El Pueblo - Zenna Henderson
El Pueblo - Zenna Henderson
El Pueblo - Zenna Henderson
especie superior…
Entre 1961 y 1971 Zenna Henderson publicó la serie de El Pueblo, un
conjunto de relatos llenos de lirismo, que refieren el devenir de un grupo de
extraterrestres, especialmente bondadosos, llegados a la Tierra,
concretamente al sudoeste de los EE. UU., justo antes del cambio del
siglo XIX, tras el paso a nova de su sol.
Con apariencia totalmente humana, son seres dotados de una moral
claramente superior, de poderes concebidos para ejercer el bien, y que serán
perseguidos por unos humanos no tan inclinados a la bondad…
El Pueblo es todo lo mejor de nosotros, lo que esperamos llegar a ser y
donde, con trabajo y suerte, podemos estar en el futuro.
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Zenna Henderson
El Pueblo
Nova - 75
ePub r1.0
Rob_Cole 07.08.2017
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Título original: The People Collection
Zenna Henderson, 1991
Traducción: Elsa Mateo
Retoque de cubierta: Rob_Cole
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Presentación
En mi Ciencia ficción: Guía de lectura (1990, NOVA ciencia ficción, número 28)
opté por incluir la saga de El Pueblo de Zenna Henderson entre los cien títulos
recomendables de la historia del género que nos ocupa. Ni que decir tiene que, con
ello, queda más que justificado (y en cierta forma anunciado con años de antelación)
el hecho de que aparezca en esta colección. Pero creo que conviene explicar con
detalle las circunstancias de la edición que el lector tiene hoy en las manos.
En mi comentario de 1990 sobre la saga de El Pueblo, entre otras cosas, señalaba:
«Una lectura agradable e inolvidable. Hay edición en español del primer volumen,
realizada por Minotauro en 1975. Será tal vez difícil de encontrar pero vale la pena.
Búsquenlo».
La realidad es que Minotauro había dejado que el libro se agotara sin haberlo
reeditado en los últimos años. Por ello, más que justificado por mi propio aval e
interés, me pareció conveniente pensar en la obra de Zenna Henderson como la obra
«clásica» que NOVA ciencia ficción iba a publicar en 1994.
Nuestros lectores habituales saben que NOVA ciencia ficción, iniciada en 1988,
es una colección especializada que carece en gran medida de los títulos clásicos del
género ya publicados en su momento por otros editores. Poco apoco, sin embargo,
vamos incorporando a nuestra colección, como mínimo uno cada año, títulos en cierta
forma inolvidables. Aunque en el aspecto comercial pueda tratarse a veces de una
operación arriesgada, considero imprescindible incluir en NOVA ciencia ficción
algunos clásicos indiscutibles que acompañen a los buenos títulos del presente que,
ésos sí, están siempre en nuestra colección.
De ahí las reediciones, concebidas en ocasiones como homenaje, que aparecen en
NOVA ciencia ficción con una cierta periodicidad. Por otra parte y afortunadamente,
la particular y sesgada historia de la edición de ciencia ficción en España me permite
publicar por primera vez en castellano algún que otro clásico incuestionable.
Homenaje fue la publicación de Ciudadano de la galaxia (1957) de Robert
A. Heinlein, en NOVA ciencia ficción, número 18, en 1989, un año después de la
muerte de su conocido autor.
También un homenaje, aunque de otro tipo, fue Cántico por Leibowltz de Walter
M. Miller Jr., publicada en NOVA ciencia ficción, número 47, en 1992. Huelga decir
que es una de las mejores novelas que ha ofrecido el género.
Cuando, en 1991, emprendimos la publicación íntegra y ordenada de la serie de
Los señores de la instrumentalidad de Cordwainer Smith, NOVA ciencia ficción,
números 37, 38, 59 y 70, incluyendo textos hasta entonces inéditos en formato de
libro, ya no se trataba de una simple reedición, sino de una labor editorial que me
pareció de estricta necesidad para rendir justicia a una de las obras y uno de los
autores más sugerentes de la ciencia ficción de todos los tiempos.
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En 1993 el clásico fue una novela inédita en España, Misión de gravedad de Hal
Clement, que se publicó en el número 55 de NOVA ciencia ficción, precisamente tras
cuarenta años de exitosa historia editorial en todo el mundo que le ha merecido la
consideración de novela emblemática de la ciencia ficción hard.
Como puede verse, desde 1989 habíamos publicado, como mínimo, un título
«clásico» cada año. Para los curiosos diré que el de 1990 puede haber sido Radix de
A. A. Attanasio, en el número 27 de la colección, un libro al que tal vez sólo yo me
atreva a otorgar la consideración de clásico… ¡privilegios de editor! Estoy
convencido de que la perspectiva ofrecida por estos títulos «clásicos» permite
apreciar mejor la riqueza de la moderna ciencia ficción y entender también su
evolución, construida precisamente en torno a los hitos que ciertos títulos, ya
históricos, representaron en su tiempo.
En 1994, nuestro clásico tuvo que ser Cronopaisaje de Gregory Benford (NOVA
ciencia ficción, número 66), justo cuando mi intención inicial era abordar la edición
íntegra, en un único volumen, de todos los relatos de la saga de El Pueblo de Zenna
Henderson.
Ocurre que, en 1991, se publicó en Gran Bretaña El Pueblo, The People
Collection, recopilación de todos los relatos de la saga. Era la ocasión ideal.
Adquirimos los derechos y procedimos, como suele ser habitual en Ediciones B, a
encargar una nueva traducción para unificar el estilo y uniformar las razones de la
pequeña gran serie de diversas decisiones que un traductor debe tomar
inevitablemente para hacer la versión de un texto concebido en otro idioma. Cuando
ya estaba prácticamente todo preparado, a primeros de 1994 me enteré de que
Minotauro había decidido reeditar Peregrinación: El Libro del Pueblo, el primer
volumen de la saga. Parece evidente que, como fuera, Minotauro se había enterado de
nuestros propósitos (los agentes, por ejemplo, suelen cuidarse también de estas
cosas…) y decidió que mi interés, expresado en Ciencia ficción: Guía de lectura y en
la adquisición de los derechos de The People Collection, era razón más que suficiente
para reeditar, ¡por fin!, un título, para mí clásico, de la ciencia ficción de todos los
tiempos.
No sé si acerté, pero opté por retrasar la aparición de nuestro volumen con todos
los relatos que componen, en toda su integridad, la saga de El Pueblo. En ningún
momento pensé en abandonar esta edición, aun cuando un inevitable respeto por la
precedencia de Minotauro en la edición en español me llevó a retrasar un año la
publicación de este libro. Así, Cronopaisaje, inicialmente previsto para 1995,
apareció en 1994, mientras que El Pueblo, previsto para 1994, aparece en 1995.
Los lectores que hayan adquirido la reedición de Minotauro para, siguiendo mi
consejo, leer las primeras historias de la gente de El Pueblo, con toda seguridad
estarán más que motivados para proseguir con toda la saga que se ofrece, íntegra, en
este volumen. Quien hasta hoy no haya leído Peregrinación: El Libro del Pueblo,
encontrará en esta edición, cuyo titulo definitivo es El Pueblo, todo lo escrito por
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Zenna Henderson sobre sus entrañables personajes.
Yendo al contenido de este libro, en su edición británica incluía los dos
volúmenes ya editados previamente, Peregrinación (1961) y El Pueblo: Sin
diferencias (1966), seguidos de los siguientes relatos: La especie imborrable, El
incidente del después, Las paredes y El viaje de Katie-Mary, en este preciso orden.
En realidad, tal y como puede constatar el lector, el segundo y el tercero de esos
relatos tienen poca o nula relación con la saga de El Pueblo. Así me lo advirtió Isabel
Monteagudo, la agente literaria española, seguramente transmitiendo la advertencia
de Virginia Kidd, agente en Estados Unidos de este autor.
Pude optar por retirar esos relatos del libro, como se me aconsejó, pero me ha
parecido más adecuado incluirlos en este volumen como un pequeño valor añadido.
Aunque, eso sí, he procedido a alterar el orden de la edición británica que queda
ahora, tras los dos libros mayores Peregrinación y El Pueblo: Sin diferencias,
formado por los apartados siguientes:
OTROS RELATOS
El incidente del después
Las paredes
Poco más voy a decir aquí de esta serie de narraciones. La obra de Zenna Henderson
es una muestra casi perfecta de esa ciencia ficción basada en la ética y con una
ambientación casi pastoral y bucólica en la que descollaron, por ejemplo, libros como
Ciudad (1950) de Clifford D. Simak, y las obras de Edgar Pangborn todavía inéditas
en castellano: A Mirror For Observers («Un espejo para observadores», 1954, que
fue premio internacional de fantasía en 1955) y Davy (1964). Obras que, como la de
Henderson, se dirigen básicamente a la emotividad y la sensibilidad del lector.
En la saga de El Pueblo, una especie de extraterrestres especialmente bondadosos
llega a la Tierra en pequeños grupos de supervivientes tras el paso a nova de su sol.
Por su físico, no se distinguen de los humanos, pero disponen de una moral
claramente superior y de poderes PSI, que siempre han utilizado para el bien. Deben
ocultar sus poderes de los humanos terrestres no tan inclinados a la bondad, que los
persiguen acusándoles de practicar la brujería. Las historias suelen narrar encuentros
con los terrestres y acaban mostrando nuestras profundas insuficiencias. La mayor
parte de los personajes son maestros (profesión de la autora) y niños.
Como veremos más adelante, no soy el único que aprecia positivamente la obra
de Henderson, quien también ha recibido críticas negativas como, en cierta forma,
recoge Anne McCaffrey en su introducción a la edición británica. Al parecer, en los
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años setenta y ochenta esa ciencia ficción «pastoral» no se consideraba interesante ni
valiosa. Parece ser que algunos (por ejemplo John Clute en su famosa enciclopedia, o
Carolyn Cushman en LOCUS) han considerado el estilo «emotivo y sentimental» de
Henderson como una debilidad, en su obra, y que el interés de la autora por la fe o la
solidaridad resulta algo extraño en estos tiempos en que, más bien impera el cinismo.
No estoy de acuerdo. En realidad, sin la función para desempeñar esos elementos no
se comprendería el gran interés popular que ha despertado, por ejemplo, la obra de un
autor como Orson Scott Card quien, precisamente en los últimos diez años, ha
construido una gran carrera apoyada en esos mismos elementos. Y Card nunca ha
negado su interés por la obra de Zenna Henderson.
Para no extenderme más, les remito a la introducción de McCaffrey, que elabora
una evaluación sentimental de la obra de Henderson, de su persona y su estilo
literario, y proporciona también interesantes comentarios sobre el paso de la saga de
El Pueblo a otros medios como, por ejemplo, el cine.
Algunas de las revistas y especialistas más destacados en la crítica y el
comentario de la ciencia ficción han saludado con satisfacción esta edición completa
de la saga de El Pueblo. Veamos unos ejemplos:
Si tras muchas lecturas su viejo libro está hecho jirones y roto, sustitúyalo. Si nunca hasta hoy se
encontró con la gente de El Pueblo, por favor, ¡por favor! ¡por favor!, rectifique ese déficit en su
educación. Henderson poseía un don para el amor y su talento supremo fue el transferir ese don a la
página impresa.
Analog
Los que se han encontrado antes con la gente de El Pueblo de Miss Henderson, saben que es
inolvidable y tan extraordinaria como la habilidad de su autora para proyectar la fantasía en un
admirable marco realista… Miss Henderson cuenta sus relatos con una magia tierna y amable.
The Kirkus Review
Un gran sentido del humor, gran habilidad en la descripción de personajes infantiles (algunos de
los cuales son los héroes y heroínas) y una escritura sólida y segura en su trama.
Publishers Weekly
La gente de El Pueblo son los descendientes de los supervivientes de una nave espacial de otro
planeta que se estrelló en la Tierra hace muchos y muchos años. El Pueblo se separó y desperdigó,
y sus niños han perdido el conocimiento de sus orígenes. Poseen poderes especiales (telepatía,
telequinesia, etc.), que pueden ser vistos con terror por parte de los nativos normales de la Tierra.
Por ello la historia de El Pueblo es la historia del conflicto entre la voluntad de adaptarse a los
estándares terrestres y el lento reconocimiento y aceptación de su especial identidad.
Alfred Bester
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ficción saben que, desde ya hace un par de años, las ilustraciones de las portadas las
realiza el equipo Trazo de Valencia. El equipo está formado por Juan Miguel
Aguilera, conocido autor español de ciencia ficción, y su colaborador Paco Roca. Ya
be dicho alguna vez que Juan Miguel se parece a Larry Niven (en joven, por
supuesto…), autor al que además admira. Ahora tengo la oportunidad de mostrarles
cómo es Paco Roca: den la vuelta al libro y miren la ilustración de la portada desde
arriba (desde allí donde pone Zenna Henderson, nombre que ahora leen al revés). La
cara del muchacho que levita, vista así del derecho, es un buen autorretrato de su
autor: Paco Roca, premio Encouragement Award como ilustrador en la Convención
Europea (Eurocon) de 1993. Espero que Paco me perdone la indiscreción.
MIQUEL BARCELÓ
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Introducción
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Zenna Henderson, darme cuenta de cuál era el motivo por el cual me sentía tan
atraída por sus temas altruistas discretamente impresionantes: no predica, sino que
ilustra con historias tiernas, amables y profundamente conmovedoras. El lenguaje que
utiliza es muy sencillo: se esfuerza por no recurrir a efectos estilísticos
extraordinarios, no emplea ninguna táctica impresionante y siempre escribe con el
corazón. Pero, dado que lo hizo en los años sesenta, su voz amable y a menudo
sentimental quedó ahogada por los gritos estridentes del movimiento de liberación de
la mujer. Fue criticada por su propia fortaleza, «por tener un estilo excesivamente
sentimental y suavemente religioso»[1]. Los lectores de la floreciente liberación
podrían haber aprendido mucho de ella.
Como hacen muy pocos escritores, Zenna Henderson escribió sobre un mundo
que conocía íntimamente: el desierto y las montañas de Arizona y sus alumnos de
primer año. «Pastorales serenamente extraordinarias»[2], como las describió Ben
Bova. Sus percepciones, porque sus oídos oían, sus ojos veían y su corazón
escuchaba, eran inusualmente agudas, y nos presentó, incluso en sus historias de El
Pueblo, raras visiones del goce humano y el dolor de ser «excepcional».
Ed Ferman, de Fantasy and Science Fiction, calificó sus relatos sobre el Pueblo
como «probablemente la serie más popular que jamás hemos hecho». Treinta y dos de
sus relatos fueron publicados por F Galaxy, Universe y Fantastic Stories también
editaron varios relatos de Zenna Henderson.
Los relatos de El Pueblo llamaron la atención del innovador cineasta Francis Ford
Coppola, que hizo una película para la televisión con el mismo título, protagonizada
por Kim Darby y William Shatner. El relato corto «Ararat» fue incluido para su
estudio en los textos de literatura de la escuela secundaria, Viewpoint, publicado por
Houghton-Mifflin. Se encuentra entre los de John Steinbeck y Jack London; ella
seguramente habría estado encantada de ocupar ese lugar. También fue publicado en
diez idiomas.
A título póstumo, la Universidad de Alabama, en Birmingham, solicitó
autorización para utilizar «Cautividad» en una producción de aficionados con música
y danza, utilizando la mayor cantidad posible del texto de Zenna Henderson[3].
Según comenta su hermana, era una persona muy reservada y utilizaba sus
escritos para expresar sus sentimientos. «Pensaba que la mayoría de nosotros no
utilizamos toda nuestra capacidad, y se limitaba a ampliarla un poco más»[4].
Ahora que las actitudes han cambiado en todo el mundo, tal vez al leer y releer a
Zenna Henderson apreciaremos realmente la voz de El Pueblo.
Zenna Henderson murió de cáncer el 11 de mayo de 1983, después de librar una
larga batalla contra la muerte. Su tumba, en el cementerio St. David, con las
montañas que ella amaba como fondo, está bordeada de tablas de secoya, y Alvina
Cole, su hermana, plantó en ella sus cactus preferidos. Por lo que tengo entendido,
siguen creciendo. ¿Quién sabe? ¡Quizá fue el Pueblo el que preparó su última
morada!
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Anne McCaffrey
Dragonhold, 1990
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A todos mis querubes…
y a las campanas de Couvron
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Interludio: Lea 1
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Lea volvió las páginas de celofán y se quedó mirando algo, con los ojos bajos.
—Bueno, ¿con cuál se ha quedado? —La mujer se inclinó hacia Lea—. ¡Bueno!
—Un jadeo de indignación—. ¡Eso es mi licencia para conducir! ¡No le pedí que
husmeara mis papeles!
La anciana le arrebató a Lea la billetera y apagó la luz. Hubo unos cuantos
movimientos y murmullos en el asiento de al lado hasta que la tranquilidad volvió
otra vez.
El zumbido del autobús era casi hipnótico y Lea se hundió de nuevo en aquella
apatía, excepto una punta minúscula de incomodidad que continuaba aguijoneándole
la conciencia. Tendría que hacer algo en la próxima parada. El billete alcanzaba hasta
allí. ¿Luego qué? Habría que decidir otra vez. Y todo lo que ella quería era nada…
nada. Y todo lo que tenía era nada… nada. ¿Por qué tenía que hacer algo? ¿No
bastaba que ella no…? Lea apoyó la frente contra el vidrio de la ventanilla,
disolviendo aquel nebuloso reflejo de ella misma, y clavó los ojos en la oscuridad. El
hábito la dominó de nuevo, y los dolorosos pensamientos volvieron a los viejos
surcos, los trillados senderos que llevaban a una futilidad sin remedio, a una nada
oscura. Retuvo el aliento, y luchó contra el horror… la amenaza…
Todas las luces del interior del autobús se encendieron de pronto, y hubo un
murmullo y un movimiento de gente adormilada. El autobús marchaba ahora más
despacio entre las luces desperdigadas de las afueras de un pueblo.
Era un pueblo pequeño. Lea ni siquiera recordaba el nombre. Ni siquiera supo en
qué dirección iba cuando dejó la estación. Se alejó de la parada de autobús
caminando con pasos rápidos y silenciosos por la acera agrietada, complaciéndose en
el balanceo rítmico del cuerpo después de las largas horas de inactividad. La mente
todavía le daba vueltas, a ciegas, apartada, distraída, encerrada en sí misma.
El distrito comercial fue quedando atrás, y Lea comenzó a subir por una calle
empinada. Arriba y al cabo de un rato se encontró con una baranda. Se apoyó en el
borde esperando a que se le pasara el mareo. Escudriñó la oscuridad. ¡Es un puente!,
pensó. Sobre un río. Sintió que algo se encendía en ella. Es la respuesta, se dijo,
animada. Sí, y luego… ¡nada más! Apoyó los codos en la baranda, enmarcándose el
mentón y las mejillas con las manos, los ojos puestos en la oscuridad de allá abajo,
una oscuridad cerrada donde no había ni siquiera una onda que reflejase las luces del
puente.
La voz familiar, tan razonable, hablaba de nuevo. Hay que desprenderse de ese
dolor. Que sea sólo una incomodidad transitoria. Deja de respirar, deja de pensar,
deja de sufrir, deja de alimentar ese ciego deseo. Lea se movió por la acera,
acariciando la baranda. Puedo soportarlo ahora, pensó. Ahora que sé que hay un fin.
Puedo soportar un minuto más de vida… para decir adiós. Sintió un estremecimiento
en los hombros y la risa que se le ahogaba en la garganta. ¿Adiós? ¿A quién? ¿Quién
notaría que ella se había ido? Una onda que se detiene en un mar tempestuoso. Que el
agua tranquila la dejara sin aliento. Que esa bondad impersonal la ocultara, la
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disolviera, de modo que nadie pudiera suspirar y decir: Eso fue Lea. Oh, agua
bendita.
No había nada que lo impidiera. Lea se encontró defendiendo lo que iba a hacer
como si le hubiesen puesto alguna objeción. Escucha, pensó. Te lo he dicho tantas
veces. No hay razón para seguir. Puedo aguantarlo cuando la inanidad me envuelve
ocasionalmente, ¿pero no recuerdas? ¿No recuerdas la mañana en que estabas
sentada vistiéndote, con un zapato puesto y el otro todavía en la mano, y no podías
encontrar una razón válida para terminar de calzarte? ¡Ninguna razón! ¿Acabar de
vestirse? ¿Para qué? ¿Por qué tenías que ir a trabajar? ¿Por qué? ¿Para ganarte la
vida? ¿Por qué? ¿Para tener que comer? ¿Por qué? ¿Para no morirte de hambre?
¿Por qué? ¡Porque tienes que vivir! Por qué. ¿Por qué? ¡Por qué!
—Y no había respuestas. Y me quedé allí sentada hasta que el aire gris se disolvió
a mi alrededor, como otras veces. Pero entonces… —Lea juntó las manos y se las
retorció dolorosamente—. ¿Recuerdas qué ocurrió entonces? El cielo distorsionado
se desgarró derramando todo el horror de un mundo sin significado y sin sentido; una
existencia irracional que daba vueltas y vueltas como las manecillas de un reloj sin
cara, una nada amenazadora que tironeaba del hilito de razón que aún me quedaba
enredándolo y enredándolo. —Lea se estremeció y apretó los labios tratando de
recobrarse—. Eso fue sólo el principio… Poco después esos mismos abismos de
inutilidad llegaron a ser un refugio y no algo de lo que era necesario escapar, una
negatividad casi cómoda comparada con ese horror positivo que era vivir. Pero ya no
aguanto ni una cosa ni otra. —Se dobló sobre la baranda—. Y no tengo por qué
hacerlo. —Se enderezó y contuvo una náusea repentina y seca—. Las aguas han de
ser más profundas en el medio —se dijo—. Profundas, rápidas, silenciosas,
alejándome de esta intolerable…
Y mientras daba un paso adelante se oyó un gritito, perdido dentro de ella.
—¡Pero yo hubiese podido tener amor a la vida! ¿Cómo he llegado a este punto
muerto?
Calla, le decía la oscuridad a la vocecita, ¡calla! No te molestes en pensar. Trae
dolor. ¿No descubriste que trae dolor? No tienes que pensar nunca más, ni hablar
nunca más, ni respirar nunca más después del próximo aliento…
Los pulmones de Lea se llenaron lentamente. ¡El último aliento! Empezó a
deslizarse a lo largo de la baranda del puente de piedra, hacia la oscuridad, hacia el
acabamiento de todo, hacia el Fin.
—No tienes verdaderas ganas. —La voz risueña sorprendió a Lea como un golpe
en la cara—. Por otra parte, aunque lo quisieras de veras no podrías aquí. Quizá te
romperías una pierna, pero nada más.
—¿Me rompería una pierna? —La voz de Lea era de estupefacción, y algo gritó
dentro de ella, decepciona da—: ¡Te estoy hablando!
—Claro. —Unas manos fuertes la apartaron de la baranda y la arrastraron a un
asiento dentro de lo que parecía ser un pequeño kiosco—. Tienes que ser muy nueva
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aquí, llegada en el autobús de las nueve y media de la noche.
—El autobús de las nueve y media de la noche —repitió Lea inexpresivamente.
—Porque si hubieses estado aquí a la luz del día sabrías que este puente es un
engaño y una ilusión, por lo menos en lo que a agua se refiere. No podrías ahogar un
mosquito en este río. Hay un dique arriba, y aquí sólo arena y tamariscos. Además, no
quieres morir, mucho menos con un abrigo tan hermoso como ése, ¡casi nuevo!
—No quieres morir —repitió Lea como un eco distante. De pronto se soltó con
una sacudida de aquellas manos firmes y torció el cuerpo tratando de librarse del
brazo que la sostenía.
—¡Quiero morir! ¡Vete! —Habló con una voz cada vez más aguda y casi escupió
la última palabra.
—¡Pero me oíste! —El resplandor del farol más cercano en el collar de luces que
perlaba el puente brilló sobre una sonriente cara de muchacha, no mucho mayor que
Lea—. No tendrás lo que piensas si tratas de suicidarte aquí. Probablemente te quedes
tendida en la arena toda la noche, quizá con una rama afilada de tamarisco clavada en
el hombro, y la pierna rota doliéndote como todos los diablos. Y mañana te
encontrarán las hormigas, y las moscas, los moscardones que zumban. Los atrae la
sangre, ya lo sabrás. Tu sangre, derramada en la arena.
Lea ocultó la cara, con violencia, hundiendo las uñas en el cuero cabelludo.
Esta… esta criatura no tiene por qué rascar esa costra que resuma sangre, pensó.
Sería tan fácil saltar a la oscuridad, a la nada, y no quedarse pensando en
moscardones y sangre, tu propia sangre.
—Además… —el brazo la rodeaba de nuevo, llevándola de vuelta al banco—, no
puedes querer morir y perderlo todo.
—Todo es nada —jadeó Lea, tratando de volver a un camino gastado y conocido
—. No es nada. Sólo una tiza gris que escribe palabras grises en un cielo gris de
tormenta. ¡No hay nada! ¡No hay nada!
—Esa frase tan redonda tienes que habértela dicho miles de veces para haber
llegado tan adentro en la oscuridad —dijo la voz, seria ahora—. Pero tienes que
volver, lo sabes, tienes que sentir de nuevo el deseo de vivir.
—¡No, no! —gimió Lea, retorciéndose—. ¡Déjame ir!
—No puedo. —La voz era dulce, las manos firmes—. Los Poderes me enviaron
aquí a propósito. No puedes volver a la Presencia con tu vida deshecha. Pero no me
escuchas, ¿no es cierto? Deja que te diga.
»Te llamas Lea Holmes. Yo me llamo Karen, si quieres saberlo. Dejaste tu casa en
Clivedale hace dos días. Juntaste todo tu dinero y compraste el pasaje que te llevara
más lejos. Te pasaste dos días sin comer. Ni siquiera sabes muy bien en qué estado te
encuentras, excepto que es un estado de desesperación y agotamiento completos, ¿no
es así?
—¿Cómo… cómo sabe? —Lea sintió que algo muerto desde hacía mucho se
movía dentro de ella, y volvía a morir bajo la chata monotonía de la voz de la
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muchacha—. No importa. Nada importa. ¡Usted no sabe nada! —Una ira nauseosa
aleteó en el estómago vacío de Lea—. Usted no sabe lo que es vivir de cara a una
pared y sin embargo tener que caminar y caminar, día tras día, arrastrando siempre
una rueda de molino, sin ninguna esperanza de poder atravesar la pared, ¡nada, nada,
nada! ¡Ni siquiera un eco! ¡Nada!
Lea se arrancó de las manos de Karen, y en un movimiento ciego y enloquecido
corrió a la baranda de cemento y se arrojó a la oscuridad.
Una vuelta y otra vuelta en el aire, interminable, lenta, lenta. ¿Se tardaba tanto en
morir? Cayó blandamente en la arena.
—Ya ves —dijo Karen, agachándose en la arena y alzando la cabeza de Lea—.
No puedo permitir que lo hagas.
—Pero… yo… ¡yo salté! —Las manos de Lea tocaron la arena a los costados y
alzó los ojos y miró las luces de los coches que pasaban allá arriba como bastones a
lo largo de una cerca de piquetes.
—Sí, saltaste. —Karen rió con una risita cálida—. Mira, Lea, todavía hay
maravillas en este mundo. No todo está en el fondo de un pantano. ¿Cuál es esa otra
cita que has estado usando como anestesia?
Lea volvió de mala gana la cabeza y se sentó.
—Déjeme sola.
Karen insistió con una voz imperiosa.
—¿Cuál era esa otra cita?
—No hay más maravillas para mí —citó Lea con las manos sobre los labios—.
Excepto preguntarme por qué ya no puedo maravillarme. Y por qué todas las
maravillas parecen haberse agotado… —Unas lágrimas calientes le quemaron los
ojos, pero no llegaron a caer—. No más maravillas…
El enorme vacío que estaba allí esperando siempre se extendió y extendió
distorsionando…
¿No más maravillas? —Karen rompió la burbuja con una risa tierna—. ¡Oh, Lea,
si yo sólo tuviera tiempo! ¡Ninguna maravilla! Pero tengo que irme. La más increíble
maravilla… —Hubo un breve silencio y los coches pasaron arriba, uno tras otro—.
¡Escucha! —Karen tomó las manos de Lea—. Ya no te importa lo que pueda pasarte,
¿no es cierto?
—¡No! —dijo Lea, pero una débil voz murmuró una protesta detrás de ese grito
desanimado.
—Sientes que la vida es insufrible, ¿no? —Insistió Karen—. Que nada puede ser
peor.
—Nada —dijo Lea, embotada, con un susurro ahogado.
—Escucha entonces. —Karen se arrimó a ella en la oscuridad—. Te llevaré
conmigo. En verdad no tendría que hacerlo, especialmente ahora, pero ellos
entenderán. Te llevaré allá conmigo y luego, luego, si cuando todo haya terminado tú
todavía piensas que no hay nada de que maravillarse en el mundo, yo misma te
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llevaré a un sitio mucho más apropiado para suicidios, ¡y te daré un empujón!
Las manos de Lea se retorcían tratando de librarse de sí mismas.
—Pero dónde…
—¡Ah, ja! —rió Karen—. ¡Recuerda que no te importa! ¡No te importa! Bien,
ahora tendré que taparte los ojos, un minuto. Levántate. Deja que te ponga esta
bufanda sobre los ojos. Listo. Me parece que no está demasiado apretada, y sí lo
suficiente. —La charla de Karen siguió y siguió, y Lea buscó apoyo de pronto en la
muchacha, sintiendo que el mundo se disolvía alrededor. Se tomó del hombro de
Karen y dio unos pasos tambaleantes de la arena a terreno más sólido—. Oh, ¿te
marea no ver nada? —Preguntó Karen—. Bueno, está bien. Te la sacaré. —Desató la
bufanda—. De prisa, tenemos que tomar el autobús y es casi la hora. —Arrastró a
Lea a lo largo de la vereda del puente, hacia la otra orilla, dejando atrás el pueblo.
—Pero… —Lea trastabillaba de cansancio y hambre—, ¿cómo estamos otra vez
en el puente? ¡Esto es una locura! Estábamos abajo…
—¿Preocupada, Lea? —Karen la tranquilizó tocándole el hombro—. Si nos
damos prisa tendremos tiempo de que comas un sandwich antes de que llegue el
autobús. Yo invito.
Un sandwich y un vaso de leche más tarde, el autobús se acercó rugiendo a la
acera, devoró a Lea y a Karen y se alejó ruidosamente. Veinte minutos después el
conductor, discutiendo, abrió la portezuela a la oscuridad.
—Pero, señora, ¡no hay nada ahí! ¡La casa más próxima está casi a dos
kilómetros!
—Ya lo sé —sonrió Karen—. Pero éste es el sitio. Alguien nos espera. —Ayudó a
Lea a bajar los peldaños—. ¡Gracias! —Dijo volviendo la cabeza—. ¡Muchas
gracias!
—¡Gracias! —Murmuró el conductor cerrando brusca mente la portezuela—. ¡Ni
siquiera es un cruce! ¡Qué gente loca!
El autobús se fue rugiendo camino abajo. Las dos muchachas miraron la retirada
de luciérnaga del autobús hasta que desapareció detrás de una curva.
—¡Bueno! —Karen suspiró, feliz—. Miriam está esperándonos por aquí en algún
sitio. Luego iremos…
—Yo no. —La voz de Lea era de una terquedad inexpresiva en la casi tangible
oscuridad—. No me moveré un centímetro más. ¿Quién se cree que es usted? Me
quedaré aquí hasta que pase un coche…
—¿Y te tirarás al camino? —La voz de Karen era fría y dura—. No tienes
derecho a obligar a un desconocido a que sea tu verdugo. ¿Te parece bien derramar tu
sangre sobre alguien cubriéndolo de pies a cabeza?
—¡No me hable más de sangre! —gritó Lea, herida en lo vivo pues Karen estaba
sacándole fuera todos los pensamientos—. ¡Déjeme morir! ¡Déjeme morir!
—Sí, quizá tendría que dejarte morir —dijo Karen sin ninguna simpatía—. No
estoy segura de que valga la pena evitarlo. Pero mientras estés en mis manos vendrás
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conmigo y te callarás. Las niñas lloronas me aburren.
—Pero… usted… ¡no sabe! —Lea sollozó sin lágrimas, trastabillando detrás de
Karen, arrastrada por el brazo, evitando cactos y arbustos, llorando el todo protector
consuelo de la nada que ya hubiera sido suyo si Karen no hubiera intervenido.
—Quizá te sorprenda —soltó Karen—, pero al menos Dios lo sabe, y no le has
dedicado un solo pensamiento en toda la noche. Si tienes tantas ganas de meterte en
la casa del Señor aunque nadie te haya invitado, será mejor que dejes de lloriquear y
pienses en alguna excusa convincente.
—¡Usted es mala! —chilló Lea, como un niño.
—De modo que soy mala. —Karen se detuvo tan bruscamente que Lea se la llevó
por delante—. Quizá debiera dejarte sola. No quiero que esta cosa maravillosa que
está ocurriendo sea estropeada por tantas estupideces. ¡Adiós!
Y Karen desapareció antes que Lea alcanzara a parpadear. Desapareció
completamente. No se había oído ni el sonido de una pisada, ni el susurro de un
arbusto. Lea se encogió en la oscuridad, sintiendo que el pánico le crecía en el pecho
y la dejaba sin aliento. El elevado arco del cielo resplandecía sobre ella y la noche de
pronto hostil se cerraba arrastrándose, cada vez más cerca. No había ninguna parte a
donde ir, ningún sitio donde esconderse, ningún rincón a donde pudiera retroceder.
Nada… ¡Nada!
—¡Karen! —chilló Lea, echando a correr ciegamente—. ¡Karen!
—Cuidado. —Karen salió de la oscuridad y la tomó por el brazo—. Hay cactos
ahí. —La voz continuó con una exasperada paciencia—: Muerta de miedo por
quedarse sola en la oscuridad dos minutos y catorce segundos, y todavía piensas que
una eternidad de lo mismo sería mejor que vivir… Bueno, he hablado con Miriam y
me ha dicho que puede ayudarme a tratar contigo, de modo que ven… Miriam, aquí
está ella. ¿Crees que vale la pena salvarla? —Lea retrocedió, sorprendida, mientras
Miriam se materializaba vagamente en la oscuridad.
—Karen, deja ese tono de censor —dijo la sombra—. Ya sabes que no podrías
abandonar a Lea ahora. Necesita ayuda, y no reproches.
—Ni siquiera quiere ayuda —dijo Karen.
—Hablan como si yo ni siquiera estuviese aquí —dijo Lea, resentida—. No aquí.
No aquí. —La ola de desesperación creció y creció y al fin rompió sobre ella—. ¡Oh,
déjenme ir! ¡Déjenme morir!
Lea se apartó de Karen pero la sombra de Miriam la envolvió con brazos cálidos.
—Tampoco quiere vivir, pero no lo aceptarás, así como no aceptas que no quiera
ayuda.
—Es tarde —dijo Karen—. ¿La sillita de oro?
—Supongo que sí —dijo Miriam—. De todos modos el shock será inevitable.
Cuanto más contacto mejor.
De modo que las dos prepararon la silla, la mano tomando la muñeca, la muñeca
tomada por la mano, y se agacharon.
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—Vamos, Lea —dijo Karen—, siéntate. Los brazos alrededor de nuestros cuellos.
—Puedo caminar —dijo Lea fríamente—. No estoy tan cansada. No sean tontas.
—A donde vamos no puedes ir caminando. No discutas. Estamos retrasadas.
Siéntate.
Lea apretó los labios, pero se sentó, torpemente, tomándose con fuerza cuando
Karen y Miriam se incorporaron, levantándola del suelo.
—¿Todo bien? —preguntó Miriam.
—Todo bien —dijeron a la vez Karen y Lea.
—¿Y ahora? —dijo Lea esperando a que empezaran los pasos.
—Bueno —rió Karen—, no digas que no te lo advertí, pero mira hacia abajo.
Lea miró hacia abajo, y abajo, ¡y abajo! Allá abajo se escurrían unas luces a lo
largo de la borrosa cinta de un camino. Allá abajo se extendía el rocío enjoyado de
los faroles de una calle. Allá abajo toda la panorámica perfección del valle brillaba
mágicamente en la noche. Lea se miraba incrédula los dos pies que le colgaban en el
aire; nada debajo sino aire, el mismo aire que le movía el cabello y le golpeaba los
párpados a medida que aumentaban la velocidad. El terror la sofocaba. Los dos
brazos apretaron convulsivamente los cuellos de las muchachas.
—¡Eh! —jadeó Karen—. ¡Nos estás ahogando! No ten gas miedo. No aprietes
tanto. ¡No aprietes tanto!
—Será mejor que la tranquilices —susurró Miriam—. No te oye.
—Tranquila —dijo Karen en voz baja—. Lea, tranquila.
Lea sintió que el miedo se alejaba de ella como una marea que retrocede. Aflojó
los brazos. Los ojos que no entendían se alzaron a las estrellas y bajaron de nuevo a
las luces. Dejó escapar un leve suspiro y apoyó la cabeza en el hombro de Karen.
Estoy muriéndome, se dijo. Salté del puente y esto es mi agonía, el delirio que
precede a la muerte. Tardo mucho en morir. No me sorprende, con esa espina de
tamarisco que me ha traspasado el hombro.
Lea cerró los ojos y los miembros se le aflojaron.
~ * ~
Lea estaba tendida en una oscuridad de plata, detrás de los ojos cerrados, y saboreaba
esa anónima inercia que separa el sueño del despertar. Una calma serena le cantaba en
el cuerpo, un tranquilo zumbido. Se sentía tan anónima como un alga transparente
que flota inmóvil entre dos capas de agua clara. Respiró despacio, pues no quería
perturbar esa quietud de espejo, esa paz transparente. Si respiras con rapidez,
empiezas a pensar, y si piensas… Lea se movió, se le estremecieron los párpados que
no querían abrirse, pero la conciencia y la luz crecientes la despertaron del todo. Se
quedó tendida y sin moverse en la cama, tratando de ser otra sábana blanca entre dos
sábanas de algodón. Pero las sábanas blancas no oyen el canto de los pájaros en la
mañana ni huelen desayunos. Se volvió y esperó a sentir otra vez el peso doloroso de
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la vida, esa carga que la abrumaría, que la trastornaría con aquella quemante
inutilidad.
—Buenos días. —Karen estaba sentada en el alféizar de la ventana, extendiendo
una mano abierta, con la palma hacia arriba—. ¿Sabes cómo llamar la atención de un
pájaro, con unas migas en la mano? Me pregunto si notan otra cosa que no sea
comida o unos huevos. ¿Respiran alguna vez por la pura alegría de respirar?
Deshizo las migas entre las manos y las echó fuera de la ventana.
—No sé mucho de pájaros —dijo Lea con una voz espesa y herrumbrosa—. Y
tampoco mucho de la alegría, me parece.
Endureció el cuerpo esperando a que aquel pesado horror descendiera de nuevo.
—Cálmate —dijo Karen volviéndose desde la ventana—. Te he tranquilizado.
—¿Quieres decir… que estoy curada? —preguntó Lea tratando de recordar los
episodios de la noche anterior.
—Oh, no. Simplemente te he desconectado, por un tiempo. La curación es algo
lenta. Tienes que hacerlo tú misma. Yo puedo llevarte la cuchara a los labios, pero el
esfuerzo de tragar depende de ti.
—¿Qué hay en la cuchara? —preguntó Lea ociosa mente, dejándose llevar por
aquella corriente de paz.
—¿De qué tienes que curarte?
—De la vida. —Lea apartó la cara—. Cúrame de la vida.
—Otra vez lo mismo. Podemos pasamos palabras todo el día una a otra y no
llegar a ninguna parte. Además, no tengo tiempo. Tengo que irme ahora. —La cara se
le iluminó a Karen, y se movió alrededor del cuarto, levemente—. ¡Oh, Lea! ¡Oh,
Lea! —En seguida, rápidamente—: Te espera el desayuno en el otro cuarto. Te dejo.
Volveré luego y entonces… bueno, quizá se me haya ocurrido algo. Dios te bendiga.
Karen se deslizó fuera del cuarto, pero Lea no oyó que la puerta se cerrara.
Fue hasta el otro cuarto, sintiendo una inquietud que reemplazaba la inercia
enfermiza de costumbre. Deshizo un poco de jamón entre los dedos y se sirvió una
taza de café. Al fin salió del cuarto, sin probar nada. De vuelta en el dormitorio se
tocó el raro camisón que tenía puesto. De pronto se lo sacó, con un solo y repentino
movimiento, y se escurrió dentro de sus propias ropas.
Probó el pestillo, no giraba. Martilleó débilmente con los puños en la puerta
cerrada. Corrió a la ventana y sentándose en el alféizar comenzó a pasar las piernas al
otro lado. Los pies le golpearon en algo invisible. Sorprendida, extendió una mano y
tocó una cosa con la punta de los dedos. Sacó lentamente las dos manos y se quedó
mirándolas cuando tropezaron con un obstáculo.
Volvió a la cama y la miró un rato. Al fin se puso a tenderla, rápida,
minuciosamente, doblando bajo el colchón los bordes de las sábanas y ahuecando la
almohada de plumas. Luego se dejó caer en el borde de la cama y se miró las manos
apretadas y tensas. Poco a poco fue deslizándose hasta caer al suelo de rodillas.
Hundió la cara en las manos y le susurró a aquella pena árida que le quemaba los
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ojos:
—¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¿Estás de veras ahí?
Durante un largo tiempo se quedó allí de rodillas, sintiendo que apretaba la cara
contra los barrotes que le impedían salir al mundo, y que ahora, quizás a causa de
Karen, eran algo inerte e impersonal, y ya no más aquella maligna carga de agonía, la
criatura deliberadamente malvada que había sido antes.
Entonces, de pronto, oyó una voz incongruente, la voz de Karen:
—No has comido. —Lea alzó la cabeza, sorprendida. No había nadie en el cuarto
—. No has comido —dijo otra vez la voz, como enunciando simplemente un hecho
—. No has comido.
Lea hizo un esfuerzo y se incorporó, sintiendo que la sangre le corría otra vez por
las piernas entumecidas. Tiesamente fue cojeando hasta la otra habitación. El café
humeaba todavía agradablemente aunque ella sentía que había pasado toda una vida
desde que lo había servido en la taza. El jamón con huevos estaba todavía caliente.
Rompió la tostada crujiente y tibia y comenzó a comer.
—Lo pensaré todo dentro de un rato —le murmuró a la mesa—. Y es posible que
luego me ponga a chillar.
~ * ~
Karen llegó de vuelta en las primeras horas de la tarde, precipitándose a través de una
puerta que se abrió antes que ella la tocara.
—¡Oh, Lea! —gritó tomando a Lea por los hombros y haciéndola girar en una
danza enloquecida—. ¡Nunca lo adivinarías, ni en un millón de años! ¡Oh, Lea! ¡Oh,
Lea!
Karen cayó con Lea sobre la cama y rió alegremente. Lea se apartó.
—¿Qué tengo que adivinar? —La voz parecía tan seca y tensa como los ojos sin
lágrimas.
Karen se sentó enderezándose rápidamente.
—¡Oh, Lea! Lo siento tanto. Estoy tan excitada que lo olvidé. Escucha. Jemmy
dijo que asistirás a la Reunión esta noche. No puedo decírtelo. Bueno, no podrías
entenderme sin una larga explicación, y aun entonces… —Miró los ojos extraviados
de Lea—. ¿Duele, no es cierto? —preguntó en voz baja—. Aunque yo te haya
tranquilizado, se abre paso como un cuchillo desafilado, ¿no es así? ¿No puedes
llorar, Lea? ¿Ni siquiera una lágrima?
—Lágrimas… —Las manos de Lea estaban inquietas—. De qué servirían todas
las lágrimas. —Se llevó las manos al nudo apretado que tenía en el pecho. Le dolía
mucho la garganta—. ¿Cómo podría soportarlo? —susurró—. Cuando tú permitas
que salga otra vez, ¿cómo podré soportarlo?
—No tendrás que soportarlo sola. No había necesidad de que lo soportaras sola. Y
no lo soltaré en ti hasta que tengas fuerzas suficientes.
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»De cualquier modo… —Karen se puso de pie, vivamente—. Comerás de nuevo,
y después una siesta. Te ayudaré a dormir. Luego la Reunión. Allí encontrarás tu
nuevo principio.
~ * ~
Lea se encogió, temerosa, mirando cómo crecía la Reunión. Risas y gritos y músicas
y corrientes secretas giraban alrededor del cuarto.
—¡No te morderán! —Susurró Lea—. Ni siquiera se darán cuenta de que estás
aquí, si tú no lo deseas. Sí —respondió a la pregunta muda de Lea—. Tienes que
quedarte, te guste o no te guste, aunque te parezca que no servirá de nada. No sé muy
bien por qué Jemmy llamó a esta Reunión, pero me parece bastante apropiado que te
encuentres con nosotros en la escuela. Créeme o no, pero aquí me eduqué, y aquí…
Bueno, aquí las maestras deshacían lo que nosotros éramos, o lo hacían todo, depende
del punto de vista.
»Sabes, los adultos pueden ocultar muy bien cualquier secreto, pero los niños…
—Karen rió—. Pobres querubines… o quizás eran los más sabios. Sin que nadie se lo
pida, están dispuestos a decirles las cosas más íntimas a cualquier adulto que quiera
escucharlos, ¿y quién está más preparado para escuchar que una maestra? Pregúntale
alguna vez a una maestra cuánto aprenden del ambiente del niño y de las actividades
cotidianas de la familia sólo por lo que hacen o dicen, a veces de un modo casi
inconsciente. Los niños son la clave de cualquier comunidad, un hecho que es más
cierto entre nosotros que en ninguna parte. Es así como las maestras se han visto
envueltas tan a menudo en los asuntos del Pueblo. Recuérdamelo alguna vez y te
contaré, cuando tengamos un minuto libre. Bueno, Melodye, por ejemplo. Pero
ahora…
El cuarto pareció de pronto ordenarse a sí mismo y aquietarse en una espera
atenta y expectante.
Jemmy estaba sentado a medias en una esquina del pupitre de la maestra, de
frente al Grupo, apretando un pedazo de papel en una mano.
—Nos hemos reunido hoy en Tu nombre —dijo. Un murmullo corrió por el
cuarto y se apagó—. Por consideración a algunos de entre nosotros, los
procedimientos se harán hoy de viva voz. Sé que alguien del Grupo se ha asombrado
de que los hayamos invitado a todos. Hay dos razones principales. La primera, para
compartir esta alegría con nosotros… —Un deleitado estremecimiento musical dio
vueltas por el cuarto, seguido por una débil risa—. ¡Francher! —dijo Jemmy—. La
otra es el proyecto que quisiéramos iniciar esta noche.
»En los últimos pocos días se ha hecho cada vez más evidente que ha llegado la
hora de tomar una decisión muy importante. Decidamos lo que decidamos, muchos
tendremos que decirnos adiós. Habrá separaciones dolorosas. Habrá cambios.
Había una pena tangible en el cuarto, y una débil escala menor de notas tristes
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que bajaba y subía, al borde de las lágrimas.
—Los Viejos han decidido que sería prudente registrar nuestra historia hasta hoy.
Por eso estáis todos vosotros aquí. Cada uno de vosotros guarda en la mente una
importante parte de nuestra historia. Cada uno de vosotros ha influido de modo
indeleble en el curso de los acontecimientos, en nuestros Grupos. Queremos que
contéis vuestras historias. No que las reinterpretéis a la luz de lo que ahora sabemos,
pero sí que nos transmitáis las premisas originales, las primeras tentativas, los
primeros logros… —Un murmullo se alzó en la habitación—. Sí —respondió Jemmy
—. Como si lo viviéramos de nuevo, exactamente lo mismo, incluido el dolor.
»Bien —alisó el pedazo de papel—, en orden cronológico… Oh, antes que nada,
¿dónde está el aparato grabador de Davey?
—¿El aparato? —preguntó alguien—. ¿Qué tienen de malo nuestros recuerdos?
—Nada —dijo Jemmy—, pero queremos que este registro sea algo independiente
de cualquiera de nosotros, que vaya con cualquiera que se vaya, y se quede con
cualquiera que se quede. Compartimos los recuerdos generales, por supuesto, pero
todos esos detalles mínimos… Bien, de cualquier modo, el aparato de Davey. —El
aparato había llegado a la mesa sin hacerse notar—. Bien, en orden cronológico…
Karen, tú eres la primera…
—¿Quién, yo? —Karen enderezó el cuerpo, sorprendida—. Bueno, sí —se
contestó a sí misma, aflojándose—. Creo que soy la primera.
—Acércate al pupitre —dijo Jemmy—. Ponte cómoda.
Karen le apretó la mano a Lea y murmuró:
—¡Prepárate a oír maravillas! —y luego de abrirse paso entre las filas de pupitres
se sentó detrás de la mesa.
—Creo que daré nombre a este principio —dijo—. Ya hemos advertido alguna
vez la analogía, recuerden. «El arca se posó sobre las montañas de Ararat». Y
además, ¡Ararat es más poético que monte Calvo! Y ahora —sonrió—, para retomar
el tiempo. Vuestra ayuda, por favor.
Lea, fascinada a pesar de sí misma, observó a Karen. Vio que la cara le cambiaba
y se hacía más joven. Vio que el cabello se le ordenaba de otro modo y era ahora más
largo. Sintió que Karen se despojaba de años como si fuesen finas capas de tejido, y
se inclinó hacia adelante, escuchando cómo la voz de Karen, más alta y más joven,
comenzaba…
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Ararat
E n Cougar Canyon siempre hemos tenido problemas con las maestras. La escuela,
por supuesto, es apenas una escuela de campaña, aislada, inaccesible. No hay
nada en ella que pueda atraer a una maestra. Sin embargo, como el Pueblo continúa
trayendo hijos al mundo, aun nuestro pequeño Grupo alcanza a reunir anualmente
nueve escolares, el número reglamentario de acuerdo con las normas del condado.
Naturalmente, yo ya no estoy en edad escolar, al menos en la edad escolar de
Cougar Canyon, y desde hace tiempo. Pero a veces, cuando comienzan las clases,
falta algún alumno, y entonces vuelvo a inscribirme para un curso especial. Ahora,
sin embargo, trabajo en otro nivel. Papá mismo me preparó, hace dos veranos, para
mis exámenes secundarios, y me prometió que si este año estudio bien, el año que
viene iré al Exterior. Allí obtendré mi diploma de maestra, y yo misma podré enseñar
y no necesitaremos recurrir a los Extraños. Sí, los chicos, en general, preferirían que
la escuela permaneciese cerrada, pero los Viejos quieren que se instruyan, y aquí,
entre nosotros, los Viejos tienen siempre la última palabra.
—Como papá es presidente del consejo escolar, yo me entero de muchas cosas
que los otros chicos no saben. En el verano, por ejemplo, escribió a la Inspección
diciendo que este año volveríamos a ser más de nueve, y pidió que nos enviaran una
maestra. Le contestaron que no quedaba ninguna que no hubiese oído hablar de
Cougar Canyon, de modo que tendríamos que buscarla nosotros mismos aunque
fuese bajo tierra. Eso de «bajo tierra» me sonó como una broma demasiado macabra,
pues todos sabemos que en un rincón de nuestro cementerio se levantan las tumbas de
cuatro de nuestras maestras. Es verdad que siempre nos mandan a las más viejas, a las
desheredadas y sin hogar, a las desahuciadas, dispuestas siempre —al fin y al cabo les
queda poco tiempo de vida— a tirar un año aquí, otro allá, en empleos que nadie
aceptaría, ya que en nuestro Estado no hay una buena ley de pensiones y las maestras,
por lo general, mueren en la brecha. No obstante, viejas y todo, desalentadas como
llegan, Cougar Canyon les reserva siempre toda clase de emociones violentas, y de
horrores, aunque nada de todo esto sea, en verdad, premeditado.
Sin embargo, en estos últimos años tuvimos bastante suerte. Los Viejos piensan
que empezamos a adaptarnos, pero los más disconformes afirman que la Travesía nos
ha debilitado. Cualquiera de las dos explicaciones puede ser justa, tal vez las dos; o
quizá las maestras mismas han empezado a cambiar, y son más fuertes. De cualquier
modo, las dos últimas duraron casi hasta fin de año. Papá las llevó a Kerry Canyon,
donde aguardaban las ambulancias; y ahora, después de una breve temporada en una
casa de salud, están sanas otra vez. Antes, en cambio, casi siempre cambiábamos de
maestra cuatro veces por año.
Bueno, lo cierto es que escribió a una agencia de la costa, y después de un
intercambio de cartas, conseguimos, por fin, una maestra.
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Papá lo anunció durante la comida.
—Es demasiado joven —dijo, tomando un escarbadientes mientras se balanceaba
en su silla.
Mamá le sirvió una segunda porción de pastel a Jethro y volvió a levantar su
tenedor.
—Ser joven no es un crimen —dijo—. Además, para los chicos será un cambio
agradable.
—Sí, pero es una lástima —dijo papá, explorándose una muela con el
escarbadientes.
Mamá frunció el ceño. Yo no sabía con exactitud si por el hecho de que papá
había querido decir que era una lástima que una maestra tan joven fuese a parar a un
lugar como Cougar Canyon. No es que seamos en realidad malos o crueles. Lo que
pasa es que todos los maestros son Extraños y nosotros lo olvidamos a veces… sobre
todo los chicos.
—Nadie la obliga a venir —opinó mamá—. Pudo decir que no.
—Sí, pero… —Papá enderezó la silla—. Basta de pastel, Jethro. Ve afuera y
ayuda a Kiah a traer la leña. Karen, tú y Lizbeth: a lavar los platos. Pronto, hijos.
Todos obedecimos. En Cougar Canyon los hijos obedecen siempre a sus padres,
aunque tengo entendido que en el Exterior no ocurre así. Me fastidió porque yo sabía
que papá quería alejarnos para poder hablar con mamá como hablan los mayores, de
modo que le dije a Lizbeth que yo levantaría la mesa y me puse a trabajar lentamente
y en silencio, aguzando el oído.
—No pudo conseguir ningún otro empleo —dijo papá—. La agencia me informó
que en los dos últimos años le consiguieron dos colocaciones, pero que en ninguna de
las dos alcanzó a terminar el curso.
—Bueno. —Mamá frunció los labios y arrugó el entrecejo—. Entonces, si es tan
mala, ¿por qué diablos la contrataste? ¡Como si pudiésemos elegir! —dijo papá,
riéndose. En seguida se puso serio—. No, no fue por falta de capacidad. Es una buena
maestra. Según ella, la despidieron sin motivo. Pidió recomendaciones y el director
de una escuela escribió, al parecer: «La señorita Carmody es una maestra excelente,
pero no nos atrevemos a recomendarla».
«¿No nos atrevemos?» —repitió mamá, perpleja.
«No nos atrevemos», sí, eso dijo. La agencia aseguró que había investigado a
fondo, y que no habían podido explicarse el motivo de los despidos. Sin embargo, la
muchacha no consiguió ningún otro empleo en la costa. Escribió diciendo que
deseaba tentar suerte en otro Estado.
—Será horrible tal vez o deforme —sugirió mamá. Papá lanzó una carcajada.
—¡Horrible o deforme! —dijo. Sacó un sobre del bolsillo—. Mira, aquí tienes la
foto que acompañaba la solicitud.
Yo había terminado de levantar la mesa y me incliné por encima del hombro de
papá.
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—¡Caramba! —dije.
Papá me miró, levantando una ceja. Había sabido evidentemente, desde un
principio, que yo escuchaba toda la conversación.
Me puse colorada pero no me moví. Me pareció que papá me dejaría entrar en el
mundo de los mayores, aunque sólo fuese por la puerta trasera.
La joven de la foto era hermosa. No podía tener más años que yo, pero era mucho
más bonita. Cabello oscuro, corto y ondulado, y una piel cremosa, finísima, que
parecía brillar con luz propia. Había en su mirada un no sé qué de perplejidad, de
desconcierto, como si las cejas oscuras fuesen dos signos de interrogación
horizontales. La boca se le curvaba en una expresión de tristeza, no mucho, en
verdad: apenas lo bastante para que uno se preguntase por qué, y sintiese,
inmediatamente, el deseo de consolarla.
—De algo estoy seguro —dijo papá—. De que va a alborotar a la gente de
Canyon.
—No sé —dijo mamá con aire pensativo—. ¿Qué dirán los Viejos cuando vean
llegar al Canyon a una Extraña joven y atractiva?
—Adonday yeeah —murmuró papá—. No lo había pensado. Ninguna de las
maestras anteriores estaba en edad de crearnos problemas.
—¿Qué pasaría? —pregunté—. Si un miembro del Grupo se casara con una
Extraña, quiero decir.
—Imposible —dijo papá con un tono tan parecido al de los Viejos que comprendí
por qué lo habían elegido en la asamblea de la primavera.
—¿Y Jemmy? —dijo mamá, preocupada—. No hace más que decir que tendrá
que buscar otro Grupo. No le gustan las muchachas de aquí. Y si esta Extraña… ¿Qué
edad tiene?
Papá desplegó la solicitud.
—Veintitrés años —dijo—. Hace tres que terminó sus estudios.
—Jemmy tiene veinticuatro —dijo mamá frunciendo los labios—. Papá, mucho
me temo que debas rescindir el contrato. Si pasara algo… Bueno, bastante tuviste que
esperar para que te eligieran, y sería una verdadera lástima que algo anduviera mal
ahora.
—No puedo. La señorita Carmody ya está en camino. Y las clases empiezan el
lunes. —Papá se despeinó el mechón que le caía sobre la frente. Siempre hace lo
mismo cuando está preocupado—. Nos estamos ahogando en un vaso de agua —dijo
con forzado optimismo.
—Bueno, esperemos que el Grupo no tenga problemas.
—Y ella tampoco —dijo papá, sonriendo—. ¿Dónde están mis cigarrillos?
—Sobre la biblioteca.
Mamá se puso de pie, recogió el mantel, y lo dobló para evitar que las migas
cayeran al suelo.
Papá chasqueó los dedos y los cigarrillos llegaron por el aire desde la habitación
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contigua.
Mamá entró en la cocina. El mantel se sacudió sobre el cesto de papeles y la
siguió.
~ * ~
La noche del domingo papá fue a Kerry Canyon a buscar a la nueva maestra. En
realidad, ella debía haber estado con nosotros el sábado por la tarde, pero cuando
llegó a la cabecera del condado ya había pasado la hora de la salida del autobús. La
carretera termina en Kerry Canyon. Es decir, para los Extraños. Más allá no hay un
verdadero camino, y es mejor así. Los turistas nos dejan en paz. Claro está que a
nosotros no nos es difícil ir de un lado a otro con nuestros automóviles. Por eso,
precisamente (a causa del estado de los caminos), el mundo se detiene en Kerry
Canyon y tenemos que hacerlo todo: ir en busca de pasajeros, de provisiones…
En casa, todos los chicos quisieron quedarse levantados para esperar a la nueva
maestra, y mamá los dejó, pero a eso de las siete y media los más pequeños
empezaron a dormirse, y a las nueve sólo quedábamos Jethro y Kiah, Lizbeth, Jemmy
y yo. Papá debía de haber vuelto hacía rato, y mamá empezaba a sentirse nerviosa e
intranquila. Por fin, a las nueve y cuarto, oímos que el coche tosía y estornudaba en el
camino. La ancha sonrisa de alivio de mamá se reflejó en todas nuestras caras.
—¡Claro! —exclamó—. Olvidé que traía a una Extraña en el coche. Tuvo que
venir por el camino y la llanura de los Asnos es realmente intransitable.
Sentí a la señorita Carmody antes que ella llegase a la puerta. Yo esperaba, y de
pronto la sentí, tan claramente que supe entonces, con miedo y orgullo a la vez, que
yo era como mi abuela, y que pronto tendría que llevar la carga y la gracia del Don,
ese Don que nos abre las puertas de todas las mentes, las del Pueblo y las Extrañas, y
que permite, además, aconsejar y ayudar, aclarar pensamientos y emociones.
Y entonces la señorita Carmody apareció en el umbral, parpadeando un poco a
causa de la luz, sosteniéndose el cuello del abrigo para protegerse del áspero viento
del otoño. Llevaba en la cabeza un pañuelo claro, y su piel tenía esa textura mate y
luminosa de la foto. Sonreía tímidamente, pero con miedo, además. Yo cerré los ojos
y entré, simplemente. Era la primera vez que yo entraba en alguien. La señorita
Carmody temblaba de pies a cabeza, fatigada, desconcertada, y muy adentro de ella
descubrí una pregunta, gastada —demasiado repetida— que no entendí. Y bajo esa
inseguridad había tanta delicadeza, tanta ternura, una pena tan angustiosa que los ojos
se me llenaron de lágrimas. Entonces, cuando papá la presentaba, volví a mirarla
(entrar en alguien lleva tan poco tiempo), y advertí a mi lado un sobresalto. En
seguida, vertiginosamente, me metí en la mente de Jemmy.
Jemmy y yo habíamos vivido siempre muy juntos, y muchas veces hablábamos
sin palabras, pero yo nunca había entrado en él de este modo, y sin que él lo supiese.
Me sentí intimidada, avergonzada, al descubrir tan claramente sus emociones, y salí
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de él cuanto antes, pero sabiendo que Jemmy ya nunca buscaría otro Grupo, y que los
Viejos no podrían detenerlo.
Todo esto ocurrió en menos tiempo del que se necesita para decir cómo está usted
y estrechar una mano. Mamá bajó las escaleras lanzando breves exclamaciones y
llevó a la señorita Carmody y a papá a la cocina para servirles una taza de café.
Jemmy le dio una palmada a Jethro y le dijo que subiese las maletas de la señorita
Carmody… por las escaleras, no por el aire. Al fin y al cabo no queríamos perder a
nuestra maestra antes que hubiese puesto los pies en la escuela.
Esperé hasta que todo el mundo se acostó. La señorita Carmody en su cama fría,
fría, y todos los demás, claro está, protegidos por nuestras propias sábanas. ¡Qué pena
me dan los Extraños!
Luego fui a buscar a mamá. Nos encontramos en el oscuro vestíbulo y nos
abrazamos y ella me consoló.
—Oh, mamá —murmuré—. Hace un momento entré en la señorita Carmody.
Tengo miedo.
Mamá volvió a estrecharme entre sus brazos.
—Me lo imaginaba. Es una responsabilidad muy grande. Tienes que ser prudente
y lúcida. Tu abuela supo llevar su Don con gracia y dignidad. Tú eres como ella.
—Pero, mamá, ¡ser una Vieja! Mamá se echó a reír.
—Aún te faltan años y años de aprendizaje para ser una Vieja. El trabajo de
consejera es demasiado pesado.
—¿Es necesario que lo diga? —rogué—. No quiero que nadie lo sepa aún. No
quiero ser distinta de los demás.
—Se lo diré al Más Viejo. No es necesario que lo sepa ningún otro.
Mamá me abrazó otra vez, y yo, un poco más tranquila, regresé a mi cama.
Tendida en la oscuridad dejé la mente en blanco, sin saber cómo lo hacía. Sentí a
mi familia alrededor, y era como el roce suave de unos dedos, como si me sostuviese
una mano cálida y afectuosa. Algún día yo pertenecen a al Grupo como ahora
pertenecía a la familia. ¿Pertenecer a otro? Con una rara sensación de pánico, aparté a
la familia. Yo quería estar sola… ser únicamente yo misma, y ningún otro. Yo no
quería el Don. Al cabo de un rato me quedé dormida.
~ * ~
La señorita Carmody salió para la escuela una hora antes que nosotros. Quería tener
todo preparado en la escuela. Kiah, Jethro, Lizbeth y yo fuimos a pie y bajamos al
valle para recoger a los tres pequeños Armister. El cielo era tan azul que podíamos
sentir su sabor, un delicado sabor otoñal de mieses y de hojas secas. Las clases
comenzaban; las hojas de los álamos tapizaban de oro el camino, y nosotros
marchábamos con el corazón ligero y el paso ligero. A decir verdad, Jethro tenía el
paso demasiado ligero, y la tercera vez que lo hice bajar le di una buena bofetada.
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Cuando llegamos a casa de los Armister lloriqueaba todavía.
—¡Es bonita! —les gritó Lizbeth a los chicos que venían corriendo al portón,
ansiosos por saber algo de la nueva maestra.
—Y es joven —añadió Kiah, apartando a Lizbeth.
—Es más pequeña que yo —moqueó Jethro, y todos nos echamos a reír, porque
aunque no tiene todavía doce, Jethro mide ya un metro setenta.
Debra y Rachel Armister tomaron del brazo a Lizbeth y se adelantaron con las
cabezas muy juntas, atentas a las noticias que les proporcionaba Lizbeth acerca del
cabello, el vestido, el esmalte de uñas, las maletas y el camisón de la maestra, aunque
yo no podía saber cómo ella se las había ingeniado para descubrir tantas cosas.
Jethro y Kiah se unieron a Jeddy y treparon al cerco de alambres que bordea el
sendero y caminaron por el alambre más alto. Jethro se aventuró a dar un paso o dos
por encima del alambre, pero cuando advirtió que yo lo miraba bajó de un salto. Sabe
perfectamente bien, como todos los chicos del Canyon, que a un niño de su edad le
está prohibido caminar por el aire en la vía pública.
Tomamos el atajo que lleva a Mesa Road en busca de los chicos Kroginold. Los
Kroginold habían arrancado suspiros a papá, más de una vez.
Bueno, después de la Travesía, en el último momento, cuando el aire rugía
alrededor y el calor aumentaba, el Pueblo se dispersó. Los miembros de nuestro
Grupo abandonaron la nave unos segundos antes que se hiciera pedazos en la
hondonada, detrás del monte Calvo. La nave estalló, literalmente, y los fragmentos se
desparramaron por el barranco, provocando un incendio que desnudó las colinas en
muchos kilómetros a la redonda. Cuando los miembros del Pueblo —los que habían
quedado con vida— se reunieron otra vez, se fundó Cougar Canyon, y se descubrió
que la aleación de la nave era aquí un metal muy apreciado. Nuestro Grupo vivió
desde entonces de la explotación de las minas del barranco, aunque la venta del
producto plantea ciertos problemas. Todo el mundo sabe que no hay ese metal en la
región, así que es preciso enviarlo fuera y traerlo luego de vuelta.
De cualquier modo, nuestro Grupo de Cougar Canyon es quizás el más grande de
todos los del Pueblo, aunque podemos asegurar que hubo otros sobrevivientes. La
abuela llegó a descubrir la presencia de dos Grupos más, aunque nunca pudo saber
dónde estaban, y como en esta nueva vida queremos pasar inadvertidos, no nos
empeñamos en buscarlos. Papá recuerda algo de la Travesía, pero algunos de los
Viejos quedaron ciegos e inválidos a causa del calor y tratando de evitar que los otros
ardieran como estrellas fugaces.
Pero volviendo a mi relato, papá solía lamentar que los Kroginold, precisamente,
hubiesen ido a parar a nuestro grupo. Los Kroginold son gente rebelde —ya lo eran
antes de la Travesía— y no hay peores alumnos que sus hijos. Los demás, en general,
recordamos siempre que es necesario ser prudentes con los Extraños.
Cuando llegamos a casa de los Kroginold, Derek y Jake peleaban revolcándose en
un montón de hojas secas, con tanto entusiasmo que ni siquiera nos oyeron. Me
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agaché y le solté una palmada al trasero más próximo. Los chiquillos se incorporaron,
muertos de risa, entre una nube de hojas secas: dos imágenes de ese dios Pan que
aparece en el libro de mitología.
—Bueno —nos preguntó Derek mientras revolvía las hojas buscando sus libros
—, ¿qué especie de vejestorio nos ha tocado esta vez?
—No es ningún vejestorio —respondí con una cólera un poco injustificada. No sé
por qué, pero Derek me saca siempre de mis casillas—. Es joven, y hermosa.
—¡Sí, ya me la imagino! —dijo Jake, y volcando la gorra lanzó sobre las tres
niñas aterrorizadas una nube de hojas secas.
—No sabes lo que dices —intervino Kiah—. Nunca tuvimos una maestra tan
bonita.
—¡Lo que es a mí no me va a enseñar nada! —gritó Derek, y subió flotando a la
copa de un álamo en el recodo del camino.
—Yo sí te voy a enseñar —murmuré.
Tomé un puñado de sol y tiré de los tensores tan rápidamente que Derek cayó
como una piedra. Chillaba como un gato, pensando sin duda que iba a matarse, pero
lo detuve a cincuenta centímetros del suelo. Aunque la sacudida y la caída casi lo
habían dejado sin aliento, Derek gritó:
—¡Se lo contaré a los Viejos! ¡Está prohibido tirar de los tensores!
—Cuéntalo si quieres —repliqué, mientras avanzaba con paso rápido por el
camino cubierto de hojas—. Yo hablaré también. Ya veremos, criatura insolente,
cómo explicas esa subida al árbol.
Me sentía avergonzada. Al fin y al cabo me estaba pareciendo a los Kroginold,
pero estos chicos me exasperaban realmente.
Nuestra última parada antes de llegar a la escuela era la casa de los Clarinade.
Cada vez que yo pensaba en los mellizos Clarinade se me encogía el corazón. Iban a
la escuela por primera vez, con dos años de retraso. La señorita Kroginold decía que
antes de nacer, Susie y Jerry, los mellizos, se habían repartido un solo cerebro. La
ocurrencia es digna, ciertamente, de la maledicencia de los Kroginold; aunque no
puede discutirse que comparados con los otros niños de Canyon los mellizos
Clarinade están un poco atrasados. Carecen de muchos atributos del Pueblo. Papá
dice que esto puede ser un efecto retardado de la Travesía —que será superado con
los años— o un presagio de lo que el futuro reserva aquí a nuestros hijos, a todo el
Pueblo en verdad. Sólo pensarlo me da escalofríos.
Susie y Jerry esperaban tomados de la mano, como siempre. Eran niños tímidos y
retraídos, pero estaban muy contentos porque empezaban a ir a la escuela. Jerry, que
hablaba casi siempre por los dos, contestó tímidamente a nuestro saludo.
De pronto Susie nos sorprendió a todos, exclamando:
¡Hoy vamos a la escuela!
¿No es cierto que es maravilloso? —le dije tomando entre mis manos su manita
fría—. Y además tendrás una maestra muy hermosa.
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Pero Susie se hundió en su ruborizada turbación y no dijo una sola palabra más en
el resto del camino.
Jake y Derek me inquietaban. Caminaban delante murmurando entre ellos, y de
vez en cuando nos miraban a hurtadillas y se echaban a reír. Era evidente que
tramaban alguna diablura —para asustar a la nueva maestra—, y yo deseaba
ansiosamente que la señorita Carmody se quedara con nosotros. En aquel momento
descubrí que tendrían que pasar muchos años para que me admitieran entre los
Viejos. Trataba de entrar en las mentes de Derek y Jake, y de descubrir sus intrigas,
pero no lograba traspasar aquellos susurros burlones y sibilantes y aquellas miradas
duras y opacas.
Acabábamos de doblar el último recodo del camino, e íbamos a entrar en el patio
de la escuela, cuando de pronto, entre los arbustos, se nos apareció Jemmy, con las
manos a la espalda. A aquella hora Jemmy debía de estar desde hacía tiempo en las
minas. Miró furiosamente a Jake y Derek, y observó luego a los otros niños.
—Cuidado en la escuela, ¿eh? —les dijo—. Y vosotros dos, los Kroginold,
haceros los graciosos y ya veréis. Os haré volar por encima del monte Calvo y luego
tiraré de los tensores. Esta maestra se queda.
Susie y Jerry se abrazaron, mudos de terror. Los Kroginold enrojecieron y
adelantaron la barbilla, desafiantes. Los demás miramos asombrados a Jemmy, que
nunca se enojaba ni levantaba la voz.
—Hablo en serio, Jake y Derek. Perded la línea y los Viejos entenderán al fin
ciertas cosas. El asunto de la campana de Kerry Canyon por ejemplo.
Los Kroginold cambiaron una mirada inquieta. Las niñas contuvieron el aliento.
Una regla muy estricta prohíbe exhibirse fuera del Grupo. Si Derek y Jake eran los
que habían lanzado al vuelo la campana de Kerry Canyon el cuatro de julio último…
—Y ahora ¡adentro! —ordenó Jemmy señalando la escuela con un movimiento de
cabeza.
Los asustados mellizos se precipitaron por el camino de hojas secas, como un par
de hojas brillantes. Los otros chicos fueron detrás. Los Kroginold, enfurruñados, se
adelantaron mirando de vez en cuando por encima del hombro, murmurando entre
dientes.
Jemmy meneó la cabeza, frunciendo el ceño.
—Es hora de que se civilicen —dijo—. Cada dos por tres nos quedamos sin
maestra.
—Tienes razón —dije cautelosamente. Jemmy, cabizbajo, pateaba unas hojas.
—No tiene sentido matarlas de un susto.
—Claro que no —asentí, disimulando una sonrisa.
De pronto, Jemmy sonrió tristemente, como si se burlara de sí mismo.
—¿Para qué te lo digo si tú ya lo sabes bien? Toma.
—Jemmy adelantó las manos que había tenido escondidas hasta entonces, y me
alcanzó un ramillete de hojas otoñales multicolores.
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—Dáselas. Un regalo del primer día.
—¡Oh, Jemmy! —dije envuelta en el naranja, el grana y el oro de las hojas—.
Son hermosísimas. Fuiste al monte Calvo esta mañana.
—Sí, sí. Pero que ella no sepa de dónde son.
Jemmy desapareció.
Corrí para alcanzar a los chicos antes que llegaran a la puerta. Dominados por una
repentina timidez daban vueltas al pie de las escaleras del porche, y se escondían
unos detrás de los otros.
—Por favor —susurré—. Desayunasteis con ella esta mañana. No os va a comer.
Vamos, entrad.
De pronto me sentí empujada a la cabeza de la fila y entré guiando a mi pequeño
y sosegado grupo. Mientras le daba a la señorita Carmody el manojo de hojas
otoñales, los demás chicos se acomodaron tranquilamente en sus pupitres de otros
años. Sólo los mellizos se habían quedado de pie, muy juntos, asustados y pálidos.
La señorita Carmody puso las hojas sobre el escritorio, y arrodillándose junto a
los mellizos les apartó con dulzura las apretadas manitas.
—Estoy tan contenta de que hayáis venido a la escuela —les dijo con su voz
cálida—. Necesitaba un primer grado para que la escuela marchase bien, y aquí tengo
un pupitre que parece hecho para mellizos.
Los llevó a un lado del aula, junto a la estufa panzuda —que en el invierno
calentaba a los Extraños— y bastante cerca de la ventana. Había allí un pupitre doble,
de polvoriento esplendor, que el Pueblo había heredado sin duda de alguna aldea
fantasma de las colinas. Debajo del pupitre, dos cajones de madera servían de apoyo
a las piernecitas demasiado cortas, y del orificio del tintero brotaba una llama de
deslumbrantes hojas rojizas, idénticas a las que me había dado Jemmy.
Los mellizos se deslizaron en el banco con las manos juntas otra vez, y miraron a
la señorita Carmody con los ojos muy abiertos. La maestra les sonrió, se agachó, y les
tocó con las puntas de los dedos los hoyuelos de las redondas barbillas.
—Sonrisas escondidas —dijo.
Las dos caritas asustadas se iluminaron fugazmente con una sonrisa trémula.
Luego la señorita Carmody nos habló a todos.
No llegué a oír aquel discurso de bienvenida. Yo estaba demasiado ocupaba
pensando en el ramillete de hojas otoñales, y en las palabras con que la señorita
Carmody los había hecho sonreír (las mismas que empleaba la señora Clarinade), y
en el viejo pupitre que hasta ese día había estado en el cobertizo. Pero cuando nos
pusimos de pie para saludar a la bandera y entonar el himno matutino, yo ya había
resuelto el problema. Papá la había puesto al tanto, sin duda, la noche anterior, en el
camino. Los mellizos eran una preocupación constante en el Grupo, y todos
ansiábamos que aquel primer año de clase fuera para ellos realmente feliz. Papá
conocía también la fórmula de la sonrisa, y el lugar donde se guardaban los pupitres.
En cuanto al ramillete de hojas, bueno, algunas crecían al pie de la montaña, y la
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escarcha podía cambiarles el color en esta época del año.
Así transcurrió el primer día de clase y todo parecía marchar a pedir de boca. La
señorita Carmody era una maestra excelente y hasta Derek y Jake estudiaron con
interés.
La amenaza de Jemmy había bastado, parecía, para que los Kroginold no
intentaran ninguna nueva travesura. Excepto aquella estúpida historia de la tiza. La
señorita Carmody explicaba algo junto al pizarrón, y de cuando en cuando, sin
volverse, buscaba a tientas la tiza. Jake, deliberadamente, la cambiaba entonces de
lugar. Yo ya estaba a punto de intervenir, cuando la señorita Carmody chasqueó los
dedos con fastidio y tomó firmemente la tiza. Jake advirtió que yo lo miraba y se
encogió en su asiento. No se lo dije a Jemmy, pero Jake se quedó tranquilo una larga
temporada.
Los mellizos progresaban poco a poco. Reían y jugaban con los otros, y al
mediodía Jerry iba a veces con sus compañeros mayores a la orilla del arroyo, de
donde volvía tan despeinado y mojado como ellos después de haber trabajado un rato
en la construcción de un dique.
La señorita Carmody se adaptaba tan bien a los hábitos de la comunidad, y era tan
querida por todos, que ya empezábamos a pensar que al fin una maestra nos duraría
todo el año. Ya había aguantado a pie firme algunas emociones que habían
ahuyentado a sus predecesoras. Por ejemplo…
Una vez que Susie leyó sin equivocarse toda una página (seis líneas), la señorita
Carmody le dio como premio un petirrojo de papel. La niña, emocionada, volvió a su
asiento flotando, literalmente, a diez centímetros del suelo. Yo contuve el aliento
hasta que Susie se sentó acariciando con un dedo el cromo brillante. Miré entonces de
reojo a la maestra. La señorita Carmody, muy tiesa, sentada detrás de su escritorio,
apoyaba las manos en los bordes, como si estuviera a punto de levantarse, y miraba a
Susie con una expresión de sorpresa incrédula. Pero en seguida meneó la cabeza,
sonriendo, y se hundió otra vez en sus papeles.
Yo suspiré aliviada. Nuestra penúltima maestra había tenido una pataleta cuando
una de las chicas, distraídamente, había ido flotando hasta su asiento porque le dolía
un pie. Yo había tenido la esperanza de que la señorita Carmody fuese más fuerte, y
aparentemente no me había equivocado.
Esa misma semana, un mediodía, Jethro llegó corriendo a la escuela. Valancy
(cuando estábamos solas yo llamaba a la señorita Carmody por su nombre de pila,
pues al fin y al cabo sólo tenía cuatro años más que yo) me explicaba unos tests y
mediciones del curso que yo preparaba en aquellos días.
—Eh, Karen —gritó Jethro por la ventana—. ¿Puedes venir un momento?
—¿Para qué? —pregunté fastidiada por la interrupción. En ese preciso instante yo
estaba a punto de comprender qué era lo normal en una curva de inteligencia normal.
—Es urgente —gritó Jethro.
Cerré el libro.
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—Perdóneme, Valancy. Iré a ver qué pasa.
—¿Quieres que vaya contigo? —me preguntó Valancy—. Si es algo serio…
—Oh, no. Una tontería, sin duda —dije—, y me escabullí.
Cuando alguno del Pueblo dice que es urgente, todos sabemos que el asunto
puede ser grave.
—Adonday yeeah —murmuré mientras corría con Jethro por el sendero que lleva
al arroyo—. ¿Qué pasa? ¿Más dificultades?
—Mira —dijo Jethro.
Vi entonces a los chicos. Rodeaban a un asustado pero orgulloso Jerry, y en el
aire, sobre las bases de una represa, flotaba un enorme peñasco.
—¿Quién lo levantó? —murmuré azorada.
—Yo —confesó Jerry, sonrojándose.
Me volví entonces a Jethro.
—¿Y tú? ¿Por qué no tiraste de los tensores? Llegaste corriendo como un loco…
—¿Tirar de los tensores? —gimió Jethro—. ¿En serio? Ya sabes que no nos
permiten levantar cosas tan grandes, y menos aún bajarlas. Además —admitió,
avergonzado—, no recuerdo ese maldito juego de niñas.
—Oh, Jethro. Qué estúpido eres a veces. —Miré a Jerry—. ¿Cómo se te ocurrió?
Jerry se puso a temblar. —Vi cómo lo hacía papá una vez en la mina…
—¿Te dejan levantar en tu casa?
—No sé. —Jerry aplastó el barro con el pie y bajó la cabeza—. Nunca levanté
nada antes.
—Bueno, lo sabrás ahora. Los chicos no tienen que levantar nada que un Extraño
de la misma edad no pueda levantar con las manos. Y menos cuando no es capaz de
bajarlo.
—Ya lo sé —dijo Jerry, debatiéndose entre el miedo y el orgullo.
—Bueno, recuérdalo entonces.
Tomé un puñado de sol, tiré de los tensores, y el peñasco volvió a su sitio en la
ladera de la montaña.
A las niñas les es más fácil tirar de los tensores, al menos con el sol. Por supuesto,
sólo los Viejos unen los rayos del sol y de la lluvia, y únicamente los Más Viejos los
de la luna y las tinieblas, capaces de mover montañas. Pero Jethro sabía cómo tirar de
los tensores, y no debía haberlo olvidado. Habíamos corrido el riesgo de que Valancy
viera lo que no debía ver.
Volví a la escuela y sólo entonces entendí lo que había ocurrido: Jerry había
levantado el peñasco. Los niños levantan objetos pequeños casi desde que aprenden a
caminar. En esos casos no es necesario bajarlos, pues los objetos se alzan a unos
pocos centímetros, y sólo unos segundos. Luego la gravedad misma los devuelve al
suelo. Pero Jerry y Susie nunca habían levantado nada. Estaban alcanzando el nivel
de los otros niños. Quizá la Travesía los había retrasado, como decía papá, y quizá los
únicos afectados eran los Clarinade. Estaba tan entusiasmada con el descubrimiento
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que me olvidé y subí al porche de la escuela sin tocar la escalera. Por suerte, Valancy
estaba colgando unos grabados de la alta y anticuada moldura del aula, justo debajo
del cielo raso, y no se dio cuenta. El esfuerzo le había encendido la cara y me pidió
que le alcanzara el escabel para poder terminar el trabajo. Traje el escabel y se lo
sostuve, y de pronto… casi la hago caer a Valancy. ¿Cómo había colgado aquellos
cuatro primeros grabados antes que yo llegase?
~ * ~
Aquel otoño el tiempo fue excepcionalmente seco. Esto no nos preocupó demasiado,
pues la lluvia, cuando hay un Extraño cerca, es una molestia terrible. No hay más
remedio que dejarse mojar. Pero cuando pasó noviembre y nos acercamos a Navidad,
empezamos a inquietarnos. El arroyo se quedó reducido a un hilo de agua, luego a
unos charcos, y al fin se secó. Los Viejos pasaron toda una noche en el dique
buscando una solución al problema. Una precaución elemental exigía que alejáramos
a Valancy, y Jemmy se ofreció voluntariamente y la llevó a Kerry Canyon a una
función teatral. Yo estaba todavía despierta cuando llegaron de vuelta, pasada la
medianoche. Desde que había empezado a desarrollar el Don, yo tenía largos
períodos de desasosiego, en los que no me sentía como un ser distinto de los demás,
sino como parte de todos los del Grupo. Mis futuros estudios me enseñarán a
apartarme, cuando no quiera estar con los otros. Aunque no sabemos quién me
instruirá. Desde que murió la abuela, nadie sabe ver en el Grupo, y los libros y
archivos que hubiesen podido ayudarnos se perdieron en la Travesía.
De cualquier modo, yo estaba despierta y asomada a la ventana, en la oscuridad.
Jemmy y Valancy se detuvieron en el porche antes de separarse. (Jemmy dormía esos
días en la mina). No necesité imaginar nada ni recurrir al Don para entender aquella
pantomima. Cuando las sombras de los dos se confundieron, cerré los ojos y la
mente. La emoción de Jemmy y Valancy me hubiese permitido entrar en ellos en
aquel momento, pero yo había estado observándolos todo el otoño. Sabía muy bien lo
que ocurría entre ellos. Sabía también que más de una vez Valancy había subido
llorando a su cuarto, y que Jemmy pasaba largas horas de soledad en el peñasco que
corona la hondonada, en la cima del monte Calvo, como si quisiese que el corazón se
le confundiera con la piedra y fuese tan inaccesible a los Extraños como el peñasco
mismo. Yo conocía muy bien los sentimientos de Jemmy, pero —curiosamente—
después de aquella primera noche no había podido leer otra vez en Valancy. Había
algo en ella, ajeno a los Extraños y al Grupo, que yo no alcanzaba a entender.
La puerta se abrió y se cerró; los pasos ligeros de Valancy atravesaron el
vestíbulo, y sentí que Jemmy me llamaba desde afuera. Me eché un abrigo sobre los
hombros y bajé las escaleras, tiritando. Jemmy me esperaba junto a la escalera del
porche, a la luz de la luna, preocupado y triste.
—Me rechazó —me dijo, simplemente.
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¡Oh, Jemmy! Le pediste…
Sí. Dijo que no.
—Cuánto lo siento. —Me acurruqué en el peldaño superior cubriéndome los
tobillos helados—. Pero Jemmy…
—Sí, ya lo sé —replicó Jemmy—. Es una Extraña. No tengo ningún derecho.
Pero si ella me aceptara, no vacilaría un instante. Toda esta historia de la pureza del
Grupo…
—Está muy bien —dije dulcemente— mientras no le toque a uno, ¿no es cierto?
Pero piensa, Jemmy, ¿podrías vivir como un Extraño? Tu vida entera sería una
continua represión, o perderías a tu mujer. Sería mejor que aceptases el no ahora, y no
edificar algo que luego tendrás que destruir. Y si hubiera hijos… —Callé un
momento—. Jemmy, ¿podrías tener hijos?
Jemmy retuvo bruscamente el aliento.
—No lo sabemos, ¿no es cierto? —continué—. No hemos podido comprobarlo.
¿Quieres realmente que Valancy sea parte de este primer experimento?
Jemmy se dio con la gorra un furioso golpe en el muslo. Luego se rió.
—Tú tienes el Don —dijo, aunque yo nunca le había revelado mi secreto—.
¿Sabes, hermanita, que te querrán muy poco cuando seas una Vieja?
—A la abuela la querían todos —respondí tranquilamente. De pronto grité—: No,
Jemmy, no me apartes, tú, precisamente tú. ¿No me basta saber que soy distinta, en
medio de un Pueblo que también es distinto? Oh, Jemmy, tú al menos no me
abandones.
Yo estaba a punto de echarme a llorar.
Jemmy se sentó a mi lado y me palmeó el hombro como en otros tiempos.
—Cálmate, Karen. Haremos lo que haya que hacer. He descargado en ti mi mal
humor, y eso es todo. ¡Qué mundo éste!
Jemmy suspiró.
Yo me arrebujé en mi abrigo. Tenía el alma helada.
—Pero el otro mundo no existe —murmuré—. La Morada.
Y nos quedamos un rato callados, compartiendo esa tristeza honda que es la trama
misma de la vida del Pueblo, aun para aquellos que no conocieron la Morada. Papá
dice que es algo así como una memoria racial.
—No es porque no me quiera —dijo al fin Jemmy—. Me quiere. Me lo dijo.
—¿Por qué entonces?
Yo no entendía que alguien pudiera rechazar a mi hermano.
Jemmy se echó a reír. Era una risa triste, entrecortada.
—Porque es diferente, dice.
—¿Ella es diferente?
—Eso me dijo, como si fuese una confesión. No puedo casarme, soy diferente,
dijo. ¿Qué te parece? Es gracioso oírlo en boca de una Extraña.
—Pero no sabe que somos el Pueblo. No puede saberlo. Piensa que es distinta de
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todo el mundo. ¿Por qué?
—No lo sé. Sin embargo, hay algo en ella… Una especie de coraza, una pared.
Nunca encontré nada igual en una Extraña, ni tampoco en la gente del Pueblo. A
veces me parece uno de los nuestros, y de pronto me estrello contra un muro de
piedra.
—Sí, es cierto, yo lo sentí.
Durante un instante escuchamos el silencio del mundo nocturno. Luego Jemmy se
puso de pie.
—Bueno, Karen, buenas noches, hasta mañana.
Yo también me puse de pie.
—Hasta mañana.
Jemmy se alejó a la luz de la luna. Cuando llegó al portón, se volvió y me miró
desde las sombras.
—No me resignaré —dijo—. La quiero.
~ * ~
El día siguiente amaneció templado y sin viento, lo que era raro en el mes de
diciembre y en nuestras montañas. Una especie de calma amenazadora flotaba entre
los árboles, y delgadas humaredas se elevaban en el cielo lechoso: signos de la sequía
que asolaba la región. Detrás del monte Calvo asomaba —apenas visible— una rara
masa de nubes que se confundía con el cielo blanco.
En la escuela todos estábamos inquietos. Los más pequeños, a causa del tiempo;
Valancy, pálida y acongojada luego de la noche anterior. Yo quería ayudarla, pero mi
mente se estrellaba una y otra vez contra aquel muro infranqueable.
Al fin algo ocurrió. Jerry se enojó con Susie, la empujó, y la niña cayó sobre una
caja de acuarelas que Debra había dejado abierta en el suelo. Susie se echó a llorar.
Debra gritó, y Jerry rió entre dientes, feliz y turbado a la vez. Valancy, sin volverse,
buscó algo con qué golpear el escritorio y restablecer el orden, y derribó el viejo
florero cuarteado donde unas flores silvestres se marchitaban en un agua de tres días.
El florero se rompió y un agua nauseabunda corrió por el escritorio mojando el
informe mensual que Valancy tenía ya casi listo.
Durante un instante hubo un silencio de muerte. Luego Valancy estalló en una
carcajada nerviosa que se contagió a toda la clase. Limpiamos como pudimos a Susie
y el escritorio, y Valancy decidió que el día era muy apropiado para trepar por las
laderas del monte Calvo. Buscaríamos ramas y hojas para adornar el aula, pues se
acercaban las fiestas.
Todos llevábamos el almuerzo a la escuela, de modo que recogimos las cestas y
un hule que los chicos habían traído para trabajar en la represa del arroyo. El arroyo
estaba seco, y el hule podía servir ahora como mantel para traer de vuelta las hojas.
Dejamos la escuela charlando y jugueteando, y yo casi me quedé con el cuello
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torcido tratando de vigilar a todos los niños a la vez, decidida a cortar por lo sano
cualquier intento de vuelo y otras actividades especiales del Grupo. Los pequeños,
entusiasmados, podían olvidar las reglas.
Fuimos por la hondonada, pasamos por la represa de los chicos, y trepamos por el
lecho seco de los torrentes que bajan como una escalinata desde la meseta. Ya arriba,
desplegamos el hule y pusimos en él nuestras provisiones, como si estuviésemos en
un verdadero picnic. De pronto me llamó la atención el silencio. Miré y vi a Debra,
Rachel y Lizbeth que observaban aterradas el almuerzo de Susie. Susie sacaba
tranquilamente de su cesta media docena de koomatkas y las depositaba junto a sus
sandwiches.
Las koomatkas son casi las únicas plantas que sobrevivieron a la Travesía. Se dice
que en el equipaje de un tripulante se encontraron cuatro koomatkas intactas. Se las
plantó y se las cuidó como a bebés, y hoy casi todas las familias del Grupo cultivan
una planta de koomatkas en algún rincón oculto. Las koomatkas no son hoy tanto un
alimento —en el sentido Terrestre— como un último recuerdo de otras muchas
maravillas semejantes perdidas junto con la Morada. Se las reserva para las grandes
ocasiones. Susie las había robado sin duda en algún momento de distracción de su
madre. Y ahora estaban allí, a plena luz, sobre el mantel, ante los ojos de una Extraña.
Antes de que yo pudiera esconderlas o decir algo, Valancy se dio vuelta y vio las
frutas que brillaban levemente con un resplandor verde azulado. Las miró un rato,
con los ojos muy abiertos, y extendió la mano. Iba a decir algo, me pareció, pero bajó
la cabeza, se echó hacia atrás, y se tomó las manos con fuerza. Las niñas, sin dejar de
mirar a Valancy, guardaron las koomatkas en la cesta de Susie, y consolaron
silenciosamente a la niña. Susie acababa de entender lo que había hecho, y parecía
que iba a echarse a llorar por haber traicionado al Pueblo ante una Extraña.
En aquel momento, Kiah y Derek rodaron sobre el improvisado mantel,
disputándose un bizcocho. Pusimos el almuerzo a salvo, limpiamos las manchas de
chocolate de las camisas de los chicos, y olvidamos el incidente de las koomatkas.
Sin embargo, después de comer, cuando nos echamos a descansar y contemplábamos
las nubes amenazadoras que avanzaban por el cielo del mediodía, me sorprendí de
pronto tratando de descifrar la expresión de Valancy en el momento en que había
visto las frutas. ¡Era imposible que las hubiera reconocido!
Luego de un breve descanso enterramos los restos del almuerzo —la colina estaba
demasiado seca y no era posible quemarlos— y reanudamos la marcha. Al cabo de un
rato la cuesta se hizo más empinada. Las manzanitas, espinosas y enmarañadas, se
nos prendían a la ropa, nos lastimaban las piernas y se enganchaban a los extremos
del rollo de hule. Todos mirábamos ansiosamente el aire libre, allá arriba, y si
Valancy no hubiera estado allí con nosotros hubiéramos podido flotar sobre muchos
obstáculos, ahorrándonos aquellas molestias. No detuvimos un momento, jadeando y
resoplando, y seguimos adelante.
Al cabo de casi una hora llegamos a un pequeño claro rocoso, una especie de
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islote en aquel mar de manzanitas, apoyado en la ladera del monte Calvo. Nos
echamos aliviados sobre los lomos de granito, sintiendo cómo el corazón nos
golpeaba el pecho.
De pronto Jethro se incorporó y olió el aire. Valancy y yo, alarmadas, miramos
alrededor. De la pequeña hondonada lateral vino una súbita ráfaga de viento que nos
trajo un olor acre y penetrante de arbustos quemados.
Jethro corrió a lo largo de la ladera del monte Calvo, y se perdió de vista en la
hondonada. Volvió en seguida, haciendo ademanes, corriendo y flotando a la vez.
—Es espantoso —jadeó—. Espantoso. La hondonada está en llamas, y el fuego se
acerca.
Valancy nos reunió a todos con una mirada.
—¿Cómo no vimos el humo? —preguntó con una voz tensa—. No había humo
cuando salimos.
—La pendiente no se ve desde abajo —dijo Jethro—. Toda esta parte podría arder
sin que viésemos el humo. Este lado del monte Calvo es como un valle cerrado con
muchas hondonadas.
—¿Qué haremos? —gimió Lizbeth, abrazándose a Susie.
Llegó otra ráfaga de viento y de humo, y todos tosimos, y yo descubrí entonces a
través de las lágrimas una larga lengua de fuego que lamía las laderas.
Valancy y yo nos miramos. Yo no podía leerle el pensamiento, pero en mí sólo
había pánico. El fuego se acercaba, y estábamos rodeados por una maraña de
manzanitas. En un momento pensé que podíamos escapar por el aire, pero los más
chicos no sabían flotar en línea recta más que unos pocos segundos, y no podíamos
abandonar a Valancy. Me llevé las manos a la cara. Yo no quería ver aquella inmensa
extensión de manzanita seca, que ardería como una antorcha cuando la alcanzase el
fuego. Y la lluvia no llegaba. La manzanita verde no arde fácilmente, pero luego de
tantos meses de sequía…
Los niños pequeños lloraban ahora. Alcé la cabeza y vi a Valancy que me miraba
fijamente, con una intensidad insoportable. En ese momento las llamaradas, brillantes
y terribles, asomaron detrás de ella, en la hondonada.
Jake, con un grito ronco, se separó de nosotros y se elevó un par de metros por
encima de la manzanita. Los pies se le enredaron en las zarzas, y cayó pesadamente
entre las ramas espinosas.
—¡Debajo del hule! —La voz de Valancy resonó como un latigazo—. ¡Todos
debajo del hule! ¡De-bajo-del-hule!
La voz de Valancy era sibilante y helada. Desenrollamos el hule, lo extendimos, y
nos metimos debajo. Esperando aún en ese espantoso momento que Valancy no me
viese, fui flotando a donde estaba Jake y lo ayudé a incorporarse. No podía
levantarme con él, de modo que lo llevé a empujones y a la rastra al refugio del hule.
Valancy seguía de pie, de espaldas al fuego, tan cambiada, tan extraña, que cerré los
ojos y me acurruqué con los otros chicos.
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De pronto Valancy se puso a hablar con una voz terrible y atronadora que me heló
los huesos. Ahogué un grito. Una ola de miedo recorrió el grupo y me asomé y miré.
Llegará un día mi última hora y veré aún la figura de Valancy, de pie, tensa, más
alta que nunca, entre las convulsivas nubes de humo, con las manos extendidas, los
dedos apartados, mientras ordenaba palabras con una voz de contenido terror,
palabras que me angustiaban, pues yo tenía que haberlas oído alguna vez, y no las
conocía. Y mientras miraba sentí en mí un frío helado, un frío sobrenatural y
paralizante que me heló las lágrimas en la cara vuelta hacia el cielo.
Y entonces, de los dedos de Valancy, de sus manos tendidas, brotaron relámpagos,
saltaron de uno a otro dedo. Y las nubes, en lo alto, respondieron con otros
relámpagos. Con un brusco movimiento de la mano, Valancy lanzó hacia el cielo el
frío, el relámpago, el humo espeso y móvil. Y el rugido siseante de la lluvia ahogó el
rugido de las llamas.
Me quedé de rodillas, bajo el diluvio, y durante un instante interminable miré
aquellos ojos vacíos, desesperados, acosados. Luego Valancy cayó pesadamente hacia
adelante, y yo apenas alcancé a sostenerle la cabeza que ya iba a golpear la piedra.
Entonces, mientras yo tenía la cabeza de Valancy en mi regazo, temblando de frío
y de miedo, y los chicos lloraban detrás, oí que papá nos llamaba. En seguida lo vi.
Venía con Jemmy y Darcy Clarinade en la camioneta, notando en la lluvia, sobre la
empapada y humeante extensión de manzanita, sobre la ladera de la inaccesible
montaña. Papá bajó; una rueda del coche rozó una rama y giró lentamente en el aire.
Entre los tres nos levantaron a todos y nos depositaron sanos y salvos en la querida y
decrépita camioneta.
Jemmy recibió en sus brazos el cuerpo inerte de Valancy, y se acurrucó en el
asiento, mirando acusadoramente al mundo.
Yo y los chicos nos amontonamos alrededor de papá, aliviados y felices. Papá nos
abrazó a todos, y luego me tomó la barbilla y me miró a los ojos.
—¿Por qué llovió? —me preguntó muy serio, exacta mente como un Viejo,
mientras el agua me chorreaba por el pelo y él estaba allí completamente seco,
protegido por su coraza.
—No sé —sollocé, parpadeando en la lluvia—. Fue Valancy… con relámpagos…
hacía frío… Valancy habló.
De pronto, ya sin fuerzas, me desplomé en el piso de madera de la camioneta, y a
pesar de mis años me eché a llorar como los otros chicos.
~ * ~
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esperaba en el pupitre de los mellizos, desgarrando con dedos nerviosos unos
pañuelos de papel.
El Más Viejo golpeó con el bastón el escritorio y paseó por el cuarto una mirada
ciega.
—Nos hemos reunido —dijo-para investigar…
Valancy se puso de pie de un salto.
—¡Oh, basta! —gritó—. ¿No pueden despedirme enseguida? Díganme que me
vaya y me iré.
—Siéntese, señorita Carmody —dijo el Más Viejo. Valancy se sentó dócilmente.
—¿Dónde nació usted? —preguntó con dulzura el Más Viejo.
—¿Qué importa? —preguntó Valancy, y luego dijo, resignada—: Está en mi
solicitud. Vista Mar, California.
—¿Y sus padres? —No lo sé.
Hubo un estremecimiento en el cuarto.
—¿Cómo no lo sabe?
—Oh, todo esto es tan inútil —dijo Valancy—. Pero si tienen que saberlo… Mis
padres eran huérfanos. Los encontraron después de una explosión y un incendio,
perdidos en las calles de Vista Mar. Crecieron en casa de un viejo matrimonio que
había perdido en el incendio todos sus bienes. Al fin se casaron, y nací yo. Ahora
están muertos. ¿Puedo irme?
Un murmullo recorrió la sala.
—¿Por qué dejó sus otros empleos? —preguntó papá.
Antes que Valancy pudiese responder, se abrió bruscamente la puerta y entró
Jemmy, marcando el paso.
—Vete —ordenó el Más Viejo.
—Por favor —dijo Jemmy, desarmado de pronto—. Déjeme. Es también un
problema mío…
El Más Viejo acarició el bastón y luego asintió en silencio. Jemmy sonrió apenas,
aliviado, y se sentó en un banco de atrás.
—Continúe —le dijo a Valancy el Más Viejo.
—Bueno —dijo Valancy—, perdí mi primer empleo porque… me sorprendieron
en un acto de levitación… así lo llamarían ustedes, supongo. Quise reparar un postigo
de mi cuarto. Se había trabado y… bueno… subí a arreglarlo, simplemente. El
director me vio. No podía creerlo, y se asustó tanto que me echaron.
Valancy calló y esperó.
Los Viejos se miraron entre ellos. Yo me puse a atar cabos, pensando que con un
poco de sentido común hubiera podido descubrir la verdad hacía tiempo.
—¿Y el segundo?
El Más Viejo se inclinó hacia adelante y apoyó la mejilla en el hueco de la mano.
Valancy enrojeció, sorprendida.
—Bueno… —dijo titubeando—. Llamé a mis libros… estaban en el escritorio
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quiero decir, y…
—Entendemos —dijo el Más Viejo.
—¿Entienden? ¿Ustedes? —preguntó Valancy, perpleja.
El Más Viejo se puso de pie.
—Valancy Carmody, ¡abre tu mente!
Valancy lo miró, y de pronto se echó a llorar.
—No puedo, no puedo —sollozó—. Ha pasado mucho tiempo. Soy distinta.
Estoy sola. ¿No se dan cuenta? Todos murieron. Soy una extraña.
—Ya no eres una Extraña —dijo el Más Viejo—. Estás entre los tuyos, Valancy.
Karen —me dijo—, entra en ella.
Así lo hice. Al principio tropecé una vez más con el muro impenetrable. De
pronto, con un súbito grito silencioso, de angustia y de alegría, me encontré con
Valancy. Vi los secretos que la habían atormentado desde la muerte de aquellos
padres huérfanos… que eran del Pueblo. Y los ancianos… No sólo pertenecían al
Pueblo, eran además los Más Viejos de la Travesía.
Reviví con Valancy aquellos secretos aterradores y ocultos. Había tenido que
vivir como una Extraña, había tenido que esconder todas sus diferencias, ahogando
todos los Dones del Pueblo. Había vivido siempre asustada, temiendo traicionarse, y
sintiéndose profundamente sola, pues creía ser la última sobreviviente del Pueblo.
Y entonces, de pronto, Valancy entró en mí, inundándome con una presencia de
poder desconocido…
Abrí los ojos y vi a los Viejos que miraban fijamente a Valancy. Hasta el Más
Viejo había vuelto hacia ella su rostro arrugado y la observaba con asombro.
Inclinó la cabeza e hizo la Señal.
—Las Persuasiones y los Designios perdidos —murmuró—. Todo está en ella.
Yo supe entonces que Valancy, que había vivido encerrada en sí misma,
protegiéndose de un mundo donde cualquier acto irreflexivo podía traicionarla, y que
había vivido ignorada entre nosotros, e ignorándonos, no sólo era del Pueblo. Tenía
poderes que nadie, desde la muerte de la abuela, había conocido, e incluso poderes
superiores. Mis pensamientos incoherentes se resumieron en uno. Ahora había
alguien que podía instruirme. Ahora yo llegaría a ver, aunque no tanto como Valancy.
Me volví hacia Jemmy, para compartir con él mi asombro. Jemmy miraba a
Valancy como el Pueblo mismo debe haber mirado la Morada en la hora definitiva.
Luego fue hacia la puerta.
Valancy se apartó rápidamente de mí y de los Viejos. Jemmy la esperaba con la
manos extendidas.
Dejé la escuela y me precipité por el sendero como una poseída, flotando y
corriendo hasta que llegué al porche de casa y caí en brazos de mamá.
—¡Oh, mamá! ¡Es de los nuestros! Y Jemmy la quiere. ¡Es maravillosa!
Me eché a llorar en los brazos tibios y acogedores de mamá.
Así que ahora no necesito ir al Exterior para ser maestra. Ahora tenemos una
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maestra permanente. Pero iré de todos modos. Quiero parecerme a Valancy, y
Valancy ha completado sus estudios. Además, para vivir en el Exterior hay que ser
disciplinada, y esto puede servirme. Tengo tantas cosas que aprender… pero Valancy
me acompañará. El Don no me apartará de todos.
Tal vez no debiera decirlo, pero hay una razón por la que quiero apresurar mis
estudios. Pronto trataremos de descubrir a los otros sobrevivientes del Pueblo. Los
muchachos de aquí no me gustan.
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Interludio: Lea 2
~ * ~
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Más tarde —oh, mucho más tarde—, Lea se sentó de pronto en la cama. Karen
apareció en seguida al lado, en silencio.
—Karen, ¿es posible que todo eso haya ocurrido de veras?
—¿De qué hablas, Lea?
—La historia que contaste. No es una historia real, por supuesto.
—Claro que lo es, del principio al fin.
—¡No es posible! —gritó Lea—. ¡Gente que viene del espacio! ¡Gente mágica!
No puede ser cierto.
—¿Por qué no quieres que sea cierto?
—Porque no puede ser. No es verosímil. No hay nada fuera de lo que es… Quiero
decir, una anda y anda por el mundo y al fin vuelve al sitio del principio. Todo
termina donde comenzó. Más allá de ciertos límites… —Lea buscó las palabras—.
¡La realidad tiene límites!
—¿Quién define los límites?
—Bueno, están ahí, simplemente, desde el momento en que una nace. Estás
atrapada desde el principio y así tienes que seguir hasta el día de tu muerte.
¿Quién te vendió como esclava? —preguntó Karen, algo perpleja—. ¿No te
habrás esclavizado tú misma? Estoy de acuerdo contigo en que todo vuelve a donde
empezó, ¿pero, dónde empezó todo?
¡No! —chilló Lea, llevándose a los ojos unos puños apretados, y volviendo la
cabeza sobre la almohada, a un lado y a otro—. ¡No quiero volver a ese tembladeral,
a ese caos, esa agitación sin sentido!
La oscuridad más negra rodó y ardió y rugió, con un chillido insidioso; el poblado
vacío, el frío de llamas; la imposibilidad de todas las imposibilidades…
—Lea, Lea. —La voz de Karen atravesó con dulzura, pero firmemente la maraña
de horror—. Lea, duerme ahora. Duerme ahora sabiendo que todo se inicia con la
Presencia y que todas las cosas vuelven a su comienzo.
~ * ~
Lea desayunó con Karen a la mañana siguiente. El viento movía hacia afuera y
adentro las cortinas cortas y fruncidas de la ventana.
—¿Ninguna pantalla? —preguntó Lea sosteniendo la tregua armada, colmada de
oscuridad, como si fuese una copa de agua llena hasta el borde.
—No, ninguna pantalla —dijo Karen—. Mantendremos las alimañas fuera de otro
modo.
—Un modo que también les impida salir —dijo Lea sonriendo—. Traté de irme
ayer.
—Ya sé —dijo Karen sosteniendo en la mano una rebanada de pan y observando
cómo se iba tostando, lenta y aromáticamente—. Por esto tapié las ventanas un poco
más que de costumbre. Pero no hoy.
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—¿Confías en mí? —preguntó Lea sintiendo el secreto balanceo de terror en la
copa en equilibrio.
—No estás en una cárcel. Ayer estabas todavía aferrada a las faldas de la muerte.
Hoy ya puedes sonreír. Ayer pusiste la botella de lejía en el último estante. Hoy
puedes leer el rótulo tú misma.
—Quizá soy analfabeta —dijo Lea, sombría, recogiendo la copa—. Me gustaría
salir un rato hoy, si estás de acuerdo. Hace mucho tiempo que no miro el mundo.
—No vayas muy lejos. En estos alrededores casi no puedes hacer otra cosa que
trepar… o bien levitar. No tenemos muchos caminos en el mundo exterior. No vayas
más allá de la escuela. Preferiríamos que no lo hicieras por ahora… —Sonrió apenas
—. Además hay muchos otros sitios donde ir.
—Quizá vea a algunos de los niños —dijo Lea—. Davey o Lizbeth o Kiah.
Karen rió.
—No me parece muy posible, no en las actuales circunstancias. Y los «niños» se
sentirían bastante insultados si te oyeran. Han crecido, son adultos ahora, o por lo
menos creen que lo son. Mi historia ocurrió hace años, Lea.
—¡Hace años! ¡Pensé que era muy reciente!
—Oh, no. ¿Qué te hizo creer…? ¡Recordabas todo de un modo tan completo!
Cosas tan pequeñas. Y el modo como Jemmy miraba a Valancy y Valancy a Jemmy…
El Pueblo tiene una memoria especial. Y la mirada de Jemmy era de amor, y el amor
no muere…
—El amor no… —Lea torció la boca—. Bueno, habría que definir eso que llamas
amor… —Se incorporó bruscamente—. Quisiera caminar un rato. —Titubeó—. Y
quizá meterme un poco en el agua, un arroyo fresco…
—Claro, por supuesto —dijo Karen—. Puedes ir hasta el arroyo y mojarte los
pies, si quieres. Te servirán aquí el almuerzo y yo vendré para la cena. Iremos a la
escuela juntas a oír la historia de Peter.
~ * ~
Lea subió hasta la laguna, los pies desnudos y lastimados, los bordes de la falda
empapados con agua del arroyo y el estómago vacío. Había olvidado el almuerzo.
La laguna era ancha y tranquila. El agua entraba murmurando por un extremo y
salía cloqueando por el otro. En el medio, la superficie era como un espejo. Una hoja
amarilla cayó lentamente de un algodonero y tocó el agua con tanta delicadeza que
los anillos resultantes fueron como hilos que corrían a las orillas de arena. Lea
suspiró, se recogió la falda, y metió un pie en la laguna. La mordedura limpia y fría
del agua la dejó sin aliento, pero dio otro paso adelante. El agua pronto le llegó a las
rodillas y más arriba. Se detuvo bajo el árbol de algodón, esperando, esperando tan
quieta que el agua se le cerró mansamente alrededor de las piernas. Sólo allá abajo,
en la arena fina que tenía bajo los pies, alcanzaba a sentir el movimiento del agua. Se
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quedó allí hasta que cayó otra hoja, rozándole la mejilla, deslizándosele por el
hombro y sobre la blusa arrugada, y deteniéndose un instante en los pliegues
recogidos de la falda antes de dibujar un círculo tranquilo en la superficie brillante
del agua.
Lea miró un rato la hoja y la sombra de plata que era ella misma, sobre el agua, y
luego alzó los ojos hacia las altas paredes de roca que se alzaban alrededor. Apretó
los codos contra los costados y pensó: Estoy siendo otra vez una entidad. Tengo
forma y proporciones. Tengo fronteras y límites. Tengo que aprender de algún modo
cómo manejar un ser finito. La carga de no ser nada en una nada infinita era
demasiado, demasiado…
Una agitación inquieta que en cualquier momento podía convertirse en pánico
hizo que Lea mirara alrededor y buscara la costa. Salía a la orilla, las manos ocupadas
en la falda, cuando resbaló, soltó las manos tratando de mantener el equilibrio, y cayó
de espaldas en la laguna con un sonoro chapoteo. Chorreando agua y jadeando
alcanzó a sentarse, el agua hasta los hombros. Parpadeó sacándose el agua de los
ojos, y entonces vio al hombre.
El hombre tenía un pie en el agua, como avanzando hacia ella. Se reía.
Lea resopló, mirándolo, indignada, y el agua le salpicó el mentón.
—¡Pude haberme ahogado! —gritó, sintiéndose muy tonta y muy mojada.
—Si se queda ahí puede ahogarse todavía. Las crecientes llegan en octubre.
—Si sigue tardando tanto en ayudarme —replicó Lea—, ¡quizá lo consiga! No
puedo incorporarme sin que se me moje toda la cabeza.
—Pero ya está toda mojada —rió el hombre, vadeando hacia ella.
—Eso fue un accidente —resopló Lea otra vez—. ¡Es diferente hacerlo a
propósito!
—¡Lógica femenina! / El hombre tomó a Lea por las manos y tiró ayudando a que
se pusiera de pie y llevándola a la orilla.
Lea alzó los ojos hacia la cara sonriente del hombre y le devolvió la sonrisa
empezando a darle las gracias. De pronto el hombre pareció retroceder, fuera de foco,
a kilómetros de distancia, y hablaba ahora con una voz muy débil. Se volvió,
aturdida, y trató de alejarse. En ese momento el hombre la tomó por la mano, y ella
sintió que el cuerpo le temblaba y se le disolvía y que la nada invadía el mundo, más
y más oscura.
—¡Karen! —gritó—. ¡Karen! ¡Karen!
Y ella desapareció
~ * ~
—No iré.
Lea apartó con irritación la mano extendida de Karen. La cama era blanda.
—Oh, sí, irás —dijo Karen—. El relato de Peter te gustará mucho. ¡Y Bethie!
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Tienes que oír los cuentos de Bethie.
—Oh, Karen, por favor, no me hagas probar de nuevo —rogó Lea—. No puedo
soportar caer de nuevo luego de… luego de…
Lea calló meneando la cabeza.
—Hablas de probar —dijo Karen, fríamente—. Ni siquiera has empezado. Tienes
que ir esta noche. Será la lección número dos para ti, de modo que prepárate.
Lea buscó una excusa.
Mis ropas —dijo—. Tienen que estar todavía empapadas.
Sí, lo están —dijo Karen, imperturbable—. Eres del tamaño de Lizbeth. Te he
traído alguna ropa. Elige.
Lea volvió la cabeza.
—No.
—Levántate.
La voz de Karen continuaba siendo fría, pero Lea se levantó. Repasó en silencio
las ropas que le ofrecían.
—Bueno —dijo Karen—. Eres más alta de lo que pensaba. Y perdiste algunos
kilos desde que decidiste dejar esta vida.
Lea tuvo un acceso de indignación, pero se quedó quieta mientras Karen se ponía
de rodillas y tironeaba del vuelo del vestido. La tela se estiró y se quedó estirada,
haciendo que la falda pareciera más adecuada para la altura de Lea.
—Ya está —dijo Karen incorporándose y arreglándole el vestido a Lea alrededor
de la cintura y poniendo un pliegue donde había una arruga. Luego, con un
movimiento de la mano, hizo más intenso el color de la tela—. No está mal, es tu
color. Vamos, o llegaremos tarde.
~ * ~
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cruzaba la mente. ¡Había olvidado el episodio de la laguna! ¿Quién era él? ¿Quién era
él? Pero no supo qué contestarse y Peter empezó a hablar…
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Galaad
N o sé en qué momento descubrí que nuestra familia no era como las otras
familias. Nada parecía indicarlo. La casa en que vivíamos era muy parecida a
las demás casas de Socorro. Nuestros prados descendían como los otros cubiertos de
maleza y arbustos hasta el Río Gordo, generalmente seco, que rodeaba la ciudad. Y
cuando nuestra vaca llamaba al toro de los Jacob, del otro lado del río, mugía del
mismo modo que todas las otras vacas de todos los otros prados. Y yo pasaba días tan
ociosos como cualquier otro muchacho de Socorro, tendido a la sombra escasa de los
árboles mientras el trabajo esperaba en algún otro sitio. Nunca se me ocurrió pensar
que fuésemos diferentes.
Me di cuenta, creo, poco después de haber entrado en la escuela, cuando me
enamoré de la niña de trenzas más largas y de dientes más separados de toda la clase.
Yo tenía seis años y me parece que ella tenía siete.
Mi amiga y yo nos habíamos refugiado detrás del cobertizo de la escuela, entre
las plantas de algodón, para comer juntos nuestro almuerzo, ignorando el coro de
«¡Peter anda con una chica! ¡Peter anda con una chica!» y las señas burlonas que
querían avergonzarme. Comimos nuestros sandwiches y pepinillos, y luego nos
tendimos de espaldas, con los brazos cruzados detrás de la cabeza, contemplando el
cielo brillante con los ojos entornados, y tratando de comer nuestros pedazos de
pastel sin que las migas nos cayeran en las orejas. Yo había comido tan bien, me
sentía tan satisfecho y tan enamorado que se me ocurrió de pronto que yo debía
intentar algo espectacular en honor de la dama de mis pensamientos. Me senté,
electrizado. La idea era magnífica, y yo sabía que podía hacerlo.
—¡Eh! ¿Sabes que puedo volar?
Alcé los brazos y me puse de pie dejando a mi amor boquiabierta, sentada en la
hierba.
—No puedes. No seas tonto.
—¡Sí puedo!
—¡No puedes!
—¡Puedo! ¡Mírame! —Alcé los brazos y me elevé hasta el techo del cobertizo.
Me asomé al borde y dije—: ¿Viste? ¡Puedo volar!
—¡Se lo contaré a la maestra! —dijo ella con una voz entrecortada, mirándome
con los ojos muy abiertos—. Está prohibido subirse al cobertizo.
—Oh, bah —dije—. No me subí. Vamos, tú puedes volar también. Te ayudaré.
Me deslicé por el aire hasta el suelo. Abracé a mi amor y me elevé. Ella gritó y
pateó, y al fin se soltó y echó a correr hacia la escuela, chillando. Desanimado de
algún modo por esta deserción, junté los restos de nuestros pasteles y posándome
cómodamente en el alero del cobertizo, disfruté de los últimos mendrugos. Al cabo de
un rato llegó la maestra, con media escuela detrás.
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—¡Peter Merril! ¿Cuántas veces se te ha dicho que no hay que subirse a nada en
la escuela?
La miré tranquilamente, notando con interés que la prisa y la agitación le habían
desordenado los rizos, y descubriendo una tiesa mecha de cabellos que no
armonizaba con aquella cara severa.
—¡No te sueltes y espera a que Stanley traiga la escalera!
—Puedo bajar solo —dije, gateando hasta el poste que sostenía el techo—. Es
fácil.
—¡Peter! —chilló la maestra—. ¡Quédate donde estás!
Así lo hice, preguntándome el porqué de todo ese alboroto.
Me bajaron al fin y la maestra me tomó por el brazo y me arrastró hasta la escuela
mientras yo gritaba a todo pulmón, ultrajado e indignado porque nadie quería
creerme, ni siquiera mi amiga que negaba obstinadamente lo que había visto con sus
propios ojos.
—No seas tonto, Peter. No puedes volar. Nadie puede volar. ¿Tienes alas acaso?
—No necesito alas —aullaba yo—. La gente no necesita alas. ¡No soy un pájaro!
—Entonces no puedes volar. Sólo las cosas con alas vuelan.
Me pasé el resto del mediodía gritando y pateando los escalones de la escuela,
hasta que me asusté pensando que la maestra podía decírselo a papá. Al fin y al cabo
yo había estado en territorio prohibido, sin que importara tanto cómo había llegado
allí.
La maestra no se lo contó a papá, pero aquella noche, cuando me metí en cama,
sentí de pronto como un vacío dentro de mí. Quizá yo no podía volar. Quizá la
maestra tenía razón. Me escurrí fuera de la cama, y volé cuidadosamente hasta lo alto
del armario, y luego de vuelta hasta la cama.
—Puedo volar —murmuré, metiendo la barbilla bajo las mantas y suspirando
hondamente.
No era más, por lo tanto, que una de esas cosas divertidas que los adultos le
prohibían a uno, como comerse un pedazo de pastel por la mañana, o manejar el
tractor, o subirse a la vaca para jugar a los indios.
Y en eso quedó el incidente, hasta que el sábado la maestra nos encontró a mamá
y a mí en la tienda y revolviéndome el pelo me dijo:
—¿Cómo está mi pajarito? —Luego se rió y le dijo a mamá—: ¡Se imagina que
puede volar!
Vi que mamá apretaba tanto el portamonedas que los dedos se le ponían blancos,
y que me miraba con unos ojos sin alegría. Me sentí abrumado por una sorpresa
incrédula y un miedo y una angustia que me daban ganas de llorar, aunque sabía bien
que en ese momento no era una emoción mía lo que yo sentía, sino una emoción de
mamá.
Mamá tenía siempre los ojos alegres. Era la madre más risueña de Socorro.
Llevaba la felicidad dentro de ella como si fuese un ramillete de flores, y lo repartía
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entre todos los que encontraba. A las otras madres apenas les alcanzaba para repartir
entre los de la propia familia. Y sin embargo, a veces, como en la tienda, mamá
perdía toda alegría, y mostraba miedo, y un raro tormento. Otras veces mamá me
hacía pensar en un pájaro enjaulado, que se apretaba contra los barrotes. Como una
noche que recuerdo aún vívidamente.
Mamá estaba junto a la ventana, vestida con una bata de franela que le llegaba a
los tobillos, y el aire que entraba por los marcos mal ajustados le movía apenas el
cabello oscuro. Se había desencadenado una tormenta sobre los Huachuchas, y afuera
soplaba el viento. El rugido creciente me había despertado, y yo estaba acurrucado en
el sofá, no sabiendo muy bien si los truenos que sacudían constantemente la casa me
asustaban o me excitaban. Papá estaba sentado con el periódico en las rodillas.
Mamá habló en voz baja, pero yo la oí claramente en medio del tumulto.
—¿Pensaste alguna vez cómo sería estar ahí arriba en plena tormenta, con nubes
bajo los pies y encima de la cabeza, y un encaje de rayos alrededor, como calientes
ríos de oro?
Papá movió las hojas del diario.
—No parece muy cómodo —dijo.
Pero yo, en el sofá, acuné las palabras en mí, maravillado. ¡Yo sabía! ¡Yo
recordaba! Recité las palabras como una amada lección:
—«Y la lluvia como cabellos de hielo y plata te golpeaba el rostro que alzabas al
cielo». Mamá dio media vuelta y me miró fijamente. Papá clavaba en mí unos ojos
sombríos y perturbados.
—¿Cómo sabes eso? —me preguntó. Confuso, bajé la cabeza.
—No recuerdo —murmuré.
Mamá apretó las manos, una contra otra, inclinando la cabeza, de modo que los
cabellos le cayeron sobre la cara sombría.
—Sabe porque yo sé. Yo sé porque mi madre sabía. Ella sabía porque el Pueblo
sabía —dijo, y se le quebró la voz—. Son las palabras que empleaba ella.
Mamá calló y se volvió hacia la ventana, apoyando el brazo y la cabeza en el
marco, como un niño que llora.
—¡Oh, Bruce, perdóname!
Yo miraba con los ojos muy abiertos, asombrados, tratando de que los ojos no se
me llenaran de lágrimas mientras luchaba contra la pena y la desolación de mamá.
Papá se acercó a ella y la abrazó. Me miró por encima del hombro.
—Mejor que te vayas a la cama, Peter. Lo peor ha pasado.
Yo me fui arrastrando los pies, de mala gana, estupefacto. Poco antes de cerrar la
puerta me detuve y escuché.
—Nunca le dije una palabra, te lo aseguro —dijo la voz entrecortada de mamá—.
Oh, Bruce. Me esfuerzo tanto, pero a veces… ¡oh, a veces!
—Ya lo sé, Eve. Y es mucho lo que has logrado. Sé que te cuesta mucho, pero lo
hemos hablado tan a menudo. No hay otro camino, querida.
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—Sí —dijo mamá—, no hay otro camino, pero… ¡oh, dame tu fuerza, Bruce!
¡Bendito sea el Poder, que te ha traído a mí!
Cerré silenciosamente la puerta, y me acurruqué en la oscuridad, sobre la cama, y
al fin sentí que la angustia de mamá se transformaba otra vez en una cálida ternura.
Luego, sin razón aparente, volé gravemente hasta lo alto del armario, volví a mi cama
y me acosté. Y recordé entonces. Recordé los calientes ríos de oro, las nubes arriba y
abajo, y los vientos que golpeaban como olas de espuma escarchada. Pero junto con
ese dulce recuerdo me llegaba también la advertencia: No puedes, pues tienes sólo
ocho años. Tienes sólo ocho años. Hay que esperar.
~ * ~
Muy poco después nacía Bethie, cuando yo estaba por cumplir nueve años. Me veo
aún inclinado sobre la cuna, sobre el milagro de aquellos deditos y aquellos cabellos
de caramelo batido. Bethie, mi hermanita. Bethie, a quien todos miraban fijamente,
murmurando entre ellos, cuando mamá la dejaba ir a la escuela, aunque se pasaba la
mayor parte del tiempo en casa, aun cuando ya era bastante mayor. Porque Bethie era
diferente… también.
Cuando Bethie tenía un mes, yo me apreté el dedo con la puerta del dormitorio y
lloré durante un cuarto de hora, pero Bethie sollozó continuamente hasta que yo no
sentí ningún dolor en el dedo.
Cuando Bethie tenía seis meses, nuestro pequeño terrier, Glib, cayó en una
trampa para serpientes. Regresó a casa lloriqueando, arrastrando la trampa. Bethie
chilló hasta que Glib se quedó dormido sobre la pata vendada.
Papá tuvo un ataque de apendicitis aguda cuando Bethie tenía dos años, pero fue
ella quien tuvo que tomar un sedante hasta que pudimos llevar a papá al hospital.
Una noche papá y mamá estaban junto a la cama de Bethie, que dormía muy
intranquila a pesar de los sedantes. Nuestro vecino, el señor Tyree, había estado
cortando leña y el hacha se le había desviado. Había perdido un pulgar del pie y
mucha sangre, pero cuando el doctor Dueff llegó corriendo en su coche, se precipitó
primero a nuestra casa y luego fue a la del señor Tyree. El señor Tyree descansaba
como podía, con el pie vendado apoyado en un sillón, y con las manos en las orejas
para no oír los gritos de Bethie.
—¿Qué podemos hacer, Eve? —preguntó papá—. ¿Qué dijo el doctor?
—Nada. No pueden hacer nada por ella. Supone que se le pasará con los años. No
entiende. No sabe que ella…
—¿Qué ocurre? ¿Por qué Bethie es así? —preguntó papá desesperado.
Mamá se encogió.
—Es una sensitiva. Hay gente así en el Pueblo, aunque no de tan pocos años. Esa
sensibilidad les permite ayudar a los que sufren. Bethie no tiene más que parte del
Don. No lo domina.
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—¿Por mí? —gruñó papá.
Mamá lo miró con ojos serenos y amantes.
—Por los dos, Bruce. Corrimos ese riesgo. Tentamos a la suerte, luego de Peter.
De modo que ahora éramos dos los diferentes, aunque también diferentes entre
nosotros. Para mí era una diversión, casi todo el tiempo, pero no para Bethie.
Teníamos que tener cuidado con Bethie. Probó la escuela un tiempo, pero las
rodillas despellejadas, los empujones, los dolores de dientes, los chichones, y los
dolores de cabeza del portero después de las borracheras del fin de semana la
devolvían a casa agotada y temblorosa, al borde de la histeria. De modo que Bethie
aprendió las letras y los números con mamá, y se quedaba apoyada melancólicamente
en la verja mientras pasaban los otros chicos.
No mucho después descubrí un modo de utilizar prácticamente mi diferencia.
Papá me pidió que guardara en el cobertizo un montón de leña que Delfino había
dejado en el patio de atrás. Yo me había citado con unos compañeros para explorar
una vieja mina de espato flúor y ahora aquel trabajo me impediría ser de la partida.
Fui al patio de atrás y me quedé un rato con las manos en los bolsillos pateando el
montón de leña. Al fin cargué una brazada, gruñendo bajo el peso. Llegué al
cobertizo, dejé caer la madera, y me lastimé el pulgar. Me senté en cuclillas en el
patio y me succioné el dedo, con los ojos clavados en la leña. De pronto, se me
ocurrió algo. ¿Si yo podía volar, no sería posible que la leña volase también? Sí, era
posible. Me incliné hacia adelante y castañeteé los dedos ante media docena de leños,
concentrándome. Los empujé hacia el cobertizo, los guié hacia el sitio donde yo
quería dejarlos, y los ordené como si fuesen naipes. No tardé mucho en descubrir cuál
era la carga máxima, y guardé toda la leña en un tiempo maravillosamente corto.
Entré silbando en casa y fui a buscar una luz. La mina era muy oscura y ninguno
de mis amigos tenía una linterna.
Papá estaba revisando las cuentas de la leche y alzó los ojos.
—Te he dicho que guardaras la leña.
—Ya la guardé —respondí, sonriendo.
—Déjate de bromas —gruñó papá—. No tuviste tiempo.
—Es cierto —dije, triunfalmente—. Descubrí una técnica nueva. Verás…
Callé, paralizado por la mirada de papá.
—Nadie te ha pedido nuevas técnicas —dijo tranquilamente—. ¡Vuelve y quédate
ahí hasta que hayas tenido tiempo de guardar bien la leña!
—Ya está guardada —protesté—. ¡Y los chicos están esperándome!
—No quiero discutir —dijo papá, muy pálido—. Vuelve a la leñera.
Volví a la leñera, pasando junto a mamá que había venido de la cocina y que
había extendido hacia mí la mano. Me senté en la leñera, furioso, decidido a no salir
de allí hasta que papá fuese a hablarme.
Luego, me puse a pensar. Papá no era comúnmente tan poco razonable. Quizá yo
había hecho algo malo. Quizá no estaba bien guardar la leña de ese modo. Quizá…
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Se me confundieron los pensamientos mientras recordaba los murmullos que yo había
alcanzado a oír a propósito de Bethie. Quizá lo que yo había hecho era un disparate,
una cosa insensata.
Pensé mucho. Hacer algo insensato significaba no hacerlo como todo el mundo.
Por ese motivo, quizá, papá había reaccionado así. Yo había hecho entonces una cosa
insensata. Miré fijamente el suelo, desorientado. ¿Qué había de diferente en nuestra
familia? Y por vez primera fui capaz de separar y reconocer el sentimiento que yo
debía de tener desde hacía mucho tiempo, el sentimiento de estar mirando desde
afuera, el sentimiento de estar aparte. Sí, descubrí, era necesario ocultarse, ser
prudente. Si había algo anormal, nadie tenía que saberlo. Yo no debía traicionar…
Mamá estaba de pie a mi lado.
—Papá dice que ahora puedes irte —dijo, sentándose junto a mí, y mirándome sin
alegría—. Peten… Papá no podía hacer otra cosa. Todo lo que puedo decirte es esto:
no olvides nunca, estés donde estés, hagas lo que hagas, que lo diferente muere.
Tienes que conformarte… o morir. Pero no te avergüences, Peter, no. ¡Nunca te
avergüences! —Mamá me puso rápidamente las manos en los hombros y me rozó la
oreja con los labios—. ¡No dejes de ser diferente! —murmuró—. Tan diferente como
puedas. ¡Pero que no lo vea nadie, que no lo sepa nadie!
Mamá desapareció en la escalera que llevaba a la cocina.
~ * ~
Entré en la adolescencia, y me alejé más y más de los chicos de mi edad. Las cosas
que les parecían más divertidas, no me interesaban mucho. De modo que en los años
siguientes seguí cada vez con mayor frecuencia el consejo que me había susurrado
mamá, sin pedir nunca explicaciones, pues yo sabía que ella no me las daría. El
incidente de la leña me había abierto todo un nuevo panorama de posibilidades,
aunque yo no supiese muy exactamente qué posibilidades eran éstas. Me acostumbré
a pasarme las horas en la parte baja del prado, donde ensayaba toda clase de
experiencias, sin saber nunca si resultarían o no. Trabajé mucho y en algunos casos
fracasé, y en otros tuve éxito.
Descubrí que un castañeteo de los dedos me bastaba para traer cosas hacia mí, o
para enviarlas a cortas distancias sin molestarme o tocarlas, como había hecho con la
leña. Yo subía regularmente hasta las puntas de los álamos altos, deslizándome luego
en éxtasis hasta el suelo, hasta que una vez me extasié demasiado y aterricé de
narices. En una ocasión, concentrándome tanto que me dolió la cabeza y quedé
aturdido, logré encender un pequeño fuego. Luego quise tomar una llama y me
ampollé y chamusqué las manos.
Me parece que por ese entonces me descuidé un poco y no me molesté en tratar
de saber si me vigilaban o no, pues comenzaron a oírse ciertos rumores. Bub Jacobs
le contaba a todo el mundo que yo «hacía cosas» cuando estaba solo en el prado. La
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mueca maligna con que acompañaba sus cuentos transformaba esas «cosas» en
cualquier perversión que los oyentes pudieran imaginarse, y lo de «solo» terminaba
de condenarme sin remedio. Experimenté así amargamente lo que mamá me había
dicho. El que es diferente muere, y una sola muerte no es nunca bastante. Uno muere
y muere, y muere, muchas veces.
Luego un día sorprendí a Bub mientras rondaba por nuestro bosque. Me vio y
puso pies en polvorosa comprendiendo muy bien qué podía pasarle si yo lo atrapaba.
Eché a correr detrás, pero en seguida me detuve. ¿Para qué fatigarme? ¿Por qué no
hacer con aquel mentecato lo que había hecho con la leña?
Bub dio un grito de verdadero terror cuando sintió que el suelo le faltaba bajo los
pies. Se debatió en el aire, convulsionado por el miedo y por aquella cosa terrible que
le ocurría, y el grito se le apagó y se le quedó en la garganta. Y yo, abajo, me reí de él
sintiéndome un gigante, muy por encima de la gente estúpida como Bub.
De pronto, antes que Bub se desmayara, sentí su terror, y asomó a mi garganta un
eco de su grito. Caí al suelo, abrumado por una repentina certeza, un conocimiento
que no me venía de la experiencia ordinaria: yo había cometido un terrible error, yo
había prostituido mis poderes utilizándolos para aterrorizar injustamente.
Me arrodillé y alcé los ojos hacia Bub, doblado en el aire, por encima de mi
cabeza, fuera del alcance de mis manos. Se me hizo un nudo en la garganta al
descubrir que yo no sabía cómo hacerlo descender. No era un trozo de madera que
uno podía bajar con un castañeteo de los dedos. No tenía la más remota idea de cómo
traer al suelo a un ser humano.
Me arrastré aturdidamente hasta un rayo de sol que atravesaba la copa de un
álamo y sentí que me corría por los dedos algo que era posible levantar —y retorcer
— y utilizar. Utilizar en Bub. ¿Pero cómo? ¿Cómo? Cerré el puño sobre la onda de
luz, y tropecé otra vez con una puerta que podía abrirse con una palabra, una mirada,
un ademán; pero yo no sabía cómo pronunciar esa palabra, cómo lanzar esa mirada,
cómo hacer ese ademán.
Me puse de pie y tomé aliento. Salté para atrapar los talones de Bub que le
colgaban un poco más abajo que el resto del cuerpo. No acerté. Salté otra vez y le
rocé el talón con la punta de un dedo, y Bub empezó a moverse lentamente en el aire.
Me pasé el dorso de la mano por la frente sudorosa, y me reí, me reí de mi estupidez.
Con mucho cuidado, pues yo me había contentado con subir y bajar, y no había
planeado casi nunca, me elevé hasta donde estaba Bub. Le puse las manos encima y
empujé hacia abajo. Bub no se movió.
Tiré de él hacia arriba y Bub subió conmigo. Me alejé de él lenta y
deliberadamente y pensé un rato. Fui hasta el otro lado de Bub y lo empujé hacia unas
ramas altas. Ya estaba recuperando el conocimiento y movía la cabeza y los labios.
Flotaba en el aire como un tronco en el agua, pero logré llevarlo hasta una rama
gruesa, asegurándole lo mejor posible las piernas y los brazos. Poco después, cuando
Bub abrió los ojos abrazándose frenéticamente al tronco, yo ya estaba al pie del
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álamo, gritándole.
—¡No te sueltes, Bub! ¡Buscaré a alguien que te ayude a bajar!
De modo que durante la semana siguiente la gente se olvidó de mí y le tomaba el
pelo a Bub con frases como éstas: «¿Qué hacías en el aire?», «¿Cómo está el tiempo
allá arriba?» y «¡Trae una escalera, Bub, trae una escalera!».
Aun con estos problemas, yo me divertía bastante. ¿Por qué no podía ser igual
para Bethie? Yo hubiese querido darle una parte de mi diversión y tomar en cambio
una parte de su pena.
~ * ~
Luego murió papá, arrastrado por el Río Gordo mientras trataba de salvar a un tonto
veraneante que había plantado su tienda en las arenas secas que eran el cauce de las
aguas en los días de tormenta. Parecía imposible imaginarla sola a mamá. Siempre los
habíamos visto juntos. No habían sido dos padres, sino una entidad única:
papá-mamá. Y ahora nuestros pensamientos se interrumpían en mamá-…, mamá-…
Y mamá… bueno, una mitad de ella había muerto.
Después del funeral, mamá y Bethie y yo nos sentamos en la sala, con los ojos
bajos. Bethie apretaba los dientes ante el dolor lancinante de mamá que se clavaba las
uñas en las palmas.
Aparté dulcemente las manos apretadas de mamá y Bethie se serenó un poco.
—Mamá —dije en voz baja—, puedo cuidar de nosotros. Tengo mi trabajo en la
fábrica. No te preocupes.
Yo sabía que era un pobre consuelo el que yo ofrecía a la angustia de mamá, pero
era necesario llegar a ella de algún modo.
—Gracias, Peter —dijo mamá, animándose un poco—. Sé que lo harás. —Inclinó
la cabeza y se llevó las manos a los ojos secos, con una contenida desesperación—.
¡Oh, Peter, Peter! Pertenezco ya bastante a este mundo como para sentir que la
muerte es tristeza y desolación y no ese llamado solemne y dulce que es en realidad.
Ayúdame, ¡ayúdame!
—Si soy capaz, mamá —dije tomándole una mano mientras Bethie tomaba la otra
—. Pero tienes que ayudarme a recordar. Recuerda conmigo.
Cerré los ojos, y recordé. Un vuelo libre en la noche estrellada, un vuelo de mil
seres felices, como pájaros en el cielo, que subían al encuentro del alba… el alba del
Festival. Yo podía sentir ahora el perfume de las flores que adornaban a las mujeres y
la alegría que acompañaba a la aurora. Luego oí las primeras magníficas notas del
himno del Festival y el sol asomó sobre las colinas boscosas. Mil manos se alzaron
para hacer el signo…
Abrí los ojos y descubrí que mis propios dedos hacían un signo que yo no
conocía. Una nota que yo nunca había cantado me palpitaba en la garganta. Tomé
aliento y miré de reojo a Bethie. Ella no había visto. Mamá estaba tranquila ahora,
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con los ojos cerrados, con la cara serena y en paz.
—¿Qué fue eso, mamá? —murmuré.
—El Festival —dijo mamá dulcemente—. Para todos los que fueron llamados en
el año. Por vuestro padre, Peter y Bethie. Lo recordamos por vuestro padre.
—¿Dónde era eso? —pregunté—. ¿En qué lugar?
—No en este… —Mamá abrió los ojos—. No importa, Peter. Tú eres de este
mundo. No hay otro para ti.
—Mamá. —La voz de Bethie era un titubeante murmullo—. ¿Por qué dijiste
«recordamos»?
Mamá la miró y las lágrimas le velaron los ojos.
—Oh, Bethie, Bethie, todas las cargas y ninguna de las bendiciones. Perdón,
Bethie, perdón.
Mamá escapó por el pasillo hasta su cuarto.
Bethie se apretó contra mí.
—Peter —murmuró—, ¿por qué dijo mamá «ninguna de las bendiciones»?
—No sé —dije.
—Porque no puedo volar como tú, seguramente.
—¡Volar! —Miré a mi hermana asombrado—. ¿Cómo lo sabes?
—Sé muchas cosas —murmuró ella—. Pero sé sobre todo que somos diferentes.
Las otras personas no son como nosotros. Peter, ¿qué nos hizo diferentes?
—¿Mamá? —susurré—. ¿Mamá?
—Me parece que sí —murmuró Bethie—. ¿Pero cómo?
Nos quedamos callados y Bethie fue hasta la ventana y el sol de la tarde le
aureoló los cabellos plateados.
—Puedo hacer cosas también —dijo—. Mira.
Extendió la mano y tomó un puñado de sol, la misma luz oblicua que se me había
deslizado entre los dedos, bajo los álamos, cuando Bub flotaba sobre mi cabeza.
Bethie movió rápidamente los dedos y torció los rayos de sol en un dibujo brillante y
complejo.
—¿Pero para qué sirve? —murmuró—. Sólo para hacer cosas bonitas e inútiles.
Quise tomar el dibujo que Bethie tenía en la mano. Se me escapó entre los dedos
y se perdió en la oscuridad.
~ * ~
Los años que siguieron pasaron sin incidentes importantes. Terminé mis estudios en
el colegio, pero no pude pensar en ir a la universidad. Seguí trabajando en la fábrica
que proporcionaba ocupación a la mayoría de los habitantes de Socorro.
Mamá se ganó una buena reputación como comadrona, profesión muy necesaria
en una comunidad que tomaba al pie de la letra el mandato de crecer y poblar la
tierra, y que estaba exactamente a cien kilómetros del hospital más cercano.
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Bethie entró en la adolescencia y con la ayuda de mamá aprendió a dominar sus
reacciones ante el dolor de los otros, pero yo sabía que ella aún sufría tanto, sino más,
que en su infancia. No obstante, ya iba a menudo a la escuela y estaba haciéndose
popular a pesar de que era una niña tranquila.
En conjunto, pues, la vida transcurría para nosotros agradablemente, y de modo
bastante común, aunque… bueno, yo tenía continuamente la impresión de que iba a
ocurrir algo, o de que alguien iba a venir. Y a Bethie le pasaba lo mismo,
probablemente, pues se pasaba las horas mirando y escuchando. Y también mamá. A
veces, cuando nos sentábamos en el porche en las largas noches, mamá inclinaba a un
lado la cabeza y escuchaba con atención, sin mover la mecedora. Pero cuando le
preguntábamos qué escuchaba, mamá suspiraba y decía: «Nada. Sólo la noche». Y se
hamacaba en su mecedora. Por supuesto, yo seguía desarrollando mis diferencias. No
con el fuego ardiente del principio, ante los posibles nuevos descubrimientos, sino
como alimentando una pequeña llama, «por amor al arte». Yo me alejaba ahora más
en mis paseos, pero Bethie venía conmigo. Bethie disfrutaba mucho de estas
excursiones, especialmente cuando descubrimos que yo podía llevarla conmigo en
mis vuelos, y más aún cuando Después de un accidente que nos dejó un momento sin
respiración descubrimos que aunque ella no podía elevarse era capaz de bajar por sus
propios medios. Desde entonces el juego preferido de Bethie fue que yo la llevara lo
más alto posible, para descender luego ella sola, entreteniéndose a veces más de una
hora en el aire, tejiendo a menudo alrededor del esplendor intrincado de sus dibujos
de sol.
~ * ~
Un día grisáceo de Octubre —la hojarasca ya cubría los campos—, nuestro mundo
terminó otra vez. Desayunamos charlando y riendo, tomándole el pelo a Bethie a
propósito de una cita que había tenido la noche anterior. Bethie tenía las mejillas
encendidas, y con las risas y el aire vivo del otoño todo estaba realmente bien.
Pero entre una y otra burla, Bethie dejó de reír de pronto y el color se le fue de los
labios.
—¡Mamá! —murmuró.
—¿Ya? —preguntó mamá, incorporándose y bebiéndose el resto de su café
mientras yo iba en busca de un abrigo—. Tenía el presentimiento de que sería hoy.
Reena no debiera conducir ese jeep hasta Peppersauce Canyon tan cerca del término.
La ayudé a ponerse el abrigo y la abracé.
—Escúchame, mamá —le dije—, ¿cuándo vas a retirarte y dejar que algún otro se
encargue de la recolección de chicos en la primavera y el otoño?
—Cuando yo misma haya cosechado un nieto —dijo mamá bromeando, pero yo
sentí su tristeza—. Además, Reena le va a dar a éste el nombre de Peter o Bethie,
según el caso. —Fue a tomar su maletín negro y miró a Bethie—. ¿Nada más hasta
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ahora?
Bethie sonrió.
—No.
—Entonces me sobra tiempo. Peter, será mejor que lleves a pasear a Bethie.
Reena nunca tiene prisa y vive demasiado cerca.
—Bien, mamá —dije—. Habíamos proyectado un paseo de cualquier modo, pero
esperábamos que esta vez vinieses con nosotros.
Mamá me miró, titubeó y se hizo a un lado.
—Sí… sí, algún día.
Mamá nunca había titubeado hasta entonces.
—¡Mamá! ¿De veras?
—Bueno, me lo habéis pedido tantas veces que me he preguntado si está bien que
reneguemos de nosotros mismos. Al fin y al cabo, no es ninguna falta pertenecer al
Pueblo.
—¿Qué pueblo, mamá? —le pregunté—. ¿De dónde eres? ¿Por qué podemos…?
—Alguna otra vez, hijo —replicó mamá—. Quizá pronto. En estos últimos meses
he empezado a sentir… sí, no estará mal que lo sepas, aunque quizá no te sirva de
nada. Y quizá pueda ocurrir algo de pronto y tú tendrás que saber. Pero no —continuó
mientras nos acercábamos a ella—, no en este momento. Reena podría
adelantársenos. ¡En marcha, chicos!
Miramos hacia atrás cuando la camioneta cruzaba la carretera hacia el pico
Mendigo. Mamá nos saludó con la mano y entró en el jardín de Reena, donde Dalt, a
pesar de tener ya seis años, corría como un perrito ansioso de mamá al porche y de
vuelta otra vez a mamá.
Fue un día perfecto para nosotros. La distensión del vuelo para mí, la delicia del
lento descenso para Bethie, el luminoso esmalte del cielo, el rojo y el oro de los
campos que se extendían interminablemente al pie del Mendigo, azul, dorado, y
moteado de nieve.
Al mediodía nos entretuvimos disfrutando del sol en un cañón miniatura
preferido, cerrado al viento. Luego de comer jugamos a nuestro juego favorito,
recordar. Ante todo, yo me desembarazaba de pensamientos superfluos hasta que mi
mente era un estanque abrigado y tranquilo, sensible a todos los estremecimientos
que la brisa pudiera despertar en la superficie de las aguas.
Luego llegaban los recuerdos, extraños, muy distintos de todas las cosas
terrestres, parecidos a los que habíamos tenido yo y mamá el día de la muerte de
papá. Bethie no podía recordar conmigo, pero recibía las imágenes de mi mente antes
que yo pudiera describírselas en palabras.
Caminábamos por las aguas oscuras y brillantes de un lago de montaña, y los
dedos de los pies se nos crispaban en la frescura líquida, y disfrutábamos del
movimiento de las olas bajo nuestros pies, sintiendo a nuestro alrededor, desde la
costa y desde el cielo, una preciosa familiaridad que era más fuerte que cualquier lazo
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que nos hubiese unido hasta entonces a la Tierra.
Antes que nos diéramos cuenta, llegaron las primeras sombras de la tarde, el sol
desapareció detrás de los picos de los Huachuchas, y sentimos un escalofrío.
Guardamos los restos del picnic en la canasta y me volví hacia Bethie para levantarla
y llevarla a la camioneta.
Bethie miraba el cielo con una sonrisita dulce y enigmática.
—Mira, Peter —murmuró.
Movió los dedos sobre su cabeza y una nube se abrió en copos de nieve, un
torbellino de copos gigantescos que descendieron sobre ella como plumas, y se le
posaron en la piel pálida y se fundieron y le brillaron en las mejillas y en la sonrisa
maliciosa de los labios.
—¡Invierno temprano, Peter! —dijo.
—¡Invierno temprano, querida! —exclamé, y tomándola en mis brazos la saqué
del cañón y la dejé entre las piedras del valle—. ¡De aquí en adelante irá caminando,
señorita!
Pero Bethie casi llegó antes que yo a la camioneta. Aunque no supiese volar,
corría cada vez más.
Ya había caído la noche cuando llegamos a la carretera. Podíamos ver los faros de
los automóviles que pasaban velozmente, con hombres que decían: «¿Así que esto es
Socorro?», y seguían sin detenerse.
Subíamos la última pendiente que llevaba a la carretera cuando Bethie gritó. Yo
casi perdí el dominio del volante. Luego Bethie gritó otra vez —un grito salvaje y
torturado— y se dobló sobre sí misma.
—¡Bethie! —llamé—. ¿Qué es? ¿Dónde está? ¿Dónde puedo llevarte?
Bethie ahogó un tercer grito y cayó desmayada en el piso. Me sentí aterrorizado.
Hacía años que ella no reaccionaba así. Nunca se había desmayado de este modo.
¿Sería posible que Reena no hubiese tenido aún su chico? Pero aun la vez en que la
señora Allbeg había muerto de parto, Bethie no… La puse en el asiento y apreté el
acelerador rogando que mamá estuviese…
Y entonces vi aquello delante de nuestra casa. El coche enorme atravesado en el
camino. El grupo de personas en la acera.
No recuerdo cómo llegué allí. En el instante siguiente yo estaba arrodillado junto
al doctor Dueff, con el puño cerrado en el borde de la manta que cubría
misericordiosamente a mamá de la barbilla a los pies. Alcé una mano temblorosa
hacia el hilo oscuro de sangre que le brotaba a mamá de la frente.
—Mamá —murmuré—. Mamá.
Mamá parpadeó y alzó los ojos sin ver.
—Peter. —Yo apenas la oía—. ¿Dónde está Bethie?
—Se desmayó. Está en la camioneta —balbuceé—. ¡Oh, mamá!
—Dile al doctor que atienda a Bethie.
—¡Pero, mamá, mamá! —exclamé—. Tú… —No he sido llamaba aún. Ocúpate
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de Bethie. Poco más tarde, Bethie y yo estábamos arrodillados junto a la cama de
mamá. El médico se había ido. Era inútil tratar de llevar a mamá a un hospital.
Llevarla hasta la casa había bastado para que le apareciera un líquido oscuro en las
comisuras de la boca. Todos los vecinos se habían ido excepto la abuela Reuther, que
no faltaba nunca en las casas de los moribundos y les había cruzado las manos a
todos los muertos de Socorro desde la fundación del pueblo. La abuela estaba sentada
ahora en la sala, con la gastada Biblia en las manos, después de tantos años en que no
habíamos necesitado buscar consuelo en el libro.
El doctor le había aliviado los dolores a mamá y le había recomendado a Bethie
que durmiese un rato, pues no sabía cuánto durarían los efectos de la droga. Pero
Bethie no se movió.
De pronto mamá abrió los ojos.
Me casé con vuestro padre —dijo claramente, como si continuase una
conversación—. Nos queríamos, y todos los otros estaban muertos, las gentes del
Pueblo. Por supuesto, se lo dije antes, ¡y él me creyó! Después de tan tos años de
haber tenido que cuidar todas las palabras, todos los movimientos, yo tenía alguien
con quien hablar, alguien que me creía. Le hablé del Pueblo y me alcé en el aire y
alcé el coche y lo hice flotar sobre la carretera, sólo por juego. Papá se divertía
mucho, pero estaba preocupado también, y una vez me dijo: «Sabes, querida, tu
mundo y el nuestro han tomado caminos muy diferentes. El nuestro se ha orientado
hacia los aparatos mecánicos. El tuyo ha descubierto el Poder». —Los ojos de mamá
sonrieron—. Sabía cuando yo extrañaba la Morada. Una vez dijo: «¿Nostalgias,
querida? Yo también. Por lo que este mundo pudo haber sido. O quizá por lo que
puede llegar a ser». Vuestro padre era mi otra mitad.
Mamá cerró los ojos, y calló un rato, y oímos cómo respiraba: un sonido
entrecortado y duro. Bethie se acurrucó en las sombras, con las manos apretadas
contra el pecho, y el rostro muy blanco.
—Lo discutimos muchas veces —continuó mamá—. Pero no había otro camino.
Pensábamos que yo era la última sobreviviente del Pueblo. Tenía que olvidarme de la
Morada y aceptar la Tierra. Vosotros, niños, teníais que ser de la Tierra, aunque… Por
eso era tan severo contigo, Peter. Por eso no quería que tú… experimentaras. Tenía
miedo de que tú te manifestaras delante de la gente. —Mamá se interrumpió,
jadeando—. El que es diferente muere —murmuró, y guardó silencio un rato,
respirando apenas.
—Conocí la Morada —dijo luego con una voz cargada de pena—. Recuerdo la
Morada. No porque la recordara mi Pueblo, sino porque yo la vi también. Nací allí.
Ahora ya no existe. Desapareció para siempre. No hay Morada. Sólo un poco de
arena entre los astros.
Mamá hizo un gesto de dolor que Bethie repitió como un eco. Luego la cara se le
aclaró a mamá. Se incorporó a medias en la cama.
—La Morada también es vuestra. De los dos. Para siempre. Y será también de
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vuestros hijos. ¿Recuerdas, Peter? ¿Recuerdas? —Inclinó la cabeza, escuchando—.
¡Oh, Peter! ¡Oh, Bethie! —dijo, y la voz se le quebró en un sollozo de alegría—.
¿Oísteis? ¡He sido llamada! ¡He sido llamada!
Mamá alzó la mano haciendo el signo, y movió los labios dulcemente.
—¡Mamá! —grité asustado—. ¿Qué quieres decir? Acuéstate. ¡Por favor,
acuéstate!
Traté de que se apoyara otra vez en las almohadas.
—He sido llamada a la Presencia. Mis días han terminado. Mis horas están
contadas.
—Pero, mamá —tartamudeé como un niño—, ¿qué haremos sin ti?
—¡Escucha! —dijo mamá rápidamente, poniéndome una mano en la cabeza—.
Tienes que encontrar a los otros. En seguida. Ellos ayudarán a Bethie. Te ayudarán a
ti, Peter. Mientras estéis separados de ellos no estaréis completos. He escuchado el
llamado del Pueblo todos estos últimos años, y ahora que he tomado el camino de la
Presencia puedo oírlo más claramente, más claramente. —Hizo una pausa,
conteniendo el aliento—. Hay un cañón, al norte. La nave estalló allí, después que los
botes de salvamento… Peter, dame la mano.
Mamá extendió ansiosamente la mano y yo se la tomé.
Y vi la mitad del Estado extendida ante mí como un mapa gigantesco. Vi los
pliegues tortuosos de las montañas, la superficie aparentemente lisa de los desiertos
que subían hacia las pendientes hendidas. Vi las manchas de los bosques que
recubrían las lomas y el zigzag de la ruta estrecha entre los pasos. Y sentí entonces un
estremecimiento de placer, como el que se siente cuando se vuelve al hogar luego de
muchos años de ausencia.
¡Ahí! —susurró mamá mientras el panorama se desvanecía—. Lamento no
haberlo sabido antes. He estado tan sola… Pero tú, Peter —continuó con voz firme
—, tú y Bethie tenéis que ir.
¿Por qué, mamá? —grité desesperadamente—. ¿Qué es esa gente para nosotros,
qué somos para ellos? ¿Por qué tenemos que dejar Socorro y vivir entre extraños?
Mamá se incorporó otra vez, mirándome muy fijamente. Bethie se acercó para
sostenerla.
—No son Extraños —dijo clara y lentamente—. Son el Pueblo. Compartimos con
ellos la nave, durante la Travesía. Estuvimos juntos en la inmensidad vacía del cielo,
cuando sabíamos que nos movíamos sólo porque las estrellas de atrás se apagaban y
las de delante brillaban más y más. Juntos observamos en las sombras el brillante
centelleo helado, preguntándonos si encontraríamos acogida en uno de esos
mundos… Sois como ellos. Aunque vuestro padre no perteneciese al Pueblo…
Se le apagó la voz, y le cambió la cara. Bethie se movió a un lado y la acostó
suavemente. Mamá se apretó las manos y suspiró.
—Es una empresa solitaria —murmuró—. Nadie puede acompañarnos. Aun con
ellos allí, esperando, es una empresa solitaria.
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En el silencio que siguió oímos a la abuela Reuther en la mecedora de la sala.
Bethie se sentó en el suelo, a mi lado, con las mejillas encendidas, y los ojos muy
abiertos, como en un oscuro y extraño asombro.
—Peter, no duele, no duele nada. ¡Hace bien!
~ * ~
Pero no fuimos. ¿Cómo podía yo dejar mi trabajo y nuestra casa para ir no sabíamos
dónde? Buscando no sabíamos a quién. ¿Y por qué motivo? Yo no podía creer en lo
que mamá había contado. Al fin y al cabo no había dicho nada preciso. Habían sido
palabras sin significado. Bethie le daba vueltas y vueltas a lo que había dicho mamá,
pero no fuimos.
Bethie enflaqueció y empalideció todavía más, hasta que al fin, un año más tarde,
entré en casa y la encontré en la cama doblada sobre sí misma, con el cuerpo
endurecido, los ojos apretados, y acompañando cada expiración con un gemido
agudo.
Me volví casi loco hasta que al fin conseguí tomarle una mano y ella abrió los
ojos y me miró sin verme.
—Como una represa, Peter —jadeó—. Todo viene aquí. Es necesario… es
necesario. Nací para… —Le enjugué el sudor frío de la frente—. Sube y sube. Tiene
que ir a alguna parte. ¡Tengo que hacer algo! ¡Peter, Peter, Peter!
Se retorció hundiendo en la almohada la cara crispada.
—¿Hacer qué, Bethie? —le pregunté, volviéndole la cara hacia mí—. ¿Hacer
qué?
—La pata de Glib, la apendicitis de papá, el pulgar de nuestro vecino, el señor
Tyree —y la voz de Bethie se apagó recitando la letanía de años de dolor.
—Llamaré al doctor Dueff —dije desesperado.
—No. —Bethie apartó la cara—. ¿Para qué construir un dique todavía más alto?
Deja que se rompa. ¡Oh, pronto, pronto!
—Bethie, no hables así —dije sintiendo en mí esa terrible soledad que sólo Bethie
podía destruir, ahora que mamá había muerto—. Encontraremos algo… algún
modo…
—Mamá podía ayudar —dijo Bethie—. Un poco. Pero se ha ido. ¡Y ahora estoy
recogiendo también penas y angustias! Reena está asustada. Cree tener un cáncer.
¡Oh, Peter, Peter! —La voz de Bethie fue sólo un susurro—. ¡Déjame morir!
¡Ayúdame a morir!
Los dos nos quedamos callados, sorprendidos. ¿Ayudarla a morir? Me incliné
sobre su mano. ¿Regresar a la Presencia arrastrando el peso de años inacabados? Pues
si ella iba, yo iría también.
Abrí de pronto los ojos y me quedé mirando la mano de Bethie. ¿Qué Presencia?
¿Qué éticas y costumbres estaban formándose en mí?
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Yo tuve que decidir por lo tanto. Le di a Bethie una pastilla somnífera y me quedé
junto a ella hasta que se durmió. Y mientras estaba a su lado recordé todos aquellos
años de dolor. Qué calvario tenían que haber sido para Bethie, y yo no había querido
pensarlo.
Poco antes del alba desperté a Bethie. Hicimos nuestras maletas y partimos. Dejé
una nota en la mesa de la cocina para el doctor Dueff donde le decía sólo que íbamos
a buscar ayuda para Bethie y que le pidiese a Reena que cuidara la casa.
~ * ~
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del desierto. Los árboles trazaban sobre mí las típicas figuras desérticas de calor y
frescura —calor al sol, fresco a la sombra—, y yo traté de serenarme, más y más,
hasta que el aliento de Bethie, sentada a mi lado, fue como una onda brillante que
cruzaba la superficie de mi mente.
Y recordé. Pero sólo a mamá y papá, y la hoguera que yo había encendido, y Glib
con la trampa en la pata, y Bethie acurrucada en la cama, con la cara entre las
rodillas, y el débil gemido de su penosa respiración.
Parpadeé mirando el cielo. Yo tenía que recordar. Tenía que hacerlo. Cerré los
ojos y me concentré y me concentré hasta quedar agotado. Nada llegó, ni siquiera la
sombra de una imagen. Desesperado, me abandoné totalmente sobre la arena cada
vez más fría. Y, todos a la vez, unos engranajes desacostumbrados se movieron y
unieron en mi mente, y me encontré de pronto, como aquella otra vez, sobre el mapa
de tamaño natural.
Lenta y dolorosamente, localicé Socorro y el hilo delgado del Río Gordo. Lo
seguí y lo perdí y lo seguí otra vez, con el dedo de mi atención. Luego encontré el
valle del Volcán y fui por él hasta la elevación de sierra Cobreña. Era muy raro mirar
desde arriba el surco infinitesimal donde yo estaba en ese momento. Mantuve mis
pensamientos por los alrededores. Nada. Sondeé un poco más al norte, al este, al
norte otra vez. Me quedé sin aliento. Allí estaba. El llamado de la Morada. El mundo
familiar.
Abrí los ojos y descubrí que Bethie estaba llorando.
—¿Qué pasa, Bethie? —dije—. ¿No estás contenta?
Bethie trató de sonreír pero le temblaron los labios. Ocultó la cara en el hueco del
codo y murmuró:
—Vi también. Oh, Peter, ¡esta vez yo vi también!
Sacamos el mapa de caminos y a la luz declinante del atardecer tratamos de
traducir nuestros recuerdos. Parecía, ante todo, que debíamos ir a un lugar apartado
llamado Kerry Canyon. Era aparentemente el único lugar habitado cerca de la
montaña desnuda. Miré el puntito negro junto a un camino de tercer orden y me
pregunté si sería el fin de todas nuestras esperanzas o el punto inicial de una nueva
vida para nosotros dos. Vida y cordura para Bethie y para mí… En un brusco
espasmo de emoción cerré la mano sobre el mapa. Yo sentía ciegamente que nunca
había conocido a nadie sino a mamá, papá y Bethie. Que yo era un fantasma que se
arrastraba por el mundo. Yo sólo quería ahora ver a alguna otra persona de nuestra
especie. Saber que Bethie y yo no éramos los únicos herederos de nuestro mundo
extraño.
Alisé el mapa y lo plegué otra vez. La noche había caído sobre nosotros y soplaba
un viento frío. Nos estremecimos y buscamos alrededor un poco de leña para
encender un fuego.
~ * ~
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Kerry Canyon era una calle comercial, dos estaciones de gasolina, dos bares, dos
tiendas, dos iglesias y un puñado de casas dispuestas desordenadamente en las faldas
de las lomas, en un área que parecía demasiado pequeña para contener un camino.
Había también un arroyo casi seco, que esperaba la estación de las lluvias.
Atravesamos el viejo puente y entramos en el pueblo. El camino ascendía
bruscamente cruzando las vías enmohecidas de un ferrocarril y doblaba a la izquierda
alejándose de la pendiente donde se alzaba una de las estaciones de gasolina.
Nos detuvimos allí. El empleado de uniforme se acercó a nosotros.
—Sólo queríamos saber… —dije pensando en mi billetera casi vacía. Habíamos
llenado por última vez el tanque antes de metemos en un laberinto de cañones entre la
carretera principal y este sitio. Pronto tendríamos que detenernos, hubiésemos
encontrado al Pueblo o no.
—Muy bien, muy bien. —El empleado levantó la visera de la gorra—. ¿En qué
puedo servirle?
Titubeé tratando de encontrar pensamientos y palabras… y un poco de la
esperanza que yo había sentido en el desierto.
—Tratamos de localizar a unos… amigos nuestros. Nos dijeron que vivían al otro
lado, cerca del monte Calvo. ¿Hay alguien…?
—¿Amigos de esa gente? —preguntó el hombre asombrado—. Bueno, caramba,
esto sí que es una novedad. Nadie preguntó nunca por ellos.
Sentí el brazo de Bethie que temblaba contra el mío, ¡había entonces algo más
allá de Kerry Canyon!
—¿Y cómo es eso? ¿Qué le pasa a esa gente? —Oh, nada de particular, nada. En
realidad son muy buena gente. Compran mucho aquí. Vienen a la iglesia y a los
bailes.
Miré las abruptas colinas.
—¿Los bailes?
—Así es. No estamos tan muertos como parecemos —dijo el hombre mostrando
los dientes—. Las noches de los sábados hay verdadera animación aquí. Hay muchos
ranchos en esas lomas. Por supuesto, no muchos por el lado de Cougar Canyon. Ése
es el sitio donde viven los amigos de ustedes, ¿no?
—Sí. Cerca del monte Calvo.
—Bueno, nadie más vive por ahí. —El hombre titubeó—. Espere, hay algo que
quisiera preguntarle.
—Sí, ¿qué es?
—Bueno, esa gente no es muy habladora. No quiero decir que sea hosca o algo
parecido… pero, bueno, ¿de dónde vienen? ¿De algún país superpoblado de Europa?
¿Son extranjeros, no es cierto? Y parece que Europa exporta principalmente gente
desplazada. ¿Lo son de veras?
—Sí, algo parecido. ¿Por qué?
—Bueno, hablan tan bien como cualquiera, y la guerra debe de ser de hace
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tiempo, pues están aquí desde la fecha de mi padre, pero son… diferentes. —El
hombre se mordió el labio superior, reflexionando—. Muy diferentes. Pero diferentes
de un modo bueno. —Sonrió otra vez—. Las muchachas son atractivas. No dan
muchas esperanzas sin embargo.
»En fin, tome ese camino. No hay ningún otro que llegue allá. Le destrozará a
usted los neumáticos; pero pasará probablemente, si no llueve mucho. En ese caso
terminará usted en alguna cuneta. No hay barro más resbaladizo en el mundo. Y
arriba, en la meseta, cuando sopla el viento, hace un frío de todos los diablos. Será
mejor que se abriguen.
—Gracias, amigo —dije—. Muchas gracias. ¿Le parece que llegaremos antes de
la noche?
—Oh, seguro. No está tan lejos, aunque el camino es terrible. Llegarán en dos o
tres horas, si no llueve, como dije antes.
Comprendimos cuando llegamos a la llanura de los Asnos. Al principio no era
difícil seguir el camino. Luego las huellas se hundían en una arena pesada, sembrada
de guijarros y pedruscos.
De pronto, aun estos restos de huellas cesaron bruscamente, como si los coches
que las habían formado hubiesen retrocedido o hubieran seguido por el aire. ¡Por el
aire! Seguí adelante, perdiendo y encontrando huellas, tan dedicado a mi tarea que
apenas notaba los tumbos que daba la camioneta, hasta que un grito de Bethie me
hizo saltar en el asiento.
—¡Para! —gritó—. ¡Oh, Peter! ¡Para!
Frené tan bruscamente que la camioneta resbaló, se salió de la huella y se detuvo
al borde del camino. Un neumático de atrás estalló y se desinfló.
—¿Qué diablos te pasa? —grité, enojado con Bethie como nunca lo había estado
en mi vida—. ¿Qué quieres ahora?
Bethie, muy pálida, asomó detrás de la manta en que se había envuelto para
protegerse del frío.
—Acabo de pensarlo, Peter, ¿y si no nos quieren?
—¿Si no nos quieren? No te entiendo —gruñí preguntándome si valdría la pena
recurrir al cordón desflecado que yo llamaba mi rueda de auxilio.
—Nunca lo pensamos, nunca se nos ocurrió, Peter. No… no pertenecemos a ellos.
No seremos como ellos. Somos en parte de la Tierra… tanto como de otro sitio. ¿Y si
ellos nos rechazan? Si nos encuentran indeseables… —Bethie volvió la cara—.
Quizá no somos de ningún sitio, Peter.
Sentí un escalofrió, y no por el viento. Habíamos supuesto tan confiadamente que
nos recibirían con los brazos abiertos. Pero no tenía que ser así necesariamente.
Quizás ellos no quisiesen recibimos. No éramos del Pueblo. No éramos de la Tierra.
—Claro que nos querrán —me obligué a decir animadamente. En seguida aparté
los ojos de los de Bethie y murmuré defendiéndome—: Mamá dijo que nos ayudarán.
Dijo que éramos de la misma extracción.
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—Pero mamá no podía saber… No había… mestizos cuando se separó de ellos.
Quizás estamos señalados por nuestra sangre terrestre.
—No hay nada de malo en la sangre terrestre —dije desafiante—. Además, ¿qué
sería de ti si volviésemos?
Bethie se llevó los puños apretados a las mejillas.
Quizá —murmuró—, quizá si continúo y me vuelvo completamente loca no me
haga tanto daño. Quizás hasta me haga bien.
¡Bethie! —Mi grito la sobresaltó—. ¡No digas esos disparates! Seguiremos
adelante. El único punto de referencia que tenemos sobre el Pueblo es mamá, y ella
nunca hubiera rechazado a personas como nosotros. Y el hombre de la estación dijo
que eran buena gente. —Abrí la portezuela—. Será mejor que estires un poco las
piernas mientras cambio la rueda. Por el aspecto del cielo me parece que vamos a
patinar un poco antes de llegar a Cougar Canyon.
Pero a pesar de mis tranquilizadoras palabras, no me arrodillé detrás del coche
sólo para cambiar la rueda, y no fue sólo el ruido del gato lo que subió con el viento
hacia el cielo oscuro.
~ * ~
Miré entornando los ojos a través del mojado parabrisas, tratando de ver el camino.
Las ráfagas de lluvia detenían casi el limpiaparabrisas. Yo apenas veía otra cosa que
un río achocolatado de superficie engañosamente lisa; pero la camioneta se sacudía
como una maraca gigantesca, lanzando a un lado y a otro cortinas de agua, como un
bote de carreras, o se deslizaba sobre repentinas capas de barro apartándonos a veces
a varios metros del camino.
Luego, de pronto, ya no hubo más camino. Se extendía unos pocos metros delante
de nosotros y luego, aparentemente, desaparecía en la lluvia, en la nada.
—No puede no estar ahí —murmuró Bethie con incredulidad—. No puede
desaparecer de este modo.
Me cubrí la cabeza con la manta.
—Iré a mirar.
Me deslicé en el muro sólido formado por la lluvia que siseaba y salpicaba a mi
alrededor en la llanura inundada. En un instante quedé empapado y cubierto de barro
hasta las rodillas. El camino, si se le podía dar este nombre, bordeaba el cañón y
doblaba bruscamente hacia la derecha; luego se perdía en unos matorrales que
descendían en diagonal la pendiente del cañón. Me incliné sobre el precipicio. El
fondo se perdía en la oscuridad y la lluvia. Me estremecí.
Luego, rápidamente, antes de perder toda mi sangre fría, volví chapoteando hasta
el coche.
—Reza, Bethie. Allá vamos.
Las ruedas giraron con un movimiento de succión, dimos media vuelta, y nos
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encontramos en equilibrio sobre el vacío con nuestro tren posterior girando en el aire.
Al fin aterrizamos con una brusca sacudida en la senda estrecha. Un sudor frío me
cubría la cara.
Detuve la camioneta en el primer tramo ancho de la ruta. Nos quedamos sentados
en silencio, escuchando la lluvia. Yo sentía ahora como si algo infinitamente precioso
se alzara ante mí. Bethie deslizó la mano en la mía y supe que ella lo sentía también.
Pero de pronto apartó la mano y empezó a golpearme el hombro con los puños
cerrados de un modo insólito en ella.
—¡No puedo soportarlo, Peter! —dijo roncamente, con la voz entrecortada por la
emoción—. Vayámonos antes de descubrir algo más. ¡Si llegaran a rechazarnos! ¡Oh,
Peter! ¡Vayámonos antes que nos encuentren! Por lo menos conservaremos nuestros
sueños. Pensaremos por lo menos que podemos volver un día. ¡Si no, no podremos
soñar otra vez, no nos quedará ninguna esperanza! —Ocultó la cara en las manos—.
Me las arreglaré de algún modo. Prefiero escapar a correr el riesgo de que nos
rechacen.
—No —dije poniendo en marcha el motor—. Tenemos tantas posibilidades de
que nos reciban como de que nos rechacen. Y si pueden ayudarnos… Dime ¿qué te
pasa hoy? Yo era el que dudaba antes, ¿recuerdas?
Le sonreí a Bethie, pero la tristeza de su rostro pálido me encogió el corazón.
Bethie trató de sonreírme.
El camino descendía regularmente, en espiral, a lo largo de la pendiente del
cañón, a veces abruptamente. Cuanto más avanzábamos, mejor me sentía, como si yo
estuviese cerrando puertas a mis espaldas, y abriéndolas ante mí.
Poco después tropezamos con uno de esos milagros comunes en las regiones
montañosas. Las nubes se abrieron de pronto descubriendo el sol de la tarde. Ante
nosotros, casi amenazante, se alzó en la lejanía gris una inmensa montaña. Inundadas
de luz, las vertientes parecían moverse hacia nosotros. Llovía aún, pero ahora en
cortinas de abalorios de plata, y el vivido extremo de un arco iris derramaba su color
sobre árboles y rocas desde un rincón del cielo.
Yo no miraba el camino. Miraba el esplendor y la gloria que se abrían a nuestro
alrededor. De pronto Bethie gritó; yo volví los ojos al camino, y de la oscuridad y el
alboroto que siguieron sólo recuerdo que pensé entonces en Bethie mientras el otro
coche descendía desde las copas de unos árboles y chocaba contra nosotros de
costado, a un metro de altura sobre el camino.
~ * ~
Pensé que yo estaba muerto. Temía abrir los ojos, pues sentía que la lluvia me
golpeaba los párpados. Y de pronto respiré. Bien, yo estaba vivo. La hoja de un
cuchillo me desgarraba el pulmón izquierdo cada vez que respiraba.
Luego oí una voz.
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—Alabados sean los Poderes. No están demasiado lastimados. ¡Pero oh, Valancy!
¿Qué dirá papá?
Era una voz joven y asustada.
—Tú lo has conocido más tiempo que yo —dijo otra voz de muchacha—. Puedes
tener alguna idea.
—Nunca tuve un accidente antes, ni siquiera cuando he llevado el coche por el
camino en vez de volar.
—Tengo la impresión de que te quedarás en tierra un buen tiempo —replicó la
segunda voz—. Pero no es eso lo que me preocupa, Karen. ¿Cómo no supimos que
venían? Siempre sentimos a los Extraños. Teníamos que haber sentido…
—Quod Erat Demostratum —dijo la voz Karen.
—¿Quod Erat Demostratum?
—Sí. Si no los sentimos entonces no son Extraños… —Se oyó el sonido de un
aliento retenido y luego—: ¿Qué he dicho, Valancy? ¿Te parece…? —Sentí un
movimiento que se acercaba a mí y oí en seguida una suave respiración a mi lado—.
¿Pueden ser realmente dos más de nosotros? Oh, Valancy, tienen que pertenecer a la
segunda generación… son de nuestra edad. ¿Cómo nos encontraron? ¿Quiénes de los
Perdidos habrán sido sus padres?
Valancy parecía divertida.
—Son preguntas difíciles de contestar ahora, Karen. Será mejor que veamos qué
podemos hacer. Mira, la chica está despertando.
Un gemido a mi lado terminó con mis disimulos. Traté de sentarme.
—Bethie… —comencé a decir, y todos los cuchillos me atravesaron el pecho.
Bethie contestó a mi jadeo con un grito.
Yo tenía abiertos los ojos ahora. Mi pierna era un agónico y ardiente dolor en el
fondo más lejano de mi conciencia. Apreté los dientes; Bethie se quejó de nuevo.
—¡Ayúdenla, ayúdenla! —les rogué a las dos figuras que se inclinaban sobre
nosotros mientras trataba de retener el aliento.
—Pero apenas está lastimada —dijo Karen—. Un chichón. Algunas cortaduras.
Hice un esfuerzo y me volví hacia un rostro claro y luminoso —el de Valancy—
que me miraba con unos ojos profundos, desde muy cerca. Me sequé los labios y
tartamudeé tontamente:
—¡Ni siquiera está mojada con toda esta lluvia! Una sombra de consternación
pasó sobre la cara de Valancy. Hubo una pausa mientras ella me miraba intensamente
y luego dijo:
—Sus escudos no están activados, Karen. Será mejor que extendamos los
nuestros.
—Muy bien, Valancy.
La enojosa humedad sibilante de la lluvia cesó de pronto.
—¿Cómo está la muchacha?
—Debe de haber tenido un shock, o quizás hay algo interno.
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Traté de darme vuelta para ver, pero el grito sollozante de Bethie me tendió otra
vez de espaldas.
—Ayúdenla —gemí, buscando desesperadamente en mi memoria las palabras de
mamá—. Es una… una Sensitiva.
—¿Una Sensitiva? —las dos muchachas se miraron—. Entonces ¿por qué ella
no…?
Valancy empezó a decir algo y luego se volvió rápidamente. Me cubrí los ojos
con el brazo mientras escuchaba.
—Querida Bethie, atiéndeme. —La voz era cálida pero imperativa—. Voy a
ayudarte. Te mostraré cómo.
Hubo un silencio. Una mano cálida tomó la mía y Karen se arrodilló a mi lado.
—Está entrando en ella —dijo—: En su mente. Le enseña cómo cerrarse. Es tan
simple. ¿Cómo es que ella no sabía?
Oí una dulce exclamación de asombro de Bethie, que luego dijo:
—¡Oh, gracias, Valancy!
Me alcé sobre un codo. Un fuego me quemaba de la cabeza a los pies, y me
incliné sobre Bethie. Bethie me miraba, y en su rostro tranquilo había una felicidad
que ninguna sonrisa hubiese podido expresar nunca. Nos miramos. Dos lágrimas nos
asomaron a los ojos; luego ella dijo dulcemente:
—Cuéntales ahora, Peter. No podemos ir más lejos hasta que tú les cuentes.
Me acosté otra vez mirando el cielo de donde caían aún unas pocas gotas de
lluvia, que no llegaban a nosotros. Sentí la tibieza de la mano de Karen y me
estremecí. Si nos rechazaban… Pero no podían sacarnos lo que le habían dado a
Bethie, aun si… Cerré los ojos y dije rápidamente:
—No somos del Pueblo… no del todo. Papá no era del Pueblo. Somos mestizos.
Hubo un silencio de estupefacción.
—¿Queréis decir que vuestra madre se casó con un Extraño? —Había asombro en
la voz de Valancy—. ¿Que tú y Bethie sois…?
—Exactamente —respondí—. Y papá era el mejor… —me interrumpí sintiendo
el borde afilado de mi dolor—. Los dos están muertos ahora. Mamá nos mandó aquí.
—Pero Bethie es una Sensitiva… —reflexionó Valancy.
—Sí, y soy capaz de volar, y desplazar objetos en el aire y aun hacer fuego…
—¡Entonces podemos! —Yo no entendí la emoción de la voz de Valancy—.
Entonces… el Pueblo y los Extraños… pero es increíble que vosotros…
Hubo un silencio, y luego Bethie dijo con una voz trémula y asustada:
—¿Nos van a rechazar?
Sentí que el dolor de la voz de Bethie me apretaba el corazón.
—¡Rechazaros! ¡Oh, mis hermanos, mis hermanos! ¡Claro que no!
Valancy abrazó a Bethie y la mano de Karen se cerró sobre la mía. La tensión que
yo había sentido en mí como un nudo apretado se disipó. Bethie y yo estábamos en
casa. En seguida Valancy dijo vivamente:
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—Bethie, ¿qué le pasa a Peter?
Bethie la miró sorprendida.
—¿Cómo sabes su nombre? —En seguida sonrió—. Claro, lo leíste en mí.
Me tocó ligeramente el costado y las piernas.
—Tienes lastimadas cuatro costillas. La pierna izquierda rota. Eso es casi todo.
¿Lo controlo?
—Sí —dijo Valancy—. Te ayudaré.
El dolor desapareció, adormecido bajo el calor persuasivo que me invadía
mientras Bethie y Valancy entraban dulcemente en mí.
—Bien —dijo Valancy—. Es bueno dar la bienvenida a una Sensitiva. Karen y yo
hacemos un poco este trabajo porque somos Videntes. Pero no tenemos una Sensitiva
total en nuestro grupo.
—¿Dijiste que sabes levantar cosas inanimadas?
—No sé —dije—, no sé los nombres de muchas cosas. —No hagas ningún
esfuerzo ahora. Casi nunca lo hacemos con gente. Pero si te quedas tranquilo,
probaremos.
Me envolvieron en nuestras mantas, y poniéndome una mano bajo los hombros y
otra bajo los talones me llevaron rápidamente entre los árboles seguidos por Bethie,
tomada de la mano libre de Valancy.
Antes que llegáramos al patio, la puerta se abrió de par en par y una cálida luz
dorada se derramó en la oscuridad. Las muchachas se detuvieron un momento en el
porche y me dejaron entre las manos de dos hombres. En la pausa silenciosa que
precedió a las preguntas y explicaciones sentí que Bethie tomaba aliento,
profundamente, y se confundía con el Pueblo como una gota que cae en un río.
Pero cuando la luz se apagó otra vez para mí, mientras mi hambre y mi sed se
apaciguaban al fin después de tanto tiempo, sentí que en mí había algo que no podía
disolverse completamente —no, que no quería disolverse— en el seno del Pueblo.
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Interludio: Lea 3
L ea se escurrió en silencio hacia la puerta casi antes que Peter terminara de hablar.
Estaba ya subiendo el camino empinado que remontaba el desfiladero cuando
oyó a Karen que venía detrás de ella. Levitando y corriendo, Karen la alcanzó.
—¡Lea! —llamó Karen, tomándola por el brazo. Con un movimiento del hombro,
Lea evadió a Karen y sin palabras y sin aliento corrió camino arriba.
¡Lea! —Karen tomó a Lea por los dos hombros y la detuvo—. ¡Adonde vas!
¡Suéltame! —gritó Lea—. ¡Siempre persiguiéndome y espiándome! ¡Déjame!
Se retorció tratando de librarse de las manos de Karen.
—Lea, pienses lo que pienses, no es así.
¡Piense lo que piense! —Los ojos de Lea centellearon—. ¿No saben acaso lo que
pienso? ¿No has escarbado bastante en todo ese barro y esa suciedad…? —Clavó las
uñas en las manos de Karen—. ¡Suéltame!
¿Por qué te importa tanto, Lea? —La voz fría de Karen hurgaba sin misericordia
—. ¿Por qué tiene que importarte? ¿Qué cambia para ti? Dejaste la vida hace mucho
tiempo.
—La muerte… —Lea se quedó sin aire, sintiendo la polvorienta amargura de la
palabra que había pensado tantas veces y que casi nunca había dicho—. La muerte es
por lo menos algo privado, donde nadie anda metiendo las narices…
—¿Puedes estar tan segura? —dijo Karen con una voz tranquila—. De todos
modos, créeme, Lea, no he mirado dentro de ti ni siquiera una vez. Por supuesto,
podría haberlo hecho, y lo haré si es necesario, pero nunca sin que tú lo autorices, o
por lo menos sin que lo sepas. Todo lo que aprendí de ti es por lo más exterior, lo que
muestras a todos. Nada sé de tus pensamientos más secretos. Las gentes del Pueblo
respetamos la intimidad. Los Poderes que tenemos son para curar, no para hacer
daño. Podemos darte salud y vida, si tú lo aceptas. Pues verás, ¡hay consuelo en
Galaad! No lo rechaces, Lea.
Las manos de Lea cayeron pesadamente. El cuerpo se le aflojó, poco a poco.
—Te escuché anoche —dijo, perpleja—. Escuché tu historia y no se me ocurrió
que tú podrías… Quiero decir que no me pareció real y yo no sabía… —Dejó que
Karen la ayudara a volverse en el camino—. Pero esta noche, cuando oí a Peter… No
sé, me pareció que era cierto. Una no espera que un hombre se interese en cuentos de
hadas. —Apretó de pronto el brazo de Karen—. Oh, Karen, ¿qué haré? Estoy tan
confundida que no puedo…
—Bueno, lo más simple e inmediato es volver. Tenemos tiempo de escuchar otra
historia y están esperándonos. Es el tumo de Melodye. Ella vio al Pueblo desde una
perspectiva muy diferente.
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~ * ~
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Potaje
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y muchas distracciones.
—He estado en Bendo. —El director se reclinó en su silla, con las manos en la
nuca—. Comunidad enferma. Gente desgraciada. Nada les interesa. Tienen una
escuela sólo porque lo exige la ley. Respetuosos de las leyes al menos. Quizá no les
interesa nada que esté fuera de la ley.
—Acepto el cargo —dije rápidamente antes de ponerme a analizar la impresión
de que Bendo no era realmente un sitio adecuado para empezar de nuevo.
El director me miró con curiosidad.
—Si está usted pensando en encender la antorcha de las grandes reformas para
que Bendo arda de entusiasmo, olvídelo. Muchas magníficas antorchas se han
apagado allí.
—No tengo ninguna antorcha —dije—. Francamente, estoy harta de entusiasmos
desbordantes, fiestas escolares y diversiones públicas. Bendo me descansará.
—De eso puede estar segura —dijo el director inclinándose otra vez sobre sus
carpetas—. El presidente del consejo escolar es Saúl Diemus. Si usted no tiene coche,
el único medio para llegar a Bendo es el autobús. Va una vez por semana.
~ * ~
Salí al sol de agosto después de esta entrevista. El calor era abrumador, y la frescura
de la agencia se me evaporó de la piel casi con un siseo.
Caminé hasta la plaza y me senté en uno de los bancos de piedra que yo nunca
había tenido tiempo de utilizar en mis días de estudiante. Miré la ventana de mi viejo
dormitorio, y sentí una breve e intensa nostalgia, no sólo por los años que habían
pasado y las esperanzas que habían muerto y los sueños que no se habían cumplido
nunca, sino también por la magia especial que yo había encontrado en ese cuarto.
Había sido una magia, una verdadera magia, y me había abierto tales perspectivas que
durante un tiempo todo me pareció posible, todo realizable, si no para mí al menos
para los otros, algún día. Aun ahora, luego de la dilución del tiempo, cuando yo ya no
podía creer realmente en esa magia, me resistía a abandonar mi fe. Si esto fuera
posible. Si esto por lo menos fuese posible.
Suspiré y me puse de pie. Supongo que todos viven alguna vez un momento
mágico, y que todos creen que nadie puede vivir lo mismo. Pero mi momento era
diferente. Ningún otro podía haber tenido la misma experiencia. Me reí. Basta de
pasado y de sueños, me dije. Bendo y el trabajo me esperaban.
~ * ~
El autobús traqueteante levantaba unas pesadas nubes de polvo ocre que se alejaban
como olas, y yo me llevé las palmas de las manos a la cara para respirar un poco de
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aire limpio. La arena que yo sentía en los dientes y que me invadía la ropa me era
bastante familiar, pero yo esperaba que cuando llegáramos a Bendo habríamos dejado
atrás esta llanura polvorienta encontrando un poco más de vegetación. Me moví en el
asiento anguloso, preguntándome si habría sido diseñado para comodidad de alguien,
y en ese momento el autobús frenó bruscamente proyectándome hacia adelante.
Esperamos a que las nubes de polvo levantadas por el autobús nos alcanzaran
mientras el penúltimo pasajero, un indio viejo y arrugado, vestido con unas ropas
brillantes parecidas a una túnica, recogía lentamente una gastada silla de montar y
unos bultos de arpillera, y caminaba a pasos cortos por el pasillo y bajaba al camino
desierto.
El motor rugió otra vez y nos alejamos dejando allá atrás una figura desolada en
una extensión desolada. Me pregunté adonde iría el indio. Cuántos largos kilómetros
lo separarían de su cabaña, en algún cañadón oculto o en un minúsculo oasis.
Corríamos ahora en línea recta hacia las montañas desnudas y rojas que se
alzaban en el horizonte. La cinta rectilínea del camino se perdía en la distancia.
Suspiré y me moví otra vez en el asiento y el rugido del motor y el cansancio que
sentía en los huesos me hundieron en un somnoliento estupor.
Un cambio en el ronroneo del motor me despertó de pronto. Nos detuvimos otra
vez, bruscamente. Miré por la ventanilla las nubes de polvo que descendían alrededor
de nosotros y me pregunté a qué viajero podríamos recoger allí en medio de la nada.
En ese momento se disolvió un telón de polvo y alcancé a leer:
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pueblo se alzaba en el recodo del rió.
—¿Por eso se llama así?
—No sé. Quizás hubo alguien que se llamaba Bendo —gruñó el conductor
mientras desataba las correas que sostenían mi equipaje en el techo del autobús.
—Oh, ¡hola! —gritó de pronto.
Me volví y me encontré con un hombre alto, corpulento… y viejo. Más viejo que
su cara, de una vejez que no correspondía a sus años, pues era joven en realidad, casi
tan joven como yo. Tenía una cara severa y triste, de rasgos inmóviles, y las manos
tiesas, apretadas contra el pecho, sostenían un sombrero de fieltro.
En esa breve pausa, antes que el hombre me preguntase:
—¿La señorita Anderson? —me sentí como ante esa gente profundamente
religiosa que no ve en Dios sino una entidad implacable y vengativa, irritada por la
indignidad del hombre, y que espera un momento de descuido para golpearlo y
abandonarlo en el pecado. Me pregunté por qué Dios se habría apoderado de él tan
cruelmente. Me sorprendí respondiendo: —Sí. ¿Cómo está usted?—. El hombre me
tocó apenas la mano diciéndome: —Saúl Diemus— y volvió su atención hacia mis
dos grandes valijas y mi fonógrafo.
El señor Diemus se alejó arrastrando los pies. Parecía que tenía pocas ganas de
hablar y lo seguí sin decir nada. Yo no había esperado encontrarme con un comité de
recepción, pero los niños tenían que haber cambiado mucho desde mi infancia, pues
de otro modo la curiosidad por conocer a la nueva maestra debía de haber atraído por
lo menos a un par de ellos. Nos alejamos en silencio de la carretera y de la oficina de
correos y pronto doblamos la rocosa falda de una loma. Miré la otra orilla del cauce
seco y la calle tortuosa: el barrio residencial de Bendo. Me detuve en el gastado
puente de madera y miré alrededor atentamente. Bendo nunca sería para mí lo que era
entonces. La familiaridad borraría algunos contornos y destacaría otros, y nunca vería
el pueblo como cuando ignoraba quién vivía detrás de todas esas puertas desnudas.
Las casas estaban diseminadas en desorden por las faldas de las lomas y unos
toscos escalones de piedra descendían hasta el camino que corría paralelamente al
cauce seco del río. Eran realmente casas, y no cabañas, pero los años habían golpeado
los muros despintados que se confundían ahora casi perfectamente con el escenario
desértico. En todos los patios de delante crecían unas plantas, pero parecían haber
sido sembradas tan tímidamente y florecían tan escondidas que podían haber sido
muy bien macizos fortuitos de vegetación natural.
Ese culto del anonimato…
—La escuela…
Yo no había visto el rápido movimiento de la mano.
—¿Dónde?
Nada a mi alrededor se parecía a una escuela.
—En el codo del cauce.
Miré en la dirección que me indicaba el señor Diemus y vi de pronto, en la
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uniformidad del paisaje, un campanario que alcanzaba apenas la cima de la colina a la
salida del pueblo, y un mástil al lado, fino como un lápiz. El señor Diemus se
enderezó y dijo trabajosamente:
—La escuela está en el sitio más bonito de aquí. Hay un manantial y árboles… —
Se quedó sin palabras y me miró como buscando algo que pudiese interesarme—.
Tendrá usted diez niños, desde el primer grado elemental hasta el segundo año del
bachillerato. Nadie sino usted mandará en la escuela. No tendrá que rendir cuentas a
nadie. Tome las medidas que crea usted necesarias para asegurar la disciplina. No
consentimos a nuestros niños. Enséñeles lo que deben saber. No canse a los padres
con razones y explicaciones. La escuela es suya.
—Ya usted le gustaría librarse pronto de ella, y de mí también —le dije
sonriendo.
El señor Diemus me miró sorprendido.
—La ley dice que es necesario instruirlos —replicó, poniéndose otra vez en
marcha—. Instrúyalos entonces.
Lo seguí, sumisa, pensando con cierto malestar qué ocurriría si yo le preguntase
por qué se odiaba a sí mismo, y por qué odiaba el mundo y aun —oh, apenas me
atrevía a pensarlo— a los niños que yo iba a «instruir».
—Vivirá usted en mi casa —dijo el señor Diemus—. Nos sobra un cuarto.
Siguió un largo y penoso silencio, pero no se me ocurrió nada y callé. Pasé mi
maleta de una mano a otra y clavé los ojos en el sendero donde las piedras sueltas y la
grava protestaban con cada uno de nuestros pasos. Me pareció que el señor Diemus
trataba de pisar ruidosamente. Pero a pesar del eco amplificado que venía de las
lomas ninguna puerta se abrió, ninguna cara se apretó a una ventana, y sentí un
verdadero alivio cuando oí de pronto el cloqueo feliz y descuidado de unas gallinas
que rascaban en la arena dura.
~ * ~
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el café que llegó en largos tragos.
Habían pasado horas, penosas, interminables, y la comida se resistía aún a ser
digerida.
Al día siguiente yo podría incorporarme a la rutina de la escuela, pues enseñar a
los niños era enseñar a los niños, siempre, allí o en otra parte. Quizá pudiese entonces
convencer a mi estómago de que todo estaba bien, y comenzar la tarea de deshelar a
esos niños paralizados y artificiosos. Por supuesto, quizás eran pequeños demonios
fuera de sus casas, como es a menudo el caso. De cualquier modo, yo sentía ya,
afortunadamente, la emoción familiar de los primeros días de setiembre.
Me moví otra vez en la cama, y en seguida, endureciendo el cuello, alcé la cabeza
de la almohada para oír mejor.
Era un murmullo, un siseo intermitente. Alguien susurraba en la habitación de al
lado. Me senté y escuché sin vergüenza. Yo sabía que el cuarto de Sarah estaba junto
al mío, ¿pero quién hablaba con ella? Al principio no alcancé a oír sino palabras
truncas. Poco después se me agudizaron los oídos o las voces se hicieron más altas.
—… ¿y oíste tú cómo se reía? ¡Reírse así en la mesa! —Hubo un rápido
murmullo y luego unas palabras a media voz—: Se le arrugaban los ojos y se reía.
—Las otras maestras se reían también.
La voz grave e insegura debía ser de Matt.
—Sí —murmuró Sarah—, pero sólo al principio. Oh, Matt. ¿Qué nos pasa? Las
personas de los libros se divierten. Se ríen y corren y saltan, y hacen muchas cosas
graciosas y nadie… —Sarah hizo una pausa, titubeando—. Nadie dice que es malo.
Son sólo historias —explicó Matt—. No es la vida real.
¡No lo creo! —exclamó Sarah—. Cuando crezca me iré de Bendo. Iré a ver…
¡Irte de Bendo! —interrumpió Matt con una voz dura—. ¿Separarte del Grupo?
No oí la réplica de Sarah, y sentí de pronto como si mi pie no hubiese encontrado
un escalón. Y mientras trataba de recobrar el aliento, las visiones, los sonidos y olores
del viejo dormitorio me abrumaron inundándome. Me dominé. No había sido más, sin
duda, que un giro de lenguaje. Esta mísera y desolada tristeza no podía tener relación
con aquella magia…
—¿Dónde está Dorcas? —preguntó Sarah como si ya conociese la respuesta.
—Castigada. —La voz de Matt era dura, poco infantil—. Saltó.
—¡Saltó!
—Por encima de la baranda del porche. Hasta el camino. Papá la vio. Creo que lo
hizo a propósito. —Matt hablaba ahora con una voz desafiante—. Algún día cuando
yo crezca saltaré también, por encima de cualquier cosa, aun por encima de la casa.
Delante de papá.
—¡Oh, Matt! —El grito de Sarah había sido de horror y de admiración—. ¡No lo
harás! No delante de papá.
—Sí, saltaré —replicó Matt—. Saltaré porque… —Se interrumpió bruscamente
—. Sarah —continuó—, ¿me puedes decir por qué razón es malo saltar? No hace
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daño a nadie. No es feo. No hay ninguna ley…
—¿Dónde está Dorcas? —La voz de Sarah era casi inaudible—. ¿En el sótano, de
nuevo?
—Sí —dijo Matt—. En la oscuridad, a pan y agua. Para que se sienta como un
animal perseguido. Un animal que los otros odian.
La voz amarga del niño subrayó las palabras.
—Ves —murmuró Sarah—. ¿Ves?
Hubo un silencio y luego oí una puerta que se cerraba suavemente y la leve
vibración del piso cuando Matt pasó frente a mi cuarto. Me acosté de espaldas, con
los ojos fijos en el techo. ¿Qué sombra pesaba sobre esta casa, esta comunidad?
Niños asustados que murmuraban en la noche. Niños rebeldes encerrados en sótanos
para que aprendieran cómo se sienten los animales perseguidos. Y un Grupo… No,
era imposible. Sólo el recuerdo reciente de mis años de colegio podía haberme
sugerido que esta pesada sombra era de algún modo el reverso de la moneda dorada
que me había mostrado Karen.
~ * ~
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Me sentí durante toda la semana como si estuviese vadeando un lago de jalea o
tratara de alzar por encima de mi cabeza un enorme colchón de plumas. Recurrí a
todas las estratagemas para despertar el interés de la clase, en cualquier cosa. Los
niños eran corteses y sumisos, pero también apáticos, y de una resignada paciencia.
Al fin, poco antes de la hora de salida, el viernes, me incliné desesperada sobre el
pupitre.
—¿Nada os gusta? —imploré—. ¿Nada os divierte? Hubo un pesado silencio y
Dorcas Diemus abrió la boca. Vi que Matt lanzaba un puntapié rápido y amenazante a
la pata del pupitre. La niña cerró la boca.
—Yo creo que la escuela es divertida —dije—. Creo que podemos disfrutar de
muchas cosas. Quiero que me gusten las clases, pero esto no es posible si no os
gustan a vosotros.
—Aprendemos —dijo Dorcas rápidamente—. No somos estúpidos.
—Aprendéis —reconocí—. No sois estúpidos. ¿Pero a ninguno le gusta la
escuela?
—A mí me gusta —cantó la vocecita de Martha, la más pequeña de mis alumnas
—. ¡Es divertida!
—Gracias, Martha —dije—. Y a todos los demás —los miré poniendo cara de
enojo— les gustará también, ¡aunque tenga que convencerlos a golpes!
Observé consternada que los niños se encogían en sus asientos y se miraban con
miedo. Pero antes que yo pudiera dar una explicación, Matt se echó a reír y Dorcas lo
imitó en seguida. Sonreí satisfecha al oír que las risas titubeantes y agudas se
extendían por la sala, pero vi de pronto que Esther, una niña de diez años, se enjugaba
las lágrimas con una mano temblorosa. Lágrimas… ¿de risa?
~ * ~
Aquella noche me volví y revolví en la cama, casi demasiado cansada para dormir,
preocupada, pensando. ¿Qué había quebrado la vida de estas gentes? Eran sanos, eran
hermosos —recordé la curva perfecta de la mejilla de Martha junto a la ventana, la
gracia expresiva de las cejas de Dorcas—, tenían comida, ropa y casas adecuadas, y
sin embargo, no eran lo que debían haber sido. Yo había visto más alegrías y placer y
entusiasmo en niños nómadas que vivían en casas de cartón prensado y que se
lavaban —cuando se lavaban— en los canales y comían cualquier cosa comestible,
pero sonreían aun con eccemas o llagas en los labios.
¡En cambio estos niños sin vida…! Recé distraídamente y esa noche dormí mal.
Un mes después las cosas habían mejorado un poco, muy poco. Por lo menos
había menos tensión en la clase. Y descubrí que no tenían prejuicios profundos contra
las plantas, y cultivamos algunas en los alféizares anchos, brotes que traíamos del
manantial o que crecían entre los árboles. Y en unas jarras guardamos pececitos del
arroyo, y en una caja con barro, un sapo que sólo despertaba para comerse las
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hormigas que le llevábamos a la hora del almuerzo. Y cantábamos, en alta voz y con
entusiasmo, y —milagro de milagros— sin una nota desentonada en toda la clase.
Pero no cantábamos «Subir, subir al cielo» o «¿Te gusta subir en un columpio?».
Cuando yo entonaba estas canciones los niños enrojecían, inquietos, y bajaban los
ojos.
Habíamos discutido a propósito de esa costumbre que tenían de arrastrar los pies.
—Levantad los pies, por favor —les dije irritada una mañana, ya harta del chu,
chu, chu de las idas y venidas—. Parece que tuvierais pies de plomo.
Timmy, que estaba más animado esa mañana, se mordió cabizbajo una uña.
—No puedo —dijo—. No debo.
—¿No debes? —Olvidé momentáneamente la circunspección con que yo había
tratado hasta entonces a estos niños asustadizos como ratones—. ¿Por qué no? No
hay razón en el mundo que te impida caminar sin hacer ruido.
Matt miró tristemente a Miriam, mi única alumna de bachillerato. La niña apartó
los ojos y se mordió los labios, perturbada. Al rato se volvió y dijo:
—Es la costumbre en Bendo.
—¿Arrastrar los pies? —Yo estaba a punto de perder la paciencia—. ¿Por qué
motivo?
—Así lo hacemos todos en Bendo.
No había enojo en la defensa de la niña, sólo resignación.
—Quizá lo hagáis en vuestras casas —dije—, pero aquí en la escuela hay que
levantar los pies. Además, hacéis mucho ruido.
—Pero es malo… —comenzó a decir Esther.
La mano de Matt la obligó a callar.
—El señor Diemus me dijo que en la escuela mando yo —continué—. Dijo que
no molestara a vuestros padres con los problemas de la escuela. El problema ahora es
que hacéis mucho ruido mientras otros tratan de trabajar. En el salón de clase, por lo
menos, hay que caminar sin hacer ruido y levantando los pies.
Los niños consideraron solemnemente esta sugestión y se volvieron hacia Matt y
hacia Miriam en busca de consejo. Los dos niños mayores asintieron y volvimos al
trabajo. En los minutos siguientes vi con asombro cómo los niños iban inútilmente de
un extremo a otro de la clase, levantando los pies, sonriéndose y mirándose a
hurtadillas como si esos desplazamientos fuesen toda una aventura, algo difícil y
delicioso a la vez. Yo estaba perpleja. Recordé entonces que no sólo los niños de
Bendo arrastraban los pies sino también los adultos, como si temiesen perder contacto
con la tierra, como si… Meneé la cabeza y continué mi lección.
Antes de mediodía, sin embargo, el interminable chu, chu, chu de los pies había
empezado otra vez. El hábito dominaba a los niños. Clasifiqué mentalmente el sonido
como incurable y crónico, y no insistí.
Suspiré mientras observaba a los niños que salían para el almuerzo. Me había
parecido al principio que aprovecharía ese lujo sin precedentes de una hora destinada
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al almuerzo para irse todos a sus casas. El campanario era visible desde la mayoría de
las casas del pueblo. No obstante, los niños traían a la escuela unos emparedados
secos y unas manzanas poco atractivas en apretados saquitos de papel. Al mediodía,
sin decir una palabra, desaparecían con sus pasos arrastrados entre los árboles.
Todo es apagado aquí, pensé. Hasta el sol es débil cuando inunda las lomas y los
cañadones. No hay alegría, no hay risas. No hay boberías infantiles, ni tonterías
adolescentes. Sólo niños silenciosos y resignados.
No acostumbro espiar a mis alumnos, pero se me ocurrió que quizás estos niños
eran diferentes cuando estaban lejos de mí y de sus padres. De modo que volví a las
doce y media de un almuerzo adecuado, pero monótono, en casa de los Diemus, dejé
atrás la escuela y me metí entre los árboles apartando con precaución los matorrales
hasta que pude asomarme a una roca musgosa y mirar a los niños.
Algunos se habían tendido en la hierba escasa y corta, con las manos bajo las
cabezas, mirando con ojos entornados el cielo brillante entre el follaje. Esther y la
pequeña Martha buscaban semillas y les contaban los dientes. Sonreí recordando que
yo había hecho lo mismo.
—Soñé anoche. —La afirmación de Dorcas fue como un desafío en el pesado
silencio—. Soñé con la Morada.
Me sobresalté, y Martha gritó horrorizada:
—¡Oh, Dorcas!
—No es nada malo —dijo Dorcas con las mejillas encendidas—. ¡Hubo una
Morada! ¡Sí! ¡Sí! ¿Por qué no podemos hablar de la Morada?
Escuché ávidamente. Esto no podía ser una coincidencia, un Grupo y ahora la
Morada. Tenía que haber alguna relación… Me apreté contra la roca rugosa.
¡Es una cosa mala! —gritó Esther—. ¡Te castigarán! Está prohibido hablar de la
Morada.
¿Por qué? —preguntó Joel y pareció que lo pensaba por primera vez, como suele
ocurrir a los trece años. Se sentó lentamente—. ¿Por qué está prohibido?
Hubo un silencio breve y tenso.
—Yo también sueño a veces —dijo Matt—. Sueño con la Morada, y todo está
bien entonces.
¿Quién no soñó? —preguntó Miriam—. Todos soñamos, ¿no es cierto? Aun
nuestros padres. Cuando mamá ha soñado se le ve en los ojos.
¿Nadie se preguntó alguna vez por qué está prohibido? —insistió Joel—. Sólo
nos dicen que es malo.
—Me parece que es una cosa de hace mucho tiempo —dijo Matt—. Algo que
pasó cuando llegó el Grupo…
—No deben de ser sueños —declaró Miriam— porque yo no necesito estar
dormida. Creo que son recuerdos.
—¿Recuerdos? —preguntó Dorcas—. ¿Cómo podemos recordar algo que no
conocimos?
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—No sé —admitió Miriam—, pero me parece que es así.
—Yo recuerdo —dijo espontáneamente Thalita, que nunca decía nada
espontáneamente.
—Cállate —murmuró Abie, la penúltima en edad, que hablaba siempre en un
murmullo.
—Yo recuerdo —repitió Thalita, obstinada—. Recuerdo un vestido que era muy
pequeño, y la mamá lo estiró para que fuera bastante largo y el vestido se quedó así.
Después estiró la cintura para que fuese bastante grande y la niñita se lo puso y se fue
volando.
—Bah —dijo Timmy, desdeñoso—. Yo recuerdo más. —Se le inmovilizó la cara
y se le agrandaron los ojos—. La nave era alta como una montaña y la gente entró por
la puerta que era alta, alta, y no tenía una escalera. Después aparecieron las estrellas
grandes y brillantes, no pequeñitas como las de aquí.
—¡La nave voló demasiado rápido! —Abie hablaba ahora, con una animación
que yo no le conocía—. El aire calentó la nave y la niñita murió antes que los botes
dejaran la nave.
El niño se encogió de pronto y se apoyó en Thalita, sollozando.
—¡Ya veis! —Miriam alzó triunfante la barbilla—. To dos soñamos… Quiero
decir, ¡todos recordamos!
—Creo que sí —dijo Matt—. Recuerdo. Es subir, Thalita, no volar. Subes y subes
todo lo que quieras y nunca tienes que tocar el suelo. ¡Nunca!
Matt dio un puñetazo en el suelo rojo.
—Y también puedes bailar en el aire —suspiró Miriam—. Más libre que un
pájaro, más liviano que…
Esther se puso rápidamente de pie, pálida, aterrorizada.
—¡Basta! ¡Basta! ¡Es una cosa fea! ¡Es una cosa mala! ¡Se lo diré a papá! Está
prohibido soñar, o volar, o bailar. ¡Os moriréis!
Joel se incorporó de un salto y apretó el brazo de Esther.
—¿Podemos estar más muertos? —gritó sacudiéndola brutalmente—. ¿Llamas a
esto estar vivo?
En seguida se encorvó temerosamente y dio algunos pasos en el claro, arrastrando
los pies.
~ * ~
Regresé a la escuela corriendo como una posesa, parpadeando para enjugarme las
lágrimas, sin querer reconocer que estaba llorando, llorando por esos pobres niños
que buscaban desesperados algo que estaba dentro de ellos. ¿Por qué esa negación tan
rigurosa? Si ellos eran lo que yo pensaba… Y tenían que serlo. ¡Tenían que serlo!
Tomé la cuerda de la campana y tiré con todas mis fuerzas. La campana se movió
como de mala gana y llamó. La una, ¡la una!
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Miré cómo volvían los niños con pasos arrastrados y lentos.
~ * ~
Querida, Karen:
Pues sí, luego de tantos años. ¡Oh, Karen! ¡He encontrado a otros!
¡Otros del Pueblo! ¿Recuerdas cómo deseabas saber si otros Grupos
habían sobrevivido a la Travesía? Bueno, ¡encontré un Grupo entero!
Pero es un Grupo enfermo y desgraciado. Se te haría pedazos el
corazón, si los vieses. Si pudieses venir y ponerlos en el verdadero
camino…
Dejé la pluma. Miré las líneas que yo había escrito y luego arrugué lentamente la
hoja de papel. Éste era mi Grupo. Yo lo había encontrado. Sí, se lo diría a Karen, pero
más tarde. Luego que… bueno, luego que yo tratara de ponerlos en el verdadero
camino, a los niños por lo menos.
Al fin y al cabo, yo sabía algo de sus posibilidades. ¿No me había hablado Karen
secretamente en aquellas horas mágicas, en nuestro dormitorio, atraídas las dos por
una mutua simpatía que parecía más fuerte que esos lazos que unen a las compañeras
de cuarto, y no me había contado cosas que ningún extraño debía haber oído? Y
cuando al fin yo se lo contara a Karen, y pusiera al Grupo en sus manos, quizá como
un don precioso, entonces yo podría sentir que le devolvía algo de ese mundo
maravilloso que ella me había abierto.
Sí, pensé tristemente, nada da una buena porción de confianza como una buena
porción de ignorancia. Pero haré todo lo posible… desesperadamente. Quizá si puedo
sacar de la prisión a algún otro, entonces mis propias barreras… Tiré la hoja de papel
al cesto.
~ * ~
Pero pasaron varias semanas antes que me decidiese a mostrar a los niños, de una
manera o de otra, que yo sabía algo de ellos. Era una situación tan extraordinaria, si
yo no me había equivocado. Y si me había equivocado, ¿qué clase de locura
sospecharían de mí?
Cuando al fin apreté los dientes y me juré a mí misma que haría algo, me
temblaban las manos y el aliento se me había quedado en la garganta seca.
—Hoy —dije con un esfuerzo—, es viernes. —Los niños recibieron con un
silencio caritativo esta sabia revelación—. Hemos trabajado durante toda la semana,
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de modo que hoy nos divertiremos. —Los niños se movieron en sus asientos,
inquietos, contentos, y temerosos a la vez. Pobres niños, mis «diversiones» eran para
ellos mucho más penosas que cualquier tarea escolar. Pero algunos aprendían ya a
disfrutar de ellas. ¡Hasta la misma Martha había aprendido a saltar a la cuerda!
—Primero los monitores distribuirán las hojas de composición.
Esther y Abie corrieron de un lado a otro con los papeles, y los afilalápices
trabajaron afanosamente. En esto los niños no se diferenciaban de otros y les sacaban
punta a los lápices con el menor pretexto.
—Ahora —dije, y se me cerró la garganta—, vamos a escribir. —Esta obvia
observación fue aceptada con indulgencia, aunque Miriam me miró sorprendida antes
de inclinar la cabeza, de modo que el pelo le cayó sobre la cara—. Hoy quiero que
todos escriban sobre lo mismo. Éste es el tema.
Aliviada, di la espalda a las miradas expectantes de los niños y escribí lentamente
con letras mayúsculas:
RECUERDO LA MORADA
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Hubo un pesado momento de indecisión, y contuve el aliento, preguntándome de
qué lado se inclinaría la balanza. Y luego… Seguramente todos querían hablar y
afirmar la maravilla del pasado, pues si no no hubiesen capitulado tan pronto. Las
cabezas se inclinaron hacia adelante y los lápices corrieron sobre el papel. Sólo
Martha se quedó cabizbaja y mirando la hoja con una expresión de tristeza.
—No conozco bastantes palabras —se quejó—. ¿Cómo se escribe toolas?
Y Abie borró trabajosamente hasta agujerear el papel y chupó otra vez la punta
del lápiz.
—¿Por qué tú y Abie no hacéis algunos dibujos? —sugerí—. Una pequeña
historia con láminas y luego podríamos juntar las páginas como en un verdadero
libro.
Miré al grupito silencioso y ocupado y sentí que se me doblaban las rodillas. Me
sequé las palmas húmedas y me recliné en la silla. Advertí, lentamente, que había una
nueva atmósfera en la sala de clase. La tensión intolerable, la contención
inconsciente, esa prudencia, esa vigilancia, ese sentimiento de culpa provocado por el
deseo de lo prohibido se habían desvanecido del todo.
Una oración de acción de gracias creció en mí. Se transformó rápidamente en un
ruego de misericordia cuando entreví de pronto lo que podía ocurrirme si los padres
me descubrían. ¿Cuánto duraban ya esta negación y este renunciamiento, esta
ocultación y este miedo cuidadosamente alimentado? De acuerdo con lo que Karen
me había dicho podían haber pasado más de cincuenta años, bastante como para
marcar a tres generaciones.
Y allí estaba yo tratando de que las llamas consumiesen un pequeño mundo.
Luego de esta oscura metáfora enderecé mis piernas débiles y me puse de pie.
Caminé hacia arriba y abajo, entre los pupitres, sin que nadie me prestara atención,
apartándome para dejar pasar a Joe que corría al estante en busca de más papel,
inclinándome sobre Miriam y maravillándome de que ella hubiera empleado sus
pasteles y de que una parte de su composición fuese en colores. Y los colores me
hablaban de algo que el lápiz negro no podía expresar, aunque yo nunca había visto
esas formas.
~ * ~
Los niños se fueron, felices y excitados, charlando y riéndose hasta que llegaron a los
límites del patio de la escuela. Allí las risas y las sonrisas murieron, y las caras fueron
otra vez graves, y los pies se arrastraron pesadamente. Suspiré y examiné las
composiciones. Allí estaba el librito de Abie. Lo hojeé, tomé aliento y lo examiné
atentamente.
¿Un niño había dibujado todo esto? Seis páginas, seis páginas acabadas que
parecían de un adulto. Efectos de pastel que yo no había visto nunca, imágenes que
contaban una historia claramente y en voz alta.
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Estrellas que llameaban en un cielo negro, y la delgada aguja de una nave, como
una nota en la oscuridad.
La vasta curvatura de la Tierra, verde y cubierta de nubes, sobre un fondo negro.
Una línea rosa en el vientre de la nave: la fricción de la atmósfera. Toqué el
resplandor con un dedo. Yo casi podía sentir el calor.
Dentro de la nave, dolor y sufrimiento, una lucha heroica, cuerpos amontonados y
caras quemadas. Un niño en brazos de su madre. Luego un enjambre de diminutas
formas afiladas que salían del vientre de la máquina. Y el último chillido de
incandescencia mientras la nave se volatilizaba en el aire cada vez más denso.
Apoyé la cabeza en las manos y cerré los ojos. ¿Todo esto, todo esto en los
sentimientos de una criatura? Pues Abie sabía. Conocía el calor, la lucha, la muerte y
la huida. No era asombroso que Abie hubiese dibujado encorvado, murmurando entre
dientes. La memoria racial era realmente una moneda de dos caras.
Sentí una dolorosa aprensión. Quizá me había equivocado al permitir que
recordara tan vívidamente. Quizá yo no hubiera debido…
Me volví a las hojas de Martha. Eran unos dibujos delicados, casi aracnoides, de
un animalito velludo (¿toolas?) que anidaba en una hamaca suspendida, guardaba
frutos en un cesto de hojas, y vivía en compañía de un pájaro. Un pájaro realmente de
otro mundo. La mayor parte de la historia de Martha se me escapaba, pues en los
niños de esta edad —más que en todos los otros— el arte es un movimiento de
símbolos, y como no teníamos puntos comunes de referencia, había muchas cosas
que yo no podía interpretar. Pero todo este librito era alegre y luminoso.
Y ahora, las historias…
~ * ~
Alcé la cabeza y parpadeé a la luz del sol poniente. Yo había leído todas las
composiciones, excepto la de Esther. La escritura de Esther, confusa, de patas de
mosca, me hizo advertir que caía la noche y descubrí que yo estaba temblando en el
cuarto en sombras, y que la vieja estufa de leña se había apagado.
Guardé lentamente las hojas en el cajón de mi pupitre, titubeé y tomé la de Esther.
La leería en mi cuarto. Me puse el abrigo y dejé la escuela pensando continuamente
en las composiciones de los niños. Y de pronto tuve ganas de llorar, de llorar por las
maravillas que eran ahora sólo un recuerdo. Por la herencia de talentos y dones que
tenían estos niños, pero que no podían utilizar. Por los sueños realizados que les
estaban vedados. Por la nostalgia que yo había descubierto en todas esas líneas
escritas, la nostalgia de estos tristes exiliados alejados desde hacía tres generaciones
de todo conocimiento material de la Morada.
Me detuve en el puente y me apoyé en la balaustrada envuelta en las primeras
sombras de la noche. Sentí de pronto una creciente nostalgia. Así debía haber sido el
mundo, así podía haber sido sólo si…
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Cuando entré en la cocina, mis lágrimas eran ya algo tan secreto como las
emociones de la señora Diemus, que alzó los ojos y me miró sin interés.
—Buenas noches —me dijo—. Le he guardado la cena.
—Gracias. —Me estremecí convulsivamente—. Hace frío.
~ * ~
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dispararon contra nosotros.
«Monstruos», gritaban, «monstruos malvados. La gente no vuela. La gente no
mueve cosas. La gente se parece. Ustedes no son gente. Mueran, mueran, mueran».
Luego, en letras muy negras que habían roto el papel:
Si alguien descubre que no somos de la Tierra, moriremos.
No levantéis los pies del suelo.
Tristemente, dejé a un lado la hoja. La respuesta estaba ahí, sumando las
confidencias de Karen a todo esto. Los náufragos que llegan a una isla y tropiezan
con salvajes. Unos pocos sobreviven, adaptándose, suprimiendo y negando. Otra
generación reniega de la Morada para asegurar la inmunidad presente y futura de los
descendientes. Luego la generación siguiente duda e interroga, y se rebela.
Apagué la luz y me metí lentamente en la cama. Me quedé inmóvil, mirando la
oscuridad, viendo la imagen que Esther había evocado. Al fin me abandoné al sueño.
—Que Dios la ayude —suspiré—. Que Dios nos ayude a todos.
~ * ~
Había pasado casi otra semana. Ordenamos el aula rápidamente, anticipándonos esta
vez con alegría a la hora de las diversiones en vez de temerla. Sonreí al oír a mi
alrededor esa algarabía, sintiendo que yo misma me animaba con la expectación de
los niños. ¡Qué cambio se había operado en ellos desde aquella tarde! Ahora
empezaban a parecerme verdaderos niños. Ahora empezaban a aceptarme. Tragué
saliva. En cualquier momento me preguntarían: «¿Cómo ocurrió? ¿Cómo lo sé?». Ahí
estaban todos sentados, los nueve —faltaba Esther, la primera ausencia del año—,
esperando con los ojos brillantes.
—¿Podemos escribir otra vez? —Preguntó Sarah—. Recuerdo muchas otras
cosas.
—No —dije—. Hoy no. —Las sonrisas murieron y un murmullo de protestas
recorrió la clase—. Hoy veremos qué somos capaces de hacer, Joel. —Miré a Joel
apretando los dientes—. Joel, dame el diccionario. —Joel empezó a ponerse de pie—.
¡Sin moverte de tu sitio!
Hubo un silencio de horror.
—Pero… —dijo Joel al fin—. ¡No puedo!
—Sí puedes —insistí—. Sí, puedes. Tráeme el diccionario. Aquí, a mi pupitre.
Joel se volvió y clavó los ojos en el viejo diccionario, del que se habían soltado
las páginas 1965 a 1998.
—¿Miriam? —dijo con una voz aguda.
Miriam meneó la cabeza y se hundió en su asiento, los ojos grandes y sombríos
en la cara blanca.
—Puedes, Joel. —La voz de Miriam era apenas un soplo—. Es apenas más
grande que…
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Joel se tomó con las dos manos del borde del pupitre y la transpiración le cubrió
la frente. Hubo un movimiento en el estante. Luego, como disparadas por un fusil, las
páginas 1965 a 1998 volaron a mi pupitre y cayeron aleteando. Luego del primer
momento de estupor todos nos reímos hasta las lágrimas.
—¡Te has lucido, Joel! —gritó Matt—. Eso es lo que se llama una demostración
de fuerza.
—Bueno, es un comienzo. —Joel sonrió débilmente—. Hazlo tú, si te parece tan
fácil.
Matt sudó y se esforzó y al fin Joel trató de ayudarlo, pero sólo consiguieron que
el libro resbalara hasta el borde del estante, donde se quedó oscilando
peligrosamente.
Entonces Abie alzó tímidamente la mano.
—Yo puedo.
Me alegró que mi niño silencioso se hubiese decidido a hablar, y al mismo tiempo
fruncí el ceño al oír las risas protectoras de los mayores.
—Muy bien, Abie —le dije animándolo—. Les enseñarás cómo se hace.
El diccionario voló lentamente desde el estante y se posó sin hacer ruido en mi
pupitre. Todos clavaron los ojos en Abie, que se retorció en su asiento.
—Los barquitos —dijo como si se defendiera—. Así salían de la nave. Así
mismo.
Joel y Matt entornaron los ojos concentrándose y luego cambiaron unas miradas
exasperadas.
—Claro, sí —dijo Matt—. Claro, sí.
El diccionario volvió al estante.
—¡Eh! —protestó Timmy—. Me toca a mí.
—Pobre diccionario —dije—. Es demasiado viejo para dar tantos saltos. Lleva las
hojas sueltas al estante.
Timmy hizo volar las hojas.
Todos suspiraron y me miraron expectantes.
—¿Miriam? —Miriam apretó las manos convulsiva mente—. Ven aquí —dije,
sintiendo un escalofrío en la espalda—. Vuela hasta mí, Miriam.
Mirándome fijamente, Miriam salió de su asiento y se quedó de pie en el pasillo.
Los pies se elevaron un poco del suelo y la falda se le movió en el aire. Lentamente al
principio, y luego con más rapidez, Miriam vino hacia mí silenciosamente, flotando,
hasta que al fin se precipitó en mis brazos y con un gemido entrecortado apoyó la
cabeza en mi hombro. La aparté, estremeciéndome, y busqué mi pañuelo.
—Miriam, cuida a los otros —dije con una voz temblorosa—. Vuelvo en seguida.
Entré tambaleándome en el otro cuarto. Encogida entre aquellos objetos
amontonados y cubiertos de polvo, lloré en silencio con la cara entre las manos. Lloré
y lloré, pues al fin y al cabo… ¡al fin y al cabo!
Y entonces, de pronto, oí un ruido y el pánico me inundó paralizándome. Era un
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ruido de pisadas, muchas pisadas, que se acercaban a la escuela. Salté a la puerta y la
abrí de par en par y vi que en ese mismo momento el señor Diemus, Esther y el padre
de Esther, el señor Jonso, entraban en el aula.
En uno de esos relámpagos de claridad que se le graban a uno en la mente en una
fracción de segundo vi a todos mis alumnos.
Joel y Matt se balanceaban en unas barras invisibles, y al subir rozaban el cielo
raso con las cabezas. Abie se hamacaba en un columpio ausente, describiendo un arco
de círculo en un rincón de la sala, tocando casi la chimenea de la vieja estufa,
cantando:
—¡Volar, volar al cielo!
¡No era la primera vez que los niños probaban sus alas! Unos libros flotaban
sobre el círculo de Miriam y las otras niñas que se habían arrodillado en el suelo, y
Timmy hacía volar a dos aeroplanos de papel en complicadas maniobras entre los
bancos.
Me encontré con la mirada del señor Diemus y sentí que se me encogía el
corazón. Esther ahogó un grito al ver a los niños, y las niñas volvieron hacia los
intrusos unos rostros aterrorizados. Matt y Joel descendieron rápidamente y se
pusieron de pie. Pero Abie, absorto en su juego, siguió hamacándose hasta que
Thalita gritó, frenética:
—¡Abie!
Abie volvió bruscamente la cabeza, y descubrió al grupo que miraba desde el
umbral. Con un grito de decepción, como si le hubiesen arrebatado un juguete
favorito, se detuvo en medio del aire, apretando los puños. Luego, comprendiendo al
fin, lanzó un grito, un verdadero aullido de terror, y subió rápidamente en una línea
oblicua, tratando de escapar, chocó con el borde del armario alto donde se guardaban
los mapas, dio media vuelta, y cayó.
Traté de alcanzarlo en el aire. Oh, corrí hacia él. Pero sólo alcancé a tomarle la
manilla en el momento en que caía sobre la vieja estufa de leña. El cráneo de Abie
chocó contra el borde de hierro labrado, y el ruido del golpe resonó en el silencio de
la sala.
Enderecé cuidadosamente el cuerpecito sin atreverme a tocar la cabeza inerte.
Nos arrodillamos, el señor Diemus y yo, y nos miramos por encima del cuerpo de
Abie. El señor Diemus entreabrió los labios para decir algo, pero yo hablé antes.
—Si Abie muere —dije mordiendo con furia las palabras—, ¡usted lo habrá
matado!
El señor Diemus abrió otra vez la boca, asombrado.
—Yo… —comenzó a decir.
—¡Metiéndose así en mi clase! —grité—. ¡Interrumpiendo el trabajo! ¡Asustando
a los niños! La responsabilidad es toda suya, ¡toda suya!
Yo no era capaz de soportar sola todo el peso de la culpa. Tenía que compartirlo
con alguien. Pero el fuego se apagó y acaricié la manita de Abie, estremeciéndome.
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—Por favor, llamen a un médico. Quizás esté muñéndose.
—El más cercano vive en el paso Tortura —dijo el señor Diemus—. Cien
kilómetros por la ruta.
—¿Y en línea recta?
—Dos cadenas de montañas y una meseta desierta.
—Entonces… entonces…
Yo no soltaba la mano de Abie.
—Hay un médico de vacaciones en el rancho La Rodada —dijo Joel débilmente.
—Ve a buscarlo —dijo mirando fijamente a Joel—. Ve tan rápido como puedas.
Joel me miró sin aliento.
—Bueno —dijo.
—Seguramente tendrán caballos para volver —dije—. No te hagas notar
demasiado.
—No.
Joel corrió hacia la puerta. Oímos el ruido de sus pasos hasta que llegó a la mitad
del patio. Luego, silencio. Segundos más tarde, débilmente, el ruido de algo que
golpeaba la arena del arroyo, al pie de la loma. Joel, evidentemente, no era capaz de
volar mucho tiempo y se alejaba dando unos larguísimos saltos.
~ * ~
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—Me obedecían a mí —repliqué—. Aceptaban mi autoridad. No puedo
reprocharles nada —confesé, con voz serena—. Se sintieron muy perturbados. Me
dijeron que eso estaba mal, que les habían enseñado que estaba mal. Discutí con
ellos. Pero, oh, señor Diemus. Bastaron unas pocas palabras para abrir la brecha en el
dique. Nunca pusieron en duda mi conocimiento, no más que usted, señor Diemus.
Todo esto, esta maravilla, les hervía adentro, quería liberarse. La rebelión estaba allí
antes que yo llegara. No los incité a algo nuevo. Apuesto que ninguno de ellos,
excepto quizá Esther, dejó de practicar una y otra vez, furtivamente y con vergüenza,
las cosas que yo les permití, que yo les pedí que hicieran. Fue una iniquidad, una
verdadera iniquidad, imponerles todas esas restricciones.
—Usted no entiende. —La cara del señor Diemus era de piedra—. No sabe usted
todo…
—Sé bastante —dije—. Están ustedes obsesionados por los recuerdos de una
época desgraciada. ¿Pero qué pueblo no tiene recuerdos semejantes en mayor o
menos grado? Que esos recuerdos fueran en ustedes, y en los hijos de ustedes, más
vividos, debiera haber sido una ayuda, no un impedimento. Podían haber encontrado
ustedes muchas soluciones. Pero dejemos eso por ahora. ¿Qué hubieran podido
obtener con este renunciamiento y esta resignación? ¿Acaso algo de mayor valor que
to dos esos dones?
—No hay otro camino —dijo el señor Diemus—. La Tierra no nos acepta pero
tenemos que quedarnos. Tenemos que adaptarnos…
Sí, por supuesto, tienen que adaptarse —dije—. Todos tienen que adaptarse
cuando las sociedades cambian. Esperar por lo menos a que lleguen otros que puedan
adaptarse mejor. Pero meterse en un agujero y ya no salir más… En fin, el otro
Grupo…
¡El otro Grupo! —El señor Diemus empalideció y me miró con los ojos muy
abiertos—. ¿Otro Grupo? ¿Hay acaso otros? —Se inclinó hacia adelante en su silla,
con el cuerpo en tensión—. ¿Dónde? ¿Dónde?
La voz se le quebró en una nota aguda. Cerró los ojos y trató de dominarse. Le
temblaban los labios.
La puerta del dormitorio se abrió y en el umbral apareció el doctor Curtis, con los
hombros encorvados. Miró al señor Diemus y luego a mí.
—Tendría que estar en un hospital. Hay un hundimiento de la caja craneana y no
sé qué otra cosa. Quizás una lesión en el cerebro. Necesitamos rayos X y… y… —Se
pasó lentamente la mano por la cara joven y fatigada—. Francamente, no tengo
bastante experiencia como para ocuparme de un caso semejante. Necesitamos
especialistas. Si hubiera algún medio de transporte que no lo sacudiera demasiado…
Meneó la cabeza recordando la clase de terreno que se extendía entre nosotros y
cualquier otro sitio y entró otra vez en el dormitorio.
—Se muere —dijo el señor Diemus—. Tenga usted razón o no, Abie se muere.
—Un momento. Un momento —dije vislumbrando algo—. Déjeme pensar. —
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Retrocedí rápidamente a mi dormitorio de estudiante, y al fin recordé.
—¿Hay alguien en este grupo capaz de entrar en la mente de otro? —dije.
—No —contestó el señor Diemus—. Hubo alguien que pudo haber tenido ese
Don, pero lo ha perdido.
—¿Y algún comunicador? ¿Alguien capaz de enviar o recibir?
—No —dijo el señor Diemus, con la frente transpirada—. Hubo uno que pudo
haber sido, pero…
—¿Entiende ahora? —lo acusé—. Se han privado de todo eso, ¿y qué han
obtenido en cambio? ¿Quiénes son los que hubieran podido? ¿Quiénes son?
—Yo —dijo el señor Diemus como si esa palabra tuviese un sabor amargo—. Yo
y mi mujer.
Lo miré confundida, preguntándome si el entrenamiento sería un factor decisivo.
¿Qué podíamos hacer con lo que teníamos?
—Escúcheme —dije rápidamente—. Hay otro Grupo. Y ellos… ellos tienen… las
Persuasiones y los Designios. Karen ha intentado encontrarlos a ustedes, encontrar a
alguien del Pueblo. Me dijo… oh Señor, hace tantos años, espero que sea así aún. Me
dijo que todas las noches llaman al Pueblo. Si nosotros podemos oírlo, si ustedes
pueden oírlos y responder, los ayudarán. Sé que los ayudarán. Son mucho más
rápidos que un automóvil, más rápidos que un aeroplano, más seguros que cualquier
especialista…
—Pero si el doctor nos descubre… —dijo el señor Diemus con una voz asustada
y temblorosa.
Me puse bruscamente de pie.
—Buenas noches, señor Diemus —dije volviéndome hacia la puerta—, y
llámeme luego, cuando muera Abie.
La mano fría del señor Diemus me sacudió el brazo.
—¡No entiende! —gritó—. Me enseñaron demasiado tiempo y con más fuerza
que a estos niños. Nunca nos atrevimos a imaginar una rebelión. Ayúdeme.
¡Ayúdeme!
—Busque a su mujer —dije—. Búsquela y busque también a los padres de Abie.
Llévelos al bosquecillo. No podemos hacer nada aquí en la casa. Ha asistido a
demasiados renunciamientos.
Corrí y caí de rodillas en la sombra, entre los árboles.
—No sé qué hago —dije ocultando la cara en el hueco del brazo—. Tengo una
idea, pero no sé. Ayúdanos. Guíanos.
Abrí los ojos cuando llegaban los otros cuatro.
—Le dijimos que salíamos un rato a rezar —murmuró el señor Diemus.
Y todos rezamos.
Luego el señor Diemus comenzó a llamar con las palabras que yo le dictaba, en
silencio, pero tan intensamente que el sudor le bañó otra vez el rostro. Karen, Karen,
ven al Pueblo, ven al Pueblo. Los otros tres, alrededor, apoyaban los esfuerzos del
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señor Diemus, sostenían su grito. Yo miraba las caras tensas, y la mía se me crispaba,
y el tiempo pasó mientras trabajábamos.
Luego, lentamente, el señor Diemus respiró con más calma, se le distendió el
rostro, y yo sentí como si algo pasara rozándome apenas el cerebro.
—Recuerda otra vez —murmuró la señora Diemus—. Ha encontrado el camino.
Y en el momento en que el último rayo de sol se reflejaba en el cuarzo de la cima
de la loma, el señor Diemus extendió lentamente las manos y dijo con un alivio
profundo:
—Ahí están.
Miré a mi alrededor, sobresaltada, casi esperando ver cómo Karen descendía entre
los árboles. Pero el señor Diemus habló otra vez.
—Karen, necesitamos ayuda. Uno de nuestro Grupo se está muriendo. Ha venido
un médico, un Extraño, pero no tiene el equipo ni la capacidad necesarios. ¿Qué
hacemos?
Hubo una pausa y yo sentí poco a poco algo nuevo. No podía saber exactamente
qué era. Algo que se desplegaba, que se abría. Una distensión. Las duras defensas de
los adultos de Bendo se desvanecían poco a poco.
—Sí, Valancy —dijo el señor Diemus—. Es grave. No podemos ayudar porque…
La voz del señor Diemus se apagó temblorosamente. El mensaje continuó sin
palabras y sentí otra vez miedo y desesperación.
—Os esperamos entonces —dijo el señor Diemus—. Conocéis el camino.
Se volvió hacia nosotros y vi en la oscuridad de los árboles la mancha pálida del
rostro.
—Vienen —dijo y parecía sorprendido—. Karen y Valancy. Están tan contentas
por habernos encontrado. —Se le quebró la voz—. No estamos solos…
Me alejé mientras las dos parejas se perdían en la oscuridad. Yo, de algún modo,
las había alejado de mí.
Regresé a la casa sintiéndome realmente sola.
~ * ~
~ * ~
~ * ~
Fue un año mágico que pasó aleteando rápidamente, y los días feriados desfilaron
como postes de telégrafo a lo largo de una vía férrea. La Navidad fue particularmente
mágica, pues mis ángeles volaban realmente y la gloria brillaba también alrededor, y
las niñas habían tejido las vestiduras angélicas con rayos de sol. Y Rudolph, el reno
de nariz roja, con cuernos de cartón que no querían sostenerse derechos, caminó
realmente y dio una vuelta por el cuarto. Y cuando nuestra María y nuestro José se
inclinaron en éxtasis sobre la cuna, con caras serias y atentas al milagro, sentí de
pronto que veían realmente, que se arrodillaban realmente junto a la cuna de Belén.
Los meses volaron y Bendo floreció maravillosamente. Hubo risas y bromas y hasta
las casas se adornaron con colores sutiles. La vegetación creció donde antes sólo
había rocas, y en el cauce seco apareció un tímido hilo de agua. Me explicaron que no
era posible apresurarse, pues a la gente le parecería muy raro que el arroyo
reapareciese de la noche a la mañana. Aun los toscos escalones que llevaban a las
casas se cubrieron de vegetación, pues se los usaba muy poco ahora, y yo ya estaba
acostumbrada a ver que los niños llegaban a la escuela como una bandada de pájaros
~ * ~
~ * ~
Le pareció a Lea que acababa de deslizarse bajo las aguas del sueño cuando oyó a
Karen.
¿Qué? —exclamó Karen—. ¿Ahora? ¿No mañana?
¡Karen! —llamó Lea, buscando a tientas en la oscuridad la llave de la luz—.
¿Qué pasa?
—¿Qué pasa? —Karen rió y entró por la ventana, girando y volviéndose en el
aire.
—¡Nada pasa! ¡Oh, Lea, ven y alégrate con nosotros! Tomó las manos de Lea y la
alzó sobre la cama.
—¡No, Karen, no! —gritó Lea y los pies desnudos se le curvaron como
apartándose del aire, que parecía lamerlos. El terror le afinaba la voz—. ¡Bájame!
—¡Oh, lo siento! —dijo Karen soltándola y dejándola caer con suavidad sobre la
cama, y moviéndose de nuevo ella misma a través del cuarto en una espuma de
~ * ~
Esa noche Karen y Lea caminaron entre las sombras hacia la escuela. El aire era
límpido y tranquilo, y las voces y las risas lejanas resonaban alrededor.
—Espera, Lea. —Karen le hacía señal a alguien—. Ahí viene Santhy. En estos
días está aprendiendo a levitar. Apuesto que la madre no sabe que está todavía
levantada.
Karen rió entre dientes y Lea observó asombrada a la diminuta criatura de cinco
años que se acercaba describiendo pequeños arcos abruptos; las falditas cortas
ondeaban y caían cada vez que ella subía y bajaba.
—Pone demasiado empeño y le costaría menos caminar —dijo Karen en voz baja
—, pero está tan orgullosa de sí misma. Esperémosla. Quiere unirse a nosotras.
Lea alcanzaba a ver ahora la expresión decidida y grave de Santhy y casi podía
oír los gruñiditos con que dejaba el suelo. Al fin la niñita aterrizó trastabillando junto
a Lea. Lea la sostuvo, agachándose, abrazándola con dulzura.
—Tú eres Lea —dijo Santhy sonriendo tímidamente.
—Sí —dijo Lea—. ¿Cómo lo sabes?
—Oh, todos te conocemos. Pedirnos a Dios por ti en las oraciones de la noche.
Lea se quedó desconcertada.
—Oh.
—Te traje algo —dijo Santhy, la mano metida en un bolsillo abultado—. Es de la
fiesta que tuvimos por el nuevo bebé. A mí no me importa que seas una Extraña. Te
vi caminando por el arroyo y eres hermosa. —Sacó la mano del bolsillo y puso en la
~ * ~
~ * ~
~ * ~
A la mañana siguiente recorrí los cuarenta kilómetros que nos separaban del pueblo y
descendí en un hotel que tenía agua corriente y hasta baño privado. Aproveché ese
lujo desacostumbrado para librarme del polvo, la suciedad, las torpezas y la fealdad
con que me había impregnado Kruper, hasta descubrir en los intersticios del alma
unos brillantes fragmentos de simpatía, diversión y encanto.
Me recosté a descansar en esa tarde de domingo, retrasando el momento en que
debía prepararme para tomar el autobús de vuelta a Kruper, cuando de pronto,
sutilmente, entre dos respiraciones, descubrí que mi atención era un alambre tenso y
me senté muy tiesa en la cama. Había alguien en el hotel. ¿Lowmanigh había venido
a la ciudad? ¿Estaba aquí? Me levanté y me vestí rápidamente. Me senté luego en el
borde de la cama, sintiendo que algo fluía y refluía en mi interior. Al fin bajé al
vestíbulo. Me detuve en el último escalón. No había nada raro en el vestíbulo,
atestado de muebles elaboradamente rústicos. Pero mientras yo iba hacia la ventana
para mirar otra vez la hermosa pendiente del cañón arbolado, Lowmanigh entró en el
hotel.
—¿Estaba usted aquí hace un minuto? —le pregunté a boca de jarro.
—No. ¿Por qué?
—Pensé… —Me interrumpí. En seguida, delicadamente, los engranajes
empezaron a moverse otra vez en el mundo cotidiano, y dije—: ¡Bueno! ¿Qué hace
usted aquí?
—El viejo Charlie me dijo que usted había venido al pueblo y que si yo venía a
buscarla le evitaría el viaje de vuelta en autobús. —Lowmanigh sonrió débilmente—.
Marie no me tiene confianza luego que yo mostré mi verdadera naturaleza el viernes,
pero al fin me dijo que usted estaba en este hotel.
—¡Pero yo no había elegido ningún hotel cuando salí de Kruper!
—Caramba. —Lowmanigh me sonrió con simpatía—. Es usted muy nueva aquí,
¿no es cierto? ¿En marcha?
~ * ~
~ * ~
Era tarde cuando llegamos a Kruper. Aún había luces en los bares y en una casa o
dos, pero la pensión estaba a oscuras, y al detenerse el coche pude oír los chirridos
débiles del portal de entrada, sacudido por el viento. Descendimos sin hacer ruido,
murmurando, sintiendo el peso del silencio, y fuimos de puntillas hasta el portal. Allí
los cabellos se me enredaron como siempre en el rosal trepador, y mientras Low me
ayudaba a soltarme, nos echamos a reír. Supongo que ninguno de los dos nos
sentíamos jóvenes y felices desde hacía tiempo, libres de nuestras amargas tensiones,
aceptándonos mutuamente tal como queríamos ser, con todo lo que el mundo
rechazaba en nosotros. Habíamos vislumbrado los dos un alma hermana y ahora
~ * ~
~ * ~
En los días que siguieron no hubo nada notable. En la batalla que libraba conmigo yo
había alcanzado una plácida llanura, quizá porque tenía algo nuevo en que ocupar mi
mente, o quizá porque todas las emociones necesitan un reposo.
No obstante, la alegría de haber encontrado a Low no se calmaba fácilmente.
Sentía en mí sus «buenos días» cuando pisaba el primer escalón a la mañana, y a
veces su mudo «buenas noches» me despertaba en la oscuridad.
Un día, luego de la cena, Marie se plantó firmemente ante mí cuando yo dejaba la
mesa. Sin decir una palabra señaló mi plato. Parecía que yo había estado jugueteando
con la comida, como un chico. Enrojecí.
—¿No está buena? —preguntó cruzando las manos sobre el abdomen rotundo e
inclinándose peligrosamente hacia atrás.
—Al contrario, Marie —alcancé a decir—, está muy buena, pero no tengo
hambre.
Escapé de la nube de ajo del indignado resoplido de Marie, y de la secreta
diversión de Low. ¿Cómo podía decirle a Marie que Low había estado mostrándome
~ * ~
Durante este tiempo todo estaba en calma en la escuela. Petie había decidido al fin
que «dos» podía tener un nombre y un signo, y aprendió los números hasta diez en un
solo día.
Y Lucine —símbolo para Low y para mí de nuestro propio encierro— enrojecía
de placer leyendo su segundo libro de lectura.
~ * ~
~ * ~
Karen y Lea se separaron de las gentes que iban charlando, felices. Habían llegado
frente a la casa. Las dos muchachas se detuvieron, arrebujadas en sus chaquetas,
hasta que el sonido de las otras voces murieron en ecos de sombra en los bajos del
cañón. Lea alzó la barbilla a una brisa repentina y fresca.
—Karen, ¿piensas de veras que alguna vez saldré adelante? —preguntó.
Si no estás demasiado enamorada de tus dificultades —dijo Karen, la mano en el
pestillo—. Si no estás demasiado decidida a remodelarte de acuerdo con tus propios
deseos. Quizá te parezca que cualquier otra solución no sería satisfactoria, pero tienes
que saber que tu propio juicio no es siempre completamente válido ni la estrella que
señala el rumbo de tu viaje. Actuamos demasiado a menudo como si nuestro
pensamiento fuera una norma universal. Pero en verdad es preferible admitir que la
marcha del universo no depende enteramente de ti, que no puedes ser responsable de
todo, y que hay muchas cosas que es posible y conveniente dejar en manos de otro.
Dejar que… —Lea se miró las manos apretadas—. Las he tenido así tanto tiempo
que es asombroso que las uñas no me hayan crecido atravesándome las palmas.
¡Un buen recurso para no tener que usar esmalte de uñas! —rió Karen—. Pero
~ * ~
La noche cayó de nuevo. A Lea le parecía que el tiempo era como un abanico. Las
noches eran los huesos firmes, cuidadosamente labrados, que sostenían la identidad
del tiempo. Los días se plegaban dócilmente entre las noches; días que contenían
figuras sólo porque estaban limitados a un lado y a otro por las noches; días plegados
con garabatos ininteligibles. Lea se cuidaba muy bien de tratar de leer esos garabatos.
Si significaban algo, ella no quería saberlo. Sólo mientras no tratara de descubrir
significados o de relacionar una cosa con otra podría ella conservar esa paz precaria
de los días plegados y las noches activas.
Se instaló casi con alegría en el pupitre que había llegado a ser agradablemente
familiar. Es casi como drogarse con películas o libros o televisión, se dijo a sí misma.
Traigo mi mente vacía a las reuniones, dejo que las historias fluyan atravesándome, y
llevo de vuelta a casa mi mente vacía.
¿A casa? ¿A casa? Sintió en el pecho la torsión de un puño cerrado, pero se
concentró obstinada en las luces que colgaban del cielo raso. Las miró con atención.
—No son luces eléctricas —le susurró a Karen—. Ni tampoco lámparas de
petróleo. ¿Qué son?
—Luces —sonrió Karen—. Cuestan unos pocos centavos cada una. Unos pocos
centavos y Dita. Ella las enciende para nosotros. Yo he estado practicando como loca
y casi enciendo una el otro día. —Rió de buena gana—. ¡Y ella es una Extraña! Oh,
Lea, te digo que no sabes hasta qué punto recurres al orgullo para calentarte en este
mundo frío hasta que alguien abre un agujero en ese orgullo y una corriente de aire te
hace temblar de pies a cabeza. Dita fue ese necesario desgarrón para muchos de
nosotros, benditas sean sus puntiagudas orejitas.
—Hola —dijo el doctor Curtis deslizándose en su asiento junto a Lea—. Le
gustará la historia de esta noche —dijo saludando a Lea con un movimiento de
cabeza—. Hay muchas cosas en común entre usted y la señorita Carolle. Me parece
muy interesante, la historia, quiero decir, y también la semejanza. Bueno, de todos
modos la historia me parece interesante pues mi delicada mano italiana…
Lea cerró los ojos y sintió que unas lágrimas débiles se le deslizaban bajo los
párpados. Apoyó la cabeza en los brazos, sobe el pupitre, ocultando la cara. Sentía en
el corazón, desgarrado por la angustia de la música, el dolor de todos los cautivos que
alguna vez habían sido, y el dolor de todos los cautiverios, pero más especialmente el
de aquellos que se habían exiliado ellos mismos, que se habían encerrado en sí
S upongo que muchas almas solitarias se habrán sentado a la ventana por las
noches, mirando afuera el diluvio de luz de luna, tristes con una tristeza que no
sabe de consuelos, una tristeza subrayada por esa belleza que es en sí misma una pena
agradable; pero muy pocos sin duda habrán visto lo que yo vi aquella noche.
Estaba yo apoyada contra el marco de la ventana, bastante cerca como para que el
diluvio de luz me tocara los pies desnudos y el borde del camisón, salpicando de
blanco las patas de la cama, pero sin iluminar nada de mí que pudiera mostrarme
como una persona, separada de la noche. Yo disfrutaba precipitada, brevemente de la
magia de esa belleza antes que la luna se perdiera detrás del espeso boscaje de álamos
a orillas del arroyo, más allá de la curva del jardín. La primera mata de hojas se
dibujaba contra el filo de la luna cuando de pronto lo vi: el chico Francher. Sentí una
momentánea oleada de desilusión y molestia, pues me pareció que la presencia de
alguien, quienquiera que fuese, no digamos el chico Francher, estropearía esa perfecta
belleza; pero mi molestia pasó en seguida, cuando se despertó mi interés.
¿Qué hacía allí ese chico, mitad negro y mitad blanco, al filo del claro de luna?
En el caprichoso ordenamiento del pueblo, una esquina de la tienda de Croman, a no
más de media docena de metros, apuntaba al jardín de atrás de la casa de los
Somatasen donde yo alquilaba una habitación. Las ventanitas de la tienda
parpadeaban bajo el alero, a plena luz. El chico Francher estaba de pie, de espaldas a
la luna, observando las ventanas. Me asomé a mirar. El chico encogía los hombros,
como en una actitud de expectativa, un preludio de movimiento, el principio de algo.
Y de pronto lo vi allá arriba, en las ventanas, empujando suavemente las hojas de
vidrio, abriendo un oscuro rectángulo en el costado blanco de la tienda. Y casi en
seguida desapareció. Parpadeé y miré de nuevo. Tienda. Ventanas. Un hueco abierto.
Nada del chico Francher. Ventanas, allá arriba bajo los aleros. Una abertura. Nada del
chico Francher.
Poco después hubo un movimiento en la abertura, y el chico Francher asomó con
las manos llenas y bajó deslizándose por la luz de la luna, hasta el suelo.
Eh, me dije a mí misma, un momento.
El chico Francher se sentó en el extremo del madero de doce por doce que estaba
allí tirado, la mitad en nuestro jardín y la otra mitad detrás de la tienda. Cuidadosa y
ordenadamente dispuso el botín a lo largo de la tabla. Tres botellas de cola, una caja
de caramelos largos, y una armónica grande que había estado durante años en la
tienda. El chico se sentó y estudió los objetos, tocándolos con las puntas de los dedos.
Alzó una botella y observó la tapa. Abrió la caja de caramelos y la cerró de nuevo.
Pasó un dedo por la armónica y la levantó sosteniéndola entre las puntas de los dedos
índices. La miró a la luz de la luna, balanceando lentamente la cabeza. Y mientras el
chico movía la cabeza, débil, débilmente oí cómo subía una escala musical, y cómo
~ * ~
La luz del sol de la mañana llegó hasta la mesa del desayuno, echando sombras
alpinas al otro lado de los copos de maíz, más allá del tazón de azúcar. Entorné los
~ * ~
~ * ~
~ * ~
A la mañana siguiente, a las nueve menos cinco, los chicos me esperaban a la puerta
del salón, arrebujados contra el frío de octubre que un sol lechoso no había tenido
tiempo aún de dispersar. Rigo sostenía una escalera descolada, cubierta
generosamente de goterones de pintura, y con dos peldaños rotos.
—Parece bastante raquítica —le dije—. No queremos sangre derramada en la
pista de baile. Es mala para la cera.
Rigo sonrió mostrando los dientes.
—Me sostendrá —dijo—. La usé anoche para recoger manzanas. Hay que tener
un poco de cuidado, nada más.
—Bueno, pues ten cuidado entonces —sonreí mientras abría la puerta—. Mejor
prevenir que…
La voz se me apagó y murió mientras yo miraba dentro. Los otros se empujaron
en silencio a mi alrededor, los ojos muy abiertos. Yo tenía la impresión de que el cielo
raso se había venido abajo.
—Demonios —boqueó Janniset—, ¿qué pasó aquí?
—¡Miren, miren! —chillaba Twyla—. Eh, ¡miren!
Miramos mientras entrábamos arrastrando los pies. No quedaba ningún papel en
las paredes y el cielo raso, y los restos cubrían el suelo en trocitos, como una
andrajosa nevada. Tenía que haber sido una increíble cantidad de papel, pues ahora
nos llegaba casi a los tobillos mientras vadeábamos el salón.
Rigo clavaba los ojos en el entarimado de la orquesta. Ordenadamente alineados
en el borde de la tarima estaban todos los clavos que había sostenido el papel, con las
puntas hacia arriba, en equilibro sobre las cabezas.
~ * ~
~ * ~
Anna dijo:
—¡Uf! —y se lanzó hacia mi sillón. Cuando la pata delantera se salió de su sitio,
ella se quedó suspendida en el aire, y con la destreza de una larga práctica, inclinó el
sillón, repuso la pata, y en seguida se sumergió en las profundidades polvorientas—.
De los caprichos de una aldea, ¡líbrame, Señor! —gimió.
—¿Qué pasa ahora? —pregunté cambiando la dirección de mi aguja de ganchillo
mientras terminaba otra hilera del tapete.
—¿Quieres decir que no estás enterada del último escándalo? —Los ojos se le
abrieron en una mueca de horror y la voz le bajó a un tono cómplice—. Estaban fuera
en la oscuridad, solos, haciendo quién-sabe-qué. ¡Imagínate! —La voz le temblaba
ahora, ávida, ultrajada—. ¡Con el chico Francher! —En seguida habló normalmente
—. De veras, una creería que el chico Francher es un leproso o algo parecido. Cuánto
ruido por un poco de romance nocturno. Te apuesto a que los otros niños se sienten
también ultrajados, y así tranquilizan sus propias conciencias, culpables de las
mismas correrías. Pero como se trata del chico Francher…
—No estaban solos —dije como al descuido y manteniendo a rienda corta mi
indignación—. Yo estaba allí.
—¿Estabas allí? —Las cejas se le alzaron a Anna, bruscamente—. Bueno, bueno,
eso cambia las cosas. ¿Qué pasó? No es que yo —dijo rápidamente— crea en esos
chismes, caramba, acerca de Twyla, ¿pero qué pasó?
—Bailaron —dije—. El chico Francher tenía vergüenza de sus ropas y no quería
entrar en el salón. De modo que bailaron en el claro.
—¿Sin música?
—El chico Francher… tarareó —dije, clavando los ojos en mi tarea.
Hubo un breve silencio.
—Bueno —dijo Anna—. Interesante, y una buena explicación. Pero ¿estabas allí?
—Sí.
—¿Bailaron y nada más?
—Sí. —Pedí mentalmente disculpas por transformar en algo tan pedestre la magia
que yo había visto—. Y a Twyla se le enredó la enagua en una rama, y dejó allí un
jirón antes que se diera cuenta.
~ * ~
Bueno, esa noche volví a la casa de los Somansen con los ojos bastante más abiertos.
Anna tomó mis cosas en la puerta.
—¿Cómo te fue? —preguntó.
—Señor —exclamé dejándome caer en una silla—, si alguna vez empiezan
conmigo, ¿qué quedará de mí?
—Huesos pelados —dijo Anna en seguida—, con marcas de dientes. Bueno, ¿les
dijiste?
—Sí —contesté—, pero no quisieron creerme. Era demasiado fácil. Y por
supuesto, a la señora McVey no le gustó que yo hablara de las ropas del chico
Francher. Hizo una delicada referencia al precio de la ropa, pero no impresionó en lo
más mínimo a la señora Holmes, que tiene seis hijos. Creo que me he ganado una
enemiga para toda la vida. Tuvo un buen panorama de sí misma a través de mis ojos,
y no le gustó nada. Pero creo que el chico Francher no irá más a un baile con
pantalones de dril.
—Dios quiera que no haga algo peor —entonó Anna piadosamente.
~ * ~
Eso fue lo que esperé de veras un tiempo, que no ocurriera nada, pero de todos modos
el rayo cayó sobre Arroyo del Sauce, un rayo lento y sutil, un rayo calculador,
colérico y frío. Yo me iba quedando sin aliento a medida que llegaban las noticias. El
viejo cobertizo de Turbow estalló sin ruido a las nueve de la noche del martes y los
pedazos cayeron por todo el terreno de la granja. Claro que Turbow venía hablando
desde hacía años de echar abajo esa ruina…
Y entonces el último madero sólido del viejo puente del ferrocarril, al pie de la
casa de Thurman, se estremeció y se deshizo ruidosamente en aserrín a las once de la
noche del mismo martes. Los rieles, faltos de apoyo, temblaron un momento, y se
curvaron hacia arriba en dos rosetones absurdos. La ausencia de puente significaba
~ * ~
Bueno, la pared de Leland tenía que ser reconstruida, y el trabajo lo hizo el chico
Francher. Trabajó fuerte, alzando las piedras pesadas, y agrietándose las manos con el
deshidratante de la mezcla. Quizá la pared no quedó tan derecha como antes, pero —
y así lo esperaba— una piedra suelta había encontrado un sitio firme en alguna parte
del chico Francher por medio de este acto de compensación. Que le pagaran por
hacerlo no quitaba nada al acto en sí mismo, sobre todo teniendo en cuenta el monto
de la paga, y el hecho de que todo se le fue en la otra reparación.
La aparición de los cerdos extraños en la propiedad de Scudder, en el prado del
este, conmocionó la aldea, aunque los hechos raros que habían ocurrido antes
atenuaron la maravilla del caso. Scudder preguntó aquí y allá, pero no averiguó nada
y se guardó los animales. Yo no hice preguntas pero me tranquilicé un tiempo con
respecto al chico Francher.
~ * ~
Para esta época un tal doctor Curtis vino al pueblo. Bueno, «vino al pueblo» es un
eufemismo. El auto tuvo un desperfecto cuando subía por las lomas, y el doctor
Curtis se vio obligado a aceptar nuestra hospitalidad hasta que Bill Thurman pudiera
encontrar el repuesto necesario. Se quedó en lo de Somansen, en el cuarto frente al
mío, luego que la señora Somansen lo hubo limpiado frenéticamente con el simple
recurso de empujar todas las cajas y potes y sobras y restos hasta el extremo del
pasillo y taparlos allí con un lienzo. Luego roció el polvo con agua, y fregó el barro
resultante; puso un ladrillo bajo una pata de la cama, la tendió con dos colchones de
desecho del ejército, una sábana con borde crochet y otra de muselina cruda;
desenterró una almohada maravillosamente blanda, pero que se desinflaba al menor
contacto convirtiéndose en una oblea que olía a plumas húmedas, y coronó el
espléndido conjunto con dos colchas tejidas a mano, y un cojín decorado con un pavo
real en technicolor, que lo dominaba todo.
—Ya está —suspiró la señora Somansen sacando el polvo del tocador con una
punta del delantal—. Creo que esto le convendrá.
~ * ~
Por supuesto, me sentía una tonta a la mañana siguiente, a la mesa del desayuno, pero
el doctor Curtis no comentó nuestra conversación y yo tampoco. El doctor estaba
discutiendo el alquiler de un jeep para su excursión de caza, y cómo dejar allí el
coche en arreglo.
—Dígale a Bill que volverá una semana antes —aconsejó el viejo Charlie—. Así
el coche estará listo cuando usted vuelva.
El chico Francher estaba entre el grupo de gente que se reunió para observar a
Bill, que llevaba los avíos del doctor Curtis del auto al jeep. Como siempre, Francher
estaba un poco apartado de los demás, recostado en un árbol. Al fin salió el doctor
Curtis, con el .30-06 bajo un brazo y el pesado saco de caza bajo el otro. Arma y yo
nos inclinamos a mirar por encima de la cerca del costado.
Vi cómo el chico Francher se enderezaba lentamente, y cómo se sacaba las manos
de los bolsillos mientras miraba al doctor Curtis. Alzó una mano en el aire, como
intentando un ademán, y en seguida se detuvo, titubeando. El doctor Curtis entró en
el jeep, se sentó al volante, y tocó los botones del tablero.
—¿Cuál es la radio? —le preguntó a Bill.
—¿Radio? ¿En este jeep? —Bill rió.
—Pero la música… —El doctor Curtis hizo una pausa, casi imperceptible, y
encendió el motor—. He estado canturreando entre dientes yo mismo, parece —
sonrió.
El jeep despertó con un rugido y retrocedió por el patio dispersando al grupo. En
el momento de echar mano a la palanca de cambios, el doctor Curtis miró a un lado y
nuestros ojos se encontraron. Fue un encuentro breve, pero había una pregunta en los
ojos del médico; yo le contesté con mi ignorancia, y en él hubo algo así como un
estallido de perplejidad… todo en un minúsculo intervalo, entre marcha atrás y
primera.
Miramos el remolino de polvo detrás del jeep a medida que se alejaba gruñendo
hacia el camino.
—Bueno —dijo Anna—, ¡nos vamos de caza!
—¿Quién es? —Las manos del chico Francher apretaban el borde de la cerca;
volvió a mí unos ojos de ciego.
—No sé —dije—. Se llama doctor Curtis.
—Ha oído música antes.
~ * ~
Me sentí conmovida. Supongo que yo había imaginado que todos quienes rodeaban al
chico Francher habían llegado a conocerlo como yo, pero comprendía ahora que no
era así. Desde ese momento me metí en toda conversación que tuviera como tema al
chico Francher, y prestaba atención cada vez que alguien lo mencionaba. Me
sorprendió descubrir que para casi todo el mundo Francher era un simple delincuente,
un haragán, un inútil, una carga. Por algún extraño camino habían llegado a la
conclusión de que Francher era responsable de todas esas cosas raras que habían
estado ocurriendo en la aldea. Pregunté a varias personas cómo era posible
atribuírselas a un niño, y la única respuesta que conseguí fue:
—El chico Francher puede hacer cualquier cosa… mala.
Hasta Arma seguía pensando que Francher era una maldita carga en la escuela, a
pesar de que al fin parecía comportarse en un nivel bastante aceptable,
académicamente hablando.
Yo había pensado, el cielo sabe por qué, que el muchacho estaba sintiéndose parte
de la comunidad. En cambio, lo que hacía era manejarse solo. Revisé todo lo que
había pasado desde que yo lo conocía, y me costó encontrar algo que pudiera parecer
de veras positivo a los ojos de la gente.
Pero, pensé, ¡si es una suerte que no haya caído en manos de la ley!
Y sentí un nudo frío en el estómago imaginando qué podría pasar si el chico
Francher avanzaba por algún camino que no fuese el de la ley. Burlarse de la
autoridad es para un adolescente una tentación insidiosamente dulce, y yo no quería
que mi niño cayera en esa tentación.
Bueno, los días que siguieron a la partida del doctor Curtis fueron típicos días de
caza. Minutos de luz de sol y extraños colores de otoño; horas de nubes y lluvias y
nevisca y heladas y vientos crueles. Llegaban noticias sobre grandes nevadas en la
~ * ~
~ * ~
~ * ~
Todo pudo haber sido un sueño, o una explosión de la imaginación, aunque no había
nadie menos imaginativo que la señora McVey, y sé que ella nunca perdonará al chico
Francher. La McVey tiene ahora otro huérfano, una plácida niñita rechoncha a la que
le gusta estarse quieta, sentada, escuchando la charla de las mujeres… Pero el chico
Francher no se le borrará de la memoria a la McVey. Generaciones que todavía no
han nacido oirán probablemente de él y aquellos zapatos.
Y Twyla… Llevará con ella esa magia hasta la muerte, a menos (y sé que a veces
ella reza con esperanza), a menos que Francher venga alguna vez a buscarla. Pues
Francher se ha ido.
Jemmy, el desconocido, se lo llevó a Cougar Canyon, allá en las montañas, donde
viven todos los que se le parecen… hijos de las estrellas, hijos del Pueblo, el Pueblo
que hace un siglo vino a la Tierra, escapando de un mundo que pronto estallaría en
pedazos, dispersándose entre nosotros luego de una llegada que fue casi un desastre.
Y allá en Cougar Canyon están ayudándolo al chico Francher a desarrollar todos sus
dones y capacidades, y algunos son únicos, de modo que Francher pronto podrá
encontrar el sitio que más le conviene entre esas gentes. Me dicen que ya ahora hay
algunos de entre nosotros que están desarrollándose de acuerdo con las pautas del
Pueblo. Eso es lo que Jemmy quiso decir cuando le comentó al doctor Curtis que yo
era casi uno de ellos.
~ * ~
Las sombras eran tan negras, pero Lea tenía miedo de caminar a la luz. Bajó
tropezando desde la casa hacia el camino, tratando de no pensar en los kilómetros y
kilómetros que tendría que recorrer antes de llegar a Kerry Canyon o a cualquier otra
parte. Estaba ya junto al camino cuando tuvo un sobresalto convulso y se llevó los
puños cerrados a la boca ahogando un grito. Algo se movía en el claro de luna. Lea se
quedó paralizada en la sombra.
—¡Oh, hola! —dijo una voz alegre, y la figura se volvió hacia ella—. Iba a salir
en este momento. No sabía que vendría alguien, en este viaje. Llega justo a tiempo.
Suba…
~ * ~
El tiempo es una palabra, la sombra de una idea; pero siempre, siempre, más allá del
torbellino de los acontecimientos, la multiplicidad de las actividades humanas o el
interminable aburrimiento del desinterés, el cielo está allá arriba, el cielo con todas
sus invariables variaciones, mostrando los cambios del ahora y la estabilidad de lo
eterno. Allá están las estrellas, las coordenadas exactas de nuestra eternidad que giran
y dan vueltas y siempre encuentran el camino de regreso. Allá están las nubes de
formas móviles y transitorias, las ventosas colas de caballo, los cielos agrietados y
aborregados, y los gozosos tumultos de las tormentas. Y la luna, la luna que se sueña
y se oculta para soñar, que compone el mundo con una luz compasiva y hace que
todo parezca nuevo para siempre.
En una noche como ésta…
Lea se apoyó en la baranda y suspiró a la luz de la luna. ¿Hacía ya dos lunas o
una sola que ella había estado en el puente o se había desmayado en los cielos o había
recibido a la luz crepuscular de la montaña el luminoso regalo del amor de una niña?
Había hecho pedazos las formas rígidas que el tiempo había tenido antes para ella, y
aún no había construido una nueva estructura. El tiempo no tenía aún para ella
ninguna uniformidad.
Mañana Grace estaría de vuelta, luego de aquella operación de apendicitis,
trabajando de nuevo en el albergue, el empleo que Lea había tenido la fortuna de
conseguir. Pero ahora este pequeño refugio temporario se había perdido también.
Otro paso en la incertidumbre. Lea estaría libre otra vez, libre de los ruidos de la
cocina y el comedor, libre de volver a la esclavitud del despropósito.
Excepto que he dado un paso fuera de mi zona de oscuridad, se dijo, para entrar
~ * ~
La noche siguiente, antes que saliera la luna, Lea esperaba de pie en el porche oscuro,
apretando contra el cuerpo el pequeño envoltorio, estremeciéndose a causa de la
excitación y el viento helado que se abría paso entre los pinos a orillas del
desfiladero. Unas nubes informes y grises se habían extendido más y más luego de la
puesta del sol. La salida de la luna sólo sería visible desde el borde superior de aquel
gris creciente. Lea se sobresaltó; las sombras se movieron y coagularon sobre ella y
se convirtieron en una figura.
—Oh, Karen —llamó en voz baja—. Tengo miedo. ¿No puedo esperar y viajar en
autobús? Va a llover. Mira… ¡mira!
Extendió la mano y sintió la picadura de las primeras gotas.
—Karen me envió. —La voz profunda y divertida sacudió a Lea contra la
baranda—. Dijo que temía que el cepillo de dientes y el camisón de usted tuvieran
que arreglárselas solos. Por alguna razón parece que los músculos de levitación se le
hubieran acalambrado. ¿Me permite?
—Pero… pero… —Lea apretó con más fuerza el envoltorio—. ¡No puedo levitar!
¡Tengo miedo! Casi me muero cuando Karen me transportó la última vez. Por favor,
déjeme esperar el autobús. No tardaré mucho más. Sólo una noche. No tuve tiempo
de pensarlo cuando Karen me lo dijo anoche. —Cerró con fuerza los ojos—. Estoy a
punto de echarme a llorar —dijo ahogándose— o a maldecir, y no hago bien ninguna
de las dos cosas, así que váyase, por favor. Estoy demasiado asustada para ir con
usted.
Sintió que el hombre le sacaba gentilmente el envoltorio de los dedos contraídos.
C reo que fui el primero en verla: esa forma brillante, entre las nubes, sobre el
monte Calvo. No hubo en mi mente pausa alguna de conjetura o de duda. Me
sentí seguro en el momento mismo en que advertí el brillo metálico, y el movimiento
de las nubes me permitió vislumbrar brevemente una forma curva larga y esbelta. Me
sentí seguro y di un grito de alegría. ¡Ahí estaba! Qué respuesta más directa podía
pedirse a una plegaria. ¡A la vista de todos! ¡El fin de mi rebelión, la réplica
largamente esperada a mis protestas contra tantas restricciones! ¡Ahí, en lo alto, mi
liberación! Vacié mis manos de la grava de aquellas dos piedras, que yo había
triturado mientras meditaba de pie sobre el peñasco; me froté las manos en los
pantalones de lona y me alcé sobre la maleza. Fui hacia la casa. Las ramas superiores
de los matorrales marcaban el avance de mis pies en el aire. Pero, aunque parezca
extraño, sentí una punzada remota breve, casi como de… ¿pena?
Al acercarme a Canyon, oí el grito, y vi cómo los miembros del Grupo, uno tras
otro, subían rápidamente hacia el monte Calvo. Olvidé entonces el momentáneo
dolor, y subí con ellos. Y mis manos fueron de las primeras en tocar la superficie lisa,
cálida-fría de la nave, que se enfriaba luego de atravesar la atmósfera. En cuestión de
minutos, las manos de todos los miembros del Grupo arrastraron la nave hacia abajo:
desde las nubes hasta el refugio entre los pinos, más allá de Cougar; gozosamente,
cantando una canción del Pueblo, una casi olvidada canción de bienvenida.
~ * ~
Todavía emocionado por la canción, corrí a casa de Obla, llevándole la noticia, como
otras veces, puesto que ella no podía salir a recibirla.
—¡Obla! ¡Obla! —grité mientras cruzaba a la carrera el umbral de su casa—.
¡Han venido! ¡Han venido! ¡Están aquí! ¡Alguien de la Nueva Morada!
Entonces recordé, y entré en la mente de Obla. El entusiasmo colmaba mi propia
mente, de tal modo que ni siquiera tuve que decir una palabra para que ella viera. A
través de mi desbordante y silencioso deleite, oí de algún modo la risa apagada.
—¡Bram, no es posible que la nave tenga un arco iris alrededor y esté toda
tachonada de brillantes!
Yo también me reí, un poco avergonzado.
—No, supongo que no —le respondí con el pensamiento—. ¡Pero seguro que
tiene un halo!
Luego me senté con Obla en la tranquila habitación y reviví cada segundo del
acontecimiento: las formas y los colores, los sonidos, los olores, la apariencia de
todo, incluyendo una descripción de la nave, que no tenía un halo. Y Obla, sorda,
~ * ~
—¿Por qué no salen? —Golpeé impaciente aquella enorme masa inconsútil, que se
alzaba sombría en la noche—. ¿Por qué se demoran?
—Te comportas como un niño, Bram —dijo Jemmy—. Tienen sus motivos para
esperar. Recuerda que éste es un mundo extraño para ellos. Han de asegurarse…
—¡Asegurarse! —repetí—. Ya les hemos dicho que el aire está bien, y que no hay
virus esperando para devorarlos. Además, tienen la defensa de las pantallas-escudos.
Ni siquiera necesitan tocar la tierra si no quieren. ¿Por qué no salen?
—Bram —dijo Jemmy en un tono especial, que reconocí en seguida.
—Oh, ya sé, ya sé —dije—. Impaciencia, impaciencia. Cada cosa a su debido
tiempo. Pero escúchame, Jemmy, ahora que ellos están aquí, tú y Valancy tendrán que
ceder. Ellos les dirán que la obligación del Pueblo es salir definitivamente de aquí, o
bien confundirse con los Extraños y limpiar este mundo. Con la ayuda de ellos no nos
costaría mucho. Podríamos ocupar posiciones claves…
—No importa cuántos hayan venido, y ni siquiera sabemos aún cuántos son —
dijo Jemmy—. Esa «ocupación» de que hablas no es algo propio del Pueblo. Las
cosas tienen que crecer. Sólo se injerta en casos extremos. Y prácticamente nunca se
destruye. Pero no es momento de volver a discutirlo. Valancy…
Valancy descendió en línea oblicua desde el borde superior de la nave, recortada
contra las estrellas.
—Jemmy —dijo, y las manos de los dos se rozaron en el momento en que los
pies de ella tocaban el suelo.
Ahí estaba, nuevamente ante mí, esa indecible llama de júbilo, esa unión que se
renovaba, luego de una larga separación de diez minutos. Esto también me ponía
impaciente. Yo nunca había conocido ese tipo de relación.
Oí la risita de Valancy.
—Oh, Bram —dijo—, ¿es preciso que te devores toda la cena de un solo bocado?
¿Nunca te resignas a esperar?
—Tal vez te convendría un poco de meditación —sugirió Jemmy—. No saldrán
hasta la mañana. Tú te quedas de guardia aquí esta noche…
—¿De guardia? ¿Contra quién? —pregunté.
—Contra la impaciencia —repuso Jemmy, y su voz asumió ese acento del
anciano que espera obediencia sin necesidad de exigirla. Pero antes que pronunciara
la próxima frase, el tono fue nuevamente divertido—: Por el bien de tu alma, Bram, y
por la contemplación de tus pecados, vigila la noche entera. Tengo un par de mantas
en la pick up. —Hizo un ademán y las mantas vinieron flotando sobre los robles
enanos—. Toma —dijo—, te ayudarán a pasar la noche.
~ * ~
Pero todo esto pertenecía al pasado, aunque a veces me pregunto si hay pasado de
veras. Lo que me impacienta es el futuro. No hay más que observar el área de las
relaciones internacionales. Valancy, por ejemplo, podría sentarse en la próxima
conferencia-cumbre y leer la verdad oculta detrás de todas esas caras herméticas,
cautelosas y esquivas: una verdad desnuda y enceguecedora como el brillo de la luna
en la arista de una puerta de metal… que se abre… que se abre…
~ * ~
Golpeé con los puños sobre la manta; después, tristemente, me limpié los granitos de
~ * ~
A media mañana, la totalidad del Grupo, incluyendo el Grupo de Bendo, que había
recibido nuestro aviso, aguardaba en la ladera de la colina, cerca de la nave,
descansando al sol que de mala gana abandonaba la primavera para internarse en el
arduo verano. No había mucha conversación, y tampoco mucha alegría. La nave nos
traía a todos una carga excesiva de pasado; los oscuros torrentes de la memoria
corrían entre los miembros del Grupo. Me incorporé a uno de esos torrentes y sólo
encontré las sombras de la Travesía. ¡Pero la Morada, exclamé, la Morada antes!
En ese preciso momento, un destello brilló sobre el cuerpo de la nave. Todos
miramos. La puerta se abría. Hubo una pausa, y en seguida aparecieron los cuatro:
Salla, sus padres, y un cuarto individuo, de más edad. Los tenues centelleos de los
escudos-pantallas los envolvían en un halo de seguridad. Torcieron la cara sintiendo
la descarga del sol, pero al mismo tiempo las pantallas se hicieron más opacas y
tomaron un tinte azul profundo.
El Más Viejo, la cara ciega vuelta hacia la nave, habló desde el seno de una
corriente del Grupo.
—Bienvenidos al Grupo. —El pensamiento era cordial y armónico—. Tres veces
bienvenidos entre nosotros. Son los primeros que vienen desde la Morada a reunirse
con nosotros en la Tierra. Estamos ansiosos por tener noticias de nuestros amigos.
Hubo un repentino coro de pensamientos:
—¿Está Anna con ustedes? ¿Y Mark? ¿Ha venido Santhy? ¿Y Bedia?
—Esperen, esperen —repuso el padre alzando, implorante, los brazos—. No
puedo contestarles a todos al mismo tiempo, salvo si les digo que… sólo nosotros
cuatro hemos llegado en la nave.
—¡Cuatro! —pareció que el aturdido pensamiento iba a despertar un eco audible.
—Bueno, sí —respondió el padre, al tiempo que nos daba su nombre: Shua—. Mi
familia y yo, y nuestro Motivador, Laam.
—¿Entonces, los demás…? —Varios de nosotros caímos de rodillas, con el Signo
~ * ~
—Son cuatro —le dije a Obla silenciosamente—. Sólo cuatro. Trajeron la nave para
llevamos de regreso a la Morada.
Obla volvió hacia mí la cara ciega.
—¿A llevarnos a todos? ¿Así sin más?
—Bueno, sí —repuse, frunciendo levemente el ceño—. Supongo que así sin más,
aunque no sé lo que eso quiere decir.
—Al fin y al cabo, los desterrados no piensan casi en otra cosa que en el día del
regreso —dijo Obla y después, burlándose delicadamente—: Supongo que todos han
hecho sus maletas.
—Yo tengo mis maletas hechas prácticamente desde que nací —contesté—. ¿No
he hablado siempre de librarnos de la atadura que nos retiene en este mundo?
—Sí —dijo Obla—, has hablado, exhaustivamente. Saca la mano por la ventana,
Bram. Toma un puñado de sol. —Obedecí, llenándome la mano con la coruscante
luminosidad—. Viértelo. —Incliné la mano y sentí el tibio flujo de luz que escapaba
—. ¡Nunca volveremos a sentir la luz del sol terrestre! —dijo ella—. ¡Nunca, nunca
más!
—¡Por favor, Obla, no hables de eso! —exclamé.
—No estabas tan seguro de ti mismo, ¿verdad? —preguntó—. Ni aun después de
todas tus protestas. Aun a pesar de ese asombro tibio que crece dentro de ti.
~ * ~
Pensé estar preocupado por la alternativa de irnos o quedarnos, hasta esa tarde en que
encontré a casi todos los del Grupo sentados en los peñascos que dominan el arroyo.
Dita rayaba el agua con los pies descalzos, y los demás se concentraban en la caída de
las gotas, como si allí estuviese la respuesta. Me acerqué abiertamente, para que no
~ * ~
~ * ~
Sostuve entre los dedos la fina moneda y puse en movimiento todos esos engranajes
mentales que parecen tan complicados hasta que uno alcanza la simplicidad elemental
básica. Concentré todo mi ser en el pequeño disco de metal. Y de pronto hubo un
súbito y enceguecedor destello de luz. Salla lanzó un grito, y yo bajé rápidamente la
luz a un nivel más práctico.
—¡Lo hice! —exclamé—. ¡Esta vez brilló en seguida! La última vez tardé media
hora en conseguir una chispa.
Salla miraba maravillada el diminuto globo de luz en mi mano.
¿Y un Extraño puede hacer eso?
~ * ~
De modo que allá, en algún sitio, hay una diminuta gruta en cuyo interior brilla una
moneda, custodiando el pacto de amor entre Salla y yo: una vela en la ventana de la
memoria. Allá lejos, en algún lugar, están las vistas y los sonidos, los olores y los
gustos, el gusto a hogar de la Tierra. Por un tiempo, he vuelto la espalda a la Tierra
Prometida. Porque en esos largos años que pasaron, cruzamos nuestro Jordán. Mi
problema consistía en pensar que dondequiera que mirase, y sólo porque era yo quien
miraba, estaba la meta. Pero en todo ese tiempo la Travesía, reverberando a la luz de
la memoria, había sido algo realizado, y no algo deseado. Mi nostalgia de la Morada
debió de ser, en cierto modo, como aquella vieja hambre de buenos platos que
acompaña al esfuerzo de todos los pioneros.
~ * ~
~ * ~
~ * ~
A la mañana siguiente todo estaba tan verde, tan dorado y soleado, tan húmedo y
fresco que Meris sintió las puntas de sus pies sobre el suelo incluso antes de
levantarse. Arrancó a Mark del cálido nido de las mantas y le sirvió un copioso
desayuno. Se rieron juntos en la mesa y entrelazaron sus manos por encima de los
platos sucios. Meris sintió un arrebato de gratitud. Recuperar la risa es como recibir
un regalo invalorable.
Mientras lavaba los platos y ordenaba la cabaña, Mark se puso su chaqueta Levi’s
y salió a comprobar los daños ocasionados por la tormenta.
Meris oyó un grito y la docena de ecos que regresaron cada vez más débiles de las
montañas pobladas de árboles. Apartó la cortina de la ventana y miró hacia fuera
mientras terminaba de secar una fuente.
Mark estaba persiguiendo algo que revoloteaba al otro lado del arroyo. Las aguas
agitadas golpeaban las tablas del puente y Mark chapoteaba con el agua hasta los
tobillos en el llano que se extendía al otro lado mientras se agachaba intentando coger
algo que se le escapaba.
—Un pájaro —supuso Meris—. Un pájaro enorme empantanado en la tormenta.
O derribado por el viento… tal vez herido. —Se apresuró a guardar la fuente y dejó el
paño sobre la mesa. Volvió a asomarse. Mark estaba semiescondido detrás del grupo
de sauces pequeños que bordeaba la curva del arroyo. Oyó su grito triunfal y luego
una exclamación de sorpresa. La criatura que revoloteaba se elevó a toda prisa,
quedando fuera del alcance de Mark, y dio la impresión de que intentaba desaparecer
en el incesante estremecimiento de los álamos verdes y blancos. Fuera lo que fuese,
una mancha blancuzca se elevó entre el verde follaje, volvió a caer y Mark la cogió
con firmeza.
Meris corrió hacia la puerta y la abrió de par en par; salió y se estremeció con el
aire frío. Mark la vio al girar en la curva del sendero.
—¡Mira lo que encontré! —gritó—. ¡Mira lo que te traigo!
Meris puso una mano sobre el bulto húmedo y embarrado que Mark llevaba en
brazos y enseguida pensó: ¿Dónde están las plumas?
—¡Te he traído un bebé! —gritó Mark. Entonces su sonrisa se desvaneció y le
~ * ~
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~ * ~
El estrecho camino bordeado de pinos se curvó detrás del coche mientras la luz del
sol parpadeaba sobre el capó como postes pálidos y líquidos. Lala saltaba en el
regazo de Meris, haciendo excitados e ininteligibles comentarios acerca del sistema
de transporte y del paisaje que pasaba junto a las ventanillas. Johannan iba en el
asiento de atrás, callado y totalmente concentrado en su nuevo mundo. El viaje a la
~ * ~
~ * ~
~ * ~
Tad era madrugador. Estaba de pie debajo de la furgoneta suspendida, mirando hacia
arriba con asombro.
—¡Caray! —exclamó Davy, mirando a Jemmy de reojo. Tad se sometió a la ronda
~ * ~
E sa ocasión no estaba tan lejos pero, comparada con la anticipación con que se
vivió, pareció una verdadera eternidad. Una noche, mientras contemplaba el
tibio, húmedo y fragante bulto tenía en el pliegue de su codo, Meris sintió que el
tiempo volvía a su cauce normal. Y lo hizo tan completa y satisfactoriamente que la
prolongada y vacía temporada de congoja se desvaneció hasta convertirse en el
recuerdo de un dolor oculto nuevamente en el desdibujado pasado.
—Y el próximo —le dijo a Mark en tono soñoliento— será un hermano para ella.
La enfermera se echó a reír.
—En estas circunstancias, la mayoría de las primerizas sienten que nunca más
darán a luz. ¡Pero supongo que lo olvidan muy pronto, porque tenemos una gran
cantidad de reincidentes!
~ * ~
El sábado anterior al bautismo del bebé, Meris sintió un arrebato de placer mientras
esperaba la llegada de los invitados. En sus encuentros con ellos había mucha magia,
la magia de ser liberada de la pena, de crear un nueva vida, y la magia de la
producción final del libro de Mark. Con una placentera aprensión se preguntaba qué
medios de transporte utilizarían los invitados —¡entre las copas de los árboles,
haciendo girar lentamente una rueda!— cuando un estrepitoso sonido metálico hizo
que se acercara a la ventana delantera.
Allí, en todo su esplendor, brillante con su nueva pintura y su aire de dignidad,
apareció el Overland que había estado arrinconando detrás del establo de Tad. Con
expresión de entusiasmo y orgullo, Tad, con un Johannan igualmente orgulloso
sentado a su lado, hizo girar laboriosamente el vehículo hasta el bordillo. Una vez allí
saltó, se convulsionó y se apagó con un estremecimiento.
En el breve silencio que se produjo cuando el ruido se apagó se oyó un tintineante
traqueteo y una nuez cayó de algún sitio y rodó por la calle.
Hubo un grito de alivio y risas divertidas, y el coche pareció vomitar gente por
todas sus puertas. Meris se acobardó un poco, aún sensible en lo que se refería al trato
social.
—Mark, ya están aquí —anunció y abrió la puerta mientras todos se acercaban
hablando en tono alegre.
Las voces resultaron ser las de las mujeres y Meris miró a su rededor y preguntó:
—¿Pero dónde…?
—¿Los demás? —le preguntó Karen—. ¡Mira! —Hizo un ademán en dirección al
coche antiguo en el que las únicas manifestaciones de vida eran tres pares de pies que
~ * ~
La luz del cálido domingo empezaba a desvanecerse. Davy, Tad y Johannan volvieron
a convertirse en tres pares de pies que sobresalían por debajo del Overland. Los tres
habían logrado cuidarlo durante el camino a la Ciudad Universitaria, pero ahora
estaba tercamente parado en el camino de entrada y se limitaba a mecerse sin emitir
sonido alguno, al margen de los esfuerzos que ellos hacían por arrancarlo.
Los tres habían pasado el mejor momento de su vida. Habían ido a visitar el
~ * ~
La extrañeza que habíamos sentido durante el día se convirtió en algo más que una
incomodidad pasajera y los adultos apenas nos sorprendimos cuando los chicos
regresaron varias horas antes de lo habitual.
Los saludamos desde lejos, elevándonos hacia ellos con la intención de ayudarlos
con su brillante cargamento, pero los chicos no respondieron a nuestro saludo. Se
acercaron a la casa con paso Pesado, arrastrando lentamente los pies entre la
abundante hierba.
—¿Qué creéis que habrá ocurrido? —preguntó Chell, jadeando—. No creo que
Eve…
—Adonday yeeah! —murmuró David, con la mirada fija en los chicos—. Ha
~ * ~
Una semana más tarde fue convocada la Reunión habitual y David y yo, que
estábamos entre los Ancianos de nuestro Grupo, nos pusimos las túnicas. Sentí una
punzada mientras estiraba la tela brillante sobre mis caderas, apretando los pliegues
entre dos dedo, para adaptarla a mi nuevo peso. La última vez que me la había puesto
había sido durante el Festival del año en que Thann recibió la Llamada.
Desde aquella ocasión me había negado a asistir a las reuniones de rutina del
Grupo; no deseaba hacerlo sin Thann. No me había dado cuenta de que había perdido
peso.
Chell se aferró a David.
—Ahora desearía también ser una Anciana —declaró—. Siento en la boca del
estómago una preocupación indescifrable lo suficientemente pesada para dejarme
anclada el resto de mi vida. ¡Volved rápido a casa!
Me volví para mirar mientras nos elevábamos en el desvío. Sonreí al ver que las
luces de las ventanas empezaban a hacerse más intensas. Entonces mi sonrisa se
desvaneció. También sentí en mi corazón la sombra que hacía sentir a Chell que la
hora de la luz empezaba antes de que las estrellas aparecieran en el cielo.
~ * ~
El golpe, cuando se produjo fue casi físico, tanto que me llevé las manos al pecho y
empecé a respirar con dificultad, intentando demasiado tarde evitar la conmoción.
David me puso una mano en el hombro para tranquilizarme, pero noté que él también
temblaba. Sentí a mi alrededor la incredulidad y el desconcierto compartidos por los
otros Ancianos del Grupo.
El Más Anciano extendió las manos mientras quedaba abrumado por un torrente
de preguntas apenas formuladas.
~ * ~
Cuando David y yo regresamos, Simón y Lytha nos esperaban junto a Chell. Al ver
nuestra expresión, Simón se fue corriendo a su dormitorio y despertó a David, y los
dos volvieron a deslizarse en silencio en la habitación.
El pensamiento de Simón se había adelantado a él. «¿Lo dijo?». Y el mío lo
tranquilizó: «No. Y no lo hará».
Y a pesar de la excitación que había acumulado durante toda la velada o tal vez a
causa de ella, me sentí repentinamente agotada y débil. Me senté en una silla y oculté
el rostro entre las manos.
—Díselo tú, David —le pedí, luchando con un extraño vértigo.
David se estremeció y tragó saliva.
—No encontrasteis failovas porque el Hogar se está desintegrando. El año
próximo, para el Día de la Recolección, no habrá Hogar. Se está destruyendo. Ni
siquiera podemos decir por qué. Hemos olvidado demasiado y ya no hay tiempo para
buscar la información, pero mucho tiempo antes de que llegue el próximo Día de la
Recolección estaremos lejos.
Chell jadeó audiblemente.
—¡El Hogar desintegrado! —dijo, abriendo desmesuradamente los: ojos—. ¿El
Hogar desintegrado? Oh, David, no bromees. No intentes asustar…
—Es la verdad —dije en tono firme—. Ha sido Visto. Debemos construir naves y
buscar refugio entre las estrellas. —Mi corazón dio un perverso vuelco de excitación
—. El Hogar ya no existirá. Seremos exiliados sin Hogar.
—¡Pero el Pueblo lejos del Hogar! —Chell arrugó el rostro, al borde de las
lágrimas—. ¿Cómo es posible que vivamos en algún otro sitio? Somos parte del
Hogar, como el Hogar es parte de nosotros. No podemos amputar…
—¡Papá! —dijo Lytha en voz demasiado alta. Y repitió—. Papá ¿vamos a ir todos
en la misma nave?
—No —respondió David—. Cada Grupo se irá solo. —Lytha se relajó
visiblemente—. Nuestro Grupo tendrá seis naves —añadió David.
Las manos de Lytha se tensaron.
—¿Quién irá en qué nave?
—Aún no se ha decidido —respondió David, irritado—. ¿Cómo puedes
preocuparte por un detalle como ése cuando el Hogar… el Hogar pronto habrá
desaparecido?
—Es muy importante —le aseguró Lytha, sonrojándose—. Timmy y yo…
—Oh —dijo David—. Lo siento, Lytha. No lo sabía. Eso es algo que habrá que
decidir cuando llegue el momento.
~ * ~
Y la planificación llegó a un punto en el que podía dejar paso al trabajo. Las tiendas
de sandalias estaban desiertas. Los centros fabriles y los talleres de cerámica cerraron
sus puertas. La luz del sol se deslizaba una y otra vez sin proyectar ninguna sombra
en los demás talleres, y las semillas comenzaron su invasión vacilante de los jardines.
En las colinas de los alrededores, los miembros del Pueblo que sabían cómo
hacerlo flotaban en el cielo haciendo retroceder lentamente la gruesa cubierta verde
~ * ~
Los chicos reían y retozaban en la delgada capa de nieve que cubría las colinas y la
pradera, y su risa cristalina y despreocupada entraba por las ventanas y llegaba hasta
mis oídos y los de Chell, que con los labios apretados abría los baúles con la ropa de
invierno que había quedado guardada hacía tan poco tiempo. Chell pasó un dedo por
la puntera de unos botines.
—¿Qué necesitaremos en el nuevo Hogar, Eva-Lee? —me preguntó, desesperada.
—No tenemos forma de saberlo —repuse—. No tenemos idea de qué clase de
Hogar encontraremos.
«Si encontramos alguno, si encontramos alguno», dijeron nuestros pensamientos
vibrando al mismo tiempo.
—He estado pensando en eso —dijo Chell—. ¿Cómo será? ¿Podremos vivir
como ahora, o tendremos que regresar a las maquinas y a los tiempos que
desaparecieron con las máquinas? ¿Seguiremos siendo un Pueblo, o estaremos
separados en mente y atoa? —Apretó un jersey y una lágrima se deslazó por sus
mejillas—. ¡Oh, Eva-Lee, tal vez allí ni siquiera podamos sentir la Presencia.
—Por supuesto que sí! —la regañé—. La Presencia estará siempre con nosotros,
aunque tengamos que ir al fin del universo. Y como ahora no podemos saber cómo
~ * ~
Los rayos inclinados del sol derretían las últimas nieves del día cuando todos los
Ancianos nos reunimos junto a los encumbrados armazones de las naves. Cada
Anciano estaba abrigado para soportar el viento gélido. Ese día no abrimos los
escudos de protección. Necesitábamos más energía para enfrentarnos a la tarea que
nos esperaba que para abrigarnos. Por encima de nosotros, los enormes y brillantes
~ * ~
~ * ~
Me quedé de pie junto a los demás Ancianos en lo alto del acantilado y contemplé
con ellos el tosco montón de piedras y tierra que arcaba el fondo liso del estrecho
valle. Todos los ojos estaban atentos a la excavación y las mentes tan unidas a la del
Más Anciano, mientras éste se alejaba hasta quedar fuera de la vista, que nuestra
concentración se hizo casi visible en forma de llamas sobre nuestras cabezas.
Me oí jadear con los demás mientras el Más Anciano emergía lentamente; su
pesado escudo obstaculizaba su elevación. La fresca brisa de la montaña silbó al
rozar los escudos personales que se activaron súbitamente cuando reaccionamos ante
el posible riesgo, aunque, de quedar sueltos, nuestros escudos se habrían convertido
en un papel agitado por un tornado. El Más Anciano se apartó del agujero dando un
paso atrás hasta que la roca desnuda lo hizo detenerse. En las oscuras profundidades
se produjo un movimiento lento y el pesado cuadrado que protegía el bloque del
tamaño de un pulgar se elevó en el interior de la luz. Éste tembló y giró y se acomodó
en la gruesa caja de metal preparada para la ocasión. La tapa se cerró
herméticamente. Cuando seis cajas quedaron llenas, sentí la antigua o, más bien, la
dolorosamente nueva fatiga que se apoderaba de mí y me aferré al brazo de David. Él
me dio unas palmaditas en la mano pero observaba fijamente lo que ocurría ante sus
~ * ~
Era el último día. El sol resplandecía con un brillo que no había mostrado durante
varias semanas. Los vientos que soplaban desde las colinas eran cálidos y suaves. El
suelo, que últimamente había aprendido a temblar y moverse, permaneció inmóvil
durante un breve lapso. De pronto todo el Hogar era algo tan querido que parecía un
delirio pensar que la muerte le llegaría en menos de una semana. Tal vez sólo se
trataba de una conducta preadolescente y sin pautas… Pero con sólo mirar a Simón
me convencí. Sus ojos expresaban dolor por todo lo que había tenido que Ver. Su
rostro se veía duro bajo los suaves contornos de la infancia y sus manos temblaron
cuando las cogí. Lo estreché contra mi pecho y él sonrió con gratitud y se relajó un
poco.
Chell y yo ordenamos la casa y llenamos los floreros con agua fresca y hojas de
color escarlata porque no había flores. David abrió la puerta del corral y contempló a
los animales que se alejaban lentamente por las praderas deslustradas. Abrió de par
en par la puerta del gallinero y vio la confusión de plumas, el tanteo curioso, el
vacilante paso hacia la libertad. Sonrió mientras el amo del gallinero se pavoneaba
ruidosamente delante de las gallinas. Entonces Eve recogió los cuatro huevos rosados
y recién puestos que había en los nidos, los llevó hasta la casa y los guardó en la
bandeja de los huevos.
Todos guardamos silencio.
—Id a despediros —dijo David—. Cada uno debe decir adiós al Hogar.
Cada uno fue a su lugar preferido. Incluso Eve desapareció entre los arbustos de
koomatka, donde las hojas se unían por encima de su cabeza formando un verde
crepúsculo del tamaño de ella misma. Logré oír su suave canturreo: «¡Envueltos en
gloria, juguetes míos! ¡Envueltos en gloria!».
Suspiré al ver que Lytha se elevaba veloz como una flecha en dirección a la casa
de Timmy. Timmy también había salido a buscarla. Sentí una punzada de dolor y me
volví. Suponiendo que incluso después del lago ellos… No, me dije para consolarme.
Ellos confían en el Poder…
Me detuve junto a las ventanas de mi habitación y me pregunté cómo podía ir a
un solo lugar. Todo el Hogar era demasiado querido para dejarlo. Cuando me fuera,
estaría dejando realmente a Thann… todos los senderos que él había recorrido
conmigo, la hierba que se había doblado bajo sus pies, los árboles que le habían dado
sombra en el verano, el suelo que albergaba sus restos. Caí de rodillas y apoyé la
~ * ~
~ * ~
~ * ~
Así fue como Meris, Mark y Bethie se quedaron de pie en el sendero de entrada,
contemplando al resto del grupo que se alejaba formalmente en el coche, en dirección
al cañón, si es que se puede llamar formal al traqueteo y al balanceo del Overland,
que ahora sonaba estrepitosamente después de una prolongada tarde de silencio.
~ * ~
A ún conservo el extraño trozo de metal en forma de flor que muestra las marcas
del agua en la parte superior y el roce de la arena y de la grava debajo. Se
adapta perfectamente a mi mano cuando curvo los dedos alrededor de él, cosa que ha
ocurrido con tanta frecuencia que ahora los bordes son suaves y gastados, suaves en
contraste con la línea blanca y fina de la cicatriz que me dejó el borde afilado,
brillante y aún caliente cuando lo cogí, con expresión incrédula, de donde había
caído, derretido; desde la pared inclinada hasta el suelo cubierto de arena del cañón,
más allá de Margin. Se trata de un Recuerdo y ahora, mientras observo ciegamente la
infinidad de tejados del Margin Actual, recuerdo vívidamente el Margin de ayer… e
incluso los tiempos anteriores a Margin.
~ * ~
Llevábamos sólo una hora en el camino cuando nos cruzamos con aquella imagen.
De todos modos, unos quince minutos antes habíamos sentido un olor extraño en el
aire, un olor que me hizo arrugar la nariz y obligó al viejo Nig a estornudar y mover
la cabeza sacudiendo los arreos y perturbando a Prince, que levantó la suya
pacientemente; enseguida miró a su alrededor y volvió a concentrarse en su tarea.
Su tarea éramos Nils y yo y nuestro carromato de objetos personales y Molly,
nuestra yaca de Jersey, que venía detrás de nosotros, íbamos camino de Margin para
establecer nuestro hogar. Nils debía comenzar su flamante y brillante carrera de
ingeniero de minas, y comenzaría como supervisor de la mina que había dado origen
a Margin. Por supuesto, éste sólo sería un primer paso que nos conduciría a una
situación más acomodada y gratificante, que culminaría en el vago pero más
maravilloso de los futuros que pudieran florecer a partir de esta semilla bastante poco
atractiva. Aún estábamos a tres días de distancia de Margin cuando giramos en la
curva más pronunciada del sendero y nuestras ruedas de hierro chirriaron en la arena
y descubrimos el llano.
Nils hizo que los caballos se detuvieran. Un poco más abajo de nosotros y cerca
~ * ~
Odié el valle de Grafton’s Vow en cuanto lo vi. Para mí era absolutamente tenebroso
a pesar del sol que caía a plomo y nos hacía sentir agradecidos por la sombra de las
ramas. A medida que nos acercábamos a la población, el camino se extendía entre
vallas. Mientras avanzábamos, incluso los caballos parecían nerviosos e inquietos.
—Mira —dije—, en esa valla hay una nota o algo así.
Nils se detuvo en el sitio que le señalé y me incliné para leer.
—«Ex. 20:16». ¡Eso es todo lo que dice!
—Otra referencia —dijo Nils—. «No levantarás falso testimonio». Debe de ser
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~ * ~
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Una población no tarda demasiado tiempo en crecer. Al menos si cuenta con una
~ * ~
Papá y yo nos trasladamos en el carro de las provisiones desde Raster Creek Mine,
por los tablones del puente que cruzaba el menguante hilillo del río, hasta nuestra
última puerta. La abrí después de luchar con el lazo de alambre que sujetaba la parte
superior al poste, y entretanto papá volvía a darle las gracias al señor Tanker por los
periódicos que nos había traído.
—Lamento que esta vez haya tan poco —dijo, mirando los raquíticos sacos de
arpillera y las cajas a medio llenar—. Y es lo último que queda.
El señor Tanker cogió las riendas.
—Supongo que ahora se imagina por qué este lugar se llama Fool’s Acres
Ranch[9]. Usted es el tercero que intenta instalar aquí una granja. Ésta es tierra de
minas. Nunca ha sido otra cosa. No hay una cantidad de agua regular. Es una pena
que no lo haya intentado en Las Lomitas Valley, al otro lado de Coronas. Allí hay
pozos artesianos. Cada rancho tiene dos o tres pozos y charcas con árboles y peces.
Sin embargo, hay que recorrer un camino larguísimo para llevar las verduras al
mercado. Tal vez, si llegáramos a ser un Estado, en lugar de un Territorio…
Papá y yo lo contemplamos mientras se alejaba con el carro envuelto en una nube
de polvo incluso antes de ponerse en marcha. Regresamos hasta los tablones que
cruzaban la corriente y nos detuvimos a mirar los contados charcos unidos por un hilo
de agua que llegaba de Sometime Creek y que fluía débilmente.
~ * ~
Creo que el té que toqué para curar al chico alivió mis propias quemaduras. Se me
habían formado ampollas, se habían roto y sólo fue necesario vendar el pulgar y el
índice derechos con las vendas hechas con una enagua vieja de mamá. La dejamos a
ella con el chico, que ahora estaba limpio y quieto en mi catre, con el rostro oculto
bajo las compresas húmedas, y bajamos lentamente el sendero que yo había recorrido
tantas veces por las tardes. Llevamos nuestros cubos al lugar en que cogíamos el
agua, donde sólo quedaba un charco de un palmo, y volvimos al lugar del incendio.
—¿Un meteoro? —pregunté, mirando por encima del suelo lleno de cenizas—.
Siempre pensé que sólo aparecían de noche.
—No te has parado a pensar, de lo contrario te habrías dado cuenta de que la
noche y el día no tienen nada que ver con los meteoros —dijo papá—. ¿Meteoro es el
término correcto?
—Lo curioso es que ese chico estuviera en el lugar exacto y en el momento
exacto en que cayó ese meteoro —comenté, dejando para otro momento la pregunta
de papá.
—Yo diría más bien «extraño» —me corrigió papá—. ¿De dónde salió el chico?
Recorrí con la mirada el horizonte que se extendía ante nosotros. ¡Nadie que
~ * ~
Papá pasaba los días cavando el fondo del río en busca de agua. Había localizado una
charca bastante grande que hasta el momento proporcionaba agua a nuestro ganado.
Aún podíamos encontrar agua potable para nosotros en Sometime Creek. Pero el
brillo azul del cielo se parecía cada vez más al metal caliente. El calor era como una
mano que apretaba todo lo que había bajo el cielo contra el suelo polvoriento y
reseco.
El chico pronto se levantó y empezó a comer algo de lo poco que teníamos. Pero
seguía sin pronunciar una palabra, sin emitir un solo sonido, y ni siquiera lo hizo
cuando le cambiamos los vendajes del hombro izquierdo quemado, ni cuando se le
resquebrajaron las costras de la mejilla izquierda y le empezaron a sangrar.
Un día, cuando todos habíamos salido de la cabaña y miramos con expresión
suplicante la débil sombra de una nube que me pareció ver sobre la lejana Coronas,
regresamos, desalentados, y encontramos al chico sentado en la mecedora de mamá,
junto a la ventana. Pero tuvimos que llevarlo otra vez al catre. Al parecer, sus pies
habían olvidado cómo se hacía para caminar.
Papá miró al chico, que estaba tendido en el catre, en silencio.
—Si ha logrado ir hasta la ventana, puede empezar a ocuparse de sus propias
~ * ~
~ * ~
Por la noche, un ruido me despertó. Subí la mano hasta el catre y la deslicé por
encima de éste. Timmy no estaba. Fui con paso vacilante hasta la puerta y miré hacia
fuera. Timmy estaba en el agujero, cavando. O eso imaginé. Durante un rato oí un
ruido chirriante y luego un puñado de tierra salió volando lentamente del agujero y
cayó lo suficientemente lejos del borde para no volver a caer dentro. Vi que salía
tierra dos veces más, luego se oyó un estrépito y salieron volando tres rocas grandes.
Volaron un poco por encima del montón de tierra y luego cayeron… una de ellas
sobre mi pie descalzo.
Empecé a saltar y a cogerme el pie con las manos; entonces vi a papá de pie en el
porche, con expresión severa.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó, igual que antes. Dejó de oírse el ruido chirriante
que surgía del fondo del agujero. También mi respiración se interrumpió durante un
instante.
—Timmy está cavando —respondí, igual que antes.
—¿De noche? ¿Para qué? —preguntó papá.
—No ve, ni de noche ni de día —señalé—, pero no sé por qué está cavando.
—Hazlo salir de ahí —me ordenó papá—. No es hora para ponerse a hacer
tonterías.
Fui hasta el borde del agujero. El rostro de Timmy era como un borrón pálido en
el fondo.
Está demasiado profundo —dije—. Necesitaremos una escalera.
~ * ~
~ * ~
Y fue por eso que no nos mudamos. Por eso Promise Pond, como llamamos a la
charca, está aquí para mantener el rancho regado. Por eso el rancho ya no se llama
Fool’s Acres, sino Full Acres[10]. Es por eso que el nombre de Canilla Creek, como
llamamos al arroyo, desconcierta a quien pretende traducirlo. Ni siquiera papá sabe
por qué Timmy y yo llamamos Canilla a aquella corriente. Cuando quisimos recordar,
la charca casi se había tragado la caja.
Es por eso que la carretera principal de Desolation Valley ahora cruza nuestro
rancho en busca del agua más dulce y fresca del Territorio. Por eso nuestra nueva
casa está construida entre los jóvenes nogales y los sauces llorones que rodean la
charca. Por eso tiene toda una pared cubierta por un alféizar con geranios. Por eso
nuestro huerto ha empezado a dar frutos suficientes para empezar a ser rentable.
Y es por eso, también, que un día un carro que llegaba del extremo más alejado de
Desolation Valley acampó en los terrenos cercanos a la charca.
Después de cenar fuimos a ver a los visitantes para intercambiar noticias. Ahora
Timmy abría los ojos pero en ellos sólo entraba la luz, aunque no la suficiente para
ver.
La señora que viajaba en el carro intentó no ver las profundas cicatrices que
Timmy tenía al costado de la cara mientras su marido y los hombres de mi familia
conversábamos. Escuchó descaradamente la intervención de Timmy en la
conversación y le dijo a mama en tono suave:
—¿Es su chico?
—Sí, sí, es nuestro chico —respondió mamá—, pero no es hijo nuestro.
—Oh —dijo la mujer—. Me pareció que tenía una forma de hablar extraña. —Su
tono de voz era crítico—. Parece que los extranjeros nos invaden. Como esa
descarada de Margin.
—Oh. —Mamá sacó a Merry de debajo del carro cogiéndola de la punta del
vestido.
—Sí —continuó la mujer—, ella también habla de una forma extraña, aunque
dicen que no tanto como en otros tiempos. ¡Oh, estos extranjeros son muy listos! Su
tía dice que la chica estuvo enferma y que tuvo que aprender otra vez a hablar, y que
E staba asustada. Cuando el bulto hinchado de la tierra tapó las portillas tuve
miedo por primera vez. El miedo se convirtió en un latido repentino en mi
garganta y, casi como un eco, el súbito latido de Bebé Interior me recordó por qué la
tierra se hinchaba en nuestras portillas después de semejante adiós. Impulsado por mi
estado de ánimo, Thann se unió a mí mientras los lentos giros de nuestra nave
dejaban la Tierra fuera del alcance de la vista.
—¿Preocupada? —me preguntó, apoyando firmemente una mano sobre mi
hombro.
—Un poco. —Me acerqué a él—. Este asunto de tratar de regresar es un poco
perturbador. No se puede entrar fácilmente en los viejos moldes. Ha cambiado el
mundo, o ha cambiado uno… o ambos. Es evidente.
—Bueno, lo mejor que podemos hacer es esforzarnos realmente —dijo—. Todo
sea por Bebé Interior. Espero que él lo valore.
—O ella. —Miré mis desmesuradas proporciones—. Sea lo que fuere. Pero me
comprendes, ¿verdad? —La necesidad de recobrar la serenidad me hizo levantar un
poco la voz—. Thann, teníamos que regresar. No soportaba la idea de que Bebé
Interior naciera en ese raro… orden. —Mi voz se perdió y me apoyé más aún contra
Thann. Empecé a sollozar.
—Escucha, Debbie, cariño, —Thann me sacudió suavemente y me estrechó
contra su pecho—. ¡Lo sé, lo sé! Aunque no comparto la enorme necesidad que tú
tienes de estar en la Tierra, estuve de acuerdo, ¿verdad? ¿Acaso no sudé la gota gorda
en esa maldita escuela de Movilizadores para aprender a gobernar, esta nave? ¿No
estamos a punto de llegar?
—¡A punto de llegar! ¡Oh, Thann, Thann! —Nuestra nave había completado otra
de sus pequeñas revoluciones y la Tierra volvía a pasar decididamente por las
portillas. Me apoyé en el cristal y sentí el deseo de estirarme… de fundirme en la
niebla monótona, en las bellezas borrosas del mundo, y estrecharlas contra mi pecho,
con tanta fuerza que incluso Bebé Interior quedara conmovido por tanta maravilla.
~ * ~
Soy muy mala calculando el tiempo. Aunque sólo ha pasado un año, no podría decir
cuánto tiempo hacía que Shua había hecho elevar la nave desde Cougar Canyon y
habíamos emprendido el viaje desde la Tierra hasta el Hogar. Recordé lo
entusiasmada que me sentía. Incluso la cola de caballo me había temblado al
principio de esa grandiosa aventura. Thann jura que él estaba tan cerca de mí durante
el Despegue que mi cola de caballo le hizo cosquillas en la nariz. Pero yo no lo
~ * ~
~ * ~
~ * ~
Pasó otro día hasta que pude volver a pensar. Me desperté sobre un catre de campaña,
tapada hasta la barbilla con una tosca manta de color caqui. Mis brazos desnudos
estaban limpios pero llenos de rasguños. Bebé Interior abultaba suavemente la manta.
Cerré los ojos y me quedé quieta, por un instante envuelta en una nube de paz.
Entonces abrí los ojos y grité:
—¡Thann! ¡Thann! —Y haciendo un esfuerzo aparté la manta.
—¡Calma! ¡Calma! —Unas manos fuertes me obligaron a apoyarme otra vez en
la almohada con olor a moho—. Estás completamente desnuda, sólo tienes la manta.
No puedes salir corriendo en estas condiciones. —Ésas fueron las primeras palabras
que oí pronunciar a Glory.
Me dio una bata de algodón desteñida y arrugada y me ayudó a ponérmela.
—A esos trapos extravagantes que llevabas puestos habrá que hacerles un buen
remiendo antes de que puedas volver a ponértelos. —Los movimientos de sus manos
eran torpes pero cuidadosos. Rió entre dientes—. Evidentemente, en esta bata caben
dos como tú.
Me arrodillé junto al catre que estaba en la otra habitación. Sólo había tres
habitaciones en la casa. Thann, delgado e inmóvil como un papel, estaba acostado
bajo un edredón apelmazado.
—Desea con todas sus fuerzas volver a casa. —Glory intentó que el tono de su
voz fuera adecuado al de la habitación de un enfermo—. No lo superará —dijo
bruscamente.
—Sí, lo logrará. ¡Sí, lo logrará! Lo único que tenemos que hacer es encontrar al
Pueblo…
—¿Qué pueblo? —preguntó Glory.
—¡El Pueblo! —grité—. ¡El Pueblo que vive en el cañón!
—¿El cañón? ¿Te refieres a Cougar Canyon? Hace tres o cuatro años que allí no
~ * ~
~ * ~
Y sin embargo no sentía realmente que Thann estaba allí. Él era parte de otra vida…
una vida que no terminaba en el barro y en la miseria de un lago. Era parte de una
aventura feliz, una alegre bienvenida de regreso a la Tierra que, pensábamos, era algo
del pasado, una agitada reunión con todos los queridos amigos que habíamos dejado
atrás… las horas interminables de intercambio verbal y mental de noticias… y Thann
era parte de eso. No una parte de este yo macilento, de esta sórdida choza que se
tambaleaba al borde de un arroyo seco, esta poco encantadora y torpe criatura que se
embarraba la cara en la tosca grava de una colina pelada.
Me desperté al oír pasos en la oscuridad y unas voces.
—… más loca que una cabra —dijo Glory—. Hay que ponerse en su lugar, está
embarazada y encima sufre este otro golpe…
—¿Con qué ha salido ahora? —Era la gruesa voz de Seth.
—Oh, siempre lo mismo. Hace magia. Hace volar las cosas. Me rompió ese
espejo que Davy me regaló para Navidad antes del derrumbamiento. —Carraspeó—.
Recogí los trozos. Están en el cajón.
~ * ~
Levanté la vista y miré el cielorraso. El tiempo volvía a ser una palabra sin validez
alguna. No tenía idea de cuánto había estado acurrucada y concentrada en mi
desgracia. ¿Cuánto tiempo había estado aquí, con Glory y Seth? Sentí cierta
curiosidad por Seth y Glory. ¿De qué vivían? ¿Qué hacían aquí, en estas colinas
inhóspitas? Esta choza era el resto olvidado de una antigua población fantasma… sin
electricidad, ni agua… paredes sostenidas por un techo desvencijado al que a su vez
mantenían en pie. En cuanto a la comida, judías, pan de maíz, patatas, ciruelas, café.
Me apreté las sienes con ambas manos: la cabeza me daba vueltas. ¿Pero qué
importaba? ¿Qué importaba cualquier otra cosa? Una delirante congoja se acumuló
en mi garganta y grité:
—¡Mamá, mamá! —Y sentí que me hundía en la helada inmensidad de un
espacio solitario por el que me había movido a la deriva…
Enseguida sentí unos brazos alrededor de mi cuerpo y un hombro debajo de mi
mejilla; el suave roce del pelo contra mi cara y una mano tosca que me apretaba
suavemente la cabeza para darme calor y energía.
—¡Bueno, bueno! —La voz de Glory retumbó desde su pecho hasta mi oído—.
Ya pasará. El tiempo y la clemencia de Dios lo harán soportable. ¡Bueno, bueno! —
Me estrechó contra su pecho y me dejó derramar las lágrimas en él. No supe cuándo
me soltó, pero me dormí apaciblemente.
A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, antes de lo cual me lavé la cara y
me cepillé el pelo enredado, detuve la cuchara junto al plato de gachas de avena y
leche.
—¿Qué hacéis para vivir, Seth? —le pregunté.
—¿Para vivir? —Seth agregó otra cucharada de azúcar a las gachas—. Nos
ganamos las judías en Skagmore. Es una mina que ya no está en funcionamiento,
pero quedan una o dos vetas. Trabajamos duro, y salimos adelante… pero tenemos
que trabajar los dos. Glory es tan buena como cualquier hombre… y mejor que
algunos.
—¿Y cómo es que no estáis trabajando en Golden Turkey, o en Iron Duke? —
Mientras los pronunciaba me pregunté de dónde había sacado esos nombres.
—No podemos —respondió Glory—. Él tiene silicosis y artritis. No puede
~ * ~
Después del desayuno bajé por el arroyo, sintiendo por primera vez el sol en mi
rostro, viendo por primera vez la enmarañada e irreflexiva profusión de vida que me
rodeaba, el sueño que me había arrastrado hasta esta tragedia. Me senté apoyada
contra una roca y me cogí las rodillas. Mis pies conocían el camino hasta esa roca. Mi
espalda estaba familiarizada con su firmeza caliente, aunque yo no la recordaba. No
tenía idea del tiempo que hacía que mi nostalgia se había aliviado.
Ahora que esa necesidad concreta estaba cubierta y que ese dolor se había
aliviado, me resultó difícil recordar lo importante y lo urgente que había sido todo
aquello. Era como el recuerdo del dolor… algo puramente intelectual. Pero alguna
vez había sido acuciante… tan acuciante que a causa de ello Thann había encontrado
la muerte.
Me miré y por primera vez me di cuenta de que llevaba puestos tejanos y una
camisa de cuadros… evidentemente de Glory. Los tejanos estaban precariamente
sujetos con un alfiler y abultados debajo de la camisa. Sonreí. Una improvisación
digna de un Extraño… bien, dejémoslo estar. No saben más.
Enseguida me levanté y seguí caminando arroyo abajo hasta que encontré la
choza que Seth había mencionado. Le quedaban dos buenas ventanas. Me detuve
delante de la primera, buscando en mi memoria mi entrenamiento informal. Entonces
puse manos a la obra.
Lenta, firmemente, los clavos empezaron a salir de las ventanas. Con esfuerzo y
sudor y algunas lágrimas de frustración, logré sacar limpiamente las dos ventanas
aunque las paredes de alrededor nunca volverían a ser las mismas. No tenía idea de
~ * ~
Esa noche, Seth dejó caer el tubo de cristal de la lámpara, que quedó hecho añicos.
—Bueno, nos iremos temprano a la cama —dijo Glory con un suspiro—. Pero
quería terminar esta camisa para Seth. —Alisó la tekla suave y lanosa sobre su
regazo. Habíamos imaginado que era un trozo pequeño pero salió un vestido para
cada una de nosotras y una camisa para Seth, además de unas pocas prendas para
Bebé Interior. Volví a bendecir la generosidad de nuestras ropas de viaje y el único
trozo pequeño de manta que había sobrevivido.
—Si tenéis una moneda de diez centavos… —dije, volviendo al problema de la
luz—. Yo no tengo ni un centavo, pero si tenéis una moneda de diez puedo crear
luz…
Seth chasqueó la lengua.
—Si tenemos una moneda de diez me gustaría verla. Estamos a punto de hacer un
viaje a la ciudad para vender nuestro mineral. ¿Te queda algo de cambio, Glory?
Glory vació su maltrecho monedero sobre la cama y revolvió enérgicamente el
contenido.
—Un billete de un dólar —anunció—. Café y azúcar para la semana próxima.
Una moneda de cinco centavos y tres de uno. Ni una sola de diez…
—Tal vez una de cinco sirva —dije en tono vacilante—. Siempre utilizamos
monedas de diez, o discos de argén. Nunca lo intenté con una de cinco. —Cogí la
moneda y la toqué. ¡Caray! ¡Esto sí que los dejaría asombrados! Si es que podía
recordar las instrucciones de Dita. Hice girar la moneda y me concentré frunciendo el
ceño. Hice girar la moneda. Me sonrojé. Empecé a sudar—. Funcionará —tranquilicé
a Seth y a Glory, que me miraban con expresión escéptica. Cerré los ojos y susurré en
~ * ~
Me senté en la orilla del lago que crecía imperceptiblemente y observé otro montón
de tierra de la base de Baldy que se deslizaba en el agua. A mi alrededor estaba la
colina quemada y el pequeño llano en el que yo había encendido la fogata. En algún
lugar, debajo de esas plácidas y sucias aguas estaba nuestra nave y todo lo que
teníamos del Hogar. Sentí que mi rostro se endurecía y se tensaba a causa de la pena.
Me puse torpemente de pie y bajé la inclinada pendiente de la orilla. Me apoyé contra
una roca y moví el agua fangosa con la punta de la zapatilla. Ese trozo de tekla, la
caja de las semillas, las fotos, las cartas. Dejé que las lágrimas rodaran por mis
mejillas. Tantos sueños y planes. El dolor se hizo tan agudo que estuvo a punto de
doblarme. Mis labios se tensaron. ¡Hasta qué punto el dolor mental podía convertirse
en dolor físico! Si al menos pudiera ser amputado como… el dolor volvió a atacarme.
Jadeé y me cogí a la roca que tenía detrás. «Esto es dolor —me dije—. No es Bebé
Interior. ¡Y menos aquí en medio de esta soledad!». Regresé a la choza como
buenamente pude, tambaleándome, y me metí en la cama. Cuando Glory y Seth
regresaron me apoyé en un codo y los miré con expresión insegura; aunque parezca
perverso el dolor me había abandonado exactamente antes de que llegaran.
—¿Te parece que estoy a punto? No tengo forma de saberlo. Aquí, el tiempo es…
~ * ~
Esa noche, después de que Glory nos atendiera a todos y la luz de la moneda quedara
suavizada debajo de una lata oxidada y el sueño nos envolviera a todos, me incorporé
un poco y me apoyé en un codo curvando el cuerpo instintivamente alrededor del
precioso bulto que descansaba a mi lado. La rueda convertida en estufa seguía
encendida, aliviando un poco el crudo frío de la habitación de roca. Glory y Seth
dormían al otro lado de la rueda y su cama había quedado aumentada por una de las
mantas que Jemmy había dejado.
Cuando le dije a Glory dónde estaban, pero no de dónde habían salido, las cogió,
me miró por encima de la pila, abrió la boca, volvió a cerrarla y, sin hacer ningún
comentario, extendió una manta para mí y una para ellos. Ahora ambos dormían y yo
estaba despierta, escuchando la «voz de muchas aguas, cantando alabanzas…», y
sumé mi alabanza a la de ellos. Fuera el cielo empezaba a aclarar pero el murmurante
chapoteo de las aguas me recordó que la infinidad de arroyos de las colinas aún no se
habían vaciado y que la marea se elevaba cada vez más.
Reflexioné una y otra vez sobre la extraña dualidad de los acontecimientos de la
noche. Volví a oír y a ver todas las acusaciones, todas las advertencias. Seguramente
habían estado esperando semejante oportunidad cuando mi yo distorsionado no
miraba, esperando para entrar y enfrentarme a mi propio ser. Había conocido todas
las palabras con anterioridad. Esta oportuna sabiduría había resultado familiar para el
Pueblo incluso antes de que llegaran a la Tierra, y una de las cosas entrañables de la
Tierra era que allí habíamos encontrado paráfrasis maravillosamente rítmicas de ellas.
Así como había dejado a un lado la carga de Bebé Interior para asumir la carga
más pesada de Thann-Dos, también debía dejar de lado la carga de mi ser malcriado y
asumir la carga más pesada de mi responsabilidad, como miembro del Pueblo, ante
~ * ~
Al día siguiente por la noche, porque a pesar de que tenían invitados, las clases
seguían y Mark tenía que cumplir con sus obligaciones cotidianas, Debbie se
acomodó en el sofá, entre Mark y Meris, y dijo:
—Supongo que Bethie se alegró de que la llamaran antes de poder relataros este
segmento de nuestra historia. Está relacionado en gran parte con su familia, y ella es
muy tímida cuando se trata de hablar de sí misma o de sus parientes cercanos. —
Debbie se echó a reír—. Aunque de mala gana, tengo que sonreír al darme cuenta del
paralelismo que existe entre mis actos y mis pensamientos y los de Remy, con la
diferencia de que él es un adolescente y yo era una mujer casada y responsable.
»Bien, de todas formas, dadme la mano y escuchad la historia de Shadow…
~ * ~
Esa noche Papá enarcó las cejas cuando Remy dijo que quería empezar a prepararse
para convertirse en Movilizador. Bueno, podía aprender a serlo, la mayoría de los
miembros del Pueblo podía hacerlo, pero es una tarea terriblemente ardua si uno no
está especialmente dotado para ella. Un Movilizador dotado apenas necesita
entrenamiento, salvo para concentrarse en un proyecto determinado durante el tiempo
necesario. Pero Remy tendría que empezar desde el principio, lo cual suponía apenas
más que lo que puede saber un Extraño… que es casi nada. Papá y Remy sabían bien
que éste mostraba una actitud obstinada sólo porque deseaba tan ardientemente viajar
al espacio, pero papá lo hizo ir a estudiar con Ron y yo rae sentía muy sola en las
horas que él pasaba lejos del campamento. Después de todo, ¿qué puede hacer una
sombra cuando no tiene a quién seguir?
Durante un día o dos recorrí las colinas cercanas, y sorprendí a los buitres que
volaban en círculo asomándome por encima de sus alas finas y anchas, o
descendiendo por una superficie resbaladiza bajo los últimos rayos del sol, entre las
Chimney. Las Chimney son como dedos delgados y angulosos de granito que se
abren paso entre las colinas pobladas de árboles, a lo largo de una orilla del Cayuse.
Pero explorar a solas deja de ser divertido al cabo de un tiempo, y me sentí muy sola
la tarde en que le llevé a mamá un conejo de rabo blanco que había salvado de las
garras de un coyote.
—Sí que está herido —dije, sosteniendo al animalito delicadamente entre mis
manos y firmemente en mi Preocupación. Se quedó sobre mis palmas sin parpadear
siquiera, moviendo tan sólo el hocico—. Pero no puedo distinguir si se trata de una
~ * ~
~ * ~
Sólo cuando estuvimos sentados a la mesa para cenar recordé mi hallazgo de ese día.
—¡Hoy encontré oro! —exclamé, y sentí que un rubor de placer me hacía arder
las mejillas—. ¡Oro verdadero y no manufacturado!
—¡Vaya! —Papá detuvo el tenedor en el aire—. Eso es fantástico, teniendo en
cuenta que es la segunda semana. ¿Cuándo podemos empezar a extraerlo?
¿Tendremos suficiente con un cubo, o necesitaremos una carretilla?
—Oh, papá, no te burles —dije—. ¡Ya sabes que en esta tierra no hay oro! Sólo
era una pequeña cantidad, estaba a dos metros de profundidad en una hendidura en el
granito. Pero ahora sé qué textura tiene el oro, y la plata, y… y algo delgado y
brillante.
Me interrumpí, sintiendo de repente que no deseaba contar todos los detalles de
mis descubrimientos. Afortunadamente, mis últimas palabras se perdieron en la
actividad mientras Remy levantaba la mesa para que mamá pudiera servir el postre.
Era la semana que a él le tocaba levantar la mesa y a mí lavar los platos.
A la mañana siguiente Remy cogió la pala y la roturadora para quitar la maleza de
algunos de los campamentos que se extendían a lo largo de Cayuse Creek. Muy pocas
personas llegaban hasta ese lugar tan alejado, pero el Servicio Forestal les había
preparado varios lugares de acampada por si acaso, y este verano a papá le
correspondía esa zona. Cualquier otro año habría pasado el tiempo en su laboratorio
de física, junto al Grupo, intentando encontrar artilugios para ayudar a los Extraños a
hacer lo que el Pueblo hace sin artilugios.
De todas formas, después del almuerzo papá liberó a Remy y yo lo convencí para
que me acompañara a buscar metales.
—¿Llevo el cubo de papá? —dijo, bromeando—. ¡Esta vez podrías encontrar
diamantes!
—¡Diamantes! —le dije con un mohín—. Yo percibo la presencia de metales,
tonto. ¡Incluso tú sabes que los diamantes no son metales!
Cuando regresamos a casa, exaltados por las novedades que no podíamos compartir,
mamá iba de un lado a otro recogiendo algunas cosas esenciales.
—Se trata de una emergencia —dijo—. Ha llegado un mensaje del Grupo. El
doctor Curtis nos trae un paciente y me necesita. Shadow, tú me acompañarás. Ésta
será una buena oportunidad para que empieces a practicar la diagnosis real. Ya tienes
edad suficiente para hacerlo. Remy, tú pórtate bien y cuida a tu padre. Será mejor que
cocines tú y que no hagas huevos fritos más de dos veces al día.
—Pero mamá… —Remy me miró y frunció el ceño—. Shadow…
—¿Sí? —Mamá apartó la vista del estuche que estaba guardando.
—No, nada —dijo, y su labio inferior se curvó hacia abajo en una expresión de
desilusión.
—Bueno, ahora ésta será una aventura exclusivamente tuya —murmuré mientras
él me bajaba una maleta del estante más alto del armario—. Pero muévete con
cuidado. Y en caso de duda, ¡elévate!
—¡Te saludaré con la mano mientras pasamos de camino a la Luna! —dijo,
bromeando.
—Remy. —Hice una pausa y dejé un camisón suspendido sobre la maleta—. Es
posible que todo fuera un delirio de Tom. Nunca vimos el cohete, ni a su hijo. Es
posible que yo esté interpretando mal la presencia de metal. Será divertido si logras
encontrarlo realmente, pero no te ilusiones demasiado por eso. ¡Y ten cuidado!
Mamá y yo decidimos llevarnos la furgoneta porque papá tenía, el jeep para ir al
bosque y si nosotras debíamos movernos entre Extraños tal vez necesitaríamos un
medio de transporte. De modo que cargamos nuestras maletas. Mamá se comunicó
con papá y se despidió de él. Mientras nuestra furgoneta salía del patio y se elevaba
alejándose por encima de las copas de los árboles, me asomé y saludé a Remy, que
estaba de pie en el porche, con expresión melancólica.
Fueron dos semanas maravillosas en las que reinó un clima solemne. Teníamos un
hospital muy pequeño. Los miembros del Pueblo son bastante sanos, pero el doctor
Curtis, un Extraño amigo nuestro, nos trae pacientes con bastante frecuencia para que
mamá lo ayude a establecer un diagnóstico. Ése es el Don de ella: poner las manos
sobre el enfermo e interpretar el mal que lo aqueja. De modo que cuando él está
totalmente desconcertado con un paciente, se lo lleva a mamá. Ella es demasiado
tímida para ir al Exterior. Además, los miembros del Pueblo somos más eficaces
cuando nos encontramos entre los nuestros.
No fueron dos semanas fáciles porque una Sensitiva debe experimentar lo que
experimenta el paciente. Aunque sea el sufrimiento de otro, sigue siendo algo muy
real y molesto, sobre todo para una principiante como yo. Una noche pensé que
moriría cuando quedé atrapada en el asfixiante sufrimiento de un ataque que olvidé
Canalizar, y quedé perdida en el sufrimiento. Mamá tuvo que rescatarme y
~ * ~
Así se sucedieron los días, demasiado rápido para nosotros. Trabajábamos contra la
fecha límite del final del verano y el momento fatal en que papá y mamá finalmente
nos harían preguntas sobre nuestras prolongadas ausencias de la cabaña. Hasta ese
momento habíamos podido evitarlas. Y sentí un gran alivio el día en que Remy dejó
una herramienta, se limpió las manos lentamente en los tejanos y dijo serenamente:
—He terminado.
Tom se puso pálido y pensé que iba a desmayarse. Sentí que mi rostro se
enrojecía y tuve miedo de estallar.
—Has terminado —susurró Tom—. Ahora mi hijo podrá ir al espacio. Iré a
decírselo. —Y se fue arrastrando los pies.
—¿Cómo vamos a hacer para que mamá y papá nos dejen marchar? —pregunté
—. Dudo que aunque la nave esté lista…
—No podemos decírselo —señaló Remy—. No deben saberlo.
—¿No vamos a decírselo? —Quedé azorada—. ¿Haremos una expedición coma
ésta sin decírselo? ¡No podemos!
—Tenemos que hacerlo así. —Remy hablaba con un tono de madurez que jamás
había mostrado—. Sé perfectamente que si lo supieran nunca nos permitirían
marcharnos. De modo que vas a guardar el secreto… incluso después de que nos
hayamos ido.
—¡Guardar el secreto! No vas a irte sin mí. ¿De dónde has sacado semejante
idea? Si en algún momento se te ocurrió… —Empecé a gritar. Remy me cogió del
brazo.
—¡Cállate! —me dijo, sacudiéndome un poco—. No puedo permitir que vengas,
dadas las circunstancias. Tendrás que quedarte.
—Dadas las circunstancias —repetí, mirándolo fijamente a los ojos—. Remy,
¿existe realmente alguna forma de que la nave regrese?
—Te dije que sí, ¿no? —Remy me devolvió la mirada.
—¿De que la nave regrese con su propia fuerza?
Remy me soltó el brazo.
—Regresará sin problemas. Deja de preocuparte.
—Remy —esta vez yo le sacudí el brazo a él—, ¿tienes las instrucciones para el
vuelo de regreso? Tom dijo…
—No —reconoció Remy en tono duro e impersonal—. No hay instrucciones para
~ * ~
~ * ~
~ * ~
«Cuando pienso en el cielo, en la obra de tus dedos, la Luna y las estrellas que tú has
ordenado, pienso qué es el hombre para que tú pensaras tanto en él…».
S iempre he sido una persona práctica. Al releer esta frase, las comisuras de mis
labios se curvan hacia arriba. Ahora suena distinta. No importa; práctica y un
poco escéptica… ésa es una descripción más ajustada de mi persona. He disfrutado…
tal vez un poco ansiosamente… con los fantasmas de los demás, con las
coincidencias asombrosas, con la observación de los platillos volantes, con la
inclinación de las mesas y los sueños proféticos, pero nunca tuve los míos propios.
Supongo que hace falta ser una persona muy decidida, o muy ingenua, no pueril, para
mantener viva la ilusión y el asombro a lo largo de toda una vida dedicada a la
enseñanza. «Toda una vida» suena terriblemente envejecedor, ¿verdad? Pero siento
cada vez más que encajo mejor en el papel de observadora que en el de participante.
Tal vez eso explique en parte mi poco entusiasmo cuando efectivamente participé.
Fue más que nada en el papel de espectadora. ¡Pero qué participación! ¡Qué
espectáculo!
Pero volvamos al aula. Las cara y los nombres tienen la costumbre de repetirse y
repetirse en las clases a lo largo de los años. Sin embargo, de vez en cuando, aparece
uno de la especie imborrable… y te deja una marca que, para bien o para mal, no se
puede borrar. Pero, fiel a mi naturaleza, ni siquiera sentí una punzada ni tuve una
premonición.
El chico nuevo llegó solo. Era menudo, delgado, y tenía una mata de pelo oscuro.
Poseía la serenidad del chico que se ha presentado solo muchas veces, que no se
siente especialmente cómodo ni incómodo en una escuela nueva. Llevaba consigo un
boletín de notas mediocre que, según noté al pasar, le adjudicaba una nota baja en
Participación en Actividad Grupal y una alta en Adaptación al Asesoramiento en
Reexpedición; gracias a eso deduje que era un solitario que se preocupaba cuando le
hablaban, cosa que no ayudaba demasiado para situarlo académicamente.
—¿Qué libro estás leyendo? —le pregunté al tiempo que buscaba en la estantería
diversos libros de lectura por si él no conocía un nombre específico. A veces llegan
algunos que abren los ojos desorbitadamente y preguntan con asombro:
«¿Leyendo?».
—¿En cuál de estas series? —preguntó—. ¿Mira y enuncia, ITA o fonética? —
Frunció el ceño—. Nos hemos mudado muchas veces y parece que cada lugar al que
llegamos es diferente. A veces eso me confunde. —Vio mi expresión de sorpresa y se
ruborizó—. En realidad no soy muy bueno en ningún método, a pesar de que conozco
sus nombres —admitió—. Sólo funciono en un nivel de segundo grado,
aproximadamente.
—En realidad, tu vocabulario no es de segundo grado —dije, levantando la vista
del formulario de inscripción.
—No, pero mi lectura sí —reconoció—. Me temo…
~ * ~
~ * ~
La rata blanca tuvo seis crías, lo cual fortaleció para siempre la amistad entre Gene y
Vincent, y en la escuela las cosas se sucedieron con cierta serenidad.
De repente, como respondiendo a una señal, el ritmo de la exploración espacial
aumentó en todos los países que alguna vez habían intentado lanzar alguna nave; así
que en la escuela empezamos a construir una nave espacial. Desarrollábamos nuestras
lecciones a un ritmo vertiginoso y, después de concluir sus tareas, los chicos se
sumergían en la actividad que habían elegido… sin darse cuenta de que así ponían en
práctica todo lo que habían estado estudiando de tan mala gana.
Mi grupo de alumnos de primaria estaba concentrado montando un paisaje lunar
en una mesa con arena. El paisaje sería completado con habitantes de la luna hechos
en arcilla.
—¡No tenemos que hacerles nariz! —exclamó Ginny, que tenía tendencia a hacer
comentarios críticos—. ¡Ellos son diferentes! ¡No respiran! ¡Si no tienen aire!
También había perros, gatos, coches y flores de la luna, e incluso un pájaro.
—¡No puede volar porque no hay aire, así que vuela en el suelo! —comentó
Justin—. Le gustan los cráteres porque allí hay más tierra.
Vi la expresión divertida de Vincent, que escuchaba a los más pequeños.
—¡Los niños pequeños son divertidos! —murmuró—. ¡Poner animales en la
Luna! Cuando mi papá estuvo allí, lo único que vio… —Abrió los ojos
desorbitadamente y se concentró en la elección de los clavos adecuados que
guardábamos en una lata oxidada de café.
—Y los no tan pequeños también —dije—. ¡La Luna! ¡En la Luna tampoco hay
padres!
—Supongo que no. —Cogió el martillo y, mientras se alejaba, lo oí murmurar—:
¡Ahora!
~ * ~
Esa noche dejé a un lado el periódico y levanté pensativamente la taza de café. Por
encima del borde observé la oscuridad cada vez más intensa. Éste era el periódico
local, que aún luchaba por convertirse en un gran diario metropolitano después de
medio siglo como semanario del condado, con sólo cuatro páginas. En ocasiones, su
tamaño era excesivo y tenían que rellenar columnas breves con chismes. Volví a leer
uno que me llamó la atención. Morris solía ser bueno en uno o dos temas. Yo buscaba
sus artículos desde que había tenido una conversación con un amigo mío al que le
había perdido el rastro.
«El radioaficionado Morris Staviski dice que los rusos tienen en órbita un nuevo
Spútnik tripulado. Dice que ha recibido señales de radio desde la nave. No puede
descifrar lo que dicen, pero asegura que hablan en ruso. Él sabe cómo suena el ruso
porque su abuela era de aquel país».
«Hmm —pensé—. Me pregunto si Vincent conocerá a Morris. Tal vez fue así
como se enteró de ese asunto de la nave que está en órbita».
Así que al día siguiente se lo pregunté.
—¿Staviski? —Frunció el ceño—. No, profesora, no conozco a nadie que se
llame Staviski. Al menos no recuerdo ese nombre. ¿Debería recordarlo?
—No necesariamente —dije—. Sólo era una pregunta. Él es un radioaficionado…
—¡Oh! —Se sonrojó de alegría—. Ahora estoy trabajando en la clave, así que
puedo intentarlo la próxima vez que conecte con Winter Wells. Tal vez llegue a
hablar con él en alguna ocasión.
—¡Yo también! —intervino Gene—. ¡Yo también estoy aprendiendo la clave!
—Pero él lleva cierta desventaja —comentó Vincent con una sonrisa—. Aún no
~ * ~
V erás… tenemos esta casa, como… ya sabes, una vieja granja totalmente
rodeada por un amplio porche. Los catetos del lugar le llaman antro hippie, y
cuando los polis del lugar no tienen otra cosa que hacer, deambulan delante de la casa
y fingen estar ocupados.
Ahora bien, sé que este asunto de los hippies no es verdadero. Aquí no. Paran
montones de tíos y chavalas que se dirigen a la costa, donde están los de verdad. Pero
nunca se quedan aquí… al menos los auténticos. Se largan en uno o dos días, salvo
los que no pueden o no quieren conformarse. No pueden comprar toda la casa, y por
eso se largan… son demasiado individualistas. Escucha, si crees que adaptarse es
para los anticuados o los formales… reflexiona. ¡Hermano, te adaptas al rollo hippie
o estás fuera!
Tomemos el lenguaje, por ejemplo. Hay algunos que me miran con el ceño
fruncido, tratando de entenderme. Así que una vez me escuché a mí mismo durante
un tiempo y descubrí que soy un verdadero políglota. Si hay una forma de lenguaje
que me gusta, la adopto. Warum nicht!
Pero si no tienes el vocabulario de un movimiento… no estás en él. ¿Te das
cuenta?
No, los que se quedan aquí durante un tiempo son los individualistas… los
solitarios que no tienen una pandilla con la que estar, que buscan algo y que piensan
que tal vez, si se quedan en un lugar el tiempo suficiente, como aquí, donde los
pasajeros van y vienen, lo que están buscando aparecerá.
¿Y yo? Soy el que más tiempo ha estado aquí. Y todavía no ha aparecido nada. O
tal vez ha pasado de largo.
Yo inicié esta casa. Sin querer. Cuando encontré este lugar, y todavía estaba por
ahí luchando, pensando que tal vez ése era el camino, recorrí estas habitaciones
vacías, llenas de polvo, en las que todo retumbaba. Sin nada, una nada encantadora
alrededor, sujeta por paredes y un suelo y un techo que subrayaban este particular
fragmento de nada. Me asomé por las ventanas. En tres de los costados, nada hasta el
horizonte. Ni colinas ni montañas que sujetaran el cielo, así que la parte superior del
techo era lo único que evitaba que el cielo se aplastara contra el suelo. Al otro lado,
los establos, y más allá… el comienzo de la ciudad. No necesitaba mirar en esa
dirección.
Así que quité el barro de las habitaciones, barrí el polvo y fregué las tablillas
gastadas. Arreglé el tubo de la cocina y encendí el fuego de la salamandra. Después,
durante un largo y satisfactorio anochecer, me senté en el suelo, sobre mi saco de
dormir, y observé el parpadeo del fuego detrás de la mica astillada de la puerta de
hierro colado.
No sé quién o qué originó esto, pero un par de meses más tarde la gente empezó a
~ * ~
A veces pienso que pasó un siglo; otras veces que sólo transcurrieron diez minutos
hasta que Katie-Mary volvió a aparecer bajo la luz de la lámpara, con el rostro sereno
y serio. En realidad pasó aproximadamente una semana. O eso creo.
—¡Hola, muñeca! —la saludé—. Adelante. —Si no me hubiera apartado, habría
chocado conmigo. Parecía sonámbula.
—Lo llevé —me dijo—. En esa moto suya. Rompimos ese encantador y
espantoso silencio. Me sentía rodeada de astillas hasta que por fin nos detuvimos en
el cañón. Degal estaba en la entrada, esperando. Y los Ancianos, Jemmy y Valancy. Y
la chica de los ojos grandes. ¿Cómo es posible que lo supieran?
»El Oyente se quedó esperando… incluso después que yo bajé. Entonces Degal
dijo: “Hola, Katie-Mary”. “¡Hola, Oyente!”. —El rostro de Katie-Mary se
contorsionó—. Él nunca había visto al Oyente, pero lo conoció.
Entonces el Oyente bajó. Dejó su moto allí parada, y la moto no se cayó. Observó
~ * ~
Bueno…
Desde que Katie-Mary se fue, su limpio rectángulo de suelo dejó de ser limpio.
Cualquiera camina encima de él, o duerme en él, pero ya nadie lo friega. Y la
inquietud y el desarraigo siguen apareciendo y desvaneciéndose, como una
respiración febril.
No sé por qué me quedo. Todo esto ha perdido encanto. Pero si me largara… ¿a
dónde podría ir? Nada de esto puede convencerme de que para mí existe un hogar
encantador y acogedor en algún lugar de la tierra…
Pero entonces, tal vez, como Katie-Mary, pasaré al otro lado. Dos ceros al otro
lado del número…
S essa decidió entretenerse con los pequeños trucos del orden que había
desarrollado a lo largo de los años para tener la mente apartada de los dolorosos
momentos que la aguardaban. Hoy los necesitaba especialmente para mantener firme
su decisión. Si no pensaba demasiado le resultaría más fácil concretar este paso
gigantesco.
En primer, lugar quitar cuidadosamente el polvo a cada Lector del tamaño de un
palmo, aunque desde el año anterior era poco el polvo que seguramente se había
acumulado. ¡Qué fantástico! ¡Qué maravilloso sentir esa multiplicidad debajo de sus
manos! Y luego volver a colocar los Lectores otra vez en sus cubículos. Coger el
recipiente de los muchos y volcarlos sobre su regazo, tan resplandecientes y brillantes
como el cristal, mientras la luz iluminaba su caída y estallaba en un suave resplandor
desde su redondez. Hundir las manos hasta las muñecas en la comodidad de su
multiplicidad. Luego seleccionarlos y colocarlos otra vez, lentamente, en el recipiente
transparente, cuidadosamente acomodados por colores, uno a uno y deliciosamente
repetidos, para el acento de mañana. ¿Mañana? Oh, mañana, hacer resaltar el azul de
la habitación. Lenta, muy lentamente, amando los colores, la fría tersura, la
multiplicidad de los muchos.
Pero finalmente todo quedó hecho y llegó el momento en que no pudo seguir
postergándolo. Oh, Kiltie insistía en que a los ocho años era lo bastante mayor para
no necesitar que alguien la vigilara desde que bajaba del autobús de la escuela hasta
llegar a su casa, pero, aunque pareciera una tonta actitud maternal Sessa no soportaba
pensar en Kiltie, tan pequeña, recorriendo ese camino intacta… sin ser vista…
«¡Dilo! —se dijo en tono severo—. ¡Kiltie lo dice casi sin pensar! ¡No soporto
pensar en que Kiltie está sola!».
Sessa contuvo la respiración y tenso las manos para combatir el pánico y el temor
que impregnaban la palabra. Desvió la vista hacia los muchos, hacia los Lectores y
hacia la encantadora multiplicidad de los ladrillos que formaban las tres paredes
largas e intactas de la agradable habitación, y se consoló viéndolos. Luego se puso de
pie con decisión y caminó con paso firme hasta la única ventana que se abría en la
parte delantera de la casa. Con mano fría pero segura apartó la cortina que creaba la
ilusión de integridad en la habitación.
—¡Ya está! —dijo abrazándose—. Ya ni siquiera cierro los ojos. Gracias a Dios el
sufrimiento ha desaparecido… Puedo soportar el malestar. —Sessa observó el valle
enorme, vasto, brillante y desierto, y el vállele devolvió la mirada. Bajó la vista—.
Truro dice que llegará un día en qué no tendré que mirar el valle porque ni siquiera lo
veré —dijo consolándose.
Entonces, deliberadamente, dejó que sus ojos recomerán la vastedad, desde las
rocas salientes del oeste hasta los altos oscilantes de las colinas del este, desiertas y
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