?

-Por Cole, los niños, por todos vosotros. La familia, no sé. –

Se encogió de hombros pues estaba un poco apurada-. Me parece que

es lo que debo hacer. Para que esta granja permanezca en su sitio

en nuestro pequeño mapa del mundo. Es una cuestión animal,

supongo. Marcar el territorio.

-Ah –dijo Rickie.

-Bueno, vamos a bailar, ¿de acuerdo? Nada de cosas raras,

bailaremos hasta caer rendidos, nos damos la mano y las buenas

noches. Necesito ese ejercicio. ¿Estás libre el sábado?

-Este sábado estoy libre como un pájaro –respondió, todavía

tumbado boca arriba, sonriendo al cielo con presunción.

-Me alegro porque, sabes, voy a ser madre dentro de poco. Será

mejor que salga de juerga una o dos veces mientras todavía pueda.

Rickie se incorporó y apagó el cigarrillo en la hierba,

pensativo.

-El hecho de que te quedes con los niños es todo un detalle.

Bueno, mucho más que un detalle.

580
Lusa se encogió de hombros.

-Lo hago tanto por mí como por ellos.

-Bueno, mi madre y tía Mary Edna creen que es como un regalo

de Dios, el hecho de que los adoptes. Dicen que eres una santa.

-Oh, venga ya.

-No, te juro por Dios que lo dijeron. Yo las oí.

-Uau –dijo Lusa-. Qué cambio. De adoradora del diablo a santa

en un solo verano.

581
{28}

Castaños viejos

El mundo está lleno de peligros, pensó Garnett, y Nannie

Rawley era más confiada que un niño. Ni siquiera se daba cuenta de

que ese hombre no tenía buenas intenciones. Pegado a ella como un

cadillo pero cincuenta veces más peligroso. Garnett había oído

hablar de cosas tan raras como que algunos hombres jóvenes

llenaban de halagos a mujeres mayores lastimosas y tiernas y se

casaban con ellas por su dinero. Bueno, en ese sentido Nannie

podía estar tranquila porque probablemente no tuviera mucho dinero

hasta que la temporada de recolectar terminara y vendiera la

cosecha, pero poseía los árboles frutales más productivos en cinco

condados, y ningún heredero, y toda la gente de los alrededores lo

sabía. Sin lugar a dudas eso era lo que esa serpiente artera tenía

en mente.

Garnett no podía jurar que supiera gran cosa pero lo que sí

sabía era que desde hacía ya dos días, cada vez que veía a Nannie

en el jardín, él estaba allí, apoyado en la cerca. No había movido

ni un solo dedo para ayudarla a llevar las cestas de calabacín y

maíz a la casa. Si ese tipo ponía el pie en casa de Nannie,

Garnett estaba dispuesto a llamar a Timmy Boyer por teléfono y

pedirle que viniera de inmediato. Se vería obligado a hacerlo.

Nannie no sabía protegerse.

Terminó de doblar las camisas que había lavado el día anterior

a máquina y secado con la secadora. Sostuvo la última por los

582
picos de los hombros y la observó. Presentaba un aspecto tan

arrugado y gastado como él mismo. Ellen empleaba algún método para

que quedaran suaves y lisas, incluso sin planchar. En las frías

mañanas de invierno, antes de que fuera a la escuela, ella le

entregaba la camisa que tenía que ponerse y que le parecía tan

cálida como el abrazo de su esposa, y así llevaba esa muestra de

afecto adicional sobre sus hombros todo el día. Por muchas

afrentas de insolencia juvenil con las que tuviera que enfrentarse

a lo largo de la jornada, había algo que no cambiaba: era un

hombre que recibía los cuidados de una mujer.

Apiló las camisas dobladas lo mejor que pudo, puso los

calcetines aparejados en forma de bola encima y lo llevó todo al

piso de arriba. Se detuvo junto a la ventana del rellano,

sosteniendo la ropa doblada con una mano y descorriendo la cortina

fina con la otra.

Virgen santísima, allí estaba, como un lobo esperando al

corderito. A Nannie ni siquiera la veía. ¡Hacía falta valor para

quedarse ahí esperando, con los codos apoyados en la cerca!

Garnett entrecerró los ojos con fuerza para intentar percibir más

detalles del aspecto del hombre. Cielo santo, ni siquiera era muy

bien parecido. Más bien corpulento, a decir verdad. Corpulento

tirando a gordo. Garnett estaba tan irritado que dejó caer un par

de calcetines. No importaba, ya los recogería luego. Escudriñó al

máximo entre las sombras del patio trasero de Nannie pero tampoco

la vio por allí.

Pues muy bien, pensó enfurecido de repente, ésta es la mía.

Podía ir allí en ese mismo instante y poner a ese tipo de patitas

583
en la calle. La verja del jardín no estaba ni a tres metros de la

finca de Garnett, y tenía tanto derecho como cualquiera a

perseguir a los inútiles y a los vagabundos que hubiera por el

vecindario.

Primero subió al dormitorio para dejar las camisas en el cajón

de la cómoda. Sí, caray, pensó, iba a hacerlo. Por un momento se

planteó si debía llevar la escopeta pero decidió que no. Hacía

muchos años que no disparaba, desde la época en que gozaba de

mejor vista y un pulso más firme, si bien estaba convencido de que

todavía podría disparar si fuera necesario. Esa idea le armó de

valor. Tal vez el mero hecho de que llevara una escopeta le

tranquilizara. No la cargaría; no había necesidad. Se limitaría a

llevarla con él para que diera la impresión de que no se andaba

con chiquitas.

Se acercó al armario situado junto a la cama de Ellen, donde

solía guardar las cosas que pensaba que no volvería a necesitar.

La puerta se había salido un poco del marco y rozaba en el suelo

al abrirla. Palpó en la oscuridad como un ciego, intentando

encontrar la cuerdecilla que encendía la luz y estuvo a punto de

salir disparado cuando algo grande se desplomó de la estantería y

le golpeó en el hombro al caer. La vieja sombrerera redonda de

Ellen. Aterrizó a su lado y de ella salió rodando el sombrero azul

marino de ir a misa de Ellen, que describió un pequeño semicírculo

en el suelo antes de quedarse quieto junto a la cama.

-Ellen –dijo en voz alta mientras observaba el sombrero.

El sombrero, por supuesto, no contestó. Estaba ahí quieto,

plano sobre el ala, adornado con un pequeño manojo de cerezas

584
artificiales. Sólo le faltaba que doblara las manos sobre la falda

para tener vida.

-Bueno, no me asustes así, mujer. Hago lo que puedo.

Cogió la escopeta con ambas manos, salió disparado del

dormitorio y dio una vuelta innecesaria para cerrar la puerta. No

hacía falta que ella viera aquello.

* * *

-Oiga, ¿qué está haciendo aquí? –preguntó Garnett desde el

macizo de cerezas silvestres que crecía junto a la cerca, a unos

treinta metros de donde se encontraba el joven. No dio muestras de

haber visto u oído a Garnett, ¡ja!, quien todavía se consideraba

sigiloso como un buen cazador de ciervos. La idea le produjo

cierta satisfacción y quizá un poco de audacia.

Se aclaró la garganta, ya que sus últimas palabras habían

sonado un tanto roncas, y volvió a gritar.

-¡Eh, hola!

Nada.

-He dicho hola. Soy Garnett Walker, soy propietario de esta

finca de ahí y me gustaría saber qué hace aquí, si no le importa.

El hombre no habló, ni siquiera se dignó a volver la cabeza.

Garnett no había visto tal muestra de grosería en su vida. Hasta

el muchacho de la camioneta de UPS le saludaba con la cabeza,

aunque fuera a regañadientes, cuando Garnett le hablaba.

Garnett entrecerró los ojos. Ese hombre parecía tan vago que

bien podría estar muerto. Sin embargo, no se le veía joven.

585
Garnett se había percatado de que la gente joven solía dar la

impresión de tener pocas agallas como para sostenerse la cabeza.

Pero este tipo ni siquiera parecía tener cabeza. Estaba agachado

con los brazos en cruz sobre la cerca y con un sombrero de fieltro

viejo y polvoriento encasquetado hasta las orejas. El cuerpo se

apoyaba en los brazos de forma poco natural, como un palo contra

una verja. De hecho, presentaba un aspecto de lo más antinatural,

desde la manera como los brazos se le doblaban en la camisa de

trabajo azul, como si los codos fueran de goma en vez de bisagras,

hasta la forma de tronco de sus gruesas piernas enfundadas en unos

vaqueros. Garnett tuvo una impresión extraña, como si acabara de

aparecer desnudo en el sueño de otra persona. Sintió que se estaba

sonrojando, si bien no había nadie que lo estuviera viendo.

Gracias a Dios, no había testigos. Apoyó la escopeta en la culata

y la apoyó contra el tronco de un cerezo, cruzó la puerta y se

internó unos pasos en la finca de Nannie para verle la cara.

Pero, claro, no había cara. No era más que una funda de

almohada rellena con un sombrero encima, introducida en una camisa

y unos pantalones también rellenos. Garnett recordó el tronco de

acacia y la viga transversal que Nannie había clavado en el

garaje. Estuvo a punto de caer de rodillas. Durante los dos

últimos días había estado consumiéndose por la sospecha, la ira y

los celos. Sí, incluso eso. Había sentido celos de un

espantapájaros.

Se volvió para marcharse antes de que la situación empeorara.

-¡Garnett Walker! –gritó ella al tiempo que salía rápidamente

de la casa.

586
Garnett suspiró. Entre Garnett y Nannie la situación siempre

empeoraba. A esas alturas ya se había dado cuenta. Debía darse por

vencido. No había forma de remar contracorriente en aquel río.

-Hola, señorita Rawley.

Nannie se quedó parada con los brazos en jarra. Llevaba una

falda, probablemente se estuviera preparando para ir al mercado.

Siempre se arreglaba un poco el día de mercado, se ponía la falda

de percal y se hacía las trenzas. Presentaba un aspecto burlón,

como un pajarito, con la cabeza ladeada.

-Pensé que alguien me estaba llamando.

Garnett se miró las manos. Vacías.

-He venido por si necesitaba ayuda. Para cargar la camioneta

para el mercado de los amish. Sé que tiene mucho trabajo en esta

época del año. Cuando las manzanas Winesap empiezan a salir.

Garnett podía haberse echado a reír de la cara de sorpresa de

Nannie.

-Cuando hay manzanas –añadió enérgicamente-, siempre llueve

sobre mojado.

Ella negó con la cabeza.

-Bueno, ¡esto sí que es increíble!

-He vivido al lado de un huerto de árboles frutales la mayor

parte de mis ochenta años –siguió charlando, aunque él mismo tuvo

la impresión de que estaba diciendo una sarta de idioteces-. Tengo

ojos. Sé que es trabajo suficiente para partirle el lomo a un

asno.

Nannie lo miró de soslayo.

-¿Intenta ganarse otro pastel?

587
-Oiga, eso no es justo. Sólo porque me ofrezco a ayudarla no

tiene que ponerse trágica. No es la primera vez.

-No –dijo ella-. Me dio las tejas. Fueron una bendición del

cielo.

-Creo que sería justo decir que últimamente he sido un buen

vecino.

-Es verdad –convino Nannie-. Tendrá que perdonarme si tardo un

poco en hacerme a la idea. Estos días estoy eufórica. Tengo de

sobra para elegir cosas buenas.

Garnett se preguntó qué significaba eso y si era apropiado

preguntarle.

-No sabía que tuviera familiares –tanteó por ahí-, de los que

heredar.

Nannie se echó a reír y apoyó las manos abiertas sobre la

falda.

-Eso es lo que me ha pasado –dijo-. He heredado un pariente.

Dos, de hecho.

Garnett se quedó un tanto confundido y pensó por un momento en

el hombre apoyado en la cerca, quien, por supuesto, no era un

hombre de verdad, carente de interés en una herencia. Esperó que

Nannie se explicara, lo cual siempre hacía, si esperaba lo

suficiente.

-Deanna Wolfe –se limitó a decir-. Viene a vivir conmigo.

Garnett se quedó pensativo unos momentos.

-¿La hija de Ray Dean? –preguntó sintiéndose por instantes

unos disparatados celos del joven Ray Dean Wolfe, que había

cortejado a Nannie durante más años de los que las parejas

588
actuales permanecían casadas. Nannie había sido muy feliz en

aquella época, se la oía cantar todos los días menos cuando

llovía. Pero ahora Ray Dean Wolfe estaba enterrado en el

cementerio.

-Eso es, su hija Deanna. Es como una hija para mí. Ya lo sabe.

-Pensaba que se había ido a vivir a las montañas de por aquí,

para trabajar para el gobierno.

-Sí. Ha pasado dos años viviendo sola en una cabaña. Pero

ahora se toma un permiso para dejar el trabajo y va a bajar aquí.

Y le diré algo que le va a dejar helado: va a tener un hijo.

-Vaya, eso sí que es una sorpresa. –Dirigió la mirada a las

montañas-. ¿Cómo cree usted que ha pasado?

-Ni lo sé ni me importa. Me da igual si el padre es un puma,

¡voy a tener un nieto!

Garnett negó con la cabeza chasqueando la lengua. Nannie se

parecía al gato que acaba de comerse al canario. Mujeres y nietos,

no había nada en la faz de la tierra que lo superara. Como Ellen

preocupándose en el lecho de muerte por el hijo de Shel. Y ahora

había dos, un niño y una niña. Esa chica de Lexington, la de las

cabras, le había llamado por teléfono, así de repente, para

anunciarle que quería que esos niños vieran la granja. Querían ver

los castaños. Sus castaños.

-Yo también tengo nietos –le dijo a Nannie.

-Siempre los ha tenido –respondió ella-. Sólo que es demasiado

prepotente como para aprenderse sus nombres.

-La niña se llama Crystal y el niño Lowell. Van a venir el

sábado. –Ni siquiera Garnett se explicaba cómo había conseguido

589
rescatar de los rincones más oscuros de su memoria aquellos dos

nombres-. Estaba pensando que quizá podría enseñarles a recoger

frutos y hacer cruces –añadió-. Con mis castaños. Así me ayudarían

en mi labor.

Para su satisfacción, Nannie parecía atónita.

-¿Cómo habrá pasado? –preguntó finalmente.

-Bueno, no creo que un puma tuviera mucho que ver.

Se quedó mirando a Garnett con la boca abierta. Si no tenía

cuidado, pensó él, le entraría una abeja. Pero a Nannie le llamó

la atención algo que estaba detrás de él y frunció el ceño.

-¿Qué es eso de ahí apoyado en el árbol?

Garnett se volvió para mirar.

-Oh, es mi escopeta.

-Ya lo veo. ¿Y se puede saber qué está haciendo ahí?

Garnett la observó.

-No mucho. A mí me parece que está apoyada contra el árbol.

-Muy bien, ¿y cómo llegó hasta ahí, entonces?

-Salió a intercambiar unas palabras con el tipo que lleva dos

días apoyado en su cerca.

Nannie se echó a reír.

-Oh, es Amigo. Me parece que no se lo he presentado.

-Bueno, es que Amigo nos tenía un poco preocupados.

Miró a Garnett entrecerrando los ojos.

-¿De veras?

-Me temo que sí.

590
-¿Y ha venido para asegurarse de que estaba bien, eso es lo

que me está diciendo? ¿Ha venido aquí con la escopeta para

protegerme del espantapájaros?

-No me quedaba otro remedio –respondió Garnett, extendiendo

las manos y abandonándose a su merced-. No me gustaba la forma

como Amigo la miraba cuando va en pantalón corto.

En aquel momento Nannie parecía más que asombrada, fulminada

por un rayo. Lo miró hasta que esbozó una sonrisa que acabó

inundándole el rostro, como el sol cuando sale tras una tormenta.

Se acercó a él con los brazos extendidos como una sonámbula, le

rodeó la cintura, lo abrazó con fuerza y reposó la cabeza en su

pecho. Garnett tardó un minuto y medio en pensar en rodearle los

hombros con los brazos y abrazarla también. Se sentía tan rígido

como el viejo Amigo, como si él tampoco tuviera nada más en el

interior de la camisa y los pantalones que periódicos y paja.

Luego, poco a poco, se fue relajando. Nannie permaneció de aquella

manera como un pajarito tranquilo en el círculo de sus brazos. Era

asombroso. Abrazarla de aquel modo era como descansar después de

un arduo día de trabajo. Tuvo la sensación de que aquello era

precisamente lo que más había necesitado hacer.

-Señor Walker. Garnett. Esto sí que es increíble –volvió a

decir y, para que lo siguiera siendo, Garnett continuó

abrazándola. Nannie levantó la mirada y lo miró-. Yo por fin voy a

tener un nieto en la casa y tú vas a tener dos. Siempre tienes que

decir la última palabra, ¿no?

-Hay que ver, Nannie, eres una mujer difícil.

591
Nannie apoyó la mejilla contra su frágil y viejo corazón,

donde el caparazón rosa de su oído podría captar la canción que

entonaba.

-Garnett, eres un viejo gazmoño insoportable.

592
{29}

Depredadores

El rugido de la lluvia, su repiqueteo en el tejado de hojalata

de la cabaña era lo suficientemente intenso para enloquecer a

cualquiera. Deanna pensó que si gritaba, probablemente ni siquiera

se oiría. Abrió la boca y lo intentó. Estaba en lo cierto.

Se sentó en la cama y se abrazó las rodillas contra el pecho.

Intentó no pensar en ella como en una cama, había quitado las

mantas y apoyado almohadas contra la pared para hacerse una

especie de sofá, un lugar cómodo que no fuese la cama. En el

interior de aquel rugido blanco se sentía tan claustrofóbica y

aislada como se había sentido en la oscuridad del pasado invierno.

Tiró de un agujero del calcetín que tenía en el dedo del pie,

cogió un libro y lo volvió a dejar. Llevaba horas intentando leer

pero el ruido había alcanzado tal punto que ahogaba todo intento

de concentración. Se tapó los oídos con las manos para ver si le

aliviaba y escuchó el rugido distinto que creaban sus manos en

forma de bocina. Un zumbido palpitante, el mar en una caracola;

recordó haberlo escuchado por primera vez en una playa. Ella, su

padre y Nannie fueron a Virginia Beach dos veranos seguidos. Hacía

una eternidad, o casi.

No era el océano, por supuesto, sino la marea de su propia

circulación palpitando en su interior, el sonido que le atravesaba

los huesos hasta llegar a los tímpanos. Deanna cerró los ojos y

escuchó con más atención, intentando advertir alguna diferencia

593
ahora que su corazón bombeaba sangre por unas cuantas arterias

más. Había anhelado alguna prueba pero, hasta el momento, el

cambio parecía habitar su cuerpo sólo de forma etérea, como un

pensamiento o un hechizo mágico.

Cuando dejó de taparse los oídos con las manos, la lluvia le

pareció incluso más fuerte. Los destellos de los relámpagos

iluminaban la ventana de forma irregular pero constante, como los

fuegos artificiales. No oyó el trueno pero sus vibraciones le

llegaron a través del suelo e hicieron temblar las patas de la

cama de metal. Pensó sumergirse bajo las mantas y taparse la

cabeza con las almohadas, pero aquello sería una cama, en la que

estaría sola y, de todos modos, sentiría el terrible temblor. No

tenía escapatoria y la tormenta se aproximaba. No eran más que las

cuatro de la tarde pero el cielo estaba sombrío y se oscurecía un

poco más con cada minuto que pasaba. Una hora antes Deanna había

llegado a la conclusión de que jamás había visto una tormenta como

aquella en esas montañas. Y eso hacía ya una hora.

Sorprendida, se acordó de la radio. No ofrecía ningún tipo de

ayuda práctica pero le haría compañía. Se levantó de un salto y se

acercó al escritorio para extraer la pequeña radio del cajón

inferior. La encendió, se la sostuvo cerca del oído pero no oyó

nada. Observó el aparato, localizó el dial que controlaba el

volumen y lo subió al máximo, pero siguió sin oír siquiera un

crujido. Las pilas, pensó, se gastan si no se usan durante mucho

tiempo. Revolvió el cajón para ver si tenía más pilas, si bien

sabía perfectamente que siempre se olvidaba de incluirlas en la

594
lista. Al final rescató las de su pequeña linterna, la que tenía

de repuesto en el estante situado junto a la puerta.

Entonces cayó un relámpago, tan cerca de la cabaña que lo oyó

crujir por encima del rugido de la lluvia. El sonido y la luz

fueron simultáneos; estaban aquí. Probablemente había caído sobre

uno de los altos álamos que había en la colina por encima de la

cabaña. Lo único que le faltaba, un árbol que se le caía encima.

Le temblaban los dedos cuando se volvió hacia la radio y abrió la

parte posterior para extraer las pilas viejas y colocar las

nuevas.

-Más, menos –dijo en voz alta, alineando los polos, aunque su

voz le resultaba inaudible. Incluso aquello le parecía aterrador,

como la oscuridad tan oscura que daba igual tener los ojos

abiertos o cerrados. Había pasado momentos de pánico en ese tipo

de oscuridad, preguntándose si se había quedado ciega y entonces

se le ocurrió que la sordera debía de ser así. La gente daba por

supuesto que era el silencio pero quizá fuera como aquello, un

rugido blanco y continuo.

Probó la radio de nuevo. Si mantenía los diminutos agujeros

pegados a la oreja y se tapaba la otra, era capaz de escuchar

sonidos. Al comienzo no eran más que interferencias. Era un

fastidio ajustar la sintonía, escuchar, y volver a ajustar,

intentar sintonizar la emisora de Knoxville, pero al final escuchó

un débil hilo de música metálica que no fue capaz de identificar.

Esperó un rato para que el oído se le acostumbrara a ese tipo de

sonido. Hacía mucho tiempo que no oía otra música que no fuera la

de los pájaros. Llegó a la conclusión de que la música era algo

595
que tendría que volver a aprender, como aprender a hablar de nuevo

tras un ataque de apoplejía. Cuántas cosas la desconcertarían a

partir de ahora. La electricidad, con todos aquellos ruiditos que

producía en el interior de una casa. Y también la gente, con lo

ruidosa que era. El embarazo y el parto serían sus últimas

preocupaciones.

Intentó pensar en Nannie. No habría problemas en ese sentido,

ya sabía cómo irían las cosas. A fin de apartar la mente de aquel

aterrador aislamiento se imaginó bajo el manto protector del hogar

de Nannie, rodeada por aquel huerto arbolado. Deseosa de gozar de

aquellas comodidades y de tranquilidad, se obligó a pensar en las

habitaciones de la casa de Nannie, a rememorar los árboles que tan

familiares le resultaban e incluso se aventuró por la larga

extensión de hierba del campo sin cultivar, donde había aprendido

por primera vez la relación entre el sexo y la obra de Dios.

Había estado medio escuchando la música metálica durante más

tiempo del que era consciente cuando un sonido distinto y más

fuerte también procedente de la radio le llamó la atención: la

cantinela larga y discordante del parte meteorológico. Cambió de

postura en la cama y escuchó el mensaje con la máxima atención.

Aviso de tornado. Condado de Oga, condado de Ing, nombres que no

le decían nada: Bin, Din, Fin, Hinman, eso sí: los condados de

Logan y Hinman, situados al noroeste. Dejó caer la radio sobre su

regazo. Así que de eso se trataba, la verdadera disipación que

marca el final del verano, la cola del primer huracán de la

temporada abriéndose camino. Lanzó un pequeño llamamiento final de

esperanza para Eddie Bondo, el último que se permitiría: que

596
hubiera tenido tiempo de salir de aquellas montañas antes de la

llegada de la tormenta.

Se levantó y caminó por la habitación en un intento por

encontrar puntos en los que la recepción mejorara. Descubrió que

era mejor en el umbral de la puerta, e incluso mejor en el porche.

Además, el rugido del tejado no se oía tanto ahí fuera. Se quedó

pegada bajo el alero para evitar acabar empapada y se acomodó con

cuidado en el viejo sillón verde con la cabeza bien erguida, así,

como un paciente con un collarín, para mantener el sonido del

habla humana en el oído. Se había pasado dos años sin escuchar las

noticias pero ahora era incapaz de pasar un minuto sin ellas. Sin

embargo, se oía música. Sí, claro, así hacían las cosas:

“Emergencia, urgente, hay que detener todo movimiento!” y luego de

vuelta a la publicidad y a las canciones de amor cursis. El mundo

regresaba a ella. Se colocó la radio sobre la falda y la apagó

para no gastar pilas, pues quizá las necesitara más tarde. Luego

se puso en pie de un salto y entró en la cabaña para asegurarse de

que sabía dónde tenía las velas y que la lámpara de queroseno

estaba en buenas condiciones. ¿Por qué? Se obligó a detenerse e

intentó razonar a fin de superar ese estado de pánico. Iba a estar

oscuro, con tormenta o sin ella, como todas las noches del año.

¿Por qué de repente necesitaba cuatro velas una al lado de la otra

con las correspondientes cerillas? Deseó poder reírse de ella

misma; sería mucho mejor que aquel nudo sombrío de pánico que

tenía en el estómago. ¿Qué había cambiado en ella que siempre era

tan intrépida? Sabía perfectamente cuál era el cambio. Era el

precio de comprometerse con los vivos. Había tanto que perder...

597
Salió de nuevo al sillón verde y se acercó otra vez la radio al

oído, intentó escuchar. Todavía sonaba música. Apagó la radio y

luego se inclinó hacia delante, abrió la boca y gritó con tal

furia que se oyó a la perfección:

-¡MALDITO SEAS, EDDIE BONDO!

¿Por qué hoy, entre todos los días posibles? ¿Acaso llevaba un

barómetro incorporado que le permitía predecir que el tiempo sería

tormentoso? Se rodeó con los brazos y se recostó en el asiento

para permitir que aquel querido sillón viejo y roto le abrazara.

Hoy o mañana o ayer, daba igual, tenía que creerse que era verdad.

Había capeado tormentas en solitario otras veces y podía capear

ésta. Tuvo la delicadeza de retractarse de la maldición. En

realidad Deanna había necesitado que se marchara antes de que el

aire se tornara más enrarecido entre ellos. Su secreto era cada

vez más difícil de guardar y en ningún momento se había planteado

revelarlo. Mejor para aquel niño, mejor para todos, que Eddie no

supiera lo que había dejado tras de sí, así pues nunca lo sabría.

A la gente de Egg Fork, porque seguro que le preguntarían, les

diría que el padre de su hijo era un coyote.

Deanna sonrió. Diría eso. Y Nannie apoyaría la historia.

Eddie se había marchado sin cambiar de mentalidad. Si había

algo que le dolía a Deanna era el no haberle dejado marca, el no

haber alterado su corazón para que un coyote tuviera cabida en él.

Deanna había salido por la mañana antes del alba para uno de

sus paseos inquietos y al volver a casa se había encontrado por

fin con la asombrosa ausencia que había estado esperando. Su

mochila, el sombrero, el arma, esta vez no había dejado nada, se

598
dio cuenta al momento. No había tocado nada que fuera de Deanna,

había dejado la cabaña exactamente como estaba hacía tres meses,

si bien parecía más grande, como si quisiera dar cabida a un vacío

tan significativo.

Transcurridas varias horas abrió su libreta de campo y

encontró una nota en el interior, su único recuerdo de Eddie

Bondo, o eso es lo que él creería. Una despedida con la

información suficiente para hacerle saber que no hacía falta que

esperara su regreso. En la página vacía en la que había escrito la

fecha del día, Eddie había anotado su propia observación:

A un hombre le cuesta reconocer que ha encontrado la horma de

su zapato. E.B.

Durante buena parte del día se había estado preguntando si se

refería a ella, Deanna, o a los coyotes intocables. ¿Cuál de ellos

había sido demasiado para Eddie Bondo?

Al final decidió que no importaba. Arrancó la página de la

libreta para no tener que volver a verla y luego la rompió en mil

pedazos que apiló en una esquina del cajón donde guardaba los

calcetines para que los ratones los utilizaran para rellenar sus

nidos de invierno. Sólo entonces, al cerrar el cajón, lo entendió.

A su manera, como el hombre joven que era, Eddie ofrecía su

partida como un regalo. Encontrar la horma de su zapato era una

concesión considerable. Los dejaba solos, a Deanna y a los

coyotes. Eddie no sería el causante de ningún daño en aquella

montaña.

Un feroz rayo le atravesó los ojos con una ceguera eléctrica

momentánea.

599
-¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! –salmodiaba, como si quisiera

introducirse más en el asiento, parpadeando para ver de nuevo el

paisaje enturbiado por la lluvia. Estaba cerca. A quince metros de

distancia, o menos. Olía las secuelas en el aire ionizado. Había

llegado el momento de rezar para que quedara algo en aquella

montaña una vez amainara la tormenta. Volvió a encender la radio y

escuchó. Ahora no había música, se oían los nombres de los

condados, repetidos una y otra vez. Retransmitían de la forma

habitual en casos de emergencia, enumerando los condados, y los

conocía bien todos. Franklin. Zebulon. El ojo de la tormenta

estaba allí. Le dio la vuelta a la radio, la evisceró y se

introdujo las pilas en el bolsillo. Mejor guardarlas para la

linterna. Se habría reído de sí misma si hubiera podido. Si había

una noticia que no le hacía falta recibir por radio era aquélla:

que el ojo de la tormenta estaba allí.

Se levantó e intentó mirar a través del manto de agua que caía

por el alero como una cortina de baño traslúcida. Caminó hasta el

extremo del porche y se dio cuenta de que desde el final del

hastial se veía mejor porque caía menos agua de esa parte del

tejado. La lluvia parecía un poco menos densa. Hacía una hora el

aire estaba tan lleno de agua que parecía que los peces pudieran

saltar desde las orillas de los arroyos y nadar por las copas de

los árboles. Nunca había visto llover de esa manera. Mientras

observaba, en el transcurso de varios minutos, la lluvia amainó de

forma drástica y los rayos parecían estar más allá de la cima de

la montaña, pero se levantó un viento huracanado que era como el

aliento frío de una bestia al acercarse. Sopló la lluvia en

600
sentido horizontal, directamente en su rostro. Asustada hasta la

médula, entró en la cabaña y se puso las botas y el impermeable y

caminó en círculos por la estancia. Su intuición le decía que

echara a correr, pero no tenía adonde ir. Se sentía vulnerable y

atrapada en la cabaña. El porche le parecía un poco mejor pero,

una vez fuera, la recibió una ráfaga de viento que la hizo

retroceder hasta la pared de la cabaña con tanta fuerza que sintió

las curvas de los troncos contra la espalda. El viento frío le

dolió en los dientes y en los ojos. Se llevó ambas manos a la cara

y miró por entre la pequeña ranura que quedó entre ellas,

paralizada por la amenaza imposible de aquella tormenta que se

apoderaba de su bosque. Los robustos árboles en los que había

creído se doblaban de una forma increíble, se partían e iban

perdiendo sus extremidades. Los troncos estallaban como disparos,

uno tras otro. Allí donde el bosque se fundía con el cielo observó

las siluetas negras de los álamos interpretando un tango lento y

fantasmagórico con el viento. Se movían de forma sincronizada, a

lo largo de la cresta que rodeaba la hondonada. Este no es un

lugar seguro, parecían estar diciendo, y el pánico que sentía

Deanna se convirtió en una náusea pura y seca. Los árboles se

caían. Aquel bosque era lo único de lo que había estado segura y

se estaba desmoronando como un almiar. Cualquiera de aquellos

troncos enormes podían aplastarla entre un latido de su corazón y

el siguiente. Volvió el rostro contra la pared de la cabaña, sin

ser consciente de que sostenía la trenza entre los dientes y que

se había llevado las manos al abdomen, en un gesto protector. Sin

ser consciente de que nunca volvería a estar sola, esa soledad era

601
la más incorrecta de las presunciones humanas. Sólo sabía que

estaba de espaldas a la tormenta, embargada por completo por el

pánico, intentando decidir qué hacer.

Ahora ya reinaba la oscuridad de la noche pero era capaz de

vislumbrar las franjas oscuras y claras que se alternaban entre

los troncos horizontales y la argamasa que había entre ellos.

Contó los troncos, empezando por abajo, para fijarse un objetivo

que podría cumplir. Lo curioso es que nunca antes los había

contado. En aquella pared había once, un número impar. Aquello

implicaba que en las paredes de los extremos había doce o diez.

Recorrió con la vista la longitud nudosa de una hasta el final,

donde todos los troncos de esa pared se articulaban con los de la

siguiente, como los dedos de una mano apretada. Clavó su mirada de

terror en esa esquina, una pila de veintiún troncos robustos de

árbol perfectamente entrelazados.

Refugio, era lo que advirtió mientras los contemplaba. Aquél

era el principio máximo del refugio verdadero, aquellos veintiún

troncos entrelazados. Ningún roble o álamo que cayera podría

destruir la cabaña, pues estaba construida con árboles caídos.

Cerró los ojos, presionó la frente contra el tronco redondeado de

un castaño viejo y tranquilo y se dispuso a esperar a que pasara

la tormenta.

Cuando la lluvia y los relámpagos se acallaron y el viento

amainó, los coyotes empezaron a aullar desde lo alto de la cresta.

Con unas voces que se elevaban, se quebraban y temblaban con un

júbilo puro y asombroso, alzaron su larga armonía azul hasta el

602
cielo oscuro. No había una única voz en la oscuridad sino dos: una

pareja apareada en el nuevo mundo, riendo la última, riendo mejor.

603
{30}

El amor de las mariposas nocturnas

Los machos de las mariposas satúrnidas poseen unas piezas

bucales imperfectas y cerradas y no pueden dar alimento. Sus vidas

adultas, extremadamente breves, se dedican por entero a localizar

y copular con una hembra.

Aquél era el pasaje en el que había estado pensando

distraídamente durante mucho tiempo antes de encontrarlo la pasada

noche, al hojear con un desconsuelo desesperado, mientras duraba

la tormenta, el libro que estaba leyendo la noche de la muerte de

Cole. Estaba debajo de la cama; el libro no se había movido. Lusa

ni siquiera estaba segura de por qué había querido leerlo de nuevo

pero cuando encontró ese pasaje descubrió algo que explicaba su

vida.

La gente que no pertenecía a la familia había empezado a

preguntarle por sus planes. Eso le había ocurrido sólo

recientemente. Un cambio en el tiempo o en Lusa les había hecho

entender que hablar con ella no entrañaba ningún peligro y siempre

le decían lo mismo: lo de Cole fue una lástima, y ¿había decidido

ya lo que iba a hacer?

No era ninguna lástima, le habría gustado responder. Se

imaginaba citándoles aquel pasaje de Darwin, explicándoles que en

este mundo también tenían cabida ciertos seres que no podían comer

ni hablar, cuyo único objetivo era encontrar y atraer a la otra

604
parte de su especie. Ella había sido atraída allí. No tenía por

qué tener ningún plan.

Por supuesto, no decía tal cosa. La gente siempre le

preguntaba por sus planes en sitios normales y luminosos como el

pasillo de los cereales de Kroger’s o en la ferretería Little

Brothers’, y siempre respondía lo mismo: “He decidido terminar lo

que empecé”.

Y eso es lo que había empezado: en ausencia de Cole, en la

casa en la que se había criado, Lusa estaba aprendiendo a

cohabitar con la totalidad de la vida de su difunto esposo. Era

Cole quien había roto el pasamanos de la parte superior de la

barandilla cuando era un niño travieso, Cole quien había

construido el lavamanos de la despensa para su madre el primer año

que hizo manualidades en el instituto. Él había plantado todas y

cada una de las lilas en el patio, aunque pareciera imposible

porque ahora tenían nueve metros de alto. Su padre le hizo

plantarlas para su madre cuando cumplió nueve años, como castigo

por haber dicho palabrotas delante de ella. Lusa iba comprendiendo

cada vez más. Cole no iba a ser un esposo para el que se cocinaba,

con quien una se sentaba a la hora de comer. Sería como una

segunda infancia que guardar junto a la suya, el niño que se hacía

hombre a lo largo de todos los años que habían conducido a su

encuentro. Lusa podía sonsacar historias sobre Cole incluso de

gente ajena a la familia: las mujeres del pueblo, los

desconocidos, el señor Walker. La gente de campo parecía tener

muchas normas no escritas sobre la muerte, más que la gente de

ciudad, y una de ellas era que, tras cierto tiempo, se podía

605
volver a hablar abiertamente del difunto. Se podían contar

historias sobre esa persona, incluso reír levemente a sus

expensas, como si estuviera de nuevo entre los vivos. A Lusa le

parecía que todos aquellos relatos dispersos formaban parte de una

larga historia, la historia de una familia que había permanecido

en aquella tierra. Y ahora esa historia también era la suya.

Por la tarde se enteró de que iba a cobrar casi cuatro dólares

por quilo de cabra, si todo salía tal como lo había planeado. Al

parecer, era un precio desorbitado en el condado por la carne de

un animal. Reflexionó al respecto, contenta de saborear su éxito

mientras descansaba en la escalera a oscuras y se frotaba los

músculos cansados de la nuca. Era como ganar el primer premio.

Gracias a su ingenio había conseguido triunfar en algo cuando

parecía que no había esperanzas. Ni siquiera importaba que nadie

llegara a admirar su astucia. Nadie advertiría que las

festividades más celebradas de tres de las religiones más

importantes del mundo coincidían en la semana que ella vendía las

cabras, como estrellas alineadas para un horóscopo espectacular.

Sólo una híbrida como Lusa desde el punto de vista religioso se

había dado cuenta y había apostado todas sus cartas a ello.

Probablemente las circunstancias reales de su golpe maestro se

convertirían en el tipo de rumor delirante que corría descalzo por

la tienda de Oda Black y la ferretería, y que nadie creía: Lusa

tenía un primo con contactos en la mafia italiana. Lusa había

vendido de forma ilegal las cabras al rey de Egipto. En un lugar

como aquél, algunos secretos se guardaban solos, por pura

incapacidad para resistirse a los rumores con los que competían.

606
Lusa era consciente de que el éxito conseguido con las cabras

no era ningún tipo de respuesta permanente; no existía una panacea

para la dureza que suponía ser granjera. Tendría que ser una

persona con recursos el resto de su vida. En los estados sureños

había observado las hierbas para forraje nativas que el gobierno

subvencionaba pagando a la gente para que las plantara en vez de

gramíneas, y se había quedado sorprendida al ver lo que costaba la

semilla. Casi sesenta dólares el quilo. Esa semilla tenía que

cultivarse en algún sitio; una granja de hierba, menudos

chismorreos generaría una cosa así. El año siguiente quizá no

criara cabras, dependía del calendario, aunque muchas otras

personas seguro que sí, en cuanto se enteraran de lo que había

conseguido por las suyas. Y descubrirían que no podían ir por allí

regalando carne de cabra. Lusa estaba empezando a darse cuenta de

cómo sería su vida en el condado de Zebulon. Sería una mujer que

daría que hablar a los hombres.

Aquella mañana, después de la terrible noche que había pasado,

Lusa se había despertado sintiéndose totalmente cambiada,

conmocionada pero sensata. Como si hubiera atravesado una puerta

que la condujera a un lugar en el que pudiera caminar con

seguridad por el terreno de su vida. La tormenta había limpiado el

mundo y apagado la electricidad de todo el condado. Allí, había

hecho añicos las ventanas de la cara norte de la casa y espantado

a todos los fantasmas de las vigas del techo, los de ambas

familias. Se había pasado la noche rezando en los idiomas que

sabía, convencida de que se aproximaba algún tipo de fin, antes de

dormirse hecha un ovillo en el lado de la cama de Cole con Charles

607
Darwin entre los brazos y una vela encendida en la mesita de

noche.

Y se despertó resucitada. Salió al patio, sorprendida al ver

las ramas de catalpa caídas por todas partes y las constelaciones

centelleantes de los cristales rotos. Aquellas ventanas tenían los

cristales antiguos y ondulados originales de la casa. Era

sorprendente. Tras todos los años de existencia de aquel edificio,

todavía podían suceder cosas nuevas.

En el primer acto seguro de su nueva vida, llamó a Little

Rickie y lo contrató para que fuera su ayudante a tiempo parcial

en la granja. Por teléfono acordaron un precio de diez dólares por

hora (a pesar de la norma al respecto aplicable a vecinos y

parientes) y una fecha de inicio, en cuanto Rickie consiguiera las

piezas necesarias para arreglar la empacadora en la tienda de Dink

Little. El joven se encargaría de segar el heno y la ayudaría a

llevarlo al establo, luego se ocuparía de eliminar las rosas

multiflora de los límites del campo a los que sus cabras no podían

llegar. No le permitiría que fumigara con herbicidas. Habían

hablado del tema brevemente y ella le había convencido, porque

aquella no era una contienda marital, como lo había sido con Cole.

Era una de las condiciones de su puesto de trabajo. Rickie podía

despejar los campos con la cortadora-trituradora y una guadaña, o

dejarlos como estaban, y no podía tocar los bosques, ni cazar

ardillas, ciervos, coyotes ni recoger ginseng. Rickie también

tendría la obligación de encontrar la forma menos violenta de

evitar que otros hombres de la familia cazaran en la hondonada.

608
Todavía era la granja de los Widener, pero los bosques ya no eran

de dicha familia, explicó Lusa. No pertenecían a nadie.

Ella misma se ocuparía del patio. Rickie se había ofrecido a

ayudarla pero Lusa quería hacerlo. Se había levantado con el

profundo deseo de poner orden en aquel lugar, no sólo de sacar las

ramas caídas del patio sino de recortar las zarzas que había

dejado que treparan a lo largo del verano. No sabía explicar por

qué pero se sentía asediada y necesitaba rebelarse, coger la

cortadora y las tijeras de podar como si fueran armas contra la

invasión. Había trabajado en eso todo el día, sólo había

descansado un poco por la tarde, cuando recibió la llamada de su

primo de Nueva York. Acto seguido, había vuelto a ponerse manos a

la obra y había seguido trabajando hasta pasado el atardecer, con

el aliento de la montaña en la nuca y las alas de las mariposas

nocturnas revoloteando alrededor de la lámpara del porche.

Sabía, porque se lo habían dicho Rickie y Crystal, que la

familia había empezado a hablar de lo mucho que trabajaba con las

manos. Parecían respetar el uso que hacía de las herramientas. Por

la mañana había enseñado a Rickie a utilizar una pala afilada, en

vez de Roundup, para eliminar los manzanos jóvenes plantados por

azar en el césped. Cuando él se hubo ido, Lusa había cogido una

sierra de podar para las enredaderas que trepaban por los

laterales de la casa y llegaban hasta la madera de boj, y se

introducían por todas partes, típico de las enredaderas. Luego

arrancó las plantas trepadoras de la hilera de viejas lilas para

que pudieran florecer de nuevo.

609
En aquel momento, cada vez más rodeada de oscuridad, se dedicó

a acabar de arrancar la madreselva que había cubierto de maleza el

garaje. La luz de la luna se reflejaba lo suficiente en los

listones blancos como para ver lo necesario. No era más que

madreselva, un planta exótica e invasora, nada sagrado. Entonces

la vio en su justa medida, una parra de jardín introducida que se

enrollaba con fuerza alrededor de todos los lugares verdes en los

que los humanos y otras criaturas más salvajes decidían compartir

sus vidas.

Arrancó la parra de las paredes en filamentos largos, dejando

que cayeran en espiral como una cuerda en el suelo a los pies de

la escalera. Allá donde arrancaba los largos zarcillos del lateral

del edificio, quedaban restos del vello de las raíces que se

arrastraban hacia arriba como unas huellas animales apenas

visibles que viajaran colina arriba en silencio. O como espinas

dorsales largas y curvadas dejadas en pie después de que los

cuerpos fueran arrancados de repente. Trabajó sin parar en el

frescor de la noche, liberándose, consciente de que aquella

madreselva persistiría más allá de cualquier cosa que ella pudiera

idear o imaginar. Pronto volvería a aparecer, tan pronto como el

verano siguiente.

610
{31}

Se detuvo en lo alto del campo, inhalando el ligero aroma de

la madreselva. Resultaba extraño que alguien estuviera allí fuera,

a esas horas de la noche. Siguió su camino, caminando rápidamente

a través del campo en el límite del bosque, donde la luna se unía

a la parte de hierba plateada y larga que había guiado a cientos

de otros animales a lo largo de aquel límite. Seguía un rastro del

que no estaba muy segura, y solía estar segura. Pero no existía

amenaza alguna. Bajó el hocico y ganó velocidad, bordeando la

parte superior del largo campo que delimitaba aquel valle,

agachándose con facilidad bajo las alambradas, una tras otra.

Nunca se apartaba demasiado como para dejarse ver en lugares

abiertos, con sus grupos de animales iluminados por la luna, sino

que se aseguraba de mantenerse junto a la linde de los bosques,

que despedían el tranquilizador aroma del mantillo y la fruta

podrida. Le encantaba el olor del aire tras una lluvia fuerte y

las expediciones en solitario, cuando su cuerpo gozaba de la

libertad de correr con un paso que sería demasiado rápido para ir

acompañada. Podía detenerse en el sendero cuando se le antojara

para entretenerse con un tentador macizo de zarzamoras o la

información fascinante que contenía el aroma, como cuando por

ejemplo le indicaba que el día anterior no habían estado allí.

Sin embargo, estaba un tanto inquieta en aquella parte tan

baja de la montaña. Nunca había podido reconciliarse con la

cacofonía de sensaciones que flotaba en el aire alrededor de

611
aquellas granjas: las peleas incesantes de los perros de caza

encerrados detrás de las casas, aullando de un valle a otro, y el

gemido de la peligrosa autovía en la distancia y, sobre todo, los

olores fuertes y estrafalarios de las iniciativas humanas. Aquí y

ahora, donde aquella hilera de campos desembocaba en la siguiente

hondonada larga, se percibía el olor a gasolina procedente de la

carretera y algo más, un polvo para los cultivos que le quemaba la

nariz e incluso llegaba a ahogar la acritud memorable de las

cabras preñadas del campo de más abajo.

Había llegado al lugar en que el sendero descendía hacia un

campo de manzanos silvestres y vaciló. No le habría importado

fisgonear por entre los montículos de hierba alta y brezo para

encontrar unas cuantas manzanas dulces y ablandadas por el sol.

Aquel campo y el huerto de más abajo despedían un aroma agradable,

se percibía la ausencia de sustancias químicas en el aire, lo cual

hacía que resultara apetecible para los pájaros y los ratones de

campo, al igual que le atraía a ella. Sin embargo, la inquietaba y

distraía el hecho de estar tan lejos de su hermana y las crías. Se

volvió colina arriba, de vuelta a un terreno más seguro donde

podría desaparecer por entre las superficies resbaladizas y las

sombras en caso necesario. Los otros estarían subiendo a la cresta

desde el otro lado del valle. La forma más sencilla de

encontrarlos sería seguir la cima de la colina hasta arriba y

llamarlos cuando estuviera más cerca.

Bordeó un terraplén empinado y rocoso que apestaba debido al

musgo húmedo y a los pequeños charcos de lodo agrupados a lo largo

de la base, un buen sitio para dejar que los pequeñuelos

612
olisquearan para encontrar cangrejos de río durante el día, pero

no entonces, y luego subió hasta los viejos bosques, que le

resultaban más familiares. Allí encontró un claro con olor a

frutos secos porque, durante años, las ardillas, que preferían

este lugar a otros por motivos que desconocía, habían enterrado

bellotas y nueces bajo tierra. Había comido ardillas en ese lugar

muchas veces pero ahora estaba oscuro y eran criaturas nerviosas,

reacias a salir de sus refugios tras una tormenta como la que

había caído. De todos modos, oía el parloteo atrevido, punzante y

nocturno de las ardillas voladoras en lo alto del nogal. Se

internó en el bosque y se detuvo de nuevo para acercar el hocico a

un tocón gigantesco e irregular que poseía un jardín de hongos de

olor ácido que brotaban permanentemente de la base. Normalmente

aquel tocón olía a gato, pero se dio cuenta de que el felino no

había pasado por allí últimamente.

Se detuvo varias veces más durante su ascenso hasta la cresta,

en una ocasión para captar el rastro que había seguido con

anterioridad esa misma noche pero que había vuelto a perder,

porque una lluvia como aquélla lo borraba prácticamente todo. Era

un macho, y resultaba especialmente interesante porque no formaba

parte de su clan; no era nadie que conocieran. Otra familia había

llegado desde el norte, lo sabían; les habían oído cantar por la

noche y sabían que estaban cerca, aunque nunca tanto como ahora.

Se detuvo de nuevo y olisqueó, pero el rastro no iba a

aparecérsele entonces, por mucho que intentara encontrarlo.

Además, en aquella noche húmeda y dulce del comienzo del mundo, no

le causaba ningún problema. Podía ser una rastreadora paciente.

613
Para cuando llegara el frío de verdad y luego empezara a

suavizarse con la llegada de la época de celo, todos sabrían dónde

estaban los demás.

Se paró para aguzar el oído durante unos instantes, por si

escuchaba algún sonido inesperado. Nada. Hacía una noche

tranquila, repleta de lo habitual. Ardillas voladoras en todos los

robles a una distancia audible; una mofeta en mitad de la ladera;

un grupo de pavos posados cerca, en las ramas enmarañadas de un

roble enorme que había caído por la tormenta; y arriba, en algún

punto, uno de los pequeños búhos que ululaban cuando la luna

estaba medio oscura. Trotó rápidamente hacia la cresta y dejó

atrás el rastro sinuoso y delicado de sus huellas y su aroma

inconfundible.

Si alguien hubiera estado observándola en el bosque, un hombre

armado, por ejemplo, que se ocultara en un bosquecillo de hayas

frondosas, se habría percatado de lo rápido que avanzaba por el

sendero, prestando atención al terreno que tenía por delante, tan

ensimismada en su búsqueda solitaria que parecía ajena a la

presencia humana. Él podría haber estado observándola durante un

buen rato, hasta creer que él y la otra vida inquieta que tenía en

el punto de mira eran las dos únicas criaturas que quedaban en

aquel bosque de hojas que caían, respirando en una atmósfera

separada que estaba en cierto modo más enrarecida y era más

importante que el mundo de aire que exhalaban en silencio las

hojas que les rodeaban.

Pero se habría equivocado. La soledad es una presunción

humana. Todo paso silencioso es como un trueno para los

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escarabajos, un tirón del hilo impalpable de la telaraña que atrae

el macho a la hembra, el depredador a su presa, un comienzo o un

fin. Toda elección es un mundo nuevo para los elegidos.

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