El Canonero Estrago - Luis M Delgado Banon
El Canonero Estrago - Luis M Delgado Banon
El Canonero Estrago - Luis M Delgado Banon
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Luis M. Delgado Bañón
El cañonero «Estrago»
La operación cántabra
Una saga marinera española - 13
ePub r1.0
Titivillus 24.07.2019
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Luis M. Delgado Bañón, 2008
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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Para mis muy queridos Marta y Beni, una vez afinada la
puntería.
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Diversas sugerencias recibidas de amigos y fieles lectores me obligan a
recalcar que todos los hechos históricos narrados en las obras de esta
colección, así como los escenarios geográficos, cargos, empleos, destinos,
vicisitudes personales, especificaciones de unidades a flote o en tierra o las
situaciones sufridas por ellos se ajustan en un cien por cien a la realidad
histórica, de acuerdo a los fondos consultados con la necesaria profundidad y
el compromiso adquirido ante documentaciones contrarias. Es mi intención
escribir novela histórica y no ese tipo de historia-ficción utilizada con
profusión por autores británicos de temas navales. Tan sólo aquellos
personajes a los que aparejo las narraciones y episodios claramente
novelescos son fruto absoluto de mi imaginación.
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No quedaba a bordo para el necesario sustento más que unas pocas onzas
de galleta, racionada al suspiro chuzo en mano. Pero tal elemento, grato al
gusto recién borneado, no era ya pan o alimento similar, sino polvo mellado
con gusanos que habían devorado del mismo toda sustancia. Además, su
sabor era repugnante al haberse reamasado de forma espontánea en contacto
con los orines de las ratas, lo que producía un olor difícil de soportar. No
obstante, algunos hombres habrían sido capaces de asesinar a su compañero
por adquirir una ración doble de aquella asquerosa masamorra.
Informe del alférez de navío Bodega y Quadra tras su penosa y dilatada
navegación por las costas de Alaska a bordo de la goleta Sonora (1775).
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1. Bauprés; 2. Palo trinquete; 3. Palo mayor; 4. Palo mesana; 5. Botalón
del foque o del bauprés; 6. Mastelero de velacho; 7. Mastelero de juanete de
proa; 8. Mastelero mayor o de gavia; 9. Mastelero de juanete mayor; 10.
Mastelero de sobremesana; 11. Verga del trinquete; 12. Verga del velacho;
13. Verga del juanete; 14. Verga de gata o verga seca; 15. Verga de
cebadera; 16. Verga de sobrecebadera; 17. Botalón de ala del trinquete; 18.
Botalón de rastrera; 19. Foque; 20. Contrafoque; 21. Trinquete (vela); 22.
Velacho; 23. Juanete de proa; 24. Mayor (vela); 25. Gavia; 26. Juanete
mayor; 27. Cangreja; 28. Sobremesana; 29. Jarcia; 30. Obenques; 31.
Estayes; 32. Línea de flotación; 33. Portas para la artillería; 34. Castillo; 35.
Combés; 36. Toldillo; 37. Jardín (servicios de oficiales); 38. Beque (servicios
de marinería); 39. Cofa del trinquete; 40. Cofa del mayor; 41. Cofa del
mesana; 42. Galleta del palo trinquete; 43. Alcázar.
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Prólogo
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que éste sea. No encararemos, como en anteriores volúmenes, combates de
poderosas escuadras formadas por navíos de dos y tres puentes, sino
escaramuzas de pequeñas unidades donde el valor y la capacidad de entrega
de nuestros hombres de mar quedarían demostrados muy por alto.
En tan particular contienda con sangre corrida en abundancia por tierras y
mares, era necesario transportar caudales, hombres, armas, pertrechos y
materias primas desde las Indias o puertos europeos amigos. Porque de la mar
debía llegarnos casi todo el auxilio. Al mismo tiempo se apoyaban las
acciones de los diferentes ejércitos por diversos puntos de nuestra costa, en
muchos casos con buques faltos de todo elemento, navegando con plegarias
elevadas y auxilio de los cielos. Pero se vivía el momento de darlo todo si era
necesario y a tal labor se entregaron los miembros de la Armada por mar y
tierra, como habían hecho durante toda nuestra historia. Por desgracia, en la
mayor parte de las obras escritas sobre esta sangrienta lucha contra el francés
se soslaya de forma torticera o por pura ignorancia el importante papel que
jugaron nuestros hombres de mar.
Debemos recordar que a lo largo de tres siglos habíamos conformado un
imperio colonial fabuloso, al tiempo que descubríamos y conquistábamos
medio mundo. Tal labor fue posible en gran medida gracias a nuestros
hombres de mar. Y como incontestable demostración, tal imperio comenzó a
desaparecer a la par que la Armada alcanzaba cotas de extrema penuria, al
punto de dejar de existir como fuerza de relevancia en el concierto
internacional.
Como en ocasiones anteriores, espero que los lectores disfruten con el
examen de estas páginas, a la vez que descubren hechos poco conocidos pero
de trascendental importancia en nuestra historia naval y por lo tanto en la de
España. Siguiendo la línea marcada desde un principio a esos retazos
importantes de nuestro acontecer naval a lo largo de aquellos años, vitales
para nuestra permanencia como nación independiente, incorporo los
necesarios hechos novelescos de mis personajes, esa saga familiar en la que
baso estas narraciones históricas, que ofrecen el condimento imprescindible
en toda obra para hacerla amena y atractiva al lector.
Luis Delgado Bañón
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1. Retorno a la realidad
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episodios buenos y malos atravesados a un largo, páginas impregnadas de
mar, velas, olas alzadas en espuma, sangre propia y ajena, victorias y derrotas.
Pero no podía obviar momentos trascendentales entre los que destacaba mi
partida a bordo del bergantín Penélope hacia las Indias en el primer mando de
mar, arriesgada e importante misión con mi cuñado Beto de segundo
comandante. Y más clamoroso fue el tornaviaje, rendido en las mismas
puertas de la bahía con las fragatas britanas en sanguinaria persecución y los
caudales del Rey resguardados en la bodega. Muchas e inolvidables estampas
como la primera y triste visión de la corbeta Mosca al tomar su mando un año
atrás, fondeada junto al arsenal de La Carraca.
Aunque sea difícil de creer, era el olfato el sentido que más se recreaba en
las diferentes escenas, cual melodía que asociamos a inolvidables momentos.
Y por encima de todo, el olor a pólvora quemada y sangre, ese tándem de
dolor y gloria que se matrimonian sin disolución posible en el combate naval.
Pólvora negra que envuelve las imágenes en una densa bruma mientras la
sangre derramada en cubierta desprende un aroma de muerte que algunos
hombres de mar solemos percibir como especial anticipo antes de entrar en
acción, cuando la corneta toca a zafarrancho y la dotación ocupa sus puestos
de combate a la carrera.
Alargué la mirada más allá en dirección sureste, dejando volar la
imaginación con entera libertad. Porque entre todas las acciones habidas en
mis trece años de servicio no podía olvidar aquella luctuosa jornada del 21 de
octubre de 1805, cuando en aguas cercanas al cabo Trafalgar sufríamos una
derrota penosa pero prevista y más de dos mil de nuestros hombres perdían la
vida o quedaban heridos de gravedad. Quien mandaba nuestra escuadra, el
cortesano y obsequioso general Gravina, había cedido a los deseos del francés
sin oponer la resistencia debida ante una acción suicida que tan solo podía
beneficiar las ambiciones personales del almirante gabacho. Hasta el navío
Santísima Trinidad, una catedral de cuatro cuerpos posada sobre la mar y
considerado como el buque más poderoso del mundo, se decidía por el
descanso eterno en las profundidades con sus 136 cañones de porte todavía
calientes.
Para la familia Leñanza, la peor consecuencia del sangriento encuentro
había sido la pérdida de mi padre y mi único hermano, ambos con la casaca
azul emborronada en grana. Pero como decía el general Escaño, muchos caen
y otros han de mantener el pabellón izado. Y aunque el estado al que se había
llevado a la Armada a lo largo del anterior reinado provocaba espanto y
vergüenza propia, era necesario darlo todo en unos momentos en los que nos
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jugábamos mucho, más que nunca, nada menos que continuar como nación
poderosa e independiente.
Dirigí la mirada hacia las vueltas[5] que relucían en las bocamangas de mi
casaca. Sentí un profundo orgullo y cierta incredulidad al reconocerlas como
propias. Qué cierto es ese refrán marinero que asocia el paso del tiempo con
el vuelo del cormorán, en picado y sin posible retroceso. Era ya capitán de
navío, empleo al que había sido promovido días atrás por mis «meritorias
acciones», así rezaba el parte oficial, a bordo de esta bendita corbeta Mosca
en aguas del archipiélago de las Azores. No obstante, aunque hubieran
transcurrido escasas semanas, las escenas vividas en la ensenada de las
Conchas con la fragata francesa volando por los aires a un palmo de nuestros
bigotes y el aroma a muerte prendido en las nubes quedaban ya a muchas
leguas por la popa.
Volví la vista hacia proa para contemplar con orgullo la corbeta Mosca
cuan grande era, un conjunto de cubiertas, palos, vergas, masteleros y hasta el
enhiesto espolón del bauprés, que se erguía con prepotencia hacia el más allá.
Y en ese mundo particular era yo su comandante, el único y verdadero dueño
de cuerpos y destinos. Solía decir mi padre que todo buque tiene su particular
alma y si su comandante, ese dios propio a bordo, consigue enamorarse de
ella, acaba por rendir lo que de sus tablas se reclama. Qué gran verdad,
aunque parezcan palabras más propias de un poeta. Pero no debemos olvidar
que en la mar todo es poesía, por mucho que con machacona repetición se
tiñan sus estrofas de dolor y sangre.
No podía haber sido más desconsoladora la visión de la corbeta Mosca el
día que tomaba el mando y pisaba su cubierta por primera vez. Habían
transcurrido solamente seis meses, pero tal periodo me parecía toda una
eternidad. El buque necesitaba una urgente carena[6] desde meses atrás, que
con seguridad no se le concedería. Eran momentos en los que casi nada se
podía esperar del arsenal, cuya obligación primera era el mantenimiento de
los buques de la Armada. Para nuestra desgracia, las existencias de materiales
necesarios —como brea, pintura, pólvora, planchas de cobre, maderas,
clavazón, velas, y otros mil artículos tan imprescindibles a bordo como la
galleta, el agua o la salazón— se encontraban a cero y las pocas que se
libraban, se hacía dando preferencia a las cañoneras que defendían la ciudad
gaditana del francés.
Por fortuna, mis hombres habían trabajado a destajo al tiempo que el
banquero y comerciante don Benito de la Piedra, debido a un antiguo favor y
con mi fortuna personal como aval, nos enviaba todo lo necesario para
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abordar esa comisión de las islas Azores, integrados como estábamos en una
división británica bajo el mando del comodoro Traylor.
En aquellas aguas portuguesas, la Mosca había sufrido todos los males
que a un buque pueden aquejar: mala mar, espesas nieblas, ataque inesperado
y a tocapenoles[7] de una fragata francesa con palos rendidos, varada contra
las piedras y un carenado de emergencia a la tumba en una ensenada
desconocida, donde nuestros aliados portugueses habían demostrado la
fidelidad de sus sentimientos. Para colmar el vaso, una vez reparada de sus
heridas habíamos atacado y destruido con suerte, que todo debe decirse, la
fragata francesa Clementine en la ensenada de las Conchas, donde volaba su
santabárbara y se producía una gran cantidad de bajas entre sus hombres. Por
fin regresaba a Cádiz dos meses atrás, cuando ya todos creían a la corbeta
Mosca y a su dotación perdida sin remisión entre las aguas.
Como tras la urgente y milagrosa carena llevada a cabo en la ensenada
portuguesa, la Mosca se comportaba en la mar con buenas formas, no había
solicitado siquiera su entrada en dique para su debida inspección. Eso habría
significado su pena de muerte porque la lista de espera para uso de los diques
era interminable y una corbeta catalogada meses atrás como «de media vida,
regular estado y a falta de urgente carena» quedaría relegada en el fondeadero
hasta el infinito. De esa forma había notificado a la jefatura de la escuadra que
el buque se encontraba listo para desempeñar comisión, sin más
explicaciones. Debemos recordar que por aquellos meses la mayor parte de
nuestras unidades salían a la mar en precario, a falta de muchos elementos
indispensables que en otros tiempos les habrían hecho pasar al arsenal para su
inmediata puesta a punto. Por desgracia, muchos creían que la guerra contra
el francés solamente se libraba en tierra, olvidando que a través de las aguas
debían llegarnos todos los refuerzos, caudales, pertrechos y hombres, bien
desde las Indias o bien desde puertos aliados. Sin olvidar que Cádiz se había
convertido en un verdadero centro regulador de tropas y recursos que por la
mar llegaban, y a través del mismo medio se distribuían por todo el teatro
ibérico según las necesidades del momento.
En cuanto a mi vida particular, los días de placer, esos momentos únicos e
inolvidables que disfrutamos al regresar a puerto en bordada de gloria y
recibir el abrazo de los propios, rinden trayecto más pronto que tarde para
bien o para mal del alma. En nuestro palacio de la calle de la Amargura se
vivía con alegría, ajenas las mujeres y los niños a la guerra y las penurias que
tantos compatriotas soportaban. Por fortuna, mi hijo y el de mi única
hermana, casada con mi gran amigo y compañero Beto, crecían en salud. Las
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mujeres mostraban sonrisas de cuadro. Nuestra tía o madrastra María
Antonia, considerada como madre de parto, mantenía la casa al tiento como
siempre, atenta a su única hija, la querida prima Cristina, niña convertida en
mujer de incomparable belleza que tanto nos hiciera sufrir en determinados
momentos con sus desvaríos amorosos. El conjunto no podría ser más
prometedor y tan solo los esporádicos cañonazos de las baterías francesas
instaladas en el castillo de Matagorda, adelantadas al bajo de la Cabezuela, les
recordaban que la pluma se mantenía con vuelo inestable y el filo de la daga
centrado en dudas.
No obstante, debo ser sincero hasta la galleta[8] cuando, entrado en las
últimas singladuras de este cuerpo con el aparejo en reliquias, traspaso gran
parte de mi vida a estas páginas. Esta fue la tarea impuesta por mi añorado
padre, y mucho antes por el suyo, sin menoscabo alguno de tal obligación
hasta el presente. Y bien saben los cielos que no nos ha movido otro fin que
hacer comprender a las venideras generaciones el esfuerzo y sacrificio de
tantos hombres entregados a la mar en nombre de España.
Hablo de la necesaria sinceridad porque no todo navegaba en color de
rosa por mi vida. Había amado a mi mujer, Eugenia, con toda el alma desde
que la conociera a bordo de la fragata Fama en aquel funesto tornaviaje desde
las Indias, con sangriento desenlace en el combate a la vista del cabo de Santa
María contra cuatro fragatas britanas, entradas en fuegos a tiro de pistola sin
declaración de guerra y con su habitual hipocresía. Nuestro hijo Francisco, a
quien todos apodaban Pecas en recuerdo del tío Santiago, crecía pequeño de
cuerpo pero despierto de mente como águila culebrera. Sin embargo, y
aunque ambos deseáramos aumentar la familia, se habían presentado ciertos
problemas que llegaron a alarmarnos.
Aunque lo ignoraba, Eugenia había sufrido en el último año esporádicas
hemorragias que se repitieron con mayor frecuencia en los dos últimos meses.
Un afamado galeno consideraba su estado como muy negativo para cumplir
nuestros deseos de procreación. No amenazaba su vida si se mantenía en
cuidados, aunque sí lo que el doctor calificaba como su aparato reproductor.
También nos recomendaba anular por algún tiempo nuestras más íntimas
relaciones. Aquellas noticias no solo nos habían entristecido, sino que
parecían distanciarnos poco a poco, sin que fuera capaz de conocer la causa
invisible y desconocida para mi mente que parecía forzar aquella situación.
Callábamos y fingíamos normalidad, aunque era consciente por mi parte de
que esa tela sagrada, las velas que impulsan el amor conyugal, parecían
haberse rifado en lastre y sin solución. Con todo, no podía achacarlo
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solamente a los problemas médicos de Eugenia porque también mi espíritu se
despegaba de esos sentimientos tan necesarios entre marido y mujer, cuando
del amor se cruza al cariño sin la llama de la pasión.
Por el contrario, la unión de Beto con mi hermana era un ejemplo para
todos. Rosalía se encontraba de nuevo embarazada y ambos presentaban la
estampa del más feliz de los matrimonios, sin que la envidia hiciera aparición
en ningún momento por nuestras cabezas. María Antonia, capaz de leer los
pensamientos a mil leguas de distancia, había sospechado la verdad. Y como
era mujer de las que toman el toro por los cuernos y nos quería a todos sin
límite, me había hablado y aconsejado con extremo cariño y discreción.
Solicitaba mi paciencia y el ejercicio del cariño ampliado. Comprendía sus
palabras y debí certificarle mi amor por Eugenia, aunque ambos éramos
conscientes de que podíamos transformarnos en una de esas parejas, tan
habituales en nuestro entorno, que se tratan como si anduvieran
permanentemente invitadas a una recepción o sarao de Corte.
En cuanto a la guerra que manteníamos con los malditos gabachos, pueblo
odiado como jamás se había sentido en España, por la Península se
continuaba sufriendo el arrollador paso de los ejércitos franceses, tropas
escogidas y adiestradas en mil batallas por los campos de Europa a los que se
oponían racimos de hombres mal equipados y sin bagaje guerrero en su
mayor parte. Tan solo la sufrida España y nuestros hermanos portugueses
luchaban en aquellos momentos contra el prepotente emperador en el
continente. Pero cuando se defiende el hogar propio es la sangre la que
emboca desconocidas armas a cerrazón. Se recibían auxilios de tropas lusas e
inglesas, así como caudales, materias primas y armamentos desde las Indias o
puertos aliados. Los reveses eran sangrientos a veces, pero pronto se
levantaban los pendones para continuar la brega. Como contrapartida feliz
según el momento, en los campos y serranías las ya famosas partidas se
amadrinaban a su terruño, ese corso terrestre dispuesto a segar la vida de todo
gabacho que quedara a tiro. Y mucho les debíamos en primera persona porque
gracias a una de esas partidas había podido Beto rescatar a nuestra familia
asentada en una hacienda del reino de Murcia, donde sufrían la presencia de
aquellos desalmados franceses que no respetaban cruz ni sentimientos.
Regresando a la situación particular de mi carrera, continuaba como
comandante de la Mosca, aunque no correspondiera el mando de una corbeta
a todo un capitán de navío. Bien es cierto que el desequilibrio en los destinos
de la Real Armada era grande por aquellos días, con altos empleos al mando
de pequeñas cañoneras y muchos otros luchando en los frentes de tierra. Y
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como a bordo me sentía feliz, no era cuestión de elevar protesta, sino de
mantenerse en silencio, que cuanto más durara aquella fruta golosa a
disposición, mejor para el alivio del alma. Bien sabe Dios que en aquellos
momentos necesitaba del perfume de la mar más que nunca. Por esa razón no
apuraba visita de recibo a la jefatura de la escuadra, que seguía bajo el mando
del general Villavicencio, quien me propusiera para el ascenso por méritos.
Era preferible mantenerse en calma y a la espera de una posible misión de
transporte a las islas o cualquier otra que se reclamara. Necesitaba navegar
porque, como reza la norma habitual, sobre las aguas se disuelven como por
encanto los problemas o tristezas mentales que aquejan en tierra al hombre de
mar y los míos comenzaban a pesar demasiadas libras.
Desde que retornara a Cádiz tras mi azaroso periplo por las islas Azores
había visitado al teniente general don Antonio de Escaño en dos ocasiones.
Tanto para Beto, el capitán de fragata Adalberto Pignatti, como para mí se
trataba de un segundo padre. Habíamos trabajado a su lado como ayudantes
desde los días posteriores al desastre de Trafalgar, cuando todavía detentaba
la mayoría general de la escuadra. Lo admirábamos hasta límites
insospechados y no se trataba de pasión desmedida, al ser considerado como
el más brillante oficial de la Real Armada de aquellos años. Con él habíamos
pasado a la Corte, nombrado como miembro del Almirantazgo creado por
Godoy, órgano en el que la Armada depositara tantas esperanzas y que con su
caída desapareciera. Por mi parte, y con el paréntesis del combate en aguas
gaditanas para rendir la escuadra del almirante Rosily, donde entré a muerte al
mando del falucho Colombo, continuaba bajo su manto cuando era nombrado
Secretario de Marina por la Junta Central, el periplo de esta huyendo de los
franceses, hasta su nombramiento en la Real Isla de León como uno de los
cinco miembros del Consejo Supremo de Regencia, máximo órgano de poder
de aquella España libre que clamaba por los derechos de su rey don Fernando.
Y como confiaba en sus consejos sin posible cortapisa, me mantenía al mando
de la corbeta Mosca sin rechistar.
Desde mi puesto en la toldilla, cuando creía entender que los cielos nos
bendecían con una agradable ventolina[9] en querencia de entablarse por firme
del levante y el barco comenzaba a bornear[10] con pereza, observé la
inconfundible figura de Okumé en el alcázar. Miraba a su alrededor con
insistencia, buscando mi presencia sin duda. Los miembros de la dotación de
la corbeta lo apodaban «la sombra del comandante», y con gusto recibía tal
nombre, que tanto se ajustaba a la realidad. Ese buen africano de piel negra
como brea de calafate cuya manumisión consiguiera mi padre a temprana
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edad, había sido mi compañero de juegos y diabluras en los primeros
momentos hasta convertirse con el paso del tiempo en persona inseparable y
de absoluta confianza, como un miembro más de la familia. Siempre pegado a
mi casaca, debía actuar como secretario, consejero o incluso cual simple
criado particular, llegado el caso de necesidad para ocupar plaza en los
buques de la Armada. La verdad es que a bordo rendía servicio como criado,
secretario, galeno, cocinero, patrón de mi lancha y cualquier menester que
correspondiera a mi persona. Y ya era mucho lo que le debía cuando el
africano recio y fortachón había salvado mi vida al rescatarme de las aguas
tras la terrible explosión sufrida a bordo del navío Real Carlos, así como
algún tiempo después a bordo del bergantín Penélope, evitando mi inminente
caída al mar cuando un inesperado huracán antillano nos desplumara a
muerte.
Al comprobar que me encontraba en la toldilla, trepó por la escala con su
habitual agilidad para venir hacia mí a paso vivo y con su imborrable sonrisa.
—Mucho ha madrugado hoy, señor. ¿Ha dormido mal? Debe de ser que
todavía no se ha habituado a su camastro a bordo, tras muchos días de
comodidad en tierra sobre un colchón de plumas. Le he preparado para abrir
el día unas buenas tajadas de tocino y esas gachas tibias que tanto le agradan.
—Me comería un elefante, Okumé.
—Pues no sé a qué espera. Si me hubiera avisado, las habría tenido
preparadas para que pudiera tomarlas en su cámara con la camisa de dormir,
como suele apetecer. Parece que anda cambiando sus costumbres, paseando
por el barco en ayunas sin que amenacen olas o vientos. Le recuerdo que no
estamos en la mar, señor. Bueno, sí lo estamos, pero quiero decir que no
navegamos —exhibió una amplia sonrisa—. He de repetirle que debería
arrancar cada nueva jornada con un buen tazón de café, ese líquido negro que
tanto recomiendan los cirujanos por mucho que yerren en sus diagnósticos.
Alegan que da energías supletorias para la faena.
—Ya sabes que no gusto mucho de esa bebida amarga que se ha hecho
casi indispensable en todos los buques. Prefiero las gachas o la leche si me
encuentro en puerto y hay posibilidad de agenciarla.
—Pues don Beto toma de esa bebida negra con extremo deleite y en
cantidad.
—Ya lo sé y mucho sufre mi cuñado cuando no se encuentra a mano. Por
fortuna aquí en Cádiz estamos bien abastecidos de casi todo. Son muchos los
buques que arriban día a día con alimentos y pertrechos.
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Quedamos en silencio, mientras dirigía la mirada hacia la mar como si allí
pudiera encontrar las respuestas a todas mis preguntas. Sabía que Okumé
deseaba atacar otro tema y dudaba al encararlo. Por fin pareció decidirse.
—No quiero parecer entrometido, señor, pero ya sabe que para mí es lo
primero. Bueno, la familia también, aunque en segundo lugar. —Hizo un
gesto con sus manos como si debiera pedir excusas por sus palabras antes de
continuar, ahora con la voz en tono más bajo—. ¿Le sucede algo a doña
Eugenia? Las visitas de ese galeno con cara de percherón poco me gustaron.
Ya sabe que heredé las nociones del viejo Setum sobre el uso de las hierbas
medicinales y especiales curaciones.
—No es necesario, amigo mío. Tienes razón en cuanto a la apariencia
física del cirujano Medellín, pero es de los más reputados en el Real Colegio
de Medicina. La señora tiene ciertos desarreglos…, algunos problemas
propios de las mujeres.
—Ya le comprendo. Nada grave, supongo.
Ahora era yo quien parecía dudar. Mi confianza con Okumé era absoluta y
pensé que necesitaba una voz amiga en quien descargar parte de la saca.
—Parece ser que no podrá volver a engendrar más hijos o no será tarea
fácil.
—Con todos mis respetos hacia ese afamado galeno, no lo creo. —La
desconfianza de Okumé hacia los profesionales de la medicina era invariable,
razón por la que empleaba un tono de repulsa en sus palabras—. Doña
Eugenia es joven y fuerte, así como usted. Volverá a parir más Leñanzas,
como está escrito en el libro del destino.
Una vez más se hizo el silencio. Navegábamos por la relinga de la vela,
sin atrevernos a entrar con decisión al trapo. Ahora era Okumé quien desviaba
la mirada al elevar su pregunta.
—Creo que puedo hablarle con entera confianza, señor, como siempre ha
sido mi norma…
—Por favor, Okumé, abandona el rodeo. Sabes que para ti todo está
permitido.
—Quizá sea un error por mi parte, pero veo al señor un tanto… un tanto…
no sé cómo decirlo. Parece que trata a doña Eugenia con cierta distancia, sin
ese calor que siempre los unía. En estos momentos su felicidad debería ser
plena y, sin embargo, parece molesto consigo mismo o quién sabe si con los
dioses de la mar. No será la razón esa dificultad indicada por el cirujano…
—No creo que en esa loneta se centren mis problemas, sino aquí dentro.
—Toqué mi cabeza con la mano.
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—Nada que no puedan solucionar unas buenas paletillas de cordero,
regadas con ese caldo rojo que agencié la pasada semana.
—Necesito navegar, Okumé. Estoy seguro de que allí fuera todo se
aclararía en mi mente. —Señalé hacia la mar abierta—. A veces en la vida
nos atacan pensamientos oscuros que no sabemos con exactitud de dónde
proceden. Y ya te digo que no se trata solamente de esa imposibilidad de tener
más hijos aunque mucho lo desee. Hay momentos…, hay momentos en que
mi esposa me parece una extraña.
—¿Doña Eugenia una extraña? —Mostraba un gesto de incomprensión,
como si hubiera pronunciado una locura—. Pero si la amáis…
—Aunque te sea difícil de creer, tampoco yo encuentro las palabras
adecuadas para definir mis verdaderos sentimientos. Pero, bueno, no te
preocupes que todo va bien.
—No va bien, señor. —Ahora Okumé empleaba un tono paternal con
decisión—. Es malo enmascarar los problemas y apartarlos a las bandas
porque en muchas ocasiones no podemos volver a retomarlos.
Me sentí incómodo, esa negativa impresión que nos produce la verdad
cuando no deseamos escucharla. Y no era por el hecho de mantener aquella
conversación con Okumé, sino por el derrotero que tomaban mis propios
pensamientos. Necesitaba aires nuevos.
—Vayamos por esas tajadas de tocino que desde aquí soy capaz de
olisquear. Desfallezco de hambre.
Una vez en mi cámara y al olor de la comida, me sentí de mejor humor.
Era un aposento modesto, aunque lo suficientemente espacioso para
desenvolverse con comodidad. Mientras atacaba el tocino y las gachas,
observé con detenimiento el cañón que se mantenía reluciente en la banda de
estribor, dispuesto como otras veces para abrir fuego. Porque ni siquiera el
comandante se libraba a bordo de que se desmantelaran muebles y mamparos
para facilitar el fuego artillero en situación de combate. Okumé se mantenía
en silencio. Conociéndolo tan a fondo como a mi propia sangre, estaba seguro
de que el pobre penaba por mi sufrimiento, circunstancia que el africano
adivinaba, aunque intentara enmascararlo noche y día.
* * *
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necesidades del buque y en especial la de proveernos de un nuevo juego de
banderas de señales. Algunas se encontraban en un estado tan lamentable que
una vez izadas no serían comprendidas ni a una pulgada de distancia, una
merma importante en la mar.
Una vez regresado a Cádiz, tras nuestra experiencia en el archipiélago de
las Azores y el combate librado en la isla de las Flores, había propuesto el
ascenso de mis tres únicos oficiales por su destacada y merecida actuación,
tanto en combate como en la proeza de carenar la corbeta a la tumba en
ensenada desconocida. Por desgracia, en ese sorteo al que las autoridades
suelen jugar había sido ascendido el segundo comandante, Ignacio de
Ibarreche, al empleo de teniente de fragata, al tiempo que el guardiamarina
Entremos conseguía la anhelada charretera[11]. Del reducido cupo de oficiales
de guerra tan solo el alférez de fragata Ordovás se mantenía en el mismo
empleo, aunque le prometí intentarlo de nuevo en la primera ocasión. En su
parte negativa, había desembarcado con merma en su expediente personal al
piloto, don Federico Carbonell, por su negativa actuación en la mar que nos
hizo varar en las rocas. Por fortuna conseguía que se habilitara al joven y
despierto pilotín, don Enrique Calvi, como segundo piloto. Otras propuestas
de promoción para los oficiales de mar estaban a la espera de resolución, de
forma especial la del segundo contramaestre, don Sebastián García, cuya
labor había sido encomiable y de una importancia decisiva.
—Ya que hemos unificado al ciento los códigos con los britanos, señor,
supongo que deberemos pedir su auxilio una vez más. Utilizan juegos de
banderas que parecen recién salidos del obrador y alguno podrán cedernos.
No creo que en el arsenal quede ni un mínimo gallardetón.
—Acabaremos por perder la vergüenza propia, segundo.
—Creo que en ese particular aspecto, señor, la perdimos hace tiempo.
Aunque ya no dependemos orgánicamente del comodoro Traylor, sigue
manteniendo buena relación con él. Todos saben que sin su ayuda mucho
habríamos sufrido en la comisión rendida por aguas portuguesas.
—Desde luego. Todavía me cuesta creer como cierto que dispongamos de
esos dos hermosos cables[12], envidia de todos los comandantes que por estas
aguas nos observan. Una bendita circunstancia que debemos a la generosidad
del británico. Lo más triste es que en la mayoría general de la escuadra así lo
recomiendan por las claras y sin rebozo alguno. Debemos reconocer que
muchos buques navegan gracias al apoyo de los ingleses.
—Nuestros seculares enemigos se muestran ahora generosos con sus
nuevos aliados. Por cierto, señor, ¿cree que nos concederán alguna comisión,
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aunque sea de correo por las islas? Ahora que la dotación se encuentra
bastante hecha a la mar y da gusto observar la corbeta en la distancia, no
convendría dejarlos mano sobre mano durante demasiado tiempo. Es una pena
mantener esta unidad fondeada, cuando tan necesarios son algunos
transportes. Y si se tratara de viaje redondo a las Indias, moriría del gusto.
—Ofrecería con placer uno de mis brazos por conseguirlo y los dos si
debiéramos pasar al mar del Sur. Desde un punto de vista egoísta, no deseo
aparecer por la jefatura de la escuadra porque en cualquier momento
nombrarán mi relevo. Por mucho que duela, debo comprender que no es
lógica esta situación, con un capitán de navío al frente de una corbeta que
según los reglamentos debería ser mandada por un teniente de navío.
—En estos días todo se encuentra manga por hombro en ese particular
aspecto, señor, tanto en la Armada como en el Ejército y la España entera.
—Eso sí es cierto. De todas formas habrá muchos tenientes de navío que
deseen este mando.
—Si acude por la jefatura, sería un buen momento para conseguir un
guardiamarina, ahora que las cañoneras se encuentran con una menor
actividad.
—Ya lo había pensado, sin olvidar la necesidad de un piloto y algunos
marineros que cubran las bajas habidas en la última comisión. Será difícil o
casi imposible, pero lo intentaré. ¿Cómo andamos de víveres?
—Los embarques en la isla Flores gracias a la generosidad de su amigo, el
capitán Lopes de Moura, supusieron una verdadera bendición. Aunque en los
partes declaramos víveres para cinco semanas, podríamos alcanzar los dos
meses sin penurias.
—Mañana por la mañana visitaré al comandante general de la escuadra,
que me tiene especial aprecio desde que mandaba el arsenal de La Habana y
entré en él con los palos del bergantín Penélope rendidos, sin contar este
ascenso que a él le debo. Y si me habla de entregar el mando, le solicitaré una
última comisión de mar como despedida.
—Aunque me repita con demasiada insistencia, señor, gustaría mucho de
navegar a las Indias.
—¿Quién desecharía esa guinda, segundo? —No pude reprimir una
sonora carcajada—. Pero no soñemos con duendes blancos aunque se trate de
ejercicio barato.
Disfrutaba con aquellas conversaciones a bordo que alejaban otros
pensamientos menos dulces del cerebro. Además, mi segundo era un
magnífico oficial, intrépido y valiente, al que le auguraba una prometedora
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carrera en la Armada si la mar y las balas lo respetaban. Fue en aquel
momento cuando el alférez de fragata Entrerríos nos alcanzaba a la carrera
desde la proa con los flecos de su recién estrenada charretera escupiendo
rayos de oro.
—Una falúa con insignia, señor. Acaba de abandonar el arsenal de La
Carraca y parece navegar en nuestra dirección.
—¿Qué insignia luce?
—Aunque se encuentra todavía a demasiada distancia, a través del anteojo
juraría que se trata de las armas de don Fernando.
—¿Un miembro del Consejo Supremo de Regencia en falúa? ¿Está seguro
de que se mueve en dirección a nuestra corbeta? —Tomé el anteojo de sus
manos, adelantándome desde la timonera hacia la banda contraria y
enfocándolo por nuestra aleta de estribor—. En efecto. Juraría que se trata del
general Escaño.
—¿Su Alteza el teniente general don Antonio de Escaño viene a visitar
esta modesta unidad? —preguntó Entrerríos con evidente emoción en su voz
—. Será un gran honor conocerle.
—Recuerden que no gusta de recibir especial tratamiento por su puesto en
el Consejo de Regencia, aunque le corresponda. Deben dirigirse a él como un
sencillo teniente general de la Armada.
—¿Un sencillo teniente general? —murmuró Entrerríos.
Continuaba con el anteojo dirigido hacia la falúa, hasta que descubrí el
inconfundible aspecto de quien había sido mi mentor en la Armada durante
tantos años. No cabía duda de que se movía por derecho hacia la Mosca. Me
volví hacia el segundo con rapidez.
—Se trata del general Escaño sin duda. Recibimiento de ordenanza al
copo, segundo. Espero que el portalón reluzca en oros.
—Lo está, señor.
Pasé con rapidez a mi cámara, donde ya Okumé tenía en sus manos la
mejor casaca, que pasaba a enfundar sin perder un segundo.
—¿El general Escaño a bordo? Debe de ser algún asunto importante.
—No me gustan los imprevistos, Okumé, aunque mucho me alegre poder
conversar con don Antonio.
—No se preocupe que será para bien.
Cuando alcancé el portalón, formaba la guardia en línea de crujía mientras
el contramaestre y el guardián preparaban los pitos para los honores de
ordenanza. Con la falúa a escasas varas[13] pude comprobar la sonrisa en el
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rostro del general, lo que me tranquilizó como aceite sobre las aguas, aunque
los duendes todavía recorrieran mis venas en agitación.
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2. El general Escaño
Sentí una profunda emoción y evidente orgullo cuando, tras los honores de
ordenanza y en el momento de destocarme para ofrecerle mis respetos, don
Antonio de Escaño, fuera de todo protocolo, me tomaba por los hombros con
visible afecto. Comprendí que ningún miembro de la dotación perdería detalle
de aquella escena. Aunque la confianza entablada con quien fuera gran amigo
y compañero de mi padre se alargara en los años, no debemos olvidar que se
trataba de uno de los cinco miembros de mayor responsabilidad de aquella
España libre en lucha con los franceses. Poco después aumentaba mi
satisfacción al comprobar cómo el general sonreía con muestras de
aprobación al repasar con su mirada las cubiertas y aparejos de la corbeta,
conforme nos movíamos por la banda de babor hacia mi cámara. Conocedor
de su persona con suficiente profundidad, era consciente de que no perdía
detalle alguno porque, aunque ocupara un puesto eminentemente político,
continuaba siendo un verdadero hombre de mar y no se le escapaba una mota.
Por tales razones no me extrañó que una vez retrepado en el más confortable
sillón de la cámara, me espetara con rostro feliz nada más aceptar un vaso de
vino.
—Solía asegurar el general Mazarredo que una de mis mejores virtudes
era calibrar las cualidades de los hombres a la primera mirada. —Ante mi
gesto de profunda sorpresa, sonrió mientras me señalaba con el dedo—.
Vamos, Gigante, no pongas esa cara. Pareces haber oído alabanzas de la bicha
maligna.
El general parecía de muy buen humor aquella mañana. En contra de la
intensa fatiga que apreciara en su rostro cuando fuera a saludarlo una vez
regresado a Cádiz, ahora lo veía menos apagado. De nuevo mostraba esa
mirada clara e inteligente que lo adornaba en los mejores momentos y se
movía con mayor agilidad.
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—Perdone, señor. Ya sé lo que aprecia al teniente general Mazarredo,
fidelidad que le honra. Pero no debe olvidar que en la actualidad ocupa el
cargo de secretario de Estado y del Despacho de Marina, así como Director
General de la Armada en la corte del rey intruso. No son precisamente…,
quiero decir que lo que de él se oye en corrillos no es para…
—Deja los titubeos y esa palabrería más propia de cotorras de salón. Don
José de Mazarredo es un general de la Armada honrado y cabal sin posible
duda, digan lo que digan algunas voces malignas y nunca bienintencionadas.
—Hizo con su mano un movimiento en abanico, como si quisiera zanjar una
importante cuestión—. Creo sinceramente que ha tomado el camino
equivocado, pero puedes estar seguro de que hace lo que estima mejor para
España. Y bien que lo demostró al impedir que Bonaparte se hiciera con los
buques españoles atracados en Ferrol hace pocas semanas, unidades que
gracias a la fortuna y el apoyo británico pudimos incorporar a nuestras
fuerzas. Las personas son olvidadizas y ya no recuerdan lo mucho que sufrió
el general Mazarredo en el anterior reinado. Era vergonzoso comprobar como
el mejor oficial de la Armada se mantenía en permanente destierro, recibiendo
uno y mil indignos agravios por el mero hecho de decir la verdad, una
cualidad que dolía a fondo en la Corte, comenzando por el prepotente valido.
En fin, no es más que agua pasada y según tengo entendido no anda muy bien
de salud el pobre, con frecuentes y graves ataques de gota.
Me mantuve en silencio, mientras don Antonio parecía dejar volar sus
pensamientos en horizontes lejanos. Sabía que mucho había sufrido cuando su
antiguo protector le había exigido el juramento al rey José, a lo que se había
negado en redondo. Pero ya parecía regresar al mundo de los vivos.
—Aludía a esa virtud que me adjudicó Mazarredo porque es muy posible
que acertara de lleno. Desde luego —ahora sonreía—, no me equivoqué
contigo una pulgada, muchacho. Sigues con fidelidad la línea marcada por tu
padre. Mucho había escuchado sobre la milagrosa transformación que llevaste
a cabo en esta corbeta, desahuciada por casi todos antes de que afrontaras la
comisión hacia las islas Azores. Conseguiste dejarla en dulce y parece
imposible que llegaras a carenarla a la tumba[14] en aguas desconocidas y sin
apoyo.
—En ese punto, señor, debo mencionar, como ya lo hice ante el
comandante general de la escuadra, la entusiasta ayuda de nuestros aliados
portugueses.
—Lo que tú digas. Pero de todas formas fue una labor de gigantes.
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—Como debe saber, su buen amigo don Benito de la Piedra también jugó
un papel muy relevante en esa resurrección. Me concedió todo su crédito y
suministro hasta la última petición, lo que en mucho facilitó la inicial puesta a
punto.
—Estaba al corriente de ese detalle. Auque muchos lo tachen de
oportunista y negociante sin escrúpulos, no dicen la verdad. Don Benito, con
quien me une una buena amistad, es un patriota de verdad y poco beneficio
sacará de esta guerra. Como norma general, los banqueros y comerciantes
nunca se decantan por un bando y obtienen ganancias de todas las facciones
en litigio desde que el mundo es mundo. No ha sido el caso de este señor que
ha apostado a una sola cara de la moneda y en defensa de los derechos de don
Fernando desde el primer momento. Si algún día ganamos esta guerra y
vuelve nuestro verdadero Señor, debería recompensar tal esfuerzo. De todas
formas, es persona que no olvida los favores y tú le hiciste uno muy
importante cuando regresabas de las Indias a bordo del bergantín Penélope.
—Sin tener conocimiento de tal detalle. Si lo hice fue para seguir vuestra
indicación. Desconocía que en aquel cofre transportado desde Cartagena de
Indias, además de las perlas grises se incorporaban en el forro importantes
documentos para sus bienes.
—En efecto, y tampoco yo lo sabía cuando te transmití el encargo. Me
confesó que estaba siendo chantajeado por un miserable familiar, trance que
solucionó con esos documentos. Pero también es de justicia aplaudir que
hayas empeñado tu fortuna personal en esta causa. Pocos hombres con
patrimonio lo hacen aunque presuman de elevado patriotismo.
—Era de necesaria obligación y espero que los avales entregados hayan
librado mi deuda con él.
—No los hará efectivos, puedes estar seguro. Como te decía, es hombre
que no olvida pasados favores. Puedes considerar las entregas de pertrechos,
pólvora y víveres como una respuesta de cortesía por su parte.
Quedé sorprendido por la noticia. Aunque sabía que mi patrimonio podía
cubrir los gastos sin mayores contratiempos, en aquellos días de vaivenes
comerciales y casas de banca en precario me preocupaba el cumplimiento de
la deuda. Pero don Antonio parecía querer pasar a otro tema sin pérdida de
tiempo.
—¿No ha sufrido la corbeta quebranto alguno en su estructura después de
tan complicada varada? Puedes ser sincero conmigo.
—Todas las millas navegadas desde que varamos a la tumba en aquella
desconocida ensenada lo han sido con la misma disposición y características
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de maniobra que las presentadas hasta entonces. Esta corbeta tenía mala fama
de forma injusta, además de no haber sido mantenida como se debía, sin un
recorrido y carena en los últimos años. Le aseguro que navega al punto, ciñe
como los ángeles y sale a la banda como una goleta. Y no crea que exagero un
ápice. El comodoro Traylor, al mando de la división británica en la que debí
incorporarme, puede testimoniar que avanteábamos en la noche a las fragatas
inglesas con facilidad y vela acortada. Como es lógico pensar, señor, en
circunstancias normales habría solicitado al comandante general del arsenal
dejarla en seco para comprobar que no ha sufrido el casco desde entonces.
También sería necesario cambiarle el forro de cobre en su totalidad. Pero sé
que no es momento para tales peticiones cuando falta de todo y otros buques
navegan con el alma en suspiro.
—Lo comprendo y aplaudo. Has hecho un trabajo formidable y te felicito
por ese ascenso más que merecido. Dentro de un par de semanas cumples
veintiséis años solamente y ya te ves con esas vueltas de capitán de navío. Yo
alcancé ese empleo a los treinta y seis años. Lástima que suframos estas
miserias porque pronto merecerías mandar un setenta y cuatro[15].
—De momento, me conformaría con el mando de una fragata o, en el peor
de los casos, continuar en la Mosca, aunque ya sé que no me corresponde por
reglamento. Bueno, tampoco me correspondía el empleo de capitán de
fragata, cuando me asignaron el mando.
—Vivimos momentos de turbulencias en todos los sentidos, pero es lógico
pensar que te busquen un relevo en escaso tiempo, especialmente ahora que
brilla la corbeta en oros. Aprovecha la muy favorable opinión que de ti posee
el comandante general de la escuadra para un futuro destino. Mucho ha
pregonado tus virtudes. Y no olvides que mi secretaría siempre estará abierta
para ti.
—Muchas gracias, señor, pero, entrado en sinceros, desearía continuar
sobre las aguas, aunque fuese a bordo de un modesto bergantín.
Don Antonio paladeó el vino de procedencia portuguesa con visible
placer, aunque no fuera hombre de los que lo tomara en la habitual cantidad
que consumía la mayor parte de los miembros de la Armada.
—Muy rico y fresquito este vino clarete. ¿Cómo lo mantienes a tan
agradable temperatura?
—Siguiendo un viejo consejo de mi padre, señor. Okumé siempre dispone
de alguna frasca arriada por el costado y dentro del agua.
—Es verdad, lo había olvidado. El mismísimo general Gravina copió ese
procedimiento a tu progenitor. —Volvió a chasquear la lengua en sentido de
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apreciación—. Verdaderamente exquisito. ¿Un recuerdo de tu navegación por
aguas portuguesas?
—Durante la comisión trabé excelente amistad con el capitán del Ejército
portugués Lopes de Moura, señor, a quien dejé al mando de la guarnición en
la isla Flores. Además del apoyo en la reparación de la Mosca y el posterior
ataque a la fragata francesa, nos proveyeron de todo, carnes de cordero y
cerdo incluidas, además de estas frascas de vino procedente de la isla
Madeira, que, como dice, es una delicia al paladar. Bueno, no debo olvidar
que también el comodoro Traylor colaboró a fondo antes de nuestra partida de
Cádiz. El envío de los dos cables, uno de ellos en flor de cuño, fue una
bendición de los dioses. Y nos apoyó en el asunto de los víveres, necesarios
con tanto soldado portugués embarcado.
El general volvió a observar la cámara, como si se encontrara en casa
propia. Lo sabía feliz de hallarse a bordo. Vestía una impecable casaca, lo que
indicaba a las claras que debía de haber asistido a una importante reunión o
ceremonia, o bien se aprestaba a ella. Aunque los ventanales de popa se
encontraban abiertos, el calor era sofocante, con el viento caído a cubierta. No
me extrañó su salida.
—Creo que deberíamos despojarnos de la casaca, Gigante. Tengo el
cuerpo mojado por el sudor.
—Me parece una excelente idea, señor.
Quedamos atracados en comodidad. Como la confianza que me otorgaba
el general era grande desde muchos años atrás, le entré en preguntas directas
como tantas otras veces. Eran muchas las dudas que albergaba en mi sesera.
—Le aseguro, señor, que ha sido un placer esta inesperada visita.
Supongo que se le presenta hoy algún acto de especial relevancia.
—Así es. En primer lugar debería excusarme por abordar tu buque sin
aviso previo, pero ya sabes que te aprecio como un hijo y es más una visita de
amigo que otra cosa. La verdad es muy sencilla, Gigante. Necesitaba salir de
esas reuniones que me achuchan día a día, sentir el perfume de la mar y pisar
la cubierta de un buque o acabaré olvidando lo que soy. Muchos me tachan de
general político y es premisa falsa de absoluta rotundidad. No soy más que un
discreto oficial de la Real Armada, un hombre de mar que ha aceptado
colaborar en lo que estima mejor para su patria en momentos de especial
dificultad, cuando nos jugamos el futuro como nación libre. En cuanto al
hecho de que me veas engalanado de esta forma —señaló su reluciente casaca
con una sonrisa—, esta mañana bien temprano nos hemos reunido algunos
miembros de la Regencia con generales de nuestro Ejército, de la Armada y
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mandos ingleses de mar y tierra. Intentamos reconducir algunos aspectos de la
guerra, condición nada sencilla. Por cierto, no sabía que el hermano de lord
Wellington había vivido algunos meses en el palacio que posee tu familia en
la calle de la Amargura[16], cuando llegó nombrado como embajador de Su
Majestad británica ante nosotros.
—Así es, señor. Creo que fue el año pasado. También yo tuve
conocimiento de ese detalle cuando regresé de las Azores. Se lo había
solicitado el gobernador de la plaza a nuestra madre, que dio su visto bueno,
como es lógico. Ha sido un honor para la familia que lord Wellesley morara
en nuestra casa.
—Todos confían en los ingleses como si se tratara de un coro de ángeles
que nos van a proporcionar la salvación eterna y definitiva. —El general
parecía hablar consigo mismo, con cierto soniquete de desesperanza—.
Somos muy dados a los vaivenes extremos en nuestra querida España, fiando
demasiado en voluntades extranjeras. No debemos olvidar un solo momento
que ellos van a lo suyo, como siempre. Somos la única nación en la Europa
continental que hoy en día presenta batalla continua al emperador francés, y
están encantados con esa situación que tanto beneficia sus intereses. Bueno,
no debemos olvidarnos de Portugal, aunque presente menos fortaleza.
—Le veo desconfiado por más, si me permite decirlo, señor. Nuestros
nuevos aliados nos apoyan sin fisuras, lo que he podido comprobar con mis
ojos al ser incluido durante algunos meses en una de sus divisiones.
—Una cosa es el apoyo corporativo entre hombres de mar, que no discuto,
y otra bien distinta la política que se plantea pensando en futuros. No es oro
todo lo que reluce, Gigante, de eso no hay duda. Nos apoyan, nadie puede
contestarlo, pero de forma especial en los aspectos que les benefician. Aunque
muchos declaran que desde la derrota sufrida en Trafalgar se eclipsó la
amenaza de un desembarco del ejército francés en las islas británicas, el golpe
de muerte se lo dimos nosotros al levantarnos contra la invasión y comenzar
esta guerra. Fue un gran error de Bonaparte, que muy caro pagará, el hecho de
perder el único aliado fiel con una escuadra todavía poderosa y en situación
estratégica privilegiada. Ahora sí que se entiende como imposible ese paso
del Canal soñado por el emperador, si no se presenta un vuelco en las alianzas
continentales. De esta forma, los ingleses continúan su lucha contra los
franceses, lo que no es más que una lucha por la hegemonía mundial,
intentando que otras naciones se sumen a la contienda. Y como son
perseverantes como nadie, acabarán por triunfar, estoy seguro.
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—No lo parece si observamos los triunfos de los ejércitos gabachos en
Europa y, penoso es decirlo, también en España.
—En la península Ibérica asistimos a un toma y daca permanente, aunque
por ahora con resultado global más que negativo. Pero ya te dije muchas
veces que no es lo mismo conquistar que mantenerse en posesión del terreno
conquistado. Es cierto que nos han barrido en muchas batallas, pero
resistimos y devolvemos alguna que otra bofetada a la cara. Y mejor
marcharía la cuestión si lord Wellington, al mando de las fuerzas britanas y
portuguesas, se decidiera un poco más por la ofensiva directa en lugar de
seguir retrepado en sus posiciones portuguesas.
—También las partidas hacen mucho daño al francés.
—Por supuesto, pero también presentan su lado oscuro. Ten en cuenta que
casi todas ellas están compuestas por desertores de nuestros ejércitos, aunque
suene muy fuerte esa palabra. Tras una derrota la mayor parte de los hombres
abandonan los cuadros y en lugar de reagruparse con su ejército se van al
monte para seguir la lucha. Algunos lo llevan a cabo de forma demasiado
independiente, lo que labora a la contra en determinados momentos. A pesar
de que lo intentamos no es fácil mantener una cierta conexión en los esfuerzos
del llamado corso terrestre. Sin embargo, el resultado conjunto es más que
positivo porque esas partidas andan bien agarradas al terreno y producen un
desgaste permanente al francés, así como fijación de muchos hombres,
demasiados, que es el aspecto fundamental. De todas formas, muchos
generales del Ejército protestan al constatar que desaparecen sus fuerzas
regulares.
—Me ha extrañado escuchar sus palabras un tanto críticas sobre lord
Wellington, a quien tenía por un verdadero héroe.
—Así se le vitorea, aunque por mi parte tema ciertos peligros en su
conducta, excesivamente prepotente en ocasiones. No es el rey de España ni
debe asumir competencias que no le corresponden —había endurecido el tono
de su voz—. Incluso presenta tendencias políticas, ciertos devaneos con los
absolutistas en los que no debe entrar. Hay quien intenta nombrarlo como jefe
o caudillo de todas las fuerzas que en la Península luchan contra el francés, a
lo que me opongo de forma tajante. La mayor parte de los que día a día
combaten contra los gabachos en esta tierra son españoles y es indudable que
nuestros generales deben mantenerse al mando.
—Le veo demasiado suspicaz, señor, aunque siempre ha defendido que
una alianza con Inglaterra habría sido más beneficiosa que con el francés.
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—Y lo sigo pensando. Nuestras alianzas con Francia nos llevaron al
penoso estado en el que hoy nos encontramos. Pero entiendo que, más que
desconfiado, soy realista, Gigante. Recuerda que cuando intentamos tomar la
escuadra del almirante Rosily, el almirante Collingvvood, al mando de las
fuerzas britanas que bloqueaban la bahía, se ofreció a entrar y rendir los
buques franceses. No lo admitimos sin dudarlo un segundo. Temíamos que la
escuadra inglesa aprovechara la oportunidad para apoderarse de Cádiz si
nuestras fuerzas se empeñaban en otra dirección. Ya sabemos de la querencia
permanente de los britanos hacia esta ciudad a lo largo de varios siglos, y su
especial deseo de convertirla en un fabuloso y agrandado Gibraltar.
—Por esa razón usted mismo fue quien alentó a parlamentar con los
ingleses y brindarles nuestra amistad para luchar contra los franceses.
—En efecto. También conseguí el nombramiento del teniente general
Álava como comandante general de la escuadra o sus reliquias, un factor de
una gran importancia aunque no lo viesen así algunos miembros de la Junta
Central. En primer lugar porque los ingleses mantenían una división de navíos
a las puertas de Cádiz bajo el mando del contralmirante Purvis, tras la muerte
de Collingwood. Convenía que un general español de grado superior
embarcado en la escuadra se encontrara presente para entenderse con él en
todo lo concerniente a su posible apoyo en las operaciones de defensa.
—Y así se hizo.
—En efecto. No convenía que los britanos, aunque fueran aliados y
colaboraran, de hecho, con nosotros, pudieran subordinar a las autoridades del
puerto. Pero recorriendo el tiempo, ya en la segunda mitad de 1809 hicieron
una petición que consideré inapropiada a todas luces: se ofrecieron a destruir
todos los fuertes construidos frente a Gibraltar para que no cayeran en manos
de los franceses y atacaran su plaza. Ningún estúpido creería tal patraña. No
tienen otra cosa que hacer los gabachos en estos momentos que emplazar un
nuevo sitio en Gibraltar. Por mi parte, alegué que sin el dominio de la mar, y
de forma específica de la bahía de Algeciras, no era posible un bloqueo
francés en condiciones. Expuse a mis compañeros que en realidad los ingleses
solamente deseaban eliminar una amenaza para el futuro. Pero la Junta debió
de acceder porque en aquellos momentos nos tenían bien tomados en sus
manos. Quiero decir que también ellos sacarán tajada de España con esta
guerra, no lo dudes.
—¿Van a destruir todas las fortificaciones que forman la Línea de
Gibraltar?
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—A finales de enero de este año comenzaron la obra. Volvieron a
presionar sobre el tema y nos vimos forzados a aceptarlo porque, queramos o
no, nos tienen bien cogidos por los huevos. Han volado de forma sistemática
hasta reducir a escombros de polvo los fuertes de Santa Bárbara, San
Felipe…, en fin, todo lo que tanta sangre y esfuerzo costó levantar en los
asedios a Gibraltar durante un dilatado siglo.
—Pero si nuestra alianza y amistad con los británicos se afianza en el
futuro, nos devolverán la plaza. Eso opinan muchos de nuestros compañeros.
—¿Devolvernos Gibraltar? —El general se abrió en sonrisas, al tiempo
que negaba con la mano cuando Okumé intentó rellenar su copa—. Por favor,
muchacho, no seas ingenuo. Me conformo con no perder más terreno.
—¿Perder más terreno? No le comprendo, señor.
—Dos veces nos hemos reunido con ese remilgado míster Campbell,
gobernador de la plaza gibraltareña. Aunque aparezca a primera vista como
un atizacandiles, entrometido por más en asuntos que no son de su
incumbencia y así lo estimen algunos de mis compañeros en el Consejo de
Regencia, no tiene un pelo de tonto. Siempre presentamos frente a Gibraltar
sólidas y poderosas fortificaciones, así como un ejército en permanencia. No
era más que seguir el ejemplo británico y mantener una teórica paridad. Allí
se encontraba el general Castaños, y sus fuerzas engrosaron el ejército de
Andalucía, del que tomó el mando para batir a los franceses en Bailén. Ahora
los ingleses disponen de campo libre por ser nuestros aliados y pueden
maniobrar sin que nadie les estorbe. En mi opinión, todo ha sido una burda
excusa para dejarnos sin fuertes y baluartes frente a la plaza. Como son
conscientes de nuestra dependencia, ahora les será factible defender su lejana
postura.
—¿Qué postura?
—Los ingleses han defendido siempre la peregrina idea de que aunque en
el Tratado de Utrecht se les cediera solamente la fortaleza, sin jurisdicción
territorial alguna, debía entenderse en el sentido de que se refiere a más allá
de donde alcanzan los cañones de sus fortificaciones. Con objeto de salir al
paso de la argumentación inglesa, España creó una plaza fuerte en el istmo
arenoso que une Gibraltar con tierra firme y que, como sabes, acabó por
recibir el nombre de La Línea de Gibraltar. Destruyendo las defensas se
elimina un importante obstáculo.
—¿Y cómo lo permitimos, señor?
—Sencillamente porque la ley queda establecida siempre por el lado del
más fuerte, aunque ahora seamos aliados en empresa común. Ya te decía que
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alegan como excusa un posible ataque francés desde esas posiciones. Nadie lo
cree, pero es una condición que hemos de aceptar como divina imposición.
No es tonto ese gobernador inglés. Sabe muy bien lo que hace. Ya veremos lo
que se saca de todo esto al final.
—¿A qué se refiere, señor?
—Asegurabas que desconfío de los ingleses y es cierto. Porque el peligro
nos viene de todas partes, pensando en el futuro. Según me comentó el
capitán de navío Algérez, que debió de fondear en la bahía de Algeciras hace
pocas semanas y traía documentos de Cartagena para mí, se observan puestos
militares ingleses en el istmo, al tiempo que gran parte de la población de la
plaza ha comenzado a desbordarse por fuera de las murallas. Plantan huertas,
edifican casetas y no me gustan los acontecimientos que se pueden derivar de
todo esto. Estamos centrados en la lucha contra el francés, pero no debemos
olvidar nuestro destino como nación.
—Me parece que comprendo, señor.
—Pues no todos parecen verlo, aunque lo haya repetido varias veces entre
los miembros del Consejo de Regencia y otras reuniones. La parte que se
cedió por el maldito Tratado de Utrecht fue la plaza de Gibraltar dentro de sus
murallas, y así ha seguido a lo largo de todo el siglo pasado. Debo de ser mal
pensado, pero ahora parece que toman posesión de más terreno. Quiera Dios
que una vez expulsados los gabachos de España, consigamos echarlos
también a ellos de esa zona.
—Pero si es suelo español del que hablamos, no puede haber discusión.
—Se trata de terreno español, no hay duda, pero lo ocupan ellos. Y para
nuestra desgracia son mucho más fuertes en todos los órdenes. Esos cañones
ingleses seguirán allí apuntando hacia España cuando demos carpetazo a la
guerra contra el francés y ya veremos si no plantan otros tantos más cerca con
sus bocas hacia La Línea. Con las voladuras de las baterías, a partir de ahora
no hay defensa por nuestra parte frente a sus líneas fortificadas. Y cuando se
alcance el tratado de paz, si es que algún día lo disfrutamos, como ha sido
habitual a lo largo del último siglo, nos darán un mordisco en algún costado,
un tema en el que somos expertos. Esperemos que no venga en gana a los
britanos posesionarse de toda la bahía de Algeciras porque con nuestra
esmerada diplomacia todo es posible.
—Me deja preocupado, señor. Tan solo ocupaba mis pensamientos en
ganar esta guerra a los franceses.
—Son demasiados los frentes que se deben cubrir por dentro y por fuera
de la bolsa nacional. Para colmar el vaso de las preocupaciones se nos aprieta
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demasiado con la convocatoria a Cortes. Y conste que estoy de acuerdo en
que se trata de un compromiso indeclinable, adoptado desde el primer
momento. Aunque oigas opiniones extrañas sobre una posible actitud de
connivencia del Consejo de Regencia con los…, digamos poderes
absolutistas, no las creas, que nada se encuentra más lejano a la realidad.
—Algo en ese sentido se comenta, señor.
—Ya lo sé. Nos meten a todos en un mismo saco. Desde luego, esa
postura es clara en el obispo de Orense y don Miguel de Lardizábal, pero no
en el general Castaños ni en mi persona. Puedes estar seguro de que el
Consejo de Regencia entregará a las Cortes la autoridad soberana que le
transmitió la Junta Central y que dicha Junta había recibido de la nación
misma. Te confieso que no deseo a don Fernando el Séptimo como rey de un
conjunto de esclavos, sino de un pueblo libre. Me parece que con estas
palabras queda bien clara mi postura, más intelectual que política. Después de
todo, tan solo pretendo cumplir con mi deber. Y ahora ese deber es el de
luchar contra el francés con todas las fuerzas a la mano.
Más que el contenido de las palabras dictadas, me emocionó el tono
empleado al pronunciarlas. Don Antonio parecía descargar un peso de sus
hombros con aquella declaración, como si ante mí se viera libre de unas
ataduras que lo atormentaban a diario. Sin embargo, y para mi sorpresa, mudó
el semblante a una nueva sonrisa, al tiempo que tomaba la copa vacía en su
mano.
—Vamos, Okumé, sírveme otra copa de ese clarete fresquito. Y hablemos
de temas menos serios, Gigante. ¿Qué tal navega la situación por el palacio de
la calle de la Amargura?
—Todo en orden, señor. Bueno, ya estará al corriente con suficiente
detalle por su ayudante, mi cuñado Beto. Por cierto que me ha extrañado su
ausencia.
—Esta mañana decidí acudir a esta reunión sin ayudantes. Necesitaba de
cierta soledad en el carruaje para aclarar mis pensamientos. Pero tienes razón,
Beto me informa de vez en cuando. Ya sé que tu hermana se encuentra de
nuevo embarazada. Os están avanteando.
—Bueno…, eso parece. La verdad, señor, es que Eugenia tiene algunos
problemas y será difícil que engendre otro niño.
—Vaya por Dios. Bien que lo siento, porque sé de vuestra disposición a
aumentar la prole. Pero, bueno, no pasa nada. Con ese pequeñuelo que, según
tengo entendido, revoluciona la casa, estáis bien servidos. Si tal y como
asegura Beto es cierto que tanto se parece a tu tío Santiago, deberás emplear
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la paciencia a raudales. —Reía, al tiempo que tomaba su copa y la apuraba—.
Era tremendo tu tío Santiago, el famoso Pecas, como era conocido por todos
en la Armada. Pequeño de cuerpo, pero inagotable de mente y, lo principal,
valiente hasta extremos difíciles de superar.
El general Escaño calló de pronto y me miró a los ojos. Conocía aquella
mirada perfectamente, una mezcla de firmeza y ternura. Cambió el tono de su
voz al retomar la palabra.
—Mira, Gigante, prometí a tu padre pocos días antes de su muerte que me
ocuparía de ti como si fueras el hijo propio que jamás tendré. Ha sido misión
sencilla porque eres un hombre cabal y extraordinario oficial de la Armada. Si
te preocupa algo y necesitas mi ayuda, sabes que dispones de ella sin fisuras.
Sentí los duendes recorriendo las venas ante sus palabras, una extraña
mezcla de tristeza y alegría amadrinadas a un mismo cabo. En aquel momento
se levantó el telón y acabé por comprenderlo todo. La visita de don Antonio
no era casual aunque disfrutara de abandonar su despacho durante algunas
horas. Por fin abordaba el tema que más le preocupaba y que con seguridad le
había llegado a través de mi cuñado. Me conmovió aquel hombre al que en
verdad profesaba gran cariño y rendida admiración. Al mismo tiempo me
sentí recogido por un manto negro de extraña nostalgia. Escuché mis palabras
que salían del alma sin pensarlas.
—Necesito salir a la mar, señor. No sé qué me sucede y puedo jurar que
no sería capaz de explicarlo. Ya sabe que jamás le mentiría.
—Es una verdad irrebatible que la soltería es la mejor prenda que puede
adornar a quien escoge la carrera de las armas. Aquí me tienes, soltero a tan
avanzada edad aunque completamente solo. No creas que siempre fue así,
pero los caminos en mi vida se cruzaron entreverados. Creo que comprendo
tus palabras perfectamente. Debes visitar mañana al comandante general de la
escuadra.
—¿Mañana, señor? ¿Por alguna razón determinada? —pregunté con cierta
prevención.
—Es necesario transportar a situación de seguridad algunos de nuestros
buques. Me refiero a los que se encuentran en la bahía y no pueden ser
puestos a punto por falta de pertrechos, ni con el auxilio británico. Es absurdo
perder más embarcaciones, magníficas pero en deplorable estado, cuando se
sufren temporales en esta zona. Ya sabes que deseamos enviar dichas
unidades a La Habana o a Mahón, establecidos como puertos seguros. Pero no
te hagas ilusiones que no cruzarás hacia las Indias. —Volvió a exhibir una
desmayada sonrisa—. Se trata de una sencilla comisión a las islas Baleares,
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escoltando esos buques, más bien vasos de madera. ¿Estás listo para salir a la
mar?
—Al ciento, señor.
—Será tu última comisión con esta hermosa corbeta porque al regreso
entregarás el mando. Creo que tocarás el puerto de Cartagena en el tornaviaje
para embarcar algunos pertrechos, aunque no sea cuestión segura y se
encuentre por decidir. Es posible que salte alguna disposición más. Al menos
disfrutarás de la mar durante algunas semanas y con una situación galana si el
viejo Mediterráneo no se despierta.
—Una vez más he de agradecerle…
—No te equivoques, Gigante. Ya sabes que conmigo no han funcionado
jamás las peticiones de favor ni el privilegio a los familiares o amigos. Los
destinos que has disfrutado hasta ahora los has conseguido por tus propios
méritos. Nadie te ha regalado nada. Personalmente, solo influí en que te
concedieran el mando del bergantín Penélope, y escogí al teniente de navío
que consideraba mejor preparado para tan importante y peligrosa misión.
Ahora sí que he hablado con el general Villavicencio. Pero no he necesitado
insistirle porque también él te considera un extraordinario oficial y el barco
que mandas es perfecto para la misión que debes encarar.
Quedamos en silencio durante unos dilatados segundos. Por detrás de don
Antonio divisaba la mar, ese medio fascinante en el que había decidido vivir.
Y el simple hecho de pensar que en pocos días me vería de lleno entre las
aguas, me hizo recobrar una alegría infantil. Intentaba un nuevo
agradecimiento cuando ya el general comenzaba a calzarse la casaca, ayudado
por Okumé. Escuché sus palabras en la distancia.
—No es sencillo vivir, aunque muchos estimen lo contrario. Debes
mantener el optimismo de siempre, Gigante, y pensar que todo se acaba
solucionando por una vía u otra, aunque sean problemas que nos abrumen sin
posible salida aparente. Hay momentos en los que no somos capaces de ver lo
que se encuentra a escasa distancia, como si una espesa bruma lo colmara
todo en vapores. Pero siempre acaban por levantar las madejas. Espero que
soluciones tus problemas familiares y vuelvas a ser ese hombre alegre y feliz
a quien tan bien conozco.
Allí mismo, ante la mirada de Okumé, don Antonio me ofreció un abrazo,
en esta ocasión largo y sentido. Comprendí que en verdad aquel hombre me
quería como a ese deseado hijo que nunca había tenido. Y muchas veces en
los siguientes días volví a rememorar sus palabras, llenas como siempre de
sabiduría. En especial una frase se repetía de forma machacona en mi mente:
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«Todo en la vida se acaba solucionando por una vía u otra». Creía haberlo
comprendido perfectamente.
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3. A bordo del insignia
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noticia, que asocié a las palabras de don Antonio y la posibilidad cierta de
salir a la mar, condición tan necesitada por mi espíritu.
Media hora antes de lo ordenado y enfundado en la mejor casaca, donde
refulgían en oro las vueltas del nuevo empleo, pisaba la cubierta principal de
aquel inolvidable navío de tres puentes, siendo recibido por el oficial de
guardia, un joven teniente de fragata. Sin dudarlo un momento pregunté por el
capitán de navío Urriortúa, segundo comandante del buque y buen amigo.
Aunque no muy amante de la parla, era situación que necesitaba en aquellos
momentos para distender los nervios, así como para indagar tras el telón sobre
los planes previstos para el futuro. Porque si había algún oficial que se
mantuviera al día de todo lo divino y humano que acontecía en la escuadra,
ese era el vasco amigable y locuaz. Sin embargo, y para decepción mía, no se
encontraba a bordo, por deber asistir al entierro de su suegro en la cercana isla
de León.
Tras el fiasco parlanchín y ser informado de que el comandante saldría a
recibir en pocos minutos a los asistentes a la reunión, por encontrarse
despachando con el mayor general, decidí pasear por la cubierta en obligada
espera. Rumiaba en silencio posibilidades sin cuento cuando comenzó a
extrañarme el embarco de brigadieres y capitanes de navío en elevado
número, posiblemente comandantes de navíos y fragatas. Pero la sorpresa
aumentó de grado al comprobar que era recibido a bordo un oficial inglés con
los honores de ordenanza, porque tal persona no era otra que el comodoro
Traylor, quien mandara la división en la que me había integrado para llevar a
cabo la comisión en las islas Azores meses atrás. Aunque me dirigí hacia él
no pude saludarlo porque ya el oficial de guardia lo acompañaba con rapidez
hacia popa para ser recibido por el comandante general. En mi cabeza
comencé a pensar que aquella comisión a las islas Baleares no debía de ser
tan sencilla como expusiera don Antonio de Escaño, dado el elevado número
de personal que parecía citado a bordo y la especial presencia del britano.
Por fin, pocos minutos después de que la campana picara a fuerza la hora
novena, el comandante del buque, un brigadier de carnes sueltas a quien no
conocía, llegaba hasta nosotros para saludarnos con atención al tiempo que
invitaba al grupo a circular hacia popa. Tomamos el pasillo de babor que
atacaba la mayoría general de la escuadra antes de abordar la «zona del
altísimo», como se solían llamar en chanza los aposentos de quien mandaba
en el conjunto de cuerpos y almas de todos los hombres de la escuadra. Entré
en la cámara del general casi en último lugar, por la obligada deferencia de
antigüedad y empleo.
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Una vez en su interior y tomado asiento donde se ofrecía, me sentí
relajado y a gusto, como si los duendes se hubieran evaporado de las tripas
por orden superior. La cámara del comandante general, que conocía al detalle
como posada propia, se mantenía en las mismas condiciones que un mes atrás
cuando rindiera tornaviaje en la corbeta Mosca y con pequeñas variaciones de
mobiliario particular a lo largo de los últimos cinco años. Para elevar el ánimo
se mantenía en lugar destacado sobre la mampara de proa la bandera del
buque francés Heros, insignia del almirante Rosily rendida al general Ruiz de
Apodaca en junio del año glorioso de 1808, cuando España comenzara a
romper sus cadenas del dominio francés.
Nos manteníamos en charla de tono apagado y por mi parte escuchaba las
penurias sin cuento que narraba el brigadier Solarzábal al mando del navío
Neptuno, cuando un teniente de navío, al que supuse primer ayudante de la
mayoría, abría la puerta y ordenaba atención general. Al tiempo que todos los
asistentes elevaban cuerpos en la debida señal de respeto y subordinación,
hacía su entrada el teniente general don Juan María de Villavicencio,
acompañado por su mayor general, el brigadier Somoza, así como el
comodoro Traylor. Tomó asiento el gran jefe en un cómodo sillón
apoltronado tras una alargada mesa, al tiempo que ofrecía al britano una
privilegiada posición a su derecha.
Conocía al teniente general Villavicencio desde que algunos años atrás
llegara al arsenal de La Habana con el bergantín Penélope en bandolas y
reliquias de aparejos rendidos a las bandas, desplumado por el maldito
huracán que nos barrió a muerte en el mar de las Antillas. Y gracias a su
generosidad había sido posible alistar el buque en su establecimiento de forma
que pudiéramos cumplir la importante misión que todavía nos restaba a proa.
Es de ley recordar, sin embargo, que mucho laboró a favor el hecho de que mi
padre rindiera servicio a sus órdenes como segundo comandante a bordo de la
fragata Santa Casilda durante los primeros meses de la guerra a la
Convención francesa, importantes semanas en las que apresaron un bergantín
y una fragata francesa, esa inolvidable Sirena que supuso el mando de mar
más querido y recordado por mi progenitor.
Era el general Villavicencio un hombre de regular estatura, cincuentón,
cabello con ribetes blancos, nariz perfilada y cejas negras elevadas en pico
como botalón de bauprés. Embutido en una casaca estrecha y raída que había
disfrutado mejores momentos, desentonaba en deprimente comparación con el
impecable aspecto del britano, enjaezado en oros. En su conjunto, nuestro
general ofrecía un agradable y bonachón aspecto, aunque tal circunstancia
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fuera habitual solamente en conversación privada o cuando departía con quien
disfrutaba de su confianza o aprecio. Digo esto porque tal fue siempre mi caso
particular. No obstante, y como era conocimiento general de sus
subordinados, no cuadraban los mismos vientos en reuniones oficiales o de
servicio a bordo. Por el contrario, en tales casos, como el que observaba en
aquellos momentos, don Juan María adelantaba el mentón en orza y cerraba la
boca como concha de cangrejo, de forma que su aspecto se transformaba en el
habitual de quien ejerce dominio con inflexible dureza, una condición alejada
de la realidad que yo conocía por mi trato personal.
Tras cruzar unas pocas palabras con el britano en voz baja, el general se
dirigió a todos los presentes en tono recio.
—Bienvenidos a bordo, señores, con especial deferencia al comodoro
Edmund Traylor de la Royal Navy que nos acompaña. —Lo señaló con su
mano al tiempo que le ofrecía una alargada sonrisa—. Parece ser que por fin
dispondremos de los medios necesarios…, bueno —hizo un gesto de
impotencia con sus manos—, mejor sería decir de los medios mínimos para
atacar una empresa que hemos ido retrasando durante demasiado tiempo por
real y absoluta imposibilidad. Remontándonos algunos meses atrás,
recordarán que la Regencia nombró oficialmente al puerto de Cádiz como el
único seguro en la Península para todas nuestras unidades a flote, quedando
los arsenales de La Habana y Mahón como puntos de destino para aquellas
que no pudiesen ser puestas a punto y entraran en situación de desarmo. Fue
sabia y lógica tal medida con la suerte de librar de las garras francesas los
buques surtos en Ferrol, gracias al incuestionable apoyo de nuestros aliados
británicos. —Dirigió una nueva sonrisa al comodoro Traylor que asintió con
la cabeza—. Sin embargo, todos somos conscientes de la delicada situación
de muchos buques fondeados en bahía y caños sin los medios adecuados para
mantenerse al ancla con una mínima seguridad. —Dirigió una mirada en
abanico como si deseara comprobar que todos le prestaban la debida atención,
al tiempo que endurecía su gesto una cuarta más—. Dos eran y son los
peligros acuciantes que debemos afrontar, sin contar con la presencia de las
fuerzas francesas a escasas varas de distancia. Por una parte, evitar que los
temporales acaben con nuestras mejores unidades. Ya lo vivimos en el
desastroso ramalazo sufrido el pasado mes de marzo, en el que perdimos los
navíos Montañés, Pintón, Purísima Concepción y San Ramón, así como
algunas fragatas y unidades menores. El principal y más que conocido
problema es la falta de cables para el seguro fondeo de las anclas, una merma
de muy difícil solución en nuestra situación actual, además de jarcias y
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cabuyerías al límite de su esfuerzo. Pero también debemos abordar el
problema que suponen los miles de prisioneros gabachos embarcados en los
buques-prisión[19]. Ya vimos como en el siguiente temporal, sufrido en el mes
de mayo, el navío Castilla rompía sus cables, posiblemente con auxilio de los
prisioneros, acabando por varar en la playa del Trocadero donde fueron
auxiliados por las tropas francesas. Como triste resultado, gran parte de los
trescientos oficiales franceses y sus soldados asistentes consiguieron alcanzar
las líneas enemigas. En otros buques conseguimos transbordar a tiempo a los
prisioneros, pero también el Argonauta sufrió amotinamiento una vez varado
en la misma playa. Debimos prenderle fuego para que no adelantaran en él
una batería los franceses.
Hablaba el general Villavicencio en castellano a elevada velocidad,
mientras el britano asentía en acuerdo. Deduje que el comodoro Traylor,
como me asegurara meses atrás, había conseguido dominar nuestra lengua,
porque en caso contrario no habría sido capaz de comprender una sola
palabra, pero ya continuaba nuestro comandante general a ritmo.
—Desde hace meses y con razón nuestros aliados británicos nos urgen a
tomar medidas y resolver el problema de una vez. Se han hecho cargo de un
elevado número de prisioneros, transportados a Gran Bretaña, al tiempo que
se establecen puntos de destino para otros cupos en los archipiélagos de
Canarias y Baleares, como es el caso del transporte llevado a cabo por la
fragata Cornelia a Mallorca. Pero también estiman peligroso mantener tanto
buque sin capacidad de maniobra, buenos vasos, pero faltos de todo elemento
que puedan caer en manos enemigas, tan necesitadas de maderas y otros
muchos pertrechos con los que fabricar sus cañoneras. Siempre les hemos
contestado con absoluta sinceridad en el sentido de que hoy por hoy no somos
capaces de alistarlos. Porque de todo falta en este arsenal, y del escaso
presupuesto adjudicado a la Armada, el mayor esfuerzo se dedica lógicamente
a las armaduras[20] que nos defienden de los franceses. Por fortuna el mando
británico se ha ofrecido a facilitarnos cables, jarcia de todas las menas e
incluso algunos cupos de marinería para alistar el mayor número posible de
buques y emprender las acciones previstas, lo que debemos agradecer como
se merece. —El general Villavicencio mantenía su apresurada parla, como si
deseara rematar aquella reunión cuanto antes—. El contralmirante Keith, al
mando de la escuadra británica en apoyo, ha tenido a bien disponer que el
comodoro Traylor llevara a cabo las funciones de oficial de enlace con esta
comandancia general y de esa forma preparar el listado de necesidades más
perentorias. Fue una buena elección por su parte, ya que a su caballerosidad y
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buen hacer se une, para mi alivio personal, el factor de que habla
correctamente nuestra lengua. —Nueva mirada al britano con gesto de
complacencia añadido—. Los trabajos han llegado a su fin y como habrán
observado el intenso barqueo durante las dos últimas semanas, creemos estar
en condiciones de abordar la misión con posibilidades de éxito. De esta
forma, los navíos de tres puentes Santa Ana y este hermoso Príncipe de
Asturias saldrán para La Habana en conserva de un navío británico y dos
unidades menores de nuestra Armada. Mucho siento perder el buque donde
izo mi insignia, porque como es natural mudaré probablemente al navío San
Fulgencio. Pero al mismo tiempo los navíos de tres puentes San Carlos y
Fernando VII, llegados desde Cartagena, así como los setenta y cuatro
Neptuno, Glorioso, Paula, San Justo y Vencedor deberán pasar al arsenal de
Mahón, donde entrarán sin remedio en situación de desarmo.
Se hizo el silencio, como si el general Villavicencio no necesitara decir
nada más. El mayor general, brigadier Somoza, lo miró de forma apremiante
hasta hacerle tomar la palabra una vez más.
—Cedo la voz al comodoro Traylor y a mi mayor general para comentar
algunos detalles. Bueno, no creo pecar de indiscreto al comunicarles que
cuando abordemos esta comisión nuestro buen amigo habrá sido ascendido al
empleo de contralmirante, por lo que le expreso en nombre de nuestra
Armada la más reconocida enhorabuena y expresión de alegría.
El britano y el brigadier Somoza se miraron, como si dudaran sobre quién
debía comenzar su exposición. Por fin, a una señal del segundo tomó la
palabra quien fuera mi protector durante algunas semanas. Comprobé que la
mayor parte de los compañeros mostraban signos de extrañeza al comprobar
que el comodoro, alto y enjuto de carnes, pintaba canas y arrugas por más,
superada por largo la cincuentena y con aspecto avejentado, condición poco
habitual en la Marina aliada. Sin embargo, y como ya conocía por experiencia
propia el tono suave y agradable de su voz, así como sus exquisitas maneras,
estaba seguro de que conseguiría una confianza inmediata.
—Buenos días, señores. En primer lugar, le agradezco sus palabras y
enhorabuena señor general, aunque todavía no se haya recibido del
Almirantazgo mi anunciada promoción. Les soy sincero al declarar que es un
verdadero honor para mí desempeñar esta misión y así conocer más a fondo a
quienes son, en estos días, nuestros más importantes aliados en la lucha contra
los franceses. Bien es cierto que ya he trabajado con alguno de ustedes como
es el caso del comandante Leñanza, quien se integró en una división bajo mi
mando y llevó a cabo sus obligaciones de forma heroica y extraordinaria. Al
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mismo tiempo, quiero felicitarlo por su merecida promoción al empleo de
capitán de navío.
Dirigió su mirada hacia mí con ese gesto de benevolencia tan habitual en
él al tiempo que me ofrecía una leve inclinación de su cabeza, correspondida
por mi parte en las mismas condiciones. Continuó con su habitual tono de
voz, suave y cadencioso.
—Como ha dicho el general Villavicencio, por fin es posible acometer
este necesario traslado de prisioneros y buques, alejándolos de las posiciones
francesas. Pueden estar seguros de que como hombre de mar siento una
inmensa tristeza al observar un gran número de magníficas unidades navales,
incapaces de hacerse a la mar por las insuperables penurias que sufre en estos
días la Real Armada. Aunque algunas consiguieron alistarse en Gibraltar,
presentan demasiada carga para nuestro pequeño arsenal. De todas formas,
estoy seguro de que llegará el día no muy lejano en el que esos barcos,
comenzando por este magnífico navío de primera clase, o de tres puentes
como ustedes dicen, vuelvan a navegar desplegando con orgullo el pabellón
de esta España que no se rinde ante los deseos de Bonaparte. —Sonreía para
mis adentros mientras escuchaba las palabras del comodoro Traylor, bien
aprendidas y con una magnífica pronunciación—. Para el traslado de los
buques que han de navegar hacia las Antillas, el almirante Keith ha designado
como escoltas al navío Implacable y a la fragata Phoebe, así como alguna
unidad española, que el estado mayor del general Villavicencio elegirá a su
parecer. Tengo entendido que dichas unidades una vez en aguas antillanas
llevarán a cabo otras misiones para el traslado de caudales y pertrechos, que
tan imprescindibles les son en estos días. No es de esperar problemas graves
porque sus arboladuras y cascos se encuentran en buen estado. Tan solo ha
sido necesario reponer una parte importante de sus jarcias y algún pertrecho
con nuestra colaboración. El segundo y más numeroso grupo navegará hacia
Baleares en conserva del navío Rodney, la fragata Diomede y alguna unidad
menor española, habiéndoseme concedido el mando de dicha fuerza. Se trata
de buques en peor estado, pero esperaremos a que no oscile mucho el
barómetro y de esta forma podamos encarar condiciones favorables que no
compliquen en exceso la navegación. Aunque no está decidido, también es
posible que una vez entregados los buques en el arsenal de Mahón, los
escoltas lleven a cabo alguna misión de transporte en su tornaviaje. Bien, esto
es todo lo que puedo adelantar por mi parte. Solamente me resta desearles a
todos mucha suerte y buena mar.
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Quedó en silencio, dirigiendo la mirada hacia el brigadier Somoza que, sin
dudarlo, se levantó de su asiento para dirigirse a nosotros desde cierta altura.
—Los buques españoles que convoyarán a los que han de navegar en
dirección a las Indias son los navíos San Julián y San Leandro, así como la
fragata Flora. Se aprovechará la navegación para el traslado de los necesarios
azogues a Nueva España, así como especial documentación para el arsenal de
La Habana. En el tornaviaje los dos navíos embarcarán caudales y pertrechos
desde Veracruz, La Guaira y Cartagena, mientras se destaca la fragata Flora
al mar del Plata. Se ha desechado el traslado de algunas guarniciones
agrupadas y alistadas en Montevideo al efecto.
Desaconsejan tal medida ciertos rumores preocupantes que corren sobre
movimientos sediciosos en nuestras provincias americanas a las que no
podemos dejar desasistidas. Esta división quedará en principio bajo el mando
del jefe de escuadra Juan de Dios Topete que izará su insignia en el navío San
Julián. —Asintió dicho general, sentado en posición central de la primera fila.
El mayor general tomó un nuevo pliego de la mesa antes de continuar—. En
cuanto a la división que navegará bajo el mando del comodoro Traylor,
además de los buques en conserva han sido designados en misión de escolta la
fragata Cornelia y la corbeta Mosca. Se aprovechará esta navegación para
embarcar el mayor número posible de prisioneros franceses en los navíos que
pasan a situación de desarmo, siempre que una cantidad excesiva no
complique la seguridad de dichas unidades. Es posible que en su tornaviaje a
la Península hayan de efectuar transporte de tropas o el material que se estime
oportuno. La fecha prevista para la salida a la mar de las dos divisiones se
encuentra por decidir, pero no será más allá de una semana o dos como límite
máximo, siempre que las condiciones meteorológicas no dicten razones en
contra. Los buques nombrados elevarán a esta mayoría general a la mayor
brevedad las necesidades mínimas e imprescindibles de víveres y pertrechos
—endureció su voz al recalcar estas últimas palabras, más bien en tono de
amenaza— para cumplimentar la comisión ordenada. No es necesario
exponerles la situación actual de nuestros activos en el arsenal, que tan bien
conocen, por lo que se les ruega abstenerse de solicitar los pertrechos que no
es posible otorgar. Por el contrario, en esta ocasión podremos hacer un
esfuerzo en cuanto a los necesarios víveres, dado el generoso abastecimiento
que surte la plaza en estas semanas.
Dudó unos segundos el brigadier Somoza, y acabó por dirigir su mirada
hacia el comandante general en silenciosa interrogación. Don Juan María
Villavicencio volvió a tomar la palabra.
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—Creo señores que ha quedado todo bien aclarado. Si tienen alguna duda
de cierta importancia les ruego que la expongan. Pero por favor, ya sabemos
que nuestras unidades, a pesar del generoso apoyo británico, navegarán entre
algodones con una mirada dirigida a la mar y otra en rezo hacia los cielos. Es
importante tener en cuenta un aspecto muy concreto en cuanto a las
tripulaciones de los buques en conserva y sus necesidades mínimas. Ya que
nuestros aliados se han ofrecido a aportar personal de marinería, he decidido
reagrupar a nuestros hombres de mar lo más posible en unidades de la
escuadra. Y tras un cálculo llevado a cabo por la mayoría general, es posible
que entreguemos el navío Vencedor para que sea marinado al completo por
los hombres del almirante Keith. ¿No es así, comodoro?
—En efecto, general. Hemos estimado que con unos setenta u ochenta de
nuestros hombres será posible incorporarlo a la fuerza.
—De acuerdo. ¿Alguna pregunta, señores?
Se escucharon por la cámara movimientos de cuerpos en sus asientos,
como si algunos comandantes dudaran en elevar las mil y una dudas que con
seguridad los acuciaban. Sin embargo, en mi pecho sentía una enorme
satisfacción al comprobar que en pocos días nos haríamos a la mar y que mi
corbeta se encontraba en condiciones de cumplir la misión sin mayores
contratiempos. Por fin fue el capitán de navío Tarda, comandante de la fragata
Cornelio, que debería encuadrarse en mi división, quien elevó una pregunta.
—Con todo respeto, señor general. Ha comentado el comodoro Traylor
una posible misión posterior una vez entregados los buques convoyados en el
arsenal de Mahón. También el mayor general sobre un posible transporte de
tropas. ¿Se tiene alguna idea concreta de su punto de destino?
—No se ha decidido todavía —era el mayor general quien contestaba
directamente—. Parece ser que se han formado algunas compañías de
infantería en Mallorca y Menorca, que deben agruparse en el arsenal de
Mahón. De acuerdo con los requerimientos del Ejército, se pensaba en un
posible movimiento de dichos hombres a un puerto de la costa catalana para
apoyar a las fuerzas que allí operan. Pero hoy por hoy no aparece clara la
situación, con noticias contradictorias sobre movimientos de tropas y sin una
alta fiabilidad no debemos exponer los escasos recursos de que disponemos.
También es posible, y les hablo en simple conjetura de momento, su
desplazamiento a Lisboa o Cádiz, así como otras misiones de transporte
menor hacia algunos puertos del reino de Valencia. Pero ya les digo que
dispondrán de toda la información antes de salir a la mar. —Volvió la mirada
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en redondo, antes de dirigirse al comandante general y sentenciar—. Pues si
no hay más preguntas, señores, podríamos dar por…
—Pues esto es todo, señores —cortó el general Villavicencio, al tiempo
que se ponía en pie con gesto de cansancio—. Que nuestra Señora del Rosario
les conceda buena mar y vientos propicios.
Volvió a pedir atención el ayudante, cuando ya el comandante general
abandonaba la cámara con evidente prisa. El brigadier Somoza fue detenido
en su marcha por el jefe de escuadra Topete. Por mi parte intentaba cerrar
distancias sobre el comodoro Traylor, acción nada sencilla con tanta casaca
en reducido espacio. Por fortuna comprobé que el britano parecía iniciar sus
movimientos hacia mí. Por fin me tomó con sus manos por los hombros como
si se tratara de un viejo amigo.
—Mucho me alegro de verle de nuevo, comandante Leñanza. Aunque le
envié recado al tener conocimiento de su muy merecida promoción al empleo
de capitán de navío, ahora puedo expresarle de palabra mi enhorabuena.
Todavía se comenta entre mis compañeros su gesta al arrasar a la fragata
Clementine en la isla Flores.
—Muchas gracias, señor. También yo me alegro de saludarlo y tener
conocimiento de su previsto ascenso. Es una grata noticia quedar de nuevo
encuadrado bajo sus órdenes. Espero observar pronto su insignia de
contralmirante izada en el navío Rodney.
—No sé si la izaré en dicho navío o en la fragata Diomede. Es posible que
el Rodney se retrase algunos días, si debemos alistar al navío Vencedor.
—Por cierto, señor. He escuchado al general Villavicencio hablar del
contralmirante Keith al mando de las fuerzas navales británicas. No sabía que
hubiese sido relevado el contralmirante Purvis.
—Anda con noticias bastante atrasadas, amigo mío. Purvis fue relevado
por el contralmirante Pichemorris, que poco tiempo se mantuvo por estas
aguas. Desde hace un par de meses se encuentra al mando John Keith.
—Y ahora con su ascenso, es posible que toméis el mando de…
—Son muy difíciles de adivinar los designios de nuestro Almirantazgo,
Leñanza. Pero ya hablaremos más a fondo en ocasión propicia. Espero que
podamos compartir mesa una vez más y paladear ese aguardiente inolvidable,
si es que todavía dispone de alguna frasca.
—Recibirá una para celebrar su nueva insignia, señor. Siempre mantengo
un remanente de emergencia a bordo para especiales ocasiones.
—La beberemos juntos. —Golpeó mi hombro con confianza—. En esta
ocasión deberá acortar más vela todavía en su corbeta. Por desgracia espero
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una navegación lenta, especialmente por los dos navíos de tres puentes
alistados en precario. Dios quiera que ese maldito estrecho de Menorca nos
espere entrado con agua bendita, como dicen ustedes.
—Ese freu es malo cuando sopla la tramontana, pero siempre podemos
tomar resguardo en la costa oriental mallorquina hasta que nos muestre
camino de rosas.
—Esa era mi idea. Ya recibirá invitación para un almuerzo que deseo
ofrecer a todos los comandantes incorporados a mi división.
—Me encargaré del aguardiente en la ocasión si me lo permite, señor.
—No es necesario, Leñanza, que seremos demasiados. Dejemos tan
precioso brebaje para una charla particular a dos bandas.
Los dos reímos de buen humor en el momento en que el mayor general
llegaba a nuestra altura y llamaba la atención del comodoro. Me aparté a un
lado, decidiendo abandonar la cámara con el resto de los comandantes.
Cuando embarqué en la lancha con Okumé a la caña, mi fiel amigo debió
observar el gesto de felicidad abierto en mi rostro porque no esperó un
segundo para lanzar sus comentarios.
—No creo errar, señor, si aseguro que pronto saldremos a la mar.
—Cada día me recuerdas más a Setum, brujo africano. Pero presta
atención a la caña. Las guiñadas de la lancha son más propias de grumete
imberbe.
—Cuando intenta ofenderme en chanza significa que he acertado en la
diana, señor. —Ofrecía su blanca dentadura con satisfacción—. Deberé
agenciar algunas paletillas de cordero cebado y unas garrafas de vino espeso
del que andamos cortos.
—Ese es tu trabajo.
Una vez a bordo de la corbeta Mosca reuní a mis escasos oficiales para
notificarles las nuevas que como esperaba recibieron con entusiasmo. Sin
embargo, Ibarreche, fiel a la norma empleada por todo segundo comandante,
ya comenzaba a rezar su particular letanía.
—Debo recordarle, señor, las necesidades mínimas del personal. No
olvide que es imprescindible disponer de un pilotín que pueda relevar en sus
funciones al piloto, un cocinero de equipaje, impedir el desembarco del
sangrador que ya reclaman del Real Hospital, así como unos ocho hombres
entre marineros y grumetes que han causado baja. Y si consiguiera un
guardiamarina espabilado sería como cuadrar el santo a la banda.
—Dispongo de una o dos semanas de tiempo solamente para tales
pesquisas.
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—¿Y sobre los víveres?
—Debemos elevar petición a la mayoría general, así como de los
pertrechos mínimos.
—Víveres y un juego de banderas, señor. Bien, esta misma tarde le
entregaré el listado de necesidades mínimas para que lo compruebe.
—Gracias, segundo. Pero ahora debemos celebrar que esta corbeta,
marinera como pocas, regresa para volver a besar las aguas. Quiero invitar a
comer a los oficiales en su cámara.
—Encantados y agradecidos, señor.
Todo parecía abrirse en color de rosa por la proa, especialmente tras haber
escuchado que la comisión de mar podía alargarse hasta aguas portuguesas, si
nos tocaba la bola blanca en el sorteo. Sin embargo, cuando estuve a solas en
mi cámara, los pensamientos se cruzaron al bies, una norma demasiado
habitual y negativa en las últimas semanas. No podía evitar un sentimiento de
culpabilidad como si me fuera distanciando más y más de los míos, deseando
escapar hacia la mar y navegar el mayor número de leguas posible para
olvidar todo lo que dejaba en tierra. Debía reconocer que algo de verdad se
encerraba en aquella muda recriminación. El rostro de Eugenia desfilaba por
mi mente desdibujado, como si no pudiera retener sus rasgos o se tratara de
una persona desconocida. Pero al mismo tiempo la figura del pequeño Pecas
saltando a mi alrededor clavaba picas bien dentro hasta producir verdadero
dolor. Volví a repetirme que la mar sería el bálsamo buscado, capaz de
hacerme retornar a la situación de felicidad vivida meses atrás. No obstante,
era consciente de que comenzaba a mentirme sin rebozo, deseando creer
aquellas oscuras palabras.
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4. Una inesperada sorpresa
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de nuestra dotación, habían perdido la vida el cocinero de equipaje, dos
artilleros, tres soldados de tropa y un grumete, a lo que debía añadirse a la
luctuosa lista un marinero y un grumete más por las fiebres pútridas que tanto
atacan a las unidades en la mar.
Aunque fueran escasas, no podía sufrir esas mermas en un buque donde
no sobraba un solo dedo porque, a pesar de que costara creerlo como cierto,
disponíamos para las faenas de mar de once marineros y diez grumetes
solamente, por mucho que hubiéramos ajustado el plan de combate para que
otros hombres, artilleros e infantes incluidos, arrimaran el hombro y los
brazos a los cabos de labor en caso de necesidad. Bien es cierto que los más
de cien soldados portugueses embarcados de transporte hacia las Azores
habían llevado a cabo una formidable actuación, al punto de considerar como
milagro santero y su trabajo al desmayo en las bombas que la corbeta no
cayera hasta el fondo de las aguas, un auxilio del que no dispondríamos en la
ocasión actual.
Como decía, aquellos primeros días tras el anuncio del comandante
general de la escuadra para el necesario y rápido alistamiento de los buques
me sentí tranquilo y sin demonios en recorrida de tripas. Al tiempo que
lanzaba a mis hombres en determinadas pesquisas oficiales por los almacenes
y ramos del Arsenal, llevé a cabo las gestiones que solo el comandante puede
realizar con cierto grado de garantía, pero sin la urgencia y atropello sufrido
en parecidas circunstancias. Es indudable que la experiencia aporta grano a
las sacas en abundancia, pero también obraba a favor mi especial interés por
abandonar la bahía y ralentizar emociones encontradas.
Una vez más, quizá corroborando las palabras del inolvidable tío Santiago
sobre mi nacimiento con incomparable estrella benefactora, me sonrió la
suerte a portas abiertas desde el momento inicial. Porque en mi primera visita,
girada al Cuartel de la Real Compañía de Guardiamarinas, el teniente de esta,
el capitán de fragata Benigno Maldonado, me ofrecía por derecho y sin
súplica un caballero[22] de catorce años, Cayetano Monteagudo, menudo de
carnes y aniñado pero con ojos despiertos, una vez asegurado por mi parte
que se trataba de una comisión de mar de escasa duración prevista. Aceptó tal
aseveración con una sonrisa quien consideraba como un buen amigo y
compañero de promoción, aunque todos los miembros de la Armada sabemos
cuándo sale un buque a la mar, pero jamás la fecha siquiera aproximada de su
posible regreso a puerto.
Con el resto de las necesidades también gocé de vientos propicios. El
director del Real Hospital de Marina, el afamado cirujano don Fermín Nadal,
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me concedió con sonrisa añadida la necesaria prórroga en el embarque del
sangrador, pieza importantísima si tenemos en cuenta que no había suficientes
cirujanos para embarcar en las diferentes unidades. A mi corbeta le
correspondía uno por reglamento, pero dado el extenso trabajo de sangre por
caños y tierra en aquellos días, se obviaban reglamentos y especificaciones
escritas a la llana y sin alzar una ceja. Y en su beneficio era de ley recordar
que don Joaquín Giráldez, un sencillo sangrador, había demostrado a bordo
bastante experiencia en heridas y contusiones, llevando a cabo su importante
cometido de forma muy satisfactoria.
Debo aquí recordar que don Fermín Nadal era una bellísima persona que
por suerte me concedía cierta deferencia. No podía olvidar que en sus manos
había perdido la vida mi padre tras el combate de Trafalgar a bordo del navío
Príncipe de Asturias donde ejercía como cirujano mayor de la escuadra,
cuando intentaba detener la sangría de su pierna. Pero, semanas después,
destinado como ayudante del general Escaño, seguí día a día la enfermedad de
don Federico Gravina, cuya responsabilidad había quedado en las manos de
quien se consideraba como primer galeno de la Armada. Habíamos pasado
por momentos de esperanza antes de asistir al fallecimiento del afamado
personaje. Y mucho había sufrido el pobre don Fermín durante aquellas largas
y complicadas intervenciones, con esquirlas huesosas brotando del malherido
codo, en las que la vida del capitán general se le escapaba de sus manos.
Siempre le estaré agradecido y todavía lo recuerdo con cariño.
El cocinero de equipaje fue tarea fácil porque eran muchos los de su clase
en situación de mano sobre mano, deseando disponer de raciones de boca.
También el pilotín, Pedro Infante, me fue servido sin contratiempos en la
Escuela de Pilotos, aunque no me agradara mucho a primera vista aquel joven
desgarbado y, en apariencia, con escasa sangre en las venas. De esta forma,
quedaba el pilotaje de la corbeta en manos de dos barbilampiños, una faena en
la que siempre se agradece la experiencia tanto en navegación costera como
de altura, aunque fuera responsabilidad de los oficiales de guerra supervisar
su tarea.
El mantenerme inmerso en las preocupaciones que se acumulaban día a
día presentaba la cara positiva de alejar de mi mente otros pensamientos de
los que en verdad huía, aunque tal aseveración suene a villana cobardía. Lo
cierto es que pasaba por el palacio de la calle de la Amargura en contadas
ocasiones y el trabajo a bordo me ofrecía una coartada moral perfecta. Sin
embargo, no dejaba de pensar en el momento de la despedida. Sufriría a fondo
al tener que mirar a Eugenia a los ojos porque ella fue siempre mujer de las
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que podían leer en mi alma cual pliego matriz. ¿Cómo es posible que muden
nuestros sentimientos o los que por tales entendemos de tal forma y con tan
extrema rapidez? ¿Qué vientos habían desarbolado aquel amor intenso y a
veces desesperado, sentido tiempo atrás por la misma mujer que ahora me
causaba sentimientos de cariño solamente? Buscaba la razón con abatimiento
sin encontrarla, lo que llegaba a hacer odiar mi propia persona. No obstante,
cuando tales olas negras entraban sin desearlo, paseaba a bordo por la cubierta
hasta encontrar con rapidez algún asunto que necesitara de mi atención.
La primera semana se cubrió de la forma más positiva que era posible
esperar. El segundo comandante, siguiendo las instrucciones generales de la
mayoría y las mías particulares, recorrió el arsenal buque a buque con
peticiones en ruego alzado. Consiguió en un primer intento dos artilleros
preferentes con escasa experiencia y tres soldados de infantería de nuevo
cuño. Pero al tercer día arribaba a bordo con sonrisa de orejas para
comunicarme el embarque de dos marineros de brazos verdes, dos grumetes y
un paje. Nuestra dotación aumentaba a los ochenta y ocho hombres con lo que
ya no era necesario soñar, aunque años atrás habría sido catalogado tal
número como inadecuado e imposible para salir a la mar.
Por su parte, también el joven contador acumulaba experiencia y se
forjaba a las bandas con soltura. Lo pude comprobar al observar como se
atracaba a la corbeta un lanchón del arsenal con víveres en cantidad como
hacía mucho no se divisaba en buque alguno. Y no fue fácil estibar la salazón
al disponer de más víveres a bordo de los declarados en el estado de fuerza al
arribar a Cádiz, entregado a la mayoría general de la escuadra. Es cierto que
habíamos mentido en pliego sin rebozo, aunque se trataba de una medida
habitual en todos los buques por aquellos días. Y para rematar el cuadro a
luces, el hábil sangrador conseguía de la Dirección del Hospital una caja con
seis frasquitos de láudano, una cantidad de oro líquido que, estaba seguro, no
se encontraría disponible a bordo del insignia. Tan solo se echaba en falta
vino y aguardiente, cuestión de la que debí tomar cartas en el asunto y aflojar
la faltriquera propia con generosidad. Poco me dolió al conocer por boca de
don Antonio de Escaño que don Benito de la Piedra había saldado en cero mi
deuda con él de forma definitiva.
Llegué a creer que estaba tocado a bordo por el dedo de la divina
Providencia como tantas otras muchas veces mientras a la contra me acortaba
la vela en el aspecto personal. De esta forma, una semana después de la
reunión a bordo del navío Príncipe de Asturias dábamos el listo para salir a la
mar, entregando en la mayoría el estado de fuerza de la corbeta bajo mi
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mando. Aproveché la ocasión para hablar con mi buen amigo el capitán de
navío Urriortúa, dos horas de incansable parla en la que me puso al día de
todo lo que acaecía en la escuadra, sin olvidar la buena noticia de su próximo
nombramiento como comandante de una fragata. Fui felicitado por el mayor
general al comprobar la celeridad en mi alistamiento al que resté importancia,
alegando mi regreso de la mar pocas semanas antes. Quedó en avisarme de la
fecha de salida que se estimaba para la última semana del mes de julio, dados
los problemas que presentaban algunas unidades, especialmente los navíos en
paso a la penosa situación de desarmo.
Regresé a bordo de la Mosca con cierta felicidad encastrada en los huesos.
Todo parecía abrirse en camino de rosas, la mar se encontraba al alcance de la
mano y ningún contratiempo era de esperar. Incluso tras una inspección
llevada a cabo por un marinero buceador en la obra viva de la corbeta con
especial atención al forro de cobre, declaraba que se encontraba en perfecto
estado, incluida la reparación del boquete que aquella maldita piedra nos
abriera en la amura de babor. Era difícil creer que hubiéramos llevado a cabo
un trabajo tan primoroso al carenar la corbeta a la tumba con medios de
fortuna en una ensenada desconocida y alejada de cualquier arsenal. Pero así
se mueve la vida en los barcos con sorpresas de pie y medio día sí y otro
también.
Creí que habíamos rellenado los toneletes de la obligación al ciento y ya
podíamos dejar subir la marea con tranquilidad. Sin embargo, todavía en
aquella misma jornada debía encarar una sorpresa de las de gatillo grueso, una
noticia que no podía siquiera imaginar.
Aquel día Okumé me sirvió un almuerzo más propio de reyes, al menos
para mis gustos personales, que tan bien conocía el africano. Tras unos
huevos preñados de chorizos a la hoguera y una tierna paletilla adobada con
caldo espeso de hierbas, todo regado con una frasca de vino manchego que
llamaban cascarrón, posiblemente por su fuerza equiparable a los vientos,
quedé con el alma en pacífica beatitud. Se lo agradecí con mi acostumbrado
golpe de afecto en sus hombros.
—Cada día cocinas mejor, amigo mío. Si nuestro señor don Fernando
catara estas carnes, ordenaría tu inmediato traslado a Palacio.
—¿A ese castillo de Valençay donde se encuentra aprisionado por los
franceses? —Movía sus recias manos apartando la idea—. No deseo recibir
tales prebendas, sino seguir a su lado. Lo que sucede es que sé bien los
alimentos preferidos por el señor en cada momento con solo observar su cara.
Es necesario que el hombre de mar rellene el buche en condición cuando se
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halla en puerto, especialmente el comandante del buque. Más tarde nos
alcanzarán las penas en andanadas sobre las olas y llegará el rancho en frío
para tomar en el alcázar con los pies bamboleando por los aires.
—Razón te sobra.
Aunque pensé en hacer la siesta que tanto se bendecía en las Indias,
recordé mis instrucciones para no perder el tiempo a disposición en puerto. Y
debe ser el señor comandante quien dé ejemplo en cubierta, aunque muchos
no lo estimen así. Desde que se nos ordenara el alistamiento, habíamos
retomado a bordo los ejercicios de mar y guerra, especialmente los primeros,
que no era cuestión de amparo perder las buenas costumbres. Algunas voces
cantaban a destiempo y era necesario regresar con fuerza a la línea marcada.
Tanto el segundo comandante como el contramaestre primero, don Sebastián
García, mi mano derecha en la mar, fustigaban a babor y estribor con voz
agria, aunque en sus caras reconocía cierta satisfacción. De forma especial el
nostramo[23] distribuía a los hombres tras las mermas sufridas, así como los
relevos previstos en el plan de combate. En uno de los descansos se acercó a
mi posición en el alcázar junto a la timonera, secando el sudor de su frente
con un amplio pañuelo de mil usos e inciertos colores.
—¿Cómo se mueve el rebaño, don Sebastián? ¿Regresan al aprisco sin
desdoro?
—Han perdido fuste algunos músculos, señor, pero cobrarán el temple en
pocos días aunque debamos dar cañón[24] si se tuercen las sonrisas en
demasía. No tiene de qué preocuparse porque ofreceremos el tono apetecido
llegado el momento.
—¿Qué le parecen los nuevos?
—Si le soy sincero, señor, todavía no puedo creer que en el navío San
Julián dejaran escapar esos dos marineros bragados en olas como pocos. Son
fuertes y dispuestos a la faena, dos gavieros ideales. Los grumetes navegan
por cuerdas bajas, pero con posibles en futuros.
—Hemos tenido suerte.
—En parte, señor.
—¿En parte? ¿Le preocupa alguno en especial?
—Me preocupa mucho el cocinero de equipaje, señor. —Mostraba rasgos
de contenida indignación, por lo que dirigió la mirada hacia la cubierta—. La
menestra que ese maldito ha cocinado hoy en perolas es la bazofia más
purulenta que jamás caté en un buque de la Armada. Este jamelgo no ha
pisado ni la cocina de su putañera madre a la que posiblemente no conociera.
Así se le pudran las tripas, si me permite sinceridad abierta. Si a bien lo tiene,
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señor, Okumé podría darle alguna lección o ese sacamantecas acabará muerto
a puñadas por nuestros hombres. Ya sabe que una menestra sin sabor
enloquece a muchos.
Reí para mis adentros ante aquella salida. Don Julián era un extraordinario
contramaestre a quien mucho le debíamos en la Mosca por sus hazañas
cuando andábamos desarbolados y medio hundidos en la costa de la isla
Flores. Tan solo tenía dos debilidades: el aguardiente y la menestra,
especialmente la segunda que era la base de la alimentación en la Armada.
—No se preocupe que mejorará sus guisos aunque tengamos que ofrecerle
el gusto del rebenque como a un simple grumete. Le diré a Okumé que no le
pierda de vista cuando se maneje en el fogón.
—Muchas gracias, señor. Ya sabe mi opinión de que mal se puede encarar
la mar y la guerra sin la panza en condiciones, especialmente cuando se
disfruta de buenos alimentos estibados a bordo como es la ocasión. Luego
llegarán las vacas flacas y hay que encontrarse bien dispuesto. Por cierto,
señor, ¿se sabe ya cuando abandonamos la bahía?
—Todavía no ha sido confirmada la fecha, pero estimo que deberá ser la
semana próxima si no me engaña la intuición. No creo que se nos presenten
problemas de orden con nuestros hombres en esta comisión mediterránea. Es
buena condición navegar en semanas de estío.
—Así debería ser, señor, pero poco fío en el Mediterráneo y sus vaivenes
más propios de cortesana retozona. Hace algunos años a bordo del bergantín
Vigilante nos tomó un levantazo al sur de la costa mallorquina, que cerca
estuvo de hacernos clavar el bauprés en la iglesia del pueblecito costero más
cercano. Y nos movíamos entrados en los calores del mes de agosto.
Perdimos el aparejo al completo y tan solo un cable aguantó en mena fina
cuando ya alzábamos rezos al Altísimo por el bien de nuestras almas. Prefiero
la mar océana que es de lomos duros pero noble y se la ve llegar de lejos. Este
Mare Nostrum, como lo llama el segundo comandante, devanea en exceso y
suele tomarnos a veces sin posibilidad de respiro.
—Estoy de acuerdo con sus palabras. Mi padre sufrió una manta negra a
bordo del jabeque Murciano que siempre recordaba como su peor experiencia
de mar. Los desplumó hasta la guinda y también era en época de verano.
—¿Una manta negra ha dicho? Eso es peor que nombrar la bicha en
palacio. —Lanzó los dedos cruzados hacia las aguas, una de las señales
habituales en los nostramos para expulsar los dioses negros de la mar—. Pues
si la libraron por alto, deberían acabar sus días en rodillas clavadas y con
rogativas de coro. He oído hablar de ese terrible efecto, un soplo más propio
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del Maligno, en boca de algunos viejos contramaestres. Por el bien del alma
no la sufrí en mis carnes ni espero hacerlo.
—Al menos en esta navegación, señor —era el segundo quien
pronunciaba aquellas palabras al acercarse a nuestra posición.
—Nada de malos augurios —aseguré con convicción—. ¿Todo en orden,
Ibarreche?
—Mejor de lo esperado, como ya le habrá explicado don Sebastián. Hasta
es posible que salgamos a la mar con más trapo a disposición.
—Supongo que se debe a la faena que despliega el maestro velero. ¿De
dónde sacó ese material?
—Hemos tenido mucha suerte, señor. Resulta que su hermano mayor
trabaja en el taller de velas del arsenal. Por lo visto, detenta un puesto de
cierta responsabilidad. No sé con qué procedimientos, ni deseo saberlo, le ha
conseguido una vela trinquete y una gavia que pertenecieron al aparejo de
respeto del navío San José.
—¿Del San José? Por todos los cristos que en la mar navegan, ese navío
nos lo tomó en caliente el entonces comodoro Nelson durante el combate de
San Vicente, aunque no sea de rememorar aquel malhadado 14 de febrero de
1787.
—Así es, señor. Como recordará esta corbeta, construida bajo gálibos[25]
franceses, disponía en principio de un petifoque[26]. Por esa razón, arbola un
segundo botalón de bauprés. Como nuestras unidades de parecida clase no
incorporan esa vela, se decidió prescindir de su reposición en su momento,
cuando la Mosca andaba más cerca del desarmo que otra cosa. Pero ahora le
he dado permiso para componerla, si es capaz de conseguirlo. A esa faena se
ha entregado con mucho entusiasmo. La verdad es que don Damián es un
magnífico velero y en su opinión, con la que coincido, esa nueva vela puede
darnos un pico de ceñida y alguna vara extra de andar.
—Me parece una idea excelente. Que le den rancho especial a esos
veleros si rematan la faena.
—Muy bien, señor.
Por fin mientras se reanudaban los ejercicios doctrinales me retiré a la
cámara para refrescar un poco la cara en la jofaina y rascar el sudor.
Sufríamos uno de esos días gaditanos sin viento y con el sol clavado en grillos
rojos desde la mañana. Cuando observaba desde la balconada como el disco
de fuego comenzaba a declinar, fui avisado de que una falúa de servicio se
acercaba por nuestra aleta de babor. Supuse que sería la notificación de la
comandancia general sobre la fecha definitiva para la salida a la mar, por lo
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que me mantuve en mi cámara, esperando la llegada de algún oficial de
servicio. Sin embargo, poco después aparecía Okumé con sonrisa alargada de
labios prietos, señal de que algo bueno y fuera de lo habitual se ceñía a bordo.
—¿Qué sucede?
—El señor tiene una visita inesperada.
Al tiempo que llevaba a cabo una reverencia en chanza muy habitual en él
elevaba su brazo como si diera paso a un inesperado prestidigitador. Y la
sorpresa fue grande al comprobar la presencia de mi cuñado, gran amigo y
compañero, el capitán de fragata Adalberto Pignatti, que todavía servía como
uno de los ayudantes del general Escaño. No obstante, y aunque me alegrara
de su presencia, pensé que alguna desgracia podía haber ocurrido en nuestro
hogar de la calle de la Amargura, cualquier razón que causara aquella
inesperada aparición a bordo.
—¡Beto! Tú por aquí. ¿Ha sucedido alguna…?
—¿Por qué has de pensar siempre que ha de ocurrir algún desastre en tu
vida cuando un garbanzo se sale de la Línea una mínima pulgada? Eres un
malaje, aunque para colmo de incongruencias la suerte te sonría a chorros casi
siempre. Puedes estar tranquilo que nada malo ha sucedido en la morada
familiar. Mi visita se debe solamente a un especial recado del teniente general
don Antonio de Escaño para ti. Bueno, en realidad se trata de un magnífico
obsequio.
—¿Un obsequio del general para mí? —La curiosidad hizo su aparición
con fuerza—. Vamos, dime de qué se trata y no comiences a tontonear en
rondo.
—Como debes de saber, el bergantín Palomo, ese buque enviado por
nuestra Señora del Rosario desde los cielos, que nos recogió en la mar con
toda la familia cuando navegábamos en aquel pequeño latino pesquero,
regresó a Cádiz tras fracasar el intento del marqués de Ayerbe de liberar a
nuestro Señor don Fernando de su prisión en Valençay.
—Sabía de vuestra recogida por un bergantín, pero nada me contaste
sobre esa especial maniobra de rescate por el marqués de Ayerbe, ni que se
tratara del Palomo precisamente. Le tengo especial cariño a ese buque.
—¿Al bergantín Palomo? ¿Por qué?
—Me encontraba embarcado en él cuando conseguí la charretera. Se
debió a una recompensa por mi valeroso comportamiento durante el combate
contra la balandra inglesa Albertine, que acabó por salir en dirección de
Gibraltar con el aparejo al copo y rasas[27] entrándole de enfilada por el
espejo. Así rezaba el parte oficial.
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—Es cierto, ahora lo recuerdo, pero no lo asociaba con el Palomo. Si
desconocías los detalles del marqués de Ayerbe es porque andabas entonces
por las Azores en diversión marítima permanente. —Beto se movía por la
cámara con su contagiosa alegría, una condición que mucho necesitaba mi
alma por aquellos momentos—. Mientras los franceses me perseguían por
tierra con la familia a cuestas, tú rematabas fragatas francesas por aguas
paradisíacas.
—Sin duda se trata de una especial forma de exponer la situación, botarate
del demonio. Vamos, suelta la información de una vez.
—Pues ahora el marqués de Ayerbe lo va a intentar de nuevo. No se
puede negar que su lealtad por don Fernando alcanza cotas sublimes y dignas
de toda recompensa. Como el Consejo de Regencia, que dispone de
informaciones al respecto de confianza, aprueba el plan, se alistó al Palomo
una vez más en el arsenal de la Carraca. El pobre había sufrido un temporal
de grado en el golfo de León antes de topar con nosotros y salvarnos el
pellejo. Ahora va a ser comisionado de nuevo para pasar a la costa gallega
con Ayerbe a bordo, acompañado en esta ocasión de un capitán del Ejército
llamado José Wanestron. Como te decía, intentará ese milagroso rescate en el
que pocos creen, atravesando la frontera francesa por el Reino de Navarra.
Mucha suerte ha de aligerar en la saca ese fiel vasallo para cumplir su alta
misión. Pero la buena noticia llega ahora.
—Espero que largues la lengua antes de la cena, a la que te invito.
—Ya me daba por invitado y he amenazado a Okumé con el rebenque si
las viandas no son de mi agrado. —Beto reía, feliz, como era su norma
habitual. También sentía especial cariño por el africano, como todos los
miembros de la familia—. La gran noticia es que tomaré el mando de ese
magnífico bergantín, construido en el arsenal ferrolano en 1795 bajo la
advocación de San Germán y armado con dieciocho hermosos cañones.
—Pero si ha salido en comisión hacia Galicia, ¿cómo vas a tomar el
mando?
—No seas mastuerzo y piensa alguna vez. Naturalmente, izaré mi
gallardete cuando arribe a la bahía gaditana en su tornaviaje.
—¡Vaya! ¡Enhorabuena! Mucho me alegro por ti. —Lo abracé con
entusiasmo—. Por fin consigues el mando prometido que tanto mereces.
—Una promesa que, es obligado decirlo, se alargaba desde hace
demasiado tiempo. Bueno, es cierto que un bergantín debería ser mandado por
un teniente de navío o de fragata, como es el caso en la actualidad con Diego
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Quevedo. Pero también es irrefutable que en estos días de guerra e
incertidumbre anda todo descuadrado en la Armada de quilla a guinda…
—Nada me debes explicar en ese sentido. Aquí me tienes de capitán de
navío al mando de una corbeta.
—En efecto, aunque para tu desgracia ya sé que te queda poco por gozar a
bordo.
—Según parece voy a abordar la que será última comisión sobre estas
tablas. Entregaré el mando al regreso de Mahón.
—Ya me lo había comentado don Antonio hace un par de días. Pero mira,
me da igual mandar un bergantín que la balandra más mísera del puerto. Lo
que quiero es volver a la mar. Llevo demasiado tiempo fondeado entre pliegos
y documentos de lacre.
Algo no cuadraba en la explicación de Beto o todavía guardaba bajo la
manta alguna información, condición muy habitual en él. Me separé para
mirarlo a los ojos porque la cara era siempre un fiel reflejo de sus
pensamientos.
—Te repito que mucho me alegro por ti. Pero falta algo. ¿Ese es el regalo
del general para mí?
—No tiene nada que ver. Comencé por lo del mando porque es la cuestión
más importante. Verás, cuando el general me dio la noticia sobre mi mando
del bergantín Palomo, le supliqué con lágrimas en los ojos que necesitaba
salir a la mar para desentumecer los músculos. Deseaba embarcar en
cualquier buque, aunque se tratara como paje de escoba en una tartana del
comercio y un mes de duración. Debí de tomar a don Antonio en uno de sus
momentos buenos porque sin pensarlo un solo segundo me hizo una
maravillosa propuesta que no puedes siquiera imaginar.
Quedé en silencio para aligerar esa divagante parla a la que tan
acostumbrado estaba.
—Resulta que la semana próxima sales a la mar para darle conserva[28] a
esos navíos que pasan a mejor vida con enorme tristeza de todos. Pero al
mismo tiempo la Regencia desea enviar una nota reservada y urgente al
gobernador militar de Mahón. Creo que se trata de formar alguna compañía
con las milicias de las islas o sobre su transporte. No me hagas mucho caso
porque no pude enterarme con todo detalle, aunque pegara la oreja al
mamparo. Y sin esperarlo, don Antonio me preguntó si era voluntario para
embarcar en esta división y ser el portador de la misiva. —Beto arqueó los
brazos en jarra, sonriendo de placer—. ¿Qué te parece?
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—Pues que el general te hace un gran favor. Ese mensaje, por importante
que sea, lo podría llevar cualquier comandante de los buques designados.
—Eso ya lo sé y mucho se lo agradezco. Ha sido una buena excusa del
general para premiar mi fidelidad. Mucho le debemos los dos a ese buen
hombre. De todas formas, no soportaba un día más en ese despacho, lo que
nuestro jefe y protector pareció comprender. Además, ese Consejo Supremo
de Regencia acabará con problemas graves más pronto que tarde. Lo que más
siento es que la salud de don Antonio no se encuentra para tanta presión. Pero
bueno, supongo que estarás encantado con el obsequio.
—¿Qué obsequio?
—Joder, Gigante, pareces alelado. El general me preguntó la unidad en la
que deseaba embarcar. Y como puedes suponer no lo dudé un segundo. Vas a
disfrutar de la presencia de tu buen amigo y cuñado a bordo de esta preciosa
corbeta. —Me miró con gesto de asombro—. Me extraña que no des saltos de
alegría. Aunque debe quedar muy claro que embarco en comisión de
transporte. Vamos, que necesito confortable camastro, buen yantar y
generosos caldos, mientras respiro el aire de la mar.
—También debes saber que es costumbre en la Armada que los oficiales
en situación de transporte se ofrezcan al comandante para las misiones que
este estime oportunas. —Seguía sus bromas, encantado.
—No será el caso, porque me darías algún trabajito con rapidez. Esta va a
ser una comisión de rositas y debemos disfrutar de la brisa marítima.
¿Recuerdas lo bien que lo pasamos a bordo del bergantín Penélope en aquella
agitada comisión a las Indias? Jamás has vuelto a tener un segundo como yo.
—Eso es cierto, y hablo en serio.
—Debo remojar mi cuerpo con el aire de la mar, que en esos despachos se
me ha resecado hasta el alma como el bacalao en salazón. Ahora en serio,
sabes que me tienes para lo que quieras, aunque con esta dotación reducida ya
te manejaste bien por las Azores. ¿Cuántos oficiales de guerra tienes ahora
mismo?
—Cuando embarqué en la Mosca la situación era desastrosa, como podrás
recordar. El teniente de fragata segundo comandante, aquel pobre Martín
Fuentes, cayó rodando cubierta abajo, siendo dado de baja con fracturas
abiertas y mal porvenir. Salí a la mar solamente con un alférez de navío, un
alférez de fragata y un guardiamarina caído de los cielos.
—Algunos ascendieron, ¿no?
—Los propuse a los tres porque su comportamiento en situaciones de mar
y combate durante la comisión fue formidable. Pero ya sabes cómo se
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reparten las mercedes en la Armada al puro sorteo. Ascendió el segundo y el
caballero. De esta forma, ahora mismo dispongo de un teniente de fragata
como segundo comandante, dos alféreces de fragata y un guardiamarina, que
no presenta mal aspecto. El caballero me lo consiguió nuestro buen amigo
Meléndez hace pocos días.
—¿Meléndez? Has tenido suerte. Bueno, con los ascensos se ha
compensado un poco el grupo.
—En efecto. Todo eso sin contar con el embarque de un capitán de
fragata, don Adalberto Pignatti, en persona. Un verdadero lujo.
—No olvides que Pignatti embarca en situación de transporte y
mensajería de guerra. —Abrió los brazos, girando como una peonza—. Por
cierto, si no te importa le diré al segundo que inscriba a Miguelillo como mi
criado particular.
—¿A Miguelillo? ¿Y qué será de Andrés?
—Ya calza el pobre demasiados años y ve con buenos ojos quedar en
tierra. Además, mucho le debo a ese rapaz que nos salvó la vida cuando
huíamos de los franceses por la serranía. Es capaz de clavar su cuchillo en una
garganta a diez pasos y sin dudarlo un segundo, como ya demostró con aquel
sargento franchute que nos quería enviar a la otra vida. Aunque solo haya
cruzado los catorce años, es más valiente y bragado que muchos mocetones.
También le prometí a su padre, el jefe de la partida que nos auxilió en el
ataque a los gabachos, que haría de él un hombre con posibilidades que no se
le abrirían en el campo.
—Encantado por mi parte. Creo que has tomado una acertada decisión.
—Bien, debes informarme para saber por dónde me muevo. Hemos
hablado de los oficiales solamente. ¿El resto de la dotación es de braza?
—Hay garbanzos duros y blandos en la perola, aunque de escaso número
en general, la misma situación que encontrarás a bordo del Palomo. Por
fortuna, el contramaestre es de garantía absoluta, así como el maestro velero,
el calafate y los dos carpinteros. El antiguo pilotín, promovido a segundo
piloto, es despierto y habilidoso en su materia aunque no tenga demasiada
experiencia. Bueno, tampoco me puedo quejar del contador, listo como un
grillo. En conjunto, oficiales mayores y de mar de calidad, pero escasos en
número. En total, poco más de media dotación.
—¡Dios! ¡Cómo hemos decaído en tan pocos años! Esta Armada es una
sombra de la que conocimos al sentar plaza en el Real Colegio.
—Don Carlos el Cuarto y su escandaloso privado redujeron casi a cero la
Real Armada que costó un siglo levantar. Cuando pienso que a la muerte de
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don Carlos el Tercero disponíamos, alistados y con dotaciones en reglamento,
de setenta y seis navíos, cincuenta y una fragatas y un total de unidades a flote
que superaba las trescientas es para desesperar. En fin, pensemos o soñemos
que llegarán tiempos mejores.
—No debemos dudarlo en ningún momento o caeríamos como muchos de
nuestros compañeros en la más negra desesperanza. Cuando ganemos esta
guerra a los franceses será cosa de mirar con optimismo hacia el futuro.
Permanecimos en silencio mientras Beto se movía hacia la balconada, y
acabó por dirigir su mirada hacia las aguas. Me sentí preso de cierta tristeza,
como si añorara pasadas épocas cuando todo se movía en color de rosa a mi
alrededor. Las siguientes palabras salieron de mi boca en tono lastimero.
—Me alegro de tenerte conmigo amigo mío, ya lo sabes. Además,
necesito compañía, hablar y dejar volar los…, apartar los pensamientos…
Quedé en silencio sin saber las palabras que debía utilizar. Mi cuñado
pasó como por encanto a la más estricta seriedad. Nos miramos sin decir
palabra durante eternos segundos. Por fin, Beto tomó asiento frente a mí, al
tiempo que bajaba el tono de su voz.
—Mira, Gigante. Creo que siempre hemos disfrutado de la máxima
confianza entre nosotros, desde que sentamos plaza en la Real Compañía de
Guardiamarinas hace ya bastantes años, una confianza aumentada si cabe con
mi entrada en tu familia. También es cierto que hemos vivido codo con codo
momentos duros y felices, huracanes antillanos y balas inglesas cerca de las
orejas. Voy a ser sincero contigo como siempre lo he sido. Tanto tu hermana
Rosalía como yo hemos sufrido durante las últimas semanas al observar como
os habéis distanciado Eugenia y tú. Calla como norma tu mujer y esquiva
comentar cualquier detalle con la mía.
—Pero…
—Deja que acabe, por favor. —Beto alzaba sus manos—. Somos
conscientes de que el desgraciado hecho de no poder traer más hijos al mundo
o que tal posibilidad sea remota haya podido afectarte, aunque personalmente
no creo que se centre en ese punto el problema. Ya sabes que soy mucho más
librepensador de lo que nuestros conocidos estiman. He llegado a opinar a
veces, para mis tripas solamente, que podías amar a otra mujer, que allá por
las islas Azores hubieras encontrado un nuevo amor que superara el que
sentías por Eugenia. Sé que esas cosas suceden y hemos tenido conocimiento
de ellas en algunos de nuestros compañeros, situaciones de las que no me
escandalizo. Pero por otra parte, también se refleja el sufrimiento en tu rostro
a veces, cuando miras a Eugenia y crees que nadie te observa. Bueno, no sé si
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quieres hablar del asunto o prefieres guardar silencio, pero ya sabes que me
tienes para ayudarte si lo necesitas, en cualquier momento, sea lo que sea.
Escuché sus palabras como si las pronunciara un padre afectuoso a un hijo
descarriado. El sentimiento de culpa aumentaba de grado en el pecho, aunque
fuera incapaz de comprender o aceptar esa posible culpabilidad en mi
comportamiento. De todas formas, me emocionó observar su rostro, fiel
reflejo de la verdadera amistad que nos unía, un precioso bien del que pocos
llegan a disfrutar, tan cercano al verdadero amor. Y no saben lo que pierden
quienes mueren sin gozar de ese especial sentimiento. Respondí de forma
automática, como si mis palabras salieran de la boca vacías, sin contenido.
—Agradezco mucho tus palabras, Beto, muy necesarias para mí en estos
momentos. No creas que intento evitar hablar contigo sobre lo que me…,
bueno, sobre lo que nos sucede. Y es posible que sea injusto pluralizar al
exponer el problema porque probablemente sea yo el único culpable de esta
penosa situación. No solo eres el marido de mi única hermana, sino al mismo
tiempo el mejor amigo, pero no es fácil abordar esta dificultad que me ahoga
a veces. Y no lo entiendas como apuro o vergüenza para atacar ese espinoso
tema contigo, nada más sencillo, sino como incapacidad por mi parte para
explicar lo que ni siquiera yo mismo comprendo. —Me detuve unos
segundos, entrelazando las manos y observándolas con detenimiento como si
allí pudiera encontrar la solución—. No hay otra mujer en mi vida, de eso
puedes estar seguro. No llegué a conocer ninguna en esa comisión.
—Entonces, ¿qué sucede? —El rostro de Beto reflejaba perplejidad.
—No lo sé y sería capaz de jurar ante los Santos Evangelios que digo
verdad de ley. Lo único que puedo asegurarte es que todo ha cambiado al
compás de un día para otro aquí dentro —me señalé el pecho con la mano—,
como surge el tortolero[29] en aquellas aguas lejanas del mar del Sur. A veces
sufro la impresión de que la casa encantada ha dejado de serlo y regreso a la
dura realidad desde un maravilloso y fascinante sueño. Cuando tengo a
Eugenia cerca de mí no siento lo mismo que antes, eso es indudable, aunque
no sea capaz de explicar la razón de ese cambio. Y no me refiero solo al
aspecto puramente carnal, puedes estar seguro, aunque también engorde la
bolsa. Sufro al comprender que ella sufre, pero me considero incapaz de
tomarla entre mis brazos y decirle, como tantas otras veces, que la amo, para
así calmar su dolor. Siento cariño, un profundo cariño por ella, pero también
lo siento por mi hermana, por María Antonia o por la prima Cristina. No creo
que me entiendas cuando yo mismo no lo consigo.
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—Por esa razón quieres salir a la mar. Bueno, quiero decir que en esta
ocasión lo deseas con una mayor intensidad, casi como una necesidad
recetada por el galeno. Don Antonio lo comprendió y sugirió al comandante
general de la escuadra la inclusión de tu corbeta en esa comisión de escolta.
—Ya lo suponía. Es cierto que necesito alejarme de Cádiz, pensar en la
mar en soledad lejos de Eugenia y del ambiente que me rodea en nuestra casa.
Quizá reaccione y todo regrese a la normalidad o lo que como tal entendemos.
Tampoco puedo asegurarlo.
—¿Y si todo continúa igual?
—Bueno, conocemos un elevadísimo porcentaje de matrimonios que
disfrutan o penan de una vida de amor aparente con devaneos particulares,
aunque nunca he sido partidario de esa postura, al igual que tú. Le he dado
mil y una vueltas a la aguja sin descubrir el norte. Pero no adelantemos
acontecimientos. Es posible que el paso del tiempo sea el mejor ungüento
para sanar esa herida.
—Deseemos que sea así. No obstante, quiero que sepas algo importante.
Siempre te defenderé a capa y espada, allá donde sea necesario. Quiero decir
que dispenso un cariño especial a Eugenia, desde luego, que lo merece de
sobra. También quiero mucho al resto de la familia. Pero nunca olvides que tú
eres mi amigo, el verdadero amigo y esa condición supera a todas las demás.
Creo que por primera vez escuchaba a Beto pronunciar unas frases con
aquel tono de voz trémolo y emocionado. Volvimos a mirarnos, al tiempo que
nos abrazamos. Todavía escuché sus palabras dictadas a la baja.
—Todo se arreglará. Ahora debemos disfrutar de la mar como siempre
hicimos. Después de todo, ese es nuestro verdadero hogar, el que escogimos
para vivir.
—Disfrutemos de la mar.
Y a la mar me agarré como si se tratara del arpeo de abordaje más severo
o la percha última del náufrago. En mis pensamientos agradecí al general
Escaño que me enviara a Beto en aquellos momentos en los que tanto
necesitaba calor y comprensión. Era la primera vez que sufría un mal parecido
y bien sé ahora, cuando unas pocas canas adornan mi cabeza, que no hay peor
enfermedad que la del corazón o el cerebro, a veces amadrinada en un cable
de escasa habilidad.
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5. El bálsamo de la mar
El último día del mes de julio del año del Señor de 1810, conforme se abrían a
espuertas las primeras luces del alba, mandé levar las anclas de la corbeta
Mosca para salir a la bahía y esperar la formación del convoy que deberíamos
escoltar hacia la isla de Menorca. No se aferraron en la ocasión los nervios a
las venas como aquella otra primera vez, meses atrás, con la corbeta preñada
en mil dudas de colores negros como el infierno y escasas esperanzas en el
horizonte. La maniobra se llevó a cabo con eficacia y en silencio, y al son de
los pitos comenzamos a largar el aparejo por tientos. Aunque en los primeros
momentos debimos recibir ayuda de nuestra lancha para ajustar la proa y
separarnos de aguas sucias, pronto un levante fresquito que comenzaba a alzar
cabeza nos permitió navegar con mayores y gavias al gusto. Por fin, ya con el
sol en la raya del horizonte quedábamos en patrulla fuera de la bahía por la
zona de espera ordenada a poniente del castillo de San Sebastián.
La noche anterior había sido invitado a bordo de la fragata Diomede por el
jefe de la división, quien ya mostraba los galones de contralmirante con
orgullo en sus vueltas. Felicité a quien ya reconocía como un buen amigo,
Edmund Traylor, por su merecida promoción. Aunque en principio y según
sus propias palabras, declarara la intención de ofrecer una cena a bordo del
buque insignia a todos los comandantes de las unidades involucradas en la
comisión, debió de mudar de opinión sin que llegara a conocer el motivo. Tal
reunión se había llevado a cabo en la mañana del mismo día desde un punto
de vista puramente operativo y profesional en previsión de posibles
complicaciones en la navegación, así como para analizar las dudas que el
cuadernillo de Instrucciones y Señales, entregado el día anterior por su estado
mayor, pudiera ofrecer. No era el caso porque como norma habitual los
británicos empleaban extrema sencillez en tales compendios, muy alejados de
los detallados y a veces farragosos panfletos bíblicos, tan habituales en
nuestras escuadras y divisiones.
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De acuerdo con lo establecido por el comandante general de nuestra
escuadra, tan solo cabía contemplar dos importantes variaciones en la
planificada operación. Del conjunto de buques seleccionados para su paso a
situación de desarmo en el arsenal de Mahón había sido imposible reunir
personal suficiente para formar una mínima dotación del navío de dos puentes
Vencedor. Puede parecer situación vergonzosa y así la sufríamos, pero en
tales cuerdas se movía nuestra Armada por aquellos días. En vista de la
referida circunstancia, el almirante Keith había decidido, de acuerdo con el
general Villavicencio, habilitar el navío con un número suficiente de sus
hombres. De esta forma, se retrasaba algunos días su salida a la mar hasta que
los setenta marineros britanos escogidos, bajo el mando del teniente de navío
John Cook, se acoplaran con el buque y pudieran tomar las aguas con ciertas
garantías. También se había decidido que el navío Rodney esperara su salida
para ofrecerle la necesaria escolta.
La segunda variación en el plan previsto era que la fragata Cornelia debía
asumir una urgente comisión hacia el Río de la Plata, por ser la única de su
clase capaz de abordar tal navegación y regresar con los necesarios caudales
que mucho aportaban a la guerra. Y no crean que no sufrí al saber que se
estuvo dudando entre escoger dicha unidad y la corbeta Mosca, lo que habría
supuesto un remate esplendoroso de mi paso por tan hermosa unidad. Por
desgracia era importante la carga que se debía transportar, lo que decidió su
inclusión. De esta forma, el grueso de los buques españoles con dirección al
arsenal de Mahón navegaría en conserva solamente con la corbeta Mosca y la
fragata Diomede, en la cual enarbolaba su insignia el almirante Traylor. Debo
aquí señalar que, en contra de la inamovible costumbre española, era muy del
gusto de los mandos de la Royal Navy izar la pañoleta propia en una modesta
fragata, esos buques capaces de mover sus alas como alcatraz en celo.
La cena a bordo de la Diomede había sido muy cordial y amena, como las
dos celebradas anteriormente. Siempre he sido de la opinión de que todo
discurre de forma maravillosa en mesa inglesa si tienen a bien retirar del
diario menú esos pasteles rellenos de riñones al aire, que solo aquellos rudos
hombres de las islas británicas son capaces de oler, trasegar con gusto y
digerir. Y como los había ensalzado por educación en las dos ocasiones
anteriores, en esta última recibí doble ración en inmerecido castigo. No
obstante, lo que comenzara entre el almirante Traylor y yo como una relación
puramente profesional había desembocado en una agradable y sincera
amistad. El inglés deseaba conocer más detalles de nuestras peripecias por la
isla Flores y, más en concreto, el hundimiento de la fragata Clementine en la
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ensenada de las Conchas, lo que le narré con todo detalle. Volvió a alabar mi
profesionalidad y arrojo mientras degustábamos un magnífico vino
procedente de Madeira al que era muy aficionado. Y como no restaba tiempo
para corresponder a su invitación, acordamos que sería en el puerto
menorquín de destino donde podría embocar ese guiso especial de carne
elaborado por Okumé que tanto alabara cuando tuve el honor de ofrecerle
aquel primer almuerzo, antes de nuestra partida hacia las islas Azores.
Al igual que en la primera ocasión, el nuevo almirante se ofreció a
proporcionarnos cualquier elemento de primera necesidad del que no
hubiéramos podido surtirnos en el arsenal, si le era posible. Como ya andaba
sin rebozo y a las claras en nuestros contactos, animado en la ocasión tras
haber embarcado suficiente vino en el cuerpo, le solicité un juego completo
de banderas de señales, dado el deplorable estado que presentaba el que
teníamos a bordo. Comprendió la importancia de la cuestión, especialmente
para la operación que debíamos encarar bajo su mando, por lo que al día
siguiente lo recibíamos en nuestra corbeta acompañado de un par de frascas
del referido vino. Y por cortesía le devolví con el mismo oficial semejante
medida de aguardiente español, del que tanto gustaba. De esta forma, la
Mosca quedaba en perfecto estado para cumplir la comisión ordenada, si
podemos entender como perfección las limitadas posibilidades en que nos
movíamos, que todo en esta vida es relativo como el estado de la mar y la
altura de las olas.
En cuanto a mi vida particular, tal y como esperaba había sido dolorosa en
extremo la despedida de la familia, especialmente el temido cara a cara con
mi esposa. Y no me refiero al dolor que produce la separación de los seres
queridos como tantas otras veces, sino a la necesidad por mi parte de evitar un
análisis de la situación o preguntas para las que no tenía respuesta. Por
fortuna, el pequeño Pecas se aferraba con fuerza a mis piernas, clamando por
acompañarme, lo que originó risas entre todos al observar los movimientos de
aquel personajillo de casi tres años. Debo reconocer sin tintes añadidos que
Eugenia era una mujer inteligente, capaz de comprender al punto mi
sufrimiento. Y como entendí que su amor se mantenía muy por alto, salvó la
situación con elegancia y discreción. Tan solo sus últimas palabras se
clavaron a fondo cuando dijo en un suave susurro: «Pido a Dios y a Nuestra
Señora del Rosario que encuentres vientos propicios y entre las olas puedas
asentar tu alma, querido».
Bien saben los dioses de la mar que respiré hondo y con tranquilidad al
encontrarme de nuevo en mi cámara, aunque debiera enmascarar una vez más
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ese sentimiento de culpabilidad anidado en el pecho. Qué sabio es el refrán
castellano al afirmar que ojos que no ven, corazón que no siente, porque la
impresión de libertad comenzó a abrirse paso poco a poco desde el mismo
momento en que pisé cubierta. Y ya se rellenaba hasta la copa cuando,
asentado en la toldilla y con Beto a mi lado, observábamos la preciosa ciudad
gaditana en la distancia, todavía cubierta en ramo por una ligera bruma
mientras la corbeta se movía avante, engolfada en el viento con mayores y
gavias. Mi cuñado disfrutaba a bordo como un niño con un caballito en la
mano, lo que se adivinaba con claridad en su rostro.
—Te veo feliz, Beto.
—Y que lo digas. Necesitaba beber aire salado a pulmón sobre las aguas.
Un mes más en aquel siniestro despacho y habría muerto de fiebres sin
remisión.
—¿De fiebres pútridas, quizá? —contesté en broma.
—Es muy posible, que también esos miasmas navegan entre los pliegos
en tierra. Por cierto y sin que parezca adulación debo declarar que para la
escasa dotación disponible, las maniobras hasta ahora han sido bastante
buenas y sin murmullos de copla.
—Pues si hubieras asistido a la primera que llevamos a cabo en esta
corbeta allá por el mes de febrero, habrías buscado a la carrera ese despacho
del que tanto escupes. Estos hombres los hemos hecho a bordo con esfuerzo y
a romper cueros, especialmente por parte del segundo y el contramaestre. Por
fortuna, ya contamos con algunos hombres de mar que marcan el camino.
Claro que ahora, una vez desembarcados los soldados portugueses, no
podremos cubrir la artillería a las dos bandas, dado el escaso número de
artilleros y hombres a disposición. También se presentarían problemas si la
mar se abre a muerte y son necesarias muchas manos a los cabos.
—Esperemos que sea posible disfrutar de mar galana en esta navegación.
Decía el gran almirante Andrea Doria que hay tres meses para navegar por el
Mediterráneo con seguridad, los de…
—Julio, agosto y Cartagena —me adelanté—. Se trataba de un merecido
homenaje de ese gran hombre de mar al milenario puerto cartagenero, seguro
y cerrado a todos los vientos antes de que se cegara la laguna interior. Porque
en estos días cuando sopla lebeche de fuerza no es tan seguro el tenedero, a
no ser que te atrincheres por corto al aconchadero que ofrece el monte de
Galeras. Pero también a veces se tuerce esta mar mediterránea en los meses
de estío, aunque sea una excepción.
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—¿Cuándo van a salir esas vacas sagradas? —Beto orientaba el anteojo
hacia las puertas de la bahía—. Creo que vamos a navegar a ritmo de
tortugón.
—En efecto. Deberemos acortar mucha más vela de la deseada. Pero
mientras tanto podemos probar con el trapo al copo. Así observarás cómo se
abre al viento esta hermosa gacelilla. ¡Don Sebastián!
—Mande, señor comandante.
—Larguemos todo el aparejo que son muchos los meses con el trapo
aferrado. Este viento fresco es idóneo para calibrarlo. ¿Cree que tomará el
soplo en orden ese petifoque elaborado por los veleros?
—Mucho confío en don Damián, señor, que es muy hábil en su facultad.
Ayer tarde lo izamos varias veces sin estragos ni mordeduras. Por nuestra
parte quedó bien firme en la encapilladura del mastelero del juanete de proa.
—Pues vayamos allá.
Poco después se escuchaban los pitos de contramaestre y guardián, al
tiempo que los escasos marineros y grumetes trepaban con agilidad y rapidez
hacia las vergas. Y como por arte de magia mientras las velas clamaban con
música propia entre esporádicos gualdrapazos, desplegamos en escaso tiempo
hasta el último piquito, arrumbando al noroeste con el viento mantenido a un
largo. La Mosca largaba espuma avante con alegría, batiendo olas con la proa
como si quisiera demostrar que era una hembra marinera de incomparables
líneas. Y para regusto especial, el petifoque se tensaba a la vista sin bolsas ni
falsetes. Escuché la voz de Beto que no perdía detalle.
—Tienes dos o tres gavieros[30] de absoluta garantía. Poca gente en altura
pero buena. Y ese petifoque parece calcado en gálibos de orden. Un hurra por
el maestro velero. ¡Qué bien toma esta pequeña corbeta las aguas, Dios mío!
Orza poco a poco hasta observar como bolinea al límite.
Seguimos navegando con todo el aparejo largado a los vientos,
comprobando que en efecto esa nueva vela de fortuna debía darnos alguna
vara avante en regalo, así como la posibilidad de ceñir al coro un puño más.
Disfrutamos durante un par de horas hasta que el vigiador nos indicó la salida
de los buques por las puertas de la bahía. Y pueden creerme cuando aseguro
que sentí una enorme tristeza al observar aquel deprimente espectáculo que,
después de todo, no era más que el fiel reflejo de la Real Armada por aquellos
días.
Abría marcha el Príncipe de Asturias, hasta la semana pasada buque
insignia de la escuadra del mar Océano, un nombre que ya no cuadraba en
luces. Todavía se trataba sin duda de un magnífico navío de tres puentes y
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ciento doce cañones gloria de nuestros arsenales, que en mucho se asemejaba
ahora, como adelantara Beto, a una de aquellas vacas sagradas como solíamos
nombrar con desprecio a los navíos mercantes cargados en panza hasta la
regala. En el combate de Trafalgar había demostrado de lo que era capaz,
resistiendo el ataque a un mismo tiempo de varios navíos britanos y
devolviendo brea caliente por las dos bandas. Sin embargo, cualquier
comparación con su estado actual llamaba a lágrimas. En situación de paz
aquel buque debía embarcar por reglamento una dotación de novecientos
ochenta y dos hombres, sin contar el personal del estado mayor, cifra que se
veía aumentada en situación de guerra en ciento doce, divididos por mitad en
tropa de infantería y grumetes. En el luctuoso combate del 21 de octubre
presentaba una dotación de 1.121 hombres a los que había que sumar los
diecinueve de la mayoría general de don Federico Gravina.
A pesar de números tan llamativos, en esta comisión que debía realizar
hacia La Habana, tal y como me había comentado su segundo comandante, el
Príncipe embarcaba ciento noventa y dos hombres solamente, una peligrosa
decisión si se tiene en cuenta que eran muchas las millas que se debían
navegar y podían sufrir la temporada de los huracanes en las Antillas. En la
distancia se observaban las troneras de las dos primeras baterías cerradas al
canto, presentando tan solo algunas piezas en la tercera, así como en el
alcázar y castillo. No obstante, no se trataba de una excepción porque así se
movían todas las unidades llamadas al desarmo. Una vez en franquía el
Príncipe largó mayores y gavias, así como el juanete mayor, dos estays y un
foque, una lenta maniobra en su conjunto. Y no se trataba de precaución
alguna, sino que era todo el trapo a disposición.
En cuanto a las unidades encuadradas en nuestra división, pronto
avistamos la silueta de los navíos de tres puentes San Carlos y Fernando VII,
así como los de dos baterías Glorioso, Neptuno y Paula, pero debimos esperar
una hora más por el San Justo, trabado en bahía con una fragata mercante, por
fortuna sin mayores consecuencias. Navegaban en parecidas condiciones al
Príncipe, aunque con dotaciones más reducidas y aparejos al quite, así como
escasos cañones en sus baterías. Según me comentó el comandante del
Neptuno embarcaba ochenta y seis hombres solamente y ciento ochenta
prisioneros franceses bien engrilletados a la cubierta para evitar sorpresas
como algunas de las acaecidas en la bahía. Y para su desgracia no disponía de
marineros britanos bragados en miles días de mar, sino muchos grumetes de
manos blandas. Al menos, aprovechando que era necesario entregar
armamento en la isla menorquina, algunas de las piezas artilleras habían sido
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estibadas en la bodega de cada uno para, de esta forma, ofrecerles una mayor
estabilidad entre las olas. Porque aligerados de tanto peso podían acabar
navegando como peonza inestable y al rondón.
Una vez que todos los buques estaban fuera de la bahía, el Príncipe y el
Santa Ana tomaban derrota hacia poniente, escoltados por el navío Endurance
y la fragata Phoebe, aquella que avisara al almirante Nelson de la salida de la
escuadra combinada hispanofrancesa de puerto. Mientras tanto los nuestros
comenzaban a ceñir en lo posible, que era muy poco, para ganar el barlovento
mínimo necesario. Comprendimos que aquella navegación se alargaría sin
medida, aunque tanto Beto como yo lo consideramos una situación aceptable,
ya que deseábamos mantenernos sobre las aguas el mayor tiempo posible.
Aunque en una navegación ordinaria se suele adoptar una formación lo
menos espaciosa y más ágil posible, el almirante Traylor había ordenado
formar en línea de bolina y un cable de distancia entre buques, lo que en
nuestra Armada se nombraba como primer orden de marcha, ya que el viento
se mantenía entablado de levante aunque con visos de caer. Pero como ya
había especificado en la reunión previa, dada la especial y disminuida
composición de las dotaciones y sus aparejos se concedía libertad a los
comandantes en cuanto a proa y distancias. En la práctica cada uno debía
largar tantas millas a popa como le fuera posible, acoplándonos al más lento
que era, sin duda, el Fernando VII, con escaso aparejo a disposición. Y
también me movió a lástima observar su silueta a escasa distancia porque en
ese buque, llamado anteriormente Reina Luisa, había servido mi padre bajo
las órdenes de don Federico Gravina durante los últimos meses de la guerra
contra la Convención francesa. Por el contrario, navegaba con mejores aires el
San Carlos, un dos puentes de noventa y cuatro cañones construido en La
Habana y realzado posteriormente a las tres baterías y ciento doce piezas en el
arsenal de Cartagena.
Aunque suponía que el almirante Traylor utilizaría a la Mosca como
batidor de formación y repetidor de señales, dada la dificultad que la extraña
formación comportaba en tal sentido, me sorprendió recibir orden de situarnos
en descubierta[31] hacia levante con libertad de movimientos. Es cierto que la
amenaza francesa en la mar era escasa, aunque sabíamos de la presencia de
algunos buques de la Marina Nacional gabacha armados al corso, establecidos
con base en Málaga. Y aunque el jefe de la división parecía muy confiado,
por mi parte recordaba el encuentro con la fragata Clementine y sus cuarenta
y dos cañones. Aquella división era un generoso bocado para dos o tres
fragatas con suficiente arrojo y decisión, porque una vez fuera de combate la
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escolta que le proporcionábamos la Diomede y nuestra corbeta las vacas
sagradas presentaban mordida en dulce.
Sin más pensamientos a la contra sentí orgullo al aproar al límite de la
bolina y pasar cerca de los navíos, mordiendo las aguas con nuestra proa. Una
vez adelantados unas tres millas hacia levante del espeso grupo, recortamos
vela para mantenernos con cierta comodidad. Era cuestión de gozar de una
mar apenas rizada mientras el sol caía a plomo sobre nuestras cabezas. No
obstante, alertamos a los vigiadores situados en las cofas para no recibir
sorpresas desagradables.
* * *
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—Pero no viene mal un poco de acción. No deseo avistar muchas fragatas
al tiempo, desde luego. Además, sería imposible si la información de la que
disponemos es correcta. Los franceses se encuentran bloqueados como de
costumbre y tan solo alguna que otra gacela escapa del cerco y actúa al corso,
normalmente con demasiadas precauciones. Pero si alguna de ellas se
encontrara un tanto despistada en el camino…
—Si es de cuarenta cañones con algunas piezas de a veinticuatro poco
podríamos hacer. Además, tenemos la Diomede a demasiada distancia como
para recibir apoyo rápido. En tal caso, deberíamos regresar para avisar al
almirante.
—Bueno, supongamos que se trata de un bergantín con dieciocho cañones
de pequeño calibre. Los franceses disponen de algunos en Málaga y Sanlúcar
de Barrameda.
—No sería fácil dar caza a un bergantín velero, aunque la Mosca sea muy
ligera de alas. Pero podríamos intentarlo y divertirnos un rato.
—Eso es lo que deseo. Ese amigo tuyo britano te ha concedido libertad de
presa si no es amenaza para el convoy, ¿no es así?
—En efecto.
—Lo llevan en la sangre esos isleños. —Beto sonreía—. Cuando un
britano escucha la palabra «presa» se le anima el corazón como si recibiera un
soplo de ángeles. La verdad es que hace mucho tiempo que no oigo el
retumbo del cañón ni huelo a pólvora. —Beto expresaba su desánimo con las
manos—. Esto se parece más a una excursión en falúa real por el río
Aranjuez.
—¿No deseabas percibir el perfume de la mar? Deja de protestar y asume
por las claras que disfrutas como enano de corte.
Antes de que contestara a la contra, oímos con nitidez el grito del vigiador
instalado en la cofa del palo trinquete, esa voz que normalmente hace batir los
corazones de los hombres en cubierta.
—¡Una vela, tres cuartas a estribor!
Sin esperar mi orden, ya el segundo comandante ordenaba al
guardiamarina Monteagudo trepar jarcia arriba para ampliar la información.
Aunque un tanto desgarbado de formas, aquel niño, más cercano a la teta
materna que al combate de sangre, saltaba entre los flechastes[33] como un
mono de cola, bien estibado su catalejo en el fajín. Y poco tiempo necesitaba
el caballerete para largar trinos con su voz aflautada.
—¡Tres palos! ¡Aparejo de fragata!
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—Bueno, eso es lo que querías, ¿no? —pregunté, mientras tomaba el
anteojo que Okumé me ofrecía.
—Te recuerdo que los bergantines también aparejan tres palos, mastuerzo.
Y de la misma forma, algunas otras unidades menores que podríamos atacar.
Esperemos a ver qué más dice este niño.
—A la edad de ese niño estábamos nosotros a bordo de la fragata
Mahonesa en guerra con los ingleses, si no te fallan los recuerdos.
—Pero teníamos más enjundia por aquellos años, especialmente tú con
ese corpachón de Gigante, como ese familiar apodo indica.
—No es el cuerpo lo único importante para la guerra en la mar, que
también los sesos cuentan. Pero es cierto que conforme pasan los años, veo a
estos guardiamarinas como crías sin destetar.
—¡Una fragata con todo el aparejo largado, proa hacia nosotros y ciñendo
a seis cuartas, mura a babor[34]! ¡Cuarenta cañones de porte!
—¡Joder con el niño! —clamaba Beto entrado en sonrisas mientras
recorría el horizonte con su anteojo—. Todavía no soy capaz de atisbar un
carajo de cierre con este artefacto ruinoso que me has prestado.
—¡Ya la tengo! —dije con convicción al avistar la vela en el horizonte—.
Pero no puedo apreciar muchos detalles todavía. Como debemos informar al
almirante aproaremos en firme hacia ella. Si es francesa y se confirma el
porte[35] le daremos la popa. No creo que nos gane una sola pulgada en
ceñida. ¡Segundo!
—Mande, señor.
—A estribor lo necesario para cortarle la proa a esa fragata. Y todo el
aparejo arriba.
Como el viento fresco lo permitía largamos todo el trapo para quedar
navegando a un largo, mura a estribor. Como siempre, dirigí una mirada al
petifoque que, para mi sorpresa, seguía tomando el soplo del cielo como un
bendito. Y dados los rumbos casi de vuelta encontrada, pronto divisábamos la
fragata con todo detalle.
—El caballero tiene razón —dijo Beto, asintiendo con la cabeza—. Debe
de ser de cuarenta y dos cañones de porte esa fragata. Por mi sangre italiana
que no hay nada más hermoso en la mar que una gacela con todo el aparejo
largado a los cielos. ¿Será francesa?
—Es posible. Como solo nos ha avistado a nosotros, puede creer que
somos una presa adecuada.
—Debe de ser britana, señor —dijo Okumé con seguridad, que presumía
de adivinar casi todo en la mar, con resultados positivos en muchas ocasiones.
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—¿Por qué dices eso, brujo? —le espetó Beto—. De líneas parece
francesa.
—Será una de las muchas apresadas a los gabachos por los britanos. Si
hace proa hacia nosotros sin pensarlo dos o tres veces debe de ser britana —
sentenció de nuevo Okumé.
—¡Segundo! Arriba el pabellón —dije con decisión.
Izamos nuestra bandera en el pico de la cangreja, aunque la fragata no
parecía querer mostrarlo todavía, una actitud muy habitual en las unidades de
la Marina británica.
—¿No envías un guardiamarina con guarnición a popa para tesar la
bandera, como marcan las ordenanzas? —Beto entraba en chanza.
—¿Te has vuelto loco? No te encuentras en un navío de tres puentes con
seis guardiamarinas a bordo. Al caballero Monteagudo le he asignado la
guardia de señales.
—¿Ocupamos puestos de combate, señor? —preguntó Ibarreche.
—Desde luego, segundo. Vamos allá. Al menos nos servirá de
adiestramiento.
Mientras la corneta rasgaba el aire y batía el tambor, la bocina y los pitos
ordenaban zafarrancho y prevención para el combate. Y como si se tratara de
un hormiguero, todos los hombres salían de las entrañas y cubrían sus puestos
en cubierta, trepando los infantes por las jarcias con sus mosquetes colgados
del hombro mientras los gavieros largaban cadenas y los grumetes extendían
las redes.
Ya la fragata se encontraba a la vista con claridad sin pabellón en alto y
con sus cañones entrados en batería, listos para abrir fuego. Comencé a pensar
que Okumé acertaría una vez más, sin razón aparente que lo apoyara. Beto se
oponía por derecho.
—Si fuera britana, al observar nuestro pabellón habría bajado el tono.
—Poco fían ellos en pabellones, al igual que nosotros. Hay mucho truhán
en la mar. ¡Segundo! Preparen la señal de reconocimiento para ser izada.
Trabajaba Monteagudo con el cuaderno de señales, cuando la fragata
acabó por izar en el pico el pabellón de la Royal Navy. Pero como no fiaba en
nada por propia experiencia, acabamos por envergar la señal ordenada, ya con
los buques a dos millas de distancia.
—Segundo, si tarda más de dos minutos en contestar, preparados para
virar en redondo y abordar ceñida de toconazo.
—Sí, señor.
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Nos preparábamos para virar, cuando la fragata respondía al
reconocimiento en positivo, cayendo al mismo tiempo a babor con claridad.
Poco después, una vez a rumbos paralelos, acabamos por cruzar derrotas de
vuelta encontrada. Habíamos acortado vela y caído dos cuartas a estribor, de
forma que pasamos a escasas varas[36] de distancia. Y pudimos observar al
comandante, un pelirrojo fortachón atrincherado en el alcázar que se
destocaba en nuestro honor, al tiempo que imitaba tal acción por mi parte.
Como era de rigor, le informamos por señales de la presencia del convoy, seis
o siete millas a poniente.
—Por todas las putorronas del harén, que este brujo africano siempre
acierta. —Beto golpeaba la tapa de la regala—. Me habría gustado abrir fuego
contra los gabachos del demonio.
—Pero no contra una fragata de ese porte, que nos habría barrido la
cubierta en sangre sin remisión.
—Pues tú liquidaste una de parecidas características en las Azores.
—Era de noche, estaba fondeada y el factor sorpresa decidió la acción. Y
si no le llega a volar la santabárbara habríamos sufrido bastante, no creas.
¿Qué te parece si bebemos una frasca de vino en mi cámara, mientras Okumé
nos prepara una buena paletilla adobada? Hoy nos la hemos ganado.
—¿Nos la hemos ganado? ¿Por el temporal corrido o por el combate de
sangre? Por favor, si esta navegación es más propia de damas cortesanas.
—No protestes más, por los huevos de Bonaparte.
—Creo que esos apéndices son de tamaño más cercano a los de una
codorniz.
—Calla ya. También se puede gozar de la mar sin olor a pólvora.
La verdad sin tapujos es que disfrutamos aquellos días como
guardiamarinas en su primer embarco, aunque con mejores alimentos a
disposición. Y bien que lo agradecía por mi parte, olvidados en un alejado
rincón del cerebro los pensamientos más dolorosos mientras reía con las
chanzas de Beto, que era una máquina de enhebrar tales relatos. A bordo
continuamos con los ejercicios doctrinales de mar y guerra, que entraban
mejor con abundancia de víveres y vino generoso, mientras adoptábamos
todas las situaciones que un buque puede sufrir en la mar. Por fortuna, el
cocinero de equipaje seguía las indicaciones de Okumé, con lo que don
Sebastián no volvió a jurar en negro sobre la menestra. Los hombres nuevos
se adaptaron con rapidez a la saca y pocas miradas torcidas se abrían en
cubierta, que ni una sola vez debimos dar cañón en lomos ni racionar una
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boca. Era la situación ideal, esa que debemos acaparar en la sesera antes de
que las olas se viren a la contra y en crestas blancas.
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6. Una hermosa ría
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Cada día y de acuerdo a las órdenes recibidas, una vez traspuesta la
meridiana nos acercábamos a la capitana por si se consideraba oportuna
alguna variación en los planes establecidos. Y de acuerdo a las últimas
instrucciones del almirante Traylor, era mi deber asomar la barbilla en
solitario al freu menorquino y comprobar que no se alzaban en picas las olas o
arreciaba el viento en escenario tan particular. De esta forma, largamos todo
el aparejo y mantenidos por el lebeche, que aumentaba por momentos a la
estadía de frescachón, barajamos el resto de la costa oriental mallorquina.
En la amanecida del cuarto día de agosto, con el viento tontoneando entre
el segundo y tercer cuadrante y de escasa alzada dejamos por nuestro costado
de babor el cabo del Freu. Sin más espera entramos con todo el aparejo en ese
estrecho entre islas con reglas propias, que tantas veces se asemeja a bufido
del diablo. Es especialmente temido por los hombres de mar cuando se ve
acariciado por la tramontana que lo alcanza desde la costa sur europea y
parece entubarse como aire por loneta estrecha, unas pocas millas que a veces
parecen agrandarse como las navegaciones por los mares del Sur. Sin
embargo, y para fortuna de las vacas, no era el caso en la jornada, porque
conforme lo embocamos de cara con proa al levante cuarta al norte, la mar se
mantenía en cabrillas con el soplo por decidir, aunque apostara en mis
adentros su entable en jaloque[38].
Una vez comprobada la bonanza del paso, viramos por avante y
regresamos junto al almirante para notificar la buena. Aquella misma tarde
con el viento entablado por fin del sureste, fresco de fuerza, y la mar entrada
en balsas blancas, los tristes navíos atravesaban el freu de Menorca sin
complicaciones. El almirante nos había ordenado abrir marcha a proa, por lo
que tras avantear la isla del Aire —nunca un nombre geográfico con tan
acertada apelación—, avistábamos el cabo del Esperó y la imponente Mola,
que ofrecía el resguardo septentrional a esa ría de incomparable belleza, que
se adentra como un dedo mágico hasta alcanzar la ciudad de Mahón.
Gracias al bendito jaloque, acortada la vela hasta dejar mayores y gavias,
caímos a babor en franquía para atacar la ría sin auxilio de remolque. Beto
observaba con el anteojo las dos bandas, como si deseara encontrar algún
punto determinado y conocido. Con voz triste volvía a la timonera.
—Parece mentira que se haya dejado arruinar el castillo de San Felipe,
que tan formidable defensa presentaba en la misma entrada de la ría por su
parte meridional.
—Mucho se ha comentado tan drástica medida, enjuiciada sin rebozo por
muchos como un grave error. Cuando las tropas bajo el mando del duque de
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Crillón retomaran esta isla para las Armas de España en los primeros días de
1782, ahí se atrincheraron las últimas fuerzas británicas en defensa. Y en
estúpida decisión sin el debido análisis, fue demolida la imponente fortaleza
hasta dejarla en reliquias de polvo. Bien caro nos costó la maniobra cuando
volvimos a perder la isla en 1798. Menos mal que con la paz de Amiens nos
fue devuelta. Porque si todavía se encontrara en manos inglesas por estos
días, ahora como aliados y la terrible penuria que nos asuela, británica
permanecería Menorca por los siglos de los siglos.
—Desde luego, como lo será la plaza de Gibraltar una vez que hayan
demolido nuestras fortificaciones. Mucho habrá de resurgir España para
alcanzar la cota de potencia capaz de ofender nuevamente a la Gran Bretaña.
¿Recuerdas cuando entramos en esta ría a bordo de la fragata Mahonesa? Por
todos los cristos, que han transcurrido muchos años.
—Aun así me parece como si fuera el día de ayer, sudando de caballeros
guardiamarinas en aquella fragata con sus treinta y cuatro cañones de porte.
Precisamente aquí se había construido esa preciosa gacela, cuando este
arsenal era capaz de echar al agua fragatas, jabeques y bergantines. Más de
treinta unidades se bautizaron en sus gradas tan solo en la última década del
pasado siglo. Por todas las zorronas del harén que eran otros tiempos.
—Como el día y la noche. Por cierto que mal acabó esa hermosa fragata,
batida y apresada por la británica de su misma clase Terpsicore de cuarenta
cañones a escasas millas del cabo de Gata.
—Lo recuerdo al punto y con todo detalle. Según decía el tío Santiago, la
mandaba con escaso brío y menor acierto el entonces capitán de fragata don
Tomás Ayalde. Poco gustaba a mi padre ese hombre con quien debió convivir
a bordo del navío Príncipe de Asturias en el combate de Trafalgar, donde
desempeñaba el cargo de segundo comandante. Y no se puede quejar porque,
a pesar de que en el Consejo de Guerra se le condenara a quedar suspenso de
empleo durante tres años, Su Majestad, en uno de sus habituales gestos de
infinita bondad, mejoró la pena impuesta, por lo que fue condenado solamente
a servir durante seis meses en el navío insignia de la escuadra del Océano
como simple aventurero de rescate. Y mira por dónde ha seguido ascendiendo
sin trabas en su carrera.
—Esa fue nuestra asignatura pendiente a lo largo de todo un siglo, sin que
seamos capaces de aprender de nuestros errores. ¡Saber recompensar y
castigar como cada uno merece! —Beto golpeó con su mano la regala en
gesto de evidente enfado—. Bueno, Ayalde se libró porque era uno de los
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«hombres de Gravina», según se comentaba en corrillos —bajó el tono de
voz, como si declarara un escondido secreto.
—Eso aseguraban todos en rumor, incluido mi padre. En fin, no
recordemos estampas negras del pasado. Más vale que nos aferremos a las
gloriosas.
—¿Sabes una cosa, Gigante? Debo reconocer que por más que observo a
banda y banda, muy poco o nada recuerdo de esta ría. La verdad es que
aquella ocasión, de guardiamarinas, fue la primera y última de mis visitas al
puerto de Mahón por raro que parezca. —Beto retomaba su inspección visual
—. ¿Es esa la isla de la Cuarentena?
—En efecto.
Acabábamos de dejar por estribor la isla del Lazareto, cuando se abría
ante ella un pequeño islote que recibía tal nombre. Fue el momento en que el
rebufo de los vientos nos impidió progresar con trapo[39] propio. Como ya lo
habíamos previsto y habíamos echado la lancha al agua en habitual medida,
nuestros hombres tomaron el remolque para continuar cuando ya la isla donde
se erigía el Hospital del Rey se encontraba tanto avante con nosotros. Una vez
la Mosca estuvo a la altura de cala Figuera, la ría se tornaba en angostura de
tientos antes de dar paso a su parte final y más ancha, donde se abría la ciudad
de Mahón en su parte meridional y el arsenal al norte con la isla Pinto
adosada en sus faldas. Beto continuaba la inspección visual como si se tratara
de un viajero en busca de paisajes bellos y desconocidos.
—Los britanos escogieron un buen sitio para levantar el arsenal. Y gracias
a ellos lo disfrutamos ahora, porque nunca lo habríamos erigido en esta isla,
con el de Cartagena a escasa distancia.
—Desde luego. Pero no creas que siempre estuvo instalado en ese lugar.
En los primeros años y tras recibir la soberanía de esta isla gracias a los
Tratados de Utrecht, el arsenal fue construido por los ingleses en la orilla
meridional de la ría, junto a la ciudad de Mahón. Pronto comprobaron que no
disponían de suficiente espacio por lo que se pasaron a la situación actual.
Con el tiempo ha sido agrandado hasta adquirir las actuales y generosas
proporciones. ¿Sabes cómo llamaban los britanos a esa isla Pinto?
—Pues no.
—Saffron Island.
—¿Acaso plantaban azafrán[40] allí?
—No creo. Debía de ser por el color del montículo que ha sido
desmochado hasta aplanarlo para poder instalar en ella barracones del arsenal.
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Y según parece a la vista, pronto dejará de ser ínsula porque acabará unida a
tierra si continúan sembrando los escombros.
—Detrás del Arsenal, en las lomas que lo guardan por el norte se
distingue una hermosa torre. Buena vista se debe de contemplar desde allí.
—Es la torre vigía de Binisermeña. Domina este escenario y por medio de
señales con el observatorio establecido en la punta de la Mola, disponen de
información sobre unidades que se dirijan a esta ría.
—Me dejas sorprendido. Pareces una enciclopedia. ¿Por qué sabes tanto
de esta isla? —Beto preguntaba, extrañado, entre sonrisas.
—No creas que es por experiencia propia. Tan solo he fondeado en esta
ría en tres o cuatro ocasiones. Todo lo que acabo de exponerte lo leí en los
cuadernillos de mi padre y mi abuelo.
—Esos famosos cuadernillos de la historia familiar de los Leñanza que ya
conforman una enciclopedia, aunque no me dejes leerla.
—Algún día.
Una vez a la altura del arsenal navegamos media milla más ría adentro,
hasta largar las anclas bien rascados a poniente. Aunque no se apreciaba
ninguna unidad de porte a la vista, salvo un par de fragatas mercantes muy
ceñidas a la ciudad, era posible que los navíos debieran aguantar fondeados
hasta que se les habilitara espacio en los muelles de desarmo. Y no se debería
esperar mucho tiempo con el estado que presentaban sus cables a la vista.
Comenzaba a declinar el sol cuando comprobamos que nuestra misión
había llegado a su término, con los seis navíos en conserva entregados al
arsenal. Con anterioridad se había procedido al barqueo de los prisioneros
franceses hacinados a bordo, más de ochocientos, que en lanchones tomaban
rumbo a cala Rata donde eran desembarcados para ser guiados en línea tierra
adentro por una sección de soldados. Sin embargo, mis pensamientos
continuaban enganchados a las siluetas que habían desfilado con lentitud ante
mis ojos; esos navíos de primera clase como el antiguo Reina Luisa y el
magnífico San Carlos, así como los de dos puentes Glorioso, Paula, Neptuno
y San Justo. Cada uno de ellos guardaba, entre sus maderas, jirones más o
menos importantes de nuestra historia particular, digna de un mejor destino.
Sentí una profunda tristeza al observar aquellos magníficos vasos de madera
con sus aparejos en conchas y costados embromados al quite. Y sin saber la
causa pensé que sería muy difícil que esos generosos seres de madera
recobraran algún día su antigua prestancia y volvieran a surcar la mar con
dominio. Aunque me costara lágrimas reconocerlo era muy triste comprobar
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con mis propios ojos el paulatino desmoronamiento de la Real Armada, esa
poderosa Institución que se desangraba por sus poros minuto a minuto.
—No es un agradable espectáculo —dijo Beto al comprender mis
pensamientos.
—Como dice don Sebastián, hasta el dios Neptuno sufriría con él.
—Estoy seguro. Además, si entran en desarmo sin los necesarios y
periódicos recorridos, cuestión de la que mucho dudo, acabarán perdidos en
los fondos comidos por la broma[41]. He pensado bastante estos últimos días
en un aspecto que parece volar sobre las galletas, sin el debido análisis de
quienes obligados están a ello. El hecho de que con nuestra alianza con
Inglaterra dominemos la mar, no será medida apropiada en el futuro.
—No te comprendo, Beto.
—Quiero decir que no son pocos los que piensan que como la guerra
contra el francés se empeña en tierra, pueden los britanos llevar a cabo
nuestras misiones en la mar. De esta forma, no sería necesario entregar un
solo peso a la Armada. Y así parece enfocarse la cuestión por estos días poco
a poco.
—No puedo creerlo. Sería un suicidio de imprevisibles consecuencias.
España sin una poderosa Armada dejaría de representar un mínimo papel en
el concierto mundial, sin contar el necesario abastecimiento y defensa del
imperio ultramarino.
—Pero las diferencias están claramente establecidas, nos guste o no. ¿Qué
razón hay para que cobre su paga mensualmente un intendente del Ejército,
un administrador de rentas o correos y les falte por treinta y tres meses a un
capitán general de departamento marítimo, a un anciano general y a tantos
beneméritos oficiales de guerra, mayores y de mar que no gozan de otro
patrimonio que sus sueldos? —Beto endurecía el tono de su voz—. ¿Qué
deberemos opinar de tantos oficinistas de todas clases que lejos de sufrir el
menor gravamen o atraso en sus mesadas se presentan en público hasta con
lujo, al mismo tiempo que los oficiales de la Armada con más años de
penosos servicios a sus espaldas que aquellos de edad y encargados de traer
en los buques desde las Indias los duros fuertes del Rey que afrontan sus
gastos no tienen un pedazo de pan que dar a sus familias o para el propio
sustento? Y algunos llegan a perecer de inanición, como de hecho ha
sucedido, o en la necesidad de pedir limosna, lo que se experimenta hoy en
día en los tres departamentos, especialmente en Ferrol y Cartagena, penosa
situación aumentada en este último con las epidemias sufridas.
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—Me impresionan tus palabras. No creía que llegara a tal estado la
situación.
—Lo único positivo de andar en tierra sumido entre papeles todo el día y
trabajar como ayudante de un miembro de la Regencia es que te encuentras al
punto de la situación.
—Ya sé de algunos oficiales llegados a los hospitales para perecer en
ellos por falta de la mínima alimentación. Comprendo a dónde quieres llegar
y no te falta razón. En ese caso si triunfamos en esta guerra contra el francés y
nuestra alianza con la Gran bretaña se afirma, la España arruinada tardará
muchos años en levantar cabeza en lo que a su aspecto naval se refiere.
—Si llega a recuperarlo, lo que dudo seriamente. El Ejército toma
muchísimo poder en estos días del que no será fácil desembarcarlo. Un
elevado número de sus mandos no solicitan el concurso de nuestra Marina en
apoyo, situación habitual hasta el momento, sino que lo exigen como si fueran
capitanes generales de la Armada. —Me dejaron pensativo aquellas
argumentaciones que no llevaban a caminos de euforia, pero ya Beto
continuaba con su plática entrado en seriedad y sin tapujos de verbena por
primera vez en la navegación—. Sin olvidar que comienzan a llegar rumores
poco prometedores de proclamas secesionistas en nuestras provincias
americanas. Y para colmo de tristezas capitaneados en su mayor parte por
españoles criollos. ¿Seremos capaces de aplacar movimientos como los
llevados a cabo por Miranda hace cuatro años sin buques con los que
transportar tropas leales?
—Más vale no pensar en ello. —Moví mi mano sobre la cabeza,
intentando apartar tales disquisiciones—. De momento tan solo debemos
enfocar esta guerra con el francés; pero una vez terminada y si Dios concede
el regreso de nuestro legítimo rey don Fernando, cualquier mente obtusa
debería comprender que sin Armada quedará perdido para siempre nuestro
imperio ultramarino.
—No puede llegar a tal estadía la situación. Esas tierras son españolas y
han de continuar bajo la soberanía de nuestra Corona.
—Recuerda cómo se independizaron de los britanos sus provincias de la
América septentrional. Un movimiento que de forma un tanto alocada
apoyamos para ofender al inglés, sin tener en cuenta que tales ideas
independentistas podían volverse contra nuestra cara a quemarropa. Decía mi
padre que si se hubiera seguido la política de don Fernando el Sexto
habríamos alcanzado la Armada y el Ejército que España debía poseer.
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—Razón tenía. Por desgracia cayó el marqués de la Ensenada, que era la
mente más preclara. Pero regresando al tema americano, no olvides que aquel
primer movimiento promovido por el bellaco Miranda en Tierra Firme con
claros signos de secesionismo, cuando andábamos a bordo del bergantín
Penélope, ya fue apoyado por esa nueva nación que se autotitula como
Estados Unidos de América, un alargado y ampuloso nombre que mucho
parece querer abarcar.
—En fin, dejemos esos pensamientos o nos harán sangrar todavía más la
herida. Pensemos en el bellaco francés y en las operaciones de apoyo al
Ejército que hemos de continuar prestando.
—Sin olvidar que nuestros hombres también pelean en tierra sin reservas.
—¿Qué dice el general Escaño de todo lo que me acabas de comentar? Es
uno de los miembros de la Regencia.
—No olvides que el secretario de Marina es don Gabriel de Ciscar
aunque, según he oído, será relevado en poco tiempo por Vázquez de
Figueroa. De todas formas, don Antonio sufre mucho porque aprecia todo lo
que te he explicado con extrema claridad y al detalle. Nada se escapa a su
privilegiada cabeza. Pero su voz se pierde entre las noticias que cada día
llegan de los frentes de tierra. Nadie le escucha cuando clama por emplear
mayores fondos para la Armada.
Quedamos en silencio como si hubiéramos dado fin a nuestros
argumentos. Volví a pensar que vivíamos un periodo muy penoso de nuestra
historia en el que era mejor dirigir el cañón a un solo blanco sin embocar otras
alternativas a la vista. Para calmar el ánimo dirigí la mirada hacia los palos de
la Mosca, que se movían de forma perezosa entre los cielos, con las velas
aferradas en sus vergas mientras la dotación se mantenía en descanso
circulando por cubierta. Debía aprovechar aquellos últimos días con mando
de buque en la mar, una situación que solo Dios sabía cuándo se podría
repetir.
* * *
Caía la tarde cuando todavía discutía con Beto los pasos que debíamos seguir.
Aunque me encontraba bajo las órdenes directas del contralmirante Traylor,
creía necesario, siguiendo las normas de cortesía naval, presentar mis respetos
al comandante general del arsenal, cuyo nombre y empleo desconocía, así
como al gobernador militar de la plaza, si es que alguien desempeñaba el
cargo en aquellos días de extrema mudanza. Sin embargo, y para mi sorpresa,
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un bote de servicio tomaba el portalón de la Mosca. Poco después se
presentaba ante mí un joven alférez de fragata con la indicación del capitán de
navío Martínez Lacalle, máxima autoridad del arsenal, de que llevaría a cabo
la visita de protocolo al mando britano una hora después. No comprendía bien
lo que esperaba de mí con tal noticia y volví a entrar en discusión con Beto
sobre los pasos que debíamos seguir cuando, sin necesidad de mayores
especulaciones, el contralmirante Traylor me citaba a bordo de la fragata
Diomede quince minutos antes de la hora señalada por el mando español. Con
tales nuevas, tan solo me restaba esperar los acontecimientos.
Cuando atacaba el portalón de la fragata inglesa a la hora señalada,
engalanado con mi mejor uniforme grande, era recibido en cubierta por el
almirante Traylor en persona. Se dirigió a mí con una amplia sonrisa en su
boca.
—Bienvenido a bordo, comandante Leñanza. Hemos cumplido nuestra
misión a entera satisfacción. Y debo declararle que cada día me admira más
su barco.
—Le agradezco sus palabras, señor.
—Le hablo con sinceridad. Ha sido un hermoso espectáculo para todo
hombre de mar observar cómo bolineaba a la cuarta su corbeta, con ese nuevo
foque que le han instalado. Y expuse como ejemplo a mis hombres la virada
por avante que llevó a cabo a pocas yardas de mi estela, con tan escasa
dotación. Creo que ha convertido en hombres de mar un buen grupo de
labriegos.
—Trabajo ha costado.
—La verdad es que hemos tenido suerte con la mar y el viento. Y puede
estar seguro de que no las tenía todas a buen recaudo al observar a la salida de
Cádiz esos navíos con tan escaso personal, aparejos en remate y demasiados
prisioneros a bordo. Han hecho bien los comandantes españoles de ponerles
grillos a todos sin confiar en sus promesas. Ya demostraron lo que vale la
palabra de un oficial francés meses atrás, cuando se sufrieron los temporales
en la bahía. Pero bueno, bien está lo que se remata en gloria, como dicen
ustedes.
—También yo he de felicitarle, señor. Cada día habla mejor nuestro
idioma, incluso con giros que rara vez utilizan los extranjeros. Supongo que
me ha citado a bordo del insignia con motivo de la visita del comandante del
arsenal.
—Así es. De esa forma, le alivio de la pertinente presentación. La verdad
sea dicha, no esperaba que este establecimiento se encontrara mandado por un
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capitán de navío.
—Deben de ser circunstancias de la guerra, cuando todo anda revuelto.
Supongo que la visión de la isla de Menorca le evocará algunos recuerdos.
—En efecto. Todavía entré en esta ría bajo dominio británico. Cuando era
guardiamarina lo hice en la fragata Surprise, donde servía el entonces teniente
de navío Horacio Nelson. Bueno, por aquellas fechas todavía no utilizaba la
mansión que se aparece nada más entrar la ría a estribor sobre las colinas.
—¿Disponía el almirante Nelson de vivienda propia en esta isla?
—Bueno, son comentarios que corrían entre los oficiales. Según se
aseguraba, aquí…, bueno, en esta isla parece ser que instaló a su…, a su
buena amiga lady Hamilton. Ya sabe a qué me refiero. —Se ruborizó
ligeramente.
—Lo comprendo, señor.
—Era un gran hombre don Horacio, con sus debilidades como tantos
otros. Nunca he sido partidario de que las condiciones personales íntimas y
familiares se tengan en cuenta para la concesión de promociones en los
oficiales de la Royal Navy, aunque muchos miembros del Almirantazgo
opinen a la contra. En mi caso particular y gracias a mi sempiterna soltería, no
tengo problemas de ese tipo.
—En opinión del general Escaño, el oficial de guerra soltero rinde como
dos. Bueno, suele ser una de sus habituales chanzas, posiblemente porque
también él se mantiene célibe.
—Soltero querrá decir, que es cosa bien distinta. Ya ve que domino su
idioma. —Golpeó mi hombro con confianza, al tiempo que reía de buen
humor.
El sonido de los chifles en toque de honor nos advirtieron de la llegada del
mando español, por lo que nos dirigimos hacia la meseta del portalón donde
el comandante de la fragata recibía al visitante. Y grande fue mi sorpresa al
comprobar que el capitán de navío Martínez Lacalle era bastante joven,
aunque cojeaba visiblemente de su pierna derecha. Tras su presentación de
ordenanza al almirante, nos saludamos. Poco después departíamos en la
cámara del almirante, tras sernos ofrecido un agradable refrigerio.
—Como le comentaba al comandante Leñanza —dijo Traylor por derecho
—, esperaba algún oficial de grado superior al mando del arsenal.
—Y así era hasta hace tres meses, señor. Cuando fui herido de cierta
gravedad en el combate de Ocaña me trasladé a Mahón ascendido al empleo
de capitán de navío, donde se encontraba mi familia, para el necesario periodo
de convalecencia. Las heridas han curado, aunque deba arrastrar esta pierna
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sin muchas posibilidades de futuro. Solicité regresar al servicio, siendo
destinado como jefe de armamentos del Arsenal. Y cuando murió el
comandante general hace dos meses, rematado por unas fiebres que lo
atacaban periódicamente, se me ordenó ocupar su destino de forma interina.
Preveo que esta interinidad se alargará en el tiempo, aunque no me preocupa.
—Siento lo de su pierna —se excusó el britano—. No obstante, esas
heridas dignifican muy por alto a los oficiales.
—Debo decirles que el arsenal se encuentra a su disposición, aunque en
verdad poco sea el auxilio que podemos prestar. En pocas palabras falta de
todo y pocos hombres quedan útiles para las faenas propias de un
establecimiento como este.
—No se preocupe. Por suerte la navegación fue muy afortunada y no
necesitamos auxilio de maestranza ni víveres. Tan solo repondremos la
aguada si es de calidad. ¿No es así, comandante Leñanza?
—En efecto, señor.
—Podemos ofrecerle aguada de garantía, único producto que no escasea
en la isla. ¿Puedo preguntarle, señor, cuándo piensan abandonar la ría?
—Pues con toda sinceridad no lo sé. En mis instrucciones se habla de un
posible traslado de tropas a la Península, aunque no se especifica el puerto de
destino ni la cantidad de hombres que debemos transportar. Queda a mi entera
discreción el aceptarla en los términos que se me requiera, o denegarla. Y
dependiendo del personal que debamos embarcar, deberemos calibrar si es
necesario algún acopio de víveres. Como la fragata Cornelia, que debía
acompañarnos, fue despachada hacia las Indias y no sabemos a ciencia cierta
cuándo arribará el navío Rodney con el Vencedor en conserva, dependerá del
monto total de personal que tengamos que embarcar la necesidad de esperarlo
o no. Todo ello sin olvidar que hemos de regresar a Cádiz las dotaciones de
los buques que aquí quedan en depósito. Supongo que el gobernador podrá
aclararme todas estas dudas al punto exacto.
—El capitán de fragata Pignatti —declaré con rapidez—, embarcado a
bordo de la Mosca, es portador de una misiva del Consejo Supremo de
Regencia para el gobernador. Es posible que trate sobre dicho tema.
—Hace algunos meses se formó en la isla un regimiento bajo la mano del
coronel Enríquez. Para tal empeño utilizó personal seleccionado entre la
milicia local y hombres llegados desde diferentes puntos de toda la isla y
algunos de la costa oriental de Mallorca —terció el comandante del arsenal—.
Bueno, no es mi responsabilidad, pero debo adelantarles que el citado
regimiento no debe exceder de las tres compañías, aunque se le otorgue ese
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nombre. —Mesó sus manos, nervioso—. Este coronel, que se encontraba en
las mismas condiciones que yo por pérdida de un brazo, auxiliado por algunos
oficiales del cuerpo de inválidos los han adiestrado en lo posible, aunque
jamás hayan entrado en combate. Se pensaba trasladarlos en la fragata
Cornelia precisamente cuando pasó con prisioneros con destino a estas islas.
Pero se desistió a tiempo porque, según noticias llegadas del levante, habían
cambiado las condiciones en aquel escenario. Por último se ordenó al
gobernador esperar nuevas instrucciones. Es posible que esa misiva de la
Regencia pueda aclarar su destino final.
—Bien, esperemos a las noticias del gobernador. —Traylor abrió las
manos en evidente mueca de impotencia—. Dada la hora en que nos
encontramos, considero necesario dejar para mañana la visita protocolaria.
Por cierto, comandante, ¿quien ejerce como tal en la isla?
—En la actualidad es el mariscal de campo Bernardo Tejera. Aunque
suene a repetición también es un herido de guerra y con los achaques propios
de su edad, entrado en la setentena. Es natural de esta isla donde posee buenas
tierras y excelente posición. Precisamente soy portador de noticias para vos
de su parte. Debe perdonarme, señor, que no se las haya expuesto antes.
Mañana por la mañana espera su visita, acompañado del comandante de la
corbeta Mosca, si a bien lo tienen. Bueno, si el mencionado capitán de fragata
trae misiva de la Regencia para él debería acompañarles. Además como no es
habitual que una fuerza como esta arribe a la isla, ha decidido ofrecer una
recepción en su residencia por la tarde para todos los comandantes y oficiales.
—¿Una recepción? —El almirante mostró rostro complacido—. Una
buena noticia, que pocas ocasiones disponemos en estos días para aligerar las
penas de la guerra en saraos.
—Aunque peque de indiscreto, debo hacerle saber que la ofrece de su
propia cuenta, dada la escasez de fondos que a todos nos alcanza. Por fortuna,
el general dispone de hacienda propia.
—En ese caso será de mejor calidad. —El almirante reía con
espontaneidad.
Continuamos la charla sin ceñirnos a noticias de inmediato servicio.
Traylor aprovechó la ocasión para preguntar acerca de posibles corsarios
franceses, aunque nada sabía Martínez sobre actividades en ese sentido.
Como era habitual, con el almirante britano corrió el vino clarete y tomamos
algunas golosinas, de forma que abandoné la fragata Diomede con el alma en
nubes y las piernas sueltas.
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Poco después narraba a Beto la conversación mantenida mientras
dábamos cuenta de una frasca de vino espeso, poco parecido al fresco
Madeira, pero que también cumplía. Aunque por mi cabeza se mantenía un
runruneo imposible de separar, no parecía entenderlo mi cuñado.
—¿No lo comprendes? Esta es mi última comisión a bordo de la Mosca,
pero es posible que se alargue en el tiempo. Todo depende del punto de
destino que asignen a esas tropas que hemos de transportar, si se decide por
fin tal misión.
—Tenía entendido que sería hacia Cádiz, al tiempo que se trasladaban las
dotaciones de los navíos. Bueno, es una mera suposición porque nada sé de
esos pliegos que debo entregar al gobernador.
—También yo lo estimaba así. Pero tras la conversación mantenida a
bordo de la fragata britana es posible que me sonría la suerte y se escoja otro
punto que conlleve una navegación más alargada. No me importaría poner
proa hacia las islas Canarias.
—No está el frente con los franceses por esas islas en estos días —dijo
Beto entre sonrisas—. Si no es Cádiz el destino establecido, lo será algún
punto del Reino de Valencia o por Cataluña, de acuerdo con lo que dijo el
comandante del arsenal. Pero no te hagas muchas ilusiones.
—La ilusión es lo único que me queda, Beto. Mucho me aferró a los
sueños en estos días.
Tomé la cama aquella noche de buen humor. Y no lo estimen a causa
única de los vinos ingeridos, aunque también ayudaran en la faena. Por mi
cabeza rondaba como aparición celestial una alargada comisión con la corbeta
Mosca. La despedida de ese buque que ya formaba una parte importante de
mi vida podía alargarse de forma generosa si la suerte me sonreía una vez
más. Había escuchado la posibilidad de aproar a Valencia, Cataluña y Lisboa.
Como es fácil suponer, esta última la estimaba como más favorable a mis
deseos. Me aferraba con garfios a la corbeta y al hecho de mantenerme en la
mar. En el estado en que navegaba mi mente, no podía pensar siquiera en
pasar destinado a tierra entre legajos y largar anclas en el palacio de la calle
de la Amargura. Necesitaba la mar y esa esperanza se abría en coros
conforme entraba en sueños.
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7. Turbulencias mentales
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—Debo indicarle si me lo permite, señor gobernador, que el capitán de
fragata Pignatti —señalé con la mano a mi cuñado—, en comisión de
transporte a bordo de la corbeta bajo mi mando, es portador de una misiva
urgente del Consejo Supremo de Regencia para vos.
—¿Una misiva del Consejo de Regencia para mí? —Parecía encantado de
escuchar aquella noticia, como si hubiese recibido un extraordinario galardón.
—Así es, señor.
Sin esperar nueva indicación y comprendiendo mi maniobra, Beto
abandonaba su asiento para hacerle llegar en mano el pliego lacrado que hasta
entonces mantenía entre las suyas.
—El teniente general don Antonio de Escaño, miembro del Consejo
Supremo de Regencia, me ordenó entregársela en persona, señor general. —
Beto acentuó esa engolada entonación que tan bien sabía utilizar en
determinados momentos, con evidente disfrute del anciano.
Sin pérdida de tiempo el almirante Traylor aprovechó la ocasión para
meter baza por primera vez.
—Es posible que esa comunicación tenga que ver con la misión de
transporte que, según tengo entendido, es posible se requiera encarar en
nuestros buques.
El gobernador movió el pliego entre sus manos como si dudara de lo que
debía hacer. Por fin elevó su cuerpo no sin esfuerzo para exhibir una
desmayada sonrisa.
—Como es posible que el almirante tenga razón, les ruego me disculpen
unos segundos.
El vejete se retiró hacia la imponente mesa situada en chaflán junto a uno
de los ventanales. Apoyado ligeramente en ella utilizó un pequeño estilete
damasquinado para descalcar el lacre. Por fin leyó el documento sin utilizar
lente alguna, lo que ya era condición más que extraña. Pocos segundos
después, leída la misiva en repetición regresaba hasta nosotros con una nueva
y ampliada sonrisa en su rostro.
—Siempre se ha dicho que la experiencia es virtud muy importante en los
asuntos de la guerra. Y lanzo tal aseveración porque nuestro aliado británico,
el contralmirante Traylor, ha acertado de pleno en su suposición. Bien, creo
que podemos pasar al tema principal que nos ocupa, el traslado de ese
regimiento que hemos formado y adiestrado magníficamente gracias a la
patriótica colaboración de un gran oficial. Esperamos que con él se pueda
batir al francés en alguna batalla para orgullo y honor de los hombres de estas
islas.
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—¿Un regimiento, dice? —preguntó Traylor con precaución.
—Bueno, más o menos. Debo reconocer que adoro ese nombre, aplicado
en 1704 a los antiguos y gloriosos tercios. Tuve el honor de mandar uno de
ellos en el empleo de coronel con el que nos distinguimos en varios
escenarios bélicos que no son del caso reseñar. —Ofreció una mueca de
orgullo—. Aunque en puridad no goce de las antiguas doce compañías ni dos
o tres batallones, le he aplicado tal nombre, regimiento de infantería Mahón,
porque quiero que el coronel Enríquez, que ha echado el alma en su
composición y adiestramiento, lo mande. Pero la noticia que me acaba de
llegar de su mano, Pignatti, echa por tierra tales deseos. Debo adelantarles que
en realidad disponemos solamente de tres compañías de infantería, de unos
ochenta hombres cada una, como ya le notifiqué a la Regencia hace algunos
meses. Y según acabo de comprobar serán disgregadas en diferentes
escenarios, lo que en puridad militar nunca debería hacerse.
Se hizo el silencio mientras el venerable mariscal de campo parecía
perderse en sueños imposibles. Ahora ya fue el almirante quien entró sin
trabas en el tema.
—Entiendo que se desea transportar esas tres compañías en los buques
bajo mi mando. ¿No es así? ¿Cuál es su destino, si puede saberse a estas
alturas?
—Una de ellas ha de pasar a Cádiz. Por otro lado, las dos que se
encuentren con mejor armamento y listas para entrar en combate deberán
arribar a Lisboa. Allí engrosarán las fuerzas hispanoportuguesas. Parece ser
que debemos mostrar a lord Wellington nuestra disposición, algo que no
puedo comprender porque si alguien ha guerreado en tierra contra el francés
ha sido el Ejército español.
—No se olvide de los hombres de la Armada, señor, que también
aportaron su grano —comenté con sonrisa abierta y cierta retranca.
—Desde luego y con extraordinario valor, que todo debe decirse. La
verdad es que no comprendo el ordenado movimiento hacia Lisboa cuando
lord Wellington se mantiene todavía en sus cuarteles sin asomar la oreja por
el verdadero teatro de guerra. Y perdone mi sinceridad, almirante, entrado en
chanza. —El general parecía haberse dado cuenta de la presencia del británico
cuando censuraba a un compatriota—. Ya sé de las felices cualidades que lo
adornan.
—Nadie lo duda en la Península —corroboró Traylor con afable sonrisa.
—Se hará como manda la Regencia. Si así lo dispone el Gobierno de esta
España que suspira por su legítimo Rey, nada hemos de contradecir. La
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política se cruza muchas veces con lo que dicta el buen criterio del militar.
—En ese caso —insistió Traylor con rapidez para entrar al grano—,
deberemos esperar sin remedio a la llegada del navío Rodney. Si hemos de
transportar tres compañías, así como las dotaciones de los siete navíos,
contando el Vencedor que ha de llegar en conserva, el monto total puede
superar nuestras posibilidades.
—Sois vos quien ha de decidir, almirante —el gobernador señaló al
britano con deferencia—, pero entiendo como prioritario el transporte de las
compañías de infantería para combatir al francés.
—Si me permite un sencillo comentario, señor general —apreté los puños
para mantener la cabeza fría y la necesaria cortesía—, la escasez de marinería
en la Armada es alarmante. En estos días se dispone de la tercera parte del
personal necesario, pensando en buques alistados con media dotación. Como
bien sabe, sin marineros no se pueden enviar unidades navales a las Indias
para embarcar los necesarios caudales, que tanto ayudan en la conducción de
la guerra y el pago de los sueldos, ni llevar a cabo los transportes de tropas del
Ejército a los diferentes escenarios tal y como se nos exige. Esos marineros
deben regresar a Cádiz con la máxima prioridad. Todo es necesario para
luchar contra el francés.
—El comandante Leñanza tiene toda la razón y así se me expuso en las
instrucciones generales. —Traylor mentía con descaro sin dudarlo—. Estimo
como misión prioritaria el retorno de esas dotaciones a Cádiz. El navío
Rodney puede embarcar la mayor parte, mientras el resto y las compañías de
infantería son repartidas entre la fragata Diomede y la corbeta Mosca.
—En ese aspecto debo declarar mi ignorancia, señores, que poco sé de las
cosas del mar y las capacidades de los buques. —El vejete sonreía con
satisfacción—. Lleve a cabo la distribución del personal como entienda más
adecuada, almirante.
—Muchas gracias, general. En ese caso, dado que no debo permanecer
alejado de Cádiz mucho tiempo, y en ese aspecto me ciño a instrucciones
concretas de mis superiores, estimo que la corbeta bajo el mando del
comandante Leñanza podría embarcar las dos compañías con destino a
Lisboa, mientras en la fragata Diomede se instalan los restos de las dotaciones
que no pueda tomar el navío Rodney y esa tercera compañía. Como ya el
comandante Leñanza trasladó bajo mis órdenes a ciento cincuenta soldados
portugueses en alargada comisión hasta las islas Azores, no creo que le
suponga excesivo inconveniente.
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Al tiempo que Traylor me miraba con un inconfundible gesto de alegre
generosidad, sentí como se llenaban mis pulmones de gozo y esperanza.
—Creo que acierta, señor. Podrían embarcar dos compañías en la corbeta
Mosca sin mayor inconveniente, teniendo en cuenta que mi dotación supera
en poco los ochenta hombres. Además, la distancia que debemos navegar
hasta Lisboa no es excesiva, aunque tendré que embarcar los víveres
necesarios para los ciento sesenta hombres del Ejército.
—Serán pocos días los que necesite para desplazarse desde este puerto
hasta la capital lusa en estas calendas de sol y templanza —terció el
gobernador—. ¿No es así, comandante?
—Como solemos decir en la Armada, señor, el hombre con sus ideas
propone y la mar al gusto dispone. Le recuerdo que se han perdido algunos
buques en el Mediterráneo por esta época del año víctimas de furiosos
temporales, aunque sea la excepción que confirma la regla. Debe comprender
que a bordo disponemos solamente de víveres para ochenta hombres y vería
triplicado el número de bocas. Supongo que esos soldados deberán arribar al
escenario bélico bien alimentados.
—Por supuesto. Me ocuparé de ese aspecto personalmente. No les faltarán
víveres a mis hombres —exclamó con orgullo y falsete añadido.
—Me alegro, señor general, porque es mi obligación que no les falten a
los míos.
No me habían gustado las palabras del vejete, por lo que había contestado
de forma un tanto impulsiva, aunque mostrara una sonrisa de concha. Por
fortuna, no pareció el general advertir el mensaje que encerraban mis
palabras.
—De acuerdo. Tomo bajo mi mano la responsabilidad de esos víveres
para los tres buques. Y no crean que será problema fácil porque escasea de
todo por estos días en la isla. ¿Cuándo piensa abandonar la ría, almirante?
—No tengo la menor idea todavía. En primer lugar, hemos de esperar sin
remisión el arribo de los navíos Rodney y Vencedor. Deberé contrastar con el
comandante del navío británico el reparto de los hombres y si somos capaces
de embarcar el monto total, aunque lo estimo como posible a primera vista.
Pero si de acuerdo a esas instrucciones del Consejo Supremo de la Regencia
se considera prioritario el traslado de las dos compañías a Lisboa, estimo que
podemos esperar al Rodney una semana como máximo y alcanzado ese plazo,
que salga la Mosca hacia Lisboa mientras quedo aquí en espera.
—Perfecto. —El anciano parecía eufórico de repente, palmeando sus
muslos con satisfacción—. Está comprobado que entre militares siempre
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acabamos por entendernos. Y una vez rematada la parte que podríamos
señalar como profesional y guerrera, debo pasar a otra un tanto más lúdica. —
Volvió a sonreír, divertido—. He decidido ofrecer hoy una recepción en mi
residencia en honor del contralmirante Traylor, así como de los comandantes
y oficiales de los buques arribados a este puerto. Desde que comenzó la
guerra contra los franceses, esta isla se mantiene prácticamente muerta y es
hora de que se alcen almas y voluntades. Además, son muchas las familias
notables que han tomado residencia en el archipiélago balear, huyendo de las
atrocidades gabachas. Se sentirán encantadas de poder departir con tan
ilustres y patrióticos huéspedes. Como soy de costumbres nocturnas desde
que serví en la Guardia Real, ya conocen los hábitos de nuestra Corte, les
espero a las nueve de la noche si no es hora que incomode su servicio a bordo.
—Mucho le agradezco la deferencia, general, y hablo en nombre de todos
los comandantes y oficiales bajo mis órdenes. —Traylor sonreía con
sinceridad—. Será un verdadero placer para todos nosotros asistir a tan
magno acontecimiento. Además, concuerdo con vos en que la guerra no ha de
quebrantar nuestros hábitos sociales.
—No se hable más. Para la señora de Tejera será un gran honor.
—Si me permite, señor general —era el capitán de navío Martínez quien
entraba al quite—, como sé que ofrecerá la recepción en su residencia
particular a media legua de Mahón, necesitaremos un elevado número
carruajes. Por desgracia, el arsenal no dispone…
—Por favor, no lo ponga en duda. Hágale saber a mi ayudante las
necesidades de ese tipo que serán resueltas sin contratiempos.
Por fin nos despedimos con extremas muestras de cortesía, exageradas en
el caso del almirante Traylor a quien ya conocía lo suficiente como para saber
por dónde arrumbaba su proa. Una vez en el carruaje de regreso a la escala
real del arsenal me dirigí a él.
—Le agradezco mucho, almirante, la decisión que ha tomado sobre la
marcha y que mucho me afecta.
—No sé a qué decisión se refiere, comandante Leñanza. —Traylor sonreía
y entonaba con cierta sorna.
—Sabe perfectamente que esta es mi última comisión a bordo de la
corbeta Mosca y desearía alargarla como maroma en socollazo. Muchas
gracias por el cable tendido a favor, señor.
—Se lo merece de sobra, Leñanza. —Golpeó mi brazo con afecto—. Ya
sabía que ha de desembarcar a su regreso a Cádiz, así como lo difícil que le
será encontrar destino a bordo. Por eso creí ver la luz con ese posible traslado
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a Lisboa. Además, quién sabe, hasta es posible que la mar lo arrastre hasta la
isla Flores, allá por el archipiélago de las Azores, y encuentre alguna nueva
fragata francesa al corso.
Todos reímos de su salida, aunque en mi pecho sentía un verdadero
agradecimiento hacia aquel almirante escocés, que no solo era un
extraordinario hombre de mar, sino un admirable compañero. De esta forma,
llegamos a la Mosca. Beto también me felicitaba por la nueva comisión,
aunque le surgiera alguna duda.
—¿Y qué hago yo? Me da miedo que se cumpla lo que dice el almirante y
llegue tarde para tomar el mando del bergantín Palomo.
—En primer lugar, y por desgracia, no creo que esa comisión hacia
Lisboa se alargue demasiado, a no ser que la mar se enfrente a malas. Y no
creas que con la misión impuesta al Palomo y esos truculentos planes del
marqués de Ayerbe tomará el tornaviaje a Cádiz con rapidez. Su comandante,
sea quien sea…
—El teniente de fragata Quevedo.
—Es igual. Sea quien sea intentará ralentizar su comisión por las mismas
razones que a mí me conducen. Tendrás tiempo de sobra.
—Tienes razón. Vayamos entonces a Lisboa. La verdad es que nunca he
tomado ese puerto.
—Tampoco yo. Pocas veces fueron nuestras relaciones con los primos
peninsulares de buen grado, hasta este estrecho hermanamiento nacido contra
el francés. Por cierto que hemos de estudiar la carta y los derroteros de esa
zona. No creo que nuestro joven piloto se encuentre diestro en la barra del río
Tajo. También podemos solicitar información al almirante Traylor que debe
conocer ese puerto como la palma de su mano.
—En efecto. Bueno, espero que Okumé nos sirva un adecuado almuerzo.
Debemos preparar cuerpos y uniformes para la recepción de esta noche. Hace
tiempo que no asistimos a saraos de ese tipo.
—Según me decía el comandante del arsenal, el gobernador dispone de un
magnífico palacete en las afueras de Mahón que mantiene en dulce gracias a
su elevada fortuna. Parece ser que asistirán familias importantes, un detalle
que me ha sorprendido. Creía que casi todas las evacuadas del levante lo
habían sido hacia la ciudad de Palma en la isla de Mallorca. Pero parece ser
que también llegaron por aquí. Disfrutaremos de una agradable velada, ahora
que se abre mi futuro a bordo con un poco más de esperanza.
Me encontraba eufórico, aunque se tratara de un alargamiento efímero de
la vida antes de la necesaria muerte, que así contemplaba mi desembarco. No
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obstante, debemos tener presente que la liebre puede saltar a la orilla de
cualquier camino. Como solía asegurar mi padre, no solo la mar es cambiante
como cortesana engolfada en sedas, también la vida puede tornar los vientos
en veinte cuartas sin aviso alguno, ese condimento que evita la rutina de
nuestros días. Digo esto porque esa recepción que encarábamos como un acto
más tendría efectos de importancia en mi vida, algo que no podía imaginar
siquiera en aquellos momentos.
* * *
A las ocho de la tarde nos encontrábamos junto a la escala del arsenal donde
se agrupaban los comandantes y oficiales, tanto británicos como españoles,
invitados a la recepción. Y había sido meticuloso el comandante del
establecimiento porque era un numeroso grupo de carruajes los alistados para
nuestro traslado a la residencia del gobernador, posiblemente un elevado
porcentaje de los existentes en toda la isla. De esta forma, y sin pérdida de
tiempo, nos acomodamos para el trayecto que en palabras del capitán de navío
Martínez, convertido en improvisado cicerón isleño, era un tanto alargado.
Según nos alejamos de la ciudad de Mahón hacia el interior de la isla en
dirección sur, tomamos diferentes caminos, a cual de peor calidad y con
atascadas roderas, hasta atravesar un caserío que llamaban Na Xenxa. Una
vez traspuestas las escasas edificaciones del villorrio, cuando ya
comenzábamos a elevar protestas internas por los vaivenes excesivos del
carruaje a lo largo de media legua de distancia, doblamos a la derecha por un
estrecho sendero más propio de ganado. No obstante, para asombro de
propios y extraños, poco después se abría en amplio y cuidado piso de
arenilla, enjaretado con piedras blancas en sus orillas. La entrada de lo que
bien se apreciaba como lujoso predio quedaba encuadrada por dos portillones
de fábrica sobre los que flameaban dos luminarias muy parecidas a fanales de
mando.
A partir de la guarda recorrimos un camino flanqueado por sirvientes con
antorchas en la mano, doscientas varas largas que desembocaban en una
plazuela adornada con hermosos parterres de flores en rodeo a una mansión
blanca, de generosas proporciones y clásicas columnas en su pórtico. Si el
gobernador deseaba impresionar a los hombres de mar, lo consiguió a la vista
del lujo desplegado, que es bien cierto el refrán español que dice: la calidad
en la librea del lacayo muestra la categoría de su señor.
* * *
Cuando desperté aquella mañana con los primeros rayos de luz atravesando la
balconada, moví los brazos a banda y banda de forma perezosa. Palpaba el
embozo en busca de su cuerpo una vez más. Sin embargo, vano y frustrante
fue el intento al encontrarme solo en el camastro, una idea que me aterró en
los primeros momentos. Aunque el perfume de su piel era muy intenso e
inundaba el ambiente, nadie se encontraba en la cámara, por más que mis ojos
recorrieran hasta su último rincón. Comencé a vestir las calzas con prisa, sin
comprender nada, aletargado todavía por la modorra. De pronto, como una
luz que se enciende en la noche recordé sus palabras al asegurar que esperaba
regresar a casa de los Villafrán sin que nadie apreciara su ausencia. Escuché
como picaba la campana el cambio de la guardia en cubierta, las ocho de la
mañana, y un nuevo vistazo a la luz del día me convenció de su marcha. No
obstante, la inquietud se mantenía en alto como si hubiera fracasado en alguna
de mis tareas, envuelto en el pesado sueño mientras ella arrostraba el
verdadero peligro.
Todavía a medio vestir llamó mi atención una hoja de papel situada en
una esquina de la mesa de trabajo, doblada en cruz. La tomé con rapidez para
comprender al instante que se trataba de su letra, aunque nunca la hubiese
visto con anterioridad. Leí las escasas líneas a paso lento, comprobando como
mi piel tomaba movimiento propio conforme desgranaba sus apresuradas
palabras.
Querido Santiago, no he querido despertarte para hacerlo más fácil. No
sé si volveremos a vernos alguna vez y mucho me duele pensar en tal
posibilidad, que por desgracia es posible. De todas formas, puedes estar
seguro de que jamás olvidaré esta noche que en sí misma será capaz de
llenar toda mi vida. Aunque no sea necesario repetir lo que has escuchado
mil veces de mi boca, te amo con locura, nunca te arrinconaré en mis
* * *
Nadie apareció en la corbeta Mosca a lo largo de aquel día, que se alargó por
horas y minutos como maroma vieja. Cada pique de la campana suponía un
suspiro de alivio, para regresar al desasosiego hasta el nuevo toque. De vez en
cuando, atisbaba hacia el puerto por si algún bote tomaba proa hacia nosotros.
Por esa razón, cuando ya caía la tarde y los nervios se cerraban al copo decidí
salir a tierra y dar un paseo, aparentar normalidad y rebuscar hasta en el
último rincón. Beto consintió en acompañarme. Por fortuna, y para calmar el
alma hasta el borde, cuando atravesábamos la plaza del Ayuntamiento
cruzamos pasos con Sebastián de Villafrán. Asustado en un principio, me
relajé al comprobar que se dirigía a nosotros con gestos de gran afecto y
absoluta normalidad. Por nuestra parte, repetimos las muestras de
agradecimiento por el ágape recibido en su casa. Y como sabía de nuestra
partida en escasos días, acabó en formal despedida y con un sincero deseo de
volver a encontrarse con nosotros en la Corte, una vez expulsados los
franceses de nuestro territorio.
Al menos, dentro de los muchos grillos que clamaban por mis tripas,
parecía que Audrey había regresado a su casa sin que fuese descubierta la
audaz ausencia. Sentí un enorme alivio, aunque no cesara por ello mi ansia de
verla una vez más. Beto mostraba una enorme alegría en su rostro, respirando
con fuerza como si se hubiese visto atenazado con garfios hasta el momento.
—Tu buena estrella persiste en concederte una fortuna, que es posible no
merezcas.
—No sé si lo merezco, pero ella sí. Pasemos por la puerta de la casa…
—No digas majaderías. ¿Piensas lanzar chinitas contra su ventana y
entonar una balada de joven enamorado? No tientes al jodido diablo una vez
más. Regresemos a la paz de tu cámara y brindemos por este milagro, que no
se presenta todos los días.
—¿Crees que será capaz de…?
—¿De llevar a cabo la misma maniobra y aparecer a bordo? Ya suponía
que tus pensamientos se centrarían en esa posibilidad noche y día sin
descanso. Con sinceridad, Dios no lo quiera por mucho que lo desees.
—Daría todo lo que poseo por una noche más con ella. Y no creas que
exagero una mota.
* * *
* * *
Por mucho que lo dudara se cubrió el designio secular. Porque la mar puede
con todo y con todos, al punto de ser capaz de ablandar los sentimientos más
cruzados. Muchas veces me he preguntado cómo se pueden superar tales
situaciones de penuria mental en tierra sin ese bálsamo salvador que acaba
por planchar hasta las aflicciones abiertas en cresta. El caso es que mi
frenética y diaria actividad, que a ella me lancé sin merma, conseguía eludir
otros pensamientos más tenebrosos. Y llegada la noche tomaba el camastro
cuando ya las fuerzas rendían el cuerpo a velas rifadas. Aun así sufría escenas
en las que aparecía Audrey con absoluto dominio, aunque comenzaran a
asociarse con otras como la del pequeño Pecas en su habitual rebeldía y más
lejos el rostro de Eugenia. Tras la experiencia amorosa sufrida en puerto,
llegué a la triste conclusión de que solamente sentía por mi mujer compasión
* * *
Tal y como acordara con los mandos portugueses, en las primeras horas del
día siguiente levamos anclas en el fondeadero de Belem. A continuación, y
con remolque de un alargado lanchón del arsenal, entramos río adentro hasta
quedar amarrados en firme a uno de los muelles del complejo naval. Se
trataba de una situación magnífica donde sería posible que don Sebastián y
don Melquíades, nuestro genial y tartamudo carpintero, dirigieran las
reparaciones previstas con toda placidez, especialmente las específicas en la
mesa de guarnición del palo trinquete que más a fondo nos preocupaban. Y
gracias a la generosa colaboración de nuestros amigos portugueses pudimos
conseguir clavazón de garantía y algún tonelete de brea, un material del que
no disponíamos a bordo en suficiente cantidad.
Por su parte, el bergantín Infatigable-presa pasaba, marinado bajo
remolque por un grupo de marineros portugueses, hasta quedar atracado en lo
que podría ser llamado como muelle de desarmo, en espera de una posterior
decisión administrativa. No obstante, envié a nuestro espabilado contador
para que llevase a cabo un correcto inventario de armas, municiones,
pertrechos, víveres y todo lo que marcan las ordenanzas en cuanto al futuro
dictamen de la pertinente Junta de Presas. No obstante, ya Okumé y
Miguelillo habían metido mano a fondo en la tarde anterior y sin rubor
alguno, hasta necesitar de dos barqueos en la lancha atestada con excelentes
productos. Debieron de llevar a cabo un exhaustivo examen hasta la última
cubierta porque aparecieron con carnes, mermeladas y otras golosinas que no
había mencionado Beto. Pero no me estimen avaricioso de más porque
pensaba ofrecer un rancho extraordinario a mis hombres para festejar la
rendición del bergantín gabacho.
Sabía que con la entrega de la presa en puerto portugués se complicaba
sobremanera, y alargaría más todavía, el penoso proceso administrativo que
acaba por rendir como norma escasos dineros años después, cuando algunos
* * *
Me sentía invadido por una profunda tristeza, exenta, sin embargo, de miedo
o prevención alguna a perder la vida. Rezaba las oraciones en silencio y tan
concentrado en la inevitable muerte, que ni siquiera oía ya los bramidos de las
maderas destrozadas en los rompientes. Mi corbeta, la orgullosa Mosca, se
deshacía, rendida ya, en permanentes y violentas sacudidas al placer de las
olas, las piedras negras y el fatídico destino. No existe más tenebrosa melodía
que pueda escuchar el comandante de un buque. Decidí entregar mi alma en
manos de las dos advocaciones que habían centrado la piedad de mi familia,
como eran la Señora del Rosario, patrona de la Real Armada, y la de
Valdelagua en recuerdo de los oscuros orígenes de los Leñanza, esperando ser
confortado en el tornaviaje definitivo.
No obstante, y por extraño que parezca, me sentí invadido por una
pasmosa tranquilidad, incluso bendita placidez de espíritu, como si los
momentos que debía encarar no fueran más que el colofón natural y lógico de
la vida que había deseado vivir desde el momento de abrir los ojos al mundo.
Es cierto que solamente contaba con veintiséis años, cumplidos dos semanas
atrás, pero en aquellos momentos me parecía larga y fructífera la existencia
cubierta. Y por encima de todo me sentía orgulloso al pensar que el pequeño
Pecas, sangre de mi sangre en plena ebullición, continuaría la saga de los
Leñanza en la mar y en la Real Armada. La concentración interior era tan
profunda que el contramaestre debió tocar mi brazo de forma repetida para
llamar la atención. Hablaba con cierta emoción y una sonrisa en el rostro que
le estimada perdida.
—Uno de los cabos continúa pidiendo madeja de forma continua, señor.
—¿De qué cabos me habla, nostramo?
—Cada uno de los hermanos Vera se anudó un cabo de guía a la cintura,
antes de saltar a las aguas. Dos de nuestros marineros se encargan de largar lo
* * *
La goleta sesteó con escaso trapo y cómodo andar durante la noche, de forma
que las treinta millas a navegar entre Viana do Castelo y la entrada a la ría de
Vigo, la más meridional de las que tal acepción adquieren, se cubrieran
cuando ya el crepúsculo entraba en luces altas. Y fue un cambio radical en
comparación a los previos, que la señora así se comporta como rabizona de
corte. Porque en ese tercer día de septiembre se extendió de un cariz
extraordinario con cielos despejados, visibilidad sin velos, mar rizada y viento
fresco del sudoeste, que mucho colaboraba a la prevista navegación aguas
adentro. Una vez más sentí un ligero pinchazo de dolor al imaginar que
tomaba aquellas latitudes con la corbeta bajo mi mando, cuadro que era
desplazado con rapidez por la imagen de la Mosca deshecha en maderas al
compás de las olas contra la isla Berlinga.
Entre los supervivientes del desastre solamente quedaban dos marineros y
un artillero preferente con problemas de huesos, aunque sin mayor
importancia a la vista ni necesidad de entablillados. El teniente Milburn ya se
encontraba junto a la timonera cuando Beto y yo aparecimos en cubierta. El
joven galés presentaba inmejorable aspecto, la clásica estampa de quien en la
mar ha derrotado a los elementos con sabiduría marinera y mano firme. Se
dirigió a nosotros de excelente humor.
—Parece difícil creer los cambios que la naturaleza nos ofrece día a día, a
veces de extremos opuestos. Quién diría que pocas horas atrás luchábamos a
brazo partido contra esta mar alzada en olas de terror, mientras ahora se
muestra sumisa y tierna. Por cierto, señores, ¿conocen bien esta ría?
—Desde luego —se adelantó Beto—. Limpia y amplia como un inmenso
río, especialmente por su boca sur que con esta proa vamos a tomar.
—¿Llegaron a fortificar las islas Bayonas? —preguntó el britano,
interesado—. Tal noticia se nos previno hace algún tiempo por nuestros
mandos.
* * *
Debí narrar una vez más el hundimiento de la fragata francesa Clementine por
aguas de las Azores, así como toda la historia posterior a lo largo de la costa
sur portuguesa. En esta ocasión era Renovales quien me interrumpía a
menudo por no haber comprendido algún pasaje o detalle marinero, un tema
el de la mar que mucho parecía interesarle. Y puedo certificar que no solo me
aburría la primera parte, más que repetida en los últimos meses, sino que
sufría de infinita tristeza al rememorar los detalles que rodearon la pérdida de
mi barco, como si todos los cuchillos se clavaran de nuevo en el cuerpo.
Conforme progresaba en la narración, sus rostros demostraban asombro y
hasta un cierto tinte de incredulidad.
—Me ratifico en la dureza que supone una vida dedicada a vencer la mar
día a día y lo terrible que debe de ser un combate a tocapenoles, como ustedes
dicen, entre buques en movimiento, atentos a la maniobra y aparejos —alegó
Renovales con firmeza y acento sincero—. Pocos de mis compañeros lo
comprenden al estimar que los oficiales de la Armada disfrutan de vida
regalada sobre las aguas y guerra galana en ellas. Deberían embarcar más a
menudo.
—Somos conscientes de tal condición. Una vez al día de mis últimas
peripecias, pueden comprender la urgencia que me ataca en aclarar mi
situación cuanto antes con el comandante general de la escuadra del mar
Océano, medida harto difícil en las condiciones que atravesamos. Cuando
lleguemos a Coruña nos ofreceremos al capitán de navío Zarauz, por si a bien
tiene disponer de nuestra colaboración, así como la distribución de mis
hombres con el consentimiento de la autoridad departamental, quien debe
asumir tal responsabilidad en estos momentos. Y si es posible enviar hacia
Cádiz en algún correo el parte de operaciones y pérdida del barco bajo mi
mando.
* * *
Entrada la mañana del día quinto del mes de septiembre, el Palomo fondeaba
dos anclas al abrigo en la recogida ría de Coruña, bien cercanos a los muelles
de la ciudad. Para mi sorpresa, el mariscal de campo Renovales había
abandonado el bergantín en Vigo para pasar a la misma goleta mercante en la
que había arribado desde Cádiz, unidad que nos siguió aguas durante la
navegación como buque de la Armada en formación de marcha. Y para
alegría del marqués de Ayerbe, cerca de nosotros divisamos la fragata
Magdalena, así como una balandra británica, la Potency, en la que se izaba
una insignia de comodoro, señal de que el tan buscado David Mends podría
por fin conferenciar con el jefe español.
Como era mi primera visita al puerto coruñés quedé impresionado por la
belleza de las casas vencidas hacia los muelles, abiertas en pórticos colgantes
como una ciudad encantada. Me pareció una verdadera ciudad de mar con
costras verdes en su piel, producto del embate de las olas, cual rompientes
* * *
* * *
* * *
La goleta Caridad estableció su salida a la mar desde Ferrol hacia Cádiz para
el día quinto del mes de diciembre. El capitán con sabio juicio había retrasado
en dos días la partida para esperar a que amainara un fuerte temporal del
noroeste, que había recorrido la zona dejando más de un buque empernado
contra las piedras de la costa de la muerte. El día anterior a la partida, con el
equipaje embarcado por Miguelillo, me dirigí a la mayoría general del
departamento para llevar a cabo la oficial despedida. Mi conversación con el
brigadier Monteiro fue rápida, deseándome suerte para el futuro y ofreciendo
especiales recuerdos para el general Escaño, bajo cuyas órdenes había servido
a bordo del navío San Fulgencio cuando era un joven guardiamarina.
Cuando me dirigía hacia la salida, pueden creerme si afirmo que entendí
como mágico espejismo observar la figura del alférez de navío Aguiar,
comandante del cañonero Estrago, que se disponía a entrar en el edificio.
Dudé en los primeros momentos porque tan solo lo había visto una vez al
coincidir a bordo de la fragata Magdalena en una reunión de comandantes,
pero no creía haber olvidado su rostro aniñado y espigado cuerpo. Tras quedar
absorto e incapaz de mover un solo músculo durante unos segundos, me lancé
hacia él a la carrera, tomándolo por el brazo en el pasillo. Y con el riesgo de
caer en el más espantoso de los ridículos si erraba en el reconocimiento, lo
abordé con voz en alto.
—¿Aguiar? ¿No es usted el alférez de navío Aguiar, comandante del
cañonero Estrago?
—Sí, señor. ¿A qué debo su…?
—¡Benditos sean los cielos que nos alumbran! ¿Cómo es posible su
presencia aquí? —Todavía me movía con nervios desatados y voz temblorosa
—. Soy el capitán de fragata Pignatti, cuñado del capitán de navío Leñanza.
Lo daba por perdido, pero al verle… ¿Qué les sucedió? ¿Han sobrevivido
muchos miembros de su dotación? —Evitaba formular la pregunta definitiva
por miedo a una respuesta no deseada.
—Puede quedar tranquilo, señor. —Su sonrisa hizo el efecto en mi alma
de un bálsamo sedante—. Desde el jefe de la flotilla hasta el último grumete
llegamos a esta plaza hace dos días. Acudo a elevar al mayor general el parte
por escrito de todo lo acaecido al cañonero bajo mi mando desde que varamos
Decía mi padre en uno de sus habituales proverbios, que los dolores del
corazón llegan a equipararse en ocasiones a los producidos por las heridas
más lacerantes que puedan recibirse en combate. Pueden creer a fe que no se
trata de una frase lanzada al viento en concierto de palabras porque alcancé a
comprobar tal sentencia a fondo, precisamente cuando el dolor físico había
estragado mi cuerpo hasta postrarlo en el lecho como un guiñapo
irreconocible. En los momentos más duros, con los pinchazos de fuego
arrasando mi ojo y mi cerebro hasta alcanzar cotas difíciles de soportar, así
como entrado en delirios de sudor y muerte, el rostro de Audrey se aparecía
en rondo por la cabeza como bálsamo suavizador, con un efecto superior al
dulce sopor que el láudano ofrece. Sin embargo, la declarada imposibilidad de
nuestro amor transformaba el bálsamo en padecimiento, según las oleadas de
sangre alcanzaban la sesera por diferentes recorridos.
Es fácil comprender mi estado de postración física y mental durante tantas
semanas, expuesto cuerpo y alma a los peores embates que un ser humano
puede recibir, pero a esos sentimientos de tormento puro se le amadrinaron en
los últimos días la necesidad de explicar a mi cuñado el irrenunciable deseo
de ver a Audrey una vez más, aunque debiera saltar por encima de normas,
cortesías y protocolos establecidos como inalterables normas de conducta en
un caballero. Era consciente de que Beto no merecía un trato semejante
cuando durante meses había renunciado a todo, carrera, familia y vida propia,
para dedicarse en cuerpo y alma a mi recuperación. De ahí ese nuevo suplicio
porque mucho duele fallar al verdadero amigo y como tal desacierto
consideraba separarme de él para escapar a la villa de Mondoñedo. La última
y triste conversación en la que le expuse lo que cualquier mente sensata
definiría como absurda locura, añadió una muesca más en ese tormento
general al que ya parecía haberme habituado.
Una vez más debo entrar en las necesarias aclaraciones y conceder el debido
mérito a los verdaderos protagonistas de estos episodios históricos que, en
ocasiones, quedan enmascarados por los personajes de ficción en los que baso
la trama de mis obras. Las experiencias sufridas por la dotación del cañonero
Estrago, acción digna de epopeya popular, llegaron a feliz término gracias al
arrojo, tenacidad y don de mando del alférez de navío don José Aguiar y
Mella. Alentando a aquel grupo de valientes, a veces con falsas noticias e
infundadas esperanzas, basándose en confidencias y auxilio de boca de un
buen número de campesinos, dispuesto a perecer antes que entregarse
prisionero, atravesó montañas y valles desde la provincia vizcaína hasta la
coruñesa para alcanzar su destino sin perder uno solo de sus hombres.
Una vez presentado el alférez de navío Aguiar ante el comandante general
de Ferrol, las autoridades de la Armada desconfiaron inicialmente de sus
declaraciones al considerar tal hazaña como irrealizable. No obstante,
comprobada la veracidad de su informe, tal gesta fue publicada en la
Gaceta[90] «para satisfacción de tan beneméritos individuos». También se
decidió otorgarles una paga de regalo de sus respectivos sueldos en señal del
aprecio que merecían los miembros de la dotación, así como una especial
recomendación del Consejo de Regencia «para los fines que convengan en la
Dirección General de la Armada de su cargo». Por desgracia, seis meses
después todavía no habían recibido tan merecido obsequio ni las
mensualidades atrasadas.
Al igual que en el volumen anterior de esta colección de novela histórica
naval, he intentado que el público general tenga conocimiento de que la Real
Armada «existió» durante la guerra de la Independencia y llevó a cabo un
papel de extraordinaria importancia. Recalco este dato una vez más porque en
la mayor parte de las obras referidas a dicho apartado histórico se soslaya tal
merecimiento, incluso una mínima mención, posiblemente por indebida
escasa distancia que los extremos de las vergas (penoles) llegan a tocarse.
También es un término utilizado para exponer en general un combate en la
mar a muy corta distancia. <<
el uniforme como distintivo del grado. Estos lucían una solamente sobre el
hombro izquierdo, mientras los alféreces de navío la mostraban en el derecho.
<<
diferentes que oscilaban entre 768 y 912 mm. En la Armada se empleaba esta
última, casi equivalente a la yarda (914 mm). <<
tres millas o 6.650 varas castellanas. La vara equivale a 835 milímetros. <<
<<
superficie de una vela, acordonando cada uno de los rizos de una andana o
fila. <<
costados desde el frente de cada palo hacia popa para sujetar en ella y abrir
con mayor ángulo la obencadura del palo correspondiente. <<
primeros y segundos, la cual se subdividía del mismo modo. Acabaron por ser
refundidos y asimilados como terceros contramaestres dentro de los Oficiales
de Mar. <<
de flotación con necesitad de ser taponados para evitar la entrada de agua. <<
<<
fondo por exceso de este o por efecto del rápido movimiento del buque,
aunque se deslice la sondaleza con rapidez entre marineros de proa a popa. <<
palos, cables, contretes, etc. Picando los palos se disminuía la presión del
viento y la mar sobre el buque. <<