4 Lentini. Interaccionismo Simbolico PDF
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forma cooperativa. Los alcances de esta contribución a la Psicología Social han sido
ejemplarmente sintetizados por Rucker, cuando afirma que la corriente del Interaccionismo
Simbólico “[…] representó un importante cambio en el pensamiento, que dejó de creer en el
mundo como una realidad externa dada y en la mente como una realidad interna diferente” (en
Plummer, 1989, p. 59).
A su vez, la noción de interacción aparece en este paradigma articulada con una perspectiva
evolutiva, según la cual tanto la mente y el sujeto social (el espíritu y la persona
respectivamente, en la traducción de la obra de Mead) como la sociedad son producto de una
génesis que testimonia su historicidad constitutiva. Como correlato, las condiciones
materiales y simbólicas en que se despliega la vida social, al tiempo que constituyen la
expresión de una procesualidad que no puede soslayarse, se proyectan sobre un horizonte
indeterminado; devenir y porvenir, por tanto, enraizados en unos procesos de interacción en
continuo movimiento. De este modo, la connotación histórica que adquiere el concepto de
interacción no sólo refleja el rechazo a cualquier forma de conocimiento edificada en torno a
abstracciones, reificaciones, principios absolutos o verdades a priori, sino que señala,
fundamentalmente, la necesidad de reconocer el carácter simbólico de la realidad social. Ello
implica, en términos de Plummer, asumir “[…] que el significado ha de ser elaborado de
común acuerdo y, aunque provisionalmente aceptado, está en flujo permanente y nunca
permanece fijo; que las vidas, y por supuesto el orden social, están siempre abiertos y son
siempre negociables” (1989, p. 60). Aunque extensa, la caracterización que Joas (1987)
formula sobre el Interaccionismo Simbólico describe con apreciable justeza los rasgos
principales de esta corriente:
[…] su principal objeto de estudio son los procesos de interacción -acción social que
se caracteriza por una orientación inmediatamente recíproca-, y las investigaciones de
estos procesos se basan en un particular concepto de interpretación que subraya el
carácter simbólico de la acción social. El caso prototípico es el de las relaciones
sociales en las que la acción no adopta la forma de mera traducción de reglas fijas en
acciones, sino en el caso en que las definiciones de las relaciones son propuestas y
establecidas colectiva y recíprocamente. Por tanto, se considera que las relaciones
sociales no quedan establecidas de una vez por todas, sino abiertas y sometidas al
continuo reconocimiento por parte de los miembros de la comunidad (pp. 114-115).
A partir de la década del ‘30 del siglo pasado, el centro de gravedad de la teoría social
comenzó a desplazarse de Chicago hacia Harvard, al compás de la formulación por Talcott
Parsons de su teoría estructural-funcionalista. En ello incidió, en gran medida, la publicación
[3]
2. La escuela de Chicago
En el año 1892 se estableció en la Universidad de Chicago el primer departamento de
sociología, bajo el liderazgo de Albion Small. Fue ése el espacio de convergencia de un
heterogéneo grupo interdisciplinar de teóricos, investigadores sociales y reformadores
sociales, a la vez que el punto de partida de una tradición de investigación y producción que
habría de adquirir un perfil singular, y que ejercería una influencia determinante en las
ciencias sociales norteamericanas durante las primeras décadas del siglo XX. Como señala
Joas (1987), las condiciones institucionales de la recientemente fundada Universidad de
Chicago favorecieron la orientación hacia la investigación cooperativa y la
interdisciplinariedad; en tal contexto, las ciencias sociales hallaron un escenario fértil para
trascender las propias fronteras disciplinarias y proyectarse en un diálogo constante y
fructífero que articulaba y relacionaba desarrollos provenientes de la sociología, la economía
política, la etnología, la filosofía y la teoría de la educación.
En virtud de tales características, la Escuela de Chicago no giraba alrededor de una figura
teórica inequívocamente decisiva, como tampoco contaba con un programa de investigación
claramente delimitado; constituía más bien el ámbito de confluencia de un variado entramado
de pensadores e investigadores, entre los cuales se hallaban referentes de la importancia de
George Mead, John Dewey, Charles Peirce y Charles Cooley, entre otros. Sin embargo, fue
William Thomas la primera figura significativa del departamento, ya que la publicación en
1918 de El campesino polaco, realizado en colaboración con el investigador polaco
Znaniecki, resultaría gravitante para la orientación subsiguiente que habría de adquirir la
reflexión y la investigación empírica surgida de la Escuela de Chicago. En efecto, en su
trabajo de carácter etnográfico sobre el campesino polaco en Europa y en Estados Unidos, se
sitúan algunos de los temas que ocuparán un lugar central en la producción teórica y empírica
de las siguientes dos décadas, como lo son la indagación de los procesos de asimilación de
inmigrantes, la desorganización de subculturas étnicas y las pautas emergentes de un orden
[4]
La lectura que este escrito propone acerca del Interaccionismo Simbólico se apoya en algunos
de los aportes más relevantes de la obra de Mead, habida cuenta de la centralidad que su
trabajo ha tenido para la configuración y el ulterior despliegue de esta perspectiva
psicosociológica. No obstante ello, resulta necesario reseñar algunas de las líneas de diálogo
que han surcado su producción, y que han constituido las referencias en virtud de las cuales el
pensamiento de Mead adquiere un valor singular. En efecto, el enfoque interaccionista de
Mead recupera múltiples aportaciones provenientes de la psicología, la biología, la filosofía y
las ciencias sociales, a la vez que las inscribe en una perspectiva novedosa que permitirá
expandir y enriquecer el terreno teórico y empírico de la Psicología Social.
Una de las líneas de diálogo a las que Mead recurre para la formulación y sistematización de
su teoría se conecta con la propia producción de la Escuela de Chicago, y con los aportes que
más ampliamente la filosofía del pragmatismo realiza a diversos desarrollos en el campo de
las ciencias sociales. Aunque una reconstrucción exhaustiva de tales influencias excedería
holgadamente los márgenes de este trabajo, resulta ineludible la mención de algunas de las
aportaciones cruciales provenientes de esta tradición.
En tal sentido, la crítica al esquema del arco reflejo que desarrolla Dewey en su trabajo The
reflex arc concept in Psychology, de 1896, ofrece una sólida fundamentación para las
concepciones que Mead formulará acerca de la acción como totalidad y de la interacción
mediada en lo simbólico. Allí, Dewey orienta su crítica hacia una psicología que, en tanto
guiada por la pretensión de establecer relaciones de causalidad entre los estímulos
ambientales y las reacciones del organismo, despoja al sujeto social del carácter agencial,
activo, respecto de su conducta, al tiempo que segmenta y descompone de modo arbitrario la
totalidad de la acción hasta reducirla al nexo causal entre un estímulo externo y la reacción
que dicho estímulo desencadena en el organismo. El interés que tanto Dewey como Mead
dedicaron al juego infantil resulta ilustrativo de su postura, toda vez que dicho juego aportaba
un modelo de acción en el cual la orientación a la consecución de fines inequívocos era muy
escasa; en base a ello, desarrollaron una definición de la inteligencia reflexiva o creativa en
términos de la superación de los problemas de la acción a través de la invención de nuevas
posibilidades de acción.
Cooley, por su parte, realiza algunos aportes centrales a la corriente del Interaccionismo
Simbólico, tanto a través del desarrollo de una teoría del yo y de su dependencia de grupos
primarios, como de la importancia que asigna a la comunicación en la producción del orden
social. En particular, su concepto de yo-espejo (looking-glass self) ofrece una vertiente de
comprensión de la dimensión social del yo, tal como se fragua en su interacción con los
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mismo tiempo como un ser inacabado cuya incompletud debe ser explicada” (Galtieri, 1992,
p. 10).
Finalmente, en relación al conductismo watsoniano, Mead reivindicará la importancia de su
centramiento en el estudio de la conducta observable; sin embargo, cuestionará a Watson el
descuido que dicho programa impone al estudio de la experiencia interna del sujeto, así como
el efecto de atomización y fragmentación que produce en su análisis de la conducta. Es por
ello que Mead definirá su postura en términos de un conductismo social, concebido éste como
el estudio de la experiencia y la conducta del individuo, en tanto dependiente del grupo social
al que pertenece. Dicha definición, en efecto, sintetiza con claridad el proyecto que Mead se
traza, y que aparece minuciosamente expuesto en su artículo La génesis del self y el control
social (1991), del año 1925: el de superar las ambigüedades que la psicología moderna -en su
oscilación entre la filosofía de la conciencia y la ciencia experimental- mantiene irresueltas.
Para ello, el recorrido que Mead propone para el estudio de la experiencia subjetiva estará
dado por su sistemática articulación con aquello que constituye su marco natural: el campo de
la experiencia social.
de gestos (aquella sucesión de acciones y reacciones por parte de dos organismos tal como
puede observarse, por ejemplo, en una riña de perros), ya que el símbolo significante “[…]
involucra la adopción por cada uno de los miembros que lo llevan a cabo, de las actitudes de
los otros hacia él” (Mead, 1934/1993, 89); de este modo, la comunicación -concebida como
participación en el otro, como inserción en una perspectiva común- constituye el mecanismo
esencial en el que se asienta la sociedad humana, y la acción intersubjetiva se encauza a través
de una concomitancia entre la autoconciencia y la coordinación de las actividades sociales de
los individuos. El espíritu, el pensamiento, debe su génesis a la existencia de símbolos
significantes, pues sólo a través de ellos puede el individuo devenir autoconciente y
autorreflexivo.
De modo análogo, la persona (self) no constituye un dato inicial: antes bien, para Mead, el
organismo fisiológico deviene persona a través de un proceso de desarrollo sustentado en
procesos comunicativos. Tal como Mead lo formula, el concepto de persona aparece
desarrollado a través de la conjunción de dos perspectivas de análisis: la primera, que permite
dar cuenta del proceso de su génesis en forma diacrónica; la segunda, que describe en
términos sincrónicos las condiciones en que se plasma su conducta.
Desde una perspectiva genética o diacrónica, la persona surge de la experiencia social (esto
es: de la inserción del organismo en el proceso de interacción mediado en lo simbólico) y se
caracteriza por poseer conciencia de sí, entendida como la capacidad del individuo de verse a
sí mismo desde el punto de vista de los otros. Mead grafica este proceso genético mediante el
recurso a una metáfora que localiza al juego y al deporte como etapas que jalonan el proceso
de progresiva incorporación del otro a la experiencia del organismo; mientras el primero alude
a la incorporación de los atributos de un otro concreto (por ejemplo, la mamá, el papá, etc.)
que suele observarse en el juego infantil (juego de roles, en términos de Mead, ya que allí el
niño representa alternativamente el propio rol y el de su partenaire), el segundo ilustra la
creciente abstracción del otro que supone la práctica del deporte (o juego de reglas), toda vez
que requiere de cada jugador que haya incorporado en sí las actitudes de los restantes
participantes de la actividad, de modo tal de definir su propia posición en términos de su
cooperación al conjunto. Como extensión de esta lógica, Mead (1934/1993) planteará que la
conformación de la persona estará dada por la internalización del otro generalizado, es decir,
por la incorporación de las actitudes organizadas de la comunidad. En tal sentido, afirma que
“[…] esa incorporación de las actividades amplias de cualquier todo social dado, o sociedad
organizada, al campo experiencial de cualquiera de los individuos involucrados o incluidos en
[9]
ese todo es, en otras palabras, la base esencial y prerrequisito para el pleno desarrollo de la
persona” (p. 185).
A su vez, desde una perspectiva estructural o sincrónica, la persona constituye el escenario de
interjuego entre dos fases: el yo (I) y el mi (me). Mientras el mi aparece como la instancia en
la cual convergen los aspectos convencionales, normativos, vinculados con la regulación
colectiva de las relaciones sociales, el yo constituye la instancia de expresión de la acción y,
por lo mismo, la vertiente de plasmación de la creatividad, la espontaneidad, la innovación
inherente al sujeto social.
Como puede advertirse, el concepto de persona desarrollado por Mead es consustancial con el
ideario democrático y reformista que orienta su pensamiento, y que se manifiesta en la
potencialidad creativa e innovadora de un sujeto social, cuya acción aparece ya proyectada
sobre un trasfondo de actividad cooperativa que contempla las actitudes generalizadas de la
comunidad. En esta clave, el control social no es sino el autocontrol del sujeto respecto de su
propia conducta, en tanto orientada intersubjetivamente.
Así como el espíritu y la persona surgen en el seno de la experiencia social y dan cuenta del
proceso evolutivo en el cual se constituyen, la formulación trazada por Mead acerca de la
sociedad es tributaria del mismo enfoque genético. De este modo, propone visualizar el
proceso histórico de constitución de la sociedad como guiado a través de la comunicación, en
base a la progresiva complejización y extensión de la actividad cooperativa humana y de sus
producciones. A distancia de las concepciones contractualistas, que conciben lo social como
institución de una realidad ya representada en la conciencia de los sujetos, Mead resalta la
mutua implicación en la constitución y transformación del espíritu, la persona y la sociedad.
Como señala Sánchez de la Yncera (1991), en la perspectiva de Mead se despliega una teoría
acerca de la intersubjetividad y del carácter creativo de la acción social, solidaria de una
concepción que sitúa a la comunicación como el eje de la sociedad y como vector de
construcción y profundización de la democracia. Cobra aquí relieve la importancia que Mead
atribuye al periodismo, la literatura, la historia: en efecto, dichas producciones aportan las
condiciones de comunicación que permiten trascender las restricciones espacio-temporales del
otro generalizado, toda vez que conectan la experiencia social en curso con aquellas que, en
tanto provenientes de otros contextos geográficos y/o históricos, le incorporan nuevas
perspectivas, contribuyendo de este modo a operar efectos de expansión y complejización del
otro generalizado.
En Europa, el proceso de configuración del campo de las ciencias sociales se dio en el marco
de las profundas transformaciones sociales, políticas y económicas sobrevenidas con el
advenimiento de la modernidad. La instauración de un nuevo orden social, al compás de los
efectos combinados de la Revolución Industrial en el plano económico y de la Revolución
Francesa en el terreno político (Nisbet, 1990, p. 37), se edifica sobre las ruinas del sistema
feudal y en franca ruptura con sus instituciones. Se advierte allí el entramado socio-histórico
en el que tendrá lugar lo que Donzelot (2007) denomina la invención de lo social, como punto
de partida de la conformación de un vasto corpus de pensamiento sociológico guiado por el
esfuerzo de construir el andamiaje científico requerido para la comprensión y el análisis de
una realidad social cuyos fundamentos y legitimidad ya no pueden considerarse inmutables ni,
mucho menos, incuestionables.
Del otro lado del Atlántico, las condiciones históricas en que se produce el proceso de
colonización de Norteamérica y la posterior consolidación territorial de los Estados Unidos
recorren un derrotero diferente. Como señala Forni (1982, p. 106), “[…] sin pasado ni
instituciones feudales que los bloquearan, los colonos que se instalaron al Nordeste del actual
territorio eran portadores, a través de sus concepciones religiosas puritanas, de los gérmenes
de un orden social burgués revolucionario en sus consecuencias”. Ese orden social, cuyo
principio básico se inspiraba en la igualdad de oportunidades, habrá de constituir el
fundamento de un acentuado individualismo. De este modo, la libre iniciativa y el ideario del
progreso (proyectados sobre un territorio que, a través de la continua expansión de sus
fronteras, se ofrece a la imaginación como “la tierra de las oportunidades”), proveen a la
configuración de un imaginario fuertemente individualista que, como señala Alexander
(1991), encuentra no pocas veces expresión en la ideología del individualismo de mercado,
funcional a las condiciones necesarias para la acumulación de riqueza. Esta singular
convergencia de factores permite, al tiempo que explicar la ausencia de teorías o doctrinas de
alcance colectivista o sociológico en Norteamérica a lo largo del siglo XIX, dimensionar la
originalidad y la relevancia de la producción de la Escuela de Chicago, en tanto escenario de
configuración de la primera orientación de carácter colectivista y reformista en las ciencias
sociales en Estados Unidos.
Tras la finalización de la guerra civil (1861-1865), la expansión económica y la acumulación
de poder y riqueza -especialmente en aquellas ciudades donde confluyen las actividades del
comercio y la industria- da impulso a la consolidación de un capitalismo industrial y
financiero fuertemente concentrado y, con ella, al surgimiento de una nueva aristocracia. Al
mismo tiempo, y como requerimiento propio de una economía en continua expansión, se
[11]
transformadora de la acción e impulsar una fusión más sintética entre la persona y la sociedad,
esta corriente da sustento a una concepción alternativa a la ideología del individualismo
económico, postulando que la vida social no descansa en una regulación espontánea guiada
según la lógica del mercado, sino que es precisa la experiencia humana concreta, a fin de
generar formas de autorregulación cooperativa mediante la acción dirigida a la resolución de
los problemas de la comunidad. En John Dewey y Charles Cooley, esta postura se expresa en
su crítica a la naturalización del mercado y a la pretensión de presentarlo como mecanismo
autorregulador de resolución de problemas; en Mead, por su parte, toma forma a partir de su
concepción de la comunicación como vertiente de expansión del otro generalizado y de
democratización, y, por consiguiente, como vector decisivo en el proceso de configuración y
transformación de los sujetos sociales y de la sociedad.
interdependencia para formular los problemas de todos en términos de los problemas de cada
uno” (en Sánchez de la Yncera, 1991, p. 157). Este ideal de comunicación, como se advierte,
no resulta distinguible de una noción sustantiva sobre la democracia, concebida como
participación cooperativa, consciente y autorreflexiva en el proyecto colectivo.
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