Una Esposa en Prestamo Orpherius

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UNA ESPOSA EN PRÉSTAM

PRÉSTAMO O
y otros relatos eróticos

Orpherius
© Orpherius, 2016

Diseño
Diseño de cubierta: Orpheriu
Orpherius,
s, 2016
201 6

Reservados todos
todo s los
lo s derechos de esta edición.
edición.

Queda rigurosamente prohibida cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o


transformación total o parcial de esta obra sin la autorización escrita del titular de los derechos de
explotación.
Índice de contenidos

1. Sexo en la P27
2. Sexo al amanecer
3. La forja de un fetichista
4. Sexo para mojigatos
5. El beso de la araña
6. Un juguete muy travieso
7. Un intruso muy deseado
8. Un dulce correctivo
9. Una esposa en préstamo
10. Gemidos en el despacho
11. Entrega a domicilio
1
Sexo en la P27
Me dice que no es por mí, que en realidad yo le transmito bastante
confianza, pero que no puede arriesgarse a cometer ningún error. Le es
imposible darme el nº de móvil. De modo que acordamos comunicarnos
exclusivamente a través del cor reo electrónico. No es ningún problema. Es tan
solo algo más lento. Podemos entendernos perfectamente.
Pero sigo sin saber quién es, no he visto su cara, no he visto su cuerpo,
al menos no por completo. Tengo una cita con una cuasi desconocida. Me
dirijo en coche hacia el lugar del encuentro. La excitación es tremenda, los
nervios me hacen sujetar el volante con más fuerza de lo habitual. Han pasado
semanas desde que entré en contacto con ella.
La conocí en un portal de contactos en internet. Nada más ingresar, me
doy cuenta de que es un lugar diferente, la discreción es máxima. Apenas hay
perfiles con fotos, nada de frases vulgares ni reclamos absurdos. Encuentro
una nota común en la mayoría de los perfiles: se trata de mujeres
comprometidas, casadas o con relaciones estables. Comienzo a excitarme. Mi
mente morbosa me envía este mensaje directo: «se huele el deseo».
Como un resorte que de repente queda liberado, mi imaginación se
dispara y comienza a hacer elucubraciones. Pienso en mujeres atrapadas en un
matrimonio aburrido, monótono, quizás compartiendo su cama con un marido
igual de aburrido, viviendo una vida sin chispa cargada de responsabilidades:
hijos, compromisos sociales, trabajo, facturas, viajes prog ramados... Un futuro
plano, descorazonador. Las imagino buscando una salida, escabulléndose
furtivamente por la puerta de atrás de su matrimonio y accediendo a los
recovecos excitantes de la red, sintiendo la punzada morbosa de lo prohibido,
de lo desconocido, buscando nuevas fuentes de excitación, de algo que las
haga sentir de nuevo: un flirteo, una noche de pasión, un romance clandestino...
un hombre.
En su perfil tampoco había foto, ni datos personales, más allá de su
edad (32), su color de ojos (verdes), su estatura (1'68) y su complexión física
(unos kilos de más). En el motor de búsqueda, había escogido la opción
«Busco hombres para relaciones sexuales sin compromiso». Estado civil:
casada, con hijos. Mi excitación crecía por momentos. ¿Por qué la escogí a
ella? No lo sé.
Durante las pocas semanas que me paseaba por el portal web,
comprendí que podía haber «usuarios reclamo», perfiles falsos preparados
por los administradores para captar la atención de los hombres e inducirles así
a gastar sus créditos. De hecho, me llegaban algunos mensajes, pero mi
intuición me decía que había algo extraño en ellos, que eran demasiado
desenfadados, demasiado directos. No se correspondían con el tono de
discreción que emanaba de la página. Tuve que olvidarme de r esponder a esos
mensajes. Escogí perfiles sencillos, claros, nada ostentosos, como el suyo.
Pero debía andarme con cuidado. Antes de contactar con nadie, tuve
que reflexionar acerca de cómo debía mostrarme yo. No me convenía ser un
hombre soltero (lo era). Estas chicas no querían problemas, debían ir con pies
de plomo, tenían una vida que proteger. Solución: tenía que mentir, pero
escogí una opción que pudiera resolver más tarde: «Estado civil:
comprometido, relación estable».
Observé sus movimientos en la web durante un tiempo, antes de
decidirme a contactar con ella. Entraba al portal desde un teléfono móvil,
generalmente por las tardes, y no todos los días. Quizás no estaba decidida al
100% acerca de lo que estaba haciendo.
Mientras paseaba el ratón por la pantalla, leyendo las características de
nuevos perfiles, un piloto verde capta mi atención: «solyluna, usuario online».
Era ella. Doy un brinco en la silla, el corazón se me acelera, me excito. «Ha
llegado el momento», pienso, «pero, ¿qué coño le digo? No me puedo
permitir el lujo de intimidarla, o de resultarle un gracioso, o demasiado
directo».
Finalmente, me decido por un mensaje totalmente aséptico, pero claro
y sincero. Sólo me queda una duda: ¿uso el «tú» o el «usted»? Es una chica
oven. Me arriesgo, escribo: «Buenas tardes, me ha gustado tu perfil. Me
gustaría conocerte». La suerte estaba echada. Pasan los minutos... Algo después
de media hora, se enciende un icono en mi bandeja de entrada, un «1» de color
blanco sobre fondo verde, y una leyenda a su lado: «Solyluna le ha enviado un
mensaje».
Estoy llegando al aparcamiento. Hemos escogido el parking
subterráneo de un área comercial. Son las 3 de la tarde, viernes. Después de
aquel primer contacto en el portal web, nos enviamos correos diariamente
desde el móvil durante algunas semanas. Enseguida me di cuenta de que
sobraban algunas preguntas. No era conveniente indagar sobre la vida del otro.
Su discreción era total. En varias ocasiones, hizo algún amago de abandonar.
Pero logr amos sortear sus temores.
Al principio, sus textos eran muy cortos, pero me gustaba cómo se
expresaba. Era clara, aunque a veces resultaba un tanto cortante. Con el paso de
los días, nos fuimos sintiendo algo más cómodos, y empezó a surgir algo.
Dimos paso con cierta rapidez a las conversaciones picantes, a nuestras
preferencias sexuales. «Cuéntame alguna fantasía», me decía. Yo le enviaba
unos pocos renglones con alguna escena que se me ocurría. Me gustaba
hacerlo. Quería humedecerla.
Nada más empezar, me paró en seco: «eres un cursi». Me jodió
reconocerlo, pero tenía razón. Estaba demasiado preocupado por no resultar
grosero. Me gustaba esta chica. «Pues ahora se va a enterar», me dije, y le
envié otras pocas líneas, esta vez sin cortarme un pelo. «Me has puesto a mil.
Me gustas mucho más cuando eres un cerdo». Yo estaba encantado de la vida, y
ella me ponía a mí igual de cachondo con sus comentarios.
Bajo este clima de complicidad, y olvidándonos definitivamente de
hacer preguntas indiscretas, le propuse resolver una cuestión que para mí era
importante: quería ver alguna foto suya. Respuesta: «lo siento, pero no puedo
hacer eso, no puedo arriesgarme». No quise forzar las cosas, así que le
propuse hacer un juego: yo le enviaría algunas fotos de mi cara, y ella me
enviaría otras donde mostrara algunas partes de su cuerpo. «Puedes reducir el
plano todo lo que tú quieras, de modo que no sientas que se te puede
reconocer», le explicaba yo. «Vale», me dijo.
Me envía dos fotos y me pone duro de inmediato. En una de ellas me
muestra el hombro izquierdo, con su clavícula bien dibujada, parcialmente
desnudo, sobre el que resbala una rebeca negra de punto, con amplios
agujeritos, que deja entrever claramente un pecho grande y un pezón moreno
con su botón erizado. En la otra, aparece un plano muy pequeño donde se ve
un ombligo, una mano que se introduce bajo la tela rosada de unas bragas de
encaje, una vulva oculta bajo esas bragas y el comienzo de los muslos. «La
madre que la parió», digo yo en voz alta al ver las fotos, en la soledad de mi
cuarto. Y, una vez más, mi mente me ofrece una nueva guinda jugosa: pienso
en ella, allí, en su casa, buscando el momento adecuado para ponerse esa
rebeca, a escondidas, y sacarse la foto para mí. Puedo sentir su propia
excitación. Me pongo como una moto. Definitivamente me gusta esta chica.
Mientras conduzco, ya dentro del parking, r ecibo un nuevo mensaje de
correo: «estoy llegando». Le respondo: «yo ya estoy aquí. Pero, ¡joder, cuánta
luz hay! Voy a merodear un poco, a ver qué encuentro». Doy algunas vueltas
con el coche por el amplio aparcamiento hasta que doy con una zona bastante
más oscura y apartada. Le envío un nuevo mensaje: «estoy en la P27».
Los nervios me tienen cardíaco. Espero dentro del coche. No sé qué
carajo hacer para matar estos minutos. Al poco rato, se acerca un coche con
las luces encendidas, avanza muy despacio. Es un coche familiar, voluminoso.
Aparca a mi lado, en el espacio que le he dejado entre mi coche y la pared.
Apaga el motor. Dentro de nada, voy a encontrarme con una mujer a la que
sólo he visto como un collage, a trocitos, y no sé cómo es su cara.
Desciende del coche. Desde el mío observo dos pies desnudos calzados
con sandalias de tiras de tacón corto, las uñas color vino. Bajo del mío y me
acerco a ella. No me ha mentido: viste de modo informal: vaqueros
deslavados, camisola suelta con motivos hawaianos, pendientes de bisutería,
amplios, pelo lacio castaño cobrizo, unos kilos de más. Me gusta. Me acerco,
le doy dos besos, huele de maravilla. «¡Hostias!», me digo para mí al verle la
cara. La chica es muy guapa.
Estamos nerviosos, cortados. Nos miramos a hurtadillas.
Pronunciamos algunas frases de rigor y a los pocos minutos le propongo
seguir hablando en su coche. Nos seguimos mirando de tanto en tanto. Tiene
los ojos enor mes, me gusta cómo me mira. Su boca es carnosa, el mentón algo
prominente, los dientes bonitos. No lleva pintura de labios.
Pero la noto triste, casi diría que cansada. Tras una pequeña
conversación, se gira hacia atrás y me invita con su mirada a echar un vistazo.
Me señala con la cabeza las dos sillas de bebé que están colocadas en el asiento
de atrás. Hay algún juguete por el suelo del coche, algún sonajero. Levanta las
cejas, hace una mueca con los labios y un gesto con las manos, un gesto de
resignación. «Mira lo que se me vino encima», interpreto. Deduzco de
inmediato que su vida matrimonial no es lo que esperaba. No sólo por las
responsabilidades a las que ha de hacer frente, sino porque su marido no le
satisface. No existe chispa entre ellos, no hay pasión. ¿Por qué, si no,
aventurarse en una página de contactos? Es sólo mi impresión, pero creo que
no me equivoco.
Seguimos hablando de tonterías durante unos minutos y nos vamos
relajando. En cierto momento, sin abandonar su expresión melancólica, baja
su mirada hacia el suelo y, con una media sonrisa nerviosa en sus labios, dice:
«no sé por qué hago todo esto». Para aumentar algo más la complicidad, que
ya existe, entre broma y broma apoyo mi mano en su muslo. Ella, poco a poco,
aproxima su mano a la mía y empezamos a enredar los dedos. «Cojones... »,
pienso para mí.
Tiene las manos bonitas. No se las pinta. El ambiente se caldea a pasos
agigantados. Nuestras miradas se vuelven mucho más indiscretas, hablamos
menos. Nos miramos la boca. «Aquí va a pasar algo, pero ya», pienso. Me
acomodo mejor en el asiento, ladeando mi cuerpo. Me aproximo un poco a
ella. Ella se aproxima a mí. Me lanzo: llevo mi mano a su vientre, sobre la
camisa, y acerco mi cara a la suya, pero no nos besamos, sino que apoyamos
nuestras frentes. Respiramos con fuerza. Finalmente, nos besamos en la boca,
las lenguas salen enseguida en busca de la otra. Le palpo el cuerpo. Tras este
beso, sucede algo que me deja completamente atrapado: yo llevo mi boca ya
húmeda a su cuello, la abro ampliamente y finjo morderla, pasando mi lengua
húmeda sobre la piel y cerr ando mi boca despacio, arr astrando suavemente los
dientes, y en ese momento observo que ella estira su rostro hacia atrás, los
ojos cerrados hacia el techo, y suelta un monumental suspiro que hincha y
deshincha su pecho. El gesto me deja paralizado medio segundo, mientras le
beso el cuello. «Me cago en la hostia», pienso para mí, y siento que ella estaba
deseando algo así desde hace mucho tiempo. «Yo sí sé por qué haces esto», me
digo en silencio.
A partir de aquí, la escena es fuego. Le como el cuello mientras mi
mano derecha empieza a tocar bajo su camisa. Mi boca es un detector de
metales, solo que las piedras preciosas son su carne, que recorro sin
despegarme. La mojo con mi saliva por todas partes, le busco la boca, la
lengua. Le recorro la cara, mi aliento caliente le humedece la piel.
Mi mano avanza por su cuenta y encuentra sus pechos. No deja de
soltar suspiros, de respirar con fuerza. Ella también registra mi carne con su
mano izquierda. La mete bajo mi camisa y me aprieta, me acaricia con
firmeza. Le subo la camisa y dejo su sujetador de encaje negro al descubierto.
Le agarro los pechos sobre la tela incómoda. Los masajeo mientras le como la
boca.
Me distancio un momento, quiero ver lo que hago. Miro su sujetador y
decido sacarle un pecho por encima. Aparece el pecho blando y grande y el
pezón moreno, amenazándome. Llevo mis dedos a mi boca y los empapo de
saliva. Le impregno el pezón con la saliva, se lo acaricio, lo rozo con la punta
del dedo, quiero que crezca, que se ponga tieso. Cuando lo veo como a mí me
gusta, me lo como, me lo meto en la boca y succiono. Ella me pone la mano en
el pelo de la nuca y me aprieta, me empuja para que la mame. Hago lo mismo
con el otro pecho.
Al cabo de unos minutos, mi mano desciende a su entrepierna. Está
muy caliente. La masajeo con fuerza por encima de la ropa y noto cómo ella
me acompaña con su pelvis. Pero quiero más. Trato de introducir mis dedos
bajo el pantalón. Es imposible. «Espera», me dice. Se desabrocha el botón, la
cremallera, y me abre el acceso a sus bragas blancas, que quedan al
descubierto.
Primero paso mi mano sobre las bragas. Están hirviendo, mi polla se
pone más y más dura. Le acaricio la vulva sobre las bragas, presionando un
poco mientras sigo comiéndole la boca y los pezones. Mi mano autónoma se
introduce bajo las bragas y busca su raja. «Hostia puta», me digo, «está
empapada». Hundo un poco los dedos en la raja blanda y los empapo de su
flujo. Hago algo que la impresiona: llevo los dedos a mi nariz y huelo con
fuerza, y luego me los meto en la boca. «Dios, qué rico hueles», le digo. Ella
no se cree lo que oye y niega con la cabeza, mordiéndose el labio. Dice que
no, pero sabe que sí, que su olor me pone a mil.
Vuelvo a buscarle la raja y me entretengo. Es una fuente. «Joder, cómo
lo tienes», le digo. La masajeo sin arrastrar los dedos, sólo presionando, en
círculos, y luego introduzco los dedos. Está hirviendo por dentro. Continúo así
un buen rato y no sé qué sucede dentro de ella, pero se retuerce y mueve su
pelvis, que anima los movimientos de mi mano. No sé si se ha corrido, pero
me pone durísimo verla.
De repente noto su mano en mi pantalón. Me recorre el bulto y lo
aprieta. «Pero... me cago en la leche», me digo. Yo también me retuerzo, abro
los muslos y le ofrezco el paquete. Me acaricia con fuerza. Le miro la cara y
veo que se muerde los labios, mir ando fijamente mi bulto. Ahora soy yo el que
no se cree lo que está pasando: se ha inclinado sobre mí y me está
desabrochando el cinturón con las dos manos. Mientras lo hace, miro al
exterior del aparcamiento. No hay nadie, apenas algún coche aparcado a lo
lejos.
Me desabrocha el botón y la cremallera, me saca la polla hinchada y la
veo decir que no con la cabeza. Esta chica me pone cardíaco. No quiero
perderme nada de lo que va a suceder, así que, con mi mano izquierda, retiro
su pelo lacio y dejo su cuello y su cara al descubierto. Saca la lengua y me
roza el glande mocoso. Un hilo de líquido seminal transparente queda
colgando entre su lengua y mi polla. Lo recoge y se lo bebe. Yo sigo diciendo
que no con la cabeza y creyendo en Cristo.
Se mete la cabeza roja en su boca y suelta un quejido. Se separa un
poco y cuelgan nuevos hilos desde su boca hasta mi polla. Lo repite varias
veces hasta que comienza a mamarme, haciendo ruiditos y soltando pequeños
gemidos. Mi mano está en contacto con su cuello y su pelo, mientras la veo
subir y bajar la cabeza contra mi miembro. Ahora soy yo el que levanta la cara
hacia el techo del coche, con los ojos cerrados: «La madre que me parió»,
suelto para mí.
La acaricio con fuerza el cuello y la cabeza mientras me mama. Voy a
reventar de un momento a otro. «Oye, oye, para, si sigues me voy a correr», le
digo preocupado, mirando el interior del coche, que está impecable, temiendo
manchar el asiento. «Tranquilo, no pasa nada», me dice. Entonces abre la
guantera y coge una toallita de una caja abierta. La guarda en el puño, vuelve a
agarrarme la polla con la otra mano y se la mete de nuevo en la boca.
Me dejo hacer, se me mueve la pelvis, se la ofrezco todo lo que puedo,
hasta que no aguanto más y jadeo cuando siento que sale el primer chorro de
semen, y luego el segundo, y el tercero... La tengo sujeta por la cabeza,
contrayéndome, mientras ella se bebe mi semen. Jadeo con fuerza, me
contraigo, resoplo, «me cago en la puta», me digo por dentro. Me recupero
mientras ella me limpia algún resto de semen que queda en mi polla, seca la
saliva del tronco, seca sus labios. Se retira a su asiento y yo me abrocho los
pantalones. Respiramos, cogemos aliento.
Estoy conduciendo de vuelta a mi casa. Trato de asimilar lo que ha
sucedido. No acabo de creérmelo, ha sido tremendo. En el aparcamiento, nos
hemos despedido con las sonrisas en los labios. Nos hemos tocado y besado
despacio después del zafarrancho. Estábamos a gusto, contentos, apenas
hablábamos.
Mientras conduzco, llega un correo a mi móvil. Es ella, solyluna.
Cuando encuentro una salida al arcén, detengo el coche y abro el mensaje: «Ha
sido una pasada. Me ha encantado». La sonrisa me llega a las orejas. Escribo:
«Lo mismo te digo, ha sido increíble, y tú eres la pera. Me encantó ver tu cara
de deseo, me pone muchísimo. Tengo tu perfume en mi ropa, y tu olor en los
dedos, y no pienso quitármelo hasta dentro de un buen rato. Quiero verte de
nuevo». Le doy a «enviar» y me incorporo al tráfico, feliz.
2
Sexo al amanecer
Solyluna (por email):
«Hubo un detalle que me puso como una moto, no sé si te acuerdas,
cuando me sacaste el pecho por encima del sujetador. Entonces te empapaste
los dedos en tu saliva, me embadurnaste el pezón y te pusiste a rozar la punta
con el dedo, muy suave, ¿te acuerdas? Luego me dijiste bajito: "mira cómo se
te pone". Uf, chaval... »
 MrCat :
«Je, je, je, a mí me puso como una moto lo "cochina" que fuiste
tomando "tu biberón"... »
Solyluna:
«¿Perdona? ¿Cochina dices?»
 MrCat :
«¡Sí!, ¿o es que ya no te acuerdas? Al principio, cuando te inclinaste
para chupármela, te la metías en la boca, la empapabas con la saliva, la
soltabas, y luego te quedabas mirando cómo colgaban los hilillos
transparentes entre tu labios y mi glande hinchado. Lo hiciste como cuatro
veces, ¡fue la leche!»
Solyluna:
«Joder, me acabo de poner roja como un tomate... ¡No me daba cuenta!
Estaba tan concentrada saboreando... Pues si te ponía así, yo encantada de ser
tan "cochina", ja, ja, ja.»
Después de nuestro primer encuentro en aquel  parking medio en
penumbras, los correos electrónicos «picantes» se sucedían. Habíamos roto el
hielo, nos gustábamos físicamente y había mucha química, no cabía duda.
Los dos teníamos en nuestra memoria un montón de imágenes de ese
encuentro y las utilizábamos para masturbarnos. Nos contábamos el uno al
otro lo que recordábamos, los detalles que más nos ponían. Ella, que se
acostaba antes que su marido, me escribía los correos desde la cama,
tocándose a veces, cuando podía, hasta que caía dormida. Había una sintonía
tremenda. Los dos hablábamos sobre tener un nuevo encuentro. El principal
problema era su horario: entre su trabajo, los niños y demás compromisos,
apenas podía encontrar hueco. Además, era muy escrupulosa con la discreción.
No quería cometer ningún error. Yo lo entendía perfectamente, aunque no lo
llevaba nada bien. Pasaban las semanas. No había maner a.
Entretanto, seguíamos enviándonos correos. A medida que crecía la
confianza, nos dábamos algunos detalles sobre las vidas personales de cada
uno, pero en realidad esto no nos interesaba demasiado. Nos gustaba la especie
de burbuja que habíamos creado en medio de lo cotidiano. Era el espacio
reservado para la excitación, los nervios y el morbo.
Puesto que los encuentros seguían siendo un tema difícil de resolver,
seguíamos indagando en nuestras preferencias, nos contábamos fantasías. Ella
me reveló una después de insistirle muchas veces. Le daba mucha vergüenza.
 MrCat :
«¡Por fin!, venga, suéltala. Y no te dejes ni un detalle, ¿eh? Ya sabes que
los detalles me ponen a mil.»
Solyluna:
«Qué capullo eres... Venga, voy. Es una fantasía recurrente, de hace
muchos años, y me masturbo a menudo con ella. Me pone muy caliente la idea
de "amamantar" a un chico que se pirra por mis pechos. En la escena, me lo
imagino a él con cara de deseo pidiéndome que le dé de mamar. Me vuelve
loca. Me dice que quiere tomarse toda su lechita y yo le ofrezco mis pechos
cargados. Me mama con fuerza, apretándomelos y sacándome todo el
alimento. Yo le dejo hacer. De vez en cuando le acaricio el pelo y le aprieto la
cabeza contra mí, y le digo bajito: "así, cómetelo todo", y él me mama hasta
que queda saciado. Joder, me mojo sólo de pensarlo. ¡Eres un capullo!»
 MrCat :
«Joder, ¡qué pervertida eres! Mmmm, me has puesto muy caliente. Pero
te confieso que yo no me veo en su papel. Me encantaría mamarte así, eso lo
sabes, pero no puedo sentirme como un "bebé mamando", ja, ja, ja, es un poco
raro. Pero lo que más me pone es imaginarte a ti en la escena, toda cachonda
ofreciendo tus tetas cargadas de leche. ¡Sin comentarios!»
Solyluna:
«Bueno, bueno, te toca, no te escabullas. Cuéntame esa escena que dices
que es tan cerda. Y lo mismo te digo: ¡quiero detalles!»
 MrCat :
«No puedo contarte eso, es muy guarr o.»
Solyluna:
«¿Qué? ¡Ni de coña!, me lo tienes que contar. Ya sabes que me pones
más cuando eres un guarro. Además, ¡mira lo que te acabo de contar yo! ¡Y
encima me llamas pervertida!»
 MrCat :
«Ja, ja, ja, ¡vale!, tú lo has querido. Como te espantes, ¡me voy a cagar
en mis muelas! Bueno, venga, voy. Mira, cuando pienso en un chico y una
chica practicando sexo, me gusta mucho imaginarlos como animales. Me gusta
pensar en lo básico, nada de pijadas. Me imagino a ella como una "perrita en
celo", y a él como a un perro atraído por ella, que la olisquea. En la escena que
te digo, ambos estamos vestidos. Ella lleva puesto un conjunto con falda.
Después de besarnos y magrearnos un poco en el sofá, le digo al oído: "ahora
tengo que comprobar si mi perrita está en celo". Entonces le digo que se ponga
a cuatro patas sobre el sofá, que apoye los brazos en el respaldo y que abra un
poco las piernas. Yo me quito la ropa y me quedo en bolas. Entonces me
acerco por detrás y empiezo a tocarle las nalgas en pompa, a sobárselas. Le
subo la falda y veo sus bragas. Me inclino hacia abajo y olisqueo su coño.
"Mmm, qué rico hueles, perrita", digo en voz alta, para que me oiga. Noto
como ella mueve su colita. Mi polla se endurece. Paso mi mano por la raja,
sobre las bragas. Noto que se calienta por momentos. Luego se las bajo y se
las dejo a la altura de los muslos, estiradas. Vuelvo a agacharme y le olisqueo
el coño. Ella nota el roce de mi nariz en su raja y se estremece, se mueve. El
olor
olo r de su coño
coño me
m e la pone cada
cada vez más dura.
dura. Paso
Paso mi lengua,
leng ua, le lamo la zona
rosada. "Mmm... qué rico te sabe el coñito", le digo. Noto más movimientos.
Finalmente le meto dos dedos y la noto hirviendo. Se me empapan, los saco y
los llevo a mi nariz. Me pongo como una moto, mi polla se hincha. Le vuelvo
a meter los dedos, los saco y me los chupo. Después me incorporo y me
inclino sobre ella, sobre su espalda. La tomo del pelo por la nuca, procurando
que mi polla le roce
r oce la raja,
r aja, y le digo
digo al oído:
oído : "mir
"miraa qué rico hueles", y le llevo
los dedos empapados de su flujo a su nariz. Le digo: "¿Sabes, perrita?, sí que
estás en celo, y voy a follarte". Etc., etc., etc., ja, ja, ja... ¡Dime algo!»
Solyluna:
Solyluna:
«¡Uf, chaval!, me has puesto muy mala, ¡tú sí que eres un pervertido!
Joder, me has dejado súper-cachonda.
súper-cachonda. ¡Qué¡Qué guarro
guar ro eres!»
Aun habiendo tenido un solo encuentro, parecía como si hubiésemos
pasado más tiempo juntos, por tantas cosas que nos contábamos. Finalmente,
ella encuentra un hueco tras el trabajo, después de muchas semanas, y nos
vemos una vez más en la P27, un día entre semana, por la tarde.
Dadas
Dadas las limitaciones del del lugar, sucede algo par ecido a nuestr
nuestr o primer
pr imer
encuentro, con la salvedad de que ella lleva puesta «la rebeca» con la que se
sacó aquella foto picante que me envió por correo, cuando aún no sabíamos si
surgiría algo entre los dos. «¿Es esta "la rebeca"?», le pregunto. «Claro», me
r esponde.
esponde. Debajo
Debajo de ella lleva una especie
especie de top de color verde, pero me dice:
«Espera, date la vuelta». Me río y me doy la vuelta. Noto que ella se mueve en
el asiento, oigo como si se estuviera desvistiendo. «Ya puedes mirar», me dice,
y yo flipo en colores: se ha dejado sólo la rebeca negra de agujeritos, y sus
pechos grandes con sus pezones morenos se perciben claramente bajo la
prenda. Me pongo como una moto y me lanzo lanzo sobre
so bre ella.
Pero el aparcamiento subterráneo, después de este encuentro, se nos
queda pequeño. Necesitamos algo más. Arriesgándome un poco, la invito a mi
casa, per
per o me dice que es muy pronto. Tenemos
Tenemos algunas conversaciones sobre so bre
este tema y surgen algunas suspicacias. Yo tengo la impresión de que en cierta
manera me rehúye. Se lo comento, y después de algunos correos un poco
fríos, me confiesa:
Solyluna:
Solyluna:
«Tienes razón. Me da un poco de apuro porque... me da miedo no
gustarte. En el coche me sentí muy cómoda porque no estaba totalmente
desnuda.»
 MrCat :
«Vaya, ya decía yo que aquí pasaba algo. Bueno, tú sabes que me
gustas, no tendría que preocuparte eso. Pero vale, te entiendo. Te vas a reír...
Voy a aprovechar para confesarte algo yo también: las limitaciones del coche
también me dan cierta seguridad, porque a mí me preocupa un poco que... no te
lo pases del
del todo bien conmigo .»
Solyluna:
Solyluna:
«¡Estamos buenos!, ja, ja, ja. Pues te parecerá una tontería, pero eso me
tranquiliza a mí, ¡cada uno tiene su propio fantasmita!»
Finalmente
Finalmente acor
acordamos
damos que nos veremos
ver emos en el coche, una vez
vez más, pero
en otro sitio más apartado, y que usaremos el asiento trasero. Esta vez será el
mío, que no está ocupado
ocupado con
co n sillas de bebé. La cuestión
cuestión por resolver
reso lver es dónde
y cuándo, porque para ella sigue siendo muy difícil encontrar un hueco en su
agenda. Un día, me dice: «Luis, ¿tú te despertarías a las cinco y media para
verme?». Yo me quedo extrañadísimo, pero respondo: «Y a las cuatro también.
Pero, ¿qué estás tramando?». Me dice: «Suelo madrugar a veces mucho,
debido al trabajo. Él no se sorprendería. Podríamos vernos a las 6, pasado
mañana».
Yo no sé en qué trabaja, y no se lo quiero preguntar de nuevo. Ya me
paró los pies una vez por ese tema. Sin embargo, ella misma me lo cuenta, y
me dice que tendríamos que buscar una zona no muy alejada para que pueda
llegar en poco tiempo al lugar donde trabaja. Perfecto, así sería. Le digo que
buscaré
buscaré varios
var ios lugar
l ugares
es y que
que elija el que mejor le parezca. Ingeniosa
Ingeniosa como
co mo ella
sola, me dice: «Usa el Google Maps Tierra y envíame los pantallazos. Yo los
miraré
mir aré y me pasaré
pasar é por allí con el coche.
co che. Te diré cuál me parece mejor ». Y así
lo hago. Lugar del encuentro: una cala apartada. Tendríamos una hora y media
con el runrún de las olas como sonido de fondo para disfrutar en el asiento
trasero de mi coche. La noche anterior, víspera de la madrugada «X», nos
volvemos
volvemos a escribir:
escribir:
 MrCat :
«Qué nervios tengo, Lidia. Me subo por las paredes.»
Solyluna:
Solyluna:
«Yo ni te cuento. Bueno, a ver si puedo dormir. Tengo unas ganas de
verte... »
Conduzco de madrugada hacia el lugar del encuentro. La excitación es
tremenda. El corazón me va deprisa durante todo el trayecto. Acordamos que
ella dejara su coche en un lugar más seguro, más iluminado. Yo la recogería
para ir a la cala, y la devolvería también después. «Hola, tonta», le digo
mientras se sube a mi coche. «Hola, pervertido», me dice riéndose, y nos
damos dos besos.
Lleva una camisa negra con curiosos pliegues y una falda estampada.
Me encanta como huele. Le he pedido que se pusiera el mismo perfume, lo
asocio a ella, y además me gusta. También le he pedido que se pintara de rojo
oscuro las uñas de los pies, y que calzara sandalias abiertas. Lo ha hecho, y me
pone de inmediato. Además, se ha decorado el tobillo con una cadenita
finísima. Tengo
Tengo ganas de follármela.
foll ármela. Ella me ha pedido que también
también me ponga
el mismo perfume. Es uno barato, Red Code, pero dice que le encanta, que
huele muy masculino.
Estamos sentados en el asiento trasero. Se oyen las olas lejanas, y unas
farolas distantes iluminan muy ligeramente el acceso hasta donde nos
encontramos. El entorno no puede ser mejor. Nos decimos algunas tonterías y
nos tocamos con las manos, ner viosos. No dura mucho esta situación,
situación, estamos
estamos
como motos y enseguida empezamos a besarnos. Nos palpamos el cuerpo sin
prisas, mientras nuestras lenguas se mueven lentas por los recovecos de la
cara. Me gusta ponerla puntiaguda y dibujarle los labios con ella, como si
fuera una barra de carmín. Eso le pone mala y quiere besarme, pero no la dejo.
Nos comemos el cuello por turnos. El que recibe los besos y la boca
hambrienta del otro ofrece su garganta, echando la cabeza hacia atrás. Yo me
detengo todo lo que puedo, me gusta agarrarle el pelo en un puño y tirar de su
cabeza hacia atrás para comerla mejor. Le empapo las clavículas con mi saliva.
La otra mano busca su camino bajo la falda. Le acaricio los muslos tibios. Le
digo al oído: «has traído las sandalias». Me contesta: «claro que sí, para ti, y
me he pintado las uñas. ¿Te gustan?», y alza su pierna colocándola sobre mí,
mostrándome su regalo. «Me encantan», le digo, y comienzo a acariciarle los
pies y los dedos. Escogió unas sandalias negras de tiras, prácticamente planas,
que hacen un contraste estupendo con el color blanco de su piel y el rojo de las
uñas. Se las quito y me quedo acariciando sus pies, me gusta sentir la curvatura
del empeine y la del arco de la planta. Me inclino un poco y me lo llevo a la
boca. Comienzo a besarlo y a lamerle la piel, los dedos. Me los meto en la
boca y los empapo con mi saliva. Me he puesto duro como una piedra.
Deposito sus pies sobre la alfombra del suelo y me acerco a su oído
mientras vuelvo a buscarle bajo la falda. «¿No me vas a dar mi lechita?», le
digo susurrando. Suelta un quejido, respira fuerte, y aplasta su oído contra mi
boca. Se echa la mano a la camisa y veo que retira uno de los pliegues hacia un
lado. Sin acabar de creérmelo veo brotar un pecho por la abertura de la
camisa. No lleva sujetador, y el pecho blando y grande aparece amenazante por
medio de la camisa. «Mira lo que tengo para ti», me dice. Mi cara de asombro
y de excitación debe ser un poema. «Joder... », digo, y me muerdo los labios.
Me inclino hacia abajo, se la agarro con la mano y me la meto en la boca, bien
abierta. Comienzo a chupar. Oigo cómo ella estira su cuello hacia atrás y
comba su espalda sacando su pecho, ofreciéndomelo. Se oyen los ruidos de
mis succiones. Busco por la otra abertura de la camisa y le saco la otra teta. Me
distancio un poco para ver el cuadro: dos pechos blancos con sus pezones
tiesos saliendo por las ranuras, uno de ellos empapado de saliva. Le agarro el
pelo y le digo: «cómo me pone verte así», y le como la boca con fuerza
mientras le sobo las tetas.
Minutos después, mi mano sale de nuevo de exploración y le busco las
bragas. Están empapadas. Le acaricio la raja por encima y se me mojan los
dedos. Ella se inclina un poco hacia atrás y abre las piernas, ofreciéndose. Me
pone cachondo. Mis dedos se meten bajo las bragas y buscan el manantial.
Recojo con ellos el flujo, los embadurno en él y me los llevo a la nariz.
Quiero que ella me vea hacerlo. Respiro fuerte, cargando mis pulmones con su
olor. De repente, me suelta: «¿tu perrita está en celo?». No me creo lo que
oigo, siento mi polla palpitar, siento que brota un pesado goterón que me moja
los calzoncillos. Me chupo los dedos delante de su cara, quiero que me vea.
Saben salados. Los vuelvo a oler, y le digo: «qué ganas tengo de follarte».
Nos quitamos la ropa. Estamos por primera vez desnudos y nos
miramos. Le miro la cara, veo que la dirige a mi polla. Dice: «no puedo dejar
de mirarla». Me pone malísimo, me pone muy duro. Abro un poco las piernas,
se la ofrezco. Me encanta verme así, tieso. Me la agarr o con una mano justo en
la base, la bamboleo un poco y le digo: «mira como estoy para ti». Ella dice
que no con la cabeza, se muerde el labio y no puede esperar más. Se inclina
sobre mí y me la agarra fuerte con el puño. Me la soba mientras me mira la
cara. Se mancha la mano. Una pesada gota transparente le escurre por el puño.
Se lo lleva a la boca y se la bebe. Vuelve a pajearme y a mirarme. Yo arqueo la
pelvis para darle todo el acceso posible y se me mueve sin querer con las
sacudidas de su mano. Mi capullo está tan lubricado que se mancha los dedos.
Se dispone a mamarme, pero antes tiene un detalle para mí: recoge su pelo en
una cola, para que yo pueda verlo todo. Se la mete en la boca y empieza a
chuparme. Noto el calor de su boca en mi punta mocosa. Se pone de rodillas
sobre el asiento y mama a placer. Le acaricio la espalda, el cuello, el culo.
Mientras mama, me mojo los dedos de la mano y los llevo a su ano. Se lo
empapo y lo masajeo. Le aprieto las nalgas. Le busco la raja con los dedos, se
la masajeo y a ratos hundo los dedos. Tras unos segundos, agarro mi polla con
mi mano y se la quito. Ella se queda a unos centímetros, con la boca
entreabierta. Pongo mi otra mano sobre su pelo, la sujeto, y aproximo su cara
a mi polla. Le doy con ella en la cara, oigo los chasquidos de su carne contra
la mía, se le mancha la piel y queda brillante. Saca la lengua y le doy con la
polla sobre ella. Me gusta ese sonido. Vuelvo a dársela. Mama.
Tras unos minutos, le digo: «me toca». Hago que se incorpore. Yo me
retiro del asiento y me arrodillo en el hueco que hay delante. Le halo de las
piernas y hago que se recueste sobre el asiento. «Espera», le digo. Cojo una
bolsa que he traído de casa. Saco un cojín, riéndome, y lo pongo detrás de su
cabeza, apoyado contra la puerta. «¿Mejor?», pregunto. Ella también se ríe:
«mucho mejor». Le abro las piernas y dejo su vulva expuesta. «Qué
maravilla», digo, y se me hace la boca agua. «Me lo he dejado», dice. Se
refiere al vello. Le dije hace más de un mes por correo que me excita más la
vulva sin depilar, de modo que lo ha dejado crecer.
Veo la zona rosada y húmeda en medio de lo oscuro y no veo el
momento de ponerme a mamar. Acerco mi cara y siento el aroma. Huelo su
coño. Me pone duro. Comienzo dándole pequeñas mordidas por los
alrededores de la vulva. Saco la lengua y la arrastro por la piel. Paseo mi
aliento sobre la raja, respirando fuerte, quiero ponerla nerviosa. Lo consigo,
su pelvis se mueve arriba y abajo, como si fuera un reclamo. Saco la lengua y
la paso por la raja, como abriendo un surco. Me llevo su flujo, lo bebo. Voy a
por más. Comienzo a mamar, a comerlo. Siento cómo la pelvis sube y baja
arr astrando consigo mi cabeza. Es algo que me pone a mil y me incita a seguir
mamando. Pongo la lengua puntiaguda y se la introduzco. La estoy oyendo
gemir suavemente. Está completamente abierta, toda para mí. Se me mancha la
cara, que ya huele a su coño. Llevo los dedos a su raja, los introduzco. Me
incorporo un poco, quiero tener un buen plano, una buena panorámica.
Comienzo a hurgarle las paredes de la vagina. Meto y saco despacio los dedos.
Entran y salen brillantes. La miro a ella, tal como está, así con las piernas
abiertas, su vulva ofrecida, sus ojos cerrados, retorciéndose, y me pongo
enfermo.
Mientras la penetro con los dedos, busco uno de sus pies. Me lo llevo a
la boca, le lamo los dedos mientras ella sigue disfrutando con los ojos
cerrados. Al cabo de unos segundos, encuentro una zona más dura dentro de su
vagina, una zona próxima al pubis. Noto que cuando toco ahí, su pelvis se
mueve con más violencia. Quiero aprovecharlo. Le hago un masaje
presionando ligeramente. Veo que le encanta, aprieta los ojos, se retuerce,
gime. Tras unos instantes, contrae todo el cuerpo y lanza su mano hacia la mía,
la que tengo en su coño, y me agarra por la muñeca: «¡para!», me dice,
«espera, para un momento», y respira agitada. Ha llegado, y yo me río
satisfecho desde mi posición privilegiada.
Cuando ha cogido resuello, me echo sobre ella, despacio. Nos besamos
suave en la boca. Ella sigue abierta y yo me coloco encima. Mi polla mocosa
se pasea por encima de su raja. Lo hago adrede. Volvemos a calentarnos,
retomamos poco a poco el ritmo. Tengo unas ganas de follarla tremendas. Mi
pelvis se mueve mientras le como el cuello y las tetas. Le rozo el clítoris con
mi polla, aplastándola con el peso de mi cuerpo. A veces, sin quererlo, el
capullo encuentra la abertura y se introduce un poco. «Ay... », digo, «se quiere
meter». Noto como ella respira fuerte. «Métemela», dice. Me quedo quieto un
segundo, separo mi cara de su cuerpo. Le digo titubeando: «pero... no llevo
nada puesto».
Tras unos segundos de desconcierto, hablo de nuevo, algo
avergonzado: «no te lo vas a creer, pero no traje nada. No imaginaba que
llegaríamos hasta aquí». Ella no parece contrariada. Mete su brazo por debajo
de mi cuerpo y me agarra la polla, que cuelga pesada. «No importa,
métemela», dice. Y yo, que tengo los ojos como platos, digo: «pero... ¿qué
dices, tía?». Se ríe, y replica, sin soltarme: «llevo puesto un diu desde hace más
de un año. Métemela». Y yo se la meto, dejando caer mi cuerpo, tal como
estaba, ensartándola conforme desciendo, pues su mano guiaba mi polla dentro
de su raja.
Le como la boca mientras empiezo a penetrarla, moviéndome
despacio. Nuestros cuerpos sudan, el ambiente dentro del coche está
cargadísimo. Mis embestidas aumentan de ritmo y mi boca le embadurna la
piel de saliva. Con mis manos busco sus piernas y se las alzo un poco, quiero
llegar aun más adentro. La empujo rítmicamente, mientras veo cómo ella
aprieta los ojos, su cabeza ladeada sobre el cojín.
El sudor comienza a correrme por la espalda, noto la piel de su culo
chocar contra mí, también húmeda de sudor. La penetro con fuerza y veo su
cara contraerse, la veo apretar los dientes, como si le doliera. Gime y me pone
como loco. Estoy a tope. No puedo más. Miro hacia abajo, hacia la entrada de
su coño. Me encanta ver cómo el tronco de mi polla sale húmedo de su raja,
rodeado por su vello oscuro. Suelto sus piernas y me apoyo con los manos
sobre el asiento, a ambos lados de su cuerpo. Se la clavo sin dejar de
observarla. Su excitación me excita a mí. Siento que voy a correrme. Ella lanza
sus manos hacia delante y me agarra las nalgas, que se contraen con las
embestidas. Noto los primeros chorros intensos de semen salir de mi polla.
Jadeo con fuerza. Le baño la vagina con mi leche. Gruño, me voy dejando caer
sobre su cuerpo, le agarro el pelo y respiro fuerte en su oído, mientras
descargo mis últimos y débiles chorr os dentro de ella.
Aparco a unos metros detrás de su coche. Estamos en silencio,
extasiados, relajados. Sonreímos. «Joder, qué pelos tienes», le digo riendo.
«No te preocupes, traje de todo, tengo un cepillo en el bolso», me contesta,
«voy a cambiarme». Se va a su coche. Yo la espero en el mío. Estoy como en
una nube. Al cabo de un rato, se baja del coche. Lleva otro vestido, se ha
arreglado el pelo. Está guapa. Me bajo. La miro de arriba abajo, sonriendo.
«Te sobra tiempo», le digo. «Sí, llego enseguida, tranquilo», responde. Nos
damos dos besos. No podemos parar de sonreír. Nos miramos a los ojos. Está
todo dicho. Nos vamos, nos decimos adiós a través de los cristales.
Conduzco hacia mi casa, la luz del día regresa despacio, la ciudad se
despereza. Aparco el coche frente a mi bloque y agarro el móvil. Escribo:
«Qué pasada, Lidia», y le doy a «enviar». Subo las escaleras, abro la puerta y
entro en el piso. Al dejar las llaves en la mesa, suena el móvil, ha llegado un
nuevo correo: «Una verdadera pasada, Luis. A ver si consigo concentrarme...
Mi ropa interior está empapada de nuevo. Besos».
3
La forja de un fetichista
Crecí rodeado de primas. Donde yo vivía, había vacas, gallinas, cerdos,
perros, cabras, gatos... y también primas, muchas primas. Unas vivían a un
kilómetro, otras a trescientos metros y otras a un paso de mi casa, pero
confluíamos todos en la inmensa huerta donde se congregaba toda esta fauna
animal.
Me gustaban mucho las vacas, tanto que algunas mañanas le pedía a
aquel señor de manos ásperas que me permitiera jalar le a una de ellas, con mis
manos aún diminutas, aquellas enormes tetas para tratar de llenar, mal que
bien, la lechera que luego llevaría a mi casa, tibia la leche aún, y que yo sor bía,
de vez en vez, durante el trayecto polvoriento. Pero me gustaban más mis
primas, aun cuando no tenían tetas. Y de entre todas ellas, me gustaba una:
Lula.
De Lula me gustaba todo, desde el principio. Y digo desde el principio
porque apenas tengo ningún recuerdo de mí, como criatura viviente, sin que
ella pululara a mi alrededor. Además, mi casa era la suya, prácticamente, y la
suya era la mía. Eran como dos madrigueras, a cierta distancia una de la otra, a
las que accedíamos con total normalidad. Los olores, dentro de cada una de
ellas, eran diferentes, pero eso sí: la suya olía a detergentes, desinfectantes y
abones, porque su mamá coneja era una fanática de la limpieza. Me gustaba
más cómo olía mi madriguera.
No sé si siempre que dejan sueltos a dos mocosos como nosotros dos,
macho y hembra, en unos cercados tan ricos de vida y tan llenos de preciados
recovecos, ocurre lo mismo, es decir, que se juntan y no paran de explorarse.
Porque eso es lo que hacíamos Lula y yo: explorarnos. Lo hacíamos con los
ojos, con la nariz, con los dedos y con la lengua. Ya digo que no tengo
demasiados recuerdos de mí, siendo tan chico, sin que se me cuelen escenas
eróticas con ella, como cuando nos escondíamos tras el largo sillón de mi
casa, en el recibidor, para lamernos el culo.
Nuestros oídos debían ser finísimos. Y digo «debían» porque no puedo
explicarme de otro modo cómo lográbamos hacernos mutuamente todo lo que
nos hacíamos estando tan cerca de los adultos que nos cuidaban. Por ejemplo,
estando mi madre cosiendo en la habitación de al lado, yo podía estar
lamiéndole el coñito rosado bajo una manta, sobre un amplio sofá, y ella
podía, bajo la misma manta, chuparme los huevos y el pene. Perdón: yo podía
estar «tomándome el agua de la fuente», porque tenía mucha sed, y ella podía
«tomarse su chocolate caliente de los contenedores», porque tenía mucha
hambre. Porque esa es otra: nunca llamábamos a cada cosa por su nombre,
sino por medio de subterfugios, símiles y eufemismos. Cuando ella se ponía a
cuatro patas, en la parte de atrás de mi casa, junto a la ventana donde mi padre
roncaba a pierna suelta, yo no le chupaba las tetas ni la vulva, sino que «la
mamá vaca alimentaba a su ternerillo»; poco importaba que las tetas estuvieran
donde brotaban sus pezones o donde nacía su vagina: yo, el ternerillo, tomaba
mi leche de donde me apetecía. Lula, la vaca, me lo ofrecía todo.
Puedo decir ahora sin equivocarme que hacíamos las cosas por
instinto, como dos animalillos. ¿Cómo se explica, si no, que yo me situara
detrás de ella, pecho contra espalda, sobre una cama y bajo una manta, y
colocara mi pene tieso allí, entre sus nalgas, o en el hueco que dejan los
muslos donde nacen, e hiciera movimientos pélvicos cuasi mágicos o
inspirados en la nada, hasta que experimentaba esas sacudidas propias del
orgasmo, aunque de mi pene no saliera ni una gota de semen?
A medida que nuestras mentes se llenaban de información, nuestros
uegos se hacían más complejos. Con la edad, nos volvíamos más sofisticados.
Así, en la oscuridad de mi garaje, que era amplísimo y lleno de escondrijos,
yo visitaba al médico, que era ella, porque «me duele aquí, doctora, en esta
zona», le decía yo señalándome el paquete. «Desnúdese», decía la doctora. Y
ella, con su instrumental médico, me curaba.
Otras veces, mi dormitorio era la suite de un hotel, ella era la huésped,
una señora muy ricachona y envarada, y yo era su sirviente. «Acércate,
Sebastián», decía la ricachona, y yo me acercaba a su cama con el pene tieso.
Entonces ella hacía que cogía su bolso, que podía ser un coletero o una goma
elástica cualquiera, y me lo colgaba allí. «Gracias, Sebastián, retírate», y yo
me iba, aunque no más lejos de dos o tres pasos, sin salir de la «suite». Al cabo
del rato: «Sebastián, necesito que me pongas la crema». Ella me tendía el bote
ficticio, se recostaba sobre la cama, me ofrecía desnuda la parte del cuerpo que
debía recibir el tratamiento, y yo se la ponía.
Pero los años pasaban y los cuerpos crecían, y la atención que nos
prestaban los adultos también crecía: había que esconderse mejor. Gracias a
Dios, la huerta era inmensa. Había un gallinero, que ya no se utilizaba, lleno de
trastos, cajas y hacinas de paja, que se convirtió en la sede de nuestras
perversiones. Allí podía tenderla yo completamente desnuda, sobre unas tablas
o un mueble viejo, llenos de polvo, e inspeccionarle a discreción todos los
recovecos de su cuerpo. Ella hacía lo mismo conmigo.
La excitación, a estas alturas, era un cóctel explosivo: en el recipiente
contenedor de la materia inflamable, se combinaba el placer sexual con lo
clandestino, con lo prohibido y lo pecaminoso, sentíamos que estábamos
haciendo cosas que «no se debían hacer». Además, este tipo de cosas eran las
que luego había que contar al puñetero cura párroco del pueblo, al que
dábamos una versión muy light de nuestros pecados. (Hay que ver estos curas,
qué bien se lo pasan detrás de la reja del confesionario. Ya lo dijo Valérie
Tasso, aquella ex-prostituta francesa, escritora y sexóloga, que salía
en Crónicas Marcianas, no recuerdo con qué palabras: «la religión católica
está edificada punto por punto sobre los pilares del deseo sexual».)
Curiosamente, los eufemismos iban desapareciendo, hasta que lo
hicieron por completo. Yo me acercaba a su casa, después de hacer los
deberes, y con una vocecilla temblorosa, cargada de misterio y excitación, le
preguntaba: «¿vamos al gallinero?». Y no había que insinuar nada más. Allí
que íbamos, los dos, sin prisas pero con los corazones palpitantes, aunque
también un poco atormentados por saber que íbamos a hacer «cosas malas».
¡Jodidos curas!, ¡jodido catecismo!
Todo esto se prolongó hasta los once o doce años, no lo recuerdo bien.
Sólo sé que llegué a lamerle la vulva cuando ya había aparecido algo de vello
(¡y qué rico olor!), y a chuparle los pechos cuando ya brotaban dos pequeños
bultitos. Por su parte, ella podía manipularme el miembro hasta que yo
experimentaba aquellas sacudidas incontrolables, que terminaban, para su
asombro, ya fuera en su boca o en sus manos, con la expulsión de unas gotitas
de un líquido viscoso.
Nunca llegué a penetrarla, sabe Dios por qué. Como mucho, hurgaba
con mi falo enhiesto su raja rosada, que ella me ofrecía abierta, sentándose
sobre una caja. Yo le tanteaba la entrada con mi punta rosa, al igual que hacía
con los dedos, explorando, sin saber muy bien lo que hacía, movido, cómo no,
por esa extraña fuerza que me indicaba que por allí debía introducirse algo.
Pero esto no podía durar siempre. Nuestras conciencias se volvieron
vigorosas, y el tormento por estar haciendo «lo indebido» ganó la partida: yo
quería ir «al gallinero» y ella no; yo quería tocarla y ella no me dejaba. No
puedo saber ahora si las cosas sucedieron tal como las pienso, pero tengo la
impresión de que en aquel momento yo sentía que ella me rechazaba, que su
deseo se había esfumado, y que, incluso, me había sustituido por algún
compañero del colegio.
Empecé a albergar estas sospechas cuando la oía emplear alguna
expresión que nunca antes había utilizado, como por ejemplo «la zanahoria» o
«la salchicha», refiriéndose, delante de otros niños y niñas, entre risas, al pene.
¡Me sacaba de quicio! ¡Me ponía de los nervios! Yo estaba muy celoso. Sin
embargo, mis sospechas no eran del todo ciertas. Ella sintió, igual que yo, no
«poder seguir» con nuestros juegos sexuales, solo que el remordimiento que
le provocaba empezaba a ser mayor que el placer que extraía de aquellas
actividades clandestinas. Lo supe después, a raíz de un suceso que dio paso a
una nueva «relación sexual» entre los dos, y que da título a este blog.
Decía yo al principio que de Lula me gustaba todo. Y es cierto. Lula
tenía unos pies preciosos. Cuando yo era aún muy chico, no les echaba
demasiada cuenta, pero a medida que cumplíamos años, esta parte de su cuerpo
comenzó a obtener también de mí su parcela de atención.
Ella fue siempre una chica delgada, pero muy enérgica. Tenía un físico
muy bien proporcionado y atlético, de tal manera que su piel recubría sus
huesos describiendo suaves curvas, aunque bien marcadas. Así, sus pies
ofrecían a la vista un jardín de líneas sinuosas de lo más diversas: el talón
redondeado, el empeine suave y combado, surcado por finas venas palpitantes,
el arco de la planta, con esos diminutos pliegues sucesivos a modo de una mar
rizada, la esfera que antecedía al dedo gordo, la perfecta escalera descrita por
sus dedos, en una suave pendiente... Todo este conjunto de líneas sedosas estaba
guarnecido con un magnífico contrapunto: sus tobillos picudos y un resalte
fabuloso que tenía sobre el empeine y que volvía al conjunto, si cabe, aún más
sensual.
Pues bien, estábamos en cierta ocasión ella y yo en su casa viendo una
película en el pequeño salón de la tele, yo en un sofá y ella en otro. Estaba
descalza y, como hacía siempre sin parar, lo tocaba todo con sus ágiles y
bonitos pies: el pomo de un cajón, que lograba abrir y cerrar con esfuerzo,
atrapándolo entre sus dedos, el cojín situado en el extremo del sofá, el suelo
frío, las sandalias que se había quitado poco antes, la pared estucada... Cuando
ella estaba en este plan, yo no podía apartar la vista, y la película me importaba
un huevo.
En cierto momento, ella se da la vuelta, se coloca boca abajo y echa sus
piernas hacia atrás, muy cerca de mí. De repente, decide estirar la punta de sus
pies y tocar suavemente la mano que yo tengo colgando por un lateral del sofá
en el que estoy sentado. Yo, sin moverme un milímetro, doy un brinco. Es
decir, todo me brinca por dentro. Un escalofrío me recorre el cuerpo, y ya no
sólo no veo la película: es que no veo nada. Sólo siento los dedos de sus pies,
tibios y húmedos, que me acarician la mano. Mi corazón pasa de cero a cien, y
mi excitación, que se mantenía medianamente estable mientras la miraba
toquetearlo todo, se dispara. Yo lo comprendo en seguida y, tras un primer
instante en el que quedo paralizado, logro reaccionar y comienzo a acariciar
sus pies, permaneciendo ahora ella inmóvil y receptiva a cualquier
rozamiento.
Sin papel ni bolígrafo, quedó sellado justo en ese momento un pacto
por el cual nuestros antiguos juegos sexuales iban a verse transmutados y
circunscritos a sus pies, esa parte de su cuerpo que, estando a la otra punta, lo
más alejados posible de su cabeza, centro de la censura y el remordimiento, y
que no eran materia prohibida, yo iba a poder utilizar de todas las maneras
posibles, y a través de los cuales ella iba a poder experimentar sensaciones
sucedáneas a las que obtenía por medio de nuestros antiguos juegos. Esta
práctica se prolongó durante varios años.
No exagero al decirles que mantuvimos, mediante este método,
verdaderas «relaciones sexuales». Y es que mis dedos, inseguros al principio y
más confiados después, dieron paso a mi lengua y a mi boca, órganos de los
que ella disfrutaba intensamente, cosa que me transmitía con pequeños
movimientos sutiles de sus dedos.
Este nuevo juego nos permitía obtener placer sin apenas escondernos.
Bastaba con estar atentos para «recomponernos» a la menor sospecha de que
podían vernos. Ignoro si fuimos descubiertos alguna vez. Podíamos estar
incluso en el salón de mi casa viendo dibujos animados con otros amigos o
primos y dedicarnos a nuestro placentero ritual cubiertos con una manta.
A menudo, yo dejaba que fuera ella la que me diera una «indicación»
de que el momento era adecuado. Así, yo posaba mis manos sobre el sofá o
sobre la cama en la que estuviéramos recostados, a una distancia prudencial de
su cuerpo, y esperaba paciente. Si ella se sentía cómoda y excitada, no tenía
más que deslizar su pierna hacia mí y buscar muy despacio con su pie desnudo
ese sublime contacto, a partir del cual comenzábamos a «hacer el amor ».
Recuerdo con cierta nitidez una ocasión en la que nos encontrábamos
en un contexto parecido al que acabo de describir y en el que estábamos tan
excitados que nos arriesgábamos a ser descubiertos, pues ella abandonaba mis
manos, que no habían dejado de acariciarla ni un momento, y avanzaba hasta la
altura de mi boca para que yo la lamiera y la besara. Cuando algún gesto de los
demás niños que había en la sala nos alertaba, ella replegaba rápidamente sus
pies bajo la manta y yo los abrazaba contra mi pecho, húmedos aún de mi
saliva.
Cuando alcanzábamos las últimas fases de nuestro «contrato», rozando
ya mis quince años, habiendo mi cuerpo madurado y mis eyaculaciones
aumentado de tamaño, no fueron pocas las veces que, si la ocasión nos
permitía estar completamente a solas, y habiéndome entregado yo con deleite a
acariciar, besar, lamer y adorar los pies que ella me ofrecía como si fuesen su
vulva abierta, tuve que marcharme de su lado totalmente turbado, con prisas y
con paso torpe y tambaleante, pues deseaba llegar cuando antes a mi casa para
cambiarme de ropa, ya que la mancha de semen que empapaba mis
calzoncillos comenzaba a alcanzar y oscurecer mis pantalones.
El pacto no tenía fisuras, las cláusulas eran tácitas pero nítidas: sólo se
me estaba permitido tocar, acariciar, lamer y besar hasta un punto algo por
encima del tobillo. Si en alguna ocasión yo deslizaba mi mano más arriba, por
su pantorrilla y por su muslo, buscando las añoradas nalgas, ella soltaba un
instantáneo respingo y se contraía, alejándose de mí. Yo tomaba nota y ponía
fin de inmediato a mis incur siones. ¡Ay!
Con el tiempo, logré memorizar cada centímetro y cada detalle de la
«zona permitida», y para mí se convirtió en una de las zonas erógenas más
potentes que una mujer puede ofrecerme. Por supuesto, Lula dejó el listón
altísimo, y no me excitan ni siquiera mínimamente unos pies que considero
«feos». Es más, cuando practico sexo con una mujer y me encuentro con esta
situación, procuro mantenerlos fuera de mi vista, pues podrían provocarme el
efecto contrario.
No sería justo, ni cierto, decir que Lula hizo de mí un fetichista, igual
que tampoco sería justo decir que ella condensó toda su potente sensualidad en
sus pies por culpa mía. De ninguna de las maneras. Mi inclinación por esta
parte del cuerpo femenino seguramente siempre estuvo ahí, y ella la hizo
emerger igual que se hace salir al conejo de su madriguera con un atractivo
señuelo.
Por su parte, quizás su desmesurada conciencia sobre lo que podía ser
«pecaminoso» hizo que deslizara toda su sensualidad, que era ―y sigue
siendo― muy grande, a sus pies. Y no cabe albergar demasiadas dudas sobre
esto, pues con el paso de los años no ha habido hombre que no haya quedado
prendado de ellos y de su modo de exhibirlos, siempre con vistosos zapatos,
tacones, cadenitas, anillos y colores de uñas, y siempre rozando los más altos
niveles de la sensualidad. Ella lo sabe, y lo utiliza a las mil maravillas. Yo no
puedo, desde aquellos años de mi infancia, hacer otra cosa que mirarla.
4
Sexo para mojigatos
 Merche (por whatsapp):
¿Estás en tu casa? Vine caminando hasta Ronda, a casa de mis padres.
Ya estoy de vuelta. ¿Me invitas a un café?
Yo:
Vale, pásate.
A Merche la conocí en la universidad. No era mi tipo, sexualmente
hablando, pero hicimos buena amistad. Era de ese tipo de chicas que lo
reivindica todo. Se encontraba en su elemento cuando tenía que plantear a la
unta universitaria, en el salón de actos, todas las demandas que los alumnos le
transmitían a ella. Era bastante guerrera, siempre detrás de las causas injustas.
Yo pensé que con el tiempo acabaría ejerciendo la política. En la universidad,
la tachábamos de feminista empedernida.
 ―Hala, ¿y ese conjuntito? ―le dije, en el umbral de la puer ta.
La miré de arriba abajo, sonriendo. (Tengo este defecto, y es que soy
bastante indiscreto. Sólo cuando me lo hacen saber, me doy cuenta de que
podría «cortarme un poco». Ella ya estaba acostumbrada.) Su cuerpo estaba
cubierto casi por completo de licra negra: unos pantis que le llegaban a la
pantorrilla, un top bien prensado sobre su busto, y una chaquetilla rosa chillón
con cremallera, de manga lar ga. Todavía sudaba un poco. Se había recogido el
pelo en una coleta, detalle que la hacía más «jovial», un contrapunto juguetón
en su apariencia: por lo general, por su forma de vestir, parecía siempre
mayor de lo que era: camisas abrochadas hasta arriba, zapatos planos o con
muy poco tacón, fulares, gafas de sol de pasta sobre el pelo largo, pantalones
(rara vez falda), etc.
 ―¿Qué le pasa al conjuntito? ¿Te vas a meter ahora con él? ―me dice
tratando de parecer enfadada, pero descojonándose.
 ―Calma, calma, peleona, que está muy bien ―le digo abriendo la
puerta y haciendo que pase. Ella avanza por el pasillo, delante de mí, y yo, por
supuesto, la miro de nuevo de arriba abajo, deteniéndome a cada pasada en su
culo y su espalda. Ya digo que no era mi tipo, pero Merche tenía una espalda
bastante atractiva. Actualmente había cogido bastantes kilos, de ahí su
«caminata» hasta la casa de sus padres.
Pasamos al salón y traigo de la cocina dos tazas de café. Nos sentamos
en el sofá central del tresillo, uno a cada lado. A ella le gusta estar en contacto
conmigo, físicamente, cuando estamos conversando. Si no es con un dedo, que
desliza por mi brazo cuando estamos más cerca, es con su pierna, como hacía
ahora, que rozaba intermitentemente contra la mía.
Ella estaba casada actualmente, tenía dos hijos, y, por lo que yo sabía,
amás había estado con otro hombre, más allá de algún rollito durante sus
épocas de infancia y juventud. Detrás de su faceta feminista y guerrera se
escondía justo lo contrario: una personalidad dócil, constreñida por una
educación firmemente religiosa, y supeditada por entero a los deseos del
hombre. Era una chica tremendamente mojigata, que se sorprendía a sí misma
después de pronunciar frases del tipo: «es que no es natural tener sexo con
quien no es tu esposo». En ocasiones como esa, la vi echarse la mano a la boca
en un acto reflejo, avergonzada e incluso conmocionada por sus propias
palabras.
Mi vida «desordenada», según la llamaba ella ―rara vez estuve con
una chica más de dos años; mi experiencia sexual y afectiva se reducía a rollos
pasajeros, follamigas, citas con desconocidas con las que contactaba por
internet y demás fauna― era para ella una fuente de excitación y morbo. Le
gustaba conocer los detalles de mis incursiones sexuales. En esta ocasión,
mientras rozaba mi pantorrilla con su pierna, quería saber cómo me iba con
mi nuevo ligue, la chica «del parking».
 ―Pues bien, me va muy bien ―le decía yo , haciéndome el interesante.
 ―¿Ah, sí?, cuenta, cuenta.
 ―He comprado el chisme que te dije...
Le había contado que, para añadir algo más de morbo a mis sesiones
de sexo con este nuevo ligue, había comprado un «juguetito», un dildo de unos
20 cm. de color crema, grueso y liso, que terminaba en una punta con forma
de glande.
 ―¿Quieres verlo? ―seguí diciendo.
 ―¡No! ―soltó estallando en una risa nerviosa―, ni se te ocurra
traerlo.
 ―Pero, ¿por qué? Espera, que lo traigo ―le dije, levantándome del
sofá.
 ―¡Que no lo traigas! ―me «gritaba» ella, temblándole la voz.
Sus «gritos» no resultaban en absoluto creíbles. Se moría de ganas de
verlo, pero no se atrevía a hacerlo delante de mí. Los nervios se la comían por
dentro. No sabía dónde meterse. Cuando asomo de nuevo en el salón, ella
trataba de mirar para otro lado, martirizada, cubriéndose la frente con una
mano. Yo, por mi parte, estaba tan nervioso como ella, aunque trataba de
ocultarlo.
Desde siempre he tenido un sentido del pudor y del ridículo
exacerbados. En mi juventud, a la menor señal de que podía sentirme
reprobado por mis acciones, mi cuerpo se tensaba por dentro y experimentaba
una sensación abrumadora de vergüenza y culpa. Este aspecto de mi
personalidad, según creo, es el que se encuentra en el or igen de mi fascinación
por las situaciones morbosas en las que se roza la línea de lo prohibido, lo
censurable y lo pecaminoso. Merche lograba conducirme, con su rubor y sus
escrúpulos, a las cumbres de la excitación morbosa. Me senté bruscamente en
el sofá, dejándome caer, y solté el juguetito en medio de nuestros cuerpos.
 ―Mira, ¿qué te parece? ―le pregunto riéndome y mordiéndome los
labios a un tiempo.
 ―Qué capullito eres ―me dice, sin atreverse a mir arlo. Se quita la
mano de la frente y gira la cara hacia mí, aunque yo sé que ella logra percibir
por el rabillo del ojo, como hacen muy bien las mujeres, aquel objeto color
crema que, desde este momento, pasa a ser el centro de su atención. Su cara es
un poema, roja como un tomate, y su excitación aumenta verdaderos enteros,
como la mía.
 ―Mi niña, sólo quiero saber tu opinión ―le digo, haciéndome el
sueco.
 ―Sí, ya, claro...
Y en un acto de arrojo, aprovechando un descuido de su pudor, lanza
una mirada fugacísima al objeto, medio segundo quizás, y las llamaradas
cubren por completo sus mejillas. Yo me pongo como una moto, una Harley
Davidson de 800 cm. cúbicos como mínimo.
 ―Muy... bonito ―logra decir a partir del fugaz recuerdo, levantando la
barbilla para alejar su mirada del objeto prohibido.
 ―¿Verdad que sí? Yo creo que sí, que está muy bien. ¿Has visto la
forma que tiene?
 ―No... No me he dado cuenta.
 ―¿No?, pues míralo, mujer. Anda, dime qué forma tiene.
Logrando reunir la confianza necesaria, vuelve a echar un nuevo
vistazo tratando de demorarse lo más posible, y lo observa durante 2 ó 3
segundos. La excitación le sale por los poros.
 ―Tú ya sabes qué forma tiene.
 ―Claro que lo sé, pero sólo era para que me lo confir maras ―le
respondo. Cojo el dildo en mi mano y se lo tiendo―: Toma, cógelo, mujer,
que no muerde.
Ella lo coge con los dedos, sin saber muy qué hacer, lo voltea
ligeramente, observando las formas, y lo suelta sobre el sofá, como si le
quemara. El rojo de sus mofletes amenazan con prender una hoguera.
 ―¿Y bien? ―vuelvo a insistir.
 ―No me lo vas a sacar. Sabes que no puedo decir lo ―y se ríe
sorprendida de la magnitud de su represión sexual.
Tiene razón, me pone mucho sacar a flote el pudor y la vergüenza de
una chica que confiesa, por el color de su cara, que experimenta deseos
«indecorosos». Tras un pequeño intercambio de palabras, me suelta sin previo
aviso:
 ―Ahora no puedo dejar de mirarlo ―me dice mientras lo observa
sobre el sofá, «caliente» todavía de sus dedos. Tiende despacio una mano hacia
delante, saca el dedo índice y comienza a pasarlo por la punta con forma de
glande.
 ―¿Te gusta la puntita? ¿A que está muy logr ada? ―le digo, tratando de
que no me vibre la voz.
 ―Muy logr ada, sí. Me gusta mucho... ―y sin dejar de mirarlo y
uguetear con él, me dice a bocajarr o―: Tiene forma de polla.
Esa palabra, «polla», salida de su boca, es para mí como una descarga
eléctrica que me convulsiona por dentro. Yo no sé qué cara pongo en esas
situaciones, ni sé si se me nota, pero las mejillas me ardían como las brasas de
una barbacoa. Lo que sí podía constatar era que mi paquete había aumentado de
tamaño, algo que no quise disimular, pues sabía perfectamente que ni ella se
atrevería a decirme nada, ni yo me atrevería a llamar su atención al respecto.
Eso sí, dejé crecer mi miembro a su gusto, consciente de que comenzaba a
cruzarme el pantalón, el cual, para colmo, era de pana y lo envolvía tan bien
como la licra que ella llevaba envolvía su vulva, visiblemente partida en dos.
Tratando de controlar mis taquicardias, le digo:
 ―¿Ves como sí lo sabías? No era tan difícil ―le digo. Nuestras
sonrisas han dado paso a una seriedad mór bida.
Vuelvo a cogerlo con mi mano y decido juguetear con él. Lo manoseo
y lo paseo arriba y abajo por mi muslo, acercándolo y alejándolo de mi
entrepierna, como un señuelo. Mientras sigo jugando con él, la miro a ella de
vez en cuando a la cara, y observo que sigue fielmente el movimiento del
uguete. Mi excitación alcanza un pico en el momento que observo que sus
ojos brincan, durante una fracción de segundo, desde el dildo hacia mi polla,
visiblemente tiesa bajo los pantalones. Me pone como loco ese gesto mínimo.
Me atrevería incluso a llamarlo microorgasmo. Tras unos instantes, lo llevo a
su rodilla, que está muy cerca de la mía, y empiezo a pasear el glande de
plástico por encima de la licra, subiendo y bajando por su muslo, acercándolo
peligrosamente a su entrepierna.
 ―¿Y par a qué sirve? ―me suelta ella, ocultando al mismo tiempo su
boca tras los dedos, a modo de rejilla, sin creerse muy bien lo que ha dicho.
 ―Pues... Hay que meterlo ―digo yo, sin parar de deslizar lo.
 ―¿Meterlo? ¿Y dónde? ―me responde, subida al tren de la excitación.
 ―Ya sabes, en «eso» que tiene la mujer...
 ―¿«Eso»? ―responde ella, que parece haber cogido el testigo de la
situación.
Y yo, sin dejar de jugar con el dildo, lo aproximo a la entrada de su
vulva y presiono ligeramente con la punta justo en el centro.
 ―Se mete por aquí ―le digo sin mirarla a la car a, rozando el glande a
lo largo de su raja cubierta por la licra tensa.
Estamos los dos cachondos perdidos, y perdidos en este juego
morboso en el que nos encontramos atrapados. Cada frase da lugar a la
siguiente, cada paso nos introducía más en el laberinto donde habíamos
entrado.
 ―Pero, ¿se deja metido? ―vuelve a preguntar, mir ando cómo juego
en su entrepierna.
 ―Bueno ―le digo―, puedes dejarlo metido, pero lo nor mal es que se
meta y después se saque. Mira ―le explico. Le cojo una mano y hago que
forme un cilindro con sus dedos. Introduzco el dildo y empiezo a hacer un
movimiento de vaivén―: Así, ¿ves? Se mete y se saca, se mete y se saca...
Mientras «se lo explico», noto que ella me acompaña perfectamente
con su mano, ejerciendo la presión adecuada sobre el falo postizo y
deslizándola ella misma a lo largo de la superficie brillante. Los dos tenemos a
estas alturas un calentón de campeonato. No podemos parar.
 ―Ah, ya voy comprendiendo. Se mete y se saca... ¿Y se pueden hacer
más cosas? ―me dice, dejando de figurar una vagina con su mano y
acariciándolo ahora con el dedo índice desde la base hasta la punta.
 ―Claro, muchas más cosas. Se puede lamer o chupar. Como tiene esta
forma, es como si...
 ―Ya... Es como si lamieras una de verdad.
 ―Eso es. ¿Quieres probar? ―le digo, aproximando el juguete a su
cara.
 ―¡No!, quita ―me dice nerviosa, apartándome la mano torpemente
pero sujetándomela a la vez, sin querer que la retire del todo.
Pero sé que lo está deseando, así que no le hago ningún caso y sigo
«mortificándola». Llevo el dildo a su escote y comienzo a subir despacio,
haciéndolo tropezar con su piel húmeda, atascándose. Asciendo por su cuello y
me entretengo en él, acariciándolo con la punta obscena. Subo hasta su
barbilla. Ella se limita a ponerse del color del granate. Nadie habla.
Finalmente, hago que el falso glande se pasee por sus labios, despacio, hasta
que veo salir la punta húmeda de su lengua, como una serpiente, y se encuentra
con mi señuelo. Acabo de experimentar un nuevo microorgasmo. Comienza a
lamerlo y a hurgar en la ranura que divide la cabeza del pene en dos
hemisferios. Yo estoy atacado, mi corazón bombea con fuerza. De repente,
ocurre algo fabuloso: mientras recorre el glande con su lengua, me mira
fijamente a los ojos dos segundos, tres, cuatro quizás. ¿Puedo describir con
palabras lo que me pasaba por dentro? No. Otro instante imborrable para el
recuerdo. Me quedo sobrecogido, arrebatado, noto mi pene empujar la tela que
lo aprisiona y soltar algunas lágrimas de excitación. Mientras ella lame el
uguete que yo le ofrezco, mi boca se entreabre, como imitándola. Es de locos.
Tras esta pequeña «sesión», retiro el dildo y nos damos un respiro. Ella oculta
su cara entre sus manos, r esopla, se abanica.
 ―Uf, qué fuerte ―dice, y vuelve a reírse nerviosamente. Las aletas de
su nariz se abren y cierran al ritmo de sus carcajadas impostadas.
 ―Muy, muy fuerte ―digo, todavía con la boca abierta―. Te acabas de
pasar tres pueblos, ¿sabes? ―Y ella, igualmente arrebatada, presa de la
excitación que se había apoderado de sí, me suelta:
 ―Pónmela en la boca de nuevo.
Yo no salgo de mi asombro y reacciono como un autómata. Sujeto
el dildo por la base y vuelvo a acercarlo a su boca. Su lengua sale lasciva en
busca del glande. Le da unos lametazos y a mí no se me ocurre otra cosa que
retirarlo unos centímetros. Ella estira su culebrilla ávida, que se queda
flotando en el aire, sin poder alcanzarlo.
 ―¡Dámela!, ¡dame la polla! ―me dice. Esta frase me empuja tan
directamente al orgasmo como medio minuto de movimientos pélvicos
penetrando una vagina.
Vuelvo a acercarla un poco, obligándola a lanzar su lengua vibrante.
Me pongo como loco. Tengo unas ganas tremendas de tener mi polla en mi
mano y desahogarme. Tengo los calzoncillos empapados. De pronto, abre su
boca como pidiéndome que me acerque. Yo lo hago y ella cierra sus labios en
torno al glande, que desaparece dentro de su boca. A continuación, recuesta su
cabeza en el sofá, cierra los ojos, agarra la mano con la que yo sujeto el falo
de plástico y empieza a succionarlo, metiendo y sacando el glande de su boca.
¿Cuánto voy a aguantar así? La visión es tremenda. Estoy a punto de correrme.
Tras unos segundos, medio minuto quizás, me suelta la mano, vuelve a
cubrirse el rostro con las suyas, sin creerse lo que ha sucedido, resopla, niega
con la cabeza, se levanta del sofá sofocada y me dice:
 ―Tengo que ir al baño ―y se echa a andar con paso agitado. Cuando
está a punto de cruzar la puerta del salón, me suelta sin girarse―: te voy a
matar ―y se mete en el baño.
No me mató, pero casi logró que me diera un infarto. Ambos
recordamos esta escena como de una tensión sexual fuera de lo común. Una
vez que se hubo ido, me masturbé r ecordando cada detalle, tratando de retrasar
todo lo que pude mi orgasmo, y ella, según me confesó más adelante, también
lo hizo, cuando logró estar a solas a altas horas de la noche, una vez que su
marido y sus hijos dormían apaciblemente. Usé esta escena para masturbarme
infinidad de veces, y sigo recurriendo a ella en ocasiones, cuando, tras hurgar
en el cajón de sastre de mis fantasías, me encuentro con esta pequeña joya
erótica «para mojigatos».
5
El beso de la araña
Corrían los tiempos en que los jovencitos, los varones, hablábamos de
chicas y de sexo a todas horas. En el instituto, comenzábamos a ver los
cambios que la naturaleza había provocado, de un verano para otro, en los
cuerpos de aquellas hembras pubescentes, deformándolos sabiamente con
nuevas protuberancias y curvas voluptuosas.
Las clases de gimnasia constituían una ocasión sin igual para
deleitarnos con los glúteos mórbidos de Pili, que asomaban por debajo de los
pantalones cortos y arrastraban, adherido a la piel húmeda, un trozo de
braguita; con las tetas firmes y rebosantes de Soraya, que apenas podían
contener, durante la carrera, su fatigado e insuficiente sujetador; con las
piernas estilizadas de Bea, acabadas en unos finísimos tobillos y unos
delicadísimos pies, los que yo me deleitaba mirando en el gimnasio cuando
tocaba estiramientos sobre colchonetas, pues el profesor, seguramente más
preocupado por su propio placer morboso que por el cuidado del material,
nos obligaba a descalzarnos; y con la cintura de avispa de Lupe, detalle
anatómico que ella procuraba resaltar vistiendo una camisita blanca bien
ajustada. La atención libidinosa del macho adolescente estaba siendo
progresiva e ineluctablemente atraída por esta tropa de abejas portadoras de
rica miel.
Cuando yo escuchaba a otros compañeros hablar de penetración, de
coitos o de follar, me los imaginaba realizando un acto insólito, no sólo por lo
increíble que me parecía llegar a «disponer» de la voluntad de una cualquiera
de aquellas gráciles y perturbadoras gimnastas, sino también por el halo de
misterio que lo envolvía, pues, ¿en qué consistía realmente su mecánica? Me
imaginaba a Montse entre mis manos, la chica bajita y pechugona que se
sentaba delante de mi pupitre, haciéndole «aquello» de lo que todos hablaban, y
un estremecimiento me recorría el cuerpo. «¿Qué se sentirá?, ¿qué hará ella?,
¿sabré metérsela?, ¿sabré por dónde metérsela?, ¿he de derramarme dentro?»,
me preguntaba.
En las clases de religión, gracias al cura salido que teníamos como
profesor,
pro fesor, se hablaba
hablaba de semen,
semen, de manchas
manchas imborr
imbor r ables en los calzoncillos, de
vulvas obstruidas por un velo de piel maldito, de embarazos, de condones... Un
sinfín de acertijos. Y yo quería averiguarlos todos. Me imaginaba
«haciéndoselo» a Pili, abierta debajo de mí en una postura obscena, como
había visto en alguna revista pornográfica; o a Soraya, puesta a cuatro patas y
exponiendo su vulva tumefacta y circundada por un halo de vello oscuro,
turbador,
turbador, con
co n sus enormes
enor mes pechos bamboleándose con mis sacudidas,
sacudidas, mi pene
clavado «allí», no sabía muy bien dónde.
Yo, con mi inexperiencia, me sentía un extraterrestre frente a Esteban,
aquel chico de segundo que «lo hizo» con Lena en la última excursión a los
Llanos de la Pez, entre los pinos; o frente a Antonio, aquel chico de orígenes
venezolanos y piel morena que «te llenaba la boca» con su eyaculación, según
decían. Hasta entonces, mi experiencia sexual se había limitado a la minuciosa
exploración
exploració n del cuerpo de Lula,
Lula, mi pr ima inseparable durante la infancia.
infancia.
Entretanto, me masturbaba. A mis dieciséis años, me deleitaba
observando salir de mí aquel líquido
líquido viscoso y perfumado que brota
bro taba
ba después
después
de practicar sobre mi miembro erecto un enérgico masaje, acompañándolo
con las más vivas y variadas imágenes que iba recopilando cada día con
aquellos cuerpos femeninos que provocaban mi excitación involuntaria. Uno
de ellos era el de mi prima Sandra, dos años mayor que yo y protagonista
indiscutible de mis poluciones diurnas (y no sé si también de las nocturnas).
Sus curvas eran del tipo por cuya razón se suele usar el símil de la
guitarra para referirse al cuerpo de la mujer: tenía unos pechos muy
abundantes y firmes, una espalda estilizada, una cintura asombrosamente fina y
unas caderas que, por contraste, parecían la caja de resonancia de dicho
instrumento. Sus nalgas... para qué hablar de sus nalgas. Sólo sé que cuando la
veía alejarse de mí, estando yo en su casa para pasar la noche, andando por el
pasillo en ropa interior, las braguitas se le metían por en medio hasta casi
perderse, mientras las dos masas mórbidas de carne vibraban a ambos lados
con cada paso, provocando mi asombro y mi excitación. Estas cosas, como
veremos enseguida, las hacía a conciencia. Además de todo esto, era una chica
muy guapa, de nariz afilada, grandes mofletes garantes de juventud lozana,
labios carnosos,
carno sos, bien dibujados,
dibujados, y pelo castaño,
castaño, largo
larg o y lacio.
Asistíamos al mismo instituto, pero allí apenas la veía. Estando dos
cursos por encima, sentía que «jugaba en otra liga». Le conocí uno de sus
muchos «novios», un chico alto y tan rubio que parecía alemán, con el que se
besaba y magreaba discretamente durante el recreo, apoyados en una de las
vallas que circundaba el recinto. Federico, uno de sus muchos admiradores,
me paró más de una vez por las escaleras, entre clase y clase, y me decía al
oído: «me vuelven loco las tetas de tu prima», con la esperanza, quizás, de que
yo se lo transmitiera
transmitiera a ella.
Pero Sandra era relevante para mí en su casa, no en el instituto, pues
era allí donde yo pasaba muchísimo tiempo. No con ella, pues para mí era
inaccesible ―y yo debía parecerle un gracioso animalito―, sino trasteando,
ugando o fabricando alguna chapuza en la azotea. Su casa era también la mía,
y yo podía acercarme allí a almorzar cualquier día, si me apetecía, sin avisar
siquiera.
Sus padres eran unas personas muy chapadas a la antigua, y en materia
de ligues y de sexo se comportaban con ella como dos carceleros con su
prisionero. De hecho, en una ocasión su padre la sorprendió besándose con el
rubito de apariencia germana cuando pasaba con su coche por una carretera
adyacente al instituto: estuvo dos meses sin dirigirle la palabra. (Ignoro en qué
consistió la escena cuando ella regresó ese día a su casa, pero conociendo el
carácter de mi tío, debió ser un plato
plato de malísimo
malísim o gust
g usto.)
o.)
Presencié también, algunas noches que pasé allí a dormir, cómo su
madre permanecía en vela viendo la televisión hasta las tantas, dando
cabezadas, si se daba la circunstancia de que el «pretendiente» de Sandra se
encontraba en aquel momento con ella, en una habitación anexa. La mamá
gallina vigilaba
vigil aba que
que el intruso
intruso no le metiera mano a su polluelo.
Bajo este clima de vigilancia férrea, Sandra parecía conducirse con
total indiferencia, como si hubiese a su alrededor una película aislante que la
protegiera de semejante influencia. En un ambiente donde todo debía realizarse
a plena luz y bajo la mirada franca de sus padres, quienes no daban ocasión a
que se les forzara a interpretar nada (incluso ducharse o hacer la necesidades
debía hacerse con la puerta del baño abierta o entornada: cerrar una puerta
implicaba, para aquellos dos seres mojigatos, deseos indecorosos), Sandra
podía pasearse por toda la casa, sin la más mínima aprensión, en bragas y
sujetador o con ropa rematadamente ligera. ¡Qué maravilla!, ¡aquella prima
que jugaba en las ligas mayores paseándose para mí de semejante manera!,
¡toda aquella carne apreciadísima a mi disposición!, ¡jódete, Federico!
Ella sabía que causaba expectación. Fueron muchas las ocasiones en
que pude observar cómo se las gastaba y qué intención ponía en los
movimientos de su cuerpo. Por ejemplo, si nos encontrábamos en su casa
algunos primos y amigos varones, ella podía hacer acto de presencia con sus
mínimos modelitos y sus impresionantes curvas y marcharse, acto seguido,
generando tras de sí, con el balanceo de sus caderas, un caudal de miradas
concupiscentes. Para desgracia suya, no disponía de ojos en el cogote, de
modo que se veía
veía obligada,
oblig ada, mientras
mientras se alejaba, a girar
gir ar mínimamente
mínimamente la cabeza
para atisbar, con el rabillo del ojo, el destrozo que había provocado con su
llegada, y el que estaba provocando al marcharse. Yo me relamía no sólo
observándola a ella, como hacían todos los demás, sino observando también
este detalle.
Yo me masturbaba con estas visiones, pero no sólo con estas visiones.
Como digo, yo debía parecerle a ella un animalito indefenso. Era tal su
poderío sexual, que yo me sentía menguar a su lado. Su interés por mí debía
ser el mismo que manifestara una araña por una mosca jugosa: yo era una
presa cualquier
cualquier a a la que podía atrapar,
atrapar, manipular y devorar a su antojo
antojo..
Era conocido que Sandra tenía muchísimo deseo sexual y que no
perdía ninguna ocasión que le reportara un mínimo de placer morboso. De
modo que sí, yo debía parecerle a ella, dada mi fragilidad de cervatillo, un
sencillo bocado, pero al fin y al cabo con cuerpo de varón y con mis órganos
sexuales en pleno funcionamiento. De hecho, me encontré en muchas
ocasiones «enredado en su tela». Yo jamás la reclamaba: sencillamente, yo
«caía en sus redes». Me explico.
En una ocasión, siendo ya un mocito de doce o trece años, acababa yo
de terminar de ducharme, en su casa, con la puerta abierta ―aunque no estaban
sus padres―, y me disponía a secarme. Aún con la toalla flotando en el aire
por haberla cogido del colgador con un enérgico tirón, desnudo y con la
cortina de la bañera descorrida, aparece ella en ropa interior, como por arte de
magia, descalza, dando saltitos, y me arrebata sin mediar palabra la toalla de
las manos. Se sienta en la taza del váter, abre las piernas (¡santo cielo!) y me
indica que me acerque. Yo me quedo mudo, inmóvil e idiotizado, sin saber
muy bien si cubrirme el sexo o no. Finalmente, como hechizado por un
extraño encantamiento, obedezco, salgo de la bañera y penetro en su radio de
acción situándome a unos centímetros de ella, la cual me acoge, cual araña
hambrienta, con el capullo de seda que ha formado con la toalla, que enrolla
en torno a mi cuerpo. Y en este insólito escenario comienza a secarme con
minuciosidad, todo, sin dejarse un sólo rincón de mi anatomía. Y yo me dejo
hacer como un perrito dócil, alzando los brazos, girándome, inclinándome,
abriendo un poco las piernas, obedeciéndole fielmente.
Mientras me encuentro de frente a ella, observo impresionado sus
enormes pechos bamboleantes, su canalillo, sus pezones bajo la tela del
sujetador, y su entrepierna ofrecida y oscura, cubierta por la braga de encaje.
¿Crecería mi pobre pene en ese momento? El sólo pensamiento me perturbaba
y me paralizaba. «¡Por Dios, Sandra, cómeme de una vez!», gritaba yo, en
silencio. Indiferente a mi desconcierto y habiéndome dejado perfectamente
seco, ella abandona su asiento, hirviendo de sus posaderas y aromatizado por
su sexo, y yo me coloco despacio los calzoncillos mientras la veo, por el
rabillo del ojo, salir del baño con la tela de las braguitas apiñándose entre sus
nalgas, que ya comenzaban a ser abundantes. ¡Qué visión para el recuerdo!,
¡qué acontecimiento inolvidable!
En otra ocasión, creo que ya con dieciséis años, estábamos de nuevo
los dos solos en su casa, de regreso de no sé qué sitio. Ella decidió darse una
ducha. Yo estaba, entretanto, en el amplio salón, viendo la tele. «¡Fer!», oigo
que grita. «¡Ferni, ven un momento!», repite. Por alguna razón, no me dice
para qué me quiere, así que me acerco al baño, que tiene la puerta
completamente abierta. Sin cruzar el umbral, mirando tímidamente,
vislumbrando un muslo y una cabellera chorreante bajo la ducha de la bañera,
con la cortina ligeramente descorr ida, le pregunto: «dime, Sandra». «Ah, estás
ahí», me dice asomando su cabeza entre las cortinas y dejándome ver algo más
de carne húmeda. «Se me olvidó coger la toalla. Ve a mi cuarto y tráeme una.
Están en el segundo cajón de la izquierda del armario», me dice. Se le había
olvidado la toalla, ¿comprenden?
Yo hago lo que me dice y regreso con ella en la mano. Mi corazón
bombea con fuerza. «Te la pongo aquí», le digo aturullado, inclinándome
sobre la taza del váter. «No, no, dámela, acércamela», me dice. Yo me giro,
nervioso, y ¿qué es lo que veo? Pues la veo a ella, completamente desnuda por
entre las cortinas, que ha descorrido lo justo y necesario para proporcionarme
esta panorámica, tratando de recoger su pelo empapado en un moño, un gesto
que la obligaba a alzar los brazos sobre su cabeza y mostrarme los enormes y
preciosos pechos, surcados de gotas cristalinas que resbalan hasta caer desde
la punta de sus erizados pezones. Me quedo de piedra, sin saber adónde mirar y
con la toalla colgándome de las manos como si fuera un cuerpo muerto. Mi
mandíbula debía flotar de manera parecida. Para colmo, no coge la toalla de
inmediato, sino que se demora con su pelo todavía unos instantes, los cuales
aprovecho yo, sobrecogido, para lanzar miradas fugaces al triángulo oscuro
de su sexo, desde el que escurren las últimas gotas que resbalan por su piel,
como meandros, y que confluyen en aquella mata negra. «Trae», me dice
finalmente agarrando la toalla, y yo, que me quedo con el brazo alzado, sin
sujetar otra cosa que el aire, me veo obligado a marcharme, consternado, por
propia iniciativa, puesto que Sandra, impasible, abusadora y brutal, había
empezado a secarse «sin prestarme ninguna atención». Yo me habría quedado
allí eternamente, observando tamaña obra de arte.
Tras este suceso, que quedaría para siempre en mi recuerdo, cuando
Federico me retuvo una vez más en las escaleras del instituto para
mencionarme su fascinación por las tetas de mi prima, yo le contesté: «se las
he visto», y me di media vuelta, sonriendo, mientras le dejaba a él con la
mandíbula abierta de par en par.
Sandra también solía arroparme cuando me quedaba a pasar la noche
en su casa, estuviesen sus padres o no. Si bien yo la veía marchar vestida a por
la ropa de cama que habría de traerme minutos después, siempre regresaba en
ropa interior y descalza. Y no sólo colocaba las sábanas y la almohada sobre el
sofá en el que yo iba a dor mir, sino que esperaba a que yo me desvistiera y me
quedara en calzoncillos para finalmente cubrirme con la manta. Me daba las
buenas noches y se marchaba, como siempre, ofreciéndome el turbador y
vibrante baile de sus nalgas.
Con toda esta información en mi memoria, Sandra se había convertido
para mí en una especie de icono voluptuoso. Hasta ahora, a mis dieciséis años,
no me había atrevido a pedirle nunca nada en materia de sexo: tan sólo podía
permanecer paciente a su alrededor para, al igual que esas gaviotas que
revolotean sobre los barcos pesqueros para prender alguna captura desechada,
hacerme con alguna valiosa visión o algún preciado bocado que ella quisiera
dejar caer del maná inagotable que era su cuerpo y su sensualidad.
Sin embargo, mis inquietudes sobre el sexo en este momento de mi
vida, abrumado por los misteriosos comentarios de mis amigos de clase, eran
más vivas que nunca, y por alguna razón que desconozco tenía el
presentimiento de que ella podría «ayudarme» a desentrañar este intrincado
camino. Pensaba en ella como en una comprensiva madrastra que acogería con
amabilidad mis solicitudes y me ofrecería su ayuda con naturalidad. «Sandra,
¿tú podrías... ?, ¿tú me harías el favor de... ?», imaginaba yo que le decía. No
encontraba las palabras, ni siquiera en mis pensamientos. Lo intentaba de
nuevo: «Sandra, no sé si tú podrías... o sea, si te parecería bien que... si tú
podrías enseñarme cómo se... hace». Fantaseaba constantemente con esta
posibilidad, me masturbaba imaginando el momento en que acudiría a ella, le
plantearía mis necesidades y preocupaciones y ella se avendría tiernamente a
darme las respuestas que yo necesitara.
Se me presentó la ocasión de poner a prueba mi fantasía ―porque eso
es lo que era, una mera fantasía― un día que regresamos bastante tarde de la
casa de nuestros abuelos maternos. Decidí quedarme a dormir en su casa. Sus
padres se fueron enseguida a dormir y ella, como hacía siempre, se fue a
traerme la ropa de cama. Yo era un manojo de nervios, puesto que estaba
decidido a plantearle mi «solicitud».
Aunque no transcurrieron más que unos minutos entre que se fue
vestida y regresó con las sábanas y la almohada, tuvo suficiente tiempo para
desvestirse y regresar exclusivamente con la ropa interior y descalza. Mis
pulsaciones aumentaban por momentos. La relativa penumbra del salón estaba
de mi parte, pues no quería que lo notara. Extendió las sábanas y esperó a que
yo me desvistiera. Me eché sobre el sofá y me cubrió finalmente con la manta.
Para mi sorpresa, se sentó en el borde del sofá, junto a mi cuerpo, me dijo
alguna tontería y me hizo alguna carantoña. Me sentí indefenso, una vez más,
al lado de que aquel cuerpo g rávido, voluptuoso y sensual.
Mientras intercambiamos las últimas naderías, antes de darnos las
buenas noches, en voz baja para no despertar a sus padres, le puse, en un
impulso desesperado, mi brazo sobre los muslos y comencé a juguetear,
nervioso, con el ribete de sus bragas de encaje, a la altura de su cintura. Yo
temblaba de excitación. Ella no borró en ningún momento la sonrisa de sus
labios, mientras que mi cara debía mostrarle a las claras mi profunda
turbación. En materia de sexo, la sentía constantemente a kilómetros de mí, y
volvía a darme una prueba en esta ocasión.
Notando el calor de su cuerpo en mi brazo, y sin dejar de enredar los
dedos con la cinta de sus bragas, sentí que estaba naciendo entre los dos una
complicidad nueva. Tomé valor, y me dispuse a hablar: «Oye, Sandra, quería...
te quería... preguntar una cosa». No me atrevía a mir arla a la cara, mis mejillas
debían estar del color púrpura, y los dedos que jugaban con su ropa interior
comenzaban a temblarme. Las sábanas debían transmitir mis palpitaciones
como la membrana de un altavoz. Así y todo, traté de continuar: «Verás, no sé
si... no sé si tú podrías... si te parecería bien que... ». No pude seguir. Y supe que
no podría terminar. Era absurdo. Visiblemente contrariado, retiré mi brazo de
su muslo y traté de recomponer la expresión de mi cara, que en estos
momentos debía reflejar mi abatimiento. «Bueno, nada, era una tontería»,
acabé por decir, tratando de poner una sonrisa.
Para mi sorpresa, vi que su expresión había cambiado. Sin llegar a
estar seria, había abandonado la sonrisa para sustituirla por una expresión de,
digamos, condescendencia o de haber intuido por dónde iba yo. A todo esto,
me miraba fijamente a los ojos. Entonces veo que lleva su mano a mi pelo y lo
agarra en un puño, tironeándolo varias veces. Me sonríe, se apoya con la otra
mano sobre mi pecho y se inclina sobre mí para darme, sin soltarme, un beso
en los labios. A continuación se incorpora, me da un pequeño cachete con la
palma de la mano y me dice en un susurro, sin dejar de sonreír: «buenas
noches», y se marcha ofreciéndome una vez más aquella visión con la que
tanto había fantaseado, sin gir arse a mirar lo que dejaba detrás.
Yo no podía dormir. Me sentía avergonzado. ¿Qué pensaría de mí?
Trataba de enterrar mi cara en la almohada, vuelto hacia la pared, huyendo de
todo cuando acababa de pasar. ¡Qué imbécil! En la soledad y el silencio de la
noche, repasaba una y otra vez las imágenes de las que quería desprenderme.
Absorto como estaba, no la sentí llegar. Porque en algún momento
hubo de venir, puesto que estaba, una vez más, en el borde del sofá, junto a mi
cuerpo. Presintiendo su presencia, o quizás su calor, giro mi rostro
mortificado y lo primero que me encuentro es su cara, planeando sobre mí, y
un dedo índice sobre sus labios apremiándome con firmeza para que guardase
silencio. En cuanto ella observa que la he comprendido, retira la mano de su
boca, me agarra del pelo, como hizo minutos antes, y vuelve a tironeármelo.
Una sonrisa le surca la cara. Su mano se posa sobre mi pecho, cubierto por la
sábana, me lo acaricia y recibe, a través de la palma sensible, las nítidas
señales que mi corazón le envía en el código cifrado de la excitación. Se
inclina sobre mí y me besa de nuevo en los labios, mientras siento el roce del
encaje de su sujetador. Una suave culebrilla, húmeda y vibrante, se abre paso a
través de mis labios y se adentra en la caverna, buscando una pareja. Yo me
encuentro sobrecogido, abrumado y extático, todo a la vez: ¿he vuelto a caer
en manos de la imponente madrastra?, ¿me he vuelto a enredar en la tela de la
araña, que se cierne sobre mí y está dispuesta a devorarme? No puedo pensar
en nada mejor, y comienzo a sentirme dichoso de convertirme en su alimento.
Yo le ofrezco mi lengua tímidamente y nos besamos, accediendo a un
nuevo conocimiento, el uno del o tro, a través de esos húmedos músculos. Saco
mi brazo de debajo de la sábana, lo hago reposar sobre sus muslos y le rodeo
la cintura, colocando mi mano sobre una de sus nalgas. Este gesto provoca en
mi mente una confluencia maravillosa de sensaciones, superponiéndose la
imagen visual que tenía hasta ahora con la táctil, provocándome, si esto es
posible, una especie de orgasmo intelectual. Sin soltarme del pelo, desliza su
otra mano muy despacio, sobre la sábana, hacia mi entrepierna, hasta que
tropieza con el bulto informe que ha provocado mi pene entumecido. Yo suelto
un respigo, me agito bajo las sábanas. Me lo masajea tiernamente, en tanto mi
corazón y mis venas le regalan la tronante sinfonía que es ahora mi cuerpo
excitado. Abandona por un momento la hinchazón de mi sexo y busca en mi
costado mi otra mano, que coloca despacio, pero con determinación, sobre tu
pecho. Sin soltármela aún, me indica lo que quiere con sutiles movimientos, y
yo la obedezco. Le masajeo su enorme seno aprisionado, mientras ella regresa
a mi entrepierna. El puño que entonces se cerr aba sobre mi pelo se ha abierto y
me acaricia ahora con los dedos extendidos, como un peine. Aun estando en
penumbras, comienzo a distinguir, o quiero creer que es así, un cierto rubor en
sus mejillas, y el comienzo de una respiración agitada. Quiero pensar que la
araña puede disfrutar, aunque sea desde su atalaya dominante, de su pequeño
banquete.
De repente, su mano abandona mi pelo y viaja hasta su sujetador, que
prende con violencia y retira halando hacia abajo. Los dos senos brotan
liberados, mostrando sobre la piel algunas marcas del encaje, y los dos
pezones cárdenos, erizados, me amenazan la cara. Toma de nuevo mi mano y
la coloca sobre ellos, acompañándomela unos breves instantes para luego
soltarla y entregarse al voluptuoso masaje, cerrando los ojos y alzando
levemente su barbilla hacia el cielo oscuro de la estancia. Yo la complazco
impresionado, abarcando como puedo aquellas suaves y tibias masas de carne
y buscando a propósito el delicado tropiezo de sus tiesos pezones sobre las
palmas de mis manos.
Alocada por su apetito, la araña hambrienta no está capacitada, en estos
momentos, de comprender la potencia que supone para mí su desmesurada
sexualidad, y, sin compasión alguna, se inclina sobre mí e introduce en mi
boca una de sus guindas rosadas. Cierro los ojos y hago lo que puedo: chupo,
aspiro, lamo, succiono. Ella me quita el pezón embadurnado y lo sustituye por
el otro, que recibo abrumado, colapsado. Mientras me alimento del alimento
mismo que soy yo para ella y que ahora me devuelve a través de sus pezones,
mete la mano bajo la sábana y corre en busca de mi miembro lacrimoso. Lo
acaricia un momento sobre los calzoncillos pero enseguida su mano crispada
lo abandona y corre en busca del contacto directo bajo la prenda. Lo agarra
con el puño y lo masajea; lo suelta y acapara los testículos; los desprecia y se
aferra de nuevo al miembro. Estoy siendo lentamente devorado, y siento que
cada vez queda menos de mí que pueda saciarla.
Revolviéndose con agitación, me suelta, se incorpora, su pecho
brillante abandona mi boca dejando tras de sí una estela de saliva colgando y el
chasquido que sigue a la liberación de la succión; se da la vuelta, retira con un
movimiento firme la sábana, descubriéndome, y se sube sobre mí, a
horcajadas, colocando su braga a la altura de mi boca, y mi pene, a la altura de
la suya. El intenso aroma de su excitación invade por completo mis sentidos.
Noto cómo mi cuerpo se estremece y cómo brotan de mi miembro gruesas
lágrimas.
En la oscuridad, percibo una mano ágil aparecer por un lateral de su
cuerpo y agarrar como un garfio la braga que se amontona entre sus nalgas.
La retira hacia un lado y aparece ante mi mirada atónita un juego de labios
rosados, húmedos y carnosos circundados por una corona de vello oscuro.
Una nueva oleada del perfume de su sexo impacta mi olfato. Los dedos del
garfio se estiran un poco más hacia atrás y me invitan, palpando levemente mi
mejilla, a tomarme el manjar que se me ofrece. Avanzo hacia delante con mi
boca y con mi lengua, y comienzo a abrevar de aquella fuente olorosa. La
carne blanda de su sexo me conmociona, el sabor salado de su flujo invade mi
paladar. Succiono, lamo, introduzco mi lengua puntiaguda. Al otro lado, una
mano firme descapulla mi miembro. El glande indefenso recibe la caricia de
su lengua húmeda, que hace vibrar como una serpiente. Enseguida, una oleada
de calor cubre mi sexo: lo ha introducido en su cálida caverna y empieza a
succionarme. Estoy siendo víctima del diabólico beso de la araña, que, a
horcajadas sobre mí, inocula su exquisito veneno dentro mi cuerpo, de ahor a y
para siempre, por arriba y por abajo.
Cuando hubo acabado de devorarme, de libar todo mi jugo alimenticio,
y de intoxicarme con su maléfica poción, se sienta de nuevo a mi lado, agitada,
recompone su ropa interior y descansa, con los brazos a los costados de mi
cuerpo, mirándome fijamente a los ojos. Luego, lleva de nuevo su mano a mi
pelo y lo acaricia, sin dejar de sonreírme, y coloca tiernamente mi flequillo.
Por último, me da un leve cachete en la mejilla y me tapa los ojos con la palma
de la mano, durante un segundo, en un gesto juguetón. Se levanta y se aleja de
mí, con paso sigiloso, volviéndose, esta vez sí, para mirar por el rabillo del
ojo el destrozo, imborrable desde ahora en mi espíritu, que había ocasionado.
Yo seguía sin poder dormir, pero es que no quería ya despertarme de
este intenso sueño que creaban mis imágenes para caer dormido en otro sueño
insulso y cotidiano.
6
Un juguete muy travieso
Aprovechando que sus hijos pasaban varias semanas del mes de agosto
en un campamento de verano en El Robledal, organizado por la agrupación
Cruz Roja Juventud, y que su marido iba a estar en viaje de negocios durante
unos días en Córdoba, Merche decidió prolongar la charla que habíamos
tenido durante la tarde en el Parque García Lorca y quedarse a pasar la noche
en mi casa. Nos despedíamos a la salida del parque:
 ―¿Te parece
par ece bien
bi en a las
la s siete?
si ete? ―me pr egunta.
eg unta.
 ―Claro
 ―Clar o , cuando quier as. A mi mujer muje r y a mis nueve hijo
hij o s les parecer
par eceráá
bien cualquier
cualquier hor a ―le contesto
contesto yo riéndome
r iéndome y haciéndole
haciéndole ver lo innecesario
innecesario
de su precisión. Yo vivía solo.
 ―Qué simpático
sim pático eres.
er es. No hace falta que te burlesbur les ―me dice tratando
tra tando
de parecer enojada. Yo sabía que estaba excitada, como una jovencita que se
prepara para un baile de fin de curso. No quise preguntárselo, pero estaba
bastante convencido de que no había hecho esto antes―. Venga, sobre las siete
estoy en tu casa. Al final, ¿en qué hemos quedado? ¿Llevo  Los puentes de
 Madison
 Madis on??
Habíamos elegido esta película para pasar la tarde-noche. Ambos ya la
habíamos visto. A ella le encantaban esas películas en las que la mujer tenía un
papel predominante, donde hacía valer sus derechos y donde, de algún modo,
lograba desprenderse de ciertas ataduras y abandonar ese rol de sumisión que
se le suele asignar
asignar al lado del esposo.
Esta era la faceta «feminista» de su personalidad, pero tenía otra casi
contrapuesta: su carácter servicial y entregado al hombre, o, como ella decía,
al objeto de su amor.
amor. De hecho, una de sus películas preferidas era Memoriasera  Memorias
de África,
África, donde la protagonista era una mujer «guerrera». Sin embargo,
adoraba esa escena en la que la heroína, Karen Blixen, se encuentra a su
amante, Denys
Denys Finch-Hatt
Finch-Hatton,
on, en la terr
ter r aza de su casa, dor mido en una butaca
butaca de
mimbre y sujetando un vaso de whisky en su mano. Karen se acerca, retira el
vaso, coloca otra butaca a su lado y se queda junto a él, embelesada, viéndole
dormir.
dor mir. El
El nirvana
nir vana..
 ―Vale.
 ―Vale. No hace falta fal ta que traig
tra igas
as el pijama,
pija ma, que hace
ha ce mucho calor
calo r ―le
digo,
digo , picándola.
picándola.
 ―Muy g r acioso
acio so ―me dice r iendo,
iendo , conco n la miel
mie l en los
lo s labios
labi os―.
―. Nos
vemos después.
Eran ya las ocho y pico y yo me encontraba en el salón, sentado en el
sillón individual del tresillo, esperando a que regresara de «prepararse». Yo
me había puesto un pantalón largo de pijama de cuadros y una camisa blanca.
Mientras hacía tiempo mirando algo en la tele, me excitaba imaginándome su
nerviosismo en ese momento, decidiendo qué ponerse para pasar estas horas
conmigo viendo
viendo a Clint EastEastwood
wood enro llándose con Meryl Streep.
Aunque estuviera vestida, pasar una noche en una casa que no era la
suya, con un chico que no era su marido, su tío o su hermano, la debía hacer
sentir poco menos que desnuda. Yo había sido capaz de ver su turbación en
otras ocasiones que había venido a tomar un simple café o a ver algún arreglo
que había añadido yo en la decoración. Se sentía relativamente incómoda,
como en un lugar en el que «no debía estar». estar».
Se había demorado mucho tiempo acicalándose en el baño y, ahora,
cambiándose en el cuarto que yo le había dejado para pasar la noche. Era mi
habitación. Yo dormiría en la del fondo, donde se acumulaba algún trasto que
otro.
otro . De
De repen
r epente
te,, aparece por el umbral de la puerta.
 ―Hombr
 ―Hom bre, e, por
po r fin, ¡lo has conseg
co nseguido
uido!! ―le digo
dig o burlándo
bur lándome,
me,
arrastrando las palabras―. Las palomitas han cogido moho. ¿Hacemos
nuevas?
 ―No me m e des mucha
m ucha caña, ¿vale, listito?
li stito? ―me dice
di ce con
co n retintín.
r etintín.
Chincharnos era algo habitual entre los dos. Nos conocíamos desde
hacía muchos años, y a menudo yo solía incidirle en esos detalles de su
educación que sacaban a flote su pudor y su vergüenza, como cuando le decía
que «no creo que sea correcto que lleves tanto escote», que qué iba a pensar su
madre.
En otra ocasión, tomando un café en una terraza, en medio de la
conversación, me suelta: «córtate un poco, mi niño». Por lo visto, llevaba un
rato mirándole demasiado fijamente a los labios, los cuales se había pintado
ese día de un color pardo con mucho brillo. Yo, en realidad, no le veía mayor
problema, así que le pregunté por curiosidad:
 ―Oye, ¿es que tú no mir as nunca a los labios?
 ―Pues clar o que miro, pero las mujeres logr amos que los tíos no se
den cuenta ―me respondió de un tirón.
 ―Toma, esa sí que es buena. Pues sí que deben hacerlo bien, po rque yo
no te he pillado ni una vez. Pero, a todo esto, ¿qué hay de malo en mirar a los
labios?
 ―Pues... ―y antes de hablar se da cuenta de que va a pr onunciar una de
esas frases que despiertan su propio asombro―: Que no está bien ―y se echa
la mano a la boca, negando con la cabeza y mordiéndose los labios―. Me
enseñaron que no era correcto mirar a los labios ―termina de decir, riéndose.
¿Cómo no iba yo a excitarme con estas perlas eróticas?
Entra tímidamente en el salón, con la cabeza gacha, visiblemente
incómoda y con una ligera mancha rosada en sus mofletes. Va descalza. Se ha
puesto un pijama de seda completo, color beis: camisa de manga corta,
abrochada con botones hasta bastante arriba, y pantalón largo.
Avanza por el salón, cruza por delante de mí, con paso rápido, se
dirige aturullada hacia el sofá del tresillo, trastabillándose un poco cuando
sortea la mesa de centro, y se sienta recogiendo las piernas y ocultándolas bajo
un cojín. Lleva las uñas pintadas de color vino tinto, cosa que no suele hacer.
Se ha recogido el pelo con unas pinzas que imitan al nácar. Se recuesta contra
el apoyabrazos del sofá, con movimientos bruscos, y acomoda otro cojín
detrás de su espalda
 ―Vaya modelito, ¿eh? ―le digo, prolongando todavía un poco más
mis chanzas.
 ―Si no dices nada, revientas, vamos ―me responde «indignada».
 ―Vale, tranquila, Naomi Campbell ―le digo, reprimiendo mis
carcajadas―, ya te dejo en paz. Bueno, ¿qué?, ¿la ponemos?
 ―Venga, y así te callas un poquito ―me dice, remar cando cada
palabra, picada, siguiéndome el juego.
Y así, sin más preámbulos, nos ponemos a ver la película. De vez en
cuando hacemos algún comentario, pero la mayor parte del tiempo estamos en
silencio, sobre todo en las escenas eróticas. En esos casos, se palpaba la
tensión sexual en el ambiente, pues a cada uno le producía excitación saber que
el otro estaba presenciando lo mismo.
Yo instigaba un poco más, si cabía, esa tensión, haciéndole
observaciones incómodas, como cuando el protagonista, el fotógrafo, se
aseaba en el jardín y la anfitriona le espiaba desde la ventana de su cuarto,
escondida tras el visillo:
 ―Merche, ¿qué haces espiando tras las cortinas? Eso no se hace.
 ―Tú te callas ―respondía―. Es mi casa, y en mi casa hago lo que
quiero.
 ―Desde luego... ―seguía yo―. Mira que andar excitándose detrás de
las ventanas...
 ―¿Te quieres callar? ―saltaba ella, «molesta», chasqueando la lengua,
descojonada al mismo tiempo.
Desde mi posición en el salón, algo más retrasada que la suya ante el
televisor, podía observarla sin que me viera. Merche no era en absoluto mi
tipo, nunca lo fue. Sin embargo, me excitaba su mentalidad mojigata,
alimentaba mi morbo. Pude ver cómo se iba relajando poco a poco, cómo se
recostaba sobre el sofá en una posición cada vez más cómoda, extendida,
cómo sacaba los pies de debajo del cojín y jugueteaba con él, pellizcándolo
con los dedos.
Al acabar la película, nos quedamos charlando un rato, antes de irnos a
acostar. Ella había cogido el cojín y lo apretaba contra sí misma, abrazándolo.
Eran ya cerca de las doce.
 ―Bueno, ¿nos vamos? ―pregunto.
 ―Sí, ya va siendo hor a. A ver qué tal se me da dormir en una casa que
no es la mía ―me dice, riendo.
 ―¿Tú?, ¿con lo lirón que eres? Preocupadísimo me tienes.
Nos vamos cada uno a su habitación, se oyen sonidos de cuerpos
desvistiéndose, de sábanas que se descorren. Poco a poco se van
amortiguando, se apagan las luces y se hace el silencio. Pero a mí todavía me
quedan ganas de incordiar. Le grito desde mi cama:
 ―¿Te has quedado en ropa interior?
Se oye un nuevo chasquido de fastidio, con la lengua. Me llega otro
grito:
 ―No, bobo, me puse un anorak encima del pijama. ¿Quieres dejar me
en paz de una vez?
 ―Era sólo por saber, mi niña, por conocer tus hábitos ―le digo
descojonándome pero tratando de parecer serio. Después de unos instantes,
vuelvo a la carga―: O sea, que ¿estás ahí acostada en ropa interior sobre la
cama que uso todos los días?
Durante medio minuto no se oye ni una mosca, hasta que de repente,
pillándome totalmente de sorpresa, la oigo hablarme desde el umbral de mi
puerta, en voz muy baja, su cuerpo cubierto con una manta y el mío a medio
cubrir por la sábana:
 ―Mira, graciosito, ¿te queda mucha cuerda todavía? Por que yo quier o
dormir, ¿eh? ―me dice aparentando un fastidio que no existe. Está
visiblemente cachonda. Si fuera por ella, seguiría con este juego toda la noche.
 ―¡Vale, tía repelente!, sólo tenía curiosidad. Que duerma usted bien
 ―le digo tratando como puedo de sonar «indignado» . Y luego, hablando por
lo bajo, pero suficientemente alto como para que me oiga―: Desde luego, qué
mala leche tienen algunas.
 ―Eso, tú sigue, ¿eh? A ver si voy a tener que dormir ahí para taparte la
boca ―me llega su voz desde el pasillo, conforme se aleja caminando.
Yo estoy teniendo una erección en ese momento. «¿Se le ocurrirá venir
otra vez a reprenderme?», pienso yo para mí. Me pone cachondo la idea de
verla de nuevo hablarme desde el umbral de la puerta estando empalmado bajo
la sábana. Decido callarme la boca. Finalmente, dormimos.
Son las siete menos cuarto de la mañana. En la casa reina el silencio.
Me levanto para hacer pis. Sólo llevo puestos unos slips azules muy elásticos,
de modo que dudo si ponerme el pantalón del pijama. Como la luz del día es
aún muy débil, el pasillo está sólo levemente iluminado, pero tampoco me será
necesario encender las luces. Decido ir al baño tal como estoy.
Camino sin hacer ruido por el pasillo. Paso por delante de su
habitación. Su puerta está entornada, quedando sólo una pequeña ranura. Entro
en el baño, cierro la puerta sin hacer ruido y hago pis, procurando no hacer
chocar el chorro de orina con el agua de la taza. Dejo la cisterna sin bajar. Me
vuelvo a mi habitación de puntillas. Cuando paso por delante de su puerta, creo
percibir un ruido como de rozamiento, quizás de una tela sobre otra. Escucho
con más atención. «Quizás es que se ha dado la vuelta», pienso. Es un sonido
leve, pero continuado. Retrocedo y pongo el oído junto a la abertura de la
puerta. Sigo percibiendo un siseo repetido. «No está dormida», me digo. Toco
en la puerta muy suavemente, con las uñas de los dedos, de tal modo que si
duerme, no se despierte:
 ―¿Merche? ―dig o muy suave.
De repente, se oye un enérgico revuelo de sábanas y el crujir del
somier. Silencio de nuevo.
 ―¿Merche?, ¿estás despierta? ―digo, desde el umbral, sin asomarme.
 ―Sí, sí... ―se oye una voz dubitativa, insegura, después de una pausa
que considero excesiva.
 ―¿Se... puede? ―digo extrañado.
 ―Sí... Pasa si quieres ―me dice.
Abro muy despacio la puerta, asomando sólo la cabeza. La habitación,
que tiene la ventana cubierta sólo con un visillo, está parcialmente iluminada
con la vaga luz del día. La veo a ella recostada sobre la almohada, casi diría
que sentada, apoyada contra el cabecero de la cama, y con las sábanas sujetas
con los brazos sobre tu torso, por encima de los pechos, como se ve a menudo
en las películas. Una pierna flexionada le asoma ligeramente bajo la sábana, la
cual aprieta contra la otra. Se me antoja una postura extraña a esta hora de la
mañana. Sin entrar aún, le digo:
 ―Buenos días. ¿Qué haces despier ta?, ¿te desvelaste? No son ni las
siete.
 ―No... Bueno, sí.
Arrugo el entrecejo e intento comprender echando un amplio vistazo a
la cama.
 ―Qué raro en ti, con lo bien que duermes siempre, ¿no? ―le digo
sonriendo.
 ―Ya... Debe ser que no es mi casa ―me dice.
De repente observo el brazo que aprieta la sábana contra sí y no
encuentro ni la tira del sujetador que debería pasarle por el hombro, ni la que
debería cruzar hacia atrás, hacia la espalda. Sigo paseando la mirada por su
cuerpo y reparo en la pierna flexionada que sobresale bajo la sábana. Me doy
cuenta de que la carne del muslo, justo allí donde nace y comienza la nalga,
está igualmente desnuda. «Quizás duerme sin ropa interior», pienso. En ese
momento hago el amago de entrar pero me doy cuenta de que sólo llevo
puestos los slips. Tras un momento de duda, impulsado de nuevo por el
morbo, decido entrar.
 ―¿Estás bien? ―le digo, avanzando por la habitación y comenzando a
estar excitado por exponerme así delante de ella.
 ―Sí, sí, todo bien, tranquilo ―me responde, esquivando mi cuerpo
con la mirada y mirándome a los ojos.
La siento especialmente nerviosa, no sabría decir si excitada, pues en
esta semipenumbra en que nos encontramos, creo notar unas manchas granate
sobre sus mejillas.
 ―Pero, ¿qué hacías? ―le pregunto.
 ―Nada, ¿por qué lo dices?
 ―No sé, como estás así sentada... ¿Llevas mucho rato despierta? ―le
digo. Se me hace raro pensar que se ha desvelado y se ha propuesto pasar el
tiempo en esa postura.
 ―Sólo un rato ―me responde―. Es que me sorprendiste al tocar en la
puerta. ¿Tú has dor mido bien?
 ―Sí, perfecto. Sólo había ido al baño un momento ―le digo. Luego,
haciéndole notar que me he fijado en que no lleva ropa interior, le suelto
riéndome―: Veo que al final te quitaste el anorak.
 ―Sí... ―me dice, y se pone como un tomate maduro. He llegado a una
conclusión: está excitada y nerviosa.
 ―Tú tramas algo ―le digo.
 ―¡Que yo no tramo nada! ―responde, enérgica, y noto que se contrae
bajo las sábanas, que aprieta más las piernas, juntando las r odillas.
 ―¿Qué escondes? ―le digo con una sonrisa traviesa.
 ―¡Pero qué dices, niño! Que no escondo nada ―me dice, tratando de
incorporarse un poco más, sujetando la sábana sobre sus pechos con un brazo
y ayudándose con el otro sobre el colchón.
Me acerco más a ella, invadiéndole la perspectiva. Gira la vista para no
mirar el evidente bulto que ocultan mis calzoncillos. Me gusta observar los
esfuerzos que hace por esquivarme. Tiendo un brazo hacia la sábana que
cuelga sobre su pierna flexionada, la cojo con dos dedos, como con una pinza,
y la levanto un poco.
 ―¿Qué haces? Estate quieto ―me suelta «enrabietada», tratando de
deshacer lo que yo estoy tratando de hacer, tirando de la tela hacia abajo.
 ―Mi niña, ¿temes resfriar te en agosto? ―le digo yo, siguiendo con
mis pesquisas.
Sigo tirando un poco más de la sábana, descubriendo la carne blanca de
su muslo. De repente, mi cuerpo se eriza por completo, abro mis ojos de par
en par, me quedo en shock durante unos segundos. Observo que por el hueco
que forman los dos muslos al juntarse, en la entrepierna, asoma la punta de un
objeto de color beis. ¿Es lo que creo que es? No doy crédito. Tratando de
recuperarme de la impresión, y adoptando la voz más pícara de que soy capaz,
le digo:
 ―Merche, ¿qué estabas haciendo?
 ―Nada ―me dice por toda respuesta y ocultando su cara con los
dedos, que hacen las veces de persiana. Sus mofletes están a punto de la
ignición.
 ―¿Nada? ―digo. A estas alturas ya no puedo controlar mi excitación,
y mi pene empieza a crecer bajo mis calzoncillos. Me acerco un poco más al
borde de la cama y pongo mi mano sobre su rodilla. Trato de abrirla, de
despegarla de la otra. Ella opone resistencia, pero no «demasiada». Poco a
poco va cediendo.
 ―¿Qué escondes ahí? ―le digo.
 ―Nada ―responde mar tirizada, sin saber dónde meterse.
Sigo tirando de su rodilla. Cuando he logrado abrir un hueco entre las
dos, vuelvo a tomar la sábana con los dedos. Tiro despacio, haciéndola
deslizar por su carne. Ella sigue sujetándola sobre sus pechos. Retiro la sábana
de sus rodillas y la dejo caer al lado de su cuerpo. Sus piernas flexionadas
quedan al descubierto, así como parte de su vientre y su entrepierna, de donde
asoma la punta del dildo que le enseñé la última vez que estuvo en mi casa,
circundado por una areola de vello parduzco. Me estremezco con esta visión.
Luego la miro a la cara fijamente, que ella trata de cubrir nuevamente
colocando su mano sobre la frente, como una visera. La noto respirar con
agitación. Sus mejillas van a prenderse fuego.
Mi paquete, ya sin remedio posible, ha crecido a su gusto y me cruza
los calzoncillos como un retazo de culebra. Llevo mi mano a su entrepierna,
hago una pinza con los dedos pulgar e índice y agarro la punta del dildo, del
que comienzo a tirar muy despacio. El cuerpo br illante del juguete, húmedo de
ella, va apareciendo despacio como los primeros vagones de un tren que
asoman por un túnel oscuro: diez centímetros, quince, veinte... Finalmente, lo
retiro de su vagina y lo sujeto en el aire en medio de los dos, evidenciando
ante nuestras miradas «la prueba del delito»: un consolador de color crema
con la punta imitando a un glande. Ella, para mi asombro, no cierra sus
piernas: quiere mostrarme su intimidad, el escenario de sus juegos. Debe estar
tan cachonda como yo.
 ―¿Y esto qué es? ―le digo sujetando el consolador delante de ella,
brillante de su flujo, metido ya de lleno en mi papel de inquisidor. Mi miembro
lagrimea de excitación.
 ―Nada... ―responde.
 ―¿Nada? ―pregunto de nuevo―. ¿Y qué hacía «ahí»?
 ―No lo sé ―me dice, visiblemente excitada. He visto gr anadas más
pálidas que su cara.
 ―¿No lo sabes? ―le digo, tratando de adoptar el tono que se usa con
un niño que hace una travesura. Ambos nos subimos por las paredes. La cara
me arde. Mis calzoncillos empiezan a mostrar una mancha oscura allí donde
desemboca el glande.
 ―No, no lo sé ―me dice. Y luego, como el delincuente que niega tener
ninguna responsabilidad sobre el dinero que sujeta en la mano, agrega―: Si
no te dejaras esas cosas por ahí...
«Por ahí» significa mi segundo cajón de la mesa de noche, puesto que
es ahí donde lo guardaba. Me excita no sólo lo que ha estado haciendo durante
la noche con el juguete, estando yo a unos metros, y que se haya desnudado del
todo para estar más cómoda mientras jugaba, sino también saber que ha estado
hurgando en mis cajones hasta dar con lo que «iba buscando». Me pone a mil.
Yo sigo de pie, junto a su cama, con una tremenda erección que
deforma y moja mis calzoncillos, y con el dildo que, caliente aún, momentos
antes estaba dentro de su vagina. Me llega levemente el olor que lo impregna.
Tengo unas ganas irresistibles de masturbarme y aliviarme. Desearía sacarme
ahora mismo la polla delante de ella, hacerla brotar y observar todos y cada
uno de los gestos de su cara. Estoy que exploto. Tengo que terminar con esto,
pero no sé cómo. Me acerco a ella, al cabecero de la cama, con el juguete
húmedo en la mano, haciéndolo gir ar fr ente a su cara, tratando de martirizarla,
y le digo, en el tono más «severo» que puedo adoptar:
 ―Pues bien, me parece muy bien, muy bonito ―y observo por última
vez el dildo, sujetándolo con los dedos, alzándolo más arr iba de la altura de mi
cara, como examinando una prueba criminal. Y lo hago así con una clara
intención: quiero tener mi mirada visiblemente «ocupada», lejos de la suya, de
modo que se sienta libre para poder observar, sin que se vea intimidada, mi
pene tieso, pujante y húmedo bajo mis calzoncillos. Y cuán grande no es mi
sorpresa cuando logro atisbar, con un fugaz golpe de ojos, que ella, fingiendo
atusarse el pelo, retirándolo de su cara y girando la cabeza, aprovecha para
deleitarse echando una mirada provechosa a mi pene lacrimoso. Esta vez sí la
he «pillado mirando», y una descarga de excitación me recorre el cuerpo.
Finalmente, agrego:
 ―Pues nada, lo dejar é donde lo encontré, ¿te parece bien?
 ―Haz lo que quieras ―me responde desdeñosa, sin retirar la celosía
que protege su mir ada―, yo no sé nada y no he hecho nada.
Y diciendo esto, vuelvo a poner mi mano en su rodilla, tiro de ella para
abrirme hueco y dejar su vulva expuesta, y llevo la punta del consolador a la
entrada. Hurgo con el glande la zona carnosa y húmeda y lo introduzco
despacio. Ella sigue mis movimientos a través de los huecos de sus dedos. Una
vez dentro, no puedo resistirme y lo vuelvo a sacar casi por completo, para
volver a introducirlo. Tras repetirlo varias veces, y ver cómo ella respira
agitada, lo dejo dentro tal como lo encontré. No puedo aguantarme más, así
que cierro sus piernas flexionadas y las cubro con la sábana. Me giro y camino
despacio hacia la puerta. Una vez en el umbral, me doy la vuelta, exponiendo
por última vez a su mirada la prueba de mi excitación, y le digo:
 ―Bueno, pues ahí te dejo haciendo «nada» ―le digo remarcando la
última palabra―. Cuando acabes, deja el juguetito sobre mi mesa de noche. Se
habrá debido caer y se te habrá metido «ahí» por accidente.
Me dirijo a la cocina, cojo dos servilletas y regreso a mi cuarto. Me
tiendo sobre la cama, me quito los slips, quedándome en pelotas, y empiezo a
hacerme un pedazo de paja recordando cada detalle de esta escena
perturbadora sobrevenida del cielo, por culpa, gracias a Dios, de mis ganas de
mear. Me masturbo y me alivio sin poner ningún cuidado en que ella no me
oiga. Es más: quiero que me oiga.
7
Un intruso muy deseado
Sé que es un poco infantil, pero tengo que admitir que estoy algo
nerviosa. Le he invitado a mi casa a pasar la noche. Se lo dije con la mayor
naturalidad que pude, pero, ¿a quién voy a engañar? Me conoce tan bien como
yo a él, y sabe que me da mucho morbo la situación. Y a él también. Pero no es
una cuestión realmente sexual, ni mucho menos, porque yo sé que no soy su
tipo, y los dos sabemos que nunca ocurriría nada; la razón es más que nada por
la tensión erótica que se genera entre los dos, por esta personalidad mojigata
que he heredado.
En el fondo él se parece a mí en ese sentido. Sí, vale, puede no haya
comparación, pero sé que en un rincón de su personalidad existe una fuerte
moralidad que le hace experimentar mucho pudor y al mismo tiempo mucha
excitación por las situaciones «indecorosas». Esto es lo que le excita de mí. Y
vaya si lo sabe explotar...
Pues nada, como venía diciendo, aprovechando que mi marido y mis
hijos iban a pasar unos días en Los Cristianos, al sur de Tenerife, en casa de
sus abuelos, le propuse pasar esta noche de hoy viernes en mi casa viendo
alguna película o charlando. ¿Por qué no? No es ningún pecado, ¿verdad?
Somos amigos desde hace muchos años, ¿qué hay de malo?
Yo no fui con ellos porque el domingo tengo la despedida de soltera de
una de mis primas. ¡Qué pereza me dan estas reuniones!, pero no podría faltar
esta vez. Me siento muy incómoda en esas situaciones, sobre todo cuando las
chicas ya están bastante achispadas y empiezan a bromear con los regalitos
obscenos y las típicas tonterías sexuales. ¡Es que lo odio! Para colmo, yo
apenas pruebo el alcohol, así que ya se pueden hacer una idea. Menos mal que
mi prima es de «mi escuela», y dudo mucho que hayan planeado nada
demasiado salido de tono para ella. Como mucho, si hay suerte, tendré que
hacer que me divierto cuando saquen algún dulce con for ma de pene de alguna
caja. Cruzaré los dedos.
Lo mío con Fer, este amigo que vendrá hoy a mi casa, viene de bastante
atrás. Nunca ha estado realmente comprometido con una chica, y desde hace ya
bastantes años me hace partícipe de sus correrías sexuales. Reconozco que me
da un morbo que me muero. Además, él no se ahorra detalles. No cabe duda de
que se excita contándomelo. Tonto que es el niño, ¿verdad?
El otro día me contó por email, con pelos y señales, otro de sus
ueguecitos con la chica con la que se ve últimamente. Idearon una nueva
escena morbosa: ella hacía de prostituta y él era su cliente. Usaban el dinero
del Monopoly, y él le iba tendiendo los billetes según fuera el «servicio» que
ella debía ofrecerle: 20€ una felación; 30€ por lamerle a ella el sexo; 60€ una
penetración vaginal... Él le pidió que se vistiera como una «puta de
alto standing»: vestido negro ceñido, con encajes y remates de tul en el busto
que transparentaban sus pechos, pelo recogido en la nuca, y zapatos abiertos de
tacón, de finas tiras, que le permitían ver sus pies desnudos ―él es algo
fetichista, me lo ha confesado―. Cuando le tendió 60€ le dijo: «no te desnudes.
Inclínate, apóyate sobre la cama». Y así, con las manos apoyadas sobre el
colchón, le subió la falda, le bajó las bragas hasta los muslos y la penetró
sujetándola por las caderas, hasta que se corrió derramando su semen sobre
las nalgas. ¡Sin comentarios! No les diré lo «nerviosa» que me pone
imaginármelo a él haciéndole todo eso a esa chica.
Otra manera con la que Fer instiga mi morbo es contándome chismes
acerca de sus incursiones en internet. Sé que ahora todo el mundo chatea y liga
a través de las redes sociales, los chats y todo eso, pero yo no me atrevo a
usarlo. Les juro que tengo miedo de mí misma. Mi matrimonio ha flaqueado
muchas veces, y estoy bastante segura de que asomarme a esa misteriosa
ventana que es la World Wide Web me podría llevar a cometer alguna
estupidez. De hecho, una amiga mía lo dejó todo, marido e hijos, y se marchó
a Bélgica con un chico que conoció en un chat. Así que prefiero no sucumbir a
la tentación.
Pues, como les decía, Ferni me cuenta todas las cochinadas que hace a
través de internet, y me pone mala. Estoy segura de que no me lo cuenta todo,
faltaría más, pero así y todo me subo por las paredes. Gracias a él ―¿o
debería decir por culpa suya?― he conocido una versión muy light de lo que
llaman cibersexo. El muy cabrito le ha cogido el gusto a enviarme mensajes
morbosos por el móvil, hasta que el otro día, ya bastante tarde en la noche,
cuando todos dormían en mi casa, me toqué hasta correrme con la
conversación que mantuvimos a través del whatsapp. Yo no me lo podía creer,
me quedé temblando; no recuerdo la última vez que me excité de esa manera. Y
después de eso, cuando nos vimos las caras en persona, me dio un corte
tremendo, aunque se me pasó enseguida. Ninguno osaba mencionarlo, es
curioso, ¿no? En fin, que perdí ese día mi cibervirginidad, y a partir de
entonces nos enviamos algunos mensajes subidos de tono.
Como les decía hace un rato, estoy un poco nerviosa. Me avergüenza
un poco reconocerlo, por que es una tontería. Me refiero a pasar esta noche con
él en mi casa. Aunque estoy empezando a comprender por qué. Creo que se
debe a lo que sucedió la última vez que estuve en la suya, cuando me invitó él a
mí a pasar allí la noche. Me lo volvió a recordar hace unas semanas mientras
tomábamos un cor tado en una cafetería:
 ―¿Puedes dejar de trastear con el juguetito? ―me preguntó
acentuando la palabra «juguetito», con esa vocecita reprobadora que suele
poner para martirizarme y que me saca de quicio.
Se refería a mi móvil, pues estábamos tomando un café en una terraza
del centro comercial El Mirador y yo estaba enviando un whatsapp a una
amiga. Pero en realidad el muy capullo lo decía con segundas. Hacía alrededor
de dos meses, me quedé en su casa a pasar la noche y me pilló «jugando» con
un consolador que había comprado para usarlo con sus ligues. Lo cogí de su
mesa de noche, todavía de madrugada, y me pilló in fraganti con eso metido
«ahí»... Madre mía, qué vergüenza pasé. Me pongo roja como un pimiento cada
vez que lo menciona, como estaba haciendo ahora. Lo saca a relucir cada vez
que puede, el muy cabrito. Sé que disfruta con eso. Le encanta verme
avergonzada y martirizada. Le pone como una moto, doy fe.
 ―No puedes evitar sacar lo, ¿eh, capullito? ―le dije sin poder mirarle
a la cara, notando el calor que me subía a las mejillas.
 ―¿Sacar el qué? No sé de qué me hablas ―me dijo haciéndose el
sueco, el muy cafre―. Es que es de muy mala educación ponerse a trastear con
el móvil mientras estás charlando con una persona, ¿no crees?
 ―Sí, clar o, soy tan maleducada... Anda, niño, corta el rollo, ¿sí? ―le
respondo ocultando mi rubor tecleando en la pantalla.
 ―Pues sí, muy maleducada y muy traviesa ―me dijo, recalcando la
palabrita «traviesa».
Me dan ganas de matarlo... Pero a la vez me pone muy mala, ¿te lo
puedes creer? En fin, la cuestión es que esta tarde nos veremos en mi casa,
sobre las ocho. Me ha dicho que él traerá esta vez una película, pero no me ha
dicho cuál. Se ha asegurado de que yo no la hubiese visto.
 ―¿Merche? ―le oigo decir por el interfono.
 ―Sube ―le digo, pegando la voz al micro―. ¿Qué peli has traído?
 ―Una de aventuras ―oigo que dice mientras camina, empujando la
puerta.
Después de cenar un poco de sushi, que ha comprado él de camino a mi
casa, nos acicalamos y nos ponemos algo más cómodo. Antes de que él
viniera, le he arreglado la habitación del fondo, algo así como un cuarto que
tenemos para invitados. Para llegar allí, ha de pasar por delante de mi
habitación, algo que ―debo ser tonta―, me pone nerviosa.
Estoy en la cocina preparando dos tazas de una infusión con sabor a
canela. Cuando llego al salón, él está ya apoltronado en el sofá, y juguetea con
el mando a distancia. No se ha cortado un pelo y se ha puesto unos bóxers de
color pistacho pálido, con listas naranjas, muy chulo, y una camiseta blanca
completamente lisa. Coloco su taza en el borde de la mesa, a su alcance, y
procuro no mirar sus calzoncillos cuando estoy tan cerca, aunque no puedo
evitar sentirme atraída. Cuando estoy segur a de que no me ve, logro lanzar una
rápida mirada: son tan elásticos que puedo notar su pene aprisionado hacia un
lado y la forma del glande. Me he puesto colorada. Cuando me doy la vuelta y
me alejo unos pasos, turbada, me dice:
 ―Gracias, Gr icelia, puedes retirarte ―me habla como si se dirigiera a
su sirvienta, mientras coge la taza caliente―. Por cierto, mujer, te he dicho que
uses tu uniforme mientras estás trabajando. No me gusta que te pasees así por
la casa.
Yo me había puesto una licra de algodón de color gris, una camisola
beis, holgada, y unos calcetines rosa de esos que no llegan a cubrir el tobillo.
 ―Mira, bonito, yo me paseo por mi casa como me viene en gana ―le
contesto yo, poniendo mi voz de «enojada»―. Mejor harías tú en... ―y de
repente me freno en seco. No quiero que piense que me he fijado en su
atuendo, pero me temo que ya es tarde.
 ―¿En qué? ―me dice haciéndose en extranjer o.
 ―Nada ―le digo, aturullada―. Bebe y calla, Gricelio.
Me tiro sobre el sofá central del tresillo. Él está en uno de los laterales.
Desde mi posición, puedo verle sin que él me sorprenda mirando...
 ―A saber qué habrás traído. ¿La metiste ya? ―y de nuevo me
encuentro en un laber into. ¿Le sacará punta?
 ―Sí, ya la «he metido» ―me dice enfatizando el comentario, con
retintín―. Está en un pen-drive. Espero que tu reproductor admita el for mato.
 ―¿En un pen-drive? ¿La tuviste que descargar? ―le pregunto.
 ―Yes ―me dice―. Venga, acomódate.
Le da al play. A mí todo este asunto me huele a chamusquina. Me tiendo
en el tresillo y me recuesto sobre los cojines y el apoyabrazos, como si
estuviera en mi cama. Poco después de ver los créditos de portada, le digo lo
más seria que puedo:
 ―Fer, mira una cosita, guapo: puede que yo no sea La Veneno, per o sé
quién es Rocco Siffredi.
 ―¿Rocco qué? ―me dice casi gritando, tomándome por loca.
 ―No me puedo creer que hayas traído una peli por no. Sé quién es
Rocco Siffredi, y lo he visto en los créditos. ¿En serio vamos a ver Tarzán?
 ―le pregunto tratando de parecer enojada, pero no me sale; me han entrado
taquicardias ante la sola idea de ver sexo explícito delante de él. Siento que me
invade un escalofrío desde la punta de los pies a la cabeza. ¿Cómo me libro de
esta?―. Ni se te ocurra, ¿me oyes? ―le digo casi gritando, pero mi voz
temblorosa no r esulta en absoluto creíble. No sé cómo parar esto.
 ―¡Pero qué dices, niña!, esta es una película de aventuras. Transcurre
en la selva. Mira qué paisajes ―me dice frunciendo el ceño, tratando de no
reírse, señalando la pantalla con la mano, haciendo un papelón que no se cree
ni él.
Me he puesto tensa de inmediato, las pulsaciones me van a mil. No me
atrevo a abrir la boca. Ni siquiera puedo hacer bromas de lo nerviosa que
estoy. Por cierto, por muy impasible que él intente mostrarse, sé que también
está nervioso. Le conozco. Madre mía, no sé dónde meterme. ¿En serio ha
puesto una película de Rocco Siffredi? ¡Qué hago yo ahora! ¿Hay aquí un
agujero?
No sé qué hacer. Llevo la mano instintivamente a mis ojos, como
tratando de reducir el efecto de lo pueda aparecer en las imágenes. Miro a la
pantalla a través de los dedos, pero debido a mi nerviosismo no logro ver gran
cosa ni oír gran cosa. Se suceden los diálogos idiotas, típicos de estas
películas. No me puedo creer que estemos viendo esto. En el salón no se
mueve ni el segundero del reloj. Llego a la conclusión de que el humor y la
excitación no son compatibles, y yo estoy tan alterada que no se me ocurre ni
una tontería que decir. Al cabo de unos minutos, él se arranca con un
comentario, tratando de parecer calmado, consiguiéndolo sólo a medias:
 ―Vaya, esta Jane es tonta, ya se ha per dido en la selva.
 ―Es tonta, sí... ―es todo lo que alcanzo a decir, casi temblando.
El silencio se corta con un cuchillo, ninguno es capaz de ser más
ingenioso con sus bromas. La tensión sexual es tremenda. Qué tortura, santo
Dios. El corazón se me va a salir del pecho.
Tarzán (Rocco) encuentra a Jane tendida en el suelo de la selva. Se ha
quedado dormida después de horas de deambular sin encontrar salida. La
despierta y ésta se asusta. Él lleva un pequeño taparrabos que difícilmente le
oculta sus partes íntimas, que se me antojan enormes. Ella también lleva la
ropa hecha jirones y va descalza. Tarzán está sorprendido de ver una «hembra
humana». Es la primera vez que se tropieza con una. La examina bajo los
andrajos. Hay partes comunes, como el ombligo. Hay otras parecidas: los
pechos, aunque los de ella son más abultados. Se los toca. Y hay partes
distintas. Le levanta lo que queda de su vestido y le ve la vulva. Se queda
extrañado. Él se levanta su taparrabos y sale disparado un enorme miembro
erecto. Él le indica la diferencia y ella le mira cohibida, casi martirizada.
Tarzán le toma del brazo por la muñeca y hace que le agarre el pene como el
mango de una porra: no cabe duda, sus anatomías son diferentes. Estupendo,
hombre-mono.
A mí me arde la cara. No se oye una mosca en el salón. De pronto,
protegida por la persiana de mis dedos, descubro con una mirada fugaz un
bulto prominente en la entrepierna de Fer, que él trata de ocultar flexionando la
pierna. Un escalofrío me recorre el cuerpo. Me descubro mirando a la pantalla
sin ver nada, pendiente de ese otro foco de excitación morbosa que he
descubierto en el sofá de al lado. Siento que me humedezco. Madre mía,
¿cuánto va a durar esto? Gricelio dice:
 ―Es nor mal que esté excitado, nunca había visto a una chica. ¿Te
fijaste? Estaba muy excitado ―me dice con la voz entrecortada, por más que
se esfuerza en quitarle hierr o a la situación.
 ―Sí... sí lo vi... ―farfullo; me tiembla la voz. Prefiero callarme. Siento
que lo empeoro más cada vez que hablo.
Tarzán se lleva a Jane en brazos a su cabaña. Han tomado confianza, se
hacen gestos, se explican las cosas. Ambos se encuentran de pie. Ella le besa.
Luego comienza a agacharse, lamiéndole el torso mientras baja, hasta que
queda de rodillas, con su miembro inmenso delante de su cara. Jane es una
chica delgada, de rasgos finos. Con su mano delicada agarra el sexo de él
como un mástil y lo introduce en su boca, abarcando con dificultad la cabeza
del glande. Succiona como puede. En mi salón, se puede oír cómo caen las
motas de polvo al suelo. Me arden hasta las orejas.
Cambia el plano. Ella se incorpora, camina hacia atrás, se sienta en un
tronco y abre las piernas. Le indica a él que se acerque. Con el dedo índice se
toca los labios y luego se señala la vulva. Él la mira extrañado. Ella vuelve a
repetirle el gesto y él va comprendiendo despacio. Se arrodilla, con el enorme
pene sobresaliendo por un lado del taparrabos, le abre bien las piernas y
comienza a lamerla.
En las pocas ocasiones en las que he visto películas pornográficas,
estando sola en casa, suelo detenerme en las escenas de cunnilingus. Me excitan
tanto que las uso para alcanzar el orgasmo. Son las que imagino también en
mis fantasías. Y ya ven, ahora me encuentro aquí con esta escena en la pantalla
y con esa otra, aún más turbadora si cabe, en el sofá de al lado.
Tras otra mirada furtiva, escondida tras la persiana de mis dedos,
alcanzo a ver la entrepierna de Fer. La imagen me provoca un sobresalto y doy
un respingo en mi asiento: observo que está visiblemente excitado, y creo
vislumbrar un puntito oscuro allí donde el glande empuja la tela. El corazón se
me va a salir. Me siento cada vez más acalorada, especialmente en la zona de
mi sexo. Instintivamente, echo un rápido vistazo a mi entrepierna, y... «¡Joder,
pero qué es esto!», grito en silencio. Se ha formado una pequeña manchita
oscura en la tela gris de mis pantis. ¡Mi flujo ha traspasado las bragas! Los
nervios me suben por el cuerpo como una oleada. Cierro las piernas y me
contraigo en el sofá. Tengo que poner remedio a esto. Me armo de valor:
 ―¡Niño, para eso ya! ―le digo con un grito contenido que me sale
más agudo de lo que esperaba―. ¡Ya vale!, ¿no?
Él gira la cara y me mira con una risa contenida, apretando los labios.
Tiene el mando a distancia en la mano, que segundos antes mordía
distraídamente, seguramente ocultando su nerviosismo. Se revuelve un poco
en el sofá, eleva un poco más la rodilla y extiende su brazo sobre el abdomen,
todo ello para ocultar su visible excitación.
 ―Ah, ¿que quieres que la quite? ―me dice de nuevo interpretando el
papel de sueco. Tiene las mejillas coloradas, el muy cabrito―. Pero si yo lo
estaba haciendo por ti. Estabas tan callada y parecías tan concentrada...
 ―Oh, sí, una cosa... ―le respondo liberada, casi resoplando, mientras
me pongo de pie―. Anda, mono, para eso ya y pon otra cosa, porque si no
aquí no duermes hoy ―le digo recorriendo el salón torpemente, obsesionada
con que se me pueda notar la manchita de mi entrepierna―. Ahora vuelvo.
Una vez en mi cuarto, resoplo aliviada. Entorno la puerta. Me quito las
bragas, me limpio y me pongo unas nuevas. Estaban empapadas. Por suerte,
también tengo unos pantis exactamente iguales. ¿Se imaginan que hubiese
tenido que ponerme otra cosa? Los comentarios de Gricelio habrían llevado
mis mejillas a la incandescencia. Pocos segundos después de entrar en mi
cuarto, oigo la puerta del baño. Él también ha debido ir a «recomponerse».
Vaya elemento.
De regreso en el salón, me lo encuentro de nuevo repantigado en el
sofá, mordisqueando el mando a distancia, con sus bóxer color pistacho
intactos y su bultito adormecido. Se ha limpiado y secado, a saber cómo.
 ―Bueno, ¿qué va a ser esta vez? ¿Alicia en el país de la pervesión?
 ―le digo ahora mucho más relajada.
 ―Vaya movida, ¿eh? ―me dice descojonado, tapándose la boca con el
mando y arqueando las cejas.
 ―Calla, anda, calla... ―le digo casi resoplando―. Si lo llego a saber,
te pongo cloroformo en el sushi. Muy fuerte, capullito, que lo sepas. No tienes
perdón de Dios.
Él suelta una carcajada, más relajado ya también. Dice:
 ―Bueno, mira, hay unas pocas pelis más en el pen-drive. ¿Ponemos
una o zapeamos un poco? Entre una cosa y otra nos han dado casi las o nce.
 ―Sí, casi mejor buscamos algún progr ama en la tele. A ser posible,
donde la gente salga vestida ―de repente, me siento más osada. ¡Qué alivio!
Al final, pasamos el resto de la noche viendo cómo se gritaban unos a
otros en el plató de Sálvame Deluxe. Mila Ximénez hizo de nuevo «la
croqueta» y Kiko Matamoros estuvo a punto de hacer reventar la vena que le
cruza la sien como un riachuelo.
Aunque pasamos este rato comentando tonterías y haciendo bromas, no
podía sacarme de la cabeza las imágenes de hacía unas horas. Seguía estando
excitada.
 ―Bueno, Jane ―me dice―, las doce y media. Creo que yo me retiro
ya a mis aposentos. Si es que todavía me dejas dormir aquí, claro... ―termina
de decir, riéndose.
 ―No sé, no sé, me lo estoy pensando ―le respondo, haciéndome la
agraviada y levantándome del sofá.
 ―¿Tendrás pesadillas? ―dispara de nuevo, chinchando.
 ―Tranquilo, te aseguro que dor miré como un angelito. Ya sabes que
tengo esa suerte: me quedo frita a los pocos minutos de cerrar los ojos, y
luego no me despierta ni un bombardeo ―le digo mientras caminamos por el
pasillo, cada uno en dirección a su cuarto.
 ―Vaya...
 ―Vaya, ¿qué? ―le pregunto con retintín, temiendo con qué me iba a
salir ahora.
 ―Pues... que eso tiene sus pr os y sus contras.
 ―¿Y qué contras iba a tener, si puede saberse? ―continúo , machacona.
 ―No sé, algún desaprensivo podría aprovecharse de ti mientras
duermes ―me dice, poniendo un tono misterioso.
Y al escuchar esto, un escalofrío me recorre el cuerpo. No porque
pensara que un encapuchado sádico se fuera a colar en mi casa por la ventana y
se aprovechara de mí, sino porque esa fue una de las fantasías que le comenté
una vez a través del whatsapp, en una de nuestras conversaciones picantes. Le
dije que solía fantasear con la idea de estar «adormilada» en la cama ―es
decir, despierta pero fingiéndome dormida―, desnuda, y que un chico ―él,
para ser exactos― entraba sigilosamente en mi cuarto y se aprovechaba de mi
vulnerabilidad. El hecho de estar «dormida» me permitía dejarme llevar, cosa
que no podría hacer estando «consciente».
De repente me invaden mil imágenes, me pongo nerviosa y el corazón
se me vuelve a acelerar. Reacciono como puedo, un poco aturullada:
 ―Ya, ya... visto así, podría ser un inconveniente ―le digo con una
sonrisa nerviosa―. Bueno, buenas noches, Gricelio ―me despido con cierto
recochineo, acentuando el apodo.
 ―Buenas noches, Jane ―me dice riéndose y dándose la vuelta. Yo le
echo un vistazo a sus bóxers mientras se aleja, antes de entrar en mi cuarto.
Ya en la cama, mi mente no para de trabajar. Se me inunda de imágenes.
¡Qué calvario he pasado! Ya en la intimidad de mis sábanas, más relajada, no
puedo evitar tocarme. Me tanteo con los dedos la entrepierna y la noto de
nuevo empapada. Cojo dos toallitas de mi mesa de noche, sin hacer ruido, y
comienzo a acariciarme despacio la vulva y lo s pechos. «¿Qué estará haciendo
él?», me pregunto. De repente, me quedo en silencio y aguzo el oído. Me
gustaría captar algún sonido, pero no se oye nada. Por un momento se me
viene a la mente la idea de caminar de puntillas hasta el umbral de su cuarto y
espiarle tocándose. Madre mía, ¡cómo estoy! Con todas estas imágenes
dándome vueltas, decido tocarme en silencio. Pero antes, me sorprendo a mí
misma en un nuevo gesto de arrojo: decido quitarme la ropa interior. Por fin,
me toco a placer y alivio toda la tensión acumulada.

***

Se oye un tintineo metálico. Abro los ojos despacio. «¿Acaso no he


dormido?», me pregunto en silencio. Percibo una claridad tenue. Vuelvo a oír
el tintineo. No es metal, es cristal: es el entrechocar de botellas de vidrio.
Presto atención. Procede de la cocina, de la nevera, que oigo abrir y cerrar.
Abro un poco más los párpados y miro el reloj despertador de mi mesa de
noche: las ocho menos cuarto. Voy tomando consciencia. Estoy a punto de
decir «¿Ferni?» en voz alta, pero cambio de opinión.
Los sonidos que llegan son claros, como hechos con descuido, como si
se tuviera la certeza de que no lograrían «despertarme». Ante este
pensamiento, y aún en mi estado de somnolencia, un pequeño escalofrío me
recorre el cuerpo. Despego la cara de la almohada y escucho con atención.
Está trasteando en la cocina, quizás tomando un vaso de agua, o de leche, o...
¿dejando constancia de su presencia?
De repente, escucho mi nombre, pronunciado con fuerza: «¿Merche?».
Estoy a punto de contestar, pero no lo hago. Echo un vistazo a mi alrededor.
Veo las toallitas arrugadas sobre mi mesa de noche y mi ropa interior en el
suelo. «Joder, estoy desnuda», pienso. Otro escalofrío me recorre el cuerpo.
Las sábanas que ocultan mi cuerpo desnudo no son suficientes para mitigar mi
sensación de vulnerabilidad. Durante un instante, tengo el impulso de estirar el
brazo y alcanzar el sujetador, pero no lo hago .
«¿Merche?», se oye de nuevo, esta vez más cerca. El corazón me
palpita con fuerza. Finalmente, fruto más bien de una reacción inconsciente
que de algo premeditado, arrimo mi cuerpo al borde de la cama, descanso mi
cabeza sobre la almohada, mirando hacia la mesilla de noche, y oculto mi
cuerpo parcialmente con la sábana, dejando a la vista parte de mis nalgas, una
pierna, que flexiono ligeramente, y parte del torso, con mi pecho oculto por el
brazo encogido.
Se oyen unos nudillos en mi puerta entornada: «¿Merche?». Vuelve a
pronunciar mi nombre en un tono demasiado alto, inapropiado si no se
quisiera despertar a un durmiente. Lo está haciendo claramente a propósito. No
contesto. Noto el calor en mi cara. Silencio.
Pasan unos segundos, un minutos, dos... Los nervios me devoran, pero
no puedo abrir los ojos, ya no. Oigo un siseo, o quizás una fricción. Puede que
ambas cosas. Trato de imaginar con los ojos cerrados. Mi excitación aumenta
por momentos. Se oye un sonido cada vez más próximo. En la oscuridad,
alucinando quizás, siento su presencia a mi lado, su respiración, su olor. Sé
que se está tocando el miembro sobre los bóxers. Siento que me mira el cuerpo
desnudo. La sensación de desprotección es tremenda. Soy un manojo de
nervios, mi excitación va en aumento. Pienso en la posición de mi cuerpo e
imagino la perspectiva que puede tener él estando ahí de pie, al lado de la
cama. Trago saliva, moviendo un poco los labios, y flexiono un poco más la
pierna: quizás consiga dejar expuesta parte de mi vulva. ¡Pero qué estoy
haciendo!
Noto un cosquilleo por mi pantorrilla, un roce que me recorre la
pierna desde el pie hacia arriba, pasando por el muslo y acabando en mi nalga.
Oigo el sonido de un elástico: «está manipulando sus calzoncillos», pienso.
¿Se la habrá sacado? Oigo un sonido de fricción, una especie de chapoteo. La
imagen de él, ahí de pie, frotándose el miembro tieso, desnudo y húmedo, me
provoca una descarga por todo el cuerpo. No sé dónde estoy. Mis mejillas se
van a incendiar de un momento a otro, y él lo debe estar viendo todo. ¡Es de
locos! Me cuesta mantener los ojos cerrados. Estoy convencida de que mis
párpados tiemblan por el esfuerzo.
El roce se extiende por todo mi cuerpo. Me recorre con las yemas de
los dedos. Con la otra mano, se manipula el pene. Tengo unas ganas
irresistibles de echar una ojeada, pero esa posibilidad está descartada. Noto
cada vez más cerca el olor de su cuerpo, su respiración. De repente, algo me
roza los labios. Se me eriza la nuca. Espero unos instantes. Se entretiene sobre
ellos. Los acaricia con los dedos. Se retira. Una pausa, tres segundos, cuatro...
Vuelve a hacerlo. Pero... ¿ese olor? No, no puede ser. Algo me roza los labios
de nuevo. Pero ese olor... No hay duda: ahora me roza los labios con el glande.
Me quedo paralizada, sobrecogida. Mis mejillas deben parecer una hog uera. El
corazón se me va a salir. No desiste, me empuja con la punta del glande y me
deforma los labios. ¡Y yo dormida! No puedo hacer nada estando dormida...
Pero no puedo resistirme... Abro un poquito los labios. El glande se introduce
un poco y retrocede. Así varias veces. Otra pausa. Mi caramelo no regresa.
Querría ir en su busca, pero no puedo moverme.
De pronto, algo me roza de nuevo. Yo respondo abriendo ligeramente
la boca y sacando la punta de la lengua. ¡Pero qué hago! Hurgo con ella la
ranura del glande. Comienzo a hacer circulitos en la cabeza hinchada. Estoy
«dormida», pero puedo mover la lengua. Noto como me mojo por momentos.
Abro un poquito más la boca y recibo la cabeza húmeda. Succiono. Es muy
gruesa, necesito abrir un poco más. Chupo sin mover la cabeza. El glande va y
viene. Me ayudo de la lengua cuando está dentro. A veces el pene se retira y mi
lengua lo sigue, saliendo demasiado en su busca. Me doy cuenta de mi error y
la recojo, esperando que vuelva. Y vuelve. Chupo de nuevo, lamo, succiono.
Noto de nuevo su cuerpo distante. No sé cuánto voy a aguantar así. Mi
vulva debe parecer un manantial. ¡Qué vergüenza! Quisiera limpiarme, pero
no puedo. Él no se ha ido, le presiento observándome de pie, con su pene tieso
en la mano. Oigo un sonido sordo en las baldosas. ¿Se ha arrodillado? Noto su
mano en la pantorrilla de mi pierna flexionada. La desliza, avanza hacia mi
muslo y acaba en mi nalga, que aprieta con los dedos. Retira la sábana y mi
culo queda a la vista. Noto cómo separa los carrillos de mis nalgas,
desnudando el ano. Siento cómo hurga la piel próxima a la vulva, tirando de
ella y abriendo los labios. Un hilo de flujo se desliza por lo blando. ¡Y él
viéndolo todo! Siento llamaradas en la cara, la vulva me palpita. ¡Esto es una
locura!
Noto cómo aumenta la presión sobre mis nalgas, cómo las separa con
las dos manos. Los labios de mi vulva se abren y se cierran con sus
manipulaciones. Siento cómo hurga con sus dedos en la zona rosada y húmeda.
Un dedo se introduce en la cavidad. Lo noto moverse dentro, palparme las
paredes empapadas de mi cueva y escapar de nuevo como una culebra huidiza.
Un músculo suave me estimula la carne blanda, los labios carnosos
circundados por el vello: me está lamiendo el sexo. Yo aprieto los ojos y me
esfuerzo por contener la pelvis, que quiere reaccionar a las chupadas
retorciéndose y pidiendo más, demandando la visita de su pene erecto, de su
polla gorda. Pero me es imposible. Con la excitación, me encuentro
ofreciéndole mi vulva a su lengua y a su boca, y mi pelvis ha salido vencedora,
acompañando sus lamidas con movimientos rítmicos, pausados. Jadeo
levemente, mientras sigo «dormitando».
Nueva pausa. Silencio. Me cuesta reconocer dónde se encuentra. Me
tomo un momento de respiro. Estoy empapada. Estoy segura de haber
manchado las sábanas. ¿Qué hace ahora? Noto movimientos en el colchón, a
mis espaldas. Se ha subido a la cama. Noto el calor de su cuerpo junto al mío.
Vuelvo a notar caricias sobre mi piel. Desliza su mano por mis piernas, por
los glúteos, por la espalda. No tengo un momento de tregua: sigo manando por
mi abertura. Siento sus manos apretarme las nalgas, sus dedos hurgarme el
ano, la raja. Van y vienen, como la marea. Yo sólo puedo esperar, paciente, a
que la espuma me alcance de nuevo.
Tras unos instantes, regresa de nuevo. Quizás un dedo esta vez, o
varios. No. Es algo más suave y más grueso: esta vez me ataca las nalgas con
su miembro. Lo desliza por mi carne húmeda, la golpea con su pene
congestionado, oigo los chasquidos. Me vuelvo loca. ¡Quiero moverme!
Hurga con el glande por entre las nalgas y alcanza la carne blanda de la vulva.
Empapo su capullo con mi flujo, sin querer, haciéndolo resbalar con suavidad.
Se entretiene frotándolo sobre mi raja, hasta donde nace el clítoris,
presionándolo. Noto que me corro por momentos. Tengo ganas de acompañar
este abordaje acariciándome los pechos, pero ¿qué puedo hacer?
Su miembro va y viene por mi abertura. Soy un manantial, y mi
visitante se baña en mí. No puedo detener mi pelvis, que acompasa sus
zambullidas. En ocasiones, la cabeza tumefacta de su pene se introduce
insegura en la ranura, sólo un poquito, pero se repliega temerosa. Sucede
varias veces. Estoy a ciegas, y mi única guía es el tacto, mi linterna. La quiero
dentro. «Por favor, sólo un poquito», dice la voz de mi cabeza.
Ya regresa. La noto muy dura, agresiva. Se abre paso por mi raja
apartando los labios, como si fuese un arado clavándose en la tierra. Quizás
haya suerte esta vez... Pero de nuevo pasa de largo. ¿Qué ocurre? Quisiera
pedirlo: «métemela un poquito, sólo un poquito», pero los durmientes no
hablan. Por suerte, me asiste un pensamiento: «debo darle una señal». Y como
el que cambia de posición entre sueño y sueño, arqueo mi cola y la empujo
hacia atrás, ofreciéndole la entrada a mi cavidad. Acepta la invitación y me
penetra, se hunde en mi cueva y abrazo el miembro grueso con las paredes
empapadas de mi vagina. Sintiéndome invadida por dentro, una descarga
eléctrica me recorre el cuerpo.
Su mano se apoya en mi cadera y me aprieta, me atrae hacia sí. Me
embiste con el miembro y yo contengo sus embestidas empujando hacia atrás
en el momento justo. «Qué gorda», me digo, «así, la quiero dentro». No puedo
más. Apenas puedo contener las ganas de llevar mi mano a la entrepierna y
tocarme mientras le siento penetrarme rítmicamente. Oigo su respiración
agitada, sus ligeros gemidos, que ya tampoco puede controlar, perdido el
temor a «despertarme». Siento que va a correrse. La mano que me tiene
prendida de la cadera está cada vez más crispada. Me aprieta con fuerza,
deformándome la carne. Un último quejido incontrolado, el miembro que sale
de mí encabritado, las hebras de semen caliente que me bañan las nalgas, el
ano, la vulva...
Queda tendido a mi lado, boca arr iba, recuperando la respiración, poco
a poco, conteniéndose para no sacarme «de mi sueño». Yo recupero la mía,
sintiendo la huella de su orgasmo sobre mis nalgas y mi sexo, resbalando por
la piel. El cuerpo se atempera, desprendiendo el calor a través de las gotas
minúsculas de sudor que se evaporan y se extienden por el cuarto, recargando
el ámbito. Mi corazón recupera su ritmo lentamente.
Le siento bajar despacio de la cama. Camina sin hacer ruido, tratando
de representar, con este último gesto, el final de la comedia para no
despertarme. Cruza despacio el umbral y se aleja por el pasillo. Finalmente, se
cierra la puerta del baño.
Respiro aliviada, soltando toda la tensión, estirando y contrayendo mi
cuerpo, tanto tiempo inmovilizado. Me cubro la cara con las manos y cierro
los ojos. Esta vez es una necesidad.
Le oigo salir del baño y dirigirse a su cuarto. Yo salgo del mío,
camino por el pasillo y me meto en la ducha. Algo más tarde, ambos vestidos
con sendos pijamas, nos encontramos en la cocina. Mi corazón está tocando
una obertura, con todos los instrumentos sonando a la vez.
 ―Buenos días ―me dice mirándome fugazmente, con los ojos
huidizos. Su cara es un poema y sus mejillas, un arcoiris monocromo.
 ―Buenos días, Gricelio ―respondo, audaz. Siento que podría freír un
huevo en mi cara―. ¿Dormiste bien?
 ―Sí, muy bien... aunque los monos me despertaron en medio de la
noche ―me dice tomando el pequeño testigo que le tiendo con mi broma―.
¿Y tú?
 ―Yo estupendamente, ya sabes que no me despierta ni una explosión.
8
Un dulce correctivo
 ―¿Y qué tal os va?
Me refería a ella y a su actual marido, Alberto. Le hice esta pregunta
con algo de desdén, con una pizca de rencor, quizás. Desiré había estudiado
conmigo Farmacia, y durante los años de carrera estuve obsesionado con ella.
Era una chica más bien delgada, de ojos verdes y piel blanca, muy atractiva, y
con un culo respingón que no perdía ocasión de hacer notar con sus
conjuntitos ajustados. Su pelo castaño, lacio y abundante era otra de sus armas
de seducción, pues no dudaba en atusárselo, provocativa, en cuanto se veía
observada por algún chico interesante. Pero, más que nada, me obsesionaba su
forma de ser, esa descarada coquetería que mostraba sin descanso. Me ponía de
los nervios.
Intenté en varias ocasiones que saliera conmigo, pero sólo obtuve
negativas. Tenía la habilidad de crearte falsas expectativas. Esto era lo que más
me indignaba: que se «hiciera querer» para luego dejarte con un palmo de
narices. Hablando en plata: era un poco calentona. Le gustaba llamar la
atención, captar las miradas de los machitos que la rondaban, pero
manteniéndolos siempre a distancia. En cuanto cualquiera de nosotros
intentaba obtener algo más, se hacía la estrecha. Así era ella: un dulce que
bordeaba constantemente nuestros labios sin dejar nunca que la saboreáramos.
Este detalle de su personalidad, si bien la hacía más atractiva, también
fomentaba nuestra frustración y nuestra rabia. A más de uno nos sacó alguna
vez de quicio, y más de una vez yo mismo fantaseé con la idea de retenerla en
algún rincón de la facultad y forzarla para obtener de ella lo que tantas veces
me había negado después de haberme dado esperanzas. Se podría decir que no
se decidía por nadie porque le gustaba tenernos a todos babeando a su
alrededor. Era un juego peligroso, debo reconocer.
Estábamos cenando esa noche los tres en un restaurante y le lancé esta
pregunta aprovechando que su marido, Alberto, un médico radiólogo que
conoció en su último año de carrera, se había levantado de la mesa para ir al
servicio.
 ―Pues muy bien, no me puedo quejar ―me dice desdeñosa,
rebuscando despreocupada en su bolso.
 ―¿Y él? ―agrego, apenas sorprendido por que hable en singular,
como si su pareja no contara demasiado―, ¿se queja él? ―le pregunto con
una mirada maliciosa, con la rabia creciéndome por dentro. Su actitud me
recordaba épocas pasadas.
 ―No veo por qué habr ía de quejarse ―contesta con chulería, mientras
repasa sus labios con la barra de carmín que acaba de sacar, mirándose en un
espejito, frotando un labio sobre el otro y paseando la punta de la lengua de
una comisura a otra.
Lo más natural, después de que yo me interesara por su relación,
habría sido que me preguntara por Fabiola, con quien yo salía actualmente,
pero tratándose de ella, ¿qué podía esperar? Así era Desiré. Quiero decir,
quería ser siempre el centro de atención. Mostrar interés por mi pareja habría
sido como concederle un minuto de gloria para robárselo a sí misma, y eso no
podía permitírselo.
A riesgo de resultar vanidoso, he de decir que yo seguía gustándole,
por más que tratara de mostrarse altiva conmigo. Por otra parte, Fabiola era
muy atractiva, más alta que ella, y de algún modo el hecho de mencionarla era
como propinarse a sí misma un pellizco en su propio ego. Su modo de
protegerse consistía en mostrar desinterés hacia cualquier «competidora».
Para su propio alivio, Fabiola no había podido reunirse con nosotros. Era
enfermera en el Hospital Victoria Eugenia, y le había tocado el turno de noche.
El verla perfilarse los labios al otro lado de la mesa, con coquetería, y
cardarse el pelo como si se tratara de un ave que acicala sus plumas delante de
un posible candidato ―mejorando lo presente―, hacía que volviera a
experimentar la misma sensación de antaño: la de desearla y odiarla al mismo
tiempo; desearla, porque seguía siendo muy atractiva, y odiarla, porque volvía
a retenerme en aquel odioso juego de atracción imposible, un juego que hacía
emerger de nuevo la maldita frustración y la rabia que ya sintiera tantas veces
en los años de universidad. Sintiéndome a salvo por que los pensamientos
fueran invisibles, fantaseé, mientras la veía acicalarse, con arrastrarla a los
servicios del restaurante y follármela contra su voluntad, quizás
emborronándole los labios con ese provocativo carmín que se acababa de
poner.
 ―Siempre has sido muy considerada. Tu sensibilidad me abruma ―le
digo queriendo incomodarla, turbado por los pensamientos que cruzaron por
mi mente hacía un segundo.
 ―No sé de qué hablas ―me dice, indiferente, sin dejar de tocar se el
pelo.
 ―Venga, Desiré, corta el rollo, que ya no tienes veinte años, joder.
Descansa un poco. ¿No te agota tener que estar con ese rollo de femme
fatale las veinticuatro horas del día? Por el amor de Dios, que tu marido está
en los servicios.
Sus ojos echaban chispas. Me miró apretando los labios, visiblemente
contrariada. Me dice:
 ―¿Y tú tienes que sacar esto pr ecisamente ahora?
 ―¿Y qué hostias quieres que haga? ¡Mírate, joder! ―le digo
señalándola, extendiendo el brazo con la palma de la mano hacia arriba―. ¿Es
que quieres que te folle aquí mismo delante de todos los comensales? Córtate
un poco, Desiré, tómate un respiro.
La expresión de su cara empezaba a ceder, sabía que tenía razón. Nunca
le había hablado así.
 ―Ponte un poco en mi lugar, por una puñetera vez en tu vida ―le digo.
Ella me sigue observando con los ojos cada vez más abiertos―. ¿O es que ya
no te acuerdas? Te encantaba darnos cuerda, a todos, y a la vez. A algunos de
nosotros nos gustabas de verdad, Desiré, y digo «de verdad», ¿comprendes?
Sergio, Miguel, Tony, Emilio, yo mismo... ¿Sigo con la lista? ―continúo,
visiblemente enojado. Las palabras me salen a borbotones. Hacía mucho que
quería decirle todo esto―. Pero para ti todo for maba parte del mismo juego. Y
era un juego peligroso, ¿sabes? ¿No lo pensaste en ningún momento? Menos
mal que finalmente apareció Alberto y se acabó todo.
Llevaba dos años casada con él. Era un chico bien, de familia
adinerada, que estudiaba en aquel tiempo medicina y al que conoció en su
último año de carrera, cuando debió replantearse su vida un poco más a largo
plazo y dejarse de tonteos. Nunca llegó a abandonarlos del todo, esto era algo
que llevaba en su ADN. Tuvo que, digamos, «aplazarlos» durante un tiempo
mientras se aseguraba el futuro con un buen partido. Alberto fue el elegido.
Ahora que tenía esta necesidad cubierta ―pensaba yo para mí― podía
dedicarse de nuevo a su pasatiempo preferido. Me ponía de los nervios.
 ―Fran, ¿qué mosca te ha picado? Han pasado más de trece años ―me
dice guardando la barra de labios en el bolso y mirándome sor prendida.
 ―Nunca te lo había mencionado, eso es todo. Además, no he podido
evitarlo, viéndote... ―iba a usar la palabra «calentarme», pero me contuve―.
En fin, olvídalo ―añadí con sequedad―, simplemente era algo que tenía
clavado desde hacía mucho y me ha salido ahora.
Ella me observaba con la cabeza gacha, un poco avergonzada de sí
misma y a la vez conmocionada por mis palabras. Sin duda, le había hecho
mella.
Aunque me diera calabazas, yo nunca dudé de mi propio atractivo.
Siempre supe que le gustaba. Por aquel tiempo, yo compaginaba mis estudios
en la universidad con el tenis. Lo practicaba desde los trece años. Ya en 2º de
carrera, me sacaba incluso un sueldo dando clases en un club deportivo.
Cuando me licencié en Farmacia, en la misma promoción que ella, no lo pensé
ni un segundo: me contraté a jornada completa en el club de tenis, y ahí sigo
hasta hoy. Con mi 1'83 de estatura y un físico bastante más que aceptable, no
tenía ninguna duda de que yo también le gustaba a ella, por más que me hiciera
sentir como uno del montón.
Pero ahora era distinto. Ya no me jugaba nada, y yo estaba convencido,
más que nunca, de que ella se sentía atraída por mí sexualmente. No es por
menospreciar a Alberto, pero él no era, digamos, alguien que quitara el hipo.
Muy buena persona, eso sí. Con los años, habíamos acabado haciendo cierta
amistad, y algunos días entre semana acudíamos al club donde yo trabajaba
para echar un partido de squash. Le daba unas palizas monumentales, para mi
regocijo. Él se llevó a la chica, y yo le hacía sudar la gota gorda sobre el
parqué. ¡Menudo consuelo!
De repente, regresa de los servicios, caminando apresurado entre las
mesas:
 ―Lo siento, pero tengo que mar charme. Me acaba de telefonear un
colega. Están pasando dificultades en la planta, y me ha pedido si puedo
adelantar mi turno. A cambio, esperan darme libre el próximo viernes. Lo
siento, de verdad.
Desiré se echa mano al bolso, lo cuelga de su hombro y hace el
ademán de levantarse. Alberto interviene de nuevo:
 ―No, no, quédate si quieres, termina de cenar. Fran, ¿tú la alcanzarías
después a casa?
 ―Claro, no te preocupes. ¿Desiré? ―le pregunto, mirándola.
 ―Ok ―dice dudando―, vete tranquilo. ¿A qué hora terminas el turno?
 ―Todavía no puedo decír telo, después te llamo. Hay un follón
tremendo ahora mismo, pero calculo que estaré unas doce horas. Gracias, Fran
 ―me dice apoyando la mano en mi hombro, y haciendo luego el gesto de
sacar la billetera para pagar la cena.
 ―No, déjalo, yo invito hoy ―le digo, sujetándole el brazo. Recoge su
chaqueta de su silla y le da un beso en los labios a Desiré.
 ―Fran, yo invito a la próxima ―me dice―. Te veo esta semana para
darte una paliza ―y se marcha guiñándome un ojo. El jueves teníamos partido
de squash.
Nos quedamos de nuevo a solas. Se hace un pequeño silencio
incómodo en la mesa, que ella rompe finalmente para decirme que no era su
intención parecer una harpía.
 ―Eso es muy heavy, Desiré, tampoco exageres ―le digo―, pero sí
que mereciste algún que otro «correctivo».
 ―¿Un correctivo? ―me dice expresiva, con una media sonrisa,
dejando la boca entreabierta. Me alegra ver que se relaja por fin el tono de la
velada―. ¿Y quién me lo iba a dar, tú? ―añade, picándome.
 ―Puede... ―le digo mirándola fijamente a los ojos―. Más de una vez
tuve ganas de hacerlo, como habrás podido imaginar.
 ―Sí, creo me hago una pequeña idea... ―me dice sosteniéndome la
mirada, con una pícara sonrisa en los labios―. A veces veía cómo me mirabas
después de uno de mis desplantes. Te salía humo de las orejas ―agrega,
divertida―. ¿Puedo confesarte algo?
 ―Miedo me das... ―le digo―. Dispar a, anda.
 ―Me gustaba ver lo ―dice, maliciosa, mordiéndose el labio.
¿Qué podía hacer yo ante este tipo de cosas? Perder los nervios,
básicamente, y seguir fantaseando con llevármela a la fuerza a los lavabos
para darle «lo que se merecía».
Tras pasar una media hora más en el restaurante, haciendo que
aumentara la tensión sexual entre los dos recordando algunas anécdotas,
pagamos la cuenta y nos dirigimos al  parking. Mientras caminamos, yo me
sitúo intencionadamente detrás de ella para ver su silueta. Se ha puesto para
esta ocasión una falda lisa de color negro, muy ajustada, que acentúa sus
caderas, con una amplia abertura en la parte posterior, lo que me permite ver
sus estilizadas piernas y sus tobillos, a los que se abraza la fina tira de cuero de
sus zapatos abiertos de tacón de color rojo, con la hebilla resplandeciente
sobre su piel blanca. La sangre empieza a bullirme.
Sobre los hombros desnudos asomaban las tiras de una blusa de raso
color negro, y, trenzado sobre los brazos, un fular muy vaporoso, color vino.
Lleva el pelo recogido por encima de la nuca, con algunos mechones que
escapaban descuidadamente. Cuando llegamos a la altura del coche, tengo una
pequeña erección.
Conducimos en silencio hasta su casa, a unos quince minutos de
trayecto. Aparco frente al portal.
 ―¿Quieres subir? ―me dice―. Son sólo las once. Te invito a un licor.
Me pilla de sorpresa. Me quedo parado un segundo. Trato de
reaccionar:
 ―¿Tan mal te lo he hecho pasar esta noche que quieres envenenarme?
 ―le digo sonriendo, viéndole bajar, observando sus pies parcialmente
desnudos.
 ―Venga, cier ra el coche, sube un rato ―me dice cerrando la
portezuela.
Ya en su apartamento, se deshace del fular y del bolso, me lleva al
salón y me indica con la palma de la mano el amplio sofá beis de cuero, fr ente
al televisor.
 ―Ponte cómodo, rencoroso ―me dice.
Se acerca a la cadena de música y pone una pieza de jazz, muy suave y
relajante. «Cómo me pones, Desi», pienso para mí.
 ―¿Bien? ―me pregunta, girando la cabeza, aún inclinada sobre el
aparato.
 ―Perfecto ―le digo levantando la mano y haciendo un círculo con el
índice y el pulgar.
Luego se acerca parsimoniosamente a la mesa de centro,
contoneándose, se apoya con una mano en el borde y con la otra comienza a
descalzarse, haciendo descansar sus pies sobre la alfombra de color ocre,
despaciosamente, en un ritual erótico que se me antoja de alto voltaje, tirando
hacia abajo de las tiras que se sujetan al talón, sin desabrochar las hebillas. Veo
cómo quedan unas pequeñas marcas sobre la piel de los empeines. Lleva las
uñas pintadas de rojo grosella. «¿Se puede saber qué estás haciendo, Desiré?»,
me digo; «realmente no tienes remedio». Camina hacia su cuarto con un suave
balanceo de sus caderas, con los zapatos colgando de su mano derecha, sujetos
por los dedos a modo de garfios.
Al cabo de un rato, me pregunta desde la cocina, en voz alta:
 ―¿Qué te apetece tomar?
 ―Elige tú ―le contesto desde el salón―, así lo tienes más fácil para
camuflar la dosis letal.
 ―Tengo Frangelico, ¿te va bien?
 ―Con mucho hielo, sí ―digo.
No espero a que regrese al salón con las bebidas. Cuando comienzo a
oír el tintineo de los vasos, me acerco a la cocina y me apoyo en el umbral de
la puerta. No se ha cambiado, y sigue descalza. Puedo notar el ribete de sus
bragas de encaje bajo la falda. Son tan elásticas que se amoldan perfectamente
a la curva de sus glúteos. La miro de arriba abajo. «Qué buena estás, joder»,
me digo. Me acerco a ella, despacio, y le pongo una mano en la cintura,
tratando de parecer casual:
 ―¿Me hará dormir mucho rato? ―trato de seguir con la broma,
aunque, dada mi excitación, no resulto nada convincente.
 ―Sólo unas horas ―me responde sonriendo, sin mirarme―, el tiempo
suficiente.
Me he pegado un poco más a su cuerpo. Puedo oler su perfume. Aparte
de que soy bastante más alto que ella, al estar descalza puedo deleitarme
mirando desde arriba sus hombros, su nuca, y sus pechos bajo la camisa de
finas tiras. Mi mano la sujeta con algo más de firmeza y acerco mi entrepierna
a sus nalgas. Le digo:
 ―Todavía estoy a tiempo...
Observo que se queda inmóvil. Sus manos dejan de manipular los
vasos y el hielo.
 ―¿Para?... ―me dice sin volverse, tratando de mirar por el rabillo del
ojo.
 ―Para... darte tu correctivo ―le respondo. Y al hacerlo observo una
leve sonrisa en sus labios, que se esfuerza por ocultar. Acto seguido, deslizo
una mano por su brazo derecho, lentamente, y la sujeto por la muñeca.
 ―¿Qué haces? ―dice―. Quita...
No respondo. Comienzo a tirar de su muñeca hacia atrás, muy
despacio, atento a sus reacciones, y le doblo el brazo tras la espalda, como si
fuera una delincuente. Veo cómo se muerde el labio inferior, con un gesto
mínimo, contenido. Me pego más a su cuerpo. Acerco mi cara a su nuca y
aspiro el perfume, sintiendo cómo ella retuerce su cuello y frota su melena
contra mi mejilla, como un gato que se desliza bajo la palma de una mano que
le acaricia. Le digo al oído:
 ―No puedes ir por ahí pr ovocando, Desiré...
 ―Déjame... ―dice tratando de zafar se de mi presa, tironeando
torpemente. Me está poniendo realmente enfermo.
Hundo mi nariz en su pelo, aspirando con fuerza, y pego mi
entrepierna a sus nalgas. Echo mi aliento sobre su cuello. Llevo mi mano
izquierda a su estómago, palpando la tela. La meto por debajo y acaricio la
carne desnuda.
 ―¿Qué te habías creído, Desi? ―sigo diciendo con la boca pegada a
su oído―, ¿pensabas que podías jugar así conmigo?
Ella forcejea débilmente, me empuja hacia atrás con sus nalgas, co n lo
cual no consigue otra cosa que clavarse aún más mi miembro, que empieza a
estar inflamado. Subo con mi mano por la piel de su estómago buscando sus
pechos bajo la tela. Me tropiezo con su sujetador de encaje negro. Le aprieto
los pechos sobre la áspera tela, molesto. La beso en el cuello.
 ―Por favor, déjame... ―me dice apoyando su mano libr e sobre mi
muslo, empujándome hacia atrás, representando a la perfección su papel de
chica estrecha. Me está poniendo cardíaco.
Se retuerce debajo de mí frotando su culo contra mi entrepierna,
tratando de huir, y alejando su cara y su cuello de mi boca. Saco mi mano de
debajo de su blusa y le sujeto la mandíbula, que giro hacia mí, forzándola.
 ―Hoy me vas a dar lo que yo quiero ―le digo mirándole a los ojos―,
voy a coger lo que me has negado tantas veces.
 ―Por favor, no... ―me dice, suplicante―, déjame ir.
Vuelvo a meter mi mano bajo su blusa y tiro del sujetador con fuerza
hacia abajo, haciendo brotar sus pechos bajo la camisa. Ella suelta un quejido.
Comienzo a masajearlos con fuerza. Noto cómo se le erizan los pezones, que
tropiezan con la palma de mi mano húmeda. La oigo respirar agitadamente. Se
cimbrea como una culebra. Yo le muerdo el cuello, busco con la lengua el
lóbulo de su oreja.
 ―¡Ay, no, déjame! ―me dice elevando la voz, empujándome la cadera,
tratando de despegarse de mí. Me golpea con el puño en el muslo.
 ―No vas a ir a ningún lado ―le digo junto a su oído, jadeante, como
un auténtico pervertido―. Hoy te voy a dar lo que te mereces.
 ―No... ¡quita! ―me «grita»―. Por favor, no me hagas nada.
Sin soltar su brazo derecho, que sujeto detrás de su espalda, llevo mi
mano izquierda a su falda, que desabrocho por un lateral. La prenda se desliza
por sus muslos y cae amontonándose sobre sus pies. Ella la patea con rabia,
enviándola lejos, y yo miro entretanto sus nalgas blancas y redondas,
decoradas con el encaje negro, que quedan vibrando unos segundos. Llevo mi
mano a su entrepierna, sobre la tela. Noto el calor que desprende. Le acaricio
las bragas y me impregno los dedos con su olor. Ella se revuelve debajo de
mí, me pone como loco. Llevo los dedos a mi nariz y aspiro con fuerza, lleno
mis pulmones con el olor de su coño. Luego los llevo a su nariz.
 ―Huele... zorrita, mira cómo lo tienes. Te gusta ponérmela dura,
¿verdad? ―le digo forzándola a oler sus propios efluvios, mientras le empujo
las nalgas con mi bulto―. ¿Te gusta ponerme cachondo, eh, putita?
Ella gira su cara tratando de esquivar mi mano húmeda de su coño,
haciendo un gesto de repugnancia, pero visiblemente cachonda. Me está
poniendo realmente malo.
 ―Por favor, ¡basta!, ¡déjame! ―me dice soltando pequeños quejidos,
pisándome los zapatos con sus pies desnudos.
Me pone duro oírla, verla rechazarme una vez más, haciéndose la
estrecha. Le sujeto la cara y la giro hacia mí. Le como la boca con fuerza. Ella
envía su lengua a por la mía, y a mí se me eriza la piel. Vuelvo a buscarle las
bragas sin dejar de besarla. Le acaricio por encima de la tela. Están aún más
húmedas. Siento el vaivén de su pelvis, estimulada con mis caricias. Qué ganas
de follármela.
Meto mi mano por debajo del encaje y le busco la raja. «Cuántas veces
he querido tenerte así», me digo en silencio. Está empapada. Hundo
ligeramente los dedos en su abertura carnosa, los impregno de su flujo y los
llevo a su boca. Le embadurno los labios de sus propias emanaciones,
emborronándole la cara con el carmín, y ella me esquiva jadeando, con los
ojos cerrados.
 ―¿Lo hueles, zorra? Estás cachonda como una perra. Anda, abre la
boca, chupa mis dedos ―le digo―, mir a cómo te sabe el coño.
 ―¡No!, ¡déjame en paz, cabrón!, ¡suéltame! ―me gr ita tratando de
zafarse, golpeándome el muslo. Cada una de sus palabras es como un pellizco,
como una sacudida que me recorre todo el cuerpo.
Hago que se gire y quedamos frente a frente. Le sigo sujetando el
brazo detrás de la espalda con mi mano izquierda. Le tomo la cara con mi
mano libre y la beso con fuerza en la boca. Mientras me la como, le subo
violentamente la camisa. Abandono su boca, me separo unos centímetros y le
miro los pechos desnudos. Se los masajeo mientras le como el cuello.
Desciendo con mi boca por su piel y alcanzo sus pezones tiesos, que
acaricio con la punta de mi lengua y pellizco suavemente con los dientes. Me
meto con violencia los pechos en la boca y se los chupo con avidez. El
sujetador está atascado a la altura de sus caderas, amontonado de cualquier
manera. Siento cómo su cuerpo se cimbrea, agitado. Desciendo con mi boca
por el vientre, lamiéndolo, notándolo ir y venir al ritmo de su respiración. Al
llegar a su entrepierna, el olor de su coño invade mis sentidos. Me pone duro
como una roca.
Con mi mano derecha retiro las bragas hacia un lado, desnudando su
sexo húmedo. La fuerzo a abrir las piernas y empiezo a lamérselo. Hundo mi
lengua en la zona carnosa y recojo su flujo. Me lo trago, me impregno de su
sabor salado. Voy a por más. Abro bien la boca y le como la raja, atrapo sus
labios húmedos con los míos, los estiro y los suelto, haciéndolos temblar
cuando se retraen sobre su coño. Hago vibrar mi lengua sobre ellos. Ella
mueve la pelvis con mis lamidas, lo cual espolea todavía más mi excitación.
 ―¡Déjame, cerdo!, ¡deja de lamerme!, ¡no quiero! ―me dice con
fingidos gritos, agarrándome del pelo con su mano libre.
Me pongo de pie. Libero su brazo de la espalda y me quedo frente a
ella con las piernas abiertas, como el perro que custodia su comida. Me
desabrocho el cinturón y la cremallera. Los pantalones caen al suelo,
amontonados sobre los tobillos. Me bajo los calzoncillos y me desabrocho la
camisa, mostrando mi tor so sudoroso. Mi polla se bambolea tiesa a la altura de
su vulva, que sigue expuesta, con las bragas apiñadas a un lado. Con una mano
la sujeto por el pelo de la nuca y con la otra la fuerzo a arrodillarse
empujándola por el hombro.
 ―Ahora me la vas a comer, zorrita. Abre la boca ―le digo
sujetándome la polla.
 ―¡No!, ¡basta!, ¡déjame, cabrón! ―me gr ita martirizada, esquivando
mi glande húmedo, que restriego sobre sus labios.
 ―Abre la boca ―le digo forzándola―. Chupa, puta.
Ella se introduce el capullo hinchado a regañadientes y comienza a
chupar, fingiendo una cara de asco. Apoya una mano sobre mi muslo y con la
otra me golpea en el vientre. Tras comérmela durante unos segundos, se retira
y toma aire. Un fino hilo de saliva cuelga desde la punta del glande hasta sus
labios. Me grita:
 ―¡Por favor, ya basta!, ¡me asfixias!, ¡déjame de una vez!
Me pone como una moto. Me inclino hacia abajo, fuerzo su barbilla
hacia arriba y le como la boca con fuerza. Ella envía su lengua de nuevo a por
la mía. Vuelvo a incorporarme. La tengo sujeta por la nuca. Con la otra mano
me agarro la polla y le doy con ella en la cara. Se oye el chasquido en medio
del silencio de la cocina.
 ―¡Hijo de puta! ―grita―, ¡deja que me vaya!, ¡ya está bien!
Le introduzco de nuevo la polla en la boca y mama con avidez. Empujo
su cabeza rítmicamente, mientras veo desde arr iba cómo el glande entra y sale
entre sus labios. Escucho los sonidos de succión. Luego me retiro unos
segundos. Me inclino hacia abajo, sujetando su cara con las manos, y le digo:
 ―Esto es por todo lo que me has hecho pasar.
La tomo por las axilas bruscamente y la pongo de pie. Le doy la vuelta
y la empujo contra el poyo de la cocina, forzándola a inclinarse. Le bajo las
bragas hasta las rodillas y le abro las piernas. Me agarro la polla y me acerco
a ella, frotando el glande por su herida húmeda. Me inclino hacia delante,
apoyando mi torso sudoroso sobre su espalda, y la sujeto por el pelo. Le digo
al oído:
 ―Hoy me lo voy a cobrar todo, ¿me oyes, putita?
 ―¡No!, ¡no quiero!, ¡déjame!, ¿qué vas a hacerme? ―vuelve a
gimotear―. ¡Quítate de encima!
Mientras le jadeo al oído, como un degenerado, hago que compruebe
la dureza de mi miembro haciéndolo resbalar por su raja, golpeándole la
carne de las nalgas, haciéndolas vibrar y manchándolas de su propio flujo.
Sujeto mi polla por la base y la encajo en la entrada de su cavidad. Empujo y se
la clavo hasta el fondo.
 ―¡No!, ¡por favor! ―me suplica gimiendo―, ¡sácamela!
Comienzo a embestirla, enardecido por sus palabras. Le sujeto con una
mano por el pelo, formando una cola, y con la otra le aprieto la carne de su
cadera. La penetro con fuerza, haciendo chocar su culo contra mí. Miro hacia
abajo para ver cómo mi polla entra y sale brillante de su vulva, cuyos labios la
abrazan al salir, como una ventosa.
 ―¡Suéltame, por favor, ya basta! ―me dice, gimoteando. Sus palabr as
salen entrecortadas por efecto de mis embestidas―. ¡Deja de penetrarme!
Sus palabras me vuelven loco, lo sabe. Mi respiración se acelera por
momentos, mis jadeos retumban en la cocina. La embisto como un animal, casi
gruñendo, empujando con mi pelvis hasta lo más hondo. Siento que voy a
derramarme. Mis caderas se mueven maquinalmente. Noto los primeros
chorros de semen recorrer el tronco de mi polla. Los imagino salpicando las
paredes de su vagina, sin dejar de penetrarla. Suelto fuertes gruñidos mientras
sigo enganchada a ella, clavado hasta dentro, hasta que me derramo por
completo.
Mi cuerpo está salpicado de sudor. Me inclino hacia delante, mi torso
adeante apoyado sobre su espalda húmeda. Recupero la respiración. Noto el
calor de su cuerpo contra el mío. Como dos perros, me quedo clavado a ella
hasta que siento cómo la flacidez regresa poco a poco a mi miembro. Me
despego de su cuerpo y observo cómo los labios de su coño se repliegan a
medida que saco de su interior mi pene venoso, empapado de su flujo y de mi
semen. Mientras r ecupero el aliento, comienzo a abro charme los botones de la
camisa.
La miro respirar agitada, echada sobre el granito frío, con los pechos
aplastados, el pelo revuelto alrededor de su cabeza. Me subo los calzoncillos y
los pantalones, me abrocho el cinturón. Ya más sosegado, me acerco al poyo,
por un lado de su cuerpo exánime. Tomo mi vaso de Frangelico, haciendo
tintinear los cubitos de hielo, me lo llevo a los labios y doy unos sorbos. Lo
vuelvo a dejar sobre el granito y me inclino sobre ella, mi boca a la altura de
su oído, que intuyo oculto bajo la madeja de pelo enmarañado.
 ―Gracias, putita. Hacía mucho que deseaba hacer esto ―le digo en
prolongados susurros aviesos.
Me incorporo y echo un último sorbo a mi bebida, con parsimonia.
Dejo el vaso sobre el poyo, haciendo chocar el cristal con descuido, y paso
por detrás de ella, deslizando la palma de mi mano sobre sus nalgas y dándole
un pequeño azote, haciendo vibrar su carne mientras me alejo.
Una vez en el umbral de la puerta, vuelvo a girarme y la observo aún
echada sobre la superficie fría. Ha apartado el pelo de su cara, que sigue
reposando sobre el granito, y me mira fijamente a los ojos, con una serena
sonrisa en los labios, relajada, satisfecha, excitada. Como yo.
Antes de irme, vuelvo a recorrer su cuerpo con la mir ada y me detengo
en su entrepierna, aún expuesta. Veo cómo unos hilos blancos y viscosos
cuelgan desde la abertura carnosa de su vagina, estirándose y cayendo
finalmente al suelo, entre sus piernas, en gruesas gotas. Siento un escalofrío y
cierro los párpados, reteniendo esta imagen para siempre en mi memoria. Le
doy la espalda y camino despacio hacia la salida.
9
Una esposa en préstamo
Estábamos sentados en unos sillones de color rojo de la zona del bar
del club Mystique, en Arona, un local swinger. En los últimos meses, habíamos
estado viniendo ocasionalmente a pasar unas horas. Nos gustaba mucho el
ambiente, pasearnos por las distintas dependencias y echar alguna ojeada a
través de las cortinas que algunos clientes dejaban discretamente abiertas. Mi
mujer, Claudia, solía ponerse un pequeño antifaz de color negro para sentirse
más cómoda, sobre todo cuando dejaba parte de su ropa en la taquilla y decidía
quedarse en ropa interior o con alguna otra prenda igualmente sexy.
A nuestro alr ededor, en la barra, en la zona de baile y en otros asientos
repartidos por la estancia, la gente charlaba relajadamente. Frente a nosotros,
en un sillón de tres piezas, otro cliente tomaba su consumición, un chico alto,
atractivo. Claudia, protegida por la pequeña mampara que ocultaba sus ojos, lo
observaba tomarse su copa a pequeños sorbos, con total indolencia. Aunque
había un hilo de música de fondo, muy suave, se acercó a mi oído para
decirme:
 ―Lleva un r ato mirándome.
Mi esposa es una mujer muy atractiva: pelo negro ondulado, muy
abundante, ojos azul oscuro, casi verdes, piel blanca, 1'69 de estatura, pechos
de tamaño medio, con las areolas pequeñas, como botones, rodeando unos
pezones puntiagudos, y un culo de infarto: dos montículos redondísimos, de
carne blanca y trémula, que adquirían un ligero aspecto a la piel de naranja
cuando estaba de pie, pero que parecían dos manzanas brillantes y pulidas
cuando se ponía a cuatro patas.
 ―¿Y te extraña? ―le digo susurrando, sonriéndole a la vez―. Ya lo he
visto. No te quita ojo.
Ella sabía que me encantaba verla vestida de manera sexy. Me gustaba
«lucirla», alardear de poseer a una mujer como ella y sentir las miradas
viciosas de otros hombres sobre su cuerpo. A ella, por su parte, le gustaba
coquetear en mi presencia, experimentar la sensación morbosa de saberse
observada y deseada delante de mí.
Para esta ocasión, se había puesto un vestido enterizo color púrpura,
con una falda plisada que le llegaba un poco por encima de las rodillas, con un
escote generoso velado por unas filigranas de encaje, muy transparentes.
Llevaba el pelo suelto, y se había puesto unos zapatos de fino tacón, negros,
abiertos en la punta, por donde asomaban dos dedos con las uñas pintadas
igualmente de púrpura. Unas medias de redecilla cubrían sus piernas hasta sus
muslos, donde permanecían sujetas por un liguero. Mientras hablábamos entre
susurros, ella no dejaba de balancear el pie, como si fuera un reclamo, una
pierna cruzada sobre la otra.
Semanas atrás habíamos hablado de dar un paso más en nuestras
fantasías morbosas: buscar a un chico que la poseyera en nuestra alcoba de
matrimonio mientras yo los observaría desde un discreto rincón. Nos
habíamos confeccionado un perfil de pareja en un portal de contactos, pero
hasta el momento no habíamos dado con nadie de su agrado. (Era ella la que
tenía la última palabra en este sentido, lógicamente.)
 ―Es muy atractivo, ¿no? ―le vuelvo a susurrar al oído, hablándole
con picardía.
 ―Sí... ―me dice apurada, temiendo herirme de alguna maner a.
 ―¿Sabes?, creo que voy a saludar le ―le digo mirándola a los ojos,
dándole a entender con un gesto de complicidad mis intenciones―. ¿Te parece
bien? ―agrego, y ella me contesta moviendo los labios, pero sin producir
ningún sonido: me envía un «ok» mudo. Me levanto y me dirijo hacia él.
 ―Hola, ¿qué tal todo por aquí? ―le digo sonriéndole y tendiéndole la
mano―. Sergio.
 ―Pues muy bien, no hace mucho que he llegado. Marcelo ―responde
él a su vez, ofr eciéndome la suya.
 ―Ah, igual que nosotros ―le digo―. Oye, ¿tendrías un minuto? Me
gustaría comentarte algo.
 ―Claro ―me responde girándose e indicándome con la mano que me
siente.
 ―Verás ―le digo señalando a Claudia con el brazo en el que sostengo
la bebida―, mi mujer y yo llevamos un tiempo buscando a una tercera
persona, un chico, alguien que tenga sexo con ella... en mi presencia. Hemos
conocido a algunas personas a través de una web de contactos, pero de
momento no han sido de su agrado.
 ―Ah, entiendo ―me dice.
 ―Me he acercado porque hemos notado que... estabas interesado ―le
digo sonriendo―. Es una mujer muy atractiva.
Marcelo gira el rostro hacia ella, sonríe, y lo vuelve de nuevo hacia mí.
 ―Desde luego que sí, mucho ―responde con énfasis.
Desde este lado de la salita, observo a Claudia atusándose su melena
suelta, oculta tras su antifaz, y sé que se siente protagonista. Intuyo que está
excitada. Su pie no deja de moverse, y su empeine estirado, cubierto por la
media de redecilla, nos ofrece una estampa de lo más erótica. Yo empiezo a
sentir la excitación que me provoca este juego entre los dos. Me pone
nervioso, y desearía, como me ha ocurr ido tantas otras veces, que fuera a más.
Marcelo interviene de nuevo:
 ―Oye, ¿has dicho «en mi presencia»?, ¿quier es decir que no
«intervendrías»?
 ―En realidad, no hemos concretado demasiado los detalles. Es una
fantasía que llevamos unos meses meditando, pero, en principio, sí, yo sólo
observaría. Es algo que nos excita a los dos por igual ―le explico.
 ―Ajá, comprendo ―me dice.
 ―¿Y tú?, ¿has tenido alguna exper iencia de ese tipo? ―le pregunto.
 ―No, la verdad es que no, pero no puedo negarte que es una escena
tremendamente morbosa ―me explica mirándome, asintiendo con la cabeza
mientras me habla―. Yo soy soltero. He practicado sexo con dos y más
personas a la vez, chicos y chicas. En ocasiones han sido parejas; en otras, no,
pero siempre éramos todos participantes activos. No sé si me entiendes.
 ―Perfectamente ―le digo.
 ―También vengo aquí de vez en cuando ―continúa―. Me gusta
mucho mirar. Y en ocasiones me he unido a algunas parejas cuando me han
hecho alguna discreta señal. Reconozco que me excita mucho «compartir» la
mujer de otro ―me confiesa.
 ―Vaya ―le digo sonriéndole― me alegra oír eso. Nosotros venimos
aquí ocasionalmente, desde hace unos meses. Hoy sólo hemos venido a tomar
una copa. Pero por lo general nos gusta pasearnos, echar alguna ojeada... Y,
más que nada, a los dos nos gusta que la miren. A veces busco algún rinconcito
en un reservado y disfruto viendo cómo ella se pasea por las dependencias,
casi siempre en tacones y ropa interior ―le explico, regodeándome con la
imagen que debo estar creando en su mente.
 ―¿Han pensado en el lugar del encuentro? ―me pr egunta.
 ―Sí, claro, ser ía en nuestra casa. Nos gustaría usar nuestro dor mitorio
 ―le contesto con una sonrisa traviesa, revelándole un detalle más de nuestra
fantasía.
Aprovecho este momento para hacer una señal a mi mujer, pidiéndole
que se acerque. Ella se aproxima despacio, contoneándose, y se queda de pie,
unto a mí. Está espectacular con su vestido color púrpura. Yo me hincho como
un pavo―: Claudia, te presento a Marcelo ―le digo levantándome y
mostrándola, pasando mi brazo por su cintura, sacándola a escena.
Él coloca su bebida sobre la mesa, se levanta del sillón, se inclina
ligeramente hacia ella y le tiende la mano, muy educado. Yo no puedo evitar
sentir una nueva oleada de excitación y, al mismo tiempo, el pellizco de los
celos y de, incluso, la envidia. Marcelo es un tipo bastante alto, calculo que
debe rondar el 1'85 m. Mientras se saludan, observo el reloj de acero y de
correa metálica, resplandeciente bajo las luces de neón del local, que lleva en
su muñeca y que sobresale bajo el puño de la camisa blanca que ha elegido
para la ocasión, vuelto hacia atrás.
Un fino vello oscuro puebla su brazo, bien formado y surcado por
finas venas palpitantes que denotan su buen tono muscular. Es de tez morena,
pero no debido al sol, sino de natural genético. Una fina pelusa ensortijada
cubre la piel de su pecho, que asoma bajo el cuello de su camisa, que se ha
dejado sin abrochar. Lleva unos vaqueros de color azul petróleo, y calza unos
mocasines negros de suela muy baja, aparentemente muy cómodos. Su pelo
moreno, brillante y ondulado, le cubre parcialmente las orejas. Tiene la frente
recta, la mandíbula marcada y los ojos marrón caramelo, más bien rasgados.
Pienso en mi mujer, que debe estar viendo lo mismo que yo, y siento una
punzada de celos.
 ―Encantada, Marcelo ―le dice ella mostrando su dentadura, con toda
la naturalidad de que es capaz, excitada ante la posibilidad, que yo casi veo
como una certeza, de que pudiera estar, más pronto que tarde, entre sus brazos.
 ―Un placer ―le contesta.
 ―Le he estado comentando un poco nuestra «idea» ―intervengo de
nuevo. Claudia asiente, pronunciando un imperceptible «ajá», buscando los
ojos de Marcelo con la mirada, un tanto turbada.
Lo más disimuladamente que puedo, me llevo los dedos a mi mejilla
para indicarle que lleva el antifaz puesto, y que considero que debería
quitárselo. Ella me obedece, haciendo pasar algunos mechones de su melena
oscura por medio de la cinta elástica y volviéndosela a cardar con la mano. Yo
me pavoneo estando a su lado, sujetándola por su imponente cintura,
mostrándola como un trofeo. ―¿Y le agrada la idea? ―dice ella mirándonos
alternativamente a mí y a Marcelo, sonriendo, confiada en el poder de su
propio atractivo.
 ―Es muy interesante, desde luego ―le contesta él, asintiendo con la
cabeza.
 ―Marcelo ―digo yo, apoyando mi mano sobre su brazo―, escucha:
en otras circunstancias, como puedes suponer, habríamos necesitado concertar
una cita para compartir unos minutos juntos, ver si... podríamos entendernos
 ―le explico mientras atraigo a Claudia hacia mí y la miro a la cara, dándole a
entender que es ella la que tiene la última palabra―. Pero en esta ocasión no va
a ser necesario ―añado sonriendo, mirándola de nuevo y viendo cómo juega
con su melena, excitada.
 ―Ajá, comprendo, sí ―dice mirándola discr etamente. Claudia disfruta
de este momento, sabiéndose el objeto de este tramo final de la conversación.
 ―Pues nada―vuelvo a intervenir―, te voy a dar mi número de
teléfono, ¿te parece? Me llamas cuando quieras y cuadramos agendas.
 ―Perfecto, sí ―me dice sacando de su bolsillo el teléfono móvil.
Cuando lo hubo anotado, añade―: Por cierto, Sergio, ¿de dónde sois? Yo vivo
en La Laguna.
 ―Ostras, es ver dad ―le digo, riendo―. Nosotros somos del Puerto de
la Cruz. Como te dije antes, habíamos pensado que vinieras... que el chico
viniera a nuestra casa. Queríamos usar nuestro dormitorio. Llegado el caso,
podríamos ir a buscarte, recoger te donde nos dijeras, sin ningún problema.
 ―Oh, no, no te preocupes. Eso no será necesar io ―me dice―. En fin,
quedamos en esto ―concluye tendiéndome de nuevo la mano y sujetándome
con la otra el brazo. Se la estrecho y a continuación se la ofrece a Claudia―:
Encantado ―le dice, robándole una última mir ada a sus ojos azul-verdoso.
Tras despedirnos, recogemos nuestras bebidas de la mesa y dejamos a
Marcelo a solas, concediéndole algo más de intimidad, pues ya debía estar
sacando conclusiones. Avanzamos despacio por el local y nos acercamos a la
barra para pedir una última copa. Pongo mi mano sobre la cintura de Claudia,
la deslizo hacia abajo acariciándole las nalgas, y le digo mir ándola a los ojos:
 ―Qué bien, ¿no? Ojalá nos llame.
 ―Sí, sería estupendo ―me contesta. Yo la miro con ojos pícaros y le
digo:
 ―¿Te ha gustado, eh?
 ―Sí... ―me dice en voz baja. Ambos sentimos la excitación en la
mirada del otro. Nos besamos en la boca, sabiéndonos observados por muchos
pares de ojos.
Marcelo finalmente nos confirmó por teléfono, dos días después, que
aceptaba nuestra propuesta, y que, si no habíamos cambiado de parecer, le
gustaría «probar».
Quedamos un sábado por la noche en nuestra casa. Le hicimos pasar al
salón y, para romper el hielo, nos sentamos los tres ante unas copas de una
ginebra aromática, con poca graduación, que compré a propósito para esta
velada. Hablamos durante un rato de cuestiones triviales y, al final de la
conversación, de nuestras preferencias sexuales, nuestras fantasías y también
de nuestros hábitos en los locales swinger, como en el que nos conocimos.
Tras acabar las copas, Claudia se levanta y dice:
 ―Voy a cambiarme. Estoy enseguida.
El ambiente adquiere súbitamente un nuevo tono. La excitación
comienza su carr era de ascensión tras este pistoletazo de salida.
 ―Marcelo, tú como si estuvieras en tu casa. No sé si habías pensado
algo, cambiarte... en fin, haz lo que te haga sentir más cómodo.
 ―Gracias, estoy bien. Si te parece, prefiero quedarme así ―me dice
quitándose el reloj de la muñeca y dejándolo sobre la mesa, junto a las llaves
del coche y la cartera. Está visiblemente nervioso.
 ―Por supuesto, como gustes ―le digo, y me levanto para poner algo
de música―. ¿Te gusta Metallica? ―le pregunto, inclinado sobre la pila de
CDs.
Me mira perplejo, con la mandíbula batiente, sin decidirse a hablar.
Metallica es un grupo de heavy metal. No se puede creer que vaya a ponerla
como música ambiental.
 ―Pues... no lo escucho demasiado, la verdad ―me r esponde.
 ―¡Es una broma, hombre! ―le digo riendo―. ¿Te imaginas tener una
sesión de sexo escuchando Battery? ―continúo diciendo, soltando una
carcajada―. Tengo aquí un CD de Loreena McKennitt. A ver si te gusta.
Regreso al tresillo y continuamos intercambiando algunas
trivialidades. Al cabo de unos minutos, se oye el sonido de unos tacones por el
pasillo y mi pulso se acelera. Soy consciente de que está a punto de comenzar
un ritual que he programado con ella antes de la llegada de Marcelo. Aun así,
no estoy del todo preparado para lo que me voy a encontrar.
Claudia, para mi sorpresa, aparece en el salón en ropa interior de
encaje de color morado, tirando a violeta. Sus pezones morenos se perciben a
través de los entresijos de la tela, así como la entrada de su vulva. Lleva unos
zapatos negros de charol, cerrados, de tacón vertiginoso, y unas medias muy
finas y oscuras, sujetas por un liguero espectacular, de color negro, que
adorna su vientre, sus caderas y sus nalgas. La melena ondulada le cuelga
sobre los hombros. Un escalofrío me recorre el cuerpo. Me quedo de piedra.
Claudia está rubor izada; lo sabe, pero no le importa.
Observo el rostro de Marcelo. Está impactado, y no es para menos. En
un primer momento, ha intentado mantener la discreción de su mirada, pero
dada la situación ha comprendido que es poco menos que absurdo. De modo
que tras unos segundos de indecisión, observa abiertamente a mi mujer
mientras camina por el salón, devorándola con los ojos, hasta que finalmente
se sienta a mi lado y cruza las piernas. Su perfume, aunque sutil, invade la
estancia.
Nos miramos unos segundos a los ojos y pongo mi mano sobre su
muslo, deslizándolo sobre el tejido de la media.
 ―¿Qué te par ece esta chica, Marcelo? ―le digo, tratando una vez más
de presumir con el cuerpo de mi mujer. Ella se atusa el pelo, coqueteando. Él
levanta las palmas de las manos hacia arriba, que tenía apoyadas sobre sus
muslos, y dice:
 ―Sencillamente preciosa, no tengo palabr as.
Está visiblemente abrumado, con los ojos abiertos de par en par. Yo me
levanto del sillón, tomo a Claudia de la mano y me dirijo con ella despacio
hasta donde se encuentra Marcelo, el cual también se levanta para recibirnos.
Una vez a su altura, le doy un último beso a ella en la mejilla, y se la ofrezco a
él, tendiéndole su mano, que él toma en la suya:
 ―Aquí te entrego a mi mujer. Disfrútala ―le digo. Mis propias
palabras me provocan un fogonazo de excitación, y hacen que Claudia se
muerda el labio y baje la mirada, ruborizada y excitada a la vez.
Les dejo en el salón y me dirijo al dormitorio, donde he colocado un
sillón con orejeras, en una esquina, lo más apartado posible. Enciendo una
pequeña lámpara de luz anaranjada que hay en el otro extremo de la
habitación, junto a la cabecera de la cama, y atenúo su intensidad con el
regulador del que está provista, hasta que queda de mi agrado. Me dirijo al
sillón, me siento y permanezco en silencio, parcialmente oculto por una ligera
penumbra, percibiendo con nitidez cómo mis pulsaciones aumentan el ritmo.
Les veo aparecer por el umbral de la puerta, despacio. Él la lleva de la
mano, como cuando en una película de época el caballero ayuda a una dama a
bajar por unas escaleras. Avanzan por el cuarto y se quedan de pie, frente a
frente, en la parte opuesta al cabecero de la cama. Observo la diferencia de
estatura, la corpulencia de él y la fragilidad de ella. Me vuelven a atacar los
celos y la excitación, a partes iguales. Ambos han reparado en mi presencia
con una fugaz mirada.
Permanecen indecisos unos segundos. Él, finalmente, toma la iniciativa
y empieza a rozar con dos dedos el vientre de ella, que permanece inmóvil. Le
pone una mano en la curva pronunciada de la cintura y la atrae hacia sí.
Comienza a besarla en el cuello, retirando su melena y dejando la carne al
descubierto. Ella se lo ofrece y, justo en ese preciso momento, me busca con
los ojos durante un fugacísimo segundo. Noto una punzada de excitación.
Cierra los ojo s y se deja llevar.
Empieza a acariciar sus brazos musculados sobre la camisa blanca.
Ella gira la cabeza y busca su boca. Se besan, primero con los labios y luego
usando sus lenguas, que observo salir la una a por la otra, como pequeñas
culebras que se enredan en el aire. Mi entrepierna aumenta de tamaño y
comienzo a acariciarme sobre la ropa. Busco la de Marcelo con la mirada y
veo cómo se ha deformado la tela. Esta vez ha sustituido los vaqueros por unos
pantalones de pinza gris oscuro, de tela de gamuza, lo que deja en evidencia
con mayor claridad las evoluciones de su miembro.
Noto que a medida que se excitan se van olvidando de mi presencia, lo
cual me disgusta. Él le agarra la nuca con una mano y le come la boca con
fuerza, mientras le aprieta las nalgas con la otra. Sus largos brazos le permiten
abarcarla con facilidad. Ella responde a las caricias contoneándose, acercando
intermitentemente la pelvis a su entrepierna, que ahora ya manifiesta una clara
erección y deforma sus pantalones. «Está buscando su polla con su pelvis»,
pienso para mí, y me pongo como loco. Me arden las mejillas.
Él lleva su mano hacia abajo y le busca la vulva. Comienza a
masajearla sobre la tela y observo cómo el cuerpo de Claudia responde de
inmediato, retorciéndose. Siento otra descarga de excitación y de celos. Ella
lleva las manos a su pecho, dubitativa, y acaricia la tela de su camisa, muy
despacio, como tratando de evitar herirme con gestos de evidente iniciativa y
deseo, pero no hace más que empeorar las cosas y excitarme doblemente.
Comienza a desabotonarle. Yo pienso para mí: «no trates de
engañarme, deseas acariciar su pecho, sus músculos», y esta idea me subleva y
me provoca. Retira su camisa y la lanza al suelo, cerca del ropero. Observo el
cuerpo fibroso de Marcelo y me quema la envidia. Ella lo estudia con sus
dedos: «te gusta, ¿verdad?», pienso, y ardo de deseo. Fantaseo con la idea de
que sólo ha sido un gesto natural, sin ninguna intención, pero acto seguido la
veo sacar su lengua y empezar a lamerle los pezones. Se me eriza el pelo.
«Zorra... », me digo. Él echa su cabeza hacia atrás y disfruta con el roce del
apéndice carnoso. Yo me toco con desesperación los pantalones. Mi polla
necesita más espacio, y pienso dárselo de un momento a otro.
Él le agarra la melena y la aprieta contra sí, para que siga lamiéndole.
Al cabo de unos segundos, le sujeta la cara con las dos manos y le come la
boca con fuerza. Ella se deja hacer, inerme, anclada con las manos a sus
hombros tensos. Comienza a bajar con su boca por el cuello hasta alcanzar las
montañas de carne blanda custodiadas por el sujetador de encaje. Veo cómo
resplandece su piel blanca por allí por donde ha pasado su boca, dejando un
rastro de saliva.
La rodea con los brazos y busca el cierre del sujetador. Lo abre, desliza
las tiras sobre sus hombros y las hace pasar por sus brazos, lanzándolo lejos, a
un lado de la habitación. Sus pechos blandos, adornados con las dos fresas
puntiagudas, quedan bamboleantes frente a él, que se aleja unos centímetros
para admirarlos, salivando, sabedor del banquete que le espera. Ella se deja
observar y aprovecha ese instante para mirarme fijamente a los ojos durante
unos segundos, mostrándome sus pechos trémulos indefensos, brutalmente
excitada, como diciéndome: «mira lo que va a ocurrir».
Se acerca, la sujeta con una mano por la cintura y con la otra la obliga
a echarse hacia atrás, empujándola por el hombro. Sus pechos quedan
expuestos y él se inclina para mamarlos, pasando de uno a otro. Oigo las
chupadas intensas en el silencio de la habitación y observo el brillo de sus
pezones tiesos, embadurnados de saliva. Ella se cuelga de su cuello con una
mano, acaricia su pelo con la otra, me mira a los ojos girando su cabeza, y le
atrae hacia sí con fuerza para que siga mamándola. «Pedazo de puta», grito por
dentro. Llevo mi mano a mi cinturón. Sin dejar de mirarla, me lo desabrocho,
descorro la cremallera y me saco la polla. Ella, cruel, se olvida de mí y cierra
los ojos echando su cabeza hacia atrás, su espesa melena colgando suelta. Me
pone como loco. «Estás disfrutando, ¿eh, zorra?», resuena mi voz en mi
cabeza.
Veo a Marcelo acuclillarse liger amente y llevar sus manos a las pinzas
del liguero. Las suelta una a una y las tiras quedan bailando sobre la carne
redonda de sus caderas y sus nalgas. Comienza a bajarle las bragas. Éstas se
deslizan sobre las medias y caen al suelo. Ella saca una pierna y con la otra
empuja las bragas en mi dirección, aterr izando junto a mis pies. Yo me inclino
a recogerlas, me repantigo de nuevo en el sofá, me agarro la polla con una
mano y con la otra huelo sus bragas sin dejar de mirarla a los ojos. Me muero
de deseo. «¿Ya estás así de húmeda, so puta?», me digo. Sigo aspirando su olor
con fuerza. «Estas empapada, perra. Estás deseando que te la clave, ¿verdad?»,
continúo diciéndome, martirizándome con mis propios pensamientos, cada vez
más excitado.
La mano de él le busca la vulva. Veo cómo sus dedos hurgan en su raja
y se introducen. Ella se cuelga de su cuello y se deja manipular el coño. Mi
polla se hincha y se estremece. Tengo que contenerme constantemente para no
corr erme. No quiero correrme. No debo correrme.
Veo su pelvis moverse rítmicamente con sus caricias obscenas. Luego,
él la empuja hacia atrás unos pasos y la hace sentarse en el borde de la cama.
Se arrodilla ante ella y la descalza. Lleva las manos a uno de sus muslos y tira
del ribete de la media, descubriendo lentamente su carne blanca hasta la punta
de su pie, que ella estira combando el empeine. Él lo sujeta con sus manos y
comienza a besar sus dedos, a metérselos en la boca, a lamer el arco de la
planta y la curva pronunciada del empeine, surcado por finas venas. Vuelve a
hacer lo mismo con la otra pierna. Y entonces, para mi propia sorpresa y
humillación, ella se desliza hacia el dentro de la cama, abre sus piernas,
flexionándolas, y ofrece su sexo con impudicia, colocando sus pies desnudos
en el borde del colchón y esperando receptiva su boca, mientras me mira de
nuevo a los ojos. «Maldita zorra, cómo te deseo», me digo, «así, ábrete para
él, so puta».
Marcelo comienza a lamerla. Ella se echa sobre la cama, su melena
desplegada como un abanico. Cierra los ojos y deja que tome su jugo. Lleva
una mano a su pelo y lo acaricia, empujándolo hacia sí para sentirlo más
intensamente. Noto cómo su pelvis se retuerce instintivamente, como deseando
una polla, y me muero de celos, de rabia, de excitación. Él le introduce dos
dedos mientras hace vibrar su lengua sobre el clítoris, que descubre con la otra
mano. Oigo el chapoteo que producen sus dedos al penetrar su vagina
empapada, que sigue subiendo y bajando; oigo sus jadeos, su respiración
agitada. Me pone como loco. Marcelo sube con su boca por el vientre agitado,
dejando un rastro de saliva, y empieza a comerle los pezones, pasando de uno
a otro, succionando con fuerza, empapándolos, pellizcándolos con suaves
mordidas, mientras le sigue atravesando el coño con sus dedos. Claudia
contorsiona su cuerpo como una serpiente, aprieta los ojos, casi en un gesto de
dolor, y se corre bajo el cuerpo de Marcelo, que se detiene para darle un
momento de respiro, sacando despacio los dedos de su vulva congestionada.
Tras unos minutos, ella se incor pora, separa su cabeza de su vulva y le
invita a ponerse de pie. Vuelve a sentarse en el borde de la cama, sofocada. Sus
mejillas son del color de la grana. Le acaricia las perneras del pantalón y
luego levanta la barbilla hacia arriba, buscando sus ojos. Él le acaricia la
melena, impaciente. Ella baja la mirada y gira su cara buscándome a mí,
desterrado al rincón del dormitorio, humillado, limitándome a masturbar mi
pene erecto como único consuelo.
Su cara está casi r ozando el bulto de su entrepier na. Yo estoy a punto de
pronunciar: «no lo hagas, Claudia». Y ella, como si me estuviera oyendo, lanza
su mano a su paquete y empieza a acariciarle el miembro inflamado bajo los
pantalones. Siento un latigazo de excitación: «Pedazo de zorra», me digo. Tras
masajearlo unos segundos, le desabrocha el cinturón y le baja la cremallera.
Los pantalones caen al suelo, a sus pies, y su pene rebelde amenaza con
atravesar los calzoncillos. Ella le quita los zapatos y los calcetines y se vuelve
a incorporar. Coloca sus manos en sus muslos fibrosos, acariciándolos, y se
muerde el labio sintiendo la proximidad del miembro palpitante. Me lanza una
nueva mirada y echa sus manos a la cinta de sus calzoncillos. «No lo hagas»,
repito en silencio, cada vez más excitado. Tira hacia abajo y un miembro
rígido, venoso y enorme sale disparado hacia delante, golpeándole en la
barbilla con la punta tumefacta. Ella suelta un leve quejido y entreabre su
mandíbula, expresando con un gesto de asombro su desconcierto por las
proporciones de Marcelo. Me hiere en lo más profundo. Desearía saltar de mi
sillón, abalanzarme sobre ella y follármela con rabia. Estoy que exploto de
deseo. «Y lo peor está por venir», me digo.
Como si su única misión fuera torturarme, Claudia sujeta el miembro
con su mano y empieza a masajearlo despacio. El capullo cárdeno se esconde
y vuelve a salir bajo la piel que se retrae y se estira. Sin las más mínima
consideración hacia mí, ella se lame los dedos, escupe en la palma de su mano
y vuelve a frotarlo. Segundos después, lanza la punta de su lengua hacia fuera
en busca del glande y comienza a lamerlo, haciéndola vibrar sobre la ranura.
Un hilo de líquido seminal queda colgando. Ella lo recoge y se lo traga. Mete
el capullo en su boca y comienza a succionar con fruición, cerrando los ojos,
deleitándose. «Cómo disfrutas, zorra, lo estabas deseando», me digo,
abrasándome con mis propios pensamientos.
Él le acaricia la melena y la ayuda a chupar. Comienza a soltar ligeros
adeos de placer. La cabeza de ella va y viene en un idéntico movimiento
contrapuesto al de su pelvis, como los extremos de un resor te que se expande y
se contrae. Yo debo dejar de tocarme si no quiero correrme en ese mismo
instante. La imagen me golpea como un látigo y necesito desviar la mirada. Él
se inclina hacia abajo y le masajea los pechos, mientras ella se traga su mástil.
Las succiones retumban en la habitación, para mi propio sufrimiento, pues en
cuanto huyo de las imágenes, soy hostigado por sonidos perturbadores.
Agotada de mamar, él la toma por las axilas como si fuera una muñeca
y la pone de pie. La sube sobre la cama, boca arriba, hacia el centro, y le abre
las piernas con obscenidad, exponiendo su sexo rosado y húmedo. Se acerca
de rodillas hacia ella, empapa sus dedos con su saliva y embadurna la entrada
de su vagina. Se agarra el miembro con la mano, se sitúa en medio de sus
piernas y lo introduce despacio, empujando con su pelvis, hasta que se pierde
dentro por completo. Yo, obstinado en procurarme la mayor humillación,
busco la cara de ella para registrar cada uno de sus gestos. En el momento de
penetrarla, observo cómo abre de nuevo su mandíbula, en un gesto de
asombro, y deja por un segundo sus ojos en blanco, recibiendo con su sexo la
embestida de Marcelo. Me muero de celos, quisiera follármela, clavársela
hasta el fondo mientras le grito: «toma, viciosa. Te encantaba su pedazo de
rabo, ¿verdad?».
Él le sujeta las piernas sobre sus brazos crispados, perlados de sudor y
surcados por gruesas arterias. Su culo va y viene mientras le perfora el coño a
mi mujer, que se le ofrece abierta con impudicia. Marcelo suelta sus piernas, se
inclina hacia delante y comienza a taladrarla con los brazos apoyados a sus
costados, con sus músculos en tensión. Un hilo de sudor le surca la espalda
hasta donde nacen sus nalgas. Sus testículos cuelgan en la bolsa de su escroto y
golpean el coño de Claudia al ritmo de sus embestidas. Ella alza las piernas y
las enreda sobre su cintura, atrayéndole hacia sí. «Así, métetela toda, puta, no
dejes que se te escape», me digo.
Marcelo se retira hacia atrás, sacando de dentro de ella su miembro
brillante y entumecido, le sujeta una pierna y la hace voltear, pasándola por
encima de su cuerpo: la quiere a cuatro patas. Claudia, con su cuerpo perlado
también de sudor, se coloca delante de él, arquea su espalda y le ofrece la
vulva abierta en una postura obscena, como si fuese una perra, con su
impresionante culo en pompa, mientras me clava los ojos una vez más,
martirizándome. La imagen me destroza, me humilla, me vuelve loco de
excitación. Con su brazo retira hacia un lado su melena revuelta, y, sin dejar de
mirarme, me ofrece los gestos que se escribirán en su cara cuando reciba la
nueva embestida de Marcelo. Éste se acerca por detrás con su miembro en una
mano, posa la otra en una nalga y se la clava hasta el fondo. Ella abre su boca,
suelta un «ah» quejumbroso y vuelve a poner los ojos en blanco, sintiéndose
atravesada por dentro. Yo me siento atravesado por esta imagen. «Zorra, perra
viciosa», oigo retumbar en mi mente.
Él vuelve a penetrarla aumentando el ritmo poco a poco. Oigo los
chasquidos de su pelvis contra su culo, que queda vibrando con cada
embestida. Sus pechos cuelgan y se bambolean libremente. Ella empuja hacia
atrás su cuerpo para tragarse con su cavidad lubricada el falo enhiesto del
macho. Ambos respiran con agitación y jadean por turnos. La escena me
conmociona. No puedo aguantar más. Me masturbo como un poseso, cerr ando
los ojos y volviendo a abrirlos para torturarme una vez más con la inquietante
imagen. Llevo de nuevo a mi rostro las bragas húmedas de mi mujer y las
huelo mientras doy las últimas sacudidas a mi polla. Después de tantos minutos
conteniendo el orgasmo, me corro abundantemente sobre las bragas. No logro
recoger todo el semen con la pequeña prenda y me mancho la ropa. Respiro
agitadamente, jadeo, tomo aliento. A medida que me recupero, voy tomando
conciencia de la escena que está teniendo lugar sobre mi cama de matrimonio.
Marcelo jadea agitadamente y penetra a Claudia con fuerza, dejando
marcas rosadas en la carne de sus nalgas, allí donde sus manos la tienen asida.
Ella gime con sus embestidas, cerrando los ojos y acompasando su cuerpo al
de él, empujando hacia atrás para recibir cada punzada de su miembro. Ante la
llegada del orgasmo, Marcelo levanta su barbilla hacia el techo, aprieta los
párpados y gruñe como un oso, descargándose dentro de ella. Me imagino
esos chorros cremosos regando el interior de mi esposa y un fogonazo de
excitación me abrasa por dentro. Veo a ambos aflojarse, caer relajados sobre
la cama, uno al lado del otro, el miembro de él saliendo de dentro de ella,
debilitado, húmedo. Recuperan el aliento.
Una vez que Marcelo se hubo ido, Claudia y yo regresamos al salón, ya
acicalados y perfumados, y nos echamos en el sofá central, ante el televisor,
ambos en ropa interior. Ella está recostada sobre mí y me hace dibujos con un
dedo en el pecho y en el brazo. Yo hago lo mismo sobre su espalda. Las
imágenes de hace unas horas nos golpean sin parar, aturdiéndonos. Seguimos
conmocionados. Miramos la televisión pero realmente no la vemos ni la
oímos. Estamos absortos, cada uno en su película morbosa e impactante.
Siento que mi cuerpo se activa por momentos, que se estremece con este tren
de imágenes perturbadoras. Ella debe estar experimentando lo mismo.
 ―¿Te ha gustado? ―le digo por fin, susurrando.
 ―Sí... ―respo nde, contenida―. ¿Y a ti?
 ―Mucho... ―contesto―. Muchísimo.
Silencio. Nuestros dedos juguetean de nuevo con la piel de nuestros
cuerpos, temblorosos, inquietos, haciendo dibujos imaginarios.
 ―Vi cómo... se la chupabas... cómo hacías vibrar tu lengua en la punta
 ―le digo, hirviéndome de nuevo la excitación.
 ―Sí, lo sé... ―me dice. Medita unos instantes―: ¿Te gustó ver cómo
me la metí en la boca?
Una descarga eléctrica me recorre el cuerpo.
 ―Me pusiste como una moto ―le contesto contenido―. Tenía ganas
de saltar sobre ti y de follarte bien duro ―continúo yo―. Y tus bragas...
estabas empapada. Las olí...
La veo removerse sobre mí, temblorosa, con su cabeza apoyada aún
sobre mi pecho. Debe estar notando cómo mi cor azón vuelve a acelerarse.
 ―Me puso como loca verte mirar cómo me la metía ―me dice sin
volver la cara.
 ―Lo sé... ―le digo―. Vi cómo te ofreciste a cuatro patas para que te
penetrara. Quise matarte y follarte a la vez.
Ella levanta el rostro y me besa en la boca, usando su lengua. Yo le
sujeto la cabeza con las dos manos, empuñando su melena con rabia contenida,
celoso, y la miro fijamente a los ojos. Paso mis dedos por sus labios carnosos,
extendiendo los restos de saliva. Siento que la deseo. Me bajo del sofá, la tomo
de la mano, con determinación, y me la llevo al dormitorio, a la cama, donde
volvía a haber sábanas limpias.
10
Gemidos en el despacho
El ambiente del cuarto estaba sobrecargado. Llevábamos horas
preparando un pro yecto para un simposio sobre el autismo, sentados uno junto
al otro delante del ordenador. No me di cuenta hasta que salí del despacho para
dirigirme al baño. Eran ya cerca de las once de la noche. Los demás
compañeros del gabinete de psicopedagogía donde trabajábamos ya se habían
ido a sus casas.
 ―Yo no puedo más ―le digo irguiéndome en la silla, masajeándome
el cuello. ―¿Lo dejamos por hoy? Ya no sé ni lo que leo.
 ―Venga, mujer, sólo un par de hor as más ―me dice frunciendo el
ceño, mirándome como solía hacer, fijamente.
 ―¿Un par de horas más?, ¿pero tú qué es lo que tomas? ―le digo
usando ese tonillo de indignada que no me creía ni yo misma y que solía
emplear con él. Ya nos conocíamos demasiado bien. Al pronunciar la frase, su
cara impostada de cascarrabias dio paso de inmediato a una amplia sonrisa. Le
encantaba incordiarme. ―Quédate tú, si quieres. Me voy a hacer un pis y
recojo.
Al traspasar el umbral, noté el aire más fresco y limpio, libre de las
emanaciones con que nuestros cuerpos tibios habían inundado el despacho
durante horas. El contraste me dio en la car a.
 ―No dejes abier ta la puerta del baño ―me dice―, como haces
siempre, que no quiero oír tus chorritos de alivio.
Me quedo parada en el pasillo. «¿Como hago siempre? ―pienso para
mí―, ¿pero qué está diciendo este energúmeno?» Doy media vuelta y estoy a
punto de regresar al despacho cuando caigo de nuevo en la cuenta de que ha
puesto en modo "on" su maquinaria pesada para sacarme de quicio. Estoy a
punto de soltar una carcajada pero me reprimo. Me llevo la mano a la boca,
sofocando la risa, y vuelvo a dar media vuelta para dirigirme al baño. Cuando
logro recomponerme, le suelto mientras camino:
 ―Tranquilo, que ya la cierro. Es que yo pensaba que te gustaba oírme...
 ―le digo sin poder evitar reírme, mordiéndome el labio cuando hube
terminado la frase.
Dentro del baño, con las bragas en las rodillas y la falda remangada,
no puedo evitar sentirme algo inquieta, para mi sorpresa, por que él pudiera
estar oyendo «mis chorritos de alivio». Me cruzaban por la mente
pensamientos absurdos. Diego tenía la habilidad de ponerme "nerviosa" con
sus tonterías.
A menudo, cuando yo trabajaba en el ordenador y los demás
compañeros estaban en sus despachos enfrascados en sus trabajos, atendiendo
a algún niño con problemas de dislexia o de atención, Diego aprovechaba para
acercarse al mío y ponerse a observar por encima de mi hombro, muy serio,
el texto que yo tenía a medio redactar. Sin decir una palabra, acercaba su dedo
índice a la pantalla, tieso como una flecha, y me hacía notar el error de
ortografía, de semántica, de puntuación o cualquier otra cosa que le sirviera
para incor diarme. Yo soltaba un bufido, y a continuación le decía algo como:
 ―¿Por qué no te metes el dedito donde te quepa, guapo?
 ―Yo sólo intento ayudar ―seguía diciendo muy serio, haciéndose el
agraviado.
 ―Sí, ya, clar o, por supuesto. Anda, niño, métete en tus cositas ―le
decía yo, empujándole, sin ninguna convicción. Él se quedaba allí, apoyado en
el respaldo de mi sillón, mientras yo trataba de seguir escribiendo, cada vez
más "nerviosa". Yo tenía mis razones para estarlo.
 ―Muy bonito ese color ―me soltaba. Yo me quedaba descuadrada un
momento, hasta que logr aba encajar el comentario.
A mí sí que me subía el color y el calor hasta las orejas. Yo trataba de
no despegar la mirada de la pantalla, ruborizada. Se refería a mi sujetador.
Tenía la manía de mir arme el escote desde arriba y decirme estas tonterías.
 ―Me alegro tanto de que te guste ―le decía yo, aparentando hastío,
como si estuviera de vuelta de todo, pero ¿a quién iba a engañar?
 ―Sí, sí, muy bonito ese azul pálido, por no hablar del encaje. ¿No
crees que se te ve demasiado?
«Me lo cargo», pensaba yo para mí, tirando instintivamente hacia
arriba de la solapa de mi camisa de cuello, sin mangas, color salmón, que me
había puesto ese día. Después, volvía a empujarle para que se fuera:
 ―Anda, bonito, vete a decirle a tu tía la r opa que tiene que ponerse ―y
él se marchaba, partiéndose de r isa.
Por culpa de estas tonterías, me vi en más de una ocasión delante del
espejo, antes de salir para el gabinete, por la mañana, pensando si se percataría
de mi nuevo modelito. «¿Será posible?», pensaba yo para mí.
En el baño, aún inquieta, y con las bragas en las rodillas, cojo un trozo
de papel y me limpio. Tiro de la cadena, abro la puerta y me dirijo al despacho.
Al traspasar el umbral, el ambiente cargado vuelve a invadirme: el cuarto
huele a nosotros. Con paso perezoso, camino inconscientemente hacia la silla
que había ocupado minutos antes, pero algo me detiene. Es su cara. Está
mirando fijamente a la pantalla, con el rostro inmóvil, muy serio. Me quedo
parada en medio de la sala.
 ―¿Qué te pasa?
Él no se inmuta, y tampoco me contesta. Sigue mirando la pantalla,
concentrado, los ojo s muy abiertos.
 ―¡Eh, niño!, ¿qué te pasa? Estás muy serio.
En vista de que no me contesta, avanzo unos pasos por el despacho y
me asomo a la pantalla del ordenador. Quiero ver qué es eso que le tiene tan
abstraído. ¿Y con qué me encuentro?
 ―¡Pero qué haces!, ¿estás loco? ―le digo con la boca abier ta,
echándome instintivamente hacia atrás, como alejándome de una fuente de
infección. Estaba viendo una película porno, ¡en el despacho! Yo me llevo la
mano a la boca y noto una ráfaga de calor invadiéndome el cuerpo. El corazón
se me acelera por momentos. ¿Y qué hace él? Sonríe abiertamente, borrando
de un tirón su expresión de seriedad, y me dice:
 ―¿No quer ías relajarte? Pues esta me parece una forma estupenda.
Por un segundo, no sé cómo reaccionar, sigo con la boca abierta,
bloqueada ante la escena. Aunque nunca sé si se me nota, sé perfectamente
cuándo me sucede, y en ese preciso momento sentí cómo el rubor invadía mis
mejillas. No supe dónde meterme. El corazón me batía con redobles. Decido
irme al pasillo, sofocada. Mientras me alejo, veo que él no se mueve de la silla
y sigue mir ando la película, impasible. Ya en el pasillo, trato de r espirar el aire
limpio, hacerlo penetrar dentro de mí con la esperanza de recobrar la
serenidad y "desintoxicarme" del ambiente viciado del despacho. Pero es en
vano. La escena me atrae como un imán. Además, Diego no me facilita las
cosas. Desde el pasillo, oigo que me dice:
 ―¿Quieres calmarte? No es más que un entretenimiento inofensivo.
Yo sigo acelerada, caminando arriba y abajo. Le digo:
 ―Desde luego, vaya un entretenimiento para practicarlo en mi
despacho ―le digo excitada. La acústica del pasillo hace que mi voz parezca
como salida de una cámara de resonancia.
 ―Pues yo no veo qué tiene de malo.
Sigo nerviosa, dando pasitos inquietos adelante y atrás. Desde allí, creo
escuchar lo que parecen ser jadeos, concretamente los de una mujer que
parecía estar pasándoselo «muy bien». Ese sonido me enciende, espolea mi
pulso y mi curiosidad morbosa, haciendo que me fuera aproximando cada vez
más a la puerta. A medida que me acercaba, escuchaba cada vez con más
claridad aquellos jadeos entrecortados, y mi excitación aumentaba a cada
segundo. Finalmente, en un arrebato, sin saber muy bien qué estoy haciendo,
asomo la cabeza por el umbral y veo que él sigue sin quitar el ojo de la
pantalla. Y lo que es peor aún: tiene el pantalón desabrochado y veo que se ha
sacado el pene.
Me quedo petrificada, con la boca abierta de par en par, que tapo con la
palma de mi mano. Por un segundo, no sé si darme la vuelta. La imagen me
deja sobrecogida. Le observo tocarse su miembro erecto arriba y abajo,
suavemente, el glande rojo e hinchado bien visible, como una enorme guinda
ensartada en un palo. «Qué gruesa la tiene», me sorprendo pensando. De
pronto, gira la cara y me mira fijamente. Le noto muy ruborizado, pero quiere
aparentar tranquilidad. Me pilla mirándole el miembro y me pongo roja como
un tomate. Retiro mi mirada, totalmente turbada, sin saber dónde posarla.
 ―¿Qué te pasa? ―me dice con tono impasible, sin dejar de tocarse. Yo
no sé para dónde mirar, esquivo su sexo desviando los ojos, mirando a todas
partes, con las manos temblorosas alrededor de mi boca. Vuelve a intervenir:
 ―¿Te quieres tranquilizar ? ―me dice levantando la palma de su mano
izquierda, mientras con la otra sigue acariciando su sexo.
Yo no sé qué hacer, camino adelante y atrás, inquieta, dando pequeños
saltitos, pero me resisto a salir del cuarto. Él no deja de mirarme, mis ojos
viajan por toda la estancia, las paredes, el techo. Llevo mi mano a la frente,
haciendo pantalla, pero la visión de su pene hinchado parece colarse allá
dondequiera que miro.
Él me obvia, sigue a lo suyo, y deja de prestarme atención. Gira la cara
de nuevo al monitor, y me dice:
 ―Cálmate, anda.
El ordenador sigue emitiendo fuertes jadeos. Sigo de pie, dando pasos
alrededor del cuarto, acalorada, con el cor azón bombeándome aprisa, excitada
por aquellos gemidos perturbadores. Siento unas ganas tremendas de
averiguar por qué esa mujer está disfrutando tanto. Así que rodeo la mesa y me
asomo a ver qué está ocurriendo, haciendo enormes esfuerzos por esquivar la
presencia de su pene, tan cerca de mí. Veo a una mujer morena, abierta sobre
una mesa, descalza y con las piernas alzadas. Se sujeta con una mano la falda
alrededor de la cintura, amontonada, y con la otra empuja la cabeza de un
chico, desnudo de medio arriba, que está lamiéndole la vulva. Sus pechos están
desnudos. Ella echa la cabeza hacia atrás, emitiendo gemidos entrecortados y
moviendo instintivamente su pelvis, mientras la lengua puntiaguda del chico
vibra sobre su clítoris.
Diego se da cuenta de que estoy observando la escena, boquiabierta, y,
sin mirarme ni un momento, estira el brazo y arrastra la silla vacía hacia sí,
colocándola a su lado, para que yo me siente. Yo lo hago, nerviosa como la
gelatina, y desplazo la silla hacia atrás, colocándome a diferente altura, más
retrasada que la suya. Lo hice, quizás, motivada por mi vergüenza y mi pudor,
pero enseguida me doy cuenta de que de esta forma lograba una perspectiva
perfecta para observar su maniobra con su polla, que a estas alturas estaba
completamente erecta, y de la escena tan caliente que estaba teniendo lugar en
la pantalla.
Yo no podía estar más colorada, más nerviosa y más acalorada.
Gracias a Dios, él no podía verme, así que me daba igual. Verle tocándose la
polla delante de mí sin ningún pudor y verle disfrutar de la escena
pornográfica sin prestarme la más mínima atención me puso cardíaca,
cachonda perdida. Comencé a sentir un cosquilleo en mi entrepierna, notaba
cómo se me humedecía por momentos. Empecé a presionar mis muslos entre
sí, buscando ese roce y activando los músculos de mi vagina.
Haciendo el menor ruido posible, comencé a acariciarme un pecho
sobre la camisa. Notaba cómo el pezón empezaba a erizarse. Llevé mi otra
mano a mi entrepierna y comencé a frotarme por encima de la falda,
conteniendo mis ganas de subírmela y acceder a mi sexo.
Pronto me noté tan excitada, que en un acto de valentía o de
inconsciencia ―porque en estas ocasiones debo confesar que se me nubla el
entendimiento y no sé muy bien lo que hago―, me levanté la camisa, evitando
hacer cualquier ruido que le hiciera sospechar, y empecé a tocarme los
pezones sobre el sujetador de encaje, haciendo brincar mis ojos desde el
ordenador hasta su polla y desde su polla al ordenador, excitada como una
mona. Pero enseguida el contacto áspero del sujetador me resultó molesto y
me lo subí también, despacio, sin hacer ningún ruido que pudiera invitarle a
mirar, y dejé mis senos al descubierto. Me ardían las mejillas. No podía creer
lo que estaba haciendo. El temor de que él girara la cabeza me hacía temblar,
pero al mismo tiempo me ponía como una moto. No podría soportar que me
viera de esa guisa, con los pechos desnudos, dejándome llevar de esa manera,
sin ningún control sobre mi deseo. «Si me mira, me muero», pensaba para mí,
aunque en el fondo deseaba que lo hiciera.
Comencé a acariciarme los pechos y a pellizcarme los pezones con los
dedos. Estaba cada vez más cachonda, y rezaba para que no volviera la cabeza
y me viera así, tan «desordenada», como habría dicho mi madre. Pero no
podía parar de tocarme, y, a medida que lo hacía, iba necesitando cada vez
más. Confiada y un tanto tranquila de que él siguiera a lo suyo, me incorporé
un poco para subirme la falda y poder acceder a mi entrepierna. Pero justo en
ese momento él gira la cabeza y a mí se me sacude todo el cuerpo. Allí estaba
yo, tratando de subirme la falda, con la camisa y el sujetador recogidos hasta
el cuello, los pechos colgándome desnudos, y él observando todo el cuadro.
Para más inri, me dice impasible, con una ligera sonrisa en la cara:
 ―¿Qué haces?
Yo me quedo de piedra, ridícula en aquella postura y con aquella pinta,
roja como una granada, y no se me ocurr e otra cosa que decir:
 ―Lo mismo que tú ―y me siento muy despacio, continuando con mi
propósito, que era remangarme la falda para tener libre acceso a mi sexo. Él
me observa hacerlo, echando una ojeada tranquila a mis bragas expuestas y me
dice:
 ―Pues me parece muy bien.
Él gir a su cabeza, se concentra de nuevo en la pantalla del ordenador y
los dos continuamos tocándonos: él, su miembro enhiesto y yo, mi vulva
húmeda sobre la tela de la ropa interior. Mis mejillas debían estar del color
del ketchup, pero ya no me importaba. ¿Acaso podían "empeorar" más las
cosas? Así que metí mi mano por debajo de las bragas y comencé a tocarme el
sexo. Lo tenía empapado, y, para mi mayor vergüenza, comenzaba a notar mi
propio olor flotando en el aire. «Dios mío, ¿lo notará él también?», pensaba.
«Estás loca, Pilar», seguía diciéndome sin parar de tocarme.
Yo estaba cada vez más cachonda. Después de unos minutos, algo se
apodera de mí de nuevo y me veo arrastrando mi silla hacia delante,
colocándome a su altura. Lanzo el brazo hacia su entrepierna, le agarro la
polla y hago que retire la suya, cosa que él hace encantado, dejándola apoyada
sobre su muslo mientras yo lo manipulo. Se la sujeto con el puño y siento el
calor que desprende, su grosor, su dureza: ¡qué dura la tenía! Tengo el cuerpo
electrizado de excitación. No puedo dejar de tocarme el sexo y los pechos
mientras se la acaricio despacio, arriba y abajo, manchándome el borde de la
mano con las lágr imas que brotan por la punta brillante.
Casi de inmediato, él desliza su mano izquierda sobre mi muslo
desnudo y me busca la raja, que yo le ofrezco abriendo un poco las piernas.
Enseguida alcanza su objetivo y yo empiezo a notar sus dedos acariciarme
sobre la tela húmeda. Entonces acudo en su ayuda y, con mi mano izquierda,
retiro las bragas hacia un lado y se la ofrezco desnuda. La excitación me hace
temblar. Él comienza a tocarme, primero acariciando abajo y arriba,
suavemente, con la palma de la mano, y luego presionando sobre el clítoris,
haciendo cír culos, y metiendo poco a poco sus dedos en mi cavidad. Yo cierr o
los ojos por el placer que me produce, sorprendida y avergonzada al mismo
tiempo por tener tan poco control sobre mí, entregada, sin creerme lo que está
sucediendo.
Sus dedos se introducen cada vez más en mi interior, al tiempo que me
roza el clítoris con la palma de la mano. Me encanta ese roce. Yo no puedo
dejar de pajearle. Me encanta sentir su grosor y su dureza. Le miro a ratos la
cara y le veo cerrar los ojos, deseoso de que yo siga tocándole, lo cual me
excita todavía más. Los jadeos y los gemidos procedentes de la pantalla
comenzaban a mezclarse con nuestras respiraciones, cada vez más agitadas.
Aunque trato de controlarme, mi pelvis se agita ante el contacto habilidoso de
sus dedos. No me reconozco, ahí abierta sobre la silla, ofreciéndole mi sexo,
con mis pechos por fuera del sujetador y haciéndole una paja mientras vemos
una escena porno.
De pronto, a causa de las sacudidas de mi mano, su pelvis comienza a
moverse más y más aprisa, como si estuviera penetrando una vagina. Los
movimientos de mi brazo se acompasaban con los suyos, y, más que tocarle yo
a él, se diría que él me penetra la mano. Los primeros chorros de semen
comienzan a brotar, salpicando el borde de la mesa. Luego, el líquido perlado,
espeso y caliente, empieza a derramarse sobre mi puño, que, como yo no
dejara de moverlo por todo lo largo de su grueso mástil, comenzaba a hacer
ruidos de chapoteo, como si se deslizara sobre un lubricante. Cuando terminó
de correrse, retiré mi mano de su polla con cuidado, tratando de retener su
corrida sin mancharle la ropa en lo posible.
Sostuve mi mano en el aire, indecisa, sin saber qué hacer, porque él
continuaba tocándome el sexo. Sus dedos, completamente húmedos de mi
flujo, seguían acariciándome el clítoris y penetrándome la vagina, que ya
comenzaba también a chapotear. Lo hacía de maravilla. Realmente habría
deseado tener su polla dentro. Aturdida de nuevo por el placer, mi pelvis
comenzó a entregarse a sus caricias obscenas moviéndose autónomamente,
mientras yo me dedicaba, olvidada ya de todo, a acariciarme los senos y a
pellizcarme los pezones, manchándolos del semen que había quedado adherido
a mi mano. Sin yo darme cuenta, mis piernas se habían ido abriendo poco a
poco por sus tocamientos, hasta que finalmente, ofrecida como estaba, me
entregué a un brutal orgasmo que me dejó exhausta durante unos instantes.
Mientras recupero el aliento, le veo a él, con el rabillo del ojo, sacar
varias toallitas de una caja que tiene a su alcance y limpiarse el miembro. Me
gusta ver su cara de tranquilidad, su impasividad. Luego, seca el chorro de
semen que se extendía sobre la mesa, con parsimonia, saca tres toallitas más de
la caja, me mira fijamente a los ojos, sonriendo, y me las ofrece. Su mirada
fue como un bálsamo. Yo le sonrío a mi vez y siento que mi cuerpo se
destensa, me relajo, y comienzo a secarme el sexo y los pechos, que brillaban
en algunas zonas, manchados aún de su semen.
El ordenador seguía emitiendo sonidos, pero ahora nos llegaban
amortiguados, como una sintonía molesta que ha perdido todo el interés. Me
recompuse las bragas, me bajé la falda, me bajé el sujetador y la camisa y me
puse de pie. Las piernas me temblaban ligeramente. Me dirijo despacio hacia el
baño sin decir una palabra.
Ya dentro de él, con la puerta cerrada, me echo las manos a la boca,
desconcertada, y las retiro enseguida, pues me llegan de inmediato todo tipo de
olores, tanto suyos como míos. No doy crédito a lo que acabar de suceder. Me
aseo despacio en un estado de conmoción, a ratos mordiéndome los labios y a
ratos sonriendo maliciosamente. Me asaltan mil imágenes, una tras otra.
Durante el tiempo que estoy acicalándome, sólo me preocupa una cosa: si seré
capaz de salir del baño y de mirarle de nuevo a la cara sin morirme de la
vergüenza. El corazón volvía a latirme con fuerza. Estaba de nuevo excitada y
nerviosa, todo a la vez.
11
Entrega a domicilio
 ―¿Freddy? ―dije casi gr itando, con el móvil pegado a una or eja y
con la palma de mi mano cubriendo la otra. Le hablaba mientras andaba por la
acera, esquivando a la gente, camino de una cafetería.― ¡Fred!, ¿me oyes?
 ―Te oigo, te oigo. ¿Qué pasa, Leo, qué cuentas?
 ―¿Dónde estás? ―contesto―, me llega mi voz rebotada.
 ―Estoy en el coche, con los cristales cerrados y el aire acondicionado
a toda mecha. Voy de camino a los juzgados. Me demandaron.
 ―¿Que te qué?, ¿quién?
Fred y yo ―su nombre era Alfredo, pero le llamábamos Fred, o
Freddy, aunque se arriesgaba a que de vez en cuando alguno añadiera lo de
Krugger― éramos propietarios de sendas sucursales de una empresa de
muebles de cocina, de una franquicia alemana. A menudo teníamos que lidiar
con algún que otro cliente tocapelotas. Aunque podía tratarse de cualquier otra
cosa, oírle mencionar lo de la demanda hacía que sonara una campana en mi
cabeza.
 ―Una vieja psicópata ―contesta.
 ―¿En serio? No digas más: una cliente.
 ―Como si la estuvier as viendo, ¿no?
 ―Y tanto; hace año y medio me tocó a mí, acuérdate. ¿Y qué le has
hecho? ―pregunto.
 ―Yo no le he hecho nada, Leo ―yo era Leo; me negaba rotundamente
a que me llamaran Leocadio―, sólo que hay una diferencia de un milímetro en
la alineación de las puertas de los armarios, ¿me estás oyendo? La mujer sacó
un metro delante del chico montador, de Emilio, tú le conoces, que es un
auténtico crack , y le mostró que había diferencias de un milímetro entre una
puertas y otras.
 ―No te creo. ¿Te lleva a juicio por eso?
 ―No hubo maner a de hacerla entrar en razón, Leo. Emilio estaba
desquiciado, conteniéndose para no cargarse a la vieja. Tuvo que ir varias
veces a su casa y ajustar las bisagras, porque seguía poniendo pegas.
Imagínatelo con el metro en la mano, calculando milímetro arriba y milímetro
abajo. Era ridículo.
Yo me había puesto la mano en la boca para que no me oyera reír. A
veces se daban situaciones de lo más rocambolescas con los clientes. El modo
que tenía Fred de contarlo no tenía desperdicio.
 ―¿Y esa señora no tiene nada mejor que hacer que perseguir a Emilio
con un metro?
 ―Exacto, nada. Es abogada; bueno, lo era, y está jubilada,
¿comprendes? Se aburre tanto que ahora se dedica a desparramar su talento
como magistrada demandando a mi empresa porque los muebles de la puta
cocina tienen un desajuste de un milímetro.
 ―Bueno, bueno, cálmate, Fred, y mira la carretera. A ver si al final vas
a ir a juicio por darte una hostia contra una farola. Además, esa mujer va a
hacer el ridículo.
 ―Eso no lo dudes. Pero me jode, como tú comprenderás. Nuestro
trabajo y el de Emilio han sido impecables. Jodida perturbada... Bueno,
perdona, tío. ¿Por qué me llamas?
 ―Pues... ¿estás solo en el coche?
 ―Solo, sí, ¿por?
 ―Por que voy a soltarte una gilipollez.
Yo le contaba todo a Fred. Era un tipo de lo más leal, por lo menos
para mí, y aunque pudiera parecer que era un bocazas, por su desparpajo en la
manera de hablar, era realmente una persona de confianza, muy mesurada.
 ―Suéltalo. En cuanto termines lo tuiteo ―me dice.
 ―Me he enamorado.
Se hizo el silencio. Bueno, no el silencio, quiero decir que pasó el
tiempo, por que yo seguía esquivando gente, oyendo cláxones a mi alr ededor y
también un compresor de aire apostado en la acera, en los alrededores de una
obra.
 ―Repíteme eso ―dice po r fin.
Su suspicacia tenía su razón de ser, y una razón de peso. Yo había
pillado, hacía algo más de seis meses, a mi novia en la cama con otro hombre.
Freddy y yo solíamos acudir a exposiciones de muebles y de mejoras
tecnológicas relacionadas con este mercado en algunos países centroeuropeos.
Estábamos fuera uno o dos días, a lo sumo. En esta ocasión, tuve que volver
desde el aeropuerto a mi casa a velocidad del rayo para coger una
documentación que me había dejado atrás. A mi apartamento se podía acceder
desde el garaje, por una escalera interior. Cuando vi un coche desconocido en
mi plaza, no caí realmente en la cuenta, pero algo empezaba a cocerse en mi
interior.
A los tortolitos no les dio tiempo de nada, ni a ponerse la ropa interior.
Yo me quedé helado, con los ojos como platos. Oía la voz de ella,
entrecortada, tratando de dar una explicación, ¡una explicación!, pero yo no
oía nada, ni pude decir nada. Se me cayó el alma a los pies. Me dirigí como un
autómata al cuarto que hacía las veces de despacho y cogí los papeles que
necesitaba. Al regr esar por el pasillo, me la encuentro apoyada en el umbral de
mi dormitorio, envuelta aún en las sábanas, con el semblante más serio y
compungido que le había visto nunca, mirando al suelo. Me salió un hilo de
voz, pero más afilado que un cuchillo:
 ―Voy a estar fuera hasta el lunes por la tarde. Cuando vuelva, no
quiero ver nada tuyo aquí ―le dije clavándole la mirada, sin pestañear, y sin
apenas sangre en la cara, pálido como un folio .
Antes de marcharme, eché un rápido vistazo al interior de la alcoba.
Un hombre se subía los pantalones con cierta torpeza, el torso aún desnudo.
No me considero un hombre demasiado temperamental, pero sé que en
ocasiones la ira puede hacer que te conviertas en un energúmeno. Esta vez no
iba a ser así: aquel hombre que se vestía con torpeza, visiblemente martirizado
por encontrar se en aquella situación, era un auténtico armario ropero.
Conduje hasta el aeropuerto sin saber muy bien cómo, porque mi
cabeza estaba en otra parte. «Hostias, ¿qué te pasa?», me dijo Fred en cuanto
llegué a su altura, en la sala en embarque. Se lo expliqué todo. Desde ese día,
me declaré enemigo acérrimo del sexo femenino. Podía comprender
perfectamente su reacción mientras conducía de camino a los juzgados.
 ―Hace dos meses que nos vemos ―le digo―. No te cabrees, Fred,
pero no quise decirte nada, porque te conozco. Pero ya no puedo mantener más
el secreto. Se viene a vivir conmigo en dos semanas.
Silencio, vuelve a pasar un ángel. Después de unos segundos, por fin
reacciona:
 ―Leo, ¿qué coño haces? ―me dice en un tono de lo más áspero. Su
enojo estaba tomando las riendas. Sabía por todo lo que yo había pasado, lo
que me costó sobreponerme a aquel palo. Le preocupaba que me metiera en
otro berenjenal. Dejé pasar unos instantes más, continuando con el
dramatismo, hasta que por fin me apiadé de él.
 ―¡Que es broma, hombre! ¿Pero tú estás loco? ―exploto en una
carcajada―. ¡Ni de puta coña meto yo al enemigo de nuevo en mi casa!
 ―Mira que er es capullo... ―dice.
 ―Es broma, respir a tranquilo. Me he echado un ligue, nada más, pero
la historia te va a encantar, no te la vas a creer.
 ―Ya será menos, ¿no?
 ―¿Eso crees? ―le digo haciéndome el interesante. Y a continuación,
le suelto―: Está casada, y su marido me la trae cuando quiero estar con ella.
Nueva pausa. Tras unos segundos, vuelve a reaccionar:
 ―Leo, no sé si es que acabo de pasar por una zona de poca cobertura o
qué, pero dentro de mi coche te he oído decir que su marido te la trae para que
esté contigo ―me dice, sabiendo que ha escuchado perfectamente.
 ―La cobertura es impecable, Fred. Y no sólo me la trae, he tenido que
saludarle.
Otra pausa, creo que más larga que la anterior.
 ―Tenías razón, me está encantando la histor ia. La madr e que me parió.
Explícame eso que acabas de decir. ¿Dices que saludaste a su marido cuando
«te la trajo»?
 ―Es que es muy fuerte, Fred. Pero, oye, el jueves te veo, ¿no? Te lo
cuento el jueves, ¿te parece?
 ―Joder, me dejas con la miel en los labios, pero vale, mejor, porque
entre la alienada de mi cliente, que me tiene hablando solo, y ahora la historia
de tu ligue me voy a terminar empotrando contra un semáforo ―me dice―.
Por cierto, esta vez me vendrá de miedo vapulearte. Con alguien tendré que
descargar la ira acumulada por culpa de la letrada psicópata, ¿no?
Dos veces en semana íbamos a un polideportivo para echar un partido
de frontón. Aunque, más que «echar un partido» debería decir «hacer
de sparring», porque me daba unas tundas espectaculares. Fred era un auténtico
martillo pilón.
 ―Ok, nos vemos a las seis, como siempre ―concluyo.
 ―Venga, hasta el jueves. Deséame suerte.
 ―No te hace falta. Esa mujer va a hacer el ridículo, y los jueces se van
a cagar en ella por hacerles perder el tiempo con gilipolleces.
 ―Amén, Casanova.
Y el jueves se lo conté todo. La había conocido por internet. Vivía en
un barrio de Vicálvaro ―yo era de Torrejón de Ardoz, a unos 25 minutos de
su casa―. A decir verdad, yo seguía muy resentido con las mujeres. Había
entrado en internet simplemente para echar el rato y ver si podía buscarme
algún ligue, nada de compromisos. La sola idea de implicarme
emocionalmente con una chica me producía urticaria. De modo que entré en
contacto con Alicia, que así se llamaba. Empezamos a charlar un rato cada
noche. Me ponía el portátil en la falda, sentado en la chaise-longue de mi salón,
ponía la tele, abría el paquete de doritos, llenaba un pequeño bol con salsa
barbacoa, y nos pasábamos el rato contándonos tonterías o comentando las
evoluciones del desquiciado de Víctor Sandoval en Supervivientes.
Reconozco que en un principio lo único que yo quería era ligármela y
tener sexo con ella, pero la chica me pareció muy simpática. Hablaba
muchísimo. Sin darme cuenta, me vi abriendo el ordenador por las noches
excitado por la idea de pasar un rato charlando. No es que se me diera
especialmente mal vivir solo, apenas habían pasado siete meses desde que
sucedió aquello con la zorra de Raquel y con el armario empotrado que se
revolcó con ella en mi cama, pero ya me iba apeteciendo tener algo de
compañía.
Cuál fue mi sorpresa cuando me dijo que estaba casada y que además
tenía una niña. Conversábamos a través de un chat:
 ―Pero... ¿estás separada, entonces?
 ―No, no, estamos juntos ―me dice divertida, encantada de verme
sorprendido.
 ―Pues no acabo de entenderlo. ¿Y qué haces entonces hablando
conmigo? ―le pregunté yo, más excitado que otra cosa ante la idea de tener un
rollo con una chica casada. Esta súbita barrera emocional que se establecía
entre ella y yo me permitía relajarme todavía más. Era un punto a su favor y
otro más en el mío, pues yo padecía de misoginia transitoria.
 ―Puedo hablar con quien yo quiera, no pasa nada.
Yo estaba desconcertado. En mi mente, trataba de organizar este puzle
llamado Alicia y su familia.
 ―¿Con quien «tú quieras»? ―volví a preguntar, entrecomillando las
palabras.
 ―Sí ―me dice uniendo la sílaba con un emoticono sonriente. Ella
estaba encantada contándomelo.
 ―¿Él está ahora en casa?
 ―Claro, está aquí, en el salón.
Ella debía estar disfrutando de lo lindo, porque yo no entendía nada.
 ―Pero... ¿está ahí, contigo? ¿Sabe que hablas conmigo ahora?
 ―Que sí, no pasa nada, puedo tener mis amigos ―me vuelve a r epetir.
No supe, en ese momento, si esa palabra, "amigos", en masculino, se refería
sólo a chicos.
Ok, de acuerdo ―pensé―, se trata de una pareja liberal que vive su
sexualidad abiertamente. Ella puede charlar con quien quiera y él, otro tanto de
lo mismo.
 ―Ya veo... ―le digo―. Sois una pareja abierta, ¿no?
 ―No exactamente ―me escribe―. Es una historia un poco larga de
contar.
 ―Soy todo ojos ―tecleo.
Por lo visto, su marido le planteó en su momento que le gustaría verla
teniendo sexo con otro hombre. La revelación la cogió totalmente de sorpresa.
No fue algo que esperara, ni mucho menos. Él llevaba teniendo esa fantasía
desde hacía mucho tiempo, y no sabía cómo planteárselo. Su primera r eacción,
la de ella, fue un "no" rotundo. Es más, fue un drama. «Pero, ¿es que entonces
no me quiere?», fue lo primer o que le vino a la cabeza.
Pero él continuaba fantaseando a diario con la idea. Ella, con el tiempo,
no tuvo más remedio que ceder, pues él le seguía insistiendo. A partir de ese
día, él inició la búsqueda de un "candidato". Se metía en páginas de contactos,
en chats y foros relacionados con esta temática, y mantenía conversaciones
con algunos chicos. No era nada fácil, en la red hay mucho pervertido, y el
perfil que ellos necesitaban no abundaba en absoluto. Cuando el marido
encontraba a alguien que parecía encajar con sus preferencias, intervenía
Alicia. Ella, a regañadientes, charlaba con el posible candidato y averiguaba la
impresión que le transmitía.
La empresa no parecía llevar a ninguna parte, porque Alicia se limitaba
a charlar con los chicos, eternizando las conversaciones, y no terminaba de
"aceptar" a ninguno. Pero a su marido se le agotaba la paciencia, así que ella
debió acotar un poco su nivel de exigencia. La primera vez, se decidieron por
un profesor de instituto que parecía muy educado y que la hacía sentir muy
cómoda. Pero antes de concertar la deseada "cita", necesitaban pasar por un
trámite previo, y era reunirse los tres en un ambiente distendido, cara a cara,
para comprobar si se daba el buen feeling. Alicia me lo explicó otra noche a
través del chat:
 ―Solemos quedar en un bar de copas, o una terraza. La primera vez,
con aquel profesor, yo estaba muy nerviosa. Una cosa era hablar con esos
chicos a través de internet o por whatsapp, y otra muy distinta era tenerlos
delante de mí y de mi marido, sobre todo teniendo en cuenta cuál era el
objetivo de nuestra reunión.
Yo leía perplejo, y no puedo negar que la situación me producía un
morbo del carajo.
 ―Sigue, te leo ―le decía yo, excitado como una moto.
 ―Pues eso, charlábamos durante un rato, tomando unas copas. Mi
marido es una persona muy agradable, ¿sabes?, muy tolerante. Pero es más
reservado que yo. Yo hablo mucho más que él, pero necesito sentirme cómoda.
Con este chico, el profesor, hablé durante semanas, primero por chat y luego
por whatsapp. Cuando siento que son mis "amigos", por decirlo de algún
modo, puedo dejarme llevar. Es como que me siento más cómoda de esa
manera. Es lo único que le exijo a mi marido, y ha tenido que respetarlo. Si me
presiona, me bloqueo ―me dice. Había tomado carrerilla―. Y así fue como
tuvimos nuestra primera experiencia con este chico. Yo estaba muy nerviosa,
como te digo, pero, por suerte, pudimos romper el hielo y comencé a hablar. Y
al final, ¡la única que hablaba era yo! Mi marido se había quedado casi al
margen, ¿sabes? Éramos como dos amigos charlando y un tercero que nos
observaba. Ahora que lo pienso, es la misma situación que cuando tenemos
sexo: nosotros interactuamos y él nos mira. Aunque yo a veces le invito a que
participe, ¿sabes?
Pues no, no lo sabía. Si ella hubiese estado a mi lado contándome todo
aquello, habría visto que la boca me llegaba al suelo y que las babas habrían
hecho un pequeño charquito a mis pies. Menudo morbazo. Ella seguía
contándome:
 ―Se portó genial conmigo, era un chico muy educado.
 ―¿Era? ―le apunto―. ¿Ya no le has vuelto a ver?
 ―Hace meses que no. Hemos tenido dos "encuentros", pero ya sabes, a
mí me cuesta mucho. No te lo he dicho, pero para mí fue muy traumático.
Ahora te lo estoy contando con mucha naturalidad, pero fue muy doloroso
para mí. Lloré mucho, ¿sabes? No lo entendía, seguía pensando que no me
quería. Y hasta que accedí a este primer encuentro lo pasé fatal. No puedo decir
que mi marido me forzara, pero yo me sentí casi obligada. Insistía tanto que al
final cedí, pero me sentía muy martirizada.
 ―Qué fuerte ―escribí, por decir le algo, pero yo apenas po día creer lo
que me contaba―. ¿Cómo es que seguía insistiéndote viéndote pasarlo tan
mal? Se me hace difícil asimilarlo.
 ―No lo sé, debe ser una obsesión que tiene. Nunca fue exigente
conmigo, ¿eh?, quiero decir, nunca se enfadó o me amenazó ni nada parecido.
Trató siempre de mostrarse comprensivo, paciente, pero no dejaba de
proponérmelo. Supongo que es algo que le excita tanto que no puede evitarlo.
 ―Comprendo ―le digo―. Bueno, continúa. Dices que era muy
educado.
 ―Sí, sí, me hizo sentir a las mil maravillas. Era muy detallista.
Quedamos en su casa, y había preparado las cosas para que fuera todo muy
agradable. En el dormitorio donde, supuestamente, iba a tomarme a mí ―lo
escribió tal cual, "tomarme"; yo la leía con una erección de campeonato―,
había colocado velas y había puesto algunos ramos de flores fr escas. Todo fue
muy "suave". Tuvimos primero una pequeña charla distendida, los tres,
tomando un refresco, y luego ya... ocurrió.
 ―Ya... ―le digo. Yo en este punto me estoy comiendo las uñas, y había
comenzado a tocarme la entrepierna mientras me lo contaba. No se lo dije, por
supuesto. Yo la instaba a que continuara―: ¿Y cómo empezasteis? Quiero
decir, ¿cómo hicisteis para dar paso al... sexo?
 ―Fue allí mismo, en el salón. Como te digo, la escena sexual es como
una continuación de la charla. Mi marido va participando cada vez menos hasta
que termina guardando silencio y se limita a observar. El chico llevaba la
iniciativa. Yo me dejé llevar. De modo que él empezó con las caricias, allí
mismo, en el sofá, luego los besos, etc., hasta que me llevó al dormitorio,
donde estaba todo acondicionado como te dije.
Yo trago saliva. Con mi miembro en la mano, pienso que Megan
Maxwell no habría encontrado un argumento con esta potencia morbosa ni
proponiéndoselo. A medida que la oía, iba aflorando en mí el pervertido
sexual:
 ―Y tu marido... ¿se masturba mientras les observa?
 ―Él es muy cuidadoso, se mantiene al mar gen. Yo casi logr o
olvidarme de él, ¿sabes? De hecho, es así cuando mejor van las cosas. Pero sí,
él se masturba. Y en alguna ocasión le hago una señal para que se acerque,
para que participe. Pero bueno, esto es más bien una cosa mía. A él lo que le
excita es mirar cómo me poseen.
Tuve que limpiarme muy rápido los dedos para poder seguir tecleando
sin que sospechara nada. Me había corrido y me había pringado todo de semen.
 ―Ya veo ―logr é escribir, recomponiéndome rápidamente―. Pues
vaya con la historia, ni en mis mejores fantasías. Oye, tiene un morbo
tremendo, lo sabes, ¿no?
 ―Claro que lo sé. En cier ta maner a, yo me he acostumbrado. Sigo
haciéndolo a regañadientes, pero cuando ya estoy metida en situación, puedo
disfrutar de ese morbo.
 ―Pues menos mal que es así. Me resulta difícil imaginarte en esas
situaciones si no disfrutaras lo más mínimo. Sería una tortura, ¿no?
 ―Supongo que sí. Por eso yo no quedo con nadie hasta que siento que
es como un amigo más, hasta que me siento muy cómoda.
 ―Ajá, creo que voy entendiendo ―le escribo.
Fred me miraba perplejo, apoyado en la pared y con la raqueta debajo
del sobaco. El sudor se le había secado casi por completo de la cara. Yo había
empezado a contarle la historia entre raquetazo y raquetazo, pero le tenía tan
sorprendido que no daba una. Decidió parar un momento y apoyarse en la
pared para prestarme toda la atención. Cuando hube terminado, me quedé
mirándolo a la cara sin decir una palabra. En vista de que él no r eaccionaba, y
de que la expresión de pasmo parecía que ya no iba a abandonarle nunca más,
le digo:
 ―Ya está, eso es todo .
Seguía callado, con la mano sujetándose la barbilla. Por fin, abre la
boca:
 ―¿Y te parece poco? No me lo puedo creer...
 ―Yo estaba igual que tú, tío. No podía creer lo que me estaba
contando.
 ―Hay gente par a todo ―me dice abstraído, negando con la cabeza.
 ―Desde luego.
Se despega de la pared, da unos pasos como un autómata, mirando
hacia el suelo, rascándose la barbilla con una mano, se detiene, gira la cabeza
y me dice:
 ―¿Y qué hostias fue eso que me dijiste sobre que tuviste que saludar a
su marido cuando «te la trajo»?, ¿es que tiene complejo de cigüeña?
 ―Pues exactamente eso, que «me la trajo». Yo les estaba esperando en
la acera y ellos se acercaron en su coche. Tuve que acercarme a la ventanilla,
saludar a su marido, que me tendió la mano, muy amable, e intercambiar unas
pocas palabras con él, porque había traído a su mujer para que pudiera pasar
una relajada velada conmigo .
El rostro de Freddy volvía a tomar el aspecto de la cera, y su boca
corría serio peligro de acoger a más de una mosca. Yo volví a tomar la
palabra:
 ―Ella tiene carné, y conduce, pero lo hace muy poco. Dice que le da
miedo. Es como un pajarillo indefenso, ya te lo contaré. Su marido la lleva y la
trae la mayoría de las veces, a todas partes. Sólo que en estos casos, aparte de
por las mismas r azones, también lo hace por el morbo. Le excita la idea de ver
al hombre que va a estar con ella, de "entregársela". Es algo muy perverso.
 ―¡Me cago en la hostia! ―me dice sacudiendo los brazos―. Joder, es
para mear y no echar gota, ¡menudo cachondeo! Por cierto, ¿cómo es ella?
 ―me pregunta. Su curiosidad empezaba a ser también morbosa. Le conté lo
que sabía.
Por lo que me había contado hasta ahora, ella trabajaba en una pequeña
editorial haciendo tareas de maquetación y alguna que otra corrección de los
manuscritos. Era filóloga en hispánicas. Antes de vernos la primera vez, ya
nos habíamos enviado algunas fotos. Me sorprendió mucho su físico, parecía
un juguete. Tenía 37 años, pero con cuerpo de niña: medía 1'52 y era
relativamente delgada, pero con unas formas redondeadas que me encantaban.
¿Que si nos enviamos fotos desnudos? Pues sí, algunas. Tenía el pecho
pequeño y firme, y un trasero que me puso los dientes largos de inmediato.
Llevaba el pelo algo más abajo de los hombros, ondulado, color castaño
oscuro y cortado de manera escalonada. Tenía los ojos de un verde muy claro,
tirando a limón a medio madurar. Tremendos. Era de piel blanca, salpicada por
algunas pecas y lunares aquí y allí. Tenía uno justamente en el cuello, al lado
de la garganta, que pensé que yo debía morder tarde o temprano: resultaba de
lo más sexi.
En resumen: me había entrado por los ojos como un disparo. Y, por lo
que me contaba, yo también le gusté, aunque ella no se prodigaba mucho en
este tipo de cosas. Su principal objetivo era siempre congeniar con el chico al
que conocía, sentirse cómoda con él, entablar "amistad".
Verla en vivo confirmó mis expectativas con creces: era un juguete de
carne y hueso. De su cuerpo emanaba una cierta fragilidad que despertaba en
mí, y seguramente en cualquier hombre, la necesidad de protegerla. No sólo
por las dimensiones meramente físicas, sino por su personalidad: te daba la
sensación de que tenías que cuidarla. También hacía que aflorase en mí los
deseos más lujuriosos, todo hay que decirlo: me daban ganas de comérmela,
literalmente. Era como un helado de vainilla doble, regado con ralladuras de
chocolate y tofe. (Sus pecas y lunares debían estar colándose furtivamente en la
evocación de esta imagen.)
Fred quería seguir indagando. Desistimos finalmente de jugar el
partido de frontón que habíamos empezado y nos sentamos en lo s escalones de
la grada. Nuestros pantalones cortos, sudados, dejaron una marca oscura en el
cemento. Me dice:
 ―Bueno, Leo, y ahora al gr ano: ¿qué es lo pretendes hacer con ella?
A mí me salió una sonrisa maliciosa. Era una pregunta obligada.
 ―Fred, no voy a engañarte: me pone muchísimo, y creo que me pone
todavía más por el morbo que me produce todo esto. Pero, aunque no fuera
así, ella me gusta. Es una chica muy simpática, en serio. Y además está muy
buena ―le digo levantando las cejas y enseñándole mi dentadura. Sólo faltaba
que asomaran dos colmillos afilados y un hilillo de sangre corriéndome por la
barbilla.
 ―Pues nada, yo no veo el pr oblema. Desde luego no vas a tener líos de
tipo emocional ―me dice guiñándome el ojo.
 ―¡Cero patatero! ¿A que es perfecto? ―le digo echándole el brazo
sobre el hombro y zarandeándolo.
 ―Menudo crápula estás hecho ―me dice dándome con las cuerdas de
su raqueta en la rodilla―. Por cierto, ¿cuántas veces has quedado con ella?
¿Qué han hecho hasta ahora?
Se lo conté. Sólo habíamos quedado tres veces, y no había «pasado
nada» hasta el momento. Sólo quedábamos para tomar algo, para seguir
charlando. La mayor parte de las veces yo le seguía preguntando acerca de su
acuerdo con su mar ido, me generaba mucha curiosidad todo ese asunto.
En la última cita, me contó que las cosas habían tomado un camino
inesperado para ella. Aunque su marido le seguía proponiendo que charlara
con tal o cual chico, por que le había parecido simpático, ella había tomado por
su cuenta el hábito de conversar con los que ya conocía y que la hacían sentir
bien, aparte de entrar por su cuenta en otros foros y salas de chat ―que fue
precisamente como me conoció a mí―. Él podía estar viendo la tele, por la
noche, y ella dedicarse a conversar con "sus amigos". A mí me estaba dando la
impresión de que era una chica con bastante falta de afecto. Creo que Fred
empezaba a verlo como yo. Me dice:
 ―Me parece a mí que el pajar illo siente un poco de frío en su nido.
 ―Yo juraría que sí ―le digo.
Le conté que la última vez que nos vimos, nos fuimos la tarde de un
sábado al Parque del Retiro. Yo seguía pensando en ella sexualmente, aunque
no todo el tiempo. Me excitaba mucho su físico, pero también me sentía muy
cómodo con ella. Por decirlo de alguna manera, nuestros encuentros eran una
extensión de nuestras charlas a través del chat. Sin embargo, esa tarde,
paseando por el parque, hubo una nueva conexión que no se había dado hasta
ese momento. Mientras charlábamos bajo la arboleda que circundaba el
Palacio de Cristal, nos sorprendimos caminando uno junto al otro, yo con mi
brazo sobre su hombro, acariciando de vez en cuando su cuello y su mejilla
con la yema de mis dedos, y ella sujetándome por la cintura. Las risas y las
bromas se amortiguaron un poco, y emergió, por lo menos en mí, esa especie
de cosquilleo que surge con el r oce de la chica que nos interesa: me sentía muy
excitado.
Traté de hacer comprender a mi amigo el clima o la complicidad que
se había creado entre los dos. No sé si era por esa sensación de fragilidad que
me transmitía, o sencillamente por su forma de ser, pero rememorando ese día
pensé que parecíamos dos adolescentes. En cierto momento de nuestro paseo
 ―le contaba yo a Fred―, surgió el tema de qué película escoger para pasar
una tarde en mi casa:
 ―Bueno, ¿qué me dices? ―le pregunto mientras caminamos cogidos
de la mano, balanceando los brazos―. Podemos ver algo relajante, no sé,
alguna de Tarantino o de Scorsese ―le digo sin lograr retener la risa. Ella
suelta una carcajada y me contesta con su vocecilla:
 ―Vale, por mí muy bien. Nada mejor para relajarse que una del
psicópata de Tarantino ―añade riéndose, achinando los ojos. Hablaba con una
vocecita cantarina, como de niña, que me resultaba de lo más curiosa―. ¿Qué
te parecería Django? Me han dicho que hay una escena en un salón en la que la
sangre brota de los cuerpos tiroteados como si fueran globos que van
reventando uno a uno.
 ―¡La he visto! ―le digo haciendo que se detenga, mirándola de
frente―, y esa escena es un disparate, es exactamente como dices. ¿Tú la has
visto?
 ―No, ni pienso verla ―me contesta―. No sopor to las películas
violentas ni de terr or ―añade arrugando en rostro―. Yo había pensado en una
que ya he visto, pero que no me importaría ver de nuevo, me encanta. Creo que
te podría gustar.
A mí se me encendió la bombilla roja de inmediato: me iba a proponer
una romántica.
 ―Me temo lo peor ―le digo―: dispar a, pero no seas demasiado
cruel.
 ―Que no seas tonto. ¿Te gusta Anne Hathaway?
 ―Como actriz, sí. Físicamente, no tanto. Tiene las facciones
excesivamente grandes, ¿no te parece?
 ―A mí me parece guapísima. Bueno, pues es la protagonista. La
película se titula Amor y otras drogas. ¿La has visto?
Yo me quedo mirándola con el semblante recto, haciendo una mueca
con los labios, y le digo con sorna:
 ―Vaya, qué mal pensado soy, estaba totalmente descaminado.
 ―¡Que no seas tonto!, en ser io. No es lo que piensas. Está muy bien.
 ―Que sí, mujer, que no me importa ―le digo, resignado―. Pero si me
quedo dormido no me despiertes, ¿vale? ―Ella me da con el puño cerrado en
el estómago. Yo reacciono encorvándome, sujetándole la mano, haciéndola
girar sobre sí y atrayéndola hacia mí, su espalda contra mi cuerpo,
abrazándola, y pellizcándola aquí y allí, como si se tratara de una niña―.
Bueno, pues Hathaway se ha dicho.
Cuando miro a Fred, noto que me observa un poco perplejo, extrañado,
y con una mueca de fastidio, diría yo. Duda unos instantes antes de abrir la
boca, como no queriendo enredarse en una conversación que podía
incomodarnos a los dos:
 ―Pero, oye, Leo, ¿ella sabe que tú quier es tener sexo?
 ―Pues clar o que lo sabe, desde el minuto uno. Es que hay algo que
todavía no te he contado ―le digo. Él suelta un pequeño bufido.
 ―La virgen, ¿ hay más aún? ―me dice irguiendo el torso.
 ―Cálmate, que esto no es para tanto. Lo que ocurre es que una cosa ha
llevado a la otra, y ella ha tenido encuentros sexuales con algunos chicos sin
que interviniera su esposo, sin que estuviera de espectador, quiero decir. Él la
llevaba en su coche, como siempre, y ella pasaba la tarde en casa de alguno de
ellos. Finalmente, sucedía lo que tenía que suceder.
 ―Que acababan en la cama.
 ―Premio.
 ―Joder. ¿Y dices que es un pajar ito?, ¿estás seguro de que no tiene
pinta de loba o de monstruo de las galletas?
Yo solté una carcajada, pero no me cabía ninguna duda de lo
equivocado que estaba.
 ―Fred, si la vieras te sorprenderías: es un dulce, una compota. Me
sorprende su fragilidad cada vez que la veo. Sinceramente, creo que, de rebote,
ha encontrado la manera de conseguir un poco de afecto. No voy a marearte
con los detalles, pero me temo que la relación con su marido no es todo lo
"cálida" que una mujer desearía.
 ―Creo que me hago una idea ―me dice, y después de meditar unos
segundos, de abstraerse y regresar de nuevo al momento presente, me suelta
como despertando de una revelación―: Oye, ¿ella quiere tener sexo contigo?
 ―Eres bueno, ¿eh? ―le digo con una amplia sonrisa―. No, ella no va
buscando eso, ni conmigo ni con ninguno de sus "amigos". Cuando ha
sucedido, ha sido porque ella se ha dejado llevar, porque se sentía cómoda. En
fin, te traslado sus palabras, yo no estoy en su cabeza. Después de aquella
última cita, cuando le propuse que viéramos una peli en mi casa y pasáramos
la tarde, lo primero que me dijo fue que le gustaría, pero que no iba a haber
sexo. ¡Las mujeres son la leche!
 ―Leo, ¿te cuento una cosa? Las mujeres piensan que la leche somos
nosotro s ―me dice dándome una palmada en la espalda, guiñándome un ojo.
 ―Algo he oído decir. Pero están equivocadísimas, ¿verdad? Todo eso
de que sólo pensamos con el pito y ese tipo de disparates... ―le digo
frunciendo el ceño, haciendo la pantomima.
 ―Sí, están locas. Menuda especie ―me dice él, siguiéndome la broma.
Luego, volviendo al tercio anterior, añade―: Bueno, entonces, ¿la verás en tu
casa?
 ―Eso parece, el sábado que viene, si nada lo impide.
 ―¿Te la "traerán"?
 ―Ni más ni menos. Pero esta vez subir á ella solita hasta mi piso. No
pienso acercarme al coche a saludar a la cigüeña ―concluyo dándole una
palmada en la rodilla y levantándome de la grada. Nuestros traseros dejaron en
el cemento dos marcas de humedad idénticas, como dos manzanas partidas por
la mitad.
Nos fuimos a los vestuarios, agotados de darle a la lengua, y
regresamos al trabajo duchados y perfumados.
Mis charlas con Alicia continuaron casi cada noche, unas veces durante
más tiempo y otras, menos. La confianza fue haciendo que surgieran otros
temas de conversación, que indagáramos un poco más sobre cada uno, y que
habláramos también sobre nuestro próximo encuentro. El tono jocoso de las
primer as semanas se difuminó un poco, lo cual estaba bien.
Yo seguía queriendo tener sexo con ella, y no descartaba esa
posibilidad, aunque no se lo confesara. Pero yo tenía asumido que no
«ocurriría nada», y no le di más vueltas. Aun así, seguía teniendo la impresión
de que ella pensaba que para mí la perspectiva de pasar unas horas juntos sin la
opción de tener un encuentro sexual era poco menos que un suplicio. Yo
trataba de convencerla de que no, de que realmente me caía bien, que me lo
pasaba bien estando con ella, pero me parecía que todo esto le entraba por un
oído y no se le quedaba dentro: o le rebotaba en el tímpano o le salía
directamente por el otro. No quise insistirle más.
El sábado por la mañana me sentía ligeramente excitado. Mentiría si
dijera que no, pero todo este asunto del "marido voyeur" y de imaginármela a
ella en semejantes situaciones me ponía muy, pero que muy, "nervioso". De
hecho, cada vez con más frecuencia me asaltaban imágenes de los encuentros
que ella me había relatado, con todo lujo de detalles, y en más de una ocasión
me había masturbado pensando en ellas. Y no sólo eso: más de una vez me
imaginé siendo la tercera pieza del puzle de la fantasía de su marido, quien nos
observaría a los dos teniendo sexo mientras él se masturbaría oculto en algún
rincón. ¡Tremendo! Pero de momento se iba a quedar en eso, en meras
elucubraciones y fantasías. Eso sí: el morbo que me producía ella, objeto de
estas imágenes perturbadoras, con su cuerpecillo de adolescente y su vocecita,
no tenía precio.
Y llegó el sábado en cuestión. Sobre las siete y media suena el portero:
 ―¿Sí? ―co ntesto.
 ―Leo, soy Alicia.
 ―¿Disculpe? ―le digo tratando de sonar lo más impersonal que
puedo.
 ―Perdón, pregunto por Leocadio, ¿no es el 5º A?
 ―Es el 5ºA, pero no conozco a ninguna Alicia.
 ―Pues...
 ―¿La tal Alicia tiene un lunar en el cuello, justo al lado de la garganta?
 ―¡Pero serás tonto!, anda, ábreme ―me dice con fastidio, soltando un
bufido.
Suena el timbre y abro la puerta. Al verla, el cuerpo me da un respingo
por dentro. Se ha puesto una falda holgada, de color rosa pálido, que le llega
por encima de las rodillas. Lleva también una especie de chaquetilla torera
estampada y, debajo, una camisa blanca, fruncida en el escote y sujeta por unas
finas tiras, en un ramillete de 5 ó 6, que le cruzan los hombros. Calza unas
sandalias de color blanco, de tacón corto, que se sujeta al pie por unas bandas
de cuero trenzadas sobre la curva del empeine, y por una fina tira con hebilla
que le rodea el talón, todo lo cual dejaba a la vista el precioso arco de la planta
del pie. Se ha pintado las uñas de un rosa casi transparente. Sólo le faltaba un
enorme lazo en la cintura para llevármela de regalo.
Me acerco a ella y me inclino para besarle en la mejilla, sujetándola
por la cintura. Me excito al tocarla. Apenas lleva maquillaje. No le hace falta. Y
huele de maravilla. El juguete con cuerpo de mujer está a punto de entrar en mi
casa, y yo, el lobo feroz, tengo que dejar de salivar para no manchar el suelo
del vestíbulo.
La hago pasar y ella entra muy tímidamente.
 ―¿Quieres tomar algo?
 ―No, gr acias ―me dice nerviosa. Alicia solía incluir una especie de
gemidito o risilla después de la mayoría de sus intervenciones.
 ―¿Estás segura? He comprado algunas infusiones aromáticas. Me
dijiste que te gustaban los rooibos, ¿quieres una?
 ―¿Tú vas a tomar ?
 ―Sí.
 ―Venga, vale ―y suelta su gemidito.
La acompaño al salón. Mientras caminamos, le hago un escaneo
completo de su cuerpo. Su fina cintura y sus firmes glúteos, realzados por la
falda, me hacen salivar. Me fijo en sus tobillos y en los dedos de sus pies. Son
preciosos. Además, se ha puesto una cadenita muy fina en el tobillo izquierdo,
de plata, que descansa sobre el hueso prominente.
 ―Acomódate. Pon la tele, si quieres. Ya vengo ―le digo, y me dirijo a
la cocina a por las infusiones.
Cuando regreso con las tazas humeantes, me la encuentro sentada muy
tiesa en la chaise-longue, con los pies muy juntos y las manos sobre las
rodillas. Tenía el móvil en las manos; no paraba de trastear con él.
Su whatsapp, sonaba constantemente.
 ―¿Liada?
 ―No, qué va. Es Miguel ―su marido―. Es por la niña, que está un
poco resfriada.
Un pensamiento surca mi mente. Pienso si el marido no sólo se excita
viendo a su mujer teniendo sexo con otros hombres, sino si también disfruta
imaginándola en mi casa, a mi disposición. Los whatsapps, pienso, son como
pequeñas miradas furtivas a través de la cerr adura.
 ―Qué guapa te has puesto, ¿no? ―le digo―. Espero que no hayas
venido con pensamientos pecaminosos, por que no vas a obtener nada de mí.
Ella suelta una enorme carcajada nerviosa, prolongada, que finaliza
con dos o tres gemiditos.
 ―No, puedes estar tranquilo, que no voy a utilizarte ―y vuelve a
reírse.
Supe desde ese momento que me iba a costar Dios y ayuda controlarme
durante la velada. Estaba para comérsela. Puse la tele, bajé mucho el volumen y
me senté a su lado para tomarnos las infusiones y charlar un poco. Después de
unos minutos, ya con la taza en las manos, que ella abrazaba como se hace
cuando uno quiere calentarse, se echó hacia atrás sobre el respaldo. Pero
seguía con las piernas muy juntas.
 ―¿Estás bien? ―le digo―. Te veo un poco tensa.
Ella comienza a hablar anteponiendo su risilla. Me dice:
 ―Sí, un poco, perdona. Es que soy bastante tímida. Siempre me pasa
cuando entro en la casa de alguien que no conozco.
 ―Bueno, pues tú no te preocupes, ponte cómoda. ―No cabía duda: este
frágil pajarillo despertaba en los demás el impulso de acogerle y protegerle.
Charlamos durante un rato. Poco a poco se fue relajando, logró girarse
hacia mí, reposar su pierna flexionada sobre el asiento del sillón y gesticular
vivamente, porque ese era otro rasgo de su personalidad: se movía con una
agilidad felina o, por mejor decir, aviar, con rápidos y secos movimientos.
Todo esto, visualmente, se intensificaba debido a las pequeñas dimensiones de
su cuerpo.
Pronto nos encontramos una vez más diciéndonos tonterías y
gastándonos bromas. Cuando se nos agotaba la imaginación, Belén Esteban
nos echaba un cabo dando gritos en la casa de GH VIP, con cara de alienada y
vestida con su espantoso pijama. Yo me sentía impulsado, de tanto en tanto, a
tocarla aprovechando cualquier excusa, pellizcarla, tirarle del pelo, buscarle
las cosquillas, gestos que ella recibía con mucha gr acia, acompañados siempre
por sus gemiditos. Me sentía muy excitado. ¿Lo estaría ella también? Por fin,
le digo:
 ―Bueno, qué, ¿vemos a tu querida Hathaway?
 ―Vale. Me apetece que veas esta película, te va a gustar ―me dice.
 ―Te veo muy segura de ti. Soy difícil de contentar, te advier to ―le
digo―. Alicia, perdona, ¿te importa que me vaya a cambiar? Odio estar con
los vaqueros, las costuras me molestan muchísimo. ―No se lo podía revelar,
pero también aprovecharía para cambiarme la ropa interior, que sentía
claramente mojada.
 ―No, claro. Yo la iré poniendo, mientras ―me dice dirigiéndose a su
bolso, con movimientos ágiles, y sacando de él un pen-drive.
Eran ya cerca de las ocho y media. Puesto que yo no tenía que volver
de nuevo a la calle, me puse un pantalón de pijama de cuadros rojos y blancos,
muy hortera, unos calzoncillos bien ajustados, pues no quería darle facilidades
para que notara mi estado de ánimo, y una camiseta blanca. Habitualmente
suelo llevar calcetines, pero en esta ocasión no quise ponérmelos, porque
cabía la posibilidad de que Alicia tocara mis pies con los suyos.
Regresé al salón y la encontré a ella acurrucada sobre el sillón, sobre
los cojines, con sus pies desnudos sobre el asiento. Había dejado sus zapatos
bien colocados junto a la mesa de centro.
 ―¡Qué gr acioso! ―me suelta al verme con el pijama, irguiéndose
sobre la chaise-longue, recogiendo sus piernas.
 ―¿A que es chulo? ―le digo tirando de las perneras hacia los lados,
con los dedos, como hacen los payasos.
 ―Mucho, me encanta.
 ―Bueno, ¿la has preparado?
 ―Sí, ya está.
Me acerco al sillón y me quedo de pie delante de ella.
 ―Bueno, ¿cómo nos ponemos? ¿Me apoyo yo en el respaldo y te
colocas tú delante?
Lo fui haciendo a medida que hablaba. Me eché sobre el amplio sillón,
me apoyé sobre el cojín del respaldo, de cara al televisor, y le indiqué a ella
que se recostara sobre mí. Abrí un poco las piernas para que se colocara en el
hueco de en medio. Lo hizo muy despacio, tímidamente, y, al apoyarse sobre
mi cuerpo, no lograba dejarse caer del todo, seguía tensa.
 ―¿No te molesta? ¿No peso mucho? ―me dice.
 ―Pero, ¿qué dices? ―le respondo entremezclando las palabras con
una carcajada―. Anda, recuéstate sin miedo. ¿Estás tú bien así? ―le
pregunto―. ¿Pongo un cojín debajo?
 ―No, gracias, estoy bien.
En cuanto se hubo acomodado, dejé descansar mis brazos a lo largo de
su costado y mi mano derecha sobre su vientre. La sentí distenderse al instante,
y posar su mano izquierda sobre la mía. Pronto empecé a notar el calor de su
cuerpo.
Hathaway lo hacía muy bien, y tenía unos pechos magníficos ―no se
los había visto hasta ahora―, pero mi atención no estaba ni mucho menos
sobre la película, que no estaba mal, ni sobre las facciones enormes de la
protagonista. Yo me entretenía, como suelo hacer siempre que entro en
contacto con un cuerpo nuevo, haciendo pequeñas caricias y apretones allí
donde tengo las manos. Bastan pequeños gestos sobre la piel o la carne de ese
cuerpo ajeno para hacer notar nuestra presencia y nuestro interés. Y ese
cuerpo, si está receptivo a esas sensaciones, reacciona de la misma manera.
Alicia, aunque parecía estar atenta al tío bueno de la película, estaba
hablando conmigo a través de estos gestos mínimos: su brazo presionaba el
mío ligeramente, durante medio segundo; su mano, cálida y húmeda, se posaba
sobre la mía, presionando o hurgando con sus dedos; su pies, algo más fríos,
se frotaban sutilmente contra los míos, y, en resumen, su cuerpo conversaba
con el mío sin usar palabras.
A todo esto, yo estaba excitadísimo. Miraba la pantalla cuadrada pero
no veía nada: veía lo que tocaba, como si los pequeños roces de mi cuerpo
contra el de ella se proyectaran en párrafos sobre la pantalla de mi mente.
Vamos, que no me estaba enterando de nada de lo que ocurría en el televisor.
Si me hubieran preguntado por el argumento de la película, habría tenido
muchas dificultades para responder. Yo seguía absorto en lo que más me
interesaba. Abandoné por un momento el vientre de Alicia y comencé a rozar
la piel del cuello con las yemas de los dedos. Su cuerpo respondía, se
cimbreaba: yo era el viento y ella la hoja, plena sinergia.
Luego comencé a meter mis dedos entre el cabello, por toda esa zona
sobre la oreja, arrastrándolos hacia atrás, como si fuera un peine, hasta la
nuca. Como si su cabeza fuera el tablero de mandos de su cuerpo, yo
acariciaba aquí y su cuerpo reaccionaba allí. Era un entretenimiento delicioso.
Mi pene no paraba de lagr imear. ¿Estaría llorando también su entrepierna?
Seguí acariciando la melena de Alicia hasta el punto de que ya me
atrevía a mirarla a ella y no al televisor, como si se tratara de una tarea que
requiriese toda mi atención. En medio de esta minuciosa tarea táctil, oigo que
el pajarillo me dice:
 ―Qué rico ―acompañando estas sílabas con un nuevo
estremecimiento de su cuerpo y una intenso roce de sus pies contra los míos.
De pronto, sucede algo que no me espero: Alicia se revuelve sobre mí,
se gira, estira su cuello hacia mi cara y me besa en la boca. Yo me quedo
parado un instante, sorprendido, tratando de comprender, mis brazos flotando
en el aire. Ella no se aleja, me sigue mirando, a dos centímetros de mi cara, y
vuelve a besarme, esta vez enviando su lengua a por la mía. Nos besamos, la
r odeo con
co n los brazos
br azos y la acerco más
m ás a mí. Sujet
Sujetoo su cabeza con
con mis manos, la
distancio unos centímetros y nos miramos a los ojos, como iniciando una
conversación en clave. Vuelvo a acercarla y la beso de nuevo, mientras siento
cómo su cuerpo
cuerpo culebrea sobre mí y mi propia
pro pia culebra
culebra crece
cr ece y se hunde
hunde en sus
sus
formas
for mas carnosas.
carnosas.
Sujeto su fino cuello con mi mano izquierda, metiendo mis dedos por
entre su melena, y sigo besándola. Me sorprende un nuevo gesto suyo: cada
vez que la beso, ella se retira y baja los ojillos, como avergonzada. Luego
sonríe, me envía su gemidito, marca de la casa, y vuelve a besarme. Mi boca se
desliza por el cuello, mi lengua le mancha la piel. Vuelvo a escuchar: «Qué
rico».
La acari
acaricio
cio con
co n más confianza, mis manos se meten bajo sus prendas y
toco la piel desnuda. La aprieto. Yo estoy duro y ella lo nota, se le clava en el
vientre. Ha aumentado el calor, las respiraciones se han acelerado. Me yergo
sobre
sobr e el respaldo, le sujeto
sujeto la cara con
co n las manos,
manos, la miro
mir o y le digo:
 ―¿Quier
 ―¿Qui ereses que vayamo
vayam o s a mi
m i cuar to?
El pajarillo no me habla, pero dice que sí con la cabeza. Me bajo del
sillón, me inclino hacia delante, cojo a Alicia en brazos y me la llevo. Dadas
sus dimensiones, podría haberme llevado dos. Ella echa sus brazos alrededor
de mi cuello y avanzo por el pasillo. La cara me arde. Entro en mi dormitorio
y la deposito sobre el edredón. Le pido que se retire a un lado y desnudo la
cama de un tirón. Me quito el pantalón del pijama, la camisa, y me quedo sólo
con los bóxers,
bóxers, visiblemente deformados por la hinchazón de mi pene. Me
echo en la cama, junto a ella, y empiezo a desnudarla. Ella me ayuda. Retiro la
falda y observo sus braguitas blancas. Allí donde el encaje es menos tupido,
puedo
puedo entr
entr ever la piel como a través de una celosía. Le observo la vulva, lleva
el pubis
pubis rasurado,
r asurado, puedo
puedo percibirlo
per cibirlo.. Deseo
Deseo comér sela.
Ella se sienta sobre la cama y se quita la camisa fruncida, de tirantes. La
observo y me deleito.
deleito. Tiene
Tiene el cuerpo salpicado de oscuro s lunares, uno aquí y
otro allí. Sobr
Sobree uno de sus pechos,
pechos, que sobresalen
sobr esalen sobre el sujetador,
sujetador, tiene
tiene uno
muy tentador, tanto como el de su cuello. Son como motas que enfocan nuestra
atención y resaltan la forma de la carne, las curvas. «Más tarde me haré cargo
de él», pienso
pienso para mí.
m í.
Me acerco a ella, la sujeto de nuevo por la nuca y la beso en la boca,
con fuerza. Tiene
Tiene las mejillas
mejill as color
colo r adas. Ella saca su lengua sin ningún reparo
repar o
y busca la mía. Se entrelazan dentro de las bocas. Vuelve a dejarme ver aquel
gesto: se retira y baja la cabeza avergonzada, mirándome desde ahí subiendo
los ojos, como una niña traviesa. La rodeo con los brazos y le quito el
sujetador. Me relamo durante el lapso en el que aparecerán sus dos montañas
blandas de carne. Son mejor de lo que esperaba. Sus dos pezones son como
dos enormes lunares, rosados y puntiagudos, en contraste perfecto con el
blanco de su piel. Ella observa cómo yo la observo y se muestra complacida,
halagada, coqueta.
Me abalanzo hacia delante y llevo mi boca directamente a uno de sus
pechos. Le rodeo la cintura con el brazo derecho, la atraigo hacia mí y la
succiono. Le agarro la melena con la mano izquierda, tirando hacia atrás,
exponiendo de este modo toda su carne blanca a la codicia de mi boca. Le
succiono el pezón, se lo embadurno con saliva y subo por la piel, arrastrando
la lengua y los labios, lamiendo. Le como el lunar del cuello, cuyo resalte
percibo nítidament
nítidamentee con
co n la lengua.
Ella se me ofrece y se cuelga de mí, agarrándome por el pelo con el
puño. Bajo mi mano derecha, por detrás, y le toco las nalgas sobre las bragas.
Son perfectamente redondas, firmes. Deslizo mi mano hacia delante y le busco
la vulva, que acaricio sobre la tela. Es una delicia. La encuentro como a mí me
gusta: húmeda, caliente, llorosa. La acaricio con los dedos, presionando
ligeramente, y su cuerpo responde: su pelvis viaja suavemente hacia delante y
hacia atrás, en un voluptuoso vaivén. «Oh, qué rico», se oye decir en mi cuarto.
No pude evitar hacer un gesto muy propio en mí: llevé la mano derecha,
impregnada del flujo y el olor de su entrada, a mi nariz. ¿Podía perdérmelo?
No. Me gusta oler a la hembra, las emanaciones de su cuerpo, las respuestas de
su llaga ante mis caricias.
Nuestros cuerpos se ralentizan, hay una pausa. Ella me palpa los
hombros y el pecho con la mano abierta, con una sonrisa en los labios,
mirándome furtivamente a la cara, con la cabeza gacha, forzando los ojos
hacia arriba. Su pequeña mano se desliza por mi torso y me busca el pene
sobre el bóxer. Me acaricia. Se inclina levemente hacia abajo y ahueca la palma
de su mano para acoger mis testículos, que acaricia despaciosamente. Me
quedo
quedo inmóvil
inmó vil y me dejo hacer, poniendo mi mano sobre
so bre su hombro
hombr o desnudo.
desnudo.
A medida que me acaricia de este modo, siento crecer de nuevo mi
deseo, se me acelera el pulso. La echo hacia atrás, sobre la almohada, y le
quito las bragas. Ella me facilita las cosas alzando las nalgas. Yo deslizo sus
bragas húmedas por sus piernas, que ella alza y hace pasar por su través,
estirando los empeines de sus lindos pies, donde relampaguea la cadena de
plata que lleva sobre el tobillo. Lanzo las bragas a lo lejos y tomo sus pies en
mis manos, que comienzo a besar y a lamer centímetro a centímetro. Paso mi
lengua, bien empapada, por todo el arco de la planta hasta llegar a sus dedos,
que meto finalmente en mi boca y succiono como pequeños penes. Ella desliza
sobre mi torso su pie derecho, húmedo de mi saliva, y me busca el miembro.
Lo palpa con sus dedos, lo pellizca y, luego, haciendo una pinza, tira de la
cinta de mi bóxer hacia abajo. Mi pene sale disparado, húmedo, y ella me lo
acaricia de nuevo con sus dedos, sin dejar de mirarme
mir arme a la cara,
car a, traviesa. Yo le
le
concedo lo que me pide, me siento en la cama y me saco los calzoncillos.
Vuelvo a ponerme de rodillas, avanzo hacia ella y me sitúo al lado de su
cuerpo. De pronto, gira la cabeza, se echa la mano a la boca, ocultando una
pícara sonrisa, se incorpora, se sienta reposando sus piernas flexionadas hacia
un lado y me mira el pene.
 ―¿Qué pasa? ―le digo también sonriendo, algo extrañado.
 ―Me vas a destrozar ―responde, sus o jos fijos en mi sexo.
Yo miro hacia abajo, a mi entrepierna, y luego de nuevo hacia ella.
 ―Hala, ¿per o qué dices? ―le pregunto, soltando un bufido, levantando
las palmas de las manos hacia arriba.
Ella sigue negando con la cabeza, sin abandonar su sonrisilla, y
replica:
 ―De verdad, me vas a hacer daño.
Yo apoyo mis manos en las caderas, vuelvo a mirarme el sexo, que
comienza a debilitarse, y le digo :
 ―Pero si es... nor mal. Y además me dijiste que hace poco estuviste con
un chico que medía 1'88. Puede que sea una mala comparación, pero...
 ―La suya er a muy normalita ―me interrumpe.
Yo me dejo caer hacia atrás, me siento sobre mis tobillos y pongo mis
manos en mis muslos. Ella se incorpora y se acerca a mí, sin borrar su sonrisa
traviesa. Se pone de rodillas, me acaricia los muslos y me da un beso en la
boca. Yo le vuelvo a rodear el cuerpo con los brazos, siento que me acelero de
nuevo. Ella me sigue besando por la cara y el cuello y se sienta sobre mí,
sobre mis muslos, abriendo las piernas. Yo puedo abarcarla como un juguete.
La pego a mí. Mi pene, que vuelve a inflamarse, comienza a rozarle los labios
de la vulva. Ella acerca su boca a mi o ído y me dice en un susurro:
 ―Házmelo despacito...
La frase me enciende como una hoguera. Le acaricio la melena y la
sujeto por la nuca. Acerco mi boca a su oído, y r eplico:
 ―Claro que sí, tonta; verás que no pasa nada ―y ella se abraza fuerte a
mí, como un coala en su tronco.
Sujetándola con mi brazo, me incorporo y la vuelvo a echar sobre la
cama. Me deleito mirando su cuerpo torneado, blanco y juvenil tendido sobre
las sábanas. Me sitúo a su lado. Comienzo a lamerle la piel,
indiscriminadamente: el cuello, las clavículas, los pezones, el vientre. Mientras
lo hago, mi mano viaja hasta su entrada carnosa y comienza a masajearla.
Quiero prepararla.
Mientras le succiono los pezones, pasando de uno a otro, mis dedos
hacen pequeños círculos sobre su clítoris, presionando levemente. Tras unos
instantes, los deslizo hacia abajo y paso la yema de los dedos por la abertura,
que la siento cada vez más húmeda e inflamada. Meto los dedos y hurgo su
cavidad, palpo las pareces cremosas. «Oh, así, qué rico», oigo que dice una
vocecilla, y los movimientos de su pelvis corroboran sus palabras. Ambas
cosas me inducen a seguir con mi maniobra.
Mis dedos se empapan con su flujo. Yo me relamo con el resultado, y
siento que mi pene pide su turno. Me incorporo, me deslizo sobre las sábanas y
me sitúo entre sus piernas. Me inclino sobre ella, ambos brazos apoyados
sobre el colchón, a los lados de su cuerpo, y le beso en la boca. Mi pene
inflamado le roza la entrepierna, que yo busco intencionadamente con mi
punta. Me sujeto el pene con la mano y embadurno la cabeza con los flujos de
su sexo, repasando la abertura arriba y abajo. Su pelvis se acompasa con mis
roces, como pidiéndola. Encajo mi miembro en la entrada y me inclino
despacio sobre ella. Comienzo a lamerle el lóbulo de la oreja, a respirar sobre
su oído, y empujo muy despacio con mi pelvis, introduciendo una porción de
mi miembro hinchado. Ella me busca el oído:
 ―Así, la puntita sólo... ―me dice.
Su susurro provoca en mí el efecto contrario: deseo penetrarla con
todas mis ganas, pero debo controlarme. Así que empujo despacio,
concentrando mi atención en mi glande, que es ahora mi única guía. Le
introduzco la puntita, como me pide el pajarillo, y me la como con la boca. Mi
sonda tumefacta sigue abriéndose camino por su pasadizo carnoso, avanzando
poco a poco, cada vez un poco más.
 ―¿Así te duele? ―pregunto en un susurro, mi boca en su oído,
sabedor de que su húmeda entrada apenas me ofrecía resistencia.
Con la respiración agitada, responde:
 ―No, sigue, un poquito más...
Hasta que no hubo más. La penetré hasta lo más hondo, despacio,
frotando en cada embestida mi pubis contra el suyo, rozándole el clítoris con
mi vello ensortijado. Ella enlazó sus piernas sobre mi grupa, atrayéndome
hacia sí. Tras unos minutos, abro sus piernas y me retiro despacio. Una
lágrima lechosa, color perla, corría despacio por la boca de su abertura.
La volteé sobre sí misma y me la acomodé bajo mi cuerpo, a cuatro
patas. Mi pecho sudoroso rozaba su espalda, algo más fresca. Tomé de nuevo
el miembro en mi mano y, recogiendo la gruesa lágrima de excitación que
viera brotando por su abertura segundos antes, volví a encajarle la puntita.
Abracé su cuerpo menudo con mi brazo derecho, sujetándola, hasta el punto de
que ella podía dejarse caer, suspendida, sin apoyarse sobre el colchón. Mi
brazo izquierdo, tenso y apoyado sobre la cama, nos mantenía suspensos a los
dos.
Comencé a penetrarla despacio, esta vez con más descuido, pues el
camino ya estaba franqueado y lúbrico. Sentir su frágil cuerpecillo debajo del
mío, recibiendo mi grueso miembro, me hizo consciente de las diferentes
proporciones: la imaginé encajada y atravesada, como el cerrojo que impide
abrir una puerta. Fui aumentando el ritmo, apretándola contra mí, tal como la
tenía sujeta. Ella se agarraba con su mano a mi brazo, confiada en que no
caería sobre el colchón, y giraba su cabeza buscándome la boca, como un
polluelo que busca la comida en el pico de su madre. La penetré así mientras la
besaba, sintiendo mis testículos chocar contra su vulva.
En medio de los jadeos, suyos y míos, ella lleva su mano a su
entrepierna y comienza a masajearse mientras la penetro. Con los ojos
cerrados, su cabeza subía y bajaba rítmicamente, acompasada a las idas y
venidas de mi miembro. Sentía, de tanto en tanto, cómo me acariciaba el
cuerpo del pene con las yemas de sus dedos, pringosos de su flujo, entrando y
saliendo de ella.
Mi brazo izquierdo, tenso como un pilar de sujeción, comenzó a
temblar al mismo tiempo que su cuerpo, que empezó a estremecerse con sus
caricias y mis embestidas. Comencé a sentir las sacudidas del orgasmo, que
impulsaban los movimientos involuntarios de mi pelvis. Su respiración agitada
dio paso a un jadeo incontrolado. Sus muslos comenzaron a temblar y una
cálida baba mucosa comenzó a brotar de su sexo y a resbalar por los míos, al
tiempo que yo me derramaba dentro de ella. Exhaustos, agitados, sudorosos y
aún temblando, nos dejamos caer sobre las sábanas, aún ensartados, y fuimos
recuperando la respiración, uno junto al otro, mi brazo rodeándola por el
vientre.
Sin movernos, fuimos cayendo despacio en una agradable modorra.
Nuestros cuerpos se fueron distendiendo, y, una vez flácido, mi pene salió de
ella, húmedo. En el silencio del cuarto, donde sólo se escuchaban nuestras
livianas respiraciones, comenzaron a llegar a través del pasillo los sonidos
del whatsapp  de Alicia, que había dejado el móvil en el salón. Ella se da la
vuelta sobre la cama, se queda frente a mí y enrosca su pierna sobre mi cuerpo.
Yo, con los ojos cerrados, siento su boca salpicarme la cara con pequeños
besos. Me dice susurrando:
 ―Me tengo que ir.
Yo me hago el remolón unos segundos, sonriendo sin abrir los ojos.
Finalmente, los abro, le acaricio la mejilla, acerco mi boca a su oído, y le
digo:
 ―A ver cuándo te decides a coger el coche, miedica ―y le doy un
mor disco en el cuello, justo sobre el lunar.
Después de acicalarnos y recomponernos, regresamos al salón y
charlamos unos minutos. Alicia se había despistado un poco con la hora. Eran
más de las diez. Miguel le avisaba con un mensaje de whatsapp de que ya se
encontraba aparcado en la acera de enfrente. Ella teclea con dedos ágiles otro
mensaje y se lo envía.
 ―Lo he pasado genial ―me dice acariciándome el muslo. Estamos

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