José Amícola. El Poder Femme
José Amícola. El Poder Femme
José Amícola. El Poder Femme
El poder-femme
Virginia Woolf, Simone de Beauvoir y Victoria Ocampo
género
El poder-femme
El poder-femme
Virginia Woolf, Simone de Beauvoir
y Victoria Ocampo
JOSÉ AMÍCOLA
Amícola, José
El poder femme : Virginia Wolff, Simone de Beauvoir y Victoria Ocampo / José Amí-
cola. - 1a ed . - La Plata : EDULP, 2019.
Libro digital, PDF
1. Feminismo. I. Título.
CDD 305.4209
EL PODER-FEMME
Virginia Woolf, Simone de Beauvoir y Victoria Ocampo
José Amícola
Introducción.................................................................................... 9
1. Comparatística.............................................................................. 9
2. Reacción........................................................................................ 11
3. Comunidades interpretativas excluyentes................................ 13
4. El sistema-género......................................................................... 22
Primera Parte
Las comunidades excluyentes......................................................... 29
Capítulo I
Bloomsbury....................................................................................... 30
Capítulo II
El Café de Flore................................................................................. 66
1. Victoria y Virginia........................................................................ 99
2. El justo medio............................................................................... 103
3. La précieuse Victoria.................................................................... 108
4. “Adosada al vacío”........................................................................ 127
5. Una Sur póstuma.......................................................................... 131
6. “La rama de Salzburgo”............................................................... 138
Segunda Parte
Los excluidos..................................................................................... 145
Capítulo I
Cyril Connolly.................................................................................. 146
Capítulo II
Albert Camus.................................................................................... 172
Reflexiones finales
1. Comparatística
9
La nueva Comparatística, a diferencia del cometido de las así lla-
madas “Literaturas Comparadas”, pretenderá apoyarse justamente en
su dominio de varios idiomas y campos culturales no para realzar la
relevancia de las literaturas nacionales, sino para relativizar las fron-
teras, poniendo el acento en el internacionalismo de los fenómenos.
En este sentido, esta nueva versión del comparatismo se preocupará
por destacar en qué medida los acontecimientos literarios aparecen
como respuesta antagónica a sucesos anteriores que han venido ab-
sorbiendo la atención dentro del campo intelectual respectivo. Esto
será en sí una novedad, pues las literaturas comparadas de viejo cuño
han carecido siempre de la posibilidad de una reflexión intensa sobre
el campo de estudio y han estado teñidas, por ello, de un velo ideoló-
gico magníficamente ingenuo. No es de extrañar que los grandes teo-
rizadores del siglo XIX y XX que se ocuparon de comparar literaturas
cayeran en un nacionalismo a ultranza, a pesar de aparentar un gran
poli-facetismo –como lo muestra el caso de Ernst Robert Curtius
(1886-1956; cf. Zima, 1992: 35). La nueva corriente pretende supe-
rar estos escollos gracias no a la cancelación de juicios de valor, sino
gracias a una reflexión que imponga una toma de conciencia de las
cuestiones de ideología y, por lo tanto, asuma una posición conocida
en la filosofía alemana como la “kritische Theorie” (Teoría crítica)
según postulados que provienen de la Escuela de Frankfurt. Y si bien
Peter Zima no ha llegado a indagar en su libro de 1992 los alcances
de los “Gender Studies”, que han florecido en Estados Unidos al calor
de las luchas por la emancipación femenina y se han visto luego am-
pliados hacia otros núcleos de búsqueda emancipatoria, es evidente
que este tipo de estudios es un campo ideal para ejercer ese derecho
crítico que se merece todo buen planteo de investigación. Gracias a
esta línea de pensamiento los estudios de género y sus derivaciones
encontrarán una especial representación en las páginas que siguen,
dadas las posibilidades de entender el comparatismo como un campo
especial dentro de las ciencias sociales que se permite el estudio de
una formación social desde diferentes ángulos.
10
Hay que tener en cuenta también que las historias de las literatu-
ras nacionales suelen desarrollarse en un marco que presupone de
manera insistente el recorte del objeto de estudio a partir de coor-
denadas fatídicamente excluyentes. La Comparatística, en cambio,
vendría a implicar no solo la comparación de campos literarios, sino
también la construcción de una sociología comparada, de una polí-
tica comparada y así siguiendo. En la base de este comparatismo se
halla la creencia en la ventaja del diálogo intercultural que es, por
definición, también un diálogo del investigador consigo mismo, en
la medida en que supondrá la autorreflexión constante del mismo
mecanismo investigativo.
La otra ventaja que presenta este enfoque se encuentra en el he-
cho de que, si las literaturas nacionales están obsesionadas con la
representación de lo canónico, el comparatismo de nuevo cuño se
arriesgará a considerar la importancia, dentro del recorte de su elec-
ción, de textos secundarios, inclusive triviales o para-textuales. En el
caso que nos ocupa, esta mirada más amplia y enriquecida que ofrece
el comparatismo nuevo permite la puesta en relación de tres polos
culturales: Londres (especialmente entre las décadas 1920-1940), Pa-
rís (entre 1944-1950) y Buenos Aires (entre 1930-1960), mediante el
nexo de tres figuras femeninas que, cada una a su modo, produjeron
un cambio significativo a nivel de la cultura en la que obraron; me
refiero a Virginia Woolf, Simone de Beauvoir y Victoria Ocampo.
2. Reacción
11
En esta acepción, parecería que la noción de “acción” y “reacción”
enfoca la idea que representa mirando hacia atrás en el tiempo: el
“reaccionario” quiere actuar sobre las cosas para retrotraerlas hacia el
pasado. Por ello, cuando un grupo social levanta la bandera de “cam-
bio”, este estandarte puede ser ambiguo y no necesariamente hacia la
dirección de una apertura hacia lo diferente, sino hacia lo que ya ha
sucedido, pues ese grupo está tratando de revertir la situación hacia
un punto del pasado, esgrimiendo, sin embargo, postulados de “lo
nuevo”. Otro sentido diferente, en cambio, se da cuando se utiliza la
palabra “reaccionar contra o hacia algo a modo de una contestación
que abra nuevas perspectivas hacia situaciones futuras que nunca se
habían dado antes o solo se habían dado antes parcialmente”. En esta
segunda acepción, Peter Zima utiliza la frase para hacerla funcional
al campo de la literatura, pero no pensando, entonces, en la idea de
Rückwirkung (como intento de retroceso a una situación anterior),
sino en el de Gegenwirkung (es decir: “acción en contra” como res-
puesta hacia adelante). Según este investigador, cada autor se posicio-
na en un medio literario determinado, enfrentándose a sus colegas,
reaccionando contra algo ya escrito o expresado en su campo de ac-
ción, de modo tal que cada obra artística debería entenderse siempre
en ese conflicto como una respuesta o “reacción” contra una situa-
ción anterior para dirigirla hacia lo realmente nunca antes sucedido
(Zima, 1992: 51). Esta concepción de lo literario no está demasiado
alejada de la postura de los formalistas rusos de la época de las van-
guardias, cuando se insistía en la idea de que nada pacífico sucedía en
el seno de un campo literario, sino que por todas partes se presentaba
“la lucha” (борьба) y el conflicto entre los agentes de ese dominio
enfrentados los unos a los otros por el deseo de preeminencia.
Ahora bien, dado que la Comparatística se presenta como una
teoría del diálogo, esa lucha debe verse bajo otra luz, más bien como
una fuerza reactiva que permite la creación, en tanto cada autor, al
intentar responder a las cuestiones que le plantea su propia sociedad,
articula una respuesta que sale de las mismas tensiones que esa for-
12
mación social genera; y aquí habría que pensar en la llamada Teoría
de la Recepción que cundió en los estudios literarios a partir de los
años 60 (Link, H., 1976: 11 y ss.). El arte nace de la lucha por la ex-
presión en el medio respectivo, pero esa misma lucha puede adquirir
su impulso, paradójicamente, gracias a los mismos hechos negativos
que la frenan y que debe superar.
Como sostiene Peter Zima, una sociedad se conforma no como
conjunto de textos, sino como conjunto de individuos y grupos que
articulan sus opiniones e intereses en sociolectos y discursos y de ese
modo reaccionan contra otros puntos de vista, a veces de una manera
caótica y no siempre unificada (Zima, 1992: 72). A partir de estos
supuestos se constituirá mucho de lo que se diga en las siguientes
páginas.
Por otra parte, según los representantes del post-estructuralis-
mo francés, habría que entender una formación discursiva como el
conjunto de aquellas formulaciones de discursos que aparecen en un
momento dado en una sociedad determinada, puesto que esa con-
formación social los acepta. Es evidente que cuanto más autoritaria
sea una formación social, más censurado estará cualquier desvío de
las normas discursivas imperantes. Y para ello puede pensarse en la
Francia de Luis XIV, donde las cuestiones de la bienséance y el decoro
pasaban a integrar las reglas de oro de la creación literaria, como se
demuestra en la tarea normativa llevada a cabo por Boileau (1636-
1711), quien le puso el sello a todo el período obturando de la forma-
ción discursiva “neoclásica” imperante todo lo que pudiera afectar la
sensibilidad del monarca.
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ción crítica habrá de ponerse en movimiento el dispositivo de com-
prensión de “campo intelectual”, según lo pensó primeramente Pierre
Bourdieu, pero también habrá en la polémica que abre el texto otra
idea cara al post-estructuralismo francés como lo es la de que todo
grupo operativo siendo “exclusivo” (en el sentido de para un grupo
cerrado), al mismo tiempo, genera una exclusión.
Por ello, me parece oportuno considerar aquí, en primer lugar, el
rol renovador de la cultura que cumplió el grupo de Bloomsbury en
la Inglaterra que salía de la Primera Guerra Mundial con ansias de
cambio, aunque sea importante decir también que esos deseos eran a
su vez frenados por profundas tradiciones aristocráticas de las que el
país se enorgullecía.
En segundo lugar, habrá que poner sobre la misma balanza la si-
tuación crítica que se gesta en Francia después de la Segunda Guerra
Mundial, con una necesidad de revisión de todo tipo de valores y
cuyos voceros son los miembros que se reúnen en el Café de Flore en
París. Esta posibilidad de comparación se funda en el hecho de que
la situación francesa acusa similitudes con lo que sucedía en el grupo
londinense antes mencionado.
Y, en tercer lugar, creo que esos dos campos culturales menciona-
dos pueden servir de nueva piedra de toque, cuando se los pone en
correlación con el tercer ángulo: el que representa la revista Sur de
Buenos Aires y su labor compleja de puente entre culturas.
No es un dato menor que las reflexiones acerca de estos tres gru-
pos o comunidades interpretativas de la cultura se vean lideradas por
figuras femeninas de primera magnitud en cada uno de sus campos:
Virginia Woolf, Simone de Beauvoir y Victoria Ocampo. Estas per-
sonalidades descollantes de la primera mitad del siglo XX se inter-
conectan a través de vasos comunicantes que son las empresas edi-
toriales y las publicaciones periódicas ligadas a ellas. En este sentido
operan las casas editoriales de, por un lado, Leonard Woolf con The
Hogarth Press para Londres; y, por otro, la revista Les Temps Moder-
nes para París bajo la dirección de Sartre. El triángulo se completa en
14
este caso en mi lectura con la labor de la revista y luego casa editorial
Sur para Buenos Aires. Los tres polos de difusión de la literatura aquí
tratados juegan un papel de primer orden en el momento de ampliar
su radio de acción, pues se han preocupado, siendo producto de élites
culturales, de transformarse también en una tarea de ampliación de
sus públicos. En este sentido, hubo dos movimientos contradictorios
en ellos: por un lado, el de la cohesión y amalgama con una tendencia
a transformarse en una facción (en sentido de banda rebelde) aleja-
da de la corriente mayoritaria; y, por otro, estos grupos exclusivos se
expidieron por una ampliación de sus públicos a partir de la labor de
difusión de la prensa escrita, al mismo tiempo, que actuaban como
vasos comunicantes entre diferentes campos culturales selectos.
Sostengo en esta investigación, entonces, que en los casos que voy
a analizar, se tratará de “comunidades interpretativas excluyentes”,
dado que lo que me interesa enfatizar en esos procesos sociales es
su poder de exclusión de aquellos otros miembros que no merecen
pertenecer al grupo.
La fórmula que propongo me parece más pertinente, en tanto es
más crítica que la denominación de “grupos culturales de especiali-
zación” (salida de la revista Punto de Vista), porque esta última deja
de lado la cuestión del poder de la palabra que se pierde en el término
“especialización”. En este sentido, las casas editoriales artesanales o
las revistas literarias están ejerciendo un poder, o mejor, “micro-po-
der”, que consiste en ser “exclusivos” y “excluyentes”, de modo de aco-
tar el campo respectivo con mano de hierro.
Estos grupos elitistas (tan significativos como para transformarse
en comunidades que forman una brecha cultural en sus respectivos
entornos) se distinguen del propio suelo en que se han generado gra-
cias a una capacidad de asimilar nuevas ideas hasta hacerlas suyas y
levantarlas como nuevas banderas. Estas ideas se convierten así en
ideas fuerza que tienden a desalojar a concepciones anteriores muy
arraigadas. Podemos llamarlas “comunidades interpretativas” porque
poseen una versión diferente –una nueva interpretación– de lo que
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sucede a su alrededor y hacen de ese entorno una lectura que tenderá
a imponerse con el correr de las décadas. En muchos casos este pro-
ceso seguirá adoptando formas más valiosas que aquellas que termi-
naron por caducar; y, en este caso especial, estoy pensando en el mo-
vimiento conocido como “realismo literario”, al que las vanguardias
del siglo XX querían oponerse. En algún sentido, esas comunidades
aquí mencionadas imponen a la larga lo que al principio es solamente
una “structure of feeling” (estructura de sentimiento), como son lla-
madas estas percepciones cuando todavía no dominan el campo en
que se asientan y son solo un atisbo de lo que vendrá.
Cuando en 1978 se funda en Buenos Aires la revista Punto de Vis-
ta, el nombre elegido tenía algo de humilde como si se quisiera decir
con ese título “esta es nuestra opinión”. Esa publicación bajo la direc-
ción de Beatriz Sarlo (1942- ) se erguirá durante la época dictatorial
como uno de los pocos signos de cordura en medio de las arbitra-
riedades militares bajo el signo de un progresismo izquierdista que
pasaba inadvertido para las autoridades de la dictadura. Sin embargo,
en definitiva, con sus casi cuarenta años de aparición Punto de Vista
terminará convirtiéndose en la más digna continuación de Sur, una
revista liberal de centro, al compartir algunas de sus premisas esen-
ciales: ser el puente entre la cultura europea y la argentina. Por otro
lado, si se piensa en el nombre elegido para Punto de Vista con mayor
detención, se puede detectar que sus fundadores están obviando el
mandato de sartrismo que había movido en la década del 50 a deno-
minar Contorno a la revista rival de Sur; pero, al mismo tiempo, en
el título elegido para la revista dirigida por Beatriz Sarlo se obviaban,
gracias a una estratagema lingüística, las referencias a un izquierdis-
mo que podría haber sido impugnado por la censura militar.
Como en el caso de Victoria Ocampo, Beatriz Sarlo en sus co-
mienzos se presentó en su revista con una visión progresista (lo que
no era fácil en plena dictadura) para vestir un feminismo que, qui-
zás, le quedaba grande; porque no terminaba de aceptarlo. Con esto
quiero decir que, como en el caso de Victoria Ocampo, sus modelos
16
fueron masculinos, y, en definitiva, Punto de Vista nunca jaqueó el
sistema patriarcal, dado que evidentemente estaba interesada en en-
focar las cuestiones sociales que le dictaban los marxistas ingleses de
posguerra que eran sus modelos principales, entre quienes las cues-
tiones de género no ocupaban ningún lugar.
Es coherente, entonces, que haya sido un miembro de Punto de
Vista como María Teresa Gramuglio quien iniciara el salvataje de la
revista Sur, desde el progresismo izquierdista y contra la lectura que
de Sur había hecho la revista rival Contorno en la década del 50. Gra-
muglio levantó, entonces, coherentemente las armas para el rescate
de Sur, porque creía que la recepción que de ella se había hecho en la
época de mayor politización de la Argentina (años 70) era injusta. En
este sentido, es como si Punto de Vista reivindicara la labor de Sur,
diciendo algo así como: “nosotros en los 80 y 90 aprendimos de la
revista de Victoria Ocampo, y, por lo tanto, ahora pretendemos una
fusión, o sea: apreciar el hecho de traer al Río de la Plata lo mejor
del pensamiento europeo y también ahondar en la búsqueda de los
valores propios”. Mi interpretación es similar, en definitiva, a la de
Patricia Willson cuando escribe lo siguiente:
17
embargo, creo que Punto de Vista no vio todas las implicancias del
salvataje de Sur ante los dardos de las opiniones de izquierda ni las
desemejanzas de Sur con Bloomsbury. Es una incoherencia que una
publicación progresista de izquierda como Punto de Vista no haya
sabido apreciar ciertas diferencias sociales de inserción de cada cír-
culo en su respectivo terreno de origen. Un país periférico como la
Argentina, aunque su ciudad capital sea un modelo de moderniza-
ción, está encastrado en una posición de dependencia cultural que
no tiene nada que ver con los niveles de independencia y autonomía
antiguas de su campo intelectual que se disfrutaba en Londres en las
décadas del 20 y del 30. Y para esta afirmación no hace falta más que
ver cómo Virginia Woolf miraba a Francia (el mayor rival cultural
de Inglaterra) de “tú a tú”. Es evidente por qué en su salvataje de Sur,
como revista que no respondería a los representantes ilustrados de
la clase oligárquica argentina, María Teresa Gramuglio barra bajo la
alfombra una de las frases más significativas de Victoria Ocampo,
que, por mi parte, creo que es una perla de síntesis de toda una visión
del mundo, al considerarse a sí misma “adosada al vacío”. La frase
antonomástica de Victoria Ocampo, de la que volveré a hablar más
adelante, no solo es ideológica, sino que esa declaración estaba en
contra del propio programa que pretendidamente la Directora quería
poner en marcha, por lo menos en una de sus facetas: dar a conocer
nuestra cultura. Pero, ¿de qué cultura estamos hablando, si, al mismo
tiempo, Victoria Ocampo se reconoce inserta en un vacío cultural?
Sería poco coherente pensar este fenómeno de los grupos decisi-
vos en la renovación de una cultura, si no se adhiriera a esta aparición
el concepto de “campo intelectual” que es dable considerar como una
manifestación no estática (como la pudo imaginar el primer estruc-
turalismo francés), sino como un hecho dotado de dinamismo; es
decir, un campo intelectual (o más precisamente artístico) no será
exactamente el mismo en el momento en que aparezca una nueva
figura dentro de él, dado que los valores expresados son auténtica-
mente relacionales. Y también será distinto el campo en cuestión con
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el correr del tiempo, cuando se van haciendo nuevas lecturas de las
obras ya publicadas. Se verá claramente a qué me refiero gracias a las
anotaciones de un crítico inglés que servirán de piedra de toque para
pensar lo que sucedía literariamente en Inglaterra en las primeras dé-
cadas del siglo XX.
Quiero traer a esta investigación, entonces, las anotaciones, apa-
recidas en 1938, del crítico inglés Cyril Connolly (1903-1974) al res-
pecto, extraídas de lo que se considera su mejor texto y cuyo título
fue Enemies of Promise (Enemigos de la promesa); donde el autor,
en un acto de fair-play, no solo se las toma contra sí mismo en tanto
promesa incumplida de ser un novelista, sino que, al mismo tiempo,
es capaz de describir con maestría lo que sucedía en el campo intelec-
tual de su época. Así según Cyril Connolly, el nuevo estilo vernáculo
que aparece en Inglaterra en la década de 1920-1930 tiene que ver
con una oposición a un estilo académico (que el crítico denomina
“mandarín”)1 que se cohesiona hacia 1928 con la aparición de la no-
vela Orlando de Virginia Woolf. Y la piedra de toque de esa oposición
al grupo que lideraba la escritora inglesa centrada en los ritos del
barrio de Bloomsbury se hallaría no en Londres, sino en una “corte
en el exilio”: la rue de Grenelle (Connolly, 1938: 112), que era la calle
parisiense donde reinaba su opositora Gertrude Stein (1874-1946).
Además de considerar las facciones opuestas de aquellos llamados
“mandarines” operando en Londres contra los que promovían una
lengua conversacional en la escritura literaria, Cyril Connolly es ca-
1
“Denominaré a este estilo `mandarín´, puesto que encanta a los corifeos literarios,
aquellos que desean diferenciar al máximo la palabra escrita de la hablada” (Connolly,
1938: 52):
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paz de percibir, mejor que ningún otro crítico, quién es quién en el
ámbito de análisis.
Para Connolly el campo literario inglés que se perfilaba en aquel
año crucial de 1928 estaba formado por autores que se hallaban publi-
cando con asiduidad y ocupaban un lugar destacado en la prensa y en
las revistas especializadas (1938: 41). A juicio de Connolly estos au-
tores eran: D. H. Lawrence (1885-1930), Aldous Huxley (1894-1963),
Thomas Sturge Moore (1870-1944), James Joyce (1882-1941), Wil-
liam Butler Yeats (1865-1939), Edward Morgan Forster (1879-1970),
Lytton Strachey (1880-1932) y la propia Virginia Woolf (1882-1941).2
En otro nivel aparecen en esta lista autores con un halo diferente: T. S.
Eliot (1888-1965), Wyndham Lewis (1882-1957) y Norman Douglas
(1868-1952). Por último, estaban también los autores que pueden
considerarse “veteranos”: Arnold Bennett (1867-1931), George Ber-
nard Shaw (1856-1950), H. G. Wells (1866-1946), John Galsworthy
(1867-1933), Rudyard Kipling (1865-1936) y W. Somerset Maugham
(1874-1965).
La figura de Lytton Strachey es interesante por varios motivos. En
primer lugar, había sido el primero que había arremetido contra la
idealización de la época victoriana al publicar en 1918 su libro de re-
tratos titulado Eminent Victorians; en segundo lugar, era alguien que
no tenía reparos en exhibir su conducta sexualmente disidente. En
este contexto ambos costados de su historia personal parecen coinci-
dentes, pues la atracción por el mismo sexo puesta al descubierto era
una afrenta para la beatería victoriana.
Me he detenido en esta apreciación artística de Connolly, porque
este crítico parece haberse dado cuenta, gracias a su especial sensibi-
lidad y experiencia, de cómo dentro de una sociedad dada (en la que
la literatura ha llegado a un alto grado de profesionalismo) es im-
2
Forster, Strachey y V. Woolf tienen la particularidad extra de haberse complotado
en el bastión de “Bloomsbury”, una facción que según Connolly ha complicado
aún más el panorama (Connolly, 1938: 73). Por otro lado, llama la atención que
justamente dos de los más influyentes escritores sean coetáneos (Joyce y V. Woolf).
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portante descubrir lo que ahora llamaríamos la organización de los
agentes dentro de un campo literario. Por supuesto que es importante
para nosotros señalar también que Virginia Woolf es la única escrito-
ra mujer mencionada en el conjunto. Y este no es un dato menor a la
hora de considerar cómo reaccionarían sus pares varones ante cada
una de sus creaciones. Y aquí podemos adelantar el veredicto que
lanzaban los escritores varones por aquella época ante la escritura
de mujeres. En rigor, en todo el mundo y no solo en Inglaterra, los
hombres destacados en las letras se rebelaban contra la idea de que
una mujer escribiera. En todo el mundo y también en Inglaterra las
escritoras eran vistas como seres extraños, que ponían sin derecho
sus pies en un campo roturado por varones, aunque justamente en
ese país se habían dado ya desde el siglo XIX obras literarias escritas
por mujeres (imposibles de soslayar dentro del canon general). Pero
el operativo masculino consistía en denigrarlas u olvidarlas.
Por otro lado, hay que decir que cada una de las colocaciones de
los miembros de un campo intelectual en un momento dado de su
historia produce efectivamente una particular toma de partido que
funciona como un punto de roce dentro de una constelación en la
que hay siempre en juego fuerzas de atracción y de rechazo en varias
direcciones. Es evidente que a partir de la década del 20 la irresisti-
ble imantación que provocaba la figura de Joyce solo sería superada
un par de décadas después con la que habría de producir Eliot. Esto
significa, al mismo tiempo, que entre los agentes de este esquema se
producen intercambios de lugar y una dinámica que no tiene nada
que ver con una percepción estática de la cuestión. En el mismo sen-
tido, los textos culturales (es decir, no solo los textos literarios, sino
todo tipo de discursos, escritos y orales) se interceptan de tal manera
hasta formar en algunos casos un juego de oferta y contra-oferta. Así
si el Ulysses (1922) de Joyce es una historia menuda que tiene lugar
en veinticuatro horas vividas por el personaje en la ciudad de Dublín,
puede entenderse que Virginia Woolf responda a esta propuesta con
el desarrollo de la vida de su personaje Mrs Dalloway en un día lon-
21
dinense (1926), pero poniendo el acento en que una mujer (sin una
historia ni una profesión particular) pueda también ser una heroína
a nivel de “gesta épica”, como la que le había dado Joyce a su protago-
nista en tono de parodia. En mi lectura, entonces, Virginia Woolf lee
en clave de diferencia sexual el Ulysses para darle una vuelta de tuerca
y plantear otra posibilidad cultural (La Señora Dalloway).
Dentro del campo literario inglés que se define, entonces, en el
período alrededor de la publicación de Orlando (1928) de Virginia
Woolf se perfila de modo significativo el sentido de facción díscola
que adquiere el grupo de Bloomsbury, como una comunidad inter-
pretativa que no solo conglomera, sino que también excluye. Es difí-
cil no ver en el liderazgo de esta autora inglesa dentro de esa facción
un llamado de atención hacia un cambio de lo que estaba ocurriendo
en los países centrales en cuanto al sistema-género. Si bien, las mu-
jeres siguen siendo una minoría casi invisible dentro del quehacer
literario, los sucesos de la Primera Guerra Mundial habían revelado
la capacidad femenina para asuntos que antes estaban anclados en
territorios exclusivos del varón. Este hecho concreto despertó una
conciencia primeramente en las propias mujeres acerca de su valor
y, con ello, reforzó una lucha que era de larga data, pero que no había
arrojado todavía grandes frutos.
4. El sistema-género
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intelectual/campo literario” o “las comunidades interpretativas” o la
“Comparatística” podría parecer no suficientemente productiva, si
no se la engarzara con las preocupaciones por mostrar algo que de
tan evidente se había tornado invisible a lo largo de los siglos desde la
Antigüedad clásica, por lo menos: la oposición masculino-femenino
como un pivote en la cultura. Esta diferenciación puede parecer a
los críticos más recalcitrantes no suficientemente digna de conside-
ración. A los críticos más innovadores, en cambio, les resultará un
territorio de una riqueza inigualable. Hablar ahora, entonces, del sis-
tema-género se ha tornado una cuestión insoslayable también a la
hora de acercarse a los textos literarios y a sus creadores.
Es evidente hoy en día que hacia 1990 se da un salto cualitativo
importante dentro de los estudios de género sexual que se venían for-
mando en EE.UU. en la década del 50 y 60 a partir primeramente del
embate feminista por la igualación de derechos. No es un hecho acce-
sorio que las mujeres empiecen a romper las barreras que les vedaban
el estudio superior recién alrededor de 1900. Casi un siglo después,
a finales del siglo XX ya hay suficiente cantidad de mujeres formadas
académicamente como para tomar las propias riendas de sus destinos
y expresarse a nivel de la interpretación de los sucesos históricos que
les concernían.
Todos estos factores producen un fruto mucho más complejo, al
trascender el esquema de la lucha por los derechos de la mujer. Ahora
estamos ante una reflexión completamente revolucionaria que vuelve
a pensar las bases en que se funda el desequilibrio entre los sexos.
Es así, a mi entender, que hacia finales del siglo XX los estudios fe-
ministas llegan a la brillante encrucijada de entender que no cabe
una liberación de los escollos que atan a las mujeres sin modificar
la auto-comprensión que tienen de sí los varones. En definitiva, se
descubre que los varones están ceñidos a reglas de género iguales o
tanto más rígidas que las que constriñen las conductas de las mujeres.
Hombres y mujeres estamos sentados en el mismo bote.
23
Se debe a los estudios de alguien como Judith Butler (1956- ) el
mérito de haber producido un paso enorme en la investigación de un
nuevo campo que ya resulta ineludible, a pesar de las resistencias de
los cuerpos colegiados más intransigentes. Dando un cambio cuali-
tativo a las enseñanzas de Simone de Beauvoir, Judith Butler se apoya
en una base filosófica tan competente como la de su par francesa para
venir a enjuiciar la búsqueda de esencias eternas, algo que ya se había
producido en El segundo sexo (1949) sobre la plataforma del existen-
cialismo. Ahora, sin embargo, el panorama es mucho más complejo,
porque la tarea que se propone Judith Butler trasciende la “cuestión
femenina”, al borrar de un plumazo la idea de que de lo que se tra-
ta es del “problema de la mujer”, como se dijo desde la Revolución
Francesa en adelante. La mujer podía ser un “problema” solo desde
la mirada extrañada de los varones entre 1789 y 1900. Para Butler lo
que está en juego es toda la conjunción en que se asientan the gender
performances (las actuaciones genéricas), es decir: cómo cada indivi-
duo representa desde la más tierna infancia su posición sexual en la
sociedad que lo forma y lo conforma.
En definitiva, Judith Butler se apoya y va más allá de las inves-
tigaciones no solo de Simone de Beauvoir, sino también de Michel
Foucault, revisando y dando nuevos giros a lo ya pensado. Butler
comprende así la necesidad de luchar contra los esencialismos como
lo había hecho la autora francesa, pero, al mismo tiempo, emprende
la tarea de llevar la minuciosa metodología de Foucault acerca del
“saber-poder” a la integración de un sistema genérico.
Es una gran ironía de la gran divisoria de aguas que se produjo en
las últimas décadas del siglo XX que un autor como Michel Foucault
(responsable de ese quiebre epistemológico) haya sido tan influyente
para la discusión actual del sistema-género, y que él mismo no hu-
biera escrito nada más contundente al respecto. Podremos estar o no
de acuerdo con algunas de las ideas de Foucault en lo que respecta a
la fijación de ciertos hitos cronológicos sostenidos en sus investiga-
ciones, o con respecto a algunas de sus afirmaciones más lapidarias;
24
sin embargo, hay que reconocer que él nos enseñó a ver y pensar
los problemas de una manera totalmente diferente y muy fructífera.
Quizás habría que decir que con Michel Foucault (1926-1984) suce-
de al respecto algo similar a lo que en la primera mitad del siglo XX
sucedió con la figura de Sigmund Freud (1856-1939): ambos, Freud y
Foucault, pusieron los fundamentos para dar principio a los cambios
de paradigmas que vendrían después y nuestra tarea, como herederos
de su pensamiento, es discutirlos y no endiosarlos.
Por lo tanto, es interesante también poder comportarse de modo
crítico inclusive frente a las personalidades que uno admira; ya sea el
caso de Freud o el de Foucault. Como ejemplo de las limitaciones que
veo en las obras de ambos están sus consideraciones incompletas con
respecto a la cuestión del género sexual que les preocuparon, pero
en las que no llegaron al fondo del asunto. Freud fue, por su parte,
un investigador nato formado en la ciencia del siglo XIX y esas bases
eran muy negativas para llegar a pensar en la oposición “masculi-
no-masculino” sin prejuicios. Sin embargo, Freud en sus momentos
más lúcidos puso los fundamentos para pensar en la constitución bi-
sexual del individuo ya en sus artículos de 1905, aunque en otros no
se atrevió a seguir en esa dirección.
En cuanto a la obra más filosófica de Foucault, es tal vez injusto
que aparezca aquí asociada a la producción de Freud, salvo si se tiene
en cuenta que ambos pensadores tuvieron en común un interés tanto
por la clínica como por la historia.
Como ejemplo de cómo Foucault se quedó en el umbral de su
pensamiento en algunos momentos de su producción escrita, puedo
traer a colación al respecto su por otro lado excelente interpretación
de los procesos por brujería durante la Edad Media y Moderna. Las
brujas medievales, quienes según el estudioso francés representaban
el último baluarte de una cristianización no realizada hasta sus úl-
timas consecuencias, tuvieron una presencia clave en los procesos
históricos no solo en el ámbito de la cuestión religiosa. Con todo,
en sus cursos de los años 70 Foucault analiza con gran perspicacia a
25
los considerados “anormales” por las sociedades europeas en la épo-
ca del robustecimiento del individualismo burgués, pero no siempre
acierta allí con una mirada de género (Foucault, 1999: 198). Habría
que haber dicho, por ejemplo, también, en el caso de la quema de
brujas, que la Iglesia se lanzó en pos de la persecución especialmen-
te de mujeres para disciplinarlas contra su rebeldía; porque “ellas”
estaban en posesión de los saberes populares, de los cuales eran una
custodia. Estas “brujas” eran también asimismo las cuestionadoras
de un poder fálico, en representación del polo femenino, en tanto las
mujeres venían siendo cada vez más discriminadas y alejadas del do-
minio del saber-poder, algo que se pone en evidencia en la exclusión
en que se las coloca con el nacimiento de las universidades a partir
de 1200. En efecto, hasta la fundación de las universidades en Europa
–y esto no lo dice Foucault en sus trabajos, que yo sepa– las mujeres
y los varones de todas las clases estaban dotados de los mismos co-
nocimientos que consistían en las sabidurías que corrían de boca en
boca. El analfabetismo era extendido entre todos los sexos y en todas
las clases sociales. Y lo que nunca se dice, y Foucault tampoco lo dijo,
es que durante el surgimiento en la Alta Edad Media de las institu-
ciones universitarias (como antes había sucedido en los conventos de
investigación y archivo), se había prohibido la entrada a las mujeres
y a partir de ese momento, ellas estuvieron excluidas del saber. Esta
marginación femenina del saber no pudo ser nunca reconsiderada,
por lo menos, entre 1200 hasta 1900, es decir por siete siglos. Y ocu-
rrió en Occidente, pero también en Oriente.
En mi opinión, Foucault no fue todavía consciente de las imposi-
ciones sociales sobre los sexos. Las mujeres quemadas en la hoguera
por la Inquisición pecaban, entre otras cosas, no solo de superstición,
sino que también se rebelaban contra el autoritarismo masculino. Ni
Foucault ni otros analistas anteriores pusieron nunca el acento sobre
el hecho de que a la hoguera llegaran en primer lugar mujeres. Para
explicar el fanatismo que llevó a la quema de brujas durante muchos
siglos le bastó a Foucault echar mano al patrón histórico-social, sin
26
pensar en las jerarquías asimétricas de género. Freud no lo hubiera ex-
plicado de otra manera. Entretanto, el propio Foucault, sin embargo,
con sus escritos y su palabra es la verdadera bisagra que permite pensar
las cosas de un modo más complejo y rico en el nuevo espectro que
abrieron los estudios de género, especialmente originado en las uni-
versidades norteamericanas a partir de 1960. Llegados al final del siglo
XX, es justamente en este maridaje de Foucault con Simone de Beau-
voir donde se percibe la fuerza de los textos del presente; y nadie más
representativo de esta fusión de pensamiento con la propia tradición
norteamericana que como se presenta en la figura de Judith Butler.
El propósito de este estudio se centra, entonces, en la idea de tres
enclaves culturales semejantes que se intersectan: pequeñas comu-
nidades que comparten ideales culturales y que, bajo este enfoque,
aparecen como en diálogo entre sí. Por supuesto que aquí no se trata
de influencias, sino que en este estudio se ven los procesos como po-
sibles, pero gracias a un humus similar. En este sentido, ese deseo de
ser la punta de lanza de un cambio en esas pequeñas comunidades
se basaba en la existencia en las formaciones sociales que las cobi-
jaban de un campo intelectual con un grado importante de autono-
mía. Esto se sobreentiende para el caso inglés y el francés, aunque
es menos evidente para el caso argentino. Sin embargo, aquí habrá
que partir de la hipótesis de que la Argentina contaba con un campo
intelectual autónomo por lo menos a partir de las décadas del 20 y
del 30 del siglo XX, algo que en las sociedades europeas centrales se
había dado casi un siglo antes. Hablar de un campo autónomo signi-
fica que sus agentes practican sus actividades intelectuales a tiempo
completo. Y en primer lugar esto es comprobable en el sector de la
literatura, ámbito del campo intelectual mayor en el que se habían
dado importantes progresos de independencia del sistema a partir, en
el caso de la Argentina, del modernismo de fines del siglo XIX, como
lo demuestran las páginas dedicadas al tema por Nora Pasternac en
su consideración de aquella época de la cultura argentina (Paster-
nac, 2002: 84 y ss.). Si bien, en la década del 30 del siglo XX la acti-
27
vidad escrituraria estaba conectada ampliamente con el periodismo
(el caso de Roberto Arlt, 1900-1940) y esto podría hacer pensar en
una restricción de la autonomía literaria, este fenómeno no era solo
particular de la Argentina, dado que la prensa cotidiana era y sigue
siendo una boca de expendio legítima para la escritura no coyuntural
en todas partes.
Aquí será objeto de singular atención ver cómo en distintos pun-
tos del mundo occidental se combatió un axioma de arraigada pro-
sapia, cuyo punto de culminación fue la época conocida como “vic-
toriana”. Por ello, esta investigación podría considerarse también una
lectura que pretende mirar una construcción en triángulo con aristas
que mellan toda una concepción de la sexualidad y de las relacio-
nes sociales. Y en este sentido, tomaría prestado el título (creo que
irónico) que Foucault puso al capítulo introductorio de su libro más
disruptivo de 1976, el primer tomo de su Historia de la sexualidad:
“Nous autres, victoriens!” (¡Nosotros, los victorianos!), justamente
cuando, como sucedía con el grupo de Bloomsbury en la década del
20, Foucault es el mayor crítico de una época que él mismo llamó a su
fin de modo definitivo.
28
PRIMERA PARTE
Las comunidades excluyentes
CAPÍTULO I
Bloomsbury
30
varones citados. Esto no solo sucede en la primera edición alemana
de su obra (1916), sino que tampoco el autor agregó ningún apéndice
a su investigación en la revisión que hizo para una nueva publicación
de ese estudio cuarenta años después. Por estos ejemplos puede verse
que, de tal modo, a los críticos les resulta fácil construir un sistema
todo-masculino, con la convicción de que esa es la única perspectiva
posible. En la reedición alemana de la Teoría de la novela (que es
de 1968) Lukács no solo no agrega a Virginia Woolf, que podía no
ser santo de su devoción, en tanto vanguardista, pero es un escánda-
lo que quedasen relegadas al silencio también en la construcción de
una historia de la novela europea Jane Austen (1775-1817), Charlotte
Brontë (1816-1855), Emily Brontë (1818-1848) o George Eliot (1819-
1880) –para mencionar nada más que a las autoras inglesas del siglo
XIX, que, por lo menos, estaban dentro de la concepción de realismo
que el crítico sostenía como canónico.
Pero lo que es también importante desde nuestro punto de vista
actual, es lo siguiente: el polo de lo femenino estaba tan desacredita-
do desde la Antigüedad que los teóricos clásicos se habían acostum-
brado a considerar el adjetivo “viril” como una condición positiva
que permitía usar evaluativamente la palabra en las reflexiones so-
bre los estilos.4 Por el contrario, un estilo adornado aparecía como
“afeminado”, aunque no se citaran cuáles eran las formas de escribir
de las mujeres, porque ellas ni siquiera entraban en consideración.
4
En la teoría clásica de los estilos, los griegos denominaban “(h)adrón” al estilo
vehemente, pero al mismo tiempo sobrio. Este adjetivo implicaba no solo la relación
con lo masculino, sino también con lo sólido, robusto y, por lo tanto, lo que estaba en
el centro del canon. Esta raíz griega es la misma que se halla en el nombre “Adrián”. De
aquí se sigue el papel que le correspondía al hombre en la sociedad griega, en la que
las mujeres estaban ausentes, pues en la misma familia de palabras estaban: “andrós”
(varón, pero en llamativa extensión, todo ser humano), “andreia” (virilidad, coraje
guerrero) y “andragathía” (virtud), todos conectados con la raíz “aner” (engendrador).
Si esto era normal y estaba naturalizado en la Antigüedad griega, llama la atención
que esa concepción sobre la evaluación de los estilos haya llegado hasta más acá
de 1900 a pesar de los cambios que permitieron hacerse otra idea de lo que es lo
femenino a partir, por lo menos, desde 1789 en adelante, y no necesariamente como
la otra parte opuesta (asimétrica y depreciada) del polo masculino.
31
De este modo desde la Antigüedad clásica las palabras se dotaban de
significados polarizados, pero en este proceso que realizaban y rea-
lizan los hablantes sobre la plataforma del sexismo lingüístico, estos
no reparan en la inconsistencia de sus juicios. Lo cargado de adornos
había entrado en la categoría de “afeminado” para los clásicos, pero
eso no dependía del modo de escribir de las mujeres (a las que na-
die prestaba atención), sino de normas y modas literarias, a veces no
realmente sancionadas y siempre en continuo movimiento y cambio.5
Durante veinticinco siglos las cuestiones literarias padecieron el mis-
mo enfoque: las mujeres escritoras no existían o, si aparecía alguna,
era fácil no prestarle atención. Bastaba ridiculizarla como “literata” o
“mujer que escribe”; o en el mejor de los casos como “femme de let-
tres”. Todavía hasta bien entrado el siglo XX nadie revisó esas precon-
cepciones ni tampoco nadie se preguntó cómo escribían las mujeres.
Estaba claro que ellas habían llegado al oficio de escribir de modo
rezagado y que las leyes ya estaban hechas por otros antes de que ellas
tuvieran su “cuarto propio”. Tampoco la situación de las mujeres en
general en una determinada sociedad parecía tener importancia; los
historiadores miraron siempre lo que realizaba el varón y cómo él se
comportaba.6
5
Notemos que el protagonista Clamence de la novela que por ahora llamaremos
“autobiográfica” de Albert Camus La caída (1956) dirá: “…je pouvais alors
m´abandonner aux charmes d´une virile tristesse” (“…yo podía entonces
abandonarme a los encantos de una tristeza viril”), sin tener que precisar cuáles son
las implicaciones de la “tristeza no viril”. En este caso, como en todos los que en la
bibliografía no figure el nombre de un traductor para los textos en lenguas extranjeras,
la traducción me pertenece.
6
Por supuesto que hay muchos modos de abordar un tema inherente a la cultura de
los pueblos. Algunas de estas metodologías están dictadas por la tradición escrituraria
y sus autores no se detienen a pensar en las cualidades de sus abordajes, porque
las costumbres y reiteraciones los gobiernan y hablan por ellos. Muchos críticos
ensayaron nuevos caminos de aproximación al tema elegido; pero dejaron de lado las
cuestiones de género, porque las sociedades no habían prestado casi ninguna atención
al tema. Así, por ejemplo, Carl Schorske en un estudio lúcido y novedoso, trató la
cultura de fin del siglo XIX conectándola con la ciudad de Viena, como parangón
de los choques socio-políticos que tuvieron allí su eje. De ese modo, los diferentes
capítulos de la investigación de este autor conectan lo socio-cultural desde distintos
ángulos (urbanístico, político, literario, pictórico, etc.) siempre acotado entre 1850 y
32
2. Un barrio londinense
1914. Es cierto que este libro redactado dentro del clima intelectual y académico de
los Estados Unidos medio siglo después de los hechos que describe tiene la virtud
de mostrar en forma de calidoscopio el mismo objeto desde diferentes enfoques.
Sin embargo, podría criticársele algo que hace al núcleo de mi propia investigación:
¿cómo es posible que un libro publicado en 1961 en Nueva York fuera todavía ciego
para mencionar la dependencia de la cultura patriarcal en que vivían las mujeres en
el Imperio Austro-Húngaro, inclusive las de la clase alta, que, a lo sumo, eran objeto
de cazadores de dote o modelos para los retratos que pintaban los varones? A esto hay
que responder que las propias décadas de 1960 y 1970 representaron una divisoria
de aguas y que las actuales generaciones nos vemos favorecidas por las nuevas
capacidades que nos dieron, entre otros, los post-estructuralistas franceses como
Foucault, a quien mencionamos antes con su libro capital de 1976.
33
and as I write journalism in order to earn a living, I have to accep the
best offer” (…y como escribo artículos periodísticos para ganarme la
vida, tengo que aceptar la mejor oferta; Woolf, 1978: 99).
Como quiera que sea, en este caso (previo en pocas semanas al
crash de la Bolsa de Nueva York) como en las cartas en las que Virgi-
nia Woolf cuenta cómo recorre librerías de provincia con su marido,
mezclando cierto espíritu de paseo con el correteo de libros para The
Hogarth Press, percibimos un perfil de la escritora inglesa que está
bien lejos de la imagen que ella podía dar luego en la época de su ma-
yor fama. Su posición dentro de la comunidad era, al mismo tiempo,
un derecho bien ganado con su propio trabajo para hacer nacer la
escritura propia y, al mismo tiempo, mantener en marcha la empresa
de su marido.
Por ello, interesa aquí poner en relación una obra particular de
ficción de Virginia Woolf con una facción dentro del mundo cultural
de Londres que, como sabemos, se denominó “Bloomsbury”, a partir
de la connotación cultural que ese barrio londinense podía prestarle
al grupo. No es un hecho menor que su cabecilla literaria más brillan-
te y promisoria en los años 20 fuera una mujer que venía propiciando
una singular reconsideración de los prejuicios y rémoras del victoria-
nismo imperante.
El círculo de Bloomsbury se constituye, en rigor, sobre la base de
una amistad previa de algunos de sus miembros (naturalmente va-
rones) sellada en los tiempos de estudios en Cambridge. Se trata del
grupo conocido como “the Apostles” (los Apóstoles); y no está de más
decir que el nombre del mini-grupo originario parece apuntar a una
cohesión indisoluble, que, al mismo tiempo, es ya una comunicad
cerrada. En la Universidad de Cambridge estudiaba, efectivamente,
Thoby Stephen (1880-1906), hermano de Virginia, quien invitaría a
su casa del barrio de Bloomsbury de Gordon Square “a unas veladas
de los jueves” a algunos de sus camaradas. Así a través de su hermano
Virginia conocería después a su marido, Leonard Woolf (1880-1969)
y a los otros miembros de esas veladas. Además de Virginia y Leo-
34
nard, militaban en el grupo de Bloomsbury en un comienzo el escri-
tor David Garnett (1892-1981), el pintor Duncan Grant (1885-1978),
el crítico de arte Clive Bell (1881-1964), el luego economista John
Maynard Keynes (1883-1946) y también el mordaz cronista Lytton
Strachey, que se había enamorado de Thoby, y daba el tono general
a esa comunidad. A este círculo excepcional se fueron adscribiendo
muchos otros agentes menos conocidos, como la psicoanalista Joan
Rivière, de la que hablaré luego. De los miembros fundadores se pue-
de decir que, por lo menos la mitad de ellos, mantenían, de manera
abierta o no, conductas sexuales disidentes. ¿Es esto una casualidad
o tiene que ver con la apertura que las experiencias sexuales hetero-
doxas de ese grupo? ¿O es un fenómeno que los estudiantes habían
aprendido en las elitistas clases impartidas en las dos universidades
inglesas más famosas? Soy de la opinión de que la educación que ha-
bían recibidos los individuos participantes en ese círculo los colocaba
en un rango no solo de superioridad con respecto al resto de la so-
ciedad inglesa, sino que también les hacía ver los prejuicios sexuales
como rémoras que había que superar. Los miembros de Bloomsbury
estaban en el mejor punto de partida para oponerse a la repartición
de los roles tradicionales que dividían en la cultura europea los polos
de lo masculino y lo femenino. A su modo estos cruzados querían
producir el desmoronamiento no solo de las normas del arte como se
entendían hasta ese momento, sino también de las conductas sexua-
les prefijadas por la sociedad, mediante una conducta que participaba
de un refinado estilo bohemio, posible solo en un barrio que en ese
mismo momento no estaba de moda, y de un buen pasar económico.7
Sin embargo, no todo era tan llano y claro. El mejor ejemplo del
temor a la disidencia sexual lo representa un escritor no mojigato
como David Herbert Lawrence. Lo extraño de su colocación en el
7
La realeza británica, entretanto, se daba los gustos que prohibía a sus súbditos. Así,
George, Duke of Kent (1902-1942), tío de la actual Reina Elizabeth II (1926- ), pudo
vivir un largo romance (que duró 19 años) con el dramaturgo Noel Coward (1899-
1973) sin que nadie se lo vedara.
35
campo de los escritores jóvenes radica en que Lawrence era alguien
ligado a la cruzada por el destierro de la pudibundez sexual del siglo
anterior, pero, sin embargo, acabaría expresando su “horror-atrac-
ción” hacia ciertas relaciones íntimas inter-masculinas, asociando el
malestar ante esos contactos espurios (y atractivos a la vez) como los
del sexo anal, con aquel que le causaban las cucarachas (Ford, 1965:
175). D. H. Lawrence es, en realidad, un escritor de origen proleta-
rio, nunca adherido a Bloomsbury, que siente desconfianza ante las
costumbres de las clases altas, pero que, al mismo tiempo, no puede
apartar los ojos de ellas. Así contradictoriamente Lawrence describe
en sus novelas esas mismas relaciones que lo desconciertan, pero, al
mismo tiempo, trata de desterrarlas de su mente con imágenes nega-
tivas, pues:
36
en general, de tal modo que las tiradas fueron incautadas por la poli-
cía. Uno de los pasajes de la primera de las dos novelas en que Ursula
siente el placer del encuentro con su amiga dice así:
And the elder held the younger close against her, close, as
they went down, and by the side of the water, she put her
arms round her, and kissed her. And she lifted her in her
arms, close, saying softly: “I shall carry you into the water”.
Ursula lay still in her mistress´s arms, her forehead against
the beloved, maddening breast. “I shall put you in”, said
Winifred. But Ursula twined her body about her mistress.
(Y la mayor sostuvo a la menor cerca contra su pecho, cer-
ca, mientras iban bajando, y a la orilla del agua, la rodeó
con sus brazos y la besó. Y la levantó en sus brazos, cerca,
diciendo por lo bajo: “Te voy a arrojar al agua”. Ursula se
dejó estar en los brazos de su amada, apoyando su frente
contra el pecho querido y turbador. “Te voy a meter aden-
tro”, dijo Winifred. Pero Ursula se enroscó en el cuerpo de
su amada; Lawrence, 1915: 286).
37
into subjection […] It was as if Birkin´s whole physical in-
telligence interpenetrated into Gerald´s body, as if his fine,
sublimated energy entered into the flesh of the fuller man,
like some potency, casting a fine net, a prison, through the
muscles into the very depths of Gerald´s physical being.
(De ese modo los dos hombres se entrelazaron y lucharon
uno con el otro, trabajando cada vez más cerca. Ambos
eran de tez blanca y clara, pero Gerald contraía una be-
lla marca roja en el sitio en que era tocado, mientras que
Birkin permanecía blanco y tenso. Birkin parecía penetrar
dentro de la masa más sólida, más expandida de Gerald,
fusionar su cuerpo con el cuerpo del otro, como si quisiera
llevarlo sutilmente a una sujeción […] Era como si la com-
pleta inteligencia física de Birkin interpenetrara el cuerpo
de Gerald, como si su energía fina y sublimada entrara en
la carne del más robusto, como una potencia, que echara
una fina red, una prisión, alrededor de los músculos para
llegar a lo más profundo del ser físico de Gerald; Lawren-
ce, 1920: 304-305).8
8
El texto de la primera versión contenía un capítulo introductorio que era más
explícito en cuanto a la atracción sexual que sentían los dos hombres. El miedo a la
censura hizo que Lawrence estilizara más estos rasgos y quitara esa introducción o
“Prolog”. Recién en 1969 un director tan osado como Ken Russell (1927-2011) pudo
llevar al cine escenas eróticas de la novela, como el pugilato de Birkin y Gerald, que
en la década del 20 había escandalizado a todo el mundo. Su película tuvo la virtud
de unir un elenco de excepción que no tuvo reparos en hacer visible el subtexto de la
novela de Lawrence.
38
inglesa, jugando al gato y al ratón con ella, en los comienzos del siglo
XX, cuando los contradictorios principios éticos que sostenían a la
época victoriana empiezan a mostrar fisuras.9
Por estos mismos años de lucha entre los escritores jóvenes por
una expresión más libre y por dar cabida a los sentimientos pulsio-
nales, Virginia y Leonard se casaron (en 1912); y tiempo después (en
1917), Leonard fundó de manera casi artesanal la empresa editorial
llamada The Hogarth Press. Hacia mediados de la década del 20, en-
tretanto, esa empresa se había tornado ya uno de los emprendimien-
tos editoriales más afamados por su proyecto de renovación de las
letras inglesas. La edición de los libros escritos por Virginia fue tam-
bién su mejor carta de presentación.
Como es sabido, la tesis principal del primer escrito feminista de
Virginia Woolf A Room of One´s Own (1929) (El cuarto propio), par-
te de una presuposición aparentemente banal: si William Shakespea-
re (1564-1616) hubiera tenido una hermana inclinada a la escritura,
ella no habría podido seguir su inclinación por falta de un cuarto
propio donde escribir. Naturalmente nadie tomó en serio este axio-
ma feminista, porque parecía bastante superficial, de tal modo que el
propio Harold Bloom, a quien me referiré más pormenorizadamente
enseguida, adujo que la tesis de Virginia Woolf no se cumpliría, por-
que a pesar de los cambios sociales que dan más lugar a la mujer (y le
han dado su cuarto propio), se ha comprobado que ese simple hecho
no originó en el mundo contemporáneo la aparición de otro “Sha-
kespeare femenino” (1994: 436). Es evidente que Harold Bloom no
“It is impudence to say that Woman was made out of Man´s body”,
she continued, “when every man is born of woman. What impudence
men have, what arrogance!” (“Es una vergüenza decir que la Mujer
fue hecha del cuerpo del Hombre”, siguió diciendo, “cuando cada
hombre nace de una mujer. ¡Qué impúdicos y qué arrogantes son los
hombres!” (Lawrence, 1915: 145)
39
percibió que la tesis de Virginia Woolf no debía ser entendida literal-
mente. A mi juicio la escritora inglesa quería metaforizar la cuestión
de la discriminación femenina. Y, en este sentido, mal que le pese a
Harold Bloom y a sus atinadas percepciones literarias, la discrimi-
nación sobre la actuación de las mujeres en la cultura sigue vigente.
A la hora de mencionar un grupo de escritores representativos de
cualquier nación, los operadores culturales prefieren mencionar a los
varones.10
La segunda obra feminista de gran importancia de Virginia Woolf
(también originada en conferencias en contra de la injusticia en los
derechos de la mujer), aunque es más directa en su intención que Un
cuarto propio, está menos difundida. El punto de partida había sido el
enorme dilema de esa década: ¿qué hacer para evitar la guerra? Este
segundo ensayo se denomina Tres Guineas (1938); y para entender su
título es necesario saber que ya en el ocaso del Imperio Británico una
moneda inglesa (que hoy equivaldría a una libra) se llamaba fami-
liarmente con el nombre de una colonia: una “guinea”. Como quiera
que sea, igual que con Un cuarto propio, la obra de 1938 muestra
la candente actualidad del hecho de la asimetría social de los sexos,
justamente cuando el mundo estaba a las puertas de una guerra de-
vastadora, que afectaría por igual a hombres como a mujeres, pues las
batallas habían dejado de gestarse lejos de las ciudades (como suce-
dió todavía en las trincheras de la Primera Guerra Mundial). En 1938
la tesis de la autora consiste en que las mujeres siempre han quedado
fuera de la maquinaria guerrera; y aquí habría que entender, quizás,
la ironía de que se le pregunte justamente a una mujer por el proble-
ma que los hombres no supieron resolver y que esa pregunta haya
10 Si, por otro lado, el ejemplo de “la hermana de Shakespeare sin un cuarto propio”
pudo parecerle a algún teórico de la literatura una idea absurda, los detractores de
esta posibilidad podrían haber pensado en un ejemplo real como el de la hermana de
Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791), conocida bajo el apodo de Nannerl (1751-
1829), quien a pesar de sus condiciones musicales, fue coartada en sus aspiraciones
por su padre Leopold Mozart (1719-1787); en primer lugar, por su condición de
mujer y, en segundo lugar, para no opacar la exuberancia magistral de su hermano.
40
dado origen a la serie de conferencias que se tornarían luego un li-
bro. Virginia Woolf sale al paso de una manera creativa, diciendo que
ofrendaría una moneda pequeña de solo una “guinea” (es decir, una
suma simbólica) a las instituciones de enseñanza para varones que
fueran antibelicistas; una segunda, a aquellas que aceptaran mujeres;
y una tercera guinea la donaría en pro de la defensa del intelecto y de
la cultura. Tal vez era evidente en 1938 que solo se podía responder a
algo tan inminente y peligroso como el armamentismo mundial con
una salida ingeniosa. La respuesta de Virginia Woolf, si lo pensamos
bien, remite el problema de la existencia de las guerras a una cuestión
cultural y del sistema-género. En rigor, para ella se trataría de una
situación más compleja que la de una explicación económica, como
podrían elaborarla los autores marxistas. En ese sentido, podríamos
decir que Virginia Woolf se da cuenta de que las cuestiones de género
sexual son más difíciles de percibir que las cuestiones económicas,
que ya tienen teóricos destacados para pensarlas.
3. Orlando11
41
Cyril Connolly. Y este crítico es aquí importante, porque, como antes
vimos, era poseedor de un fino olfato artístico y conocía muy bien el
campo literario de su momento.
Connolly coloca a Orlando, en efecto, como novela “falsa” (1938:
99), sin decir el porqué. En la página siguiente reconoce que su au-
tora luchó siempre contra el realismo, diciendo que en Mr. Bennett
and Mrs. Brown, Virginia Woolf atacó a Bennett, Wells y Galswor-
thy por su materialismo, por la doctrina del realismo a cuya pujanza
contribuyeron en los primeros años del siglo esos reconocidos autores
(Connolly, 1938: 100). De aquí se desprendería que el estilo de Vir-
ginia Woolf no sale de la nada, sino que tiene que ver con una lucha
interna dentro del campo (contra los veteranos). Y en este segundo
punto es difícil no coincidir con el juicio de Connolly. La empresa de
Bloomsbury (y especialmente, dentro de este círculo, el programa lite-
rario de su mentora más importante) consistió en una lucha para lo-
grar cierta independencia con respecto al canon anterior. Los críticos,
sin embargo, no quisieron ver que, al mismo tiempo, ese canon inglés
(y europeo) consideraba a las mujeres escritoras un pálido reflejo de
la gran actividad masculina, porque eran solamente ellos, los varones,
los portavoces del mensaje (la mayoría de las veces un “mensaje” que
era entendido como tarea de canto de la gloria nacional).
El peor punto de la crítica de Connolly se halla en su incapacidad
para poner en palabras su malestar frente a Orlando. Pero este proce-
dimiento crítico, el de desbaratar un proyecto en base a un prejuicio
o un gusto, sin dar la oportunidad a la posteridad para un análisis
pormenorizado del proceso del nacimiento de determinado juicio
estético, ha sido una costumbre generalizada.
Pasemos ahora a la postura aparentemente contraria, la de Harold
Bloom. Bloom representa un paso adelante frente a la crítica anterior,
por ejemplo, la de Lukács, porque no solo coloca a una buena pro-
porción de escritoras mujeres dentro del “Gran Canon” que él mismo
construye, sino porque está fascinado con Orlando.
42
Veamos de qué otro pie cojea Harold. Este autor se declara incom-
petente para juzgar la crítica feminista, pero, sin embargo, la mitad
de sus juicios tiene que ver con ese tipo de consideraciones, dado que
su tesis principal del capítulo dedicado a Virginia Woolf consistiría
en arrancar la novela Orlando de las manos del feminismo y tratarla
desde su esteticismo. Toda la obra de Virginia Woolf debería com-
prenderse, según Bloom, como un mundo que se justifica solo por
los fenómenos estéticos, y por eso Orlando caería bajo este mismo
principio (1994: 433-437). Sin embargo, aunque hay algo de verdad
en esta aseveración, es llamativo que Bloom al analizar esa novela no
haga referencia a la relación de la autora con Vita Sackville-West, que
está en la base de la escritura del libro.
Digamos, entonces, que Victoria Sackville-West (1892-1962) era
una aristócrata singular, que también participaba en la escritura li-
teraria. Para nosotros “Vita” es tremendamente importante, porque
en ella Virginia había depositado toda su libido erótica. Para Harold
Bloom, esta musa descollaba únicamente en sus capacidades jardi-
neriles, dado que su libro de poesías de 1946 se titula The Garden.
De este modo, con un tipo de maldad de la que hubiera sido capaz
Borges, Bloom despide del canon a Victoria Sackville-West, cuya
contribución a la novela todavía está por descubrirse, negándole no
solo su propia condición de escritora, sino, al mismo tiempo, de ins-
piradora de otra obra. Como es obvio, Bloom desprecia así a otra es-
critora, sin darnos oportunidad de acercarnos a su producción, que,
como quiera que sea, registra un título de 1931 muy sugerente: All
Passion Spent (cuya traducción posible sería: “Después de apagarse la
pasión”), obra que quizás merecería mayor atención, especialmente
también como contracara de Orlando. Y si, como dijo alguna vez el
hijo de Vita, Orlando había sido una larga carta de amor de Virginia
a Vita Sackville-West, podría pensarse que All Passion Spent, lleva en
su título la respuesta.
Como quiera que sea, Harold Bloom decide que Orlando es una
“fantasía utópica” –aquí podemos estar de acuerdo– y que lo que im-
43
portaría en esta novela sería su condición de “…comedy, characteri-
zation, and an intense love of reading…” (… comedia, caracteriza-
ción y un intenso amor por la lectura; 1994: 439). Y es claro que en
este último punto no podremos estar de acuerdo, porque el crítico
aparece negando de ese modo la mejor y más astuta estratagema de
Virginia Woolf. Esa estratagema, que Bloom desconoce, está en con-
sonancia con las conferencias feministas de la escritora. Si se recuer-
da bien la historia de la literatura inglesa que Virginia Woolf haría en
Un cuarto propio, se comprenderá que esa historia está íntimamente
conectada con el monopolio masculino de la escritura, como sucede
con la famosa invención de la hermana posible de Shakespeare, a la
que me referí antes.
También podemos preguntarnos si Bloom sabe juzgar correcta-
mente al círculo de Bloomsbury. Para el crítico la libertad que bus-
caba Virginia era tanto visionaria como pragmática, pero dependía
especialmente del mundo idealizado de Bloomsbury (1994: 440). Es
cierto que Bloomsbury incluía y, al mismo tiempo, excluía, pues como
en una cápsula demasiado refinada dejaba afuera a los que no sentían
las cosas de la misma forma, es decir a la mayoría. En ese sentido, el
grupo no era solo elitista, sino también snob, (pero quizás este último
adjetivo no necesariamente deba entenderse en sentido negativo).
Bloom no tiene suficiente clarividencia como para apreciar qué es
lo que le brindó Bloomsbury a Virginia. En mi opinión, esto sucede
porque el crítico no ha podido calzarse las lentes de género. Bloom,
en definitiva, y sus teorías arriban a una mezcla de ceguera y clarivi-
dencia (blindness and insight) que es típica de cierta investigación
crítica. Es llamativo, por lo tanto, que Bloom encuentre falsa la ironía
de Virginia Woolf, a saber: que el lector pueda no concordar con su
instancia narradora por una falta de percepción, y que haya un dejo
de burla en este juicio (1994: 437), justamente cuando él mismo no
es capaz de advertir la importancia de un eje capital de la novela. Así,
como hemos visto, el operativo de “pasar por alto” o “pasar de largo”
es la técnica de la reacción frente aquello que no se comprende o cau-
44
sa escozor. Es evidente, entonces, que a Bloom no se le mueve un pelo
por las injusticias sociales. Y las causas del feminismo más tradicio-
nal han sido y siguen siendo una injusticia social. ¿Cómo reaccionará
cualquier persona que sea sensible a las injusticias sociales en general
ante la aseveración de Bloom de que hay muchas situaciones ridículas
en Orlando, porque los “monstruos patriarcales ya han abandonado
el mundo” (1994: 439) y, por lo tanto, la terrible crítica de Virginia
Woolf al patriarcado sonaría fuera de lugar? ¿Es realmente así: que
vivimos en sociedades ajenas al poder del patriarcado? Creo que ni
en 1928, fecha de publicación de Orlando, ni en 2019 cuando yo es-
cribo estas reflexiones, es posible ser tan categórico al respecto. Sobre
todo, porque, además, el mundo no avanza de manera homogénea
y basta con hacer 50 km. fuera de Londres o Nueva York o inclusive
París para encontrarse con el pasado, especialmente en las conductas
que tienen que ver con el sistema-género. Para Harold Bloom esto
no tiene ninguna importancia y las estructuras patriarcales han des-
aparecido hace rato de los países centrales (?). En esta misma línea,
Bloom considera que Virginia Woolf no tenía por qué quejarse de no
haber asistido a la universidad (por decisión de su padre), porque la
educación que le había brindado el hogar paterno fue superior a lo
que podía haber encontrado en Oxford o Cambridge (1994: 440).12
Este juicio revela la ceguera del crítico ante lo que brinda una edu-
cación abierta a todas las influencias y no manipulada por los pre-
juicios familiares. En este sentido, Bloom es sumamente coherente
en sus propias limitaciones, porque de golpe se encuentra habiendo
naturalizado las bondades de la enseñanza doméstica, cuando ya el
preceptor romano Tertuliano en el año 100 había recomendado salir
del hogar y alternar con los otros discípulos en la educación pública
en bien de una socialización y apertura mayores. Es contradictorio,
sin embargo, que Bloom endilgue a la formación de Virginia Woolf,
45
el haber vivido en la burbuja de Bloomsbury, como se dijo antes, sin
percibir la fuerza artística (y también social) que tuvo ese grupo.
Pero claro, lo más importante para el crítico es que en el hogar de
los Stephen hubo algo que no se le reprimió a Virginia Woolf y eso
fue su inclinación a la sensibilidad estética. A partir de este supuesto,
Bloom va a construir el andamiaje más importante para leer (y no
leer) Orlando.
Así, según Harold Bloom, Orlando forma una genealogía común
con los principios de Walter Pater (1839-1894), el escritor icónico del
esteticismo finisecular inglés, que tanto peso tuvo en el decadentis-
mo que representó luego Oscar Wilde (1854-1900), e indirectamente,
mucho más tarde, hasta en la artificiosidad de Borges.
Para preparar esta lectura crítica Bloom titula su capítulo sobre
la escritora inglesa “Feminism as the Love of Reading” (Feminismo
como el amor por la lectura) que expresa ya toda una interpretación
(y una reducción) de la novela de Virginia Woolf, porque no solo la
reduce a pasar revista a la línea literaria de tres o cuatro siglos que el
texto reconstruye, sino que de un plumazo sirve para sostener que
el feminismo está realmente allí solo para representar lo segundo; es
decir: el amor por la lectura. Haciendo de Virginia Woolf solo una
lectora compulsiva de la literatura inglesa, Bloom aprovecha para
esconder bajo la alfombra “las otras cosas”. En primer lugar, Bloom
desprecia a las feministas diciendo que son monotemáticas y que, por
eso, devalúan el enorme aporte de Orlando a la revisión de las letras
inglesas (1994: 439). Es cierto que el personaje de Orlando vive en la
novela muchos siglos en contacto con la vida literaria londinense y
que así hay ocasión de oír sus jugosas apreciaciones de cada uno de
los escritores que le son en cada trecho contemporáneos. La estrata-
gema de ciencia-ficción puede parecer, y así lo juzga Bloom, un modo
elegante para pasar revista a toda la tradición.13 Sin embargo, el hecho
en Vés Makropulos (El caso Makrópulos, 1922; como ópera: 1926) de Karel Čapek
(1890-1938).
46
de que un buen día a poco de transcurrir el primer siglo de vida del
personaje, Orlando aparezca habiendo cambiado por arte de magia
su sexo (quizá culpa de las bombachas turcas que usó en ocasión de
sus aventuras por países exóticos)14 no maravilla para nada a Bloom,
que considera la existencia aristocrática del nuevo “transexual” Or-
lando tan antojadiza como cuando era varón. Tampoco le importa a
Bloom lo que significa el cambio de sexo en tanto castración de todos
los privilegios fálicos, que así quedan puestos irremediablemente en
evidencia.
En definitiva, se entiende que para Bloom Orlando sea un “erotic
hymn to the pleasure of disinterested Reading” (un himno erótico al
placer de la lectura desinteresada). El crítico estadounidense, en defi-
nitiva, ha estado ciego a lo que yo considero la vertiente principal del
texto, y su mirada es abiertamente interesada y tendenciosa.
Por supuesto, en Orlando no se trata para Bloom de una carta de
amor de Virginia Woolf para nadie (ni siquiera para Vita), sino para
consigo misma, pues lo que le habría interesado a Virginia Woolf so-
bre todo sería su “defensa de la poesía” (1994: 443-444), que, en rea-
lidad, es el interés de Harold Bloom.
Es evidente que cada crítico se encuentra en una encrucijada me-
todológica para decidir sus planos de visión. Corrientemente lo que
sucede es que la tradición crítica imperante en el momento del análi-
sis se impone y que ella aparece tan naturalizada que, generalmente,
no se revisa.15 Sería interesante, por otra parte, destacar el lugar que
14
La ironía del texto de Virginia Woolf en la mención de las bombachas turcas
como posible causa de la metamorfosis sexual de Orlando representa hoy un punto
de inflexión altamente interesante para los estudios de género, especialmente ante
el fenómeno del travestismo y la transexualidad como pasajes inquietantes y como
dilema acerca de si la sexualidad es una cuestión de relieves y superficies o de
profundidades.
15
Así, por ejemplo, un crítico tan lúcido como Peter Zima, mencionado al comienzo
de esta investigación, comete, a mi juicio, un traspié cuando se interna en el comentario
de una obra tan picante como The Importance of Being Earnest (1895) de Oscar Wilde
(Amícola, 2006: 30-31). Zima decide entonces que debe hacer crítica inmanente y, por
lo tanto, lo tiene sin cuidado que el nombre “Earnest” signifique “Honesto” (por ello,
la mejor traducción al castellano de la pieza sería “La importancia de ser Honesto”),
47
ocupa el tema de la androginia en la obra de Virginia Woolf y en qué
medida las situaciones de la novela en cuestión están apuntando a
una crisis científica (y artística) en la consideración del cuerpo feme-
nino. Así, en efecto, el historiador de los estudios anatómicos Tho-
mas Laqueur pudo publicar un libro en 1990 que pasa revista a los
largos malentendidos que se dieron en la cultura europea acerca de
los genitales femeninos. Gracias a su investigación, nos enteramos de
que hasta bien entrado el siglo XX ellos seguían siendo un territorio
ignoto más poblado de mitos que de realidades; y aquí la victoria del
victorianismo tocó sus más sonados triunfos. A partir de los estudios
de Laqueur que parten de la Antigüedad griega, este historiador (sali-
do de las huestes de Foucault y de Simone de Beauvoir) analiza cómo
filósofos y científicos antiguos manipularon durante siglos y siglos
la información o la desecharon en beneficio del eje de comprensión
que siempre era el masculino. En ese sentido, la transformación de
Orlando en la novela de Virginia Woolf se encuentra en el terreno de
la conflagración de intereses de la ideología de género, cuando en el
primer tercio del texto el protagonista ve transformarse sus genitales
(al parecer de manera involuntaria). De allí en adelante esta novela
no nos habla de sexo, sino de género; es decir, cuál es la plusvalía (o
minusvalía) adherida a la forma en que se manifiesta la biología.
justamente cuando Wilde como persona social está jugando con fuego dentro de la
alta sociedad en que se mueve, siendo lo más deshonesto posible en cuanto a sus
conductas personales. Que la obra se estrene con gran éxito en febrero de 1895 y que
un mes después se inicie la larga hilera de juicios por escándalo que acabarán con
la vida literaria de Oscar Wilde de modo tajante (sus obras bajan abruptamente de
cartel) tampoco le importa a Zima. Sin embargo, creo que allí se puede encontrar la
médula de un significado oculto de la pieza. Wilde estaba provocando a la sociedad
que lo cobijaba, porque se había escondido detrás del protagonista de la obra y
estaba escupiendo toda su inquina contra la hipocresía de aquellos que también
tenían trapitos sucios para esconder pero que posaban de “honestos” (“earnest”).
Creo que una crítica moderna no puede ignorar estos hechos, si quiere realizar una
decodificación más interesante de las sutilezas de Oscar Wilde (cf. Amícola, 2006:
30). De lo contrario se queda en la superficie de los fenómenos. Como quiera que
sea, Zima no va más allá del análisis inmanente, porque se ha impuesto hacer su
lectura solamente dentro de los límites del texto, aunque, por otro lado, y esto sería
una incoherencia, propone una nueva comparatística completamente abierta a todos
los territorios de análisis (Zima, 1992: 108).
48
Siguiendo la cronología de los malentendidos médicos que nos
propone Laqueur, nos enteramos de que Guillaume Bouchet (1513-
1594), por ejemplo, hacia fines del siglo XVI ha afirmado que: “La
matriz de la mujer no es sino el escroto y el pene del hombre inver-
tidos” (citado por Laqueur, 1990: 121). Lo importante aquí es lo que
no se dice y se sobrentiende: Para Bouchet y para toda la Moderni-
dad, la mujer era un hombre imperfecto y, por lo tanto, era lícito no
prestarle atención. De este modo, podríamos decir que la metamor-
fosis de Orlando en la novela más que basarse en una tradición del
género fantástico, estaría aludiendo a infinidad de generaciones de
malentendidos biológicos, que no hacían más que reforzar la centra-
lidad del varón en el universo; cuya voluntad de predominio genérico
aparece ya en la Biblia con la anécdota de Eva, clonada a partir de la
costilla de Adán. Que el universo había nacido masculino, entonces,
es lo que Virginia Woolf ha venido a poner en entredicho, mediante
los mismos argumentos que sirvieron a las plumas masculinas para
mantener su hegemonía.
Victoria Ocampo, por su parte, mostró en este caso más clarivi-
dencia que Harold Bloom, pues, aunque se sintió fascinada con las
escenas de lectura que Orlando despliega, comprendió que la médula
no estaba allí, sino en el hecho de que el personaje de Orlando en-
cerrara en sí las experiencias de una vida bajo dos sexos diferentes y
así pudiera apreciar mejor tanto las injusticias, como las simulacio-
nes para mantener un estado de cosas que aparentaban ser naturales
(Ocampo, V., 1941: 30-31).
4. La actuación super-femenina
49
rada)16 bajo la firma de Joan Rivière (1883-1962), una personalidad
clave como gozne entre la lengua inglesa y la obra de Sigmund Freud,
e integrante más tardío del grupo de Bloomsbury. Habiendo viajado a
Alemania para trabar contacto con el maestro del psicoanálisis y con
el idioma alemán, Joan Rivière ocuparía luego un puesto de excep-
ción en la traducción de las primeras versiones inglesas de la produc-
ción freudiana en The Hogarth Press, donde habrían de aparecer los
primeros textos en inglés de Freud bajo el título de Collected Papers.
Y esto sucede en la fructífera década del 20, antes de la que se conoce
como la “Standard Edition”, editada también bajo la supervisión de
James Strachey (1887-1967), hermano de Lytton Strachey, por The
Hogarth Press entre 1956 y 1974 (Roudinesco/Plon, 1997: 932).
Cooptada también por el círculo exclusivo de Bloomsbury, en
el que reinaba la apertura sexual, Joan Rivière pudo ser una figura
excepcional en su capacidad para percibir las cuestiones de género,
quizás en un grado mayor que lo que aparece en los textos del propio
Freud o sus otros sucesores (Appignanesi/Forrester, 1992: 363). Y de
eso se encuentra un claro ejemplo en el artículo antes mencionado,
en el que Joan Rivière describe un tipo intermediario de figura feme-
nina intelectual y moderna (como las mujeres que circulaban por el
barrio de Bloomsbury) quien:
16 El artículo apareció por primera vez en Londres en The International Journal of
Psychoanalysis, Volumen 10.
50
en primer lugar para sentirse segura bajo la máscara de
“la sin culpa” y “la inocente”; lo que significó una nega-
ción compulsiva de sus realizaciones intelectuales. Esos
dos aspectos juntos formaron la “acción-doble” de un acto
obsesivo, así como su vida en su totalidad consistía alter-
nadamente en actividades masculinas y femeninas; citado
por Appignanesi/Forrester, 1992: 363).
51
Appignanesi/Forrester, 1992: 363). Lo interesante de la aproximación
a las cuestiones de género que logra Joan Rivière es que conecta este
nuevo tipo de “mujer intermedia” (que no hace alarde de una mas-
culinidad, porque la pondría en desventaja), con los conceptos ahora
cruciales de performance y “máscara”, que serán esgrimidos por las
más recientes teorizaciones sobre el sistema-género. También Judi-
th Butler va a hacer un pormenorizado análisis del artículo de Joan
Rivière, cuando en su primer libro defina la situación en términos
psicoanalíticos más cercanos a la teoría lacaniana:
52
5. Orlando en la traducción argentina
53
bría realizado su hijo. Patricia Willson no le da demasiado crédito a
esta nueva versión “paterna”, pero tampoco se encarga de investigar
sobre la posibilidad de la “materna”, que sus propios registros eviden-
cian como factibles. Sin empañar la fama de Borges como traduc-
tor, en cambio, Patricia Willson se esmera en demostrar la supuesta
musicalidad del castellano empleado en la traducción en cuestión
que, según esta estudiosa de las lenguas comparadas, correspondería
muy bien a las modulaciones del original. Yo estoy menos convenci-
do de esto, así como tampoco estoy convencido de la excelencia de
una traducción universalmente ponderada. Patricia Willson acierta
en decir que la traducción del Orlando firmada por Borges es menos
experimental y vanguardista que otras de sus traducciones y también
en el hecho de que Borges estuviera fascinado con un texto con in-
terpelaciones del narrador que le recordaba la literatura de Laurence
Sterne (1713-1768). Como es evidente, Borges y su familia adoraron
seguramente el anti-realismo de Orlando y se dieron con ímpetu a
la tarea de las traducciones encargadas por Victoria Ocampo como
operativo de batalla contra las corrientes realistas que reinaban en la
Argentina de los años 40, a las que querían destronar. Que la publi-
cación de Orlando en la Editorial Sur fue extraordinariamente bien
recibida por los hispanohablantes es un hecho constatado también
por Patricia Willson, en tanto la obra servía de punta de lanza como
renovación poética no solo dentro del campo literario argentino, sino
hispanohablante.
Ahora bien, el texto de Jorge Luis Borges y/o Leonor Acevedo de
Borges y/o Jorge Guillermo Borges es ciego en cuanto a todos los
matices de los que venimos hablando en la presente investigación. El
tándem responsable de la traducción estaba interesado evidentemen-
te, así como lo estaría después Harold Bloom, en demostrar la gran
batalla librada por Virginia Woolf contra el realismo literario dentro
de su propio campo. También Victoria Ocampo secundaba el pro-
yecto borgeano de renovación de las letras argentinas luchando por
desbaratar el poder de las líneas más tradicionales de escritura (que,
54
por ejemplo, se enseñoreaban en la revista finisecular Nosotros) y, por
ello, el sistema de la Editorial Sur en lo que respecta a los encargos de
traducción es fundamentalmente importante, como apunta Patricia
Willson con gran lucidez.
Sin embargo, aquí valdría la pena demorarse un segundo en la
presunta batalla de la Directora de Sur por la difusión del feminismo,
que, a mi parecer, es de menor importancia que su batalla anti-realis-
ta. Si el resultado presentado por la familia Borges al dar a conocer su
traducción fue revisado por Victoria Ocampo, antes de imprimirlo,
surge la gran duda sobre el supuesto olfato de la revista y editorial
para reconocer lo valioso literariamente. Creo que ni Victoria Ocam-
po ni sus colaboradores estuvieron en ese sentido completamente a la
altura de lo que se proponían. Si Victoria Ocampo había apreciado la
calidad feminista de Orlando para elegirlo como texto a ser traduci-
do, no leyó correctamente la traducción, porque tenía una fe inque-
brantable en el valor de aquello que hacía Borges.
Pero veamos concretamente cómo se puede hacer valer la idea
de que la traducción de Orlando al castellano, a pesar de la enorme
influencia que poseyó en el mundo de habla hispana, no es tan ma-
ravillosa.
El protagonista de esta novela vive en una edición en inglés como
varón 67 páginas y como mujer las restantes 95; esto significa pri-
meramente que su “transexualización” no sucede a la mitad del rela-
to, sino bastante antes. En la “traducción borgeana” se da la misma
ecuación: el Orlando castellano se transforma en la página 136 y vive
186 páginas como mujer; es decir, también la mayor parte del texto
es “una Orlando”. Hay aquí un interés del plan textual imaginado por
Virginia Woolf que es necesario enfatizar, y esto concierne no solo a
lo estético: la mayor parte de la vida de Orlando la vive como mujer.
¿No habría nada que decir al respecto?
El importante episodio de “transexualidad” se describe así:
55
We are, therefore, now left entirely alone in the room with
the sleeping Orlando and the trumpeters. The trumpeters
ranging themselves side by side in order, blow one terrible
blast: – “THE TRUTH!” at which Orlando woke.
He stretched himself. He rose. He stood upright in com-
plete nakedness before us, and while the trumpets pealed
Truth! Truth! Truth! We have no choice left but confess-
he was a woman. (1928: 66-67)
56
Pasemos por alto, sin embargo, esta primera infidelidad y concen-
trémonos en algo más claro y veremos que lo primero hace sistema
con lo segundo: borrar las cuestiones de género. Para ello analizaré
siete frases del momento de la transformación, que, por una razón y
otra, me parecen infelices. En el párrafo ya citado encontramos dos
de los ejemplos que me parecen que aplanan el texto en lugar de re-
alzarlo:
57
carece de toda la fuerza que el texto está buscando en el episodio de
la transformación sexual. El traductor, en definitiva, tuvo miedo a la
agramaticalidad de la frase, pero no vio tampoco su fuerza (“él era
una mujer”). Y no se puede dejar de pensar en lo que consiguió la fra-
se agramatical de Rimbaud escrita en una carta a un amigo en 1871 y
que se ha tornado famosa: “Je est un autre” (Yo es otro).
Concomitante con el ejemplo número dos, aparece el número
cinco. Aquí tenemos la situación que consiste en que quien tradujo
el texto, obvió la explicación gramatical de sustitución de pronom-
bres posesivos ingleses y pasó a la siguiente frase sin detenerse. Ahora
bien, en el original la frase explicativa busca la connivencia de un
lector inglés para quien, por otro lado, la explicación ya es de por sí
innecesaria. ¿Qué está introduciendo esa frase intercalada en el ori-
ginal inglés, si no es una reflexión sobre los imperativos lingüísticos
(que son los mismos que hacen llamativo el “he was a woman”)? Por
supuesto, en castellano no había nada que explicar porque “su” no
tiene variación de género. ¿No había nada que explicar? ¿O se podría
haber reforzado lo difícil de la tarea del traductor con las cuestiones
de género presentes en toda la obra, diciendo algo así como: “pero en
el futuro, por culpa de las convenciones, deberemos decir “su de ella”
donde decía “su de él”, y “ella” donde decía “él”? Hay que aclarar que
si no se pasara por alto esta frase explicativa, habríamos conservado
también la ironía de la frase inglesa “for convention`s sake” (“por
culpa de las convenciones”) que introduciría la reflexión sobre la
arbitrariedad social de los signos lingüísticos.
En el último ejemplo, el número siete, nos encontramos con una
traducción completamente literal y falsa: no se dice en castellano “pa-
gar una visita”, como no sea una visita al médico, pagándole. Se trata
más bien de la mala traducción de la frase hecha “to pay a call” (ir de
visita, visitar, devolver visitas).
Con estos ejemplos, sé que estoy horadando una tradicional cos-
tumbre que consiste en aceptar a ciegas que los nombres prestigiosos
son siempre los que nos dan la mejor versión. Es cierto, por otro lado,
58
que Borges y sus seguidores no tenían ningún interés en leer un tex-
to feminista, pues como también se diría más tarde “al feminismo
no le interesan los matices estéticos” (Harold Bloom). Sin embargo,
yo quiero aquí defender la fuerza de los dos campos, tanto estéticos
como ideológicos, pues lo que está en juego también en este texto es
la ideología de género, que tradicionalmente se encarga de apagar y
hacer banal lo disruptivo en función de un mundo sin cambios ni
reconocimiento de las injusticias.
Patricia Willson, en su estudio sobre el operativo de traductores
que puso en movimiento Victoria Ocampo con su revista y con su
editorial, pone el acento sobre el hecho de que Borges sea uno de los
pocos que supo apreciar el valor de Orlando frente a las otras nove-
las de Virginia Woolf. Como contra-ejemplo de una inquina frente
a la novela de 1928, Willson cita el libro de John Batchelor de 1991,
donde se dice que “Orlando es una fantasía que marca una relaja-
ción de la tensión presente en los logros de To the Lighthouse” (Will-
son, 2004:139; traducción de Willson). Es evidente, según también
el análisis de Willson (2004: 142), siguiendo ideas de Jill Levine, que
Borges encontró que Orlando encajaba perfectamente en sus propios
parámetros, porque venía a ser una biografía imaginaria, un subgé-
nero que él mismo venía explotando. El texto, además, tenía la virtud
borgeana de subrayar la trama por sobre la psicología de los persona-
jes. Pero, Patricia Willson, si bien acierta en sus enfoques de aquello
que leyó Borges en la obra de Virginia Woolf, no llega a analizar lo
que Borges pasó por alto en Orlando. Y justamente, coincidiendo con
muchas de las lecturas hechas por los críticos masculinos, esas mira-
das prescindieron de uno de los ejes capitales del texto, pensando que
eso era solo una preocupación para las feministas, que, por otro lado,
no prestarían ninguna atención a lo estético. Ha sido mi propósito
en el curso de este capítulo demostrar justamente que leer solamen-
te Orlando como historia vertiginosa de la literatura inglesa es una
aproximación no solo parcial, sino, al mismo tiempo, ideológica, al
ignorar aquello de lo que parece inoportuno o irrisorio hablar.
59
Si como pensaba Borges y yo mismo, Virginia Woolf venía pisán-
dole los talones a James Joyce, rivalizando con él en los artilugios li-
terarios innovadores que el escritor irlandés había echado a rodar (la
jornada de un día para la narración novelesca, el fluir de conciencia,
etc.), es con la publicación de Orlando, cuando la autora encuentra
un nicho propio en aquello que los escritores varones nunca dijeron.
En este sentido podemos comparar a Virginia Woolf con Simone de
Beauvoir, quien encontraría, a mi juicio, también su voz más origi-
nal en una obra diferente: su ensayo feminista. A ese territorio nos
dirigimos ahora, convencidos de que se trata de una terra incognita.
En su ensayo El segundo sexo fructifica, en realidad, mucho de lo que
antes eran balbuceos. En mi opinión lo que Bloomsbury había hecho
posible se concentraba en reflexiones sobre los derechos postergados
de las mujeres en la misma línea que la obra de Mary Wollstone-
craft (1759-1797) de la época de la revolución francesa (como su obra
principal titulada Vindicación de los derechos de la mujer, 1792), pero
ahora la punta de lanza del pensamiento feminista cruza a la otra
orilla y es en la rive gauche de París donde se produce una más com-
pleja reflexión. Las circunstancias alienantes de la ocupación nazi de
París, la posibilidad del diálogo con sus pares al calor de la estufa del
primer piso del Café de Flore hacen posible que se encendiera una
chispa que posibilitó esa caja de resonancia del grupo más excelso de
la posguerra parisiense.
60
XVIII, las “modernistas” europeas como Virginia Woolf o Vita Sack-
ville-West habrían debido luchar a brazo partido para conseguir ser
publicadas.
Tal vez haya que volver a enfatizar el importante papel de la casa
editorial de Leonard Woolf en la primera difusión en inglés de al-
gunos textos de Freud, bajo una serie titulada “International Psy-
cho-Analytical Library” (Woolf, 1978: 387), pues ello significó un
primer trampolín para dar a conocer textos que desde el comienzo
habían sido tomados como sospechosos y destructores de los esque-
mas familiares y religiosos, además de peligrosamente insertos en
una nueva inspección de la sexualidad. En este sentido, es posible
ver en qué medida el grupo de Bloomsbury combatió junto con The
Hogarth Press los prejuicios de una época victoriana que no quería
dar el brazo a torcer y que mantenía a toda Gran Bretaña bajo censura
sexual (y social), según lo demuestra el catálogo de obras literarias
que estaban prohibidas en Gran Bretaña y que lo estuvieron hasta la
década del 60, como fue el caso de Lady Chatterley´s Lover (1928) de
D. H. Lawrence.
Si el nombre para la casa editorial al que se recurrió tenía que ver
con la cultura, lo hacía desde la perspectiva más crítica y disruptiva,
pues William Hogarth (1697-1764) había sido un punzante carica-
turista de la sociedad inglesa, al atacar los lugares comunes del gus-
to londinense como grabador y pintor (Gombrich, 1959: 295 y ss.).
Fueron los románticos los que se sintieron atraídos por sus principios
y, por ello, la casa editorial de Leonard Woolf pudo hacer suyo ese
nombre, que debía ser tomado más en serio nuevamente gracias a las
brechas que ese ilustrador de la sociedad había abierto en el arte. Así
como las vanguardias inglesas habían rescatado al poeta renacentista
John Donne (1572-1631), el matrimonio Woolf ponía una pica en el
barrio de Richmond, después de dejar Bloomsbury, para azuzar la
autocomplacencia inglesa a un nuevo despertar. Por ello es interesan-
te relacionar este cometido con el mayor éxito editorial de The Ho-
garth Press: The Edwardians (1930) de Victoria (Vita) Sackville-West
61
(1892-1962), un estudio sobre la sociedad inglesa a la muerte de la
Reina Victoria, es decir en la bisagra de los cambios que se avecinan
y de los cuales el grupo de Bloomsbury quería ser el mayor portavoz,
que sigue las huellas abiertas por Victorianos eminentes, el ensayo de
Lytton Strachey, antes mencionado.
Es importante también señalar que un análisis de los registros de
esta editorial arroja un porcentaje indudablemente alto para las es-
critoras mujeres, algo que en el resto del mundo se daría recién en
las últimas décadas del siglo XX. Es un hecho poco comentado que
Virginia Woolf tuvo un papel destacado dentro de la maquinaria que
puso en movimiento su marido al fundar The Hogarth Press, y, en
mi opinión, se debería a su influencia el porcentaje femenino antes
mencionado. Como quiera que sea, la editorial funcionó como un
trampolín para la mayoría de los autores importantes de las vanguar-
dias y, en primer lugar, para la obra de la propia Virginia Woolf, que
tuvo carta blanca en todas sus experimentaciones.
Para nuestra argumentación es crucial señalar que, según se de-
duce de la abundante correspondencia de Virginia Woolf, la escritora
formaba parte del comité de referato para la selección de manuscritos
y que se pasaba buena parte de su tiempo en la lectura de posibles
textos a publicar en The Hogarth Press:
La seriedad con que esta casa editora elegía sus textos está docu-
mentada por algunos indicios laterales. Así, por ejemplo, a fines de
la década del 20 el comité de selección de The Hogarth Press recha-
zó el manuscrito de Ivy Compton-Burnett titulado Brothers and Sis-
62
ters (Woolf, 1978: 92). Hay que decir aquí que Ivy Compton-Burnett
(1892-1969) está catalogada como una escritora menor que aparece
como inclasificable por su estilo de novelas enteramente dialogadas
cuya acción se desarrolla con pocos altibajos en el clima de la gran
burguesía inglesa. En ellas ni los cambios sociales o políticos ni las
vanguardias tienen la palabra. Es, por lo tanto, comprensible que The
Hogarth Press no mostrara interés en editarla. Más problemático es
el rechazo por esta editorial de una novela de Stephen Spender (1909-
1995), un autor que había sido asociado con la joven generación de es-
critores (que hoy llamaríamos gays) como W. H. Auden (1907-1973)
y Christopher Isherwood (1904-1986) y que estarán muy conectados
con la sensibilidad “camp”, de la que luego se hablará. En 1931 Virgi-
nia Woolf como lectora de manuscritos de su editorial rechazaba la
novela de Stephan Spender, según consta en una carta de ese año, en
la que escribía: “I´m stuck in Spender´s novel” (Estoy atascada con la
novela de Spender; 1978: 383). Probablemente la novela en cuestión
fuera The Temple, un texto que su autor había terminado en 1928,
pero que solo se publicaría póstumo en 1988. Sobre este rechazo hay
declaraciones del propio Spender, quien en su autobiografía World
Within World (1951) cuenta lo siguiente, acerca de la lectura que hizo
Virginia Woolf como referente de la editorial de su marido:
63
te!”. Cuando decía “¡Rómpala!”, tuve en mí un pantallazo
de los años en los cuales ella misma había destruido sus
propios fracasos; citado en Woolf, 1978: 383, n. 3).
64
que no supo decir más que banalidades, cosa bastante llamativa para
un individuo con ese recorrido personal (Bioy Casares 2006: 819).
Recordemos que Spender no podía ser tan banal, pues había estado
en Berlín en la época de Hitler de la mano de Isherwood y Auden, y,
por lo tanto, la apreciación en ocasión de la visita de Spender por la
mini-facción de Sur resulta poco creíble. La aversión contra Spender
especialmente manifestada por Borges y Bioy, además de homofóbica
es injusta, pues ese mismo año de 1962, antes de su visita a la Argen-
tina que se produce en octubre, el autor inglés ha publicado en su
revista Encounter tres de los cuentos borgeanos de 1941: “La lotería
en Babilonia” (en junio) y “Las ruinas circulares” y “La biblioteca de
Babel” (en julio), iniciando con ese operativo, en mi opinión, la difu-
sión inglesa de Borges, después de la cálida recepción de su obra en
Francia. La frialdad con que la mini-facción de Sur recibe a Spender
parece reafirmar la idea de que esta personalidad sería doblemen-
te excluida, tanto por Bloomsbury como por Sur. A ambos grupos
Spender les resulta “banal”. Quizás este principio de medida es el que
había pesado también contra Gombrowicz, uno de los más famosos
excluidos de Sur.
65
CAPÍTULO II
El café de flore17
El Café de Flore era ya lugar obligado en los años 30 para la bohemia artística
17
británica, pues la primera esposa de Cyril Connolly se lo pasaba allí la mayor parte
del tiempo durante sus visitas parisienses. Así un amigo de Connolly le escribía a este:
…but –after all– what she likes is not the Flore or its inhabitants
but the comparative freedom from the sort of emotional wear-and-
tear she has undergone during the last two or three years… (…pero,
después de todo, de lo que ella disfruta no es del Café de Flore o de
sus parroquianos, sino de la relativa liberación de esa especie de tira
y afloje emocional que ha sufrido en los últimos dos o tres años;
Lewis, 1997: 325)
En 1945, en el clima de París libre, el propio Connolly volverá a visitar los cafés de
Saint-Germain, que se han vuelto famosos por la difusión del existencialismo y allí
verá, entre otros intelectuales, a Simone de Beauvoir (Lewis, 1997: 229 y 391).
66
ocupación alemana. Es evidente que en este suelo arrasado mental-
mente por los ocupantes habrían de generarse nuevas perspectivas;
y son muchos los jóvenes que ven la posibilidad de levantar nuevos
estandartes, dado que los viejos preceptos morales han sido barridos
en la escalada de violencia desatada por la guerra. En este contexto
Simone de Beauvoir (1908-1986) surge como una figura emblemáti-
ca, porque ella se torna un modelo a imitar entre todas las mujeres del
mundo, un modelo cuya estela perdura hasta hoy en día. Su práctica
de vida y su teoría no solo no han envejecido, sino que su figura se
ha agigantado con el tiempo, superando en algún sentido a la de su
compañero Jean-Paul Sartre (1905-1980).
En 1949 Simone de Beauvoir publica, como se sabe, Le deuxième
sexe. Es tal vez el año más significativo para la reformulación de una
nueva cultura francesa, liberada de las rémoras que la constreñían en
los años anteriores a la guerra. La mujer que había vivido durante la
década del 30 en Francia no será la misma después de lo que ha pa-
decido la nación en su conjunto, cuando las tropas nazis abandonan
París la noche del 24 de ag veremos que a Simone de Beauvoir se la ve
ocupando el lugarosto de 1944 y dejan un país al borde de un preci-
picio. Ahora parece llegado el momento de recordar que las mujeres
también forman parte del todo.
La situación de Simone de Beauvoir ha sido especialmente sig-
nificativa, porque pudo gozar, inclusive durante la guerra, de una li-
bertad relativa como miembro de la burguesía, sacando partido del
alto nivel de educación a la que le habían dado derecho sus medios
económicos, su nivel social y su inteligencia.
Esta autora se verá así entre 1944 a 1950 inmersa en una situación
de raro privilegio, que le permite tomar conciencia de varios hechos
que le conciernen, como la situación de sumisión que padecía su ma-
dre en el matrimonio. De allí nace el convencimiento de no repetir ese
esquema y esto sucede de tal modo que establece una relación sen-
timental e intelectual con Sartre que es también revolucionaria para
su clase. Sin embargo, la relación sentimental entre Sartre y Simone
67
de Beauvoir tiene sus altibajos, y en uno de ellos nuestra autora toma
contacto con el escritor norteamericano Nelson Algren (1909-1981),
cuya propuesta sentimental hacia Simone es diametralmente opuesta
a la que le ofrecía el vínculo con el maestro del existencialismo (Zehl
Romero, 1978: 94). Y es en medio de los avatares de la resolución de
este dilema: entre convertirse en una mujer sumisa como su madre
junto al hombre del que se ha enamorado en su viaje a Estados Uni-
dos o continuar con un vínculo sentimental inestable pero fructífero
con un interlocutor intelectual de su propia magnitud en París. En
ese momento es cuando surge la redacción de El segundo sexo.
Como sabemos a partir de los datos biográficos, el camino que le
proponía a Simone de Beauvoir Nelson Algren era una imposibili-
dad, porque su propuesta suponía el casamiento y la fijación de resi-
dencia en Estados Unidos, lejos del caldo de cultivo intelectual que le
había dado a nuestra autora toda la fuerza de sus ideas en los diálogos
con sus pares del Café de Flore. Nelson Algren, por su parte, era un
escritor de cierto éxito que se debía a su público norteamericano. Este
público lo conocía en la década del 40 especialmente por sus relatos
“Never Come Morning” (1942) y “The Neon Wilderness” (1947) y
por su novela The Man with the Golden Arm (1949),18 luego llevada
al cine. Pero también existe el otro elemento: Simone de Beauvoir se
sentía atada a su barrio parisiense, como Nelson Algren a su público
norteamericano, y ninguno de los dos concebía la emigración como
posibilidad. En el caso de Simone de Beauvoir, sobre todo, porque eso
hubiera significado una separación del mundo que le ofrecía Sartre.
Ahora bien, los tres aspectos que voy a considerar aquí como las
chispas que encendieron una convicción insoslayable a favor de la
emancipación femenina forjaron lo que el propio sartrismo termi-
naría denominando “una situación”. Estos elementos de la vida per-
sonal de la escritora, sin embargo, no habrían sido suficientes para el
despegue que significó la tarea feminista de Simone de Beauvoir, si
Estos títulos podrían traducirse como: “Que nunca llegue la mañana”, “El páramo
18
68
esa “situación” (en el vocabulario de Sartre) no se hubiera conectado
con las circunstancias políticas de la guerra y la ocupación (como
experiencias extremas), junto con la plataforma filosófica del existen-
cialismo que ella misma ayudó a difundir.
Por otro lado, si observamos las fotos tomadas en el período que
me interesa enfocar (1944-1950), de la única mujer escritora en los
grupos que se forman alrededor de Sartre; pero otra nota distintiva
es que esta autora aparece vistiendo en esta época una corbata, como
si ese distintivo masculino le estuviera dando el derecho de admisión
a los privilegios fálicos (Zehl Romero, 1978: 60 y ss.). Las mujeres
jóvenes que forman el plantel de la revista Les Temps Modernes fun-
cionan, por otro lado, como objeto sexual de cambio entre Sartre y Si-
mone de Beauvoir. Y con esto quiero referirme no solo a las extraor-
dinarias rupturas que llevó a cabo nuestra autora con respecto a las
pautas sociales de su momento, sino también a aquellas rémoras que
no supo o no pudo echar por la borda. Las mujeres eran ya “objetos”
entre la pareja francesa más conocida del momento y la constelación
que se formó alrededor de la revista no cambió en esto las cosas. A
Simone de Beauvoir le tocaba salir también de esa encerrona en que
la colocaba la vida sexual desbordante de Sartre. En gran medida ella
se había plegado a ciertas reglas de grupo indiscutibles, quizás para
no perder el tren del existencialismo que había empezado a adorar
desde sus primeros momentos.
Aquí es importante decir que Simone de Beauvoir, sin embargo
destruyó, en gran medida el esquema anterior. Ese esquema prescri-
bía que la compañera brillante de un hombre genial se limitara a apa-
recer ya sea como musa inspiradora, ya sea simplemente como espejo
en que ese individuo reconocía su genialidad. Simone de Beauvoir se
tornó un ejemplo de un nuevo tipo de compañera de ruta transitando
los mismos caminos de Sartre, pero NO como su musa, sino como
su complemento inevitable. Aquí ya hay un cambio que pone en en-
tredicho cualquier tipo de subalternidad en la figura de Simone de
69
Beauvoir y, al mismo tiempo, nos da derecho a tratarla como figura
con brillo propio.
Como ejemplo de esta idea de complementariedad, es interesante
recordar que mientras Sartre catapultó al canon a Jean Genet (1910-
1986), Simone de Beauvoir hizo algo similar con la escritora Violette
Leduc (1907-1972). En ese sentido, se puede decir que el binomio de
la filosofía existencialista francesa fue por partes iguales la persona-
lidad-faro de la cultura de esas décadas. Tanto Genet como Violette
Leduc fueron fervorosamente defendidos ante el público francés por
cada uno de los miembros de la pareja existencialista por antonoma-
sia, a pesar o porque ambos, Genet y Leduc, eran marginados sociales
y sexuales. Este salvataje tiene más de una lectura; en primer lugar,
significa que a partir de las actividades en la vida pública de Sartre
y Simone de Beauvoir, tanto el uno como el otro se transformaron
en personajes insoslayables de lo que sucedía en París, y, luego, en el
resto del mundo. Pero hay otro elemento que me interesa destacar, y
es el siguiente: mientras que Sartre revolucionaba el mundo del pen-
samiento filosófico, Simone de Beauvoir iba por más, porque lo que
ella proponía con sus escritos y con su ejemplo personal tenía que
ver con una tradición férrea que había durado siglos y se resistía a
transformarse. En este sentido, le era más fácil a Sartre convencer a
los intelectuales de las novedades que traería el existencialismo, que
a Simone de Beauvoir mover los cimientos de una construcción que,
aunque amenazaba con desplomarse no bien se tocaran los mínimos
resquicios de su estructura, seguía reglas tradicionales completamen-
te naturalizadas.
Y aquí una digresión literaria para demostrar cuán difícil era la
tarea de Simone de Beauvoir para propiciar un cambio en las con-
sideraciones del sistema-género. Quiero traer aquí a colación justa-
mente el pensamiento de una de las mentes más esclarecidas de la
época del comienzo de la Era Moderna, una Era que tuvo como base
que el renacimiento de las mejores ideas antiguas se extendiera por
la mayor parte de Europa e impusiera el nuevo principio del indivi-
70
dualismo burgués. Frente a esos cambios, soy de la opinión de que la
figura de Michel de Montaigne (1533-1592) es la que mejor represen-
ta los nuevos tiempos. La publicación de los dos primeros tomos de
sus Ensayos (1580) podría considerarse en muchos sentidos el año
bisagra para el comienzo de la nueva Era. Montaigne ha sido consi-
derado con justicia un adelantado a su época, porque abrió brechas
para el futuro, justamente en el más desolador de los momentos de
intolerancia, cuando Francia estaba inmersa en la cruenta guerra de
religión. El mismo intervino siempre pidiendo mesura; y gracias a su
prestigio también pudo intervenir entre las partes. Ahora bien, como
establece uno de sus críticos, Albert Thibaudet (1874-1936), Mon-
taigne se adelantó en cientos de años a lo que se sostendría más tarde
de tal manera que se puede contar su pre-visión en:
71
tra sucesión, para una elección de algunos de los hijos, que
de modo seguro será inicua y fantasiosa. Pues ese apetito
inoportuno y ese gusto enfermo que sufren en la época
de su embarazo, lo tienen en el alma en todo momento;
Montaigne, 1580: 94).
¿Cómo fue posible que una persona que tenía armas suficientes
para reconocer todos los prejuicios de su época, quedara completa-
mente inmune a ese tipo de injusticias? Es evidente que el prestigio
de la tradición de la cultura antigua con el desprecio de lo femenino
dejó una impronta imborrable en él, lo que le impidió ver claramente
a su alrededor en un dominio en particular. Esta ceguera, sin em-
bargo, fue solo en ese tipo de problemas: no reconoció la existencia
del sistema-género. Esto indica, en mi opinión, que ese espectro de
las cuestiones sociales, el de género, es el más difícil de percibir, en
tanto cada uno de nosotros está inmerso en el sistema de una manera
insoslayable y también casi imperceptible y, sobre todo, naturalizada.
Y recordemos al respecto cómo un contemporáneo de Montaigne,
Guillaume Bouchet, había despreciado anatómicamente los genitales
femeninos en los inicios de la Era Moderna.
Evidentemente el mundo marchó, después, en la dirección que
le asignó Simone de Beauvoir y las mujeres llegaron, (aunque con
muchas demoras en diferentes lugares del globo), a ocupar más y más
lugares que antes estaban reservados a los varones. Esta marcha es
insoslayable, inclusive en las ciencias duras, donde la resistencia mas-
culina contra la avanzada femenina ha sido mayor. Y es bueno que
la sociedad sea más justa en cuanto a las diferencias de género. Sin
embargo, en la inmediata posguerra las cosas no eran tan claras. Y
personalidades del mismo círculo como Albert Camus (1913-1960),
por ejemplo, se declaraban en contra de los principios que enarbo-
laba Simone de Beauvoir, a quien se la caratulaba como “hostil a los
hombres”, simplemente porque solicitaba más derechos para las mu-
jeres. En ese contexto de hostilidad por parte de algunos compañeros
72
de ruta ante el ensayo de Simone de Beauvoir con su profesión de
fe por la libertad sexual femenina, es imposible no ver las alusiones
veladas de algunas referencias al momento de posguerra. Así, Camus
insertó en su novela con tintes autobiográficos titulada La caída el
siguiente pasaje:
73
insulto directo contra las intelectuales del Café de Flore que, siguien-
do el ejemplo de Simone de Beauvoir, practicaban el amor libre.
Por ello, es interesante notar que el modelo de mujer que cundía
en el mundo a partir de la figura de Simone de Beauvoir, desde 1950
en adelante, tomaba especialmente de su ejemplo el costado de la li-
beración sexual.
Justamente lo primero y casi único que llamaba la atención al pú-
blico en general en el texto capital de esta autora, por encima del tema
de la liberación de la mujer de las ataduras en el dominio profesional
y educativo, fue la libertad sexual que la obra proponía. Como ejem-
plo de la parcialidad de esta lectura me interesa traer a colación la
obra de un autor argentino como Julio Cortázar (1914-1984), quien,
podía delinear en sus novelas de la década del 60, escritas en París, un
tipo nuevo de mujer con esas características sexuales de liberación.
Sin embargo, a Cortázar, como a tantos otros escritores varones (que
eran prácticamente los únicos que ocupaban los respectivos campos
literarios en aquella década) les costaba mucho definir personajes en
sus obras que aunaran una sexualidad revolucionaria con el otro ele-
mento tremendamente importante en Simone de Beauvoir; a saber,
su costado de mujer intelectual independiente (Amícola, 2000 b: 169
y ss.). El personaje clave de Cortázar en la novela Rayuela (1963), que
se hace llamar “La Maga”, se caracteriza por su espontaneidad sexual,
pero está marcada por el narrador solamente como poseedora de una
gran sensibilidad (exenta de toda capacidad de raciocinio). Por otro
lado, el relato pone en boca del “super-personaje” Morelli un error
hoy en día imperdonable desde el punto de vista del sistema-género
al asociar la naturalizada pasividad femenina con un supuesto “lec-
tor-hembra” que leería todo sin cuestionarse nada (Cortázar, 1963:
386). No sale tampoco mucho mejor pertrechado el personaje tam-
bién clave de Alejandra en la novela Sobre héroes y tumbas (1961) de
Ernesto Sábato (1911-2011). Se trata, en definitiva, de mujeres intui-
tivas, con quienes los protagonistas no necesitan citarse de antemano,
74
porque ellas poseen un sexto sentido que las lleva al lugar exacto en el
momento justo (Sábato, 1961: 25).
En este sentido, podemos decir que los escritores de mitad del
siglo XX pasaron por un filtro el ejemplo de Simone de Beauvoir y se
quedaron con la parte más pintoresca que el aire de época sostenía:
la cuestión del así llamado amor libre. Que la magna personalidad de
Simone de Beauvoir estuviera acompañada por una estupenda pre-
paración académica que le permitía a esa figura de la cultura francesa
dirimir cuestiones filosóficas de gran envergadura les parecía, por lo
menos a los varones de la cultura (es decir a la mayoría de los agen-
tes culturales), un aditamento sin importancia. Esta obcecación en la
dirección del enfoque limitado hacia lo femenino empezó a cambiar
drásticamente a mediados de la década del 70. Sin embargo, serían
solo las nuevas generaciones de escritores varones los que aprenderán
la lección. Desde 1990 en adelante es, en general, otra la atención que
se presta al tema del sistema-género en las letras de la mayor parte
del mundo.
Ahora bien, en la inmediata postguerra, Simone tuvo la lucidez
de ver que había llegado el momento de considerar cosas que durante
la batalla de la resistencia política de años antes no habían podido
ser consideradas. Estudiando la opresión en general, se dio cuenta de
que una opresión enorme pesaba sobre las mujeres o los judíos y no
solamente sobre los negros, cuya situación candente vio de cerca en
su viaje a Estados Unidos en 1947. Al definir el concepto de “liber-
tad” en la obra de Sartre, le vino, entonces, a la mente cuánto había
que trabajar la idea para comprender la situación femenina que ha-
bía sido siempre deplorable, pues nadie quería aceptar, ni las mismas
mujeres, que todo el sistema-género se había “naturalizado”; es decir,
irreflexivamente siempre se lo había tomado como “natural” o “dado
por Dios”, y, por lo tanto, no valía la pena revisarlo.
Como Virginia Woolf antes que ella, Simone de Beauvoir –pertre-
chada con un aparato filosófico de mejor cuño– presentó una postura
tajante con respecto a la milenaria consideración que determinaba
75
que las mujeres fueran seres incompletos si no estaban relacionados
con la maternidad. Simone de Beauvoir hizo de estos principios un
credo que tuvo honda repercusión a partir de los años sesenta cuan-
do la matrícula femenina creció exponencialmente en todos los luga-
res de enseñanza del mundo, como efecto concomitante, entre otros,
de la difusión de los medios de control del embarazo. Y aquí se da un
antes y un después en las luchas femeninas, cuando las mujeres, si-
guiendo la huella trazada por Simone de Beauvoir, consiguieron cada
vez más ocupar lugares de relevancia, gracias a una educación mejor
y más extendida en cada nuevo período del siglo XX.
2. El segundo sexo
76
1899), o quien fuera. Gracias a una plataforma filosófica sólida, ella
se propone descartar una a una las falsas razones y los prejuicios que
obstruyen el camino hacia una consideración objetiva acerca del pa-
pel de la mujer en la sociedad; decir, el papel que viene jugando y el
que podría jugar. En este sentido, lo más importante de su modo de
operar es la refutación del reino de las esencias eternas, muchas de
las cuales son puras afirmaciones intuitivas que finalmente terminan
siendo simplemente opiniones tradicionales nunca revisadas. Por su-
puesto que aquí es el existencialismo su herramienta más afilada, y,
con razón. El énfasis puesto en las cuestiones de la “existencia” y de la
“situación”, principios subrayados por su compañero Sartre, es crucial
en su manera de pensar. Esos principios van a encontrar en Simone
de Beauvoir el mejor aliado para combatir las sentencias más encum-
bradas, desde las de la filosofía antigua en adelante. Es cierto que la
autora no deja títere con cabeza, pero su iconoclasia tiene una razón
de ser, y está armada de manera precisa y sólida. No es extraño que el
saber establecido en las instituciones más importantes se viera puesto
cruelmente en jaque.
Tampoco es un hecho secundario para nuestro análisis que Si-
mone de Beauvoir visitara Estados Unidos, como se dijo antes, jus-
tamente en el momento de redacción de sus manuscritos para este
estudio. Son abundantes en la investigación las consideraciones acer-
ca de la discriminación de los negros en ese país, situación que ha-
cia mediados del siglo XX era una contradicción flagrante frente a
los principios de libertad y democracia que enarbolaba esa nación.
Como las feministas norteamericanas del siglo XIX, que habían co-
menzado por luchar contra la esclavitud en la Guerra de Secesión,
para pasar de modo súbito a percibir la sumisión en que se hallaba
la mujer en esa sociedad que pretendía extender la igualdad a todos
los ciudadanos, también Simone de Beauvoir echó mano al mismo
patrón comparativo: negros/mujeres.
Una de las características metodológicas de El segundo sexo, por
otro lado, que debe destacarse en grado sumo, es el modo en que
77
su autora revisa y pule sus mismas herramientas de expresión para
adecuarlas al tema de estudio; así, por ejemplo, cuando aclara que su
uso de la palabra “femme” en singular, o del adjetivo “féminin”, no
debe hacer creer que está empleando esos términos como entidades
esencialistas, pues se refieren a una instancia actual de las cosas en
el momento que eso escribe. Simone de Beauvoir insiste en que esas
nociones no aparecen para describir cuestiones inmutables. Y esto no
es un hecho nada menor. La autora es consciente de cuándo se halla
en el curso de su investigación en el plano de lo descriptivo y cuándo
avizora los posibles cambios a una situación. En esto echa por tierra
cuestiones acérrimas de biología, de historia o de sociología de un
certero plumazo. Es evidente que aquí ocupan un lugar de jerarquía,
como se dijo, las nociones de SITUACIÓN Y DE EXISTENCIA. Por
supuesto que el pivote de toda la obra está en la famosa argumen-
tación acerca de que la mujer es una fabricación del varón y de la
sociedad respectiva. La idea de la existencia en las sociedades de un
sistema-género no había sido todavía formulada, pero en la obra de
la autora francesa se establecen las primeras bases en esa dirección.
Tal vez el paso siguiente en esta convicción de la autora acerca de
la construcción social que son las mujeres lo daría mucho más tar-
de Judith Butler –una figura sobre la que volveremos– con el apoyo
ahora de una plataforma académica estadounidense, basado también
en nuevas concepciones del sistema-género, que desembocaría en la
idea de que también el varón es construido por la sociedad, algo que
en la obra de Simone de Beauvoir está dicho solo tangencialmente.
Hay algo diferente que también me interesa destacar en esta re-
lectura de El segundo sexo y es la enorme capacidad de su autora para
leer con atención todo lo escrito por otras mujeres, abriendo así un
nuevo capítulo contra la discriminación femenina partida desde las
mismas mujeres. No es un dato menor que Simone de Beauvoir haya
leído toda la obra de Virginia Woolf, (o la de Violette Leduc, a quien
ayudó a colocarse en el campo literario francés, como antes se dijo),
pero también la de muchas mujeres teóricas del campo psicoanalíti-
78
co como Melanie Klein (1882-1960), Helene Deutsch (1884-1982) o
Karen Horney (1885-1952), entre otras. Y esta capacidad de respetar
el pensamiento académico de sus pares de género no tiene parangón
en las otras figuras analizadas en este ensayo, siempre determinadas
por el brillo fálico de la escritura masculina.
Finalmente, hay algo inusitado en este texto que comentamos que
no ha recibido, en mi opinión, la suficiente atención. Me refiero al
hecho de que un estudio que se centra en el cometido de desbaratar
los prejuicios en torno a las características femeninas y al papel de la
mujer en la sociedad rompa lanzas de modo tan maravilloso por el
establecimiento de un nuevo tipo de compañerismo en el campo del
amor. En estos fragmentos de un discurso amoroso que Simone de
Beauvoir escribe mucho antes que Roland Barthes (1915-1980) está
la clave de lo que la autora estaba persiguiendo en su investigación y
en su vida personal.
Así cuando sostiene:
79
en una situación determinada. No es irrisorio decir que El segundo
sexo, sin embargo, colaboró a un esclarecimiento del tema de una
manera mucho más profunda que las obras escritas antes por las plu-
mas masculinas. El panorama trazado por Simone de Beauvoir en
vista al futuro se ha venido realizando, no solo en lo que respecta a la
emancipación de las mujeres, sino en las perspectivas de las nuevas
sociedades que se vienen construyendo en todo el mundo basadas
en el respeto por las diferencias y en la convicción de la necesidad de
destruir las asimetrías del poder, inclusive cuando se trate de aquello
que conocemos como las micro-esferas del poder: los patrones de la
vida cotidiana, tanto como aquellos aparentemente sin importancia
de la vida pública.
80
a sostener así la superioridad masculina gracias a esas dotes. Ahora
bien, Simone de Beauvoir no deja de poner énfasis en el hecho de que
el individuo que mata (el varón) haya adquirido semejante prestigio,
produciendo a la vez el enorme menosprecio del ser que da la vida (la
mujer), pues al mismo tiempo la voluntad masculina de expansión ha
llevado a considerar la incapacidad de la mujer en ese dominio como
una maldición (de Beauvoir, 1949: I, 84 y 104).
En las últimas décadas, después de la muerte de Simone de Beau-
voir, han salido a la luz mejores y más perfectos análisis de las cultu-
ras primitivas. Y así sabemos hoy, por ejemplo, que entre los pueblos
pertenecientes a la especie Neanderthal que poblaron la totalidad del
continente europeo en la época prehistórica las mujeres eran mino-
ría, dado que las labores del parto las diezmaban. Lo significativo de
ese hecho es que desde fines del siglo XIX la profilaxis ha aumenta-
do de tal manera, que este síndrome ha prácticamente desaparecido.
Por el contrario, como es sabido, hoy en día las mujeres superan en
longevidad a los varones. A pesar de estos hechos documentados, la
mujer sigue siendo considerada como perteneciente al “sexo débil”;
una etiqueta que viene de tiempos inmemoriales, basada solo en un
único dato biológico: la menor capacidad muscular de la mujer.
Para elevar estos datos como lo más importante las sociedades
antiguas y modernas tuvieron que esconder bajo la alfombra el
poder de resistencia corporal de las mujeres al dolor y la fuerza de
una estructura física que las pone en cada parto en el máximo de
sus capacidades de expansión y contención, además de que todos los
seres, hombres y mujeres, nacen por el esfuerzo (y la fuerza) de la
hembra, como sostiene un personaje de D. H. Lawrence en una no-
vela de 1915, antes citada. Pocos autores repararon en la injusticia
del menosprecio de género. Entre los pocos que tuvieron cierto sen-
tido especial de detección del problema, habría que citar, claro está,
a Lawrence y, en la Antigüedad, Eurípides (481 a.C-407 a.C.), quien
81
les dio la palabra a las mujeres vencidas, como en su tragedia Las
troyanas (415 a.C.).19
En el capítulo dedicado a los mitos, Simone de Beauvoir señala,
entre otras cosas, en qué medida la mujer aparece como la muñeca
adornada con maquillajes y ropajes llamativos para despertar el de-
seo del varón o llenar el ideal que el varón se hace del sexo opuesto.
Así, por ello, nos dice la autora:
19
Simone de Beauvoir en su historia de la sujeción femenina, en su investigación
de El segundo sexo perdió la oportunidad de mencionar a Eurípides como excepción
entre los autores antiguos que se escaparon a los moldes del sistema-género. Queda
por hacerse, sin embargo, la historia del desprecio que sufrió el propio Eurípides en
los estudios helénicos por haber roto esas reglas.
82
es, a la vez, el de prestar a la vida palpitante la necesidad
congelada del artificio. La mujer se hace planta, pantera,
diamante, nácar, mezclando con su cuerpo flores, pieles,
pedrerías, conchillas, plumas; ella se perfuma con tal de
exhalar un aroma de rosa y de lirio; pero plumas, seda,
perlas y perfumes sirven también para ocultar la crudeza
animal de su carne, de su olor (de Beauvoir, 1949: I, 218).
83
La imaginé escribiendo la carta en el de Flore, adonde yo
iba todas las noches y del cual –no se lo cuente al mozo–
conservo un balde de hielo con la inscripción “Café de
Flore”, que una tarde, en un verano, en un rapto preparado
con premeditación y alevosía, y que no quise someter a
ninguna consideración moral, me llevé como “souvenir”
de ese París del cual no quería separarme (Pizarnik/Os-
trov, 2012: 39).
que estaba vestida con un sweater negro de cuello alto y una falda también negra…”
84
acompañado, en general, de una profesión de ateísmo, que venía a
conmover los cimientos de una sociedad muy beata, la ecuación de
“existencialismo=materialismo” parecía altamente disruptiva y cau-
saba estupor por todo lo que venía a dinamitar. Que el materialismo
era visto desde la Francia profunda como una doctrina anti-huma-
nista y diabólica no debe causar sorpresa. Era fácil desvirtuarlo ba-
sándose en una apreciación muy poco científica (propiciada por la
Iglesia) que consistía en afirmar que el hombre no es solo materia y
que son las partes espirituales las que en él priman y lo redimen de las
bajezas corporales. Pocos sabían que el materialismo había sido tam-
bién una corriente importante de la cultura greco-latina, como puede
percibirse en una obra clásica como el libro de Lucrecio (99 a.C.-55
a.C.) De Rerum Natura (Sobre la naturaleza de las cosas), publicado
aparentemente por Cicerón a la muerte de su autor y recuperado re-
cién en la copia de Brescia de 1473. Que el materialismo epicúreo de
Lucrecio resultara vencido en la batalla contra las doctrinas rivales,
especialmente la llevada a cabo por los estoicos, habla de un giro de
la historia que no ha sido todavía bien revisado. Mal comprendido, el
materialismo y el epicureísmo siguen resultando materias desconoci-
das para el común de la gente. Nadie tiene real conciencia todavía de
lo que significa en filosofía ser “materialista”, y qué era el epicureísmo
antiguo realmente. Por ello, me resulta sumamente sugerente que Ha-
rold Bloom etiquete a Virginia Woolf como una escritora “epicúrea
y materialista”, con un dejo de desprecio que llega al siglo XX (1994:
437). La etiqueta tiene, en efecto, una resonancia para nada positiva
y se parece mucho a la calificación que comportaban las acusaciones
que correrían después contra “la materialista y existencialista” Simo-
ne de Beauvoir. Ni Harold Bloom ni muchos de los bien-pensantes de
la rive gauche se dieron cuenta de la enorme importancia que residió
en las tomas de decisión de Virginia Woolf y de Simone de Beauvoir
para desdeñar una tradición filosófica antigua esencialista que, entre
85
muchas otras cosas, había servido para fundamentar la primacía del
varón como ser “a-corporal” (sin cuerpo), es decir, la sede por anto-
nomasia de las fuerzas del espíritu, mientras la mujer era lo contrario;
es decir, las fuerzas oscuras de la materia.
En definitiva, el epicureísmo (simplificado como una doctrina
que esgrimía una teoría de los placeres) o el existencialismo (simpli-
ficado como corriente filosófica del “qué me importa”) eran mirados
–desde las filas conservadoras y establecidas– como manifestaciones
de un pensamiento decadente que debía ser superado, gracias a po-
tencialidades aparentemente inherentes de modo básico en el espíritu
del ser humano. Sin embargo, esto significaba pasar por alto la sagaci-
dad de un pensamiento que estaba en la brecha de lo que se pensaba
en ese momento.
A pesar de todo, la otra orilla del pensamiento parisiense también
avanzaba en una marcha sin cuartel contra lo viejo. En 1943 justa-
mente en el ambiente del Café de Flore el filósofo Jean Grenier (1898-
1971) le preguntó a Simone de Beauvoir de golpe, sin que mediara
ninguna introducción: “¿Y usted, Señora, también es existencialista?”.
Al parecer, la pregunta tomó por sorpresa a esta escritora novel, pero
a partir de ese momento, al mismo tiempo, aguzó su sentido de per-
tenencia a un movimiento que el público parisiense había empezado
a etiquetar de modo contundente (Zehl Romero, 1978: 66). Ella se
transformó, en el correr de esos años, en la primera difusora de un
movimiento al que la gente le estaba dando entidad. También en esa
época nuestra autora tuvo clara la magnitud de una complementarie-
dad con todo lo que Sartre venía manifestando por los mismos días
en los mismos ámbitos.
Podemos decir, entonces, que Simone de Beauvoir quiso dotar al
existencialismo de algo de lo que carecía a nivel teórico: de una ética.
Su concepto de “libertad” no es exactamente el que propagaba Sar-
tre; ella ponía el acento no solo en una libertad interior, sino que esa
condición fuera acompañada de un contenido económico y político.
86
Por ello, cuando Simone de Beauvoir elabora su sistema ético a
partir de una famosa frase de un personaje de Dostoievski (1821-
1881) que sostiene que si Dios no existe, “todo está permitido” («всё
посволено»), la piensa desde su ateísmo, dándole un giro moral nue-
vo: si Dios no existiera, el hombre seguiría siendo responsable de sus
actos (Zehl Moreno, 1978: 81). Como vemos, el efecto de la nega-
ción de Dios puede producir diferentes resultados de aquellos que
regían el pensamiento de Iván en Los hermanos Karamazov (Братья
Карамазовы; Dostoievski, 1879-80: 286). El corolario que Simone
de Beauvoir agrega al pensamiento anarquista del siglo XIX, remite a
la idea muy cara a la pareja del Café de Flore que tiene que ver con la
responsabilidad de cada individuo, una responsabilidad que depende
absolutamente de cada uno, así como ella está ligada a un compromi-
so con su propio entorno.
Para cerciorarnos sobre la renovación mental que significaba la
publicación de El segundo sexo, echemos una mirada a la percepción
histórica de su autora. En efecto, Simone de Beauvoir se propuso en
esta obra pasar revista a todos los rubros posibles a la vez. En vez
de proceder, como se había hecho hasta entonces, exponiendo so-
lamente las injusticias jurídicas sobre la mujer, trató de desmontar
detalladamente los argumentos que ideológicamente sostenían la
tradicional minusvalía femenina. Un apartado simplemente genial
de este estudio tiene que ver, en mi opinión, con la historia de esa
desigualdad.
Es importante, antes de entrar en este tema, recalcar que Simone
de Beauvoir no deja de señalar que el cuerpo de la mujer es diferente
del cuerpo del hombre y que eso produce una situación no siempre
bien enfatizada, que consiste en que las mujeres se colocan, a través
de la concientización de su cuerpo, de modo diferente ante el mundo.
Ahora bien, esto no explica por qué el varón considera a la mujer lo
Otro extraño e incomprensible (de Beauvoir, 1949: I, 51). La chispa
que encendió su proyecto de investigación, según la autora, se ha-
lló, como ya se dijo, en que ninguna de las razones que se esgrimie-
87
ron para aducir que el mundo perteneciera a los varones, la había
convencido (I, 79 y ss.). Por lo tanto, era necesario revisar todos los
meandros de la cultura para echar luz sobre el tema.
Es cierto que desde los comienzos de la humanidad, las mujeres
necesitaron la protección del varón. Pero los cambios sociales que
permitieron a las mujeres mayor independencia, no se tradujeron en
una sensible disminución de la tutela ejercida por los hombres sobre
las mujeres. Los varones no solo siguen constriñendo la libertad de
sus contrapartes, sino que, al mismo tiempo, continúan vedándoles
los territorios que se hallan fuera del enclave del hogar, el supuesto
único territorio legítimo en el que las mujeres pueden reinar.
Cuando Simone de Beauvoir se propone revisar, por ejemplo, la
obra pionera de Virginia Woolf, concerniente al tema de la mujer en
la literatura, a la escritora francesa se le ocurre citar de manera em-
blemática lo que aparece en El cuarto propio bajo el juicio de una de
las autoridades inglesas acerca de las mujeres que escriben. En efec-
to, es sintomático tanto para Virginia Woolf como para Simone de
Beauvoir, que cuando el Doctor Johnson (1709-1784) se refiera a las
literatas de su generación, diga que se parecen a los perros que cami-
nan sobre sus patas traseras, porque, aunque no lo hacen demasiado
bien, de todas maneras su exhibición es una proeza sorprendente. Es
evidente que los hombres más esclarecidos del siglo XVIII en Ingla-
terra en este juicio satírico sobre las escritoras están estrechando las
barreras para impedir cualquier tipo de competencia. Así para los
miembros más preclaros de la Ilustración inglesa todavía las mujeres
literatas eran tan absurdas como para el siglo francés anterior, cuando
Molière (1622-1673) se había burlado de las así llamadas “preciosas
ridículas”. Ellas hacían algo que parecía contradecir la naturaleza. Es,
por ello, importante que Simone de Beauvoir señale a continuación
cómo se expresaban las personalidades más importantes de la Fran-
cia prerrevolucionaria, lo que indica la diferencia entre la postura de
Molière con los autores posteriores del siglo siguiente. Allí se halla
una estupenda agenda en la que se marca el cambio de los tiempos.
88
Entre esas nuevas figuras estaban, por supuesto, los nombres más
importantes de la Ilustración francesa, pero el más claro exponente
al respecto fue Condorcet (1743-1794), quien en todos sus escritos
defendió la igualdad de los sexos.
Sin embargo, el siglo XIX significó un retroceso para la defensa de
una igualdad entre los sexos en Francia y en el resto de Europa. Los
cambios al respecto no habían llegado ni siquiera a materializarse en
1789, más allá de las expresiones de los filósofos ilustrados franceses.
En Inglaterra hubo que esperar hasta la segunda mitad del siglo XIX
para poder escuchar una voz semejante a la de Condorcet en Francia,
y esta perteneció a John Stuart Mill (1806-1873). Con todo, sus ideas
tardan mucho tiempo en tener resonancia a nivel cotidiano. Serán, en
cambio, los efectos devastadores de las grandes guerras del siglo XX
los que traerán los cambios por los que bregaban algunos filósofos
en sus estudios y las feministas en las calles. Es en esta encrucijada
de los acontecimientos sociales donde hay que ubicar tanto la labor
de Virginia Woolf como la de Simone de Beauvoir, ahora mucho más
sutil que la de su predecesora, gracias a la profundidad de su tarea de
investigación socio-histórica y filosófica.
En 1945, justamente al calor del entusiasmo suscitado por el fin
de la guerra y de la ocupación nazi, Sartre, con Simone de Beauvoir
y el filósofo Maurice Merleau-Ponty fundan una revista que pasaría a
ser emblemática.21 Después de pensar un nombre para la publicación
y descartar algunos muy poco optimistas, optan por denominarla Les
Temps Modernes. Jean-Paul Sartre, entretanto, había llegado ya a ser
el escritor y filósofo estrella del momento, sobre todo a partir de la
publicación de su novela La náusea, de 1938. Esta labor se había con-
solidado con sus escritos filosóficos, como El ser y la nada (1943). En
1946 Sartre escribe también el ensayo El existencialismo es un huma-
con Sartre databa de años antes, como era el caso de Nizan. Sin embargo, Merleau-
Ponty rompería con Sartre, durante la década del 50, en el momento de la guerra de
Corea.
89
nismo, donde trata de responder a las acusaciones de “materialismo”
del medio intelectual parisino venidas desde círculos tradicionalistas.
Es importante señalar que los grupos que empezaron a reunirse en el
Café de Flore durante la guerra habían llegado allí desde un ámbito
universitario que los había conglomerado antes en la década del 30.
Me refiero a la prestigiosa institución conocida como “École Normale
Supérieure, de la rue d´Ulm” (Escuela Normal Superior, de la calle
de Ulm). En este sentido, la preparación de tercer nivel que brindaba
y sigue brindando esta institución es de una excelencia tan presti-
giosa como las ofrecidas por las universidades inglesas de Oxford y
Cambridge. No es de extrañar, entonces, que como sucedió con el
círculo de Bloomsbury, hubiera habido un “pre-inicio” intelectual,
antes de pasar a una especie de apertura hacia un foco extra-univer-
sitario, pero cuyo germen acredita una impronta académica inicial,
rastreable tanto en el barrio de “Bloomsbury” como en el de “Saint-
Germain-des-Prés”, donde se halla el Café de Flore. En mi opinión,
en este proceso sucedió algo así como una conexión hacia la gente de
a pie, lo que no significó, paradójicamente, perder su tinte exclusivo.
Ni Bloomsbury ni Saint-Germain-des-Prés eran barrios populares,
pero, por lo menos, esas adscripciones eran más permeables, en pri-
mer lugar para algunas mujeres, como Virginia Woolf, por ejemplo,
que no había frecuentado las universidades. En ese sentido, los gru-
pos de Bloomsbury o del Café de Flore (en Saint-Germain) eran más
democráticos que las instituciones educativas, donde muchos habían
tenido su paso previo. En Bloomsbury o el Café de Flore se inmis-
cuían también las mujeres (aunque siempre en menor proporción
que los varones). Sin embargo, lo más importante es que estas pocas
mujeres empezaban a levantar su voz entre las de sus camaradas va-
rones, sin miedo a ser interrumpidas o tildadas de ridículas.
El Café de Flore tuvo la virtud de ser un factor de congregación
durante la guerra y, por eso, la revista de Sartre puede ponerse como
parangón y fruto de una formación grupal y de cierta manera faccio-
sa que equivale a Bloomsbury. El círculo inglés de los años 20-30 se
90
había originado, a su vez, en grupos de camaradas de Cambridge, la
universidad elitista, donde Leonard Woolf conoció a los intelectuales
que luego se conglomerarían en un grupo con el nombre de un ba-
rrio londinense. Entre estos grupos ingleses (muy exclusivos) y los
izquierdistas disidentes de la rue d´Ulm hay muchas diferencias de
clase, pero ambas congregaciones piensan en grandes cambios, artís-
ticos o sociales. Hay que agregar que en el caso del grupo parisino, el
lugar de reunión fue un café, porque entre la bohemia francesa existía
la noción de la independencia que prometían esos “no-lugares”. Es
importante tener en cuenta que las universidades eran hasta la re-
forma de 1968 más recalcitrantes e impermeables a las ideas nuevas
venidas de afuera. Por ello, la mayoría de los acompañantes de Sartre
en el proyecto de la revista preferían vivir una vida nómade y ya no
estar conectados con la enseñanza universitaria. Por otra parte, los
cafés, que en el siglo XVIII en algunas ciudades europeas habían sido
centro de disidencia política, se fueron transformando solo en algu-
nas partes en verdaderos centros de irradiación intelectual. La acep-
tación de sesionar en el aire democratizante de un café le otorgó así
al grupo de Sartre un perfil diferente al que tuvieron Bloomsbury y
después el grupo de Sur, comandado por Victoria Ocampo. También
en este sentido las batallas internas producidas públicamente a la vis-
ta de todos en el Café de Flore arroja una diferencia fundamental con
las sesiones a puertas cerradas de sus versiones inglesas y porteñas.
En la década del 20 Sartre había conocido, por ejemplo, a Paul
Nizan, entre otros. Paul Nizan (1905-1940), por su parte, publicaría
en 1935 Le Cheval de Troie (El caballo de Troya), entre otras obras
emblemáticas que reproducen el clima intelectual y político de los
años 30 en Francia, como preludio de lo que vendría después. Lo in-
teresante de esa novela de Nizan es que ella nos brinda algunos datos
biográficos sobre lo que se gestaba en la institución de la rue d´Ulm
(1935: 53 y 95). No es de extrañar, después de leer esta obra que
comprendamos por qué la utopía socialista soviética gana a muchos
grupos y Nizan y su amigo Sartre entren en ese paroxismo que fue
91
un apoyo sin precedentes hacia el proyecto que se desarrollaba en la
Unión Soviética. Por otro lado, El caballo de Troya nos presenta la si-
tuación de un pensamiento existencialista en ciernes, tres años antes
a La náusea. Como todos los textos posteriores nacidos al calor del
Café de Flore tiene que ver con la idea de Libertad, un concepto que
se sentiría como el tema más acuciante del momento, ante el avance
del fascismo en Italia y Alemania.
El mismo clima de época se respira en un libro publicado en 1947
titulado Para una moral de la ambigüedad, en el que Simone de Beau-
voir se torna ya una de las mejores difusoras del existencialismo de
Sartre, mostrando no solo su propia capacidad para entender lo que la
nueva corriente filosófica estaba brindando, sino para hacer de sí mis-
ma una figura viviente de la nueva categoría de persona, al regirse por
nuevos parámetros de la modernidad que la obra postula. Analizando
en este opúsculo El ser y la nada de Sartre, aparecido cuatro años antes,
Simone de Beauvoir pone el acento en la condición de nuestra propia
ambigüedad humana, sosteniendo que nos movemos con el propósito
de conquistar una existencia que siempre termina mostrando sus con-
tradicciones y negatividades, pues los seres humanos estamos aque-
jados por la angustia que procede de la búsqueda de nuestra libertad,
a la que finalmente respondemos con actitudes que revelan nuestras
inconsecuencias (de Beauvoir, 1947: 43). En ese sentido, la plataforma
que ofrece el existencialismo no solo es materialista, sino también re-
sueltamente pesimista. Así y todo, ella no puede menos que resultar-
nos mucho más verdadera que las recetas del idealismo a las que nos
acostumbraron las corrientes filosóficas tradicionales. En el curso de la
redacción de esta obra, cuando Simone de Beauvoir ya está empezando
a investigar para lo que será su obra capital de 1949, la autora no puede
dejar de mencionar la situación de las mujeres que adoptan sin revisar
las opiniones de los hombres a los que aman, hasta el punto de tornar-
se el espejo de la arrogancia masculina frente al mundo (de Beauvoir,
1947:70), situación que había pintado Ibsen (1828-1906) en su pieza
Casa de muñecas (1879), que la autora también cita. Si el pequeño en-
92
sayo de 1947 sobre la moral de la ambigüedad es la antesala de su mejor
obra de investigación que verá la luz dos años después, es importante
anotar que al pensar en el lado ético del existencialismo, Simone de
Beauvoir consideraba que la pasividad e incapacidad de obrar del in-
dividuo eran los peores males de una sociedad. En el curso de su argu-
mentación, la autora llega a la conclusión de que justamente estas eran
las características que se alababan en las mujeres. Este descubrimiento
es quizás el mejor germen para comprender lo que después sería El
segundo sexo (Zehl Romero, 1978: 120).
Ahora digamos que es una estupenda muestra de celeridad de
recepción del existencialismo en la Argentina la publicación de la
obra de Vicente Fatone (1903-1962) en Buenos Aires durante 1948
titulada El existencialismo y la libertad creadora. No es de extrañar,
sin embargo, que Fatone no solo no mencione la labor divulgadora
de Simone de Beauvoir, sino que muestre de qué pie va a cojear el
existencialismo argentino, algo que se notará también en la obra de
Julio Cortázar, como se dijo antes. En efecto, en esta descripción sud-
americana tan temprana de la nueva corriente, Fatone comete, a mi
entender, una falta imperdonable desde nuestra óptica actual, en uno
de los ejemplos de cómo debe entenderse la negatividad que postula
el existencialismo. Así Fatone asevera, con cierta mezcla de lucidez y
ceguera:
93
Se podrá decir aquí que Fatone parte del hecho discursivo de una
mujer que formula “que no es madre” y, por lo tanto, no se trata de
cualquier mujer sin hijos, sino de solo de una de las que articula en
palabras la negatividad. De todos modos, el dato pasa por alto algo
que la lingüística moderna no desdeñaría, a saber: la entonación de
esa aseveración. Se podría pensar en una mujer que dijera: “No soy
madre, pero sé cómo tratar a los bebés”. No parece que pudiera hablar-
se en este caso, como lo hace Fatone, de una “deficiencia traslúcida”.
Por otro lado, es singularmente significativo que las tres persona-
lidades femeninas que aparecen en el corpus de nuestra investigación
(Virginia Woolf, Simone de Beauvoir y Victoria Ocampo) pudieran
haber dicho esa frase, pero rechazarían entrar en la definición de “ser
incumplido” que da Fatone. En el año 1951, en la Argentina votan por
primera vez también las mujeres a través del bregar indirecto de Eva
Perón (1919-1952), quien podría tomarse de contra-símbolo de la pa-
sividad femenina. Sin embargo, si hiciéramos caso a la perspectiva de
Vicente Fatone, Eva Perón habría sido “un ser incumplido”, en tanto
mujer que no había llevado a cabo el proceso de la maternidad. Lo ab-
surdo del ejemplo demuestra cómo peca por su base una apreciación
conservadora y tradicionalista que no le hace justicia al existencialis-
mo que está describiendo. Y la mayor injusticia del texto se la hace
a Simone de Beauvoir, a quien Fatone no se ha preocupado por leer.
Pero veamos otros datos: gracias a las elecciones de 1951, el año
del primer ejercicio del derecho femenino a votar en la Argentina,
entran al Parlamento 26 diputadas y 6 senadoras, de lo que todavía
hay recuerdo en la así llamada “sala rosa” del Congreso. ¿Es posi-
ble aceptar esta forma de plantear el tema ahora? ¿Fueron acaso la
pequeña proporción de esas 32 parlamentarias que no hubieran
llegado al status de madres, “seres incompletos”? La idea de nega-
tividad que sería característica del pensamiento existencialista para
definir los conceptos a partir de aquello que “no se es”, sigue teniendo
validez, pero es imposible no ver que en el ejemplo se revela también
cierta rémora en algunos de los portavoces del existencialismo a la
94
aceptación de un nuevo tipo de mujer que se venía perfilando desde
las décadas del 20 y del 30 del siglo XX. No parecería pensable que
se pudiera dar el ejemplo complementario de un hombre que dijera
“no soy padre”, para construir a partir de esa frase la conclusión de
su “ser incompleto”. Esta prueba por el absurdo genérico (aquello que
no vale cuando se pasa el ejemplo al sexo contrario) da la pauta de
algo que produce cierto malestar en el proceso del pensamiento y que
hace a todo el estudio de Fatone un poco antiguo. Hoy en día el pen-
samiento existencialista no provoca el entusiasmo que supo provocar
a mitad del siglo XX. Sin embargo, no todo debe ser tirado por la
borda. Estoy convencido de que ese pensamiento existencialista en su
anti-esencialismo dio paso a las corrientes más novedosas, especial-
mente en el territorio del sistema-género, que empezaron a cundir a
partir de 1990. Estoy pensando naturalmente en la labor de alguien
como Judith Butler, que da vuelta todo el sistema al pensar también
en incluir al varón en las cuestiones genéricas. Muchas de las solu-
ciones incompletas del pensamiento de punta de la primera mitad
del siglo XX, fueron tareas para volver a resolver a partir de 1990.
Me refiero especialmente al esencialismo y la idea de una identidad a
partir de supuestos idealizados como “la mujer”, “la madre”, “el judío”,
“el negro”. En los comienzos del siglo XXI de lo que se tratará es no de
buscar la idea de identidad absoluta que había propiciado la filosofía
idealista, sino de marcar la idea de un continuum, y esto concierne en
primera instancia a la sexualidad, y, en definitiva, también a toda la
cuestión del sistema-género.
95
su fundación este órgano permitió acoger a una de las pocas mujeres
académicas del barrio de Saint Germain, dándole la oportunidad de lu-
cimiento en el territorio de la filosofía que era doblemente vedado para
ellas. Como ya se dijo, Simone de Beauvoir se tornó desde esas páginas
una fehaciente difusora del existencialismo. Hay que recalcar ahora
que lo hizo con su propia voz. Con el tiempo la imponente personali-
dad de esta escritora fue consiguiendo que el público dejara de pensar
en el costado promiscuo del grupo en torno a la revista y sobresaliera,
en cambio, la magnitud de su tarea.22 El hecho de que en 1943, bajo la
ocupación nazi de París, se hubiera armado un juicio contra Simone de
Beauvoir por corrupción de menores en el colegio donde ella dictaba
clases (Zehl Romero, 1978: 57), pasó también a la historia por irrele-
vante, en tanto los aires de liberación posteriores habían empequeñe-
cido un hecho fortuito que nadie ya lamentaba. Francia estaba ya muy
lejos de la Inglaterra que por los mismos motivos había condenado a la
cárcel y, luego, al ostracismo a Oscar Wilde en 1895.
La historia de Les Temps Modernes no terminó con la muerte de
Sartre en 1981. Justamente en ese mismo año, cuando la Argentina
se hallaba inmersa en una de las más cruentas dictaduras militares,
la edición de Julio-Agosto de la revista fue dedicada al tema que se
tituló: “Argentine entre populisme et militarisme”. Si Jean-Paul Sartre
sigue siendo presentado como su Fundador en ese número doble, en
su “Comité de Direction” aparece el nombre de Simone de Beauvoir
en primer lugar, seguido de los de los otros colaboradores (como
Claude Lanzmann). No es de extrañar que algunos de los artículos
escritos por personalidades argentinas aparezcan con pseudónimos
debido a las amenazas constantes que padecían los intelectuales en
su lugar de origen, cuando no se plegaban a las ideas del “fascismo
de entrecasa” que desplegaban los militares. Así Julio Schvartzman y
Cristina Iglesia, luego reconocidos profesores de la Universidad de
22
En 1971 un grupo de conocidas mujeres francesas, y entre ellas Simone de
Beauvoir, hizo pública su confesión de haber pasado por un aborto clandestino con la
intención de proclamar la necesidad de la legislación que lo permitiera.
96
Buenos Aires, aparecían haciendo una síntesis de la labor de Victoria
Ocampo en la revista Sur, pero para eso habían asumido los nombres
de pluma de Fabián Escher y Julia Thomas; nombres que les daban
cierta seguridad contra cualquier represalia que pudiera darse en su
propio país.23 Dada la importancia de este enfoque sobre Sur en oca-
sión de la muerte de Victoria Ocampo dos años antes, el tema será
tratado con mayor detalle en el capítulo siguiente dedicado a esa pu-
blicación argentina.
En el año 2009 encontramos un nuevo elemento interesante para
nuestra lectura: uno de los directores posteriores de la revista sartreana,
Claude Lanzmann (1925-2018), tomará la pluma para contar la histo-
ria de aquellos años gloriosos de la resistencia contra la ocupación nazi,
pero también hablará del fervor que suscitaba en la posguerra la nueva
perspectiva moral que se avizoraba con el existencialismo. Para este
intelectual judío, que se había formado en París en la adolescencia en
el famoso Liceo Condorcet, El segundo sexo fue la piedra de toque que
anunciaba todos los cambios en la emancipación femenina que, por
fin, ya no podía ser aplazada (Lanzmann, 2009: 233). Esta aseveración
expresada por un individuo de las izquierdas francesas debe ser toma-
da como un punto importante de inflexión, dado que en la situación
de posguerra, como se dijo antes, todo parecía digno de ser levantado
de nuevo desde los fundamentos. Era hora que también las izquierdas
percibieran que no bastaba con la búsqueda de la igualdad entre las cla-
ses sociales. Debía tocarse también otro aspecto, siempre barrido bajo
la alfombra desde 1789, como lo era percibir la necesidad también de
lograr una relación más justa entre los sexos. Por una rara casualidad,
la autobiografía de Lanzmann alude a la Argentina, dado que este autor
se declara un admirador de la obra de Silvina Ocampo (1903-1993) y
de su cuento “La liebre dorada”. Le lièvre de la Patagonie (La liebre de la
Patagonia) es el título de este texto singular de Lanzmann. Y sentimos
aquí como si esa liebre literaria fuera quizás la metáfora de la persecu-
23
Ver la Bibliografía bajo estos nombres.
97
ción de un objetivo de justicia y la Patagonia deviniera en el imaginario
europeo,24 la alegoría de la inmensidad del mundo, según puede inter-
pretarse del fin del cuento:
relacionada con la pampa húmeda y no con la Patagonia. Para los europeos, sin
embargo, no hay mucha diferencia entre los términos de “Pampa” y “Patagonia”.
25 En este fragmento del comienzo del cuento aparece justamente la palabra
“holocausto”, que será el Leitmotiv del proyecto fílmico “Shoah” (“Holocausto” en
hebreo), que será la obra más importante de Claude Lanzmann, en este caso como
director del ciclo fílmico.
98
CAPÍTULO III
La revista Sur
1. Victoria y Virginia
99
el presente estudio. Llegados a este punto de la investigación cuan-
do hablemos de la personalidad de la escritora argentina Victoria
Ocampo (1890-1979), hermana mayor de Silvina Ocampo, y dueña
por derecho propio de toda la impronta de las clases dominantes en
la Argentina agro-exportadora, es imposible dejar de decir que su
nombre de pila tiende un puente con el Imperio Británico con el que
la oligarquía argentina quería verse representada ante el mundo en
los años dorados de esa relación “carnal”. En este sentido, “Victoria”
era un nombre icónico que aludía a la Reina Victoria (1819-1901),
hacia fines del siglo XIX, cuando el Imperio se encontraba en la cima
de su poderío y la época “victoriana” parecía no tener fisuras. Vic-
toria Ocampo, por su nombre tanto como por su apellido de criolla
antigua, podía pisar el mundo con toda la soberbia que le daban las
connotaciones onomásticas. La revista Sur nace en el espíritu de su
Directora, Victoria Ocampo, como territorio propio, como otra de
sus propias “estancias” y estará pensada en su bautismo en 1931 para
durar así como se pensaba que duraría el sistema agro-exportador
que nos ataba a Inglaterra y que habría de ser refrendado en el tratado
de 1933, conocido como Roca-Runciman. La Argentina colaboraba
así con ese tratado, imperceptiblemente, en la rápida recomposición
económica de Gran Bretaña (después de la crisis económica mun-
dial desatada en 1929), exportando su carne a precios privilegiados
a las Islas, y en retribución obtenía el robustecimiento de su sistema
agrario, lo que significaba también el afianzamiento de sus clases do-
minantes, que solo se verían, luego, frenadas en sus privilegios por el
advenimiento del populismo en 1945.
El matrimonio Ocampo-Aguirre está naturalmente en la cresta
de esa ola en 1890 y su primogénita Victoria Ocampo Aguirre puede
darse cualquier tipo de lujo, inclusive el lujo de ser la “loca por el arte”.
100
gos, con quienes este autor está en íntimo contacto y con
quienes comenta los esbozos de sus obras: Adolfo Bioy
Casares (1914-1999), su delfín, y la esposa de este pro-
gramado sucesor borgeano, Silvina Ocampo. En la mis-
ma revista, por fin, colabora durante los años de la guerra
europea el emigrado francés Roger Caillois (1913-1978),
quien a su regreso hacia Europa difundiría en Francia la
obra de Borges de una manera contundente, un operativo
que el propio escritor argentino terminó por reconocer
(Pasternac, 2002: 180, n. 51).26
26
La investigación de Nora Pasternac acerca de Sur deja en claro que fue José Bianco,
en su rol de Secretario de Redacción de la revista, quien promocionó la aparición
cada vez más asidua de los textos de Borges en esas páginas; y finalmente terminó
siendo Roger Caillois quien operó en Francia el rol de correa de transmisión de la
fama del escritor argentino. Efectivamente la prestigiosa Editorial Gallimard de París
publicó la traducción de Ficciones de Borges ya en 1951, a instancias de Roger Caillois
(Pasternac, 2002: 184 y 207). Para Rosalie Sitman, la carrera de Mallea en Sur se cierra
en 1940, cuando pone de manifiesto una xenofobia malsonante. En este momento,
Borges le gana la partida comenzando justamente a publicar allí sus cuentos más
memorables (Sitman, 2003: 144).
101
los preferidos internacionales como Graham Greene (1904-1991), Al-
dous Huxley (1894-1963), Paul Valéry (1871-1945), Pierre Drieu La
Rochelle (1893-1945) y Albert Camus, autores hoy en día mucho me-
nos leídos que en su tiempo. En cuanto a la carátula de “ensayo” que
la Directora les puso a los artículos recopilados, se podría decir que el
aparente hilo conductor bajo esa etiqueta induce a error y que la se-
lección parece más bien un pot-pourri; pero así eran las leyes que pro-
mulgaba Victoria Ocampo para su reino; y su concepción de qué era
un género literario no seguía más que las pautas que ella creía justas.
Veamos por un momento las “Palabras preliminares” de la Direc-
tora para este número especial, en donde se cuela, como siempre, el
interés de destacar su papel de gozne entre culturas distantes o, como
hoy diríamos, de operadora cultural, además de su auto-percepción
de decana del justo medio:
102
2. El justo medio
103
forma paralela a las expresiones de Victoria Ocampo. Es evidente que
la Directora no mostraba ninguna simpatía por la figura emblemática
del existencialismo y que, más bien, son los colaboradores más cerca-
nos los que se ocuparon de Sartre en Sur como Sábato (o, luego, José
Bianco, 1908-1986).
Esta es también la impresión de la estupenda investigación acer-
ca de Sur de Nora Pasternac, pues allí esta investigadora argentina
determina que las nociones sobre el “existencialismo” en la revista
fueron siempre muy vagas y erráticas (Pasternac, 2002: 14), aunque
otra estudiosa de la revista, Rosalie Sitman, por su parte, haya regis-
trado la presencia del concepto en artículos aparecidos ya en 1936.27
En este sentido, creo personalmente que uno de los factores de la
pérdida de prestigio de Sur a partir de 1950 es haber desdeñado rea-
lizar una consideración más profunda del sartrismo en sus páginas,
teniendo conciencia de la medida en que esta corriente ya se había
adueñado de los espíritus rioplatenses como lo demuestra la apari-
ción del artículo de Vicente Fatone en 1948 y de la propia fundación
de la revista Contorno en la década del 50 (Katra, 1988: 65 y ss.), de
cabo a rabo sartreana.28 Sea como fuere, Sábato rinde homenaje a
Sartre desde Sur, mostrándose así como un amplio conocedor de esa
magnífica personalidad, quizás a partir de su permanencia anterior
27
Según esta investigadora israelí, serían justamente las páginas de Sur la plataforma
desde la que los filósofos Carlos Astrada (1894-1970) y Miguel Ángel Virasoro (1900-
1966) habrían introducido el existencialismo en la Argentina (Rosalie Sitman 2003:
113). Merecería una investigación más pormenorizada por qué este hecho estuvo
de tal manera opacado por las decisiones unilaterales de su Directora, quien parece
haber desarrollado una particular inquina contra esta corriente, oponiéndose a la
opinión de colaboradores más lúcidos como José Bianco, con quien finalmente ella
rompería de manera resonante. En definitiva, en mi opinión, sería, sin embargo, José
Bianco quien llevaría a la revista a su máximo esplendor.
28
Esta particularidad no parece haber sido considerada por ninguno de los
analistas de la decadencia de Sur. Oscar Terán, por su parte, enumera las razones del
desprestigio de Sur en los años 60, poniendo en primer lugar su negativa a reapreciar el
fenómeno peronista (lo que sí hizo Contorno), y luego su postura intransigente frente
a la Revolución Cubana, su impermeabilidad a las nuevas perspectivas temáticas y
teóricas, además de su terca insistencia en separar lo político de lo literario, mientras,
al mismo tiempo, mezclaba las esferas (citado por Rosalie Sitman 2003: 234).
104
en París en los años clave del surgimiento del existencialismo. Con
buena sensibilidad para captar las sutilezas de la lengua francesa, Sá-
bato pone énfasis en el modo en que Sartre había dado un relieve
singular a la aparición del cuerpo y de la mirada del prójimo para
la constitución de la identidad de cada persona. Y así mediante un
hallazgo lingüístico propio Sábato descubre la ironía del apellido de
la compañera de ruta de Sartre, que justamente viene a llamarse “de
Beau-voir” (algo así como “del bello ver” o “de la bella vista”), cuando
todo el universo literario se basa en definir cómo somos vistos por los
otros. Si las herramientas estilísticas en poder de Sábato son afines al
existencialismo, como puede verse en su propia obra literaria, este iz-
quierdista-liberal que es Ernesto Sábato no va mucho más allá que lo
que había ido el propio Julio Cortázar en la misma década sesentista,
porque ambos defendiendo el amor libre, tienen todavía poca idea
de los vericuetos sociales e injustos del sistema-género. Por ello me
interesa citar una frase de Sábato que se halla en el mismo artículo ya
mencionado, cuando el autor pasa revista a ciertas concepciones filo-
sóficas. Así se expresa Sábato, sin que la mirada cautelosa de Victoria
Ocampo, lo haya censurado:
105
existencialismo. Los personajes de sus respectivas novelas con Ale-
jandra y La Maga, como ya se dijo antes, acusan rasgos similares que
parecen provenir de una fuente común, en la que se destaca el apos-
tar por una vida libre de ataduras morales en cuanto a la sexualidad
(Amícola, 2008a: 644). Ambos autores, en ese sentido, podrían haber
integrado el staff regular de la revista Contorno (Amícola, 2003a: 453
y ss.), más que el de Sur, dado que esta última ya había perdido el tren
existencialista, al que la revista rival se dedicaba por entero.
La ceguera de la Directora de Sur hacia el existencialismo es su-
mamente sugerente. El brote del existencialismo tomó por sorpresa
a Victoria Ocampo, cuando ya andaba por la mitad de su vida. A los
cincuenta años ella ya no poesía la fuerza de renovación que había
desarrollado dos o tres décadas antes. En su madurez ya no estaba
para esos trotes, como los que la habían hecho destacarse entre la
juventud exquisita de la Belle Epoque parisiense allá por 1913, cuan-
do se estrenaba La consagración de la primavera de Igor Stravinski
(1882-1971) y Victoria Ocampo presenciaba la batalla a que dio lugar
la obra desde la primera fila del Théâtre du Châtelet, tomando par-
te en pro de la renovación estética que representaba la vanguardia
musical. Entre la década del 40 y del 50, en cambio, los aires habían
cambiado, pero Victoria Ocampo seguía soñando con lo que ocurría
en sus años mozos, sin dar espacio en su mente a los cambios, tanto
en lo político como en lo artístico.
La Revolución Cubana va a producir, efectivamente, un cimbro-
nazo de gran magnitud en lo social y cultural en toda Latinoamérica,
que Victoria Ocampo no sabe calibrar (Katra, 1988: 59). La Argenti-
na, aunque siempre mirando también a París, siente a partir de 1959
el deslumbramiento por un tipo de literatura hecha en casa. Y los ojos
de los jóvenes lectores les prestan especial atención a novelas como
Sobre héroes y tumbas o Rayuela, a la par que encuentran que la Di-
rectora de Sur está ya completamente rezagada.29
29 Resumiendo: mientras que Nora Pasternac puso el acento en las críticas que la
revista despertaba desde sus inicios y que recrudecieron desde el momento en que el
106
A pesar del nuevo golpe de timón que significó que, Sur sustituye-
ra en 1938 al tradicional Eduardo Mallea (1903-1982) en la Secretaría
de Redacción y nombrara en su lugar al eficiente y esclarecido José
Bianco (en ese puesto desde 1938 a 1961), el moho de lo antiguo se
había ya posado sobre la revista de Victoria Ocampo. Sin embargo,
por cierto tiempo al menos el oxígeno existencialista que Bianco (a
pesar de su Directora) le imprimió a Sur permitió que la revista atra-
vesara bastante bien la década del 40. Así no es de extrañar que Sur,
bajo el mandato de Bianco como Secretario de Redacción (y con el
rechinar de dientes de Victoria Ocampo), diera a conocer el texto
antológico de Les bonnes (Las criadas, 1947) de Genet, que apareció
con la magnífica traducción del propio Bianco ya en agosto de 1948
(Willson, 2004: 278).
¿Dónde quedaba el famoso buen gusto que caracterizaba a su Di-
rectora al oponerse, como ahora sabemos, a la nueva literatura fran-
cesa que representaba Genet? En ese gusto refinado, hoy en día, se
percibe un tufillo rancio. Mucho podría escribirse sobre estas deci-
siones, así como sobre su ignorancia de lo latinoamericano, un terri-
torio que pretendía representar en los círculos europeos, como cuan-
do llevaría alas de mariposas de regalo a Virginia Woolf provenientes
de Brasil, Perú, Colombia, Venezuela, Bolivia, países por cuya cultura
no se había interesado nunca.
107
En este sentido, si Manuel Mujica Láinez (1910-1984) había es-
tampado el rótulo de “précieuses” a la comunidad de matronas de
la alta sociedad argentina que se dedicaban a fomentar la cultura; y
el visitante que se hacía llamar “Conde” de Keyserling las había de-
nominado “femmes savantes” molierescas, Victoria Ocampo estaba
entre ellas por derecho propio, con los mismos visos de exotismo y
ridiculez que los que rodeaban a los personajes de Molière.30
3. La précieuse Victoria
108
ría por su belleza y por su elegancia, pero no por su inteligencia). Esto
vale para el liderazgo que ocuparon en Sur especialmente Ortega y
Gasset (1883-1955), el Conde de Keyserling, Drieu La Rochelle, Ra-
bindranath Tagore y Eduardo Mallea, todos hombres marcados por
una concepción peyorativa del rol de lo femenino en la sociedad, y
que Matamoro denomina “los espejos victoriales”, poniendo entre
ellos también a Valéry y a T. E. Lawrence, quienes, aunque no coloca-
dos entre los machos depredadores, no se destacaban por reflejar una
mejor imagen de la mujer que los otros (Matamoro, 1986: 114 y ss.).
Las elecciones determinantes y maniqueas de Victoria Ocampo
para darle un perfil europeo a su revista condujeron a algunos ca-
llejones sin salida que es necesario considerar, especialmente en dos
casos. Lo llamativo de estas decisiones, por otro lado, es que la Direc-
tora de la revista estaba convencida de que ese órgano era imparcial
y diverso.
Al rechazar el existencialismo de Sartre, prefiriendo la represen-
tación que le otorgaba Camus, Sur hacía pie en el fuerte individualis-
mo de este último autor (típico de las posturas liberales) por sobre el
izquierdismo y el compromiso social de Sartre. La consecuencia de
esta toma de partido, sin embargo, era más compleja, pues la revista
quedaba así asociada a una misoginia que pasaba de contrabando sin
que Victoria Ocampo se percatara. Y este sería el primer caso al que
quería referirme.
El segundo caso igualmente flagrante de ceguera operativa, simi-
lar al deslumbramiento ante Camus por sobre el de Sartre, se halla
en la postura de rechazo del psicoanálisis freudiano, dando preferen-
cia al irracionalismo y búsqueda de figuras míticas bajo la tutela de
Carl Jung (1875-1961).32 Esta situación de preferencia de Jung sobre
32
La decisión de Paul Ricoeur al valorar a Freud por sobre Jung es muy clara. El
crítico francés escribió lo siguiente:
109
la figura de Freud resulta evidentemente escandalosa, cuando la re-
vista se edita en una Buenos Aires que desde antes de los años 40 es
un centro mundial de práctica psicoanalítica freudiana con la mis-
ma estatura que al respecto ocuparon París y Nueva York (Amícola,
2007: 242-243). No es casual, sino muy coherente con un sistema de
pensamiento que Sur se ocupara del deceso de Freud en 1939 con
un tono despectivo en una nota necrológica no firmada (una nota
probablemente debida a la propia Directora de la revista). En ella se
decía lo siguiente:
prefiero a Freud a Jung por esa firmeza y rigor. Con Freud sé dónde
estoy y adónde voy; con Jung todo corre el riesgo de confundirse: el
psiquismo, el alma, los arquetipos, lo sagrado… (Ricoeur, 1965: 152).
110
nes de estos dos últimos son esporádicas en la revista, frente a la pal-
maria preeminencia de otros autores franceses.
En definitiva, Camus era más apto que Sartre para la revista,
porque venía apartándose del ala dura del comunismo francés, y Jung
era más potable que Freud, porque había hecho de la sexualidad un
artículo secundario dentro del psicoanálisis, además de haberse apo-
yado en un mundo de mitologías propias.
Nótese el modo en que se formula en el párrafo siguiente, por
ejemplo, el asunto que le daría a Jung mayor fama, la cuestión de los
“arquetipos”:
111
menos adeptos, pues ambos “inventos” (Erfindungen) se apoyan so-
bre la base de un mundo de esencias inmutables (difícilmente com-
probables). En este orden de ideas predomina la creencia en los datos
absolutos que provendrían de causas innatas, algo que Freud había
sido el primero en relativizar de modo tajante y convincente.
Por ello, no podemos menos que coincidir con la apreciación del
historiador del arte E. H. Gombrich (1909-2001) cuando expresaba:
112
rísticas que desde siempre se vinieron adjudicando a la mujer. Como
corolario de este mecanismo de un proceso determinista, Jung lle-
ga al descubrimiento de un supuesto origen de la homosexualidad
masculina por la mayor proporción del arquetipo de “Anima” en el
individuo (Jung, 1936: 75). Por mi parte, tengo la sospecha de que las
supuestas elaboradas clasificaciones de Jung sobre el sistema-género
tienen su base en el paranoico texto de Otto Weininger (1880-1903)
Geschlecht und Charakter (Sexo y carácter), que, publicado en 1903
por primera vez, fue reeditado veintiocho veces hasta 1932. Sexo y
carácter valió así durante tres décadas como lo más osado en ese te-
rreno, dado que incluía algunas ideas avanzadas, entre la hojarasca de
un discurso alienante, sobre la bisexualidad del individuo (Weinin-
ger, 1903: 107 ss.) que quizás tuvieron alguna influencia en la obra de
Freud. Las peregrinas ideas de Weininger, con todo, no pueden dejar
de poner en evidencia a la vez la profunda misoginia que se desató
hacia 1900 ante el avance de las luchas feministas.
Para nosotros es difícil comprender ahora por qué Victoria Ocam-
po podía prendarse de autores, cuyas ideas, al fin y al cabo, dejaban al
área de lo femenino siempre en la misma situación de determinacio-
nes regidas por prejuicios ancestrales; y me refiero aquí especialmen-
te a las ideas de Camus y Jung.
Así, si Sur perdió el tren del sartrismo y del freudismo, es todavía
más lamentable que haya perdido también el tren del “lacanismo” de
modo tan banal, dado que Victoria Ocampo había tenido la oportu-
nidad de intimar con Jacques Lacan (1901-1981) en sus andanzas por
París a comienzos de la década del 30. Si la Directora de Sur hubiera
tenido la suficiente información sobre los avances en psicoanálisis,
no le hubiera sido nada difícil tirar por la borda la marca de Jung y,
en cambio, captar a Lacan, esa extraordinaria figura del psicoanálisis
mundial, para que se enrolara en sus filas. Nada hubiera impedido
que volviera a desplegar su poder de seducción de mujer super-fe-
menina y le pidiera a Lacan colaboraciones para Sur en las décadas
siguientes a medida que el faro del psicoanálisis actual se ganaba la
113
consideración internacional.33 Sin embargo, Victoria Ocampo no dio
ese paso, probablemente porque estaba mal dispuesta para con la
práctica psicoanalítica de cuño freudiano. Y la relectura que Lacan
venía haciendo de la obra de Freud la dejaba al margen. Solo po-
demos decir que esto fue una tonta pérdida en ganar prestigio para
la revista, pues el Río de la Plata, a la larga, se tornó tan “lacaniano”
como el resto del mundo.34 Estos errores del supuesto olfato cultural
infalible de Victoria Ocampo son para mí el mejor de los ejemplos de
su rigidez mental, que solo puede ser comprensible si también se ana-
liza su “snobismo”. A diferencia del papel jugado por Virginia Woolf
y Simone de Beauvoir en sus campos intelectuales respectivos, Vic-
toria Ocampo era una imitadora. Y si bien las dos europeas no eran
lo que se llama “elegantes”, desde la perspectiva de la alta burguesía
argentina irradiaban la luz de una enorme personalidad que les daba
un sello de prestigio. En este sentido, me parece de perlas la defini-
ción que da al respecto Matamoro del snob que viene como anillo al
dedo para considerar a Victoria Ocampo, mientras que este patrón
no encaja demasiado bien al caso de Virginia Woolf y para nada al de
Simone de Beauvoir:
33
En una carta de 1930 Victoria Ocampo confiesa: “Anoche comí en lo de Jo A. con
Fargue (divertido pero me revienta), [Marcel] Rivière y un muchacho, Jacques Lacan,
de quien me estoy haciendo, a pasos agigantados, muy amiga”. (Ocampo, V. 1997:
17). Léon-Paul Fargue (1876-1947) era poeta y Marcel Rivière (1901-1960) editor. No
queda claro quién era “Jo A.”.
34
Es interesante acotar que en la biblioteca de la casona natal de Victoria Ocampo
en San Isidro se encuentra un ejemplar dedicado a ella de la tesis de Doctorado de
Jacques Lacan, lo que indica el grado de cercanía de esta figura argentina con el
psicoanalista francés en la década del 30.
35
Existe consenso para afirmar que la palabra “snob” viene de una abreviatura puesta
junto a los nombres de los alumnos plebeyos de los colegios ingleses que significaba
114
La influencia de Paul Valéry (1871-1945) en la primera década
de existencia de Sur es también capital y debe tratarse con cierto de-
tenimiento, porque este poeta francés parece haber sido asimismo
asiduamente leído por Borges en lo que respecta a las ideas teóricas
sobre la poesía. Esta influencia se produce justamente cuando Valéry
es el parangón de una vuelta al clasicismo en plena eclosión de las
vanguardias.
Para Valéry el virtuosismo de la escritura era la clave y, por ello,
este artista se dedica más a escribir una poética que a escribir poesía
(Matamoro, 1986: 129). Estoy convencido, por mi parte, de que mu-
cho de lo que sostenía Valéry por aquellos años hizo su efecto en las
consideraciones sobre literatura que se cuelan en las conferencias de
Borges de los años 40 y 50, como en el famoso texto ya mencionado
“El escritor argentino y la tradición” (1951) e inclusive en sus cuentos,
como “Pierre Menard, autor del Quijote” (1941). En algún sentido, el
clasicismo de Valéry actúa como un biombo que opaca los destellos
de los grandes de las vanguardias en la caja de resonancia de Sur, pues
la revista es sorda a la magia de la escritura de, por ejemplo, Franz
Kafka (1883-1924), Robert Musil (1880-1942), Thomas Mann (1875-
1955), Italo Svevo (1861-1928) o James Joyce y, por supuesto, de todo
el surrealismo francés, que Victoria Ocampo parece desdeñar en blo-
que (Matamoro, 1986: 114 y 167); un desdén que, posiblemente, está
en la base de la incomprensión hacia la obra de Gombrowicz, cuyo
cuño principal se inspira en los juegos lingüísticos surrealistas. De
todas maneras, es un misterio por qué Victoria Ocampo, quien había
educado su gusto en la época de las vanguardias históricas oyendo la
música de Stravinski, fue inmune a lo novedoso que vendría después.
Al parecer, el adalid del surrealismo en la revista había sido Guiller-
mo de Torre (1900-1971), que fue por poco tiempo el Secretario de
115
Redacción en sus inicios (Pasternac, 2002: 38, n. 17). La sustitución
de este nombre por el de Eduardo Mallea, como posterior Secretario,
parece haber signado también la desaparición de la apuesta hacia las
vanguardias más osadas que en un principio propiciaba Guillermo
de Torre.
Un lugar diferente entre los “espejos victoriales” ocupa Waldo
Frank (1889-1967), quien como judío izquierdista y americano pare-
ce no tener nada en común con el grupo de varones intelectuales ya
mencionado. En rigor, Waldo Frank está en el germen primerísimo
de la fundación de Sur y, por ello, es interesante anotar sus diferencias
con la concepción de Victoria Ocampo:
116
más lacerante de quien traspasa las fronteras entre el primitivismo y
una vida sofisticada. En el idealismo de este luchador en pro de cau-
sas perdidas se halla la idea (bastante discutible) de que Inglaterra en
la cumbre de su poderío pudiera re-establecer la escala de valores de
los pueblos árabes. La fascinación que ejerce esta figura anacrónica
sobre Victoria Ocampo parece tener que ver, por un lado, con el halo
de santidad que la rodea, y por otro lado, con la certidumbre (que es
generalizada entre las clases altas argentinas) del papel inglés en el
control de la armonía mundial, del que T. E. Lawrence vendría a ser
el ejecutor más romántico. Para reforzar esta idea se podría pensar
en el papel que una vez había jugado Byron (1788-1824) luchando en
favor de los griegos, mientras estos estaban sometidos al yugo turco.
Así T. E. Lawrence, como un Byron moderno, cumplía con un canon
que emocionaba hasta las lágrimas a esta dama porteña, pues ella
sacaba de las figuras-modelo que amaba los trazos que convenían a
su idealización y barría bajo la alfombra todo el resto.
¿Qué pasó, por otro lado, con las fascinaciones empecinadas por
aquellos varones que sin tapujos querían obtener el galardón último
de la dama a toda costa al mismo tiempo que la humillaban en su lado
más emancipatorio? El papelón más resonante de la carrera de ope-
radora cultural de Victoria Ocampo se dio, en mi opinión, con la in-
vitación cursada al charlista Herrmann von Keyserling (1880-1946).
Este viajero que la asedió sin descanso desde su primer encuentro
en Berlín venía cosechando el aplauso de amplios públicos sedientos
de explicaciones esencialistas. La somera educación con institutrices
inglesas que había recibido Victoria Ocampo, no le permitió a la bella
y rica sudamericana vestida por Chanel distinguir verdaderamente la
paja del trigo. La reacción de algunos auditorios más lúcidos hizo el
resto, de modo que ante el público porteño finalmente se evidenció la
vacuidad de las supuestas sesudas conferencias de este presunto no-
ble (cuyos feudos se hallaban en la actual Estonia, donde los germa-
nos posaban de aristócratas frente a la población campesina báltica
bajo dominio del zarismo ruso). Esa para nada fructífera invitación
117
rebeló de qué pie cojeaba la papisa del buen gusto argentino, y, en
mi opinión, desacreditó un tanto su labor. A partir de ese momento
Victoria Ocampo empezó a contar también con detractores. Desgra-
ciadamente las ideas maniqueas de Keyserling echaron raíces durante
la década del 30 entre algunos miembros de la intelectualidad argen-
tina, como puede verse en los ensayos fatalistas de Eduardo Mallea,
que por esos años estaba en el centro de la consideración literaria
apuntalado por Sur, mientras todavía la obra de Borges se hallaba
en proceso de maduración. En efecto, la influencia de las ideas tre-
mendistas de la década del 30 expresadas por los invitados extranje-
ros es enorme en más de un sentido, pues cuando Victoria Ocampo
en 1934 visitó Italia (junto a su mentor y galán Eduardo Mallea), y
se entrevistó con Mussolini, aprovechando para pronunciar alguna
conferencia en ese país, la Directora de Sur no pudo dejar de repetir
ideas recibidas, como aquello de “la primacía de la sangre”, que salen
evidentemente de las enseñanzas de este noble germano del Báltico
(Matamoro, 1986: 139), que mucho más tarde ella misma pondría en
entredicho (Pasternac, 2002: 71).
Otra figura que le causa a Victoria Ocampo mayor incomodidad
por los escarceos amorosos a los que se ve sometida, es la de Rabin-
dranath Tagore (1861-1941), quien había precedido la visita de Key-
serling. El poeta hindú, en la cumbre de su fama, también interpre-
tó mal la mezcla de entusiasmo y seducción que empleaba Victoria
Ocampo con el fin de activar sus planes y llenar los casilleros de las
grandes personalidades que guardaba en su álbum. Yendo para atrás,
podemos decir que la historia de ese mismo tipo de desencuentros
amorosos había empezado bien pronto, pues una suerte similar había
corrido el acto de seducción y rechazo de Victoria Ocampo hacia José
Ortega y Gasset. En cambio, Pierre Drieu La Rochelle y Eduardo Ma-
llea, igualmente obtusos como para ver en la mujer no otra cosa que
el espejo en que se mira el varón, fueron más exitosos en su procura
del galardón de la dama. Lo llamativo de estas “liaisons dangereuses”
de la Directora de Sur es en qué medida Victoria Ocampo posponía
118
su disgusto ante un machismo apenas disimulado, con tal de disfru-
tar de una compañía masculina atractiva o famosa.
Es interesante comparar al respecto esta aseveración de Virginia
Woolf sobre la atracción por los hombres:
119
en que Victoria Ocampo había empezado a desconfiar de la exhibi-
ción de un existencialismo que la hubiera llevado a rendirle pleitesía
a Sartre, cosa que estaba haciendo toda la intelectualidad argentina
desde después de la guerra. Pero Sartre era un comunista confeso y
eso no era fácil de tragar para la liberal Victoria Ocampo, porque
hubiera teñido de ese color a toda la publicación. De hecho, Julio
Cortázar publica su última colaboración en Sur en 1952 y no vuelve a
aparecer en la revista (Matamoro, 1986: 270). Creo que este dato hace
sistema con el resto, es decir: a la par que se va dando el giro más sos-
tenido hacia la izquierda de muchas figuras importantes a partir de
la Revolución Cubana como el vuelco del propio Cortázar, Sur se va
sintiendo arrinconada a la sala de trastos viejos. La revista no puede
remontar la cuesta de la nueva politización que se avecina en los años
60 ni tampoco los nuevos aires que impregnan el ambiente alrededor
de una reconsideración de las relaciones sexuales. Victoria Ocampo
se había quedado adherida “a lo que dirán los vecinos”, cuando había
elegido en su juventud la casa de la calle Garay en un barrio “innoble”
para sus encuentros extra-matrimoniales. Entretanto, el “adulterio”
se fue convirtiendo en un concepto con cierto signo de antigüedad,
típico de la literatura realista del siglo XIX. Tal vez también en eso
Victoria Ocampo estuvo desfasada, al volver atrás su mirada.
Sur había confiado desde sus inicios en lo que se conoce como el
mandarinato intelectual. Según Matamoro, es el profesor Villemain
(1790-1870) en 1828 quien introduce en francés la palabra “manda-
rín” con ese sentido a partir de lo que había sucedido en la China
imperial, cuando se llamaba “mandarines” a oficiales o consejeros de
Estado, a menudo encargados de cuestiones literarias o lingüísticas
(la palabra acusa una etimología del sánscrito con el sentido de “pen-
sar”). Villemain la re-acuña con el sentido de un individuo encargado
de proponer a la sociedad valores absolutos, sin los cuales la tarea in-
telectual sería imposible (Matamoro, 1986: 203). Tanto Cyril Conno-
lly en Inglaterra, como hemos visto antes, como Simone de Beauvoir
en Francia (con su novela Les Mandarins de 1954) hacen amplio uso
120
del término en el contexto determinado de los campos literarios fran-
cés e inglés de su momento, aunque cada uno entienda no exacta-
mente lo mismo, pues mientras para Connolly el concepto tiene que
ver con una relación conflictiva con la lengua conversacional, para
los franceses “los mandarines” son aquellos intelectuales con pres-
tigio dentro de su campo, según la acepción de Villemain. Victoria
Ocampo desde su reducto argentino no podía ser menos y también
la piensa como los franceses. Sin embargo, la empresa del manda-
rinato sufre en todas partes un desgarramiento nada menos que en
medio de las nuevas condiciones políticas de la Guerra Fría, cuando
la revista Sur ya agoniza. Sur ya no puede estar a la cabeza de la inno-
vación, porque sus mandarines han quedado desfasados. Prueba de
ello es la negativa a apreciar la fuerza de una nueva dramaturgia que
se abre camino en el mundo y que deja a Sur desconcertada, como
lo muestran estos juicios negativos sobre las presentaciones de obras
de Tennessee Williams (1911-1983) y de Jean Genet. A propósito del
primero Victoria Ocampo escribe ya en 1949:
121
invención, una ilusión a la que se aferran únicamente los
sentimentales o los imbéciles. El estiércol puede servir a la
rosa si cumple su verdadero destino: la transformación, la
metamorfosis. Pero el culto del estiércol por el estiércol no
tiene sentido. (citado por Matamoro, 1986: 273)
122
Así en las cartas escritas por Virginia Woolf en 1930 encontramos
afirmaciones de esta índole dirigidas a su nueva relación, la composi-
tora Ethel Smyth (1858-1944):36
Ethel Smyth había sido una sufragista a comienzos del siglo XX y siendo pionera
36
como compositora mostraba también sin tapujos su atracción hacia las otras mujeres
en una Gran Bretaña que todavía mandaba a la cárcel a los disidentes sexuales.
123
el mismo título de Apes of God (Los monos divinos), poniendo en la
picota a todos bajo la impronta de hedonismo y de hacer gala de una
elegancia social espuria (Woolf, 1978: 237 y 237, n.4). Sin embargo,
lo más escandaloso de ese libelo de denuncia tenía que ver con la
publicidad que les otorgaba a los disidentes sexuales más conspicuos
del grupo, sosteniendo que la mayoría era “sod” o “saph” (sodomita
o lesbiana).
Soy de la opinión que todavía en plena década del 20 la promis-
cuidad no solo era escandalosa sino que, además, ocupaba el centro
de atención en los salones burgueses; dos décadas después con la lle-
gada de la guerra, esos datos picantes dejaron de tener relevancia.
La sexualidad desorbitada empezó a tener nuevos exponentes en el
arte de posguerra y cualquier desborde no significaba ya lo que había
significado antes. Bloomsbury había dejado de ser recordado como
“escandaloso”, sino más bien como bohemio y vanguardista.
Es cierto también que la lucha feminista de Virginia Woolf es muy
coherente, en tanto ella postula una reivindicación desde una con-
ducta fraternal con el varón que implica desde su plataforma literaria
el modelo del andrógino. Victoria Ocampo no supo o no quiso leer
este aspecto del programa de emancipación de la escritora inglesa,
porque tal vez le faltaban herramientas para su decodificación. Es
evidente que Virginia Woolf tiene un pasado feminista inglés que la
respalda. Allí está la obra de Mary Wollstonecraft que Virginia Woolf
lee detenidamente y que viene de mucho antes, de fines del siglo XVI-
II (Woolf, 1978: 78, n. 1), además de toda la pléyade de novelistas
inglesas que la precedieron y cuyos textos dieron cuenta de las difi-
cultades con que se toparon al ponerse a escribir. Ella le imprimió,
sin embargo, una vuelta de tuerca única a ese impulso, cuando lo
combinó con la coherencia de una lucha contra el patriarcalismo de
los padres fundadores de la literatura inglesa, pero también contra la
propia concepción aristocrática de la Reina Victoria. La otra Victoria,
Victoria Ocampo, no pudo ir tan lejos. El patriarcado siguió vigente
en su concepción de todo su programa, porque ir contra él hubiera
124
sido serrucharse la rama sobre la que estaba encaramada. La historia
de las familias con las que se entrecruzaban los Ocampo era LA histo-
ria Argentina y Victoria Ocampo tenía una adoración particular por
ese pasado ilustre de su árbol genealógico.
Esta operadora cultural argentina, entonces, no supo hacer em-
palmar su avanzada reivindicativa con, por lo menos, la de Juana Ma-
nuela Gorriti (1819-1892). Su formación anglo-francesa la obligó a
mirar exclusivamente en dirección de París y Londres y allí encontró
sus modelos, pero de ellos tomó solo aquellos elementos que le per-
mitían presentarse ante sus conciudadanos como la dama ilustrada.
Los textos más oportunos al respecto que me interesa comentar a
continuación acreditan detalladamente la relación de Victoria Ocam-
po con su modelo inglés y fueron publicados en la extensión editorial
de su revista, que por razones económicas empezó a editar libros ya
en 1933. En la semblanza de 1954 en ocasión de la publicación de
una antología de las notas de los diarios personales de la autora ingle-
sa, Victoria Ocampo cuenta que posee veinticinco cartas de Virginia
Woolf dirigidas a ella y que las atesora con pasión. Por supuesto que
al contar cómo fue su encuentro en Londres con ella, Victoria Ocam-
po no deja de hablar de sí misma con fruición, además de ser harto
digresiva, fiel a su estilo; de modo tal que en ocasiones el texto se
torna más una reproducción de las intensas vivencias personales de la
Directora de Sur, que una verdadera semblanza sobre Virginia Woolf.
En todo caso, Victoria Ocampo se guarda muy bien de hacer alusión
a la vida “pecaminosa” de su admirado modelo. Sea como fuere, hay
dos pasajes interesantes a los que quiero referirme. El primero surge
como comentario de la obra de André Gide (1869-1951), que cae al
texto a base del sistema de asociaciones que opera en estos recuerdos,
y tiene que ver con la concepción del sistema-género que Victoria
Ocampo reproduce con enorme ironía:
125
animales), existían leyes biológicas bastante semejantes a
las de la colmena: reina fecunda de un lado, obrera neutra
del otro. Naturalmente, el zángano escapaba a toda clasi-
ficación que lo hubiese relegado a último plano, limitan-
do su soberana independencia sexual. La comparación
solo valía para las mujeres. El hombre, creado a imagen
y semejanza de Dios, no podía desde luego equipararse a
un animal saisonnier. En cambio, la mujer, nacida de una
simple costilla y doce veces impura mientras la tierra da
la vuelta al sol, está más cerca de la naturaleza, aseguran
los hombres. Y la naturaleza es sabia, agregan, cuando se
trata de limitar la independencia de la mujer explicando
por qué, dado que fisiológicamente etc., es necesario que
se resigne a etc. Es importante señalar que el tan elástico
argumento de la naturaleza puede estirarse en cualquier
sentido y que el hombre lo emplea para defender las cau-
sas más contradictorias y los mayores desatinos… cuando
le conviene. (Ocampo, V., 1954: 45-46)
126
en que Sur catapulta a la fama a Borges tiene que ver con este pro-
grama que la tiene a Victoria Ocampo como principal agente; hay en
el Río de la Plata una batalla propia contra el realismo literario (que
imperaba hasta la llegada de Sur a las letras rioplatenses) y esa lucha
coincide con la de la revista y con la del grupo de Bloomsbury. No es
casual que encontremos aquí afinidades, que trascienden la cuestión
del sistema-género.
En la más acertada lectura de Victoria Ocampo, la realidad de los
textos de Virginia Woolf depende de la perspectiva desde la cual se
miran las cosas, pues:
4. “Adosada al vacío”
127
El hecho de que Victoria Ocampo se describiera como “adosada
al vacío”, carente de toda tradición cultural, muestra a las claras la au-
to-percepción que las clases altas de la Argentina tenían de sí mismas
entre 1900 y 1950, cuando creían que habían nacido en el país equi-
vocado; es decir, que las pampas (de las que por otro lado extraían
todo su bienestar) no podían ofrecer absolutamente nada más que
pura naturaleza, sin elaboración cultural.
En este sentido, es coherente que Victoria Ocampo no haya bus-
cado una genealogía femenina en su propio país en la que apoyarse y
haya ignorado la labor de Juana Manuela Gorriti (y de algunas otras
feministas locales), porque estaba desde la infancia convencida a par-
tir de la ideología de clase, que era la suya, que allí en su tierra no ha-
bía habido absolutamente nada de lo que pudiera enorgullecerse, que
no fuera otra cosa que su inmensidad. Por ello, para ella era correcto
que los europeos se hubieran posesionado de esa tierra, como hicie-
ron los antepasados de Victoria Ocampo. Eso solo era un “desierto”,
que había que llenar con la cultura venida de afuera.
Para mí sigue siendo un gran misterio, a pesar de todo, por qué
Victoria Ocampo entró en tal grado de adoración hacia Virginia
Woolf, salvo que pensemos que esa conducta implicó un no confesa-
do enamoramiento, que bien podría corresponder al impulso “mas-
culino” de las dos mujeres implicadas, entendiendo como tal una
fuerza emprendedora y todopoderosa que es capaz de arrasar con
todo a su paso. La investigadora Alicia Salomone con gran lucidez,
en cambio, prefiere entender esta relación compleja y desigual, sin
solidaridad de género, como la fascinación que en el colonizado ejer-
ce el colonizador (Salomone, 2006: 71). En mi opinión esta segunda y
estupenda interpretación no invalidaría la primera.
Es llamativo, por otra parte, que ese estado de fascinación hacia
la escritora inglesa aparezca contrastado por lo que experimentó Vic-
toria Ocampo frente a alguien como Simone de Beauvoir. Da la sen-
sación de que la Directora de Sur, por otro lado, fue impermeable a
128
la formidable tarea de esclarecimiento que provocó El segundo sexo.
¿Cómo fue esto posible? ¿Victoria Ocampo, como en el caso de su
aprendizaje estético, se detuvo quizás también en el año 20, y se tor-
nó sorda para lo que sucedió después? En 1963 Victoria Ocampo les
escribía a sus hermanas desde París:
129
nes políticas: Simone de Beauvoir respondía claramente a las aspi-
raciones de las izquierdas europeas, mientras que Virginia Woolf se
alistaba fácilmente entre las huestes del centro-izquierda del partido
laborista; Victoria Ocampo, finalmente, estaba enrolada en el ala de
centro-derecha. Allí se enraizaba su afinidad con el aristocratismo
de una patrona de las artes inglesa como Lady Ottoline Morrell, con
quien la unía el “habitus” propio de clase.37
Es también una gran ironía del destino que Victoria Ocampo
se sintiera atraída por la biografía de alguien como Lady Ottoline
Morrell, que parecería su “alma gemela” inglesa. En efecto, D. H.
Lawrence en su novela en clave Women in Love hace un retrato nada
lisonjero de Ottoline Morrell a través de su personaje Hermione Ro-
ddice (Ford, 1963: 38), de quien se dice que:
37
Lady Ottoline Morrell había patronizado en las primeras décadas del siglo
a escritores de la más variada pertenencia; muchas de esos patronazgos habían
terminado también estruendosamente; así en muchos sentidos, esta aristócrata había
sido el Doble de Victoria Ocampo, especialmente también en su capacidad de mostrar
una voluntad de hierro para imponer su poder.
130
“But your passion is a lie”, he went on violently. “It isn´t
passion at all, it is your will. It´s your bullying will. You
want to clutch things and have them in your power. You
want to have things in your power. And why? Because you
haven´t got any real body, any dark sensual body of life.
You have no sensuality. You have only your will and your
conceit of consciousness, and lust for power, to know.”
(“Pero tu pasión es una mentira”, prosiguió él con violen-
cia. “No es para nada una pasión. Es tu voluntad de in-
timidar. Quieres apresar las cosas y tenerlas en tu poder.
Quieres tener cosas en tu poder. ¿Y esto por qué? Porque
no posees un cuerpo real, cualquier cuerpo vital que ten-
ga una sensualidad tenebrosa. No tienes sensualidad. Solo
tienes voluntad y una arrogancia consciente, y un deseo de
poder, el poder de saber”; Lawrence, 1920: 46).
131
acredita el esfuerzo que realizaba Victoria Ocampo para dar cabida
en la Argentina a una corriente del psicoanálisis que se había torna-
do más presentable en los salones burgueses, en tanto se dedicaba a
trabajar los mitos profundos y dejaba un poco de lado las premisas
más revolucionarias de Freud como la sexualidad infantil y el análisis
vergonzante de los sueños, que eran lo más duro de tragar. Jung, en
su carta en inglés, se muestra, sin embargo, esquivo a dejarse atrapar
por los cantos de sirena sudamericanos y le contesta a la Directora
de Sur que no está interesado en dar conferencias en Buenos Aires
(Ocampo, V., 1980: 47). Comparada con la carta de Camus, la misiva
de Jung se nota muy formal y distante. En esta diferencia de tono
puede advertirse en qué medida no todas las operaciones de Victo-
ria Ocampo fueron coronadas por el éxito. Como quiera que sea, al
mismo tiempo, esta esquela revela los esfuerzos denodados de Sur
para esquivar el psicoanálisis en su ala más dura y más genuina. En
mi opinión y en la lectura que hago de estas circunstancias, estas dos
decisiones en contra del sartrismo y del freudismo fueron fatales para
la vida futura de la revista.
En esta misma colección de cartas personales editadas en el nú-
mero especial de Sur a la muerte de su Directora encontramos una
pequeña misiva de Virginia Woolf a Victoria Ocampo fechada en
1934, en la que la escritora inglesa invita a su admiradora a tomar
el té; y otra carta más explícita de Virginia Woolf de 1940. Si la mi-
siva de 1934 puede servirnos para comprender el tono social de los
encuentros de las dos mujeres, la segunda carta me parece más elo-
cuente, porque hace referencia a la constante insistencia de Victoria
Ocampo por imponerse en la relación con Virginia Woolf a pesar de
cierto flegmatismo inglés ante las fotografías de salón (Ocampo, V.,
1980: 95). En este caso se trata de un hecho que ha tenido consecuen-
cias afortunadas: Gisèle Freund (1908-2000) finalmente pudo foto-
grafiar a Virginia Woolf y ese retrato es el más estupendo de todos
los realizados a alguien que se había negado a ser retratada (Ocampo,
V., 1941: 283). Hoy en día el retrato fotográfico de medio perfil de la
132
autora de Orlando tomado por Gisèle Freund a instancias de la insos-
layable Victoria Ocampo, ocupa un lugar destacado en la Galería Na-
cional de Retratos de Londres. Pocos saben que su existencia se debe
a la persistencia de Victoria Ocampo, quien queriendo matar dos pá-
jaros de un tiro, había vencido la resistencia de la autora inglesa para
dejarse fotografiar y, al mismo tiempo, le había brindado un trabajo
a la fotógrafa judía expatriada. Para comprender toda la situación del
lugar que ocupó Victoria Ocampo en ese proceso, es necesario saber
que Virginia Woolf previamente se había negado a ser fotografiada
nada menos que por Cecil Beaton (1904-1980), quien era el fotógrafo
más admirado por las vanguardias europeas. Como quiera que sea, la
operadora cultural argentina ofreció siempre un perfil equivocado en
su desbordada admiración por la escritora inglesa, de tal modo como
para que en el círculo de Bloomsbury Victoria Ocampo fuera sido to-
mada como “una nueva rica” sudamericana, algo que ella no era; pues
su riqueza venía de un siglo atrás y sus modales, aunque impetuosos,
tenían fama de ser refinados.
En mi opinión, a pesar de toda la alcurnia de los Ocampo en la
Argentina, que está enlazada con los presidentes y ministros más es-
clarecidos que hicieron gala siempre de ser europeizantes y más pre-
cisamente anglófilos, su representante cultural cometió el error (no
lingüístico) de olvidar una característica inglesa descollante como era
“the understatement”, lo que hoy en la jerga periodística se llamaría
“cultivar el perfil bajo”. Victoria Ocampo se destacó, en cambio, por
su exuberancia y énfasis en todo lo que hacía y esta característica de
su carácter no pudo no llamar la atención de Virginia Woolf, cuando
se vio avasallada por la presencia de una acaudalada argentina, re-
presentante de un país exótico, que quería imponerle su presencia y
sus decisiones. Victoria Ocampo no solo no hizo nada por despejar
la incógnita del exotismo, sino, al contrario, la catapultó a su más alto
grado, al llenar a la escritora inglesa de orquídeas o mariposas suda-
mericanas (Molloy, 1991: 99).
133
Llegados a este punto, sería interesante mencionar el enamora-
miento de Victoria Ocampo por su admirada Virginia, quien encar-
naba todo lo que un espíritu libre femenino podía apenas soñar (la
alta cultura inglesa y la liberación de ataduras victorianas en una sola
persona), como una relación tal vez despareja, pero quizás también
fuertemente homoerótica. Victoria Ocampo habría seguramente ne-
gado esta interpretación psicoanalítica, pero, por otro lado, quién
sabe si no hubiera estado de acuerdo en aceptar que era vista en los
pacatos medios rioplatenses como “mujer fálica”, una etiqueta que no
termina de explicar lo que se quiere insinuar y que, más bien, pone
en evidencia el miedo masculino ante las mujeres de armas tomar.
Victoria Ocampo, además, siempre miró para otro lado, cuando se
trataba de subrayar el asunto de la androginia de Virginia Woolf. En
este sentido, parecería que allí le faltó coraje para agarrar al toro por
los cuernos, como había hecho en todos los otros asuntos.
Ahora bien, la Directora de Sur, vestida en sus años mozos por
las casas francesas de alta costura de la fama de Jeanne Paquin (1869-
1936) o Chanel (1883-1971), no dudó en elegir un exlibris masculi-
nista que la representara: dos espadas cruzadas, copiadas del exlibris
de Thomas Edward Lawrence, el más sexualmente ambiguo de los
escritores militares de Inglaterra. Por otro lado, esta mujer tan feme-
nina no dudó en titular la enorme serie de sus memorias como “Tes-
timonios”, sin saber, claro está, que la palabra carga con un pasado
pesadamente “generizado”.38
Quizás esta ambigüedad entre la apariencia marcadamente fe-
menina de Victoria Ocampo (en sus años previos a la fundación de
la revista Sur) junto con su energía “masculina” pueda entenderse
mejor recurriendo a las ideas de Joan Rivière sobre la mascarada de
femineidad en la mujer moderna, ese tipo de mujer que “compra” su
independencia frente a los ojos de los varones, presentándose como
134
ultra atractiva y ultra femenina, según analizamos en un capítulo
anterior. Esa es la imagen, por lo menos, que irradiaba la Victoria
Ocampo cuando visita al Conde de Keyserling en su hotel de París el
5 de enero de 1929 (Amícola, 2007: 240), generando, a su pesar (¿?),
todo tipo de malentendidos. En esa pose ultra-femenina de Victoria
Ocampo, que no sabe por qué despierta en los hombres lo que des-
pierta, se halla representada esa “Womanliness as a Masquerade” que
Joan Rivière definió en su artículo de 1929, precisamente el mismo
año en que la Directora de una revista literaria en ciernes se jactaba
de la elegancia que asumía al ir a buscar con quién aumentar su gale-
ría de visitantes ilustres en el Río de la Plata.
Para Beatriz Sarlo, por otra parte, (quien parece tener poco interés
por las cuestiones de género, porque deja por la mitad su análisis de
las etimologías latinas), la larga serie de memorias de Victoria Ocam-
po ameritan este comentario:
Esta revista se publicó en Buenos Aires desde 1978 hasta 1985 y en una Segunda
39
Época entre 1989 y 1990. En ella se nucleaban periodistas y escritores que se habían
135
to el 29 de enero de ese año y los articulistas (Julio Schvartzman y
Cristina Iglesia por sus nombres reales) hacen un comentario global
de los casi cuarenta años de aparición regular de la revista (desde
1931 hasta 1970). Según este análisis, los realizadores de esa revista,
se encontraron poniendo, por un lado, el acento en las ideas toleran-
tes de progresismo liberal, y, por otro lado, se hallaron también en
la paradoja de tratar de crearse un lugar en el mundo de las letras
justamente en el mayor momento de intolerancia política. Es eviden-
te, entonces, que Victoria Ocampo y sus colaboradores tenían que
remar en contra de la corriente, cuando hacían alarde de tolerancia
frente a los embates políticos de la escena mundial y nacional. Estas
contradicciones entre esa plataforma y lo que se vivía en la realidad
llevaban a la revista a apoyarse en una idealizada autoridad moral,
que iba acoplada a cierta actividad del microcosmos de los salones
literarios (Escher/Thomas, 1979: 270), como oasis de frescura en un
mundo en llamas.
Y si hablamos de “salones literarios exquisitos”, es inevitable re-
lacionar esta costumbre dieciochesca con la parodia que de esos en-
cuentros porteños hizo Witold Gombrowicz en su novela Trans-At-
lantik, y que comentaré luego, donde Victoria Ocampo y Borges
aparecen apenas disimulados tras el velo de la sátira. Solo podemos
decir que parece que Gombrowicz hubiera leído de antemano la in-
terpretación de Matamoro acerca del mundo cerrado de Victoria
Ocampo, para presentar tan sarcásticamente ese universo al que no
se le permitió entrar.
La revista de Victoria Ocampo, en definitiva, fue un intento de
hacer conocer la labor artística del Cono Sur de América que podía,
según su Directora, ocupar un lugar más destacado ante los ojos eu-
ropeos (Escher/Thomas, 1979: 271), a pesar de que Sudamérica es-
tuviera “adosada al vacío”. Por nuestra parte, podemos decir que ese
intento fue exitoso al catapultar a Borges a la consideración mundial,
136
aunque, por otro lado, los principios liberales de la Directora termi-
naran siendo vistos como conservadores a partir de los cambios en
los ejes geopolíticos. En efecto, las décadas de los 60 y los 70 provo-
caron una nueva crisis en las ideas, de tal modo que la revista quedó
a la zaga de los nuevos movimientos. A pesar de su supuesta apertura
en lo político y social (que realmente no fue tal), Victoria Ocampo al
final de su carrera no dio los pasos necesarios para una renovación.
Y en este sentido, los articulistas a los que me refiero traen a colación
el hecho de que, mientras Virginia Woolf había publicado en la dé-
cada del 30 un libro en el que daba la palabra a las obreras inglesas
para que hablaran de sí mismas, una conducta similar hubiera sido
impensable en la Directora de Sur (Escher/Thomas, 1979: 278). En
rigor, si Victoria Ocampo se había identificado con la escritora ingle-
sa a quien perseguía hasta la adoración, de ella había tomado espe-
cialmente un refinado feminismo y una postura de alabable sinceri-
dad. Tengo para mí que en el camino de imitación habían quedado
desechadas las punzantes críticas de la escritora inglesa a las clases
superiores y el abrazo de la androginia como parte de un operativo
de rebelión contra el patriarcado. Tal vez, como en el caso de Eva
Perón, y este paralelismo habría repugnado a Victoria Ocampo, el
mayor aporte al feminismo de la Directora de Sur no fue tanto en el
área de difusión de textos feministas propios, sino en la predicación
con el ejemplo.
Veamos cómo se expresa en sus memorias la Directora de Sur,
justo en el año de fundación de una revista que va a dirigir con mano
de hierro:
137
ro. Aquí por el contrario, cada cosa, cada acontecimiento,
es sospechoso y sospechable de ser aquello de que no tiene
traza. Necesitamos mirarlo de arriba abajo para tratar de
identificarlo, y a veces, cuando intentamos aplicarle las ex-
plicaciones que casos análogos recibirían en Europa, com-
probamos que no sirven. (Ocampo, V., 1934: 31).
6. La rama de Salzburgo
138
No sorprende que el tercer volumen de la autobiografía,
el más personal y conmovedor de los seis volúmenes, sea
también aquel en el que se lee más, en el que se cita más,
en donde las referencias literarias son más densas. […] En
cierta medida, podría aplicarse aquí el concepto stendha-
liano de la cristalización, no sólo al amor que se describe
sino al mismo proceso narrativo, acumulación de citas
fragmentarias que gradualmente adquieren sentido. (Mo-
lloy, 1991: 95)
139
po, de hermosas gemas salinas. Stendhal lo dijo así, bajo el formato
antiguo de la reunión galante, en forma de diálogo:
41
Es interesante acotar aquí que, a falta de otros autores más contundentes en el
tema, Stendhal a mediados del siglo XX aparece a los ojos de muchas feministas como
un autor de pensamiento tolerante y abierto a las mujeres, sobre todo comparado
con Montaigne. Hoy en día el supuesto progresismo de Stendhal con respecto a la
condición de la mujer no es un tema que sea esgrimido por nadie. Aquí también
Victoria Ocampo parece estar rezagada.
140
pero, por otra parte, también difiere de los otros escritos de la propia
Victoria Ocampo. Estos dos hechos, le otorgan al texto una brillan-
tez que los otros textos (más coyunturales) de Victoria Ocampo no
poseen.
Veamos este párrafo de sus recuerdos que tiene la fuerza de una
gran innovación en la índole de la escritura de Victoria Ocampo, por-
que es algo muy íntimo y espontáneo lo que se quiere comunicar:
141
toria Ocampo, consideraban que todo lo que estuviera más allá de la
Avenida Corrientes era irremediablemente popular y, por lo tanto,
intransitable y ajeno.42 En ese sentido, la calle Garay era segura, por-
que por allí no circularían los conocidos de Victoria y de Julián. En la
pluma de Victoria Ocampo “el barrio poco frecuentado” significa “el
barrio poco frecuentado por la gente como nosotros”. La calle Garay
poseía, en efecto, el mismo grado de exotismo urbano para las clases
acomodadas como el que hizo que Borges situara, todavía casi tres
décadas más tarde, las vivencias de Beatriz Viterbo en su cuento “El
Aleph”, en la misma calle, dándole al contexto el reaseguro de un aire
de parodia de lo pequeño-burgués, como lugar no elegante en el que
vive su anti-heroína, pues el narrador borgeano nos dice:
Un personaje de Sábato llama a esa línea divisoria que separa las clases sociales
42
dentro del plano de la ciudad de Buenos Aires la “colour line”. (Sábato, 1961: 209)
142
porque ninguno de sus conocidos o parientes frecuentaría un barrio
tan popular. Tampoco podrían sentir vergüenza de ser vistos por la
gente de la zona, hacia quienes no tenían obligaciones de ningún tipo.
Mientras tanto Beatriz Viterbo, personaje de ficción, en su hábi-
tat natural nos aclara a nosotros –lectores del siglo XXI–, muchas
décadas después, qué clases sociales vivían en la calle Garay, donde
paradójicamente Victoria Ocampo había encontrado la cristalización
amorosa. Pero esa salida del cuadro que obtuvo Victoria Ocampo
en su refugio de amor, no es contradictoria, pues, como había dicho
Stendhal, la chispa amorosa se enciende en la energía que le brinda
la capacidad de imaginar. Y allí la escritora argentina estuvo magní-
ficamente secundada por esa disposición para desterrar todo lo que
la había presionado antes; ya no importaba ni la fealdad de una casa
ni el hedor a establo.
El cuento borgeano “El Aleph” tiene, por otro lado, la virtud de
presentarnos a un personaje secundario y singular, como lo es el poe-
tastro Carlos Argentino Daneri, quien deambula por Buenos Aires
siempre con un poema pomposo en el bolsillo, como digno sucesor
del personaje ubicuo que a través de los siglos se le aparece en Lon-
dres a Orlando. Es evidente que ese personaje es una estocada in-
directa de Borges hacia un modo de hacer literatura, como las de
aquellos que ganaban los Premios Nacionales en la Argentina de los
años 40, dejándolo todavía fuera de combate justamente a causa de
su capacidad de innovación. No es demasiado difícil imaginar que
Borges pudiera haber apreciado la agudeza de la crítica a la literatura
“eterna” que realizó Virginia Woolf en su novela al crear ese Nick
Greene, absurdo e inmortal, como sombra de Orlando. Y así el au-
tor argentino lo repitió en su cuento, agregándole de su cosecha la
particularidad de un vituperable nacionalismo en su nombre de pila:
“Carlos Argentino”.43
a crear luego en su novela Sobre héroes y tumbas (que trata de los criollos viejos)
una familia de inmigrantes italianos de la generación del Primer Centenario de
143
El último nivel simbólico del nombre de la calle donde se halla el
refugio amoroso de Victoria Ocampo puede descubrirse en el hecho
de que Juan de Garay (1528-1583), al fundar por segunda vez la ciu-
dad, viene a ser en estos dos textos la quinta-esencia de esa ciudad de
Santa María de los Buenos Aires. En definitiva, ninguno de ambos
textos presentados, podría haber sido ubicado en otro lado, pues el
sitio simboliza un núcleo particular que remite a los orígenes funda-
cionales. Tanto el lugar del adulterio en “La rama de Salzburgo” como
el inefable encuentro con la fantasía de “El Aleph” de Borges terminan
así emparentados. Victoria Ocampo y Beatriz Viterbo aparecen her-
manadas (como contracaras) gracias a la dimensión suprema del arte.
144
SEGUNDA PARTE
Los excluídos
CAPÍTULO I
Cyril Connolly
146
sentían atraídos por la causa de las clases bajas, que, por entonces, se
radicaban en la calle “Boedo” y que miraban deslumbrados hacia la
nueva Unión Soviética (Cella, 1998: 305-306). La oposición “Flori-
da-Boedo” también era relativa, porque había “tránsfugas” que cru-
zaban las líneas de fronteras, de modo que la rivalidad no siempre era
tan clara. Eso también sucedería en el campo literario inglés, pero,
sin embargo, la persistencia de la denominación de “Bloomsbury”
resistió los cambios; y hoy en día sigue siendo un concepto válido de
adscripción que parece dejar estampados dentro del término los aires
de una época, así también como las luchas por la preeminencia lite-
raria. Y con respecto a la dicotomía “Florida-Boedo” y la relatividad
de su oposición, no hay mejor pauta que el chiste salido de la pluma
del humorista Arturo Cancela (1892-1954):
147
El crítico español Andreu Jaume, que prologa la traducción de las
Obras selectas de Connolly entiende, por su parte, que Chelsea es el
grupo que sustituye al de Bloomsbury y que le sucede en el tiempo
(Jaume, 2009: 16). Si bien existió un ligero desfasaje entre los dos
grupos (y es cierto que el de Bloomsbury es el núcleo germinal para
pensar luego en una oposición con otros grupos “barriales”), creo
que es importante entender aquí que el proceso conllevaba una cier-
ta rivalidad en las poéticas respectivas, pues de ese modo se percibe
mejor qué es lo que está en juego en un campo literario.
Efectivamente, según Connolly y sus compañeros literatos, la pie-
dra de toque para saber si alguien se contaba entre los miembros de
Chelsea era determinar que esa figura hubiera leído realmente la obra
de Marcel Proust (1871-1922), pues un lector completo de su ciclo
novelístico A la recherche du temps perdu (1913-1927) podría arti-
cular su propia obra dentro de la estela de un renovado esteticismo
(Lewis, 1997: 202). Que el grupo de Bloomsbury no hubiera toma-
do como su mentor a Proust sería una declaración de un programa
poético vanguardista no basado en la nostalgia ni en el “snobismo”
de ciertos sectores aristocráticos. Al mismo tiempo, ese programa de
Bloomsbury, en mi opinión, también quiere romper con la tradición
de la Belle Époque, que en Inglaterra iba asociada a la época victoria-
na, con la que era inexorable cortar.
El esteticismo al que se inclinaban los literatos residentes en Che-
lsea, barrio en el que había vivido también Oscar Wilde, estaba re-
lacionado con un itinerario predeterminado que establecía que sus
miembros siguieran claramente el camino desde la escuela de Eton a
la Universidad de Oxford (especialmente en su Balliol College), para
luego abrazar una carrera que los posicionaría entre los elegidos para
ocupar altos puestos de la Nación.
Eton había sido fundada en 1440 como “public school” y se había
convertido desde su sede en Windsor en un proveedor insoslayable
para la Corona de talentosas personalidades británicas (Lewis, 1997:
49). Aldous Huxley, por ejemplo, había sido un caso típico de ese
148
recorrido. Cyril Connolly (1903-1974) había planeado también el
mismo itinerario, de modo que a su paso resonaba ese tono de distin-
ción que lo había equipado con una educación esmerada y muy bien
dirigida para ubicarlo entre las personalidades destacadas inglesas.
Entre sus coetáneos más importantes estaba alguien que iba a dar
más tarde un sello especial a esas experiencias colegiadas. Me refiero
a Evelyn Waugh (1903-1966). Habiendo nacido el mismo año que
Cyril Connolly, Evelyn Waugh (cuyo nombre de pila es masculino,
a pesar de su apariencia femenina) estuvo llamado a pasar revista a
su época con su nostálgica novela sobre su época en Oxford titulada
Brideshead Revisited (1945). Más tarde, en 1961 habría de publicar
otra novela, menos conocida, que lleva el título de Unconditional
Surrender (Capitulación incondicional), que trata, en cambio, de la
guerra. Sin embargo, en ella su autor se toma el tiempo para parodiar
la figura de Connolly a través de su personaje Everard Spruce. El éxito
de la novela de Evelyn Waugh de 1945 para pintar una generación
llevaría a los críticos a acuñar la fórmula de una “Brideshead Genera-
tion”. En realidad, al mismo tiempo esta novela puede ser estampada
con el sello de “High Victorian camp” por los manierismos “retro” de
clase alta que se vinculan con esa famosa trayectoria estetizante que
suministraba el itinerario Eton-Oxford con su Balliol College como
centro (Lewis, 1997: 101).
2. La sensibilidad camp
149
la conducta de atracción por el mismo sexo entre los varones que se
inspiraban en el amor griego y apolíneo propagado por Walter Pater
en el siglo anterior. Muchos de esos adoradores del “amor griego”
caían, al mismo tiempo, en el desprecio de lo femenino como efecto
del énfasis puesto, también durante la Antigüedad, en la belleza de los
efebos. Ahora bien, dado que en Inglaterra se castigaba con penas de
cárcel los casos de atracción por el mismo sexo llevados a tribunales
(como en la época de Oscar Wilde) y cuya severidad duraría en los
papeles por lo menos hasta la década del 60, declararse “sodomita”
era sumamente peligroso. Con todo, en los intersticios del sistema,
eso era posible para los estudiantes de las universidades de excelen-
cia; y en el clima de Oxford tales inclinaciones eran vividas como un
privilegio más de la posición social. Por ello Connolly pudo declarar
sin tapujos lo siguiente:
150
habérmelas con ellas, hallo que las formas masculinas son
más bellas, la mente masculina más verdadera, y el amor
entre amigos mejor: ¡una cierta austeridad del gusto me
ha hecho reaccionar siempre en contra de las curvas del
cuerpo femenino y del profesionalismo y las astucias de
las hijas de Eva!; citado por Lewis, 1997: 106).
44
Desde el comienzo de la época victoriana, la vida bohemia expresaba un modo de
conducta que combinaba la marginalidad con una filosofía de vida alegre y artística,
donde no valían las mismas reglas del mundo social imperante. Eso se plasmó en la
obra de Henri Murger (1822-1861) Escenas de la vida bohemia (1847-1849), gracias
a la propia experiencia autobiográfica del autor en el submundo de París. En nuestra
lectura la “bohemia” simboliza una cuña en el rígido andamiaje victoriano, que así
denota sus fisuras.
151
so, a la vez que artificioso y elegante. Aunque Isherwood era desde
mucho antes, junto con Auden, un adalid de las relaciones íntimas
entre los atraídos por el mismo sexo y conocedor competente de lo
que se cocinaba en esos círculos, el término “camp” no aparece ligado
en su novela todavía tan claramente a esos grupos.
Bizarramente es Cyril Connolly el que nos dará otra pista cuando
publique en la “London Magazine” en 1962 su relato titulado “Bond
strikes Camp”, que habría podido traducirse como “Bond da la nota
camp”. En realidad, este texto es una pequeña joya, cuya carga epo-
cal la traducción española despreció al retitularlo “Bond cambia de
chaqueta”.45
Pero hay algo más. Cuando Connolly parodia un género litera-
rio masculinizado y masculinizante como los relatos de espionaje,
con alta dosis de adrenalina, lo está haciendo para llevar agua a otro
molino. Hay que recordar aquí que en medio de la Guerra Fría se
había producido un escándalo en los departamentos de espiona-
je. Efectivamente, dos diplomáticos ingleses desaparecieron de sus
45
Connolly se permitió en este cuento reutilizar el famoso nombre del personaje
de Ian Fleming, quien había cursado sus estudios secundarios en Eton poco después
de él. La primera novela de Fleming en la serie con su espía antológico es Casino
Royale de 1953. Fleming había tomado el nombre para su personaje copiando el
de un famoso ornitólogo norteamericano, James Bond (1900-1989), quien en el
momento de la publicación de la serie y de las películas que le siguieron estaba en
plena actividad y tenía fama en la ornitología, una rama de la que ciencia que también
interesaba a Fleming. Lo más interesante del asunto para nosotros es la explicación
que Fleming dio a la mujer del ornitólogo por haber tomado ese nombre: “…this
brief, unromantic, Anglo-Saxon and yet very masculine name was just what I needed,
and so the second James Bond was born” (…este breve nombre, anglo-sajón y con
todo muy masculino era justamente lo que yo necesitaba, y así nació el segundo James
Bond). Que Fleming percibiera “lo masculino” que connotaba el nombre “Bond” es
algo que, al parecer, también sedujo a Connolly. La palabra de origen germánico
“bond” indica un instrumento que ata o una ligazón jurídica en un documento (en
el sentido de “bono de deuda” o “banda”); en ese sentido el individuo angloparlante
la sentirá connotada con una fuerza especial de “obligación” o “dependencia” que
viene de la época feudal y para nuestro caso indicará también una sumisión en una
jerarquía de poderes. Cuando el espía toma el parecido nombre de “Gerda Blond”,
la resonancia que deja ese apellido ha cambiado completamente, porque connota lo
“rubio” y, por lo tanto, también ha perdido su fuerza fálica y jerarquizada al remitir a
un patrón de belleza, generalmente asociado con lo femenino. De “Bond” a “Blond”
hay un mundo de por medio.
152
puestos gubernamentales el 25 de mayo de 1951. A partir de ese mo-
mento se descubrió una célula de cinco integrantes que se habían
conocido durante su época de estudiantes de Cambridge, pues los
“tránsfugas” aparecieron algunos años después dando conferencias
en Moscú sobre sus actividades ilícitas. Se trataba de Donald Ma-
clean (1913-1983) y Guy Burgess (1911-1963), quienes habían huido
sigilosamente juntos cuando estaban a punto de ser detectados. El se-
gundo de ellos llevaba una vida de relaciones sexuales intermasculi-
nas que era conocida abiertamente. No es de extrañar que la opinión
pública estuviera sedienta de más datos. A comienzos de la década
del 50 justamente el género de las novelas de espionaje y sus filma-
ciones viven, entonces, su momento de gloria y mayor expansión.
No es casualidad, pues, que otro ex-agente, Ian Fleming (1908-1964),
vertiera todos sus conocimientos en lo literario y diera en la clave
del éxito más fulminante. Durante la misma década del 50 Fleming
se transformaría en vecino y amigo de Connolly (Lewis, 1997: 441),
y cuando este le cuente sus intenciones de retomar las peripecias de
James Bond en otro tono, Fleming lo va alentar en esa empresa (515).
El producto de este aliento es “Bond strikes Camp”, que está entre lo
más chispeante escrito por Connolly.
En definitiva, este protagonista de Connolly es un “Bond” que en
una de sus misiones “peligrosas” debe travestirse de mujer, bajo el
nombre de Gerda Blond, para pescar información de un supuesto
agente ruso que ama las/los travestis. Aquí graciosamente se men-
ciona también el caso de T. E. Lawrence (el defensor de causas perdi-
das), quien según el relato de Connolly, se habría dejado penetrar por
lealtad a Inglaterra (sic) y, por lo tanto, “Gerda Blond” debería estar
lista para semejantes percances. A partir de estas ironías picantes lo
que surge del texto es la convicción narratológica de que lo que más
importa en el travestismo es la cuestión de la ambigüedad andrógina;
y, en este sentido, este texto da su propia interpretación del misterio
que alberga la conducta travesti. Este Bond travestido debe conservar
153
el vello de su pecho, porque allí está, en definitiva, todo su atractivo y
su anzuelo como ser mixto.
Este relato de Connolly, por otro lado, sostiene que la homofobia
es un efecto del miedo masculino a los cruces de fronteras y que,
en el fondo, no hay nada más fácil que sucumbir a los encantos del
sexo, cualesquiera sean sus combinaciones. Lo que enfatiza, enton-
ces, este texto tan bien tramado es la gracia ambigua de los juegos
con los límites en el sistema-género. La sensibilidad camp surge en
el relato en el modo en que se produce la “transmigración” del espía,
icónicamente masculino, a una figura glamorosa de lo femenino, me-
diante un escrupuloso cambio de las señales del cuerpo: depilación,
postizos, modo de andar con zapatos altos, etc. La “misión” en este
caso se torna la más difícil de la carrera del famoso espía, pues debe
hacer una actuación (performance) de género, opuesta a la que realiza
cotidianamente. Este bizarro “James Bond”, contra toda expectativa,
debe “actuar” un género que hasta ese momento había sido objeto de
su deseo. El interrogante que surge aquí es más profundo de lo que
parece, porque cuando el protagonista sale del antro de su cita enga-
ñosa, todavía travestido como Gerda Blond, el taxista la/lo corteja y
“ella” no lo rechaza…
Por otro lado, justamente Guy Burgess, con sus inclinaciones to-
talmente públicas de disidencia sexual, no solo había sido estudiante
en Cambridge, sino que había formado parte en algún momento del
así llamado grupo selecto de “the Apostles”, que se transformaría con
el tiempo en el germen para el círculo de Bloomsbury. Y, en ese senti-
do, el escándalo también salpicaba a todos los bandos, habiendo teñi-
do, además, todo el acontecimiento político con la fulgurante marca
de una sexualidad pecaminosa. Allí estaba, entonces, el material que
va utilizar Connolly, dotando al texto literario de un aderezo que ve-
nía de una fina escucha de lo que sucedía en algunos círculos muy
sofisticados. La solución de esa simbiosis fue dotar al texto de una
nueva marca: la sensibilidad camp, que iba a poner en entredicho, de
modo muy sutil, una tradición literaria heroica, mediante el sabio uso
154
de la parodia, aquí al servicio de una búsqueda no solo de la alusión a
un sub-género literario, sino también dando un tratamiento diferente
al tema del género sexual.
Como es sabido, fue Susan Sontag (1933-2004), quien en 1964 al
escribir sus “Notes on Camp” produjo el paso más osado, descubrien-
do la manera en que los homosexuales, que poco después adoptarían
la denominación de “gays” para eludir la denigración de tono médi-
co de la etiqueta anterior, se sienten identificados con una manera
de actuar afectada que bien puede llamarse “camp” como herederos
snobs de la tradición del dandy del siglo XIX, pues según esta pensa-
dora son: “una clase improvisada y auto-elegida, integrada por ho-
mosexuales fundamentalmente que se constituyen en aristócratas del
gusto por decisión propia” (Sontag, 1964: 319). Para Susan Sontag,
sin embargo, el proceso de cooptación de lo camp por parte de un
sector de la sociedad no iría acompañado de un gesto político, sino
que simplemente ello se produciría como una actitud ante las cosas
que sería frívola, espontánea y sin ninguna otra repercusión social
(1964: 305). Por mi parte, he objetado este enfoque, sosteniendo que
esa cooptación podía parecer a-política en la década del 60, pero las
cosas se han ido complicando y la actitud camp no siempre fue (y es)
solo una frivolidad, porque, especialmente en sociedades donde la
heterosexualidad normativa es el único patrón de medida, la mari-
conería puede ser también un gesto de resistencia política (Amícola,
2000a: 49 y ss.). Susan Sontag no quiso ver, a pesar de la inmensa
capacidad de apertura que la caracterizaba, que el gesto camp era y
es una alocada resistencia contra la homofobia (Amícola, 2008: 287).
Quizás la mejor patente de una actitud camp podemos encontrar-
la en las propias expresiones de Cyril Connolly en su vida cotidiana,
pues hay noticias de que, burlándose de sus amigos, les había puesto
motes tomados de los personajes femeninos de En busca del tiem-
po perdido de Marcel Proust, dado que para la década del 30, esta
obra servía de medida de absolutamente todo, como se dijo antes.
Así tal individuo pretenciosamente encumbrado era, en la lista mali-
155
ciosa de Connolly, “Odette”, y David Gascoyne-Cecil (1902-1986) era
la “Duchesse de Guermantes” (Lewis, 1997: 109). Lo interesante de
este listado (que re-posiciona) es en qué medida la re-denominación
quita la fuerza fálica a los poderosos masculinos, transformándolos
mediante el ridículo de la comparación con un universo burlesco del
divismo femenino. No es de extrañar que el escritor argentino Ma-
nuel Puig (1931-1990) haya recurrido al mismo gesto camp cuando,
según lo cuenta Guillermo Cabrera Infante, se burlaba de la hom-
bría sobreactuada de los miembros (todos varones) del así llamado
“boom” de la literatura latinoamericana comparándolos con las divas
de Hollywood. Según esta lista maliciosa y politizada, Borges ocupa-
ba para Puig el lugar que en Hollywood tenía Norma Shearer (“¡Oh,
qué digna!”); Cortázar era Hedy Lamarr (“¡Tan helada y remota!”);
Vargas Llosa (1936- ) era Esther Williams (“¡Tan disciplinada!”); Gar-
cía Márquez (1927-2014) era Elizabeth Taylor (“¡Bella cara pero de
cuerpo terrible!”); Sábato era Vivian Leigh (“¡Tan temperamental y
enferma!”); y así siguiendo, sin dejar títere con cabeza (fálica). En
su instante de fair-play, sin embargo, Manuel Puig había reservado
la comparación para sí con Julie Christie (Cabrera Infante, 1990).46
3. La rivalidad Oxford-Cambridge
2013), Elizabeth Taylor (1932-2011), Vivian Leigh (1913-1967) y Julie Christie (1940- ).
156
bargo, acusaban a sus pares de Oxford de ser estetizantes y frívolos,
cosa que hasta cierto punto era verdad (Lewis, 1997: 201).
Las fronteras, sin embargo, a veces también se borraban y, de
hecho, hay algunas trayectorias vitales que muestran los cruces de
esas trincheras, como, por ejemplo, lo presenta la biografía de Ray-
mond Mortimer (1895-1980), quien después de haber estudiado en
Oxford pasó a ser el más conspicuo amante del marido de Vita Sac-
kville-West, Harold Nicolson (1886-1968). Harold Nicolson, por su
parte, era un diplomático que estuvo destinado mucho tiempo en la
Embajada de Inglaterra en Berlín y conoció de cerca los años locos
berlineses de entreguerras. La bisexualidad estaba de moda entre las
clases altas y entre los artistas y Harold Nicolson y su propia esposa
hicieron gala de estas inclinaciones. Como ambos eran muy cercanos
al círculo de Bloomsbury, en tanto Vita había tenido una relación
íntima con Virginia Woolf, Mortimer aparecía uniendo sectores apa-
rentemente enemistados entre sí.
Otro ejemplo de cruce de fronteras entre las dos universidades
inglesas de élite se da en la figura de Desmond MacCarthy (1877-
1952), quien habiendo estudiado en Cambridge, e inclusive formado
parte allí del grupo selecto denominado “the Apostles”, ya mencio-
nado antes, se convertiría en protector del joven Connolly, en el mo-
mento en que este muchacho de origen irlandés llega a conquistar
literariamente Londres, después de su paso por Oxford (Lewis, 1997:
156). Este cruce de veredas es tanto más interesante, porque la hija de
Desmond MacCarthy empezó a trabajar para The Hogarth Press, y el
propio Connolly, en una etapa de sus vacilaciones sexuales, pasaba a
buscarla a su trabajo para dar grandes paseos por el Richmond Park
con ella (169).
De todos modos, haber estudiado en Oxford parecía la platafor-
ma adecuada para los que buscaban el ascenso social, de tal modo
que, según Connolly:
157
Realists like Kenneth Clark and Evelyn Waugh had quick-
ly appreciated “how entirely the kind of life they liked
depended on close cooperation with the governing class-
es”. (Realistas como Kenneth Clark [1903-1983] y Evelyn
Waugh habían percibido rápidamente “en qué gran medi-
da el género de vida que amaban, dependía de una intensa
cooperación con las clases gobernantes”; Lewis, 1997: 285)
158
Connolly, a pesar de haber cursado brillantes estudios literarios clá-
sicos en Oxford, desconfiaba de la crítica literaria académica, que lo
había forjado a él mismo. Ese tipo de desconfianza era corriente en
algunos “popes” de la prensa escrita, como Edmund Wilson (1895-
1972), quien ocupaba un puesto similar al de Connolly del otro lado
del Atlántico. Ambos tenían una trayectoria parecida y muchas simi-
litudes: los dos despreciaban, por ejemplo, la crítica literaria hecha en
las universidades (Lewis, 1997: 159).47
Ahora bien, viendo la situación desde el lado de la escritura lite-
raria, una de las figuras más importantes del medio londinense que
había desarrollado una inquina contra Connolly era, justamente Vir-
ginia Woolf; y su inquina se acrecentaría con el paso del tiempo a me-
dida que las críticas periodísticas a su obra fueran más agrias, pues:
47
Tal vez el público más corriente no tenga en cuenta, justamente, que la crítica
literaria que se lleva a cabo en los periódicos y revistas de ese dominio es mordaz e
incisiva y a veces destructiva. Por ello, los escritores tienen resquemor ante LA crítica
y lo expresan a menudo, sin distinguir siempre muy exactamente a qué se están
refiriendo, si a la prensa escrita o a lo que sucede en las universidades. El desprecio
de Connolly y de Wilson ante los rivales universitarios tiene su fundamento, porque,
aunque los objetos de estudio son los mismos, los intereses de cada esfera son
diferentes. Los críticos periodísticos ven los textos afincados en el presente, mientras
que los académicos consideran las obras literarias en genealogías con un pasado y
también con un futuro, gracias a los casilleros que ha venido labrándose la tradición.
159
y más bien formales sobre primeras ediciones de escrito-
res contemporáneos. Virginia Woolf había desarrollado
un repentino disgusto hacia el joven crítico y hacia lo que
él representaba; “Imagínate que muriera y dejara como
únicos amigos a Logan y a ese rufiancillo de Connolly”, le
escribía el mismo año [1932] a Vita Sackville-West. Tam-
poco era Connolly alguien que pudiera llamarse un admi-
rador incondicional de su obra…; Lewis, 1997: 251).
160
escritoras. Por este motivo, ella representaba todo lo que él incons-
cientemente vituperaba. En este sentido, es un baldón imperdonable,
desde nuestro punto de vista, que hacia 1930 se burlara de una ma-
nera tan poco caballeresca de la carencia de estudios universitarios
en la escritora, que fueron sustituidos por enseñanzas domésticas
(justamente aquello que Virginia Woolf más lamentaba en Un cuarto
propio); pero el otro golpe desleal de Connolly contra Virginia Woolf
es que también se burla de que ella, por línea materna, fuera descen-
diente de Thackeray (1811-1863), un pasado al que, según Connolly,
no le hacía ningún honor, pero que explicaría su arrogancia. Este es
el párrafo de Connolly más sarcástico:
161
estricta, bien caldeada, muy lectora y errática academia de
Faringford, Onslow Gardens y Cheyne Walk. Adelantarse
a ella era una herejía, estar por detrás era pertenecer a la
segunda y tonta fila de la ortodoxia; el país se sentía feliz a
más no poder, y no por primera vez, de ser gobernado por
una reina; citado por Lewis, 1997: 251-252).
162
característico sello ligeramente negativo de frivolidad que traían los
estudiantes horneados por Oxford, y esto iba casi siempre coronado
por cierto esteticismo a ultranza; pero, además, Connolly no simpati-
zaba con la experimentación literaria y, como se dijo antes, tampoco
con la mayoría de las mujeres que pretendían presentarse como in-
telectuales o hacerse un lugar como escritoras en un mundo regido
por los varones. Y estos dos últimos elementos eran algo que Virginia
Woolf encontraba difícil de soportar y contra lo que estaba luchando
a brazo partido desde el primer momento de su carrera.
Así sabemos que, hasta cierto punto, para Connolly “el arte ex-
perimental era tonto, infantil e incomprensible” (citado por Lewis,
1997: 223), lo que era bastante contradictorio para la época, sobre
todo salido de la boca de un crítico literario londinense. Sin embargo,
lo que parece todavía más increíble y como proveniente de la época
de las cavernas tiene que ver con su postura contra las mujeres educa-
das y la manera en que ellas han accedido a su educación.
Este punto, naturalmente, está relacionado con la propia trayec-
toria estudiantil de Connolly, quien habiendo vivido segregado entre
varones de la élite inglesa en su paso por Eton y Oxford, era incapaz
todavía en la década del 30 de ver los cambios que se avecinaban
en ese dominio del sistema-género. Por otro lado, se podría agregar
que probablemente también estos prejuicios misóginos tengan que
ver con el miedo ante las batallas campales del feminismo inglés por
aquellos años. Esas luchas dentro de Inglaterra, que amenazaban un
orden olímpico masculino, cuestionando sus propias bases de exis-
tencia, figuran a la cabeza de las brechas feministas en el mundo. No
casualmente una de sus conductoras más visibilizadas era Virginia
Woolf. Es por ello que, cuando las mujeres de ciertos círculos que
Connolly frecuentaba ponderaban otra manera de actuar y de ser, él
era capaz de argumentar que ellas:
163
them with a bigoted devotion to Bloomsbury´s. (…son
exactamente lo que uno no quiere, todo lo que hace la
educación que han recibido es privarlas de su propio jui-
cio y proveerlas con una beata devoción por las cosas de
Bloomsbury; citado por Lewis, 1997: 183).
164
1935, Connolly tiene finalmente listo el manuscrito para una novela
específica, cuya acción se desarrolla en un lugar inventado de Fran-
cia, y que él titula The Rock Pool. Este nuevo manuscrito vuelve a ser
rechazado por la conocida casa editorial Faber and Faber, y luego por
la dirigida por Cobden Sanderson; es decir, aquí nos encontramos
frente al hecho de dos nuevos rechazos consecutivos. En ese momen-
to parece haber habido algún comentario de que se podría editar, a
pesar de la enemistad con Virginia Woolf, en The Hogarth Press, pero
todo quedó en la nada. En verdad, independientemente de los valores
literarios de Connolly, es evidente que durante la segunda parte de
la década del 30 estaba cundiendo un gran temor entre las editoria-
les londinenses de que cualquier texto más o menos rupturista fuera
censurado bajo el cargo de obscenidad, después de varios casos lleva-
dos a juicio. Por ello, la mayoría de las empresas editoriales no quería
enfrentar los gastos de posibles multas. Es importante aquí acotar que
reinaba todavía en Gran Bretaña en los tiempos de entreguerras una
moral pública férreamente victoriana, aunque esta acusara fisuras. Es
evidente que este frente pudoroso no quiere emprender la retirada; y
la prensa escrita es la más directamente afectada por estas determi-
naciones. La solución que encuentran muchos escritores es obtener
la posibilidad de emprender una edición en inglés fuera de Inglaterra.
Esto es lo que le había sucedido ya a Joyce en 1922 con su Ulysses. Fi-
nalmente la única “novela” de Connolly (con derecho a llamarse tal)
aparece en París en 1936 en la pequeña editorial The Obelisc Press.
Las críticas que recibió ese texto en la prensa inglesa no fueron muy
alentadoras; y uno podría preguntarse qué podía esperar el más sar-
cástico y malicioso de los críticos literarios londinenses, si no que sus
pares respondieran con la misma moneda. Como quiera que sea, los
libros futuros de Connolly van a ser híbridos genéricos, así como él
mismo hacía gala de su hibridez (Lewis, 1997: 180 y ss.) y su futuro
literario seguirá en duda, cosa que la posteridad no ha corregido.
A partir de los avatares para la edición de The Rock Pool, Connolly
funda su autofiguración como “escritor fracasado”, algo que apare-
165
ce, como en el caso de los escritos de Dostoievski y Arlt, más como
postura autorial que como verdad palmaria. Esto es, por lo menos,
lo que sostiene la tesis doctoral de Eugenio Conchez para quien Con-
nolly fue un exitoso “hombre de letras” que en la versión inglesa de
profesión de humanismo de cuño renacentista se hizo merecedor de
que se le dedicaran nada menos que tres biografías (Conchez, 2018:
123 y 171).
Así y todo, el texto más importante en toda su trayectoria sería el
que se publicó en 1938, después de algunas peripecias, bajo el título
de Enemies of Promise, al que ya nos hemos referido en la Introduc-
ción del presente estudio. Se trata en rigor de una síntesis del género
autobiográfico, del ensayo y de la crítica literaria, que contiene, como
ya vimos, las más lúcidas intervenciones de Connolly en el campo in-
telectual de su época. En esas apreciaciones, aunque a veces de modo
sesgado o prejuicioso, sus afirmaciones proponían interesantes en-
foques que iban a ser útiles para comprender la inserción de Virgi-
nia Woolf en la literatura inglesa, inclusive por encima de las propias
convicciones de su autor.
Tal vez haya sido un buen agüero que el texto llevara una dedica-
toria a su protector de Chelsea, Logan Pearsall Smith, porque en él
Connolly había encontrado en su entrada en la contienda literaria un
gran maestro y aliado. Como quiera que sea, no hay que olvidar que
Connolly había sido siempre:
166
las exhibiría en su condición de director de la revista literaria Horizon
(cuyo nombre podía pensarse como programa desiderativo en medio
de la tenebrosidad de un futuro que la guerra venía a endurecer).
6. Horizon (1940-1950)
167
cada vez más la palabra. Ellas van a ir apareciendo a partir de los
años 50 en compañía de sus camaradas varones, en mayor número,
aunque la resistencia masculina no será tan fácil de vencer en todos
los casos.
Según el crítico catalán Andreu Jaume la fundación y dirección
de Horizon fue lo mejor que salió de las manos de Connolly (2009:
16); y es difícil no darle la razón, justamente por la calidad de lo con-
seguido en medio de la precariedad de las circunstancias que se vi-
vían; como el bombardeo de Londres que comenzó en setiembre de
1941 y que hizo que la mayoría de las empresas buscaran sedes fuera
de la capital. La guerra estaba a sus puertas, aunque la dirección de
Horizon quisiera ignorarlo. En qué sentido esta revista está signada
por la guerra, puede verse en el aplazamiento de su aparición que es-
taba planeada para los últimos meses de 1939. Finalmente el primer
número aparece en enero de 1940. A partir de allí llevarla adelante
significaba una gesta heroica, pues todo era padecimiento. Y aquí pa-
rece importante señalar una decisión de Connolly quien, contra la
opinión de su co-editor Stephen Spender, y su mecenas, Peter Wat-
son (1908-1956),48 ordenó darle la espalda a la guerra y no referirse a
ella en ninguna de las notas o artículos que aparecerían en Horizon.
Esta decisión drástica le valió también muchas críticas a su Director,
aunque con el tiempo fue menos absoluta. Sin embargo, el tema de
en qué medida la política puede interferir en la creación literaria era
un asunto que ya Connolly había tratado en su texto magno de 1938,
expidiéndose contra los aires de época. En efecto, Connolly prefería
más bien mantenerse al margen de los sucesos coyunturales más cer-
canos (Conchez, 2018: 95 y ss.). Es imaginable qué pensarían los exis-
tencialistas del otro lado del Canal de la Mancha ante estas decisiones
de desviar la mirada de las coyunturas políticas. De este lado del At-
48
Peter Watson, especialista en Historia del Arte y él mismo gran coleccionista, había
trabado amistad en su itinerario de Eton a Oxford con Auden, Isherwood y Spender.
Hacia 1950 depositó su interés en otro proyecto artístico y dejó de subvencionar
Horizon, lo que motivó, en gran medida, su clausura.
168
lántico, entretanto, alguien como Victoria Ocampo no podía no estar
de acuerdo con la intención de crear una burbuja cultural, aunque al
fin y al cabo ella misma no respetara esos principios que decía enar-
bolar, tomando partido en determinadas situaciones.49 Es evidente
que Horizon era un buen ejemplo para la conducta (planeada pero
no cumplida) de Sur. No es de extrañar así que exista corresponden-
cia entre los dos directores de estas revistas, pues cuando Connolly
publica su heterogéneo libro The Unquiet Grave (La tumba inquieta)
en 1944, la editorial de Victoria Ocampo se pone en contacto con él
para traducirlo.50 Finalmente ese libro aparece traducido al castellano
en 1949 como La tumba sin sosiego por Ricardo Baeza en la Editorial
Sur, y Julio Cortázar hace la reseña de ese texto de Connolly en la
revista Sur en 1950.
Esta determinación sobre los avatares bélicos signó desde el co-
mienzo el perfil de la revista dirigida por Connolly, que se plasmó
como órgano exclusivamente literario a partir de una concepción li-
beral de lo que debe ser la literatura, cuando las voces más autoriza-
das clamaban, sin embargo, por el compromiso de los escritores con
su situación. Las consecuencias de esta característica, que ni siquiera
Victoria Ocampo pudo llevar adelante sin tropiezos, fueron que mu-
chos de los grandes nombres del momento estuvieran ausentes de
Horizon. Ni Virginia Woolf colaboró en ella, lo que era más o menos
esperable, pero tampoco estuvieron representados allí Bernard Shaw
ni Forster (Lewis, 1997: 338 y ss.).
49
Como muy bien lo analizan Nora Pasternac y Rosalie Sitman en dos estudios
diferentes aparecidos casi juntos, Victoria Ocampo había tomado claro partido desde
las páginas de su revista en las cuestiones del peronismo o de la Guerra Civil Española
y de la Segunda Guerra Mundial, pero, en cambio, a pesar de defender la idea de
la libertad de la cultura, no había dicho ni una palabra de otros hechos mundiales
nefastos; como por ejemplo, el de la caza de brujas en la época del maccarthismo en
Estados Unidos (Sitman, 2003: 203).
50
En el fondo de archivos de la biblioteca de la Universidad de Harvard se encuentra
la carta que Connolly le envió a Victoria Ocampo en 1946 bajo el número 201 de los
“Victoria Ocampo Papers” y que tiene que ver con este operativo.
169
Por otro lado, llama la atención que no apareciera en ningún mo-
mento en la revista la figura de Simone de Beauvoir. Y de ello deduz-
co el poco interés de Connolly por el feminismo en general, no solo
por el que se cocinaba en Inglaterra. Si, como sabemos, Connolly se
movió en el ámbito del Café de Flore inmediatamente después de la
guerra para conocer lo que estaba sucediendo en su amada París, el
perfil de Simone de Beauvoir, casi como única mujer entre sus cama-
radas varones en aquel ámbito, no pudo pasarle inadvertido, pero es
evidente que la tarea de la escritora francesa en favor de un esclareci-
miento del sistema-género no lo maravillaba.
En definitiva, si Horizon mantuvo un estupendo perfil en la pre-
sentación de la nueva poesía inglesa, no pasó lo mismo con la pro-
sa. Lo que se dijo de ella era, entonces, que se caracterizaba por su
eclecticismo y que era: “bland, belle-letrist and lacking in conviction”
(insípida, orientada solo a las letras y carente de programa; Lewis,
1997: 376).
Lo más interesante de la revista de Connolly fue, sin embargo, que
su Director tuviera la intención de descubrir nuevos talentos y así pudo
tener éxito al cooptar las figuras entonces desconocidas de Angus Wi-
lson (1913-1991), Denton Welch (1915-1948) y Julian Maclaren-Ross
(1912-1964); que se registran como los mejores descubrimientos de
Horizon, en el terreno de la poesía. Por otro lado, en ella colaboraron
también muchos autores ya coronados por la fama como Eliot, Au-
den, Edith Sitwell (1887-1964) y Osbert Sitwell (1892-1969), además
de George Orwell compañero de Oxford, Henry Miller (1891-1980), y
Mary McCarthy (1912-1989), esposa de Edmund Wilson.
Hay un dato más que me parece oportuno agregar y que pinta por
entero la personalidad de su Director quien, en más de un sentido,
mantuvo rígido el timón. Luego de publicar un relato ajeno con un
personaje con atracción por su mismo sexo en uno de los primeros
números, un lector escribió indignado contra esos temas, y Connolly
le contestó a ese individuo que si él, como lector, se había ofendido
por ese hecho, eso demostraba que la revista que estaban llevando
170
adelante no quería contar con ese tipo de perfil de lectorado, como el
que encarnaba el indignado corresponsal (Lewis, 1997: 351).
Por último, me interesa señalar que cuando en 1950 Connolly
decida clausurar su revista, afirmará que diez años eran suficientes
para una revista (Lewis, 1997:428). Si bien, en esta ocasión, Connolly
oculta que las dificultades económicas sobrevendrían inmediatamen-
te en el caso de proseguir publicando la revista, pues el mecenas Peter
Watson ha dejado la empresa, su afirmación no parece tan extempo-
ránea. En gran medida, en mi opinión, una revista literaria es una flor
pasajera cuya fuerza radicaría en la intensidad y no en la persistencia.
171
CAPÍTULO II
Albert Camus
1. El auge existencialista
172
En estos segundos términos estaría la clave de lo que debe entenderse
por existencialismo (Fatone, 1948: 22). Es un mérito del estudio de
Fatone haber señalado también en qué medida el existencialismo se
encontró con enormes resistencias dentro del dominio tradicional de
la filosofía, como para que se lo definiera como “peligro social” (Fa-
tone, 1948: 8).
Me interesa hacer hincapié, por otra parte, en que Albert Camus
estuvo, por su lado, también entre los primeros admiradores de la
obra filosófico-literaria de Sartre (Fatone, 1948: 13) y, por ello, cau-
sarán mayor asombro las posteriores disidencias entre los dos escri-
tores. Camus no podía desconocer el acento puesto por Sartre y el
grupo más afín de los existencialistas sobre la idea de la libre elección
del individuo, o sobre la vida de las personas como una actuación
con roles, así como sobre la enorme gravitación del cuerpo físico del
ser humano en la cosmovisión de cada uno, pues cada uno y todos
estos elementos son también vitales en la obra de Camus. No es de
extrañar, entonces, que las obras de Camus y de Sartre tuvieran tantas
afinidades, pues, en mi opinión, si hablamos de la serie literaria, sus
novelas parten de un tronco común que tiene que ver con el mun-
do torturado que había sabido pintar Dostoievski. En este sentido
hay que agregar que la fama del escritor ruso empieza a trascender
las fronteras de su país en 1900, cuando también se difunden en el
mundo los escritos de Nietzsche (1844-1900), cuyas premisas son
solidarias con las de Dostoievski. Hacia 1930 tanto el escritor ruso,
como el filósofo alemán han sentado sus reales en todas partes y su
influencia es avasalladora. En el caso de la Argentina se da, como
satélite singular, la caja de resonancia de esas ideas en la obra del es-
critor Roberto Arlt, a quien ya mencionamos. No sería demasiado
descabellado apuntar que la rápida recepción del existencialismo en
el Río de la Plata ha estado ligada al humus previo que Arlt y sus se-
guidores supieron producir. De ese modo entre el personaje de Remo
Erdosain de Arlt (de Los siete locos-Los lanzallamas) y el de Horacio
Oliveira (de Rayuela) de Julio Cortázar, hay en la literatura ligada
173
a la ciudad de Buenos Aires treinta años de continuidad bajo una
égida que fue primero un existencialismo dostoievskiano y luego un
existencialismo más claramente expresado según los ejemplos de la
novela francesa de entreguerras.
Por ello me interesa ilustrar estas ideas con un pasaje publicado
en la Argentina en 1931, en el que se describen los sentimientos de
Erdosain para mostrar cuál era el humus al que me refería. Se trata
del fragmento en el que el protagonista comete lo que hoy llamaría-
mos un “feminicidio” y que en aquella época pasaba como un epi-
sodio muy secundario dentro de una novela de gran fuerza política:
51
Yo mismo había esbozado esta genealogía antes, aunque muy indirectamente, al
elegir para la primera edición de mi investigación un fotograma de 1919 de la película
expresionista de Robert Wiene (1873-1938) El gabinete del Doctor Caligari (Amícola,
174
toievski circulaba como autor de culto en la República de Weimar
y, por lo tanto, en el expresionismo fílmico puede verse cómo Ro-
berto Arlt aprendió a pintar un clima que se repetiría poco después
en los novelistas franceses como gran novedad. Si en Dostoievski el
artificio del detalle de la escuela realista se va convirtiendo cada vez
más a medida que pasa el tiempo en un arte sutil de introspección en
el personaje y de alegoría filosófica sobre los problemas del mundo
(Kantor, 1983: 26), Arlt y los franceses siguen esas mismas huellas
transformando al realismo del siglo XIX en un sistema simbólico, en
el que las descripciones y los objetos pesan y son inventariados de
otro modo de lo que exigía la ciencia y el positivismo decimonónicos.
Los crímenes de las novelas de Dostoievski y de Arlt no transforman
esos textos, sin más, en obras de intriga policial. Alrededor del he-
cho del crimen casi siempre “gratuito” hay que reconstruir un siste-
ma social y psicológico. Y esta es una tarea que le compete al lector.
Ahora bien, tanto en las novelas venideras de Sartre y de Camus (así
también como en las anteriores de Roberto Arlt), existe una negativa
a plegarse al así llamado “realismo socialista” que habría de sancio-
narse en 1934 en el Congreso de Escritores Soviéticos de Moscú bajo
la presidencia de Máximo Gorki (1896-1936) y la acción directa de la
mano derecha de Stalin (1878-1953), Andréi Zhdánov (1896-1948).
En estas novelas proto-existencialistas o existencialistas no hay hé-
roes populares ni un clima de euforia por los tiempos venideros; sino,
más bien, todo lo contrario. En ellas se enseñorea una angustia exis-
tencial que también es la marca de la época y que Freud supo deno-
minar “el malestar en la cultura”.
Después del éxito de la novela de Sartre La nausée de 1938, el
público francés respondió también positivamente y con el mismo en-
tusiasmo en 1942 a la obra de Albert Camus, titulada L´étranger (“El
extranjero”; pero también traducible como “El extraño”), cuyo pasaje
1984) y también al vincular a Arlt con el expresionismo literario (Amícola, 1984: 25,
n. 46).
175
clave es el duelo entre el personaje de Meursault (tan extraño como
Erdosain) y el muchacho árabe, que se cuenta así:
176
mismo tiempo de la mano de las obras literarias de Camus y de Sar-
tre, por un lado, y de los ensayos y novelas de Simone de Beauvoir,
por otro.
En los textos de Simone de Beauvoir, sin embargo, habrá un plus
de sentido, que se deberá a su paulatina concientización de las injus-
ticias de género. Pero la angustia (y la náusea) sucede en la conciencia
de un hombre (o de una mujer) sin cualidades extraordinarias; se
trata, en rigor, de protagonistas que han perdido todo rango de he-
roísmo, llegando inclusive al ridículo por la banalidad de sus actos.
Esos personajes literarios se habían llamado primero Raskolnikov o
Dmitri Karamazov o Erdosain, y, luego, Roquentin, Meursault, Hora-
cio Oliveira... También es importante apuntar que, refiriéndonos a los
dos fragmentos citados en particular en este estudio, tanto el asesi-
nato llevado a cabo por Erdosain como el de Meursault tienen como
base una discriminación de género (feminicidio) o social (los árabes
desde la mirada de los colonizadores franceses), y ellos son “actos
gratuitos” solo si se prescinde de rastrear los móviles más profundos
de las conciencias individuales. En la legislación argelina establecida
por los “colonos” franceses, que eran el 10% de la población total, los
“árabes” recibían un trato discriminatorio que los relegaba a ciuda-
danos de segunda clase. Esta situación se prolongó desde 1830 hasta
1962, fecha de la liberación de Argelia que Camus ya no pudo pre-
senciar. La actuación y la obra del escritor francés se desarrollan, por
lo tanto, en los calientes años previos a la etapa de descolonización.
Albert Camus (1913-1960) habría de hacerse acreedor en 1957
del Premio Nobel. Antes de la obtención de ese premio, en 1951 había
publicado el ensayo más controvertido salido de su pluma: L´homme
revolté. Ese texto, muy mal recibido por la intelectualidad de izquier-
da francesa, pondría a su autor en una situación incómoda con res-
pecto a la relación con su antiguo amigo Sartre. Como la polémica
a propósito de la publicación de El hombre rebelde fue realizada en
1952 en la pantalla pública que brindaba Les Temps Modernes, esta
disputa alcanzó una enorme difusión, como puede observarse en
177
los ecos que alcanzaron hasta a la revista argentina Contorno (Katra,
1988: 32). El disparador para el enfrentamiento entre Sartre y Camus
fue una reseña sobre el ensayo de Camus, firmada por Francis Jean-
son (1922-2009). La crítica lapidaria de Jeanson impugnaba el exis-
tencialismo de Camus, al negarle una verdadera preocupación por
los datos históricos, que los marxistas consideraban insoslayables.52
En 1947, es decir, justo cuando Simone de Beauvoir, se hallaba
iniciando sus investigaciones sobre la condición femenina bajo el te-
cho de la Biblioteca Nacional de París, Camus iba a publicar su texto
más difundido (La peste), que de manera cada vez más simbólica,
dentro de un naturalismo descriptivo peculiar narraba los aconteci-
mientos de cuarentena de una ciudad argelina, donde la cultura fran-
cesa aparece encapsulada y desprendida de la realidad africana.
Es llamativo, a mi juicio, justamente que en La peste todos los
nombres de los personajes sean franceses y que la población africana
aparezca como al pasar bajo la denominación de “los árabes”, algo
que ya se había percibido en L´étranger. Sin embargo, para reforzar
la idea del colonialismo como cápsula cultural se dice en la novela
que en Orán se bebía mucho vino en la época de la peste (Camus,
1947: 78), algo que naturalmente no consumían los nativos árabes, a
quienes no solo no se les da un nombre, sino a los que además se les
niega el derecho a la palabra. Así con el tratamiento de una epidemia
en la ciudad argelina hacia los años 30-40 el texto se las ingenia para
ignorar cuestiones históricas y sociales. En La peste se menciona el
caso criminal del individuo que mata en la playa a un árabe (alusión
a la novela anterior de Camus), pero no hay ni una sola palabra so-
bre la guerra mundial, que se libró también en las costas africanas
poco antes de la aparición de la novela. Esta situación de silencio de
un hecho histórico de manifiesta importancia podría indicar que la
datación de los sucesos novelescos debería colocarse antes de dicha
52 Fue sintomático que en la Argentina la revista Contorno tomara partido por
los sartreanos, mientras que Sur respaldaba ampliamente a Camus en contra de la
postura de Les Temps Modernes.
178
guerra, es decir en la década del 30, o que, en cambio, al narrador
no le importa dar una precisión que ancle los hechos narrados a un
tiempo particular. Sea como fuere, es evidente que hay un intento de
pasar por alto la situación bélica.
Es interesante notar que si la novela en cuestión hubiera sido un
texto de 1880, estaríamos en todo el derecho de adscribirlo al natura-
lismo literario. Como, sin embargo, la novela pertenece al acervo del
siglo XX ese supuesto naturalismo se nos torna una manifestación
del fantástico moderno. En la tercera o cuarta década del siglo XX
ninguna ciudad colonial del Norte africano podía tornarse un lugar
cerrado al mundo como la Orán que describe Camus. Además la na-
rración de una epidemia de tal calibre era algo que, Pasteur (1822-
1895) de por medio y con la utilización generalizada de la penicilina
desde 1945, implicaba un deseo de negar los adelantos de los siglos
XIX y XX en medicina y darles la espalda a los cambios históricos
que estaban golpeando a la puerta del mundo de posguerra. Esto sig-
nificaba colocarse en un ambiente de alguna manera arcaico. ¿Qué
sucede con este encapsulamiento aquí como principio constructivo
en versión de “ratonera” al estilo de las de Agatha Christie (1890-
1976), que en las obras de la autora inglesa tenía otras intenciones?
Ello está subrayando, a mi juicio, la decisión autorial de pintarnos
una situación al margen de los tiempos.
Después de siete décadas y con la descolonización del mundo que
advino luego, el lector actual podría ver, en cambio, la propia situa-
ción del colonialismo francés que se vivía en Argelia como ghetto eli-
tista dentro de una sociedad bárbara desde la óptica de los invasores.
Como gran ironía de la historia, la ciudad de Leningrado había
vivido justamente entre 1941 y 1944, durante exactamente 872 días
una situación similar de encapsulamiento y de muerte por causa del
sitio en que la mantuvieron las tropas nazis. Allí también los cadáve-
res eran legión y el hambre y la miseria se entronizaban en el curso
de la vida cotidiana, pero el enemigo estaba más claro y no se trataba
de combatir infecciones con drogas salvadoras. La situación de he-
179
roísmo de los que se quedaban era más prominente (dado que había
también la posibilidad de escapar por los mares congelados), porque
se luchaba en especial por la supervivencia en las peores condiciones
posibles del hambre y del frío. La resistencia era claramente una lucha
contra la barbarie nazi y en pro del mantenimiento de una cultura.
Pero este ejemplo no le interesaba a Camus, aunque tenía que haberlo
conocido con relatos de primera mano.
En el caso de la novela de Camus la cuestión de la a-historicidad
podría hacer sistema con la crítica de Jeanson y luego de Sartre con-
tra el ensayo L´homme revolté. Así, aunque La peste sea una obra sali-
da de la fantasía creativa de su autor, ella puede darnos algunas pistas
acerca de su ubicación dentro de un existencialismo que Camus está
reclamando como derecho de co-fundador. La peste abre el capítulo,
en realidad, a la búsqueda de a-historicidad en todo el programa de
escritura de este autor. Pero, ¿se podía expresar su profesión de exis-
tencialista y, al mismo tiempo, desdeñar la historia?
180
europeas se sentían muy fuertes por el papel jugado por sus pares en
plena contienda, este desprecio por la Historia aparecía como blas-
femo, dado el papel que ella ocupa en el planteo de Marx y Engels.
El otro aspecto subyacente tiene que ver con la vuelta de tuerca del
terrorismo de Estado que ha puesto en marcha el estalinismo. Stalin,
quien habría de morir al año siguiente de la polémica más importante
mantenida en las páginas de Les Temps Modernes, está ocupando todo
el espacio de la contienda de los grupos antagónicos en el mundo en-
tero, porque en ese momento resultaba claro que muchos comunistas
habían hecho ojos ciegos al totalitarismo estalinista, con tal de ganar
otras batallas. Esto es lo que también lateralmente Camus aprovecha
para echarles en cara, tanto al viejo militante Jeanson como a Sartre.
Ahora bien, Sartre posee una plataforma de pensamiento filosófico
superior a la de su “guardaespaldas” Jeanson y a la de su viejo ami-
go Camus. El filósofo máximo del existencialismo no tiembla ni un
segundo en llamar a las cosas por su nombre; para Sartre la carta
de Camus habría estado originada en el Quai des Orfèvres. Para los
inexpertos en la topografía parisina, digamos que la mención del
Quai des Orfèvres es algo críptico que se aclara, si sabemos que esa es
la sede de la Central de Policía de Francia. Con ello Sartre le achaca a
la carta pública de Camus un rango de interrogatorio policial basado,
para peor, en un universo de valores intangibles, algo que el princi-
pio de ambigüedad que sirve de sostén al existencialismo encuentra
como un anacronismo.
En el estupendo texto de Sartre contra Camus, su autor le da efec-
tivamente al viejo amigo una lección filosófica de la nueva doctrina
de la mano de Epicuro (341 a.d.C.-270 a.d.C.) y de su materialismo,
definiendo los contornos de la libertad y la condición de inexorabi-
lidad que tiene en el ser humano la cuestión de elección. Dicho en
palabras sartreanas: estamos condenados a elegir. Así, en definitiva,
nuestra libertad de hoy, solo es la libre elección de luchar para ser más
adelante “libres”. Y esa sería la paradoja de nuestra condición histó-
rica. Para Sartre, después de la guerra la tarea que se le abría a la in-
181
telectualidad francesa (de la que Camus era parte importante) habría
consistido en hacer frente a lo nuevo, no en elegir un estado de cosas
anterior para retrotraerse en un supuesto paraíso intocado por los
acontecimientos bélicos. Gracias a la lectura de otro texto de Camus
titulado Carta a un amigo alemán, Sartre da en el meollo de aquello
que aquejaba a Camus. En efecto, en ese texto autobiográfico Camus
había escrito teniendo en su mira a los alemanes (que habían iniciado
la guerra): “…hace años que ustedes tratan de hacerme entrar en la
Historia”. A partir de esta frase, que Sartre encuentra clave, se detecta
en el pensamiento de Camus su deseo de hallarse fuera de lo histórico
como medio de salvar su propio pellejo. Es indudable, entonces, que
ni L´étranger ni La peste podían haber tenido como tema de fondo
la Segunda Guerra Mundial, de la que Camus quería estar comple-
tamente ajeno. Esto no es solo un craso individualismo a ultranza,
sino, al mismo tiempo, una tremenda ceguera frente a los cambios
que se avecinaban y de los cuales la guerra había señalado una divi-
soria de aguas. Y aquí es donde surge la idea de base sartreana: ¿en
qué medida Camus es capaz de sellar un compromiso con su tiempo
histórico? Camus se niega a ser un escritor “comprometido” como lo
postula Sartre.53 Sartre termina su respuesta a Camus, diciendo que
la revista permanecería abierta para publicar una nueva reflexión de
Camus, pero que Sartre de por sí ya no volvería a contestarla. Con
esto quedará cerrado el circuito de polémicas. De manera elegante,
Camus ha recibido la notificación de que a partir de allí en adelante
él será, más bien, el excluido de Les Temps Modernes.
Años antes de esta triste polémica, Camus y Sartre habían cons-
truido un puente mutuo de comprensión que podría caratularse
como de “humanismo” (nacido al calor de la perspectiva del enemi-
go común nazi); ese puente se desmorona, sin embargo, justamente
en 1952, cuando Camus discute la militancia en la que están empe-
cinados los miembros de Les Temps Modernes. Aquel humanismo
53
No debe extrañarnos, pues, que Camus haya sido el primero que se indignara ante
el proyecto que, según él, ponía en jaque a los varones en El segundo sexo.
182
progresista implicaba, al mismo tiempo, no permanecer ciegos ante
cualquier situación política negativa. Ahora bien, cuando los manda-
tos directos o indirectos salidos de la Unión Soviética se hacen más
acuciantes, los campos se fracturan. En rigor, lo que está en juego
más allá de la idea del compromiso sartreano, es el individualismo a
ultranza de Camus, que también está presente en su quehacer nove-
lesco. Si, por una parte, Camus y Sartre rechazan la ramplonería del
realismo socialista forjado en Moscú, mostrando en cambio en sus
textos personajes aquejados por un malestar inexplicable y angus-
tiante tan lejano a las fórmulas triunfalistas recetadas por los soviéti-
cos, y más parecidos a las figuras “impresentables” (pero sumamente
profundas) de Dostoievski y Kafka, los caminos artísticos entre los
dos escritores se bifurcan en algún momento a pesar de las coinci-
dencias de la juventud. Todavía en 1947, Sartre podía aceptar la for-
mulación del narrador de La peste cuando este expresaba que:
183
públicamente en 1964, aquejado por la consideración de vergüenza
por lo mal que los suecos puedan haber leído en su obra la cues-
tión del compromiso. Entremedio se había producido la guerra por
la liberación de Argelia, en la que Sartre había jugado un papel bien
destacado en favor de la “rebeldía”. Como Camus había muerto trági-
camente en un accidente en 1960 no podemos saber cuál habría sido
su posición ante los nuevos sucesos argelinos ni de qué lado habría
jugado su partida. Ahora bien, como escritor de la mesura liberal es
probable que Camus allí también se hubiera encontrado del otro lado
de la barricada de Sartre. Aquí es interesante agregar la impresión
de Cyril Connolly al respecto, quien a la muerte de Camus escribía
una nota necrológica laudatoria, pero no dejaba de imaginarse lo que
hubiera pasado después en la trayectoria del escritor franco-argelino.
Según Connolly, Camus pensaba en la unión de Argelia bajo un go-
bierno federal al estilo de Suiza. Ahora bien, Connolly, a pesar de toda
su admiración por ese escritor, no puede dejar de señalar que Camus
durante los últimos años de su vida había callado meticulosamente
la crueldad de las torturas a las que se sometía a la población árabe
bajo la administración colonial francesa (Connolly, 1961: 770). Es,
por ello, más irónico que Camus reprochara a Sartre, implícitamente,
su silencio ante los crímenes de Stalin en la Unión Soviética, cuando
él mismo tampoco había denunciado los del ala colonial francesa,
que había tenido delante de las narices y no en un lejano confín.54
Para Camus el “revolté” es el anticipo del “revolucionario”, cuya
empresa consistirá en causar el mal con vistas a un bien futuro…
Como en francés la palabra original “revolté” tiene la misma raíz que
“revolution” le resulta fácil a su autor hacer la deriva etimológica;
mientras que en castellano no resulta tan clara la relación “rebelde” y
“revolucionario”, que son de raíces diferentes. Como quiera que sea,
54
Es comprensible que Camus haya obtenido a la larga el apoyo de un camarada de
las letras como Mario Vargas Llosa (1936- ), quien hizo una trayectoria parecida desde
un izquierdismo juvenil hasta las posiciones más individualistas y conservadoras de
su madurez.
184
en esta etimología forzada se percibe la falta de sistema de la argu-
mentación de Camus. Es evidente que la bibliografía principal de
Camus ha sido la novela de Dostoievski Los demonios (Бесы; 1873),
nacida al calor del escándalo de la circulación en Rusia del panfleto
llamado Catecismo de un revolucionario (1869) del anarquista Ser-
guéi Necháev (1847-1882) y de los crímenes que este planeó. Camus
hace así un paneo de los rebeldes famosos; pero en esa bolsa entran
tanto Espartaco (113 a.d.C.- 72 a.d.C.), como luego el Marqués de
Sade (1740-1814), Rimbaud (1854-1891) y Hitler (1889-1945) o Sta-
lin. En definitiva, con el “revolté” de Camus se quiere enfocar al “dis-
conforme con el sistema”. Si se hila fino, se podría comprobar que no
todos los rebeldes mentados han sido revolucionarios o, al menos,
hay en el uso de la palabra “revolucionario” cierta imprecisión que no
contribuye a la claridad expositiva del texto.
En definitiva, la vocación histórica de Camus es también muy
débil en este libro, pues se deja en el tintero nada menos que a Na-
poleón, que para la perspectiva francesa no podía quedar ausente.
¿Por qué no figura Napoleón Bonaparte (1769-1821) en esa capricho-
sa lista, cuando entre los “revoltés” se incluye a Hitler y Stalin, y, en
cambio, entre los franceses se coloca a dos figuras literarias? ¿Es aca-
so aquí evidente la intención de no tocar entre las glorias francesas
donde más duele? Lo menos que puede decirse de esto es que Camus
procede con un operativo propio del avestruz.
Volvamos a sus novelas. En La peste, que parece la cantera de tra-
bajo para el ensayo de 1951, el personaje de Cottard es quien tiene
una deuda pendiente con la justicia y al renovarse el estado de dere-
cho en Orán luego de la epidemia, este personaje resentido empieza
a disparar a mansalva contra sus congéneres. El móvil de este acto
sería en la economía novelesca una “rebeldía”, la caratulación para un
motivo que aparece con una gran carga peyorativa. Que la agitación
social sea, sin más, desprestigiada por la pluma de Camus era algo
que los miembros de Les Temps Modernes no iban a aceptar tan fá-
cilmente. Cottard es el símbolo de una actuación de rebeldía contra
185
la sociedad, cuando el personaje actúa de modo insensato y gratuito.
¿Es cada rebeldía humana algo de ese calibre? Camus no podía saber
en ese momento que justamente a comienzos de 1952 el “rebelde”
más paradigmático del siglo XX, Ernesto Guevara (1928-1967), co-
nocido luego en el Caribe como “el Che” (en el sentido de “el Ar-
gentino”), había culminado su viaje en motocicleta por América del
Sur, después de casi un año de su periplo, y que ese viaje antológico
sería el elemento de su concientización para la rebeldía. Solo noso-
tros podemos tener conciencia de que el mejor contra-ejemplo de lo
que estaba sosteniendo Camus en su ensayo se producía en el mismo
momento de su formulación escrita. Guevara iba a dar origen a un
mito contrario, no el rebelde demoníaco que ocupó a Camus, sino el
del rebelde y mártir, como un nuevo Prometeo moderno. Desde esta
concepción conservadora, el Che Guevara sería tan condenable en
tanto rebelde, como los fanatizados que atacaron las Torres Gemelas
de Nueva York en el 2001.
Como Dostoievski-persona, después de su conato revoluciona-
rio juvenil y de su pasaje a las huestes reaccionarias en su madurez,
Albert Camus termina condenando cualquier levantamiento que se
erija como un principio de justicia (Camus, 1951: 62). Y si esto no
carece de lógica, es evidente que en ese texto junto con el anarquismo
más ciego, se condenan también no solo las empresas totalitarias de
Stalin y de Hitler (lo que es admisible), sino también cualquier inten-
to liberador, porque en la perspectiva del ensayo cualquier rebeldía
significará el sacrificio de vidas humanas que deben considerarse sa-
gradas. En este sentido, Camus es un liberal de la misma clase que
muchos de los antibelicistas de la Primera Guerra Mundial, y, por
ello, se comprende la adhesión que podía suscitar en personalidades
como Victoria Ocampo. Pero para Camus no hay términos medios,
pues “La rebelión vuelve a desembocar en la justificación del crimen”
(1951: 63). Es sintomático que Camus haya tenido como trampolín
para su ensayo la postura conservadora de Dostoievski en lugar de
toda la línea del romanticismo ruso que lo precedió, cuando poe-
186
tas como Mijaíl Lérmontov (1814-1841) habían cantado byroniana-
mente la postura del “rebelde” (мятежный) con tonos positivos; e
inclusive un rival también conservador de Dostoievski como Iván
Turguéniev (1818-1883) les había dado a los protagonistas nihilis-
tas, disconformes y revolucionarios de sus novelas rasgos admirables
como el altruismo, la honestidad y la sinceridad. Esta decisión im-
parcial de Turguéniev coincidía plenamente con la observación de los
hechos cotidianos como correspondía a un autor afiliado al realismo
literario más consecuente, capaz de pintar aquello discordante para
su postura con colores objetivos.
Es interesante pensar, por otro lado, por qué Camus, cuya selec-
ción de ejemplos es muy subjetiva, se interna en la discusión de la
Revolución Francesa. De este momento de incuestionable importan-
cia en la historia de Europa, Camus toma únicamente la cuestión de
la caída en el Terror, es decir, la etapa de su degeneración. No por
casualidad todos los historiadores de derechas del siglo XIX vieron
esta revolución a partir de la sombra de la guillotina ¿Pero es esta
la única manera de considerar este momento particular de la histo-
ria de Francia? Desprestigiar de cabo a rabo la Revolución Francesa,
sosteniendo que ella fue culpa de la insana tarea de “l´homme revol-
té” es perderse muchas cosas por el camino. Ello sirve, sin embargo,
para desprestigiar a Marx y sus continuadores, sin dejar espacio para
reflexionar sobre lo que estos “rebeldes” trajeron, a pesar de todo, a
la humanidad. Las cosas, a mi juicio, son mucho más complejas de
lo que las presenta tan bellamente Camus. Estas presentaciones del
problema de la rebeldía eran típicas como ideales de los comienzos
del siglo XX, en la pluma de alguien, como, por ejemplo, Romain
Rolland (1866-1944), el escritor del pacifismo, también adorado por
Victoria Ocampo; y cuya fama huele ahora a rancia.
Cuando Marx es presentado como el gran “revolté”, Camus afirma
que el marxismo coloca en un pedestal a la Historia y, entonces trata
de explicar por qué ella no debería de obtener el rango de Absolu-
to que le otorga esa corriente filosófica (Camus, 1951: 185 y ss.). Es
187
comprensible que los asiduos del Café de Flore sintieran gran males-
tar ante estas aseveraciones. Camus condena al marxismo y con él a
la Unión Soviética en un solo bloque, dando por sentado que la única
interpretación posible de las ideas de Marx fueron las que se pusieron
sobre el tapete en Rusia en 1917. Creo que Camus “hace historia”
como podría hacerla un autodidacta, pues su percepción histórica
carece de espesor y se parece más a la vehemencia con que Nietzsche
hace la historia del origen de la tragedia, que fue muy alabada en los
medios literarios, pero vapuleada entre los helenistas. En todo caso,
si esto es “hacer historia”, lo es al estilo de los historiadores del siglo
XIX, no la que se debía hacer en 1951.
En muchos sentidos, cada nuevo libro debería verse como una
respuesta a algún texto anterior. Así la cultura sería un entramado de
respuestas cruzadas que formarían el tejido social. L´homme revolté
va dirigido a tomar posición frente a Sartre y su grupo. Esto podría
evidenciarse en el caso del tratamiento extemporáneo del Marqués
de Sade entre los “revoltosos”. Cuando Camus toma el ejemplo de
Sade podría verse allí una estocada indirecta para Simone de Beau-
voir que está preparando su pequeño ensayo para Les Temps Moder-
nes en el mismo año de 1951 con el significativo y retórico título de
“¿Hay que quemar a Sade?”. Camus tenía que saber de antemano qué
tema la escritora estrella de la revista iba a presentar, por eso puede
entenderse que después de afirmar que Sade es más importante como
figura pública que como novelista, Camus declare “el escritor, a pesar
de algunos gritos felices y de los elogios inconsiderados de nuestros
contemporáneos, es secundario” (Camus, 1951: 38).
Simone de Beauvoir, por su parte, va a rehabilitar a Sade en el artí-
culo para la revista con mucha maestría a partir de un tratamiento de
la filosofía libertina que sería, según la autora, la clave para entender
todo el siglo XVIII, diciendo:
188
clase; aucune morale universelle n´est posible puisque les
conditions concrètes dans lesquelles vivent les individus
ne sont pas homogènes (Sade ha denunciado con pasión la
mistificación burguesa que consiste en erigir como prin-
cipios universales sus propios intereses de clase; no hay
ninguna posibilidad de una moral universal, porque las
condiciones concretas en las que viven los individuos no
son homogéneas; de Beauvoir, 1951: 63).
3. El “revoltoso”
189
Todavía se puede precisar el aspecto positivo del valor
presunto en toda rebelión comparándolo con una noción
enteramente negativa como el resentimiento, tal como la
ha definido Scheler. En efecto, el movimiento de rebelión
es más que un acto de reivindicación, en el sentido fuer-
te de la palabra. El resentimiento está definido muy bien
por Scheler como una auto-intoxicación, la secreción ne-
fasta en un vaso cerrado, de una impotencia prolongada.
La rebelión, por el contrario, fractura al ser y le ayuda a
desbordarse. Libera oleadas que, de estancadas, se hacen
furiosas. Scheler mismo acentúa el aspecto pasivo del re-
sentimiento, observando el gran lugar que ocupa en la psi-
cología de las mujeres, destinadas al deseo y la posesión.
En las fuentes de la rebelión hay, por el contrario, un prin-
cipio de actividad superabundante y de energía. Scheler
tiene también razón cuando dice que la envidia colorea
fuertemente al resentimiento. Pero se envidia lo que no
se tiene, en tanto que el rebelde defiende lo que es. No
reclama solamente un bien que no posee o que le hayan
frustrado. Aspira a hacer reconocer algo que tiene y que
ya ha sido reconocido por él, en casi todos los casos, como
más importante que lo que podría envidiar. La rebelión no
es realista. Siempre según Scheler, el resentimiento se con-
vierte en arribismo o en acritud, Según crezca en un alma
fuerte o débil. Pero en ambos casos se quiere ser lo que
se es. El resentimiento es siempre resentimiento contra sí
mismo. El rebelde, por el contrario, en su primer movi-
miento, se niega a que se toque lo que él es. Lucha por la
integridad de una parte de su ser. No trata ante todo de
conquistar, sino de imponer (Camus, 1951: 21).
190
vista, más infeliz, si nos damos cuenta de que ese filósofo alemán es
un hombre de las cavernas en cuanto a la cuestión del sistema-género.
En efecto, Max Scheler (1874-1928) que gozó de una honda difusión
dentro de la corriente de la fenomenología alemana en las primeras
décadas del siglo XX está anclado en una concepción de los sexos
que es del siglo anterior. Justamente en el siglo XIX se venían dando
las primeras batallas desde las huestes del feminismo, y la reacción
más generalizada entre los publicistas era la condena en bloque de
todas las escaramuzas femeninas para ganar terreno. Al mismo tiem-
po, la ideología burguesa acompañaba generalmente a las concepcio-
nes conservadoras estableciendo patrones de cómo eran las mujeres
y cómo debían continuar siéndolo. Estas eran épocas en las que las
mujeres eran vistas como seres pasivos a las que, por otra parte, se les
tenía vedado salir del esquema en que las había puesto el hombre. Ni
el trabajo fuera del hogar ni la educación pública eran aceptables para
ellas; y lo que es peor, para apuntalar el dique de contención contra
las demandas femeninas, se las describía como dotadas de caracterís-
ticas eternas e inmutables; vale decir: sumisas y pasivas. Aquellas que
se atrevieran a pasar esos límites de la decencia o de la conveniencia,
causarían un daño a todo el tejido social. Scheler no es la excepción y
no puede, a pesar de toda su sagacidad, dejar de acusar su pertenen-
cia a una educación decimonónica. Su concepción de lo femenino
hace aguas hoy día por todas partes; y Camus no revisa tampoco esa
postura que absorbe junto con el excipiente fenomenológico. Para
Scheler y para Camus, la mujer existe en función del varón.
¿Cómo podía un asistente asiduo del Café de Flore como Camus
reaccionar ante las aseveraciones tan bien fundadas de Simone de
Beauvoir en su libro clave de 1949? A pesar de la amistad que une
a Camus con la mayoría de los miembros de Les Temps Modernes,
el autor de L´étranger rechaza de plano la concepción que está en la
base de Le deuxième sexe y se transforma en su detractor más acé-
rrimo. En este sentido, desde la perspectiva de Camus, Simone de
Beauvoir no solo se torna su enemiga, sino que a ella además le cabe
191
el epíteto de “resentida”, según las fórmulas de cuño nieztscheano y
luego scheleriano que Camus hace suyas. Es muy coherente que la
alta burguesía argentina con Victoria Ocampo a la cabeza, por esos
mismos años, aplicara idéntica etiqueta para referirse a Eva Perón.
Si en las obras literarias de Camus antes mencionadas, los varones
árabes llevan la peor parte y ni siquiera obtienen un nombre como
personajes y menos aún el derecho a la palabra, a las mujeres árabes
no les va mejor. Así el personaje de Raymond en L´étranger que vive
explotando a las mujeres de su entorno como rufián, obtiene el tácito
acuerdo del protagonista Meursault para maltratar y violentar a la
muchacha que lo visita. Esta escena marginal, que sin embargo, está
en el origen del actuar irracional posterior de Meursault tiene poca
relevancia en la novela y no se percibe más que a través de puertas
cerradas del apartamento vecino, sin embargo, debería servir para
mostrar cuán afín es el pensamiento de Camus con la fórmula de
Max Scheler que acredita para las mujeres solamente los esquemas de
cuerpos para “el deseo y la posesión”.
En este sentido, me interesa traer a colación como contra-ejemplo
un pasaje de una novela de otro asiduo del Café de Flore, menos exi-
toso. Me refiero a Paul Nizan y especialmente a su novela de 1935, ya
mencionada, El caballo de Troya, en la que la mujer de un militante
comunista muere por un aborto realizado en pésimas condiciones.
Este pasaje me interesa, porque en él aparece el tema de cómo se en-
frenta el varón al acto sexual sin interesarse por las consecuencias.
Al comienzo de la novela Catherine, la mujer embarazada contra su
voluntad, expresa, dirigiéndose a los varones de la célula militante:
“Mais pour ce que ça vous coûte…” (Por lo que eso les cuesta a uste-
des… [refiriéndose a las consecuencias del acto sexual]; Nizan, 1935:
25). Dado que esta frase, en el curso de la acción subsiguiente, se
llenará de sentido, podemos ver en qué medida la instancia autorial
se ha visto en la situación de darle la palabra a quien aparece como un
subalterno. Catherine es la mujer que, luego, va a morir desangrada y
sola en su habitación sin ninguna asistencia, a consecuencia del acto
192
irreflexivo de su marido que ha buscado a la comadrona rural sin si-
quiera consultar a su esposa para la operación del aborto. En mi opi-
nión, en estas escenas íntimas del cuerpo femenino (que juegan un
papel capital dentro de la economía de una novela de hondo conteni-
do social y político como son las luchas contra el fascismo francés en
la década de 1930) hay un principio de puesta en cuestión de la opo-
sición femenino-masculino, que tiene doble mérito, porque ha salido
de la pluma de un varón. La mujer lleva todas las desventajas en el
embarazo y el hombre ninguna, nos ha dicho el texto. Es posible que
en el grupo de la rue d´Ulm del que participaban tanto Nizan como
Sartre, el tema hubiera empezado a germinar entre los estudiantes
más lúcidos. Es posible que Camus, con su infancia argelina, no haya
participado de esos aires de igualdad que habían empezado a soplar
en Europa con mayor fuerza por lo menos a partir de 1920. En algún
sentido, parecería que más que como compañero de ruta de Sartre,
Camus se estaba poniendo bajo el ala del ya anacrónico Paul Valéry,
para quien “Frente a un hombre actual (radicalmente efímero) que se
esclaviza a sus propios logros industriales, Valéry propone un retor-
no al monacato, al pensador ensimismado y aislado que busca en la
soledad la voz de las cosas…” (Matamoro, 1986: 133).
No es de extrañar, por ello, que la revista de Victoria Ocampo, que
había hecho suya la poética de Valéry en los años 30, bajo la jefatu-
ra de redacción de Eduardo Mallea, se sintiera atraída por el pensa-
miento de Camus; y de otros pensadores devenidos anti-sartreanos.
Encaramado en su fortaleza individualista, Camus no supo nun-
ca reflexionar acerca de la presencia del Otro, ya sea el árabe o la
mujer. Este tipo de reflexión, en cambio, fue capital en la postura de
los editores de la revista Les Temps Modernes, que se fue abriendo
cada vez más a la idea de la responsabilidad del intelectual, al mismo
tiempo que absorbió lo que desde los grupos formados en la famosa
École Normale Supérieure se venía gestando en el pensamiento con
los aportes de la psicología y la sociología. De esas semillas saldrá
la espectacular contribución del post-estructuralismo francés con
193
Foucault, Deleuze (1925-1995) y Guattari (1930-1992), entre los más
famosos. Ellos son ahora la bisagra para pensar también las cuestiones
del sistema-género que tuvieron un punto de partida fundamental en
la obra de Simone de Beauvoir, aquella “resentida” que parecía odiar
al sexo masculino, simplemente porque ponía los puntos sobre las íes.
4. La caída
194
la clasificación de “novela autobiográfica” en este punto de la investi-
gación me parece insuficiente).
Es importante también decir que esta polémica salida del seno de
los habitués del Café de Flore habría de trascender el plano francés en
virtud de su honda significación política. La disputa no podía quedar
reducida a un entredicho solo de café, porque ya desde un comienzo
estaba inserta en la discusión que dividía a los intelectuales del mun-
do a partir de la Guerra Civil Española y cuya polarización se acre-
centó desde los años previos y posteriores a la Revolución Cubana.56
Como se dijo antes, en el número 81 (de mayo de 1952) de Les
Temps Modernes el antiguo militante de la Resistencia Francis Jean-
son había hecho una reseña demoledora del libro de Camus L´hom-
me revolté, a pesar o justamente porque su autor era un compañero
de ruta. En el número 82 de la misma revista (de agosto de 1952) se
abrió el fuego con la carta contestación de Camus, como víctima, con
las sucesivas respuestas de Sartre y nuevamente de Jeanson. Si por un
lado el ensayo clave de Camus defiende la libertad individual y con-
dena toda violencia que se haga en nombre de la construcción hipo-
tética de una sociedad futura no violenta, el ala dura del izquierdismo
francés siente como indigerible que su autor ponga en un mismo saco
el fascismo, el nazismo y estalinismo, lo que significaba ignorar lo
que en ese mismo momento estaba logrando positivamente la Unión
Soviética. Aquí hay que agregar que Camus endilga a Sartre y sus se-
guidores ser ciegos frente a los desmanes de Stalin. Lo que no querían
los izquierdistas franceses en ese momento es hacerles el juego a las
derechas, condenando todo lo soviético de un plumazo.57
56
Para un análisis acerca de las exclusiones ideológicas de la revista Sur, véase el
estudio de Nora Pasternac, quien pone en entredicho el mito que rodeó a Victoria
Ocampo de ser una figura tolerante y liberal en lo político (2002: 87 y ss.).
57
Lo que estaba en el tapete entre los dos bandos de la polémica consistía en si
era posible o no la igualación entre el totalitarismo del régimen soviético y el de
la barbarie nazi. Los marxistas, con razón, insistían en que los logros de la Unión
Soviética con el punto de partida pavoroso de la miseria feudal de los Zares no podía
de ninguna manera ponerse en la misma balanza que la barbarie nazi que había
dejado solamente un país en ruinas, después de invadir a todos los territorios vecinos.
195
En definitiva La caída de Camus es un texto cifrado, lleno de
rencor y sarcasmo, que solo puede entenderse en el interior de un
campo convulsionado, no solo por las verdades de posguerra, sino
por las noticias horrorosas que van llegando desde la Rusia Soviética
(la persecución sistemática bajo la KGB). Según el abogado Clamen-
ce, el protagonista de este texto semi-autobiográfico, las calles de las
ciudades exhiben insignias sobre los negocios que determinan clara-
mente qué se puede comprar en cada uno, pero el hombre común se
encuentra perdido en un laberinto de signos que lo amenazan con
su perentoriedad y que son totalmente ambiguos. En este sentido,
como era el caso en la novela La peste, el texto de Camus vuelve al
nivel simbólico de un paisaje urbano que acorrala al hombre en sus
libertades. No es un dato menor que Clamence proclame su indivi-
dualismo a ultranza y explique sus dudas acerca de haber formado o
no parte de la Resistencia francesa en el momento de la guerra con
argumentos egoístas, como, por ejemplo, que él debía defender su
propia libertad personal antes que nada (Camus, 1956: 43-45). Po-
demos imaginarnos la cara que pondría Sartre al leer estos párrafos.
Por otro lado, este protagonista declara su pertenencia a la intelectua-
lidad de la rive gauche (la orilla izquierda), que en este contexto no
es solo una región famosa de París donde cundía el existencialismo,
sino también una sutil alusión al izquierdismo de esos grupos, que
son los que ahora le han hecho el vacío. Como prueba del sarcasmo
del antiguo compañero de ruta que ahora se distancia, veamos este
párrafo de La caída (cuyo título podría entenderse como “caída en el
disfavor del grupo” pero también como “renuncia a la pertenencia”):
En qué medida lo logrado por la Unión Soviética durante los 70 años de predominio
fue diferente de lo que hizo Hitler en su corto lapso de tiranía, es un tema que ocupa
hoy en día a las mentes más esclarecidas de Rusia, donde los sistemas de educación,
salud, ingeniería y transportes, entre otros, siguen siendo los diseñados durante la
epopeya revolucionaria, a pesar de la entrada de esa nación en el capitalismo más
salvaje.
196
…je m´obligeais à visiter régulièrement les cafés spé-
cialisés où se réunissent nos humanistes professionnels.
Mes bons antécédents m´y faisaient naturellement bien
recevoir. Là, sans y paraître, je lachais un gros mot: “Dieu
merci!” disais-je ou plus simplement: “Mon Dieu…” Vos
savez comme nos athées de bistrots sont de timides com-
muniants. Un moment de stupeur suivait l´énoncé de ce-
tte énormité, ils se regardaient stupéfaits, puis le tumulte
éclatait, les uns fuyaient, hors du café, les autres caque-
taient avec indignation sans rien écouter, tous se tordaient
de convulsions, comme le diable sous l´eau bénite. […] Je
voulais déranger le jeu et surtout, oui, détruire cette repu-
tation flatteuse dont la pensé me mettait en fureur. (…yo
me obligaba a mí mismo a visitar regularmente los cafés
especializados donde se reúnen nuestros humanistas de
profesión. Mis buenos antecedentes me proporcionaban
allí una buena acogida. Allí, como al pasar, yo dejaba caer
una palabra altisonante: “¡Gracias a Dios!” o simplemente
“Mi dios…”. Sabéis en qué medida nuestros ateos de café
son tímidos en comunión. Un momento de estupor seguía
al enunciado de esa enormidad, ellos se miraban estupe-
factos, después explotaba el tumulto, unos huían fuera del
café, otros cacareaban indignados sin escuchar nada, to-
dos se retorcían en convulsiones, como el diablo bajo el
efecto del agua bendita. […] Yo quería desordenar el juego
y sobre todo, sí, destruir esa reputación que place al amor
propio y que de solo pensarlo me enfurecía. (Camus, 1956:
79-80).
197
ce religioso” con “la inventiva política”. En definitiva, sus dardos se
dirigen al “apostolado” de Sartre, en tanto marxista humanista que
se conduce (de manera impostada, según Camus) para arrogarse el
lugar de hombre-faro de una época.
Como vemos, la intención de Camus va mucho más lejos ahora de
la suscitada por simple rencor a partir de la mala recepción de su libro
de 1956. Todo se ha desmoronado en el universo que ha construido
a su alrededor y su reacción es encontrar a los culpables: los adeptos
del Café de Flore. En ese ataque caen también las modernizaciones
acerca del sistema-género que trajo la guerra, pues este autor sigue
aferrado a una situación de pre-guerra, cuando los casilleros todavía
estaban “bien” asignados. En efecto, en toda la obra literaria y ensa-
yística de Camus las mujeres aparecen como seres lejanos y distantes
que llenan su cometido solo en tanto y en cuanto vienen a satisfacer
los conatos masculinos de sexo, gloria o poderío. En definitiva, ellas
son el Otro, innominado e incomprensible, del que han empezado a
hablar los filósofos, los psicoanalistas y antropólogos franceses en los
años 30 y 40.
Es un lugar común la idea de que La caída es un texto dialógico,
en el sentido de que está pensado como una respuesta a textos ajenos
que en su desarrollo aparecen implícitos o aludidos; de modo tal que
se sobreentiende la participación en el diálogo de otro interlocutor o
interlocutores previos. Lo que se ha dicho, sin embargo, es que esta
“falsa novela” es una contestación a Sartre, en sus dichos y en sus pos-
tulaciones como persona. Por mi parte, quiero agregar que La caída
también contesta a Simone de Beauvoir, especialmente en su calidad
de escritora de ensayos. Camus no ha podido digerir las “acusacio-
nes” contra los varones desplegadas en El segundo sexo. Esto es, por
lo tanto, lo que hace sistema desde mi modo de ver para que Camus
fuera uno de los excluidos de Les Temps Modernes. En mi opinión,
Camus no había podido aceptar el programa de modernización que
198
propagaba la revista, tanto a nivel político como sexual.58 Este autor
no pudo dar el salto necesario para el cambio.
Como era de esperar, la revista Sur se hace eco de esta larga polémica colocándose
58
199
Si Jacques Lacan elaboró un complejo sistema alrededor de esos
términos que han tenido mucha difusión como aparato conceptual en
el reino de la psicología, hay que decir que en el terreno de la filosofía
la idea de una conciencia ajena y de una mirada exterior que se im-
pone sobre nosotros es mérito de la filosofía alemana, especialmente
en la obra de Edmund Husserl (1859-1938). Y esta es principalmente
la acepción que aparece como flagrante novedad en el grupo del Café
de Flore, importada de Alemania por Sartre a mitad de la década del
30 (Zehl Romero, 1978: 47), y muy publicitada a partir del éxito de
su pieza teatral de 1945 Huis clos (A puertas cerradas). Simone de
Beauvoir se internaría en el mismo tema en su novela del mismo año
titulada significativamente Le sang des autres (La sangre de los otros).
Los estudios sobre colonialismo luego se apropiaron de esa dife-
renciación para pensar al sujeto distinto mediante un operativo de
generalización: los bárbaros, los de piel negra…etc. Es evidente que
en una novela en la que se marca bruscamente la grieta racial bajo el
título de L´étranger, ella nos arroja de lleno al problema social. Aho-
ra bien, ese título se refiere a Meursault, que tiene tez blanca y es de
cultura francesa. En realidad, los diferentes deberían ser los árabes y,
por lo tanto, los Otros. Esta manera de entender lo que sucede en la
novela muestra la paradoja que subyace en el título: son los blancos
venidos de Francia los que dominan Argelia y los árabes, en cambio,
son los extranjeros en su propio país. Y este modo de indicar la pa-
labra clave, en mi opinión, connota el punto desde donde se dirige
la mirada, en este caso los individuos de origen francés que están
ejerciendo el derecho colonial en el Norte de África. Si entendemos
la palabra francesa, en cambio, como “el extraño”, lo que también es
posible, las cosas no mejoran, pues en la economía del relato con el
punto de vista de Meursault, los extraños en su comportamiento si-
guen siendo los árabes que acosan y persiguen al europeo.
Ahora bien, si el hecho de marcar la mayúscula de la palabra
“Otro” ha venido a implicar el indicio de una crasa discriminación,
en este momento se ha llegado a la paradoja de que, en base al princi-
200
pio restrictivo propio del patriarcado, la mitad de la humanidad (las
mujeres) puede pasar a ser considerada el Otro. Y también las restan-
tes novelas de Camus acreditan ese punto de vista viciado y discri-
minante que es humillante para la mujer, como sucede en La caída,
novela de impronta autobiográfica, en la que su narrador apunta lo
siguiente:
201
Falta decir todavía algo al respecto. Y eso faltante lo encontramos
en otro pasaje de la misma novela de Camus, ya citado, pero que vale
la pena volver a recordar, donde quizás se halle encriptada la estocada
más mal intencionada contra su ahora enemiga Simone de Beauvoir,
cuando el protagonista de la novela describe su relación especial con
una prostituta (o mujer de costumbres sexuales libres, que para Ca-
mus es lo mismo):
202
CAPÍTULO III
Witold Gombrowicz59
1. Texto cultural
203
connotaciones mucho más complejas de lo que había sucedido ha-
cia 1800. De todos modos, a partir de los estudios sobre tradiciones
inventadas y observando lo que sucedió en la Inglaterra victoriana
con la tradición gótica (que aunaba a una supuesta particularidad
del arte medieval gótico la incierta participación de un pasado celta
para resaltar la idiosincrasia presunta de los ingleses), el sarmatismo
polaco no deja de presentarse como una construcción de cuño muy
elaborado, y en este sentido está en pie de igualdad con el propio ba-
rroco europeo, por su preocupación por la forma complejizada. Pero
introducir alusiones a los sármatas es tan extraño en el siglo XX en
Polonia como lo es hacer descender el núcleo de la cultura inglesa de
los celtas (cosa que se hace con todo desparpajo). Ahora bien, ¿qué
sucede cuando una obra combina ese toque de una tradición com-
pleja (ya muy discutida y criticada por inverosímil), con un deseo
de vanguardismo? Esto resulta en la extraña combinación de la obra
de Gombrowicz que obtiene así mediante dos capas contradictorias
de artificios su particularidad más descollante. Si en la época del
sarmatismo romántico, ese movimiento estaba rodeado de intereses
extra-literarios a través de una ideología nacionalista, los efectos de
semejante uso “retro” del sarmatismo en la obra de Gombrowicz re-
saltan, más bien, por su función paródica o semi-paródica como una
construcción semiótica que se podría llamar elemento modelizador
de segundo o quizás de tercer grado (en el sentido de que es una pa-
rodia de un modelo anterior, “segundo”). Nada es lo que parece en la
obra de Gombrowicz, que está plagada de alusiones y, por lo tanto, de
dobles capas de sentido. Si en el caso de sus novelas y piezas de teatro
existe la cita constante hacia el pasado polaco, no puede negarse que
este autor hace un uso completamente vanguardista de lo que hoy co-
nocemos como “intertextualidad”, en el sentido de una reelaboración
de un discurso ya conocido para crear un “texto cultural” nuevo.
Mi hipótesis de abordaje de la obra de este autor parte, entonces,
de un axioma diferente del que generalmente funciona dentro de los
estudios polacos sobre Gombrowicz, porque estoy dando por senta-
204
do que el hecho de que el escritor pasara dos décadas en la Argentina
no debe considerarse como un paréntesis de su vida creativa (una
vida creativa que solo habría sido auténtica en el contexto polaco),
sino que esa experiencia exo-céntrica promovió un particular des-
pegue del campo literario de origen. Esta creación particular en ese
período se complejizó todavía más en el extraño operativo de expre-
sar literariamente un sarmatismo en medio del paisaje de fondo que
le otorgan las pampas.
Si en el primer momento de su proceso creativo, Gombrowicz re-
acciona contra la situación que se daba en la literatura polaca, intro-
duciendo un surrealismo sarcástico y cínico que ponía en jaque los
pilares de las tradiciones del país; en su exilio argentino, en cambio,
este escritor encuentra un nicho de “latencia” (en sentido de reclu-
sión, de ocultamiento y de espera) que le permite revisar su perte-
nencia a la tradición polaca y ponerla en duda, en base a una crecien-
te desconfianza de su rol en la configuración del campo literario de
Polonia, nuevamente muy conmovido por los sucesos que colocan a
ese país entre las fuerzas contradictorias de varias versiones del au-
toritarismo.
En este nuevo contexto geográfico que es la Argentina, Gom-
browicz aparece desde 1939 como un autor extraño que no puede
asimilarse a su nueva situación, pero que, sin embargo, no deja de
observar lo que sucede a su alrededor como a través de una lente
que aumenta la sensación de lejanía al agrandar los objetos (hasta
llevarlos a dimensiones irreales). Polonia se le antoja a este autor muy
distante, “más allá de las aguas”, pero también las pampas son exor-
bitantes por su extrañeza. Su obra empieza a transformarse también,
al mismo tiempo, en la propia justificación de sí misma, mediante un
proceso que podemos llamar como los formalistas rusos “extraña-
miento” / “ostranenie” (остранение). Sin embargo, hay un momento
más en este artificio de hacer extraños una palabra o un giro, que tie-
ne que ver con el entorno referencial, que en la obra de Gombrowicz
es sumamente importante. No está de más, de paso, indicar que se ha
205
querido relacionar esta etiqueta formalista con la fórmula brechtiana
de “Verfremdung” (principio de extrañeza), sin notar quizás que la
diferencia reside en que la etiqueta alemana remite al plano políti-
co-ideológico del discurso y no solo al lingüístico, pues tanto la capa
formal como la del contenido aludiría así a un contexto extra-lite-
rario que también debe ser considerado. En este sentido, la obra de
Gombrowicz viene de perillas, porque en ella parecen aunarse la eti-
queta formalista con aquella alemana. Hay aquí un procedimiento
literario (que alude a la literatura polaca tradicional), y también una
estratagema política (que tiene como blanco la situación del naciona-
lismo en plena batalla con los comunistas de Polonia), que también
tiene la intención de apuntar a una situación que el lector moderno
debe comparar con lo que sucede a su alrededor.
Mi contribución a este tema tiene que ver, entonces, con la cer-
teza de que Gombrowicz es un poseur (una caracterización que ya
utilizamos para Connolly) que simula la indiferencia hacia el entorno
nuevo que pretende no comprender por incapacidad idiomática. Ese
entorno nuevo se le antoja, al mismo tiempo, desmesurado en sus
diferencias, pero también parecido en sus semejanzas con el viejo.
Ahora bien, en el Nuevo Mundo se repiten situaciones que asumen
no la apariencia de tragedia como sucedía en el contexto europeo,
sino que están signadas carnavalescamente por el tono de la farsa;
como ha sido ya magníficamente dicho por Marx, en el dictum de que
las repeticiones de la tragedia pueden tornarse simplemente “farsas”.
Este gigantismo en un espectro de posibilidades que daba la Ar-
gentina es algo que no se puede menospreciar y que nuestro autor
registra de una manera que podría caracterizarse como entre se-
mi-consciente y sonámbula. Gombrowicz llega a Buenos Aires con
total desconocimiento de lo que esa ciudad significa como polo cul-
tural, cargado de su eurocentrismo y, naturalmente, su primera reac-
ción surge como dentro de un gran desconcierto, porque este autor
ignora absolutamente todo de la metrópolis que lo recibirá. Gracias a
su polifacetismo –debido a una rica inmigración de todas partes del
206
mundo–, Buenos Aires es la ciudad que se abre al exterior con mayor
facilidad dentro del contexto sudamericano. Allí se encuentran ya
en la década del 30 representaciones de ópera alemana de la misma
calidad que las que se brindan en Bayreuth, allí actúan en el mismo
momento elencos teatrales y operísticos directamente importados de
Italia, allí se publican periódicos en multitud de lenguas extranjeras,
también en polaco.61 Para Gombrowicz este choque cultural con el
Nuevo Mundo es altamente sugerente, porque, al mismo tiempo, le
permite el reconocimiento de su propia alteridad. En el eje de este
sentimiento de extrañeza se yergue para nuestro autor el descubri-
miento de las conductas de sus connacionales fuera de su país. Como
el escritor franco-argentino Copi (1939-1987), que instalado en París
descubre las raras costumbres de la colonia de argentinos estableci-
dos en Francia y termina viendo a esos grupos como una secta de aves
raras que merecerán la sanción del título de una de sus novelas como
L´Internationale argentine (1988), Gombrowicz se pone a observar
con una predisposición satírica el comportamiento de los polacos en
la Argentina, que gozando de una posición destacada dentro de la
cultura de adopción, ya sea por el prestigio de sus cargos estatales o
por otros motivos, terminan siendo un grupo digno del reino de Ubu
Roi (la pieza estrenada en 1896) de Alfred Jarry (1873-1907), drama-
turgo con quien nuestro autor tiene bastante en común, y que fue un
modelo para los surrealistas franceses. Esta “Internationale polonai-
se” es, en rigor, un mundo del revés que entronca, entonces, con una
línea de la literatura internacional, en la que el principio constructivo
por excelencia es la hipérbole.62 Con un efecto de exageración y ex-
trañeza, unida a la sátira contra sus connacionales, en una exhibición
61
Buenos Aires es una meca reconocida en gran variedad de aspectos y para dar un
ejemplo de su talla internacional, digamos que en 1907 se presentaba simultáneamente
en cinco teatros diferentes la opereta de Franz Lehar (1870-1948) Die lustige Witwe
(La viuda alegre), estrenada en Viena dos años antes; hecho que está registrado como
un record mundial.
62
Y en este sentido concuerdo con la tesis de Daniel Link de que en Copi se trataría
de la puesta en marcha hasta sus últimas consecuencias de unidades móviles de lo
imaginario. (Link, 2009: 422).
207
de demanda de honestidad política, la ciudad capital de la Argentina
aparece plagada de residentes polacos, como si estos formaran el 90
% de la población. La hipérbole se torna así el principio constructivo
que en la obra de Gombrowicz sigue teniendo su primacía, como lo
tuvo en la época de las vanguardias históricas (tanto del surrealismo
como del expresionismo).
208
la derrota del personaje “Gombrowicz” (con comillas, como indicio
del género de la autoficción) culmina en la extraña situación en la que
el autor polaco ficticio se ve escoltado fuera del salón por el personaje
más abyecto: el “Puto Gonzalo”, lo que en definitiva conduce al se-
gundo momento de batalla, el segundo duelo.
Veamos el asunto del primer duelo como acontecimiento del cam-
po literario. En ese pasaje del salón exquisito hacia los barrios bajos
de Buenos Aires (Amícola, 2012: 98 y ss.), en esa trans-posición de
las cosas del espíritu hacia aquellas del cuerpo, el “Gombrowicz” au-
toficcional se deja seducir por Gonzalo, personaje novelesco (“Gom-
” se deja conducir por “Gon-”), y no será demasiado descabellado
ver en este pasaje una nota autobiográfica de Witold Gombrowicz,
quien utilizando la autoficción como estratagema literaria (es decir:
hacerle hacer a un personaje literario con su apellido real cosas que el
autor-persona no hizo),63 se permite la descripción de la monstruo-
sidad sexual en un personaje Otro, quien, en definitiva, no es más
que su Doble. Hacerse reflejar en el espejo deformante de un Doble
con rasgos pecaminosos fue, en definitiva, una empresa de lo más
osada, para alguien como Gombrowicz, quien cuidaba efectivamente
su imagen de escritor pobre (y dentro de un closet sexual), pero digno
en un campo literario que le era hostil.
Es importante aquí señalar que para referirse al personaje de Gon-
zalo, el narrador de esta novela utiliza, en el español de la Argentina,
la palabra más abyecta posible: “Puto”, que es, además, la única palaba
no polaca del texto a nivel del narrador. El hecho de que en medio
del idioma polaco aparezca una palabra de tal calibre de obscenidad
respondería al intento de colocar al personaje en un marco de me-
nosprecio. Ahora bien, la misma palabra va atenuando su virulencia
a medida que conocemos más de cerca el dilema en que se halla el
protagonista “Gombrowicz” entre los deberes de patriarcales y pa-
63
Para un tratamiento más profundo acerca de qué se viene entendiendo por
“autoficción”, un subgénero que tiene a la Argentina como país estrella, pueden verse:
Amícola, 2007: 170 y ss.; y Amícola, 2012: 57 y ss.
209
trióticos de sus compatriotas y el camino diferente de disidencia que
le ofrece el personaje representante de la Argentina; y aquí aparece la
temática del Mundo Nuevo en conflicto con las normas autoritarias
de los Padres y de la Patria. La ironía del texto de Gombrowicz lleva
a colocar al personaje Gonzalo, finalmente, como el portavoz de una
idea (ya sostenida en su famosa novela Ferdydurke), cuando este in-
dividuo completamente queer (en sentido de extraño y extravagante)
levante el estandarte de la rebelión de los jóvenes contra los viejos.
Así la trama novelesca nos lleva a congeniar la adoración de los cuer-
pos masculinos por otros varones (es decir: la inversión sexual) con
la rebelión contra los Padres y contra la Patria (polaca) bajo la nueva
etiqueta de la “filiatría” (synczyzna), de modo tal que la disidencia
de la sexualidad se torna, sin más, LA DISIDENCIA, como si Gom-
browicz estuviera adelantándose al texto clave de Herbert Marcuse
(1898-1979) One-Dimensional Man (de 1964).
Y si la idea de la hermandad de los jóvenes contra los viejos había
aparecido ya en Ferdydurke (1937), la novedad en Trans-Atlantyk es
que ahora ello está haciendo parte de la idea de la inversión sexual
de modo más transparente. De esta manera la “filiatría” se torna la
confesión de un secreto a voces sobre la adoración del escritor por la
juventud y la inmadurez y por la inversión sexual. Sin embargo, hay
que agregar a esto, que la novela emblemática de la época de perma-
nencia de Gombrowicz en la Argentina culmina con la risa carnava-
lesca, que remite a la idea de puro juego, según lo desarrolló Mijaíl
Bajtín (1895-1975). Esta cortina final, sabiamente empleada, parece
indicarnos que todo lo leído antes no debe tomarse en serio y que los
amores y odios novelescos son solo un divertimento artístico. Ya vol-
veremos más adelante sobre este final de pura irrisión.64 Entre tanto,
a través de lo sarcástico “sarmático” el escritor ha declarado su profe-
sión de fe. Esta confesión se ha producido en el texto bajo un disfraz
de moral aristocrática libertina, gracias a la figura de un Doble, Gon-
210
zalo, quien primeramente es presentado como monstruoso e insensa-
to, pero que inesperadamente se va convirtiendo en el filósofo que el
texto necesita hasta asumir el rol nuevo de personaje central de esta
extravagante “philosophie dans le boudoir” (que es también la novela
Trans-Atlantyk). El autoficcional “Gombrowicz”, mientras tanto, en
calidad de narrador testigo imprime un giro seriamente político y
sexual a un texto que declara, por lo bajo, que existe un mundo de
“trans-gresión”, porque, para bien y para mal, su autor está ahora “da-
leko za wodą” (más allá de las aguas; es decir: más allá de todo).
Así Gonzalo y “Gombrowicz” marchan finalmente juntos: “…bo
przecie zemną chodził i razem Chodziemy” (…pues ante él marchó
conmigo y ahora los dos Marchamos juntos; Gombrowicz, W., 1953a:
48).65 Ahora el protagonista autoficcional declara que, puesto que ese
individuo sexualmente ambiguo ha sido el único que estuvo a su lado
en los momentos de tribulación, él ya no podrá abandonarlo.
La derrota ante el vate literario argentino (es decir: la personifica-
ción satírica de Borges) significará para “Gombrowicz” la resolución
de que al protagonista no le queda otra salida en ese país ya ocupado
por un genio.66 Solo le resta escuchar el llamado de una vida diferente
que se le impone, lejos, más allá de las aguas del océano, lejos de Po-
lonia, en las pampas, de la mano del “Puto” Gonzalo.
65
La utilización caprichosa de las mayúsculas en los textos de Gombrowicz quiere
ser la parodia de las grafías que se empleaban en las novelas polacas que están en la
base, cuando todavía no existían reglas estrictas para ese uso.
66
Traté con detenimiento el primer duelo verbal como parodia del enfrentamiento
literario entre Borges y Gombrowicz en mi libro de 2012: 105 y ss.
211
sino cómo toma lo dicho la sociedad a la que va dirigido ese discurso:
el vate nacional argentino no es más que un snob, que tiene embo-
bados a todos a su alrededor gracias a su presunta erudición. Aquí
también existe la amargura de Witold Gombrowicz-persona real, que
se siente abandonado por sus pares y mal recibido por la sociedad
de adopción. Lo único que le quedará es ahora la errancia homo-
sexual; y la zona de Retiro, cercana al puerto, será el nuevo paraíso.
El encuentro casual con el invertido Gonzalo en los grandes salones
de la burguesía argentina sella la continuación de la trama de esta no-
vela vanguardista, pues el protagonista autoficcional “Gombrowicz”
se verá envuelto, tal vez sin quererlo, en la segunda capa semiótica
del libro: la duda sobre la estabilidad de las identidades sexuales y
el consiguiente “devenir mujer” del co-protagonista Gonzalo. Así,
Gonzalo va a arrastrar al narrador del relato, ya humillado literaria-
mente, a nuevas humillaciones, que tendrán que ver con el tema de
lo que hoy llamaríamos sexualidades disidentes, y que en el texto en
cuestión se da al principio irónicamente, porque aparece vituperado
como lado monstruoso, pero sin ninguna convicción narratológica.
De tal manera este nuevo compañero de ruta de “Gombrowicz” no
solo le mostrará al protagonista un costado nuevo de la ciudad y de
sus propios deseos, sino que, al convertirse en su hermano siamés, lo
obligará a cuestionarse sobre aquello que primeramente va a llamar
“contra-natura”.
En el pasaje en que el ex-militar polaco Tomasz defiende la honra
de su hijo Ignac ante los avances homosexuales de Gonzalo y preten-
de así salvar su honor retando a duelo al invertido, el “Gombrowicz”
autoficcional sale primeramente en defensa de su nuevo compañero,
explicando que los invertidos no tienen honra y que, por lo tanto, no
pueden defenderla en un duelo de honor.
Este episodio es de una riqueza irónica extraordinaria, en tanto,
como pasaje paralelo al duelo verbal con el bardo argentino que se
desarrolló antes en el salón burgués, el escritor “Gombrowicz”, exila-
do en los confines del mundo, había hecho una presentación dudosa
212
de cada uno de los puntos de partida. En efecto, en el primer duelo,
el “literario”, encontramos las siguientes ironías en base al subtexto:
1) ¿Es Borges realmente el genio universal que sus pares han he-
cho de él?
La solapada crítica a la Alta cultura que subyace en este dilema
establece la duda en la posible respuesta. Y
2) ¿La sexualidad disidente es realmente monstruosa o ella se tor-
na tal, como resultado de una mirada prejuiciosa sobre ella?
En el episodio tal vez culminante de la novela Trans-Atlantyk,
cuando el autoficcional “Gombrowicz” descubre por las actitudes del
Embajador polaco que Polonia está perdida y que ya no existe como
Patria, su más acuciante deseo consiste en buscar la belleza de los
hijos (dado que los padres han sido derrotados) y así incitado por
un deseo irrefrenable expresa un angustioso: “¡El Hijo, el Hijo, hacia
el Hijo, hacia el Hijo!” [“Syn, Syn, do Syna, do Syna!” (1953a: 80)].
El narrador decide, entonces, ir en busca en medio de la noche del
bello efebo polaco Ignac, a quien encuentra dormido en su lecho y
desnudo, como demostrando todo lo que la belleza masculina puede
ofrecerle, pero que él ahora viene a descubrir justamente en Buenos
Aires. Este episodio vuelve a repetirse de modo similar en varias oca-
siones, como para reforzar la idea de que se trata de un momento
sumamente importante. Creo, así, que los intentos de búsqueda re-
petida del Adonis desnudo deben ser decodificados como la confe-
sión más temprana del autor a través de su personaje autoficcional
“Gombrowicz”, una constatación que va en contra de toda la vida real
en Buenos Aires, cuando el autor polaco se hallaba closeted; es decir,
ocultando meticulosamente su vida sexual “espuria”.
Aunque la crítica literaria actual se resiste a entrar en la conside-
ración de la biografía del autor para analizarla, esto sería el nivel más
interesante de los elementos extra-literarios que no deberían dejarse
de lado en una consideración global de la obra de Gombrowicz, dado
que se trata de una manera también de buscar al referente. Esto su-
cede así, sobre todo, si el autor ha creado una capa autoficcional en
213
la que se presenta una persona “real”, pero manipulada en los datos
biográficos, como aquí el personaje de “Gombrowicz” (que vierto en-
tre comillas para señalar su doble significación de personaje literario
mezclado con una versión irreal de lo autobiográfico). Es importante
aclarar ahora que no es mi propósito abordar la obra de Gombrowicz,
por ello, apoyándome en un biografismo tradicional. Sin embargo,
al mismo tiempo, me parece que es necesario aproximarse a estos
textos, considerando las condiciones discursivas de la sociedad que
Gombrowicz abandonó y las de aquella nueva sociedad que lo acogió,
además de dar cabida en la apreciación crítica de la particular toma
de conciencia personal por la que pasó el autor. Solo así podemos
echar nueva luz sobre una obra que, normalmente, se analiza desde
una perspectiva formal y polaca, sin percibir de qué manera estos
textos culturales se hallan entre dos aguas.
Estamos aquí, entonces, en un territorio de yuxtaposición de
dos facetas que Gombrowicz coloca muy a menudo juntas; pero, en
Trans-Atlantyk lo que está en juego, además de las cuestiones coyun-
turales de lo que sucedía en 1939 en Europa y en la Argentina, es
una visión anti-regulada de los hábitos culturales. Como en ningún
otro texto, en esta novela se presenta un desarmado filosófico de los
pilares sociales que sostienen las diferencias ideológicas que rodean
al territorio de lo masculino y de lo femenino.
Como ya se dijo, los estudios sobre el sistema-género sostienen
que se ha creado una tácita y nunca bien razonada plusvalía para el
polo masculino. Y esta real asimetría, que ideológicamente pretende
ser una simetría creada por Dios, es lo que justamente los “Gender
Studies” vienen a poner en tela de juicio.
Pasemos ahora a analizar un punto esencial en la obra de Gom-
browicz. Me refiero al tema de la autonomía del autor para la creación
de su obra. Gombrowicz, por su parte, declara “autoficcionalmente”
(es decir, por medio de un “Gombrowicz” inventado) en Trans-At-
lantyk de qué modo rehúye los honores oficiales y con qué intensidad
se niega a cantar a la Patria polaca las loas que la tradición impo-
214
ne a los escritores de ese origen. La tierra argentina viene a servirle
magníficamente de escudo ante esa postura rebelde. Ahora bien, al
encontrarse de golpe inmerso en un campo literario distinto, inme-
diatamente percibe que las cosas no son tan diferentes en un nuevo
medio artístico. Allí están en el salón de la gran burguesía argentina
la primera dama del arte (seguramente alusión a Victoria Ocampo) y
el vate nacional (alusión a Borges), que no permitirán ningún desvío
de ciertas reglas. Esta postura de sumisión que debe acreditar cual-
quier novato se ve todavía acrecentada por el hecho de que el autor
extranjero no proviene de los países considerados el acmé cultural,
sino simplemente de una desconocida y vapuleada Polonia. En este
sentido, la suerte de Gombrowicz a partir de 1939 está echada, por-
que bajo esas condiciones no podrá conseguir audiencia ni en el Nue-
vo ni en el Viejo Mundo. El gran enigma de esa permanencia ignota
de Gombrowicz en la Argentina consistió, entonces, en la elección de
este autor de querer preservar su autonomía estética. Gombrowicz
en la Argentina eligió el ostracismo, porque el mundo literario le dio
la espalda. Esto se deduce del hecho de que la Editorial Sur haya pu-
blicado, como es sabido, las obras de Virginia Woolf, de Simone de
Beauvoir, de la propia Victoria Ocampo, de Cyril Connolly y de Al-
bert Camus, pero de ninguna manera las de Witold Gombrowicz. Y
allí están las declaraciones autoficcionales del autor polaco que pare-
cen darnos las mejores pistas de este enigma.
Es interesante destacar que en un estudio de 1988 sobre el ba-
rroco, titulado El pliegue (Le Pli), su autor, el filósofo francés Gilles
Deleuze sostiene que en el campo literario argentino de mediados
del siglo XX dos figuras han sido esenciales y contrapuestas para esa
formación social: la de Borges y la de Gombrowicz, y esta contrapo-
sición habría sido posible gracias a que el primero habría dado forma
en su obra al Cosmos y el segundo, al Caos (Deleuze, 1988: 111).
Deleuze acierta en muchos sentidos al poner en la misma balanza
a dos grandes de las letras mundiales que se han cruzado en suelo
argentino, pero la oposición hecha por Deleuze es un tanto simple,
215
pues habría que preguntarse qué “Cosmos” es el que articula la obra
de Borges y qué “Caos” define a la del segundo. Tal vez habría que
agregar algo que el filósofo francés no menciona y es que, sin saberlo,
ambos escritores lucharon denodadamente por su particular auto-
nomía y lograron imponerse literariamente gracias a esa constancia.
Y este sería un punto en común que desbarata, hasta cierto punto, la
idea de una oposición terminante. Ambos fueron también vanguar-
distas, aunque sus respectivas percepciones de qué eran las vanguar-
dias terminaron siendo distintas.
Ahora bien, como se sabe, cuando Borges presenta el orden cos-
mológico en sus cuentos, ello es algo muy diferente del “cosmos” que
cabría esperar de la fórmula de Deleuze. Piénsese, por ejemplo, en
“La biblioteca de Babel” (1941), un texto en el que se trata de una
biblioteca imaginaria donde se archivarían todos los libros posibles
del mundo, aunque solo unos pocos podrían ensamblar las letras con
sentido. Es mi impresión de que aquí estamos ante la irrisión de un
sentido de Orden. El caos surge en “La biblioteca de Babel” por una
ciega creencia en un principio de raciocinio que termina siendo de-
mencial. Por el otro lado, Gombrowicz imaginó en sus últimos años
argentinos la trama de una novela que tituló Cosmos (publicada en
1964), cuyo orden es tan misterioso e intrigante que el lector termi-
na preguntándose si, como en el caso de “La biblioteca de Babel” de
Borges, su título no oculta una profunda ironía. La novela de Gom-
browicz de 1964 tiene algunas similitudes con los relatos “El jardín
de los senderos que se bifurcan” (1941) y “La muerte y la brújula”
(1944) de Borges. Justamente estos dos cuentos de Borges construyen
un orden secreto y dudoso en un territorio extrañado por el que se
desplazan personajes muy enigmáticos, siguiendo un plan, al pare-
cer, preconcebido. En este sentido, estos cuentos pueden tener algu-
na semejanza con la novela Cosmos de Gombrowicz. En estos textos
borgeanos como en Cosmos, el enigma que hay que descodificar en
un entorno geográfico estrecho, se torna “unheimlich” (siniestro) por
la cotidianeidad que parece salir de un escenario archi-conocido. En
216
los dos cuentos de Borges y en la novela de Gombrowicz, el orden y
el desorden se mezclan infinitamente para dejar al lector la sensación
de un demiurgo extraño que ha manejado los hilos de la trama con
el propósito de confundirnos. Ambos escritores, además, tienen una
visión de los hechos humanos semejante, en el sentido de que ambos
presentan el mundo en una constante repetición. Para ellos, desde
su cosmovisión conservadora, solo existe un eterno retorno, lo que,
evidentemente, tiene la intención de negar el tiempo histórico. Todo
vuelve a repetirse alguna vez. Los cambios históricos no importan,
parecen decirnos los textos de uno y otro escritor.
Hay un punto capital en la oposición Borges-Gombrowicz que
merece especial consideración. Comparando la situación de Borges
en las dos primeras décadas de la revista Sur, muy otra es la situación
en que se encuentra envuelto Gombrowicz. Su lucha por mantener
su autonomía literaria ha sido muy cruel para él y el resultado de ello
tanto en Polonia como en la Argentina ha sido que Gombrowicz se ha
creado enemigos en todos los ámbitos. Su vanguardismo es incom-
prendido tanto en el país de origen como en el de adopción; Gom-
browicz ha perdido también, por su ausencia de Europa, la relación
con cualquier tipo de constelación literaria polaca. Tampoco merece
Gombrowicz la atención de ninguna facción, como no sea la facción
que lo apoya entre los amigos cotidianos de sus partidas de ajedrez
en el salón del primer piso del Café Rex de la Calle Corrientes en
Buenos Aires, quienes gestan la bizarra idea de traducir Ferdydurke a
una especie de esperanto argentino. Ese grupo, sin embargo, no pre-
senta ninguna cohesión digna de mención y, por lo tanto, no interesa
para describir un campo literario. La ironía es que el punto diario de
reunión de Gombrowicz se encontraba a escasos 600 metros de la
redacción de Sur. Victoria Ocampo no hubiera necesitado grandes
desplazamientos ni grandes artes de seducción para conseguir que
Gombrowicz formara parte de sus huestes.
217
Más tarde, al final de su vida, al volver a Europa definitivamente
e instalarse en Francia, Gombrowicz no puede menos que añorar los
años de su exilio en la Argentina como los más felices de su vida.
Habían sido los años, cuando el escritor era pobre y desconocido,
antes de ganar la fama que le produjo el éxito europeo de sus últimos
días. En definitiva, en la Argentina Gombrowicz había disfrutado del
placer de ser disidente gracias al anonimato que le brindaba la fal-
ta de pertenencia literaria. En aquella Argentina ahora distante se le
presentará, entonces, al Gombrowicz de la madurez la imagen de un
paraíso perdido.
¿Qué es lo que ha perdido el escritor allí, cuando ni siquiera había
entrado en el campo literario argentino como una figura a considerar?
¿Fue su disidencia sexual? ¿Fue la juventud nunca más recuperada?
218
como todos los críticos de ese origen, se detiene con profundidad en
el estudio de las cuestiones formales de la obra. Con enorme lucidez,
Chwin señala el acérrimo individualismo que caracteriza al escri-
tor, así como su desenmascaramiento de los complejos psicológicos,
como el “complejo polaco” o el “complejo de provincialismo o de pe-
riferia de la nación polaca” que puede desembocar en un patriotismo
nacionalista (Chwin, 1996:133). Chwin también insiste en el carácter
anti-romántico de Trans-Atlantyk, como una batalla sin cuartel con-
tra los estereotipos fundantes de la obra de Adam Mickiewicz (1798-
1855). Y naturalmente esta disputa con la tradición literaria polaca
lo lleva a considerar el sarmatismo (o la caricatura del sarmatismo)
como una elaboración refinada en la que domina el gran artificio de
la ironía de su autor. Por otro lado, según Chwin, en esa novela se
rinde tributo al existencialismo en boga en los años de la Segunda
Guerra Mundial en el que se encontraba el axioma de desvirtuar la
idea de esencias absolutas, poniendo el acento en el carácter existen-
cial de los fenómenos. Siguiendo estos principios filosóficos, pensar
en un “alma polaca” inconmovible por los siglos de los siglos es, natu-
ralmente, una irrisión y con eso jugaría este texto de Gombrowicz.67
El crítico polaco enfatiza también el hecho de que el personaje
Gonzalo represente un Doble del narrador (Chwin, 1996: 147); y, a
partir de este dato, observa en qué medida se dan los binomios si-
métricos en la novela (“lo idílico” versus “lo macabro”; “hijos” versus
“padres”, etc.). Por supuesto, también Chwin nota la importancia para
la obra de Gombrowicz de su “deserción” para la defensa de la Patria
atacada, la que le habría dado la enorme posibilidad de ganar dis-
tancia con respecto a su país de origen y así obrar en consecuencia.
Por último, Stefan Chwin, sin evitar analizar el tema de la sexuali-
dad en esta novela, atribuye las cuestiones temáticas en torno a las
inclinaciones de Gonzalo como una alusión al pánico polaco frente
219
a la atracción por el mismo sexo, al mismo tiempo que a las veladas
situaciones homo-eróticas de las escuelas militares polacas. Chwin
se permite también relacionar la personalidad de Gonzalo con un
conocido individuo polaco real, que ya había servido como modelo
por su excentricidad en la obra de Henryk Sienkiewicz (1846-1916).
Sin embargo, a este crítico polaco el escándalo lingüístico que signi-
fica que la palabra que defina a Gonzalo, como Puto, sea la única que
aparece en español en todo el texto original, sin las comillas de la cita,
no le produce ningún asombro. Así, Chwin al colocarse las anteojeras
polacas no percibe que allí hay un gesto llamativo de su autor, como
si nos estuviera diciendo: “¡Atención, esto tiene que ver conmigo en
mi nuevo lugar de residencia y no con Polonia!”. Naturalmente tam-
poco Chwin pudo percibir la enorme declaración de principios que
significa poner por escrito la atracción de Gonzalo (y de su Doble)
por los jóvenes marineros del puerto de Buenos Aires y de la zona
pecaminosa de Retiro. En un contexto más literario, Chwin no supo
tampoco percibir la importancia en la novela de la sarcástica descrip-
ción del salón literario argentino, donde imperaban Borges y la gran
dama Victoria Ocampo, un episodio doblemente importante, porque
no solo revela la conciencia de Gombrowicz de lo que estaba suce-
diendo en Buenos Aires a nivel artístico en la década del 40, sino que
ello establece, a mi juicio, las posteriores decisiones de este escritor
para preferir refugiarse en su individualismo antes que tratar de con-
geniar con reglas impuestas de antemano, que dejaban, por ejemplo,
a la línea surrealista de lado.68
Considero, por lo tanto, que la polémica corriente en Polonia sobre
el sarmatismo y el desenmascaramiento de las instituciones polacas
en la obra de Gombrowicz ocluyó durante mucho tiempo de la consi-
deración un tema hoy en día todavía más importante para las ciencias
68
Es dable pensar que tampoco Borges (al igual que Victoria Ocampo) guardaba
simpatías por el surrealismo, aunque Silvina Ocampo había estudiado pintura con
uno de los popes italianos de este movimiento artístico: Giorgio de Chirico (1888-
1978).
220
sociales como lo es el estudio de las cuestiones del sistema-género,
un dominio que viene experimentando un importante crecimiento
en las últimas dos décadas y que nace al calor de las disputas por la
emancipación femenina, pero que trasciende ese campo para pasar a
discutir todas las nociones saturadas ideológicamente sobre la sexua-
lidad en general. En definitiva, han sido los estudios queer, iniciados
en las universidades norteamericanas a partir de 1990 al menos, los
que han venido a poner en duda que se pueda determinar a prio-
ri quién siente inclinaciones por el mismo sexo, como para que ello
constituya una identidad estable. Contra las certezas que caracterizan
a organismos como los del Vaticano para saber qué curas son homo-
sexuales y quiénes están a salvo de la atracción por los jóvenes de su
mismo sexo, la aparición de una disidencia sexual en individuos sin
ninguna connotación marcada hacia esas inclinaciones muestra hoy
en día que es imposible establecer reglas previas, pues cada individuo
en una etapa de su vida puede sentir atracciones que no se le habían
revelado antes ni a él mismo. El texto de Gombrowicz analizado nos
habla también del nomadismo de la sexualidad, pues en ella todo es
inestable. Es mi convicción que la novela Trans-Atlantyk de 1953 nos
habla, entonces, también de TRANSgresión sexual y en ello se inclu-
ye el tratamiento del tema de la inestabilidad de las identidades. Esto
ya no se puede barrer bajo la alfombra ni siquiera en Polonia, pues ya
han empezado a florecer estudios polacos que aprecian la cuestión de
la sexualidad disidente dentro de la obra de Gombrowicz, al mismo
nivel de importancia que sus parodias frente a la tradición literaria
de su país.
Es interesante también recordar que cuando Gombrowicz realizó
el prólogo a su novela en la edición de 1957, se defendió contra los
ataques que había recibido por parte de los críticos polacos, explican-
do que esa obra era el resultado de particularidades de su EXISTEN-
CIA, que lo habían llevado a configurarla como un texto grotesco y
surrealista que debía entenderse como una fantasía literaria.
221
Gombrowicz tuvo la oportunidad de gozar del azaroso viaje en el
intrépido barco Chrobry (El Intrépido) hacia Sudamérica y vivir así
la otra vida, intrépida, diferente de aquella que le esperaba al escritor
polaco en su propio país. Prestemos, pues, más atención a este hecho
que ha modificado la propia existencia de Gombrowicz y también
su obra: el alejamiento de Polonia. Aquí es necesario subrayar que
hubo un proceso de desenmascaramiento autobiográfico paulatino
en la obra de Gombrowicz que va desde la escritura de Ferdydurke,
pasando por la de Trans-Atlantyk, hasta la más despiadada de Kronos.
Este proceso no tiene nada que ver con la tradición cultural polaca,
pues se trata de un descubrimiento interior emanado del notable in-
dividualismo del autor. ¿Dónde tuvo lugar ese proceso? Seguramente
no en Polonia. Este descubrimiento interior del autor Gombrowicz
no le debe casi nada a la Nación polaca. Ese proceso, en todo caso,
se dio como REACCIÓN a toda una historia de vida, cuya parte
más importante, para bien o para mal, se dio en la Argentina. Así
los críticos polacos más tradicionales, preocupados por analizar el
sarmatismo en la obra de Gombrowicz, fueron ciegos para descubrir
el camp que en forma pionera este autor presenta cuando en el duelo
de pistolas sin balas de Trans-Atlantyk el afeminado Gonzalo aparece
enarbolando su enorme sombrero mexicano en un atuendo digno de
una puesta carnavalesca del Follies-Bergère (Gombrowicz, W., 1953a:
82). Esta misma ceguera interpretativa impide a este tipo de críticos
descubrir que todo el sarmatismo de la novela de Gombrowicz, que
implicaría una preocupación por dar un sentido épico y viril al texto,
se ve desbaratado gracias a los elementos camp de la novela (Amícola,
2000a: 49 y ss.). Estos elementos disolventes vienen, en verdad, a po-
ner en jaque los mismos pilares culturales dominados por una con-
cepción masculinista de los valores. Lo que importa resaltar ahora no
es el sarmatismo del texto, sino su connotación; es decir, ¿qué otros
datos arroja el sarmatismo en Trans-Atlantyk? Y esa connotación de
la virilidad sarmática es lo que esta novela enjuicia, junto con la tra-
dición de lo patriarcal y de lo patriótico. Por ello, en la segunda parte
222
de la novela, que sucede en esa bizarra mansión pampeana de Gon-
zalo, no solo se citan las costumbres feudales polacas de intrusión en
las fincas vecinas, sino que allí se escenifica también una magnífica
versión argentina del castillo de The Rocky Horror Picture Show, con
sus plumas camp y con sus hibridaciones queer. Así la estancia-finca
de las pampas es una instancia de dislocación de los binomios se-
xuales, y, como ejemplo de ello, se puede citar el pasaje de llegada
de los huéspedes polacos, cuando al ex-militar Tomasz se le asigna
para pernoctar una habitación feminizada cargada de bibelots “mari-
cones”, completamente incoherente con el estilo marcial de vida del
invitado. Es aquí en este momento camp, cuando el texto destruye el
plano del sarmatismo para encargarse de minar la centralidad de la
perspectiva fálica, como aviso al padre polaco, y como aviso al lector.
Pero veamos qué sucede entre los críticos del otro lado del océa-
no. En los últimos años aparecieron dos estudios completos de la
autoría de jóvenes críticos argentinos sobre la obra de Gombrowicz,
hecho que ya es un síntoma del interés que este escritor suscita en
nuestro país. Ninguno de los dos críticos jóvenes se conmueve en lo
más mínimo por el Gombrowicz iconoclasta hacia la cultura polaca.
Así ni Pablo Gasparini ni Silvana Mandolessi, los dos críticos argenti-
nos actuales, se escandalizan por las herejías a la santa tradición de la
cultura polaca (por ejemplo, las alusiones a la cultura de los sármatas)
en que incurrió Gombrowicz. Esa situación tiene a los críticos argen-
tinos sin cuidado.
El estudio de Gasparini, por otra parte, hace denodados esfuerzos
por colocar al escritor polaco en el panteón literario argentino, cons-
truyendo la idea de que Gombrowicz se creó una “patria menor” en
el mundo que lo acogió (Gasparini, 2007: 70 y ss.), una idea que com-
parto. Mandolessi, en cambio, se dedica a analizar, muy sagazmente,
el aristocratismo de Gombrowicz a partir del binomio “asco” versus
“buen gusto”, destacando como hecho notable que la más polaca de
sus obras (Trans-Atlantyk) fuera escrita en Argentina. Además, para
esta investigadora, la oposición entre Borges y Gombrowicz no sería
223
tan evidente. En este segundo estudio, con todo, el asunto más intere-
sante en cuanto a la idea de oposición entre ambos escritores se daría
en el modo cómo Mandolessi define el principio de “hibridación” en
el caso del autor polaco frente al mecanismo de crasa disyunción en
la obra del autor argentino (Mandolessi, 2012: 200). Y en esto se basa
Mandolessi para desacoplar a Borges de Gombrowicz.
Sin embargo, ni Gasparini ni Mandolessi abordan con una mirada
abarcadora la cuestión, para mí de suma importancia, de la declara-
ción por la autonomía sexual patente en la obra de Gombrowicz (y
meticulosamente evitada en la de Borges). Mandolessi cae, además,
en el error de usar como sinónimos los términos “homosexual” y
“gay”, sin advertir que el segundo implica una salida de la “abyección”,
concepto que, sin embargo, esta investigadora ha analizado con mu-
cha perspicacia en otros momentos de su investigación.
La gran elaboración estilística que se presenta en Trans-Atlantyk
tiene, por cierto, un momento de brillo especial, cuando la prosa se
transforma en texto con rimas internas; pero si, por una parte, esto
alude a una tradición literaria polaca (presunto sarmatismo del si-
glo XVI), ese artificio viene también, por otro lado, a dar relieve a
una cuadriculación de personajes en forma de quiasmo y esto no
tiene nada que ver con una búsqueda en el pasado estético polaco.
Los nombres de “Gom-browicz” y Gon-zalo, con su inicio parecido,
como figuras que se asimilan, son quasi anáforas que despiertan en
el lector la expectativa de una conducta semejante en los dos per-
sonajes. Ese juego anafórico se completa con su contrapartida en el
juego de los finales que aparece en los nombres de Ignac y Horacy
(en castellano serían “Ignacio y Horacio”), una nueva pareja, cuyo
Leitmotiv consiste en imitarse mutuamente: por ello Ignac y Horacio
llegan a ser como marionetas que se mueven al mismo compás. Y
este motivo parece asumir una condición simbólica, dado el modo
repetido en que se presenta. El cuarteto así formado (dos argentinos
y dos polacos, o, de otro modo, dos hombres adultos y dos jóvenes) se
encuentra relacionado de una manera singular, pues, esos cuatro po-
224
los (los dos polacos formando un “Gombrow-ignac”, por un lado; los
dos argentinos, con una fusión como “Gonzalo-racio”, por otro; o en
otra constelación: los dos mayores, por un lado como “Gom-gon”; los
dos menores como “Ignac-acio”, por otro) diseñan un dibujo nómade
que se descompone y vuelve a reagruparse de otra manera cada vez.
En ese diseño cuadrangular lo que surge, en definitiva, es un devenir
sexual diferente fuera de los principios obturadores del patriarcado,
de los Padres y de la Patria, donde lo masculino pasa a ser solo un
elemento dentro de un continuum.
En este contexto de análisis del sistema-género los famosos episo-
dios sádicos de los otros miembros de la colonia polaca en la Argen-
tina con su secta de “Caballeros de las Espuelas” pueden entenderse
como el miedo paranoico de esos individuos a no poder demostrar
suficientemente su valentía y su calidad de mártires al servicio de
una Patria lejana y en la derrota. Así caen solamente en una mascu-
linidad exagerada e irrisoria. Como desertores de una Polonia que
sufre el desastre de la guerra, estos supuestos Caballeros sienten un
pánico que parece la metáfora de un horror en los varones ante la
penetración sexual, algo que los transformaría en parias sociales, fe-
minizándolos como “contra-natura”. Por ello, los conceptos de “sa-
dismo”, “penetración”, “hibridación” serían nuevas capas de sentido
que trascienden la tan estudiada categoría de la Forma en la obra de
Gombrowicz.
Pienso, en definitiva, que estos elementos resultan claramente sig-
nificantes cuando se los relaciona con la idea de que la obra literaria
de Gombrowicz está necesariamente a caballo de dos culturas, así
como la propia vida del escritor se encontró a caballo de dos geo-
grafías en el percance de asumirse como autor y como “persona en
devenir”, atada irremediablemente a los avatares de su existencia, o de
su “situación” como dirían los existencialistas.
Finalmente, si, según la leyenda que circula en Polonia, los pue-
blos sármatas inventaron las espuelas para azuzar a sus caballos y, de
paso, demostrar una agresividad terrible contra los enemigos; “Los
225
Caballeros de las Espuelas”, como secta quijotesca polaca en las peri-
pecias sangrientas de Trans-Atlantyk, vienen a repetir una tradición
legendaria que exhibirá una virilidad de pacotilla, pero virilidad al
fin. No puede ser una casualidad que este grupo masivo de residentes
polacos en la Argentina aparezca en su desmesura y sadismo como la
quintaesencia de una masculinidad que se torna desarmada, cuando
se presenta al lado de ese otro grupo compacto de disidentes sexuales
que llamaré “el cuarteto queer”, y que ya clasifiqué antes.
Es mi opinión que ha llegado el momento de considerar que ese
otro cuarteto (“el cuarteto queer”) formado por el Puto Gonzalo con
el autoficcional “Gombrowicz”, por un lado, y “Horacy co Ignacy”,
por otro lado, funcionan como contrapartes de la parodia masculina
de “Los Caballeros de las Espuelas”. En este grupo anti-masculinista
encontramos dos pares de Doppelgänger (Dobles), que han puesto en
jaque el principio de lo masculino, al perder el miedo ante el afemi-
namiento y al encontrarse en ese extraño camino del “devenir mujer”,
o de perder el miedo a los componentes femeninos de su propia per-
sonalidad. Con la aparición de este cuarteto, o de esta “facción”, en
la novela estamos ante una conducta orquestadamente grupal, que,
indirectamente, muestra su rebelión en contra de los nacionalismos,
pero, al mismo tiempo, también en contra de los patriarcas. Ese cua-
drilátero de varones por su impronta anti-masculinista, y también an-
ti-sarmática está en la fase de la culminación del texto. Por ello, puede
interpretarse que el grupo al que denomino “cuarteto queer” es el que
conduce a todos los personajes de esta novela hacia la risa final que,
como sabemos, hace desmoronar toda cultura oficial (en este caso la
de los Padres y la de la Patria), destronando la idea de pertenencia
particular a una Nación. La risa bajtiniana es el mejor antídoto contra
la seriedad de la cultura oficial que se pretendía cultivar en la Polonia
del exilio en la cápsula de la Embajada Polaca en la Argentina. Lo que
aquí se anuncia es la posibilidad de otro tipo de pertenencia, aquella
que será solo posible cuando Polonia haya quedado más allá de las
aguas, como determina el narrador de Trans-Atlantyk.
226
5. Gombrowicz después
227
aportar datos interesantes para iluminar la permanencia del escritor
polaco en el Río de la Plata.
Me interesa ahora traer a colación una de esas entrevistas (a Sil-
vina Ocampo), porque tiene que ver con el planteo del presente es-
tudio. También a partir de los diarios íntimos que el escritor polaco
llevó la mayor parte de su vida, sabemos de la visita que Gombrowicz
había realizado a la casa de los Bioy Casares-Ocampo, donde tuvo
oportunidad de encontrar también a Borges, lo que está refrendado
en la entrevista que mencionamos. Si Silvina Ocampo parece haber
simpatizado con ese polaco tímido y hosco a la vez, no fue el caso del
resto de los varones presentes. Y siempre es un misterio que así fuera,
pero, de hecho, la genialidad artística no necesariamente despierta
admiración de inmediato. Gombrowicz se sintió cohibido ante los
escritores argentinos allí presentes y no hizo el mejor papel. Aho-
ra bien, décadas después Silvina Ocampo recuerda el episodio y los
débiles acercamientos de su grupo a la obra de Gombrowicz, dicien-
do que, a pesar del entusiasmo del poeta Carlos Mastronardi (1901-
1976), que estaba entre los colaboradores de Sur, y de su intersección
para que se leyera la obra Ferdydurke, esa “facción” de Sur por entero
sintió que esa novela no les gustaba (Gombrowicz, R., 1984: 69-70).
La facción muestra un desagrado por la visita de Gombrowicz, así
como después lo haría con la visita de Stephen Spender, a quien me
referí antes.
Como quiera que sea, hay aquí un punto oscuro en la recepción
argentina de Gombrowicz, que nunca se terminará de aclarar, salvo
que echemos mano de cierta discriminación sexual que correría por
las venas de la “pareja” Adolfo Bioy Casares-Jorge Luis Borges, tal vez
para ocultar con esa “homofobia” la propia atracción “homosocial”.69
Para la índole de la relación entre Bioy Casares y Borges, en la que el autor menor
69
228
REFLEXIONES FINALES
1. Performativo y performance
229
está haciendo suyas las ideas clave del post-estructuralismo francés
gracias al aporte de Foucault y de otro miembro también salido de la
prestigiosa institución de la rue d´Ulm, Jacques Derrida (1930-2004).
Con este amplio bagaje los estudios de género aparecen pertrechados
de un modo tan rico, como nunca lo estuvieron antes; sobre todo por
el giro lingüístico que le dan al tema, como enseguida veremos. Ni
Virginia Woolf ni Simone de Beauvoir podían haber sacado partido
de una discusión que aún no habían aflorado. Judith Butler llega en el
momento oportuno para ubicarse en la particular caja de resonancia
que significa la Academia norteamericana (es decir el conjunto de
sus universidades de excelencia) para catapultar sus ideas a todos los
rincones del planeta.
En este sentido, me parece oportuno considerar aquí cuáles son
los nuevos principios que han provocado un giro de ciento ochenta
grados a las cuestiones de género a finales del siglo XX. Para dar una
semblanza escueta de los caminos recorridos por Judith Butler voy
a seguir paso a paso lo expuesto en una reciente tesina de la Uni-
versidad Nacional de La Plata presentada por Magdalena De Santo,
que me parece que da en el blanco de la problemática cuando pone
el acento, dentro de la compleja construcción filosófica butleriana,
sobre la idea de performance, para pasar luego a poner el énfasis sobre
aquella de “performatividad”, tratando de hacerle justicia a la comple-
ja manera de evolucionar de la autora. Recogiendo el guante de ante-
riores polémicas en torno del tema, Judith Butler estuvo de acuerdo,
en efecto, en que el género es aquello que organiza la realidad en base
a los binomios varón-mujer, masculino-femenino o activo-pasivo;
pero, al mismo tiempo, supo sostener que las cuestiones de género
son actos de habla que interpelan a los implicados en el intercambio
social. (De Santo, 2012: 7-13). Siguiendo a Foucault en más de un
sentido, Judith Butler es consciente, por lo tanto, de la matriz de “in-
teligibilidad heterosexual” que es necesario desmontar para enten-
der a fondo las cuestiones de género. Hablar de una “inteligibilidad
heterosexual” significa que ha sido inteligible solamente aquello que
230
se basa en un principio binario en el que la heterosexualidad aparece
como la norma infranqueable. De allí el interés de la autora por las
operaciones del travestismo, pues esos procesos, aparentemente de
superficie, boicotean la comprensión de lo claramente establecido en
las normas de género, cuyos reglamentos pretenden ser absolutos.
Por nuestra parte, podríamos pensar en este caso que la novela
Orlando, desde la óptica de tal inteligibilidad, hace tambalear el siste-
ma, porque aceptando inclusive la binariedad “masculino/femenino”
pone en duda dónde comienza y dónde termina lo uno y lo otro.
Cuando Judith Butler interviene en la polémica del feminismo
que venía dándose en el pensamiento desde, por lo menos, la Revo-
lución Francesa, le agrega al debate algunos elementos nuevos que la
dinamizan y lanzan hacia sitios antes impensados. Así Butler no solo
enriquece esa tradición con las ideas venidas del post-estructuralis-
mo francés, sino que echa mano a una línea de la lingüística inglesa
que vendría de perillas con lo planteado por los pensadores franceses.
En efecto, este giro lingüístico que se produce en los estudios de gé-
nero surge gracias a la atención prestada a los actos de habla analiza-
dos por John L. Austin (1911-1960) en sus clases de Oxford en 1955.
Esas clases fueron editadas en 1962, y desde ese momento se abrieron
nuevas perspectivas para el pensamiento, porque Austin se interesó
por un tipo de enunciados que la filosofía antigua y tradicional había
barrido bajo la alfombra; me refiero a aquellos enunciados que “rea-
lizan” lo que enuncian, como cuando el dignatario religioso o civil
en una ceremonia nupcial dice: “Los declaro marido y mujer”. Ese
tipo de enunciados quedaban fuera de los criterios de verdad y false-
dad que habían sido los casos verificables atendidos por la filosofía y,
por lo tanto, fueron siempre extraños al cuerpo del estudio filosófico.
Austin comprendió que para que ese tipo de enunciados tuviera po-
der necesitaba de tres factores que intervinieran en la enunciación: 1)
La investidura del sujeto declarante, 2) el marco convencional en que
se da la enunciación, y 3) el contexto.
231
Como ejemplo de lo que significa la investidura, se podría traer a
colación una película hollywoodense. Se trata de We´re Not Married
(No estamos casados) que bajo la dirección de Edmund Goulding
(1891-1959) se filmó en 1952 con Marilyn Monroe (1926-1962) en
una de las escenas de los casamientos frustrados. La situación cómica
del film se produce cuando, años después de la ceremonia, los seis
casamientos llevados a cabo por un funcionario de provincia resultan
anulados por la autoridad central, porque se descubre que el nombra-
miento oficial de ese juez de paz es posterior a los ritos que él había
montado apresuradamente para casar a la gente. Ese funcionario en
cuestión no había sido todavía investido del poder para casar a na-
die, y su acto “performativo” no realizaba nada, porque todavía no
había sido “autorizado”. El enunciado “Los declaro marido y mujer”
no había tenido fuerza legal de “realización” (performance). En otras
palabras: el funcionario carecía de la investidura en el momento de
“performar” el acto que quiso realizar.
Es evidente que estas ideas de los estudios lingüísticos desbor-
darán el territorio propio, cuando en el horizonte se perfilen las no-
vedades que traerán las fructíferas décadas del 60 y del 70 en otros
ámbitos de los estudios sociales. Foucault aportará lateralmente su
primera mayor contribución al tema, al introducir la idea de la ubi-
cuidad de las relaciones de poder, como cuando afirmaba:
232
Hay también relaciones de poder en los actos performativos que
de ahora en adelante será necesario incluir en la consideración. De-
rrida, por su parte, volverá a pensar los actos de habla diseñados por
Austin, pero ahora poniendo el énfasis en el hecho de que el enuncia-
do “performativo” (o “realizativo”) no solo se cumple en las condicio-
nes estudiadas por Austin, sino que cada acto de habla performativo
se basa a su vez en el hecho de ser un acto atado a una convención,
como ya había sospechado Austin, pero, además, ello significará que
es algo “históricamente sedimentado” y, por lo tanto, apoyado en la
cita de otro acto anterior (Derrida, 1972: 385-387). Esta idea aflora
en la argumentación al respecto de Judith Butler mediante el término
de “iteración”. La fuerza de lo repetido socialmente se impone a los
participantes sociales justamente por su valor de ser repetido.70 Esto
lleva consigo que, por ejemplo, en el enunciado “Los declaro marido
y mujer” haya siglos de sedimentación histórica que darán fuerza de
convicción a lo que se está diciendo. Así, en cambio, una fórmula no-
vedosa como “Los declaro marido y marido” necesitará mucha lucha
previa para poder abrirse paso y obtener status “performativo”; pues
ella no habrá conseguido todavía suficientes capas de sedimentación,
según lo que sostuvo Derrida.
El género también se manifiesta a través de “actos” repetidos. Es-
tamos de acuerdo a esta altura de la historia en que las actuaciones
de género son performances sociales, es decir, imitaciones de actua-
ciones precedentes que, sin embargo, podrían variar paulatinamen-
70
Sería interesante agregar que Judith Butler perdió la oportunidad de cooptar
también a Mijaíl Bajtín para sus estudios sobre la iteración en los actos de habla,
pues el crítico soviético podía haberle dado algunas otras herramientas para el caso,
especialmente en esa idea tan fructífera del dialogismo de la palabra. En efecto,
según Bajtín cada individuo se hace cargo de un vocabulario que ya ha sido usado,
que fue hablado por otros; y ese vocabulario en su propia lengua viene cargado de
sentidos que normalmente el hablante hace suyos repitiendo lo dicho antes por otros
individuos. Como hablantes utilizamos así las palabras ajenas y, apropiándonos de
ellas, las refractamos y volvemos a emplear. Según esta idea, las palabras hablan en
nosotros por boca de otros (Arán, 2006: 83-85). Es por ello que el dialogismo de la
palabra según lo pensó Bajtín traería agua para el mismo molino de Judith Butler, si
ella lo hubiera incluido en su haber.
233
te (De Santo, 2012: 91). Es de incalculable importancia este último
punto. Pensar que las actuaciones de género, aunque repetidas cons-
tantemente, puedan sufrir paulatinas variaciones y cambios, es un
hecho que ofrece inusitadas posibilidades para considerar todo el sis-
tema-género, pues aquí estará expresada la libertad de los actuantes
(aunque esa libertad sea relativa).
En el momento de comparar la labor de Judith Butler con aquella
llevada a cabo por Simone de Beauvoir se evidencia el cambio pro-
fundo que la investigadora norteamericana imprimió a la discusión,
al desmontar la dicotomía de naturaleza versus cultura que se había
enseñoreado en el pensamiento occidental desde tiempos remotos y
que también se encuentra en la base de la famosa frase de la pensado-
ra francesa, que sostenía:
234
Un libro que trata de un espectro tan amplio de tiempo y
de materiales como éste contrae una multitud de deudas.
En primer lugar, no podría haberlo escrito –tanto porque
la erudición requerida no estaba disponible como porque
el tema no se hubiera acogido con seriedad– sin la revolu-
ción intelectual provocada por el feminismo desde la Se-
gunda Guerra Mundial y en especial durante los últimos
veinte años. En cierto sentido mi trabajo es una elabora-
ción de la reivindicación71 de Simone de Beauvoir de que
las mujeres son el segundo sexo. (Laqueur, 1990: 11).
De aquí puede entenderse por qué Butler toma con pinzas la palabra “Sujeto” y,
72
235
terminado con una identidad sin fisuras (ya fuera “partisano”, “co-
laboracionista”, “petainista”, “homosexual” o “judío”); pues cada ser
corría bajo una etiqueta y era imposible pensar en términos ambi-
guos, porque esa sólida construcción identitaria también permitía la
lucha y los embanderamientos. En este sentido, Simone de Beauvoir
acepta como punto de partida la idea de un Sujeto ideal. Para la nueva
concepción butleriana, corrigiendo a Simone de Beauvoir, habría que
pensar una frase que dijera algo así como: “No somos varón o mujer,
sino que como tales somos performados”; y aquí habría que pensar el
verbo inglés “to be performed” en el sentido también de “percibidos”,
“vistos”, “interpelados” (a partir de una idea-base de De Santo, 2012:
114). Para comprender lo que quiere decir el verbo “to perform” y
cómo desborda las categorías de naturaleza y cultura, se podría traer
a colación las sucesivas operaciones que padece el individuo David/
Brenda que Judith Butler toma implícitamente como ejemplo de rup-
tura del binomio naturaleza-cultura en su artículo “Hacerle justicia a
alguien: La reasignación de sexo y las alegorías de la transexualidad”,
cuando sostiene:
236
En este sentido, el interés marcado de Judith Butler por los fe-
nómenos de travestismo y transexualidad, como ya se dijo antes,
tendría que ver con la idea de que hay performances de género que
trastocan los casilleros y, por ello, en cierto sentido vienen a poner
en entredicho los mismos presupuestos de la binariedad entendida
como callejón sin salida. Como afirma Magdalena De Santo, estos
hechos ponen en jaque la metafísica de la sustancia; pero, al mismo
tiempo, reafirman que el género es una condición contingente a pesar
de su apariencia de inmutabilidad (De Santo, 2012: 64).
Aquí cabría preguntarse si la novela Orlando no está justamente
haciendo un paralelo entre la contingencia de la historia de la litera-
tura inglesa con la contingencia del género sexual, dando por descon-
tado la variabilidad de los géneros literarios, tanto como de los sexua-
les. En definitiva, uno podría preguntarse también si Virginia Woolf
no está jugando a pensar a su protagonista como un “transexual” del
imperio de los cuentos de hadas. Si el personaje Orlando no deseó esa
transformación de sus genitales, como sucede con los transexuales
que han recurrido volitivamente a una operación de cambio de sexo,
el protagonista de la novela inglesa parece moverse desde el comien-
zo de su historia en el terreno ambiguo de la androginia, lo que le
permite gozar de características consideradas bipolares como auda-
cia y gracia, junto a la posibilidad de tomar al toro por los cuernos
en cualquier empresa (una característica considerada masculina). No
solo la conjunción de características de los dos polos sexuales pone
en duda la clasificación tradicional, sino que invita a pensar cómo
serán los nuevos tipos de individuos que se avecinan en el horizonte
del siglo XXI.
Es evidente también que lo que los estudios de género vinieron a
subrayar fueron cosas ya sabidas desde hace mucho tiempo, salvo que
la tradición que habló de la complementariedad de los dos sexos tuvo
buen cuidado de no indicar que en el orden simbólico binario existió
siempre la necesidad de la jerarquización de un extremo y la depre-
ciación de su opuesto. La mejor marca de la intención autorial de
237
Virginia Woolf habría sido justamente el haber puesto de relieve qué
se ganaba y qué se perdía con el cambio de sexo. Y de allí el escándalo
social que signifiquen el travestismo y transexualidad, especialmente,
de quienes pasan de hombre a mujer, porque en el esquema patriarcal
no se puede concebir que un individuo deje su status de privilegio
para asumir la posición depreciada.
Y aquí llegamos a un punto de profunda importancia para la ar-
gumentación de Butler y de todos los estudios de género, como se
dijo antes: subvertir las leyes del género es posible, en la vida cotidia-
na como en la literatura.
En mi opinión, la novela de Virginia Woolf es también un modo
de rebeldía que marcha en el cuestionamiento de las reglas pensadas
como eternas para las conductas, tanto femeninas como masculinas.
El protagonista de la novela de Virginia Woolf deviene finalmente
“mujer”, pero, al mismo tiempo, no es una mujer ingenua, porque
tiene un pasado diferente. Y “la” Orlando sabe lo que se cocinó en el
tiempo en que vivió gozando de los privilegios que le daba la pose-
sión del falo.
Ese contraste entre las dos supuestas mitades complementarias
(el polo masculino y el polo femenino) es lo que la mayoría de los
críticos más famosos del texto no pudieron leer. Ni Harold Bloom ni
Borges comprendieron que la médula de la novela clave de Virginia
Woolf estaba en la mente del/de la protagonista, quien encierra den-
tro de sí la compresión de otro orden posible: el orden (todavía no
existente) de la simetría de los sexos.
Ahora bien, pensando en la manera en que el personaje de Or-
lando de la segunda parte de la novela “performa” sus mandatos del
nuevo género, acentuando y comentando para sí las diferencias, no
es vano relacionar esa actuación con la idea de que toda performance
hiperbolizada pone el acento en la artificialidad de género (De Santo,
2012: 78). Y aquí volvemos a las ideas ya comentadas de Joan Rivière
sobre “la mujer enmascarada de mujer”. La cuestión que los críticos
más benignos no consideraron en esta novela de Virginia Woolf es
238
que el personaje de “la” Orlando “sabe” cómo funciona el sistema-gé-
nero y, por ello, lo sobre-actúa como mujer. Así, su actuación de gé-
nero aparece como puesta entre comillas.
¿Qué más implica la mascarada? Durante los siglos XVII y XVIII
las mascaradas excitaban la imaginación de las clases pudientes, por-
que ellas les permitían abandonar ciertos roles y escudarse en el ano-
nimato que les otorgaba libertades impensadas en el ritual aristocrá-
tico. En el siglo XIX la mascarada, subsiguientemente, atrae, porque
produce la embriaguez del juego de las personalidades; y así, tanto en
la pieza rusa de 1835 «Маскарад» (Mascarada) de Lérmontov como
en el libretto de Eugène Scribe (1791-1861) Le bal masqué de 1833,
que se adaptaría en 1859 como Un ballo in maschera en la ópera de
Verdi (1813-1901), el vértigo del romanticismo hace vibrar a las so-
ciedades elegantes europeas por aquello que, al mismo, tiempo que
un juego es también un peligro. Tal vez haya sido Oscar Wilde quien,
dando un giro al romanticismo, cambió las reglas cuando la máscara
se hizo piel en su personaje Dorian Gray (1890-1891), complican-
do aún más las cosas, porque puso en duda las identidades, quizás
sin comprenderlo por completo. Así siguiendo, se podría llegar de
lleno al siglo XX, para ver a Dorian Gray como el trampolín para el
atractivo que el cine de Hollywood encontró en las décadas del 30 y
del 40 (desde el momento en que los actores empezaron a hablar con
su propia voz en la pantalla), en el personaje del usurpador de una
personalidad ajena, de una “palabra ajena”; en definitiva en un usur-
pador lingüístico. El psicoanálisis y, luego, los estudios de género son
los que se vienen volcando a estas fuentes del saber como las que nos
brindan la literatura y el cine en el juego de máscaras.
239
te, y de Albert Camus, por la otra, son diferentes de la que sufrió en
carne propia Witold Gombrowicz en la Argentina. Tengo la certeza
de que Connolly fue rechazado en gran medida por su inclinación
al tradicionalismo literario. Albert Camus, en cambio, se negaba al
historicismo de rigor entre los grupos marxistas. Gombrowicz, final-
mente, sostenía su poética gracias a una conjunción entre surrealis-
mo y existencialismo que eran vistos con malos ojos por una Sur que
se estaba volviendo más conservadora, y, en este sentido, se estaba
alejando de sus modelos europeos.
Es sabido que las revistas literarias y las casas editoriales artesana-
les tienden a “amojonar” el campo literario respectivo, y The Hogarth
Press de Londres, la revista Les Temps Modernes de París o Sur de
Buenos Aires no escapaban a esta regla. Los excluidos de ese territo-
rio acotado tratarán por todos los medios de torpedear ese coto pri-
vado, negándose a rendir pleitesía a sus popes (caso Gombrowicz en
la Argentina), criticando la autoridad moral de los artífices del amo-
jonamiento (caso de Camus en Francia) o tratando de crear un nuevo
dominio (caso de Connolly en Inglaterra). En cuanto a la postura
acerca del feminismo en los “excluidos” mencionados antes, hay que
agregar que los tres ridiculizaron a las figuras femeninas que sintie-
ron como sus opositoras: Cyril Connolly denostó la obra de Virginia
Woolf con razones supuestamente solo artísticas, Camus la empren-
dió directamente contra el feminismo de Simone de Beauvoir, que
nunca comprendió, y, por último, Gombrowicz ridiculizó el rol que
se arrogaba Victoria Ocampo en el medio literario de Buenos Aires.
Esas parecen haber sido las defensas desplegadas contra una exclu-
sión que los humillaba.
Es cierto, al mismo tiempo, que los organismos establecidos para
imponer un nuevo criterio de campo exhibirán una “ideología” orga-
nizativa implícita y, sin revisar demasiado sus criterios, sostendrán
que los postulados de la revista o de la editorial en cuestión tienen
razón de ser por derecho propio, porque representan un sentir gene-
ralizado. La idea de generalización aceptada por consenso dentro del
240
campo “huele” justamente a algo así como a una falsa conciencia, y
de ahí que, por mi parte, ose llamarla una “ideología del organismo”.73
Cuando Virginia Woolf, por su parte, escribe en la década del 30
sobre los “cursed realistic manuscripts” (malditos manuscritos realis-
tas) que tiene que leer por obligación para su trabajo de selección en
la editorial, tenemos la prueba de su operativo de rechazo de los tex-
tos más tradicionales (Woolf, 1978: 283). Este programa renovador
coincide con la plataforma anti-realista que se forma en Sur pocos
años después, que, sin embargo, se va solidificando hasta tornarse
demasiado rígida.
En efecto, en los comienzos de Sur Borges, Bioy Casares y Silvina
Ocampo serían los más conspicuos representantes de un frente fac-
cioso común en contra del realismo literario que era el movimiento
que impedía la renovación artística en el Río de La Plata, todavía ha-
cia 1940. El trío en cuestión tiene amplio campo de expansión jus-
tamente en Sur, que se implanta, en principio, en un terreno hostil.
Pero luego Sur se “establece” y se torna más tradicional, pues exhibe
su hostilidad contra Jean Genet o Tennessee Williams. No es aza-
73
Como ejemplo de lo que quiero decir, viene a cuento relatar el diálogo sostenido
con María Teresa Gramuglio, importante miembro del staff de la revista Punto de
Vista de Buenos Aires, dirigida por Beatriz Sarlo. Ante mi pregunta de por qué
Punto de Vista en sus casi cuarenta años de aparición no había prestado atención a
la relevante obra de Manuel Puig (1932-1990), dedicándole un solo artículo en ese
importante lapso, la colaboradora de Beatriz Sarlo usó el plural pronominal (que
anuncia un criterio compartido más allá de cualquier duda), diciendo: “Porque no nos
gustaba”. A mi juicio, esta aseveración no podía ser más frívola, dado que enarbolaba
las cuestiones de gusto (algo que Victoria Ocampo también había enarbolado en su
revista), sin poner sobre el tapete otras razones más contundentes. Pero así funciona
la ideología de un órgano cultural, sea una revista o una casa editorial artesanal, no
necesitando exhibir coherencia, sino actuando de modo coyuntural. Lo importante
ha sido amojonar el campo para dar relieve a aquellos nombres que se quería realzar.
En el caso de Punto de Vista, marcar la relevancia de Puig, habría sido rebajar los
valores del programa literario de Juan José Saer (1937-2005), entre otros, cuyas
concepciones del relato se daban de coces con las del autor de El beso de la mujer
araña (1976). Y Punto de Vista había puesto todas sus municiones para elevar a Saer
a gran autor nacional, después de la muerte de Borges. Para sostener esta ideología
grupal la revista de Beatriz Sarlo debía pasar por alto que Puig desde su muerte en
1990, por lo menos, venía despertando la atención mundial, a mayor nivel que los
autores promocionados por Punto de Vista, como Juan José Saer.
241
roso decir que Punto de Vista, por su parte, más tarde será hostil a
las innovaciones de Puig. Las revistas y editoriales entran entonces
en terrenos acotados que no siempre representan de modo parejo la
innovación literaria; sobre todo si esos órganos tienen una larga vida.
Y aquí se comprende el hecho de que una característica inherente a
ese tipo de publicaciones sea su condición efímera. Ello les garantiza,
en mi opinión, estar en lo más alto de la barricada, aunque esto sea
temporario, o deba ser temporario.74
En cuanto a la complejidad de los campos literarios respectivos,
es interesante notar que Virginia Woolf era consciente de la base in-
telectual de sus amigos del grupo de Bloomsbury. Sin titubear, esta
autora reconoció que esa implantación en las tierras londinenses im-
plicaba una novedad y, por ello, no se podía injertar a Bloomsbury
en el mismo suelo de Mayfair, refiriéndose así a una literatura toda-
vía más aristocrática, como el barrio en cuestión. Bloomsbury estaba
llamada a dar pie a la innovación y a la autocrítica, mientras cual-
quier cosa que surgiera de Mayfair no sería más que una creación del
mantenimiento del status quo (Woolf, 1978: 337). Según vimos en las
notas de Connolly, “Bloomsbury” representaba a los “mandarines”;
mientras que “Mayfair” podía ser el símbolo de la aristocracia con
lazos con el poder gubernamental. En definitiva, a pesar del elitis-
mo de Bloomsbury, ese grupo díscolo era una novedad dentro del
esquema prefijado de las letras inglesas. Algo similar, pasaría con la
aparición de Sur y de la paulatina conformación de sus grupos en casi
cuarenta años de existencia de la revista. Cuando el grupo denomi-
nado de “Bloomsbury” se sintió reflejado en lo que se podía asociar
con ese barrio londinense, su intención tenía que ver con una oposi-
ción hacia otros barrios que suscitaban otras imágenes, pero además
esta contraposición tenía también un valor relativo y nunca absoluto,
dado que sus miembros podían a veces fluctuar de un grupo a otro,
74
Para una más pormenorizada reflexión sobre el papel que les cabe a las revistas
literarias siempre en el centro de las polémicas de un determinado campo intelectual,
véase la contribución de Roxana Patiño (2008).
242
como ya mencionamos el caso de la oposición Boedo-Florida en la
Argentina de los años 20 (Reichardt, 1989: 51 y ss.).
Del otro lado del Canal de la Mancha, el nombre de Les Temps
Modernes para la revista encierra buena parte de optimismo en tiem-
pos oscuros; pero, sobre todo, según declaración de Simone de Beau-
voir, indicaba que al grupo fundador le interesaban las cuestiones de
actualidad (Zehl Romero, 1978: 76).
Sur, finalmente, pretende presentar desde el título un semi-con-
tinente a la curiosidad europea. Hay en ese nombre una perte-
nencia geográfica que se ostenta con orgullo, como en el caso de
“Bloomsbury”. Repitamos que, por otro lado, el nombre elegido para
la editorial de los Woolf (The Hogarth Press), así como el de la revista
de Sartre implican un anclaje en el tiempo, ya sea en alusión a un
satirista del siglo XVIII o a otro del siglo XX, Chaplin con su film
Modern Times. Ambos nombres, aunque de manera muy indirecta,
apuntan a una postura crítica ante la sociedad de su momento.
Por mi parte, insisto en que Sur fue el mejor producto cultural de
una alta burguesía que manejó el país como una estancia propia, con
el “mandoneo” característico de sus privilegios, convencida de la mi-
nusvalía de sus propias expresiones culturales, a las que era necesario
adecentar para presentar en sociedad. Por ello, Sur no es ajena a la
repentina y avasalladora imagen de avalancha que lo argentino tenía
en Europa en la década del 20 y del 30. Esa era la visión abrumadora
que se tenía en Francia e Inglaterra del Río de la Plata, como hoy en
Londres y París la causan los jeques árabes representando a países
sumamente exóticos de los que poco se sabe en Europa. En aquellas
décadas, el rico estanciero argentino poseía un palacete en París y
tiraba plata a manos llenas, porque las pampas se la daban de modo
fácil. El freno a esta conducta argentina del dispendio será, en gran
parte, la Crisis Mundial de 1929 y la posterior “década infame” que a
Punto de Vista parece tenerla sin cuidado a la hora de ver sobre qué
ola se creó Sur en 1931, bajo el gobierno de facto del General Uri-
243
buru en contubernio con la burguesía agraria.75 La revista de Victoria
Ocampo nace, entonces, en el momento en que el país entró en uno
de esos círculos infernales de las sociedades políticas latinoamerica-
nas condenadas a la reiteración regular de dictaduras militares, cuya
función fue detener la modernización en favor de las clases otrora
dominantes. En esas constantes vicisitudes entre una modernización
posible y sus frenos a partir de la intermitente aparición de las fuerzas
militares como restituyentes de un orden previo, que, por supues-
to, responde a los intereses de las clases altas, se dan, sin embargo,
las condiciones para la fundación de Sur, una revista que pretende
ser un puente cultural con Europa y, al mismo tiempo, representar
una Argentina supuestamente modélica. Es importante, al fin, seña-
lar que Victoria Ocampo no podía no estar comprometida con estos
estamentos del poder, porque ella se había criado en esos mismos
medios que vituperaban los cambios y se apoyaban en la estructura
agro-exportadora, que, como tal, necesitaba la congelación de todo
pensamiento de transformación estructural.
El General José Félix Uriburu había nacido en 1868 y luego moriría finalmente en
75
244
solo quizás en el siglo XXI podría ser apreciada. Ahora bien, no hay
que ocultar que cada una de ellas lo hizo con las armas de las que dis-
ponía, y es evidente que la mejor pertrechada para la lucha había sido
Simone de Beauvoir gracias a su carrera universitaria y a su particular
genialidad para aprovechar en el diálogo con sus pares todo aquello
que le servía para sus fines de realización personal y de conformación
intelectual. Victoria Ocampo, en cambio, no tuvo tal suerte y, aun-
que parezca lo contrario, a pesar de todo sus intentos de suplir sus
lagunas culturales y abrazar el feminismo, permaneció más sumida
en las redes de género tradicional que sus dos compañeras de lucha.
Es cierto, por otra parte, que la Argentina tenía menos modelos para
una teorización feminista. Estaban, por supuesto, las pioneras de fin
de siglo XIX, o las primeras mujeres en llegar a las universidades y
graduarse para ejercer una profesión a comienzos del siglo XX, pero,
como en todo el mundo, ellas eran siempre una gota de agua den-
tro de un gran mar de incomprensión y prejuicios en la gran isla de
modernización que desde temprano fue la ciudad de Buenos Aires,
como cabeza de puente modernizadora de la Argentina.76
Por otra parte también, Europa tuvo que experimentar más de
cerca la enorme sacudida que significó la gesta revolucionaria sovié-
tica, que, en sus primeros tiempos, pareció traer a la tierra muchas
de las convicciones de renovación más drásticas. En efecto, duran-
te la década del 20 y en plena ebullición del círculo de Bloomsbury,
la figura soviética de Alexandra Kollontái (1872-1952) era también
un modelo único y bien conocido. Desgraciadamente en el reflujo
posterior de los años 30 su figura fue opacada y desplazada por los
secuaces del estalinismo en la Unión Soviética (y en todas partes). Su
76
Finalmente, Europa fue sacudida por dos guerras mundiales que terminaron de
recolocar a las mujeres en los nichos que algunos hombres habían dejado libres y
eso, al parecer, produjo más cambios que todas las teorías escritas. En la Argentina,
libre de guerras mundiales, los hombres resistieron en sus trincheras profesionales
más tiempo y a codazos se labraron sus propios privilegios, convenciendo a pares y a
ajenos de la verdad del sistema de exclusión del género femenino de los puestos más
importantes.
245
influencia fue metódicamente borrada de la historia; y, a lo sumo, se
la estampó de “promiscua”, porque enarboló como emblema la liber-
tad de la mujer para elegir sus compañeros sexuales.77
Victoria Ocampo, por su parte, no se inspiró en modelos teóricos
rioplatenses ni tuvo sucesoras (salvo que se considere a Beatriz Sarlo
como su discípula),78 encerrada como estaba en su jaula de oro.79 El
mejor trampolín que hubiera podido utilizar; es decir, acompañar la
tarea de Eva Perón en la liberación de las mujeres de más baja condi-
ción, no pudo ser utilizado, porque las vallas sociales le nublaron la
visión. De tal modo si Virginia Woolf pudo disfrutar del voto otorga-
do a la mujer en Inglaterra en 1919 y Simone de Beauvoir del mismo
derecho acordado en Francia en 1945; Victoria Ocampo se negó a
concederse la misma carta de triunfo en 1947, cuando los peronistas
(atizados por el ejemplo de Eva Perón) determinaron en el Parlamen-
77
Es una triste ironía que en la Rusia actual el 8 de marzo (como día no laborable)
haya perdido toda significación de lucha genérica femenina, que hasta cierto punto
se conserva en otras latitudes, y aparezca solo como la celebración en homenaje a las
mujeres, a quienes sus compañeros de oficina llevan un ramo de flores. Para colmo
de frivolización de este día especial, existe ahora en Rusia un día de homenaje a los
varones, con lo que la asimetría real queda nivelada, como si los dos polos sexuales
fueran justamente complementarios.
78
Beatriz Sarlo pasó de haber tomado en su juventud como modelo a Simone
de Beauvoir (su negativa frente al matrimonio como a la maternidad, su postura
entusiasmada por el maoísmo), para llegar en su madurez a denostar el populismo,
así como había hecho Victoria Ocampo. A pesar de su mejor formación académica
y marxista, la Directora de Punto de Vista aprovechó las publicaciones periódicas de
centro-derecha de Buenos Aires como La Nación y Clarín, que la acogieron como uno
de los suyos, para hacer reflexiones sociológicas sobre la era populista, ignorando las
contribuciones más lúcidas al respecto, como las de Ernesto Laclau (1935-2014). En
eso, se puede decir, que Beatriz Sarlo siguió en la misma línea de Victoria Ocampo,
poniendo el acento más en lo social que en las cuestiones de género. Sus apreciaciones
socio-políticas defraudaron ahora por venir de quién venían, pues revelaron no solo
superficialidad sino contradicciones con su pasado más comprometido.
79
Actualmente aparecen estudios que investigan sobre lo que sucedía en la Argentina
en el ámbito del feminismo a comienzos del siglo. Véanse: Héctor Recalde (2010), y
M. F. Lorenzo (2017). En el artículo de María Fermanda Lorenzo aquí mencionado
se hace referencia a la tesis de Doctorado de María Isabel Salthu (1893-1977),
presentada en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires en 1920 bajo el título
de “El problema femenino en Argentina”. Creo, por mi parte, que este es un buen
indicio de dónde podrían ubicarse los inicios de un tratamiento académico del tema
en nuestro país.
246
to que las mujeres argentinas podían votar. Que este derecho permi-
tiera que en 1951 las mujeres lo ejercieran para darle el triunfo en la
continuación de la presidencia a Juan Perón (1895-1974) solo trajo
amargura a la alta burguesía ganadera de la que Victoria Ocampo
era la más conspicua representante. Otra vez la esfera de lo social
empañó lo que podría haber sido un giro significativo en el nivel de
lo sexual.
En cuanto a las similitudes entre Virginia Woolf, Simone de Beau-
voir y Victoria Ocampo es importante señalar que las tres fueron per-
sonalidades urbanas adheridas a lo que las metrópolis respectivas po-
dían brindar de novedades culturales y que gracias a ese substrato de
base pudieron, de alguna manera, ser piezas importantísimas y hasta
liderar comunidades interpretativas excluyentes dentro de su propio
campo, con la misma fuerza fálica de sus pares varones. Ahora bien,
es llamativo también cómo las tres estuvieron enraizadas con los lu-
gares pequeños de su devoción. Es bien sabido el apego de Virginia
Woolf a Bloomsbury, inclusive por sobre su posterior residencia en
Richmond. En cuanto a Simone de Beauvoir su radio de acción en la
rive gauche fue marcado por su conexión con una nueva burguesía
que eligió hacia 1900 esos barrios (Montparnasse-Saint Germain),
por la existencia de la Sorbonne en esos sitios, y por condiciones es-
peciales de la guerra. Victoria Ocampo, por su parte, también estuvo
conectada emotivamente con la vieja casona de su infancia en el ba-
rrio de la iglesia de Santa Catalina, irónicamente a un paso del Retiro
pecaminoso de Gombrowicz.
No es un hecho casual que las tres personalidades que leo forman-
do un triángulo se hayan atrevido a poner sus recuerdos por escrito en
forma de autobiografía personal, cuando en general las mujeres eran
reticentes para asumir un género literario que, en la opinión común,
las pondría al desnudo. Como se sabe, Victoria Ocampo misma llegó
a la autobiografía por el propio consejo de Virginia Woolf, que transi-
tó por el género sin tapujos, gracias a la confianza de su propio valor,
seguramente ganado en el diálogo con sus pares de Bloomsbury. La
247
Directora de Sur, por su parte, dividió claramente lo que eran sus me-
morias (en el sentido de “yo estaba allí y presencié la vida de otros”)
que era un formato tradicional y permitido entre las mujeres, y las
tituló, como ya se dijo, “Testimonios”; separándolas de los recuerdos
de evolución personal y más pertinentemente autobiográficos.
En cuanto a otros paralelismos, las dos personalidades europeas
sintieron un evidente menosprecio por la moda, que era, en cambio,
la preocupación principal de las mujeres de todas las épocas. En eso
provocaron también una pequeña revolución en la sociedad en que
se movían, porque pretendieron que se las considerara no por el cui-
dado de su belleza, sino por su inteligencia. Esto provocó no pocos
comentarios a su alrededor. Victoria Ocampo, en cambio, se esmeró
en presentarse como la elegante sudamericana que exhibe marcada-
mente su buen gusto y su alta posición. Esta apariencia, de la que ya
se habló en páginas anteriores de este estudio, es pasible de un aná-
lisis psicoanalítico justamente por lo exagerado del cuidado puesto
sobre el atuendo que llevó a Victoria Ocampo, no tanto a que la gente
prestara atención a su inteligencia, como a su elegancia. En este senti-
do, la paradoja de una feminista en ciernes solo puede comprenderse,
a mi parecer, con la grilla ya mencionada de Joan Rivière. Y si en 1977
Victoria Ocampo fue la primera mujer en ser elegida para entrar en
la Academia Argentina de Letras, hay que recordar que eso sucedió
durante la dictadura militar, que era la forma de gobierno que la clase
alta argentina apoyaba, porque la libraba de los experimentos popu-
listas, que querían barrer con ella. Los otros miembros académicos
que la eligieron no podían no saber que los gobernantes coyunturales
en el poder aceptarían la elección de alguien que había predicado
un anti-peronismo y anti-populismo en todas sus conductas. Y esta
es quizás la mayor diferencia con las otras dos mujeres europeas del
parangón. Ni Virginia Woolf y menos todavía Simone de Beauvoir se
sintieron ligadas a una línea conservadora de pensamiento, como sí
lo estuvo Victoria Ocampo. Ni tampoco en la Europa de la segunda
248
mitad del siglo XX llegó a existir el fenómeno argentino del populis-
mo, que fue una encrucijada especialmente sudamericana.
Como prueba del papel que cumplió la pensadora francesa en el
mundo es interesante recordar el momento de la muerte de Simone
de Beauvoir en París el 14 de abril de 1986, cuando lo más granado
de la sociedad francesa se reunió para rendirle homenaje, según lo
afirma la nota cronológica aparecida en Página/12 de Buenos Aires
(Mucci, 1986:19). Simone de Beauvoir, como ninguna otra mujer an-
tes, había logrado hacer olvidar el desprecio hacia la mujer inteligen-
te, gracias a sus condiciones de analista social. Ella, como ninguna
otra, pudo ser un modelo vigente y nuevo, por encima de su conducta
personal, que ya no causó el escándalo que había causado la vida de
una Mary Wollstonecraft, Alexandra Kollontái, Marie Curie (1867-
1938) o, en la Argentina, Alfonsina Storni (1892-1938).
249
atracción por Virginia Woolf). Al mismo tiempo, Victoria Ocampo
se encontró con la paradoja de considerar que la Argentina no tenía
historia, por una parte; mientras, por la otra, contradictoriamente, se
pensaba a sí misma como el puente entre dos culturas. El hecho de
que Victoria Ocampo se creyera “adosada al vacío” por haber nacido
en los confines del mundo (siguiendo el axioma hegeliano de que
habría pueblos que carecerían de historia)80 estuvo relacionado, en
mi opinión, a su formación particular con institutrices europeas que
silenciaron cualquier información sobre lo argentino, pero también
a la apabullante cantidad de inmigrantes europeos que la Argentina
empezó a recibir desde el siglo XIX, de los cuales la familia Ocam-
po era un buen ejemplo. En esas familias, como sucedió con la in-
migración europea en Norteamérica, se construyó la ilusión de una
superioridad de los orígenes, basada naturalmente en la ignorancia y
el desconocimiento de dónde ponían los pies y de las reales caracte-
rísticas de la posesión de la tierra de la que obtenían sus privilegios.
Lo paradójico de este hecho salta a la vista si se compara con otras
situaciones. Así, ni siquiera en Rusia, donde en el siglo XIX la batalla
entre occidentalistas y eslavistas fue persistente y profunda, la aristo-
cracia, que había sido educada primero en alemán y luego en francés
por medio de sus institutrices europeas como en la Argentina, nega-
ba las fuentes propias de la tradición rusa. Ahora bien, tanto en San
Petersburgo como en Buenos Aires las clases dominantes se especia-
lizaron en darle la espalda al resto de los respectivos países, donde se
mantenían, por supuesto, estructuras feudales que ponían el freno a
la modernización, a la par que recalcaban el atraso mental del muyik
(мужик) o del gaucho. Así y todo, la Rusia de los Zares consiguió
vencer su complejo de inferioridad frente a la Europa central, por lo
menos en algunos sectores. En este sentido, por ejemplo, la música y
la literatura rusas no tenían ya nada que envidiar al resto del mundo
250
para la segunda mitad del siglo XIX; y los rusos fueron ya conscien-
tes de ello, como lo son hoy en día. Esta confianza en el propio valor
tardaría en Argentina un siglo más en solidificarse; y si pensamos
en Victoria Ocampo en particular, podemos decir que ella pertenece
todavía al gremio de las acomplejadas argentinas en plena mitad del
siglo XX. Así, la historia de la educación parcial que recibió la Direc-
tora de Sur en su niñez y adolescencia difería substancialmente de
la de sus pares europeas, inclusive en el caso de Virginia Woolf que
también había recibido lecciones privadas sin asistir a la universidad.
De allí surgiría, entonces, la incapacidad de Victoria Ocampo para
mirar con ojos objetivos la sociedad que decía representar, obnubila-
da como estaba, en su calidad de criolla y porteña de viejo cuño, con
los brillos de una Buenos Aires magníficamente europeizada. En el
análisis de Nora Pasternac acerca de Sur, al que ya me he referido, se
sostiene, por otra parte, la idea de que Victoria Ocampo esgrimía dos
consideraciones contradictorias: por un lado, oficialmente se jactaba
de ser representante de una cultura eximia (lo que justificaba la fun-
dación de su revista que representaba “el Sur”), pero, por otro lado, en
su intimidad se quejaba justamente del páramo cultural que le había
tocado en suerte (Pasternac, 2002: 57 y ss.).
Victoria Ocampo permaneció, por cierto, ciega y reticente a la di-
sidencia sexual tanto de aquella que se desarrollaba en los grupos de
Bloomsbury y del Café de Flore, como de la otra que se daba en sus
propias huestes de Sur. Y, como ya se dijo, Albert Camus se mantuvo
también en una posición patriarcal frente a la sexualidad, convencido
de la centralidad de la fuerza fálica. Muy diferente fue la actitud de las
otras personalidades que se adelantaron en el tiempo aceptando las
condiciones de la androginia y de la bisexualidad. Bisexuales fueron
Virginia Woolf, Simone de Beauvoir, Cyril Connolly y Witold Gom-
browicz, convencidos de la modernidad de su mirada que también
es la nuestra. En ese sentido, tanto Victoria Ocampo y Albert Camus
como sus respectivas actuaciones públicas aparecen a nuestros ojos
más lejos en el tiempo.
251
Inclusive con la floración especial del post-estructuralismo fran-
cés en las décadas del 60 y del 70, sucedió que la difusión y más cabal
reelaboración de los estudios de género provino de los centros aca-
démicos norteamericanos. Desde mitad del siglo XX la temperatura
mundial en luchas y teoría empezó a medirse en este Nuevo Mundo
que era una reproducción agigantada de muchos de los logros del
Viejo Mundo. El Premio Nobel a William Faulkner (1897-1962) en
1949, el año de aparición de El segundo sexo, puede servir de indi-
cador del corrimiento de un eje que todavía persiste. Que Gertrude
Stein muriera en 1946 en París después de consagrarse como la sacer-
dotisa insoslayable de la vida cultural francesa para todos sus com-
patriotas norteamericanos que adoraban Francia, no es más que otro
ejemplo de cómo hasta la primera mitad del siglo XX, esa ciudad les
podía parecer inclusive a los estadounidenses el ombligo del mundo.
252
cada del 70 le impidió ser catapultado también a la plataforma corres-
pondiente para ganar el Premio Nobel que la Argentina se hubiera
merecido y que el mundo todavía le sigue debiendo a la literatura
rioplatense.
Para terminar estas indagaciones, permítaseme ahora recurrir a
otro tipo de figuración: la de aquella que se puede descomponer a
partir de una foto. Como es sabido, dentro de una revista, de modo
similar a lo que sucede en un partido político, se disparan tensiones
que a la larga producen movimientos dentro del grupo en sentido de
expulsiones o de reagrupaciones. La fotografía que quiero analizar
aquí es aquella famosa en blanco y negro tomada en la estupenda
escalera de la casa de estilo racionalista de Palermo “Chico” que Vic-
toria Ocampo se había hecho diseñar por el arquitecto argentino más
famoso del momento, Alejandro Bustillo (1889-1982), quien a su vez
habría de buscar su inspiración en los diseños arquitectónicos como
los de Le Corbusier (1887-1965). Si bien en la escalera, que con mi
análisis yo transformo en signo icónico (Groupe μ, 1992: 127 y ss.),
no están presentes todavía los dos compañeros de ruta de Borges más
significativos (Bioy Casares y Silvina Ocampo), la foto presenta un
sistema de relaciones y proximidades y, a la vez, simboliza jerarquías.
En este signo icónico se puede leer, entonces, la ley de proximidad,
pero también un mensaje estético que aparece en un bloque (es decir,
en la percepción de la psicología de la “Gestalt”) y que anuncia la de-
claración de un orden escalonado (Groupe μ, 1992: 31 y ss.).
En esta foto no firmada, entonces, se reúne efectivamente el grupo
de colaboradores de Sur en el momento de sus inicios en 1931, mos-
trando a diez varones agrupados frente a las cuatro mujeres que pa-
recen rendirse ante los valores masculinos (los hombres están retra-
tados como los realmente valiosos y las mujeres como subsidiarias).
Las cuatro mujeres son: la Directora de la revista, una pintora, una
traductora y una colaboradora de la organización. Entre ellas, no hay
ninguna novelista, poeta o dramaturga, por supuesto, revelando así
la limitada conciencia feminista que Victoria Ocampo poseía en ese
253
momento, y de la que hablé en otro capítulo anterior. Pero hay más: la
fotografía tiene la forma de una enorme “Y” que deja traslucir con los
peldaños en forma bifurcada una flagrante jerarquización, además de
aquellas oposiciones del sistema-género. Al pie de la escalera, y en la
base inferior de esa “Y” se halla (minimizándose) la colaboradora y
mano derecha de la Directora en ese momento, María Rosa Oliver
(1898-1977), cuya postura filo-bolchevique y humanista permitía
darle a la revista un barniz de tolerancia y apertura.81 En la punta
superior izquierda de esa “Y” se coloca efectivamente su antagonista
política: la liberal Victoria Ocampo, quien mira con arrobo a su pro-
tegido Eduardo Mallea. Pero lo más interesante es que en la bifurca-
ción de la agrupación en la escalera está nada menos que Jorge Luis
Borges, como si realmente todo el operativo hubiera sido montado
para realzarlo, cuando, en realidad, él era todavía solo una promesa.
En este sentido la foto parece avizorar el futuro. Como quiera que sea,
es importante visualizar que tres escalones más arriba, en el mismo
nivel que Victoria Ocampo se encuentra de pie Eduardo Mallea, tal
vez la pieza clave y más peligrosa, pues Mallea deberá sufrir, como
fruto de las tensiones venideras, el jaque mate más importante en los
recambios de los años siguientes. Otro elemento, quizás menor a esta
puja entre dos escritores prestigiosos, se halla en la línea de los tres
personajes que los interceptan. Efectivamente en la línea intermedia,
entre Mallea y Borges, se hallan Guillermo de Torre, Oliverio Giron-
do (1891-1967) y Ramón Gómez de la Serna (1888-1963), quienes
con justicia pueden reconocerse como el ala surrealista del primer
proyecto Sur. Ellos, sin embargo, caerán casi inexorablemente bajo la
piqueta del totalitarismo victoriano (pues Sur también tuvo sus pur-
gas de la década del treinta y esta “troika” fue víctima de esas luchas
81
En apoyo de mi argumentación, quiero citar la ironía con la que María Rosa Oliver
(siempre en contra de toda discriminación) pinta las limitaciones de Juan Ramón
Jiménez (1881-1958), cuando el poeta español acaba de comentarle a ella “el vicio
de García Lorca (1898-1936)”: “Imposible detener el aluvión de maledicencia que al
crecer va poniéndole aún más biliosa su tez olivácea…” (Oliver, 1982: 147).
254
intestinas, con las consecuencias que todos conocemos; es decir, la
impugnación de la corriente surrealista).82
En definitiva, esta fotografía también habla de exclusiones: no
solo ha excluido a la veterana feminista Alfonsina Storni, considerada
entre los grupos jóvenes mediocre por su estilo poético, sino a la jo-
ven vanguardista Norah Lange (1905-1972), quien, con tres libros de
poesía y una novela ya editados para 1931, contaba con los mismos
promisorios galardones que Borges; pero, las cuestiones de género
estaban como siempre naturalizadas para permanecer inexplicables
e inexplicadas.
82
No por casualidad, Julio Cortázar, el más excelso representante de las corrientes
tabuizadas en Sur, tanto en su calidad de post-surrealista como tardío existencialista,
no volvería a colaborar en la revista a partir de su exilio en París en 1951.
255
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El presente trabajo intenta poner en relación tres polos culturales: Londres (espe-
cialmente entre las décadas 1920-1940), París (entre 1944 y 1950) y Buenos Aires
(entre 1930 y 1960), mediante el nexo de tres figuras femeninas que, cada una a su
modo, produjeron un cambio significativo a nivel de la cultura en la que obraron; a
saber: Virginia Woolf, Simone de Beauvoir y Victoria Ocampo. Estas personalidades
descollantes de la primera mitad del siglo XX se interconectan a través de vasos
comunicantes que son las empresas editoriales y las publicaciones periódicas
ligadas a ellas. En este sentido, operan las casas editoriales de, por un lado,
Leonard Woolf con The Hogarth Press para Londres; y, por otro, la revista Les Temps
Modernes para París, bajo la dirección de Sartre. El triángulo se completa, en este
caso, con la labor de la revista, y luego casa editorial, Sur para Buenos Aires.
Se sostiene en esta investigación que los casos a analizar se conforman como
“comunidades interpretativas excluyentes”, dado que lo que interesa enfatizar en
esos procesos sociales es su poder de exclusión de aquellos otros miembros que
no merecen pertenecer al grupo. Entre los excluidos se encontrarán tres varones de
renombre: Cyrill Connolly, Albert Camus y Witold Gombrovicz.
José Amícola se doctoró en Alemania en 1982 con una tesis sobre Roberto Arlt, que se publicó en
Buenos Aires en 1984 como Astrología y fascismo en la obra de Arlt. Fue profesor de literatura en la
Universidad Nacional de La Plata (UNLP), y obtuvo la categoría de Profesor Consulto en la misma
institución. Entre sus publicaciones de crítica literaria se encuentran: Manuel Puig y la tela que atrapa
al lector (1992), De la forma a la información (1997), Camp y posvanguardia (2000), La batalla de
los géneros (2003), Autobiografía como autofiguración (2007), Estéticas bastardas (2012), Una
erótica sangrienta (2015). A partir de su propia moción para la creación en la Universidad Nacional
de La Plata de un centro de estudios de género, que finalmente se concretó en el año 2006 (bajo la
sigla CINIG), viene especializándose en el área de estudios queer. Dentro de este dominio tuvo lugar
en el año 2013 la formación de un equipo de investigación que analiza la relación entre las
cuestiones de género y de “extrañeza sexual” con la literatura, y cuya dirección comparte con José
Javier Maristany.