Meditaciones en El Desierto 19461953 - Gaziel PDF
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Gaziel
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Título original: Meditacions en el desert (1946-1953)
Gaziel, 2005
Traducción: Felip Tobar
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NOTA DEL EDITOR
Esta traducción se basa en la edición catalana del libro, publicada por La Magrana
en 1999, la primera completa. Las palabras que aparecen en cursiva están en su
lengua original, en castellano, francés, inglés, alemán y latín.
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PRÓLOGO A LA EDICIÓN DE 1974
Si desde el principio digo que este libro me es profundamente antipático, por
fuerza el lector tendrá que sentirse un poco sorprendido. Pero si, después de recibir
del autor tan desconcertante confesión, no se echa atrás y sigue con la lectura, espero
que no solamente llegue a comprender la extraña antipatía que he mencionado, sino
también que su sorpresa inicial quizá se transforme en una especie de piedad sincera.
Ésta es la parte más cruda de las recopilaciones de notas que durante veinte años
—de 1936 a 1956— yo escribía para mí sólo, constituyendo así una especie de
dietario muy íntimo. Y lo cierto es que las páginas que lo componen no fueron
concebidas para ser publicadas. Nacidas entre 1946 y 1953, son hijas de una gran
esperanza fallida: la que yo tenía —como otros tantos españoles incontables— de ver
cómo se enderezaba una de las más abominables iniquidades de nuestro tiempo, el
brutal aplastamiento de toda libertad en España. Acostumbrado por mi profesión de
periodista a observar y comentar al día la vida pública de mi país y la del mundo, una
vez acabada, en 1939, la última guerra civil española —que pasé por completo en el
exilio y sin mezclarme para nada en la escalofriante matanza, ni con unos ni con otros
—, me encontré con que aquí había sido arrasada toda libre opinión: los periódicos se
habían convertido en órganos de propaganda oficiosa, dirigidos y controlados por el
Gobierno, y los periodistas, uniformados por el régimen, en agentes de la dictadura.
Derruida por completo mi profesión, no tuve más remedio que crearme una nueva.
Pero un instinto irreprimible me empujaba a seguir comentando, aunque lo hiciera
sólo, los acontecimientos. Estas meditaciones solitarias son artículos nonatos.
Estuve escribiendo las notas de esta recopilación durante siete años y medio
largos, interminables —con más angustia que la que debieron de sentir los hebreos
errantes al atravesar el Desierto de Arabia, ansiosos por ver si era cierto que al final
acabarían por encontrar la tierra prometida, con la terrible desventaja de que,
residiendo yo entonces en Madrid, donde me había dejado la resaca de la tormenta
pasada, atravesaba mi desierto solo, sin el calor de mi pueblo alrededor, sin viejos
amigos cerca, sin compañeros de ruta, sólo seguido por mi propia sombra. También
yo tenía como único guía una señal de fuego que, alzándose día y noche en el fondo
de mi horizonte, orientaba mis pasos: era la fe ingenua, profunda, en las solemnes
promesas que tantas veces nos habían hecho los representantes de las altas
democracias del mundo. Una vez ellas hubiesen triunfado —nos decían—, no
cejarían en su empeño por liberar otros pueblos oprimidos y aplastar la tiranía. ¿Y
quién podía dudar de su palabra, sabiendo que dicha necesidad vital de los humildes
era también lo más conveniente para esas naciones más fuertes, aterradoramente
escarmentadas dos veces seguidas en sólo veinticinco años…?
Pero de repente, cuando ya parecía que estábamos en los confines del desierto, y
que en la oscuridad de la noche iba a florecer la luz del alba sobre el reverdecer de
una tierra esponjosa, he aquí que la guiadora columna de fuego empezó a realizar una
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serie de inquietantes extrañezas. A ratos se eclipsaba y a ratos relucía, iluminando,
incomprensiblemente, no los pasos de los caminantes que por el desierto la
seguíamos, sino a las fieras que en las tinieblas nos asediaban, dejándonos a nosotros
a oscuras, con el corazón lleno de temor y de duda.
Fue entonces, precisamente, cuando la inquietud hizo que empezara a tomar las
notas que integran este libro. Las extrañezas de las democracias guiadoras se iban
multiplicando cada día más. Pronto se volvieron alarmantes: yo no sabía dónde estaba
ni adónde iba. Y cuando, por fin, llegó la victoria de quienes considerábamos
nuestros amigos, y desde la lejanía, con lágrimas de gozo en los ojos, les vimos entrar
con todas sus banderas desplegadas en la tierra de promisión, tuvimos que contemplar
también —oh, inolvidable escarnio— cómo tras ellos acogían a la misma gente de
nuestro hogar que les había combatido a muerte (y les volvería a combatir
igualmente, mil veces, tan pronto como ello fuera posible); mientras a nosotros, los
ingenuos y pobres fieles a la causa triunfante, nos dejaban fuera, más desamparados y
más tristes que nunca, olvidando descaradamente sus más sagradas promesas. Y las
lágrimas de gozo se volvieron aterradoramente amargas. Ese fue uno de los grandes
acontecimientos de nuestro tiempo, que pasará a la historia y pesará en ella: la
democracia, de manera infame, traicionó a sus amigos de España y renegó de ellos.
Por eso ahora, tantos años después de haber escrito estas meditaciones con el
único propósito de desahogarme, sin pensar ni siquiera remotamente en que pudieran
llegar a publicarse, me gustaría que vieran la luz, para que sirvieran de testimonio, de
acusación y de escarmiento. Resulta que, releyendo mis notas íntimas, hoy me doy
cuenta de que, sin habérmelo propuesto, recogen muchas cosas que se irán perdiendo
de aquella traición abominable. Conservan de ella, sobre todo, la asfixiante
temperatura: la fiebre con la que yo escribía explota a cada paso. No es de extrañar,
por tanto, que haya resultado ser un texto áspero, punzante y lleno de amargura, si
tenemos en cuenta que mientras lo dictaba los desengaños y las burlas más crueles
quemaban mis entrañas y las más diabólicas visiones enturbiaban mi espíritu. Todo el
libro se resiente de tan agotador tormento. Hasta que, incluso ya perdida la más leve
esperanza de entrar algún día en la tierra prometida por las democracias, de la que
ahora ellas disfrutan junto a sus enemigos mortales y los nuestros, el caminante
perdió sus fuerzas y se dejó caer sobre la arena ardiente, resignado a morir en pleno
desierto. ¿Cómo queréis que un texto así no le ponga los pelos de punta a su autor
cada vez que lo hojea? ¿Y quién será el lector afín que no sienta algo de compasión
ante tan inhumana desdicha…?
Lo peor de todo es que yo no soy ni he sido nunca un hombre de desierto, un
hombre, por ejemplo, de la estirpe del gran Unamuno. A mí me placen, por el
contrario, la tierra recogida, el agua que corre, la brisa y la sombra, la nube huidiza, el
animal que pace y el hombre que vive con sensata fruición. Y todo este libro, ¡ay!,
sólo habla de la árida, de la cruel España. Tras tanto obsesionarme con mi estrechez
espiritual, ya en gran medida hollada por el vaho africano, y tras tanto mirar y palpar
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sus incurables heridas, una roña como la de un mendigo de novela picaresca ha
impregnado estas páginas. Y mi espíritu, al escribirlas, se ha vuelto también oscuro y
arisco —él, que es de nacimiento aireado, luminoso y risueño. En fin: el presente
libro es un espejo fiel, pero da una imagen mía que a mí mismo me repugna.
Sí: el mal del que hablo es cierto, pero lo expongo demasiado crudamente, sin
claroscuro, sin el juego continuado de luces y de sombras que somos los hombres y
que es la vida. Pongo el dedo en la llaga muy a menudo, y no me arrepiento de ello;
pero lo hago sin tacto, sin piedad. Ciertas figuras de hombres eminentes, amigos
míos, se presentan en la obra de forma demasiado simple y sólo con colores vivos y
elementales, como las imágenes de Épinal. En realidad eran (o todavía son) más
complicadas, llenas de contradicciones, si se quiere, pero con grandes cualidades que
compensan sus taras; es decir, más humanas. Desde ahora pido perdón por haberlas
desdibujado y coloreado de manera tan zafia, o, mejor dicho, tal como fueron en un
momento determinado, verídica pero fragmentariamente. Es lo malo que tiene
escribir mientras sufres y maldices, en soledad, a través de un desierto interminable.
El fanatismo, que aborrezco y combato, se me ha contagiado. La injusticia, ya se
sabe, engendra injusticia.
Entonces, ¿por qué deseo publicar estas meditaciones febriles? ¿No sería mejor
destruirlas? Muchas veces me he sentido tentado a hacerlo, y siempre —al releerlas—
lo he pensado mejor. El mal que su crudeza pueda inferir queda neutralizado de
antemano por el hecho de que yo mismo lo reconozco y lo condeno. Y, una vez
salvado ese escollo, creo que en este libro hay muchas cosas que, mejor o peor
dichas, pesan y cuentan como sólo pesan y cuentan las realidades. Es un testimonio
verídico del momento histórico que presenció la increíble metamorfosis del régimen
de Franco —aliado y correligionario antidemocrático y antiliberal de Mussolini y de
Hitler— en aliado y protegido de los Estados Unidos de América, campeones
universales de la libertad de los hombres y de los pueblos.
No es el libro de un vencido, un perjudicado o un resentido. No es el de un
vencido, porque quien idealmente no se siente un vencido no lo será nunca. No es el
de un perjudicado, porque pocos españoles de mi condición tuvieron la suerte,
durante la pasada guerra civil, de sufrir en su físico o en sus bienes materiales tan
poco como yo. Y en lo que respecta al resentimiento, aunque con más de cincuenta
años tuve que recomenzar mi vida, he sabido hacerlo tan bien o lo he hecho con tal
fortuna que nunca había vivido como vivo ahora. Tampoco es este libro el de un
escéptico del que se pueda decir, de buena fe, que no ha amado ni ama su país. Toda
mi vida periodística, anterior a 1935, se caracteriza por un profundo y abnegado
aprecio hacia Cataluña y hacia España: una vida ni corta, ni fácil, ni lisonjera —y tan
mal pagada. Eso no significa, asimismo, que no profese una gran admiración, en
ciertos casos extraordinaria, por amigos o escritores contemporáneos famosos,
muertos o todavía vivos, de quienes no obstante digo cosas que no les favorecen en
absoluto, ni como ciudadanos ni como modelos de carácter. La pura verdad es que, si
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les magullo un poco, lo hago porque habría querido que fuesen aún mejores de lo que
fueron o de lo que son, sin tara, superhombres más que hombres.
En pocas palabras: este libro (que no quería serlo y ha acabado siéndolo) es
esencialmente una obra de dolor. De dolor y de lucidez; de una lucidez como la que
sólo puede dar un dolor profundo y desinteresado: lucidez y dolor siempre
emparejados, como luz y llama.
Dado que constituye un bloque raro, surgido candente y compacto de la fosa
solitaria que en silencio iban cavando juntos mi espíritu y mi corazón, me he
abstenido de extraer ciertos pasajes que nada tienen que ver con el tema obsesivo del
dietario. Me tentó la idea de separarlos, a la espera de que tuviesen cabida en otro de
mis libros, alguna recopilación de notas y ensayos puramente literarios. Pero
enseguida me daba cuenta de que echaría a perder algo oscuramente orgánico, como
si al sacar unas briznas de un tejido vivo acabara rompiéndolo. Y es que esos pasajes,
aunque ciertamente parezcan desentonar, aquí o allí, como claros de luz en la
uniformidad sombría, nacieron dentro de ella, como la flor del cardo surge de su
masa espinosa. Son los pequeños oasis que mi pensamiento, abrasado por el calor y el
vacío del desierto, de vez en cuando descubría en los márgenes de la pista
polvorienta: mi corazón encontraba en ellos el consuelo de un trago de agua fresca o
la sombra de un ramaje piadoso. No hace falta tocarlos: el lector que tenga ánimo
para seguirme encontrará en ellos, igualmente, un breve reposo.
Pensándolo bien, al estar hecho con tristes afanes y en una soledad angustiosa,
este libro es más que nada una grave, una auténtica lección de vida. Incluye la
demostración, que a mí me parece impresionante, de que la historia humana no es un
melodrama. Es decir, una acción colectiva compuesta por imprevisibles y
apasionantes peripecias, pero que acaba siempre con el infalible triunfo de unos
principios y de unas fidelidades que la juventud educada por idealistas más o menos
sinceros acostumbra a venerar como cosas sagradas e inmutables, porque les dicen —
no sé por qué— que los «buenos» siempre ganan, mientras que los «malos»
sucumben infaliblemente. No, hijos míos: la historia es una auténtica y espantosa
tragedia. El azaroso resultado, siempre imprevisible, no de una lucha noble y
claramente desproporcionada entre el bien y el mal, sino de una vil e inmunda mezcla
por encima de la cual se despliegan, como espejitos para cazar alondras, las banderas
más deslumbrantes y los lemas más puros, mientras por debajo corren desatados,
como víboras y escorpiones, el crimen y la traición, el egoísmo y la mentira, lo venal
y el vicio, el hermano que vende a su hermano, y el hijo que reniega de su padre, y la
esposa que entrega a su esposo al verdugo para poder retozar a placer con su amante,
y el amigo —¡ay, el amigo!— que da hiel y vinagre a su compañero y le roba la bolsa
o la honra, mientras él se vende al mejor postor, tal como hizo Judas. Es eso la
historia; y quien no lo ve a tiempo y va dando tumbos, con el corazón en la mano y
los ojos clavados en el cielo, acaba colgado por sus semejantes. Historia es pura
zoología.
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Y lo sería del todo si no fuera porque a veces llega el día en que muchas de las
barbaridades que la componen se tienen que pagar. A menudo, con creces. No por
medio de sanciones morales o de ultratumba (de ésas se ríen los bergantes), sino por
una serie de encadenamientos que se producen como reacciones químicas, que la
misma injusticia humana provoca. Aquella frase célebre —de— Fouché o de
Talleyrand, da igual— que dice de un mal paso: «C’est pire qu’un crime, c’est une
faute», significa exactamente que, en política, a menudo los crímenes más grandes
quedan impunes, pero las falsas jugadas se pagan de forma implacable. A ello hay
que añadir, desgraciadamente, que no las pagan siempre quienes las han hecho, pero
sí quienes han sido víctimas de ellas o sus hijos.
Todas estas cosas que digo, teóricamente tremendas, en realidad son simples y
elementales. Entran en contradicción, naturalmente, con aquella Ley de Dios que
cuando somos pequeños nos enseñan y también con las leyes humanas que vamos
aprendiendo al ser mayores. Pero que no os asuste constatarlo: hay que hacer de
tripas corazón y seguir adelante —si se quiere salvar la piel—, igual que en plena
batalla. Quien sea tan delicado como para perder el sentido ante el horror de la mayor
iniquidad, o tan tozudo como para querer seguir confiando en la santidad y la
invulnerabilidad de los principios, irá a parar indefectiblemente, sin saber cuándo ni
cómo, bajo las ruedas del carro —el carro, por supuesto, de la historia.
Así pues, conviene estar tan baqueteado como describe este libro. Es un duro
aprendizaje, no hay que negarlo. Pero para entender bien la vida, para comprenderla a
fondo, no basta con haberla vivido entre hombres y mujeres cordiales y en tiempos de
bonanza. También hace falta haber peregrinado largamente, solitariamente, como
tuvo que hacerlo, quisiera o no, el autor de estas páginas, hasta caer exhausto en
pleno desierto.
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1946
12 de mayo de 1946
SALUD SOSPECHOSA.— Ortega y Gasset, en la conferencia que dio hace pocos días
en el Ateneo de Madrid, dijo que España había salido de la Guerra Civil con una
salud a prueba de bombas. «Una salud indecente», creo que dijo.
Sí; debe de ser aquella salud que ya definía Jules Romains, en boca del Dr.
Knock: «C’est un equilibre inestable qui n’annonce rien de bon».
14 de mayo de 1946
15 de mayo de 1946
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Buenos Aires, entonces expatriado, tanto si quería como si no, al igual que nosotros.
Y hablábamos, naturalmente, de la tragedia española.
Estaban Ortega y Gasset, Pittaluga, García Morente, Hernando, Pi i Sunyer
(August) y unos cuantos más, hasta sumar una veintena. Marañón aún no había huido
de España (lo hizo más tarde), y los únicos catalanes que había éramos, además del
librero y su esposa —nuestros anfitriones—, Carles Soldevila y yo, con alguna
aparición vaga y tardía de Joan Estelrich, que ya iba buscando su propio camino.
El motivo capital de nuestras reuniones era averiguar si cabía la posibilidad de
intentar algo, como estamento pensante de un país hecho pedazos; y, en el caso de
que la respuesta fuera afirmativa, unánime o aprobada por mayoría, qué era lo que
teníamos que hacer. Yo propuse con insistencia la creación de una revista en la que,
sin combatir a nadie, para no echar más leña al fuego, pudiese ir definiéndose de
forma elevada y serena el espíritu de una España futura, au-dessus de la mêlée. No
oculté que seguramente, a mi entender, si lo hiciéramos seríamos furiosamente
maltratados por los dos bandos en liza. Pero, como compensación a ese calvario
previsto, el mundo entero —excepto España y las fuerzas del mal que, relacionadas
con ella, desde el exterior avivaban las llamas— nos escucharía y nos respetaría; y
más tarde o más temprano, cuando se hubiese vertido suficiente sangre e hiciese falta
una luz para salir de las tinieblas, el mundo y la propia España agradecerían nuestro
noble esfuerzo.
Pero enseguida me di cuenta de que no podía estar más equivocado. Debía de ser
mi nefasto sino, porque, al igual que habían sido del todo inútiles los modestos
esfuerzos que periodísticamente había hecho para apartar al país del abismo en el que
de forma tan irracional se empecinaba en sumergirse, ahora tampoco mis compañeros
de exilio veían con buenos ojos lo que yo les proponía. Desde Ortega y Gasset, que
era como el pontífice de la intelectualidad castellana, hasta el más modesto de los allí
reunidos, casi todos sólo pensaban, en medio de aquel gran temporal, en nadar y
guardar la ropa. Pronto supe que iban ubicándose, silenciosamente y a hurtadillas, en
la facción que más les convenía. Sobre todo Morente, que ya debía de estar pensando
en su posterior «conversión», se opuso enérgicamente a que defendiéramos bandera
alguna por nuestra cuenta. Las reuniones terminaron demasiado pronto y sin el menor
provecho.
Ahora me parece que se ve con nitidez la absoluta necesidad de esa tercera
España. Como nadie se ha preocupado seriamente por prepararla, los españoles de
hoy siguen obsesionados con las otras dos, las causantes de la catástrofe, aunque
sometidos al bando vencedor.
La burguesía española —que debería ser, como lo ha sido en todas partes, el
apoyo más firme de un régimen democrático— es políticamente tan inepta y corta de
miras que, pese a las duras lecciones recibidas, no es capaz de ver nada más, si cae el
general Franco, que el retorno del Dr. Negrín. Lo que mantiene a Franco donde está
hoy es sobre todo el miedo «por lo que podría pasar» si cayese; partiendo siempre del
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supuesto simplista y falso, como el de todos los melodramas, de que nos encontramos
ante un fatal dilema: Franco o Negrín. Es sencillamente infantiloide, es estúpido; pero
es así —porque ni dentro ni fuera de España se ha intentado en serio que sea de otro
modo.
Y, al arredrarnos tanto ante una fatalidad gratuita, el falso dilema quizá llegue
algún día a ser un hecho, no por necesidad inevitable, sino por cobardía y necedad. El
miedo es un cimiento detestable para asentar sobre él algo definitivo. El miedo sólo
impide ver qué es lo que hay que hacer para no tener miedo. El día que Franco tenga
que desaparecer (y sus días están contados, como los de cualquier otro mortal), el
miedo no nos dará nada con que reemplazarle. Y, al no haber entonces nada
preparado, bien podría ser que cayésemos en el vacío, en el caos.
17 de mayo de 1946
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distribuye en filias y fobias… Eso sí: quieren que el pueblo sea un niño bueno y que
el país vaya bien. Si los encargados de la res pública la dirigen de un modo que no les
conviene, o si el pueblo adquiere unos matices que les asustan, acuden corriendo a
refugiarse en brazos de los militares.
El mundo actual ha presenciado —y nosotros vivido, lo que es mucho peor— el
muy elocuente caso de la Segunda República Española. Ésta llegó en 1931, y no lo
hizo por otro motivo que porque la monarquía se había hundido ella sólita. Dado que
la naturaleza política tampoco admite el vacío, la imprevista desaparición de la
monarquía, que era el sistema establecido, provocó automáticamente la aparición del
único sistema alternativo disponible en aquel momento: la república. Y aun así esa
disponibilidad era tan vaga y meticulosa que los primeros en asustarse al ver bajar del
cielo a la república fueron los republicanos. Quienes lo presenciamos lo recordamos a
la perfección: aquello fue como si hubiese caído un meteorito.
Ante semejante hecho, la actitud de las clases «directoras» y «conservadoras» era
muy clara. El régimen defenestrado había sido relativamente el suyo, gracias a
Cánovas, que justo en el momento de la Restauración, en 1874, se lo había arrebatado
a los militares de las manos, después de que éstos lo introdujeran con un golpe de los
suyos, es decir, con un pronunciamiento. La genial obra de Cánovas, de relativo
asentamiento de la ciudadanía y del poder civil, salió más o menos adelante, no sin
sufrir sus altibajos, hasta 1923, cuando los militares volvieron a hacer de las suyas,
quiero decir de las que siempre acaban mal. Llegó, en efecto, el golpe de Estado
seguido de la dictadura, y el dictador, el general Primo de Rivera, fue el auténtico
enterrador de la monarquía española.
Al no haber sido regida por nadie la Segunda República Española, ni siquiera por
los propios republicanos, cuando se produjo la inevitable caída de la monarquía, en
1931, la actitud sensata de las clases conservadoras para con aquel nuevo régimen
caído del cielo tendría que haber sido, evidentemente, la de tratar de hacerlo suyo, al
igual que en 1871 habían tratado de hacer sus equivalentes francesas, y en
condiciones mucho peores. La Segunda República Española llevaba un gran cartel
que decía: disponible. Y ya se sabe qué es lo que ocurre en todas partes cuando la
burguesía es fuerte, sabe lo que quiere y lo quiere de verdad —y ésa es, precisamente,
una de las más visibles fallas de la democracia, algo que el comunismo siempre le
reprocha. Contando a su favor con el dinero, la Iglesia, la milicia, la prensa, la
burocracia y gran parte de la clase media, una burguesía resuelta y con sentido común
es algo totalmente imbatible en Europa occidental.
Pero sucedió que, ante el fatal advenimiento de la Segunda República en España,
la mayor parte de la burguesía, por no decir toda, le dio obtusamente la espalda.
Luego, cuando la cosa ya no tenía remedio, esa derecha abúlica y corta de miras dijo,
para atenuar el inmenso disparate cometido, que si se había comportado con la
república como lo había hecho era porque la república la había atacado a las primeras
de cambio. Esa excusa alude a las escasas quemas de conventos, las inevitables
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medidas anticlericales, las persecuciones a monárquicos y otros polémicos excesos
que tuvieron lugar a principios del nuevo régimen. Pero, sin tener en cuenta que
semejantes disparates eran increíblemente leves comparados con la fantástica
cochambre que había acabado carcomiendo y destruyendo a la monarquía, y que
había que considerarlos más bien un simple sarampión revolucionario, constituían
sobre todo la saludable advertencia de que no había que quedarse en la mera protesta
y dormirse en los laureles, sino actuar enseguida y con energía. Porque, si la gente de
dinero y orden le cerraba puertas y ventanas, ¿qué querían que hiriese la república
abandonada en plena calle?
Sólo había dos hombres nuevos que podrían haber sido los políticos encargados
de consolidarla: uno de centro-izquierda, Azaña, y otro de centro-derecha, Gil-
Robles. Si la burguesía española, con todo lo que arrastra de menestralía y pueblo
acomodado, hubiera apoyado decididamente a esos dos líderes, a cuyo alrededor se
apiñaron espontáneamente la izquierda y la derecha, el régimen habría podido
consolidarse y distribuirse en dos grandes formaciones gubernamentales, como en la
también crítica época de Cánovas y Sagasta, y nos habría ahorrado así la
espeluznante Guerra Civil y el callejón sin salida en el que ahora estamos.
Pero aquellos dos hombres nunca pudieron llegar a un acuerdo capital (ni siquiera
a escondidas, como en el Pacto del Pardo) ni a desarrollarse ellos mismos todo lo que
habría sido necesario, porque siempre les faltó una base propia suficiente. Azaña, un
solitario con cara de pocos amigos, falto de auténticos republicanos —los radicales o
lerrouxistas eran un desecho de la corrupción monárquica y los radicales-socialistas
unos descerebrados sin nada que ofrecer—, no tuvo otro remedio, para lograr algo
coherente y firme, que apoyarse siempre en la extrema izquierda de socialistas
integrales, que no querían la república como régimen definitivo y estable, sino como
un pasadero para poder llegar al marxismo. Y Gil-Robles, por su parte también
prisionero —de la reacción más vetusta y tronada—, tampoco podía ser el líder
sincero de una política destinada a cristalizar en una derecha francamente
republicana. La derecha vivía, como he dicho, en el limbo, y su líder se veía cada vez
más rodeado por todo tipo de enemigos del régimen: monárquicos, carlistas, fascistas,
integristas, etc., que pretendían destruirlo. Azaña y Gil-Robles, igualmente
desbordados, sucumbieron. Ganaron la partida los extremistas desbocados,
partidarios de la guerra civil.
Así la república, primero abandonada en plena calle y luego carente de
republicanos auténticos y honestos —cayendo en las sucesivas manos de la extrema
izquierda y la extrema derecha, y siendo maltratada descaradamente si no les seguía
el juego revolucionario—, iba de Herodes a Pilatos, y se iba debilitando a cada paso.
Las organizaciones obreras, cegadas por la pasión sectaria, no se daban cuenta de
que, al llevar las cosas por el pedregal de la anarquía, los militares acabarían, como
siempre ocurre en España cuando amenaza con producirse la revolución de la calle,
por imponerse con uno de sus ya legendarios golpes de sable. Y la falta de visión de
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las clases burguesas españolas fue tan grave que no se dieron cuenta de cuál era la
única forma de equilibrar aquel desbarajuste y de impedir que, queriendo huir del
fuego, fuésemos a dar en las brasas: fortalecer ellas mismas aquella república sin
republicanos, que ninguno de los extremistas quería.
18 de mayo de 1946
LAS CASTAÑAS DEL FUEGO.— Cuando la Segunda República, por la inhibición que
he referido, cayó de lleno en el fatal desorden en el que cae todo régimen político
gobernado desde abajo, la derecha cometió la estupidez final: fue a buscar a los
militares para que le sacaran del fuego las castañas que ella pensaba comerse sin
saber cómo. Es decir, fue en su busca (como ya es tradicional en España) para que los
militares hicieran en beneficio de ella lo que ella misma no había sabido hacer.
Pensar en la fuerza armada cuando el país corre el riesgo de caer en la anarquía
no es una ocurrencia nueva, ni siquiera una mala ocurrencia. Pero contribuir a la
insurrección de la fuerza pública, de forma que, para huir de la anarquía, se caiga en
la guerra civil, es hacer que la anarquía sea cien veces más larga y dolorosa. Si la
burguesía española hubiera hecho todo lo posible para que el ejército estuviera
preparado para intervenir cuando el poder constituido no tuviese más remedio que
reclamar sus servicios habría sido algo peligroso, pero no insensato. Entonces el
ejército habría cumplido una de sus misiones más extremas, que es la de defender la
legalidad contra los que, sean quienes sean, quieren perturbarla. Pero conspirar junto
a los jefes militares con el propósito de derrocar violentamente el régimen establecido
por la voluntad nacional, mediante un alzamiento concebido y ejecutado a oscuras,
como quien todo se lo juega a cara o cruz; y hacerlo sin contar para nada con la
ciudadanía, creyendo que así restablecerían la ley perturbada y además salvarían sus
propios intereses de clase, fue un disparate monstruoso, algo que sólo podía
ocurrírsele a una burguesía tan débil, incivil y caduca como la española.
Los militares —desde los primeros tiempos de la república, con las abortadas
rebeliones del general Sanjurjo y Cía., y desde la cándida Ley Azaña, que para
desarmar a los posibles militares conspiradores les licenció a todos en bloque,
manteniendo su paga, para que se retirasen a conspirar con toda la tranquilidad del
mundo— no deseaban más que aquel obtuso encargo de la derecha. Es lo que ocurre
con todos los cuerpos y castas, sobre todo si son de orden primario: el cura quiere
misas; el abogado, pleitos; el tendero, ventas, y el militar guerras. La solución ideal
de un pleito civil a uno militar es la guerra civil. Tuvimos, pues, una guerra civil. ¡Y
qué guerra! Patrocinada y alentada, como era de prever, por las ideologías y tácticas
fascistas y comunistas que en toda Europa combatían a muerte la democracia.
Ahora bien: los militares sacaron, como querían los burgueses, las castañas del
fuego; pero fue, naturalmente, para comérselas ellos.
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Y eso ya no era lo que querían las clases conservadoras españolas.
20 de mayo de 1946
22 de mayo de 1946
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efectivamente; pero aquello bastó para que ellos se aprovecharan de la victoria.
Franco no pensó, ni ha pensado nunca, en sustituir aquella débil democracia por otra
fuerte. Ni en arrebatar el poder a la izquierda para dárselo a la derecha. Ni siquiera en
acabar con la república para restaurar la monarquía. Los militares no han hecho
absolutamente nada de lo que la derecha quería que hiciesen. Franco la ha tratado
siempre con el mayor de los desprecios. Se aprovechó, naturalmente, de la
oportunidad única que esa derecha le ofrecía en bandeja de plata. Le exigió todo tipo
de sacrificios: el oro de sus bolsas y la sangre de sus hijos. Pero jamás ha tenido, ni
por asomo, la tentación de apoyarse en ella, y menos aún de complacerla. Él sacó las
castañas del fuego, como habían acordado; fue, naturalmente (ya lo he dicho, pero
hay que insistir en ello), para comérselas él junto a su pandilla.
Ahora los burgueses españoles ya se dan cuenta de eso, y no saben qué hacer.
Nunca lo han sabido. El desencanto, primero, y la indignación, después, de esta pobre
gente, una vez obtenida la victoria y al ver la administración que de ella se hacía,
fueron indescriptibles. Incluso llegaron a intentar deshacerse de Franco en varias
ocasiones, de una forma que parecía persuasiva y que pretendía ser astuta. Pero cada
vez que llamaban a la puerta del dictador que ellos mismos habían encumbrado se
encontraban con esa puerta en las narices. Ahora ya ni les abre: ordena que les echen
a patadas. Ha encontrado una fórmula simplista para taparles la boca, para
aniquilarles. «¡O yo —les grita— o el comunismo!». Y los desgraciados se asustan y
callan.
Si fuesen fuertes, si fuesen inteligentes, esas masas burguesas le replicarían,
resueltas: «Ni el comunismo, ni tú: ¡democracia!». Y lo demostrarían con actos. Pero
si supiesen decir eso, y sobre todo practicarlo, si lo hubiesen sabido decir y practicar
a tiempo… ya no habría habido en España república ni Guerra Civil, ni dictadura.
Lo que ellas y el dictador llaman comunismo —y que a ellas les da tanto miedo y
a él le resulta tan útil— no ha sido nunca más que una especie de anarquía indígena
crónica, que surgió en España precisamente porque sus «clases conservadoras» no
saben qué es la verdadera democracia ni quieren practicarla.
Por eso también, ante el falso dilema —o dictadura militar o comunismo—, en
vez de rebelarse y demostrar que en el mundo hay algo mejor, se arredran presas del
pánico y se encogen de hombros con resignación.
Ya se ve que en España las famosas «clases dirigentes» están dejadas de la mano
de Dios.
25 de mayo de 1946
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andador.
En el mejor período que ha tenido —casi medio siglo que va desde la
Restauración borbónica, obra de Cánovas y de Martínez de Campos (y también de las
circunstancias extraordinariamente favorables, más internacionales que internas),
hasta la dictadura de Primo de Rivera, en 1923—, se estereotipó una fórmula que
resumía de manera admirable la ingénita incapacidad de la democracia española.
Entonces se dijo, como algo axiomático, que la estabilidad de la vida pública en
España descansaba sobre una especie de trípode, compuesto por el Trono, la Espada
y el Altar.
La fórmula, además de pintoresca, era exacta. En esa especie de taburete estatal,
el Trono representaba no sólo la institución monárquica, sino también la masa del
pueblo español, su estamento civil, desde la familia real hasta la familia trabajadora,
pasando por la nobleza de sangre, la burguesía y la menestralía. El Trono, y
personalmente el rey constitucional, encarnaba la democracia —aquella inmensa
mayoría de españoles que, después de haber luchado de forma bárbara, encarnizada e
inútil en las guerras civiles y en las revoluciones que mancharon de sangre todo el
siglo XIX, había llegado a asumir la sensata convicción, de estilo más o menos
británico, de que lo mejor pese a todo era convivir pacíficamente bajo el imperio de
la ley.
Si era realmente así —como diría un forastero—, ¿qué diablos hacían, justo al
lado del Trono, la Espada y el Altar que completaban el trípode? ¿Acaso no bastaba
con el Trono, con la monarquía constitucional a secas? ¿Quizá la Espada y el Altar
no eran ingredientes de la democracia como cualquier otro, por ejemplo las Finanzas,
la Cultura, la Industria y el Comercio?
No. Eran ingredientes especialísimos, privilegiados y hors concours: eran los
puntales o andadores sin los que habría sido casi imposible que la democracia
española se mantuviera en pie. Eran más que cualquier otra cosa la prueba palpable,
la demostración más elocuente de que esa democracia de importación e imitación,
más sobrepuesta que trasplantada, sin raíces profundas en la tierra española, no se
parecía en nada a las de, por ejemplo, Inglaterra y Francia. La Espada y el Altar eran
los arbotantes indispensables para una construcción precaria. Indispensables no
porque una verdadera democracia necesite de ellos —pues más bien la perjudican si
no se funden en ella, si se pronuncian y resaltan en exceso a su lado—; pero
indispensables (inexcusables, mejor dicho) desde el momento en que no se los podía
descartar ni asimilar del todo, porque representaban un fondo milenario de la realidad
española, un indestructible componente de su espíritu, especialmente del de Castilla.
Eran la supervivencia mortecina, pero siempre temible, de las dos grandes castas
medievales: de aquellos guerreros y de aquellos santos, de aquellos conquistadores y
de aquellos misioneros que fueron, en tiempos pasados, la espina dorsal de la historia
de España y a la vez los causantes de su rápida e irreparable decadencia.
Por eso ahora es también tan difícil salir del mal paso en que España se encuentra
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nuevamente. Uno de sus tres famosos pies, el más importante de todos, el Trono, ha
desaparecido. Era precisamente el que representaba y encarnaba la débil democracia
española; y ahora sólo quedan los andadores, las castas: la Espada y el Altar. Es
como si, a un tullido, le hubiesen quitado el tronco y lo poco que le quedaba de las
piernas para dejarle tan sólo con su aparato ortopédico, las muletas.
¿Cómo se las arreglará para volver a andar?
28 de mayo de 1946
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porque un instinto seguro les dice que no pueden irse, porque fuera de España no
tendrían materialmente adónde ir. Nadie con dignidad las querría ni las soportaría,
pues ya han sido expulsadas por las malas de todos los rincones del mundo en los que
camparon a sus anchas: buena parte de Europa, casi toda América e incluso el
corazón de Asia. Perdido el imperio y sus colonias, la propia España es el último y
único territorio que les queda en el mundo. Dominarla es algo vital para ellas.
No hay, pues, más remedio que arrancarlas igual que se arranca un parásito…
Pero ¿quién será el encargado de hacerlo?
La burguesía, más envilecida que nunca, sólo piensa en enriquecerse y seguir así;
sea como sea. Y eso de que en España ahora no haya huelgas, ni conflictos sociales,
ni reivindicaciones obreras, es algo que tiene a los burgueses españoles encantados.
Todo lo demás, mientras ellos compren, vendan y trafiquen tranquilamente, no les
interesa. Y si en sus mejores tiempos, que fueron los años de la Restauración, la
burguesía no mandó realmente en España, ¿cómo quieren que lo haga ahora, cuando
está de capa caída y se va hundiendo rápidamente en todo el mundo?
El pueblo —baja menestralía y proletariado— fue hecho trizas por la derrota.
Todo lo que representaba quedó aplastado en la Guerra Civil. Y ahora vive —si eso
es vivir de forma civil— vegetando tristemente, ajeno por completo a todo el bombo
y platillo militar-clerical que atiborra, tanto si se quiere como si no, la vida pública
española; ausente, materializado tras las ganancias de cada día, cada vez más
exigente y contemplando con ojos que ya no lloran, resecos de tanto llorar, cómo van
cayendo, una tras otra, todas las esperanzas que había puesto en el triunfo de las
democracias, en la victoria del laborismo británico, en la fabulosa ascensión de los
Estados Unidos de América, confiando en que le sacarían de encima la losa de plomo
que lo ahoga. Ese pueblo, inerme y desamparado por todo el mundo, dentro y fuera,
sólo sirve para caer en la más envilecida indiferencia o en la más negra
desesperación.
Las castas dominantes lo son todo en España. Por debajo de ellas no hay más que
un servilismo oportunista o un odio espeluznante, oculto pero inextinguible.
¿Qué puede salir de todo eso?
Si se deja que sean los españoles quienes lo resuelvan solos, cualquier disparate
es posible. Incluso sin tener en cuenta su característica incapacidad política, ahora
resulta que la poca que tenían ha sido aniquilada por completo. La actual dictadura no
permite ni el menor asomo de organización partidista alguna (a excepción de su
partido único), ni prensa libre, ni derecho de asociación. El pueblo español vive
condenado a escuchar exclusivamente a los oráculos oficiales, que son «la voz de su
amo» —al igual que ocurría en Italia y Alemania en tiempos de Mussolini y de Hitler,
al igual que sigue pasando en la Rusia de Stalin. El día que caiga el sistema de Franco
—y algún día caerá—, no habrá nada preparado para sustituirlo.
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Descartadas las clases dirigentes, hoy más débiles, desorientadas y envilecidas
que nunca; descartadas las masas menestrales y proletarias, sólo quedan las clases
dominantes. Y éstas —ya se ve claramente— no harán más que prolongar de forma
indefinida el dominio que usufructúan, hasta que la cuerda se deshilache, hasta que se
acabe rompiendo segada por el propio desgaste. ¡Y ya habrá llegado el cataclismo!
Al margen de ellas, mientras ellas duren, de España no se puede esperar nada. Si
se produjese cualquier revuelta popular (forzosamente inorgánica por falta de
cohesión, de medios, de dirigentes y de táctica), sería aplastada muy fácilmente. Y si,
por un imposible azar, el alzamiento triunfase, el pueblo, loco de venganza, sin
líderes sensatos que lo encauzaran, caería en una nueva y peor anarquía. ¡Y ya
estaríamos también en pleno cataclismo!
La solución pacífica al caso de España, si es que aún es posible, sólo puede venir
de una serie de fuerzas tutelares foráneas, tan invisibles y discretas como se quiera,
pero efectivas y activas —exactamente igual que en un caso de menores de edad, de
incapacitados o de locos.
La solución es algo que sólo pueden aportar unas realidades internas capaces de
apoyarse en ayudas externas. Justo lo contrario, precisamente, de la famosa política
británica de «no intervención». España sólo podrá salir medianamente bien parada
del pozo en el que ha caído si la sacan los mismos que la dejaron caer en él: las
grandes democracias del mundo. Al margen de eso, nadie sabe cuándo saldrá, pero ya
parece seguro que lo hará mal y de mala manera.
España fue el primer episodio o el prólogo, si se quiere expresar así, de una
inmensa y todavía incalculable ofensiva contra Occidente, la más temible que hayan
subido jamás las auténticas democracias de Europa y América, porque proviene de
dos frentes: el fascista y el comunista, hermanos siameses. Y la condición esencial
para que ese Occidente democrático y atacado pueda dar por concluida, al menos
temporalmente, la embestida del frente fascista —que pareció zanjarse con la derrota
de Alemania e Italia— es sacar a España del pozo en el que la dejó caer en 1936-
1939 y ayudarla a recuperarse, a ponerse dignamente —como dicen los mallorquines
— dempeus.[2]
Inglaterra, Francia y los Estados Unidos de América deben aportar sobre todo las
fuerzas espirituales y las ayudas materiales externas en las que pueda apoyarse, para
su recuperación, la realidad interna de España. De no ser así, no hay solución posible.
Cuando la avalancha de totalitarismo fascista y nazi empezó a desencadenarse sobre
Europa para ir provocando una catástrofe tras otra hasta llegar a la catástrofe final,
que fue la de ella misma, Inglaterra y Francia tuvieron como seria excusa para
abandonar la causa de la democracia en España el hecho de que el viento soplaba en
su contra y de que no tenían fuerzas preparadas para resistir tal huracán. Con sólo una
parte de la intervención que en este 1946 Inglaterra ha desplegado en Grecia e Italia
ya habría bastado, en 1936, para hacer que España se recuperase de la situación
anterior, defender la ley, restablecer el orden y aplastar la anarquía. Pero, como todo
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eso podría haber llevado a Inglaterra a topar con el eje Berlín-Roma y a hacerlo antes
de tiempo, Inglaterra se inventó la «no intervención», que equivalía a la intervención
exclusiva de los totalitarismos italiano, alemán y ruso, sacrificando así la democracia
en España. Francia no tuvo más remedio que seguir sus pasos.
De este modo España se ha visto convertida en una úlcera permanente, que
imposibilita la cristalización compacta de todo Occidente en un sistema de auténticas
democracias, ante la amenaza del otro frente antidemocrático, el liderado por la
URSS.
Al no haber podido intervenir las democracias en España en lo relativo a la
decisión de la Guerra Civil, la ocasión propicia para hacerlo —que no volverá a
presentarse jamás— fue al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando el ejército
alemán, ya abocado a su definitiva derrota, tuvo que abandonar la frontera de los
Pirineos y todo contacto con España. De un plumazo, pues, toda la situación habría
quedado resuelta. A partir de aquel momento y hasta ahora, todo se ha ido
complicando y enmarañando como el estado de un enfermo al que no se le ha
practicado a tiempo la intervención oportuna.
Y llegará un momento —ya estamos cerca— en el que si Occidente quiere unirse
contra el peligro comunista, y necesita para ello integrar la península ibérica en su
radio de acción, el régimen de Franco le supondrá una molestia insoportable y un
constante motivo de discordia, y, si prescinde de él, la unión quedará lastrada.
Esas son las graves consecuencias de no hacer lo que hay que hacer, y de no
hacerlo a tiempo.
1 de junio de 1946
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¿Es inconsciencia? ¿Es cálculo? Yo creo que, en el fondo, es puro egoísmo, pero
un egoísmo ciego, que ha dejado de ser lúcido.
La clave de la política exterior británica es la frialdad del comerciante astuto, que
lo considera todo sólo en función de sus ganancias personales y actúa en
consecuencia. No es cierto que Inglaterra sea pérfida, aunque tenga fama de serlo. A
no ser que sea perfidia el instinto de la propia e inmediata conveniencia llevado a
cierto grado de refinamiento.
Si queremos entender la política exterior inglesa, no hay que preguntarse nunca si
Inglaterra hará esto o aquello pensando en el bien de la humanidad, o de Europa, o de
un pueblo oprimido, o de un derecho burlado, o de una causa justa. Inglaterra siempre
hará o dejará de hacer algo según convenga —o según le parezca que conviene— a su
estricto interés del momento; y, dado que ese interés varía, como el viento del mar, la
política exterior británica salta con increíble presteza, casi cínica, de un cuadrante a
otro, y al parecer también cambia de manera continua, y se contradice a sí misma, y
ahora dice blanco y luego negro, desconcertando y defraudando a todo el mundo. De
ahí su fama de pérfida. Pero, en el fondo, no hay política más firme, continua e
inmutable, porque, bajo esos cambios de piel que desorientan y perjudican a los
demás, ella siempre va recorriendo su propio camino, y ningún otro más que el suyo.
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la personalidad, todavía no plenamente reconocida por Inglaterra, del general De
Gaulle— el Premier decía que Franco era tan buen mozo, y que se había portado tan
bien con los aliados, y que España (la misma que se contaba entre los enemigos
mortales de Gran Bretaña) seguramente jugaría un buen papel dentro de la futura
Europa… Por muchos años que vivan, los consternados demócratas españoles nunca
olvidarán aquello.
Pero ¿qué había ocurrido para motivar semejante viraje? Sencillamente: que la
guerra estaba a punto de acabar. Inglaterra ya la daba por ganada. Y por consiguiente,
sin la más mínima consideración por lo que hasta entonces le había convenido decir y
prometer, ya se preparaba para decir y prometer lo que le convendría el día de
mañana. ¿Cambio de criterio? No. ¿Perfidia? Tampoco. Nada más, aparte de seguir,
impertérrita, a su aire. Y ahora su aire ya no era la guerra con Alemania e Italia, que
estaban en las últimas.
Así como Inglaterra, con instinto infalible, había orientado toda la guerra contra
Alemania, ahora sentía, empezaba a sentir, que le convendría orientar toda la paz en
contra de la URSS.
No estaba completamente segura. Aún tenía esperanzas de llegar a un acuerdo
con Rusia, de domesticarla, de llevar a Stalin a Londres y hacerle bailar con la reina
en el Palacio de Buckingham. Pero…, por si acaso, Inglaterra empezaba a tomar
nuevas posiciones.
Mientras les conviniera, Franco sería el mayor gobernante que jamás hubiera
tenido España. Los españoles en bloque formarían a su alrededor una piña compacta,
a vida o muerte. Y si Franco, siendo todo eso, contrariara seriamente el más mínimo
interés del imperio británico, el imperio británico le declararía una hostilidad
implacable, y le combatiría a sangre y fuego, y nos lo arrebataría —y conseguiría
poner al mundo entero contra España, con tal de aplastar a Franco.
Entonces Franco, por el contrario, sería el hombre más funesto que España haya
conocido. El país en masa le detestaría. El régimen por él instaurado sería la
vergüenza del mundo. Franco, incluso, habría combatido a Inglaterra con las peores
de las malas armas, en un momento dado. Y sólo bastaría que, en otro momento dado,
resultara conveniente para el interés británico tratar con Franco, contar con él, para
que Inglaterra y todo el imperio británico se pusiesen a tolerar a Franco y a fingir que
continúan descartándole, mientras de hecho le ayudan —como una querida que da
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vergüenza o una amistad inconfesable—, completamente ajenos al dolor y a la
miseria del pueblo español, indiferentes a todas las promesas que un día le hicieron.
Como ocurría en la India de los rajás y de los marajás.
El mundo, para el imperio británico, es pura colonia.
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obtener de Franco a cambio de dejar que siga amordazando al país y haciendo con él
lo que quiera.
Franco es, según los cálculos del imperio británico y de su más fiel aliado, los
Estados Unidos de América, la más firme garantía de que, si a ellos les conviene,
podrán verter impunemente la sangre de España sobre las llanuras de Europa central,
contra los ejércitos soviéticos y en defensa de los intereses de las democracias. De las
mismas democracias que precisamente nos tenían que haber quitado al dictador de
encima.
5 de junio de 1946
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cualidad y la otra se complementaban de forma única, maravillosa, hasta el punto de
que el resplandor de la primera escondía y hacía casi invisible (o, mejor dicho,
insensible) la existencia de la otra. Era una auténtica obra maestra. Y, como en todas
las obras maestras, la fascinante armonía del conjunto provocaba la ilusión de haber
sido concebida sin el más leve esfuerzo, como si todo en él fuera sólo gracia en
estado puro.
Pero, si la miramos fríamente y de cerca, encontraremos no pocas taras en ella.
He aquí una de las más graves, por ejemplo: una vez ganada la guerra de 1914-1918,
la Primera Guerra Mundial, no se explica que tan sólo veinticinco años más tarde
tuviera que producirse otra mucho más formidable y con los mismos contendientes.
Esa Segunda Guerra Mundial, la de 1939-1945, fue desencadenada por los
alemanes, al igual que la Primera. Pero ¿la habrían emprendido si los ingleses
hubieran sabido hacerla imposible? ¿Cómo se entiende que, escarmentados por la
Alemania de Guillermo II, los mismos ingleses que fueron sus víctimas volvieran a
serlo, tan sólo veinticinco años más tarde, esta vez de la Alemania de Hitler? ¿Es
natural que a los dueños y tutores de Europa, en el lapso de una sola generación, se
les incendiase en las manos dos veces seguidas y de la misma forma? Si en una
prisión o en un manicomio estallaran repetidamente espeluznantes revueltas, ¿quién
sería en mayor medida culpable, la segunda vez?: ¿los presidiarios y los locos o los
médicos y los guardianes…?
Es evidente que en la Europa de nuestro tiempo se ha producido una gran falla de
la política británica. La supuesta infalibilidad de su punto de vista es un mito, como
lo son todas las supuestas infalibilidades —menos la del Papa, que no puede
comprobarse empíricamente. Si ahora tuviéramos que examinar otros problemas
contemporáneos, descubriríamos nuevos errores en la solidísima política exterior
británica. Y, finalmente, llegaríamos a la conclusión de que su firmeza, muy lejos de
lo que suponíamos cuando éramos jóvenes quienes nacimos bajo el esplendor
imperial de la era victoriana, no provenía de su finura, precisamente, sino sobre todo
de la incomparable fuerza en la que se apoyaba.
He aquí la clave de este pequeño enigma: quien tiene la fuerza es quien tiene más
posibilidades de jugar con refinamiento. Ocurre lo mismo que con los reyes, que por
el mero hecho de estar excepcionalmente enaltecidos parecen más perfectos que el
común de los hombres. Es lo mismo, también, de las gracias del rico, infinitamente
más graciosas que las del pobre. El juego político de Inglaterra era el más fino del
mundo. Pero lo parecía mucho más, casi cercano a la infalibilidad divina, porque lo
avalaba una fuerza sin parangón.
Pero hoy ese privilegio ha terminado. Ahora para el imperio británico no hay más
remedio que reconocer la existencia de otras fuerzas más fuertes que él. Son los
Estados Unidos de América, es la URSS. Cambio trascendental de nuestros días:
nadie lo ha provocado tanto y tan involuntariamente como el propio imperio británico
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—y ha sido precisamente por falta de finura en su visión política. Quien no perciba la
enorme importancia de tal hecho está a oscuras.
Inglaterra todavía conserva una experiencia y una astucia política incomparables.
Todavía es la más experta jugadora del mundo. Pero la fuerza impresionante y
contundente, lo que se dice la fuerza a secas —el oro, los armamentos y los hombres
—, ya se le ha ido de las manos. De ahora en adelante sólo podrá confiar en una de
las dos grandes realidades que le sirvieron para levantar y mantener el imperio: la
finura. Es el corredor más grande del mundo tras perder una pierna.
Y así se abre el gran interrogante de nuestro tiempo. Esta Europa destrozada, la
mitad prácticamente bajo el dominio de la URSS, esta Europa que la propia Inglaterra
no ha querido ni ha sabido unificar nunca, ¿quién se encargará de enderezarla ahora?
Si el imperio británico, en la cima de su esplendor, no supo plasmarla en una unidad
superior, ¿quién la plasmará ahora, cuando al imperio sólo le queda una rancia finura
porque ya ha perdido su fuerza?
Europa está disponible, no tiene dueño. ¿Quién lo será el día de mañana? ¿Los
Estados Unidos de América? ¿La URSS? Tanto en un caso como en el otro, Europa
será dominada desde fuera de Europa.
Sí, pero ¿acaso era dominada desde Europa cuando la dominaba Inglaterra…?
8 de junio de 1946
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del dominio absoluto del mar. Por un lado, las islas británicas; por el otro, el mundo
entero. Inglaterra se bastaba consigo misma, gracias al imperio creado a sangre y
fuego en los cinco rincones del mundo, en torno a unas islas que controlaban, como
caminos propios, todas las rutas marítimas: imperio sabiamente mantenido bajo una
insensible esclavitud. ¿Qué podía importarle a Inglaterra lo que hiciesen los demás?
Cuando era imprescindible intervenir en alguna parte, Inglaterra, tras haberse cargado
de paciencia, con tal de no tener que recurrir a la fuerza, hundía su espada
brutalmente hasta el fondo: ganaba la partida fuera como fuese, y luego volvía a
encerrarse tranquilamente en casa.
Pero ahora el mundo exterior a ella —el propio objeto constante de su sabia
política— se le ha metido en casa. Las dos primeras guerras mundiales, la de 1914 y
la de 1939, han acabado con el aislamiento de Inglaterra. Hoy las islas británicas
pueden ser atacadas e incluso arrasadas en un abrir y cerrar de ojos, como otro punto
cualquiera del viejo continente, y de hecho se trata de uno de los más vulnerables. El
día de mañana una guerra a muerte sería más peligrosa para Inglaterra que para
Rusia. Por lo tanto, aquel espléndido aislamiento de los ingleses ha pasado hoy a la
historia, puro anacronismo. A los ingleses de ahora no les queda otro remedio que
interesarse por los demás pueblos y contar con ellos. Y, por tanto, llevar a cabo una
política exterior capaz de compaginarse con las suyas, porque la inglesa ya no puede
seguir siendo exclusivista. He aquí la enorme dificultad actual de los ingleses: la de
un marinero de toda la vida que por fuerza ha tenido que volverse campesino.
10 de junio de 1946
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UNA NUEVA ERA.— Se está muriendo la era de las nacionalidades. Nos hallamos en
los albores de la era de las internacionales.
En Europa y en América, las fraguas o matrices políticas del mundo de hoy
presentan ya tres muy claras:
La primera se bate contra las otras dos. Éstas, cuyos padres fueron enemigos a
muerte, ante el enemigo común combaten ahora juntas o se alían.
Quien fuera capaz de saber de qué lado se decantará esta imponente lucha —qué
perderá y qué conservará en la batalla cada una de las tres internacionales, y qué
síntesis o fusión (que hoy nos parecería monstruosa y absurda) saldrá fatalmente
triunfante— podría ya, desde ahora mismo, escribir la historia de la segunda mitad
del siglo XX y de todo el XXI.
15 de junio de 1946
20 de junio de 1946
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dificultad que experimenta Inglaterra para adaptarse al mundo nuevo es la política
exterior que sigue el partido laborista.
Que un partido esencialmente revolucionario, después de conquistar el poder
durante tantos años codiciado —e incluso siendo un partido que introduce en la
política interior británica cambios transcendentales—, no sepa hacer nada más, en
política exterior, que seguir y parodiar tristemente, como un perfecto parvenu, los
ceremoniosos pasos de los tories ingleses, es algo concluyente.
Una falta de originalidad y de imaginación tan absoluta sólo puede explicarse por
una equivalente incapacidad congénita de los ingleses, que no saben, no pueden,
airear ni cambiar su antiquísima y enrarecida visión del mundo —de este mundo de
ahora, nuevo, informe, en gestación, pero que ellos no oyen ni ven.
25 de junio de 1946
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Guerra Civil, y viendo que empezaba un nuevo régimen muy distinto al que había
soñado, ese estamento deseó que alguien echase a Franco y restaurase la monarquía.
Pero ahora, viendo que ese alguien es nadie, calla y aguanta, quiere y no puede, desea
que el régimen termine y teme a lo que pueda venir después. Y no se da cuenta de que
es él mismo el que empeora el problema. Porque si Franco tiene que pasar —como
fatalmente pasará, más tarde o más temprano, de un modo u otro—, y si no es el
estamento civil el que le desaloja, ¿qué puede espetarse del desalojo, sino el
desorden? El más estúpido, el más temible de los desórdenes, que es el imprevisto, el
no calculado.
Ahora nos encontramos otra vez en plena gestación de aquella siniestra paradoja,
típicamente española, que ya acabó con la monarquía, y con la dictadura afable de
Primo de Rivera, y con la Segunda República: la paradoja de que nuestros regímenes
políticos caigan siempre catastróficamente por la sencilla razón de que siempre
también quedan desamparados —rehuyendo la ardua tarea que requiere cambiarlos,
cuando llegan a hacerse inservibles— por aquellas fuerzas ciudadanas que
representan la única posibilidad de sustituirlos de buenas maneras.
Las escasas tres docenas de españoles que lo vemos claro somos dignos de
lástima. Embarcados siempre a la fuerza en una nave capitaneada por algún timonel
loco, sentimos el peligro, pero nada podemos hacer para evitarlo. Ya nos dejamos la
piel prediciéndolo, advirtiendo de la amenaza a tiempo; nadie hace caso —al
contrario, los demás pasajeros nos miran mal. Por haberme desgañitado durante más
de veinte años, anunciando públicamente los sucesivos desastres políticos, de
derechas y de izquierdas, que amenazaban España, cuando llegó el peor de todos, el
de 1936, me quisieron asesinar por igual la derecha y la izquierda.
¡No hay nada que hacer! Sólo volver a naufragar, caer hasta el fondo, con todos
los demás, y luego, si Dios quiere que no te ahogues, volver a embarcar tristemente
—con un nuevo patrón loco y unos pasajeros de imbecilidad igualmente incurable—,
sabiendo de antemano que volveremos a navegar a oscuras, y que en el primer
recoveco nos espera, fatalmente, otro hundimiento…
26 de julio de 1946
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las piedras que las provocan, al igual que las propias manos que las lanzan,
provienen, siempre, de más arriba, de mucho más arriba —de las gentes acomodadas,
de las gentes bon vivants, de las gentes dominantes, que toman el fresco y retozan a la
sombra de la ribera.
25 de septiembre de 1946
28 de septiembre de 1946
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volver a la jungla.
29 de septiembre de 1946
30 de septiembre de 1946
LA PENA MÁS ÍNTIMA.— Otra de las cosas que nosotros (quiero decir los hombres
de esta época) hemos podido ver, como muy pocas veces se ha visto en muchos
siglos, es la congénita incapacidad política de los catalanes, el incurable «hibridismo»
de Cataluña, la debilidad radical de su nacionalidad.
Es algo minúsculo, casi imperceptible para el resto del mundo. Pero para
nosotros, los catalanes, es formidable. Desgarro terrible en nuestra carne viva, a
través de él podemos ver la trágica fisonomía de nuestro destino. (Véase mi
Meditació de Catalunya, titulada «El desconhort», leída en los Jocs Florals
clandestinos de Barcelona, que yo presidí en 1944.)
Por eso a menudo doy gracias a Dios, que en medio de tanta miseria me ha
concedido el consuelo de poder vivir ahora en Madrid, tras el hundimiento integral de
Cataluña. En Barcelona —cada vez que vuelvo allí— me siento como un forastero.
Es un tormento incomparable, que Dante no llegó a conocer.
Cuando una patria yace prostituida, es muy distinto que sea tu propia madre o la
de otro. En Madrid el inmenso envilecimiento del país no me produce ni frío ni calor.
Es algo por mí previsto, y hasta cierto punto pintoresco. En Barcelona, en cambio, la
prostitución casi integral de los catalanes de hoy es algo que me aplasta.
12 de octubre de 1946
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despropósito, pero yo creo que, si lo consideramos bien, contiene una visión
profunda. No conozco tanto la figura de San Ignacio como para hacerme una idea
clara de él. Pese a haber sido alumno de los jesuitas y haber intentado en incontables
ocasiones leer la vida del Fundador, siempre me cansé; no sé por qué, pero ese
protagonista siempre me resultó antipático. En cuanto a la Compañía, en cambio, me
parece haberla conocido mucho mejor, directamente y a través de numerosas lecturas.
Y creo que, en efecto, es una especie de mezcla única de dos de los ingredientes más
originales y misteriosos del alma española: la mística y la picaresca. Es una aleación
nunca vista, que a priori podría incluso parecer imposible, pero que es un hecho
formidable.
Marañón, que mientras me expresaba su idea la iba envolviendo en una extraña
sonrisa, como si estuviera ansioso por ver cómo me la tomaba, se dio cuenta de que
yo también sonreía, pero de otro modo, y no le respondía. Debió de creer que no
estaba de acuerdo con él, y acto seguido cambió de tema de conversación.
Pero lo que yo estaba pensando y no le dije lo diré ahora. Yo sonreía porque,
mientras escuchaba a mi amigo, acudían a mi memoria las palabras de otro hombre,
un fraile, muerto ya hace muchos años, a quien también tuve en gran estima, como él
vivía en Sarrià, igual que yo, a menudo, más o menos a mediodía, iba a verlo a su
convento, junto a Pedralbes, y tomábamos el sol de invierno y paseábamos durante
una hora larga por los caminos del huerto-jardín, lleno de rosas y otras flores que
daba gusto ver durante todo el año. Muchas veces mi buen amigo llamaba a un fraile
lego hortelano y le mandaba confeccionar un buen ramo para mi esposa.
Un día de aquéllos, no sé cómo, surgió en la conversación el tema de la Compañía
de Jesús. Yo expresé mi opinión, el fraile siguió con el tema enseguida y el diálogo se
volvió muy vivo, para mí interesantísimo. Y el P. Miquel d’Esplugues acabó por
declararme que estaba profundamente convencido de que la Orden de San Ignacio era
la invención malignamente genial del propio diablo, para combatir a la Iglesia
católica desde dentro.
Mi sonrisa en silencio, que Marañón no debió de entender bien, venía suscitada
por el hecho de ver que su fisonomía no se parecía en nada a la del eminente fraile,
mientras me decía aquella gran cosa, con sus ojos brillando de santa convicción,
centelleando tras los cristales de sus gafas.
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1947
13 de Julio de 1947
13 de agosto de 1947
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EL MUNDO VISTO DESDE LA COSTA BRAVA.— (Nota escrita durante las vacaciones
de verano.) Me parece justo decir que los rusos aspiran a la dominación universal.
Pero me parece pueril negar que los Estados Unidos de América también lo hacen.
A los demás pueblos o a los demás hombres de la Tierra nos puede convenir más
o menos el hecho de enrolarnos en uno de estos dos bandos: eso es harina de otro
costal. Pero si de lo que se trata no es de alistarse, sino de ver las cosas claras, habría
que estar ciego de nacimiento para no darse cuenta de que la actual intervención de
los EE. UU, en Grecia y en Turquía, por ejemplo, constituye un acto de significación
idéntica a la que tendría la instalación de la URSS en Nicaragua o Costa Rica.
Las cosas son como son. Que nos convengan o no nos convengan es algo que
nada tiene que ver con su existencia ni con su magnitud.
15 de agosto de 1947
20 de agosto de 1947
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mundo.
Entonces ocurre lo que jamás nadie habría podido imaginar. Los métodos más
recurrentes, los desinfectantes, los drenajes, las canalizaciones y purificaciones,
químicas o mecánicas, que en todas partes han dado un maravilloso rendimiento, aquí
fracasan siempre, del modo más incomprensible, más lamentable.
No solamente la masa putrefacta y sus áridas orillas no se transforman en agua
fina y ondulante, y en un vergel umbroso, sino que, sometidas a los procesos más
reputados, los rechazan todos, los escupen, entran en ebullición, se llenan de humo y
de llamas, igual que un volcán corrupto, y, vertiendo toda clase de inmundicias,
inundan los márgenes y las tierras próximas. Es un caso impresionante. Los
ingenieros más expertos, los hombres de mejor voluntad, fracasan y mueren allí. A
unos se los come el estercolero, y desaparecen dentro del corrupto estanque. Los
demás, con más suerte, deben huir y marcharse muy lejos, donde nadie les conozca,
difamados por doquier a causa de su generosa probatura, como si hubieran cometido
imperdonables crímenes.
Y finalmente, calmada poco a poco la incomprensible erupción, todo vuelve a su
orden —y su orden es siempre ese inmundo y estático charco, sin un solo rizo, sin
una brizna de aire, con las áridas orillas a su alrededor. Ni un pájaro, ni un árbol, ni
una brisa celeste. Y en la asfixiante quietud, sobre la espesura inmóvil, los grandes
gusanos de siempre vuelven a hacer acto de presencia, deslizándose y paseando —
cargados de uniformes, de hábitos clericales, de bolsas llenas, de roscas beatíficas…
Hasta ahora, desde que a principios del siglo XIX se hicieron los primeros intentos
modernos de saneamiento de España, todas las tentativas, todas las experiencias, han
obtenido los mismos resultados catastróficos, han acabado igual.
22 de agosto de 1947
ESPAÑA Y RUSIA.— ¿Queréis decir que, tarde o temprano, esto no acabará igual
que en Rusia?
Si el juego crudo y salvaje que impera políticamente en España desde principios
del siglo XIX, con la única excepción del período canovista (y aun así más por fatiga
que por voluntad de enmienda); si ese juego —que ha consistido y consiste en que la
derecha y la izquierda traten de aniquilarse mutuamente, en vez de convivir, y que
ahora ha alcanzado su punto álgido con el régimen de Franco— continuara durante
mucho tiempo, me temo que, en definitiva, saldría mucho peor parada la derecha que
la izquierda.
Mi temor se fundamenta en un razonamiento muy sencillo, que es el siguiente: la
izquierda viene a ser las tres cuartas partes del país. Para aniquilarla definitivamente,
sus enemigos tendrían que hacer un esfuerzo inimaginable, imposible: Franco ha
hecho todo el daño que ha podido, y apenas ha llegado a lograr algo semejante. En
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cambio, bastaría con que la izquierda volviese a ganar algún día, llena de rabia por
vengar su derrota, para que la derecha corriera el grave peligro de sucumbir por
completo. Después de la gran lección que para la izquierda despiadadamente vencida
ha supuesto la última guerra civil, una victoria suya sería en España algo
inconcebible. Tanto que, sólo con pensarlo, la derecha de hoy, incluso la más
refractaria a Franco y enemiga de éste, acaba siempre exclamando: «¡Y que dure…!».
Bueno: ya está durando, y mucho más, por cierto, de lo que a todos nos
convendría. Porque ¿queréis decir que, prolongando indefinidamente el régimen
excepcional y malsano de Franco, llegaremos realmente a alguna parte? ¿Acaso así
hacemos imposible una victoria de la izquierda, imposible para siempre? ¿Estáis
seguros de que, hasta el fin del mundo, en España seguirá gobernando arbitrariamente
la derecha más reaccionaria?
Sólo con que sea aceptable la posibilidad de que la izquierda vuelva a gobernar
algún día, una sola vez y en toda su plenitud, ya hay para echarse a temblar. La
aniquilación de una minoría de derechas tan débil como la derecha española —que
necesita a Franco para salir adelante— es algo perfectamente posible. Se ha visto en
varias ocasiones: se vio en la Francia del siglo XVIII, luego se volvió a ver con menos
horror —pero más a menudo y en más sitios— y en los siglos XIX y XX lo hemos
visto a otra escala, y con métodos apocalípticos, en Rusia, en China, en media docena
de pueblos europeos que están a pocas horas de avión del nuestro. El triunfo de una
bárbara dictadura del proletariado jamás es otra cosa que la venganza del odio
implacable acumulado bajo una bárbara opresión de derechas.
Y yo sólo pido que, si en España —a corto o largo plazo— también tiene que
darse ese caso, como tantos signos parecen anunciar, antes de que se produzca mis
ojos ya se hayan cerrado para siempre.
6 de septiembre de 1947
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Cambó era un hombre excepcional, y lo era sobre todo porque en sus adentros
convivían y luchaban dos instintos diametralmente incompatibles: una ambición
audaz y revolucionaria, por un lado, y una reverencia económica y conservadora, por
otro. Quería liberar Cataluña y transformar radicalmente España; pero también estaba
decidido a hacerse rico personalmente y a dotar a los estamentos plutócratas del país
de un estatus mejor. Era una contradicción viviente. La proverbial inquietud que le
caracterizaba, su agitación constante, la inagotable desazón que le consumía, debían
de ser, pienso yo, el resultado fisiológico del tormento al que le sometían los dos
espíritus que combatían en su fuero interno.
En su primera época de actuación política, predominó en él ese empeño
revolucionario. Fue entonces uno de los mejores fenómenos humanos que haya dado
nuestra tierra y una de las irrupciones más fulgurantes que tuvieron lugar en la
política española moderna. Su figura pálida y escuálida producía fascinación y sus
actos y sus palabras estaban dotados de un fulgor meteórico, a la manera de
Bonaparte. Su estrella parecía anunciar enormes acontecimientos. A pesar de todo, un
ojo atento ya podría haber descubierto entonces los momentos de contención con que,
de vez en cuando, la tendencia conservadora de Cambó, aún casi inédita, frenaba a
escondidas sus impulsos revolucionarios. Toda la juventud de Cataluña,
enfervorizada, seguía con sus ojos y sus corazones la impresionante ascensión de
aquel astro. Pero la brillante estrella arrastraba un peso en su cola.
Aquella primera etapa fue franca y ardidamente catalanista, catalanista al cien por
cien. Los discursos de Cambó, maravillosos por su sobriedad y por su fuerza,
prendían fuego a las conciencias catalanas y proyectaban alrededor de su extraña y
juvenil figura de condottiere popular una especie de aura. Era el hombre
extraordinario y temible que la España más rancia debía tratar de abatir. Lerroux y
sus mandatarios ya sabían muy bien lo que se hacían en el atentado de Hostafrancs.
Cuando acababa de escapar de la muerte, el sensacional discurso con el que Cambó,
más pálido y dominante que nunca, se presentó por vez primera en el Parlamento de
España pareció inaugurar una nueva época —y en realidad marcó el fin de su primera
y mejor etapa como líder.
Su amistad sincera con el gran político conservador Antoni Maura, que también
pretendía ser un conservador-revolucionario, marcó para el caudillo catalán la
encrucijada decisiva. Maura hizo todo lo posible para atraerle, seguramente ansioso
en secreto por convertirle en su brazo derecho y en el posible heredero de su tentativa
renovadora; pero Cambó, que entendió perfectamente las intenciones del ilustre
mallorquín (en las que latía, a buen seguro, una secreta afinidad de raza), no tuvo
coraje —él mismo me lo dijo mucho más tarde— para lanzarse a una actuación
plenamente nacional, y dejó así sin respuesta uno de los llamamientos más fuertes y
claros que jamás el destino haya hecho a un hombre político en busca de su propio
camino. Por eso puede decirse que la trayectoria de la estrella fugaz quedó
irremediablemente desviada hacia zonas secundarias: Cambó ya no podía ser
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plenamente ni un revolucionario ni un conservador. Líder de un partido
esencialmente plutócrata y burgués, sus reivindicaciones catalanistas, a la fuerza
radicales y perturbadoras, constituían una estridencia impracticable; y la
imposibilidad de que personalmente se aclimatara y se adaptara a Madrid, donde todo
repugnaba a su profunda catalanidad, le hizo perder la oportunidad única de
convertirse en líder de un conservadurismo nuevo y moderno y, a la manera de Prim,
en una gran figura decisiva de la política general española.
Entonces se produjo un gran número de ambigüedades: la actuación
parlamentaria, más hábil que franca; los continuos cambios de postura; los
oportunismos famosos. Y todo para acabar con el llamamiento a Palacio y la
tentación ministrable, que en pleno triunfo de las fuerzas liberales y renovadoras,
lideradas y orientadas precisamente por Cambó, deshinchó a la Asamblea de
Parlamentarios. Nuestro líder acababa de pactar con el rey, y él mismo se había
cerrado, para siempre, la vía a cualquier posible transformación radical de España. El
país entero —y sobre todo Madrid, con su sensibilidad política— se dio cuenta
entonces de que aquel partido tan temible, acaudillado por Cambó, que pretendía
situar a Cataluña al frente de España, precisamente para construir aquella España
nueva generosamente soñada por Joan Maragall, era tan sólo un «coro», y el que
había sido su condottiere, flor de un día, un mero espantapájaros. Los tirones cada
vez más fuertes que el espíritu burgués de Cambó iba dando a su otro espíritu, el
revolucionario, habían acabado por imponerse y triunfar plenamente en el seno de su
compleja personalidad. Así concluía su segunda etapa.
La tercera —que se inició cuando Cambó fue ministro por vez primera— estuvo
ya totalmente sometida a su trasfondo conservador y burgués. El revolucionario,
desvanecido por completo, no era más que un bello recuerdo de juventud. Las dos
manifestaciones capitales de esta última etapa fueron, por una parte, el fabuloso
negocio de la CHADE, y, por otra, la actitud de Cambó ante un hecho inexorable,
fatal, como el advenimiento de la Segunda República Española.
Un golpe de audacia y oportunismo en el ámbito de las finanzas internacionales,
que se saldó con éxito y se apoyó en su prestigio político, proporcionó a Cambó una
gran fortuna. Fue, de la noche a la mañana, como si hubiese sido tocado por una
mirífica varita mágica, y gracias a ella pudo favorecer ampliamente a sus amigos y
colaboradores más cercanos; no tuvo que preocuparse ya más, ni por él ni por los
suyos, en el orden de lo económico; satisfizo su secreto anhelo de vivir como un
magnate (hijo, quizá, de las angustiosas estrecheces en las que había tenido que
empezar su vida) y se convirtió en el coleccionista de pintura que acabaría cediendo
finalmente a la ciudad de Barcelona el famoso legado que todos conocemos. Pero
todo eso no supera lo que hacen tantos industriales adinerados para sobresalir un poco
de su vida privada.
La otra manifestación característica de la última etapa de Cambó —o sea, su terca
actitud ante el irremediable advenimiento de la Segunda República Española— es
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todavía mucho más reveladora y significativa.
Para juzgarla, yo parto de la convicción, en mí del todo arraigada, de que aquel
hecho fatal —no provocado por ningún partido político, ni siquiera el republicano, y
fruto, por lo tanto, de una enorme acumulación de errores y malos pasos por parte de
la monarquía y de los partidos especialmente adscritos a su defensa— constituyó la
ocasión propicia más formidable, más «providencial» (como dirían quienes son
capaces de mezclar la providencia con los asuntos humanos), con que podían soñar
los partidarios de la transfiguración de España mediante la liberación de Cataluña —
las dos aspiraciones máximas del Cambó más temprano y combativo.
Desde hacía más de dos siglos, desde nuestra gran debacle de 1714, los catalanes
no habíamos tenido una oportunidad semejante. Era una de esas oportunidades tan
inusuales que cuando se presentan hay que agarrarlas bien agarradas, porque seguro
que, si las dejamos pasar, nadie puede prever cuándo habrá otra igual. Más que
fenómenos políticos normales, parecen fenómenos cósmicos, como los eclipses
solares o, más bien, las apariciones de nuevas estrellas. No hace falta mencionar que
un político excepcional y de raza —el mismo Cambó, quizá, de sus primeros tiempos
— podría haber cazado al vuelo una oportunidad como aquélla, ni con qué fuga
imaginativa y creadora la habría plasmado, proyectándola (o al menos intentándolo)
hacia la más alta idealidad de su pueblo. Era uno de esos momentos cruciales en los
que todo puede ganarse o perderse y, por poco que la suerte acompañe, el sueño casi
imposible se hace realidad viva.
Entendiéndolo yo así, nunca me he sabido explicar la actitud de Cambó en
aquellos momentos, reducida pasivamente a dos negativas. La primera fue, hasta
última hora, que la república no llegaría, y la segunda que, si se daba el caso, «el
anarquista de Terrassa» saldría de debajo del suelo y nos comería a todos. En su
primera profecía se equivocó de cabo a rabo: la república se nos vino encima
materialmente como un meteorito. Y en la segunda acertó de lleno; pero nunca supo
ver que era una mera consecuencia, un elemental corolario a lo que tanto él como
toda la derecha española habían mantenido en la primera.
El famoso «anarquista de Terrassa» no es una causa, sino un triste efecto. Es un
desgraciado que siempre, aquí y allá, sale tantas veces como puede, es decir, cuando
encuentra libre la salida. Y el supremo interés de la auténtica gente de orden es el de
frenar su avance con valentía, no el de dejarle vía libre, con miedo, dándole la
espalda. Lo único fatal en España, en aquellos días memorables, el hecho superior a
toda voluntad humana, no era la aparición pavorosa y repugnante del «anarquista de
Terrassa»: era que la monarquía, podrida hasta la médula, se estaba hundiendo sin
remedio. Y como consecuencia de tan formidable hecho la Segunda República
llegaba sola, sin que la empujase ni pudiese frenarla poder humano alguno, ante la
conturbación y el miedo de todo el mundo, incluidos los propios republicanos.
Si la derecha española, y como parte de ella los conservadores catalanes —
liderados por Cambó—, en vez de empecinarse en apuntalar una monarquía
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irremediablemente perdida, que se convertía en polvo en sus manos (y que tan mal,
por otra parte, les había tratado), hubiese previsto, como todos los que no estábamos
obcecados preveíamos, lo que por fuerza iba a llegar, y lo hubiese aceptado con
auténtico espíritu realista, se habría encontrado en condiciones únicas para hacer suyo
el nuevo régimen. Fue exclusivamente por la falta de visión de la derecha que la
república, al caer del cielo, se encontró desnuda y abandonada en plena calle. Todas
las tremendas desgracias posteriores empezaron por ésta.
Dado que, en vez de bajar de sus casas corriendo para vestir y alojar a la
desdichada república, la derecha española no sólo se encerró bajo llave, bloqueando
puertas y ventanas, sino que sus representantes más inconscientes o astutos llegaron
incluso a difamar y escupir a los transeúntes que la auxiliaban, confiando en que unos
militares u otros la asesinarían de cualquier mala manera, lo que ocurrió fue que la
república cayó en manos de todo tipo de aventureros, que hicieron de ella una
barragana. ¿Cómo quería la derecha que todo aquello no acabara muy mal? ¿Y cómo
podía dejar de salir el «anarquista de Terrassa»?
Después de aquella falla imperdonable, la figura política del gran catalán perdió
todo interés. Su drama interno ya había concluido: el espíritu conservador, a la
española, se había impuesto del todo, en su interior, al espíritu catalán y
revolucionario. La antinomia apasionante que escondía, en cierto modo trágica,
quedó resuelta en una especie de resignación estéril, acolchada por un gran bienestar.
Aun así, era un símbolo.
Era el máximo exponente de su partido político, de aquella remarcable y gloriosa
organización de la burguesía catalana de finales del siglo XIX y principios del XX,
sobre todo de la industrial y de la agrícola, que fue una de las creaciones más típicas
de nuestra tierra. Consistía —por definirla en pocas palabras— en una fuerza
eminentemente conservadora que perseguía un objetivo fatalmente revolucionario.
Regenerar y transformar España, arrebatando a Castilla, para cederla a Cataluña, la
secular hegemonía peninsular o cuasipeninsular (porque España no es la península
entera, si Portugal queda al margen); o tan sólo querer que Castilla, el alma más
dogmática y exclusivista de Europa, reconozca de buen grado la diversidad hispánica
y acepte el derecho de Cataluña a cultivar libremente su lengua y a administrarse a sí
misma dentro de su casa… son las cosas más difíciles y transgresoras que puedan
soñarse entre los Pirineos y Gibraltar.
Pensar que tal empresa podía ser factible ya era pensar de forma muy valiente;
pero lo extraordinario era creer, como lo creía aquella burguesía inexperta en política,
que la cosa podía llevarse a cabo sin estropicios, y sin estropicios graves. Parece
extraño que hombres con tanto sentido común, que siempre suelen tener los pies en el
suelo y andar con los ojos bien abiertos, pudieran sentir esa alegre confianza, que
contradecía siglos de experiencias negativas. Aquello equivalía a creer que era
posible derrocar y sustituir sin alborotos el sistema tradicional —político, militar y
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económico— de la España inmutable, que yo a menudo, sin saber cómo calificarla
mejor, he tildado de faraónica. Pero aún iba más lejos nuestra gente burguesa, en su
optimismo casi maravilloso, porque pensaba hacer realidad todo su increíble sueño
no sólo sin trastornos terribles ni sangrientos sacrificios, sino además con subidas de
bolsa, con recortes en los cupones de renta y con manipulaciones del arancel. Era una
auténtica locura, y, además, una locura típica: la de un antiquijote catalán como
nuestro «senyor Esteve»,[3] que un día, saliendo de La Puntual, tuvo la ocurrencia de
meterse en política revolucionaria, creyendo, de buena fe, que para él podía consistir
en un gran negocio más —un negocio colectivo y a gran escala.
Dado que la actuación correspondiente a tal empresa, por prudente y moderada
que fuese, era siempre indefectiblemente perturbadora del equilibrio estatal
establecido, a cada paso se levantaban incompatibilidades irreductibles entre el sueño
de nuestros burgueses y sus intereses. Resultaba, en efecto, que la burguesía catalana
había puesto en grave peligro los cimientos y los tejados de sus fábricas y sus tiendas,
orgullo del estamento. Los cimientos eran las masas proletarias, que no estaban nada
contentas con el reparto vigente de la riqueza social; y los tejados se venían abajo
ante los nubarrones del arancel y los inspectores de Hacienda. Total: que los
cimientos eran de barro, y el tejado de cristal. Un agitador astuto y sin escrúpulos,
como Lerroux —a quien el poder central envió en secreto a Barcelona a principios
del siglo XX—, bastaba para hacer que se tambalearan los primeros; y un Gobierno
huraño o un ministro de Hacienda hostil eran suficientes para hacer añicos el
segundo. Cuando uno de esos factores agredía de forma abierta o velada los intereses
de la burguesía catalanista, toda ella se estremecía de los pies a la cabeza y sus sueños
empezaban a desvanecerse. ¡Autonomía, sí! ¡Hegemonía de Cataluña, sí!
¡Transformación radical de España, sí! ¡Pero, caray, conflictos sociales o leyes que
favorezcan al proletariado, eso no, de ninguna manera!
Todas las reivindicaciones políticas y las aspiraciones ideales del partido que
Cambó lideraba se echaban atrás siempre ante el miedo a que, si se mantuvieran
firmes a toda costa, pudieran perjudicar sus intereses económicos. Por eso, después
de suscitar tantas ilusiones y esperanzas profundamente renovadoras —pero que,
precisamente porque lo eran, se volvían inevitablemente revolucionarias cuando se
intentaban llevar a la práctica—, la actuación cambonista terminaba siempre en
desazones repentinas y salidas por la tangente, caracterizadas por un sentido común y
por una prudencia perfectamente conservadoras. Y, siempre que el doble fondo de la
burguesía catalanista —que era el mismo de su líder— entraba en conflicto interno, la
balanza se decantaba, con una tendencia muy lógica (por natural), hacia la
conveniencia práctica.
Se produjo un hecho más que elocuente: desde Cambó hasta el más insignificante
de sus hombres de confianza, todos, absolutamente todos —como si su destino se
hubiera cortado siguiendo un patrón único—, han acabado igual: políticamente, no
han dejado nada; económicamente, todos se hicieron ricos.
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Volviendo, para terminar, a la figura concreta de Cambó, diré que este hombre
malogrado fue el representante más eminente, en sus inicios casi genial, de la trágica
contradicción existente entre el sentimiento catalán de las mejores generaciones
burguesas de la Cataluña contemporánea (de 1890 a 1914) y la incapacidad radical de
éstas, yo diría que congénita, para plasmar dicho sentimiento en realidades políticas.
Cuando se daban cuenta de que el único camino para hacer cosas tan grandes y
terribles es el del sacrificio y el dolor integrales, su famoso seny[4] irresistiblemente,
las empujaba a echarse atrás.
26 de septiembre de 1947
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impondrá al mundo de hoy ese nuevo avión llamado «el cerebro volador», que en
pocas horas cubrió el trayecto ende Terranova y Londres, por sí solo,
automáticamente, controlado y regido por aparatos de extrema sutileza, mientras los
once hombres que llevaba como tripulación no hacían más que leer o echar una
cabezadita.
10 de diciembre de 1947
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Después de la Primera Guerra Mundial, emprendida en nombre de tantas cosas
justas y santas —pero que fallaron todas—, la única realidad evidente, y del todo
inesperada, fue que en el mundo, y precisamente en el este de Europa, había surgido
por vez primera un Estado comunista.
Después de la Segunda Guerra Mundial, hecha en nombre de principios altísimos
—que han resultado igualmente ilusorios—, la única realidad, también imprevista y
formidable, es que dicho Estado comunista se ha extendido por dos terceras partes de
Europa, casi alcanza el Rhin y tiene filtraciones importantísimas que llegan al Sena y
al Tíber.
La conclusión de un razonamiento tan elemental como éste es la siguiente: si
hacemos, pues, una Tercera Guerra Mundial, en nombre de lo que sea (algo que, por
lo visto, ya no importa mucho), ¿adónde irá a parar lo poco que queda de Europa…?
El Pentágono de los EE. UU., que hoy tiene más poder que la administración
civil; Winston Churchill, que ahora parece partidario de luchar contra la URSS a
sangre y fuego; y el Vaticano, que lo observa todo desde lejos, pero con
complacencia, tendrían que hacernos, a los pobres europeos que aún existimos como
tales, el favor de respondernos claramente y con urgencia esa pregunta.
«¡Ah! —nos dirán—. Pero ¿acaso negáis el peligro ruso?»
¡Cómo vamos a negar algo así, santos cristianos! Lo que negamos, tan sólo, es
que la mejor manera de combatir ese enorme peligro sea precisamente favorecerlo.
El sueño milenario de los comunistas crece y se agiganta con la miseria, el
hambre, la sangre, la muerte, las ruinas y las lágrimas. Querer combatirlo y hacerlo
desaparecer dándole cantidades ingentes de esas mismas cosas es como querer apagar
una gran hoguera rociándola con varios litros de petróleo.
«Y si dejamos que el comunismo siga adelante —replicarán los belicosos—, ¿qué
pasará?»
Respuesta: que irá creciendo cada vez más.
«Entonces, ¿qué? ¿No hay remedio?»
Sí. Sólo uno, dificilísimo: tomar la delantera al comunismo y realizar mejor, del
modo más dulce —o menos doloroso— posible, lo mismo que él quiere hacer
catastrófica y apocalípticamente.
That is the question!
Porque el hecho es —y es un hecho inexorable— que el capitalismo y la
burguesía, tal como los hemos conocido, formas económico-político-sociales surgidas
de la Revolución francesa y de la expansión mecánica e industrial del siglo XX, están
fatalmente condenados a transformarse o a desaparecer, que viene a ser lo mismo: o
irse suavemente, o hacerlo de forma violenta.
Quienes aceptan este hecho pueden ver más o menos claramente el futuro y obrar
en consecuencia. La teórica gloria del Papa León XIII está en haberlo visto. Quienes
no lo aceptan no se enteran de nada, y todo lo que imaginan, en vez de lo que no ven,
les llevará sin remedio al desastre.
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Ahora bien: ¿lo ven, aceptan eso los reaccionarios y los miles gloriosus
norteamericanos, Winston Churchill y los conservadores de toda Europa, y Pío XII?
Yo creo que no. Ellos defienden posturas adquiridas, posturas ya obsoletas. Y se
hacen la ilusión de que, armando una sangría nueva y nunca vista —la necesaria para
acabar brutalmente con la URSS—, todo volverá a ser «como antes», y ellos,
naturalmente, serán «los dueños».
Si el bolchevismo es algo indeseable, lo es para mí igualmente —o más— este
conservadurismo tan rancio.
15 de diciembre de 1947
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1948
8 de Enero de 1948
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tan horriblemente cínico, que no podía ni creerse. Muchos liberales españoles
prefirieron interpretarlo como lo que no era, pues tan incomprensible resultaba si se
lo tomaba como realmente había sido. Yo no me hice ilusiones: desde aquel día lo vi
todo perdido, al menos por mucho tiempo. Aquello era, ni más ni menos, un giro de
ciento ochenta grados, de una impudicia fantástica. La «pérfida Albión» tradicional
volvía a ejecutar una de sus clásicas y crueles jugadas.
La guerra mundial aún no había terminado, pero Inglaterra ya la sentía vencida y
empezaba a otear más allá. El peligro nazi lanzaba sus últimos suspiros: estaba
pasando a la historia. Y ahora el más astuto y clarividente de los británicos volvía sus
ojos hacia el peligro ruso, el nuevo peligro, que la propia Inglaterra tanto había
contribuido a crear, como antes el nazi. Todo lo demás ya no le importaba en
absoluto. Mejor dicho: todo lo demás le importaba sólo en función de la ayuda que
para Inglaterra pudiese suponer en la futura tarea de combatir el bolchevismo.
Los liberales y demócratas españoles estábamos, pues, perdidos miserablemente:
nuestro «salvador» nos daba la espalda.
Si Churchill hubiese podido mantenerse en el poder, nuestro desengaño se habría
confirmado muy deprisa. Para desgracia nuestra, Churchill cayó; y el brutal golpe que
nos habría dejado sin sentido y desengañado de una vez por todas se convirtió en una
larga agonía, porque aún nos quedó la ilusión de que el laborismo rectificaría aquella
increíble monstruosidad. Miramos, al mismo tiempo, hacia Norteamérica. ¿No habría
allí algo más de humanidad y de nobleza…? Pero Roosevelt murió; sus enemigos,
libres de su invencible presencia, alzaron sus cabezas por todo el país; y muchas
voces, espontáneas o pagadas, empezaron a practicar también allí el juego de la gran
jugada británica.
Los liberales españoles, sin saber a qué atenerse, confiaron en la Francia aún
convulsa por la guerra y la ocupación. Francia inició, en efecto, la declaración
tripartita que condenaba al régimen español, y cerró la frontera. Peto aquella
declaración platónica, sin actos que la siguieran, no tuvo efecto alguno. El régimen
español se burló de ella en público. Llegó el debate en la ONU. Se aprobó por mucha
diferencia la recomendación de retirar de España toda representación diplomática.
Pero enseguida Argentina, en vez de seguir el consejo, envió una embajada a Madrid
y, poco después, a «la Perona». En la siguiente reunión de la ONU, en vez de pedir —
como mínimo— a Argentina una explicación de su extraña actitud, la premiaron con
su ingreso en el Consejo de Seguridad. El régimen español triunfaba y se reía de
enemigos así.
Ni siquiera hace falta recordar todo lo demás. Pero sí que vale la pena decir, y no
olvidar jamás, que ese interminable proceso de inversión, de convertir el blanco en
negro, el rechazo en caricia, la sagrada promesa en vergonzoso olvido y la
democracia en asqueroso teatro, ha sido orientado, dirigido y consentido, de tapadillo,
por la diplomacia omnipotente de los EE. UU., de Inglaterra y, finalmente, de la
propia Francia. La voltafaccia iniciada por Winston Churchill —una de las
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inmoralidades más claras y graves de la historia (al menos eso es para nosotros, que
la sufrimos en nuestras propias carnes y espíritus)— se está llevando y se llevará a
cabo de forma inexorable.
Así, ahora, tras este largo calvario que dura ya unos doce años, nos encontramos
con que el régimen español —tan fácil de expulsar y de sustituir, si así lo hubiesen
querido las democracias victoriosas— es hoy más firme que nunca. Y no se debe,
precisamente, a que haya cambiado en absoluto sus principios o sus procedimientos,
ni a que haya hecho el más mínimo caso de las amonestaciones recibidas, sino tan
sólo al hecho de que las grandes democracias occidentales, desdiciéndose de todo
cuanto habían dicho, al tolerarlo, lo sustentan indefinidamente.
¿Por qué hacen eso…? Es evidente: porque una vez muertos el fascismo italiano y
el nazismo alemán, y en la tesitura de afrontar el peligro ruso, creen que, si deben
enfrentarse a éste y topar con él, ningún otro régimen español —monarquía o
república— se mostraría tan dócil a la hora de prestar sus servicios como el régimen
actual, como este dictador que sólo perdura —y es cierto— por benevolencia de los
EE. UU. y de Inglaterra.
He aquí la triste farsa cuya víctima es la democracia española. Nuestro tiempo ha
visto cosas realmente enormes. Si a Hitler, en el momento de sus colosales apoteosis,
cuando aparecía ante inmensas multitudes fanatizadas, bajo haces de luz que imitaban
las bóvedas de un templo en los cielos nocturnos de Alemania, como una deidad
wagneriana, si alguien le hubiese dicho entonces que moriría patéticamente en un
sótano de su cancillería berlinesa, como un perro rabioso y acorralado, y que sus
cenizas se desecharían como si de un montón de basura se tratase, ¿quién lo habría
creído?
Si a Mussolini, en aquellos ataques de paranoia que sufría, cuando desafiaba
teatralmente al mundo y a las estrellas, alguien le hubiese profetizado que acabaría
siendo traicionado incluso por sus propios amigos, incluso por sus parientes más
cercanos, y que moriría descuartizado como un cerdo, colgado cabeza abajo en plena
vía pública, y que las furias de la calle se ensuciarían con sus restos humeantes,
¿quién lo habría creído?
Pero si a nosotros, los demócratas españoles, víctimas del fascismo y a la vez del
marxismo, alguien nos hubiese dicho —en aquellos días inolvidables en los que el
mundo parecía acabarse, porque la luz de la libertad humana estaba a punto de
extinguirse en toda Europa; cuando los partidarios del actual régimen español acogían
con entusiasmo delirante las victorias de Hitler, las fanfarronadas de Mussolini y las
torturas nunca vistas a las que sucumbían los pueblos por ellos oprimidos; cuando los
periódicos de aquí, a sueldo de la propaganda totalitaria, trompeteaban cada mañana
la aniquilación de los ejércitos franceses e ingleses, y anunciaban cada noche de luna
llena el inevitable hundimiento de las islas británicas o la invasión de Australia y
Norteamérica por los japoneses; cuando, en España, los demócratas no podíamos ni
respirar, porque la libertad era objeto de escarnio y la dignidad de burla a todas horas,
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y quienes iban a recoger los boletines de la embajada inglesa eran detenidos por la
policía y vapuleados por la Falange; cuando toda la opinión oficial española estaba
obvia y claramente ansiosa porque las democracias fueran aplastadas en todo el
mundo—, si entonces alguien nos hubiese dicho que veríamos lo que ahora vemos,
no sólo triunfantes a los serviles imitadores y sirvientes de Hitler y de Mussolini en
España, sino amparados, protegidos y halagados por los mismos a los que desearon
mil veces (y aún desean) la peor de las suertes, mientras los fieles al idealismo de los
principios políticos anglosajones son difamados como imbéciles ilusos y acaban
colgados de las higueras: es muy cierto que, eso, no lo habríamos creído nunca;
porque no solamente era increíble, sino que todavía lo es y lo será siempre, por los
siglos de los siglos.
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14 de enero de 1948
15 de enero de 1948
26 de enero de 1948
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(salvando todas las distancias) al que les hizo retrasar su inevitable encuentro con
Mussolini de 1935 a 1940.
Cuando se vio que Alemania iba a perder la Segunda Guerra Mundial, y tan
pronto como el ejército de Hitler tuvo que abandonar la franja de los Pirineos, no
habría costado nada eliminar al régimen español de Franco. Era tan falsa, tan
insostenible, la postura de ese dictadorcito hecho a la medida del fascismo y del
nazismo; eran tan descarados y sinceros su admiración por aquellos totalitarismos y
su odio a la democracia, que todo el régimen —una vez cortado el cordón umbilical
que lo unía a Alemania e Italia— colgaba de un hilo de telaraña. Con un soplo habría
bastado.
Todos los que estábamos en España en aquel momento crítico recordamos que
Franco y sus partidarios se sentían desolados y perdidos, porque sólo un milagro
podía salvarles. Y ese milagro increíble fue obra de Inglaterra. Primero Churchill y
luego Bevin. Desdiciéndose de todo lo dicho, y dejando pasar la ocasión propicia,
han sustentado indirectamente, pasivamente, pero con indudable eficacia, el régimen
fascista del dictador español. ¿Por qué? Por varias razones, algunas de ellas ya
apuntadas. Pero todas pueden resumirse en una, de orden puramente psicológico: por
la misma falta de visión que llevó a Gran Bretaña a no enfrentarse «a tiempo» a
Mussolini, cuando en 1935 habría podido hacerle caer de un solo revés y, así, cortar
de cuajo las graves complicaciones que ya se veían venir. Al preferir aplazar
indefinidamente el choque inevitable, Inglaterra lo tuvo que soportar luego «a
destiempo», sobrecargado con otros factores contrarios; y, así, arrastró a Europa y a
todo el mundo a un inmenso naufragio en «el lodo, la sangre y las lágrimas», como
dijo el propio Churchill.
Ahora bien: han pasado tres años desde que Inglaterra desaprovechó el momento
exacto, el más sencillo y económico, para deshacerse de Franco y librarnos de él. Y
hoy vemos lo siguiente: Bevin, el ministro laborista de Asuntos Exteriores, ante la
ofensiva expansionista del comunismo ruso, acaba de darse cuenta de que hay que
construir deprisa una «unión occidental». Idea que nada tiene de original ni de nuevo.
Bevin —el hombre con menos imaginación creativa que haya pasado por el Foreign
Office— se ha limitado a copiarla del discurso de Churchill, en Fulton, de hace dos
años. Ni en eso llega a tiempo la Inglaterra oficial.
Naturalmente; o bien el plan de Bevin (llamémoslo así) no es más que humo, o
bien se tratará de una unión constituida por regímenes democráticos occidentales
capaces de enfrentarse al bloque de fuerzas marxistas capitaneado por Rusia.
Democracia contra dictadura, ley contra arbitrariedad, hombres que hablan contra
hombres que callan a la fuerza. Y aquí surge con toda naturalidad la consecuencia —
previsible y prevista— de que Gran Bretaña no haya actuado a tiempo contra el
régimen de Franco.
El problema es éste: ¿puede llevarse a cabo una unión occidental prescindiendo
de España? Es obvio que no. La península Ibérica —y no por la fuerza, la riqueza o la
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inteligencia de sus habitantes, sino en virtud de la geografía y la estrategia— es una
pieza crucial en todo el sistema, ya sea de resistencia o de ataque, constituido por el
occidente de Europa. España, pues —se quiera o no—, tendrá que entrar en la
proyectada unión o ésta quedará coja.
Pero ¿puede constituirse una unión occidental de fuerzas democráticas que
incluya el sistema fascista y tiránico de Franco? Evidentemente, no. ¿Puede el Sr.
Bevin, el hombre del «we detest!» lanzado en pleno Parlamento británico contra el
actual régimen español, tenderle ahora su mano ante el mundo y acogerlo
cómodamente entre las democracias…?
Tales son las estúpidas y temibles consecuencias de la actuación a destiempo de
Inglaterra. En su momento, la expulsión de Franco habría dado paso a una monarquía
constitucional o a una república moderada, protegida por las grandes democracias del
mundo. Eso habría sido posible con la milésima parte del esfuerzo que los
anglosajones dedican ahora a hacer algo parecido en Grecia. Sin el estorbo insoluble
de Franco, todo Occidente (porque Portugal es pura colonia inglesa) podría haber
formado un bloque compacto y verdaderamente democrático. Pero eso —tan sano,
tan sencillo y asequible— es lo que no le dio la gana hacer a Gran Bretaña. Y después
de haber dejado pasar el momento oportuno —y de haber ido tolerando, es decir,
fortaleciendo, el detestado régimen de Franco— nos encontramos con que si ahora
quisieran eliminarlo, fuera de tiempo, la operación sería mucho más dura; y, si no se
lo elimina, cada día resultará más molesto para Occidente.
Si Gran Bretaña no expulsó al régimen español, foncièrement enemigo suyo,
cuando dicho régimen iba a remolque de quienes la combatían a muerte, ¿cómo se las
arreglará para expulsarlo ahora, cuando Franco y los suyos, cambiando radicalmente
de táctica, por instinto de conservación —pero no de pensamiento ni de sentimiento
—, están dispuestos a lamer los pies (digámoslo así) de las democracias victoriosas,
sobre todo los de los Estados Unidos de América, y a hacer cualquier cosa para
arrancarles una sonrisa?
Pero si, quitándose cínicamente su máscara, Inglaterra y sus aliados consagran,
por fin, el régimen del «we detest», y aceptan sus halagos y lo incluyen en la unión
occidental, en el bloque de las democracias contra la dictadura, ¿en qué estado
quedarán los más elementales principios de la buena fe entre los hombres? ¡Qué
enorme victoria moral para los soviets! ¿Acaso existe prueba más elocuente, ante la
conciencia honrada del mundo, de que la democracia de los angloamericanos es una
pura, una inmensa, una siniestra farsa?
¿Y a eso lo llaman una gran política? Cuando les conviene, blanco; cuando les
conviene, negro… ¿Ya eso lo llaman una gran política, a estas alturas del mundo,
después de las dos primeras guerras mundiales, en las que murieron docenas de
millones de víctimas?
Mientras las fallas diplomáticas de Gran Bretaña se apoyaban en una economía y
una escuadra sin parangón en el mundo, una política egoísta podía parecer, al fin y al
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cabo, admirable (véase 5-VI-46). Pero, en el estado actual de las fuerzas y realidades
internacionales, es una pura supervivencia, una auténtica desgracia. En ningún caso
puede ser buena una conducta que siempre actúa con retraso, que a menudo toma
gato por liebre y que nunca, ni por azar, cuenta con los demás. Ya hemos visto, ya
vemos y ya iremos viendo cada vez más que una política así no resuelve nada, que lo
complica todo, que crea situaciones absurdas y que, como todo lo que es absurdo en
política, siempre acaba mal.
25 de marzo de 1948
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páginas de ABC, a Léon Blum, el hombre que fue encarcelado por los nazis, mientras
elogiaba a Pétain, al que utilizaron como monigote. Pérez de Ayala, autor de
A.M.D.C., publicaba hace poco en Arriba, el órgano falangista, una especie de mea
culpa en descargo de la Compañía de Jesús. Y esos espejos de la intelectualidad
española pueden hacer todo eso, mientras —o, mejor dicho, porque— no hay en
España ni un solo diario, ni una sola pluma, ni una sola voz libres; lo que rige es una
censura gubernamental que tiene por norma las disposiciones de la congregación
romana del índice; la enseñanza pública está totalmente en manos de las órdenes
religiosas, y, en catalán, no se puede publicar una sola revista literaria ni rezar el
padrenuestro.
Ninguno de los más destacados escritores actuales ha adoptado, frente a un
régimen como éste, una actitud viril, ni ha manifestado una protesta, ni ha querido
correr el más mínimo riesgo. Muerto Unamuno, la intelectualidad española liberal
parece capada. El diluvio de sangre y de fuego que fue la Guerra Civil se ha visto
sucedido —en la conciencia pública y en sus más ilustres representantes— por un
diluvio de conformismo en estado de putrefacción.
31 de marzo de 1948
31 de marzo de 1948
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cínica y cruda, ni por parte de los representantes de la que pasa por ser la primera
democracia del mundo.
Para comprender la magnitud del acontecimiento hay que tener en cuenta que, en
este asqueroso juego, el único que mantiene dignamente su papel es Franco. Y que la
responsabilidad de todo lo que pasa en el mundo, y de lo que pasará, es
exclusivamente de las democracias occidentales —que son una pura, una estúpida
farsa.
Los representantes en cuestión ni siquiera han sabido actuar de manera que fuese
Franco, por lo menos, quien solicitase la inclusión en el Plan Marshall, y ellos
quienes se la concedieran. No: son ellos quienes, pese a la actitud de reserva e incluso
de franca hostilidad que el dictador español mantiene ante todo lo que las
democracias son y representan, le abren, rebajándose, las puertas.
Si un círculo cerrado, de personas afines, vota espontáneamente el ingreso en él
de alguien que está fuera y que ni siquiera lo ha pedido, es obvio que hay por parte de
los invitantes un verdadero ruego, una clara indicación del honor que para ellos
supondría que el foráneo aceptara su compañía. Naturalmente: si eso sigue adelante
(y lo hará), Franco tendrá la facultad no ya de aceptar o rechazar la invitación, sino
también de condicionarla.
El absurdo sigue triunfando en el mundo. Desde 1935 hasta ahora, presenciamos
una interminable serie de aberraciones políticas fenomenales, todas cometidas por las
democracias más cualificadas, que ha llevado a Occidente adonde todos sabemos.
Y lo peor es que esa serie continúa. ¿Quién puede esperar, pues, algo que no sean
nuevas y terribles caídas? Como dice Paul Valéry, en boca del Serpent:
1 de abril de 1948
LAS DOS MEDIDAS.— Los periódicos de hoy dicen que ha empezado en Grecia la
primera ofensiva de las tropas gubernamentales, dirigidas por oficialidad británica y
norteamericana, contra los rebeldes comunistas.
Perfectamente: es una acción del todo apropiada para las potencias democráticas,
que así intentan salvar la democracia en Grecia. Pero ¿por qué en España, en 1936,
cuando los rebeldes antidemócratas y fascistoides se alzaron contra la república,
ayudados por Hitler y Mussolini, las potencias democráticas occidentales, y
especialmente Inglaterra y los EE. UU., se inhibieron bajo la farsa de la «no
intervención»?
El único gobierno que entonces intervino débilmente a favor de la república
española, asaltada por dentro y por fuera, fue el de Francia, y Rusia también ayudó —
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a su manera. Pero enseguida, vituperadas y abandonadas oficialmente por Inglaterra y
los EE. UU., tuvieron que ir retirándose, dejando que Franco, apoyado a fondo y
hasta el final por Hitler y Mussolini, ganase la partida.
¿Por qué la atribulada democracia española de 1936-1939 no pudo contar con una
ayuda similar a la que ahora prestan británicos y norteamericanos a la atribulada
democracia griega?
¿Por qué entonces no y ahora sí? ¿Por qué en Grecia sí y en España no…?
2 de abril de 1948
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que se planteaba de un modo apasionante el combate entre la democracia y la
antidemocracia, las democracias se lavaban las manos. Esa inhibición suicida
imposibilitó, naturalmente, que el conflicto español tuviese una solución democrática.
Una vez proclamada la «no intervención» de las fuerzas que podrían haberla
propiciado, sólo quedaron dos soluciones distintas: el triunfo del comunismo o el
triunfo del fascismo.
Rusia, en efecto, que nunca hace nada porque sí y que siempre se posiciona a
favor de sus afines, trató de plantar cara a Alemania y a Italia sobre la tierra
ensangrentada de España. Como la URSS veía con toda lucidez (justo al contrario
que las democracias) la importancia de la partida que se iba a disputar, probablemente
no llegaba a creer que Inglaterra y Francia se mostrasen tan ciegas e insensatas. Pensó
que la realidad acabaría por abrirles los ojos, y empezó a ayudar a los suyos, a los
marxistas de España. Pero los gobiernos de las democracias occidentales, sobre todo
el británico, no solamente no lo aprobaron, sino que enseguida acusaron a la URSS
de «meterse donde no la llamaban». Y dado que, mientras adoptaban esa extraña
actitud, dejaban, impasibles, que Alemania e Italia ayudasen a los reaccionarios
españoles mucho más de lo que Rusia protegía a sus rivales, y Hitler y Mussolini
levantaban la voz cada vez más, llegando incluso a decir que estaban dispuestos a
prender fuego a toda Europa con tal de que la antidemocracia triunfara en España, fue
la URSS, finalmente, la que, tanto si quería como si no, tuvo que acabar renunciando
a llevarlo todo adelante. Así, fuertemente apoyado por Hitler y Mussolini hasta el
último momento, ante la desesperación de la democracia universal, Franco ganó la
guerra —o se la ganaron.
Consecuencias naturales y rápidas: toda posibilidad de democracia quedó
descartada, por mucho tiempo, en España, como jamás había ocurrido desde el fin del
ancien régime. Inglaterra y Francia, sustentos y guías de la democracia en Europa,
vieron cómo triunfaban las prácticas totalitarias de sus enemigos mortales y cómo
quedaba radicalmente suprimida la democracia en uno de los puntos neurálgicos de
Occidente, la península Ibérica. La aliada oriental de Francia y momentánea amiga de
Inglaterra, Rusia, al tener que replegarse, casi escurriéndose, e irse a casa, acababa de
perder toda confianza en la virtud combativa de las democracias occidentales. El
temible nazismo y su vanidoso compañero italiano aparecían como si acallaran de
imponer su ley en Europa. Y mientras tanto Londres y París, en vez de estremecerse
ante tan vergonzosa derrota, se frotaban las manos y se susurraban al oído: «¿Verdad
que hemos sido muy listas…?».
La Guerra Civil Española terminó poco antes de la primavera de 1939. Y sólo
unos meses más tarde, en otoño del mismo año, estallaba tomo un trueno apocalíptico
la guerra a muerte del totalitarismo nazi-fascista contra las democracias occidentales.
Y la que ahora se inhibía, más astuta que todos los demás juntos, era Rusia.
En un abrir y cerrar de ojos, desde Escandinavia hasta los Pirineos (por debajo de
ellos ya no hacía falta), la democracia sucumbió en el occidente continental de
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Europa. Apenas se salvó del naufragio el islote de Gran Bretaña. Una oleada más, un
último golpe marítimo, y habría desaparecido por completo de la faz del Viejo
Mundo. Fue un milagro —y con esto quiero decir que el azar tuvo en ello más peso
que los hombres— que aquella catástrofe no tuviera lugar.
Inglaterra no quería rendirse. Con su tesón y frialdad tradicionales, emprendió un
largo calvario. Durante mucho tiempo fue incierto si saldría de ésta o no. El nuevo
régimen español y su prensa, gubernamentalmente dirigida, anunciaban todos los días
que iba a ser aniquilada. Y no empezó a estar claro que se salvaría hasta que Hitler
cometió la inmensa locura de atacar también a Rusia. Esa antigua aliada de la
democracia francesa fue, «providencialmente», el reclamo que sirvió para desviar la
tromba de sangre y de fuego que caía sobre las estúpidas democracias occidentales de
Europa. La URSS, quisiera o no, volvió a aliarse con ellas. Y, por fin, la otra inmensa
locura totalitaria —la de Japón—, con el ataque a Pearl Harbour, hizo que
compareciera en la lucha la gran democracia norteamericana. Todos los aspectos que
los políticos no supieron resolver a tiempo fueron siendo perfectamente delimitados
por el destino.
Hitler se había equivocado por completo. No sólo el ataque a Rusia no era una
blitzkrieg, como él calculaba, sino que el desgaste y las positivas derrotas que la
resistencia soviética infligió a las fuerzas alemanas fueron lo que acabó por decantar
la balanza, desde el punto de vista militar, y por decidir el final de la guerra. Las
tristes democracias occidentales estaban a salvo. Pero, tan pronto como les fue
posible respirar, volvieron a caer (en vez de darse cuenta de lo que pasaba) en una
ilusión enfermiza. Era la esperanza de que los dos totalitarismos en liza, el comunista
y el nazi-fascista —antes enfrentados superficialmente en la Guerra Civil Española,
pero ahora enzarzados ya en una lucha suprema—, acabaran por destruirse
mutuamente. Truman, que entonces no pasaba de ser un senador discreto, lo declaró
con una ingenuidad que se ha hecho célebre. Las democracias occidentales,
ampliadas ahora con la norteamericana, volvían a decirse con sonrisa de conejo:
«¿Verdad que somos listas…?».
Pero era el sueño de un enfermo, o el de un burgués acomodado, que viene a ser
una especie de enfermedad de incomprensión absoluta. No eran capaces de darse
cuenta de que, si los grandes totalitarismos habían llegado a ser tan fuertes, era
exclusivamente por culpa de ellas, de las democracias, que habían ido retrocediendo
siempre ante los sucesivos ataques de sus enemigos, especialmente del totalitarismo
nazi-fascista. Y si ahora esas fuerzas imponentes y bárbaras luchaban a muerte, con
un coraje y un espíritu de sacrificio admirables, podría ser que ocasionalmente —y
ése era el caso— aquello favoreciese a las potencias occidentales y las salvase de la
derrota; pero era absurdo pensar que el inevitable triunfo de uno de los dos
totalitarismos no pudiera llevar a otra cosa que a la pura victoria de las democracias,
que tan poco habían hecho por merecerla.
No. La derrota de uno de los dos enormes sistemas de coacción y de negación de
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la libertad, que estaban enzarzados como dos fieras, tenía que implicar a la fuerza un
fortalecimiento extraordinario del totalitarismo vencedor en Europa. Esa falta de
visión es la clave, por ejemplo, de todos los burdos errores de un hombre tan
inteligente como Franklin D. Roosevelt. Era justo, era lógico, que el totalitarismo que
saliera victorioso en el Este propagara su prestigio por una parte notable de Europa. Y
aquello fue lo que sucedió. Las derrotas de Alemania e Italia, debidas sobre todo,
militarmente, al sacrificio ruso, llevaron a la URSS a alcanzar un grado de gloria, de
prestigio y de pujanza jamás visto —no sólo dentro del área de Occidente, sino
también en el propio corazón de Europa y en el seno de las democracias occidentales
europeas.
Es imposible que entendamos nada de lo que ha ocurrido y seguirá ocurriendo en
el mundo, y especialmente en Europa, si desconocemos o no queremos reconocer que
la enorme influencia actual de Rusia es una consecuencia fatal de lo que ella hizo
para librarnos del peligro nazi-fascista. Y la debilidad extrema que hoy caracteriza a
las democracias occidentales europeas es otra justa consecuencia de lo que no
supieron hacer en su día para evitar que aquel peligro tiñera de sangre Europa.
Ahora Inglaterra y Francia se quejan de la arrogancia de Rusia. Pero ¿quién la ha
hecho tan fuerte, a Rusia, si no la ceguera criminal de Inglaterra, principalmente, y en
menor medida la de Francia, que se alegraban en secreto de que Alemania atacara a
Rusia, convencidas de que ambos colosos acabarían por aniquilarse mutuamente?
Ahora Londres y París, junto a Washington, sostienen que, si Rusia venció, fue
gracias a la ayuda de las democracias. Rusia les dice lo mismo a las democracias,
pero al revés. Y todos tienen razón. Pero aquel sueño de la debilidad democrática,
aquella extraña fe en que los dos totalitarismos en lid se destruirían mutuamente —o
en que, si el ruso salía victorioso, las democracias se beneficiarían de ello—, es una
de las bévues más garrafales de la historia… y sólo sirve para demostrar la senilidad y
el infantilismo de los soñadores. ¿Es que acaso, si Hitler y Mussolini hubieran
triunfado, habría podido ser en beneficio de los Derechos Humanos? ¿Cómo
extrañarse, pues, de que, habiendo las democracias necesitado a Rusia para abatir a
Alemania e Italia, Stalin aproveche la victoria para exaltar lo que es suyo, para
fortalecer y propagar el comunismo?
¿Y eso es lo que quieren compensar ahora Inglaterra y Francia, arrojándose
ciegamente en brazos de los EE. UU. de América, al igual que un día se arrojaron en
los de Hitler, y luego en los de Stalin? ¿Es que las democracias de Europa ya no
tienen más política que la prostitución?
Los EE. UU. —y esto es una verdad empírica, en ningún caso una apreciación
despectiva— todavía carecen de la mentalidad y del tacto necesarios para dirigir otros
asuntos que no sean los suyos. Yo dudo mucho que entiendan lo que es Europa,
tendrá que pasar mucho tiempo para que lleguen a entenderlo y no digamos a guiarla.
Si los europeos no nos entendemos a nosotros mismos, ¿cómo es posible que nos
entiendan ellos?
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Nos tratarán, si se quiere, con buena fe, pero será siempre a su manera,
chapuceramente, que es como ellos están acostumbrados a hacer las cosas. Pero aquí,
en Europa, es más que probable que estropeen todo lo que toquen. Y si Europa tiene
que confiar en ellos, ¡iremos de mal en peor!
Si hacía falta una prueba evidente de la incapacidad norteamericana respecto a
nuestros asuntos, he aquí ésta «invitación» a Franco que acaba de efectuar la Cámara
de Representantes de los EE. UU.; auténtica pieza de museo de la insensatez humana.
Porque no hay mayor prueba de imbecilidad que querer combatir al comunismo
aprovechando los últimos despojos del fascismo vencido.
Las democracias occidentales europeas han perdido el gobierno del mundo única
y exclusivamente por su culpa. Ese es el formidable fenómeno histórico que la
Guerra de Abisinia inició en 1935; que se confirmó con la Guerra Civil Española, de
1936 a 1939; y que constituyó la desastrosa «constante» de la Segunda Guerra
Mundial. Estas democracias caducas, minadas por dentro y desprestigiadas por fuera,
que soñaron con deshacerse maquiavélicamente de los totalitarismos enemigos
haciendo que se pelearan a muerte entre ellos, ahora se encuentran —y se encontrarán
cada vez más— entre los dos gigantes victoriosos, que las desprecian por igual: el
totalitarismo comunista, que las salvó con su sangre, y el imperialismo
norteamericano, que las salvó con sus dólares.
Al final de ese proceso no hay más que una debilitación gradual y una
supeditación definitiva de la democracia, al menos tal como en Europa la habían
plasmado las revoluciones inglesa y francesa. Al fin y al cabo, esa democracia era
hija de la burguesía, y la burguesía también va desapareciendo con rapidez.
8 de abril de 1948
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el de «Azorín».
Benavente, Ortega y Gasset, Marañón, Pérez de Ayala, «Azorín» y otros que
podríamos sumar al conjunto son, sin duda, la flor y la nata de la intelectualidad
española contemporánea en lengua castellana. Pero tampoco hay duda de que jamás
los escritores más eminentes de este pobre país habían caído —desde el punto de
vista de la libertad de espíritu— en semejante bajeza, que será fatal y que es tan
gratuita.
1 de octubre de 1948
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occidentales?
Yo creo que los rusos se aferran a la primera y que en ningún caso desean la
guerra. No la quieren porque no pueden quererla: saben que tarde o temprano, si la
hacen ahora, serían aplastados, al igual que los nazis. Y no la quieren, además,
porque están íntimamente convencidos de que no la necesitan, ya que el tiempo —
piensan— trabaja a su favor. El sueño interior, el sueño siempre frustrado de Rusia,
desde 1917, ha sido que los occidentales la dejaran en paz, para poder así afianzarse y
fortalecerse. Y yo creo que siguen deseando lo mismo.
En el mundo occidental, en cambio, va cobrando cada vez más fuerza la opción
belicista. No se puede consentir, se dice, la existencia de una potencia marxista y
aislada del resto del mundo. Hay que hacerle la guerra y destrozarla. Al fin y al cabo
habrá que hacerlo fatalmente, tarde o temprano. Y, cuanto más tarde, peor será.
Esa tendencia se basa en una falta de fe casi absoluta, que contrasta con la fe
ciega de Rusia. La burguesía occidental, especialmente la europea, no cree que el
tiempo trabaje a su favor, sino al revés. Y, como no tiene tiempo, no tiene paciencia.
La pesadilla del comunismo, que envenena la vida occidental, es algo que debe ser
desmantelado sea como sea, y cuanto antes mejor. Porque la burguesía europea siente
—y no se equivoca— que, a medida que la pesadilla se prolonga, ella, por dentro, se
va pudriendo. Pero no ve que dicha putrefacción no viene del exterior, de Rusia, sino
de sus propias entrañas. El diagnóstico es válido, pero no así el discernimiento de la
causa.
Bref: la guerra, al menos por ahora, y por mucho tiempo, no llegará provocada
por Rusia. Si llega, será traída por el capitalismo occidental, que se creerá amenazado
por ella —sobre todo el capitalismo americano.
13 de diciembre de 1948
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Suponiendo que eso sea cierto, equivale a decir: «El régimen de Franco ha
suprimido las libertades democráticas, pero aún las ha suprimido más el régimen de
Stalin». Hablando en demócrata, eso significa que Franco es un perfecto indeseable,
pero que Stalin todavía lo es más. No obstante, la extraña conclusión de Churchill es:
«Por lo tanto, tratemos bien a Franco». ¡Cuánta miseria!
La democracia europea ya ha sido aplastada a sangre y fuego en gran parte de
Europa. ¿Y Churchill cree de buena fe que la forma de salvar lo que aún queda es
poner buena cara a quienes la han suprimido en Occidente? ¿Así piensa Churchill que
se puede combatir a quienes la han asfixiado en Oriente? ¿Lo cree de buena fe?
Vuelvo a decir…
¡Imposible! Churchill es el mismo hombre que, poco antes de que acabara la
Guerra Mundial, dio a Franco aquella memorable respuesta a una carta en la que el
dictadorcito español, agitado porque se sentía perdido, le tendía sus temblorosas
manos. La respuesta de Churchill —un non possumus rotundo— tenía más de
desprecio que de otra cosa. Aquél fue el Churchill sincero. Pero ahora se da cuenta de
que Franco se está ofreciendo, para todo lo que haga falta, a Norteamérica, y
Churchill tiene miedo de que España sea entregada a los americanos del norte porque
Inglaterra no quiso, ni quiere aún, hacerla suya. Y he aquí la razón por la que, de
golpe y porrazo, la España de Franco es digna de figurar, de un modo u otro, dentro
del bloque occidental —el bloque que ha de parar los pies al comunismo de Stalin.
Pero Churchill, a veces, también se equivoca, y ahora lo hace del todo. Fortalecer
a Franco y a la vez debilitar al comunismo es un imposible. En la nota del 28-V-46
vine a decir más o menos lo siguiente: «Para Inglaterra no habrá más remedio, tarde o
temprano, que intervenir en España, si no quiere que España se convierta en una
úlcera permanente que haga imposible el juego normal de las democracias de la
Europa occidental, de cara a frenar la avalancha del totalitarismo triunfante —el de la
URSS».
Sigo pensando lo mismo. El deber de Inglaterra, desde el principio de nuestra
crisis de 1936, era intervenir en España para restablecer, de un modo u otro, la
democracia asesinada. Pero eso es algo que no espero llegar a ver. Porque cada día
me parece más vana la idea de ver cambiar a Inglaterra —a esa Inglaterra que ha sido
y todavía es la mejor democracia del mundo y, a la vez, la principal culpable de que
la democracia esté desapareciendo de Europa.
14 de diciembre de 1948
ORTEGA Y GASSET.— Ayer por la tarde fui a escuchar la lección inaugural del
curso que Ortega y Gasset dedica a «Una nueva interpretación de la historia
universal», en torno a la obra de Toynbee. Era, también, el primer acto público del
Instituto de Humanidades, creado ahora por él junto a algunos discípulos y amigos
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suyos.
El acto se celebró en el salón del Círculo de la Unión Mercantil, un salón dorado
y banal, de comerciantes burgueses que tienen casino. Pero había en él un detalle
decisivo, que era imposible dejar de ver. En el plafón presidencial, justo detrás de la
mesa del conferenciante, y dominándolo de arriba abajo, destacaba una gran
oleografía de Franco —de un ex Franco—, todavía joven, delgado y con el pelo
negro. Y, sobre el retrato del dictador, una enorme inscripción falangista, en letras
doradas:
JOSÉ ANTONIO
¡PRESENTE!
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El maestro hablaba en exclusiva para nosotros, sus estudiantes, sus discípulos. El aula
era un pozo de fervor y silencio.
La primera lección de Ortega fue, por el contrario, un asqueroso castillo de fuegos
verbales, una divagación larguísima —aunque no pasara de los cinco cuartos— que
iba de una cosa a otra, como si quisiera concentrarse en un tema pero dejándolo
enseguida, de modo que apuntaba cien cosas muy diversas sin llegar a concretar una
sola. Bref: fue una caza de mariposas retóricas, a veces muy finas, a menudo con
vistosos colores, pero que siempre dejaba a un lado la llama del pensamiento austero.
Yo aún no he podido adivinar qué se propone con este curso ni adónde nos quiere
llevar, a quienes vamos a escucharlo.
Ortega —como casi todos los retóricos— me parece un interesantísimo monstruo
de soberbia, un vanidoso fenomenal. Cuando piensa, parece mirarse al espejo, y
cuando escribe o habla se contempla en el espejo de su público. Y también como
todos los retóricos, más que por su obra, está preocupado por el efecto que causa. Yo
creo que desde siempre, y muy especialmente desde que la monarquía española está
francamente en crisis —de 1920 a 1930—, Ortega llegó a sugestionarse de buena fe,
a tomarse a sí mismo no como lo que es, un talento de primer orden y un talento de
gran clase, sino ciertamente como un hombre excepcional, genial, hecho tanto para la
acción como para la especulación ideológica —de los que de vez en cuando, además
de firmar algún libro inmortal, se encargan de levantar a los pueblos caídos y de
infundir en ellos nueva vida. Ortega creyó que era un salvador de España, o al menos
tuvo el más absoluto convencimiento de que, aplicando a la realidad española sus
ideas, el país se recuperaría prodigiosamente. Pero su tentativa de actuación como
hombre público, como orientador en política, fue un fracaso impresionante, que ya no
tiene remedio ni salida…
Yo le miraba ayer, mientras estaba escuchándole. ¡Qué hombre civilmente tan
pequeño, si lo comparamos con el gigante que cree ser! Unamuno, con el
enfrentamiento que mantuvo contra la afable dictadura de Primo de Rivera, fue, como
patriota, todo un titán al lado de este Ortega postrado ante la oleografía cursi de
Franco y el santo y seña de Falange Española. Unamuno, de hecho, era un hombre.
Ortega queda reducido al papel de un histrión. Es ahora, alzándose contra la
envilecedora tiranía clerical y reaccionaria que asfixia cada vez más a la conciencia
española, cuando Ortega podría erigirse en figura histórica. Ahora es el momento en
que podría ser un Fichte. Pero prefiere no comprometerse ni arriesgarse, ir vegetando,
y hacer como si hiciera algo, como por ejemplo este «Instituto» y estas lecciones; que
no son nada ni de nada servirán —porque el único dueño de España es Franco, el de
la oleografía; porque sobre Franco, en materia de cultura y enseñanza, mandan los
jesuitas y Roma; porque los jesuitas y Roma se la tienen jurada a Ortega y a todo
pensamiento libre. That is the question, el problema actual, de vida o muerte para
España. Y toda contemporización con ese estado de cosas es puro teatro.
Ortega piensa, habla y actúa: ¡pura retórica! Leyendo sus mejores libros —en los
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que hay tan gran cantidad de cosas agudas, incluso de cosas profundas, y tan densa
profusión de frases hermosas, de sonoras metáforas: en una palabra, de literatura—,
uno (yo, por lo menos) acaba siempre por sentirse hastiado, como después de un gran
banquete compuesto sólo de repostería.
De tanto hacérsele la boca agua, con su extraordinaria fluidez verbal, Ortega ya
lleva puesta una especie de máscara de hablar bien, la máscara del orador. Sus labios,
sus mejillas endebles, han adquirido los pliegues de un fuelle de órgano, y sus
movimientos son pastosos, como impulsados interiormente por una abundante
salivación azucarada. Habla, habla, habla, ¡y con qué fruición! De paso, se escucha.
Y cuando se dispone a decir algo bien pensado, que ha de causar efecto, veréis que
previamente sus labios se enviscan con una untuosidad casi viscosa, como si
presintieran el caramelo verbal. Y su voz engolada emite una especie de cuac-cuac
sonoro, como si fuera una gallina que expulsa con inefable fruición un huevo
mirífico, un huevo de oro…
Ortega es el más ilustre exponente de la vieja y triste generación de intelectuales
españoles —Marañón, Pérez de Ayala, «Azorín», Benavente, Baroja, etc.— que
asiste a la muerte de toda libertad en las tierras de España. Y nuestra gran tragedia es
que la mayoría de ellos lo hace no sólo sometida, sino además envilecida. Son los
últimos ecos de aquel gran movimiento liberal que durante todo el siglo XIX pretendió
renovar el país incorporándolo a las corrientes europeas. Aquel noble ideal fracasó
del todo en 1936 —quizá porque la libertad y el liberalismo han sido siempre lo más
opuesto a la esencia profunda de España. Y la Europa a la que los liberales españoles
querían incorporar España tampoco existe ya: es la sombra de una sombra,
vergonzante y vergonzosa…
Ayer la figura de Ortega, ya viejo, conformista, acomodaticio, tratando aún de
construir con fuegos de artificio verbales un «Instituto de Humanidades», ante un
público de burgueses desorientados, pudientes y cobardes, en el fondo nada más que
unos bon-vivants, y bajo una oleografía barata de Franco coronada por el lema de la
Falange, francamente, era un espectáculo para echarse a llorar.
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1949
4 de febrero de 1949
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fuerza siempre precaria y también siempre vencida, más tarde o más temprano, por
los sentimientos anárquicos. Entonces todo vuelve a empezar. El combate entre la
inteligencia y los instintos, en el seno de las sociedades humanas, es la lucha
interminable, agotadora y, al final, siempre trágica, del explorador solitario perdido
en plena selva virgen.
(En todo ello habrá que profundizar, trabajarlo mucho más, hasta hacer que se vea
de forma muy clara.)
5 de febrero de 1949
LOS DOS INFINITOS. —Los dos abismos entre los que el hombre se halla
suspendido no son los que aterraban a Pascal, sino éstos: instinto e inteligencia. Y el
supremo dolor del hombre es constatar que, en definitiva, el primero gana siempre.
9 de febrero de 1949
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ahora pone con razón el grito en el cielo. Pero lo hace en un tono que recuerda
extrañamente al de la prensa ácrata y libertaria del siglo pasado y de principios del
actual, cuando los gobiernos conservadores eran entonces los que juzgaban y
encarcelaban a socialistas, anarquistas y otros revolucionarios. Es curioso que el
comunismo, erigido en Estado, provoque en el adversario las mismas reacciones que
él provocaba un día, cuando los gobiernos trataban de ahogar las primeras muestras
de la profunda conmoción política y social que ahora vivimos.
Una conclusión cierta, obviamente, es que en buena parte de Europa se han vuelto
las tornas.
11 de febrero de 1949
12 de febrero de 1949
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10 de abril de 1949
LOS TIEMPOS CAMBIAN.— Hoy ha venido a verme mi gran amigo Joaquim Sunyer,
para mí el pintor actual más representativo de Cataluña.
Ha comido en mi casa. A la hora del café nos hemos quedado solos, y el viejo
Sunyer, espiritualmente tan joven y agudo como siempre, ha estado hablándome de
muchas cosas.
Ha surgido el nombre de Picasso. Dicen que hoy Picasso tiene una fortuna
valorada en más de doscientos millones de francos. Sunyer fue íntimo amigo suyo,
durante los años de bohemia que ambos pasaron en París, y hoy me hablaba de él con
admiración pura y sincera —él, que es tan difícil para los demás pintores. «Es todo un
caso», me decía: «el de un artista extraordinario, como sólo surge uno cada no sé
cuántos siglos».
A mí se me ha ocurrido decir: «En París he oído últimamente que Picasso tiene
ahora una mujer fresca y joven, cuando él ya debe de pasar de los setenta». «Bueno
—ha dicho Sunyer, sonriendo—, señal de que la necesita… ¡Buena señal!» Y,
cerrando un poco sus ojos grises, picaronamente, ha añadido: «Yo mismo (él ya hace
mucho que cumplió los setenta) también siento aún esa necesidad, de vez en
cuando…» Y apagando su sonrisa: «Lo malo es —ha suspirado levemente— que
ahora las modelos ya no son como antes». Yo, extrañado, he tenido que preguntarle:
«¿Qué quiere decir…? ¿Que se han vuelto morales?» Y viendo que yo seguía
poniendo cara de no entenderle: «Hasta hace muy poco —ha explicado—, no me
costaba nada, después de trabajar durante tres o cuatro horas con una modelo, obtener
de ella un suplemento de atención, exclusivamente amorosa. ¡Hoy, en cambio, no hay
nada que hacer!» Y, después de una pausa, ha añadido con resignación: «Los tiempos
hacen que cambien tanto las cosas que ya no hay nada que le sorprenda a uno…
Lo decía sonriendo otra vez. Y yo, mientras le escuchaba y le miraba, iba
entendiéndolo todo.
No hace mucho que Sunyer todavía era un hombre mayor, uno de esos viejos —
profundamente jóvenes de espíritu y de corazón— que, si bien no pueden ilusionar a
una mujer —en el sentido de despertar físicamente su deseo—, todavía tienen la
posibilidad de que ellas acepten, y hasta encuentren amable, el deseo de ellos.
Muchas mujeres jóvenes, que ya no son vírgenes, sienten una extraña complacencia
en el hecho de dejarse amar —en gozar de la fruición que despiertan, sobre todo en
hombres expertos y vieillissants… ¡Pero ahora mi pobre Sunyer es una ruina! Yo le
miraba con pena.
Los tiempos cambian, en efecto. Pero lo difícil, cuando constatamos un cambio,
es ver qué ha cambiado más: el tiempo o nosotros mismos. Las modelos de hoy son,
probablemente, como han sido y serán siempre. El cambio terrible —el único que él
no puede ver— es el suyo.
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23 de abril de 1949
Bilbao, 22. A las cinco de la tarde atracó el Monte Urbasa. A bordo venía Ramón
Gómez de la Serna, acompañado por su esposa, Doña Luisa Sofovich. Acudieron a
recibirle el director general de Propaganda, D. Pedro Rocamora; el gobernador civil
y jefe provincial del Movimiento, y otras personas. Gómez de la Serna dijo que
piensa permanecer uno o dos meses en España, ya que tiene compromisos en Buenos
Aires. Espera que, dentro de dos o tres años, podrá volver definitivamente a la
Patria. «El realce que ha adquirido España en la Argentina —declaró— se debe a un
gobernante invicto: el general Perón. Rompiendo las categorías —agregó— Perón
ha mermado a los pocos privilegiados, en favor de los muchos que estaban tratados
miserablemente. No hay que olvidar que la Argentina fue el primer gran país que
reivindicó a España y se declaró a favor de ella.» Luego, refiriéndose a España,
añadió: «Mi admiración, sobre todo, es para los que han luchado de verdad y han
salvado a la España suprema: el Caudillo y aquéllos a los que acaudilló. Siento el
encanto de volver a la Nación devuelta a sus esencias por Franco».
No hay duda: casi todas las primeras figuras de la actual literatura española en
lengua castellana traicionan a su propia conciencia para servir a su propio interés. Es
imposible que Gómez de la Serna y cualquiera de los anteriormente mencionados
(véanse notas de 25-III-48 y 8-IV-48) crean que Franco ha devuelto a España sus
esencias, suprimiendo toda libertad y asfixiando la expresión de pensamiento. A no
ser que ahora se entiendan por esencias españolas las más negras e inquisitoriales.
El nuestro es un caso perdido. Ante la adhesión a Franco, declarada o
vergonzante, de la flor y nata de los escritores españoles en lengua castellana, que
saben perfectamente lo que es el régimen español, en manos de generales y obispos;
ante una actitud tan servil y casi unánime, la amordazada rebeldía de quienes no
podemos protestar y el dolor de la inmensa masa anónima que sufre y calla no pueden
contar para nada.
Políticamente hablando, un país en el que las más refinadas inteligencias
personales traicionan a la conciencia colectiva es un país muerto.
Yo estoy convencido de que, con el tiempo, cuando se vean desde la distancia y
con serenidad los horrores y los estragos de la última guerra civil española, el
fenómeno de esta incomprensible traición de los intelectuales será el más inexplicable
de todos: tan macizo, tan general, tan abrumador como quizá no lo sea ningún otro
que se conozca en ningún otro pueblo, con la única excepción de Rusia.
13 de mayo de 1949
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ÁVILA.— De camino a Salamanca he pasado por Ávila, donde hacía muchos años
que no había estado.
Qué impresión de villa triste, alta y aislada —¡como una especie de fortificación
tuareg! En medio de la estepa castellana, a más de mil doscientos metros de altitud,
entre las oscuras sierras de Gredos y de Guadarrama, es una villa literalmente fuera
del mundo. Los caminos que llevan a ella y los que de ella proceden no conducen a
nada de este mundo.
Todavía hoy un hombre de Ávila, si quiere vivir o tratar de vivir, sólo tiene dos
salidas: una horizontal, en busca de hombres, tierras y climas menos ariscos; y otra
vertical, hacia el cielo, huyendo de este valle de lágrimas y de su inmensa miseria.
Ávila plantea con urgencia la necesidad de un más allá donde se pueda al menos
soñar con algo de bonanza, aunque sea imaginaria. Ese mínimo de dulzura humana
que esta tierra de Castilla niega a su propia gente.
Es lo que ellos dicen: tierra de santos y de guerreros. De hombres que escapan
rumbo al horizonte, hambrientos como lobos, a la conquista de espacios más blandos;
y de otros, ingrávidos, almas sin apenas cuerpo, que se elevan por los aires igual que
montgolfiers místicos —como los personajes del Greco.
Los demás, el inmenso rebaño, están muertos en vida, como las canteras grisáceas
que se extienden alrededor de Ávila, hasta perderse de vista. Tierra de santos y de
cantos.
18 de mayo de 1949
UNA INMENSA BUFONADA.— Eso de que unos combatan a Franco porque dicen que
constituye un peligro para la paz del mundo, y otros le defiendan o le toleren porque
es el más firme baluarte occidental contra el comunismo, es el más alto exponente de
la civilización cristiana: todo ese teatro de la ONU es una astracanada internacional,
digna de Serafí Pitarra.[6]
Si fuesen francos, los marxistas dirían que combaten a Franco no porque les da
miedo o deja de dárselo, sino porque les da asco. Y los gobiernos iberoamericanos —
y otros— que le defienden no dirían que lo hacen porque creen en Franco (y, si
alguien cree en Franco, peor para él), sino por conveniencias coyunturales.
Pero el papel más triste, en esta monótona farsa de la ONU —que se prolonga
hasta el aburrimiento—, es el que interpretan las potencias realmente democráticas, y
en primer lugar los EE. UU., Inglaterra y Francia. Las tres dejaron escapar —entre
tantas otras cosas— la ocasión idónea para librar a Europa de Franco. Y ahora,
naturalmente, la cosa se vuelve —como ocurre con todas las operaciones que no se
han practicado a tiempo— cada vez más difícil.
Entre tantas afirmaciones absurdas que en esos grandes países se hacen respecto a
Franco —a favor y en contra—, parece mentira que a nadie se le ocurra decir, poco
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más o menos, lo siguiente:
«Es absolutamente falso que Franco sea un peligro para el mundo o pueda serlo,
ni ahora ni nunca. El régimen franquista no tiene la más mínima importancia fuera de
España, y podría prolongarse indefinidamente, eternamente, sin ninguna repercusión
internacional en absoluto. (Ése es, precisamente, el peor de nuestros males: como no
molesta, y sólo hace reír, nos lo dejan.)
»También es del todo falso que, en el caso de una guerra contra la URSS, España
sería de gran ayuda para el occidente de Europa. Dado su atraso y su total falta de
técnica moderna, más bien sería un estorbo, porque todas las cosas con las que
España nos podría ayudar son cosas que nosotros deberíamos darle antes. Lo único
que ella tiene es su territorio y la sangre de sus hijos. Y eso, el día que estallara la
guerra, al encontrarse España desarmada y amenazada como la que más, tendría que
ofrecérnoslo sin rechistar.
»Conviene no hablar sin ton ni son. La única razón por la que nosotros, los
demócratas occidentales, no podemos establecer vínculos con Franco —ni podríamos
hacerlo aunque quisiéramos— es porque tanto él como su régimen han sido, son y
serán siempre esencialmente fascistas, o, mejor dicho, antidemócratas, en cuerpo y
alma. Franco y los suyos se alzaron en armas para derrocar la parodia de democracia
que había en España y combatir a las auténticas democracias fuera de sus fronteras —
exactamente igual que Hitler y Mussolini. Los franquistas estuvieron con ellos y
dependieron de ellos tanto como fue posible. Si no estrecharon aún más sus lazos fue
porque los otros no quisieron. Y todavía hoy, cuando sus santos y patrones ya están
muertos para siempre, Franco y quienes le siguen, haciendo ver que a veces reniegan
de ellos, como San Pedro de Cristo, o que se alían con quienes los combaten, como
San Pablo, siguen siendo en el fondo lo que eran, lo que han sido y lo que serán
siempre: enemigos a ultranza de toda libertad individual y de toda forma de
democracia colectiva; abominadores de la Reforma religiosa y de la Revolución
francesa; antiliberales absolutos, adoradores de dogmas arcaicos, confesionales y
políticos, despreciadores de todo control popular. Y, sobre todo, enemigos instintivos,
enemigos a fondo, de todo cuanto representan Francia, Inglaterra y los EE. UU.
Enemigos a muerte, para los que, como antes y como siempre, el gozo más íntimo y
más profundo que podrían tener en este mundo, y que —es muy cierto— les haría
entregar gustosamente su propia vida, sería el de ver el total hundimiento de esas
grandes luminarias liberales de Occidente: esa aniquilación delirante que soñaron,
desearon y creyeron inminente, de 1936 a 1944, mientras se aferraban a las colas de
la Alemania nazi y de la Italia fascista.»
…Pero esa razón capital, tan evidente, tan sencilla, tan clara, es la que nunca
mencionan las grandes democracias del mundo, cuando hablan de esta pobre España.
28 de mayo de 1949
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UNA CARTA A JOSEP M. MASSIP.— Massip es el corresponsal que el ABC de
Madrid tiene ahora en Nueva York, después de haberlo tenido en Londres. Es un
catalán alegre y vivo, de ese tipo de hombres que, una vez escarmentados por la vida,
no quieren que la vida les vuelva a escarmentar.
Massip fue uno de los jóvenes de izquierda más destacados de Cataluña, en
aquellos tiempos, casi apocalípticos, en los que Francesc Macià, «l’Avi» [«el
Abuelo»], era todo un ídolo. Miembro del partido Esquerra Republicana de
Catalunya, sucesivamente periodista, concejal y diputado a Cortes en las últimas
elecciones generales —de 1936—, Massip era, precisamente, el director de La
Humanitat, el órgano extremista de Companys, cuando en el mes de julio estalló la
Guerra Civil Española.
No hace falta decir qué pasó. La izquierda fue vencida y asfixiada, Cataluña al
completo se fue al traste, Companys murió fusilado en Montjuïc… Pero Massip,
desaparecido, como tantos otros, en medio del naufragio, reapareció de repente en
Manila, protegido por un financiero local de origen español, Andrés Soriano, y
nombrado por él director de un Diario Español que se publica o se publicaba allí, que
por aquel entonces seguía el juego a la política de Franco y, por lo tanto, al eje Berlín-
Roma-Tokio. Mediante tan rápida y sorprendente transformación, Massip se parece,
pues, a otro periodista catalán, también rabioso izquierdista, secretario de Martí
Esteve, que fue conseller de Hacienda de la Generalitat: se trata de Carles Sentís, hoy
corresponsal del ABC, de Arriba y de quien convenga, y defensor entusiasta de todas
las españolísimas «esencias» del nuevo régimen franquista.
Sin embargo, Massip no tuvo suerte en Manila, todavía menos que en Barcelona.
Después de haber ido a parar tan lejos, huyendo de la Guerra Civil Española, cayó en
plena Guerra Mundial en Extremo Oriente. Allí sufrió muchos peligros y penurias. Y
por fin, gracias a la victoria aliada, consiguió huir de Filipinas. Cuando, de vuelta a
España, compareció en Madrid, daba pena. Por mi amistad casual con el
administrador de Andrés Soriano en Madrid, y porque ya conocía a Massip de
Barcelona, yo fui uno de los primeros a los que quiso visitar. Me invitó a ir a verle: se
había instalado precariamente en un hotel sórdido, de esos que hay por las antiguas
calles madrileñas, en los alrededores de la de Echegaray, que huelen a miseria y a
prostitución regadas con manzanilla. Massip estaba allí con su mujer, una catalana
simpática, de aire inteligente, pero demacrada, como si todavía le durase el pavor
ante la tragedia vivida (la segunda en poco tiempo). Llevaban consigo a dos
pequeños, dos pobres hijitos, uno catalán y el otro nacido en Filipinas.
Poco después, el matrimonio se instaló modestamente en la Ciudad Lineal, tan
pronto como hube presentado a Massip a mi amigo Luis M. de Zunzunegui, y éste le
hubo colocado enseguida en Alas, su agencia de publicidad. Massip lo hizo muy bien
allí. Pero, a menudo, venía a verme y se quejaba de que apenas podía vivir.
Incidentalmente, a veces hablábamos de la situación de España. Yo le decía lo que
pienso al respecto y él parecía pensar lo mismo que yo, más o menos; pero, en el
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fondo, más bien evitaba comprometerse o procuraba cambiar de tema de
conversación. Poco a poco dejé de verle.
De repente, un día, al abrir el ABC como de costumbre, me encontré con un
artículo de Massip sobre Extremo Oriente. En medio del contenido anodino y de ese
aire de vivir fuera del mundo que se respira en la actual prensa española, llamaba la
atención un artículo de un hombre que hablaba de algo que conocía y que lo hacía
claramente. Pocos días después aparecía otro, y en un par de meses o tres se
publicaban cinco o seis. Hasta que un día, cuando ya llevaba mucho tiempo sin verle,
Massip se presentó muy contento en mi despacho para decirme que se iba a Londres
como corresponsal del ABC.
¿Qué había sucedido? Sin duda un pequeño milagro. Los cementerios de España
están llenos de gente menos destacada que Massip dentro de los partidos vencidos en
la Guerra Civil. Europa y América son todavía el asilo de innumerables exiliados, que
no quieren o no pueden volver a la patria. Yo mismo, también en Barcelona, fui
expulsado de La Vanguardia, procesado y hasta sometido a un «juicio sumarísimo»
por «excitación a la rebelión» —porque había hecho todo lo posible por evitar la
Guerra Civil, mantener mi periódico au-dessus de la mêlée, que ya se veía venir, y
tratar de que los españoles no cayéramos en aquella absurda locura. Miles y miles de
hombres y mujeres, más inocentes todavía, han sido aplastados por la guerra y no se
levantarán mientras vivan. Y he aquí a Josep Maria Massip, izquierdista activo y
significado dentro del grupo separatista y marxista, hombre de confianza del
president Companys, director de su periódico, diputado por Barcelona en las
elecciones decisivas, las de 1936; ¡hele aquí, de golpe y porrazo, convertido en
corresponsal del ABC, el diario más monárquico y reaccionario de España,
naturalmente con el plácet de la Dirección General de Prensa, de las FETS y las
JONS, y en general del régimen de Franco! Es increíble la habilidad que a la fuerza
debía de haber desarrollado Massip, en medio del conflicto de influencias e intereses,
para borrar su pasado, no resultar sospechoso en el presente y obtener una plaza tan
destacada y codiciada. ¿Cómo se las había arreglado? No lo sé. Pero el prodigio era
un hecho.
En Londres, Massip trabaja muy bien. Nadie le conocía en Madrid (y eso,
probablemente, le favoreció mucho), donde en pocas semanas y con un puñado de
crónicas se hizo un público. No es lo que se suele decir un escritor, ni dice cosas
finas, agudas o extraordinarias. Pero es un informador raso y claro, y, además,
puntual; y eso, en un periodismo como el que ahora se hace en España, resulta una
novedad extraordinaria. Cuando hace pocos meses Massip fue trasladado, siempre
por el ABC, de Londres a Nueva York, su posición ya estaba francamente
consolidada. Nunca, ni remotamente, que yo sepa, ni en los periódicos más hostiles a
ABC —que son precisamente los del «Movimiento», o partido único falangista—, ha
habido una sola palabra contra el ex director de La Humanitat, hoy convertido en
corresponsal del periódico más rico y con mayor difusión de la prensa dirigida y
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ortodoxa. El misterio continúa.
Al llegar a los EE. UU. y desde su primera crónica, todavía escrita a bordo,
recuerdo que Massip, ante el panorama del Hudson y de los rascacielos, se
preguntaba: «¿Se dejará tomar el pulso este gigante…?». Hacía bien en dudar. Los
aires norteamericanos no le han sido tan propicios como los de Inglaterra. Sus
crónicas de Nueva York y de Washington no tienen la misma valía que las de
Londres. Y sobre todo —ya sea porque ha recibido instrucciones oficiales o por su
contacto obligado con el embajador Lequerica, o por la proximidad de la ONU, o por
todas esas cosas juntas y hasta por algo más— ha publicado varias (alguna ha tenido
que publicar) ensalzando a Franco y echando pestes de los españoles que allí le
combaten —muchos de ellos amigos íntimos y correligionarios del propio Massip
hasta que tuvieron que dispersarse. Esos artículos dan grima y desprenden un olor
nada agradable…
Bien. El caso es que Massip me escribe, de vez en cuando. Y hace poco, sin que
yo se lo pidiera, me envió una carta en la que trataba de justificar su campaña
franquista con motivo de la Asamblea de la ONU. Massip me decía lo siguiente: «En
principio también creo, como usted, que el problema fundamental [de España] es
político, pero me parece que, tal como están las cosas hoy en día, sólo puede
esperarse que éste evolucione si los americanos se infiltran económicamente en el
país… Además, después de él [de Franco], hoy no hay nada, absolutamente nada,
más que el caos, y, en todo caso, los comunistas… En cambio, los créditos (sin los
que se va a la bancarrota) pueden condicionarse irremediablemente —ya es ése el
propósito de Washington—: menos intervención estatal en la economía, menos
censura, más publicaciones extranjeras, más intercambio general… Y, una vez
creados los intereses, las sugerencias pueden convertirse en exigencias y las
perspectivas se amplían indefinidamente».
¡Pobre Massip! Después de dos naufragios sucesivos y de haber conseguido,
gracias a un prodigio de habilidad, «situarse» otra vez, las ganas de que eso dure le
hacen perder de vista la realidad. Esa concepción suya —o de Lequerica, o quizá del
Departamento de Estado norteamericano—, según la cual el régimen de Franco se
disolverá como un azucarillo mediante la inyección en España de unos cuantos
millones de dólares, es tan ingenua y pueril como aquella otra —que presidió todas
las relaciones de las democracias occidentales con la URSS durante la Segunda
Guerra Mundial— de que la fortaleza bolchevique se vendría abajo, como un castillo
de naipes, el día que Churchill y Roosevelt consiguieran llevar a Stalin a Londres y
hacer que bailara unos rigodones con la reina de Inglaterra, en el Palacio de
Buckingham. Stalin no se ha movido de Rusia, y los únicos que están bailando
rigodones son los occidentales cortos de miras.
Quise hablar francamente con Massip. Pero, cuando iba a echar mi respuesta al
correo, lo pensé mejor. La censura postal sigue funcionando en España, no hay nada
secreto en la correspondencia, y, como yo sólo intento ver las cosas claras por mí
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mismo, sería estúpido que, por intentar que los demás también las vean —es decir,
cayendo otra vez en la misma manía que, periodísticamente, resultó tan funesta para
mí—, me expusiera a recibir otro palo de ciego, después de haber recibido ya tantos.
Y eso sin la menor posibilidad de que mi nuevo sacrificio tuviera alguna eficacia en
la conciencia pública española, ni en el estado del país. Yo también he puesto algo de
sentido común en mi empeño —como diría Massip. Por eso me he limitado a
incorporar, a estas meditaciones solitarias, mi carta no echada al correo:
Querido amigo,
Su carta del 10 de mayo me incita a decirle plenamente lo que pienso, como hace
usted conmigo. Y, como ambos lo hacemos de buena fe, aunque nunca nos pongamos
de acuerdo será fácil que nos entendamos.
Todo su razonamiento —que debe de corresponderse, más o menos, con los
actuales cálculos del Dep. de Estado norteamericano— puede parecer perfecto desde
un punto de vista lógico, pero se basa en un grave condicionante: si las democracias
hacen tal cosa, es probable que en España pase tal otra.
Tiene usted que ser consciente, sin embargo, de que si las democracias hubiesen
hecho lo que debían, tanto por deber como por interés, ya haría mucho tiempo que
aquí habría ocurrido lo que deseamos, y de la mejor forma posible.
Eso tendría que haberse resuelto cuando se resolvió aquello de lo que eso
esencialmente dependía. El momento de abatir el árbol y hacerlo astillas era el más
justo y favorable para arrinconar la hojarasca muerta que lo lastraba. Y así se hizo
en todas partes, menos en España.
Ese descuido fue culpa exclusiva de las democracias y especialmente de ese falso
gran hombre que es Churchill: personalidad de primer orden, pero excéntrica
siempre, al igual que el falso hombre Clemenceau. Hombres excelentes, ambos,
cuando se trata de echarlo todo por los suelos, sobre todo a sus enemigos; pero
absolutamente incapaces de crear algo positivo, de renovar la faz del mundo.
Ni Churchill ni las democracias, ni ahora el Departamento de Estado
norteamericano, han sabido ver todavía que el odio de la España oficial de hoy
contra toda forma liberal de vida, contra toda auténtica libertad —sea religiosa,
económica, política o social—, no sólo sigue siendo como era en los peores
momentos de la pasada guerra mundial, sino que ahora se ha vuelto más fuerte que
nunca, más oculto y concentrado, ante la terrible derrota de todo cuanto ella amaba,
ama y amará siempre.
Esta España, la que ahora gobierna despóticamente el país, apoyó sinceramente
a Hitler y Mussolini, no porque los dos locos le hiciesen excesiva gracia, sino porque
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le prometieron aniquilar todo cuanto ella odia secularmente.
Y la tremenda derrota de aquellos campeones de la antidemocracia no ha
modificado ni un ápice ese sentimiento, a no ser que haya sido para fortalecerlo aún
más y para dotarlo del aura de prestigio que concede el martirio según los fanáticos.
Si alguna vez volvieran los malos tiempos para la democracia y para la libertad,
esa España volvería a levantarse como un solo hombre y a aliarse con quienes las
combatieran, aunque fuese el diablo. Le diré más: jugando a barruntar posibles
disparates, es más fácil que lleguemos a ver un sincero entendimiento entre Stalin y
Franco que un entendimiento de Franco con Bevin, Schumann o Acheson.
Pensar que eso puede cambiar por las buenas, y que ese «numantismo» (usted lo
califica muy bien) es susceptible de ser modificado con las infiltraciones suaves y
monetarias con las que sueña usted o el Departamento de Estado, equivale —y
perdóneme— a no tener la menor idea de lo que ha representado la subversión
inconcebible, jamás vista ni soñada, de la vida pública y privada españolas, a causa
del absurdo desenlace que tuvo la Guerra Civil. Ésta sólo habría cobrado sentido si
hubieran triunfado los totalitarismos. Pero, una vez muertos, la persistencia en
España del sistema político y de la mentalidad que se establecieron gracias a ellos es
un error garrafal de las democracias vencedoras.
Todo lo que desde la decadencia de los Austrias venía descomponiéndose y
agonizando, en este país de una inmovilidad y una lentitud faraónicas; todos
aquellos despojos de un pasado abolido en el resto del mundo, pero del que nuestros
abuelos y padres todavía tuvieron que ir deshaciéndose durante el siglo XIX; todos los
viejos trastos que ya parecían arrinconados para siempre han vuelto artificialmente
a la vida gracias al triunfo peninsular de la antidemocracia, y lo dominan
absolutamente todo.
Lo que yace sin remedio, putrefacto y acabado —dicen ellos, más maurrasianos
que Maurras, y más papistas que el Papa—, es todo cuanto usted y yo amamos y aún
aman los hombres y los pueblos libres: Inglaterra, Francia, Suiza, Suecia, Noruega,
Dinamarca, Holanda, Bélgica y, en general, todas las democracias de Occidente.
Un régimen como éste, militar y clerical, más absolutista que el de Felipe II, e
incomparablemente más cerrado y negado que el de Femando VII, enquistado en una
descomposición total, como la derivada de la Guerra Civil —en un país que cayó en
ella por no contar con los resortes de contención y cohesión burgueses y
democráticos que actúan en la mayar parte del mundo occidental—, es un fenómeno,
aunque pequeño y aislado, mucho más serio y grave de lo que parece —sobre todo
cuando sólo se ve desde fuera y por parte de gente sin ninguna experiencia al
respecto.
La extraordinaria gravedad que implica, a mi entender, radica, precisamente en
su profunda, en su absoluta y bárbara sinceridad… Sinceridad incomprensible para
un espíritu abierto, sinceridad cerril hasta la locura, pero real, granítica. Todo lo
que aquí, en España, nos dicen cada día (y que quizá usted, con la distancia, ya va
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olvidando): que la España de Franco es la reacción más grande y fuerte jamás vista
contra las bases o cimientos de la Europa moderna —contra la Reforma religiosa,
contra la Revolución francesa, contra todo liberalismo, contra el sufragio popular,
contra la libertad individual y la soberanía colectiva, contra todas las
abominaciones que ellos llaman anticristianas—, no es ninguna patraña, amigo
Massip y amigos de los EE. UU., sino una realidad enorme, tan anacrónica, tan
monstruosa como usted quiera, pero de piedra caliza. No son Donoso Cortés ni
Balmes los pensadores que presiden esta España inmovilista, aunque sus directores
los evoquen continuamente. Son el Padre Claret y el Padre Sardà i Salvany. Y la otra
afirmación, asentada por el mismo Franco docenas de veces y aquí repetida cada día
—la de que el actual régimen español es un modelo de gobiernos, algo nunca visto,
que fatalmente ha de servir de espejo a la necesaria rectificación universal (como la
nueva columna ígnea guiadora, a la que todos los hombres y pueblos de la Tierra no
tendrán más remedio que seguir si no quieren hundirse)—, tampoco es ninguna
broma, amigo Massip, ni ningún sueño de seminarista delirante, sino una fe real, tan
obtusa como usted quiera, pero indestructible.
Y por supuesto que todo eso da risa, visto desde Washington, Londres o París. Y
por supuesto, también, que no tiene ni puede tener, fuera de España, la menor
trascendencia. ¡Pero ésa es, precisamente, nuestra tragedia! Dado que nadie, fuera
de España, presta atención a algo así, no hay manera de acabar con ello. Y, mientras
tanto, nadie impide que en Toledo, Zamora o Cáceres, y también en Sevilla, Valencia
y la Coruña, e incluso en Madrid, Barcelona y Bilbao, tales despropósitos, repetidos
única y exclusivamente, todos los días y a todas horas, lleguen a tener una fuerza
abrumadora, y a la larga nos aboquen a una nueva catástrofe. Desconocer que las
quimeras españolas no cuentan ni han contado nunca en el mundo occidental
moderno sería desconocer la historia de Europa y de América. Pero ignorar que esas
quimeras, universalmente despreciadas, pesan dentro de España más que todas las
demás realidades del mundo es ignorar la historia de España.
Me parece que el punto débil de su razonamiento es creer que las democracias
auténticas, siguiendo las huellas de todos los loros hispanoamericanos, quieren
hacer ahora lo que no quisieron hacer cuando era hora de hacerlo. Ya verá usted
como las cosas ocurrirán así; suponiendo que las grandes democracias hagan lo que
usted cree, se encontrarán —¿es posible dudarlo todavía?— con que la reacción de
aquí no será, en absoluto, la que ellas esperan. Sino justo la contraria. Y así
volveremos a encontrarnos ante el dilema de siempre: o tendrán que ejercer presión,
para reducir lo irreductible, o tendrán que renunciar a ejercerla, por miedo al
desastre. Y así nos encontraremos eternamente parados, pero cada vez peor. Y si al
final, como es de temer, se produce una gangrena del cuerpo social y político
español, la culpa no será del régimen, sino de la terapia de los grandes doctores
internacionales.
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Así rezaba esta carta, que jamás será enviada a su destinatario.
8 de junio de 1949
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Una sociedad humana equilibrada y estable es aquella cuyos dirigentes —los
explotadores— cumplen con su función con la mayor buena fe, sin darse cuenta ni
remotamente de que están gozando de un privilegio derivado de una superioridad
basada en la desigualdad natural, no en un derecho anterior o superior a la naturaleza;
y a los dirigidos —los explotados— les parece también tan justa y conveniente su
propia sumisión que cualquier atentado contra el orden social establecido se les
aparece como algo monstruoso y sacrílego.
El grado de fortaleza de toda sociedad humana depende exactamente,
matemáticamente, de la perfección del encaje entre explotadores y explotados. Cada
vez que se produce una conmoción revolucionaria, es un síntoma inequívoco no de
que van a ser derrocados los tiranos ni liberados los esclavos, ni puestos en práctica
los principios de libertad y justicia que el pueblo reclama, sino sólo (¡y ya es mucho!)
de que se está haciendo un extraordinario esfuerzo, con violencia y sangre de por
medio, por cambiar la composición de los dos términos que forman la eterna relación
inmutable: explotadores y explotados.
Entonces, precisamente cuando unos principios más elevados parecen triunfar, es
cuando se demuestra la debilidad y caducidad de todos ellos, porque se ve con qué
facilidad todos muerden el polvo. Las mayúsculas caen como hojas secas. Y los
acomodados que ayer todavía figuraban en el estamento de los privilegiados ahora
forman parte, sin saber cómo, del otro. Los de arriba —dice el pueblo— se han ido
abajo. Pero añade ilusoriamente: y los de abajo, arriba. No: si el destrozo es tan
grande, lo que puede ocurrir es que el estamento de los antiguos explotadores
desaparezca del todo. Pero es seguro que, en el mejor de los casos, un puñado —sólo
un puñado— de los que estaban abajo, empujados por la ola revolucionaria, llegará
arriba y se aferrará a su nueva posición y aguantará en ella. Lo único que no se ve ni
se verá nunca es que, una vez hecha la revolución, cuando de las ruinas y la
polvareda emerja vagamente el perfil de la sociedad renovada, ésta no vuelva a
presentar —tan cambiados como se quiera, pero iguales en esencia— sus dos
elementos inmutables: explotadores y explotados. Unos, creando las nuevas normas
—que les serán favorables, naturalmente, y además tan sagradas y obligatorias como
antes lo eran las derrocadas—; los otros, destinados a cumplirlas rigurosamente,
como algo bueno, augusto y exclusivo.
El hombre que ante un hecho así, de estabilización social, siente que encaja a la
perfección en la teoría y en la práctica, es un conservador.
El hombre que acepta la teoría del hecho, pero al que le parece que en la práctica
las cosas tendrían que retocarse siempre y cuando fuera necesario, es un liberal.
El hombre que en la teoría no acepta la relación establecida, y que en la práctica
se rebela contra ella, es un revolucionario.
Entre estos tres modelos de ciudadano puro o típico existe una gama muy extensa
de tonos intermedios y matices. Están el doctrinario, el alucinado, el terrorista, por
una parte; y, por otra, el indiferente, el conformista, el escéptico. Son muchos los
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hombres que van pasando de un matiz a otro, e incluso que recorren la escala entera,
conducidos por su propia experiencia. Casi todo el mundo ha sido una de esas cosas,
en un momento u otro, o varias de ellas sucesivamente.
Existe también —sobre todo hoy en día (y ése es a mi entender uno de los más
claros síntomas de la decadencia de Occidente)— el tipo del espabilado perenne, del
que fue Talleyrand uno de los mayores ejemplares conocidos. Éste no cree en
ninguna de las posiciones teóricas posibles ante el magno hecho biológico que es una
sociedad regida por principios. Tampoco piensa que su escepticismo integral
signifique que, honradamente, tiene que quedarse al margen. Todo lo contrario: el
espabilado perenne está plenamente convencido de cuán conveniente, primordial y
esencial, resulta para él no dejar nunca de figurar en el estamento de los explotadores
—sean quienes sean.
España es ahora una fabulosa cantera de gente de ese tipo. Muchos de los que
pertenecen a esa categoría no lo aparentan. Son legión. Y hay que reconocer que les
va de primera.
9 de junio de 1949
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explicación puede tener tan absurda pasividad?
En España se explica perfectamente. Porque la tara secular, la tara hasta ahora
incurable de la burguesía española, es su inhibición crónica respecto a la vida pública.
Cuando la monarquía entró, después de la última guerra de Cuba, en un período
difícil, la burguesía, en vez de apiñarse en torno a la institución que Cánovas había
creado a su medida, en vez de batirse por ella, se inhibió o fraccionó en varias
camarillas políticas ciegas y enemistadas a muerte. La vida de Antoni Maura es el
noble y glorioso fracaso del hombre que quiso salvar aquella burguesía. A causa de su
estúpido fraccionamiento y de su inhibición, llegaron el descrédito del sistema
político, la dictadura de Primo de Rivera y el hundimiento de la monarquía, por
desamparo.
Cuando la Segunda República llegó caída del cielo, como un meteorito, lo que
interesaba a la burguesía era que los partidos proletarios no se adueñaran de ella, y
por tanto tenía que lanzarse a jugar a fondo, utilizarla para ampararse en ella. Pero la
burguesía volvió a inhibirse y se encerró en una actitud negativa, de obstrucción y de
bouderie. Y, dado que ella no actuó como debía, lo hicieron libremente todos los
extremistas. Total: la Guerra Civil.
Y cuando el régimen de Franco se muestra claramente incapaz de borrar los odios
desencadenados por ésta y de rehacer un país normal, los burgueses lo ven, los
burgueses lo palpan, los burgueses lo dicen, pero añaden: «¡Que dure!».
¿Cómo puede salir España de la actual dictadura, dada esa inhibición sistemática,
inexpugnable, del estamento que en el resto del mundo es el cimiento de toda vida
democrática? Si, para no caer en el caos, España debe ser gobernada tiránicamente, y
la tiranía tiene los días contados, como todo lo humano, ¿qué será del país cuando la
tiranía se interrumpa o se acabe…?
10 de junio de 1949
24 de septiembre de 1949
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LA CURVA DESCENDIENTE DE INGLATERRA.— Yo recuerdo perfectamente los tiempos
de la reina Victoria, del gran Chamberlain, de Kitchener, de Cecil J. Rhodes, de
Kipling. Y ahora asisto a los de Jorge VI, Attlee, Bevin, Stafford Cripps y Aldous
Huxley, con la esperanza de ver todavía un buen trecho más de esta impresionante
decadencia. Pero ¿cómo ha podido ser tan rápida?
Para mí, hay que atribuirla, casi en exclusiva, a las dos primeras guerras
mundiales, a las dos grandes victorias modernas de Gran Bretaña —que no ha sabido
evitar.
Reducido a esquema, el proceso ha sido, a mi entender, el siguiente:
El imperio británico se basaba en dos hechos capitales: exteriormente explotaba
territorios inmensos, superpoblados y miserables, en todos los lugares atrasados del
mundo, y extraía de ellos, a precios ínfimos, las materias primas que después su
industria metropolitana transformaba y su comercio mundial vendía, a precio de oro,
en todo el globo; e interiormente el régimen político inglés era, en el fondo, un
sistema feudal, de viejos aristócratas y grandes terratenientes, a los que se habían ido
sumando, por una parte, la fuerte burguesía industrial y mercantil, y, por otra, el
mundo intelectual, ambos sabiamente atraídos y ennoblecidos por la corona; y ese
orden preponderante gobernaba la masa menestral y proletaria, urbana y campesina,
contenta en su miseria, deslumbrada por el esplendor imperial y el juego perfecto de
las instituciones democráticas y parlamentarias.
Las dos guerras mundiales de este siglo han desmontado completamente esa
admirable maquinaria, sin que los maquinistas que la manejaban y la disfrutaban
apenas se dieran cuenta. Acostumbrados sólo a guerras lejanas y coloniales, hechas
con tropas mercenarias, y al fabuloso rendimiento que producían, los dirigentes
ingleses no supieron discernir dónde se metían al entrar en aquellos dos inmensos e
incalculables conflictos entre gente supercivilizada, en el propio corazón de Europa y
a las puertas de Gran Bretaña. Una especie de oscuro instinto todavía les advirtió,
entonces, cuando lord Grey estuvo vacilando tantas horas, en 1914, antes de declarar
la guerra a Alemania. Pero —al haber perdido el control de todo— no hubo más
remedio que entrar en la lucha, aunque a regañadientes, como demostró la parsimonia
con que acudieron al campo de batalla mientras la pobre Francia se estaba
desangrando horriblemente.
La guerra de 1914 se ganó, con sangre y sudor, gracias a Norteamérica, e
Inglaterra salió victoriosa. Pero por lo visto la lección no sirvió de nada —y ésa es la
prueba definitiva de que Inglaterra ya no era Inglaterra. Porque sólo veinticinco años
después, y principalmente por culpa de la propia Gran Bretaña, vencedores y
vencidos de 1918 volvían a caer en la misma trampa estúpida. Sólo que esta vez
Francia y Bélgica no quisieron volver a hacer de escudo, ni siquiera reforzadas por
Holanda, e Inglaterra, sola y abandonada, tuvo que resistir heroicamente hasta que,
gracias a la ayuda ajena —esta vez de los EE. UU. y de la URSS—, consiguió otra
victoria estéril.
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La liquidación práctica de este segundo triunfo militar ha sido, en efecto, un gran
desastre. Para poder hacer populares las dos guerras mundiales, el imperio británico
tuvo que presentarlas como luchas en defensa de la libertad de los pueblos oprimidos.
Y como él era, precisamente, el mayor opresor y explotador de pueblos débiles, todos
sus esclavos se fueron alzando contra su dueño con sus propias palabras.
En el seno de Gran Bretaña se ha producido un hecho similar. Al proletariado
inglés, que estaba contento y orgulloso de su imperio —mientras pudo mantenerlo
con tropas mercenarias—, cuando se le ha exigido que diese su sangre y sus ahorros
para defenderlo, ha querido, en lógica compensación, intervenir cada vez más en el
Gobierno del Commonwealth, exigiendo que las riquezas colectivas que a él sólo le
llegaban con cuentagotas fuesen repartidas más equitativamente. Y así ha acabado
por apoderarse de los mecanismos del Estado, decidido a que, con el imperio o sin él,
las cosas se hagan de otra manera.
Esta es la realidad actual de Inglaterra. El imperio de ayer se ha convertido en la
sombra de un recuerdo. Y, por si esta debacle todavía fuera poco, los EE. UU. y la
URSS se han erigido en árbitros del mundo. Podemos decir que, en menos de treinta
años, los ingleses han hecho un pan como unas hostias.
¿A qué puede deberse una decadencia tan rápida, tan impresionante? ¿Acaso
todos los hijos y nietos de los artífices del imperio Victoriano se han vuelto ciegos de
repente? ¿Churchill vale menos que Disraeli? El sentido práctico, la visión justa, la
disciplina de los ingleses, ¿se han perdido sin más? No. Pero lo cierto es que hace
cien años el mundo seguía su rumbo, como siempre, y los británicos de entonces
vieron o intuyeron maravillosamente el sentido de esa marcha y, cabalgando a lomos
de la historia, supieron dominarla; mientras que los de ahora, creyendo hacer lo
mismo que sus antecesores y tratando de mantenerse también a caballo de la historia
a cada paso, por más que miren y calculen, donde se encuentran es tirados por los
suelos.
Estamos ante uno de esos fenómenos clásicos que luego, a posteriori, los
Gibbons y los Ferrero, los Spengler y los Toynbee, tratan de explicar de alguna
forma, es decir, racionalmente, lógicamente; pero que vistos y vividos de cerca
imponen al hombre sincero una humildad que infunde un misterio insondable: el
antiguo misterio de por qué se levantan y se hunden los pueblos, en períodos
concretos, si tenemos en cuenta que ellos, con sus propios defectos y virtudes, son en
el fondo invariables.
27 de septiembre de 1949
¡ÉSTA SÍ QUE ES BUENA!— Una noticia sensacional: los rusos —según declaran
oficialmente las democracias— tienen también la bomba atómica. Si uno no lo ve, no
lo cree.
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Todo eso del bloque occidental —que es uno de los galimatías supremos de la
confusión europea, después de la victoria de las fuerzas democráticas en 1945— se
había construido sobre los cimientos de la posesión exclusiva de dicha bomba. La
URSS había pedido muchas veces que ese arma escalofriante quedara declarada
universalmente fuera de la ley y destruida. Siempre le habían respondido: «¡De
ninguna manera! Hablas así porque tú no la tienes». Y desde Churchill hasta Manuel
Brunet (el comentarista internacional de la revista Destino de Barcelona)
proclamaban que la única salvación de Occidente, la última defensa que le impedía
caer bajo la barbarie rusa, era la posesión exclusiva de aquella bomba por parte de los
EE. UU. Y muchos ya decían y gritaban que tenía que utilizarse contra los rusos
cuanto antes.
Pero ahora resulta —han dicho los propios occidentales— que los rusos también
la tienen… ¡y hace mucho!
29 de septiembre de 1949
MÁS SEÑALES.— El bloque —la jaula de grillos— dirigido por los EE. UU. contra
la masa comunista oriental no varía su rumbo: es decir, no deja de desvariar.
Ha bastado que Tito se haya rebelado contra Stalin para que el hasta ahora
asqueroso dictador comunista de Yugoslavia pase a ser, de repente, de lo más
simpático para los gobiernos demócratas y occidentales. Le defienden, le infunden
ánimos, le ayudan, le hacen objeto de empréstitos e incluso se habla de convertirle en
miembro del Consejo de Seguridad de la ONU.
Perfecto: pero ¿y Franco? Si Tito es bueno para figurar junto a las democracias,
¿por qué no ha de serlo también el dictador fascista de España?
Los catalanes decimos: «la raó a un moro».[7] Franco tiene toda la razón.
¡Y seguro que se la dan, cualquier día de éstos!
30 de septiembre de 1949
4 de octubre de 1949
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entender la Rusia soviética. Pero ¿acaso entendíamos mejor la Rusia zarista? Yo creo
que ahora seguimos a oscuras, como antes. La única diferencia es que antes Rusia no
era tan fuerte como ahora.
Para tratar de entender un poco el Estado bolchevique, hay que verlo más como
una nueva Iglesia que como un viejo Estado.
Si de algún modo hemos de considerar en Occidente la enorme dificultad que
tenemos para entender a aquella gente, es pensando en lo que experimentaban los
romanos de la decadencia, no ante la avalancha de los primeros bárbaros, sino al
sentir la infiltración de los primeros cristianos.
Lo más difícil, para nosotros, no es acostumbrarnos al hecho de que Rusia sea una
inmensa barbarie, sino a que sea un fanatismo nuevo.
Rusia, hoy, es más fuerte por su dogma que por su fuerza. Y Occidente es más
débil por falta de fe que por falta de fuerza.
Desde los primeros siglos de la era cristiana, Europa no había vuelto a ser testigo
del nacimiento de una Iglesia nueva, que es lo que estamos viendo, sin entenderlo,
nosotros. Una Iglesia desconcertante, como aquélla, incomprensible, monstruosa —
que también ha hecho suyo, milagrosamente, un gran Estado caduco, desde el que
combate, con proselitismo incontenible, semejante a una peste, las antiguas creencias
decrépitas y los Estados debilitados por ellas.
6 de octubre de 1949
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de vivir en España y tener unas tijeras a mano y la prensa diaria sobre la mesa, habría
podido reunir, desde 1939 hasta hoy, recortando el cúmulo de notas y declaraciones
oficiales, artículos, informaciones y demás literatura debida a las primeras figuras del
Estado y a quienes lo sirven.
Creo, sinceramente, que en este ramo hubiera habido pocas cosas mejores.
No he sabido hacerla por falta de tiempo y de paciencia, las dos virtudes básicas
del coleccionista inteligente.
¿Tendremos la suerte de que alguien la haya recopilado…?
De no ser así, el mundo se habrá perdido un muestrario único.
6 de octubre de 1949
LOS MILAGROS.— Hay que ser un fanático para negar la existencia de los milagros
—de fenómenos evidentes que no tienen explicación racional.
Pero también hay que ser un fanático para querer dar a los milagros —a cualquier
milagro— una explicación sobrenatural determinada. Es querer explicar de forma
precisa lo que no tiene, precisamente, explicación posible.
6 de octubre de 1949
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principios de este siglo, y la escalofriante miseria de los escritores barceloneses sin
fortuna o posición personal. A largo plazo, todos los jóvenes neófitos, incluso los
mejor dotados, que se hallaban en condiciones parecidas tuvieron que renunciar a la
literatura, resignarse al periodismo, emigrar al castellano o morirse de hambre. Los
mejores escritores, ya consagrados, eran todos menestrales, con la pasadía asegurada,
o burgueses acomodados que escribían por gusto, en sus ratos libres, o gente que
contaba con la garantía de una profesión liberal u otra actividad lucrativa: abogados,
magistrados, sacerdotes, industriales, comerciantes. El hombre de vocación plena y
exclusiva, íntegramente dado a la obra literaria, no ha empezado a existir en Cataluña
—en un número de ejemplares limitadísimo— hasta hace muy poco, y aun así con la
ayuda de las muletas del profesorado, del funcionariado o del mecenazgo. Cataluña
aún no ha podido mantener, decorosamente, hombres de letras exclusivos.
En estas condiciones siempre puede darse un genio. Un escritor tan grande como
se quiera. Los genios surgen hasta en el desierto. Pero un escritor normal, grande sin
ser genial, no se dará en ninguna parte si el medio falla. Y todos los mejores
escritores de la Renaixença[8] catalana son, en el fondo, escritores mutilados, en el
sentido de que, faltos de un elemento que les fuera propicio, no pudieron manifestarse
en toda su plenitud. Todos son, incluso los más elevados —y en un sentido u otro—,
escritores medi-ocres— quiero decir (si se me permite el juego de palabras) salidos
de un medio opaco y enrarecido. Un escritor vibrante, humanamente universal, es
algo que no hemos tenido, que no hemos podido tener todavía. Y, si tiene que
formarse en nuestro hogar, es dificilísimo que acabe por salir bien. Pero, si tiene que
producirse fuera de Cataluña, ¿cómo se producirá…?
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decrépita, la africana y escéptica, la de la catástrofe de 1898, o hacer que Cataluña
rompiese con ella, para salvarse, antes de que llegara el naufragio fatal.
Recuerdo que cuando empecé a presentir vagamente la posibilidad de que todo
eso no fuera más que un bulo ya había pasado de la treintena, estaba casado y tenía
un hijo: era demasiado tarde para echarse atrás. Nosotros, los de mi generación,
hemos sido quizá los catalanes modernos con mayor grado de orgullo de su
conciencia nacional. Estábamos —y yo aún me siento así— tan ligados a Cataluña
que no podríamos ni podremos nunca ser nada al margen de ella. Cataluña es para
nosotros la realidad espiritual absoluta, única. Sin ella nos sentimos del todo
apátridas. (Desde 1936 yo voy por el mundo como el judío errante. Me da igual un
lugar que otro. Habiendo perdido el hogar, en todas partes me encuentro igual de
bien, porque siempre he sido viajero y curioso por naturaleza; pero en ninguna llego a
sentirme en casa. Esa sensación tan confortable es algo que he perdido del todo.
Porque —¡cosa extraña!— donde peor me encuentro ahora es en Cataluña, y sobre
todo en Barcelona, donde todo me habla del inaudito envilecimiento, de la inaudita
catástrofe.)
Los catalanes de mi tiempo —quiero decir la minoría selecta— nos habíamos
fundido de tal manera con nuestra patria que a la fuerza teníamos que triunfar o
sucumbir con ella. La tragedia y el honor de nuestra vida son los de haber caído con
Cataluña.
Finalmente, hay otra razón que quizá no me haya dejado ser el escritor que
quería. Y es que nunca he sabido concebir la literatura como un fin en sí misma.
Desde que era muy pequeño he sentido una loca afición por las letras; pero siempre
he sentido un amor aún mayor por la vida. Nunca he entendido qué valor puede tener
la literatura por sí sola, es decir, la de un hombre que no haya vivido. Sacrificar la
vida para hacer literatura, aunque sea buena, siempre me ha parecido una aberración
morbosa.
La profesión liberal emprendida como un heroísmo de baja estofa, con hedor a
miseria, me ha repugnado siempre, porque siempre he creído que el auténtico
heroísmo del escritor está en la lucha encarnizada, dolorosa, inacabable, con su
propio espíritu, hasta darle expresión máxima; no en el combate estrafalario y sórdido
con sus bajas necesidades cotidianas. Ya es suficiente con el dolor espiritual, origen
de las más excelsas obras literarias. La bohemia no es más que la fosa común de toda
impotencia. Si para llegar a escribir una Divina Comedia el prodigioso tormento de
Dante no bastase y fuese necesario añadirle frío y hambre, piojos y miseria, ¡que la
escriba quien quiera! Yo prefiero, mil veces, contentarme tan sólo con el gozo de
leerla, y que los extraños laureles de una gloria adquirida en términos de vida tan
turbios se los lleve otro.
Alguien podrá decir que esta convicción mía es una prueba fehaciente de que yo
no soy un hombre genial, porque el auténtico genio produce su obra casi a la fuerza,
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sea como sea, aunque tenga que ser en medio de la más espantosa desgracia y la
miseria más negra; quizá sí, y yo acepto de buen grado que no soy un genio de ese
tipo, y seguro que tampoco de ningún otro. Pero digo que hay genios y genios, y los
que a mí me fascinan —aquellos a cuya estirpe me habría gustado pertenecer— son
los que antes que cualquier otra cosa procuran vivir, y sólo escriben después de haber
vivido. Como ellos, yo siempre he preferido vivir a escribir, porque no he leído jamás
una página, ni de los libros más grandes, que me haya satisfecho con tanta plenitud
como algunas páginas de mi vida. Y dado que ésta (quiero decir las circunstancias
que fatalmente la echaron a perder) no me permitió jamás hacer la literatura que yo
habría querido, he tenido que dedicarme siempre al único tipo de literatura que me da
para vivir. Mi ingreso en el periodismo no se debió a otra cosa. Y el hecho de que
escriba en castellano fue la consecuencia obligada.
La gran obra literaria debe ser, creo yo, la consecuencia y el complemento de una
vida plena. Y la plenitud de la vida, para mí, no consiste en sacrificar el cuerpo por el
espíritu ni el espíritu por el cuerpo, sino en tratarlos por igual y llevar firme y
alegremente las riendas de estos dos corceles que son complementarios —y que,
nunca he entendido por qué, tanta gente pretende que sean enemigos.
Al no poder vivir bien ni hacer la literatura que me habría gustado, ambas cosas a
la vez, he descartado a mi pesar la segunda opción para acogerme a la primera. Y no
me arrepiento en absoluto. Si tuviese que volver a elegir entre la buena literatura y la
buena vida, volvería a sacrificar la literatura por la vida.
11 de octubre de 1949
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es manipulando la exacta realidad, se puede hacer la comparación entre uno y otro tal
como la formuló, según el Sr. Sullivan, aquel obrero-turista que le endosaron. Porque
el paralelismo da como resultado, matemáticamente, justo lo contrario: «Antes de
Franco, abundancia y huelgas; ahora, paz y estrecheces».
Todos los españoles que no quieran mentir tienen que reconocer ese hecho,
independientemente de lo que piensen sobre el régimen de Franco.
23 de noviembre de 1949
24 de noviembre de 1949
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doctorado honoris causa.
No entiendo cómo la censura, por lo general tan meticulosa, lo ha dejado pasar.
Franco tiene, de natural, una figura entumecida y barrigona, ni remotamente
agraciada; se da, ademas, tales aires de suficiencia, de tomarse a sí mismo tan en
serio, y viste de forma tan estridente, cargado de fajas, galones, bordados y chatarras,
que todo compone un conjunto nada fotogénico. Pues ahora imaginaos su figura en
pantalla, vestida con una toga doctoral que le llegaba hasta los pies, y de holgada
valona, que le convertía literalmente en una peonza; y llevando en la cabeza un
birrete rodeado de flecos y coronado por una punta torneada con una pieza de ajedrez,
un alfil. Era una especie de salero andante monumental —un salero como los de las
antiguas casas burguesas, con faldillas bordadas. Era inmenso. Y toda la sala —el día
que lo vi en el cine, en Madrid— reía a carcajadas. Pero no en tono de mofa ni de
irreverencia, sino por la irresistible fuerza cómica de aquel gran egoísta disfrazado.
Para conocer físicamente a Franco —ese hombre que, como muy bien dice
François Mauriac, no tiene cara sino sólo máscara— es un documento entre tantos
otros. Pero para verle tal como él mismo se debe de ver por dentro, desde el momento
en que le parece bien que le vean así desde fuera, esa serie de fotogramas merece
pasar a la historia.
Veinte volúmenes de mil páginas serían incapaces de dar lo que dan, en unos
segundos, esas prodigiosas imágenes. Parecen truculentas ilustraciones de no sé qué
episodios inéditos del Quijote —en los capítulos en los que se habla de la marcha de
Sancho a gobernar la ínsula Barataria.
25 de noviembre de 1949
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enquistada en las formas básicas de la sensibilidad y del lenguaje, hasta el extremo de
que se hace imposible sentir, hablar y pensar sin caer en su fatal espejismo.
Hoy supone un esfuerzo increíble quitarse de encima el Everest de prejuicios bajo
el que contemplamos el puro fenómeno vital, y especialmente el fenómeno humano.
Cuerpo y alma; hambre y espíritu; materia y energía; realidad y sueño; no hay manera
de respirar sin esos juegos de fantasmas que acompañan a la humanidad desde sus
inicios, todos ellos surgidos de sus propias entrañas. Y ya no queda casi nadie capaz
de ver las cosas libremente, con naturalidad prístina, y comprender que el hombre es
una simple unidad vital, como una flor de carne, como un árbol armónico, como una
bestia pensante, sin complicaciones, sin misterio de ningún tipo —excepto el de ser
todo él un milagro, como lo son, para quien sabe verlo, todas las demás maravillas
creadas.
La nitidez de esta visión natural parece haberse perdido para siempre. Sin
embargo, no se trata de que el hombre haya gozado de ella en sus orígenes y más
tarde la haya extraviado por el camino. Más bien fue al revés: el hombre es turbio de
nacimiento, porque es sumamente débil, y sus fantasmas interiores, sus cauchemars,
son algo que viene sufriendo desde el primer día que abrió sus ojos a la luz —y
también, ¡ay!, a las tinieblas. Pero hubo un momento dulce en la historia, un instante
de gracia en el que algunos hombres, muy pocos, pudieron y supieron ver el mundo y
la vida con ojos cristalinos, sin telarañas. Fue a orillas del Mediterráneo y en el
corazón del pueblo griego, en una época que podemos llamar presocrática. Pero esa
concepción natural y física duró muy poco. Sócrates fue el primer gran enturbiador
de la visión divinamente directa, nítida y pura del cosmos. Y luego las magias
orientales, los misterios egipcios, el deísmo caciquil del pueblo judío, acabaron por
llenar de monstruos y de sombras aquella diafanidad única. La gran debacle del
mundo antiguo bajo el empuje de los bárbaros, la lenta transfiguración del imperio
cesáreo en imperio católico y las inmensas y alucinantes miserias de largos siglos
medio feudales y medio islámicos, en Europa, fueron sumergiendo la escurridiza
intuición helénica, mezclándola con los restos caóticos de todas las culturas
fantasmagóricas.
Hoy, sólo un mediterráneo, a orillas de nuestro mar, puede otra vez, si la gracia le
asiste, llegar a ver el mundo y repensarlo de forma desnuda, como lo vieron y
pensaron los jónicos, carente de todos los colgajos que los siglos han ido acumulando
sobre la conciencia humana. Yo he vivido, de vez en cuando, alguno de esos inefables
momentos, y no los cambiaría por nada del mundo.
La física de última hora, la física einsteiniana, parece entrever algo parecido: el
hecho de que el universo es también una sola cosa. La materia es energía; y la
energía, materia. El cosmos constituye una unidad inmensa, no un dualismo en
conflicto de carácter maniqueo. El hombre es también una unidad perfecta. No hay
cuerpo, no hay espíritu: lo que hay es sólo un organismo humano, un milagro
viviente. Sólo existe una inmensa desazón vital que adopta varias formas, sin dejar de
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ser nunca una sola cosa. Y hasta las mayores irracionalidades surgen de la razón, al
igual que hasta los sueños de inmortalidad brotan de la vida mortal, que es la única —
tanto para el átomo como para el hombre, para el astro, para la galaxia.
26 de noviembre de 1949
20 de diciembre de 1949
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LA FUENTE DE LA SEXUALIDAD.— La sexualidad es otra de esas cosas tan claras y
simples que la humanidad se ha complacido en enturbiar y complicar de forma
gratuita.
La creencia milenaria ortodoxa es que el secreto del sexo consiste en una dulce e
irresistible atracción corporal que sobre un determinado individuo ejerce un individuo
del sexo opuesto. De esa concepción —que no va del todo mal encaminada, pero que
es superficial y limitada en exceso— se desprenden dos premisas: que la misteriosa
atracción se establece sólo entre individuos de sexos opuestos y que la fuente de la
sexualidad se encuentra, por lo tanto, fuera de quien siente su sed abrasadora, dada
sexo se siente atraído por otro sexo y se acerca a él irresistiblemente, para saciar su
sed —como el caminante en pleno desierto al manantial del oasis.
Esa es la concepción normal, la tradicional. Casi todas las religiones y códigos se
basan en ella. De ahí que, ni religiosa ni legalmente, se admita una atracción sexual
que sea distinta de la «santa» y «lícita», es decir, la que existe entre hombre y mujer.
Del mismo modo, no hay otra forma permitida de satisfacerla que no sea la del
matrimonio, canónico o civil.
Así es como queda prohibida, expulsada del área moral, religiosa y jurídica —tan
restringida y monótona—, la inmensa gama de la sexualidad real. Y de ahí proviene,
asimismo, el hecho de que el instinto sexual, asfixiado y cohibido de forma tan
implacable, se desahogue continuamente, de noche y de día, como un torrente turbio
e inagotable, bajo tantas formas clandestinas. De las variantes de la sexualidad no
permitida se dice que son contra natura, anormales. Sin darse cuenta de que lo único
realmente antinatural es la durísima represión que se hace de todas ellas.
Si se quiere entender la sexualidad, es necesario cambiar radicalmente esa forma
arcaica de concebirla. El instinto sexual nos viene de dentro; la fuente de la
sexualidad es algo que llevamos en nosotros mismos, y por eso es, precisamente, un
motor tan formidable. El deseo amoroso brota de las entrañas individuales, tanto si el
que lo experimenta vive en medio de una sociedad organizada como si vaga a solas
por el desierto o por el mar. El amor es un apetito fisiológico, un hambre
incontenible. Las mujeres no son en absoluto las causantes de la atracción que nos
empuja hacia ellas —como hace creer el espejismo de la sexualidad vista desde el
ámbito masculino. Son, tan sólo, los objetos con la forma corpórea más adecuada
para satisfacer normalmente, legal y socialmente, la sed primordial que reseca al
hombre por dentro. Y los hombres, vienen a ser lo mismo. El matrimonio es la
solución más antigua y acreditada que se ha encontrado para el problema del
encauzamiento de esa fuerza, esencialmente individual y temible. Ahora bien: desde
el punto de vista de la naturaleza, todas las demás formas de satisfacer el deseo
sexual son igualmente válidas. Y por eso perduran y perdurarán siempre, por más que
se empeñen en prohibirlas códigos, morales y religiones.
Decir que el deseo excita a los hombres porque hay mujeres es tan pueril y falso
como afirmar que tenemos hambre porque hay pollos. No: en el principio fue el
23 de diciembre de 1949
«Cette violence, cette impétuosité des désirs, il ne nous semble point tant
qu’elle soit en nous, mais plutôt en l’objet même de nos désirs el qu’elle en
constitue l’attrait. Un attrait qui dès lors nous apparaît irresistible; de sorte que
nous ne comprenons pas du tout que quelqu’un d’autre puisse douer un autre
genre d’objets de ce même attrait irresistible vers quoi va l’entraîner avec une
égale violence une semblable impétuosité. Qui ne se convaincra pas d’abord de
cela fera mieux de se tenir coi devant les questions sexuelles.»
30 de diciembre de 1949
30 de enero de 1950
SIN REMEDIO.— Veo que pasan los días, las semanas, los meses y los años, sin que
las cosas cambien— ni en España, ni en Europa, ni en el mundo… Y voy
cansándome de escribir estas meditaciones solitarias.
Para escribir algo hay que creer en algo. Hay que conservar, por lo menos, una fe
última, una postrera esperanza.
Y yo ya no tengo ninguna en el porvenir de los principios políticos y las
realidades sociales que han sido hechos trizas y envilecidos en las dos primeras
guerras mundiales —dos inmensos y estúpidos camelos.
La democracia, hija de las revoluciones inglesa y francesa, está en crisis en todas
partes. Y nadie puede prever lo que la sustituirá; pero yo estoy convencido de que,
antes de llegar a otra fórmula de estabilidad sociopolítica, la humanidad aún tendrá
que pasar por pruebas muy duras.
La hora de la paz, que parecía que iba a llegar tras la Segunda (hierra Mundial,
está muy lejos. El reloj que tenía que marcarla se ha estropeado, y se estropea más
cada día, en manos de relojeros ineptos.
29 de marzo de 1950
EL GRAN ESPEJISMO.— Anoche fui a cenar con don Joan Ventosa i Calmell, al Ritz.
Me había llamado por teléfono para decirme que quería hablar conmigo de algo. Y
ese algo es que ha escrito un libro, con el título provisional de Problemas de nuestro
tiempo; y antes de publicarlo quería que yo lo leyese y le diese mi opinión.
Ventosa ya debe de tener más de setenta años, pero se conserva muy bien. Si no
fuera por un temblor que sufre en el brazo derecho cuando se lleva el vaso a los
labios y por una especie de película que se le ha formado en los ojos, como a las
viejas gaviotas, nadie diría que tiene su edad.
Charlamos de muchas cosas durante un par de horas. Y, mirándole, yo me iba
diciendo: «¿Qué puede quedarle de vida, a mi buen amigo Ventosa? ¿Seis años?
¿Ocho? ¿Diez…?»
Y él sigue tan feliz, es decir, tan inconsciente del plazo ineluctable al que va
acercándose más cada día y que ya debe de tener tan cerca como alguno de esos
sirvientes silenciosos que pululan alrededor de nuestra mesa (sin tener en cuenta que,
pese a ser nueve o diez años más joven que él, quizá sea yo el que se encuentre más
cerca de la tumba).
Pues, como iba diciendo, él sigue tan feliz: viaja continuamente, trabaja todo el
4 de abril de 1950
27 de mayo de 1950
UNA COMIDA EN LHARDY.— Hoy hemos comido en Lhardy, invitados por César
Cort —el presidente del consejo de administración de Editorial Plus Ultra, de la que
soy fundador y gerente—, Ventosa (don Joan), Felipe F. Armesto («Augusto Assía»),
Julio Camba, el hijo mayor de Cort y yo. Nos han servido, queriendo hacernos una
gracia, un cocido francamente malo.
Ayer por la mañana, los invitados aún éramos todos los que he mencionado
excepto Ventosa. Pero éste volvió a llamarme desde el Ritz a primera hora (véase 29-
III-1950) para decirme que ya tenía lista la copia del libro del que me había hablado,
e invitándome a comer hoy con él, para que siguiéramos charlando. Como yo ya tenía
un compromiso para hoy, se me ocurrió preguntarle a Cort, el anfitrión, si le
interesaría conocer a Ventosa, y a Ventosa si le resultaría agradable comer con mis
amigos. Y, al haberme contestado ambos que sí, con mucho gusto, en vez de ir yo a
comer al Ritz con don Joan, ha sido éste el que ha venido al Lhardy con nosotros.
No se ha dicho nada interesante. Assía, que últimamente ha dado un extraño giro
franquista y antiliberal, se ha mostrado abierto en el terreno de lo particular pero
reservado en materia política. (Al parecer le remuerde la conciencia el hecho de ser
trígamo, es decir, de estar casado legalmente con tres mujeres, todas ellas vivas: un
caso verdaderamente raro, no desde el punto de vista moral —pues la mayoría de los
hombres hemos tenido no tres, sino treinta, trescientas o tres mil mujeres—, sino en
el terreno pragmático.) Una de sus esposas, la primera —que yo conozco por haberla
tratado un poco en París, a principios del exilio, en 1936—, es judía y fue la causa, en
gran medida, de que su marido fuese expulsado de Alemania, poco después del
triunfo de Hitler, cuando yo tenía a Assía como corresponsal de La Vanguardia en
Berlín. Esa judía está ahora en Barcelona, o ha estado allí mucho tiempo, esperando a
que vaya su marido, para demandarle judicialmente. Ella es el escollo insalvable que
impide que Armesto pueda hacer realidad su gran sueño de ser nombrado director de
La Vanguardia. Su segunda esposa, la que sustituyó a la judía, es una inglesa,
también legalmente casada con Armesto. Vive en Inglaterra y hace imposible que él
pueda volver allí, donde ha vivido durante tantos años, porque tan pronto como
desembarcara le meterían de cabeza en la cárcel. Su tercera esposa es una periodista,
gallega como él, su mujer actual. Fueron solemnemente unidos en matrimonio —
curioso detalle— por un obispo, gallego también. Es imposible explicarse por qué un
20 de junio de 1950
6 de julio de 1950
»La república es el mayor “timo” que los catalanes hemos hecho, en una especie
de venganza involuntaria, a la España castellana.
»Esta se encuentra tan mal dentro del régimen republicano como Cataluña se
encontraba dentro del que le impuso el absolutismo borbónico.
»Mientras dure la república, Castilla y la España castellanizada no harán nada
más de provecho. La discordia interna y la inquietud más insoportable se las comerán
vivas.
»Y he aquí el problema: la España castellana tiene, por tanto, un interés vital en
que eso acabe lo más pronto posible, pero el interés de Cataluña es que no acabe
nunca.
»Desgraciadamente para Cataluña, se acabará, más tarde o más temprano.
»El drama de nuestros días, para nosotros, los catalanes, es éste: ¿durará lo
bastante la república en España como para permitirnos afrontar con éxito su
irremediable caída? ¿Tendremos tiempo de fortalecernos y organizarnos antes de que
se venga abajo, y de hacerlo en la medida suficiente para que cuando llegue el
inevitable derrumbamiento no se derrumben también nuestras libertades?
»Todo depende de nosotros mismos.
»Si no fuera por Cataluña, en España la Segunda República ya estaría por los
suelos.
»Los dos factores esenciales para Cataluña son, pues, éstos: fortalecerse todo lo
que pueda y fortalecerse deprisa. «Si Cataluña no se vuelve fuerte, está perdida:
cuando se fortalezca Castilla —y ya lo está haciendo cada día—, Cataluña será
fatalmente pisoteada.
»Si Cataluña se fortalece, pero lo hace con demasiada lentitud, llegará tarde: el
régimen actual, favorable a su resurgimiento, se hará añicos antes de que ella esté
recuperada del todo —lo bastante recuperada como para inspirar temor a quien ose
tocarla.
»Ya está dividida. Nos peleamos como tontos y entablamos enemistades como
perfectos imbéciles.
»Algunos de nosotros ya hemos empezado a buscar ayuda en Castilla contra sus
enemigos del interior de Cataluña.
»Si seguimos así, será cuestión de poco tiempo. En la España castellana y
castellanizada todo trabaja en nuestra contra. Y, si nosotros también nos ponemos a
trabajar en contra de Cataluña, la partida durará muy pocas rondas.
»Resumen:
»Si yo gobernara en Cataluña, ahora mismo, lo sacrificaría todo, absolutamente
todo, por la unión de los catalanes.
»No es que ésta sea una labor indispensable: es la ÚNICA.»
(El original de esta copia, hecha hace dieciséis o diecisiete años después de haber
sido enviada mi nota confidencial al president Companys, se encuentra en mi actual
archivo.)
Y esa declaración in extremis, tan sospechosa, tan insincera, tan oportunista, que
hiede a falsa jugada suprema de jugador vencido, basta para dar la vuelta, en un abrir
y cerrar de ojos —como quien da la vuelta a un calcetín—, a su negra historia;
trastornar el orden de la justicia universal; dar gato por liebre; dejar traspuestas y
burladas, una vez más, a sus víctimas, engañar al mismísimo Dios y entrar
tranquilamente en el cielo. Las leyes divinas acaban por quedar tan mal como las
humanas. Es incomprensible, es repugnante, es profundamente inmoral, pero… ¡es
así! Y el noventa por ciento de los españoles, rebosantes de admiración, estallan
entusiasmados: «¡Vaya un tío!»
El Tenorio de Zorrilla es la pintura más directa y primaria, más clara y sencilla,
más genialmente popular que jamás se haya hecho de la mentalidad católico-española
contemporánea.
24 de noviembre de 1950
Por otra parte, literariamente hablando, ¿quién sería capaz de traducir a un idioma
culto la poesía de Zorrilla? Por ejemplo, estrofas como ésta:
Es una música primaria, de banda militar, hecha a base de cinco vocales limpias y
crudas, siempre iguales, como el do-mi-sol-do. Todo el Tenorio zorrillesco —fruto
del puro instinto, como una estampa de Épinal— es así de seco, de áridamente
sonoro, y está absolutamente falto de aura, de esa atmósfera densa y húmeda, de esa
profunda perspectiva, de la matización y la gradación propias del lirismo grande y
verdadero. Las arpas y los oboes, los violines y los chelos, los cuernos y flautas de
Shakespeare, de Racine, de Schiller, del propio Calderón en La vida es sueño, en el
Tenorio de Zorrilla son sólo ingenuas y localísimas guitarras y bandurrias.
25 de noviembre de 1950
TODAVÍA EL TENORIO.— ¡Qué obra teatral tan interesante podría hacerse siguiendo
con el Tenorio de Zorrilla allí donde él lo da por terminado!
28 de noviembre de 1950
19 de diciembre de 1950
29 de diciembre de 1950
30 de diciembre de 1950
13 de enero de 1951
9 de febrero de 1951
13 de marzo de 1951
A menudo recuerdo lo que mosén Trens —uno de los clérigos más instruidos e
inteligentes de Cataluña— me dijo poco después de acabarse la Guerra Civil. En
1936 mosén Trens tuvo que huir de Barcelona disfrazado, rumbo a Francia. Y me
decía que, al llegar a Perpiñán, sus ojos se llenaron de lágrimas al pensar que la
Iglesia española no había hecho a la república ningún daño que pudiera justificar una
persecución de tal calibre.
Y añadía mosén Trens: «Pero si las cosas volvieran a ponerse mal, y yo también
consiguiera pasar la frontera, mi llanto sería infinitamente más amargo, pensando
que, esta vez, la persecución, por terrible que fuese, sería algo que nos habríamos
ganado a pulso…»
Para jugar como está jugando la Iglesia en España hace falta que ella misma esté
muy segura de que sus enemigos no triunfarán nunca más. ¿Y no es una enorme
insensatez creer algo así?
Tardará más o menos, pero es de esperar que llegará un día en que los enemigos
de la Iglesia vuelvan a ganar. Y entonces, ¿qué ocurrirá? Imaginarlo produce
escalofríos. ¿Y quién se lo habrá buscado? No hace falta decirlo.
Si lo que busca la Iglesia en España es que el día de mañana le ajusten las
cuentas, que esté tranquila: se las ajustarán. Si lo que quiere es el martirio, que no
tenga la menor duda: lo tendrá.
20 de marzo de 1951
24 de marzo de 1951
29 de marzo de 1951
19 de abril de 1951
21 de abril de 1951
8 de mayo de 1951
3 de julio de 1951
4 de julio de 1951
Jamás podría haberlo hecho de 1936 a 1939, porque entonces España no era un
todo, sino que estaba partida en tres trozos, en tres Españas perfectamente
diferenciadas: dos pequeñas y una grande.
Las dos pequeñas eran la España propiamente fascistoide y la España
propiamente comunistoide: dos facciones rabiosas, integradas por fanáticos
enloquecidos y equivalentes, empeñadas en arremeter una contra otra y en asesinarse
mutuamente, aunque para ello hiciera falta hundir el país en una guerra civil
pavorosa.
La tercera España, la más grande con diferencia, estaba formada por la mayoría
de los ciudadanos, que captaba más o menos claramente el peligro y estaba más o
menos aterrorizada al ver adónde la querían llevar.
Las dos pequeñas facciones de locos consiguieron —como siempre ocurre en
estos casos— meter a todos los españoles dentro de la hoguera encendida por ellas.
Los fanáticos más significados de cada bando ya se las arreglaron para que la
tormenta les cogiese refugiados entre sus afines, o corrieron a unirse a ellos, si
II… y lo venció.»
17 de julio de 1951
26 de julio de 1951
Lo único que nosotros perseguimos ahora, por encima de cualquier otra cosa, es
rodear a la URSS de enemigos en potencia, acorralarla, atarla de pies y manos, para
dejarla en un estado inofensivo o inmóvil o, en caso de conflicto bélico, poder
aplastarla con rapidez. Por un insignificante puñado de dólares, ahora podemos
Pero ¿es posible? ¿Cómo ha podido suceder algo así? Aquel pequeño Estado
ridículo, totalitario y fascistoide, nacido en un momento de descuido por nuestra
parte, por imposición de Hitler y de Mussolini, y que por apatía y debilidad
olvidamos suprimir a tiempo, ahora se ha convertido, por imposición de los EE. UU.,
en una fuerza de la defensa occidental y democrática. ¡Es todo un caso! ¿Y qué nos
puede pasar el día de mañana, si los EE. UU. —gente tan grosera como poderosa—
siguen imponiéndonos aberraciones como ésta, y el franquismo se convierte en un
peligro para nosotros, gracias a la ayuda y al dinero americanos, y poco a poco ocurre
lo mismo con Japón y Alemania…? ¿Adónde iremos a parar?
(Lógica y clara respuesta mía: podéis ir a parar perfectamente a un final
catastrófico. Pero ese proceso es el que precisamente vosotras mismas iniciasteis en
28 de julio de 1951
UNAS CONSECUENCIAS QUE AHORA NADIE VE. —Estoy seguro de que ni los EE. UU.,
ni Gran Bretaña, ni Francia, ni nadie en el mundo —excepto algunos poquísimos
españoles que conocen bien España— se da cuenta, ahora mismo, de las
consecuencias que fatalmente tendrá la conversión del ejército español —tronado,
anacrónico, inepto, con más generales que cañones— en una tropa moderna,
eficiente, entrenada y equipada por los americanos. Ahora nadie las ve, pero para mí
está más claro que el agua.
Si el ejército español fuera un ejército como los que tienen las democracias —un
organismo estatal al servicio de la comunidad—, no habría ningún peligro. Pero el
ejército español no es nada de eso: es una casta profesional privilegiada, como la
casta clerical, y está por encima de toda ley. El país no tiene al ejército a su servicio,
sino que es el ejército el que se sirve del país y hace de él lo que le da la gana.
Este ejército, que no hace guerras, sino cruzadas, porque su espíritu todavía es el
mismo de los siglos de la Reconquista, estuvo armando bronca por todo el mundo, sin
parar, hasta que de todas partes fue expulsado mal y de mala manera. Su
29 de julio de 1951
31 de julio de 1951
Madrid, 31-VII-51
A. Calvet
2 de agosto de 1951
27 de septiembre de 1951
Dicen que, hace poco, un hijo del país, que emigró a Cuba siendo aún jovencito y
que acaba de volver de allí viejo y sumamente rico, exclamaba lleno de indignación,
en plena «peña» del Casino dels Senyors:
—Mientras viví en Cuba me trataban de «su mercé», Luego, apenas desembarqué
en Cádiz, me llamaron Don José. Al llegar a Barcelona ya era sólo el señor Papitu.
¡Qué jodienda! ¡Llego aquí, a mi pueblo, y todo el mundo me llama Rosegacebes![11]
—que es el mote local de su familia.
Dicen que nadie es profeta en su tierra. Es porque ahí les conocen demasiado
bien.
31 de octubre de 1951
5 de noviembre de 1951
6 de noviembre de 1951
27 de noviembre de 1951
7 de octubre de 1952
DESCONSUELO.— Hoy cumplo sesenta y cinco años y voy a poner punto y final a
estas notas empezadas hace seis y medio. Entonces yo aún creía en la posibilidad de
ver enderezadas las iniquidades que se habían perpetrado en España, por haber
permitido los vencedores de la Segunda Guerra Mundial la victoria de Franco y el
establecimiento de su tiránico régimen. Aún creía que el mundo libre haría, por su
propia conveniencia, algo con sentido común a nuestro favor, algo por los pobres
españoles. Hoy ya no espero nada, ni de España ni de fuera de España. Por lo tanto,
más vale abandonar.
España no es Europa, no lo ha sido nunca —como tampoco lo han sido Turquía y
Rusia. Europa es una complicada mezcla de las sucesivas aportaciones de Grecia,
Roma, el cristianismo, el Renacimiento, la Reforma y la Revolución francesa. Y
España, de Grecia, tiene muy poco: un leve reflejo en todo el litoral levantino. De
Roma, los rastros de una organización administrativa y jurídica, con cierta tradición
arquitectónica. Del cristianismo, sólo su parte negra, sangrienta y combativa, la que
hizo decir a Chateaubriand que los españoles son «des arabes chrétiens». Del
Renacimiento, fórmulas literarias y decorativas: palacios desvencijados, fachadas
risueñas, plazas monumentales en tierras pobres, el endecasílabo —que trajo Boscán
y pulió Garcilaso—, el neoplatonismo injertado por Fray Luis de León, etc.: un
barniz, nada esencial. De la Reforma, casi ni rastro. De la revolución del 89, otro
barniz intelectual y político, más fino y frágil que un polvillo. Y, en cambio, lleva en
la sangre una mezcla de savia mora, judía y visigoda que hace inviable cualquier
corriente de europeísmo.
Por eso no nos hemos sincronizado nunca con la verdadera Europa. Casualmente
intervinimos en ella y fugazmente la dominamos en parte, montados por puro azar en
el carro cesáreo de un forastero, Carlos V; pero todo quedó en agua de borrajas.
Europa siempre nos ha visto al margen de ella, como un elemento insoluble, como
algo pintoresco y extraño. La violencia, la tiranía, el absolutismo, las cadenas, el
dogma, la inquisición, la dictadura, el caudillaje…, son los únicos sistemas de
gobierno que permiten mantener dormido, embrutecido, vegetando al margen de la
ciudadanía, al pueblo español. Tan pronto como algunos hombres desinteresados y
llenos de buena voluntad intentan despertarlo, instruirlo, dignificarlo, hacer que
camine por sí mismo y se incorpore a la marcha de Europa, no sólo no lo consiguen,
sino que provocan unos ataques de epilepsia tan aterradores que el supuesto remedio
acaba siendo mucho peor que la enfermedad. Los regeneradores de buena fe, en
España, tarde o temprano, siempre han resultado ser unos ingenuos e involuntarios
malhechores.
19 de noviembre de 1952
8 de agosto de 1953
OTRO PEQUEÑO COROLARIO QUE TAMPOCO PODÍA FALLAR.— Dicen que el ilustre
doctor Marañón —que está haciendo un viaje triunfal por tierras suramericanas,
patrocinado o como mínimo apoyado por el régimen franquista—, en la escala de Rio
de Janeiro, ha hecho las siguientes declaraciones:
28 de agosto de 1953
26 de septiembre de 1953
UN FINAL QUE NO ES EL FINAL.— Firma del convenio entre los Estados Unidos de
América y el Gobierno de Franco: en realidad, la aceptación del régimen español
dentro del sistema militar de Norteamérica, como vergonzoso satélite de última
categoría.
30 de noviembre de 1953
«Pero ten cuidado, Luis (la advertencia se dirige al rey Luis XI de Francia, pero
los actuales Estados Unidos de América podrían hacerla suya); ten cuidado / de no
atraer sobre ti el oprobio, con esta alianza; / pues los usurpadores pueden gobernar
durante un tiempo, /pero el cielo es justo y el tiempo derriba las iniquidades.»
significa «tener muy mal genio» o «tener un genio de mil demonios». (N. del T.) <<
que se suele dar la razón precisamente a quien no la tiene. (N. del T.) <<
que obtuvo el PCE en aquellas elecciones fue de 17, lo cual no dejaba de ser un
fiasco. (N. del T.) <<