Zimler, Richard - Los Anagramas de Varsovia (71668) (r1.0)
Zimler, Richard - Los Anagramas de Varsovia (71668) (r1.0)
Zimler, Richard - Los Anagramas de Varsovia (71668) (r1.0)
Esa tarde conseguí hablar con todos los amigos de Adam del
barrio. Wolfi juró que sólo sabía que hubiera pasado al otro
sector por la calle Leszno en una ocasión, pero Sarah, Felicia
y Feivel me indicaron las ubicaciones de otros cuatro
lugares por los que mi sobrino pudo haber salido en secreto.
El niño de la pelambrera encrespada se estrujó las manos
como un adulto mientras hablábamos, y a través de sus
lágrimas de consternación, me confesó valerosamente que
Adam le había acompañado en dos ocasiones «al
extranjero», lo cual me hizo comprender que mi sobrino
había llevado una doble vida.
Mientras me hablaba, con su madre observándole atónita
detrás de él, Feivel me explicó que habían querido robar
comida, pero en el último momento les había faltado valor y
sólo habían conseguido que los tenderos les dieran una
limosna de pan y confitura. Le besé en la coronilla para
asegurarle que no estaba enojado. No obstante, la mente
puede ser cruel, y deseé que hubiera muerto él en lugar de
mi sobrino.
Mostré una fotografía de Adam al guardia en la calle
Krochmalna, por donde él y Feivel habían pasado al Otro
Lado, y aunque recordaba a mi sobrino, hacía varias
semanas que no le había visto. En los otros pasos
fronterizos, nadie reconoció al chico. Sólo conseguí una
pista: un adolescente de aspecto rudo que se dedicaba al
contrabando llamado Marcel me sugirió que indagara en un
almacén de la calle Ogrodowa, donde habían excavado un
túnel que conducía a las cloacas.
—El pasadizo es tan estrecho que sólo pueden pasar
niños —precisó—. Trate de hablar con el dueño, Sándor
Góra.
Recordé el día en que Adam regresó a casa hediondo y
pensé que ahora sabía por qué.
A las siete y media llegó Ewa con Helena para ver cómo
estaba Stefa antes del toque de queda. Yo acababa de
poner a hervir mi sopa de col y mondaduras de patatas, y
mientras trajinaba ante los fogones, todas las personas a las
que tenía que entrevistar sobre la muerte de Adam se
agolparon a mi alrededor. Helena se quedó conmigo
mientras Ewa hablaba con mi sobrina. Sentada a la mesa de
la cocina, la niña dibujó unos desvencijados aviones de
morro puntiagudo que volaban sobre Varsovia. Me dijo que
eran bombarderos rusos. La ciudad —un amasijo de
chapiteles y torres— estaba vacía de gente.
—¿Dónde está todo el mundo? —pregunté, temiendo que
todos los habitantes hubieran muerto.
—De vacaciones —respondió la niña—. Es verano —
añadió señalando el enorme sol amarillo en la parte superior
del dibujo.
La miré sonriendo, agradecido por los cálidos días y
noches que albergaba su imaginación.
Mi sobrina debió de contar a Ewa la discusión que
habíamos tenido; al oír correr el agua en el baño, Helena y
yo entramos y vimos a Ewa lavando la camisa de Adam en
la bañera. La colgó de una cuerda que habíamos tendido a
través de mi habitación.
Poco antes de las ocho, Ewa se despidió de mí con un
beso y condujo a Helena hacia la puerta. Traté de darle
dinero para que tomara un rickshaw —una de las bicicletas
con un asiento montado en la parte delantera que se habían
hecho muy populares en nuestra isla—, pero lo rechazó.
Ayudé a Stefa a incorporarse en la cama, apoyada contra
unos almohadones, y le di la sopa a cucharadas, pero comió
con mirada ausente y sin dirigirme la palabra.
Luego —Dios sabe por qué— me senté ante mi mesa y
redacté una lista de todas las personas que había conocido
y estaban muertas, empezando por Adam y Hannah.
Cuando terminé las conté: veinticinco. Dediqué otra hora a
ampliar la lista y añadí otras dos. Pero aún no estaba
satisfecho.
Entonces recordé que a mi madre le había dado por
hacer listas de todo después de que naciera mi hermano
menor. Mi padre y yo encontrábamos sus inventarios
numerados por toda la casa. Años más tarde, cuando le
pregunté el motivo, me dijo que era la única forma de
mantenerse a flote con dos hijos a los que criar.
De pronto se me ocurrió insertar Erik Honec después del
nombre de mi madre, y fue un alivio ver a mi alter ego allí;
significaba que lograría escapar del gueto de un modo u
otro.
Me instalé en la butaca de Stefa para pasar la noche. Ella
sólo se despertó una vez, poco después de medianoche,
para ir a orinar, y por la mañana la fiebre había remitido un
poco. Cuando le llevé una taza de té caliente endulzado con
melaza y el cristal de azúcar que había guardado, me dio las
gracias con voz clara y firme. Tuve la sensación de que mi
sobrina había regresado a casa y la besé en la mejilla en
señal de bienvenida. Después de untar un poco de confitura
de ruibarbo en su tostada, le di unos trocitos con el tenedor.
Stefa bromeó sobre mis aristocráticos modales en la mesa,
lo cual era una excelente señal, pero mientras me hallaba
en la cocina preparándome un sucedáneo de café, me
preguntó desde la cama:
—¿Se ha secado ya la camisa de Adam?
Me acerqué a ella. Puede que algo en mi expresión le
recordara la verdad; horrorizada, abrió los ojos
desmesuradamente y se llevó las manos a la boca.
—Está muerto, ¿verdad? —murmuró con timidez.
—Hablemos —dije mientras le frotaba los pies a través
de las mantas—. Puedes decirme lo que quieras, y te
prometo no emitir ningún juicio.
Le hice esa promesa porque no soportaba la idea de que
mi sobrina me recordara como una persona injusta cuando
yo muriera.
—No —contestó con firmeza—. No hay nada de qué
hablar.
Me levanté y me retiré a la cocina. Mientras miraba mi
café con la mente en blanco, llamaron a la puerta. Cuando
abrí, me encontré a Wolfi, a Feivel y a Sarah mirándome
desde el rellano. Sus caritas denotaban temor; supongo que
pensaban que la muerte de Adam podía perjudicarles.
—Hola, doctor Cohen, hemos venido… a ver a Gloria —
dijo Feivel con tono vacilante.
—No está demasiado bien —respondí—. Pero podéis
entrar y darle de comer si queréis.
Mientras Feivel y Wolfi echaban pienso en su platito,
Sarah transportó la taza de agua de la periquita desde el
fregadero con ambas manos después de llenarla,
esmerándose en no derramar ni una gota. Su firme
determinación me dio una idea.
—Quizás uno de vosotros podría adoptar a Gloria —
propuse—. A Adam le gustaría.
—Mi padre odia las mascotas —declaró Wolfi—. Dice que
los pájaros no hacen más que cagar.
Feivel bajó la vista, restregando el suelo con el pie. Sarah
se mordió el labio; parecía como si deseara marcharse
cuanto antes.
—Olvidaos de lo que he dicho —les dije—. Ha sido una
tontería.
—¡No, me la llevaré yo! —anunció Feivel, asintiendo con
vehemencia cuando le miré, como para convencernos a los
dos.
Mientras los dos chicos transportaban la jaula escaleras
abajo, Sarah se volvió para mirarme un momento, como
para grabar mi persona y el apartamento en su memoria, y
comprendí —presa de la desesperación— que jamás
volvería a verla a ella ni a ninguno de los otros amigos de
Adam.
Adam Liski.
Nacido: el 4 de agosto de 1932.
Peso: 3,288 kilos.
Talla: 48,26 centímetros.
El milagro de Stefa…
A las tres de la mañana después de su muerte, cuando
estaba de pie junto a la ventana de mi habitación,
contemplando su cadáver postrado en el patio, vi a Ziv
levantarse de un salto y perseguir una forma vaga y huidiza.
Temiendo que fuera un gato salvaje o algo peor, me puse la
chaqueta, bajé apresuradamente la escalera y me senté
junto a mi sobrina. Ziv se hallaba de nuevo en su rincón,
pero no cesaba de gemir. Al cabo de un rato, alcé la vista
hacia la ventana de mi habitación y, a la brumosa luz de la
luna, me pareció la puerta de acceso a un mundo de cuento
de hadas, a través de la cual la magia se había derramado
sobre este lugar hacía sólo unos minutos. Mi asombro ante
el hecho de que Stefa hubiera hallado las fuerzas necesarias
para abrir la ventana, encaramarse sobre la repisa y saltar
parecía abarcar ahora todo cuanto no había logrado
comprender a lo largo de mi vida, inclusive el que los
hombres y las mujeres pudieran creer en Dios. Y entonces
caí en la cuenta de que los milagros existen, aunque —por
desgracia— no siempre son las gloriosas afirmaciones de
transcendencia que han pretendido hacernos creer a todos.
SEGUNDA PARTE
17
Una tarde, Rowy me explicó por fin por qué no había venido
a verme Ewa; el suicidio de Stefa las había afectado mucho
a ella y a Helena y la niña había sufrido un shock diabético.
Había estado a punto de morir. El joven añadió que Mikael y
él me habían ocultado la mala noticia durante los momentos
más intensos de mi duelo para que no me sintiera peor.
Helena se había recuperado, pero estaba muy débil.
Hace unos años, cuando leí sobre los campos de exterminio, descubrí la
identidad de la persona en Buchenwald a la que Rolf Lanik debió de
«regalar» la piel que habían extraído a Adam, a Anna y a Georg: Ilse Koch,
la esposa del comandante del campo de Buchenwald, Karl Otto Koch.
Durante su juicio por asesinato en 1951, los fiscales alemanes revelaron
que coleccionaba «souvenirs» —entre ellos pantallas para lámparas—
hechos con la piel de prisioneros. Al parecer, se sentía especialmente
fascinada por tatuajes raros, y con frecuencia ordenaba que mataran a
hombres y curtieran sus pieles para exhibirlas en su casa.
No obstante, todo indica que el intento de Lanik por ganarse la gratitud
de Ilse Koch no bastó para que le concedieran el traslado a Buchenwald que
tanto ambicionaba; no hay constancia de que sirviera en ese campo, que
estuvo dirigido por Karl Otto Koch desde julio de 1937 hasta septiembre de
1941, cuando él y su tristemente célebre esposa se trasladaron al campo
de Majdanek.
¿Fue realmente el rabino Kolmosin —el temido místico que Erik conoció en
el campo de trabajos forzados de la calle Lipowa— quien le hizo regresar
como un ibbur? Eso fue lo que él me dio a entender, aunque no estaba
seguro. No obstante, a veces pienso que Erik nunca fue del todo sincero
conmigo, que quizá tuviera más que ver con su insólito destino de lo que
estaba dispuesto a reconocer. A fin de cuentas, en ocasiones insinuaba que
no era el impenitente ateo que aseguraba ser, y que, en todo caso, conocía
algunas de las prácticas místicas judías tradicionales. Por ejemplo, poco
después del suicidio de Stefa, recitó los nombres de todas las personas que
él había amado hasta quedarse ronco. ¿Habría hecho un judío laico
semejante esfuerzo? Por lo demás, Erik me dijo claramente que creía en la
mágica eficacia de los nombres, un principio fundamental de la cábala.
Después de releer Los anagramas de Varsovia en numerosas ocasiones
durante los últimos años, no puedo por menos de pensar —aunque se trata
de una simple conjetura— que quizás Erik trabajó con el rabino Kolmosin u
otro sabio anónimo en el campo de trabajos forzados con el fin de propiciar
su regreso de entre los muertos. En cuanto al motivo por el que no me lo
dijera, existe una arraigada tradición judía que prohíbe esas prácticas
arcanas y peligrosas, y sospecho que quizá temía lo que yo pudiera pensar,
o lo que pudiera pensar cualquier dios en el que hubiera empezado a creer.
Si menciono esto es porque deseo de corazón hacer justicia a Erik como
el ser humano complejo que conocí, tanto más cuanto que fue él quien me
devolvió el motivo para vivir. No obstante, confieso que el «cómo» de su
reaparición entre los vivos ya no me importa demasiado. Ahora que
conocemos el alcance del genocidio nazi —que los alemanes casi
consiguieron aniquilarnos—, lo único sobre lo que sigo especulando es en el
«por qué» de su regreso.
Y, por supuesto, todavía me pregunto qué habrá sido de las personas a
las que describe en Los anagramas de Varsovia.
Fue David Engal, el administrador del edificio donde vivía Erik en el
gueto, quien me dijo lo que les había ocurrido a varios de ellos. En Tiempos
Pretéritos, había sido profesor de literatura polaca en la Universidad de
Varsovia, y un colega suyo me dijo que había emigrado a Brooklyn poco
después de la guerra y había encontrado trabajo como profesor de alemán
en el Lafayette High School. Empezamos a cartearnos durante el verano de
1949.
Engal me confirmó que Mikael Tengmann había sido asesinado poco
después de que Erik e Izzy huyeran del gueto. Me dijo que habían
descubierto el cadáver del médico una noche frente a la puerta principal de
la Sinagoga Nozyk. Según había oído decir Engal, los moratones en el
cuello de Tengmann indicaban que había sido estrangulado.
En respuesta a mis preguntas sobre los amigos y vecinos de Erik, el
profesor añadió que la panadería en el patio donde trabajaba Ewa había
sido cerrada por los nazis en julio de 1942. Poco después, Ziv adquirió una
pistola en el mercado negro y se unió a la Organización Judía de Combate,
asegurando a todo el mundo que jamás permitiría que los alemanes le
capturaran vivo. Desde entonces he descubierto que, junto con la mayoría
de miembros de esa fuerza de combate, probablemente murió en la
Sublevación del Gueto, que comenzó en enero de 1943.
Ewa y Helena desaparecieron por la misma época en que los nazis
cerraron la panadería, y el profesor Engal perdió todo contacto con ellas. No
obstante, en febrero de 1952, el American Jewish Joint Distribution
Committee me facilitó más datos. Un investigador de esta organización de
auxilio me escribió desde Nueva York, en yiddish, para informarme de que
Ewa y Helena habían viajado en el camión que había partido para Treblinka
el 3 de agosto de 1942. A su llegada habían muerto gaseadas. Mi
corresponsal añadió que Rowy Klaus había sido transportado a Treblinka
días más tarde. A través de un superviviente de ese campo al que conocí
cuando visité Łódź, averigüé que ese verano el joven músico había tocado el
violín con la orquesta del campo, pero que en otoño había enfermado de
tuberculosis y había sido enviado a la cámara de gas.
A través de mis indagaciones, he averiguado también que Zachariah
Manberg —el pequeño acróbata al que Erik confiaba en poder salvar—
había logrado ocultarse con su madre y su hermana en la Varsovia cristiana
en diciembre de 1942. Poco después de la liberación, habían viajado a
Canadá. En la actualidad Zachariah estudia Derecho en la Universidad de
Toronto y hemos iniciado una correspondencia.
No he podido averiguar si Bina Minchenberg o Benjamin Schrei
consiguieron sobrevivir. Se han esfumado, como tantos otros.
Izzy era la persona sobre la que tenía más interés en informarme, pero
no pude averiguar su paradero, ni siquiera si estaba vivo. Eran tiempos
duros en Polonia y me fue imposible viajar a Francia para proseguir mis
investigaciones. Me llevó diez años reunir suficientes ahorros y obtener los
papeles necesarios del Gobierno comunista. Por fin, en verano de 1953 me
concedieron la autorización. Convencido de que no era probable que
consiguiera reunir más fondos, hice la maleta y partí.
Por desgracia, no encontré a sus hijos en la dirección de Boulogne-
Billancourt que me había dado Erik. Yo sabía que Erik había confeccionado
un anagrama con el apellido de Izzy, que no era Nowak sino Kowan.
Localicé a dos familias llamadas Kowan en París, pero no eran polacos
judíos y no tenían parientes relojeros en Varsovia.
Supuse que Erik me había mentido sobre Boulogne-Billancourt a fin de
proteger a su viejo amigo. Los hijos de Izzy probablemente vivían en otro
suburbio de París o en otro lugar en Francia. Lamenté no haberle pedido
que me facilitara el nombre completo de Louis, y hacerle jurar que no era
un anagrama.
Poco después de buscar a Izzy por todo París, conseguí localizar a la madre
de Irene, Sylvie Lanik, en Burdeos. No obstante, cuando nos encontramos,
se negó a decirme nada sobre su hija salvo que estaba sana y salva, y que
vivía en Suiza. Sin duda Irene tuvo cierta responsabilidad en la muerte de
su padrastro, y aunque había transcurrido más de una década desde su
asesinato, cabe pensar que la señora Lanik aún temía que su hija fuera
arrestada.
En agosto de 1953, después de mis viajes a través de Francia, tomé un
barco para Chipre, y de ahí me trasladé a Esmirna en un buque de carga.
Había averiguado que Hannah, la esposa de Erik, tenía unos primos
sefardíes apellidados Zarco. Pregunté a tres miembros de la familia sobre la
hija de Erik, Liesel, y hablé con una docena de judíos en Esmirna, pero
ninguno estaba dispuesto a reconocer que la conocía. En cierta ocasión,
mientras hablaba con su primo segundo, Abraham Zarco, tuve la impresión
de que su negativa no era sincera, pero todos mis intentos por ganarme su
confianza fracasaron. Quizá Liesel no deseaba que la localizaran. O quizá la
familia no quería saber nada de ella debido a su relación con Petrina.
Mi hallazgo más reciente es Jaśmin Makinska. Hace tres meses, averigüé
que vivía en Inglaterra, adonde había emigrado poco después de la guerra.
Hace un mes recibí con gran alegría respuesta a la carta que le había
escrito. Me informó de que vivía cerca de Weymouth, en una casita de dos
habitaciones junto al mar.
Jaśmin me confirmó que había llevado en su coche a Erik y a Izzy a la
granja de Liza en marzo de 1941, y que su hermana había sido asesinada
por las SS cuando capturaron a Erik, el 7 de julio.
Me dijo que Izzy huyó a pie ese mismo día, a última hora de la tarde.
Consiguió llamarla por teléfono desde una población cercana y comunicarle
la trágica noticia sobre Liza.
Jaśmin recibió una carta de Izzy, que éste había echado al correo tres
meses más tarde en Estambul. Había llegado allí a bordo de un buque de
carga desde Odesa, tal como él y Erik habían planeado, y dentro de poco
iba a partir para Marsella. Estaba muy animado y había recibido una
afectuosa carta de su viejo amigo Louis, aunque se sentía culpable de la
muerte de Liza y no tenía muchas esperanzas de que Erik lograra salvarse.
«Izzy me dijo que me escribiría de nuevo cuando se instalara en el sur
de Francia, pero no volví a saber nada de él. La guerra se había extendido,
y sospecho que sus cartas no llegaron a Varsovia. Cuando me trasladé a
Inglaterra, Izzy no conocía mis señas allí, y yo no pude localizarlo».
Supongo que Izzy, sus hijos y Louis deben de vivir en Marsella o cerca.
Trataré de localizarlos.
Jaśmin me ha prometido no cejar en su búsqueda de Izzy, aunque
también dice que no volverá a poner los pies en la Europa continental.
Pienso en Erik cada día de mi vida. Procuro recordar a los muertos en toda
su singularidad, como él habría querido.
La autobiografía de los judíos aún no se ha completado. Ésa es nuestra
victoria. Y ahora creo que la mayor esperanza de Erik era que Los
anagramas de Varsovia constituyera su aportación a ella. Es más, estoy
convencido de que fue por eso que regresó como un ibbur.
Heniek Corben
Varsovia, 3 Kislev, 5715 (28 de noviembre de 1954).
GLOSARIO