Una Esposa en Prestamo Orpherius
Una Esposa en Prestamo Orpherius
Una Esposa en Prestamo Orpherius
PRÉSTAMO O
y otros relatos eróticos
Orpherius
© Orpherius, 2016
Diseño
Diseño de cubierta: Orpheriu
Orpherius,
s, 2016
201 6
Reservados todos
todo s los
lo s derechos de esta edición.
edición.
1. Sexo en la P27
2. Sexo al amanecer
3. La forja de un fetichista
4. Sexo para mojigatos
5. El beso de la araña
6. Un juguete muy travieso
7. Un intruso muy deseado
8. Un dulce correctivo
9. Una esposa en préstamo
10. Gemidos en el despacho
11. Entrega a domicilio
1
Sexo en la P27
Me dice que no es por mí, que en realidad yo le transmito bastante
confianza, pero que no puede arriesgarse a cometer ningún error. Le es
imposible darme el nº de móvil. De modo que acordamos comunicarnos
exclusivamente a través del cor reo electrónico. No es ningún problema. Es tan
solo algo más lento. Podemos entendernos perfectamente.
Pero sigo sin saber quién es, no he visto su cara, no he visto su cuerpo,
al menos no por completo. Tengo una cita con una cuasi desconocida. Me
dirijo en coche hacia el lugar del encuentro. La excitación es tremenda, los
nervios me hacen sujetar el volante con más fuerza de lo habitual. Han pasado
semanas desde que entré en contacto con ella.
La conocí en un portal de contactos en internet. Nada más ingresar, me
doy cuenta de que es un lugar diferente, la discreción es máxima. Apenas hay
perfiles con fotos, nada de frases vulgares ni reclamos absurdos. Encuentro
una nota común en la mayoría de los perfiles: se trata de mujeres
comprometidas, casadas o con relaciones estables. Comienzo a excitarme. Mi
mente morbosa me envía este mensaje directo: «se huele el deseo».
Como un resorte que de repente queda liberado, mi imaginación se
dispara y comienza a hacer elucubraciones. Pienso en mujeres atrapadas en un
matrimonio aburrido, monótono, quizás compartiendo su cama con un marido
igual de aburrido, viviendo una vida sin chispa cargada de responsabilidades:
hijos, compromisos sociales, trabajo, facturas, viajes prog ramados... Un futuro
plano, descorazonador. Las imagino buscando una salida, escabulléndose
furtivamente por la puerta de atrás de su matrimonio y accediendo a los
recovecos excitantes de la red, sintiendo la punzada morbosa de lo prohibido,
de lo desconocido, buscando nuevas fuentes de excitación, de algo que las
haga sentir de nuevo: un flirteo, una noche de pasión, un romance clandestino...
un hombre.
En su perfil tampoco había foto, ni datos personales, más allá de su
edad (32), su color de ojos (verdes), su estatura (1'68) y su complexión física
(unos kilos de más). En el motor de búsqueda, había escogido la opción
«Busco hombres para relaciones sexuales sin compromiso». Estado civil:
casada, con hijos. Mi excitación crecía por momentos. ¿Por qué la escogí a
ella? No lo sé.
Durante las pocas semanas que me paseaba por el portal web,
comprendí que podía haber «usuarios reclamo», perfiles falsos preparados
por los administradores para captar la atención de los hombres e inducirles así
a gastar sus créditos. De hecho, me llegaban algunos mensajes, pero mi
intuición me decía que había algo extraño en ellos, que eran demasiado
desenfadados, demasiado directos. No se correspondían con el tono de
discreción que emanaba de la página. Tuve que olvidarme de r esponder a esos
mensajes. Escogí perfiles sencillos, claros, nada ostentosos, como el suyo.
Pero debía andarme con cuidado. Antes de contactar con nadie, tuve
que reflexionar acerca de cómo debía mostrarme yo. No me convenía ser un
hombre soltero (lo era). Estas chicas no querían problemas, debían ir con pies
de plomo, tenían una vida que proteger. Solución: tenía que mentir, pero
escogí una opción que pudiera resolver más tarde: «Estado civil:
comprometido, relación estable».
Observé sus movimientos en la web durante un tiempo, antes de
decidirme a contactar con ella. Entraba al portal desde un teléfono móvil,
generalmente por las tardes, y no todos los días. Quizás no estaba decidida al
100% acerca de lo que estaba haciendo.
Mientras paseaba el ratón por la pantalla, leyendo las características de
nuevos perfiles, un piloto verde capta mi atención: «solyluna, usuario online».
Era ella. Doy un brinco en la silla, el corazón se me acelera, me excito. «Ha
llegado el momento», pienso, «pero, ¿qué coño le digo? No me puedo
permitir el lujo de intimidarla, o de resultarle un gracioso, o demasiado
directo».
Finalmente, me decido por un mensaje totalmente aséptico, pero claro
y sincero. Sólo me queda una duda: ¿uso el «tú» o el «usted»? Es una chica
oven. Me arriesgo, escribo: «Buenas tardes, me ha gustado tu perfil. Me
gustaría conocerte». La suerte estaba echada. Pasan los minutos... Algo después
de media hora, se enciende un icono en mi bandeja de entrada, un «1» de color
blanco sobre fondo verde, y una leyenda a su lado: «Solyluna le ha enviado un
mensaje».
Estoy llegando al aparcamiento. Hemos escogido el parking
subterráneo de un área comercial. Son las 3 de la tarde, viernes. Después de
aquel primer contacto en el portal web, nos enviamos correos diariamente
desde el móvil durante algunas semanas. Enseguida me di cuenta de que
sobraban algunas preguntas. No era conveniente indagar sobre la vida del otro.
Su discreción era total. En varias ocasiones, hizo algún amago de abandonar.
Pero logr amos sortear sus temores.
Al principio, sus textos eran muy cortos, pero me gustaba cómo se
expresaba. Era clara, aunque a veces resultaba un tanto cortante. Con el paso de
los días, nos fuimos sintiendo algo más cómodos, y empezó a surgir algo.
Dimos paso con cierta rapidez a las conversaciones picantes, a nuestras
preferencias sexuales. «Cuéntame alguna fantasía», me decía. Yo le enviaba
unos pocos renglones con alguna escena que se me ocurría. Me gustaba
hacerlo. Quería humedecerla.
Nada más empezar, me paró en seco: «eres un cursi». Me jodió
reconocerlo, pero tenía razón. Estaba demasiado preocupado por no resultar
grosero. Me gustaba esta chica. «Pues ahora se va a enterar», me dije, y le
envié otras pocas líneas, esta vez sin cortarme un pelo. «Me has puesto a mil.
Me gustas mucho más cuando eres un cerdo». Yo estaba encantado de la vida, y
ella me ponía a mí igual de cachondo con sus comentarios.
Bajo este clima de complicidad, y olvidándonos definitivamente de
hacer preguntas indiscretas, le propuse resolver una cuestión que para mí era
importante: quería ver alguna foto suya. Respuesta: «lo siento, pero no puedo
hacer eso, no puedo arriesgarme». No quise forzar las cosas, así que le
propuse hacer un juego: yo le enviaría algunas fotos de mi cara, y ella me
enviaría otras donde mostrara algunas partes de su cuerpo. «Puedes reducir el
plano todo lo que tú quieras, de modo que no sientas que se te puede
reconocer», le explicaba yo. «Vale», me dijo.
Me envía dos fotos y me pone duro de inmediato. En una de ellas me
muestra el hombro izquierdo, con su clavícula bien dibujada, parcialmente
desnudo, sobre el que resbala una rebeca negra de punto, con amplios
agujeritos, que deja entrever claramente un pecho grande y un pezón moreno
con su botón erizado. En la otra, aparece un plano muy pequeño donde se ve
un ombligo, una mano que se introduce bajo la tela rosada de unas bragas de
encaje, una vulva oculta bajo esas bragas y el comienzo de los muslos. «La
madre que la parió», digo yo en voz alta al ver las fotos, en la soledad de mi
cuarto. Y, una vez más, mi mente me ofrece una nueva guinda jugosa: pienso
en ella, allí, en su casa, buscando el momento adecuado para ponerse esa
rebeca, a escondidas, y sacarse la foto para mí. Puedo sentir su propia
excitación. Me pongo como una moto. Definitivamente me gusta esta chica.
Mientras conduzco, ya dentro del parking, r ecibo un nuevo mensaje de
correo: «estoy llegando». Le respondo: «yo ya estoy aquí. Pero, ¡joder, cuánta
luz hay! Voy a merodear un poco, a ver qué encuentro». Doy algunas vueltas
con el coche por el amplio aparcamiento hasta que doy con una zona bastante
más oscura y apartada. Le envío un nuevo mensaje: «estoy en la P27».
Los nervios me tienen cardíaco. Espero dentro del coche. No sé qué
carajo hacer para matar estos minutos. Al poco rato, se acerca un coche con
las luces encendidas, avanza muy despacio. Es un coche familiar, voluminoso.
Aparca a mi lado, en el espacio que le he dejado entre mi coche y la pared.
Apaga el motor. Dentro de nada, voy a encontrarme con una mujer a la que
sólo he visto como un collage, a trocitos, y no sé cómo es su cara.
Desciende del coche. Desde el mío observo dos pies desnudos calzados
con sandalias de tiras de tacón corto, las uñas color vino. Bajo del mío y me
acerco a ella. No me ha mentido: viste de modo informal: vaqueros
deslavados, camisola suelta con motivos hawaianos, pendientes de bisutería,
amplios, pelo lacio castaño cobrizo, unos kilos de más. Me gusta. Me acerco,
le doy dos besos, huele de maravilla. «¡Hostias!», me digo para mí al verle la
cara. La chica es muy guapa.
Estamos nerviosos, cortados. Nos miramos a hurtadillas.
Pronunciamos algunas frases de rigor y a los pocos minutos le propongo
seguir hablando en su coche. Nos seguimos mirando de tanto en tanto. Tiene
los ojos enor mes, me gusta cómo me mira. Su boca es carnosa, el mentón algo
prominente, los dientes bonitos. No lleva pintura de labios.
Pero la noto triste, casi diría que cansada. Tras una pequeña
conversación, se gira hacia atrás y me invita con su mirada a echar un vistazo.
Me señala con la cabeza las dos sillas de bebé que están colocadas en el asiento
de atrás. Hay algún juguete por el suelo del coche, algún sonajero. Levanta las
cejas, hace una mueca con los labios y un gesto con las manos, un gesto de
resignación. «Mira lo que se me vino encima», interpreto. Deduzco de
inmediato que su vida matrimonial no es lo que esperaba. No sólo por las
responsabilidades a las que ha de hacer frente, sino porque su marido no le
satisface. No existe chispa entre ellos, no hay pasión. ¿Por qué, si no,
aventurarse en una página de contactos? Es sólo mi impresión, pero creo que
no me equivoco.
Seguimos hablando de tonterías durante unos minutos y nos vamos
relajando. En cierto momento, sin abandonar su expresión melancólica, baja
su mirada hacia el suelo y, con una media sonrisa nerviosa en sus labios, dice:
«no sé por qué hago todo esto». Para aumentar algo más la complicidad, que
ya existe, entre broma y broma apoyo mi mano en su muslo. Ella, poco a poco,
aproxima su mano a la mía y empezamos a enredar los dedos. «Cojones... »,
pienso para mí.
Tiene las manos bonitas. No se las pinta. El ambiente se caldea a pasos
agigantados. Nuestras miradas se vuelven mucho más indiscretas, hablamos
menos. Nos miramos la boca. «Aquí va a pasar algo, pero ya», pienso. Me
acomodo mejor en el asiento, ladeando mi cuerpo. Me aproximo un poco a
ella. Ella se aproxima a mí. Me lanzo: llevo mi mano a su vientre, sobre la
camisa, y acerco mi cara a la suya, pero no nos besamos, sino que apoyamos
nuestras frentes. Respiramos con fuerza. Finalmente, nos besamos en la boca,
las lenguas salen enseguida en busca de la otra. Le palpo el cuerpo. Tras este
beso, sucede algo que me deja completamente atrapado: yo llevo mi boca ya
húmeda a su cuello, la abro ampliamente y finjo morderla, pasando mi lengua
húmeda sobre la piel y cerr ando mi boca despacio, arr astrando suavemente los
dientes, y en ese momento observo que ella estira su rostro hacia atrás, los
ojos cerrados hacia el techo, y suelta un monumental suspiro que hincha y
deshincha su pecho. El gesto me deja paralizado medio segundo, mientras le
beso el cuello. «Me cago en la hostia», pienso para mí, y siento que ella estaba
deseando algo así desde hace mucho tiempo. «Yo sí sé por qué haces esto», me
digo en silencio.
A partir de aquí, la escena es fuego. Le como el cuello mientras mi
mano derecha empieza a tocar bajo su camisa. Mi boca es un detector de
metales, solo que las piedras preciosas son su carne, que recorro sin
despegarme. La mojo con mi saliva por todas partes, le busco la boca, la
lengua. Le recorro la cara, mi aliento caliente le humedece la piel.
Mi mano avanza por su cuenta y encuentra sus pechos. No deja de
soltar suspiros, de respirar con fuerza. Ella también registra mi carne con su
mano izquierda. La mete bajo mi camisa y me aprieta, me acaricia con
firmeza. Le subo la camisa y dejo su sujetador de encaje negro al descubierto.
Le agarro los pechos sobre la tela incómoda. Los masajeo mientras le como la
boca.
Me distancio un momento, quiero ver lo que hago. Miro su sujetador y
decido sacarle un pecho por encima. Aparece el pecho blando y grande y el
pezón moreno, amenazándome. Llevo mis dedos a mi boca y los empapo de
saliva. Le impregno el pezón con la saliva, se lo acaricio, lo rozo con la punta
del dedo, quiero que crezca, que se ponga tieso. Cuando lo veo como a mí me
gusta, me lo como, me lo meto en la boca y succiono. Ella me pone la mano en
el pelo de la nuca y me aprieta, me empuja para que la mame. Hago lo mismo
con el otro pecho.
Al cabo de unos minutos, mi mano desciende a su entrepierna. Está
muy caliente. La masajeo con fuerza por encima de la ropa y noto cómo ella
me acompaña con su pelvis. Pero quiero más. Trato de introducir mis dedos
bajo el pantalón. Es imposible. «Espera», me dice. Se desabrocha el botón, la
cremallera, y me abre el acceso a sus bragas blancas, que quedan al
descubierto.
Primero paso mi mano sobre las bragas. Están hirviendo, mi polla se
pone más y más dura. Le acaricio la vulva sobre las bragas, presionando un
poco mientras sigo comiéndole la boca y los pezones. Mi mano autónoma se
introduce bajo las bragas y busca su raja. «Hostia puta», me digo, «está
empapada». Hundo un poco los dedos en la raja blanda y los empapo de su
flujo. Hago algo que la impresiona: llevo los dedos a mi nariz y huelo con
fuerza, y luego me los meto en la boca. «Dios, qué rico hueles», le digo. Ella
no se cree lo que oye y niega con la cabeza, mordiéndose el labio. Dice que
no, pero sabe que sí, que su olor me pone a mil.
Vuelvo a buscarle la raja y me entretengo. Es una fuente. «Joder, cómo
lo tienes», le digo. La masajeo sin arrastrar los dedos, sólo presionando, en
círculos, y luego introduzco los dedos. Está hirviendo por dentro. Continúo así
un buen rato y no sé qué sucede dentro de ella, pero se retuerce y mueve su
pelvis, que anima los movimientos de mi mano. No sé si se ha corrido, pero
me pone durísimo verla.
De repente noto su mano en mi pantalón. Me recorre el bulto y lo
aprieta. «Pero... me cago en la leche», me digo. Yo también me retuerzo, abro
los muslos y le ofrezco el paquete. Me acaricia con fuerza. Le miro la cara y
veo que se muerde los labios, mir ando fijamente mi bulto. Ahora soy yo el que
no se cree lo que está pasando: se ha inclinado sobre mí y me está
desabrochando el cinturón con las dos manos. Mientras lo hace, miro al
exterior del aparcamiento. No hay nadie, apenas algún coche aparcado a lo
lejos.
Me desabrocha el botón y la cremallera, me saca la polla hinchada y la
veo decir que no con la cabeza. Esta chica me pone cardíaco. No quiero
perderme nada de lo que va a suceder, así que, con mi mano izquierda, retiro
su pelo lacio y dejo su cuello y su cara al descubierto. Saca la lengua y me
roza el glande mocoso. Un hilo de líquido seminal transparente queda
colgando entre su lengua y mi polla. Lo recoge y se lo bebe. Yo sigo diciendo
que no con la cabeza y creyendo en Cristo.
Se mete la cabeza roja en su boca y suelta un quejido. Se separa un
poco y cuelgan nuevos hilos desde su boca hasta mi polla. Lo repite varias
veces hasta que comienza a mamarme, haciendo ruiditos y soltando pequeños
gemidos. Mi mano está en contacto con su cuello y su pelo, mientras la veo
subir y bajar la cabeza contra mi miembro. Ahora soy yo el que levanta la cara
hacia el techo del coche, con los ojos cerrados: «La madre que me parió»,
suelto para mí.
La acaricio con fuerza el cuello y la cabeza mientras me mama. Voy a
reventar de un momento a otro. «Oye, oye, para, si sigues me voy a correr», le
digo preocupado, mirando el interior del coche, que está impecable, temiendo
manchar el asiento. «Tranquilo, no pasa nada», me dice. Entonces abre la
guantera y coge una toallita de una caja abierta. La guarda en el puño, vuelve a
agarrarme la polla con la otra mano y se la mete de nuevo en la boca.
Me dejo hacer, se me mueve la pelvis, se la ofrezco todo lo que puedo,
hasta que no aguanto más y jadeo cuando siento que sale el primer chorro de
semen, y luego el segundo, y el tercero... La tengo sujeta por la cabeza,
contrayéndome, mientras ella se bebe mi semen. Jadeo con fuerza, me
contraigo, resoplo, «me cago en la puta», me digo por dentro. Me recupero
mientras ella me limpia algún resto de semen que queda en mi polla, seca la
saliva del tronco, seca sus labios. Se retira a su asiento y yo me abrocho los
pantalones. Respiramos, cogemos aliento.
Estoy conduciendo de vuelta a mi casa. Trato de asimilar lo que ha
sucedido. No acabo de creérmelo, ha sido tremendo. En el aparcamiento, nos
hemos despedido con las sonrisas en los labios. Nos hemos tocado y besado
despacio después del zafarrancho. Estábamos a gusto, contentos, apenas
hablábamos.
Mientras conduzco, llega un correo a mi móvil. Es ella, solyluna.
Cuando encuentro una salida al arcén, detengo el coche y abro el mensaje: «Ha
sido una pasada. Me ha encantado». La sonrisa me llega a las orejas. Escribo:
«Lo mismo te digo, ha sido increíble, y tú eres la pera. Me encantó ver tu cara
de deseo, me pone muchísimo. Tengo tu perfume en mi ropa, y tu olor en los
dedos, y no pienso quitármelo hasta dentro de un buen rato. Quiero verte de
nuevo». Le doy a «enviar» y me incorporo al tráfico, feliz.
2
Sexo al amanecer
Solyluna (por email):
«Hubo un detalle que me puso como una moto, no sé si te acuerdas,
cuando me sacaste el pecho por encima del sujetador. Entonces te empapaste
los dedos en tu saliva, me embadurnaste el pezón y te pusiste a rozar la punta
con el dedo, muy suave, ¿te acuerdas? Luego me dijiste bajito: "mira cómo se
te pone". Uf, chaval... »
MrCat :
«Je, je, je, a mí me puso como una moto lo "cochina" que fuiste
tomando "tu biberón"... »
Solyluna:
«¿Perdona? ¿Cochina dices?»
MrCat :
«¡Sí!, ¿o es que ya no te acuerdas? Al principio, cuando te inclinaste
para chupármela, te la metías en la boca, la empapabas con la saliva, la
soltabas, y luego te quedabas mirando cómo colgaban los hilillos
transparentes entre tu labios y mi glande hinchado. Lo hiciste como cuatro
veces, ¡fue la leche!»
Solyluna:
«Joder, me acabo de poner roja como un tomate... ¡No me daba cuenta!
Estaba tan concentrada saboreando... Pues si te ponía así, yo encantada de ser
tan "cochina", ja, ja, ja.»
Después de nuestro primer encuentro en aquel parking medio en
penumbras, los correos electrónicos «picantes» se sucedían. Habíamos roto el
hielo, nos gustábamos físicamente y había mucha química, no cabía duda.
Los dos teníamos en nuestra memoria un montón de imágenes de ese
encuentro y las utilizábamos para masturbarnos. Nos contábamos el uno al
otro lo que recordábamos, los detalles que más nos ponían. Ella, que se
acostaba antes que su marido, me escribía los correos desde la cama,
tocándose a veces, cuando podía, hasta que caía dormida. Había una sintonía
tremenda. Los dos hablábamos sobre tener un nuevo encuentro. El principal
problema era su horario: entre su trabajo, los niños y demás compromisos,
apenas podía encontrar hueco. Además, era muy escrupulosa con la discreción.
No quería cometer ningún error. Yo lo entendía perfectamente, aunque no lo
llevaba nada bien. Pasaban las semanas. No había maner a.
Entretanto, seguíamos enviándonos correos. A medida que crecía la
confianza, nos dábamos algunos detalles sobre las vidas personales de cada
uno, pero en realidad esto no nos interesaba demasiado. Nos gustaba la especie
de burbuja que habíamos creado en medio de lo cotidiano. Era el espacio
reservado para la excitación, los nervios y el morbo.
Puesto que los encuentros seguían siendo un tema difícil de resolver,
seguíamos indagando en nuestras preferencias, nos contábamos fantasías. Ella
me reveló una después de insistirle muchas veces. Le daba mucha vergüenza.
MrCat :
«¡Por fin!, venga, suéltala. Y no te dejes ni un detalle, ¿eh? Ya sabes que
los detalles me ponen a mil.»
Solyluna:
«Qué capullo eres... Venga, voy. Es una fantasía recurrente, de hace
muchos años, y me masturbo a menudo con ella. Me pone muy caliente la idea
de "amamantar" a un chico que se pirra por mis pechos. En la escena, me lo
imagino a él con cara de deseo pidiéndome que le dé de mamar. Me vuelve
loca. Me dice que quiere tomarse toda su lechita y yo le ofrezco mis pechos
cargados. Me mama con fuerza, apretándomelos y sacándome todo el
alimento. Yo le dejo hacer. De vez en cuando le acaricio el pelo y le aprieto la
cabeza contra mí, y le digo bajito: "así, cómetelo todo", y él me mama hasta
que queda saciado. Joder, me mojo sólo de pensarlo. ¡Eres un capullo!»
MrCat :
«Joder, ¡qué pervertida eres! Mmmm, me has puesto muy caliente. Pero
te confieso que yo no me veo en su papel. Me encantaría mamarte así, eso lo
sabes, pero no puedo sentirme como un "bebé mamando", ja, ja, ja, es un poco
raro. Pero lo que más me pone es imaginarte a ti en la escena, toda cachonda
ofreciendo tus tetas cargadas de leche. ¡Sin comentarios!»
Solyluna:
«Bueno, bueno, te toca, no te escabullas. Cuéntame esa escena que dices
que es tan cerda. Y lo mismo te digo: ¡quiero detalles!»
MrCat :
«No puedo contarte eso, es muy guarr o.»
Solyluna:
«¿Qué? ¡Ni de coña!, me lo tienes que contar. Ya sabes que me pones
más cuando eres un guarro. Además, ¡mira lo que te acabo de contar yo! ¡Y
encima me llamas pervertida!»
MrCat :
«Ja, ja, ja, ¡vale!, tú lo has querido. Como te espantes, ¡me voy a cagar
en mis muelas! Bueno, venga, voy. Mira, cuando pienso en un chico y una
chica practicando sexo, me gusta mucho imaginarlos como animales. Me gusta
pensar en lo básico, nada de pijadas. Me imagino a ella como una "perrita en
celo", y a él como a un perro atraído por ella, que la olisquea. En la escena que
te digo, ambos estamos vestidos. Ella lleva puesto un conjunto con falda.
Después de besarnos y magrearnos un poco en el sofá, le digo al oído: "ahora
tengo que comprobar si mi perrita está en celo". Entonces le digo que se ponga
a cuatro patas sobre el sofá, que apoye los brazos en el respaldo y que abra un
poco las piernas. Yo me quito la ropa y me quedo en bolas. Entonces me
acerco por detrás y empiezo a tocarle las nalgas en pompa, a sobárselas. Le
subo la falda y veo sus bragas. Me inclino hacia abajo y olisqueo su coño.
"Mmm, qué rico hueles, perrita", digo en voz alta, para que me oiga. Noto
como ella mueve su colita. Mi polla se endurece. Paso mi mano por la raja,
sobre las bragas. Noto que se calienta por momentos. Luego se las bajo y se
las dejo a la altura de los muslos, estiradas. Vuelvo a agacharme y le olisqueo
el coño. Ella nota el roce de mi nariz en su raja y se estremece, se mueve. El
olor
olo r de su coño
coño me
m e la pone cada
cada vez más dura.
dura. Paso
Paso mi lengua,
leng ua, le lamo la zona
rosada. "Mmm... qué rico te sabe el coñito", le digo. Noto más movimientos.
Finalmente le meto dos dedos y la noto hirviendo. Se me empapan, los saco y
los llevo a mi nariz. Me pongo como una moto, mi polla se hincha. Le vuelvo
a meter los dedos, los saco y me los chupo. Después me incorporo y me
inclino sobre ella, sobre su espalda. La tomo del pelo por la nuca, procurando
que mi polla le roce
r oce la raja,
r aja, y le digo
digo al oído:
oído : "mir
"miraa qué rico hueles", y le llevo
los dedos empapados de su flujo a su nariz. Le digo: "¿Sabes, perrita?, sí que
estás en celo, y voy a follarte". Etc., etc., etc., ja, ja, ja... ¡Dime algo!»
Solyluna:
Solyluna:
«¡Uf, chaval!, me has puesto muy mala, ¡tú sí que eres un pervertido!
Joder, me has dejado súper-cachonda.
súper-cachonda. ¡Qué¡Qué guarro
guar ro eres!»
Aun habiendo tenido un solo encuentro, parecía como si hubiésemos
pasado más tiempo juntos, por tantas cosas que nos contábamos. Finalmente,
ella encuentra un hueco tras el trabajo, después de muchas semanas, y nos
vemos una vez más en la P27, un día entre semana, por la tarde.
Dadas
Dadas las limitaciones del del lugar, sucede algo par ecido a nuestr
nuestr o primer
pr imer
encuentro, con la salvedad de que ella lleva puesta «la rebeca» con la que se
sacó aquella foto picante que me envió por correo, cuando aún no sabíamos si
surgiría algo entre los dos. «¿Es esta "la rebeca"?», le pregunto. «Claro», me
r esponde.
esponde. Debajo
Debajo de ella lleva una especie
especie de top de color verde, pero me dice:
«Espera, date la vuelta». Me río y me doy la vuelta. Noto que ella se mueve en
el asiento, oigo como si se estuviera desvistiendo. «Ya puedes mirar», me dice,
y yo flipo en colores: se ha dejado sólo la rebeca negra de agujeritos, y sus
pechos grandes con sus pezones morenos se perciben claramente bajo la
prenda. Me pongo como una moto y me lanzo lanzo sobre
so bre ella.
Pero el aparcamiento subterráneo, después de este encuentro, se nos
queda pequeño. Necesitamos algo más. Arriesgándome un poco, la invito a mi
casa, per
per o me dice que es muy pronto. Tenemos
Tenemos algunas conversaciones sobre so bre
este tema y surgen algunas suspicacias. Yo tengo la impresión de que en cierta
manera me rehúye. Se lo comento, y después de algunos correos un poco
fríos, me confiesa:
Solyluna:
Solyluna:
«Tienes razón. Me da un poco de apuro porque... me da miedo no
gustarte. En el coche me sentí muy cómoda porque no estaba totalmente
desnuda.»
MrCat :
«Vaya, ya decía yo que aquí pasaba algo. Bueno, tú sabes que me
gustas, no tendría que preocuparte eso. Pero vale, te entiendo. Te vas a reír...
Voy a aprovechar para confesarte algo yo también: las limitaciones del coche
también me dan cierta seguridad, porque a mí me preocupa un poco que... no te
lo pases del
del todo bien conmigo .»
Solyluna:
Solyluna:
«¡Estamos buenos!, ja, ja, ja. Pues te parecerá una tontería, pero eso me
tranquiliza a mí, ¡cada uno tiene su propio fantasmita!»
Finalmente
Finalmente acor
acordamos
damos que nos veremos
ver emos en el coche, una vez
vez más, pero
en otro sitio más apartado, y que usaremos el asiento trasero. Esta vez será el
mío, que no está ocupado
ocupado con
co n sillas de bebé. La cuestión
cuestión por resolver
reso lver es dónde
y cuándo, porque para ella sigue siendo muy difícil encontrar un hueco en su
agenda. Un día, me dice: «Luis, ¿tú te despertarías a las cinco y media para
verme?». Yo me quedo extrañadísimo, pero respondo: «Y a las cuatro también.
Pero, ¿qué estás tramando?». Me dice: «Suelo madrugar a veces mucho,
debido al trabajo. Él no se sorprendería. Podríamos vernos a las 6, pasado
mañana».
Yo no sé en qué trabaja, y no se lo quiero preguntar de nuevo. Ya me
paró los pies una vez por ese tema. Sin embargo, ella misma me lo cuenta, y
me dice que tendríamos que buscar una zona no muy alejada para que pueda
llegar en poco tiempo al lugar donde trabaja. Perfecto, así sería. Le digo que
buscaré
buscaré varios
var ios lugar
l ugares
es y que
que elija el que mejor le parezca. Ingeniosa
Ingeniosa como
co mo ella
sola, me dice: «Usa el Google Maps Tierra y envíame los pantallazos. Yo los
miraré
mir aré y me pasaré
pasar é por allí con el coche.
co che. Te diré cuál me parece mejor ». Y así
lo hago. Lugar del encuentro: una cala apartada. Tendríamos una hora y media
con el runrún de las olas como sonido de fondo para disfrutar en el asiento
trasero de mi coche. La noche anterior, víspera de la madrugada «X», nos
volvemos
volvemos a escribir:
escribir:
MrCat :
«Qué nervios tengo, Lidia. Me subo por las paredes.»
Solyluna:
Solyluna:
«Yo ni te cuento. Bueno, a ver si puedo dormir. Tengo unas ganas de
verte... »
Conduzco de madrugada hacia el lugar del encuentro. La excitación es
tremenda. El corazón me va deprisa durante todo el trayecto. Acordamos que
ella dejara su coche en un lugar más seguro, más iluminado. Yo la recogería
para ir a la cala, y la devolvería también después. «Hola, tonta», le digo
mientras se sube a mi coche. «Hola, pervertido», me dice riéndose, y nos
damos dos besos.
Lleva una camisa negra con curiosos pliegues y una falda estampada.
Me encanta como huele. Le he pedido que se pusiera el mismo perfume, lo
asocio a ella, y además me gusta. También le he pedido que se pintara de rojo
oscuro las uñas de los pies, y que calzara sandalias abiertas. Lo ha hecho, y me
pone de inmediato. Además, se ha decorado el tobillo con una cadenita
finísima. Tengo
Tengo ganas de follármela.
foll ármela. Ella me ha pedido que también
también me ponga
el mismo perfume. Es uno barato, Red Code, pero dice que le encanta, que
huele muy masculino.
Estamos sentados en el asiento trasero. Se oyen las olas lejanas, y unas
farolas distantes iluminan muy ligeramente el acceso hasta donde nos
encontramos. El entorno no puede ser mejor. Nos decimos algunas tonterías y
nos tocamos con las manos, ner viosos. No dura mucho esta situación,
situación, estamos
estamos
como motos y enseguida empezamos a besarnos. Nos palpamos el cuerpo sin
prisas, mientras nuestras lenguas se mueven lentas por los recovecos de la
cara. Me gusta ponerla puntiaguda y dibujarle los labios con ella, como si
fuera una barra de carmín. Eso le pone mala y quiere besarme, pero no la dejo.
Nos comemos el cuello por turnos. El que recibe los besos y la boca
hambrienta del otro ofrece su garganta, echando la cabeza hacia atrás. Yo me
detengo todo lo que puedo, me gusta agarrarle el pelo en un puño y tirar de su
cabeza hacia atrás para comerla mejor. Le empapo las clavículas con mi saliva.
La otra mano busca su camino bajo la falda. Le acaricio los muslos tibios. Le
digo al oído: «has traído las sandalias». Me contesta: «claro que sí, para ti, y
me he pintado las uñas. ¿Te gustan?», y alza su pierna colocándola sobre mí,
mostrándome su regalo. «Me encantan», le digo, y comienzo a acariciarle los
pies y los dedos. Escogió unas sandalias negras de tiras, prácticamente planas,
que hacen un contraste estupendo con el color blanco de su piel y el rojo de las
uñas. Se las quito y me quedo acariciando sus pies, me gusta sentir la curvatura
del empeine y la del arco de la planta. Me inclino un poco y me lo llevo a la
boca. Comienzo a besarlo y a lamerle la piel, los dedos. Me los meto en la
boca y los empapo con mi saliva. Me he puesto duro como una piedra.
Deposito sus pies sobre la alfombra del suelo y me acerco a su oído
mientras vuelvo a buscarle bajo la falda. «¿No me vas a dar mi lechita?», le
digo susurrando. Suelta un quejido, respira fuerte, y aplasta su oído contra mi
boca. Se echa la mano a la camisa y veo que retira uno de los pliegues hacia un
lado. Sin acabar de creérmelo veo brotar un pecho por la abertura de la
camisa. No lleva sujetador, y el pecho blando y grande aparece amenazante por
medio de la camisa. «Mira lo que tengo para ti», me dice. Mi cara de asombro
y de excitación debe ser un poema. «Joder... », digo, y me muerdo los labios.
Me inclino hacia abajo, se la agarro con la mano y me la meto en la boca, bien
abierta. Comienzo a chupar. Oigo cómo ella estira su cuello hacia atrás y
comba su espalda sacando su pecho, ofreciéndomelo. Se oyen los ruidos de
mis succiones. Busco por la otra abertura de la camisa y le saco la otra teta. Me
distancio un poco para ver el cuadro: dos pechos blancos con sus pezones
tiesos saliendo por las ranuras, uno de ellos empapado de saliva. Le agarro el
pelo y le digo: «cómo me pone verte así», y le como la boca con fuerza
mientras le sobo las tetas.
Minutos después, mi mano sale de nuevo de exploración y le busco las
bragas. Están empapadas. Le acaricio la raja por encima y se me mojan los
dedos. Ella se inclina un poco hacia atrás y abre las piernas, ofreciéndose. Me
pone cachondo. Mis dedos se meten bajo las bragas y buscan el manantial.
Recojo con ellos el flujo, los embadurno en él y me los llevo a la nariz.
Quiero que ella me vea hacerlo. Respiro fuerte, cargando mis pulmones con su
olor. De repente, me suelta: «¿tu perrita está en celo?». No me creo lo que
oigo, siento mi polla palpitar, siento que brota un pesado goterón que me moja
los calzoncillos. Me chupo los dedos delante de su cara, quiero que me vea.
Saben salados. Los vuelvo a oler, y le digo: «qué ganas tengo de follarte».
Nos quitamos la ropa. Estamos por primera vez desnudos y nos
miramos. Le miro la cara, veo que la dirige a mi polla. Dice: «no puedo dejar
de mirarla». Me pone malísimo, me pone muy duro. Abro un poco las piernas,
se la ofrezco. Me encanta verme así, tieso. Me la agarr o con una mano justo en
la base, la bamboleo un poco y le digo: «mira como estoy para ti». Ella dice
que no con la cabeza, se muerde el labio y no puede esperar más. Se inclina
sobre mí y me la agarra fuerte con el puño. Me la soba mientras me mira la
cara. Se mancha la mano. Una pesada gota transparente le escurre por el puño.
Se lo lleva a la boca y se la bebe. Vuelve a pajearme y a mirarme. Yo arqueo la
pelvis para darle todo el acceso posible y se me mueve sin querer con las
sacudidas de su mano. Mi capullo está tan lubricado que se mancha los dedos.
Se dispone a mamarme, pero antes tiene un detalle para mí: recoge su pelo en
una cola, para que yo pueda verlo todo. Se la mete en la boca y empieza a
chuparme. Noto el calor de su boca en mi punta mocosa. Se pone de rodillas
sobre el asiento y mama a placer. Le acaricio la espalda, el cuello, el culo.
Mientras mama, me mojo los dedos de la mano y los llevo a su ano. Se lo
empapo y lo masajeo. Le aprieto las nalgas. Le busco la raja con los dedos, se
la masajeo y a ratos hundo los dedos. Tras unos segundos, agarro mi polla con
mi mano y se la quito. Ella se queda a unos centímetros, con la boca
entreabierta. Pongo mi otra mano sobre su pelo, la sujeto, y aproximo su cara
a mi polla. Le doy con ella en la cara, oigo los chasquidos de su carne contra
la mía, se le mancha la piel y queda brillante. Saca la lengua y le doy con la
polla sobre ella. Me gusta ese sonido. Vuelvo a dársela. Mama.
Tras unos minutos, le digo: «me toca». Hago que se incorpore. Yo me
retiro del asiento y me arrodillo en el hueco que hay delante. Le halo de las
piernas y hago que se recueste sobre el asiento. «Espera», le digo. Cojo una
bolsa que he traído de casa. Saco un cojín, riéndome, y lo pongo detrás de su
cabeza, apoyado contra la puerta. «¿Mejor?», pregunto. Ella también se ríe:
«mucho mejor». Le abro las piernas y dejo su vulva expuesta. «Qué
maravilla», digo, y se me hace la boca agua. «Me lo he dejado», dice. Se
refiere al vello. Le dije hace más de un mes por correo que me excita más la
vulva sin depilar, de modo que lo ha dejado crecer.
Veo la zona rosada y húmeda en medio de lo oscuro y no veo el
momento de ponerme a mamar. Acerco mi cara y siento el aroma. Huelo su
coño. Me pone duro. Comienzo dándole pequeñas mordidas por los
alrededores de la vulva. Saco la lengua y la arrastro por la piel. Paseo mi
aliento sobre la raja, respirando fuerte, quiero ponerla nerviosa. Lo consigo,
su pelvis se mueve arriba y abajo, como si fuera un reclamo. Saco la lengua y
la paso por la raja, como abriendo un surco. Me llevo su flujo, lo bebo. Voy a
por más. Comienzo a mamar, a comerlo. Siento cómo la pelvis sube y baja
arr astrando consigo mi cabeza. Es algo que me pone a mil y me incita a seguir
mamando. Pongo la lengua puntiaguda y se la introduzco. La estoy oyendo
gemir suavemente. Está completamente abierta, toda para mí. Se me mancha la
cara, que ya huele a su coño. Llevo los dedos a su raja, los introduzco. Me
incorporo un poco, quiero tener un buen plano, una buena panorámica.
Comienzo a hurgarle las paredes de la vagina. Meto y saco despacio los dedos.
Entran y salen brillantes. La miro a ella, tal como está, así con las piernas
abiertas, su vulva ofrecida, sus ojos cerrados, retorciéndose, y me pongo
enfermo.
Mientras la penetro con los dedos, busco uno de sus pies. Me lo llevo a
la boca, le lamo los dedos mientras ella sigue disfrutando con los ojos
cerrados. Al cabo de unos segundos, encuentro una zona más dura dentro de su
vagina, una zona próxima al pubis. Noto que cuando toco ahí, su pelvis se
mueve con más violencia. Quiero aprovecharlo. Le hago un masaje
presionando ligeramente. Veo que le encanta, aprieta los ojos, se retuerce,
gime. Tras unos instantes, contrae todo el cuerpo y lanza su mano hacia la mía,
la que tengo en su coño, y me agarra por la muñeca: «¡para!», me dice,
«espera, para un momento», y respira agitada. Ha llegado, y yo me río
satisfecho desde mi posición privilegiada.
Cuando ha cogido resuello, me echo sobre ella, despacio. Nos besamos
suave en la boca. Ella sigue abierta y yo me coloco encima. Mi polla mocosa
se pasea por encima de su raja. Lo hago adrede. Volvemos a calentarnos,
retomamos poco a poco el ritmo. Tengo unas ganas de follarla tremendas. Mi
pelvis se mueve mientras le como el cuello y las tetas. Le rozo el clítoris con
mi polla, aplastándola con el peso de mi cuerpo. A veces, sin quererlo, el
capullo encuentra la abertura y se introduce un poco. «Ay... », digo, «se quiere
meter». Noto como ella respira fuerte. «Métemela», dice. Me quedo quieto un
segundo, separo mi cara de su cuerpo. Le digo titubeando: «pero... no llevo
nada puesto».
Tras unos segundos de desconcierto, hablo de nuevo, algo
avergonzado: «no te lo vas a creer, pero no traje nada. No imaginaba que
llegaríamos hasta aquí». Ella no parece contrariada. Mete su brazo por debajo
de mi cuerpo y me agarra la polla, que cuelga pesada. «No importa,
métemela», dice. Y yo, que tengo los ojos como platos, digo: «pero... ¿qué
dices, tía?». Se ríe, y replica, sin soltarme: «llevo puesto un diu desde hace más
de un año. Métemela». Y yo se la meto, dejando caer mi cuerpo, tal como
estaba, ensartándola conforme desciendo, pues su mano guiaba mi polla dentro
de su raja.
Le como la boca mientras empiezo a penetrarla, moviéndome
despacio. Nuestros cuerpos sudan, el ambiente dentro del coche está
cargadísimo. Mis embestidas aumentan de ritmo y mi boca le embadurna la
piel de saliva. Con mis manos busco sus piernas y se las alzo un poco, quiero
llegar aun más adentro. La empujo rítmicamente, mientras veo cómo ella
aprieta los ojos, su cabeza ladeada sobre el cojín.
El sudor comienza a correrme por la espalda, noto la piel de su culo
chocar contra mí, también húmeda de sudor. La penetro con fuerza y veo su
cara contraerse, la veo apretar los dientes, como si le doliera. Gime y me pone
como loco. Estoy a tope. No puedo más. Miro hacia abajo, hacia la entrada de
su coño. Me encanta ver cómo el tronco de mi polla sale húmedo de su raja,
rodeado por su vello oscuro. Suelto sus piernas y me apoyo con los manos
sobre el asiento, a ambos lados de su cuerpo. Se la clavo sin dejar de
observarla. Su excitación me excita a mí. Siento que voy a correrme. Ella lanza
sus manos hacia delante y me agarra las nalgas, que se contraen con las
embestidas. Noto los primeros chorros intensos de semen salir de mi polla.
Jadeo con fuerza. Le baño la vagina con mi leche. Gruño, me voy dejando caer
sobre su cuerpo, le agarro el pelo y respiro fuerte en su oído, mientras
descargo mis últimos y débiles chorr os dentro de ella.
Aparco a unos metros detrás de su coche. Estamos en silencio,
extasiados, relajados. Sonreímos. «Joder, qué pelos tienes», le digo riendo.
«No te preocupes, traje de todo, tengo un cepillo en el bolso», me contesta,
«voy a cambiarme». Se va a su coche. Yo la espero en el mío. Estoy como en
una nube. Al cabo de un rato, se baja del coche. Lleva otro vestido, se ha
arreglado el pelo. Está guapa. Me bajo. La miro de arriba abajo, sonriendo.
«Te sobra tiempo», le digo. «Sí, llego enseguida, tranquilo», responde. Nos
damos dos besos. No podemos parar de sonreír. Nos miramos a los ojos. Está
todo dicho. Nos vamos, nos decimos adiós a través de los cristales.
Conduzco hacia mi casa, la luz del día regresa despacio, la ciudad se
despereza. Aparco el coche frente a mi bloque y agarro el móvil. Escribo:
«Qué pasada, Lidia», y le doy a «enviar». Subo las escaleras, abro la puerta y
entro en el piso. Al dejar las llaves en la mesa, suena el móvil, ha llegado un
nuevo correo: «Una verdadera pasada, Luis. A ver si consigo concentrarme...
Mi ropa interior está empapada de nuevo. Besos».
3
La forja de un fetichista
Crecí rodeado de primas. Donde yo vivía, había vacas, gallinas, cerdos,
perros, cabras, gatos... y también primas, muchas primas. Unas vivían a un
kilómetro, otras a trescientos metros y otras a un paso de mi casa, pero
confluíamos todos en la inmensa huerta donde se congregaba toda esta fauna
animal.
Me gustaban mucho las vacas, tanto que algunas mañanas le pedía a
aquel señor de manos ásperas que me permitiera jalar le a una de ellas, con mis
manos aún diminutas, aquellas enormes tetas para tratar de llenar, mal que
bien, la lechera que luego llevaría a mi casa, tibia la leche aún, y que yo sor bía,
de vez en vez, durante el trayecto polvoriento. Pero me gustaban más mis
primas, aun cuando no tenían tetas. Y de entre todas ellas, me gustaba una:
Lula.
De Lula me gustaba todo, desde el principio. Y digo desde el principio
porque apenas tengo ningún recuerdo de mí, como criatura viviente, sin que
ella pululara a mi alrededor. Además, mi casa era la suya, prácticamente, y la
suya era la mía. Eran como dos madrigueras, a cierta distancia una de la otra, a
las que accedíamos con total normalidad. Los olores, dentro de cada una de
ellas, eran diferentes, pero eso sí: la suya olía a detergentes, desinfectantes y
abones, porque su mamá coneja era una fanática de la limpieza. Me gustaba
más cómo olía mi madriguera.
No sé si siempre que dejan sueltos a dos mocosos como nosotros dos,
macho y hembra, en unos cercados tan ricos de vida y tan llenos de preciados
recovecos, ocurre lo mismo, es decir, que se juntan y no paran de explorarse.
Porque eso es lo que hacíamos Lula y yo: explorarnos. Lo hacíamos con los
ojos, con la nariz, con los dedos y con la lengua. Ya digo que no tengo
demasiados recuerdos de mí, siendo tan chico, sin que se me cuelen escenas
eróticas con ella, como cuando nos escondíamos tras el largo sillón de mi
casa, en el recibidor, para lamernos el culo.
Nuestros oídos debían ser finísimos. Y digo «debían» porque no puedo
explicarme de otro modo cómo lográbamos hacernos mutuamente todo lo que
nos hacíamos estando tan cerca de los adultos que nos cuidaban. Por ejemplo,
estando mi madre cosiendo en la habitación de al lado, yo podía estar
lamiéndole el coñito rosado bajo una manta, sobre un amplio sofá, y ella
podía, bajo la misma manta, chuparme los huevos y el pene. Perdón: yo podía
estar «tomándome el agua de la fuente», porque tenía mucha sed, y ella podía
«tomarse su chocolate caliente de los contenedores», porque tenía mucha
hambre. Porque esa es otra: nunca llamábamos a cada cosa por su nombre,
sino por medio de subterfugios, símiles y eufemismos. Cuando ella se ponía a
cuatro patas, en la parte de atrás de mi casa, junto a la ventana donde mi padre
roncaba a pierna suelta, yo no le chupaba las tetas ni la vulva, sino que «la
mamá vaca alimentaba a su ternerillo»; poco importaba que las tetas estuvieran
donde brotaban sus pezones o donde nacía su vagina: yo, el ternerillo, tomaba
mi leche de donde me apetecía. Lula, la vaca, me lo ofrecía todo.
Puedo decir ahora sin equivocarme que hacíamos las cosas por
instinto, como dos animalillos. ¿Cómo se explica, si no, que yo me situara
detrás de ella, pecho contra espalda, sobre una cama y bajo una manta, y
colocara mi pene tieso allí, entre sus nalgas, o en el hueco que dejan los
muslos donde nacen, e hiciera movimientos pélvicos cuasi mágicos o
inspirados en la nada, hasta que experimentaba esas sacudidas propias del
orgasmo, aunque de mi pene no saliera ni una gota de semen?
A medida que nuestras mentes se llenaban de información, nuestros
uegos se hacían más complejos. Con la edad, nos volvíamos más sofisticados.
Así, en la oscuridad de mi garaje, que era amplísimo y lleno de escondrijos,
yo visitaba al médico, que era ella, porque «me duele aquí, doctora, en esta
zona», le decía yo señalándome el paquete. «Desnúdese», decía la doctora. Y
ella, con su instrumental médico, me curaba.
Otras veces, mi dormitorio era la suite de un hotel, ella era la huésped,
una señora muy ricachona y envarada, y yo era su sirviente. «Acércate,
Sebastián», decía la ricachona, y yo me acercaba a su cama con el pene tieso.
Entonces ella hacía que cogía su bolso, que podía ser un coletero o una goma
elástica cualquiera, y me lo colgaba allí. «Gracias, Sebastián, retírate», y yo
me iba, aunque no más lejos de dos o tres pasos, sin salir de la «suite». Al cabo
del rato: «Sebastián, necesito que me pongas la crema». Ella me tendía el bote
ficticio, se recostaba sobre la cama, me ofrecía desnuda la parte del cuerpo que
debía recibir el tratamiento, y yo se la ponía.
Pero los años pasaban y los cuerpos crecían, y la atención que nos
prestaban los adultos también crecía: había que esconderse mejor. Gracias a
Dios, la huerta era inmensa. Había un gallinero, que ya no se utilizaba, lleno de
trastos, cajas y hacinas de paja, que se convirtió en la sede de nuestras
perversiones. Allí podía tenderla yo completamente desnuda, sobre unas tablas
o un mueble viejo, llenos de polvo, e inspeccionarle a discreción todos los
recovecos de su cuerpo. Ella hacía lo mismo conmigo.
La excitación, a estas alturas, era un cóctel explosivo: en el recipiente
contenedor de la materia inflamable, se combinaba el placer sexual con lo
clandestino, con lo prohibido y lo pecaminoso, sentíamos que estábamos
haciendo cosas que «no se debían hacer». Además, este tipo de cosas eran las
que luego había que contar al puñetero cura párroco del pueblo, al que
dábamos una versión muy light de nuestros pecados. (Hay que ver estos curas,
qué bien se lo pasan detrás de la reja del confesionario. Ya lo dijo Valérie
Tasso, aquella ex-prostituta francesa, escritora y sexóloga, que salía
en Crónicas Marcianas, no recuerdo con qué palabras: «la religión católica
está edificada punto por punto sobre los pilares del deseo sexual».)
Curiosamente, los eufemismos iban desapareciendo, hasta que lo
hicieron por completo. Yo me acercaba a su casa, después de hacer los
deberes, y con una vocecilla temblorosa, cargada de misterio y excitación, le
preguntaba: «¿vamos al gallinero?». Y no había que insinuar nada más. Allí
que íbamos, los dos, sin prisas pero con los corazones palpitantes, aunque
también un poco atormentados por saber que íbamos a hacer «cosas malas».
¡Jodidos curas!, ¡jodido catecismo!
Todo esto se prolongó hasta los once o doce años, no lo recuerdo bien.
Sólo sé que llegué a lamerle la vulva cuando ya había aparecido algo de vello
(¡y qué rico olor!), y a chuparle los pechos cuando ya brotaban dos pequeños
bultitos. Por su parte, ella podía manipularme el miembro hasta que yo
experimentaba aquellas sacudidas incontrolables, que terminaban, para su
asombro, ya fuera en su boca o en sus manos, con la expulsión de unas gotitas
de un líquido viscoso.
Nunca llegué a penetrarla, sabe Dios por qué. Como mucho, hurgaba
con mi falo enhiesto su raja rosada, que ella me ofrecía abierta, sentándose
sobre una caja. Yo le tanteaba la entrada con mi punta rosa, al igual que hacía
con los dedos, explorando, sin saber muy bien lo que hacía, movido, cómo no,
por esa extraña fuerza que me indicaba que por allí debía introducirse algo.
Pero esto no podía durar siempre. Nuestras conciencias se volvieron
vigorosas, y el tormento por estar haciendo «lo indebido» ganó la partida: yo
quería ir «al gallinero» y ella no; yo quería tocarla y ella no me dejaba. No
puedo saber ahora si las cosas sucedieron tal como las pienso, pero tengo la
impresión de que en aquel momento yo sentía que ella me rechazaba, que su
deseo se había esfumado, y que, incluso, me había sustituido por algún
compañero del colegio.
Empecé a albergar estas sospechas cuando la oía emplear alguna
expresión que nunca antes había utilizado, como por ejemplo «la zanahoria» o
«la salchicha», refiriéndose, delante de otros niños y niñas, entre risas, al pene.
¡Me sacaba de quicio! ¡Me ponía de los nervios! Yo estaba muy celoso. Sin
embargo, mis sospechas no eran del todo ciertas. Ella sintió, igual que yo, no
«poder seguir» con nuestros juegos sexuales, solo que el remordimiento que
le provocaba empezaba a ser mayor que el placer que extraía de aquellas
actividades clandestinas. Lo supe después, a raíz de un suceso que dio paso a
una nueva «relación sexual» entre los dos, y que da título a este blog.
Decía yo al principio que de Lula me gustaba todo. Y es cierto. Lula
tenía unos pies preciosos. Cuando yo era aún muy chico, no les echaba
demasiada cuenta, pero a medida que cumplíamos años, esta parte de su cuerpo
comenzó a obtener también de mí su parcela de atención.
Ella fue siempre una chica delgada, pero muy enérgica. Tenía un físico
muy bien proporcionado y atlético, de tal manera que su piel recubría sus
huesos describiendo suaves curvas, aunque bien marcadas. Así, sus pies
ofrecían a la vista un jardín de líneas sinuosas de lo más diversas: el talón
redondeado, el empeine suave y combado, surcado por finas venas palpitantes,
el arco de la planta, con esos diminutos pliegues sucesivos a modo de una mar
rizada, la esfera que antecedía al dedo gordo, la perfecta escalera descrita por
sus dedos, en una suave pendiente... Todo este conjunto de líneas sedosas estaba
guarnecido con un magnífico contrapunto: sus tobillos picudos y un resalte
fabuloso que tenía sobre el empeine y que volvía al conjunto, si cabe, aún más
sensual.
Pues bien, estábamos en cierta ocasión ella y yo en su casa viendo una
película en el pequeño salón de la tele, yo en un sofá y ella en otro. Estaba
descalza y, como hacía siempre sin parar, lo tocaba todo con sus ágiles y
bonitos pies: el pomo de un cajón, que lograba abrir y cerrar con esfuerzo,
atrapándolo entre sus dedos, el cojín situado en el extremo del sofá, el suelo
frío, las sandalias que se había quitado poco antes, la pared estucada... Cuando
ella estaba en este plan, yo no podía apartar la vista, y la película me importaba
un huevo.
En cierto momento, ella se da la vuelta, se coloca boca abajo y echa sus
piernas hacia atrás, muy cerca de mí. De repente, decide estirar la punta de sus
pies y tocar suavemente la mano que yo tengo colgando por un lateral del sofá
en el que estoy sentado. Yo, sin moverme un milímetro, doy un brinco. Es
decir, todo me brinca por dentro. Un escalofrío me recorre el cuerpo, y ya no
sólo no veo la película: es que no veo nada. Sólo siento los dedos de sus pies,
tibios y húmedos, que me acarician la mano. Mi corazón pasa de cero a cien, y
mi excitación, que se mantenía medianamente estable mientras la miraba
toquetearlo todo, se dispara. Yo lo comprendo en seguida y, tras un primer
instante en el que quedo paralizado, logro reaccionar y comienzo a acariciar
sus pies, permaneciendo ahora ella inmóvil y receptiva a cualquier
rozamiento.
Sin papel ni bolígrafo, quedó sellado justo en ese momento un pacto
por el cual nuestros antiguos juegos sexuales iban a verse transmutados y
circunscritos a sus pies, esa parte de su cuerpo que, estando a la otra punta, lo
más alejados posible de su cabeza, centro de la censura y el remordimiento, y
que no eran materia prohibida, yo iba a poder utilizar de todas las maneras
posibles, y a través de los cuales ella iba a poder experimentar sensaciones
sucedáneas a las que obtenía por medio de nuestros antiguos juegos. Esta
práctica se prolongó durante varios años.
No exagero al decirles que mantuvimos, mediante este método,
verdaderas «relaciones sexuales». Y es que mis dedos, inseguros al principio y
más confiados después, dieron paso a mi lengua y a mi boca, órganos de los
que ella disfrutaba intensamente, cosa que me transmitía con pequeños
movimientos sutiles de sus dedos.
Este nuevo juego nos permitía obtener placer sin apenas escondernos.
Bastaba con estar atentos para «recomponernos» a la menor sospecha de que
podían vernos. Ignoro si fuimos descubiertos alguna vez. Podíamos estar
incluso en el salón de mi casa viendo dibujos animados con otros amigos o
primos y dedicarnos a nuestro placentero ritual cubiertos con una manta.
A menudo, yo dejaba que fuera ella la que me diera una «indicación»
de que el momento era adecuado. Así, yo posaba mis manos sobre el sofá o
sobre la cama en la que estuviéramos recostados, a una distancia prudencial de
su cuerpo, y esperaba paciente. Si ella se sentía cómoda y excitada, no tenía
más que deslizar su pierna hacia mí y buscar muy despacio con su pie desnudo
ese sublime contacto, a partir del cual comenzábamos a «hacer el amor ».
Recuerdo con cierta nitidez una ocasión en la que nos encontrábamos
en un contexto parecido al que acabo de describir y en el que estábamos tan
excitados que nos arriesgábamos a ser descubiertos, pues ella abandonaba mis
manos, que no habían dejado de acariciarla ni un momento, y avanzaba hasta la
altura de mi boca para que yo la lamiera y la besara. Cuando algún gesto de los
demás niños que había en la sala nos alertaba, ella replegaba rápidamente sus
pies bajo la manta y yo los abrazaba contra mi pecho, húmedos aún de mi
saliva.
Cuando alcanzábamos las últimas fases de nuestro «contrato», rozando
ya mis quince años, habiendo mi cuerpo madurado y mis eyaculaciones
aumentado de tamaño, no fueron pocas las veces que, si la ocasión nos
permitía estar completamente a solas, y habiéndome entregado yo con deleite a
acariciar, besar, lamer y adorar los pies que ella me ofrecía como si fuesen su
vulva abierta, tuve que marcharme de su lado totalmente turbado, con prisas y
con paso torpe y tambaleante, pues deseaba llegar cuando antes a mi casa para
cambiarme de ropa, ya que la mancha de semen que empapaba mis
calzoncillos comenzaba a alcanzar y oscurecer mis pantalones.
El pacto no tenía fisuras, las cláusulas eran tácitas pero nítidas: sólo se
me estaba permitido tocar, acariciar, lamer y besar hasta un punto algo por
encima del tobillo. Si en alguna ocasión yo deslizaba mi mano más arriba, por
su pantorrilla y por su muslo, buscando las añoradas nalgas, ella soltaba un
instantáneo respingo y se contraía, alejándose de mí. Yo tomaba nota y ponía
fin de inmediato a mis incur siones. ¡Ay!
Con el tiempo, logré memorizar cada centímetro y cada detalle de la
«zona permitida», y para mí se convirtió en una de las zonas erógenas más
potentes que una mujer puede ofrecerme. Por supuesto, Lula dejó el listón
altísimo, y no me excitan ni siquiera mínimamente unos pies que considero
«feos». Es más, cuando practico sexo con una mujer y me encuentro con esta
situación, procuro mantenerlos fuera de mi vista, pues podrían provocarme el
efecto contrario.
No sería justo, ni cierto, decir que Lula hizo de mí un fetichista, igual
que tampoco sería justo decir que ella condensó toda su potente sensualidad en
sus pies por culpa mía. De ninguna de las maneras. Mi inclinación por esta
parte del cuerpo femenino seguramente siempre estuvo ahí, y ella la hizo
emerger igual que se hace salir al conejo de su madriguera con un atractivo
señuelo.
Por su parte, quizás su desmesurada conciencia sobre lo que podía ser
«pecaminoso» hizo que deslizara toda su sensualidad, que era ―y sigue
siendo― muy grande, a sus pies. Y no cabe albergar demasiadas dudas sobre
esto, pues con el paso de los años no ha habido hombre que no haya quedado
prendado de ellos y de su modo de exhibirlos, siempre con vistosos zapatos,
tacones, cadenitas, anillos y colores de uñas, y siempre rozando los más altos
niveles de la sensualidad. Ella lo sabe, y lo utiliza a las mil maravillas. Yo no
puedo, desde aquellos años de mi infancia, hacer otra cosa que mirarla.
4
Sexo para mojigatos
Merche (por whatsapp):
¿Estás en tu casa? Vine caminando hasta Ronda, a casa de mis padres.
Ya estoy de vuelta. ¿Me invitas a un café?
Yo:
Vale, pásate.
A Merche la conocí en la universidad. No era mi tipo, sexualmente
hablando, pero hicimos buena amistad. Era de ese tipo de chicas que lo
reivindica todo. Se encontraba en su elemento cuando tenía que plantear a la
unta universitaria, en el salón de actos, todas las demandas que los alumnos le
transmitían a ella. Era bastante guerrera, siempre detrás de las causas injustas.
Yo pensé que con el tiempo acabaría ejerciendo la política. En la universidad,
la tachábamos de feminista empedernida.
―Hala, ¿y ese conjuntito? ―le dije, en el umbral de la puer ta.
La miré de arriba abajo, sonriendo. (Tengo este defecto, y es que soy
bastante indiscreto. Sólo cuando me lo hacen saber, me doy cuenta de que
podría «cortarme un poco». Ella ya estaba acostumbrada.) Su cuerpo estaba
cubierto casi por completo de licra negra: unos pantis que le llegaban a la
pantorrilla, un top bien prensado sobre su busto, y una chaquetilla rosa chillón
con cremallera, de manga lar ga. Todavía sudaba un poco. Se había recogido el
pelo en una coleta, detalle que la hacía más «jovial», un contrapunto juguetón
en su apariencia: por lo general, por su forma de vestir, parecía siempre
mayor de lo que era: camisas abrochadas hasta arriba, zapatos planos o con
muy poco tacón, fulares, gafas de sol de pasta sobre el pelo largo, pantalones
(rara vez falda), etc.
―¿Qué le pasa al conjuntito? ¿Te vas a meter ahora con él? ―me dice
tratando de parecer enfadada, pero descojonándose.
―Calma, calma, peleona, que está muy bien ―le digo abriendo la
puerta y haciendo que pase. Ella avanza por el pasillo, delante de mí, y yo, por
supuesto, la miro de nuevo de arriba abajo, deteniéndome a cada pasada en su
culo y su espalda. Ya digo que no era mi tipo, pero Merche tenía una espalda
bastante atractiva. Actualmente había cogido bastantes kilos, de ahí su
«caminata» hasta la casa de sus padres.
Pasamos al salón y traigo de la cocina dos tazas de café. Nos sentamos
en el sofá central del tresillo, uno a cada lado. A ella le gusta estar en contacto
conmigo, físicamente, cuando estamos conversando. Si no es con un dedo, que
desliza por mi brazo cuando estamos más cerca, es con su pierna, como hacía
ahora, que rozaba intermitentemente contra la mía.
Ella estaba casada actualmente, tenía dos hijos, y, por lo que yo sabía,
amás había estado con otro hombre, más allá de algún rollito durante sus
épocas de infancia y juventud. Detrás de su faceta feminista y guerrera se
escondía justo lo contrario: una personalidad dócil, constreñida por una
educación firmemente religiosa, y supeditada por entero a los deseos del
hombre. Era una chica tremendamente mojigata, que se sorprendía a sí misma
después de pronunciar frases del tipo: «es que no es natural tener sexo con
quien no es tu esposo». En ocasiones como esa, la vi echarse la mano a la boca
en un acto reflejo, avergonzada e incluso conmocionada por sus propias
palabras.
Mi vida «desordenada», según la llamaba ella ―rara vez estuve con
una chica más de dos años; mi experiencia sexual y afectiva se reducía a rollos
pasajeros, follamigas, citas con desconocidas con las que contactaba por
internet y demás fauna― era para ella una fuente de excitación y morbo. Le
gustaba conocer los detalles de mis incursiones sexuales. En esta ocasión,
mientras rozaba mi pantorrilla con su pierna, quería saber cómo me iba con
mi nuevo ligue, la chica «del parking».
―Pues bien, me va muy bien ―le decía yo , haciéndome el interesante.
―¿Ah, sí?, cuenta, cuenta.
―He comprado el chisme que te dije...
Le había contado que, para añadir algo más de morbo a mis sesiones
de sexo con este nuevo ligue, había comprado un «juguetito», un dildo de unos
20 cm. de color crema, grueso y liso, que terminaba en una punta con forma
de glande.
―¿Quieres verlo? ―seguí diciendo.
―¡No! ―soltó estallando en una risa nerviosa―, ni se te ocurra
traerlo.
―Pero, ¿por qué? Espera, que lo traigo ―le dije, levantándome del
sofá.
―¡Que no lo traigas! ―me «gritaba» ella, temblándole la voz.
Sus «gritos» no resultaban en absoluto creíbles. Se moría de ganas de
verlo, pero no se atrevía a hacerlo delante de mí. Los nervios se la comían por
dentro. No sabía dónde meterse. Cuando asomo de nuevo en el salón, ella
trataba de mirar para otro lado, martirizada, cubriéndose la frente con una
mano. Yo, por mi parte, estaba tan nervioso como ella, aunque trataba de
ocultarlo.
Desde siempre he tenido un sentido del pudor y del ridículo
exacerbados. En mi juventud, a la menor señal de que podía sentirme
reprobado por mis acciones, mi cuerpo se tensaba por dentro y experimentaba
una sensación abrumadora de vergüenza y culpa. Este aspecto de mi
personalidad, según creo, es el que se encuentra en el or igen de mi fascinación
por las situaciones morbosas en las que se roza la línea de lo prohibido, lo
censurable y lo pecaminoso. Merche lograba conducirme, con su rubor y sus
escrúpulos, a las cumbres de la excitación morbosa. Me senté bruscamente en
el sofá, dejándome caer, y solté el juguetito en medio de nuestros cuerpos.
―Mira, ¿qué te parece? ―le pregunto riéndome y mordiéndome los
labios a un tiempo.
―Qué capullito eres ―me dice, sin atreverse a mir arlo. Se quita la
mano de la frente y gira la cara hacia mí, aunque yo sé que ella logra percibir
por el rabillo del ojo, como hacen muy bien las mujeres, aquel objeto color
crema que, desde este momento, pasa a ser el centro de su atención. Su cara es
un poema, roja como un tomate, y su excitación aumenta verdaderos enteros,
como la mía.
―Mi niña, sólo quiero saber tu opinión ―le digo, haciéndome el
sueco.
―Sí, ya, claro...
Y en un acto de arrojo, aprovechando un descuido de su pudor, lanza
una mirada fugacísima al objeto, medio segundo quizás, y las llamaradas
cubren por completo sus mejillas. Yo me pongo como una moto, una Harley
Davidson de 800 cm. cúbicos como mínimo.
―Muy... bonito ―logra decir a partir del fugaz recuerdo, levantando la
barbilla para alejar su mirada del objeto prohibido.
―¿Verdad que sí? Yo creo que sí, que está muy bien. ¿Has visto la
forma que tiene?
―No... No me he dado cuenta.
―¿No?, pues míralo, mujer. Anda, dime qué forma tiene.
Logrando reunir la confianza necesaria, vuelve a echar un nuevo
vistazo tratando de demorarse lo más posible, y lo observa durante 2 ó 3
segundos. La excitación le sale por los poros.
―Tú ya sabes qué forma tiene.
―Claro que lo sé, pero sólo era para que me lo confir maras ―le
respondo. Cojo el dildo en mi mano y se lo tiendo―: Toma, cógelo, mujer,
que no muerde.
Ella lo coge con los dedos, sin saber muy qué hacer, lo voltea
ligeramente, observando las formas, y lo suelta sobre el sofá, como si le
quemara. El rojo de sus mofletes amenazan con prender una hoguera.
―¿Y bien? ―vuelvo a insistir.
―No me lo vas a sacar. Sabes que no puedo decir lo ―y se ríe
sorprendida de la magnitud de su represión sexual.
Tiene razón, me pone mucho sacar a flote el pudor y la vergüenza de
una chica que confiesa, por el color de su cara, que experimenta deseos
«indecorosos». Tras un pequeño intercambio de palabras, me suelta sin previo
aviso:
―Ahora no puedo dejar de mirarlo ―me dice mientras lo observa
sobre el sofá, «caliente» todavía de sus dedos. Tiende despacio una mano hacia
delante, saca el dedo índice y comienza a pasarlo por la punta con forma de
glande.
―¿Te gusta la puntita? ¿A que está muy logr ada? ―le digo, tratando de
que no me vibre la voz.
―Muy logr ada, sí. Me gusta mucho... ―y sin dejar de mirarlo y
uguetear con él, me dice a bocajarr o―: Tiene forma de polla.
Esa palabra, «polla», salida de su boca, es para mí como una descarga
eléctrica que me convulsiona por dentro. Yo no sé qué cara pongo en esas
situaciones, ni sé si se me nota, pero las mejillas me ardían como las brasas de
una barbacoa. Lo que sí podía constatar era que mi paquete había aumentado de
tamaño, algo que no quise disimular, pues sabía perfectamente que ni ella se
atrevería a decirme nada, ni yo me atrevería a llamar su atención al respecto.
Eso sí, dejé crecer mi miembro a su gusto, consciente de que comenzaba a
cruzarme el pantalón, el cual, para colmo, era de pana y lo envolvía tan bien
como la licra que ella llevaba envolvía su vulva, visiblemente partida en dos.
Tratando de controlar mis taquicardias, le digo:
―¿Ves como sí lo sabías? No era tan difícil ―le digo. Nuestras
sonrisas han dado paso a una seriedad mór bida.
Vuelvo a cogerlo con mi mano y decido juguetear con él. Lo manoseo
y lo paseo arriba y abajo por mi muslo, acercándolo y alejándolo de mi
entrepierna, como un señuelo. Mientras sigo jugando con él, la miro a ella de
vez en cuando a la cara, y observo que sigue fielmente el movimiento del
uguete. Mi excitación alcanza un pico en el momento que observo que sus
ojos brincan, durante una fracción de segundo, desde el dildo hacia mi polla,
visiblemente tiesa bajo los pantalones. Me pone como loco ese gesto mínimo.
Me atrevería incluso a llamarlo microorgasmo. Tras unos instantes, lo llevo a
su rodilla, que está muy cerca de la mía, y empiezo a pasear el glande de
plástico por encima de la licra, subiendo y bajando por su muslo, acercándolo
peligrosamente a su entrepierna.
―¿Y par a qué sirve? ―me suelta ella, ocultando al mismo tiempo su
boca tras los dedos, a modo de rejilla, sin creerse muy bien lo que ha dicho.
―Pues... Hay que meterlo ―digo yo, sin parar de deslizar lo.
―¿Meterlo? ¿Y dónde? ―me responde, subida al tren de la excitación.
―Ya sabes, en «eso» que tiene la mujer...
―¿«Eso»? ―responde ella, que parece haber cogido el testigo de la
situación.
Y yo, sin dejar de jugar con el dildo, lo aproximo a la entrada de su
vulva y presiono ligeramente con la punta justo en el centro.
―Se mete por aquí ―le digo sin mirarla a la car a, rozando el glande a
lo largo de su raja cubierta por la licra tensa.
Estamos los dos cachondos perdidos, y perdidos en este juego
morboso en el que nos encontramos atrapados. Cada frase da lugar a la
siguiente, cada paso nos introducía más en el laberinto donde habíamos
entrado.
―Pero, ¿se deja metido? ―vuelve a preguntar, mir ando cómo juego
en su entrepierna.
―Bueno ―le digo―, puedes dejarlo metido, pero lo nor mal es que se
meta y después se saque. Mira ―le explico. Le cojo una mano y hago que
forme un cilindro con sus dedos. Introduzco el dildo y empiezo a hacer un
movimiento de vaivén―: Así, ¿ves? Se mete y se saca, se mete y se saca...
Mientras «se lo explico», noto que ella me acompaña perfectamente
con su mano, ejerciendo la presión adecuada sobre el falo postizo y
deslizándola ella misma a lo largo de la superficie brillante. Los dos tenemos a
estas alturas un calentón de campeonato. No podemos parar.
―Ah, ya voy comprendiendo. Se mete y se saca... ¿Y se pueden hacer
más cosas? ―me dice, dejando de figurar una vagina con su mano y
acariciándolo ahora con el dedo índice desde la base hasta la punta.
―Claro, muchas más cosas. Se puede lamer o chupar. Como tiene esta
forma, es como si...
―Ya... Es como si lamieras una de verdad.
―Eso es. ¿Quieres probar? ―le digo, aproximando el juguete a su
cara.
―¡No!, quita ―me dice nerviosa, apartándome la mano torpemente
pero sujetándomela a la vez, sin querer que la retire del todo.
Pero sé que lo está deseando, así que no le hago ningún caso y sigo
«mortificándola». Llevo el dildo a su escote y comienzo a subir despacio,
haciéndolo tropezar con su piel húmeda, atascándose. Asciendo por su cuello y
me entretengo en él, acariciándolo con la punta obscena. Subo hasta su
barbilla. Ella se limita a ponerse del color del granate. Nadie habla.
Finalmente, hago que el falso glande se pasee por sus labios, despacio, hasta
que veo salir la punta húmeda de su lengua, como una serpiente, y se encuentra
con mi señuelo. Acabo de experimentar un nuevo microorgasmo. Comienza a
lamerlo y a hurgar en la ranura que divide la cabeza del pene en dos
hemisferios. Yo estoy atacado, mi corazón bombea con fuerza. De repente,
ocurre algo fabuloso: mientras recorre el glande con su lengua, me mira
fijamente a los ojos dos segundos, tres, cuatro quizás. ¿Puedo describir con
palabras lo que me pasaba por dentro? No. Otro instante imborrable para el
recuerdo. Me quedo sobrecogido, arrebatado, noto mi pene empujar la tela que
lo aprisiona y soltar algunas lágrimas de excitación. Mientras ella lame el
uguete que yo le ofrezco, mi boca se entreabre, como imitándola. Es de locos.
Tras esta pequeña «sesión», retiro el dildo y nos damos un respiro. Ella oculta
su cara entre sus manos, r esopla, se abanica.
―Uf, qué fuerte ―dice, y vuelve a reírse nerviosamente. Las aletas de
su nariz se abren y cierran al ritmo de sus carcajadas impostadas.
―Muy, muy fuerte ―digo, todavía con la boca abierta―. Te acabas de
pasar tres pueblos, ¿sabes? ―Y ella, igualmente arrebatada, presa de la
excitación que se había apoderado de sí, me suelta:
―Pónmela en la boca de nuevo.
Yo no salgo de mi asombro y reacciono como un autómata. Sujeto
el dildo por la base y vuelvo a acercarlo a su boca. Su lengua sale lasciva en
busca del glande. Le da unos lametazos y a mí no se me ocurre otra cosa que
retirarlo unos centímetros. Ella estira su culebrilla ávida, que se queda
flotando en el aire, sin poder alcanzarlo.
―¡Dámela!, ¡dame la polla! ―me dice. Esta frase me empuja tan
directamente al orgasmo como medio minuto de movimientos pélvicos
penetrando una vagina.
Vuelvo a acercarla un poco, obligándola a lanzar su lengua vibrante.
Me pongo como loco. Tengo unas ganas tremendas de tener mi polla en mi
mano y desahogarme. Tengo los calzoncillos empapados. De pronto, abre su
boca como pidiéndome que me acerque. Yo lo hago y ella cierra sus labios en
torno al glande, que desaparece dentro de su boca. A continuación, recuesta su
cabeza en el sofá, cierra los ojos, agarra la mano con la que yo sujeto el falo
de plástico y empieza a succionarlo, metiendo y sacando el glande de su boca.
¿Cuánto voy a aguantar así? La visión es tremenda. Estoy a punto de correrme.
Tras unos segundos, medio minuto quizás, me suelta la mano, vuelve a
cubrirse el rostro con las suyas, sin creerse lo que ha sucedido, resopla, niega
con la cabeza, se levanta del sofá sofocada y me dice:
―Tengo que ir al baño ―y se echa a andar con paso agitado. Cuando
está a punto de cruzar la puerta del salón, me suelta sin girarse―: te voy a
matar ―y se mete en el baño.
No me mató, pero casi logró que me diera un infarto. Ambos
recordamos esta escena como de una tensión sexual fuera de lo común. Una
vez que se hubo ido, me masturbé r ecordando cada detalle, tratando de retrasar
todo lo que pude mi orgasmo, y ella, según me confesó más adelante, también
lo hizo, cuando logró estar a solas a altas horas de la noche, una vez que su
marido y sus hijos dormían apaciblemente. Usé esta escena para masturbarme
infinidad de veces, y sigo recurriendo a ella en ocasiones, cuando, tras hurgar
en el cajón de sastre de mis fantasías, me encuentro con esta pequeña joya
erótica «para mojigatos».
5
El beso de la araña
Corrían los tiempos en que los jovencitos, los varones, hablábamos de
chicas y de sexo a todas horas. En el instituto, comenzábamos a ver los
cambios que la naturaleza había provocado, de un verano para otro, en los
cuerpos de aquellas hembras pubescentes, deformándolos sabiamente con
nuevas protuberancias y curvas voluptuosas.
Las clases de gimnasia constituían una ocasión sin igual para
deleitarnos con los glúteos mórbidos de Pili, que asomaban por debajo de los
pantalones cortos y arrastraban, adherido a la piel húmeda, un trozo de
braguita; con las tetas firmes y rebosantes de Soraya, que apenas podían
contener, durante la carrera, su fatigado e insuficiente sujetador; con las
piernas estilizadas de Bea, acabadas en unos finísimos tobillos y unos
delicadísimos pies, los que yo me deleitaba mirando en el gimnasio cuando
tocaba estiramientos sobre colchonetas, pues el profesor, seguramente más
preocupado por su propio placer morboso que por el cuidado del material,
nos obligaba a descalzarnos; y con la cintura de avispa de Lupe, detalle
anatómico que ella procuraba resaltar vistiendo una camisita blanca bien
ajustada. La atención libidinosa del macho adolescente estaba siendo
progresiva e ineluctablemente atraída por esta tropa de abejas portadoras de
rica miel.
Cuando yo escuchaba a otros compañeros hablar de penetración, de
coitos o de follar, me los imaginaba realizando un acto insólito, no sólo por lo
increíble que me parecía llegar a «disponer» de la voluntad de una cualquiera
de aquellas gráciles y perturbadoras gimnastas, sino también por el halo de
misterio que lo envolvía, pues, ¿en qué consistía realmente su mecánica? Me
imaginaba a Montse entre mis manos, la chica bajita y pechugona que se
sentaba delante de mi pupitre, haciéndole «aquello» de lo que todos hablaban, y
un estremecimiento me recorría el cuerpo. «¿Qué se sentirá?, ¿qué hará ella?,
¿sabré metérsela?, ¿sabré por dónde metérsela?, ¿he de derramarme dentro?»,
me preguntaba.
En las clases de religión, gracias al cura salido que teníamos como
profesor,
pro fesor, se hablaba
hablaba de semen,
semen, de manchas
manchas imborr
imbor r ables en los calzoncillos, de
vulvas obstruidas por un velo de piel maldito, de embarazos, de condones... Un
sinfín de acertijos. Y yo quería averiguarlos todos. Me imaginaba
«haciéndoselo» a Pili, abierta debajo de mí en una postura obscena, como
había visto en alguna revista pornográfica; o a Soraya, puesta a cuatro patas y
exponiendo su vulva tumefacta y circundada por un halo de vello oscuro,
turbador,
turbador, con
co n sus enormes
enor mes pechos bamboleándose con mis sacudidas,
sacudidas, mi pene
clavado «allí», no sabía muy bien dónde.
Yo, con mi inexperiencia, me sentía un extraterrestre frente a Esteban,
aquel chico de segundo que «lo hizo» con Lena en la última excursión a los
Llanos de la Pez, entre los pinos; o frente a Antonio, aquel chico de orígenes
venezolanos y piel morena que «te llenaba la boca» con su eyaculación, según
decían. Hasta entonces, mi experiencia sexual se había limitado a la minuciosa
exploración
exploració n del cuerpo de Lula,
Lula, mi pr ima inseparable durante la infancia.
infancia.
Entretanto, me masturbaba. A mis dieciséis años, me deleitaba
observando salir de mí aquel líquido
líquido viscoso y perfumado que brota
bro taba
ba después
después
de practicar sobre mi miembro erecto un enérgico masaje, acompañándolo
con las más vivas y variadas imágenes que iba recopilando cada día con
aquellos cuerpos femeninos que provocaban mi excitación involuntaria. Uno
de ellos era el de mi prima Sandra, dos años mayor que yo y protagonista
indiscutible de mis poluciones diurnas (y no sé si también de las nocturnas).
Sus curvas eran del tipo por cuya razón se suele usar el símil de la
guitarra para referirse al cuerpo de la mujer: tenía unos pechos muy
abundantes y firmes, una espalda estilizada, una cintura asombrosamente fina y
unas caderas que, por contraste, parecían la caja de resonancia de dicho
instrumento. Sus nalgas... para qué hablar de sus nalgas. Sólo sé que cuando la
veía alejarse de mí, estando yo en su casa para pasar la noche, andando por el
pasillo en ropa interior, las braguitas se le metían por en medio hasta casi
perderse, mientras las dos masas mórbidas de carne vibraban a ambos lados
con cada paso, provocando mi asombro y mi excitación. Estas cosas, como
veremos enseguida, las hacía a conciencia. Además de todo esto, era una chica
muy guapa, de nariz afilada, grandes mofletes garantes de juventud lozana,
labios carnosos,
carno sos, bien dibujados,
dibujados, y pelo castaño,
castaño, largo
larg o y lacio.
Asistíamos al mismo instituto, pero allí apenas la veía. Estando dos
cursos por encima, sentía que «jugaba en otra liga». Le conocí uno de sus
muchos «novios», un chico alto y tan rubio que parecía alemán, con el que se
besaba y magreaba discretamente durante el recreo, apoyados en una de las
vallas que circundaba el recinto. Federico, uno de sus muchos admiradores,
me paró más de una vez por las escaleras, entre clase y clase, y me decía al
oído: «me vuelven loco las tetas de tu prima», con la esperanza, quizás, de que
yo se lo transmitiera
transmitiera a ella.
Pero Sandra era relevante para mí en su casa, no en el instituto, pues
era allí donde yo pasaba muchísimo tiempo. No con ella, pues para mí era
inaccesible ―y yo debía parecerle un gracioso animalito―, sino trasteando,
ugando o fabricando alguna chapuza en la azotea. Su casa era también la mía,
y yo podía acercarme allí a almorzar cualquier día, si me apetecía, sin avisar
siquiera.
Sus padres eran unas personas muy chapadas a la antigua, y en materia
de ligues y de sexo se comportaban con ella como dos carceleros con su
prisionero. De hecho, en una ocasión su padre la sorprendió besándose con el
rubito de apariencia germana cuando pasaba con su coche por una carretera
adyacente al instituto: estuvo dos meses sin dirigirle la palabra. (Ignoro en qué
consistió la escena cuando ella regresó ese día a su casa, pero conociendo el
carácter de mi tío, debió ser un plato
plato de malísimo
malísim o gust
g usto.)
o.)
Presencié también, algunas noches que pasé allí a dormir, cómo su
madre permanecía en vela viendo la televisión hasta las tantas, dando
cabezadas, si se daba la circunstancia de que el «pretendiente» de Sandra se
encontraba en aquel momento con ella, en una habitación anexa. La mamá
gallina vigilaba
vigil aba que
que el intruso
intruso no le metiera mano a su polluelo.
Bajo este clima de vigilancia férrea, Sandra parecía conducirse con
total indiferencia, como si hubiese a su alrededor una película aislante que la
protegiera de semejante influencia. En un ambiente donde todo debía realizarse
a plena luz y bajo la mirada franca de sus padres, quienes no daban ocasión a
que se les forzara a interpretar nada (incluso ducharse o hacer la necesidades
debía hacerse con la puerta del baño abierta o entornada: cerrar una puerta
implicaba, para aquellos dos seres mojigatos, deseos indecorosos), Sandra
podía pasearse por toda la casa, sin la más mínima aprensión, en bragas y
sujetador o con ropa rematadamente ligera. ¡Qué maravilla!, ¡aquella prima
que jugaba en las ligas mayores paseándose para mí de semejante manera!,
¡toda aquella carne apreciadísima a mi disposición!, ¡jódete, Federico!
Ella sabía que causaba expectación. Fueron muchas las ocasiones en
que pude observar cómo se las gastaba y qué intención ponía en los
movimientos de su cuerpo. Por ejemplo, si nos encontrábamos en su casa
algunos primos y amigos varones, ella podía hacer acto de presencia con sus
mínimos modelitos y sus impresionantes curvas y marcharse, acto seguido,
generando tras de sí, con el balanceo de sus caderas, un caudal de miradas
concupiscentes. Para desgracia suya, no disponía de ojos en el cogote, de
modo que se veía
veía obligada,
oblig ada, mientras
mientras se alejaba, a girar
gir ar mínimamente
mínimamente la cabeza
para atisbar, con el rabillo del ojo, el destrozo que había provocado con su
llegada, y el que estaba provocando al marcharse. Yo me relamía no sólo
observándola a ella, como hacían todos los demás, sino observando también
este detalle.
Yo me masturbaba con estas visiones, pero no sólo con estas visiones.
Como digo, yo debía parecerle a ella un animalito indefenso. Era tal su
poderío sexual, que yo me sentía menguar a su lado. Su interés por mí debía
ser el mismo que manifestara una araña por una mosca jugosa: yo era una
presa cualquier
cualquier a a la que podía atrapar,
atrapar, manipular y devorar a su antojo
antojo..
Era conocido que Sandra tenía muchísimo deseo sexual y que no
perdía ninguna ocasión que le reportara un mínimo de placer morboso. De
modo que sí, yo debía parecerle a ella, dada mi fragilidad de cervatillo, un
sencillo bocado, pero al fin y al cabo con cuerpo de varón y con mis órganos
sexuales en pleno funcionamiento. De hecho, me encontré en muchas
ocasiones «enredado en su tela». Yo jamás la reclamaba: sencillamente, yo
«caía en sus redes». Me explico.
En una ocasión, siendo ya un mocito de doce o trece años, acababa yo
de terminar de ducharme, en su casa, con la puerta abierta ―aunque no estaban
sus padres―, y me disponía a secarme. Aún con la toalla flotando en el aire
por haberla cogido del colgador con un enérgico tirón, desnudo y con la
cortina de la bañera descorrida, aparece ella en ropa interior, como por arte de
magia, descalza, dando saltitos, y me arrebata sin mediar palabra la toalla de
las manos. Se sienta en la taza del váter, abre las piernas (¡santo cielo!) y me
indica que me acerque. Yo me quedo mudo, inmóvil e idiotizado, sin saber
muy bien si cubrirme el sexo o no. Finalmente, como hechizado por un
extraño encantamiento, obedezco, salgo de la bañera y penetro en su radio de
acción situándome a unos centímetros de ella, la cual me acoge, cual araña
hambrienta, con el capullo de seda que ha formado con la toalla, que enrolla
en torno a mi cuerpo. Y en este insólito escenario comienza a secarme con
minuciosidad, todo, sin dejarse un sólo rincón de mi anatomía. Y yo me dejo
hacer como un perrito dócil, alzando los brazos, girándome, inclinándome,
abriendo un poco las piernas, obedeciéndole fielmente.
Mientras me encuentro de frente a ella, observo impresionado sus
enormes pechos bamboleantes, su canalillo, sus pezones bajo la tela del
sujetador, y su entrepierna ofrecida y oscura, cubierta por la braga de encaje.
¿Crecería mi pobre pene en ese momento? El sólo pensamiento me perturbaba
y me paralizaba. «¡Por Dios, Sandra, cómeme de una vez!», gritaba yo, en
silencio. Indiferente a mi desconcierto y habiéndome dejado perfectamente
seco, ella abandona su asiento, hirviendo de sus posaderas y aromatizado por
su sexo, y yo me coloco despacio los calzoncillos mientras la veo, por el
rabillo del ojo, salir del baño con la tela de las braguitas apiñándose entre sus
nalgas, que ya comenzaban a ser abundantes. ¡Qué visión para el recuerdo!,
¡qué acontecimiento inolvidable!
En otra ocasión, creo que ya con dieciséis años, estábamos de nuevo
los dos solos en su casa, de regreso de no sé qué sitio. Ella decidió darse una
ducha. Yo estaba, entretanto, en el amplio salón, viendo la tele. «¡Fer!», oigo
que grita. «¡Ferni, ven un momento!», repite. Por alguna razón, no me dice
para qué me quiere, así que me acerco al baño, que tiene la puerta
completamente abierta. Sin cruzar el umbral, mirando tímidamente,
vislumbrando un muslo y una cabellera chorreante bajo la ducha de la bañera,
con la cortina ligeramente descorr ida, le pregunto: «dime, Sandra». «Ah, estás
ahí», me dice asomando su cabeza entre las cortinas y dejándome ver algo más
de carne húmeda. «Se me olvidó coger la toalla. Ve a mi cuarto y tráeme una.
Están en el segundo cajón de la izquierda del armario», me dice. Se le había
olvidado la toalla, ¿comprenden?
Yo hago lo que me dice y regreso con ella en la mano. Mi corazón
bombea con fuerza. «Te la pongo aquí», le digo aturullado, inclinándome
sobre la taza del váter. «No, no, dámela, acércamela», me dice. Yo me giro,
nervioso, y ¿qué es lo que veo? Pues la veo a ella, completamente desnuda por
entre las cortinas, que ha descorrido lo justo y necesario para proporcionarme
esta panorámica, tratando de recoger su pelo empapado en un moño, un gesto
que la obligaba a alzar los brazos sobre su cabeza y mostrarme los enormes y
preciosos pechos, surcados de gotas cristalinas que resbalan hasta caer desde
la punta de sus erizados pezones. Me quedo de piedra, sin saber adónde mirar y
con la toalla colgándome de las manos como si fuera un cuerpo muerto. Mi
mandíbula debía flotar de manera parecida. Para colmo, no coge la toalla de
inmediato, sino que se demora con su pelo todavía unos instantes, los cuales
aprovecho yo, sobrecogido, para lanzar miradas fugaces al triángulo oscuro
de su sexo, desde el que escurren las últimas gotas que resbalan por su piel,
como meandros, y que confluyen en aquella mata negra. «Trae», me dice
finalmente agarrando la toalla, y yo, que me quedo con el brazo alzado, sin
sujetar otra cosa que el aire, me veo obligado a marcharme, consternado, por
propia iniciativa, puesto que Sandra, impasible, abusadora y brutal, había
empezado a secarse «sin prestarme ninguna atención». Yo me habría quedado
allí eternamente, observando tamaña obra de arte.
Tras este suceso, que quedaría para siempre en mi recuerdo, cuando
Federico me retuvo una vez más en las escaleras del instituto para
mencionarme su fascinación por las tetas de mi prima, yo le contesté: «se las
he visto», y me di media vuelta, sonriendo, mientras le dejaba a él con la
mandíbula abierta de par en par.
Sandra también solía arroparme cuando me quedaba a pasar la noche
en su casa, estuviesen sus padres o no. Si bien yo la veía marchar vestida a por
la ropa de cama que habría de traerme minutos después, siempre regresaba en
ropa interior y descalza. Y no sólo colocaba las sábanas y la almohada sobre el
sofá en el que yo iba a dor mir, sino que esperaba a que yo me desvistiera y me
quedara en calzoncillos para finalmente cubrirme con la manta. Me daba las
buenas noches y se marchaba, como siempre, ofreciéndome el turbador y
vibrante baile de sus nalgas.
Con toda esta información en mi memoria, Sandra se había convertido
para mí en una especie de icono voluptuoso. Hasta ahora, a mis dieciséis años,
no me había atrevido a pedirle nunca nada en materia de sexo: tan sólo podía
permanecer paciente a su alrededor para, al igual que esas gaviotas que
revolotean sobre los barcos pesqueros para prender alguna captura desechada,
hacerme con alguna valiosa visión o algún preciado bocado que ella quisiera
dejar caer del maná inagotable que era su cuerpo y su sensualidad.
Sin embargo, mis inquietudes sobre el sexo en este momento de mi
vida, abrumado por los misteriosos comentarios de mis amigos de clase, eran
más vivas que nunca, y por alguna razón que desconozco tenía el
presentimiento de que ella podría «ayudarme» a desentrañar este intrincado
camino. Pensaba en ella como en una comprensiva madrastra que acogería con
amabilidad mis solicitudes y me ofrecería su ayuda con naturalidad. «Sandra,
¿tú podrías... ?, ¿tú me harías el favor de... ?», imaginaba yo que le decía. No
encontraba las palabras, ni siquiera en mis pensamientos. Lo intentaba de
nuevo: «Sandra, no sé si tú podrías... o sea, si te parecería bien que... si tú
podrías enseñarme cómo se... hace». Fantaseaba constantemente con esta
posibilidad, me masturbaba imaginando el momento en que acudiría a ella, le
plantearía mis necesidades y preocupaciones y ella se avendría tiernamente a
darme las respuestas que yo necesitara.
Se me presentó la ocasión de poner a prueba mi fantasía ―porque eso
es lo que era, una mera fantasía― un día que regresamos bastante tarde de la
casa de nuestros abuelos maternos. Decidí quedarme a dormir en su casa. Sus
padres se fueron enseguida a dormir y ella, como hacía siempre, se fue a
traerme la ropa de cama. Yo era un manojo de nervios, puesto que estaba
decidido a plantearle mi «solicitud».
Aunque no transcurrieron más que unos minutos entre que se fue
vestida y regresó con las sábanas y la almohada, tuvo suficiente tiempo para
desvestirse y regresar exclusivamente con la ropa interior y descalza. Mis
pulsaciones aumentaban por momentos. La relativa penumbra del salón estaba
de mi parte, pues no quería que lo notara. Extendió las sábanas y esperó a que
yo me desvistiera. Me eché sobre el sofá y me cubrió finalmente con la manta.
Para mi sorpresa, se sentó en el borde del sofá, junto a mi cuerpo, me dijo
alguna tontería y me hizo alguna carantoña. Me sentí indefenso, una vez más,
al lado de que aquel cuerpo g rávido, voluptuoso y sensual.
Mientras intercambiamos las últimas naderías, antes de darnos las
buenas noches, en voz baja para no despertar a sus padres, le puse, en un
impulso desesperado, mi brazo sobre los muslos y comencé a juguetear,
nervioso, con el ribete de sus bragas de encaje, a la altura de su cintura. Yo
temblaba de excitación. Ella no borró en ningún momento la sonrisa de sus
labios, mientras que mi cara debía mostrarle a las claras mi profunda
turbación. En materia de sexo, la sentía constantemente a kilómetros de mí, y
volvía a darme una prueba en esta ocasión.
Notando el calor de su cuerpo en mi brazo, y sin dejar de enredar los
dedos con la cinta de sus bragas, sentí que estaba naciendo entre los dos una
complicidad nueva. Tomé valor, y me dispuse a hablar: «Oye, Sandra, quería...
te quería... preguntar una cosa». No me atrevía a mir arla a la cara, mis mejillas
debían estar del color púrpura, y los dedos que jugaban con su ropa interior
comenzaban a temblarme. Las sábanas debían transmitir mis palpitaciones
como la membrana de un altavoz. Así y todo, traté de continuar: «Verás, no sé
si... no sé si tú podrías... si te parecería bien que... ». No pude seguir. Y supe que
no podría terminar. Era absurdo. Visiblemente contrariado, retiré mi brazo de
su muslo y traté de recomponer la expresión de mi cara, que en estos
momentos debía reflejar mi abatimiento. «Bueno, nada, era una tontería»,
acabé por decir, tratando de poner una sonrisa.
Para mi sorpresa, vi que su expresión había cambiado. Sin llegar a
estar seria, había abandonado la sonrisa para sustituirla por una expresión de,
digamos, condescendencia o de haber intuido por dónde iba yo. A todo esto,
me miraba fijamente a los ojos. Entonces veo que lleva su mano a mi pelo y lo
agarra en un puño, tironeándolo varias veces. Me sonríe, se apoya con la otra
mano sobre mi pecho y se inclina sobre mí para darme, sin soltarme, un beso
en los labios. A continuación se incorpora, me da un pequeño cachete con la
palma de la mano y me dice en un susurro, sin dejar de sonreír: «buenas
noches», y se marcha ofreciéndome una vez más aquella visión con la que
tanto había fantaseado, sin gir arse a mirar lo que dejaba detrás.
Yo no podía dormir. Me sentía avergonzado. ¿Qué pensaría de mí?
Trataba de enterrar mi cara en la almohada, vuelto hacia la pared, huyendo de
todo cuando acababa de pasar. ¡Qué imbécil! En la soledad y el silencio de la
noche, repasaba una y otra vez las imágenes de las que quería desprenderme.
Absorto como estaba, no la sentí llegar. Porque en algún momento
hubo de venir, puesto que estaba, una vez más, en el borde del sofá, junto a mi
cuerpo. Presintiendo su presencia, o quizás su calor, giro mi rostro
mortificado y lo primero que me encuentro es su cara, planeando sobre mí, y
un dedo índice sobre sus labios apremiándome con firmeza para que guardase
silencio. En cuanto ella observa que la he comprendido, retira la mano de su
boca, me agarra del pelo, como hizo minutos antes, y vuelve a tironeármelo.
Una sonrisa le surca la cara. Su mano se posa sobre mi pecho, cubierto por la
sábana, me lo acaricia y recibe, a través de la palma sensible, las nítidas
señales que mi corazón le envía en el código cifrado de la excitación. Se
inclina sobre mí y me besa de nuevo en los labios, mientras siento el roce del
encaje de su sujetador. Una suave culebrilla, húmeda y vibrante, se abre paso a
través de mis labios y se adentra en la caverna, buscando una pareja. Yo me
encuentro sobrecogido, abrumado y extático, todo a la vez: ¿he vuelto a caer
en manos de la imponente madrastra?, ¿me he vuelto a enredar en la tela de la
araña, que se cierne sobre mí y está dispuesta a devorarme? No puedo pensar
en nada mejor, y comienzo a sentirme dichoso de convertirme en su alimento.
Yo le ofrezco mi lengua tímidamente y nos besamos, accediendo a un
nuevo conocimiento, el uno del o tro, a través de esos húmedos músculos. Saco
mi brazo de debajo de la sábana, lo hago reposar sobre sus muslos y le rodeo
la cintura, colocando mi mano sobre una de sus nalgas. Este gesto provoca en
mi mente una confluencia maravillosa de sensaciones, superponiéndose la
imagen visual que tenía hasta ahora con la táctil, provocándome, si esto es
posible, una especie de orgasmo intelectual. Sin soltarme del pelo, desliza su
otra mano muy despacio, sobre la sábana, hacia mi entrepierna, hasta que
tropieza con el bulto informe que ha provocado mi pene entumecido. Yo suelto
un respigo, me agito bajo las sábanas. Me lo masajea tiernamente, en tanto mi
corazón y mis venas le regalan la tronante sinfonía que es ahora mi cuerpo
excitado. Abandona por un momento la hinchazón de mi sexo y busca en mi
costado mi otra mano, que coloca despacio, pero con determinación, sobre tu
pecho. Sin soltármela aún, me indica lo que quiere con sutiles movimientos, y
yo la obedezco. Le masajeo su enorme seno aprisionado, mientras ella regresa
a mi entrepierna. El puño que entonces se cerr aba sobre mi pelo se ha abierto y
me acaricia ahora con los dedos extendidos, como un peine. Aun estando en
penumbras, comienzo a distinguir, o quiero creer que es así, un cierto rubor en
sus mejillas, y el comienzo de una respiración agitada. Quiero pensar que la
araña puede disfrutar, aunque sea desde su atalaya dominante, de su pequeño
banquete.
De repente, su mano abandona mi pelo y viaja hasta su sujetador, que
prende con violencia y retira halando hacia abajo. Los dos senos brotan
liberados, mostrando sobre la piel algunas marcas del encaje, y los dos
pezones cárdenos, erizados, me amenazan la cara. Toma de nuevo mi mano y
la coloca sobre ellos, acompañándomela unos breves instantes para luego
soltarla y entregarse al voluptuoso masaje, cerrando los ojos y alzando
levemente su barbilla hacia el cielo oscuro de la estancia. Yo la complazco
impresionado, abarcando como puedo aquellas suaves y tibias masas de carne
y buscando a propósito el delicado tropiezo de sus tiesos pezones sobre las
palmas de mis manos.
Alocada por su apetito, la araña hambrienta no está capacitada, en estos
momentos, de comprender la potencia que supone para mí su desmesurada
sexualidad, y, sin compasión alguna, se inclina sobre mí e introduce en mi
boca una de sus guindas rosadas. Cierro los ojos y hago lo que puedo: chupo,
aspiro, lamo, succiono. Ella me quita el pezón embadurnado y lo sustituye por
el otro, que recibo abrumado, colapsado. Mientras me alimento del alimento
mismo que soy yo para ella y que ahora me devuelve a través de sus pezones,
mete la mano bajo la sábana y corre en busca de mi miembro lacrimoso. Lo
acaricia un momento sobre los calzoncillos pero enseguida su mano crispada
lo abandona y corre en busca del contacto directo bajo la prenda. Lo agarra
con el puño y lo masajea; lo suelta y acapara los testículos; los desprecia y se
aferra de nuevo al miembro. Estoy siendo lentamente devorado, y siento que
cada vez queda menos de mí que pueda saciarla.
Revolviéndose con agitación, me suelta, se incorpora, su pecho
brillante abandona mi boca dejando tras de sí una estela de saliva colgando y el
chasquido que sigue a la liberación de la succión; se da la vuelta, retira con un
movimiento firme la sábana, descubriéndome, y se sube sobre mí, a
horcajadas, colocando su braga a la altura de mi boca, y mi pene, a la altura de
la suya. El intenso aroma de su excitación invade por completo mis sentidos.
Noto cómo mi cuerpo se estremece y cómo brotan de mi miembro gruesas
lágrimas.
En la oscuridad, percibo una mano ágil aparecer por un lateral de su
cuerpo y agarrar como un garfio la braga que se amontona entre sus nalgas.
La retira hacia un lado y aparece ante mi mirada atónita un juego de labios
rosados, húmedos y carnosos circundados por una corona de vello oscuro.
Una nueva oleada del perfume de su sexo impacta mi olfato. Los dedos del
garfio se estiran un poco más hacia atrás y me invitan, palpando levemente mi
mejilla, a tomarme el manjar que se me ofrece. Avanzo hacia delante con mi
boca y con mi lengua, y comienzo a abrevar de aquella fuente olorosa. La
carne blanda de su sexo me conmociona, el sabor salado de su flujo invade mi
paladar. Succiono, lamo, introduzco mi lengua puntiaguda. Al otro lado, una
mano firme descapulla mi miembro. El glande indefenso recibe la caricia de
su lengua húmeda, que hace vibrar como una serpiente. Enseguida, una oleada
de calor cubre mi sexo: lo ha introducido en su cálida caverna y empieza a
succionarme. Estoy siendo víctima del diabólico beso de la araña, que, a
horcajadas sobre mí, inocula su exquisito veneno dentro mi cuerpo, de ahor a y
para siempre, por arriba y por abajo.
Cuando hubo acabado de devorarme, de libar todo mi jugo alimenticio,
y de intoxicarme con su maléfica poción, se sienta de nuevo a mi lado, agitada,
recompone su ropa interior y descansa, con los brazos a los costados de mi
cuerpo, mirándome fijamente a los ojos. Luego, lleva de nuevo su mano a mi
pelo y lo acaricia, sin dejar de sonreírme, y coloca tiernamente mi flequillo.
Por último, me da un leve cachete en la mejilla y me tapa los ojos con la palma
de la mano, durante un segundo, en un gesto juguetón. Se levanta y se aleja de
mí, con paso sigiloso, volviéndose, esta vez sí, para mirar por el rabillo del
ojo el destrozo, imborrable desde ahora en mi espíritu, que había ocasionado.
Yo seguía sin poder dormir, pero es que no quería ya despertarme de
este intenso sueño que creaban mis imágenes para caer dormido en otro sueño
insulso y cotidiano.
6
Un juguete muy travieso
Aprovechando que sus hijos pasaban varias semanas del mes de agosto
en un campamento de verano en El Robledal, organizado por la agrupación
Cruz Roja Juventud, y que su marido iba a estar en viaje de negocios durante
unos días en Córdoba, Merche decidió prolongar la charla que habíamos
tenido durante la tarde en el Parque García Lorca y quedarse a pasar la noche
en mi casa. Nos despedíamos a la salida del parque:
―¿Te parece
par ece bien
bi en a las
la s siete?
si ete? ―me pr egunta.
eg unta.
―Claro
―Clar o , cuando quier as. A mi mujer muje r y a mis nueve hijo
hij o s les parecer
par eceráá
bien cualquier
cualquier hor a ―le contesto
contesto yo riéndome
r iéndome y haciéndole
haciéndole ver lo innecesario
innecesario
de su precisión. Yo vivía solo.
―Qué simpático
sim pático eres.
er es. No hace falta que te burlesbur les ―me dice tratando
tra tando
de parecer enojada. Yo sabía que estaba excitada, como una jovencita que se
prepara para un baile de fin de curso. No quise preguntárselo, pero estaba
bastante convencido de que no había hecho esto antes―. Venga, sobre las siete
estoy en tu casa. Al final, ¿en qué hemos quedado? ¿Llevo Los puentes de
Madison
Madis on??
Habíamos elegido esta película para pasar la tarde-noche. Ambos ya la
habíamos visto. A ella le encantaban esas películas en las que la mujer tenía un
papel predominante, donde hacía valer sus derechos y donde, de algún modo,
lograba desprenderse de ciertas ataduras y abandonar ese rol de sumisión que
se le suele asignar
asignar al lado del esposo.
Esta era la faceta «feminista» de su personalidad, pero tenía otra casi
contrapuesta: su carácter servicial y entregado al hombre, o, como ella decía,
al objeto de su amor.
amor. De hecho, una de sus películas preferidas era Memoriasera Memorias
de África,
África, donde la protagonista era una mujer «guerrera». Sin embargo,
adoraba esa escena en la que la heroína, Karen Blixen, se encuentra a su
amante, Denys
Denys Finch-Hatt
Finch-Hatton,
on, en la terr
ter r aza de su casa, dor mido en una butaca
butaca de
mimbre y sujetando un vaso de whisky en su mano. Karen se acerca, retira el
vaso, coloca otra butaca a su lado y se queda junto a él, embelesada, viéndole
dormir.
dor mir. El
El nirvana
nir vana..
―Vale.
―Vale. No hace falta fal ta que traig
tra igas
as el pijama,
pija ma, que hace
ha ce mucho calor
calo r ―le
digo,
digo , picándola.
picándola.
―Muy g r acioso
acio so ―me dice r iendo,
iendo , conco n la miel
mie l en los
lo s labios
labi os―.
―. Nos
vemos después.
Eran ya las ocho y pico y yo me encontraba en el salón, sentado en el
sillón individual del tresillo, esperando a que regresara de «prepararse». Yo
me había puesto un pantalón largo de pijama de cuadros y una camisa blanca.
Mientras hacía tiempo mirando algo en la tele, me excitaba imaginándome su
nerviosismo en ese momento, decidiendo qué ponerse para pasar estas horas
conmigo viendo
viendo a Clint EastEastwood
wood enro llándose con Meryl Streep.
Aunque estuviera vestida, pasar una noche en una casa que no era la
suya, con un chico que no era su marido, su tío o su hermano, la debía hacer
sentir poco menos que desnuda. Yo había sido capaz de ver su turbación en
otras ocasiones que había venido a tomar un simple café o a ver algún arreglo
que había añadido yo en la decoración. Se sentía relativamente incómoda,
como en un lugar en el que «no debía estar». estar».
Se había demorado mucho tiempo acicalándose en el baño y, ahora,
cambiándose en el cuarto que yo le había dejado para pasar la noche. Era mi
habitación. Yo dormiría en la del fondo, donde se acumulaba algún trasto que
otro.
otro . De
De repen
r epente
te,, aparece por el umbral de la puerta.
―Hombr
―Hom bre, e, por
po r fin, ¡lo has conseg
co nseguido
uido!! ―le digo
dig o burlándo
bur lándome,
me,
arrastrando las palabras―. Las palomitas han cogido moho. ¿Hacemos
nuevas?
―No me m e des mucha
m ucha caña, ¿vale, listito?
li stito? ―me dice
di ce con
co n retintín.
r etintín.
Chincharnos era algo habitual entre los dos. Nos conocíamos desde
hacía muchos años, y a menudo yo solía incidirle en esos detalles de su
educación que sacaban a flote su pudor y su vergüenza, como cuando le decía
que «no creo que sea correcto que lleves tanto escote», que qué iba a pensar su
madre.
En otra ocasión, tomando un café en una terraza, en medio de la
conversación, me suelta: «córtate un poco, mi niño». Por lo visto, llevaba un
rato mirándole demasiado fijamente a los labios, los cuales se había pintado
ese día de un color pardo con mucho brillo. Yo, en realidad, no le veía mayor
problema, así que le pregunté por curiosidad:
―Oye, ¿es que tú no mir as nunca a los labios?
―Pues clar o que miro, pero las mujeres logr amos que los tíos no se
den cuenta ―me respondió de un tirón.
―Toma, esa sí que es buena. Pues sí que deben hacerlo bien, po rque yo
no te he pillado ni una vez. Pero, a todo esto, ¿qué hay de malo en mirar a los
labios?
―Pues... ―y antes de hablar se da cuenta de que va a pr onunciar una de
esas frases que despiertan su propio asombro―: Que no está bien ―y se echa
la mano a la boca, negando con la cabeza y mordiéndose los labios―. Me
enseñaron que no era correcto mirar a los labios ―termina de decir, riéndose.
¿Cómo no iba yo a excitarme con estas perlas eróticas?
Entra tímidamente en el salón, con la cabeza gacha, visiblemente
incómoda y con una ligera mancha rosada en sus mofletes. Va descalza. Se ha
puesto un pijama de seda completo, color beis: camisa de manga corta,
abrochada con botones hasta bastante arriba, y pantalón largo.
Avanza por el salón, cruza por delante de mí, con paso rápido, se
dirige aturullada hacia el sofá del tresillo, trastabillándose un poco cuando
sortea la mesa de centro, y se sienta recogiendo las piernas y ocultándolas bajo
un cojín. Lleva las uñas pintadas de color vino tinto, cosa que no suele hacer.
Se ha recogido el pelo con unas pinzas que imitan al nácar. Se recuesta contra
el apoyabrazos del sofá, con movimientos bruscos, y acomoda otro cojín
detrás de su espalda
―Vaya modelito, ¿eh? ―le digo, prolongando todavía un poco más
mis chanzas.
―Si no dices nada, revientas, vamos ―me responde «indignada».
―Vale, tranquila, Naomi Campbell ―le digo, reprimiendo mis
carcajadas―, ya te dejo en paz. Bueno, ¿qué?, ¿la ponemos?
―Venga, y así te callas un poquito ―me dice, remar cando cada
palabra, picada, siguiéndome el juego.
Y así, sin más preámbulos, nos ponemos a ver la película. De vez en
cuando hacemos algún comentario, pero la mayor parte del tiempo estamos en
silencio, sobre todo en las escenas eróticas. En esos casos, se palpaba la
tensión sexual en el ambiente, pues a cada uno le producía excitación saber que
el otro estaba presenciando lo mismo.
Yo instigaba un poco más, si cabía, esa tensión, haciéndole
observaciones incómodas, como cuando el protagonista, el fotógrafo, se
aseaba en el jardín y la anfitriona le espiaba desde la ventana de su cuarto,
escondida tras el visillo:
―Merche, ¿qué haces espiando tras las cortinas? Eso no se hace.
―Tú te callas ―respondía―. Es mi casa, y en mi casa hago lo que
quiero.
―Desde luego... ―seguía yo―. Mira que andar excitándose detrás de
las ventanas...
―¿Te quieres callar? ―saltaba ella, «molesta», chasqueando la lengua,
descojonada al mismo tiempo.
Desde mi posición en el salón, algo más retrasada que la suya ante el
televisor, podía observarla sin que me viera. Merche no era en absoluto mi
tipo, nunca lo fue. Sin embargo, me excitaba su mentalidad mojigata,
alimentaba mi morbo. Pude ver cómo se iba relajando poco a poco, cómo se
recostaba sobre el sofá en una posición cada vez más cómoda, extendida,
cómo sacaba los pies de debajo del cojín y jugueteaba con él, pellizcándolo
con los dedos.
Al acabar la película, nos quedamos charlando un rato, antes de irnos a
acostar. Ella había cogido el cojín y lo apretaba contra sí misma, abrazándolo.
Eran ya cerca de las doce.
―Bueno, ¿nos vamos? ―pregunto.
―Sí, ya va siendo hor a. A ver qué tal se me da dormir en una casa que
no es la mía ―me dice, riendo.
―¿Tú?, ¿con lo lirón que eres? Preocupadísimo me tienes.
Nos vamos cada uno a su habitación, se oyen sonidos de cuerpos
desvistiéndose, de sábanas que se descorren. Poco a poco se van
amortiguando, se apagan las luces y se hace el silencio. Pero a mí todavía me
quedan ganas de incordiar. Le grito desde mi cama:
―¿Te has quedado en ropa interior?
Se oye un nuevo chasquido de fastidio, con la lengua. Me llega otro
grito:
―No, bobo, me puse un anorak encima del pijama. ¿Quieres dejar me
en paz de una vez?
―Era sólo por saber, mi niña, por conocer tus hábitos ―le digo
descojonándome pero tratando de parecer serio. Después de unos instantes,
vuelvo a la carga―: O sea, que ¿estás ahí acostada en ropa interior sobre la
cama que uso todos los días?
Durante medio minuto no se oye ni una mosca, hasta que de repente,
pillándome totalmente de sorpresa, la oigo hablarme desde el umbral de mi
puerta, en voz muy baja, su cuerpo cubierto con una manta y el mío a medio
cubrir por la sábana:
―Mira, graciosito, ¿te queda mucha cuerda todavía? Por que yo quier o
dormir, ¿eh? ―me dice aparentando un fastidio que no existe. Está
visiblemente cachonda. Si fuera por ella, seguiría con este juego toda la noche.
―¡Vale, tía repelente!, sólo tenía curiosidad. Que duerma usted bien
―le digo tratando como puedo de sonar «indignado» . Y luego, hablando por
lo bajo, pero suficientemente alto como para que me oiga―: Desde luego, qué
mala leche tienen algunas.
―Eso, tú sigue, ¿eh? A ver si voy a tener que dormir ahí para taparte la
boca ―me llega su voz desde el pasillo, conforme se aleja caminando.
Yo estoy teniendo una erección en ese momento. «¿Se le ocurrirá venir
otra vez a reprenderme?», pienso yo para mí. Me pone cachondo la idea de
verla de nuevo hablarme desde el umbral de la puerta estando empalmado bajo
la sábana. Decido callarme la boca. Finalmente, dormimos.
Son las siete menos cuarto de la mañana. En la casa reina el silencio.
Me levanto para hacer pis. Sólo llevo puestos unos slips azules muy elásticos,
de modo que dudo si ponerme el pantalón del pijama. Como la luz del día es
aún muy débil, el pasillo está sólo levemente iluminado, pero tampoco me será
necesario encender las luces. Decido ir al baño tal como estoy.
Camino sin hacer ruido por el pasillo. Paso por delante de su
habitación. Su puerta está entornada, quedando sólo una pequeña ranura. Entro
en el baño, cierro la puerta sin hacer ruido y hago pis, procurando no hacer
chocar el chorro de orina con el agua de la taza. Dejo la cisterna sin bajar. Me
vuelvo a mi habitación de puntillas. Cuando paso por delante de su puerta, creo
percibir un ruido como de rozamiento, quizás de una tela sobre otra. Escucho
con más atención. «Quizás es que se ha dado la vuelta», pienso. Es un sonido
leve, pero continuado. Retrocedo y pongo el oído junto a la abertura de la
puerta. Sigo percibiendo un siseo repetido. «No está dormida», me digo. Toco
en la puerta muy suavemente, con las uñas de los dedos, de tal modo que si
duerme, no se despierte:
―¿Merche? ―dig o muy suave.
De repente, se oye un enérgico revuelo de sábanas y el crujir del
somier. Silencio de nuevo.
―¿Merche?, ¿estás despierta? ―digo, desde el umbral, sin asomarme.
―Sí, sí... ―se oye una voz dubitativa, insegura, después de una pausa
que considero excesiva.
―¿Se... puede? ―digo extrañado.
―Sí... Pasa si quieres ―me dice.
Abro muy despacio la puerta, asomando sólo la cabeza. La habitación,
que tiene la ventana cubierta sólo con un visillo, está parcialmente iluminada
con la vaga luz del día. La veo a ella recostada sobre la almohada, casi diría
que sentada, apoyada contra el cabecero de la cama, y con las sábanas sujetas
con los brazos sobre tu torso, por encima de los pechos, como se ve a menudo
en las películas. Una pierna flexionada le asoma ligeramente bajo la sábana, la
cual aprieta contra la otra. Se me antoja una postura extraña a esta hora de la
mañana. Sin entrar aún, le digo:
―Buenos días. ¿Qué haces despier ta?, ¿te desvelaste? No son ni las
siete.
―No... Bueno, sí.
Arrugo el entrecejo e intento comprender echando un amplio vistazo a
la cama.
―Qué raro en ti, con lo bien que duermes siempre, ¿no? ―le digo
sonriendo.
―Ya... Debe ser que no es mi casa ―me dice.
De repente observo el brazo que aprieta la sábana contra sí y no
encuentro ni la tira del sujetador que debería pasarle por el hombro, ni la que
debería cruzar hacia atrás, hacia la espalda. Sigo paseando la mirada por su
cuerpo y reparo en la pierna flexionada que sobresale bajo la sábana. Me doy
cuenta de que la carne del muslo, justo allí donde nace y comienza la nalga,
está igualmente desnuda. «Quizás duerme sin ropa interior», pienso. En ese
momento hago el amago de entrar pero me doy cuenta de que sólo llevo
puestos los slips. Tras un momento de duda, impulsado de nuevo por el
morbo, decido entrar.
―¿Estás bien? ―le digo, avanzando por la habitación y comenzando a
estar excitado por exponerme así delante de ella.
―Sí, sí, todo bien, tranquilo ―me responde, esquivando mi cuerpo
con la mirada y mirándome a los ojos.
La siento especialmente nerviosa, no sabría decir si excitada, pues en
esta semipenumbra en que nos encontramos, creo notar unas manchas granate
sobre sus mejillas.
―Pero, ¿qué hacías? ―le pregunto.
―Nada, ¿por qué lo dices?
―No sé, como estás así sentada... ¿Llevas mucho rato despierta? ―le
digo. Se me hace raro pensar que se ha desvelado y se ha propuesto pasar el
tiempo en esa postura.
―Sólo un rato ―me responde―. Es que me sorprendiste al tocar en la
puerta. ¿Tú has dor mido bien?
―Sí, perfecto. Sólo había ido al baño un momento ―le digo. Luego,
haciéndole notar que me he fijado en que no lleva ropa interior, le suelto
riéndome―: Veo que al final te quitaste el anorak.
―Sí... ―me dice, y se pone como un tomate maduro. He llegado a una
conclusión: está excitada y nerviosa.
―Tú tramas algo ―le digo.
―¡Que yo no tramo nada! ―responde, enérgica, y noto que se contrae
bajo las sábanas, que aprieta más las piernas, juntando las r odillas.
―¿Qué escondes? ―le digo con una sonrisa traviesa.
―¡Pero qué dices, niño! Que no escondo nada ―me dice, tratando de
incorporarse un poco más, sujetando la sábana sobre sus pechos con un brazo
y ayudándose con el otro sobre el colchón.
Me acerco más a ella, invadiéndole la perspectiva. Gira la vista para no
mirar el evidente bulto que ocultan mis calzoncillos. Me gusta observar los
esfuerzos que hace por esquivarme. Tiendo un brazo hacia la sábana que
cuelga sobre su pierna flexionada, la cojo con dos dedos, como con una pinza,
y la levanto un poco.
―¿Qué haces? Estate quieto ―me suelta «enrabietada», tratando de
deshacer lo que yo estoy tratando de hacer, tirando de la tela hacia abajo.
―Mi niña, ¿temes resfriar te en agosto? ―le digo yo, siguiendo con
mis pesquisas.
Sigo tirando un poco más de la sábana, descubriendo la carne blanca de
su muslo. De repente, mi cuerpo se eriza por completo, abro mis ojos de par
en par, me quedo en shock durante unos segundos. Observo que por el hueco
que forman los dos muslos al juntarse, en la entrepierna, asoma la punta de un
objeto de color beis. ¿Es lo que creo que es? No doy crédito. Tratando de
recuperarme de la impresión, y adoptando la voz más pícara de que soy capaz,
le digo:
―Merche, ¿qué estabas haciendo?
―Nada ―me dice por toda respuesta y ocultando su cara con los
dedos, que hacen las veces de persiana. Sus mofletes están a punto de la
ignición.
―¿Nada? ―digo. A estas alturas ya no puedo controlar mi excitación,
y mi pene empieza a crecer bajo mis calzoncillos. Me acerco un poco más al
borde de la cama y pongo mi mano sobre su rodilla. Trato de abrirla, de
despegarla de la otra. Ella opone resistencia, pero no «demasiada». Poco a
poco va cediendo.
―¿Qué escondes ahí? ―le digo.
―Nada ―responde mar tirizada, sin saber dónde meterse.
Sigo tirando de su rodilla. Cuando he logrado abrir un hueco entre las
dos, vuelvo a tomar la sábana con los dedos. Tiro despacio, haciéndola
deslizar por su carne. Ella sigue sujetándola sobre sus pechos. Retiro la sábana
de sus rodillas y la dejo caer al lado de su cuerpo. Sus piernas flexionadas
quedan al descubierto, así como parte de su vientre y su entrepierna, de donde
asoma la punta del dildo que le enseñé la última vez que estuvo en mi casa,
circundado por una areola de vello parduzco. Me estremezco con esta visión.
Luego la miro a la cara fijamente, que ella trata de cubrir nuevamente
colocando su mano sobre la frente, como una visera. La noto respirar con
agitación. Sus mejillas van a prenderse fuego.
Mi paquete, ya sin remedio posible, ha crecido a su gusto y me cruza
los calzoncillos como un retazo de culebra. Llevo mi mano a su entrepierna,
hago una pinza con los dedos pulgar e índice y agarro la punta del dildo, del
que comienzo a tirar muy despacio. El cuerpo br illante del juguete, húmedo de
ella, va apareciendo despacio como los primeros vagones de un tren que
asoman por un túnel oscuro: diez centímetros, quince, veinte... Finalmente, lo
retiro de su vagina y lo sujeto en el aire en medio de los dos, evidenciando
ante nuestras miradas «la prueba del delito»: un consolador de color crema
con la punta imitando a un glande. Ella, para mi asombro, no cierra sus
piernas: quiere mostrarme su intimidad, el escenario de sus juegos. Debe estar
tan cachonda como yo.
―¿Y esto qué es? ―le digo sujetando el consolador delante de ella,
brillante de su flujo, metido ya de lleno en mi papel de inquisidor. Mi miembro
lagrimea de excitación.
―Nada... ―responde.
―¿Nada? ―pregunto de nuevo―. ¿Y qué hacía «ahí»?
―No lo sé ―me dice, visiblemente excitada. He visto gr anadas más
pálidas que su cara.
―¿No lo sabes? ―le digo, tratando de adoptar el tono que se usa con
un niño que hace una travesura. Ambos nos subimos por las paredes. La cara
me arde. Mis calzoncillos empiezan a mostrar una mancha oscura allí donde
desemboca el glande.
―No, no lo sé ―me dice. Y luego, como el delincuente que niega tener
ninguna responsabilidad sobre el dinero que sujeta en la mano, agrega―: Si
no te dejaras esas cosas por ahí...
«Por ahí» significa mi segundo cajón de la mesa de noche, puesto que
es ahí donde lo guardaba. Me excita no sólo lo que ha estado haciendo durante
la noche con el juguete, estando yo a unos metros, y que se haya desnudado del
todo para estar más cómoda mientras jugaba, sino también saber que ha estado
hurgando en mis cajones hasta dar con lo que «iba buscando». Me pone a mil.
Yo sigo de pie, junto a su cama, con una tremenda erección que
deforma y moja mis calzoncillos, y con el dildo que, caliente aún, momentos
antes estaba dentro de su vagina. Me llega levemente el olor que lo impregna.
Tengo unas ganas irresistibles de masturbarme y aliviarme. Desearía sacarme
ahora mismo la polla delante de ella, hacerla brotar y observar todos y cada
uno de los gestos de su cara. Estoy que exploto. Tengo que terminar con esto,
pero no sé cómo. Me acerco a ella, al cabecero de la cama, con el juguete
húmedo en la mano, haciéndolo gir ar fr ente a su cara, tratando de martirizarla,
y le digo, en el tono más «severo» que puedo adoptar:
―Pues bien, me parece muy bien, muy bonito ―y observo por última
vez el dildo, sujetándolo con los dedos, alzándolo más arr iba de la altura de mi
cara, como examinando una prueba criminal. Y lo hago así con una clara
intención: quiero tener mi mirada visiblemente «ocupada», lejos de la suya, de
modo que se sienta libre para poder observar, sin que se vea intimidada, mi
pene tieso, pujante y húmedo bajo mis calzoncillos. Y cuán grande no es mi
sorpresa cuando logro atisbar, con un fugaz golpe de ojos, que ella, fingiendo
atusarse el pelo, retirándolo de su cara y girando la cabeza, aprovecha para
deleitarse echando una mirada provechosa a mi pene lacrimoso. Esta vez sí la
he «pillado mirando», y una descarga de excitación me recorre el cuerpo.
Finalmente, agrego:
―Pues nada, lo dejar é donde lo encontré, ¿te parece bien?
―Haz lo que quieras ―me responde desdeñosa, sin retirar la celosía
que protege su mir ada―, yo no sé nada y no he hecho nada.
Y diciendo esto, vuelvo a poner mi mano en su rodilla, tiro de ella para
abrirme hueco y dejar su vulva expuesta, y llevo la punta del consolador a la
entrada. Hurgo con el glande la zona carnosa y húmeda y lo introduzco
despacio. Ella sigue mis movimientos a través de los huecos de sus dedos. Una
vez dentro, no puedo resistirme y lo vuelvo a sacar casi por completo, para
volver a introducirlo. Tras repetirlo varias veces, y ver cómo ella respira
agitada, lo dejo dentro tal como lo encontré. No puedo aguantarme más, así
que cierro sus piernas flexionadas y las cubro con la sábana. Me giro y camino
despacio hacia la puerta. Una vez en el umbral, me doy la vuelta, exponiendo
por última vez a su mirada la prueba de mi excitación, y le digo:
―Bueno, pues ahí te dejo haciendo «nada» ―le digo remarcando la
última palabra―. Cuando acabes, deja el juguetito sobre mi mesa de noche. Se
habrá debido caer y se te habrá metido «ahí» por accidente.
Me dirijo a la cocina, cojo dos servilletas y regreso a mi cuarto. Me
tiendo sobre la cama, me quito los slips, quedándome en pelotas, y empiezo a
hacerme un pedazo de paja recordando cada detalle de esta escena
perturbadora sobrevenida del cielo, por culpa, gracias a Dios, de mis ganas de
mear. Me masturbo y me alivio sin poner ningún cuidado en que ella no me
oiga. Es más: quiero que me oiga.
7
Un intruso muy deseado
Sé que es un poco infantil, pero tengo que admitir que estoy algo
nerviosa. Le he invitado a mi casa a pasar la noche. Se lo dije con la mayor
naturalidad que pude, pero, ¿a quién voy a engañar? Me conoce tan bien como
yo a él, y sabe que me da mucho morbo la situación. Y a él también. Pero no es
una cuestión realmente sexual, ni mucho menos, porque yo sé que no soy su
tipo, y los dos sabemos que nunca ocurriría nada; la razón es más que nada por
la tensión erótica que se genera entre los dos, por esta personalidad mojigata
que he heredado.
En el fondo él se parece a mí en ese sentido. Sí, vale, puede no haya
comparación, pero sé que en un rincón de su personalidad existe una fuerte
moralidad que le hace experimentar mucho pudor y al mismo tiempo mucha
excitación por las situaciones «indecorosas». Esto es lo que le excita de mí. Y
vaya si lo sabe explotar...
Pues nada, como venía diciendo, aprovechando que mi marido y mis
hijos iban a pasar unos días en Los Cristianos, al sur de Tenerife, en casa de
sus abuelos, le propuse pasar esta noche de hoy viernes en mi casa viendo
alguna película o charlando. ¿Por qué no? No es ningún pecado, ¿verdad?
Somos amigos desde hace muchos años, ¿qué hay de malo?
Yo no fui con ellos porque el domingo tengo la despedida de soltera de
una de mis primas. ¡Qué pereza me dan estas reuniones!, pero no podría faltar
esta vez. Me siento muy incómoda en esas situaciones, sobre todo cuando las
chicas ya están bastante achispadas y empiezan a bromear con los regalitos
obscenos y las típicas tonterías sexuales. ¡Es que lo odio! Para colmo, yo
apenas pruebo el alcohol, así que ya se pueden hacer una idea. Menos mal que
mi prima es de «mi escuela», y dudo mucho que hayan planeado nada
demasiado salido de tono para ella. Como mucho, si hay suerte, tendré que
hacer que me divierto cuando saquen algún dulce con for ma de pene de alguna
caja. Cruzaré los dedos.
Lo mío con Fer, este amigo que vendrá hoy a mi casa, viene de bastante
atrás. Nunca ha estado realmente comprometido con una chica, y desde hace ya
bastantes años me hace partícipe de sus correrías sexuales. Reconozco que me
da un morbo que me muero. Además, él no se ahorra detalles. No cabe duda de
que se excita contándomelo. Tonto que es el niño, ¿verdad?
El otro día me contó por email, con pelos y señales, otro de sus
ueguecitos con la chica con la que se ve últimamente. Idearon una nueva
escena morbosa: ella hacía de prostituta y él era su cliente. Usaban el dinero
del Monopoly, y él le iba tendiendo los billetes según fuera el «servicio» que
ella debía ofrecerle: 20€ una felación; 30€ por lamerle a ella el sexo; 60€ una
penetración vaginal... Él le pidió que se vistiera como una «puta de
alto standing»: vestido negro ceñido, con encajes y remates de tul en el busto
que transparentaban sus pechos, pelo recogido en la nuca, y zapatos abiertos de
tacón, de finas tiras, que le permitían ver sus pies desnudos ―él es algo
fetichista, me lo ha confesado―. Cuando le tendió 60€ le dijo: «no te desnudes.
Inclínate, apóyate sobre la cama». Y así, con las manos apoyadas sobre el
colchón, le subió la falda, le bajó las bragas hasta los muslos y la penetró
sujetándola por las caderas, hasta que se corrió derramando su semen sobre
las nalgas. ¡Sin comentarios! No les diré lo «nerviosa» que me pone
imaginármelo a él haciéndole todo eso a esa chica.
Otra manera con la que Fer instiga mi morbo es contándome chismes
acerca de sus incursiones en internet. Sé que ahora todo el mundo chatea y liga
a través de las redes sociales, los chats y todo eso, pero yo no me atrevo a
usarlo. Les juro que tengo miedo de mí misma. Mi matrimonio ha flaqueado
muchas veces, y estoy bastante segura de que asomarme a esa misteriosa
ventana que es la World Wide Web me podría llevar a cometer alguna
estupidez. De hecho, una amiga mía lo dejó todo, marido e hijos, y se marchó
a Bélgica con un chico que conoció en un chat. Así que prefiero no sucumbir a
la tentación.
Pues, como les decía, Ferni me cuenta todas las cochinadas que hace a
través de internet, y me pone mala. Estoy segura de que no me lo cuenta todo,
faltaría más, pero así y todo me subo por las paredes. Gracias a él ―¿o
debería decir por culpa suya?― he conocido una versión muy light de lo que
llaman cibersexo. El muy cabrito le ha cogido el gusto a enviarme mensajes
morbosos por el móvil, hasta que el otro día, ya bastante tarde en la noche,
cuando todos dormían en mi casa, me toqué hasta correrme con la
conversación que mantuvimos a través del whatsapp. Yo no me lo podía creer,
me quedé temblando; no recuerdo la última vez que me excité de esa manera. Y
después de eso, cuando nos vimos las caras en persona, me dio un corte
tremendo, aunque se me pasó enseguida. Ninguno osaba mencionarlo, es
curioso, ¿no? En fin, que perdí ese día mi cibervirginidad, y a partir de
entonces nos enviamos algunos mensajes subidos de tono.
Como les decía hace un rato, estoy un poco nerviosa. Me avergüenza
un poco reconocerlo, por que es una tontería. Me refiero a pasar esta noche con
él en mi casa. Aunque estoy empezando a comprender por qué. Creo que se
debe a lo que sucedió la última vez que estuve en la suya, cuando me invitó él a
mí a pasar allí la noche. Me lo volvió a recordar hace unas semanas mientras
tomábamos un cor tado en una cafetería:
―¿Puedes dejar de trastear con el juguetito? ―me preguntó
acentuando la palabra «juguetito», con esa vocecita reprobadora que suele
poner para martirizarme y que me saca de quicio.
Se refería a mi móvil, pues estábamos tomando un café en una terraza
del centro comercial El Mirador y yo estaba enviando un whatsapp a una
amiga. Pero en realidad el muy capullo lo decía con segundas. Hacía alrededor
de dos meses, me quedé en su casa a pasar la noche y me pilló «jugando» con
un consolador que había comprado para usarlo con sus ligues. Lo cogí de su
mesa de noche, todavía de madrugada, y me pilló in fraganti con eso metido
«ahí»... Madre mía, qué vergüenza pasé. Me pongo roja como un pimiento cada
vez que lo menciona, como estaba haciendo ahora. Lo saca a relucir cada vez
que puede, el muy cabrito. Sé que disfruta con eso. Le encanta verme
avergonzada y martirizada. Le pone como una moto, doy fe.
―No puedes evitar sacar lo, ¿eh, capullito? ―le dije sin poder mirarle
a la cara, notando el calor que me subía a las mejillas.
―¿Sacar el qué? No sé de qué me hablas ―me dijo haciéndose el
sueco, el muy cafre―. Es que es de muy mala educación ponerse a trastear con
el móvil mientras estás charlando con una persona, ¿no crees?
―Sí, clar o, soy tan maleducada... Anda, niño, corta el rollo, ¿sí? ―le
respondo ocultando mi rubor tecleando en la pantalla.
―Pues sí, muy maleducada y muy traviesa ―me dijo, recalcando la
palabrita «traviesa».
Me dan ganas de matarlo... Pero a la vez me pone muy mala, ¿te lo
puedes creer? En fin, la cuestión es que esta tarde nos veremos en mi casa,
sobre las ocho. Me ha dicho que él traerá esta vez una película, pero no me ha
dicho cuál. Se ha asegurado de que yo no la hubiese visto.
―¿Merche? ―le oigo decir por el interfono.
―Sube ―le digo, pegando la voz al micro―. ¿Qué peli has traído?
―Una de aventuras ―oigo que dice mientras camina, empujando la
puerta.
Después de cenar un poco de sushi, que ha comprado él de camino a mi
casa, nos acicalamos y nos ponemos algo más cómodo. Antes de que él
viniera, le he arreglado la habitación del fondo, algo así como un cuarto que
tenemos para invitados. Para llegar allí, ha de pasar por delante de mi
habitación, algo que ―debo ser tonta―, me pone nerviosa.
Estoy en la cocina preparando dos tazas de una infusión con sabor a
canela. Cuando llego al salón, él está ya apoltronado en el sofá, y juguetea con
el mando a distancia. No se ha cortado un pelo y se ha puesto unos bóxers de
color pistacho pálido, con listas naranjas, muy chulo, y una camiseta blanca
completamente lisa. Coloco su taza en el borde de la mesa, a su alcance, y
procuro no mirar sus calzoncillos cuando estoy tan cerca, aunque no puedo
evitar sentirme atraída. Cuando estoy segur a de que no me ve, logro lanzar una
rápida mirada: son tan elásticos que puedo notar su pene aprisionado hacia un
lado y la forma del glande. Me he puesto colorada. Cuando me doy la vuelta y
me alejo unos pasos, turbada, me dice:
―Gracias, Gr icelia, puedes retirarte ―me habla como si se dirigiera a
su sirvienta, mientras coge la taza caliente―. Por cierto, mujer, te he dicho que
uses tu uniforme mientras estás trabajando. No me gusta que te pasees así por
la casa.
Yo me había puesto una licra de algodón de color gris, una camisola
beis, holgada, y unos calcetines rosa de esos que no llegan a cubrir el tobillo.
―Mira, bonito, yo me paseo por mi casa como me viene en gana ―le
contesto yo, poniendo mi voz de «enojada»―. Mejor harías tú en... ―y de
repente me freno en seco. No quiero que piense que me he fijado en su
atuendo, pero me temo que ya es tarde.
―¿En qué? ―me dice haciéndose en extranjer o.
―Nada ―le digo, aturullada―. Bebe y calla, Gricelio.
Me tiro sobre el sofá central del tresillo. Él está en uno de los laterales.
Desde mi posición, puedo verle sin que él me sorprenda mirando...
―A saber qué habrás traído. ¿La metiste ya? ―y de nuevo me
encuentro en un laber into. ¿Le sacará punta?
―Sí, ya la «he metido» ―me dice enfatizando el comentario, con
retintín―. Está en un pen-drive. Espero que tu reproductor admita el for mato.
―¿En un pen-drive? ¿La tuviste que descargar? ―le pregunto.
―Yes ―me dice―. Venga, acomódate.
Le da al play. A mí todo este asunto me huele a chamusquina. Me tiendo
en el tresillo y me recuesto sobre los cojines y el apoyabrazos, como si
estuviera en mi cama. Poco después de ver los créditos de portada, le digo lo
más seria que puedo:
―Fer, mira una cosita, guapo: puede que yo no sea La Veneno, per o sé
quién es Rocco Siffredi.
―¿Rocco qué? ―me dice casi gritando, tomándome por loca.
―No me puedo creer que hayas traído una peli por no. Sé quién es
Rocco Siffredi, y lo he visto en los créditos. ¿En serio vamos a ver Tarzán?
―le pregunto tratando de parecer enojada, pero no me sale; me han entrado
taquicardias ante la sola idea de ver sexo explícito delante de él. Siento que me
invade un escalofrío desde la punta de los pies a la cabeza. ¿Cómo me libro de
esta?―. Ni se te ocurra, ¿me oyes? ―le digo casi gritando, pero mi voz
temblorosa no r esulta en absoluto creíble. No sé cómo parar esto.
―¡Pero qué dices, niña!, esta es una película de aventuras. Transcurre
en la selva. Mira qué paisajes ―me dice frunciendo el ceño, tratando de no
reírse, señalando la pantalla con la mano, haciendo un papelón que no se cree
ni él.
Me he puesto tensa de inmediato, las pulsaciones me van a mil. No me
atrevo a abrir la boca. Ni siquiera puedo hacer bromas de lo nerviosa que
estoy. Por cierto, por muy impasible que él intente mostrarse, sé que también
está nervioso. Le conozco. Madre mía, no sé dónde meterme. ¿En serio ha
puesto una película de Rocco Siffredi? ¡Qué hago yo ahora! ¿Hay aquí un
agujero?
No sé qué hacer. Llevo la mano instintivamente a mis ojos, como
tratando de reducir el efecto de lo pueda aparecer en las imágenes. Miro a la
pantalla a través de los dedos, pero debido a mi nerviosismo no logro ver gran
cosa ni oír gran cosa. Se suceden los diálogos idiotas, típicos de estas
películas. No me puedo creer que estemos viendo esto. En el salón no se
mueve ni el segundero del reloj. Llego a la conclusión de que el humor y la
excitación no son compatibles, y yo estoy tan alterada que no se me ocurre ni
una tontería que decir. Al cabo de unos minutos, él se arranca con un
comentario, tratando de parecer calmado, consiguiéndolo sólo a medias:
―Vaya, esta Jane es tonta, ya se ha per dido en la selva.
―Es tonta, sí... ―es todo lo que alcanzo a decir, casi temblando.
El silencio se corta con un cuchillo, ninguno es capaz de ser más
ingenioso con sus bromas. La tensión sexual es tremenda. Qué tortura, santo
Dios. El corazón se me va a salir del pecho.
Tarzán (Rocco) encuentra a Jane tendida en el suelo de la selva. Se ha
quedado dormida después de horas de deambular sin encontrar salida. La
despierta y ésta se asusta. Él lleva un pequeño taparrabos que difícilmente le
oculta sus partes íntimas, que se me antojan enormes. Ella también lleva la
ropa hecha jirones y va descalza. Tarzán está sorprendido de ver una «hembra
humana». Es la primera vez que se tropieza con una. La examina bajo los
andrajos. Hay partes comunes, como el ombligo. Hay otras parecidas: los
pechos, aunque los de ella son más abultados. Se los toca. Y hay partes
distintas. Le levanta lo que queda de su vestido y le ve la vulva. Se queda
extrañado. Él se levanta su taparrabos y sale disparado un enorme miembro
erecto. Él le indica la diferencia y ella le mira cohibida, casi martirizada.
Tarzán le toma del brazo por la muñeca y hace que le agarre el pene como el
mango de una porra: no cabe duda, sus anatomías son diferentes. Estupendo,
hombre-mono.
A mí me arde la cara. No se oye una mosca en el salón. De pronto,
protegida por la persiana de mis dedos, descubro con una mirada fugaz un
bulto prominente en la entrepierna de Fer, que él trata de ocultar flexionando la
pierna. Un escalofrío me recorre el cuerpo. Me descubro mirando a la pantalla
sin ver nada, pendiente de ese otro foco de excitación morbosa que he
descubierto en el sofá de al lado. Siento que me humedezco. Madre mía,
¿cuánto va a durar esto? Gricelio dice:
―Es nor mal que esté excitado, nunca había visto a una chica. ¿Te
fijaste? Estaba muy excitado ―me dice con la voz entrecortada, por más que
se esfuerza en quitarle hierr o a la situación.
―Sí... sí lo vi... ―farfullo; me tiembla la voz. Prefiero callarme. Siento
que lo empeoro más cada vez que hablo.
Tarzán se lleva a Jane en brazos a su cabaña. Han tomado confianza, se
hacen gestos, se explican las cosas. Ambos se encuentran de pie. Ella le besa.
Luego comienza a agacharse, lamiéndole el torso mientras baja, hasta que
queda de rodillas, con su miembro inmenso delante de su cara. Jane es una
chica delgada, de rasgos finos. Con su mano delicada agarra el sexo de él
como un mástil y lo introduce en su boca, abarcando con dificultad la cabeza
del glande. Succiona como puede. En mi salón, se puede oír cómo caen las
motas de polvo al suelo. Me arden hasta las orejas.
Cambia el plano. Ella se incorpora, camina hacia atrás, se sienta en un
tronco y abre las piernas. Le indica a él que se acerque. Con el dedo índice se
toca los labios y luego se señala la vulva. Él la mira extrañado. Ella vuelve a
repetirle el gesto y él va comprendiendo despacio. Se arrodilla, con el enorme
pene sobresaliendo por un lado del taparrabos, le abre bien las piernas y
comienza a lamerla.
En las pocas ocasiones en las que he visto películas pornográficas,
estando sola en casa, suelo detenerme en las escenas de cunnilingus. Me excitan
tanto que las uso para alcanzar el orgasmo. Son las que imagino también en
mis fantasías. Y ya ven, ahora me encuentro aquí con esta escena en la pantalla
y con esa otra, aún más turbadora si cabe, en el sofá de al lado.
Tras otra mirada furtiva, escondida tras la persiana de mis dedos,
alcanzo a ver la entrepierna de Fer. La imagen me provoca un sobresalto y doy
un respingo en mi asiento: observo que está visiblemente excitado, y creo
vislumbrar un puntito oscuro allí donde el glande empuja la tela. El corazón se
me va a salir. Me siento cada vez más acalorada, especialmente en la zona de
mi sexo. Instintivamente, echo un rápido vistazo a mi entrepierna, y... «¡Joder,
pero qué es esto!», grito en silencio. Se ha formado una pequeña manchita
oscura en la tela gris de mis pantis. ¡Mi flujo ha traspasado las bragas! Los
nervios me suben por el cuerpo como una oleada. Cierro las piernas y me
contraigo en el sofá. Tengo que poner remedio a esto. Me armo de valor:
―¡Niño, para eso ya! ―le digo con un grito contenido que me sale
más agudo de lo que esperaba―. ¡Ya vale!, ¿no?
Él gira la cara y me mira con una risa contenida, apretando los labios.
Tiene el mando a distancia en la mano, que segundos antes mordía
distraídamente, seguramente ocultando su nerviosismo. Se revuelve un poco
en el sofá, eleva un poco más la rodilla y extiende su brazo sobre el abdomen,
todo ello para ocultar su visible excitación.
―Ah, ¿que quieres que la quite? ―me dice de nuevo interpretando el
papel de sueco. Tiene las mejillas coloradas, el muy cabrito―. Pero si yo lo
estaba haciendo por ti. Estabas tan callada y parecías tan concentrada...
―Oh, sí, una cosa... ―le respondo liberada, casi resoplando, mientras
me pongo de pie―. Anda, mono, para eso ya y pon otra cosa, porque si no
aquí no duermes hoy ―le digo recorriendo el salón torpemente, obsesionada
con que se me pueda notar la manchita de mi entrepierna―. Ahora vuelvo.
Una vez en mi cuarto, resoplo aliviada. Entorno la puerta. Me quito las
bragas, me limpio y me pongo unas nuevas. Estaban empapadas. Por suerte,
también tengo unos pantis exactamente iguales. ¿Se imaginan que hubiese
tenido que ponerme otra cosa? Los comentarios de Gricelio habrían llevado
mis mejillas a la incandescencia. Pocos segundos después de entrar en mi
cuarto, oigo la puerta del baño. Él también ha debido ir a «recomponerse».
Vaya elemento.
De regreso en el salón, me lo encuentro de nuevo repantigado en el
sofá, mordisqueando el mando a distancia, con sus bóxer color pistacho
intactos y su bultito adormecido. Se ha limpiado y secado, a saber cómo.
―Bueno, ¿qué va a ser esta vez? ¿Alicia en el país de la pervesión?
―le digo ahora mucho más relajada.
―Vaya movida, ¿eh? ―me dice descojonado, tapándose la boca con el
mando y arqueando las cejas.
―Calla, anda, calla... ―le digo casi resoplando―. Si lo llego a saber,
te pongo cloroformo en el sushi. Muy fuerte, capullito, que lo sepas. No tienes
perdón de Dios.
Él suelta una carcajada, más relajado ya también. Dice:
―Bueno, mira, hay unas pocas pelis más en el pen-drive. ¿Ponemos
una o zapeamos un poco? Entre una cosa y otra nos han dado casi las o nce.
―Sí, casi mejor buscamos algún progr ama en la tele. A ser posible,
donde la gente salga vestida ―de repente, me siento más osada. ¡Qué alivio!
Al final, pasamos el resto de la noche viendo cómo se gritaban unos a
otros en el plató de Sálvame Deluxe. Mila Ximénez hizo de nuevo «la
croqueta» y Kiko Matamoros estuvo a punto de hacer reventar la vena que le
cruza la sien como un riachuelo.
Aunque pasamos este rato comentando tonterías y haciendo bromas, no
podía sacarme de la cabeza las imágenes de hacía unas horas. Seguía estando
excitada.
―Bueno, Jane ―me dice―, las doce y media. Creo que yo me retiro
ya a mis aposentos. Si es que todavía me dejas dormir aquí, claro... ―termina
de decir, riéndose.
―No sé, no sé, me lo estoy pensando ―le respondo, haciéndome la
agraviada y levantándome del sofá.
―¿Tendrás pesadillas? ―dispara de nuevo, chinchando.
―Tranquilo, te aseguro que dor miré como un angelito. Ya sabes que
tengo esa suerte: me quedo frita a los pocos minutos de cerrar los ojos, y
luego no me despierta ni un bombardeo ―le digo mientras caminamos por el
pasillo, cada uno en dirección a su cuarto.
―Vaya...
―Vaya, ¿qué? ―le pregunto con retintín, temiendo con qué me iba a
salir ahora.
―Pues... que eso tiene sus pr os y sus contras.
―¿Y qué contras iba a tener, si puede saberse? ―continúo , machacona.
―No sé, algún desaprensivo podría aprovecharse de ti mientras
duermes ―me dice, poniendo un tono misterioso.
Y al escuchar esto, un escalofrío me recorre el cuerpo. No porque
pensara que un encapuchado sádico se fuera a colar en mi casa por la ventana y
se aprovechara de mí, sino porque esa fue una de las fantasías que le comenté
una vez a través del whatsapp, en una de nuestras conversaciones picantes. Le
dije que solía fantasear con la idea de estar «adormilada» en la cama ―es
decir, despierta pero fingiéndome dormida―, desnuda, y que un chico ―él,
para ser exactos― entraba sigilosamente en mi cuarto y se aprovechaba de mi
vulnerabilidad. El hecho de estar «dormida» me permitía dejarme llevar, cosa
que no podría hacer estando «consciente».
De repente me invaden mil imágenes, me pongo nerviosa y el corazón
se me vuelve a acelerar. Reacciono como puedo, un poco aturullada:
―Ya, ya... visto así, podría ser un inconveniente ―le digo con una
sonrisa nerviosa―. Bueno, buenas noches, Gricelio ―me despido con cierto
recochineo, acentuando el apodo.
―Buenas noches, Jane ―me dice riéndose y dándose la vuelta. Yo le
echo un vistazo a sus bóxers mientras se aleja, antes de entrar en mi cuarto.
Ya en la cama, mi mente no para de trabajar. Se me inunda de imágenes.
¡Qué calvario he pasado! Ya en la intimidad de mis sábanas, más relajada, no
puedo evitar tocarme. Me tanteo con los dedos la entrepierna y la noto de
nuevo empapada. Cojo dos toallitas de mi mesa de noche, sin hacer ruido, y
comienzo a acariciarme despacio la vulva y lo s pechos. «¿Qué estará haciendo
él?», me pregunto. De repente, me quedo en silencio y aguzo el oído. Me
gustaría captar algún sonido, pero no se oye nada. Por un momento se me
viene a la mente la idea de caminar de puntillas hasta el umbral de su cuarto y
espiarle tocándose. Madre mía, ¡cómo estoy! Con todas estas imágenes
dándome vueltas, decido tocarme en silencio. Pero antes, me sorprendo a mí
misma en un nuevo gesto de arrojo: decido quitarme la ropa interior. Por fin,
me toco a placer y alivio toda la tensión acumulada.
***