La Mudanza de Los Poderes
La Mudanza de Los Poderes
La Mudanza de Los Poderes
DE LOS PODERES
DE LA SOCIEDAD DISCIPLINARIA
A LA SOCIEDAD DE CONTROL
Entender que los poderes mudan, como los soles o los reinos, que se conjugan en medio de
una relación y no desde una esencia, que no se definen por sí mismos ni por una trascendencia
infinita, lo debemos a Nietzsche. El poder es siempre relacional, no sustancial. Sociedad de
control es un concepto creado por Gilíes Deleuze para designar las mutaciones
contemporáneas de los poderes disciplinarios que Michel Foucault situó entre los siglos XVII y
XIX. Aun cuando reconocemos sus filamentos, el diagrama disciplinario es nuestro pasado
inmediato, lo que estamos dejando de ser. Nos encontramos más allá de los aparatos de
encierro, más allá del ojo panóptico centralizado, pero no porque esos aparatos hayan sido
contenidos o “humanizados”, como sostienen algunos voceros de la redundancia democrática-
liberal. ¿No enfrentamos nuevos tipos de sanción ligados a la regulación normalizadora y no a
la ley, de formación permanente ofrecida como educación, de exposición mediática desde
donde el marketing deviene control social, de tecnovigilancia permanente e ilimitada que
opera desplazándose sin punto central? ¿No existe una tentativa de control continuo, unas
operaciones ininterrumpidas y perpetua-mente variables, de rotación rápida, infestando todo
el campo social? Una programación que va más allá de las regulaciones biopolíticas o de las
tentativas de intromisión en la esfera privada y alcanza los modos de subjetivación. Los
poderes disciplinarios cortaban los cuerpos, ordenaban y serializaban, proporcionaban modos
de conducta. La disciplina moldeaba, el control modula. Moldear es modular de manera
definitiva; modular es moldear de manera incesante y perpetuamente variable. Los poderes de
control son dispositivos autoconstructivos de mantenimiento, unos poderes de campo
ampliado que se convierten en la sustancia de supervivencia para la gente y que, como se verá,
modulan los límites de lo humano. “Es posible”, escribió Deleuze, “que los más duros encierros
lleguen a parecemos parte de un pasado feliz y benévolo frente a las formas de control en
medios abiertos que se avecinan. En una sociedad de control nada se termina nunca”. El sueño
del control nunca ha sido crear espacios parejos, homogéneos, sino alcanzar un poder sin
afuera, sin relaciones. ¿Cómo se trenzan, ahora, las relaciones de poder; en dónde prolongan
líneas de los poderes capitalistas postindustriales y en dónde inauguran nuevos ordenamientos;
cómo funcionan los dispositivos de control, de qué líneas se componen y hacia qué nebulosas
de configuración apuntan?
Ernst Jünger describió la armazón técnica del mundo, el nacimiento de la edad de la radiación,
la legalidad de las articulaciones disciplinarias y del poder instrumental que preparan una
especie nueva de vida: todo un biopoder. Foucault estudió las escalas en que se juegan las
mutaciones en nuestras sociedades y estableció los umbrales de mudanza de la sociedad
disciplinaria a la sociedad de control. Burroughs fue el primero en cartografiar esas sociedades
adictas al control y vislumbró la posibilidad de una gran máquina de sobrecodificación
planetaria de las subjetividades. Virilio ha despejado los trayectos entre los cuerpos
amenazados por la velocidad absoluta de las teletecnologías, la colonización de la biomecánica
nano, y la ciudad convertida en un intrincado espacio de control permanente del entorno.
Deleuze estableció la lógica, el programa y las características de las sociedades de control y del
capitalismo de superproducción como empresa mundial de subjetivación.
Los cinco han escrito desde un mismo espacio de tiempo, desde un horizonte fragmentado de
acontecimientos, desmarcándose del servilismo de los intelectuales que, frente al poder,
deciden que éste es históricamente racional. Cada uno, en sus trabajos, ha explorado con su
escritura fuera de los límites del canon, justo para hacer de la escritura una exploración.
Deleuze y Foucault eran grandes escritores; crearon procedimientos novelísticos y poéticos que
dieron a la filosofía una nueva potencia. Jünger, Burroughs y Virilio han sido grandes
pensadores; inventaron conceptos desde sus propios campos con un rigor filosófico admirable.
Todos ellos han escrito alejándose de los saberes establecidos, de sus argucias para invocar y
dominar los destinos ajenos, de sus ansias de totalidad, de su carácter unitario. Por eso,
entablaron sus trabajos ahí donde era posible poner al descubierto los lugares aún no ocupados
por el sentido, las migraciones mercuriales de la luz sobre los planos agitados antes que las
configuraciones monolíticas donde los poderes se corroboran a sí mismos, los movimientos en
el curso de sus líneas, las ondulaciones, la vida de las superficies y sus relaciones con la
atmósfera antes que las jerarquizaciones circulares o las visiones totales del mundo. Ahí, justo,
donde crecen las zonas de intensidad, la silenciosa resistencia de lo necesario.
El crepitar de una tabla opaca de información nos sitúa en Ciudad Control. Miles de ninfusorias
pulsan por todos lados. Trak trak trak trak.
Mixcoac, 2009
ERNST JÜNGER:
La gran mudanza
Ei tema de la mudanza del tiempo y de las cosas era para el saber romántico un vasto recurso
literario antes que un conocimiento contrastable, una cuadrícula privilegiada para el juego de
las representaciones. La mudanza funcionaba como figura retórica: el río que fluye y que es y
no el mismo, la progresión escalonada de las estaciones, las oscilaciones en el cambiante
cuerpo —y en la no menos cambiante alma—. El fluir eterno. Motivo de queja cuando el ansia
y el tiempo no corrían al parejo, fue elevada a la categoría de “efecto” por los románticos. “Es
sólo en apariencia que avanzamos”, escribió Novalis. La mudanza, bruma lírica. Saber
edificante, reserva artificiosa de sabiduría natural.
¿Con qué nuevos ojos se comienza a distinguir la aceleración del tiempo, la ampliación de los
espacios, después de la Primera Guerra Mundial? Algo se ha roto en la realidad del tiempo.
Todo lo sólido, según Marx, se desvanece en el aire. Lo que una vez estuvo fuertemente
relacionado ahora ondula suelto. Rilke ve llegar vacías cosas indiferentes: manzanas o uvas que
no tenían ya nada en común con la fruta o el racimo en que había penetrado “la esperanza y
el ensimismamiento de nuestros antepasados” Ahora, las cosas vividas y animadas decaen y no
pueden ser ya sustituidas. “Nosotros somos los últimos”, escribe el poeta a Rodin, “que hemos
conocido todavía semejantes cosas”. Las cosas barridas por la mudanza no caen solas, tienen
un límite que comparten con nosotros, comparten nuestro saber. Rodin moldeaba planos de
encuentro; buscó hacer fluir las superficies limitantes de los cuerpos y, casi sin saberlo, enseñó a
Rilke cómo se afirma un cuerpo en sí mismo. Pero la mudanza toma todo, muestra el otro
lado del tiempo, cuando todo se acaba: quedan los últimos en un espacio donde las cosas
caídas se desvanecen, traspuesto el límite, junto con los restos del saber.
El veneno de la provisionalidad permanente, de la inconsistencia en los medios, de la
ambigüedad, creó un paisaje de transición. En este paisaje se delineó la mutación de conceptos
e instituciones del siglo XIX; se disolvió el nomos hereditario, se redujo el estamento
campesino. Con la Primera Guerra Mundial terminan las monarquías en tanto formas de
gobierno operativas y la vieja moral parece incapaz de sobreponerse a los hechos. Se trataba
de una época de mudanza, de claroscuro, en la cual los fenómenos netamente definidos
perdieron sus contornos. Los antiguos valores ya no tenían curso y los nuevos todavía no se
habían impuesto. Dar nombre a los nuevos poderes era el auténtico riesgo y el mayor desafío.
La edad de la radiación
La primera gran ficción filosófica de Jünger podría contarse así: los titanes han regresado del
olvido en una figura que representa el sentido del mundo en esta época. La aparición de la
figura del Trabajador muestra una nueva constelación que por medio de la técnica despliega la
movilización del mundo. Por tanto, el Trabajador no representa ni un estamento, ni una clase,
ni una nación. No es una magnitud económica sino un carácter planetario. Su meta es el
dominio total en un Estado Mundial. De ahí que la técnica no sea un órgano del progreso
como en el espacio burgués. Su tarea, ahora, es hacer real el dominio: lograr la totalidad del
tipo “trabajador” por medio de la movilización del espacio técnico. Alinear la técnica al poder,
despojar a la técnica del aura de neutralidad asociada a la narrativa del desarrollo humano,
supuso para Jünger una revisión crítica de la lógica del progreso tal como fue proyectada en la
modernidad.
Jünger ha escrito que en El Trabajador intentó recobrar las esencias que Marx había destilado
de Hegel y ver, en lugar de un personaje económico, una figura. Para la figura del Trabajador
lo primero es el poder, la economía es secundaria, lo que muestra un quiebre, una ruptura con
la concepción predominante del trabajador en el siglo XIX como un ser falto, sufriente. En ese
siglo se formó la idea de nación de acuerdo al modelo del individuo. Pero el estado nacional,
con sus fronteras y leyes, presupone la tierra repartida para afianzar su poder encubierto, su
esclavitud encubierta. Y al Trabajador, explica Jünger, “le repugna la tierra repartida”. Además,
los principios del estado nacional no bastan para acceder a la identidad del poder y el derecho.
Ejemplo de ello fue la Sociedad de las Naciones, cuyo vértice se asentaba en una
desproporción: la vigilancia sobre unos espacios enormes a partir de una potestad ejecutiva
risible.
En 1932 Jünger preveía la pérdida de sentido de las fronteras y la crisis de prestigio de los
gobiernos representativos. Antes de la guerra de 1939, a la vez que se criticaba su valor como
doctrina, en varios países habían desaparecido ante formas políticas que los negaban. De
entonces data lo que posteriormente se conocería como la crisis de la democracia
representativa. Según Jünger, para remontar ese estado de cosas debería surgir un Estado
mundial. Su dominio debía darse en la superación de los espacios de anarquía, de variabilidad,
por un orden nuevo. Sólo el dominio total clausuraría la movilización del mundo.
La técnica generó la dimensión planetaria del mundo; la tecnosfera irradiaba al mundo entero.
El orden de los estados nacionales no podía hacerse con el control de tal dimensión porque sus
principios constitutivos colapsaban justamente por la apertura de la escala planetaria. De un
conflicto casero se desataba una conflagración mundial. La aparición de la figura del
Trabajador señalaba esa mutación y la necesidad de un nuevo orden. Ese orden, según Jünger,
surgiría de un Estado mundial.
La visión de Jünger provocó innumerables equívocos. El Trabajador se publicó en 1932,
cuando la mutación alcanzaba su cresta conflictiva. Pero esa visión logró sobrevivir al contexto
de su recepción inicial. El curso de los acontecimientos que siguió a la Segunda Guerra Mundial
ratificó su pertinencia. Incluso la así llamada “mundialización” o “globalización”, con la que
nos aturden a diario, es una vulgarización de la visión jüngeriana.
En Abejas de cristal (1957) Jünger narra la historia de un ex oficial de caballería que una vez
terminada la Primera Guerra debe servir en la división de tanques. La técnica ha destruido las
competencias individuales, ha modificado la índole del trabajo y de su ethos. El capitán
Richard, personaje de esta novela, no encuentra lugar en un mundo que prestigia el orden de
la uniformidad y suprime la especificidad. La técnica ha evolucionado hasta convertirse en el
lenguaje mundial. El poder sobrepasó la esfera del derecho. El nazismo, un totalitarismo
suicida, se convirtió en una amenaza planetaria.
La tierra está mudando de piel. Todo es planetario: el telégrafo, las conexiones, el paisaje de
talleres (paisaje industrial). Sin embargo, como explica Jünger en El Estado mundial (1960), no
hay un orden global y “países que se pueden sobrevolar en cinco minutos quieren mantener
sus fronteras”. Habría que desprenderse del concepto de nación tal como lo acuñó la
revolución francesa. De otra forma, ¿cómo se podrían administrar razonablemente y valorizar
económicamente los potenciales de que se dispone? Pero el cambio de piel asusta, “y con
razón retrocedemos ante una nueva moral que correspondiese a los hechos” En un paisaje de
transición todo es borroso; el plan total, su dirección y meta, resultan invisibles. El capitán
Richard, que entretanto ha aceptado trabajar en una fábrica de prototipos de tecnología
avanzada, se sabe preso de un juego que ciertamente facilita mucho la existencia, pero al
mismo tiempo la pone en peligro; porque durante la muda de piel la serpiente queda ciega.
Para una época como la nuestra que ha hecho de la democracia un lugar común y un
paradigma político, el pensamiento de Jünger, situado fuera de las tesis liberales, resulta
incómodo. Se ha dicho que el Estado mundial es un estado totalitario, una configuración que
alimentó los afanes expansivos del nazismo. Sería más acertado entenderlo a partir de su
divisa: Imperium et libertas ’. Además, somos testigos de que el proyecto totalitario no ganó la
carrera por la expansión mundial. Con todo, lo decisivo de esta configuración es que junto al
Trabajador permite medir cuánta verdad ha creado la gran ficción jüngeriana.
Dispositivos de control
En Heliópolis (1949) y Eumeswil (1977), sus novelas posthistóricas, a Jünger no le interesa
hacer profecías, sino anticipar atmósferas posibles. Sus personajes hacen un salto en el tiempo
hacia el futuro y por eso pueden, desde ahí, explicar su presente y referirse al pasado. En ese
sentido, los dispositivos que aparecen en sus novelas remiten siempre a un contexto de
actualización de los poderes y de los controles.
Heliópolis es una ciudad postapocalíptica. Un residuo de los Grandes Incendios. El Regente del
nuevo orden mundial gravita entre las esferas celestes y se ha llevado consigo los secretos de
las armas pesadas. Posee el monopolio del poder. Su retirada ha dejado un vacío imposible de
llenar pues la expectativa de su regreso actúa como una fuerza disuasiva real. Las repercusiones
de este vacío en Heliópolis se manifiestan en una mera práctica política de lo posible, en un
frágil equilibrio entre el Procónsul y el Prefecto, entre el poder legal y el poder popular. Sus
disputas semejan “simples querellas provinciales” y terminan, inexorablemente, en el tribunal
de arbitraje, cuya consideración queda reservada al Regente. La resolución de este estado de
cosas sólo podría conseguirse a escala mundial; una solución que ya ha sido tomada aunque
sea de forma virtual. Fuera de Heliópolis se hallan las Hespérides, islas de intercambio de
bienes e ideas, y más allá de ellas, se extienden los “inciertos imperios”, los “dominios
maravillosos” que brotaron del perol radioactivo de los Incendios.
La bipolaridad de Heliópolis se dobla también en el control de los medios: el Procónsul tiene
el dominio sobre el tesoro y el Prefecto sobre la producción de energía que constituye la parte
socializada de la economía. El consejero de minas, además de resguardar las reservas áureas y
de coleccionar placas de lirios fosilizados, ha escrito una utopía que considera podría ser la
desembocadura racional a la inestable estabilidad de Heliópolis. Para situar su escrito, el
consejero de minas dividía el desarrollo histórico de la tecnociencia en tres fases. La primera, a
la que denomina “titánica”, se concentró en la construcción del mundo de las máquinas. La
segunda fue racional y desembocó en el automatismo perfecto. La tercera es nombrada
“mágica” porque en ella se dio vida a los autómatas. Esta subdivisión subvierte el trazo
episódico canónico de los manuales de historia de la tecnología. No contempla la edad de los
instrumentos en tanto extensiones o imitaciones del cuerpo humano —el martillo es el puño—.
Tampoco el sentido de la tecnología de los romanos como una hazaña, ni la combinatoria,
ingenios y artefactos de la alquimia. Lo que Jünger busca acentuar es la aparición del mundo
de la máquina industrial en cuanto quiebra la línea orgánica directriz y la línea física directriz a
que se ceñían los instrumentos y la tecnología de los antiguos. La máquina industrial resolvió su
cometido con medios propios; la mano que cose no hace el mismo trabajo que la máquina de
coser. La máquina industrial no sólo cambia la magnitud y la dirección de aplicación de una
fuerza; reconduce las fuerzas, las hace actuar bajo determinados presupuestos, y por eso su
propia definición prescinde de toda finalidad humana, de la proyección orgánica y, en parte,
del mundo mecánico-tridimensional. Se entiende, entonces, que la fase mágica de la técnica
sobrevenga a una fuga del mundo mecánico-tridimensional. Los sueños que no pudo cumplir
nunca la alquimia son ahora posibles.
Si nos detenemos en los diseños tecnológicos que Jünger pone en juego en sus obras es posible
advertir que hay máquinas perfectamente concebidas. Combinan cuerpos resistentes dispuestos
de tal modo que actúan bajo determinados presupuestos por medio de sus fuerzas mecánicas.
Las máquinas pueden estar formadas por múltiples elementos, pero no son conjuntos
multilineales como los dispositivos. La definición cibernética de la máquina implica solamente
una caja blanca o negra para convertir mensajes de entrada en mensajes de salida. Un
dispositivo, en cambio, puede estar transido por líneas no-maquínicas, pero siempre maquina
una relación. Puede ser un engranaje de control o servir como plataforma de resistencia: un
mismo dispositivo puede extender lazos de control y líneas afirmativas de vida. Los
dispositivos no funcionan desde la estabilidad ciega o desde la regularidad permanente; sus
líneas de recepción les permiten automodularse. Es claro que no hay que pensar en los
dispositivos como en supersistemas o supercomputadoras que controlan todo o que están en
vías de hacerlo. Los poderes son más sutiles. De ahí la importancia de entender su morfología.
Ernst Jünger anticipó máquinas, técnicas y dispositivos. En lo que sigue trataré de hacerlos
aparecer en sus ámbitos de aplicación:
El FONÓFORO
El sueño del teléfono es muy antiguo. Algunas de sus líneas genealógicas se pierden en el sueño
mayor de la ubicuidad. Pero una vez que fue soñado hasta su realización, provocó de
inmediato cierto fastidio: “así que eso es el teléfono; tocan una campanilla y usted responde”.
Muchos de los inventos de la era industrial comparten esa misma carencia de aura. Son
instrumentos de la nivelación técnica.
El fonóforo, soñado por Jünger en Heliópolis (1949), es la anticipación del teléfono móvil
celular. Como tal, acentúa el grado de nivelación, es el medio ideal de la democracia
planetaria, un instrumento que “vinculaba a todos y cada uno de los individuos de forma
invisible”. Se trata de un pequeño aparato, una caja aplanada que se llevaba en el bolsillo del
pecho del que sobresalía apenas el grosor de un dedo, con un disco de conexiones fijas. La
nivelación, desde luego, funciona mejor en un medio altamente jerarquizado. Por ello, hay
varios tipos de fonóforos: de universitarios, de tecnócratas —color gris aluminio— y el
panfonóforo de oro. El fonóforo es un simplificador de gran eficacia. Lo mismo sirve para
establecer la democracia electrónica y permanente, votaciones y consultas, que como vehículo
de transmisión de información. Cumple las funciones de documento de identidad, pasaporte y
sirve como instrumento náutico y meteorológico. Comunica automáticamente con cualquier
otro fonóforo en el mundo. Muestra la situación de las cuentas bancarias, expende billetes para
viajes. Recibe noticias de todas las agencias y universidades. Permite consultar todos los libros.
Muchas de las líneas tecnológicas de nuestro presente confluyen en el fonóforo. La línea de
miniaturización de los conductores, la línea de la tecnovigilancia biométrica del documento
único de identidad, la línea de la hiperconectividad. Pero lo decisivo es que el fonófbro está
entramado en un dispositivo rizomático complejo:
La OFICINA DE CONVERGENCIA
La era de la técnica multiplicó los campos que había que investigar y ordenar científicamente.
Jünger explica cómo esta nueva mentalidad, que ya apuntaba en los inicios del siglo XX, logró
una cohesión a la vez racional y simbólica soportada por operaciones básicas de registro y
estadística que corrían a cargo de las computadoras. Esa racionalidad se intensificó en las
catacumbas, en los refugios subterráneos a donde fueron trasladados los archivos, las
bibliotecas, mapotecas y museos de arte durante los Grandes Incendios.
Los trabajos inauditos para tematizar los saberes de una época, como los que llevaron a cabo
los enciclopedistas franceses o Novalis, semejan trazos propios de la edad de hierro vistos
desde la racionalidad técnica de la edad de las máquinas inteligentes. No por la fuerza que
alimentó esos trabajos sino por la dimensión espacial y la cualidad de abstracción de la nueva
racionalidad. De los talleres subterráneos de abstracción ampliada surgió la Oficina de
Convergencia. Un dispositivo que relaciona por medio de un sistema de coordenadas cualquier
cosa dotada de forma. Su escudo está formado por el cruce de una abscisa y una ordenada,
“con la blasfema divisa Stat crux dum volvitur Orbis” (la cruz permanece firme mientras el
mundo se mueve). Y así opera: un investigador descubre en una tumba transcaucasiana el asa
de una jarra o de un vaso. Envía sus coordenadas y medidas a la Oficina de Convergencia, en
donde alimentan las máquinas con esos datos. Una nota, proveniente del archivero o banco de
datos, enumera los objetos cuyos perfiles tienen mayor o menor parecido con el asa
descubierta. Otros vasos, dibujos de los calados, jeroglíficos o la vibración de una concha. Para
terminar, se añade la documentación escrita procedente de los museos y de la bibliografía
existente al respecto. Vista así, la Oficina de Convergencia parece un sistema de localización
avanzado y una matriz decodificadora. Pero tras esa apariencia inofensiva se esconde un
dispositivo que regula y utiliza los condicionamientos espaciales del poder. Si se puede localizar
cualquier punto en la tierra también se puede amenazarlo. Esto enuncia la mutación
exponencial que ha sufrido la estadística: “hacia el interior encarna el saber y hacia el exterior
el poder”, dice uno de los personajes de Heliópolis. La estadística llevada a sus últimas
consecuencias permite probar todo y ahí donde todo es demostrable, todo está permitido.
¿No anuncia también esta mutación el salto a una sociedad de control en medios abiertos?
La plataforma de recepción del dispositivo funciona consensualmente: un algoritmo trazado en
diagonal permite utilizar la múltiple diversidad de los saberes y las cosas del mundo, pero la
operación trasciende al usuario así como el algoritmo no aparece en la operación, se sustrae a
la operación. El dispositivo se alimenta de los saberes parciales de los usuarios; los utiliza para
configurar una matriz asfixiante. Una trama de la que nadie escapa. Toda consulta queda
registrada. Cada llamada desde un fonóforo aporta una conexión. Necesariamente, el índice
total de las conexiones se establece como virtualidad pura —el control no requiere índices
totales sino configuraciones parciales que le permitan adaptarse y modificarse en un estado
continuo de work in progress—. El índice total es el sueño de quien navega por el dispositivo
pero ese sueño tiene un revés: la eterna vigilia del control. Quien navega va dejando una
estela de sus trayectos, de sus paradas y rodeos. Una línea de puntos configura una red de
coordenadas y vectores. El ideal de este control sería la conexión total; que la existencia social
se agotara en el conectar y desconectar —un ideal que en vida de Jünger la televisión había
alcanzado ya parcialmente; un ideal arcaizante, por tanto—.
EL LUMINAR DE EUMESWIL
No sabemos qué pasó con el mundo bipolar de Heliópolis ni con el Regente encapsulado en el
spatium. Quizá no pudieron sobrevivir a la ola de disgregación que siguió al colapso del Estado
mundial —si ola está en la raíz del colapso, ¿cómo le sigue?—. Se podría decir que Eumeswil es
el horizonte de Heliópolis a condición de no entender ese horizonte en un sentido histórico.
En Eumeswil ya no queda sustancia histórica; es imposible distinguir ahí entre fundamento y
causa: “una ciudad en la que nada parece real y todo parece posible”. Con sus territorios y sus
islas configura un espacio intermedio entre los reinos de los grandes khanes y las ciudades-
estado de los epígonos. Morfológicamente, esta situación semeja el orden-mosaico posterior al
resquebrajamiento del imperio de Alejandro. Jünger nos pone en la pista de ello al señalar que
Eumeswil viene de Eumenes, el griego, entre los macedonios. Se refiere al diadoco de Pérgamo.
En esta ciudad sin espesor histórico, donde la masa es ahistórica y la élite se evade en sueños
metahistóricos, un historiador que sirve como barman en la alcazaba del tirano de Eumeswil
utiliza el luminar para sus exploraciones del pasado. Pero “utilizar” no es la palabra adecuada.
El luminar proviene de la fase mágica de la técnica, según la división que estableció el
consejero de minas de Heliópolis, y a un dispositivo tal no se le “utiliza”; más bien se le
“conjura”. En el luminar se siguen los detalles, por ejemplo, de la visita de Rousseau a Hume;
se toma parte en un desfile o en una revisión de tropas; se hace pasar ante una serie de sucesos
relacionados —el asesinato de Julio César, el de Sarajevo—; se está con Boecio en su
mazmorra y con María Antonieta en el Temple. El luminar, como la Oficina de Convergencia,
se fraguó en las catacumbas. Es producto de una pasión archivadora que parece desbordar
todo propósito histórico y, a la vez, del miedo a la aniquilación, al fin del mundo por el fuego,
que lleva a la existencia subterránea: “perforaciones, excavaciones, catacumbas, actividades
plutónicas de toda especie”.
¿Es el luminar una biblioteca ilustrada? ¿Un archivo histórico animado? En las catacumbas no
sólo se crearon enciclopedias gigantescas y no sólo se escribió historia, sino que también se hizo
volver al tiempo, se le presentó con sus imágenes y sus actores. Cuando se cita una
determinada escena, se llega al conjuro mágico. Si se cita el plan mundial de Fourier, aparece
como ya realizado: emergen las altas torres blancas de los falansterios entre los campos de
cultivo, en toda su dimensión espacial. Algunos de los días de la vida de Tiberio están
registrados minuto a minuto, en tiempo real sólo que inmutable, detenido, sin flujo alguno. Y
todavía más: el fallido boceto que hizo Engels de Max Stirner, el autor de El único y su
propiedad, fue revisado y corregido en el luminar por los médiums que habitan en las
catacumbas como en una república subterránea, topera de sabios o laboratorio de realidad
virtual.
El luminar es un dispositivo con una pantalla, un teclado, un transformador. A la transmisión
de los textos y a su combinación suma representaciones escénicas. Todo está allí, todas las
interconexiones posibles, cruzándose, desplegándose en cualquier tema seleccionado, y todo
ello en una espiral inabarcable que en cada punto que se va tocando crece como un laberinto
infinito. Sí, el luminar “es una máquina del tiempo que, además, lo elimina por superación”.
Una máquina del tiempo que anticipa a internet —Eumeswil fue publicada en 1977— por
sustracción del tiempo real y por inconmensurabilidad. Muchas máquinas del tiempo han sido
soñadas; nunca un dispositivo como el luminar que alcanza el estatuto de personaje de una de
las mayores novelas de la literatura del siglo pasado; una novela que además de ser un bello y
acucioso estudio sobre la anarquía logra dibujar en nuestro mundo hiperconectado-insular las
relaciones entre la historia, la sociedad y un tipo nuevo de resistencia: la del anarca. Pero el
luminar es también una máquina del tiempo que funciona como un libro, sin cables ni
pantallas, mas abierto y conectado al afuera, donde desde el presente de la novela, que es el
futuro del lector, se explica el pasado de la novela, que es el presente del lector. Los bibliófilos
irregulares y los lectores del pretérito imperfecto —sin pantallas—, agradecemos ese guiño con
que Ernst Jünger despide Eumeswil.
MATRÍCULA DE TRIBUTOS
He aquí algunos aparatos y técnicas que Jünger nos legó como tributo al tiempo:
Entre los drones que vigilan, equipados con receptores, radares, videos y termografía, los hay
de dispersión y control frontal: el tanque-planeador que patrulla pesadamente “como un
escarabajo de azulado acero”; y otros, como las abejas de cristal, portentos de la
miniaturización que bajo una apariencia de juguetes cargan todo un arsenal.
Tres técnicas post-utópicas: la de los auro-i-manes para extraer el oro del mar; la del bronce
térmico que permite clima- tizar grandes espacios a bajo costo, y la del punto cero genético
para acelerar los cultivos en cualquier dirección deseada.
Un espejo electrónico que dio nacimiento a la nueva cosmografía. Una ballesta de impulso
magnético. El papel inflamable y la cámara acorazada. El bolígrafo de destellos. Y muchos
ingenios más que describiría para ustedes si el fonóforo no estuviese sonando.
Personajes conceptuales, modos de subjetivación, resistencia
Los puntos de interés de Jünger son múltiples. Lo mismo dirige su atención a los fundamentos
de la guerra que a las experiencias con drogas, las consideraciones acerca de nuestra época, los
saberes ocultos de la tradición, los relatos de viajes, la entomología y las ciencias naturales, las
gramáticas antiguas, la literatura fantástica, los mecanismos de transmisión de poder, las
culturas fundacionales y sus mitos, el salto de lo micro a lo macro, los saberes yuxtapuestos en
un mismo estrato: la astro- logia tanto como la astronomía, la ordenación de Linneo y las
cualidades mágicas de las plantas.
A esta multiplicidad de intereses responde una diversificación de formas literarias que siempre
están imbricadas, en constante combinación: la luminosa mezcla de las especies. Pocas
escrituras han sacado de la propia vida tanta literatura. Pero también muy pocas vidas de
escritor han sido vividas de una manera tan poco ortodoxa, fuera de los cubículos, fuera de los
congresos y de los circuitos de promoción, en la línea de resistencia al presente. De ahí la
ambivalencia que rodea su vida y su escritura. Ambivalencia, no confusión. Escritura donde lo
exacto pesa más que lo bello, lo necesario más que lo moral.
En el camino de la ambivalencia o el desmarcase Jünger se mueve como uno de sus escarabajos
favoritos. Como la cicindela en la arena, primero aguarda inmóvil, después centra un objetivo
y se precipita sobre él antes de fijarse de nuevo en la inmovilidad. ¿No es éste el movimiento
de las digresiones que ramifican su discurso con nuevas tramas y datos hasta hacer del discurso
una suma de digresiones? La digresión es un extraño en el discurso. Un extraño bienvenido que
va a contar sus propias historias.
Al movimiento de la cicindela aspiran las figuras jüngerianas de resistencia al presente. Los
peligros del presente, en correspondencia a un pensamiento de figuras, son caracterizados por
símbolos. El símbolo de nuestras sociedades es el Titanic: en él aparecen juntos la hybris del
progreso y el pánico, las máximas comodidades y la destrucción, el automatismo técnico y la
catástrofe. En su interior, las propuestas libertarias liberales nada pueden ante la coacción
tecnocrática que quiebra la
libre voluntad y que se ha vuelto compacta y universal. En el Titanic, otro nombre de Leviatán,
“la oposición es un estímulo para los dueños de la violencia”, escribe Jünger en La tijera
(1990). La propaganda sustituye a la moral, las instituciones son utilizadas como instrumentos
de perpetuación del poder. Los derechos individuales adquieren una naturaleza dinámica: se
fundan en el poder, no en su propiedad como se concede por estatuto constitucional. Por ello,
la moral y el derecho no concuerdan; la mayoría puede tener el derecho a su favor y ser al
mismo tiempo injusta.
¿Cómo hacer, entonces, visible la libertad en la resistencia? Cuando el no estipulado como
derecho en las constituciones liberales sólo sirve para otorgar curso legal al sí mayoritario;
cuando ese no ya estaba previsto en la forma en que se realiza la elección, ¿cómo hace la
persona singular para salir de la estadística? Jünger tantea en terrenos que escapan a la tiranía
del lugar común de la democracia liberal representativa. Muchos han visto esta actitud como
un signo claro de su vocación guerrera e irracionalista, de rechazo al supuesto universalismo de
las formas democráticas de vida. Se trata, dicen, de explicaciones suprahistóricas de corte
fatalista o de propuestas metapolíticas que acomodan los hechos sin ninguna responsabilidad.
“Intimismo esencialista” resume, en un marbete, la desaprobación a la postura jüngeriana.
Desaprobación apresurada si se toma en cuenta que desde otro lado de la reflexión
democrática contemporánea se atiende justamente el fenómeno radical señalado por Jünger,
es decir, la igualdad pasiva frente a las enormes diferencias de función; las disposiciones que se
identifican con la democracia liberal como trazos hechos para una época más lenta y
socialmente menos compleja que la nuestra.
En la obra de Jünger se distinguen dos figuras que están en relación directa con el problema de
la libertad en la resistencia y con la posibilidad de creación de nuevos modos de subjetivación:
el emboscado y el anarca. En letras minúsculas, entre los actos de las figuras y los datos de
época, aparece la “persona singular”, una especie de estrato liberal cuya función es servir como
indicador de los peligros y las disyuntivas que atraviesan nuestro tiempo.
La emboscadura (1951) es una revisión de El trabajador, un ensayo sobre la posibilidad de la
libertad en nuestra situación histórica. Es también un diálogo con El hombre rebelde de Ca-
mus: “yo me rebelo, luego somos”. Irse al bosque, emboscarse, no conforta ni trae paz; “no es
una actividad idílica ni un acto romántico”. No cabe escoger entre el bosque y la nave, el
Titanio. Es más bien un trasladarse del orden “abarcable de la estadística a otro orden,
invisible”. La disyuntiva que le plantea nuestro tiempo a la persona singular es o bien poseer
un destino propio o bien tener el valor de un número. Por ello el autor es un emboscado, su
sustento es la independencia. El emboscado está decidido a ofrecer resistencia y tiene como
propósito llevar la lucha sin detenerse en el hecho de que la consecuencia ética del
automatismo es la fatalidad.
“Emboscarse” era una antigua práctica islandesa que seguía a la proscripción. Mediante la
emboscadura “proclamaba el hombre su voluntad de depender de su propia fuerza y afirmarse
en ella sola”. El bosque era el lugar de la libertad. Jünger actualiza esa práctica para mostrar
que existen medios de resistencia diferentes a los del no institucional. La doctrina del bosque
parte de una confrontación del hombre consigo mismo, pero el propósito de tales medios no
es la simple colonización de reinos interiores: “no podemos limitamos a conocer la verdad y la
bondad en el piso de arriba”, escribe Jünger con pasión que hiende el lugar común, “mientras
en el sótano están arrancando la piel a otros” El emboscado sabe que la posibilidad de
conculcar los derechos está en relación directamente proporcional a la libertad con que se
enfrenta. Por eso, no le permite a ningún poder que le prescriba la ley, ni por la propaganda ni
por la violencia. Así, la emboscadura puede hacerse realidad a cada hora, en cada sitio,
también frente a una enorme superioridad de fuerzas. Contra esas fuerzas superiores, las rutas
extremas sirven si se mantiene franco algún camino.
Mientras que la rebelión del hombre rebelde de Camus era el acto de un hombre informado,
que tiene conciencia de sus derechos individuales, para el emboscado la libertad acaso exija
dejar al tiempo, como botín, la cualidad de individuo tal como la entendió el liberalismo.
Camus piensa que la idea de la rebelión sólo tiene sentido en la sociedad occidental, pero
continuamente apela a la “humanidad”, ya sea como prueba de la solidaridad rebelde, ya sea
para encontrar el nexo entre la experiencia del sufrimiento individual y la conciencia posterior
del ser colectivo. La divisa del emboscado es “aquí y ahora”, en cualquier lugar, a solas u
organizando una minoría selecta que marque frente al Leviatán las medidas de una libertad
válida; una libertad que es preciso readquirir una y otra vez.
La figura del anarca está encarnada en Martín Venator, historiador de profesión, barman en la
alcazaba del tirano de Eumeswil, El Cóndor. Una posición —otra vez como la cicindela-
situada en la zona estratégica que separa el mar del bosque. El mar es el reino de Leviatán, el
bosque es el indeterminado lugar de la libertad; la constelación dominante es acuario.
El anarca es la contrapartida positiva del anarquista. Es una figura donde Jünger mezcla algunos
elementos genealógicos, debidos a Nietzsche, con observaciones de tipo geológico. Así, una
precisión geológica encuadra a Eumeswil como un “aluvión de acarreo de una masa popular
sobre zócalo alejandrino”. El anarca encuentra su sedimento genealógico, su linaje, en la
taberna de “Jacob Hippel”, lugar de reunión de Bruno Bauer y Los Libres, mejor conocidos
como la Sagrada Familia, gracias a un panfleto que Marx y Engels escribieron en su contra. A
esas reuniones asistía Johann Caspar Schmidt, a quien sus compañeros apodaban “frentudo”
(Stirner), apodo que se convirtió en el apellido perfecto para un nombre invisible: Max. Max
Stirner, autor de El Unico y su propiedad. El Unico dice:
esto no es mi causa. Nada hay superior a mí. No siendo mi objeto derribar lo que es, sino
elevarme por encima de ello, mis intenciones y mis actos no tienen nada de político ni de
social [...] la revolución y la insurrección no son sinónimos; la revolución ordena instituir. La
insurrección quiere que uno se subleve o se alce. Yo he basado mi causa sobre nada. Mi causa
no es divina ni humana, no es ni lo verdadero, ni lo bueno, ni lo justo, ni lo libre, es lo mío;
no es general, sino única, como yo soy único, (p. 147)
Jünger recorta la figura del anarca a partir de una espiral de contraposiciones que gira sobre la
persona singular; en este caso, muy cerca de los atributos del “hombre natural”, del Único. El
anarquista es el antagonista del poderoso, el anarca es su polo contrario. El poderoso quiere
dominar a todos, el anarquista quiere acabar con él, el anarca sólo busca dominarse a sí mismo
—por ello tiene una relación objetiva, y escéptica, respecto del poder—. El anarquista ha sido
expulsado de la sociedad; el anarca ha expulsado a la sociedad, no quiere mejorarla sino
mantenerla a distancia.
Venator puede conservar su libertad y servir como camarero porque no se compromete con
nada; no toma nada con definitiva seriedad, nunca al modo nihilista, sino como un centinela
en la línea de avanzada. Únicamente retrocede ante el disfraz de la entrega última, los
juramentos, el sacrificio. Los problemas morales o de derecho son para él accidentes de
circulación que, a lo más, exigen cambiar de camuflaje: el anarca puede revestir todos los
disfraces. Puede, explica Jünger en un pasaje de Eumeswil, “trabajar tranquilamente tras una
taquilla o en una oficina. Pero cuando las abandona, por la tarde, desempeña un papel
totalmente diferente”.
Su actuación política semeja la de un “robínson” por la “naturalidad” en sus elecciones, por la
simpleza de sus definiciones: cuando hace calor se quita el sombrero, cuando llueve abre el
paraguas, cuando tiembla sale de casa. No está a favor ni en contra de la ley, no la reconoce,
pero procura conocerla. Al anarquista, en cambio, un simple control de pasaporte le resulta
funesto.
El anarca está más afirmado en sí mismo que el emboscado. Sin embargo, no es un
individualista. No se presenta como “gran hombre” o “espíritu libre” por una razón de
método: su meta no es la libertad ya que ésta es su propiedad. Además, tiene un grado mayor
de distanciamiento respecto de cualquier tipo de idealismo. Quizá esto se deba a que en
Eumeswil se ha consumido la sustancia histórica y el catálogo de posibilidades parece agotado.
Resulta necesario que en un lugar así se acentúe la nostalgia por la configuración de mitos.
Hay una tensa ambigüedad en la configuración del emboscado y del anarca. Algunos de sus
rasgos decisivos los sitúan como figuras transhistóricas. Pero esta ambigüedad transhistórica,
como han visto Deleuze y Guattari, no las descalifica porque esas figuras arrastran a otras —el
Trabajador, el Soldado desconocido, el Rebelde— en una línea de fuga común. No son viejos
mitos ni figuras arcaicas; son las nuevas figuras de un agenciamiento —agencement—
transhistórico, ni histórico ni eterno, sino intempestivo.
El lugar de la palabra es el bosque. El bosque es el lugar de la ambivalencia, de la libertad
indeterminada, de la vida y la muerte. Al final de la novela, Venator viaja a los bosques
después de lograr el distanciamiento total frente a la existencia física —esta prueba sucede, en
las obras de Jünger, frente a un espejo—. Al final de Heliópolis, Lucius de Geer inicia un
recorrido hacia “donde se realizan los auténticos sueños”. Se trata de viajes al reino de lo
ilimitadamente posible; allá donde “la esperanza conduce más lejos que el terror”. El lugar de
las palabras, una vía libre y salvaje donde el escritor tiene que asumir sus riesgos “aunque sea él
mismo uno de los animales contra los que está prohibido tirar”. Allí, escribe Jünger en La tijera
(1990), “es posible hacer visible lo invisible; las cosas que no están presentes podemos
acercarlas a la intuición mediante símbolos”. ¿No es eso justamente lo que ha hecho Ernst
Jünger? ¿Nombrar lo invisible “junto al muro del tiempo”? ¿Mostrar que la resistencia y los
nuevos modos de subjetivación pueden ser posibles aún en un presente que los hace aparecer
como estrategias impracticables? Señalando a quien quiera ver que el camino puede convertirse
en meta a cada momento si al pensar o al crear se resiste.
MICHEL FOUCAULT:
Disciplina/biopoder/biocontrol
Estamos en el congreso de electrónica en Chicago. Los congresistas están poniéndose el abrigo.
Un conferencista habla con voz plana, apresuradamente:
El desarrollo lógico de la investigación encefalográfica es el biocontrol, es decir, control de
movimiento físico, procesos menta-les, reacciones emocionales e imprecisiones sensoriales
aparentes, con señales bioeléctricas inducidas en el sistema nervioso del individuo. El aparato
de biocontrol es el prototipo del control telepático unilateral. (W. Burroughs, Naked lunch:
The Restored Text, p. 168)
William Burroughs creó el concepto de biocontrol en 1959, en un pasaje de El almuerzo
desnudo. Es un concepto cuyas coordenadas de imantación sólo se pueden establecer siguiendo
sus rastros entre periodos narrativos, llamadas de alerta —una alerta levanta y suspende los
restos, los transforma en rastros—, descripciones de métodos de control intrusivos, notas
periodísticas que hacen alusión a algún experimento científico, y las muescas de los párrafos
injertados por medio del cut-up. En uno de esos periodos narrativos, los sacerdotes mayas usan
emisores telepáticos unidireccionales para dar instrucciones a los trabajadores sobre qué deben
sentir y cómo deben respon¬der. Un emisor telepático debía emitir todo el tiempo. No podía
recibir nunca pues, de lo contrario, significaría que alguien más tenía sensaciones propias y, por
tanto, podía interrumpir o interferir el funcionamiento del aparato de control. Debía emitir
todo el tiempo, pero no podía recargarse sin contacto y antes o después se quedaba sin
sensaciones que emitir. Esto significaba el fin del Emisor, y de la emisión de control, ya que no
había más que uno en un espacio-tiempo determinado. Entonces, la pantalla quedaba en
blanco, el Emisor se convertía en un ciempiés gigante y los trabajadores lo quemaban.
Foucault se aseguraba siempre de proteger a sus escritores más amados de la divulgación hueca
y de la cita gratuita. Los utilizaba como quien usa una caja de herramientas: con una atención
cercana a un límite compartido. Así usó párrafos enteros de Marx o de Nietzsche, y ni los
marxistas ni los nietzscheanos académicos se dieron cuenta. La noción de verdad que utiliza en
su primer libro proviene de René Char: “despojé las cosas de la ilusión que producen para
preservarse de nosotros y les dejé la parte que nos conceden [...]”; y los títulos de sus dos
últimos libros, El uso de los placeres y La inquietud de sí, son también versos de Char. De la
misma manera, reconfiguró el concepto de biocontrol que Burroughs había inventado.
Al final de Vigilar y castigar (1975), Foucault muestra que el punto ideal de la penalidad en
nuestro tiempo sería la disciplina indefinida. Un interrogatorio que no tuviera final, una
investigación que se prolongara sin límite en una observación minuciosa y analítica, un juicio
que fuese, a la vez, un expediente jamás cerrado. La unidireccionalidad del biocontrol
burroughsiano muda a una multidireccionalidad de puntos de aplicación y de planos de
efectuación. Los interrogatorios se potencian desde el expediente jamás cerrado, la
investigación se prolonga en la espiral de las observaciones sin fin. El expediente jamás cerrado
alienta la investigación infinita, las observaciones analíticas tienen o no relación con los
interrogatorios continuos. El biocontrol genera, en el ámbito de aplicación jurídico-legal, un
cuadrilátero con ángulos siempre móviles, redundando unos con otros, borrosos. Masifica y
totaliza a la vez: modula las subjetividades.
Lo que permite la transformación de la disciplina-bloqueo en disciplina-mecanismo es la
norma. La norma es un principio de comparación, una medida común, como explica Ewald en
Un poder sin afuera (1989), que se instituye “en la pura referencia de un grupo a sí mismo
cuando ese grupo ya no tiene otra relación que la que guarda consigo mismo, sin
exterioridad”. El espacio normativo no conoce un afuera: integra todo lo que quisiera
excederlo y nadie puede considerarse exterior al él ni reivindicar una alteridad; incluso, la
anomalía no es anormal, la excepción cabe en la regla.
De ahí que las disciplinas no sean necesariamente normativas. O, mejor, que sea justo la
transformación de la disciplina-bloqueo en disciplina-mecanismo lo que marque el
advenimiento de la sociedad normalizada; de la sociedad de control.
Habría que detenerse en el contraste entre disciplina y biopoder. Las técnicas de poder
disciplinarias se centraban fundamentalmente en el cuerpo y en los procedimientos mediante
los cuales se aseguraba su distribución espacial: su separación, su alineamiento, su puesta en
serie y bajo vigilancia. Se aseguraba la organización, a su alrededor, de un campo de
visibilidad. Técnicas de racionalización y economía de un poder que se ejercían de la manera
menos costosa posible por medio de un sistema de vigilancia, de jerarquías, inspecciones,
informes.
Durante la segunda mitad del siglo XVIII aparece otra tecnología de poder, no disciplinaria. El
biopoder y sus biopolíticas están dirigidos a la multiplicidad de los hombres, pero no en tanto
cuerpos, sino en la medida/escala en que forman una población, afectada por procesos de
conjunto que son propios de la vida. “Población” no quiere decir simplemente un grupo
humano numeroso, sino seres vivos mandados y regidos por procesos y leyes biológicas. Una
población tiene una tasa de natalidad, de mortalidad, tiene una curva y una pirámide de edad,
un estado de salud.
La disciplina individualiza. El biopoder es masificador. Desde la escalometría, la disciplina es
una anatomopolítica del cuerpo humano, y el biopoder una biopolítica de la especie humana,
una tecnología regularizadora de la vida, cuyo interés son los procesos tales como la
proporción de los nacimientos y las defunciones, la tasa de reproducción, la fecundidad de una
población. El biopoder, explica Foucault en su curso en el Collége de France de 1976, busca
establecer mecanismos reguladores “que puedan fijar un equilibrio en una población, mantener
un promedio, controlar la serie de acontecimientos aleatorios que pueden producirse en una
masa viviente; procura controlar su probabilidad o compensar sus efectos”.
Tenemos, entonces, que el biopoder se aplica globalmente a la población, a la vida, a los seres
vivientes, mientras que la disciplina se aplica singularmente a los cuerpos mediante las técnicas
de vigilancia, las sanciones normalizadoras y la organización panóptica de las instituciones
punitivas. El poder soberano también hacía una inflexión en el eje vida/muerte, pero la vida
no era sino la sustracción del derecho a dar muerte. El poder soberano sustraía bienes, se
apropiaba de la tierra y del trabajo, actuaba desde el sujeto, la unidad del poder y la ley; el
biopoder potencia y controla la población en general.
En la escala del biopoder el estado funciona como estrato de regulación. Al captar este
desplazamiento pendular, Foucault recolocará sus puntos de aplicación. En el curso Seguridad,
territorio, población (1978), deja a un lado la historia de las tecnologías de seguridad (control)
en que venía trabajando y redirige el curso al proyecto de hacer una historia de la
gubernamentalidad. Así, el análisis de las condiciones de la formación del biopoder y de las
biopolíticas muda a un examen de la gubernamentalidad liberal y de las técnicas de la policía
—entendida ésta como desarrollo de los individuos y potenciación de las fuerzas del estado—.
Como ha señalado Michel Senellart, la serie seguridad-territorio-población, que servía de
marco inicial al curso, es sustituida por la serie seguridad-población-gobierno. Quizá en esta
fractura comienzan a crecer las preguntas sobre el gobierno de sí y de los otros que señalan el
paso de una analítica del poder a una estética del sujeto.
Foucault veía en el surgimiento del biopoder, del poder sobre la vida, una mutación capital.
Una de las más importantes en la historia de las sociedades modernas. Pero parece como si el
concepto de biopoder exigiera su reubicación en el campo más amplio de la
gubernamentalidad a fin de adquirir operatividad. Es en ese momento que Foucault
completará el modelo de la batalla, como analizador de las relaciones de poder, con el
concepto de gubernamentalidad.
En sus cursos, Foucault practicaba uno de sus métodos preferidos: el desplazamiento pendular.
“Soy como el cangrejo”, decía, “me desplazo lateralmente”. En un campo tan escabroso como
el de la gubernamentalidad ensayó varios desplazamientos. Primero, una rectificación: en
Vigilar y castigar había escrito que no se podía comprender la introducción de las ideología
liberales en el siglo XVIII, y de su política, sin tener presente que el mismo siglo que había
reivindicado las libertades con tanto énfasis también las había lastrado con una técnica
disciplinaria de explotación de fuerzas de los obreros, los niños, las mujeres en los talleres. La
rectificación, plasmada en el curso Seguridad, territorio, población, va en el sentido de que esa
libertad liberal, a la vez ideología y técnica de gobierno, “no es otra cosa que el correlato de la
introducción de los dispositivos de seguridad”. Tales dispositivos sólo podrían ponerse en
modo de efectuación en un medio de libertad liberal. Ya no los privilegios asociados a una
persona, sino la posibilidad de movimiento, desplazamiento y circulación de las personas y las
cosas.
En segundo término, realiza una ampliación del campo de irradiación del biopoder para
entramarlo con la gubernamentalizad: añade la cuestión del liberalismo como nueva
racionalidad gubernamental a los tres ámbitos de intervención de la biopolítica entre fines del
siglo XVIII y comienzos del siglo XIX —los procesos de natalidad y mortalidad, los fenómenos
de vejez y la relación de los hombres y su medio a través de la ciudad—.
El punto bascular de estos desplazamientos aparece cuan¬do Foucault analiza la circulación de
los granos. El estudio de la circulación, un flujo, lo lleva a replantear la correlación entre las
biopolíticas y las disciplinas, y le permite ligar la cuestión de la población a la economía
política liberal. En ese movimiento, los señalamientos de Paul Virilio acerca de que el problema
de la policía no era un problema de encierro, sino de red de comunicaciones y de circulación,
quizá le sirvieron como aliento teórico.
Biopoder y gubernamentalidad
La “Gubernamentalidad” señala la entrada de la cuestión del estado al campo del análisis de
los micropoderes. El manejo de los procesos biosociológicos de las masas humanas implica el
aparato estatal —a diferencia de la disciplina que es puesta en práctica en el marco de
instituciones limitadas, como la escuela, el hospital, el cuartel o el taller—. Los órganos de
coordinación y centralización del biopoder son extremadamente complejos y se encuentran en
la escala del estado. Para Foucault, la biopolítica es una bioregulación gestionada por el estado.
Pero el estado no es una abstracción, un polo de trascendencia o un estrato omniabarcador. Es
una realidad compuesta: “el efecto móvil de un régimen de gubernamentalidad múltiple”,
como explica en Nacimiento de la biopolítica, el curso de 1979. Por ello, el análisis de la
gubernamentalidad se inscribe en el espacio abierto por el problema del biopoder.
Desde esta escala, el modo de relación propio del poder se busca del lado de ese modo de
acción singular —ni guerrero ni
jurídico— que es el gobierno. Ya no se busca por el lado de la violencia y la lucha ni tampoco
por el del contrato y el lazo voluntario. Ni Clausewitz ni Hobbes.
El poder del estado es una forma de poder individualiza- dora y totalizadora a la vez.
Individualiza en ciertos estratos y totaliza en otros. El rodeo por la gubernamentalidad
permitió a Foucault enfocar las operaciones del poder. En El sujeto y el poder (1982), texto
que muchos consideran como su testamento filosófico, ajusta ese nuevo enfoque con una
fuerza desusada en la filosofía:
El poder es un conjunto de acciones sobre acciones posibles; opera sobre el campo de
posibilidad o se inscribe en el comportamiento de los sujetos actuales: incita, seduce, facilita o
dificulta; amplía o limita, vuelve más o menos probable; de manera extrema, constriñe o
prohíbe de modo absoluto; siempre es una manera de actuar sobre un sujeto actuante, en
tanto que actúan o son susceptibles de actuar, (p. 242)
Si gobernar es estructurar el posible campo de acción de los otros, un conjunto de acciones
sobre otras acciones, entonces el ejercicio del poder consiste en “conducir conductas” y en
disponer las probabilidades. En el fondo, detecta Foucault desde su nueva escala, el poder no
es tanto una confrontación entre dos adversarios o la relación estratégica de uno con otro,
como una cuestión de gobierno.
En esa escala, el estado funciona como la envoltura general, la instancia de control global, el
principio de regulación y, en cierta medida, la distribución de todas las relaciones de poder en
un conjunto social dado. Esta propagación múltiple es crucial y ha suscitado muchos
malentendidos. El estado en las sociedades contemporáneas no es sólo uno de los espacios de
ejercicio de poder, sino que en cierta manera todos los demás espacios de relaciones de poder
se refieren a él. Esto no quiere decir que cada uno de esos espacios se derive de la forma-
estado. No hay algo así como un estado trascendente, sino que se ha producido una
estatización continua de las relaciones de poder. Las relaciones de poder se
gubernamentalizaron progresivamente y, en un momento determinado, se centralizaron bajo
la forma de instituciones estatales.
Si la forma-estado, como ha visto Gilíes Deleuze, ha capturado tantas relaciones de poder, no
es porque esas relaciones deriven de ella, sino porque se ha producido una operación de
“estatismo continuo” en los órdenes judicial, económico, pedagógico, sexual, que tiene por
objetivo una integración global. Las relaciones de poder están supuestas en el estado; la
gubernamentalidad es anterior con relación al estado, entendiendo 'gobierno” como el poder
de afectar bajo todos sus aspectos.
Estos desplazamientos de cangrejo explican por qué Foucault no realizó simplemente el
trazado en negativo del biopoder y de las biopolíticas. Para él hubiese sido sencillo hacer la
genealogía de la biopolítica desde las intervenciones de Kjellen, quien inventó el término
“biopolítica”, Uexküll y los desarrollos geobiopolíticos de Ratzel y Haushofer —los
propagadores del discurso sobre el “espacio vital”— hasta Mengele, los laboratorios y los
campos nazis. Foucault buscaba dar cuenta del nacimiento de la biopolítica y esto no podía
hacerse sin determinar los relieves de la gubernamentalidad liberal; el nacimiento de las
biopolíticas no se circunscribe al entramado “negativo” que sirvió de base de sustentación a los
nazis. Los laboratorios y los campos de la muerte no son aberraciones o excepciones; incluso
los experimentos monstruosos de Mengele se basaban en la concentración, la circulación y en
el efecto de masa del liberalismo.
La sociedad de control
Deleuze escribió que con relación al superhombre a Foucault le pasaba lo mismo que a
Nietzsche: sólo podía indicar esbozos, en sentido embriológico, todavía no funcionales. ¿No
sucede algo parecido cuando se habla de la sociedad de control?
Los críticos de Foucault le reprochaban que no tuviese, para decirlo con palabras de Rorty —
pero que podrían ser de Habermas o de Taylor—, “una apreciación positiva del estado
liberal”. Y deploraban su parcialidad cuando, según ellos, eliminaba de sus análisis los aspectos
a través de los cuales la erotización y la interiorización de la naturaleza subjetiva representaban
también una ganancia de libertad y de expresión —la ironía desmarcante en la respuesta de
Foucault: “¡Desnúdate, pero sé delgado, bello, bronceado!”—.
Foucault no fue jamás un pensador del encierro ni creyó que las sociedades contemporáneas
podrían generalizar las instituciones disciplinarias como un enjambre para cubrir todo el
espacio. Para él, la sociedad de normalización o control es aquella donde se cruzan la norma
de la disciplina y la norma de la regulación —biopoder— según una articulación ortogonal.
Esta nueva articulación no sólo organiza la vida, sino puede hacerla proliferar, fabricar lo
viviente, producir virus incontrolables y universalmente destructores, alerta Foucault en
Defender la sociedad (1976). La extensión del biopoder, su inabarcable capacidad intrusiva,
“tiene la posibilidad de superar cualquier soberanía humana”. Burroughs equiparaba el poder
de intrusión del biocontrol con el de un virus. Jünger observaba cómo la legalidad modificada
del sentido instrumental del poder aspiraba a instaurar “una especie nueva de vida”.
Hay varios rasgos que anuncian la mudanza a la sociedad de control. Uno de ellos es el que
muestra cómo las sociedades contemporáneas están dejando de ser sociedades jurídicas. En el
siglo XIX, en las sociedades que se presentaban como sociedades de derecho, con parlamentos,
legislaciones y códigos, un mecanismo de poder distinto se infiltraba ya entre esas arquitecturas
jurídicas. Un mecanismo que no tenía como principio fundamental la ley sino la norma, y
como instrumentos a la medicina, los controles sociales y la psicología, en vez de la ley y el
aparato judicial.
El desarrollo del biopoder se ha dado paralelamente a una creciente importancia de la norma a
expensas del sistema jurídico de la ley y de la fabricación disciplinaria de los sujetos. Esto es así
porque un poder que tiene como tarea tomar la vida a su cargo requiere mecanismos
continuos, reguladores y correctivos con el fin de distribuir lo viviente en un espacio dominado
de valor y de utilidad. ¿Significa lo anterior que la ley y las instituciones de justicia tienden a
desaparecer? Quizá lo que sucede es algo menos dramático, pero más apremiante: la ley
funciona como una norma y las instituciones judiciales se integran cada vez más en un
contínuum de aparatos cuyos fines son reguladores, en gran medida.
De ahí que Foucault sostenga que el efecto histórico del biopoder fue una sociedad
normalizadora —control—. En Las mallas del poder (1981) muestra que el mundo de la ley está
deshilvanándose, incluso el crimen no es meramente ya la transgresión de la ley, sino la
desviación con respecto de la norma; y cómo un tipo diferente de poder está en vías de
constitución por medio de una argamasa que no es jurídica.
Un poder que está en vías de constitución. En mi conocimiento, Foucault no utilizó el
concepto “sociedad de control”. Pero Deleuze creó una línea que partía de Burroughs y pasaba
por Foucault, una línea que a través de rizamientos continuos buscaba dar cuenta de las
mutaciones de nuestras sociedades. A pesar de la persistencia de varios de sus mecanismos las
sociedades disciplinarias no son eternas. Hay muchos restos de la sociedad disciplinaria. Las
escuelas, los hospitales, las fábricas siguen ahí, pero han sido traspasadas por una nueva escala
de poder. Otro rasgo de la mudanza es la configuración de medios abiertos de control que
alcanza su cresta más alta en las modalidades instrumentales del poder; ya sea que se ejerza el
poder por los efectos de la palabra, intensificando las disparidades económicas, por sistemas de
vigilancia o según reglas permanentes o modificables.
La resistencia como contraprueba del control
¿Cómo entender toda la serie de los diagramas de poder? ¿Existe entre ellos una conexión
absoluta, sin bordes, infranqueable, que absorbe incluso a las escalas? ¿O, al lado de los puntos
de conexión, hay puntos relativamente libres o liberados, puntos de mutación y resistencia? En
ocasiones, cuando Foucault escribe acerca del poder, existe la impresión de que desarrolla una
ontología interna y circular. Pero esa impresión está adherida a una mala lectura, una lectura
que pasa por alto que al lado del poder siempre está la resistencia.
El poder no existe como una entidad universal, sólo existe el poder efectuándose, el poder que
ejercen unos sobre otros. De ahí que sea a través de esas resistencias como se pueden entender
la mudanza de los diagramas y su reencadenamiento por encima de las discontinuidades.
Es únicamente en función de una multiplicidad de puntos o líneas de resistencia que se pueden
entender todas las dimensiones de los dispositivos de control y todas las escalas de los
diagramas de poder. Las resistencias no son meras contrapartidas de los poderes. Constituyen el
otro término de las relaciones de poder; por eso están distribuidas irregularmente. “A veces”,
escribió Foucault en Poder y estrategias (1977), “hay grandes rupturas, pero más
frecuentemente puntos móviles y transitorios, que introducen en una sociedad líneas divisorias
que se desplazan rompiendo unidades, abriendo surcos en el interior de los propios individuos,
trazando en ellos regiones irreducibles”.
La idea de contraconducta, por ejemplo, asociada a la resistencia al poder pastoral, representa
en el pensamiento de Foucault una fase esencial entre el análisis de las tecnologías de sujeción y
el análisis de las prácticas de subjetivación, elaborado a partir de 1980. Es también la
contraprueba de que el poder, o mejor, los poderes, no son omnipotentes.
“¿Qué se hace en la vida”, pregunta Foucault con un aliento muy cercano al vitalismo
deleuziano y a la postura de Jünger respecto al no institucional, “cuando queremos objetar
algo contra las disciplinas y todos los efectos de saber y poder vinculadas a ellas?” Invocar el
derecho formal liberal que es en realidad el derecho de soberanía. Pero ello no basta. No se
puede limitar los efectos de los poderes con el recurso a la soberanía contra la disciplina o el
control. Hay que mostrar cómo los “operadores de dominación” se apoyan unos en otros,
remiten unos a los otros, se refuerzan y convergen o se niegan y tienden a anularse.
Cuando el poder toma la vida por objeto, la resistencia al control debe invocar la vida y
volverla contra el poder. La lucha por las subjetividades se da en la línea de avanzada. Allí, en
ese espacio donde las escalas se confunden, hay una línea de fuga que parece trazada por
Foucault.
WlLLIAM BURROUGHSI
La máquina de control
En la intrincada máquina de control se entretejen líneas burocráticas, líneas gubernamentales o
corporativas totalitarias, líneas fascistas que ocupan todo el campo social. La burocracia y la
democracia están en razón inversa, en el sentido en que la democracia es cancerígena y la
burocracia es su cáncer: “Una oficina arraiga en un punto cualquiera del estado, se vuelve
maligna y crece, y crece y crece reproduciéndose sin descanso hasta que, si es extirpada, asfixia
a su huésped, ya que son organismos puramente parasitarios [...]”, narra Burroughs en Expreso
Nova.
Deleuze y Guattari mostraron, desde Kafka, que el método de la burocracia es el de la
proliferación segmentaria que conjuga lo finito con lo contiguo, lo continuo y lo ilimitado. El
poder burocrático no es piramidal, como asegura la ley, sino segmentario y lineal. Un
contínuum hecho de contigüidades en un plano ilimitado. La máquina burocrática no se puede
desmontar sin que cada una de sus piezas contiguas se reconstituya a su vez en máquina,
ocupando cada vez más lugar. El virus burroughsiano de la burocracia, en cambio, es
esencialmente estúpido: al asfixiar a su huésped se asfixia a sí mismo; no es un virus tan
adaptable como el de la gripe. Parece un virus rígidamente programado para cierto tipo de
ataques en tejidos muy localizados. Un virus suicida, como el fascismo, que sustituye la
mutación por la destrucción.
En las obras de Burroughs las pirámides, y los libros de cuentas que tanto ocuparon a Kafka,
aparecen ligados a las líneas corporativas totalitarias. Un organismo deviene totalitario cuando
se identifica con una totalidad de todo el campo, generando condiciones virales e incubando
un espacio de aislamiento por medio de operaciones económicas y políticas, en vez de efectuar
esa totalidad dentro de sus propios límites. Los organismos totalitarios buscan hacerse con el
control de la vida e irradian en múltiples direcciones. En ese sentido, esos organismos operan
como centros de poder. Los centros de poder, como lo vieron Deleuze y Guattari en Mil
mesetas, no actúan como un punto en el que se confundirían los otros puntos de poder, sino
“como un punto de resonancia en el horizonte detrás de todos los otros puntos”. Así, el estado
no es un punto que contenga o asimile a los otros, sino una caja de resonancia para todos los
puntos de poder. La centralización siempre es jerárquica, pero la jerarquía siempre es
segmentaria, se ejerce sobre una urdimbre micrológica en la que se difumina, se dispersa, se
miniaturiza, se desplaza constantemente, operando en el detalle y en el detalle de detalles.
Las jerarquías de las organizaciones que pueblan el mundo adicto al poder siempre están
trenzadas a los segmentos, en las ciudades o en las selvas, conectando. Bien puede existir una
Estación Central de Control como el Cerebro-Insecto del planeta Minraud; lo decisivo, con
todo, son las conexiones de ese cerebro encapsulado en un cilindro de cristal con los Enanos de
la Muerte en la Calle. Sólo en el nivel de la calle el control se actualiza y muestra el continuo
desplazamiento de la Estación Central.
La resonancia en condiciones de aislamiento deviene totalitarismo, y Burroughs es un gran
morfólogo del totalitarismo macrocorporativo, del despotismo disciplinario y del fascismo
micrológico.
Las líneas cortadas, disciplinarias, volcadas sobre los cuerpos de un manicomio federal:
“preciso, prosaico impacto de objetos lavabo puerta retrete barrotes ahí están esto es todas las
líneas cortadas nada más allá. No hay salida... y el no hay salida en cada rostro...” Sólo Francis
Bacon ha aislado un lavabo, una cama con sábanas de reemplazo o la dura, fija luz eléctrica
con la fuerza de Burroughs. Quizá porque ambos buscaban instaurar una realidad, no
representarla, y por ello, en ocasiones, debían traspasar los límites de la verosimilitud. ¿Cómo
se mide la verosimilitud de una obra que parte de la constatación de la existencia de un diseño
de la “realidad” que se nos impone como uniformidad de entorno?
La disciplina sería el eje de esa medición. La disciplina que corta cuerpos, que encierra, ordena
y serializa; la disciplina crea una realidad y luego la mide. La disciplina proporciona modos de
conducta. Pero las disciplinas actuaban en el periodo de los sistemas cerrados, y en las obras de
Burroughs es posible advertir las nuevas fuerzas que se iban abriendo paso lentamente y que se
precipitaron después de la Segunda Guerra Mundial.
El control no es productivo en el sentido en que lo son las disciplinas. Como se desprende de
la treta maya, el control “no puede ser nunca un medio ni llegar a un fin práctico. No puede
ser nunca sino un medio de llegar a un control superior”. Las fuerzas de control apuntan a
lograr más control. Sucede lo mismo que con el virus de la palabra o de la droga: emitir
palabras no puede ser nunca más que un medio para emitir más palabras. Así ha sido desde
que se pronunció la primera palabra en el Jardín del Edén hasta las que pronunciamos a diario
en ciudad Control. Esa es una de las argucias del control: nos hace confundir emisión con
creación. Los artistas y los filósofos “irán por ahí chillando lo de un nuevo medio; creerán que
pueden emitir cosas eficientes, sin darse cuenta de que el mal es precisamente emitir”. El Emisor
no es un ser humano, es el virus humano.
Las disciplinas sirven como medios, pero también suponen fines en sí mismas: adiestramiento,
incremento de aptitudes, extracción de fuerzas. El control no puede ser nunca un medio ni
alcanzar un fin práctico. Con esta proposición, Burroughs alude a una de las dimensiones del
control que apuntan al pasado; a una de las líneas del poder de soberanía, por ejemplo.
Burroughs entreveía ciertos rasgos de la sociedad de control donde, como escribe Deleuze,
nada termina nunca. Sin duda, apunta también a un horizonte posthumano o neohumano.
En la trilogía del espacio —Ciudades de la noche roja (1981), El lugar de los caminos muertos
(1984), y Las tierras de occidente (1987)— Burroughs desarrolla una idea que despuntaba,
como brizna narrativa, en El almuerzo desnudo: la totalidad del proceso evolutivo ha llegado
a un punto muerto. El proceso de mutación ha sido detenido por los poderes que no quieren
saber nada de un modelo humano que sea esencialmente distinto al actual. El movimiento
radicalmente distinto que impulsaría una nueva mutación sería salir del tiempo y entrar al
espacio, pero esa transición es impensable dadas las condiciones biológicas de punto cero
evolutivo impuestas por las fuerzas de control. Esto supone desviar la línea evolutiva de la
humanidad, alejarla de sus inmensas posibilidades, de su variedad, de la acción del azar o de
alteraciones genómicas programadas con vistas al tránsito al espacio, e implica llevar a los
hombres al parasitismo absoluto de un virus. El cuerpo humano en su forma actual no está
proyectado para condiciones de espacio. Es demasiado pesado, le estorba el esqueleto. Las
estructuras políticas son también incompatibles con las condiciones del espacio. Es en este
sentido que el hombre es el producto final: no porque “homo sap” sea el apogeo de la
perfección, sino “porque el hombre es un experimento fallido, atrapado en un punto muerto
biológico” o en tránsito inexorable a la extinción. Burroughs proseguía su feroz lógica desde
una cita de Wittgenstein: “ninguna proposición puede contenerse a sí misma como
argumento”, y la desdoblaba en dos fórmulas conclusivas: “no se puede resolver un problema
en sus propios términos; el problema humano no puede resolverse en términos humanos”.
El “diseño” de la realidad que imponen las fuerzas de control, el universo pregrabado y
manipulado que se sobrepone al “universo mágico, espontáneo, impredecible, vivo”, clausura
cualquier salida del tiempo; nos asigna una identidad inmutable y un cuerpo en tanto
“máquina blanda”. Pasar al espacio, entonces, significaría ir más allá de esa realidad
condicionante, crear mundos e imágenes liberados de la uniformidad del entorno: “el paso
hacia lo desconocido es el de la palabra al silencio; del tiempo al espacio”. A esa necesidad de
resistencia responden las búsquedas burroughsianas de nuevos modos de organización social y
de saberes nuevos o técnicas de construcción de sí que permitan pensar de otro modo. “Nada
es verdad, todo está permitido”, las últimas palabras de Hassan i Sabbah, el líder de la secta
islámica de los ismaelitas nazaritas, condensan algunas de las búsquedas de Burroughs en torno
al control, su infección y la resistencia. Si nada es verdad, el “diseño” de la realidad se
desmorona y nuevos devenires de la forma “humano” son posibles.
La potencia de las visiones de Burroughs: la lucha por las subjetividades y la revolución
biotecnológica y genómica se están jugando en el límite de la línea humana. Ese límite, ¿marca
un final? ¿Es el control el límite de nuestras sociedades, el límite extremo de los recursos y de
las energías? No hay por qué hacer de Fukuyama: un límite tal también puede ser un umbral,
un portal. Una cosa es segura: para resistir nos da lo mismo recibir orientaciones de un comité
de bioética que de un grupo de damas del club rotario...
PAUL VIRILIO:
GILLES DELEUZE:
Banda sonora
“No hay líneas rectas ni en las cosas ni en el lenguaje”, se alcanza a escuchar en una grabación
poblada de ruidos de puertas que se cierran, estornudos, risas y pulsos de las casete- ras. Una
voz navega en un flujo entrecortado por ondulaciones, cambios de velocidad, curvas de
entonación para encantar a los oyentes, guiños guturales, gorjeos de intensidad variable que
han logrado impregnarse y que le dan una potencia de silencio capaz de cortar el ruido blanco
de la estática. La voz continúa: “la sintaxis es el conjunto de caminos indirectos creados en
cada ocasión para poner de manifiesto la vida en las cosas”. Gilles Deleuze da su curso de los
martes, dedicado a Spinoza, un filósofo que conocía “en su corazón”. En uno de los tramos de
ese curso, Deleuze explica que poder y potencia se oponen porque el poder es una institución
que funciona esencialmente afectándonos de afectos tristes; disminuyendo nuestra potencia de
actuar. En cambio, las potencias de liberación son aquellas que nos afectan de afectos alegres.
Deleuze se alejó siempre del pensamiento de lo negativo, aún en su forma crítica. A la
interpretación canónica de las obras de Kafka, por ejemplo, centrada en la teología negativa de
la trascendencia de la ley, la interioridad de la culpabilidad, la subjetividad de la enunciación,
el drama interior y el tribunal íntimo, Deleuze y Guattari le opusieron una experimentación
que vacía ese trabajo en negativo para abrir paso a una literatura menor y a la potencia del
deseo: un campo de inmanencia. Gracias a esa lectura renovadora sabemos, con Kafka, que no
existe “el” poder como una trascendencia infinita en relación con nosotros. El poder no es
piramidal, aunque con-tenga pirámides, sino segmentario; procede por contigüidad, como las
oficinas burocráticas, y no por altura y lejanía.
La imagen del poder presentada por la crítica negativa resulta, en última instancia,
tranquilizadora. Un poder omnímodo, unidimensional, monopólico y monolítico,
instrumental, totalitario. Pero un poder que al destacarse aún en el fondo de la dialéctica del
iluminismo concluye en el dominio de la objetividad y de la racionalidad más ciegas y, por
tanto, puede ser corregido o sobrepasado por medio de una reforma de la racionalidad
imperante. Deleuze diluyó consistentemente ese presupuesto confortable y adormecedor. Los
grandes relatos, las grandes oposiciones, funcionan como tabiques para cerrar tal muro u otro.
Nada más alejado de las experimentaciones deleuzianas, de la flama tenaz con que su escritura
eleva nuestros días y fortalece la realidad. “Individuos o grupos estamos hechos de líneas...”
Centro de poder
En ocasiones, a Deleuze le gustaba insertar en sus escritos pequeños dibujos-mapas como los
que se hacen a vuelapluma en una servilleta o en una libreta de apuntes, con el fin de zafarse
de una imagen, de trazar un esquema, de darle vueltas a un pensamiento. Sea un centro de
poder con sus segmentos duros, donde cada segmento tiene su centro, sus centros —gracias a
Kafka nosotros sabemos que no hay contradicción entre los segmentos y el aparato
centralizado tal como no la hay entre la jerarquía y los segmentos—.
El centro de poder también es molecular, se ejerce sobre una urdimbre micrológica, no hay
centro de poder que no tenga una microtextura. Es por esta microtextura que el punto central
no actúa como un punto en el que se confundirían los otros puntos, sino como un “punto de
resonancia” para los otros puntos. Es la microtextura la que explica, por ejemplo, que un
oprimido pueda tener un papel activo en el sistema de opresión. Aquí sobreviene la función de
los centros de poder: traducir los flujos moleculares en segmentos de línea molar que
encuentran de esta manera “el fundamento de su potencia y, a la vez, el fondo de su
impotencia”. En un centro de poder potencia e impotencia se completan y se refuerzan. De ahí
su poder desmovilizador. El centro de poder tiene tres zonas: zona de potencia, que se
relaciona con los segmentos de una línea molar. Zona de indiscernibilidad, en relación con su
difusión en una urdimbre micrológica. Zona de impotencia, en relación con los flujos de
quantums que sólo puede reconvertir, pero no controlar ni determinar; muchos centros de
poder pueden definirse más ajustadamente por su impotencia que por su zona de potencia. La
zona de potencia se define, por ejemplo, en un aparato de estado o en un dispositivo de
poder, extrae su fuerza de la zona de impotencia y se difumina en la urdimbre microfísica. Pero
el sentido inverso también existe: va de la urdimbre microfísica a las líneas de segmentación
dura. Es por ello que el estado funciona como una caja de resonancia para todos los demás
puntos, no como un punto que carga con los otros.
Deleuze hace una observación de corte jüngeriano: cuando la máquina de sobrecodificación
deviene planetaria sus agendamientos tienden cada vez más a miniaturizarse, a devenir
microagenciamientos. Por ello, la administración de una gran seguridad molar organizada,
como la de los países occidentales contemporáneos, tiene como correlato una micro gestión de
pequeños miedos, una inseguridad molecular permanente. “La fórmula de los ministerios del
Interior”, ha sido escrito en Mil mesetas, “podría ser: macropolítica de la seguridad para y por
una micropolítica de la inseguridad”.
La sociedad de control
En Van Gogh. El suicidado por la sociedad, Antonin Artaud observa que el internamiento
disciplinario no es la única arma de la sociedad “para acabar con las voluntades que quiere
quebrar”. Existen “las grandes oleadas de encantamientos globales”; “la formidable succión, la
formidable opresión tentacular de una especie de magia cívica, que pronto aparecerá de forma
evidente en las costumbres”. Artaud no nos da más pistas sobre esa magia cívica que, al
funcionar en tanto encantamiento global, succionará las costumbres y no estará supeditada a la
función modeladora del internamiento disciplinario, pero la fuerza de su visión traspasó el
confinamiento al que se le había sometido.
Hay todo un esquema interpretativo que hace del diagrama disciplinario un diagrama del
encierro. El hospital, la prisión, el asilo, la escuela, las fábricas vistos como dispositivos estancos
o segmentos sin funciones de exterioridad. Quizá esta interpretación se deba a que, en
ocasiones, Foucault privilegiaba la descripción de los elementos molares, duros, de estos
dispositivos. Paul Virilio, por ejemplo, mostró que el problema de la “policía” no era un
problema de encierro, sino de redes de comunicaciones, de velocidades y aceleraciones, de
dominio y control de esas velocidades, de circuitos en medios abiertos. En su Foucault (1986),
Deleuze habla de una “zona ciega” donde se producen los encuentros entre los pensadores, y
aclara que el encierro de los locos se hace bajo el modo del exilio y el encierro del leproso y
de los delincuentes bajo el modo del apestado. Esos modos y modelos son funciones de
exterioridad que se efectúan, se formalizan y se organizan por medio de los mecanismos de
encierro. Así, la prisión como segmentaridad dura, celular, remite a una función flexible y
móvil, a una circulación controlada, a una red que atraviesa también medios abiertos.
Sin embargo, entre el diagrama disciplinario y el del control se extraen nuevos mapas —un
diagrama en una superposición de mapas—. “Cuando el diagrama del poder abandona el
modelo de soberanía para proporcionar un modelo disciplinario, cuando deviene biopoder,
biopolítica de las poblaciones, responsabilidad y gestión de la vida, la vida surge como nuevo
objeto del poder...”, escribe Deleuze en Foucault, despejando las líneas de los diagramas.
El modelo disciplinario concentraba, repartía en el espacio, ordenaba en el tiempo, componía
una fuerza productiva cuyo efecto debía superar la suma de las fuerzas componentes. En el
diagrama de control, el encierro, la circulación y las velocidades entablan nuevas relaciones,
forman nuevos compuestos de relaciones de fuerzas, otras acciones para producir efectos. Las
velocidades absolutas al “aire libre”, como las ha analizado Virilio, reemplazan las velocidades
propias de las disciplinas. Las circulaciones continuas y de rotación rápida reemplazan la
circulación discontinua y de larga duración de las disciplinas. Los controles constituyen una
modulación, las disciplinas eran moldes.
Modulación
A Gilíes Deleuze le debemos, entre muchas otras cosas, sostener la potencia de la filosofía, la
fuerza creativa de la filosofía. Atenazada entre la grandilocuencia analítica, la empresa
heideggeriana para subsumir la filosofía a la historia de la filosofía, el ensimismamiento
hermeneútico, la liviandad de la acción comunicativa, la filosofía se había estancado en una
función reflexiva. La filosofía estaba siempre lista, presta para reflexionar sobre cualquier cosa.
Deleuze despejó esa función indigna: al “tratar a la filosofía como un poder para “reflexionar
sobre”... parece que se le asigna mucho, pero en realidad se le quita todo”. La filosofía es una
disciplina creadora, tan inventiva como el arte o la ciencia, consiste en crear conceptos, bajo la
necesidad insistente, fabricar los conceptos en el límite común a todas las disciplina creadoras:
el espacio-tiempo.
El concepto deleuziano de modulación, con el que captura varias líneas de fuerzas de la
sociedad de control, conoció diversas fases de construcción. En el curso dictado en Vincennes,
entre el 31 de marzo y el 2 de junio de 1981, Deleuze se pregunta por el diagrama pictórico
buscando el momento en que la pintura impone un destello sobre los conceptos filosóficos. Al
analizar las diferencias entre el lenguaje analógico y el digital, Deleuze encuentra tres formas de
analogía: la analogía por similitud, la analogía por relación interna y la analogía por
modulación. La primera es una analogía común o física y su modelo es el molde; es una
operación de superficie donde se moldea algo, se le impone una similitud. La segunda es una
analogía orgánica y su modelo es el módulo; es una operación de moldeado interior, un
molde que moldearía el adentro. La tercera forma de analogía es estética y su modelo es la
modulación; es una operación continua y perpetuamente variable. La analogía agrupa los tres
casos: el molde, el módulo, la modulación, toda una serie conceptual creciente. Como sucede
en muchas series, los elementos de los extremos están más abiertos a la claridad de las
diferencias. Respecto al módulo, ¿cómo funcionaría un moldeado interior si no es haciendo
primero su superficie? Deleuze buscaba situar la “legalidad orgánica” del arte griego en
contraposición a la “legalidad cristalina” del arte egipcio, la analogía superficial tiene una
individuación pelicular como el cristal que crece por los bordes sin que importe la sustancia
interna. ¿En qué se diferencia el transporte analógico orgánico del moldeado? De una zona de
congelación profunda, Deleuze extrae un concepto de Buffon: “molde interior”, un concepto
contradictorio que suscitó muchas burlas ya desde el siglo XVIII y por medio del cual se explica
que lo viviente no se reproduce por moldeado externo, sino por moldeado interior. ¿Cómo se
desarrolla esta noción de molde intrínseco y cómo opera? En la Historia natural de los
animales, Buffon explicaba: “Sería a la vez una medida, pero una medida que subsumiría, que
contendría una diversidad de relaciones entre las partes.
Una medida que comprendería, en tanto tal, muchos tiempos o una variación de las relaciones
interiores”. Para Deleuze el nombre de esa medida, de ese molde interior, es “módulo”. Para
los extremos de la serie, recurre a la diferenciación instituida por Gilbert Simondón en un libro
difícil y puro: El individuo y su génesis físico-biológica (1964): moldear es una operación finita
en el tiempo, modular es un molde temporal continuo. Moldear es modular de manera
definitiva; modular es moldear de manera continua y perpetuamente variable. La analogía en
un sentido estético puede ser definida por la modulación porque en la obra de arte no hay
transporte de similitud cualitativa —molde— ni tampoco mero transporte de relación interna
—módulo—, sino producción de similitud por medios no parecidos, no semejantes.
Saltan al oído las resonancias que esta serie creciente tiene en la mudanza de los poderes. En
más de un sentido es posible transportar el molde a las sociedades disciplinarias y la
modulación a la sociedad de control. Las disciplinas moldean, el control modula.
En Mil mesetas, publicado un año antes que el curso al que se ha aludido, Deleuze y Guattari
trabajaron la idea de una vida no orgánica: la vida del concepto, que ellos ligaban, en cierto
tramo de su libro, a lo que llamaban la “revancha del silicio”. La vida pasó por el carbono,
pero las máquinas con-temporáneas están atravesadas por el silicio, una vida no orgánica
distinta de la vida orgánica asociada al carbono. En ese sentido es que se habla de un
agenciamiento-silicio. El agenciamiento —agencement— es un concepto polivalente: en una
dirección es utilizado para reemplazar la noción de comporta-miento y, por ende, disolver la
distinción naturaleza-cultura. Un comportamiento es todavía un contorno, está más cerca del
molde. Un agenciamiento, en cambio, es una continuidad intensiva que mantiene unidos
elementos heterogéneos: un sonido, un color, un gesto, una posición, una in-consistencia más
cercana a la modulación. De líneas como éstas surgirá el concepto de modulación que Deleuze
utilizará para definir la lógica y el programa de la sociedad de control. Un concepto que,
además, le permitió atravesar el flujo de mudanza de los poderes.
Lógica y programa de la sociedad de control
Deleuze escribió un post scriptum sobre las sociedades de control. Un escrito muy bello, con
ideas tenaces y palabras desiertas. ¿Escrito después de qué? Se podría pensar que, en tanto es el
último texto que aparece en Conversaciones (1990), y dado que ese libro recoge las entrevistas
que concedió entre 1972 y 1990, se trata de un texto escrito después de las conversaciones o
de la palabrería. Algo así como una nota escrita para delinear con mayor precisión lo dicho en
las entrevistas y en algunas cartas de circunstancias. Pero también podría pensarse en un
después conectado con lo que viene ahora, un escrito de declaración de resistencia y de acción,
escrito después de iniciadas las hostilidades. La sociedad de control no viene, ya estamos en
ella.
La lógica de la sociedad de control atraviesa tres zonas de intensidad continua: una
caracterización de sus medios operativos desplegada en contrapunto a los medios
disciplinarios; una fragmentación del capitalismo de superproducción, y una genealogía de las
máquinas como expresión de las formaciones sociales:
Los diferentes centros disciplinarios —escuela, hospital, fábrica, etc.— funcionan como
variables independientes. Los diferentes dispositivos de control, en cambio, son variantes
inseparables que constituyen un sistema de geometría variable cuyo lenguaje es numérico.
Los centros disciplinarios son moldes. Los controles constituyen una modulación, un moldeado
autodeformante que cambia constantemente y a cada instante o una criba cuya malla varía en
cada punto.
En las sociedades disciplinarias siempre había que volver a empezar. Terminada la escuela
empieza el cuartel, después la fábrica, mientras que en la sociedad de control nunca se termina
nada: la empresa o la educación o el servicio son estados metaestables y coexistentes de una
misma modulación. La formación permanente en las universidades, ligada a la prospectiva
empresarial, es un buen ejemplo de ello. El “aplazamiento ilimitado” por medio de un
deformador universal en continua variación. O, como lo describió Burroughs, un contínuum
comunicativo-modulador en variación perpetua.
Las sociedades disciplinarias presentan la marca que identifica al individuo y el número o
matrícula que indica su posición en la masa. Para las disciplinas, el poder es simultáneamente
masificador e individuante, molar y molecular, forma un cuerpo sobre quienes se ejerce al
mismo tiempo que moldea la individualidad de cada uno de ellos. En la sociedad de control
aparece la cifra, ya no la marca ni el número. La cifra es una contraseña. El lenguaje numérico
del control se compone de cifras que marcan o prohíben el acceso a la información. El par
individuo-masa se ha diluido, los individuos han devenido “dividuales” y las masas, tal como
lo anticipó Jünger, se han convertido en indicadores, datos, mercados o bancos de
información. El individuo de la disciplina era un productor discontinuo de energía. El dividual
de Ciudad Control es ondulatorio, va “suspendido sobre una onda continua”.
Burroughs llamó “capitalismo corporativo conglomerado” al capitalismo contemporáneo.
Deleuze lo llama “capitalismo de superproducción”, por contraposición al del siglo XIX que era
un capitalismo de concentración, de la producción y de la propiedad, cuyo mercado procedía
por especialización, colonización o abaratamiento de los costos de producción. Es de
superproducción porque lo que vende son servicios y lo que quiere comprar son acciones. “No
es un capitalismo de producción sino de productos”, puntualiza Deleuze para extender la
contraposición, “es decir, de ventas o de mercados. Por eso es disperso, por eso la empresa ha
ocupado el lugar de la fábrica”. Esta diferencia se puede observar también en los salarios: las
fuerzas interiores de la fábrica debían alcanzar un punto de equilibrio desequilibrante, lo más
alto para la producción, lo más bajo para los salarios; en una sociedad de control, como las
nuestras, la empresa busca imponer la modulación de cada salario en estados metaestables
punteados por confrontaciones, concursos y bonos —Deleuze observa que el éxito de los
concursos televisivos más estúpidos se debe a que expresan, como en un juego de espejos, la
situación de las empresas—. Sylvére Lotringer dice muy bien que para Deleuze y Guattari el
capital siempre está a su propio costado, yendo más allá de sus propios límites, y que su fin no
es la producción de objetos, sino su propia reproducción a través de éstos. La primera meta de
la producción capitalista es asegurar su propia circulación.
Los distintos medios analógicos que convergían en un mismo propietario —el estado o la
iniciativa privada—, son en una sociedad de control figuras cifradas, deformables y
transformables, de una misma empresa que ya sólo tiene gestores. Ahora, un mercado se
conquista cuando se adquiere su control, cuando se pueden fijar los precios, mediante la
transformación de los productos, y ya no mediante la formación de una disciplina, ni al
abaratar los costos de producción ni mediante la especialización de la propia producción. El
marketing es el instrumento de control social y establece que todos los estados son isomorfos;
dominios de realización del capital en función de un solo y mismo mercado mundial exterior.
En una entrevista con Toni Negri, en 1990, Deleuze se detenía en esta configuración mundial
del mercado, contrastando su funcionamiento con la su-puesta mundialización integral, y en
diálogo con Ernst Jünger: “Lo único universal del capitalismo es el mercado. No hay estado
universal porque ya existe un mercado universal cuyos focos y cuyas bolsas son los estados. No
es unlversalizante ni homogeneizador, es una terrible fábrica de riqueza y de miseria. No hay
un solo estado democrático que no esté comprometido hasta la saciedad en esta fabricación de
miseria humana”. El capitalismo se extiende desplazando y gestionando, en franjas, la extrema
miseria de las tres cuartas partes de la humanidad, los demasiado pobres para endeudados y los
demasiado numerosos para encerrarlos.
En este mismo sentido, si las máquinas expresan las formaciones sociales que las han creado y
utilizado, entonces las sociedades de control actúan mediante máquinas informáticas y
computadoras que tienen riesgos pasivos o activos: las interferencias, la piratería y la
inoculación de virus. Las sociedades de soberanía operaban con máquinas simples —palancas,
poleas, relojes— mientras que las sociedades disciplinarias estaban equipadas con máquinas
energéticas.
Con los elementos que resultan de la fragmentación del capitalismo de superproducción,
Deleuze muestra el modo en que se ejerce el control y su programa. El control se ejerce a corto
plazo y mediante una rotación rápida, aunque también de forma continua e ilimitada. Un
cuadrivio en vez de la tríada de las disciplinas que tenían una larga duración, infinita y
discontinua. El programa de la sociedad de control significa la instalación progresiva y dispersa
de un nuevo régimen de dominación. En el régimen empresarial hay nuevos modos de tratar el
dinero, a los productos y a los hombres. En el régimen hospitalario la nueva medicina sin
médicos ni enfermos localiza enfermos potenciales y poblaciones de riesgo. El cuerpo
individual o numérico está siendo sustituido por una materia dividual cifrada que es preciso
controlar. En el régimen escolar las formas de control continuo y la acción de la formación
permanente sobre la escuela se normalizan en todas partes. Tal vez, después de ser
reconfigurados, reaparezcan algunos mecanismos de las antiguas sociedades de soberanía. En el
régimen carcelario, por ejemplo, hay una búsqueda de penas sustitutorias, al menos para los
delitos menores.
Resistir
En sus novelas, Jünger y Burroughs describen espacios de resistencia individual o de pequeños
grupos que funcionan bajo la lógica de los partisanos. Resistencias que escapan a los partidos, a
las organizaciones molares de trabajadores o de estudiantes; resistencias que se juegan fuera de
los esquemas liberales democráticos. A su manera, Foucault y Deleuze tampoco creyeron que
fuera posible entablar una lucha efectiva contra los poderes de control desde los enclaves de la
democracia real-mente existente. Los derechos humanos, el derecho a la información y a la
diferencia, los “valores universales” de la democracia, de la comunicación y del consenso son
coartadas con las cuales los poderes de control se corroboran a sí mismos. “Con razón
temblamos”, escribe Deleuze en clara alusión a Habermas, “cuando oímos hablar de la
búsqueda de los universales de la comunicación”.
Desde otro punto de aplicación, Deleuze comparte la desconfianza de Burroughs y de Virilio
acerca de la comunicación. El dinero y los fines más aviesos de desmovilización y control la
penetran por entero. Pero más tajante, crear siempre ha sido algo distinto que comunicar. En
una conferencia con estudiantes de cinematografía, Deleuze mostraba que la comunicación es
la propagación y la transmisión de una información. Una información es un conjunto de
palabras de orden; cuando se nos informa se nos pide que nos comportemos como si
creyéramos en ello. Informar es hacer circular una palabra de orden, es el sistema controlado
de las palabras de orden que tiene lugar en nuestras sociedades. En ese sentido, la información
es control. ¿Qué espacio queda, entonces, para la resistencia? Resistencia para qué, si todo
funciona, si todos tenemos derecho a la comunicación y si ésta es el misterio resuelto de las
sociedades democráticas. Las fuerzas represivas de control soft no impiden expresarse a nadie,
al contrario, nos fuerzan a expresarnos. El acto de resistencia no es ni información ni contra
información. La contra-información sólo es efectiva cuando deviene acto de resistencia. La
resistencia, para Deleuze, apela a la creación de un pueblo nuevo. Y crear siempre ha sido algo
distinto que comunicar. La resistencia que se merece tal nombre es, para decirlo con Lyotard, la
que se desmarca tanto como puede de la duplicación de aquello contra lo que se resiste.
La dirección de las fuerzas de los poderes no está asegurada de una vez y para siempre. Los
poderes yerran. Ni siquiera el capitalismo de superproducción puede seguir su avance sin crear
fronteras artificiales o, como dice Lotringer, desdoblándose sobre sí mismo para contener el
incontenible movimiento de sus propios flujos. Deleuze nunca creyó en la irreversibilidad de
los campos de poder y mantuvo siempre una línea de resistencia visible y penetrante, línea
desértica de la soledad poblada, seca y dura.
El vitalismo deleuziano: cuando el control toma la vida por objetivo, la resistencia al poder ya
invoca la vida y la vuelve contra el poder. “¿No es la fuerza procedente del afuera una cierta
idea de la Vida, un cierto vitalismo? ¿No es la vida esa capacidad de resistir a la fuerza?”
“No hay lugar para el temor ni para la esperanza, sólo cabe buscar nuevas armas.”
Este libro es un viaje fascinante por el territorio fragmentado y accidentado de unos poderes
que se metamorfosean continuamente. Ei motor que impulsa a Salvador Gallardo Cabrera en
su exploración está formado por cinco poderosos escritores —Jünger, Foucault, Burroughs,
Virilio y Deleuze- que le inspiran una actitud abierta, crítica y creativa. Pasa del estudio de los
moldes que en forma disciplinada ordenaban las conductas, a un análisis de la manera en que,
como en una música desenfrenada, se modula hoy la vida de la gente. El salto del moldear al
modular revela las formas que adoptan los poderes en nuestros días. Un excelente libro de
teoría política.
Roger Bartra