Venecia, Ciudad de Fortuna - Roger Crowley
Venecia, Ciudad de Fortuna - Roger Crowley
Venecia, Ciudad de Fortuna - Roger Crowley
ePub r1.0
Titivillus 13.10.2019
Título original: City of Fortune: How Venice Won and Lost a Naval Empire
Roger Crowley, 2011
Traducción: Joan Eloi Roca, 2016
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
Para Una
Los venecianos no tienen ninguna posesión en el continente ni
pueden cultivar la tierra. Se ven obligados a importar cuanto
necesitan en barco. Es a través del comercio como han
acumulado tan grandes riquezas1.
He utilizado una serie de topónimos según el uso que los venecianos y otros
hicieron en el periodo que cubre este libro. He aquí una lista de sus equivalentes
modernos:
Partida
Zarpar. Riesgo. Beneficio. Gloria. Estos eran los puntos cardinales que regían la
vida en Venecia. El viaje era una experiencia constante. Durante casi mil años,
los venecianos no conocieron otro modo de vida. El mar era a la vez protección,
oportunidad y destino; seguros en su laguna, poco profunda y surcada por
engañosos canales y traicioneros bajíos que ningún invasor podía sortear, y
protegidos, si no aislados, de las inclemencias del Adriático, se envolvieron en el
mar como si de una capa se tratase. En el dialecto veneciano, se le cambió el
género, del masculino mare pasó al femenino mar, y cada año, el día de la
Ascensión, se casaban con él. Era un acto posesivo: la novia y su dote pasaban a
ser propiedad del marido. Pero también era un ritual propiciatorio. El mar era
peligro e incertidumbre. Podía destruir flotas, y lo hacía, podía inflar las velas de
los enemigos y, a menudo, sus crecidas amenazaban con superar las defensas de
la ciudad. El viaje podía terminar con el disparo de una flecha, con un temporal
o a causa de una enfermedad; la muerte llegaba en una mortaja lastrada con
piedras que se arrojaba a las profundidades del piélago. La relación con el mar
sería larga, intensa y ambivalente, y no fue hasta el siglo XV cuando, por primera
vez, los venecianos se preguntaron si no tendría más sentido desposarse con la
tierra en lugar de con el agua; para entonces, aquellos simples pescadores de
anguilas, comerciantes de sal y pilotos de barcazas que navegaban los lentos ríos
del norte de Italia ya se habían convertido en príncipes mercantes y acuñadores
de monedas de oro. El mar trajo a una ciudad endeble, que se levantaba como un
espejismo sobre sus finos pilares de roble, riquezas más allá de sus sueños y un
espléndido imperio marítimo. Y durante ese proceso, Venecia cambió el mundo a
su imagen y semejanza.
Este libro es la historia del ascenso de ese imperio, el Stato da Mar, como lo
llamaban en su dialecto, y de la riqueza comercial que creó. Las cruzadas
ofrecieron a la República la oportunidad de ascender en ese escenario que
representaba el mundo. Los venecianos se aprovecharon de la situación a fondo
y se enriquecieron enormemente. Durante más de quinientos años fueron los
señores del Mediterráneo oriental y le dieron a su ciudad el apodo de la
Dominante; cuando el mar se volvió contra ellos, organizaron una defensa
resuelta y combatieron hasta el último aliento. El imperio que habían construido
era ya grande cuando Petrarca vio partir el barco desde su ventana. El conjunto
era curioso y variopinto: una colección de islas, puertos y bastiones estratégicos
diseñada solamente para albergar barcos y canalizar las mercancías hacia la
metrópolis. La de su construcción es una historia de coraje y engaños, de suerte,
persistencia, oportunismo y catástrofes periódicas.
Pero, sobre todo, este es un relato sobre el comercio. Venecia era el único
lugar del mundo organizado para comprar y vender. Los venecianos eran
mercaderes basta la médula; calculaban el riesgo, la facturación y los beneficios
con precisión científica. La bandera de san Marcos, con su león dorado rampante
sobre fondo rojo, ondeaba en sus mástiles como el logotipo de una empresa. El
comercio era su mito fundacional y su justificación, motivo por el que
habitualmente eran denigrados por sus vecinos más terrestres. No existe una
descripción más explícita de la razón de ser de la ciudad y de sus temores que el
llamamiento que hizo al papa en 1343 para que le permitiera establecer
relaciones comerciales con el mundo musulmán:
Puesto que, por la gracia de Dios, nuestra ciudad ha crecido y aumentado por el trabajo de los
comerciantes que han creado comercio y beneficios para nosotros en diversas partes del mundo por
tierra y por mar, y puesto que esta es nuestra vida y la de nuestros hijos, porque no podemos ni
sabemos vivir de otra manera que comerciando, debemos ser cuidadosos en todos nuestros
pensamientos y empresas, como lo fueron nuestros predecesores, y tomar todas las precauciones
para evitar que tanta riqueza y tesoros desaparezcan.3
Los carpinteros del arsenal tallan quillas y mástiles y arman los cascos. Cuando están acabados, se
guardan en muelle seco en los almacenes que hay detrás.
PARTE I
Poseéis muchos barcos… [y]… vivís como las aves marinas, con vuestros hogares dispersos…
sobre la superficie de las aguas. La solidez de la tierra en que descansan está asegurada solo por
mimbres y zarzo; y, sin embargo, no dudáis en oponer un bastión tan endeble a los embates del
mar. Vuestro pueblo posee una gran riqueza: el pescado, que basta para todos. Para vosotros no hay
diferencias entre ricos y pobres; vuestra comida es la misma; vuestras casas, parecidas. No
conocéis la envidia, que gobierna el resto del mundo. Todas vuestras energías las dedicáis a
vuestras salinas; en ellas, desde luego, radica vuestra prosperidad y vuestra capacidad de comprar
aquellas cosas de las que carecéis. Pues, aunque hay hombres que pueden vivir sin oro, no hay
hombre vivo que no desee sal.2
Los venecianos ya eran transportistas y proveedores de las necesidades de
otros. La suya era una ciudad que había crecido de forma hidropónica, conjurada
a partir de la ciénaga, que se levantaba peligrosamente sobre pilares de roble
hundidos en el barro. Era frágil ante los caprichos del mar, cambiante. Más allá
de los mújoles, de las anguilas de la laguna y de sus salinas, no producía nada:
no tenía trigo ni madera y contaba con muy poca carne. Era terriblemente
vulnerable a las hambrunas; sus únicas habilidades eran la navegación y el
transporte de mercancías. La calidad de sus barcos, por tanto, era fundamental.
Antes de que Venecia se convirtiera en una de las maravillas del mundo, era
un Estado curioso; su estructura social era enigmática y se desconfiaba de sus
estrategias. Sin tierra no podía construirse un sistema feudal ni una división clara
entre siervos y caballeros. Sin agricultura, el dinero predominaba sobre el
trueque. Sus nobles serían príncipes mercaderes que mandarían una flota y
calcularían el beneficio hasta el grosso más cercano. Las dificultades de la vida
unían a toda su gente en un acto de solidaridad patriótica que requería disciplina
y cierto igualitarismo; al igual que en la tripulación de un barco, cuyos miembros
son igualmente vulnerables a los peligros de las profundidades.
La posición geográfica, el modo de vida, las instituciones políticas y las
afiliaciones religiosas distinguían a Venecia. Vivía entre dos mundos: la tierra y
el mar, Oriente y Occidente, pero no pertenecía a ninguno. Creció bajo el yugo
de emperadores de habla griega en Constantinopla y su arte, ceremonias y
comercio derivaron del mundo bizantino. Sin embargo, los venecianos eran
también católicos, súbditos nominales del papa, a quien Bizancio consideraba el
anticristo. Entre estas fuerzas opuestas, se esforzaron por mantener una peculiar
libertad. Los venecianos desafiaron en numerosas ocasiones al papa, que
respondió excomulgando a la ciudad entera. Se resistieron a las soluciones
tiránicas de gobierno y construyeron para sí mismos una república gobernada
por un dogo, a quien encadenaron con tantas limitaciones que no podía recibir
ningún regalo de extranjeros más substancial que un tarro de hierbas. No
toleraban a los nobles demasiado ambiciosos ni a los almirantes derrotados, a
quienes exilaban o ejecutaban, y diseñaron un sistema de votación para controlar
una corrupción tan laberíntica como los variables canales de su laguna.
El rumbo de sus relaciones con el mundo exterior se fijó muy pronto. La
ciudad deseaba comerciar allí donde se pudieran obtener beneficios sin recibir
favores ni temer nada. Esta era su razón de ser y su credo, y así lo argumentaron
para que el suyo se considerase un caso especial. Como consecuencia, casi todo
el mundo desconfiaba de ellos. «Dijeron muchas cosas para excusarse… que no
recuerdo»,3 escribió con desprecio un clérigo del siglo XVI después de ver como
la República se desentendía otra vez de un tratado (a pesar de que sin duda
recordaba perfectamente los detalles), «excepto que ellos son la quinta esencia y
no pertenecerán ni a la Iglesia ni al emperador, ni al mar ni a la tierra». Ya desde
el siglo IX, tuvieron problemas tanto con los emperadores bizantinos como con
los papas por vender materiales de guerra al Egipto musulmán y, mientras
supuestamente cumplían un embargo comercial al Islam en 828, consiguieron
sacar el cuerpo de san Marcos de Alejandría, delante de las narices de los
funcionarios de aduana musulmanes, escondido en un barril de cerdo. Su excusa
habitual era la necesidad comercial: «Porque no podemos, ni sabemos, vivir de
otra manera que comerciando».4 Venecia era el único lugar del mundo
organizado con fines puramente económicos.
Hacia el siglo X estaban vendiendo mercancías orientales
extraordinariamente valiosas en las importantes ferias de Pavia, en el río Po:
armiño ruso, tela púrpura de Siria o seda de Constantinopla. Un monje cronista
subrayó lo sobrio que parecía el emperador Carlomagno al compararlo con su
séquito, cuyos miembros iban vestidos con tejidos que los mercaderes
venecianos habían traído de Oriente. (Mereció una mención especial y una
particular censura clerical un tejido multicolor con figuras de pájaros
entretejidas, algo que, evidentemente, era un ejemplo de ultrajante lujo
extranjero). A los musulmanes les llevaban madera y esclavos, literalmente
eslavos, hasta que estos pueblos se convirtieron al cristianismo. Venecia estaba
ubicada perfectamente en el inicio del Adriático para convertirse en el centro del
comercio y, al iniciarse el nuevo milenio, el día de la Ascensión del año 1000, el
dogo Pietro Orseolo II, un hombre que «superaba a casi todos los dogos antiguos
en conocimiento de la humanidad»,5 zarpó en una expedición que daría inicio al
ascenso de la República hasta conseguir grandes riquezas, poder y gloria
marítima.
En el umbral de la nueva era, la ciudad estaba delicadamente posada entre la
oportunidad y el peligro. Venecia no era todavía el compacto espejismo de
piedra en que se convertiría después, aunque su población ya era notable. No
había aún espléndidos palacios flanqueando el gran meandro en forma de S del
Gran Canal. Tendrían que pasar siglos hasta que llegara la ciudad de las
maravillas, las extravagancias y el pecado, de las máscaras de carnaval y de los
magníficos espectáculos públicos. Por entonces, en la orilla del agua, se alzaba
una sucesión de casas bajas de madera, muelles y almacenes. Venecia no era una
unidad, sino una sucesión de islotes con trozos de marisma sin drenar y espacios
abiertos entre los asentamientos de cada parroquia en los que la gente cultivaba
verduras, criaba cerdos y plantaba viñas. La iglesia de San Marcos, humilde
predecesora de la extraordinaria basílica, había sufrido hacía poco un grave
incendio y había sido reparada después de que tuvieran lugar unos disturbios
políticos que habían acabado con un dogo muerto en su pórtico; la plaza que
había frente a ella era de tierra compacta, estaba dividida por un canal y
parcialmente dedicada a la huerta. Los barcos que habían navegado hasta Siria y
Egipto se apiñaban en el corazón comercial de la ciudad, el Rivo Alto o Rialto.
Por todas partes, los mástiles y las vergas sobresalían por encima de los
edificios.
El acierto de Orseolo fue comprender plenamente que la clave del
crecimiento de Venecia, y quizá incluso de su propia supervivencia, estaba más
allá de las aguas de su laguna. Ya había obtenido acuerdos comerciales con
Constantinopla y, para disgusto de la cristiandad militante, había enviado
embajadores a las cuatro esquinas del Mediterráneo para cerrar acuerdos
similares con el mundo islámico. El futuro de Venecia estaba en Alejandría, en
Siria, en Constantinopla y en la costa de Berbería, en el norte de África, donde
sociedades más ricas y avanzadas prometían especias, seda, algodón y cristal,
productos de lujo para cuya venta en el norte de Italia y en Europa Central la
ciudad gozaba de una posición ideal. El problema para los navegantes
venecianos era que el viaje por el Adriático era terriblemente peligroso. Sus
aguas territoriales, el golfo de Venecia, estaban bajo su control, pero el Adriático
central era una peligrosa tierra de nadie plagada de piratas croatas. Desde el siglo
VIII estos colonos eslavos de los altos Balcanes se habían establecido en la orilla
dálmata, un terreno perfecto para el robo en el mar. Desde guaridas en islas o
desde arroyos costeros, los barcos croatas, de poco calado, se lanzaban como
flechas sobre los mercantes que pasaban por el estrecho.
Venecia llevaba ciento cincuenta años enzarzada en una continua guerra
contra estos piratas. Este combate no había deparado a la ciudad más que
derrotas y humillaciones. Un dogo había muerto mientras dirigía una expedición
de castigo; tras ello, los venecianos habían optado por pagar un cobarde tributo a
los piratas a cambio de libertad para navegar en el mar abierto. Los croatas,
ahora, buscaban extender su influencia a las antiguas ciudades romanas situadas
más al norte de la costa del Adriático. Orseolo abordó este problema con una
preclara visión estratégica que se convertiría en la piedra angular de la política
veneciana durante los restantes siglos de vida de la República. El Adriático debía
ofrecer libre paso a los barcos venecianos, pues, de lo contrario, siempre se
verían obstruidos. El dogo ordenó que se suspendieran los pagos del tributo y
preparó una flota numerosa para someter a los croatas.
El Bucintoro y la Senza
Nevaba con fuerza y vientos que soplaban furiosamente desde las montañas azotaban el mar.
Las olas crecían con un aullido atronador; los remos se quebraban cuando los remeros los bajaban
al agua, el vendaval hizo jirones las velas, los penóles destrozados cayeron sobre las cubiertas; y
ahora el mar se tragaba barcos enteros con sus tripulaciones… Algunos de los barcos se hundieron
y sus tripulaciones se ahogaron con ellos; otros fueron lanzados contra los promontorios y se
hicieron pedazos… Las olas arrojaron a la costa multitud de cadáveres.9
La asunción por parte de los dogos de su nuevo título, Dux Dalmatiae, señaló un
momento único de cambio en el poder marítimo del Mediterráneo oriental.
Durante cuatrocientos años, el Adriático había sido gobernado desde Roma;
durante otros seiscientos años el mar, y la propia Venecia, habían sido súbditos
de sus sucesores de habla griega, los emperadores bizantinos de Constantinopla.
Hacia el año 1000, el poder bizantino empezaba a desvanecerse, y los
venecianos emprendieron un furtivo acto de substitución. En las pequeñas
catedrales de piedra de Zara, Spalato, Istria y Trau, el dogo veneciano era
recordado en las plegarias justo después del emperador en Constantinopla, pero
esta era una fórmula puramente ritual. El emperador estaba lejos y su poder ya
no se extendía más al norte de Corfú, en las puertas del Adriático, ni llegaba a la
costa italiana. Los señores de Dalmacia eran, en realidad, los venecianos. El
vacío de poder que había creado el debilitamiento del poder bizantino permitiría
a Venecia subir en el escalafón desde súbditos a iguales y, finalmente, en
circunstancias trágicas, a usurpadores del mar bizantino. Los señores de la costa
dálmata estaban en ascenso.
La relación entre Bizancio y Venecia fue intensa, compleja y longeva;
también fue complicada, debido a sus visiones contradictorias del mundo, y
estuvo sujeta a brutales cambios de humor. Sin embargo, Venecia siempre miró
hacia Constantinopla. Era la gran ciudad del mundo, la puerta de entrada a
Oriente. A través de sus almacenes en el Cuerno de Oro fluía la riqueza del
ancho mundo: pieles, cera, esclavos y caviar de Rusia; especias de la India y de
China, marfil, seda, piedras preciosas y oro. A partir de estos materiales los
artesanos bizantinos creaban objetos extraordinarios, tanto sagrados como
profanos —relicarios, mosaicos, cálices con esmeraldas incrustadas o vestidos
de seda tornasolada— que conformaron el gusto veneciano. La asombrosa
basílica de San Marcos, reconsagrada en 1094, fue diseñada por arquitectos
griegos siguiendo la pauta de la iglesia matriz de los Santos Apóstoles en
Constantinopla; sus artesanos relataron la historia de san Marcos, piedra a
piedra, imitando el estilo de los mosaicos de Santa Sofía; sus orfebres y
esmaltadores crearon la Pala d’Oro, el retablo dorado, una expresión milagrosa
de la devoción y el arte bizantinos. El aroma de las especias de los muelles de
Venecia había sido transportado mil millas, desde los almacenes del Cuerno de
Oro. Constantinopla era el zoco de Venecia, donde sus mercaderes se reunían y
ganaban (o perdían) fortunas. Como leales súbditos del emperador, el derecho a
comerciar en sus tierras fue siempre su posesión más preciada. El Imperio, a su
vez, lo utilizó como elemento de negociación para mantener a raya a sus
arrogantes vasallos. En 991, Orseolo consiguió valiosos derechos de comercio a
cambio de apoyo veneciano en el Adriático; veinticinco años después, estos
derechos les fueron retirados con enfado tras una disputa.
Las diferentes actitudes hacia el comercio marcaban una clara línea divisoria.
Desde muy pronto, la mentalidad comercial amoral de los venecianos —que
asumían que tenían derecho a comprar y vender cualquier cosa— conmocionó a
los piadosos bizantinos. En torno al 820, el emperador se quejó amargamente por
los cargamentos de materiales de guerra —madera, metal y esclavos— que los
venecianos vendían a su enemigo, el sultán de El Cairo. Pero durante el último
cuarto del siglo XI, el Imperio bizantino, que había tenido una presencia
constante en el Mediterráneo, entró en decadencia y el equilibrio de poder
empezó a inclinarse del lado veneciano. En la década de 1080, los venecianos
defendieron al Imperio en el Adriático de los poderosos ejércitos normandos,
que planeaban conquistar la misma Constantinopla. La recompensa fue suntuosa.
Con toda la pompa imperial de la ceremonia bizantina, el emperador puso su
sello de oro (la hulla) a un documento que cambiaría el mar para siempre.
Concedía a los mercaderes de la ciudad el derecho de comerciar libremente,
exentos de impuestos, en todos sus reinos. Un gran número de ciudades fueron
citadas expresamente: Atenas y Salónica; Tebas, Antioquia y Éfeso; las islas de
Quíos y Eubea; puertos clave a lo largo de las costas del sur de Grecia, como
Modona y Corona —valiosísimos como puestos de descanso en los viajes de las
galeras venecianas—; y hasta se citaba a la propia Constantinopla.
Allí se le entregó a Venecia como premio un lugar destacado en el Cuerno de
Oro. Incluía tres muelles, una iglesia y una panadería, y almacenes y tiendas para
guardar mercancías. Aunque seguían siendo nominalmente súbditos del
emperador, los venecianos acababan de adquirir su propia colonia, con toda la
infraestructura necesaria, en el mismo corazón de la ciudad más rica de la tierra
y en condiciones extremadamente favorables. Solo el mar Negro, el granero de
Constantinopla, vetó a estos ávidos comerciantes. Resonando discretamente
entre la solemne y rebuscada prosa bizantina aparecía la palabra griega más
dulce a oídos venecianos: monopolio. Los rivales con los que Venecia pugnaba
en el comercio marítimo —Génova, Pisa y Amalfi— quedaban tan en desventaja
que su presencia en la ciudad era casi fútil.
La bula de oro (o crisóbula) de 1082 era la llave dorada que abría la cámara
del tesoro del comercio oriental a Venecia. Sus mercaderes se apresuraron a ir a
Constantinopla. Otros empezaron a trabajar en los pequeños puertos y calas de la
costa oriental. En la segunda mitad del siglo XII, los comerciantes venecianos
estaban presentes a lo largo de todo el Mediterráneo oriental. Su colonia en
Constantinopla creció hasta las 12000 personas y, década a década, el comercio
de Bizancio pasó de forma casi imperceptible a sus manos. No solo canalizaban
las mercancías hacia un ávido mercado en la Europa continental, sino que
actuaban como intermediarios, viajando incansablemente, una y otra vez, entre
los puertos del Levante mediterráneo, comprando y vendiendo. Sus barcos
surcaban el mar oriental para transportar aceite de oliva griego a Constantinopla,
comprar lino en Alejandría y venderlo a los estados cruzados a través de Acre,
visitando regularmente Creta y Chipre, Esmirna y Salónica. En la
desembocadura del Nilo, en la antigua ciudad de Alejandría, compraban especias
a cambio de esclavos; de este modo, consiguieron establecer un difícil equilibrio
entre los bizantinos y los cruzados, por un lado, y sus enemigos, la dinastía
fatimi de Egipto, por el otro. Con cada década que pasaba, Venecia hundía más
sus tentáculos en los puestos comerciales de Oriente; su riqueza provocó el
surgimiento de una nueva clase de mercaderes ricos. Muchas de las grandes
familias de la historia de Venecia iniciaron su ascenso a la preeminencia durante
los años del boom de este siglo. Fue el anuncio del inicio de su dominio
comercial.
Esta riqueza trajo arrogancia y resentimiento. «Vinieron», dijo un cronista
bizantino, «en enjambres y tribus, cambiando su ciudad por Constantinopla,
desde donde se esparcieron por todo el Imperio»11 El tono de estos comentarios
rezuma el familiar lenguaje de la xenofobia y el temor económico a los
inmigrantes. Estos advenedizos italianos, con sus sombreros y sus rostros
barbilampiños, destacaban vivamente, tanto en conducta como en apariencia, en
las calles. Se les solía acusar de muchas cosas: que se comportaban como
ciudadanos de una potencia extranjera en lugar de como leales súbditos del
Imperio; que se expandían fuera del barrio que se les había concedido y
compraban propiedades por toda la ciudad; que cohabitaban o se casaban con
mujeres griegas y las apartaban de la fe ortodoxa; que robaban las reliquias de
los santos; que eran ricos, arrogantes, revoltosos, groseros y estaban fuera de
control. «De moral disoluta, vulgares… de poco fiar, con todas las peores
características de los marineros»,12 gruñó otro escritor bizantino. Un obispo de
Salónica los llamó «sapos de pantano».13 Los venecianos eran cada vez menos
populares en el Imperio bizantino, y parecían estar por todas partes.
En la geopolítica del siglo XII, la relación entre los bizantinos y sus súbitos
errantes se vio marcada por violentísimas oscilaciones que fueron del amor más
extremo al odio más enconado: los venecianos eran insufribles, aunque
indispensables. Los bizantinos, que de forma complaciente todavía se veían a sí
mismos como el centro del mundo, y para los que la posesión de tierras era
mucho más gloriosa que la vulgar práctica del comercio, entregaron su comercio
a los habitantes de la laguna y permitieron que su armada entrara en decadencia.
Su dependencia de Venecia para su defensa naval fue cada vez mayor.
La política imperial respecto a estos ambiciosos extranjeros fue errática. La
única rienda con la que el emperador podía frenarlos era el control de los
derechos de comercio. A lo largo de un siglo se repitieron los intentos por
reducir la influencia de Venecia sobre el Imperio mediante enfrentamientos con
sus rivales comerciales, Pisa y Génova. En 1111 se concedió también a los
pisanos el derecho a comerciar en Constantinopla; cuarenta y cinco años después
se admitió también a los genoveses. A cada una de estas ciudades se le
concedieron exenciones de impuestos, un barrio comercial y muelles en
Constantinopla. La ciudad se convirtió en un crisol para la virulenta rivalidad
entre las repúblicas italianas que, con el tiempo, daría lugar a guerras a gran
escala por el control del comercio. Cuando el judío español Benjamín Tudela
llegó a la ciudad en 1176, descubrió «una ciudad tumultuosa; a ella vienen
hombres a comerciar de todos los países, por tierra y por mar».14 La ciudad se
convirtió en un claustrofóbico campo de juego en el que competir. Entre las
diversas nacionalidades hacinadas en enclaves adyacentes a orillas del Cuerno de
Oro estallaban a menudo violentos disturbios. Los venecianos defendían
celosamente sus monopolios, que creían que se habían ganado con las guerras
normandas del siglo anterior; les irritaba profundamente que los sucesivos
emperadores los rescindieran o favorecieran a sus rivales. Los italianos se habían
convertido, a ojos de los gobernantes griegos, en una molestia incontrolable:
«Una raza caracterizada por una falta de educación que es totalmente ajena a
nuestro noble sentido del orden»,15 pronunciaron con aristocrática altivez. En
1171, el emperador Manuel I tomó a toda la población veneciana de su Imperio
como rehén y la detuvo durante años. La crisis tardó dos décadas en resolverse y
dejó un amargo legado de mutua desconfianza. Para cuando los mercaderes
venecianos fueron readmitidos en Constantinopla en la década de 1190,
cualquier rastro de relación espacial con ellos había muerto.
Entonces, en medio de este ambiente, el papa llamó a una nueva cruzada en
el verano de 1198.
La Senza. El dogo sube al Bucintoro. La dársena de San Marcos es un hervidero de barcos y de
festivo comercio.
El dogo ciego
1198 - 1201
Después de la miserable destrucción del territorio de Jerusalén, tras la penosa masacre de los
cristianos, tras la deplorable invasión de la tierra en la que Cristo posó sus pies y donde nuestro
Dios, nuestro Padre, había considerado adecuado antes del inicio de nuestro tiempo conseguir
nuestra salvación en medio de la tierra… la sede apostólica [papado], inquieta por la desgracia de
tan gran calamidad, quedó gravemente preocupada… Grita y levanta la voz como un clarín,
deseando alzar al pueblo cristiano para que combata en la guerra de Cristo y vengue el ultraje
contra el Crucificado… Así pues, hijos míos, fortaleced vuestro espíritu y protegeos con el escudo
de la fe y el casco de la salvación confiando no en el número ni en la fuerza bruta, sino en el poder
de Dios.1
Esta sonora llamada a la cristiandad militante que lanzó el papa Inocente III
en agosto de 1198 llegó un ominoso siglo después de la conquista de Jerusalén.
Durante el tiempo transcurrido desde aquella, todo el proyecto cruzado se había
deslizado hacia el desastre. El golpe decisivo se había producido en 1187,
cuando Saladino aplastó a un ejército cruzado en Hattin y reconquistó la Ciudad
Santa. Ni el emperador del Sacro Imperio, Federico Barbarroja, que se había
ahogado en un río de Siria, ni el rey inglés Ricardo Corazón de León habían
conseguido recuperarla. Los cruzados estaban ahora confinados en unos pocos
asentamientos a lo largo de la costa, como los puertos de Tiro y Acre.
Correspondía al papa insuflar nueva vida al proyecto cruzado.
Inocencio tenía treinta y siete años. Era joven, brillante, decidido, pragmático
y un maestro de la retórica religiosa y de los argumentos jurídicos. Su llamada a
las armas era a la vez una empresa militar, una campaña de rearme moral en un
mundo cada vez más secular y una iniciativa para reafirmar la autoridad papal.
Desde el principio dejó claro que no solo pretendía convocar la cruzada, sino que
también iba a dirigirla personalmente a través de sus legados papales. Mientras
uno fue a inflamar el espíritu combativo de los señores de la guerra del norte de
Francia, el otro, el cardenal Soífredo, viajó a Venecia a pedir barcos. Un siglo de
cruzadas había enseñado a los planificadores militares que la ruta terrestre hasta
Siria era un camino arduo y que los bizantinos eran hostiles a los grandes
contingentes de hombres armados que cruzaban su territorio. Con las otras
repúblicas marítimas. Pisa y Génova, en guerra, solo Venecia tenía la habilidad,
los recursos y la tecnología necesarias para transportar a todo un ejército a
Oriente.
La inmediata respuesta veneciana dejó a todo el mundo pasmado. Enviaron a
sus propios legados a Roma para pedir, como medida preliminar, que se
levantara la prohibición papal de comerciar con el mundo islámico y,
específicamente, con Egipto. La petición de la República trazó las líneas de la
colisión entre fe y necesidades seculares que caracterizaría a la cuarta cruzada.
Se basaba, además, en la prototípica definición de la identidad veneciana. Los
legados argumentaron que la situación de la ciudad era única. No tenía
agricultura, dependía enteramente del comercio para su supervivencia y el
embargo, que observaba fielmente, le causaba graves perjuicios. Es probable que
los legados también murmuraran por lo bajo que Pisa y Génova habían desafiado
al papado y seguido comerciando con los musulmanes, pero ninguno de sus
argumentos impresionó a Inocencio. La ciudad llevaba mucho tiempo existiendo
en un plano oblicuo respecto a los piadosos proyectos cristianos. Al final
concedió a los venecianos un permiso cuidadosamente formulado y diseñado
para excluir la transacción de todo tipo de materiales bélicos, que procedió a
enumerar: «Os prohibimos, bajo estricta pena de anatema, proveer a los
sarracenos vendiéndoles o intercambiando con ellos hierro, cáñamo,
instrumentos afilados, materiales inflamables, armas, galeras, veleros o
maderos»,2 a lo que añadió, con celo de abogado, para impedir que los astutos
venecianos aprovechasen cualquier ambigüedad del texto, «ni acabados ni sin
acabar…»
… con la esperanza de que, gracias a esta concesión, os sintáis fuertemente impelidos a aportar
ayuda a la provincia de Jerusalén y nos aseguremos de que no intentáis ningún fraude contra el
decreto apostólico. Pues no cabe la menor duda de que quien intente fraudulentamente, contra su
propia conciencia, desobedecer esta orden, se verá severamente maniatado por la justicia divina.
Construiremos transportes para llevar 4500 caballos y 9000 escuderos; y 4500 caballeros y 20
000 soldados de infantería serán embarcados; y nuestro presupuesto incluye provisiones para
hombres y caballos durante nueve meses. Esto es lo mínimo que proveeremos a cambio del pago
de cuatro marcos por caballo y dos por hombre. Y todos estos términos que os ofrecemos serán
válidos durante un año desde el año de partida del puerto de Venecia para servir a Dios y a la
cristiandad, a donde quiera que eso nos lleve. La cifra de dinero especificada arriba suma 94000
marcos. Y aportaremos adicionalmente cincuenta galeras armadas, completamente gratis, mientras
perdure nuestra alianza, con la condición de que recibamos la mitad de todas las conquistas que
hagamos, sean de territorio o de dinero, sean por tierra o mar. Ahora debatid entre vosotros si estáis
dispuestos a seguir adelante en estos términos.12
La tarifa per cápita era razonable. Los genoveses habían pedido una cantidad
similar a los franceses en 1190, pero la suma total de 94000 marcos era
asombrosa: equivalía a los ingresos anuales de Francia. Desde el punto de vista
veneciano, aunque no desprovista de riesgo, se trataba de una gran oportunidad
de comercio. Requeriría la atención de toda la economía veneciana durante dos
años: un año de preparación —construcción de barcos, preparativos logísticos,
reclutamiento de hombres, consecución y almacenaje de provisiones— seguido
de un segundo año de servicio activo de una parte considerable de la población
masculina activa y el uso de todos sus barcos. Comprometería a los venecianos
en el mayor contrato de la historia medieval; comportaría la interrupción de
cualquier otro tipo de comercio durante la duración del contrato; el fracaso en
cualquier punto significaría el desastre para la ciudad, pues todos sus recursos se
habrían invertido en la empresa. No es sorprendente que Dandolo estudiara las
credenciales con tanto detenimiento, que redactara el contrato tan
cuidadosamente y que pidiera la mitad de todos los beneficios de la expedición.
Las dos dimensiones eran tiempo y dinero, y ambas fueron escrupulosamente
sopesadas. Los venecianos eran mercaderes experimentados; los contratos eran
su especialidad, y creían que un acuerdo era sagrado. Era el patrón de oro por el
que se regía la vida veneciana: sus parámetros clave eran cantidad, precio y
fecha de entrega. Tales tratos se cerraban en el Rialto todos los días del año,
aunque nunca a esta escala. Puede que el dogo se sorprendiera al ver que los
cruzados accedían rápidamente tras considerarlo durante una sola noche. A los
enviados les impresionó particularmente la oferta veneciana de contribuir a la
expedición con cincuenta galeras a costa de la República. No carecía de
significado. Tampoco la aparentemente inocua frase «a donde quiera que eso nos
lleve» se insertó en el contrato por casualidad.
El interior de San Marcos.
Señores, los más grandes y poderosos barones de Francia nos han enviado a veros. Suplican a
vuestras mercedes que se apiaden de Jerusalén, que está esclavizada por los turcos, de modo que,
por el amor a Dios, estéis dispuestos a ayudar a su expedición para vengar la afrenta a Jesucristo. Y,
para esto, os han escogido a vosotros, porque no hay nación más poderosa en el mar, y nos han
ordenado que nos echemos a vuestros pies y no nos levantemos hasta que aceptéis apiadaros de
Tierra Santa allende los mares.16
Venecianos, ¡con qué gloria y esplendor inmortal vuestro nombre quedará cubierto con esta
expedición! ¡Qué recompensa ganaréis de Dios! Ganaréis la admiración de Europa y Asia. El
estandarte de san Marcos ondeará triunfante en tierras lejanas. Nuevos beneficios, nuevas fuentes
de grandeza llegarán a esta, la más noble de las ciudades… Animados por el celo sagrado de la
religión, impulsados por el ejemplo de toda Europa, corred a las armas, pensad en el honor y en las
recompensas, pensad en vuestro triunfo… ¡con la bendición del cielo!20
Dandolo tenía otras razones personales. Venía de una familia de cruzados y,
quizá, el deseo de emular a sus antepasados pesó en su decisión. Y era un
hombre anciano: la preocupación por su alma también debió ser un factor
importante. La prometida absolución de todos los pecados era uno de los
incentivos más poderosos de las cruzadas. Motivos nacionales, personales,
espirituales y familiares le impelían a firmar el tratado.
Ciego pero perspicaz, el dogo, evidentemente, había sabido apreciar que era
un momento trascendental para el destino de la ciudad, como si todo en la
historia de Venecia hubiera conducido inexorablemente a esta extraordinaria
oportunidad. Pero había algo más enterrado en el corazón del tratado que lo
hacía considerablemente atractivo. Lo que no se dijo a nadie más que a un
puñado de signatarios y a los señores cruzados de Francia y Lombardia era que
la expedición, que había animado a sus soldados de a pie con el vago objetivo de
«apiadarse de Tierra Santa en ultramar»,21 no tenía intención, inicialmente, de ir
hacia allí. Su destino era Egipto. Como Villehardouin confesó en su crónica, «se
acordó en secreto, en consejo cerrado, que iríamos a Egipto, porque a través de
El Cairo uno podía destruir más fácilmente el poder de los turcos que desde
cualquier otro lugar, pero en público solo se anunció que iríamos a ultramar».22
Había razones estratégicas de peso para tomar esta decisión. Hacía tiempo que
los estrategas militares más astutos habían reconocido que Egipto era la gran
reserva de recursos de la que se nutrían los ejércitos musulmanes de Palestina y
Siria. Las victorias de Saladino se habían construido con la riqueza de El Cairo y
Alejandría. Como había comprendido bien Ricardo Corazón de León, «las llaves
de Jerusalén están en El Cairo».23 El problema era que una aproximación tan
tangencial a la reconquista de la Ciudad Santa no iba a excitar la imaginación
popular. Los más devotos buscaban la salvación luchando en la tierra que había
pisado Jesús, no estrangulando las líneas de suministros del islam en los zocos
del delta del Nilo.
Pero para los venecianos este enfoque suponía un aumento de sus
oportunidades comerciales. Egipto era la región más rica del Levante y otro
punto de acceso natural a las muy lucrativas rutas de las especias. Prometía
recompensas comerciales mucho mayores que las que los puertos de Tiro y Acre
podrían jamás aportar. «Todo lo que a esta parte del mundo le falta en cuestión
de perlas, especias, tesoros orientales y productos extranjeros es traído aquí
desde las dos Indias: Saba, Arabia y la dos Etiopias, así como desde Persia y
desde otras tierras cercanas»,24 había escrito Guillermo de Tiro veinte años
antes. «Gente de Oriente y Occidente acudía aquí en grandes cantidades.
Alejandría es un mercado público para ambos mundos». De hecho, a pesar del
reciente permiso del papa Inocencio, Venecia tenía una porción pequeña de ese
mercado. Génova y Pisa dominaban el comercio con Egipto. Dandolo había
estado en Alejandría; conocía de primera mano su riqueza y los puntos débiles
de sus defensas, y la ciudad ejercía una potente atracción emocional para la
República. Allí había muerto san Marcos y de allí habían rescatado sus huesos
astutos comerciantes venecianos. En esencia, una campaña victoriosa en Egipto
de la que Venecia recibiera la mitad de todas las ganancias prometía a esta última
una riqueza que excedía sobradamente todos sus anteriores triunfos comerciales.
Podía, de un solo golpe, capturar una gran parte del comercio del Mediterráneo
oriental y crear problemas permanentes a sus rivales marítimos. El monopolio
comercial libre de impuestos era una tentación irresistible. Los beneficios
potenciales hacían que el riesgo valiera la pena, y por ello, los venecianos habían
aportado a la operación cincuenta galeras de guerra. No estaban diseñadas para
librar batallas navales frente a la costa de Palestina, sino para abrirse camino
entre los juncos de los deltas del Nilo y atacar El Cairo.
Estos objetivos secretos eran solo una coordenada preocupante de un tratado
cuya influencia sobre la cruzada iba a ser maligna. Las otras coordenadas eran el
tiempo —los venecianos habían pactado finalmente un contrato marítimo finito
por un plazo de nueve meses, desde el día de San Juan, 24 de junio de 1202— y,
una todavía más crucial, el dinero. Parece probable que la cantidad final se
redujera a 85000 marcos, que seguía siendo una suma espectacular. Si bien la
tarifa per cápita era razonable, la estimación de Villehardouin de 33 000
cruzados era excepcionalmente alta. Villehardouin tenía experiencia en calcular
el tamaño de ejércitos cruzados, pero el hecho de aceptar tras una sola noche las
condiciones ofrecidas por el dogo se demostraría un error colosal. Se equivocó
gravemente en el número de cruzados que podía reunirse; tampoco supo
comprender que aquellos en nombre de quienes había firmado el contrato no
estaban vinculados a él; no tenían ninguna obligación de zarpar desde Venecia.
La cruzada se encontró bajo presión financiera desde el principio: Inocencio
había intentado recaudar fondos a través de impuestos y había fracasado. Los
seis delegados tuvieron que pedir que les prestaran dinero en el Rialto para pagar
el primer plazo estipulado —2000 marcos—. Aunque nadie lo sabía en ese
momento, el Tratado de Venecia contenía todos los elementos necesarios para
causar graves problemas y convertiría a la cuarta cruzada en el acontecimiento
más polémico de toda la cristiandad medieval.
Villehardouin regresó a través de los pasos de los Alpes. Los cruzados de
Francia, Flandes y el norte de Italia —los bizantinos se referían a ellos
genéricamente como los francos— hicieron sus votos y dictaron sus testamentos,
se pusieron sus sobrevestes e iniciaron los laboriosos preparativos para su
partida; en la laguna, mientras tanto, los venecianos se pusieron manos a la obra
en la preparación de la mayor flota de su historia.
El palacio del dogo, el Molo y la dársena de San Marcos, con la línea de protectores lidi de fondo.
Treinta y cuatro mil marcos
1201 - 1202
A principios del verano de 1202, los venecianos habían reunido la flota necesaria
para transportar un ejército de 33 000 hombres 2400 kilómetros a través del
Mediterráneo oriental y mantenerlo durante un año. «Los venecianos habían
cumplido su parte del trato con creces»,1 reconoció Villehardouin. «La flota que
habían preparado era más grande y magnífica que la que jamás había visto un
cristiano».2 Fue, se mire como se mire, una gesta extraordinaria de organización
colectiva y una demostración de la eficiencia del Estado veneciano, que con el
tiempo contribuiría enormemente al desarrollo de las capacidades marítimas de
la República.
La flota estaba totalmente preparada para partir el día previsto, el 24 de junio
de 1202, festividad de San Juan, pero la cruzada en sí adoleció de mala
coordinación e iba con retraso. Se dio orden a los cruzados de que abandonaran
sus casas en Pascua (6 de abril de 1202), pero muchos no se despidieron de sus
familias hasta Pentecostés, el 2 de junio. Los cruzados llegaron a Venecia en
pequeñas bandas, tras sus señores y sus banderas feudales. El líder de toda la
empresa, Bonifacio de Montferrato, no llegó a la laguna hasta el 15 de agosto,
pero ya estaba claro a principios de junio que el número de hombres que se
estaba reuniendo en Venecia quedaba muy por debajo de los 33000 que
estipulaba el contrato y para los que los venecianos habían preparado su
majestuosa flota. Algunos tomaron rutas alternativas hacia Tierra Santa y se
embarcaron en Marsella o Apulia por motivos de comodidad o para reducir el
coste —o quizá les llegó el rumor de que la flota veneciana, de hecho, pretendía
atacar Egipto en lugar de liberar Jerusalén—. Villehardouin se apresuró a echar
la culpa a los que no se presentaron porque «estos hombres y muchos otros
tenían miedo de embarcarse en la muy peligrosa aventura a la que se había
comprometido el ejército que se reunía en Venecia»3. La verdad era otra:
Villehardouin o los señores cruzados a los que obedecía habían calculado
terriblemente mal el número de sus efectivos; tampoco todos los que los
siguieron estaban obligados por el acuerdo a realizar el largo viaje por tierra a
Venecia. «Hubo un gran déficit en el número de soldados en Venecia, lo que fue
una grave desgracia… como veréis después»,4 escribió.
Sin embargo, aun así no había suficiente espacio dentro de la propia Venecia
para acomodar al ejército cruzado, y las autoridades recelaban de tener tantos
hombres armados en los confinados espacios de la ciudad. Se crearon campos
para alojarlos en la desolada y arenosa isla de San Nicolás, la mayor de los lidi y
conocida hoy simplemente como el Lido; «Así que los peregrinos fueron allí,
construyeron sus tiendas y se instalaron lo mejor que pudieron»,5 recordó
Roberto de Clari, un caballero francés pobre que escribió una emocionante
crónica de primera mano de la cruzada, no desde el punto de vista aristocrático
de Villehardouin, sino desde el de los soldados de a pie de la expedición.
Mientras seguía llegando un goteo de cruzados, la fecha prevista para la
partida llegó y pasó, y cada día crecían las arrugas en el ceño de Dandolo. La
moral de las tropas reunidas se veía intermitentemente levantada por la llegada
de figuras —Balduino de Flandes llegó a finales de junio, luego el conde Luis de
Blois, cada uno con sus propias fuerzas; el legado papal, Pedro Capuano, llegó a
Venecia el 22 de julio para aportar socorro espiritual a la causa, pero la
diferencia entre lo establecido en el contrato y la fuerza que se había reunido
seguía siendo horriblemente grande. Hacia julio seguía habiendo solo doce mil
hombres. «De hecho», concedió Villehardouin, «tanta era la provisión de barcos,
galeras y transportes de caballos que podrían embarcar un ejército tres veces
mayor al reunido».6 Esta situación podía resultar vergonzosa para los señores
cruzados, pero para Venecia suponía exponerse potencialmente a la ruina. La
comuna había arriesgado toda su economía en este contrato, y para Dandolo, que
lo había negociado y defendido, y que había convencido a la población para que
aceptase el tratado, era una catástrofe personal. Dandolo, como todos los
comerciantes de Venecia, creía en la santidad de los contratos. Y este debía ser
cumplido, si cabe, todavía más que cualquier otro. Según Clari, se volvió con
furia hacia los señores cruzados:
«Señores, nos habéis tratado mal porque tan pronto como vuestros embajadores cerraron el
acuerdo conmigo y con mi pueblo ordené por todas nuestras tierras que todos los mercaderes
cesaran en sus negocios y que contribuyeran a preparar la flota, y todos se han aplicado a ello, sin
ganar nada en un año y medio. Han perdido mucho, y por este motivo mi pueblo, y yo también, os
pedimos que paguéis el dinero que debéis. Y si no lo hacéis, sabed que no abandonaréis esta isla
hasta el momento en que hayamos sido pagados ni encontraréis a nadie que os traiga comida y
bebida suficientes». Cuando los condes y los cruzados oyeron lo que el dogo dijo, les embargaron
las preocupaciones y la consternación.7
No está claro hasta qué punto la amenaza iba en serio. Clari añadió que el
dogo «era un hombre noble y grande, por lo que no dejó de llevarles la comida y
la bebida que necesitaban»,8 pero la suerte del cruzado de a pie, abandonado en
el Lido, era cada vez más incómoda. Eran, de hecho, cautivos bajo el abrasador
sol; daban patadas a la arena en la larga playa, mirando las aguas verdiazules del
Adriático a un lado, y al otro, las más oscuras de la laguna, entre las cuales
relucía Venecia, tentadora pero lejos de su alcance, que los atormentaba y
explotaba. Un cronista que evidentemente no era amigo de Venecia escribió:
Aquí, después de levantar sus tiendas, esperaron pasaje desde las calendas de junio [1 de junio]
hasta las calendas de octubre [1 de octubre]. Un sextario[1] de grano se vendía por cincuenta
sólidos[2]. Los venecianos, tan a menudo como les venía en gana, decretaban que nadie sacara a
ninguno de los peregrinos de la citada isla. En consecuencia, los peregrinos, casi como cautivos,
estaban sometidos a ellos en todos los aspectos. Más aún, un gran miedo se extendió entre los
soldados de a pie.9
El corno.
… nos tomamos las molestias de ordenar estrictamente en nuestra carta, que creemos que llegó
a vuestra atención, que no os sintáis tentados de invadir o violar las tierras de los cristianos…
Aquellos que quisieran comportarse de otra manera deben saber que están sometidos a la
excomunión y se les niega la indulgencia que el [papa] concedió a los cruzados.2
Tres días después, una terrible catástrofe cayó sobre el ejército cerca de la hora de vísperas,
porque estalló una trifulca generalizada entre los venecianos y los franceses. La gente fue corriendo
a por las armas en ambos bandos, y la violencia fue tan intensa que en casi todas las calles se
combatió duramente con espadas, lanzas, ballestas y flechas, y muchos hombres murieron o fueron
heridos.10
Plantasteis las tiendas para un asedio. Rodeasteis la ciudad por todos lados. Minasteis sus
murallas y derramasteis mucha sangre. Y cuando los ciudadanos quisieron someterse a vosotros y a
los venecianos… colgaron imágenes de la cruz de sus murallas. Pero vosotros… en un insulto no
insignificante a Él, que fue crucificado, atacasteis la ciudad y a sus gentes, y leo obligasteis a
rendirse por vuestra violencia.13
Si Inocencio pensó en ese momento que sus peores temores sobre las tentaciones
de un mundo lleno de pecado se habían hecho realidad, se equivocaba. Las cosas
iban a empeorar mucho más. Las fuerzas que impulsaban toda la empresa —la
sed espiritual, la deuda veneciana, la falta de fondos, los acuerdos secretos, la
continua traición a los cruzados comunes, la repetida amenaza de desintegración,
los meses del contrato marítimo que iban pasando— estaban a punto de provocar
otro giro extraordinario en el rumbo de los acontecimientos. El 1 de enero de
1203 llegaron a Zara embajadores de Felipe de Suabia, rey de Alemania. Traían
consigo una atrevida propuesta para los cruzados, que guardaba relación con
toda la compleja historia de Bizancio y su mala relación con la cristiandad latina.
Y, al igual que muchos de los acuerdos secretos que impulsaban la cruzada, su
contenido ya era conocido por algunos de los principales caballeros.
Dicho sin ambages, los embajadores explicaron lo siguiente: venían de parte
del cuñado de Felipe, un joven noble bizantino llamado Alejo Angelo que
suplicaba ayuda para recuperar la herencia que le correspondía —el trono de
Bizancio— de parte de su tío. El padre de Angelo, Isaac, había sido depuesto y
cegado por el entonces emperador, Alejo III. De hecho, según las estrictas leyes
de sucesión, el joven no tenía ningún derecho al trono, pero los caballeros
francos seguramente no estaban versados en los detalles del protocolo imperial
bizantino. Los embajadores comparecieron con una propuesta astutamente
formulada que presentaron en el momento preciso, lo que sugiere que conocían
perfectamente cuál era el brete en que se encontraban los cruzados. Su
proposición combinaba una confusa apelación a la moral cristiana con una oferta
de dinero contante y sonante:
Puesto que estáis en campaña por Dios, el Bien y la Justicia, debéis, si podéis, devolver lo que
es suyo por derecho de herencia a aquellos que han sido injustamente desposeídos. Y Ángelo os
ofrecerá las mejores condiciones que jamás nadie haya ofrecido y la ayuda más valiosa para
conquistar tierra en ultramar.15
Primero, si Dios quiere que le devolváis su herencia, pondrá a toda Romania [Bizancio] bajo la
obediencia a Roma, de la que fue apartada. Luego, puesto que entiende que habéis dado cuanto
tenéis por la cruzada, de modo que ahora sois pobres, dará 200 000 marcos de plata a los nobles y a
la gente corriente. Y él mismo os acompañará a la tierra de Egipto con diez mil hombres…
Realizará este servicio durante un año, y durante el resto de su vida mantendrá quinientos
caballeros en ultramar a su costa.
… los barones se arrodillaron y, entre lágrimas, dijeron que no se levantarían hasta que aquellos
que estaban allí prometieran no abandonarlos. Y cuando los otros vieron esto, se conmovieron y
lloraron amargamente ante la imagen de sus señores, parientes y amigos humillados a sus pies.33
El día era tranquilo y claro, el viento suave y gentil, y desplegaron las velas para captar la
brisa… y nunca se vio una estampa más elegante. Parecía que esta flota ciertamente conquistaría
tierras, porque, hasta donde alcanzaba la vista, no se veían más que velas, buques y otras
embarcaciones, así que los corazones de los hombres se hincharon de alegría.34
Parecía que por fin se oteaba el fin de los problemas de la cruzada. El ejército se
retiró, a petición del emperador, al otro lado del Cuerno de Oro, donde recibió
comida en abundancia. Su candidato estaba ahora en el trono de Bizancio. A los
cruzados se les habían prometido los recursos necesarios para terminar su
peregrinaje a Tierra Santa; ahora podían escribir a casa con la confianza de que
el papa les perdonaría sus múltiples pecados. «Hemos llevado a cabo la obra de
Jesucristo con su ayuda», escribió, justificándose, el conde de Saint-Pol, «para
que la Iglesia oriental… se reconozca hija de la Iglesia de Roma».55 Esto no era
más que una ilusión.
Saint-Pol destacó en particular el papel que había jugado Enrico Dandolo:
«Para el dogo veneciano, de carácter prudente y sabio al tomar decisiones
difíciles, no tenemos sino elogios».56 Sin Dandolo, toda la empresa se habría
estrellado contra las enormes murallas de la ciudad. Y ahora, por fin, los
venecianos veían posible que se les recompensara por todos sus esfuerzos
marítimos. Recibieron de Alejo 86000 marcos, el total de su deuda; los demás
cruzados fueron reembolsados de modo similar. Parecía que el nuevo
coemperador tenía intención de cumplir con las obligaciones contraídas con la
expedición. Los cruzados tenían libertad de movimientos por la ciudad que
habían intentado saquear. Se maravillaron ante su riqueza, sus estatuas, sus
preciosos ornamentos y sus reliquias sagradas, que eran objetos de devoción para
los piadosos peregrinos. Su admiración era a la vez sacra y profana. Veían una
ciudad mucho más rica que ninguna de las que habían visto en Europa. El
espectáculo los dejó atónitos… y despertó su codicia.
Sin embargo, incluso en este momento de descanso después de una lucha a
muerte, existían profundas tensiones. Constantinopla seguía tensa, insatisfecha,
volátil. Lejos de las anchas avenidas y de los majestuosos edificios, el
proletariado griego habitaba en miserables barrios de chabolas; eran
impredecibles y albergaban un profundo resentimiento hacia los cruzados. Si
hubieran sabido que su emperador había prometido sumisión al papa de Roma,
habrían explotado. Choniates comparó su estado de ánimo con el de una tetera a
punto de hervir. Su animosidad venía de siglos atrás, y tenía su reflejo en la
recíproca visión que los occidentales tenían de los «traicioneros griegos». «El
desorbitado odio que nos tienen y las excesivas diferencias que nos esperaban no
permitieron que entre nosotros surgiera ningún sentimiento humano»,57 dijo más
adelante Choniates. Los franceses exigieron que se demoliera una sección de la
ciudad como garantía para los visitantes de que la ciudad no tomaría rehenes. Y,
además, desconfiaban del ciego Isaac, que había intentado aliarse con Saladino
contra los cruzados veinte años antes. Desde su campamento, a 300 metros al
otro lado del Cuerno de Oro, podían ver, incluso, una mezquita que se había
construido en aquella época justo fuera de las murallas costeras para uso de la
pequeña colonia de musulmanes de la ciudad. Era una provocación.
Y el tiempo siguió pasando. A pesar de los pagos que ya habían realizado,
Alejo e Isaac tenían cada vez más problemas. El contrato con Venecia expiraba
el 29 de septiembre. Era vital que los cruzados partieran de inmediato. Alejo no
tenía ninguna plataforma de partidarios sobre la que asentar su poder; sabía lo
suficiente acerca de lo cortos y violentos que solían ser los reinados de los
emperadores como para comprender lo que su partida comportaría para él.
«Debéis saber», dijo con franqueza a los señores venecianos y cruzados, «que
los griegos me odian por vuestra causa, y que si me abandonáis, perderé esta
tierra otra vez y me matarán».58 Al mismo tiempo, pasaba apuros económicos;
para realizar los pagos que adeudaba había tomado una decisión destinada a
aumentar dramáticamente su impopularidad. «Profanó objetos sagrados», aulló
Choniates, «saqueó los templos, se llevó los cálices de las iglesias sin el menor
remordimiento, los fundió y se los entregó al enemigo como oro y plata
comunes».59 Para los bizantinos, que conocían desde hacía tiempo el carácter de
las repúblicas marítimas italianas, la avaricia de los occidentales les parecía una
horrorosa dipsomanía: «Ansiaban beber una y otra vez de un río de oro como si
les hubieran mordido serpientes que inocularan a los hombres una sed rabiosa
imposible de saciar».60 Alejo, enfrentado a su precaria situación y a la falta de
dinero, como un jugador que dobla su apuesta a la desesperada, hizo una nueva
oferta a los cruzados. Si se quedaban otros seis meses, hasta el 29 de marzo de
1204, le darían tiempo suficiente para asentar su autoridad y cumplir con sus
obligaciones económicas; la temporada de navegación estaba ya muy avanzada
para partir y era mejor pasar el invierno en Constantinopla; él pagaría todas las
provisiones y gastos de alojamiento durante ese periodo, así como los costes de
la flota veneciana hasta septiembre de 1204 —nada menos que un año entero—,
y luego aportaría su propia flota y ejército para que acompañaran a la cruzada.
Alejo actuó movido por la desesperación, y los líderes cruzados, además,
tendrían problemas para vender esa propuesta a sus baqueteados hombres,
quienes, además, vivían en la bendita ignorancia de la excomunión de la que
habían sido objeto.
Como era de esperar, se produjo un tremendo alboroto. «¡Dadnos los barcos
que nos jurasteis, pues queremos ir a Siria!»,61 gritaron. Fue necesaria una dosis
considerable de diplomacia y de persuasión para convencer a la mayoría del
ejército. Habría, pues, otro retraso, esta vez hasta la primavera, y «los
venecianos juraron que aportarían su flota durante otro año, a contar desde la
fiesta de San Miguel [finales de septiembre]».62 Dandolo cobró otros 100 000
marcos por esta prórroga. Alejo siguió fundiendo el oro de las iglesias «para
apaciguar el hambre voraz de los latinos».63 El dogo, mientras tanto, escribió
una cuidadosa y delicada carta al papa en la que intentaba explicar el saqueo de
Zara, con la esperanza de que el pontífice levantara la excomunión.
La temperatura de la tetera subía cada vez más. Y mientras Alejo recorría sus
dominios para cimentar su poder más allá de la ciudad, protegido por una
sección del ejército cruzado —a cuyos soldados hubo que pagar generosamente
—, la tetera, finalmente, rompió a hervir.
Cuatro emperadores
Agosto de 1203 - abril de 1204
Las columnatas se hundían, los edificios más bellos de las plazas se venían abajo, las columnas
más altas se consumían como si hieran maleza. Nada podía oponerse a la furia del fuego… y los
edificios cercanos al arco del Milion… se derrumbaron sobre sus cimientos… Los pórticos de
Domninos fueron reducidos a cenizas… y el foro de Constantino y todo lo que quedó entre el
límite norte y sur de la ciudad quedó destrozado.5
La gente de la ciudad, que, al menos, era valiente, pidió al emperador que fuera tan leal como
ellos mismos y utilizara su fuerza para resistir al enemigo junto al ejército… a menos, por
supuesto, que solo apoyara de boquilla la causa bizantina y en lo más profundo de su corazón
estuviera de parte de los latinos. Pero su insistencia fue en vano, pues Alejo se abstuvo de tomar
armas contra los latinos.30
Es más, según Choniates, que contempló como se desarrollaban los
acontecimientos con aristocrática inquietud, «el disgustado populacho, como el
ancho mar agitado por el viento, estaba al borde de la revuelta».31
En este contexto de vacío de poder se insertó el ceñudo Murzuflo,
apremiando con fervor patriótico a la defensa de la ciudad, «ardiendo en deseos
de reinar y de ganarse el favor de los ciudadanos».32 El 7 de enero,
«demostrando un coraje extraordinario»,33 encabezó un ataque contra los
odiosos intrusos extramuros. Se obligó a los griegos a retirarse, y el caballo de
Murzuflo tropezó y tiró al suelo a su jinete; fue rescatado por una compañía de
arqueros, pero su intento demostró que estaba dispuesto a defender la
metrópolis. Alejo, mientras tanto, parecía satisfecho quedándose sentado en su
trono tras las murallas mientras los venecianos utilizaban sus galeras para
saquear las orillas del Cuerno de Oro y se servían del fuego, que era ahora la
forma más odiosa de guerra para los bizantinos, para causar más daños a la
ciudad. Cuando los cruzados se embarcaron en una expedición punitiva de dos
días por los campos circundantes, saqueando y rapiñando, la exasperación de la
masa llegó finalmente a un punto crítico: la tetera hirviente empezó «a emitir un
vapor de protesta contra los emperadores».34
El 25 de enero, una multitud furiosa entró en la iglesia matriz de Santa Sofía;
bajo el dosel de su cúpula y sus mosaicos, obligaron al Senado y al clero a
reunirse y exigieron que eligieran a un nuevo emperador. Choniates era uno de
los dignatarios presentes. Este violento estallido de democracia dejó a la nobleza
indecisa y paralizada por el miedo. Rechazaron nombrar a uno de ellos; nadie
quería ser nominado, «pues nos dábamos perfecta cuenta de que quien fuera
propuesto a la elección sería llevado al día siguiente como una oveja al
matadero».35 La historia reciente había mostrado ejemplos de emperadores
efímeros cuyos reinos, como la vida de las libélulas, habían terminado antes del
anochecer. La muchedumbre se negó a salir de la iglesia sin un candidato. Al
final agarraron a un desdichado joven aristócrata, Nicolás Kannavos, lo llevaron
a la iglesia, le pusieron una corona en la cabeza, lo proclamaron emperador y lo
retuvieron allí. Era ya 27 de enero. La ciudad se sumió en un caos de bandos
enfrentados. Con Kannavos en la iglesia, el ciego Isaac agonizando y Murzuflo
aguardando su oportunidad, Alejo hizo lo que Choniates había predicho. Jugó su
última carta. Pidió a los cruzados que entraran en palacio y lo protegieran. Ese
día, Balduino de Flandes acudió a hablar sobre ello.
Murzuflo tomó parte en estas deliberaciones tan poco patrióticas. Sabía que
su momento había llegado. En secreto, se puso en contacto, uno a uno, con los
personajes importantes de palacio. Se ganó al eunuco jefe con la promesa de
nuevos cargos; luego reunió a la Guardia Varega, «les explicó las intenciones del
emperador y los convenció de que el curso de acción correcto era aquel que más
deseaban y más satisfaría a los bizantinos».36 Finalmente, fue a encargarse de
Alejo.
Según Choniates, en lo más cerrado de la noche del 27 de enero, irrumpió en
los aposentos del emperador y le informó de que la Guardia Varega estaba a las
puertas, «dispuesta a hacerlo trizas»37 por su amistad con los odiados latinos.
Aterrorizado, confundido y medio dormido, Alejo le suplicó que lo ayudase.
Murzuflo lo vistió con una toga para que no lo reconocieran y lo condujo por
una puerta poco utilizada, con el emperador murmurando patéticamente su
agradecimiento, hacia un «lugar seguro», que resultó ser «la más horrible de las
prisiones»,38 donde lo dejó cargado de grilletes. Murzuflo se vistió con los
ropajes y parafernalia imperial, y fue proclamado emperador. En la caótica
confusión reinante había ahora cuatro emperadores en la ciudad: el ciego Isaac;
Alejo IV Angelo, en la cárcel; Alejo V Murzuflo, en palacio, y Kannavos, el
juguete de la plebe, en Santa Sofía. La elaborada dignidad que arropaba al gran
imperio se había disuelto por completo. Murzuflo actuó con decisión para
controlar la ciudad. Cuando la Guardia Varega irrumpió en Santa Sofía, los
protectores de Kannavos simplemente se desvanecieron. El 2 de febrero, el
inocente y joven noble, que al parecer era un hombre íntegro y con talento, fue
arrestado y decapitado; el día 5, Alejo V Murzuflo fue coronado en Santa Sofía
con el acostumbrado esplendor. Cuando explicaron al ciego Isaac que se había
producido un golpe en palacio, sufrió un ataque de pavor que, muy
convenientemente, acabó con su vida. O quizá lo estrangularon.
Fuera de las murallas, las noticias del golpe fueron recibidas como la prueba
definitiva del doble juego bizantino: Murzuflo no era un emperador legítimo, era
un usurpador, y, además, uno sediento de sangre. Según las crónicas más
escabrosas, tras capturar a tres venecianos, hizo que los colgaran en ganchos de
hierro y los asaran vivos, «mientras nuestros hombres miraban, y no pudieron
salvarles de esa muerte horrible ni las oraciones ni los pagos de rescate».39
Desde un punto de vista más prosaico, interrumpió el suministro de comida a los
cruzados. El cambio de régimen volvió a poner a los cruzados en un estado de
necesidad crónica. «De nuevo», dice una de las fuentes, «hubo un tiempo de
mucha escasez en nuestras filas y se comieron muchos caballos».40 «Los precios
en el campamento eran tan altos», informó Clari, «que un sestier de vino se
vendía allí por doce sueldos, catorce sueldos y, en ocasiones, incluso quince
sueldos; una gallina, por veinte sueldos, y un huevo, por dos céntimos».41 Los
cruzados se embarcaron en otra gran expedición de saqueo para conseguir
provisiones para el ejército. Atacaron la ciudad de Filia, en el mar Negro, y
regresaban el 5 de febrero con el botín y el ganado capturados cuando Murzuflo,
cuyo apoyo se fundamentaba en su promesa de expulsar rápidamente a los
latinos al mar, salió a caballo a interceptarlos. Llevaba con él la bandera imperial
y un precioso icono milagroso de la Virgen, una de las reliquias más queridas de
la ciudad, cuya presencia aseguraba la victoria en combate. En un durísimo
enfrentamiento, los griegos fueron obligados a retirarse y el icono fue capturado.
Murzuflo regresó a la ciudad y anunció que había vencido. Cuando le
preguntaron dónde estaban el icono y la bandera, respondió con evasivas y
declaró que se habían guardado en lugar seguro. Al día siguiente, para humillar
al advenedizo emperador, los venecianos colocaron ambos instrumentos en una
galera y navegaron con ellas bien a la vista, como trofeos, a lo largo de las
murallas de la ciudad, burlándose de los griegos. Cuando estos los vieron, se
volvieron contra su nuevo emperador, pero Murzuflo no perdió los nervios. «No
os preocupéis, pues les haré pagar cara su ofensa y me cobraré sobrada
venganza».42 Lo cierto era que ya estaba quedándose sin opciones.
Al día siguiente, el 7 de febrero, Murzuflo probó una táctica distinta. Envió
mensajeros al campamento cruzado para parlamentar en un lugar del Cuerno de
Oro. Dandolo, de nuevo, hizo que lo llevaran hasta allí en una galera mientras un
destacamento de caballeros montados bajaba rodeando el extremo del Cuerno de
Oro para garantizar su seguridad. Murzuflo salió a caballo a reunirse con el
dogo. Los cruzados no tuvieron el menor escrúpulo en hablar con dureza al
hombre que, según Balduino de Flandes, «había encerrado a su señor en prisión
y arrebatado su trono, después de haber profanado la santidad de un juramento,
del vasallaje y de una alianza, tres cosas inviolables incluso entre los infieles».43
Las peticiones de Dandolo fueron brutalmente claras: liberar a Alejo de la cárcel,
pagar 5000 libras de oro y jurar obediencia al papa de Roma. El nuevo
emperador antioccidental consideró, por supuesto, que las condiciones eran
«perjudiciales y completamente inaceptables».44 Mientras estaban enfrascados
en estas negociaciones, «dejando a un lado cualquier otro pensamiento»,45 la
caballería cruzada se lanzó de súbito contra el emperador cargando cuesta abajo.
Dando rienda suelta a sus caballos, se cernieron sobre el emperador, que hizo dar
media vuelta a su caballo y escapó por los pelos del peligro mientras algunos de
sus compañeros eran capturados. Esta traicionera argucia reafirmó a Choniates y
los griegos en su opinión de que «su inmenso odio hacia nosotros y nuestra gran
disputa con ellos impedían que existiera ningún tipo de relaciones razonables
entre nosotros».46
Y, al día siguiente, el sentimiento fue recíproco. Murzuflo sacó una
conclusión de su reunión con Dandolo: que Alejo estuviera vivo aportaba una
causa por la que luchar contra los molestos invasores y era una amenaza para él
mismo. Según Choniates, el 8 de febrero fue dos veces a ofrecer a Alejo, que
estaba encadenado en una mazmorra, una copa con veneno. No quiso bebería.
Entonces, según el poco fiable Balduino, lo estranguló con sus propias manos
«y, con una crueldad nunca vista, separó los costados y abrió las costillas del
moribundo con un gancho de hierro que tenía en su mano».47 Los latinos no
desperdiciaban oportunidad para añadir un poco más de sangre a las ya de por sí
sangrientas crónicas de Constantinopla. Choniates nos dejó una narración más
mesurada, aunque teológicamente espeluznante. Murzuflo «cortó el hilo de su
vida haciéndolo estrangular, exprimiendo su alma del cuerpo, por así decirlo, por
el angosto y estrecho sendero, y con ello abrió la trampilla que lleva al infierno.
Había reinado seis meses y ocho días».48 En el contexto de aquellos tiempos, se
demostraría un reinado bastante largo.
Murzuflo hizo pública la muerte de Alejo y lo enterró con honor. Los
cruzados no se dejaron engañar. Desde el interior de la ciudad se dispararon
flechas hacia el campamento cruzado con el mensaje de que lo había matado
Murzuflo. Para algunos, su muerte no provocó más que un leve encogimiento de
hombros: «Maldito sea quien lamente la muerte de Alejo».49 Lo único que
querían era obtener los recursos necesarios para proseguir con su cruzada. Pero
la muerte de Alejo provocó una nueva crisis. Murzuflo les ordenó que partieran
y desalojaran sus tierras o «los mataría a todos».50 Ahora los venecianos no
tenían la menor esperanza de recuperar los costes de su expedición marítima, y
Tierra Santa parecía estar cada día más lejos. Toda la empresa se había
desarrollado en un continuo clima de gestión de crisis, y la primavera de 1204
aportó un nuevo y asombroso giro. Ahora el tiempo apremiaba: en marzo, la
paciencia de los soldados de a pie llegaría a su fin; insistirían en que los llevasen
a Siria. Volver a Italia era una vergonzosa deshonra; no tenían los recursos
necesarios para atacar Tierra Santa y les quedaba poca comida, así que la única
posibilidad que les quedaba era seguir adelante: «Al percibir que no podían
hacerse a la mar sin peligro de muerte inminente ni demorarse más en tierra por
el agotamiento de la comida y de los suministros, nuestros hombres tomaron una
decisión».51 Debían tomar Constantinopla.
Para ello necesitaban una pirueta teológica: si la toma de Zara había sido un
pecado, la de Constantinopla era uno todavía mayor. Ninguno de los líderes de la
empresa ignoraba la prohibición final del papa: incluso si los griegos no se
sometían a la Iglesia católica de Roma, les había prohibido de manera tajante
utilizar esa rebeldía como justificación para atacar a otros cristianos: «Que nadie
entre vosotros crea que puede atacar o saquear las tierras de los griegos con el
pretexto de su poca obediencia a la sede apostólica».52 Y ahora se disponían a
hacer precisamente eso.
Dandolo, los barones cruzados y los obispos se reunieron otra vez para
debatir la crisis. Era necesaria una justificación moral para esta nueva
tergiversación del juramento de los cruzados. Pero Murzuflo les había ofrecido
precisamente eso, y el clero se apresuró a aprovecharla: un asesino como él no
tenía derecho a poseer tierras, y todos los que habían consentido su crimen eran
cómplices del asesinato. Y, más importante que todo esto, los griegos se habían
retractado de su obediencia a Roma. «Así que por esto os decimos» dijo el clero,
«que la guerra es buena y justa y que si estáis decididos a conquistar esta tierra y
traerla a la obediencia a Roma, aquellos de vosotros que mueran confesados
recibirán la misma indulgencia que ha sido concedida por el papa».53 En pocas
palabras: se consideraría que conquistar la ciudad cumplía con los votos que
habían hecho los cruzados. Constantinopla, por un hábil juego de manos, se
había convertido en Jerusalén. Todo esto, por supuesto, era mentira, pero fue una
mentira que todos creyeron porque no tenían otra opción. «Deberíais saber», dijo
Villehardouin, siempre dispuesto a embellecer los hechos, «que eso supuso un
gran consuelo para los barones y los peregrinos».54 Los cruzados se prepararon
una vez más para atacar la ciudad.
«Una obra del Infierno»
Abril de 1204
Ambos bandos habían aprendido del ataque a Constantinopla diez meses antes
que, si bien las murallas terrestres eran invulnerables, la muralla costera a lo
largo del Cuerno de Oro era baja y frágil, sobre todo teniendo en cuenta las
habilidades navales de los venecianos. Las hostilidades fueron una repetición de
lo sucedido anteriormente. A los venecianos debió parecerles que estaban
corriendo en sueños, sin moverse de sitio.
Los dos ejércitos enfrentados se prepararon para el combate. Los venecianos
aprestaron sus barcos y reconstruyeron los puentes levadizos y los catapultas de
a bordo. Los francos desplegaron sus máquinas de asedio y los refugios con
ruedas que permitirían a sus tropas apostarse en la base de la muralla sin perecer
por el bombardeo al que les someterían los defensores. Esta vez se refinaron
todavía más las técnicas bélicas. Los venecianos colocaron armazones de madera
sobre sus barcos y los cubrieron con redes hechas con ramas de vid «para que las
catapultas que lanzaban piedras no pudieran hacer pedazos los barcos ni
hundirlos».1 Extendieron pieles empapadas con vinagre sobre los cascos para
reducir el riesgo de incendio por las flechas y las bombas incendiarias, y
cargaron sifones de fuego griego en sus barcos.
Murzuflo, sin embargo, también había analizado los problemas que planteaba
la poca altura de la muralla costera y había diseñado una ingeniosa defensa.
Sobre la línea regular de fortificaciones y torres, los griegos construyeron
grotescas estructuras de madera de inmensa altura, en ocasiones de hasta siete
pisos, con cada uno de los pisos extendiéndose un poco más hacia fuera, como si
fuera una especie de fantasiosa casa medieval que se inclinaba hacia la calle. El
hecho de que el saliente fuera cada vez mayor era fundamental, pues implicaba
que cualquiera que intentara apoyar una escalera de asalto contra la muralla se
vería enfrentado a un obstáculo insuperable, complicado todavía más por
trampillas en el suelo de los niveles superiores, desde los cuales se podían lanzar
rocas, aceite hirviendo y misiles sobre el enemigo. «Nunca hubo ciudad mejor
fortificada»,2 declaró Villehardouin. El nuevo emperador no pasó nada por alto.
Las torres se protegieron con pieles empapadas; todas las puertas fueron tapiadas
y Murzuflo colocó su cuartel general, una tienda de un brillante rojo, en una
prominente colina frente al monasterio de Cristo Pantepoptos —el que todo lo ve
—, lo que le permitía disponer de una panorámica estratégica perfecta del campo
de batalla que se extendía a sus pies.
Estos febriles preparativos se prolongaron durante la mayor parte de la
Cuaresma; las orillas a ambos lados del Cuerno de Oro hervían de actividad. Por
doquier retumbaban los martillos clavando y remachando; los herreros afilaban
las espadas en sus yunques, y los marineros calafateaban los cascos de sus
barcos y colocaban las complejas superestructuras sobre los barcos venecianos.
En marzo, los líderes cruzados se reunieron para establecer una serie de reglas
que deberían respetarse en el caso de que las cosas fueran bien: ¿qué sucedería si
vencían? Era crucial decidir de antemano cómo se dividiría lo obtenido en el
saqueo y cuál sería el destino de la ciudad; los comandantes experimentados
sabían bien que los asedios medievales podían derivar en un caos de
enfrentamientos intestinos precisamente en el momento en que aparentemente se
hubiera conseguido la victoria. El pacto de marzo estableció las reglas de la
división del botín: los venecianos se llevarían tres cuartas partes de lo que se
obtuviese hasta que se hubiera satisfecho por completo la deuda de 150 000
marcos que se había contraído con ellos, y a partir de allí los despojos de guerra
se repartirían a medias; un comité formado por seis venecianos y seis francos se
encargaría de escoger al futuro emperador, y los cruzados permanecerían en
Constantinopla durante otro año. Se pactó una cláusula más que a los caballeros
feudales europeos les importó muy poco, pero que era crucial para los
mercaderes de la laguna: el emperador que resultase escogido no permitiría que
Bizancio negociase con nadie que estuviera en guerra con Venecia. Esto permitía
a los venecianos dejar fuera del comercio con Constantinopla a todos sus
competidores marítimos y, muy especialmente, a los pisanos y a los genoveses.
Era una mina de oro en potencia.
En un intento por mantener la disciplina, se hizo jurar al ejército sobre
reliquias sagradas que entregaría todo el botín que superara los cinco sueldos de
valor, «que no utilizarían la violencia contra las mujeres ni les arrancarían la
ropa, pues quien lo hiciera sería ejecutado… ni pondrían la mano encima a
monjes, clérigos o sacerdotes, excepto en defensa propia, y que no saquearían ni
iglesias ni conventos».3 Piadosas intenciones. El ejército llevaba once meses
frente a las murallas de la ciudad. Tenían hambre y estaban enfadados; habían
sido retenidos allí contra su voluntad; ellos mismos habían visto la enorme
riqueza de la ciudad y conocían perfectamente cuáles eran las recompensas
tradicionales de tomar una ciudad al asalto.
A principios de abril todo estaba listo. La tarde del jueves 8, diez días antes de
Pascua, los hombres se confesaron y subieron a bordo de sus barcos; los caballos
se subieron a los transportes y la flota formó en una línea. Las galeras estaban
mezcladas con los transportes. Los grandes barcos con sus altas popas y castillos
de proa sobresalían entre todos ellos. Al acercarse el alba iniciaron la corta
travesía que suponía cruzar el Cuerno de Oro, un trayecto de apenas unos cientos
de metros. Fue una imagen extraordinaria. La flota se extendía a lo largo de más
de un kilómetro y medio; de sus mástiles sobresalían los extraños puentes
levadizos «como la oscilante vara de una balanza»;4 los grandes barcos, cada
uno con la bandera de su señor ondeando al viento con tanto orgullo como
cuando zarparon de la laguna nueve meses antes. Se ofrecieron generosas
recompensas a los primeros que escalaran las murallas. Desde las cubiertas, los
hombres veían las estructuras de madera construida sobre las murallas que
sobresalían hacia ellos.
… cada una contenía una multitud de hombres… [y] o bien una petraria [una máquina de
guerra para lanzar gruesas piedras] o una mangana estaba dispuesta entre cada par de torres… y las
plataformas de los pisos más altos se extendían contra nosotros, y contenían a cada lado
fortificaciones y baluartes, con la cima de la plataforma a una altura solo un poco inferior a la
altura que alcanza la flecha de un arco disparada desde el suelo.5
En el promontorio, tras las murallas, podían ver como Murzuflo dirigía las
operaciones frente a su tienda, «e hizo sonar sus trompetas de plata y redoblar a
sus tambores e hicieron un ruido tremendo».6 Al acercarse a la orilla, los barcos
disminuyeron la velocidad y largaron cabos a tierra. Los hombres empezaron a
desembarcar, salpicando entre los bajíos e intentando acercar las escaleras y los
arietes a las murallas bajo sus toldos protectores empapados en vinagre.
Los recibió una lluvia de flechas y de «enormes rocas… lanzadas sobre las
máquinas de asedio de los franceses… y empezaron a aplastarlas, haciéndolas
pedazos y destruyendo todos sus aparatos de forma tan efectiva que nadie se
atrevía a estar ni en ni debajo de ningún instrumento de asedio».7 Los
venecianos acercaron sus puentes levadizos a las almenas, pero les resultó difícil
alcanzar a la superestructura tan alta que habían construido los defensores —y
también mantener sus barcos estables frente a un fuerte viento en contra que los
alejaba de la costa—, que, además, estaban bien organizados y pertrechados con
toda suerte de armas. El ataque empezó a perder fuelle; los hombres que se
encontraban en la orilla no podían recibir apoyo de los barcos, a los que el viento
empujaba hacia atrás, y al final se dio la orden de que se retiraran. Desde las
murallas sonaron grandes gritos y abucheos; atronaron las trompetas y los
tambores y, en un gesto final de humillación hacia los invasores, algunos de los
defensores subieron hasta las plataformas más altas y «se bajaron los calzones y
mostraron sus traseros».8 El ejército se retiró, desesperado y convencido de que
Dios no quería que tomaran aquella ciudad.
Esa noche tuvo lugar en una iglesia una agónica conferencia entre los
señores cruzados y los venecianos para discutir cómo debían proceder. El viento
en contra era un problema, pero mucho más grave era la baja moral. Se propuso
atacar las murallas costeras en algún punto fuera del Cuerno de Oro, a lo que
Dandolo se opuso con vehemencia, pues conocía perfectamente las fuertes
corrientes que hostigaban esa orilla. «Y sabed», declaró Villehardouin, «que
había algunos que deseaban que la corriente o el viento se llevaran a los barcos
más allá de los estrechos —no les importaba a dónde, mientras pudieran dejar
aquellas tierras y seguir su camino—, lo que no era sorprendente, pues estaban
en grave peligro».9 El cronista, de manera automática, acusaba de cobardía a
aquellos a los que no les gustaba la forma en que la cruzada había sido
secuestrada.
Para levantar la moral, el siempre bien dispuesto clero inició una campaña de
desprestigio teológico de sus correligionarios cristianos de la ciudad. El
Domingo de Ramos, día 11 de abril, se llamó a todos los hombres a misa, y
todos los predicadores del campo presentaron un mensaje unificado a cada uno
de los grupos nacionales, «y les dijeron que como [los griegos] habían matado a
su señor legítimo, eran peores que los judíos… y que no debían tener miedo de
atacarlos, porque eran los enemigos de Dios Nuestro Señor».10 El mensaje se
alimentaba de todos los prejuicios de la época. Se ordenó a los hombres que
confesasen sus pecados. En una demostración a corto plazo de piedad religiosa,
todas las prostitutas fueron expulsadas del campamento. Los cruzados repararon
y rearmaron los barcos y se prepararon para lanzar un asalto al día siguiente,
lunes 12 de abril.
Ajustaron su equipo para este segundo intento. Estaba claro que la estrategia
de utilizar un solo barco lanzando su puente levadizo contra una torre no había
funcionado: los defensores enviaban a todos sus hombres a cerrar el paso a los
atacantes. Se decidió, pues, atar en pares los barcos de borda alta, los únicos lo
bastante altos como para llegar a las torres, para que los puentes levadizos
pudieran lanzarse sobre una torre desde dos lados a la vez, como si fueran dos
garras lanzadas desde lados opuestos. A tal fin, encadenaron sus naves en
parejas. De nuevo, la armada zarpó y cruzó el Cuerno de Oro rumbo a la batalla.
Desde los barcos, veían perfectamente a Murzuflo dirigir las operaciones desde
su tienda. Sonaron tambores y trompetas; los hombres gritaron y se tensaron las
catapultas. Pronto la costa quedó envuelta en una tormenta de ruido «tan fuerte»,
según Villehardouin, «que hasta la tierra parecía temblar».11 Las flechas
chocaban contra el agua, los sifones de los barcos venecianos escupían fuego
griego y enormes piedras, «tan grandes que un hombre solo no era capaz de
levantarlas»,12 cruzaban los cielos impulsadas por las sesenta catapultas
dispuestas en las murallas; desde la colina situada tras las murallas, Murzuflo
gritaba órdenes a los hombres, «¡Id allí! ¡Id allá!»,13 conforme el ángulo del
ataque variaba. Los mecanismos defensivos de ambos bandos funcionaron bien.
El fuego griego no prendió las superestructuras de madera construidas sobre las
murallas, bien protegidas por las pieles empapadas en vinagre; las redes de
ramas de vid amortiguaron el impacto de las piedras que golpeaban los barcos.
La lucha era tan poco concluyente como la del día anterior. Y entonces, en cierto
momento, el viento cambió y empezó a soplar del norte, empujando a los
grandes barcos más cerca de la orilla. Dos de estos barcos, que estaban unidos
por cadenas, el Paraíso y el Peregrino, se acercaron a la muralla y sus dos
puentes levadizos convergieron sobre una torre desde flancos opuestos. El
Peregrino golpeó primero. Un soldado veneciano avanzó por la pasarela a
trompicones, a veinte metros sobre el suelo, y saltó sobre la torre. Fue un gesto
de valentía condenado al fracaso: la Guardia Varega se abalanzó sobre él y lo
destrozó.
El puente levadizo, a merced del mar, se elevó al alzarse el agua, se soltó de
la torre y luego, se volvió a acercar y a posarse en ella una segunda vez. Esta vez
fue un soldado francés, Andrés de Durboise, el que, ignorando el peligro, reunió
todo su valor y saltó hacia la torre. Se agarró por los pelos de las almenas y
consiguió izarse hasta quedar de rodillas sobre el suelo. Cuando todavía estaba a
gatas, un grupo de hombres se lanzó sobre él blandiendo espadas y hachas y lo
atacaron. Creyeron que lo habían herido de muerte, pero Durboise tenía una
armadura mejor que la del desdichado veneciano que lo había precedido. Para
asombro de los defensores, que lo daban por difunto, se puso en pie y
desenvainó su espada. Conmocionados y muertos de miedo ante aquella
resurrección sobrenatural, los griegos dieron media vuelta y huyeron tan rápido
como pudieron al piso inferior. Cuando los que estaban allí vieron que sus
compañeros huían, el pánico se apoderó de ellos. Los defensores abandonaron la
torre entera.
Luego las calles, las plazas y las casas de dos y tres pisos, lugares sagrados, conventos, casas de
monjes y monjas, iglesias consagradas (incluso la Gran Iglesia del Señor) y el palacio imperial se
llenaron de enemigos, todos ellos soldados que blandían espadas, cegados por la locura de la
guerra, henchidos del hálito de los asesinos, con corazas y lanzas, espadachines y lanceros,
arqueros y caballeros.34
… aullaban como Cerbero y resoplaban como Caronte, saqueaban los santos lugares,
pisoteaban objetos divinos, desmandados sobre las cosas sagradas, echaban al suelo las sagradas
imágenes de Cristo y de su Santa Madre y de los hombres santos que desde los inicios de los
tiempos habían complacido a Dios Nuestro Señor, pronunciaban calumnias y blasfemias y, además,
arrancaban a hijos de sus madres y trataban a las vírgenes con desvergüenza en las santas capillas,
sin temor ni a la ira de Dios ni a la venganza de los hombres.38
Nadie se salvó del dolor, ni en las anchas avenidas ni en las estrechas callejuelas; se escuchaban
lamentaciones en los templos, lágrimas, aullidos, súplicas de piedad, el terrible gemido de los
hombres, los gritos de las mujeres, el sonido de los desgarros, los actos obscenos, esclavización,
familias separadas, nobles tratados de forma vergonzosa y ancianos venerables, gente llorando, los
ricos robados de sus bienes.43
de que vuestra honesta discreción, la agudeza innata de vuestro vivo carácter y la madurez de
vuestros buenos consejos serían beneficiosos para el ejército cristiano en el futuro. Por cuanto el
mencionado emperador y los cruzados elogian vuestro celo y disposición y, de entre rodas las
personas, confían particularmente en vuestra discreción, no hemos considerado adecuado aprobar
vuestra petición por el momento, pues no queremos tener la culpa… si, habiendo ahora vengado la
afrenta hecha a vos, vos no vengáis la afrenta hecha a Jesucristo.65
Darse el gusto de negar su petición a Dandolo debió producir al papa cierta
satisfacción impía, aunque al final levantó la sentencia de excomunión sobre el
anciano en enero de 1205. Dandolo pasó sus últimos días muy lejos de laguna de
Venecia. Como su padre, murió en Constantinopla. En mayo de 1205, respiró por
última vez y fue enterrado en Santa Sofía, donde sus huesos permanecerían
durante doscientos cincuenta años, hasta que una nueva convulsión sacudió la
ciudad imperial.
Inocencio había aplaudido inicialmente las gestas de los cruzados para traer a
los bizantinos a la obediencia de la Iglesia católica. Dandolo llevaba muerto dos
meses cuando la verdad sobre la caída de la ciudad finalmente llegó al papa. Su
veredicto cayó sobre los cruzados como un flagelo. Su empresa no había sido
«nada más que un ejemplo de aflicción y una obra del infierno».66 El saqueo de
Constantinopla marcó a fuego la historia de la cristiandad; fue el mayor
escándalo de la época y se consideró que Venecia había sido una cómplice
totalmente implicada en los hechos. Lo sucedido reforzaría la opinión papal, que
consideraba enemigos de Cristo a los mercaderes cruzados que comerciaban
desvergonzadamente con el islam. Esta etiqueta se les aplicaría una y otra vez a
lo largo de los siglos. Pero para Venecia supuso una oportunidad que, aunque no
había sido buscada, resultaba extraordinaria. Habían partido en otoño de 1203,
con las banderas ondeando al viento, para conquistar Egipto. Los azares del mar
los habían llevado a destinos imprevistos. En cuanto a cuál fue su participación
exacta en los hechos, guardaron silencio. No existen crónicas venecianas
contemporáneas de esa cruzada, que se suponía que iba a tomar Jerusalén por El
Cairo, pero que acabó atacando la cristiana Constantinopla.
Modona, con su puerto circular «capaz de recibir a los barcos más grandes»,2
dominada por un fuerte en el que ondeaba la bandera de san Marcos, animada
por molinos giratorios y protegida por torres y gruesas murallas para protegerla
de un hinterland hostil, contaba con arsenales, instalaciones para reparar barcos
y almacenes. «El receptáculo y nido especial de todas nuestras galeras y barcos
de camino a Levante»,3 se dijo de ella en documentos oficiales. Aquí acudían los
barcos para reparar un mástil, reemplazar un ancla o contratar a un piloto; para
obtener agua fresca y transbordar mercancías; para comprar carne, pan y sandía;
para venerar la cabeza de san Atanasio o para probar los vinos locales, con
intenso sabor a resina y que «son tan fuertes y fogosos, y huelen tanto a brea que
no se pueden beber»,4 según se quejó un peregrino. Cuando las flotas mercantes
entraban de camino al este, los puertos se transformaban en animadas ferias en
las que todo remero que hubiera traído un poco de mercancía bajo su banco la
exponía en la calle y probaba su suerte en el comercio. Modona y Corona eran
los intercambiadores del mar veneciano. Desde aquí, una ruta partía hacia el
este. Las galeras podían doblar las púas del Peloponeso, superar el ominoso cabo
Ténaro, que en tiempos se consideró la entrada al inframundo, y dirigirse a
Negroponte, de camino a Constantinopla. La otra ruta mercantil, mucho más
esencial, discurría hacia el sur a través de las desoladas bases en las islas de
Cerigo (Citera) y Cerigotto (Anticitera) hasta Creta, el núcleo del sistema
veneciano.
Las bases, puertos, puestos comerciales e islas que Venecia habitó después
de 1204 formaban parte de la red marítima y comercial que sostenía sus
actividades mercantiles. Aunque Venecia cobraba impuestos altos, por lo demás,
gobernaba con suavidad. Creta, sin embargo, era una excepción. La gran isla, de
casi ciento cincuenta kilómetros de longitud, que se extendía en la base del Egeo
como una barrera de piedra caliza que separara Europa de la orilla de África
parecía menos una isla que un mundo: una serie intratable de zonas separadas,
vertebradas por tres grandes cordilleras y por hondos desfiladeros, entre los
cuales había altiplanos, fértiles llanuras y miles de cuevas de montaña. En Creta
habían nacido Zeus y Crono, los dioses primitivos del mundo helénico; era una
isla salvaje, propensa al bandidaje y a las emboscadas. Para Venecia, ocuparla
fue como si una serpiente intentara tragarse una cabra. La población de Creta era
cinco veces mayor que la de Venecia, y su gente era ardientemente
independiente, profundamente fiel a la fe ortodoxa y leal al Imperio bizantino, de
cuya destrucción los venecianos eran cómplices. Comprar Creta había resultado
barato. Mantenerla bajo dominio veneciano costaría una fortuna de dinero y
sangre.
Desde el principio hubo una resistencia porfiada. Se tardó una docena de
años en expulsar a los genoveses, mediante una serie de expediciones militares
que se cobraron la vida del hijo de Dandolo, Ranieri. Venecia se embarcó
entonces en un proceso de colonización militar. Intentó rehacer la isla y
convertirla en un modelo a gran escala de sí misma, dividiéndola en seis
regiones, los sestieri, igual que estaba dividida Venecia, e invitando a colonos de
cada uno de los sestiere venecianos a instalarse en el área con el mismo nombre.
Oleadas de colonos dejaron su ciudad natal y probaron suerte en este nuevo
mundo en el que se les prometió que se les darían tierras a cambio de su
contribución militar. El trasvase de población fue considerable. En el siglo XIII,
diez mil venecianos se asentaron en Creta, cuya población total, en la
metrópolis, nunca superó los cien mil, y muchos de los apellidos aristocráticos
de la República, como Dandolo, Querini, Barbarigo y Corner estaban
representados en la isla. A pesar de esto, la presencia veneciana en la isla
siempre fue pequeña.
Creta fue la aventura colonial de Venecia. La República tendría que sofocar
veintisiete rebeliones y hacer frente a doscientos años de lucha armada. Cada
nueva oleada de colonos desencadenaba una nueva rebelión, dirigida por las
grandes familias terratenientes de la isla, que se veían privadas de sus tierras.
Los venecianos, que eran esencialmente urbanitas, consolidaron su dominio
sobre las tres principales ciudades de la costa norte: Candía (la moderna
Heraclión), el corazón de la Creta veneciana, y, más al oeste, las ciudades de
Retimo y Canea. Sobre el campo, nominalmente controlado desde una serie de
fuertes militares, Venecia tenía un dominio mucho más tenue, y entre los
refugios de piedra caliza de Sfalda y de las montañas Blancas, donde clanes
guerreros vivían vidas de bandidaje y canciones épicas, el poder de la República
no alcanzaba ni por asomo. El gobierno veneciano fue duro e insensible; la isla
estaba gestionada directamente desde la metrópolis por un duque, que respondía
ante el Senado de la República, a 1500 kilómetros de distancia. Venecia ordeñó
Creta con particular rapacidad, explotó a fondo a sus campesinos para que
produjeran grano y trigo para la metrópolis y reprimió duramente a la Iglesia
ortodoxa. Temerosos de que el sentimiento nacional bizantino, que ardía con
particular fuerza entre el clero ortodoxo, se extendiera por el Egeo, prohibieron
la llegada de sacerdotes de fuera de la isla. La República practicó una política
implacable de separación racial. Nadie podía detentar ningún cargo en la isla si
no era «carne de nuestra carne, huesos de nuestros huesos»,5 según decía la
fórmula; el temor a contagiarse de los usos de los nativos aparece una y otra vez
en las crónicas venecianas. La conversión a la Iglesia ortodoxa de un veneciano
conllevaba la inmediata pérdida de todas sus tierras. A los colonos les gustaba
citar las poco elogiosas palabras que san Pablo dedicó los cretenses: «Siempre
mentirosos, malas bestias, perezosos».6 Los campesinos cretenses tenían unas
condiciones de vida difíciles y eran pobres, y dichas condiciones no mejoraron
en los siguientes cuatrocientos cincuenta años de gobierno veneciano.
Los cretenses, sometidos a impuestos arbitrarios, explotados y desposeídos
de todos sus privilegios, se rebelaron una y otra vez: las revueltas de 1211, 1222,
1228 y 1262 fueron solo un preludio; el periodo comprendido entre 1272 y 1333
fue testigo de una ola de grandes rebeliones nacionales dirigidas por los señores
feudales cretenses —los Chortatzis y los Callergis—, que hicieron que, en
ocasiones. Creta fuera prácticamente ingobernable. El duque de Creta fue
asesinado en una emboscada en 1275; Candía estuvo bajo asedio en 1276; al año
siguiente se lucharon enconadas y sangrientas batallas a campo abierto en la
llanura de Mesara, la zona más fértil de Creta; los montañeros de Sfakia
masacraron a su guarnición en 1319; en 1333, los Callergis se rebelaron por unos
impuestos que se querían cobrar para construir una flota de galeras.
Los venecianos volcaron dinero y hombres en respuestas militares que
alternaron con promesas que nunca cumplieron. Sus represalias eran rápidas y
terribles; incendiaban pueblos y saqueaban monasterios; decapitaban a rebeldes,
torturaban a sospechosos, exiliaban a mujeres y niños a Venecia y separaban
familias. Cuando finalmente capturaron a Leo Callergis en la década de 1340, lo
echaron al mar atado y dentro de un saco, siguiendo la macabra fórmula que se
aplicaba en Venecia. («Esta noche que el condenado sea llevado al canal de
Orfano, donde con las manos atadas y el cuerpo lastrado con un peso, será tirado
al agua por un alguacil. Y allí se dejará que muera».7) La política colonial de la
República siguió siendo inflexible.
A pesar de todo, parecía imposible erradicar la resistencia cretense. Una y
otra vez, solo las disputas entre los clanes salvaron el proyecto colonial
veneciano. Las áreas que se alzaban y eran saqueadas seguían una ancestral
tradición de resistencia. La cultura guerrera se mantuvo a lo largo de los siglos.
Los mismos pueblos serían incendiados otra vez por los turcos, y también
durante la Segunda Guerra Mundial. Hacia 1348, Venecia había soportado ciento
cuarenta años de desafío cretense. Y lo peor todavía estaba por llegar.
El coste fue alto. «La pérfida revuelta de los cretenses monopoliza los
activos y los recursos de Venecia»,8 protestó el Senado; pero siempre que los
senadores dejaban de quejarse sobre el coste y se detenían a contemplar las
alrernativas, indefectiblemente optaban por mantener la presencia veneciana en
la isla. Creta era un axioma. Si Modona y Corona eran los ojos de la República,
Creta era su núcleo, «la fuerza y el valor de su imperio»,9 el centro nervioso de
su reino marítimo, «una de las mejores posesiones de la Comuna».10
Altisonantes superlativos como estos aparecen con frecuencia en los registros
oficiales. En ningún otro lugar estaba tallado con más orgullo el león veneciano
en las puertas y en los puertos. Creta estaba a veinticinco días de navegación
desde el palacio del dogo —tan lejos como Bombay estaba de Londres durante
el Imperio británico de 1900—, pero en la imaginación de la laguna, la distancia
se reducía. Creta era muy importante. Mapas más o menos toscos de su largo
perfil, curvado ligeramente hacia el norte en su extremo oriental, se dibujarían
una y otra vez durante los largos siglos de ocupación; las noticias sobre Creta en
el Rialto eran un indicador crítico de las fortunas mercantiles.
La naturaleza del asno es la siguiente: cuando hay muchos juntos, y a uno de ellos se lo golpea
con una vara, todos se dispersan, huyendo en todas direcciones, pues son así de villanos… Los
venecianos son parecidos a los cerdos y se los llama «cerdos venecianos», y en verdad tienen la
misma naturaleza que los cerdos, pues cuando una multitud de cerdos es confinada junta y a uno se
lo golpea o azota con una vara, todos se juntan y corren hacia quien lo ha golpeado; y esa es su
auténtica naturaleza.1
Si había un comercio del hambre, también había otro del lujo. El siglo XIII
también presenció una revolución comercial que ofreció a las inquietas ciudades
mercantiles de Italia un creciente flujo de riquezas. Había más moneda en
circulación que nunca, y la gente estaba pasando de los pagos en bienes a los
pagos en efectivo. Se empezaba a invertir en lugar de acumular, proliferaban los
préstamos legítimos de dinero, nacía la banca internacional y con ella, el crédito
y las notas de cambio, la contabilidad de doble entrada y nuevas formas de
organización empresarial. La invención de nuevos instrumentos de transacción
facilitó el desarrollo del comercio a una escala sin precedentes. Aunque un
cuarto de la población urbana vivía en la pobreza, se disparó el ansia de
consumir entre las cortes, el clero y la creciente clase media de una Europa cada
vez más urbana; un consumo que se expresó en la demanda de lujos lejanos… y
en la disposición a pagar por ellos. Venecia comerciaba no solo con productos
básicos, sino también con productos de lujo. Y este negocio se orientaba, en su
mayor parte, hacia el incomparablemente más rico y mejor provisto Oriente.
Nada resumió el desarrollo del consumo de manera más aguda que el apetito
por las especias. No cumplían ninguna función necesaria en la conservación de
los alimentos (a diferencia de la sal), pero la galaxia de comestibles que la gente
en la Edad Media denominaba especias —pimienta, jengibre, cardamomo, clavo,
canela, azúcar y docenas de sustancias más— hacía que la comida resultara más
apetitosa y expresaba cierta inquietud gastronómica, acompañada de un deseo de
hacer ostentación de la riqueza que uno poseía. A pesar de la barrera de la guerra
santa, los cruzados habían hecho que los europeos desarrollaran afición por los
refinamientos orientales. Las especias fueron la primera manifestación del
comercio a escala mundial y el producto ideal para que se produjera. Pesaban
poco, tenían un valor altísimo, ocupaban poco espacio y eran prácticamente
imperecederas; podían transportarse fácilmente a través de largas distancias por
barco o sobre camellos, podían ser reempaquetadas en lotes más pequeños y
almacenadas casi indefinidamente. En el extremo occidental de una larga ruta
comercial, los pueblos del Mediterráneo, en su mayoría, ignoraban cómo y
dónde crecían —Marco Polo fue el primer europeo en presenciar y dejar un
testimonio del cultivo de la pimienta en la India—, pero sí eran conscientes de
que las especias desembarcaban en Egipto y en la península arábiga y de que
todo su comercio pasaba por manos de intermediarios musulmanes. La ruta de
las especias cambiaría su curso según el auge y caída de los reinos en Oriente,
pero durante el siglo XIII, los puertos del cada vez más reducido reino cruzado en
Palestina eran una salida crucial al Mediterráneo. Este era el motivo de que la
competición en Acre fuese tan salvaje. Después de que Génova fuera expulsada,
sus comerciantes se concentraron en su colonia de Tiro, 65 kilómetros al norte. Y
mientras la dinastía de los mamelucos de Egipto iba tomando los castillos
cruzados de Palestina uno tras otro, tanto los genoveses como los venecianos
seguían comerciando con ellos en los puertos del delta del Nilo. Cuando se
produjo, el contraataque contra las cruzadas alteró de forma decisiva las fortunas
de ambas repúblicas y llevó su enfrentamiento en una dirección nueva.
Tanto los venecianos como los pisanos lucharon con gallardía y emplearon
con efectividad sus habilidades para construir y operar sus propias catapultas,
pero día tras día el continuo bombardeo fue desgastando implacablemente las
defensas. Los intentos de negociar una tregua fueron rechazados. El sultán fue
implacable. Recordó la masacre de comerciantes musulmanes que se había
producido en la ciudad el año anterior y siguió atacando. El viernes 18 de mayo
ordenó el asalto final sobre la afligida ciudad. Entre el silbido de las flechas en el
aire, el crujido de las rocas al estrellarse contra sus objetivos y el estruendo de
los tambores, el ejército mameluco se abrió paso en la ciudad y pasó a sus
habitantes por la espada. Las últimas horas de Acre fueron lamentables y
sórdidas. Los templarios y los hospitalarios resistieron hasta prácticamente el
último hombre. Las mujeres y los niños, jóvenes y ancianos, ricos y pobres
abarrotaron los muelles mientras los musulmanes avanzaban sobre los cadáveres
de todos los que encontraban en una matanza indiscriminada. Junto al mar, la
civilización se vino abajo. Mercaderes venecianos cargados con su oro
suplicaban pasaje, pero no había barcos suficientes para todos. Botes de remos
sobrecargados volcaban y se hundían, y sus ocupantes perecían ahogados; los
más fuertes se hicieron con el control de los barcos y exigieron a los suplicantes
ciudadanos que pagaran rescate. El despiadado aventurero catalán Roger de Flor
se apoderó de una galera templarla y se hizo fabulosamente rico con lo que sacó
ese día extorsionando perlas y sacos de oro a las mujeres nobles de la ciudad.
Los que no pudieron pagar fueron abandonados miserablemente en la orilla de la
ciudad, donde esperaron a ser asesinados o esclavizados. Cuando cayó Acre, el
sultán la demolió sistemáticamente hasta convertirla en un puñado de ruinas. Los
bastiones cristianos restantes. Tiro, Sidón, Beirut y Haifa, fueron asaltados o se
rindieron en rápida sucesión. Los musulmanes arrasaron toda la costa para
prevenir la posibilidad de un regreso cristiano. Demolieron las ciudades hasta los
cimientos. Tras dos siglos, las cabezas de playa cruzadas en Tierra Santa habían
sido barridas.
Para la Europa cristiana supuso una profunda conmoción; se establecieron de
inmediato planes para nuevas cruzadas y se cruzaron acusaciones. El papado era
muy consciente de quién había vendido armas a los mamelucos. Venecia y
Génova siempre habían mantenido una posición compleja en relación con el
comercio islámico. Mientras la Victoriosa y la Furiosa lanzaban rocas gigantes
contra las murallas de Acre, comerciantes italianos compraban seda y especias,
lino y algodón en Alejandría, y vendían allí prendas de lana tejidas en los nuevos
telares de Italia, pieles de las estepas rusas y otros materiales mucho más
polémicos que habían influido directamente en el curso de las guerras. El hierro
y la madera —es muy posible que las mismas catapultas gigantes de al-Ashraf
fueran construidas con madera traída en barcos cristianos— eran materiales
bélicos y, lo que era todavía más grave para el papado, muchas de las tropas que
irrumpieron por las puertas de Acre estaban formadas por esclavos militares
transportados desde el mar Negro en barcos cristianos. En 1302, el papa
Bonifacio VIII exigió un embargo comercial a los mamelucos en Egipto y
Palestina que gradualmente asfixió a las repúblicas marítimas. Había productos
específicos prohibidos bajo pena de excomunión. Parte del comercio militar
continuó de forma ilícita, y el tráfico puramente mercantil de especias y tejidos
sin duda prosiguió, pero la postura del papa se fue endureciendo cada vez más.
Para asegurarse los productos de lujo —especias, perlas y seda trabajada— que
se originaban más allá de la cristiandad, lo más conveniente era evitar el mundo
islámico en las rutas. En una osada respuesta a esta necesidad, unos
emprendedores genoveses armaron dos galeras y zarparon hacia el Atlántico
justo cuando cayó Acre. Su objetivo era descubrir una ruta directa que permitiera
flanquear a los intermediarios árabes (y a los venecianos) y traer las especias
directamente desde la India. Su intento se anticipó doscientos años a su tiempo,
y no se volvería a saber de ellos. Pero dentro del Mediterráneo, la caída de Acre
realineó la presión competitiva entre Génova y Venecia, y las precipitó a nuevos
teatros bélicos. En adelante, el campo de batalla pasaría al norte, en una pugna
por el control del Bósforo y el mar Negro.
«En las fauces de nuestros enemigos»
1291 - 1348
Y tiénese de esta manera: los que venden hácenlos desnudar en cueros, tanto al macho como a
la hembra, y les ponen encima unos gabanes de fieltro, y se hace el precio, y después de hecho,
quítanselos de encima y quedan desnudos y los hacen pasear, esto para ver si hay algún defecto de
miembro, y después oblígase el vendedor a que si dentro de sesenta días muriese de pestilencia,
que sea tenido a tornar el dinero que recibe.18
A veces acudían padres a vender a sus propios hijos, una práctica que ofendía
a Tafur, aunque eso no le impidió adquirir «dos esclavas y un esclavo, los cuales
hoy tengo en Córdoba con sus hijos».19 Aunque los esclavos habitualmente eran
solo una pequeña porción de un cargamento de mercancías del mar Negro, se
dieron casos en que se llenaron las bodegas enteras de barcos con mercancía
humana de forma similar a como luego se haría en el comercio de esclavos en el
Atlántico.
Para la República, Tana era muy importante. «Desde Tana y el Gran Mar»,
escribió una fuente veneciana, «nuestros mercaderes han sacado el mayor
provecho y beneficios, pues son la fuente de bienes de todo tipo»20 Durante un
tiempo los comerciantes asentados allí monopolizaron casi todo el comercio de
China. Los convoyes de Tana estaban íntimamente entrelazados con el ritmo de
las galeras que retornaban de Londres y Flandes, a 6500 kilómetros de distancia,
para que pudieran llevar ámbar báltico y paño flamenco al mar Negro y regresar
con exóticos productos orientales para las ferias de invierno de Venecia. Los
productos exóticos de Oriente impulsaron la reputación de Venecia como el
mercado del mundo, el lugar donde uno podía encontrar cualquier cosa. Durante
al menos cien años, comerciantes extranjeros —en particular, alemanes—
acudieron a Venecia en gran número con metales —plata, cobre— y tejidos para
comprar esos productos orientales.
Gracias a los frutos del largo boom de los siglos XIII y XIV, Venecia se
transformó a sí misma. Hacia 1300, todas las islas habían sido conectadas con
puentes y formaban una unidad reconocible como una ciudad densamente
poblada. Las calles y plazas de tierra batida fueron progresivamente
pavimentadas; la piedra, poco a poco, acabó reemplazando a la madera como
material de construcción para las casas. Una calzada adoquinada unía los centros
del poder veneciano: el Rialto y la plaza de San Marcos. Una clase aristocrática
cada vez más rica construyó asombrosos palacios góticos a lo largo del Gran
Canal, culminados con elementos de decoración islámica que los comerciantes
habían visto en Alejandría y Beirut. Se construyeron nuevas iglesias, y la silueta
de la ciudad cambió conforme sus campanarios de ladrillo arañaban los cielos.
En 1325, el arsenal del Estado fue ampliado para que pudiera responder a las
crecientes necesidades del comercio marítimo y la defensa naval. Quince años
después se empezaron los trabajos para reformar el palacio del dogo; las obras lo
convertirían en una obra maestra del gótico veneciano, una estructura de
delicadas tracerías con una portentosa ligereza y belleza que parecía expresar la
natural serenidad, gracia, buen juicio y estabilidad del Estado veneciano.
Gradualmente, la fachada de la basílica de San Marcos cambió el sencillo
ladrillo bizantino original por una fantasía de mármol y mosaicos que incorporó
los elementos orientales y del saqueo de Constantinopla; cúpulas y adornos
orientales que transportaban al espectador a medio camino entre El Cairo y
Bagdad la culminaban. En algún momento alrededor de 1260, los caballos del
hipódromo de Constantinopla fueron colocados en su logia como afirmación de
la nueva confianza en sí misma de la ciudad. Gracias al comercio marítimo,
Venecia empezaba a asombrar y a hechizar.
… en estos momentos… el comercio con Tana y con el mar Negro puede verse que está
perdido o bloqueado. De estas regiones nuestros mercaderes acostumbraban a sacar las mayor
ganancia y beneficios, pues era la fuente de todo el comercio tanto en la exportación de nuestras
mercancías como en la importación. Y ahora nuestros mercaderes no saben a dónde ir y no
encuentran trabajo.26
La enfermedad atacó al ejército tártaro y lo golpeó con fuerza. Cada día morían miles de
personas… Morían tan pronto como sus cuerpos manifestaban los síntomas, a resultas de los
humores coagulados en sus ingles y axilas, a los que seguía una fiebre pútrida. Todos los
conocimientos y cuidados médicos fueron inútiles. Los tártaros, exhaustos, atónitos y
completamente desmoralizados por la horrible catástrofe que estaban sufriendo y por la terrible
enfermedad, se dieron cuenta de que no había forma de evitar la muerte, así que cargaron los
cadáveres en las catapultas y los lanzaron dentro de Cafa para que el enemigo fuera también
erradicado por la terrible pestilencia; y los cristianos no podían esconderse, huir o escapar de estos
cuerpos, de los que echaron al mar tantos como pudieron. Pronto, el aire se infectó, y los depósitos
de agua se envenenaron por los cadáveres en putrefacción.27
Se extendió tan violentamente que las plazas, pórticos, tumbas y todos los lugares sagrados
estaban abarrotados de cadáveres. Por la noche se enterraban muchos en las calles públicas,
algunos bajo los suelos de sus propias casas; muchos murieron sin confesarse; los cuerpos se
pudrían en las casas abandonadas… Padres, hijos, hermanos, vecinos y amigos se abandonaban los
unos a los otros… No solo los médicos no querían visitar a nadie, sino que huían de los
enfermos… El mismo terror se apoderó de los sacerdotes y de los clérigos… No hubo ni orden ni
razón durante la crisis… Toda la ciudad era una tumba. Se hizo necesario establecer un servicio
público para retirar los cuerpos en barcos especiales, llamados pontones, que remaban por la
ciudad, recogían los cuerpos de las casas abandonadas y los llevaban a las islas fuera de la ciudad,
donde los volcaban en largas y anchas fosas comunes excavadas con gran esfuerzo para ese
propósito. Muchos de los que eran cargados en los pontones y echados en las fosas respiraban
todavía y murieron [asfixiados]; mientras, la mayoría de los remeros se contagió de la plaga. Los
muebles de valor, el dinero, oro y plata que se dejaron en las casas abandonadas no fueron robados
por ladrones. Un extraordinario letargo de terror infectó a todo el mundo; ninguna víctima de la
plaga sobrevivía más de siete horas; las mujeres embarazadas tampoco escaparon a ella: muchas
expulsaron el feto junto a sus tripas. La plaga mató a hombres y mujeres, a jóvenes y ancianos en
igual medida. Una vez entraba en una casa, no dejaba a nadie vivo.28
—Génova, confiesa lo que has hecho… Venecia, Toscana e Italia entera, decid lo que hicisteis.
—Nosotros, genoveses y venecianos, somos responsables de haber traído el castigo de Dios.
Trabajosamente, zarpamos hacia nuestras ciudades y entramos en nuestros hogares… pero, ¡ay!,
trajimos con nosotros los dardos de la muerte, y en el mismo instante en que nuestras familias nos
abrazaron y besaron, incluso mientras hablábamos estábamos, aunque no quisiéramos, esparciendo
veneno por nuestras bocas.30
El mar Negro seguía siendo un problema sin resolver, y la peste no había hecho
nada para mejorar la situación. Simplemente había reducido el número de
soldados y las capacidades navales de las dos repúblicas. Menos de un año
después de perder dos tercios de sus respectivas poblaciones, Génova y Venecia
volvían a estar en guerra. Siguiendo la estela de la peste, el conflicto volvió al
Bósforo, el embudo que controlaba el acceso a los mercados de Asia central. La
guerra volvió a las murallas costeras de Constantinopla, un punto al que el
destino llevaba una y otra vez la aventura marítima de Venecia.
A finales de la década de 1340, estaba claro que el reconstruido Imperio
bizantino no se había recuperado del todo del trauma que supuso la cuarta
cruzada. Asolado por guerras civiles, presionado por el inexorable avance de los
turcos en Anatolia y totalmente incapaz de patrullar sus fronteras marítimas, la
ciudad no tenía medios para poner coto a los instintos predatorios de Venecia y
Génova. Las dos repúblicas se convirtieron en hacedoras de reyes y apoyaron a
diferentes facciones en las luchas intestinas por el poder en Constantinopla. En
este sentido, los genoveses estaban mucho mejor situados. Desde su muy
fortificada ciudad de Gálata, con su puerto protegido justo frente a la capital
bizantina, gozaban de una posición ideal para presionar al emperador griego.
Constantinopla dependía por completo de los barcos genoveses para acceder al
trigo del mar Negro, y Gálata había robado buena parte del comercio de la
ciudad. Hacia 1350, los ingresos por las tasas de sus aduanas multiplicaban por
siete los de Constantinopla. Las serpientes entrelazadas de la columna de
Constantino se habían convertido en parásitos que amenazaban con destruir el
cuerpo que las acogía. Constantinopla se vio irremediablemente enredada en la
continua lucha entre las dos ciudades por la primacía comercial. La guerra se
acercaba inmisericorde a su puerta.
Los genoveses actuaban con impunidad. En 1348, organizaron un ataque
contra la ciudad; al año siguiente, cuando los bizantinos intentaron construir una
nueva flota, la destruyeron en el Cuerno de Oro. Mientras tanto, se hicieron con
las bases estratégicas bizantinas que quisieron a lo largo de la costa de Asia
Menor; en 1350, ocuparon un castillo en el Bósforo que les dio un control
absoluto sobre la entrada al mar Negro. Cuando confiscaron barcos venecianos
en Cafa, la guerra con Venecia se convirtió en algo inevitable.
La tercera guerra genovesa, que empezó en 1350, fue en la mayoría de sus
aspectos muy parecida a las que la habían precedido; una trifulca naval caótica y
visceral a lo largo y ancho del mar en la que se realizaron incursiones rápidas
para luego retirarse; se recurrió a la piratería, se atacaron bases e islas enemigas
y se luchó en batallas navales. La diferencia estribó en el tamaño de las flotas.
La peste negra había devastado la población de ambas ciudades, y los marineros
se habían visto particularmente afectados. En 1294, Venecia había conseguido
armar y pertrechar 70 galeras en cuestión de meses; en 1350, tuvo dificultades
para llenar los bancos de remeros de 35. Entre los ciudadanos comunes ya se
había producido un pequeño cambio en la actitud hacia la vida marinera. Aunque
parezca contradictorio, la peste había hecho mejorar la situación de los
supervivientes. Habían heredado una considerable riqueza, y la escasez de mano
de obra hizo subir los salarios. Se empezó, además, a abrir una brecha entre
clases sociales que se volvería dramática para la flota una generación más tarde.
Los marineros corrientes empezaron a sentir que no compartían los mismos
riesgos y condiciones que sus aristocráticos comandantes. En cuanto al
reclutamiento forzoso, hubo quejas de que mientras los capitanes comían buen
pan, los remeros subsistían a base de indigesto mijo. En consecuencia, muchos
de los hombres reclutados forzosamente preferían pagar a un substituto sacado
de las colonias de Grecia o de la costa de Dalmacia. La solidaridad, la disciplina,
el sentido comunal de vida compartida entre los ciudadanos empezaba a
agrietarse, lo que a largo plazo tendría consecuencias para el poder naval
veneciano.
Sin embargo, aunque las flotas eran ahora más pequeñas, los enfrentamientos
eran más encarnizados. Con cada nuevo ciclo de guerra, la animadversión entre
venecianos y genoveses aumentaba todavía más, y en 1352, las dos potencias
marítimas iban a enfrentarse en una batalla frente a las murallas de
Constantinopla que pasaría a la memoria veneciana como una de las más
horribles de su historia.
En 1351, Venecia firmó un tratado con el emperador bizantino Juan V, con el
expreso propósito de expulsar a Génova del Bósforo y aflojar el control que
tenía sobre el acceso al mar Negro. Para compensar la reducción de su flota, los
venecianos consiguieron el apoyo del rey de Aragón, en la lejana España, que
tenía sus propios motivos para enfrentarse a los genoveses. Aportó una flota de
treinta galeras catalanas, doce de las cuales pagó Venecia de su bolsillo. El
mando veneciano pasó a su más experimentado almirante, Nicolo Pisani. Este
tenía un rival a su misma altura en el comandante genovés, Paganino Doria, que
descendía de un aristocrático linaje marítimo y continuaba una rivalidad que
había pasado de generación en generación. Al principio, se sucedieron meses de
escaramuzas durante las que los protagonistas no consiguieron encontrarse; en
un momento dado. Pisani, que había sido perseguido hasta Negroponte y estaba
en inferioridad numérica, prefirió hundir sus galeras en el puerto antes que
arriesgarse a plantar batalla. Doria se vio obligado a retirarse. Pisani reflotó
luego sus barcos y siguió navegando.
A principios de 1352, una flota conjunta veneciana, bizantina y catalana
atrapó finalmente a sus rivales en la desembocadura del Bósforo. El lunes 13 de
febrero, las dos flotas se prepararon para la batalla frente a las murallas de
Constantinopla. Aquí había lanzado la cuarta cruzada su primer asalto contra la
ciudad ciento cincuenta años antes en condiciones muy distintas. Las dos flotas
no entraron en contacto hasta por la tarde. Era pleno invierno, hacía un frío
glacial, y el mar estaba agitado por los fuertes vientos que soplaban desde el sur,
que colisionaban con la fuerte corriente del Bósforo procedente de dirección
contraria y levantaban grandes olas.
El manejo de los barcos fue extremadamente complicado. Solo quedaban
unas pocas horas de luz. En estas condiciones, Pisani consideraba que lo más
prudente era esperar al día siguiente, pero el almirante catalán estaba convencido
de que triunfarían con facilidad. Con la espada en la mano, declaró que él
combatiría, e hizo que sonara la señal de trompeta que ordenaba atacar. Pisani no
tuvo otra opción que seguirlo a la batalla. Cuando levaron anclas, el viento
aumentó su velocidad; el mar empezó a quebrarse en altas montañas y profundos
valles. Se hizo imposible dirigirse hacia la flota genovesa en orden. Doria retiró
sus barcos a la desembocadura de un río, que le ofrecía un refugio, y la flota
aliada pasó frente a él sin poder parar ni virar para entablar combate; con
enormes dificultades y un supremo esfuerzo de los remeros, dieron media vuelta
para ejecutar un segundo intento.
Guerra en galera.
… el ánimo de los genoveses es arrebatarnos la más preciosa de todas las posesiones: nuestra
libertad. Y al entrometerse en nuestros derechos, nos llevan a las armas… es una querella
antigua… Así pues, hemos hecho la guerra meramente para garantizar la seguridad de nuestro país,
al que apreciamos más que a la vida. Adiós.3
Estas guerras también tuvieron repercusiones cada vez más profundas en el Stato
da Mar. El mantenimiento de las rutas comerciales de la República y de sus
defensas marítimas, ante la constante presión de sus competidores, necesitó cada
vez más recursos de sus colonias. Todos sus dominios, gobernados directamente
desde la metrópolis, sintieron la pesada presencia de la Dominante,
especialmente en cuestiones fiscales. Los venecianos eran maestros en el
complejo vocabulario de los impuestos, y refinaron e implementaron con
obsesivo escrutinio modelos derivados de sus predecesores bizantinos. Cobraban
el capinicho, el acrosticho y el zovatico —impuestos directos— sobre las
familias, tierras y animales; impuestos indirectos, el arico, el commerclum y la
tansa, se cobraban sobre la venta de aceite y vino, sobre las exportaciones de
queso y hierro, sobre las pieles y el pescado conservado en sal y sobre los
amarres de las embarcaciones (según su función y tonelaje), sobre el transporte
de vino, incluso en el interior de Creta, y sobre incontables otras mercancías y
labores económicas. Las angariae —tasas que se cobraban en especies para la
construcción de fortificaciones, para hacer guardias y para los suministros de
forraje y leña— eran particularmente impopulares entre los vecinos de Creta; la
adquisición por parte del Estado de productos básicos, especialmente cuando se
hacía por debajo de los precios de mercado, irritaba a los terratenientes. También
había levas especiales para hacer frente a emergencias militares y ataques
piratas. Allí donde ondeaba el estandarte de san Marcos, se dejaban sentir las
exigencias económicas de la República. Los impuestos se cobraban de forma
impersonal sobre todos sus súbditos coloniales. Recaían sobre los venecianos y
sobre los indígenas por igual, sobre extranjeros, sobre clérigos y laicos, sobre
campesinos y habitantes de las ciudades… aunque es cierto que se cobraban con
un celo especial a los judíos.
En ningún lugar se sentía más el peso de estas cargas que en Creta. La isla
era el centro nervioso del imperio. Todas las empresas marítimas hacia Oriente
pasaban por sus puertos. Estaba en la primera línea de frente en las cruzadas y en
la guerra naval. Su trigo era vital para la laguna. Era responsable de armar
galeras y reclutar sus tripulaciones, así como de aportar las galletas cocidas dos
veces que alimentaban a los soldados y remeros de las armadas de la República.
Cuando Venecia participó en una cruzada contra Esmirna en 1344 para hostigar a
los turcos, Creta financió el coste. Era el trigo cretense el que la República
monopolizaba a precios descontados. Además, era caro gobernar la isla. Los
cada vez más frecuentes ataques de piratas turcos desde la costa de Asia Menor
exigían gasto en defensa, fortificaciones y patrullas de galeras. Las murallas de
Candía resultaron repetidamente dañadas por terremotos, y su vital puerto
artificial y su muelle estaban constantemente sometidos al desgaste del mar.
Todo esto requería dinero, y Creta tenía que pagarlo. Década tras década, creció
el resentimiento contra la distante metrópolis por sus exigencias fiscales, no solo
entre la población griega, que se había rebelado con asiduidad, sino también
entre los señores venecianos que poseían tierras, los feudatarios, que ya llevaban
generaciones asentados en la isla. En el verano de 1363, esta insatisfacción
sumió en el caos todo el proyecto imperial veneciano.
… hemos recibido las noticias de la rebelión en Candía con tristeza y asombro; parecían
increíbles; los feudatarios pertenecen a la misma comunidad y vienen de la misma estirpe; se hará
todo lo posible para recuperar su aquiescencia; se enviará un embajador para averiguar las causas
de su descontento y se tomarán las medidas adecuadas; el dogo suplica a sus queridos hijos que lo
escuchen y regresen a la obediencia.14
… para evitar despertar sospechas, Mileto se alojó con Andreas Córner… que antes había sido
su mejor amigo, en la casa de Psonopila. Cuando cayó la noche, Mileto, con sus cómplices en el
crimen, irrumpieron en la casa. Aterrorizado, Andreas Córner le dijo: «Amigo, ¿por qué os
presentáis así?». Mileto respondió: «Para mataros»… Andrea dijo: «¿Es que habéis decidido
rebajaros hasta el crimen de matar a vuestro benefactor y amigo de vuestra familia?». El otro
contestó: «Así debe ser; la amistad debe ceder ante la religión, la libertad y la erradicación de todos
vosotros, los cismáticos, de esta isla, lo cual es nuestro derecho de nacimiento». Y tras decir esto,
lo mataron.22
Era alrededor de mediodía… Yo estaba por casualidad mirando por la ventana hacia el ancho
mar… de repente nos interrumpió la súbita aparición de uno de esos barcos largos que llaman
galeras, decorado por completo con follaje verde, que se acercaba al puerto a remo… Los
marineros y algunos jóvenes coronados con hojas y con rostros jubilosos agitaban banderas desde
la proa… el vigilante de la torre más alta anunció la llegada y toda la ciudad acudió
espontáneamente a la carrera, ansiosa por saber qué había sucedido. Cuando el barco estuvo lo
bastante cerca como para ver los detalles, pudimos ver que de la popa colgaban las banderas
enemigas. No cabía duda de que el barco anunciaba una victoria… Cuando se enteró, el dogo
Lorenzo… y todos los demás quisieron dar gracias a Dios por toda la ciudad, pero especialmente
en la basílica de San Marcos, que creo que es la iglesia más bella que existe.26
… parecían resoplar y golpear el suelo con sus cascos como si estuvieran vivos… a mis pies no
quedaba un solo espacio libre… la enorme plaza, la misma iglesia, las torres, los tejados, los
pórticos y las ventanas rebosaban de espectadores hacinados, como si estuvieran unos sobre
otros… A nuestra derecha… había una tarima de madera en la que se sentaron cuatrocientas de las
mujeres más pretendidas de la ciudad, la flor de la belleza y la gracia.27
Chipre.
Dios os ha destinado a defender con vuestro valor a esta república, y a tomar represalias contra
aquellos que se han atrevido a insultarla y a robarle la seguridad que debe a la virtud de nuestros
progenitores. Por esa razón os confiamos este victorioso y temido estandarte, y será vuestro deber
devolvérnoslo inmaculado y triunfante.7
… ganamos en muy poco tiempo, apenas una hora y media… de sus veinte galeras tomamos
quince con capitanes nobles a bordo y tres barcos de transporte cargados de grano y carne salada, y
hemos hecho 2400 prisioneros… más allá de estos prisioneros creemos que setecientos u
ochocientos murieron, o bien en combate o bien ahogados en el mar.14
San Marcos, frente al Gran Canal. Se pusieron bancos de reclutamiento en el Molo, el muelle frente a
las dos columnas.
… en el punto más profundo del canal, y allí quedaron mil en el puente que murieron con un
bombardeo de piedras o capturados; y muchos se lanzaron al agua para escapar. Algunos se
ahogaron, otros resultaron heridos o muertos con el bombardeo de rocas. Los que estaban en el
puente cuando se hundió se hundieron de espaldas hasta el fondo de las aguas por el peso de sus
armaduras; si alguno emergía gateando del canal, tan pronto salía del agua era abatido con
proyectiles… y si el puente no hubiera cedido, los venecianos podrían haber entrado en Chioggia
tras los enemigos en desbandada y haberla retomado del mismo modo que la habían perdido.6
Esto generó un súbito y catastrófico colapso en la moral genovesa. Se dijo
después que «cualquiera que deseara una armadura por unos pocos chelines
podría haber comprado tantas como hubiera querido a aquellos que despojaban a
los muertos».7 Tras este desastre, resultaba imposible defender Brondolo. Los
genoveses enviaron sus bombardas en barco a Chioggia. Dos horas antes del
amanecer, al día siguiente, prendieron fuego al monasterio y a sus armas de
asedio y partieron en galeras, algunos hacia Chioggia, pero muchos de los
paduanos abandonaron el asedio por completo. Brondolo fue tomada sin un solo
disparo. Pisani consiguió salvar dos galeras que los genoveses habían intentado
incendiar «y muchas barcazas y barcos pequeños y otras cosas abandonadas con
las prisas».8 Zeno levantó campamento al otro lado del canal, justo frente a la
propia Chioggia, y colocó las bombardas y las catapultas, «que lanzaban grandes
piedras día y noche a la ciudad que destrozaban casas y mataban a la gente».9
«Recuerdo», escribió un testigo presencial, «que nuestras galeras estaban a veces
tan cerca de Chioggia que se lanzaron contra ella innumerables piedras».10
En este momento crítico los venecianos padecieron la misma indecisión que
había afectado antes a Doria. «La opinión general era que los venecianos podrían
haber tomado Chioggia si hubieran atacado de inmediato, pero no se
atrevieron».11 En perfecta simetría, prefirieron someterla al hambre, asfixiando
los pasos y rutas fluviales hasta Padua, «de modo que ni una sola carta o cosa
pudiera ir de Chioggia a Padua, para que los genoveses, que no podían escapar,
agotaran todos sus suministros».12 El fracaso veneciano en capitalizar la derrota
en el puente tuvo un efecto inesperado dentro de la ciudad. Subió la moral.
Expulsaron a las mujeres y niños venecianos para que no consumieran
suministros y se sentaron a esperar. El asedio se prolongó durante la primavera.
El señor de Padua continuaba asediando, a su vez, la crucial ciudad veneciana de
Treviso; por la costa, en Manfredonia, la flota de rescate veneciana que ascendía
desde el sur capturó entero un convoy de grano veneciano; un espía veneciano,
vestido de alemán, fue descubierto y torturado hasta revelar los planes
estratégicos de la República. El papa, mientras tanto, seguía presionando para
que se firmara la paz.
La esperanza en Chioggia residía ahora en un rescate naval genovés y en el
señor de Padua. A pesar de los esfuerzos venecianos, los suministros todavía se
abrían paso río abajo. En un atrevido convoy, cuando el río estaba crecido,
cuarenta barcazas fueron enviadas río abajo cargadas de comida, armas y
pólvora. Superaron la débil guardia del río y consiguieron llegar a la ciudad. Los
venecianos respondieron bloqueando todos los canales de aproximación a la
ciudad con empalizadas y doblando la presencia de barcos armados. Cuando se
intentó de nuevo enviar más barcos con suministros y estos intentaron regresar,
se encontraron una tenaz resistencia y tuvieron que dar media vuelta. Las
marismas y canales situados detrás de Chioggia se convirtieron en un campo de
batalla anfibio: barcos llenos de hombres se enfrentaban en los ríos; la infantería
combatía vadeando los canales; se tendían emboscadas en los cañaverales. Los
genoveses tenían una serie de molinos fortificados que los venecianos asaltaron.
El día 22, lanzaron un gran ataque contra un molino, pero fueron rechazados, «y
debido a esta victoria, los que estaban en el molino lo celebraron mucho y
encendieron fuegos, por los cuales los de Chioggia supieron lo que había
pasado».13 Al día siguiente se reanudó la batalla. Los venecianos de nuevo
atacaron el molino, mientras que los genoveses enviaron ochenta barcos desde la
ciudad a destruir las empalizadas y así reabrir la ruta por agua a Padua.
Prevenidos de que el enemigo se acercaba, los venecianos suspendieron el
ataque al molino. Avanzando bajo la cobertura de los juncos, emboscaron a los
genoveses que habían realizado la salida «y con gritos salvajes y disparando
muchas bombardas y flechas, empezaron una violenta batalla».14 Las
tripulaciones de los barcos abandonaron sus naves y huyeron por los cañaverales
y por los canales secos. Solo seis barcos escaparon. Fue un mal para Génova: el
23 de abril era la fiesta de San Jorge, el patrón de la ciudad. En adelante, no
llegaron más suministros a la ciudad sitiada.
A pesar de que hubo continuos contraataques menores con éxito, la presión
sobre Chioggia aumentó implacablemente. Los venecianos podían sentir que el
fin estaba cerca. El viejo dogo, que llevaba en un campamento temporal en el
lido de Pellestrina cuatro meses de duro invierno, había escrito el 22 de abril al
comité de guerra aduciendo su edad y su mala salud para que se le permitiera
regresar a Venecia. Los venecianos, tan inclementes con sus funcionarios
públicos como con sus enemigos, denegaron su petición. Contarini era «la
sangre vital, la seguridad, la moral»15 de toda la empresa. Permaneció en el
asedio. Y no se hizo ninguna concesión al odiado enemigo. Los suministros en
Chioggia empezaban a escasear. Había discordia entre los genoveses y sus
aliados, muchos de los cuales querían entregar las armas y marcharse de allí. Los
venecianos declararon rotundamente que ahorcarían a cualquiera que atraparan
huyendo de la ciudad. Querían que Chioggia se rindiese por hambre tan rápido
como fuera posible, antes de que una flota de auxilio genovesa apareciera en el
horizonte. Dentro se estaba agotando la munición. Los defensores se vieron
reducidos a comer ratas, gatos, cangrejos, ratones y algas. El agua, que se
guardaba en cisternas de pobre fabricación, era apenas potable. Miraban
ansiosamente al mar, que seguía vacío.
Se produjeron negociaciones a la desesperada. Los defensores aceptaron
rendirse si les dejaba partir libres. Venecia se negó: la rendición tendría que ser
incondicional y se fijó una fecha; tras ese día, todo el que fuera capturado sería
ahorcado. El día llegó y pasó. Los genoveses seguían mirando al mar. El 6 de
junio, «a la hora tercia [las nueve de la mañana]»,16 se divisó a la flota de
Maruffo en el horizonte. La gente saltó a los tejados de las casas, llorando,
gritando y agitando banderas. El almirante genovés disparó un cañón, incitando
a Pisani a plantar batalla, pero el veneciano rechazó la invitación. Cada día,
Maruffo reapareció y repitió el desafío. Al final, Pisani hizo una salida y
persiguió al genovés varios kilómetros por la costa. Desde los tejados, los
defensores vieron con inefable dolor como retrocedía la bandera de san Jorge.
La fortaleza de Corfú.
… su misión en el Levante rige exactamente igual sobre las fechorías de los propios
gobernadores que pudieran dañar los intereses del Estado; los gobernadores no se pueden negar a
responder sobre los delitos de los que se los acusa bajo ningún pretexto, ni siquiera invocando los
términos de su nombramiento. Los provveditori están autorizados a ir a donde crean que es útil; su
libertad de movimientos es ilimitada. Sin embargo [y esto es una advertencia típicamente
veneciana] deben esforzarse por limitar el gasto en viajes. Si un funcionario ha cometido un acto
tan grave que los provveditori sospechan que no accederá a ir voluntariamente a Venecia para
enfrentarse a los cargos, será necesario, tras debatirlo con el gobernador local, arrestar al
funcionario culpable y enviarlo de vuelta a la fuerza.15
A Benedetto da Legge, capitán de galera encargado de arrestar al duque: 1) Irá con la mayor
rapidez posible a Candía. Se prohíbe detenerse en ninguna parte. 2) En Candía anclará en la bahía
sin desembarcar. No permitirá que nadie desembarque ni suba a bordo. 3) Enviará a una persona de
confianza a Andrea Donato, pidiéndole que suba a bordo para conferenciar. 4) El pretexto de la
conversación será conseguir información sobre la situación en Levante, pues el capitán fingirá que
va a Turquía a ver al sultán. 5) Cuando Donato esté a bordo, Benedetto lo retendrá, afirmando que
es esencial que vaya con él a Venecia, sin explicarle los motivos. 6) Antes de abandonar Candía
enviará la carta que le ha sido confiada al capitán y consejeros de Creta. 7) En caso de que Donato
se niegue a subir a bordo, o no pueda hacerlo, el capitán Legge enviará otra carta, que le ha sido
entregada, al capitán y consejeros, de modo que el duque ciertamente vendrá. 8) Una vez Donato
esté a bordo, la galera partirá hacia Venecia de inmediato, donde… [el capitán] lo conducirá a la
cámara de tortura. 9) Durante todo el viaje está prohibido hablar con el prisionero; en caso de que
sea imprescindible ir a la costa. Donato no debe desembarcar por ningún motivo.16
Las órdenes selladas a los consejeros decían: «En el caso de que Andrea
Donato se niegue a subir a bordo de la galera, el capitán y los consejeros deben
utilizar la fuerza; pondrán al duque bajo arresto y lo conducirán a bordo sin
demora».17 Da Legge hizo el viaje en tiempo récord, se llevó al duque de la isla
y lo devolvió a Venecia para que lo torturaran. El viaje de ida y vuelta se hizo en
el tiempo de cuarenta y cinco días. El mensaje estaba claro.
El Estado veneciano estaba en una guerra perpetua contra las actividades
ilícitas de sus funcionarios; los archivos están llenos de reprimendas atronadoras,
investigaciones, multas, recusaciones y solicitudes de tortura. «Se prohíbe…»,
empiezan muchas de sus entradas, y las listas que siguen son largas y repetitivas:
dar trabajo a familiares, vender propiedades públicas, comerciar, etcétera.
«Demasiados baili, gobernadores y cónsules obtienen favores, sueldos y varias
exenciones. Esto es intolerable, y se prohíben formalmente estas prácticas».18
Un duque de Creta es procesado por una estafa con el grano; un canciller de
Modona-Corona es declarado culpable de extorsión; un funcionario es multado
por no haber ocupado su puesto; a otro se le ordena que vuelva para dar razón de
un dinero que falta; el castellano de Modona, Francesco da Priuli, es arrestado y
apartado de su puesto, y la decisión de torturarlo se aprueba por trece votos
contra cinco, con cinco abstenciones. A la inversa, la lealtad a la República se
reconocía y recompensaba.
Venecia aplicaba su adamantino sistema a todos los demás súbditos del Stato
da Mar. Se instaba a los gobernadores a que garantizaran justicia para todos,
tanto para los colonos venecianos como para sus súbditos. El populacho local,
los judíos y los demás residentes extranjeros estaban sujetos a las mismas leyes.
Para lo que era habitual en su época, la República estaba dotada de un
extraordinario sentido de la justicia y la impartía con notable objetividad.
Los venecianos eran abogados hasta la médula y operaban el sistema con una
lógica despiadada. En los casos de asesinato había nueve gradaciones. El
homicidio se separaba entre simple (imprudente) y deliberado, y se dividía en
ocho subcategorías, desde la legítima defensa y el homicidio accidental, pasando
por el premeditado, la emboscada, la traición y el magnicidio; los jueces debían
establecer los motivos de la forma más escrupulosa posible. (Los actos
amparados por el secreto de Estado estaban, por supuesto, exentos de esta
rigurosidad: los archivos de julio de 1415 registran una oferta para asesinar al
rey de Hungría. El asesino, «que desea permanecer en el anonimato, también
matará a Brunezzo della Scala si lo encuentra en compañía del rey. Se acepta la
oferta».19) La República podía, y de hecho lo hacía, recurrir a castigos
horrendos; utilizaba la tortura regularmente para procurarse la verdad (o, al
menos, una confesión) y medía sus decisiones en función de los intereses del
Estado. En enero de 1368, un tal Gestus de Bohemia fue llevado ante el tribunal
ducal de Candía acusado de haber robado dinero del tesoro. Se quiso que su
castigo fuera ejemplar: amputación de la mano derecha, confesión pública de su
crimen y luego, ahorcamiento frente al tesoro, donde había robado. Al año
siguiente, el cretense Emmanuel Teologita también perdió una mano y los dos
ojos por dejar escapar a un prisionero rebelde. A Tomma Bianco le cortaron la
lengua por pronunciar insultos contra el honor de Venecia, y luego fue
encarcelado y desterrado de por vida.
La justicia veneciana también se guiaba por la repulsión moral: un carnicero.
Stamati de Negroponte, y su cómplice, Antonio de Candía, fueron condenados a
muerte por la violación de un joven menor de edad en enero de 1419; cuatro
meses después, Nicolo Zorzi fue quemado vivo por la misma ofensa. Las
condenas a la pena capital se ejecutaban en nombre del dogo para edificación del
populacho —en Candía, entre las dos columnas que imitaban a las de la piazzetta
de San Marcos en Venecia—, pero dentro de este duro marco retributivo las
decisiones podían matizarse delicadamente. Los menores de catorce años y los
que tenían algún tipo de deficiencia mental estaban exentos de la pena capital,
incluso en los casos de magnicidio. Los enfermos mentales eran confinados y
marcados para que se supiera su condición. Todo el mundo tenía derecho a
apelar a Venecia; se podía llamar a testigos y que acudieran a la metrópolis a
declarar; los casos se podían reabrir años después; incluso los judíos, que eran
súbditos marginados del estado veneciano, podían esperar un razonable respeto
por parte de la ley. La justicia avanzaba lentamente, pero con un implacable
respeto porque los procedimientos fueran justos. En 1380, cuando la flota
veneciana estaba anclada en Modona, un tal Giovannino Salimbene fue
declarado culpábale del asesinato de Moreto Rosso. Se consideró, no obstante,
que el juicio contra Salimbene había sido «muy mal llevado, debido a las
circunstancias y, sobre todo, a la falta de testigos»20 Cuatro años después, se
reabrió el caso y se ordenó que hubiera «una nueva investigación de los oficiales
de la policía nocturna de la ciudad».
En este sistema, los casos podían desestimarse, se podían considerar
circunstancias atenuantes, o el cuerpo al que se correspondiera apelar podía
revocar por votación la decisión del juicio. En marzo de 1415, una multa
impuesta sobre Mordecai Delemedego, «judío de Negroponte», se anula: «Los
síndicos no tienen derecho a actuar contra los judíos».21 El mismo año, una
multa similar impuesta por los síndicos sobre Matteo de Nauplion, en
Negroponte, por alquilar la propiedad del Estado mientras era funcionario se
anula, pues «se ha demostrado que Matteo ya había dimitido de su puesto
cuando realizó estas transacciones».22 Un juicio contra Pantaleone Barbo —
inhabilitado para cargo público durante diez años— es reconsiderado por ser
«demasiado severo para un hombre que ha dedicado su vida al servicio de la
Señoría con ejemplar lealtad»;23 a Giacomo Apanomeriti, un cretense, multado o
alternativamente condenado a dos años de prisión por violar a una mujer y
negarse a casarse con ella, se le ofrece una oportunidad de conseguir un indulto.
«Los jueces de la apelación han examinado este caso: dada la juventud y la
pobreza del joven, se le condonarán todas las penas si se casa con la chica de
inmediato».24 Con sus ciudades habitadas por una población mixta de católicos,
judíos y cristianos ortodoxos, la República se preocupaba, sobre todas las cosas,
de mantener el equilibrio social. El Stato da Mar era esencialmente un Estado
secular. No tenía ningún pian para convertir a otros pueblos ni consideraba que
la difusión de la fe católica fuera una de sus funciones, más allá del uso del
apoyo papal en alguna situación que le resultara ventajosa. Su oposición a la
Iglesia ortodoxa en Creta derivaba del miedo a una oposición nacionalista que
uniera a todos los griegos, más que de un celo religioso; en todos los demás
lugares podía permitirse ser mucho más generoso. En la dócil Corfú, Venecia
decretó que los griegos «debían tener libertad para predicar y enseñar la palabra
sagrada, siempre que no dijeran nada contra la República ni contra la religión
latina».25 Se sentía igual de alarmada por los estallidos indebidos de fervor de
las órdenes monásticas católicas que llegaban en la estela de sus conquistas, y
cuyos actos en ocasiones conmocionaban a la República. «La guardia ha tenido
que arrestar a cuatro [franciscanos] en la ronda de noche»26 se informó desde
Candía en agosto de 1420. «Estos hombres, enarbolando una cruz, desfilaron en
procesión completamente desnudos, seguidos por una gran multitud. Estos actos
son desagradables». Los franciscanos amenazaban con distorsionar el delicado
equilibrio cultural y religioso. Cualquier tipo de disturbio civil debía evitarse.
Dos años después el dogo escribió directamente a la Administración de Creta
sobre:
La galera mercante. Su bodega principal se adapta para formar un dormitorio en los viajes de
peregrinos a Tierra Santa.
… después de vestir la galera se aprestaron a partir, pues soplaba un viento favorable que hacía
ondear las banderas en los mástiles. La tripulación, con gran estrépito, empezó a levar anclas y
subirlas a bordo, a izar la verga con la mayor, desplegada, colgando de ella, y a izar los botes de la
galera del mar, todo lo cual se hizo mediante trabajo extraordinariamente duro y entre gritos hasta
que, al final, la galera se soltó de sus amarras, las velas se desplegaron y llenaron de viento y, con
gran jolgorio nos alejamos de la tierra: los trompetistas tocaron sus trompetas como si estuviéramos
a punto de entrar en batalla, los esclavos de la galera gritaron y todos los peregrinos cantaron al
unísono: «Vamos en nombre de Dios»… el barco avanzó tan rápido impulsado por el viento
favorable que en el espacio de tres horas… solo veíamos ante nuestros ojos el cielo y las aguas.10
El ritual de la partida y el cruce del umbral que separaba la laguna del mar
abierto eran momentos trascendentes en la experiencia común tanto del pueblo
veneciano como de los extranjeros. Había tanto excitación como aprensión.
Muchos escribían testamento. Algunos de los que subían a bordo no regresarían.
Las galeras mercantes solían llevar a bordo a un puñado de nobles jóvenes,
reclutados como ballesteros, para que aprendieran el oficio del comercio y
adquirieran experiencia en la vida marinera. Para muchos de estos «nobles de la
popa», esta era su primera experiencia en el extranjero. Cuando Andrea Sañudo
se preparaba para su primer viaje a Alejandría a finales del siglo XV, su hermano
Benedetto le dio numerosas instrucciones sobre cómo comportarse y sobre qué
podía esperar del viaje y qué errores debía evitar cometer. Estos consejos cubrían
áreas muy diversas e iban desde la conducta a bordo —tratar al capitán con
deferencia, jugar a bakgammon solo con el capellán, cómo superar los mareos—
hasta los peligros de la vida portuaria —había que evitar a las prostitutas de
Candía: «Están infectadas con el mal francés»11—, pasando por lo recomendable
de comer codornices en Alejandría.
Había mucho que aprender, tanto cultural como comercialmente, sobre el
extranjero. Se aconsejó a Andrea que se pegara al agente veneciano local:
«Ándate siempre con él, aprende a reconocer todos los tipos de especias y
drogas, que eso te resultará muy beneficioso».12 La información era tan vital
como el dinero para todos los mercaderes que viajaban a tierras en que los tratos
podían tener que realizarse a través de un intérprete con pesos, medidas y
monedas poco familiares. Se compilaban manuales prácticos con información
sobre todos los asuntos que preocupaban a los mercaderes durante un viaje,
obras que tenían luego una gran circulación. Cubrían todo tipo de temas: las
conversiones de moneda local, las unidades de medida, la calidad de las especias
o cómo evitar el fraude. Uno de estos libros, el Zibaldone da Canal, refleja bien
las dificultades de hacer negocios en una orilla extranjera. En Túnez, explica
socorridamente el texto:
… hay muchos tipos de dinero. Hay dos tipos de monedas de oro, una de ellas se llama dopla y
vale 5 besantes, y el besante vale 10 miaresi, de modo que la dopla vale 50 miaresi; y el otro tipo
de moneda de oro se llama masamutina, que vale media dopla, y 2 masamutina valen una dopla, y
la masamutina vale 2 besantes y medio. En consecuencia, la masamutina vale 25 miaresi.13
Los pesos y medidas locales podían ser todavía más complejos, y en eso los
astutos comerciantes cristianos de la Armenia Inferior se llevaban la palma:
… se vende el trigo y la cebada con una medida que se llama marzapane, y por deseo de los
armenios nadie puede decir de un mes para otro [a qué equivale esta medida], porque ninguna otra
medida se puede convertir a ella, porque aumenta y se reduce a su capricho, y así los comerciantes
sacan de ella mucho más de lo que dan.14
Y aunque todos los sacos acababan de ser rellenados y pesados en el fondaco en presencia de
los funcionarios sarracenos, y examinados en las puertas, incluso ahora que estaban a punto de ser
subidos a bordo, todos sus contenidos fueron esparcidos sobre el suelo para que pudieran ver lo que
estábamos llevándonos. Y cerca de este lugar había una gran prensa, y muchos vinieron desde allí,
pues cuando los sacos se abren, se abalanza sobre ellos una multitud de gente pobre, mujeres y
niños, árabes y africanos, que roban todo aquello que pueden y buscan entre la arena jengibre y
clavos, canela y nuez moscada.19
Subimos las escaleras y fuimos a una sala de gran magnificencia, mucho más bella que la
cámara de audiencias de nuestra ilustre Señoría de Venecia. El suelo estaba cubierto con un
mosaico de pórfido, serpentina, mármol y otras valiosas piedras, y este mosaico estaba cubierto a
su vez por una alfombra. La tarima y los paneles de las paredes estaban tallados y bañados en oro;
las rejas de las ventanas eran de bronce en lugar de hierro. El sultán estaba en esta sala, sentado
junto a un pequeño jardín de naranjos23
… lo que se vende en otros lugares por libras o incluso por onzas, aquí se vende por canthari y
por sacos de un moggio cada uno… ¡Hay tantos paños de todo tipo —tapices, brocados y cortinas
de variados diseños, alfombras de todo tipo, camelotes de todos los colores y texturas, sedas de
toda clase—, tantos almacenes llenos de especias, comestibles y medicinas, y tanta bellísima cera
blanca! Estas cosas dejan estupefacto a quien las contempla, y no pueden ser descritas por
completo a quien no las ha visto.32
Ciudad de Neptuno.
El mapa está presidido por dioses benévolos. Arriba, la divinidad tutelar de
Venecia es Mercurio, el dios del comercio, que proclama, haciendo un gesto en
semicírculo con su mano, que «yo, Mercurio, brillo favorablemente sobre este
lugar de comercio más que sobre cualquier otro».1 Bajo el dios, la portentosa
fecha: 1500. Pero es Neptuno quien realmente capta la atención del observador
en el centro del mapa. Su dominante y musculosa figura monta un delfín
escamoso y con hocico; desde su tridente, que eleva a los cielos; un mensaje
proclama: «Yo, Neptuno, resido aquí, vigilando los mares y este puerto».2 Es una
afirmación triunfal de poder marítimo. En la imagen de De’Barbari, la ciudad
está en la cúspide de su poderío.
Los barcos, tan cuidadosamente retratados, que el peregrino Pietro Casóla fue
incapaz de contar, eran la sangre que corría por las venas de Venecia. Todo lo
que la ciudad compraba, vendía, construía, comía o fabricaba llegaba en barco
—el pescado y la sal, el mármol, las armas, los pilares de roble, las reliquias
robadas y el viejo y buen oro; la madera para los grabados de De’ Barbari y la
pintura para Bellini; el hierro que se fundiría para forjar anclas y clavos, la
piedra de Istria para los palacios del Gran Canal, la fruta, el trigo, la carne, la
madera para los remos y el cáñamo para los cabos; los mercaderes, peregrinos,
emperadores, papas y plagas que llegaban a la ciudad. Ningún Estado del mundo
se ocupaba de forma tan obsesiva de organizar sus asuntos en el mar. Una
notable proporción de la población masculina se ganaba la vida en él; personas
de toda clase social y condición estaban vinculadas al mar, desde los nobles
propietarios de barcos hasta los más humildes remeros. Cuando el dogo Tomaso
Mocenigo pronunció su oración en su lecho de muerte en 1423, enumeró los
recursos marítimos de su ciudad, aunque exagerándolos un poco: «En esta
ciudad hay tres mil bajeles de carga menor, que llevan a ocho mil marineros;
cuarenta y cinco galeras constantemente asignadas a la protección del comercio,
que emplean a once mil marineros, tres mil carpinteros y tres mil
calafateadores».3
En el mapa de De’ Barbari la estructura más prominente es el inmenso
recinto amurallado del arsenal del Estado, que está en la cola del delfín. Había
aumentado de tamaño continuamente durante trescientos años para hacer frente a
las exigencias marítimas de la República. Hacia 1500 ocupaba más de
veinticuatro hectáreas, rodeadas por un muro ciego de ladrillo de quince metros
de altura culminado con almenas, y era el mayor complejo industrial del mundo.
Podía construir, armar, aprovisionar y lanzar ochenta galeras a una velocidad y
con un nivel de calidad que no tenían rival. La «forja de la guerra» fabricaba
todo el aparato marítimo del Estado veneciano. Aportaba diques secos y
dársenas, hangares para construir y almacenar galeras, talleres de carpinteros,
fábricas de cabos y velas, forjas, molinos de pólvora, almacenes de madera y
todo tipo de componentes asociados con el proceso de fabricación de barcos y su
equipamiento.
El arsenal.
… una sola galera, pero grande, en cada compartimento; en una parte del arsenal, había una
gran multitud de maestros y trabajadores que no hacían otra cosa que construir galeras y otros
barcos de todo tipo… también había maestros ocupados continuamente en la fabricación de
ballestas, arcos y flechas de todo tamaño… en un lugar cubierto hay doce maestros, cada uno con
sus trabajadores y su forja, y trabajan continuamente fabricando anclas y todo tipo de instrumentos
de hierro… luego hay una sala grande y espaciosa en la que muchas mujeres se dedican
exclusivamente a hacer velas… [y] un bonito mecanismo para levantar una galera grande o
cualquier otro tipo de barco del agua.
… de la una parte y de la otra es una gran calle, y por medio va la mar, y de la una parte está
todo ventanas, que dan a las casas de la atarazana, y de la otra, lo mismo; y salió una galera
remolcada por un barco, y de aquellas ventanas, de una le entregaban las jarcias, de la otra el pan, y
de la otra las ballestas y los morteros y así, de todas, todo lo que era de menester, y cuando la
galera llegó al final de la calle, ya la gente que había de menester iba dentro, junto con sus remos, y
la galera estaba armada de punta a punta. Y de esta guisa salieron diez galeras más, completamente
armada, desde la hora de tercia (9 de la mañana) hasta la hora de nona (3 de la tarde).6
El arsenal no solo producía buques de guerra, sino que fabricaba también las
galeras mercantes propiedad del Estado que formaban los convoyes regulares de
la muda. Para Venecia, su marina era binaria y respondía a una serie de
alternativas claramente definidas. Existían las galeras a remos y los barcos de
vela; las galeras de guerra y las grandes galeras; los barcos privados y los que
eran propiedad del Estado; los barcos armados y los desarmados —no se trataba
tanto de distinguir los barcos mercantes de los buques de guerra, porque las
galeras mercantes se podían utilizar en la guerra, y todos los barcos sin
excepción llevaban cierta cantidad de armas—, que se diferenciaban en si tenían
o no una dotación completa de hombres, armaduras, arcabuces y ballesteros
especializados o no. El Estado supervisaba de cerca la fabricación de barcos. En
1255, se aprobó un código marítimo que se revisó continuamente para
mantenerlo actualizado. Contenía leyes sobre los cargamentos, el tamaño de las
tripulaciones, la cantidad de armas que podían llevarse, los deberes y
responsabilidades de los capitanes y de los demás oficiales de abordo, los
impuestos que debían pagarse y los métodos de resolución de disputas.
… este es un acontecimiento de lo más desafortunado. Los viajes por mar conllevan muchos y
graves peligros, y todo es por la avaricia. Por qué medio haya de regresar a casa, no te lo puedo
decir. Otra vez esta mañana he hecho decir misa al Espíritu Santo y a Nuestra Señora, pues mi
temor a viajar en galeras viejas es muy grande después de haber visto el naufragio de la que iba a
Alejandría.7
Hay muchos de ellos y son todos hombres grandes, pero su trabajo parece hecho para asnos,
pues se los apremia a hacerlo con gritos, golpes y maldiciones. No he visto nunca a nadie tratar a
una bestia de carga tan mal como se los trata a ellos. Con frecuencia se los obliga a dejar sus
chaquetas y camisas colgando de su cinturón y a trabajar con la espalda, los brazos y los hombros
desnudos, para que se los pueda alcanzar con los látigos y los flagelos. Estos esclavos de galeras
son en su mayor parte esclavos comprados por el capitán, o bien son hombres de baja condición, o
prisioneros, u hombres que han escapado. Siempre que se teme que puedan escapar, se los ata a sus
bancos con cadenas. Están tan hechos a su miseria que trabajan sin ánimo ni propósito a menos que
alguien se acerque a ellos y los insulte. Se los alimenta muy mal y siempre duermen sobre los
tablones de sus bancos de remar, y tanto de día como de noche están siempre al aire libre y listos
para trabajar, y cuando hay una tormenta están en medio de las olas. Cuando no están trabajando,
se sientan y juegan a cartas y a dados apostando plata y oro mientras intercambian execrables
juramentos y blasfemias…9
El pirata turco Erichi se detuvo en Milos de regreso de Berbería. Su barco embarrancó en la isla
durante una tormenta. Había 132 turcos a bordo. Fue capturado vivo con 32 de ellos. Los demás se
ahogaron o fueron muertos por los isleños, pero conseguimos hacernos con él. El 9 de diciembre,
asamos a Erichi vivo sujeto a un largo remo. Vivió durante tres horas en esta agonía. De este modo
acabó su vida. También empalamos al piloto, al primer oficial y a un galeotto de Corfú, que había
traicionado a su fe. A otro le disparamos flechas y luego lo ahogamos… Erichi el pirata causó
considerables daños a nuestro comercio marítimo en tiempos de paz.10
Era la fiesta de San Pablo, que fue el 25 del mes pasado. Al alba vi la fusta [pequeña galera] de
Moro de la Valona a una milla frente a Durazzo, y fui hacia ella. El barco huyó al socaire de
Durazzo. Cuando huyó, le disparé dos veces con mi cañón, pero no conseguí darle. Cuando vi que
había llegado a las murallas, di la vuelta para seguir mi ruta hacia Corfú. Pero ellos [los piratas]
querían vengarse por otro barco destruido frente al cabo Cesta, así que embarcaron en su galera
tantos hombres valientes como creyeron necesarios y me persiguieron. Cuando vi que estaban en
mi estela, preparé mi barco y me retiré cinco millas mar adentro, y allí ambos bandos nos atacamos
con tanta furia que la batalla duró siete u ocho horas, hasta que los corté a todos en pedazos. Entre
los muertos estuvo el propio Moro y cuatro capitanes más de la fusta… En mi galera hubo siete
muertos y noventa y tres heridos, pero de ellos solo tres graves, entre los cuales mi artillero jefe, a
quien tuve que matar [como acto de caridad]. Los otros también están graves. Perderán ojos o
quedarán lisiados, pero creemos que sobrevivirán. Yo solo tengo una herida de lanza en el muslo,
pero aunque el golpe fue muy fuerte, la herida es leve. Me satisface además que en el último ataque
que intentaron sobre mi proa con mis propias manos maté a dos de ellos. Fue entonces cuando me
hirieron con una pica. He capturado sus castañuelas, tambores y banderas, y también la cabeza del
Moro, que expondré con todo derecho en la proa de mi galera.
Viajar en barco era algo cotidiano para muchos venecianos, algo tan familiar que
no merecía la pena describirlo con detalle. Por lo tanto fueron los extranjeros los
que nos han dejado las crónicas más vividas de la experiencia de los viajes
marítimos venecianos hacia el final de la Edad Media, y son particularmente
interesantes las de los peregrinos, poco acostumbrados al mar, que viajaban a
Tierra Santa, como el monje alemán Felix Fabri y el florentino Pietro Casola.
Fabri, cuya curiosidad era insaciable, hizo el viaje dos veces y explicó todos los
momentos de alarma y los cambios de humor durante el trayecto.
Venecia mantenía rutas regulares a Tierra Santa en galeras mercantes
adaptadas para el transporte de peregrinos; deseosa de preservar su buena
reputación y consciente de los instintos poco escrupulosos de los capitanes
nobles, las rutas estaban sometidas a una estricta regulación. Ofrecía una especie
de pack completo con comida y transporte entre Jafa y Jerusalén. El viaje se
cerraba con un contrato escrito. Aun así, cada viaje, que duraba entre cinco y
seis semanas, era una especie de purgatorio y, en ocasiones, una pequeña
muestra del Infierno. Los peregrinos estaban alojados en una bodega alargada y
sin iluminación bajo la cubierta principal, donde cada uno dormía en un espacio
de cuarenta y cinco centímetros de anchura, soportando el hedor de la sentina y
el humo que se filtraba entre los maderos desde la cocina, que estaba en la
cubierta superior. Las noches bajo cubierta eran fétidas y enfermizas,
«directamente diabólicas, con un calor abrasador y malos olores»,12 en palabras
de un peregrino inglés que resumía la combinación de los gritos y gruñidos de
los demás pasajeros, los movimientos oscilantes del barco —a los que pocos
peregrinos estaban acostumbrados—, el hedor a vómito y orina de los orinales
volcados, las discusiones, las peleas y el incesante acoso de las pulgas.
Las tormentas, cuando se producían, eran abruptas y demoledoras. En junio
de 1494, la flota de Casola, frente a la costa de Dalmacia, se vio de golpe
inmersa en un temporal que la empujó 110 kilómetros al oeste, hasta la punta de
Italia. Abajo, en la bodega oscura como la boca del lobo, los peregrinos eran
zarandeados de un lado a otro en la tiniebla; sentían como el barco «se retorcía
por la furia del mar», crujiendo y chirriando «como si fuera a romperse».13 Por
las escotillas entraba agua, que empapaba a los desgraciados viajeros. Los gritos
eran terribles: «Como si todas las almas atormentadas en el Infierno estuvieran
allí abajo». «La muerte nos perseguía», recordó Casola de esa ocasión:
El mar estaba tan agitado que todos abandonamos la esperanza de sobrevivir; lo repito, todos…
Durante la noche golpearon el barco olas tan altas que cubrían por completo el castillo de popa… y
toda la galera en general con agua… el agua venía del cielo y del mar; por todas partes había agua.
Todos los hombres tenían a «Jesús» y al «Miserere» constantemente en la boca, especialmente
cuando esas grandes olas barrían la galera con tanta fuerza que, en esos momentos, hasta el último
hombre creía que iba a acabar en el fondo del mar.14
Los galeotti, empapados, suplicaron que los dejaran entrar en la bodega. Los
que quedaban en cubierta para gobernar el barco estaban expuestos a esas olas
grandes como montañas; fueron necesarios tres timoneles chapoteando en el
agua de la cubierta de popa para dirigir el timón.
En ocasiones, Fabri, siempre atento a presenciar todo cuanto la vida tuviera
que ofrecer, experimentaba casi un placer estético al ver el mar encrespado. «Las
olas de agua marina son más vehementes, más ruidosas y más maravillosas que
las de cualesquiera otras aguas. Tuve el enorme placer de estar sentado o en pie
en la cubierta superior durante una tormenta y de ver la maravillosa sucesión de
ráfagas de viento y la aterradora avalancha de las aguas».15 Por la noche, sin
embargo, era diferente. Una galerna se cernió sobre la galera de Fabri justo al
norte de Corfú.
Todavía estaba oscuro y no se veía ninguna estrella; mientras dábamos bordadas a barlovento,
cayó sobre nosotros la más espantosa tormenta y se produjo una gran perturbación del mar y del
aire. Los vientos más furiosos imaginables nos empujaban, los relámpagos rasgaban los cielos y los
truenos estallaban amenazadores… a un lado y a otro caían rayos, en tantos lugares que el mar
parecía en llamas… violentas borrascas impactaban contra la galera cubriéndola de agua y
golpeando sus costados con tanta fuerza como si desde altas montañas se lanzaran enormes piedras
rodando contra sus maderos.
Teníamos que agarrarnos a los pilares que había en medio de la bodega y que sostenían las
cubiertas superiores o que agacharnos con las rodillas contra nuestro pecho, agarrándonos las
piernas con los brazos, y permanecer quietos; y mientras lo hacíamos, a veces grandes arcones
salían disparados junto con los hombres que se agarraban a ellos.
En la oscuridad, los objetos que colgaban de los mamparos volaban por los
aires y entraba constantemente agua por las escotillas, «así que no quedaba nada
en todo el barco que no estuviera mojado; nuestras camas y todas nuestras cosas
estaban empapadas; nuestro pan y nuestras galletas se echaron a perder por el
agua salada». Pero eran los crujidos de los maderos lo que más horripilaba a los
peregrinos. «Nada me asustaba más durante las tormentas que los grandes
crujidos del barco, que son tan intensos que uno piensa que el barco debe
haberse roto por alguna parte».16 Era en momentos como este en los que los
controles de calidad del arsenal se sometían a su prueba más dura.
En cubierta, la situación era todavía peor. La vela mayor se había desgarrado
y estaba hecha pedazos, la verga se había «doblado como un arco… nuestro
mástil hacía unos ruidos espantosos y también los hacía la verga; y todas las
junturas de la galera parecían a punto de partirse». En el barco reinaba el caos y
el desgobierno:
… los esclavos de galera y otros marineros corrían de un lado a otro haciendo mucho ruido y
gritando como si estuvieran a punto de pasarlos por la espada; algunos treparon por los obenques
hasta la verga e intentaron coger la vela hasta ellos; otros, en la cubierta, corrían de un lado a otro
intentando atraparla; algunos pasaron cabos por poleas y pusieron cordajes rodeando la vela.17
Entre todo este terror y confusión, iluminado por la luz estroboscópica de los
relámpagos, una súbita aparición hizo que la tripulación se paralizara de miedo.
Una luz fija —casi con toda certeza una manifestación del fuego de san Telmo—
se vio suspendida sobre la proa. «Y de ahí se movió lentamente por toda la
longitud de la galera hasta la popa, donde se desvaneció. Esta luz era un rayo de
fuego de un codo de anchura». Atónitos y alucinados en medio de la tormenta,
todos los que estaban en cubierta «interrumpieron sus tareas, dejaron de hacer
ruido y de gritar y se arrodillaron con las manos levantadas hacia el cielo, sin
murmurar otra cosa que “¡Santo, santo, santo!”». Se interpretó la luz como una
señal de la gracia divina. «Y, tras esto», con la tormenta todavía rugiendo, «los
esclavos de galeras regresaron a sus tareas acostumbradas… y trabajaron dando
gritos de alegría».18
Tres días después de sobrevivir a esta tormenta, el barco de Fabri se vio de
nuevo al borde del desastre. Al caer la noche frente a la costa de Dalmacia se
levantó viento, y el barco empezó a derivar hacia «el pie de un risco terrible…
Cuando estábamos ya cerca del acantilado e intentábamos dar la vuelta a la
galera contra el viento, este era tan violento y las olas tan altas que perdimos el
control y corrimos el riesgo de chocar de proa contra las escarpadas rocas». La
disciplina se vino debajo de inmediato: los galeotti «empezaron a correr por
todas partes, preparándose para escapar»; «Milores, suban a cubierta, el barco
está perdido y va a hundirse», fue el grito que se oyó en la bodega. Todo el
mundo corrió a popa en gran desorden y se produjo un embudo en las escaleras
que llevaban a cubierta. El esquife del barco se había lanzado al agua «para que
el propio capitán, su hermano, la esposa de este y sus seguidores fueran los
primeros en escapar». Fabri conocía las suficientes historias de desastres
marítimos para saber que la situación en la que estaba la Magna no era única:
«Los que estaban en los botes habrían desenvainado sus espadas y dagas y
evitado que otros subieran… [y] habrían cortado con sus espadas los dedos y
manos de los hombres que se agarraran a los remos o a los costados del bote. Sin
embargo», continuó Fabri, «también esta vez nos salvó Dios; se contuvo el caos
en la tripulación, se amarró el barco a las rocas, se plegaron las velas y se echó el
ancla».19
Cuando un barco se arrastraba a una orilla a sotavento, las vidas a bordo
dependían de la calidad de sus cabos y anclas. Los barcos llevaban un gran
número de anclas, a las que sometían a situaciones extremas. Cuando la galera
que llevaba a Domenico Trevisan a ver al sultán mameluco estaba frente a las
costas del Peloponeso en 1516, «se levantó un siroco muy fuerte, y aunque se
habían echado las anclas y los cables estaban bien sujetos —y aunque
aumentamos el número de anclas a dieciocho— teníamos miedo de que el viento
nos arrastrara a pesar de las anclas o de que se rompieran los cables y nuestra
galera fuera arrojada contra las rocas».20
Los barcos llevaban cabos de gran longitud —Casola tenía uno de 163
metros—, pero nada ofrecía un cien por cien de garantías frente a los caprichos
del mar. El desastre a cámara lenta que suponían las anclas arrastrándose en el
lecho marino y la costa acercándose poco a poco hacía palidecer hasta a los
lobos de mar más curtidos; los marineros llamaban al ancla más pesada el «ancla
de la esperanza»: era el último recurso. Fabri contempló desolado como su ancla
más pesada tampoco se fijaba en el lecho del mar; con enorme esfuerzo fue izada
de nuevo al barco y lanzada en otro lugar.
… donde de nuevo siguió a la galera igual que el arado sigue al caballo. Fue izada otra vez y
lanzada en un tercer lugar, donde se enganchó en una roca, pero cuando la galera se detuvo y quedó
pendiente del cable, oscilando de lado a lado, la aleta del ancla se soltó de la roca y empezó a
arrastrarse de nuevo; sin embargo, de golpe encontró otra roca a la que, se agarró con fuerza. Así
quedamos colgando de ella toda la noche… el capitán y todos los oficiales y los esclavos de galera
pasaron toda la noche en vela, esperando que su muerte, y la nuestra, llegara en cualquier
momento.21
es más inquietante que ningún otro peligro, excepto un naufragio… todo se vuelve pútrido y
pestilente y mohoso; el agua se pudre, el vino se torna imposible de beber, la carne, incluso la
desecada o ahumada, se llena de bichos y de repente cobran vidas innumerables moscas,
mosquitos, pulgas, piojos, gusanos, ratones y ratas. Peor todavía, todos los hombres a bordo se
vuelven perezosos, vagos y desaseados por causa del calor; irritables por las malvadas pasiones que
son la melancolía, la ira y la envidia; y los acometen otras emociones viles. He visto a pocos
hombres morir a bordo durante una tormenta, pero a muchos los he visto enfermar y morir durante
estas calmas.
Los marineros a los que les quedaba agua potable podían venderla más cara
que el vino, «aunque estaba tibia, blanquecina y descolorida».23 Ninguna galera
podía viajar muchos días sin parar a abastecerse de agua, y estas grandes calmas
provocaban grandes sufrimientos. Fabri padeció tanta sed que soñaba despierto
con su Ulm nativa, donde «iría directamente a Blaubeuren y me sentaría junto al
lago que emerge de las profundidades hasta que hubiera satisfecho mi sed».24
El mareo, el calor, el frío, las pésimas condiciones, la pobre dieta, la falta de
sueño, el movimiento constante del barco… la suma de estos factores acababa
por hacer mella en los viajeros. La galera en la que viajaba Fabri se convirtió en
«un hospital lleno de miserables inválidos».25 La experiencia de la muerte era
súbita y habitual. Los peregrinos, que no estaban acostumbrados a las
condiciones de la vida en el mar, enfermaban y morían de fiebres y disentería;
los marineros perecían en sus bancos por el frío o por accidentes marítimos.
Fabri vio como uno de los peregrinos nobles «moría lastimeramente».
Lo envolvimos en una sábana y lastramos su cuerpo con piedras, y entre llantos lo arrojamos al
mar. Tres días después, otro caballero, que había perdido el juicio, expiró entre grandes dolores y
terribles alaridos. A él lo llevamos a la orilla en nuestro pequeño bote para enterrarlo.26
Poco después, «mientras los oficiales del barco estaban ocupados con las
velas y los tornos de la galera, ¡mirad! De repente, una polea cayó desde la cima
del mástil y golpeó y mató a nuestro mejor oficial… hubo grandes lamentos en
la galera… y no había otro como él a bordo que pudiera ocupar su lugar».27
Cuando desembarcaron, más de una vez Fabri encontró cuerpos ahogados en la
orilla. Los ritos funerarios se adecuaban al estatus del difunto. Los galeotti no
recibían ni siquiera un sudario; tras una corta oración «se los arrojaba por la
borda para que los devoraran las bestias del mar»;28 en cambio, cuando Andrea
Cabral, el cónsul veneciano en Alejandría, murió durante el trayecto de vuelta a
casa, su cuerpo fue eviscerado, embalsamado y guardado en la arena que hacía
de lastre bajo la cubierta de los peregrinos, donde se convirtió en un talismán de
mala suerte en un horripilante trayecto de regreso a casa.
Entre estos extremos, los pasajeros veían todas las maravillas y peligros de
las profundidades pasar junto a ellos. Casola contempló un surtidor de agua
«como un gran chorro»29 levantar una masa de agua del mar, y las consecuencias
de un terremoto en Candía, que hizo que los barcos amarrados en el puerto se
golpearan unos contra otros «como si fueran a hacerse pedazos»30 y agitó el mar
hasta volverlo de un color extraño; pasó frente a Santorini, cuya bahía se creía
infinitamente profunda, donde el capitán había presenciado en una ocasión una
explosión volcánica y visto una nueva isla, «negra como el carbón»,31 elevarse
de súbito desde las profundidades. El barco de Fabri casi fue tragado por un
remolino frente a Corfú, confundido con una nave de piratas turcos frente a la
costa de Rodas, y evitó por los pelos a una flota de invasión turca que iba de
camino a Italia. Y en medio de todo esto, entre la calma y las tormentas, los
mareos y el miedo a los corsarios, se hacían paradas en los puertos del Stato da
Mar, un alivio bienvenido del interminable movimiento del barco que, además,
prometía comida y agua fresca.
Los peregrinos tuvieron ocasión de hacerse a la idea por completo de cómo
era la vida de un marinero. Vieron el intenso esfuerzo de los galeotti, que
trabajaban a toque de silbato, y lo hacían todo rápido y con grandes gritos, «pues
nunca trabajan sin gritar».32 Los pasajeros aprendían a apartarse del camino de la
tripulación, pues, de lo contrario, se arriesgaban a que los marineros los tiraran
por la borda sin querer mientras izaban las anclas, desplegaban o recogían las
velas, subían corriendo por las jarcias, colgaban de los costados del barco o
sudaban en los remos para maniobrar la nave contra el viento para entrar en un
puerto seguro. Pronunciaban «juramentos españoles», tan terribles que
conmocionaban a los piadosos peregrinos, sufrían frío y calor e interminables
retrasos por los vientos en contra, y vivían por los pocos momentos de respiro:
los desembarcos o el barril de vino. Todos los marineros eran presa de
supersticiones; no les gustaba llevar en sus barcos ni agua bendita del río Jordán
ni reliquias robadas ni momias egipcias; consideraban que los cadáveres
ahogados eran un mal presagio; estaban convencidos de que los cadáveres en la
bodega eran siempre causa de desastres… Todas las desgracias de un viaje
podían atribuirse a cosas de este tipo. Rogaban a una galaxia de santos especiales
para que su viaje fuera propicio y pronunciaban sus oraciones en italiano y no en
latín. Cuando el mar se encrespaba en invierno frente a la costa de Grecia, era el
arcángel Miguel agitando sus alas; cuando el tiempo turbulento de finales de
noviembre y principios de diciembre llegaba, se encomendaban a santa Cecilia,
san Clemente y santa Catalina; el 6 de diciembre invocaban a san Nicolás, luego,
dos días después, a la propia Virgen; temían a las sirenas, cuya canción era fatal,
aunque creían que se las podía despistar lanzando botellas vacías al mar, pues a
las sirenas les gustaba jugar con ellas. Y en todos los puertos sacaban un poco de
las mercancías que habían traído en sus baúles y sacos y probaban suerte.
Fabri se sentaba en cubierta día y noche, hiciera buen tiempo o malo,
siguiendo la compleja vida del barco. Lo comparó a estar en un monasterio. En
Candía, contempló las reparaciones subacuáticas que se realizaron en el timón:
… el nadador se desnudó hasta quedar solo con los calzones y luego, llevando con él un
martillo, clavos y tenazas, bajó hasta el mar, se sumergió hasta donde el timón estaba roto y allí
trabajó bajo el agua, arrancando clavos y clavando otros. Tras un buen rato, cuando lo hubo
arreglado todo, reapareció desde las profundidades y subió por el costado de la galera en el que
estábamos. Eso es lo que vimos, pero cómo pudo ese obrero respirar bajo el agua y cómo pudo
permanecer tanto tiempo en el agua salada, no puedo comprenderlo.33
… y una lámpara siempre está encendida junto a la brújula de noche… uno siempre mira la
brújula y canta una especie de cancioncilla dulce… el barco avanza en silencio, sin titubeos… y
todo está tranquilo, excepto por el que vigila la brújula y el que sostiene el timón, pues estos, como
dando las gracias… continuamente saludan a la brisa, alaban a Dios, a la bendita Virgen y a los
santos, uno respondiendo al otro, y nunca están en silencio mientras el viento es favorable.34
Como capitán, me enfrenté con vigor a la primera galera, atacándola con furia. Se defendió
muy bien, pues estaba tripulada por turcos valientes que luchaban como dragones. Pero gracias a
Dios, pude derrotarla y cortar en pedazos a muchos de los turcos. Fue un combate duro y violento,
porque las otras galeras se acercaron por la amura de babor y me dispararon muchas flechas.
Ciertamente las noté. Una me dio en la mejilla izquierda, bajo el ojo, y me atravesó la mejilla y la
nariz. Otra me dio en la mano izquierda y la atravesó limpiamente… pero combatiendo con bravura
obligué a estas otras galeras a retirarse, tomé la primera galera e icé mi bandera en ella. Luego, di
media vuelta rápidamente… y embestí a una galeota con el espolón [de mi galera], abatí a muchos
turcos, la derroté, hice subir a algunos de mis hombres a bordo e icé mi bandera.
Los turcos ofrecieron una resistencia tan tenaz porque todos sus barcos tenían grandes
tripulaciones que eran lo mejor de la marinería turca. Pero, por la gracia de Dios y la intercesión de
san Marcos, pudimos poner en fuga a toda la flota. Un gran número de hombres saltaron al mar. La
batalla duró desde la mañana hasta la segunda hora. Capturamos seis de sus galeras con todas sus
tripulaciones y nueve galeotas. Pasamos a todos los turcos a bordo por la espada, entre ellos a su
comandante… a todos sus nietos y a muchos otros capitanes importantes…
Tras la batalla navegamos frente a Galípoli y rociamos a los que estaban en tierra con flechas y
proyectiles, provocándolos para que salieran a luchar… pero ninguno tuvo valor para hacerlo… Me
alejé una milla de Galípoli para que nuestros heridos pudieran recibir atención médica y
refrescarse.1
Una galera otomana
Lo que siguió fue igual de brutal. Tras retirarse 80 kilómetros costa abajo
hasta Ténedos, Loredan; procedió a ejecutar a todos los miembros de otras
naciones que habían capturado en los barcos turcos, como castigo ejemplar.
«Entre los cautivos», escribió Loredan, «estaba Giorgio Callergis, un rebelde
contra la Señoría, que resultó muy malherido. Tuve el honor de descuartizarlo en
la cubierta de popa de mi propia nave. Este castigo servirá de aviso para que
otros malos cristianos no osen ponerse al servicio del infiel».2 Muchos otros
fueron empalados. «Fue un espectáculo horrible», escribió el historiador
bizantino Ducas, «a lo largo de toda la orilla, como racimos de uva, había
siniestras estacas de las que colgaban cuerpos».3 Aquellos que habían sido
obligados a servir en los barcos turcos fueron liberados.
En su primer enfrentamiento hostil, Loredan casi había destruido por
completo a la flota otomana y también los medios para reconstruirla
rápidamente. Los venecianos comprendían perfectamente dónde radicaba la
fuente del poder naval otomano. Muchos de los marineros de la flota turca,
aunque nominalmente turcos, en realidad eran corsarios, marineros y pilotos
cristianos, expertos marítimos sin los cuales la embrionaria armada del sultán no
podía funcionar. La política de la República iba a ser inflexible en este aspecto:
si estrangulaba el suministro de trabajadores especializados, la capacidad naval
de los otomanos se marchitaría. Este era el motivo de que masacraran a los
marineros tan despiadadamente. «Ahora podemos decir que el poder del turco en
esta parte del mar ha sido destruido por mucho tiempo»,4 escribió Loredan.
Ninguna flota otomana volvería a hacerse a la mar en cincuenta años.
La batalla de Galípoli, que se produjo por casualidad, hizo que los
venecianos cayeran en un exceso de confianza sobre su supremacía marítima.
Durante las décadas posteriores, los comandantes de galeras llegaron a la
conclusión de que «son necesarias cuatro o cinco de sus galeras para igualar a
una de las nuestras».5 Susceptibles sobre sus credenciales como cristianos,
utilizaron también la victoria para subrayar a los potentados del sur de Europa su
reputación como «el único pilar y la única esperanza para los cristianos contra
los infieles».6
Los otomanos habían avanzado tan rápida y sigilosamente por Asia Menor en el
caótico periodo que siguió a la cuarta cruzada que su progreso pasó, al menos
durante un tiempo, desapercibido. Se habían insertado en las guerras civiles
bizantinas y en las guerras comerciales entre los venecianos y los genoveses.
Estaban atentos a las oportunidades que surgían en las situaciones confusas. Se
aliaron con los genoveses en la década de 1350, y estos los transportaron al otro
lado de los Dardanelos hasta Galípoli, de donde ya no fueron desalojados nunca.
Aumentaron la velocidad de su expansión y atacaron Bulgaria y Tracia, rodearon
Constantinopla y redujeron a los emperadores a la condición de vasallos. Hacia
1410, Ducas afirmó que había más turcos asentados en Europa que en Asia
Menor. Era como si en la columna del hipódromo hubiera surgido una cuarta
serpiente cuyo abrazo de pitón amenazaba con asfixiar lentamente a todas sus
rivales. La Europa cristiana, presa de intereses en conflicto y de cismas
religiosos, no respondió de ningún modo. Sucesivos papas, cada vez más
conscientes del peligro de «el turco», se desesperaron por la enemistad entre
católicos y ortodoxos y por las interminables guerras entre genoveses y
venecianos; sin los recursos navales de las repúblicas marítimas, las cruzadas
nacían muertas en las antecámaras del Vaticano.
Venecia miraba con recelo a la potencia en alza. Ya en la década de 1340, los
venecianos prevenían sobre «el creciente poder marítimo de los turcos. Los
turcos han, de hecho, arruinado las islas de Romania [el Egeo] y, puesto que no
hay apenas otros cristianos que los combatan, están creando una importante flota
con vistas a atacar Creta».7 El vacío de poder que Venecia había contribuido a
crear en 1204 estaba siendo llenado ahora. La política de la República era no
aliarse jamás con los otomanos, como hacían los genoveses, pero tampoco
estaba en posición de actuar contra ellos. Siempre distraídos por otras guerras e
intereses comerciales, y recelosos de las inestables alianzas cruzadas que podrían
dejarlos peligrosamente expuestos, los venecianos observaban y esperaban.
Contemplaron con escepticismo, sin involucrarse, una desventurada cruzada
contra los otomanos emprendida por una fuerza conjunta francohúngara en 1396;
su única contribución fue cierta medida de apoyo naval al recoger a un patético
puñado de supervivientes en las orillas del Danubio después de su derrota total
en la batalla de Nicópolis. Su respuesta a las llamadas a defender la cristiandad
era siempre la misma: no estaban preparados para actuar en solitario, pero
siempre que revisaban los idealistas y poco pragmáticos proyectos de cruzada
del papado rechazaban educadamente participar en ellos.
Hacia 1400, los otomanos habían alcanzado ya las estribaciones del imperio
marítimo y zonas comerciales venecianas. Para Venecia, y para el resto de
Europa, los multiculturales otomanos que acampaban en los Balcanes eran
siempre llamados «los turcos», y su sultán era «el Gran Turco». Bajo sus
respectivas banderas, el león y la luna creciente, las dos potencias imperiales
eran polos opuestos: el cristiano y el musulmán; la clase mercantil marinera,
preocupada por el comercio y los guerreros continentales cuyo prestigio se
medía en posesiones terrestres; la república impersonal, que valoraba la libertad
por encima de todo, y el sultanato, que dependía del capricho autocrático de un
solo hombre. Venecia reconoció rápidamente que los otomanos eran distintos de
los sedentarios mamelucos. Eran agresivos, inquietos y expansionistas, y su
imperio estaba construido sobre la premisa de un crecimiento continuo cuyas
misiones intercaladas y preestablecidas, tanto imperiales como religiosas, eran
ampliar los reinos musulmanes y las posesiones otomanas. La extenuante
persistencia de los turcos estaba destinada a llevar a Venecia al límite de sus
fuerzas. «Las cosas siguen estando muy mal con los turcos», declaró un
embajador veneciano tiempo después tras pasar muchos años en la corte del
sultán, «pues estén en guerra o en paz siempre te agotan, te roban y desean que
la justicia se haga a su manera».8 Ninguna otra potencia europea empleó tanto
tiempo, energía, dinero y recursos en comprender a los otomanos. Venecia
llegaría a conocer profundamente su lengua, psicología, religión, tecnología,
rituales y costumbres; analizaría pragmáticamente la personalidad de cada nuevo
sultán para averiguar qué amenazas planteaba y qué ventajas podía obtener.
Ninguna otra nación apreció mejor las sutilezas de la actividad diplomática ni se
desempeñó con tan consumada habilidad en el juego de los embajadores. Para
Venecia la diplomacia era tan útil como un escuadrón de galeras y tenía un coste
muchísimo menor.
Ya en 1360, la República envió embajadores ante el sultán Murad I para
felicitarlo en su nueva capital de Adrianópolis, que cerraba de forma efectiva el
cerco a Constantinopla. Comprendieron muy pronto que se enfrentaban a
enemigos muy tercos. Cuando los embajadores volvieron a presentarse ante
Murad en 1387 para protestar por sus incursiones en Negroponte, llevaron
consigo presentes: cuencos y jarras de plata, túnicas, un abrigo de piel con
botones de perlas y dos grandes perros, llamados Passalaqua y Falchon. Los
perros resultaron inmensamente populares; Murad pidió inmediatamente una
hembra para poder criar la raza. Sin embargo, no accedió a liberar a los
prisioneros que le pidieron los embajadores, y el Senado veneciano recibió una
carta sobrecogedora que declaraba que los embajadores habían prometido que la
República enviaría un ejército a su cargo para apoyar a los otomanos. Los
embajadores, por supuesto, no habían hecho tal cosa.
Las reglas del juego eran complejas y debían aprenderse de nuevo. A medida
que los otomanos redujeron los Balcanes y la Grecia continental a la condición
de vasallos, Venecia tuvo que jugar sus cartas con cuidado, pues dependía del
grano griego. No podía ni abandonar su papel como defensora de la cristiandad
ni tampoco ser vista como «constante cómplice del turco».9 Pragmática, cínica y
ambivalente —más interesada en el comercio que en defender una causa—,
necesitaba mantener buenas relaciones con ambos bandos. Era indispensable
desplegar la máxima actividad diplomática con los otomanos. «Las
negociaciones con los turcos eran como jugar con una bola de cristal»,10 se diría
más adelante. «Cuando el otro jugador la lanzaba con fuerza, era necesario
abstenerse de devolverla con la misma fuerza y también evitar que cayera al
suelo, porque de cualquiera de esos dos modos acabaría hecha añicos».
Los venecianos, con el tiempo, adiestrarían a su propio cuerpo de lingüistas
otomanos, los Giovanni di lingua, pero en el siglo XV recurrían a intérpretes para
conducir las negociaciones con los otomanos en lengua griega. Averiguaron a
quién debían sobornar y cuándo. Sabedores de la enorme atracción que ejercían
los ducados de oro, apartaron cantidades para el cohecho; valoraban con
profesionalidad los presentes recibidos de emisarios otomanos y devolvían
regalos de valor equivalente; adecuaban el esplendor de una misión diplomática
a la importancia de la ocasión. Prestaban meticulosa atención a la muerte de cada
sultán y, al no saber cuál de sus hijos vencería en la carrera hacia el trono,
preparaban múltiples copias de las cartas de acreditación y felicitación, cada una
con el nombre de un candidato distinto… o incluso las dejaban en blanco para
que el embajador las completara sobre la marcha. Manejaban delicadamente el
equilibrio entre amenazas y promesas. Durante las guerras civiles otomanas,
seguían la práctica bizantina y apoyaban a pretendientes al trono para aumentar
la confusión. Establecieron alianzas con dinastías turcas rivales en Asia Menor
para presionar a los otomanos desde ambos lados. Cambiaban continuamente de
posición según soplaba el viento, combinando la amenaza de usar la fuerza con
las ofertas de dinero.
Nunca fue fácil. Al ver que los otomanos consolidaban su poder sobre
Grecia, el pueblo de Salónica ofreció su ciudad a Venecia en 1423; era un puerto
muy valioso, situado en un punto estratégico tanto militar como comercial. El
Senado «recibió la oferta con agrado y prometió proteger y nutrir y hacer
prosperar a la ciudad y transformarla en una segunda Venecia».11 El sultán
Murad II, sin embargo, insistió en que la ciudad era suya por derecho y exigió su
devolución. Durante siete años, Venecia envió comida a la ciudad y consumió
recursos para su defensa, mientras, en paralelo, intentaba llegar a un acuerdo con
el sultán; pero este no cedió. Cuando los venecianos ofrecieron pagar tributo por
la ciudad, se negó a aceptarlo. Cuando enviaron embajadores, los encerró en la
prisión. Cuando enviaron flotas para bloquear los Dardanelos, simplemente los
ignoró. Los venecianos aumentaron su oferta de tributo, pero volvió a ser
rechazada. Saquearon Galípoli, pero eso no aplacó la disputa por Salónica.
Establecieron una alianza con la dinastía rival de Karaman, en Asia Menor;
Murad envió corsarios a que saquearan la costa de Grecia.
Año tras año, Venecia oscilaba entre la guerra y la paz, golpeando los
costados del Imperio otomano, pero el sultán permanecía impávido:
… la ciudad es mi herencia. Mi abuelo Bayaceto la tomó de los griegos con sus propias manos.
Así que, si los griegos fueran ahora sus señores, quizá pudieran acusarme de ser injusto. Pero
nosotros, siendo latinos y de Italia, ¿qué se os ha perdido en esta parte del mundo? Marchaos si
queréis, pues de lo contrario, pronto yo acudiré.12
Y en 1430 hizo exactamente eso. Los venecianos se abrieron paso
combatiendo hasta el puerto y se marcharon en sus barcos, abandonando a los
griegos a su destino. Habría sido mejor, escribió un cronista, si un terremoto o un
maremoto hubiera destruido la ciudad. Los otomanos la conquistaron y
engulleron otro trozo de Grecia.
Al año siguiente, Venecia firmó la paz y pagó tributo a Murad. Aunque se
garantizó al Stato da Mar que no sería atacado, eso no detuvo el avance
otomano, que prosiguió por la costa oeste de Grecia y el sur de Albania hasta
llegar a las puertas del Adriático. Las incursiones realizadas por particulares, que
no podían atribuirse a ningún Estado, continuaron produciéndose. Liberar
irregulares sin salario a lo largo de las fronteras era el método que utilizaban los
otomanos para ablandar las provincias fronterizas que deseaban conquistar en un
futuro. En el mar, los corsarios, apoyados por los turcos, siguieron siendo una
molestia, por mucho que no supusieran un desafío para la supremacía marítima
veneciana. Negroponte, la siguiente base siguiendo la costa de Salónica,
empezaba a ser causa de preocupación. Solo un estrecho canal separaba a la isla
de la Grecia continental, a la que estaba unida por un puente. El Senado prohibió
a la gente que fuera al continente a recoger la cosecha de maíz y ordenó que un
destacamento de dieciocho hombres vigilara el puente día y noche.
Los registros del Senado recogen una retahíla de sutiles agresiones. Año tras
año, ofrecen noticias de incursiones, movimientos de tropas, de ataques piratas y
secuestros. «Durante los últimos tres años», se dijo de Negroponte en 1449, «la
isla se ha visto sometida a continuos saqueos por parte de los turcos, que roban
ganado y luego declaran actuar en nombre del hijo del sultán, en guerra con la
Señoría. Esto es obra de turcos irregulares, que son inveterados saqueadores»;13
y ello a pesar del hecho de que Venecia estaba oficialmente en paz con el sultán.
Los venecianos enviaron otro embajador para protestar. Al año siguiente, la
terrible situación de las islas fue analizada de nuevo: «Turcos y catalanes
saquean las islas; en Tinos, treinta hombres fueron hechos esclavos, se robaron
pesqueros y se robaron o mataron vacas, asnos y mulas. Sin barcos ni animales,
los tiniotas no pueden trabajar y han tenido que comerse las bestias que les
quedaban para sobrevivir».14 Muchos de estos ataques estaban dirigidos por
súbditos desafectos del sistema imperial. Ya en 1400, se observó que «un gran
número de súbditos cretenses… huyen hacia tierras de los turcos y sirven
voluntariamente en barcos turcos; están bien informados de lo que sucede en los
puertos y territorios venecianos y guían a los turcos hacia los lugares que
saquear».15 Eran hombres como Giorgio Callergis a los que los comandantes de
galeras empalaban en estacas o descuartizaban sobre sus cubiertas.
En la década de 1440, el lento pero implacable avance otomano llevó a la
convocatoria de una nueva cruzada. Para Venecia, esta petición requería sopesar
con cuidado el riesgo y los posibles beneficios. Aprovechándose del caos de la
sucesión otomana, los serbios, los húngaros y el papado hicieron un nuevo
intento por expulsar a los otomanos de Europa. Venecia era brutalmente realista
sobre sus posibilidades y oportunidades. A cambio de bloquear los Dardanelos
para impedir que las tropas otomanas lo cruzaran desde Asia, quería un pago en
metálico por sus barcos y la cesión inmediata de Salónica y Galípoli en caso de
éxito. Tenía claros los imperativos estratégicos: «Si el dinero se recauda
demasiado tarde, será imposible enviar las galeras a los estrechos en el momento
adecuado; los turcos podrán cruzar de Asia a Europa y la derrota cristiana es
segura».16 Esto se convirtió en la fuente de una furiosa disputa entre la
República y el papado que revivió todas las viejas desconfianzas entre ambos. El
papa acusó a Venecia de comportarse de manera poco cristiana; la respuesta fue
iracunda: «La Señoría no repara en nada para defender los intereses de la
cristiandad… deploramos estas acusaciones papales, tan injustas… Venecia las
considera una afrenta a su honor».17
Venecia, al final, aceptó a regañadientes preparar los barcos, pero el dinero
seguía sin llegar. «Para el papa, pagarnos es una cuestión de honor… ¡su
conducta es de pura ingratitud!»,18 exclamaron. La relación se deterioró todavía
más a partir de entonces: «Eugenio IV considera que Venecia debe algo a la
Santa Sede. No es verdad, sino que, muy al contrario, es el papa quien está en
deuda con la República».19 La distancia entre la mentalidad mercantil y los píos
y poco mundanos cardenales seguía siendo tan grande como siempre. Esta deuda
pendiente nunca sería olvidada. Una década después volvería a aparecer en
circunstancias todavía más trágicas.
De hecho, Venecia tenía sobrados motivos para su escepticismo. La cruzada
estaba increíblemente mal planificada, y la República organizó el bloqueo de los
estrechos demasiado tarde y no pudo impedir que comerciantes genoveses
transportaran a un ejército otomano de Asia a Europa por el Bósforo. Se rumoreó
que capitanes privados venecianos también participaron. En Varna, cerca del mar
Negro, los cruzados fueron aniquilados. Esta vez no hubo una flota veneciana
que recogiera a los supervivientes. Los turcos dejaron tras ellos una pirámide de
calaveras. Fue el último intento de expulsarlos de Europa.
El lazo seguía estrechándose sobre Constantinopla. Cuando falleció Murad
en 1451, Venecia actuó de nuevo con cautela. El 8 de julio, el Senado envió a un
embajador ante el nuevo sultán, Mehmed II, ofreciendo paz y condolencias; al
día siguiente se ordenó al embajador que fuera a visitar al asediado emperador
en Constantinopla, Constantino, su nuevo rival. Un día después, Venecia ordenó
a otro embajador que contactara con el enemigo de Mehmed en Asia Menor, el
Gran Karaman. Se enviaron galeras para asegurar que los Dardanelos seguían
abiertos. Venecia apostaba todas sus cartas.
Al día siguiente de ascender al trono, Mehmed hizo que asesinaran a su
hermanastro en el baño. Los venecianos, sensibles a los tiempos cambiantes,
apreciaron rápido el cambio de tono. Hacia el final de su reinado. Murad se
había vuelto menos agresivo. El nuevo sultán, de veintinueve años de edad, era a
la vez ambicioso y muy inteligente. Ansiaba nuevas conquistas y tenía un solo
objetivo en mente. Hacia febrero de 1452, se recibió en la laguna a embajadores
del emperador Constantino que advirtieron que «los grandes preparativos del
sultán Mehmed II, tanto por tierra como por mar, no dejan duda alguna de que su
intención es atacar Constantinopla. No hay duda de que esta vez la ciudad caerá
si nadie acude en ayuda de los griegos, y la valiente ayuda de los venecianos
sería el mayor premio».20 En otoño, los embajadores regresaron con ruegos
todavía más desesperados. Suplicaron que les enviaran ayuda para salvar la
ciudad. Los senadores vacilaron, intentaron nadar y guardar la ropa y no les
ofrecieron más que buenas palabras. Los enviaron al papa y a los florentinos,
citando su guerra en Italia, y, como concesión, permitieron la exportación de
petos y pólvora. Sin embargo, continuaron presionando y negociando para
conseguir que se emprendiera una acción conjunta: «Es necesario que la Santa
Sede y otras potencias cristianas se unan».21
Durante el verano de 1452, Mehmed construyó un castillo en el Bósforo con
la intención de cerrar el paso al mar Negro. Los otomanos bautizaron a su nueva
fortaleza con el nombre de la Degolladora. Venecia estaba bien informada sobre
ella. Sus espías enviaron mapas detallados de su planta. Ante ella destacaba una
batería de enormes bombardas que supervisaban los estrechos con intención de
hundir cualquier barco que no se detuviera para inspección. El día antes de que
se terminaran las obras, el Senado informó de que «Constantinopla está
completamente rodeada por las tropas y los barcos del sultán Mebmed».22 En
consecuencia, los venecianos reforzaron sus preparativos marítimos, pero
siguieron sin comprometerse a combatir a los otomanos. Esta incertidumbre
quedó perfectamente plasmada en una moción en el Senado que, aunque fue
derrotada, proponía la escandalosa solución de abandonar por completo a su
suerte a Constantinopla.
Venecia pronto experimentó directamente las consecuencias del bloqueo de
Mehmed. El 26 de noviembre, una galera mercante veneciana que llevaba
suministros a la ciudad desde el mar Negro fue hundida por los cañonazos
disparados desde la Degolladora. La tripulación consiguió llegar a la costa,
donde fueron capturados y llevados frente al sultán en Adrianópolis. Para cuando
un embajador llegó a la corte a suplicar por sus vidas, los cuerpos decapitados de
los marineros ya se estaban pudriendo frente a las murallas de la ciudad. El
capitán, Antonio Rizzo, fue empalado en una estaca.
Los intercambios diplomáticos europeos siguieron siendo estridentes,
llevados a cabo solo de cara a la galería y muy poco efectivos durante los
primeros meses de 1453. Venecia informó al papa y a los reyes de Hungría y
Aragón «de los grandes preparativos venecianos, y les pidió que aunaran
inmediatamente sus esfuerzos a los de la Señoría, pues, de lo contrario,
Constantinopla estaba perdida»23 El Vaticano quería enviar cinco galeras, y para
ello tenía sus expectativas puestas en la República, pero Venecia no había
olvidado la deuda de Varna y se negó a concederle crédito para pagarlas. En su
respuesta del 10 de abril, el Senado «se congratula de sus intenciones [del
papado], pero no puede evitar recordar la dolorosa conducta del papa Eugenio
IV, quien, en 1444, retrasó incesantemente el pago de los barcos».24
Todas las tensiones que existían en el sistema de la cristiandad se pusieron de
manifiesto. A principios de mayo, Venecia preparaba sus propias galeras y les
daba órdenes contradictorias y cautelosas: proceder bada Constantinopla «si la
ruta no parece demasiado peligrosa… evitando combatir en los estrechos… pero
participando en la defensa de Constantinopla».25 Al mismo tiempo, el embajador
ante la corte de Mehmed recibió instrucciones de subrayar «la inclinación
pacífica de Venecia; si la Señoría ha enviado unas pocas galeras a
Constantinopla, había sido puramente para escoltar las galeras del mar Negro y
para proteger los intereses venecianos, e intentará inducir al sultán a firmar la
paz con Constantino».26
Ya era demasiado tarde. El 6 de abril, Mehmed acampó frente a las murallas
de Constantinopla con un enorme ejército y un formidable conjunto de cañones;
el día 12, a la una de la tarde, una considerable flota llegó remando hacia el norte
por los estrechos desde Galípoli. Era la primera vez en cuarenta años que los
otomanos desafiaban de forma organizada el poder naval de Venecia. Los
venecianos residentes en Constantinopla que vieron esta flota acercarse con
«grandes gritos y el estruendo de castañuelas y panderetas»27 se quedaron
conmocionados. Mehmed era un maestro de la logística y dominaba como nadie
la coordinación de los distintos elementos del esfuerzo bélico. Comprendió
rápidamente que no se podía tomar Constantinopla a menos que se sometiera a la
ciudad a un bloqueo marítimo. En Galípoli, hizo construir una poderosa armada
que puso en cuestión la supuesta hegemonía marítima de Venecia. Por primera
vez, los venecianos vieron con claridad la enorme capacidad y los inmensos
recursos de los turcos, así como su capacidad para adoptar, dominar y mejorar
las habilidades técnicas y militares de los pueblos a los que habían convertido en
vasallos.
Aunque el Estado reaccionó con lentitud y ambivalencia, los residentes
venecianos, bajo su bailo Girolamo Minotto, y las tripulaciones de las galeras
venecianas que se encontraban en el Cuerno de Oro combatieron con gallardía
por los asediados restos del Imperio bizantino. Probablemente se les escapaba lo
Irónico de la situación; doscientos cincuenta años después de que Venecia
hubiera dedicado sus esfuerzos a saquear la ciudad imperial, sus ciudadanos
defendían sus murallas, guardaban la cadena que protegía el Cuerno de Oro y
combatían hombro con hombro con los griegos para rechazar a un ejército
atacante que deseaba conquistar la ciudad y a cuya presencia allí había
contribuido decisivamente la cruzada de 1204. Cavaron trincheras «con una
voluntad que honra al mundo»,28 escribió en su patriótico diario Nicolo Barbaro;
desfilaron por las murallas de la ciudad con la bandera de san Marcos
desplegada para levantar los ánimos de los defensores «por amor a Dios y a la
Señoría»,29 mantuvieron sus barcos en la cadena para rechazar a la flota
enemiga, organizaron ataques por tierra y por mar, defendieron el palacio de
Blanquerna y combatieron con entereza y valor. En la historia de Venecia, el
vínculo emocional que se había forjado con Constantinopla, con la que se había
mantenido una relación tan larga como contradictoria, era profundo y sincero. En
1453, los venecianos combatieron para defenderla en memoria de los huesos de
Dandolo y por el provecho y el honor de la República de Venecia. Fueron
marineros venecianos los que, disfrazados de turcos y arriesgando sus vidas,
salieron en un velero ligero en busca de señales de la llegada de una flota de
socorro. Tras tres semanas de rastrear los Dardanelos, se dieron cuenta de que
nadie acudiría en ayuda de la ciudad. En esos momentos no se engañaban sobre
las implicaciones de su siguiente decisión: si regresaban a Constantinopla,
volvían a jugarse la vida. Haciendo honor al carácter veneciano, la tripulación
decidió votar democráticamente. La decisión de la mayoría fue «regresar a
Constantinopla, esté en manos de turcos o de cristianos, signifique la vida o nos
lleve a la muerte».30 Constantino les dio profusamente las gracias por su
regreso… y rompió a llorar al saber que ningún cristiano acudiría en su ayuda.
La discordia con los genoveses continuó hasta el final. Hubo genoveses que
lucharon codo con codo con los venecianos, con quienes la relación siempre fue
tensa, mientras que al otro lado del Cuerno de Oro, en Gálata, la colonia
genovesa mantenía una incómoda neutralidad, ayudando en secreto a ambas
partes y granjeándose, por lo tanto, la animadversión de ambas. El punto álgido
de esta relación llegó a mediados de abril. A pesar de todo su supuesto poder, la
flota otomana no se desempeñó bien. No consiguió capturar cuatro mercantes
genoveses que el papa envió con suministros y tampoco pudo romper la cadena
que cerraba el Cuerno de Oro, protegida por barcos venecianos. Frustrado,
Mehmed hizo que transportaran setenta barcos por tierra hacia el interior del
Cuerno de Oro durante la noche. Cuando se hicieron al agua en la mañana del 21
de abril, los defensores, al verlos a sus espaldas, quedaron conmocionados. Fue
otro golpe a la estima naval veneciana; «Nos vimos obligados a permanecer en
guardia en el mar día y noche, con gran temor a los turcos»,31 escribió Barbaro.
Cuando los venecianos planearon un ataque nocturno contra esta flota enemiga
que había aparecido en el Cuerno de Oro, fueron traicionados, casi con toda
seguridad por una señal emitida por los genoveses; la galera que lideraba el
ataque fue hundida por el fuego de los cañones enemigos, y los supervivientes
nadaron hasta la orilla y fueron capturados. Al día siguiente, Mehmed empaló a
cuarenta marineros venecianos a la vista de las murallas de la ciudad. Sus
compañeros contemplaron sus estertores de agonía con horror y acusaron a sus
viejos rivales: «Esta traición ha sido cometida por los malditos genoveses de
[Gálata], unos rebeldes contra la fe cristiana que ahora se demuestran amigos del
sultán turco».32
Los venecianos residentes en Constantinopla lucharon por Bizancio hasta el
final. Las banderas con el león de san Marcos y del águila bicéfala bizantina
ondearon la una junto a la otra en el palacio de Blanquerna. La víspera del asalto
final, «el bailo ordenó que todo el que se llamara a sí mismo veneciano fuera a la
murallas terrestres, por el amor a Dios y a la fe cristiana, y que todo el mundo
estuviera dispuesto de buen grado a morir en su puesto».33
Y así lo hicieron. El 29 de mayo de 1453, después de durísimos combates,
los turcos tomaron las murallas y la ciudad cayó. «Cuando levantaron su bandera
y la nuestra fue derribada, vimos que la ciudad estaba tomada y que ya no había
esperanza de recobrarla»,34 escribió Barbaro. Los que pudieron, huyeron a sus
galeras y navegaron entre los cuerpos que flotaban en el agua «como sandías en
un canal».35
Los supervivientes venecianos enumeraron con orgullo la lista de sus caídos
en la defensa, «algunos de los cuales se ahogaron y otros murieron en el
bombardeo o fallecieron en combate o acabaron sus vidas en la batalla de otras
formas».36 Minotto fue capturado y decapitado; sesenta y dos miembros de la
nobleza murieron con él; algunos de los barcos contaron con tan poca gente que
apenas pudieron largar velas, y solo la poca disciplina de la nueva armada de
Mehmed, que abandonó la patrulla del mar para participar en el saqueo, les
permitió escapar.
Una pequeña fragata llegó a Venecia con las noticias la tarde del 29 de junio
de 1453. Según los testigos de su llegada, navegó por el Gran Canal hasta el
puente de Rialto ante una gran multitud expectante por saber de Constantinopla:
Todos se asomaron a las ventanas y los balcones, esperando, atrapados entre el miedo y la
esperanza, a saber qué noticias traía sobre la ciudad de Constantinopla y las galeras de Romania,
sobre sus padres, hijos y hermanos. Y cuando llegó, una voz gritó que Constantinopla había caído y
todos sus habitantes de más de seis años habían sido asesinados. De inmediato hubo grandes gritos,
aullidos, llantos y quejidos de desesperación, y todo el mundo se golpeó las palmas de las manos o
el pecho con el puño o se arrancó el cabello u ocultó el rostro por la muerte de un padre, un hijo o
un hermano, o por la pérdida de sus propiedades.37
El soberano, el Cran Turco Mehmed Bey, es un joven de veintiséis años, bien formado, de
estatura más bien alta que mediana, experto en el manejo de las armas, de aspecto más amenazador
que venerable, poco propenso a la risa, circunspecto y dotado de gran generosidad, obstinado en la
persecución de sus objetivos, osado en cuanto emprende y tan ansioso de fama como Alejandro de
Macedonia. Cada día hace que un compañero llamado Ciriaco de Ancona y otro italiano le lean
obras históricas romanas y de otras naciones… Habla tres idiomas, turco, griego y eslavo. Se ha
tomado grandes molestias en aprender la geografía de Italia y en informarse… de dónde está la
sede del papa y dónde la del emperador, y de cuántos reinos hay en Europa. Posee un mapa de
Europa con los países y provincias. Nada le gusta más que aprender la geografía del mundo y sobre
asuntos militares; arde en deseos de dominar y es un astuto investigador de la situación. Es con un
hombre así con el que han de lidiar los cristianos. Hoy, dice, los tiempos han cambiado, y declara
que avanzará desde Oriente hacia Occidente como en otros tiempos los occidentales avanzaron
hacia el Oriente. Debe haber, dice, un solo imperio, una sola fe y un solo soberano en el mundo.1
El agudo retrato que presenta Languschi anticipaba todos los problemas que
estaban por llegar. Captaba con exactitud la verdadera personalidad del sultán:
un hombre inteligente, frío, quijotesco, secretista, ambicioso y profundamente
aterrador. Mehmed era una fuerza de la naturaleza, implacable y despiadado,
impredeciblemente propenso a ataques de furia homicida y a momentos de gran
compasión. Su modelo era Alejandro Magno, y su ambición, invertir el rumbo
de las conquistas del mundo; su interés por la cartografía y por la tecnología
militar, satisfecho en gran parte por asesores italianos, era puramente estratégico.
El conocimiento era para Mehmed algo práctico. Su propósito era la invasión. Su
objetivo era ser coronado César en Roma.
Estaría en guerra casi los treinta años completos de su reinado y en ese
periodo dirigiría diecinueve campañas en persona; combatió hasta que sus
exhaustas tropas se negaron a seguir luchando; gastó dinero hasta devaluar la
moneda y vaciar el tesoro; llevó una vida de excesos personales —comida,
alcohol, sexo y guerra— hasta que la gota lo hinchó y desfiguró. En el proceso
se estima que causó la muerte de ochocientas mil personas. Su vida queda
enmarcada entre dos retratos venecianos, el primero, el que hemos visto, y un
segundo, un óleo del pintor Gentile Bellini. En el intervalo entre los dos,
Mehmed llevaría al límite las capacidades militares y diplomáticas de la
República de Venecia.
La información del capitán del Golfo y de las autoridades de Modona-Corona muestra con
diáfana claridad que el sultán tiene la intención de imponer su autoridad sobre todo el Peloponeso y
que es enemigo de Venecia. Los turcos están justo en la frontera de los territorios venecianos, en
los que penetran con impunidad, causando daños y secuestrando a los siervos; acaban de tomar un
castillo muy cercano a Modona.13
Negroponte (a la derecha) estaba comunicado con la Grecia continental mediante un puente levadizo
custodiado por un fuerte que se alzaba en su punto medio.
Ambas partes actuaban de mala fe. Mehmed estudiaba con avidez mapas de
Venecia. Mantenía en su corte a cierto número de agentes florentinos y
genoveses, siempre deseosos de ofrecer información que pudiera perjudicar a su
rival. Alimentaban su voraz apetito estratégico. Según uno de ellos, «Mehmed
quiere saber exactamente dónde y cómo está ubicada Venecia, y a qué distancia
de tierra firme y cómo uno podría abrirse paso hasta ella por tierra y mar». Sus
consejos fueron lo bastante detallados como para que el sultán concluyera que
«sería posible y fácil construir un largo puente desde Marghera [en la península
itálica] hasta Venecia, por el que podrían pasar las tropas».16 Para el hombre que
había transportado setenta galeras a lo largo de cinco kilómetros de tierra en
1453, todo era posible. En su imaginación, sostenía el orbe del mundo en su
mano como si fuera una manzana madura. Ya se hacía llamar soberano de dos
mares —el mar Negro y el Mediterráneo—, una presunción que disgustaba
especialmente a los venecianos.
Bajo la educada superficie del discurso diplomático se estaba produciendo
una guerra en la sombra, una situación que se convertiría en la habitual en las
relaciones entre Venecia y los otomanos a lo largo de los siglos siguientes:
mensajes en código; espías y sobornos; la captación de información y su
actividad especular, la diseminación de desinformación; las torturas, asesinatos y
actos de sabotaje… todos estos métodos tenían su papel en la política de estos
dos estados. Los otomanos contaban con una importante red de informantes a
sueldo dentro de los reinos venecianos, y Venecia no se quedaba atrás en cuanto
a espías. Era el deber patriótico de todo comerciante espiar en favor de su país.
La República, además, sobornaba estratégicamente y con contundencia. Los
ciudadanos judíos, intermediarios sin intereses en juego que no tenían vínculos
nacionales ni patrióticos con ninguno de los bandos, eran considerados como
agentes particularmente prometedores, pero también se recelaba de ellos como
posibles traidores. El Senado buscó medios extraoficiales para influir en el
sultán. En 1456, se ordenó al bailo de Constantinopla que ofreciera al doctor
judío de Mehmed, «Maese Giacomo», la suculenta cifra de 1000 ducados si las
negociaciones con Mehmed sobre las islas de Imbros y Lemnos se demostraban
satisfactorias.
Ese mismo año también empezaron a conspirar para asesinarlo. Aceptaron
una propuesta de «el judío N» para asesinar a Mehmed «de buen grado…
considerando los beneficios que de ello se derivarían, no solo para la Señoría,
sino para la cristiandad entera… todo debe hacerse en secreto… es importante
actuar con la mayor prudencia, sin dejar testigos y sin que nada quede por
escrito».17 Al final, la operación quedó en nada, pero la idea del magnicidio
volvió a aparecer con regularidad. En 1463, una propuesta similar de un
sacerdote dominico, también «N», fue considerada un «proyecto encomiable»,18
cuyo valor se estimó en 10 000 ducados de oro y una pensión adicional de 1000
ducados más al año si la misión tenía éxito. Entre 1456 y 1479, el Consejo de los
Diez autorizó catorce intentos de envenenar a Mehmed a través de una serie de
inverosímiles agentes, entre los que se contaron un marinero dálmata, un noble
florentino, un barbero albanés y un polaco de Cracovia. El más prometedor de
todos ellos era el citado Giacomo, que cabe la posibilidad, aunque no se sabe a
ciencia cierta, de que fuera un agente doble, y que, desde luego, debió ser la
primera «N». Aunque estos proyectos de asesinato no tuvieron, al parecer, éxito
(pese a que las circunstancias precisas de la muerte de Mehmed siguen sin estar
claras), nunca fueron abandonados. Eliminar el problema que suponía Mehmed
con el contenido de un frasco nunca dejó de ser una opción inmensamente
atractiva.
Todo el sur de Europa había quedado profundamente conmocionado por el
continuo avance de Mehmed. Paso a paso, los otomanos se acercaban. Ahora ya
saqueaban Bosnia y se habían establecido en la costa de Albania, a solo cien
kilómetros de Italia. La situación aterrorizaba al Papa. Su vivida imaginación le
hacía imaginar un ejército de jinetes tocados con turbantes cabalgando por la vía
Apia hacia Roma. Mehmed, «hijo de Satán, de la perdición y de la muerte»,19 se
acercaba cada vez más. «Ahora Mahoma reina sobre nosotros. Ahora el turco se
cierne sobre nuestras cabezas», escribió el futuro papa Pío II, lívido de terror.
«El mar Negro está cerrado para nosotros, el Don se ha vuelto inaccesible.
Ahora los valacos deben obediencia al turco. Pronto su palabra llegará a los
húngaros, y luego, a los alemanes. Mientras tantos, seguimos plagados por odios
y luchas intestinas».20
Las implicaciones —que Venecia no cesó de anunciar al resto de Italia—
pesaron en la mente de los sucesivos papas que vinieron después de 1453.
Inmediatamente después de la caída, los venecianos emitieron un duro informe:
«Tememos mucho por las posesiones venecianas en Romania… si estos
territorios caen, no habrá nada que impida al turco desembarcar en Apulia…
Invitamos al papa a predicar la concordia entre los príncipes cristianos, para que
así unan sus fuerzas contra los otomanos».21 El papado respondió con
rimbombantes convocatorias de nuevas cruzadas, pero las disputas internas y el
odio al que se había referido Pío demostraron ser obstáculos insalvables. Venecia
defendía sus tesis de concordia y unión justo después de haber librado una
enconada guerra contra Milán y Florencia, y además, sus dudosas relaciones con
el mundo islámico lastraban también su credibilidad. Italia estaba fragmentada
en una veintena de ciudades y estados que competían entre sí por el comercio y
el territorio. Mientras Venecia intentaba presentarse como un Estado en la
primera línea de fuego —el escudo de la cristiandad—, otros la percibían como
una nación rica, orgullosa y egoísta y la consideraban amiga del infiel.
Venecia, protegida por su laguna, era considerada la última línea de defensa para la Europa cristiana.
Santidad, ¿en que estáis pensando? ¿Vais a guerrear con los turcos a costa de subyugar Italia a
los venecianos? Todo lo que se gane en Grecia al expulsar a los turcos se convertirá en propiedad
de los venecianos, quienes, después de someter Grecia, querrán tener en sus manos el resto de
Italia.25
Las acusaciones que se están haciendo en Roma son intolerables: la Señoría siempre ha
cumplido con su deber; [el embajador] insistirá en la victoria en Galípoli en 1416; la flota turca fue
casi destruida; pero las demás potencias cristianas se contentan con aplaudir, sin responder jamás a
las exhortaciones de Venecia; en 1423, Salónica… fue ocupada y protegida durante siete años a
costa de hacer un increíble esfuerzo y sufragar un enorme gasto sin la ayuda de nadie; en 1444—
1445, Venecia armó sus galeras y las mantuvo en sus bases durante todo el invierno, aunque el
papa no pagó lo que había prometido. En lugar de prestar atención a calumnias, el papa debería
considerar que los otomanos están ejerciendo presión sobre todas las posesiones venecianas: la
situación de Venecia es totalmente distinta a la de los demás estados cristianos… en realidad,
ningún otro estado hace un esfuerzo comparable.26
Pío era consciente de que Venecia tenía interés en preservar su imperio, pero,
al igual que el papa Inocencio III en 1201, necesitaba a los venecianos para su
cruzada y, por ello, se mostró pragmático. «Admitimos que los venecianos, como
suele suceder con los hombres, ambicionan más de lo que tienen… [pero] nos
basta saber que cada conquista de Venecia es también una conquista de
Cristo».27 En privado, no obstante, su opinión sobre los venecianos era mucho
menos halagüeña. En un párrafo de su Comentarios, que fue significativamente
eliminado en la versión impresa, escribió:
A los comerciantes no les preocupa la religión, y un pueblo avaro no gastará dinero para
vengarla. El populacho no ve ningún mal ni deshonor si su dinero está a salvo. Fue solo el ansia de
poder y la insaciable sed de ganancias lo que persuadió a los venecianos a equipar tales fuerzas y
sufragar tales gastos… Gastaron dinero para conseguir más dinero. Siguieron sus instintos
naturales. Lo que buscaban ora negocio e intercambio.28
La guerra se abrió brillantemente con una exitosa invasión del Peloponeso, pero
pronto se volvió insostenible. Las tropas mercenarias, comandadas por el Lobo
de Rimini, resultaron poco fiables, lo cual quizá no debió sorprender a nadie en
Venecia, dado que nunca recibieron su paga de forma regular. Las galeras
venecianas controlaban los mares, pero su capacidad para causar daños al
enemigo era muy reducida en una guerra terrestre, mientras que la flota otomana,
recordando la debacle de 1416, se negó a combatir. Y la guerra era muy cara:
hacia 1465 costaba 700000 ducados al año. Una década después la cifra casi se
había doblado.
Los venecianos que estaban dentro del Imperio otomano sufrieron mucho. El
bailo murió en una mazmorra de Constantinopla; los soldados prisioneros y los
comerciantes residentes fueron ejecutados públicamente, y se dejó que sus
cadáveres se pudrieran en las calles. El comercio en el Imperio otomano se
extinguía; los establecimientos comerciales quebraban. El avance veneciano en
el Peloponeso fue contenido y luego revertido. El carismático capitán del mar,
Vettor Capello, no pudo impedir que se perdiera Patras, en la costa occidental.
Ese fracaso le afectó profundamente: Capello había sido el líder del partido que
había defendido la guerra. Después de Patras, no se le volvió a ver sonreír;
cuando murió de un infarto en Negroponte en marzo de 1467, las ganas de seguir
luchando empezaron a desvanecerse. Hacia julio de ese año, Mehmed estaba a
ocho kilómetros del puerto veneciano de Durazzo, en la costa de Albania. Solo
cien kilómetros de mar Adriático separaban a los otomanos de Brindisi, en la
costa de Italia; barcos llenos de refugiados que lo habían perdido todo
empezaron a llegar a Italia. En Nápoles, todo el mundo sabía que Mehmed
«odiaba a la Señoría de Venecia y que si encontraba un puerto adecuado en
aquellas costas de Albania, llevaría la guerra a su territorio».1 Hacia 1469, las
partidas de saqueadores habían llegado a la península de Istria, ya muy cerca de
Venecia. El plan de Mehmed de construir un puente sobre la laguna ya no
parecía irrealizable.
La República oscilaba intranquila entre el combate valeroso, las iniciativas
de paz y las alianzas diplomáticas con los rivales islámicos de Mehmed en Asia
Menor, en un intento de encontrar una solución al prolongado conflicto. La
guerra pasaba por periodos tranquilos y luego se avivaba, según los imperativos
estratégicos de Mehmed y su estado de salud. Cuando cruzaba el Bósforo para
emprender una campaña en Asia o en el mar Negro, Venecia suspiraba aliviada,
pues estaría tranquila, al menos, temporalmente. Los regresos del sultán siempre
eran malos presagios. Mehmed sufría ataques intermitentes de corpulencia
mórbida y al final, incapaz de subir a su caballo, se encerraba en su palacio de
Topkapi, y las campañas se detenían.
Y jugaba el juego diplomático con consumada habilidad. Conocía muy bien
la política italiana por cortesía de los asesores florentinos y genoveses que tenía
en su corte y mediante los informadores a los que pagaba. Jugueteó como un
experto con las esperanzas venecianas, animando a sus embajadores y luego
decepcionándolos, aceptando regalos para luego revertir al silencio, ganando
tiempo a cada tanto para reagruparse o proponiendo la paz con unas condiciones
que sabía perfectamente que no podían aceptar. De vez en cuando, algunos
emisarios sin vinculación directa con él se presentaban en los puestos más
avanzados de Venecia, daban a entender que era posible emprender
negociaciones y luego desaparecían. Mehmed hurgaba en Venecia para poner a
prueba su determinación, averiguar hasta qué punto estaba cansada de la guerra
y para diseminar información falsa, obligando al Senado a tener que cribar
trabajosamente la verdad entre las mentiras. Estratégicamente, el sultán no
dejaba que nadie viera sus cartas y hacía que los espías tuvieran que contentarse
con intentar adivinar cuál sería el objetivo de la campaña de la nueva temporada.
Era célebre por su secretismo. Cuando le preguntaron por una campaña futura, se
dice que contestó: «Ten por cierto que si supiera que uno de los pelos de mi
barba ha descubierto mi secreto, me lo arrancaría y lo arrojaría al fuego».2 El
Rialto era un hervidero de rumores.
Los venecianos no tardaron en comprender sus métodos. Al considerar una
nueva iniciativa de paz presentada en 1470, el Senado resolvió que:
Comprendemos muy bien que este es uno de los arteros trucos del turco, en quien creemos que
no se debe depositar la más mínima confianza… considerando cómo están las cosas actualmente.
Sin embargo, nos ha parecido que lo mejor era continuar con esta ficción y seguirle el juego.3
Si, por casualidad. Dios no lo quiera, el capitán general del mar enfermara o sufriera alguna
incapacidad que le impidiera continuar, o si muriera, os ordenamos que… embarquéis de inmediato
como capitán de las galeras de nuestra flota… asumiendo la responsabilidad de la dicha capitanía
hasta que… el capitán general recupere la salud.6
Porque tanto por cartas como por varios otros medios hemos recibido noticia de que el turco, el
más cruel enemigo del nombre de Cristo, está preparando una poderosa flota y un gran ejército
para atacar nuestra ciudad de Negroponte… deseamos y ordenamos, debido a la extrema
importancia de este asunto, que os apresuréis a viajar lo antes posible… a Modona y Negroponte
para enfrentaros, con vuestra acostumbrada prudencia y valor, y con ayuda de la piedad de Nuestro
Señor, a los peligros que con seguridad nos aguardan allí.9
He visto la flota turca, que será la ruina de la cristiandad, si Dios no nos ayuda… de otro modo
perderemos en unos pocos días lo que tanto tiempo nos ha costado ganar… Al principio juzgué que
serían unas trescientas velas, pero ahora creo que más bien se acercan a las cuatrocientas… el mar
es como un bosque; puede parecer increíble, pero fue una visión extraordinaria. Reman muy bien,
con un ritmo rápido, aunque no tan bien como nosotros. Pero las velas y todo lo demás son mejores
que las nuestras. Creo que tienen más hombres que nosotros.
Os prometo que de cabeza a cola, la flota entera se alarga, por lo bajo, seis millas. Para
enfrentarnos a esta armada en el mar necesitaríamos, en mi opinión, no menos de cien buenas
galeras, e incluso entonces no sé cómo resultaría la contienda; para estar seguros de la victoria es
necesario contar con setenta galeras ligeras, quince galeras pesadas, diez veleros cada uno de mil
botte [quizá unas seiscientas toneladas], todos ellos bien armados… ahora es necesario que
demostremos nuestro poder… y enviemos tan rápido como sea posible barcos, hombres, comida y
dinero; de lo contrario, Negroponte está en peligro y perderemos todo nuestro imperio en el
Levante hasta llegar a la misma Istria.11
Negroponte, separado de Grecia por el canal de Euripo. Los otomanos construyeron su puente a la
derecha del puente negro de la isla. La flota de Da Canal llegó al estrecho desde el norte, por la
izquierda del puente.
Cuando salieron a la plaza de San Marcos para regresar a sus casas, se acercó a los del Collegio
un montón de gente que quería saber cómo iban las cosas. Se negaron a contestar y se alejaron
como si estuvieran sobrecogidos, con la cabeza gacha, de modo que el pesar inundó la ciudad
entera, preguntándose qué extraordinario evento había tenido lugar; empezó a rumorearse que se
había perdido Negroponte; por todo el mundo corrían estas noticias; es imposible describir los
quejidos y lamentos.25
Fuera como fuere, pronto empezó a comunicar también una petición más
desesperada de ayuda, unidad, dinero y soldados. «Toda Italia y toda la
cristiandad están en el mismo barco», escribió el dogo al duque de Milán.
«Ninguna costa, ninguna provincia, ninguna parte de Italia, no importa lo remota
y apartada que parezca, puede considerarse más segura que el resto».29
El papa predicó la cruzada de nuevo, pero no sirvió de nada. Ningún Estado
era reticente a entenderse con Mehmed. En cuanto a Da Canal, evitó la
obligatoria sentencia de muerte. El Senado reconoció que el error se había
cometido en el nombramiento original; nunca se le debía haber otorgado aquel
cargo. Fue desterrado de por vida a la polvorienta ciudad de Portogruaro, a
cincuenta kilómetros de Venecia. Para el educado abogado, «nacido para leer
libros, pero no para ser un marinero»,30 aquel lugar era tan lejano como lo podría
haber sido el mar Negro. Pero no se extrajeron las lecciones necesarias del error
en el nombramiento: la generación siguiente volvería a repetir el mismo error.
Venecia combatió sola y perdió terreno poco a poco. La mayoría de las fortalezas
que ganó al principio de la guerra acabaron perdiéndose; Corona, Modona y
Lepanto resistieron porque podían recibir suministros de forma constante por
mar. Las iniciativas de paz iban y venían; las alianzas dentro de Italia y con
Hungría y Polonia se demostraron infructuosas. Después de que Mehmed
aplastara a Uzun Hassan, el aliado de Venecia en la frontera persa, en 1473, toda
su atención se concentró en las posesiones venecianas en Albania. En 1475,
expulsó finalmente a los genoveses y venecianos de sus colonias en el mar
Negro. Hacia 1477, quedaban muy pocas razones para el optimismo.
Hubo pequeñas victorias en lo que, por lo demás, fue una decadencia
ininterrumpida. A principios de 1472, el nuevo capitán general del mar, Pietro
Mocenigo, recibió una propuesta de un siciliano llamado Antonello. El joven,
que había sido hecho esclavo después de la caída de Negroponte, se ofreció a
sabotear el arsenal de Galípoli. Mocenigo accedió y le asignó un pequeño barco,
seis voluntarios, barriles de pólvora, azufre, trementina y una gran cantidad de
naranjas. Antonello y sus hombres navegaron Dardanelos arriba con sus
materiales ocultos bajo la fruta y se acercaron a Galípoli la noche del 20 de
febrero. Las defensas del arsenal eran evidentemente laxas, como bien sabía
Antonello. El grupo desembarcó sigilosamente, y cada hombre cargó un saco de
pólvora sobre su espalda; forzaron el candado del arsenal con unas tenazas y se
abrieron camino hasta los polvorines. Colocaron la pólvora junto a las velas,
armas y aparejos, dejaron un reguero en el suelo hasta el exterior y la
encendieron desde fuera. No sucedió nada. La pólvora se había humedecido
durante el viaje y no estalló. Al final, consiguieron prender fuego a una gran
cantidad de brea y sebo. Enormes llamas iluminaron el cielo de la noche;
Antonello empezó a prender fuego a las galeras mientras los turcos acudían
corriendo a apagar el incendio, y luego huyó a su bote.
Al escapar, los saboteadores tuvieron mala suerte; un saco de pólvora se
prendió fuego en su barco. Consiguieron remar de vuelta a la orilla y esconder la
nave, pero fueron capturados y llevados ante un iracundo Mehmed. Antonello
fue el último. Admitió libremente lo que había hecho sin necesidad de que lo
torturaran y se enfrentó valientemente al «Terror del Mundo», declarando:
… con gran valentía que cualquiera habría hecho lo mismo en su lugar, porque [el sultán] era
una plaga del mundo, había saqueado los reinos de todos los príncipes vecinos, no había mantenido
su palabra con nadie e intentaba erradicar el nombre de Cristo, y por eso había tomado la
determinación de hacer lo que había hecho.31
Mientras tanto, el comercio con los mamelucos, a pesar de todas sus dificultades,
vivía su momento de esplendor. Los venecianos seguían recopilando
asiduamente todos los datos e informaciones sobre las condiciones de comercio
y las perturbaciones políticas que podían perjudicar al comercio de las especias,
sin embargo, sobre el comercio mundial operaban una serie de fuerzas que no
habían sabido percibir. Durante la temporada de muda de 1487, mientras los
comerciantes de especias venecianos compraban jengibre y pimienta en
Alejandría, en otro punto de la ciudad, dos comerciantes marroquíes agonizaban,
víctimas de fiebres. El gobernador de la ciudad estaba tan seguro de que iban a
fallecer que ya se había adueñado de sus propiedades, como tenía derecho a
hacer. Milagrosamente, los dos hombres se recuperaron, exigieron que se les
devolvieran sus bienes y partieron hacia El Cairo.
En realidad, no eran ni marroquíes ni comerciantes. Se llamaban Pero da
Covilha y Alfonso de Paiva, y eran espías portugueses. Ambos hablaban árabe
con fluidez, y Lisboa los había enviado a explorar la ruta de las especias hasta la
India. Durante setenta años, los navegantes portugueses habían ido explorando la
costa occidental de África, erigiendo cruces de piedra en los cabos para señalar
el alcance de sus viajes y para animar a los que vinieran tras ellos. Al año
siguiente, Bartolomeu Dias rodearía el cabo más meridional de África, que
bautizaría como el cabo de Buena Esperanza, pero no pudo seguir adelante; sus
hombres se negaron, temiendo que si seguían navegando se caerían por el borde
del mundo. Los dos espías querían descubrir todo lo que pudieran sobre las rutas
hacia la India a través del océano índico y de la costa occidental de África. Su
misión era secreta, no solo para evitar que los detectaran los árabes —si los
descubrían, les aguardaba la muerte—, sino también para ocultar este interés a
Cristóbal Colón y al rey de España, sus competidores. El premio era ganar la
carrera para eliminar a los intermediarios árabes y venecianos y comprar
especies a granel en su lugar de origen.
Durante dos años, Covilha viajó por el océano Indico disfrazado de marinero
árabe, navegando entre los puertos de India y las costas de África y aprendiendo
las pautas que regían los monzones, el rumbo de las corrientes y la ubicación de
los puertos y de los bazares de especias. Registró todos sus descubrimientos en
una carta de navegación secreta. Para cuando regresó a El Cairo, Paiva había
muerto en circunstancias desconocidas. En 1490, Covilha entregó su carta y su
informe a los agentes judíos que habían acudido a El Cairo a encontrarlo. El gran
espía nunca regresó a su hogar. Adicto a los viajes, fue a La Meca como un
peregrino musulmán, y de ahí al reino cristiano de Etiopía, cuyo rey se negó a
permitir que se marchara. Treinta años después, los miembros de una misión
portuguesa lo hallaron allí, todavía vivo, viviendo como un etíope. Las noticias,
sin embargo, sí llegaron a Lisboa, y sirvieron para rellenar vacíos clave en los
mapas de los navegantes portugueses.
Regreso: rápida, elegante y de borda muy baja, una galera de guerra llega a puerto. Los galeotti
pliegan sus velas.
Pirámide de fuego
1498 - 1499
… porque en todo el mundo se comprendía que Venecia sufría una hemorragia de dinero y que
no había dinero en la plaza, pues el primer banco en quebrar había sido el más famoso de todos, y
siempre había sido el que había tenido mayor credibilidad, de modo que ahora había una total falta
de confianza en la ciudad.9
En este ambiente, entre los crecientes rumores de un ataque turco, incluso los
pragmáticos eran susceptibles de caer en la superstición, en Puglia, se observó
un extraordinario combate entre buitres y cuervos; catorce cayeron muertos de
los cielos, «pero más buitres que cuervos», informó Malipiero. «¡Dios quiera que
esto… no sea un presagio de un conflicto entre cristianos y turcos!».10 Más
premoniciones la sucedieron. Con las noticias de la armada turca llegando cada
día, se eligió en marzo a un nuevo capitán del mar. Durante la bendición
ceremonial del estandarte de batalla en San Marcos, Antonio Grimani sostuvo el
bastón de almirante al revés. Los ancianos del lugar recordaron otras ocasiones
en que aquello había sucedido y que siempre había conducido al desastre.
Grimani era un hombre de dinero, un especialista en llegar a acuerdos con
ambiciones políticas. Había hecho su fortuna en los mercados de especias de
Siria y Egipto. Su astucia era legendaria. «Convertía el barro y polvo que tocaba
en oro»11 según Priuli. Se decía que, en el Rialto, los demás comerciantes
intentaban siempre averiguar con qué estaba comerciando y lo imitaban, como se
imita hoy a un exitoso trader en la bolsa. Grimani había demostrado ser valiente
en combate, pero no era un comandante naval experimentado y no tenía
conocimientos sobre cómo manejar una gran flota. En la crisis bancaria de los
primeros meses de 1499, se hizo con el cargo de capitán del mar —que sin duda
consideraba como un peldaño hacia el cargo de dogo— y se ofreció astutamente
a armar diez galeras a su cargo y a conceder al Estado un crédito de 16000
ducados tomando como garantía el comercio estatal de la sal. Colocó los bancos
de reclutamiento en el muelle frente al palacio del dogo, el Molo, con estridente
espectacularidad o, según Priuli, «con la mayor pompa».12 Ataviado con un traje
escarlata, invitó a los marineros a alistarse frente a 30000 ducados apilados en
cinco relucientes pilas —una montaña de oro—, como para anunciar que poseía
el toque de Midas. Fuera la que fuera la opinión sobre sus técnicas, Grimani
organizó la flota con mucho éxito. A pesar de la escasez de hombres y dinero, y
de los estallidos de peste y de sífilis entre las tripulaciones, hacia julio había
reunido en Modona la mayor flota que Venecia había visto jamás. Grimani fue
anunciado como «un nuevo César y Alejandro».13
No obstante, hubo fisuras en estos preparativos. La República tenía el
derecho a requisar galeras comerciales para dedicarlas a la guerra. En junio,
todas estas galeras, que ya habían sido subastadas a consorcios para las mude a
Alejandría y Levante, fueron requisadas y sus patroni (los que habían ganado el
concurso público) recibieron el título y salario de capitanes de galera. La
decisión no fue bien recibida; era indicativo del desgaste de la lealtad común
entre el Estado y los intereses comerciales de parte de una nobleza oligárquica
cada vez más egoísta. El patriotismo hacia la bandera de san Marcos estaba
siendo puesto a prueba. Se proclamaron severos castigos para los que no
cumplieran: los patroni que no aceptaran la incautación serían desterrados de
Venecia durante cinco años y multados con 500 ducados. Y aun así algunos no
obedecieron. Priuli creyó, quizá en retrospectiva, que Venecia estaba siendo
conducida al desastre. «Estoy convencido de que esta gloriosa y gran ciudad, en
la que nuestra nobleza pervierte la justicia, sufrirá por este pecado algún
detrimento y perjuicio, y que eso la llevará al borde del abismo».14 Durante el
verano, con toda la actividad comercial suspendida, el precio de los cargamentos
levantinos —jengibre, algodón o pimienta— empezó a subir. Las exigencias de
la guerra naval empezaban a hacer mella en el sistema comercial de la ciudad.
Las noticias de Constantinopla se volvieron todavía más lúgubres. «Con que
gran y temible potencia atruena el poder turco sobre la tierra y el mar»,15
escribió Priuli. En junio, todos los comerciantes venecianos de la ciudad fueron
arrestados, y sus bienes, confiscados. Los acostumbrados servicios penitenciales
en las iglesias fueron celebrados en las parroquias de la laguna. Mientras tanto, a
Gritti se le acabó la suerte. Uno de los mensajeros que había sido enviado por
tierra con un mensaje sin codificar fue interceptado y ahorcado; otro fue
empalado de camino a Lepanto. Llegó orden a la ciudad de arrestar al
comerciante; pronto se vio en una oscura mazmorra en el Bósforo con una
sentencia de muerte pendiendo sobre su cabeza.
Se informó de que la flota turca había pasado por los Dardanelos el 25 de
junio, mientras que un gran ejército había partido hacia Grecia al mismo tiempo.
Sin duda, se pretendía algún tipo de movimiento envolvente. Mientras la flota
avanzaba por el Peloponeso, muchos de los impresionados griegos escaparon.
Pronto, Grimani se dio cuenta de que el objetivo era o bien Corfú, o bien el
pequeño y estratégico puerto de Lepanto, en la embocadura del golfo de Corinto.
Cuando el ejército otomano se presentó ante las murallas de Lepanto a principios
de agosto, tanto el objetivo como la táctica del sultán quedaron claros. Las
murallas de Lepanto eran substanciales, y el transporte de cañones por las
montañas griegas no era posible. La tarea de la flota otomana era la de entregar
los cañones; la de los venecianos, impedir que lo hiciera. El mismo día, el
Senado supo que Gritti seguía vivo.
La flota que había zarpado de los Dardanelos en junio había sido preparada
para la batalla en un momento de cambio en las tácticas del combate naval. La
guerra en el mar había sido tradicionalmente un enfrentamiento entre galeras a
remo, pero a finales del siglo XV, se empezaba a experimentar con el uso de
«barcos de casco redondo» —barcos a vela de bordas altas conocidos como
carracas, tradicionalmente utilizados como mercantes— para propósitos
militares. Los otomanos habían construido dos barcos enormes de este tipo.
Como la mayoría de las innovaciones de sus astilleros, probablemente eran
adaptaciones de modelos venecianos y obra de un constructor de barcos
renegado, un tal Gianni, «que había visto cómo se construían en Venecia y
aprendido allí el oficio».16 Estos barcos, con sus altas popas, castillos de proa y
altas cofas, eran enormes para lo habitual en aquellos tiempos. Según el cronista
otomano Haji Khalifeh, «la longitud de cada uno era de setenta codos, y la
anchura, de treinta codos. Los mástiles estaban hechos con varios árboles
unidos… la cofa podía aguantar a cuarenta hombres con armadura, que desde
allí podían disparar sus flechas y mosquetes».17 Estas naves eran una especie
híbrida, un punto especial en la evolución de la navegación: además de velas,
contaban con veinticuatro enormes remos, cada uno de ellos tirado por nueve
hombres. Debido a su descomunal tamaño —se estima que desplazaban 1800
toneladas—, podían transportar a mil soldados y, por primera vez, llevar una
cantidad notable de cañones capaces de disparar andanadas desde troneras. Los
otomanos creían que sus dos carracas, que se habían convertido en un talismán
para la flota, serían invulnerables a las galeras venecianas.
Bayaceto había sido exhaustivo en el despliegue de su armada: había hecho
más que limitarse a construir los barcos. Deseoso de incorporar experiencia en
asuntos navales, reclutó a corsarios musulmanes del Egeo para ocupar mandos
navales, piratas que habían atacado a barcos cristianos en nombre de la guerra
santa y que eran expertos tanto en el manejo práctico de los barcos como en la
guerra en el mar. Dos experimentados capitanes corsarios, Kemal Reis y Burak
Reis, que ya eran muy conocidos por los venecianos debido a sus ataques contra
mercantes, estaban en la flota que ahora avanzaba pesadamente por la costa sur
de Grecia. Esta inyección de experiencia hizo que el sultán se sintiera lo bastante
seguro como para enviar a su flota al oeste, hacia el mar Jónico, que era el
mismísimo umbral de las aguas territoriales venecianas.
La flota otomana, aunque inmensa, era de calidad muy diversa. Había en
total doscientos sesenta barcos —entre ellos sesenta galeras ligeras, las dos
inmensas carracas, dieciocho barcos de casco redondo más pequeños, tres
grandes galeras, treinta fustas (galeras en miniatura) y un enjambre de barcos
más pequeños. Además de los marineros y remeros, las grandes galeras y los
veleros llevaban a un gran número de jenízaros, las tropas de élite del sultán.
Solo en cada una de las grandes carracas había mil soldados. La armada, pues,
transportaba probablemente a treinta mil hombres en total.
La flota de Grimani era más pequeña. Contaba con noventa y cinco barcos y
consistía en una mezcla de galeras y barcos de casco redondo, entre ellos dos
carracas de más de mil toneladas cada una, que transportaban tanto cañones
como soldados. Los venecianos habían empleado recientemente escuadrones de
carracas pesadas para dar caza a los piratas, pero nunca antes habían reunido una
flota mixta tan grande de barcos a remo y a vela. Grimani tenía a sus órdenes a
unos veinticinco mil hombres. A pesar de la diferencia de tamaño entre las
flotas, estaba seguro de la victoria. Sabía, gracias a la información que le habían
dado marineros griegos, que tenía más barcos pesados, tanto carracas como
grandes galeras, y que con ellos podría romper la línea de la flota enemiga.
Escribió al Senado y le informó de ello: «Sus Excelencias deben saber que
nuestra flota, con la gracia de Dios, conseguirá una gloriosa victoria».18 A
finales de julio, frente a la punta sur de Grecia, Grimani estableció contacto con
la flota otomana entre Corona y Modona y empezó a seguir sus progresos, en
busca de la ocasión de atacarla. Las dos mayores armadas del mundo —con un
total combinado de trescientos cincuenta barcos y sesenta mil hombres— se
movieron en paralelo siguiendo la costa. Pronto se hizo evidente que los turcos
no tenían el menor interés en entablar batalla; su misión era entregar los cañones
a Lepanto, así que se ciñeron tanto a la costa que algunos de sus barcos
embarrancaron y sus tripulaciones, formadas por griegos, desertaron. El 24 de
julio, el almirante otomano llevó a su flota al refugio de Porto Longo, en la isla
de Sapienza. Era un lugar de mal agüero para Venecia. Allí había sido donde
Nicolo Pisani, el padre de Vettor, había sido derrotado por los genoveses ciento
cincuenta años antes.
En Venecia, la gente esperaba angustiada. Priuli percibió un mundo sumido
en una ominosa inquietud: «En todas partes del mundo, hay hoy trastornos y
perturbaciones bélicas, y muchas potencias andan en movimiento: los
venecianos contra los turcos; el rey francés y Venecia contra Milán; el
emperador contra los suizos; en Roma, los Orsini contra los Colones, y el sultán
[mameluco], contra su propio pueblo».19 El 8 de agosto, anotó un desasosegante
rumor de un cariz muy distinto, como la sorda vibración que produce un
terremoto en el otro extremo del mundo. Cartas de El Cairo, llegadas a través de
Alejandría, «de gente que viene de la India afirman que tres carabelas que
pertenecen al rey de Portugal han llegado a Adén y Calcuta, en la India, y que
han sido enviadas para descubrir las islas de las especias y que su capitán es
Colón». Dos de estas habían naufragado, mientras que la tercera no había podido
regresar debido a las corrientes en contra, y la tripulación se había visto obligada
a viajar por tierra hasta El Cairo. «Estas noticias me afectan gravemente si son
ciertas; sin embargo, no creo que lo sean».20
Grimani, mientras tanto, había estado esperando a que la flota turca saliera
de Sapienza. Cuando lo hizo, sacó sus barcos al mar y la siguió de cabo a cabo
jugando al gato y el ratón. En los cálidos días veraniegos, la brisa se extingue a
mediados del día frente a la costa de Grecia; el capitán general se vio obligado a
esperar a que llegara un viento constante hacia la costa para lanzarse sobre su
presa. Pareció que su momento llegaba la mañana del 12 de agosto de 1499,
cuando los otomanos salieron de la bahía que los venecianos llamaban Zonchio y
se levantó una fuerte brisa que soplaba hacia la costa.
Grimani tenía ahora su objetivo en el punto de mira; la enorme línea de
barcos enemigos estaba dispuesta a lo largo de millas de mar abierto frente a él,
y tenía el viento a favor. Se enfrentó a algunas dificultades sin precedentes al
ordenar su flota —la combinación de carracas a vela, pesadas galeras mercantes
y galeras de guerra más rápidas y ligeras hacía muy complejas las maniobras—,
pero consiguió que sus barcos formaran una línea según la práctica establecida,
con los barcos a vela y las grandes galeras en vanguardia para destrozar la línea
enemiga y las galeras más rápidas detrás, listas para lanzarse sobre sus
oponentes cuando se dispersaran. Había emitido claras instrucciones por escrito
a sus comandantes para que avanzaran «a la distancia suficiente para no
enmarañarse ni romper remos, pero en tan buen orden como sea posible».21 Dejó
claro que se ahorcaría a cualquiera que se pusiera a buscar botín durante la
batalla y también a todos los capitanes que rehuyeran combatir con el enemigo.
Tales órdenes eran habituales antes de una batalla, pero quizá Grimani había
percibido cierta disensión entre los patroni de las galeras mercantes requisadas.
Más tarde, se pondría en tela de juicio la claridad de sus órdenes. Domenico
Malipiero las consideró «plagadas de errores»;22 Alvise Marcello, comandante
de todos los barcos de casco redondo y un hombre con mucho que ocultar,
declaró que las órdenes se habían alterado de forma confusa en el último
momento. Fuera cual fuera la verdad, Grimani acababa de alzar un crucifijo y
hacer que las trompetas anunciaran el ataque cuando se vio sorprendido por la
llegada inesperada de un pequeño destacamento adicional de barcos pequeños
bajo el mando de Andrea Loredan, un experimentado marinero muy popular
entre las tripulaciones.
Loredan era, de hecho, culpable de un delito de indisciplina. Había desertado
de su puesto en Corfú para intentar conseguir su ración de gloria. Grimani se
enfadó porque la llegada de los nuevos barcos desconcertó su plan de ataque;
también le incomodó verse eclipsado. Reprendió al recién llegado por
desobedecer su multa, pero decidió permitirle que dirigiera la carga en la
Pandora, uno de los barcos de casco redondo, acompañado por Alban d’Armer
en otro barco similar. Eran los dos barcos más grandes de la flota, cada uno de
unas mil doscientas toneladas. Loredan, además, tenía un ajuste de cuentas
pendiente. Había pasado mucho tiempo dando caza al corsario Kemal Reis y
ahora creía que tenía su presa a la vista, al mando del mayor de los veleros
construidos por Gianni. El capitán de ese barco era, de hecho, el otro líder
corsario, Burak Reis. De toda la flota cristiana surgieron gritos de «¡Loredan!
¡Loredan!» cuando los marineros vieron como sus dos barcos insignia se cernían
sobre la invulnerable fortaleza flotante turca de 1800 toneladas.
Lo que siguió fue un momento capital en la evolución de la guerra naval, un
anticipo de lo que se vería mucho después en batallas como la de Trafalgar.
Cuando los tres grandes barcos estuvieron cerca, ambos bandos abrieron fuego
con una gran andanada de sus cañones pesados, en una aterradora demostración
de la efectividad de las armas de pólvora: el rugido de los cañones disparando a
corta distancia; el humo y las lenguas de fuego de los cañonazos dejaron atónitos
y angustiados a los que las oyeron y contemplaron desde los demás barcos.
Cientos de soldados, protegidos con escudos, se apiñaron en las cubiertas y
dispararon una lluvia de proyectiles y flechas; a doce metros de altura, en la
cofa, sobre la que ondeaba la bandera de san Marcos o la media luna turca, los
hombres combatían en una batalla aérea de mástil a mástil o lanzaban barriles,
jabalinas y piedras sobre las cubiertas que había bajo ellos; un enjambre de
galeras ligeras turcas acosaba los gruesos cascos de los barcos cristianos, que las
aplastaban al chocar con ellas. Los hombres intentaban desesperadamente trepar
por los costados de las naves y volvían a caer al mar. Cabezas agonizantes
asomaban entre los restos de los naufragios.
En cambio, el resto de los comandantes venecianos de la línea del frente
apenas se movieron. Parece que la vanguardia de la flota cristiana vaciló al ver el
terrible espectáculo que se desarrollaba ante sus ojos. Alvise Marcello, el capitán
de los barcos de casco redondo, capturó un barco ligero turco y se retiró, aunque
el propio Marcello describiría sus actos de forma mucho más dramática al final
del día. Solo una de las grandes galeras entró en combate, bajo el mando de su
heroico capitán. Vicenzo Polani. Se lanzó sobre ella una legión de galeras turcas
y se inició una batalla que duró dos horas. Debido al humo y a la confusión de la
batalla, «todo el mundo la daba por perdida; se izó en su mástil una bandera
turca, pero fue defendida con ahínco, y masacró a un gran número de turcos… y
plugo a Dios que enviara un soplo de viento; la galera desplegó sus velas y huyó
de las garras de la flota turca… dañada y en llamas; y si», continuó Malipiero,
«las demás grandes galeras y barcos de casco redondo la hubieran seguido a la
batalla, habríamos aplastado a la flota turca».23
Casi ninguna de las demás grandes galeras o carracas lo hizo. No hubo
ninguna respuesta a las frenéticas llamadas al ataque que hizo Grimani con sus
trompetas. La estructura de mando se hundió. Las órdenes eran desobedecidas o
contradichas. Grimani no lideró con el ejemplo, y muchos de los capitanes más
experimentados estaban bloqueados en la retaguardia. Los remeros de estas
galeras que estaban detrás apremiaron a los barcos pesados que bloqueaban su
camino con gritos de «¡Atacad! ¡Atacad!».24 Cuando vieron que seguían sin
moverse, empezaron a aullar «¡Colgadlos a todos!»25 a través de las aguas. Solo
ocho barcos participaron en la batalla. La mayoría de ellos eran barcos ligeros
llegados de Corfú, vulnerables al fuego de cañón. Uno fue hundido casi de
inmediato, lo que apagó todavía más el entusiasmo por la batalla. Cuando el
barco de Polani emergió de la lucha, chamuscado y maltrecho, pero
milagrosamente a flote, las demás grandes galeras se retiraron con él a
barlovento.
Mientras tanto, la Pandora, el barco de Alban y la otra gran carraca
veneciana seguían enzarzadas con la carraca de Burak Reis. Los tres barcos
chocaron, de modo que lo hombres luchaban cuerpo a cuerpo sobre las cubiertas.
La batalla continuó durante cuatro horas, hasta que pareció que los venecianos
conseguían ventaja; atraparon a su oponente con cadenas de abordaje y se
disponían a asaltarlo. No está muy claro qué sucedió entonces; los barcos
estaban unidos y no podían separarse, y en ese momento estalló un incendio en
el barco otomano. Sea por casualidad o por un acto voluntario de
autodestrucción —pues Burak Reis estaba en apuros, y su situación era
desesperada— la santabárbara del barco turco explotó. Las llamas subieron por
los aparejos, prendieron en las velas y asaron vivos a los hombres en las cofas.
Los mástiles calcinados se precipitaron sobre las cubiertas. Los que estaban
abajo se vieron de repente envueltos en llamas y muchos saltaron por la borda.
Los demás barcos contemplaron esta pirámide de fuego viva con estupefacción y
horror. Era una hecatombe marítima a una escala que no se había visto hasta
entonces.
Pero los turcos, de algún modo, mantuvieron la calma. Mientras el buque de
guerra que habían creído indestructible y que transportaba a mil soldados de élite
ardía ante ellos, las galeras ligeras y las fragatas se lanzaron a rescatar a sus
hombres de los restos y a ejecutar a sus oponentes, mientras todavía estaban en
el agua. El bando cristiano se limitó a mirar, sobrecogido. Loredan y Burak Reis
desaparecieron entre el fuego; Loredan, según la leyenda, sosteniendo hasta el
último momento la bandera de san Marcos. Más doloroso todavía fue que no se
hiciera el menor esfuerzo por rescatar a los supervivientes. El capitán de la otra
gran carraca, D’Armer, escapó de su barco en llamas en un pequeño bote, pero
fue capturado y ejecutado. «Los turcos», escribió Malipiero con pesar,
«recogieron a sus propios hombres en botes y bergantines y mataron a los
nuestros, porque nosotros, por nuestra parte, no tuvimos piedad con los
nuestros… y así se causó gran vergüenza y daño a nuestra Señoría y a la
cristiandad».26
Y así fue. La batalla de Zonchio no se perdió. Simplemente no se quiso
ganar. Venecia desperdició una oportunidad de oro para detener el avance
otomano. En términos psicológicos, el 12 de agosto fue una catástrofe
descomunal. Cobardía, indecisión, caos, reticencia a combatir por la bandera de
san Marcos: los acontecimientos en Zonchio dejaron profundas cicatrices en la
psique veneciana. El desastre en Negroponte se podía atribuir a un
nombramiento equivocado o a la incapacidad de un comandante particular; la
debacle en Zonchio, en cambio, era sistémica. Revelaba que había fallas
sísmicas que recorrían toda la estructura del Estado. Es cierto que el Senado
había repetido su error y nombrado comandante a un hombre sin experiencia —
básicamente por motivos económicos—, pero Grimani no era el único
responsable. Al final del día, todavía con la cordita en la mano y conscientes ya
del deshonor y vergüenza de la batalla, los protagonistas empezaron a escribir
sus informes de lo sucedido.
Todos ellos contenían frases condicionales del estilo «si algún otro hubiera
hecho (o dejado de hacer) tal o cual cosa, habríamos conseguido una victoria
gloriosa». La versión de Grimani llegó a través de un intermediario, su capellán.
Culpaba de la derrota a la poca disposición a luchar de los capitanes de las
grandes galeras mercantes de los nobles y a una falta generalizada de ardor
guerrero: «Todas las galeras mercantes, con la excepción del noble Vicenzo
Polani, se mantuvieron a barlovento y se retiraron… toda la flota gritó con una
sola voz “¡Colgadlos! ¡Colgadlos!”… Bien sabe Dios que lo merecen, pero
habría sido necesario entonces ahorcar a cuatro quintas partes de nuestra flota».
Reservó su ira más negra hacia los aristocráticos patroni de las galeras
mercantes: «No voy a ocultar la verdad con subterfugios… la ruina de nuestra
tierra han sido los propios nobles, desde el primero al último».27
Alvise Marcello escribió una crónica especialmente interesada, culpando de
la confusión a las órdenes recibidas y describiendo su actuación personal en
términos dramáticos: se lanzó solo hacia la melé, y su barco fue rodeado por el
enemigo. «En el bombardeo, envié un barco al fondo del mar con toda su
tripulación; otro se acercó de a nuestro costado; algunos de mis hombres saltaron
a su cubierta y cortaron en pedazos a muchos turcos. Al final, le prendí fuego y
lo destruí».28 Finalmente, mientras grandes balas de piedra golpeaban su puesto
de mando, herido en una pierna y con sus compañeros siendo aniquilados a su
alrededor, se vio obligado a retirarse. Otros fueron mucho más cáusticos con su
gesta: «Entró y salió de la batalla en un santiamén, y dijo que había capturado un
barco»,29 murmuró el capellán. Domenico Malipiero, uno de los pocos que
emergió de la batalla con su reputación indemne, echó buena parte de la culpa a
la confusión creada por Grimani. Los marineros de a pie estaban convencidos de
que Grimani había enviado a Loredan a la muerte puramente por celos.
Lepanto.
… y hará falta una inteligencia mayor que la mía para comprenderlas. Al recibir estas noticias,
toda la ciudad… quedó anonadada, y los más sabios dijeron que eran las peores noticias que jamás
hubieran recibido. Comprendían que si Venecia había ascendido en fama y fortuna había sido
gracias al comercio marítimo, mediante el cual se traían grandes cantidades de especias que los
extranjeros acudían de todas partes a comprar aquí. De su presencia y del comercio [Venecia]
derivaron grandes beneficios. Ahora, por esta nueva ruta, las especias de la India se transportarán a
Lisboa, donde los húngaros, alemanes, flamencos y franceses irán a comprarlas, pues las podrán
conseguir a mejor precio allí. Porque las especias que llegan a Venecia pasan por Siria y por las
tierras del sultán, y pagan impuestos exorbitantes en todas las partes del trayecto, de modo que
cuando llegan a Venecia su precio se ha incrementado tanto que lo que originalmente costó un
ducado cuesta ahora un ducado con setenta o incluso dos. Por todos estos obstáculos sucederá que
Portugal, a través de la ruta marítima, podrá ofrecer precios mucho más bajos.13
… el rey de Portugal no podrá seguir utilizando la nueva ruta a Calcuta, ya que de las trece
carabelas que ha enviado, solo seis han regresado sanas y salvas; que las pérdidas superan con
mucho las ventajas; que pocos marineros estarán dispuestos a arriesgar la vida en un trayecto tan
peligroso y largo.14
Pero Priuli no tenía dudas: «Debido a estas noticias, la cantidad de todo tipo
de especias descenderá enormemente en Venecia; los compradores habituales,
que comprenderán las noticias, bajarán, pues serán reticentes a comprar aquí».
Acabó con una disculpa hacia los futuros lectores por haber escrito tanto. «Estos
nuevos hechos son tan importantes para nuestra ciudad que me he dejado llevar
por la ansiedad».15
Como si un relámpago iluminara el futuro, Priuli anticipó, como la mayor
parte de los venecianos, el fin de todo un sistema, un auténtico cambio de
paradigma: no solo Venecia, sino roda una red comercial de alcance mundial
estaba condenada al declive. Todas las viejas rutas comerciales y las bulliciosas
ciudades que habían florecido desde la Antigüedad pasaban a ser de repente
lugares recónditos —El Cairo, el mar Negro, Damasco, Beirut, Bagdad,
Esmirna, los puertos del mar Rojo y las grandes ciudades del Levante
mediterráneo, como la propia Constantinopla—, todas estaban amenazadas con
quedar fuera de las rutas del comercio mundial debido a los galeones capaces de
cruzar océanos. El Mediterráneo sería circunvenido, el Adriático ya no sería la
ruta hacia ninguna parte; importantes bases comerciales como Chipre y Creta
entrarían en decadencia.
Los portugueses se regodearon de su triunfo. El rey invitó a los comerciantes
venecianos a comprar sus especias en Lisboa; ya no tenían necesidad de tratar
con el voluble infiel. Algunos estuvieron tentados de aceptar, pero la República
tenía demasiado invertido en el Levante como para abandonarlo fácilmente; los
comerciantes venecianos que estaban allí serían pasto fácil de la ira del sultán si
la República compraba en otro lugar. Tampoco era sencillo ni inmediatamente
viable enviar barcos propios a la India desde el Mediterráneo oriental. De súbito,
todo el modelo de negocio del Estado veneciano parecía obsoleto.
Los efectos del cambio se percibieron casi de inmediato. En 1502, las galeras
de Beirut solo trajeron de vuelta cuatro balas de pimienta; los precios en Venecia
se dispararon; los alemanes redujeron sus compras; muchos se marcharon a
Lisboa. En 1502, la República envió una embajada secreta a El Cairo para que
hiciera patentes al sultán los riesgos de la nueva situación. Era esencial destruir
la amenaza marítima portuguesa ahora. Ofrecieron ayuda financiera. Propusieron
excavar un canal desde el Mediterráneo hasta el mar Rojo. Pero la dinastía
mameluca, odiada por sus súbditos, estaba también en decadencia. Se demostró
incapaz de ahuyentar a los intrusos. En 1500, el cronista mameluco Ibn Iyas
registró un acontecimiento extraordinario. Los jardines de datileros en las
afueras de El Cairo, que habían existido desde la Antigüedad más remota,
producían un aceite con propiedades milagrosas muy apreciado por los
venecianos. Su comercio simbolizaba la antigua relación comercial entre el
islam y Occidente. Ese año, los datileros se secaron y desaparecieron para
siempre. Diecisiete años después, los otomanos ahorcaron al último sultán
mameluco en una de las puertas de El Cairo.
Tome Pires, un aventurero portugués, se congratuló al hacer explícitas las
consecuencias para Venecia. En 1511, los portugueses conquistaron Malaca, en
la península de Malasia, el mercado al que se llevaba la producción de las islas
de las especias. «Quien domine Malaca», escribió, «tiene la mano en el cuello de
Venecia».16 La presión sería lenta y desigual, pero los portugueses y sus
sucesores acabarían por asfixiar el comercio de Venecia con Oriente. Los miedos
que había expresado Priuli se demostrarían bien fundados con el tiempo; y los
otomanos, mientras tanto, siguieron erosionando sistemáticamente el Stato da
Mar.
Las alusiones clásicas del mapa de De’ Barbari ya contienen una mirada
hacia el pasado; apuntan a cierta nostalgia y rehacen las realidades del Stato da
Mar, convertido en algo ornamental. Quizá reflejaban cambios estructurales en
la sociedad veneciana. Los recurrentes estallidos de la peste hicieron que la
población no pudiera sostenerse por sí misma y necesitara de la inmigración.
Muchos de estos inmigrantes llegaban a la ciudad sin ningún conocimiento de la
vida marinera. Durante la crisis de Chioggia, ya se hizo patente la necesidad de
enseñar a remar a los ciudadanos que se presentaron voluntarios. En 1201, en
tiempos de la aventura de la cuarta cruzada, la mayoría de la población
masculina de la ciudad eran marineros; hacia 1500, esto ya no era así. El vínculo
emocional con el mar, expresado en la Senza, continuaría hasta la muerte de la
República, pero hacia 1500, Venecia estaba inclinándose cada vez más hacia la
tierra; en cuatro años se vería envuelta en una desastrosa guerra italiana que de
nuevo llevaría a sus enemigos al borde de la laguna. Se produjo una crisis en la
construcción de barcos y viraron hacia la industria. La solidaridad patriótica, que
había sido una característica fundamental del devenir veneciano, había
empezado a ajarse: una buena parte de la élite dirigente había demostrado que,
aunque seguía más que dispuesta a seguir acumulando los beneficios del
comercio marítimo, no quería combatir por las bases y las rutas comerciales de
las que dependía. Otros, que habían acumulado fortunas durante el opulento
siglo XV, dejaron de enviar a sus hijos al mar como aprendices de ballesteros.
Los ricos tendían a reinvertir con cada vez más frecuencia su dinero en tierras en
el continente, a tener una mansión en el campo con un escudo de armas sobre la
puerta; estos eran los sellos distintivos de nobleza a los que todos los hombres
hechos a sí mismos aspiraban.
Fue de nuevo Priuli, con agudeza y pesar, quien detectó este impulso y
señaló que parecía implicar una decadencia desde el periodo glorioso de la
República. «Los venecianos», escribió en 1505, «tienden mucho más a la tierra
firme, que se ha vuelto más atractiva y placentera que el mar, la antigua raíz
primigenia de toda su gloria, riqueza y honor».17
«No creo que exista ninguna ciudad que pueda compararse con Venecia, la
ciudad fundada sobre el mar»,18 había escrito Pietro Casola en 1494. Los
extranjeros que intentaban asir el espíritu del lugar a finales del siglo XV eran
incapaces de encontrar similitudes con los mundos que conocían. Por todas
partes topaban con paradojas. Venecia era estéril, pero era obvio que tenía de
todo en abundancia; contaba con mucha riqueza, pero poca agua potable; era
inmensamente poderosa y, a la vez, físicamente frágil; estaba libre de
obediencias feudales, pero plagada de reglas. Sus ciudadanos eran sobrios, poco
románticos y a menudo cínicos, y, sin embargo, habían conjurado una ciudad que
parecía salida de una fantasía. Arcos góticos, cúpulas islámicas y mosaicos
bizantinos transportaban al observador simultáneamente a Brujas, El Cairo y
Constantinopla. Venecia parecía haberse creado a sí misma. A pesar de ser la
única gran ciudad italiana que no había existido en tiempos de los romanos, sus
habitantes habían creado su propia Antigüedad mediante robos y préstamos;
habían manufacturado sus mitos fundacionales y robados sus santos del mundo
griego.
El ducado.
Regreso
Los restos visibles del Stato da Mar yacen esparcidos por el mar; cientos de
torres y fuertes, en ruinas; las impresionantes defensas de Candía y Famagusta,
con sus angulosas murallas y profundos fosos, impotentes al final contra los
cañones turcos; pulcros puertos en Lepanto, Kyrenia y Hania, diseñados con
precisión en preciosas bahías; iglesias, campanarios, arsenales y muelles;
incontables leones venecianos, alargados, agachados, tubulares, con alas y sin
alas, huraños, fieros, indignados y sorprendidos, guardan las murallas de los
puertos, vigilan puertas y escupen agua en elegantes fuentes. Lejos, en la
desembocadura del Don, los arqueólogos todavía hoy desentierran petos, dardos
de ballesta y cristal de Murano del subsuelo ucraniano, pero, en general, los
restos de la aventura imperial italiana son sorprendentemente escasos. Siempre
hubo algo provisional en el Stato da Mar. Como la propia Venecia, convivió en
todo momento con la idea de la permutabilidad; los puertos y las bases iban y
venían, y las raíces que echó en costas extranjeras nunca fueron muy profundas.
El dintel de más de una casa veneciana en ruinas en Creta luce el lema latino «El
mundo no es más que humo y sombras». Como si supieran, en lo más hondo,
que toda la pompa imperial de las trompetas, barcos y cañones era solo un
espejismo.
A lo largo de los siglos, miles de venecianos participaron en este espectáculo
como comerciantes, marineros, colonos, soldados o administradores. Fue, en su
mayor parte, un mundo de hombres, pero también hubo vida familiar. Como
Dandolo, muchos nunca volvieron; murieron en la guerra, víctimas de la peste,
engullidos por el mar o fueron enterrados en tierra extraña, pero Venecia era un
imperio centralista que mantuvo el magnetismo para su gente. El comerciante
aislado en el fondaco de Alejandría, el cónsul que contemplaba las estepas de
Mongolia, Á galeotto que tiraba de su remo… para todos ellos, la ciudad era
muy importante. La idea de regresar a ella era muy poderosa: el barco al fin
pasando entre los lidi y sintiendo cómo el mar adoptaba un ritmo distinto, viendo
recortarse contra el horizonte la añorada silueta de cúpulas y edificios que se
alzan ingrávidos en la cambiante luz.
La gente en los muelles contemplaba, con tranquilidad o pasión, la llegada de
los barcos. Y hasta que un marinero de pie en la proa no estaba lo bastante cerca
como para gritar, los que estiraban el cuello para captar sus palabras esperaban
con ansiedad para saber si las noticias eran buenas o malas —si un marido o hijo
había muerto en el mar, si el trato se había cerrado, si habría lamentaciones o
alegría—. El desembarco venía acompañado de todas las vicisitudes de la vida.
La gente regresaba con oro, especias, la peste y dolor. Almirantes fracasados
emergían de los barcos cargados de cadenas; los triunfantes, con trompetas y
salvas de cañón, arrastraban por el mar las banderas capturadas mientras el
confalón de san Marcos ondeaba al viento. Ordefalo Palier bajó por la pasarela
con los huesos de san Esteban. El cuerpo de Pisani llegó conservado en sal.
Antonio Grimani sobrevivió a la vergüenza de Zonchio y se convirtió en dogo;
también Gritti, el espía. Marco Polo, con ojeras y anónimo, atravesó la puerta de
su casa como un nuevo Ulíses llegando a Ítaca, irreconocible. Felix Fabri llegó
en la flota de las especias de 1480 durante un temporal tan frío que hubo que
romper el hielo de los canales con los remos. Llegó justo después de Navidad,
una noche clara y brillante en la que, desde la cubierta, se veía la luz de la luna
reflejada en las cumbres nevadas de las Dolomitas. Nadie podía dormir. Al alba,
los pasajeros vieron el techo dorado del campanile relucir con los primeros rayos
del sol y, sobre él, la estatua del ángel Gabriel, que les daba la bienvenida a casa.
Todas las campanas de Venecia sonaron para celebrar el regreso de la flota. Los
barcos estaban decorados con banderolas y banderas; los galeotti empezaron a
cantar y, según mandaba la costumbre, tiraron su ropa vieja, podrida por la sal y
las tormentas, por la borda. «Y una vez pagamos nuestro peaje y aduanas»,
escribió Gabri,
y pagamos una gratificación a los sirvientes que nos habían cuidado y nos despedimos de todo
el mundo en nuestra galera, tanto nobles como sirvientes pusimos todas nuestras cosas en un bote y
descendimos a él… Y aunque estábamos contentos de nuestra liberación de aquella incómoda
prisión, el compañerismo que se había forjado entre nosotros y los remeros y todos los demás hacía
que la tristeza se mezclara con nuestra alegría.1
AGRADECIMIENTOS
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NOTAS DE FUENTES
Todas las notas de este libro proceden de fuentes primarias. Las referencias de
las obras de las que han sido tomadas las citas se encuentran recogidas en la
bibliografía.
Epígrafe
1. Mollat, p. 518.
Prólogo: partida
1. Petrarca (1869), pp. 110-111.
2. Prescott (1954), p. 56.
3. Howard (2000), p. 15
4. Petrarca (1869), p. 111.
Señores de Dalmacia
1. Mackintosh-Smith, p. 126.
2. Casiodoro, 24.
3. Hodgson (1910), p. 338.
4. Howard (2000), p. 15.
5. Hodgson (1901), p. 169.
6. Ibíd., pp. 176-7.
7. Ibíd., p. 178.
8. Norwich (1982), p. 55.
9. Comnena, p. 132.
10. Dándolo, p. 225.
11. Lamma, pp. 477-8.
12. Nicol, 4.
13. Lamma, p. 479.
14. Ciggaar, p. 235.
15. Angold, p. 45.
El dogo ciego
1. Die Register Innocenz’ III, pp. 499-501.
2. Patrología Latina, vol. 214, col. 493.
3. Madden (2003), p. 118.
4. Pokorny, p. 209.
5. Madden (2003), p. 118.
6. Nicetas Choniates (1593), p. 585.
7. Madden (2003), p. 65.
8. Ibíd., p. 64.
9. Ibíd., p. 96.
10. Villehardouin (1891), P-15
11. Ibíd., p. 13.
12. Ibíd., pp. 17-19.
13. Ibíd., p. 9.
14. Villehardouin (2008), p. 10.
15. Villehardouin (1891), p. 19.
16. Ibíd., p. 21.
17. Ibíd.
18. Ibíd., p. 23.
19. Ibíd.
20. Romanin, vol. 2, pp. 36-7.
21. Villehardouin (1891), p. 21.
22. Ibíd., p. 23.
23. Phillips, p. 67.
24. Ibíd., p. 71.
En las murallas
1. Nicetas Choniates (1593), p. 582.
2. Nicetas Choniates (1984), p. 294.
3. Nicetas Choniates (1593), p. 584.
4. Ibíd., p. 588.
5. Andrea, p. 285.
6. Villehardouin (1891), p. 85.
7. Villehardouin (1891), pp. 85-7.
8. Ibíd., p. 95.
9. Ibíd.
10. Villehardouin (1891), p. 97.
11. Clari (1939), p. 67.
12. Pokorny, p. 205.
13. Villehardouin (1891), p. 97.
14. Nicetas Choniates (1593), p. 587.
15. Villehardouin (1891), p. 101.
16. Clari (1939), p. 93.
17. Ibíd.
18. Phillips, p. 182.
19. Pokorny, p. 205.
20. Villehardouin (1891), p. 105.
21. Ibíd., p. 107.
22. Pokorny, p. 206.
23. Villehardouin (1891), p. 109-11.
24. Crowley, p. 81.
25. Villehardouin (1891), p. 109.
26. Ibíd.
27. Pokorny, p. 203.
28. Clari (1939), p. 64.
29. Villehardouin (1891), p. 109.
30. Ibíd., p. 115.
31. Ibíd.
32. Ibíd.
33. Ibíd., p. 113.
34. Ibíd.
35. Ibíd., p. 115.
36. Ibíd.
37. Nicetas Choniates (1593), p. 591.
38. Ibíd., p. 592.
39. Ibíd.
40. Ibíd.
41. Ibíd., p. 593.
42. Villehardouin (1891), p. 66.
43. Clari (1939), pp. 104-5.
44. Villehardouin (1891), p. 119.
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46. Clari (1939), p. 109.
47. Ibíd.
48. Nicetas Choniates (1593), p. 593.
49. Villehardouin (1891), p. 121.
50. Nicetas Choniates (1593), p. 593.
51. Villehardouin (1891), p. 121.
52. Ibíd., p. 125.
53. Nicetas Choniates (1593), p. 597.
54. Villehardouin (1891), p. 127.
55. Pokorny, p. 209.
56. Ibíd.
57. Nicetas Choniates (1984), p. 312.
58. Villehardouin (1891), p. 131.
59. Nicetas Choniates (1593), p. 598.
60. Ibíd., p. 603.
61. Villehardouin (1891), pp. 133-5.
62. Ibíd., p. 226.
63. Nicetas Choniates (1984), p. 306.
Cuatro emperadores
1. Nicetas Choniates (1984), p. 302.
2. Nicetas Choniates (1593), p. 600.
3. Ibíd., pp. 600-1.
4. Villehardouin (1891), p. 139.
5. Nicetas Choniates (1593), pp. 600-2.
6. Nicetas Choniates (1593), p. 602.
7. Nicetas Choniates (1984), p. 304.
8. Nicetas Choniates (1593), p. 602.
9. Villehardouin (1891), p. 141.
10. Madden (1992), p. 77.
11. Villehardouin, p. 143.
12. Nicetas Choniates (1984), p. 305.
13. Nicetas Choniates (1593), p. 605.
14. Nicetas Choniates (1984), p. 305.
15. Nicetas Choniates (1593) p. 607.
16. Ibíd.
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19. Villehardouin (1891), p. 143.
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21. Ibíd.
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23. Ibíd.
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35. Ibíd.
36. Phillips, p. 308.
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38. Ibíd.
39. Andrea, p. 302.
40. Ibíd.
41. Clari (1939), p. 132.
42. Ibíd., p. 147.
43. Andrea, p. 103.
44. Nicetas Choniates (1593), p. 615.
45. Ibíd.
46. Ibíd.
47. Andrea, p. 105.
48. Nicetas Choniates (1984), p. 309.
49. Clari (1939), p. 135.
50. Ibíd.
51. Andrea, p. 234.
52. Queller, p. 174.
53. Villehardouin (1891), p. 153.
54. Ibíd.
Oferta y demanda
1. Kedar, p. 9.
2. Ibíd., p. 10.
3. Epstein, p. 166.
4. Canal, p. 165.
5. Ibíd., pp. 166-7.
6. Ibíd., p. 171.
7. Ibíd., p. 173.
8. Ibíd.
9. Ibíd.
10. Ibíd., p. 175.
11. Fenlon, p. 53.
Lucha a muerte
1. Chinazzi, p. 61.
2. Hazlitt, vol. 1, p. 689.
3. Locatelli, p. 277.
4. Chinazzi, p. 100.
5. Ibíd.
6. Ibíd., p. 105.
7. Ibíd.
8. Ibíd. p. 106.
9. Ibíd. pp. 106-7.
10. Hazlitt, vol. 1, p. 702.
11. Chinazzi, p. 107.
12. Ibíd.
13. Ibíd., p. 113.
14. Ibíd., p. 114.
15. Hazlitt, vol. 1, p. 703.
16. Chinazzi, p. 117.
17. Ibíd., p. 124.
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17. Ibíd.
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19. Ibíd, p. 135.
20. Ibíd, p. 60.
21. Ibíd., p. 135.
22. Ibíd., pp. 135-6.
23. Ibíd., p. 64.
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25. Miller (1921) p. 209.
26. Délibérations des Assemblées, vol. 2, p. 144.
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28. Buonsanti, p. 94.
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Ciudad de Neptuno
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10. Sañudo, vol. 4, cois. 205-6.
11. Ibíd., vol. 28, cois. 282-3.
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18. Ibíd., pp. 42-3.
19. Ibíd., p. 43.
20. Pagani, p. 162.
21. Fabri, pp. 43-4.
22. Casóla, p. 331.
23. Fabri, p. 29.
24. Ibíd, p. 30.
25. Ibíd., p. 24.
26. Ibíd., p. 26.
27. Ibíd., p. 27.
28. Prescott (1954), p. 236.
29. Casóla, p. 322.
30. Ibíd., p. 199.
31. Ibíd., p. 311.
32. Fabri, p. 38.
33. Fabri, p. 33.
34. Fabri, pp. 134-5.
La bola de cristal
1. Romanin, vol. 4, pp. 71-3.
2. Ibíd., p. 73.
3. Antoniadis, p. 277.
4. Romanin, vol. 4, p. 73.
5. Malipiero, p. 40.
6. Antoniadis, p. 269.
7. Délibérations des Assemblées, vol. 1, p. 195.
8. Tenenti (1985), p. 10.
9. Venice and the Islamic world, p. 92.
10. Coco, p. 8.
11. Miller (1921), p. 280.
12. Ibíd.
13. Régestes des Délibérations du Sénat, vol. 3, p. 149.
14. Ibíd., pp. 182-3.
15. Délibérations des Assemblées, vol. 2, p. 84.
16. Régestes des Délibérations du Sénat, vol. 3, p. 102.
17. Ibíd.
18. Ibíd., p. 120.
19. Ibíd., p. 124.
20. Ibíd., p. 173.
21. Ibíd., p. 180.
22. Ibíd., p. 179.
23. Ibíd., p. 182.
24. Ibíd., p. 184.
25. Ibíd., p. 189.
26. Ibíd., p. 186.
27. La Caduta, vol. 1, p. 15.
28. Bárbaro (1969), p. 24.
29. Ibíd., p. 23.
30. La Caduta, vol. 1, pp. 26-27.
31. Ibíd., p. 19.
32. La Caduta, vol. 1, p. 20.
33. Barbara (1856), p. 50.
34. Ibíd., p. 66.
35. La Caduta, vol. 1, p. 36.
36. Ibíd.
37. Ibíd., XXXIII.
38. Barbara (1969), p. 78.
El escudo de la cristiandad
1. Babinger, p. 112.
2. Délibérations des Assemblées, vol. 2, p. 234.
3. Régestes des Délibérations du Sénat, vol.
4. p. 211.
5. Ibíd., p. 197.
6. Délibérations des Assemblées vol. 2., p. 216.
7. Ibíd., p. 227.
8. Ibíd., p. 246.
9. Régestes des Délibérations du Sénat, vol. 3, p. 236.
10. Ibíd.
11. Ibíd., p. 193.
12. Ibíd., p. 221.
13. Ibíd., p. 222.
14. Ibíd., p. 235.
15. Ibíd., p. 239.
16. Ibíd., p. 212.
17. Clot, pp. 134-5.
18. Régestes des Délibérations du Sénat, vol. 3, p. 210.
19. Délibérations des Assemblées, vol. 2., p. 240.
20. Setton, p. 150.
21. Ibíd.
22. Régestes des Délibérations du Sénat, vol. 189-90.
23. Babinger, p. 225.
24. Norwich (1982), p. 345.
25. Setton, p. 246.
26. Ibíd.
27. Régestes des Délibérations du Sénat, vol. 3, p. 221.
28. Setton, p. 246.
29. Ibíd., p. 247.
Pirámide de luego
1. Sañudo, vol. 2, col. 235.
2. Ibíd.
3. Ibíd., col. 292.
4. Ibíd., col. 372.
5. Ibíd., col. 542.
6. Ibíd., col. 541.
7. Priuli, vol. 1, p. 119.
8. Ibíd., p. 123.
9. Ibíd., p. 111.
10. Malipiero, p. 166.
11. Thubron, pp. 102-3.
12. Priuli, vol. 1, p. 118.
13. Ibíd., p. 130.
14. Ibíd., p. 136.
15. Ibíd., p. 141.
16. Katip Cjlelebi, p. 20.
17. Ibíd., p. 19.
18. Malipiero, p. 172.
19. Priuli, vol. 1, p. 161.
20. Ibíd., p. 153.
21. Malipiero, p. 174.
22. Priuli, vol. 1, p. 175.
23. Malipiero, p. 176.
24. Ibíd., p. 177.
25. Sañudo, vol. 2, col. 1234.
26. Malipiero, p. 177.
27. Sañudo, vol. 2, cois. 1233-4.
28. Ibíd., col. 1258.
29. Ibíd., col. 1233.
30. Malipiero, p. 179.
31. Ibíd.
32. Malipiero, p. 112.
Epílogo: regreso
1. Ibíd., p. 253.
INDICE ONOMÁSTICO Y DE MATERIAS
Fabri, Félix:
peregrinajes, 336, 345, 430;
sobre Alejandría, 304;
sobre el comercio de especias, 307;
sobre el regreso a Venecia, 431;
sobre la muerte en el mar, 342;
sobre la partida de Venecia, 431, 304;
sobre las calmas en el mar, 341;
sobre las reparaciones bajo el agua, 343
sobre las tormentas en el mar, 338;
sobre los esclavos de galeras, 333;
sobre negociar precios de pasaje, 306;
Falier, Ordelafo, 432
Faliero, Marino, dogo, 215
Faliero, Paolo, 172
Famagusta, 189, 231, 237, 431
Fatimita, dinastía, 41, 296
Felipe de Monforte, 172
Felipe de Suabia, rey de Alemania, 81
Florencia, florentinos:
colonias, 273;
estructura feudal, 296;
guerra con Venecia, 375
petición de los bizantinos, 358;
población, 177;
relaciones con los otomanos, 370, 375, 376, 379, 401;
suministros de alimentos, 177;
fondaci (complejos residenciales), 305, 312, 314,315
Freschi, Zacharia di, 401
Friuli, 396, 403
fuego griego, 96, 123, 127, 127
Haifa, 183
Hawkwood, Sir John, 235
Horacio, 37
hospitalarios, 1, 2
Hugo de Saint-Pol, 48, 85, 93, 96, 97, 105
Hungría:
Alianza contra Venecia, 234, 245;
amenaza otomana, 359, 373, 381;
control de la costa de Dalmacia, 234, 269, 273;
cruzada contra los otomanos, 351;
cruzada planeada, 356;
guerra con Venecia, 236, 243, 247, 258, 262;
mongoles, 187;
negociaciones venecianas, 244,264,268;
pacto de Zara, 68, 70;
plan veneciano para asesinar al rey de, 287;
Napoleón, 432;
Narenta, río, 34;
Nauplion, 281, 288;
Naxos, 158, 160, 277;
Negroponte:
administración veneciana, 281, 284, 285, 288, 290, 292;
amenaza genovesa, 174, 209;
amenaza otomana, 356, 368, 383;
arsenal, 389;
asedio otomano, 387;
bailo, 387, 392;
Capello, muerte de, 379, 381;
captura otomana, 391, 401, 413, 419;
colonia veneciana, 150, 278;
defensas, 368;
geografía, 385;
iglesia de San Marcos, 279;
importancia estratégica, 152, 382, 385;
incursiones otomanas, 349, 354, 356;
nombramiento de Da Canal, 382;
peste, 367;
posición de Zeno, 236;
puente, 356, 370, 371, 389;
Rebeldes cretenses, 220;
refugiados venecianos, 175;
ruta comercial, 152;
visita de Mehmed, 370;
Nicholas Kannavos, 117, 118;
Nicópolis, batalla de (1396), 352;
Ninfeo, Tratado de (1261), 175;
Grande en el siglo IV para sustituir al antiguo aureus. Su peso era de 4,5 gramos
y tenía un diámetro de 22 milímetros. De él derivan las palabras «soldado» y
«sueldo» en castellano. Aunque las equivalencias entre épocas siempre son
engañosas, el oro de un sólido valdría hoy aproximadamente 150 euros {N. del
T.). <<
[3] Se ha actualizado la gramática y ortografía del texto de Tafur para facilitar su
origen social o regional de una persona. Su uso más célebre es en Jueces 12, 4—
6 (N. del T). <<
[5]
Nombre que se usaba como genérico para un tipo de moneda de plata
acuñada, entre otros, por los gobiernos de Trebisonda, Cafa, Simisso, Tana y
Rodas (N. del T.). <<