Espir. Empres-Caso Jolie de Vogue
Espir. Empres-Caso Jolie de Vogue
Espir. Empres-Caso Jolie de Vogue
un garaje del barrio Santafé, en Bogotá, donde preparaba esmaltes para uñas en ollas de cocina. Hoy su nómina es de 1050
empleados y exporta sus productos a varios países.
Huérfana de padre desde muy niña y de humilde procedencia. Contrajo matrimonio con quien hasta hoy día ha sido
su compañero de lucha diaria y el padre de sus siete hijos: Roberto Chávez.
Su madre quien se dedicó, por algún tiempo, a comerciar con mercancía entre Bogotá y Panamá, no podía brindarle
apoyo por su precaria situación económica; María a los dieciséis años se fue a vivir con una hermana mayor.
El esposo de la hermana era un agente vendedor, que viajaba continuamente y quien decidió trasladarse con toda su
familia a buscar un mejor horizonte a Pereira; ya que su situación económica era bastante apretada. Trasladado luego a Cali,
sin cambios significativos en su situación, llevó, nuevamente, a María que les ayudaba a cuidar los niños y en los oficios de la
casa; pero “la situación pecuniaria (de dinero) era tan tensa que el cuñado decidió decirle un día que no podían seguir con ella,
que le había conseguido un puesto donde unos amigos de la compañía de cosméticos de esa ciudad. Allí podía ejercer lo que
aprendió en Barranquilla: como sacar descuentos, facturar, escribir a máquina (estudios de comercio), etc., en el único puesto
que se ajustaba a sus conocimientos de secretaria “.
Consiguió cupo en un hogar de monjas para jóvenes, tenía únicamente dos vestidos y un par de zapatos, que
mandaba a remontar periódicamente; como el de secretaria era el primer trabajo formal en su vida, se entregó en cuerpo, alma
vida y corazón a esa empresa. Ganaba poco y practicaba lo que hacen todavía muchos jóvenes que querían salir adelante sin
recurrir a medios fáciles: llevaba en una portacomida el almuerzo y en su escritorio comía sola, sin sentirse humillada ni
ofendida, ni pobre, ni infeliz.
La empresa de cosméticos era de un químico de mediana edad “quien le enseñó cuanto pudo, hasta dejarla
encargada de casi todos los asuntos de la empresa… María, acostumbrada a la rigurosidad conventual, aunque indisciplinada
como estudiante, tomó a pecho la oficina, se apersonó de ella, se dio a la tarea de aprender toda clase de labores de la
misma, empezó a dar órdenes aquí y allá a medida que iba dominando cada área y en un momento dado, ella era, en la
práctica gerente, administradora, pagadora, jefe de personal y despachadora. Todo con el consentimiento y la confianza del
dueño”.
Al poco antes del ingreso de María, en la empresa habían comenzado a procesar y envasar productos de Revlon por
primera vez en Colombia, lo cual propició su crecimiento. Los dueños decidieron trasladarse a Bogotá, y le propusieron a
María venir con ellos. Ella que se encontraba un poco aburrida por la soledad de su vida lo aceptó.
Llegó ascendida al cargo de secretaria de importaciones, el cual le implicaba enfrentarse a funciones que desconocía,
relacionadas con los vaivenes del control de cambios y todo el diligenciamiento que acarreaba importar materias primas, Ante
todo no se amedrentó y rápidamente lo asumió con la eficiencia que la caracterizaba. Allí conoció a Roberto Chávez, con
quien se casó a los diecinueve años de edad.
“Aunque la fábrica iba muy bien, pacimos manejos financieros la llevaron a la quiebra. Pero María había acumulado
valiosa experiencia y se presentó a otra empresa de cosméticos, que manejaba quince casas extranjeras… Fue aceptada
como jefe de importaciones… De los ochenta y cinco pesos que ganaba como secretaria pasó a cuatrocientos, salto proverbial
que la sacó de la franja miserable y la colocó en un estatus digno”.
Su esposo, ahora sin trabajo, tomó la decisión de nunca más ser empleado, “juntaron sus cesantías, compraron una
camioneta vieja y abrió un físico ‘chuzo’ donde vendía: Alka-Seltzer, jabones, vaselina y chucherías por el estilo”.
María, continuó trabajando en la empresa como jefe de importaciones, tuvo sus primeros cuatro hijos y con gran
esfuerzo construyeron su casa en un lote que de Roberto había comprado de soltero en lo que hoy conocemos como
Cedritos.
Sus primeros cuatro hijos fueron seguidos; al nacer el bebé ella se quedaba unos meses mientras crecía y luego
retornaba a su trabajo,”la magnitud del esfuerzo se mide por el recorrido diario que debía hacer, desde la casa en Cedritos
hasta la fábrica en Fontibón. Se tenía que levantar a las cuatro de la mañana para estar en Fontibón a las siete en punto, y
salir de la empresa a las cinco de la tarde para estar en la casa a las ocho de la noche, cansada y dispuesta a atender a los
hijos… Llegaba a hacer comida, arreglar las camas, paladear al uno, arropar al otro, reprender al mayor y escuchar a su
esposo Roberto, tan trabajador e incansable como ella, salvo que no ejercía labores de hogar”.
Ante la mala situación financiera de la empresa, María decidió retirarse antes de perder la liquidación laboral. Fue
entonces cuando pensaron, con su esposo, en formar un negocio entre ambos. Unieron recursos y fundaron Servidrogas: un
centro de distribución de drogas, en pleno centro de Bogotá y también en una de sus zonas “negras”, frecuentada por
prostitutas, campesinos desempleados y maleantes “cascareros”.
Ellos eran la clientela de Servidrogas, ante los malestares que llegaban a “consultar”, María “haciendo uso de los
pocos conocimientos que tenía sobre el particular, acudía a una ampolleta infalible que costaba ochenta centavos… Sólo que
en Servidrogas no la tenían. Corría a conseguirla en alguna droguería cercana, para ganarse veinte centavos por unidad.
Cosas así debía hacer “no teníamos plata para surtir ese depósito. Era un depósito llamado Servidrogas, pero de drogas no
tenía nada porque todo era conseguido aquí y allá, y de depósito menos, porque qué íbamos. a guardar allí”.
Conscientes del desconocimiento acerca del trabajo de medicamentos, Roberto y María decidieron asociarse con el
señor Gamboa, quien era familiar de los dueños de la empresa de cosméticos en la que María se había desempeñado como
jefe de importaciones; él se había quedado con algunas fórmulas para fabricar productos de belleza. Se pusieron a fabricar
esmaltes; escogieron y registraron la marca Love Lines “líneas de amor”, que Roberto había visto alguna vez y le había
gustado.
Ofrecían los esmaltes en almacenes de barrio y en cadenas grandes de almacenes, dentro de los cuales se los
aceptaron en el Ley y el Tía. El producto tuvo bastante aceptación, lo cual les permitió vivir con algo de holgura sin los apuros
económicos que hasta ahora los habían acompañado.
La pareja decide, entonces, ir a conocer Estados Unidos, deslumbrados por las oportunidades que allí podían
encontrar. Se trasladan luego con sus respectivas madres y sus seis hijos a este país, dejando la fábrica bajo la
responsabilidad de su socio.
Las cosas no fueron sencillas, no lograban “arrancar” y los recursos empezaron a escasear. Se presentó, entonces, la
posibilidad de asociarse con un Chicano (nacido en Estados Unidos de padres Mexicanos) que se dedicaba al comercio de
repuestos de avión.
Les pedía una base económica, que al no poseer decidieron buscarla en préstamo en Bogotá; con sus amigos
solventes. Esta suma ascendió aproximadamente a ochenta mil dólares, los cuales debían pagar con un interés del cinco por
ciento. Compraron, además, una casa de cuarenta mil dólares, de la cual cancelaron el diez por ciento de cuota inicial y el
resto lo pagarían en treinta años.
Pero las cosas no fueron bien como se deseaba, el socio resultó ser un estafador que los dejó prácticamente en “la
calle” y ¡bastante endeudados!. Fue entonces cuando María y Roberto decidieron volver a Bogotá y retomar la empresa de
esmaltes, de la cual no habían recibido dinero alguno durante su estadía en Norteamérica.
A su llegada se encontraron con que su socio, el de la fábrica de esmaltes, había trabajado para sí y negociado la
marca Love Lines con un señor sin haberles consultado.
Decidieron dejar las cosas así y separarse “amistosamente de su socio”. Alquilaron una casa vieja en el barrio
Santafé, cercano al centro de la ciudad,” y pusieron a funcionar la incipiente fábrica de esmaltes en un garaje. Por fortuna
Roberto siempre fue muy inquieto y tiempo atrás había registrado una marca a nombre de María, Vogue, que sería el
comienzo de una gran empresa, la que los llevaría a figurar en el listado de “mayores empresarios de Colombia”.
Un inconveniente los hizo asesorarse de un amigo químico para aprender a hacer los esmaltes de manera más
técnica y precisa: “cuando las usuarias destaparon el esmalte se encontraron con un pegote horroroso, una especie de
engrudo endurecido. Eso fue la locura, Le habían echado demasiado rapidizante y el líquido se compactó en los frasquitos”.
Sin embargo quedaba lo principal, el punto fuerte de los esmaltes que eran los novedosos y hermosos colores, que María
había logrado y los cuales fueron ampliamente elogiados por el químico.
Su mayor preocupación, entonces, era pagar los ochenta mil dólares más intereses que tenían y por la cual los tenían
algo “acosados”.
Roberto, aconsejado por un amigo, invirtió en la Bolsa de Valores algunos ahorros que tenía; la buena asesoría de su
amigo y seguramente un poco de “suerte de principiante”, le permitieron ganar ciento veinte mil pesos, dinero que en esa
época era una cantidad considerable y con la cual canceló la mayor parte de la deuda que tenía. Roberto continuó con su vieja
camioneta vendiendo para ganar dinero que les permitiera subsistir.
Se presentó entonces la oportunidad de contratar a una experta en el “arte de crear cosméticos”, ampliando la
producción a: sombras para ojos, rubor y polvos. El proceso era manual y rudimentario y todavía no tenían posibilidades de
invertir en la infraestructura: “empacaban cajas, hacían remesas, atendían ventas por teléfono, a veces ella salía a vender
directamente y él viajaba en su camioneta a hacer lo mismo; las ocupaciones eran intensas.
La nostalgia los hizo ir por sus hijos, que aún estaban en Estados Unidos; era 1970, habían pasado ya siete años y en
1971 nació su último hijo, diez años después del menor.
Uno de sus proveedores le dijo: “oye María, ¿por qué no sacas una línea bien fina, en vez de la popular que tienes
con Vogue?; puedes hacer eso, me consta que tienes buen gusto”
Le entusiasmó la idea y su desarrollo fue inmediato. Empezó a importar estuches de calidad, solicitó fragancias y
hubo una que le impactó particularmente: Jolie. “Ya mismo vamos a sacar esta línea”, dijo. Fabricó unos cientos y gracias a
sus excelentes relaciones comerciales, los administradores de las grandes cadenas se lo codificaron como producto: nuevo,
fino y elegante. La respuesta de todos fue similar: “Doña María, está liadísima, tráigame de entrada tantas unidades”. “A partir
de ese momento dejó de ser María a secas, ya era Doña María de Chávez, cabeza de Vogue.
El lanzamiento se hizo “por lo grande” en: Barranquilla, Cali, Medellín y Bogotá. Pronto Jolie de Vogue, se convirtió en
una marca preferida por distinguidas damas.
Roberto, el hombre de la iniciativa, de las inquietudes financieras, del trabajo sin horario, el de visión lejana y sentido
de la libertad y la independencia, decidió abandonar la empresa. La razón era entendible en alguien de su talante: “Usted –le
dijo a Doña María-, se está llenando de consejeras de belleza, tiene una organización muy grande, no quiero estar en esta
oficina, no tengo nada que hacer con cosméticos, lo mejor es arreglar nuestra situación económica. Separemos bienes”.
Esta separación fue puramente económica, ya que hasta el día de hoy, siguen compartiendo sus vidas. Roberto “no
quería saber de departamentos de mercadeo, ni arandelas de esas”. Creó su propia empresa de productos de belleza
populares, para el cual pensaba todavía en camionetas pequeñas con vendedores de almacén en almacén, de pueblo en
pueblo de ciudad en ciudad; algo ya obsoleto para 1983; “A su espíritu le satisfacía un negocio sencillo, no más”. Hoy tiene
una próspera empresa con productos populares, le va muy bien, hace las cosas como quiere, manda como desea, es
independiente y consecuente con su propio ritmo de vida.
Doña María capacitó a su personal para que de manera eficiente organizaran los eventos concernientes a este
aspecto, todo lo contrario a la firma franquiciadora, de tal manera que después de un tiempo, les fue concedida por los méritos
de su labor: la franquicia de Miss Universo a Colombia.
Además del mercado nacional, ha conquistado el de otros países como: Perú, Bolivia, Toda Centroamérica y su
mayor logro, ha conseguido introducirse en la Comunidad Europea. En 1990, lanzó la línea Wendy, para hacer la competencia
a los productos piratas de Jolie de Vogue y rescatar ese mercado.
“Uno de los secretos del éxito es ‘pensar un poco más allá de lo normal, enriquecerse cualitativamente en su
área, en lo que sabe, y estar atentos al negocio. Hay cosas que me han faltado en la vida por el estudio que me faltó;
pero también hay gente que ha estudiado mucho y no ha hecho nada. De pronto son las necesidades las que hacen
que uno surja, que la persona salga adelante, si uno tiene todo conseguido la vida deja de ser interesante’”.
“Es bastante radical afirmar, por experiencia personal, que ‘hay que trabajar mucho, con tenacidad; si uno se
cae, tiene que volverse a levantar inmediatamente y con más fuerza. Hay que tener una idea fija acerca de lo que se
quiere hacer, insistir e insistir, y en la medida como uno lo haga, logra su propósito, hay gente que se desanima y
claudica. Eso no, hay que tener espíritu fuerte y, sobre todo, transmitirlo"
ANÁLISIS DE LECTURA