Ceramica Aragonesa
Ceramica Aragonesa
Ceramica Aragonesa
La
Cerámica
Aragonesa
Equipo
Dirección:
Guillermo Fatás y Manuel Silva
Coordinación:
Mª Sancho Menjón
Redacción:
Álvaro Capalvo, Mª Sancho Menjón, Ricardo Centellas
Publicación nº 80-18 de la
Caja de Ahorros de la Inmaculada de Aragón
I.S.B.N.: 84-88305-84-2
Depósito Legal: Z. 578-99
Diseño: VERSUS Estudio Gráfico
Impresión: Edelvives Talleres Gráficos
Certificados ISO 9002
ÍNDICE
Léxico 83
Alfares tradicionales extinguidos y vivos 86
Museos 93
Bibliografía básica 94
La
Cerámica:
fabricación y venta
E l término cerámica nos sirve para designar cualquier
producción hecha en tierra cocida, sean cuales sean
su composición, técnica o calidad. Las cualidades de
la arcilla determinaron el desarrollo de los oficios cerámi-
cos, es decir: su capacidad de hidratación, que permite
obtener el barro; su plasticidad, que posibilita darle formas
diversas, y su dureza y resistencia, que se alcanzan tras la
cocción y dan lugar a su variada funcionalidad. A partir de
estas cualidades innatas de la tierra, el hombre ha ido
experimentando modos distintos de modelar el barro (a
mano, a torno, con moldes), ha descubierto formas diver-
sas para su refuerzo y ornamentación (cordones, incisio-
nes, engalbas, óxidos), ha explotado la consistencia porosa
del barro cocido o la ha eliminado mediante cubiertas
impermeabilizantes (barnices de plomo o estaño) y ha
inventado técnicas sofisticadas con las que darle una apa-
riencia lujosa o una forma delicada (la tonalidad metálica
de la loza dorada o las fórmulas de la porcelana).
Todo esto no son sino algunas de las conquistas de una
historia de la cerámica que el hombre ha ido trazando a
partir del dominio de los cuatro elementos: tierra, agua,
aire y fuego, imprescindibles para la obtención de un obje-
to útil. Pero a su vez, la cerámica conquistó la vida huma-
na, de forma que llegó a estar presente durante siglos en
todo el ciclo vital del hombre, desde el nacimiento a la
muerte, en un sinfín de objetos absolutamente necesarios.
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Es precisamente de aquí de donde parte la orientación de
este libro, con el que se pretende acercar al lector el oficio
alfarero, sus técnicas de trabajo y artífices, así como las dis-
tintas especialidades obradas en Aragón: la tinajería
manual, la cantarería, la ollería y la cerámica decorada.
La cerámica precisó de un lugar de trabajo que genérica-
mente conocemos como obrador. No hubo casi nunca
dos obradores iguales, pues su localización, entidad pro-
ductiva y especialidad fueron causas determinantes de sus
variantes en dimensión y forma, o de la necesidad de un
tipo concreto de espacios y útiles de trabajo. En cualquier
caso, si hacemos una reconstrucción ideal, podemos decir
que la puesta en marcha de uno de estos talleres estuvo
unida a la existencia de arcillas adecuadas y de agua abun-
dante, a la par que de un mercado consumidor y de alfare-
ros conocedores del oficio. Además, su localización prefe-
rente fue la de la periferia de las poblaciones, donde
hubiera espacios amplios y se pudiese trabajar sin molestar
a sus habitantes, cerca, con frecuencia, de alguna vía de
comunicación que favoreciese la salida de la obra. Como
ejemplo de esto último pueden citarse los obradores de
Zaragoza y Huesca, que estuvieron en su mayoría situados
en las parroquias de San Pablo y San Martín; los de Muel,
buena parte de los cuales se ubicaron en el extrarradio de
la villa, cerca del camino que conducía hasta los mercados
de la capital, o los de Almonacid de la Sierra, Calatayud y
Morata de Jalón, que los tuvieron en sus antiguas morerías,
–8–
en su límite o en el exterior de sus recintos amurallados. A
veces, la agrupación de obradores dio lugar a auténticos
barrios alfareros, como sucedió en Villafeliche con los de
Los Portillos o San Roque y el de San Antón, o como toda-
vía puede verse en Tobed, cuyas ollerías constituyeron un
núcleo separado del pueblo, al otro lado del río Grío.
Todo obrador se compuso de un espacio abierto y algu-
nas construcciones anejas. El primero formaba una era o
corral, con un pozo y las balsas en las que se elaboraba el
barro (cuando eran necesarias); en este lugar se deposita-
ban las piezas para su oreo y secado. Alrededor estaban
los hornos, el taller de trabajo cerrado con el torno y los
molinos (cuando se requerían), varios espacios para alma-
cenar la arcilla, la leña y la obra acabada o para guardar las
caballerías y algunos útiles y, casi siempre, la vivienda
familiar. A este modelo de taller corresponden los últimos
obradores de Teruel (barrio de San Julián); así sabemos
que eran los de cantarería de Zaragoza y así son los toda-
vía visitables de Fuentes de Ebro o Magallón, por citar sólo
algunos ejemplos.
Hubo, además, otro tipo de obrador–cueva caracteriza-
do por tener el taller excavado en un montículo de tierra,
que ofrecía la ventaja de mantener la temperatura sin gran-
des variaciones a lo largo de todo el año (Muel), y hubo
otros que explotaron las condiciones naturales del terreno
para situar instalaciones tan imprescindibles como las bal-
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LA RUEDA O TORNO
(torno tradicional de pie)
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1. Rueda o disco superior (plato, puntal metálico del eje que atra-
pan de rueda, cabeza). viesa la rueda inferior (el punto).
2. Puntal metálico que une el eje a 6. Asiento del alfarero.
la rueda superior (la birla). 7. Estribo o tabla para apoyar el
3. Eje vertical de madera (eje o pie con el que no se trabaja.
árbol). 8. Mesa para colocar los útiles de
4. Rueda inferior (vuelo, volante). trabajo.
5. Punto de apoyo (no visible) del 9. Tabla para depositar las piezas.
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sas, aprovechando la pendiente hacia el río que facilitaba
la eliminación del agua sobrante (Tobed).
Entre los útiles básicos de un obrador deben destacarse
dos: el torno, necesario en todas las producciones salvo en
la manual, y el horno. El torno o rueda usado en Aragón
fue el de pie, compuesto por dos discos de madera unidos
por un eje vertical; el eje transmitía desde el disco inferior
al superior el movimiento de rotación originado por el pie
del alfarero. Este torno se modernizó en algunos centros a
partir de comienzos del siglo XX, al incorporarle un pedal
o motor eléctrico.
En cuanto a los hornos, los tradicionales fueron de tiro
vertical con dos cámaras superpuestas: la inferior, excava-
da en parte o en su totalidad en el suelo, tenía una boque-
ra para echar el combustible y un piso alto con orificios
por los que pasaban calor, humo y llamas a la cámara
superior; en esta última se depositaba la obra a cocer,
introduciéndola por una puerta que se tabicaba y abría
antes y después de cada cochura. Fueron construcciones
de adobe, ladrillo y piedra, con contrafuertes de refuerzo y
cierre con bóveda fija. La bóveda tuvo, en las produccio-
nes estanníferas, una chimenea central y varios orificios
laterales que servían para controlar bien la cochura; mien-
tras que, en las especialidades comunes, poseía una sola
abertura (tinajerías manuales) o presentaba un techo abier-
to, por lo que se disponía un cierre provisional antes de
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cada cocción a base de varios mantos de cascotes (cuando
se cocía alfarería o ladrillos y tejas, en centros como Tama-
rite y Albelda, entre otros). Su planta pudo ser cuadrada o
rectangular (en los hornos de tipo morisco), o bien circular
(algunos de tinajería manual, como Calanda, y otros en los
que se usaron cajas cilíndricas para preservar las piezas en
la cocción, como los de Villafeliche a partir de los siglos
XVII y XVIII). Su tamaño y capacidad también cambiaron
según se cociera juaguete (primera cochura) o se vidriara
el barniz; los mayores eran, a veces, comunales (Calanda,
Gea). Finalmente, hay que indicar que, a pesar de que la
cámara baja es la de combustión y la superior la de coc-
ción, en algunos alfares se coció también en la primera,
separando en este caso las piezas del fuego directo me-
diante un tabique que se hacía y deshacía en cada cochura
(Uncastillo y Sos); habitualmente era allí, además, donde
se cocían los truedes en los obradores de vajilla (Teruel).
Como excepción hay que anotar el hallazgo en Aragón
de otros modelos de horno, de tiro vertical y con una sola
cámara, de modo que la combustión se efectuaba en un
hueco central bajo y las piezas se colocaban en estantes
montados en filas sucesivas sobre su pared. Se trata de
hornos de época taifal hallados en Zaragoza, relacionables
con otros islámicos de tradición irania (siglos X y XI).
Los obradores de vajilla tuvieron, además, hornos de
barniz, de tamaño más pequeño y compuestos de una
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HORNO CERÁMICO
(de cocer, enfornar, hornar o quemar las piezas)
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cámara de combustión y una mesa; ambas se abrían al
exterior mediante sendas boqueras y estaban comunicadas
entre sí lateralmente. En la primera se fundían el plomo y
el estaño hasta obtener el acercol, masa compacta que, una
vez molida, era la base del vidriado estannífero.
Los obradores pudieron tener también molinos. Éstos
fueron necesarios tan sólo en las especialidades que usa-
ban algún tipo de barniz y óxidos colorantes para la deco-
ración. En cuanto a los molinos de barniz, los hubo de
tracción animal (con dos piedras, el ruejo o solera y la
muela o volandera), pero fue más frecuente que existiera
uno de uso general en la propia población o en alguna
otra localidad próxima (de tracción hidráulica, como los
harineros), al que acudían los alfareros para moler su bar-
niz; así está documentado en Teruel, Muel (se conservan
todavía restos), Villafeliche y Morata de Jalón, siendo en
algunas ocasiones empleados para la moltura de diferentes
barnices (al de Morata iban los olleros de Almonacid,
Alpartir y Tobed y los vajilleros de Muel).
Más sencillo era el molino de colores, usado para triturar
los minerales empleados en la decoración (el zafre o azul
de cobalto, u otros) y que fue habitual en todos los obra-
dores de vajilla (Muel, Teruel, Villafeliche). Era pequeño y
estaba compuesto por dos piedras horizontales, la inferior
fija y la superior móvil (ruejo y muela), a la que se daba
vueltas mediante un mango vertical. Para este mismo fin
hubo también morteros de piedra de gran tamaño.
– 14 –
Para poder llevar a cabo una producción cerámica había
que adquirir todos los materiales necesarios para su obra.
Se comenzaba con la obtención de la arcilla, que era
extraída de terreros, barreros, canteras o minas cercanas,
buscando con preferencia la que se desprendía por causa
de las lluvias o el deshielo, aunque a menudo había que
cavar para sacarla. Los centros de mayor entidad lo fueron
precisamente por la calidad de esta materia prima. Así
sucedió en Teruel y Villafeliche, que contaron con tierras
muy diferentes, empleadas solas o mezcladas para las dis-
tintas producciones (de la vajilla fina a la cantarería, la tina-
jería o la fábrica de ladrillos y tejas). Por el contrario, algu-
nos alfares tuvieron siempre problemas con la calidad de
sus tierras (Barbastro). La práctica transmitida de padres a
hijos permitía saber qué tipos de arcillas debían mezclarse
para obtener un buen barro: puede servir de ejemplo el
caso de Codos, cuyos olleros unían una tierra “fuerte” y
otra “floja” para lograr un barro con la plasticidad adecua-
da para poder trabajarlo en la rueda. Para conseguir la arci-
lla hubo que pagar a veces por el derecho de extracción,
lo que en ocasiones produjo las quejas de los convecinos
de los alfareros, debidas a los hoyos que dejaban en el
terreno (Huesca).
Otro material básico fue la leña, que había que almace-
nar antes de cada cochura. Lo más frecuente fue emplear
monte bajo, es decir romeros y aliagas, aunque también se
aprovecharon sarmientos de las viñas, pino, olivo, orujo,
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cáscaras de almendras, pinochas, paja, restos de serrerías
y, en general, el combustible que cada zona proporciona-
ba, siempre que sirviera para la cocción. La leña también
supuso un gasto añadido, salvo que se tuviera derecho
adquirido para sacarla de los montes de cada término.
Algunos alfares necesitaron engalbas para la decora-
ción, es decir tierras colorantes, que pudieron extraer en su
propio término (la rojiza empleada en Huesa del Común) o
comprar en lugares más alejados (las amarillas y verdes
usadas en María de Huerva, traídas de Albalate y Encina-
corba). Los productores de vajilla estannífera emplearon
óxidos colorantes, que, como el de cobalto, podían proce-
der de las cercanías (en Teruel, de la mina de San Blas o
de la laguna de Tortajada), de otras localidades aragonesas
(en Muel, de Gistain) o de otras zonas peninsulares (en
Teruel, de Chóvar).
También se compraban los ingredientes de los bar-
nices, como el plomo usado en el vidriado de ollas y vaji-
lla (éste, de mayor pureza) y el estaño necesario para toda
cubierta estannífera. El alto precio de estos materiales y de
algunos óxidos hizo que fuera habitual la práctica de que
se los adelantasen los mismos mercaderes que se queda-
ban con la vajilla para su comercialización posterior.
El oficio de alfarero se aprendió tradicionalmente “de
abajo a arriba”, pasando de aprendiz a maestro. Este ascen-
so profesional estuvo regulado por los gremios de las
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diferentes especialidades constituidos en los principales
centros cerámicos (Teruel, Villafeliche, Muel, Almonacid de
la Sierra, Huesca o Zaragoza). Los gremios controlaron
toda la actividad del oficio, para lo cual redactaron orde-
nanzas, eligieron cargos para su gobierno, establecieron
contratos de aprendizaje y exámenes de maestría, supervi-
saron la calidad y cantidad de obra, impidieron la entrada
o negaron la competencia de los maestros no agremiados,
adquirieron materias primas a precios ventajosos, firmaron
contratos de arrendamiento de toda o parte de la produc-
ción para su comercialización posterior, velaron por los
maestros enfermos y sus viudas y establecieron las celebra-
ciones con las que anualmente rendían culto a sus patro-
nos (santas Justa y Rufina y San Hipólito). Vigilaron tam-
bién el mantenimiento de las técnicas tradicionales, siendo
con frecuencia el elemento inmovilista que impidió aceptar
novedades o realizar cambios, favoreciendo así el declive
de estos oficios. Fueron derogados en el siglo XIX.
La comercialización de la obra constituyó el último
eslabón del trabajo cerámico, dominando tres formas de
venta: directa, por encargo y por medio de mercaderes. La
venta directa la hicieron los propios alfareros en su obra-
dor o llevándola por los mercados más cercanos. La venta
por encargo contó con un acuerdo previo entre comprador
y vendedor, que a veces quedó registrado ante notario (en
azulejerías y vajilla se fijaban precios, medidas, colores y
temas ornamentales, proporcionándose incluso modelos o
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muestras). La que se hacía por medio de mercaderes fue
una fórmula bastante habitual en las ollerías y centros de
vajilla estannífera, ya que éstos acostumbraron a adelantar
a los alfareros materiales, dinero e incluso alimentos por la
obra a realizar, gastos que, de otro modo, su precaria eco-
nomía no habría podido asumir. Estos mercaderes orienta-
ron a menudo la producción cerámica estannífera, cam-
biando modas, obligando a hacer determinadas piezas o
traspasando alfareros de un centro a otro, siempre en fun-
ción de sus propios intereses, acordes con la demanda del
mercado consumidor.
La cerámica tradicional produjo objetos imprescindibles
para la vida cotidiana que cumplieron una función determi-
nada, aunque en algunas especialidades se tuviera también
muy en cuenta lo ornamental. Por esta razón, los concejos
municipales velaron porque hubiera siempre todo tipo de
cerámica en los mercados, contrataron alfareros para que la
produjeran cuando faltaba y controlaron sus precios.
La decadencia de los oficios del barro comenzó en el
siglo XIX, al no haber sabido adaptarse a las nuevas formas
de organización del trabajo e investigación técnica, y se
precipitó en el siglo XX, debido a los cambios en los
modos de vida, la emigración a las ciudades y la aparición
de nuevos materiales. La cerámica dejó de ser útil y, por
ello, su producción dejó de ser necesaria.
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Especialidades
cerámicas
tradicionales
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LA TINAJERÍA Y LA CANTARERÍA
MANUAL
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do parcial del barro (oreo) daba consistencia a la pared;
ello permitía la repetición del proceso hasta completar la
altura total de la vasija, que quedaba terminada con la adi-
ción final de asas y caños, el alisado de su superficie exte-
rior y la aplicación de la decoración elegida. Esta última
pudo ser de tres tipos: incisa, o sea, grabada sobre el barro
tierno mediante sellos, cañas o cualquier instrumento pun-
zante; superpuesta, que añadía tiras u otras decoraciones
de barro pegadas, y pintada, en la que se empleaban
engalbas u óxidos colorantes con los que se realizaba
un dibujo.
La técnica del urdido permitió obtener vasijas de pared
porosa, muy consistentes, materialmente adecuadas para
las diversas funciones domésticas a las que esta produc-
ción cerámica se orientó. Entre sus tipologías sobresalieron
las tinajas, empleadas para contener agua, aceite y vino;
los cocios, cuezos, cuencos o coladores, imprescindibles
para hacer la colada; los cántaros y otras vasijas de agua,
como la cántara (mayor que el anterior), el rallo o boti-
jo–rallo (que incorporaba una rejilla en su boca), el medio
cántaro (más pequeño que aquél) o el botejón de campo
(de boca más estrecha), empleados para el acarreo, servi-
cio y bebida de este líquido; las parras y parretas, usadas
sobre todo para guardar aceitunas; los lebrillos y terrizos
para el lavado, para la matacía y para hacer mondongos;
los morteros para la cocina (menos funcionales que los
impermeabilizados); las macetas para flores y adorno; los
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soportes de cántaros, para recoger el agua que éstos rezu-
maban, y los juguetes, que repetían algunas de las formas
anteriores y estaban destinados a los niños. Se hicieron
también bebederos y comederos para animales.
A estas formas más antiguas se unieron otras con las que
los últimos alfareros activos intentaron adaptarse a la
demanda de los consumidores del siglo actual, tales como
las botejas redondas o de tractorista (que eran botijos
bajos), ánforas y jarros meramente decorativos o incluso
vasijas antropomorfas, sin ninguna relación con la produc-
ción tradicional. En algunos alfares se hicieron igualmente
tuberías, codos, registros de conducción de agua y frega-
deros.
La alfarería manual tuvo importantes centros de produc-
ción en las tres provincias aragonesas. En Teruel sobresa-
lieron los obradores de Calanda, por la extensión de su
obra y por su influencia sobre la producción de algunos
alfares oscenses (Sarsamarcuello), y los de Gea de Albarra-
cín, si bien se trabajó también con esta técnica en Cabra de
Mora, Cantavieja, Mora de Rubielos, Rafales y Teruel capi-
tal, en cuyo Fuero, concedido tras su reconquista, se citaba
ya esta manufactura entre las industrias locales.
En Huesca se obró esta especialidad en Sarsamarcuello,
Nueno, Abiego, La Puebla de Castro, Fonz, Cuatro–Corz,
Alcampel y Castillonroy, tratándose de una obra funda-
mentalmente tinajera.
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En Zaragoza la producción se concentró sobre todo en
torno al río Aranda, en Sestrica, Illueca, Jarque, Tierga y
Tabuenca, aunque también se trabajó manualmente en
otros centros, como en Zaragoza capital.
Entre sus piezas más representativas figuran las tinajas,
obradas en diferentes medidas; destacan las de mayor
tamaño realizadas sólo por encargo, tales como los tinajo-
nes de Sestrica, que podían llegar a tener hasta 300 o 400
litros de cabida. Dentro de la variedad de sus perfiles
sobresale la originalidad de las tinajas de Calanda: éstas
presentan en sus medidas mayores una pared quebrada,
que evidencia sus diferentes tiempos de fabricación, y una
decoración a base de tiras de barro digitadas, motivos inci-
sos (círculos grabados sobre el barro tierno) y trazos pinta-
dos rojos o negruzcos (fig. 1). En el resto de los alfares
turolenses se usaron con preferencia las dos primeras for-
mas ornamentales, sabiendo que los cantareros de Gea de
Albarracín ponían marcas diferenciadoras en sus piezas,
para distinguirlas al sacarlas de los hornos comunales, y
sellos con el nombre de la localidad en el caso de su pro-
ducción más tardía.
Por su parte, la tinajería oscense presenta perfiles y tipos
de decoración parecidos a los de la producción turolense
de Calanda, destacando la personalidad de las tinajas anti-
guas de Abiego por la variedad de motivos estampillados
con que se decoraban (círculos seguidos y punteados,
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aspas o retículas). En cuanto a los alfares zaragozanos, Ses-
trica y los centros de su entorno elaboraron una tipología
de tinaja totalmente distinta a las anteriores: podía ser lisa,
estar total o parcialmente cercillada (en este caso, presen-
taba cordones horizontales de refuerzo) o bien decorarse
con sencillos motivos incisos (líneas rectas u onduladas;
v. fig. 2).
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hubo también más pequeños,
empleados para otros usos (ado-
bo o fritura, en Gea).
El cántaro fue otra de las
tipologías de mayor demanda,
destacando entre su producción
los modelos de Calanda, Abiego
y Sestrica (figs. 4 y 5). El primero
se distinguió por su perfil globu-
lar, con boca pequeña, dos asas
planas y una decoración pintada
Fig. 3. Orza de Jarque (Col. J. M. a base de trazos ondulados e,
Gimeno, Sta. Cruz de Grío)
incluso, flores, iniciales o nom-
bres en sus tamaños más pequeños y en piezas de encar-
go. El segundo, con dos asas, resultaba tan panzudo como
el cántaro calandino, si bien era más achatado y carecía
normalmente de decoración. El tercero se diferenciaba de
los anteriores por su forma bitroncocónica, con base y
boca estrechas y una sola asa; su perfil sería imitado en
otras cantarerías de torno (Daroca, María de Huerva, Villa-
feliche, Magallón, Ateca y Fuentes de Ebro).
Destacaron también las orzas hechas en las cantarerías
zaragozanas (Jarque, fig. 3), en forma de pequeñas tinajas
con dos asas y destinadas a guardar miel u otros alimentos;
así como las terrizas y terrizones, empleados, entre otras
cosas, para la matacía (Gea, Sestrica).
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Finalmente, deben
añadirse otras tipolo-
gías de función reli-
giosa, como las pilas
de agua bendita y la-
vatorios de sacristía,
que se obraron hasta
al menos el siglo
XVIII y destacaron
por su recargada de- Fig. 4. Cántaros de Abiego (Col. particular)
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LA CANTARERÍA DE TORNO
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que curvaba la pared, algún trozo de caña o tela con los
que rebajaba, alisaba u horadada su superficie; un hilo o
alambre con el que cortaba la pieza una vez concluida y
algunas tablas de madera, sobre las que iba depositando la
obra hecha para que se oreara antes de acabarla (coloca-
ción de cuello, asas o vertedores y decoración) o para que
se secara antes de llevarla al horno. Estas dos fases de tra-
bajo (el colado del barro y el torneado de las piezas) fue-
ron básicamente iguales a las iniciales de las siguientes
especialidades cerámicas (ollería y vajilla estannífera).
La producción cantarera recibía la decoración antes de
su única cochura; decoración que podía ser moldurada
(hecha en el propio torno), incisa (sobre la pared tierna),
pintada (con engalba u óxido) o, muy raramente, super-
puesta (con algún motivo ornamental en barro). Con la
cocción final se conseguía el juagueteado, escaldado o biz-
cochado de la pieza, que le daba la resistencia y la calidad
porosa necesaria para mantener fresca el agua que luego
debería contener.
Muchas fueron las cantarerías aragonesas productoras
de una amplia variedad de vasijas destinadas al acarreo,
almacenado y bebida del agua (v. el índice de alfares). El
cántaro, su tipología principal, presentó como constantes
básicas las de tener una cabida fija (la medida normal del
grande era de diez litros), una boca de llenado amplia y
una o dos asas para su traslado; si bien, a la vez, pudo
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adaptarse a perfiles diferentes que respondieron tanto a
un uso específico (su modo de acarreo desde la fuente o el
río hasta la casa: sobre la cabeza, en el hueco entre el bra-
zo y la cadera o en la mano) cuanto al gusto de los can-
tareros (que era asumido como propio por la colectividad
receptora).
De la variedad de modelos hechos
en Aragón pueden destacarse algu-
nos ejemplos. Entre los cántaros
turolenses, sobresale la belleza del
de Huesa del Común (fig. 6), con
cuerpo alargado, boca estrecha y
corta y dos asas altas y redondeadas.
Se decoró con una engalba roja apli-
cada con pincel–peine, con el que se
dibujó un motivo de “ramas o alas”.
Esta fórmula ornamental parece for-
malmente vinculada con la de la
cerámica ibérica, que también pervi-
Fig. 6. Cántaro de Huesa del
Común (Col. particular)
vió en otras cantarerías, entre ellas
en la de Tronchón (fig. 7). Precisa-
mente en este alfar se produjo otro modelo de panza
redondeada, cuello cilíndrico ancho y alto y dos asas que
se pegaban dejando una huella oval; iba decorado con dos
pinceladas cruzadas en V o aspa bajo las asas. Por su parte,
el cántaro de Cantavieja, de perfil similar al anterior, se dis-
tinguió por decorarse con una larga mancha de barniz de
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plomo cruzada sobre la panza,
para lo que se aprovechaba el
mismo barniz empleado en la
fabricación de ollas. El cántaro
de Cabra de Mora fue más estili-
zado, con cuello estrecho y cor-
to y dos asas adheridas en su
apoyo mediante sucesivas digi-
taciones, que resultaron ser su
única forma ornamental. Este
mismo modelo es el que se re-
pitió, con algunas variantes, en
Rubielos de Mora, Valbona, Mo-
ra de Rubielos o Alcaine, canta-
rerías entre las que hubo un fre- Fig. 7. Cántaro de Tronchón
(Col. particular)
cuente intercambio de alfareros,
aunque todas presenten notas personales en la forma de
recortar el apoyo de las asas o de unir éstas al cuello, abra-
zándolo mediante un anillo.
Los cántaros oscenses presentaron mayor unidad, des-
tacando el de Huesca (fig. 8) por su cuerpo panzudo, cue-
llo cilíndrico y dos asas, que se decoró con manganeso en
el espacio comprendido entre estas últimas y la boca;
en este fragmento de pared se trazaron líneas paralelas y
motivos vegetales simples, como “la tenaza” o algunos
temas florales. En realidad, la función de esta decoración
fue la de servir de marca con la que distinguir fácilmente
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sus tres diferentes medidas. Muy
parecidos en perfil y ornamenta-
ción fueron los cántaros de
Tamarite de Litera, Albelda y Jaca
e, incluso, el de Aso Veral, que
imitó por proximidad a los de
Jaca; todos ellos se ornamentaron
con líneas paralelas, eses o pun-
tos pintados en negro. Frente a
éstos, el cántaro de Fraga tuvo un
diseño distinto; se conoce la crea-
ción de hasta tres modelos suce-
Fig. 8. Cántaro de Huesca sivos, con un cuello más alargado
(Col. J. M. Gimeno, Sta. Cruz de Grío)
que el de los precedentes que
solía estrecharse hacia la boca. Los más antiguos tienen el
cuello decorado con molduras torneadas y un pequeño
vertedor marcado en el frente, o bien muestran una deco-
ración pintada que alterna líneas paralelas, ondulaciones y
ochos: de este modo los inmortalizó el pintor Miguel Vila-
drich en sus cuadros regionalistas conservados en la Hispa-
nic Society de Nueva York. El modelo más reciente de cán-
taro fragatino se adaptó a la forma de los de Lérida, con
una decoración de líneas pintadas, debido a que buena
parte de su producción se vendía en Cataluña.
Entre los cántaros zaragozanos hubo también una
gran variedad de formas. Los cántaros de las Cinco Villas
compusieron un grupo bastante homogéneo, al presentar
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siempre cuello cilíndrico y un
asa y estar decorados en
negro con líneas y ondulacio-
nes (Uncastillo y Ejea), a las
que podían añadirse en oca-
siones “ramos”, las iniciales
del nombre del cantarero y
el lugar de producción (Sos,
fig. 9). En Lumpiaque se creó
un cántaro de cuello corto
moldurado, con una sola asa,
si bien se hizo otro distinto de
arrope que, por estar destina-
do a contener el almíbar de
miel, se vidrió por el interior
(fig. 10). El cántaro de Alhama
de Aragón tuvo también una
Fig. 9. Cántaro de Sos del Rey Católico
única asa, con la peculiaridad (Col. particular)
de marcarse con una, dos o
tres rayas incisas cada uno de sus tres tamaños, de modo
que se distinguieran bien en su venta. En cuanto a Villafeli-
che, Daroca, María de Huerva, Villanueva de Jiloca y Ateca,
produjeron otros cántaros grandes, con dos asas unidas
mediante una moldura que abrazaba el cuello (botijón o
cántaro de dos asas), aunque se hicieron a la vez otros
modelos con una sola asa, tanto de boca ancha como
estrecha (Ateca, Villafeliche). En Fuentes de Ebro (fig. 11)
– 33 –
se torneó un cántaro
de panza alta, con cue-
llo corto moldurado
del que salían sus asas,
cuya única decoración
fue la raya incisa que
se grababa en el de
tamaño mediano para
distinguirlo de los de-
más. Finalmente, el
cántaro de La Almolda
tuvo dos asas, cuello
Fig. 10 Cántaros de arrope de Lumpiaque cilíndrico y en ocasio-
(Col. J. M. Gimeno, Sta. Cruz de Grío)
nes repié, pintándose
en negro con líneas rectas y onduladas, como algunos de
los fragatinos.
– 34 –
esta pieza, tal como sucedió en Magallón, donde se realizó
la mayor variedad de modelos: sus obradores eran por ello
conocidos como “la rallería”. El rallo aragonés fue imitado
en otros alfares españoles, como Agost (Alicante), para
venderlo en nuestros mercados.
Variantes tipológicas fueron el botijo de pico (documen-
tación turolense) o botijo de chorro (Huesa del Común),
que era una especie de cántaro estilizado con caño verte-
dor. Parecidos serían el botijo alforjero, alargado para lle-
varlo en la alforja (Alhama), o los diferentes modelos desti-
nados al campo, como la boteja de siega (Tamarite), la
segadora (Albelda), el barral de mont (Fraga) y las botijas
ginebro, calabacica y pastora (Fuentes de Ebro), que tuvie-
ron casi siempre vertedor, base estable y tamaño maneja-
ble (fig. 11).
– 35 –
Esta directa relación entre forma y función está igual-
mente presente en otros modelos de la misma tipología,
como el botijo cantimplora (Montoro), la botija chata
(Fuentes, v. fig. 11) o la botija cenacho (Magallón), piezas
todas ellas planas, con boca y asas altas, calculadas para
pasarles un cordel y llevarlas colgadas en el carro.
Otros botijos fueron de adorno, haciéndose por ello más
pequeños y decorados. Así sucedió con el barral bonito o
“de novia” (Fraga), que formaba parte del ajuar de boda,
con repié, boca ondulada y pitorro adornado; o también
con los botijos llamados rameados o “de ramo y pie” (Ta-
marite, Albelda —fig. 12—,
Ejea), que iban pintados e
incluían el nombre de su
dueña. Hubo además boti-
jos domésticos “de enga-
ño” (provistos de varios
caños, aunque sólo uno
era vertedor), entre los que
destacaron el botijo castillo
(Magallón) y la botija de
picos o de Santa Quiteria
(La Almolda), que solían
llevar una decoración pin-
tada de ramas, pájaros, ini-
ciales y nombres. La misma Fig. 12. Botijo rameado de Albelda
función tuvieron los botijos (Col. J. M. Gimeno, Sta. Cruz de Grío)
– 36 –
decorado y de torre (Cabra y Rubielos), que añadieron,
además, decoraciones modeladas en barro en las asas.
Otra pieza de agua fue la cantarilla (Villafeliche y María)
o jarra (Ejea), que tenía vertedor y un asa.
Las cantarerías aragonesas adoptaron tardíamente la
tipología del botijo levantino, caracterizado por tener un
asa redonda y alta, además de boca y pitorro laterales.
La mayor variedad de ellos se obró en Magallón, donde, de
acuerdo con su perfil, fueron denominados botijo de copa,
de copa y lujo, de pera, redondo y puñero o de niño.
Otros centros hicieron distintos modelos de esta misma
tipología, como el botijo catalán o el de Santander, fabrica-
dos en Ateca y María, o el de gallo, de toro y algunos
antropomorfos propios de Tamarite, Villafeliche o María
(los hubo dedicados a las santas Justa y Rufina, patronas
de los alfareros).
Se torneó, además, otro botijo de aro, forma existente
en la cerámica vidriada aragonesa desde al menos el siglo
XVI (Villanueva de Jiloca, Muel) y, finalmente, no faltó una
absurda adaptación de esta forma a las nuevas condiciones
de vida con la creación del botijo–boina o de nevera, que
aplanó el perfil del levantino para que cupiera en el frigorí-
fico, suprimiendo así su cualidad esencial de mantener
fresca el agua por la natural aireación de su pared porosa
(Magallón, Villafeliche). Hubo asimismo otros botijos
vidriados, llamados por ello “de invierno”.
– 37 –
Entre las formas de introducción reciente se encuentran
las botellas de agua o de café, realizadas para dichos esta-
blecimientos y balnearios (Tamarite, Fraga, Magallón).
Pero la cantarería histórica se destinó también a otras
funciones bien distintas, tal como se acredita en la docu-
mentación zaragozana del setecientos. Así, los cantaricos y
cantaricas de lechero fueron usados en la venta de leche;
las peruleras o parras, para guardar alimentos (aceite y
aceitunas); y los parrones, para el ordeñado y esquilado
y para los sombrereros, seguramente para ablandar la piel
con la que éstos trabajaban. Fabricaron rejillas portátiles
usadas como hornillos o braseros de invierno, como los
que llevaban los niños a la escuela (Rubielos), y también
medidas de alimentos, como las de aceite o vino, que, con
capacidad fija, eran empleadas para la venta de aquéllos.
Tornearon también terrizos y lebrillos de variada utilidad
doméstica, servicios y orinales de uso higiénico, tiestos
para flores (muy frecuentes los de clavelinas) y coberteras
de todas las medidas, destinadas a tapar cualquiera de los
recipientes citados.
Para los niños produjeron juguetes, que repetían en
pequeño algunas de las formas domésticas, y huchas, que
eran denominadas también urtadineros, fortaineros o
ladriolas. Para los más pequeños se hicieron chifletes,
pitos, richiñoles o rosiñoles, o sea, silbatos con los que se
animaban festividades como la del Corpus (Zaragoza en el
siglo XVIII, Alcañiz, Teruel, Tronchón).
– 38 –
Se dio igualmente forma a tejas para beber animales y
bebederos de palomas y “pájaros gorgoritos” (siglo XVIII),
tipología que amplió su variedad de perfiles, entre los
siglos XIX y XX, con otros bebederos de dos piezas, de
cazoleta y de sifón (Fraga, Magallón, Tamarite y Daroca,
entre otros). Dentro de una utilidad distinta, se diseñaron
caracoleras, vasijas agujereadas que competían con las tra-
dicionales de cestería (Fraga).
Las cantarerías produjeron también tuberías para la
conducción de agua (cilíndricas y encajadas entre sí) y
arcaduces, y llegaron a hacer hasta tabaqueras, nombre
dado a las cazoletas para el tabaco de las pipas (Zaragoza,
siglo XVIII).
– 39 –
LA OLLERÍA
– 40 –
diendo alguna engalba u óxido. Por otra parte, tanto la
cocción como la colocación de las piezas en el horno
determinaron variantes de color, de modo que las ollas que
estaban más altas adquirían un color de royo a melado; las
del centro, entre royo y verde, a puntos o “a corros”; y
las de abajo, verde (Tobed). Su decoración (incisa, de cor-
dones de barro superpuestos o pintada) se solía realizar
sobre las vasijas crudas, siendo además una nota típica de
la ollería la obtención (no buscada) de contrastes matéricos
entre las zonas vidriadas y no vidriadas de su pared, que
iban del brillo y suavidad de las primeras a la textura mate
y áspera de las segundas, quemadas por la exposición al
fuego en el caso de las piezas usadas.
La ollería se realizó en obradores especializados (v. el
índice de alfares), aunque hubo otros que compatibilizaron
esta técnica con otras producciones cerámicas (Daroca,
Villafeliche, Lumpiaque, Huesca, Cantavieja o Zaragoza),
pues para los olleros era fácil iniciar la obra de vajilla
estannífera por conocer bien las técnicas de obtención y
cochura del barniz. Así lo hicieron experimentalmente, en
su etapa final, los alfareros de Daroca, Lumpiaque y Torrijo
de la Cañada.
Los olleros dieron forma a un extenso muestrario de
piezas de variada funcionalidad doméstica, religiosa, fune-
raria y arquitectónica, dentro de las cuales destaca, por su
volumen, la obra destinada al fuego y a la conserva de ali-
– 41 –
mentos. Así, las tipologías esenciales de fuego fueron el
puchero y la cazuela, conocidos también como olla y
perol (figs. 13, 14, 15 y 18). Las cazuelas y peroles se carac-
terizaron por ser anchas y bajas, con amplia boca, en tanto
que los pucheros y las ollas eran más estilizados y altos.
Sus tamaños más grandes se destinaron a la conserva, fun-
ción que quedó a menudo incluida en su denominación
(como los “peroles matacerdos” de Teruel), llamándose
también orzas a las vasijas más grandes destinadas a esta
función, tal como se hacía en Benabarre o Tobed (podían
tener hasta 45 litros de cabida).
Por sus diferentes
medidas, cada una de
estas vasijas olleras re-
cibió distintos nombres,
variables según los alfa-
res, y en conjunto com-
pusieron auténticas ba-
terías de cocina que
iban completadas con
sus correspondientes co-
berteras, cerradas o agu-
jereadas para facilitar su
aireación. Así, entre las
mercaderías olleras ven-
Fig. 13. Olla de Bandaliés, c. 1900, Mariano didas en las tiendas de
Carrera (Col. J. Abió, Bandaliés) Zaragoza en 1610 se ci-
– 42 –
taban las siguientes vasijas de fuego y conserva: entre las
cazuelas, la grande para cocer una cabeza de ternera, la
grande de tamaño inferior y la mediana; la cazolica peque-
ña, el cazolico y el cazuelo y, entre las ollas, la grande
de cuatro asas de cabida de un cántaro (diez litros), la
grande llamada de pierna, la mediana de un cuarto de cán-
taro, la de dos asas y la de un asa.
Encontramos otra muestra en la producción tradicional,
extinguida, de Jaca y Tobed: así, en el alfar oscense se
hicieron hasta diez tamaños sucesivos de pucheros que,
de mayor a menor, eran: la olla de dos asas o puchero
grande; el mediano con un asa, como todos los siguientes;
el presero, para hacer caldo con una presa o ave; el de a
diez, de unos dos litros, que, para distinguirlo de los de
similar medida, llevaba una raya incisa a manera de marca;
el de a jarro, que era de un litro; el de a medio jarro; el de
viuda, al que también se colocaba un distintivo inciso para
no confundirlo con los de similar tamaño; el chiquirrín; el
de menudencia grande y el de menudencia pequeña. En
Tobed, por su parte, además de las ollas y pucheros de
diferentes medidas (conocidos allí con otros nombres),
se obraron cazuelas que, de mayor a menor, eran: la mon-
donguera, de entre cinco y diez litros de cabida; la de
almud o de a seis, de un litro y medio; la de a nueve,
novena o conejera, de un litro; la de a dos, de tres cuartos
de litro; la presera, de medio litro; la veintidosena, de entre
un cuarto y medio litro, y la miajera o bolicha, de hacia un
– 43 –
cuarto de litro, que era la
más pequeña y se emplea-
ba para hacer la comida
de un niño.
Todas estas piezas, tan-
to las destinadas al fuego
Fig. 14. Jarro (“1857”) y cazuela (“Agapito como las de conserva,
Narro. 1845») de Tobed (Col. J. M. Gimeno, pudieron reforzarse me-
Sta. Cruz de Grío)
diante un alambrado que
era tejido por hojalateros itinerantes, los mismos que gra-
paban cualquier vasija de barro rajada o rota. Para estas
manipulaciones precisaban únicamente alambre, un alicate
y un taladro, además de una mezcla pastosa (a base de cal
viva y sangre de cebón) que les servía para rellenar cual-
quier grieta. Se trataba pues, en un caso, de reforzarlas
para garantizar su duración y, en otro, de remendarlas para
que siguieran en uso, tareas que resultaban perfectamente
acordes con una economía de escasos recursos, tan diame-
tralmente opuesta a la vigente en la sociedad de consumo
actual.
La forma de los pucheros, cazuelas, ollas, peroles u
orzas estuvo siempre determinada por su función, a pesar
de lo cual los diferentes alfares o zonas alfareras dieron su
personal versión de cada una de estas piezas. Citemos
como ejemplo el caso de los pucheros y peroles (cazuelas)
de las ollerías turolenses, que se distinguen del resto de los
– 44 –
aragoneses porque tanto unos como otros adoptaron un
perfil que recuerda al de una jarra con vertedor y una o
más asas, con la variante de que los primeros tenían una
forma más estilizada que los segundos (así en Teruel,
Mora, Rubielos, Cabra y Montoro, v. fig. 15). La mayoría de
estos pucheros y peroles carece de decoración, pero algu-
nos recibieron una ornamentación de líneas paralelas inci-
sas, marcadas con un instrumento punzante sobre el barro
tierno, aprovechando la rotación del torno (Valbona). Por
su parte, las ollerías oscenses, entre ellas las de Naval y
Bandaliés (fig. 13), decoraron las medidas más grandes de
estas vasijas a cordoncillo: se trataba de superponer tiras
de barro digitadas sobre la pared exterior, formando líneas
rectas, paralelas u onduladas,
espirales y círculos, motivos “en
árbol o en cortina”, o bien de
pegar protuberancias o pezones
del mismo material. Esta fórmula
ornamental pudo combinarse con
otras decoraciones incisas y pin-
tadas (estas últimas, en negro o
amarillo) con dibujos de eses,
espirales, ondulaciones e incluso
con las iniciales del nombre del
alfarero, dispuestas a manera de
marca. En algún caso, como suce-
Fig. 15. Puchero de Mora de Rubielos
dió en Benabarre, pudo aplicarse (Col. particular)
– 45 –
una cubierta de barniz de plomo con efectos jaspeados. En
cuanto a las ollerías zaragozanas, usaron igualmente de
estas mismas soluciones decorativas (así en Almonacid y
Tobed, fig. 14) pero, como en los obradores de Huesca,
dominó otro tipo de ornamentación más simple, pintada,
sobre todo a base de puntos amarillos aplicados con una
caña recortada, o bien se dejaron las piezas monocromas
en el color del barniz (verde, verde–melado o negro).
Además de las tipologías indicadas, hubo otras formas
de vasijas de uso doméstico, algunas de las cuales imita-
ron las de otros centros peninsulares. Así, se hicieron
cazuelas besugueras, de base plana y disposición oblonga
con dos asas (Almonacid). Se produjeron también torteras,
nombre dado a las vasijas redondas, de base pequeña y
plana y pared exvasada, bajas, anchas y abiertas, con dos o
más asas pequeñas, que se obraban en diferentes medidas
y eran utilizadas para cocinar en fuego y horno, desde
sopa a verdura, asado u otras viandas. Cuando se coloca-
ban en la mesa, todos comían directamente de ellas, aun-
que las había también pequeñas, en cuyo caso se emplea-
ban a modo de platos, existiendo con diferentes perfiles en
todo Aragón (Almonacid, Codos, Santa Cruz de Moncayo,
Tobed, Villafeliche, Alpartir, Ateca). En alguna ollería, don-
de también se las denominó tarteros, las hacían incluso
rectangulares y en forma de platos para huevos (Daroca),
en tanto que en otras se conocía como tortero o esculla a
las más pequeñas, con un asa y vertedor de pellizco en el
– 46 –
borde (Teruel); también se llamaba cazuelas bajas a las de
esta forma destinadas a hacer el arroz (Rubielos de Mora).
Una variante de las mismas, distinguible por tener la
base redondeada y una corta pared vertical, era conocida
en algunos centros como tortera catalana (Alpartir). Se
obraron asimismo marmitas u ollas catalanas, similares a
las ollas de tipo Breda o Quart (Gerona), de pared alta,
ligeramente cerrada hacia arriba, base redondeada y boca
amplia con dos asas, que se vidriaban sólo por el interior
(Crivillén, Alcorisa, Bandaliés, Daroca). Además, se fabrica-
ron otros modelos de orza o parra, pensados exclusiva-
mente para conserva y vidriados por su cara útil, quedando
sin cubierta el exterior, a excepción del espacio en torno a
la boca; figuran entre ellas las comercializadas en Daroca,
María y Lumpiaque, alfar este último que las torneó en sie-
te medidas de entre seis y doce litros de cabida, de acuer-
do con lo cual tenían entre dos y cuatro asas altas.
Los olleros produjeron otras piezas de cocina, como las
aceiteras, que en sus medidas mayores solían tener boca
trebolada, un asa y cuerpo panzudo, bien globular (Jaca,
Torrijo o Almonacid) o bien cilíndrico con base muy ancha
(Montoro, Alcorisa o Cantavieja; v. fig. 16). Estas piezas
turolenses se caracterizaban también por las variadas y
atractivas tonalidades de sus vidriados, que podían trans-
parentar varias coloraciones de engalbas e, incluso, añadir
pinceladas de otra entonación; era, asimismo, frecuente
– 47 –
que su cubierta plumbífera
se aplicara exteriormente a
mandil, con lo que contrasta-
ba con la textura áspera y
porosa del barro (Teruel).
Fueron comunes las vinagre-
ras, reconocibles por su cuello
esrecho y alto y por llevar
caño vertedor separado (Tron-
chón); los morteros, que pre-
cisaron siempre de una gruesa
base de barro que garantizara
su estabilidad; los saleros, sen-
cillos o decorados, general-
mente cilíndricos y con asas;
Fig. 16. Aceitera de Cantavieja las escurrideras, de perfil se-
(Col. particular)
micircular o paredes rectas y
base plana, siempre agujerea-
das, con pequeños asideros o
sin ellos (fig. 17); los anafres u
hornillos en forma de cazuelas
con orificios, en los que se
depositaban las brasas que
mantenían caliente el alimento
del puchero; los envasadores
Fig. 17. Escurridera y pichela de Naval
(Ermita de San Hipólito, Castejón de
de diferentes medidas, que
Sobrarbe) imitaban a los de hojalata; o
– 48 –
los cazos, de forma redondeada o trebolada con mango
más o menos largo (Teruel, Benabarre, fig. 18).
Para otros fines hubo terrizos y lebrillos, llamados terri-
zas y lebrillas en sus tamaños más grandes (fig. 18). Un
alfar especializado en su producción fue el de Lumpiaque,
que los hizo en seis medidas que iban numeradas de la
primera a la sexta y recibían una designación acorde con
su utilidad. Así, el terrizo más pequeño era el lavamanos;
le seguían el de hierbas pequeño y el de hierbas grande o
fregadero (lavado de la verdura y vajilla); el de sangre
(para recoger la sangre del cerdo en la matanza); el mon-
donguero corriente y el arrobero (para la matacía y para
hacer morcillas). Éstos se vidriaban sólo por el interior,
destacando sobre su baño rojizo unas bandas amarillas en
el borde; el número de bandas estaba en directa relación
con la medida de cada pieza, por lo que servían de marca
para distinguir sus diferentes tamaños.
Se hicieron, además, varias tipologías de vajilla de mesa,
como las jarras y jarros (fig. 14) para servir agua, vino y
leche, de diferentes perfiles, con vertedor en el lado
opuesto al que estaba el asa, o en el frente para ver cómo
se escanciaba su contenido (Teruel); iban vidriados sólo en
su tercio superior externo (Tronchón) o sin impermeabili-
zar en su pared baja, que era aquélla por la que el ollero
los sujetaba cuando les daba el baño de barniz. Entre las
tipologías conocidas sobresalen, por su peculiar diseño,
– 49 –
Fig. 18. Puchero, terriza, anafre, escurridera, cazuelas y envasador
de Benabarre (Col. particular)
– 50 –
cuchareros, salvamanteles de aro y licoreras (Almonacid,
Tobed, Alpartir, Benabarre, Daroca, María, Villanueva de
Jiloca) y, excepcionalmente, probetas para pesar mostos
(Almonacid).
Otras vasijas sirvieron como envases de alimentos, como
las mieleras y los cántaros de arrope (Tobed, Lumpiaque),
razón por la cual debían ir impermeabilizados.
Hubo además piezas de uso higiénico, como los bacines
u orinales altos (Montoro, Tobed, Teruel), denominados
también servicios o servidores de cama cuando eran bajos
(Zaragoza). Otra utilidad importante fue la de los calorífe-
ros, en forma de botella cilíndrica con un asa alta, emplea-
dos para calentar las sábanas. Más tardía sería la manufac-
tura de escupideras, que imitaban las realizadas en las
fábricas de loza fina, puestas de moda a partir del siglo
XIX; se hicieron también secantes, que contenían la arena
que se echaba para secar la tinta de los escritos o cartas, y
palmatorias para velas.
Vinculadas con las celebraciones religiosas, se encarga-
ron vajillas para las ermitas, destinadas a las comidas festi-
vas y marcadas a veces con el santo de su advocación (co-
mo las pichelas, escurrideras y platos realizados en Naval
para la ermita de San Hipólito en Castejón de Sobrarbe, v.
fig. 17), así como vajillas para cofradías, tales como los
jarros en los que bebían los cofrades del Santo Cristo de
Almonacid, que iban personalizados con un espino o árbol
– 51 –
alusivo, o como las jarras con las que repartían caridad el
día de su fiesta, dando tortas y sirviendo con ellas el vino.
Algunas ollerías obraron lápidas y cruces de cementerio
con artísticos diseños moldeados y modelados por sus pro-
pios artífices (Alpartir, obra de los Val). También, aunque
de forma menos habitual, elaboraron piezas domésticas de
adorno, tales como figuras, jarrones o todo tipo de vasijas
moldeadas, entre las que destacaron las de los últimos olle-
ros de Alpartir, que llegaron incluso a vender sus moldes a
otros alfares próximos (Torrijo, Villarroya y Tobed).
No menos tradicional fue la realización de todo tipo de
juguetes para niños, e, incluso, de belenes, éstos casi siem-
pre por encargo (Benabarre).
Finalmente, los olleros produjeron piezas arquitectóni-
cas y de construcción, desde canalizaciones y baldosas
(Zaragoza, Almonacid) a tejas vidriadas con barniz plúm-
beo, blancas, amarillas y royas como las hechas en Lum-
piaque para la reparación de las cúpulas de San Antonio
de Alagón y del Pilar de Zaragoza.
A toda esta producción, llegada hasta el siglo XX, se uni-
rían aún otras piezas creadas antes de la extinción de estas
alfarerías. Entre ellas, los tortilleros, platos con solero
saliente pensados para dar vuelta a la tortilla en la sartén;
las horteras con jarros, que imitan las vajillas para hacer la
“queimada” de otros centros peninsulares, y también jarro-
nes decorativos, ceniceros o macetas (Naval).
– 52 –
LA CERÁMICA ESTANNÍFERA
– 53 –
El número de alfares de esta especialidad fue reducido
e, incluso, dentro de él los hubo de larga tradición produc-
tiva (Teruel, Muel o Villafeliche) o de trabajo breve o espo-
rádico, generalmente derivado de los centros anteriores (la
obra “tipo Muel” hecha en Mozota, Botorrita y Zaragoza).
Sus dos principales especialidades, la vajilla y la azulejería,
siguieron la evolución de la moda: este hecho, unido al
movimiento de alfareros entre los distintos centros, dio
lugar a la homogeneidad de su producción, que también
manifestó peculiaridades diferenciadoras, perceptibles
sobre todo en la obra salida de los centros principales.
El discurrir histórico de esta cerámica entre los siglos
XIII y XX muestra dos momentos diferenciados: la etapa
mudéjar, hasta la expulsión de los moriscos aragoneses en
1610 (circunstancia que condujo al vacío de los alfares por
la marcha de quienes habían monopolizado los oficios del
barro), y una segunda etapa desarrollada hasta el siglo XX,
en la que con la repoblación de los obradores llegaron
nuevas técnicas, formas y decoraciones europeas.
La vajilla
Entre los alfares activos destacaron Teruel, Calatayud,
Muel, Cadrete, María de Huerva, Morata de Jalón, Villafeli-
che y, esporádicamente, Zaragoza y Huesca. En ellos se
– 54 –
produjo una amplia tipología de piezas, de muy diversa
funcionalidad, que fue aumentando en número con el
tiempo y modificando sus perfiles según las influencias
recibidas. De manera global, se puede decir que compren-
dió: vajilla de mesa (platos, escudillas y cuencos, salseras,
saleros, bandejas con cazoletas incorporadas, jarros y jarras
o cantarillos), de cocina (morteros, aceiteras, orzas, terri-
zos, coberteras y cazos), soportes para iluminación (candi-
les), recipientes de uso higiénico (orinales), piezas de
escritorio (tinteros, escribanías), vasijas de adorno (flore-
ros), juguetes (silbatos, figuras modeladas y vajillas de
tamaño menudo), envases farmacéuticos (botes, orzas),
ajuares de hospitales, conventos y cofradías (desde vajilla a
orinales marcados o numerados) y piezas religiosas (pilillas
benditeras y pilas bautismales), algunas de las cuales estu-
vieron destinadas a la comunidad judía (en Teruel, las lám-
paras de hanukkah). Las más importantes series cerámicas
de esta etapa son la verde-morada, la azul y la dorada,
denominaciones que se corresponden con los colores de
su decoración.
El gran productor de la vajilla verde–morada fue Teruel,
que, junto con otras especialidades, inició su actividad en
la primera mitad del siglo XIII, gracias a la excelencia y
variedad de sus tierras. Sus piezas fueron pronto solicitadas
desde lugares alejados de dentro y fuera de Aragón. Se tra-
ta de una cerámica mudéjar pintada en verde y morado
(cobre y manganeso), con un bicolorismo derivado de las
– 55 –
cerámicas andalusí, califal cordobesa y taifal zaragozana,
que habría de recibir ahora nuevas influencias almohades,
debido a la llegada de moros procedentes del Levante tras
la reconquista de Valencia (1238). Esta loza de Teruel
adquirió una personalidad propia cuyos rasgos generales
coinciden con los de las otras cerámicas verde–moradas
peninsulares, sobre todo con la de Paterna.
Su derivación de la cerámica hispanomusulmana ante-
rior resulta evidente en muchos de sus temas, en sus com-
posiciones y concepción estética y en la combinación de
vidriados de estaño blanco y de plomo verde o melado
para cubrir el anverso y el reverso de algunas piezas, tal
como se había hecho desde las primeras vajillas cordobe-
sas. Por otra parte, sus decoraciones coinciden con las que
aparecen en las demás artes de revestimiento mudéjares,
sobre todo en la carpintería (techumbre de la catedral de
Teruel, último tercio del siglo XIII). Así, vemos dibujados
animales reales y fantásticos (aves, dragones, conejos, leo-
nes o caballos) y figuras humanas en diseños esquemáticos
(rostros inscritos en círculos) o naturalistas próximos al
gusto gótico (hombres, mujeres, frailes). Hay temas vegeta-
les como el ataurique (hoja de acanto estilizada) y el hom
o árbol de la vida islámicos (en forma de piña), así como
hojas acorazonadas, roleos, espigas, flores y capullos. Los
diseños geométricos aparecen tanto como tema principal
(lacerías, círculos y óvalos anudados, dameros), cuanto
como motivo de relleno o de cenefa en el borde de las pie-
– 56 –
zas (espirales, eses, cuadrículas). No faltan los trazados
epigráficos, algunos de los cuales son letras cúficas dege-
neradas que repiten el nombre de Dios (Allah) y dedicato-
rias piadosas (al–yumn: la felicidad); así como un variado
repertorio heráldico (escudos verdaderos y decorativos) y
de motivos arquitectónicos (torres, arcos lobulados, enla-
drillados de relleno) (fig. 19).
Buena parte de estas decoraciones transmitía un mensa-
je simbólico que reflejaba conceptos recogidos en la poe-
sía musulmana, alusivos a la búsqueda de la felicidad
por medio de la sensualidad, el placer, el poder y la rique-
za. Con todos estos motivos ornamentales se plasmó el
jardín del Paraíso, re-
pleto de especies olo-
rosas, tal como lo des-
cribe el Corán (el árbol
de la vida, las aves alu-
sivas a la inmortalidad
o la felicidad, repre-
sentada por las figuras
que tocan instrumentos
y danzan); también se
utilizaron ideografías,
entre las que figuran
símbolos apotropaicos,
como la mano de Fá-
tima (la khamsa), el Fig. 19. Plato de Teruel, s. XIV (Museo de Teruel)
– 57 –
sello de Salomón (la estrella de seis puntas) o las continuas
alusiones, directas o indirectas, al Único Creador (los cua-
tro arcos que señalan los cuatro ríos del Paraíso, los siete
círculos con los que se alude a los siete cielos creados por
Dios, o su nombre, recordado por medio de los signos epi-
gráficos).
A partir del último cuarto del siglo XIV se inició la
influencia de Manises, coincidiendo con el desarrollo de
este alfar, que pasó a convertirse en el director de la moda
cerámica mudéjar. Comienza entonces la serie azul (cobal-
to), renovándose a la vez la tipología de la vajilla y sus
repertorios ornamentales. Se imitaron los temas de la loza
dorada valenciana, trazándose piñas persas de derivación
malagueña, hojas de perejil y helecho o atauriques carno-
sos enrollados, junto con otros motivos zoomorfos (león,
águila), alguna figura humana, escudos, letras e inscripcio-
nes góticas («Ave María Gratia Plena»). A partir de finales
del siglo XV, un nuevo gusto sustituye al anterior, por
influencia de las vajillas de metal: de sus modelos se toman
los gallones y protuberancias en relieve o pintadas, así
como los temas menudos que imperan en sus decoracio-
nes (solfas, espigas, margaritas, flores de cardo, pestañas o
inscripciones religiosas abreviadas).
Pero, a diferencia de lo que sucedió en otros alfares
españoles, en Teruel la serie azul no desplazó a la ver-
de–morada, que subsistió adoptando este mismo muestra-
– 58 –
rio en una versión más descuidada y popular. Es sobre
todo ahora, entre finales del siglo XV y comienzos del XVI,
cuando se producen algunas de sus más bellas piezas:
grandes alcuzas, jarras, orzas y pilas bautismales en las que
se unen la rotundidad de sus pesados perfiles y la fuerza
de sus rápidos dibujos ornamentales. Estos últimos están
siempre basados en la repetición o alternancia de uno o
más motivos, en el uso contrastado de pinceles de diferen-
te grosor, en la oposición de espacios repletos de decora-
ción y vacíos, o también en la proximidad de diferentes
texturas (la de la cubierta brillante y blanca del barniz de
estaño con la áspera y rojiza del barro visible) (fig. 20).
La serie azul turolense habría de seguir en el siglo XVI
este mismo proceso simplificador, adaptando a facturas
rápidas el personal trazado de sus temas vegetales y geo-
métricos.
En los alfares zaragozanos se manifestó esta misma
influencia de Manises. Es el caso de Calatayud, centro cita-
do por Alidrisí (1154) como productor de loza dorada y del
que sigue habiendo testimonio documental entre los siglos
XIII y XVI. En el siglo XV parece haberse revitalizado la
técnica del reflejo metálico, alcanzando un prestigio tan
reconocido que se la ponía como modelo a imitar en
Huesca (1483), al contratar su Concejo a un alfarero para
que la obrara durante unos años en la ciudad. Por esta
documentación sabemos cómo era su vajilla de mesa,
– 59 –
cuyas decoraciones seguían
las del tipo “Malega” (Málaga)
puestas de moda por Manises,
con temas vegetales, como las
hojas de carrasca.
Desde finales del cuatro-
cientos alcanzó un gran re-
nombre la obra de Muel, que
extendió su influencia en el
siglo XVI por los alfares próxi-
mos de Cadrete, María de
Huerva o Zaragoza y por los
Fig. 20. Orza de Teruel, s. XV más alejados de Villafeliche y
(Museo de Teruel)
Morata de Jalón. La movilidad
e intercambio de alfareros, así como los intereses económi-
cos de los mercaderes (que monopolizaron el negocio de
la compraventa de cerámica) propiciaron una producción
bastante homogénea en técnicas, tipologías de piezas y
repertorio ornamental, que alcanzó un gran desarrollo en
coincidencia con el declive de Manises.
En esta vajilla de Muel o “tipo Muel” destacaron dos
series cerámicas: la azul y la dorada. Los “malegueros”
(nombre dado a los continuadores de la producción anda-
lusí de Málaga) que las obraron conocían bien las técnicas
de obtención del barniz estannífero y del azul de cobalto
y, sobre todo, al igual que los antes mencionados alfareros
– 60 –
calatayubíes, dominaban la
última y más compleja fór-
mula de la loza dorada. Ésta
es conocida a través del rela-
to de Enrique Cock, arquero
de Felipe II, que la anotó a
su paso por Muel en 1585.
La mezcla de sus ingredien-
tes (plata, cobre, bermellón y
almagre unidos con vinagre)
se aplicaba con una pluma Fig. 21. Cantarillo de Muel, s. XVI
sobre las piezas ya vidriadas (Col. Y. Iglesias, Madrid)
y los dibujos así trazados
adquirían una tonalidad
dorado–plateada, verdosa o
rosada después de su tercera
cocción a fuego reductor.
El muestrario decorativo
de esta vajilla evolucionó Fig. 22. Escudilla de Muel, s. XVI
desde los primeros temas de (Museo de Zaragoza)
– 61 –
La concepción estética de sus composiciones es mudé-
jar, por el horror vacui, el tratamiento plano y superficial
dado a los motivos, el gusto por los ritmos de repetición y
alternancia, las disposiciones en simetría o las combinacio-
nes en positivo–negativo dadas a un mismo tema. Dentro
de la sucesión de series ornamentales, algunas piezas pre-
sentan gallones o tetones en relieve (imitando a Manises) y
dibujos trazados con pincel–peine, pinceles de distinto
grosor o plumas; dominan los repertorios vegetal y geomé-
trico, con múltiples modelos de hojas antinaturalistas (por
su tratamiento simplificado) y menudas flores doradas,
margaritas de largos pétalos y piñas; o bien dameros, eses
y cuadrículas, unidos a veces a inscripciones religiosas
abreviadas, hojas y motivos en negativo (algunos recorda-
torios de otros diseños epigráficos cúficos) y sartas de
círculos anillados, muy próximos a los llamados “ojos de
pavo real”, uno de los temas más antiguos de la loza dora-
da islámica. Se dibujaron también animales, sobre todo
aves zancudas, y, más excepcionalmente, conejos, lechu-
zas o algunos cuadrúpedos (figs. 21 y 22).
– 62 –
vajilla dorada (platos, escudillas, cuencos) se decoraron
también por su reverso.
Paralelamente, los mismos escudilleros (como también
se les denominó) produjeron otra vajilla decorada en azul,
combinada a veces con verde o morado (fig. 23). El reper-
torio ornamental es similar al anterior, de dibujo más rápi-
do, existiendo otras series azules comunes decoradas con
motivos geométricos simples.
– 63 –
en otras formas del mudéjar peninsular (Toledo), aunque
es en Aragón donde adquirió un desarrollo más extenso y
personal, manifestando desde sus inicios las notas caracte-
rísticas, que habrían de alcanzar su más madura expresión
en los ejemplos turolenses del primer cuarto del siglo
siguiente. Así, en las torres de San Martín y El Salvador
(fig. 24) y en el ábside de la iglesia de San Pedro se amplió
el repertorio de piezas cerámicas (discos, columnillas com-
puestas por varias piezas y rombos a los que se unen estre-
llas de ocho puntas con sus marcos, crucetas y puntas de
flecha), vidriadas en dos colores (verde y blanco) y salpica-
das por toda su extensión mural de acuerdo con las pautas
estéticas islámicas, es decir: rellenando los fondos de las
labores de ladrillo, enmarcando cada uno de los tapices
ornamentales y ligándose
con las estructuras arqui-
tectónicas en el perfilado
de arcos y alfices y en la
configuración de fustes.
Las aplicaciones cerámicas
actúan, en fin, como ele-
mento unificador que apor-
ta al conjunto la impresión
de decoración colgada y
superficial, ya que el color,
Fig. 23. Plato de Muel, s. XVI el brillo y la luz de la cerá-
(Col. Y. Iglesias, Madrid) mica desmaterializan los
– 64 –
volúmenes arquitectónicos: es
la plasmación de la “estética
de la fragilidad” islámica con
la que se expresa el carácter
perecedero de toda obra hu-
mana, pues para el musulmán
“sólo Dios permanece”. Esta
fórmula ornamental tuvo nu-
merosas derivaciones y fue
el modelo que se siguió en el
mudéjar aragonés coetáneo y
posterior (torres de La Magda-
lena y San Gil en Zaragoza, de
La Almunia de Doña Godina,
Longares y Morata de Jiloca).
Sólo en algún caso excepcio-
nal se sustituyó esta tipología
cerámica por platos decorados
de vajilla (torres de Pina de
Ebro y Terrer, segundo cuarto
y finales del siglo XIV).
– 65 –
das con las que se formaron alfombras de dibujos geomé-
tricos, entre las que destaca la solería de la capilla del casti-
llo de Albalate de Arzobispo (primera mitad del siglo XIV).
El prestigio de los obradores turolenses hizo que reci-
bieran encargos de los reyes de Aragón (Martín V, en 1402,
para su palacio de Barcelona), a la vez que en el palacio
de la Aljafería se experimentaban otras técnicas de reves-
timiento de suelos basadas en la combinación de aljez
(yeso) y azulejos (1382, Pedro IV).
A partir del trescientos adquirió especial desarrollo la
azulejería estannífera pintada a pincel, coincidiendo con el
éxito de la producción de Manises. La arquitectura mudéjar
aragonesa acogería esta nueva técnica, adaptándola a la
decoración de exteriores con el mismo fin desmaterializa-
dor ya comentado en los ejemplos de Teruel. Muestra de
ello es el muro de la Parroquieta de La Seo de Zaragoza
(arzobispo Lope Fernández de Luna, 1378–1379), obra sin-
gular en la que se unieron las piezas típicamente aragone-
sas con la azulejería pintada heráldica y menudos alicata-
dos sevillanos, realizados éstos por dos maestros llegados
desde la capital andaluza (Garcí y Lop Sánchez); también
destacan las obras patrocinadas por el Papa Luna entre
finales del siglo XIV y principios del XV (San Pedro Mártir
de Calatayud y La Seo de Zaragoza), que compaginaron las
dos primeras técnicas citadas e imitaron la tercera solución
cerámica sevillana, adaptándola al gusto local.
– 66 –
En realidad, los maestros de la arquitectura mudéjar
continuaron utilizando siempre de la misma manera la
cerámica en las decoraciones exteriores, si bien fueron
aceptando nuevas técnicas, como la azulejería de arista
que se impuso en el siglo XVI (torre de Santa María de Ute-
bo, 1544).
La azulejería estannífera se pintó en Teruel en los mis-
mos colores de su vajilla, es decir, en verde–morado y en
azul, realizando encargos de la entidad del suelo de la
capilla del Palacio Arzobispal de Zaragoza (Dalmau de
Mur, 1446). También se obró en los alfares zaragozanos
(Muel, Zaragoza), de donde saldrían las solerías hechas
para el palacio de los Reyes Católicos en la Aljafería
(1492–1495). Los pavimentos —hoy restaurados— del
salón del trono y salas anejas dan testimonio de lo que fue-
ron sus recubrimientos cerámicos originales, que formaban
composiciones geométricas con piezas bizcochadas, vidria-
das monocromas y azulejos estanníferos pintados en azul y
morado, en los que se recogía parte del repertorio orna-
mental puesto de moda por Manises; en ellos aparecían,
además, las primeras experimentaciones conducentes a la
obtención de la azulejería de arista. Algunos de sus moti-
vos se repetirían poco después en los azulejos de esta téc-
nica obrados en Muel.
Desde comienzos del siglo XVI se impuso esta última
azulejería, denominada de arista o cuenca (fig. 25) y, coin-
– 67 –
cidiendo con el auge constructivo de Zaragoza y otras ciu-
dades aragonesas, se prodigó por edificios civiles y religio-
sos en forma de solerías, arrimaderos y decoraciones exte-
riores (suelos de la iglesia del monasterio de Veruela,
arrimaderos de la Parroquieta de La Seo, óculos de la casa
de los condes de Morata y torrecillas laterales de la Lonja
en Zaragoza).
El éxito de esta azuleje-
ría tuvo directa relación
con su facilidad de fabri-
cación, pues sus decora-
ciones, estampadas con
moldes de madera, que-
daban en relieve, se ba-
ñaban después con barniz
de estaño y se coloreaban
sus huecos con distintos
óxidos (verde, morado,
azul y melado) sin pre-
cisar para ello de pintores
expertos. Su producción,
centrada en los alfares
mudéjares zaragozanos
(Muel, Cadrete, María de
Huerva, Zaragoza y, por
Fig. 25. Arrimadero de arista, Muel, s. XVI extensión, Huesca y qui-
(Iglesia de la Virgen de Tobed) zás Villafeliche y Morata
– 68 –
de Jalón), fue muy homogénea debido al intercambio de
alfareros y al empleo de unos mismos modelos y moldes.
Su repertorio ornamental combinó temas de tradición islá-
mica con el nuevo lenguaje renacentista y se unió, a menu-
do, con azulejos de cartabón (también de arista, divididos
diagonalmente en dos partes, blanca y verde). Con sus pie-
zas cuadradas y rectangulares se compusieron cuadros
decorativos en suelos (a veces, dispuestos sobre aljez) y
muros, perfilados generalmente por cenefas en forma de
basamento y remates. De esta azulejería se han conservado
algunos ejemplos únicos por el empleo de modelos que no
volverían a repetirse en otros encargos, tales como la sole-
ría de la capilla Zaporta en La Seo de Zaragoza (1569) o el
arrimadero del palacio de los condes de Morata en Saviñán
(segunda mitad del s. XVI).
– 69 –
de la iglesia de San Miguel de los Navarros en Zaragoza
(1603–1604).
Paralelamente subsistió la producción de azulejería pin-
tada, con la que se compusieron también lápidas funerarias
en las que se representaba al difunto yacente, añadiendo
una inscripción con su nombre y año de la muerte
(Teruel).
La vajilla
Con la forzada marcha de los moriscos, en 1610, los
obradores aragoneses quedaron vacíos, lo que supuso la
carencia de todo tipo de objetos cerámicos de uso diario
en los mercados locales. La demanda de esta producción
imprescindible determinó la rápida búsqueda de nuevos
alfareros por parte de los concejos municipales, que vela-
ban por el bien de los ciudadanos, y de los señores tempo-
rales que, como dueños de algunos de los principales cen-
tros de fabricación (Muel y Villafeliche, del marquesado de
Camarasa), protegían los beneficios que les aportaban sus
obradores. Así, muy pronto llegaron a Aragón maestros
expertos en las diferentes especialidades cerámicas, tanto
originarios de otros territorios de la Corona (sobre todo
catalanes) y castellanos, cuanto extranjeros, especialmente
italianos (de Albisola, Génova y Savona).
– 70 –
Ellos fueron los responsables del cambio de gusto
que llevó, desde un mudejarismo arraigado (citado en la
documentación como la “obra antigua del tiempo de los
moros”) a una nueva estética europea.
En esta etapa continuaron activos con igual entidad los
centros de Teruel y Muel; la producción de este último
alfar mantuvo una estrecha relación con la obrada en Villa-
feliche y Morata de Jalón, así como con la realizada en
Cadrete, Botorrita, Mozota y Villanueva de Huerva, que
tendrían una actividad más esporádica. En algún momento
se obró también este tipo de cerámica en Daroca, Belchite,
Huesca, Barbastro, Alcorisa, Lumpiaque, Torrijo de la
Cañada, Gea de Albarracín y Tronchón.
La vajilla siguió siendo el género más abundante produ-
cido en estos obradores, que continuaron elaborando las
tipologías conocidas de uso diario (renovadas ahora en
sus perfiles), así como otras formas requeridas para nuevas
funcionalidades. Hecha en diferentes calidades (fina, entre-
fina y común), la vajilla englobó piezas tan variadas como
platos y fuentes, algunos de los cuales copiaban modelos
propios de las vajillas de metal (“la moda de plata”); escu-
dillas tradicionales de orejas y conquillas hemiesféricas
(tazones), casi siempre decoradas por ambas caras a imita-
ción de las porcelanas chinas; cuencos; fruteros y salvillas;
jarros y jarras; saleros, especieros y azucareros; formas
totalmente nuevas, como las jícaras y mancerinas (vaso y
– 71 –
soporte para servir el chocolate); barrales y cántaros vidria-
dos; tinteros y escribanías; aguamaniles; terrizos, aceiteras
y morteros; bacías para el afeitado, orinales y servicios;
botes y orzas farmacéuticas; pilillas benditeras y placas
devocionales domésticas; pilas bautismales y lavatorios de
sacristía e, incluso, portapaces y portaviáticos; tardíamente,
escupideras y pisteros y, como siempre, toda la cerámica
necesaria para conventos, hospitales y cofradías, así como
juguetes infantiles.
La procedencia de los alfareros llegados a Aragón y su
movilidad explican la extensión y unidad de las nuevas
series cerámicas creadas a partir de la segunda década
del siglo XVII, sobre todo las obradas en los alfares zara-
gozanos. Así, a partir de la primera mitad del seiscientos
aparecen series de influen-
cia catalana y talaverana.
La primera de ellas está
presente en orlas tan ca-
racterísticas como la de
“la corbata” y otras de tipo
geométrico, y la segunda
en la imitación de las
series tricolor (azul–naran-
ja–morado) y de los hele-
chos, con repetición de la
Fig. 26. Pila bautismal de Morata de Jalón, misma policromía castella-
hacia 1661 (Iglesia de Arándiga) na o derivaciones de ella y
– 72 –
de su típica cenefa de eses
alargadas y rombos cruzados
por aspas, que suele ir unida a
un cuadro central con algún
personaje (figura, busto) o ani-
mal (león).
En Zaragoza, Villafeliche y
Morata de Jalón se siguió muy
de cerca el cromatismo original
talaverano, pudiendo ser ejem-
plo de ello las pilas bautisma- Fig. 27. Plato de Muel, s. XVII
(Col. Gajón, Zaragoza)
les realizadas en este último
alfar (parroquiales de Arándiga
y Morata, hacia 1661 y 1698;
v. fig. 26). En Teruel se recibie-
ron estas mismas decoraciones,
pero se pintaron en azul.
Como personal derivación
de lo anterior se produjeron, Fig. 28. Platos de Teruel, s. XVII
(Col. particular)
entre la segunda mitad del si-
glo XVII y parte del XVIII, otras series muy populares en
Muel, calificables también como “tipo Muel” por haberse
obrado —con algunas variaciones— en otros alfares como
Villafeliche, Botorrita o Morata de Jalón. Este repertorio
decorativo se trazó sólo en azul o en combinaciones de
azul, verde y morado e incluso amarillo, repitiendo varian-
– 73 –
tes sencillas de unos mismos temas dibujados con pinceles
finos y gruesos, especialmente helechos y espigados, matas
florales, escamas, cruces patadas o animales (pájaro, pez),
dispuestos en composiciones que diferenciaban centro y
orla o creaban un motivo único de gran tamaño (fig. 27).
Se hicieron, además, otras series heráldicas, con escudos
bordeados por cueros recortados, con el nombre del due-
ño y el año de fabricación (Muel y Teruel).
En el siglo XVII comenzó también otra serie azul de
motivos chinescos, que habría de pervivir hasta finales
del XVIII en Teruel, Muel y Villafeliche (fig. 28). A través
de ella llegaban los temas orientalizantes en boga en Euro-
pa, como imitación de las porcelanas chinas importadas
por las Compañías de Indias; las interpretaciones hechas
en Aragón se aproximan a las italianas de los alfares de
Liguria, traídas por los maestros venidos desde Albisola,
Génova y Savona. Se trata de un muestrario exótico de
motivos vegetales menudos (matas de aspecto lacustre con
espigas y pequeñas flores) con los que se compusieron
paisajes poblados por pájaros, ciervos, conejos y otros ani-
males —posados, saltando o pastando— e, incluso, algu-
nas edificaciones, entre ellas las de forma de pagoda.
La personalización de este repertorio en Aragón dio
lugar a la serie de la hoja–ala (debido al aspecto que pre-
senta su hoja más repetida), que tuvo diferentes versiones
en los obradores turolenses y zaragozanos citados. Su evo-
– 74 –
lución en el setecientos llevó hacia un tratamiento, en algu-
nos casos, más naturalista y, en otros, más simplificado.
Teruel hizo una segunda versión de esta serie, mucho más
popular, en su ya tradicional bicromía verde–morada.
Entre fines del siglo XVII y el XVIII se desarrolló tam-
bién otro repertorio italiano llegado por la misma vía, rela-
cionado en este caso con la serie de temas historiados de
Savona. Sus composiciones, copiadas de dibujos y graba-
dos, tuvieron una intención decididamente naturalista,
plasmándose paisajes con figuras que incluían desde niños
desnudos jugando (Muel) a personajes situados entre árbo-
les esponjados y casas, tomados de los grabados del fran-
cés Jacques Callot (soldados, figuras femeninas, escenas de
caza, en Teruel; v. fig. 29).
Otras series de gusto barroco, presentes en las produc-
ciones de los tres grandes alfares aragoneses del siglo
XVIII (Teruel, Muel, Villafeliche), fueron las de temas vege-
tales naturalistas: roleos de hojas de acanto en positivo o
en reserva, o bien grandes flores y hojas carnosas aplicadas
en cenefas y centros, entrelazadas o formando cuadros ais-
lados. Esta temática se trazó tanto mediante un juego pictó-
rico claroscurista, que aportaba sensualidad y volumen a
las formas, cuanto bajo una simplificación esquemática,
que no por ello eliminaba su vitalidad. Ambas fórmulas
coexistieron, de manera que pudieron ser dibujadas por
los mismos decoradores, tal como aparecen en las vajillas
– 75 –
de Villafeliche: ejemplo
de una y otra son la pila
bautismal de la iglesia
de Ricla, hecha en 1722
(fig. 30), y la vajilla con
grandes matas florales
esquemáticas dibujadas
sobre fondos rellenos de
menudos temas vegetales
(como los “mistos”) y ani-
males (pájaros o conejos).
En el setecientos llegó
Fig. 29. Frutero de Teruel, s. XVIII
(Col. Altabella, Aguaviva)
también la moda francesa
difundida por Alcora. La imitación de la loza de esta fábrica
castellonense (fundada en 1727 por el noveno conde de
Aranda) estuvo propiciada por dos razones básicas: por un
lado, por la procedencia ara-
gonesa de su propietario y
de algunos de sus más desta-
cados pintores (como los
Causada, activos entre Zara-
goza, Alcora y Muel) y, por
otro, por el intento de paliar
la competencia que suponía
la difusión de esta vajilla
en la capital aragonesa y en Fig. 30. Pila bautismal de Villafeliche,
otras ciudades de Aragón. 1722 (Iglesia parroquial de Ricla)
– 76 –
Las series de influencia alcoreña se pintaron en azul o
en una policromía que copiaba los tonos pastel de la fábri-
ca (verde, amarillo–naranja), imitándose las decoraciones
de mayor éxito de su primera y segunda etapas, tales como
las puntillas de estilo Berain, el muestrario chinesco intro-
ducido por Olerys, las cenefas de tipo Rouen, los peque-
ños ramilletes denominados “de pintura ramito”, sus asas y
decoraciones moldeadas y la llamada “fauna de Alcora”
(figuras y salseras en forma de perdiz, Muel). Como ejem-
plos en Aragón pueden destacarse las salvillas, fruteros,
mancerinas y saleros “de perros” hechos en Teruel, las
bellas pilas bautismales obradas en Muel (iglesias de Maga-
llón, La Muela o Muel) y la delicada loza producida en
Villafeliche, compuesta básicamente por jícaras y tazas de
– 77 –
finísimas paredes, en las que se dibujaron caligráficas pun-
tillas y menudos paisajes con pájaros (fig. 31) o se imitó la
sobria blancura de su tierra de pipa y otros vidriados
monocromos (verde turquesa, rosa o negruzco). En Teruel,
la inspiración alcoreña derivó hacia otras series propias de
gran rapidez de ejecución y efectismo que pervivirían hasta
muy avanzado el ochocientos.
Finalmente, con el siglo XIX se inició la decadencia de
la cerámica estannífera, que condujo a su casi total extin-
ción en el XX. En esta etapa última se produjo un descenso
general de la calidad de la vajilla y una tendencia simplifi-
cadora en sus decoraciones, encaminada a abaratar los
productos.
En Teruel subsistieron hasta el final sus dos series (azul
y verde–morada), para las que se crearon orlas y decora-
ciones simples, tales como las cenefas de ondas o de alter-
nancia de rayas y puntos, o bien motivos centrales de
animales, objetos y nombres, que muestran una espon-
taneidad en sus trazados casi naïf (cuencos, morteros,
alcuzas).
En Muel y Villafeliche destacaron sus series a pincel de
temas vegetales y geométricos de trazado rápido, así como
la obtenida mediante plantillas (motivos de floreros, ani-
males, nombres) y la pintada con tampones, conocida
popularmente como serie de “las perras”, que, en azul o
policromía, dieron lugar todavía a bellos ejemplos de pilas
– 78 –
bautismales (Ibdes, Figueruelas o Chodes) y alegres vajillas
domésticas (platos, tazas, cántaros vidriados, soperas, boti-
jos y jarras), algunas con inscripciones y nombres.
– 79 –
de Muel: presbiterio de la ermita de la Virgen del Castillo
y capilla del Santo Cristo de Fuendejalón, 1747 (fig. 32);
capilla de la Virgen de la Malanca en Torrelapaja, 1766;
ermita de la Virgen de la Fuente y frontal de altar de las
santas Justa y Rufina en la iglesia de Muel. Para su fábrica
– 80 –
se empleó una restringida policromía, copiándose sus com-
posiciones y marcos de grabados (con motivos de rocallas,
cortinajes, jarrones y flores, máscaras, niños desnudos, fru-
tas y pájaros), al igual que las diferentes iconografías de la
Virgen y santos. Similar habilidad mostraron los azulejeros
de Muel en la producción de los paneles devocionales
(Virgen del Rosario y la Dolorosa) colocados en los exte-
riores urbanos de la villa y de otras localidades próximas.
También Villafeliche produjo azulejos, entre los que des-
tacaron los que repiten los motivos de su vajilla, con per-
sonajes, ramos de flores carnosas, pájaros y conejos saltan-
do, formando pequeños cuadros paisajísticos (capilla
bautismal de la iglesia de San Andrés de Calatayud).
En Teruel tuvo la azulejería diversas aplicaciones,
haciéndose desde piezas con variados diseños vegetales
para suelos y paños murales, hasta temas historiados de
gran complejidad insertados en una decoración general
mayor, como los del camarín de la ermita de la Virgen del
Molino en Santa Eulalia del Campo (de gusto rococó, con
la historia de Judit) o los de la antigua iglesia de los Escola-
pios de Albarracín (con motivos alusivos a San José). En
los obradores turolenses, como en el resto de los aragone-
ses, se fabricó otra azulejería ornamental para edificios reli-
giosos o civiles, paneles religiosos dedicados a los santos
de mayor devoción (Santa Bárbara, San Roque, San Anto-
nio Abad, San Pascual Bailón), via crucis y exvotos. La
– 81 –
producción de azulejería, con decoraciones cada vez más
simples, se mantuvo hasta finales del siglo XIX o principios
del XX (uso de plantillas, tampones y pincel).
Se hicieron también azulejos de rotulación urbana para
identificar edificios, indicar el nombre de plazas y calles y
numerar las casas. Esta función se inició a partir del Decre-
to Real por el que se colocaron en Zaragoza (1770) y en
otras ciudades, siendo renovadas sus piezas en los siglos
siguientes.
Finalmente, otra funcionalidad de este género cerámico
es la constituida por las lápidas funerarias, con las que se
dejaba memoria del nombre del difunto y de la fecha de su
muerte, añadiendo otros motivos pintados, bien fúnebres
(calavera, reloj, féretro), bien relativos al fallecido (retrato,
cualidades, anécdotas) o de simple decoración, iguales
en este caso a los de la vajilla. El Museo de Teruel guarda
un buen número de estas lápidas, así como otros ejemplos
de azulejería de revestimiento arquitectónico y piezas
devocionales correspondientes a esta última etapa de pro-
ducción.
– 82 –
LÉXICO
– 83 –
Dorada, loza (reflejo metálico) Cerámica decorada con tonali-
dades doradas, plateadas o rojizas, según una técnica inventa-
da en la Mesopotamia islámica en el siglo IX. Suele tener cobre
y plata en su fórmula y se cuece a fuego reductor, con baja
temperatura y mucho humo.
Engalba (engobe) Tierra natural que, triturada, diluida en agua y
aplicada sobre una pieza, la colorea en diferente tonalidad,
según sean sus componentes minerales. En ollería sirvió tam-
bién para teñir el barniz de plomo.
Horno Construcción usada para la cochura cerámica. Su tipolo-
gía más común es el horno de tiro vertical con dos cámaras
superpuestas (combustión y cocción) y una bóveda fija con
chimenea central y, a veces, respiraderos radiales. Su planta y
dimensión varían, habiéndolos abiertos sin bóveda. Otro tipo
de horno es el de barniz, más pequeño, con dos cámaras
comunicadas lateralmente y abiertas al exterior por boqueras,
empleado para la fusión del plomo y estaño, ingredientes bási-
cos del barniz estannífero.
Mozo (pie) En la tinajería manual, soporte cilíndrico de barro
cocido, con dos escotaduras laterales para facilitar su traslado,
usado como mesa de trabajo.
Obrador Lugar de trabajo del alfarero.
Óxido colorante Mineral en polvo empleado como color, que,
según su clase, da diferente tonalidad (cobalto, azul; mangane-
so, morado; cobre, verde).
Paletear En cantarería manual, golpear la pared de barro con una
paleta de madera para dar forma por urdido a una pieza.
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Pella (pastón, masón o pilón de barro) Cilindro de barro ama-
sado que se coloca en el torno para hacer las piezas.
Testar (escombrera, casquera, tiestal) Lugar donde se vierten
los desechos de obradores y hornos.
Torno (rueda) Instrumento mecánico del que se vale el alfarero
para dar forma a las vasijas, aprovechando el movimiento de
rotación que él mismo impulsa con el pie. El más usado fue el
torno de pie, compuesto por dos ruedas de madera unidas por
un eje vertical de hierro.
Truede (trébede, traude, atifle) Soporte de barro cocido de tres
brazos, que separa las piezas en la cochura y que al quitarse
deja tres puntos marcados en las mismas.
Urdido Técnica de trabajo manual consistente en trabar tiras de
barro para obtener una vasija, uniéndolas con los dedos o con
instrumentos simples (palas, paletas y broqueles de madera).
Se usa en tinajería y cantarería manual.
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ALFARES TRADICIONALES
EXTINGUIDOS Y VIVOS
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Aso Veral* Cantarería de torno y ollería.
Ateca Cantarería de torno y ollería. El último alfarero, Jerónimo
Martínez —ya jubilado—, mantiene el obrador y trabaja espo-
rádicamente.
Ayerbe* Ollería.
Bandaliés Ollería. Trabajan Julio Abió e hijos. Existe un Museo
Municipal de Cerámica.
Barbastro* Cantarería de torno, ollería y, temporalmente, cerámi-
ca estannífera.
Bárboles* Cantarería de torno.
Beceite* Cantarería de torno.
Belchite* Temporalmente, cerámica estannífera.
Belmonte de Calatayud* Probable cantarería de torno.
Benabarre* Ollería.
Biescas* Ollería.
Botorrita* Cerámica estannífera.
Borja* Cantarería de torno.
Bronchales* Alfar de terra sigillata romana, con moldes conser-
vados en el Museo de Teruel.
Cabra de Mora* Tinajería manual, cantarería de torno y ollería.
Cadrete* Cantarería de torno, ollería y cerámica estannífera.
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Calaceite* Improbable ollería.
Calamocha* Cantarería de torno y ollería.
Calanda Tinajería y cantarería manual. Viven dos alfareros jubila-
dos, Pascual Labarías y Antonio Bondía, que han formado a
otros que trabajan en la Escuela de Cerámica Virgen del Pilar
(desde 1995).
Calatayud* Cantarería de torno, ollería y cerámica estannífera.
Calcena* Probable producción de cerámica estannífera.
Cantavieja* Tinajería manual, cantarería de torno y ollería.
Castillonroy* Tinajería manual.
Codos* Ollería.
Contamina Parte de la obra tradicional de Alhama de Aragón y
Tobed subsiste en el taller de José Luis Palacín, que obra tam-
bién cerámica moderna.
Crivillén* Cantarería de torno y fundamentalmente ollería.
Cuatro–Corz* Tinajería manual.
Chodes* Cantarería, probablemente manual.
Daroca* Cantarería de torno, ollería y cerámica estannífera.
Ejea de los Caballeros* Cantarería de torno.
Encinacorba* Ollería.
Fonz* Tinajería manual.
Foz* Tinajería y cantarería manual.
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Fraga Cantarería de torno. Trabajan los sucesores de José Arella-
no (Mª Carmen Arellano y Joaquín Javierre) y Arturo Margalló,
que compaginan las producciones tradicional y moderna.
Fuentes de Ebro Cantarería de torno. Mantienen sus obradores
Alfonso y Antonio Gayán, así como Alfonso Soro, que alterna
la producción tradicional con otros tipos de obra.
Fuentes de Jiloca* Posible cantarería de torno y ollería.
Gea de Albarracín* Tinajería manual, cantarería de torno, ollería
y, ocasionalmente, cerámica estannífera.
Gotor* Ollería.
Huesa del Común* Cantarería de torno y algo de ollería.
Huesca* Cantarería de torno, ollería y cerámica estannífera.
Illueca* Tinajería y cantarería manual.
Jaca* Cantarería de torno y ollería.
Jarque* Tinajería y cantarería manual.
Lumpiaque* Cantarería de torno, ollería y, temporalmente, cerá-
mica estannífera.
Magallón Cantarería de torno. Mantienen sus obradores Ángel
Borobia y Manuel Salvador, que trabajan esporádicamente lo
tradicional.
Maluenda* Alfarería de especialidad no precisada.
María de Huerva Cantarería de torno, ollería y cerámica estanní-
fera. Realiza algunas de las piezas tradicionales Reyes Herrero,
hija del último alfarero, Juan Herrero.
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Mazaleón* Dudosa producción alfarera no precisada.
Montoro* Cantarería de torno y fundamentalmente ollería.
Monzón* Alfarería, posiblemente cantarería de torno y ollería.
Mora de Rubielos* Tinajería manual, cantarería de torno y ollería.
Morata de Jalón* Cerámica estannífera, cantarería de torno y
dudosa manual.
Mozota* Cerámica estannífera.
Muel Cerámica estannífera. Subsiste en parte lo tradicional en el
Taller–Escuela de Cerámica y a través de varios ceramistas que
hacen copias y recreaciones de la obra antigua.
Naval Ollería. Mantienen sus obradores Francisco Buetas y Ángel
Echevarría, trabajando con este último su hijo David.
Nueno* Tinajería manual.
Orihuela del Tremedal* Alfarería, posiblemente cantarería de
torno y ollería.
Puebla de Castro, La* Tinajería manual.
Rafales* Cantarería de torno y quizás manual.
Rubielos de Mora* Cantarería de torno y ollería.
Santa Cruz de Moncayo* Ollería.
Santa Cruz de Grío* Ollería.
Sarsamarcuello* Tinajería manual.
Sestrica* Tinajería y cantarería manual.
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Sos del Rey Católico* Cantarería de torno.
Tabuenca* Posible cantarería manual.
Tamarite de Litera Cantarería de torno. Mantiene su obrador
Luis Gruas.
Terrer* Posible cantarería de torno.
Teruel Tinajería manual, cantarería de torno, ollería y cerámica
estannífera. Subsiste por la actividad de Cerámica Punter, insta-
lada en el polígono industrial.
Tierga* Tinajería y cantarería manual.
Tobed Ollería. Mantiene su obrador José María Quero.
Torrijas* Cantarería de torno.
Torrijo de la Cañada* Ollería y, temporalmente, cerámica estan-
nífera.
Tórtoles* Posible cerámica estannífera.
Trasmoz* Posible ollería y cerámica estannífera.
Tronchón* Cantarería de torno, ollería y, temporalmente, cerá-
mica estannífera.
Uncastillo* Cantarería de torno.
Valbona* Cantarería de torno y ollería.
Villafeliche Cantarería de torno, ollería y cerámica estannífera.
Subsiste en parte la obra tradicional con Manuel Gil, hijo de
alfarero, que hace también cerámica moderna.
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Villanueva de Gállego* Desde 1952 se hizo cantarería derivada
de la de Tamarite de Litera.
Villanueva de Huerva* Cerámica estannífera.
Villanueva de Jalón* Posible cantarería manual.
Villanueva de Jiloca* Cantarería de torno y ollería.
Villarroya de la Sierra* Ollería.
Zaragoza* Tinajería manual, cantarería de torno, ollería y cerámi-
ca estannífera.
Zuera* Cantarería de torno.
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MUSEOS
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BIBLIOGRAFÍA BÁSICA
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1. Aragón y Europa • Servicio EuroCAI
2. La Santa Capilla del Pilar • A. Ansón y B. Boloqui
3. Los Tapices de La Seo de Zaragoza • Equipo de Redacción Cai100
4. Los botánicos aragoneses • Vicente Martínez Tejero
5. El traje tradicional en Aragón • Jesús A. Espallargas
6. La economía agroalimentaria en Aragón • Luis Miguel Albisu
7. Baltasar Gracián. La iluminada brevedad • Ignacio Izuzquiza
8. La matacía • José Ramón Marcuello
9. La Navidad en Aragón • Equipo de Redacción Cai100
10. Los monasterios de Aragón • Agustín Ubieto
11. El Cid en Aragón • Alberto Montaner
12. Diseño industrial. Una perspectiva aragonesa • Juan M. Ubiergo
13. El clima de Aragón • José María Cuadrat
14. El nacimiento de Aragón • Juan F. Utrilla
15. Marcial • Concha García Castán
16. La industria en Aragón • Adolfo Ruiz Arbe
17. Los fotógrafos aragoneses • Carmelo Tartón
18. La cerámica aragonesa • Mª Isabel Álvaro Zamora