Alonso 2008. El Mestizaje

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Formaciones de indianidad.

Articulaciones raciales, mestizaje


y nación en América Latina

Marisol de la Cadena
Editora
El “mestizaje” en el espacio público:
estatismo estético en el México
posrevolucionario
Ana M. Alonso

“ Las palabras tienen el sabor de la profesión desde la cual se las


pronuncia”, escribe Bakhtin (1981: 293). Así, mientras que el tér-
mino hibridación ha adquirido el sabor de los estudios subalternos y
poscoloniales sudasiáticos, mestizaje tiene desde hace mucho el sabor de
los estudios latinoamericanos. Gran parte de los estudios sobre
Latinoamérica han empleado mestizaje de modo acrítico para referirse a
los procesos de mezcla racial y cultural de la “vida real” antes que a las
construcciones de los imaginarios político y estético de la identidad co-
lectiva. Por ejemplo, los antropólogos norteamericanos se refieren co-
múnmente a los mexicanos no indios como “mestizos”; no obstante, con
frecuencia ésta no es la autoidentificación de las personas involucradas,
quienes inclusive pueden clasificarse a sí mismos como “blancos” (Alonso
2005). El asunto es que el mestizaje no es un producto natural de un
‘nosotros’ que se encuentra con un ‘ellos’, sino más bien el reconocimien-
to —o creación— de un ‘nosotros’ y un ‘ellos’” (Dean y Leibsohn 2003:6),
el producto histórico de un proceso político y no una simple mezcla de
dos culturas previamente separadas o de cuerpos etnoracialmente dife-
renciados. Mi capítulo desarrollará este tema señalando vínculos claves
en la genealogía del “mestizaje”1, examinando cómo la “mezcla racial y
cultural” ha sido representada en los discursos de los intelectuales del
Estado mexicano del siglo XX y en el proyecto posrevolucionario del
“estatismo estético” (Kaiser 1999)2 que institucionalizaron en la sociedad
mexicana conexiones entre lo político, lo intelectual y lo estético.
1
Mi elección de vínculos ha sido necesariamente selectiva. Me centro en Gamio
y Vasconcelos, los mestizofílicos indigenista e hispanista, respectivamente,
debido a que ellos definen los términos para buena parte del debate y las
políticas que vendrían; por supuesto, esto no significa que subsecuentes pen-
sadores reprodujeran meramente sus ideas sin transformarlas.
2
Kaiser define el “estatismo estético” como el “proyecto de reconciliar conflictos
en la esfera política apelando a la unidad del símbolo” (1999: i); no es una “filoso-
fía monolítica compartida” puesto que existen diferencias como similitudes en-
tre los intelectuales que teorizan tales proyectos (Kaiser 1999:5). Es más, me-
diante esta definición, la estética no es un mero suplemento de la política: ella
misma deviene en un valor y un fin.
174 El “mestizaje” en el espacio público

En México —como en el resto de Latinoamérica— las historias del


mestizaje y la hibridación se intersectan durante el siglo XIX. ¿Eran
fértiles los híbridos? ¿Conducían, los productos de dos razas a nue-
vas razas intermedias? ¿Estaban los “exóticos” condenados a la “de-
generación” debido a “los efectos del clima o de las uniones mixtas,
o ambos?” (Knox, citado en Young 1995:16). Estos debates y, en
particular, la sociología spenceriana, que afirmaba que las socieda-
des híbridas eran inestables y desorganizadas (Young 1995:19), in-
fluyeron enormemente en las elites latinoamericanas (Helg 1990:37).
En México, la creencia en el darwinismo social que recalcaba la su-
puesta superioridad de los europeos moldeó los proyectos de forma-
ción del Estado-nación, dando origen a los esfuerzos del siglo XIX
por “blanquear” la población mexicana a través de la inmigración e
incorporar a los indios en la nación mediante un modelo de desarro-
llo que terminó en la perdida de las tierras agrícolas de las comuni-
dades rurales y en la destrucción de las instituciones políticas loca-
les (Knight 1990; Gutiérrez 1999:173). La alianza del siglo XIX
entre funcionarios estatales, elites terratenientes blancas europeiza-
das y capital extranjero fue destruida por la revolución mexicana
(1910–20). La sociedad mexicana estaba profundamente dividida
siguiendo líneas etnoraciales, regionales y de clase. Más aún, la so-
beranía del nuevo Estado revolucionario estaba amenazada por la
política estadounidense llamada Destino Manifiesto que proclama-
ba la superioridad de los anglosajones sobre las naciones “mezcla-
das”, como México, y brindaba pretextos para el imperialismo nor-
teamericano (Martínez 2001:56).

El mestizaje y el discurso
de los intelectuales del Estado revolucionario3

Antes de la Revolución de 1910-1920, el Estado era el principal


empleador de los intelectuales mexicanos puesto que no existía un
mercado privado para sus habilidades. Durante el Porfiriato, los cien-
3
En contraposición con Miller 1999 (con quien tengo algunos desacuer-
dos), y Camp 1985, sigo a Castañeda para definir “intelectuales” de Estado
en términos amplios, y así incluir no sólo a los grandes “hombres de letras”
(letrados) sino también a la intelligentsia—profesionales educados de cual-
quier campo que tienen algún cargo en el Estado (ya sea como educadores,
investigadores, asesores, gerentes, funcionarios, técnicos). Al igual que Miller,
tomo como punto de partida la definición de Estado dada por Stepan (con
algunas modificaciones): “el Estado debe ser considerado como algo más
que el gobierno. Es el continuum de sistemas administrativos, legales, [cul-
turales, educacionales], burocráticos y coercitivos que intentan no sólo es-
tructurar las relaciones entre […] la sociedad y la autoridad pública en una
Ana M. Alonso 175

tíficos, intelectuales de los campos del derecho, el periodismo y las


ciencias, que fueron influidos por el positivismo de Comte y Spencer,
suscribieron una “orientación tecnocrática, […] y enfatizaron la
administración científica del Estado en manos de una elite [intelec-
tual] que estuviera por encima de la política” (Hale 1989:21). Des-
pués de la Revolución persistieron vínculos estrechos entre intelec-
tuales y políticos, los mismos que compartían ubicaciones de clase
(media o alta) y con frecuencia estaban unidos por lazos de paren-
tesco y amistad (Camp 1985). Sin embargo, el descrédito de los cien-
tíficos condujo a un cambio en la composición de la intelligentsia
estatal: disminuyó el papel de los científicos, y a los abogados que
siguieron activos se les unió varios otros grupos de intelectuales:
artistas con las habilidades visuales requeridas para llegar a un pue-
blo en gran medida analfabeto, educadores que podían ampliar el
alcance del Estado hasta la zona rural, y antropólogos, que podrían
mediar entre el Estado y los grupos indígenas (Camp 1985; Miller
1999; Lomnitz 2001: 228-262).

La Constitución de 1917 hizo de la voluntad del pueblo la base de la


soberanía del Estado. Durante los años veinte, la idea liberal acerca de
que el Estado podía ser un árbitro neutral entre diferentes regiones,
facciones, clases y grupos etnorraciales, y, por tanto, un representante
de la voluntad general, así como el arquitecto del progreso social, se
convirtió en el fundamento de una revolución cultural conducida por el
Estado que “redefinió la ‘cultura’ fuera del ámbito de la elite minorita-
ria, como componente necesario de un proyecto de construcción de la
nación” (Miller 1999:93). En 1920, al asumir el cargo como Rector de la
Universidad Nacional, el prominente filósofo José Vasconcelos procla-
mó: “El puesto que asumo hace que sea mi deber convertirme en un
intérprete de las aspiraciones sociales y en el nombre de... [el] pueblo...les
pido...a todos los intelectuales de México que abandonen sus torres de
marfil y sellen un pacto con la Revolución” (citado en Miller 1999:48).
Los intelectuales revolucionarios pensaban que el conocimiento, como
el arte, en tanto fuesen genuina interpretación de la voluntad del pue-
comunidad política, sino también estructurar muchas relaciones cruciales
dentro […] de la sociedad” (citado en Miller 1999:41; mis interpolaciones
y omisiones). Estos sistemas son sus puntos de interfaz e imbricación, están
más o menos unificados y homogeneizados, son más o menos dispares y
heterogéneos, dependiendo de las relaciones entre fuerzas centrífugas (fuerzas
descentradoras y descentralizadoras en el discurso, la cultura y la sociedad,
productos de procesos y negociaciones políticas heteroglósicas sin fin) y
centrípetas (fuerzas centralizadoras y canonizadoras en el discurso, la cul-
tura y la sociedad que intentan limitar y contener la heteroglosia y los
desafíos políticos) (Bakhtin 1981). Por ende, el Estado no sólo moldea sino
que es también moldeado por sus relaciones con diversos grupos sociales.
176 El “mestizaje” en el espacio público

blo, debía formar parte del proyecto político revolucionario. Los inte-
lectuales mexicanos, más que “técnicos de la gubernamentalidad” a la
Foucault, fueron “intérpretes de los sentimientos nacionales” —repre-
sentantes de la “voluntad del pueblo” en un estado corporativo—, y
creadores de la cultura pública (Lomnitz 2001).

Estos desarrollos históricos legitimaron a los intelectuales del


Estado mexicano como José Vasconcelos y Manuel Gamio, quienes
confiaban que el humanismo, la estética mestiza y la ciencia
antropológica podrían redimir a una sociedad injusta. Desafiando
las nociones anglosajonas de mezcla como degeneración, Vasconcelos
y Gamio impulsaron la “mezcla racial y cultural” como la única vía
para crear la homogeneidad a partir de la heterogeneidad, la unidad
a partir de la fragmentación, y un Estado-nación que pudiese resis-
tir no sólo la amenaza interna producida por su fracaso para superar
las injusticias de su pasado colonial, sino también la amenaza exter-
na del imperialismo norteamericano. Lo que llamo la ‘mitohistoria’
del mestizaje definió un papel diferente para México en la Historia
Universal y también proporcionó una retórica para la construcción
de la nación.

Vasconcelos y la multiplicada experiencia de la historia

José Vasconcelos (1882-1959) es el exponente más conocido de la


mitohistoria del mestizaje. Se consideraba mestizo: “Yo porto una
pequeña porción de sangre indígena y creo que es por esto que po-
seo una amplitud e intensidad de sentimiento mayor que el de la
mayoría de blancos, y una semilla de una cultura que ya era ilustre
cuando Europa era todavía barbárica” (citado en Blanco 1977: 17).
La “raza cósmica” (Vasconcelos 1979[1925]), no era simplemente
un nuevo sentido de lo que significaba ser mexicano, sino también
una corriente panamericana que colocó a América Latina en el cen-
tro de la Historia Universal y desafió el predominio estadounidense
en el hemisferio occidental.

Vasconcelos pasó la mayor parte de su niñez en la frontera entre


México y los Estados Unidos. Las ideas racistas que los Estados
Unidos tenían acerca de los mexicanos y que sirvieron para legiti-
mar la Guerra de 1848 en la que México perdió la mitad de su terri-
torio, se hicieron más virulentas durante la segunda mitad del siglo
XIX, especialmente a lo largo de la frontera (Martínez 2001:53-56).
Como niño mexicano de 12 años que asistía, alrededor de 1892, a
una escuela en Eagle Pass, Texas, Vasconcelos experimentó
cotidianamente el racismo norteño: cuando “se afirmaba en clase
Ana M. Alonso 177

que cien yankees podían cazar mil mexicanos, yo me levantaba y de-


cía ‘Eso no es verdad’. Me molestaba aún más cuando alguien afir-
maba, ‘los mexicanos son un pueblo semicivilizado’, yo me levanta-
ba y decía, ‘nosotros tuvimos una imprenta antes que ustedes’” (en
Martínez 1996: 105). Tal experiencia infantil, combinada con una
comprensión adulta de los Estados Unidos como poder imperialista
que amenazaba a México, moldearon la visión utópica de Vasconcelos
acerca del futuro de su nación y de su lugar en la historia universal.

Según Vasconcelos, la expansión gradual de los Estados Unidos lo


había convertido en un país “poblado por una reserva racial homogé-
nea” (Vasconcelos 1926: 7), y “tierra abierta al flujo de la civilización
[…] que simplemente avanzaba a un ritmo creciente de producción”
(1926:8). En contraste, el desarrollo mexicano se distinguía por su
‘des-conformidad’ dado que “el proceso de la historia ha sido uno de
continua destrucción y sustitución de culturas antes que de un creci-
miento sostenido y una evolución entre un período y otro” (1926:4).

Empleo el término ‘des-conformidad’ para presentar la visión de


Vasconcelos de la historia mexicana como una “serie de estratos com-
puestos de materiales que no se mezclan” (1926:4). Para Vasconcelos,
la conquista española había conducido a una historia de interrupcio-
nes catastróficas en las que la temporalidad era múltiple y simultá-
nea, y no única y secuencial como en la perspectiva linear hegemónica
de la Historia Universal: “Quizás no exista otra nación sobre la
tierra donde se pueda encontrar en la misma medida la coexistencia
de tipos humanos separados por siglos e inclusive épocas de desa-
rrollo etnográfico diferente—pueblos diversos en sangre, raza, tra-
dición y costumbres—” (1926: 3). Penetrante y discontinua, la hete-
rogeneidad había “multiplicado” la experiencia histórica (1926: 4) y
había desacelerado el progreso de México con relación al de los Es-
tados Unidos, haciendo de su historia un flujo de “sustracciones re-
petidas en las que nos perdimos a nosotros mismos” (1926:7).

La “des-conformidad” captura la ruptura entre los múltiples pa-


sados mexicanos que caracterizan a la arquitectura y los monumen-
tos de la ciudad capital, así como entre y en los sujetos
etnorracializados. Especialmente en su acepción castellana, descon-
formidad connota malestar, tristeza, dificultad para reconciliarse con
uno mismo, y en este caso, con una historia que no “añade” sino que
por el contrario “sustrae”, conduciendo a la ambivalencia del sujeto
mestizo. Vasconcelos mismo osciló entre el deseo y la aversión de su
propia heterogeneidad, entre el reconocimiento y el rechazo, entre
el orgullo y la vergüenza llegando incluso, años más tarde a repu-
diar su mezcla y a declarar su “pura sangre” criolla (Blanco 1977:17).
178 El “mestizaje” en el espacio público

A pesar de todo, Vasconcelos pensaba que si el proceso de sus-


tracción era adecuadamente administrado por los intelectuales del
Estado y los políticos ilustrados, la des-conformidad podría ser “con-
formada” al punto de cambiar incluso el curso de la Historia Uni-
versal. Vasconcelos sostuvo que la ortodoxia darwiniana y
spenceriana de los científicos, con su condena de lo híbrido, debía
ser sustituida por el mendelismo, fuente de sus reiteradas referen-
cias botánicas para referirse al desarrollo nacional mexicano
(Vasconcelos 1926: 96). Estas referencias, que penetraron el nacio-
nalismo mestizo y su cultura visual (Hedrick 2003), se inspiraron en
imágenes orgánicas del crecimiento de las plantas, así como en la
técnica de ‘injertos’ como mecanismo para estimular en vigor de las
plantas. La imaginería botánica hizo carne en el territorio de la na-
ción, creando al ciudadano prototípico, el mestizo, haciendo emer-
ger a ambos de la fecunda tierra americana, fuente de la creatividad
indígena.

México necesitaría tiempo para “que sus frutos madurasen”


(Vasconcelos 1926: 8), pero, al final, produciría una cosecha mejor
que la de los Estados Unidos: “el mestizo producirá una civilización
más universal…que cualquier otra raza del pasado” (1926:92).
Vasconcelos describió al mestizo (tácitamente masculino) como el
“conexión… de la… tragedia hispano-india” que no podía “conec-
tarse con el pasado” por ser producto único, diferente de cualquiera
de sus padres (1926: 82). Sin embargo, esta desarticulación histórica
le permitiría ser “un puente hacia el futuro” (1926: 83). Este futuro
requeriría el desarrollo de una nueva estética que no privilegiase la
blancura a costa de la raza de bronce (1926-38:40). Para los intelec-
tuales como Vasconcelos el imperativo básico era “imprimir en las
mentes de la nueva raza conciencia de su misión como constructo-
res de un concepto enteramente nuevo de vida” (1926: 95) —y esto
fue evidente en las políticas que desarrolló como ministro de educa-
ción—.

A pesar de su masculinismo celebratorio del “superhombre” mes-


tizo, la obra de Vasconcelos tiene valiosas intuiciones acerca de las
posibilidades de México como nación, y fue parte de su compromiso
con un proyecto para transformar a México y las Américas (1926:
83-89). Sin embargo, denigró a los indígenas y apreció la labor civi-
lizadora de los misioneros y de los colonizadores españoles. Como
sostiene Basave Benítez, si el nacionalismo mestizo tiene dos polos,
el hispanista y el indigenista (1992: 126, 133), Vasconcelos repre-
senta al primero y su contemporáneo, el antropólogo Manuel Gamio,
al segundo.
Ana M. Alonso 179

Manuel Gamio: arte, ciencia y la forja de la nación de bronce

Manuel Gamio (1883-1960), el “padre” de la antropología mexicana


moderna, obtuvo su doctorado en la Universidad de Columbia bajo
la asesoría de Franz Boas. Manuel Gamio estableció en 1917 el pri-
mer departamento de antropología mexicano una copia de la
International School of American Archaeology and Ethnology fundada
por Franz Boas en 1911 (Lomnitz 2001: 238). La institucionalización
de esta disciplina fue parte importante de la formación del Estado-
nación posrevolucionario debido al potencial que se le atribuía para
brindar soluciones al “problema del indio”. Ubicado en el límite en-
tre el viejo positivismo y el nuevo idealismo (Hale 1989: 259), y
decidido a realizar trabajo de campo con los pueblos indígenas, este
antropólogo asumió un papel prominente en la administración de
los asuntos indígenas y en las instituciones culturales del Estado.
Nombrado en 1916 director de antropología durante el gobierno
revolucionario de Carranza, Gamio ocupó subsecuentemente una
serie de puestos de gobierno relativos a los asuntos indígenas y de
educación hasta su muerte en 1960 (Basave Benítez 1992:124-125;
Portal Ariosa y Ramírez 1995: 80).

Publicada en 1916, Forjando Patria de Gamio es considerada hoy


en día la obra fundacional de la antropología mexicana moderna (Portal
Ariosa y Ramírez 1995:80). Su fin era contribuir a forjar una clase
política mestiza y una nueva nación en relación con un otro externo
(los Estados Unidos imperialistas) y también con los otros internos
—las elites blancas europeizadas y los indios—. En Anahuac, el
antropólogo inglés Edward B. Tylor había sostenido que la incapaci-
dad de las “medias castas” mexicanas de gobernar el país conduciría a
su inevitable incorporación a los Estados Unidos (Lomnitz 2001: 236-
237). Respondiendo a los prejuicios en contra de los híbridos expresa-
dos por Tylor y otros intelectuales, en Forjando Patria Gamio, en ges-
to que hibridiza la historia con el mito, y la historia americana con la
europea, mezcla el mito griego de Hefestos, el herrero de los Dioses,
con la historia mexicana. En su metáfora central, “forjando patria” el
vocabulario que proviene de la metalurgia, se mezcla con sexualidad,
gestación, y paisaje, para describir los intentos de hacer nación desde
tiempos precolombinos hasta el presente. Ninguno pudo fusionar el
“acero de la raza latina” con el “duro bronce indígena” (Gamio 1916:
4; Alonso 2005). “Los hombres olímpicos”, los héroes de los movi-
mientos independentistas latinoamericanos, “empuñaron el épico y
sonoro martillo y se ciñeron el glorioso mandil de cuero…Querían
escalar la montaña y golpear el yunque divino, para forjar con sangre
y pólvora, con músculos e intelecto… la estatua de un peregrino he-
180 El “mestizaje” en el espacio público

cha con todos los metales, todas las razas de América” (Gamio 1916:
4). Los héroes murieron y los que siguieron pretendieron vanamente
“esculpir las estatuas de las patrias sólo con elementos de origen lati-
no” y explotaron a los indios, empleándolos para “construir un humil-
de pedestal broncíneo”. Pasó lo que tenía que pasar: la “frágil” estatua
se desmoronó repetidas veces. (Nótese la similitud entre la visión de
la historia mexicana de Vasconcelos como des-conformidad y la no-
ción de Gamio como un proceso de forja de la nación continuamente
interrumpido y detenido).

En Forjando Patria (y también en escritos y artes visuales nacio-


nalistas hechos por otros mexicanos en este período) la alegoría es
empleada para criticar la manera en la que la historia ha sido repre-
sentada, y para construir una narrativa alternativa que haga visible
lo que todavía no llegaba a ser historia. La relación icónica estable-
cida entre la representación y lo representado hace de la alegoría un
dispositivo particularmente adecuado para el revisionismo históri-
co. Sin embargo, la teleología que privilegia la blancura y denigra la
indignidad sigue presente: el elemento europeo en el mestizo es aso-
ciado con la Ilustración y la ciencia, garantizando el futuro de la
nación (Alonso 2004, 2005). En contraste, el elemento indio legiti-
ma la demanda de la nación por el territorio, proporciona continui-
dad de sangre y enraíza la historia de la nación en civilizaciones
precolombinas cuyo arte y mitología forman parte integral del “alma
nacional”. La interioridad e intemporalidad de la nación sería
visibilizada públicamente mediante monumentos y conmemoracio-
nes que respondían al proyecto estético des estado posrevolucionario.
Para Gamio, la estética era particularmente adecuada para
territorializar la nación y arraigarla en el pasado indígena: “Uno de
los más interesantes y trascendentales valores del indígena… es el
artístico, […] el indígena ha estado observando e interpretando
por medio de su obra de arte los inagotables motivos naturales de
belleza del ambiente geográfico en el que ha vivido por decenas de
millares de años” (Gamio 1966 [1942]: 72).

El énfasis cultural indígena en la estética no era solamente posi-


tivo: basado en una relación espiritual con la naturaleza impidió el
desarrollo material y fue “incapaz de satisfacer las exigencias de la
vida contemporánea” (Gamio 1966 [1942]:13). Carente de ciencia
y “adormecido” por siglos de opresión colonial, la cultura indígena
ocupaba un nivel inferior de evolución cultural. Si Forjando Patria
empieza con un mito, termina con la antropología como la ciencia
que colocaría al indio en la historia. Los antropólogos debían acce-
der al poder estatal con el fin de seleccionar lo mejor de la cultura
indígena —en particular su iconografía y sensibilidad estética— y
Ana M. Alonso 181

suprimir lo peor, despertando así a los indios de su adormecimiento


y convirtiéndolos en ciudadanos. Con el respaldo del Estado, los
antropólogos desenterrarían las ruinas de las grandes civilizaciones
precolombinas y harían conocer sus glorias a la nación y al mundo.

El estatismo estético revolucionario:


la ciudad de México como “museo viviente”

Los intelectuales como Gamio y Vasconcelos vieron la revolución


cultural iniciada por el Estado mexicano en los años veinte como
una oportunidad para romper radicalmente con el pasado: querían
ponerle fin a la “imitación servil” de lo europeo que era la huella del
colonialismo y neocolonialismo, y enraizar la mexicaneidad en su
paisaje y sus pueblos.4 Como muchos otros intelectuales latinoame-
ricanos del siglo XX, Vasconcelos, en su función de ministro de edu-
cación (1921-1924), “tendió a establecer un amplio aparato burocrá-
tico para la administración de la cultura” (Miller 1999: 47). Alentó
el desarrollo del arte público y la estética mestiza; envió artistas a
las comunidades indígenas para que observasen los paisajes y colec-
cionaran artesanías que pudiesen servir como modelos para un nue-
vo arte nacionalista. Para Vasconcelos, “los edificios públicos, las
portadas de los diarios, las estatuas, los conciertos, todo se consti-
tuiría como una liturgia que marcara la grandeza racial del pueblo”
y que ofreciese imágenes raciales redimidas de las culturas preco-
lombinas (Blanco 1977: 98). Consideraba que la arquitectura era la
más noble de las artes que las civilizaciones prehispánicas habían
dominado (Vasconcelos 1926: 37).

Ferviente partidario del estilo neocolonial, Vasconcelos concibió


los edificios como lugares claves para educar al público y para elevar
su nivel cultural. Intencionalmente en contrapunto con los edificios
públicos neoclásicos construidos durante el siglo XIX, la arquitec-
tura nacionalista de 1920-1930 buscó materializar la síntesis mesti-
za en un estilo neocolonial que fusionaría lo español y lo indio (Olsen
1997, 1998). Gamio también apoyó activamente el desarrollo de una
estética mestiza enraizada en la cultura visual indígena: la antropo-
logía sería la partera de este renacimiento. Conjugando su convic-
ción de que la “cultura indígena es el verdadero cimiento de la iden-
tidad nacional” (1966 [1942]: 14), con su confianza en los métodos
científicos, Gamio se involucró en numerosos “experimentos” en
4
Sin embargo, existen importantes antecedentes de mestizofilia y la glorifi-
cación del pasado indígena durante el porfiriato, a los que no puedo referir-
me aquí (cf. Hale 1989; Rico Mansard 2000; Lomnitz 2001:228-253).
182 El “mestizaje” en el espacio público

Teotihuacán y otros lugares, produciendo metodologías para la re-


presentación cultural y estética y el renacimiento de la artesanía
que llegaron a formar parte del naciente canon antropológico y tu-
vieron un impacto duradero en subsecuentes prácticas estatales. Su
trabajo y el de otros durante los años 20, condujo a la
institucionalización de la relación entre la antropología y el Estado:
el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) fue funda-
do en 1929, seguido por la Escuela Nacional de Antropología e His-
toria en 1938, el Instituto Indigenista Interamericano en 1940, y el
Instituto Indigenista Nacional en 1949 (Portal, Ariosa y Ramírez
1995). El Museo Nacional de Antropología fue establecido en 1964.

Centros ejemplares: el Zócalo de la Ciudad de México

En México el espacio sirve para marcar límites de la identidad


etnoracial: el sur y lo rural están codificados como “indios”, mien-
tras que el norte y lo urbano están codificados como “mexicanos”.
No obstante, la monumentalización de la cultura indígena como “pa-
trimonio nacional” es omnipresente en las ciudades mexicanas, par-
ticularmente en las plazas de la capital, y en la inmensa red de mu-
seos a cargo del INAH —financiado por el Estado—. El arqueólogo
Ignacio Bernal, primer director del Museo Nacional de Antropolo-
gía, comentaba que la “gloria nacional” de México descansa en la
unificación de la herencia española y mesoamericana: “Esta doble y
valiosa herencia hace de México un museo viviente” (Bernal 1990:
13). Al extender la noción de museo al espacio público urbano como
el Estado mexicano extiende su poder a través de la estética de la
vida cotidiana.

Las plazas mexicanas han sido centrales en la escenificación del


mestizaje. La Plaza Mayor de la Ciudad de México, cuyo nombre
cambió a Plaza de la Constitución a mediados del siglo XIX, conoci-
da actualmente como El Zócalo, es la tercera plaza más grande del
mundo, capaz de albergar a cientos de miles de personas. Una gran
bandera mexicana la distingue como centro del espacio político na-
cional. Centro ceremonial de la ciudad azteca de Tenochitlán en el
pasado, hoy El Zócalo describe una historia de interrupciones.

Inmediatamente después de la Conquista, los españoles comen-


zaron a arrasar con la arquitectura sagrada azteca, dando inicio a la
des-conformidad que marcaría El Zócalo como un espacio público.
Dejaron en pie parte de las estructuras precolombinas, edificando
encima sus propias construcciones. Igual que cuando un perro ma-
cho orina encima del olor de aquellos que han estado antes, Cortés
Ana M. Alonso 183

destruyó el palacio de Moctezuma, ubicado en el lado este de El


Zócalo, para construir el encima de éste el suyo propio. Actualmente
la Campana de Dolores, con la que el 15 de septiembre de 1810,
Miguel Hidalgo llamó a las armas en el proceso de la independencia
mexicana, cuelga del centro de la puerta principal donde conmemo-
rando este evento anualmente, el presidente de México la tañe mien-
tras que da el Grito, simulando la continuidad del pasado y del presen-
te, y vinculando así la lucha contra el colonialismo con las políticas
del gobierno nacional. En 1924, el arquitecto Carlos Obregón
Santacilia fue contratado para rehacer, al estilo neocolonial, el Pala-
cio Nacional y otros edificios de El Zócalo (Olsen 2000). Diego Ri-
vera pintó algunos de sus más famosos murales en las paredes del
palacio entre 1929 y 1935. Mostrando su visión de la historia de
México y la historia del mestizaje los murales comienzan con la
llegada de Quetzalcóatl (a quién los aztecas confundieron con Cor-
tés), y continúan hasta el período posterior a la revolución de 1910.
Uno de los murales lleva el lema de Vasconcelos: “Por mi raza habla-
rá el espíritu”. El espacio que está delante del Palacio Nacional es
actualmente el lugar usual de las manifestaciones políticas.

La Catedral Metropolitana esta ubicada al lado norte del Zócalo,


en el lugar donde existieron un templo azteca y una reja donde se
colgaban las calaveras de las víctimas de sacrificios. Su construcción
se inició en el siglo XVI y se terminó en el siglo XIX; múltiples
estilos arquitectónicos indican su historia de interrupciones. En 1790,
durante la repavimentación de El Zócalo se encontró in inmenso
monolito representando a la Diosa Coatlicue:

Diosa del nacimiento y la muerte, […] [Coatlicue] es


representada sin cabeza. En lugar de una cabeza huma-
na, tiene grandes cabezas de serpientes, simbolizando
el vínculo con la tierra que tiene la vida humana. […].
De su cuello cuelga un collar de manos abiertas que se
alternan con corazones humanos. (Pina Chan, en
Ramírez Vásquez 1968: 96).

Por orden del Virrey, la estatua de la Diosa fue llevada al patio de la


Universidad Real para su estudio:

Los indios, que consideraron con estúpida indiferencia


todos los monumentos del arte europeo, llegaron con
curiosidad a contemplar su famosa estatua. Al princi-
pio se pensó que el motivo era por amor a la nación
[…] por el placer de contemplar una de las obras más
184 El “mestizaje” en el espacio público

renombradas de sus ancestros. Sin embargo, más tarde


se sospechó que sus frecuentes visitas tenían una moti-
vación religiosa secreta. Fue entonces indispensable
prohibir absolutamente su entrada […] (Rico Mansard
2000:156-7).

Vuelta a enterrar poco tiempo después, Coatlicue no fue exhibida


públicamente recién en los años 1880, cuando fue incorporada a la
“Galería de Monolitos” del Museo Nacional, un anexo del Palacio
Nacional en El Zócalo. La cultura material azteca, que los españoles
consideraron misteriosa, e incluso diabólica, se transformó ahora en
tesoro antiguo estetizado (Rico Mansard 2000:164), signo de la
memoria e identidad nacionales, y tecnología icónica con la cual ga-
nar el respeto extranjero hacia una nación que así se convertía en
equivalente a las civilizaciones griegas y romanas (2000: 179).

Tal vez nerviosos por la experiencia con Coatlicue, las autoridades


coloniales hicieron colocar el Calendario Azteca o Piedra del Sol (des-
enterrada del Zócalo en 1790) en la Catedral Metropolitana: si los in-
dios venían a adorarla, por lo menos estarían bajo la vigilancia de los
sacerdotes. Esta monumental pieza de basalto tallado (que pesa más de
22 toneladas y mide 12 pies de diámetro y que en la actualidad es uno de
los símbolos nacionales mexicanos más importantes) fue transportada
en 1885 al Museo Nacional y ahora mora en el Museo Nacional de
Antropología junto con Coatlicue.5 Hoy en día la des-conformidad con
el pasado en lo que alguna vez fue el corazón del imperio azteca es
menor, atenuada especialmente luego de la restauración de los restos
del Templo Mayor, el más importante de Tenochitlán, y la construc-
ción de un museo de sitio al noreste de la Catedral.

Como espacio público y museo “viviente” El Zócalo tiene las ca-


racterísticas de una feria callejera. Los adultos caminan libremente,
los niños corren; una caminata a lo largo de El Zócalo es una expe-
riencia multisensorial. Todavía puedo evocar el olor del sudor del
gentío o el del choclo embadurnado de mayonesa, rociado con chile
y jugo de lima que se puede comprar de vendedores ambulantes.
Puedo escuchar la mezcla de músicas —tropical, ranchera, salsa y
rock—y los tambores de los danzantes aztecas, y los concheros agi-
tando sonajas en sus tobillos. En otro lado, un grupo de curanderos
5
En cierta medida el nacionalismo mestizo ha resaltado a los aztecas (a ex-
pensas de otros grupos indígenas) como creadores de la civilización preco-
lombina más sintética, espléndida y expansiva. Esto se refleja en los nom-
bres de las calles del Centro Histórico los cuales favorecieron los términos
aztecas antes que los de otras lenguas indígenas (Olsen 1998).
Ana M. Alonso 185

establece su negocio. Para los mexicanos de la clase trabajadora, El


Zócalo es el destino favorito de los fines de semana. Pero también
muchos mexicanos van al museo del Templo Mayor, especialmente
los domingos cuando la entrada es libre.6 Cuando yo fui visité en el
2001, habían grupos de escolares, familias y turistas. A diferencia de
Europa, en México (Bennett 1995), no existe una demarcación bien
definida entre el espacio de la feria callejera exterior y el museo; los
museos han sido ubicados deliberadamente en parques y otros espa-
cios de diversión para motivar a las familias a colocarlos en sus iti-
nerarios dominicales (Ramírez Vásquez 1968: 29). La entrada al
sitio arqueológico del Templo Mayor está enmarcada por un texto
del Discurso de la Independencia del prominente liberal Ignacio
Ramírez en 1861:

¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? El germen de


ayer encierra las flores de mañana; si nos obstinamos
en ser aztecas puros, terminaremos con el triunfo de
una sola raza, para adornar con los cráneos de las otras
el templo del Mártir americano; si nos empeñamos en
ser españoles, nos precipitaremos en el abismo de la
reconquista. ¡No! ¡Jamás!, nosotros venimos del pueblo
de Dolores, descendemos de Hidalgo y nacimos luchan-
do, como nuestro padre, por los símbolos de la emanci-
pación y como él, luchando por la santa causa [de la
Independencia] desapareceremos de sobre la Tierra.

Este texto marca el área de El Zócalo como un locus de mestizaje a la


vez ambivalente y ejemplar. El museo del Templo Mayor, formado
por ocho salas, fue abierto en 1987. Debajo de éste (en los años 70
durante la renovación del sistema de transporte subterráneo y, poste-
riormente, en un proyecto arqueológico iniciado en 1978 que conti-
núa hasta ahora) se hallaron artefactos. El espacio frente al museo se
denomina la “Plaza de Manuel Gamio”, pues fue el primero en exca-
var sistemáticamente el lugar. La circulación de los visitantes es de
derecha a izquierda, desde la sala del dios de la guerra, Huitzilopochtli,
hacia la del dios del agua, Tlaloc. No se puede circular de otra manera
pues hay vigilantes que llaman la atención y reorientan a quienes se
desvían de la ruta establecida. Las referencias al sacrificio humano
han sido minimizadas para contrarrestar a los detractores de los azte-
cas (o mexica) apelaron a ellas como una señal de su “barbaridad”.
Donde existen, las referencias emplean el discurso científico carente
de sensacionalismo; el relativismo cultural revalora el sacrificio hu-
mano como cosmología militarizada compleja.
6
Para un tour virtual, véase http://archaeology.la.asu.edu/tm/index2.htm
186 El “mestizaje” en el espacio público

La última sala del museo del Templo Mayor representa la Con-


quista no sólo como afán de lucro español sino también como incapa-
cidad de comprender una cultura diferente de la propia. La compren-
sión transcultural, los medios para trazar el puente entre “dos formas
de pensar y ser diferentes”, es precisamente lo que brinda el museo.
Siguiendo el recorrido indicado los visitantes supuestamente se des-
pojan de prejuicios sobre los “bárbaros” sanguinarios mexicas y en-
tienden las complejidades de su visión del mundo siguiendo así la
trayectoria de la historia de México en el siglo XX. Esta historia ha
tratado de conformar la des-conformidad produciendo un imaginario
político que, en el sujeto mestizo nacional, enfatiza la unidad y la tras-
cendencia de la diferencia. La antropología ha jugado un papel clave
en esto, proporcionando la base para un nacionalismo mestizo cuya
meta ha sido lograr que los mexicanos se enorgullezcan de “lo indíge-
na”, reemplazando el “exotismo” con “algo nuestro” (Gamio 1922/
23). En este sentido, el museo del Templo Mayor es ejemplo de la
ciencia redentora; también lo es el mundialmente famoso Museo Na-
cional de Antropología.

El tiempo/espacio del Museo Nacional de Antropología

Inaugurado en 1964, el Museo Nacional de Antropología (MNA) está


ubicado en el Parque Chapultepec, justo bajando por La Reforma des-
de El Zócalo. Mediante la integración de elementos de las estéticas
indígena, colonial y modernista, y de la reproducción de elementos de
la arquitectura eclesial, Pedro Ramírez Vázquez, que posteriormente
diseñó el museo del Templo Mayor, hizo del MNA un altar a la
mexicanidad (Ramírez Vázquez 1968:15-30).7 La placa recordatoria
del museo destaca el emblema nacional de México, un águila posada
en un cactus devorando una serpiente, que proviene de una leyenda
del asentamiento azteca. El emblema está enmarcado por un texto,
atribuido a Adolfo López Mateos, Presidente de México: “El pueblo
mexicano levanta este monumento en honor de las admirables cultu-
ras que florecieron durante la era precolombina en regiones que son,
ahora, territorio de la República. Frente a los testimonios de aquellas

7
Es un texto elaborado por los antropólogos, museólogos, arquitectos, his-
toriadores del arte y otros que crearon en 1964 el Museo Nacional de An-
tropología (MNA). Estos textos del libro y las fotografías que los acompa-
ñan están estructurados de manera que puedan proporcionar un recorrido
virtual arquetípico prototípico por el mismo museo. Mi argumentación se
centra tan sólo en la visión del museo de 1964, no en su historia más tem-
prana (cf. Morales Moreno 1994; Rico Mansard 2000) o posterior. La reno-
vada ala etnográfica fue inaugurada el 24 de noviembre del 2000 y contiene
exhibiciones nuevas.
Ana M. Alonso 187

culturas el México de hoy rinde homenaje al México indígena en cuyo


ejemplo reconoce características de su originalidad nacional” (Ramírez
Vázquez 1968:13).

Esta dedicatoria proporciona un marco de interpretación para una


de las contradicciones del nacionalismo mestizo que fue negociada
como parte de la visión del MNA de 1964, y en la cual me concentro
aquí. Aunque rendía tributo al pasado mexica, el nacionalismo mesti-
zo devaluó las culturas indígenas contemporáneas y alentó a la antro-
pología indigenista en convertir a los indios en mestizos. Los errores
del indigenismo han sido reconocidos y existen intentos en curso por
rectificarlos; no obstante, se ha dicho poco acerca de la complejidad de
esta ambivalencia postcolonial que subsiste hasta hoy.

Uno de los dispositivos mediante los cuales la ambivalencia es


resuelta ideológicamente, es la disposición espacial del propio mu-
seo (García Canclini 1995). Las sensacionales y monumentales ex-
posiciones de las culturas precolombinas están ubicadas en el pri-
mer piso, en un rectángulo gigantesco que empieza en el patio exte-
rior y culmina en el salón mexica con la Piedra del Sol al centro a
manera de evocar el diseño de una iglesia. Coatlicue es exhibida aquí
como la pieza más importante del museo. Las exposiciones
etnográficas se ubican en el segundo piso; en 1964 estas estuvieron
ubicadas, en la medida de lo posible justo encima de las exposiciones
arqueológicas que les correspondían (Ramírez Vázquez 1968:38).
La separación espacial entre arqueología y etnografía aleja a los in-
dios contemporáneos de su legado, y hace del Estado-nación el ver-
dadero sucesor. Marginados también del proyecto de moderniza-
ción los indios contemporáneos se convirtieron en vestigios del pa-
sado —objetos y no agentes de la historia—. La separación espacial
fue al mismo tiempo una división entre el pasado y el presente: si el
pasado indio estaba ubicado en el corazón de la nación, el presente
indio estaba en sus márgenes (García Canclini 1995: 129-130).8

El contraste entre arqueología y etnografía está representado en


las convenciones visuales de cada piso. Mediante el uso de la ilumina-
ción y otros dispositivos de exhibición las principales piezas arqueo-
lógicas son exhibidas como arte, tesoros que deben provocar asom-
bro. En el primer piso, la exhibición de arte predomina sobre las
antropológicas, que minimizan la singularidad y resaltan lo típico y
8
La colección histórica del Museo Nacional, el precursor del actual MNA,
fue separada de la colección antropológica en 1940. Si bien uno encuentra
gente indígena en las exhibiciones de los museos que tratan de la historia
mexicana, como regla no son representados como agentes de la historia.
188 El “mestizaje” en el espacio público

cotidiano. En el significado de cultura prevalece un sentido humanis-


ta que rinde homenaje a una ‘civilización’ tan ‘avanzada’ como la de
los griegos o romanos.

Para representar la vida cotidiana, en lugar de objetos, los


curadores utilizaron murales, pinturas y pequeños dioramas. Estos
son dispositivos recurrentes en la museología mexicana, ofreciendo
un simulacro que invita al observador a “ver las cosas como sucedie-
ron realmente”. En el salón mexica hay un diorama del complejo
ceremonial precolombino que simula los mayores logros arquitec-
tónicos y de diseño urbano de los mexica. En la misma sala hay otro
diorama en miniatura del mercado precolombino de Tlatelolco, “que
asombró a los conquistadores” por su “riqueza, variedad y organiza-
ción” (Ramírez Vásquez 1968: 45). Pero si “a través del cuerpo per-
cibimos la escala” (Stewart 1993: xii), un modelo como el del merca-
do de Tlatelolco, a escala pequeña pero extenso (mide 12 por 30
pies) trastoca nuestro sentido cotidiano de escala. Hace que nues-
tros cuerpos ‘vuelen’ por encima del mercado preguntándose sobre
los secretos (ahora perdidos) de la vida social pre-colombina. Uno
no está en la escena sino “por encima de ella”, con una fuerte percep-
ción de desarraigo, del propio cuerpo y del espectáculo diminuto
que está “debajo”. Una “distancia épica absoluta” (Bakhtin 1981: 3)
caracteriza entonces la relación del observador con el pasado. Y como
he escrito en otro trabajo “a través de los discursos épicos, concebi-
dos ampliamente, la nación es particularizada y centrada, imagina-
da como eterna y primordial, y que el amor nacionalista se convier-
te en un sentimiento sacralizado y sublime” (Alonso 1994: 388).

Las exposiciones etnográficas están el segundo piso del MNA y


sus mecanismos de representación son diferentes. A principios de la
década de los años 60, grupos de indígenas fueron invitados para
que “construyeran sus propios hábitat” dentro del museo excluyén-
dose objetos modernos de sus representaciones (Ramírez Vázquez
1968:39). Una vez terminadas las construcciones se añadieron figu-
ras de indios y objetos de su cultura material, todo de tamaño real.
Se construyó así dioramas naturalistas que describían escenas de la
vida cotidiana tales como el hilado, el tejido, el procesamiento de la
piel de los animales, la cocina, la cestería, todas “evidencias del inge-
nio de los pobladores indios” (Ramírez Vázquez 1968: 205). Si la
miniatura fomenta el desarraigo épico, los dioramas de tamaño real
provocan una experiencia diferente: las figuras y los objetos están
en el mismo plano espacial que el cuerpo del visitante. Este disposi-
tivo visual es compatible con una pluralidad de puntos de vista, y el
que el observador asume puede depender de la forma en que él o ella
experimentan su propia identidad en relación con “lo indígena”. El
Ana M. Alonso 189

visitante puede colocarse en la escena como sujeto, mirándose a sí


mismo como en un espejo. También se puede observar la escena
como ‘antropólogo típico’ mirando y participando de las formas de
vida de los otros. Otra opción es proyectar humorísticamente un
‘reemplazo’ de uno mismo dentro de la escena.

En 1999, antes de la última remodelación de las exposiciones


etnográficas (que no se completaron sino hasta después de noviem-
bre del 2000), la antropóloga cultural Susana Muñoz Enríquez rea-
lizó un trabajo de campo sobre las percepciones que los visitantes
del museo tenían acerca de los pueblos indígenas. En el piso corres-
pondiente a lo etnográfico, observó que los adolescentes que visita-
ban el museo para trabajar en proyectos escolares frecuentemente
“hacían bromas”:

No es que las salas etnográficas del MNA en sí mismas


causen risa. Ocurre que cuando una mayoría de gente
joven pasa frente a una reproducción de una casa indí-
gena ellos dicen en son de broma [a sus amigos], “Mira,
esta es tu casa”. Si ven un maniquí vistiendo ropas indí-
genas, ellos dicen, “Así es como tú te vistes” (2000:43).

Muñoz observa aunque los jóvenes afirman que “los indígenas son
iguales a nosotros”, también sienten que “su cultura es diferente y el
gobierno debería ayudarlos para que puedan volverse ‘civilizados’”
(2000: 47). La ambivalencia postcolonial acerca del lugar de “lo in-
dígena” en la nación y con ellos mismos es evidente en estas afirma-
ciones. Por un lado, los jóvenes enfatizaban lo importante que fue
para los indígenas “conservar sus tradiciones para mantener la cul-
tura mexicana” (2000:46) y expresaban su precupación de que la
base de la “mexicaneidad” estaba siendo “erosionada” por la moder-
nidad. Por otro lado, como Muñoz indica, su visión de la gente indí-
gena contemporánea era “negativa.”

Las respuestas de los adolescentes es una de las manifestaciones


mejicanas de ambivalencia postcolonial. Al contemplar los dioramas,
los adolescentes se resisten a verse a sí mismos como sujetos porque
tienen una percepción negativa de los indios y humorísticamente pro-
yectan en la escena a un reemplazo de sí mismos: un amigo o pariente
que es semejante a ellos socialmente negándose de esta manera a acep-
tar, pero al mismo tiempo reconociendo, su propia herencia indígena.
La ambivalencia no es resuelta por la experiencia que ofrece el museo.
Como afirmé previamente, las exposiciones etnográficas alejan a los
indígenas de la modernidad y los ubican en los márgenes rurales de la
190 El “mestizaje” en el espacio público

nación. En contraste implícito, los “mestizos” (supuestamente el grueso


de los visitantes del museo) ocupan el centro de la nación y su futuro.
Esto refuerza lo que los estudiantes aprenden en sus libros de texto:
que la categoría etnoracial dominante fue ubicada en el corazón de la
nación y las identidades etnoraciales subordinadas en su periferia, que
los mestizos son el futuro mientras que los pueblos indígenas son el
pasado y necesitan ser integrados a la nación (Gutiérrez 1999; Alonso
2005). Paradójicamente, lo indígena es al mismo tiempo construido
como originario y exótico.

En el MNA del año 1964, la antigua “Síntesis de la Sala Mexica”,


presidida por un retrato del “indio aculturado” Benito Juárez, expre-
saba esto claramente. En palabras del famoso arqueólogo y director
del Instituto Nacional Indigenista, Alfonso Caso, esta sala ofrecía “al
visitante una visión panorámica de los elementos precolombinos y
europeos que se combinaron para darle a México su unidad caracte-
rística como nación y como cultura” (Ramírez Vázquez 1968: 251).
La sala mostraba la presencia de la estética indígena “tradicional” en
el arte contemporáneo, la música, la danza, la literatura, armonizando
la des-conformidad estéticamente. El mensaje de la sala, de acuerdo a
Caso, era que “el indio ha dejado de ser un hombre atado a tradiciones
prehistóricas” (Ramírez Vázquez 1968) que, entonces, eran patrimo-
nio de la nación mestiza. Y fue el Estado, al servicio de esta nación, el
que redimió a los indios de su existencia residual y los “trajo rápida-
mente al siglo XX” mediante sus programas indigenistas (1968:251).
Irónicamente, al ayudar a consolidar un proyecto nacional abierta-
mente anticolonial que cuestionó el imperialismo de Estados Unidos,
los antropólogos indigenistas se vieron atrapados en la trampa del
colonialismo interno que era la otra cara del nacionalismo mestizo.
Las nuevas formas de gubernamentalidad no valoraron equitativa-
mente los elementos de la mezcla nacional, identificando a lo indio
con la tradición inerte y a lo hispano con la modernidad dinámica. El
indigenismo se convirtió en una ideología de “arriba hacia abajo” que
confería poca agencia a los propios indios (Velasco et al. 1970; Villoro
1979 [1950]; Knight 1990; Gutiérrez 1999; Lomnitz 2001; Stephen
2002). ¿Cómo podría haberlo sido de otro modo cuando su propia
meta de convertir a los indios en “mestizos” era “integrar” a quienes
había expulsado?

La sala “Síntesis de México” ya no existe. Es más, todo el piso


etnográfico ha sido reconstruido. Los problemas de la antigua
museografía fueron implícitamente reconocidos por las nuevas expo-
siciones que visité en 2001. Por ejemplo, un mural realizado por Luis
Covarrubias para el piso etnográfico de 1964 está hoy enmarcado por
el comentario: “[Este mural] representa la propia visión del artista,
Ana M. Alonso 191

basada en la etnografía de su tiempo que percibía a las comunidades


indígenas como grupos aislados del contexto nacional […] Los avan-
ces en la etnografía nos ha hecho ver a estos grupos étnicos como
partes constitutivas de la diversidad étnica y cultural de México”.

Conclusión

En México, el surgimiento de la antropología como una disciplina


ocurrió de la mano con la formación del Estado-nación
posrevolucionario; los antropólogos mexicanos continuaron jugan-
do un papel notable en la formulación de políticas culturales relacio-
nadas con los aspectos de la cultura indígena material que serían
considerados “patrimonio nacional”. No sólo crearon nuevas técni-
cas de gubernamentalidad, desarrollando métodos antropológicos
que producirían un cuerpo de conocimientos acerca de la gente indí-
gena; también hicieron visibles esas técnicas y sus resultados en
museos, publicaciones e informes, demostrándole al mundo que
México era un Estado-nación moderno. Sus contribuciones más
notables estuvieron enmarcadas por una estética que buscaba forjar
una cultura pública nacionalista capaz de reconciliar una historia
heterogénea de interrupciones usando símbolos visuales que expre-
saran la unidad del mestizaje. El mestizaje fue redefinido para que
más allá de los cuerpos se extendiera hacia lugares de memoria pú-
blica que pudieran convertirse en la base para nuevas formulaciones
del papel de México y de América Latina en la Historia Universal.
Vasconcelos y Gamio eran concientes de que la subjetividad mestiza
colectiva que promovían no era una identidad nacional natural, sino
una que tenía que ser forjada activamente por el Estado y sus inte-
lectuales. Pero el nacionalismo en las Américas no estuvo divorcia-
do del racismo colonial. El nacionalismo mestizo se enfrentó al im-
perialismo norteamericano y al legado del colonialismo español. Sin
embargo, le adjudicó a los grupos indígenas un lugar secundario en
la nación, valorando el pasado mexica a la vez que desvalorizaba el
presente indio.

La hibridez no es sólo estrategia de resistencia; puede también una


manera de gobernar (Alonso 1994). Bakhtin sostiene que cuando una
de las voces en una expresión hibridada es dotada de mayor autoridad
que la(s) otra(s), representa a éstas desde su propio punto de vista y mez-
cla las voces representadas usando su propio acento (1981: 359). Has-
ta hace poco, los artistas e intelectuales del Estado, incluidos los
antropólogos, construyeron la voz “mestiza” calificándola por encima
de las voces “indias”. En México y las Américas, la hibridación lin-
192 El “mestizaje” en el espacio público

güística, la mezcla estética y el cruce de fronteras culturales han co-


existido con la inequidad racial y es parte de ella.

Los intelectuales mexicanos como Vasconcelos y Gamio desafia-


ron la visión normalizada de la Historia Universal en la cual Europa
representaba la universalidad y las colonias la especificidad del pa-
sado, confrontando así la idea de que sólo el conocimiento europeos
tenía la capacidad de interpretar el proceso de la humanidad. Desde
la realidad mejicana, negaron que la verdad “universal” debía des-
arraigarse de su contexto social y desde una concepción específica
de la historia trazaron un proyecto de modernidad alterativa (pero
no periférica) para México. La “universalidad” dependía de la habi-
lidad de los intelectuales para representar “la voluntad del pueblo
mexicano”. Los antropólogos estaban especialmente preparados para
cumplir este papel; a diferencia de la mayoría de letrados que rara
vez dejaban la ciudad capital, hacían trabajo de campo y conocían
las comunidades indígenas. Desde la masacre de estudiantes de
Tlatelolco en 1968, y gracias al desarrollo del movimiento indíge-
na, los antropólogos mexicanos han criticado su alianza previa con
el Estado. Pero aun habiendo evaluado críticamente y rediseñado
sus roles los antropólogos mexicanos continúan siendo intermedia-
rios importantes entre el Estado y los pueblos indígenas.

Cabe destacar que los Zapatistas hicieron de la ENAH (Escuela


Nacional de Antropología e Historia) su centro de operaciones cuando
marcharon hacia la ciudad de México en septiembre de 1997 y en mar-
zo del 2001. La ENAH está ubicada en la zona sur de la Ciudad de
México, cerca a la pirámide de Cuicuilco que “según los arqueólogos e
historiadores representa el primer vestigio de civilización que se en-
contró en el Valle de México” (Aurea Atoxqui, comunicación personal).
Este fue el punto de partida de la marcha de septiembre de 1997 hacia el
centro de la ciudad; imitando la ruta del Presidente de México los
Zapatistas marcharon a lo largo del Paseo de la Reforma desde
Chapultepec hasta El Zócalo. Pero en lugar de dar el grito de Indepen-
dencia en El Zócalo, como el Presidente, lo hicieron en Cuilcuilco. Esto
los posicionó como los herederos del patrimonio cultural y memoria de
los habitantes originarios sobre los cuales se funda la nación mexicana.
Esto también vinculó a la ENAH con su causa. En otra ocasión, los
zapatistas y otros líderes indígenas fueron transportados en ómnibus
desde la ENAH al Palacio Legislativo; el 28 de marzo de 2001, por
primera vez en la historia de México, los líderes indígenas se dirigieron
al Congreso. En tanto mediadores políticos y culturales, los antropólogos
no sólo han interpretado y regulado la cultura indígena en nombre del
Estado, sino que también han transmitido a la gente indígena un im-
portante conocimiento de las prácticas y políticas del Estado.
Ana M. Alonso 193

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