N 100 Abril 1958 PDF

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HISPANOAMERICANOS

MADRID
ABRIL, 1958
CUADERNOS
HISPANOAMERICANOS
Revista Mensual de Cultura Hispánica
Depósito legal: M-3.875-1958

FUNDADOR
PEDRO LAIN ENTRALGO

DIRECTOR
LUIS ROSALES

SECRETARIO
ENRIQUE CASAMAYOR

100

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LITERARIA

Avda. de los Reyes Católicos


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Teléfono 24 87 91
M A D R I D
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ÍNDICE DEL NUMERO 100 (abril 1958)

ARTE Y PENSAMIENTO

Pesetas

A Z O R Í N : Vida madrileña ... 5


MERTON (Thomas): Programa práctico para monjes 9
LAÍN ENTRALGO ( P e d r o ) : Reflexiones sobre lo puro y la pureza a la lus
de Platón 12
SAROYAN (William): El inventor y la actris 23
DIEGO (Gerardo): Amor solo 32
ROSALES (Luis): Bl sentido del heroísmo quijotesco 39
G I L NOVALES (Alberto): Jorge Juan y Antonio de Ulloa 75

BRÚJULA DE ACTUALIDAD
Sección de notas:
SÁNCHEZ-CAMARGO (Manuel): Índice de exposiciones 95
FEAL (Carlos): Juan Ramón Jiménez, poeta de lo infinito 101
CANO (José L u i s ) : Ortega, comentado por Marías 122

Sección bibliográfica:
GULLÓN (Ricardo): Literatura, espejo del alma 125
G I L NOVALES (Alberto): La cultura española en el siglo XVIII (130).—
JOSÉ MARÍA SOUVIRON : Muerte de otro torero (136).—FERNANDO Q U I -
ÑONES : Las cien mejores poesías cubanas (138).—Luís GONZÁLEZ SEARA :
Miseria del historicismo (141).—RAMÓN DE GARCIASOL: La voluntad de
estilo H7
Ojeo de revistas 154
Portada del pintor argentino JOSÉ MANUEL MORANA. Otros dibujos de FRAN-
CISCO MATEOS, VENTO y MORANA.
ARTE Y PENSAMIENTO
VIDA MADRILEÑA

POR

AZOR.IN

T T A C I A LA MITAD del siglo x v n don Juan de Zabaleta


A A
(muerto en 1690) publica El día de fiesta en Madrid.
La obra tiene dos partes; la primera, es una galería de retra-
tos ; en la segunda, se habla de los esparcimientos, en Madrid,
la tarde del día de fiesta. Vamos a esbozar algunos comen-
tarios.

E L GLOTÓN QUE COME AL uso.

El glotón que nos pinta Zabaleta come tal cual; no se


excede.
Cosas que se nombran en este retrato: criadillas fritas,
pemil de Extremadura, congrio fresco, asadura, "besugo
empanado", gazapos, pollos, perdigones, costillas de adobo,
pucheritos de nata. No se habla de lo siguiente: verduras,
pastelerías, dulces, confituras, embutidos, pastas. Se nombra
una vez el vino; pero no contamos con variedad de vinos. Se
mencionan los melones y unas cerezas "descoloridas"; pero
no podemos disfrutar de copia y variedad de frutas. ;Qué
laminero es éste? El glotón o tragantón que nos ofrece
Zabaleta pertenece a la pequeña burguesía de Madrid; debe
de gozar de alguna renta o poseer algún terruño. Le han que-
rido dar un empleo en América y lo ha rehusado; no quiere
separarse de Madrid. Va alguna vez al teatro; comenta en
la Casa de Conversaciones los sucesos recientes; sucesos ocu-
rridos hace un mes en Francia, en Flandes, en Italia. Lee los
periódicos (Avisos, de Pellicer, Barrionuevo, Almansa, etc.).
No le interesa la política. Su achaque es la glotonía; pero no
la exquisita; no cuenta con recursos para la alta cocina,
Alguna vez—lo dice Zabaleta—come con algunos amigos en

5
un bodegón. ¿Y qué piensa de España? Pues que España
es España. Nosotros somos nosotros. Rocroi, ¿y qué?

E L JUGADOR.

Zabaleta nos presenta, en la primera parte, un jugador;


nos vuelve a presentar, en la segunda parte, otro jugador.
Vemos, por tanto, en el siglo x v n , en Madrid, dos timbas.
Lo raro es que el jugador de la primera parte, antes de las
cinco de la mañana, ya está vestido para ir a la casa de juego,
y allí encuentra a otros jugadores mañaneros. No lo com-
prendemos. El juego clásico español es el del monte; el que
menos se presta a fullerías es el de la ruleta. Jugadores ilus-
tres han sido Dostoiewsky, Benjamín Constant, Baldomero
Espartero. En las casas de juego que nos hace visitar Za-
baleta no existe cierto especial oficio. Un jugador está ju-
gando apasionadamente, siente la necesidad de levantarse, y
no quiere, no puede, no se atreve a separarse mucho de la
mesa. Discretamente, el aludido individuo, proporciona al
jugador en un rincón de la sala, que satisfaga su necesidad
menor. Esto que pasa en Madrid pasa también en París, en
Londres, en Roma, en Berlín. Y un escritor alemán (Lud-
wig Pfandl), en un libro sobre España, afirma que esto es
"característico y sintomático" de nuestro país. Hablan de
este oficio—y no con referencia a las timbas, sino al juego
en las casas de "personas poderosas"-—Liñán y Verdugo, en
su Guía y avisos del forastero en Madrid (1620). No sé como
hoy resolverán este conflicto en las grandes salas europeas:
Montecarlo, Biarritz, etc.; pero la fisiología no puede ser
contrariada. Pascal dice: "Un hombre pasa su vida entrete-
nido con jugarse una friolera (peu de chose) todos los días.
Dadle todas las mañanas la cantidad que puede ganar cada
día, con tal de que no juegue: lo haréis desgraciado," Jugar
es olvidar. ¿ Qué hubiera dicho Pascal al encontrarse hoy en
París, a las dos de la tarde, en la escalinata de la Bolsa ?

6
E L DORMILÓN.

Se levanta de la cama con trabajo y se va vistiendo soño-


liento. En realidad, el dormilón es el perezoso. Ninguna pa-
sión, como la pereza, más disculpable; ninguna más nociva.
Tiene hondas raíces; lo trastorna todo; abarca desde el apla-
zamiento en contestar a una carta hasta la demora en librar
una batalla. Napoleón, en un día decisivo para él, en un día
de verano, retardó por unas horas—a causa del terreno mo-
jado—el comienzo de la batalla de Waterloo (Proudhon, des-
pués de estudiar la batalla y de reconocer el campo de Wa-
terloo, afirma que ni el aplazamiento de unas horas, ni el
famoso retraso de Grouchy, influyeron en nada; Napoleón
antes de ir a Waterloo estaba irremisiblemente perdido). Pue-
de verse este estudio en el apéndice a la traducción española
de la Filosofía del Progreso (1885).
Diferir, demorar, aplazar, son verbos seductores. Y con
el adverbio "luego" no sabemos lo que nos pasa; estamos
perplejos. ¿ Se piensa en lo que sería la pereza en el,torrero de
un faro, en el maquinista de un expreso, en el piloto de un
avión? Un poeta español, Augusto Ferrán, publicó un libro
minúsculo—se puede llevar en el bolsillo del chaleco—titula-
do La Peresa (1871). Es un librito de preciosos cantares. El
primero es éste: "Hay una pereza activa—que, mientras des-
cansa, piensa—•, que calla porque no vence; que duerme, pero
que sueña." Eso es cosa distinta; eso es cosa muy grave; es
el ocio creador del filósofo, del artista.

LA DAMA.

Una dama elegante, se entiende. Se levanta y pasa al


tocador; saldrá de casa en seguida. En seguida quiere decir
dentro de una hora, de dos, de tres; el aliño de su persona es
cuidadoso, prolijo. En el tocador tiene, como pieza funda-

7
mental, una arquita con los afeites, pastas, colores, esencias,
mudas, aceites, pomadas, etc., etc. La ropa que se va a poner
es ésta: guardainfante o tontillo; sobre el guardainfante, una
pollera, con guarniciones de oro; sobre la pollera, una bas-
quina "con mucho ruedo". Además, un jubón "emballenado".
"Ahora entra una ropa hecha de líneas casi invisibles. Un
triangulito por la espalda; una cinta por cola; dos circulitos
por brahones, y dos castañas por mangas." No hay que ol-
vidar ni el manto, ni, si es invierno, la estufilla de martas.
Y no se nos dice algo importante; lo relativo a las medias
—-capítulo hoy tan considerable—y lo tocante al calzado, otro
capítulo de consideración extrema; añadamos un sartal de
perlas y unas lazadas de cintas de colores para el pelo. Sen-
tada en un almohadón del estrado estará preciosa.

«Azorín».
Zorrilla, 21.
MADRID

8
PROGRAMA PRACTICO PARA MONJES

POR

THOMAS MERTON

Recientemente recibido de la Abadía de Getsemaní,


en Kentucky, el poema "A Pradical Programi for
Monks", para un cambio de impresiones acerca de su
ensayo ele una nueva manera, me ha parecido que mi
mejor contestación era traducirlo. El poema está aún
inédito en inglés, da modo que los lectores de CUA-
DERNOS HISPANOAMERICANOS recogen ahora sus primi-
cias. Se ha originado, según mis informes, y como
puede verse, de un contacto del famoso escritor y poeta
trapense con los poemas y piezas teatrales de Gertru-
dis Stein, cuya influencia ha sido tan diversa en la
poesia y la prosa norteamericana modernas, empezando
por su primer discípulo Ernesto Henmigivay.

JOSÉ CORONEL URTECHO.

Cada cual sent árase a la mesa con su tasa y cuchara, con


su arrepentimiento. Cada cual con lo suyo su principal nego-
cio, y ponerle remedio.
Han, sin embargo, descuidado su tazón y su plato.
¿Tienes tú un tenedor de madera?
Sí; cada monje tiene un tenedor de madera como también,
una patata.

Cada cual secar ase las lágrimas con su santo, cuando tres
campanadas reservan una tarde caliente. Cada cual conside-
re su propio corazón, con su conciencia, noche y mañana.
Otra vuelta a la rueda. ¡Sum, sum! Y obsérvese al Abad.
Tiempo de ir a dormir en un jergón de paja.

Pan suficiente a cada cual entre resos y salmos. ¿Resa-


ràs otro?

9
Gracias y Miserere.
Continuamente atiende tanto al reloj como al Abad hasta
la eternidad.
Miserere.

Los detalles de la Regla son líquidos y sólidos. ¿Qué


monje proclamó la reginientación primero que nosotrosf Cui-
da el paso al bajar.
Sí, padre; tiene razón. Yo le creo. Le creo.
Creo es más fácil cuando se toma agua con hielo y hasta
un limón.
Cada cual puede sentarse a la mesa y mirar su conciencia.

¿Podemos convenir que lo de la naranja es lícito?


En todo caso, mejor tener ovejas que pavos reales y una
vaca que un leopardo encadenado, dice Modesto en uno de
sus proverbios.
El monasterio, con un bote de remos comunal, es la ante-
cámara del cielo.
Ciertamente esto debiera de bastar.

Cada cual puede tener algo de lluvia después de vísperas


una tarde caliente, mas ne quid nimis, porque el propósito de
la Orden se olvidaría.
Te enviaremos jacintos con un perfumado milenio.
Cuanto produce el monasterio da gusto verlo y venderlo
por nada.
Huele bien lo salido del horno. Y la señal de Dios está en

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todas las hojas, sin que se vea, en el jardín. Los árboles de
frutas allí están de propósito, aun cuando nadie esté miran-
do. Pon nada más las manzanas en la cesta.
En Kentucky hay lugar, además, para un poco de queso.
Cada cual doblaría su servilleta sin ocuparse de las otras.
La lluvia está siempre en silencio de noche, bajo tan ¡nan-
sas catedrales.
Bueno, ya me he ocupado de la lámpara. Miserere.
¿Tienes un santo, un ángel?
Gracias. Aunque las noches nunca son peligrosas. Tengo
•una cosa de todas.

Thomas Merton.
Abadía de Getzemaní.
(KENTUCKY. EE. UU.)

II
REFLEXIONES SOBRE LO PURO Y LA PUREZA
A LA LUZ DE PLATÓN
POR

P E D R O LAIN E N T R A L G O

Si hubiese que elegir el adjetivo más prestigioso de nuestro


idioma—y, mutatis mutandis, de todos los idiomas cultos—, po-
cos habría capaces de disputar la palma al vocablo «puro». Para
designar el modo de la razón que él juzga más excelente, un
filósofo hablará de la «razón pura» ; para ensalzar la calidad de
un alma, el hombre de la calle la llamará «alma pura»; «¡ Qué
amarillo más puro!», dice a veces el beato de Van Gogh ante
los girasoles del pintor holandés ; «¡ Qué línea más pura!», hay que
exclamar ante una cerámica de Cumella; y el poeta, ¿ ha dejado de
sentir en su corazón el inmenso prestigio de la «poesía pura», aun-
que se halle—q crea hallarse—de vuelta de «purismos» ? El ci-
garro «puro» es el monarca de los cigarros; el bicarbonato de
sosa «químicamente puro» pretenderá siempre ser el príncipe de
los bicarbonatos... Por todas partes asoma la excelsitud de nues-
tra idea de «lo puro». No puede extrañar al hombre actual que
el Evangelio corone todas esas altísimas estimaciones de la pu-
reza, prometiendo la suma recompensa a los «puros» o «limpios»
de corazón (Mt., V, 8). Puro, limpio, nítido, neto, terso, incon-
taminado, incólume, íntegro, inmaculado, impoluto, intacto, sano :
he ahí una serie de sinónimos cuya pronunciación—grave o iró-
nica, igual da—nunca se halla exenta de cierta sutil actitud ve-
nera tiva.
Y siendo esto así, ¿no valdrá la pena meditar un poco acerca
de lo que es y debe ser «lo puro»? En tal empresa vamos a em-
plearnos, a la sombra ilustre y fecunda de Platón. «Cercano ya
a su muerte—escribe Olimpiodoro—, Platón tuvo un sueño: mu-
dado en cisne, volaba de árbol en árbol, y daba así mucho trabajo
a los pajareros que querían cazarle con liga. Simmias el Socrá-
tico dedujo de ello que Platón sería inaprensible para los que
luego intentasen interpretarle; cuando persiguen el pensamiento
de los antiguos, los intérpretes, en efecto, se parecen a los pa-
jareros.» Conforme al viejo símil de Olimpiodoro, vamos a ser
pajareros de Platón y de la pureza, dos aves egregias. Procure-

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mos que las dos vengan a nuestras manos sin gran pérdida de
plumas.

I. ¿Qué son lo puro y la pureza? Más precisa, más acu-


ciantemente: ¿ qué son lo puro y la pureza de la realidad humana ?
Tres parecen ser los métodos iniciales para responder con al-
guna seriedad a esas interrogaciones : la etnología, la historia y
la reflexión fenomenológica. La etnología nos ilustraría acerca
de la idea de «lo puro» en las sociedades y formas de vida que
solemos llamar «primitivas» ; la historia, por su parte, nos haría
conocer las diversas vicisitudes que esa idea ha ido sufriendo a
lo largo del tiempo, hasta la actualidad. Sólo después de haber
recorrido esos dos largos caminos podríamos emprender sin li-
gereza la tarea de construir una teoría descriptiva y sistemática
de «lo puro».
Asomémonos volanderamente al sugestivo campo de la etno-
logía, y extraigamos de él, sin más preámbulo, la lección que nos
da. No es liviana. Basta un rápido examen de la vida «primitiva»
para advertir, en efecto, que en ella lo puro—y, por tanto, lo
limpio—posee una indudable condición sacra. La pureza del
hombre, cuya expresión más sensible e inmediata se da en la
limpieza, es el estado que le hace semejante a los dioses y la
condición para presentarse dignamente ante ellos. Quien ha que-
brantado la ley moral—.quien ha cometido un crimen, quien ha
tocado objetos impuros u objetos prohibidos, «tabús», según su
nombre técnico—es un hombre impuro, manchado, y necesita pu-
rificarse para entrar en comunión con la divinidad. Esto es, para
alcanzar la forma más excelsa de la vida humana, porque tal ex-
celsitud ha sido siempre concebida, hasta por quienes se llaman
ateos, como una armoniosa relación con lo divino. Para el pri-
mitivo, «puro» o «limpio» es, en el sentido fuerte de estas pala-
bras, el hombre que dignamente puede tratar con Dios.
Nada más incitante que perseguir a lo largo de la historia
este sublime pájaro de la pureza y discernir las varias figuras
con que ha sido visto. No es posible en tan poco espacio. Harto
será que lleguemos a percibir los matices del pensamiento acer-
ca de «lo puro» en uno de los hombres que más profundamente
han determinado la historia del problema que ahora nos ocupa:
el divino Platón.

II. El tema de la «purificación»—de la kátharsis o «catarsis»,


según su tan conocido nombre griego—ocupa un lugar esencial

13
en el corazón mismo del pensamiento platónico. Una serie de
estudios recientes lo ha demostrado con largueza (i). La idea que
de la vida teorética tuvo Platón—y, por tanto, su idea acerca de
nuestro conocimiento de la verdad de las cosas—es por completo
indisoluble de su concepción de lo puro y la pureza. No sería
ilícito decir, apurando un poco la expresión, que con su ingente
obra intelectual Platón se propuso, ante todo, la meta de enseñar
a ios grieg-os—y, por extensión, a todos los hombres—a ser real
y verdaderamente katharol, «puros» o «limpios». Así considera-
do, Platón habría sido un colosal higienista filosófico y religioso.
Lo cual nos lleva sin demora a la faena de distinguir con lim-
pieza Jos varios sentidos con que la palabra kátharsis—«catarsis»,
«purificación»—es usada en los escritos platónicos.
Esos sentidos son, por lo menos, cinco: i.° En su acepción
más neutra y cotidiana, «catarsis» es para Platón, como para
todo el pueblo griego, la «limpieza» o «purificación» de los ob-
jetos materiales sucios: la tierra potásica (litron) sirve para la
«catarsis» de las manchas del aceite y polvo (Tim,, 6o, d); la
criba es instrumento para la «catarsis» del grano (Tim., 52, e),
etcétera. Katharós, «puro», es en tal caso el cuerpo que se halla
exento de todo lo que no es él mismo: oro «puro», vino «puro».
2. 0 Según otra acepción igualmente tradicional y popular, «ca-
tarsis» es un concepto religioso: la «purificación» a que obliga
el ingreso en un lugar sagrado o la «lustración» ritual y punitiva
de quien se ha manchado con algún crimen. Más que suficiente
será leer, a título de ejemplo, la frecuente referencia de las Le-
yes a los ritos catárticos de carácter religioso. 3. 0 «Catarsis» o
purificación es también, en varios escritos platónicos, un concepto
estrictamente médico. Como en tantos lugares del Corpus Hippo-
craticum, la «catarsis» es ahora el intento de «purgar» al cuerpo
de los humores o las impurezas que en él son causa de enfer-
medad. La administración de un purgante—valga este e j e m p l o -
es un acto de «catarsis». Todavía hoy llamamos «medicamentos

(1) Además de la y a clásica Psyche, de R O H D E , deben ser menciona-


dos los siguientes e s t u d i o s : A. J. FESTUGIERE, Contemplation et vie con-
templativo selou Platón (París. 1936); P. BOYANCÉ, Le cuite des Muses
ches les philosophes grees (París, 1937); G. VAN DER VEER, Reiniging en
Reinheid bit Platón (Utrecht, 1936); E . R . D O D D S , The Greeks and the
Irrational (Berkeley and L o s Angeles, 1951) ; L . MOULINIER, L e pur et
l'impur dans la pensée des Grecs (Paris, .1952); F R . PFISTER, art. Kathar*
sis, en «Pauly-Wissowa», Suppl. V I , 146-162; H . FLASHAR, Die medizi-
nischen Grundlagen der Lehre von der Wirkung der Dichtung in der grie-
chischen Poetik, en «Hermes», 84 (1956), 12-48; W . ARTELT, Studien zur
Gescliichte der Begriffe «Heümittel» und uGiftn (Leipzig, .1937).

14
catárticos» a los purgantes. Eso significa el término en Tim., 72,
c; 83, d, e ; 86, a, y 89, a, b ; en Rep., III, 406, c?; en Leg., I,
628, e ; etc. 4. 0 La «catarsis» que define y propugna el Fedón
—que el alma se libre o «purifique» del cuerpo mediante el ejercicio
de la vida teorética (2)—es, en cambio, un concepto rigurosamen-
te filosófico. Dos imperativos determinaron esa sutil y extremada
elaboración platónica de la vieja catarsis religiosa y popular:
tino, de carácter religioso (salvar la realidad de los dioses y de
«lo divino en nosotros»), y otro, de índole intelectual, a la vez
metafísico y antropológico (garantizar la realidad de las cosas,
puesta en cuestión por la sofística, y entender en qué consiste la
pureza del nous o mente del hombre). 5.0 La palabra «catarsis»
es empleada por Platón, en fin, con un sentido a la vez ético,
psicológico y médico, cuando habla de las «enfermedades del
alma» y de la manera de tratarlas.
No será inoportuno señalar el doble vínculo que traba en
unidad esas cinco acepciones de la kátharsis platónica. Entre to-
das ellas hay, en primer término, un nexo formal y externo,
porque todas aluden a la «pureza» o «limpieza» de algo. Pero
también hay—y esto es lo decisivo—un nexo profundo, radical,
afincado en el fundamento mismo de la realidad a que cada una
de ellas se refiere: el carácter sacro o divino de lo verdadera-
mente «puro», sea la naturaleza cósmica, la contemplación de las
ideas o la armonía anímica del hombre que vive según la jus-
ticia. Podría decirse sin falsedad que la kátharsis, tan diversa
en los escritos de Platón, es en ellos «divinamente una», y esto
hace que sea analógico—y no meramente metafórico, como a ve-
ces se ha dicho—el empleo de un mismo vocablo para designar
cosas en apariencia tan distintas entre sí como el lavado de un
mueble, un rito lustral y el conocimiento filosófico. Bajo el juego
verbal y conceptual de la metáfora hay en este caso verdadera
analogía, la analogía que los escolásticos denominan «intrínseca».
De las cinco acepciones antes señaladas, las tres primeras eran
tópicamente griegas en tiempo de Platón, en contraste con las dos
últimas, tan entera y originalmente platónicas. Platón fué, en
efecto, el primero en hacer del alma el sujeto de la «purifica-
ción» o «catarsis» (3). «La kátharsis y los agentes catárticos de
(2) Cuantas veces hablamos de «razón pura», ((conocimiento puro»,
etcétera, nuestras expresiones tienen detrás, sepámoslo o no, la kátharsis
del Fedón platónico.
(3) La expresión kathairein ten psykhén aparece por vez primera en
el círculo socrático (JENOFONTE, PLATÓX). Ha de pensarse, pues, que Só-
crates debió de ser su inventor. Hasta él, para decir que algo distinto del

15
la medicina y la adivinación—dice Sócrates en el Cratilo—...,
todo ello no parece tener más que una virtud: hacer al hombre
puro de cuerpo y de alma» (405, a, b). Pero aquí está el problema.
¿ En qué consiste eso de ser «puro de alma» ? La pureza del
cuerpo se obtiene mediante los medicamentos y los baños higié-
nicos y lústrales. ¿Cómo se consigue, en cambio, la «pureza»
del alma? Y, sobre todo, ¿qué ha pasado en el alma de quien
se ha sometido a la kátharsis que Platón propugna?
Tratemos de recoger y ordenar el sutil, matizado y disperso
pensamiento platónico acerca del tema. Ei nous, la mente, «lo
divino en nosotros» (Crat., 396, b), es puro por sí mismo ;
por tanto, no tiene necesidad de kátharsis. Pero el hombre es a
la vez nous y cuerpo viviente; si se quiere más precisión, el hom-
bre es a la vez mente o nous, cuerpo y alma o psykhé, enten-
diendo por ésta la vida del cuerpo individual y el principio de
esa vida. De lo cual se desprende que el hombre viviente solo
podrá ser «puro» mediante la «catarsis» de su cuerpo y de su alma.
«Purificar el alma»: tal es la nueva consigna (4). ¿ Cómo cum-
plirla ?
La respuesta que Platón va a dar a esta urgente e ineludible
pregunta tiene dos hitos principales. El primero de ellos se halla
constituido por uno de los más hermosos diálogos de la madu-
rez del filósofo, el Fe don; el segundo aparece en dos diálogos de
su maravillosa, de su joven y buscadora senectud: el Sofista y el
Filebo.

I I I . Todos conocen la bella y patética escena del Fe don. En


la prisión de los Once, pocas horas antes de morir, Sócrates con-
versa con sus discípulos y trata de convencerles de que el verda-
dero filósofo debe desear la muerte, porque «el hombre cuya vida
ha sido empleada en la filosofía está lleno de una firme y dulce
esperanza en el momento de morir» (63, e).
No debo seguir aquí el curso del razonamiento socrático; sí
he de consignar, en cambio, su tajante y resuelta conclusión: la
hostilidad contra el cuerpo. El cuerpo, he ahí el enemigo de quien
aspire a la perfección. El alma piensa y vive del modo mejor, dice
Sócrates, «cuando 110 le sobreviene turbación alguna, ni del oído,
cuerpo era impuro_ en el hombre, ¡os griegos usaban la palabra pirren. En
la famosa inscripción de Epidauro, donde se manifiesta, parece, una pre-
ocupación moral, se lee phronein, y en Eleusis se trataba de gnomen ka-
thareúein (cf. MOULINIER, op. cit., pág. 329).
(4) Quede intacta la cuestión de si los órneos y los pitagóricos habla-
ron expresamente de ese kathairein ten psykhén.

10
ni de la vista, ni por obra del dolor, ni por obra del placer» ; esto
es, cuando «aislada en sí misma en cuanto puede, rompiendo todo
comercio con el cuerpo, aspira a lo real» (65, c). La «demencia del
cuerpo» (67, a), impregna al alma del mal (66, b); y así, tanto
más perfecto será un acto humano cuanto menos corporal haya
conseguido ser, cuanto más intensa y ampliamente participe de la
pureza exenta y cimera de la mente, del nous. De ahí que nos ha-
llemos más próximos al verdadero saber y más penetrados por la
esperanza de la felicidad allende la muerte, «cuando no tengamos
con el cuerpo sociedad ni comercio alguno, a menos de necesidad
ineludible, cuando no estemos contaminados por su naturaleza y
nos hallemos, por el contrario, puros o limpios del contacto con él»
(67, a).
Volvamos ahora a nuestra interrogación anterior: ¿ Cómo cum-
plir la consigna de «purificar el alma» ? ¿ Cómo el hombre puede
ser real y verdaderamente «puro», con pureza más radical que la
otorgada por baños, lustraciones y fumigaciones ? La respuesta
se adelanta hacia nosotros: será el hombre puro, alcanzará la pu-
reza más adecuada a su específica naturaleza, cuando sepa renun-
ciar al cuerpo, desatar el alma de él y menospreciar todos los pla-
ceres de que la envoltura corporal es instrumento (65, a). Habían
dicho los órficos que el cuerpo es la prisión del alma: soma, sema.
Platón da un paso más, y afirma sin ambages que el cuerpo hu-
mano es la mancha o contaminación del alma, la causa de su mal,
la realidad que impide al alma ser «pura». ¿Qué habrá de ser en-
tonces la purificación, la kátharsis del hombre ? He aquí el célebre
texto del Fedón: «Purificarse es... habituar al alma a dejar la en-
voltura corporal, a retraerse sobre sí misma desde todos los pun-
tos del cuerpo y a vivir tanto como pueda, en las circunstancias
actuales y en las venideras, sola consigo misma, desatada de los
lazos del cuerpo como si éstos fueran sus cadenas» (67, c, d).
Permítaseme aquí la expresión de un penoso recuerdo perso-
nal. Ante esas palabras hermosas y tremendas, por fuerza tiene
que venir a mi alma la imagen de un gran comentarista del Fedón,
fraternal amigo mío. Veo y oigo otra vez a Ángel Alvarez de Mi-
randa, trabajado ya por la enfermedad, leer el quinto ejercicio de
su oposición a la cátedra de Historia de las Religiones. Su tez está
pálida, su lengua seca, su mirada es alta, clara y encendida. Con
voz todavía firme, va recitando de memoria, sin un fallo, el texto
griego de la famosa definición platónica. Fiel e infiel, a la vez, a
este Platón cruel y sublime que ahora nos habla, su alma empe-
zaba el terrible ejercicio de purificarse, no desatándose volunta-

17
2
riamente del cuerpo, como Platón propuso, sino aceptando con
heroísmo íntimo y silencioso que el cuerpo se fuese separando len-
tamente de ella. Aquella viviente rectificación suya de la senten-
cia platónica . era—¿ verdad, amigos ?—su mejor comentario al
Fedón.
Obsérvese la doble e inexorable consecuencia de esta primera
visión platónica de la pureza. Desde un punto de vista psicológico,
la vida humana va a sufrir una enorme reducción: si de veras
quiere ser puro el hombre, afirma Platón, debe renunciar a toda
su vida sensorial, salvo en aquello que sea de necesidad ineludible.
Una dulce pregunta a Plafón: ¿ cuándo la vida sensorial no es,
durante la existencia terrena, una necesidad ineludible? Desde el
punto de vista ético, el hombre se ve forzado a la soledad y al
desdén; su vida ha de ser, preceptivamente, desdeñosa soledad.
No lo invento y o : el filósofo, enseña el Fedón, debe vivir en cons-
tante desdén del cuerpo y de lo sensible; el «desdén», la oligoría,
viene a ser así uno de los imperativos esenciales de la vida «pura»,
y tanto la valentía como la templanza no parecen merecer su tí-
tulo de virtudes si no se ejercitan, ante todo, en el menosprecio de
cuanto al cuerpo atañe (68, c, d). Y con el desdén, la soledad. Pró-
xima ya la hora suprema de Sócrates, le pregunta Critón: «¿ Que
órdenes nos das, a estos o a mí, con respecto a tus hijos o en rela-
ción con otra cosa cualquiera? Por complacencia para contigo,
eso, Sócrates, sería nuestro quehacer principal.» A lo cual respon-
de el maestro: «Cuidad de vosotros mismos, y todo será por vues-
tra parte un complaciente obrar por vosotros mismos y por lo mío,
aunque hoy no hubiésemos convenido nada» (115, b). Ahora bien:
una existencia individual, cuyo mandamiento supremo es el escueto
«cuidado de sí mismo», ¿no es una existencia forzada a realizarse
en desdeñosa soledad? Pensador solitario y desdeñoso, hostil con-
tra su cuerpo y cuidadoso de sí mismo: tal es el hombre «puro»,
según la doctrina del Fedón.

IV. Pero la mente de Platón no podía quedar encerrada dentro


de los límites de tan estrecho y rígido antísomatismo. Apenas com-
puesto el Fedón, comienza a ser matizada o revisada su rigurosa
enseñanza. De lo que el cuerpo comunica o transmite al alma, ¿ hay
algo que no sea radicalmente impuro ? La relación del cuerpo con
el alma, ¿ es para esta última sólo contaminación y causa de des-
orden ? El bien del hombre, ¿ debe excluir todo lo corporal ? La re-
novada discusión del problema del bien va a orientar a Platón ha-
cia metas nuevas y no tan extremosas e inhumanas.

18
Trátase de la cuestión siguiente: el bien del hombre, ¿es el
placer, como algunos sostienen, o es el conocimiento racional, la
phrónesis? Tan grave cuestión, esbozada en el libro VI de la Re-
pública (505, b), va a ser ampliamente discutida en el Filebo, y obli-
ga a Platón a elaborar su delicada tesis del «placer puro».
Para exponerla, siquiera sea en apretada sinopsis, utilicemos
la sutil diferencia semántica que en castellano existe entre dos
expresiones aparentemente iguales: «puro placer» y «placer puro».
Puro placer: el placer que no es más que placer. Placer p u r o : el
placer humano a cuya índole pertenece la pureza. Tan somera dis-
criminación basta para advertir que el bien del hombre no puede
consistir en «puro placer». Ni un placer somático exento de cono-
cimiento racional, ni un conocimiento racional frío, desprovisto de
placer, pueden constituir el bien del hombre. El «bien vivir» no
puede ser sino «mezcla» de placer y conocimiento ; debe ser, con
palabras del propio Platón, «vida1 mixta bellamente ordenada»
(61, b). Lo cual nos plantea por modo inmediato el problema de
averiguar la índole de los placeres convenientes a esa bien ponde-
rada «mezcla» de placer y conocimiento racional que es la vida per-
fecta.
Al término de las oportunas precisiones que el buen método
impone, Platón nos da su respuesta. Dice así: tales placeres son
los «placeres puros». No el «puro placer», pues, sino el «placer
puro»; con otras palabras, aquél «cuya ausencia no es penosa ni
sensible, y cuya presencia nos procura plenitudes sentidas, gratas
y exentas de dolor». De tal condición son, por ejemplo, «los pla-
ceres que nacen de los colores que llamamos bellos, de las formas
y de la mayor parte de los perfumes y sonidos» (51, b). Estos pla-
ceres son «puros» en dos sentidos: se hallan, por una parte, exen-
tos de dolor, a diferencia de los «placeres impuros»—Platón lo ex-
plica muy graciosa y desenfadadamente con el ejemplo del placer
de rascarse—(5), en los cuales el dolor nunca falta; y son, por
otro lado, dignos de entrar en la constitución de una existencia hu-
mana verdaderamente «pura» o «limpia», dotada de la «pureza»
del alma que exigen de consuno la perfección de la vida teorética
y un trato no impío con los dioses.
¿ Cómo, entonces, puede ser «puro», en este sentido platónico,

(5) No es un azar que la discusión del Fedón comenzara con el aná-


lisis que Sócrates hace del placer que le produce rascarse la pierna en las
zonas donde la opresión de la cadena había sido más sensible. Para ra-
zonar su primitiva hostilidad contra el cuerpo, Sócrates elige deliberada-
mente el análisis de un placer «impuro».

19
el placer de contemplar un paisaje? La contemplación visual de la
realidad sensible ofrece constantemente el goce de placeres impu-
ros, no muy distantes del que pueda otorgar el cosquilleo; estos
son los únicos que saben percibir las gentes vulgares. Pero junto
a tales placeres otros menos fáciles y más altos deben ser capaces
de sentir los hombres tan inteligentes y avisados como este Pro-
tarco, a quien se dirige la advertencia socrática: «de lo que yo
hablo—dice Sócrates—es de líneas rectas y de líneas circulares, y
de las superficies y de los sólidos que de ellas provienen, con ayuda
ya de giros, ya de reglas y escuadras... Tales formas son bellas, no
relativamente como otras, sino siempre bellas, bellas en sí mismas,
por naturaleza, y encierran en sí placeres en modo alguno compa-
rables al cosquilleo; bellos son también los colores de este tipo,
y fuente de placeres» (51, c, d). No parece inoportuno relacionar
estas precisiones de Filebo con el célebre texto de la República,
en que se describe la percepción del mundo de la caverna por los
que han vuelto a ella después de haber conocido el beneficio de la
luz. Y tampoco será improcedente relacionarlas, trayendo las co-
sas hasta nuestro mundo, con el credo estético que confiesan y
defienden el cubismo y el arte abstracto. Cuantos sienten un pla-
cer visual «puro» contemplando la pintara de Juan Gris, Picasso y
Mondrian, tienen sobre sus ojos y sobre su frente, acaso sin saber-
lo, el alto patronazgo del divino Platón.

También el sentimiento de la buena salud, realidad necesaria-


mente somática, aunque no todo en ella sea armonía del soma, se
halla en esencial conexión con estas fruiciones a la vez corpora-
les y puras (63, é). Todo lo cual nos permite llegar, sin más rodeos,
a la conclusión que ahora importa ; a saber: la estimación positiva
de) cuerpo en estos diálogos de la senectud del filósofo, frente a
la cerrada hostilidad que contra el cuerpo descubrimos en el Fedón.
Hay, en suma, goces corporales no menesterosos de purificación;
el cuerpo, en cuanto tal, no mancha o impurifica al alma; y así has-
ta de los placeres impuros o «mezclados»—ni siquiera el exquisito
placer de la ciencia-deja de serlo, porque la «sed de saber» y el
dolor de olvidar lo que antaño se supo ponen en él una veta de
ansiedad penosa (52, a)—, hasta de esos placeres «impuros» es po-
sible extraer algo que no sea impureza o causa de desorden. Di-
gámoslo con la nueva y brillante fórmula de Platón: la regla de
la vida perfecta es «una suerte de ordenanza incorpórea para el go-
bierno de un cuerpo bellamente animado» (64, b).
El cuerpo ha dejado de ser el gran enemigo. A la vez, la pure-

20
za del alma deja de exigir el desdén y la soledad, y se aviene me-
jor con la melancolía y la compañía. El desdén se hace melancolía
cuando la mente del filósofo llega al ápice de su complejidad y su
sutileza. ¿ No enseñó Aristóteles que el humor melancólico es el
más favorable para la excelencia del hombre en la educación, en la
política y en la filosofía, cuando alcanza un estado equidistante del
excesivo calor y el excesivo frío? (Problem., 954, a, b.) No debió
de ser otro el temple de ese humor en el Platón del Filebo. La so-
ledad, a su vez, deja de ser soledad aislada y se trueca en soledad
acompañada. «Estar solo, aislado e inasociado—dirá Sócrates al
término del diálogo—no es ni posible ni provechoso» ; y así «el
mejor compañero será siempre el que, conociendo todo lo demás,
nos conozca también a cada uno de nosotros lo mejor posible»
(63, b, c). Es ésta la poblada soledad de la madurez intelectual, la
sonora y acompañada soledad que tan nítida y bellamente definía
Xavier Zubiri en su ensayo sobre Hegel: «Quien se ha sentido
radicalmente sólo es quien tiene la capacidad de estar radicalmente
acompañado. Al sentirme solo me aparece la totalidad de cuanto
hay, en tanto que me falta. En la verdadera soledad están los
otros más presentes que nunca». Soledad lúcida y conviviente.
«Tengo a mis amigos — en mi soledad» ; escribió, también sutil y
melancólico, nuestro Antonio Machado.
La pureza, enseña ahora Platón, no es el menosprecio filosófico
del cuerpo, ni es el instante cuidado de sí mismo en desdeñosa so-
ledad ; es la divinización del hombre (Theaet., 176, a, b) a través de
una esforzada, ordenada y armoniosa vida de su alma y su cuerpo
en la verdad y en la belleza. De ahí que la corrección punitiva y
la palabra educadora o formativa—la palabra que por una parte de-
muestra y por otra encanta y persuade—sean, según el Sofista (229,
d; 230, d), los dos máximos recursos para la real purificación del
alma. Dià tou lógou kátharsis, «purificación por la palabra», dirá
siglos más tarde un escritor neoplatónico.
V. Hemos descubierto dos platonismos bien distintos entre
sí: el platonismo del Fedón y el del Filebo. ¿Quién no advertirá
la larga y honda huella de uno y otro en la historia de Occidente?
La idea de la pureza que el Fedón proclama va a ser—aunque a
veces ellos no lo sepan—la norma rectora de los utopistas, de los
evadidos, de todos los que en nombre de un mundo ideal comba-
ten absoluta y maniqueamente contra el mundo sensible y, por tan-
to, contra el cuerpo. Si, como enseñó Ortega, «yo soy yo y mi
circunstancia», el cuerpo es la instancia circunstanciante de mi in-

21
dividual realidad; y así acaece que un yo tan enemigo del cuer-
po como el del «puro» del Fedón no pueda ser otra cosa que un
3ro sin circunstancia, un alma constantemente proyectada hacia el
mundo posible y creído de la utopía, y viceversa, que el yo del ver-
dadero utopista no pueda eludir el menosprecio de su realidad cor-
poral. Noble, áspera e imposible manera de buscar y practicar la
pureza.
Bien distinta es la que propugna el Filebo. Si aquélla es la pu-
reza del hombre en evasión, del utopista, esta otra es la pureza
del hombre en situación, del hombre «situado» o «circunstancia-
do». Suprímase de la palabra «situado» el retintín social, casi siem-
pre irónico y peyorativo, con que suele usársela, y quedará, lim-
pio y expresivo, el sentido con que yo la empleo ahora. Bien o mal
situado, a favor o en contra de su circunstancia, el «situado» cuen-
ta con ella, y en ella, contemplativamente unas veces, si es inte-
lectual, reformadoramente otras, si, además, es hombre de acción,,
discierne—como Sócrates en el Filebo—lo que es puro y lo que no
lo es.
Mas no olvidemos que entre el puro a la manera del Fedón y
el puro al modo del Filebo suele insinuarse, antiplatónicamente, la
falsa pureza del que llamaré «seudoutopista aprovechado». No es
el puro salteador de caminos ; es el hombre que disfraza de pureza
su honda, firme y decisiva vocación de vivir «bien situado». Ne-
cesita, por tanto, de un ideal bajo forma de utopía; mas no para
combatir denodadamente contra el cuerpo y la circunstancia, como
el «puro» del Fedón, sino para realizar en ésta con buena aparien-
cia—así proceden los salauds de Sartre—su avidez inmediata de
bienes corporales, llámense estos lucro o poder.
Platón divino e inmarcesible, siempre joven Platón. Para Ios-
griegos—ha escrito Zubiri, glosando una sentencia del gran filó-
sofo (Rep., VI, 484, b)—, el ámbito de la mente es el «siempre».
Fiel a su propia exigencia, Platón vale siempre y sigue siendo ac-
tual ; y no sólo para los filósofos de oficio, mas también para los
que hemos de movernos en los distritos suburbanos del saber, y
aun para todos aquellos que en cualquier actividad o profesión,
aunque ésta no sea de orden intelectual, quieren vivir inmunes al
adocenamiento. Por eso me ha parecido que no sería del todo im-
pertinente en estas páginas una sencilla meditación platónica acer-
ca de lo puro y la pureza.
Pedro Laín Entralgo.
Lista, 11.
MADRID

22
EL INVENTOR Y LA ACTRIZ
POR

WILLIAM SAROYAN

I
En la casa de enfrente vivía un niño con sus dos hermanas,,
mayores que él. Unas veces sentía afecto por ellas y otras pen-
saba que era la mayor desgracia que pudiera haberle sucedido,
porque tenían la costumbre de meterse en su jardín, como si
también perteneciera a ellas.
Se llamaban Shehady de apellido, y al niño le llamaban Pad-
dy sus hermanas. Paddy llamaba a la hermana mayor Bellie, lo
cual ella detestaba, pues su nombre era Belle, y llamaba a la
otra hermana Daze, si bien, por supuesto, su verdadero nom-
bre era Daisy.
Belle se solía emperejilar con los vestidos usados de su ma-
dre, y preguntaba entonces si se Parecía en algo a Ava Gard-
ner, o a Marilyn Monroe, o a alguna de las otras mujeres que
había visto últimamente en el cine, y, naturalmente, nunca lo-
graba parecerse a ninguna de ellas. Se parecía siempre a Bellie,
que 110 se parecía en absoluto a la idea que en tierra de Dios
cualquier cristiano pueda tener de lo que medio puede ser una
muchacha. Y, sin embargo, ella no pensaba en otra cosa: ser
una muchacha, una muchacha grande, una gran muchacha, gran-
de como Ava Gardner.
Un buen día Paddy llegó al jardín y dijo:
—Jiim, ¿a que no sabes lo que va a ser Bellie ?
—¿ Cómo quieres que lo sepa yo?—contestó Jim—. Siempre
le sorprendía y le molestaba el modo que Paddy tenía de echar-
se de pronto encima de uno y espetarle alguna pregunta ton-
ta con su voz chillona y nerviosa. En una o dos ocasiones en que
Jim estaba pensando en algo que inventar, la voz de Paddy le
había hecho dar un brinco; pero en los últimos tiempos, en par-
ticular desde hacía un año, había dejado de dar brincos y, por
otra parte, de molestarse tan siquiera.
•—Actriz—dijo Paddy—-. Va a dedicarse al teatro. Daze no
se va con ella.
Jim- estaba quitando la seca envoltura negra de las nueces
que habían caído del árbol del jardín. Una vez que les quitaba la
envoltura ya podía partirlas con un martillo. Eran nueces du-

23
ras; pero una vez abierto el grueso cascarón, la carne del inte-
rior, dispuesta de manera tan perfecta que nadie hubiera podi-
do jamás imaginarse cómo lo había hecho, cómo a nadie se le
hubiera podido jamás ocurrir tal cosa, era la cosa que mejor
sabía del mundo. Por esta razón valía la pena de que Jim se
tomara tanto trabajo y se manchara las manos de negro con la
piel de las nueces. El árbol era viejo. Daba muchísimas nueces.
En la cochera quedaban aún algunas de hacía dos o tres años. Su
madre habló en cierta ocasión de usarlas para encender el fuego,
había tantas y nadie las comía, pero Jim le dijo que las quería él.
El iba a limpiarlas y a comérselas; pero, naturalmente, nunca
llegó a hacerlo, y alguna ves que otra su madre quemaba alguna
que otra nues. Daban un fuego muy bueno, pero a él no le gus-
taba que las quemaran. Las cosas no se queman así como así.
—¿ Qué estás haciendo ?—dijo Paddy.
—Limpiando estas nueces—respondió 'Jim.
Paddy había visto a Jim limpiarlas docenas de veces, pero ha-
cía siempre la misma pregunta, como si Jim estuviera en realidad
buscando el modo de saber cómo estaban hedías; el de inventar
algo que le convirtiera en uno de los hombres más ricos del mun-
do. Jim contestaba siempre como si se tratara de una pregunta
nueva.
—¿Quieres que te ayude?
—Bueno; pero te vas a manchar las manos.
—No importa.
Paddy Shehady se sentó bajo el árbol del jardín de Jim y co-
menzó a despellejar una nues.
—¿Cuántas más te quedan?—quiso saber Paddy.
—La cochera está medio llena casi—dijo Jim.
—¿ Y las vas a limpiar tú todas ?
—Bueno, limpiaré algunas y las-pondré aparte—dijo Jim—, y
luego, cuando quiera partirlas las encontraré limpias y en condi-
ciones. Si las partes sin despellejar no las puedes partir bien y des-
perdicias la mayor parte de lo de dentro.
—¿Puedo partir ésta y comérmela?—dijo Paddy.
—Claro que sí—respondió Jim—. Pero no te vayas a lastimar
la mano.
3

Paddy se había lastimado ya dos veces la mano, una de ellas


de tal modo que la señora de Shehady tuvo que venir al jardín
—no había bastante con que las dos niñas y el niño vinieran a

24
todas las horas, sino que, por si fuera poco, tenía que venir tam-
bién la madre—y ella pretendía- que Jim le dijera qué había hecho
Paddy para lastimarse así la mano. Jim se lo había dicho, y en-
tonces ella había preguntado si la madre de Jim estaba en casa;
él le había dicho que no, y entonces ella le había preguntado unas
doscientas cosas más y la buena señora se quedaba allí horas y ho-
ras sin dejarle ir a ocuparse de sus asuntos. Era una mujer gran-
de, casi tan grande como los forzudos que había visto en las atrac-
ciones de la feria el verano anterior, pero que estaba más bien
gorda. Al mismo tiempo era nerviosa y siempre se estaba pre-
guntando cuándo el coste de la vida iba a bajar al nivel de antes.
Un día Jim oyó que la señora de Shehady preguntaba a su ma-
dre acerca de esta cuestión, y su madre contestó que ella no sa-
bía, lo cual no sacó de dudas, ni con mucho, a la señora de She-
hady, y la señora de Shehady se quedó largó rato sin que se le
ocurriera nada que decir. Cuando vino por lo de la mano lastima-
da de Paddy, Jim le dijo que Paddy se había lastimado la mano
cascando nueces. Ella quiso saber entonces si Jim había empujado
a Paddy o algo por el estilo y Jim se molestó y dijo que no sola-
mente no había empujado a Paddy, sino que le había enseñado a
Paddy una docena de veces cómo cascar una nuez sin lastimarse
la mano.
Pero Paddy se lastimaba siempre la mano, un poco por lo me-
nos. La vez que se lastimó de verdad se puso en pie de un salto,
chillando y pataleando y diciendo: "¡Me he machacado la mano;,
me he machacado toda la mano!" Se puso a sacudirla y a dar
saltos de un lado para otro y a correr describiendo circunferencias,
y al cabo se descompuso y se echó a llorar amargamente, jurando,
acusando a Jim, echándole la culpa y, por último, echó a correr
hacia su casa. No tenía que correr demasiado lejos y Jim pudo oír
cómo le lloriqueaba a la madre y cómo la madre le decía toda clase
de tonterías para calmarle el dolor y hacer que se olvidara de él.
—Ya no volveré a lastimarme la mano—decía Paddy ahora—.
Ella va a ser como Ava Gardner; eso dice, ¿sabes? Toda empa-
quetada así, reclinándose sobre pieles de tigre v todo eso. Ahora
está reclinada sobre el linóleo.
—¿ Qué linóleo ?
—En la cocina—dijo Paddy—. Ensayando. Como no la dejan
en el recibidor tiene que ensayar sobre el linóleo. Tiene una caja
vacía de Quaker Oats y la utiliza como almohada. Hace que Daze

25
le diga cosas de modo que pueda ella ensayar y decir cosas a su
vez igual que hace Ava Gardner.
Paddy puso la nues que había limpiado—aunque no la había
limpiado del todo bien—sobre un guijarro tan grande como una
berenjena grande y la sujetó cuidadosamente con dos dedos. Lue-
go tomó el martillo y 'Jim vigiló cada movimiento que hacía para
impedirle que se volviera a lastimar la mano caso de que pare-
ciera que iba a hacerlo otra ves. Paddy dio con el martillo en
la nues y la rompió; pero no por la mitad, ni tampoco a lo lar-
go de la costura, como Jim le había repetido tantas veces que
era el lugar adecuado donde debía golpear con el martillo. I^a
nues estaba machacada, y Paddy se había lastimado los dedos un
poquito, pero no mucho, no lo bastante como para ponerse a dar
saltos y a llorar. Paddy dejó caer el martillo, cogió la nues aplas-
tada con la mano derecha y sacudió la otra hasta que le dejó de
doler. Luego pasó lo que quedaba a su mano isquierda y comensó
a escoger entre los despojos algo que fuera comestible. Jim par-
tió también una para que Paddy no comiera solo, y Paddy dijo:
—Bellie no quiere llegar a ser una persona que no sea bella y
famosa. Quiere ser también rica y refinada. Dice que si ensaya
un poco cada día puede llegar a conseguirlo. Ha hecho que Dase
entre y salga de la cocina diciéndole cosas, como hacen los cria-
dos, como hacen los hombres que van a visitar a Ava Gardner,
como su viejo padre, como su pobre hermana y como todo el
inundo, y de este modo Bellie puede reclinarse allí en el linóleo
y decirle a su ves cosas a ella.
—¿Qué es lo que Dase le dice?—dijo Jim.
—Bueno, ya sabes—replicó Paddy—. Tenía que haber alguna
ves en que Ava o uno de los otros dijera a su propia madre:
"No quiero volver a verte en la vida", y todo lo que a la anciana
madre se le había ocurrido había sido suplicarle que volviera a
casa. Se sentían solas o algo de eso. Bueno, Dase entra y dice:
"Oh, hija, mía, vuelve a casa. ¡Te necesitamos!" Y entonces Be-
llie le contesta: "Hace tres años me echaste a rodar por el mundo.
No quiero volverte a ver jamás", y cosas por el estilo.
—Voy a partir ésta para ti—dijo Jim—. Partió la nues lim-
piamente en dos mitades y después cascó cada mitad de modo que
se pudiera aprovechar por completo lo de dentro. Se lo alargó a
Paddy y partió otra para sí mismo.
—Se va a dedicar al teatro—dijo Paddy—. Me ha mandado a
que pregunte si puede usar la cochera como escenario.

26
—¿Qué cochera?—preguntó ¡¿im.
—Esta cochera—respondió Paddy—. Nosotros no tenemos co-
chera. No tenemos más que el cobertizo de las herramientas que
está lleno de trastos viejos. ¿Puede usar ella vuestra cochera como
escenario ?
—¿ Cuándo ?.—dijo Jim.
—Bueno—dijo Paddy—•, ahora, supongo yo. Estorba al paso en
la cocina y mi madre no quiere. Tiene que dar un rodeo por no
pisarla y a veces se detiene y se pone a escuchar las cosas que las
dos se dicen. BelUe dice que no puede ensayar con mamá allí de
plantón, todo el tiempo desaprobando. ¿Voy a decírselo?
—Claro que sí—dijo 'Jim.
Paddy se puso en pie y salió corriendo hacia la casa de en-
frente.

La mayoría de las veces estaba bien tenerles por vecinos, pero


de cuando en cuando le parecía que era la peor desgracia que jamás
le pudiera haber sucedido, porque no podía rehusarles nada ni
pedirles que dejaran de venir con tanta frecuencia, y esto suponía
que, con la misma frecuencia, tenía que dejar de pensar en las de-
más cosas en que pensaba siempre, mayormente sus inventos. Aho-
ra, sin embargo, sentía deseos de ver a las hermanas de Paddy,
sobre todo a BelUe, ensayar para aparecer en el teatro.
Volvió a la cochera a echar al lugar una última ojeada y ver
si conseguía imaginarse cómo podía aquello servir de escenario.
En un extremo había una docena o más de cajones que habían
contenido manzanas, llenos de nueces negras; en el otro extremo
había algunos muebles viejos y rotos, unos pucheros y cacero-
las y unos cajones con revistas, libros y otras cosas dentro.
Se encontraba en la cochera cuando Paddy asomó la cabeza y
dijo:
—/ Quiero saber si puede entrar, Jim!
—Claro que sí—dijo Jim.
Entonces Paddy, BelUe y Daze entraron uno a uno en'la co-
chera. BelUe venía toda ataviada de negro y trataba de. aparen-
tar ojos grandes, tristeza y ensueño como Ava Gardner o una de
las otras, y Daze se había parado junto a ella, admirándola por
un lado, y, por el otro, no sabiendo qué hacer con ella.
—Bien—dijo BelUe—, este es el sitio, como yo pensé, Jim.

27
Esta es mi habitación, como puedes ver. Yo estoy reclinada sobre
una piel de tigre, rica. Pero estoy triste porque tengo muchísimo
dinero y no tengo hijos. Ahora, mientras yo permanezco descan-
sando aquí, alguien va a llamar a la puerta. Va a ser un hombre
que ha oído hablar de mí. Yo digo: ¿Sí? Entonces tú entras, ''Jim.
—j Yo?—dijo Jim—•. Deja que lo haga Paddy. Yo me siento
aquí a limpiar más nueces y miraré cómo lo hacéis.
—-Siempre saldría mucho mejor si lo hicieras tú, Jim—dijo
Bellie—. Daisy será mi doncella. Si deseo ver mis tigres, ella irá
a buscármelos; si deseo comer unas nueces de la China, ella me
las traerá en una bandeja de oro.
—Yo me sentaré aquí y os veré—dijo Jim.
—¿Puedo ponerme en este sofá viejo?—dijo Bellie.
—Claro que sí—dijo Jim.
Bellie se tendió en el sofá y se puso triste. Sin abandonar su
tristeza dijo:
—Tú te quedas ahí de pie, Daisy, y esperas a que yo pida los
tigres. Tú te vas fuera, Paddy, y cuando pase un minuto llamas
a la puerta.
—¿ Qué digo al entrar?—dijo Paddy.
—¿Es usted la famosa Madame Antoinette de la Tour?
—Está bien—dijo Paddy-—•. ¿ Y qué digo después?
—-Bueno—dijo Bellie—, tú dices eso, y entonces, cuando yo
diga lo que diga, tú dices lo que yo diga que te haga que digas.
Ya sabes cómo se hace. Bien; empecemos.
Paddy Shehady salió de la cochera. Bellie Shade, como ella
prefería llamarse, se puso en trance y Dase se quedó de pie de-
trás del sofá, tratando de tomar la cosa en serio.
Paddy llamó a la puerta.
—¿Sí?—dijo Bellie Shade.
Paddy entró:
—¿Es usted Madame Antoinette de la Tour?—dijo.
Bellie Shade le contempló un momento con tristesa y después,
poniéndose más apenada que nunca, dijo:
—Yo soy.
Paddy miró a Jim, pero Jim no le sirvió de ayuda alguna.
Jim no miraba más que a Bellie y, por tanto, Paddy miró a
Dase, pero Dase tampoco le sirvió de ayuda. Dase parecía como
si estuviera en el funeral de un niño chico, por lo que Paddy tuvo
que mirar a Bellie otra ves.

28
—He venido desde Arabia para veros—dijo Bellie Shade a su
hermano Paddy que dijera.
—He venido desde Arabia para veros—dijo Paddy.
—¿De qué parte de Arabia?—dijo Bellie Shade con tristeza.
Ahora si que no se le podía echar a Paddy la culpa por no sa-
ber qué decir a continuación, pero allí estaba él, sintiéndose mal
por no saber de qué parte de Arabia había venido y no atrayén-
dose, al mismo tiempo, a destruir la sensación de ambiente.
—Bagdad—susurró Bellie Shade.
—Bagdad—dijo Paddy.
—Eso está muy lejos—dijo Bellie Shade con gran pena—, upor-
que, como sabéis, esto es París, y entre París y Bagdad hay una
gran distancia».
—Sí que la hay—dijo Paddy—. Ahora estaba sintiéndose en su
papel y lo único por ver era qué tal haría de hombre de Bagdad.
«.Pero he llegado bien»—prosiguió.
—¿Tuvisteis un viaje agradable?—dijo Bellie Shade.
•—Vine en tren—dijo Paddy.
—Confío en que dormiríais bien durante el trayecto.
—Yo dormí bien—dijo Paddy—. Confío en que dormiríais bien
durante el trayecto, usted también.
—Yo he estado aquí todo el tiempo—dijo Bellie—. No he vuel-
to a viajar desde que Chuck tuvo el duelo. He permanecido siem-
pre en París, aquí, en este castillo solitario, con mis recuerdos.
—¡Oh!—dijo Paddy.
Pensó rápidamente y tuvo una idea.
—¿Cómo está Chuck?—dijo.
—Muerto—dijo Bellie.
•—¿ Cómo está su padre ?
—Muerto.
—¿ Tiene hermanos ?
—Sí; tiene un hermano pequeño—dijo Bellie.
—¿ Cómo está ?
•—Se está muriendo—dijo Bellie—>. Dejó caer su mano lángui-
damente hacia el lugar en que se encontraba Dase.
—Marie—dijo—, traeme, por favor, mis tigres. Me siento sola.
—Sí, Madame-—dijo Dase.
Dase se puso a cuatro patas y, dando la vuelta al sofá, vino
a los pies de Bellie Shade, quien miró a sus tigres con tristeza.
Dejó caer la mano sobre la cabesa de Dase.
•—Mis pobres tigres solitarios—dijo Bellie.

29
—Bueno—dijo Paddy—•, me parece que me tendré que volver
a Bagdad.
Bellie Shade se incorporó de pronto, como horrorizada.
—¡ Esperad!—exclamó.
—Es un poco tarde—dijo Paddy—. Se tarda mucho tiempo en
regresar a Bagdad.
•—¡Esperad, esperad!—exclamó Bellie—. ¡No me abandonéis!
—¿Por qué no f—dijo Paddy.
—Yo también me estoy muriendo.
—¿Es de algo contagioso?—dijo Paddy.
—¡No, no!—dijo Bellie—. Vos no corréis peligro. Es sani-
tario.
—¿ Qué es lo que tiene usted f—dijo Paddy.
•—El corazón partido—dijo Bellie.
—Debería usted avisar a un médico—dijo Paddy.
Salió rápidamente. Dése dejó de ser dos tigres, se puso de pie
y se dirigió a Jim.
—Bellie quiere ser famosa—dijo—. Lo hace muy bien, ¿no
crees tú?
Bellie Shade estaba aún representando; muñéndose aún del co-
razón. Paddy regresó y la miró un momento.
•—¿Quién es Chuck, Bellie?—dijo.
-—¡Bellie Shade, Paddy! ¿Quieres dejar de llamarme Bellie?
—Bueno; como tú quieras, ¿ quién es Chuck ?
—Cualquiera—dijo Bellie—. Un hombre en el drama.
—/ O h!—dijo Paddy.
Salieron todos al jardín, bajo el viejo nogal.
Jim se sentó en el suelo y se puso a despellejar una nuez.
Paddy se sentó a su lado y luego lo hicieron Bellie y Daze. Pasa-
ron el resto de la tarde limpiando y cascando nueces, comiéndose-
las y hablando del teatro y de la vida. Era casi de noche cuando
la señora de Shehady atravesó la callecita y vino a buscarlos y a
pararse un momento a charlar con Jim.
—¿Cómo- está tu mamá?—dijo.
—Está muy bien, gracias—dijo Jim.
—¿Dónde está?—dijo la señora de Shehady.
—Bueno: aún no ha regresado del trabajo—dijo Jim.
—¿En el almacén?
—En la oficina de los almacenes—dijo Jim.
—Siempre se me olvida—dijo la señora de Shehady. Casa Wal-

80
pole. Son además los mejores almacenes de la ciudad. Dile que
yo he estado preguntando por ella.
—Sí, señora—dijo Jim.
Después todos desaparecieron en lo oscuro.
Jim hizo un montoncito con las pieles y las cascaras, las puso
en una caja y llevó la caja a la chimenea del salón de estar, tra-
tando mientras tanto de pensar en algo útil que inventar. No eran
más que las cinco y ya estaba oscuro. Su madre no regresaría
a casa hasta cerca de las seis y media. Encendió el fuego en la
chimenea y se sentó junto a la ventana, mirando a- la casa de
enfrente, a la gente que había en la casa.
El señor Shehady había ya vuelto a casa de su trabajo en la
Southern Pacific y la señora de Shehady los tenía todos a la
mesa en el comedor. Estaba sirviendo sopa en unos platos y
poniendo los platos uno por uno delante de cada uno de ellos.
Eran una familia buena y él los quería: el padre, pequeño y sen-
sato; la madre, grande y nerviosa; el hijo, simple, y las dos hijas,
la que quería hacerse actriz y ser famosa, y la que no sabía lo que
quería hacer.
La mayoría de las veces estaba bien tenerlos de vecinos en
la casa de enfrente, pero alguna que otra vez cuando él trataba
de imaginarse algo complicado o maravilloso que inventar, y ellos
le rodeaban con sus modales extraños, se convencía de que la
mayor desgracia que jamás le había sucedido era que ellos se
metieran, en su vida.
«Tengo que inventar algo», pensó Jim, pero no podía apar-
tar de su imaginación a Bellie Shade el tiempo necesario para
pensar en algo.
—Quienquiera que la inventara a ella—pensó-—, con seguri-
dad que debió llevarse una buena sorpresa.

Traducido de la revista The Atlantic


Monthly, por Aquilino Duque. Alfon-
so XII, 30- Sevilla.

31
A M OR SOLO
POR

GERARDO D I E G O

ALEGRIA
La alegría en el mundo, la celeste
alegría en el aire, la alegría.
Nada hay que no anhele y no sonría,
nada que no aventure y que no apueste.

La veleta es saeta. En trance. Agreste.


Mírala cómo afila su porfía.
Qué fija está en el hierro que chirría,
cómo se clava, esclava, en su nordeste.

Golondrinas tempranas, van las manos


persiguiéndose quiebros, roces, planos
por balcones, campánulas, deslices.

Los labios, desatados, no regresan,


se olvidan ya, ya ni siquiera besan.
Dejan eso a los ojos, más felices.

SE MAS E E L I Z Q U E YO

Sé más feliz que yo, cantaba Arólas,


cantaba sin cesar como las olas
del mar que peña y niña salpicaba:
Sé más feliz que yo.
Un amor imposible, una ternura
sin salida hasta entrar en la locura,
en la noche sin alba. Y murmuraba:
Sé más feliz que yo.

Yo no sé qué distancia hasta la raya


habré de recorrer, hasta la playa
donde bate ese mar. Y voy rezando:
Sé más feliz que yo.

32
Voy rezando mi férvido estribillo.
Cuanto más hondo clava en mí el cuchillo,
más te acaricia mi susurro blando:
Sé más feliz que yo.

«No. Yo no puedo ser felizy>, me dices.


Y yo, fábula viva de infelices,
a viva fuerza de quererte, lucho:
Sé más feliz que yo.
Lucho e insisto a ver si te convenzo
como a la primavera, y quiero y venzo
a viva fuerza de quererte mucho:
Sé más feliz que yo.

Quiero quererte sin rozar tu boca.


Sólo en tu oído romperá esta loca,
desvariada ola, azul, perdida:
Sé más feliz que yo.
Duerme a su arrullo en paz dichosa, duerme,
queriéndome querer y sin quererme,
que ella te canta siempre: Duerme, olvida...
Sé más feliz que yo.

MIS LABIOS

A veces cuando hablo, tú a mi lado


miras la forma de mis labios pura,
sigues las alas de su curvatura,
me las vas modelando, grado a grado.
Yo te siento \< mi vuelo apasionado
en tu brisa se apoya y a la altura
por rampas espirales sube, y jura
•—sin mirarte—tu soplo enamorado.

Mis labios serios de inocencia aprendes


y en uno de sus pliegues—ni, se nota—
te escondes—tan levísima—, te tiendes,

tan sin peso, sin lastre. Arriba, arriba,


labios de corazón: la gaviota
y su sombra en el mar a la deriva.

33
3
TÁNTALOS

Estoy lleno de tántalos.


No soy yo el tántalo, no; son ellos, ¿cuántos?,
diminutos, hormigas, himenópteros,
subterráneos, mineros, voladores,
nupciales: tantos tántalos
que la piel me electrizan, que se empujan
al borde de mis propios labios.

Y no son frutas, no, ni agua en el calis


transparentando el oro
lo que ellos, abrasándose,
bebieran o mordieran.

Gota a gota, poro a poro,


liliputienses tántalos asoman,
alfilerean las yemas de mis dedos,
cabalgan resbalando mis pestañas,
desmelenan antorchas por mis labios.
Y yo quieto, tantálico,
sin poder sacudírmelos, raérmelos,
tántalos que no saben
lo que es la seda, el zumo, la dulzura,
el dormir consolados.
Tántalos del suplicio,
tantos y tantos mártires o tántalos.

EL ARCOIRIS
Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba....
... el corazón deshecho destilaba.
SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ.

Ayer tarde, mi bien, cuando te hablaba,


tan triste y tan lejana te sentía
sin saber consolarte en tu amargura,
que al despedirme bajo el aguacero
mi corazón deshecho destilaba.
Al buscar mi refugio solitario
rozando opacidades transparentes,

34
•oí decir a mí espalda: el arcoiris.
Y volví la cabeza. Era verdad.

Un arcoiris, turbio aún, gigante,


convaleciente en lecho de negrores,
prometía a las almas esperanza.
Tú, bajo el techo, no supiste el signo,
pero algo de consuelo, algo de cielo
descendió hasta tu frente, iluminándola
de pálidos matices besadores.

El arcoiris es espectro y arco


y la flecha invisible al blanco apunta,
es ella la luz blanca, la unitaria
y dardeando el corazón.
Escucha:
Por la sangre se empieza, el rojo vivo;
sigue el anaranjado, aroma intenso
que en fiebre de amarillo nos enferma.
El verde, el campo, la esperanza. Arriba
los ojos, al azul del cielo.
Húndete ahora en el añil del mar,
que la muerte violeta nos espera.

CELOS

Yo nunca supe, amor, lo que eran celos.


Viví en el sí o el no. Tinieblas, luces,
sobre mis hombros alas, alas, cruces,
cruces de pesadumbre por los suelos.

Y ahora ya son mis huéspedes anzuelos


que el paladar me rasgan, que de bruces
me arrastran por la rampa, a contraluces
de cegueras, ahogos, anticielos.

Tengo celos, de celos me consumo,


celos de un velo azul, celos del humo
nacidos de unos labios que yo amo,

celos de unas tristezas sin poema

35
y de este verso mío que se quema
porque abates tus ojos al reclamo.

A LA LUZ D E LAS E S T R E L L A S

A la luz de las estrellas


quiero rimar un romance,
un romance que las cuente,
un romance que las cante:

a la luz de las estrellas


porque la del sol deshace
y la de la luna miente
girándulas en el aire.

Es de noche. Todo calla.


Duermen los niños, los ángeles
se cierran, cuelgan los pájaros
en las ramas de los árboles.

(Duermes tú, doncella. Solas,


tus olas sueñan con naves,
se alzan, deprimen despiertas
sin que las contemple nadie.)

Navega la noche alta


sus profundos altamares,
y allá arriba las estrellas
no pueden dormir, no saben,

aunque abaniquen por turno


sus pestañas de azabache.
Ay, si cerraran los ojos
todas en el mismo instante.

Yo solo, desde mi, huerto,


aspiro mis azahares.
Ay, quién me dijera a mí
que iba a estudiar para arcángel.

(Duermes tú, que no estudiabas,


te duermes entre tus ángeles.

36
Ay, quién me ha manàado a mí
conocerte, enamorarme.)

Esa luz de esas estrellas


es la luz de otras edades.
Por eso rompe tan triste
en las playas de mi carne.

Esa luz de esas estrellas


•me está cantando en su cante,
que después que yo me muera
subiré a sus soledades.

Y la lumbre de mi alma
que ahora en mis párpados bate,
librará por los espacios
toda su pena diamante.

Esa luz de esas estrellas,


ahora sin luna y sin nadie,
me está bañando de siglos,
me está besando de ángeles.

(Duermes tú, duermen las nu


sus sueños de tempestades.
Velan entre mil estrellas
Ja tuya y la de mi madre.)

CLARA

Desde hoy te llamaré Clara.


Claras serás, mi Chiarina,
mi náyade cristalina
en el agua verde, avara.

El aire es quien te declara


y quien te ampara es el suelo;
para mí sólo y sin velo
serás Clara, Clara, Clara.

37
Dentro de ti, luz de Eva
transparentas, tu luz nueva,
tu claridad hecha beso.

Clara la bien encendida,


tú eres lumbre de mi vida.
Te llamo Clara por eso.

Gerardo Diego.
Covarrubias, g.
MADRID

38
EL SENTIDO DEL HEROÍSMO QUIJOTESCO
POR

LUIS ROSALES

La conducta de los Duques en la segunda parte del Quijote no


es tan siniestra y cruel—ni tan distinta de la conducta de los res-
tantes personajes—como viene afirmándose, y para comprobarlo
indagaremos hasta qué punto la estancia en el palacio es episódica
o esencial para el despliegue de la personalidad de Don Quijote.
Todos los incidentes de una fábula deben contribuir al desarrollo
de la acción principal (i). Esta es la medula de la cuestión que va
a ocuparnos y no quejarse o condolerse por gateamiento alguno.
Deshonra estriba en más que en besarla durmiendo. Para enjuiciar
estos capítulos preciso es comprender a Don Quijote en su huma-
na y profundísima complejidad. Carece de sentido convertirle en
El Caballero del Ideal—como es uso y costumbre—, y una vez hecha
esta inútil y filosófica operación, considerarle poco menos que in-
tocable y sagrado. Don Quijote no es Amadis ; Don Quijote pa-
deció humillaciones porque tenía que padecerlas para ser Don Qui-
jote. La humillación es el supuesto previo de su heroísmo. Este es
el punto de partida de todo entendimiento de su carácter. Así, pues,
y para no seguir amontonando, una vez más, tópico sobre tópico,
vamos a analizar, en primer término, qué valor tiene en su vida la
humillación.
Si Don Quijote hubiera encontrado en sus andanzas compren-
sión en lugar de encontrar resistencia, no sería Don Quijote. Con
episodios como el de Marcela, el de las bodas- de Camacho o el en-
cuentro con el caballero del Verde Gabán puede hacerse una no-
vela pastoril y evasiva, pero no un libro como el Quijote, donde
se enfrentan y se aunan idealidad y realidad (2). La lucha con el

(1) Dice SCHELLING : «La idea absoluta de Don Quijote es la lucha del
ideal contra la realidad que domina la obra entera a través de las más di-
versas variaciones. A primera vista el hidalgo y el ideal parecen derrota-
dos, pero ello sólo es aparente, pues el triunfo absoluto del ideal es el
que se desprende del conjunto de la obra.» Cit. por C. Real de la Riva.
Crítica de la obra de Cervantes (pág. 136).
(2) La incomprensión que don Diego de Miranda siente por Don Qui-
jote fué finalmente observada por Azorín. «Y éste es un contrate que pres-
ta el hondo, el trascendental interés a es.ta página. En esta casa el mismo
espíritu de orden, este mismo apego al método en todas las cosas diarias,
este mismo bienestar sólido, silenciosamente gustado, hacen nacer en sus
moradores un íntimo, un suave egoísmo. No quiero que interpretéis ahora
malamente esta palabra. Doña Cristina, Don Diego, Don Lorenzo, son ex-

39
medio ambiente es un supuesto previo del heroísmo quijotesco y,
por tanto, todos los personajes de la novela han de cumplir esta
función y evidenciarla con palo, escarnio y risa. Repito, pues,
que un Don Quijote que no sufriera humillaciones no sería Don
Quijote, pues la burla es justamente la aureola de su espiritualidad
y en arrostrarla estriba la mejor parte de su heroísmo. Implica bien
inútil sensiblería extrañarse y dolerse de la actitud que necesaria-
mente han de tener con él todos los personajes de la novela. Burla
burlando, el enojo de los comentaristas frente a los Duques me re-
cuerda aquel cuento, que parece cervantino y no lo e s : «Habla-
blan dos recién casadas de sus achaques y fatigas, y una de ellas,
ya embarazada, decía a la otra con quejumbre y melindre: •—Pero
no veis qué es lo que ha hecho mi marido conmig-o.» Y qué otra
cosa debía hacer.
El arcaísmo de sus armas, la longura del cuerpo, la edad y el
extravío general de su figura, ayudan a que la sola contemplación
del caballero promueva a risa. Por hilar delgado, es frecuente en
los críticos olvidar que la intención evidente que ha tenido Cer-
vantes al concebir a Don Quijote es caracterizarle de tal modo que
nos resulte al mismo tiempo interesante, espiritual, regocijado y
ridículo, y así le monta sobre un caballo o caballejo (llamado Ro-
cinante porque había sido rocín antes de ahora) y le enjareta unas
armas encartonadas, quiméricas e inservibles. Es indudable que su
finalidad ha sido disfrazarle de caballero para después, y muy a su
sabor, demostrar que el hábito no hace al monje y que la verda-
dera caballería no se sustenta sobre abolorios y zarandajas. Cuan-
to más ridicula sea su presencia y más insólita su conducta, más
pondrá de relieve que todo señorío radica en la nobleza de alma
y no requiere linajes, privilegios ni añadiduras. Sobre la distensión
entre el señorío y el ridículo está montada toda la maravilla del
Quijote (3), y pretender atenuar esta oposición es enmendarle la

célenles ciudadanos ; cumplen bien sus deberes ; se portan lealmente con


sus amigos ; son afables ; son discretos. Pero tal vez algo que salga del am-
biente pacífico y cordial de esta casa, les sorprende ; acaso ellos no pueden
tolerar una audacia, un contrasentido, una impetuosidad, una acción local
y generosa que de pronto eche abajo todo nuestro método cotidiano y to-
das nuestras pequeñas voluptuosidades, todas nuestras previsiones, toda
nuestra lógica prosaica.» Azorín. Con Cervantes. Col. Austral (pág. 23).
(3) Este contraste entre lo ridículo y lo sublime del quijotismo alcan-
za en el vencimiento del caballero su más patética expresión. El de la
Blanca Luna, «poniéndole la lanza sobre la visera le dijo : vencido sois
caballero, y aun muerto si no aceptáis las condiciones del desafío». Don
Quijote, molido y aturdido, sin alzarse la visera, como si hablara dentro
de una tumba., con voz debilitada y enferma, dijo : ((Dulcinea del Toboso
es la más; hermosa mujer del mundo, y no es bien que mi flaqueza de-

40
plana a Cervantes y cambiar por un plato de lentejas el sentido de
la novela. Admiración y risa son las reacciones que su protagonista
despierta en nosotros., y en el rescoldo de la risa, precisamente,
tenemos que encontrar el mundo de valores encarnado por él.
i Cómo no habían de reírse los Duques de nuestro andante caballe-
ro si una de las características esenciales del quijotismo es provo-
car la burla? (3 bis). Para enjuiciarles rectamente lo que importa
no es saberles reidores : es descubrir si detrás de su risa no hay algo
más que escarnio. Y esto—hoy por hoy—no ha interesado descu-
brirlo a nadie, aunque es el nudo de la cuestión.
Así, pues, las humillaciones infringidas a Don Quijote son un
supuesto necesario para el montaje de su carácter. El quijotismo
no consiste en derrotar ejércitos y enamorar doncellas (éste sería
más bien el heroísmo de Amadís o de don Galaor), sino en la idea-

fraude esta verdad. ¡Aprieta caballero la lanza y quítame la vida, pues


me has quitado la honra!» (VI, 325).
La situación vital de Don Quijote no corresponde a la apariencia. Don
Quijote no se encuentra en peligro de muerte, pues el combate ha sido
de tramoya, pero la acepta antes que deponer su fe de vida. La amenaza
de la lanza, del caballero de la Blanca Luna es una burla necesaria para
poner de relieve la inquebrantable espiritualidad de Don Quijote. La risa
se le debía pasear a! Bachiller Sansón Carrasco por el cuerpo mirando su
agonía, como decía Lope.

«De culebra que pensamo


mordé a Maria lo pié,
duro tiamo, duro riamo!
je, je, je.11

(3 bis) Aun para el mismo autor, las expresiones duras e injustas


con sus héroes son bastante frecuentes en Cervantes. «Teniéndolos por
locos les dejaron y se recogieron a sus aceñas y los pescadores a sus ran-
chos. Volvieron a sus bestias y a ser bestias Don Quijote y Sancho.»
(VI, 396). «Venid, muchachos, y veréis el asno de Sancho Panza más ga-
lán que Mingo y la bestia de Don Quijote más flaca hoy que el primer
día (11, cap. 73). Aunque la frase se refiere a los animales Rocinante
y el rucio, es indudable que Cervantes ha buscado el equívoco.

Cómo me he de quejar en mi dolencia


si el amo y escudero o mayordomo
son tan rocines como Rocinante.
(Prólogo, i.* parte.)
Nadie podrá negar que Cervantes se pasa también de la raya al enjui-
ciar y zaherir a sus personajes. Ello ha servido para que Rodríguez Marín
pueda decirnos «que en el no ver en su héroe las exquisitas sublimidades
que vemos ahora, Cervantes era uno de tantos hombres de su tiempo.»
Y a renglón seguido carga la mano refiriéndose «a los que hemos relevado
y descubierto lo mejor del tesoro del gran libro de Cervantes», para ter-
minar diciendo que no se considera comentarista, sino colaborador de Cer-
vantes en la creación del Quijote (nota 443). Algo tocadas del pensamiento
de Unamuno están estas palabras. Los extremos se tocan. Pero, Señor,
¡ hasta cuándo vamos a seguir los cervantistas codeándonos con Cervantes !

41
lidad de sus hazañas, en la manera de arrostrarlas y, sobre todo,
en la manera de conllevar la repetida humillación de sus fracasos.
Recordemos a nuestros lectores que. Don Quijote sólo gana muy
contadas batallas, y aun éstas en la primera parte de su historia,
cuando aún está indeciso su carácter, pues la aventura del Caba-
llero de los Espejos queda en suspenso: no es más que un primer
acto. Hacia el final de la novela, cuando es más evidente la con-
ciencia técnica cervantina, se acumulan las humillaciones y nuestro
héroe es derrotado por el caballero de la Blanca Luna, pisoteado
por los cerdos, golpeado por Sancho y escarnecido por los Du-
ques (4). En modo alguno pueden considerarse casuales estos he-
chos : sirven para fijar definitivamente la personalidad del caballe-
ro y, además, crean el clima apropiado para llegar de modo gradual
al desenlace de la novela.
Repárese en que la idealidad de Don Quijote no estriba, en
muchas ocasiones, en el carácter de sus empresas, sino en la in-
tención que le mueve a emprenderlas (5). Suele entenderse a Don
Quijote como un puro idealista, y esto es verdad sólo hasta cierto
punto. Con notable agudeza dice Menéndez y Pelayo que «lo que
desquicia a Don Quijote no es el idealismo, sino el individualismo
anárquico. Un falso concepto de la actividad es lo que le perturba
y enloquece, lo que le pone en lucha temeraria con el mundo y
hace estéril toda su virtud y esfuerzo» (6). En efecto, su proceder
va más lejos de lo debido en ocasiones, como en el encuentro con
los disciplinantes o en la aventura del yelmo de Mambrino, en las
cuales su valor no se justifica por el sentido, sino por el esfuer-
zo (7). Aquí no es oro todo lo que reluce, pues como le dice con
gravedad el bachiller Alonso Pérez: «Harta desventura ha sido to-
par con vos, que vais buscando aventuras» (8). A consecuencia del

(4) El capítulo de ¡a segunda parte narra la única aventura ducal, que


no se encuentra justificada y que, además, es de mal tono.
(5) «En lo esforzado del propósito y no en lo puntual del conocimien-
to está el héroe.» UNAMUNO (Ob. cit., pág. qo).
(6) M. MENÉNDEZ Y PELAYO : Estudios y discursos de crítica literaria
(1. 320).
(7) A través de toda la primera parte, Don Quijote, a pesar de su
nobleza y elevadas miras, es un peligro para la sociedad : «acomete v hace
daño a viajeros inofensivos, llegando, a veces, casi a matarles, y pone a
los criminales en libertad.» ALEXANDER A. PARKER, El concepto de la ver-
dad en el Quijote (Ob. c i t , pág. 297).
(8) «Yo soy un caballero de la Mancha, llamado Don Quijote, y es mi
oficio y ejercicio andar por el mundo enderezando tuertos y desfaziendo
agravios. —No sé cómo pueda ser eso de enderezar tuertos, dejándome una
pierna quebrada, la cual no se verá derecha en todos los días de su vida ;
y el agravio que en mí habéis deshecho ha sido dejarme agraviado de
manera que me quedase agraviado para siempre, y h^rta desventura ha
sido topar con vos, que vais buscando aventuras.»

42
encuentro prosigue su viaje el bachiller con una pierna rota. En el
segundo caso la agresión de Don Quijote no obedece, ni siquiera
imaginariamente, a motivos ideales y de justicia: el móvil de la
aventura es el deseo de quedarse, por las buenas, con la bacía o
yelmo de Mambrino (9).
Sin embargo, este acuñamiento de actitudes psicológicas, al pa-
recer dispares, hace más viva y humanizada su figura. No es un
defecto técnico, sino un valor. El carácter de Don Quijote no es
una abstracta y simbólica encarnación del ideal, como dice y repi-
te la crítica durmiente. Cualquier simplicidad de este tipo debe ser
puesta en cuarentena si queremos entender la extraordinaria com-
plejidad de la obra cervantina. El carácter literario de Don Qui-
jote sigue un módulo real, de persona de carne y hueso, que va afir-
mando su personalidad y definiéndose a lo largo de toda su vida,
con sus vacilaciones y sus debilidades, sus pecados y sus virtudes,
sus sobras y sus faltas. Para no dar de barato esta opinión recor-
daremos que Don Quijote huye con más prudencia que heroísmo
en la aventura del rebuzno, dejando que apaleen—de todo en todo—
a su escudero. Y aun recrimina a Sancho su imprudencia (¡quién
lo diría!) en el diálogo que sigue a la aventura. «¡ Tan en hora mala
supiste vos rebuznar, Sancho! ¿ Y dónde hallaste vos ser bueno
el nombrar la soga en casa del ahorcado ? —No estoy para res-
ponder—respondió Sancho—. Yo pondré silencio en mis rebuznos,
pero no en dejar de decir que los caballeros andantes huyen y de-
jan a sus buenos escuderos, molidos, como alheña o como cibe-
ra, en poder de sus enemigos» (10).
Tal hecho, bien mirado, es como un claroscuro que subraya y
no desmiente su valentía (11) y da un abrigo de egoísmo humano
a su carácter. Lo que estos toques añaden a la caracterización de
Don Quijote (12) yo diría que es, justamente, su naturaleza hu-

(9) Oiíi'/. ( I I . Cap. X X V I I I ) .


(10) ~Oiiij. (II. Cap. X X V I I I ) .
(11) «La dimensión m á s constante en la psicología ae Don Quijote es
la del valor. Sobre todas las peripecias de la novela, y aun sobre la cali-
dad ética de sus propósitos, sobrenada este valor como definidor de la
personalidad. Virtud que Cervantes h a cuidado sutilmente de realzar al
apoyarla no sobre victorias, sino sobre renovadas humillaciones. Pero este
valor no es un capricho en la invención cervantina, sino u n a necesidad y
el único modo de relación con un m u n d o en el que se encuentra i n a d a p -
tado.» J. CAMÓN AZNAR, Don Quijote en la teoría de los estilos (pág. 441).
(12) No se piense que es única esta actitud de Don Quijote. Debiera
serlo si Don Quijote fuese, como suele decirse, un mero personaje
representante del valor personal. M a s n o es así. Don Quijote no e s un
personaje abstracto : tiene vacilaciones y caídas y su prudencia en ocasio-
nes está m u y lejos del quijotismo. Además de la aventura del rebuzno,
recordaremos el m a n t e a m i e n t o de Sancho por los jayanes de la venta, el
infernamiento en la sierra, siguiendo los consejos de Sancho, p a r a evitar

43
mana. Le acercan a nosotros. En el despliegue de su carácter la
intimidad de Don Quijote va revelándose de manera gradual y aun
indecisa. Este proceso psicológico está perfectamente delineado
en la novela. Cervantes sabe lo que hace mejor que sus comentaris-
tas solemos entenderlo. Tiene clara conciencia de sus fines y de los
medios técnicos que ha de poner en juego para lograrlos (12 bis).
Recordemos que en la segunda parte de la novela no existen
tantos acometimientos como era de esperar por sus palabras:
«En sólo manifestar mis pensamientos, mis suspiros, mis lágri-
mas, mis buenos deseos y mis acometimientos pudiera hacer un vo-
lumen mayor, o tan grande, que el que puedan hacer todas las
obras del Tostado» (13). En la segunda parte de su historia, Don
Quijote va caminando hacia la cordura con muy buen pie. Influ-
yen en tal hecho, como causas principales, la definición cada vez
más precisa del carácter del héroe y el deseo de diferenciarle del
Quijote de Avellaneda, que es un loco de atar. Pero dejemos a un
lado esta cuestión, que es interesante y no conviene hablar de ella

encuentros con la Santa Hermandad. En la aventura de la carreta de las


Cortes da la Muerte su actitud no es menos apercibida, prudente y teme-
rosa que en la aventura del rebuzno. «Don Quijote que los vio puestos en
i.an gallardo escuadrón, ios brazos levantados con aaemán de despedir po-
derosamente las piedras, detuvo las riendas de Rocinante y púsose a pen-
sar de qué modo los acometería con menos peligro de su persona. En esto
que se detuvo, llegó Sancho- y viéndole en talle de acometer al bien for-
mado escuadrón, le dijo : «Asaz de locura sería intentar tal empresa; con-
sidere vuesa merced, señor mío, que para sopa de arroyo y tente bonete,
no hay arma defensiva en el mundo, si no es embutirse y encerrarse en una
campana de bronce.» Y Don Quijote, cómo no, hace caso a tan pruden-
tísimo consejo (II. Cap. XI). Ante los molineros que le insultan en la
aventura del barco encantado- procede Don Quijote con prudencia, medro-
sidad y cautela. «¿Qué personas o qué castillos dice—-respondió uno de los
molineros—, hombre sin juicio? ¿Quiereste llevar, por ventura, las que
vienen a moler trigo a estas haceñas?» «Basta—dijo entre sí Don Quijote—;
aquí será predicar en desierto querer reducir a esta canalla.» (III. 366).
Y pian pianito pagó el destrozo de la barca y se marchó. El programa
que le brinda el bachiller Sansón Carrasco para su tercera salida. «¡ Vengan
más quijotadas, embista Don Quijote y hable Sancho Panza y sea lo que
fuere!» —queda incumplido, por consiguiente, en varias ocasiones.
(12 bis) «Si en alguna obra luce y brilla la más absoluta conciencia de
cuanto el autor iba haciendo, es en la segunda parte del Quijote. La se-
gunda parte del Quijote marca, en cuanto al pensar y en cuanto al hacer,
lo que puede llamarse la segunda manera de Cervantes ; en ella, el autor
llega a vislumbrar y a conocer las cosas en sus líneas y rasgos sintéticos
y precisos. Ve todo lo que vemos todos sin darnos cuenta, pero él lo ve
naciéndose cargo y forzando nuestra distracción y volubilidad a hacerse
cargo. Para él no hay pormenor insignificante, y si una vez se descuida
o parece olvidar algo, estad seguros de que lo ha hecho adrede, porque
ello merecía descuidarse y esfumarse en una voluntaria dejación. Dice
cuanto quiere, calla cuanto le importa callar y adereza la frase con el pen-
samiento y no el pensamiento con la frase. No es un literato de los de su
tiempo, ni de los de ningún tiempo.» F. NAVARRO LEDESMA (06. cit., pá-
gina. 66).
(13) Quij. (III, 69).

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a humo de pajas. Subrayaremos únicamente que en su tercera sa-
lida las aventuras de Don Quijote cambian de tono y de sentido.
La bajada a la cueva de Montesinos y el vuelo de Clavileño son
las más representativas de esta familia de aventuras, a las que doy,
técnicamente, el nombre de «aventuras vacías». Ellas caracterizan
el cambio que se ha operado en la segunda parte de la obra. El
heroísmo se ha ido retrotrayendo cada vez más hacia la intimidad
del personaje. Las aventuras de acometimiento: yangüeses, mer-
caderes, disciplinantes, molinos de viento, yelmo de Mambrino,
galeotes y, en fin, la notable aventura de los cuadrilleros, con la
gran ferocidad que mostró en ella Don Quijote, se transforman
—como por obra de encantamiento—en las aventuras vacías de la
segunda parte de la obra: el encantamiento de Dulcinea, la cueva
de Montesinos, el barco encantado, el vuelo del caballo Clavileño,
la cabeza encantada y la descomunal y nunca efectuada batalla con
el lacayo Tosilos, que todas ellas fueron música celestial. En la pri-
mera parte las aventuras se producen en el plano de la vida real;
en la segunda parte se producen en la imaginación de Don Quijote»
Las primeras son aventuras reales, dolorosas, escarnecedoras, y
en todas ellas no queda al caballero hueso sano (14); las segundas
son aventuras vacías, plácidas, imaginarias, donde no ocurre nada,
salvo la probatura y demostración del heroísmo del protagonis-
ta (15). ¿Puede ser fortuita esta continuada divergencia? Muy en
contra de la opinión general, pienso que en el Quijote-—sobre todo
en la segunda parte del Quijote—no hay nada fortuito o impensa-
do. Cervantes sabe a donde va. ¿Cuál es el fin que se propone
subrayar con esta nueva orientación?
No hay que buscarle tres pies al gato. El fin que se propone
Cervantes es bien sencillo: estriba en la fijación del carácter de
nuestro héroe. En la segunda parte han desaparecido las indecisio-

(14) «Con todo eso, respondió el bachiller, dicen algunos que han leí-
do la historia, que se holgaran se les hubiera olvidado a los autores della
algunos de los infinitos palos que en diferentes encuentros dieron al señor
Don Quijote» (III. 64). Burla burlando, como es costumbre en él, Cer-
vantes se hace cargo del reproche y modifica su actitud en la segunda
parte de la obra. No deja de ser curioso que quienes pisotean y maltratan
a Don Quijote en ella son animales ; toros y cerdos, aparte de los pellizcos
de Al'tisidora y la Duquesa, que no serían cosa desagradable ni de mayor
cuantía.
(15) Cuando la barca encantada no ha andado un metro todavía pien-
sa Don Quijote que ya ha pasado la línea equinoccial. A barco quieto,
viaje imaginario. La aventura del barco encantado es el antecedente de la
aventura del Clavileño. Y una y otra son las más caracterizadas de esta
familia de aventuras imaginarias y vacías, que dan sentido a la segunda
parte del Quijote.

45
nes de la etapa anterior (16). El choque con la vida social no se
suprime porque no puede suprimirse, pero se ha suavizado. La rea-
lidad cede también parte de sus derechos ante la andante caballe-
ría. La locura se ha convertido en ejemplaridad y el quijotismo
deja de ser considerado como locura para convertirse en una de las
más universales, dramáticas y profundas características del hom-
bre. Repetimos, una vez más, que en la segunda parte de su histo-
ria va definiéndose en un sentido muy preciso el heroísmo del ca-
ballero. Don Quijote no es un héroe completo a la manera de
Amadís; es sólo un héroe psicológico, un héroe intencional: su
intención le redime de sus hechos. Así lo afirma Cervantes textual-
mente, sin esconder la mano como es en él uso y costumbre: «El
ínclito caballero Don Quijote de la Mancha, feneció y acabó la
aventura de la Condesa Trifaldi, por otro nombre llamada la Dueña
Dolorida... con sólo intentarla» (17). Y con mayor claridad cuan-
do dice, entre las penitencias y ermitañerías de Sierra Morena:
«del cual (de Don Quijote) se dirá lo que del otro se dijo, que si
no acabó grandes cosas murió por acometellas» (18). Es indudable
la ironía de la primera frase, pero también es indudable que define
con toda precisión el heroísmo intencional de Don Quijote. Tiene
importancia y debe ser tenida en cuenta. En la aventura de los
batanes (que es la única de esta familia de aventuras vacías, inten-
cionales y psicológicas que ocurre en la primera parte del Quijote)
dice así el caballero, fijando su actitud: «Venid acá, señor ale-
gre, ¿pareceos a vos que si como éstos fueran mazos de batán
fueran otra peligrosa aventura, no había mostrado yo el ánimo que
convenía para enprendella y acaballa ? ¿ Estoy yo obligado, siendo
como soy caballero, a conocer y distinguir los sones y conocer
cuáles son de batanes y cuáles no ? Y más que podría ser, como
es verdad, que no los he visto en mi vida, como vos los habréis

(16) «El loco en cuya cabeza se desvanece la idea de la propia perso-


nalidad para ser ésta sustituida por la de otro personaje famoso cualquiera,
es el vulgar y único tipo que siempre desarrolla el Entremés de los Ro-
mances, atento sólo 'a provocar la risotada de los espectadores ; pero en el
Quijote tal especie de desvarío no aparece sino en la aventura primera
(cosa bien notable), en los capítulos quinto y octavo, y es un desvarío por
demás discordante con el que siempre mantiene el hidalgo manchego.
Cervantes vio en seguida que el camino emprendido era tan en perjuicio
del carácter quijotesco que, confundiéndose con Valdovinos y con Reinal-
dos, abdica de su personalidad. En adelante, ,Don Quijote nunca más
vuelve ai creerse personaje de romance, y de igual modo siempre quedará
firme en su propio e inconfundible ser frente a los protagonistas de los
libros de caballerías, que son quienes real y efectivamente le trastornan el
juicio.» (R. MENÉNDEZ PIDAL, Cervantes y la epopeya, ob. cit, pág. 553.)
Para rní, el argumento de Pidal es firme v valedero.
(17) Ouii. (II. Cap. XLI).
(18) Quij. (I. Cap. XXVI).

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visto, como villano y ruin que sois, criado y nacido entre ellos :
si no, haced vos que estos seis mazos se vuelvan seis jayanes y
echádmelos a las barbas uno a uno, o todos juntos, y cuando yo
no diere con todos patas arriba, haced de mí la burla que quisie-
redes» (19). Estas palabras definen con toda claridad el heroísmo
quijotesco, que no estriba en el éxito, sino en el ánimo (20).
Es sumamente interesante el cambio de actitud. El temple de
ánimo del caballero ya había sido sobradamente demostrado en la
primera parte. Las aventuras que recuerda todo lector, las aventu-
ras del acometimiento: molinos, rebaños, galeotes, se han conver-
tido, como dice Schelling, en verdaderos mitos (21). Repetir aven-
turas análogas que, en cierto modo, debían ser esperadas por el
público, no era un acierto técnico. Con completa conciencia de su
situación—nunca segundas partes fueron buenas—Cervantes abre
un nuevo camino. Ahora le importa subrayar, más que una cuali-
dad sobresaliente y conocida, la cohesión de la personalidad del
protagonista. Para este fin destaca lo que todas las aventuras tie-
nen de común, no lo que tienen de singular; el heroísmo del tesón
y no el arrojo temerario. En la primera parte de la obra son las
aventuras quienes valoran y definen la personalidad de Don Quijo-
te ; en la segunda parte es la personalidad de Don Quijote quien da
valor a las aventuras. Tal invención es un acierto técnico que da
relieve y sitúa, cada vez más, en primer plano, la personalidad de
nuestro héroe. Pero, además, este trasplante de heroísmo, desde
el acometimiento al impulso interior, da más cohesión a su fi-
gura. En primer lugar, porque en el impulso—no en su reali-
zación—se va tejiendo la unidad de nuestra vida, y en segundo
lugar, porque de este modo, los ideales del caballero sólo se sa-
tisfacen en sí mismos ; no aspiran a ningún resultado final, y están

(19) En la aventura de los leones también se patentiza el mismo sen-


tido. «Vuesa merced, señor caballero, se contente con lo hecho, que es
todo lo que puede decirse en género de valentía, y no quiera tentar segunda
fortuna. El león tiene abierta la puerta ; en su mano está salir o no salir,
pero pues no ha salido hasta ahora, no saldrá en todo el día. La grandeza
del corazón de vuesa merced ya está bien declarada.» (Quij., III, 218).
(20) Recordaremos al lector que ante el jabalí repite Don Quijote la
misma actitud que ante la jaula de los leones ; pie quedo y espada en mano
espera al jabalí, pero en fin de cuentas le matan los monteros del Duque.
(21) «No hay más que recordar el Quijote para reconocer lo que quiere
decir el concepto de una mitología creada por el genio de un solo hombre.
Don Quijote y Sancho Panza son personajes mitológicos en todo el hori-
zonte culto y la historia de los molinos..., etc., es un verdadero mito, una
leyenda mitológica. Lo que para la concepción limitada de un espíritu in-
ferior sólo pudiera haber sido una sátira a una determinada novedad, ha
sido transformado por el poeta, por medio de la más feliz de las invencio-
nes en la imagen más universal, más espiritual y pintoresca de la vida.»
F. W. J. SCHELLING, Filosofía del Arte. Ed. Nova. Buenos Aires (pág. 300).

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actualizados de manera plenària en su planteamiento. Por tal
motivo, pudo Lessing decir: «Si Dios tuviera en su mano la
verdad y en la otra el esfuerzo para conseguirla, le rogaría: Se-
ñor, dame el esfuerzo, pues la verdad como resultado es sólo
para Ti» (22).
El heroísmo del caballero—por ser quien es Don Quijote—se
templa en la derrota, pues indudablemente el valor victorioso no
puede ser llamado quijotismo. Y no sólo la derrota, sino la humilla-
ción, son necesarias para que nuestro héroe se vaya revelando ínte-
gramente. El amor al prójimo nos hace humildes y lleva a Don
Quijote a límites extremos de renunciación. Su valentía se va
haciendo cada vez más abnegada, y su amor a la justicia se va
tornando cada vez más en humildad. Es muy profunda la relación
entre el amor y la humildad (23). También es muy profunda la re-
lación entre la extrema humildad y la apariencia de locura. Este
triángulo—amor al prójimo, humildad y locura—constituye el fun-
damento del quijotismo. Es indudable que Cervantes pretende sub-
rayar con tan repetidas humillaciones la. espiritualidad del heroís-
mo de Don Quijote. En modo alguno pretende censurarle. En
modo alguno quiere hacer mofa de él (24). Para comprender el va-

(22) C i t a d o por HERMÁN N O H L (Ob. cit., pág. 86).


(23) «La h u m i l d a d significa un m a n t e n e r s e en la verdad, pero a d e m á s
un gesto de descendimiento, «un n o ser nada», un elemento específico de
los hombres que siguen a J e s ú s . Con ello queda de relieve la profunda
correspondencia entre a m i s t a d y a m o r . El querer morir por a m o r a J e -
sucristo p a r a que El viva en nosotros, la disposición p a r a servir a todos
los h o m b r e s , porque Jesucristo nos dijo : «Lo que hagáis por el m á s insig-
nificante de mis h e r m a n o s , es a Mí a quien los hacéis.» Sólo quien ha
logrado t o m a r consigo el espíritu de. las palabras del Salvador : Sicut films
hominis non venit ministrari, sed ministrare. «Pues el hijo del hombre
no h a venido p a r a ser servido, sino p a r a servir» (Mateo, 20-28). Sólo aquel
cuyo corazón h a sido herido h a s t a el fondo por el a m o r que desciende del
cielo, sólo el q u e puede alcanzar la h u m i l d a d que colma a los santos, aque-
lla h u m i l d a d que ¡es permite sentir como dulzura toda postergación, todo
desconocimiento, toda humillación ; aquella humildad que les hizo posible
desarrollar constantemente el proceso del propio vacío y del propio rebaja-
miento y que encendía en ellos u n a ilimitada disposición p a r a servir. L a
humildad específicamente cristiana implica un misterioso descenso hacia
la nada.» DIETRICH VON HILDEBRAND, Nuestra transformación en Cristo.
Ed. P a t m o s , Madrid (pág. 262, tomo I).
(24) Este error se suele repetir frecuentemente. Aun persona tan aguda
y discreta como Ignacio B . Ánzoátegui incurre en él : «He nombrado el
resentimiento y a Miguel de Cervantes. Creo—Dios me. perdone—que
Cervantes era u n picaro triste. El hombre que resentido de su m a n q u e r a
y de sus prisiones y de s u s deudas, escribe p a r a E s p a ñ a y contra E s p a ñ a
ese alegato de la medianía llamado Don Quijote de la Mancha. Porque
tal y no otra cosa es la historia del hidalgo m a n c h e g o : la vía crucis del
héroe, escrita n o p a r a enaltecerlo, sino p a r a descentrarlo, p a r a hacerlo
pasar por un descentrado ; contado no p a r a restaurarle en el respeto sino
p a r a ofrecerlo, metido en una jaula, a la mofa común. Algo así como la
crónica de la Semana de Pasión, contada por un leproso a quien Cristo

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lor espiritual de esta clase de actos recordaremos una anécdota de
San Juan de Dios. «Baxando un día por la calle de los Gómeles de
mañana, para buscar de comer a los pobres, subía un caballero la
calle arriba y como en aquel tiempo era mucha la gente de la ciu-
dad, y en especial la que bajaba por aquella calle de la Alhambra,
sin advertir topóle con la capacha en la capa y derríbesela de los
hombros ; y él muy airado volvió a él y díxole: — ¡ Ah, bellaco pi-
caro !, ¿no miráis cómo vais ? Y él, con mucha paciencia, díxole:
—Perdóname, hermano, que no miré lo que hice. Y él, con estas
palabras, como le dixo de vos y hermano (como acostumbraba
decir a todos), mucho más airado, volvió a él y dióle una bofetada
en el rostro ; y Joan de Dios dixo: •—«Yo soy el que erré, que
bien la merezco: dadme otra». Y él, como todavía le decía de
vos, dixo a sus criados: —«Dadle a ese villano mal criado!—». Y
estando en esto, como se juntó gente, salió un vecino de allí,,
hombre principal, llamado Juan de la Torre: •—«¿ Qué es esto,
hermano Joan de Dios?, y como el que le había injuriado le oyó.
nombrar, echóse a sus pies, diciendo que no se levantaría de allí
hasta que se los besase, diciendo: •—«¿ Es este Joan de Dios .tan
nombrado en el mundo ?» Y Joan de Dios le levantó del suelo, abra-
zándole, y pidiéndose perdón el uno al otro con muchas lágrimas :
le quería el caballero llevar consigo y él se excusó de ir, y des-
pués le envió cincuenta escudos de oro para los pobres» (25).
Salvo que a Don Quijote no le besan los pies, tras de reco-
nocerle, la anécdota parece una aventura cervantina. Los palos
llueven sobre mojado. Sin embarg-o, a nadie se le ocurriría pensar
que el maestro Francisco de Castro cuenta la anécdota para escar-
necer a San Juan de Dios y aconsejar a los lectores que no sigan
su ejemplo. Este modelo de disparate interpretativo sólo se pone en
práctica por los alegres comentaristas cervantinos. El maestro
Castro narra la anécdota encareciéndola, y el valor de la anécdo-
ta descansa sobre la humillación, donde se ponen de manifiesto
la paciencia y espiritualidad de quien la sufre. La humillación es
lo que busca San Juan de Dios, y quien le quite esta cruz le dejará
viviendo en las malvas, pero acabará con su santidad, de igual
modo que quien le quite las humillaciones a Don Quijote le con-
vertirá en caballero bienandante—en caballero a lo Amadís—, pero
acabará con el quijotismo.

se había olvidado de sanar.)) Rev. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS, Ma-


drid, núm. 93 (pág. 60).
(25) Historia de la vida y santas obras de Joan de Dios, por el Maes-
tro FRANCISCO DE CASTRO. Ed. de M. Gómez Moreno (págs. 71-72).

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Dentro del marco de la espiritualidad franciscana (26) podrían
citarse numerosas anécdotas que también tienen carácter quijotes-
co (27). En la vida de San Juan de Dios se repite con frecuencia
esta actitud vital, de manera aún más consciente y extremada.
«Salió Joan de Dios tan consolado y animado de las palabras y
buenos consejos de aquel santo varón, que de nuevo cobró fuerzas
para menospreciarse y mortificar su carne, y desear ser de todos
tenido y estimado por malo y digno de todo menosprecio y des-
honra, por mejor servir y agradar a Cristo, que sólo en sus
ojos vivía, y mejor encubrir con esta santa cautela la gracia que
de su mano había recibido. Y para esto tomó por medio, en sa-
liendo de con el Padre Avila, irse a la plaza de Bibarrambla, y en
un lodazal que allí estaba se metió todo y se envolvió en él, y
puesta la boca en el cieno, comenzó a grandes voces a confesar
delante de todos los que le miraban (que era asaz gente) cuantos
pecados se le acordaron, diciendo: «Yo he sido grandísimo pe-
cador de Dios, y le he ofendido en esto y en esto ; pues un traidor

(26) En el siglo xvi se hizo extensiva a otras órdenes religiosas este


modo de espiritualidad. Recordemos, por ejemplo, aquellos versos defi-
niendo el amor, que se atribuyen a Santa Teresa :
Si en este mundo apeteces
vivir en humillación
y que todos te desprecien
por Jesús, esto es amor.
B. A. E. Tomo LV (pág. 352 a.)
(27) La semejanza es sorprendente. En Las Florecillas de San Fran-
cisco hay diversos ejemplos. Veamos como Fray Junípero se humillaba a
sí mismo, en honra de su Dios: «El humilde Fray Junípero, queriendo
una vez verse bien humillado, se despojó del hábito y, después de envolver-
lo y atarlo, se lo puso en la cabeza, y sosteniéndolo siempre con las
manos entró en esta disposición en Viterbo y se fué a la plaza pública a
exponerse a la irrisión de la gente. Niños y mozalbetes, tomándole por loco,
le hicieron muchas villanías, le echaron encima buena cantidad de lodo,
le tiraban piedras, le daban empellones de un lado para otro y le decían
muchas burlas. El se estuvo allí, sufriendo todo esto gran parte del día,
y después se volvió en aquella misma disposición al convento.
Guando le vieron los frailes se escandalizaron porque había venido por
toda la ciudad en aquella forma, con su fardo a la cabeza, y lo repren-
dieron muy ásperamente con grandes amenazas. Un.) decía : «Metámosle
en la cárcel.» «Ahorcarle», exclamaba otro. «No hay castigo—decían al-
gunos—que pueda bastar para tan mal ejemplo como ha dado de sí y de
toda la Orden.»
Y Fray Junípero, muy alegre, respondía con mucha humildad : «Muy
bien dicho; todo eso y mucho más merezco yo.»
En alabanza de Jesucristo y del pobrecillo Francisco. Amén. Florecillas
de San Francisco. B. A. C. (pág. 241). La analogía ha sido subrayada por
CAMÓN AZNAR : «Esta simulación de la locura no era rara entonces en la
vía de la santidad. Así, San Juan de Sahagún y San Juan de Dios, excitan
el clamor y las burlas populares, gozándose ellos en esa soledad que es
el hilo que los une a la divinidad». J. CAMÓN AZNAR, Don Quijote en la
teoría de los estilos. (Ob. cit., pág. 444).

50
tal ha hecho, ¿ qué merece ?; que de todos sea herido y maltra-
tado, y tenido por lo más vil del mundo, y echado en el cieno y
lodo, donde se echan las inmundicias. Toda la gente del vulgo,
como vio esto, no creyeron sino que había perdido el juicio ;
mas como él estaba ya inflamado por la gracia del Señor, y
deseaba morir por él, y ser corrido y menospreciado de todos,
para que lo pusiesen por obra, salido del lodo, comenzó a correr,
así como estaba, por las calles más principales de la ciudad, dan-
do saltos y muestras de loco. Y como los muchachos y gente
común lo vieron, comienzan a seguille y dalle grita grande tro-
pel de ellos, y tirábanle tierra y lodo y otras muchas inmundicias ;
y él con mucha paciencia y alegría, como si fuera a fiestas, su-
friéndolo todo, paresciéndole gran dicha llegar al cumplimiento
de sus deseos» (28).
¿ No os parece que San Juan de Dios es un Quijote a lo di-
vino ? La única finalidad de su vida es dar de beber al sediento,
proteger a los desvalidos y socorrer a las viudas y a las donce-
llas. Para cumplir con el destino que se ha impuesto necesita no
sólo cambiar de vida (como los personajes cervantinos anterior-
mente comentados), sino cambiar de personalidad. Juan sin nom-
bre va a convertirse en Juan de Dios, como Alonso Quijano el
Bueno va a convertirse en Don Quijote. La humildad nos libera
del sentimiento de la honra y de las pompas y glorias terrena-
les (29). Este es el primer paso en el camino de toda perfección.
La humildad—y únicamente la humildad—'puede hacer que el
hombre sea dueño de sí. Este es el segundo paso. La humildad
nos despoja del hombre viejo que hay en nosotros y nos permite
recién nacer. Este es el tercer paso. Para recorrer este camino

(2S) MAESTRO FRANCISCO DE CASTRO. Ob. cit. (pág. 48).


(29) E s t a renuncia de la h o n r a es muy explícita en la vida de San
J u a n de Dios. «En llegando a la ciudad de G r a n a d a , que e r a por ia ma-
ñana, después de haber oído misa, se fué al monte por un haz de leña, y
vuelto con él, fué t a n t a la vergüenza que tuvo de e n t r a r con él en la ciu-
dad, que vencido della, j a m á s pudo p a s a r de la puerta de los Molinos, que
está bien distante del comercio d e la ciudad, y así se lo dio allí a u n a
pobre viuda, que le pareció que tenía necesidad. O t r o día, avergonzado
de la cobardía del día de antes, se levantó bien de m a ñ a n a , y oída misa
se fué por otro haz de leña a la sierra, y en llegando con él a la ciudad
le comenzó a dar la m i s m a vergüenza que el día p a s a d o ; y él aguijándose
y pasando adelante, comenzó a decir a su cuerpo : Vos, Don Asno, que
no quisiste e n t r a r en G r a n a d a con la leña, de vergüenza y honra, ahora
la perderéis, y llevaréis hasta la plaza mayor, adonde de todos los que
os conocen seáis visto y conocido, y perdáis el brío y soberbia que tenéis.
Y así se fué h a s t a la plaza, donde como le vieron con su leña donde no
le habían visto desde la locura, cercóle m u c h a gente maravillándose de
verle ; y algunos amigos de reír y burlar le decían : —.¿ Qué es esto, her-
mano J u a n , ya os habéis hecho leñador?» Ob. cit. (pág. 56).

51
sin dificultades ni limitaciones, tanto San Juan de Dios como
Don Quijote, echan mano de un remedio de urgencia: la locura
fingida o, mejor dicho, voluntaria, que nos aisla o, mejor dicho,
nos segrega, del mundo circundante. Si nos hacemos locos, bur-
larán de nosotros. Y la burla del mundo nos libera de pasiones
mundanas, enraiza nuestro vivir únicamente en Dios, nos deja
en absoluta soledad con El y abre camino a la perfección de nues-
tro despliegue personal. «El que se humillare será ensalzado» (30).
El que se humille será libre. Y como la incompatibilidad entre
Don Quijote y el mundo es completa, el caballero se ve obli-
gado a retraerse, cada vez más, sobre sí mismo. H e aquí el pro-
ceso psicológico y el sentido espiritual que tiene la humillación
en la vida de Don Quijote que, como San Juan de Dios, es un
loco a pie, y, como Santiago, es un santo a caballo.
Son demasiadas coincidencias. Y por si quedan dudas—que
siempre es bueno precaverse—téngase en cuenta que San Juan
de Dios vivió en la infancia de Cervantes, cuando el alma edifi-
ca sus recuerdos (31). La extraordinaria conmoción que produjo
su. muerte en toda España, debió de ser uno de los hechos más
memorables que acompañaron su niñez. El maestro Francisco
de Castro da a la imprenta su biografía en 1585. Antón Maítín
viene a la Corte y continúa su obra por estos años. Cervantes
perteneció a la Orden Terciaria de San Francisco y fué llevado
a hombros en su entierro por hermanos de religión (32). Sus res-
tos descansaron con el hábito franciscano (33) para gloria del
eterno mendigo San Francisco de Asís. Es indudable que hay
algo más que coincidencia en todo ello (34).
La manera de reaccionar de Don Quijote ante las repetidas
humillaciones que se le infringen todo a lo largo de su historia
es sorprendente. Por lo pronto, no suele darse por ofendido. Re-

(30) (Lucas, XIV). _


(31) San Juan de Dios murió el 8 de marzo de 1550, media hora des-
pués de maitines.
(32) «Luego vinieron los hermanos terciarios de San Francisco, amor-
tajaron con el hábito de la V. O. T. el cadáver de su hermano en reli-
gión y le pusieron en la caja. Como el trayecto del entierro había de ser
tan corto, pues pocos pasos hay desde la casa de Cervantes al convento
de las Trinitarias, bastó que se arremolinaran la vecindad y los cómicos
del mentidero para que la angosta calle pareciese llena.» (F. NAVARRO L E -
DESMA : El Ingenioso hidalgo Don Miguel de Cervantes Saavedra, Col.
Austral. Pág. 344).
(33) «Los hermanos terciarios de San Francisco tomaron en hombros
la caja. El cadáver llevaba el rostro descubierto, como las reglas de la
V. O. T. previenen.» (F. NAVARRO LEDESMA : Ob. di., pág. 344).
(34) Hablaremos largo y tendido sobre el tema en el segundo volumen
de nuestra obra.

52
cordemos. Ninguna burla tan gratuita y dolorosa como la bur-
la de las «semidoncellas», en arriendo continuo, de la venta.
Desde el agujero del pajar que comunicaba con el campo le pi-
dieron, con suplicante voz, una de sus hermosas manos para
besarla. Don Quijote, irguiéndose sobre la silla del caballo para
alcanzar al agujero, tendió su mano a ellas con complacencia y
honestidad. En el pecado lleva la penitencia. También ahora la
hija del ventero «calla y sonríe», mientras que Maritornes le ma-
niata con una soga, que, para mayor seguridad y bienandanza,
fija sobre el cerrojo del pajar. Y así estuvo Don Quijote hasta el
alba, en que al primer movimiento de Rocinante, resbaló de la
silla, quedando colgado en el aire, con tal dolor, que creyó que le
arrancaban de cuajo el brazo. Había quedado tan cerca del suelo
que con las puntas de los pies besaba la tierra, y esto era en su
perjuicio, «porque como sentía lo poco que le faltaba para poner
las plantas en la tierra, fatigábase y esforzábase cuanto podía pof
alcanzar el suelo: bien así como los que están en el tormento de
la garrucha, puestos a toca no toca que ellos mismos son causa
de acrecentar su dolor con el ahinco que ponen en estirarse, en-
gañados de la esperanza que se les representa de que con poco
más que se estiren llegarán al suelo» (35).
Don Quijote, sin embargo, no se ofende con ellas ni con nadie.
Echa la culpa de su desventura a los encantadores y asunto con-
cluido. Tal rasgo es muy curioso y conviene reparar en él. Don
Quijote despersonaliza generalmente a sus ofensores. Su caridad
no tiene limite y no concibe una intención aviesa en las personas
que le rodean. Tan extraña y ejemplar actitud se debe a dos ra-
zones principales. En primer término, obedece a que la perso-
nalidad de Don Quijote es invidente para la maldad. Su mirada
es un acto de fe. Todo aquello que existe, y es real, y cae bajo
sus ojos, se encuentra limpio de pecado. Las rameras son vír-
genes, las ventas son castillos y los barberos y bachilleres, án-
geles. Todos los seres de este mundo se transforman en su propio
ideal de perfección bajo los ojos esperanzados y creyentes de
Don Quijote. En su historia, la maldad es cosa de encantadores
y no de hombres (36). En segundo término, justo es decir que

(35) Quij. .(I. Cap. XLIII). _


(36) También en esto su actitud es sumamente parecida a la de San
Juan de Dios. «Algunas personas con celo indiscreto, y pasándoselas por
algo y no entendiendo el subido modo de proceder de Joan de Dios, faé-
ronse al Arzobispo Don Pedro Guerrero, que a la sazón era de Granada,
y informáronle cómo en el hospital de Joan de Dios se llegaban hombres
de muchas maneras ; y que había algunos que podían trabajar v no alber-
gándose allí irían a trabajar y buscar su vida; y que asimismo había

53
Don Quijote no comprende las burlas porque desea ser engaña-
do. Quien no encuentra lo que quiere, ciega para lo que tiene. Don
Quijote, como todos los hombres, ve lo que quiere ver. "Este es su
más profundo rasgo personal (37). Cuando llegue su hora le dare-
mos1 el comentario que merece.
Cervantes—ya lo hemos dicho y lo repetiremos cuanto sea
necesario—sabe lo que. hace. Y lo que quiso hacer Cervantes con
su héroe, y lo ha logrado genialmente, no es sólo que admiremos
a Don Quijote, sino más bien que sintamos por él un sentimiento
hondo y dislacerante, muy complejo, que está formado de admi-
ración, compasión y arrepentimiento. No es Don Quijote un hé-
roe caballeresco más, aunque su historia sea, desde luego, un libro
de caballerías (38). La inolvidable y humanísima originalidad cer-
vantina consiste en haber conseguido que compadezcamos a ' s u
héroe con un cierto matiz de arrepentimiento en nuestra compa-
sión ; es decir, que le compadezcamos sintiéndonos nosotros mis-

mujeres malmiradas, que deshonraban a Joan de Dios, no teniendo res-


peto al bien que se les hacía; que mandase poner remedio en esto... Oído
por el Arzobispo... mandó a llamar a Joan de Dios, no sabiendo que es-
taba malo. Como lo oyó, levantóse como pudo, y fué luego a su llamado
con toda presteza ; y llegado ante él le besó la mano y recibió su bendición
v le dixo : —¿Qué es lo que manda, buen padre y prelado mío? El Arzo-
bispo le dixo : —.Hermano Joan de Dios, he sabido cómo en vuestro hos-
pital se recogen hombres y mujeres de mal ejemplo y que son perjudicia-
les, y que os dé mucho trabajo a vos proprio su mala crianza ; por tanto,
despedidlos luego, y limpiad el hospital de semejantes personas, porque
los pobres que quedaren vivan en paz y quietud, y vos no seáis tan afiijido
y maltratado dellos. Joan de Dios estuvo muy atento a todo lo que su
prelado le dixo : ¡—Padre mío y buen prelado, yo sólo soy el malo y el
incorregible y sin provecho, y que merezco ser echado de la casa de Dios :
y los pobres que están en el hospital son buenos, y yo no conozco vicio
en ninguno dellos; y pues Dios sufre a malos y a buenos, y sobre todos
tiende su sol cada día, no será razón echar a los desamparados y aflii'idos
de su propia casa.» Oh. cit. (págs. 89-90):
(37) Nos referimos al ((teatro para sí mismo», al que ya hicimos divers?.*
referencias.
(38) «Sólo una grande y épica locura, sólo un libro de caballerías,
pensó Cervantes, podía alzar a la vulgaridad y a la ton tez generales del
fangal y del terraquero, y por eso hizo un libro de caballerías de veras.»
F. N. LEDESMA : Cómo se hizo ei Quijote (pág. 57). O bien : «La ob"-¡
de Cervantes no fué de antítesis, ni de seca y prosaica negación, sirio de
purificación y complemento. No vino a matar un ideal, sino a transfigu-
rarle y enaltecerle. Cuanto había de poético, noble y humano en la ca-
ballería, se incorporó en ¡a obra nueva con más alto sentido. Lo que ha-
bía de quimérico, inmoral y falso, no precisamente en el ideal caballeres-
co, sino en las degeneraciones de él, se disipó como por encanto ante Ir
clásica serenidad y la benévola ironía del más. sano v equilibrado de los
ingenios del Renacimiento. Fué de este modo el Quijote el último de los
libros de caballerías, el definitivo y perfecto, el que concentró en un foco
luminoso la materia poética difusa, a la vez que elevando los casos de la
vida familiar a la dignidad de la epopeya, dio el primero y no superado
modelo de la novela realista moderna.» M. MENÉNDEZ Y PELAYO : Critica
literaria (I, 314-315).

54
mos un poco responsables de su fracaso. Más vale un gozo que
un buen mozo, debió pensar Cervantes al concebir a su protago-
nista. La humillación de Don Quijote es indudablemente una ne-
cesidad del quijotismo, pero es también una protesta y casi una
venganza ejemplar cervantina contra la sociedad. Al humillarle,
como Cervantes suele hacer reiteradamente, aun en los últimos ca-
pítulos de la obra, cuenta con nuestra compasión y en cierto modo
con nuestro arrepentimiento. Don Quijote no merece la burla. La
lectura de sus humillaciones nos hace que expiemos nuestra risa
como lectores y nuestra culpa como hombres.
Cervantes sabe que cuanto más ridiculice al caballero, mayor
será nuestra expiación, pues todos—unos más y otros menos—
pusimos nuestras manos sobre sus espaldas y hemos medrado a
su costa. Nada ha cambiado en esto. Ayer, igual que hoy, el
quijotismo de los unos sigue siendo el negocio de los otros, y
a camarón que se duerme se lo lleva la corriente. En rigor, fren-
te al heroísmo de Don Quijote y de sus descendientes, nadie
está libre de pecado. La espiritualidad del místico suele ser pro-
vechosa para el «político». Cervantes, ¡cómo n o ! , lo sabía y
este carácter de venganza ejemplar y autobiográfica (39) es evi-
dente en la actitud que adopta ante su héroe. Es implacable en
sus burlas porque no le duelen prendas y sabe adonde va. La
humillación del caballero nos sonroja. Tiene valor catártico. El
lector se va enfrentando consigo mismo, empobreciéndose y des-
nudándose a medida que avanza en la lectura. Nadie termina el
Quijote y sigue siendo el mismo hombre. Nadie dobla la última
hoja sin comprender que su lectura le ha servido de penitencia.
En resumen: las repetidas humillaciones que sufre nuestro
héroe son un rasgo inherente a su carácter. Tienen sentido es-
piritual. No pueden suprimirse sin suprimir su quijotismo. La
humillación es el carácter específico donde se pone de relieve su
verdadera personalidad, y Cervantes, desde luego, tiene plena con-
ciencia de tal hecho. Va revelándonos, de modo lento y gradual,
sin saltos bruscos, el carácter del personaje. El heroísmo del ca-
ballero 110 se sustenta sobre hazañas: es sólo un heroísmo de la
interioridad. Recordemos que las aventuras del acometimiento de
la primera parte se sustituyen—muy acertadamente—por las aven-

(39) (¡Solamente la risa y el desprecio, los palos, las puñadas y las


comilonas pueden, excitar a este vulgo cansado y abatido, pensó también
Cervantes, y por eso creó a Sancho, y quiso, no sin gran dolor de cora-
zón, que Don Quijote fuese apaleado, ultrajado, desconocido por la tur-
bamulta, en lo cual no poco había de parte autobiográfica.» F. NAVARRO
LEDESMA : Cómo se escribió el Quijote (pág. 57).

Ül
turas intencionales de la segunda. El cambio está sujeto a un plan.
La palabra de Don Quijote nos aclara de manera minuciosa y
precisa este desplazamiento de sentido. «Así, ¡oh Sancho!, que
nuestras obras no han de salir del límite que nos tiene puesto la
religión cristiana que profesamos. Hemos de matar en los gigantes
a la soberbia; a la envidia, en la generosidad y buen pecho ; a la
ira, en el reposado continente y quietud del ánimo (40); a la gula
y al sueño, en el poco comer que comemos y en el mucho velar
que velamos ; a la lujuria y lascivia, en la lealtad que guardamos
a las que hemos hecho señoras de nuestros pensamientos; a la
pereza, en andar por todas las partes del mundo buscando las
ocasiones que nos puedan hacer y nos hagan, sobre cristianos,
famosos caballeros» (41).
Nada ha cambiado, pero nada es igual. En la segunda parte
de su historia, Don Quijote sigue venciendo a los gigantes en
la soberbia; a la ira, en el reposado continente y la quietud del
ánimo. Su valor se ha trocado en virtud. Ya no intenta vencer ni
convencer; se ha vencido a si mismo (42). De caballero andante
se ha convertido en testigo de Dios (43). Tiene conciencia de ello.
Todas sus aventuras le preparan a bien morir. En la segunda par-
te de su historia, Don Quijote se está enfrentando, a todas horas,
con la muerte.

LA LÓGICA DE LA ESPERANZA
Este es el segundo rasgo de la personalidad de Don Quijote
que nos importa conocer. Su sabiduría vital—Don Quijote puede
dar y tomar a quien la necesite—no es la del bachiller Sansón Ca-
rrasco. No se define por silogismo. No busca la certeza, sino la
verdad (44). La lógica de Don Quijote no es una lógica de la
razón, sino una lógica de la esperanza (45). Cuando el caballero
(40) Reposo y quietud, ¿dónde ha quedado el acometimiento de la
primera parte?
(41) Qui]. (II, Cap. VIII).
(42) ((Abre los ojos deseada patria y mira que vuelve a ti Sancho
Panza tu hijo, si no muy rico, muy bien azotado ; abre los brazos y recibe
también a tu hijo Don Quijote, que si viene vencido de los brazos ajenos,
viene vencedor de sí mismo ; que según él me ha dicho, es el mayor ven-
cimiento que desearse puede.» (Quij., IV, 387).
(43) Don Quijote se define como «ministro de Dios sobre la tierra y
brazos por quien se ejecuta en ella la justicia». {Quij-, I, Cap. XII.)
(44) Algún profesor de lógica conozco yo que no establece diferencia
alguna entre la certeza y la verdad. Cada maestrillo tiene su librillo.
(45) UNAMUNO tiende a acercar la verdad lógica y la verdad vital. Por
ejemplo : «Eso que llamamos realidad, verdad objetiva o lógica no es sino
el premio concedido a la sinceridad, a la veracidad. Para quien fuese abso-
lutamente veraz y sincero, la naturaleza no tendría secreto alguno. ¡ Bien-
aventurados los limólos de corazón por que ellos verán a Dios!» Citado
por CASTRO : La realidad histórica de España (pág. 375).

56
discute no apela a la realidad para probar que lleva la razón, y
esto no es sólo sorprendente sino increíble, pues la razón es de
las cosas, como dice Zubiri, y, por tanto, el dar rasan compete a
ellas (46). La trabazón de su pensamiento descansa en la unani-
midad de sus creencias, y ya sabemos que las creencias, por el
hecho de serlo, no necesitan confirmación (47): se funda en ellas
nuestro ser. Andando a tientas todavía, pero pisando firme—la
filosofía y la creación literaria tienen distinto paso de andadura—~,
Don Quijote ya entiende la verdad como coincidencia del hombre
consigo mismo y no como conformidad del pensamiento con las
cosas. En esto, y nada más que en esto, estriba su locura o, si se
quiere, su sabiduría.
Pero este modo de entender la verdad presupone un reajuste
del pensamiento lógico, y esto es lo que no pueden entender los
bachilleres, que lo ven todo claro—la venta, los molinos y los re-
baños de hoy, de ayer y de mañana—, pero no ven la fe de Don
Quijote, aunque la tienen ante los ojos con la evidencia de las
cosas reales. Todos los personajes llevan su parte de razón en la
obra cervantina, como veremos cuando llegue su hora (48), pero
cada cual tiene la suya y nada más. La crítica literaria, que mar-
cha entre nosotros a paso renco, no suele hacer justicia a ningún
personaje cervantino. No comprende a los Duques; ni al bachiller
Sansón Carrasco, al Cura y al Barbero porque es sólito enjuiciar
su actitud con las razones con que debieran comprender a Don
Quijote, y lo que es más extraño, suelen no comprender a Don
Quijote porque—sin darse cuenta-—enjuician su actitud con las
razones con que debieran comprender al Barbero. La compunción
sentimental por Don Quijote pertenece a la lógica de la razón,
y no a la lógica de la esperanza. Cervantes, que representa la sa-
biduría y no la «infección lógica», hace justicia a todos y no con-
funde la razón vital de cada personaje. Atenidos a su ejemplo, que
es el único valedero, demos nosotros a cada cual lo suyo. En fin
de cuentas, todos pensamos ver la realidad del mundo y nadie
ve sino sus mismos ojos (49), igual que Don Quijote.

(46) (Cito de memoria.)


(47) Véase la cuarta Fundamentación de nuestro libro titulada : La
validez y la •vigencia de las ideas.
(48) En el segundo volumen hablaremos l a r g a m e n t e de este grupo de
personajes : el Bachiller, el C u r a y el Barbero.
(49) Comprendiéndolo así, decía el Conde de Villamediana :
Tanto advertir, no es querer ;
tanto temor, no es amar ;
los ojos, para cegar ;
ceguedad son para ver.

m
Convengamos en que las aventuras del palacio ducal nos inte-
resan más que nos agradan, y convengamos, además, en que
el interés que nos despiertan no es tan claro como el mal sabor
de boca que nos dejan en alguna ocasión. En la segunda parte del
Quijote, el palacio de los Duques tiene el mismo papel que había
tenido la venta en la primera parte, pero comparadas con el des-
plante y gracejo de las aventuras venteriles, las nuevas aventuras
resultan sosas y artificiosas, y, por si fuera poco, atendiendo a su
carácter de trapisonda y embeleco se nos antojan burlerías. Esto
es verdad, pero no es toda la verdad. Pensando así—y así pensa-
mos o hemos pensado todos—el hilo novelesco del Quijot-.e se nos
escapa de las manos. Las aventuras de casa de los Duques son
más descoloridas que las aventuras de la venta, pero forman un
mundo más trabado, interesante, original y aleccionador; no nos
agradan tanto, pero nos aleccionan más. Para encarar estos epi-
sodios de manera adecuada conviene, por lo pronto, recordar que
las restantes aventuras que le ocurren a nuestro héroe son tan
ilusivas e imaginarias como és f as. En rigor, a Don Quijote no le
sucede nunca lo que él piensa que le sucede. Cuando lucha con
los gigantes, son molinos ; cuando lucha con los ejércitos, son
rebaños ; cuando lucha con el avieso enemigo de la princesa Mi-
comicona, son pellejos de vino. Igual le ocurre en casa de los
Duques. Allí no hay nada que verdaderamente sea lo que pare-
ce ser.
Mas esta circunstancia sólo puede afirmarse dentro del mundo
lógico del' bachiller, y en modo alguno tiene vigencia dentro del
mundo de Don Quijote. Adoptar esta actitud es renunciar a hacer
crítica literaria y tomar el rábano por las hojas en nombre de la
lógica;, cosa,, por lo demás, harto frecuente. Cuando la crítica
condena como burlas las aventuras en casa de los Duques (50)

(50) Ningún ejemplo interpretativo tan desatinado que el que citamos


a continuación : «El caso psicológico de los Duques hipócritas y crueles ha
inquietado siempre a los comentaristas del Quijote. ¿ Por qué insisten una
vez y otra en burlarse del amante de Dulcinea, ellos que son unos amantes
dichosos en un hogar legalizado y por qué juegan con la ambición pueril
de Sancho de mandar en una ínsula, ellos que son ricos y poderosos, si
tienen su ambición colmada? ¿No sentirán extraños celos inconfesables de
la cabal habilidad de Sancho, juez y gobernante, y no les parecerá un gesto
subversivo el gesto de Don Quijote tratando de restaurar los valores mo-
rales, fundar como Cisneros, como Cortés, como Santa Teresa de Jesús, su
reino de la justicia en este mundo? ¿No serán estos crueles dominadores,
padres infecundos en un hogar sin risas infantiles, en donde las queias aje-
nas van poco a poco naufragando, donde los ecos del fastidio se multiplican
y los sueños generosos se confunden en un enojoso laberinto de sequedades
cordiales, unos desesperados, tristes, capaces de 'gozarse con el drama de
sus invitados sencillos? Deteniendo al caballero y al criado, fuerzas en po-

58
cae en el cepo y habla, sin darse cuenta, en nombre de las razo-
nes del Cura y el Barbero, pero aplicándolas al mundo propio de
Don Quijote, con lo cual no se adelanta nada y se confunde todo.
El carácter ilusivo y sonriente (51) de las aventuras en el palacio
de los Duques, no empece al heroísmo de Don Quijote, ayuda a
la revelación de su personalidad y es necesario al quijotismo. No
sería Don Quijote quien es si pensase como piensa la crítica cer-
vantina. Sin pretender aleccionar a nadie, justo será decir que,
utilizando la lógica del Barbero, puede llegarse a descubrir la exis-
tencia de fósforo en el caparazón de los cangrejos, pero no
habría llegado Alonso Quijano el Bueno a convertirse en Don
Quijote. Fundir en el mismo plano la realidad y la ficción no es,
desde luego, un método científico recomendable, pero constituye
el fundamento del quijotismo.
Sabemos que Don Quijote mira la vida interpretándola—al fin
y al cabo es lo que hacemos todos—y no percibe la realidad, sino
el sentido de lo real, pues para el ingenioso hidalgo todas las
cosas son símbolos y el símbolo es más dinámico y fluido que la
realidad por él significada. La coherencia de su pensamiento—que,
desde luego, tiene cohesión y propiedad—no obedece a las leyes
de la lógica, sino a las leyes de la ética. Todo aquello que mira se
transforma o, mejor dicho, se idealiza. Es muy posible que la ideali-
zación del mundo que nos rodea deba ser considerada como lo-
cura, desde el punto de vista del Barbero, pero tal interpretación
carece de sentido desde el punto de vista de Don Quijote. No nos
metamos nosotros en camisa de once varas y hagamos una eficaz
justicia distributiva aplicando a cada personaje sus propias leyes.
La mirada de Don Quijote interpreta la realidad ennobleciéndola
y transformándola, pues considera que la perfección es la natura-
leza misma de las cosas, y juzga lo imperfecto no como defectuoso,
sino como aparente. La realidad del mundo del Barbero es para
Don Quijote la del humo: cosa de juego y apariencia. Y ten

tencia tan nobles y tan vigorosas, y rodeándolos de cuidados, ¿no estarán


sobornándolos para que se apeguen parasitariamente a la vida cómoda,
alejados de sus aventuras incoherentes? Don Quijote, condescendiente,
descifrador, incoherente de todas las situaciones en que la necedad humana
le coloca, está descendiendo en el palacio de los Duques, como en una
cueva de Montesinos, a los abismos de la perfidia de los otros y de los se-
cretos del mundo.)) j . L. SÁNCHEZ TRINCADO : Los personajes del Quijote,
comediantes. Universidad Central. Facultad de Filofosía y Letras. Caracas.
Repetiremos lo que decía el maestro EUGENIO D ' O R S en ocasión análoga :
«;Á dónde vamos a parar con esta clase de precisiones?»
(51) Para nosotros, como después veremos, las aventuras del Palacio
de los Duques son algo más que burlas, o si se quiere : son burlas y
algo más.

59
consustancial es en el caballero esta actitud idealizante y trans-
formadora—o locura o santidad—'que si nadie le hubiese dicho que
el caballo Clavileño volaba lo habría pensado de igual modo. Re-
cordará el lector que en la aventura del barco encantado, cuando
apenas se aleja dos metros de la orilla, piensa que debe haber lle-
gado a la línea equinoccial; y hay que tener en cuenta que en
aquella ocasión no llevaba los ojos vendados, y que Sancho, ade-
más, le negaba, terne que terne, que toda aquella fantasmagoría
fuera posible. La comedia que le inventan los Duques es su ver-
dad de vida, y aun si se nos apura, es la sola experiencia real que
tiene nuestro héroe. Así, pues, es absurdo pensar que los Duques
le engañen porque inventan una comedia, que consiste justamen-
te en representar al vivo, y con figuras de carne y hueso, el pen-
samiento de Don Quijote.
¿ A qué carta quedamos ? Con Don Quijote sólo es posible to-
mar una de estas tees actitudes : apalearle concienzudamente, como
hacen todos los personajes incidentales cervantinos (52); llevarle
la corriente, como hacen los Duques, o tratar de curarle de su
locura, como intentan hacer el Bachiller, el Cura y el Barbero. No
hay más cera que la que arde, y cada cual debe escoger postura
en esta terna. La elección es bien clara, por lo menos para nos-
otros. Los únicos personajes que se comportan como deben son
los Duques. Su intención puede ser burladora, pero es caritativa
y comprensiva. El papel de los Duques representa (53) el momen-
to más afortunado de la imaginación creadora cervantina, y, como
quien resbala, llega donde no quiere; los comentaristas que tiran
a terrero contra ellos, se suman, velis nolis, a la actitud del Ecle-
siástico (54), entre otras muchas causas, porque no han entendido

(52) Cuando las cosas se ponen graves también los personajes secun-
darios les favorecen ; por ejemplo, los molineros que le sacan del río en la
aventura del barco encantado.
(53) Los Duques son los inventores de «La Comedia de la Felicidad»,
y la Comedia de la Felicidad es la invención más original de la segunda
parte del Quijote.
(54) Las razones del Eclesiástico son las siguientes : (¡Vuestra Exce-
lencia, señor mío, tiene que dar cuenta a Nuestro Señor de lo que hace
este buen hombre. Este Don Quijote, o Don Tonto, o como se llame,
imagino yo que no debe ser tan mentecato como Vuestra Excelencia quiere
que sea, dándole ocasiones a la mano para que lleve adelante sus sandeces
y vaciedades.» Lo que el Eclesiástico echa en cara a los Duques no es que
engañen a Don Quijote, sino que le lleven la corriente v favorezcan sus ca-
ballerías. Clemencín da la razón al Eclesiástico, considerando que su opi-
nión representa la opinión de Cervantes : «El Eclesiástico tenía razón,
siendo tanto más clara la injusticia con que se le censura, cuanto que su
intento era el mismo que se propuso nuestro autor al escribir el Quijote,
que fué desacreditar la lectura de los libros de caballerías» (1701). Al me-
nos, Clemencín no da gato por liebre : no habla en nombre del quijotismo,

60
la invención de la segunda parte de la novela. Es más fácil cen-
surar que entender. Seamos humildes. Todos podemos equivocarnos
y Dios nos tenga de su mano. Sin embargo, nos parece evidente
que el verdadero engaño que pudo hacerse a Don Quijote sería
tratar de convencerle de que su convivencia en casa de los Du-
ques era sólo una burla (55); en primer término, porque no esta-
mos ciertos todavía—tocaremos en seguida este punto—de que su
convivencia en casa de los Duques no haya sido más que una co-
media, y, en segundo término, porque la valoración de esta
comedia—valga por lo que valga—sólo se puede hacer desde la
lógica de Don Quijote ; esto es, desde la lógica de la esperanza.
No hay remedio que sirva para todos, ni aun el mismísimo bál-
samo de Fierabrás. Cada mañana tiene su propia luz y cada per-
sonaje tiene su propia ley. El Eclesiástico tiene la suya, que no
le sirve de nada a Don Quijote, y Don Quijote tiene la suya, que
no le sirve de nada al Eclesiástico. Dejemos a cada uno en su
propio mundo. No reduzcamos la maravillosa amplitud de la obra
cervantina a límites demasiado razonables. «Otro instrumento es
quien tira —• de los sentidos mejores» (56).
Si los Duques le hubieran intentado disuadir de su locura, tal
cambio hubiera dado al traste con la segunda parte de la novela.
Ellos, que son el Deus ex machina de la historia y representan la
mayor originalidad de Cervantes, pasarían a tener un papel ya va-
rias veces repetido en ella y falto de importancia. Téngase en cuen-
ta que esta función racionalista y admonitoria no cesa nunca en
el Quijote y es como el contrapunto de la acción principal (57;.
Veamos cuál es su resultado y escarmentemos en cabeza ajena.
Cuando se encuentran en la venta, Sancho, que ha visto amartela-
dos a Don Fernando y a Dorotea, se compunge por ello, y teme
que la ínsula prometida se le convierta en humo. Así lo comunica,
desoseído y descontentadizo, con su señor: «Tengo por cier-

sino del antiquijotismo. Lo extraño es que UNA.MUNO no se haya apercibido


del carácter de experiencia real que para Don Quijote y Sancho tienen su
encuentro con los D u q u e s .
(55) «A otro perro con ese hueso»—hubiera dicho Don Quijote, que-
dándose en sus trece.
(56) L u i s DE GÓNGORA : Obras completas. Ed. Milié. P á g . 359.
(57) El C u r a v el Barbero, el Eclesiástico, el Bachiller Sansón C a r r a s -
co. E s t a actitud del caballero ha sido finamente comprendida por AMÉRICO
CASTRO : «Don Quijote se yergue en su quijotismo y repele a Carrasco,
lo m i s m o que al Clérigo de los D u q u e s , y p a r a eso cuenta con el m á x i m o
apoyo del autor... E n sujetos como Carrasco pensaba Cervantes al escribir :
—Mira, Berganza ; nadie se h a de meter donde no le llaman, ni h a de
querer usar del oficio que por ningún caso le toca» (A. CASTRO : Ob. cit.,
pág. 142).

61
to y averiguado que esta señora que se dice ser reina del gran
reino Micomicón, no lo es más que mi madre; porque a ser ella
lo que dice, no se anduviera hocicando con alguno de los que
están a la rueda, a vuelta de cabeza y a cada traspuesta. Esto
digo, señor, porque si al cabo de haber andado caminos y carre-
ras, y pasado malas noches y peores días, ha de venir a
coger el fruto de nuestros trabajos el que se está holgando en
esta vente, no hay para que darse prisa a que ensille a Rocinante,
albarde el jumento y aderece el palafrén, pues será mejor que nos
estemos quedos, y cada puta hile, y comamos» (58).
Esta escena es un acierto total y está montada sobre el aire.
Pocos momentos tiene Cervantes de. más fortuna expresiva: le
bailan las palabras en la boca. Pero vayamos al asunto. Como es
uso y costumbre en Cervantes, no pierde la ocasión para mostrar
que no andaban equivocados los miramientos y brujuleos de San-
cho. «Paróse colorada Dorotea con las razones de Sancho, porque
era verdad que su esposo, Don Fernando, alguna vez a hurto de
otros ojos, había cogido con los labios parte del premio que me-
recían sus deseos» (59). Bien razonable era el consejo, pero no
viera tanto Sancho y muy mejor le fuera, pues Don Quijote,
apenas escuchadas estas palabras y defendiendo el decoro que se
debe a las personas reales (60) le atropello con dura mano y
tartamuda lengua, dejándole la honra más delgada que pellejo de
saliva (61). Moraleja: todo consejo no tiene en la novela más fun-
ción que la de liberar de su tranquila normalidad al caballero. Don
Quijote cree en lo que debe ser, no en lo que ve. La realidad se
modifica ante sus ojos igual que cambia un texto cuando se modi-
fica su puntuación. Don Quijote no ha visto, ni puede ver, las an-
danzas de Dorotea, sino ya traducidas por sus ojos.
¿ Y en qué consiste la lógica peculiar de Don Quijote ? De niños,
de poetas y de locos, todos tenemos un poco. Entendemos la rea-
lidad imaginándola. Pero no nos hagamos ilusiones. La amada
quizá no tiene la perfección de que nosotros la dotamos. El políti-
co—si es que hay políticos—piensa que la vida social está esperan-
do desde hace veinte mil años que él dé un decreto para arreglar-
la. El literato piensa que ha contestado agudamente una pregun-
ta cuando sólo ha logrado contestarla estando a solas y después de

(58) (III. 363).


(59) (III. 3&4)-
(60) (III. 364).
(61) «Oh, bellaco, villano, mal mirado, descompuesto, Ignorante, infe-
cundo, deslenguado, atrevido, murmurador y maldiciente» (3-365). Y así
sigue.

62
una noche de insomnio (62). Cada loco tiene su tema. Todo esto
nos indica que con harta frecuencia vivimos de manera ilusiva y no
contamos con la realidad de los hechos si no se ajustan a nuestros
deseos. Con intuición profunda decía Nietzsche: «Mi memoria re-
cuerda que lo hice, mi orgullo dice que no puedo haberlo hecho y,
en definitiva, mi memoria cede» (63). Jugando el solitario de nues-
tra vida hacemos trampas involuntarias en el juego, y en muchas
ocasiones la ficción que nos propusimos, para justificarnos, se con-
vierte en nuestra ley de vida. El alma humana es un teatro donde
la representación y la realidad suelen fundirse para no separarse
jamás, y es muy frecuente considerar como vividos hechos que nun-
ca realizamos y aún más frecuente confundir el escenario de nues-
tra representación y el escenario de nuestra experiencia. El quijo-
tismo, por lo pronto, es un modo de ser en donde lo real se hace
real desde su consistencia misma con nosotros. La más profunda
y radical de las ficciones con que nos engañamos es suponer que
hemos llegado a conocernos, que tenemos la llave de nuestro co-
razón ; esto es, que cada hombre no es un misterio para sí mis-
mo. Burla burlando, la conducta de Don Quijote tiene carácter
universal, pues con toques levemente distintos todos somos un
poco quijotescos. En rigor, lo que individualiza a Don Quijote no
es el quijotismo, sino el hecho de que su quijotismo no tenga con-
trapartida utilitaria alguna. Todos somos algo quijotes, pero el
ingenioso hidalgo es quijotismo puro, casi puro, y en estado de
gracia. Si miramos a nuestro alrededor observaremos que toda
esperanza individual o colectiva tiene siempre un quijote que tran-
sitoria e inútilmente la defienda (64); todos teatralizamos un poco
nuestra vida; todos fingimos ser lo que queremos ser. Por consi-
guiente, el quijotismo quizá sea una locura—esto es cosa de médi-
cos—, mas no puede afirmarse que constituya una anormalidad y
en todo caso será una rara anormalidad de carácter universal. En
haber intuido la universalidad del quijotismo estriba uno de los
mayores aciertos de la segunda parte del Quijote.
Descansar para llorar. Paso a paso vamos llegando a compren-

(62) Es la actitud psicológica que llaman los franceses Vesprit de


l'escdlier.
(63) Citado por GARDNER MURPI-IY (Personalidad, pág. 384), que co-
menta : «Este capítulo es el intento de dar una demostración de cómo la
memoria y todos los parientes intelectuales de la memoria ceden.»
(64) El escudero Marcos de Obregón tiene frecuentes desplantes de
quijotismo. «En viendo una verdad desamparada me arrojo en su ayuda
con la vida y el alma.» En tal sentido nada ha cambiado aún para nos-
otros. Seguimos siendo quijotes y seguimos moliendo a palos a los quijo-
tes, en un vano resentimiento contra nosotros mismos.

63
der que el mundo propio del quijotismo no es arbitrario. Si así
fuese, nuestro héroe podría pensar que la bacía es una albarda o
una amapola. Pero no es esto lo que piensa. El mundo de Don
Quijote está sujeto a ley. Su interpretación de la realidad no es
arbitraria, sino necesaria (y, por tanto, congruente), pues la vida
de Don Quijote está fundada en ella. La verdad, decía Unamuno,
es lo que nos hace vivir y no lo que nos hace pensar (65). La bacía
es verdaderamente bacía para el barbero y, verdaderamente yelmo
para el hidalgo, porque ambos ven el mundo interpretándolo des-
de supuestos diferentes. La primera representa la verdad objetiva,
y la segunda, la verdad vital; la primera se apoya en la experien-
cia, y la segunda, en la esperanza. Lo que se vive no se duda, y la
fe, que ha convertido en Don Quijote a Alonso Quijano el Bueno,
necesita confirmarse en la realidad para ponerse al día. Porque la
necesita, la transforma, sin querer y queriendo ; esto es, si no se
escandaliza nadie de la expresión, de manera inconsciente, pero vo-
luntaria. No olvidemos que su voluntad de representación está fun-
damentada en una auténtica voluntad de ser. Si el mundo real no
consistiera en lo que él piensa que consiste, la fe de Don Quijote
no podría sostenerse. Innumerable número de personas prefieren no
enterarse de que les engaña su amada antes de destruir la fe que
han puesto en ella. Igual ocurre a Don Quijote. No diremos nos-
otros que no tiene sentido la lógica de la razón ; no diremos tam-
poco que no tiene sentido la lógica de la esperanza. No lo dice tam-
poco Cervantes. Cervantes no las enfrenta: trata de armonizarlas.
Ante la actitud del Quijote es inútil decir que su interpretación del
mundo es verdadera o falsa, como es inútil decir a una madre que
su hijo tiene la cabeza grande. El mundo del quijotismo seguirá
siendo el mundo de Don Quijote y el niño seguirá siendo para
su madre el más hermoso de la tierra. Mejor es distinguir que
precisar y no debemos meternos en laberintos en nombre de la
lógica. «Sacrificar, como hace Don Quijote, su vida, hacienda y
comodidades en pro de un fin demiestra no ya que el fin sea
verdadero o falso, sino algo de mucha mayor importancia, que es
el fin donde se autentifica nuestra vida. Por la verdad vital puede
el hombre morir; nadie se dejará matar, en cambio, por demos-
trar que dos y dos son cuatro» (66). Don Quijote, tal vez, no tie-

(65) M. DE UNAMUNO : Ob. cit. (pág. 230).


(66) J. D. GARCÍA BACCA : Cómo Don Quijote salvaba su fe y su con-
ciencia. Universal Central. Facultad de Filosofía y Letras. Caracas (pá-
gina 143).

64
ne certidumbre de que exista realmente Dulcinea (67), pero no
puede dudar de su existencia porque su propia vida depende de
ella (68).
Ahora bien, ¿no estaremos aplicando a la obra cervantina con-
ceptos actuales que nada tienen que ver con ella ? (69). Bien pu-
diera ser, pues ver las cosas desde nosotros mismos es la limitación
y aun el pecado original del pensamiento, pero no es esta nuestra
intención. Lo que nos interesa destacar es la lógica del quijotismo.
No queremos hacer de Don Quijote un personaje actual, quere-
mos solamente saber quién es. Y si resulta luego un compañero de
viaje, tanto mejor para nosotros.

LA F E CONSIDERADA COMO TEMA VITAL

Y vayamos al grano. Ha sido, ¡naturalmentel!, el mismísimo


Cervantes quien nos ha dado la clave de la actitud vital de Don
Quijote. A fuerza de leer y de representarse ejemplarmente sus
lecturas «asentósele de tal modo en su imaginación que era ver-
dad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía,
que para él no había otra historia más cierta en el mundo» (70).
Unos siglos más tarde, el cervantino don Miguel de Unamuno vuel-
ve a tomar estas palabras como clave central de su pensamien-
to (71): «Llénesele la fantasía de hermosos desatinos y creyó ser
verdad lo que era sólo hermosura, y lo creyó con fe tan viva, con
fe engendradora de obras, que acordó poner en hecho lo que el des-
tino le mostraba, y de puro creerlo hízolo verdad» (72). Así, pues,

(67) «Dios sabe si h a y Dulcinea o no, si es fantástica o no e s fantás-


tica. Ya estas son cosas cuya averiguación no se h a de llevar hasta el
cabo» (Qui)., I I . C a p . X X X I I ) . Si se a p u r a r a esta demostración, la verdad
vital de Don Quijote pasaría a ser la verdad objetiva, y h a b r í a m o s
convertido la creencia en Dulcinea en la demostración d e un teorema m a -
temático, que no es la m i s m a cosa precisamente. Con tan t e r m i n a n t e s y
profundas palabras Don Quijote se niega a r e m e n d a r su fe con sutilezas y
probaturas racionales.
(68) <(Yo vivo y respiro en ella—en Dulcinea, que no en Aldonza, dice
Don Quijote—y en ella tengo vida y ser.» UNAMUNO : Vida de Don Quijote
y Sancho (pág. 115). Ante la princesa Micomicona, dice S a n c h o : «Y no
sabréis vos, g a ñ á n , faquín, belitre, que si n o fuese por el valor q u e ella
infunde en mi brazo, que no le tendría yo para mover una pulga» (I.
Cap. X X X ) . O bien : « C u a n t o yo h e alcanzado, alcanzo y alcanzaré p o r
las a r m a s en e s t a vida, todo m e viene del favor que ella m e da v de ser y e
suyo» (I. C a p . X X X I ) .
(69) Muchas ideas centrales del pensamiento de UNAMUNO tienen origen
cervantino.
(70) Qui). (I. C a p . I)._
(71) E s deber de justicia—sería un bonito estudio—precisar lo muchc
que le debe a Cervantes el pensamiento d e UNAMUNO.
(72) M I G U E L DE UNAMUNO : Ob. cit. (pág. 33).

65
5
y aunque parezca paradoja, algo del pragmatismo de Unamuno—la
relación entre la conducta y la verdad—procede de Cervantes. De
atrás le viene el pico al garbanzo, y como en seguida vamos a ver,
no es éste el único de sus empréstitos. La realidad histórica de la
existencia de Amadís y toda su parentela es la cosa más cierta del
mundo para el hidalgo manchego. Esta idea se apodera hasta tal
punto de él que llega a transformar su personalidad. Pero téngase
en cuenta que cuando le asaltan por vez primera estos pensamien-
tos, Don Quijote es Alonso Quijano todavía. Su nuevo ser consiste,
por lo pronto, en su esperanza de realizarse. En efecto, lo que que-
remos ser forma parte integrante y aun esencial de lo que somos.
La historia siempre es futura. Mas no se piense que todo cambio de
actitud equival© a una conversión. El hombre pone su voluntad de
muy distinto modo en cada uno de sus actos. Para que aquello en
que creemos pueda constituirnos y transformarnos es preciso creer-
lo de todo en todo, con fe viva, obradora y total; es preciso creer-
lo existiendo por ello. Sólo de esta manera verificamos nuestra vida.
Sólo de esta manera puede operarse el milagro de que Alonso
Quijano se convierta un buen día, sin más ni más, en Don Quijote.
La conversión implica la creencia e.n una vida más apropiada a
nosotros y más auténtica y verdadera. Alonso Quijano es un con-
vertido porque cree a pies juntillas en que su única posibilidad de
ser hombre es convertirse en Don Quijote, de igual modo que nos-
otros creemos que podemos rectificar el pasado y adoptar una vida
más apropiada y verificadora que la que hemos llevado hasta aquí.
Igual milagro acontece todos los días a nuestro alrededor. Si
no lo vemos es porque estamos ciegos. La fe es un poder real y
mágico que puede convertir cualquier idea en nuestra fe de
vida (73). Todos creemos en la realidad de nuestros sueños y ter-
minamos siendo lo que soñamos, porque los sueños nos modelan a
su imagen y semejanza. Todos tenemos libros de caballerías en la
cabeza, y ¡ay del que no los tenga! La certidumbre del sentir y
la evidencia del pensar son un don de la fe. Quien carece de fe
no tiene certidumbre de corazón, y quien carece de certidumbre no
se puede realizar a sí mismo. ¿Pues en qué puede consistir lo más
propio de nuestro ser sino en aquello a lo cual somos fieles con

(73) «La fe es, pues, el poder real y mágico que trueca un contenido,
verdadero o falso, fantasmagórico o real, en tema vital • que tal es una de
las excelencias creadoras de la vida, sacar de la nada—de la verdad o de la
falsedad, que en este punto y frente a la vida, en cuanto tal, son igual-
mente insignificantes—temas para vivir)). J. D. GARCÍA BACCA : Cómo Don
Quijote salvaba su fe y su conciencia. Universidad Central. Facultad de
Filosofía y Letras. Caracas (pág. 149).

66
toda nuestra vida? La fe, y únicamente la fe, pudo transformar a
Alonso Quijano en Don Quijote ; convertir su existencia anodina
y mundana en ¡existencia auténtica, y confirmarle en su razón de fe
dándole temas para vivir (74). La verdad vital tiene carácter de
ejemplo y sólo se acredita realizándola. No se propone a la razón,
sino a la voluntad. «Verdad es aquello, decía Unamuno, que mo-
viéndonos a obrar de un modo u otro hace que cubra el resultado
nuestro propósito» (75). «La verdad es la coincidencia del hombre
consigo mismo», dice Ortega y Gasset (75 bis). Si Amadís, Don
Galaor y Don Florispán fueron seres reales y verdaderos para Don
Quijote porque le hicieron encontrar su vida verdadera, de igual
modo ha llegado Don Quijote a convertirse en fe de vida para nos-
otros. La verdad objetiva consiste en la certeza, y la verdad vital
consiste en; la veracidad. Ambas vertientes de la verdad tienen que
completarse, y ambas vertientes están representadas por los prota-
gonistas del Quijote. Sancho entiende la verdad como la adecuación
del pensamiento con las cosas ; Don Quijote la entiende como la
coincidencia del hombre consigo mismo. Cervantes no ha enfren-
tado a sus personajes ; Cervantes trata de conjuntar las dos ver-
tientes de la verdad en la pareja Quijote-Sancho, que constituye el
verdadero protagonista de la obra. La más profunda intuición del
pensamiento cervantino es justamente la reducción a síntesis 3e
esta dualidad, pues la verdad objetiva y la verdad vital no pueden
separarse sin destruirse.
El tema es extraordinariamente sugestivo y no conviene to-
carlo a vuela pluma. Aquí ahora sólo nos interesa subrayar la
actitud quijotesca. Si Don Quijote entiende que Amadís tiene la
misma realidad que Felipe II es porque piensa que verdadero es
sólo aquello que nos mueve a vivir, y él debe, en parte, a Amadís
su nueva vida. Este es también el pensamiento de Unamuno:
«Vuestra Merced debe saber por sus estudios lo de operan sequi-
tur esse, el vivir se sigue al ser, y yo le añado que sólo existe lo
que obra, y existir es obrar, y si Don Quijote obra en cuantos le
conocen obras de vida, es Don Quijote más histórico y real que
(74) «Sólo cuando la vida crea en la ciencia y crea en la razón, es
decir, cuando haga de ciencia y razón tema vital, la verdad objetiva se
tornará, consecuentemente, no por su calidad simple de verdad, en parte
del tema vital, y se preferirá creer en verdades, a inventar el tema o
contenido para la fe. Pero en toda fe, aun en las más racionalizadas, y
en los mejores tiempos de fe en la razón, entrará necesariamente un com-
ponente ineliminable de misterio, que no es sino el envés de la trascen-
dencia creadora de la vida sobre la razón. Tal es la importancia vital de
la fe.» J. D. GARCÍA BACCA : Ob. cit. (pág. 149).
(75) M. DE UNAMUNO: Ob. cit. (pág. 118).
(75 bis) ]. ORTEGA Y GASSET: Ob. cit. V-81.

67
tantos hombres, puros nombres, que andan por .esas crónicas» (76).
La verdad objetiva; la verdad que no está confirmada por la fe,
carece de valor para Don Quijote.
Ningún pasaje tan explícito en este aspecto como el intercam-
bio de opiniones con los mercaderes sobre el acatamiento a Dulci-
nea. Adarga al pecho y lanza al brazo, Don Quijote expone la
cuestión: «Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no con-
fiesa que no hay en el mundo todo doncella más hermosa que la
Emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso.» Algu-
no de los mercaderes que era algo socarrón y no limosneaba sus
palabras le pide aclaraciones: «Señor caballero, nosotros no co-
nocemos quién es esa buena señora que decís ; mostrádnosla: que
si ella fuera de tanta hermosura como significáis, de buena gana
y sin apremio alguno confesaremos la verdad que por parte vues-
tra nos es pedida.» Y aquí comienza a complicarse la cuestión por-
que la verdad del uno no es la verdad de los otros. Los mercade-
res piensan que la probanza en la verdad objetiva necesita retra-
to, y Don Quijote piensa que la verdad vital sólo precisa adhesión.
«Si os la mostrara, replicó Don Quijote, ¿qué hiciérades vos-
otros en confesar una verdad tan notoria ? La importancia está en
que sin verla la habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defen-
der ; donde no, conmigo sois en batalla., gente descomunal y so-
berbia.» La exigencia de demostración patente y ordinaria es prue-
ba de soberbia para Don Quijote. La fe, en cambio, es humilde y
no necesita probaturas ni demostraciones. Cada loco tiene su tema.
El mercader insiste en su lección de cátedra pidiendo pruebas de-
mostrativas, y sus palabras son un prodigio de impertinencia, gra-
cia y precisión: «Suplico a vuestra merced... porque no encar-
guemos nuestras conciencias confesando una cosa por nosotros
jamás vista ni oída... que vuestra merced sea servido de mostrar-
nos algún retrato de esa señora, aunque sea de tamaño como un
grano de trigo ; que por el hilo se sacará el ovillo, y quedaremos
con esto satisfechos y seguros, y vuestra merced quedará conten-
to y pagado ; y aún creo que estamos ya tan de su parte, que aun-
que su retrato nos muestre que es tuerta de un ojo y que del otro
le mana bermellón y piedra azufre, con todo eso, por complacer
a vuestra merced, diremos en su favor todo lo que quisiere» (jj).
A oídos de mercader hechos de caballero, y ¡zas!, ¡zas!, ¡zas!,
se armó la gresca por cuestiones de método científico, igual que
en una trinca de oposiciones. Con estos lances queda probado y

(76) M. DE UNAMUNO : Oh. cit. (pág. 120).


<77) 2»'/- (I. Cap. IV).

68
presupuesto, en primer término y para Don Quijote, que la ver-
dad objetiva cojea de un pie y necesita demostración, y, en segun-
do término, que la última demostración de la verdad es la fe (78).

LA VERDAD Y LA VIDA

La fe, en cambio, no necesita probanza de razón; da testimo-


nio de sí misma y nada más. Cuando se encuentran internados en
Sierra Morena y maquina Don Quijote imitar la penitencia de Bel-
tenebros, Sancho no encuentra justificado su propósito y le pre-
gunta, con más malicia que ironía, «si es que la señora Dulcinea
del Toboso había hecho alguna niñería con moro o con cristia-
no» (79) que le impusiera aquella obligación. «Ahí está el punto
—«respondió Don Quijote—y esa es la fineza de mi negocio: que
volverse loco un caballero andante con causa, ni grado, ni gracia ;
el toque está en desatinar sin ocasión y dar a entender a mi dama
que si en seco hago esto, ¿qué hiciere en mojado?» (80). La fe no
necesita andar a caza de razones y se enturbia con ella. Traducien-
do el pensamiento de Cervantes (81), dice Unamuno que «no es la
inteligencia, sino la voluntad, la que nos hace el mundo. Todo es
verdad en cuanto alimenta generosos anhelos y pare obras fecun-
das... Toda creencia que lleve a obras de vida es creencia de ver-
dad, y lo es de mentira la que lleve a obras de muerte... La vida

(78) De estas dos actitudes : vericidad y veracidad, hablaremos en el


segundo volumen. L a imagen de Dulcinea la ha fijado definitivamente la
fe de Don Quijote. Recordemos las palabras de ANTONIO MACHADO :

Y tú, la cerca y lejos, por el inmenso llano,


eterna compañera y estrella de Quijano,
lozana labradora fincada en sus terrones
—oh, madre de manchegos y numen de visiones-—,
viviste, buena Aldonza, tu vida verdadera,
cuando tu amante erguía su lanza justiciera
y en tu casona blanca acechando el rubio trigo
aquel amor de juego era por ti y contigo.
(Ob. comp., p á g . 202.)

(79) Quijote (I. Cap. XXV).


(80) Quijote (I. Cap. XXV).
(81) El quijotismo de don MIGUEL DE UNAMUNO es un doble quijo-
tismo de conducta y de ideas. En cuanto al quijotismo de sus ideas, su
deuda con Cervantes es mayor de lo que suele suponerse, y su anticer-
vantismo es un ardid que pone en juego para saldar su deuda sin pagarla.
En cuanto al quijotismo de su conducta, véase el muy interesante libro de
CARLOS CLAVERÍA : Temas de Unamuno (Edit. Gredos. Madrid. Pág. 36).

69
es el criterio de la verdad y no la concordia lógica, que lo es sólo
de la razón» (82).
La penitencia—que no sobra en la vida de nadie—se justifica en
esfe caso muy de veras porque contribuye a confirmar la fe en sí
mismo que tiene Don Quijote. Sufriendo por ella hace real a Dul-
cinea y todo lo demás carece de importancia. La historia de Dul-
cinea es una historia real y verdadera y, además, eterna, pues se
está realizando de continuo en el corazón de Don Quijote (83),
como la historia de Don Quijote es una historia real, verdadera y
eterna, pues aún se sigue realizando en nuestro corazón. Mas la
verdad vital tiene que recrearse continuamente, y el más pequeño
desfallecimiento la destruye. Este es su extraño privilegio. ¿Tan
flaco será el nuevo corazón de Don Quijote que no le basta para
creer? No es flaco; humano, sí. Por ser humano desfallece, por
ser humano busca quien le levante de sus caídas, y el dramatismo
de su existencia estriba justamente en que su fe no encuentra nun-
ca o casi nunca confirmación en el mundo que le rodea. El hom-
bre vive siempre en soledad radical (84), afirma Ortega. En Don
Quijote se ejemplifica de manera dramática la situa'ción radical de
la existencia humana. Don Quijote se encuentra condenado a bas-
tarse a sí mismo.

DE CÓMO LA ESPERANZA DE DON QUIJOTE NO NECESITA


CONFIRMACIÓN REAL

La carta a Dulcinea es la invención cervantina donde más res-


plandece esta actitud. Don Quijote se interna en el corazón de Sie-
rra Morena para imitar la penitencia de Amadís en la Peña Pobre.
Ha desnudado sus flacas, terminantes y tiritonas carnes y piensa
darse algunas cabezadas en las breñas para probar a Sancho que
está loco. ¡Válgame Dios con Don Quijote fingiendo la locura
como todos fingimos la normalidad! Pero ¿a qué viene esta co-
media? Don Quijote hace teatro para sí mismo. Quiere inventarse
un corazón de caballero andante y si es posible un corazón ya ena-
morado y puesto en hora. A la sombra de unas encinas se prepara
de rosario y de tiempo para rezar un millón de avemarias y defen-

(82) M. DE UNAMUNO : Ob. cit, pág. 118. La diferencia entre la ver-


dad objetiva y la verdad vital la resume UNAMUNO de este modo . «La
verdad no es la relación lógica del mundo aparencial a la razón, apa-
rencial también, sino que es penetración íntima del mundo sustancial en
la conciencia, sustancial también» (pág. 147).
(83) M. DE UNAMUNO : Ob. cit. (pág. 94).
(84) ORTEGA Y GASSET : Qué es filosofía.

70
derse en la soledad contra las tentaciones de San Antonio. Quien
no piensa, no peca. Y una vez realisados estos preliminares pone
en orden su vida y decide escribir a su señora. No tiene nada que
decirle. Sin embargo, la escribe. La historia de esta carta es una
de las más afortunadas invenciones cervantinas. Da cuerpo y rea-
lidad a la figura anteriormente desdibujada de Dulcinea y estable-
ce la relación definitiva y esencial entre las vidas de Don Quijote
y Sancho Panza. La relación de señorío va convirtiéndose en rela-
ción de intimidad hasta que al fin termina por situar a ambos pro-
tagonistas dentro de un mismo plano. Se necesitan de igual modo.
Para confirmarse en la ilusión de la ínsula depende Sancho de su
señor, y para confirmarse en la ilusión de Dulcinea va a depender
Don Quijote de Sancho. Sus vidas se han fundido. Justo es decir,
también, que no tiene el caballero más solicitud por la ilusión de
Sancho que la que tiene Sancho por la ilusión del caballero. Cuan-
do hacia el fin de la novela todo se ha hundido, únicamente queda
en pie la ilusión del desencanto de Dulcinea. Ella es la fe de vida
de Don Quijote. Sancho ha pagado a su señor punto por punto y
alma por alma. Y todo tiene comienzo en este día porque la ínsula
Barataria de Don Quijote estriba en esta carta. ¿ La recuerdas, lec-
tor? Va a ser escrita con un lenguaje altisonante, efímero y ca-
balleresco (85). No da noticia alguna. Sólo se escribe para que Don
Quijote, mientras llega y no llega la respuesta, pueda tener una
esperanza valedera y real.
¡Y bien, mi señor Don Quijote, pongamos manos a la obra!
La carta al fin queda editada en el librillo de notas de Cardenio.
Cervantes nos ha contado la cavilación del caballero para allegar
papel, pero se olvida de decirnos—¿se olvida o no se olvida?—•
cómo ha encontrato recado de escribir en sitio tan inhóspito. ¿A
dónde iríamos a parar con semejantes precisiones ? La pluma no
era difícil de ingeniar y suponemos que la tinta bien pudo ser la
sangre de sus venas, como es uso y costumbre en tales cartas. Una
vez concluida la misiva Don Quijote recomienda a Sancho que se

(85) «Cervantes, que conocía a maravilla la g r a m á t i c a del a m o r cor-


tés, al que entregó sus obras preferidas, hizo g u a r d a r a Don Quijote el
silencio (amoroso) h a s t a el capítulo X X V , en q u e lo rompe con u n a gracio-
sísima carta, verdadera «cantiga» de a m o r en prosa... Después de haber
leído públicamente este trabajo, he visto en u n a nota de MARTÍN DE RIQUER
(en su útilísima Lírica de los trovadores, pág. 470) a la m á s bella composi-
ción de ARNAUT DE MARVELL u n a referencia al paralelismo con l a idea ini-
cial de la c a r t a de Don Quijote a Dulcinea. J O S É FILGUEIRA VALVERDE :
Don Quijote y el amor trovadoresco. «Rev. de Filología». H o m e n a j e a Cer-
vantes (pág. 502). E s s u m a m e n t e curioso este detalle p a r a comprender el
estilo de Cervantes, como veremos a su hora.

71
la transcriban en algún lugarejo del camino para darles, tanto al
papel como a la letra, el rango conveniente. Y bien, mi señor Don
Quijote, ¿qué dirección pondremos a la carta? Don Quijote no
sabe ni puede saber la dirección de Dulcinea. La carta, pues, no
lleva dirección. Pero no importa. No pongamos nosotros dificul-
tades para que llegue a su destino ni seamos más papistas que el
Papa. Al fin y al cabo la carta no tiene más sentido que despertar
en Don Quijote la ilusión de esperar su imposible respuesta. Y para
hacer verdadera esta ilusión, Sancho cabalga en Rocinante, se
pone en camino y en un dos por tres llega a la venta donde el des-
tino da fin a su viaje. El destino se llama Nicolás, maese Nicolás
el rapista, y se apellida Pero Pérez, el licenciado. Cuando está re-
firiendo sus andanzas, Sancho advierte con desesperación, puñadas
y mesamíento de barba, que se ha olvidado de traer la carta con el
alegrón de la cédula de los pollinos. Parece, pues, completamente
inútil este viaje en que el correo va a pie ligero y la carta se ha que-
dado en su sitio, a pie quedo. En cada nueva acotación cervanti-
na la carta a Dulcinea va tomando ante los lectores un aire de
más desenfadada y sonriente irrealidad. Pero ¿ a qué viene esta co-
media?, nos volvemos a preguntar. El mismo Don Quijote no lo
sabe. Nadie puede saber qué es lo que espera. Nadie puede saber
si le interesa más la respuesta de Dulcinea que la de Sancho o le
interesa más la respuesta de Sancho que la de Dulcinea. Su espe-
ranza no necesita confirmarse en la realidad, pero precisa, en cam-
bio, seguir siendo esperanza. Este es el nudo de la cuestión y el
argumento de la comedia que va enredándose en cada nueva es-
cena. Porque después, a solas y a su debido tiempo, Don Quijote
pregunta a Sancho cuál fué el destino de su carta, a pesar de sa-
ber, como sabe, que sigue en su bolsillo. (A estas cosas llaman
«olvidos» de Cervantes los alegres comentaristas.) Parece, pues
—sólo a primera vista—•, que a Don Quijote le importa más la res-
puesta de Sancho que la de Dulcinea. ¿Pero a qué viene esta pre-
gunta, çsta mentira o, mejor dicho, esta comedia? Don Quijote
quiere ser engañado antes de renunciar a lo que constituye su fe de
vida. Sancho lo engaña y describe, con sus puntos y comas imagi-
narios, el encuentro y la conversación con Dulcinea. ¿ Y bien, mi
Señor Don Quijote, en la comedia que te ha inventado Sancho, qué
ha sucedido con la carta ? En el plano de la comedia se nos dice que
ha sido trasladada a su tiempo por maese Nicolás y Pero Pérez. En
el plano de la comedia llega a las manos de Dulcinea. Y en el pla-
no de la comedia resulta que Dulcinea «no la leyó porque dijo que
no sabía leer ni escribir; antes la rasgó y la hizo menudas piezas,

72
diciendo que no la quería dar a leer a nadie porque no supiesen en
el lugar sus secretos» (86). Así, pues, la carta, que nunca fué envia-
da, estaba destinada a nunca ser leída. Afortunado, irónico y sor-
prendente final. Y bien, ¿qué queda en pie de todo esto?, ¿en qué
consiste la verdad de esta historia?
No hilemos demasiado delgado para que no se nos quiebre el
hilo. La verdad es la esperanza (87). La maravillosa historia de la
carta de Don Quijote a Dulcinea nos enseña el secreto del heroís-
mo quijotesco, que estriba en el mantenimiento, a toda costa, de
la esperanza. Don Quijote no realiza sus objetivos porque son in-
alcanzables. Por lo pronto, y para saber quién es, necesita no sólo
inventar, sino crear la realidad de Dulcinea. Ya insistiremos sobre
este punto. Aquí radica el quijotismo de su carácter.

La esperanza es de la fe
guía, bordón y alimento,
luz de luz donde el contento
no se toca aunque se ve (88).

La esperanza, por así decirlo, le da cuerpo a la fe ; la que ha-


yamos tenido, fija nuestra frontera personal y hace que actualice-
mos totalmente la vida en cada uno de sus instantes. «Lo que he-
mos de acaudalar en nuestra última hora es riqueza de esperanzas,
que con ellas, mejor que con recuerdos, se entra en la eternidad.

(86) Quij. (I, X X X I ) .


(87) D e Cervantes procede, en este caso, el pensamiento de UNAMUNO,
y de UNAMUNO, el pensamiento de MACHADO. E S sorprendente y curiosa
esta continuidad de pensamiento y actitud en la poesía española :
Dice la razón : busquemos
la verdad.
Y el corazón ; vanidad.
La verdad ya la tenemos.
La razón: ¡ Ay, quién alcanza
la verdad |
El corazón : Vanidad.
La verdad es la esperanza.
Dice la razón: tú mientes.
Y contesta el corazón :
quien miente eres tú. razón,
que dices lo que no sientes.
La razón :
jamás podremos
entendernos, corazón.
El corazón : ¡ Lo veremos !
A. MACHADO ( 0 6 . cit., pág. 224).

(88) L a c u a r t e t a pertenece a don JUAN DE SILVA Y MENDOZA, conde de


Salinas y marqués de Alemquer. T e n e m o s p r e p a r a d a la edición de sus
obras.

73
Hagamos que nuestra vida sea un perduradero Sábado Santo» (89).
Una cosa es la verdad objetiva y otra es la verdad vital. Una cosa
es la lógica de la razón y otra es la lógica de la esperanza. El pa-
sado es la urdimbre del futuro. Con recuerdos de esperanzas y es-
peranzas de recuerdos se va creando nuestra vida, que no cobra
su plena realidad sino mirando hacia el mañana. «En realidad so-
mos más padres de nuestro porvenir que hijos de nuestro paáa-
do» (90). Porque Alonso Quijano llegó a pensar de este modo puso
su vida entera en la raicilla de la esperanza. ¿Y quién es más ver-
dadero, Alonso Quijano o Don Quijote ? ¿ Qué es más real, vivir
o hacer vivir? Esta es la gran pregunta cervantina que no tiene
contestación, como toda pregunta radical.
Tal vez nos hemos demorado, j)ero era necesario. Para resu-
mir, diremos que las notas que definen a Don Quijote son el sen-
tido de su heroísmo y el carácter de su lógica vital. El sentido de
su heroísmo es la abnegación y, por tanto, Don Quijote tiene que
ser humillado continuamente para que resplandezca esta cualidad.
Perdonar es su manera de hacer justicia. «Bien esté hacer seguir
a la culpa su natural consecuencia: el golpe de la cólera de Dios
o de la cólera de la Naturaleza, pero la última y definitiva justicia
es el perdón» (91). El carácter de su actitud vital obedece a la ló-
gica de la esperanza y no a la lógica de la razón. Añadiremos, fi-
nalmente, algo bien sabido. La utilidad no pertenece al mundo de
Don Quijote. Su conducta nunca persigue un fin utilitario y esta
actitud envuelve a todos sus actos en una atmósfera heroica ridicu-
la y regocijante. Es doloroso y natural. Aun los que sueñan, los
que soñamos ser sus herederos ya somos idealistas utilitarios. No
le podemos comprender.

Luis Rosales.
Altamirano, 34.
MADRID

(89) M. DE U.N'AMUNO : Ob. cit., pág. 155,


(90) M. DE UNAMUNO : Ob. cit., pág. 92.
(91) M. DH UNAMUNO : Ob. cit., pág 96.

74
JORGE JUAN Y ANTONIO DE ULLOA
POR

ALBERTO GIL NOVALES

DON JORGE JUAN y don Antonio de Ulloa representan en la


Historia española el momento augural de Felipe V, que desemboca
en el Renacimiento de Carlos I I I , Representan también la ciencia,
la honradez y la abnegación en una de las etapas más simpáticas de
todo el pasado español. Su obra ofrece interés universal, y sus figu-
ras están envueltas de un halo' de profunda admiración. En el Perú
virreinal causaron sensación. D o n Ricardo Palma recuerda en una
de sus Tradiciones que ellos y sus compañeros franceses fueron
llamados por los limeños los caballeros del punto fijo. En esto acer-
tó el sentir* popular: tanto don Jorge Juan como don Antonio de
Ulloa fueron caballeros de verdad.
Sabido es que Felipe V les designó para acompañar a los aca-
démicos franceses, que iban a medir el grado de meridiano en el
Ecuador. El 26 de mayo de 1735 salieron de Cádiz camino de Amé-
rica para cumplir la comisión real. Tanto para España como para
Hispanoamérica este viaje iba a ser transcendental. Aparte de su
misión puramente científica, llevaban la de estudiar y dar un infor-
me sobre el Gobierno español en América. El libro que escribie-
ron para llenar este seg-undo cometido, titulado Noticias secretas
de América, ha merecido ser llamado muy justamente «el gran
ensayo español de sociología americana», y sus autores «los más
profundos historiadores» de la época (1). Dado su carácter secre-
to, permaneció inédito hasta que en 1826, reciente la emancipación
y acaso insegura para un contemplador europeo, lo publicó en Lon-
dres un inglés, David Barry, quien parece demócrata, y sincera-
mente proamericano, aunque deja escapar en el prólogo que si hu-
biesen sabido los ingleses el verdadero estado militar de Guaya-
quil y Panamá, a estas horas pertenecerían a Inglaterra. Claro
que hay que disculparle, porque para un inglés el mayor grado de
libertad e independencia a que podían aspirar esos países era pasar
a los dominios de Su Majestad Británica. Las Noticias secretas...
se publicaron en castellano, como tantos otros libros aparecidos

(1) ARCINIEGAS : América..., págs. 160 y 145. Tierra firme, Losada,


Buenos Aires, 1944-

75
en Londres por aquellas fechas, debido a una mezcla de auténtica
democracia y de ayuda a la expansión económica inglesa en His-
panoamérica. Afortunadamente contamos con una segunda edi-
ción, aparecida en Madrid en 1918, gracias a los esfuerzos de un
escritor entusiasta, el venezolano don Rufino Blanco-Fombona (2).
Para cualquier español honrado este libro constituye una do-
lorosa sorpresa, y a la vez un orgullo de que sus autores sean com-
patriotas. Es, sencillamente, el libro del desgobierno: de su veraci-
dad no es posible dudar. Pero es también una obra muy pensada,
acaso la más rigurosa que sobre tema alguno se haya escrito en
la España del siglo XVIII ; y su interpretación actual ofrece delica-
dos! matices.
En primer lugar, el estado caótico de la defensa de aquellos
territorios. España estaba muy lejos, y no llegaban a América con
facilidad las reformas borbónicas. Durante muchos años la Amé-
rica española estuvo expuesta a los piratas de todas las naciones,
y lo que es más grave, a la pérdida de las zonas más importantes
del Imperio. Hay situaciones que nos mueven a risa. Así, por ejem-
plo, cuentan los autores que en el Pacífico había un empleo de ge-
neral de la mar del Sur, desempeñado por un capitán de navio, y
otro de «almirante de la Armada, y no habiendo en ésta más que
dos navios, estos dos oficiales venían a ser recíprocamente coman-
dante y almirante uno de otro, y el carácter de los empleos no te-
nía ni otros navios ni otros oficiales de comando sobre quienes
extenderse» (3). En los Consejos de guerra ante el virrey tenía
prelación en el asiento el que llegaba primero. Jorge Juan y An-
tonio de Ulloa, interrumpiendo por encargo del virrey sus traba-
jos científicos en Quito y Cuenca, se ocuparon de mejorar la de-
fensa en varios puntos, pues se temía una invasión de la escuadra
del Almirante Anson. Afortunadamente los ingleses se lo pensaron
mucho antes de hacer una invasión conquistadora en el continen-
te, y cuando por fin Sir Horace Pbpham se decidió a apoderarse
del Río de la Plata ya era tarde: los argentinos sabían defenderse
por sí solos. También, es cierto, apuntan los autores los nombres
de algunos jefes experimentados, que sabían cumplir con su de-
ber: don Sebastián de Eslava y don Blas de Lezo. Ellos mismos
armaron dos navios con tan poco gasto, que todo el país, comen-
zando por el virrey, quedó asombrado. Frente a las prácticas con-

(2) Cito por esta edición.


(3) Noticias secretas..,, tomo I, pág. 117.

76
sentidas por costumbre, Ulloa y Jorge Juan representaban un prin-
cipio de racionalidad.
En segundo lugar, y muy relacionado con lo anterior, los ab-
surdos monopolios, concedidos por la Real Hacienda, con daño
general de la población, los abusos de los gobernadores de pues-
tos avanzados, como el de Valdivia, que al recibir el situado, es
decir los víveres, vestidos y demás para la población, en lugar de
repartirlo, lo paga, y abre tienda, prohibiendo cualquier otra. En
dos años de Gobierno se hacía acreedor de todo el vecindario. Los
virreyes lucharon contra estos abusos, no siempre con éxito, y
muchas veces, terminado el período de mando, el juez de residen-
cia enviaba al prevaricador a la cárcel; pero su sucesor hacía lo
mismo, y además no era difícil que la justicia peninsular, enga-
ñada, por las intrigas, castigase al más celoso administrador. Esto
de abrir tienda ha tenido en América un nombre característico:
pulpería, viejo uso de los capitanes de navio, aliados muchas ve-
ces con los contramaestres. En la pulpería, siempre única, termi-
naban todos los sueldos de los marineros. Pero además «esta con-
ducta de los capitanes de aquella mar era, sin diferencia alguna,
como la de los corregidores de tierra, porque todos seguían el
mismo régimen» (4). Nadie cumplía con su deber. Los autores se
hacen cruces de que en los navios mercantes, por la noche, nadie
vigile la navegación; así los naufragios son frecuentes. Pero lo
quei llega a ser impresionante son los fraudes en las atarazanas
del Callao. Había los empleos de veedor, proveedor y pagador
general, tenedor de bastimentos y contador y escribano mayor,
con buenos sueldos, pero ninguno de ellos trabajaba, sino sus te-
tdentes. Estos se dedicaban al hurto ; lisa y llanamente: ,...«lo que
se puede asegurar del arsenal del Callao, sin reparo, es que la
corrupción de los sujetos llegaba ya a tal extremo, que todos
los que estaban comprendidos en su manejo lo eran igualmente en
el fraude sin distinción de carácter ni graduación, y que se come-
tía esto con tanto desahogo, que ya no era necesario cautelarse
para vender lo que se sacaba de los almacenes...» (5). La autori-
dad tuvo que recurrir a mantener vacío el arsenal, como única
forma de cortar el extravío.
Otro aspecto interesante en que los autores se detienen es el
del activísimo comercio de contrabando, que se ejercía en Lima y

(4) Ob. cit., I, 129.


(5) Ob. cit., I, 96.

11
en todo el Virreinato del Perú, sin que los virreyes pudiesen cor-
tarlo, y aun a veces con su consentimiento. Describen los casos
flagrantes que han conocido, y proponen algunas medidas para
remediar la situación, no dándose cuenta de que la única medida
útil era decretar la libertad de comercio. En la lucha entre la na-
turaleza de las cosas y el precepto real, ellos, subditos leales, eli-
gen siempre el interés monopolista de la Real Hacienda. No1 obs-
tante hay un momento en que recogen meridianamente la verda-
dera naturaleza del conflicto, aun no dándose cuenta de su signi-
ficado. «A este modo de consentir y aún patrocinar los contraban-
dos llaman generalmente en aquellos países comer y dejar comer,
y los jueces que lo consienten por el soborno que reciben son lla-
mados hombres de buena Índole, que no hacen mal a nadie» (6).
Comer y dejar comer: exactamente. España tardaría demasiado
tiempo en darse cuenta de la profunda verdad de esta frase.
Y ahora entramos en la materia más delicada e importante de
estas Noticias secretas...: la que se refiere al trato de los españo-
les a los indíg'enas. Los autores tienen plena conciencia de la gra-
vedad de sus afirmaciones, cuando escriben: «Nosotros, libres de
toda preocupación, sin interés en el asunto, sin consideración al-
guna personal, hemos observado, indagado y averiguado por to-
das partes... y ahora presentamos nuestras noticias descubierta-
mente a los ojos del superior Gobierno en este modo reservado.
Los asuntos particulares que contiene esta parte de nuestro infor-
me, siendo para instrucción secreta de los ministros, y de aquellos
que deben saberlos, y no para divertimiento de los ociosos, ni
objetos de detracción para los malévolos, van expuestos con toda
ingenuidad, a fin de que tomados en consideración, se arbitren los
medios más convenientes para la reforma» (7).
Lo primero que observan es que sistemáticamente no se cum-
plen las Leyes de Indias, y que los nativos han quedado reducidos
a la esclavitud, tan rigurosa, que aun siendo libres legalmente,
envidian la suerte de los esclavos africanos. Esto no tiene más que
un origen: la despiadada y ruin codicia de los blancos, que tiende
un velo de sombra sobre todos los establecimientos coloniales fun-
dados por los europeos. Aquí voy a referirme a uno de los más
vergonzosos capítulos de nuestra historia, pero esto no quiere

(6) Ob. cit., I, 226.


(7) Ob. cit., I, 251-52.

78
decir que otros pueblos (8) no hiciesen lo propio. Es toda Europa
la que está emplazada en estas páginas dolorosas de Jorge Juan
y Antonio de U'lloa. Pensar otra cosa sería hipocresía. Pero esta
comunidad no nos exime de nuestra, singular responsabilidad, y
acallarlo, cantando loores a las gestas, no sería patriótico.
Queda uno tan abrumado ante estas revelaciones de los auto-
res, que parecería imposible. Hay que advertár no obstante que
los datos que voy a trasladar tienen un límite geográfico muy es-
tricto, la provincia de Quito, es decir, aproximadamente la actual
República de El Ecuador. Y no es una casualidad que este país
nos ihaya dado las novelas de más agrio contenido social de toda
la literatura hispanoamericana. (Que estas novelas no tengan una
alta categoría estética es ya otra cuestión.)
La esclavitud de los indios se debe, pues, a los corregidores,
a la institución de la mita, y a los mismos curas encargados de
su evangelización.
Los corregidores abusan de los indios en la cobranza del
tributo, hasta límites inauditos, haciendo caso omiso de lo legis-
lado ; y además los emplean perpetua y gratuitamente a su servi-
cio. Pero donde los corregimientos se tornan absolutamente inhu-
manos es en aquellos donde existen repartimientos, es decir, los
dependientes de la Audiencia de Quito, de Lo ja hacia arriba. Pa-
rece una macabra paradoja de la historia, que cuanto más sabias
y beneficiosas son las disposiciones de las leyes, más avieso se tor-
na su cumplimiento para los mismos indios, a quienes se destinan.
El editor inglés de estas Noticias secretas... habla de hipocresía
de la Corona. Con esto descubre sus intenciones nada puras. Pero
es que no son el mismo hombre el teólogo, que generosamente
discutía en Salamanca la licitud de la Conquista, o el legislador que
daba normas civilizadoras ; y el conquistador o el colono, general-
mente nada letrados, que iba a América exclusivamente a enrique-
cerse. Si se creó cultura y se cumplió al fin un magnífico destino,
es porque afortunadamente no sólo pasó a América gente de esta
calaña (9); y aún entre los conquistadores mismos—prescindiendo
ahora de otros aspectos de su personalidad—'hay un abismo entre

(8) Hasta donde sea lícito generalizar en el pueblo la acción de algunos


de sus indivduos.
(9) Aparte del fenómeno estudiado por los historiadores de que cuando
un objeto se introduce en una cultura extraña arrastra tras sí toda la cul-
tura a que pertenece. La transculturación en América era indefectible.

79
los letrados y los que no lo son. Desde muy temprano, casi des-
de 1500, la -historia de América es la que Sarmiento escribirá más
tarde: civilización contra barbarie. Y lo signe siendo todavía.
Los repartimientos, en efecto, s e c r e a r o n pensando en los in-
dios: «...atendiendo a su mayor comodidad, y a que no careciesen
de lo necesario para vestirse, para trabajar y para el trajín y co-
mercio, se ordenó que los corregidores llevasen una cantidad de
aquellos géneros que fuesen propios para cada corregimiento, y
los repartiesen entre los indios a unos precios moderados, a fin
de que teniendo con qué trabajar sacudiesen la pereza, dejasen
la ociosidad tan connatural a sus genios, y agenciasen lo necesa-
rio para pagar sus tributos y mantenerse» (10). Es necesario no
confundir el repartimiento con la mita, confusión fácil porque el
Diccionario empieza diciendo que la mita es un repartimiento.
Este era de tres clases: de muías, mercancías de Europa y del país
y frutos. El corregidor compra todo en Lima ; el comerciante le
entreg'a siempre lo peor de las existencias, y a un precio abusivo,
porque sabe que el corregidor se lo sacará al indio con creces. Des-
pués el funcionario va de pueblo en pueblo de su jurisdicción, y
entrega al cacique lo que corresponde a cada indio. No pregunta
lo que necesitan: dispone él, sin que sea posible negarse, y al
precio que quiere. Así ocurre que les reparte toda clase de objetos
inútiles para los indios: terciopelo, raso o tafetán, medias de seda,
espejos, candados, navajas de afeitar—los indios del Perú son
completamente lampiños'—, plumas y papel blanco, cuando no sa-
ben escribir y la mayoría no entiende el castellano, barajas, ca-
jetas para tabaco, que no usan, peines, sortijas, botones, libros,
comedias, encajes, cintas, etc.: «verdaderamente que esto parece
burlarse de aquella pobre nación» (11) exclaman los autores con
indignación. Y en cuanto a las muías muchas veces se las dan en-
fermas, a punto de morir, por el viaje y el cambio de clima, de
los valles a la serranía; y además el indio, que las paga, no puede
emplearlas en el transporte de viajeros y mercancías, si no es por
orden del corregidor, quien en este caso recibe el dinero, a cuen-
ta de las deudas, en que siempre tiene enfangados a los indios.
Estos no pueden ganarse la vida libremente con las muías de su
propiedad, so pretexto de combatir el comercio ilícito. Los repar-
timientos de frutos no están tan extendidos como los o t r o s ; es

(10) Ob. cit., I, 261.


(11) Ob. cit., J, 271.

80
la misma cantinela: ...«botijas de vino, aguardiente, aceitunas y
aceite, cosa que los indios no consumen ni aún lo prueban; y así,
cuando reciben una botija de aguardiente, que se la cargan por
sesenta u ochenta pesos, buscan entre los mestizos o pulperos
quien se la compre, y se tienen por dichosos si hallan quien les dé
diez o doce pesos por ella» (12). Esto da lugar a sublevaciones,
como la de los tíhunchos en 1742.
Finalmente cuando el corregidor termina su mandato, el juez
de residencia averigua su comportamiento, pero casi siempre se
deja sobornar. El cohecho es una costumbre más en este negocio
de las Indias. Los autores proponen una serie de medidas para
solucionar esta cuestión: la más importante es la extinción de los
repartimientos y la prohibición de que los corregidores puedan
comerciar, a lo menos en su distrito ; además deberán cumplir la
ley de tributación, bajo severas penas, y deberán ser personas ex-
perimentadas y honradas ; y que no se dé el cargo nunca para
agradecer un servicio, porque esto es invitar a la extorsión.
Dando un magnífico ejemplo de comprensión y altura de mi-
ras, Jorge Juan y Antonio de Ulloa reconocen que las riquezas
de América se deben a los indios que las trabajan, sin que obten-
gan de los españoles «más que un continuo y cruel castigo, me-
nos piadoso que el que se ejecuta en las galeras» ; ...«hasta la re-
ligión, como se verá después, es un motivo plausible para privar-
les de los pocos bienes temporales que han librado de la rapacidad
de sus jueces y amos, sin recibir consuelo alguno espiritual, no
siendo el espíritu de la religión lo que se les enseña, ni teniendo
de cristianos cosa alguna más que el vago nombre» (13).
Otra famosa institución era la mita: ...«consiste en que todos
los pueblos deben dar a las haciendas de su pertenencia un número
determinado de indios para que se empleen en su trabajo, y otro
número se asigna a las minas» «Estos indios deberían hacer
mita por sólo el. tiempo de un año, y concluido restituirse a sus
pueblos, porque yendo entonces otros a mudarlos, deberían que-
dar libres hasta que les volviera a tocar el turno ; pero esta for-
malidad, aunque bien dispuesta por las leyes, no se guarda ya,
por lo que lo mismo es para los indios el trabajar en mita para
beneficio -del minero o hacendado, que trabajar en libres para uti-
lidad del corregidor, pues de ambos modos les es igual la pen-

(12) Ob, cit., I, 271.


(13) Ob. cit., I, 288-89.

81
G
sión» (14). (Los autores utilizan siempre pensión en el sentido de
gravamen o carga). En Quito existían mitas de haciendas de sem-
bradío, y de estancias de ganado mayor y menor. En las primeras,
habiendo subido mucho el precio del maíz en 1743 y 1744, los
dueños se lo negaron a los indios que lo trabajaban, dejándoles
morir de hambre. Un caso extremo, desde luego, si no existiese
también la mita llamada de obrajes, es decir, talleres textiles. «El
trabajo de los obrajes empieza antes que aclare el día, a cuya hora
acude cada indio a la pieza que le corresponde según su ejerci-
cio, y en ella se les reparten las tareas que les pertenecen; y
luego que ¡se concluye esta dilig'encia, cierra la puerta el maestro
del obraje y los deja encarcelados» (15). Así siguen hasta la no-
che, con una breve interrupción a mediodía para que entren ias
mujeres a darles la comida. Los que a la noche no han terminado
su trabajo son bárbaramente azotados, sin perjuicio de que se les
anote como deuda. Todavía es mucho peor la situnción de los que
van al obraje castigados por no haber pagado el tributo, tributo
que muchas veces no debían, ya que los corregidores, fiados en
su ignorancia y simplicidad, solían reclamárselo dos veces. «Estos
indios ganan un real al día ; medio se les retiene para pagar al
corregidor, y el otro medio se asigna para su manutención, lo cual
no es suficiente para un hombre que trabaja sin cesar todo el es-
pacio de un día...» «Además de esto, como el indio no es dueño
de salir de aquella prisión, se ve precisado a tomar lo que el amo
le quiera dar por aquel medio real. El inhumano dueño del obraje,
por no desperdiciar nada, aprovecha en ellos el maíz o cebada que
se le ha dañado en ias trojes, las reses que se le mueren e infectan
ya el aire, y a este respecto todo lo más malo y despreciable de
sus frutos. La consecuencia de este trato es que aquellos indios se
enferman a poco tiempo de estar en aquel lugar, y consumida su
natiuraleza, por una parte con la falta de alimento, por otra con
la repetición del cruel castigo, así como por la enfermedad que
contraen con la mala calidad de su alimento, mueren aún antes de
haber podido pagar el tributo con los jornales de su trabajo. El
indio pierde la vida, y el país aquel un habitante, de lo cual se ori-
gina la disminución tan grande que se advierte en la población pe-
ruana» (16).
Hablan después ios autores del problema de los indios que han

(14) Ob. c i t , I, 289-90.


(15) Ob. cit., I, 298.
(16) O b . cit., I, 299-300.

82
sido despojados de sus tierras, y proponen que haya protectores
fiscales y curas de raza india. Esto último porque los curas blan-
cos son otro instrumento de opresión del indio, especialmente los
frailes, que se hacen cargo del curato mediante pago de una can-
tidad, cosa desconocida en los sacerdotes seculares. El cura ex-
plota al indio al modo folklórico: imaginando continuas festivida-
des, cuyo esplendor encomienda cada vez a algunos indios, tengan
o no tengan dinero, ya lo buscará. Naturalmente él cobra por todo,
y lo mismo por los entierros, ya que si el indio no paga en segui-
da, el cura se niega a dar al cadáver cristiana sepultura. No pue-
den ser Jorge Juan y Antonio de Ulloa sospechosos en esta ma-
teria, ya que son profundamente católicos. Se duelen de lo que
ven, y apuntan que los indios salvajes no quieren convertirse al
ver la vida que se da a los convertidos. Las misiones están muy
decaídas, y del vicio general sólo se salva una Orden, la Compa-
ñía de Jesús, la única que trata con gran humanidad a los indios,
y que tiene misiones florecientes en el Marañón. Los autores ha-
cen continuamente un gran elogio de la grey ignaciana, y por
ejemplo, proponen que a ella se le encomienden los hospitales, y
todas las misiones, si las demás órdenes no se enmiendan.
El Perú ofrece' un espectáculo bien poco edificante. Por todas
partes, la enemistad entre peninsulares y criollos, que ha corroído
todas las manifestaciones de la vida pública y privada, penetran-
do incluso en los conventos. «Basta ser europeo o chapetón, como
le llaman en el Perú, para declararse inmediatamente contrario
a los criollos ; y es suficiente el haber nacido en las Indias para
aborrecer a los europeos» (17). Aquí se pudiera ver prefigurada
ya la independencia, pero en aquel momento era prematuro. Se
trataba de una discordia sin repercusiones políticas. La indepen-
dencia será posible después que esos países hayan recibido las ideas
de la ilustración, y aun así soportarán una larga guerra civil. Jorge
Juan y Antonio de Ulloa responden de la lealtad de los indios y
de los mestizos, en diversos pasajes de su obra: de los españoles
no es necesario hablar. Estas continuas discordias tenían su ori-
gen, aparte de en el ius solí de hombres de América, en el especial
racismo con que se desenvolvió nuestra colonización: el español
se mezcló con toda clase de razas, sin escrúpulo, pero siempre que-
dó la española como superior. Ser de Castilla era ser lo mejor.
(No importa para sus resultados que esto fuese inevitable). Por

(17) Ob. cit., II, 93.

83
eso cualquier peninsular llegado a América sin un céntimo, alcan-
zaba cargos, y se enaltecía casándose con las damas más linajudas,
Obraba la envidia. Los criollos mantenían un orgullo aristocráti-
co, pero, excepto en la costa, no se dedicaban al comercio, es de-
cir, estaban apartados de las fuentes de riqueza y progreso, y ade
más, pecado nefando que las o'tiras familias se encargaban de di-
vulgar, su sangre era mezclada. No se daban cuenta de que el es-
pañol de la Península era también mestizo de moro y judío, ro-
mano, godo y arévaco, y esto a pesar del famoso y triste expe-
diente de limpieza de sangre. Sólo que sus sangres habían sedi-
mentado, y en América el mestizaje era demasiado reciente (18).
Esto traía la consecuencia de que el sentimiento de colectivi-
dad era en el Perú muy débil. Cada quisque era allí un dios, em-
pezando por el virrey, cuya entrada en Lima era digna de un so-
berano, y se ¡hacía siempre, aunque estaba prohibida por las Le-
yes de Indias. En realidad todos los preceptos europeos, incluso
los morales y religiosos, quedaban en América muy atenuados.
Allí todo el mundo vivía' con su manceba, incluso los curas y reli-
giosos, exceptuados los jesuítas. Jorge Juan y Antonio de Ulloa
narran algunos casos de amancebamiento de frailes, que tienen
una gracia especial. Más grave era el enriquecimiento incesante
de las órdenes, que hacía desear a algunos el caer en manos de In-
glaterra, si de este modo, conservando su fe, se podían librar de
«pechar a las religiones» (19). A pesar de su admiración y devo-
ción por los jesuítas, los autores escriben que «convendría tam-
bién poner límites a sus rentas» (20), ya que han llegado a domi-
nar totalmente algunos ramos del comercio quiteño, y aún de Lima,
con perjuicio del elemento civil.
Los autores tienen un alto concepto de la economía indiana,
cuando escriben que hay «en las Indias un tesoro más cuantioso
y seguro que el de las ricas y celebradas minas de Potosí, Puno y
el Chocó, en sus frutos, en sus resinas, en hojas, en cortezas, en
animales y, por decirlo de una vez, en todo lo que produce, por-
que todo es particular y digno de estimación» (21).

(18) ALTAMIRA menciona la curiosa teoría del doctor Juan Páez de Cas-
tro, historiador español del siglo xvi, sobre «la conformidad que él creía ver
entre «las costumbres y religiones» de los indígenas americanos («Indios
Occidentales») «con las antiguas que los historiadores escriben de estas par-
tes que nosotros habitamos»... (De Historia y Arte, Madrid, 1898, p. 4, n. 2).
(19) Noticias secretas..., II, 204.
¡20) Ob. cit., I I , 212.
(21) Ob. cit, II, 283.

84
El viaje de Jorge Juan y Antonio de Ulloa duró once años,
incluyendo la ida y vuelta, hasta 1746. Aparte de las Noticia<s se-
cretas de América, escribieron una relación de sus observaciones,
repartiéndose el trabajo (22). Ulloa escribió la Relación histórica
del viaje a la América meridional y Jorge Juan las Observaciones
astronómicas y físicas.
Ulloa nos da en su Relación histórica... un cuadro muy anima-
do de los países que ha visitado. Nos habla de todo: de las pro-
ducciones, de la riqueza y pobreza, insistiendo otra vez en el con-
cepto erróneo de sólo reputar ricas a las provincias metalíferas, y
en cambio pobres a «las que abundando en ganados, pródigas en
frutos, cómodas en los temples, y colmadas de las riquezas ma-
yores, o no están sus entrañas tan penetradas de minerales pre-
ciosos, o, se han dejado olvidar con el descuido sus labores» (23).
El comercio en Lima lo hacen todas las familias, hasta las más
nobles, y en los oficios mecánicos hay maestros blancos que con-
viven con mulatos ; ninguna de estas dos cosas es posible en Qui-
to. O bien son las particularidades de los animales, como los bu-
rros silvestres de Mira (Quito), la forma curiosísima en que los
zorros se defienden de los perros en Cartagena de Indias, o la
puesta de huevos del caimán hembra, con su enemigo el gallina-
zo, etc., en cuyas descripciones suele alcanzar una muy estimable
categoría literaria. Se preocupa de los datos científicos, y la cultura
de Quito, donde los jóvenes estudian Filosofía, Teología, y Leyes,
pero desconocen casi totalmente las noticias políticas, históricas y
de las Ciencias Naturales. (Medio siglo después Ecuador tendría
un científico de categoría en la persona de Francisco José de Cal-
das). Los monumentos y artesanía de los Incas, despiertan su ad-
miración, y también los hombres de cultura del país, como Miguel
de Santiag-o, célebre pintor mestizo, o don Pedro Maldonado,
compañero de La Condamine en el viaje de éste por el Amazonas.
Enorme interés tiene la descripción de las costumbres: los po-
lizones que llegan a Cartagena y otros puertos, y sufren la en-
fermedad llamada chapetonada, de la que muchos se salvan gra-
cias a la caridad de las negras y mulatas, con las que luego se
casan, o bien van al interior del país; el hábito cartagenero de

(22) También un estudio sobre el meridiano de Demarcación entre Es-


paña y Portugal. Es un libro interesante, una llamada de atención ante el
continuo avance portugués.
(23) Relación histórica del viaje a la América meridional..., Madrid,
1748.

85
hacer las once, es decir tomar aguardiente a esa hora, o el de fu-
mar : «Las mujeres se particularizan en el método de recibir el
humo; que es poniendo dentro de la boca la parte o extremo del
tabaco que esté encendido» (24). El desmayo en el habla de Pa-
namá, Portobelo y Cartagena, y la lengua mezclada de Quito ;
los fandangos de esta última ciudad, o la costumbre de tomar el
mate, que refleja influjo del Paraguay; los banquetes de Guaya-
quil, terribles para los europeos, porque son una sucesión alter-
nada de almíbares y picantes ; la pesca que consiste en emborra-
char a los peces con la hierba barbasco ; las corridas de venados
con caballos parameros, e indios a pie para levantar la caza, etc
Pero donde U'lloa se supera, dándonos unas páginas de ex-
traordinario mérito literario, es al tratar de Lima: escribe muy
poco después de la destrucción de esta ciudad por el terremoto
de 1746, y su prosa tiene emoción: ...«describo a Lima en este
lugar, no como estrago de los terremotos, sino como emporio de
aquella América; y dejando las lastimosas Memorias de sus rui-
nas para otro [momento] más oportuno, diré lo que fueron sus
ya eclipsadas glorias, su majestad, sus riquezas y todo aquello que
la hacia célebre en el mundo, y en cuya forma la conocimos, para
que su recuerdo multiplique en nuestros ánimos la pena de su fa-
tal contratiempo» (25). Verdaderamente todo lo que se refiere a
la Lima colonial ofrece una seducción, hasta en aquel detalle de-
que en lugar de barrer las calles, los limeños de calidad recurrie-
ron a la calesa; esta «es en aquella ciudad más necesaria que en
obras, porque el trajín de las muohasi recuas, que entran y salen a
toda hora, tiene continuamente llenas del estiércol las calles ; y
secándose éste con el sol y viento, se convierte en un polvo tan
fastidioso, que es intolerable para andar sobre él, como molesto
a la respiración» (26). Al leer esto, a pesar de la seriedad de Ulloa,
nos parece adivinar una de esas Tradiciones peruanas, que han
inmortalizado a don Ricardo Palma.
Como muestra del atraso de la colonia—tan cercano ya el rei-
nado de Carlos III, no menos importante en América que en Es-
paña—', tiene especial interés la noticia que nos da la navegación
entre el Callao y Chile, en que costeando tardan los veleros un
año. Un piloto europeo aprovechó los vientos de alta mar, y tar-

(24) Ob. cit. I, 53.


(25) Ob. cit., III, 37-38.
(26) Ob. cit., III, 68-69.

86
dó un mes: ...«empezó a divulgarse la voz de que era Brujo (nom-
bre Ique después le quedó). Con este ruido, y la confirmación de
las fechas de las cartas empezaron a persuadirse todos, que nave-
gaba por arte diabólica, y dieron lugar las voces a que la Inquisi-
ción hiciera pesquisa de su conducta: manifestó su Diario y que-
daron satisfechos con él» (27).
Habla también de los guasos de Chile, diestros en el lazo y en
carnear, y los únicos que comercian con los indios bravos ; cuando
éstos invaden las poblaciones europeas, suelen llevarse a las mu-
jeres, por lo cual entre ellos se ven a veces salvajes casi blancos,
que parecen españoles.
Son importantes las noticias que aporta sobre las reducciones
del Paraguay. Ulloa demuestra enorme admiración por la labor
realizada por los jesuítas. Estos fundaron sus primeros pueblos
con indios guaraníes, huidos de los portugueses ; otros, con in-
dios chiquitos. El comercio lo ejercen los jesuítas directamente
con su Provincial. En los nombramientos de curas para los pue-
blos no interviene el Obispo ni tampoco el Gobernador, aunque
otra cosa estaba ordenada. En las reducciones no pueden entrar
los españoles, a fin de que los indios no pierdan su inocencia. Fi-
nalmente los jesuítas mantienen milicias armadas para luchar con-
tra los portugueses y los salvajes. A través de estos datos, se de-
jan ver ya algunas de las acusaciones que más tarde se harían a
los ignacianos.
La elegancia de Ulloa queda patente al referirse al asunto de
las pirámides de Quito. Había habido algunas desavenencias en-
tre Jorg'e Juan y La Condamine, con motivo de la inscripción que
debía ponerse en las pirámides erigidas cerca de Quito para con-
memorar la medición del grado de meridiano. La Condamine que-
ría que figurasen sólo los nombres de los académicos franceses, y
si acaso auxiliados por los dos españoles, a quienes discutía el tí-
tulo de académicos. En su Histoire des Pyramides de Quito se
muestra excesivamente nacionalista, y vanidoso, tanto que casi
Justifica ese tremendo epígrafe de Arciniegas: Después de Ore-
llana,, nada: 'M. de La Condamine (28). Pues bien, Ulloa solamen-
te dice: ...«y como en esto no dejaban de ofrecerse algunas difi-

(27) Ob. cit., III, 273. DARWIN que por cierto cita varios veces a Ulloa,
cuenta algunas anécdotas muy divertidas y significativas acerca del resque-
mor anticientífico de la clase culta española. Vid. Diario del viaje de un
naturalista alrededor del mundo, 2 vol., Madrid, 1940, II, 22.
(28) América..., 199.

87
cultades, era necesario tiempo para allanarlas, y quedar todos acor-
des ; lo que por entonces no pudimos totalmente evacuar; porque
ocurriendo otros asuntos, que no admitían demora...» (29). La
inscripción se puso sin los nombres de los dos españoles, y más
tarde se mandaron derribar las pirámides, sin que Jorge Juan—ras-
go de nobleza—pudiese impedirlo ; el Marqués de la Ensenada,
para el que nuestros autores tienen todos los elogios, lo mismo
que hará más tarde Cabarrús, dispuso en 1746 la inscripción defi-
nitiva.
Ulloa fué hecho prisionero en Luis Bourg, plaza francesa que
acababan de tomar los ingleses de Boston. En el navio que le lle-
vaba a Inglaterra conoció al Marqués de la Maison í o r t e , que ha-
bía estado preso en Boston, de la que formó el siguiente notable
juicio: «...en el espacio de un siglo, será Bostion un reino tan
extendido y poblado que excederá en gentío al de Inglaterra, y ca-
paz de dar la ley en los países que le hicieren vecindad» (30).
En 1772 publicó Ulloa otro libro titulado Noticias americanas
que ofrece puntos de coincidencia con el anterior, por lo que pro-
curaré no repetirme. Este libro parece desmentir mucho de lo di-
cho en las Noticias secretas..., pero en realidad no es más que la
otra cara de la moneda: ios defectos del indio. Estos no cabían
en las Noticias secretas..., porque hubiese sido lo mismo que para-
lizar la mano de los ministros que se querían mover. Creo since-
ramente que entire los dos libros se forma un cuadro más armó-
nico, que han sólido ignorar de buena fe algunos de los indige-
nistas modernos, para los cuales la cuestión se presenta así: in-
dio, bueno ; español, malo. Hay que tener en cuenta además que
el ámbito geográfico de las Noticias- secretas... es, como ya he di-
cho, sólo la provincia de Quito, en lo que a este tema se refiere.
Por otra parte, Jorge Juan y Antonio de Ulloa pudieron aumen-
tar las cosas involuntariamente, llevados de su admirable intento
de reforma. Esto no invalida lo dicho antes ; al contrario, Ulloa.
como veremos, certifica los puntos más importantes. (Aparte tam-
bién de que siendo aquel libro secreto, en este otro no podían figu-
rar ciertos temas, como los repartimientos).
Así pues, según Ulloa, los indios son perezosos, crueles, astu-
tos y cobardes, cortos de entendimiento (los negros bozales los
desprecian por no saber contar los días y los meses), pomposos

(29) Relación..., I I I , 258.


(30) Ob. cit. IV, 513.

88
en sus discursos, pues tienen una gran presunción de sabiduría, bo-
rrachos, etc. ; aunque esto último es en buena parte culpa de los
europeos, franceses de la Luisiana y el Canadá, ingleses de Nue-
va Inglaterra, que les suministran aguardiente para exterminar-
los. En la parte baja del Perú también algunos dueños de hacien-
das, atentos sólo a su ganancia, han introducido aguardiente.
(Pero esto nunca fué general: la conservación de la población,
indígena en las colonias españolas—-aparte las Antillas—se debió
a la falta relativa de aguardiente y absoluta de armas de fuego,
que ingleses y franceses distribuyeron profusamente.) Ulloa jus-
tifica que no se les dé armas por el temor de los levantamientos.
En los Concejos que celebran los indios, vigilan los jueces y curas
para que no traten de alborotos.
Sin embargo, los indígenas van disminuyendo por todas par-
tes. Esto se debe a la viruela y al aguardiente principalmente.
Otras enfermedades, como pleuresía y mal venéreo, apenas les
afectan.
Ulloa niega que el trabajo de las minas disminuya el número
de indígenas. Y añade: «Las minas o servicios en las haciendas
y guardería de ganados tampoco los disminuye cuando en el trato
hay regularidad-» (31). Ahora bien ; según las Noticias secretas...
los obrajes son lo más bochornoso del trabajo que se hace en el
Perú. Veamos qué dice aquí Ulloa: «Lo de los obrajes sería lo
mismo si en éstos hubiese menos rigor y más consideración para
el régimen de las tareas y el jornal que. se le hubiese de pagar
proporcionado a que pudiesen subsistir ; pero mirando los dueños
a su propia utilidad, y no al bien de los obreros, los tratan con
poca humanidad, y de ello resulta la disminución de los que en-
tran...» (32). Y poco después : «El inmoderado uso del aguardiente
destruye más indios en un año que las minas en cincuenta...» (33).
Incluso dice que muchos indios y mestizos se ofrecen volunta-
riamente para la mita de minas.
Pero Ulloa, ciertamente, no acaba de comprender a los indios.
Ha acusado a todos de crueldad, y ahora trata del inmenso cariño
que sienten los peruanos hacia las llamas y los festejos que las ha-
cen: «.... tocan sus tamborilillos y flautines y empieza la danza...»
(34), escribe contagiado de este cariño.

(31) Noticias americanas, 329. Subrayado mío.


(32) Ob. cit., 330, Madrid, 1772.
(33) O' 0 - c i t " 332-
(34) Ob. cit., 126.

89
Los indios no tienen instrucción, son como brutos, y sólo al-
gunos comienzan a hablar español y a conocer nuestra fe, mas sin
convicción. Y así Ulloa nos transmite esta deliciosa escena: «Si
se quiere que concedan en alguna cosa, lo hacen sin dificultad, y
si aquello mismo se les persuade a que lo nieguen, convienen sin
repugnancia. Por ejemplo, se les dice que el diablo es malo : res-
ponden que no; les ha hecho mal alguno ; pero así será. Se les dice
del mismo modo de uno de los santos que es bueno, y responden
igualmente que así será. Si esto se les vuelve al contrario, convie-
nen en la misma forma; sacándose de ello que ni uno ni otro hace
efecto en sus ánimos» (35).
Del estudio de la lengua quichua—«elegante, comprehensiva y
agradable»—infiere Ulloa que los indios proceden de los he-
breos (36), afirmación peregrina que puede ponerse al lado de aque-
lla otra de que los hombres aprendieron el arte de navegar por el
ejemplo del Arca de Noé (37). Una y otra no quitan nada del enor-
me valor de Ulloa; tan sólo contribuyen a no idealizar su figura,
por encima de su tiempo y circunstancias ; y como él mismo escri-
bió con suprema elegancia «que los defectos del' estilo tengan la
disculpa de que no puede un marinero pasar por orador ni aspirar
a numerarse en la clase de los historiadores» (38).
# * *

Del libro de don Jorge Juan, Observaciones astronómicas y fí-


sicas, apenas voy a hablar por tratar de materias exclusivamente
científicas o técnicas. Pero sí quiero destacar la entereza y el pa-
triotismo con que defiende a Newton y a Copérnico, frente a los
que los techaban de sospechosos de herejía. En cuanto a Copérni-
co : «Ver evidentes razones que lo sostengan y al mismo tiempo
tener que repudiarlo ciegamente, no hay prudente filósofo que lo

(35) Ob. cit, 366.


(36) Es curioso anotar que en el Título de los señores de Totonicapán
—cultura maya—se dice lo siguiente : «Estas pues, fueron las tres nacio-
nes de quichés y vinieron de allá de donde sale el sol, descendientes de
Israel, de un mismo idioma y de unos mismos modales». (Véase Floresta
literaria de la América indígena, de José Alcina Franch, pág. 220, libro
de que inserto una nota en la Sección Bibliográfica de este mismo número
de CUADERNOS.) El Título se redactó en 1554, lo que demuestra la antigüe-
dad de esta atribución hebraica.
(37) Esta última afirmación es un tópico que duró demasiado tiempo.
Lo mismo se dice, por ejemplo, en el agudo y divertido Viaje de Turquía
(siglo xvi), atribuido a Cristóbal de Villalón.
(38) Relación..., palabras finales del prólogo.

90
pruebe...» (39). Y en cuanto a Newton: «¿Será decente con esto
obligar a nuestra nación a que, después de explicar los Sistemas y
la Filosofía newtoniana, haya de añadir a cada fenómeno que de-
penda de la Tierra; pero no se crea éste que es contra las Sagra-
das Letras? ¿No será ultrajar éstas el pretender que se opongan
a las más delicadas demostraciones de Geometría y de Mecánica?
¿Podrá ningún católico sabio entender esto sin escandalizarse? Y
cuando no hubiera en el Reino luces suficientes para comprehen-
derlo, ¿dejaría de hacerse risible una nación que tanta ceguedad
mantiene?» (40). José Gaviria, en su libro Aportaciones para la
Geografía española del siglo XVIII, da esta última cita, y añade:
«Hombre verdaderamente europeo» en su época, puesto al día en
lo referente a estudios astronómicos, Jorge Juan vibra de indigna-
ción al contemplar los fósiles conceptos que se daban a luz por
nuestros geógrafos» (41).
Jorge Juan, en España, desarrolló múltiples actividades en car-
gos de confianza que le encomendaba el rey ; fué el primer ingenie-
ro naval español (aún sin título); fundó en Cádiz una Academia
científica llamada Asamblea amistosa literaria, v como dice su se-
cretario, don Miguel Sanz, fué de los que jamás «proporcionó em-
pleos para los sujetos, sino sujetos para los empleos...» (42).
Como resumen de toda esta ingente labor—aparte de ser Jorge
Juan y Antonio de Ulloa los descubridores del platino—puede de-
cirse de ambos que tuvieron una elevada conciencia de sus debe-
res ante la colectividad. Y por ello fueron raices de futuro.

Alberto Gil Xovaks.


Padilla, 29.
MADRID

(39) Observaciones astronómica', y juicas..., Madrid, 1773.


(40) Ob. c i t , última página del Estado de la Astronomia en Europa?
que la precede.
(41) Aportaciones para la Geografía española del siglo XVIII, Madrid,
1932, SO-
(42) Observaciones... Breve noticia de su vida, que las antecede.

91
BRÚJULA DE ACTUALIDAD
Sección de Notas

ÍNDICE DE EXPOSICIONES

TAPICES SOBRE CARTONES DE ARTISTAS CONTEMPORÁNEOS

En el Ateneo se ha celebrado una afortunada exposición: la


de tapices sobre cartones de artistas contemporáneos. Con ello se
aportan nuevos motivos a la tapicería, desde hace siglos sumida
en los mismos modelos e idénticas facturas. España sigue ahora
el ejemplo de Francia, pues como prologa Torralba, los nuevos ar-
tistas vecinos tuvieron siempre interés por la tapicería, y, así, los
primeros etnsayos del arte nuevo aplicados a la tapicería tuvieron,
entre otros nombres, los de Maillol, Bonnard y Flandrin. Este
último montó hasta un taller propio, al igual que Dufy. Dufresne
forma también en la nueva lista ; pero la Tapicería con mayúscula
empieza en el año 1933, cuando Mlle. Cuttoli encarga, para su
taller de Aubosson,, cartones a Picasso, Braque, Matisse, Miró y
Lurcat. Este sería el artista que de la tapicería haría magnífico
foco de proyección artística. Y es aleccionador recordar que, al
día siguiente de la firma del armisticio, en 1941, y el 23 de junio,
se constituyó en París el grupo de «Pintores profesionales de Pa-
rís, cartonistas de Tapicería», cuyas consecuencias fueron excelen-
tes. En la agrupación encontramos las firmas de Gromaire, Dufy,
Contaud y otros. Como exposiciones «clave» se pueden recordar
la celebrada en el Petit Palais, con .cartones de Laurencim, Gro-
maire y Aoatisse, y la celebrada el año 1949 en el Museo de Arte
Moderno de París, que bajo el título de «Cuatro años de tapicería
francesa», exhibía 72 piezas debidas a 52 autores.
Pero no se trata de hacer una glosa de la tapicería francesa y
sí de señalar un ejemplo que ahora, felizmente, ha comenzado en
España, y con tal éxito, que varias marchand han querido comprar
toda la exposición, pues la calidad de los tejidos, su manufactura,
es magnífica, en tal grado, que cartones de pintores ingleses y
franceses vendrán para ser tejidos en Madrid. Los cartones de
nuestros artistas han creado una tapicería que cumple todos los

95
fines decorativos que Ja está encomendada. Es preciso distinguir
entre los artistas que han enviado lienzos y los artistas que han
enviado cartones ; la comodidad que supone en los primeros se
resiente en la realización y, la verdad sea dicha, también en el pre-
cio, y los que han realizado cartones no han querido ser menos, y
sus precios son iguales a los que marcan los cuadros, los que han
tenido como origen, y la consecuencia es que el coste del tapiz
resulta elevadísimo, pues aunque el propósito de los artistas sea
el de valorizar sus cuadros, el comprador lo que realmente com-
pra no es un cuadro, sino un tapiz. Entre los «cuadristas» figura,
en primer lugar, Vázquez Díaz. Entre los «cartonistas» se hallan
los nombres de Caballero, Farreras, Amadeo Gabino, Labra, Cla-
vo y algún otro. Y entre los tapices más bellos, aparte de los ya
citados, el nombre de Juan Guillermo. Pero por encima del acier-
to de cada artista está el éxito del conjunto, que es realmente
excepcional, en ¡tal ¡grado que el desfile de personas por el Ateneo
ha sido continuo. La exposición será exhibida en Barcelona y
otras provincias españolas, aunque su último destino será Hispa-
noamérica, donde quedará en un Museo.
Dos tendencias se advierten en la exposición: la figurativa y
la abstracta. En la primera forman Clavo, Juan Guillermo, Labra,
Amadeo Gabino y el maestro Vázquez Díaz. Y en la segunda se
hallan Caballero y Farreras, como firmas que más han logrado el
triunfo.

Q U I R Ó S A LOS ESTADOS UNIDOS

Quirós, el gran pintor español, marcha a los Estados Unidos


para exponer su obra en distintas capitales de la Unión. Antes ha
hecho una exhibición de su obra en una sala mínima. Si la deno-
minamos así es porque su dimensión no llega a tres metros por
uno y medio. Como única contrapartida tiene a su favor la inti-
midad que este espacio representa.
Quirós rebasa hoy la fama nacional para llegar a la interna-
cional. Su caso es extraño, pues Quirós se resiste a exponer su
obra, y si ha accedido ahora a esta exposición, celebrada en la
Sala Seral, instalada en la librería de Fernando Fe, ha sido debido
a los ruegos de la amistad. Quirós no quiere más que pintar lo
que él llama sus «bacalaos», e irlos guardando en casa. Y en con-
tra de sus deseos, sus raras figuras son solicitadas de uno y otro

9G
lado, y su casa se encuentra ausente de su pintura. Quiros es un
caso ejemplar de vocación. En recientes declaraciones ha hecho
saber que él pinta porque es lo único que le divierte, y aquí la
diversión tiene sentido místico, casi como lo podía emplear San
Juan, pues se trata del divertimiento del alma. H a hecho saber,
además, que detesta a los «genios», y que sólo desea llevar un
paso alegre y confiado, paso por la vida, dándose cuenta de la
misma, y no olvidar nunca que la poesía todo lo salva. Por eso
no concurre a certámenes, no quiere recompensas ni honores, no
quiere despedidas, y anda solitario por las calles madrileñas o en-
cerrado en su estudio de las Ventas, en ese paisaje barojiano que
continúa en su íntima belleza guardando los aires claros de
Madrid.
En esta exposición una aristócrata ha dado un bello ejemplo:
dejarse retratar por Quiros, mejor dicho, solicitar de Quiros que
la retratara. Se trata de la Condesa de Cienfuegos, heredera de
Jovellanos, aquel que quiso hacer tanta buena cosa, y entre ellas
la de crear una escuela para aristócratas, para enseñarles a co-
mer, a comportarse, y, además, filosofía e historia y obligació
nes y deberes. Acaso esa buena herencia haya sido la que ha dado
a la Condesa de Cienfuegos el ánimo suficiente para realizar el
retrato, y el resultado podemos definirlo afirmando que constituye
una pieza de antología, pues, sin perder ninguna de las caracte-
rísticas del artista, éste ha logrado crear una lección de retrato,
en tal grado ique esta obra, destinada ya al Museo de Arte Con-
temporáneo, es pieza fundamental desde Goya a nuestros días. Y
con la Condesa de Cienfuegos figura en la exposición el retrato
de su hijo, el Conde de Cienfuegos, y, además, unas cinco obras
más capitales en la historia de nuestra pintura contemporánea.
Allí resplandecen las fantasmales figuras de Quiros surgidas de un
mundo remoto, plasmadas en una materia empastada, rutilante,
con calidad de linòleum, llena de irisaciones, y como iluminada
por fuegos de San Telmo. Es una pintura antiquísima, y futu-
rista a la vez,, dando al futuro su estricta significación de tiempo.
Los cuadros quedan como el documento plástico de alguien que
ha logrado ver el mundo de los muertos. Hombres y mujeres sur-
gen en esqueleto, casi fluorescentes, con raras caretas, y, sobre
todo, con una riqueza de materia, unos colores extraídos de una
paleta remota, y que quedan fuera del arco iris, como si Quiros
sólo supiera su secreto y su origen...

í<7
7
P R O DAMNIFICADOS DE VALENCIA

En la Sociedad de Amigos del Arte se han expuesto los lienzos


que numerosos artistas han donado para engrosar la suma desti-
nada a los damnificados por la catástrofe de Valencia. Todas las
tendencias, y todos los estilos, se encuentran representados, y así,
desde Sotomayor y Benedito, representantes de un ayer, hasta
los representantes del hoy y del mañana.
Naturalmente, una exposición de este tipo queda fuera de la
crítica de arte, y sirve sólo para aumentar la lista de donantes a
una o'bra de caridad. Como noticia signemos que la familia Zu-
loaga y la familia Sorolla han donado sendos cuadros, fijándolos
un precio tope inicial a la subasta, y que siguiendo su ejemplo otros
artistas han hecho lo mismo. Se exponen cerca de trescientas
obras, muchas de ellas de aficionados, y el resultado artístico
queda al margen para señalar sólo la generosidad de los artistas,
que es en este caso lo que importa.

LAPAYESE DEL R Í O

En la costumbre de muchos pintores suele ser fácil encontrar


los nombres de aquellos que una vez lograda su exposición en la
sala de la Dirección de Bellas Artes se ausentan de las exposicio-
nes, y acuden sólo a contados certámenes, como si hubiesen al-
canzado una meta definitiva. Por eso es de destacar la obra pre-
sentada por Lapayese del Río en la Sala Alfil, donde ha expuesto
una ohra desligada de su reciente éxito: en la sala oficial, y, es
caso de sincera vocación, muestra una ancha obra ligada a otros
fines que los primeros. Lapayese, tras una etapa de pintura maci-
za, rica en materia y arquitectónica, presenta ahora una pintura
musical, donde la materia desgranada, cuidadísima, con técnica de
pintor goticista, se apoya en esqueletos figurativos para construir-
se y dividirse en zonas. Las antiguas grandes masas de color,
grandes espacios uniformes, han sido sustituidas por gradaciones
casi microscópicas de levísimos tonos, y en donde el color apenas
se inicia. Son colores recién estrenados, leves, mínimos, casi con
obligatoriedad de adivinación.
Muchas veces el temario corresponde a la calidad que hemos

98
encontrado a la pintura e instrumentos musicales son el pretexto
que también hay que adivinar para crear esa musicalidad plástica
de Lapayese del Rio, al que hay que dar ya una posición ejemplar,
pues ejemplo ha sido el caso de su vocación, de su necesidad de
utilizar un lenguaje distinto al que tantos éxitos le ha proporcio-
nado y que demuestra su buena y auténtica raíz, tan en contra de
los pintores que han hallado una fórmula y ejercen su empleo con
una comodidad y una falta de inquietud que revela que en ellos
han muerto los impulsos que jamás deben morir, como no mueren
en el buen ejemplo de Picasso, cuando a sus años pide urgente un
cuaderno de dibujos y con la misma pasión que antaño empieza
a crear actitudes a una paloma. Y a esa buena raza pertenece
Lapayese del Río, que sabe que la primera condición del artista,
la más severa y la más espinosa, es la de quedar satisfecho consigo
mismo, sin trampa ni cartón, con el corazón en paz.

NANDA P A P I R I

La exposición de Nanda Papiri es una exposición de dibujos ;


de unos deliciosos y especiales dibujos entre lo infantil, lo má-
gico y lo fantástico, y con todos los atractivos que lleva eso con-
sigo. Salvador Dalí ha dicho que esos dibujos pertenecen a un
«auténtico primitivismo mediummínico cromosomático». Pueda
ser que esa sea la definición más acertada y que sea también cierto
que la plástica de Nanda Papiri obedezca a los «fresquísimos atá-
vicos—tiernos "códigos Adtales" que rigen a los cromosomas", y que
también—según Dalí—, «con sus imágenes se puede no solamente
construir, sino teatralizar».
Añadamos nosotros que su feminismo, a veces, recuerda vie-
jos bordados infantiles, hallándose inserto en esta exposición don-
de paciencia, ingenio y habilidad son los ingredientes principales.

CARLOS PLANELLS

En la sala Fernando Fe, y en la serie «Artistas de hoy», se ha


presentado la obra de Carlos Planells. El abstractismo es condi-
ción indispensable para lograr la exhibición en dicha sala, que
cumple con esta exposición su número 23. Y es bien cierto que la
rigurosidad de selección y el signo que la preside ha permitido

99
contemplar las muestras más interesantes de nuestro arte contem-
poráneo.
Carlos Planells, en la lista de los pintores abstractos que ha
desfilado por la citada sala, ocupa no sólo un lugar destacado, sino
un Jugar primero. Lo ocupa por su intención y pensamiento y por
lo más importante: por haber logrado la realización no de una
teoría, sino, además, la realización de pintura. Lo más elementa!
es, a veces, lo que más se olvida, y por eso nos permitimos recor-
dar cómo la definición de la pintura no es otra, ni lo será jamás,
que «formas y color». Los pintores cumplen con este obligado
destino por dos caminos : el de la anécdota o el de la pura pintura.
L^nos necesitan la anécdota, lo figurativo, para'crear las formas y
el color, y otros suprimen los «accesorios». No es preciso insistir
en que la segunda fase es más difícil, tremendamente más difícil,
que la primera, y que el fracaso es más directo y más fácil de des-
cubrir en quien, con más o menos acierto, al margen de lo prin-
cipal, atiende a la circunstancia. Un cuadro de Uce'llo o del Greco
seguirá siendo, en estricto orden plástico, tan excelente con o
sin las apariencias, y no olvidemos tampoco que «Las Meninas»
nos satisfacen no porque la anécdota de «Las Meninas» nos con-
mueva, sino por la forma y el color que les imprimió Velázquez.
Esto es elemental y nada puede cambiarlo. El reconocimiento por
parte del espectador de unas determinadas figuraciones captadas
en una actitud también determinada nada quita ni pone a la pin-
tura en lo esencial, pues es lógico que una u otra actitud exigen
su norma y su preceptiva.
Pero las consideraciones que anteceden vienen a cuento como
prólogo a la obra de Planells, donde la pintura en libertad asiste
al juego de su propio goce en forma, color y luz. Planells tiene
abiertos los colores a un hondo mundo poético. No quiere esto
decir que su pintura pretenda ser poética, sino que lo es porque
las cosas, cuando salen bien, son siempre poéticas. Esa categoría
se alcanza sin querer y sin propósito, ya que cuando existe pro-
pósito previo la poesía se escapa. Se ofrece como medida oro de
la intimidad de un lienzo cuando este lienzo ha cumplido consigo
mismo, y todos los lienzos de Planells han cumplido con el pen-
samiento del autor. Decíamos en nuestra crónica anterior, al
referirnos a la pintura de Quirós, que el artista santanderino po-
seía una paleta con colores inéditos ; que en su obra había co-
lores nuevos fuera del arco iris. Planells ha logrado también en
su obra inventar—fijémonos bien en la etimología de la palabra—

100
nuevos colores, nuevas irisaciones, nuevos juegos, en una ma-
teria limpia, ordenada, a la que se puede mirar bien de cerca
—cosa que cada día nos satisface más—y donde la gracia pasajera
del brochazo casual no se produce porque el pintor sabe que la
materia, su toque, su cuidado, su retoque, es la que ha de dar ai
lienzo permanencia y seguridad.
Planelh ha tenido una afortunada presentación en Madrid, en
el circulo íntimo que luego es siempre como una constante, el
que dirige y selecciona para los más. H a conseguido el éxito con
una exposición amplia, lo suficiente para que no nos quedemos
con ¡a duda de una casualidad, tan frecuente, sino con la certeza
de que su pintura obedece a unas motivaciones maduras y a una
mano de pintor, sin la cual lo mental se queda siempre en un
precepto, pero no en pintura, que es lo que a fin de cuentas siem-
pre ha de importar.
La emoción, ese buen golpe que se siente en el pecho ante
aquéllo que hiere nuestra sensibilidad, surge frente a los cuadros
de Planells, que es un abstracto que sabe que sin imponer la
emoción de la pintura, el cuadro pueda quedar en un ejemplo,
en una demostración práctica de un bello proceso mental, pero ca-
rente de vida por sí mismo, y esa vida, ese aliento que emana
del color, de los rojos oscuros, de los azules animados de vida, de
los verdes obtenidos con pases y repases, llega al que contempla
como mensaje cierto de la pintura que se expande libre, gozosa ;
aunque su gozo en Planells tenga profundos antecedentes, como
si un morado o un violeta fuera el resultado de haber exprimido en
la paleta la experiencia de muchos crepúsculos.—M. SÁNCHEZ-
CAMARGO.

JUAN RAMON J I M É N E Z , P O E T A D E L O I N F I N I T O

Juan Ramón Jiménez, a pesar de su fama—que ha culminado


con la reciente concesión del Premio Nobel—; es uno de los poe-
tas peor estudiado de nuestra literatura. La crítica se ha limitado
a mariposear en torno suyo, colgándole una serie de tópicos,
que sólo captan lo más externo de su poesía; su anhelo de be-
lleza y perfección, que le lleva a depurar la forma cada vez más,
hasta arribar al mundo de la poesía pura. Pero esta calificación
de poesía pura, entendida por la mayoría como una poesía sin
anécdota, despojada de toda retórica, es insuficiente, si esas pe-

101
culiaridades formales no se conectan con las correspondientes
de fondo. Porque debajo de la belleza formal conseguida late
un pensamiento, una idea profunda, que la crítica, a lo sumo,,
ha entrevisto; pero sin decirnos en qué consiste exactamente.
Pasa con Juan Ramón algo así como con Rubén Darío sobre
quien se ha amontonado una cadena de tópicos semejantes. Con-
tra esta crítica epidérmica escribió un poeta—Pedro Salinas-—
un libro importante sobre el gran nicaragüense (i), abordando
su obra «de raíz», e indicando en ella la existencia de un tema do-
minante que la informa. El tema—para Salinas—viene a ser como
la metafísica implícita en. la poesía, de que nos habla Antonio
Machado. «Todo poeta—dice el autor de Campos de Castilla—
debe crearse una metafísica que no necesita exponer, pero que
ha de hallarse implícita en su obra» (2). Al descubrimiento de esta
metafísica del poeta ha de encaminarse, principalmente, el estudio
sobre él mismo.
«Se me figura—dice Pedro Salinas—-la función más deseable
del estudio de un poeta la delicada discriminación de su tema;
el precisar el curso que sigue a través de la obra; resolver las con-
tradicciones aparentes que velan su presencia, llegando, por fin,
a la visión del creador entero y verdadero, salvada de mutilaciones
y limpia de desenfoques.
Porque entiendo que Rubén Darío ha sido sufrida víctima de
críticas impresionistas y juicios inconexos, en dispersión; que se
ha mariposeado demasiadamente sobre su lírica, teniéndola por
manojo de flores cortadas, y graciosamente juntas por el florista,
sin estudiarlas en su tierra común, y por creer que hay que estu-
diarla «de raíz», es por lo que me he atrevido a escribir este en-
sayo» (3).
Paralelo sentimiento es el que nos mueve a nosotros. La in-
tención de este trabajo, y razón del mismo, es, pues, sacar a
ílote el tema de la poesía juanramoniana, no por más escondido,
inexistente, para el que lo quiera y lo sepa ver.
Mas procedamos por partes. De la mano de los críticos dis-
tinguimos tres épocas, o dos por lo menos, en la poesía de Juan
Ramón. Como libro inicial de la última época se señala el Diario
de poeta y mar (escrito en 1916 y publicado con el título de Dia-
rio de un poeta recién casado). Yo avanzaría esta época a la

(1) La poesía de Rubén Darlo. Ed. Losada. Buenos Aires, 1948.


(2) Notas sobre la poesía (Los complementarios, II), en CUADERNOS
HISPANOAMERICANOS, n ú m . 19 (pág. 28).
(3) 0 6 . citada, p á g . 51,

102
aparición de Estío, un año anterior, porque este libro está ya
más, a mi ver, dentro de lo que va a ser la poesía de Juan Ramón
que de lo que ha sido hasta entonces. Estío señala a la aparición
de un tema que, cada vez más obsesionante, ya no abandonará al
poeta mientras viva. Este tema venía insinuándose desde El si-
lencio de oro (1911-1913) ; pero no lo veo en los libros anteriores
a éste, salvo en algunos ejemplos aislados, de los que más tarde
hablaré (porque su sentido se explica mejor a posteriori).
Veamos ahora el título de estos libros primerizos de Juan Ra-
món. Para mí el título tiene, a menudo, una gran importancia.
Pondré un ejemplo que me parece de perlas. Los libros poéticos
de Pedro Salinas llevan los siguientes títulos, enunciados crono-
lógicamente : Presagios, Fábula y signo, Seguro asar, La vos
a ti debida, Rasan de amor, El contemplado, Todo más claro,
Confianza. La lista no puede ser más expresiva. El poeta empieza
por presagios (¿y qué poeta no empieza así?), y, por un seguro
azar, llega al amor—que canta con voz a ella debida—y a la
razón de amor. Desde esta cima, todo es más claro. La poesía
—como la vida—se clarifica a medida que avanza. ¡Qué lejos es-
tamos ya de los oscuros presagios del principio! Finalmente, abo-
camos a una absoluta confianza («mientras haya—lo que hubo ayer,
lo que hay hoy—4o que venga»). Otros ejemplos, como el de
Pedro Salinas, podrían citarse; pero el suyo me parece, en este
momento, el más elocuente de todos.

Pero volvamos a Juan Ramón, para leer los títulos de sus


primeros libros: Primeras poesías, Arias tristes, Jardines lejanos,
Pastorales, Olvidansas, Baladas de primavera, Elegías, La sole-
dad sonora, Poemas mágicos y dolientes, Melancolía... Se habrá
advertido el tono sentimental, difuminado, que domina en estos tí-
tulos, los cuales responden a lo que esos libros son en el fondo.
Y es curioso que el primer libro de Juan Ramón Jiménez, no re-
cogido en su «Segunda antología poética», lleve por título Ninfeas,
exactamente igual que un cuadro del pintor impresionista Claude
Monet.
Todos estos libros revelan ya una capacidad lírica extraordi-
naria. Juan Ramón, sin embargo, les ha llamado «borradores sil-
vestres», y ha dicho de ellos que conviene que desaparezcan. A
mí Dios me libre de querer que desaparezcan; pero creo que la
definición de borradores, dada por su autor, es excelente. Porque,
enfrentados con el resto de su obra, estos libros no pasan de ser
unos borradores ; si bien su valor es precisamente ése: preparar

103
obra que pronto cuajará. Mas antes de llegar a ésta, quiero dete-
nerme en un libro anterior: El silencio de oro (1911-1913).
En el primer poema de este libro, titulado «Hora inmen-
sa» (286) (4), leemos : «Es de oro el silencio», y más adelante: «¡So-
ledad! ¡Soledad! Todo es claro y callado...», y en el último verso:
«¡ Parece que lo eterno se coge con la mano ! » Hay en estos versos
una doble referencia: al silencio—que es de oro—y a la soledad,
por una parte ; a lo eterno, por otra. Soledad y eternidad son cons-
tantes de la poesía de Juan Ramón, como veremos en todo lo que
sigue.
El poema siguiente, muy breve, dice:

De noche, el oro
es plata.
Piala muda el silencio
de oro, de mi alma (pág. 287).

El poeta, pues, ama el silencio ; pero, nótese bien, el silencio


—como la soledad—no es un espectáculo, no está ahí, sino que
está dentro de mí (el silencio de mi alma). En otra poesía de este
mismo libro se lee: «la soledad de mi alma» (294). Es interesante
observar cómo en el prólogo del Diario de poeta y mar, ese
libro clave para los críticos, dice Juan Ramón: «El silencio, ver-
dadera lengua universal, ¡y de oro!, es el mismo en todas par-
tes.» Prueba de que el silencio no le abandona (hasta aparece con
la misma abjetivación: de oro). Y ese silencio, que no le abando-
na, es el mismo en todas partes; porque—repito—no es de aquí
ni de allá, sino mío, va conmigo, es mi silencio. Mi soledad. Aho-
ra bien, la soledad, que va dentro de mí, no se queda dentro, sino
que revierte al mundo. Dice Juan Ramón en otro poema de este
mismo libro El silencio de oro :

y hay tras mí como una inmensa


estela de cosas altas,
que mana, divina y pura,
la soledad de mi alma.
¡Nido de gloria ha de ser
el rincón de mi nostalgia!
¡De gloria mi alma lo llena, .
y siento que se derrama! (294).

(4) J. R. JIMÉNEZ : Segunda antología poética. Espasa-Calpe. Madrid,


1952. (El número se refiere al que ocupa cada poema en esta antología.)

104
José M." m LABRA; Madona con músicos (Tapi?, sobre cartón).
CLAVO : Toreros (Tapiz sobre cartón).
JOSÉ CABALLERO: Frutas (Tapiz sobre cartón).

UPAYF.SE DEL R Í O : El piano.


LAPAYESK DEL RÍO : Cacharros,
El alma, el alma en soledad, se derrama, mana una.estela de
cosas altas—lo llena todo de gloria—. Así, a la soledad se une.
inseparablemente, la gloria o—lo que es lo mismo—la eternidad.
Nos reencontramos de este modo con el binomio soledad-eterni-
dad, ya visto en el poema «Hora inmensa» : «¡ Soledad! ¡ Sole-
dad!... ¡Parece que lo eterno se coge con la mano!»
Quiero aún, antes de acabar con este raudo análisis de El si-
lencio de oro, referirme a dos poemas más. El primero es un
poema breve, de tires estrofas de cuatro versos cortos cada una
(no sé cómo se llama esto en las preceptivas). El primer verso del
poema dice: «Tarde última y serena», y el último verso de cada
estrofa es siempre el mismo: «¡yo quiero ser eterno!» (291). En
el otro poema, el poeta—que quiere ser eterno—se sueña a sí mis-
mo eterno ya. Se titula este poema «Tarde» (igual que el comien-
zo del anterior):
Cada minuto de este oro,
¿no es toda la eternidad?

¡Ramas últimas, divinas,


inmateriales, en pas;
ondas del mar infinito
de una tarde sin pasar!
Cada minuto de este oro,
¿no es un latido inmortal
de mi corazón, radiante
por toda la eternidad? (299).

Vemos de nuevo cómo lo más íntimo del poeta, su corazón


—igual que su alma antes, la soledad de su alma—, revierte al
mundo hasta el punto de que el corazón del poeta se confunde
con el corazón del mundo. Cada latido de la tarde, ¿no es acaso
un latido dentro de mí? Pero el alma del poeta—ya lo vimos-—lo
llena todo de gloria. Por eso en la tarde inmensa, al igual que
en la hora inmensa, cada minuto, «¿no es toda la eternidad?».
Lo que va a ser la poesía de Juan Ramón está en germen en
El silencio de oro. En Estío y Diario de poeta y mar asis-
timos ya a la aparición del tema que venía incubándose. Porque
lo importante de estos libros y los que vendrán detrás no es lo
que tienen de poesía pura o desnuda, ni de eliminación de lo anec-
dótico. Hay que decir más. Hay que decir que la anécdota ha
desaparecido para dejar paso a la idea; pero, sobre todo, hay

105
que decir en qué consiste esa idea. Hay que señalar la aparición
de un tema que antes no existía o estaba muy soterrado o casi en
flor en Silencio de oro. ¿Cuál es este tema?
Ya adelantamos algo, bastante, al comentar El silencio de
oro. Hablamos del binomio soledad-eternidad y de cómo ambas
son dos caras de una misma cosa. La soledad, en el fondo, es—o
quiere ser—eternidad. En unas declaraciones hechas por Juan Ra-
món en 1932—o sea, ya en su madurez—nos define su poesía en
unos pocos aforismos, de los cuales recojo lo más interesante:
«1. Influencia de la mejor poesía «eterna» española (con un
«eterna» entre comillas). Soledad.
2, 3 y 4. Soledad.
5. Anhelo creciente de totalidad. Evolución consciente, segui-
da, responsable de la personalidad íntima, fuera de escuelas y ten-
dencias. Soledad.
6. y siempre. Angustia dominadora de eternidad. Soledad.»
Estas declaraciones ponen el dedo en la herida, se quiera ver
o no. Creo, por otra parte, que ya no pueden sorprendernos. Que
Juan Ramón Jiménez hable de «soledad» y de poesía «eterna» o
de «angustia dominadora de eternidad» no es nuevo para nosotros.
Me explayaré sobre estas ideas.
La soledad de Juan Romón, esa soledad que se repite en to-
dos los aforismos a que hice mención, como constante de su poe-
sía, no se repite para quejarse de ella. El poeta, al menos en su
segunda época, nunca se ha quejado—que yo tenga noticia—de
su soledad. Su orgullo, en todo caso, borra lo que pueda habet
de queja. Veamos este ejemplo en Estío :

Sin ti, no, ¡ conmigo! El alma,


como el mundo, sola y grande.
Dirán los vientos: ¿Sin quién?
Y mi corasen: ¡Sin nadie! (361).

Notemos cómo el acento se carga no en el «sin ti», sino en


el «conmigo». («Sin ti, no, ¡conmig - o!», dice entre admiraciones,
subrayando la fuerza de este «conmig-o», que es el que de veras
importa.) El poeta se refiere a una mujer que lo ha dejado solo.
Pero esta soledad en que queda no le arranca ni una queja; la
respuesta final es de una altivez magnífica :

Dirán los vientos: ¿Sin quién?


Y mi corazón: ¡Sin nadie!

íOfi
Es interesante observar cómo el Juan Ramón de los años mo-
zos, el de Melancolía y los Poemas mágicos y dolientes, se tor-
na, en esta segunda época, en uno de los poetas menos llorones
que hay en nuestra literatura.
Pero avancemos aún más. Un poema como el que acabamos
de comentar es ya difícil encontrarlo en los libros posteriores a
Estío. Las constantes menciones a su soledad, en estos libros,
no se refieren ya a que alguien lo ha dejado solo, sino a que
quiere estar solo. Es decir, la soledad no es algo que le acontez-
ca, sino algo que desea sobre todas las cosas, e incluso aconseja
fuertemente (suponiendo que hable con los demás y no conmigo
mismo). Citaré un poema del libro Eternidades (1916-1917):

No robes
a tu soledad pura
tu ser callado y firme.
Evita el necesario
explicarte a ti mismo
contra los casi, todos.
Solamente tú solo llenarás
enteramente el mundo (458).

No tengo tiempo de detenerme en algunas peculiaridades del


poema, como la matización que supone el adjetivo «necesario» (el
explicarse a sí mismo es algo necesario ; mas, sin embargo, evíta-
lo) o la partícula «casi» antepuesta a «todos» (no «contra todos»,
sino «contra los casi todos»). La poesía de Juan Ramón Jiménez
es siempre de una matización prodigiosa. Pero quedémonos con
los dos versos últimos, que son los más importantes :

Solamente tú solo llenarás


enteramente el mundo.

Y vamos a poner estos dos versos, para remachar lo que de-


cimos, en relación con otros de La estación total (5), libro es-
crito entre 1923 y 1936. En un poema, titulado «El ejemplo»,
leemos:
Sé solo siempre con todos,
con todo, que puedes serlo (pág. 58).

(5) La estación total. Ed. Losada. Buenos Aires, 1946.

107
En estos versos hay también un matiz importante que ahora
mismo no indico—para no perder el hilo de la explicación—, pero
que señalaré en seguida.
Finalmente, la culminación de este afán repetido de soledad
podemos verla en otro poema de La estación total, que se titu-
la «El ser uno» (título que ya no puede ser más expresivo):

Que nada me invada de f'uera


que sólo me escuche yo dentro.
Yo dios
de mi pecho.

(Yo iodo: poniente v aurora;


amor, amistad, vida y sueño.
Yo solo
universo.)

Pasad, no penséis en mi vida


dejadme sumido y esbelto.
Yo uno
en mi centro (pág. ic8).

La soledad rebasa otra vez las fronteras de la persona. El poe-


ta no está a solas consigo, sino a solas con todo («¡Yo todo:
poniente y aurora»). Ahora se nos desvela el sentido completo
de esos dos versos, hace muy poco citados :

Sé solo siempre con todos,


con todo, que puedes serlo.

O sea, no se dice simplemente «sé solo siempre, que puedes


serlo», sino que se añaden a ese «sé solo» las palabras «con to-
dos, con todo». Si antes vimos que la soledad desembocaba en la
eternidad, donde el tiempo no existe, ahora comprobamos su tras-
cendencia espacial. La soledad lo llena todo, igual que la noche
—cuando viene—^está en todas partes. Se trata de un «anhelo cre-
ciente de totalidad». Recordemos que éstas son las palabras con
que Juan Ramón Jiménez, en 1932, nos define su poesía. Creo que
están ya explicadas.
Citaré, para mayor corroboración, un poemita del libro Pie-
dra y cielo (1917-1918), en el que el anhelo de totalidad corre
parejo con el de eternidad:

108
/ Hojita verde con sol,
tú sintetizas mi afán;
afán de gozarlo todo,
de hacerme en todo inmortal! (513).

El poeta, entonces, o por mejor decir, su soledad—porque ella


es la fuente de donde mana todo—se confunde con el mar o con
el cielo, con las grandes inmensidades del mundo. Creo que el
título Diario de poeta y mar responde a este sentido de enfren-
tación del poeta con el mar (o de la soledad del poeta, ansiosa de
totalidad, con la soledad plena del mar). Por eso me parece mu-
cho más expresivo este título que el anterior Diario de un poeta
recién casado, a todas luces más anecdótico. Cito a continuación
dos poemas de este libro. Del primero de ellos, que se titula pre-
cisamente «Soledad», son estos versos:

Abierto en mil heridas, cada -instante,


cual mi frente
tus olas van, como mis pensamientos,
y vienen, van y vienen.
¡Qué plenitud de soledad, mar solo! (373).

El otro poema lo cito íntegramente:

No sé si el mar es, hoy


—adornado su azul de innumerables
espumas—,
mi corazón; si mi corazón, hoy
—adorna su gama de incontables
espumas—,
es el mar.
Entran, salen
uno de otro, plenos e infinitos
como dos todos únicos.
A veces, me ahoga el mar el corazón,
hasta los cielos mismos.
Mi corazón ahoga el mar, a veces,
hasta los mismos cielos (401).
Finalmente, escojo un poema de Piedra y cielo :
¡Inmenso almendro en flor,
blanca la copa en el silencio pleno de la luna,

109
el troncón negro en la quietud total de la sombra;
cómo, subiendo por la roca agria a ti,
me parece que hundes tu troncón
en las entrañas de mi carne,
que estrellas con mi alma todo el cielo! (482).

Pero no sólo con el mar o con las estrellas se confunde el


alma, sino con el mundo entero. Recordemos que ya en los ver-
sos citados de Estío, se decía: «El alma, como el mundo, sola
y grande», y en el poema «El ser uno»—también citado—el poeta
era, él solo, todo el universo :

(Yo todo: poniente y aurora;


amor, amistad, vida y sueño.
Yo solo
universo.)

Es preciso ahora dar aún otro paso. El alma del poeta—como


vimos—es «eterna» (o mana eternidad). Entonces, al confundirse
con el mundo, o mejor aún, al apoderarse del mundo, éste tam-
bién resulta eterno. Más que mundo es ya la «gloria» (esa «glo-
ria» de que habla Juan Ramón en muchos poemas); o sea «un
imperio infinito», para decirlo con oteas palabras, sacadas de es-
tos versos del Diario de poeta y mar:

Por doquier que mi alma


navega, o anda, o vuela, todo, todo
es suyo. ¡ Qué tranquila
en todas partes, siempre!

¡ Oh, qué serena el alma


cuando se ha apoderado,
como una reina solitaria y pura
de su imperio infinito! (398).

De otro poema del mismo libro son estos versos :

El alma queda y sigue,


siempre por su dominio eterno (399).

Al complejo soledad-eternidad, antes señalado, habría que aña-

110
dir, pues, este otro: totalidad-eternidad. El alma del poeta—la so-
ledad de su alma—se ha apoderado de todo el universo ; pero este
universo es, además—al serlo el alma del poeta—, eterno.

¡Hojita verde con sol,


tú sintetizas mi afán;
afán de gozarlo todo,
de hacerme en todo inmortal!

No se trata solamente de estar en todo, sino de ser eterno en


todo. Juan Ramón Jiménez hubiera querido ser dios. Más aún,
porque Dios—el Dios del «Génesis»—, que hizo el mundo, hizo
también al hombre y desde entonces no puede vivir sin él. Dios
necesita de los hombres. Juan Ramón. Jiménez hubiera querido ser
dios, pero un dios sin hombres, absolutamente solo, o dicho de
otra manera, solo con todo lo absoluto, con lo eterno absoluto.
Demostraré esto que digo citando entero el poema titulado «El
ejemplo» (de que ya antes he copiado unos versos):

Enseña a dios a ser tú.


Sé solo siempre con iodos,
con todo, que puedes serlo.

(Si sigue tu voluntad,


un día podrás reinarte
solo en medio de tu inundo.)

Solo y contigo, más grande,


más solo que el dios que un día
creíste dios cuando niño.

Llegamos aquí a las últimas profundidades o las últimas cla-


ridades de la poesía de Juan Ramón. Soledad, totalidad, eterni-
dad, manando éstas de aquéllas: tal es el tema de su poesía. Si
yo tuviera que definirla en una sola palabra tendría que buscar
una que encerrara, a la vez, una noción inespacial e intemporal.
Elegiría entonces la palabra «infinito». Esta palabra es, efectiva-
mente, de las que más abundan en su poesía. No en balde el poe-
ta—en unas páginas suyas aparecidas en el segundo número de la
lejana Revista de Occidente, en 1923—había dicho: «Sin duda
tengo una glándula que segrega infinito» (6). Por eso, si yo tu-

(6) Colina del alto chopo. «Rev. de Occidente», núm. 2. Madrid, agos-
to de 1923.

111
viera que bautizar a Juan Ramón Jiménez, le podría llamar «poe
ta de la soledad», atendiendo a que ésta—como vimos repetida-
mente—es el núcleo de su poesía; pero atendiendo a las últimas
consecuencias que se derivan de esa soledad—a saber; inespacia-
lidad e intemporalidad—, yo llamaría a Juan Ramón Jiménez «poe-
ta de lo infinito».
Pero aún no hemos terminado. No sé si se habrá advertido que
a lo largo de estas explicaciones para nada hicimos alusión a algo
que es muy importante en la poesía juanramoniana. Me refiero
al amor. El amor es el reconocimieno de otro ser más allá de
nuestra propia persona. El amor nos lleva, por fuerza, a admitir
que no estamos solos en el mundo; es la neg-ación de la soledad.
Entonces, ¿no parece que hay tina íntima contradicción entre el
hecho del amor y el hecho de la soledad querida por el poeta? Y
no podemos decir que Juan Ramón Jiménez no sea un poeta amo-
roso. Todos recordamos ese lema suyo que dice: «Amor y poesía,
cada día.» ¿ Cómo compaginar esto con su deseo ferviente de so-
ledad («solamente tú solo llenarás enteramente _ el mundo») ? La
objeción, en este caso, me parece más aparente que de fondo.
Vamos a verlo.
Empezaré por matizar la definición dada del amor. El recono-
cimiento que éste hace de otra persona, aparte de la mía, no su-
pone la afirmación de una dualidad. Se trata de dos personas, pero
que están en una sola. No se trata de «tú» y «yo», frente a fren-
te : «tú ahí» y «yo aquí». En la poesía de Juan Ramón Jiménez
hay una reabsorción de la personalidad de la amada en el amante :
«tú» dejas de «estar en ti» para «estar en mí». Cito estos versos
de un poema de Estío, titulado «Jardín» :
Los dos que fuimos uno,
en mí han quedado. Tú has seguido siendo
sola, nada, sin mí y
sin ti, pues te quedaste en mí (364).
La reabsorción—como vemos—es completa, pues no deja de
existir aunque la amada se vaya. Ella sigue estando en mí, aun-
que se separe de mí-—tal es la fuerza de mi amor—. En otro poe-
ma—también de Estío—leemos :

Lejos tú, lejos de ti,


yo, más cerca del mí mío;
afuera tú, hacia la tierra,
yo hacia dentro, al infinito (362).

112
Es decir, como la amada está en mí—según vimos—, al ale-
jarse de mí, se aleja también de ella. Pero, además, se aleja «afue-
ra..., hacia la tierra», mientras que yo me acerco «hacia dentro,
al infinito». Nótese cómo el infinito—que yo contengo dentro de
mí—vuelve a hacer su aparición. La consecuencia que se saca de
esto es que la amada, al quedarse dentro de mí, es infinita como
yo. Así lo dice el poeta en otros versos del mismo libro Estío :

—Eres ignorada,
eres infinita,
como el mundo y yo (344).

.De igual modo, el último verso del poema «Jardín»—antes ci-


tado—, decía:

de ti y de mí, que estamos en mí, eternos.

La amada, entonces, al ser igual a mí—eterna e infinita come


yo—se compara, lo mismo que antes lo hacía el poeta, con el
mundo, el sol u otro absoluto cualquiera. Copio este poema de
Piedra y cielo, titulado «Amor» :

/ Cuánto tardas en salir


sol de hoy, sol de hoy!
¡ Sal, que me ahogo!
¡ Que parece que me están
reteniendo el corazón!
¡ Sal, que me ahogo! (468)

Advertimos que aquí no se nombra para nada a ella. Hasta el


punto de que, a no ser por el título, no hubiéramos sabido que se
trataba de ella y no del sol.
Lo mismo pasa en un poemita de La estación total, que dice:

Al amanecer,
el mundo me besa
en tu boca, mujer (pág. 63).

Este poema se titula «La fusión». Hay una fusión—ya vista—del


poeta con el mundo ; ahora es la amada la que se funde con él
(«eres infinita, como el mundo y yo»). Podríamos decir que la poe-

113
8
sia de Juan Ramón Jiménez es una poesía monista, en la que siem-
pre tocamos lo mismo. Todo es infinito (el mundo, ella, yo).
Por idéntico modo, los otros seres queridos por el poeta se re-
visten también de categoría cósmica. Leamos este poema—titula-
do «Madre»—del Diario de poeta y mar:

Te digo al llegar, madre,


que tú eres como el mar; que aunque las olas
de tus años se cambien y te muden,
siempre es igual tu sitio,
al paso de mi alma.

No es preciso medida
ni cálculo para el señalamiento
de ese cielo total;
el color, hora tínica,
la luz de tu poniente,
te sitúan ¡ oh madre! entre las olas,
conocida y eterna en su mudanza (404!.

De La estación total es este otro poema:

Tu forma se deshizo. Deshiciste tu forma.


Mas tu conciencia queda difundida, igual, mayor,
inmensa,
en la totalidad.

Y te sentimos
alrededor, en el ambiente pleno
de ti, tu más gran tú.

Nos miras
desde todo, nos sumes,
amiga, desde todo, en ti, como en un cielo,
un gran amor,
o un mar (pág'. 41).

Estamos, pues, donde estábamos. Repito que siempre vamos


a parar a lo mismo. Todo es eterno y absoluto. El amor es como
un mar. O sea, en definitiva, es soledad también, igual que el mar.
Lo mismo que yo. Son términos idénticos los que se comparan.
No hay contradicción, por tanto, entre querer la soledad y el amor,

114
con lo cual, la objeción que nos formulábamos al principio queda
salvada. Cito, para mayor atestiguación, estos versos de La es-
tación total:

Me gusta este silencio


fiel hueco de tu vos;
tanto me va gustando
que es casi como tú.
Me gusta este silencio,
silencio eterno tú,
que es molde de tu vos.
¡ Qué tres palabras tuyas,
qué tres palabras mías,
tres gotas hacia dentro:
«Silencio eterno tú»! (págs. 121-122).

La amada es ya «silencio eterno». Pero si el amor no altera la


soledad, cabe hacer aún una segunda objeción. ¿Por qué se nos
dice: «Amor y poesía, cada día» ? ¿ Qué es lo que añade el amor
entonces? Hemos visto antes que el poeta, sin mentar a nadie
más que a él, alcanzaba, igualmente, lo eterno absoluto. ¿Qué es
lo que añade la aparición de otro en su poesía?
Al llegar aquí tengo que confesar algo que he venido callando
hasta ahora. El poeta, como todo hombre, vive entre lo que «es»
y lo que «quiere ser». Cierto que «ser» y «querer ser» se confun-
den muchas veces en un salto fácilmente accesible a su imagina-
ción. Pero esto no ocurre siempre. El poeta, como todo mortal, co-
noce sus momentos de punzante limitación. Juan Ramón Jiménez,
poeta de lo infinito, habrá de ser considerado, desde luego, como
uno de los poetas más idealistas de nuestra literatura : es decir,
como uno de los hombres en cuya poesía más veces el «ser» se
confunde con el «querer ser». Lo hemos visto, abundantemente,
a lo largo de estas explicaciones. Es por eso por lo que puede de-
cirse, en un poema de La estación total, titulado «Vida, gracias,
muerte»:

Gracias, vida, porque he sabido


entrar en el secreto del espíritu.

(Gracias porque he querido


llegar a lo infinito.)

115
Gracias, muerte, porque he podido
sostenerme en el mar del idealismo (pág. 53).

Más este ansia de infinito no siempre alcanza su objeto, ni se


sostiene siempre en el mar del idealismo. Conoce—como dijimos^—
momentos, de desazón. De La estación total es este poema, que
se titula «Mi triste ansia» (observemos ya el título):

Lo que corre por la tierra es humo,


no agua.
Y su azul se desvanece como
mi ansia.

Lo que vuela por el aire es bruma,


no ala.
Y su pluma se deshace como
mi ansia.

Lo que sube por la sombra es sueño,


no alma.
Y su gris se descompone como
mi ansia (pág. 86).

El ansia del poeta no es ahora «agua», «ala», «alma» (entida-


des consistentes), sino «humo», «bruma», «sueño», que desapare-
cen apenas vistos. Recordemos, por otra parte, que en aquellas
declaraciones de 1932 Juan Ramón caracterizaba su poesía por una
«angustia dominadora de eternidad». El afán de eternidad provo-
ca, de suyo, un sentimiento de angustia. No creo que haga falta
recordar el caso de don Miguel de Unamuno. Véase ahora este
Ijoema de La estación total, titulado «Estrella errática» :

Si tu órbita te vuelve
a mí, o a ti me vuelve a mí la mía,
una segunda tarde,
puerta del mar poniente de lo eterno,
habrá habido razón de vida y gloria.

Pero si, estrella errática, te vas


y ya no vuelves más,
pero si nunca yo,
en negra exactitud,

116
cerrando nuestra luz para nosotros,
pudiera completar tus ojos con los míos,
habrá habido rasan de infierno y muerte (pág. 149)

La duda—la angustia—tiene también su lugar en la poesía de


Juan Ramón Jiménez. Me parece que estamos ya en situación de
contestar a la pregunta que antes nos hicimos ; ¿ Qué es lo que sig-
nifica el amor, la aparición de otro ser en esta poesía? No—como
vimos—la destrucción de la soledad, sino—como vamos a ver—la
superación de la duda. Leamos este poema, titulado «Desde den-
tro», perteneciente a La estación total:

Rompió mi alma con oro.


Y como májica palmera
reclinada en su luz,
me acarició, mirándome
desde dentro, los ojos.

Me dijo con su iris:


{(Seré la plenitud
de tus horas medianas.
Subiré con hervor tu hastío,
daré a tu duda espuma.-»

Desde entonces, ¡qué paz!,


no tiendo ya hacia fuera
mis manos. Lo infinito
está dentro. Yo soy
el horizonte recogido.

Ella, Poesía, Amor, el centro


indudable (pág. 11).

Ella, pues, dando espuma a la duda, evita la desaparición de


lo eterno deseado. Lo infinito está dentro. Siempre lo estuvo ; pero
antes tenía yo que fabricármelo—por decirlo así—entire raptos de
hastío y de angustia. Ahora es ella la que me lo tiende desde den-
tro, desde el centro que ocupa dentro de mí:

Nos miras
desde todo, nos sumes,
amiga, desde todo, en ti, como en un cielo,
un gran amor
o un mar.

111
Estamos, sí, en donde estábamos. El amor nos sume en la
gloria. Más ahora, sin angustias («Desde entonces, ¡qué paz!»).
Copio, finalmente, unos versos de un poema titulado «Mensajera
de ¡a estación total», con los cuales termina ese libro tantas veces
citado:

(Mensajera
¡qué gloria ver para verse a sí mismo,
en sí mismo,
en uno mismo,
en una misma,
la gloria que proviene de nosotros!)

Ella era esa gloria ¡y lo veía!


Todo, volver a ella sola,
sólo, salir toda de ella.

(Mensajera,
tú existías. Y lo sabía yo) (pág. 158).

Estos versos, de apariencia un tanto sibilina, no creo, sin em-


bargo, que ofrezcan mayores dificultades después de los obstácu-
los que hemos salvado hasta llegar aquí. Me parece, pues, que que-
da aclarado el porqué del lema «Amor y poesía, cada día», en lo
que se refiere al amor. Me resta explicar el porqué de la poesía
dentro de ese lema. Seré muy breve; a mi ver, la función de la
poesía es semejante a la del amor. Notemos, por lo pronto, que
el poeta une ambos, tanto en el lema citado como en los versos
finales del poema «Desde dentro» :

Ella, Poesía, Amor, el centro


indudable.

La función de la poesía—como la del amor—consistirá, para


este buscador insaciable de eternidad, en llevarnos a ésta—al «do-
minio eterno»—. Así dice en el poema final de Eternidades:

¡Palabra mía eterna!


I Oh, qué vivir supremo
—ya en la nada la lengua de mi boca—,
oh, qué vivir divino
de flor sin tallo y sin raíz,
nutrida, por la luz, con mi memoria,
sola y fresca en el aire de la vida! (460).

118
La poesía es, pues, vehículo de eternidad. Como el amor, todo
nos lleva una vez más a lo mismo. Lo cual, por otra parte, no
puede sorprendernos, ya que la poesía es lo que sea el poeta. Este
es—según nos cansamos de ver—un soñador de eternidad, a la cual,
por tanto, tenderá siempre su poesía («¡Palabra mía eterna!»).
Hemos visto ya tres caminos que conducen hacia la gloria
soñada : la soledad, el amor y la poesía. Queda por señalar un cuar-
to camino, el último que yo sepa: la muerte. Se comprende fácil-
mente que la muerte nos sume en la eternidad ; no necesito ni expli-
carlo. Copio este poema de Piedra y cielo, que se titula precisa-
mente «La gloria» :

También yo alumbro, ahora, en esta cueva.


—tarde oscura y lluviosa, dentro—
como quería un día.
También yo puedo acariciar, ahora,
a la verdad desnuda en mis rodillas,
sin prisa por los fines.
También me puedo ir, ahora, a todo,
a perder todo—tiempo y sitio—,
¡a extasiarme en la vida,
hasta quedarme, eterno ahora, muerto! (511).

Al entrar en la muerte perdemos, sí, tiempo y sitio—ese tiem-


po y sitio que, como coordenadas, nos delimitan en el mundo—,
pero ganamos un tiempo y sitio infinitos, o lo que es lo mismo,
entramos en la gloria, donde el tiempo y el sitio no existen.
Véase ahora este otro poema—del libro Eternidades—en el
que se expresa la misma idea a la vez que se establece un parale-
lo importante, ya señalado por nosotros—el paralelo poesía-muer-
te—, como caminos que nos llevan, ambos, hacia la eternidad (an-
tes habíamos visto el paralelo coincidente amor-poesía):

Está tan puro ya mi corasen,


que lo mismo es que muera
o que cante.
Puede llenar el libro de la vida,
o el libro de la muerte,
los dos en blanco para él,
que piensa y sueña.
Igual eternidad hallará en ambos.
Corazón, da lo mismo: muere o canta (459).

119
Por eso, Juan Ramón Jiménez, en su poesía, no busca la be-
lleza, o mejor dicho, no la busca directamente en sí misma. No se
queda en la belleza—como muchos creen—, sino que la traspasa en
un afán de eternidad. Copio, para que se vea claro lo que digo,
este poema de Piedra y cielo:

¡No estás en ti, belleza innúmera,


que con tu fin me tientas, infinita,
a un sinfín de deleites!
¡ Estás en mí, que le penetro
hasta el fondo, anhelando, cada instante,
traspasar los nadires más ocultos!
¡Estás en mí, que tengo
en mi pecho la aurora
y en mi espalda el poniente
—quemándome, transparentándome
en una sola llama—; estás en mí, que te entro
en tu cuerpo mi alma
insaciable y eterna! (515).

No, la belleza no es para Juan Ramón meta de su vida, sino


—como toda su poesía—trasunto de eternidad. Sólo entendiendo
la belleza de este modo—no como algo puramente estético o exter-
no, sino trascendente—•, puede decirse que Juan Ramón es un bus-
cador de la belleza.
Con esto hemos llegado al final. En el camino nos dejamos
muchas cosas, sin duda. Mas poco importa si lo que se alcanza es
la cumbre. Desde ella podemos mirar tranquilamente todo lo que
queda atrás. No importa que no hayamos pasado por todo. Si sa-
bemos cuál es el tema de la poesía de Juan Ramón—o su metafísi-
ca implícita, para decirlo con palabras de Antonio Machado—, te-
nemos la brújula para orientarnos por esta poesía. Difícil poesía,
llena de erizos. Quisiera aún, antes de acabar, hacer un peque-
ño uso de lo aprendido—o sea, brujulear—-sobre alg'ún poema de
la primera época. Por ejemplo, este de Olvidanzas (1906-1907) :

Creímos que todo estaba


roto, perdido, manchado...
—Pero, dentro, sonreía
lo verdadero, esperando—.
/ Lágrimas rojas, calientes,
en los cristales helados!...

120
•—Pero, dentro, sonreía
lo verdadero, esperando—.
Se acababa el día negro,
revuelto en frío mojado...
—Pero, dentro, sonreía
lo verdadero, esperando— (61).

Ese «dentro» insinúa, en cierto modo, el tema de la poesía juan-


ramoniana. Todos sabemos de qué se trata. Claro que no pasa de
una insinuación. El poema citado está aún dentro de los «presagios»
—ya mencionados—a que despierta el poeta.
En otro poema—del libro Apartamiento (1911-1912)-—pode-
mos ver un anuncio del tema de la soledad, así como del orgullo
y la ilusión de gloria que se desprenden de aquélla, según vimos :

Todo para ellos, todo, todo :


viñas, colmenas, pinos, trigos...
•—Yo, bastante
he tenido
con mi ilusión de luz,
con mi acento divino.
He sido cual la rosa, todo esencia;
igual que el agua, sólo desvarío;
y fueron ellos tierra sana a mi raíz ansiosa
y cauce humano a mi raudal altivo—.
...Todo; que si ellos no han pensado nunca,
¡ qué pobres habrán sido! (252),

Así podríamos seguir aplicando nuestros conocimientos a más


poemas, tanto antiguos como recientes. Mas, como ejemplo, bas-
ta con los citados. Que nadie crea, sin embargo, que hemos des-
cubierto una mina. La poesia de Juan Ramón Jiménez—como toda
gran poesía—no se deja reducir fácilmente a esquemas. Estos, al
aprisionarla, la deforman en parte, exagerando algunos aspectos,
no mencionando otros. Pero esa deformación, en la que incurri-
mos de lleno, era inevitable a la misión que nos hemos propuesto,
a saber: decir algo frente a las naderías tradicionales. Porque
esta tarea de coger el toro por los cuernos—con el riesgo consi-
guiente—y no por el rabo—que es mucho más fácil—, es la única
que me parece digna de la crítica.—CARLOS FEAL.

121
ORTEGA, COMENTADO P O R MARÍAS

Las ediciones de la Universidad de Puerto Rico, en su ya pres-


tigiosa Biblioteca de Cultura Básica, acaban de publicar una nue-
va y primorosa edición de las Meditaciones del Quijote, el primer
libro de don José Ortega y Gasseti, que vio la luz en julio de .1914,
pocos días antes de que el primer gran incendio bélico de nuestro
siglo prendiese en los campos de Europa. Aunque se han hecho
ya muchas ediciones de este libro auroral, clave de toda la filoso-
fía posterior de Ortega, esta reciente edición de la Universidad
de Puerto Rico ofrece una novedad de considerable interés que
quisiéramos subrayar. Y es que más de la mitad del denso volu-
men la ocupa un extenso Comentario de Julián Marías al texto de
Ortega, comentario que sigue, página a página, el hilo poderoso
del pensamiento orteguiano.
La idea del editor de presentar a Ortega como un clásico vivo,
digno de un comentario actual y detallado, no puede ser más opor-
tuna ni más plausible. Marías anunciaba ya en 1950 este Comenta-
rio suyo a las Meditaciones del Quijote, justificando su propósito
con estas palabras: «Pienso que este libro todavía no ha sido leído
en serio por más de media docena de personas.» Y lo mismo pen-
saba, hacia 1932, el propio Ortega, que por entonces comenzó a
llamar la atención sobre el libro, quejándose de que no se hubie-
ra querido ver en él lo esencial de su pensamiento filosófico y re-
prochando a sus lectores que,, distraídos por sus brillantes imáge-
nes, hubiesen resbalado sobre sus pensamientos. Justamente cuan-
do Ortega se lamentaba de esta incomprensión, sin darle demasiada
importancia al asunto, Julián Marías, que había nacido el año de
publicación de las Meditaciones, 1914, comenzaba a penetrar y a
sorber apasionadamente la obra de Ortega. Y él fué uno de los
que no echaron en saco roto las quejas del maestro. Estudió a fon-
do el pensamiento del libro, y en 1944, cuando Marías va a visi-
tar a Ortega en Lisboa, donde éste pasó varios años al terminar
la guerra española, el autor de las Meditaciones hubo de sorpren-
derse de que su joven discípulo hubiera sido capaz de entender a
fondo una de las más difíciles tesis del libro.
Pero lo que ahora ha intentado Marías no es, en absoluto, un
estudio de las Meditaciones del Quijote, sino, como antes dijimos,
un comentario, página por página, al texto de la obra, aclarando
o precisando conceptos, refiriéndolos a otros de otras obras de
Ortega, señalando relaciones o fuentes y, en fin, subrayando la im-
portancia o interés de un contexto. Lo que se propone Marías es,

122
pues, con palabras suyas, «una manera más intensa de leer este
libro, en que las notas sirvan de ayuda para provocar ese perpetuo
vaivén de la mente en que consiste el movimiento dramático, esa
actualización de todo lo ya narrado^ representado, acontecido y
de todo lo que se va anticipando, porque está presente en el argu-
mento». De acuerdo con este designio, leemos las sobrias y pene-
trantes notas de Marías con el mismo placer y provecho con que
solemos leer las notas que T. S. Eliot, el gran poeta inglés, acos-
tumbra a poner a sus propios poemas.
Ortega era un joven de treinta y un años cuando publicó, en
1914, este primer libro suyo. Y al releerlo de nuevo en esta ocasión,
lo primero que nos asombra, casi más aún que la profundidad y ni-
tidez del pensamiento, es la soberana maestría del estilo. Todo el
hechizo del estilo orteguiano, la elegancia del diseño, la rara ori-
ginalidad de las imágenes, están ya visibles en estas espléndidas
Meditaciones quijotescas. Ortega venia publicando artículos desde
1902, año en que, recién terminada su carrera de Filosofía y Le-
tras, publica su primer trabajo en la revista «Vida Nueva», una
de las revistas efímeras del modernismo español, en la que también
colaboró Juan Ramón Jiménez con algunos poemas. Pero hasta
1914 no decide hacer su primera salida pública como escritor de li-
bros, y las Meditaciones del Quijote aparecen sobriamente editadas
en las ediciones de la Residencia de Estudiantes, en la misma serie
en que también publicaron sus libros Unamuno y Azorín, Machado
y d'Ors. En ese momento, julio de 1914, Ortega era ya catedrático
de Metafísica en la Universidad de Madrid, desde 1910. Y meses
antes, el 23 de marzo de 1914, había pronunciado en el teatro ma-
drileño de la Comedia su famosa conferencia Vieja y nueva poli-
tica, que era su primera actuación pública. Es el momento, pues,
en que Ortega decide darse de alta en la vida pública de su país
como autor de libros y como preocupado políticamente.
En la primera página de su primer libro, Ortega se dirige a sus
presuntos lectores con esta frase: «Bajo el título Meditaciones
anuncia este primer volumen unos ensayos de varia lección y no
muchas consecuencias, que va a publicar un profesor de filosofía
in partibus infidelium.)) Añadía Ortega que sus meditaciones iban
a referirse todas ellas a circunstancias—y aquí adelanta el término
clave—españolas: unas, graves y serias; otras, mínimas y humildes,
como el modo de charlar un labriego castellano, o el sesgo de una
danza popular, o los tirajes aldeanos, o ciertas peculiaridades del
idioma. Es decir, las manifestaciones menudas donde se revela la
intimidad de un pueblo. Porque ya en el umbral de este libro suyo

123
declara Ortega su pasión de España: «El lector—escribe—descu-
brirá, si no me equivoco, hasta en los últimos rincones de estos
ensayos, los latidos de la preocupación patriótica... Habiendo ne-
gado una España (la España caduca) nos encontramos en el paso
honroso de hallar otra. Esta empresa de honor no nos deja vivir.
Por eso, si se penetra hastia las más íntimas y personales medita-
ciones nuestras, se nos sorprenderá haciendo con los más humildes
rayicos de nuestra alma, experimentos de nueva España.»
Mas no sólo había amor profundo a España en las páginas de
ese primer libro de Ortega. Había también nada menos que el pri-
mer cogollo, la raíz esencial del pensamiento filosófico del maes-
tro, que suele cifrarse en la famosa frase: Yo soy yo y mi cir-
cunstancia. El mismo Ortega, en el prólogo a la primera edición
de sus Obras Completas, declaraba: «Hoy han descubierto en
Alemania esta verdad y algunos de mis compatriotas caen ahora
en la cuenta de ella, pero es un hecho incontrovertible que fué
pensado en español hacia 1914.» Sí, en estos primeros ensayos de
amor hítelectualis, como gustaba Orteg'a de llamarlos, aparece
ya claramente formulado el formidable hallazgo orteguiano, su
descubrimiento radical de la vida como ser más circunstancia. De
ahí la palpitante experiencia de releer las magistrales páginas de
este libro y de hacer seguir su lectura con los oportunos comenta-
rios de Marías, alg'unos de ellos necesariamente extensos por la im-
portancia del texto orteguiano, tales los que comentan la circuns-
tancia o la perspectiva o el nombre griego de la verdad, aletheia.
Sí, tiene razón Marías. Este libro genial ha sido apenas leído y
entendido en España y fuera de ella. Y su comentario viene muy
oportunamente, aunque no sea más que como pretexto para acer-
carnos de nuevo a sus páginas reveladoras, que debieran ser lec-
tura obligada para quienes piensan y hablan en castellano.—JOSÉ
L U I S CANO.

124
Sección Bibliográfica

L I T E R A T U R A , E S P E J O D E L ALMA

El último libro publicado por Américo Castro es una colección


de estudios titulada Hacia Cervantes (i), en todos los cuales se
trata de reconocer y delimitar una corriente del pensamiento espa-
ñol cuya culminación natural fué la obra cervantina. Desde los orí-
genes de nuestra literatura pueden rastrearse ciertas posibilidades
vitales, actitudes y formas expresivas que constituyen una de sus
constantes más inequívocas, si no más transparentes, pues por
causas harto comprensibles se ocultaba y disimulaba bajo diver-
sa máscara.
Según Castro, es nota propia de vivir hispánico la tendencia a
considerar la vida como expresión del hombre que la vive (que la
hace), a diferencia de las corrientes inclinadas a suponerla regida
por fuerzas exteriores. Aquella actitud se refleja en la creación li-
teraria, inseparable «de la vida en donde se fragua» y unida a ella
en ajustada correlación.
El escritor crea partiendo de sí y de sus experiencias. En la
creación literaria entran otros elementos, naturalmente, pero el
punto de partida ha de ser ése. «El escritor va laborando en su
obra teniéndose en cuenta a sí mismo, lo que va escribiendo y la
imagen de sus deseados o temidos lectores. Cada uno de esos tres
momentos o aspectos afecta a los otros dos, crece o mengua en
importancia en función de ellos—yo (que siento), lo (que escribo),
él (que va a leer)—.» El predominio de una u otra de esas inclina-
ciones dará carácter a la obra y hasta podrá deformarla o conver-
tirla en caricatura de lo que hubiera sido moviéndose en otra di-
rección.
Los diversos capítulos de Hacia Cervantes tienen una doble faz
o, para decirlo con mayor exactitud, incluyen un aspecto de inves-
tigación histórica y otro de análisis crítico de los fenómenos lite-
rarios. No es fácil decidir cuál de estos aspectos es el predominan-
te ni tampoco hace falta precisarlo ; ambos concurren a modelar la
peculiar fisonomía de una obra escrita para inquirir la realidad
histórica de España. Este libro deberá entenderse como prolonga-

(i) AMÉRICO CASTRO: Hacia Cervantes. Editorial Taurus. Madrid, 1957


352 págs. 20 grabados, 150 pesetas.

125
ción y complemento de los demás de su autor, cuya vocación his-
panista no deja de manifestarse en cuanto escribe. Y la unidad ra-
dical de ¡a obra de Castro resalta más aquí, pues si los estudios que
integran el tomo fueron compuestos en distintos momentos y publi-
cados dispersos, al reunirse fraguan en sólido, compacto bloque,
como inspirados por una misma inquietud, por responder, en cada
caso a su manera, a las mismas preguntas : ¿ Cuál es la realidad
de España ?, ¿ qué es el hombre español ?, y también, ¿ por qué esa
urgencia de hacerse en el decir y en el contar?
Una respuesta provisional a la última de estas cuestiones podría
formularse teniendo en cuenta la necesidad, tan humana, de des-
cubrir el sentido de la propia existencia, de explicarse y de forjar,
para los otros y para sí (principalmente para sí), una imagen de la
vida ajustada al no siempre oscuro sentimiento que de ella se tiene.
Respecto a las otras preguntas, el libro de Castro tiende a contes-
tarlas, aportando las pruebas necesarias para calificar la validez
de la respuesta.
El esfuerzo por traer junto a la afirmación la prueba me pare-
ce demostrar la honradez intelectual de Castro, y es una de las pe-
culiaridades de su estilo. Incrustándose sin pretenderlo dentro de
la f/radición estudiada por él, y mostrándose por la actitud adscrito
a la línea de pensamiento estudiada en este libro, el autor se de-
clara cabalmente a través de páginas que, en cierto sentido, son
autobiografía, pues la pesquisa de su vida, la investigación del ser
de España, es la clave mejor para entender su pensamiento.
Tal parece ser la razón del tono de confesión, a menudo per-
ceptible en estas páginas. El escritor, bajo la apariencia de un es-
tudio histórico-literario está diciendo su pasión humana y españo-
la ; está explicándose y justificándose con altura de ideales y ri-
queza de razonamiento. Pues la pasión arranca del conocimiento
y del análisis de la realidad española, según en él se le revela, y
se expresa en páginas rectilíneas donde la voluntad de lucidez se
enfrenta con la decisión de no disimular ni disimularse la comple-
jidad de los problemas nacidos de la inevitable dualidad en que se
escinde el hispano, a la vez arrastrado a vivir hacia dentro e inci-
tado a enajenarse _en la aventura circundante, esforzándose por lo-
grar que ésta le sirva para alcanzar, en ella, la plenitud del ser.
La literatura es el espejo del alma; al menos la literatura aquí
estudiada. Y a Castro le interesan, sobre todo, las almas de los
disidentes, de los disconformes (y la realidad que a través de ellos
se vislumbra). En los libros descubre su imagen, reflejada en par-
ticularidades estilísticas, en modos expresivos, sinuosidades y re-

126
pliegues del lenguaje. Por lo escrito se conoce al hombre y puede
entenderse su contextura moral; más aún, su posición en el mun-
do y el mundo mismo. El tema, el estilo, las afirmaciones y los si-
lencios (sobre los cuales tanto insistía Cervantes) implican una con-
fidencia ininterriimpida que el lector atento capta en su apenas
disimulada fluidez.
En el primer capítulo de Hacia Cervantes estudia el autor la
técnica, que se afana en incluir, junto a lo fabuloso, el proceso mis-
mo de invención de la fábula. En el Poema del Cid «lo histórico tie-
ne como misión y sentido servir de sostén a lo poético», y siendo
así es natural el desplazamiento del plano de lo cotidiano al de la
aventura, con lo cual se logra la exaltación del héroe y su trans-
formación mítica; sin que, al mismo tiempo, dejemos de sentirle
afirmado en el terreno de la existencia real. Pero en el Poema el
mito predomina como predomina la fuerza exterior sobre la ex-
periencia interior. Mió Cid es producto de la presión exterior y
vive según ésta le obliga. Pero Castro señala varios momentos en
que el viejo poeta encuentra acentos modernos : «en un momen-
to de ritualidad máxima el personaje se vuelve transparente ; la
intimidad de su corazón, inquieto y alborotado, se hace percepti-
ble bajo esa triple coraza de sonrisas, hieratismos y fórmulas ju-
rídicas». En tales instantes, como también en la voluntad del ju-
glar de no alejar al héroe de su realidad, es donde más claramente
se anuncia el espíritu creador de la época siguiente.
El estudio Saladino en las literaturas románticas sirve para ilus-
trar tesis caras a Castro, especialmente la de la convivencia de
creencias en la España medieval. Saladino aparece con frecuen-
cia en esas literaturas como imagen del jefe tolerante con las dis-
tintas religiones, y su figura debía atraer necesariamente la aten-
ción de los minoritarios, hebreos o árabes dependientes de monar-
cas cristianos. Al comparar el distinto modo con que Saladino es
tratado en las literaturas de Francia, Italia y España, se pretende
también mostrar cómo cada pueblo da sentido diferente a las mis-
mas leyendas. Y todavía es útil la ocasión para hacer ver que la
fisonomía histórica de los pueblos persiste a través de los cambios
históricos. Así un capítulo, a primera vista algo marginal, aparece
lleno de sentido y complementa cuanto en los restantes se dice.
El tema, o como dice Castro, «la materia Saladino», suscitó en
España obras que, comparadas con las que inspiró en Francia e
Italia, señalan las características del pensar y el sentir hispano. La
diferencia entre don Juan Manuel y Boccaccio no corresponde tan-
to a la sensibilidad de los autores como a la distinta finalidad que

127
perseguían al escribir. En nuestro país, Saladino es visto desde una
altura moral que lo engrandece; al hispanizarlo se le convierte en
dueño de sí y de su existencia; los hechos no serán dominadores,
sino dominados y dependientes del alma que los señorea.
El caso de don Antonio de Guevara es sobremanera interesan-
te, por ser su obra primer ejemplo castellano de confidencia desca-
rada, de confesión íntima realzada por los prestigios de una prosa
graciosa y expresiva. Su actitud supone una nota nueva, nada es-
tridente, pero de sonido personal, en el concierto usual de vagas
moralidades y convencionalismos. Castro se siente cerca del perso-
naje estudiado, viéndolo en su verdad desnuda y diagnosticando
con precisión debilidades del hombre y propensiones del escritor.
Si todas las páginas del volumen revelan atención en simpatía, las
dedicadas a Guevara están impregnadas de particular comprensión
hacia el modo cómo este «elegante desorientado» procuró sobre-
salir y luego mantenerse a flote en una sociedad que le ofrecía po-
cas posibilidades de situarse en los lugares de honor.
El deseo de «realizar con la pluma lo que no pudo con su acción
personal» se explica por el ansia de realizarse, de ser según se
sentía o se creía. Y el hecho de incluirse en el cuadro, pintándose
en su radical inseguridad, es lo que hace todavía legibles sus obras ;
de otra suerte yacerían olvidadas entre tantos y tantos tratados de
filosofía como entonces se escribieron.
En la prosa confidencial de Guevara encuentra Castro (y aduce
pertinentes ejemplos) anticipaciones o bocetos de lo que, al co-
rrer de los siglos, «será el estilo de la novela llamada naturalista)).
Pero aún es más interesante la actitud del buen obispo al defen-
der la supremacía del poder espiritual frente al absolutismo del
temporal. Cualesquiera que fuese el móvil de esa defensa, no pa-
rece dudoso que, interpretada objetivamente, opera en sentido pro-
gresivo y humanista, oponiendo a la omnipotencia de los reyes y
a la codicia de sus representantes un freno de relativa eficacia, y en
todo caso el único imaginable y tolerable en aquellas circunstan-
cias. La aportación de Guevara a la literatura de protesta le sitúa
del lado bueno: el de la justicia y la razón, opuesto al tejido mi-
serable de la sociedad según estaba constituida. Y no se piense
a Guevara como un rebelde, pues todo su conato tiende a adaptar-
se y ajustarse a esa misma sociedad, sino como hombre capaz de
reconocer la injusticia y de denunciarla.
Después de Guevara, la novela picaresca. Todo se ordena e hil-
vana en adecuada continuidad. Tras la instalación del yo en los
tratados y en las ficciones, desplazando o deformando el mito, llega

128
con el Lazarillo, el que Castro llama «antihéroe», y una nueva for-
ma literaria concebida «como reacción agresiva contra las maneras
de arte que tienen como tema la vida noble y ascendente». Gueva-
ra representa el esfuerzo por desmarcarse y situarse en un estrato
social que en principio diríase inaccesible; el picaro aparece «pre-
viamente situado mediante un hereditario determinismo, prensado
dentro de una clase moral de la cual no podía zafarse». Esta clau-
sura es indicio de una estructura social muy rígida, y las obras que
la describan, desde el punto de vista de la víctima, del picaro, ha-
brán de tener el carácter agresivo puesto de relieve por el autor
al hablar del Lazarillo.
La visión de la realidad no puede menos de ser crítica, y los
ataques contra la sociedad incluyen, como es natural, a la sociedad
eclesiástica, según se presentaba a los ojos del picaro. La situación
puede resumirse así: «las referencias a lo religioso y eclesiástico,
si no son audaces, son siempre irrespetuosas.» Castro coteja el
Lazarillo con obras coetáneas de diferente carácter, y al hacerlo
facilita la comprensión del ambiente espiritual en que aquél se mue-
ve. Pues la novela picaresca no nace por casualidad, ni por ca-
pricho de escritor; se inscribe de modo naturalísimo en la socie-
dad del tiempo, como expresión de una protesta sólo realizable
en esta forma.
Lo que caracteriza la situación, según se vislumbra a través de
la picaresca; lo propiamente distintivo de esos tiempos, según
Castro, no es la rebeldía frente a la opresión, sino la toma de con-
ciencia de esa rebeldía y la justificación de tal actitud mediante la
descripción del mundo en donde se origina. Y el análisis del La-
sarillo sirve para mostrar al picaro como personaje también capaz
de cambiar, de reaccionar libremente desde el «libre proceso» de
su vida.
El paso desde la picaresca a Juan de Mal Lara, con el cambio
que lleva consigo, está explicado con escribir una sola palabra :
Trento. El rigor de la doctrina ha sido reforzado y ya no hay Li-
gar para las osadías del Lazarillo, pero bajo la prosa de Mal Lara
se trasluce el pensamiento erasmista y el deseo de transformacio-
nes a las que no se atreve a referirse sino ambiguamente. El clima
en que Cervantes va a vivir y a crear está formado. No es extraño,
pues, que Mal Lara parezca emparentado al gran novelista; quie-
ro decir, en la misma línea de aspiraciones, sino, claro está, de in-
venciones.
Los diversos estudios sobre Cervantes, que constituyen la se-
gunda parte del libro de Castro (Cervantes y la Inquisición; Eras

129
9
vio en tiempo de Cervantes; el Quijote, estructura, prólogos y
lenguaje; El celoso extremeño; La ejemplaridad de las novelas
cervantinas), aporten iluminaciones definitivas al cuadro de la épo-
ca. La intervención inquisitorial en la obra cervantina sirve al crí-
tico para analizar el estado de la creencia religiosa, tomando como
base uno o dos aspectos de ella. Es propio del método histórico
de Américo Castro tomar un punto concreto de. la situación, glo-
sarlo en profundidad, aportando datos y textos que lo hacen ple-
namente significante, y utilizarlo en seguida para iluminar el con-
junto. Las páginas dedicadas a Erasmo en tiempo de Cervantes
completan lo expuesto en el capítulo sobre Mal Lara.
No sería posible exponer dentro de los límites de esta reseña la
riqueza y variedad de puntos de vista desde los cuales se acerca
el autor a la obra y al pensamiento de Cervantes. Me limitaré a
destacar un par de afirmaciones suyas para dar idea de cuan inci-
tante resulta la lectura de esos capítulos. Sea primer ejemplo la de
que «la felicidad colectiva nunca fué un ideal que el español se es-
forzara por alcanzar»; discutir a fondo esta tesis exigiría un es-
tudio pormenorizado del comportamiento del español a través de
la historia para averiguar sí a lo largo de ella se mantuvo irreduc-
tible a los esfuerzos de quienes pensaron la vida bajo aspectos me-
nos ásperos de los predominantes.
Otra afirmación, suficientemente probada en este volumen, es
la de que «siempre hubo españoles no resignados a que España si-
guiese siendo como era». Se trata, creo yo, de una verdad incon-
trovertible, pero muy controvertida. Ahí están los textos mostran-
do una continuidad en el espíritu de reforma, que históricamente
aperece vinculado a la voluntad de pensar libremente, aun cuando
se advirtiera «cuánta tormenta amenazaba» (son palabras del padre
Mariana) a quienes así pensaban.
Incluso en los ¡estudios más literarios señala Castro infinidad
de aspectos en que se descubre la realidad histórica de España.
Su gran tema. Tema ocasionado a polémicas, abierto a la discre-
pancia y aun al enconado disentimiento total. Pero también inci-
tante y adverso a las imágenes recibidas con que alimentan los
más su soñarrera intelectual.—RICARDO GULLÓN.

LA CULTURA ESPAÑOLA EN E L SIGLO X V I I I


Un laudable esfuerzo de objetividad y mesura preside esta His-
toria de la cultura española en el siglo XVIII (i), que han redacta -
(i) Historia de la cultura española. El siglo XVIII, por JUAN RKOLA
y SANTIAGO ALCOLEA. Editorial Seix Barral, S. A. Barcelona, 1957.

130
do los señores Juan Regla (aspectos políticos-culturales) y Santia-
go Alcolea (artísticos). Es el siglo x v m una centuria decisiva para
la futura conformación del país. Con la venida de los Borbones,
España se incorpora a las corrientes ideológicas europeas, y esto
no siempre—-como advierten los autores—por, un afán imitativo,
sino en virtud de las necesidades internas del país. Ante la Revo-
lución Francesa, Carlos IV, con grandes vacilaciones, intenta una
nueva impermeabilización de España, menos lograda que la de Fe-
lipe II—las tibetanizaciones de España, de que hablaba Ortega—,
pero la invasión francesa deja por primera vez libres las fuerzas
nacionales, cuyo juego constituirá la agitada vida política del si-
glo XIX.
Ya desde el principio se advierte que el libro está escrito desde
Cataluña. Digo estío como elogio, pues ya es hora de que la his-
toria nacional se escriba fuera del estrecho molde castellanista, y
más en el siglo x v m , en que la demografía indica un desplazamien
to hacia la periferia de la vitalidad nacional. Esto no supone, des-
de luego, menosprecio alguno de Castilla, sino únicamente la con-
sideración de que escriben la Historia de España todas las tierras
españolas, aparte de que la primera víctima de la horma castella-
nista ha sido la propia Castilla. Es lógico, por tanto, que la histo-
riografía catalana se preocupe por poner de relieve el haber de
Cataluña en la historia común. Claro está que además de Cataluña
hay otras importantes regiones, como Galicia, por ejemplo, cuyo
papel no está suficientemente indicado ; pero los autores luchan
aquí, como en general en todos los problemas del siglo, con una
pavorosa falta de monografías modernas, a pesar de los muy me-
ritorios estudios parciales ya realizados. Aun en los aspectos estric-
tamente catalanes, como la personalidad de Finestres, que llena
toda una etapa de la cultura en el Principado, no se nos indica su-
ficientemente la posible repercusión de su figura y su obra, para-
lela a la de Feijoo, en el resto de España, ni tampoco la del pro-
pio Feijoo en Cataluña. Pero estos son, en definitiva, defectos de
poca monta.
Más grave es que entre los dos caminos que se ofrecen para
historiar nuestro siglo x v m , las fuentes coetáneas y la historio-
grafía moderna, el profesor Regla, por la índole misma de su tra-
bajo de síntesis, haya preferido, en general, esta última, a pesar
de ser—como he dicho—-notoriamente insuficiente. Además, el he-
cho de ser nacionales casi todos estos trabajos—con las excepcio-
nes de Sarrailh, Hamilton y Pierre Vilar—y posteriores a 1939, les
da, aunque muy dignos y serios, un matiz unilateral que se ve, so-

131
bre todo, en su enjuiciamiento de las «contaminaciones» españo-
las de las ideas revolucionarías francesas ; es decir, una actitud en.
cierto modo pacata, como de personas que se lamentan todavía del
triunfo de la Revolución Francesa y de sus repercusiones españo-
las. Esto reobra, naturalmente, sobre toda la historia de la centu-
ria a pesar del plausible trabajo de objetividad en que se ha em-
peñado el autor. Es más: no todos los trabajos modernos han
sido recogidos, y así echamos de menos la notable monografía de
José Gavira: Aportaciones para la Geografía española del si-
glo XVIIJ (Madrid, 1932), que tanta luz proyecta sobre algunos as-
pectos de nuestra cultura científica dieciochesca, o el libro de Carra-
cido: Estudios histórico-críticos de la Ciencia española (2. a edi-
ción, Madrid, 1917), etc.
Tras un agudo prólogo del doctor Juan Petit, el libro se abre
con un capítulo titulado Trayectoria político-diplomática (1700-
1814). Se historia la Guerra de Sucesión, que es, como tantas ve-
ces ha ocurrido en España, una guerra civil dentro de un conflicto
internacional. La paradoja del apoyo catalán al Archiduque se re-
suelve diciendo que éste «pasó a representar el tradicionalismo po-"
lítico de la Corona de Aragón, amenazado por el centralismo ra-
cionalista de cuño francés» (pág. 12). El profesor Regla insiste en
este punto de vista—y me parece conveniente reproducir el párra-
fo—al decir que bajo la bandera del Archiduque «y de cara a los
valencianos, aragoneses y a los mismos castellanos, Cataluña, eje
del movimiento antiborbónico, tradicionalista y esencialmente fe-
derativo, formuló otro programa—del que no se ha hecho un es-
tudio científico—de vertebracion peninsular, visto a través de su
perspectiva regional» (pág. 17). Esta guerra tiene una importante
consecuencia no recogida en el texto, más importante quizá que
las pérdidas territoriales, pues representa el primer intento concien-
zudo, por parte de Inglaterra, de destruir la naciente industria na-
cional—el segundo será obra de Wellington—, lo que producirá un
desequilibrio en la sociedad española—carencia con las únicas ex-
cepciones de Cataluña y Vasconia de una fuerte burguesía indus-
trial—, con graves repercusiones económicas, sociales y políticas.
Fracasará el proyecto de industrialización en la época en que 3o
hacen los principales países de Europa, y esto, unido a la anomalía
de la situación agrícola del país, notablemente agravada en el si-
glo xix, tendrá dolorosas consecuencias en la vida nacional.
Triunfante Felipe V, los decretos de Nueva Planta configuran
una nueva estructura jurídica del país. No desaparecen totalmente
los Fueros, pero se intensifica la centralización monárquica apenas

132
comenzada, en realidad, por los Aus trias. No haciéndose eco de
los posibles vejámenes que la medida pudiese llevar inevitablemen-
te consigo, Regla la considera «una creación reflexiva y madura»
(pág. 17), resumiendo muy bien sus efectos sobre toda la monar-
quía y sobre Cataluña en particular. Sin embargo, parece ser que
la Nueva Planta removió antiguos obstáculos legales a la riqueza
catalana, lo que, unido a la apertura del comercio indiano, dio lugar
al poderoso crecimiento industrial de la región.
Después de Utrecht, Alberoni dirige la política española hacia
el revisionismo imperialista en Europa, siguiendo así los deseos de
Isabel de Farnesio, segunda mujer de Felipe V. Ripperdá significa
el entendimiento con Austria, y Patino la síntesis nacional, con una
inteligente política mediterránea. Patino intentará la alianza ingle-
sa, pero luego, convencido de que el enemigo es Inglaterra, que
domina los mares, firmará el Primer Pacto de Familia con Fran-
cia. La conducta francesa, ahora y después del Segundo Pacto de
Familia, conducirá a la neutralidad de Fernando VI.
El marqués de la Ensenada llena con su gran figura este rei-
nado. Precursor de la gran política nacional de Carlos III, En-
senada—-y en general la obra de los tres primeros Borbones-—sien-
ta las bases de la auténtica unidad nacional: construcción de ca-
rreteras y canales ; supresión, más tarde, de las aduanas interiores,
etcétera. La neutralidad fernandina creó un estado próspero para
la Hacienda nacional—-ya saneada por Orry y oteros ministros de
Felipe V—, pero en contrapartida «hizo posible el desequilibrio de
fuerzas en Norteamérica en favor de Inglaterra (conquista del Ca-
nadá francés) y, en consecuencia, acrecentó la amenaza británica
contra el imperio indiano español» (pág. 21).
La salvaguardia del imperio americano lleva a Carlos I I I a fir-
mar el Tercer Pacto de Familia, alianza mantenida a pesar de la
derrota en la guerra de los Siete Años (1756-1763). Al estallar la
Revolución Francesa, España se encontraría de nuevo diplomáti-
camente aislada. «Al lado de la primordial preocupación america-
na, Carlos I I I desplegó también una interesante política medite-
rránea» (pág. 22), pero su máxima labor fué de orden interno :
«En conjunto, el reformismo español de Carlos I I I incidió en los
aspectos siguientes: el regalismo, la centralización políticoadmi-
nistrativa, las cuestiones de carácter social y económico y la peda-
gogía. Su puesta en marcha revistió, a veces, caracteres dramáti-
cos, como la expulsión de los jesuítas, primer desenlace de la lu-
cha entre la Iglesia y el Estado por la educación de la juventud»
(pág- 23).

133
El despotismo ilustrado de Carlos I I I se transforma en el des-
potismo ministerial de Carlos IV, a la vez que se traduce en gran-
des vacilaciones diplomáticas. La guerra de la Independencia sig
niñea, finalmente, el derrumbe total del Antiguo Régimen.
El segundo gran capítulo de esta Historia se titula La Sociedad
y la Economía en el siglo XVIII. Los estudios demográficos indican
un notable progreso en la población del país y un predominio de la
periferia sobre el centro. Aparecen los militares profesionales como
clase nueva, a la vez que la aristocracia, cuyo número disminuye,
se mantiene., en general, en un tradicionalismo y un reaccionaris-
mo estéril. Disminuye también el número de eclesiásticos. Aumenta,,
en cambio, la burocracia, y en la periferia, la burguesía. La élite,,
que no coincide ni mucho menos con la nobleza, hace una política
euro peinad ora. El alto clero apoya el reg-alismo de la Corona, de
igual manera que es frecuente el concurso de los prelados en la
campaña ilustradora; pero muchas órdenes religiosas se hallan
en completa decadencia, a la vez que la situación económica de la
Iglesia sigue siendo excepcional. «Los eclesiásticos poseían la sép-
tima parte de las tierras de pasto y labor, pero atendiendo no a
la extensión, sino a la renta, su proporción ascendía a la cuarta par-
te, lo que indica que las fincas de los eclesiásticos eran mucho más
productivas que las de los seglares» (pág\ 37). La situación de la
agricultura es miserable, mientras mejora la de los artesanos y
obreros de las ciudades—cuyo oficio ya no constituye deshonra—,
pero dado el vertiginoso aumento de los precios, los salarios son
bajos, más en Madrid que en Barcelona. Se limitan los privileg-ios
de la Mesta—preparando así su desaparición en el siglo siguiente—,
se crean industrias oficiales en toda España, aunque sólo Catalu-
ña se industrializa efectivamente, y se protege el comercio, que
«se caracterizó por la articulación progresiva de las economías re-
gionales en el interior, y en el exterior, por el proteccionismo in-
dustrial—consolidado por Carlos III—y la libertad de comercio con
América, cuyos principales factores fueron los aguardientes, el
azúcar y el algodón» (pág. 49).
El capítulo tercero del libro se titula Barroquismo y crítica.
Considera aquí el autor la cuestión de los ilustrados o europeizan-
tes y sus diferencias o unidades reales, distinguiendo cuatro gran-
des generaciones: «la generación crítica del P . Feíjoo, la genera-
ción erudita del P . Flórez, la generación del despotismo ilustrado
de Campomanes, Aranda y Floridablanca y la generación neoclá-
sica de Jovellanos y Goya» (pág'. 55). Estudia las figuras de Feijoo,
Casal, Finestres y otros talentos de la época, las reformas minis-

134
teriales introducidas, la cuestión del regalismo y la fundación de
las Academias. Por lo que hace a la Academia de la Historia, me
interesa destacar, siguiendo un estudio todavía inédito, la profun-
da unidad que existe entre su fundación y el regalismo nacional.
Tampoco en este caso hubo servil imitación de Francia. El estudio
de las figuras literarias y cienticas está muy bien hecho, pero se
queda corto: hubiésemos deseado más nombres y más extensión,
ya que las consideraciones de espacio han obligado a resumir qui-
zá demasiado.
Lo mismo digo por lo que hace a los dos capítulos siguientes,
el IV, Erudición y reformismo, y el V, Neoclasicismo y crisis. En
el IV se estudia a Ensenada, el P. Flórez, el significado de Car-
los III—«revolución desde arriba»—y sus ministros, Campomanes,
Aranda y Floridablanca, el nuevo aspecto del regalismo con Mel-
chor de Macanaz, la expulsión de los jesuítas, las Sociedades Eco-
nómicas de Amigos del País, el impulso industrial y agrario y la
colonización interior, con la atrayente y desgraciada figura de Ola-
vide, y la que pudiéramos llamar cuestión político-universitaria,
con la supresión de los Colegios Mayores, que en tiempos de Car-
los III eran ya solamente reductos aristocráticos. En el V se trata
de la situación española ante la Revolución. No puedo resumir, por
extenso, este capítulo, que está presidido por la gran figura de
Jovellanos, además de Capmany, Piquer, etc., y la mención de
los revolucionarios del tipo de Marchena. Sólo diré que «el pro-
fundo viraje en sentido conservador» (pág. 112), atribuido a Flo-
ridablanca, Aranda, Azara y, en general, a la mayoría de los ilus-
trados, no me parece exacta en muchos de ellos. Hay aquí, proba-
blemente, un desenfoque histórico: Azara, por ejemplo, no fué
un revolucionario convertido por la Revolución en reaccionario,
sino toda su vida un borbónico carlotercista. De lo contrario, sim-
plificamos las cosas, prestándoles un contenido moderno.
El V I capítulo de la obra, a cargo de don Santiago Alcolea, se
dedica a LMS Artes, observando la primacía de la arquitectura y el
paso gradual del barroco al clasicismo de tipo francés, y las in-
fluencias italianas, debidas a los artistas de esta nacionalidad traí-
dos por las reinas. La enorme presencia de artistas extranjeros y
la tradición nacional subyacente conduce, en la pintura, a la gran
síntesis de Goya. Al acabar el siglo nos hallamos a las puertas del
Romanticismo.
Bajo el título de Protagonistas la obra se enriquece con una
gran cantidad de reproducciones en negro y algunas láminas en

135
color—verdadero alarde editorial—, todas ellas con un oportuno y
adecuado comentario.
Finalmente, una observación: me hubiese gustado una mayor
atención a las realizaciones americanas no sólo como determinan-
tes de la política metropolitana, sino en sí mismas. Así lo hizo, por
ejemplo, Altamira, que sigue siendo un valor cumbre de la histo-
riografía española.—ALBERTO G I L NOVALES.

MUERTE DE OTRO TORERO

Decía D. H . Lawrence que Poe llamaba cuentos a las «cosas»


que escribía, porque a él—y al público, ciertamente, en aquel caso—
le bastaba con que existiese en la obra escrita una concatenación
de causa a efecto. Lo importante, visto a la distancia, es que aque-
lla relación de elementos narrativos tenían un apasionante inte-
rés, quizá no precisamente argumental, pero sí terriblemente hu-
mano. El primer libro de Jorge C. Trulock (i) vale por la vida que
presenta y no por la historia contada. Mejor dicho: la historia se
hace novelesca, intensa y verdadera, porque es vital y porque en
ella nos encontramos un hombre que vive—ya en decadencia—,
sufre, se alegra a veces y muere.
No hay en este relato ningún proyecto preliminar de compli-
cación. No digamos de complicación novelesca, sino, apenas, de
complicación humana. Por eso mismo tal vez, y porque el autor
ya demuestra en su primicia un indudable talento, el libro se lee
con fruición, con ternura compasiva, con creciente curiosidad.
Nada excesivo en la historia de Blanquito. Nada extraordinario en
él ni en los sucesos que le acompañan. Ni exaltación heroica ni
miseria. Hay pobreza, dolor y pena, pero no miseria. Carece este
cuento, si queremos llamarlo así, de estridencias muy del gusto
del día. Se trata de un torero segundón, de un ayudante solícito
y cansado, de un hombre oscuro que, a pesar de ser protagonista,
parece estar siempre en segundo plano, como si dijéramos, en la
barrera.
El autor ha eliminado, con acierto, el pintoresquismo. Este to-
rero dista igualmente del diestro falsamente brillante, galán, ton-
to, duro y dominador que encontramos en algunas novelas de hace
treinta años, como del sórdido ejemplar que hemos visto más de
una vez en algunos lienzos, justamente famosos por otra parte. Es

(i) Blanquito, peón de brega. (Premio Ateneo de Valladolid, I957-) Edi-


torial Gerper. Valladolid.

136
una existencia opaca, no exenta de dulzura y aun de fidelidad, con
un caudal de silencioso sufrimiento corriéndoles por las venas, en
sangre que, una tarde cualquiera, quedará muerta en la plaza.
Blanquito, el peón de brega, bebe. Es su escapatoria, su con-
suelo. Ante la botella de vino se evade y se divierte a su modo. En
ese vino halla un medio de amor y destrucción para si mismo. Te-
nía Benjamín Franklin, con palabras cuya intención no hay por
qué analizar aquí, una fórmula que otros aplicaron a los indios
con resultado positivo : «Ron + salvaje = o.» Puede aplicarse esa
fórmula conservando su matemática esquiveza al caso de Blanqui-
t o : «Torero + vino = muerte.» El curso de la narración, apresu-
rado y un tanto tímido, relaciona estas circunstancias, pero no las
deja en soledad. Hay otros elementos: tristeza, abandono, pobre-
za, decepción. Blanquito no sabe bien a dónde va. Sólo sabe que
la vida se le da así y tiene que tomarla como se le presenta.
Quizá estemos mirando este relato con un prurito de negacio-
nes. No hay «parti-pris», no hay argumento, no hay nada extraor-
dinario. Pero es que en este conjunto de negaciones está lo positivo
de la vida de Blanquito : su libertad solitaria, triste, pero segura.
Jorge C. Trulock toma por su cuenta a su personaje, lo ais-
la sin apartarlo de la vida. En él, en Blanquito, hay todo un mun-
do, o si se quiere, para darle mayor intimidad y ternura, «un mun-
dillo». El autor sigue a su personaje, lo persigue hasta la muerte.
No lo abandona ni en las ausencias. Lo hace pasar de sombra a
sol, contradictoriamente (porque la muerte está en el sol), y lo
sitúa frente a esa muerte desde el primer momento. Desde el prin-
cipio todos los momentos se concentran en esos en que la muerte
se acerca, está al borde de llevarse su presa, pero la deja para
luego. Todo ello dicho como sin importancia: «Así, un momento,
unos segundos..., la arena, el trapo, el toro, el sol..., un movi-
miento corto y duro dado al capote por las manos descompone
al bicho y se lanza. La vida, la muerte, el río, la montaña, la
luz..., todo al trote... El manojo de cuernos pasa y el torero, un
segundo, un instante, dos «tic-tac» del corazón aislados, recobra
la mirada, el ruido, una pizca de tiempo y, sin parar, el toro
vuelve...»
Hay poesía en esta narración que parece, a primera vista, seca
y como descarnada. Poesía exacta y bien traída. (Esa visión de la
plaza vacía y ese avión que pasa por lo alto del ruedo, sonoro, le-
jano.) El estilo, algo incómodo, ligeramente gauche en muchos
momentos, mantiene una calidad propicia para el misterio acolcha-
do de esa muerte que se ha venido preparando desde el principio

137
—como todas las muertes—y que se presenta en el momento de-
finitivo, como si no fuera a llegar. «Todo al aire, el toro, el tore-
ro, los tendidos, la plaza, el sol, la tierra, las talanqueras. Un
momento, sólo un momento. En el suelo, el torero, la sangre.
Blanquito ha muerto.» Y el lector, sobreviviente, no se queda
tranquilo.—JOSÉ MARÍA SOUVIRÓN.

LAS CIEN M E J O R E S P O E S Í A S CUBANAS

Este libro, con el que abre su ciclo del 58 «La Encina y el


Mar» (1), una de las más vivas colecciones de «Ediciones Cultura
Hispánica», es también el que hace, entre obras y opúsculos,
el volumen 66 publicado por su autor, el director de la Academia
Cubana de la Lengua, José María Chacón y Calvo. José María Cha-
cón, cubano, con su coterráneo Jorg-e Mañach y con el mejicano
Alfonso Reyes, son, quizá, los más señalados representantes actua-
les de un tiempo áureo en el que escritores, poetas y críticos de la
América hispana competían en avecinamiento y relación con lo es-
pañol. Años de permanencia en nuestras tierras, plena y afinada
observación de la vida cultural del país, inesquivable tirón hacía
cuanto a cosa ibérica se refiere: tales son las bases de la brillante
tarea de conexión sostenida por estos tres citados mosqueteros,
como por tantos otros, entre las letras de la vieja península y las
de sus parientes trasmarinas.
«La Encina y el Mar», colección de poesía que, junto a volúme-
nes de más escasa significación, ha publicado libros de primera im-
portancia e interés dentro de la baraja poética actual, enriquece
ahora con éste, vigésimocuarto desde su aparición, la enjundiosa
serie de títulos y autores—por ejemplo, y así, de paso, recorda-
mos a Panero, Rosales, Diego, Cabral, A^alverde, Aron Cotrus,
Caballero Bonald, etc.—que la fijó destacadamente en la atención
de los lectores y estudiosos de la poesía.
A todos los efectos, Las .cien mejores poesías cubanas puede
considerarse como libro nuevo, pues aunque; su primera edición sa-
lió a las prensas hace treinta y siete años, el rápido agotamiento
de la misma, el amplio hueco cronológico supuesto entre una y
otra y las modificaciones y añadidos, no fundamentales, pero cier-
tamente interesantes, de la segunda, rodean a ésta de unas circuns-

(1) JOSK MARÍA CHACÓN Y CALVO : Las cien mejores poesías cubanas.
Ediciones C u l t u r a Hispánica. Madrid, 1958. 310 págs.

1 tlb
tandas que, contando con su valor, permiten de lleno referirse a
ella como a novedad bibliográfica.
No sabemos ahora si la obrita, por todos los conceptos detes-
table, titulada Las mil mejores poesías de la lengua castellana, an-
tecedió o precedió a estas Cien mejores poesías cubanas, de Cha-
cón y Calvo, surgidas en Madrid en 1921. En cualquier caso, la
resonancia que el parecido de ambos títulos pueda despertar al
respecto de su calidad literaria—hechas cuentas de la siniestra fama
de la primera—es meramente inerte y fonal, toda vez que el resul-
tado cualitativo de ambos libros es, para bien de Chacón y Calvo,
de lo más diverso. El libro de Chacón posee, en efecto, una no-
table solvencia literaria; a despecho de gustos y preferencias—en
arte, siempre accesorios—dispone de un mantenido tono de exi-
gencia e instala previamente la elección de cada autor y de cada
poema dentro de un rigor conceptual que no excluye ni incluye más
que lo que, en pura conciencia intelectual, debe ser incluido o ex-
cluido. Abarcando, de un detenido y agudo vistazo, los estadios de
la poesía insular, Chacón y Calvo nos entrega, con cada poeta y
su selección, una cumplida nota crítica y biográfica sobre los auto-
res ; notas que confieren al libro un valioso matiz informativo.
De los treinta y siete poetas entre que eligió Chacón sus Cien
mejores poesías cubanas, lucen como fuego aparte y dentro de sus
varios mundos y consecuencias, las voces sumas de José María
Heredia, Gertrudis Gómez de Avellaneda, José Martí y Julián del
Casal, de quienes se escogieron cuarenta y dos poemas, o sea casi
la mitad de los del libro ; de veintiuna, de las treinta y tres figuras
restantes optó Chacón y Calvo por seleccionar sólo una senda poe-
sía. Creo que a cierto tipo de lector, al de CUADERNOS HISPANO-
AMERICANOS concretamente, ya le bastan tales datos estadísticos para
deducir, sin mayor esfuerzo, la seriedad evidente del volumen.
La factura de una antología poética es, de entre todas las empre-
sas literarias, la más llamada, vocada y predestinada a error, cuya
afirmación demuestra en voz alta el harto número de malas y po-
lires antologías poéticas que ve el mundo, a cuenta de las contadí-
simas buenas que llega a ver. De" entre las no pocas de poesía cas-
tellana que hemos podido conocer, sólo la célebre primera de Ge-
rardo Diego ha llegado, en verdad, a satisfacernos de un modo
profundo. No hemos dejado de ver otras valiosas o aceptables,
pero, de entre todas, ninguna ha sido para nosotros tan equilibra-
da o convincente como la citada de Diego.
Remitiéndonos ya de lleno a la de Chacón que nos ocupa, valga
decir que unas elecciones tan abundantes y acertadas como las de-

139
dicadas, por ejemplo, a Heredia y a Martí, justifican de por sí un
libro, cuyo tono general es, por lo demás, más que digno, rele-
vante.
Las acabadas elegancia y tensión de la poesía herediana, junto
a esa precisa, aguda nota sobre «el poeta nacional», cobran den-
tro de Las cien mejores poesías cubanas un realce y una prestancia
notabilísimos. He aquí,, por ejemplo, en la antitaurina Muerte del
toro, dos endecasílabos, iniciales de estrofa, que pudieran ser de
don Luis de Góngora o bien, a través de un gran salto, de Miguel
Hernández:
Al clavar de los dardos inflamados
v agitación frenética del toro...

Mientras que en Martí—el Martí inolvidable, «apostólicamente»


biografiado por Mañach—-la superación pura de la romántica y des-
peñada verbosidad de la época alcanza, transcrita hoy por mano
de Chacón y Calvo,, noble y feliz ejemplo en las estrofas de Pollice
verso, de unamunesco y también muy contemporáneo eco:

¡ Recuerdos hay que queman la memoria!


Zarzal es la memoria ; mas la •mía-
es un cesto de llamas...

Toda la cosecha de Heredia, con su respectiva nota (en total,


páginas 20 a la 43), y la de José Martí o Casal, con las suyas (pá-
ginas 248 a la 267, y 273 a la 295, respectivamente), montan un
sostenido de calidades plenamente representativo del logro gene-
ral del volumen.
Pasemos ahora, sin embargo, al señalamiento de lo que, a nues-
tro entender y juicio, no debió quizá omitir el autor en esta no-
vísima edición de sus Cien mejores: el siglo xx, tiempo el más in-
tenso y fecundo de la poesía cubana. «En realidad—advierte Cha-
cón y Calvo en el prólogo del libro—, el excluir a los maestros
de la generación modernista para no hacer sustantivos cambios en
la estructura de esta obra, la presente antología se circunscribe a
la poesía cubana del siglo xix.» Razón e intención quedan, por
tanto, claras y propuestas, si bien cabe preguntarse hasta qué pun-
to no es imprescindible efectuar cambios sustantivos en una anto-
logía reeditada al cabo de los años, siendo una antología obra su-
jeta, por naturaleza, a cambio y fluir constantes. Expresada ya por
Chacón y Calvo la intención limitadamente temporal de su anto-
logía cubana, los nombres de la poesía nacional en el siglo xx que,
sin embargo, nos cabe echar de menos, son numerosos e impor-
tantes, en virtud natural del tope cronológico preestablecido por

140
el autor: Nicolás Guillén^ Emilio Ballagas, José Z. Iallet, Juan
Marinello, Gastón Baquero, Fina García Marruz, Eugenio Florit,
Justo Rodríguez Santos, Cintio Vitier... Todos ellos, en sus diver-
sas medidas y características, significan hoy poesía cubana. De la
mejor.
Empero, la vigencia y validez de. la antología de Chacón, aun-
que así forzosa y voluntariamente limitadas en el tiempo por el
autor, son innegables. José María Chacón y Calvo es una de las
sensibilidades más agudas y probadas del mundo cubano e hispa-
noamericano de las letras, y su obra, fruto claro de una enorme re-
ceptividad sensible y de un documentado rigor, llena y facilita,
con su reaparición, un hito muy importante en la difusión y el co-
nocimiento de la poesía de su país.
La edición de «La Encina y el Mar» abunda en la gran senci-
llez y belleza impresora a que la colección nos tiene acostumbra-
dos ; la tipografía, sobria y clásica; la justeza de la estampación y
correcciones, la paginación y la bien compuesta portada de Las
cien mejores poesías cubanas rematan, en lo externo, el conjunto
de la obra interesante.—FERNANDO QUIÑONES.

MISERIA D E L HISTORICISMO

En la edición francesa de esta obra (i) se recogen tres artícu-


los aparecidos en inglés en la revista Económica, en los años 1944
y 1945, con algunas modificaciones y un poco -aumentados. En la
obra se revela el mismo espíritu objetivo y de aguda penetración
que el autor manifestó en La sociedad abierta y sus enemigos.
Popper se enfrenta valientemente con el difícil problema del his-
toricismo y considera que el mejor método de demostrar los erro-
res en que incurre es empezar exponiendo, de un modo objetivo
y exhaustivo, todos los argumentos alegados por los historicistas
en defensa de su tesis. Una vez que ha mostrado cuáles son las
doctrinas historicistas y los puntos en que se apoyan, realiza una
crítica de dicha consideración doctrinal partiendo de sus propios
puntos de vista. Tal es el plan del libro, desarrollado en una intro-
ducción y cuatro capítulos.
* * *

El auge extraordinario que las ciencias físicas alcanzaron en


la época moderna condujo a tratar de aplicar su método a las cien-

(1) KARL POPPER: Muere de l'Mstoricisme. Ed. Píon. París. 196 páginas

141
cías sociales. Varias opiniones se mostraron disconformes y de
ahí surgen las dos escuelas : pronaturalista o «positiva» y antinatu-
ralista o «negativa», según aplique o no los métodos de la física.
Karl Popper considera ya en un principio que se da un error en
la interpretación del método de la física y que a él se pueden atri-
buir parte de los fracasos de las ciencias sociales. Pero antes de
exponer ampliamente su teoría, el autor fija el concepto de histo-
ricismo en el sentido que él lo emplea: «Es—dice—una teoría que,
abarcando todas las ciencias sociales, hace de la predicción histó-
rica su fin principal y que enseña que el fin puede ser alcanzado
si se descubren los «ritmos», las leyes o las tendencias g'enerales
que sostienen los desarrollos históricos.»
Precisada así la significación del término, pasa a examinar las
tesis antinaturalistas del historicismo. Seg-ún esta teoría, no pue-
den aplicarse a las ciencias sociales los métodos de la física porque
mientras las leyes naturales son inmutables, las leyes sociales
están sometidas a una serie de condicionamientos y dependen de
las circunstancias. La generalización de las ciencias físicas no es
posible en las ciencias sociales porque sus regularidades varían de
un período a otro. Por este motivo, las cosas pueden ser mejora-
das o hechas peores y el historicismo nos revela esta tendencia ac-
tivista en algunos representantes, como Carlos Marx, que sostuvo
que los filósofos no habían hecho sino interpretar el mundo y que
ahora hacía falta transformarlo. Tampoco puede utilizarse en so-
ciología la experimentación, pues las circunstancias sociales son
distintas en el tiiempo y las experiencias mismas influyen en el con-
torno social-histórico. La novedad es una de las características del
mundo social que, por otra parte, es mucho más complejo que el
mundo físico'. Buena prueba de ello es la aparición de la sociología
al final de todas las ciencias. Además, se presenta el hecho de que
la predicción en sociología tiene que ser menos exacta e incluso
influye en el acontecimiento predicho. Con una predicción se pue-
de acelerar o retardar un suceso, hacer que se produzca un fenó-
meno social que de otro modo no se daría o evitar otro. Esta con-
ciencia del influjo de la predicción en lo predicho influye también
en la objetividad del sujeto que predice, produciéndose una inter-
acción entre el sujeto que observa y el observado.
El historicismo cree que no es posible utálizar en las ciencias
sociales métodos «atomistas» como en las naturales, sino «totalis-
tas». Es decir, hace falta ver siempre, para comprender un deter-
minado grupo social o predecir un futuro, su historia, además de
la estructura actual. Ahora bien, la historia de los diversos grupos

142
sociales debemos comprenderla intuitivamente y, por tanto, el mé-
todo propio de las ciencias sociales está basado en una compren-
sión intima de los fenómenos sociales. Hace falta una apreciación
cualitativa de los fenómenos sociales, pues aquí nunca pueden
darse leyes causales matemáticamente formuladas, ya que es impo-
sible cuantificar los elementos sociales.
Estas consideraciones sobre el carácter cualitativo conducen a
Popper al examen del viejo problema de los universales, en sus dos
direcciones, nominalista y realista o «esencialista». La distinción
ofrece gran interés, pues mientras el esencialismo metodológico,
defendido ya por Aristóteles, considera que la investigación cien-
tífica debe llegar hasta la esencia de las cosas, los nominalistas sos-
tienen que la única tarea de la ciencia es describir cómo se com-
portan los fenómenos, introduciendo términos nuevos siempre que
sea preciso, porque las palabras no son más que instrumentos de
descripción. El nominalismo triunfó en las ciencias físiconaturales,
pero en las sociales hay que acercarse a un esencialismo y hay en
ellos términos universales que no permiten la introducción de otros
nuevos a cada paso. Ahora bien, en todo cambio hay algo que
cambia y que es preciso identificar para explicar el fenómeno. En
sociología es difícil ver lo que cambia, porque una misma institu-
ción, antes y después del cambio, puede ser totalmente diferente.
Ese «algo» que hay en el fondo de toda institución que cambia es
su esencia. Pero para averiguar lo que «es» una cosa hace falta
ver sus transformaciones a través del tiempo ; es decir, hay que
ver su historia. De este modo el historicismo suministra argumen-
tos en favor del esencialismo.
En un capítulo aparte, el autor de la obra que nos ocupa es-
tudia las tesis naturalistas que se dan en el historicismo. Aunque
éste no admite el naturalismo, cree, sin embargo, que hay algo de
común entre los métodos de la física y de la sociología, pues ésta
constituye una rama del saber a la vez teórica y empírica. Debe
explicar y predecir los acontecimiento y apoyarse en la experien-
cia para comprobar o rechazar las-teorías formuladas.
Karl Popper, al examinar más profundamente estos principios,
descubre algo en lo que falla el historicismo. Influido por el éxito
de la física en las predicciones a largo plazo, el historicismo trata
de hacer lo mismo y desdeña las predicciones a corto plazo. Cree
posible predecir una revolución del mismo modo que los físicos
predicen un eclipse. Pero en las ciencias sociales la única observa-
ción posible es la que ofrece la historia, y ésta es, para el histo-
ricismo, la única fuente empírica de la sociología.

143
El papel principal en sociología lo desempeña la dinámica so-
cial,, que nos explica los cambios y el modo de producirse el fe-
nómeno. Ahora bien, al estudiar el conjunto histórico de las cien-
cias sociales el historicista se encuentra con que las única leyes uni-
versales deben de ser las que unen los diferentes períodos, las le-
yes de la evolución histórica o «leyes históricas». Así se va situan-
do el papel de la sociología en la predicción del porvenir. A este
respecto Popper expone que hay dos clases de predicción, una que
formula teorías y otra que busca resultados prácticos. A la pri-
mera le llama «profecía», y a la segunda, predicción tecnológica.
Pues bien, mientras la física se inclina hacia la tecnología, los
historiadores creen que el papel de la sociología es la profecía his-
tórica de las evoluciones sociales políticas e institucionales.
Según los historicistas—dice Popper—, la ciencia social no es
más que la historia. Pero esta historia mira también hacia el futuro :
es el estudio de las fuerzas operantes y, sobre todo, de las leyes
de la evolución social, del cambio. El historicista no admite la
planificación técnica en su campo. No es posible planear un acon-
tecer futuro, y lo más que se puede hacer es desvelar las leyes de
ese acontecer y prever las líneas del futuro. Esta concepción no
supone necesariamente actividad. Por el contrario, entre los histo-
ricistas se encuentran algunos sumamente activistas, como M a r x ;
pero éstos únicamente consideran razonable el operar cuando se
está de acuerdo con las leyes de la evolución, y por este motivo la
tarea fundamental en sociología es descubrir esas leyes, para lo
cual se necesita interpretar la historia. Hay que interpretar el pa-
sado para predecir el porvenir, y la razón debe seguir las normas
evolutivas.
Establecidas estas líneas generales del historicismo, el autor
pasa a la crítica de la tesis antinaturalista y pronaturalista. En pri-
mer lugar, considera conveniente mostrar el interés de una tecno-
logía que él llama «oportunista». La práctica es siempre un elemen-
to estimulante para la teoría, y en las ciencias naturales la prácti-
ca ha sido arrolladura debido a la existencia de hombres como
Galíleo y Pasteur, que han faltado a las ciencias sociales. Karl
Popper utiliza el nombre de «sociotécnica oportunista» para desig-
nar la aplicación práctica de la tecnología oportunista, cosa que
se contrapone al utopismo. La primera no cree en los métodos que
propugnan una reforma global de la sociedad y cree que sólo es
posible ir logrando éxitos parciales, mezclados con fracasos que
nos instruyen. Por ello su plan es de reformas fragmentarias. En
cambio, el sociólogo totalista o utópico propone una reforma glo-

144
bal de la sociedad. La sociotecnica utópica apunta siempre a ele-
gir posiciones clave y a controlar a partir de ellas, las fuerzas his-
tóricas que forman el porvenir de la sociedad en evolución. En la-
práctica la diferencia entre los dos métodos es menor porque el
totalismo, en varios puntos, aunque discrepa en lo relativo a cons-
trución de instituciones sociales con arreglo a un plan y es con-
trario a toda sociotecnica, oportunista o utópica, el totalismo y
el historicismo coinciden en plantearse una reforma global de la
sociedad y en creer que pueden descubrir cuáles son los fines ver-
daderos de la sociedad, determinando sus tendencias históricas o
diagnosticando las necesidades de su tiempo.
Popper considera que el historicismo se halla aquí bajo una con-
cepción errónea. No puede haber una Historia en sentido totalis-
ta, como cree el historicismo ; una Historia que represente todos
los acontecimientos históricos y sociales de una época. Esta idea
deriva de una concepción intuitiva de una «historia de la humani-
dad», entendida como vasta e inmensa corriente de evolución. Pero
tal historia no puede ser escrita, pues ésta es la Historia de un
cierto aspecto limitado de dicha evolución total. En cuanto a la
experimentación y generalización que los historicistas creen posi-
ble en física, pero no en sociología (porque no se pueden repetir
las experiencias en condiciones similares y existe el fenómeno del
cambio), Popper señala que tampoco los físicos se encuentran
siempre con análogas condiciones, ya que las experiencias varían, ele
un lugar y de un período a otros. Además puede formularse una
ley social aunque no se pueda comprobar experimentalmente, cosa
que también ocurre con la física; y acerca de ello conviene recor-
dar que Newton formuló su ley de la inercia en el sistema solar,
sometido a la gravitación.
Por último, el autor hace una crítica de la tesis pronaturalista.
El historicismo se centra en esta dirección procurando descubrir
las leyes de la evolución social, análogas a la de la evolución fí-
sica. Presenta un cierto entronque con el evolucionismo y, en par-
te, el esplendor del historicismo se debió al auge de la figura de
Darvvin. En principio, al observar que se repiten determinadas si-
tuaciones sociales en el transcurso histórico, podemos establecer
unas leyes generales de evolución. Ahora bien, en sociología no
es posible observar repetidas veces un fenómeno, y no hay dos
exactamente iguales, no siendo posible hacer una formulación de
ley universal de una sola observación, como señaló Fisher. Aun-
que Comte y Mili, por ejemplo, creyeron encontrar las leyes que
rigen el proceso social, esas leyes no es posible que se den, P o -

145
10
demos observar en los hechos históricos ciertos fenómenos que se
repiten de un modo muy parecido. Es decir, podemos observar en
los cambios sociales unas orientaciones o tendencias generales.
Pero las tendencias generales no son leyes, como señala Popper;
«leyes y tendencias generales son cosas radicalmente distintas» (pá-
gina 116).
Los historicistas no distinguen entre las leyes universales y
las condiciones iniciales particulares. No reparan en que esas con-
diciones determinan las leyes generales y que éstas dependen de
aquéllas. Este es, según afirma Popper, el error central del histo-
ricismo. Sus leyes de la evolución resultan ser tendencias absolu-
tas ; tendencias que, como las leyes, no dependen de las condicio-
nes iniciales y que nos llevan, irresistiblemente, según una cierta
dirección, hacia el porvenir. Son el fundamento de profecías incon-
dicionales frente a las predicciones científicas condicionales.
El autor se muestra partidario de una cierta unidad de método
científico, pero con algunas limitaciones en el dominio de las cien-
cias históricas. En primer lugar, establece una distinción entre cien-
cias teóricas y ciencias históricas; es la distinción entre el interés
por las leyes universales y el interés por los hechos particulares.
Frente a los historicistas defiende la posición según la cual la his-
toria se caracteriza por su interés por los acontecimientos reales,
singulares o particulares, cosa impropia de las ciencias teóricas.
Sin embargo, hay que reconocer al historicismo muchas cosas
válidas y a él se deben algunos descubrimientos geniales. Genial
es la tesis de Tolstoy en La guerra y la pas, cuando en una reac-
ción contra el «hegemonismo» en historia (atribución de excesiva
importancia al «leader») trata de mostrar la poca importancia de
las figuras singulares de Napoleón, Alejandro o Kutuzov en los
acontecimientos de 1812. En efecto, la historia política se puede
interpretar mejor que como una historia de grandes hombres, con-
siderando el «esprit» de una época o de una nación.
Ahora bien, si en Historia no cuentan las leyes universales hace
falta un punto de vista que determine nuestra elección de temas.
La Historia debe ser selectiva si no quiere ser sofocada por una
masa de materiales pobres e incoherentes. Aquí Popper expone
unos criterios ya defendidos anteriormente por hombres como Ric-
kert o Windelband y que conducen a escribir la historia que nos
interesa. A la determinación de ese punto de vista se le puede lla-
mar «interpretación histórica». En este orden los historicistas co-
meten también un error, y es que una vez que han elegido un pun-
to de vista creen que no hay más historia que la divisada desde él,

146
y así dicen, por ejemplo, que toda la Historia es la historia de la
lucha de clases, sin darse cuenta de que dicho punto de vista no
es más que uno entre varios y nunca el único.
Tal es la tesis contenida en el libro Misére de l'historicisme, que
si no resulta muy original, pues opiniones parecidas han sido for-
muladas ya por otros autores, tiene el mérito de la claridad y de
la exposición objetiva de los temas tratados.—Luis GONZÁLEZ
SEARA.

LA V O L U N T A D D E E S T I L O

Este primer libro (i) publicado en España por Juan Marichal,


jefe del Departamento Español del Bryn Mawr College de Pen-
sylvania, se subtitula Teoría e historia del ensayismo español. Juan
Marichal, nacido en Santa Cruz de Tenerife (Canarias) en .1922,
es discípulo del maestro Américo Castro. Pertenece a una valio-
sa generación juvenil de españoles que ha madurado fuera de Es-
paña. (Algún día se verá la impregnación foránea en plumas im-
portantes de España debido a la centrifugación de 1936. Pedro Sa-
linas agradecía mucho que se le dijese que no se le había ensuciado
el estilo. De Juan Ramón Jiménez se cuenta que se negaba a ha-
blar en inglés por temor a que se le deformase el estilo.) Estos
jóvenes, crecidos fuera de la España física, han buceado en su
historia con un amor multiplicado por la nostalgia.
En el caso de Marichal la literatura no es pasatiempo, sino
testimonio documental del espíritu que la inspira, a través de la
cual es posible ir trazando el mapa de la interioridad de su pue-
blo. Mas un pueblo es el ser histórico que crece o mengua con la
valía o mediocridad de sus hijos, quienes, a la vez, son sus crea-
dores. De ahí la emoción que irradia, el fluido vivo que se des-
prende de toda, obra literaria nacida de la necesidad, de la circuns-
tancialidad orteguiana. Un pueblo no está hecho de antemano,
sino que es preciso hacerle ; la geografía nace, pero la historia se
hace. Así, la literatura—recuérdese la magistral obra La realidad
histórica de España—es la pugna en unos casos, el reflejo en
otros, de los avatares de la construcción de un pueblo. Cada pue-
blo tiene el idioma, la literatura y las instituciones que necesita si
ha de llegar a plenitud. Mas, incluso cuando está detenido, desnor-

(1) JUAN MARICHAL : La voluntad de estilo. Biblioteca Breve. Editorial


Seix Barral, S. A. Barcelona, 1957.

147
tado o forzosamente constreñido, el espíritu deja su huella en lo
literario. Convendría que los historiadores al antiguo modo se
diesen cuenta de que los datos, en muchas ocasiones, son intentos
de falsificación, mientras que el documento literario, la obra lite-
raria, refleja a un hombre que representa a un pueblo en el tiem-
po. Claro que conviene no caer en la tentación «de atribuir a las
obras literarias carácter de documentos reveladores de la totalidad
vital de una época».
La voluntad de estilo es un valioso intento de caracterología
del ensayismo español; por tanto, de historia espiritual de Espa-
ña, de sociología de nuestras gentes, de interpretación de lo re-
cóndito de lo español, relativo y cambiante como todo lo vivo.
«Es manifiesto, en primer lugar—escribe Juan Marichal—, que
el escritor no elige estrictamente su estilo, del mismo modo que
ningún ser vivo interviene en su propio nacimiento.» A pesar de
ello no se crea que, fatalmente, se es lo que se tiene posibilidad
de ser. Lo cierto es que voluntaria, consciente y responsablemente,
podemos realizar una posibilidad, incluso decidir patéticamente en-
tre varias posibilidades, la que hemos de ser, con su apéndice dra-
mático de errar o dar en el blanco.
Conviene precFsar inmediatamente que cuando el autor habla de
«voluntad de estilo» no se refiere a la pura orfebrería retórica, a
lo que se llama lima o castigar el estilo. (Puede hablarse de una
«voluntad de estilo», que es «una voluntad de no forma», dice Ma-
richal siguiendo a Amado Alonso.) El problema no es externo,
sino interior y recóndito. Así, puede escribir: «La «voluntad de
estilo» es el agente de una constante autoimitación y puede asimi-
larse, finalmente, a la función genérica que los antropólogos de-,
nominan role: el escritor quiere acentuar o atenuar, según los ca-
sos, sus propios rasgos fisonómicos para ser «reconocido» por un
grupo social coetáneo.» El autor se propone en su obra un pro-
blema central: «el de la significación histórica de un estilo litera-
rio». O lo que es lo mismo: ¿por qué se escribe de una manera
u otra, segam el hombre, el tiempo y su altitud?, ¿por qué se to-
can o silencian unos temas y no otros?, ¿por qué se dice o se calla
en lo profundo ? Y toma de Amado Alonso los siguientes concen-
tos tan abarcadores: «no hay estilo individual que no incluya en
su constitución misma el hablar común de sus prójimos en el idio-
ma, el curso de las ideas reinantes, la condición históricocultural
de su pueblo y de su tiempo». Así, la crítica literaria es análisis
histórico y, por tanto, historia de la cultura, como empieza por
ser filosofía la historia de la filosofía. O lo que tiene un sentido

148
análogo: trabajo valioso para la formación del hombre viviente,
al que se pone en claridad y atención, de cara ante su posibilidad.
Quedan por fijar los limites del «modo» ensayo más bien que
género literario. Manchal le define por contraste con la novela:
«mientras el novelista busca la articulación de sus personajes den-
tro de un modo ficticio—y esa articulación se suele denominar
«verosimilitud»-—, el ensayista se esfuerza por articularse a si mis-
mo con su mundo histórico coetáneo». El ensayo es, por tanto,
muy personal. (Ortega le definía como «la ciencia menos la prue-
ba explícita», aludiendo a su reforzada carga de sentido.) Por la
personalidad, conciencia y reflejo de la sociedad en el escrito, así
como éste en su obra, el ensayo puede tomar muy bien el pulso a
un pueblo, entidad histórica que siempre obra como circunstancia in-
mediata—a la par que su contextura fisiológica y su adscripción a
un estamento—del ensayista. Eso le hace específico, le peculiari-
za: en el ensayo español, por ejemplo, no se da la tradicionalidad
inglesa, sobre todo de las maneras.
El estudio de Manchal está dividido en cinco «jornadas» y
seis partes. Esta última dedicada a la caracterización del pensa-
miento historiográfico de don Américo Castro, «expresión de una
entrega apasionada e iluminadora a la materia de España», que está
calando tan hondo en las interpretaciones del vivir hispánico. La
segunda interpretación se dedica al poeta y ensayista Pedro Sali-
nas—medítese en el entronque entre ensayo y poesía: el ensayo,
como la poesía, no se puede escribir sin tensión—en su vertiente
ensayística. En él se «opera una voluntad de estilo dirigida a ten-
der vías de acceso ent¡re los lectores transpirenaicos y la literatura
hispánica».
«La primera «jornada» es el portal cronológico del proceso es-
tudiado : en los modestísimos escritores del inicial Renacimiento
castellano aparece casi balbuciente el gesto de su impulso auto-
creador.» (Impresiona la petición de voz literaria en ellos, tan en
claro con su momento histórico, sin antecedentes y sin asideros
tradicionales.) Se estudia, principalmente, a Gutiérrez Díaz de
Games, en cuya obra, El Victorial, «un hombre socialmente «mo-
desto», afirma su derecho a la voz literaria». Gutiérrez Díaz de
Games es un hombre de razón frente al hombre de acción, un
hombre que domina su voluntad en cuanto ésta representa un dis-
paro del instinto. (Otra característica del ensayo es la consciència
de su autor, su deseo de claridad y la urgencia que representa.)
En la segunda «jornada» se estudia la primera realización de
un modo hispánico de ensayismo^ ejemplificado en Santa Teresa,

149
en su dimensión intimista—que florece en Unamuno—, y antes en
Guevara, realizador en su obra de lo que no podía ser en su vida
por sus antecedentes familiares. Frente al estilo «ermitaño», que
dijo Menéndez Pidal—«derramado», «más de criatura que de crea-
dora», según Marichal—, se alza el que nosotros llamaríamos «es-
tilo histriónico», retórico y patético a la par, del interesantísimo
obispo de Mondoñedo.
El predicador de Carlos V es el creador del ensayismo hispáni-
co—y occidental—, «cuya gran originalidad consiste, precisamen-
te, en la creación de una obra literaria de estricto carácter renacen-
tista, sin romper la continuidad medieval». (Con su «histrionismo»
se quiere decir la representación de un drama personal: aparen-
tar ser quien tenía necesidad de ser, sin lograrlo realmente. Eso ex-
plica su marginalidad eclesiástica y nobiliaria. De ahí su dimensión
patética.) «Antonio de Guevara fué, social y literariamente, un
hombre muy representativo del tránsito renacentista de la historia
española, una de esas figuras segundonas de toda época que la re-
tratan por su concordancia (en vez de por contraste, como sucede
en el caso de los grandes hombres) con la manera de ser de las
gentes de su siglo.»
Para dar idea de que no estamos en el libro de Marichal ante
la crítica literaria del dato y del perifollo erudito sin sensibilidad,
sin valorar significativamente—se ha cerrado una época de crítica
literaria—, véase este juicio exactísimo: «El estilo de Guevara po-
dría ser considerado, incluso, como un característico fruto tem-
prano hispánico de la nueva mentalidad de la aristocracia europea.»
Todo el libro de Marichal, no ya en este caso, es un puro acierto,.
quizá porque ya está muy trabajado el terreno por hombres del
porte de Menéndez Pidal, Américo Castro, Dámaso Alonso, Ama-
do Alonso, Pedro Salinas y, en otro terreno fecundísimo, por los
editores y anotadores de la benemérita colección de Clásicos caste-
llanos.
Respecto a la explicación del ensayismo en Santa Teresa, afir-
ma Marichal: «en ella encontramos el primer esfuerzo sistemáti-
co (si se puede decir en su caso) por verter mediante la palabra es-
crita, al correr de la pluma, la totalidad vital de la persona: su de-
rramamiento no es así como el de Guevara—puramente externo y
ornamental—•, sino premonitor de Unamuno».
Es de gran interés—a veces lo que no es arte es documento,
aunque lo artístico, al manifestar la sensibilidad, indica la forma
vital del tiempo, su «morada vital» en terminología de don Améri-
co—el estudio dedicado al poco conocido Diego de Cisneros—en

150
religión, fray Diego de la Encarnación—, ex carmelita descalzo
que tradujo, entre 1634 y 1636, el primer libro de los Ensayos, de
Montaigne. El manuscrito de Cisneros aún permanece inédito en
la Biblioteca Nacional de Madrid.
En la tercera «jornada» de La voluntad de estilo se estudia s
Quevedo y la influencia que sobre él ejerció Montaigne, impregna-
ción poco puesta de manifiesto hasta ahora. «De ahí que Quevedo,
a pesar de ser tan «montaignista», utilice la flexibilidad del ensa-
yo para apresar no la propia «ondulante» realidad íntima, sino la
realidad externa, no como forma de conocimiento de sí mismo.
sino como forma de acción sobre el mundo.»
«La cuarta «jornada»—dice Marichal—, el siglo XVIII, vive do-
minada por el afán de encontrar modalidades expresivas que con-
greguen a los hombres: el Padre Feijoo, Cadalso y Jovellanos re-
presentan tres momentos de una misma empresa,' la de tender
puentes verbales e ideológicos entre los españoles.»
A Feijoo, Marichal le incluye en el senequismo literario hispáni-
co que, tomando una frase de Gracián, consiste en «discurrir a h>
libre». Esta manifestación de la persona en su obra es el estilo
personalista español, su lucha por la individuación—el «velazquis-
mo»—. En alguno de los Epigramas de Marcial se dice que las pá-
ginas de su libro «saben a hombre». Después lo dirá casi literal-
mente Montaigne: «Yo mismo soy la materia de mis libros.» Y
por último, Whitman, a quien tantos atribuyen la expresión como
de su propiedad, repite, acaso sin saberlo, el revelador «este libro
sabe a hombre». El estilo es estilo vital, una emanación de la per-
sona, no una imitación preceptiva. Pero entendido 110 como repu-
dio de lo demás—y menos de los demás—, sino como manifesta-
ción de la interioridad, del punto de vista, que 110 excluye, com-
plementa.
En la quinta «jornada»—Unamuno, Ortega—se estudia cómo
dos modalidades expresivas opuestas «plantean un mismo proble-
ma de individuación humana y de historia hispánica: cómo un yo
puede llegar a ser él mismo en su circunstancia». Para Marichal,
Unamuno es, ante todo, «la primera confesión personal de un es-
pañol ante el mundo, la incorporación española a la literatura oc-
cidental de confesión», secularizada. En el género le habían prece-
dido Rousseau, Sènancour y Amiel, aunque Unamuno lo hiciera
al hispánico modo con un pudor muy característico. En este cami-
no le precedieron en España, en el siglo xix, si bien tímidamente,
Joaquín Lorenzo de Villanueva y don José Somoza, el piedrahiten

151
se, hombre de la sierra vertebral de. Gredos, a la que tanta devo-
ción tuvo el rector epónimo.
Hay un momento dramático—España es un permanente drama,
de ahí su singularidad, su «personalidad»-—en que se enfrentan
Unamuno y Ortega—dos caras, legítimas ambas, de España—.
Unamuno, el vitalísimo Unamuno, genial en él, lleva a la anar-
quía precisamente en un país de temperamentales. Ortega aspira
a una comprensión y sociabilidad, a una integración frente a la
atomización y encastillamiento feudal: opone lo racional a lo vis-
ceral, lo justamente ordenado a lo banderizado. Frente al donqui-
jotismo unamuniano está la sensibilidad arquitectónica del pensa-
dor del Guadarrama. En mí pelean ambos—por eso no rechazo a
ninguno—•, pero más que el desgarrón y el alarido deseo la vitali-
dad canalizada, la fuerza socializada. ¿ Hay también entre nosotros
una tensión entre capitalidad—«nivelación—y provincialidad—sole-
dad y, a veces, fantasmas de la clausura—en el diálogo implícito
de los dos españolísimos escritores ?
Claro que faltan autores entre los que cultivan el ensayo, por
haber delimitado Manchal previamente su campo de operación.
Sería muy útil—el español siempre lleva por delante su vida, ex-
presa en su obra—ver la cantidad, calidad y signo del pensamiento
que hay en la novelística, por ejemplo, dejando al margen no el
clima y el tiempo, sino el argumento y su mundo convencional. En
Cervantes hay contestaciones válidas para problemas actuales a
más de su determinación temporal. (Recuérdese El pensamiento de
Cervantes, de don Américo Castro, y lo que ha descubierto el
tiempo.)
El ensayismo español es, entre otras cosas no tan interesantes,
la historia de la clarificación de un hombre específico en un mundo
histórico. Esa consciència de sí y del mundo, ese drama de lo ins-
tintivo cegador en una pugna de siglos, se manifiesta en el ensa-
yismo español, de estructura moral más que estética, como el ca-
rácter que se van haciendo sus protagonistas. La voluntad de esti-
lo es/ en principio, la historia «de la serie de formas articuladoras,
individuales y colectivas» de los escritores españoles en cuanto
hombres que se presentan a los demás, a los que intentan represen-
tar y, en casos egregios, lo consiguen. Como se ve, el medio, el
tiempo, la circunstancia, harán posibles unas formas u otras, mos-
trándonos, de paso, el altercado—o diálogo—hombre-sociedad de
cada tiempo, desde la absorción y falta de perfil del hombre me-
dieval, pasando por ej sentimiento de la individualización renacen-

152
tista, el dolor de España de Ouevedo, la tolerancia de Jovellanos o
el deseo de saber radical Ortega-Unamuno. Ya Alonso de Carta-
gena, en la primera mitad del siglo xv, escribe : «Si esperamos a
que la fortuna nos dé tranquilidad y quietud, y en tanto que dura
el tiempo turbado tenemos la péñola queda, ¿no temeremos, con
razón, que por ventara pase nuestra vida ociosa, sin dejar escritu-
ra durable?»—RAMÓN DE GARCIASOL.

153
Ojeo de Revistas

UN «MENSAJE» ESTADOUNIDENSE SO= No faltan los motivos para un jui-


BRE EL INTELECTUAL.—¿Está anticua- cio de ese tipo. «La situación huma-
do el intelectual? : es la pregunta na está cambiando rápidamente v
que ha hecho H. Stuart Hughes en como un todo, mientras nuestras
la revista estadounidense Commen- ideas sólo están cambiando en puntos
tary. esparcidos.» Anotemos los detalles del
La interrogación tiene una nítida nuevo panorama, descritos por Cow-
explicación : en una sociedad indus- ley : tecnología y medicina, penicili-
trial altamente desarrollada hay una na, automatismo y la bomba atómica,
gran necesidad de lo que Stuart llama comunicación instantánea y viajes su-
técnicos mentales —administradores, persónicos sobre un globo encogido, el
juristas, médicos, docentes y t o d a explosivo incremento demográfico, el
gama de ingenieros—, pero hay mu- fin de la dominación europea sobre
cha menos demanda de inteligencia las masas de color, el cierre de nue-
especulativa. He aquí un pensamien- vas fronteras casi tan pronto como
to esclarecedor: ¡(Estamos viviendo son abiertas, el agotamiento de los re-
en una sociedad y en una era en cursos naturales, el descubrimiento de
donde hay sitio para pocos intelec- los medios para el aniquilamiento de
tuales —en términos d e compara- sociedades enteras y, quizá, de la
ción—». Humanidad...
* ** * * *
Con el registro de las estimaciones Tal complejo de fuerza postula ei
precedentes no hacemos sino concre- máximo de renovación y fecundidad
tar un estado de opinión. En él cabe a la inteligencia. Recordemos cómo
ver clarísimamente un optimismo no- Georges Potut ha demandado un nue-
torio respecto a la habilidad de la so- vo Talleyrand para Europa. Un nue-
ciedad para resolver los problemas de vo Grocio ha sido pedido, por James
una manera técnica : puramente, pol- O. Murdock, a fin de enfrentarse
la ingeniería y sin la filosofía. fructíferamente con los problemas de
La realidad indubitable e indubita- la actual escena interestatal.
da es que cunden las incertidumbres Y aciértese a ver la amenaza en
en torno a la inteligencia. ciernes. La desaparición de la perso-
Merle Kling, profesor de Ciencia na es la meta del mundo contempo-
Política en ¡a WASHINGTON UNIVERSI- ráneo, ha consignado Fernando Du-
TY, de San Luis, ha llegado a soste- ran, profesor de la Universidad Ca-
ner : el intelectual puede ser un hom- tólica de Valparaíso. Ese es el ver-
bre sin futuro... dadero núcleo de toda esta cuestión.
Hay muchos aspectos significativos.
* * #
Obsérvese, por ejemplo, la crisis de!
Y he aquí que, en respuesta a las héroe en la literatura de nuestra hora.
valoraciones del citado Stuart, el nor- Y en todo ese ominoso monipodio
teamericano Malcom Cowley afirma- —del amazacotamiento a la mecani-
ba —en un trabajo inserto en el se- zación y a la deserción espiritual— se
manario The New Republic, bajo la inserta el deber de la inteligencia. Se
rotulación Who Are the Intellec-- ha advertido en América, en Hispa-
tuals ?— : «En lugar de convertirse en noamérica : «El primer deber de la
algo anticuado, los pensadores son inteligencia es ver las cosas íntegra-
más necesarios en el presente que en mente y con claridad, y el segundo,
cualquier otro momento desde el Re- atenerse a lo visto, imponiéndose la
nacimiento.» disciplina de no deformarlo, de no

154
falsificarlo... L o s g r a n d e s enemigos en el primer n ú m e r o de su aparición ¿
de la inteligencia son, por eso, el de- estamos ya en el X X I I I , y, merito-
m a g o g o y el iluso.» riamente construida sobre u n a a r d u a
y escueta soledad económica, sin sub-
* ** vención ni que se le parezca, sin tar-
tamudeos tampoco, en su periodici-
P u e s bien ; nos h a parecido suma- dad m e n s u a l de publicación, los Pa-
m e n t e interesante e s t a faceta del am- peles, de Camilo José de Cela, conti-
biente cultural estadounidense. Ello n ú a n afirmando, n ú m e r o t r a s n ú m e -
es fácil de comprender. Máxime ro, el buen lugar y limpia prez litera-
cuando en a l g u n a ocasión se h a acu- ria a que sus sumarios los hacen
sado a los intelectuales estadouniden- acreedores. E n éste a q u e hoy nos
ses de conformismo, deserción y co- referimos, y en la sección de estudios
bardía. Ahí e s t á el libro de J o h n Al- y ensayos : «El Taller de los R a z o n a -
dridge. (Recuerde el lector la cróni- mientos», se contienen tres trabajos
ca de José M a r í a Massip, aparecida del P . Rosendo Roig —«Evasión espi-
en A B C, de Madrid, e. t., 23 de ju- ritual de Azorín»—, Camilo J. de
nio de 1956, pág. 60). Cela —que continúa la publicación de
su extenso trabajo sobre la obra lite-
Pero hay otro perfil m á s atrayen- raria del pintor den José Solana— y
te. L a s aseveraciones de Conway e n R a m ó n González Alegre, esbozador
torno a la necesidad del intelectual de u n a interpretación de Rosalía de
en nuestros difíciles tiempos coinci- Castro. «El hondero», la sección poé-
den con asertos esgrimidos en los pa- tica, incluye cinco p o e m a s de E d u a r -
rajes europeos. P o r ejemplo, en el do Zepeda-Henríquez, y otros, agru-
p a s a d o año, u n escritor de reconoci- pados bajo el título de « P a r a vivir
da talla, como J e a n Guitton —en un aquí» y de dudosa calidad, suscritos
artículo titulado Le déclin des mal- por J a i m e Gil de Biedma. U n a recia
tres, publicado en la P r e n s a parisina y graciosa narración de M a x Aub,
a finales de agosto— hacía l a s si- ((Llegada de Victoriano T e r r a z a a
guientes reflexiones ¡ ((En la forma de Madrid» ; una extensa nota de E m i -
vida colectiva y a d m i n i s t r a d a e n que lio Salcedo, y las acostumbradas ga-
e n t r a m o s , se comprenderá cada vez lerías de «Tribunal de Viento», «La
menos al poeta.» :'De Gastón Berger Atalaya y el Mapa» y «Libros por
son los pensamientos registrados a Correo» clan cuenta, en fin, de este
continuación : ¡(El embotellamiento es último sumario de Papeles.
el m a l de n u e s t r a época : el de nues-
t r a s calles y el de nuestros conoci- No queremos cerrar la reseña sin
mientos... Se tiene necesidad de in- dejar constancia, siquiera así de bre-
ventores y de ingenieros, pero t a m - ve, de la belleza, interés y alcance de
bién se tiene necesidad de poetas y dos recientes ediciones extraordina-
de seres sensibles...» rias de la revista : la de su precioso
Y los juicios de Cowley poseen u n a a l m a n a q u e literario p a r a 1958, «Los
virtualidad resaltable. N o s explicare- c u a t r o ángeles de S a n Silvestre», y
mos. «La prueba crucial de nuestra el gran n ú m e r o monográfico dedicado
época exige u n a América d u e ñ a .de sí a! pintor Joan Miró, ilustrado espe-
misma, u n a América responsable.» cialmente de su m a n o , y con u n a
Así lo h a afirmado Adlai Stevenson, veintena de excelentes firmas enrique-
en su Call to Greatness. Y la inteli- ciéndolo.—F.
gencia e s responsabilidad...—LEANDRO
RUBIO GARCÍA. LA JOVEN PINTURA DE COLOMBIA.—
U n a s e n t o n a d a s reproducciones de las
EL XXIII DE «LOS PAPELES».—Aden- obras expuestas e n el X Salón Anual
t r a d a y a en su a ñ o tercero de vida, de Artistas Colombianos, precedidas
la revista de Son Armadans se m a n - de u n estudio crítico de Francisco
tiene t a n sustancial y jugosa como Gil Tovar, constituyen el suplemen-

155
to artístico final del 48.° n ú m e r o de copiosa bibliografía y con notable
Bolívar, de Bogotá. L a citada m u e s - acarreo de datos e i d e a s ; otro traba-
tra de arte, con palabras de Gil T o - jo de Vicente Risco, «Sobre el signi-
var, dio a conocer «de la mejor m a - ficado de la forma», cierra la sección
nera el pulso de la pintura actual en de ensayos de la revista, cuyo habi-
el país, y a que no t a n t o de la escul- tual «Pliego Literario» incluye origi-
t u r a y a ú n menos del grabado y di- nales de Gerardo Diego, Federico
bujo, especialidades a m b a s demasia- Carlos Sainz de Robles, H o r i a Sta-
do escasamente representadas como m a t u —autor de u n a s disquisiciones
para que s e deduzca n i n g ú n juicio en torno al teatro moderno—, poe-
genérico)). L o s premios concedidos m a s de Joaquín F e r n á n d e z y Eladio
para el certamen, interrumpido des- C a b a ñ e r o . Luis Ponce de León firma,
de hacía un lustro, se adjudicaron en la «Sección Social y Económica»,
a s í : E n r i q u e G r a u Araújo y Lucy Te- un artículo de c a n d e n t e e p í g r a f e :
jada obtuvieron las Medallas de O r o «El ánimo cristiano ante la propie-
de P i n t u r a , y H u g o Martínez, la de dad, la pobreza y la riqueza», al que
Escultura, m i e n t r a s que los pintores pertenecen las palabras siguientes :
F e r n a n d o Botero, Alejandro Obregón «¡ Con qué fácil vehemencia, aun
y Jorge Elias T r i a n a , y el escultor hoy, personas de buena intención o
Julio Fajardo, alcanzaron las de Pla- de intención d a ñ a d a , nos aprietan y
ta. Siete menciones honoríficas y tres conminan a elegir «entre Dios y el
exhibiciones fuera de concurso cerra- demonio», así, ahora, en el acto,
ron el balance de la Exposición, cuyo dándose o sin darse cuenta ellos mis-
total de obras presentadas correspon- mos de que están llamando Dios a su
dió a setenta y dos autores. J u z g a n - propia convicción o capricho, y de-
do la m u e s t r a , dice de ella el crítico monio, a su propia y personal aver-
que, ((dentro de su digna calidad, po- sión ! Pues nada es m á s fácil a nues-
dría de la m i s m a m a n e r a dar el tono tro incauto desvalimiento que idoli-
de cualquier otro país moderno que zar lo que nos gusta e infernar o en-
no fuera precisamente Colombia», re- demoniar lo que no nos compla-
alzándose así su indudable carácter ce...»—F.
«internacional y actual».

El sumario de Bolívar contiene tra- MAGALLANES VISTO POR USLAR-PIE=


bajos de Ernesto Sábalo, Lácides Mo- TRI.—Arturo Uslar-Pietri, u n o de los
reno Blanco, Victoria de C a t u r l a , m á s significados escritores venezola-
E d u a r d o Crema, H u g o Salazar Val- nos del momento, dice así en su ar-
dés, Vicente Aguilera Cerni, Osear tículo ((Magallanes», publicado en el
Echeverri Mejía, Julio Garrido Ma- último n ú m e r o de la buena revista
laver y Alejandro Alvarez, con las Shell, de C a r a c a s : «... basta apenas
secciones de «Documentos», N o t a s y volver la m i r a d a a t r á s p a r a compren-
Bibliografía, particularmente bien or- der que en la historia de las navega-
denada y orientada la ú l t i m a . — F . ciones, posiblemente, no h a y hazaña
m á s audaz, m á s sostenida V en la que
M E N É N D E Z Y PELAYO Y LA REFORMA
la energía h u m a n a h a y a llegado 1
UNIVERSITARIA.'—Nuestro habitual co- mayor altura, que la que Fernando
laborador Alfredo Carballo Picazo pu- de Magallanes realizó cuando se acer-
blica en el n ú m e r o 26 de Punta Eu- caba a los cuarenta años de una vida
ropa, de Madrid, un interesante ar- larga y sufrida». En la m i s m a entre-
tículo sobre dich.i t e m a . Con pala- ga de Shell, tan lujosamente selec-
b r a s del autor, su deseo de darlo a cionada e impresa como de costum-
la estampa es debido al «escaso inte- bre, Guillermo de T o r r e dedica u n ex-
rés que ha suscitado tal aspecto de tenso artículo a Federico García Lor-
la obra de don Marcelino», cuya im- ca, cuyo trabajo se a g r a c i a con vine-
portancia y análisis aborda extensa- t a s y escorzos pictóricos del poeta
mente Carballo, apoyándose en u n a de G r a n a d a ; otros catorce trabajos,

156
de cumplida largueza y considerable de los tiempos la ponen. A continua-
interés, completan el sumario de sa- ción, en otro original, se alude a la
brosos pertrechos fotográficos y dibu- primera enseñanza en España y al es-
jísticos.—F. tudio detallado de toda la legislación
educacional del actual régimen polí-
«LINGUIST'S REVIEW» Y ESPAÑA.—La
tico, ofreciéndose a los lectores unos
acreditada revista londinense, órgano
bien tramados esquemas gráficos me-
oficial del Instituto Lingüístico In-
glés, inserta en su número 139 un diante los que es posible seguir el
corto pero sabroso trabajo, acerca del proceso de la misma. El trabajo úl-
futuro de la lengua castellana en los timamente citado apóyase particular-
países de Hispanoamérica, conside- mente sobre los estudios y tesis de
r a n d o extremos y circunstancias, Fisher acerca del citado tema, de tan
tanto de las fuerzas que la sustentan fundamental y fundamentado interés
como de los peligros en que el curso para nosotros.—F.

15 7
ÍNDICE DEL NUMERO 100 (abril 1958)

ARTE Y PENSAMIENTO

Pesetas

A Z O R Í N : Vida madrileña ... 5


MERTON (Thomas): Programa práctico para monjes 9
LAÍN ENTRALGO ( P e d r o ) : Reflexiones sobre lo puro y la pureza a la lus
de Platón 12
SAROYAN (William): El inventor y la actris 23
DIEGO (Gerardo): Amor solo 32
ROSALES (Luis): Bl sentido del heroísmo quijotesco 39
G I L NOVALES (Alberto): Jorge Juan y Antonio de Ulloa 75

BRÚJULA DE ACTUALIDAD
Sección de notas:
SÁNCHEZ-CAMARGO (Manuel): Índice de exposiciones 95
FEAL (Carlos): Juan Ramón Jiménez, poeta de lo infinito 101
CANO (José L u i s ) : Ortega, comentado por Marías 122

Sección bibliográfica:
GULLÓN (Ricardo): Literatura, espejo del alma 125
G I L NOVALES (Alberto): La cultura española en el siglo XVIII (130).—
JOSÉ MARÍA SOUVIRON : Muerte de otro torero (136).—FERNANDO Q U I -
ÑONES : Las cien mejores poesías cubanas (138).—Luís GONZÁLEZ SEARA :
Miseria del historicismo (141).—RAMÓN DE GARCIASOL: La voluntad de
estilo H7
Ojeo de revistas 154
Portada del pintor argentino JOSÉ MANUEL MORANA. Otros dibujos de FRAN-
CISCO MATEOS, VENTO y MORANA.
CUADERNOS
HISPANOAMERICANOS

ÍNDICE ALFABÉTICO
DE

ñ\ U T O R E S
DE LOS CIEN PRIMEROS NÚMEROS

MADRID
1 9 5 8
11.
Con ocasión de editarse el número ioo de Cuadernos Hispano-
americanos, ofrecemos a nuestros lectores un índice completo de auto-
res que, con firmas completas o iniciales, lian publicado cualquier tipo
de trabajo, grande o pequeño ensayo o nota breve, incluido en los su-
marios de estos primeros cien números de la Revista. Se ha escogido
el modelo siguiente de ficha:
Lain Entralgo, Pedro: El cristianismo en el mundo moderno.
AyP. 1957. 90. 255-67.
en la cual, tras el título completo del trabajo se encuentra la sigla co-
rrespondiente a la Sección de la Revista en que se incluye el trabajo:
''Arte y Pensamiento" (AyP). A continuación se especifica el año de
publicación (1957), el número de "Cuadernos" (90) y las páginas que
abarca (255-67). Respecto a esta numeración de páginas, se ha pro-
curado eliminar repeticiones. Por ejemplo: si el trabajo fichado com-
prende de la página 255 a la 259, en lugar de poner 255-259, queda
en 255-9; de abarcar hasta la decena siguiente, quedaría: 255-67, caso
del trabajo que se toma por ejemplo; y si a la centena, 255-302. Con
ello se ahorran inútiles repeticiones.
Para comodidad del consultante del fichero de autores, damos aquí
las siglas de las diversas secciones, con ordenación alfabética:

Arhl: A remo hacia las Indias.


ArPo: Arte y Poética.
*** • Asteriscos.
AvH: ¿Adonde va Hispanoamérica?
AyP: Arte y Pensamiento.
BdA: Brújula de Actualidad.
BdP: Brújula del Pensamiento.
BpL: Brújula para Leer.
ByN : Bibliografía y Notas.
CE: Crónica Europea.
EadM: El aire del Mes.
Ed: Editorial (es).
EesT: España en su Tiempo.
EldE: El latido de Europa.

163
E M D : El Mes Diplomático.
HaV: Hispanoamérica a la Vista.
HR: El hispanoamericanismo en las Revistas.
NA: "Nuestra América".
NAR: "Nuestra América" en las Revistas.
NT: Nuestro Tiempo.
p: por.
PdC: Páginas de Color.
Rec: Recensión.
SB: Sección Bibliográfica.
SPH : Del Ser y del pensar hispánicos.
Anunciamos, a nuestros lectores, que se encuentran en preparación
dos nuevos índices: uno, Fichero de Materias tratadas en la Revista,
ordenadas según la clasificación decimal universal (CDU), con capí-
tulo especial dedicado al tema americanista, y otro. Fichero bibliográ-
fico, con inclusión de las obras reseñadas y comentadas en estos ioo
primeros números. En cada ficha bibliográfica se especifican las ca-
racterísticas editoriales de la obra en cuestión.
Agradeceremos, por último, a nuestros lectores, que nos comuni-
quen las erratas en eme hayamos podido incurrir en la confección y
publicación de estos índices.
E. C. R.

164
ÍNDICE DE AUTORES, POR ORDEN ALFABÉTICO,
DE LOS CIEN NÚMEROS PUBLICADOS

A Alcántara Rflanuel; Cinco p o e -


m a s . AyP. 1958. 98, 196-200.
Abad, Antonio: L a Academia F i - Alcor-ta, José Ignacio: El e x i s t e n -
lipina en el II Congreso de Aca- cialismo, filosofía del pecado
demias de la L e n g u a . 1956. 7 8 - o r i g i n a l . ' B d P . 1953. 41, 169-78.
79, 472. Aldecoa, Ignacio: Memorias í n t i -
Aoquaroni, J o s é Luis: El c o n c e p - m a s de A v e r a n e t a . BdA. BvN.
to, m e n s a j e a r t í s t i c o llevado a 1953. 37, 98-100.
sus ú l t i m a s c o n s e c u e n c i a s en Aldecoa, Ignacio: El poeta p o r t u -
la novela de la soledad y la d e s - gués Miguel T o r g a . BdA. B Y N .
tinación. BÚA. 1954, 57, 389-92. 1953. 39. 3 8 4 - 5 .
A. O. P . : Bibliografía de Menón- Aldecoa, Ignacio: Rec. Rápido
dez Pelavo. BdA. 1955, 63, 459- t r á n s i t o . BdA. BvN. 1953. 45.
00. 37 4-5.
Aguilera Gerni, Vicente: A n t o l o - Aldecoa, Ignacio: Rec. El a r p a de
gía a p a s i o n a d a de la 28 Bienal hierba. BdA. ByN. 45. 375-6.
de Venècia. AvP. 1957, 87, 3 2 5 - Aldecoa, Ignacio '(IA): El a r t e de
41. novelar.*** 1953. 45. 401.
Aguilera Cerní, Vicente: A n t o l o - Aldecoa, Ignacio ( I A ) : L a m i s m a
gía a p a s i o n a d a de la B i e n a l de piedra.*** 1953. 45, 398.
Venècia (1IV AvP. 1957. 88, Aldecoa, Ignacio; "Réquiem p a r a
22-38. una m o n j a " , de W i l l i a m F a u l -
Aguirre, José Luis: Rec. Gilber- kner. BdA. B Y N . 1953. 47.
to F r e y r e : I n t e r p r e t a c i ó n del 237-8.
B r a s i l ; Antonio A u s t r e g e s i l l o : Aldecoa, Ignacio: Hemingwav v
Biótica. BdA. SB. 1957. 86, s u s m i t o s . BdA. NA. 1954.' 50,
279-81. 208-9.
Aguirre Pardo, Luis: Del a n t i g u o
P e r ú . BdA. ByN. 1953. 39, 369- Aldecoa, Ignacio: La g u e r r a al
criticismo. BdA.*** 1954. 50,
317-8.
Agulla, Juan Garios: H u m a n i z a - Aldecoa, Ignacio: Los n o v e l i s t a s
ción v m a q u m i s m o . BdA. 1952. jóvenes a m e r i c a n o s . BdA. 1954.
28. 108-9. 53, 235-6.
Águila, Juan Carlos: La epopeya Aldecoa, Ignacio: El "Dostoiew-
do los p r o d u c t o r e s a r g e n t i n o s . sky", de C a s t r e s a n a . BdA. 1954.
BdA. 1952. 29, 207-8. 54, 3 7 4 - 5 .
Águila, Juan Carlos: Una j u s t i f i -
cación de la sociología. BdA. Aidecoa (Ignacio)- Reflexiones
ByN. 1953. 38, 243-5. ante dos libros de n a r r a c i o n e s ,
Alba, Emilia: Del P e r ú a n t i g u o v p. Mariano Tudela. BdA. 1955,
d e ' s u s h o m b r e s . NB. 1950. 14. 70, 114-6.
408-10. Aldecoa, Ignacio: Rol del c r e -
Alfealá, Alfonso: El m e n d i g o . púsculo. AvP. 1957. 90. 310-
B d P . 1952. 31. 63-69. 23.
Albarrán Puente, QHcerio: El Aleixandrs, Vicente: Desamor
n e n s a m i e n t o de Rodó. B d P . ArPo. 1949. 8, 313-8.
1953. 41, 199-214. Aleixandre, Vicente: E n t r e do:
Alcalá, Manuel: Rectificación.*** o s c u r i d a d e s . B d P . 1953. 41
1952. 35, 164-5. 163-8.
Alcalá, Marcos (Fernando Oli- Alemán Sáinz, Francisco: E d u a r
via) : C o m e n t a r i o s en torno a la do Mallea. e s p a ñ o l de S ú d a m e
c o m u n i d a d h i s p á n i c a de n a c i o - rica. B d P . 1953. 38, 168-72.
n e s . BdA. NT. 1957. 86, 2 2 9 - 4 1 . Alemán Sáinz, Francisco: El viaj
Alcántara, Manuel: Diez s o n e t o s por la g r a n calle. AvP. 195i
i n t r a s c e n d e n t e s . AvP. 1956. 83, 71. 207-14.
191-6. Alemán Sáinz, Francisco: Hori

165
zonte de J u l i o Verne. AyP. la vocación política. B d P . 1954.
1956. 82, 95-107. 53, 1 6 5 - 8 1 .
Alfaro, Ricardo J.: La Academia Alonso, Manuel: Código del t r a -
P a n a m e ñ a en el II Congreso de bajo del indígena a m e r i c a n o .
Academias de la L e n g u a . 1956. BdA. 1954, 53, 2 2 1 - 2 .
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