La Navidad en Aragon
La Navidad en Aragon
La Navidad en Aragon
— LA —
NAVIDAD
EN ARAGÓN
Equipo
Dirección:
Guillermo Fatás y Manuel Silva
Coordinación:
Mª Sancho Menjón
Redacción:
Álvaro Capalvo, Mª Sancho Menjón, Ricardo Centellas
Publicación nº 80-9 de la
Caja de Ahorros de la Inmaculada de Aragón
Introducción 5
LA NAVIDAD Y LAS FIESTAS DE INVIERNO 7
El eterno retorno del tiempo 9
El fuego, la casa, los niños, el sol 11
EL ORIGEN DE LA CELEBRACIÓN DE LA NAVIDAD 17
¿Por qué el 25 de diciembre? 19
Dies Natalis Solis Invicti 22
Las Saturnales 25
El relato del Nacimiento en los Evangelios 26
LA NAVIDAD TRADICIONAL EN ARAGÓN 29
Adviento y santos patronos de niños 32
Llenar capacetas y matar al gallo 34
La tronca de Nadal 36
El árbol de Navidad 49
La Misa del Gallo 51
Antiguas representaciones teatrales 55
Los villancicos 57
Ana Abarca de Bolea y la Navidad 60
El belén 62
La colación 64
Nochebuena en la calle 69
Brujas y supersticiones 72
Adivinaciones, juegos 75
Felicitaciones 80
El 25 de diciembre 83
Los Santos Inocentes 84
El comienzo del año 86
La noche de Reyes y la Epifanía 94
Epílogo 105
Bibliografía recomendada 109
E l sonsonete de los niños del Colegio de San Ildefonso
cantando rítmicamente números y premios en el sor-
teo de la lotería señala, en la mañana del 22 de
diciembre, el inicio de las fiestas navideñas. Porque la
Navidad no es únicamente una fiesta, sino todo un ciclo fes-
tivo que comienza oficialmente la noche del 24 de diciem-
bre, Nochebuena, y finaliza el 6 de enero siguiente, el día de
Reyes, cerrando un periodo cuajado de celebraciones.
En la actualidad millones de personas, en los países del
mundo occidental, celebramos la Navidad de la misma
forma, con leves diferencias de matiz: grandes cenas en
Nochebuena, regadas con cava o vinos espumosos y rema-
tadas con turrón; intercambio de regalos adquiridos a toda
prisa en los días anteriores, para aflicción de nuestros bol-
sillos y regocijo de los grandes almacenes; Misa del Gallo
y villancicos; montaje de belenes (algunos, con concurso
incluido); profusión de espumillones, lazos, bolas de colo-
res y otros ornamentos sobre las ramas de un abeto (pre-
feriblemente, artificial) que se coloca en un lugar destaca-
do del hogar; reuniones familiares, felicitaciones y buenos
deseos; pequeñas bromas el día de los Inocentes; campa-
nadas, uvas y fiestas de cotillón para Nochevieja; grandes
resacas para Año Nuevo; algarabía de chiquillos en la
cabalgata del día de Reyes…
–5–
Por otra parte, cada vez más gente opta por aprovechar
estos días de vacaciones para salir de viaje, a ser posible a
destinos con clima cálido, alejándose así de la tradicional
consideración de la Navidad como una fiesta familiar.
Sin embargo, hasta hace relativamente poco tiempo —y
muy especialmente en el medio rural— la celebración de
estas fechas navideñas tenía un carácter diferente en nues-
tras tierras, con peculiaridades propias del modo de vida
de las sociedades tradicionales. Muchas de ellas han desa-
parecido, otras están a punto de hacerlo, algunas subsisten
como mero ritual, perdida ya la significación que les daba
su verdadero sentido.
En las páginas que siguen hablaremos de estas fiestas,
de su origen, de sus fórmulas y variantes; analizaremos sus
detalles y procuraremos obtener, así, una idea aproximada
de lo que en otro tiempo significaba para los aragoneses la
Navidad. Conoceremos con ello un aspecto más de las
manifestaciones de nuestra cultura y, por lo tanto, de nues-
tra propia identidad.
–6–
— LA —
N AV I D A D
Y LAS FIESTAS
DE INVIERNO
EL ETERNO RETORNO DEL TIEMPO
–9–
Labores de trilla y selección del trigo.
Detalle del tapiz Capricornio, de La Seo de Zaragoza
– 10 –
los pastores en el otoño, el abastecimiento de la casa para
pertrecharse junto al hogar en el invierno.
Algunas de estas festividades adquirieron una singular
relevancia por ser las que marcaban el tránsito entre una
estación y otra, la conclusión de un periodo y el comienzo
del siguiente, esos momentos mágicos que vienen señalados
por el curso del sol: el día más largo y más corto del año,
que corresponden respectivamente a los solsticios de verano
y de invierno, y aquellos otros dos en los que el sol se
encuentra en el ecuador celeste, dando igual duración al día
y a la noche: los equinoccios de primavera y otoño.
Es en una de estas cuatro fechas “clave”, la del solsticio
de invierno, en la que nos vamos a centrar. Porque en ple-
no rigor invernal, cuando la luz y el calor son tan débiles
que casi se puede creer que la noche tiene ganada la parti-
da al día, llega un momento en que el sol inicia su ascenso
de nuevo en el horizonte; y el hombre celebra este triunfo
del sol sobre las tinieblas con una fiesta que constituye el
eje fundamental del ciclo festivo de invierno: la Navidad.
– 11 –
tilidad. Pero la fiesta no tiene un sentido únicamente eco-
nómico. Para caracterizar el hecho festivo no se puede
atender sólo a un aspecto determinado, porque en su pro-
pia esencia se conjugan muchos factores: religiosos, socia-
les, económicos, astrológicos...
Antropólogos como Julio Caro Baroja nos hacen ver que
hay, además, otros elementos fundamentales que pueden
determinar el arraigo y la pervivencia de una fiesta, como
pueden ser los valores estéticos y de juego; porque, como
él mismo afirma, «jugar y cargar el juego de intenciones
profundas es un supremo placer para los hombres y las
sociedades», por lo que «no cabe duda de que una vez
creada una forma de ritual en la que hay implícito un jue-
go, el uno y el otro viven, no sobreviven, de modo seguro».
En las fiestas navideñas tradicionales (y en general en las
de todo el ciclo festivo invernal) intervienen todos esos fac-
tores. En ellas se celebra el solsticio de invierno, como fina-
lización de la trayectoria decreciente del sol y el inicio de
su renacimiento, porque ese es el primer signo de que la
Naturaleza emprende de nuevo su camino hacia la vida.
Una vida que en la época invernal está aletargada por la fal-
ta de luz y de calor, tan necesarios para la supervivencia de
plantas y animales y, por supuesto, del propio hombre. Los
rituales característicos de estas fechas están cargados de un
simbolismo que pretende regenerar la luz y la vida, e influir
así en la victoria del sol sobre la oscuridad invernal.
– 12 –
Desde el punto de vista económico, en esta época de
fríos y heladas las actividades se realizan en el interior de
las casas: hilado de lino y otras fibras textiles, trasiego del
vino, matacía del cerdo, elaboración del aceite... Las labo-
res agrícolas y ganaderas apenas tienen lugar, a excepción
del volteo de las tierras para airearlas —si es que las hela-
das lo permiten— o de la recogida de la oliva y la poda de
la viña (y, en general, de todo tipo de madera).
– 13 –
invernal, y muy especialmente las de Navidad, están mar-
cadas por el deseo de consagrar la continuidad de la casa:
los rituales se concentran alrededor del hogar y están pre-
sididos por el jefe de la familia, con el fuego —alma y sol
de la casa— como principal protagonista.
El fuego se encuentra presente prácticamente en todas
las fiestas invernales, sea como cálido rescoldo hogareño,
sea en forma de grandes hogueras públicas en el centro
del pueblo. Pero mientras que de estas últimas se afirma
que se encienden por un remoto afán de ahuyentar los
peligros y males, acerca de la importancia del fuego del
hogar existe otra interpretación que lo relaciona con ese
deseo, ya comentado, de perpetuar la continuidad de la
casa: el fuego en torno al cual se reúne la familia actuaría
como una puerta de comunicación con los antepasados,
desde la que éstos pueden vigilar y cuidar a los vivos. En
la noche mágica del solsticio, los seres queridos que ya
habían muerto volvían a visitar el hogar para protegerlo, y
encontraban el camino gracias al fuego.
En otro tiempo, además, en la casa se preparaban para
los antepasados comida y ofrendas, de forma que no se
perdiera del todo el vínculo con ellos. Esa costumbre derivó
en la que aún hoy se mantiene de hacer regalos a los niños;
regalos que, en cualquier caso, deben ser traídos por un
personaje que viene del más allá, sean los Reyes Magos, el
Niño Jesús o, más recientemente, Papá Noel o Santa Claus.
– 14 –
Porque, como hemos dicho, el fuego asume el protago-
nismo simbólico, pero el protagonismo “social” en estas
fiestas queda en manos de los niños. Probablemente no
fue siempre así, sino que en un principio eran los adultos
quienes se encargaban de llevar a cabo los rituales, espe-
cialmente las ofrendas a los muertos familiares. Pero con
el tiempo, y quizá por el recelo que el poder religioso sen-
tía hacia unas formas de celebración consideradas paga-
nas, fueron derivando en festejos de carácter infantil.
En cuanto al aspecto religioso, es sabido que la Navidad
constituye, junto con la Pascua de Resurrección, una de las
fiestas más importantes para la Iglesia católica: se trata de
celebrar el nacimiento de Jesucristo, su llegada al mundo
como Dios hecho hombre para salvar a la Humanidad.
Este acontecimiento se prepara con antelación, durante el
periodo que se denomina Adviento (es decir, “adve-
nimiento”), y se prolonga con dos fiestas posteriores: la de
la Circuncisión, el 1 de enero, y la de la Epifanía (la “mani-
festación” pública de Dios) o de los Reyes Magos, el 6 del
mismo mes.
– 15 –
EL ORIGEN
DE LA CELEBRACIÓN
— DE LA —
N AV I D A D
¿POR QUÉ EL 25 DE DICIEMBRE?
– 19 –
Buscando posada, de la exposición de belenes en la Sala Barbasán, 1996
– 20 –
en un cómputo pascual datado en el año 243 se parte de la
descripción que hace el Génesis de la Creación del mundo
para afirmar que, como el día en que Dios separó la luz de
las tinieblas unas y otras habrían formado partes iguales, el
primer día de la Creación tuvo que ser el 25 de marzo, o
sea, el equinoccio de primavera, momento en el que el día
y la noche tienen la misma duración. De forma que, como
Jesucristo es el “Sol de Justicia”, y en el Génesis se dice que
Dios creó el Sol en el cuarto día, Cristo habría nacido el 28
de marzo…
Otros autores de la misma época proponían la fecha del
25 de marzo. En general, la Iglesia occidental se inclinaba
más bien por adoptar la época primaveral para situar el día
de la Natividad. Pero las altas jerarquías eclesiásticas se
manifestaron contrarias a estas especulaciones: en el siglo
III llegaron, incluso, a condenar como sacrílegos a quienes
se dedicaran a ellas, calificando de pagano cualquier inten-
to de celebración del nacimiento de Cristo. En todo caso,
se admitía la posibilidad de celebrar su bautismo, en la
fecha del 6 de enero, como epifanía o manifestación de la
divinidad de Jesús, fecha que ya se venía conmemorando
anteriormente en la Iglesia oriental.
Sin embargo, a partir del siglo IV (y especialmente tras
el Concilio de Nicea, que tuvo lugar en el año 325 y en el
que se estableció como dogma que Jesucristo participaba
de la misma naturaleza divina que el Padre), se comenzó a
– 21 –
considerar la conveniencia de la fecha del nacimiento de
Jesús, su llegada al mundo como Mesías para salvar a la
Humanidad. Y muy poco después está datada la primera
referencia a la celebración de la Natividad por los cristia-
nos el 25 de diciembre: en un calendario litúrgico cristiano
en uso en el año 336 se señala que esa fecha es festiva
porque «Cristo nació en Belén de Judea». Esa referencia
está contenida en el texto de un cronógrafo (una especie
de autor de calendarios) escrito años más tarde, en 354.
Algunos autores aventuran el año 330 como el del reco-
nocimiento oficial en Roma de la fiesta de la Navidad por
parte de la Iglesia, mediante una proclama dictada por el
papa Julio I que posteriormente iría siendo aceptada en el
resto del Imperio: en España, por ejemplo, sería después
del Concilio de Zaragoza, en el año 380, cuando comenza-
ría a celebrarse la Natividad de Jesús el 25 de diciembre.
Constantinopla, por su parte, adoptó en 379 esa misma
fecha para equipararse a Roma, pero hubo lugares en la
Iglesia oriental que no llegaron a aceptarla jamás. De
hecho, la Iglesia armenia sigue celebrando la Natividad el
6 de enero.
– 22 –
opta por atribuir a la jerarquía eclesiástica de la época un
deseo de asimilación de su nueva fiesta con otra que se
había impuesto tiempo antes en Roma en esa misma fecha,
y que estaba dedicada a un dios de origen oriental: Mitra.
Mitra era una divinidad identificada con el Sol. Según el
mito asiático sobre el que se basaba su culto, había nacido
de una roca, de la que salió con una antorcha en la mano
—símbolo de la luz que traía al mundo—, y había sido
adorado por los pastores. Sol él mismo, pero a la vez hijo
del Sol, Mitra personificaba a las fuerzas del bien en lucha
contra el mal, al que vencería en el final de los tiempos.
Su culto, de carácter mistérico (sólo para iniciados), se
extendió por el Imperio Romano en los tiempos en los que
el cristianismo estaba afianzándose. Entre ambas religiones
hubo tensiones y también muchos puntos de contacto; los
adoradores de Mitra confiaban, igual que los cristianos, en
una redención por su dios y en otra vida mejor en el más
allá. El mitraísmo se perfilaba, así, como el principal rival
de la nueva religión cristiana.
En aquella época, el 25 de diciembre se celebraban unas
fiestas relacionadas con el solsticio de invierno: en esa
fecha nacía el Sol y por eso los seguidores de Mitra conme-
moraban ese día el nacimiento de su dios. Los romanos lla-
maban a esta fiesta Dies Natalis Solis Invicti, el día del naci-
miento del Sol Invicto. Probablemente la Iglesia cristiana,
que también identificaba a su dios como Sol y Luz del
– 23 –
mundo —y así se recoge en numerosos textos bíblicos—,
consideró conveniente asimilar esa fecha, en la que se fes-
tejaban el solsticio de invierno y la manifestación del Sol
Invictus, a la del nacimiento de Cristo. Tal elección presen-
taba dos ventajas fundamentales, en un momento histórico
crítico para el definitivo arraigo de la nueva religión en el
mundo romano: la posible captación para el cristianismo
de adeptos a Mitra, dada la similitud de sus creencias y
celebraciones, y la neutralización de la tendencia inversa,
es decir, la de que fueran los cristianos quienes, atraídos
por la espectacularidad de las fiestas mitraicas, acabaran
prefiriendo aquel culto.
– 24 –
LAS SATURNALES
– 25 –
pagano en las celebraciones cristianas, cargados de un sim-
bolismo que nada tiene en principio que ver con ellas y
que, pese a que después la Iglesia trató de erradicarlos,
fueron adaptándose con el tiempo hasta llegar a integrarse
perfectamente en el ciclo festivo cristiano.
– 26 –
En ellos aparecen elementos de los que nada dicen los
Evangelios canónicos, pero que, aun así, han pasado a ser
consustanciales de las fiestas navideñas: entre ellos, la gru-
ta o portal donde María dio a luz en Belén, que se inundó
de luz radiante en el momento en el que entró la Virgen;
los ejércitos celestiales de ángeles que cantaban glorifican-
do al recién nacido; el buey y la mula que le daban calor;
el número y nombre de los Reyes Magos; su llegada mila-
grosa desde Persia a Belén en pocas horas, siguiendo el
resplandor de una estrella que se detuvo ante la gruta…
Se narran también leyendas menores sobre las circuns-
tancias que rodearon el nacimiento y la vida del Niño-Dios:
la luz de su cuna; las maravillas que obraban sus pañales,
que curaban enfermos y se conservaban intactos en el fue-
go; la presencia de las parteras en la gruta, que acudieron
a la llamada de José y dudaron sobre la virginidad de
María; y también los milagros hechos por el niño al poco
tiempo de nacer, como el de dar vida a doce pajaritos que
había hecho con barro.
Alrededor de todos estos sucesos maravillosos se fue
configurando un complejo ritual que ha dotado a estas
fiestas de una marcada personalidad. La unión de símbolos
propiamente cristianos con otros de origen ancestral, la
ubicación de sus celebraciones en el cambio de año (tanto
cronológico como solar), el carácter íntimo que tradicional-
mente han impuesto a estos festejos las propias condicio-
– 27 –
Sagrada Familia con Jesús Niño,
de la exposición de belenes en la Sala Barbasán, 1996
– 28 –
— LA —
N AV I D A D
TRADICIONAL
EN ARAGÓN
T odavía se pueden rastrear en los pueblos de Aragón
las formas de celebración tradicionales de la Navi-
dad. Los etnólogos han recogido una serie de cos-
tumbres que, sin diferenciarse demasiado de las de otros
muchos lugares de España y aun de Europa (puesto que
las raíces de esta fiesta son comunes a todos ellos), presen-
tan en Aragón matices peculiares.
Quizá como en ninguna otra fiesta del año se funden en
la Navidad elementos religiosos y litúrgicos con otros profa-
nos y lúdicos, e incluso con algunos de origen remoto cuya
simbología nos acerca a un estadio de relación primordial
entre el hombre y la Naturaleza. Producto de esa conjunción
de factores, los festejos navideños muestran una gran riqueza
y complejidad de manifestaciones, que requieren un análisis
detallado y atento para ser correctamente comprendidos.
Frente a la aséptica forma en que actualmente se viven
las fiestas, meras fechas en rojo en el calendario que se
suelen interpretar como jornadas de descanso en el traba-
jo, antiguamente las fiestas se preparaban con muchos días
de antelación: se disponía el ánimo a vivirlas como tiempo
especiales, que significaban una ruptura de la rutina pero
no para descansar, sino para celebrarlas con la solemnidad
requerida. Se elaboraban las comidas o dulces propios de
la ocasión (que no se consumían en ninguna otra época
del año), se arreglaba la casa con especial esmero, se deja-
ban a punto los mejores trajes…
– 31 –
En el caso de la Navidad, esta anticipación venía marca-
da, además, por una serie de fiestas “menores” que se
sucedían desde finales de noviembre y en cuyas celebra-
ciones se advierten ya rasgos que caracterizan a las festivi-
dades navideñas: entre ellos, y de modo muy especial, el
protagonismo de los niños.
– 32 –
San Nicolás es, entre los citados, el santo protector de
los niños por excelencia. En el relato legendario de sus
milagros aparece siempre como defensor de la infancia: se
le atribuye, por ejemplo, la salvación de tres niñas que
iban a ser vendidas como esclavas porque sus padres no
tenían medios para subsistir, y a las que el santo entrega,
sin ser visto, tres bolsas llenas de oro; y también es famosa
la narración según la cual habría devuelto la vida a tres ni-
ños a los que un carnicero había cortado en rodajas y
puesto en salmuera. Por su vinculación con la infancia,
que se tradujo en la celebración popular de su fiesta en
– 33 –
muchos lugares de España (aunque ahora se haya perdido
en la mayor parte de ellos) y de Europa, la figura de San
Nicolás derivó en la del actual Santa Claus (deformación
del holandés Sante Klaas) o Papá Noël (“Papá Navidad”),
muy arraigada en la cultura anglosajona y modernamente
—y cada vez más— también en la nuestra.
En relación con la fiesta de San Nicolás, pero también
con la de los Santos Inocentes, se celebraba antiguamente
en muchos lugares la fiesta denominada “del obispillo”, de
la que se hablará más adelante.
– 34 –
Ángeles somos y del cielo venimos;
cestas traemos, huevos pedimos.
Baje usted, señora, no sea rara,
que también recogeremos
alguna magra.
– 35 –
se le daba la oportunidad al siguiente. Una vez cortada la
cabeza del gallo se rifaba entre los asistentes y a continua-
ción se merendaba.»
Festejos similares existían en El Frago, Uncastillo y Sáda-
ba (donde, para el día de Santa Catalina, los niños grita-
ban: «¡Una limosnica p’a Santa Catalina!», a lo que respon-
dían los vecinos: «¡Santa Catalina no come!», y replicaban
los chavales: «¡Pero comemos nosotros!»), así como en
Montalbán (Teruel). Esta fiesta del gallo, unida a la del
obispillo y a la petición de comestibles por las casas, fue
también común en muchos pueblos de Navarra.
LA TRONCA DE NADAL
Pero la fiesta grande del ciclo navideño es la Noche-
buena, la conmemoración de la fecha en que, según la
Iglesia acabó por fijar, había nacido Jesús.
Los preparativos de la Nochebuena podían llegar a ini-
ciarse con varios meses de antelación, cuando los hombres
iban a cortar leña al monte para el invierno y reservaban
para esa noche el tronco más grande que podían encontrar,
siempre que fuera de madera buena y resistente: olivo,
almendro, noguera, carrasca o quejigo. Porque una de las
tradiciones que en otros tiempos estuvo más extendida en
los pueblos aragoneses —y que todavía perdura en algunos
de ellos, especialmente en el Pirineo y en determinadas co-
marcas de Teruel— fue la de la tronca o toza de Navidad.
– 36 –
Aserrando madera. Detalle del tapiz Capricornio, de la colección
de La Seo de Zaragoza
– 37 –
Bendición y quema de la toza
La primera de esas dos modalidades citadas era la que se
llevaba a cabo en los pueblos de los valles pirenaicos occi-
dentales. El mismo día de Nochebuena, por la tarde, se co-
locaba la tronca en el fogaril; a veces, para llevarla hasta allí
era necesario el esfuerzo de varios hombres, dado el tama-
ño de la pieza. En Gistain cuentan que en algunas casas
colocaban un tizón tan grande que había que arrastrarlo
con bueyes, por lo que incluso, en una de las casas, llega-
ron a hacer las puertas de la cocina del tamaño suficiente
para que pudieran pasar por ella los animales que lo traían.
El gran tronco era tratado con sumo cuidado, casi con
reverencia: en el monte, antes de proceder a cortarlo, se le
pedía perdón. En la Nochebuena, cuando ya estaba en el
hogar y había atardecido, se encendía para que comenzara
a arder por una punta, que se dejaba dentro de la tizonera,
mientras que el resto de la tronca quedaba fuera. Por la
noche, al regresar de la Misa del Gallo, todos los miembros
de la familia se colocaban a su alrededor y contemplaban
solemnemente el ritual de su bendición.
El encargado de bendecir la tronca —con lo que se eri-
gía en coprotagonista de la ceremonia— era el niño más
pequeño de la casa o el varón de mayor edad. Las fórmu-
las utilizadas para ello eran muy diversas, aunque lo más
común era hacer la señal de la cruz sobre la tronca bien
con vino o poncho, bien con pan o torta, bien con ambas
– 38 –
cosas sucesivamente. Mientras la santiguaba, el “oficiante”
iba recitando una oración o fórmula de bendición en la
que se pedía protección para la casa, sus bienes y habitan-
tes, rogando por su continuidad.
En pueblos como Guaso, Olsón y la comarca de la Fue-
va, se subía al chiquillo a caballo (“a carramanchón”) sobre
la tronca y se le daba un trozo de torta de nueces (“pasti-
llo”), con la que santiguaba al tronco mientras recitaba una
oración que, con variantes, básicamente decía:
Buen tizón, buen varón,
buena casa, buena brasa.
Dios bendiga los bienes de esta casa
y a los que en ella son.
Luego bendecía la tronca y mordía la torta, y repetía
acto seguido la operación mientras hacía la señal de la cruz
sobre la tronca con un porrón o con la bota. En Olsón
variaba el orden de la fórmula de bendición según se
hiciera ésta con vino o con pan:
Tronca de Navidad,
yo te bendigo con pan y vino:
buen tizón, buen varón…
Y después:
Tronca de Navidad,
yo te bendigo con vino y pan:
buen tizón, buen varón…
– 39 –
Tras lo cual todos los presentes tienen que comer torta y
beber de ese mismo vino. En Sobrepuerto no era un niño
el que hacía la bendición, sino un hombre joven, quien
echaba poncho dentro de un agujero practicado en la tron-
ca mientras decía:
Bebe tizón, bebe porrón,
tú por a boca y yo por o garganchón:
buen tizón, buena casa, buena brasa,
que Dios conserve los amos de esta casa.
Pero el encargado de bendecir el tizón podía ser tam-
bién, como queda dicho, el abuelo o varón de más edad
de la casa, como ocurría en Escalona, Baraguás o Labata.
En este último pueblo se decía durante la bendición:
Tronca tronquera
serás en o fogaril
asta Nabidá benién.
También podía bendecirlo el padre de familia, como en
Aguascaldas.
La tronca se había elegido de madera dura y sana para
que ardiera despacio: en algunos lugares debía durar toda
la noche (Ansó, Agüero, Bailo, Ena, Bolea, Artieda, Rivas);
en otros, varios días hasta que se acabara (La Fueva, Pinta-
no), hasta Año Nuevo (Isuerre, Longás, Olsón), hasta
Reyes (Aragüés del Puerto, Lanaja)… ¡o incluso hasta la
Candelera! (Sobrarbe, Baraguás). Para que durara más
– 40 –
Adoración de los Magos, pintura mural románica procedente de Navasa
y conservada en el Museo Diocesano de Jaca
– 41 –
mentas, se podía guardar además una tozeta o trozo de la
tronca que no hubiera terminado de arder. También un
pedazo de esta tronca podía ser usado como cuña del arado.
– 42 –
En algunos pueblos de Huesca, como Tamarite de Lite-
ra, la canción era más larga:
Tronca de Nadal
caga turrons y pixa vi blanc.
No cagues arengades
que son salades;
caga turrons,
que son ben bons.
Caga tió,
que si no et donaré
un cop de bastó.
Los chavales contemplaban pasmados cómo al golpear
la tronca iban saliendo golosinas; volvían a salir fuera, a
rezar o a mojar los palos y tenazas, y nuevamente se
daban golpes, se cantaba la canción y la tronca “cagaba”
más regalos. Así una y otra vez, hasta que de su interior
sólo salía carbón (Camporrells), una cebolla (Fabara) o
virutas de serrín, señal de que ya no le quedaba dentro
nada más y de que “ya le estaban saliendo las tripas”
(Tamarite de Litera).
La tronca, en general, se encendía para que ardiera por
uno de sus lados y después de que hubiera vaciado su
contenido se dejaba consumir al fuego totalmente, procu-
rando que durase toda la noche; pero también podía dejar-
se simplemente sobre el suelo, sin quemar, de forma que a
veces el mismo tronco se guardaba de un año para otro.
– 43 –
En los pueblos de la comarca del Matarraña este ritual se
podía hacer también en la mañana de Navidad. Encendido
por un extremo y cubierto por una piel o una manta, el
tronco recibía los golpes que los niños le propinaban mien-
tras cantaban la fórmula para hacer aparecer los regalos. En
algunos lugares, como Mazaleón y Valderrobres, se cantaba:
Fum, fum, fum [Humo, humo, humo,
puja xaminera amunt sube por la chimenea,
que vindrá un capellà, que vendrá un cura
nos dará peixet i pa a darnos pescadito y pan
i una carbasseta de vi y una calabacita de vino
per a fer un bon camí. para hacer un buen camino.
Ja venen bous i vaques Ya llegan bueyes y vacas
i pollastres en sabates y pollos con zapatos
i capons en sabatons: y caones con zapatones:
cantem, cantem, minyons, cantemos, cantemos, chicos
que la tía fa torrons. que la tía hace turrones.
Tronc de Nadal ¡Tronco de Navidad,
caga torrons caga turrones
i pixa vi blanc! y mea vino blanco!]
– 44 –
Niños golpeando la tronca en Vilarué
– 45 –
so después de la llegada de las cocinas de butano, en algu-
nos pueblos se encendía el hogar en Nochebuena porque
no podía concebirse una cena en esa fecha que no hubiera
sido cocinada a fuego de leña.
Simbología de la tronca
Un rasgo común a todas las modalidades citadas es su
carácter hogareño e íntimo, tan propio de las fiestas de
invierno: alrededor de la tronca se congregaba la familia, al
calor de sus llamas se daba buena cuenta de la cena y de
la colación (de la que luego hablaremos) y con su presen-
cia en la casa se daba principio a la Navidad.
La costumbre de encender un gran leño en Nochebuena
estaba extendida antaño por todo el Pirineo, Norte de
Cataluña, valles vascos y navarros y algunas comarcas
gallegas, pero también (aunque con diferencias notables)
en muchos otros lugares de España y de Europa.
El rito de su encendido se ha interpretado de varias
maneras. En primer lugar, y en relación con la fecha en
que tiene lugar, muy cerca del solsticio de invierno, puede
responder al deseo del hombre de mantener viva la luz del
sol, tan tenue y débil en esa época; encendiendo fuegos y
procurando que aguanten durante el mayor tiempo posible
se intenta emular al astro rey, “animarle” a que vuelva a
brillar con fuerza, trasladar su luz al interior del hogar y
guardarla en él en tanto el sol no vuelva a calentar con
– 46 –
más bríos. Es la única respuesta que el hombre es capaz de
dar ante el dominio del frío y la oscuridad en el invierno.
También se ha asignado a este rito un carácter regenera-
dor de la vida, que vuelve a iniciar por estas fechas su ciclo
una vez más: el árbol, derribado y quemado, volverá a
reverdecer con las semillas porque en el momento de la
siembra se mezclarán con ellas sus cenizas. La costumbre
de “hacer cagar a la tronca” también se puede poner en
relación con este deseo de regenerar la Naturaleza, forzán-
dola a que vuelva a dar frutos: en pleno invierno, cuando
los árboles están secos, llega un momento mágico en el
que comienzan a dar abundancia de regalos y golosinas.
Vinculada a la idea de regeneración de la vegetación y
la Naturaleza se encuentra la de la conservación y perma-
nencia de la casa y de su estirpe: es el abuelo o el niño
quien realiza la bendición de la tronca, pidiendo para la
familia “buen varón” y “buen tizón”, es decir, buena des-
cendencia y un hogar, eje fundamental de la casa, con un
buen fuego. El hecho de santiguar la toza con vino abunda
en este mismo sentido, pues el vino ha simbolizado, desde
la Antigüedad, la juventud y la vida eterna.
Rito privado, familiar, pretende asegurar un nuevo año
próspero y venturoso para todos los miembros de la casa y
para su hacienda. Conserva rasgos del culto al fuego del
hogar, símbolo de los antepasados y de los dioses domésti-
cos o lares, como se les llamaba en Roma.
– 47 –
Árboles cubiertos de nieve en el Coll de Ladrones (Huesca)
– 48 –
VI San Martín de Dumio, obispo de Braga (Portugal), con-
denaba esta costumbre por su clara vinculación con cultos
propios del paganismo.
Sin embargo, en la mayoría de los pueblos de Aragón se
da una interpretación bien distinta a la presencia del gran
tronco en los hogares para la Nochebuena: se trata de dar
calor al Niño Jesús, que acaba de nacer en mitad del invier-
no; o de dejar un fuego encendido para que María pueda,
esa noche, calentar y secar los pañales de su hijo; o de pro-
porcionar lumbre a los pastores que iban a ir a adorar al
Niño. En Pintano se decía, además, que la luz que daba la
tronca era la misma que había en el portal cuando nació
Jesús. En muchas casas se dejaba el fuego encendido y una
puerta abierta cuando la familia marchaba a la iglesia para
oír la Misa del Gallo: si acaso pasaban por allí María y José
con su pequeño, no les volvería a ocurrir como en Belén,
que no hallaron posada donde poder quedarse ni calor con
que proteger al recién nacido.
EL ÁRBOL DE NAVIDAD
– 49 –
se encuentra la figura, tan
popular actualmente, del
árbol de Navidad. Este árbol
navideño suele ser de hoja
perenne: pino o abeto, gene-
ralmente. Los árboles que no
pierden sus hojas durante el
invierno ya eran considera-
dos símbolos de la vida eter-
na por los antiguos egipcios.
En muchos lugares europeos
se mantuvo, desde la época
precristiana, esta misma idea;
en ellos se extendió la cos-
tumbre de iluminar los árbo-
les en invierno y cargarlos de
frutos y regalos, con el deseo
de asegurar un próximo y
fecundo reverdecimiento de
Árbol de Navidad en la plaza la Naturaleza.
de Aragón, en Zaragoza
El árbol de Navidad que
conocemos hoy desciende de ese “árbol de luz”, concreta-
mente del alemán (Lichterbaum), que incorporó a esa pri-
mitiva costumbre otros rasgos de raíz cristiana: desde la
época medieval, el 24 de diciembre se celebraba en tierras
alemanas la fiesta religiosa de Adán y Eva, en el transcurso
de la cual se colocaba un árbol al que en un principio se
– 50 –
colgaron manzanas (simbolizando el árbol del Paraíso),
después obleas (que eran el signo de la hostia y por tanto
de la redención de los cristianos) y finalmente dulces,
estrellas y velas.
La tradición del árbol de Navidad, muy difundida en Ale-
mania desde el siglo XVIII, pasó en el siglo siguiente a
Inglaterra, donde se hizo tremendamente popular por
influencia del esposo de la reina Victoria, el príncipe Alber-
to, que era alemán: la familia real decoró su árbol navideño
con velas, caramelos y dulces de fantasía, colgados de las
ramas mediante cintas de colores. El pueblo copió muy
pronto esa iniciativa real, al igual que ocurrió en Estados
Unidos, donde los colonos alemanes habían introducido
también esta misma costumbre.
A mediados del siglo XX era un elemento extendido ya
por todos los países occidentales, España entre ellos. La pu-
blicidad y los medios de comunicación de masas han uni-
formado nuestras costumbres y en la mayoría de los hoga-
res (y oficinas, y tiendas…) el árbol, con sus lazos,
espumillones, bolas y lucecitas, es hoy indispensable en las
fiestas de Navidad.
– 51 –
—que era la que en tiempos se llamaba “del Gallo”—,
representaba el nacimiento de Dios en el corazón de los
cristianos; y la tercera, a mediodía, era la celebración de su
nacimiento eterno en el seno de Dios Padre. Se trataba,
asimismo, de una alegoría litúrgica sobre la Trinidad.
De estas tres misas, la que con el tiempo acabó atrayen-
do a un mayor número de fieles fue la primera, la de
medianoche, pues la devoción popular fijó esa hora mági-
ca como aquella en la que había tenido lugar la venida al
mundo de su Dios. La Vigilia de la Natividad se celebraba
muy solemnemente, entonándose los himnos de rigor y
con una procesión en el interior del templo hasta el lugar
donde se hallaba la figura del Niño Jesús, a la que adora-
ban sacerdotes y fieles.
Pero junto a ese carácter solemne se introdujeron otros
elementos que la convirtieron en una celebración especial:
en ella adquirían un singular protagonismo los pastores,
por ser quienes primero habían acudido a adorar al Niño-
Dios, pero también porque en Navidad todos ellos se
hallaban en casa y no en las tierras lejanas a las que mar-
chaban con la trashumancia.
Vestidos con pellizas y acompañados de ejemplares de
sus rebaños graciosamente adornados con cintas, lazos y
cascabeles, hacían sonar instrumentos musicales y entrega-
ban las ofrendas de su trabajo al recién nacido: quesos,
corderitos, leche, etc.
– 52 –
Anuncio del Nacimiento a los pastores, miniatura del
Officia quotidiana, libro impreso en Zaragoza en 1500
– 53 –
En algunos pueblos como Biota y Sos del Rey Católico
también se guarda memoria de estas misas, aunque ya no
se interpretan. Sus protagonistas principales eran también
los pastores, que podían pasar a adorar al Niño llevando
cordericos vivos.
Otro momento especial en la celebración de esta misa
era el de la Consagración, porque en ese instante los chi-
quillos hacían explotar vejigas de cerdo hinchadas, reserva-
das desde la matacía especialmente para tal ocasión, con lo
que se organizaba un gran estruendo en la iglesia.
Esta costumbre estaba muy arraigada en el Alto Aragón,
en pueblos como Castejón de Monegros o Azanuy, y tam-
bién en algunas localidades de Teruel, como en Torrecilla
de Alcañiz y Valjunquera, donde después de reventar las
“bufas del gorrino” se cantaba:
Lo pare que no te pa
la canalla, la canalla, la canalla
le balla;
lo pare que no te vi
la canalla ya dormí.
– 54 –
ANTIGUAS REPRESENTACIONES TEATRALES
– 55 –
corta edad, a las figuras de la Sagrada Familia en la escena
del Nacimiento.
En la catedral de Huesca, hasta el siglo XIV aproximada-
mente, se representó en el transcurso de la Misa de Navi-
dad una curiosa pieza cantada (que tiempo después fue
incorporada a la procesión del Viernes Santo) en la que
siete voces blancas entonaban versos relacionados con las
profecías sobre el nacimiento de Cristo. Algunos de ellos
están extraídos de las églogas del poeta latino Virgilio,
compuestas en el año 40 a.C., concretamente aquellos en
que la Sibila Cumana (una famosa profetisa de Cumas, cer-
ca de Nápoles) predice el nacimiento de un niño divino
que traerá al mundo una nueva era.
– 56 –
LOS VILLANCICOS
– 57 –
Pero las coplas de tema navideño para ser cantadas
—muchas veces en el interior de las iglesias— abundaron
desde finales de la Edad Media, alcanzando una gran
popularidad en los siglos XVI y XVII, como atestiguan los
cancioneros recogidos en varios lugares de España y las
composiciones escritas por autores como Santa Teresa y
Lope de Vega. En Huesca se recogió un documento datado
en 1644 por el que se ordena pagar al Maestro de Capilla
«por el trabajo [composición] y estampa [impresión en
papel] de los villancicos de los años 1642 y 1643».
También en el siglo XVII está datado uno de tono erudi-
to titulado De esplendor se doran los aires, que se conserva
en el archivo de la basílica del Pilar y que ha sido objeto
de polémica entre quienes defienden que en su composi-
ción musical se identifican aires de jota aragonesa y quie-
nes niegan rotundamente ese extremo.
Los villancicos eran interpretados a menudo en las igle-
sias con acompañamiento de guitarras y laúdes y, sobre
todo, con instrumentos de percusión: zambombas, tambo-
res, almireces, castañuelas, panderos y panderetas, hierros
y botellas. Era también costumbre, como lo sigue siendo
hoy, cantarlos en las casas y, en la madrugada del día de
Navidad, en muchos pueblos del Alto y del Bajo Aragón,
en rondas de “despertadores” que recorrían las calles.
Los principales repertorios de villancicos tradicionales ara-
goneses, aún sometidos a recientes investigaciones para de-
– 58 –
terminar su auténtico origen y datación, se hallan recogidos
en tres cancioneros: Colección de cantos populares de la pro-
vincia de Teruel (Miguel Arnaudas, 1927), Cancionero musi-
cal de la provincia de Zaragoza (Ángel Mingote, 1950) y
Cancionero popular de la provincia de Huesca (Juan José
Mur, 1986).
Son siempre composiciones simples, de melodía fácil
que se memoriza con rapidez, y su texto hace referencia,
obviamente, a los temas relacionados con el nacimiento de
Jesús. En muchas ocasiones se aborda una cuestión anec-
dótica o jocosa que tiene que ver con el tema: el buey y la
mula, los pastores, los ángeles, la estrella, el pesebre, los
pañales… Algunos de ellos toman la forma de nana para
dormir al niño. En Asín se canta un villancico que añade al
final una bonita canción de cuna:
Tiritando de frío
Jesús, Niño Dios,
nació en un pobre pesebre
por mi salvación.
Duérmete, niño mío
por la mañana,
que te canta la Virgen
nanita, nana.
Nana, nanita, nana,
nanita, ea;
mi Jesús tiene sueño,
bendito sea.
– 59 –
Ana Abarca de Bolea …
En el siglo XVII, época en que abundaban las obras tea-
trales sobre la Navidad (especialmente gracias a la produc-
ción de autores como Lope de Vega), Ana Abarca de Bolea,
escritora y abadesa del monasterio de Casbas, compuso el
Baile pastoril al Nacimiento, pequeña pieza dramática de
tema navideño cantada, dialogada y bailable.
En ella un ángel se aparece a los pastores, que expresan
su temor y sus dudas porque no saben si han entendido el
mensaje angélico que acaba de dárseles; se lo preguntan a
uno de ellos, Bras, que conoce bien las Escrituras, y él les
anima a ir a adorar al Niño. Al final, en un canto en el que
intervienen todos los personajes, se anuncia la marcha hacia
el portal. He aquí la parte final de la obra, en la que se imita
el habla rústica:
– 60 –
… y la Navidad
Ana Abarca de Bolea escribió otras obras de tema navide-
ño, aunque ninguna participa ya de este carácter teatral, sino
que son composiciones poéticas, entre ellas el Romance al
Nacimiento, o musicales, como la Albada al Nacimiento. De
esta última pieza reproducimos, por su gracia y por la apari-
ción de giros en aragonés y de elementos propios de la Navi-
dad, algunos fragmentos:
– 61 –
EL BELÉN
– 62 –
Lo cierto es que en algunos lugares de España, como en
Mallorca, la difusión de los belenes se debió principalmen-
te a los religiosos y religiosas franciscanos, quienes en el
siglo XV comenzaron organizando en las iglesias escenas
del Nacimiento fijas y con grandes figuras a modo de reta-
blo, para pasar después a hacer reproducciones más
pequeñas y más adecuadas a la devoción particular. En el
momento en que pasan a ser conjuntos portátiles, con figu-
ras móviles que se montan cuando llega la Navidad y se
desmontan a su término, es cuando surge propiamente lo
que conocemos por “belén”.
En la Corona de Aragón, la verdadera difusión del belén
particular no se dio hasta el siglo XVIII, aunque los propie-
tarios de belenes en esa época eran los religiosos y los
miembros de las clases más acomodadas. Todavía en el
siglo XX, la Nochebuena era una de las pocas ocasiones en
que la gente de los pueblos podía entrar a las casas de los
ricos, con el pretexto de ir a visitar el belén que en ellas se
montaba cada año.
Además de las correspondientes a la Sagrada Familia en
la gruta o portal de Belén, las figuras típicas de los belenes
fueron desde muy pronto el buey y la mula, los pastores, los
Reyes Magos, los ángeles anunciadores y, conforme fue
pasando el tiempo, multitud de personajes que poblaban el
paisaje del Nacimiento: artesanos, labradores, lavanderas,
etc. Gente del pueblo que se representa en dos variantes
– 63 –
Belén en la Plaza del Pilar (Zaragoza, 1993)
LA COLACIÓN
– 64 –
Sin embargo, a partir de las doce de la noche la vigilia
terminaba, por lo que la familia, al regresar a casa tras la
Misa del Gallo, organizaba junto al hogar, en primer lugar,
la bendición de la tronca y, acto seguido, la colación. Se
trataba de una recena que compensaba por su abundancia
el ayuno pasado durante el día.
Acerca de las variedades de platos y postres que compo-
nían la colación existen abundantes datos, de los que se
extrae que entre los elementos más comunes en estas rece-
nas estaban el cardo, “apañado” con bechamel, almendras
y ajos; la longaniza y otros productos procedentes de la
reciente matacía; el abadejo y bacalao al ajoarriero, en
albóndigas o en masetas (con leche, harina y un poco de
levadura); el capón o el pollo, buen vino y sopa cana
(hecha a base de pan tostado, grasa de capón o chicharro-
nes, leche y miel o azúcar, y que solía servirse como pos-
tre). En tiempos más recientes se ha generalizado el consu-
mo de ternasco, besugo o pavo.
Como postre eran típicos del Alto Aragón los empanaí-
zos, hechos con espinacas (espinais), cabello de ángel o
calabaza, los panillets de almendras y miel, el pastillo (torta
de pasta de almendras o de nueces y pasas) y las neulas o
nieblas (obleas o barquillos), como se las llamaba en
Teruel. En aquellos lugares donde la vigilia no se guardaba
de forma tan rigurosa, la colación consistía generalmente en
dulces o alimentos que no necesitaran cocinarse, turrón y
vino quemado.
– 65 –
Los turrones y guirlaches, postres navideños por excelencia
(cortesía de Pastelería Fantoba, Zaragoza)
– 66 –
En muchos pueblos se hacían frutas de sartén especial-
mente para esta noche, como los refullaus de Erla, que eran
tortetas a base de harina, aceite, azúcar y miel, a veces relle-
nas de confitura de calabaza, azúcar y canela o pasas y
piñones. También se consumía en las Cinco Villas una mo-
dalidad de fullatre consistente en una torta amasada con
miel y luego tostada, o bien hecha con miel, aceite, huevos
y piñones. Son curiosos los cascabillos de Salvatierra de
Esca, ciruelas pequeñas escaldadas y luego puestas a secar,
y los barbos de Tauste, especie de empanadillas de masa
escaldada y rellena de natillas, mermelada o confitau, que
se freían en abundante aceite y se pasaban después por un
plato con azúcar y canela.
También se sacaban a la mesa frutos secos, orejones de
fruta, peras asadas, higos y pasas, pan blanco recién hecho,
tortas de Navidad… En Maella era típica la almendra hervida
en miel, que se tomaba caliente. Para beber era tradicional
en muchos pueblos el poncho o ponche de Navidad, vino
quemado con frutas (manzanas, membrillos, higos, pasas,
ciruelas) y canela, que a veces se estrenaba rociando con
la primera taza la tronca del hogar en el momento de su
bendición.
Todas estas provisiones se habían ido preparando con
mucha antelación: a veces la matacía del cerdo se hacía
con vistas a procurar tener la despensa repleta para los días
navideños; otras, se acudía a las ferias próximas a comprar
– 67 –
los animales que habrían de ser sacrificados: el 18 de
diciembre había una en San Juan de Plan (“la ferieta de
Navidad”), otra el 21 de ese mes en Huesca, donde abun-
daban los pavos pero también los capones, conejos, ca-
bras, ternasco y vino. También había ferias por fechas
navideñas en Alcañiz, Tamarite de Litera, Barbastro y Sari-
ñena, Calasanz y Peralta de la Sal (“la fira dels tosinos”).
Los mazapanes se conocen en Aragón al menos desde el
siglo XV (aunque probablemente sean más antiguos),
como dulce hecho con una pasta de almendras majadas y
azúcar. En Alcañiz existía la tradición de que el novio rega-
lase a la novia en la Nochebuena una anguila de mazapán
enroscada en espiral y adornada con papeles y plumas de
colores. En Andorra de Teruel era costumbre regalar en las
panaderías un gallico de masa para ese mismo día.
El turrón es uno de los postres navideños por excelen-
cia. De origen medieval y probablemente alicantino —aun-
que parece ser que deriva de la repostería musulmana y
judía—, en Aragón fueron famosos los de Tarazona y Bor-
ja, llamados alajú (palabra árabe que significa “como
Dios”) y hechos con miel de romero, miga de pan y nue-
ces; el de Campiel, hecho de mazapán y melocotón, y los
muy variados que se elaboraban en Zaragoza, entre los
cuales alcanzó singular popularidad el guirlache, a base de
almendras, azúcar y miel. Antiguamente era frecuente que
cerca de las fechas de Navidad aparecieran por los pueblos
– 68 –
los turroneros ambulantes de Valencia y Alicante, excelen-
tes artesanos de las variedades de turrón “duro” o de Ali-
cante (con almendra partida) y “blando” o de Jijona (con
almendra molida).
En la actualidad las
variedades de turrones y
postres (que, por supues-
to, ya no se hacen en
casa, sino que se adquie-
ren en los comercios) han
aumentado muchísimo,
pero se sigue mantenien-
do la costumbre de no
comerlos en otra fecha
que no sea la Navidad.
Bodegón navideño con frutas de mazapán
NOCHEBUENA EN LA CALLE
No en todos los pueblos aragoneses tenía lugar esa gran
colación que unía a los miembros de la familia alrededor
de la mesa y junto al fuego después de pasada la mediano-
che. En muchos de ellos el lugar de reunión era la plaza,
donde se encendía una gran hoguera a la que acudía la
gente al salir de la Misa del Gallo. A su alrededor se ento-
naban villancicos, se comía y bebía y se celebraba una fies-
ta que dejaba así de ser exclusivamente familiar.
– 69 –
En Campo la hoguera se enciende al anochecer, con una
gran cantidad de leña, de forma que pueda durar hasta
Reyes; también son o eran considerables las de Coscojuela
de Fantova y Monesma, así como en Artieda, donde los pas-
tores salían con botos encendidos sujetos a largas palancas.
En su rescoldo se recenaba y se asaban las viandas que se
podían recoger: más frecuentes las patatas y cebollas que las
longanizas y carnes, que sólo en tiempos recientes abundan
en las casas.
En algunos pueblos, como en Lledó, se hacían cenas de
hermandad para todos los vecinos, o bien las cuadrillas de
jóvenes se reunían en alguna casa a hacer recenas que
duraban hasta altas horas de la madrugada. Muchos otros
salían a rondar cantando villancicos, parando en cada casa
a comer algo y probar los ponchos que se habían elabora-
do para esa noche. En Oliván los mozos recorrían las calles
tocando campanillas y bebiendo el poncho que les ofre-
cían. Las rondas podían alargarse hasta el amanecer, en un
incesante jolgorio animado por guitarras y bandurrias
o por instrumentos algo más “escandalosos”: esquilas,
coberteras, calderos, trucos…
En La Mata de los Olmos existía una curiosa organiza-
ción de mozos cuya finalidad era costear entre todos los
festejos organizados por los jóvenes, para lo cual se paga-
ba una cuota. Pertenecían a ella todos los varones solteros
desde los catorce o quince años y hasta que se casaban.
– 70 –
Hoguera de navidad en Castelserás (Teruel)
– 71 –
paraba una gran cena en casa de los mayorales, que eran
elegidos por el resto o bien se ofrecían a serlo. Al servicio
de los mayorales, para cocinar, estaban los mozos más vie-
jos, aunque más que cocinar lo que hacían era mandar a
los nuevos cosas casi imposibles de realizar y gastarles
bromas pesadas. Estos mozos veteranos, a los que se lla-
maba “guisadores”, eran los encargados de preparar la leña
y el vino. Se cenaba opíparamente y si sobraba algo el día
de Año Nuevo se repetía la fiesta. Los mozos que se inicia-
ban al escote salían en la Misa del Gallo a sacar las hachas
de cera.»
BRUJAS Y SUPERSTICIONES
No sólo son los mozos los que salen a rondar por las
calles en la Nochebuena. En muchos pueblos es bien sabi-
do que esa misma ocupación tienen esa noche las brujas y
los demonios; obviamente, estos últimos no salen por ahí a
cantar ni a repartir alegría, aunque sí —a su modo— a
divertirse.
Los momentos cruciales del calendario solar, como los
solsticios, son especialmente propicios para que ocurran
todo tipo de sucesos maravillosos; se da rienda suelta al
miedo y también a la esperanza. Nos encontramos en un
espacio de tiempo límite, que abre a la vez la puerta al
pasado y al futuro, puerta por la que pueden asomarse
seres que no pertenecen a este mundo, o al menos no del
todo: las brujas.
– 72 –
Son muchos los lugares que consideran la Nochebuena
como una de esas fechas en que las brujas pululan por el
mundo haciendo de las suyas, especialmente a partir de las
doce de la noche:
De las doce a la una anda la Mala Fortuna
y de la una a las dos anda el Alma de Dios.
Por eso era peligroso el rato en el que la gente salía a
Misa del Gallo, sobre todo si en la casa se quedaba solo
alguno de sus miembros, generalmente los más desvalidos:
niños o ancianos. Pero tampoco se libraban de las malas
influencias los animales. Era costumbre, pues, poner a los
recién nacidos medallitas de plata o algún tipo de amuleto
que los salvaguardase de cualquier mal, y a las caballerías
saquitos de sal en el collar o en la cabezana.
En varias localidades del Norte de Huesca (Naval, Can-
franc, Tramacastilla de Tena, Broto) se cuentan historias
que encierran un suceso inexplicable —o que se explica
recurriendo a la acción de las temidas brujas— y que a
caban siempre con un daño para algún ser indefenso
o al menos con un tremendo susto: mulos que mueren
cada año en la misma noche sin motivo aparente, niños a
punto de ser robados por la gatera de la puerta, gatos
negros que reciben golpes de los que al día siguiente se
duele una anciana, animales de ojos brillantes que apare-
cen en el monte o en el pueblo y a los que no afectan los
disparos…
– 73 –
Chimenea con espantabrujas en
San Pedro de Larrede (Huesca)
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Rey Católico o en Aragüés del Puerto, donde se hacía
sobre el tronco la señal de la cruz diciendo:
Cruz, marruz;
levanta las alas
al Niño Jesús.
Y también se decía: «Suban por la chimenea los malos
espíritus». La chimenea era el conducto preferido por las
brujas y otros seres maléficos para sus idas y venidas, aun-
que en algunos lugares era precisamente por allí por don-
de entraba la Virgen María a calentar los pañales de su hijo
en las casas donde había una toza encendida (Cinco Villas
altas).
De estas creencias proceden costumbres como la de
decorar los hogares con acebo, planta que gracias a sus
hojas punzantes ahuyenta a los malos espíritus y que, ade-
más, trae buena suerte porque da fruto en el invierno.
ADIVINACIONES, JUEGOS
La Nochebuena no es la única fecha en que pueden
ocurrir sucesos maravillosos: también son días propicios
todos aquellos que supongan el final de un ciclo y el inicio
de otro, como la Nochevieja y Año Nuevo. En general, los
llamados “Doce Días” que median entre la medianoche del
24 de diciembre y la misma hora del 5 de enero —es decir,
aquellos en los que se concentran las fiestas navideñas y
– 75 –
que en algunos países se denominan también “calendas de
la fiesta del sol”—, constituyen un periodo singular en el
que se mezclan celebraciones con un objetivo común:
cerrar una etapa, expulsando de ella todo lo negativo, y
abrir otra nueva procurando por todos los medios que sea
favorable y próspera.
En ese sentido se han interpretado aquellos ritos en los
que aparece como elemento principal el ruido: las “esquella-
das” o “esquilladas” que se organizaban en lugares como
Benasque la semana anterior a la Navidad —en que los
niños recorrían las calles pidiendo aguinaldo y tocando
esquilas, latas y cacerolas, amén de un cuerno que emitía un
penetrante sonido— se consideran uno de los ejemplos más
expresivos del deseo de ahuyentar los malos espíritus o los
aspectos negativos del año viejo. Un sentido similar se ha
atribuido a la costumbre, ya citada, de reventar vejigas de
cerdo hinchadas al alzar la Hostia durante la Misa del Gallo.
Este periodo crítico —los doce días que van de la Navi-
dad a la Epifanía— era el más propicio también para hacer
adivinaciones y tratar de averiguar lo que el futuro depara-
ba. La suerte, en las sociedades rurales tradicionales, iba a
depender en buena parte del clima: saber si éste sería favo-
rable o no en el nuevo año era un anhelo generalizado no
sólo en los pueblos aragoneses, sino en los de muchos paí-
ses de Europa, donde se llevaban a cabo prácticas adivina-
torias similares.
– 76 –
Esquellada en Chistau (Huesca)
– 77 –
La costumbre de fer as calandras estaba muy extendida
por los pueblos pirenaicos. Calandras en Campodarbe (Huesca)
– 78 –
menea o bien al sereno, doce gajos de cebolla en cuyo
interior se echaba un puñadito de sal: cada gajo correspon-
día a un mes del año, del que se sabría si iba a ser lluvioso
o no viendo si, al cabo de un rato o a la mañana siguiente,
la sal se había licuado o permanecía seca.
– 79 –
el que se establecía una estrecha conexión con los dioses;
y la fortuna de los jugadores, lejos de corresponder al azar,
se interpretaba como un signo de la voluntad divina.
Según esta opinión, nuestro actual juego de la lotería
navideña sería el último recuerdo, ya completamente des-
virtuado, de los arcaicos juegos–oráculo con los que se
intentaba averiguar cuál iba a ser la fortuna de cada uno
durante el año que comenzaba.
FELICITACIONES
También se dice que de las fiestas solsticiales de la
Roma clásica procede la tradición de intercambiar felicita-
ciones y regalos. De los regalos hablaremos más adelante,
pero sobre las felicitaciones nos detendremos un momento.
El hecho de expresar de viva voz o por escrito (por me-
dio de las tarjetas navideñas) nuestros deseos de felicidad a
los seres queridos para Navidad y Año Nuevo constituye
quizá la manifestación más consciente de ese sentido últi-
mo que esconden todos los ritos propios de estas fechas:
procurar que el nuevo ciclo que comienza nos sea benigno.
En la Roma imperial esta expresión se plasmaba sobre
monedas en las que aparecía, además del nombre o la efi-
gie del emperador que gobernase, la cabeza del dios Jano
(dios de las dos caras que, precisamente porque miraba a la
vez hacia adelante y hacia atrás, era el que presidía el mes
– 80 –
con el que se iniciaba el año) y la inscripción “A.N.F.F.”, es
decir, Annum novum faustum felixque [tibi sit], que signifi-
ca “Que el año nuevo sea para tí afortunado y feliz”.
Nuestras actuales tarjetas de felicitación navideña tienen,
sin embargo, un precedente menos remoto: la primera de
que se tiene noticia se imprimió en Estrasburgo en 1476;
del año siguiente data otra en la que, junto a la imagen del
Niño Jesús, aparece impresa una frase de felicitación de
Año Nuevo. En principio se realizaron a partir de grabados
sobre madera de boj, estampados en papel y coloreados a
mano, en los que abundaban las representaciones del Niño
Jesús con motivos florales.
– 81 –
Pero la difusión popular de estas tarjetas se produjo a lo
largo del siglo XIX, cuando comenzaron a ser repartidas
por los empleados públicos y los artesanos entre sus clien-
tes, a la vez que se les pedía el aguinaldo. En la actualidad,
el envío de tarjetas a los familiares y amigos se debe más
que nada a la influencia —cómo no— de la tradición
anglosajona. Incluso se ha popularizado la denominación
christmas, simplificación de las Christmas cards (tarjetas
navideñas) inglesas y americanas.
– 82 –
EL 25 DE DICIEMBRE
– 83 –
LOS SANTOS INOCENTES
– 84 –
Este tipo de fiestas, consideradas de todo punto irreve-
rentes, logró mantenerse hasta bien entrado el siglo XVII
pese a las continuas prohibiciones de que fue objeto por
parte de la Iglesia. En Tarazona existió una festa stultorum
(“fiesta de los necios” o “los locos”), en la que también se
elegía un obispillo que parodiaba al obispo, hasta el siglo
XVI. Mucho tiempo después, en algunos pueblos, los
chiquillos, encabezados por uno de ellos que iba tocado
con mitra y vestido al modo de un obispo, seguían saliendo
por las calles a pedir donativos a los vecinos para hacer una
merienda.
Son fiestas —como las denominadas “parrandas de ton-
tos” y “fiestas de locos” que se celebran en otros lugares de
España— que tienen como rasgo distintivo el de la inver-
sión: los sectores de la sociedad que menos poder de deci-
sión tienen durante el año son, por un día, dueños y seño-
res de los actos de los demás, que han de obedecer cuanto
ellos mandan sin rechistar, aceptar sus bromas y órdenes
arbitrarias y pagar sus multas. Es el “mundo al revés”, el
espíritu de las libertades saturnalicias que por unos días
invertía el papel entre amos y esclavos, gozando éstos tem-
poralmente de los privilegios de los primeros.
Esta componente de inversión de lo establecido aparece
no sólo en las fiestas navideñas, sino que se prolonga en
las de enero y febrero, preludiando ya el Carnaval, mani-
festación por excelencia del espíritu subversivo.
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EL COMIENZO DEL AÑO
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que el año nuevo lo fuera— y unas ramitas de laurel llama-
das strenae (estrenas) que simbolizaban un deseo de for-
tuna y felicidad. En Francia, los regalos de Año Nuevo se
llaman étrennes, y ése es el sentido original del español
“estrenar”.
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“A.N.F.F.”. La costumbre de intercambiar regalos, desplazada
de Año Nuevo a Nochebuena o a Reyes, sigue vigente en
nuestra época.
Pero lo que no se heredó directamente de Roma fue la
fecha de inicio del año, que desde la Edad Media y hasta
prácticamente el siglo XIX sufrió muchas variaciones en los
países europeos. En la Corona de Aragón, hasta el siglo
XIV se celebró el 25 de marzo, día de la Encarnación, man-
teniendo la antigua costumbre de iniciar el año en prima-
vera. En 1350 Pedro IV, mediante la publicación de la
Pragmática de Perpiñán, cambió esta fecha por la del 25
de diciembre, que se mantuvo como primer día del año
hasta bien entrado el siglo XVI. Fue Felipe II quien, emu-
lando a otros monarcas europeos, dispuso que en sus rei-
nos el año comenzase el primero de enero.
El inicio del año a la manera romana —es decir, el 1 de
enero— no tuvo, pues, mucha implantación en la Europa
medieval, puesto que esa fecha no iba asociada a ninguna
fiesta religiosa ni a ningún acontecimiento astronómico.
Por el contrario, el 25 de diciembre, fecha supuesta, pero
ya consagrada, del nacimiento de Cristo y vinculada al
solsticio de invierno, se consideraba más propiamente la
del Año Nuevo. A esta variación de fechas, a esta superpo-
sición de tradiciones se debe, en buena parte, el hecho de
que el periodo comprendido entre Navidad y Pascua esté
jalonado de fiestas que constituyen, en el fondo, ceremo-
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nias de paso de un ciclo a otro, de un año a otro, hasta
que por fin se hace realidad la llegada de la primavera.
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Iluminación navideña de las calles zaragozanas
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Por lo que respecta a la tradición, tan arraigada en toda
España, de comer las doce uvas al dar las doce campana-
das que marcan el paso del año viejo al nuevo —y que se
supone darán suerte si se consiguen comer todas a su
tiempo—, tiene un origen incierto: hay quien afirma que la
costumbre procede de Italia, donde los viticultores logra-
ron una variedad de uva de mesa que maduraba para estas
fechas, o bien porque había años en que la cosecha de
uvas, en ese país, era tan abundante que se hacía gala de
ello comiendo uvas hasta fin de año; pero también hay
quien, aduciendo esta misma causa, le atribuye un origen
español.
Ese signo de abundancia, convertido en rito, sería el que
se ha convertido en la costumbre de comer las famosas
doce uvas en las plazas mayores de cada lugar o, mayor-
mente en los últimos tiempos, con los ojos pegados al apa-
rato de televisión.
El “cabo de año”
Pero si en las sociedades rurales tradicionales no tenía
especial significación la última noche del año, sí la tenía el
Año Nuevo, muy especialmente para los niños, que volvían
a asumir el protagonismo de la fiesta. En muchos pueblos
salían muy de mañana para ir a las casas de los familiares,
vecinos y amigos pidiendo aguinaldo: cabo de año, cabo
d’año, cap d’any o buscar las lilas, como se decía en el
Sobrarbe.
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Los chavales recorrían las calles con cestas en las que
iban recogiendo lo que se les daba: guirlaches, higos
secos, pasas, peladillas, almendras garrapiñadas, frutos
secos, etc. Dulces, en fin, hechos en casa y de escaso valor
económico, aunque en el caso de las familias más acomo-
dadas se llegaba a dar alguna moneda. Como fórmula peti-
toria se solía decir: «¡Ave María! ¿Dan cabo d’año?»; y luego
había diversas contestaciones, más o menos agradecidas o
truculentas según el requerido hubiera sido generoso o se
hubiera negado a dar nada.
En Biescas, la chiquillada iba presidida por un niño que
llevaba una imagen de San Manuel y se cantaba el Treu-
calideu:
Treucalideu
mateucalideu
años señores.
Buena morcilla grasa
pa la dueña de esta casa.
Cuando maten el cochín
que se compren buen rocín.
Las escorchas son de pino;
buenos tragos de vino,
buenas chullas de tocino.
Ángeles somos, del cielo venimos
cestas llevamos, huevos pedimos.
Longaniza y lomo,
todo lo tomo.
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Con todo lo recogido se organizaba una merienda, lo
mismo que en Esplús, donde, sin embargo, quienes pasa-
ban pidiendo el cabo d’año no eran los niños, sino los
mozos, que cantaban:
Guilletas de cabo d’año,
pan y vino para todo l’año;
y el que no nos quiera dar,
le dé buena caguera
hasta la Candelera.
La costumbre del cabo de año se recuerda también en
Alquézar, Azlor, Estadilla, Barbastro, Olsón, Robres, Alca-
ñiz, Aguaviva, Andorra («¡Cabo d’año, que es buen año!»),
La Ginebrosa, La Portellada, Maella (para Navidad), Samper
de Calanda, Torrecilla de Alcañiz, Urrea de Gaén («Abuela,
me dé cabo de año, que Dios le dará buen año») y en algu-
nos pueblos de las Cinco Villas.
En algunos lugares esta costumbre simbolizaba en cierto
modo la abundancia de algunas casas, que daban a los
niños sus ofrendas en señal de lo que les había sobrado a
lo largo del año (Estadilla). En Samper de Calanda, por
ejemplo, los pequeños no iban a pedir a las casas de sus
familiares, sino a las de los más pudientes, igual que ocurría
en localidades como Asín y Castiliscar, donde estas cuesta-
ciones tenían lugar en Nochebuena y se llamaban colacio-
nes, solicitadas al grito de «¡Que me den algo, que es buen
día!». En algunos lugares estos pequeños regalos que se
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hacían a los chicos en Año Nuevo recibían el nombre de
estrenas y, como en Biel, eran entregados por los padrinos
a sus ahijados. El nombre deriva, como ya hemos visto, de
las strenae romanas. Los donativos realizados en esta fecha
sustituían a los regalos de Reyes, costumbre que no se ins-
tauró en nuestras tierras hasta bien entrado el siglo XX.
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Adoración de los Magos, miniatura en el Officia quotidiana
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que se llevaba, mayor sería el regalo que se recibiría esa
noche. El estruendo que organizaban los chavales no cesa-
ba hasta la medianoche, pues al caer la tarde eran los
mozos y casados los que recorrían las calles con las esqui-
las atadas a la cintura.
En La Fresneda también se hacía a los Reyes un ruidoso
recibimiento, que en este caso empezaba desde por la
mañana. Es el llamado arrastre de calderons: los chiquillos
recorrían las calles corriendo con calderos atados a las pier-
nas, arrastrándolos por los suelos durante un par de horas.
En el pueblo se dice que se hace así porque, como la carre-
tera pasa lejos, hay que armar un buen estruendo para que
los Reyes les oigan y se den cuenta de que en ese lugar hay
niños.
En otros muchos lugares se organizan cabalgatas, más o
menos lujosas según los medios disponibles, que recorren
las calles en cuanto se hace de noche, con lo que ya no es
necesario ir con ninguna caña ni con faldetas mojadas a
ninguna parte: los reyes se ven en directo o si no por la
tele, con su corte de pajes, sus coronas y sus barbas. No
pasa nada si faltan los camellos y las carrozas van tiradas
por tractores: la ilusión es la misma. En los pueblos, sobre
todo en los más pequeños, son esos mismos fantásticos
seres quienes llegan a nombrar a los niños, uno a uno, y
les hacen subir a su lado para entregarles personalmente
los regalos.
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En brazos de los Reyes Magos (Gelsa, 1955)
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Anuncio de juguetes (hacia 1927)
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Esta costumbre de elegir un rey el día de la Epifanía o
de los Santos Inocentes se practicaba entre los niños canto-
res de las catedrales medievales, como hemos visto, pero
también en las Cortes regias de aquella misma época (exis-
ten abundantes datos sobre ello referidos a las de Navarra
y Castilla) y en muchos pueblos y aldeas. Para ello se recu-
rría a veces a la faba del roscón, pero también a las cartas
o a otro tipo de designación por suertes.
En Aragón también existió la costumbre de elegir reyes
y reinas o de echar el reinau durante el día de Reyes.
Existe un curioso documento de 1745 en el que el obispo
de Teruel prohibía unos bailes nocturnos llamados reyna-
dos, en el transcurso de los cuales, a modo de juego,
se elegían rey y reina entre los mozos y mozas: al obispo
le parecía condenable aquella costumbre, porque aquellos
reyes y reinas, junto con otras “dignidades” que les acom-
pañaban, se sentaban en la iglesia a modo de burla
ocupando los sitiales principales, disfrazados y luciendo
coronas de papel en la cabeza; y, desde luego, prohibía
terminantemente a los sacerdotes y clérigos de la diócesis
que tomaran parte en aquellas bromas, como solían. Se
indicaba también, a modo de curiosidad, que a los reyes y
reinas o mayordomos y mayordomas de aquel “reinado”
los llamaban, «por los nombres más propios de su oficio
[…] al Mayordomo, Sácalastodas, y a la Mayordoma, Sáca-
lostodos, que quiere dezir al bayle».
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Damas y galanes
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presidían el rey y la reina y en el que todas las parejas ele-
gidas debían bailar. Además, en alguna localidad cada uno
de los “novios” debía invitar u obsequiar a su pareja con
turrón o algún otro regalo. En otros sitios, como Sigüés, el
rey y la reina tenían la obligación de costear una lifara
para el resto de las parejas.»
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absurdo. Además de rematar la fiesta con bailes y lifaras, se
solía ir por la calle en cuadrillas cantando canciones que
también se llamaban el reinau.
Esta misma costumbre existía en muchos pueblos de
Huesca, como Ansó, Fago, Bailo, Embún, Bespén (donde
las mozas tenían que invitar a merendar a su pareja), Alqué-
zar (en que se tenía que poner un nombre más del género
masculino para dejar a alguien encantarau o sin pareja),
Pozán de Vero (donde el mozo debía pagar a su pareja un
trozo de turrón e invitarla a bailar), Robres, Biscarrués, etc.
Una costumbre similar, aunque con un carácter menos
lúdico, tenía lugar en algunos pueblos de Huesca y de la
parte alta de la provincia de Zaragoza, en que estos empa-
rejamientos a la suerte se hacían la última noche del año:
era el juego de santos y santas. En Serué el sorteo se reali-
zaba de forma similar a la descrita, pero sin incluir oficios
o elementos que dieran lugar a emparejamientos jocosos, y
entre las papeletas se colocaba una con el nombre de San
Silvestre: el que la recogía debía pagar el poncho. En Ibort
se introducían en el puchero de las papeletas los nombres
de varios santos, y el que cogía alguna de ellas tenía obli-
gación de rezar durante todo el año siguiente al santo que
le hubiera tocado.
En Baraguás esta costumbre se llamaba sacar almas y
vírgenes, y aquí no entraban en el sorteo los nombres de
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los mozos y mozas, sino los de los santos —incluyendo a
San Silvestre— para emparejarlos con los difuntos de quie-
nes estaban presentes. El descendiente del difunto que
salía emparejado con San Silvestre debía pagar el vino de
todos.
Simple diversión en la mayoría de los pueblos, esta cos-
tumbre de emparejar mozos y mozas a finales o principios
de año podía llegar a dar lugar a parejas estables o incluso
a casamientos.
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Epílogo
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que debe contribuir al mantenimiento y regeneración de la
sociedad; las adivinaciones, juegos y sorteos que preten-
den influir en el curso de los acontecimientos y no dar
cabida a un caprichoso azar que nos deja desvalidos ante
el futuro; y, desde luego, los regalos, la abundancia en
comidas y bebidas y la expresión de felicitaciones y bue-
nos deseos para el año que empieza.
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Pero primero se perdió el sentido de muchos de estos
ritos, y después se perdieron los ritos mismos; en la actua-
lidad celebramos la Navidad de igual forma en todo el
mundo, por obra y gracia de los medios de comunicación
—muy especialmente de la televisión— y de la publicidad
comercial, común a muchísimos países. Quizá de todo
aquel sentido que tenía la Navidad tradicional sólo man-
tengamos ese “espíritu navideño” que nos empuja a desear
suerte y dicha a los demás y a manifestar ese deseo en for-
ma de regalos, fiestas y fórmulas varias de felicitación.
El misterio que rodeaba a muchos de aquellos ritos sólo
se mantiene intacto en la inocencia de los más pequeños,
verdaderos protagonistas de las fiestas de Navidad, y que
se plasma en su regocijo y su sorpresa al ver los regalos,
en su anhelante espera del día en que tienen que llegar
Papá Noel o los Reyes Magos (para ellos, tanto da). Porque
hay un hecho que sí es común a las Navidades tradiciona-
les y a las actuales: el de que sólo donde hay niños las fies-
tas de estas fechas alcanzan todo su encanto.
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Bibliografía recomendada
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1. Aragón y Europa • Servicio EuroCAI
2. La Santa Capilla del Pilar • A. Ansón y B. Boloqui
3. Los Tapices de La Seo de Zaragoza • Equipo de Redacción Cai100
4. Los botánicos aragoneses • Vicente Martínez Tejero
5. El traje tradicional en Aragón • Jesús A. Espallargas
6. La economía agroalimentaria en Aragón • Luis Miguel Albisu
7. Baltasar Gracián. La iluminada brevedad • Ignacio Izuzquiza
8. La matacía • José Ramón Marcuello
9. La Navidad en Aragón • Equipo de Redacción Cai100