Di Benedetto Mariposas de Koch
Di Benedetto Mariposas de Koch
Di Benedetto Mariposas de Koch
Dicen que escupo sangre, y que pronto moriré. ¡No! ¡No! Son mariposas, mariposas
rojas. Veréis.
Yo veía a mi burro mascar margaritas y se me antojaba que esa placidez de vida, esa
serenidad de espíritu que le rebasaba los ojos era obra de las cándidas flores. Un día
quise comer, como él, una margarita. Tendí la mano y en ese momento se posó en la flor
una mariposa tan blanca como ella. Me dije: ¿por qué no también?, y la llevé a los
labios. Es preferible, puedo decirlo, verlas en el aire. Tienen un sabor que es tanto de
aceite como de yerbas rumiadas. Tal, por lo menos, era el gusto de esa mariposa.
No puedo comprender, en cambio, por qué la pareja, tan nueva y tan dispuesta a las
locas acciones, como bien lo había probado, decidió permanecer adentro, sin que yo le
estorbase la salida, con mi boca abierta, a veces involuntariamente, otras en forma
deliberada. Pero, en desmedro del estómago pobre y desabrido que me dio la naturaleza,
he de declarar que no quisieron vivir en él mucho tiempo. Se trasladaron al corazón,
más reducido, quizás, pero con las comodidades de un hogar moderno, por lo que está
dividido en cuatro departamentos o habitaciones, si así se prefiere nombrarlos. Esto,
desde luego, allanó inconvenientes cuando el matrimonio comenzó a rodearse de
párvulos. Allí han vivido, sin que en su condición de inquilinos gratuitos puedan
quejarse del dueño de casa, pues de hacerlo pecarían malamente de ingratitud.
Allí estuvieron ellas hasta que las hijas crecieron y, como vosotros comprenderéis,
desearon, con su inexperiencia, que hasta a las mariposas pone alas, volar más allá. Más
allá era fuera de mi corazón y de mi cuerpo.