Academia de Artes - La Pregunta de Stanislavski

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Texto de ingreso a la Academia de Artes

“La pregunta de Stanislavski”


Por Luis de Tavira
 

Vivimos tiempos difíciles para el aprecio del arte de la actuación dramática. Tiempos
confusos para la estética de la teatralidad. Tal vez por eso sea necesario volver a pensar lo
ya pensado. Pensar como sólo hoy podría pensarse aquel intenso y fecundo pensar que
desde otro momento fue capaz de traernos hasta hoy.

Tal vez por eso mismo sería importante volver al punto de partida de aquellas preguntas
que resultaron decisivas para iniciar el camino de la elucidación sobre el enigma de un arte
monstruoso y esquivo.

Más las preguntas que las respuestas, porque en el inquietante no saber que las suscita
podríamos hallar el impulso para descubrir lo que a nuestro tiempo le ha sido reservado
comprender.

Habría que indagar por ejemplo, el origen de la pregunta de Stanislavski, porque ninguna
otra ha resultado más decisiva y trascendente para el intenso debate sobre el arte de la
actuación en la modernidad.

Podríamos comenzar evocando aquella tarde de mayo de 1873 en Verona, tal como nos
invitan a imaginarla las narraciones de Helen Sheehy y de William Weaver.

Aquella función de Romeo y Julieta en el antiguo coliseo romano; aquella escena, aquel
fulgor que precedió a aquellas palabras que brotaron del cuerpo de una actriz que decidió
ser Eleonora Duse.

Cuando entró a escena, venía de la oscuridad del túnel de los gladiadores de aquel viejo
coliseo. Caminó hacia la luz que se abría al final del corredor. Al llegar al borde de la
escena una brisa muy suave la tocó y sin saber cómo, si en el cuerpo o fuera del cuerpo, fue
arrebatada a otro lugar y a otro tiempo que comenzó a suceder en su imaginación y ahí
escuchó palabras que no se pueden decir.
Ahí estaba en el centro del escenario, suspendida en aquel fulgor que precede a la palabra,
aquella muchacha menuda de catorce años que avanza con los pasos de quien ya sabe
caminar grandes distancias. El sol brilla sobre su pelo negro, largo y suelto, agitado por el
viento.
Muy abiertos los grandes ojos negros, los párpados pesados, la nariz patricia, la boca
generosa, toda la pureza de una escultura clásica a punto de comenzar a hablar.
Tenía catorce años, casi quince, la misma edad del personaje y sin embargo no era una
actriz principiante. Hacía diez años había comenzado a actuar en la compañía de su familia.
Una troupe trashumante de cómicos de la legua que mal vivía yendo de pueblo en pueblo
para ofrecer las tandas de su repertorio. Esta vez habían llegado a Verona, la ciudad de los
Montesco y de los Capuleto y habían decidido ofrecer la representación de la tragedia

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emblemática de aquel lugar, entre otras razones, porque Eleonora había alcanzado la edad
de Julieta Capuleto y en esta ocasión no sería necesario forzar las convenciones con una
actriz de edad mucho mayor, como se acostumbraba.
Cuenta la leyenda que Eleonora había nacido en el vagón de un tren o tal vez en el rincón
de algún hostal de camino durante una de las giras teatrales de la compañía familiar.
Actores desarraigados, sin patria, cuyo hogar son los caminos, los trenes, los hostales y
sobre todo, los viejos teatros, las carpas, los escenarios improvisados en plazas o en
graneros. Así, Eleonora creció siempre de viaje, en trenes, en carreteras, en camerinos,
entre utilerías y vestuarios y muy pronto, desde los cuatro años, en el escenario.
Sin embargo, esta vez, aquella tarde de mayo de 1873, sobre el escenario del coliseo
romano de Verona, Eleonora Duse sucumbió a la intensa e insospechada experiencia que la
hizo traspasar todas las rutinas, las formas, los tonos y previsiones de un oficio conocido
como la propia vida, para venir a descubrir la antigua novedad de la esencia descomunal del
arte de la actuación.
Así llegó a aquel instante según lo convenido y se detuvo en el centro de la escena; una de
las rosas que apretaba entre los brazos, se resbaló y cayó al piso. Entonces, tras aquel
fulgor, comenzó a hablar:
- ¿Quién me llama?
Aquí estoy,
¿qué quieres?

Las palabras fluían con una sorprendente facilidad mientras su corazón latía desbocado.
El atardecer incendiaba las piedras del viejo coliseo; a lo lejos sonaron las campanas de una
iglesia y poco a poco fue descubriendo cómo sin dejar de ser ella misma ya era otra; en el
corazón de su interior se abría una puerta que la transportaba al afuera de otra Verona, al
ahora de otra tarde, y ella era ya aquella otra que se asomaba a este instante y cuyo nombre
es Julieta.
Se abandonó a aquella poderosa sensación como quien camina sobre las aguas sin darse
cuenta y al transformarse en Julieta, Eleonora Duse se encontró a sí misma.
Aquella intensa experiencia momentánea la traspasó y fue rompiendo las ataduras de su
personalidad; vacía de sí misma, fuera de sí, empezó a ser libre.
¿Sería éste, aquel éxtasis dionisíaco que según Nietzsche originó la tragedia?
Cuando muchos años más tarde le describió a su amigo Arrigo Boito, la decisiva
experiencia de aquella función de Verona, le contó que en un momento inesperado de la
escena la sorprendió como por asalto una revelación, una gracia, fue la palabra que usó,
una gracia irrumpió desde su interior y se expandió en el aire y entonces comprendió por
primera vez, después de diez años, lo que significaba ser actriz y lo que podía llegar a ser la
creación de un personaje.
La actuación había dejado de ser únicamente el oficio de su familia. Era otra cosa. Podía ser
un arte, una utopía, algo que merecía la entrega de toda su vida.
Años más tarde llegará a decir “El arte como el amor, es insaciable”
Aquella tarde entendió que el mundo del teatro habita en el instante y desde ese fulgor se
introduce en la oscuridad más profunda porque es metáfora de la vida y de la muerte.
Goethe hace decir a Fausto al final de la tragedia:
- “Instante eres tan bello...
¡deténte!”

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¿Qué le sucedió a esa joven actriz aquella tarde?

Siguiendo su propia confidencia podríamos aventurar a decir que sucumbió a la gracia de


una visión que desde la experiencia de la escena, transformó el mundo y cambió para
siempre su vida, porque las visiones del mundo son posiciones de voluntad que se basan en
decisiones existenciales y en la evocación de aquella tarde de mayo en Verona parece que
comparecemos ante una experiencia capaz de revelarle a una actriz el enigma de la
existencia, aquella que el drama nombra como una situación límite.

A esta expresión dramática acudió Karl Jaspers para discernir entre diversas formas de
existencia a esa decisiva extraordinariedad que se deslinda del puro suceder, de la mera
cotidianeidad, de los días rutinarios en cuyo transcurso va desangrándose la vida como puro
ir anonadándose hasta el vacío, una extraordinariedad vital que se alcanza cuando se arriba
a la situación límite.

Una situación de límite que evidencia a su vez el límite de la dominación convencional del
mundo.

Una situación tal que se escapa a la comprensión que ha urdido y legislado la normalidad
de la vida común, de sus generalizaciones y sus domesticaciones.

Una situación límite tal en la que ya no es posible confiar en la dominación científica de los
procesos calculables.

A esta clase de límite pertenece por ejemplo, la muerte que cada uno ha de morir, la
responsabilidad que cada uno ha de asumir, el proyecto de vida en el que cada uno decidirá
realizarse como aquel que cada uno es en su unicidad.

Es en la situación límite donde aparece con rotunda claridad lo que uno es como
autenticidad.

La aparición de la autenticidad es la revelación y el descubrimiento del sentido cabal de la


propia existencia.

Esa fue la revelación que asaltó a Eleonora Duse aquella tarde, la autenticidad del arte de la
actuación.

Después de aquella experiencia ya nada podía seguir siendo igual. Tras aquella función,
desapareció... Después se escapó de aquella compañía familiar y comenzó un largo
itinerario hacia la cima de su arte.

Aquel instante de aquella escena, de aquella función en Verona, no es sólo memorable


porque marcó el inicio de la búsqueda infatigable de una gran actriz, sino que es también el
momento decisivo para comprender el primer impulso de la trayectoria del arte de una

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actriz que transformó la historia del teatro, porque consiguió poner en el centro de la
renovación de la idea del teatro, la reflexión sobre el arte decisivo de la actuación.

Muchos años después, en 1895, tras haber presenciado el triunfo escénico de la Duse en
Londres, Bernard Shaw escribirá que con la Duse se inicia una nueva era para el teatro,
porque en su actuación se verifican cabalmente las visiones revolucionarias del teatro que
formularon Wagner e Ibsen.

“Duse – escribe – es la primera actriz a quien hemos visto aplicar el método de la gran
escuela de la tradición a personajes típicamente modernos, tanto como someter a los
personajes clásicos a procedimientos y concepciones típicamente modernos”.

Deslumbrado por la actuación de la Duse, Bernard Shaw intentaba descifrar la clave de su


arte, para lo cual recorría el trabajo de las innumerables actrices que poblaban los
escenarios que él frecuentaba de modo exhaustivo y las clasificaba en tres grupos según su
calidad:
- Se concentraba en las actrices y no en los actores porque desde entonces el teatro era ya el
reino de la supremacía femenina -.

Así, comenzaba con las actrices de un primer grupo, el de la artista menor: aquellas que se
limitaban a practicar con eficacia las recetas y las fórmulas hechas cuyo éxito estaba
comprobado. Es decir, las efectistas que suelen ser la mayoría.

En el segundo grupo estaban las buenas actrices, que son buenas porque casi siempre están
bien por virtud del dominio de una técnica que garantiza su desempeño. Actrices que
estudian el texto del drama, consiguen discernir cuáles son las claves significativas y que si
son inteligentes aprenden a no hacer nada entre los intervalos de esas claves, de modo que
la escena se produce sola. Artistas dúctiles para reaccionar con lógica y según la escala del
drama que han sabido leer y entender.

Finalmente está el escaso y sobresaliente grupo de las grandes actrices cuya trayectoria se
ha convertido en unidad de medida del arte de la actuación. Su interpretación ya es
creación. Traspasan el texto del drama para arribar a la zona indecible de donde proviene y
descubren el torrente de una estimulación progresiva e interminable en un continuo vital en
el que la presencia del personaje se impone cuando calla y así es capaz de revelar la
dimensión oculta de las cosas, donde aparecen bajo una luz siempre nueva y donde los
matices, los gestos, los silencios y las palabras fluyen de un modo espontáneo y natural.

“Esta rara culminación es la que Duse ha alcanzado”, concluye Bernard Shaw.

Tal vez la Duse habría llamado gracia a esta culminación. Es decir, más un don que el
producto de un proceso, o tal vez, como señalaría más tarde Stanislavsky, “la utilización
consiente de las motivaciones inconscientes”

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En Ibsen, Noruega dio al teatro occidental al más grande dramaturgo del realismo moderno.
Veinte años más tarde, en Strindberg, Suecia dio a uno de los fundadores del teatro
naturalista y al mayor de los dramaturgos expresionistas.

Entre los dos se trabó una fecunda enemistad. Cuentan que Ibsen colgó en su estudio el
retrato de Strindberg para poder mirar los terribles ojos de su adversario mientras escribía.

Por su parte, Strindberg vivió perseguido por el espectro de Ibsen que lo superaba en fama,
éxito y estrenos.

Nunca ningún dramaturgo debió padecer mayores celos que el misógino Strindberg, cuando
descubrió el prodigio escénico de Eleonora Duse en una representación de Casa de
muñecas del feminista Ibsen.

El deslumbramiento de aquella actuación de Eleonora Duse se habría de transformar en la


sustancia decisiva de su fecunda utopía teatral.

Tal vez quien mejor comprendió el enigma de lo que anticipaba la intuición creadora de
Strindberg fue precisamente el genio de Eleonora Duse.

Strindberg, asombrado por la actuación de Duse precisamente en el drama de su rival


genealógico, escribe La más fuerte que le dedica a la actriz y le envía el manuscrito con el
anhelo de que lo considere digno de su escenificación.

El texto de La más fuerte es un monólogo en un acto que contiene en sus seis páginas el
germen de una obra Ibseriana de cuatro actos.

La Señora X, actriz, casada, conversa un día de nochebuena, en un café de señoras, con la


Señorita X, actriz, soltera.

Cuando en los diálogos de Ibsen se encuentra concatenado en la lógica dramática que


permite remitir al pasado frente al presente o que exige proporcionar la confidencia al
pudor, en el texto de Strindberg queda expuesto en un monólogo trepidante por cuyas
rendijas se filtran hasta el desgarramiento, lo oculto y lo reprimido.

Una verbalización que se enfrenta a la densidad de la interlocutora que nunca habla y cuyo
silencio provoca una impronta incomparablemente más viva que todos los diálogos súper
elaborados de Ibsen.

Desde su genial perspicacia la Duse responde a Strindberg que acepta agradecida la


ofrenda, pero le advierte que de hacer la obra, ella elegirá el papel de la que nunca habla.

En 1891, en el primer estreno de su gira a Rusia, en el Teatro Maly de San Petersburgo,


Eleonora Duse decide desafiar el prestigio mundial de la legendaria Sara Bernhard. Se
presenta en Rusia nada menos que con La dama de las camelias, drama consagrado por la

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diva francesa, para mostrar otra posibilidad de interpretarlo y de paso, abrir otra dimensión
de la actuación.

Asistió a aquella memorable función el más feroz crítico de teatro en Rusia, el temible
Alexei Suvorin. Al terminar la función Suvorin se fue a la redacción del periódico Novore
Vremya y escribió un artículo en el que decía:

La Duse es una artista verdaderamente excepcional. No posee las dotes publicitarias de


Sarah Bernhard, pero la supera en talento, en la extraordinaria justeza del tono… no
gesticula, no declama, no inventa efectos escénicos, sino que crea los personajes, los vive
con una sencillez nunca vista antes en escena…

Sin embargo, tal vez la mayor importancia histórica de aquella función de la Duse en el
Teatro Maly de San Petesburgo, resida en el efecto crucial que produjo en otro espectador.
A aquella función también asistió Konstantin Alexéyev, un joven actor moscovita que
intentaba formar un grupo de actores en torno al teatro que su padre le había construido en
el granero de la finca familiar y que por aquel entonces aún no había decidido llamarse
Stanislavski y que al salir del Teatro Maly aquella noche se resolvió firmemente a
comenzar una aventura que vendría a revolucionar de modo irreversible la historia del arte
de la actuación.

Aquel joven actor insatisfecho vivía indignado por el estado de decadencia complaciente en
el que agonizaba el teatro de su tiempo.

El futuro Stanislavski contará muchos años más tarde, que aquella noche después de la
función de la Duse salió del teatro como el sobreviviente de un terremoto interior. Su
experiencia como espectador asombrado de aquella actuación había provocado un
sacudimiento que despertaba su conciencia, la rescataba del cautiverio de un cierto
sonambulismo en el que zozobraba errática y latente. Esta experiencia parecía abrir su
mente a un estado de conciencia que lo aproximaba con entusiasmo a una comprensión que
todavía no alcanzaba y que suscitaba en él una intensa sensación de libertad y de alegría.

Y entonces fue posible la pregunta cabal que detonaría su apasionante búsqueda. Frente a la
actuación de Eleonora Duse, Stanislavski se preguntó:

¿Qué hace esta actriz?

Los primeros pasos de la respuesta a esta pregunta lo llevaron a formular todo un sistema.

Tras el recorrido de esta evocación hemos hallado el punto de partida de la reflexión. Es


una pregunta. Ya no solo la de Stanislavski, la nuestra, aquí y ahora.

¿Qué hace el actor?

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¿En qué consiste ese hacer que en castellano y en México llamamos actuación y que entre
otros efectos puede tener la virtud de transformar a quien lo hace -según la expresión del
príncipe Hamlet- en la monstruosa condición del actor o de la actriz, según el arte?

Hemos hallado al fin, el punto de partida de una reflexión necesaria.

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