Fernando Bárcena - La Escritura Derrotada
Fernando Bárcena - La Escritura Derrotada
Fernando Bárcena - La Escritura Derrotada
La escritura derrotada.
Notas sobre una poética de la educación
Presentación
No se vive impunemente. Por eso amar es el único intento, aunque lo
intentemos más de una vez. Por eso las heridas nos dejan sus marcas, aunque
dejen de dolernos. Por eso no siempre somos los mismos, aunque nuestros
amigos siempre nos quieran igual que siempre, y nos esperan. No se vive
impunemente y dejamos por ahí perdidas y a solas algunas cosas que
recuerdan nuestro paso. Tal vez, algunos libros que no valen mucho, los
amigos, que valen más que nosotros, y nuestros hijos -mi hijo- que lo vale todo,
porque en él está mi hogar. No se vive impunemente: por eso en nuestra
fragilidad está también una extraña fuerza. Sentirnos conmovidos.
Permanecemos, atentos, en la experiencia, para que algo nos pase. No, no se
vive impunemente. Y por eso no siempre vencemos.
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una relación poética. No tengo las ideas claras, porque solo puedo contar con
palabras que no son mías. Pero tengo la sensación de que eso que nombro
como poética (de la enseñanza o de la educación, o de la formación) tiene que
ver con una especie de viaje hacia fuera desde el interior de la experiencia de
lo que nos acontece. Creo que tiene que ver con un hacernos presentes de otro
modo en lo que hacemos, ante lo que transmitimos y con quien nos
relacionamos. Tiene que ver, creo yo, con una cierta ruptura de la lógica de las
relaciones establecidas. Es algo así como el intento de aceptar, abriendo un
lugar dentro de la norma y la regla, lo extraño en su extrañeza, lo diferente en
su diferencia, lo otro en su alteridad.
convincente es posible, y tal vez necesario, intentar también una escritura que
se deje afectar por cierta derrota (la que supone aceptar no alcanzar a decir,
escribiendo, todo lo que se pretende o se intenta), es decir, una escritura
insegura de sus razones, inestable en sus convicciones, carente de
planificaciones. Una escritura que admite cierta dignidad en el reconocimiento
de lo indecible. Y que frente a esos textos tan legibles e informativos -y tan a
menudo apáticos-, esa escritura tan precaria en sus intenciones se hace fuerte
en una experiencia en la que el sujeto que escribe aquello que le da a pensar a
menudo lo hace leyendo como un salvaje, desde una relación vital con lo
literario.
He reunido en este texto, pues, algunas palabras en torno a un tema: la
escritura cuando escribir es una experiencia que no tiene garantizada una
resolución final estable, cierta victoria, sino más bien lo contrario; cuando
escribir es estar, de hecho, instalado en la incertidumbre, en una experiencia
de la contingencia.
En El orden del discurso, su lección inaugural pronunciada en el Collège
de France el 2 de diciembre de 1970, contraponía Foucault la verdad de lo que
puede decirse fuera de un orden del discurso a la verdad «obligada» a
encontrarse dentro de un sistema de prescripciones: «Siempre puede decirse
la verdad en el espacio de una exterioridad salvaje; pero no se está en la
verdad más que obedeciendo a las reglas de una ‘policía’ discursiva que se
debe reactivar en cada uno de sus discursos.» (Foucault, 1987: 38) En este
texto, Foucault se refiere de los procedimientos que determinan las condiciones
de la correcta utilización de los discursos, reglas que determinan quienes están
cualificados -quienes son competentes- para utilizarlos y acceder a ellos. La
educación no se escapa a este orden discursivo: «Todo sistema de educación
es una forma política de mantener o de modificar la adecuación de los
discursos, con los saberes y los poderes que implican.» (Foucault, 1987: 45)
De este modo, el sistema de enseñanza no es sino una «ritualización del
habla», y la escritura un sistema en el que a menudo estos mismos
procedimientos determinan sus condiciones de acceso, su forma de llevarla a
cabo en las distintas disciplinas, su manera de determinarla y canalizarla en el
buen orden de lo escrito, en una especie, por así llamarla, de política
(académica) de la escritura.
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derrota del pensamiento, que no puede abarcarlo todo. Lo que apenas queda
mostrado, apenas sugerido.
Se trata de una experiencia de derrota concentrada en la experiencia de
la escritura, cuando escribir sobre educación me enfrenta -o nos enfrenta- a
determinados desplazamientos o confirma algunas distancias.
Una primera distancia: la distancia que encuentro, cuando escribo sobre
educación, entre mis percepciones más íntimas sobre mi propia Bildungsroman
y mi propia tematización intelectual de lo pedagógico cuando escribo sobre
temas educativos, mientras intento distanciarme de mi propia subjetividad al
intelectualizarlos. Es como si casi nunca alcanzase a decir, escribiendo de este
modo, todo lo que desearía poder mostrar. Como si hubiese un resto
indescifrable, un punto ciego, algo inaprensible en ese difícil acto de la escritura
pedagógica.
Y una segunda distancia, otra clase de desplazamiento: no es un
desplazamiento íntimo -la distancia entre el sujeto que escribe en su caótica
intimidad de sensaciones y percepciones y el objeto de la escritura-, sino un
desplazamiento dentro del propio registro del discurso pedagógico; es como si
tuviese la sensación de que siempre que hablamos o escribimos sobre
educación no pudiésemos desmontar, o poner temporalmente en cuestión, todo
ese optimismo, esa fe, esa certeza en que los sujetos de la educación siempre
son mejorables y perfectibles de acuerdo a un plan ya previsto, de que la
pedagogía lo puede casi todo sino atentamos contra la buena inteligencia
educativa y el sentido común pedagógico. Creemos en nuestra capacidad;
tenemos que creer en nuestros poderes pedagógicos para no perder la
seguridad de una identidad todavía no problematizada.
La «escritura derrotada» es, quizá, un título de resonancias
blanchotianas. Tiene cierto eco en La escritura del desastre de Maurice
Blanchot, pero no pretende emular nada ni a nadie. Dice Blanchot: «Cuando
todo está dicho, lo que queda por decir es el desastre, ruina del habla,
desfallecimiento por la escritura, rumor que murmura: lo que queda sin sobra
(lo fragmentario.)» (Blanchot, 1990) Para Blanchot, el «desastre» es algo así
como una metáfora de tiempos caracterizados por la contradicción, la violencia,
la confusión, tal vez la incertidumbre y la contingencia. Tiempos caracterizados
por la desaparición del nombre propio, el desvanecimiento de las referencias y
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2. El texto apático
En el siglo XVIII, Johann Christoph Gottsched, escritor, dramaturgo y
crítico alemán, representó una de las defensas más ardientes de cierto
absolutismo literario, que sólo admitía el humor en la literatura si era portador
de un significado moral. Pretendía convertir el humor en mero vehículo
funcional de la moral, pues sólo así quedaría justificada su presencia. De algún
modo, Gottsched acariciaba severas pretensiones pedagógicas de reforma
moral, aunque sus obras -como Catón moribundo (1732)- constituyesen
mamotretos tan pesados como interminablemente aburridos.
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realizados en todas las artes son creaciones y los artífices de éstas son todos
poiétai (creadores).» (Platón, 205c)
Para la filosofía griega temprana, el ser, es «presencia», un surgimiento,
una aparición, algo así como un nacimiento, un salir a la luz y arrancarse al
ocultamiento y al no-ser. Se trata de un aparecer, algo que, en cualquier
momento, puede volver a ocultarse, regresar de nuevo al «no-ser» si no fuese
por ese acto de poíesis que lo extrae del fondo primordial de lo no manifestado
y que permanece inaccesible.
En este sentido primordial, lo «poético» es, en primer lugar, creación: es
llevar algo hacia la máxima presencia de sí. Como dice Giorgio Agamben, «la
experiencia central de la poíesis es la pro-ducción hacia la presencia»
(Agamben, 1998: 116). Un acto de nacimiento. Pero, en segundo lugar,
también es un testimonio. El poeta Paul Celan decía que «la poesía no se
impone, se expone». Si la poesía se «expone», y si todo existir es un
«mantenerse fuera», un «estar expuesto» (ek-sistere), hay entonces una
especie de vínculo entre poesía y existencia. La poesía se expone porque da
testimonio de algo a lo que los poetas ya se han expuesto. Por eso, «la
escritura poética siempre está ya involuntariamente próxima del testimonio»
(Sloterdijk, 2006, 22). De lo que se trata en todo arte es, primero, del
testimonio, y luego de la creación. Quizá podría decirse que un acto poético es,
en definitiva, la creación de un testimonio, un testimonio que se expone, que se
muestra, que se torna visible y presente.
¿De qué saber dispone el poeta? El poeta sabe hacer lo que hace -se lo
sabe de memoria-, y lo hace presente en el mundo (ofrece un testimonio de
ello, lo expone), pero, hasta cierto punto, no se le pueden pedir explicaciones
de lo que hace o de cómo lo hace. El poeta, que sabe lo que hace, ignora cómo
se hace, como si no supiese decir o explicar cómo son las reglas de su juego;
es una especie de incompetente. Como todo artista, el poeta no tiene unas
reglas que sea capaz de «decir» cuáles son, y de las que pueda informar con
eficacia para que otro las aprenda. En cambio, el poeta puede mostrar lo que
hace, y de hecho se puede aprender junto a él, pero nadie aprendería nada si
lo que se busca es aprender las cosas como las hace él. Lo puede mostrar,
pero no decir. José Luis Pardo explica esto del este modo, bastante
aristotélicamente, por cierto: «Se aprende, pues, a amar, como se aprende a
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cantar o a bailar, como se aprenden a jugar todos los juegos cuyas reglas son
implícitas, es decir, practicándolos hasta sabérselos de memoria. Y como no se
parte de una lista de instrucciones escritas y explícitas el aprendiz tiene que
adivinar las reglas en la práctica, en la práctica del Otro» (Pardo, 2007, 41)
Hay, pues, una especie de vínculo entre la enseñanza y el arte, porque
en ambos existe testimonio (en el caso de la enseñanza, un testimonio de
todas las posibilidades humanas e inhumanas), y porque en ambas actividades
hay un acto de creación (en la enseñanza: la creación de uno mismo hacia su
propia presencia y para el mundo). Y es aquí donde están las dificultades para
pensar la educación bajo el signo del arte (y de una poética), y para hacer
presentes las artes en la educación en su radical singularidad y
excepcionalidad: en que la pedagogía tiene necesidad, por razones
estratégicas y de eficacia, de adaptarse al sujeto de la educación, al niño, al
aprendiz, a los jóvenes a los que se dirige, y muchas veces en detrimento de
su objeto.
En un ensayo titulado La hipótesis del cine, cita Alain Bergala unas
palabras de Jean – Luc Godard que pueden, ahora, servirnos para pensar esta
poética de la enseñanza: «Porque existe la regla, existe la excepción. Existe la
cultura, que es la regla, y existe la excepción, que es el arte. Todo dice la regla
-ordenadores, camisetas, televisión, nadie dice la excepción, eso no se dice.
Eso se escribe –Flaubert, Dostoiesvski-, eso se compone –Gerhwin, Mozart-,
eso se pinta –Cézanne, Vermeer-, eso se filma –Antonioni, Vigo-.» (Bergala,
2008, 34)
El arte no se enseña: uno se encuentra con el arte, lo experimenta, y se
transmite por vías diferentes al discurso disciplinar. Si la enseñanza en la regla,
el arte debe ganarse un lugar de excepción dentro de ella. El arte es lo
excepcional. Sólo generando acontecimientos, haciendo posible una relación
pedagógica, que incluye un modo otro de estar en ella, y de hacernos presente
en ella (ante nuestro objeto y ante nuestros alumnos), logramos mostrar lo que
nunca podríamos decir. En eso, me parece, consiste una poética de la
enseñanza.
Se trataría, entonces, de intentar pensar los objetos de transmisión
pedagógica como un gesto de creación. No como un objeto de lectura a
decodificar. Se trata de estar pegados, por así decir, a la memoria del acto de
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