Meditaciones en El Desierto 19461953 - Gaziel PDF

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Compañero

de generación de Josep Pla, Camba o Chaves Nogales, Gaziel


fue uno de los grandes del periodismo. Condenado al ostracismo tras la
guerra civil, vivió dos décadas en el Madrid de la posguerra un exilio interior
fruto del cual es este dietario amargo y lúcido.
Una reflexión sobre el hundimiento moral e intelectual de la España de la
posguerra; la situación de la España franquista en el contexto internacional;
el encaje de Cataluña en España y el de España en Europa. En él reflexiona
sobre el hundimiento moral e intelectual de la España de la posguerra; el
papel no siempre glorioso de los grandes intelectuales como Ortega,
Marañón, Pérez de Ayala o Azorín; la traición de muchos idealistas que tras
la guerra optaron por el pragmatismo más cínico; la situación de la España
franquista en el contexto internacional; la lenta recuperación de las
democracias europeas tras la Segunda Guerra Mundial y la relación del viejo
continente con Estados Unidos. Y junto al mundo de la política, retazos de su
vida cotidiana en el Madrid del Lhardy y el Ritz; encuentros con personajes
como Julio Camba, Augusto Assía o Joaquim Sunyer; lecturas de clásicos
como Zorrilla, Montaigne, Voltaire, Pascal, Chateaubriand, Shakespeare,
Valéry o Gide; reflexiones sobre la historia de España y el cristianismo… El
resultado es un libro desgarrado y certero, sin medias tintas, que ilumina una
época clave de la España moderna.

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Gaziel

Meditaciones en el desierto (1946-


1953)
ePub r1.0
Titivillus 20.04.15

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Título original: Meditacions en el desert (1946-1953)
Gaziel, 2005
Traducción: Felip Tobar

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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NOTA DEL EDITOR
Esta traducción se basa en la edición catalana del libro, publicada por La Magrana
en 1999, la primera completa. Las palabras que aparecen en cursiva están en su
lengua original, en castellano, francés, inglés, alemán y latín.

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PRÓLOGO A LA EDICIÓN DE 1974
Si desde el principio digo que este libro me es profundamente antipático, por
fuerza el lector tendrá que sentirse un poco sorprendido. Pero si, después de recibir
del autor tan desconcertante confesión, no se echa atrás y sigue con la lectura, espero
que no solamente llegue a comprender la extraña antipatía que he mencionado, sino
también que su sorpresa inicial quizá se transforme en una especie de piedad sincera.
Ésta es la parte más cruda de las recopilaciones de notas que durante veinte años
—de 1936 a 1956— yo escribía para mí sólo, constituyendo así una especie de
dietario muy íntimo. Y lo cierto es que las páginas que lo componen no fueron
concebidas para ser publicadas. Nacidas entre 1946 y 1953, son hijas de una gran
esperanza fallida: la que yo tenía —como otros tantos españoles incontables— de ver
cómo se enderezaba una de las más abominables iniquidades de nuestro tiempo, el
brutal aplastamiento de toda libertad en España. Acostumbrado por mi profesión de
periodista a observar y comentar al día la vida pública de mi país y la del mundo, una
vez acabada, en 1939, la última guerra civil española —que pasé por completo en el
exilio y sin mezclarme para nada en la escalofriante matanza, ni con unos ni con otros
—, me encontré con que aquí había sido arrasada toda libre opinión: los periódicos se
habían convertido en órganos de propaganda oficiosa, dirigidos y controlados por el
Gobierno, y los periodistas, uniformados por el régimen, en agentes de la dictadura.
Derruida por completo mi profesión, no tuve más remedio que crearme una nueva.
Pero un instinto irreprimible me empujaba a seguir comentando, aunque lo hiciera
sólo, los acontecimientos. Estas meditaciones solitarias son artículos nonatos.
Estuve escribiendo las notas de esta recopilación durante siete años y medio
largos, interminables —con más angustia que la que debieron de sentir los hebreos
errantes al atravesar el Desierto de Arabia, ansiosos por ver si era cierto que al final
acabarían por encontrar la tierra prometida, con la terrible desventaja de que,
residiendo yo entonces en Madrid, donde me había dejado la resaca de la tormenta
pasada, atravesaba mi desierto solo, sin el calor de mi pueblo alrededor, sin viejos
amigos cerca, sin compañeros de ruta, sólo seguido por mi propia sombra. También
yo tenía como único guía una señal de fuego que, alzándose día y noche en el fondo
de mi horizonte, orientaba mis pasos: era la fe ingenua, profunda, en las solemnes
promesas que tantas veces nos habían hecho los representantes de las altas
democracias del mundo. Una vez ellas hubiesen triunfado —nos decían—, no
cejarían en su empeño por liberar otros pueblos oprimidos y aplastar la tiranía. ¿Y
quién podía dudar de su palabra, sabiendo que dicha necesidad vital de los humildes
era también lo más conveniente para esas naciones más fuertes, aterradoramente
escarmentadas dos veces seguidas en sólo veinticinco años…?
Pero de repente, cuando ya parecía que estábamos en los confines del desierto, y
que en la oscuridad de la noche iba a florecer la luz del alba sobre el reverdecer de
una tierra esponjosa, he aquí que la guiadora columna de fuego empezó a realizar una

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serie de inquietantes extrañezas. A ratos se eclipsaba y a ratos relucía, iluminando,
incomprensiblemente, no los pasos de los caminantes que por el desierto la
seguíamos, sino a las fieras que en las tinieblas nos asediaban, dejándonos a nosotros
a oscuras, con el corazón lleno de temor y de duda.
Fue entonces, precisamente, cuando la inquietud hizo que empezara a tomar las
notas que integran este libro. Las extrañezas de las democracias guiadoras se iban
multiplicando cada día más. Pronto se volvieron alarmantes: yo no sabía dónde estaba
ni adónde iba. Y cuando, por fin, llegó la victoria de quienes considerábamos
nuestros amigos, y desde la lejanía, con lágrimas de gozo en los ojos, les vimos entrar
con todas sus banderas desplegadas en la tierra de promisión, tuvimos que contemplar
también —oh, inolvidable escarnio— cómo tras ellos acogían a la misma gente de
nuestro hogar que les había combatido a muerte (y les volvería a combatir
igualmente, mil veces, tan pronto como ello fuera posible); mientras a nosotros, los
ingenuos y pobres fieles a la causa triunfante, nos dejaban fuera, más desamparados y
más tristes que nunca, olvidando descaradamente sus más sagradas promesas. Y las
lágrimas de gozo se volvieron aterradoramente amargas. Ese fue uno de los grandes
acontecimientos de nuestro tiempo, que pasará a la historia y pesará en ella: la
democracia, de manera infame, traicionó a sus amigos de España y renegó de ellos.
Por eso ahora, tantos años después de haber escrito estas meditaciones con el
único propósito de desahogarme, sin pensar ni siquiera remotamente en que pudieran
llegar a publicarse, me gustaría que vieran la luz, para que sirvieran de testimonio, de
acusación y de escarmiento. Resulta que, releyendo mis notas íntimas, hoy me doy
cuenta de que, sin habérmelo propuesto, recogen muchas cosas que se irán perdiendo
de aquella traición abominable. Conservan de ella, sobre todo, la asfixiante
temperatura: la fiebre con la que yo escribía explota a cada paso. No es de extrañar,
por tanto, que haya resultado ser un texto áspero, punzante y lleno de amargura, si
tenemos en cuenta que mientras lo dictaba los desengaños y las burlas más crueles
quemaban mis entrañas y las más diabólicas visiones enturbiaban mi espíritu. Todo el
libro se resiente de tan agotador tormento. Hasta que, incluso ya perdida la más leve
esperanza de entrar algún día en la tierra prometida por las democracias, de la que
ahora ellas disfrutan junto a sus enemigos mortales y los nuestros, el caminante
perdió sus fuerzas y se dejó caer sobre la arena ardiente, resignado a morir en pleno
desierto. ¿Cómo queréis que un texto así no le ponga los pelos de punta a su autor
cada vez que lo hojea? ¿Y quién será el lector afín que no sienta algo de compasión
ante tan inhumana desdicha…?
Lo peor de todo es que yo no soy ni he sido nunca un hombre de desierto, un
hombre, por ejemplo, de la estirpe del gran Unamuno. A mí me placen, por el
contrario, la tierra recogida, el agua que corre, la brisa y la sombra, la nube huidiza, el
animal que pace y el hombre que vive con sensata fruición. Y todo este libro, ¡ay!,
sólo habla de la árida, de la cruel España. Tras tanto obsesionarme con mi estrechez
espiritual, ya en gran medida hollada por el vaho africano, y tras tanto mirar y palpar

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sus incurables heridas, una roña como la de un mendigo de novela picaresca ha
impregnado estas páginas. Y mi espíritu, al escribirlas, se ha vuelto también oscuro y
arisco —él, que es de nacimiento aireado, luminoso y risueño. En fin: el presente
libro es un espejo fiel, pero da una imagen mía que a mí mismo me repugna.
Sí: el mal del que hablo es cierto, pero lo expongo demasiado crudamente, sin
claroscuro, sin el juego continuado de luces y de sombras que somos los hombres y
que es la vida. Pongo el dedo en la llaga muy a menudo, y no me arrepiento de ello;
pero lo hago sin tacto, sin piedad. Ciertas figuras de hombres eminentes, amigos
míos, se presentan en la obra de forma demasiado simple y sólo con colores vivos y
elementales, como las imágenes de Épinal. En realidad eran (o todavía son) más
complicadas, llenas de contradicciones, si se quiere, pero con grandes cualidades que
compensan sus taras; es decir, más humanas. Desde ahora pido perdón por haberlas
desdibujado y coloreado de manera tan zafia, o, mejor dicho, tal como fueron en un
momento determinado, verídica pero fragmentariamente. Es lo malo que tiene
escribir mientras sufres y maldices, en soledad, a través de un desierto interminable.
El fanatismo, que aborrezco y combato, se me ha contagiado. La injusticia, ya se
sabe, engendra injusticia.
Entonces, ¿por qué deseo publicar estas meditaciones febriles? ¿No sería mejor
destruirlas? Muchas veces me he sentido tentado a hacerlo, y siempre —al releerlas—
lo he pensado mejor. El mal que su crudeza pueda inferir queda neutralizado de
antemano por el hecho de que yo mismo lo reconozco y lo condeno. Y, una vez
salvado ese escollo, creo que en este libro hay muchas cosas que, mejor o peor
dichas, pesan y cuentan como sólo pesan y cuentan las realidades. Es un testimonio
verídico del momento histórico que presenció la increíble metamorfosis del régimen
de Franco —aliado y correligionario antidemocrático y antiliberal de Mussolini y de
Hitler— en aliado y protegido de los Estados Unidos de América, campeones
universales de la libertad de los hombres y de los pueblos.
No es el libro de un vencido, un perjudicado o un resentido. No es el de un
vencido, porque quien idealmente no se siente un vencido no lo será nunca. No es el
de un perjudicado, porque pocos españoles de mi condición tuvieron la suerte,
durante la pasada guerra civil, de sufrir en su físico o en sus bienes materiales tan
poco como yo. Y en lo que respecta al resentimiento, aunque con más de cincuenta
años tuve que recomenzar mi vida, he sabido hacerlo tan bien o lo he hecho con tal
fortuna que nunca había vivido como vivo ahora. Tampoco es este libro el de un
escéptico del que se pueda decir, de buena fe, que no ha amado ni ama su país. Toda
mi vida periodística, anterior a 1935, se caracteriza por un profundo y abnegado
aprecio hacia Cataluña y hacia España: una vida ni corta, ni fácil, ni lisonjera —y tan
mal pagada. Eso no significa, asimismo, que no profese una gran admiración, en
ciertos casos extraordinaria, por amigos o escritores contemporáneos famosos,
muertos o todavía vivos, de quienes no obstante digo cosas que no les favorecen en
absoluto, ni como ciudadanos ni como modelos de carácter. La pura verdad es que, si

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les magullo un poco, lo hago porque habría querido que fuesen aún mejores de lo que
fueron o de lo que son, sin tara, superhombres más que hombres.
En pocas palabras: este libro (que no quería serlo y ha acabado siéndolo) es
esencialmente una obra de dolor. De dolor y de lucidez; de una lucidez como la que
sólo puede dar un dolor profundo y desinteresado: lucidez y dolor siempre
emparejados, como luz y llama.
Dado que constituye un bloque raro, surgido candente y compacto de la fosa
solitaria que en silencio iban cavando juntos mi espíritu y mi corazón, me he
abstenido de extraer ciertos pasajes que nada tienen que ver con el tema obsesivo del
dietario. Me tentó la idea de separarlos, a la espera de que tuviesen cabida en otro de
mis libros, alguna recopilación de notas y ensayos puramente literarios. Pero
enseguida me daba cuenta de que echaría a perder algo oscuramente orgánico, como
si al sacar unas briznas de un tejido vivo acabara rompiéndolo. Y es que esos pasajes,
aunque ciertamente parezcan desentonar, aquí o allí, como claros de luz en la
uniformidad sombría, nacieron dentro de ella, como la flor del cardo surge de su
masa espinosa. Son los pequeños oasis que mi pensamiento, abrasado por el calor y el
vacío del desierto, de vez en cuando descubría en los márgenes de la pista
polvorienta: mi corazón encontraba en ellos el consuelo de un trago de agua fresca o
la sombra de un ramaje piadoso. No hace falta tocarlos: el lector que tenga ánimo
para seguirme encontrará en ellos, igualmente, un breve reposo.
Pensándolo bien, al estar hecho con tristes afanes y en una soledad angustiosa,
este libro es más que nada una grave, una auténtica lección de vida. Incluye la
demostración, que a mí me parece impresionante, de que la historia humana no es un
melodrama. Es decir, una acción colectiva compuesta por imprevisibles y
apasionantes peripecias, pero que acaba siempre con el infalible triunfo de unos
principios y de unas fidelidades que la juventud educada por idealistas más o menos
sinceros acostumbra a venerar como cosas sagradas e inmutables, porque les dicen —
no sé por qué— que los «buenos» siempre ganan, mientras que los «malos»
sucumben infaliblemente. No, hijos míos: la historia es una auténtica y espantosa
tragedia. El azaroso resultado, siempre imprevisible, no de una lucha noble y
claramente desproporcionada entre el bien y el mal, sino de una vil e inmunda mezcla
por encima de la cual se despliegan, como espejitos para cazar alondras, las banderas
más deslumbrantes y los lemas más puros, mientras por debajo corren desatados,
como víboras y escorpiones, el crimen y la traición, el egoísmo y la mentira, lo venal
y el vicio, el hermano que vende a su hermano, y el hijo que reniega de su padre, y la
esposa que entrega a su esposo al verdugo para poder retozar a placer con su amante,
y el amigo —¡ay, el amigo!— que da hiel y vinagre a su compañero y le roba la bolsa
o la honra, mientras él se vende al mejor postor, tal como hizo Judas. Es eso la
historia; y quien no lo ve a tiempo y va dando tumbos, con el corazón en la mano y
los ojos clavados en el cielo, acaba colgado por sus semejantes. Historia es pura
zoología.

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Y lo sería del todo si no fuera porque a veces llega el día en que muchas de las
barbaridades que la componen se tienen que pagar. A menudo, con creces. No por
medio de sanciones morales o de ultratumba (de ésas se ríen los bergantes), sino por
una serie de encadenamientos que se producen como reacciones químicas, que la
misma injusticia humana provoca. Aquella frase célebre —de— Fouché o de
Talleyrand, da igual— que dice de un mal paso: «C’est pire qu’un crime, c’est une
faute», significa exactamente que, en política, a menudo los crímenes más grandes
quedan impunes, pero las falsas jugadas se pagan de forma implacable. A ello hay
que añadir, desgraciadamente, que no las pagan siempre quienes las han hecho, pero
sí quienes han sido víctimas de ellas o sus hijos.
Todas estas cosas que digo, teóricamente tremendas, en realidad son simples y
elementales. Entran en contradicción, naturalmente, con aquella Ley de Dios que
cuando somos pequeños nos enseñan y también con las leyes humanas que vamos
aprendiendo al ser mayores. Pero que no os asuste constatarlo: hay que hacer de
tripas corazón y seguir adelante —si se quiere salvar la piel—, igual que en plena
batalla. Quien sea tan delicado como para perder el sentido ante el horror de la mayor
iniquidad, o tan tozudo como para querer seguir confiando en la santidad y la
invulnerabilidad de los principios, irá a parar indefectiblemente, sin saber cuándo ni
cómo, bajo las ruedas del carro —el carro, por supuesto, de la historia.
Así pues, conviene estar tan baqueteado como describe este libro. Es un duro
aprendizaje, no hay que negarlo. Pero para entender bien la vida, para comprenderla a
fondo, no basta con haberla vivido entre hombres y mujeres cordiales y en tiempos de
bonanza. También hace falta haber peregrinado largamente, solitariamente, como
tuvo que hacerlo, quisiera o no, el autor de estas páginas, hasta caer exhausto en
pleno desierto.

Madrid, diciembre de 1953

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1946

12 de mayo de 1946

SALUD SOSPECHOSA.— Ortega y Gasset, en la conferencia que dio hace pocos días
en el Ateneo de Madrid, dijo que España había salido de la Guerra Civil con una
salud a prueba de bombas. «Una salud indecente», creo que dijo.
Sí; debe de ser aquella salud que ya definía Jules Romains, en boca del Dr.
Knock: «C’est un equilibre inestable qui n’annonce rien de bon».

14 de mayo de 1946

LA FALLA CAPITAL.— Después del hundimiento de la monarquía, en 1931, en


España siguieron fallando todos los estamentos civiles y todos los resortes de
gobierno que desde la Restauración borbónica y en especial desde la trágica muerte
de su autor, Cánovas, se habían ido deteriorando sin remedio en torno a la venerable
institución. Por eso se hundió también la república y volvió a estallar, finalmente, la
guerra fratricida que la obra canovista parecía haber arrinconado para siempre. 1936
fue un retorno a lo peor del siglo XIX. Pero, en el conjunto de causas que nos ha
conducido a la situación actual, la más nueva, nunca vista hasta entonces en España,
ni en los más negros tiempos del ochocientos, ha sido la falla, desde 1936 hasta
ahora, del estamento intelectual, porque con él ha fallado hasta el propio latido de la
conciencia pública.
La inextricable situación en que hoy se halla el país, diez años después de aquel
estallido de barbarie, aún no es más que el vacío total provocado por el mutismo
cobarde y absoluto de la intelectualidad española que vive dentro de España.
Una guerra civil sólo puede superarse descartando por igual a los dos bandos
fratricidas que se enzarzaron en la contienda. La lucha salvaje entre tesis y antítesis
debe zanjarse con la síntesis. Y ésta brilla por su ausencia: se trata de la tercera
España, capaz de volver a fundir la roja y la blanca. La tercera España, no
combatiente, sino pacificadora y reconstructora, que sólo podría haber sido inspirada
(y no dirigida) por la conciencia superior de una intelectualidad viva y auténtica.

15 de mayo de 1946

FALTA LA TERCERA ESPAÑA.— Durante los meses de agosto y septiembre de 1936,


un grupo de exiliados españoles, intelectuales de lo más variopinto, nos reuníamos en
París, en casa de López Llausás, el editor y librero barcelonés, hoy residente en

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Buenos Aires, entonces expatriado, tanto si quería como si no, al igual que nosotros.
Y hablábamos, naturalmente, de la tragedia española.
Estaban Ortega y Gasset, Pittaluga, García Morente, Hernando, Pi i Sunyer
(August) y unos cuantos más, hasta sumar una veintena. Marañón aún no había huido
de España (lo hizo más tarde), y los únicos catalanes que había éramos, además del
librero y su esposa —nuestros anfitriones—, Carles Soldevila y yo, con alguna
aparición vaga y tardía de Joan Estelrich, que ya iba buscando su propio camino.
El motivo capital de nuestras reuniones era averiguar si cabía la posibilidad de
intentar algo, como estamento pensante de un país hecho pedazos; y, en el caso de
que la respuesta fuera afirmativa, unánime o aprobada por mayoría, qué era lo que
teníamos que hacer. Yo propuse con insistencia la creación de una revista en la que,
sin combatir a nadie, para no echar más leña al fuego, pudiese ir definiéndose de
forma elevada y serena el espíritu de una España futura, au-dessus de la mêlée. No
oculté que seguramente, a mi entender, si lo hiciéramos seríamos furiosamente
maltratados por los dos bandos en liza. Pero, como compensación a ese calvario
previsto, el mundo entero —excepto España y las fuerzas del mal que, relacionadas
con ella, desde el exterior avivaban las llamas— nos escucharía y nos respetaría; y
más tarde o más temprano, cuando se hubiese vertido suficiente sangre e hiciese falta
una luz para salir de las tinieblas, el mundo y la propia España agradecerían nuestro
noble esfuerzo.
Pero enseguida me di cuenta de que no podía estar más equivocado. Debía de ser
mi nefasto sino, porque, al igual que habían sido del todo inútiles los modestos
esfuerzos que periodísticamente había hecho para apartar al país del abismo en el que
de forma tan irracional se empecinaba en sumergirse, ahora tampoco mis compañeros
de exilio veían con buenos ojos lo que yo les proponía. Desde Ortega y Gasset, que
era como el pontífice de la intelectualidad castellana, hasta el más modesto de los allí
reunidos, casi todos sólo pensaban, en medio de aquel gran temporal, en nadar y
guardar la ropa. Pronto supe que iban ubicándose, silenciosamente y a hurtadillas, en
la facción que más les convenía. Sobre todo Morente, que ya debía de estar pensando
en su posterior «conversión», se opuso enérgicamente a que defendiéramos bandera
alguna por nuestra cuenta. Las reuniones terminaron demasiado pronto y sin el menor
provecho.
Ahora me parece que se ve con nitidez la absoluta necesidad de esa tercera
España. Como nadie se ha preocupado seriamente por prepararla, los españoles de
hoy siguen obsesionados con las otras dos, las causantes de la catástrofe, aunque
sometidos al bando vencedor.
La burguesía española —que debería ser, como lo ha sido en todas partes, el
apoyo más firme de un régimen democrático— es políticamente tan inepta y corta de
miras que, pese a las duras lecciones recibidas, no es capaz de ver nada más, si cae el
general Franco, que el retorno del Dr. Negrín. Lo que mantiene a Franco donde está
hoy es sobre todo el miedo «por lo que podría pasar» si cayese; partiendo siempre del

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supuesto simplista y falso, como el de todos los melodramas, de que nos encontramos
ante un fatal dilema: Franco o Negrín. Es sencillamente infantiloide, es estúpido; pero
es así —porque ni dentro ni fuera de España se ha intentado en serio que sea de otro
modo.
Y, al arredrarnos tanto ante una fatalidad gratuita, el falso dilema quizá llegue
algún día a ser un hecho, no por necesidad inevitable, sino por cobardía y necedad. El
miedo es un cimiento detestable para asentar sobre él algo definitivo. El miedo sólo
impide ver qué es lo que hay que hacer para no tener miedo. El día que Franco tenga
que desaparecer (y sus días están contados, como los de cualquier otro mortal), el
miedo no nos dará nada con que reemplazarle. Y, al no haber entonces nada
preparado, bien podría ser que cayésemos en el vacío, en el caos.

17 de mayo de 1946

LA DERECHA ESPAÑOLA.— Cuando desde la cima de mi larga y triste experiencia


contemplo la actual desolación de la ciudadanía española, me parece que el peor mal
de España es la incapacidad congénita, incurable, de sus denominadas clases
«directoras» y «conservadoras», de la burguesía en bloque, para regentar la res
pública. Las conozco muy bien, esas clases, por haberlas tratado y sufrido durante
largos años.
Un país no puede ser bien dirigido políticamente sin una minoría que lo lidere:
tanto si se trata de la más perfecta democracia —por ejemplo, Inglaterra— como de
la dictadura más fuerte —al estilo de Rusia. No ha habido ni podrá haber nunca
dirección por abajo, desde la masa. Pues bien: la elite española, que desde la
implantación del régimen democrático tendría que ser, como lo es en todas partes, la
burguesía, nunca ha funcionado satisfactoriamente como tal, ni siquiera
medianamente.
Las clases españolas que deberían ser directoras, pero que en realidad no dirigen
nada, en el fondo son de una pasividad y de un escepticismo increíbles. Todo lo que
sobrepasa el hogar o el negocio personal se convierte en algo sospechoso para ellas.
«Béns del comú, béns de ningú»[1] es un dicho popular de Cataluña, el lugar de
España en el que modernamente se ha mostrado más viva la ciudadanía. De los
valores colectivos o de los del espíritu —ante los cuales (como decía muy bien
Maurras al respecto) hay que situar la política, porque sin ella peligran los demás—
no quieren saber prácticamente nada. La religión, reducida al cumplimiento
desganado, moroso y de buen tono de pequeñas prácticas más sociales que
fervorosas, es algo que dejan de buena gana en manos de curas y monjas. Y dejan la
administración pública a cargo de los organismos adecuados, aunque los burlen de
tapadillo con todas las mistificaciones y zancadillas que hagan falta para librarse del
fisco y de los impuestos. La política exterior, como los partidos de fútbol, se

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distribuye en filias y fobias… Eso sí: quieren que el pueblo sea un niño bueno y que
el país vaya bien. Si los encargados de la res pública la dirigen de un modo que no les
conviene, o si el pueblo adquiere unos matices que les asustan, acuden corriendo a
refugiarse en brazos de los militares.
El mundo actual ha presenciado —y nosotros vivido, lo que es mucho peor— el
muy elocuente caso de la Segunda República Española. Ésta llegó en 1931, y no lo
hizo por otro motivo que porque la monarquía se había hundido ella sólita. Dado que
la naturaleza política tampoco admite el vacío, la imprevista desaparición de la
monarquía, que era el sistema establecido, provocó automáticamente la aparición del
único sistema alternativo disponible en aquel momento: la república. Y aun así esa
disponibilidad era tan vaga y meticulosa que los primeros en asustarse al ver bajar del
cielo a la república fueron los republicanos. Quienes lo presenciamos lo recordamos a
la perfección: aquello fue como si hubiese caído un meteorito.
Ante semejante hecho, la actitud de las clases «directoras» y «conservadoras» era
muy clara. El régimen defenestrado había sido relativamente el suyo, gracias a
Cánovas, que justo en el momento de la Restauración, en 1874, se lo había arrebatado
a los militares de las manos, después de que éstos lo introdujeran con un golpe de los
suyos, es decir, con un pronunciamiento. La genial obra de Cánovas, de relativo
asentamiento de la ciudadanía y del poder civil, salió más o menos adelante, no sin
sufrir sus altibajos, hasta 1923, cuando los militares volvieron a hacer de las suyas,
quiero decir de las que siempre acaban mal. Llegó, en efecto, el golpe de Estado
seguido de la dictadura, y el dictador, el general Primo de Rivera, fue el auténtico
enterrador de la monarquía española.
Al no haber sido regida por nadie la Segunda República Española, ni siquiera por
los propios republicanos, cuando se produjo la inevitable caída de la monarquía, en
1931, la actitud sensata de las clases conservadoras para con aquel nuevo régimen
caído del cielo tendría que haber sido, evidentemente, la de tratar de hacerlo suyo, al
igual que en 1871 habían tratado de hacer sus equivalentes francesas, y en
condiciones mucho peores. La Segunda República Española llevaba un gran cartel
que decía: disponible. Y ya se sabe qué es lo que ocurre en todas partes cuando la
burguesía es fuerte, sabe lo que quiere y lo quiere de verdad —y ésa es, precisamente,
una de las más visibles fallas de la democracia, algo que el comunismo siempre le
reprocha. Contando a su favor con el dinero, la Iglesia, la milicia, la prensa, la
burocracia y gran parte de la clase media, una burguesía resuelta y con sentido común
es algo totalmente imbatible en Europa occidental.
Pero sucedió que, ante el fatal advenimiento de la Segunda República en España,
la mayor parte de la burguesía, por no decir toda, le dio obtusamente la espalda.
Luego, cuando la cosa ya no tenía remedio, esa derecha abúlica y corta de miras dijo,
para atenuar el inmenso disparate cometido, que si se había comportado con la
república como lo había hecho era porque la república la había atacado a las primeras
de cambio. Esa excusa alude a las escasas quemas de conventos, las inevitables

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medidas anticlericales, las persecuciones a monárquicos y otros polémicos excesos
que tuvieron lugar a principios del nuevo régimen. Pero, sin tener en cuenta que
semejantes disparates eran increíblemente leves comparados con la fantástica
cochambre que había acabado carcomiendo y destruyendo a la monarquía, y que
había que considerarlos más bien un simple sarampión revolucionario, constituían
sobre todo la saludable advertencia de que no había que quedarse en la mera protesta
y dormirse en los laureles, sino actuar enseguida y con energía. Porque, si la gente de
dinero y orden le cerraba puertas y ventanas, ¿qué querían que hiriese la república
abandonada en plena calle?
Sólo había dos hombres nuevos que podrían haber sido los políticos encargados
de consolidarla: uno de centro-izquierda, Azaña, y otro de centro-derecha, Gil-
Robles. Si la burguesía española, con todo lo que arrastra de menestralía y pueblo
acomodado, hubiera apoyado decididamente a esos dos líderes, a cuyo alrededor se
apiñaron espontáneamente la izquierda y la derecha, el régimen habría podido
consolidarse y distribuirse en dos grandes formaciones gubernamentales, como en la
también crítica época de Cánovas y Sagasta, y nos habría ahorrado así la
espeluznante Guerra Civil y el callejón sin salida en el que ahora estamos.
Pero aquellos dos hombres nunca pudieron llegar a un acuerdo capital (ni siquiera
a escondidas, como en el Pacto del Pardo) ni a desarrollarse ellos mismos todo lo que
habría sido necesario, porque siempre les faltó una base propia suficiente. Azaña, un
solitario con cara de pocos amigos, falto de auténticos republicanos —los radicales o
lerrouxistas eran un desecho de la corrupción monárquica y los radicales-socialistas
unos descerebrados sin nada que ofrecer—, no tuvo otro remedio, para lograr algo
coherente y firme, que apoyarse siempre en la extrema izquierda de socialistas
integrales, que no querían la república como régimen definitivo y estable, sino como
un pasadero para poder llegar al marxismo. Y Gil-Robles, por su parte también
prisionero —de la reacción más vetusta y tronada—, tampoco podía ser el líder
sincero de una política destinada a cristalizar en una derecha francamente
republicana. La derecha vivía, como he dicho, en el limbo, y su líder se veía cada vez
más rodeado por todo tipo de enemigos del régimen: monárquicos, carlistas, fascistas,
integristas, etc., que pretendían destruirlo. Azaña y Gil-Robles, igualmente
desbordados, sucumbieron. Ganaron la partida los extremistas desbocados,
partidarios de la guerra civil.
Así la república, primero abandonada en plena calle y luego carente de
republicanos auténticos y honestos —cayendo en las sucesivas manos de la extrema
izquierda y la extrema derecha, y siendo maltratada descaradamente si no les seguía
el juego revolucionario—, iba de Herodes a Pilatos, y se iba debilitando a cada paso.
Las organizaciones obreras, cegadas por la pasión sectaria, no se daban cuenta de
que, al llevar las cosas por el pedregal de la anarquía, los militares acabarían, como
siempre ocurre en España cuando amenaza con producirse la revolución de la calle,
por imponerse con uno de sus ya legendarios golpes de sable. Y la falta de visión de

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las clases burguesas españolas fue tan grave que no se dieron cuenta de cuál era la
única forma de equilibrar aquel desbarajuste y de impedir que, queriendo huir del
fuego, fuésemos a dar en las brasas: fortalecer ellas mismas aquella república sin
republicanos, que ninguno de los extremistas quería.

18 de mayo de 1946

LAS CASTAÑAS DEL FUEGO.— Cuando la Segunda República, por la inhibición que
he referido, cayó de lleno en el fatal desorden en el que cae todo régimen político
gobernado desde abajo, la derecha cometió la estupidez final: fue a buscar a los
militares para que le sacaran del fuego las castañas que ella pensaba comerse sin
saber cómo. Es decir, fue en su busca (como ya es tradicional en España) para que los
militares hicieran en beneficio de ella lo que ella misma no había sabido hacer.
Pensar en la fuerza armada cuando el país corre el riesgo de caer en la anarquía
no es una ocurrencia nueva, ni siquiera una mala ocurrencia. Pero contribuir a la
insurrección de la fuerza pública, de forma que, para huir de la anarquía, se caiga en
la guerra civil, es hacer que la anarquía sea cien veces más larga y dolorosa. Si la
burguesía española hubiera hecho todo lo posible para que el ejército estuviera
preparado para intervenir cuando el poder constituido no tuviese más remedio que
reclamar sus servicios habría sido algo peligroso, pero no insensato. Entonces el
ejército habría cumplido una de sus misiones más extremas, que es la de defender la
legalidad contra los que, sean quienes sean, quieren perturbarla. Pero conspirar junto
a los jefes militares con el propósito de derrocar violentamente el régimen establecido
por la voluntad nacional, mediante un alzamiento concebido y ejecutado a oscuras,
como quien todo se lo juega a cara o cruz; y hacerlo sin contar para nada con la
ciudadanía, creyendo que así restablecerían la ley perturbada y además salvarían sus
propios intereses de clase, fue un disparate monstruoso, algo que sólo podía
ocurrírsele a una burguesía tan débil, incivil y caduca como la española.
Los militares —desde los primeros tiempos de la república, con las abortadas
rebeliones del general Sanjurjo y Cía., y desde la cándida Ley Azaña, que para
desarmar a los posibles militares conspiradores les licenció a todos en bloque,
manteniendo su paga, para que se retirasen a conspirar con toda la tranquilidad del
mundo— no deseaban más que aquel obtuso encargo de la derecha. Es lo que ocurre
con todos los cuerpos y castas, sobre todo si son de orden primario: el cura quiere
misas; el abogado, pleitos; el tendero, ventas, y el militar guerras. La solución ideal
de un pleito civil a uno militar es la guerra civil. Tuvimos, pues, una guerra civil. ¡Y
qué guerra! Patrocinada y alentada, como era de prever, por las ideologías y tácticas
fascistas y comunistas que en toda Europa combatían a muerte la democracia.
Ahora bien: los militares sacaron, como querían los burgueses, las castañas del
fuego; pero fue, naturalmente, para comérselas ellos.

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Y eso ya no era lo que querían las clases conservadoras españolas.

20 de mayo de 1946

EL ETERNO COMPARSA.— (Sigo con la meditación de anteayer.) Si a la burguesía


española siempre le toca bailar con la más fea es porque nunca ha tenido el coraje
suficiente para ganarse el bailar con la más guapa. Ésa es la clave de la historia
política de España, desde las Cortes de Cádiz hasta el día de hoy.
Ya sea porque largos siglos de absolutismo político y religioso han impedido el
florecimiento normal de la burguesía en España; ya sea porque el carácter español se
muestra refractario al espíritu liberal que en otros países de Europa creó la fuerte
burguesía moderna; ya sea porque el pueblo castellano, el que siempre ha dominado
España como artífice de lo que denominamos su unidad nacional, es
fundamentalmente un pueblo antiburgués, hidalgo, de guerreros y de santos, de
místicos y de conquistadores; ya sea, quizá, por la suma de todas esas cosas, el hecho
histórico es que la burguesía, matriz y médula de las democracias modernas, jamás ha
representado en España, ni por asomo, lo que ha sido en Inglaterra, Francia, Suiza,
Bélgica, Holanda, Dinamarca, Escandinavia, la propia Italia e incluso Alemania.
La burguesía española nunca ha pasado de ser un miembro segundón de escasa
importancia dentro de la familia nacional, regida siempre por frailes o militares, o
frailes y militares, o frailes-militares: a imagen y semejanza de esos antiguos linajes
castizos en los que los primogénitos eran, indefectiblemente, gente de espada, los
segundos hijos gente de iglesia y los demás —obligados a acogerse a alguna
profesión liberal o una industria— eran menospreciados, como una especie de
híbridos poco deseables que contribuían a devaluar la estirpe.
Eso explica con creces por qué todos los intentos democráticos españoles
realizados durante el siglo XIX y lo que llevamos de siglo XX han tenido que apoyarse
siempre en las figuras militares de su época; consiguieron mantenerse precariamente
mientras contaron con la benevolencia del estamento militar; y siempre han acabado
mal, ahogados por manos armadas.
La evidencia es ésta: tanto si se trata de implantar la libertad como si la intención
es derrocarla; tanto si el protagonista se llama Riego, Espartero o Prim como si su
nombre es Narváez, Primo de Rivera o Franco, a la burguesía española siempre le
toca interpretar el deslucido papel de comparsa.

22 de mayo de 1946

LOS BURGUESES Y EL DICTADOR EN ESPAÑA.— Los militares, ante la pasividad e


incluso la actitud complaciente de la burguesía, derrocaron la república,

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efectivamente; pero aquello bastó para que ellos se aprovecharan de la victoria.
Franco no pensó, ni ha pensado nunca, en sustituir aquella débil democracia por otra
fuerte. Ni en arrebatar el poder a la izquierda para dárselo a la derecha. Ni siquiera en
acabar con la república para restaurar la monarquía. Los militares no han hecho
absolutamente nada de lo que la derecha quería que hiciesen. Franco la ha tratado
siempre con el mayor de los desprecios. Se aprovechó, naturalmente, de la
oportunidad única que esa derecha le ofrecía en bandeja de plata. Le exigió todo tipo
de sacrificios: el oro de sus bolsas y la sangre de sus hijos. Pero jamás ha tenido, ni
por asomo, la tentación de apoyarse en ella, y menos aún de complacerla. Él sacó las
castañas del fuego, como habían acordado; fue, naturalmente (ya lo he dicho, pero
hay que insistir en ello), para comérselas él junto a su pandilla.
Ahora los burgueses españoles ya se dan cuenta de eso, y no saben qué hacer.
Nunca lo han sabido. El desencanto, primero, y la indignación, después, de esta pobre
gente, una vez obtenida la victoria y al ver la administración que de ella se hacía,
fueron indescriptibles. Incluso llegaron a intentar deshacerse de Franco en varias
ocasiones, de una forma que parecía persuasiva y que pretendía ser astuta. Pero cada
vez que llamaban a la puerta del dictador que ellos mismos habían encumbrado se
encontraban con esa puerta en las narices. Ahora ya ni les abre: ordena que les echen
a patadas. Ha encontrado una fórmula simplista para taparles la boca, para
aniquilarles. «¡O yo —les grita— o el comunismo!». Y los desgraciados se asustan y
callan.
Si fuesen fuertes, si fuesen inteligentes, esas masas burguesas le replicarían,
resueltas: «Ni el comunismo, ni tú: ¡democracia!». Y lo demostrarían con actos. Pero
si supiesen decir eso, y sobre todo practicarlo, si lo hubiesen sabido decir y practicar
a tiempo… ya no habría habido en España república ni Guerra Civil, ni dictadura.
Lo que ellas y el dictador llaman comunismo —y que a ellas les da tanto miedo y
a él le resulta tan útil— no ha sido nunca más que una especie de anarquía indígena
crónica, que surgió en España precisamente porque sus «clases conservadoras» no
saben qué es la verdadera democracia ni quieren practicarla.
Por eso también, ante el falso dilema —o dictadura militar o comunismo—, en
vez de rebelarse y demostrar que en el mundo hay algo mejor, se arredran presas del
pánico y se encogen de hombros con resignación.
Ya se ve que en España las famosas «clases dirigentes» están dejadas de la mano
de Dios.

25 de mayo de 1946

LA DEMOCRACIA APUNTALADA.— En España la democracia siempre ha sido tan


débil y precaria que desde principios del siglo XIX, cuando se inició, nunca ha podido
sostenerse por sí misma; siempre ha vivido apuntalada por algún contrafuerte o

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andador.
En el mejor período que ha tenido —casi medio siglo que va desde la
Restauración borbónica, obra de Cánovas y de Martínez de Campos (y también de las
circunstancias extraordinariamente favorables, más internacionales que internas),
hasta la dictadura de Primo de Rivera, en 1923—, se estereotipó una fórmula que
resumía de manera admirable la ingénita incapacidad de la democracia española.
Entonces se dijo, como algo axiomático, que la estabilidad de la vida pública en
España descansaba sobre una especie de trípode, compuesto por el Trono, la Espada
y el Altar.
La fórmula, además de pintoresca, era exacta. En esa especie de taburete estatal,
el Trono representaba no sólo la institución monárquica, sino también la masa del
pueblo español, su estamento civil, desde la familia real hasta la familia trabajadora,
pasando por la nobleza de sangre, la burguesía y la menestralía. El Trono, y
personalmente el rey constitucional, encarnaba la democracia —aquella inmensa
mayoría de españoles que, después de haber luchado de forma bárbara, encarnizada e
inútil en las guerras civiles y en las revoluciones que mancharon de sangre todo el
siglo XIX, había llegado a asumir la sensata convicción, de estilo más o menos
británico, de que lo mejor pese a todo era convivir pacíficamente bajo el imperio de
la ley.
Si era realmente así —como diría un forastero—, ¿qué diablos hacían, justo al
lado del Trono, la Espada y el Altar que completaban el trípode? ¿Acaso no bastaba
con el Trono, con la monarquía constitucional a secas? ¿Quizá la Espada y el Altar
no eran ingredientes de la democracia como cualquier otro, por ejemplo las Finanzas,
la Cultura, la Industria y el Comercio?
No. Eran ingredientes especialísimos, privilegiados y hors concours: eran los
puntales o andadores sin los que habría sido casi imposible que la democracia
española se mantuviera en pie. Eran más que cualquier otra cosa la prueba palpable,
la demostración más elocuente de que esa democracia de importación e imitación,
más sobrepuesta que trasplantada, sin raíces profundas en la tierra española, no se
parecía en nada a las de, por ejemplo, Inglaterra y Francia. La Espada y el Altar eran
los arbotantes indispensables para una construcción precaria. Indispensables no
porque una verdadera democracia necesite de ellos —pues más bien la perjudican si
no se funden en ella, si se pronuncian y resaltan en exceso a su lado—; pero
indispensables (inexcusables, mejor dicho) desde el momento en que no se los podía
descartar ni asimilar del todo, porque representaban un fondo milenario de la realidad
española, un indestructible componente de su espíritu, especialmente del de Castilla.
Eran la supervivencia mortecina, pero siempre temible, de las dos grandes castas
medievales: de aquellos guerreros y de aquellos santos, de aquellos conquistadores y
de aquellos misioneros que fueron, en tiempos pasados, la espina dorsal de la historia
de España y a la vez los causantes de su rápida e irreparable decadencia.
Por eso ahora es también tan difícil salir del mal paso en que España se encuentra

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nuevamente. Uno de sus tres famosos pies, el más importante de todos, el Trono, ha
desaparecido. Era precisamente el que representaba y encarnaba la débil democracia
española; y ahora sólo quedan los andadores, las castas: la Espada y el Altar. Es
como si, a un tullido, le hubiesen quitado el tronco y lo poco que le quedaba de las
piernas para dejarle tan sólo con su aparato ortopédico, las muletas.
¿Cómo se las arreglará para volver a andar?

28 de mayo de 1946

EL PORVENIR DE ESPAÑA.— Nadie es capaz de prever lo que pasará en este pobre


país, ni cómo se saldrá de una situación como la actual, políticamente tan desastrosa.
Destrozada por completo la endeble democracia que con tanto esfuerzo había ido
constituyéndose durante el siglo XIX, derrocada la monarquía, que había servido de
ente aglutinador y de vanguardia para el elemento civil, amordazando con firmeza lo
poco que pueda quedar de opinión y de conciencia públicas, estando el pueblo
atareado en conseguir el pan de cada día, aplastada la clase media, corrupta y podrida
la burguesía, muda o servil la intelectualidad, aquí no queda prácticamente nada que
cuente desde un punto de vista orgánico.
Sólo quedan las temibles castas ancestrales: milicia y clerecía, instintivamente
hermanadas (hasta cuando parecen reñidas), formando una piña fortísima, con
mentalidad cuartelera y seminarista, afinada por todo tipo de codicias autoritarias,
fabulosos negocios e intereses creados; enquistadas profundamente en la carne viva
del país, como el parásito en su presa, sintiendo oscuramente, pero perfectamente,
que están aferradas a ella a vida o muerte y que se lo juegan todo en la partida.
Se trata todavía de las castas medievales hispánicas, nunca muertas del todo,
revigorizadas ahora, en pleno siglo XX, gracias a los vientos totalitarios, fanáticos
como ellas, que hace algunos años empezaron a soplar con fuerza en Italia y
Alemania. Pero lo curioso del caso es que, una vez vencidas y aniquiladas en toda
Europa aquellas fuerzas motrices, la burda copia que de ellas hicieron las castas
españolas sigue vigente en España. Para ellas no hay ni ha habido nunca justicia ni
tribunal de Nuremberg. Y así continúan, más cegadas por su soberbia que nunca,
convencidas de que acabará estallando a nivel universal un nuevo cataclismo bélico
aún más grave, que se llevará consigo los últimos restos de la aburrida democracia —
y borrará así, de un plumazo, el Renacimiento, la Reforma, la Revolución francesa,
todo cuanto haya hecho Europa que resulte insufrible para ellas. Con la esperanza de
levantar sobre sus ruinas un nuevo imperio teocrático y militar hispánico, como el de
Felipe II. Están locas, como es evidente, y se trata de una locura que, vista desde
fuera, sin duda hace reír, pero que sufrida desde dentro resulta cargante y
abrumadora.
Las castas de ese tipo no terminan de marcharse nunca, si no es que las expulsan,

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porque un instinto seguro les dice que no pueden irse, porque fuera de España no
tendrían materialmente adónde ir. Nadie con dignidad las querría ni las soportaría,
pues ya han sido expulsadas por las malas de todos los rincones del mundo en los que
camparon a sus anchas: buena parte de Europa, casi toda América e incluso el
corazón de Asia. Perdido el imperio y sus colonias, la propia España es el último y
único territorio que les queda en el mundo. Dominarla es algo vital para ellas.
No hay, pues, más remedio que arrancarlas igual que se arranca un parásito…
Pero ¿quién será el encargado de hacerlo?

La burguesía, más envilecida que nunca, sólo piensa en enriquecerse y seguir así;
sea como sea. Y eso de que en España ahora no haya huelgas, ni conflictos sociales,
ni reivindicaciones obreras, es algo que tiene a los burgueses españoles encantados.
Todo lo demás, mientras ellos compren, vendan y trafiquen tranquilamente, no les
interesa. Y si en sus mejores tiempos, que fueron los años de la Restauración, la
burguesía no mandó realmente en España, ¿cómo quieren que lo haga ahora, cuando
está de capa caída y se va hundiendo rápidamente en todo el mundo?
El pueblo —baja menestralía y proletariado— fue hecho trizas por la derrota.
Todo lo que representaba quedó aplastado en la Guerra Civil. Y ahora vive —si eso
es vivir de forma civil— vegetando tristemente, ajeno por completo a todo el bombo
y platillo militar-clerical que atiborra, tanto si se quiere como si no, la vida pública
española; ausente, materializado tras las ganancias de cada día, cada vez más
exigente y contemplando con ojos que ya no lloran, resecos de tanto llorar, cómo van
cayendo, una tras otra, todas las esperanzas que había puesto en el triunfo de las
democracias, en la victoria del laborismo británico, en la fabulosa ascensión de los
Estados Unidos de América, confiando en que le sacarían de encima la losa de plomo
que lo ahoga. Ese pueblo, inerme y desamparado por todo el mundo, dentro y fuera,
sólo sirve para caer en la más envilecida indiferencia o en la más negra
desesperación.
Las castas dominantes lo son todo en España. Por debajo de ellas no hay más que
un servilismo oportunista o un odio espeluznante, oculto pero inextinguible.
¿Qué puede salir de todo eso?

Si se deja que sean los españoles quienes lo resuelvan solos, cualquier disparate
es posible. Incluso sin tener en cuenta su característica incapacidad política, ahora
resulta que la poca que tenían ha sido aniquilada por completo. La actual dictadura no
permite ni el menor asomo de organización partidista alguna (a excepción de su
partido único), ni prensa libre, ni derecho de asociación. El pueblo español vive
condenado a escuchar exclusivamente a los oráculos oficiales, que son «la voz de su
amo» —al igual que ocurría en Italia y Alemania en tiempos de Mussolini y de Hitler,
al igual que sigue pasando en la Rusia de Stalin. El día que caiga el sistema de Franco
—y algún día caerá—, no habrá nada preparado para sustituirlo.

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Descartadas las clases dirigentes, hoy más débiles, desorientadas y envilecidas
que nunca; descartadas las masas menestrales y proletarias, sólo quedan las clases
dominantes. Y éstas —ya se ve claramente— no harán más que prolongar de forma
indefinida el dominio que usufructúan, hasta que la cuerda se deshilache, hasta que se
acabe rompiendo segada por el propio desgaste. ¡Y ya habrá llegado el cataclismo!
Al margen de ellas, mientras ellas duren, de España no se puede esperar nada. Si
se produjese cualquier revuelta popular (forzosamente inorgánica por falta de
cohesión, de medios, de dirigentes y de táctica), sería aplastada muy fácilmente. Y si,
por un imposible azar, el alzamiento triunfase, el pueblo, loco de venganza, sin
líderes sensatos que lo encauzaran, caería en una nueva y peor anarquía. ¡Y ya
estaríamos también en pleno cataclismo!
La solución pacífica al caso de España, si es que aún es posible, sólo puede venir
de una serie de fuerzas tutelares foráneas, tan invisibles y discretas como se quiera,
pero efectivas y activas —exactamente igual que en un caso de menores de edad, de
incapacitados o de locos.
La solución es algo que sólo pueden aportar unas realidades internas capaces de
apoyarse en ayudas externas. Justo lo contrario, precisamente, de la famosa política
británica de «no intervención». España sólo podrá salir medianamente bien parada
del pozo en el que ha caído si la sacan los mismos que la dejaron caer en él: las
grandes democracias del mundo. Al margen de eso, nadie sabe cuándo saldrá, pero ya
parece seguro que lo hará mal y de mala manera.
España fue el primer episodio o el prólogo, si se quiere expresar así, de una
inmensa y todavía incalculable ofensiva contra Occidente, la más temible que hayan
subido jamás las auténticas democracias de Europa y América, porque proviene de
dos frentes: el fascista y el comunista, hermanos siameses. Y la condición esencial
para que ese Occidente democrático y atacado pueda dar por concluida, al menos
temporalmente, la embestida del frente fascista —que pareció zanjarse con la derrota
de Alemania e Italia— es sacar a España del pozo en el que la dejó caer en 1936-
1939 y ayudarla a recuperarse, a ponerse dignamente —como dicen los mallorquines
— dempeus.[2]
Inglaterra, Francia y los Estados Unidos de América deben aportar sobre todo las
fuerzas espirituales y las ayudas materiales externas en las que pueda apoyarse, para
su recuperación, la realidad interna de España. De no ser así, no hay solución posible.
Cuando la avalancha de totalitarismo fascista y nazi empezó a desencadenarse sobre
Europa para ir provocando una catástrofe tras otra hasta llegar a la catástrofe final,
que fue la de ella misma, Inglaterra y Francia tuvieron como seria excusa para
abandonar la causa de la democracia en España el hecho de que el viento soplaba en
su contra y de que no tenían fuerzas preparadas para resistir tal huracán. Con sólo una
parte de la intervención que en este 1946 Inglaterra ha desplegado en Grecia e Italia
ya habría bastado, en 1936, para hacer que España se recuperase de la situación
anterior, defender la ley, restablecer el orden y aplastar la anarquía. Pero, como todo

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eso podría haber llevado a Inglaterra a topar con el eje Berlín-Roma y a hacerlo antes
de tiempo, Inglaterra se inventó la «no intervención», que equivalía a la intervención
exclusiva de los totalitarismos italiano, alemán y ruso, sacrificando así la democracia
en España. Francia no tuvo más remedio que seguir sus pasos.
De este modo España se ha visto convertida en una úlcera permanente, que
imposibilita la cristalización compacta de todo Occidente en un sistema de auténticas
democracias, ante la amenaza del otro frente antidemocrático, el liderado por la
URSS.
Al no haber podido intervenir las democracias en España en lo relativo a la
decisión de la Guerra Civil, la ocasión propicia para hacerlo —que no volverá a
presentarse jamás— fue al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando el ejército
alemán, ya abocado a su definitiva derrota, tuvo que abandonar la frontera de los
Pirineos y todo contacto con España. De un plumazo, pues, toda la situación habría
quedado resuelta. A partir de aquel momento y hasta ahora, todo se ha ido
complicando y enmarañando como el estado de un enfermo al que no se le ha
practicado a tiempo la intervención oportuna.
Y llegará un momento —ya estamos cerca— en el que si Occidente quiere unirse
contra el peligro comunista, y necesita para ello integrar la península ibérica en su
radio de acción, el régimen de Franco le supondrá una molestia insoportable y un
constante motivo de discordia, y, si prescinde de él, la unión quedará lastrada.
Esas son las graves consecuencias de no hacer lo que hay que hacer, y de no
hacerlo a tiempo.

1 de junio de 1946

INGLATERRA.— Inglaterra siempre va a su aire. Y, al igual que después de 1918


fue imposible convencerla (Clemenceau, Foch, Poincaré, Maginot, etc.) de que se
estaba gestando una Segunda Guerra Mundial, provocada de nuevo por Alemania, y
contrarió a Francia todo lo que pudo, y ayudó a armarse a Alemania, y asistió,
impasible, al crecimiento del fascismo y el nazismo, y mantuvo la cabeza gacha en el
Mediterráneo, ante Mussolini, y dejó que cayera en el escarnio la Sociedad de
Naciones, y no quiso de ninguna manera creer en la guerra hasta que toda Europa y
ella misma estuvieron inmersas en el conflicto, también ha resultado imposible
convencerla de que, desde 1936 hasta ahora, la dictadura militar española será a la
larga tan nefasta como la anterior anarquía o incluso más. Tanto para España como
para Inglaterra, y para todo Occidente, lo más conveniente es sustituir el actual
régimen de Franco por una democracia que dé al país y al mundo sensación y
garantía de normalidad.
Ya se dará cuenta, finalmente, Inglaterra. Pero será cuando volvamos a bailar la
misma canción, como en 1936.

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¿Es inconsciencia? ¿Es cálculo? Yo creo que, en el fondo, es puro egoísmo, pero
un egoísmo ciego, que ha dejado de ser lúcido.
La clave de la política exterior británica es la frialdad del comerciante astuto, que
lo considera todo sólo en función de sus ganancias personales y actúa en
consecuencia. No es cierto que Inglaterra sea pérfida, aunque tenga fama de serlo. A
no ser que sea perfidia el instinto de la propia e inmediata conveniencia llevado a
cierto grado de refinamiento.
Si queremos entender la política exterior inglesa, no hay que preguntarse nunca si
Inglaterra hará esto o aquello pensando en el bien de la humanidad, o de Europa, o de
un pueblo oprimido, o de un derecho burlado, o de una causa justa. Inglaterra siempre
hará o dejará de hacer algo según convenga —o según le parezca que conviene— a su
estricto interés del momento; y, dado que ese interés varía, como el viento del mar, la
política exterior británica salta con increíble presteza, casi cínica, de un cuadrante a
otro, y al parecer también cambia de manera continua, y se contradice a sí misma, y
ahora dice blanco y luego negro, desconcertando y defraudando a todo el mundo. De
ahí su fama de pérfida. Pero, en el fondo, no hay política más firme, continua e
inmutable, porque, bajo esos cambios de piel que desorientan y perjudican a los
demás, ella siempre va recorriendo su propio camino, y ningún otro más que el suyo.

Mientras duró la Segunda Guerra Mundial, y Franco era un epígono de Hitler y de


Mussolini —una especie de Antonescu de Occidente—, Inglaterra miraba mal a
Franco.
Eran los días de mayor peligro para Gran Bretaña. Los periódicos españoles,
todos controlados por el dictador, con sensacionales titulares y letras enormes
publicaban, por la mañana y por la tarde, noticias sobre las «aniquiladoras» victorias
de los ejércitos alemanes en tierras de Francia, y cada noche de luna anunciaban el
inminente desembarco de Hitler en las costas inglesas y el finis Britanniæ. Toda la
España oficial era una adoradora descarada de la brutalidad nazi. Franco declaraba
continuamente que la victoria alemana era infalible, y la derrota de las democracias
merecida y total. Los autos de las embajadas tudesca y nipona corrían como la
pólvora por la Castellana de Madrid, por docenas, con estandartes triunfantes,
mientras Samuel Hoare, el embajador inglés (yo me topaba con él casi todos los
días), andaba con la cabeza gacha bajo los árboles de Recoletos, solitario y mirando
de reojo a su alrededor, como un criminal vigilado por la policía. En cada barrio de
Madrid había oficinas alemanas: hoteles, casas, pisos. Y los pobres demócratas
españoles: los liberales que habíamos escapado milagrosamente al furor de unos y de
otros, de los rojos y de los blancos, vivíamos en vilo y suspirábamos cándidamente
—como almas del purgatorio— para que Dios salvase a Inglaterra.
El primer hecho desconcertante, que dejó boquiabiertos a los demócratas
españoles, fue aquel famoso discurso de Churchill en el Parlamento británico, poco
antes de que acabara la guerra, en el que —a la par que manifestaba sus dudas sobre

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la personalidad, todavía no plenamente reconocida por Inglaterra, del general De
Gaulle— el Premier decía que Franco era tan buen mozo, y que se había portado tan
bien con los aliados, y que España (la misma que se contaba entre los enemigos
mortales de Gran Bretaña) seguramente jugaría un buen papel dentro de la futura
Europa… Por muchos años que vivan, los consternados demócratas españoles nunca
olvidarán aquello.
Pero ¿qué había ocurrido para motivar semejante viraje? Sencillamente: que la
guerra estaba a punto de acabar. Inglaterra ya la daba por ganada. Y por consiguiente,
sin la más mínima consideración por lo que hasta entonces le había convenido decir y
prometer, ya se preparaba para decir y prometer lo que le convendría el día de
mañana. ¿Cambio de criterio? No. ¿Perfidia? Tampoco. Nada más, aparte de seguir,
impertérrita, a su aire. Y ahora su aire ya no era la guerra con Alemania e Italia, que
estaban en las últimas.

Así como Inglaterra, con instinto infalible, había orientado toda la guerra contra
Alemania, ahora sentía, empezaba a sentir, que le convendría orientar toda la paz en
contra de la URSS.
No estaba completamente segura. Aún tenía esperanzas de llegar a un acuerdo
con Rusia, de domesticarla, de llevar a Stalin a Londres y hacerle bailar con la reina
en el Palacio de Buckingham. Pero…, por si acaso, Inglaterra empezaba a tomar
nuevas posiciones.

¿Y los demócratas españoles? ¿Y todo lo que les habían asegurado,


reiteradamente, Mr. Churchill y la radio de Londres?
«¿Los demócratas españoles?», se diría sinceramente Mr. Churchill. «¿Acaso el
imperio británico tiene algo que ver con ellos? ¿Qué culpa tenemos de que ellos se
hicieran ilusiones con el imperio británico…?»
¡Siempre ha sido ésa su grandeza y su miseria!

Mientras les conviniera, Franco sería el mayor gobernante que jamás hubiera
tenido España. Los españoles en bloque formarían a su alrededor una piña compacta,
a vida o muerte. Y si Franco, siendo todo eso, contrariara seriamente el más mínimo
interés del imperio británico, el imperio británico le declararía una hostilidad
implacable, y le combatiría a sangre y fuego, y nos lo arrebataría —y conseguiría
poner al mundo entero contra España, con tal de aplastar a Franco.
Entonces Franco, por el contrario, sería el hombre más funesto que España haya
conocido. El país en masa le detestaría. El régimen por él instaurado sería la
vergüenza del mundo. Franco, incluso, habría combatido a Inglaterra con las peores
de las malas armas, en un momento dado. Y sólo bastaría que, en otro momento dado,
resultara conveniente para el interés británico tratar con Franco, contar con él, para
que Inglaterra y todo el imperio británico se pusiesen a tolerar a Franco y a fingir que
continúan descartándole, mientras de hecho le ayudan —como una querida que da

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vergüenza o una amistad inconfesable—, completamente ajenos al dolor y a la
miseria del pueblo español, indiferentes a todas las promesas que un día le hicieron.
Como ocurría en la India de los rajás y de los marajás.
El mundo, para el imperio británico, es pura colonia.

Mientras Inglaterra no crea que puede fiarse de la URSS, mientras la tema,


mientras dude que quizá no tenga más remedio que acabar topando con ella,
Inglaterra, a escondidas o abiertamente, le seguirá el juego a Franco.
¿Por qué?
Está muy claro. En caso de guerra, la URSS sacaría su ejército de sus propias
entrañas. Pero Inglaterra acostumbra a sacar el suyo de las entrañas ajenas. Es más
barato y no duele tanto. Hasta la Primera Guerra Mundial, Inglaterra no tenía servicio
militar obligatorio. El verdadero ejército de Gran Bretaña, desde 1914 hasta 1918, fue
el ejército francés. En toda la Segunda Guerra Mundial, el imperio británico no sufrió
ni trescientas mil bajas de combatientes, mientras que los otros contendientes
europeos contaban las suyas por millones. Siempre sabia y previsora, Inglaterra ya
piensa en el ejército europeo que tendrá que alinear, por si acaso, contra Rusia.
Será un ejército formado por hijos de Noruega, Dinamarca, muy especialmente
Holanda, Bélgica y Francia, y, si es posible, también de Italia y, sobre todo, de
Alemania. Inglaterra ya está planeando desde ahora ese ejército de los demás para su
comodidad, un ejército al que el imperio británico pueda confiar el honor de recibir
las primeras y más fuertes embestidas del soviético.
Pues bien: Inglaterra, que ya cuenta con Portugal y sus islas atlánticas, como una
especie de apeaderos imperiales, quiere también contar con España y redondear, así,
la sabia construcción de un bloque occidental que recibirá el bonito apelativo «de la
democracia cristiana», para enfrentarlo así con el abominable bloque oriental o «de la
tiranía atea».
Esto, naturalmente, es un decir, porque lo que intenta Inglaterra no es hacer
democracia, sino meterle a Rusia el miedo en el cuerpo. Y para ese cometido, Franco,
el dictador español que no se cansa de decir que la ha vencido no sé cuántas veces, es
un comparsa ideal. Dado que su situación y la de los suyos, como la del régimen que
los sustenta, dependen por completo de las democracias que vencieron al nazismo y
al fascismo, Inglaterra sabe muy bien que, de Franco, obtendrá siempre todo lo que le
convenga, a cambio tan sólo de hacer la vista gorda e ir tolerándoselo todo.
Una monarquía restaurada, una república establecida, que en España contasen con
una firme ayuda exterior, serían formas de gobierno que, por insignificantes que
fueran, seguramente opondrían cierta resistencia a las pretensiones británicas, si se
diera el caso, por lo menos para que no les quedara más remedio que contar con la
opinión pública, de modo que tendría lugar el juego normal de unos partidos políticos
y una prensa libres. Y Gran Bretaña nunca podría obtener de una monarquía discreta
o de una pequeña república sensata, por poco decentes que fueran, lo que puede

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obtener de Franco a cambio de dejar que siga amordazando al país y haciendo con él
lo que quiera.
Franco es, según los cálculos del imperio británico y de su más fiel aliado, los
Estados Unidos de América, la más firme garantía de que, si a ellos les conviene,
podrán verter impunemente la sangre de España sobre las llanuras de Europa central,
contra los ejércitos soviéticos y en defensa de los intereses de las democracias. De las
mismas democracias que precisamente nos tenían que haber quitado al dictador de
encima.

5 de junio de 1946

INGLATERRA Y EUROPA.— La política exterior británica, fría y dura como el


diamante, ¿podrá mantenerse vigente durante mucho tiempo?
Esa forma de concebir el mundo como una inmensa heredad cuyo usufructo
corresponde naturalmente al imperio británico; ese dominio de las rutas y los puntos
estratégicos más alejados de Inglaterra, hasta el extremo de considerar algo
indispensable e indiscutible que no lo ejerzan sus nativos, ni siquiera sus vecinos más
próximos, sino el Gobierno de Londres; esa forma de estar siempre al acecho —como
el gato pescador en la ribera—, por si algún pez saca su cabeza fuera del agua o por si
algún nuevo poder surge en Europa, para atacarlo de inmediato y hacer que se hunda
deprisa; ese modo de utilizar hábilmente a los pueblos más débiles para hacer que se
desangren contra el más fuerte, hasta que llega el imperio británico y abate al último
y descarta a los primeros; ese intervenir o no intervenir, según le convenga, y siempre
con la excusa de que es igualmente necesario; esa inhibición ante la anarquía
española de 1936, y esa intervención a fondo ante la anarquía griega de 1946 —como
si la FAI de aquel entonces no hubiera sido exactamente igual a la ELLAS de hoy—;
esa forma de incendiar toda Europa y todo el mundo, a sangre y fuego, porque Hitler
practicaba violentamente un pequeño recorte en Polonia, en 1939, y esa actitud de
quedarse de brazos cruzados, en 1945, ante la total inmersión en el bolchevismo de la
misma Polonia; esa forma de hacer que llueva y relampaguee, que sea de día y de
noche, que lo que se haga sea el bien y el mal, que las cosas sean blancas y negras,
siempre según convenga al imperio británico, ¿es algo que podrá sostenerse? ¿Podrá
continuar indefinidamente…?
Sería muy arriesgado predecir cuándo le fallarán, al imperio británico, sus
repetidas y casi inmemoriales jugadas. Pero aún lo sería más afirmar que no le
fallarán nunca. Y, pensándolo bien, ¿no habría motivos para decir que ya empiezan a
fallarle?
Esa política impresionante, de insuperado refinamiento, no era toda ella finura.
Yo casi diría que tenía tanto de finura como de fuerza. Exactamente: era de un
refinamiento extraordinario que se apoyaba en la primera fuerza del mundo. Una

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cualidad y la otra se complementaban de forma única, maravillosa, hasta el punto de
que el resplandor de la primera escondía y hacía casi invisible (o, mejor dicho,
insensible) la existencia de la otra. Era una auténtica obra maestra. Y, como en todas
las obras maestras, la fascinante armonía del conjunto provocaba la ilusión de haber
sido concebida sin el más leve esfuerzo, como si todo en él fuera sólo gracia en
estado puro.
Pero, si la miramos fríamente y de cerca, encontraremos no pocas taras en ella.
He aquí una de las más graves, por ejemplo: una vez ganada la guerra de 1914-1918,
la Primera Guerra Mundial, no se explica que tan sólo veinticinco años más tarde
tuviera que producirse otra mucho más formidable y con los mismos contendientes.
Esa Segunda Guerra Mundial, la de 1939-1945, fue desencadenada por los
alemanes, al igual que la Primera. Pero ¿la habrían emprendido si los ingleses
hubieran sabido hacerla imposible? ¿Cómo se entiende que, escarmentados por la
Alemania de Guillermo II, los mismos ingleses que fueron sus víctimas volvieran a
serlo, tan sólo veinticinco años más tarde, esta vez de la Alemania de Hitler? ¿Es
natural que a los dueños y tutores de Europa, en el lapso de una sola generación, se
les incendiase en las manos dos veces seguidas y de la misma forma? Si en una
prisión o en un manicomio estallaran repetidamente espeluznantes revueltas, ¿quién
sería en mayor medida culpable, la segunda vez?: ¿los presidiarios y los locos o los
médicos y los guardianes…?
Es evidente que en la Europa de nuestro tiempo se ha producido una gran falla de
la política británica. La supuesta infalibilidad de su punto de vista es un mito, como
lo son todas las supuestas infalibilidades —menos la del Papa, que no puede
comprobarse empíricamente. Si ahora tuviéramos que examinar otros problemas
contemporáneos, descubriríamos nuevos errores en la solidísima política exterior
británica. Y, finalmente, llegaríamos a la conclusión de que su firmeza, muy lejos de
lo que suponíamos cuando éramos jóvenes quienes nacimos bajo el esplendor
imperial de la era victoriana, no provenía de su finura, precisamente, sino sobre todo
de la incomparable fuerza en la que se apoyaba.
He aquí la clave de este pequeño enigma: quien tiene la fuerza es quien tiene más
posibilidades de jugar con refinamiento. Ocurre lo mismo que con los reyes, que por
el mero hecho de estar excepcionalmente enaltecidos parecen más perfectos que el
común de los hombres. Es lo mismo, también, de las gracias del rico, infinitamente
más graciosas que las del pobre. El juego político de Inglaterra era el más fino del
mundo. Pero lo parecía mucho más, casi cercano a la infalibilidad divina, porque lo
avalaba una fuerza sin parangón.

Pero hoy ese privilegio ha terminado. Ahora para el imperio británico no hay más
remedio que reconocer la existencia de otras fuerzas más fuertes que él. Son los
Estados Unidos de América, es la URSS. Cambio trascendental de nuestros días:
nadie lo ha provocado tanto y tan involuntariamente como el propio imperio británico

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—y ha sido precisamente por falta de finura en su visión política. Quien no perciba la
enorme importancia de tal hecho está a oscuras.
Inglaterra todavía conserva una experiencia y una astucia política incomparables.
Todavía es la más experta jugadora del mundo. Pero la fuerza impresionante y
contundente, lo que se dice la fuerza a secas —el oro, los armamentos y los hombres
—, ya se le ha ido de las manos. De ahora en adelante sólo podrá confiar en una de
las dos grandes realidades que le sirvieron para levantar y mantener el imperio: la
finura. Es el corredor más grande del mundo tras perder una pierna.
Y así se abre el gran interrogante de nuestro tiempo. Esta Europa destrozada, la
mitad prácticamente bajo el dominio de la URSS, esta Europa que la propia Inglaterra
no ha querido ni ha sabido unificar nunca, ¿quién se encargará de enderezarla ahora?
Si el imperio británico, en la cima de su esplendor, no supo plasmarla en una unidad
superior, ¿quién la plasmará ahora, cuando al imperio sólo le queda una rancia finura
porque ya ha perdido su fuerza?
Europa está disponible, no tiene dueño. ¿Quién lo será el día de mañana? ¿Los
Estados Unidos de América? ¿La URSS? Tanto en un caso como en el otro, Europa
será dominada desde fuera de Europa.
Sí, pero ¿acaso era dominada desde Europa cuando la dominaba Inglaterra…?

8 de junio de 1946

INGLATERRA Y EL MUNDO.— Quizá el mayor defecto de la política exterior


británica consista en no ser una política humana, es decir, buena para la humanidad
en general, y menos todavía humanitaria. Pero ¿es eso, en realidad, un defecto? ¿Es
un defecto, en un gran marchante, no hacer negocios para los demás y quedarse las
ganancias para él solo?
Parece evidente que no. Pero podría darse el caso de que el radical y fenomenal
egoísmo de Inglaterra, su máxima virtud en un momento dado, fuese para el imperio
británico el gran defecto del día de mañana. Quizá ya el de hoy.
De un tiempo a esta parte —concretamente desde el final de la Gran Guerra
(1914-1918)—, se diría que la política exterior británica ha entrado en declive. Y es
posible que el cambio provenga no tanto de una pérdida de valores intrínsecos y de
sabias prácticas como de una enorme y todavía incalculable transformación que está
obrándose misteriosamente a su alrededor. Dado que el mundo gira y que nunca había
dado vueltas tan deprisa como hoy, es posible que los mismos instrumentos, ayer
incomparables, ya no sirvan para llevar a cabo la tarea que ahora se requiere. Lo
cierto es que al parecer las famosas herramientas inglesas se han oxidado.

La política exterior británica tradicional partía del hecho de su incomparable


pujanza, tanto económica como marítima. Era el espléndido aislamiento resultante

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del dominio absoluto del mar. Por un lado, las islas británicas; por el otro, el mundo
entero. Inglaterra se bastaba consigo misma, gracias al imperio creado a sangre y
fuego en los cinco rincones del mundo, en torno a unas islas que controlaban, como
caminos propios, todas las rutas marítimas: imperio sabiamente mantenido bajo una
insensible esclavitud. ¿Qué podía importarle a Inglaterra lo que hiciesen los demás?
Cuando era imprescindible intervenir en alguna parte, Inglaterra, tras haberse cargado
de paciencia, con tal de no tener que recurrir a la fuerza, hundía su espada
brutalmente hasta el fondo: ganaba la partida fuera como fuese, y luego volvía a
encerrarse tranquilamente en casa.
Pero ahora el mundo exterior a ella —el propio objeto constante de su sabia
política— se le ha metido en casa. Las dos primeras guerras mundiales, la de 1914 y
la de 1939, han acabado con el aislamiento de Inglaterra. Hoy las islas británicas
pueden ser atacadas e incluso arrasadas en un abrir y cerrar de ojos, como otro punto
cualquiera del viejo continente, y de hecho se trata de uno de los más vulnerables. El
día de mañana una guerra a muerte sería más peligrosa para Inglaterra que para
Rusia. Por lo tanto, aquel espléndido aislamiento de los ingleses ha pasado hoy a la
historia, puro anacronismo. A los ingleses de ahora no les queda otro remedio que
interesarse por los demás pueblos y contar con ellos. Y, por tanto, llevar a cabo una
política exterior capaz de compaginarse con las suyas, porque la inglesa ya no puede
seguir siendo exclusivista. He aquí la enorme dificultad actual de los ingleses: la de
un marinero de toda la vida que por fuerza ha tenido que volverse campesino.

No es de extrañar que una adaptación tan difícil repugne a la mentalidad


tradicional de los ingleses.
Ya la guerra de 1939 fue por parte de Inglaterra un perfecto error, cometido a
causa de su inadaptación como potencia plenamente europea. Después de la victoria
de 1918, en efecto, Inglaterra cayó inmediatamente en su antigua táctica de dividir
Europa, estableciendo lo que ella denominaba «equilibrio continental». Así, para
«equilibrar» la desproporción existente entre la Francia victoriosa y la Alemania
vencida —por miedo a que la primera llegara a hacerse demasiado fuerte—, empezó
a llevar la contra de manera velada a Francia y a prestar su apoyo a Alemania, hasta
que al cabo de veinticinco años de ese clásico juego, en vez del anhelado equilibrio,
se produjeron el desequilibrio y el estropicio más espantosos que jamás se hayan
visto en Europa desde que los turcos fueron expulsados de las puertas de Viena.
Evidentemente, Inglaterra todavía no sabe acostumbrarse a su nuevo papel, ni
desacostumbrarse del antiguo, que ya es algo caduco. Y todos lo estamos pagando
muy caro, empezando por ella misma.

10 de junio de 1946

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UNA NUEVA ERA.— Se está muriendo la era de las nacionalidades. Nos hallamos en
los albores de la era de las internacionales.
En Europa y en América, las fraguas o matrices políticas del mundo de hoy
presentan ya tres muy claras:

La internacional roja: realista, proletaria, revolucionaria;


La internacional blanca: religiosa, católica y oportunista; y
La internacional dorada: económica, burguesa y, especialmente, protestante y
anglosajona.

La primera se bate contra las otras dos. Éstas, cuyos padres fueron enemigos a
muerte, ante el enemigo común combaten ahora juntas o se alían.
Quien fuera capaz de saber de qué lado se decantará esta imponente lucha —qué
perderá y qué conservará en la batalla cada una de las tres internacionales, y qué
síntesis o fusión (que hoy nos parecería monstruosa y absurda) saldrá fatalmente
triunfante— podría ya, desde ahora mismo, escribir la historia de la segunda mitad
del siglo XX y de todo el XXI.

15 de junio de 1946

CHURCHILL.— Churchill, en otro plano y con cualidades muy distintas, es el


mismo tipo de hombre que Clemenceau. Hombre brillantísimo, hombre de presa,
hombre temible, constante embaucador y turbulento por naturaleza.
De la clase de hombres que se pasan la vida sin encontrar su adaptación perfecta,
haciendo probaturas y esforzándose por conseguirlo, siempre inconformistas,
ejerciendo de francotiradores al margen de los partidos políticos. Admirados, pero no
deseados; temidos, pero excéntricos. No demasiado peligrosos en épocas normales, a
pesar de su fuerza explosiva —auténticas estrellas fugaces.
Pero se acerca un cataclismo. Y, cuando todos los sistemas estelares dejan de
funcionar y falla la armonía sideral, esos cometas arrebatados, relucientes y
fascinantes, juegan un papel de primer orden. Embaucadores por excelencia, cuando
de lo que se trata es de enredar al enemigo, los hombres como Clemenceau y
Churchill no tienen precio.
Luego, acabada la guerra, se apagan y pasan muy deprisa. Probablemente
Churchill ya no hará nada más de provecho, al igual que Clemenceau una vez
firmado el Tratado de Versalles.

20 de junio de 1946

BEVIN O LA INCAPACIDAD BRITÁNICA.— Una de las pruebas más claras de la enorme

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dificultad que experimenta Inglaterra para adaptarse al mundo nuevo es la política
exterior que sigue el partido laborista.
Que un partido esencialmente revolucionario, después de conquistar el poder
durante tantos años codiciado —e incluso siendo un partido que introduce en la
política interior británica cambios transcendentales—, no sepa hacer nada más, en
política exterior, que seguir y parodiar tristemente, como un perfecto parvenu, los
ceremoniosos pasos de los tories ingleses, es algo concluyente.
Una falta de originalidad y de imaginación tan absoluta sólo puede explicarse por
una equivalente incapacidad congénita de los ingleses, que no saben, no pueden,
airear ni cambiar su antiquísima y enrarecida visión del mundo —de este mundo de
ahora, nuevo, informe, en gestación, pero que ellos no oyen ni ven.

25 de junio de 1946

HACIA EL NUEVO DESASTRE.— Es evidente que el régimen de Franco no puede ser


normal. Como todas las dictaduras —como todas las intervenciones quirúrgicas—, es
algo transitorio. Ya hace tiempo —desde que los alemanes fueron expulsados de la
franja de los Pirineos— que debería haber sido reemplazado por otra cosa. Y las
dificultades de ese reemplazo, necesario y fatal, hacen que aumente la proporción del
tiempo que se tarda en llevarlo a cabo.
Pero éste es el caso: Franco no quiere irse. Él cree, de buena fe (mentalidad de
militar español), que el régimen natural de los pueblos es, más o menos, el que ahora
tiene España. Los demás militares españoles, naturalmente, piensan igual. La Iglesia,
o su sector más influyente, en el fondo apoya a Franco no sólo por el trato
excepcional que éste le otorga, sino en virtud también de ese eterno espejismo, el de
la dominación atemporal, que hace soñar a muchísimos eclesiásticos, sobre todo a los
jesuitas, con la posibilidad de apoyar indefinidamente dictaduras como la de García
Moreno en el Ecuador decimonónico. Y el elemento civil, la flor de la burguesía y de
la clase media, ¿qué hace…? No piensa nada, no hace nada. Sospecha que no vamos
bien. Incluso querría, quizá, echar a Franco; pero no sabe cómo hacerlo. ¡Y pensar
que la única solución normal posible tendría que venir de ella!
El alto estamento civil, burgués principalmente, fue el que abandonó a la
república en manos de la «chusma» —que era como él denominaba a las desgraciadas
formaciones políticas de izquierda—, e hizo así inevitables la desastrosa caída de la
democracia, la Guerra Civil y la implantación de una parodia de totalitarismo. Ese
estamento burgués, hoy en día atado de pies y manos y sometido al sindicalismo
estatal más delirante, es el que suspiraba por una férrea dictadura que lo librase de los
tímidos intentos de socialización que propugnaban los antiguos partidos políticos de
izquierda. Es el mismo que le abrió las puertas a Franco, que se entregó a él en
cuerpo y alma, dándole el oro de sus arcas y la sangre de sus hijos. Luego, acabada la

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Guerra Civil, y viendo que empezaba un nuevo régimen muy distinto al que había
soñado, ese estamento deseó que alguien echase a Franco y restaurase la monarquía.
Pero ahora, viendo que ese alguien es nadie, calla y aguanta, quiere y no puede, desea
que el régimen termine y teme a lo que pueda venir después. Y no se da cuenta de que
es él mismo el que empeora el problema. Porque si Franco tiene que pasar —como
fatalmente pasará, más tarde o más temprano, de un modo u otro—, y si no es el
estamento civil el que le desaloja, ¿qué puede espetarse del desalojo, sino el
desorden? El más estúpido, el más temible de los desórdenes, que es el imprevisto, el
no calculado.
Ahora nos encontramos otra vez en plena gestación de aquella siniestra paradoja,
típicamente española, que ya acabó con la monarquía, y con la dictadura afable de
Primo de Rivera, y con la Segunda República: la paradoja de que nuestros regímenes
políticos caigan siempre catastróficamente por la sencilla razón de que siempre
también quedan desamparados —rehuyendo la ardua tarea que requiere cambiarlos,
cuando llegan a hacerse inservibles— por aquellas fuerzas ciudadanas que
representan la única posibilidad de sustituirlos de buenas maneras.

Las escasas tres docenas de españoles que lo vemos claro somos dignos de
lástima. Embarcados siempre a la fuerza en una nave capitaneada por algún timonel
loco, sentimos el peligro, pero nada podemos hacer para evitarlo. Ya nos dejamos la
piel prediciéndolo, advirtiendo de la amenaza a tiempo; nadie hace caso —al
contrario, los demás pasajeros nos miran mal. Por haberme desgañitado durante más
de veinte años, anunciando públicamente los sucesivos desastres políticos, de
derechas y de izquierdas, que amenazaban España, cuando llegó el peor de todos, el
de 1936, me quisieron asesinar por igual la derecha y la izquierda.
¡No hay nada que hacer! Sólo volver a naufragar, caer hasta el fondo, con todos
los demás, y luego, si Dios quiere que no te ahogues, volver a embarcar tristemente
—con un nuevo patrón loco y unos pasajeros de imbecilidad igualmente incurable—,
sabiendo de antemano que volveremos a navegar a oscuras, y que en el primer
recoveco nos espera, fatalmente, otro hundimiento…

26 de julio de 1946

DE DÓNDE VIENEN LAS REVOLUCIONES.—Yo he acabado por no creer en las


revoluciones. Es decir: no creo, en absoluto, que las revoluciones provengan de abajo
y sean —como de buena fe suponía aquel excelente hombre que fue maestro mío,
Miquel dels Sants Oliver— la obra demoníaca de seres resentidos y malvados, que
envenenan y corrompen hasta la vesania el salvajino instinto de las masas. Es falso.
Todas las revoluciones provienen de arriba. Las multitudes enloquecidas no son más
que las vibraciones iniciadas en la superficie del agua, cada vez más profundas; pero

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las piedras que las provocan, al igual que las propias manos que las lanzan,
provienen, siempre, de más arriba, de mucho más arriba —de las gentes acomodadas,
de las gentes bon vivants, de las gentes dominantes, que toman el fresco y retozan a la
sombra de la ribera.

25 de septiembre de 1946

DEFINICIÓN.— El carácter español, en grandísima medida, es una fuerte y extraña


mezcla del visigodo, del árabe y del judío, refrita —como en una especie de
encebollado— con una salsa negra y espesa, de fanatismo católico africano, ni por
asomo europeo.

28 de septiembre de 1946

GRANDES PALABRAS, COSAS DÉBILES.— ¡Qué época tan admirable, la nuestra, si no


fuera porque se está tan mal en ella!
Por ejemplo: para nosotros es algo táctil y palpable cada día el desconcertante
hecho de que las cosas más sagradas son las más frágiles de todas, y las reputadas
como eternas, las que menos duran.
Religión, Patria, Moral, Honor, Ley, Justicia, Orden, etc., etc. Todo lo que en
tiempos normales empieza en mayúscula es lo primero que falla cuando se tuercen las
cosas. Se ve que las mayúsculas de esas impresionantes palabras, más que expresión
directa de fortaleza y eternidad, son una especie de apuntalamientos o contrafuertes
postizos, dispuestos para sostenerlas e incluso dotarlas de una apariencia de
monumentalidad y grandeza.
Es comprensible. Lo que se consideran ideas eternas, principios sagrados y
cimientos inamovibles son precisamente las cosas más difíciles, tardías y endebles
que han inventado los hombres. Si las miramos de cerca y con lucidez, veremos que,
lejos de ser los cimientos sobre los que se asienta todo el edificio de una sociedad,
representan, justo al contrario, sus últimos productos, la más complicada y destilada
de sus segregaciones, la cúpula. Y, naturalmente, lo primero en hundirse cuando la
sociedad se tambalea.
Socialmente, al principio no hay más que la jungla. Y todo proviene de la jungla
virgen, no del vergel del paraíso. Merced a un esfuerzo lentísimo, algunas sociedades
humanas llegan a salir de tal estado primigenio, y elaboran, por su buen carácter, esas
formidables y quebradizas ficciones que empiezan en mayúscula. Entonces, en plena
estabilidad, es cuando surge también el espejismo de la perennidad, de la eternidad,
de la divinidad de los principios. Pero sopla el viento, tiembla la tierra, la sociedad se
resquebraja. Las primeras cosas en caer son las más elevadas… Y todo tiende a

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volver a la jungla.

29 de septiembre de 1946

GRAVEDAD FATAL.— Si lo pensamos bien, todo el esfuerzo espiritual, la


inacabable, la siempre reemprendida, la eterna batalla que libran en todo el mundo los
mejores hombres —los santos, los sabios, los poetas, los artistas, los líderes sensatos,
los benefactores, los altruistas— no sirve para que la humanidad vaya cada día un
poco mejor, sino sólo para evitar que empeore cada día. Su tendencia interna —como
el peso de una gravedad fatal— es la de caer.

30 de septiembre de 1946

LA PENA MÁS ÍNTIMA.— Otra de las cosas que nosotros (quiero decir los hombres
de esta época) hemos podido ver, como muy pocas veces se ha visto en muchos
siglos, es la congénita incapacidad política de los catalanes, el incurable «hibridismo»
de Cataluña, la debilidad radical de su nacionalidad.
Es algo minúsculo, casi imperceptible para el resto del mundo. Pero para
nosotros, los catalanes, es formidable. Desgarro terrible en nuestra carne viva, a
través de él podemos ver la trágica fisonomía de nuestro destino. (Véase mi
Meditació de Catalunya, titulada «El desconhort», leída en los Jocs Florals
clandestinos de Barcelona, que yo presidí en 1944.)
Por eso a menudo doy gracias a Dios, que en medio de tanta miseria me ha
concedido el consuelo de poder vivir ahora en Madrid, tras el hundimiento integral de
Cataluña. En Barcelona —cada vez que vuelvo allí— me siento como un forastero.
Es un tormento incomparable, que Dante no llegó a conocer.
Cuando una patria yace prostituida, es muy distinto que sea tu propia madre o la
de otro. En Madrid el inmenso envilecimiento del país no me produce ni frío ni calor.
Es algo por mí previsto, y hasta cierto punto pintoresco. En Barcelona, en cambio, la
prostitución casi integral de los catalanes de hoy es algo que me aplasta.

12 de octubre de 1946

PARECEN DESPROPÓSITOS Y QUIZÁ NO LO SEAN.— Cenando anoche con el Dr.


Marañón, en el Restaurante Jai-Alai, me dijo que el español más representativo, a su
entender, es San Ignacio de Loyola, y la creación más castiza y universal de España
es la Compañía de Jesús.
De momento, lo dicho por mi amigo Marañón puede parecer un ingenioso

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despropósito, pero yo creo que, si lo consideramos bien, contiene una visión
profunda. No conozco tanto la figura de San Ignacio como para hacerme una idea
clara de él. Pese a haber sido alumno de los jesuitas y haber intentado en incontables
ocasiones leer la vida del Fundador, siempre me cansé; no sé por qué, pero ese
protagonista siempre me resultó antipático. En cuanto a la Compañía, en cambio, me
parece haberla conocido mucho mejor, directamente y a través de numerosas lecturas.
Y creo que, en efecto, es una especie de mezcla única de dos de los ingredientes más
originales y misteriosos del alma española: la mística y la picaresca. Es una aleación
nunca vista, que a priori podría incluso parecer imposible, pero que es un hecho
formidable.
Marañón, que mientras me expresaba su idea la iba envolviendo en una extraña
sonrisa, como si estuviera ansioso por ver cómo me la tomaba, se dio cuenta de que
yo también sonreía, pero de otro modo, y no le respondía. Debió de creer que no
estaba de acuerdo con él, y acto seguido cambió de tema de conversación.
Pero lo que yo estaba pensando y no le dije lo diré ahora. Yo sonreía porque,
mientras escuchaba a mi amigo, acudían a mi memoria las palabras de otro hombre,
un fraile, muerto ya hace muchos años, a quien también tuve en gran estima, como él
vivía en Sarrià, igual que yo, a menudo, más o menos a mediodía, iba a verlo a su
convento, junto a Pedralbes, y tomábamos el sol de invierno y paseábamos durante
una hora larga por los caminos del huerto-jardín, lleno de rosas y otras flores que
daba gusto ver durante todo el año. Muchas veces mi buen amigo llamaba a un fraile
lego hortelano y le mandaba confeccionar un buen ramo para mi esposa.
Un día de aquéllos, no sé cómo, surgió en la conversación el tema de la Compañía
de Jesús. Yo expresé mi opinión, el fraile siguió con el tema enseguida y el diálogo se
volvió muy vivo, para mí interesantísimo. Y el P. Miquel d’Esplugues acabó por
declararme que estaba profundamente convencido de que la Orden de San Ignacio era
la invención malignamente genial del propio diablo, para combatir a la Iglesia
católica desde dentro.
Mi sonrisa en silencio, que Marañón no debió de entender bien, venía suscitada
por el hecho de ver que su fisonomía no se parecía en nada a la del eminente fraile,
mientras me decía aquella gran cosa, con sus ojos brillando de santa convicción,
centelleando tras los cristales de sus gafas.

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1947

13 de Julio de 1947

USA, 1947.— Yo creo que en Europa no vemos claro (o no queremos hacerlo) lo


que está pasando en los Estados Unidos de América. O al menos el proceso real que
allí se desarrolla no coincide con lo que nos dicen por aquí. Dicho proceso, a mi
entender, está compuesto por una doble reacción, política por una parte y militarista
por otra, ambas desatadas tras la muerte de Roosevelt y cada vez más fuertes.
Dieciséis años de gobierno demócrata, en su mayor parte bajo la dirección de una
personalidad tan fuerte e innovadora como la del presidente Roosevelt, han hecho
pensar a las organizaciones políticas por él arrinconadas, y especialmente a la
fracción más reaccionaria y rancia del partido republicano, que la muerte de aquel
gran enemigo suyo, imbatido, era el momento idóneo para llevar a cabo una campaña
de venganza y recuperar el poder. Y esa reacción natural, que tras la caída o la muerte
del extraordinario presidente también se habría producido bajo cualquier otra serie de
circunstancias, ahora se ha aliado con un nuevo factor, igualmente fatal, que es el
engreimiento militarista provocado por la victoria norteamericana en Europa y Asia,
unido al prestigio de sus mejores generales.
Los políticos retraídos y el militarismo glorioso se han confabulado, pues, justo
cuando la muerte de Roosevelt deja un vacío inmenso en el país. El Pentágono y los
fósiles senadores republicanos jugarán un nuevo papel de ahora en adelante: el
primero será una fuerza inédita e incalculable, y los segundos una vieja fuerza que
trata de resucitar. De la conjunción de una y otra empieza a surgir un imperialismo
norteamericano flamante, de una falta de peso y de una frivolidad —en el orden
político— pocas veces vistas en la historia moderna, sobre todo si tenemos en cuenta
que, se quiera o no, quienes manden en EE. UU, deben conducir y guiar al mundo
actualmente. Para afrontar algo de la magnitud de Norteamérica no hay nada más que
el partido demócrata, tan desgastado ya. Eso hace que en nuestro horizonte
internacional, quiero decir en el de este montón de ruinas que ahora está de moda
llamar Occidente —restos de Europa sometidos a los EE. UU.—, también se
evidencien, por encima de todos los demás, dos signos: una reacción contra las
tendencias socializadoras y una exaltación del miles gloriosus. Son el patrón de la
moda USA 1947. Los «especialistas del Pentágono» y el fabuloso prestigio de
generales como MacArthur y Eisenhower darán al mundo muchos quebraderos de
cabeza.

13 de agosto de 1947

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EL MUNDO VISTO DESDE LA COSTA BRAVA.— (Nota escrita durante las vacaciones
de verano.) Me parece justo decir que los rusos aspiran a la dominación universal.
Pero me parece pueril negar que los Estados Unidos de América también lo hacen.
A los demás pueblos o a los demás hombres de la Tierra nos puede convenir más
o menos el hecho de enrolarnos en uno de estos dos bandos: eso es harina de otro
costal. Pero si de lo que se trata no es de alistarse, sino de ver las cosas claras, habría
que estar ciego de nacimiento para no darse cuenta de que la actual intervención de
los EE. UU, en Grecia y en Turquía, por ejemplo, constituye un acto de significación
idéntica a la que tendría la instalación de la URSS en Nicaragua o Costa Rica.
Las cosas son como son. Que nos convengan o no nos convengan es algo que
nada tiene que ver con su existencia ni con su magnitud.

15 de agosto de 1947

EL REFERÉNDUM PRO FRANCO.— Unos amigos extranjeros, que veranean en la


Costa Brava, me han pedido que les explique cómo se ha llevado a cabo lo del
referéndum celebrado en España hace poco. Y yo les he dicho: «Ha sido muy
sencillo. Son dos jugadores de cartas. Pero uno de ellos las tiene todas en las manos,
y, antes de que empiece la partida, coge los ases, los reyes, los caballos y las sotas y
se los queda, y da al otro toda la paja. Y entonces dice: “Bien, ahora juguemos; a ver
quién gana”».

20 de agosto de 1947

LA REALIDAD SE HACE SUEÑO.— Ya creo haberlo escrito en alguna otra ocasión.


Pero es algo tan curioso que puede escribirse una vez más.
De vez en cuando sueño con España. Veo una especie de inmenso estanque
inmóvil, formado por materias en estado de putrefacción, en medio de un yermo
quemado por el sol.
Sobre la tranquila y pestilente superficie, unos gusanos uniformados o con hábito,
o con un escudo nobiliario en el pecho, o simplemente con vestido burgués, pululan y
se pasean libremente: gordos, bien cebados, optimistas, contentos por la vida. Son los
dueños del charco.
Ocasionalmente, algunos españoles bienintencionados e ingenuos, que han leído y
meditado, que han visto mundo, o cuya sensibilidad, por desgracia, no está
acostumbrada al hedor y a la espesa quietud del estanque, intentan remover sus
líquidos y sanearlo. Ellos querrían convertirlo en un lago de aguas claras y puras,
rodeado de chopos, de humanidad y de verdor. Por eso, llenos de entusiasmo, se
ponen a hacer aquí lo que han visto en los pueblos más luminosos y avanzados del

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mundo.
Entonces ocurre lo que jamás nadie habría podido imaginar. Los métodos más
recurrentes, los desinfectantes, los drenajes, las canalizaciones y purificaciones,
químicas o mecánicas, que en todas partes han dado un maravilloso rendimiento, aquí
fracasan siempre, del modo más incomprensible, más lamentable.
No solamente la masa putrefacta y sus áridas orillas no se transforman en agua
fina y ondulante, y en un vergel umbroso, sino que, sometidas a los procesos más
reputados, los rechazan todos, los escupen, entran en ebullición, se llenan de humo y
de llamas, igual que un volcán corrupto, y, vertiendo toda clase de inmundicias,
inundan los márgenes y las tierras próximas. Es un caso impresionante. Los
ingenieros más expertos, los hombres de mejor voluntad, fracasan y mueren allí. A
unos se los come el estercolero, y desaparecen dentro del corrupto estanque. Los
demás, con más suerte, deben huir y marcharse muy lejos, donde nadie les conozca,
difamados por doquier a causa de su generosa probatura, como si hubieran cometido
imperdonables crímenes.
Y finalmente, calmada poco a poco la incomprensible erupción, todo vuelve a su
orden —y su orden es siempre ese inmundo y estático charco, sin un solo rizo, sin
una brizna de aire, con las áridas orillas a su alrededor. Ni un pájaro, ni un árbol, ni
una brisa celeste. Y en la asfixiante quietud, sobre la espesura inmóvil, los grandes
gusanos de siempre vuelven a hacer acto de presencia, deslizándose y paseando —
cargados de uniformes, de hábitos clericales, de bolsas llenas, de roscas beatíficas…
Hasta ahora, desde que a principios del siglo XIX se hicieron los primeros intentos
modernos de saneamiento de España, todas las tentativas, todas las experiencias, han
obtenido los mismos resultados catastróficos, han acabado igual.

22 de agosto de 1947

ESPAÑA Y RUSIA.— ¿Queréis decir que, tarde o temprano, esto no acabará igual
que en Rusia?
Si el juego crudo y salvaje que impera políticamente en España desde principios
del siglo XIX, con la única excepción del período canovista (y aun así más por fatiga
que por voluntad de enmienda); si ese juego —que ha consistido y consiste en que la
derecha y la izquierda traten de aniquilarse mutuamente, en vez de convivir, y que
ahora ha alcanzado su punto álgido con el régimen de Franco— continuara durante
mucho tiempo, me temo que, en definitiva, saldría mucho peor parada la derecha que
la izquierda.
Mi temor se fundamenta en un razonamiento muy sencillo, que es el siguiente: la
izquierda viene a ser las tres cuartas partes del país. Para aniquilarla definitivamente,
sus enemigos tendrían que hacer un esfuerzo inimaginable, imposible: Franco ha
hecho todo el daño que ha podido, y apenas ha llegado a lograr algo semejante. En

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cambio, bastaría con que la izquierda volviese a ganar algún día, llena de rabia por
vengar su derrota, para que la derecha corriera el grave peligro de sucumbir por
completo. Después de la gran lección que para la izquierda despiadadamente vencida
ha supuesto la última guerra civil, una victoria suya sería en España algo
inconcebible. Tanto que, sólo con pensarlo, la derecha de hoy, incluso la más
refractaria a Franco y enemiga de éste, acaba siempre exclamando: «¡Y que dure…!».
Bueno: ya está durando, y mucho más, por cierto, de lo que a todos nos
convendría. Porque ¿queréis decir que, prolongando indefinidamente el régimen
excepcional y malsano de Franco, llegaremos realmente a alguna parte? ¿Acaso así
hacemos imposible una victoria de la izquierda, imposible para siempre? ¿Estáis
seguros de que, hasta el fin del mundo, en España seguirá gobernando arbitrariamente
la derecha más reaccionaria?
Sólo con que sea aceptable la posibilidad de que la izquierda vuelva a gobernar
algún día, una sola vez y en toda su plenitud, ya hay para echarse a temblar. La
aniquilación de una minoría de derechas tan débil como la derecha española —que
necesita a Franco para salir adelante— es algo perfectamente posible. Se ha visto en
varias ocasiones: se vio en la Francia del siglo XVIII, luego se volvió a ver con menos
horror —pero más a menudo y en más sitios— y en los siglos XIX y XX lo hemos
visto a otra escala, y con métodos apocalípticos, en Rusia, en China, en media docena
de pueblos europeos que están a pocas horas de avión del nuestro. El triunfo de una
bárbara dictadura del proletariado jamás es otra cosa que la venganza del odio
implacable acumulado bajo una bárbara opresión de derechas.
Y yo sólo pido que, si en España —a corto o largo plazo— también tiene que
darse ese caso, como tantos signos parecen anunciar, antes de que se produzca mis
ojos ya se hayan cerrado para siempre.

6 de septiembre de 1947

FRANCESC CAMBÓ.— Yo le quería mucho, y creo que él también me quería un


poco. Eramos tan distintos en todo —él con su extraordinaria personalidad y yo con
mi insignificancia— que nuestro contraste radical venía a ser, quizá, lo que nos atraía.
Para mí era un hombre raro, extraño y adorable, adusto y cordial a la vez.
Contra su fama de temible astucia y maquiavelismo, yo creo firmemente que era
más bien un impulsivo y un sentimental. Toda su vida, tanto la pública como la
privada, está llena de absurdidades, de complicaciones innecesarias y de nefastas
contradicciones, cosas que no son muestra de un temperamento egoísta y calculador.
Entre lo que en España he visto escrito —muy poco, por cierto— con motivo de
la muerte de Cambó, no he leído nada que enfocase a mi gusto aquella singularísima
figura. Por eso quiero tratar de expresar (aunque sea para mí sólo) mi sincero modo
de verla.

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Cambó era un hombre excepcional, y lo era sobre todo porque en sus adentros
convivían y luchaban dos instintos diametralmente incompatibles: una ambición
audaz y revolucionaria, por un lado, y una reverencia económica y conservadora, por
otro. Quería liberar Cataluña y transformar radicalmente España; pero también estaba
decidido a hacerse rico personalmente y a dotar a los estamentos plutócratas del país
de un estatus mejor. Era una contradicción viviente. La proverbial inquietud que le
caracterizaba, su agitación constante, la inagotable desazón que le consumía, debían
de ser, pienso yo, el resultado fisiológico del tormento al que le sometían los dos
espíritus que combatían en su fuero interno.
En su primera época de actuación política, predominó en él ese empeño
revolucionario. Fue entonces uno de los mejores fenómenos humanos que haya dado
nuestra tierra y una de las irrupciones más fulgurantes que tuvieron lugar en la
política española moderna. Su figura pálida y escuálida producía fascinación y sus
actos y sus palabras estaban dotados de un fulgor meteórico, a la manera de
Bonaparte. Su estrella parecía anunciar enormes acontecimientos. A pesar de todo, un
ojo atento ya podría haber descubierto entonces los momentos de contención con que,
de vez en cuando, la tendencia conservadora de Cambó, aún casi inédita, frenaba a
escondidas sus impulsos revolucionarios. Toda la juventud de Cataluña,
enfervorizada, seguía con sus ojos y sus corazones la impresionante ascensión de
aquel astro. Pero la brillante estrella arrastraba un peso en su cola.
Aquella primera etapa fue franca y ardidamente catalanista, catalanista al cien por
cien. Los discursos de Cambó, maravillosos por su sobriedad y por su fuerza,
prendían fuego a las conciencias catalanas y proyectaban alrededor de su extraña y
juvenil figura de condottiere popular una especie de aura. Era el hombre
extraordinario y temible que la España más rancia debía tratar de abatir. Lerroux y
sus mandatarios ya sabían muy bien lo que se hacían en el atentado de Hostafrancs.
Cuando acababa de escapar de la muerte, el sensacional discurso con el que Cambó,
más pálido y dominante que nunca, se presentó por vez primera en el Parlamento de
España pareció inaugurar una nueva época —y en realidad marcó el fin de su primera
y mejor etapa como líder.
Su amistad sincera con el gran político conservador Antoni Maura, que también
pretendía ser un conservador-revolucionario, marcó para el caudillo catalán la
encrucijada decisiva. Maura hizo todo lo posible para atraerle, seguramente ansioso
en secreto por convertirle en su brazo derecho y en el posible heredero de su tentativa
renovadora; pero Cambó, que entendió perfectamente las intenciones del ilustre
mallorquín (en las que latía, a buen seguro, una secreta afinidad de raza), no tuvo
coraje —él mismo me lo dijo mucho más tarde— para lanzarse a una actuación
plenamente nacional, y dejó así sin respuesta uno de los llamamientos más fuertes y
claros que jamás el destino haya hecho a un hombre político en busca de su propio
camino. Por eso puede decirse que la trayectoria de la estrella fugaz quedó
irremediablemente desviada hacia zonas secundarias: Cambó ya no podía ser

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plenamente ni un revolucionario ni un conservador. Líder de un partido
esencialmente plutócrata y burgués, sus reivindicaciones catalanistas, a la fuerza
radicales y perturbadoras, constituían una estridencia impracticable; y la
imposibilidad de que personalmente se aclimatara y se adaptara a Madrid, donde todo
repugnaba a su profunda catalanidad, le hizo perder la oportunidad única de
convertirse en líder de un conservadurismo nuevo y moderno y, a la manera de Prim,
en una gran figura decisiva de la política general española.
Entonces se produjo un gran número de ambigüedades: la actuación
parlamentaria, más hábil que franca; los continuos cambios de postura; los
oportunismos famosos. Y todo para acabar con el llamamiento a Palacio y la
tentación ministrable, que en pleno triunfo de las fuerzas liberales y renovadoras,
lideradas y orientadas precisamente por Cambó, deshinchó a la Asamblea de
Parlamentarios. Nuestro líder acababa de pactar con el rey, y él mismo se había
cerrado, para siempre, la vía a cualquier posible transformación radical de España. El
país entero —y sobre todo Madrid, con su sensibilidad política— se dio cuenta
entonces de que aquel partido tan temible, acaudillado por Cambó, que pretendía
situar a Cataluña al frente de España, precisamente para construir aquella España
nueva generosamente soñada por Joan Maragall, era tan sólo un «coro», y el que
había sido su condottiere, flor de un día, un mero espantapájaros. Los tirones cada
vez más fuertes que el espíritu burgués de Cambó iba dando a su otro espíritu, el
revolucionario, habían acabado por imponerse y triunfar plenamente en el seno de su
compleja personalidad. Así concluía su segunda etapa.
La tercera —que se inició cuando Cambó fue ministro por vez primera— estuvo
ya totalmente sometida a su trasfondo conservador y burgués. El revolucionario,
desvanecido por completo, no era más que un bello recuerdo de juventud. Las dos
manifestaciones capitales de esta última etapa fueron, por una parte, el fabuloso
negocio de la CHADE, y, por otra, la actitud de Cambó ante un hecho inexorable,
fatal, como el advenimiento de la Segunda República Española.
Un golpe de audacia y oportunismo en el ámbito de las finanzas internacionales,
que se saldó con éxito y se apoyó en su prestigio político, proporcionó a Cambó una
gran fortuna. Fue, de la noche a la mañana, como si hubiese sido tocado por una
mirífica varita mágica, y gracias a ella pudo favorecer ampliamente a sus amigos y
colaboradores más cercanos; no tuvo que preocuparse ya más, ni por él ni por los
suyos, en el orden de lo económico; satisfizo su secreto anhelo de vivir como un
magnate (hijo, quizá, de las angustiosas estrecheces en las que había tenido que
empezar su vida) y se convirtió en el coleccionista de pintura que acabaría cediendo
finalmente a la ciudad de Barcelona el famoso legado que todos conocemos. Pero
todo eso no supera lo que hacen tantos industriales adinerados para sobresalir un poco
de su vida privada.
La otra manifestación característica de la última etapa de Cambó —o sea, su terca
actitud ante el irremediable advenimiento de la Segunda República Española— es

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todavía mucho más reveladora y significativa.
Para juzgarla, yo parto de la convicción, en mí del todo arraigada, de que aquel
hecho fatal —no provocado por ningún partido político, ni siquiera el republicano, y
fruto, por lo tanto, de una enorme acumulación de errores y malos pasos por parte de
la monarquía y de los partidos especialmente adscritos a su defensa— constituyó la
ocasión propicia más formidable, más «providencial» (como dirían quienes son
capaces de mezclar la providencia con los asuntos humanos), con que podían soñar
los partidarios de la transfiguración de España mediante la liberación de Cataluña —
las dos aspiraciones máximas del Cambó más temprano y combativo.
Desde hacía más de dos siglos, desde nuestra gran debacle de 1714, los catalanes
no habíamos tenido una oportunidad semejante. Era una de esas oportunidades tan
inusuales que cuando se presentan hay que agarrarlas bien agarradas, porque seguro
que, si las dejamos pasar, nadie puede prever cuándo habrá otra igual. Más que
fenómenos políticos normales, parecen fenómenos cósmicos, como los eclipses
solares o, más bien, las apariciones de nuevas estrellas. No hace falta mencionar que
un político excepcional y de raza —el mismo Cambó, quizá, de sus primeros tiempos
— podría haber cazado al vuelo una oportunidad como aquélla, ni con qué fuga
imaginativa y creadora la habría plasmado, proyectándola (o al menos intentándolo)
hacia la más alta idealidad de su pueblo. Era uno de esos momentos cruciales en los
que todo puede ganarse o perderse y, por poco que la suerte acompañe, el sueño casi
imposible se hace realidad viva.
Entendiéndolo yo así, nunca me he sabido explicar la actitud de Cambó en
aquellos momentos, reducida pasivamente a dos negativas. La primera fue, hasta
última hora, que la república no llegaría, y la segunda que, si se daba el caso, «el
anarquista de Terrassa» saldría de debajo del suelo y nos comería a todos. En su
primera profecía se equivocó de cabo a rabo: la república se nos vino encima
materialmente como un meteorito. Y en la segunda acertó de lleno; pero nunca supo
ver que era una mera consecuencia, un elemental corolario a lo que tanto él como
toda la derecha española habían mantenido en la primera.
El famoso «anarquista de Terrassa» no es una causa, sino un triste efecto. Es un
desgraciado que siempre, aquí y allá, sale tantas veces como puede, es decir, cuando
encuentra libre la salida. Y el supremo interés de la auténtica gente de orden es el de
frenar su avance con valentía, no el de dejarle vía libre, con miedo, dándole la
espalda. Lo único fatal en España, en aquellos días memorables, el hecho superior a
toda voluntad humana, no era la aparición pavorosa y repugnante del «anarquista de
Terrassa»: era que la monarquía, podrida hasta la médula, se estaba hundiendo sin
remedio. Y como consecuencia de tan formidable hecho la Segunda República
llegaba sola, sin que la empujase ni pudiese frenarla poder humano alguno, ante la
conturbación y el miedo de todo el mundo, incluidos los propios republicanos.
Si la derecha española, y como parte de ella los conservadores catalanes —
liderados por Cambó—, en vez de empecinarse en apuntalar una monarquía

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irremediablemente perdida, que se convertía en polvo en sus manos (y que tan mal,
por otra parte, les había tratado), hubiese previsto, como todos los que no estábamos
obcecados preveíamos, lo que por fuerza iba a llegar, y lo hubiese aceptado con
auténtico espíritu realista, se habría encontrado en condiciones únicas para hacer suyo
el nuevo régimen. Fue exclusivamente por la falta de visión de la derecha que la
república, al caer del cielo, se encontró desnuda y abandonada en plena calle. Todas
las tremendas desgracias posteriores empezaron por ésta.
Dado que, en vez de bajar de sus casas corriendo para vestir y alojar a la
desdichada república, la derecha española no sólo se encerró bajo llave, bloqueando
puertas y ventanas, sino que sus representantes más inconscientes o astutos llegaron
incluso a difamar y escupir a los transeúntes que la auxiliaban, confiando en que unos
militares u otros la asesinarían de cualquier mala manera, lo que ocurrió fue que la
república cayó en manos de todo tipo de aventureros, que hicieron de ella una
barragana. ¿Cómo quería la derecha que todo aquello no acabara muy mal? ¿Y cómo
podía dejar de salir el «anarquista de Terrassa»?

Después de aquella falla imperdonable, la figura política del gran catalán perdió
todo interés. Su drama interno ya había concluido: el espíritu conservador, a la
española, se había impuesto del todo, en su interior, al espíritu catalán y
revolucionario. La antinomia apasionante que escondía, en cierto modo trágica,
quedó resuelta en una especie de resignación estéril, acolchada por un gran bienestar.
Aun así, era un símbolo.
Era el máximo exponente de su partido político, de aquella remarcable y gloriosa
organización de la burguesía catalana de finales del siglo XIX y principios del XX,
sobre todo de la industrial y de la agrícola, que fue una de las creaciones más típicas
de nuestra tierra. Consistía —por definirla en pocas palabras— en una fuerza
eminentemente conservadora que perseguía un objetivo fatalmente revolucionario.
Regenerar y transformar España, arrebatando a Castilla, para cederla a Cataluña, la
secular hegemonía peninsular o cuasipeninsular (porque España no es la península
entera, si Portugal queda al margen); o tan sólo querer que Castilla, el alma más
dogmática y exclusivista de Europa, reconozca de buen grado la diversidad hispánica
y acepte el derecho de Cataluña a cultivar libremente su lengua y a administrarse a sí
misma dentro de su casa… son las cosas más difíciles y transgresoras que puedan
soñarse entre los Pirineos y Gibraltar.
Pensar que tal empresa podía ser factible ya era pensar de forma muy valiente;
pero lo extraordinario era creer, como lo creía aquella burguesía inexperta en política,
que la cosa podía llevarse a cabo sin estropicios, y sin estropicios graves. Parece
extraño que hombres con tanto sentido común, que siempre suelen tener los pies en el
suelo y andar con los ojos bien abiertos, pudieran sentir esa alegre confianza, que
contradecía siglos de experiencias negativas. Aquello equivalía a creer que era
posible derrocar y sustituir sin alborotos el sistema tradicional —político, militar y

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económico— de la España inmutable, que yo a menudo, sin saber cómo calificarla
mejor, he tildado de faraónica. Pero aún iba más lejos nuestra gente burguesa, en su
optimismo casi maravilloso, porque pensaba hacer realidad todo su increíble sueño
no sólo sin trastornos terribles ni sangrientos sacrificios, sino además con subidas de
bolsa, con recortes en los cupones de renta y con manipulaciones del arancel. Era una
auténtica locura, y, además, una locura típica: la de un antiquijote catalán como
nuestro «senyor Esteve»,[3] que un día, saliendo de La Puntual, tuvo la ocurrencia de
meterse en política revolucionaria, creyendo, de buena fe, que para él podía consistir
en un gran negocio más —un negocio colectivo y a gran escala.
Dado que la actuación correspondiente a tal empresa, por prudente y moderada
que fuese, era siempre indefectiblemente perturbadora del equilibrio estatal
establecido, a cada paso se levantaban incompatibilidades irreductibles entre el sueño
de nuestros burgueses y sus intereses. Resultaba, en efecto, que la burguesía catalana
había puesto en grave peligro los cimientos y los tejados de sus fábricas y sus tiendas,
orgullo del estamento. Los cimientos eran las masas proletarias, que no estaban nada
contentas con el reparto vigente de la riqueza social; y los tejados se venían abajo
ante los nubarrones del arancel y los inspectores de Hacienda. Total: que los
cimientos eran de barro, y el tejado de cristal. Un agitador astuto y sin escrúpulos,
como Lerroux —a quien el poder central envió en secreto a Barcelona a principios
del siglo XX—, bastaba para hacer que se tambalearan los primeros; y un Gobierno
huraño o un ministro de Hacienda hostil eran suficientes para hacer añicos el
segundo. Cuando uno de esos factores agredía de forma abierta o velada los intereses
de la burguesía catalanista, toda ella se estremecía de los pies a la cabeza y sus sueños
empezaban a desvanecerse. ¡Autonomía, sí! ¡Hegemonía de Cataluña, sí!
¡Transformación radical de España, sí! ¡Pero, caray, conflictos sociales o leyes que
favorezcan al proletariado, eso no, de ninguna manera!
Todas las reivindicaciones políticas y las aspiraciones ideales del partido que
Cambó lideraba se echaban atrás siempre ante el miedo a que, si se mantuvieran
firmes a toda costa, pudieran perjudicar sus intereses económicos. Por eso, después
de suscitar tantas ilusiones y esperanzas profundamente renovadoras —pero que,
precisamente porque lo eran, se volvían inevitablemente revolucionarias cuando se
intentaban llevar a la práctica—, la actuación cambonista terminaba siempre en
desazones repentinas y salidas por la tangente, caracterizadas por un sentido común y
por una prudencia perfectamente conservadoras. Y, siempre que el doble fondo de la
burguesía catalanista —que era el mismo de su líder— entraba en conflicto interno, la
balanza se decantaba, con una tendencia muy lógica (por natural), hacia la
conveniencia práctica.
Se produjo un hecho más que elocuente: desde Cambó hasta el más insignificante
de sus hombres de confianza, todos, absolutamente todos —como si su destino se
hubiera cortado siguiendo un patrón único—, han acabado igual: políticamente, no
han dejado nada; económicamente, todos se hicieron ricos.

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Volviendo, para terminar, a la figura concreta de Cambó, diré que este hombre
malogrado fue el representante más eminente, en sus inicios casi genial, de la trágica
contradicción existente entre el sentimiento catalán de las mejores generaciones
burguesas de la Cataluña contemporánea (de 1890 a 1914) y la incapacidad radical de
éstas, yo diría que congénita, para plasmar dicho sentimiento en realidades políticas.
Cuando se daban cuenta de que el único camino para hacer cosas tan grandes y
terribles es el del sacrificio y el dolor integrales, su famoso seny[4] irresistiblemente,
las empujaba a echarse atrás.

26 de septiembre de 1947

LA POLÍTICA MUNDIAL DEL PORVENIR.— Política es el arte de servir a un egoísmo


dominante. Ese motor puede ser personal, familiar, municipal, comarcal, provincial,
nacional… ¿Por qué no ha de poder ser internacional?
La política va subiendo de tono —nunca de procedimientos— a medida que su
radio de acción se eleva y se amplía. Y quizá estemos llegando a una etapa histórica
en la que el proceso político de tipo internacional empieza a entrar en escena.
Napoleón fue, quizá, el gran precursor de esta etapa. Hoy ya existen varias naciones
que aspiran a servir a su propio egoísmo convirtiéndose en las abanderadas de los
intereses de muchas otras. Todavía falta llegar al extremo en que el egoísmo político
sea plenamente planetario y, por lo tanto, englobe y hermane a toda la humanidad.
Pero ese resultado no será obra de hombres geniales ni fruto de empresas
colosales. Más bien parece cuestión de tiempo y de progreso material.
Cuanto más se amplía una concepción política y más se consolida, más pequeñas
y miserables van pareciendo las figuras de los hombres que la representan. A medida
que la talla de la política crece, la del político mengua. Figuras como las de
Alejandro, César, Carlomagno y el propio Napoleón carecen de parangón hoy en día.
Napoleón ya parece de unas proporciones mitológicas. Los hombres de la Gran
Guerra, la del 14, a quienes yo vi a menudo y muy de cerca, me parecieron todos
hechos a una escala mucho más reducida que los enormes acontecimientos en los que
nadaban. No controlaban nada: eran los acontecimientos lo que les controlaba a ellos.
Los hombres de la Segunda Guerra Mundial todavía me han parecido más pequeños.
Los políticos que ahora mismo rigen Inglaterra y los EE. UU. tienen ya dimensiones
de renacuajos perdidos en una riada.
Las figuras de Plutarco sólo son posibles en un mundo a escala infinitesimal. En
el mundo de hoy, a escala planetaria, hasta los grandes hombres juegan un papel muy
débil, y, en cambio, lo predominante son los hechos, la profusión de los hechos, que a
veces se vuelve inextricable; y, con los hechos, los avances materiales de la técnica.
Las conferencias panamericanas, las grandes reuniones intercontinentales, la
propia ONU, no representan nada y nada obtendrán si las comparamos con lo que

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impondrá al mundo de hoy ese nuevo avión llamado «el cerebro volador», que en
pocas horas cubrió el trayecto ende Terranova y Londres, por sí solo,
automáticamente, controlado y regido por aparatos de extrema sutileza, mientras los
once hombres que llevaba como tripulación no hacían más que leer o echar una
cabezadita.

10 de diciembre de 1947

¿A QUIÉN PUEDE BENEFICIAR UNA TERCERA GUERRA MUNDIAL?— Que el actual


régimen español se aferre, como a una tabla de salvación, a la necesidad de
emprender contra el comunismo una Tercera Guerra Mundial es algo que se entiende
perfectamente. Nacido de la guerra y de la antidemocracia, es un régimen que, si la
paz y la democracia se mantienen, estará perdido más tarde o más temprano.
Lo que yo no soy capaz de entender es que los pueblos en los que hay libertad
caigan también en esa trampa. Aunque quizá, de hecho, no caen en ella. La falta de
información, la asfixia, que vivimos en España, y el bombo y platillo bélicos con los
que cotidianamente nos ataranta nuestra prensa «dirigida» (dirigida y orquestada por
el Gobierno), probablemente no nos permiten ver las cosas con claridad, ni siquiera a
quienes desconfiamos de ella.
La actual psicosis guerrera parece tener tres motores principales: primero, la
corriente reaccionaria y militarista que, tras la prematura muerte de Roosevelt, parece
predominar en los Estados Unidos de América; en segundo lugar, la reacción casi
universal de los partidos burgueses ante el hecho, también universal, del
acorralamiento de la burguesía; y en tercer lugar, el clericalismo romano, que —tras
haberse mantenido durante casi un siglo tan alejado de las masas trabajadoras, de los
humildes (todos sabemos que, en la práctica, las encíclicas de León XIII no tuvieron
ninguna eficacia), y al servicio de todos los poderosos de la Tierra— ahora ve
claramente que, si estos poderes se hunden, se hundirá con ellos.
Pero es necesaria toda la miopía de las clases acomodadas que sólo defienden sus
propios intereses, toda la simplicidad de los cerebros militares y la tardía lucidez de
Roma —que más bien parece pura desesperación—, para creer, de buena fe, que el
remedio a los actuales males del mundo, provocados en gran medida por las dos
guerras universales que hemos sufrido en veinticinco años, pueda consistir en armar
otra aún más gorda, y cuanto antes mejor.
Parece extraño, vuelvo a decir, que los políticos (porque los militares, en el fondo,
son en cualquier parte la inocencia catastrófica personificada, y los curas,
naturalmente, siempre sueñan con apocalipsis de todo tipo, porque ya se sabe que la
ruina y la muerte hacen que crezca su apesadumbrada clientela); parece extraño, digo,
que el hombre civil, siempre sacrificado por doquier, no sepa formularse el siguiente
razonamiento, al alcance de cualquier criatura:

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Después de la Primera Guerra Mundial, emprendida en nombre de tantas cosas
justas y santas —pero que fallaron todas—, la única realidad evidente, y del todo
inesperada, fue que en el mundo, y precisamente en el este de Europa, había surgido
por vez primera un Estado comunista.
Después de la Segunda Guerra Mundial, hecha en nombre de principios altísimos
—que han resultado igualmente ilusorios—, la única realidad, también imprevista y
formidable, es que dicho Estado comunista se ha extendido por dos terceras partes de
Europa, casi alcanza el Rhin y tiene filtraciones importantísimas que llegan al Sena y
al Tíber.
La conclusión de un razonamiento tan elemental como éste es la siguiente: si
hacemos, pues, una Tercera Guerra Mundial, en nombre de lo que sea (algo que, por
lo visto, ya no importa mucho), ¿adónde irá a parar lo poco que queda de Europa…?
El Pentágono de los EE. UU., que hoy tiene más poder que la administración
civil; Winston Churchill, que ahora parece partidario de luchar contra la URSS a
sangre y fuego; y el Vaticano, que lo observa todo desde lejos, pero con
complacencia, tendrían que hacernos, a los pobres europeos que aún existimos como
tales, el favor de respondernos claramente y con urgencia esa pregunta.
«¡Ah! —nos dirán—. Pero ¿acaso negáis el peligro ruso?»
¡Cómo vamos a negar algo así, santos cristianos! Lo que negamos, tan sólo, es
que la mejor manera de combatir ese enorme peligro sea precisamente favorecerlo.
El sueño milenario de los comunistas crece y se agiganta con la miseria, el
hambre, la sangre, la muerte, las ruinas y las lágrimas. Querer combatirlo y hacerlo
desaparecer dándole cantidades ingentes de esas mismas cosas es como querer apagar
una gran hoguera rociándola con varios litros de petróleo.
«Y si dejamos que el comunismo siga adelante —replicarán los belicosos—, ¿qué
pasará?»
Respuesta: que irá creciendo cada vez más.
«Entonces, ¿qué? ¿No hay remedio?»
Sí. Sólo uno, dificilísimo: tomar la delantera al comunismo y realizar mejor, del
modo más dulce —o menos doloroso— posible, lo mismo que él quiere hacer
catastrófica y apocalípticamente.
That is the question!
Porque el hecho es —y es un hecho inexorable— que el capitalismo y la
burguesía, tal como los hemos conocido, formas económico-político-sociales surgidas
de la Revolución francesa y de la expansión mecánica e industrial del siglo XX, están
fatalmente condenados a transformarse o a desaparecer, que viene a ser lo mismo: o
irse suavemente, o hacerlo de forma violenta.
Quienes aceptan este hecho pueden ver más o menos claramente el futuro y obrar
en consecuencia. La teórica gloria del Papa León XIII está en haberlo visto. Quienes
no lo aceptan no se enteran de nada, y todo lo que imaginan, en vez de lo que no ven,
les llevará sin remedio al desastre.

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Ahora bien: ¿lo ven, aceptan eso los reaccionarios y los miles gloriosus
norteamericanos, Winston Churchill y los conservadores de toda Europa, y Pío XII?
Yo creo que no. Ellos defienden posturas adquiridas, posturas ya obsoletas. Y se
hacen la ilusión de que, armando una sangría nueva y nunca vista —la necesaria para
acabar brutalmente con la URSS—, todo volverá a ser «como antes», y ellos,
naturalmente, serán «los dueños».
Si el bolchevismo es algo indeseable, lo es para mí igualmente —o más— este
conservadurismo tan rancio.

15 de diciembre de 1947

ESPAÑA Y EUROPA.— España es esencialmente antieuropea, políticamente


hablando. Europa es un concepto, un acto de conciencia que, partiendo de Grecia y de
Roma, empezó a plasmarse en su forma actual con el Renacimiento, creció con la
Reforma y acabó de concretarse con las revoluciones democráticas y liberalizadoras
de Inglaterra y de Francia. España —que ya durante lo que llamamos Edad Media fue
una pieza suelta, una excéntrica rueda en el engranaje de la cristiandad— siempre ha
combatido, en los tiempos modernos, los principios fundamentales de Europa:
racionalismo, cientificismo, técnica, libertad de pensamiento, libertad política.
Si Europa fuera a hundirse, España quizá aún podría salvarse. Pero, si Europa
continúa y prospera, tarde o temprano la España tradicional —la misma hoy que en
tiempos de Recaredo— volverá a quedar al margen de lo esencialmente europeo.
Esa es la infalible esperanza de lo poco de Europa que aún queda en España —
ahora totalmente ahogado, sin que Europa haga nada por ello.

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1948

8 de Enero de 1948

LA INOLVIDABLE JUGADA.— La tragedia de los liberales y demócratas españoles es


la siguiente.
En 1936, cuando estalló en nuestro hogar el bárbaro conflicto entre el fascismo y
el marxismo, nosotros, la gente liberal, no pudimos estar ni de un lado ni del otro. Y
por eso fuimos rabiosamente perseguidos por uno y por otro. Yo —pongamos por
caso— he sido un hombre al que ambos bandos quisieron igualmente asesinar.
De 1936 a 1939, expulsados de España, quienes conseguimos huir de ella, los
liberales españoles pasamos por una larga pasión, por un calvario de soledad y exilio.
De 1940 a 1944, nuestra situación llegó a ser agónica, con las democracias
europeas a punto de naufragar y nosotros, dispersos y acorralados por la tormenta,
refugiándonos en cualquier rincón de España, sin atrevernos ni a respirar, expuestos a
todas las burlas y persecuciones, mientras por todo el país campaba a sus anchas la
tromba nazi-fascista, de la mano de la germanofilia más descarada que jamás se haya
visto.
Nuestros ojos se dirigieron entonces, con angustia, como si miraran una vaga
estrella entre oscuros nubarrones, hacia la remota esperanza de que las democracias
ganaran la guerra. Era nuestro único consuelo. Escuchábamos la BBC de Londres y
La voz de América de los EE. UU. como las almas del purgatorio escuchan las
indecisas voces procedentes del cielo. Esas voces reconfortantes nos decían que
sufriéramos sin desfallecer, que las esperásemos siempre. Con la palabra cargaban
contra nuestros enemigos, los de fuera y los de dentro, y nos aconsejaban tener fe en
las democracias, porque saldrían victoriosas y nos librarían de nuestro tormento. Sin
embargo, muchos de los nuestros no pudieron soportarlo: los cementerios de España
y de todo el mundo estaban llenos de liberales españoles, que murieron creyendo en
la democracia y esperándola, sin llegar a ver jamás la hora de la liberación prometida.
Ellos son más felices que nosotros. Perdieron la vida, pero no la esperanza.
Nosotros, después de tanta amargura, hemos tenido que pasar por la burla más
inhumana y el sarcasmo más cruel que jamás hayan sufrido unos hombres de buena
fe, desafortunados e indefensos.
Un buen día, sin comerlo ni beberlo, Winston Churchill —el hombre al que
nosotros, desde nuestras profundas tinieblas, veíamos resplandecer como un héroe,
como el San Jorge destinado a liberarnos—, un buen día, Winston Churchill, en pleno
Parlamento británico, cuando aún no había acabado la guerra, lanzó un salvavidas al
régimen español, justo en el momento en que éste empezaba a naufragar, sepultado
entre sus propios y escandalosos errores.
Fue para nosotros un golpe terrible, inimaginable. Tan fuerte y tan inmerecido,

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tan horriblemente cínico, que no podía ni creerse. Muchos liberales españoles
prefirieron interpretarlo como lo que no era, pues tan incomprensible resultaba si se
lo tomaba como realmente había sido. Yo no me hice ilusiones: desde aquel día lo vi
todo perdido, al menos por mucho tiempo. Aquello era, ni más ni menos, un giro de
ciento ochenta grados, de una impudicia fantástica. La «pérfida Albión» tradicional
volvía a ejecutar una de sus clásicas y crueles jugadas.
La guerra mundial aún no había terminado, pero Inglaterra ya la sentía vencida y
empezaba a otear más allá. El peligro nazi lanzaba sus últimos suspiros: estaba
pasando a la historia. Y ahora el más astuto y clarividente de los británicos volvía sus
ojos hacia el peligro ruso, el nuevo peligro, que la propia Inglaterra tanto había
contribuido a crear, como antes el nazi. Todo lo demás ya no le importaba en
absoluto. Mejor dicho: todo lo demás le importaba sólo en función de la ayuda que
para Inglaterra pudiese suponer en la futura tarea de combatir el bolchevismo.
Los liberales y demócratas españoles estábamos, pues, perdidos miserablemente:
nuestro «salvador» nos daba la espalda.
Si Churchill hubiese podido mantenerse en el poder, nuestro desengaño se habría
confirmado muy deprisa. Para desgracia nuestra, Churchill cayó; y el brutal golpe que
nos habría dejado sin sentido y desengañado de una vez por todas se convirtió en una
larga agonía, porque aún nos quedó la ilusión de que el laborismo rectificaría aquella
increíble monstruosidad. Miramos, al mismo tiempo, hacia Norteamérica. ¿No habría
allí algo más de humanidad y de nobleza…? Pero Roosevelt murió; sus enemigos,
libres de su invencible presencia, alzaron sus cabezas por todo el país; y muchas
voces, espontáneas o pagadas, empezaron a practicar también allí el juego de la gran
jugada británica.
Los liberales españoles, sin saber a qué atenerse, confiaron en la Francia aún
convulsa por la guerra y la ocupación. Francia inició, en efecto, la declaración
tripartita que condenaba al régimen español, y cerró la frontera. Peto aquella
declaración platónica, sin actos que la siguieran, no tuvo efecto alguno. El régimen
español se burló de ella en público. Llegó el debate en la ONU. Se aprobó por mucha
diferencia la recomendación de retirar de España toda representación diplomática.
Pero enseguida Argentina, en vez de seguir el consejo, envió una embajada a Madrid
y, poco después, a «la Perona». En la siguiente reunión de la ONU, en vez de pedir —
como mínimo— a Argentina una explicación de su extraña actitud, la premiaron con
su ingreso en el Consejo de Seguridad. El régimen español triunfaba y se reía de
enemigos así.
Ni siquiera hace falta recordar todo lo demás. Pero sí que vale la pena decir, y no
olvidar jamás, que ese interminable proceso de inversión, de convertir el blanco en
negro, el rechazo en caricia, la sagrada promesa en vergonzoso olvido y la
democracia en asqueroso teatro, ha sido orientado, dirigido y consentido, de tapadillo,
por la diplomacia omnipotente de los EE. UU., de Inglaterra y, finalmente, de la
propia Francia. La voltafaccia iniciada por Winston Churchill —una de las

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inmoralidades más claras y graves de la historia (al menos eso es para nosotros, que
la sufrimos en nuestras propias carnes y espíritus)— se está llevando y se llevará a
cabo de forma inexorable.
Así, ahora, tras este largo calvario que dura ya unos doce años, nos encontramos
con que el régimen español —tan fácil de expulsar y de sustituir, si así lo hubiesen
querido las democracias victoriosas— es hoy más firme que nunca. Y no se debe,
precisamente, a que haya cambiado en absoluto sus principios o sus procedimientos,
ni a que haya hecho el más mínimo caso de las amonestaciones recibidas, sino tan
sólo al hecho de que las grandes democracias occidentales, desdiciéndose de todo
cuanto habían dicho, al tolerarlo, lo sustentan indefinidamente.
¿Por qué hacen eso…? Es evidente: porque una vez muertos el fascismo italiano y
el nazismo alemán, y en la tesitura de afrontar el peligro ruso, creen que, si deben
enfrentarse a éste y topar con él, ningún otro régimen español —monarquía o
república— se mostraría tan dócil a la hora de prestar sus servicios como el régimen
actual, como este dictador que sólo perdura —y es cierto— por benevolencia de los
EE. UU. y de Inglaterra.
He aquí la triste farsa cuya víctima es la democracia española. Nuestro tiempo ha
visto cosas realmente enormes. Si a Hitler, en el momento de sus colosales apoteosis,
cuando aparecía ante inmensas multitudes fanatizadas, bajo haces de luz que imitaban
las bóvedas de un templo en los cielos nocturnos de Alemania, como una deidad
wagneriana, si alguien le hubiese dicho entonces que moriría patéticamente en un
sótano de su cancillería berlinesa, como un perro rabioso y acorralado, y que sus
cenizas se desecharían como si de un montón de basura se tratase, ¿quién lo habría
creído?
Si a Mussolini, en aquellos ataques de paranoia que sufría, cuando desafiaba
teatralmente al mundo y a las estrellas, alguien le hubiese profetizado que acabaría
siendo traicionado incluso por sus propios amigos, incluso por sus parientes más
cercanos, y que moriría descuartizado como un cerdo, colgado cabeza abajo en plena
vía pública, y que las furias de la calle se ensuciarían con sus restos humeantes,
¿quién lo habría creído?
Pero si a nosotros, los demócratas españoles, víctimas del fascismo y a la vez del
marxismo, alguien nos hubiese dicho —en aquellos días inolvidables en los que el
mundo parecía acabarse, porque la luz de la libertad humana estaba a punto de
extinguirse en toda Europa; cuando los partidarios del actual régimen español acogían
con entusiasmo delirante las victorias de Hitler, las fanfarronadas de Mussolini y las
torturas nunca vistas a las que sucumbían los pueblos por ellos oprimidos; cuando los
periódicos de aquí, a sueldo de la propaganda totalitaria, trompeteaban cada mañana
la aniquilación de los ejércitos franceses e ingleses, y anunciaban cada noche de luna
llena el inevitable hundimiento de las islas británicas o la invasión de Australia y
Norteamérica por los japoneses; cuando, en España, los demócratas no podíamos ni
respirar, porque la libertad era objeto de escarnio y la dignidad de burla a todas horas,

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y quienes iban a recoger los boletines de la embajada inglesa eran detenidos por la
policía y vapuleados por la Falange; cuando toda la opinión oficial española estaba
obvia y claramente ansiosa porque las democracias fueran aplastadas en todo el
mundo—, si entonces alguien nos hubiese dicho que veríamos lo que ahora vemos,
no sólo triunfantes a los serviles imitadores y sirvientes de Hitler y de Mussolini en
España, sino amparados, protegidos y halagados por los mismos a los que desearon
mil veces (y aún desean) la peor de las suertes, mientras los fieles al idealismo de los
principios políticos anglosajones son difamados como imbéciles ilusos y acaban
colgados de las higueras: es muy cierto que, eso, no lo habríamos creído nunca;
porque no solamente era increíble, sino que todavía lo es y lo será siempre, por los
siglos de los siglos.

¿Qué puede salir de tan negra burla?


Es muy posible que las democracias anglosajonas crean que no tiene la menor
importancia. Quizá piensen que tendrán a los demócratas y liberales españoles —si es
que aún quedan— a su disposición siempre que quieran. Dado que la admiración y el
respeto que esos desgraciados sentían por Inglaterra y los EE. UU. de América se
basaban en una afinidad ideológica y en una comunidad de principios espirituales, el
día que a ellas les volviese a convenir, volverían a sacar ambas cosas a relucir y los
cándidos liberales españoles responderían al reclamo otra vez. Es posible.
Pero también cabe la posibilidad de que los estragos causados por la cínica
conducta de los anglosajones sean irreparables. El daño consiste en que, para
millones de españoles de buena le —los más desinteresados, seguramente, y quizá los
más lúcidos—, la enorme farsa de las democracias puede haberles hecho perder para
siempre la fe en ellas.
Se ha visto con demasiada nitidez que la libertad y la dignidad de los hombres y
de los pueblos son sólo espejitos para cazar alondras, y que los cazadores
anglosajones los sacan a relucir o los esconden según les conviene. Cuando el
régimen español se mostraba hostil o contrario a ellos, tiraban a matar. Cuando el
mismo régimen se les muestra sumiso y dispuesto a lamer sus manos, lo admiten
tranquilamente, como un perro más de la jauría. Las ideas, los sentimientos, los
principios y las realidades no cuentan para nada.
Y este juego abominable, ¿tampoco tendrá consecuencias? Yo detecto —sobre
todo entre la juventud española actual— una tendencia a no dejarse estafar como han
sido estafados sus padres. Quien confía en las democracias acaba por hundirse: ésa es
la inolvidable moraleja. Cuando llegue el día —cercano o distante, pero indefectible
— en que el actual régimen español desaparezca, ¿quién se aprovechará de ello?
Si las democracias hubiesen sacado al pueblo español de las tinieblas, como le
habían prometido, se habrían aprovechado ellas. Al no haberlo hecho, e incluso al
haber hecho todo lo contrario, no sería de extrañar que quien se aprovechara fuese el
diablo.

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14 de enero de 1948

EL ESTORBO TRADICIONAL.— Desde el Renacimiento europeo hasta nuestros días,


todos los intentos por unificar las nacionalidades que integran Europa han fracasado.
Parece una maldición: lo cierto es que no hay manera de fundir políticamente en una
unidad superior las diversidades europeas.
Pero en esta maldición divina, como en la del paraíso perdido, también la
serpiente ha jugado un papel decisivo. La serpiente de la discordia europea se llama
Inglaterra.
Como ella no se ha sentido ni ha querido sentirse nunca Europa, como siempre se
ha considerado despectivamente al margen de Europa, nada le ha importado que
Europa no se unificara. Mejor dicho: sí, le ha convenido en gran medida que la
unificación no se pudiese llevar a cabo, porque se habría hecho en beneficio de todos
los europeos, es decir, de quienes no son ella.
Por las buenas, jamás han podido convencerla de que o comiera o dejara comer.
Por las malas, desafiando a Inglaterra, ha habido tres grandes momentos históricos en
los que se dio la posibilidad de tener éxito en aquella esperanza siempre fallida:
cuando Felipe II envió la Armada Invencible, cuando Napoleón creó el Campo de
Boulogne y cuando Hitler se apoderó de Dunkerque. En las tres ocasiones se trataba
de aplastar a Inglaterra.
¿Será un aplastamiento similar la condición sine qua non de una tentativa
afortunada?

15 de enero de 1948

SILOGISMO PERFECTO.— Los anglosajones (ingleses y norteamericanos), previendo


el caso de tener que entrar en guerra con la URSS, necesitan mercenarios de bajo
coste que les ayuden a batirla y sobre todo que les ahorren la sangre de sus propios
hijos; es así que el régimen de Franco, con la única condición de que lo toleren, les
garantiza, más que ningún otro, la satisfacción de esa enorme conveniencia suya:
pues he aquí por qué los norteamericanos y los ingleses, que tenían que salvar la
democracia en España, están encantados de que en ella perdure indefinidamente el
régimen de Franco.

26 de enero de 1948

INGLATERRA Y LA UNIÓN OCCIDENTAL. — Ahora volvemos a encontrarnos ante un


caso típico de la catastrófica miopía que sufren, desde hace mucho, los dirigentes de
la política exterior británica. Se trata de un caso de «destiempo» muy similar

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(salvando todas las distancias) al que les hizo retrasar su inevitable encuentro con
Mussolini de 1935 a 1940.
Cuando se vio que Alemania iba a perder la Segunda Guerra Mundial, y tan
pronto como el ejército de Hitler tuvo que abandonar la franja de los Pirineos, no
habría costado nada eliminar al régimen español de Franco. Era tan falsa, tan
insostenible, la postura de ese dictadorcito hecho a la medida del fascismo y del
nazismo; eran tan descarados y sinceros su admiración por aquellos totalitarismos y
su odio a la democracia, que todo el régimen —una vez cortado el cordón umbilical
que lo unía a Alemania e Italia— colgaba de un hilo de telaraña. Con un soplo habría
bastado.
Todos los que estábamos en España en aquel momento crítico recordamos que
Franco y sus partidarios se sentían desolados y perdidos, porque sólo un milagro
podía salvarles. Y ese milagro increíble fue obra de Inglaterra. Primero Churchill y
luego Bevin. Desdiciéndose de todo lo dicho, y dejando pasar la ocasión propicia,
han sustentado indirectamente, pasivamente, pero con indudable eficacia, el régimen
fascista del dictador español. ¿Por qué? Por varias razones, algunas de ellas ya
apuntadas. Pero todas pueden resumirse en una, de orden puramente psicológico: por
la misma falta de visión que llevó a Gran Bretaña a no enfrentarse «a tiempo» a
Mussolini, cuando en 1935 habría podido hacerle caer de un solo revés y, así, cortar
de cuajo las graves complicaciones que ya se veían venir. Al preferir aplazar
indefinidamente el choque inevitable, Inglaterra lo tuvo que soportar luego «a
destiempo», sobrecargado con otros factores contrarios; y, así, arrastró a Europa y a
todo el mundo a un inmenso naufragio en «el lodo, la sangre y las lágrimas», como
dijo el propio Churchill.
Ahora bien: han pasado tres años desde que Inglaterra desaprovechó el momento
exacto, el más sencillo y económico, para deshacerse de Franco y librarnos de él. Y
hoy vemos lo siguiente: Bevin, el ministro laborista de Asuntos Exteriores, ante la
ofensiva expansionista del comunismo ruso, acaba de darse cuenta de que hay que
construir deprisa una «unión occidental». Idea que nada tiene de original ni de nuevo.
Bevin —el hombre con menos imaginación creativa que haya pasado por el Foreign
Office— se ha limitado a copiarla del discurso de Churchill, en Fulton, de hace dos
años. Ni en eso llega a tiempo la Inglaterra oficial.
Naturalmente; o bien el plan de Bevin (llamémoslo así) no es más que humo, o
bien se tratará de una unión constituida por regímenes democráticos occidentales
capaces de enfrentarse al bloque de fuerzas marxistas capitaneado por Rusia.
Democracia contra dictadura, ley contra arbitrariedad, hombres que hablan contra
hombres que callan a la fuerza. Y aquí surge con toda naturalidad la consecuencia —
previsible y prevista— de que Gran Bretaña no haya actuado a tiempo contra el
régimen de Franco.
El problema es éste: ¿puede llevarse a cabo una unión occidental prescindiendo
de España? Es obvio que no. La península Ibérica —y no por la fuerza, la riqueza o la

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inteligencia de sus habitantes, sino en virtud de la geografía y la estrategia— es una
pieza crucial en todo el sistema, ya sea de resistencia o de ataque, constituido por el
occidente de Europa. España, pues —se quiera o no—, tendrá que entrar en la
proyectada unión o ésta quedará coja.
Pero ¿puede constituirse una unión occidental de fuerzas democráticas que
incluya el sistema fascista y tiránico de Franco? Evidentemente, no. ¿Puede el Sr.
Bevin, el hombre del «we detest!» lanzado en pleno Parlamento británico contra el
actual régimen español, tenderle ahora su mano ante el mundo y acogerlo
cómodamente entre las democracias…?
Tales son las estúpidas y temibles consecuencias de la actuación a destiempo de
Inglaterra. En su momento, la expulsión de Franco habría dado paso a una monarquía
constitucional o a una república moderada, protegida por las grandes democracias del
mundo. Eso habría sido posible con la milésima parte del esfuerzo que los
anglosajones dedican ahora a hacer algo parecido en Grecia. Sin el estorbo insoluble
de Franco, todo Occidente (porque Portugal es pura colonia inglesa) podría haber
formado un bloque compacto y verdaderamente democrático. Pero eso —tan sano,
tan sencillo y asequible— es lo que no le dio la gana hacer a Gran Bretaña. Y después
de haber dejado pasar el momento oportuno —y de haber ido tolerando, es decir,
fortaleciendo, el detestado régimen de Franco— nos encontramos con que si ahora
quisieran eliminarlo, fuera de tiempo, la operación sería mucho más dura; y, si no se
lo elimina, cada día resultará más molesto para Occidente.
Si Gran Bretaña no expulsó al régimen español, foncièrement enemigo suyo,
cuando dicho régimen iba a remolque de quienes la combatían a muerte, ¿cómo se las
arreglará para expulsarlo ahora, cuando Franco y los suyos, cambiando radicalmente
de táctica, por instinto de conservación —pero no de pensamiento ni de sentimiento
—, están dispuestos a lamer los pies (digámoslo así) de las democracias victoriosas,
sobre todo los de los Estados Unidos de América, y a hacer cualquier cosa para
arrancarles una sonrisa?
Pero si, quitándose cínicamente su máscara, Inglaterra y sus aliados consagran,
por fin, el régimen del «we detest», y aceptan sus halagos y lo incluyen en la unión
occidental, en el bloque de las democracias contra la dictadura, ¿en qué estado
quedarán los más elementales principios de la buena fe entre los hombres? ¡Qué
enorme victoria moral para los soviets! ¿Acaso existe prueba más elocuente, ante la
conciencia honrada del mundo, de que la democracia de los angloamericanos es una
pura, una inmensa, una siniestra farsa?
¿Y a eso lo llaman una gran política? Cuando les conviene, blanco; cuando les
conviene, negro… ¿Ya eso lo llaman una gran política, a estas alturas del mundo,
después de las dos primeras guerras mundiales, en las que murieron docenas de
millones de víctimas?
Mientras las fallas diplomáticas de Gran Bretaña se apoyaban en una economía y
una escuadra sin parangón en el mundo, una política egoísta podía parecer, al fin y al

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cabo, admirable (véase 5-VI-46). Pero, en el estado actual de las fuerzas y realidades
internacionales, es una pura supervivencia, una auténtica desgracia. En ningún caso
puede ser buena una conducta que siempre actúa con retraso, que a menudo toma
gato por liebre y que nunca, ni por azar, cuenta con los demás. Ya hemos visto, ya
vemos y ya iremos viendo cada vez más que una política así no resuelve nada, que lo
complica todo, que crea situaciones absurdas y que, como todo lo que es absurdo en
política, siempre acaba mal.

25 de marzo de 1948

UN DILUVIO DE PUTREFACCIÓN. —Víctor de la Serna es en España el perfecto


ejemplar del periodismo vendido a la Alemania nazi. Es autor de los artículos más
rabiosamente, más delirantemente germanófilos que hayan podido publicarse aquí
durante la Segunda Guerra Mundial. Los firmaba a menudo con el seudónimo Unus,
que por sí mismo es garantía de ensañamiento contra las democracias occidentales,
sobre todo Inglaterra.
Parece que ahora le ha echado del diario Informaciones la nueva empresa, que
controla Demetri Carceller, un catalán de los «vivos» que corren. Con motivo de esta
expulsión, se ha celebrado en Madrid un gran homenaje a Víctor de la Serna,
ensalzándole como modelo de periodistas y patriotas. Fue un banquete al que
asistieron cientos de personas conocidas. La convocatoria llevaba la firma de algunos
ministros y de muchos escritores y otras personalidades. Entre ellas figuraba el doctor
Marañón.
El doctor Marañón pasa por ser un demócrata ejemplar, un liberal de toda la vida.
Uno de sus yernos, mister Burns, súbdito británico, fue no hace mucho agregado
cultural o de prensa en la embajada inglesa en Madrid. Tanto el doctor como mister
Burns conocen, pues, a la perfección lo que es el actual régimen español y lo que en
él representa la especialísima labor de Víctor de la Serna, a sueldo de la embajada
nazi. Pues bien: el Sr. Burns, que además dice ser católico, acaba de manifestarse
como partidario entusiasta de incluir al régimen franquista en el Plan Marshall y en la
unión occidental. Y el doctor Marañón no ha tenido inconveniente en firmar, junto a
falangistas y germanófilos, la convocatoria de homenaje a Víctor de la Serna: el
periodista español que mediante busilis (como dicen en el latín madrileño) más
bárbaramente atacó durante la guerra toda democracia y toda libertad, pidiendo cada
día que Inglaterra —la patria del yerno y de los nietos del doctor Marañón— fuese
aplastada.
Todo eso, ahora, puede hacerse tranquilamente en España, y también
impunemente. Ortega y Gasset inauguró, no hace mucho, la cátedra del Ateneo de
Madrid, bajo el retrato de Franco y aceptando la presidencia del Delegado de Prensa
y Propaganda del Movimiento. Benavente ha insultado de forma grosera, desde las

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páginas de ABC, a Léon Blum, el hombre que fue encarcelado por los nazis, mientras
elogiaba a Pétain, al que utilizaron como monigote. Pérez de Ayala, autor de
A.M.D.C., publicaba hace poco en Arriba, el órgano falangista, una especie de mea
culpa en descargo de la Compañía de Jesús. Y esos espejos de la intelectualidad
española pueden hacer todo eso, mientras —o, mejor dicho, porque— no hay en
España ni un solo diario, ni una sola pluma, ni una sola voz libres; lo que rige es una
censura gubernamental que tiene por norma las disposiciones de la congregación
romana del índice; la enseñanza pública está totalmente en manos de las órdenes
religiosas, y, en catalán, no se puede publicar una sola revista literaria ni rezar el
padrenuestro.
Ninguno de los más destacados escritores actuales ha adoptado, frente a un
régimen como éste, una actitud viril, ni ha manifestado una protesta, ni ha querido
correr el más mínimo riesgo. Muerto Unamuno, la intelectualidad española liberal
parece capada. El diluvio de sangre y de fuego que fue la Guerra Civil se ha visto
sucedido —en la conciencia pública y en sus más ilustres representantes— por un
diluvio de conformismo en estado de putrefacción.

31 de marzo de 1948

LA INCOMPARABLE PROPAGANDA.— Ayer— casi a la misma hora que Franco recibía


en El Pardo el saludo fascista de cuatro mil quinientos retoños de Falange, copia de
las milicias de feu Mussolini (vid. la primera página del periódico madrileño ABC del
30 de marzo de 1948)—, la Cámara de Representantes de los Estados Unidos de
América votaba inesperadamente, por abrumadora mayoría, que España fuese
incluida en el Plan Marshall. Lo que yo ya hace tiempo que vaticino empieza a ser un
hecho.
A fecha de hoy, incontables españoles deben de haber sentido, en el fondo de sus
corazones, mi irresistible vuelco hacia la desesperación. Y en toda Europa occidental
incontables demócratas deben de haber experimentado un tirón similar, con la natural
alegría de los rusos.
Es lo que nunca podría haber logrado directamente, por sí sola, la propaganda de
Stalin.

31 de marzo de 1948

«DER UNTERGANG DES ABENDLANDES».— Acabo de escribir —en la nota anterior


— que eso es algo que ya veía venir desde hace mucho. Algunas meditaciones
previas dan fe de ello.
Pero confieso que jamás habría previsto que el golpe llegase de una forma tan

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cínica y cruda, ni por parte de los representantes de la que pasa por ser la primera
democracia del mundo.
Para comprender la magnitud del acontecimiento hay que tener en cuenta que, en
este asqueroso juego, el único que mantiene dignamente su papel es Franco. Y que la
responsabilidad de todo lo que pasa en el mundo, y de lo que pasará, es
exclusivamente de las democracias occidentales —que son una pura, una estúpida
farsa.
Los representantes en cuestión ni siquiera han sabido actuar de manera que fuese
Franco, por lo menos, quien solicitase la inclusión en el Plan Marshall, y ellos
quienes se la concedieran. No: son ellos quienes, pese a la actitud de reserva e incluso
de franca hostilidad que el dictador español mantiene ante todo lo que las
democracias son y representan, le abren, rebajándose, las puertas.
Si un círculo cerrado, de personas afines, vota espontáneamente el ingreso en él
de alguien que está fuera y que ni siquiera lo ha pedido, es obvio que hay por parte de
los invitantes un verdadero ruego, una clara indicación del honor que para ellos
supondría que el foráneo aceptara su compañía. Naturalmente: si eso sigue adelante
(y lo hará), Franco tendrá la facultad no ya de aceptar o rechazar la invitación, sino
también de condicionarla.
El absurdo sigue triunfando en el mundo. Desde 1935 hasta ahora, presenciamos
una interminable serie de aberraciones políticas fenomenales, todas cometidas por las
democracias más cualificadas, que ha llevado a Occidente adonde todos sabemos.
Y lo peor es que esa serie continúa. ¿Quién puede esperar, pues, algo que no sean
nuevas y terribles caídas? Como dice Paul Valéry, en boca del Serpent:

Il en cherra des fruits de mort,


de désespoir et de désordre!

1 de abril de 1948

LAS DOS MEDIDAS.— Los periódicos de hoy dicen que ha empezado en Grecia la
primera ofensiva de las tropas gubernamentales, dirigidas por oficialidad británica y
norteamericana, contra los rebeldes comunistas.
Perfectamente: es una acción del todo apropiada para las potencias democráticas,
que así intentan salvar la democracia en Grecia. Pero ¿por qué en España, en 1936,
cuando los rebeldes antidemócratas y fascistoides se alzaron contra la república,
ayudados por Hitler y Mussolini, las potencias democráticas occidentales, y
especialmente Inglaterra y los EE. UU., se inhibieron bajo la farsa de la «no
intervención»?
El único gobierno que entonces intervino débilmente a favor de la república
española, asaltada por dentro y por fuera, fue el de Francia, y Rusia también ayudó —

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a su manera. Pero enseguida, vituperadas y abandonadas oficialmente por Inglaterra y
los EE. UU., tuvieron que ir retirándose, dejando que Franco, apoyado a fondo y
hasta el final por Hitler y Mussolini, ganase la partida.
¿Por qué la atribulada democracia española de 1936-1939 no pudo contar con una
ayuda similar a la que ahora prestan británicos y norteamericanos a la atribulada
democracia griega?
¿Por qué entonces no y ahora sí? ¿Por qué en Grecia sí y en España no…?

2 de abril de 1948

OCCIDENTE Y DEMOCRACIA.— Lo que Spengler denominaba «el crepúsculo de


Occidente», yo creo que son más bien las horas bajas de la democracia.
La última guerra civil española fue el primer desafío en toda regla, la primera
declaración franca de hostilidad armada, contra las democracias occidentales o, mejor
dicho, contra el mismo principio de democracia. Hasta aquel momento, las
democracias surgidas de la revolución inglesa del XVII y de la francesa del XVIII
habían sido indiscutiblemente las rectoras de Europa.
La Guerra Civil Española, en 1936, fue provocada, por una parte, por la ineptitud
gubernamental de la izquierda española, progresivamente mediatizada por el
anarquismo social y el filosovietismo político; y, por otra parte, por la obtusa
cerrazón de la derecha, ariscamente reaccionaria, ante el régimen republicano, que la
llevó a preferir, por encima del esfuerzo de moderarlo, el riesgo de destruirlo.
La primera de estas inepcias inyectó en España un fermento convulsivo y
catastrófico; y la segunda proyectó sobre el país las malignas sombras de Hitler y
Mussolini. Y, cuando ya había estallado el conflicto civil —más por iniciativa de la
reacción que por ansias de revolución—, inmediatamente quedó planteado en Europa
un gravísimo problema que todavía hoy sigue vigente: la democracia era
descaradamente atacada con armas en la mano; ¿qué harían, para defenderla, las
democracias europeas y la norteamericana?
Las democracias, ante el peligro que las amenazaba, no supieron hacer nada. Se
mostraron tan estúpidas, tan desprevenidas, tan débiles, que, en vez de darse cuenta
de que para ellas aquello era el principio de una lucha a vida o muerte, no se les
ocurrió otra cosa que darle la espalda. Inventaron aquella desastrosa postura de la «no
intervención». Lo que ocurre en España —dijeron— no nos afecta; por lo tanto, no
nos interesa para nada. Como el avestruz, se limitaron a esconder la cabeza.
Descartadas, así, por voluntad propia, las democracias occidentales —Inglaterra,
Francia y sus seguidoras, con la pasiva aprobación de la lejana Norteamérica—, el
gravísimo conflicto ideológico y de prepotenza que en el fondo se debatía en España
quedó exclusivamente en manos de los dos totalitarismos existentes en Europa: el
comunista y el nazi-fascista. En aquel solemne momento crucial de la historia, en el

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que se planteaba de un modo apasionante el combate entre la democracia y la
antidemocracia, las democracias se lavaban las manos. Esa inhibición suicida
imposibilitó, naturalmente, que el conflicto español tuviese una solución democrática.
Una vez proclamada la «no intervención» de las fuerzas que podrían haberla
propiciado, sólo quedaron dos soluciones distintas: el triunfo del comunismo o el
triunfo del fascismo.
Rusia, en efecto, que nunca hace nada porque sí y que siempre se posiciona a
favor de sus afines, trató de plantar cara a Alemania y a Italia sobre la tierra
ensangrentada de España. Como la URSS veía con toda lucidez (justo al contrario
que las democracias) la importancia de la partida que se iba a disputar, probablemente
no llegaba a creer que Inglaterra y Francia se mostrasen tan ciegas e insensatas. Pensó
que la realidad acabaría por abrirles los ojos, y empezó a ayudar a los suyos, a los
marxistas de España. Pero los gobiernos de las democracias occidentales, sobre todo
el británico, no solamente no lo aprobaron, sino que enseguida acusaron a la URSS
de «meterse donde no la llamaban». Y dado que, mientras adoptaban esa extraña
actitud, dejaban, impasibles, que Alemania e Italia ayudasen a los reaccionarios
españoles mucho más de lo que Rusia protegía a sus rivales, y Hitler y Mussolini
levantaban la voz cada vez más, llegando incluso a decir que estaban dispuestos a
prender fuego a toda Europa con tal de que la antidemocracia triunfara en España, fue
la URSS, finalmente, la que, tanto si quería como si no, tuvo que acabar renunciando
a llevarlo todo adelante. Así, fuertemente apoyado por Hitler y Mussolini hasta el
último momento, ante la desesperación de la democracia universal, Franco ganó la
guerra —o se la ganaron.
Consecuencias naturales y rápidas: toda posibilidad de democracia quedó
descartada, por mucho tiempo, en España, como jamás había ocurrido desde el fin del
ancien régime. Inglaterra y Francia, sustentos y guías de la democracia en Europa,
vieron cómo triunfaban las prácticas totalitarias de sus enemigos mortales y cómo
quedaba radicalmente suprimida la democracia en uno de los puntos neurálgicos de
Occidente, la península Ibérica. La aliada oriental de Francia y momentánea amiga de
Inglaterra, Rusia, al tener que replegarse, casi escurriéndose, e irse a casa, acababa de
perder toda confianza en la virtud combativa de las democracias occidentales. El
temible nazismo y su vanidoso compañero italiano aparecían como si acallaran de
imponer su ley en Europa. Y mientras tanto Londres y París, en vez de estremecerse
ante tan vergonzosa derrota, se frotaban las manos y se susurraban al oído: «¿Verdad
que hemos sido muy listas…?».
La Guerra Civil Española terminó poco antes de la primavera de 1939. Y sólo
unos meses más tarde, en otoño del mismo año, estallaba tomo un trueno apocalíptico
la guerra a muerte del totalitarismo nazi-fascista contra las democracias occidentales.
Y la que ahora se inhibía, más astuta que todos los demás juntos, era Rusia.
En un abrir y cerrar de ojos, desde Escandinavia hasta los Pirineos (por debajo de
ellos ya no hacía falta), la democracia sucumbió en el occidente continental de

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Europa. Apenas se salvó del naufragio el islote de Gran Bretaña. Una oleada más, un
último golpe marítimo, y habría desaparecido por completo de la faz del Viejo
Mundo. Fue un milagro —y con esto quiero decir que el azar tuvo en ello más peso
que los hombres— que aquella catástrofe no tuviera lugar.
Inglaterra no quería rendirse. Con su tesón y frialdad tradicionales, emprendió un
largo calvario. Durante mucho tiempo fue incierto si saldría de ésta o no. El nuevo
régimen español y su prensa, gubernamentalmente dirigida, anunciaban todos los días
que iba a ser aniquilada. Y no empezó a estar claro que se salvaría hasta que Hitler
cometió la inmensa locura de atacar también a Rusia. Esa antigua aliada de la
democracia francesa fue, «providencialmente», el reclamo que sirvió para desviar la
tromba de sangre y de fuego que caía sobre las estúpidas democracias occidentales de
Europa. La URSS, quisiera o no, volvió a aliarse con ellas. Y, por fin, la otra inmensa
locura totalitaria —la de Japón—, con el ataque a Pearl Harbour, hizo que
compareciera en la lucha la gran democracia norteamericana. Todos los aspectos que
los políticos no supieron resolver a tiempo fueron siendo perfectamente delimitados
por el destino.
Hitler se había equivocado por completo. No sólo el ataque a Rusia no era una
blitzkrieg, como él calculaba, sino que el desgaste y las positivas derrotas que la
resistencia soviética infligió a las fuerzas alemanas fueron lo que acabó por decantar
la balanza, desde el punto de vista militar, y por decidir el final de la guerra. Las
tristes democracias occidentales estaban a salvo. Pero, tan pronto como les fue
posible respirar, volvieron a caer (en vez de darse cuenta de lo que pasaba) en una
ilusión enfermiza. Era la esperanza de que los dos totalitarismos en liza, el comunista
y el nazi-fascista —antes enfrentados superficialmente en la Guerra Civil Española,
pero ahora enzarzados ya en una lucha suprema—, acabaran por destruirse
mutuamente. Truman, que entonces no pasaba de ser un senador discreto, lo declaró
con una ingenuidad que se ha hecho célebre. Las democracias occidentales,
ampliadas ahora con la norteamericana, volvían a decirse con sonrisa de conejo:
«¿Verdad que somos listas…?».
Pero era el sueño de un enfermo, o el de un burgués acomodado, que viene a ser
una especie de enfermedad de incomprensión absoluta. No eran capaces de darse
cuenta de que, si los grandes totalitarismos habían llegado a ser tan fuertes, era
exclusivamente por culpa de ellas, de las democracias, que habían ido retrocediendo
siempre ante los sucesivos ataques de sus enemigos, especialmente del totalitarismo
nazi-fascista. Y si ahora esas fuerzas imponentes y bárbaras luchaban a muerte, con
un coraje y un espíritu de sacrificio admirables, podría ser que ocasionalmente —y
ése era el caso— aquello favoreciese a las potencias occidentales y las salvase de la
derrota; pero era absurdo pensar que el inevitable triunfo de uno de los dos
totalitarismos no pudiera llevar a otra cosa que a la pura victoria de las democracias,
que tan poco habían hecho por merecerla.
No. La derrota de uno de los dos enormes sistemas de coacción y de negación de

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la libertad, que estaban enzarzados como dos fieras, tenía que implicar a la fuerza un
fortalecimiento extraordinario del totalitarismo vencedor en Europa. Esa falta de
visión es la clave, por ejemplo, de todos los burdos errores de un hombre tan
inteligente como Franklin D. Roosevelt. Era justo, era lógico, que el totalitarismo que
saliera victorioso en el Este propagara su prestigio por una parte notable de Europa. Y
aquello fue lo que sucedió. Las derrotas de Alemania e Italia, debidas sobre todo,
militarmente, al sacrificio ruso, llevaron a la URSS a alcanzar un grado de gloria, de
prestigio y de pujanza jamás visto —no sólo dentro del área de Occidente, sino
también en el propio corazón de Europa y en el seno de las democracias occidentales
europeas.
Es imposible que entendamos nada de lo que ha ocurrido y seguirá ocurriendo en
el mundo, y especialmente en Europa, si desconocemos o no queremos reconocer que
la enorme influencia actual de Rusia es una consecuencia fatal de lo que ella hizo
para librarnos del peligro nazi-fascista. Y la debilidad extrema que hoy caracteriza a
las democracias occidentales europeas es otra justa consecuencia de lo que no
supieron hacer en su día para evitar que aquel peligro tiñera de sangre Europa.
Ahora Inglaterra y Francia se quejan de la arrogancia de Rusia. Pero ¿quién la ha
hecho tan fuerte, a Rusia, si no la ceguera criminal de Inglaterra, principalmente, y en
menor medida la de Francia, que se alegraban en secreto de que Alemania atacara a
Rusia, convencidas de que ambos colosos acabarían por aniquilarse mutuamente?
Ahora Londres y París, junto a Washington, sostienen que, si Rusia venció, fue
gracias a la ayuda de las democracias. Rusia les dice lo mismo a las democracias,
pero al revés. Y todos tienen razón. Pero aquel sueño de la debilidad democrática,
aquella extraña fe en que los dos totalitarismos en lid se destruirían mutuamente —o
en que, si el ruso salía victorioso, las democracias se beneficiarían de ello—, es una
de las bévues más garrafales de la historia… y sólo sirve para demostrar la senilidad y
el infantilismo de los soñadores. ¿Es que acaso, si Hitler y Mussolini hubieran
triunfado, habría podido ser en beneficio de los Derechos Humanos? ¿Cómo
extrañarse, pues, de que, habiendo las democracias necesitado a Rusia para abatir a
Alemania e Italia, Stalin aproveche la victoria para exaltar lo que es suyo, para
fortalecer y propagar el comunismo?
¿Y eso es lo que quieren compensar ahora Inglaterra y Francia, arrojándose
ciegamente en brazos de los EE. UU. de América, al igual que un día se arrojaron en
los de Hitler, y luego en los de Stalin? ¿Es que las democracias de Europa ya no
tienen más política que la prostitución?
Los EE. UU. —y esto es una verdad empírica, en ningún caso una apreciación
despectiva— todavía carecen de la mentalidad y del tacto necesarios para dirigir otros
asuntos que no sean los suyos. Yo dudo mucho que entiendan lo que es Europa,
tendrá que pasar mucho tiempo para que lleguen a entenderlo y no digamos a guiarla.
Si los europeos no nos entendemos a nosotros mismos, ¿cómo es posible que nos
entiendan ellos?

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Nos tratarán, si se quiere, con buena fe, pero será siempre a su manera,
chapuceramente, que es como ellos están acostumbrados a hacer las cosas. Pero aquí,
en Europa, es más que probable que estropeen todo lo que toquen. Y si Europa tiene
que confiar en ellos, ¡iremos de mal en peor!
Si hacía falta una prueba evidente de la incapacidad norteamericana respecto a
nuestros asuntos, he aquí ésta «invitación» a Franco que acaba de efectuar la Cámara
de Representantes de los EE. UU.; auténtica pieza de museo de la insensatez humana.
Porque no hay mayor prueba de imbecilidad que querer combatir al comunismo
aprovechando los últimos despojos del fascismo vencido.
Las democracias occidentales europeas han perdido el gobierno del mundo única
y exclusivamente por su culpa. Ese es el formidable fenómeno histórico que la
Guerra de Abisinia inició en 1935; que se confirmó con la Guerra Civil Española, de
1936 a 1939; y que constituyó la desastrosa «constante» de la Segunda Guerra
Mundial. Estas democracias caducas, minadas por dentro y desprestigiadas por fuera,
que soñaron con deshacerse maquiavélicamente de los totalitarismos enemigos
haciendo que se pelearan a muerte entre ellos, ahora se encuentran —y se encontrarán
cada vez más— entre los dos gigantes victoriosos, que las desprecian por igual: el
totalitarismo comunista, que las salvó con su sangre, y el imperialismo
norteamericano, que las salvó con sus dólares.
Al final de ese proceso no hay más que una debilitación gradual y una
supeditación definitiva de la democracia, al menos tal como en Europa la habían
plasmado las revoluciones inglesa y francesa. Al fin y al cabo, esa democracia era
hija de la burguesía, y la burguesía también va desapareciendo con rapidez.

8 de abril de 1948

LA PUTREFACCIÓN CONTINÚA.— Ayer se dio posesión, en Madrid, al nuevo


Patronato de la Biblioteca Nacional. Han nombrado presidente al gran escritor
«Azorín». Habría sido perfecto que el susodicho hiciese el pertinente elogio de la
biblioteca y enalteciese la responsabilidad de los encargados de regirla y gobernarla.
Pero el maestro «Azorín» —que conoce de sobra qué tipo de coacción inquisitorial,
religiosa y política, pesa sobre el pensamiento español; y la existencia de una censura
implacable y caprichosa; la negación más radical del derecho de reunión y expresión,
y la supresión más absoluta de la libertad de prensa (exactamente igual que en Rusia)
— dijo, según el ABC de hoy, lo siguiente: «Se nos confía el tesoro de los libros. La
misión es honrosa, pero la responsabilidad es grandísima. Recordemos ahora al
invicto Franco, gran Caudillo y magnífico político, que da preponderancia a los
valores del espíritu sobre todas las cosas, y sobre esta base custodiemos el tesoro que
se nos confía».
A los nombres anteriormente apuntados (nota de 25-III-48) hay que añadir, pues,

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el de «Azorín».
Benavente, Ortega y Gasset, Marañón, Pérez de Ayala, «Azorín» y otros que
podríamos sumar al conjunto son, sin duda, la flor y la nata de la intelectualidad
española contemporánea en lengua castellana. Pero tampoco hay duda de que jamás
los escritores más eminentes de este pobre país habían caído —desde el punto de
vista de la libertad de espíritu— en semejante bajeza, que será fatal y que es tan
gratuita.

1 de octubre de 1948

¿DE DÓNDE LLEGARÁ LA NUEVA GUERRA?— Es interesantísima la actual tensión que


existe en el mundo con motivo del conflicto creado en Berlín por la convivencia —o,
mejor dicho, coexistencia— de rusos y occidentales.
No es que ahora se haya producido allí ningún acontecimiento nuevo. Tampoco
que la URSS haya adoptado de repente una súbita actitud de intransigencia. Yo estoy
convencido de que los rusos son los únicos que no han cambiado nunca, ni ahora ni
antes. Se mantienen exactamente en la misma postura de radical desconfianza
respecto a las democracias de Occidente, fruto del enorme esfuerzo que esas
democracias desplegaron, cuando el Estado soviético era un recién nacido, para
destruirlo, para aniquilarlo. Su «no intervención» en la Guerra Civil Española,
mientras hacían la vista gorda —e incluso se mostraban amables— ante la
intervención decisiva del nazi-fascismo, infundió la desconfianza en ellas. Las
peripecias de la Segunda Guerra Mundial contribuyeron a aumentarla aún más: la
alianza ruso-occidental fue siempre, por ambas partes, algo que se llevó a cabo a
regañadientes. Stalin, en fin, es el hombre de siempre: el gobernante absoluto y
enigmático, que no se mueve nunca, que no sale de casa, que carece de toda iniciativa
amistosa.
Lo único nuevo es que los occidentales han llegado a la conclusión, para ellos
desalentadora, de que no hay manera de tratar con el marxismo soviético: pastelear
con ellos —como dicen los castellanos— es imposible.
Ésa es la novedad extraordinaria para los occidentales. Sólo ahora se acaban de
dar cuenta. Pero el hecho es el hecho: todos los que tratan con los rusos salen
perjudicados. Roosevelt, Churchill, De Gaulle: toda la política aliada seguida con
Rusia fue una monumental equivocación de principio a fin.
¿Qué hacer, pues, ahora…? ¡Ésa es la cuestión!
Aparentemente, sólo quedan dos caminos: dejar que el mundo entero se divida en
dos partes incomunicables e incomunicadas, y que cada una vaya por su cuenta —es
decir, mantener lo que llamamos «guerra fría»—, o resolver el conflicto radicalmente,
con una de las partes aplastando a la otra —mediante la «guerra caliente».
¿Por cuál de estas dos opciones se inclinan los rusos, y por cuál las democracias

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occidentales?
Yo creo que los rusos se aferran a la primera y que en ningún caso desean la
guerra. No la quieren porque no pueden quererla: saben que tarde o temprano, si la
hacen ahora, serían aplastados, al igual que los nazis. Y no la quieren, además,
porque están íntimamente convencidos de que no la necesitan, ya que el tiempo —
piensan— trabaja a su favor. El sueño interior, el sueño siempre frustrado de Rusia,
desde 1917, ha sido que los occidentales la dejaran en paz, para poder así afianzarse y
fortalecerse. Y yo creo que siguen deseando lo mismo.
En el mundo occidental, en cambio, va cobrando cada vez más fuerza la opción
belicista. No se puede consentir, se dice, la existencia de una potencia marxista y
aislada del resto del mundo. Hay que hacerle la guerra y destrozarla. Al fin y al cabo
habrá que hacerlo fatalmente, tarde o temprano. Y, cuanto más tarde, peor será.
Esa tendencia se basa en una falta de fe casi absoluta, que contrasta con la fe
ciega de Rusia. La burguesía occidental, especialmente la europea, no cree que el
tiempo trabaje a su favor, sino al revés. Y, como no tiene tiempo, no tiene paciencia.
La pesadilla del comunismo, que envenena la vida occidental, es algo que debe ser
desmantelado sea como sea, y cuanto antes mejor. Porque la burguesía europea siente
—y no se equivoca— que, a medida que la pesadilla se prolonga, ella, por dentro, se
va pudriendo. Pero no ve que dicha putrefacción no viene del exterior, de Rusia, sino
de sus propias entrañas. El diagnóstico es válido, pero no así el discernimiento de la
causa.
Bref: la guerra, al menos por ahora, y por mucho tiempo, no llegará provocada
por Rusia. Si llega, será traída por el capitalismo occidental, que se creerá amenazado
por ella —sobre todo el capitalismo americano.

13 de diciembre de 1948

UN ARGUMENTO ABSURDO.— Churchill, el gran líder de Inglaterra, siempre será


para los demócratas españoles el hombre que tuvo en sus manos la posibilidad de
restaurar la democracia en España y prefirió salvar a Franco (véase nota l-VI-46 y
siguientes).
Le salvó justo cuando había que hundirle del todo, aprovechando la derrota de los
totalitarismos, grandes y pequeños, y el triunfo de las democracias. Y a partir de
aquel instante, siempre que ha podido, le ha hecho objeto de sus favores, de forma
gratuita, sin contrapartida alguna. Basta con leer su reciente declaración en la Cámara
de los Comunes. ¡Y pensar que Franco y los suyos odian mortalmente a Inglaterra, y
no agradecen a Churchill sus buenos oficios!
El argumento en el que Churchill basa su postura respecto a Franco me parece el
colmo del cinismo. «En España —viene a decir Churchill—, bajo el régimen de
Franco, hay más libertad que en los pueblos situados tras el telón de acero.»

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Suponiendo que eso sea cierto, equivale a decir: «El régimen de Franco ha
suprimido las libertades democráticas, pero aún las ha suprimido más el régimen de
Stalin». Hablando en demócrata, eso significa que Franco es un perfecto indeseable,
pero que Stalin todavía lo es más. No obstante, la extraña conclusión de Churchill es:
«Por lo tanto, tratemos bien a Franco». ¡Cuánta miseria!
La democracia europea ya ha sido aplastada a sangre y fuego en gran parte de
Europa. ¿Y Churchill cree de buena fe que la forma de salvar lo que aún queda es
poner buena cara a quienes la han suprimido en Occidente? ¿Así piensa Churchill que
se puede combatir a quienes la han asfixiado en Oriente? ¿Lo cree de buena fe?
Vuelvo a decir…
¡Imposible! Churchill es el mismo hombre que, poco antes de que acabara la
Guerra Mundial, dio a Franco aquella memorable respuesta a una carta en la que el
dictadorcito español, agitado porque se sentía perdido, le tendía sus temblorosas
manos. La respuesta de Churchill —un non possumus rotundo— tenía más de
desprecio que de otra cosa. Aquél fue el Churchill sincero. Pero ahora se da cuenta de
que Franco se está ofreciendo, para todo lo que haga falta, a Norteamérica, y
Churchill tiene miedo de que España sea entregada a los americanos del norte porque
Inglaterra no quiso, ni quiere aún, hacerla suya. Y he aquí la razón por la que, de
golpe y porrazo, la España de Franco es digna de figurar, de un modo u otro, dentro
del bloque occidental —el bloque que ha de parar los pies al comunismo de Stalin.
Pero Churchill, a veces, también se equivoca, y ahora lo hace del todo. Fortalecer
a Franco y a la vez debilitar al comunismo es un imposible. En la nota del 28-V-46
vine a decir más o menos lo siguiente: «Para Inglaterra no habrá más remedio, tarde o
temprano, que intervenir en España, si no quiere que España se convierta en una
úlcera permanente que haga imposible el juego normal de las democracias de la
Europa occidental, de cara a frenar la avalancha del totalitarismo triunfante —el de la
URSS».
Sigo pensando lo mismo. El deber de Inglaterra, desde el principio de nuestra
crisis de 1936, era intervenir en España para restablecer, de un modo u otro, la
democracia asesinada. Pero eso es algo que no espero llegar a ver. Porque cada día
me parece más vana la idea de ver cambiar a Inglaterra —a esa Inglaterra que ha sido
y todavía es la mejor democracia del mundo y, a la vez, la principal culpable de que
la democracia esté desapareciendo de Europa.

14 de diciembre de 1948

ORTEGA Y GASSET.— Ayer por la tarde fui a escuchar la lección inaugural del
curso que Ortega y Gasset dedica a «Una nueva interpretación de la historia
universal», en torno a la obra de Toynbee. Era, también, el primer acto público del
Instituto de Humanidades, creado ahora por él junto a algunos discípulos y amigos

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suyos.
El acto se celebró en el salón del Círculo de la Unión Mercantil, un salón dorado
y banal, de comerciantes burgueses que tienen casino. Pero había en él un detalle
decisivo, que era imposible dejar de ver. En el plafón presidencial, justo detrás de la
mesa del conferenciante, y dominándolo de arriba abajo, destacaba una gran
oleografía de Franco —de un ex Franco—, todavía joven, delgado y con el pelo
negro. Y, sobre el retrato del dictador, una enorme inscripción falangista, en letras
doradas:

JOSÉ ANTONIO
¡PRESENTE!

Yo —y quizá alguien más—, al ver aquella escenografía, me pregunté


ingenuamente: «Pero ¿es posible que Ortega y Gasset, el actual príncipe de la
intelectualidad española en lengua castellana, acepte semejante sumisión? ¿De verdad
creéis que saldrá…?». Y, sí, sí, salió.
Había allí, esperándole, un público de intelectuales aburguesados y de señoras
literatas: los antiguos lectores de El Sol y las antiguas y nuevas admiradoras de
Ortega. Y destacando, en las primeras filas, hombres del régimen —que lo han sido,
que lo son o que esperan serlo—, como aquel Serrano Súñer, ministro de Asuntos
Exteriores de inefable recuerdo, la joven Primo de Rivera o el poeta Pemán.
Al ver sobre todo la extraordinaria concurrencia femenina, con marquesas,
condesas, burguesas y actrices, recordé la época en que, hace treinta y cinco años, en
París, yo seguía los cursos que Bergson impartía en el Colegio de Francia. Pero ahora
la cosa es radicalmente distinta: sólo se parece —y gracias— en que se trata de dos
filósofos extrañamente queridos por un público mondain.
Era infinitamente más serio —pese a parecer tan frívolo— el curso de Bergson.
Las damas, más distinguidas; los hombres, más preparados para aprender algo, y el
maestro para enseñarlo.
Ortega, gran escritor, más que filósofo es un magnífico orador. Es una especie de
Séneca menor, de unos tiempos muy inferiores. Ortega no piensa, no puede pensar de
forma desnuda, seca. Apenas encenderse en su cabeza la luz de la ideología, un
enjambre de mariposas verbales, surgidas de lo más profundo de sí mismo, empieza a
revolotear alrededor de la llama. Y ya no hay forma de mantenerla sola y pura: las
mariposas la perturban constantemente, y a menudo la asfixian. Dotado de una gran
imaginación verbal, Ortega logra de lleno —tanto si habla como si escribe— el
perfecto fluir de la propia palabra.
Yo creía que la primera lección del curso inaugurado ayer iba a ser —recordando
las de Bergson— una meditación en voz alta, pero seria, ceñida. Recuerdo que el
filósofo francés no dirigía nunca una sola mirada a su público ni hacía la más leve
concesión. Las damas se aburrían estrepitosamente; pero, por esnobismo, aguantaban.

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El maestro hablaba en exclusiva para nosotros, sus estudiantes, sus discípulos. El aula
era un pozo de fervor y silencio.
La primera lección de Ortega fue, por el contrario, un asqueroso castillo de fuegos
verbales, una divagación larguísima —aunque no pasara de los cinco cuartos— que
iba de una cosa a otra, como si quisiera concentrarse en un tema pero dejándolo
enseguida, de modo que apuntaba cien cosas muy diversas sin llegar a concretar una
sola. Bref: fue una caza de mariposas retóricas, a veces muy finas, a menudo con
vistosos colores, pero que siempre dejaba a un lado la llama del pensamiento austero.
Yo aún no he podido adivinar qué se propone con este curso ni adónde nos quiere
llevar, a quienes vamos a escucharlo.
Ortega —como casi todos los retóricos— me parece un interesantísimo monstruo
de soberbia, un vanidoso fenomenal. Cuando piensa, parece mirarse al espejo, y
cuando escribe o habla se contempla en el espejo de su público. Y también como
todos los retóricos, más que por su obra, está preocupado por el efecto que causa. Yo
creo que desde siempre, y muy especialmente desde que la monarquía española está
francamente en crisis —de 1920 a 1930—, Ortega llegó a sugestionarse de buena fe,
a tomarse a sí mismo no como lo que es, un talento de primer orden y un talento de
gran clase, sino ciertamente como un hombre excepcional, genial, hecho tanto para la
acción como para la especulación ideológica —de los que de vez en cuando, además
de firmar algún libro inmortal, se encargan de levantar a los pueblos caídos y de
infundir en ellos nueva vida. Ortega creyó que era un salvador de España, o al menos
tuvo el más absoluto convencimiento de que, aplicando a la realidad española sus
ideas, el país se recuperaría prodigiosamente. Pero su tentativa de actuación como
hombre público, como orientador en política, fue un fracaso impresionante, que ya no
tiene remedio ni salida…
Yo le miraba ayer, mientras estaba escuchándole. ¡Qué hombre civilmente tan
pequeño, si lo comparamos con el gigante que cree ser! Unamuno, con el
enfrentamiento que mantuvo contra la afable dictadura de Primo de Rivera, fue, como
patriota, todo un titán al lado de este Ortega postrado ante la oleografía cursi de
Franco y el santo y seña de Falange Española. Unamuno, de hecho, era un hombre.
Ortega queda reducido al papel de un histrión. Es ahora, alzándose contra la
envilecedora tiranía clerical y reaccionaria que asfixia cada vez más a la conciencia
española, cuando Ortega podría erigirse en figura histórica. Ahora es el momento en
que podría ser un Fichte. Pero prefiere no comprometerse ni arriesgarse, ir vegetando,
y hacer como si hiciera algo, como por ejemplo este «Instituto» y estas lecciones; que
no son nada ni de nada servirán —porque el único dueño de España es Franco, el de
la oleografía; porque sobre Franco, en materia de cultura y enseñanza, mandan los
jesuitas y Roma; porque los jesuitas y Roma se la tienen jurada a Ortega y a todo
pensamiento libre. That is the question, el problema actual, de vida o muerte para
España. Y toda contemporización con ese estado de cosas es puro teatro.
Ortega piensa, habla y actúa: ¡pura retórica! Leyendo sus mejores libros —en los

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que hay tan gran cantidad de cosas agudas, incluso de cosas profundas, y tan densa
profusión de frases hermosas, de sonoras metáforas: en una palabra, de literatura—,
uno (yo, por lo menos) acaba siempre por sentirse hastiado, como después de un gran
banquete compuesto sólo de repostería.
De tanto hacérsele la boca agua, con su extraordinaria fluidez verbal, Ortega ya
lleva puesta una especie de máscara de hablar bien, la máscara del orador. Sus labios,
sus mejillas endebles, han adquirido los pliegues de un fuelle de órgano, y sus
movimientos son pastosos, como impulsados interiormente por una abundante
salivación azucarada. Habla, habla, habla, ¡y con qué fruición! De paso, se escucha.
Y cuando se dispone a decir algo bien pensado, que ha de causar efecto, veréis que
previamente sus labios se enviscan con una untuosidad casi viscosa, como si
presintieran el caramelo verbal. Y su voz engolada emite una especie de cuac-cuac
sonoro, como si fuera una gallina que expulsa con inefable fruición un huevo
mirífico, un huevo de oro…
Ortega es el más ilustre exponente de la vieja y triste generación de intelectuales
españoles —Marañón, Pérez de Ayala, «Azorín», Benavente, Baroja, etc.— que
asiste a la muerte de toda libertad en las tierras de España. Y nuestra gran tragedia es
que la mayoría de ellos lo hace no sólo sometida, sino además envilecida. Son los
últimos ecos de aquel gran movimiento liberal que durante todo el siglo XIX pretendió
renovar el país incorporándolo a las corrientes europeas. Aquel noble ideal fracasó
del todo en 1936 —quizá porque la libertad y el liberalismo han sido siempre lo más
opuesto a la esencia profunda de España. Y la Europa a la que los liberales españoles
querían incorporar España tampoco existe ya: es la sombra de una sombra,
vergonzante y vergonzosa…
Ayer la figura de Ortega, ya viejo, conformista, acomodaticio, tratando aún de
construir con fuegos de artificio verbales un «Instituto de Humanidades», ante un
público de burgueses desorientados, pudientes y cobardes, en el fondo nada más que
unos bon-vivants, y bajo una oleografía barata de Franco coronada por el lema de la
Falange, francamente, era un espectáculo para echarse a llorar.

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1949

4 de febrero de 1949

LA INTELIGENCIA. —Quizá la debilidad incurable de la humanidad provenga del


hecho de que el hombre es el único animal de la creación que, para subsistir y
perdurar, se ha visto obligado a suplir su falta de instinto con un exceso de
inteligencia.
Para la animalidad infrahumana, el instinto es la certeza absoluta, el guía seguro,
la ley que no falla. Sin el instinto suficiente, el hombre ha tenido que aferrarse a su
precaria inteligencia, que es una suerte de instinto supletorio, trabajosamente
adquirido, falaz y nunca suficiente —duda e inquietud continuas, sin reposo posible.
Pero la tragedia humana no procede tanto de la incapacidad de la inteligencia para
dirigir sin falla a quienes han tenido que convertirse en sus esclavos como de la
tiranía que los instintos animales siguen ejerciendo sobre la humanidad civilizada. El
gran error de los filósofos franceses del siglo XVIII, Voltaire en tête, y de los utopistas
de todas las épocas fue creer posible que, en las sociedades humanas, la inteligencia
llegue a predominar sobre el instinto. Esa victoria que algunos hombres, poquísimos,
alcanzan individualmente, y aun así de forma relativa, ellos la creían posible también
en las colectividades, en toda la humanidad.
Eso no ha sido así y probablemente jamás lo sea. No hay más perfectibilidad ni,
por tanto, verdadero progreso que los individuales. Las masas son siempre dominadas
por el instinto —o bien por la inteligencia de pequeñas minorías, una inteligencia
que, al llegar a las multitudes, se transforma también en fuerza primaria o instintiva.
La inteligencia sirve únicamente al hombre aislado y fuerte, o, en todo caso, a una
reducida elite de hombres, y aun así no siempre, y nunca lo suficiente. Pero su
pujanza se va perdiendo con una rapidez escalofriante, a medida que intenta
convertirse en patrimonio colectivo. Y, en los momentos cumbre, cuando los rebaños
humanos se ven arrastrados por los vientos de la pasión, falla por completo. En esas
horas decisivas reina siempre sobre las colectividades el más oscuro instinto, y la
inteligencia fracasa, se ve literalmente barrida.
Todas las grandes instituciones humanas viven de este hecho. Las religiones, los
gobiernos, los códigos, las morales, son grandes construcciones imaginarias, aparatos
ortopédicos o trampas benefactoras que la piadosa inteligencia de ciertos hombres
excepcionales ha construido para encauzar, en pro de la relativa estabilidad de
determinados sistemas colectivos, la irresistible avalancha de los instintos.
Esa lucha eterna entre los instintos de la masa humana y la inteligencia de una
minoría, que fatalmente produce la explotación de los más numerosos por los que lo
son menos, constituye la monótona trampa de la historia. Que, finalmente, es
destrozada siempre, a sangre y fuego, porque la inteligencia constructiva es una

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fuerza siempre precaria y también siempre vencida, más tarde o más temprano, por
los sentimientos anárquicos. Entonces todo vuelve a empezar. El combate entre la
inteligencia y los instintos, en el seno de las sociedades humanas, es la lucha
interminable, agotadora y, al final, siempre trágica, del explorador solitario perdido
en plena selva virgen.
(En todo ello habrá que profundizar, trabajarlo mucho más, hasta hacer que se vea
de forma muy clara.)

5 de febrero de 1949

LOS DOS INFINITOS. —Los dos abismos entre los que el hombre se halla
suspendido no son los que aterraban a Pascal, sino éstos: instinto e inteligencia. Y el
supremo dolor del hombre es constatar que, en definitiva, el primero gana siempre.

9 de febrero de 1949

EL CASO DEL CARDENAL MINDSZENTY.— El proceso y la condena de este príncipe


de la Iglesia católica, considerados en estricta justicia —tal como ésta se entiende y
se practica en los mejores pueblos occidentales de Europa—, parecen haber sido una
farsa. De acuerdo, totalmente de acuerdo.
Dicho esto, sin la menor reserva, también me parece justo añadir las siguientes
consideraciones:
Quien conozca la Iglesia católica y la conducta de sus prelados en los países
secularmente sometidos al catolicismo tiene que admitir como hipótesis probable, al
menos verosímil, que el cardenal Mindszenty haya hecho de buena fe todo lo posible
para combatir al régimen establecido en Hungría. En los países tradicionalmente
católicos, los obispos y los arzobispos suelen ser, como decimos aquí, «del morro
fort».[5] En España, entre muchas otras, tenemos una muestra apoteósica: el cardenal
Segura. Es indudable que, de haberse encontrado en Hungría, el cardenal Segura
habría estado en una situación mucho más difícil que la del cardenal Mindszenty.
Segunda consideración. La manipulada prensa española pone estos días, con
motivo del proceso Mindszenty, el grito en el cielo. Es justo hacerlo, me parece. Pero
ante la monstruosidad de las leyes excepcionales, con efectos retroactivos, y de los
procesos de persecución implacables que se establecieron en España después de la
última guerra civil, y en vista de los asesinatos y de las ejecuciones llevados a cabo
por los vencedores, ¿qué tendrían que hacer y decir todos los «hombres justos»,
empezando por los obispos y los arzobispos…? Y ninguno de ellos ha dicho nada al
respecto —que yo sepa.
Consideración final. La prensa española, dirigida por el Gobierno —decíamos—,

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ahora pone con razón el grito en el cielo. Pero lo hace en un tono que recuerda
extrañamente al de la prensa ácrata y libertaria del siglo pasado y de principios del
actual, cuando los gobiernos conservadores eran entonces los que juzgaban y
encarcelaban a socialistas, anarquistas y otros revolucionarios. Es curioso que el
comunismo, erigido en Estado, provoque en el adversario las mismas reacciones que
él provocaba un día, cuando los gobiernos trataban de ahogar las primeras muestras
de la profunda conmoción política y social que ahora vivimos.
Una conclusión cierta, obviamente, es que en buena parte de Europa se han vuelto
las tornas.

11 de febrero de 1949

¿DESTREZA DE UNOS O ESTUPIDEZ DE LOS OTROS?— Al parecer el presidente del


tribunal popular de Budapest que ha condenado al cardenal Mindszenty increpó a los
anglosajones —a los gobiernos anglosajones— porque «apoyan a las fuerzas
reaccionarias que en todas partes combaten la democracia».
Leída en Gran Bretaña, Francia, Bélgica, Holanda, Suiza o Italia, una acusación
así puede provocar una sonrisa o un encogimiento de hombros.
Pero ¿y si se lee en otros lugares de Europa? ¿Y si se lee en España?
¿Quién tiene la culpa de que, leída en un lugar u otro, la misma acusación pueda
causar efectos tan distintos?
¿Es destreza soviética o estupidez anglosajona?

12 de febrero de 1949

POR PARTIDA DOBLE.— Me encuentro con estas palabras de François Mauriac,


hablando de la inocencia y la ineptitud de la política exterior de los Estados Unidos
de América, hoy rectora de todo Occidente:
«… ils sont parvenus à ce résultat incroyable de faire bénéficier Staline du
sentiment national offensé (en China, en Corea, en Grecia) et de cette haine
qu’éveillent en tous pays du monde les privilégiés lorsqu’ils ont recours à une aide
étrangère pour assurer leur domination» (La Table Ronde, n.º 14, febrero de 1949, p.
202).
Es, realmente, increíble. Pero todavía lo es más que esta haine natural pueda serlo
en algún lugar por partida doble. Ese lugar excepcional es España. Porque aquí los
privilegiados lo son, en primer lugar, gracias al eje totalitario Berlín-Roma, y hoy
gracias al eje democrático Londres-Washington.
Es un récord único en el mundo.

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10 de abril de 1949

LOS TIEMPOS CAMBIAN.— Hoy ha venido a verme mi gran amigo Joaquim Sunyer,
para mí el pintor actual más representativo de Cataluña.
Ha comido en mi casa. A la hora del café nos hemos quedado solos, y el viejo
Sunyer, espiritualmente tan joven y agudo como siempre, ha estado hablándome de
muchas cosas.
Ha surgido el nombre de Picasso. Dicen que hoy Picasso tiene una fortuna
valorada en más de doscientos millones de francos. Sunyer fue íntimo amigo suyo,
durante los años de bohemia que ambos pasaron en París, y hoy me hablaba de él con
admiración pura y sincera —él, que es tan difícil para los demás pintores. «Es todo un
caso», me decía: «el de un artista extraordinario, como sólo surge uno cada no sé
cuántos siglos».
A mí se me ha ocurrido decir: «En París he oído últimamente que Picasso tiene
ahora una mujer fresca y joven, cuando él ya debe de pasar de los setenta». «Bueno
—ha dicho Sunyer, sonriendo—, señal de que la necesita… ¡Buena señal!» Y,
cerrando un poco sus ojos grises, picaronamente, ha añadido: «Yo mismo (él ya hace
mucho que cumplió los setenta) también siento aún esa necesidad, de vez en
cuando…» Y apagando su sonrisa: «Lo malo es —ha suspirado levemente— que
ahora las modelos ya no son como antes». Yo, extrañado, he tenido que preguntarle:
«¿Qué quiere decir…? ¿Que se han vuelto morales?» Y viendo que yo seguía
poniendo cara de no entenderle: «Hasta hace muy poco —ha explicado—, no me
costaba nada, después de trabajar durante tres o cuatro horas con una modelo, obtener
de ella un suplemento de atención, exclusivamente amorosa. ¡Hoy, en cambio, no hay
nada que hacer!» Y, después de una pausa, ha añadido con resignación: «Los tiempos
hacen que cambien tanto las cosas que ya no hay nada que le sorprenda a uno…
Lo decía sonriendo otra vez. Y yo, mientras le escuchaba y le miraba, iba
entendiéndolo todo.
No hace mucho que Sunyer todavía era un hombre mayor, uno de esos viejos —
profundamente jóvenes de espíritu y de corazón— que, si bien no pueden ilusionar a
una mujer —en el sentido de despertar físicamente su deseo—, todavía tienen la
posibilidad de que ellas acepten, y hasta encuentren amable, el deseo de ellos.
Muchas mujeres jóvenes, que ya no son vírgenes, sienten una extraña complacencia
en el hecho de dejarse amar —en gozar de la fruición que despiertan, sobre todo en
hombres expertos y vieillissants… ¡Pero ahora mi pobre Sunyer es una ruina! Yo le
miraba con pena.
Los tiempos cambian, en efecto. Pero lo difícil, cuando constatamos un cambio,
es ver qué ha cambiado más: el tiempo o nosotros mismos. Las modelos de hoy son,
probablemente, como han sido y serán siempre. El cambio terrible —el único que él
no puede ver— es el suyo.

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23 de abril de 1949

¡Y OTRO MÁS! —Hoy el ABC de Madrid publica la siguiente información:

Bilbao, 22. A las cinco de la tarde atracó el Monte Urbasa. A bordo venía Ramón
Gómez de la Serna, acompañado por su esposa, Doña Luisa Sofovich. Acudieron a
recibirle el director general de Propaganda, D. Pedro Rocamora; el gobernador civil
y jefe provincial del Movimiento, y otras personas. Gómez de la Serna dijo que
piensa permanecer uno o dos meses en España, ya que tiene compromisos en Buenos
Aires. Espera que, dentro de dos o tres años, podrá volver definitivamente a la
Patria. «El realce que ha adquirido España en la Argentina —declaró— se debe a un
gobernante invicto: el general Perón. Rompiendo las categorías —agregó— Perón
ha mermado a los pocos privilegiados, en favor de los muchos que estaban tratados
miserablemente. No hay que olvidar que la Argentina fue el primer gran país que
reivindicó a España y se declaró a favor de ella.» Luego, refiriéndose a España,
añadió: «Mi admiración, sobre todo, es para los que han luchado de verdad y han
salvado a la España suprema: el Caudillo y aquéllos a los que acaudilló. Siento el
encanto de volver a la Nación devuelta a sus esencias por Franco».

No hay duda: casi todas las primeras figuras de la actual literatura española en
lengua castellana traicionan a su propia conciencia para servir a su propio interés. Es
imposible que Gómez de la Serna y cualquiera de los anteriormente mencionados
(véanse notas de 25-III-48 y 8-IV-48) crean que Franco ha devuelto a España sus
esencias, suprimiendo toda libertad y asfixiando la expresión de pensamiento. A no
ser que ahora se entiendan por esencias españolas las más negras e inquisitoriales.
El nuestro es un caso perdido. Ante la adhesión a Franco, declarada o
vergonzante, de la flor y nata de los escritores españoles en lengua castellana, que
saben perfectamente lo que es el régimen español, en manos de generales y obispos;
ante una actitud tan servil y casi unánime, la amordazada rebeldía de quienes no
podemos protestar y el dolor de la inmensa masa anónima que sufre y calla no pueden
contar para nada.
Políticamente hablando, un país en el que las más refinadas inteligencias
personales traicionan a la conciencia colectiva es un país muerto.
Yo estoy convencido de que, con el tiempo, cuando se vean desde la distancia y
con serenidad los horrores y los estragos de la última guerra civil española, el
fenómeno de esta incomprensible traición de los intelectuales será el más inexplicable
de todos: tan macizo, tan general, tan abrumador como quizá no lo sea ningún otro
que se conozca en ningún otro pueblo, con la única excepción de Rusia.

13 de mayo de 1949

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ÁVILA.— De camino a Salamanca he pasado por Ávila, donde hacía muchos años
que no había estado.
Qué impresión de villa triste, alta y aislada —¡como una especie de fortificación
tuareg! En medio de la estepa castellana, a más de mil doscientos metros de altitud,
entre las oscuras sierras de Gredos y de Guadarrama, es una villa literalmente fuera
del mundo. Los caminos que llevan a ella y los que de ella proceden no conducen a
nada de este mundo.
Todavía hoy un hombre de Ávila, si quiere vivir o tratar de vivir, sólo tiene dos
salidas: una horizontal, en busca de hombres, tierras y climas menos ariscos; y otra
vertical, hacia el cielo, huyendo de este valle de lágrimas y de su inmensa miseria.
Ávila plantea con urgencia la necesidad de un más allá donde se pueda al menos
soñar con algo de bonanza, aunque sea imaginaria. Ese mínimo de dulzura humana
que esta tierra de Castilla niega a su propia gente.
Es lo que ellos dicen: tierra de santos y de guerreros. De hombres que escapan
rumbo al horizonte, hambrientos como lobos, a la conquista de espacios más blandos;
y de otros, ingrávidos, almas sin apenas cuerpo, que se elevan por los aires igual que
montgolfiers místicos —como los personajes del Greco.
Los demás, el inmenso rebaño, están muertos en vida, como las canteras grisáceas
que se extienden alrededor de Ávila, hasta perderse de vista. Tierra de santos y de
cantos.

18 de mayo de 1949

UNA INMENSA BUFONADA.— Eso de que unos combatan a Franco porque dicen que
constituye un peligro para la paz del mundo, y otros le defiendan o le toleren porque
es el más firme baluarte occidental contra el comunismo, es el más alto exponente de
la civilización cristiana: todo ese teatro de la ONU es una astracanada internacional,
digna de Serafí Pitarra.[6]
Si fuesen francos, los marxistas dirían que combaten a Franco no porque les da
miedo o deja de dárselo, sino porque les da asco. Y los gobiernos iberoamericanos —
y otros— que le defienden no dirían que lo hacen porque creen en Franco (y, si
alguien cree en Franco, peor para él), sino por conveniencias coyunturales.
Pero el papel más triste, en esta monótona farsa de la ONU —que se prolonga
hasta el aburrimiento—, es el que interpretan las potencias realmente democráticas, y
en primer lugar los EE. UU., Inglaterra y Francia. Las tres dejaron escapar —entre
tantas otras cosas— la ocasión idónea para librar a Europa de Franco. Y ahora,
naturalmente, la cosa se vuelve —como ocurre con todas las operaciones que no se
han practicado a tiempo— cada vez más difícil.
Entre tantas afirmaciones absurdas que en esos grandes países se hacen respecto a
Franco —a favor y en contra—, parece mentira que a nadie se le ocurra decir, poco

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más o menos, lo siguiente:
«Es absolutamente falso que Franco sea un peligro para el mundo o pueda serlo,
ni ahora ni nunca. El régimen franquista no tiene la más mínima importancia fuera de
España, y podría prolongarse indefinidamente, eternamente, sin ninguna repercusión
internacional en absoluto. (Ése es, precisamente, el peor de nuestros males: como no
molesta, y sólo hace reír, nos lo dejan.)
»También es del todo falso que, en el caso de una guerra contra la URSS, España
sería de gran ayuda para el occidente de Europa. Dado su atraso y su total falta de
técnica moderna, más bien sería un estorbo, porque todas las cosas con las que
España nos podría ayudar son cosas que nosotros deberíamos darle antes. Lo único
que ella tiene es su territorio y la sangre de sus hijos. Y eso, el día que estallara la
guerra, al encontrarse España desarmada y amenazada como la que más, tendría que
ofrecérnoslo sin rechistar.
»Conviene no hablar sin ton ni son. La única razón por la que nosotros, los
demócratas occidentales, no podemos establecer vínculos con Franco —ni podríamos
hacerlo aunque quisiéramos— es porque tanto él como su régimen han sido, son y
serán siempre esencialmente fascistas, o, mejor dicho, antidemócratas, en cuerpo y
alma. Franco y los suyos se alzaron en armas para derrocar la parodia de democracia
que había en España y combatir a las auténticas democracias fuera de sus fronteras —
exactamente igual que Hitler y Mussolini. Los franquistas estuvieron con ellos y
dependieron de ellos tanto como fue posible. Si no estrecharon aún más sus lazos fue
porque los otros no quisieron. Y todavía hoy, cuando sus santos y patrones ya están
muertos para siempre, Franco y quienes le siguen, haciendo ver que a veces reniegan
de ellos, como San Pedro de Cristo, o que se alían con quienes los combaten, como
San Pablo, siguen siendo en el fondo lo que eran, lo que han sido y lo que serán
siempre: enemigos a ultranza de toda libertad individual y de toda forma de
democracia colectiva; abominadores de la Reforma religiosa y de la Revolución
francesa; antiliberales absolutos, adoradores de dogmas arcaicos, confesionales y
políticos, despreciadores de todo control popular. Y, sobre todo, enemigos instintivos,
enemigos a fondo, de todo cuanto representan Francia, Inglaterra y los EE. UU.
Enemigos a muerte, para los que, como antes y como siempre, el gozo más íntimo y
más profundo que podrían tener en este mundo, y que —es muy cierto— les haría
entregar gustosamente su propia vida, sería el de ver el total hundimiento de esas
grandes luminarias liberales de Occidente: esa aniquilación delirante que soñaron,
desearon y creyeron inminente, de 1936 a 1944, mientras se aferraban a las colas de
la Alemania nazi y de la Italia fascista.»
…Pero esa razón capital, tan evidente, tan sencilla, tan clara, es la que nunca
mencionan las grandes democracias del mundo, cuando hablan de esta pobre España.

28 de mayo de 1949

www.lectulandia.com - Página 77
UNA CARTA A JOSEP M. MASSIP.— Massip es el corresponsal que el ABC de
Madrid tiene ahora en Nueva York, después de haberlo tenido en Londres. Es un
catalán alegre y vivo, de ese tipo de hombres que, una vez escarmentados por la vida,
no quieren que la vida les vuelva a escarmentar.
Massip fue uno de los jóvenes de izquierda más destacados de Cataluña, en
aquellos tiempos, casi apocalípticos, en los que Francesc Macià, «l’Avi» [«el
Abuelo»], era todo un ídolo. Miembro del partido Esquerra Republicana de
Catalunya, sucesivamente periodista, concejal y diputado a Cortes en las últimas
elecciones generales —de 1936—, Massip era, precisamente, el director de La
Humanitat, el órgano extremista de Companys, cuando en el mes de julio estalló la
Guerra Civil Española.
No hace falta decir qué pasó. La izquierda fue vencida y asfixiada, Cataluña al
completo se fue al traste, Companys murió fusilado en Montjuïc… Pero Massip,
desaparecido, como tantos otros, en medio del naufragio, reapareció de repente en
Manila, protegido por un financiero local de origen español, Andrés Soriano, y
nombrado por él director de un Diario Español que se publica o se publicaba allí, que
por aquel entonces seguía el juego a la política de Franco y, por lo tanto, al eje Berlín-
Roma-Tokio. Mediante tan rápida y sorprendente transformación, Massip se parece,
pues, a otro periodista catalán, también rabioso izquierdista, secretario de Martí
Esteve, que fue conseller de Hacienda de la Generalitat: se trata de Carles Sentís, hoy
corresponsal del ABC, de Arriba y de quien convenga, y defensor entusiasta de todas
las españolísimas «esencias» del nuevo régimen franquista.
Sin embargo, Massip no tuvo suerte en Manila, todavía menos que en Barcelona.
Después de haber ido a parar tan lejos, huyendo de la Guerra Civil Española, cayó en
plena Guerra Mundial en Extremo Oriente. Allí sufrió muchos peligros y penurias. Y
por fin, gracias a la victoria aliada, consiguió huir de Filipinas. Cuando, de vuelta a
España, compareció en Madrid, daba pena. Por mi amistad casual con el
administrador de Andrés Soriano en Madrid, y porque ya conocía a Massip de
Barcelona, yo fui uno de los primeros a los que quiso visitar. Me invitó a ir a verle: se
había instalado precariamente en un hotel sórdido, de esos que hay por las antiguas
calles madrileñas, en los alrededores de la de Echegaray, que huelen a miseria y a
prostitución regadas con manzanilla. Massip estaba allí con su mujer, una catalana
simpática, de aire inteligente, pero demacrada, como si todavía le durase el pavor
ante la tragedia vivida (la segunda en poco tiempo). Llevaban consigo a dos
pequeños, dos pobres hijitos, uno catalán y el otro nacido en Filipinas.
Poco después, el matrimonio se instaló modestamente en la Ciudad Lineal, tan
pronto como hube presentado a Massip a mi amigo Luis M. de Zunzunegui, y éste le
hubo colocado enseguida en Alas, su agencia de publicidad. Massip lo hizo muy bien
allí. Pero, a menudo, venía a verme y se quejaba de que apenas podía vivir.
Incidentalmente, a veces hablábamos de la situación de España. Yo le decía lo que
pienso al respecto y él parecía pensar lo mismo que yo, más o menos; pero, en el

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fondo, más bien evitaba comprometerse o procuraba cambiar de tema de
conversación. Poco a poco dejé de verle.
De repente, un día, al abrir el ABC como de costumbre, me encontré con un
artículo de Massip sobre Extremo Oriente. En medio del contenido anodino y de ese
aire de vivir fuera del mundo que se respira en la actual prensa española, llamaba la
atención un artículo de un hombre que hablaba de algo que conocía y que lo hacía
claramente. Pocos días después aparecía otro, y en un par de meses o tres se
publicaban cinco o seis. Hasta que un día, cuando ya llevaba mucho tiempo sin verle,
Massip se presentó muy contento en mi despacho para decirme que se iba a Londres
como corresponsal del ABC.
¿Qué había sucedido? Sin duda un pequeño milagro. Los cementerios de España
están llenos de gente menos destacada que Massip dentro de los partidos vencidos en
la Guerra Civil. Europa y América son todavía el asilo de innumerables exiliados, que
no quieren o no pueden volver a la patria. Yo mismo, también en Barcelona, fui
expulsado de La Vanguardia, procesado y hasta sometido a un «juicio sumarísimo»
por «excitación a la rebelión» —porque había hecho todo lo posible por evitar la
Guerra Civil, mantener mi periódico au-dessus de la mêlée, que ya se veía venir, y
tratar de que los españoles no cayéramos en aquella absurda locura. Miles y miles de
hombres y mujeres, más inocentes todavía, han sido aplastados por la guerra y no se
levantarán mientras vivan. Y he aquí a Josep Maria Massip, izquierdista activo y
significado dentro del grupo separatista y marxista, hombre de confianza del
president Companys, director de su periódico, diputado por Barcelona en las
elecciones decisivas, las de 1936; ¡hele aquí, de golpe y porrazo, convertido en
corresponsal del ABC, el diario más monárquico y reaccionario de España,
naturalmente con el plácet de la Dirección General de Prensa, de las FETS y las
JONS, y en general del régimen de Franco! Es increíble la habilidad que a la fuerza
debía de haber desarrollado Massip, en medio del conflicto de influencias e intereses,
para borrar su pasado, no resultar sospechoso en el presente y obtener una plaza tan
destacada y codiciada. ¿Cómo se las había arreglado? No lo sé. Pero el prodigio era
un hecho.
En Londres, Massip trabaja muy bien. Nadie le conocía en Madrid (y eso,
probablemente, le favoreció mucho), donde en pocas semanas y con un puñado de
crónicas se hizo un público. No es lo que se suele decir un escritor, ni dice cosas
finas, agudas o extraordinarias. Pero es un informador raso y claro, y, además,
puntual; y eso, en un periodismo como el que ahora se hace en España, resulta una
novedad extraordinaria. Cuando hace pocos meses Massip fue trasladado, siempre
por el ABC, de Londres a Nueva York, su posición ya estaba francamente
consolidada. Nunca, ni remotamente, que yo sepa, ni en los periódicos más hostiles a
ABC —que son precisamente los del «Movimiento», o partido único falangista—, ha
habido una sola palabra contra el ex director de La Humanitat, hoy convertido en
corresponsal del periódico más rico y con mayor difusión de la prensa dirigida y

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ortodoxa. El misterio continúa.
Al llegar a los EE. UU. y desde su primera crónica, todavía escrita a bordo,
recuerdo que Massip, ante el panorama del Hudson y de los rascacielos, se
preguntaba: «¿Se dejará tomar el pulso este gigante…?». Hacía bien en dudar. Los
aires norteamericanos no le han sido tan propicios como los de Inglaterra. Sus
crónicas de Nueva York y de Washington no tienen la misma valía que las de
Londres. Y sobre todo —ya sea porque ha recibido instrucciones oficiales o por su
contacto obligado con el embajador Lequerica, o por la proximidad de la ONU, o por
todas esas cosas juntas y hasta por algo más— ha publicado varias (alguna ha tenido
que publicar) ensalzando a Franco y echando pestes de los españoles que allí le
combaten —muchos de ellos amigos íntimos y correligionarios del propio Massip
hasta que tuvieron que dispersarse. Esos artículos dan grima y desprenden un olor
nada agradable…
Bien. El caso es que Massip me escribe, de vez en cuando. Y hace poco, sin que
yo se lo pidiera, me envió una carta en la que trataba de justificar su campaña
franquista con motivo de la Asamblea de la ONU. Massip me decía lo siguiente: «En
principio también creo, como usted, que el problema fundamental [de España] es
político, pero me parece que, tal como están las cosas hoy en día, sólo puede
esperarse que éste evolucione si los americanos se infiltran económicamente en el
país… Además, después de él [de Franco], hoy no hay nada, absolutamente nada,
más que el caos, y, en todo caso, los comunistas… En cambio, los créditos (sin los
que se va a la bancarrota) pueden condicionarse irremediablemente —ya es ése el
propósito de Washington—: menos intervención estatal en la economía, menos
censura, más publicaciones extranjeras, más intercambio general… Y, una vez
creados los intereses, las sugerencias pueden convertirse en exigencias y las
perspectivas se amplían indefinidamente».
¡Pobre Massip! Después de dos naufragios sucesivos y de haber conseguido,
gracias a un prodigio de habilidad, «situarse» otra vez, las ganas de que eso dure le
hacen perder de vista la realidad. Esa concepción suya —o de Lequerica, o quizá del
Departamento de Estado norteamericano—, según la cual el régimen de Franco se
disolverá como un azucarillo mediante la inyección en España de unos cuantos
millones de dólares, es tan ingenua y pueril como aquella otra —que presidió todas
las relaciones de las democracias occidentales con la URSS durante la Segunda
Guerra Mundial— de que la fortaleza bolchevique se vendría abajo, como un castillo
de naipes, el día que Churchill y Roosevelt consiguieran llevar a Stalin a Londres y
hacer que bailara unos rigodones con la reina de Inglaterra, en el Palacio de
Buckingham. Stalin no se ha movido de Rusia, y los únicos que están bailando
rigodones son los occidentales cortos de miras.
Quise hablar francamente con Massip. Pero, cuando iba a echar mi respuesta al
correo, lo pensé mejor. La censura postal sigue funcionando en España, no hay nada
secreto en la correspondencia, y, como yo sólo intento ver las cosas claras por mí

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mismo, sería estúpido que, por intentar que los demás también las vean —es decir,
cayendo otra vez en la misma manía que, periodísticamente, resultó tan funesta para
mí—, me expusiera a recibir otro palo de ciego, después de haber recibido ya tantos.
Y eso sin la menor posibilidad de que mi nuevo sacrificio tuviera alguna eficacia en
la conciencia pública española, ni en el estado del país. Yo también he puesto algo de
sentido común en mi empeño —como diría Massip. Por eso me he limitado a
incorporar, a estas meditaciones solitarias, mi carta no echada al correo:

Madrid, 28 de mayo de 1949


Señor Josep Maria Massip
Nueva York

Querido amigo,
Su carta del 10 de mayo me incita a decirle plenamente lo que pienso, como hace
usted conmigo. Y, como ambos lo hacemos de buena fe, aunque nunca nos pongamos
de acuerdo será fácil que nos entendamos.
Todo su razonamiento —que debe de corresponderse, más o menos, con los
actuales cálculos del Dep. de Estado norteamericano— puede parecer perfecto desde
un punto de vista lógico, pero se basa en un grave condicionante: si las democracias
hacen tal cosa, es probable que en España pase tal otra.
Tiene usted que ser consciente, sin embargo, de que si las democracias hubiesen
hecho lo que debían, tanto por deber como por interés, ya haría mucho tiempo que
aquí habría ocurrido lo que deseamos, y de la mejor forma posible.
Eso tendría que haberse resuelto cuando se resolvió aquello de lo que eso
esencialmente dependía. El momento de abatir el árbol y hacerlo astillas era el más
justo y favorable para arrinconar la hojarasca muerta que lo lastraba. Y así se hizo
en todas partes, menos en España.
Ese descuido fue culpa exclusiva de las democracias y especialmente de ese falso
gran hombre que es Churchill: personalidad de primer orden, pero excéntrica
siempre, al igual que el falso hombre Clemenceau. Hombres excelentes, ambos,
cuando se trata de echarlo todo por los suelos, sobre todo a sus enemigos; pero
absolutamente incapaces de crear algo positivo, de renovar la faz del mundo.
Ni Churchill ni las democracias, ni ahora el Departamento de Estado
norteamericano, han sabido ver todavía que el odio de la España oficial de hoy
contra toda forma liberal de vida, contra toda auténtica libertad —sea religiosa,
económica, política o social—, no sólo sigue siendo como era en los peores
momentos de la pasada guerra mundial, sino que ahora se ha vuelto más fuerte que
nunca, más oculto y concentrado, ante la terrible derrota de todo cuanto ella amaba,
ama y amará siempre.
Esta España, la que ahora gobierna despóticamente el país, apoyó sinceramente
a Hitler y Mussolini, no porque los dos locos le hiciesen excesiva gracia, sino porque

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le prometieron aniquilar todo cuanto ella odia secularmente.
Y la tremenda derrota de aquellos campeones de la antidemocracia no ha
modificado ni un ápice ese sentimiento, a no ser que haya sido para fortalecerlo aún
más y para dotarlo del aura de prestigio que concede el martirio según los fanáticos.
Si alguna vez volvieran los malos tiempos para la democracia y para la libertad,
esa España volvería a levantarse como un solo hombre y a aliarse con quienes las
combatieran, aunque fuese el diablo. Le diré más: jugando a barruntar posibles
disparates, es más fácil que lleguemos a ver un sincero entendimiento entre Stalin y
Franco que un entendimiento de Franco con Bevin, Schumann o Acheson.
Pensar que eso puede cambiar por las buenas, y que ese «numantismo» (usted lo
califica muy bien) es susceptible de ser modificado con las infiltraciones suaves y
monetarias con las que sueña usted o el Departamento de Estado, equivale —y
perdóneme— a no tener la menor idea de lo que ha representado la subversión
inconcebible, jamás vista ni soñada, de la vida pública y privada españolas, a causa
del absurdo desenlace que tuvo la Guerra Civil. Ésta sólo habría cobrado sentido si
hubieran triunfado los totalitarismos. Pero, una vez muertos, la persistencia en
España del sistema político y de la mentalidad que se establecieron gracias a ellos es
un error garrafal de las democracias vencedoras.
Todo lo que desde la decadencia de los Austrias venía descomponiéndose y
agonizando, en este país de una inmovilidad y una lentitud faraónicas; todos
aquellos despojos de un pasado abolido en el resto del mundo, pero del que nuestros
abuelos y padres todavía tuvieron que ir deshaciéndose durante el siglo XIX; todos los
viejos trastos que ya parecían arrinconados para siempre han vuelto artificialmente
a la vida gracias al triunfo peninsular de la antidemocracia, y lo dominan
absolutamente todo.
Lo que yace sin remedio, putrefacto y acabado —dicen ellos, más maurrasianos
que Maurras, y más papistas que el Papa—, es todo cuanto usted y yo amamos y aún
aman los hombres y los pueblos libres: Inglaterra, Francia, Suiza, Suecia, Noruega,
Dinamarca, Holanda, Bélgica y, en general, todas las democracias de Occidente.
Un régimen como éste, militar y clerical, más absolutista que el de Felipe II, e
incomparablemente más cerrado y negado que el de Femando VII, enquistado en una
descomposición total, como la derivada de la Guerra Civil —en un país que cayó en
ella por no contar con los resortes de contención y cohesión burgueses y
democráticos que actúan en la mayar parte del mundo occidental—, es un fenómeno,
aunque pequeño y aislado, mucho más serio y grave de lo que parece —sobre todo
cuando sólo se ve desde fuera y por parte de gente sin ninguna experiencia al
respecto.
La extraordinaria gravedad que implica, a mi entender, radica, precisamente en
su profunda, en su absoluta y bárbara sinceridad… Sinceridad incomprensible para
un espíritu abierto, sinceridad cerril hasta la locura, pero real, granítica. Todo lo
que aquí, en España, nos dicen cada día (y que quizá usted, con la distancia, ya va

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olvidando): que la España de Franco es la reacción más grande y fuerte jamás vista
contra las bases o cimientos de la Europa moderna —contra la Reforma religiosa,
contra la Revolución francesa, contra todo liberalismo, contra el sufragio popular,
contra la libertad individual y la soberanía colectiva, contra todas las
abominaciones que ellos llaman anticristianas—, no es ninguna patraña, amigo
Massip y amigos de los EE. UU., sino una realidad enorme, tan anacrónica, tan
monstruosa como usted quiera, pero de piedra caliza. No son Donoso Cortés ni
Balmes los pensadores que presiden esta España inmovilista, aunque sus directores
los evoquen continuamente. Son el Padre Claret y el Padre Sardà i Salvany. Y la otra
afirmación, asentada por el mismo Franco docenas de veces y aquí repetida cada día
—la de que el actual régimen español es un modelo de gobiernos, algo nunca visto,
que fatalmente ha de servir de espejo a la necesaria rectificación universal (como la
nueva columna ígnea guiadora, a la que todos los hombres y pueblos de la Tierra no
tendrán más remedio que seguir si no quieren hundirse)—, tampoco es ninguna
broma, amigo Massip, ni ningún sueño de seminarista delirante, sino una fe real, tan
obtusa como usted quiera, pero indestructible.
Y por supuesto que todo eso da risa, visto desde Washington, Londres o París. Y
por supuesto, también, que no tiene ni puede tener, fuera de España, la menor
trascendencia. ¡Pero ésa es, precisamente, nuestra tragedia! Dado que nadie, fuera
de España, presta atención a algo así, no hay manera de acabar con ello. Y, mientras
tanto, nadie impide que en Toledo, Zamora o Cáceres, y también en Sevilla, Valencia
y la Coruña, e incluso en Madrid, Barcelona y Bilbao, tales despropósitos, repetidos
única y exclusivamente, todos los días y a todas horas, lleguen a tener una fuerza
abrumadora, y a la larga nos aboquen a una nueva catástrofe. Desconocer que las
quimeras españolas no cuentan ni han contado nunca en el mundo occidental
moderno sería desconocer la historia de Europa y de América. Pero ignorar que esas
quimeras, universalmente despreciadas, pesan dentro de España más que todas las
demás realidades del mundo es ignorar la historia de España.
Me parece que el punto débil de su razonamiento es creer que las democracias
auténticas, siguiendo las huellas de todos los loros hispanoamericanos, quieren
hacer ahora lo que no quisieron hacer cuando era hora de hacerlo. Ya verá usted
como las cosas ocurrirán así; suponiendo que las grandes democracias hagan lo que
usted cree, se encontrarán —¿es posible dudarlo todavía?— con que la reacción de
aquí no será, en absoluto, la que ellas esperan. Sino justo la contraria. Y así
volveremos a encontrarnos ante el dilema de siempre: o tendrán que ejercer presión,
para reducir lo irreductible, o tendrán que renunciar a ejercerla, por miedo al
desastre. Y así nos encontraremos eternamente parados, pero cada vez peor. Y si al
final, como es de temer, se produce una gangrena del cuerpo social y político
español, la culpa no será del régimen, sino de la terapia de los grandes doctores
internacionales.

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Así rezaba esta carta, que jamás será enviada a su destinatario.

8 de junio de 1949

LA MECÁNICA SOCIAL. —El inmenso desconcierto de la época actual —que se


originó, sin embargo, con la caída del ancien régime y el triunfo de los principios de
la Revolución Francesa— proviene de la contradicción radical existente entre los
postulados rectores de los partidos políticos democráticos y la realidad de la
estructura social, impuesta por lo que podríamos denominar ley biológica de las
comunidades humanas.
Ha llegado a ser casi imposible proclamar públicamente el principio básico de
toda ordenación social —antigua o moderna, vieja o joven, reaccionaria o
revolucionaria—, que puede enunciarse así: «Una sociedad humana, basada (como
debe estarlo por fuerza) en la desigualdad primigenia de los individuos que la
integran, sólo podrá alcanzar la estabilidad y el equilibrio mediante la aceptación de
la coexistencia de una minoría de explotadores y una mayoría de explotados». No es
posible una sociedad humana sin explotadores, al igual que no hay río sin márgenes.
Y no puede haber sociedad humana sin explotados, porque, aunque tuviéramos unos
márgenes perfectos, si en su interior no fluyera el agua no existiría el río.
Los principios de la Revolución Francesa —tan bellos y luminosos en abstracto
—, y todas las ideologías liberales y democráticas que de ella se derivan, han
producido en torno al hecho capital que comentamos, de orden puramente biológico,
una niebla tan espesa, de carácter sentimental y político, que cada vez se va haciendo
más difícil verlo con claridad.
Todas las sociedades humanas presuponen la existencia de unos agentes que las
creen o las estructuren. Son siempre una minoría compuesta por los mejor dotados de
inteligencia, de fuerza y de suerte: los elegidos. Ellos son quienes inventan las
religiones, los derechos, la justicia, las economías, las formas de gobierno… los
márgenes. Y lo hacen, naturalmente —¿cómo podría ser de otro modo?—, a su
manera. Como todas las normas por ellos establecidas son algo tan débil, tan humano,
tan relativo y contingente, sus forjadores les atribuyen siempre, para reforzarlas, un
carácter sagrado y las escriben con mayúsculas. Y así se presentan a sus
correspondientes sociedades humanas, compuestas por una pobre masa amorfa, de
gente vulgar, indotada, repleta de pequeñas mezquindades, ignorante y débil,
destinada a obedecer y a doblar el espinazo: son el agua que pasa.
Todos los molinos humanos giran y cumplen con su cometido porque se mueven
de esa forma. Es el sistema natural, sencillo, que rige eternamente las colectividades
humanas. Siempre ha sido así y siempre lo será. ¿Cómo podría ser —insisto— de
otro modo…?

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Una sociedad humana equilibrada y estable es aquella cuyos dirigentes —los
explotadores— cumplen con su función con la mayor buena fe, sin darse cuenta ni
remotamente de que están gozando de un privilegio derivado de una superioridad
basada en la desigualdad natural, no en un derecho anterior o superior a la naturaleza;
y a los dirigidos —los explotados— les parece también tan justa y conveniente su
propia sumisión que cualquier atentado contra el orden social establecido se les
aparece como algo monstruoso y sacrílego.
El grado de fortaleza de toda sociedad humana depende exactamente,
matemáticamente, de la perfección del encaje entre explotadores y explotados. Cada
vez que se produce una conmoción revolucionaria, es un síntoma inequívoco no de
que van a ser derrocados los tiranos ni liberados los esclavos, ni puestos en práctica
los principios de libertad y justicia que el pueblo reclama, sino sólo (¡y ya es mucho!)
de que se está haciendo un extraordinario esfuerzo, con violencia y sangre de por
medio, por cambiar la composición de los dos términos que forman la eterna relación
inmutable: explotadores y explotados.
Entonces, precisamente cuando unos principios más elevados parecen triunfar, es
cuando se demuestra la debilidad y caducidad de todos ellos, porque se ve con qué
facilidad todos muerden el polvo. Las mayúsculas caen como hojas secas. Y los
acomodados que ayer todavía figuraban en el estamento de los privilegiados ahora
forman parte, sin saber cómo, del otro. Los de arriba —dice el pueblo— se han ido
abajo. Pero añade ilusoriamente: y los de abajo, arriba. No: si el destrozo es tan
grande, lo que puede ocurrir es que el estamento de los antiguos explotadores
desaparezca del todo. Pero es seguro que, en el mejor de los casos, un puñado —sólo
un puñado— de los que estaban abajo, empujados por la ola revolucionaria, llegará
arriba y se aferrará a su nueva posición y aguantará en ella. Lo único que no se ve ni
se verá nunca es que, una vez hecha la revolución, cuando de las ruinas y la
polvareda emerja vagamente el perfil de la sociedad renovada, ésta no vuelva a
presentar —tan cambiados como se quiera, pero iguales en esencia— sus dos
elementos inmutables: explotadores y explotados. Unos, creando las nuevas normas
—que les serán favorables, naturalmente, y además tan sagradas y obligatorias como
antes lo eran las derrocadas—; los otros, destinados a cumplirlas rigurosamente,
como algo bueno, augusto y exclusivo.
El hombre que ante un hecho así, de estabilización social, siente que encaja a la
perfección en la teoría y en la práctica, es un conservador.
El hombre que acepta la teoría del hecho, pero al que le parece que en la práctica
las cosas tendrían que retocarse siempre y cuando fuera necesario, es un liberal.
El hombre que en la teoría no acepta la relación establecida, y que en la práctica
se rebela contra ella, es un revolucionario.
Entre estos tres modelos de ciudadano puro o típico existe una gama muy extensa
de tonos intermedios y matices. Están el doctrinario, el alucinado, el terrorista, por
una parte; y, por otra, el indiferente, el conformista, el escéptico. Son muchos los

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hombres que van pasando de un matiz a otro, e incluso que recorren la escala entera,
conducidos por su propia experiencia. Casi todo el mundo ha sido una de esas cosas,
en un momento u otro, o varias de ellas sucesivamente.
Existe también —sobre todo hoy en día (y ése es a mi entender uno de los más
claros síntomas de la decadencia de Occidente)— el tipo del espabilado perenne, del
que fue Talleyrand uno de los mayores ejemplares conocidos. Éste no cree en
ninguna de las posiciones teóricas posibles ante el magno hecho biológico que es una
sociedad regida por principios. Tampoco piensa que su escepticismo integral
signifique que, honradamente, tiene que quedarse al margen. Todo lo contrario: el
espabilado perenne está plenamente convencido de cuán conveniente, primordial y
esencial, resulta para él no dejar nunca de figurar en el estamento de los explotadores
—sean quienes sean.
España es ahora una fabulosa cantera de gente de ese tipo. Muchos de los que
pertenecen a esa categoría no lo aparentan. Son legión. Y hay que reconocer que les
va de primera.

9 de junio de 1949

LA BURGUESÍA ESPAÑOLA Y FRANCO. —Hoy en día sería imposible encontrar en


España a un solo burgués entusiasta del régimen de Franco. Todos hablan de él con
desprecio y escandalizados. Ellos, que tanto contribuyeron a su advenimiento, ahora
no pueden ni verle.
Pero después de difamarle hasta en exceso, después de subrayar sus errores
fundamentales y prever con lucidez muchas de las consecuencias que se derivarán de
ellos, los burgueses siempre acaban diciendo: «Y lo más triste es que no hay salida:
tenemos que seguir con él. ¡Porque Dios nos salve de que, de repente, nos quedemos
sin Franco!».
¿Es posible incoherencia mental más grave?
Si Franco fuese eterno, o si al menos su régimen diese pruebas de ir
evolucionando hacia soluciones y procedimientos más abiertos, más normales, esa
actitud del burgués español podría ser indigna desde el punto de vista civil, pero
lógica desde el práctico. Equivaldría a decir: «Tomémoslo con paciencia, porque todo
cambio repentino podría ser a peor, y a ver si, con el tiempo, el régimen madura».
Pero sabiendo, como todo el mundo sabe, que Franco no puede durar siempre, y
viendo, como se ve, que las perspectivas finales de semejante régimen tienen que ser
nefastas, es evidente que la reacción instintiva de la burguesía española —el
estamento con más que perder— debería ser una angustia constante y creciente y un
desasosiego perenne en busca de una salida. Si el enfermo está grave y cada día
empeora —como cree el aterrorizado burgués—, ¿es posible quedarse de brazos
cruzados ante la enfermedad y exclamar «sobre todo no le toquemos»? ¿Qué

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explicación puede tener tan absurda pasividad?
En España se explica perfectamente. Porque la tara secular, la tara hasta ahora
incurable de la burguesía española, es su inhibición crónica respecto a la vida pública.
Cuando la monarquía entró, después de la última guerra de Cuba, en un período
difícil, la burguesía, en vez de apiñarse en torno a la institución que Cánovas había
creado a su medida, en vez de batirse por ella, se inhibió o fraccionó en varias
camarillas políticas ciegas y enemistadas a muerte. La vida de Antoni Maura es el
noble y glorioso fracaso del hombre que quiso salvar aquella burguesía. A causa de su
estúpido fraccionamiento y de su inhibición, llegaron el descrédito del sistema
político, la dictadura de Primo de Rivera y el hundimiento de la monarquía, por
desamparo.
Cuando la Segunda República llegó caída del cielo, como un meteorito, lo que
interesaba a la burguesía era que los partidos proletarios no se adueñaran de ella, y
por tanto tenía que lanzarse a jugar a fondo, utilizarla para ampararse en ella. Pero la
burguesía volvió a inhibirse y se encerró en una actitud negativa, de obstrucción y de
bouderie. Y, dado que ella no actuó como debía, lo hicieron libremente todos los
extremistas. Total: la Guerra Civil.
Y cuando el régimen de Franco se muestra claramente incapaz de borrar los odios
desencadenados por ésta y de rehacer un país normal, los burgueses lo ven, los
burgueses lo palpan, los burgueses lo dicen, pero añaden: «¡Que dure!».
¿Cómo puede salir España de la actual dictadura, dada esa inhibición sistemática,
inexpugnable, del estamento que en el resto del mundo es el cimiento de toda vida
democrática? Si, para no caer en el caos, España debe ser gobernada tiránicamente, y
la tiranía tiene los días contados, como todo lo humano, ¿qué será del país cuando la
tiranía se interrumpa o se acabe…?

10 de junio de 1949

EL FONDO DEL FONDO DEL BURGUÉS ESPAÑOL.— Él dice:


«De la mujer y de los hijos, que se encarguen los curas, los frailes y las monjas.
»De los obreros, que lo hagan la Guardia Civil y, si es menester, la tropa. Los
militares, al fin y al cabo, aún son los que mejor gobiernan, porque pegan.
»De la res pública, que se ocupe quien quiera.
»Yo me ocupo de lo que es mío, encerrado a cal y canto en mi casita. Y a quienes
pretendan regenerar algo, si son fuertes y arman bulla, les dedicaré grandes
sombrerazos, para que estén contentos y no se metan conmigo; si son pobres y
débiles, les cerraré las puertas y los dejaré a la intemperie. Y, en el fondo del fondo,
los miraré a todos de reojo, con una risita como de conejo, muy fina…»

24 de septiembre de 1949

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LA CURVA DESCENDIENTE DE INGLATERRA.— Yo recuerdo perfectamente los tiempos
de la reina Victoria, del gran Chamberlain, de Kitchener, de Cecil J. Rhodes, de
Kipling. Y ahora asisto a los de Jorge VI, Attlee, Bevin, Stafford Cripps y Aldous
Huxley, con la esperanza de ver todavía un buen trecho más de esta impresionante
decadencia. Pero ¿cómo ha podido ser tan rápida?
Para mí, hay que atribuirla, casi en exclusiva, a las dos primeras guerras
mundiales, a las dos grandes victorias modernas de Gran Bretaña —que no ha sabido
evitar.
Reducido a esquema, el proceso ha sido, a mi entender, el siguiente:
El imperio británico se basaba en dos hechos capitales: exteriormente explotaba
territorios inmensos, superpoblados y miserables, en todos los lugares atrasados del
mundo, y extraía de ellos, a precios ínfimos, las materias primas que después su
industria metropolitana transformaba y su comercio mundial vendía, a precio de oro,
en todo el globo; e interiormente el régimen político inglés era, en el fondo, un
sistema feudal, de viejos aristócratas y grandes terratenientes, a los que se habían ido
sumando, por una parte, la fuerte burguesía industrial y mercantil, y, por otra, el
mundo intelectual, ambos sabiamente atraídos y ennoblecidos por la corona; y ese
orden preponderante gobernaba la masa menestral y proletaria, urbana y campesina,
contenta en su miseria, deslumbrada por el esplendor imperial y el juego perfecto de
las instituciones democráticas y parlamentarias.
Las dos guerras mundiales de este siglo han desmontado completamente esa
admirable maquinaria, sin que los maquinistas que la manejaban y la disfrutaban
apenas se dieran cuenta. Acostumbrados sólo a guerras lejanas y coloniales, hechas
con tropas mercenarias, y al fabuloso rendimiento que producían, los dirigentes
ingleses no supieron discernir dónde se metían al entrar en aquellos dos inmensos e
incalculables conflictos entre gente supercivilizada, en el propio corazón de Europa y
a las puertas de Gran Bretaña. Una especie de oscuro instinto todavía les advirtió,
entonces, cuando lord Grey estuvo vacilando tantas horas, en 1914, antes de declarar
la guerra a Alemania. Pero —al haber perdido el control de todo— no hubo más
remedio que entrar en la lucha, aunque a regañadientes, como demostró la parsimonia
con que acudieron al campo de batalla mientras la pobre Francia se estaba
desangrando horriblemente.
La guerra de 1914 se ganó, con sangre y sudor, gracias a Norteamérica, e
Inglaterra salió victoriosa. Pero por lo visto la lección no sirvió de nada —y ésa es la
prueba definitiva de que Inglaterra ya no era Inglaterra. Porque sólo veinticinco años
después, y principalmente por culpa de la propia Gran Bretaña, vencedores y
vencidos de 1918 volvían a caer en la misma trampa estúpida. Sólo que esta vez
Francia y Bélgica no quisieron volver a hacer de escudo, ni siquiera reforzadas por
Holanda, e Inglaterra, sola y abandonada, tuvo que resistir heroicamente hasta que,
gracias a la ayuda ajena —esta vez de los EE. UU. y de la URSS—, consiguió otra
victoria estéril.

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La liquidación práctica de este segundo triunfo militar ha sido, en efecto, un gran
desastre. Para poder hacer populares las dos guerras mundiales, el imperio británico
tuvo que presentarlas como luchas en defensa de la libertad de los pueblos oprimidos.
Y como él era, precisamente, el mayor opresor y explotador de pueblos débiles, todos
sus esclavos se fueron alzando contra su dueño con sus propias palabras.
En el seno de Gran Bretaña se ha producido un hecho similar. Al proletariado
inglés, que estaba contento y orgulloso de su imperio —mientras pudo mantenerlo
con tropas mercenarias—, cuando se le ha exigido que diese su sangre y sus ahorros
para defenderlo, ha querido, en lógica compensación, intervenir cada vez más en el
Gobierno del Commonwealth, exigiendo que las riquezas colectivas que a él sólo le
llegaban con cuentagotas fuesen repartidas más equitativamente. Y así ha acabado
por apoderarse de los mecanismos del Estado, decidido a que, con el imperio o sin él,
las cosas se hagan de otra manera.
Esta es la realidad actual de Inglaterra. El imperio de ayer se ha convertido en la
sombra de un recuerdo. Y, por si esta debacle todavía fuera poco, los EE. UU. y la
URSS se han erigido en árbitros del mundo. Podemos decir que, en menos de treinta
años, los ingleses han hecho un pan como unas hostias.
¿A qué puede deberse una decadencia tan rápida, tan impresionante? ¿Acaso
todos los hijos y nietos de los artífices del imperio Victoriano se han vuelto ciegos de
repente? ¿Churchill vale menos que Disraeli? El sentido práctico, la visión justa, la
disciplina de los ingleses, ¿se han perdido sin más? No. Pero lo cierto es que hace
cien años el mundo seguía su rumbo, como siempre, y los británicos de entonces
vieron o intuyeron maravillosamente el sentido de esa marcha y, cabalgando a lomos
de la historia, supieron dominarla; mientras que los de ahora, creyendo hacer lo
mismo que sus antecesores y tratando de mantenerse también a caballo de la historia
a cada paso, por más que miren y calculen, donde se encuentran es tirados por los
suelos.
Estamos ante uno de esos fenómenos clásicos que luego, a posteriori, los
Gibbons y los Ferrero, los Spengler y los Toynbee, tratan de explicar de alguna
forma, es decir, racionalmente, lógicamente; pero que vistos y vividos de cerca
imponen al hombre sincero una humildad que infunde un misterio insondable: el
antiguo misterio de por qué se levantan y se hunden los pueblos, en períodos
concretos, si tenemos en cuenta que ellos, con sus propios defectos y virtudes, son en
el fondo invariables.

27 de septiembre de 1949

¡ÉSTA SÍ QUE ES BUENA!— Una noticia sensacional: los rusos —según declaran
oficialmente las democracias— tienen también la bomba atómica. Si uno no lo ve, no
lo cree.

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Todo eso del bloque occidental —que es uno de los galimatías supremos de la
confusión europea, después de la victoria de las fuerzas democráticas en 1945— se
había construido sobre los cimientos de la posesión exclusiva de dicha bomba. La
URSS había pedido muchas veces que ese arma escalofriante quedara declarada
universalmente fuera de la ley y destruida. Siempre le habían respondido: «¡De
ninguna manera! Hablas así porque tú no la tienes». Y desde Churchill hasta Manuel
Brunet (el comentarista internacional de la revista Destino de Barcelona)
proclamaban que la única salvación de Occidente, la última defensa que le impedía
caer bajo la barbarie rusa, era la posesión exclusiva de aquella bomba por parte de los
EE. UU. Y muchos ya decían y gritaban que tenía que utilizarse contra los rusos
cuanto antes.
Pero ahora resulta —han dicho los propios occidentales— que los rusos también
la tienen… ¡y hace mucho!

29 de septiembre de 1949

MÁS SEÑALES.— El bloque —la jaula de grillos— dirigido por los EE. UU. contra
la masa comunista oriental no varía su rumbo: es decir, no deja de desvariar.
Ha bastado que Tito se haya rebelado contra Stalin para que el hasta ahora
asqueroso dictador comunista de Yugoslavia pase a ser, de repente, de lo más
simpático para los gobiernos demócratas y occidentales. Le defienden, le infunden
ánimos, le ayudan, le hacen objeto de empréstitos e incluso se habla de convertirle en
miembro del Consejo de Seguridad de la ONU.
Perfecto: pero ¿y Franco? Si Tito es bueno para figurar junto a las democracias,
¿por qué no ha de serlo también el dictador fascista de España?
Los catalanes decimos: «la raó a un moro».[7] Franco tiene toda la razón.
¡Y seguro que se la dan, cualquier día de éstos!

30 de septiembre de 1949

LA INFELICIDAD HUMANA.— El hombre jamás será feliz, de forma duradera, porque


siempre persigue estos dos imposibles:

Que las cosas no sean como son.


Que duren más de lo que pueden.

4 de octubre de 1949

¿QUÉ ES LA URSS?— Resulta muy difícil para nosotros, los occidentales,

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entender la Rusia soviética. Pero ¿acaso entendíamos mejor la Rusia zarista? Yo creo
que ahora seguimos a oscuras, como antes. La única diferencia es que antes Rusia no
era tan fuerte como ahora.
Para tratar de entender un poco el Estado bolchevique, hay que verlo más como
una nueva Iglesia que como un viejo Estado.
Si de algún modo hemos de considerar en Occidente la enorme dificultad que
tenemos para entender a aquella gente, es pensando en lo que experimentaban los
romanos de la decadencia, no ante la avalancha de los primeros bárbaros, sino al
sentir la infiltración de los primeros cristianos.
Lo más difícil, para nosotros, no es acostumbrarnos al hecho de que Rusia sea una
inmensa barbarie, sino a que sea un fanatismo nuevo.
Rusia, hoy, es más fuerte por su dogma que por su fuerza. Y Occidente es más
débil por falta de fe que por falta de fuerza.
Desde los primeros siglos de la era cristiana, Europa no había vuelto a ser testigo
del nacimiento de una Iglesia nueva, que es lo que estamos viendo, sin entenderlo,
nosotros. Una Iglesia desconcertante, como aquélla, incomprensible, monstruosa —
que también ha hecho suyo, milagrosamente, un gran Estado caduco, desde el que
combate, con proselitismo incontenible, semejante a una peste, las antiguas creencias
decrépitas y los Estados debilitados por ellas.

6 de octubre de 1949

UNA COLECCIÓN ÚNICA EN EL MUNDO.— Hace un par de días, el diario ABC de


Madrid publicaba un artículo político de tono bajísimo, impregnado de ideas de
seminarista delirante, con el título de «Secretos a voces». Iba firmado por A. García
Figar, O.P. Es decir, que un fraile se dedica a hacer política desde las columnas del
diario monárquico y conservador de mayor difusión en España, mientras en todo el
país no hay prensa libre que le pueda dar réplica, ni libertad de opinión, ni de
expresión, ni de tribuna, ni de asociación, ni de nada.
El P. Félix García es otro de los colaboradores con hábito que hablan también de
política en el periódico madrileño (para muestra un botón, el número del 30 de mayo
del año en curso). Hay en España una auténtica legión de predicadores que han
abandonado el púlpito y han invadido la prensa —la prensa amordazada por la
censura. Hay jesuitas, hay dominicos, hay franciscanos, hay curas a secas: los hay de
todo tipo.
Hoy —en el aniversario de aquella otra inmensa locura que estalló en Cataluña en
1934, y que dos años después acabo por hundirla— pienso otra vez, al leer el artículo
del P. García Figar, que (ante la imposibilidad de hacer algo mejor) he dejado escapar
una oportunidad única: la de haber recopilado una de las colecciones más
extraordinarias del mundo. Es la que un hombre lúcido y paciente, sólo por el hecho

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de vivir en España y tener unas tijeras a mano y la prensa diaria sobre la mesa, habría
podido reunir, desde 1939 hasta hoy, recortando el cúmulo de notas y declaraciones
oficiales, artículos, informaciones y demás literatura debida a las primeras figuras del
Estado y a quienes lo sirven.
Creo, sinceramente, que en este ramo hubiera habido pocas cosas mejores.
No he sabido hacerla por falta de tiempo y de paciencia, las dos virtudes básicas
del coleccionista inteligente.
¿Tendremos la suerte de que alguien la haya recopilado…?
De no ser así, el mundo se habrá perdido un muestrario único.

6 de octubre de 1949

LOS MILAGROS.— Hay que ser un fanático para negar la existencia de los milagros
—de fenómenos evidentes que no tienen explicación racional.
Pero también hay que ser un fanático para querer dar a los milagros —a cualquier
milagro— una explicación sobrenatural determinada. Es querer explicar de forma
precisa lo que no tiene, precisamente, explicación posible.

6 de octubre de 1949

EXAMEN DE CONCIENCIA.— Hoy cumplo sesenta y dos años. Y se me ha ocurrido


echar una ojeada sincera a mi vida.
Yo creo que nací siendo escritor. Si la suerte me hubiese sido favorable pienso
que habría podido escribir obras importantes, quizá alguna gran obra —novela,
ensayo, teatro, historia.
Pero estoy llegando al final de mi vida y no he sido —para mi gusto— más que
un periodista, un pequeño escritor de circunstancias que no dejará nada perdurable. E
incluso un periodista truncado, que tuvo que enmudecer cuando llegaba a su plena
madurez.
Existen múltiples razones para explicar tal hecho, pero las esenciales son éstas:
En primer lugar, el medio. Llegar a ser un escritor excepcional era, en Cataluña,
donde nací y me crie, prácticamente imposible. Nuestra lengua se hallaba
terriblemente envilecida, sin suficientes clásicos, sin escuelas, sin normas fijas. Era
una lengua incierta, mal aprendida, que no se podía encontrar en los manantiales
purificados y fluidos, sino en los arroyos del campesinado o en las alcantarillas
ciudadanas. Todavía hoy la lengua catalana está rehaciéndose a duras penas. Era,
pues, un medio caótico y hostil.
Por otra parte, era una auténtica locura pensar en vivir de la literatura catalana.
Hay que haber conocido la sordidez de nuestros pequeños cenáculos literarios, a

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principios de este siglo, y la escalofriante miseria de los escritores barceloneses sin
fortuna o posición personal. A largo plazo, todos los jóvenes neófitos, incluso los
mejor dotados, que se hallaban en condiciones parecidas tuvieron que renunciar a la
literatura, resignarse al periodismo, emigrar al castellano o morirse de hambre. Los
mejores escritores, ya consagrados, eran todos menestrales, con la pasadía asegurada,
o burgueses acomodados que escribían por gusto, en sus ratos libres, o gente que
contaba con la garantía de una profesión liberal u otra actividad lucrativa: abogados,
magistrados, sacerdotes, industriales, comerciantes. El hombre de vocación plena y
exclusiva, íntegramente dado a la obra literaria, no ha empezado a existir en Cataluña
—en un número de ejemplares limitadísimo— hasta hace muy poco, y aun así con la
ayuda de las muletas del profesorado, del funcionariado o del mecenazgo. Cataluña
aún no ha podido mantener, decorosamente, hombres de letras exclusivos.
En estas condiciones siempre puede darse un genio. Un escritor tan grande como
se quiera. Los genios surgen hasta en el desierto. Pero un escritor normal, grande sin
ser genial, no se dará en ninguna parte si el medio falla. Y todos los mejores
escritores de la Renaixença[8] catalana son, en el fondo, escritores mutilados, en el
sentido de que, faltos de un elemento que les fuera propicio, no pudieron manifestarse
en toda su plenitud. Todos son, incluso los más elevados —y en un sentido u otro—,
escritores medi-ocres— quiero decir (si se me permite el juego de palabras) salidos
de un medio opaco y enrarecido. Un escritor vibrante, humanamente universal, es
algo que no hemos tenido, que no hemos podido tener todavía. Y, si tiene que
formarse en nuestro hogar, es dificilísimo que acabe por salir bien. Pero, si tiene que
producirse fuera de Cataluña, ¿cómo se producirá…?

El trasplante a una literatura foránea, la castellana o la francesa, a mí quizá me


habría sido posible de haber tenido otra formación. Yo no soy de los que creen en la
incapacidad absoluta de los escritores nacidos en Cataluña para expresarse en otra
lengua que no sea la nuestra. El mundo está lleno de ejemplos de grandes escritores
en idiomas que no son el suyo. Y me parece que no hay ninguna razón por la que un
escritor en lengua castellana, o francesa, incluso un escritor excepcional, hasta genial,
no pueda haber nacido en Cataluña, al igual que podría haber nacido en Andalucía, en
el País Vasco o en América.
Pero nosotros —quiero decir los jóvenes de mi generación— éramos otra cosa, y
de ahí que nuestro impedimento fuera esencial. Nosotros nacimos con las primeras
luces del catalanismo político, en el principio del gran espejismo de la nacionalidad
catalana. Conocimos de cerca —en aquellos años de juventud fervorosa que no se
olvidan nunca y marcan para siempre— a los grandes patriarcas del catalanismo
literario, viejos y con un aura de gloria. Nosotros creímos a ciegas en aquello de la
superioridad de los catalanes sobre los demás pueblos de España, basada en nuestro
mayor europeísmo; y teníamos una fe absoluta en que crearíamos una patria nueva,
una España nueva (la de Joan Maragall), y conseguiríamos regenerar la caduca y

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decrépita, la africana y escéptica, la de la catástrofe de 1898, o hacer que Cataluña
rompiese con ella, para salvarse, antes de que llegara el naufragio fatal.
Recuerdo que cuando empecé a presentir vagamente la posibilidad de que todo
eso no fuera más que un bulo ya había pasado de la treintena, estaba casado y tenía
un hijo: era demasiado tarde para echarse atrás. Nosotros, los de mi generación,
hemos sido quizá los catalanes modernos con mayor grado de orgullo de su
conciencia nacional. Estábamos —y yo aún me siento así— tan ligados a Cataluña
que no podríamos ni podremos nunca ser nada al margen de ella. Cataluña es para
nosotros la realidad espiritual absoluta, única. Sin ella nos sentimos del todo
apátridas. (Desde 1936 yo voy por el mundo como el judío errante. Me da igual un
lugar que otro. Habiendo perdido el hogar, en todas partes me encuentro igual de
bien, porque siempre he sido viajero y curioso por naturaleza; pero en ninguna llego a
sentirme en casa. Esa sensación tan confortable es algo que he perdido del todo.
Porque —¡cosa extraña!— donde peor me encuentro ahora es en Cataluña, y sobre
todo en Barcelona, donde todo me habla del inaudito envilecimiento, de la inaudita
catástrofe.)
Los catalanes de mi tiempo —quiero decir la minoría selecta— nos habíamos
fundido de tal manera con nuestra patria que a la fuerza teníamos que triunfar o
sucumbir con ella. La tragedia y el honor de nuestra vida son los de haber caído con
Cataluña.

Finalmente, hay otra razón que quizá no me haya dejado ser el escritor que
quería. Y es que nunca he sabido concebir la literatura como un fin en sí misma.
Desde que era muy pequeño he sentido una loca afición por las letras; pero siempre
he sentido un amor aún mayor por la vida. Nunca he entendido qué valor puede tener
la literatura por sí sola, es decir, la de un hombre que no haya vivido. Sacrificar la
vida para hacer literatura, aunque sea buena, siempre me ha parecido una aberración
morbosa.
La profesión liberal emprendida como un heroísmo de baja estofa, con hedor a
miseria, me ha repugnado siempre, porque siempre he creído que el auténtico
heroísmo del escritor está en la lucha encarnizada, dolorosa, inacabable, con su
propio espíritu, hasta darle expresión máxima; no en el combate estrafalario y sórdido
con sus bajas necesidades cotidianas. Ya es suficiente con el dolor espiritual, origen
de las más excelsas obras literarias. La bohemia no es más que la fosa común de toda
impotencia. Si para llegar a escribir una Divina Comedia el prodigioso tormento de
Dante no bastase y fuese necesario añadirle frío y hambre, piojos y miseria, ¡que la
escriba quien quiera! Yo prefiero, mil veces, contentarme tan sólo con el gozo de
leerla, y que los extraños laureles de una gloria adquirida en términos de vida tan
turbios se los lleve otro.
Alguien podrá decir que esta convicción mía es una prueba fehaciente de que yo
no soy un hombre genial, porque el auténtico genio produce su obra casi a la fuerza,

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sea como sea, aunque tenga que ser en medio de la más espantosa desgracia y la
miseria más negra; quizá sí, y yo acepto de buen grado que no soy un genio de ese
tipo, y seguro que tampoco de ningún otro. Pero digo que hay genios y genios, y los
que a mí me fascinan —aquellos a cuya estirpe me habría gustado pertenecer— son
los que antes que cualquier otra cosa procuran vivir, y sólo escriben después de haber
vivido. Como ellos, yo siempre he preferido vivir a escribir, porque no he leído jamás
una página, ni de los libros más grandes, que me haya satisfecho con tanta plenitud
como algunas páginas de mi vida. Y dado que ésta (quiero decir las circunstancias
que fatalmente la echaron a perder) no me permitió jamás hacer la literatura que yo
habría querido, he tenido que dedicarme siempre al único tipo de literatura que me da
para vivir. Mi ingreso en el periodismo no se debió a otra cosa. Y el hecho de que
escriba en castellano fue la consecuencia obligada.
La gran obra literaria debe ser, creo yo, la consecuencia y el complemento de una
vida plena. Y la plenitud de la vida, para mí, no consiste en sacrificar el cuerpo por el
espíritu ni el espíritu por el cuerpo, sino en tratarlos por igual y llevar firme y
alegremente las riendas de estos dos corceles que son complementarios —y que,
nunca he entendido por qué, tanta gente pretende que sean enemigos.
Al no poder vivir bien ni hacer la literatura que me habría gustado, ambas cosas a
la vez, he descartado a mi pesar la segunda opción para acogerme a la primera. Y no
me arrepiento en absoluto. Si tuviese que volver a elegir entre la buena literatura y la
buena vida, volvería a sacrificar la literatura por la vida.

11 de octubre de 1949

EXACTAMENTE AL REVÉS.— En una crónica de Londres, firmada por J.


Miquelarena, leo en el ABC de hoy:
«Ahora está escribiendo sus impresiones sobre España —“como la vi yo con mis
ojos”— una figura preeminente del laborismo, líder de las Trade Unions y
vicepresidente del London County Council; el Sr. Bernard Sullivan. El Sr. Sullivan
anota esta declaración de un obrero de España: “Antes de Franco, huelgas y hambre;
ahora, hay paz y pan”.»
Ese obrero debe de ser un obrero Potemkin, un obrero decorativo y amaestrado
por el régimen. Y ese Sr. Sullivan, del que el cronista dice que es católico (¡Dios se lo
pague!), debe de ser uno de esos numerosos «personajes» que nadie conoce —
especialmente ingleses, norteamericanos y de Hispanoamérica— y a los que el
Gobierno español pasea, alaba, invita y obsequia copiosamente, de un extremo a otro
del país, y siempre «bien acompañados», para que después le hagan propaganda en el
extranjero.
Del régimen anterior a Franco y del régimen de Franco se pueden decir muchas
cosas, para bien o para mal, según el gusto de quien hable. Pero en ningún caso, si no

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es manipulando la exacta realidad, se puede hacer la comparación entre uno y otro tal
como la formuló, según el Sr. Sullivan, aquel obrero-turista que le endosaron. Porque
el paralelismo da como resultado, matemáticamente, justo lo contrario: «Antes de
Franco, abundancia y huelgas; ahora, paz y estrecheces».
Todos los españoles que no quieran mentir tienen que reconocer ese hecho,
independientemente de lo que piensen sobre el régimen de Franco.

23 de noviembre de 1949

¿QUÉ ES EL LABORISMO INGLÉS?— De un tiempo a esta parte vengo observando que


toda la prensa reaccionaria del mundo (la que yo veo, por lo menos, y veo mucha), y
no digamos la española, ataca sin piedad al laborismo inglés por la tarea que está
llevando a cabo desde el Gobierno.
De un modo relativo, desde su punto de vista, me parece que esa prensa
reaccionaria tiene razón. Es decir: si la reacción, en materia social y política, es
posible en Europa —y en el mundo en general—, será cierto que el experimento
laborista resultará un ciempiés, porque habrá sacudido peligrosamente los cimientos
de la sociedad tradicional británica.
Pero ¿y si ese experimento fuese otra cosa?
¿Y si —como ocurrió durante el siglo XVII en el ámbito político— la sociedad
actual británica ya había llegado, en el ámbito de lo social, a su agotamiento, y era
imprescindible renovarla o caer en la descomposición? Entonces el experimento
laborista, por estrambótico y doloroso que sea a ojos de los conservadores, quizá no
es tan imbécil como parece.
Incluso podría ser que fuese lo contrario; un viraje radical, una operación cruenta
para evitar la revolución social que se habría producido, tarde o temprano, de haber
seguido en línea recta.
Si el laborismo consigue, con todos los estragos que se quiera, transformar por
completo la sociedad británica, y la equilibra de tal forma que anule para siempre el
riesgo comunista, los ingleses del siglo XX habrán demostrado —digan lo que digan
los reaccionarios del mundo— que son tan inteligentes, sensatos y prácticos en el
terreno de lo social como lo fueron sus bisabuelos del siglo XVII en el de lo político.

24 de noviembre de 1949

COSAS VISTAS.— En Madrid, y supongo que en toda España, se proyecta estos


días un reportaje cinematográfico —el NO-DO, que es también el reportaje único,
dirigido y oficioso— sobre varios episodios de la visita de Franco a Portugal, que
data de no hace mucho, y especialmente sobre su estancia en Coimbra para recibir el

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doctorado honoris causa.
No entiendo cómo la censura, por lo general tan meticulosa, lo ha dejado pasar.
Franco tiene, de natural, una figura entumecida y barrigona, ni remotamente
agraciada; se da, ademas, tales aires de suficiencia, de tomarse a sí mismo tan en
serio, y viste de forma tan estridente, cargado de fajas, galones, bordados y chatarras,
que todo compone un conjunto nada fotogénico. Pues ahora imaginaos su figura en
pantalla, vestida con una toga doctoral que le llegaba hasta los pies, y de holgada
valona, que le convertía literalmente en una peonza; y llevando en la cabeza un
birrete rodeado de flecos y coronado por una punta torneada con una pieza de ajedrez,
un alfil. Era una especie de salero andante monumental —un salero como los de las
antiguas casas burguesas, con faldillas bordadas. Era inmenso. Y toda la sala —el día
que lo vi en el cine, en Madrid— reía a carcajadas. Pero no en tono de mofa ni de
irreverencia, sino por la irresistible fuerza cómica de aquel gran egoísta disfrazado.
Para conocer físicamente a Franco —ese hombre que, como muy bien dice
François Mauriac, no tiene cara sino sólo máscara— es un documento entre tantos
otros. Pero para verle tal como él mismo se debe de ver por dentro, desde el momento
en que le parece bien que le vean así desde fuera, esa serie de fotogramas merece
pasar a la historia.
Veinte volúmenes de mil páginas serían incapaces de dar lo que dan, en unos
segundos, esas prodigiosas imágenes. Parecen truculentas ilustraciones de no sé qué
episodios inéditos del Quijote —en los capítulos en los que se habla de la marcha de
Sancho a gobernar la ínsula Barataria.

25 de noviembre de 1949

LA ABERRACIÓN FATAL.— Voy a intentar decir algo que he sentido intensamente en


varias épocas de mi vida y que ahora vuelvo a sentir con gran fuerza —sin que nunca
haya podido llegar a formulármelo bien.
Se trata del vuelco trágico que dio a la humanidad, desde sus propios inicios, la
propensión innata del hombre a sentirse dual. El hecho de que el fenómeno de la
propia conciencia —esa lucecita encendida en el fondo de nosotros mismos, rodeada
por la corporeidad personal, por la de nuestros semejantes y por la inmensidad hostil
y misteriosa del mundo y del cosmos—; el hecho de que todo eso se resolviese en la
primaria, en la antiquísima convicción de que el hombre no es una unidad, sino una
dualidad —un compuesto de cuerpo y alma—, da nacimiento a todas las
fantasmagorías que han acechado y acechan a los humanos. El animismo, el
espiritismo, el espiritualismo, el misticismo, la teosofía y todas las religiones y sectas
religiosas brotaron de esa fuente mágica.
Y ahora la cosa ya no tiene remedio. El desdoblamiento de la persona humana es
hoy una especie de segunda naturaleza, más fuerte que la auténtica, al estar

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enquistada en las formas básicas de la sensibilidad y del lenguaje, hasta el extremo de
que se hace imposible sentir, hablar y pensar sin caer en su fatal espejismo.
Hoy supone un esfuerzo increíble quitarse de encima el Everest de prejuicios bajo
el que contemplamos el puro fenómeno vital, y especialmente el fenómeno humano.
Cuerpo y alma; hambre y espíritu; materia y energía; realidad y sueño; no hay manera
de respirar sin esos juegos de fantasmas que acompañan a la humanidad desde sus
inicios, todos ellos surgidos de sus propias entrañas. Y ya no queda casi nadie capaz
de ver las cosas libremente, con naturalidad prístina, y comprender que el hombre es
una simple unidad vital, como una flor de carne, como un árbol armónico, como una
bestia pensante, sin complicaciones, sin misterio de ningún tipo —excepto el de ser
todo él un milagro, como lo son, para quien sabe verlo, todas las demás maravillas
creadas.
La nitidez de esta visión natural parece haberse perdido para siempre. Sin
embargo, no se trata de que el hombre haya gozado de ella en sus orígenes y más
tarde la haya extraviado por el camino. Más bien fue al revés: el hombre es turbio de
nacimiento, porque es sumamente débil, y sus fantasmas interiores, sus cauchemars,
son algo que viene sufriendo desde el primer día que abrió sus ojos a la luz —y
también, ¡ay!, a las tinieblas. Pero hubo un momento dulce en la historia, un instante
de gracia en el que algunos hombres, muy pocos, pudieron y supieron ver el mundo y
la vida con ojos cristalinos, sin telarañas. Fue a orillas del Mediterráneo y en el
corazón del pueblo griego, en una época que podemos llamar presocrática. Pero esa
concepción natural y física duró muy poco. Sócrates fue el primer gran enturbiador
de la visión divinamente directa, nítida y pura del cosmos. Y luego las magias
orientales, los misterios egipcios, el deísmo caciquil del pueblo judío, acabaron por
llenar de monstruos y de sombras aquella diafanidad única. La gran debacle del
mundo antiguo bajo el empuje de los bárbaros, la lenta transfiguración del imperio
cesáreo en imperio católico y las inmensas y alucinantes miserias de largos siglos
medio feudales y medio islámicos, en Europa, fueron sumergiendo la escurridiza
intuición helénica, mezclándola con los restos caóticos de todas las culturas
fantasmagóricas.
Hoy, sólo un mediterráneo, a orillas de nuestro mar, puede otra vez, si la gracia le
asiste, llegar a ver el mundo y repensarlo de forma desnuda, como lo vieron y
pensaron los jónicos, carente de todos los colgajos que los siglos han ido acumulando
sobre la conciencia humana. Yo he vivido, de vez en cuando, alguno de esos inefables
momentos, y no los cambiaría por nada del mundo.
La física de última hora, la física einsteiniana, parece entrever algo parecido: el
hecho de que el universo es también una sola cosa. La materia es energía; y la
energía, materia. El cosmos constituye una unidad inmensa, no un dualismo en
conflicto de carácter maniqueo. El hombre es también una unidad perfecta. No hay
cuerpo, no hay espíritu: lo que hay es sólo un organismo humano, un milagro
viviente. Sólo existe una inmensa desazón vital que adopta varias formas, sin dejar de

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ser nunca una sola cosa. Y hasta las mayores irracionalidades surgen de la razón, al
igual que hasta los sueños de inmortalidad brotan de la vida mortal, que es la única —
tanto para el átomo como para el hombre, para el astro, para la galaxia.

26 de noviembre de 1949

MI MUERTE.— Lo que más me gustaría saber en este mundo ahora mismo es la


fecha exacta de mi muerte. Y no porque mi muerte me interese demasiado, sino
porque me interesa mucho lo que me queda de vida.
Ya he cumplido sesenta y dos años. Puedo vivir tanto dos como doce, como
veintidós años más. Me da igual. Pero me contraría no saberlo a ciencia cierta.
Yo ya creo haber trabajado bastante para los demás: no he hecho otra cosa. He
trabajado para los míos, mi mujer y mis hijos, para los dueños de La Vanguardia, para
varios editores, para Cataluña, para España —para una Cataluña y una España
diametralmente opuestas a las actuales—: no he hecho otra cosa en mi vida. Ahora,
sigo trabajando intensamente para la editorial que he creado en Madrid. Me parece
que ya debe de ser suficiente. Y tengo muchísimas ganas de hacer, por fin, lo que no
he podido hacer nunca: vivir para mí mismo el tiempo de vida que me quede.
Si yo supiera cuándo voy a morir, sería uno de los hombres más felices del
mundo. Adaptaría todos mis planes a la vida que me quedara. Me despojaría de toda
preocupación material, de todo trabajo para los demás. Daría en vida a mis hijos todo
lo que pudiera, todo lo que me sobrase, para tener el gozo de verles contentos
conmigo y saber que cuidarán de mí, si hace falta, y me enterrarán sin tener que
esperar nada más mío. Y me dedicaría a contemplar el mundo, ora bajo techo, ora
viajando; me escucharía profundamente a mí mismo (rara delicia que tan pocos
hombres pueden conocer); pensaría, escribiría, me iría despidiendo de todo: de los
parajes queridos, de los amigos. E incluso sabría tomarme bien, serenamente, la
última enfermedad, si es que he de morir en la cama; o lo haría con angustia,
ciertamente, pero con la suprema resignación que sólo puede dar la lucidez, si mi
muerte tuviera que ser catastrófica. En pocas palabras: aprovecharía plenamente,
avaramente, tanto como me fuera posible, lo que me queda de vida. Porque yo soy de
los que nada esperan más allá de este mundo.
Pero, como ignoro si viviré ocho días, ocho años, o incluso hasta los ochenta, esta
incertidumbre, que alegra a tanta gente, me priva de un gozo profundo. Son muchos,
la mayoría, en efecto, los humanos que no pueden soportar el pensamiento de la
propia muerte. A mí nunca me ha afectado ni asustado. Lo que me angustia es seguir
así, a ciegas, estúpidamente, expuesto a morir de cualquier manera y sin al menos
haber podido tener conciencia de ello y aprovechar con plenitud mis últimos pasos.

20 de diciembre de 1949

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LA FUENTE DE LA SEXUALIDAD.— La sexualidad es otra de esas cosas tan claras y
simples que la humanidad se ha complacido en enturbiar y complicar de forma
gratuita.
La creencia milenaria ortodoxa es que el secreto del sexo consiste en una dulce e
irresistible atracción corporal que sobre un determinado individuo ejerce un individuo
del sexo opuesto. De esa concepción —que no va del todo mal encaminada, pero que
es superficial y limitada en exceso— se desprenden dos premisas: que la misteriosa
atracción se establece sólo entre individuos de sexos opuestos y que la fuente de la
sexualidad se encuentra, por lo tanto, fuera de quien siente su sed abrasadora, dada
sexo se siente atraído por otro sexo y se acerca a él irresistiblemente, para saciar su
sed —como el caminante en pleno desierto al manantial del oasis.
Esa es la concepción normal, la tradicional. Casi todas las religiones y códigos se
basan en ella. De ahí que, ni religiosa ni legalmente, se admita una atracción sexual
que sea distinta de la «santa» y «lícita», es decir, la que existe entre hombre y mujer.
Del mismo modo, no hay otra forma permitida de satisfacerla que no sea la del
matrimonio, canónico o civil.
Así es como queda prohibida, expulsada del área moral, religiosa y jurídica —tan
restringida y monótona—, la inmensa gama de la sexualidad real. Y de ahí proviene,
asimismo, el hecho de que el instinto sexual, asfixiado y cohibido de forma tan
implacable, se desahogue continuamente, de noche y de día, como un torrente turbio
e inagotable, bajo tantas formas clandestinas. De las variantes de la sexualidad no
permitida se dice que son contra natura, anormales. Sin darse cuenta de que lo único
realmente antinatural es la durísima represión que se hace de todas ellas.
Si se quiere entender la sexualidad, es necesario cambiar radicalmente esa forma
arcaica de concebirla. El instinto sexual nos viene de dentro; la fuente de la
sexualidad es algo que llevamos en nosotros mismos, y por eso es, precisamente, un
motor tan formidable. El deseo amoroso brota de las entrañas individuales, tanto si el
que lo experimenta vive en medio de una sociedad organizada como si vaga a solas
por el desierto o por el mar. El amor es un apetito fisiológico, un hambre
incontenible. Las mujeres no son en absoluto las causantes de la atracción que nos
empuja hacia ellas —como hace creer el espejismo de la sexualidad vista desde el
ámbito masculino. Son, tan sólo, los objetos con la forma corpórea más adecuada
para satisfacer normalmente, legal y socialmente, la sed primordial que reseca al
hombre por dentro. Y los hombres, vienen a ser lo mismo. El matrimonio es la
solución más antigua y acreditada que se ha encontrado para el problema del
encauzamiento de esa fuerza, esencialmente individual y temible. Ahora bien: desde
el punto de vista de la naturaleza, todas las demás formas de satisfacer el deseo
sexual son igualmente válidas. Y por eso perduran y perdurarán siempre, por más que
se empeñen en prohibirlas códigos, morales y religiones.
Decir que el deseo excita a los hombres porque hay mujeres es tan pueril y falso
como afirmar que tenemos hambre porque hay pollos. No: en el principio fue el

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hambre, que es el hecho brutal —«l’amor che muove il sole e l’altre stelle». Y
cuando no hay pollos, o son escasos o caros, o vuelan demasiado alto o alguien
prefiere un estornino a una poularde (como es el caso de los homosexuales), o las
limitaciones morales y físicas son insuperables (como entre los niños y reclusos
extenuados por el onanismo), el hambre de esas cosas no se detiene por eso, sino que
se encarniza con cualquier comestible, sea el que sea —porque sólo pueden parecer
extraños y abominables a quienes, por costumbre, rutina u obediencia satisfecha,
están acostumbrados a alimentarse en exclusiva de una determinada forma.

23 de diciembre de 1949

UN TESTIGO DE CALIDAD.— Tras escribir la nota precedente, releyendo el Journal


de André Gide (edición de La Pléiade, reimpresión de 1940, p. 960), me ha hecho
gracia encontrar, en la entrada del 8 de diciembre de 1929, esta reflexión suya:

«Cette violence, cette impétuosité des désirs, il ne nous semble point tant
qu’elle soit en nous, mais plutôt en l’objet même de nos désirs el qu’elle en
constitue l’attrait. Un attrait qui dès lors nous apparaît irresistible; de sorte que
nous ne comprenons pas du tout que quelqu’un d’autre puisse douer un autre
genre d’objets de ce même attrait irresistible vers quoi va l’entraîner avec une
égale violence une semblable impétuosité. Qui ne se convaincra pas d’abord de
cela fera mieux de se tenir coi devant les questions sexuelles.»

Me complace comprobar que Gide, empujado (por su irresistible afición de


pederasta) a reflexionar más a fondo que la mayoría de los hombres sobre los
misterios de la sexualidad, llegó a la misma visión objetiva y profunda que yo tengo
del impulso sexual. Pero me parece algo tan evidente, por poco que se piense en ello
a partir de la experiencia propia, que no creo que haya que ser muy agudo para
descubrir una realidad tan elemental.

30 de diciembre de 1949

LA RESTAURACIÓN MONÁRQUICA EN ESPAÑA.— Estoy releyendo las Mémoires


d’Outre-tombe en la magnífica edición (por el valor del texto, no por la calidad del
papel) denominada del Centenario, debida a Maurice Levaillant. La he adquirido y la
tengo anotada. Y he encontrado en ella el siguiente episodio:
En 1833 Chateaubriand, que ya tenía más de sesenta años —en un tiempo en el
que pesaban mucho más que ahora—, fue a visitar a la familia de Carlos X de
Francia, refugiada en el castillo de Praga, el Hradschin, gracias a la hospitalidad del

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emperador de Austria-Hungría.
El viejo rey francés y su desterrada corte no habían aprendido nada de las
tremendas desventuras sufridas. Era como si estuvieran momificados dentro de las
ideas que habían llevado al ancien régime a la catástrofe. Alrededor del monarca
estaban los mismos fósiles que le habían conducido al exilio u otros parecidos.
Desde Praga, Chateaubriand se fue a Carlsbad para entrevistarse con la delfina, la
duquesa de Angulema, que estaba tomando allí las aguas. A ella se le había confiado
especialmente la educación de su sobrino Enrique, todavía infante, hijo de la duquesa
de Berry y pretendiente al trono de Francia. Tampoco esta princesa-tutora había
sabido aprovechar las trágicas lecciones de su vida. Chateaubriand se dio cuenta, una
vez más, de que la corte desterrada no tenía remedio. Políticamente estaba compuesta
por un rebaño de cretinos.
De vuelta a París, resumiendo sus recuerdos y sus impresiones del viaje,
Chateaubriand le escribió a la duquesa de Angulema una carta muy extensa y de una
lucidez admirable. Pasando revista a las posibilidades de una nueva Restauración
borbónica en Francia y a las condiciones ineludibles que implicaría, Chateaubriand
decía, entre otras muchas cosas, lo siguiente:
«Las catástrofes (acontecidas desde 1789, y de las que la familia real había sido
testigo y víctima)… por grandes que parezcan, no son más que accidentes
particulares de la transformación general que está teniendo lugar en la especie
humana; el reinado de Napoleón, que ha puesto el mundo patas arriba, no es más que
un eslabón de la cadena revolucionaria. Hay que partir de esa verdad si se quiere
considerar la posibilidad de una tercera Restauración y cómo podría encajar dentro
del plan de transformación social; si no se pudiese llevar a cabo como elemento
homogéneo, sería inevitablemente descartada de un orden de cosas contrario a su
naturaleza.
»Por lo tanto, si yo os dijera, Señora, que existen posibilidades de que la
legitimidad sea restaurada sobre la base de la aristocracia de la sangre y la clericatura,
con sus privilegios; de la corte y sus honores y de la realeza y sus prestigios, os
engañaría. La legitimidad, en Francia, ya no es un sentimiento; sólo es un principio, y
lo es a condición de que garantice las propiedades y los intereses, los derechos y las
libertades; pero, si se demostrara que no quiere o no puede defenderlos y
garantizarlos, dejaría de ser incluso un principio. Cuando se dice que la legitimidad
triunfará fatalmente, que no se podrá prescindir de ella, y que sólo basta con esperar a
que Francia caiga de rodillas a sus pies, se afirma un error. La Restauración puede
producirse si la legitimidad tiene conciencia de su propia fuerza, en el sentido de que
tiene el deber de entenderla; pero la Restauración puede no darse nunca, o sólo
durante un momento, si la legitimidad busca su fuerza donde no está. Os digo,
Señora, con pena: es posible que Enrique V no pase de ser un príncipe extranjero y
desterrado; un joven y nuevo despojo de un antiguo edificio derruido y, al fin y al
cabo, una ruina.»

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La situación de los actuales borbones españoles en Portugal se parece
trágicamente a la de sus parientes de antaño, los borbones franceses, en Praga. La
única diferencia es que los de ahora no tienen un Chateaubriand que les diga verdades
tan tremendas.
Y, aunque lo tuviesen, lo más probable es que tampoco le hicieran caso, como no
se le hizo ninguno al que fue a Praga. Por eso lo más probable es que la Restauración
de la monarquía española, en la persona de Juan III o de su heredero, se quede
exactamente donde se quedó la de Enrique V, que no llegó a consumarse, o que en el
mejor de los casos, como también preveía Chateaubriand, «sólo dure un momento».

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1950

30 de enero de 1950

SIN REMEDIO.— Veo que pasan los días, las semanas, los meses y los años, sin que
las cosas cambien— ni en España, ni en Europa, ni en el mundo… Y voy
cansándome de escribir estas meditaciones solitarias.
Para escribir algo hay que creer en algo. Hay que conservar, por lo menos, una fe
última, una postrera esperanza.
Y yo ya no tengo ninguna en el porvenir de los principios políticos y las
realidades sociales que han sido hechos trizas y envilecidos en las dos primeras
guerras mundiales —dos inmensos y estúpidos camelos.
La democracia, hija de las revoluciones inglesa y francesa, está en crisis en todas
partes. Y nadie puede prever lo que la sustituirá; pero yo estoy convencido de que,
antes de llegar a otra fórmula de estabilidad sociopolítica, la humanidad aún tendrá
que pasar por pruebas muy duras.
La hora de la paz, que parecía que iba a llegar tras la Segunda (hierra Mundial,
está muy lejos. El reloj que tenía que marcarla se ha estropeado, y se estropea más
cada día, en manos de relojeros ineptos.

29 de marzo de 1950

EL GRAN ESPEJISMO.— Anoche fui a cenar con don Joan Ventosa i Calmell, al Ritz.
Me había llamado por teléfono para decirme que quería hablar conmigo de algo. Y
ese algo es que ha escrito un libro, con el título provisional de Problemas de nuestro
tiempo; y antes de publicarlo quería que yo lo leyese y le diese mi opinión.
Ventosa ya debe de tener más de setenta años, pero se conserva muy bien. Si no
fuera por un temblor que sufre en el brazo derecho cuando se lleva el vaso a los
labios y por una especie de película que se le ha formado en los ojos, como a las
viejas gaviotas, nadie diría que tiene su edad.
Charlamos de muchas cosas durante un par de horas. Y, mirándole, yo me iba
diciendo: «¿Qué puede quedarle de vida, a mi buen amigo Ventosa? ¿Seis años?
¿Ocho? ¿Diez…?»
Y él sigue tan feliz, es decir, tan inconsciente del plazo ineluctable al que va
acercándose más cada día y que ya debe de tener tan cerca como alguno de esos
sirvientes silenciosos que pululan alrededor de nuestra mesa (sin tener en cuenta que,
pese a ser nueve o diez años más joven que él, quizá sea yo el que se encuentre más
cerca de la tumba).
Pues, como iba diciendo, él sigue tan feliz: viaja continuamente, trabaja todo el

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día, empieza nuevos negocios, y no piensa en otra cosa (ése es su fuerte) que en
acumular riquezas. Tampoco ha perdido aún del todo la esperanza de volver a
intervenir en el Gobierno de España. Y he aquí que ha escrito un libro sobre los
problemas del mundo actual, de este mundo que está a punto de abandonar, de un
momento a otro.
El secreto de la vida es no tener en cuenta la muerte. Vivir es sentir, desear
mucho, pensar un poco y moverse o darse prisa siempre, exactamente igual que si
lucíamos eternos. Joan Ventosa, anoche, tenía momentos en los que me parecía como
una criatura con un juguete frágil: se entretiene con la vida que se le escapa de las
manos. ¿Acaso hay espejismo más grande y admirable?

4 de abril de 1950

UN CURIOSO FENÓMENO LITERARIO.— Acabo de releer íntegramente las Mémoires


d’Outre-tombe, de Chateaubriand.
En definitiva es un gran artista, un escritor extraordinario, pero deja una
impresión de extraña vacuidad en el sector moderno. Más que el de un verdadero
gran artista produce el efecto de ser un gran virtuoso, a veces un gran histrión. Es un
instrumentista que toca maravillosamente una partitura aburrida. Sin embargo, las
memorias se salvan de esa insatisfacción radical que hoy en día producen las obras
del famoso vizconde. Son, sin duda alguna, su obra maestra.
Alrededor de Chateaubriand se produce también uno de los fenómenos más
curiosos de la literatura francesa. A principios del siglo XIX luchaban todavía en
Francia el espíritu revolucionario y el espíritu reaccionario: el nuevo régimen político
y social, que buscaba a tientas un cuerpo en el que encarnarse; y el ancien régime, un
cuerpo caduco, una momia que había perdido definitivamente su alma. Pues bien: los
revolucionarios de la época seguían siendo perfectamente reaccionarios en la
literatura y en el arte, mientras que la verdadera revolución literaria y artística era
algo que empezaban a hacer quienes, política y socialmente, seguían siendo
reaccionarios. Los burgueses, herederos y continuadores de la convención, se
extasiaban aún con los poemas de Parny y del abbé Delille. Y muchos emigrantes y
aristócratas que habían escapado de la guillotina eran los primeros entusiastas de
Chateaubriand. Con la particularidad de que Chateaubriand era de su gusto por el
género literario que practicaba —absolutamente fósil—, no por el estilo con que lo
hacía —radicalmente revolucionario. El estilo de Chateaubriand más bien les
chocaba, a los ci-devant, les hacía reír por lo bajo. Y los únicos que, en cambio,
empezaban a entenderlo y lo disfrutaban eran los hijos de los burgueses y de los
menestrales regicidas, completamente entregados a la nueva ideología revolucionaria:
los románticos del mañana.
Chateaubriand es, pues, un gran escritor que, de forma revolucionaria, pugna por

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hacer revivir instituciones reaccionarias y difuntas. De ahí el extraño efecto que
produce en el lector actual. Efecto correspondiente a la postura, también extrañísima,
prácticamente insoluble —condenada de antemano al fracaso—, que el escritor
adoptó en vida. Quienes le entendían literariamente iban en dirección contraria a la
suya. Y quienes estaban con él ideológicamente no le entendían.

27 de mayo de 1950

UNA COMIDA EN LHARDY.— Hoy hemos comido en Lhardy, invitados por César
Cort —el presidente del consejo de administración de Editorial Plus Ultra, de la que
soy fundador y gerente—, Ventosa (don Joan), Felipe F. Armesto («Augusto Assía»),
Julio Camba, el hijo mayor de Cort y yo. Nos han servido, queriendo hacernos una
gracia, un cocido francamente malo.
Ayer por la mañana, los invitados aún éramos todos los que he mencionado
excepto Ventosa. Pero éste volvió a llamarme desde el Ritz a primera hora (véase 29-
III-1950) para decirme que ya tenía lista la copia del libro del que me había hablado,
e invitándome a comer hoy con él, para que siguiéramos charlando. Como yo ya tenía
un compromiso para hoy, se me ocurrió preguntarle a Cort, el anfitrión, si le
interesaría conocer a Ventosa, y a Ventosa si le resultaría agradable comer con mis
amigos. Y, al haberme contestado ambos que sí, con mucho gusto, en vez de ir yo a
comer al Ritz con don Joan, ha sido éste el que ha venido al Lhardy con nosotros.
No se ha dicho nada interesante. Assía, que últimamente ha dado un extraño giro
franquista y antiliberal, se ha mostrado abierto en el terreno de lo particular pero
reservado en materia política. (Al parecer le remuerde la conciencia el hecho de ser
trígamo, es decir, de estar casado legalmente con tres mujeres, todas ellas vivas: un
caso verdaderamente raro, no desde el punto de vista moral —pues la mayoría de los
hombres hemos tenido no tres, sino treinta, trescientas o tres mil mujeres—, sino en
el terreno pragmático.) Una de sus esposas, la primera —que yo conozco por haberla
tratado un poco en París, a principios del exilio, en 1936—, es judía y fue la causa, en
gran medida, de que su marido fuese expulsado de Alemania, poco después del
triunfo de Hitler, cuando yo tenía a Assía como corresponsal de La Vanguardia en
Berlín. Esa judía está ahora en Barcelona, o ha estado allí mucho tiempo, esperando a
que vaya su marido, para demandarle judicialmente. Ella es el escollo insalvable que
impide que Armesto pueda hacer realidad su gran sueño de ser nombrado director de
La Vanguardia. Su segunda esposa, la que sustituyó a la judía, es una inglesa,
también legalmente casada con Armesto. Vive en Inglaterra y hace imposible que él
pueda volver allí, donde ha vivido durante tantos años, porque tan pronto como
desembarcara le meterían de cabeza en la cárcel. Su tercera esposa es una periodista,
gallega como él, su mujer actual. Fueron solemnemente unidos en matrimonio —
curioso detalle— por un obispo, gallego también. Es imposible explicarse por qué un

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chico tan espabilado como Armesto (porque lo es) se ha complicado la vida de forma
tan estúpida. La cuestión es que el embrollo legal es un hecho y que el viraje también
incomprensible de Assía —que le está haciendo perder rápidamente el crédito
periodístico que tanto le había costado ganarse— obedece, al menos en gran medida,
al deseo de que el actual régimen español, a cambio de los favores que ahora él le
prodiga, le ayude a salir del impasse y a colocarse definitivamente (?) en la prensa
española. A mí ese cálculo me parece tan poco acertado como los tres bodorrios.
Julio Camba quizá estaba algo contrariado por la presencia de Ventosa, surgida a
última hora. Pero a buen seguro todavía le ha contrariado mucho más el escasísimo
refinamiento del menú y la baja calidad del cocido madrileño. Lo cierto es que ha
hablado poco y no ha dicho ninguna de esas graciosas boutades que acostumbra.
Ventosa tampoco ha estado muy animado: hoy se había acentuado el temblor de su
brazo y quizá le cohibía un poco el hecho de que, sin contarnos a Armesto y a mí,
veía por primera vez a todos los demás comensales. Quien más ha hablado, y con su
vehemencia levantina, ha sido el padre Cort, soltando improperios —como siempre—
a propósito del régimen de Franco, y hoy además del socialismo internacional, que,
según dice, se va infiltrando también en Norteamérica.
Assía, dirigiéndose a mí, ha contado amablemente que muchas veces había
recordado, e incluso releído, una carta que le escribí a Londres, ya hace años,
diciéndole que Gran Bretaña estaba perdida como potencia rectora del mundo y
explicándole por qué. Ha añadido que mis pronósticos se han cumplido al pie de la
letra. (Debe de ser una especie de «plan»: toda mi vida periodística ha consistido en
anunciar el mal tiempo; pero nunca nadie me hizo caso, y el temporal se produjo
sobre todo en España, con más fuerza aún de la que yo había previsto. Y en vez de
sentir por mí una pizca de admiración o de agradecimiento, aunque fuera inútil y a
posteriori, los dos bandos de nuestra última guerra civil, igualmente fanáticos,
quisieron asesinarme.) Yo no tengo ahora ni la menor idea de esa carta referida por
Assía. Quizá la guarde, copiada, entre mis viejos papeles. Recuerdo, en cambio, que
escribí una parecida a otro periodista y amigo mío, Massip, que entonces también
estaba en Londres. Dado que ambos se conocían e incluso trabajaban, me parece, en
las mismas oficinas de la United Press, sospecho que la carta de la que habla Assía se
la pudo haber leído Massip.
Es curioso: alrededor de la mesa, todos coincidimos en que los valores de lo que
ahora denominan Occidente —y que ya parece uno de esos trucos que Estelrich
(Joan) se inventa (Humanismo, Kierkegaard, Cultura, etc.) para ir viviendo
alegremente y armar todo el jolgorio posible— están en crisis. Todos abominan del
socialismo, el comunismo, el fascismo, etc., en nombre de un liberalismo que
también todos reconocemos que no tiene remedio, porque se ha desgastado y se
acaba. ¿Cómo y con qué podrá defenderse, pues, lo que queda de Europa…?
Europa se parece extrañamente a esta mesa de Lhardy. Muy pronto ya no será
más que un nombre, un recuerdo; y el liberalismo de los comensales, la pesadumbre

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de unos cuantos hombres caducos, viejos, que han perdido toda posibilidad de
defender sus ideales pretéritos —ya tienen bastante con defenderse a sí mismos, en
medio de un mundo que no deja de consumirse de forma tan temible como
incalculable.

20 de junio de 1950

UNA LUCHA RELIGIOSA EN PLENO SIGLO XX.— Hoy mi amigo Ventosa me ha


entregado en el Ritz el texto del libro que ha escrito y que mi editorial publicará.
Quería titularlo Problemas de nuestros días, pero yo le he propuesto —al ser el libro
muy breve— que lo titulase Breviario de problemas contemporáneos. Será, en efecto,
casi un libro de bolsillo. A él le ha gustado mucho el nuevo título y lo ha aceptado.
Es una pequeña obra llena de sentido común, que efectúa una crítica casera de los
enormes trastornos de nuestro tiempo y, de forma indirecta, del régimen español
imperante. Utilizando al Papa como escudo y a Stalin como cabeza de turco, Ventosa
señala muchas taras evidentes de la improvisación franquista en el ámbito político y,
sobre todo, en el económico. Dice o deja entrever muchas cosas razonables, que son
las mismas de las que la mayoría de los burgueses españoles se queja cuando habla de
ello en privado y sinceramente.
El punto flaco del libro es la parte constructiva. A la avalancha creciente del
colectivismo en Europa, tanto comunista como socialista, con la que los partidos de la
democracia cristiana e incluso los conservadores no tienen más remedio que
contemporizar, Ventosa opone sólo la vaga aspiración del regreso a un liberalismo
bien entendido, ecléctico, de simple sentido común, pero que, prácticamente, no hay
por dónde cogerlo, naufragado como se halla en medio del gran temporal. Y, como
Ventosa en cierto modo se da cuenta de que la terrible lucha actual es un feroz
combate entre dos concepciones opuestas de la vida y del mundo —y, por lo tanto,
superior a toda política oportunista y a toda práctica económica—, su atribulado
liberalismo se ve apuntalado por la doctrina cristiana y, principalmente, por la
católica, por la política del Vaticano.
En el fondo, sin embargo, esa postura no es más que otra forma de oportunismo.
Así como la Lliga Regionalista, y en general el conservadurismo catalán —que creó
al catalanismo—, se echó atrás precisamente cuando llegó el momento de poner toda
la carne en el asador y, abandonando sus ideales, corrió a pedir ayuda a la espada de
Franco para salvar sus intereses; lo mismo ocurre ahora, cuando, ante el peligro
creciente del marxismo —y viendo que para oponerse a él con eficacia es necesario
otro tipo de fe, una fe ciega, de la que el conservadurismo occidental carece—, corre
también a refugiarse bajo la Iglesia católica y a tomarle prestada la fe, para defender
así sus pesetas.
Ese es, para mí, el gran error. Una fe no se puede fingir ni tomar prestada. La

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diferencia radical entre el comunismo y quienes lo temen es que por parte de los
marxistas existen una credulidad de fanático y una disposición absoluta a jugarse la
vida por un ideal, mientras que, por parte de los católicos-protestantes-democráticos-
capitalistas, etc., existe sólo un embrollo espantoso, en el que lo único claro es que
cada uno mira por sí mismo, nadando y guardando la ropa, aunque sus compañeros se
ahoguen. Ante el peligro evidente, a Ventosa y a quienes piensan como él, el Papa y
la Iglesia les sirven de mingo para sus carambolas personales, que pretenden,
exactamente como pensaron durante la Guerra Civil, beneficiarse de Franco y de la
Falange. Pero la cosa les salió —y ahora también les saldrá— bastante mal, porque
todos esos cálculos son demasiado pequeños ante la innegable grandeza de los
acontecimientos.
Más que una lucha normal, aunque sea a gran escala, lo que presenciamos es
quizá una especie de guerra de religiones en pleno siglo XX. La Iglesia católica, la
más refinada y experta de todas las iglesias, parece haberlo intuido rápidamente, y
por eso se ha alzado de forma tan resuelta contra la expansión del comunismo y de la
URSS. Y la nueva «Iglesia» marxista, por su parte —con un instinto muy
significativo—, ha arremetido también enseguida contra su enemigo mortal: todas las
iglesias establecidas, satisfechas, conformistas y contemporizadoras, sobre todo la
católica.
En ese aspecto, el comunismo es consecuente con los principios de la Revolución
francesa —verdadera matriz explosiva, todavía no agotada, del mundo sociopolítico
moderno. Él es el heredero por vía directa de la filosofía racionalista del XVIII y de la
democracia burguesa del XIX. El comunismo también quiere écraser l’infâme. no
tanto la religión o el sentimiento religioso (esencias inaprensibles, de tan instintivas)
como el clericalismo, esto es, el poder terrenal religioso, el gobierno teocrático, el
opio del pueblo, según la célebre fórmula de Lenin. Quiere destruir ese espejismo
milenario que, mientras por una parte soi-disant consolaba a las masas proletarias y
las mantenía en su resignación —con la esperanza de otra vida fantástica, más justa y
mejor—, por otra se aliaba con los explotadores que disfrutaban exclusivamente de
todos los privilegios de esta vida terrenal, que es la única.
Por eso el catolicismo, ante el peligro, también ha empezado a efectuar y seguirá
efectuando un viraje nunca visto, y el Vaticano trata todo lo bien que puede a
protestantes y ortodoxos, y Pío XII —tan sólo cincuenta años después de Pío XI— se
ha vuelto decididamente liberal, al menos de boquilla y sin querer queriendo. Ya se
sabe que ahora defiende la libertad de credo, la libertad de prensa, la libertad política
y todo lo que haga falta… Y esos textos del Papa son los que utiliza como pretexto
Ventosa (que no cree en nada más que en sus negocios y en las situaciones que le
permitan hacer negocios aún mejores) para combatir cínicamente a Franco —que, por
su parte (¡así es la comedia humana!), se proclama a sí mismo el jefe más católico del
Estado más recatólico del mundo.
Todo esto huele a podrido, por nuestra parte, y quiero decir por parte del espectro

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demócrata y liberal. Y lo único que me parece que está claro, gane quien gane esta
contienda —y probablemente nadie lo hará de forma limpia y exclusiva—, es que
quienes la perderán, quienes ya la están perdiendo ahora mismo, son los capitalistas-
liberales como Ventosa. Ellos contribuyeron en todo lo que pudieron a la victoria de
Franco, y salieron perdiendo: con la república estaban mucho mejor, y todavía lo
habrían estado más si, en vez de combatirla hasta que cayó, hubieran sabido
consolidarla y orientarla. Ahora vuelven a contribuir en todo lo que pueden para
derrocar el comunismo y fortalecer lo que ellos llaman «la concepción cristiana del
mundo», según las normas de Roma, pensando en preservar así su propio bienestar
personal, sus grandes negocios, sus grandes empresas, sus grandes consejos de
administración, sus millones a porrillo. Pero el día —¡Dios sabe cuándo!— en que la
lucha actual llegue a su fin y en que toda la harina esté amasada, el pan que comerán
los hombres del mañana se parecerá un poco más al pan soñado por los comunistas, e
incluso al pan del Evangelio, que el que comemos hoy, y sobre todo que el que
comían exclusivamente los Ventosa de «los buenos tiempos».
Una de las afirmaciones más categóricas que él formula en su libro es que el
comunismo no puede triunfar. Lo dice muy claramente: «Es imposible que el
comunismo triunfe de modo permanente». Y basa su juicio en el hecho de que el
hombre, sometido definitivamente a una coacción estatal así, según Ventosa dejaría
de ser hombre.
Pero ¿es que las frases como ésa significan algo? En el mundo no hay nada que
haya triunfado de modo permanente. Y no hay una, sino muchas maneras de ser
hombre. Un romano de los primeros siglos de la era cristiana habría podido escribir
las mismas frases que ha escrito Ventosa y formular exactamente su mismo
pronóstico redondo ante el peligro del triunfo del cristianismo. Seguramente incluso
habría muchos que pensaban así en aquel entonces, y negaban la posibilidad de aquel
triunfo sencillamente porque a ellos les repugnaba de una forma que podríamos
considerar física. Y, no obstante, el cristianismo triunfó —aunque no triunfara «de
modo permanente», es decir, de manera absoluta y sin tener que transformarse
confundiéndose con el vencido, y por eso son tan radicalmente distintos en la práctica
el catolicismo y la doctrina de Cristo.
El quid, a mi entender, está en ver si el marxismo —en todas sus variadas formas
— es simplemente una teoría económico-política como cualquier otra, una de tantas,
o viene a ser un credo, una auténtica fe moderna, muy distinta de las antiguas, la más
adaptada a la época en que se ha producido; que es la del bienestar material y el
protagonismo de las masas. Si es lo primero, podemos estar tranquilos: el marxismo
pasará rápidamente, como todas las teorías, como todos los sistemas. Pero si es lo
otro —una especie de religión de nuestros días que tiene en Marx una especie de
profeta similar a Mahoma—, entonces estamos perdidos: quiero decir que el mundo,
se quiera o no, sufrirá un giro radical (ya lo está sufriendo) y la forma de sociedad
que nos moldeó a nosotros, los hombres de hoy en día, se hundirá sin remedio.

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Si el marxismo es la religión terrenal que, por fin, han sacado de sus entrañas los
desheredados, los que sufrían hambre y sed de justicia, cansados y decepcionados de
esperar en otra vida la compensación que secularmente les han ido predicando las
religiones con un más allá como pretexto —sobre todo la cristiana, y especialmente la
católica—, que no se preocupe más nuestro amigo Ventosa: el comunismo vencerá. Y
vencerá por la misma razón que en su momento hizo que el cristianismo venciera al
paganismo: porque era la religión nueva, la que correspondía a un cambio profundo y
misterioso de su tiempo, la religión de la fe viva, luchando contra la de la fe muerta.
Por eso, porque era la religión del mañana, el cristianismo naciente supo adaptarse a
un cúmulo de vicisitudes que, en vez de hundirlo, lo hacían crecer, y fue tour à tour
intransigente y contemporizador, fanático y flexible, compuesto por anatemas y por
bienaventuranzas, amoldándose felinamente a los hombres, a los lugares y a las
épocas; mientras el paganismo, esclerótico y fosilizado en fórmulas carentes de
espíritu, fue haciéndose añicos y descomponiéndose.
Hoy el comunismo universal aún se encuentra en pleno combate heroico, rodeado
de enemigos y roído por sus contradicciones internas, recién salido de las
catacumbas. Pero el peligro más grave que comporta para nosotros, si se trata
verdaderamente de una religión vital, consiste en la posibilidad de que, a medida que
se vaya consolidando y extendiendo, se adapte también y evolucione, y sufra herejías
y cismas, como ha ocurrido ya con el cristianismo. Si así fuese, la continuidad del
comunismo —no bajo una forma pasajera u otra, sino como fenómeno de una nueva
fe— no sería en absoluto un absurdo, que es lo que le parece a Ventosa. Sería el
síntoma innegable de una subversión en los valores humanos, la pérdida y el
naufragio de nuestro mundo: no algo monstruoso e imposible, sino, sencillamente, un
hecho parecido al que, con el tiempo, desterró para siempre al paganismo de Grecia y
de Roma.

6 de julio de 1950

TRES DEFINICIONES DE PAUL VALÉRY.— Diamante rarísimo, de luz blanca y pura,


luciendo sobre el fondo tenebroso de un estuche de nihilismo integral —como los
astros solitarios que brillan intensamente en las regiones más desérticas del cosmos.

Mago del intelecto puro, que fue pensamiento y sensibilidad en fórmulas de


poesía exactas y abstrusas, como las fórmulas matemáticas de Einstein.

Desintegración final de las esencias europeas clásicas, mediterráneas, nacidas en


Grecia y volatilizadas en Francia.
(Me he despertado de repente, a las tres de la madrugada, y, sin más, he
formulado a oscuras, dentro de la cama, estas tres definiciones que ahora transcribo
de memoria. Luego he vuelto a dormirme.)

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13 de octubre de 1950

EL HUNDIMIENTO DE CATALUÑA.— Revolviendo viejos papeles, salvados no sé


cómo de la pérdida integral de mi archivo y de mi biblioteca —que me fueron
robados a domicilio en 1936—, he encontrado el original de unas notas que me
parecen impresionantes. Las escribí en Barcelona, en plena república, y me sirvieron
de base para redactar un documento confidencial que el president Companys me
pidió poco antes de la catástrofe. Dicen así:
«España castellana y república democrática son cosas radicalmente
incompatibles.
»Lo son exactamente igual que monarquía absoluta y Cataluña libre.
»Y, al igual que Cataluña fue oprimida mientras hubo monarquía, tampoco la
España castellana parará hasta hacer que caiga la república democrática.

»La república es el mayor “timo” que los catalanes hemos hecho, en una especie
de venganza involuntaria, a la España castellana.
»Esta se encuentra tan mal dentro del régimen republicano como Cataluña se
encontraba dentro del que le impuso el absolutismo borbónico.
»Mientras dure la república, Castilla y la España castellanizada no harán nada
más de provecho. La discordia interna y la inquietud más insoportable se las comerán
vivas.
»Y he aquí el problema: la España castellana tiene, por tanto, un interés vital en
que eso acabe lo más pronto posible, pero el interés de Cataluña es que no acabe
nunca.
»Desgraciadamente para Cataluña, se acabará, más tarde o más temprano.

»El drama de nuestros días, para nosotros, los catalanes, es éste: ¿durará lo
bastante la república en España como para permitirnos afrontar con éxito su
irremediable caída? ¿Tendremos tiempo de fortalecernos y organizarnos antes de que
se venga abajo, y de hacerlo en la medida suficiente para que cuando llegue el
inevitable derrumbamiento no se derrumben también nuestras libertades?
»Todo depende de nosotros mismos.

»Cataluña es pequeña y débil ante la España castellanizada. Por eso hemos


tardado siglos en poder hacer que se vuelvan las tornas y levantarnos de nuestro
abatimiento.
»Castilla y la España castellanizada, frente a Cataluña, son muy grandes y fuertes.
En poco tiempo serán capaces de librarse del actual régimen, catastrófico para ellas,
que nosotros les hemos “endosado”.

»Si no fuera por Cataluña, en España la Segunda República ya estaría por los
suelos.

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»Lo único que impide el golpe de Estado y la reacción antidemocrática y
anticatalana es la incógnita de Cataluña, el miedo a su actitud. En pocas palabras:
ahora que Cataluña ya tiene Gobierno propio, asusta un levantamiento de nuestra
tierra, una revuelta cruenta, quizá una posible —pero nada probable— guerra de
secesión.

»Los dos factores esenciales para Cataluña son, pues, éstos: fortalecerse todo lo
que pueda y fortalecerse deprisa. «Si Cataluña no se vuelve fuerte, está perdida:
cuando se fortalezca Castilla —y ya lo está haciendo cada día—, Cataluña será
fatalmente pisoteada.
»Si Cataluña se fortalece, pero lo hace con demasiada lentitud, llegará tarde: el
régimen actual, favorable a su resurgimiento, se hará añicos antes de que ella esté
recuperada del todo —lo bastante recuperada como para inspirar temor a quien ose
tocarla.

»En todo el mundo la unión hace la fuerza. En Cataluña la unión sagrada es la


única fuerza posible.
»Sólo con la unión de todos los catalanes el fortalecimiento de Cataluña será lo
bastante rápido y robusto para poder plantar cara a las contingencias adversas que
fatalmente se avecinan.
»Es algo tan precario que incluso la unión sagrada de los catalanes, en bloque, no
garantiza en absoluto que Cataluña triunfe.
»¿Qué pasará si se divide?

»Ya está dividida. Nos peleamos como tontos y entablamos enemistades como
perfectos imbéciles.
»Algunos de nosotros ya hemos empezado a buscar ayuda en Castilla contra sus
enemigos del interior de Cataluña.
»Si seguimos así, será cuestión de poco tiempo. En la España castellana y
castellanizada todo trabaja en nuestra contra. Y, si nosotros también nos ponemos a
trabajar en contra de Cataluña, la partida durará muy pocas rondas.

»Resumen:
»Si yo gobernara en Cataluña, ahora mismo, lo sacrificaría todo, absolutamente
todo, por la unión de los catalanes.
»No es que ésta sea una labor indispensable: es la ÚNICA.»

(El original de esta copia, hecha hace dieciséis o diecisiete años después de haber
sido enviada mi nota confidencial al president Companys, se encuentra en mi actual
archivo.)

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23 de noviembre de 1950

¿QUÉ ES EL TENORIO DE ZORRILLA?— El noventa por ciento de los españoles de la


actualidad (y quizá de todos los tiempos) robarían sin escrúpulos si no existiera el
peligro de ser encarcelado. También les gustaría, sin el menor remordimiento,
desflorar vírgenes y disfrutar de rosas femeninas a tutiplén, si no fuera por las
peligrosas espinas que las protegen. Asesinarían sin piedad a todo el mundo que les
molestara, si sus enemigos no fueran capaces de convertirse, a su vez, en asesinos. Y
se jugarían cada día su patrimonio, en un sorteo o en lo que fuese, si las cartas o la
lotería no fallaran. Lo que impide, pues, que la inmensa mayoría de los españoles
sean unos perfectos amorales no es un mecanismo interior, una autocoacción, sino
simplemente un freno externo, el miedo a la sociedad en la que viven, más fuerte que
ellos.
Lo que pasaría en España si la coacción social no existiera es algo que muestra
elocuentísimamente la figura de «don Juan Tenorio». Este personaje mitológico, el
más popular en España —mucho más que el Cid o el Quijote—, es precisamente una
legendaria excepción a la regla que la sociedad impone al individuo. Es sencillamente
—sobre todo en la interpretación que de él ha dado Zorrilla, tan simplista y clara que
llega hasta las propias entrañas del pueblo— un ejemplar humano impresionante.
Vulgarísimo e inculto, pero rebosante de personalidad, como el noventa por ciento de
los españoles, incluso los que tienen dinero y carrera, es un tío que ha descubierto la
cuadratura del círculo o la piedra filosofal; es decir, la manera de poder cometer
impunemente todas las barbaridades que constituyen el íntimo ideal del Homo
ibericus.
Es más: en realidad el Tenorio no ha descubierto nada, porque todo
descubrimiento supondría un mérito, una capacidad, una inteligencia que le faltan, y
el personaje de Zorrilla es, de pies a cabeza, un hombre sin una sola brizna de
verdadero espíritu. Lo que ocurre en aquel drama simplista es que, si Tenorio se
acerca a una mujer —vieja o joven, humilde o altiva, virgen o experta en amores—,
la mujer siempre se enamora de él, resiste más o menos (más bien menos que más) y,
fatalmente, termina por rendirse en sus brazos. Si tiene cuentas pendientes con la
justicia, Tenorio la corrompe o la burla, pero nunca cae en sus redes. Si llega a
desafiar a un rival o enemigo, éste ya puede darse por muerto o gravemente herido,
antes siquiera de que las armas lleguen a enfrentarse. Si juega, siempre gana. Si mata,
nunca le matan. Uno es incapaz de ver cómo es posible suerte tan inmensa, potra tan
descomunal. Lo cierto es que Tenorio no triunfa por méritos propios o cualidades
personales, sino simplemente por una loca fortuna. Es un tipo de héroe que todo el
mundo podría ser. Bastaría con que, a uno cualquiera de nosotros, la suerte le
impulsase de tal manera que, puesto a dar rienda suelta a todos sus instintos, no le
fallase ni uno. ¿Acaso hay algo más grande y, a la vez, gratuito? ¿Acaso algo más
envidiable y vulgarmente asequible? Por eso Tenorio es un héroe tan popular.

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Pero la cosa llega todavía mucho más lejos. Ese burlador excepcional de todas las
leyes humanas tiene en perspectiva un problema muy grave: ¿cómo se las arreglará,
finalmente, para huir también de la ley divina? Ese hombre nunca visto, ese hombre
que siempre ha ganado, cuando tenga que rendir cuentas más allá de la vida, tendrá
que perder a la fuerza. Con sus iguales, hombres y mujeres, ha podido jugar a placer,
engañándolos siempre, pero ¿cómo se las arreglará para engañar a Dios?
Y he aquí el prodigio. El Tenorio de Zorrilla ya está muerto, o está agonizando,
malherido por el capitán Centellas. Está en el cementerio, rendido, desesperado,
impenitente como siempre, pero ya sin fuerzas y acorralado por sus innumerables
víctimas, que salen de sus tumbas para llevárselo al infierno. Todo está perdido: por
fin Tenorio sabrá lo que es la justicia divina. Pero justo en ese instante crítico, cuando
sólo le queda «el último grano / en el reloj de su vida», Tenorio sufre un arrebato
genial —el único verdaderamente extraordinario en su vulgar y monótona vida.
Recordando, de repente, haber oído decir que:

«un punto de contricción


da a un alma la salvación»,

se le ocurre exclamar súbitamente, de perdidos al río:

«¡Yo, santo Dios, creo en ti!»

Y esa declaración in extremis, tan sospechosa, tan insincera, tan oportunista, que
hiede a falsa jugada suprema de jugador vencido, basta para dar la vuelta, en un abrir
y cerrar de ojos —como quien da la vuelta a un calcetín—, a su negra historia;
trastornar el orden de la justicia universal; dar gato por liebre; dejar traspuestas y
burladas, una vez más, a sus víctimas, engañar al mismísimo Dios y entrar
tranquilamente en el cielo. Las leyes divinas acaban por quedar tan mal como las
humanas. Es incomprensible, es repugnante, es profundamente inmoral, pero… ¡es
así! Y el noventa por ciento de los españoles, rebosantes de admiración, estallan
entusiasmados: «¡Vaya un tío!»
El Tenorio de Zorrilla es la pintura más directa y primaria, más clara y sencilla,
más genialmente popular que jamás se haya hecho de la mentalidad católico-española
contemporánea.

24 de noviembre de 1950

MÁS SOBRE EL TENORIO ZORRILLESCO.— La moral católico-española no depende


de la conciencia (auto coacción profunda), sino de la presión externa, sanción

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colectiva o social. Lo que mantiene en un plano relativamente moral al español
contemporáneo no es la noción íntima de un deber, sino el miedo a un castigo.
Por eso es posible en España una popularidad como la del héroe de Zorrilla. Si las
acciones humanas no son buenas o malas en virtud de un imperativo arraigado en la
propia conciencia, sino únicamente porque hay un poder externo que castiga al
infractor, si ese poder falla o si es posible burlarlo, el mal queda libre. Pero una moral
así —que no se basa en la conciencia personal, sino en una coacción externa— no es
una verdadera moral: es una policía. Y el burlador de la policía, desde que la policía
existe en el mundo, siempre ha sido un personaje simpático para la mayoría. Por eso
el Tenorio es en España el simpático integral, porque se burla de todas las policías,
humanas y divinas.
Precisamente por esas razones, el drama aquí más popular es irrepresentable fuera
de España y de la América española. No solamente a un público refinado les
parecerían pueriles y sin sentido alguno las hazañas del personaje zorrillesco, sino
que un protestante inglés, alemán, suizo o nórdico —e incluso un católico francés o
belga— se irritarían profundamente y exclamarían con indignación al final de la obra:
«¡Pero eso es imposible, es absurdo…!».

Por otra parte, literariamente hablando, ¿quién sería capaz de traducir a un idioma
culto la poesía de Zorrilla? Por ejemplo, estrofas como ésta:

«Con quien quise me batí,


a quien quise provoqué,
y nunca consideré que
pudo matarme a mí
aquel a quien yo maté».

Es una música primaria, de banda militar, hecha a base de cinco vocales limpias y
crudas, siempre iguales, como el do-mi-sol-do. Todo el Tenorio zorrillesco —fruto
del puro instinto, como una estampa de Épinal— es así de seco, de áridamente
sonoro, y está absolutamente falto de aura, de esa atmósfera densa y húmeda, de esa
profunda perspectiva, de la matización y la gradación propias del lirismo grande y
verdadero. Las arpas y los oboes, los violines y los chelos, los cuernos y flautas de
Shakespeare, de Racine, de Schiller, del propio Calderón en La vida es sueño, en el
Tenorio de Zorrilla son sólo ingenuas y localísimas guitarras y bandurrias.

25 de noviembre de 1950

TODAVÍA EL TENORIO.— ¡Qué obra teatral tan interesante podría hacerse siguiendo
con el Tenorio de Zorrilla allí donde él lo da por terminado!

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Imaginemos que la escena representa el cielo católico. La Santísima Trinidad,
rodeada de ángeles y arcángeles, presidiendo la beatitud de los bienaventurados. A la
derecha de las tres divinales figuras, sólo un poco por debajo de ellas, la Virgen y
Madre del Salvador. Más abajo, San Pedro y San Pablo, las dos columnas de la
Iglesia. Luego la estrella imponente de los Santos Padres: San Agustín, San Jerónimo,
San Buenaventura, San Benedicto, San Gregorio. Luego los grandes teólogos, desde
Nicea hasta Trento, presididos por Santo Tomás de Aquino. Los santos de mayor
renombre: San Francisco, con aspecto distraído y embelesado, Santa Teresa de Ávila,
risueña y laboriosa, San Ignacio, como un capitán marimandón, etc., etc. Y la
inmensa multitud de los dichosos, la base de la Iglesia triunfante.
No hace falta decir qué escenas y diálogos podrían armarse.
He aquí sólo el final. Un gran toque de trompetas de oro, en medio de un gran
resplandor, anuncia la entrada en la Gloria de un importante recién llegado. Todos
miran hacia la Puerta. Y el susto inextinguible de la corte celestial, los gritos de las
once mil vírgenes, huyendo despavoridas por todas partes —al ver comparecer al
Tenorio, con esa pinta de fachenda que le dio Zorrilla, caminando sobre sus talones y
avanzando del brazo de doña Inés, vestida de novicia…
Un tema digno de Bernard Shaw… ¡que precisamente durante estos días acaba de
irse al infierno!

28 de noviembre de 1950

DEFINICIÓN DEL HOMBRE.— La más sencilla y generalizada de las definiciones que


se han dado del hombre es quizá la que dice: un animal racional.
Pero ¿qué significa «racional»? ¿Que está dotado de razón, que razona, o que
goza de un gran sentido de la realidad, que tiene «los pies en el suelo»?
Si significa lo primero, la definición es justa; si significa lo segundo, es
radicalmente inexacta.
Para mucha gente, razón y realidad son una misma cosa. Pero si lo pensamos bien
son dos polos independientes, separados del todo, que igual pueden encontrarse
juntos como oponerse.
La razón es una facultad discursiva, que actúa indistintamente sobre la realidad y
sobre la quimera. Es una mecánica del intelecto, una actividad interior que no
presupone necesariamente la realidad del objeto sobre el que se ejerce. Por eso la
historia de la cultura está llena de razonamientos perfectos que no responden a
realidad alguna. La inmensa mayoría de las obras de la literatura humana —en el
sentido más dilatado del término literatura— son puramente subjetivas, es decir,
tratan de cosas no reales, que nadie ha visto ni tocado, ni verá ni tocará, cuya única
realidad es la de estar o haber estado contenidas en conciencias humanas, sin la más
pequeña ni remota equivalencia fuera de ellas. El mundo físico es lo que llamamos

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propiamente realidad, para diferenciarlo del mundo de los sueños.
Pero si examinamos el contenido y el volumen de los sueños humanos, de todo lo
que hormiguea día y noche en las conciencias, y lo comparamos con el volumen y el
contenido de la realidad exterior, y de lo que el hombre ha llegado a saber de ella,
comprobaremos que el mundo de lo irreal o fantástico es incomparablemente
superior, en cantidad o en calidad, al mundo de las cosas que pesan, que se ven y se
miden.
Es cierto que el hombre es, pues, un animal racional; pero hay que añadir que su
extraordinaria capacidad de raciocinio es algo que aplica mucho más a sus propias
fantasmagorías que a la realidad, y da a los sueños nacidos de su razón, condenados a
no poder salir ni diferenciarse nunca de ella, una importancia incomparablemente
superior a la que otorga a las cosas externas. El verdadero cosmos, para el hombre, es
el que lleva dentro. Aunque tenga los ojos abiertos y se mueva dentro del mundo
concreto de las realidades corpóreas, sólo sabe ir a tientas, perdiéndose a cada paso,
confundiendo lo que ve con lo que siente y piensa, cayendo en tantos errores y rodeos
absurdos que haría reír a un ser mejor dotado para vivir en un medio semejante. Y a
la vez que vaga así, desorientado, cabalga y trota por su propio mundo interior con
una fuga, una intrepidez y un arrebato que maravillan, demostrando así que ese
mundo extraño e irreal de los sueños es el que más le corresponde. Por eso el
conocimiento y la exploración de la Tierra y el Cielo, la explotación intensiva y
razonada de la Naturaleza, la organización del bienestar individual y colectivo, han
avanzado y avanzan todavía a duras penas; y mientras tanto, en el mundo exterior y
fantástico de las religiones, las morales, las metafísicas, los credos, los derechos, las
fórmulas políticas, las teorías de gobierno, se han visto tantas monstruosidades y se
han llevado a cabo tantas orgías.
El hombre, por lo tanto, es racional sólo en la medida en que es el único animal
completamente dominado por su propia imaginación, y el que hace más caso a lo que
sueña y cree que a lo que ve y toca. ¡Credo quia absurdum! ha sido siempre el lema
característico de la humanidad. Y en ese poder de la imaginación que la domina yace
el secreto de su extraña grandeza y, a la vez, de su incurable miseria.
¿Es posible un cambio radical en la naturaleza humana?
La historia de las revoluciones muestra las innumerables tentativas del hombre
para vencer a algunos de los monstruos creados por su propia imaginación, que
siempre viven del tormento y la miseria colectiva, chupando la sangre de los pobres y
los desheredados. Esas tentativas de liberación a veces triunfan y otras resultan
estériles, pero siempre se llevan a cabo en nombre de algunas de las realidades que
podrían convertir la vida de la humanidad en algo más bello y dulce, más justo. Pero
en todas las ocasiones, sobre las ruinas de la monstruosa quimera vencida, la
imaginación humana vuelve a levantar otro ídolo y a divinizarlo…

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30 de noviembre de 1950

LA MUERTE CIVIL DE LA ESPAÑA CONTEMPORÁNEA.— La sentencia quedó firmada el


día que a Miguel Primo de Rivera, dictador afable, se le ocurrió acabar con las
crónicas guerras de Marruecos mediante un desembarco en Alhucemas y un ataque
exitoso contra Abd-el-Krim.
El Marruecos español no era lo que parecía. Aquella estrecha franja del Rif y del
litoral marroquí que el reparto colonial africano había abandonado a la incuria y la
miseria españolas, como las migajas de un festín dadas al mendigo, no era una triste
colonia: era una válvula de seguridad. Una válvula de seguridad inapreciable, sobre
todo para la vida civil de este país. Es muy cierto que parecía, e incluso constituía
realmente, una herida abierta en el flanco mismo de España. Pero, como ocurre con
tantas otras heridas humanas, en definitiva era mucho menor el daño que hacía que el
que impedía hacer: lanzando el propio pus fuera de la península, nos libraba de la
pestilencia que, encerrada dentro, habría acabado fatalmente en gangrena. ¡Ya se vio
muy claramente después, y aún se ve!
Esa pestilencia incurable es el militarismo castizo español, la profesión de la
milicia convertida en casta. Es un mal que viene de muy lejos, del fondo de los siglos,
de los tiempos casi fabulosos de la Reconquista —y que tiene sus raíces en tierras de
Castilla, pobres, tristes, áridas y hambrientas, donde la vida no ha sido ni ha podido
ser más que un impulso vertical de salvación hacia el cielo u otro horizontal de rapiña
y conquista (véase nota del 13-V-49). El impulso vertical ha producido a los santos y
místicos españoles; el horizontal, a los guerreros y conquistadores. Dos productos
típicos y esenciales: los verdaderos exponentes de la España castellanizada, genuina,
los verdaderos «dueños» del país.
Pues bien: los santos quieren culto y procesiones, y no son cosas que
precisamente —¡Dios nos asista!— les falten en España. Pero los guerreros quieren
guerras, y ésa ya es una exigencia más difícil de satisfacer.
La fuerza de las Españas (toda la península menos Portugal) reunidas por los
Reyes Católicos, y forjadas durante ocho siglos ininterrumpidos de luchas sobre el
yunque sarraceno, fue algo joven, imponente y magnífico. El crisol ibérico nunca ha
tenido, y probablemente nunca vuelva a tener, un momento y unas posibilidades
como aquéllos. Los primeros encuentros con el exterior, en Italia, revelaron una
nueva energía que se preparaba para intervenir en Europa. Pero un conjunto de
imprevisibles azares acabó por mitigar el empuje ibérico, lo desvirtuó radicalmente y,
al final, hizo que se fuera por nuevos derroteros muy alejados del viejo continente. La
muerte de los dos grandes reyes, sin sucesión directa masculina y sin haber podido
completar y culminar la unión peninsular y el casual descubrimiento de América, lo
echó todo a perder.
Los Reyes Católicos fueron sustituidos por hombres y mentalidades foráneos,
mientras la parte más fervorosa de la energía hispánica se dispersaba hacia todos los

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Eldorados del Nuevo Mundo. América iba chupando toda la savia y a cambio sólo
enviaba tesoros materiales. Cuando los sucesores —que no continuadores— de los
Reyes Católicos quisieron usar la energía española para preservar sus intereses en el
corazón de Europa, de aquella fuerza joven ya sólo quedaban despojos. En menos de
un siglo, los pueblos españoles, desorientados y manipulados, fueron sacados a
golpes de casi todo el ficticio imperio que unos extranjeros les habían obligado a
conquistar en Europa, con la ayuda de aquellas fabulosas riquezas que, sin haber sido
ganadas por méritos propios sino obtenidas en una especie de rifa, procedían de
América. Los santos, con bastante prisa, volvieron a encerrarse en sus conventos, y
los guerreros y conquistadores se quedaron en la América española.
Aquello, para ellos, era Jauja. Los militares españoles —tanto los de antes como
los de hoy y de siempre— nunca han tenido nada que ver con un ejército popular y
nacional como los que hay en el resto del mundo desde la Revolución francesa. Los
militares españoles —los cuadros profesionales que les representan— son los
sucesores y continuadores directos de aquellos guerreros de la Reconquista, cuyo
prototipo fue el Cid, que constantemente armaban bulla por necesidad temperamental
absoluta y por ley económica inexorable —como el ave de presa, como el aguilucho.
Hijos de una tierra nobilísima, pero miserable, en la que el comercio, la industria y el
trabajo manual han sido siempre vistos con desprecio, como estamentos inferiores —
por no decir degradantes—, en la que la ciencia principal era la teología, y en la que
la agricultura, explotada en beneficio exclusivo del dueño de la tierra, se dejaba en
manos del pobre campesino, inculto y malcomido como un animalillo; los guerreros
castellanos, aquellos de los famosos tercios y de las expediciones a ultramar, como
los caballeros militares de la actualidad, son todos hidalgos o segundones, flor de las
estepas castellanas y castellanizadas, gente con muy poco dinero y todavía menos
ganas de trabajar, pero llena de honor y de delirios de grandeza: holgazanes de
nacimiento.
En las familias típicamente castellanas, o espiritualmente moldeadas según la
mentalidad de Castilla, todavía hoy el ideal es vivir sin hacer nada y con el mayor
rumbo posible. El noble adinerado es el perfecto ejemplar de varón. Y, cuando la
riqueza gratuita falla, las tres maneras de vivir según ese ideal son: la milicia, la
clerecía y la burocracia. Las tres cosas son a cuenta del Estado. Ingresando en
cualquiera de esos estamentos públicos se puede vivir no con el sudor de la frente
propia, sino con el de la del contribuyente—, el industrial, el comerciante, el
trabajador; toda la gente que es vista con desprecio, precisamente porque suda.
El descubrimiento, la conquista, el gobierno y la explotación de una parte del
mundo tan importante como América, para esos tres estamentos típicamente
castellanos, supuso —como iba diciendo— una auténtica Jauja. Para España, para la
madre patria —según dicen—, no lo fue tanto, pero fue también un acontecimiento
importantísimo —en el que no se ha reparado debidamente. Lo fue en el mismo
sentido que aquella herida de la que hablábamos antes, que es mejor que esté abierta

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y supurando que cerrada y con el pus por dentro. Si las castas militar, clerical y
burocrática —sobre todo las dos primeras, específicamente españolas, hijas de
aquella Reconquista única que duró ocho siglos— hubiesen tenido que quedarse
encerradas en España, habrían echado a perder el país y lo habrían podrido. América
fue la válvula de seguridad que lo salvó relativamente. Durante tres siglos largos, que
fueron de progresiva decadencia, los militares —conquistadores españoles —
parásitos por naturaleza— dejaron en paz a la madre patria porque podían
entretenerse y desahogarse en ultramar, no sólo en América, sino también en Asia y
Oceanía. Mientras duraron el ancien régime y la Jauja colonial, con audiencias,
capitanías y virreinatos, era un hecho militar, compartido únicamente con la Iglesia y
sus conventos, obispados y catedrales. Y así las colonias se iban desintegrando, la
monarquía española languideciendo, pero España vivía relativamente tranquila,
porque su extraño ejército campaba a sus anchas por tierras lejanas y no había que
sufrirlo en carnes propias: el país se libraba, pero el precio que pagaba por ello, con
resignación, eran los destrozos que sus santos y guerreros iban llevando a cabo al otro
lado del océano.
La Revolución francesa y la invasión napoleónica cambiaron todo eso. Las
colonias, corruptas y maltratadas, se rebelaron y se separaron de España una tras otra.
El ejército español, disperso en ultramar, fue hecho trizas, y sus maltrechos restos
volvieron a la madre patria, tanto si querían como si no. Entonces —hay que
precisarlo bien— se inició un fenómeno nuevo en la vida española. Aquella milicia
vencida y expulsada de las colonias, de las que ya no podía vivir, al encontrarse sin
trabajo y encerrada en España, inmediatamente metió la nariz en la vida pública.
Vuelvo a insistir en que es un fenómeno muy importante: todos los alborotos y
revoluciones políticas del siglo XIX tuvieron como instigadores y protagonistas a
militares españoles. Desde Riego hasta Martínez Campos —pasando por Diego de
León, Espartero, Narváez, O’Donnell, Zumalacárregui, Prim, Serrano, Pavía, etc.,
etc.—, la total efervescencia política del país durante la pasada centuria, tanto si era
de tendencia liberal como retrógrada, está siempre presidida, dirigida, dominada por
militares profesionales. Hasta las mayores innovaciones democráticas, las sociedades
secretas más avanzadas y los logros más osados son algo que nunca ha podido hacer
suyo o implantar exclusivamente el elemento civil: siempre se tuvo que amparar en la
protección de una espada. ¡Cosa curiosa, cosa extraña, cosa reveladora!
La Restauración canovista fue una especie de oasis casi inexplicable, durante el
que se produjo un aparente dominio del elemento civil. Pero los hombres que hoy
somos viejos aún recordamos cómo acabó aquel extraordinario espejismo: con el
asesinato de Cánovas y la pérdida de las últimas colonias. Se perdieron exactamente
por las mismas razones por las que se habían perdido las demás: la incuria civil, la
explotación militar y el embrutecimiento religioso habían hecho la vida imposible a
los colonialistas. Hasta que, por fin, explotaron, y, alzándose en guerras de
emancipación, consiguieron librarse de España —como afortunadamente se había

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librado Portugal, como se libraría Cataluña si encontrase el modo y las circunstancias
propicios. Todos los generales españoles decimonónicos famosos —es decir,
conocidos sólo en España (sin contar a Prim)— fueron enviados sucesivamente a
defender las últimas colonias; y todos volvieron, naturalmente, echándose las manos
a la cabeza, aunque algunos trajeran también los bolsillos bien llenos. Nunca fue
enviado allí, con plenos poderes, un hombre civil, un político experto, y eso que no es
que faltaran precisamente, porque los había clarividentes y con una honradez a
prueba de bombas. Pero esos políticos —Pi i Margall, catalán, Antoni Maura,
mallorquín— tenían que contentarse viendo cómo los militares y los obispos eran los
árbitros de las colonias y lanzando lastimeros discursos y negras profecías en el
Parlamento. Y, en efecto, los santos y los guerreros tradicionales, los militares y los
curas, perdieron vergonzosamente las últimas colonias. Había una extraña fuerza
atávica —el famoso trípode formado por el Trono, la Espada y el Altar (véase 25-V-
1946)— que no dejaba hacer lo que debía hacerse, y en cambio continuaba
imponiendo el trato colonial secularmente catastrófico. Cuba y Filipinas se
independizaron y España quedó totalmente desnuda, sólo con la piel y los huesos.
Eso ocurría —hay que tenerlo en cuenta— a finales del siglo XIX (1898). Y acto
seguido, como por arte del diablo, a principios del XX volvía a encenderse la «Guerra
de África». Pero ya no era aquella Guerra de África pasada, rápida, heroica,
pintoresca, de Pedro A. de Alarcón y Marià Fortuny, producida desde fuera; sino una
guerra extraña, misteriosa y antipática, una guerra sorda y larvada, que parecía surgir,
más que del enemigo marroquí, de la infección de una entraña propia, de un virus
oculto en casa. Era, en pocas palabras, la apertura de una nueva herida crónica, como
lo había sido la de América, justo cuando ésta acababa de ser cauterizada tan
trágicamente.
La explicación de este misterio es muy sencilla. El ejército español, ese extraño
ejército que nunca había sido un instrumento técnico de defensa del país, sino una
casta militar enquistada en la médula hispana, necesitaba, una vez perdidas las
últimas colonias, un nuevo territorio en el que seguir haciendo de las suyas. Y, al no
encontrar ninguno mejor, se había establecido al otro lado del estrecho de Gibraltar,
en el Marruecos español —a las puertas de casa, por decirlo así.
Enseguida se advirtió la reaparición del viejo mal: la guerra, en el Marruecos
español, tendía a hacerse inacabable, crónica. En vano los partidos políticos
gobernantes intentaban atajar aquel desangramiento, cerrar la herida de una vez por
todas. Una fuerza más poderosa que la voluntad del país —la casta militar en
connivencia con la realeza— acababa siempre por imponerse, y las explosiones
marroquíes seguían produciéndose periódicamente.
La herida abierta y supurante en el flanco de España se volvía endémica. Y, como
estaba tan cerca y dolía tanto, toda la vida civil se resentía. El extraño ejército, ahora
estableciéndose y actuando tan cerca, no sólo se dedicaba a pudrir a la colonia o
protectorado, sino que también pudría a España. Los gobernantes civiles se veían

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cada vez más influidos y desbordados por los poderes militares clandestinos. En
plena Primera Guerra Mundial aparecieron en el seno del ejército las famosas Juntas
de Defensa, organizaciones plenamente subversivas del régimen civil,
prefiguraciones perfectas de las dictaduras militares que acabarían por derrocarlo.
Hasta que llegó el vergonzoso desastre del Annual, que dejó al ejército y a la realeza
en evidencia, bajo el peso de unas responsabilidades inequívocas, abrumadoras, que
tuvieron que ser descubiertas gracias a la apertura del célebre Expediente Picasso.
Momento decisivo: ser o no ser. El estamento civil, la democracia española en
pleno, tendrían que haberse jugado entonces el todo por el todo, con tal de arrojar luz
sobre el asunto y de que se hiciese justicia. Faltó un Cánovas. La burguesía, como
siempre, se hizo el sueco; y la izquierda hizo el burro. La democracia, tan raquítica,
tan débil y debilitada, no supo luchar. Nunca pudo aclararse cuál era el contenido del
Expediente Picasso —pues, precisamente para evitar que se supiese, los militares y la
realeza hicieron surgir la dictadura de Primo de Rivera. La historia constitucional de
España había terminado. Todo lo que vino después, empezando por la caída de la
monarquía, fue simple consecuencia de ello.
Entonces, durante aquella dictadura paternal y cómica, el dictador tuvo una
ocurrencia que pareció genial y que el país agradeció, podríamos decir que en masa:
la idea de acabar de una vez por todas con la herida marroquí. Primo de Rivera, muy
acertadamente, pactó con Francia, se puso de acuerdo con Pétain, y ambos
desembarcaron en Alhucemas, derrotaron a Abd-el-Krim y resolvieron así la
pesadilla que durante tantos años había parecido irremediable. España respiró
aliviada.
Había motivos para alegrarse. Pero un hombre lúcido, un buen conocedor de la
realidad del país, mientras todo el mundo estaba exultante podría haber exclamado:
«¡Ay, pobre España: qué mal negocio has hecho…!». Expulsado de Europa,
expulsado de América y de Asia, y ahora finalmente agotada en África su última
fuente de «ingresos», el ejército español estaba fatalmente destinado a establecerse en
la propia madre patria y a hacerla suya. La válvula de seguridad que había protegido
al país de la voracidad inmediata de su extraño ejército durante varios siglos acababa
de ser alegremente suprimida. El pus militar, encerrado por fuerza en casa, infectaría
el cuerpo nacional. La endeble vida civil española, ya arruinada por el golpe de la
primera dictadura, estalla condenada a muerte.
La última oportunidad une se le ofreció para recuperarse in extremis fue la
Segunda República. Pero para ésta, inhibida y desertora de la burguesía —como
siempre— y puesta en manos de las groseras izquierdas, el levantamiento militar de
1936 supuso el cumplimiento inexorable de aquella fácil profecía que podría haberse
formulado el día del desembarco en Alhucemas. El ejército español, sin contar ya con
quien lo mantuviera fuera de casa, ocupaba definitivamente su propio país. Como si
obedeciera a una afinidad y a una mutua atracción irresistibles —porque son poderes
que secularmente han actuado juntos en la historia de España—, el triunfo de la casta

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militar sobre el estamento civil ha provocado una imposición paralela de la casta
clerical.
El famoso trípode —el Trono, la Espada y el Altar— sobre el que descansa toda
la precaria edificación política española desde que fue derribado el ancien régime se
ha venido abajo. Sólo siguen presentes en un equilibro inverosímil, que a la larga
tiene que ser por fuerza catastrófico, la Espada y el Altar. Y ahora la Espada es el
enemigo más fuerte y tozudo que tiene la monarquía exiliada. Al Altar sólo le
interesa su propio bien, como siempre, y se aprovecha de una situación de privilegio.
Y la una y el otro triunfan, exultantes, y aplastan a su enemigo como si un sistema tan
sencillo tuviera que durar siempre. Aquí los guerreros y santos de Castilla, que casi
siempre fueron los dueños absolutos de España, ahora vuelven a disponer de ella
como nunca, omnímodamente. La vida civil ha sido arrasada por completo. ¿Cuánto
tiempo puede durar este estado de cosas? Nadie lo sabe. ¿Cuál será la salida?
También es difícil decirlo. Pero yo juraría que, tarde o temprano, esta situación
llevará a España a un verdadero cataclismo.
(Concordancias. Véanse notas 17-V-46; 18-V-46; 22-V-46; 25-V-46; 28-V-46;
20-VIII-47; 13-V-49.)

19 de diciembre de 1950

AFINIDADES.— Después de escribir la nota «Definición del hombre» (28-XI-50),


ha llegado a mis manos la tesis doctoral sobre Paul Valéry que Maurice Bémol, de
Clermont-Ferrand (donde creo que es profesor de liceo), leyó el año pasado en la
Sorbona. La había pedido yo en París y no habían conseguido encontrarla. Y ahora
me la ha dejado la biblioteca del Instituto Francés de Madrid (signatura: L. F. 3796).
Es un esfuerzo de sistematización quizá excesivo, pero tan útil —tratándose del
antisistemático por excelencia, Paul Valéry— que era prácticamente necesario. Es un
tesoro de referencias a la obra del poeta.
En las páginas 275-276, me encuentro con esto:
«La imaginación —dice Bémol, explicando el pensamiento de Valéry— es la
facultad de ser impresionado y modificado por el “pouvoir des choses absentes”.»
«C’est ce pouvoir —añade Bémol— qui fait sa force et sa misère [las del hombre],
qui lui fait prendre plus de soin des choses qu’il ne voit pas et qui n’existent pas, que
des choses réelles qui s’imposent à sa vue.» Los textos de los que Bémol saca estas
afirmaciones valéryanas proceden de Moralités, en Tel Quel, I, p. 128.
En la página 277:
Para Valéry el alma es otro de los ídolos humanos —convenciones, irrealidades,
falsedad— que más respeto obtienen. Pero según Valéry —dice Bémol— el alma no
es la sustancia, sino el accidente, es decir, un estado excepcional «comparable a la
tensión de la cuerda». «L’âme n’a lieu qu’au moment de cette tensión. L’âme

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événement» (Rhumbe, p. 24). Al igual que la libertad, el alma no sería sino un écart,
una «singularité de la conscience courante» oralité (Tel Quel, I, p. 90). «C’est la vie,
et non point la mort, qui divise l’âme du corps» (Choses tues, en Tel Quel, I, p. 60).
Y continúa Bémol:
«L’origine de cette entité (el alma) serait la croyance en l’“inutilité des moyens,
des sens, des corps, des mécanismes”. Aussi bien Valéry n’a-t-il qu’une estime assez
falible pour cette âme qui n’est en somme qu’une image plus transparente et plus
subtile de l’étre humain»… «Comme Vinci, Valéry ne semble pas concevoir que l’âme
puisse former un autre idéal que l’avoir d’un corps. C’est pourquoi il montre assez
de dédain pour les “gents à âmes”, pour les “amateurs d’âmes”, qu’il assimile au
Diable, alors qu’il veut se borner à être un amateur d’esprits.»
Me parece que existe una profunda afinidad entre el pensamiento de Valéry —que
faltaría completar y en el que habría que profundizar—, tal como lo expone Bémol, y
el que yo apunto sólo en la nota indicada.
(Véase también la de 25-XI-49: «La aberración fatal».)

29 de diciembre de 1950

GUERRA Y PAZ.— He recibido una carta de mi antiguo colaborador Felipe


Fernández Armesto («Augusto Assía») —a quien yo hice iniciar en La Vanguardia su
carrera periodística— felicitándome, desde Nueva York, la Navidad y el Año Nuevo.
De paso, me habla de la situación de Norteamérica. «Nunca olvido —me escribe—
que V. fue el primero que me avisó de que el giro que Inglaterra y América están
dando al mundo iba a acabar en un precipicio. Era una carta del año 46, que me
escribió a Londres» (véase «Una comida en Lhardy», de 27-V-50). Y a continuación
añade que «la ilusión del mundo americano, hecha de cromo y máquinas lavaplatos,
ha muerto ya para siempre, y lo único que esperan las gentes es que se les dé ocasión
de construir un mundo de cañones y espadas. Si les dan tiempo, éstos harán
indudablemente una nación militarista que eclipsará a la Alemania del Káiser…»
Esto último —pese a vivir yo tan lejos de los EE. UU. —me parece también algo
previsto y anotado por mí (véase «USA. 1917», de 13-VII-47).
Hoy he contestado a mi amigo Armesto. Creo que lo más interesante de mi carta
es lo siguiente:
«Me parece barruntar, mi querido Armesto, que no se siente V. tan a gusto en
Norteamérica como se sintió en Inglaterra. Si fuese así, lo comprendería yo
perfectamente. Aunque primos hermanos, esos pueblos no se parecen casi en nada. Y
el mundo anda tan mal, precisamente, por eso: porque los Estados Unidos son
incapaces de recoger la herencia de la dirección mundial, que han debido soltar los
empobrecidos y agotados británicos.
»A Norteamérica la esperan, creo yo, terribles desengaños, que repercutirán

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fatalmente sobre nosotros, los “occidentales” (¡qué palabra tan fea y anodina!). Pero
sólo a condición de saber pasar por esa escuela podrán elevarse los Estados Unidos, si
tienen talla suficiente, a la verdadera grandeza.
»¿Sabe V. lo que más me alarma de cuanto estamos viendo? Pues la ineptitud de
Norteamérica para “encajar” el desastre de Corea. Tanto en los pueblos como en los
individuos, es un mal síntoma el no saber perder. Y los yanquis están dando repetidas
muestras de que la derrota y hasta la simple contrariedad les nublan la vista. La
perdieron completamente en China, con Chiang Kai-shek, y aquí comenzó el
desastre. La perdieron otra vez, en julio pasado, cuando sin encomendarse a Dios ni
al diablo se metieron alegremente en Corea. (Recuerdo que aquellos días yo fui el
único español que se llevó las manos a la cabeza, previendo un desastre.) Siguieron
perdiendo el tino los norteamericanos cuando el Gobierno indio les advirtió
providencialmente, todavía a tiempo, de que convenía pararse y negociar. Y ahora la
tienen más perdida que nunca con esa idea fija de vengarse militarmente y aplastar,
tarde o temprano, a Rusia.
»Así, amigo Armesto, uno no acaba con la gente más inteligente que uno.
»La Primera Guerra Mundial, aquella que tenía que ser la dernière des guerres,
tras el triunfo del Derecho, la justicia, la Paz, la Fraternidad entre los pueblos, etc.,
etc., terminó con un formidable hecho inesperado, que nos dejó boquiabiertos a
todos: por primera vez en el mundo, el comunismo marxista, hasta entonces
perseguido y acorralado como cosa pestífera, se erigió en Estado Soberano. Nadie
había pensado en ello, pero ésta fue la máxima realidad resultante del conflicto,
mientras se desvanecían una tras otra todas sus quimeras.
»La Segunda Guerra Mundial se hizo y se ganó para acabar con el fascismo y el
nazismo. Pero una vez terminada, nos encontramos con que aquel Estado comunista,
erigido como por arte de magia en 1917, se las ha arreglado de tal manera,
maniobrando entre nazismo y democracia, que se ha comido la mitad de Europa y
ejerce en Asia su preponderancia. ¿No parece elemental preguntarse desde ahora
adónde podría llegar esa nueva y extraña fuerza invasora al término de una Tercera
Guerra Mundial mucho peor que las anteriores…?
»Cuando oigo decir que Rusia quiere la guerra, asiento, pero con un distingo
importante: sí, quiere que la hagan los demás. Porque guerra es putrefacción, y
ninguna hay tan favorable al gusano comunista como la putrefacción de la guerra.
»Que sea ella, Rusia, quien la desencadene —por lo menos en muchísimo tiempo
—, eso no lo creo ni lo he creído jamás. (En eso debo de ser también un español
único.) Rusia quiere tan sólo jugar y ganar, hasta donde sea posible. Y como hasta
hoy el juego le ha ido admirablemente, porque sus contrincantes son tan inhábiles y
hasta imbéciles que pierden todas las bazas, Rusia sigue jugando. Pero, en cuanto vea
que en alguna parte va a perder, abandona o aplaza el juego inmediatamente.
»Por lo tanto, a mi juicio lo que importa no es tirar los naipes al suelo, derribar la
mesa y sacar a relucir los cuchillos, como creen muchos en los Estados Unidos, sino

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tener paciencia, reconocer los propios yerros, encajar filosóficamente las pérdidas,
mejorar el juego, ir aprendiendo a llevarlo y no cejar hasta trocar las tornas y
convertirse en ganancioso. Y no hay más: todo lo restante, y en especial abandonar la
partida y liarse a mamporros, es hacer el juego del temible adversario.
»Lo trágico de nuestra actual situación —quiero decir la de este mundo
“occidental” que amamos entrañablemente y al cual pertenecemos— es que hemos
perdido o se nos ha agotado aquella gran escuela de jugadores que en los pasados
siglos hicieron de Europa la dueña del mundo. Y a esos inocentes y engreídos
norteamericanos, que se dicen sucesores nuestros, no hay todavía por dónde cogerlos.
Un Maquiavelo de arrabal europeo, de los buenos tiempos, se los hubiera paseado a
todos. Por eso los rusos les pueden tan lamentablemente.
»Y si esto no se rectifica pronto, como Rusia no se hunda por dentro —¡vaya V. a
saber!—, poco bueno podemos ya esperar de los “occidentales”.»
(El original íntegro de la carta está en mi carpeta de correspondencia de 1950.)

30 de diciembre de 1950

¡FELIZ AÑO NUEVO, MR. MASSIP!— También he recibido un christmas de Josep M.


Massip, deseándome felices fiestas, y le he contestado afectuosamente, a Washington,
donde se ha trasladado desde Nueva York, seguramente porque cada día está más
ligado a Lequerica (José Félix) y al régimen de Franco.
¡Vaya! Por fin Massip ha acertado en sus previsiones, o en una parte, al menos, de
las que, en mayo de 1949, creía de realización inmediata: revocación del acuerdo de
la ONU contra el Gobierno de Franco, y créditos a éste en dólares. La revocación es
un hecho. Los créditos están en estudio. Ya tenemos nuevo embajador de los EE. UU.
en Madrid. Lequerica ha sido aceptado en Washington. Todo va, pues, de primera, y
Massip debe de estar contento.
Ahora sólo falta un pequeño detalle: que se cumpla la segunda parte de los
cálculos que Massip hacía en mayo de 1949, cuando me aseguraba que todos los
pasos y tejemanejes que él decía eran necesarios para deshacerse de Franco. Es
curioso: muchos de los que sirven a este hombre sienten tanta vergüenza que
necesitan creerse (o hacer ver) que servirá para hundirle lo que precisamente le
fortalece.
Pero yo sigo diciendo, ahora igual que entonces: «¡Largo el plazo me fiais!».
Cuando se yerra el camino, el rodeo es siempre peor que el atajo.
¡Feliz año nuevo, amigo Massip!

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1951

13 de enero de 1951

LA TRAGEDIA DE CATALUÑA.— Según el sentido que Castilla ha dado a España y


ha impuesto a todos los pueblos peninsulares, con la sola excepción de Portugal, los
catalanes no somos españoles.
No podemos serlo, ni aunque queramos. El carácter, la forma de pensar y de vivir,
los gustos, las costumbres, la lengua, la escala de valores colectivos: nuestra
weltanschauung, como dicen los alemanes, nos separa totalmente, irreductiblemente,
de Castilla.
Cataluña podría sentirse plenamente española si formara parte de una España que
se pareciese a Suiza: trabajadora, menestral, burguesa, ordenada, pacífica, casera y de
composición política federativa. Pero una España así, que no ha existido nunca, sería
para los verdaderos españoles —los castellanos y castellanizados— más absurda, más
incompatible con ellos todavía que la España actual para los catalanes. Y dado que
Cataluña no ha tenido —y es probable que no llegue a tener nunca— fuerza
suficiente para cambiar ese estado de cosas, esa realidad granítica, de ahí viene la
tragedia.
Tragedia —por otra parte— sólo sentida auténtica profundamente, por una
reducidísima minoría de catalanes (¿un cinco o un ocho por ciento?), personas sin
ningún poder económico, intelectuales en su mayoría, que tienen la desgracia de estar
dotadas de la sensibilidad necesaria para ser conscientes de algo así.
Los demás catalanes —la inmensa mayoría— sólo se dan cuenta esporádicamente
de que la tragedia existe cuando al azar se encuentran con las manifestaciones más
vistosas o groseras de la dominación que sufren, o cuando intentan —con la política
catalanista, por ejemplo— quitársela de encima. Sin embargo, por lo general, ni la
ven ni la sienten. La mayor parte de los catalanes ve a los españoles como una
especie de gente foránea, bastante fantástica y pintoresca —más o menos como les
ven también los extranjeros, pero sin la admiración que buena parte de éstos siente
por lo calderoniano, que para un catalán auténtico viene a ser una especie de
cuadratura del círculo, lo más incomprensible del mundo. Y los fabricantes y
comerciantes catalanes —el estamento más fuerte de Cataluña, de estos Países Bajos
que podríamos llamar Países Rebajados— piensan de los castellanos más o menos lo
mismo que Gil-Robles, aliado circunstancial de Lerroux, me decía un día hablando de
los lerrouxistas: «Nosotros gobernando y ellos robando», pero al revés, «Ellos
gobernando y nosotros robando» —en el buen sentido de la palabra, se entiende.
Y eso no tiene solución. No la ha tenido nunca, desde el siglo XV. El pleito se
volvió a plantear recientemente, hace unos setenta años, al amparo de una serie de
circunstancias favorables; pero fue precisamente en el único terreno en el que no

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puede, ni en sueños, tener una solución: en el de los nacionalismos. Un tirano
absoluto, pero inteligente, aún podría entender y tratar bien a Cataluña. Una Europa
federada también podría tener en cuenta y respetar la pequeña alma en pena que es
Cataluña, y dejarla respirar espiritualmente. Plantear el pleito según los propios
pueblos y según sus instintos y sentimentalismos es plantearlo en un callejón sin
salida. Los pueblos no catalanes de España nunca querrán ni podrán reconocer la
nacionalidad, la personalidad catalana, aunque esté más clara que el agua. ¡Y ella, por
sí misma, es a su vez tan débil, tan exigua!

9 de febrero de 1951

HIPOCRESÍA DE LA AUTORIDAD.— Muy pocas veces, por no decir nunca, he podido


asistir a una de esas pomposas ceremonias oficiales que tanto atraen y fascinan a las
masas populares, a los niños… y a los ingleses. Cuando, al azar, he podido
contemplar alguna —gran desfile militar, fiesta en palacio, matrimonio de lujo o misa
pontificia en San Pedro de Roma—, siempre han surgido dentro de mí unas ganas de
reír irresistibles, ingenuas, como las de un bebé al ver que los adultos hacen el tonto
adrede.
Toda autoridad auténtica —ya sea religiosa, política, económica e incluso
científica o literaria— es, en el fondo, una fortaleza que se impone a una debilidad,
exactamente igual que en la dominación física. Quien obedece a la autoridad, tanto si
lo hace por gusto como a la fuerza, y si cede a la persuasión, como a la coacción,
siempre acaba por encontrarse con que no quiere o no puede librarse de argumentos o
instrumentos contundentes. La autoridad es una superioridad que no admite réplica.
Ahora bien: hay muy poca autoridad auténtica. Los ejemplares humanos como
Coriolano, San Francisco, Washington, Napoleón o Goethe —cuya sola presencia
predisponía al reconocimiento de su grandeza— son más difíciles de encontrar que
una aguja en un pajar. Y lo cierto es que las sociedades humanas necesitan, para ser
bien dirigidas, una cantidad enorme de autoridades de todo tipo, y hacen un consumo
de ellas que llega a ser aterrador. Dado que no es posible encontrar un número tan
grande de personas auténticamente dotadas de esa virtud, desde los tiempos más
remotos no hay más remedio que sustituir la autoridad genuina por la autoridad
simulada. Y, ante la imposibilidad moral y material de que la autoridad sea real, se ha
creado la autoridad que lo parece, vista desde fuera. Así nació la investidura, el
revestimiento externo de autoridad. Puesto que la inmensa mayoría de individuos que
la ejercen no tienen ninguna por sí mismos, hay que disfrazarlos, cubrirlos de
apariencias y de mágicos adminículos.
Quienes en todo el mundo hemos tenido la ocasión de acercarnos a un extenso
repertorio de autoridades de todo tipo y tratar con ellas sabemos perfectamente que,
despojadas de sus postizos oropeles y de la farsa autoritaria, a menudo dan risa, igual

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que los artistas de comedia, y muchas veces ganas de llorar, por lo grotesco. Por eso
hay que envolverlas, en público, de revestimientos extraños y desacostumbrados —
galones, brillos, perfumes, colorines, ruidos y músicas— que las transfiguren, que las
hagan parecer lo que no son. Esos accesorios constituyen precisamente lo que más
embelesa a la pobre multitud, que contempla a la autoridad y le infunde la debida
admiración, el temor, el respeto.
La única autoridad que puede presentarse desnuda y a la luz del sol es la del
espíritu. Pero, puesto que de ésa hay tan poca y, en cambio, de la otra se hace un
abuso tan grande, prácticamente no hay, ni puede haber, autoridad sin hipocresía, es
decir, sin un gran acompañamiento de trucos escenográficos y hechizos
convencionales. La autoridad, por ejemplo, tiene que lucir cargada de oro y pedrería
—y si no de quincallería: la cuestión es que no parezca pobre. Tiene que caminar,
también, de forma acompasada: no puede correr, ni siquiera caminar deprisa, porque
«se deshincharía» Tiene que mostrarse, si es posible, a cierta distancia, en posición
ligeramente elevada, entre velos de gasa o de incienso, con campanas al vuelo y
cañonazos blancos. En pocas palabras: la autoridad tiene que hacer casi siempre lo
que un bellísimo y profundo dicho catalán define como «fer els gegants».[9]
Es algo que hacen los reyes, y los papas, y los militares, y los ministros, y los
curas, y los jueces, y los catedráticos, etc., etc., porque es la única forma de hacer que
la masa obediente de bobos se los tome en serio. Lo hacen porque de otro modo su
autoridad sería nula, ya que la inmensa mayoría de quienes la representan —como los
actores, que representan lo que no son— en realidad no tiene ninguna. Lo hacen
porque sólo así pueden embelesar, ilusionar, hacer olvidar que, bajo tanto brillo y
tanta faramalla, no hay más que un pobre ser humano, desnudo y raso, y a menudo un
homúnculo —como cualquiera de nosotros.

13 de marzo de 1951

EL FAMOSO «PARI» DE PASCAL.— El gran defecto de esta célebre apuesta es que la


puede proponer no sólo el cristianismo, sino también cualquiera de las religiones
habidas y por haber.
Se parece demasiado a lo de aquel rico industrial de Barcelona, hombre elegante
y fino, prince sans rire, que entró una noche al Círculo del Liceo, en plena partida de
ruleta, y saludó alrededor de la mesa diciendo amablemente: «Todos ganando,
¿eh?»… El «pari» recuerda también esas rifas de feria de pueblo en las que todos los
postores salen premiados.
«Si el cristianismo es falso, no se pierde nada siendo cristiano. Y, si es verdadero,
¡la vida eterna!» Incluso descontando la bajeza moral de semejante proposición, yo
digo: todas las religiones pueden legítimamente hacerla. Pascal inventó un argumento
que, queriendo ser tan bueno, se va a pique y sirve para todo el mundo.

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15 de marzo de 1951

¿ADÓNDE VA LA IGLESIA CATÓLICA EN ESPAÑA?— ¿Es posible que ningún obispo,


ninguna orden religiosa, ningún pequeño cura osado, ningún católico inteligente haya
hecho ver previamente al Vaticano que lo del domingo pasado —el Papa hablando
desde Roma a los trabajadores españoles reunidos en la Plaza de la Armería, en
Madrid— sería pura farsa?
¿A quién cree engañar el Papa? ¿Al Gobierno franquista o al proletariado
español? Es obvio que no engaña ni a uno ni a otro.
Me han dicho, en efecto, que el Gobierno está furioso por la reserva y la
parsimonia del discurso del Papa: Franco quería más. En cuanto al proletariado
español, ya se ha visto: doce o quince horas después de haber soi-disant escuchado
las anodinas palabras del Papa, se producía la paralización total de una ciudad como
Barcelona en protesta contra el desgobierno de España.

A menudo recuerdo lo que mosén Trens —uno de los clérigos más instruidos e
inteligentes de Cataluña— me dijo poco después de acabarse la Guerra Civil. En
1936 mosén Trens tuvo que huir de Barcelona disfrazado, rumbo a Francia. Y me
decía que, al llegar a Perpiñán, sus ojos se llenaron de lágrimas al pensar que la
Iglesia española no había hecho a la república ningún daño que pudiera justificar una
persecución de tal calibre.
Y añadía mosén Trens: «Pero si las cosas volvieran a ponerse mal, y yo también
consiguiera pasar la frontera, mi llanto sería infinitamente más amargo, pensando
que, esta vez, la persecución, por terrible que fuese, sería algo que nos habríamos
ganado a pulso…»
Para jugar como está jugando la Iglesia en España hace falta que ella misma esté
muy segura de que sus enemigos no triunfarán nunca más. ¿Y no es una enorme
insensatez creer algo así?
Tardará más o menos, pero es de esperar que llegará un día en que los enemigos
de la Iglesia vuelvan a ganar. Y entonces, ¿qué ocurrirá? Imaginarlo produce
escalofríos. ¿Y quién se lo habrá buscado? No hace falta decirlo.
Si lo que busca la Iglesia en España es que el día de mañana le ajusten las
cuentas, que esté tranquila: se las ajustarán. Si lo que quiere es el martirio, que no
tenga la menor duda: lo tendrá.

20 de marzo de 1951

TODO MONTAIGNE EN UNA DE SUS FRASES.— En la última página de los Essais


(libro III, capítulo XIII), encuentro esta perla: «C’est une absolute perfection, et
comme divine, de sçavoyr jouyr loiallement de son estre» (edición de La Pléiade,

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página 1.088).
Todo el humanismo de Montaigne, concentrado en esta fórmula, en contraste con
toda quimera mística, ascética o ultrahumana. Esa es la divina sagesse que tanto
irritaba al visionario Pascal.

24 de marzo de 1951

VOLTAIRE. — Estos días de Semana Santa me he llevado a Aranjuez —para


releerlos en la recién estrenada paz primaveral de los jardines que se acaban de abrir
— los Romans et Contes de Voltaire.
Por su estilo, continúan siendo para mí una maravilla, un inexplicable milagro, un
puro cristal de roca. Nunca me canso de disfrutar con el misterio técnico de tanta
desnudez y perfección. Y su fondo es también, cada vez más, un soplo de aire fresco,
sedante, tonificante y delicioso —de sentido común, de sagesse.
Hoy Voltaire parece no tener ningún mérito: se le desprecia fácilmente, a causa de
los excesos ideológicos en los que incurrió y de las copiosas escorias morales que lo
enturbian. Pero para valorar en su justa medida las proporciones de aquel fenómeno
humano, que más bien parece un fenómeno de la naturaleza, hay que considerarlo en
el contexto de su tiempo, en el de las enormes dificultades que debió superar y en el
de los fabulosos resultados que obtuvo su obra. Una vez pasada la erupción
apocalíptica, aparentemente el Vesubio sólo deja atrás todo y ruinas. Cuando
Hércules limpiaba los establos de Augías, daría miedo —e incluso asco— el simple
hecho de verle.
Si lo observamos y lo pensamos bien, Voltaire, al igual que Hércules, es uno de
los grandes benefactores de la humanidad, una especie de arcángel del pensamiento
libre y de la justicia, alzándose furioso contra toda tiranía y lanzando un non serviam
vengador y triunfante contra todo tipo de explotación del hombre por las
convenciones que lo absorben y lo envilecen —divinas y humanas.
Obra titánica y perdurable, de valor y resonancia universales, y escrita en pleno
ataque de risa irresistible, único. Esencia de Francia.

29 de marzo de 1951

MÁS SOBRE VOLTAIRE.— (Véanse 25-XI-49; 26-XI-49; y 19-XII-50.) El


campeonato de la razón, que Voltaire ganó, marcó a la vez su grandeza y sus límites.
El error de Voltaire —y, en general, de todos los enciclopedistas del XVIII, y de los
racionalistas del XIX— consiste en creer, según la definición aristotélica, que el
hombre es un animal racional, entendiendo por ello que la razón es su esencia y, por
lo tanto, que la humanidad es un conjunto de seres racionales.

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Que la razón sea la esencia del hombre, porque es una facultad que lo ennoblece
por encima de cualquier otra criatura, parece algo bienquisto y correcto. Pero que la
razón sea su facultad predominante, y además común a toda la especie, ya es otra
cosa.
En la Historia de la Humanidad, como en la vida individual, la imaginación
cuenta y pesa infinitamente más que la razón. Toda la infancia del hombre, como la
de los pueblos, se halla dominada por la más pura fantasmagoría. Y hasta en la
plenitud de la vida, tanto individual como colectiva, los grandes valores
convencionales infantados por la imaginación —religiones, políticas, morales, artes,
patriotismos— tienen una influencia incomparablemente superior a la de la razón
pura.
Casi se podría decir que todas las cosas que nos hechizan, nos transportan y nos
dominan son las que vemos con los ojos de la imaginación. Y la mayoría de las cosas
que nos contrarían y nos abaten son cosas racionales. El mundo, contemplado a la luz
de la pura razón, es una insensatez tan grande y tan obvia que nos obliga a
encogernos y a encerrarnos en nosotros mismos. La moralidad suprema de Candide
es: «Il faut cultiver notre jardin». La imaginación, en cambio, nos saca de quicio y es
la causa de casi todas las acciones gloriosas, porque, en vez de hacer que nos
postremos y nos quedemos agazapados en el mundo real, nos empuja y nos proyecta
hacia mundos exultantes, quoique fantásticos. Los ataques de locura que
continuamente sufre la humanidad sólo pueden explicarse como fenómenos de
ilusionismo colectivo, para bien o para mal. Y las mejores horas y las más amargas
que vive el hombre son también exaltaciones imaginativas. ¿Acaso es otra cosa el
amor…?
Nunca la razón podrá obrar semejantes milagros: cosas absurdas, pero más fuertes
que nosotros mismos, que todos hacemos en vida —incluso los más razonables
filósofos, Voltaire en tête. Cuando su amante inteligentísima, Mme. de Chastellet,
engaña al inteligentísimo Voltaire con su inteligentísimo amigo Saint-Lambert, y
muere de parto, por obra suya, el inteligentísimo Voltaire se ve obligado a reconocer
que se halla ante un hecho absurdo y a la vez terrible —una de esas fuerzas ciegas,
irracionales, desatadas por la imaginación humana y contra las que no hay razón que
valga. Por eso la energía más imponente que ha sacudido el mundo —la fe religiosa
— es esencialmente de orden imaginativo. Y, hoy mismo, el fenómeno marxista,
comunista, tiene muchísimo más de fenómeno religioso que de fenómeno racional.
(Últimamente, releyendo los Carnets intimes de Baudelaire, pude gozar de una
observación agudísima, según la cual los curas, los representantes de todo
clericalismo, sea el que fuere, son «los sectarios de la imaginación».)
Tampoco es nada seguro que la razón sea más fuerte que la imaginación, ni que la
ficción esté menos viva y sea menos duradera que la verdad —en muchos casos.
Ejemplo curioso, en el ámbito literario: los Goncourt, documentándose
pacientemente, empíricamente, observando los hechos reales y tomando en vivo

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notas auténticas, escriben unas novelas artificiosas, que se acartonan y resecan con
una rapidez impresionante. Un cúmulo de experiencias vivas se vuelve en sus manos
materia disecada y muerta. En cambio, Balzac, imaginando un mundo fantástico, que
apenas se basa en realidades concretas, crea, sin moverse de su mesa, una
representación infinitamente más viva, más auténtica y perdurable, de la sociedad de
su tiempo.
Si suprimiéramos la imaginación, la historia humana quedaría automáticamente
paralizada. Y el mundo y los hombres llevan ya muchos siglos de vida, sin que
todavía hayan sabido contenerse racionalmente. Todos los que hasta el día de hoy han
dirigido y dominado a los hombres no lo han hecho mediante la verdad y la razón,
sino sirviéndose de la imaginación y de sus quimeras.
Hace falta, pues, rectificar muy sensiblemente la definición aristotélica.

19 de abril de 1951

RESUMEN DE LA HISTORIA DE ESPAÑA.— La historia de España podría resumirse


diciendo que es la historia de una familia pobre, numerosa y malavenida, con más
carácter primario en sus diversos componentes que espíritu colectivo. Y que esa
familia, sumergida durante largos siglos en áridas luchas internas, encerrada en su
redil y prácticamente aislada del resto del mundo, de repente ganó el gordo de
Navidad (descubrimiento fortuito de América), y poco después un matrimonio
imprevisto, también fruto del azar (el de Juana la Loca con Felipe el Hermoso), la
empujó a verse implicada en los mayores problemas e intereses de la Tierra.
Naturalmente, falta de preparación, España sólo pudo aportar a empresas tan
enormes, indeseadas y desproporcionadas, el impulso primario de sus hijos, una
fuerza vital puramente biológica sostenida por los tesoros de Eldorado. De ahí que la
inmerecida y rápida grandeza de España empezara a declinar fatalmente apenas
estrenarse. El golpe de suerte duró lo mismo que dura un sueño. Menos de un siglo
después de haberse constituido, aquel imperio inmenso hacía aguas por todas partes.
Pero el sueño imperial —como el de un mendigo al que hubiesen proclamado rey
por ocho días— dejó en el alma española un complejo morboso del que aún no ha
podido recuperarse, ni es probable que se recupere jamás. Desde Felipe II hasta
nuestros días, cuando no dormita por su flaqueza o no vuelve a destrozarse en luchas
fratricidas, España vive soñando con que le vuelva a tocar «el gordo» —como si
antes no hubiera sido ya algo extrañísimo, una de esas cosas que, en todo caso,
ocurren una vez en la vida.
(Cánovas del Castillo es el único político español —que yo sepa— dotado de la
visión de esa realidad tremenda, y que adaptó a ella toda su vida pública. Por eso es
también el político más odiado por todos los ilusos de finales del siglo XIX y de lo que
llevamos del XX. Y gracias a ello Cánovas entendió como nadie más a este extraño

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país, y lo supo dotar de un pequeño rellano —cincuenta años escasos— de existencia
dignamente pasable.)

21 de abril de 1951

EL PROBLEMA DE LA CRÍTICA.— Releyendo últimamente los Romans et Contes de


Voltaire, en un ejemplar de Les Éditions Nationales (París, 1948), me encontré con un
prólogo de André Maurois, y al final del prólogo con este párrafo:
«Ainsi Voltaire, qui voulait être un grand poète en vers et qui se donne tant de
mal pour composer ses tragédies et son épopée, a fini, sans le savoir, pour trouver la
poésie pure dans ses récits en prose, qu’il écrivait en se jouant et à l’importance
desquels il ne croyait pas. Ce qui prouve une fois de plus, aurait-il dit que le mal est
bien que le bien est mal, et que la fatalité mène le monde.»
No; lo que demuestra, una vez más, es la relatividad de los juicios humanos y, por
lo tanto, de los juicios críticos, especialmente en materia de arte y de literatura.
Maurois plantea aquí, también sin darse cuenta, el gran problema, el problema básico
de la crítica, que nunca ha sido planteado como debería, porque es uno de los más
difíciles de ver.
La pedantesca suficiencia de la mayoría de los críticos, sin exceptuar a los más
grandes, proviene de la antiquísima y prácticamente incurable propensión mental del
hombre al dogmatismo. Milenios de religión nos han acostumbrado a tener por
verdades absolutas simples creencias sentimentales y a erigir en certezas dogmáticas
lo que puramente son puntos de vista. Y nunca, o muy rara vez, el hombre se sabe dar
cuenta de que todo juicio —sobre todo en materia de gusto, que depende de la
sensibilidad— es el resultado de una inevitable ecuación establecida entre lo juzgado
y quien lo juzga; es decir, una pura relatividad.
Es falso que Voltaire creyera ser un gran poeta en verso, cuando en realidad no lo
era, y que, en cambio, sea un gran poeta en prosa sin saberlo. Una afirmación así
rehúye frívolamente el problema. Voltaire creyó ser un gran poeta en verso, y también
creyeron que lo era sus más expertos, sensibles e inteligentes contemporáneos. Ese
juicio puede enunciarse de una forma mucho más clara, y es la siguiente:
Voltaire visto por sus contemporáneos = gran poeta en verso.
Maurois coge esa proposición y la cambia diciendo:
Voltaire visto por los literatos de mediados del siglo XX = mal poeta en verso y
gran poeta en prosa.
Y eso es un mero juego de manos.
Si volviese a establecerse la primera ecuación, a darse en la realidad, Voltaire
volvería a parecer —no a ser— un gran poeta en verso y un escritor de cuentos
ligeros, divertidos, pero sin la menor trascendencia. Y si, como es muy probable, la
ecuación que durante el siglo XXI se plantee —entre Voltaire y la forma de ser y sentir

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de la gente del segundo milenio— arroja un resultado distinto, ahora del todo
imprevisible, será también distinto el juicio que entonces se haga del gran escritor
francés.
En materia de arte: literatura, pintura, escultura, música, etc.; así como en materia
de sentimiento: religión, moral, costumbres, etc.; así como en materia de intereses
creados: derecho, política, gobierno, etc., no hay ni puede haber juicios absolutos,
juicios inmutables, que sean válidos para siempre —que no dependan de la
relatividad esencial de todo lo humano.
El objeto de todo juicio crítico es su único término invariable. En el caso que
comentábamos, la obra literaria de Voltaire. Pero el segundo término, que contiene la
verdadera sentencia —gran poeta en verso (siglo XVIII) o gran poeta en prosa (siglo
XX)—, cambia y cambiará según la sensibilidad humana. Hay tantos juicios como
jueces distintos.
Los clásicos no son más que prototipos en los que ha cristalizado colectivamente
una determinada sensibilidad humana. Mientras ésta dure, dura el clásico. Pero,
cuando desaparece la colectividad o cambia la forma de sentir, también el clásico
desaparece o se borra.
Los clásicos grecolatinos, por ejemplo, un día estuvieron vivos, fueron modelos
perfectos de una mentalidad y una sensibilidad también vivas y frescas. Luego, una
vez hubieron caído las estructuras humanas concretas de las que aquellos clásicos
eran la más íntima emanación, no hicieron más que ir convirtiéndose en yeso,
diluyéndose en polvo de erudición y exégesis. Hoy en día aquellos clásicos sólo
interesan a un número de estudiosos muy reducido, que se esfuerza por reencontrar
en ellos el latido y el aroma vital de la Antigüedad —sin darse cuenta de que son
ellos mismos, sus devotos, el mayor enemigo de aquellos divinos modelos. Es decir,
el mundo moderno —en el que ahora viven esos devotos—, que les plantea el
problema en estos fatales términos:
Clásicos grecolatinos vistos por la sensibilidad de 1951 = un enigma.
Así se llega a esta tristísima paradoja: los clásicos son los maestros incomparables
que hoy en día no interesan a nadie más que a un reducidísimo número de expertos,
los únicos que actualmente, a duras penas, llegan vagamente a entenderlos.
Pero aquí empieza ya otro aspecto de este interesantísimo problema. Yo sólo he
querido apuntar, por ahora, que nunca se podrá captar a fondo el gran misterio y el
hechizo del arte (como ocurre con el de las religiones y otros fenómenos de
sensibilidad) mientras de los juicios que suscita no se descarte cualquier dogmatismo
—mientras no se sepa o no se quiera ver que el arte es el mero resultado de lo menos
sistemático, lo menos dogmático, lo más vivo y cambiante que existe: la sensibilidad
humana.

8 de mayo de 1951

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EL CRISTIANISMO, ¿RELIGIÓN DE AGONIZANTES?— Leyendo el interesante y a veces
apasionante resumen de la obra de Toynbee —un nuevo Spengler— hasta hoy
publicada, resumen hecho por Somerwell, encuentro (página 147 de la traducción
francesa, Gallimard, París, 1951) la siguiente frase: «Il est même concevable que le
Christianisme devienne la foi vivante d’une civilisation agonisante pour la deuxième
fois».
La idea que Toynbee apunta a continuación —esto es, que una recuperación del
cristianismo pueda producirse gracias a una Iglesia negra americana, es decir, de
negros americanos— me parece muy extraña. Pero esa visión del cristianismo como
fenómeno que surgió, y que puede volver a surgir, en tiempos agónicos para la
humanidad, en el período trágico del hundimiento de una cultura y una civilización
agotadas, creo que es una visión profunda.
Toda la fuerza del cristianismo presupone, desde su mismo comienzo, una fe
ardiente en una vida de ultratumba, en una vida que no es ésta, la terrenal, y que es
tan opuesta a ella que sólo puede alcanzarse cuando la vida de ahora, tan miserable,
se ha perdido o está a punto de perderse. La vida cristiana es la negación rotunda de
la efímera vida actual, y la afirmación exaltada de que hay que abandonarla y
aborrecerla para alcanzar otra que es eterna. El cristianismo, desde el momento de su
aparición, sólo triunfa claramente cuando todo se vuelve negro. Y, a medida que la
vida terrena sonríe, las terribles visiones cristianas se esfuman, como pesadillas
causadas por la fiebre, como nieblas nocturnas. El Renacimiento, como todos los
grandes momentos de exaltación vital europea, no tuvo de cristiano más que el
nombre. La Roma de Julio II o de Inocencio X, de las estancias vaticanas e incluso de
la capilla sixtina, es puro paganismo, bajo un velo finísimo, casi invisible, de religión
acomodada. Por eso mismo también, precisamente ahora que el ritmo vital de
Occidente es tan bajo que casi hemos perdido el pulso, no es nada de extrañar esa
especie de renouveau cristiano o pseudocristiano al que asistimos —por lo menos de
palabra— en lo que queda de Europa. Si Occidente tuviera que hundirse del todo,
como en su momento se hundió el mundo clásico, el de la civilización grecorromana,
quizá a finales del nuestro podría reproducirse, efectivamente, el mismo fenómeno
que presidió su nacimiento. El ideal agonizante, o de los agonizantes, es
esencialmente el cristiano: no hay otro más perfecto. Es la proyección imaginativa,
hacia otra vida, del anhelo vital que no ha podido realizarse en este mundo.
(Pero lo que no tengo nada claro es que el cristianismo, fenómeno puramente
occidental, sea la continuación —como afirma Toynbee— de la civilización
grecolatina. Grecia y Roma, sobre todo la primera, fueron el centro maravilloso, el
punto de equilibrio del espíritu humano. En Oriente domina ya la magia infantil, la
irisación excesiva de la imaginación desbocada. En Occidente se produce el
predominio senil de la imaginación pesimista y tenebrosa.)
Libro que hace pensar: buen libro.

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23 de junio de 1951

«FINIS DEMOCRATIÆ».— Al leer la prensa extranjera —la escasísima prensa


extranjera que llega a España— no he podido encontrar por ninguna parte el
comentario a las recientes elecciones italianas y francesas que a mí me parece justo y
esencial: el que yo habría publicado si todavía fuera periodista y no hubiese censura.
Es el siguiente:
Lo de la democracia, en Europa, se está yendo a pique. De ella sólo queda el
nombre, sólo se representa su farsa. Los comunistas llaman «democracia popular» a
su fanática tiranía. Y los anticomunistas más influyentes ahora dicen que ellos son la
«democracia cristiana». Los demás, los viejos demócratas, que provienen de 1789, ya
no saben a qué atenerse.
En Italia, la democracia cristiana, aun habiendo perdido muchos votos, ha
obtenido más actas de concejal y ha conquistado más ayuntamientos que nunca. Y en
Francia, De Gaulle, con un millón de votos menos que los comunistas, tiene quince o
veinte diputados más que ellos; y los socialistas, con dos millones setecientos mil
votantes, han obtenido tantos diputados como los comunistas con más de cinco
millones.
Pues bien: todo eso, democráticamente hablando, es pura farsa. Farsas que tarde o
temprano acabarán muy mal —con el total hundimiento de la democracia.
Quizá las cosas son así porque no pueden ser de otro modo. Si se deja que
funcionen los principios esenciales de la democracia —sufragio universal, un hombre
es igual a un voto, y ley de la mayoría—, los totalitaristas, de izquierdas o de
derechas, se convierten en los dueños del país, y acto seguido arrasan con la
democracia. Y si, con tal de evitar ese peligro, para los defensores de la democracia
no hay más remedio que recurrir a procedimientos electorales como los que acaban
de ponerse gubernamentalmente en juego en Italia y en Francia, pudren y asesinan la
democracia —queriendo salvarla. Lo más grave es esto: tanto si se hace una cosa
como la otra, la democracia está por los suelos.
Habrá durado muy poco. Ideológicamente, nació en la segunda mitad del siglo
XVIII. Políticamente, se implantó a mediados del XIX. Y a mediados del XX ya agoniza.
Yo creo que el XVIII es, intelectualmente, uno de los siglos más grandes, más
claros y más altos de la historia. La independencia, la lucidez y el refinamiento de
aquel círculo reducido y escogido de hombres libres constituyeron una época de
florecimiento excepcional.
El siglo XIX, mientras pudo ser controlado por la burguesía hija de aquella
aristocracia del pensamiento y de la sensibilidad, fue numéricamente, en el sentido de
una gran masa refinada, quizá el mejor de la humanidad. Con la irrupción fatal de la
plebe proletaria —avalancha del industrialismo y el mercantilismo a gran escala—, el
siglo XX marcó una decadencia tremenda, que perfectamente podría convertirse en un

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despeñamiento.
¿Podrá Norteamérica sola equilibrar y enderezar esa inmensa decadencia de
Europa? Los EE. UU. no dan la sensación de ser una gran llama pura. Más bien
parecen una enorme y turbia caldera cuyo contenido está en perpetua ebullición.
Bastaría con un error grave de sus dirigentes —tan poco preparados, tan impulsivos,
tan ineptos por inexperiencia—, que produjese un hundimiento económico, para crear
en Norteamérica la posibilidad de un vuelco sociopolítico: la irrupción violenta de los
sindicatos proletarios en el poder, arrasando con los dos viejos partidos políticos
tradicionales, de raíz capitalista. Irrupción quizá precedida o acompañada por una
dictadura militar, que no haría más que retrasar temporalmente, agraviándolo, el
triunfo de la masa y de su propia dictadura.
Si esto ocurriera, el eclipse de la democracia sería total en el mundo, y podría
sobrevenir un largo período de tiniebla y barbarie.

3 de julio de 1951

LA GRAN INCÓGNITA.— Parece indiscutible que la caída de la monarquía


tradicional española —sin contar su breve eclipse entre Isabel II y Alfonso XII— se
produjo en 1931. Pero no es una verdad, es un hecho: la verdad es más profunda.
En realidad, el hundimiento de la institución secular aconteció en tiempos de
Carlos IV, a principios del siglo XIX, cuando el rey abdicó y, acompañado por su hijo
y heredero —el futuro Fernando VII—, se dirigió a Bayona para convertirse en
prisionero de Napoleón. La falla irreparable, la ruptura fatal, viene de aquel día.
El hecho completamente inédito que la provocó no fue la propia abdicación, ni el
exilio, ni la cautividad, sino la circunstancia de que la vacante dejada en España por
la realeza ausente fuera ocupada —de forma espontánea y por primera vez en la
historia— por una fuerza nueva, desconocida, primeriza: la «voluntad nacional»,
representada principalmente por la burguesía ilustrada, y que cristalizó en varias
Juntas y, finalmente, en las Cortes de Cádiz.
Este es el hecho ingente que marcó la divisoria entre dos etapas irreductibles de la
historia de España: la de la monarquía tradicional y absolutista, que ya jamás podría
volver definitivamente, y la de una soberanía nacional que apenas despuntaba pero
que era incierto si perduraría o se disiparía.
Todo el siglo XIX español y más de la mitad del XX, en el que estamos ahora, no
han sido más que el combate casi constante —a veces pacífico, a veces trágico, pero
nunca resuelto— entre esas dos tendencias: la que quería volver al pasado y la que
trataba de iniciar un porvenir. Reacción y revolución, carlismo y liberalismo,
monarquía y república, democracia y fascismo no son en España más que los
nombres distintos y circunstanciales que esa lucha interminable —y no terminada—
ha ido adoptando a lo largo del tiempo.

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Hasta aquí, nada anormal. El paso del ancien régime al nuevo, la sustitución de la
autoridad real por la soberanía nacional, ha producido en todas partes una conmoción
semejante. Pero en todos los grandes países de Europa en los que se planteó esta
necesaria lucha, el conflicto tuvo una duración que podríamos considerar razonable.
Únicamente en España se ha dado, y sigue dándose, el caso excepcional de que,
después de haberse prolongado durante un siglo y medio, la cuestión fundamental
todavía no se haya resuelto y la decisión siga en el aire. Aquí empieza una
anormalidad típicamente española.
¿A qué se debe? Es muy fácil de ver. El paso de la autoridad real a la soberanía
nacional, la sustitución de una por otra, era algo que sólo podía efectuar —y que sólo
efectuó fuera de España— el estamento social destinado a llevarlo a cabo y preparado
para hacerlo: la burguesía, el tiers état, que la Revolución francesa había llevado al
primer plano de la vida pública. Pues bien: ese estamento, en España, también surgió
—y lo hizo a principios del siglo XIX, como ya hemos dicho—, pero jamás pudo, ni
ha podido aún, mantenerse en la posición dominante que se le requería.
Una vez vencido Napoleón y desaparecidas las circunstancias que habían
favorecido la exaltación de la burguesía española, obligándola a hacerse cargo del
Gobierno del país cuando fue abandonado por la realeza, ésta, apenas restaurada, no
pensó en otra cosa que en castigar y destruir al nuevo estamento «usurpador».
Fernando VII, del todo; en parte, su viuda María Cristina; y a medias, la hija de
ambos, Isabel II, no hicieron más que malversar las últimas energías de la realeza
tradicional en un tira y afloja constante con la burguesía española —ora
persiguiéndola con furor, ora dejándola libre de manera hipócrita, pero siempre con la
secreta intención de descartarla. Hasta que, agotada por la lucha e incapaz de
adaptarse a los nuevos tiempos, la monarquía sucumbió en 1868. Esa segunda caída
fue la demostración palpable de que no había aprendido nada de la primera, la de
1808.
No es que la burguesía, por su parte, fuese más aprovechada. Podía parecer que
había ganado; pero, en el fondo, seguía siendo muy débil. Y aquí llegamos al
extraordinario fenómeno de esa lucha sin parangón.
Si examinamos bien el proceso que siguieron siempre las cosas, desde la
Restauración de la monarquía absoluta en 1813 hasta su segunda caída, en 1868 —y
también después, hasta la tercera, en 1931—, enseguida nos daremos cuenta de que la
burguesía española no luchaba con fuerza propia ni con plenitud, como lo había
hecho, por ejemplo, la burguesía de Inglaterra y Francia. Débil, escasa y mal
preparada, sin conseguir nunca constituir un bloque civil lo bastante compacto y
resistente, para la burguesía liberal —sólo una parte de la burguesía española— no
había más remedio, cada vez que iba a entrar en conflicto con la anquilosada
institución monárquica, que pedir ayuda a una tercera fuerza extraña: la casta militar.
El ejército fue constantemente la condición sine qua non de los triunfos y los fracasos
provisionales de la tullida burguesía liberal española, y siempre le sirvió como

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muleta. Cuando ganaba o cuando perdía, era debido principalmente a los generales.
De modo que ese combate entre el ancien régime y el nuevo, que en todas partes era
una lucha bipartita, en España era una lucha de tres: realeza, tiers état y milicia. Con
la rara particularidad de que la decisión final, buena o mala para el tiers état o para la
realeza, venía determinada siempre por una espada.
En tales condiciones, ¿cómo iba a ser posible que la burguesía española
consiguiera llegar a ser la dueña e implantar sólidamente una auténtica democracia?
Porque la intervención de nuestros militares en la vida pública no era —como la de la
Lafayette en Francia, por ejemplo, o la de Garibaldi en Italia, o la de Washington en
Norteamérica— un hecho esporádico y complementario, como lo es en la vida
normal de un hombre la intervención del cirujano, o la de los bomberos en un
edificio. No: en España, durante todo el siglo XIX y lo que llevamos del XX, la milicia
ha sido y sigue siendo el verdadero deus ex machina de la tragedia nacional. Los
generales son los que, en definitiva, lo deciden todo. Si la Constitución tiene que ser
liberal o reaccionaria es algo que depende de los militares. Si hacen falta reformas o
no, lo deciden los militares. Si tiene que haber monarquía o república, lo acuerdan los
militares. Si la realeza no es del agrado de los militares, unos cuantos generales la
expulsan. Si la república les resulta antipática, otros generales se encargan de
derrocarla. Fue un solo hombre de espada —Prim— quien sustituyó la dinastía
tradicional por una extranjera. Pero, cuando otros generales lo quisieron así, la nueva
dinastía se marchó para que volviese la antigua. Un día, en plena Primera República,
un general entró en el congreso, donde estaba reunida la diputación nacional, e hizo
salir a toda prisa, por puertas y ventanas, a los representantes del pueblo. Otro general
presidió la interinidad de la regencia. Y otro general, con un pronunciamiento,
derrocó la regencia e instauró la Restauración…
Entonces se produjo, de 1874 a 1923, un verdadero milagro, una especie de oasis
en medio de un desierto, donde la burguesía española pareció, por fin, dominar la
situación y poner cada cosa en su sitio —empezando por la casta militar, la del
ejército. Ese período es algo único en la historia de España, y duró, de hecho, casi
cincuenta años, marcando una etapa nunca vista durante la que el dueño del país fue
el estamento civil, compuesto por los caciques y los partidos políticos, que elegían,
según la ley mayoritaria, a los representantes de la soberanía nacional bajo el poder
regulador y moderador del monarca. Ese sistema democrático, parlamentario y
constitucional —parodia del que existía y aún existe en Inglaterra—, funcionó tan
bien y de forma tan auténtica como lo permitían la miseria y la incultura del país, y
nunca ha habido en España nada que lo supere; ni siquiera que sea comparable. Un
fenómeno tan extraordinario fue debido, en primera instancia, a un hombre
excepcional, Cánovas del Castillo, el único estadista español moderno que alcanzó
una categoría europea —en la época en que vivían Gladstone, Bismarck y Cavour—
y el hombre que más ha meditado, con los pies en el suelo, sobre la historia y la
realidad españolas. Contribuyeron considerablemente —todo hay que decirlo— a

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hacer posible la obra de Cánovas (además de esa chance o fortuna sin la que el
hombre más grande y mejor dotado fracasa) el agotamiento casi absoluto del pueblo
español, tras setenta años de excesos políticos, y aquel estado de reposo y lasitud en
que se hallaba sumido el mundo, y especialmente Europa, después de la Guerra
franco-prusiana de 1870, cuando todo parecía languidecer bajo el esplendor mundial
del imperio británico y el reinado de la reina Victoria: Rule, Britannia…
Pese a la grandeza de Cánovas, fue todavía profundamente significativo el hecho
de que, en el preciso momento de recoger los frutos de su obra, y de imponerse la
Restauración con la misma gravedad con la que cae del árbol una fruta madura, un
golpe de espada innecesario llegase a enturbiar la operación política: el
pronunciamiento de Sagunto, debido a otro típico general español, Martínez Campos.
Fue aquél el disgusto más grande, la contrariedad más amarga de toda la vida de
Cánovas, y algo que no pudo perdonar nunca. No sólo por la molestia que le supuso
un hecho tan inútil, sino porque aquella innecesaria intervención de una espada venía
a dotar a la Restauración, preparada esencialmente por el hombre civil, de una fe de
bautismo militar, radicalmente opuesta a la que Cánovas quería. Porque él ha sido el
único estadista español moderno que ha tenido, además del sentido insobornable de la
ciudadanía, la entereza y la talla necesarias para hacer que ésta se respete y liberarla
de toda contaminación militar o eclesiástica. Y lo ha sido hasta el exquisito punto de
que, ampliando y parodiando de antemano la famosa frase atribuida muchos años
después a Clemenceau —otro hombre civil de pies a cabeza—, Cánovas podría haber
dicho, con un convencimiento y un desprecio absolutos, que «La gobernación de un
país es algo demasiado serio para dejarlo en manos de militares y de curas»… No
obstante, incluso el propio Cánovas se vio profundamente contrariado por los
generales y tuvo que pasar por el aro en muchas ocasiones. Es un hecho de
extraordinaria elocuencia.
Pero el oasis canovista duró muy poco. Muerto prematuramente Alfonso XII —el
único borbón que, aleccionado por la experiencia de su madre y de su propia infancia,
o manteniéndose a raya por el hecho de tener que reinar bajo la imponente sombra de
Cánovas, no se mostró incompatible con el régimen constitucional— y descartando
trágicamente a Cánovas, cuando más falta hacía, España volvió rápidamente a la
crónica decadencia de su poder civil. Las últimas guerras coloniales llevaron otra vez
al primer plano de la vida pública a las siniestras figuras de los generales «salvadores
del país», que Cánovas había dejado en el trastero porque en realidad nunca salvaban
nada, ni la vergüenza. Alfonso XIII, tan pronto como tuvo ocasión de influir en la
vida política, se decantó por vestir de militar casi siempre, por sus amistades
cuarteleras y por las maniobras personales contra sus ministros civiles, trapicheos de
pura cepa fernandina o isabelina. Los interminables desastres militares acontecidos
en el norte de África, que en una verdadera democracia, gobernada por una verdadera
burguesía, habrían desprestigiado para siempre a la casta que los provocaba y a la
institución que los permitía, aquí servían para seguir el juego de una y de otra. En vez

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de cortar la cosa de cuajo y de imponerse, los gobiernos, desorientados y débiles, iban
cediendo y retrocediendo ante el rey, que jugaba con ellos como el gato con el ratón,
y ante la casta militar, que, de tapadillo, iba dirigiendo el baile. La Primera Guerra
Mundial sorprendió a España en un estado de descomposición civil digno de lástima.
La maltrecha democracia aún consiguió sortear aquel difícil escollo. Pero ya habían
surgido mientras tanto las Juntas de Defensa, que convertían al ejército en un
sindicalismo anárquico más. Las imposiciones militares iban creciendo cada día,
mientras que las claudicaciones del poder civil hacían que se redujeran las defensas
de la democracia. Llegó el caos a Marruecos, con el desastre del Annual. Y el poder
civil, cuando quiso aclarar la catástrofe y depurar responsabilidades, fue arrasado en
un abrir y cerrar de ojos por la dictadura convenida entre la realeza y el ejército.
Primo de Rivera, el dictador, era un general, como siempre. Y su obra consistió,
sin que él se diera cuenta, en echarlo todo a perder: la obra canovista y la monarquía.
Y ya no hubo más remedio que caer en la Segunda República, en la Guerra Civil, y
en manos de otro general: Franco… Por lo visto, en España no hay manera de
quitarse de encima a los militares (ni a los curas políticos). Así, en lo más fuerte del
siglo XX, nos encontramos en plena «tercera dinastía» de nuestra edad moderna:
primero los Austrias, luego los borbones, y ahora los generales, que desde 1800
hacen que todo sea como les da la gana.
Si algo parece demostrar el esquema histórico que acabo de trazar es la radical
incapacidad de la burguesía española o tiers état para mantener con plenitud el papel
preeminente del que ese estamento goza en todas las partes del mundo en las que
triunfa la democracia. La burguesía, eje fundamental de todo sistema democrático de
gobierno, ha fracasado en España de forma lamentable: ni siquiera ha podido, en casi
cincuenta años, imponerse y consolidarse. Y si eso ha ocurrido precisamente durante
el período ideal de la dominación burguesa —de 1789 a 1914— es de esperar que a
partir de ahora sea cuando menos pueda afianzarse la burguesía española, con el
poder del estamento declinando con rapidez —si no ha declinado ya del todo—,
incluso en los países en los que alcanzó su máxima fortaleza, sumergido por la
avalancha y el empuje crecientes de la masa proletaria.
La Segunda República —ya lo he dicho otras veces— fue para mí la última
oportunidad que le concedió el destino de hacer suyo el régimen político del país,
amoldándolo, fortaleciéndolo democráticamente. En vez de llevar a cabo ese esfuerzo
supremo, encerrada cobardemente en sí misma e inhibida de manera estúpida, dejó
que el poder público cayese en manos sucias o irresponsables y fuera resbalando
hacia la izquierda y la extrema izquierda hasta estrellarse en un caos anárquico. Y el
abandono asqueroso, sumiso, total, con el que la burguesía, una vez desorientada, se
entregó a Franco —de nuevo un general—, para que, como en el siglo XIX, la sacase
de un mal paso al que la habían llevado la falta de energía propia y la renuncia a toda
responsabilidad civil, supuso la dimisión ya irrevocable. La hora de la burguesía
española ha quedado atrás para siempre.

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Al igual que este pobre país conoció tan poco las delicias del Renacimiento
europeo, porque —mientras todo Occidente volvía a florecer, trabajaba y cantaba—
España caía cada vez más en la indolencia y la miseria, dejando atrás el efímero
sueño de una gloria gratuita; al igual que tampoco disfrutó de la Reforma, de la
transfusión de sangre que aportó la libertad religiosa, un fenómeno que a largo plazo
acabaría por beneficiar a la tolerancia en el mundo; al igual que no experimentó el
desahogo popular de una revolución política, como las de Inglaterra y Francia o el
Risorgimento de Italia, España será también el país que, del bienestar burgués y
democrático, no habrá catado más que los fugaces años del principio de la
Restauración canovista: aquella sensatísima parodia del constitucionalismo inglés y
del parlamentarismo francés, con música de La verbena de la paloma.
El día, pues, que el régimen de Franco se hunda, no tendrá más sucesor que una
temible incógnita. ¿Quién la descifrará? ¿En qué sentido? ¿Será, la solución, otra
tiranía? Y esa tiranía, ¿será también militar, o será soi-disant proletaria, como en
Rusia…?

4 de julio de 1951

ESPAÑA Y EL COMUNISMO.— En la prensa española, la que está absolutamente


controlada y dirigida por el Gobierno —y no hay otra—, aparece a menudo la
afirmación de que España es la primera y única nación que resistió al comunismo y lo
venció. Y, de vez en cuando, algún periódico extranjero o algún senador
norteamericano —subvencionados o tontos— lo repiten. Examinemos los hechos.

I. «España resistió al comunismo ruso…

Jamás podría haberlo hecho de 1936 a 1939, porque entonces España no era un
todo, sino que estaba partida en tres trozos, en tres Españas perfectamente
diferenciadas: dos pequeñas y una grande.
Las dos pequeñas eran la España propiamente fascistoide y la España
propiamente comunistoide: dos facciones rabiosas, integradas por fanáticos
enloquecidos y equivalentes, empeñadas en arremeter una contra otra y en asesinarse
mutuamente, aunque para ello hiciera falta hundir el país en una guerra civil
pavorosa.
La tercera España, la más grande con diferencia, estaba formada por la mayoría
de los ciudadanos, que captaba más o menos claramente el peligro y estaba más o
menos aterrorizada al ver adónde la querían llevar.
Las dos pequeñas facciones de locos consiguieron —como siempre ocurre en
estos casos— meter a todos los españoles dentro de la hoguera encendida por ellas.
Los fanáticos más significados de cada bando ya se las arreglaron para que la
tormenta les cogiese refugiados entre sus afines, o corrieron a unirse a ellos, si

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estaban separados, aprovechando la confusión de los primeros días de tan enorme
insensatez. Los partidistas medianos y pequeños que fueron sorprendidos en zona
enemiga y no pudieron huir lo pasaron muy mal: era natural. En cambio, los
partidistas situados en zonas dominadas por los suyos lo pasaron en grande; también
era lógico. Lo más terrible fue la situación de la inmensa mayoría de los ciudadanos,
que no era partidaria de nada que no fuera evitar las desgracias: tuvo que aguantar
dos años y medio sufriendo, temblando, callando y viendo cómo a su alrededor se
cometían los crímenes más atroces y se pronunciaban las tonterías más imponentes.
De modo que ya vemos qué era y cómo estaba esa España que dicen que resistió al
comunismo.
Una vez armado el embrollo, naturalmente, la pequeña España fascistoide recibió
de sus protectores foráneos, Italia y Alemania —con las que ya se había puesto de
acuerdo previamente—, ayuda material y diplomática, en forma de armas, hombres y
dinero, consejos y un polémico apoyo en la prensa y en las cancillerías. La pequeña
España comunistoide recibió también el socorro de sus afines y amigos, como era de
prever. Pero el auxilio que esa España obtuvo no pudo compararse, ni remotamente
—en peso, en continuidad, en eficacia real, política y militar—, con el que recibía la
otra. Y es comprensible: la Italia de Mussolini, la Alemania de Hitler y la España de
Franco eran piezas homogéneas, las tres movidas por un odio radical hacia las
democracias de Occidente y basadas en una concepción idéntica de la tiranía personal
como sistema para salvar y hacer grandes a los pueblos. Las tres querían lo mismo:
acabar con los regímenes democráticos, humillar a Inglaterra y a Francia, gobernar
dictatorialmente; y por eso se entendían a la perfección. En cambio, los del bando
opuesto, los tres posibles defensores de la república española —Gran Bretaña,
Francia y Rusia—, más que tres amigos firmes y seguros eran tres amigos
circunstanciales en discordia. A Inglaterra le repugnaba el desbordamiento de la
anarquía en la España republicana y la impotencia del Gobierno para atajarlo:
proporcionar armas y municiones a la república de Azaña, en tan turbias condiciones,
era como dárselas a la FAI. Por otra parte, en Francia gobernaba entonces el Frente
Popular, con Blum al frente del ministerio, y el gabinete conservador de Inglaterra,
con Eden en el Foreign Office, temía los excesos de celo del conglomerado
izquierdista francés, desde el momento en que Rusia, por su parte, parecía dispuesta a
llegar hasta donde hiciera falta para plantar cara al fascismo dentro de la península
Ibérica. Lo que ocurría, sobre todo, era que Hitler y Mussolini levantaban cada vez
más la voz, hacían caer auténticas tormentas sobre Europa, y también parecían
dispuestos a todo; e Inglaterra no quería en ningún caso ir a la guerra, porque no se
daba cuenta de que ésta —la misma que después se iba a extender por todo el mundo
— ya había empezado en España. Total: que Gran Bretaña retiró enseguida su ayuda
material y diplomática a la España comunistoide, bajo la estúpida e hipócrita fórmula
de la «no intervención»; Francia siguió ayudando a la república española, pero
frenada y contrariada siempre por mil circunstancias, principalmente por la

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incompetencia y el desconcierto de los propios beneficiarios de esa ayuda; y Rusia,
que desde el principio se metió en el conflicto, sobre todo con brigadas
internacionales, equipos especializados y material bélico, al ver que Gran Bretaña se
lavaba las manos, Francia se encontraba con grandes dificultades y la España
republicana era una jaula de grillos, fue también retrocediendo y encogiéndose de
hombros —mientras Mussolini y Hitler soplaban, rugían y amenazaban cielo y tierra,
ayudando a Franco a placer.
Por lo tanto, es falso afirmar que España, en 1936, resistió al comunismo ruso,
dicho en el mismo sentido en que se dice de Francia que en 1914 detuvo el empuje
del imperialismo germánico. Ni España era un bloque patriótico, ni Rusia la embistió
de lleno (ni siquiera de lado), ni la pequeña España fascistoide tuvo que resistir una
agresión comparable —en potencia, tenacidad y eficacia— a la que tuvo que afrontar
la pequeña España comunistoide por parte de Hitler, de Mussolini y de Franco.
Ésa es la exacta, la pura verdad.

II… y lo venció.»

La segunda parte de la afirmación es tan falsa como la primera. O no significa


nada o significa, simplemente, que, una vez concluida la Guerra Civil Española y
triunfante el régimen de Franco, el comunismo ha desaparecido del país. A cada paso
también, en efecto, la prensa española —es decir, la voz de su amo— asegura que
España debe considerarse el único país del mundo, o al menos de Europa, en el que el
comunismo es algo inexistente. Y los ecos extranjeros —subvencionados o ingenuos
— a veces lo repiten: el comunismo, en España, es algo inexistente…
¿Inexistente o invisible? Ese es el verdadero problema. Puede afirmarse que algo
vivo no existe cuando, después de garantizar que tienen lugar las condiciones
necesarias para que se manifieste, no da la más mínima señal de vida. Por ejemplo:
del comunismo español podemos asegurar, sin la menor duda, que en febrero de 1936
—o sea, sólo cinco meses antes de que estallara la Guerra Civil— era algo
prácticamente insignificante, porque, en las últimas y dramáticas elecciones generales
efectuadas por la república durante aquel mes, obtuvo un número de diputados
irrisorio —me parece (escribo de memoria) que uno o dos. Aunque hubieran sido
seis: con todas las puertas de la vía legal abiertas y en condiciones excepcionalmente
favorables, el resultado obtenido por el comunismo en España fue un verdadero
fiasco.[10]
¿Y hoy? Quiero decir, ¿qué pasaría hoy si después de tantos años de régimen
franquista, de ese régimen que lo da por muerto, el comunismo español pudiera
volver a las urnas del mismo modo que concurrió en febrero de 1936? Nadie lo sabe.
Pero yo juraría que ese partido suprimido, descartado y oficialmente dado por
inexistente en España, late como un fantasma alucinante en el fondo de muchas
conciencias amordazadas. Porque ¿acaso es posible llevar a cabo la represión

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sangrienta e implacable que los vencedores de la Guerra Civil aplicaron aquí contra
los vencidos, sobre todo entre las clases más humildes, abatidas y anónimas?; ¿es
posible arrasar con toda la vida política, destruir por completo los partidos legales,
asumir la representación única de la opinión colectiva y dejar que actúen
exclusivamente los agentes de la dictadura?; ¿es posible ahogar toda libertad de
expresión, de pensamiento, de crítica razonada, de control competente, de discusión
serena sobre la vida pública?; ¿es posible que el Gobierno haga y gaste todo lo que le
dé la gana sin consultárselo a nadie ni rendir cuentas a nadie, borrando casi un siglo y
medio de régimen constitucional y de garantías ciudadanas?; ¿es posible imponer una
religión exclusiva y de Estado y erigir en casta privilegiada a una jerarquía
eclesiástica que, a cambio de prestar su apoyo al régimen, se convierte en una
segunda tiranía dentro de la tiranía estatal?; ¿es posible depauperar hasta la extinción
la enseñanza oficial, dejando que las órdenes confesionales, exclusivamente las
católicas, acaparen todos los organismos de formación escolar, desde las primeras
letras hasta las más altas graduaciones académicas?; ¿es posible que, mientras los
ciudadanos no saben dónde vivir, porque para ellos no hay casas, una profusión de
termitas con hábitos nunca vista funde, construya, edifique y se propague por todas
partes, no sólo con subvenciones del Estado, sino además libre de toda contribución,
de todo impuesto, de toda carga —mientras la clase media se hunde y los pobres
sufren tantas privaciones e incluso hambre—?; ¿es posible, en fin, que dispongan
omnímodamente, arbitrariamente, de un pueblo desdichado como éste, que
precisamente estuvo luchando durante todo el siglo XIX y la mitad del XX por no
perder las migajas de trato humano y de soberanía que tantos esfuerzos le había
costado ganar, después de siglos interminables de absolutismo real y de inquisición
eclesiástica? ¿Es posible todo esto (y lo que a ello podría añadirse durante tres meses
seguidos) sin que el agotamiento, el asco, el dolor, la injusticia y la desesperación
acaben por empujar fatalmente una auténtica avalancha de conciencias hacia ese gran
truco ilusionista que es el comunismo?
Si el liberalismo español —el bueno, el auténtico, el que logró uno de nuestros
mejores siglos, el XIX— no ha muerto definitivamente, sino que se halla ahora
vencido y amordazado; y si ya no puede esperar más la tan cacareada y prometida
ayuda de las democracias fuertes del mundo, que lo han traicionado y abandonado en
plena crucifixión, hasta el punto de haberle hecho perder la fe que tenía puesta en los
ídolos que para él fueron los EE. UU., Inglaterra y Francia, ¿hacia dónde queréis que
miren sus ojos resecos y febriles, si no es hacia Rusia?
¡Qué desastre! En 1936 los comunistas no pudieron obtener en España apenas
diputados. Pero si mañana mismo se celebraran aquí unas elecciones libres, como las
que acaban de celebrarse en Francia, ¿cuántos diputados obtendrían los comunistas?
Contestemos de todo corazón y con la cabeza fría.
No hace falta decir más.

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6 de julio de 1951

MI SUEÑO ACTUAL.— Me siento desalentado, porque voy perdiendo la esperanza


—la última esperanza— de que las grandes democracias del mundo quieran hacer
algo, como tantas veces nos habían prometido, por restablecer la pobre democracia
española. Y hasta empiezo a temer —es un presentimiento oscuro, pero tenaz— que
hagan todo lo contrario.
Ya no tengo ánimos para seguir tomando, solo, el pulso de mi pensamiento en
estas notas íntimas. Y mi deseo más profundo, casi único —a punto de cumplir los
sesenta y cuatro años—, sería que un acontecimiento imprevisto y favorable me
permitiese expatriarme e ir a acabar mi vida como realmente la empecé en plena
juventud, recién salido de la adolescencia: instalándome en París. Capital de la
convivencia más abierta, amplia delicia de los hombres: capital del mundo libre. Pero
esta vez querría no abandonarla nunca más —un «más» que a la fuerza ya no puede
estar muy lejos, a estas alturas de mi vida— y quedarme allí: como un viejo
estudiante que vuelve con su amada madre espiritual para morir en su regazo.

17 de julio de 1951

LA VERDADERA POLÍTICA MUNDIAL DE LOS EE. UU. —¿Quieren realmente los


Estados Unidos de América, de Norteamérica, hacer que triunfe la democracia en
todo el mundo? ¿Piensan utilizar su posición preponderante, sus inmensas fuerzas,
para defender y mantener la libertad en todo el mundo?
No lo creo. Los EE. UU. de ahora —como todas las grandes fuerzas imperiales de
ayer y de siempre— no quieren más que extender e implantar su hegemonía. Quien
quiera discutirla o reducirla es su enemigo. Quien les rinda pleitesía o parezca hacerlo
y la acepte es su amigo. Por eso, insensiblemente, los EE. UU. tienden a favorecer no
a los pueblos y los gobiernos democráticos, sino a aquéllos dispuestos a seguir su
juego, por sospechosos que sean. Y así vemos ahora, después de las barbaridades que
vimos hace poco, durante la Segunda Guerra Mundial, que los EE. UU. pretenden
aliarse… ¡con Japón! Y así también acabaremos —quizá no tardemos mucho—
viendo cómo se alían con Alemania y, antes incluso, con Franco.
Si esa extraña política se impone, las consecuencias que podría tener son, ahora
mismo, incalculables.

26 de julio de 1951

EL PACTO HISPANO-NORTEAMERICANO.— Ya estamos otra vez con lo mismo: una de


esas cosas hasta hace poco inimaginables que yo empezaba a prever en la nota

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anterior ya está llamando a nuestras puertas. Es el pacto que se dice que están
negociando el Gobierno de Franco y el Gobierno de Truman. Pese a estar ya más que
acostumbrados a presenciar y a sufrir, desde 1936 hasta ahora, barbaridades de todo
tipo, ésta es para echarse a temblar.
Constituye, para mí, un hecho excepcional, que a la fuerza habrá de tener, si se
lleva a cabo, una influencia rarísima, de resultados imprevisibles, en el precario
destino de Occidente. Me parece imposible que el régimen rabiosamente
antidemocrático y antiliberal de Franco pueda fortalecerse gracias a los Estados
Unidos de América sin que se produzcan —tarde o temprano— graves
perturbaciones.
Está muy claro que los EE. UU. van a su aire: a sentar las bases de una
hegemonía mundial radicada en la fuerza, como también apuntaba yo en la nota
anterior. Recurren a ella, sea como sea, con quien sea y contra quien sea.
Estando tan debilitadas las otras grandes democracias históricas —Gran Bretaña y
Francia—, si los EE. UU. no toman precauciones para establecer su dominio
universal, y hoy se alían con Franco y mañana con Japón, y más tarde con Alemania
—que nunca han sido, ni pueden ser ni serán democracias auténticas, sino todo lo
contrario—, puede producirse en el mundo un vuelco de enorme trascendencia
histórica. Y tanto en un sentido como en otro: tanto si los EE. UU. se salen con la
suya y se imponen mundialmente, junto a una serie de satélites similares, como si esa
alianza monstruosa favorece una explosión nunca vista de fuerzas opuestas —la
URSS, sus amigos y todos sus quintacolumnistas, cuyo número crecería dentro de
cada país ante la desesperación de las masas democráticas y liberales, traicionadas y
burladas.
No me cuesta nada decir que ese increíble primer paso de los EE. UU. —hacia la
ayuda, el fortalecimiento y la exaltación de todos los restos del nazismo y del
fascismo que todavía colean por el mundo— quizá sea el hecho más importante y
más imprevisible acontecido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Nadie —ni
los propios EE. UU. —podría ahora calcular su magnitud, ni siquiera con relativa
precisión. Durante mis meditaciones he ido señalando varias etapas de ese proceso,
que quizá carezca de precedentes en la historia política moderna. Por eso ahora
quiero considerar las proporciones del hecho actual, quizá el primero de una siniestra
cadena, viéndolo desde unos cuantos puntos de vista que me parecen cardinales. Con
el tiempo me servirán de points de repère para apreciar los acontecimientos.

I. Punto de vista de los EE. UU.

Lo único que nosotros perseguimos ahora, por encima de cualquier otra cosa, es
rodear a la URSS de enemigos en potencia, acorralarla, atarla de pies y manos, para
dejarla en un estado inofensivo o inmóvil o, en caso de conflicto bélico, poder
aplastarla con rapidez. Por un insignificante puñado de dólares, ahora podemos

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adquirir uno de los puntos estratégicos más importantes de Occidente, un magnífico
bastión entre dos mares: España. El régimen totalitario que ésta sufre se nos entrega
sin reservas, y además está dispuesto, si es necesario, a poner a nuestro servicio a dos
o trescientos mil hombres españoles que vayan a matarse donde más nos convenga.
La dictadura española es, ciertamente, asquerosa. ¡Pero es tan tentador, tan
conveniente para nosotros, lo que nos ofrece! ¡Y tan barato! Pues venga el pacto, y lo
demás son tonterías.

II. Punto de vista de Franco

Mi régimen, antidemocrático y antiliberal por esencia, está perdido, aislado, en


pleno Occidente. El enorme gasto que este régimen supone —porque todos mis
partidarios y yo sacamos tajada siempre que podemos— y la debilidad natural del
país —que es, en gran medida, gandul y pobre— me condenan a la bancarrota. Este
régimen mío no tiene salida, ni política ni económicamente. Sería grandioso, pues,
que encontrándome en tal situación yo consiguiera llegar a un pacto con los Estados
Unidos de América, la mayor democracia del mundo y el mayor poder de todo
Occidente. Ofrecerles las bases militares que quieran, y hacerles las promesas que
más les halaguen, no sería nada comparado con el fortalecimiento y el prestigio que
obtendríamos mi régimen y yo. Qué gran éxito supondría un pacto así, delante de las
narices de las pobres e impotentes democracias europeas, a las que mis padrinos,
Hitler y Mussolini, no pudieron aniquilar, pero a las que yo aún tengo la esperanza de
ver vencidas y humilladas —ahora más que nunca. Entregando España a los EE. UU.,
lo cierto es que yo ganaré la más impensable, la más extraordinaria e increíble batalla
política y diplomática que pueda imaginarse. Bienvenidos sean, pues, esos brazos que
me acogen, ¡imbéciles!, ¡pese a ser evidente que yo odio todo lo que hiede a voluntad
popular, a libertad civil y a democracia! Y lo demás son tonterías.

III. Punto de vista de las democracias occidentales, especialmente Gran Bretaña y


Francia

Pero ¿es posible? ¿Cómo ha podido suceder algo así? Aquel pequeño Estado
ridículo, totalitario y fascistoide, nacido en un momento de descuido por nuestra
parte, por imposición de Hitler y de Mussolini, y que por apatía y debilidad
olvidamos suprimir a tiempo, ahora se ha convertido, por imposición de los EE. UU.,
en una fuerza de la defensa occidental y democrática. ¡Es todo un caso! ¿Y qué nos
puede pasar el día de mañana, si los EE. UU. —gente tan grosera como poderosa—
siguen imponiéndonos aberraciones como ésta, y el franquismo se convierte en un
peligro para nosotros, gracias a la ayuda y al dinero americanos, y poco a poco ocurre
lo mismo con Japón y Alemania…? ¿Adónde iremos a parar?
(Lógica y clara respuesta mía: podéis ir a parar perfectamente a un final
catastrófico. Pero ese proceso es el que precisamente vosotras mismas iniciasteis en

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1936, con aquella alegría y aquella inconsciencia, bajo el nombre hipócrita de «no
intervención».)

IV. Punto de vista de la democracia española. ¡Consummatum est!

Es la gran burla, el mayor escupitajo en plena cara, la última gota de hiel y


vinagre llevada a los labios hirvientes, agónicos, de la democracia española
crucificada. Ahora sólo le falta lanzar aquel trágico e inútil suspiro: «¿Por qué me
habéis abandonado?». Después, la rendición de Occidente al completo, ante el hecho
consumado, será el postrero golpe de lanza. Y las generaciones futuras podrán decir
que la democracia española, modesta y débil pero a la vez auténtica y pura —y que
precisamente por eso merecía un trato especial—, murió a manos de las más grandes
y fuertes democracias del mundo. Los pechos de los españoles que todavía no han
sabido rendirse al vencedor que les pisotea se ahogan materialmente, por falta de aire.
Sus ojos ya no saben adónde mirar. No queda a la vista más refugio que el espejismo
febril del comunismo, que es el refugio de los desesperados.

Referencias y concordancias. Para seguir en estas notas el proceso inimaginable


que estoy comentando, hay que consultar y comparar las siguientes fechas: 28-V-46 y
1-VI-46, que ahora hay que aplicar íntegramente a los EE. UU.; 5-VI-46; 8-VI-46;
25-VI-46; 13-VII-47; 10-XII-47; 8-1-48; 15-1-48; 26-1-48; 31-III-48; l-IV-48, muy
importante; 13-XII-48; 12-11-49; 18-V-49; 28-V-49; 29-IX-49; 29-XII-50; 23-VI-51;
3-VII-51 y 17-VII-51.

28 de julio de 1951

UNAS CONSECUENCIAS QUE AHORA NADIE VE. —Estoy seguro de que ni los EE. UU.,
ni Gran Bretaña, ni Francia, ni nadie en el mundo —excepto algunos poquísimos
españoles que conocen bien España— se da cuenta, ahora mismo, de las
consecuencias que fatalmente tendrá la conversión del ejército español —tronado,
anacrónico, inepto, con más generales que cañones— en una tropa moderna,
eficiente, entrenada y equipada por los americanos. Ahora nadie las ve, pero para mí
está más claro que el agua.
Si el ejército español fuera un ejército como los que tienen las democracias —un
organismo estatal al servicio de la comunidad—, no habría ningún peligro. Pero el
ejército español no es nada de eso: es una casta profesional privilegiada, como la
casta clerical, y está por encima de toda ley. El país no tiene al ejército a su servicio,
sino que es el ejército el que se sirve del país y hace de él lo que le da la gana.
Este ejército, que no hace guerras, sino cruzadas, porque su espíritu todavía es el
mismo de los siglos de la Reconquista, estuvo armando bronca por todo el mundo, sin
parar, hasta que de todas partes fue expulsado mal y de mala manera. Su

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combatividad congénita —guerreros y conquistadores— ha sido siempre
inversamente proporcional a su capacidad técnica. Cuando el agotamiento y la
pérdida del imperio colonial redujeron al ejército a no ocupar nada más que la árida
franja del Rif marroquí; y una vez el acuerdo de Primo de Rivera con Francia hizo
incluso inútil y sobre todo «improductiva» la permanencia de la milicia española en
África, su esencia de parásito lo empujó fatalmente a establecerse en el propio
territorio nacional, a enquistarse en él en forma de régimen, de sistema político. La
Guerra Civil —dirigida principalmente por generales y oficiales formados en África,
entre ellos Franco— no fue más que la realización de aquel fenómeno ineluctable.
Ahora bien: coger ese ejército, saldo de los ejércitos del año catapún,
anacronismo puro, y convertirlo de golpe y porrazo —después de que precisamente él
haya suprimido toda ley y toda democracia en España—, convertirlo, digo, en un
ejército eficiente, moderno, se quiera o no, ha de tener para nosotros unas
consecuencias tremendas.
Significará que en España ya se habrá extinguido del todo, mientras dure la
broma, hasta la más leve esperanza de restauración del espíritu civil. Militares y
capellanes irán royendo el país hasta los huesos.

29 de julio de 1951

OTRO CONTRAGOLPE POSIBLE.— ¿Y si ese ejército español al servicio de los


Estados Unidos de América tuviese que entrar en guerra?
Hasta ahora Franco ha hecho del país lo que ha querido —precisamente porque lo
ha dejado en paz. Pero si empezara a enviar soldados españoles a batirse lejos de
España, y empezaran a caer, ¿qué pasaría?
¿Lo soportaría el pueblo, ese pueblo que fue derrotado en la Guerra Civil y que
sufre el régimen dictatorial, y calla, mientras no le exijan que se dedique a producir
carne de cañón? No lo sé. Nadie puede saberlo. Ni los propios EE. UU. ni el propio
Franco.

31 de julio de 1951

OTRA CARTA A JOSEP M. MASSIP… NO ENVIADA. —Mi amigo Josep M. Massip,


corresponsal del ABC en Washington, pero actualmente desplazado a regañadientes a
París —porque el hijo del dueño del periódico, «Torcuatito» Luca de Tena, ha
querido ir a hacer unos pinitos periodísticos a los EE. UU.—, me escribe (22-VII-51)
preguntándome qué opino sobre el embrollo del pacto hispano-norteamericano que se
anuncia. Después de contestarle, he preferido no echar la carta al correo (por los
mismos motivos que hicieron que me abstuviera de enviarle también la del 28-V-49).

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Pero le he enviado otra, atenuada, que figura en mi archivo de correspondencia (1-
VIII-51). La primera, la «buena», es ésta:

Madrid, 31-VII-51

Querido amigo Massip:


Su carta del 22 me ha pillado justo en uno de esos momentos en que uno no sabe
si todavía es de este mundo —por estar a punto de emprender las anheladas
vacaciones. Los destellos lejanos y azulísimos de la Costa Brava me roban el
corazón. Pero, aunque no sea con la calma que yo desearía, me alegra, hablar un
poco con usted.
Comprendo su angustia y su añoranza, yo, que —habiendo sido un viajero
incansable— soy también un hombre esencialmente casero. La jugada de que ha sido
usted objeto es tan cruel. ¡Con lo bien que estaba usted en Washington! Y todo por
dar a aquel «señorito» la ocasión de —como dicen aquí— «tirarse una serie de
planchas fenomenales» en la cuestión de Corea. No obstante, a lo mejor eso es lo que
a usted le conviene, amigo Massip, porque todo el mundo le echa de menos en
Washington. Y hay días en los que el embrutecido lector de ABC sabe lo que pasa en
los EE. UU., no por lo que dice sobre el terreno el «Torcuatito», sino por lo que usted
entrevé desde París.
Me alegra saber que trabaja usted con fe en una biografía de Lincoln. No creo
que se la haya encargado ningún editor de aquí. Porque en España una figura como
Lincoln es algo casi inimaginable, como el producto de una fauna exótica.
La pregunta que usted me hace sobre el momento político es tentadora, y me
gustaría mucho poder responderla charlando largo y tendido con usted. Al no ser
posible, le diré con toda franqueza que no comparto en absoluto su relativo
optimismo.
Pienso que le entiendo bien, pues su punto de vista es algo que me ha expuesto
usted deforma sincera en varias ocasiones. Y me parece comprender que su
confianza se fundamenta en los dos siguientes postulados: 1) que los EE. UU. siguen
una línea de pensamiento político orientada, mediante la injerencia en España, a
modificar sensiblemente su actual régimen hasta convertirlo en un sistema de
gobierno democrático; y 2) que ese intento es deseable, porque más vale eso que
nada.
Yo creo —y lamento mucho no poder estar de acuerdo con usted— que su buena
voluntad le ciega. Los EE. UU. en este caso, como prácticamente en cualquier otro,
no siguen ninguna línea política, porque quienes se han apoderado de la política
norteamericana son, por desgracia, los militares. Allí ya no manda la
Administración: manda el Pentágono. Truman y Acheson ya no son dirigentes, sino
dirigidos. «Bajo la presión de generales y almirantes —copio de un rapport de la
United Press que precisamente hoy mismo publica toda la oficiosa prensa española

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Truman también hubo de ceder. Los militares norteamericanos dicen que no se
preocupan por la política interna de España, pero que están poderosamente
interesados en su geografía y su potencial humano.» ¿Puede estar más claro?
Los EE. UU., de momento, quieren bases militares en España; y, cuando llegue la
hora, querrán que medio millón de españoles vaya a batirse por ellos. Eso es algo
que pueden obtener por un triste puñado de dólares, porque se lo ofrece en bandeja
de plata un régimen totalitario que tiene al país atado de pies y manos. ¡Los EE. UU.
aceptan y lo demás son tonterías!
La repercusión de un hecho así en la política interior española no es sino la
normal: el fortalecimiento del régimen; la euforia que le da el sentimiento de estar
ganando la más inverosímil, la más increíble batalla que podía imaginarse; y, por lo
tanto, la impenitencia total. Más: un retroceso a los momentos más agudos de sus
métodos. El nuevo Gobierno, formado pocos días después de que se difundiera la
noticia, contiene entre otras «novedades»: la resurrección del Ministerio del Partido
Único, como en los mejores tiempos de Farinacci y Goebbels; la entrega total de la
Información, la Prensa y la Radio —convertidas ahora también en otro Ministerio
separado— al Partido Único; el Ministerio del Ejército en manos de Muñoz
Grandes, el «quefe» de la «División Azul»… Y ya sabrá usted que Muñoz Grandes
es, in petto, el Regente designado para suceder a Franco, en caso necesario,
mientras dure la minoría de edad del hijo mayor de D. Juan, hijo que —una vez
descartado el padre— será el presunto heredero del trono, ad calendas graecas. Estas
son las «concesiones» hechas por el régimen a los EE. UU. en el camino de la
democratización de España.
Todo el liberalismo español —que durante el siglo XIX y buena parte del XX
constituyó al menos el 75 por ciento de la opinión pública, y que nadie con dos dedos
de frente puede pensar que ha muerto para siempre— está derrotado. Una
pequeñísima parte de esa conciencia democrática, de la que orgullosamente me
siento partícipe, todavía es capaz de llevar a cabo esa operación casi imposible que
es vivir sin respirar. Pero la inmensa mayoría, que necesita el aire como el pan que
come, ante esa total asfixia a la que la abandona la democracia universal, vuelve
cada vez más su mirada enloquecida hacia ese aliento pestilente que llega de Rusia:
esperanza de los desesperados.
Querido Massip, yo ya soy viejo, y es muy posible que los años me impidan verlo.
Pero las consecuencias de este gesto de los EE. UU. —el más grave y peligroso de
los acontecimientos ocurridos en Europa desde el fin de la Segunda Guerra Mundial
— pueden ser terribles, y yo creo que lo serán, tarde o temprano.
Ya se puede usted imaginar, pues, con qué ganas de librarme de la locura
humana me voy a la Costa Brava, donde los dioses de verdad —los antiguos, los de
Grecia— conservan todavía intacto aquel milagro que Homero llamaba «la
innumerable sonrisa del mar»…
Adiós, querido Massip. Que tenga un buen verano. Dé mis mejores recuerdos al

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amigo Peña, a quien también aprecio mucho. Gracias por los que usted dedica a mis
buenos tiempos, que lo eran también para todos. Ahora, en efecto, más que
periodista me gustaría ser limpiabotas. Me quedo en un punto intermedio, y me voy a
hacer de pescador. Un cordial abrazo de su buen amigo.

A. Calvet

Hasta mediados de septiembre:


Carrer de St. Pere, 4.
Sant Feliu de Guíxols (Girona).

2 de agosto de 1951

ILUSIONES VANAS. — Insisto: la esperanza de que los EE. UU., a fuerza de


infiltrarse en la vida española, lleguen a echar a Franco por la borda es una de las
puerilidades más grandes que puedan imaginarse. Esta tesis enervante —la de mi
amigo Massip, probablemente a través del embajador Lequerica— es la que ahora se
utilizará para acabar de adormecer a la ya de por sí bastante adormecida conciencia
española. Es una ilusión paralela a aquella promesa de liberación que La voz de
América y la BBC de Londres nos hicieron, a los pobres españoles liberales, durante
toda la guerra de 1940.
Pues ¿a santo de qué querrán deshacerse los EE. UU. de un régimen que tan bien
les habrá servido? ¿Qué pondrían en su lugar? Si el problema del régimen político
español, para nosotros capital, les interesara de verdad, ya haría mucho que lo
tendríamos resuelto. Lo cierto es que no les preocupa ni lo más mínimo.
¿Y por qué tendrían que apartar del poder a Franco? ¿Por espíritu democrático?,
¿por anhelo de justicia? ¡Si precisamente a ellos lo que más les conviene, de nuestro
régimen actual, es que les permitirá, como ningún otro podría permitírselo, disponer
de toda España, por la mera razón de ser el régimen de la suprema injusticia!
Tampoco es cierto que los EE. UU. tengan interés en infiltrarse a fondo en un país
tan caótico como éste, tan desorganizado, gandul y pobre. Saben perfectamente —o si
no enseguida se darán cuenta— que, excepto algunos acuerdos a los que puedan
llegar con ciertas compañías privadas, catalanas y vascas principalmente, no hay nada
que hacer desde un punto de vista práctico.
Los EE. UU. se darán por satisfechos con establecer aquí tantas bases militares
como les convenga y preparar y armar al ejército español, por si algún día hay que
enviar a tres o cuatrocientos mil hombres a morir adonde haga falta, con tal de que
ellos no tengan que mandar a los suyos. Y nada más.

27 de septiembre de 1951

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VÖLKERPSYCHOLOGIE COMPARADA. —En Sant Feliu de Guíxols, mi pequeña
ciudad natal, donde acabo de veranear, me han contado una anécdota que me parece
muy jugosa.

Dicen que, hace poco, un hijo del país, que emigró a Cuba siendo aún jovencito y
que acaba de volver de allí viejo y sumamente rico, exclamaba lleno de indignación,
en plena «peña» del Casino dels Senyors:
—Mientras viví en Cuba me trataban de «su mercé», Luego, apenas desembarqué
en Cádiz, me llamaron Don José. Al llegar a Barcelona ya era sólo el señor Papitu.
¡Qué jodienda! ¡Llego aquí, a mi pueblo, y todo el mundo me llama Rosegacebes![11]
—que es el mote local de su familia.
Dicen que nadie es profeta en su tierra. Es porque ahí les conocen demasiado
bien.

31 de octubre de 1951

LA CUADRATURA DEL CÍRCULO.— ¿Cómo es posible que pueda restaurarse


democráticamente lo que queda de Europa si los actuales árbitros del dinero y de la
fuerza mundiales, los Estados Unidos de América, se apoyan en regímenes y hombres
tan tronados —tan podridos, tiránicos y antidemocráticos— como Tito, Franco y, en
Extremo Oriente, Chiang Kai-shek?
Corolario al problema anterior. —¿Y cómo podremos alcanzar la paz si toda la
política de los EE. UU. —de la que son muestras evidentes las amistades y
colaboraciones (pie busca y mantiene en Europa y Asia— no es más «pie una
intensiva preparación para la guerra?

5 de noviembre de 1951

EL MUNDO VIEJO Y EL NUEVO.— Considero un gran mal, y especialmente para


Europa, que la potencia dominante hoy en día en el mundo, los Estados Unidos de
América, sea políticamente tan anacrónica, tan simplista, tan poco amiga de los
socialismos europeos, y tan propicia, en cambio, a los cantos de sirena enronquecida
de todos los despojos del conservadurismo, el reaccionarismo e incluso el feudalismo.
Porque, allí donde los socialismos sean barridos por esos restos burgueses con la
ayuda de los EE. UU., el barrido será necesariamente provisional y siempre resultará
dañino —la momentánea derrota del socialismo no servirá para fortalecer realmente
al conservadurismo capitalista, sino para engrosar las filas del comunismo. El hecho
constante de que los partidos comunistas de Francia e Italia, por ejemplo —al igual
que el propio laborismo inglés—, no vean reducido su número de votos tras las

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derrotas que les infligen los partidos centristas y reaccionarios combinados, e incluso
apoyados por la presión americano-vaticanista, tendría que servir para abrir los ojos a
la gente que tiene la obligación de saber ver más allá.
Porque eso que se dice tan a menudo en Europa, que los EE. UU. han descubierto
la fórmula mágica para resolver mediante procedimientos capitalistas los mismos
problemas que quiere resolver el marxismo —y que dicha fórmula consiste en hacer
que todo el mundo sea rico, en vez de hacer que todo el mundo sea pobre—, es una
de las mayores falacias de nuestro tiempo, y sólo puede deslumbrar a los niños y a
quienes creen en los cuentos de hadas.
Lo cierto es que los EE. UU. no sienten como nosotros, los europeos, el inmenso
desequilibrio social existente hoy en día, porque están todavía en pañales, son un
continente virgen que ha gozado de la enorme ventaja de poder ser poblado y
explotado, desde el primer momento, con la técnica más moderna. Ellos aún no han
llegado, ni por asomo, a tocar fondo, como se suele decir vulgarmente. Por eso los
EE. UU. no entienden ni pueden entender a Europa, igual que los niños no pueden
entender a los adultos. Cuando los EE. UU. hayan llegado al grado de evolución, de
superpoblación y de saturación que hoy ha alcanzado el viejo continente, las cosas se
presentarán allí como ahora son aquí, porque los hombres no pueden hacer milagros.
Y quizá lo más trágico que haya hoy en este mundo nuestro tan lleno de tragedias es
ese terrible décalage entre los EE. UU. y nosotros, y el hecho de que ellos se
encuentren ahora con que son los dueños del mundo, cuando todavía no están
preparados para comprenderlo —y especialmente para comprender a Europa, que
sigue siendo la punta de lanza más avanzada de la historia humana.
Esa falta de sincronismo es fatal, y nadie puede decir qué consecuencias tendrá en
definitiva, pero es de esperar que no sean nada favorables.

6 de noviembre de 1951

TOYNBEE EN MADRID.— El famoso historiador inglés ha dado una serie de


conferencias en Madrid. Pero no ha dicho absolutamente nada interesante. Si su gran
obra, todavía inconclusa, no contuviera más cosas que las expuestas por él entre
nosotros —y las contiene—, no valdría la pena leerla.
Toynbee parece —por lo que aquí ha dejado entrever— evolucionar cada vez más
hacia una extraña suerte de providencialismo, de fe y de esperanza en los designios
divinos. Acumular tal cantidad de documentos y emprender tan largos estudios para
acabar diciendo, más o menos, lo mismo que ya dijo Bossuet en su Discours sur
l’histoire universelle, pero sin su soberana elocuencia, me parece un resultado algo
raquítico.
Habrá que esperar a que la obra de Toynbee esté acabada.

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14 de noviembre de 1951

EL TESORO DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA.— Ayer pasé el día en Toledo, en


compañía de canónigos y otros dignatarios de la catedral. Uno de ellos, muy
simpático —el Dr. Ángel Morán—, me acompañó durante un buen rato en mi visita
al templo y me enseñó piezas arqueológicas y artísticas que yo jamás había visto,
aunque conozco muy bien la catedral primada. Mientras charlábamos me contó la
anécdota que describo en las siguientes líneas.
No hace mucho visitaba aquel templo un obispo católico norteamericano. El
propio canónigo Morán le acompañaba y le iba mostrando los tesoros que hacen de la
catedral de Toledo uno de los museos más ricos e impresionantes del mundo. El
obispo se quedaba boquiabierto a cada paso, pero callaba. Y, cuando acabó la visita,
le dijo al canónigo: «Lo cierto es que nosotros no tenemos un tesoro como éste ni en
sueños. Pero nuestro tesoro es el pueblo…».
¡Curioso chiste y profunda ocurrencia! A mí ese «pero» me parece fenomenal.
Por supuesto, en la inesperada reflexión del obispo americano parece haber, quizá, un
matiz de despecho o de envidia. Hay también, seguramente, una amarga ironía y un
vistoso orgullo, como los del proletario que, ante la abrumadora exhibición de las
riquezas de un gran aristócrata tronado, exclama ufano: «Sí, pero yo tengo diez hijos
rebosantes de salud».
España, los EE. UU.; Toledo del Tajo, Toledo de Ohio: ¡qué enorme contraste!
Con el tesoro de la catedral de Toledo de España, los hijos de la tierra, el pueblo,
tienen muy poco que ver. La maravilla del templo y las riquezas únicas que cobija
son obra de una pequeñísima minoría señorial, compuesta por reyes, prelados, nobles,
capítulos, que llevaban a cabo aquella fastuosa obra y la enriquecían, ajenos a la
miseria, la ignorancia y el dolor del pueblo, la masa humana explotada. Y la
maravilla, también única de los EE. UU. —como decía su obispo católico—, es que
toda su fuerza y su riqueza salen del pueblo, sirven al pueblo y nunca dejan de
pertenecer al pueblo.
Los EE. UU. jamás podrán tener una auténtica catedral de Toledo. Pero España
no ha tenido, ni tiene, ni probablemente tendrá jamás, un pueblo auténtico, como el
de los EE. UU.
Y no porque sea imposible tener las dos cosas a la vez. Otros países, como por
ejemplo Francia, Gran Bretaña, Bélgica, Holanda, etc., las tienen. Lo que más
distingue a Europa de América es precisamente eso. Y también lo que distingue a
España de lo mejor que tiene Europa. España es una especie de pendant de los EE.
UU., pero de signo opuesto: cada uno tiene el tesoro que al otro le falta, y ninguno de
ellos tiene ambos.

27 de noviembre de 1951

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¿ES EL QUIJOTE UNA NOVELA? —Releyendo por enésima vez este libro, uno de los
más raros y deliciosos del mundo, he vuelto a pensar en el misterio de su hechizo y
en su difusión universal.
Ya se sabe que pasa por ser una novela, una de las mejores jamás escritas, y para
muchos la primera. Pero no me parece que eso esté muy claro, en el sentido de que el
Quijote apenas tiene nada en común con las otras grandes novelas conocidas; hablo
de los elementos específicos que, bajo la innegable originalidad de cada una, las
dotan a todas de un aire común, un denominador familiar, que es el del carácter
novelesco. Vojna i mir [Guerra y paz], La Chartreuse de Parme, The Antiquary,
Madame Bovary, Oliver Twist, La cousine Bette, etc., etc., están hermanadas, en el
fondo, por la cualidad de tejer una trama humana compacta y compleja con una serie
de personajes que destacan y se mueven en ella, entrecruzando sus hilos en una
especie de tapiz que es como una cálida imitación de la vida misma.
No hace falta ningún estudio en profundidad para darse cuenta de que el Quijote
no es nada de eso. Más bien parece todo lo contrario. Lejos de ser el Quijote un
espejo de la vida real, como una reproducción de la que hierve a nuestro alrededor, es
una rara novela que ocurre fuera del mundo, esto es, del mundo habitual y conocido.
La sociedad de su tiempo, con sus usos y costumbres, los personajes típicos, los
conflictos corrientes, no aparecen prácticamente para nada en esta narración solitaria
y extraña, que casi siempre tiene lugar en espacios despoblados, en los que muy de
vez en cuando entran o aparecen algunos viajeros esporádicos que parecen escapados
del mundo normal o algunos ecos extremamente tenues, débiles resonancias del
rumor cotidiano. Sin embargo, esos personajes y esos rumores llegan más bien a
desentonar en esa especie de yermo espiritual en el que se desarrolla la acción
propiamente quijotesca, no parecen encajar con él y siempre tienen prisa por huir de
su atmósfera enrarecida y fantasmagórica.
Por otra parte, la magna obra de Cervantes, opuesta a la densidad y a la
pululación vitales de las mejores novelas, es una narración esquemática, paupérrima,
casi lineal, basada en dos únicos personajes, sin variedad, sin intriga propia, sin
puntos álgidos ni bajos, sin claroscuro, sin esa complicación y esa combinación de
caracteres humanos y de situaciones que constituye la sal de la literatura novelesca.
Es probable que Cervantes pensara el Quijote como un cuento corto y empezara a
escribirlo como tal, como una de sus Novelas ejemplares. Y sintiendo después,
oscuramente, que la cosa «tenía gracia» y era susceptible de ser alargada, fue
continuándola mediante el sencillísimo procedimiento de añadirle aventuras y más
aventuras, basta que él mismo se cansaba, como un niño que se cansa de ir añadiendo
vagones a una locomotora de juguete. Cuando surgía ese cansancio, Cervantes cogía
a su loco y le devolvía a su casa. Y, cuando volvía a tener ganas de hacerle delirar
otra vez, volvía a sacarle por yermos y bosques. Hasta bien entrada la segunda parte
de la obra, Cervantes no fue capaz de atisbar la incalculable, la trascendental creación
que había logrado simplemente jugando. La técnica del Quijote es, pues,

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perfectamente rudimentaria —muy inferior a la desplegada en otras obras cervantinas
—, y tampoco se parece en nada a la confección sabia y al entramado sutil
predominantes en la gran novelística.
Precisamente para romper con la monotonía de su procedimiento y el dibujo en
exceso esquemático, Cervantes, a medida que el grosor de su obra iba aumentando, la
iba rellenando con múltiples interpolaciones —«el Curioso impertinente»,
«Marcela», «Cardenio», «el Cautivo»— con el objetivo de airear al lector y distraerle
de la enrarecida tensión quijotesca, dándole algún alimento que fuera novelesco de
verdad.
La soledad de Don Quijote y Sancho —no sólo la del paisaje por el que transitan,
sino también la de sus espíritus— crea una atmósfera terrible, a veces casi
irrespirable, que pesa sobre la obra y la ahoga. Únicamente hacia el final, cuando los
dos grandes visionarios llegan a Cataluña, por primera vez tienen los pies en el suelo,
respiran un aire humano y no viven entre fantasmas, sino entre personas de carne y
hueso. Entonces parecen empequeñecer, a medida que a su alrededor la realidad crece
y se densifica. Y es muy curioso, muy revelador del irrealismo fenomenal y
trascendental de la gran obra de Cervantes —tenida precisamente por realista—, el
hecho de que ese primer y único contacto de sus héroes con la vida los difumine, los
venza y los mate.
Otra prueba de que el Quijote, libro excepcionalmente vivo, no puede
considerarse propiamente una novela es el hecho de que sea una obra de la que se
habla constantemente, pero que la gente lee muy poco. Al igual que la Biblia, el
Quijote es un libro que todo el mundo tiene en su biblioteca, pero que nadie abre casi
nunca. Y ese fenómeno se explica perfectamente, porque, si se toma como cualquier
otra novela, resulta ilegible. Las mujeres —las mayores lectoras de novelas
propiamente dichas— apenas lo miran, porque se les cae de las manos. Y es porque
secretamente, instintivamente, les repugna: a causa de su áspera masculinidad
esencial, de su miseria incurable, de su ascetismo adusto, de su ironía cruel, de su
absoluta falta de ternura y suavidad femeninas, de la falta total de confort —y de ese
hedor a campo pelado, a bosque salvaje, a hostal en ruinas, a cama de madera
carcomida, a ropa sucia y a cocina apagada… No creo que ni siquiera en España una
mujer de cada cien mil haya leído el Quijote, ni que a las que por azar lo leyeron les
hayan quedado ganas de volverlo a hacer.
¿Qué diablos tiene, por lo tanto, este libro único, que mejora con el tiempo y que,
cuanto más lo examinan los hombres inteligentes, más nuevos hallazgos les depara?
Hay un dicho catalán, brutal —como tantos otros típicos de nuestra lengua—, que
dice así: «Quan ja li ha vist el cul, diu que és femella».[12] Pues bien: el Quijote es el
libro genial que contiene la contraepopeya del heroísmo humano; obra amarga,
burlona, a veces hasta cínica, deprimente —como decía Nietzsche, el anticervantino
por excelencia—, escrita por un hombre refinadísimo que le había visto el culo a la
vida. Ariosto ya había hecho en versos deliciosos una epopeya burlesca, una Ilíada

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convertida en libro de caballerías: el Orlando furioso. Cervantes provoca, con su
afilada pluma, el deshinchamiento definitivo de los sueños heroicos y caballerescos, y
lo hace mediante una prosa rica, pintoresca y sabrosa como un manjar popular.
Aquiles, el de los pies ligeros, el invencible, es sustituido por el «Caballero de la
Triste Figura», que siempre está por los suelos. Recuerdo que, hasta que no crecí lo
suficiente para que la vida me diera los primeros golpes, era materialmente incapaz
de leer el Quijote, que a los diez o doce años cogí por vez primera. Me sabía de
memoria y saboreaba grandes fragmentos de la Odisea, la Ilíada, la Eneida, la
Gerusaleme Liberata, Os lusiadas… y todavía el Quijote se me caía siempre de las
manos, por falso y antipático —pensaba yo—, porque todas las cosas sucedían al
revés del orden oficial e ideal del mundo, el que nos describían e inculcaban padres,
confesores y maestros. Es un libro, el Quijote, que sólo puede disfrutar un hombre
hecho y derecho —y aun así tras haber descubierto en la vida, como reza nuestro
dicho, su secreto pornográfico. Por eso lo lee mucha menos gente de la que parece. E
incluso, entre quienes lo leen, abundan —sobre todo en España y en la América
española— quienes lo hacen atraídos por el hechizo incomparable de un estilo lleno
de incorrecciones, pero sin parangón por su fuerza, su justedad y su gracia.
Entonces, vuelvo a decir, ¿de dónde proviene la enorme fama del Quijote, una de
las más universales que se conocen? Proviene de un fenómeno completamente al
margen de la literatura. Es una creación esencialmente mitológica. En ese aspecto la
obra de Cervantes fue como una especie de matriz de la que surgieron dos
extraordinarios tipos humanos: Don Quijote y Sancho Panza. Es cierto que Cervantes
los creó en su imaginación y con su pluma, sacándolos a la luz, como un dios, de la
nada. Eso constituye el aspecto accidentalmente literario del fenómeno. Pero lo
extraordinario del caso es que los dos personajes imaginarios, de ficción, acarreaban
tal fuerza simbólica y estaban dotados de una plasticidad tan maravillosa que, de las
líneas manuscritas por Cervantes y luego compuestas en la imprenta de Juan de la
Cueva, sallaron inmediatamente a la calle, a la plaza pública, recorriendo toda
España, cruzaron las fronteras y no tardaron en llenar todo el planeta, porque
dibujantes, pintores, escultores, bordadores, tapiceros, etc., los hicieron suyos y los
esparcieron por millones de imaginaciones humanas. Y, más reales que si hubieran
sido de carne y hueso, esos puros fantasmas, pasando de boca en boca, en todas las
lenguas de la Tierra, siguen dando, desde entonces, sin parar la vuelta al mundo.
La masa humana que «los conoce de vista» es inmensamente más numerosa que
la de los lectores del libro de donde salieron. Entre la primera hay una enorme
cantidad de analfabetos, probablemente muy superior a la de quienes saben de letras.
De modo que cuenta muy poco, en la sorprendente universalidad quijotesca, el libro
de Cervantes; lo esencial es el mito que de él arranca, con esos dos personajes
fabulosos. Desde principios del siglo XVI, legiones de seres humanos pertenecientes a
las más opuestas razas y culturas, y viviendo en los cinco rincones del mundo,
conocen a Don Quijote y a Sancho, y alguna de sus aventuras, sin haber leído nunca

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la obra de Cervantes, sin que muchos ni siquiera hayan oído hablar de ella. Ignoran
del todo que se trata de un escritor y de un libro, y ni siquiera saben que existen el
país y la lengua que los produjeron. Pero el caballero y su escudero son familiares en
todas partes, como poquísimos héroes históricos o legendarios puedan serlo. Y —
mientras no tenga lugar un naufragio total de la humanidad— seguirán siendo figuras
íntimas, amigos de todos los hombres, porque, aunque nadie les haya visto ni les
pueda ver nunca, todo el mundo, más o menos, los lleva dentro.

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1952

7 de octubre de 1952

DESCONSUELO.— Hoy cumplo sesenta y cinco años y voy a poner punto y final a
estas notas empezadas hace seis y medio. Entonces yo aún creía en la posibilidad de
ver enderezadas las iniquidades que se habían perpetrado en España, por haber
permitido los vencedores de la Segunda Guerra Mundial la victoria de Franco y el
establecimiento de su tiránico régimen. Aún creía que el mundo libre haría, por su
propia conveniencia, algo con sentido común a nuestro favor, algo por los pobres
españoles. Hoy ya no espero nada, ni de España ni de fuera de España. Por lo tanto,
más vale abandonar.
España no es Europa, no lo ha sido nunca —como tampoco lo han sido Turquía y
Rusia. Europa es una complicada mezcla de las sucesivas aportaciones de Grecia,
Roma, el cristianismo, el Renacimiento, la Reforma y la Revolución francesa. Y
España, de Grecia, tiene muy poco: un leve reflejo en todo el litoral levantino. De
Roma, los rastros de una organización administrativa y jurídica, con cierta tradición
arquitectónica. Del cristianismo, sólo su parte negra, sangrienta y combativa, la que
hizo decir a Chateaubriand que los españoles son «des arabes chrétiens». Del
Renacimiento, fórmulas literarias y decorativas: palacios desvencijados, fachadas
risueñas, plazas monumentales en tierras pobres, el endecasílabo —que trajo Boscán
y pulió Garcilaso—, el neoplatonismo injertado por Fray Luis de León, etc.: un
barniz, nada esencial. De la Reforma, casi ni rastro. De la revolución del 89, otro
barniz intelectual y político, más fino y frágil que un polvillo. Y, en cambio, lleva en
la sangre una mezcla de savia mora, judía y visigoda que hace inviable cualquier
corriente de europeísmo.
Por eso no nos hemos sincronizado nunca con la verdadera Europa. Casualmente
intervinimos en ella y fugazmente la dominamos en parte, montados por puro azar en
el carro cesáreo de un forastero, Carlos V; pero todo quedó en agua de borrajas.
Europa siempre nos ha visto al margen de ella, como un elemento insoluble, como
algo pintoresco y extraño. La violencia, la tiranía, el absolutismo, las cadenas, el
dogma, la inquisición, la dictadura, el caudillaje…, son los únicos sistemas de
gobierno que permiten mantener dormido, embrutecido, vegetando al margen de la
ciudadanía, al pueblo español. Tan pronto como algunos hombres desinteresados y
llenos de buena voluntad intentan despertarlo, instruirlo, dignificarlo, hacer que
camine por sí mismo y se incorpore a la marcha de Europa, no sólo no lo consiguen,
sino que provocan unos ataques de epilepsia tan aterradores que el supuesto remedio
acaba siendo mucho peor que la enfermedad. Los regeneradores de buena fe, en
España, tarde o temprano, siempre han resultado ser unos ingenuos e involuntarios
malhechores.

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En 1936 sufrimos una nueva y terrible recaída en nuestro mal crónico. En vez de
ayudarnos a salir deprisa de ésta, las más poderosas democracias del mundo dejaron
que nos hundiéramos aún más, y ahora nos dejan ahí deliberadamente. Por lo visto no
nos creen dignos de mejor suerte —o eso es lo que les conviene creer. Lo mejor, pues
—vuelvo a decirme—, es dejarlo estar y no querer saber nada más de ello.
Puede decirse que he pasado los mejores años de mi vida haciendo todo lo que he
podido, dentro de mi pequeñez, por contribuir a dignificar Cataluña y España. La
preocupación constante, de cada día, para mí no ha sido el bien propio, sino el de la
colectividad. Y he perdido el tiempo completamente: España y Cataluña,
consideradas de forma colectiva, se encuentran hoy en un estado de envilecimiento
como no habían conocido otro igual en los tiempos modernos. Mientras el mundo
sigue esforzándose por resolver las grandes realidades de nuestros días, este pobre
país —ahora vendido por su régimen de fuerza a los norteamericanos— seguirá
inhibido, narcotizado, insensible, abatido sobre un montón de recuerdos y de sueños
tronados, de megalomanía barata, de farsa y picaresca ancestrales —hasta la hora
imprevisible, pero creo que ineluctable, en la que, tarde o temprano, caiga en un
nuevo delirium tremens de los que hacen estragos.
Que no lo tenga que ver yo. Amén.

19 de noviembre de 1952

PEQUEÑO COROLARIO QUE SE VEÍA VENIR.— España ha sido admitida en la


UNESCO. Y uno de sus representantes en el organismo cultural —representante de
Franco— es «nuestro» ex separatista Joan Estelrich.

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1953

8 de agosto de 1953

OTRO PEQUEÑO COROLARIO QUE TAMPOCO PODÍA FALLAR.— Dicen que el ilustre
doctor Marañón —que está haciendo un viaje triunfal por tierras suramericanas,
patrocinado o como mínimo apoyado por el régimen franquista—, en la escala de Rio
de Janeiro, ha hecho las siguientes declaraciones:

MARAÑÓN RESALTA EL CLIMA DE LIBERTAD


EN QUE SE VIVE EN ESPAÑA

Rio de Janeiro, 7.—En honor del doctor Marañón y de su esposa, se ha celebrado


una cena ofrecida en la Embajada española por los marqueses de Prat de
Nantouillet. La Asociación brasileña de la Prensa ha ofrecido también un banquete
al ilustre médico español. Todos los periódicos insertan entrevistas con el doctor
Marañón, en las cuales éste pone de relieve el clima de libertad en que se vive en
España y el amparo otorgado por el Gobierno al desenvolvimiento de la ciencia, la
cultura y la Universidad. El viaje del doctor Marañón ha constituido el máximo
acontecimiento en la vida cultural brasileña y ha proporcionado jornadas de triunfo.

(Recorte de La Vanguardia Española, de Barcelona, del 8 de agosto de 1953.)

Pese a conocer perfectamente a Marañón y saber de su incurable temperamento


de vedette —es alguien que no puede estar ni un rato entre bambalinas, porque
necesita, más que el pan que come, figurar siempre en escena en primera fila, con
todos los focos encendidos, y haría cualquier cosa con tal de satisfacer ese afán
morboso—, me cuesta mucho creer que tales declaraciones, tan abominablemente
asquerosas, no le hayan sido colgadas como un monigote del Día de los Inocentes.
Pero, una de dos: si las ha hecho realmente, pese a saber con creces que es falso
lo que afirman, Marañón habría caído, por conveniencias propias, en la trampa en la
que sólo caen los cínicos más repugnantes o los perfectos canallas. Y, si no las ha
hecho, también ha quedado moralmente como un cornudo que acepta serlo, porque ni
las ha desmentido ni rectificado (que yo sepa), y de antemano era evidente que no
podría hacerlo ni conseguir que la propaganda franquista dejase de explotar su
prestigiosa figura una vez aceptada por él la protección oficial.

28 de agosto de 1953

LAS ESCURRIDURAS.— Firma del concordato entre el Vaticano y el régimen de

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Franco.

26 de septiembre de 1953

UN FINAL QUE NO ES EL FINAL.— Firma del convenio entre los Estados Unidos de
América y el Gobierno de Franco: en realidad, la aceptación del régimen español
dentro del sistema militar de Norteamérica, como vergonzoso satélite de última
categoría.

30 de noviembre de 1953

EPÍLOGO.— Estoy volviendo a releer todo Shakespeare, en la traducción francesa


publicada por La Pléiade. Mi pobre conocimiento del inglés nunca me ha permitido
—y es uno de los remordimientos más irreparables de mi vida— acercarme
directamente al maravilloso poeta. Pero su lectura, pese a tener que hacerla yo
mediante intermediarios, es de las que siempre me hechizan, me confortan y me
elevan. Shakespeare y Homero son mis poetas preferidos, los que, para mí, ven el
mundo con mirada más humana y profunda, y a la vez la traducen en un idioma
figurativo más directo, nuevo, brillante y puro —más acabado de fundir.
Y —en el momento en que me dispongo a concluir esta colección de
meditaciones tristes y amargas— encuentro casualmente en Shakespeare (Enrique VI,
parte III, acto III, escena III) un par de esas perlas únicas que tan abundosamente
pululan por su inmensa y lírica marea. Son éstas:

«¿Cómo podrían los tiranos reinar seguros en su país / si no se procuraran


grandes alianzas fuera de éste?»

«Pero ten cuidado, Luis (la advertencia se dirige al rey Luis XI de Francia, pero
los actuales Estados Unidos de América podrían hacerla suya); ten cuidado / de no
atraer sobre ti el oprobio, con esta alianza; / pues los usurpadores pueden gobernar
durante un tiempo, /pero el cielo es justo y el tiempo derriba las iniquidades.»

Y, después de eso, ya no hay nada más que decir.

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AGUSTÍ CALVET (Sant Feliu de Guíxols, 1887-Barcelona, 1964), más conocido por
el seudónimo «GAZIEL», fue uno de los periodistas más influyentes del primer tercio
del siglo XX en España. Debutó en el oficio en 1909 en La Veu de Catalunya, órgano
del partido conservador la Lliga Regionalista. En 1914 marchó a París con la
intención de retomar sus estudios de Filosofía y allí le sorprendió la primera guerra
mundial. El cuaderno en el que escribía el ambiente de la ciudad y sus impresiones
personales estaría en la base de los artículos que desde La Vanguardia lo catapultaron
a la fama. Sus crónicas sobre la Gran Guerra lo convirtieron en uno de los periodistas
más leídos de España y América Latina. Entre 1914 y 1918 recopiló sus artículos
sobre la guerra en varios libros. Así surgieron volúmenes como Diario de un
estudiante en París (1915) y De París a Monastir (1917).
Entre 1920 y 1936 fue director de La Vanguardia, desde donde se consolidó como
uno de los analistas más lúcidos de la política de la época. Pasó la guerra civil en el
exilio y a su vuelta en 1940 tuvo que dejar de ejercer su profesión. Se instaló en
Madrid, donde trabajó en el sector editorial, y escribió libros de memorias y de viajes,
entre los que destacan Tots els camins duen a Roma. Història d’un destí (1958). En
1959 volvió a Barcelona, donde continuó escribiendo hasta su muerte. En la edición
póstuma de sus Obras Completas (1970) en catalán vieron la luz fragmentos de sus
deslumbrantes Meditaciones en el desierto, cuya edición íntegra tuvo que publicarse
en París en 1974.

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Notas

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[1] Literalmente «bienes comunes, bienes de nadie». (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 169


[2] Dempeus: «de pie» (N. del T.) <<

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[3] «El senyor Esteve» era un personaje que se consideraba un reflejo del arquetípico

burgués catalán. Fue el protagonista de una novela —publicada en 1907— y de una


obra de teatro —estrenada en 1917— escritas por Santiago Rusiñol y tituladas ambas
L’auca del senyor Esteve [El retablo del señor Esteve]. «La Puntual» era el nombre
de su pequeño negocio familiar. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 171


[4] Seny: «sentido común». (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 172


[5] La expresión catalana «ser del morro fort» (literalmente, «ser de morro fuerte»)

significa «tener muy mal genio» o «tener un genio de mil demonios». (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 173


[6]
Serafí Pitarra: seudónimo de Frederic Soler i Hubert (Barcelona, 1839-1895),
comediógrafo y dramaturgo que se considera uno de los principales pilares del teatro
catalán moderno y que fue especialmente conocido por las sátiras que publicaba bajo
ese nombre —tomo por ejemplo La botifarra de la llibertat (1860) y, sobre todo,
L’esquella de la torratxa (1864)—, en las que hacía burla de situaciones
sociopolíticas coetáneas. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 174


[7] Expresión parecida a «la raó per als bojos» («la razón para los locos»), significa

que se suele dar la razón precisamente a quien no la tiene. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 175


[8] Renaixença: movimiento cultural del siglo XIX, específico de los territorios
catalanohablantes, que perseguía el fomento y la revitalización de la lengua y la
literatura propias. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 176


[9] Expresión que traducida literalmente sería «hacer los gigantes» y cuyo significado

es «alardear». (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 177


[10] Según varias fuentes consultadas en la actualidad, el número exacto de diputados

que obtuvo el PCE en aquellas elecciones fue de 17, lo cual no dejaba de ser un
fiasco. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 178


[11] Rosegacebes: literalmente sería «Roecebollas». (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 179


[12] Literalmente se traduce por «Cuando ya le ha visto el culo, dice que es hembra»,

y tendría un significado similar al de la expresión «A toro pasado es fácil adivinar las


estocadas». (N. del T.) <<

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