Kierkegaard - Los Tres Estadios

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Sören Kierkegaard (1813-1855)

"Los estadios existenciales"

Según la conciencia que uno tenga de sí mismo, esto es, dependiendo de la fuerza que tenga la
autoafirmación del yo, el hombre se encuentra en situaciones existenciales diversas, atraviesa
distintos estadios existenciales que se resumen en los tres siguientes:

a) El estadio estético

El estadio estético de la existencia representa el nivel más bajo de vida humana: muestra su
carencia de espíritu (unidad alma-cuerpo), porque a la persona que es víctima del esteticismo le
falta la conciencia de de ser un yo.
En una página de la última parte de Enten-Eller ("O lo uno o lo otro"), el autor define el estadio
estético como aquella situación en la que el hombre es aquello que es, y lo compara al estadio
ético, en el que el hombre llega a ser aquello en lo que se convierte. De todo lo dicho en las
páginas anteriores, parece clara la distinción kierkegaardiana: el hombre es un hacerse, debe
alcanzar su telos (fin) —realizar la síntesis del espíritu. Si se queda en lo que simplemente es, sin
poner en movimiento el proceso ético de autoconstitución del espíritu, permanece estancado en
lo inmediato, en el esteticismo.
El esteticismo es una enfermedad espiritual: la sufre el hombre que carece de interioridad, porque
no ha logrado realizar la síntesis entre los elementos que lo componen. El esteta lleva consigo una
ruptura interior, que se debe recomponer. En Enten-Eller y en los Estadios en el camino de la vida,
Kierkegaard presenta la tipología de esta enfermedad, es decir, los distintos síntomas que ponen
de manifiesto que al esteta le falta un yo y que se encuentra, sabiéndolo o no, sumergido en la
desesperación. Tipos muy distintos —el borracho, el hombre de negocios, el artista, el engreído—
tienen en común la misma enfermedad: el esteticismo. A todos les falta una razón profunda de
vivir bien anclada en lo más íntimo de su ser: viven superficialmente. Son lo que son: se identifican
con su propia actuación, se encuentran en la superficialidad.
Como al esteta le falta la unidad sintética del espíritu, su no-existencia, el hecho de encontrarse en
la superficialidad le lleva a la falta de autodominio, de libertad. El esteta no es dueño de sí mismo:
vive siempre fuera de sí, en la superficie. La falta de profundidad, de autoconciencia de poseer un
yo, hace que se identifique con su estado de ánimo. Pero los estados de ánimo varían, como
cambia continuamente la superficie. El esteta vive en el momento concreto, en el instante
presente. Estado de ánimo, instante fugaz: ésta es la vida del esteta. Por este motivo, nunca podrá
comprometerse con algo serio, con algo que sea definitivo. No se abrirá a los demás: vivirá
encerrado en su identificación con su manifestación. Será un espectador del mundo y de su propia
exterioridad, porque no puede actuar fuera de su estado de ánimo. Por tanto, el esteta está al
margen de los demás, se separa del resto, pero también se separa de sí mismo: el esteticismo es
también encerramiento, hermetismo, egoísmo. El esteta se deja llevar, deja que la vida transcurra
fácilmente sin intentar tomar las riendas de su propia existencia personal.
Identificado con su estado de ánimo mudable, está imposibilitado para el amor, porque se
encuentra atrapado, no en sí mismo, sino en la superficie de sí mismo. No podrá ni siquiera
escoger: delante de él se abren diversas posibilidades, pero al encontrarse instalado en la
superficialidad de la vida, no encuentra razones de peso que le muevan a escoger una cosa u otra.
La superficialidad es negación de libertad y, por tanto, indecisión.

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El hecho de no encontrar un motivo válido para tomar decisiones lleva al aburrimiento: todo da lo
mismo. Todo esteta terminará por aburrirse. Pero como el aburrimiento no es un estado de ánimo
agradable, el esteta buscará un remedio para combatirlo: la diversión. Divertirse es no sujetarse a
un orden establecido, a unas normas, es no comprometerse, no comportarse con lealtad con nada
ni nadie. Divertirse significa arbitrariedad: una vida sin peso, sin un plan establecido, haciendo
todo aquello que a uno le apetece en cada instante, movido por el estado de ánimo.
Pero la arbitrariedad es un remedio superficial contra un síntoma —el aburrimiento— de una
enfermedad profunda: la desesperación.

«Se observa, por tanto, que toda concepción estética de la vida es desesperación, y
que todo aquel que vive estéticamente está desesperado, tanto si lo sabe como si no
(...). Esta última concepción es la desesperación misma. Es una concepción de la vida
estética, porque la personalidad permanece en su propia condición inmediata: es la
última concepción de la vida estética, porque en cierto sentido ha acogido en sí la
conciencia de la nulidad de sí misma» [Kierkegaard 1989: 98].

b) El estadio ético

El punto final de la vida estética —la desesperación— es también el punto de partida de la vida
ética. Desesperarse de uno mismo, darse cuenta de que lo inmediato no puede darle un sentido a
la vida, es la única vía de salida para afirmarse a sí mismo como fundamentado en el Absoluto. Por
eso, lejos de aconsejar una terapia superficial, Kierkegaard anima al esteta a la desesperación.
Escoger libremente la desesperación: he aquí el comienzo de la vida auténtica. Desesperar de uno
mismo para salir del estadio estético significa desesperar de la propia finitud. Desesperar de mi yo
finito, y escoger mi yo absoluto es el inicio de la vida ética. Este momento se identifica con el
arrepentimiento: cuando uno se desespera de sí mismo, se da cuenta de su propia culpa, y
arrepintiéndose encuentra el fundamento del yo en el Absoluto. Sin embargo, no se trata de un
paso obligado: el esteta puede permanecer siempre en ese estado.
Decíamos antes que Kierkegaard definía al esteta por la inmediatez, y al ético por el hacerse.
Veamos la formulación textual:

«¿Pero qué significa vivir estéticamente y qué éticamente? ¿Qué es lo estético que se
encuentra en el hombre y qué es lo ético? A esto yo contestaría: lo estético que hay
en el hombre es aquello por lo que él es inmediatamente aquello que es, lo ético es
aquello por lo que él llega a ser lo que llega a ser» [Kierkegaard 1989: 46].

La existencia ética comporta una tensión hacia un telos, un esfuerzo para llegar a ser espíritu
frente a Dios. Por eso hemos dicho antes que no se es individuo, sino que se llega a serlo.
Retomando la teleología aristotélica, Kierkegaard entiende el devenir ético como la tensión entre
el yo real y el yo ideal. Pero el yo ideal no es el yo fantástico del esteta que no ha logrado poner el
espíritu y se dispersa en un mundo imaginario, en un mar de posibilidades. No, el yo ideal de la
existencia ética es el hombre común, el hombre universal, pero al mismo tiempo es el hombre
concreto, que intenta alcanzar el yo ideal a través de las circunstancias ordinarias de su vida. Lo
ético es, con otras palabras, la vida seria y responsable del hombre honesto.
Este telos personal, puesto por el Absoluto y escogido por el hombre, que se alcanza a través del
ejercicio de las virtudes personales, no es solamente individual, porque el darse forma a uno
mismo partiendo de nuestras características concretas nos remite hacia el ámbito de lo social, de

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lo civil: los deberes laborales, familiares y políticos reaparecen en el estadio ético y hacen que el
individuo pueda alcanzar lo general al tiempo que se hace a sí mismo.

c) El estadio religioso

Si bien en Enten-Eller se alaba y recomienda el estadio ético de existencia contraponiéndolo al


estado estético, sin embargo, no es un estadio definitivo. De hecho, en un ultimátum con el que
termina esta obra, Víctor Eremita —un supuesto editor del conjunto de escritos que componen
Enten-Eller — incluye un discurso de un pastor, cuyo contenido principal consiste en afirmar que
delante de Dios siempre estaremos en deuda. En otras palabras, no es posible cumplir a la
perfección con el deber ético, con lo general, y estar en perfecta regla con el Absoluto. Por eso, el
estadio ético comienza y termina con el arrepentimiento y, por tanto, no puede ser un estadio
definitivo.
La ética descrita en Temor y temblor es una ética de tipo kantiano-hegeliana. Es la ética del deber
general que está fuera del hombre, y en consecuencia inalcanzable para él con sus solas fuerzas.
Nos encontramos ante una cierta simplificación de la ética, y ante un cambio de perspectiva con
respecto a la ética que hemos descrito en los párrafos anteriores. Kierkegaard juega con sus
seudónimos, cambiando continuamente de enfoque. El blanco de tiro de su seudónimo Johannes
de Silentio es ahora la ética kantiana y el intento hegeliano de afirmar la superioridad de la razón
con respecto a la fe: ir más allá de la fe.
Según esta ética de lo general, el individuo que no hace lo general necesariamente peca. En este
contexto la ética es lo absoluto: no se puede ir más allá. Pero Johannes de Silentio presentará un
caso histórico en el que un único individuo fue contra lo general para obedecer a un mandato
divino: Abraham, que para obedecer a Dios estuvo dispuesto a matar a su hijo Isaac. ¿Fue
Abraham un asesino, un impío, o el padre de la fe? Si la ética de lo general fuera lo absoluto, si la
razón fuera la última instancia para establecer las normas morales de conducta, entonces
Abraham sería un homicida, con todos los agravantes del asesinato de la propia prole.
Pero la actitud existencial de Abraham no es la de un hombre guiado sólo por la razón. Abraham
tiene una pasión infinita, que le lleva a creer en virtud del absurdo: la fe. Esta pasión infinita le
pone en contacto con el Absoluto, y por este motivo la ética no desaparece, pero se convierte en
algo relativo. El deber absoluto es el que el individuo tiene frente a Dios. No se rechaza la ética,
pero encuentra un lugar subordinado respecto a la esfera religiosa. Kierkegaard habla de una
suspensión teleológica de la ética: hay algunos deberes personales del individuo respecto a Dios
que le hacen ir en contra de lo general. Abraham no se coloca en contra de lo general por no
alcanzar la deseada altura ética. Todo lo contrario: la suspensión teológica de la ética significa que
el individuo se coloca por encima de lo general. Colocarse por encima de lo general no es otra cosa
que la posibilidad que tiene el individuo de «estar en relación absoluta con el Absoluto»
[Kierkegaard 2000: 66]. Según Johannes de Silentio, en eso consiste la paradoja de la fe: «que el
individuo es superior a lo general, de manera que es el individuo el que determina su relación con
lo general, mediante la relación que tiene con el Absoluto, y no al revés» [Kierkegaard 2000: 73]. El
individuo se relaciona con Dios en la fe. La fe es una pasión: el movimiento de la infinitud. La
relación absoluta del individuo con el Absoluto no se realiza a través de una mediación reflexiva,
sino de un salto: «todo movimiento de infinitud sucede con pasión y ninguna reflexión puede
suscitarlo. Este es el salto continuo que explica el movimiento en la existencia, mientras que la
mediación es una quimera que debe explicarlo todo en Hegel y al mismo tiempo es lo único que él
no intentó explicar» [Kierkegaard 200: 58].

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Estas categorías serán desarrolladas con más extensión en sus obras posteriores. En la Apostilla
conclusiva no científica a las “Migajas filosóficas”, Johannes Clímacus afirma que la forma de llegar
a Dios es la subjetiva, es decir, mediante la pasión de la interioridad. Ahora bien, la verdad que
presenta el cristianismo es paradójica: Jesucristo. En Él, lo Eterno se hace temporal, Dios se hace
hombre. Para aceptar esta verdad no basta el pensamiento conceptual: si el pensador subjetivo
vive en la verdad, la verdad de la paradoja se alcanza sólo mediante la pasión, que permite dar el
salto de la fe. La pasión de infinitud es la misma verdad. «Pero la pasión de la infinitud es
precisamente la subjetividad y así, la subjetividad es la verdad» [Kierkegaard 1972: 368].
Johannes Clímacus ofrece más adelante una definición de verdad:

«La verdad es la incertidumbre objetiva mantenida en la apropiación de la más


apasionada interioridad, y ésta es la verdad mayor que pueda darse en un existente»
[Kierkegaard 1972: 368].

En el ámbito ético-religioso no se da la certeza objetiva, sino la decisión libre de afirmar la


incertidumbre subjetiva, movida por la pasión de la infinitud. «Allí donde el camino se bifurca»,
escribe poéticamente Clímacus: ese instante interior, el de la decisión libre de dar el salto y
aceptar —no sólo gnoseológicamente sino existencialmente— la paradoja, que es falta de certeza.
Es más, ése es el martirio de la razón que se ve obligada a traspasar sus estrechos esquemas
conceptuales y saltar. El salto es la decisión que determina lo que es ser cristiano —la paradoja,
que el pensamiento humano acepta superándose a sí mismo y colocándose al margen de los
conceptos—. La categoría del “salto” es, de acuerdo con Clímacus, la protesta más determinante
que se puede hacer contra el método dialéctico hegeliano. De esta manera, la definición de la
verdad es una descripción de la fe:

«Sin riesgo no existe la fe. La fe es precisamente la contradicción entre la pasión


infinita de la interioridad y la incertidumbre objetiva. Si fuera capaz de llegar a Dios
objetivamente, entonces no creería; pero gracias a que no puedo debo creer. Y si
quiero conservarme en la fe, deberé siempre procurar mantenerme en la
incertidumbre objetiva, no perder de vista que me encuentro en la incertidumbre
objetiva “a 70.000 pies de profundidad” y aún así, creer» [Ibídem].

No se puede explicar el cristianismo porque es la religión de la paradoja absoluta: ésta es la


demencial pretensión del sistema; el cristianismo no es un problema cultural, sino la religión en la
que se acentúa que la existencia es tiempo de decisiones, y que la verdad es la paradoja.

Autor: Mariano Fazio

Fuente: Philosophica: Enciclopedia filosófica on line © 2006-2014


ISSN 2035-8326

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