Crítica Efímera

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PC.
-4 o a 5
C 8
V, 2.
UNIVERSITY OF CALIFORNIA, SAN DEGO
B I B L 1 O T E C A C A L L E J A
P R I M E. R. A SER I E

JULIO CASARES

C R Í T I A
E F Í M E A
OBRAS DEL MISMO AUTOR
E D IT A O A S POR E ST A CA 3 A

CRíricA EFÍMERA (volumen I); Divertimientos


filológicos,
DiccioNARIO FRANcÉs-ESPAÑoL y ESPAÑol-FRANces.

DiccONARIO INGLÉs-ESPAÑOL y ESPAÑoL-INGLÉs.

EN PRENSA

CRTICA PROFANA: «Azorín», Valle-Inclán, Ri


cardo León (2.° edición).
DiccioNARio BREvE FRANCES-ESPAÑo. y EspAÑo.
FRANCES.

DiccioNARio BREvE INGLES- ESPAÑOI, y ESPAÑOL


NGL ÉS.
JULIO CASARES

CRITICA EFIMERA V O L U M EN ] I

( Í N D I C E D E L E C T U R A S)

O A LD Ó S, PA LA C I O VA LDÉS,
UNAMUNO, BLASCO IBÁNEZ, ETC.

CON UNA CARTA


ID E

A. PALACIO VALDÉS

E D 1T o RIAL "s AT U RN 1 N o C A L L E ] A" S. A


* A * A F u N D A D A E L a TN o 1 a 1 e

M A D RS 1 D
P R O P E D A D
DERECHOS RESER VADOS
ÍN DICE
l

4.
Páginas,

CARTA DE D. A. PALActo VALDÉs. . . . . . * - - º * - º * 3

A MANERA DE INTRODUCCIÓN

Crítica vieja. . . . . ... . . . . . . . . . . . . ..... . . . . .. 19


Ratificación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25

DESDE LA NOVELA AL TEATRO

«Marianela», de Pérez Galdós —La novela.... 33


La adaptación . . . . . . . . . . . . .... . . . . . . . . . . . . . 43

PO ESIA

«Diario de un poeta recién casado», por J. R. Ji


ménez. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53
«Las cien mejores poesías de la lengua france
sa», traducidas por F. Maristany. . . . . . ..... 6
/ A O / C AC
Páginas.

NOVEL AS

«Años de juventud del doctor Angélico», por


Armando Palacio Valdés... . . . . . . . . . . . . ... 69
«Abel Sánchez. Una historia de pasión», por
Miguel de Unamuno... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75
«Los cuatro jinetes del Apocalipsis», por Vi
cente Blasco Ibáñez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83
«Volvoreta», por Wenceslao Fernández-Flórez:
87
94

«El verdadero hogar», por M. López Roberts.. 1 o3 .


«Un grito en la noche», por Pedro Mata... ... II

«El luchador», por J. López Pinillos. . . . . . . . . . I 9 .


Literatura barata ... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . I 29 :
«El árbol genealógico», por Antonio de Hoyos
y Vinent. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37
«La sulamita», por F. García Sanchiz......... 143
« La espuma de afrodita», por Felipe Sassone.. 147

« Como los pájaros de bronce», por José


Francés. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53
Aduaneros y matuteros del idioma.... . . . . . . - I 59
«La inquietud de amar», por E. Martínez
Amador... .... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 167
73
fM D / C E
Páginas.

CUENTOS Y NOVELAS CORTAS

«Silencio», por Wenceslao Fernández-Flórez... 181


Los tomos de cuentos:
I... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 189
II. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 196
III. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2O

PARENTES IS FILOS Ó FICO

El «Tratado del alma», de Luis Vives... . . . . . . 2

«El ansia de inmortalidad», por D. Mariano


Benlliure y Tuero. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2 7
Un rival latino de Nietzsche: el Sr. Vargas
Vila . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 225

MISCEL ÁNEA

«Antología de prosistas castellanos», por R. Me


néndez Pidal... . . . . . . . . . . . . . . . . . . ... . . .... 225

«El retrato de Cervantes», por F. Rodríguez


Marín.. . . . . . . . . . . . e º * - - º * º s a • • • • a - º * - º * - 24 I

«Orígenes de la Ópera en España», por D. Emi


lio Cotarelo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . 249

«Juventud y egolatría», por Pío Baroja........ 255


«Los exploradores españoles del siglo XVI», por
Ch. T. Lummis. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 263
«El contraquijote», por F. Boedo .. ... . . . . ... 269
f W O I C A
Páginas.

«El tesoro de los lagos de Somiedo», por


M. Roso de Luna... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 275
« Catálogo paremiológico», por Melchor García
Moreno... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 28 a

«De Re bellica», por Armando Guerra . . . . . . . 287


«El segundo libro del trópico», por Arturo
Ambrogi. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 293
«Estética y erotismo de la pena de muerte»,
por Cansinos-Assens... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 299
UNA CARTA

D. E.

Don ARMANDO PALACIO VALDÉS


-
Sr. D. Julio Casares:

UERIDO amigo y compañero: Me levan.


to hoy de la cama, donde he pasado al
gunos días con un resfriado, y me apresuro a
contestar su carta, que acabo de leer.
No puede usted dudar de que tendría tanto
placer como honor en escribir un prólogo para
su libro; pero es el caso que durante mi ya larga
carrera literaria he recibido diferentes veces
análogas invitaciones y siempre me he megado a
satisfacerlas alegando que soy enemigo jurado
de los prólogos escritos por mano ajena. Si ahora
faltase a este principio de conducta seguramente
quedarían ofendidos algunos amigos míos. Crea
usted que, si no fuese por este temor, con gusto
me retractaría en obsequio suyo de mi opinión.
Aplaudo la decisión tomada por usted de co
leccionar en un volumen los artículos esparcidos
en la prensa diaria. Crítica efímera lo intitula
usted. Todo es efímero en el mundo y el mundo
mismo lo es; pero en esta nueva forma su crítica
1 5
U/ AV A CA R 7" A

será más duradera, y merece serlo. Es ya mérito


sobresaliente en nuestra nación el /iar la aten
ción en los libros que aparecen, estudiarlos y
señalar al público sus bellezas y defectos. Y cuan.
do esta tarea la desempeña persona de tan reco
nocida competencia como usted, todos los antan.
tes de las letras debemos alegrarnos.
Agradezco de todos modos su amable y hon
roso recuerdo, y me repito siempre de usted, ami
go y compañero, que le estrecha la mano,

A. PALa cao Vaz pés.

Madrid, 3 de mayo de 79/9.


<

A MANERA DE INTRODUCCIÓN

Crítica efimera — II. 2


CRÍTICA VIEJA

Í, crítica meramente literaria, sin preten


siones trascendentales; crítica que no
descubre al hombre tras el libro, que no expli
ca el estilo por la influencia del suelo o de la
alimentación, que no se arriesga a re-crear ni a
repensar la obra de arte por miedo a adulte
rarla con lo que, bueno o malo, nunca estuvo
en la mente del autor; crítica que desconfía de
la impresión, de la paradoja y del darwinismo
de los géneros; crítica llena de prejuicios, que
distingue la prosa del verso y la novela del
drama, que no desdeña la forma, que exige co
rrección al escritor y considera el plagio des
honroso; crítica sin compañerismo y sin secta;
crítica, en fin, que no rehuye hipócritamente el
juicio, y que, contando siempre con el inevita
ble coeficiente de error, califica y valora, cen
1 9
5 U L/O CA SA R ES

sura y aplaude, fiada de su criterio y de su


conciencia.

... Y el que quiera picar, que pique.


Ahora bien; ni yo pretendo que esta crítica
sea más fecunda y elevada que otra alguna, ni
creo que basten, para ejercerla dignamente, mi
escasa preparación y mi sobrado buen deseo;
tanto, que si sólo hubiese una tribuna para tan
espinoso ministerio, no me harían subir a ella
ni atado. Pero aun prescindiendo del campo
ilimitado del libro y de la revista, todavía queda
en Madrid una docena de grandes diarios para
que en ellos pueda florecer la crítica moderna
(estética, psicológica, comprensiva, interna, in
terpretativa, sentimental, etc., etc.), que de un
día para otro nos vienen anunciando varios
señores desde hace un cuarto de siglo.
Cada vez que se publica un estudio acerca
de algún autor antiguo o contemporáneo, gritan
a coro los pregoneros de la buena nueva:
«—No es eso. Falta tal cosa, sobra tal cosa.
Tiempo perdido. Abajo la erudición! Guerra
a la Gramátical Fuego a las papeletas Paso al
comentario psicológico!» Y como por una
curiosa coincidencia estos profetas, que así

ahogan todo conato de valoración, son al propio


tiempo literatos que han asaltado las primeras
filas mientras la crítica vieja callaba y la mo
2 O
C R / 7" / CA E F/M E RA

derna no había empezado a hablar, hay quien


sospecha que la prolongación del interregno
pudiera ser una habilísima estratagema.
Supongamos que desde hace mucho tiempo
no se haya publicado en España (comprendida
la obra de Menéndez Pelayo y Valera, entre
otros) ningún trabajo de crítica que abarque
simultáneamente y con igual acierto la parte
biográfica, histórica, gramatical, filosófica, esté
tica, etc.; pero, ¿habrá quien niegue de buena
fe que en alguno de estos aspectos se han
hecho trabajos meritísimos? La crítica vieja
habría exigido al erudito que sus noticias fuesen
nuevas, pertinentes y exactas; habría examina
do las fuentes alegadas por el historiador y la
manera de beneficiarlas; habría discutido las
teorías estéticas, las doctrinas gramaticales, los
métodos de investigación filológica, y así, suce
sivamente, habría preguntado a cada uno qué
se propuso hacer y qué había hecho.
¿Cómo proceden, en cambio, los precursores
de la nueva crítica? Se contentan con ignorar
lo que contiene cada obra, para condenarla
luego en nombre de lo que no tiene o de lo que
pudo haber tenido.
Durante algunos años hemos creído que
Azorín iba a darnos, al fin, la clave del tan
preconizado comentario interno; pero, según
2 I
7UL/O CA SA A ES

se probó ya en otro lugar, a propósito de su es


tudio de Larra (I), sólo nos ha enseñado cómo
se falsea la personalidad de un autor por medio
de citas truncadas. Su actuación respecto de
los clásicos tampoco puede servir de modelo
de análisis psicológico. Después de intepretar
a Cervantes ha comentado, con iguales proce
dimientos, a La Cierva (2); ha glosado a Xenius
y ha elogiado a algunos cofrades del 98...; pero
el sistema, ese sistema que, a juicio de Azo
rín, le faltó a Menéndez Pelayo para merecer
el nombre de crítico, ése no parece por nin
guna parte.
Cuando ya íbamos renunciando a la espe
ranza de ver implantada por acá la crítica
nueva, una oleada de expectación sacudió a
nuestro pequeño mundo literario. Un joven
catedrático, filósofo profundo y fundador de la
España de mañana, preparaba un comentario
interpretativo, sentimental, psicológico, etcé
tera, etc., nada menos que del Quijote. La an
siedad fué intensa y prolongada. Por fin salió a
luz un elegante tomito con muchas páginas en

(1) Véase en mi Crítica Profana el capítulo viII


del estudio dedicado a Azorín. -

(2) Un discurso de La Cierva comentado por Azoran.


Madrid, Renacimiento, 1914.
2 2
C R/ 7" / C A E F/ M E RA

blanco y amplios márgenes (I). El Escorial, la


tragedia, la cultura mediterránea, Mimo, mada
me Bovary, la crítica como patriotismo, etcé
tera, con más varios «fiambres» de un discurso
político pronunciado por el autor en la Co
media... En este librito aprendimos con asom
bro que el Quijote es «el libro-escorzo por exce
lencia», que «Dios es la última dimensión de la
campiña», y que el autor, nuestro joven filó
sofo don José Ortega y Gasset, lleva en sus en
trañas, junto al ibero, «con sus ásperas, hirsutas
pasiones», un «blondo germano meditativo y
sentimental...» La obra produjo un efecto estu
pefactivo. Muchos lectores no sabían si reir o
llorar; otros, los más prudentes, suspendieron
su juicio en espera de las nuevas Meditacio
mes, ya que la parte publicada sólo contenía la
Meditación preliminar y la Meditación prime
ra. Pero llevamos varios años aguardando, y
ya empezamos a dudar de la continuación de
aquellas interesantes y profundas divagacio
nes, que son, según el autor, «anchos círculos
de atención que traza el pensamiento —sin
prisas, sin inminencia—, fatalmente atraído por
la obra inmortal». Tal vez se haya descentrado

(1) Meditaciones del Quijote, por José Ortega y


Gasset. Residencia de Estudiantes. Madrid, 1914.
2 3
5 U L/ O CA SA R ES

la órbita, y se haya convertido, de circular, en


elíptica o parabólica...
Ello es que los grandes luminares de la crí
tica moderna (para no hablar de satélites o as
teróides, como el señor Onís, don Federico) se
han eclipsado antes de llegar al cenit; por lo
cual, en espera de que vuelvan a lucir o de
que se enciendan nuevos astros, tal vez no sea
del todo inútil la tarea de ir allegando modes
tamente materiales para el estudio de la lite
ratura contemporánea.
RA TIFICACIÓN

S EÑOR don J. Aguilar Catena.

Mi querido amigo y compañero: Recibí


su cariñosa carta de II del corriente, y le doy
mil gracias por su aviso. Sin él, tal vez durase
aún mi involuntaria descortesía, pues, publicado
su llamamiento mientras yo pasaba en el cam
po los ocios de Semana Santa, no había llegado
a mi noticia. He pedido en seguida por telé
fono a nuestro amigo Sr. Bonnat el número
correspondiente de La Acción, y en él he visto
la respuesta del Sr. Cansinos-Assens y las ama
bles frases con que usted solicita mi opinión.
Por complacerle, y por ver de nuevo mi firma
en las columnas del simpático diario con cuyo
primer número nací a la vida periodística, me
es doblemente grato trazar los presentes ren
glones.
2 5
5 U L/O CA SA RES

Precisamente en ese primer número, y en


un artículo titulado Crítica vieja, expuse al
gunos puntos de vista directamente relaciona
dos con el tema propuesto; y como ni la fecha
es demasiado remota, ni yo he cambiado de
criterio, ni merecen mis palabras de entonces
los honores de la repetición, ruego a usted que
considere contestada la primera parte del tema
(«Cuál es mi concepto de la crítica») y me per
mita pasar al segundo punto.
«¿Qué condiciones desearía yo en la crítica
cuando me toca el papel de enjuiciado?» Con
bien poco me doy por contento. Supuesta la
honradez literaria, sin la cual toda crítica es es
téril, sólo dos cosas pediría a mis jueces: compe
tencia y objetividad. Trataré de explicarme en
pocas palabras. -

En punto, por ejemplo, a estudios del len


guaje, que, siquiera como instrumento del arte
literario, merece más atención de la que gene
ralmente se le consagra, yo hubiera recibido
gran merced de que, no ya el Sr. Menéndez
Pidal, sino cualquier modesto especialista, me
diese alguna lección pública, rectificando los
deslices en que, seguramente, he de haber incu
rrido. No he alcanzado hasta ahora tal favor;
pero, en cambio, he tenido que lamentar que el
Sr. Cansinos-Assens, metido a cazar galicismos
2 6
CAP / 7" / C A E F/M E ARA

en un libro mío (I) (donde habrá copia de ellos),


se haya puesto en berlina censurándome el cas
ticísimo empleo de fortuna en la aceptación
de «suerte», cuando, si cabe galicismo en el uso
de esta palabra, es justamente en el otro senti
do de «bienes» o «caudal», desconocido de los
clásicos. (2) Para evitar que, de este modo, el
autor, el censor y los lectores salgan malpara
dos, es para lo que pido «competencia».
Al reclamar «objetividad» en la crítica, quie
ro decir que no me satisfacen esos lirismos
floreados, esas fosforescencias subjetivas, esas
vacías sonoridades verbales, cercanas muchas
veces (dicho sea con perdón) al camelo vulgar,
que obran como vapor de cloroformo sobre
la inteligencia de los lectores y que, a bene
ficio de su vaguedad cautelosa, son aplicables a
todos los libros y no son aplicables a ninguno.
Prefiero la impugnación franca y concreta, que
revela estudio de la obra y aprecio de autor,
al más selecto ramillete de generalidades lauda
torias. «Tal doctrina no es admisible, tal apre
ciación es exacta, este pasaje está mal escrito,
aquella observación es original...»
Así quisiera verme criticado, y así he ensa
(1) Crítica Profana.
(2) Véase a este propósito Critica Efímera (Di
vertimientos filológicos), pág. 3o3.
- 2 7
7 Ly Z y O CA SA R ES

yado yo la crítica, aportando, además, en cuan


to me ha sido posible, los elementos de prueba
de mis juicios.
Y esto, precisamente por huir del proceder
dogmático que me atribuye el Sr. Cansinos
Assens, pues, poniendo mis comentarios al pie
de los pasajes que cito, quedan los lectores en
libertad de opinar conmigo o contra mí, cosa
que no les ocurre cuando tropiezan con una
apreciación sentimental sin puntos objetivos
de referencia. Algo de esto sostiene también el
Sr. Cansinos-Assens cuando, repitiendo cierto
símil que le es singularmente grato, dice que
« tampoco puede adoptarse como agua fuerte
para estas raras gemas del espíritu (las obras
de arte) el sentimiento subjetivo». Yo estoy
dispuesto a hacer mías estas palabras, salvan
do, naturalmente, lo absurdo de la metáfora, ya
que nada tiene que ver el ácido nítrico con el
ensayo de las piedras preciosas.
Claro es que no puedo responder de que mi
criterio y mis propósitos se reflejen con toda
exactitud en cuanto escribo. Todos tenemos,
por ejemplo, algo de asimetría en las facciones,
y ni cuando miramos a los demás, ni cuando
nos contemplamos en el espejo, advertimos la
desviación de las narices ni la oblicuidad de las
bocas. Basta, en cambio, que otra persona ob
2 8
C R f 7" y C A E F/M E RA

serve en un espejo nuestra imagen para que al


punto descubra dicha asimetría. De igual ma
nera yo, que no me siento dogmatizador, ni
hallo sombra de dogmatismo en mis críticas,
puedo muy bien aparecer dogmático a quienes
me miren reflejado en ellas. Y así también el
Sr. Cansinos-Assens, que ha buscado «en una
fecha y en una actitud» su criterio fundamen
tal; que ha tomado como «piedra de toque el
modernismo novecentista», y que reduce la
«suprema palabra» de su crítica a decir «si tal
escritor es o no novecentista», nos puede resul
tar, no obstante sus protestas, un dogmático
rabioso, con la desventaja de haber substituído
los dogmas literarios, que, al fin, son fórmulas
que resumen toda una estética, por algo tan
ajeno a la belleza como «una fecha» y «una ac
titud».

En cuanto a la tercera pregunta, ruego a us


ted, amigo Aguilar, que me exima de la res
puesta. Me consta que, entre los escritores que
actualmente ejercen la crítica en España, los
hay de gran talento y extensa cultura. Yo los
leí con gusto y aprovechamiento hasta que el
destino implacable, en forma de amigo pater
nal, me metió en estas andanzas literarias en
que ahora me veo. Desde entonces, para evitar
que entre las obras que examino y mis juicios
2 9 s
yUL/O CA SA R ES

se interponga el autorizado parecer ajeno, me


he impuesto la dolorosa abstención de no leer
a mis colegas. Por eso no podría decirle cuál es
el primero de todos. Si, en cambio, quiere usted
saber quién ocupa el último lugar, yo le aseguro
que corresponde por derecho propio a este su
afectísimo s. s., q. b. s.m., 9ulio Casares. S
DESDE LA NOVELA AL TEATRO
s.
«MARIANELA», DE PÉREZ GALDÓS

LA NO VE LA

Nº voy a hacer a los lectores el agravio


de recordarles el «argumento» de la
novela de Galdós: la suave y melancólica im
presión que deja su lectura no se olvida jamás.
Quiero tan sólo fijar en un esquema algunas lí
neas generales, para mejor inteligencia de lo
que más adelante se dirá.
El joven Pablo, hermosa «estatua del más
excelso barro humano», es un ser dotado de
todas las perfecciones posibles, pero ciego; Ma
rianela, su lazarillo, es un prodigio de bondad,
de candor, de gracia infantil y de abnegación
femenina, pero es fea. Estas dos criaturas, mar
cadas con lo que llama Galdós «imperfecciones
trágicas», se perfeccionan mutuamente, con
certando sus almas en una superior armonía,
que se parece mucho a la felicidad terrena:
Crítica efímera.—II. 3 3 3
y ZyO CA SA A E S

Pablo «ve» con los ojos de Marianela; Maria


nela «se siente hermosa» en el mundo interior
de Pablo; y el amor, supremo bien de los mor
tales, baja a sus corazones. La Ciencia y la Vo
luntad, representadas por Teodoro Golfín, y la
Belleza y la piedad cristiana, encarnadas en
Florentina, se conjuran para mejorar la suerte
de aquellos seres; mas al romper el maravillo
so equilibrio que la Naturaleza había logrado,
atraen sobre la infortunada Nela el dolor, la
humillación y la muerte.
A más del simbolismo que a las claras se
descubre en estos personajes, Galdós expone
de modo expreso, unas veces por sí, otras por
mediación de Pablo o de Golfín, y hasta por
boca de la inculta Nela (lo cual parece menos
lícito), una interpretación filosófica de su nove
la, fundada en la relación de la esencia con la
forma, de la belleza moral con la belleza física,
y en la antinomia irreducible entre el espíritu
y la materia, entre la ilusión y la realidad.
Por si esto fuera poco, el novelista imprime
a su obra una marcada significación social: es
una ardorosa protesta contra el egoísmo colec
tivo, contra la falsa caridad que se divierte,
contra la carencia de cristianismo en las socie
dades cristianas...

Combinando tan abstractos ingredientes,


3 4
C R / 7" / C A E F/M E ARA

poco propicios como tales a la creación artís


tica, el genio poderoso de Galdós acertó a ima
ginar una figura de mujer que, como la Nelly,
de Dickens, y la Mignon, de Goethe, sus her
manas, despertará eternamente un sentimiento
de ternura en el corazón de los hombres. Y es

tal la luz que irradia la dulce y poética Maria


nela, que el lector, deslumbrado, apenas repa
ra en las palmarias falsedades que sirven de
fundamento a la concepción novelesca. De al
gunas de ellas tenemos que tratar ahora.
Comenzando por inquirir las causas justifica
tivas de la catástrofe dramática, se nos ocurre
preguntar: ¿De qué proviene la mortal congoja
que aniquila a la pobre Nela? La contestación
está clara y terminante en la obra: Nela se
muere, porque no puede vivir sin el amor de
Pablo. El señorito ciego, como otros muchos
señoritos de sobrada vista, se olvida de la no
via, pobre y fea, para casarse con una señorita
rica y hermosa. Esto es lo cierto. Pero Galdós
no había tomado la pluma para relatarnos una
vez más este caso tan trivial, tan humano y
tan verdadero. Quería mucho a su Nela para
sacrificarla vulgarmente en aras del egoísmo o
del capricho de un hombre, y por eso buscó
una justificación trascendental para la conduc
ta de éste. Pablo obedece a la fatalidad; la luz,
3 5
y /, / O CA SA R ES

esa supuesta vibración de un fluido imponde


rable que produce una excitación específica de
la retina, impide que Pablo pueda amar a Ma
rianela, y le hace enamorarse de Florentina.
«—Todo por unos ojos que se abren a la
luz..., a la realidad!...» —exclama Teodoro
Golfín,
Para llegar a este resultado, el sutil analista
de «Angel Guerra» tiene que cometer imper
donables herejías psicológicas, y hace decir a
Pablo que, hasta adquirir el don de la vista, no
tenía noción del tamaño, ni de la forma, ni de
la realidad, etc., etc. La psicología
experimen
tal, a la cual han aportado los propios ciegos el
precioso caudal de sus observaciones, echa por
tierra el absurdo artificio imaginado por Gal
dós como eje de su novela.
En primer lugar, es cosa averiguada que las
nociones espaciales se deben principalmente
al sentido del tacto y al de los movimientos
musculares. Los ciegos, privados de la sensa
ción del color, no carecen por eso del conoci
miento de la forma. Es cierto que para ellos la
imagen visual está substituída por la imagen
táctil, algo más lenta; pero la representación
interior que obtienen de un objeto que tocan
con las manos es, en cuanto a la forma, igual
mente precisa, y a veces más exacta que la fa
3 6
C R / 7" / C A E F/M E RA

cilitada por la visión. Pablo percibía, pues, una


«realidad física» llamada Marianela. Al estre

charla amorosamente contra su pecho había


aprendido cómo eran las líneas de su cuerpo;
sabía, por ejemplo, que era pequeña, débil, li
gera, delicada, graciosa, etc., y sumando los
datos táctiles con los que suministra el oído,
había formado una imagen de la mujer amada,
que sólo a ella podía corresponder.
Por lo que hace a la vida afectiva de los
ciegos, cabe afirmar que es tan intensa y varia
da como la del más apasionado vidente. Aquí
es el oído el principal órgano de comunicación.
Si nosotros, que relegamos a segundo término
las sensaciones auditivas, podemos sentir un
fuerte movimiento de simpatía o de antipatía al
oir por primera vez la voz de una persona que
conocemos ya de vista, ¿cuántos matices afecti
vos y emocionales descubrirá en la palabra el
oído ejercitado de los ciegos? Por algo ha dicho
uno de ellos que «la voz es el espejo del alma»;
y se podría añadir, sin paradoja, que ve más cla
ro en el alma de su amada el novio ciego que
la oye hablar y le coge las manos, que el vi
dente amoroso, acostumbrado a guiarse tan sólo
por el sentido de la vista.
Todo esto se encamina a demostrar que Pa
blo no amaba a Marianela a través de un curso

3 7
7 UL/O CA SA R ES

de Metafísica; que veía en ella, no una abstrac


ta belleza moral sin forma y sin realidad, sino
una mujer de carne y hueso, cuya imagen
corporal y afectiva podía evocar en su interior
con precisión y certidumbre.
La trágica inquietud, el angustioso anhelo
de que Galdós supone poseído el ánimo del jo
ven por conocer la fisonomía de su amada ca
rece igualmente de base psicológica. Los ciegos
pueden enamorarse de una mano porque en
este órgano reside un poderoso medio de ex
presión de la personalidad; pero las facciones
del rostro, que para ellos son absolutamente
inexpresivas, no les interesan nada. Que una
nariz sea remangada o aguileña, que unos ojos
sean azules o negros, ¿qué más les da?
No hay que olvidar, con todo, que si bien el
aspecto de una cosa que no vemos no nos afec
ta directamente, en cambio estamos sometidos
al influjo del parecer ajeno, que en ocasiones
determina nuestros actos, aun en contra de la
propia opinión. Pablo se hubiera visto en un
conflicto doloroso si las personas de su alrede
dor le hubiesen dicho que su novia era fea;
pero ya en este plano, admitida la presión del
ambiente y la actuación de los prejuicios so
ciales, ¿cómo no procuró saber el ciego la con
dición social de su divino lazarillo? ¿Cómo no
3 8
CAR / 7" / C A E AF/M E RA

descubrió en año y medio de intimidad lo que


Golfín averiguó en unas horas? Y si advirtió,
pues era inevitable, el menosprecio que la so
ciedad siente por la hija natural de una borra
cha, ¿cómo al hacer sus juramentos de amor no
pensó nunca que la hija de la Canela no podía
ser la esposa de un Penáguilas?
Pasando ahora a examinar el efecto anona

dador que produce en el ciego, recién operado,


la contemplación visual de su prima Florenti
na, tropezamos, ya en el imperio de la luz, con
falsedades tan flagrantes como las señaladas en
el mundo de las tinieblas.

Cuando un europeo llega a un país de raza


distinta (a mí me ha sucedido varias veces),
todas las mujeres le parecen, aproximadamen
te, iguales. Poco a poco va estableciendo cier
tas diferencias, y al cabo de algún tiempo co
mienza a distinguir las feas de las bonitas, casi
con tanta seguridad como los indígenas. Y es
que el grado de belleza de una criatura sólo
puede apreciarse por comparación y con arre
glo a un dechado, que varía según los tiempos
y los pueblos. Nadie es capaz de imaginar un
rostro de mujer que satisfaga al propio tiempo
el ideal de belleza de un hotentote, de un japo
nés y de un europeo.
Suponiendo, pues, que un operado de cegue
3 9
7 UL/O CA SA R ES

ra congénita pudiese percibir perfectamente,


en el momento de quitarse la venda, los colo
res, la tercera dimensión, la perspectiva, etcé
tera, no hay razón alguna para que estética
mente se enamore de la primera cara que
contemple. Es seguro que a la larga, compa
rando a Florentina con la Nela, y a ambas con
las demás mujeres de Aldeacorba, habría adqui
rido Pablo las normas de juicio necesarias para
saber que la una era fea y la otra hermosísima;
pero al entrar repentinamente en el mundo vi
sible, los ojos de su prima no podían conmo
verle de otro modo que los de su padre o los
del médico.
No; la «luz» no fué culpable de la muerte de
Nela. La ingratitud de Pablo nació en su espí
ritu antes de haber visto a la desventurada
niña; la traición, hablando claramente, existió
desde que el mozo, de acuerdo con su primita
guapa, a quien había ocultado la solemne pro
mesa de matrimonio hecha a la Nela, se dispo
nía a proteger al humilde lazarillo como a una
pobre cualquiera. Lo que hay es que Galdós,
en su afán de que los principales personajes
fuesen simpáticos y nobles, trató de escamo
tear esta y otras muchas verdades.
Tampoco nos dijo, por ejemplo, que el mag
nánimo patriarca de Aldeacorba era realmente
4 O
CAr / T/ C A E F/M E RA

un tacaño egoísta; pues sabiendo cuánto debía


a la Nela su hijo Pablo, no pensó nunca en edu
carla, ni siquiera en vestirla, y le dejó apurar
el amargo mendrugo que recibía, entre inju
rias, de una familia mísera y avara.
Me he detenido tal vez más de la cuenta en

este análisis retrospectivo, porque malograda,


a mi juicio, la adaptación escénica ideal que
todos deseábamos, es de justicia deslindar la
parte de culpa que corresponde al novelista, a
los adaptadores y a los intérpretes.
LA ADAPTACIÓN

Sº. he oído a quien debe saberlo, hace


ya muchos años que Galdós deseaba ver
a su Mariamela en el teatro. Es este un ante
cedente que conviene conocer, pues el hecho
de que el autor de una novela, que es también
dramaturgo experto, ponga en ella sus ojos
para llevarla al escenario, bien pudo sugerir el
intento a quien, de otro modo, tal vez nunca
lo hubiera concebido. Parece ser, en efecto,
que primero se encargó del arreglo un altivo
estilista; que después tantearon la empresa
otros ingenios, y que, por último, los señores
Alvarez Quintero, enterados de los deseos del
escritor glorioso, pusieron manos a la obra,
para rendir a éste el homenaje de su talento y
de su arte.
Haciendo un sucinto inventario de la virtua
4 3
yUL/O CA SA R ES

lidad teatral de la novela, he aquí lo que a pri


mera vista se descubre: ¿Ambiente social? Nin
guno. ¿Ambiente local? De un lado, el tétrico
espectáculo de las minas abandonadas, con la
fúnebre sima de la Trascava; de otra parte, la
zona minera en actividad, con el humo de las
fábricas, el «feroz combate de mil ruedas den
tadas» y el incesante ir y venir de las vagone
tas, visto todo ello a través de una nube de
polvo rojizo.
¿Caracteres? De Pablo ya hemos hablado an
teriormente. Teodoro Golfín es lo que ahora
llamamos un profesor de energía; pero, aquie
tada por el triunfo su férrea voluntad antes de
empezar la novela, sólo lo vemos actuar en
clase de cirujano hábil y de moralista torpe.
Florentina es, por fuera, un bonito cromo de la
Virgen, y por dentro, una niña muy buena, de
cuento moral, sin pizca de intuición femenina,
que corre alocada tras las mariposas, y se
asombra de que la Nela, hija de una mendiga,
esté mal vestida. Celipín es un chiquillo abso
lutamente inculto, criado entre bestias y mine
rales, que habla como un señorito madrileño, y
comete esos chistes desgraciados de que Galdós
no acaba de arrepentirse: («Mia tú —le dice a
Marianela— que eso de ver a uno que se está
muriendo, y con mandarle tomar, pongo por
4 4
C R / 7" y C A E /7 / ) y ER A

caso, media docena de mosquitos guisados un


lunes, con palos de mimbre cogidos por una
doncella que se llame Juana, dejarle bueno y
sano...»)
Queda la Nela. Ahl Éste sí que es un ca
rácter. A punto estuvo Galdós de deformarlo
en aras de su concepción filosófica; pero un
día, cuando trataba de infundirle un abstruso
sistema teogónico, entre cristiano y panteísta,
la hija de la Canela se le escapó de las manos,
y echó a vivir con esa vida intensa y perdura
ble que sólo alcanzan las creaciones del genio.
Conoció a un hombre desgraciado, le ofrendó
las primicias de su alma, padeció por amor y
murió mansamente, para no estorbar más en
este mundo.

Como situaciones dramáticas salientes hay


que citar la confusión de Pablo, cuando al abrir
los ojos toma a su prima por la Nela, y la esce
na final, en que la Nela interrumpe con su pre
sencia y con su muerte el idilio amoroso de
Pablo y Florentina.
Una vez desarmada en esta forma la novela,
supongo yo que los Quinteros se propondrían la
siguiente alternativa: o conservar hasta en los
más nimios pormenores la tendencia, los pro
cedimientos y la fuerte personalidad de Gal
dós, o aprovechar tan sólo las primeras mate
4 5
5 UL/o CA SA A ES

rias, creando el ambiente que faltaba, reducien


do a la debida naturalidad el lenguaje escénico,
humanizando algunos personajes, y utilizando,
en fin, todas las excelentes cualidades de «hom
bres de teatro», que tan cumplidamente han
acreditado estos autores en su fecunda y bri
llante carrera. No sé si les faltó osadía o les

sobró respeto: ello es que volvieron a armar la


máquina desmontada, principalmente atentos a
que no les sobrase ninguna rueda.
Sería curioso conocer la opinión de un espec
tador de mediana cultura, que, sin haber leído
la novela de Galdós, y ajeno al ascendiente de
este nombre, hubiese asistido a la representa
ción de Mariamela. En el acto primero tal vez
habría notado el movimiento incongruente y la
singular descortesía de los personajes. Teodoro
y Pablo se encuentran en la huerta de éste,
unto a la puerta de entrada. Pablo se va a
anunciar a su padre la visita, y en lugar de vol
ver, se queda en la casa (para que Pablo inte
rrogue a la Nela). Pasa un buen rato, y cuando
se supone que el padre de Pablo, el patriarca,
va a salir de un momento a otro, vemos con
estupor que Teodoro se aleja en busca de sus
hermanos, a quienes ha dejado a medio cami
no. Mientras tanto, Celipín, entrando por otra
puerta, que por lo visto no le sirve para salir,
4 6
C A / 7 y CA E F/A1/ E RA

tropieza con la Nela, y tiene con ella un largo


coloquio. Regresa Teodoro, y halla en la huerta
a sus hermanos, que, aunque venían del mismo
sitio que él, han entrado también por la otra
puerta. Sale también el patriarca, se sientan
todos a conversar, y entonces Pablo, en vez de
sumarse a la tertulia, se va de paseo. Teodoro
trae nada menos que el proyecto de operar a
Pablo para darle vista, y viene a hablar de ello
con el padre; pero antes se entretiene en colo
car a éste una larga historia, que nadie le ha
pedido, y en molestar a su cuñada con pullitas
e indirectas, que promueven una escena fami
liar inoportuna y de mal gusto.
De las dos situaciones dramáticas que hemos
señalado anteriormente, la primera, que corres
ponde al acto segundo, pudo haber sido muy
teatral, aunque de difícil desempeño; pero los
adaptadores soslayaron la escena, y encomen
daron su relato fragmentario a diversos perso
najes, que se dan cita en una encrucijada.
En cambio, hemos visto atravesar el escenario a
Tanasio, que no habla, y a las zafias Pepina y
Mariuca, encarnadas en dos elegantes actrices.
Claro es que la frecuente presencia de Ma
rianela llena de luz el escenario y mantiene la
atención del auditorio. Su diálogo con Pablo en
el acto primero, el monólogo y la escena con
47
5 U /, / O CA SA R ES

Florentina en el segundo, y todo el acto ter


cero, impregnado de su humilde renunciamien
to a la vida, bastan para saturar de interés y de
emoción toda la obra.

El lenguaje, cuando no es fiel transcripción


de la novela, está hábilmente zurcido con frases
de la misma, y según el más puro estilo galdo
siano.

Para resumir mi opinión, pues me faltaría


espacio para exponerla detenidamente, diré
que tal vez procediendo con más desembarazo,
y ateniéndose únicamente al carácter de Maria
nela y á las líneas generales del asunto, podría
haberse logrado una adaptación más teatral
que la representada; pero tambien creo de jus
ticia declarar que los Quinteros, con las manos
atadas por un respeto escrupuloso, y decididos
a oscurecer modestamente su propia persona
lidad, han dado cima a una empresa dificilísima,
y se han hecho acreedores al aplauso del pú
blico y al beneplácito de la crítica.
Si Margarita Xirgu es o no la Nela que soñó
Galdós, ahí está él para declararlo. A mí me
satisface por entero en el último acto, en la
oración del segundo y siempre que el papel se
acerca a la verdadera expresión de su carácter.
La entonación y el ademán, en estos momen
tos, tienen toda la fuerza trágica y toda la sin
- 4 8
CA f 7" / C A . E F/M E RA

ceridad artística que cabe desear. Fuentes, hábil


y ponderado en general, se come las vocales
en los momentos decisivos. En lugar de decir:
«Se lo ordenaré, si es preciso» (última escena),
pronuncia aproximadamente: Slordnaré, sis
prciso. La señora Alvarez hace a la perfección
un Celipín convencional, más falso aún que el
de la obra, pero que, dicho sea en honor de la
verdad, agrada extraordinariamente al público.
Muy bien la señorita Santaularia, que consi
gue no hacer antipática a Florentina; bien,
hasta donde es posible, el señor Rivero, y dis
cretos todos los demás.

En cuanto al público, he aquí una observa


ción provisional. En los momentos de mayor
intensidad dramática, cuando los varones, disi
muladamente algunos, y sin recato los demás,
nos limpiábamos las lágrimas, apenas logré ver
señales de emoción en los semblantes femeni
nor. ¿Es que las damas tienen el corazón más
duro que nosotros, o es que se dominan mejor?
Procuraré comprobar este dato, pero elegiré, a
ser posible, una obra cuyo protagonista desgra
ciado sea... del sexo fuerte.

Crítica efímera.—II. 4 9 4
-
POESIA
O}º
tte
«DIARIO DE UN POETA RECIÉN
CASADO», POR J. R. JIMÉNEZ

L mencionar esta obra del ilustre poeta


en el resumen bibliográfico de 1917, pu
blicado en A B C, anoté provisionalmente:
«Obra de franca decadencia». Hoy acudo a
explicar aquel breve juicio; pero antes quiero
desvanecer el equívoco sutil con que el señor
Cansinos-Assens, ingenioso y malévolo, ha
pretendido enturbiar la absoluta diafanidad de
las cuatro palabras arriba transcritas. He aquí
cómo las comenta: «¿Decadente otra vez? Pocos
escritores habrán sido tan perseguidos por el
ambiguo epíteto como este Juan Ramón, deca
dente al publicar sus Ninfeas, decadente ahora
al publicar este original Diario». No está mal
el juego de manos; mas, ¿quién no advertirá el
escamoteo de la noción usual de «decadencia»

5 3
j U L/O CA SA ARAES

y su substitución por un significado circuns


tancial y restringido del adjetivo «decadente»?
Todo el mundo sabe ya, por fortuna, que en
los últimos lustros del siglo pasado estalló en
Francia una revolución poética, cuyos caudillos,
antes de ser llamados «simbolistas», aceptaron
de grado y lucieron con orgullo la denomina
ción de «decadentes». También es cosa ave

riguada que el influjo de este movimiento, de


tenido durante algunos años en los Pirineos, nos
llegó, ya traducido y asimilado, de la América
española, cuando aun no apuntaban por acá los
primeros imitadores directos de Verlaine y de
Mallarmé.

¿En qué consistía la reforma? Erteriormente,


en el empleo de vocablos raros o exóticos; en
el menosprecio de la sintaxis; en la arbitraria e
irregular alternación de metros; en la conso
nancia intermitente, defectuosa o nula; en la
concesión de los honores de la rima a meras

partículas gramaticales o a trozos de palabras;


en el abuso de asonancias internas; en la dislo
cación de cesuras y acentos; en la supresión de
las pausas de sentido, y, para acabar pronto, en
la violación constante y jactanciosa de todas las
reglas y formas de la poesía clásica. Interior
mente... ¡Ah! Esto no era tan fácil de percibir
a primera vista. Sólo más tarde, moderada la
5 4
C R/T 7 CA E F/M E R A

gesticulación y gritería de los innovadores, y


agotadas las burlas con que los recibió la crítica,
pudo advertirse en la poesía de los «decaden
tes» un fervoroso anhelo de espiritualidad, una
concentración de todas las potencias encamina
da a descubrir lo más íntimo y personal del
respectivo temperamento, y, sobre todo, una
exaltación casi dolorosa de la capacidad sen
sual y emotiva siempre en acecho de ritmos, de
matices y de imágenes con que expresar lo fu
gaz, lo impreciso, lo subconsciente, aquello, en
fin, que, en la Naturaleza, no logra una realiza
ción definitiva.
Si en Francia, en la propia cuna de la refor
ma, fué saludada ésta con una general rechifla,
¿cómo maravillarse de que nuestro público, del
todo ajeno a la reacción determinante de la nue
va lírica, se mostrase con ella singularmente re
celoso e incomprensivo? Y, en efecto, al comen
zar el siglo xx, cuando D. Juan R. Jiménez
publicó sus Ninfeas, poeta «decadente» era, se
gún el vulgo literario (comprendidos casi todos
los críticos), un «melenudo» que hacía versos
cojos y escribía «nenúfar», «lilial», «glauco»,
etcétera, etc. - -

Pues bien; esta acepción despectiva y ya ol


vidada del adjetivo «decadente» es la que el
Sr. Cansinos-Asséns, diestro prestigiador, traía
5.5
7 UL/o CA SA R ES

oculta en la manga para fingir que la sacaba de


mi pluma. «He aquí —parecía decir— cómo la
incomprensión de hace veinte años retoña hoy
para «perseguir» de nuevo a un poeta ilustre
con el «ambiguo epíteto» de decadente». ¿Qué
tendrá que ver todo esto con que determinada
obra de un autor —músico, arquitecto o litera
to— presente señales de « franca decadencia»
en relación con sus producciones anteriores?
El Diario de un poeta recién casado es una
serie inconexa de pensamientos y notas de co
lor, trazados en las hojas de un álbum y refe
rentes a un viaje de ida y vuelta a los Estados
Unidos. El itinerario se deduce de la indicación

de lugar y fecha que precede a cada composi


ción; lo de que el vate esté recién casado, cons
ta en el título del libro. Y por si alguien pensase
hallar realmente en este Diario las dulces emo

ciones de una luna de miel poética, advertiré


que el autor está ausente de su obra y habla por
él su «alma viajera, atada al centro de lo único
por un hilo elástico de gracia; pobre alma rica
que, yendo a lo suyo, se figuraba que iba a otra
cosa... o al revés, ayl, si queréis». Después de
esto, nadie podrá llamarse a engaño.
De las composiciones que forman este libro,
unas están, al parecer, en verso, y otras, en pro
sa. Digo «al parecer», porque, miradas las cosas
5 6
C R / 7" / C A E F/M E ARA

más de cerca, no sabe uno a qué atenerse. Ejem


plos cantan:

Ya la nieve ha dejado
al sol las hojas secas
del otoño pasado,
que conservaba iguales e intactas
bajo su frío blanco... (página 138).
Sobre la yerba verdeoro,
en que la luz decae y se enfría,
verde que aún no ha igualado la guadaña,
oro que el sol complica... (página 141).

Yo no aseguro que estos versos sean impeca


bles, pero sí que son versos, y que lo son, en
todo caso, con mejor título que la mayoría de
los que figuran en el Diario. ¿Por qué los habrá
escrito como prosa el Sr. Jiménez? Veamos aho
ra el caso opuesto:
El mar de olas de cinc y espumas de cal, nos sitia
con su inmensa desolación. Todo está igual —al Nor
te, al Este, al Sur, al Oeste, cielo y agua—, gris y duro,
seco y blanco. Nunca un bostezo mayor ha abierto de
este modo el mundo!

Por muchas vueltas que dé el lector a este


trozo de prosa, es seguro que no hallará por
dónde partirlo, para que le resulten versos. Tam
poco lo consigue, ni siquiera remotamente,
nuestro poeta; pero, como nadie le impide dis
tribuir esas palabras en rengloncitos y ponerlos
5 7
5 U L/O CA SA AR ES

unos debajo de otros, lo hace así y se queda tan


ancho. En cuanto al contenido de las compo
siciones, es curioso observar que, mientras los
pensamientos abstrusos y metafísicos se visten,
tipográficamente, al menos, con las galas de la
poesía métrica, los temas y procedimientos ver
daderamente poéticos se refugian en la prosa.
Así abundan en ésta las metáforas, las transpo
siciones sensitivas y las imágenes de todas cla
ses, visuales, olfativas, sonoras, táctiles y hasta
alimenticias. En cierto amanecer le parece al
Sr. Jiménez que «el cielo se ha roto como un
gran huevo fresco, y que una yema sorprendente
y nunca presumida cuelga por doquiera del in
menso cascarón...»; otras veces compara la tar
de con «una inmensa media naranja» que lo
gotea todo, fresca y rica, y el «mar amarilloso»
con una «gaseosa de limón».
Como tipo de la nueva modalidad, lapidaria
y profunda de nuestro vate, citaré sólo dos poe
sías. Una:
Mar llano. Cielo liso.
—No parece un día...
—Ni falta que hace
Otra:
La rosa has hecho
esparto.
Tendrás amor
amargo.
58
C R/T / C A E F/ M E RA

No sigue nada más. Ambas composiciones


están así completas y llevan su número romano
y su fecha correspondiente. El poeta, no sólo
las creyó dignas de ocupar una página de su ál
bum, sino que la segunda de ellas cuenta que
la grabó «en un palo del barco, a navaja». Lás
tima de navaja y lástima de... palol
Se me acaba el espacio sin poder completar
mi demostración. «¡Ni falta que hacel», pensará
algún lector, repitiendo para sus adentros la ar
moniosa y poética expresión antes copiada. ¿Tuve
razón para escribir que el Diario de un poeta
recién casado es una obra de franca decadencia?
Díganlo los admiradores del poeta, si, como yo,
guardan aún el recuerdo inefable de aquellas
Rimas y Arias tristes, tan íntimas, tan tiernas
y tan noblemente sentimentales.

5 9
LAS CIEN MEJORES POESÍAS DE LA
LENGUA FRANCESA, TRADUCIDAS POR
F. MARISTANY

UANDO se haga la historia del período


literario correspondiente a los últimos
lustros del siglo pasado y a los primeros del
actual, y se revise el proceso de lo que se llamó
poesía «modernista», habrá que estudiar, entre
otros extremos, la influencia de los «decaden
tes» y «simbolistas» franceses sobre nuestros
jóvenes líricos. Tal vez se averigüe entonces
que los más exaltados «verlenianos» de por aca
no entendieron nunca a derechas a su modelo,
y se compruebe, con algo de sorpresa, que la
incomprensión ocurrió, no tanto por efecto del
carácter exótico y personalísimo de la poesía
del «pobre Lelian», cuanto por carecer sus ad
6 I
5 r/ Z y o c A SA R ES
"miradores del más elemental conocimiento de

la lengua francesa.
Ya señalé en otro lugar cómo cierto estilista
refinado, poeta exquisito, y hoy catedrático de
Estética, al aducir cn apoyo de su credo mo
dernista unos versos de Baudelaire, había to
mado por bosques altos (hauts bois) los oboes
(hautbois) de que habla el autor de las Flores
del mal (I). Los casos de esta índole, y aun más
graves, abundan, por desgracia. Ahora recuer
do que anda por ahí un tomo de poesías de
Verlaine, traducidas por Manuel Machado,
poeta de innegable talento, y en verdad que si
no supiésemos que el traductor es incapaz de
tamaña irreverencia, se diría que sólo había
querido ridiculizar al autor de Fiestas galan
tes. Un ejemplo no más.
Sabido es que Verlaine resumió su original
estética en la conocidísima y admirable com
posición Art poétique, que, a manera de credo,
recitan con unción todos los iniciados en la

nueva lírica. ¿Quién no ha visto citadas alguna


vez las célebres estrofas en que Verlaine reco
mienda «ante todo la música del verso» y «que
se prefiera para ello el metro impar»? (De la

(1) Véase en mi Crítica Proyana el capítulo m del


estudio dedicado a Valle-Inclán.
6 2
CAR / 7" / C A E F/M E ARA

musique avant toute chose, Et pour cela préfère


l'impair...). Pues bien; de este consejo tan
característico y tan preciso el traductor ha sa
cado en claro: «La música ante todo —y de ella
prefiere la indivisible...» ¿Qué entenderá el se
ñor Machado por «música indivisible»? En la
cuarta estrofa, el poeta pide que, en lugar de
los colores definidos, se busque el suave matiz
intermedio, el tono velado, único en que se en
lazan los ensueños y se funde el son cristalino
de la flauta con el aterciopelado de la trom
pa (Oh! La nuance seule fiance Le réve au réve
et la flúte au corl Literalmente: «Sólo el matiz
desposa —une, enlaza— el ensueño con el en
sueño, la flauta con la trompa»). De nada de
esto se ha percatado nuestro «verleniano», el
inventor de la «música indivisible», cuando pone
en boca del maestro estas palabras incoheren
tes y absurdas: «¡Oh el matiz, única" promesa
—el sueño al sueño y la flauta al cuerno». Muy
bien, Sr. Machado. «Seule fiance»: única pro
mesa; «la flúte au cor»: la flauta al cuerno.
Muy bien, repito; y la poesía, la gramática y
el sentido común... también al cuernol Y no ol
videmos que, según refiere Gómez Carrillo en
el prólogo del libro de Machado, cuando pro
pusieron a éste la versión de Verlaine, contes
tó: «Con amor traduciré las obras de mi maes
6 3
y¿ I /O CA SA A. A 5

tro; pero en prosa, en prosa y literalmente...»


En cuanto a trocar « en prosa, en prosa»; es
decir, en prosa dos veces, o sea en prosa pro
saica, los tesoros líricos del maestro, vive Dios
que el discípulo se salió con la suya; de lo de
más... ya hemos dicho bastante.
Después de estos antecedentes... penales, el
Sr. Maristany disculpará que yo haya recibido
con algún recelo su trabajo titulado Las cien
mejores poesías líricas de la lengua francesa,
traducidas directamente en verso. Procuro des
echar todo prejuicio y comienzo a hojear la
obra. Lo primero que advierto, y lo anoto con
verdadera satisfacción, es la pericia técnica, la
rara habilidad retórica con que el traductor re
produce, en general, el metro de los originales
y hasta la disposición de sus rimas. En este
punto, el Sr. Maristany se acredita cumplida
mente como versificador diestro e ingenioso.
Pero si de la forma pasamos al fondo y quere
mos aquilatar el acierto con que se han trasla
dado al castellano la letra y el espíritu de las
composiciones francesas, pronto nos convence
rmos de que las traducciones del Sr. Maristany
dejan bastante que desear.
Abro el volumen por la página 137 y copio
los primeros versos de una composición de
Soulary titulada Sueños ambiciosos.
6 4
C R / 7" / C A E F/ M E R A

Si tuviera una arpenta de tierra, llano o monte,


con un poco de agua, torrente, fuente o charco,
plantara un árbol verde, olivo, fresno o sauce,
y construyera un techo, rastrojo, caña o fango.

Ya habrán comprendido los lectores que esto


no es una traducción: es una imputación arbi
traria. Yo les doy mi palabra de que Soulary
estaba cuerdo, de que su poesía es excelente y
de que jamás ambicionó una arpenta de tierra
con un charco, para plantar un árbol verde y
construirse un tejado de rastrojo o de fango.
No, Sr. Maristany. Y puesto que nos amenaza
usted para muy pronto con una Antología ge
neral de los poetas franceses, yo le suplico que
se ponga la mano en el corazón y piense que,
si ha de verterlos, o derramarlos, mejor dicho,
con la fidelidad que acabamos de ver, será me
jor que se detenga y no agrave sus culpas.

Crítica efímera.—II. 6 5 5
-- - ----
NO V EL AS
~~ ~=r:
1,:
«AÑOS DE JUVENTUD DEL DOCTOR
ANGÉLICO», POR ARMANDO PALACIO
VALDÉS

Eº la «Confidencia preliminar» de sus Pá


ginas escogidas, publicadas recientemente
por la casa Calleja, nos cuenta Palacio Valdés
cómo, por un «juego de la fortuna», se encon
tró literato contra su gusto. Venturoso capricho
de la suerte, gracias al cual puede España ufa
narse de un novelista cuyas obras, traducidas
a casi todos los idiomas europeos, han vuelto a
conquistar para nuestra literatura una difusión
no lograda desde los tiempos clásicos. El autor
de La hermana San Sulpicio se sentía llamado

al cultivo de las ciencias filosóficas y sociales,


y en verdad que no le faltaban aptitudes para
Seguir con éxito tal vocación; de ello dan cum
plido testimonio sus obras todas, y muy espe
6 9
9 /, / O CA S. R ES

cialmente la titulada Papeles del doctor Angéli


co. En esta colección, formada con ensayos
filosóficos, cuentos trascendentales, pensamien
tos y máximas, donde alternan las páginas de
licadamente humorísticas con bocetos poéticos
y profundas meditaciones acerca de los más
graves problemas de religión y moral social, el
novelista, llegado ya a las cumbres de la fama,
deja su puesto al pensador, sin duda para pre
miarle la paciencia con que, durante más de
veinte años, se resignó a desempeñar un papel
secundario. Le cede un puesto preeminen
te y le presta una pluma bien probada, mas
no por eso renuncia a llevarle la mano; y así, a
través de los distintos temas que el filósofo va
tocando, y a pesar de la aparente disparidad
de procedimientos, se advierte en los Papeles
del doctor Angélico, como finalidad superior que
da unidad y consistencia a la obra, un propó
sito que no es tanto de pensador como de no
velista: el de crear un carácter, haciéndolo sur
gir con «su espíritu, su ingenio, sus aficiones,
sus odios, sus amores, sus opiniones y sus
manías» de entre un polvoriento legajo de ma.
nuscritos. «Estos papeles —dice el autor—, to
mados en conjunto, resultan una biografía,
aunque más interna que externa.»
En ese sentido, y sólo en éste, puede decirse
7 o
R/ Z" / C A E FA ... E ARA

que los Papeles del doctor Angélico se continúan


en la nueva obra de Palacio Valdés, por cuanto
en ella se nos pinta la mocedad de Angel Jimé
nez, a quien no habíamos conocido sino en su
edad madura, y se completa de este modo la
biografía de tan simpático doctor. Fuera de
esto, Años de juventud del doctor Angélico no
guarda relación alguna con los primitivos Pape
les. Lo que allí era simple compilación de tra
bajos heterogéneos, hermanados únicamente
por venir de una misma pluma, es aquí narra
ción de andanzas juveniles, que se supone es
crita por el propio doctor. Se trata, pues, de
una verdadera novela, imaginada en forma de
Memorias. Pero el bueno de Angel Jiménez,
alma gemela de Palacio Valdés, y, como éste,
modesto, retraído, y quizá algo huraño, no ha
querido entrarse francamente en el terreno con
fidencial y ha recatado las intimidades de su ca
rácter, rellenando los muchos huecos que deja
en su autobiografía con el relato circunstan
ciado de la vida y milagros de sus amigos. Así,
pasados los primeros capítulos, en que el doc
tor nos cuenta su llegada a Madrid y sus rela
ciones con la familia del general Reyes, comien
za él a esfumarse hasta parar en un simple pre
texto para el diálogo, mientras, inversamente,
se agranda la figura de los restantes personajes,
7 1
yUZ/O CA SA R ES
No tardan éstos en cautivar nuestra atención.

Los principales, como el elocuente tribuno Six


to Moro, el geólogo Pérez de Vargas y el sabio
Pasarón, se nos muestran saturados de vida
intelectual y afectiva; otros, como el espiritista
Jáuregui, forman con ellos un regocijado con
traste, y las figuras de mujer, que, por esta vez,
se mantienen en segundo plano, tienen el sin
gular atractivo que distingue a los caracteres
femeninos creados por el autor de Marta y
María.

Se ha querido ver en algunos de estos seres


de ficción la contrafigura de personajes reales
de gran notoriedad, y ciertamente hay ocasio
nes en que el lector se sentirá movido a substi
tuir los nombres imaginarios de la novela por
apellidos que le son familiares. Pasarón, por
º ejemplo, el precoz catedrático, memoria porten
tosa, fenómeno de erudición bibliográfica, que
se distingue defendiendo «la ciencia española»,
cultiva preferentemente la crítica histórica y
escribe «versos blancos» en «estilo horaciano»,
pasará a los ojos de muchos —y la especie ha
corrido ya por la Prensa— como un trasunto
de Menéndez Pelayo. En cuanto a mí, prefiero
creer que no hay tal cosa. Es más: si la pluma,
siempre indulgente, del doctor Angélico se
hubiese permitido evocar la memoria del maes
7 2
CAR / 7" / CA E F/ lf E RA

tro venerado para complacerse en ridiculizar


sus flaquezas o en empequeñecer su figura, es
toy seguro de que Palacio Valdés no habría
dado a la imprenta sin retoque estos Nuevos
papeles del doctor Angel 9iménez.
Y aquí hago punto. La singular posición en
que, desde antiguo, se halla colocado respecto
de la crítica de nuestro autor, no permite sino
señalar la publicación de su nueva obra. Hace
bastantes años, cuando aun se hallaba Palacio
Valdés en plena lucha por la conquista de la
gloria, dolíase de la rutinaria y servil admira
ción de los críticos «modestos» frente al autor

que, «legítimamente, o no, ha logrado hacer su


nombre famoso y se halla en el pináculo de la
sociedad»; hoy, que ya el célebre novelista mira
su nombre puesto, y con justicia, en el cuerno
de la luna, todos cuantos «modestamente» ejer
cemos la crítica hemos de sentirnos algo cohi
bidos para manejar en honor suyo el ditirambo.
Claro es que en un estudio minucioso, con
tiempo y con espacio para razonar la alabanza,
o, si hubiese motivo para ello, la censura, se
podría demostrar que los «modestos» saben
también ser independientes; pero tal prueba no
es posible intentarla en un periódico. Aquí sólo
cabe, por cierto muy comprimida, esa «crítica
de actualidad», de la cual tiene dicho Palacio
7 3
yUL/O CA SA A ES

Valdés que, «lejos de favorecer el desenvolvi


miento literario de un país, ejerce en la mayo
ría de los casos una influencia perjudicial».
A quienes suelen verme periódicamente em
pleado en este «perjudicial» menester, no ne
cesitaré jurarles que no comparto la opinión del
admirado novelista. Pero la respeto; y en prue
ba de ello, no sólo he procurado evitar, al tra
zar las líneas precedentes, cuanto pudiera pare
cer un juicio crítico, sino que aun he perseguido
hasta el exterminio los adjetivos encomiásticos
que, a cada momento y de manera espontánea,
acudían a los puntos de mi pluma.

7 4
«ABEL SÁNCHEZ », UNA HISTORIA DE
PASIÓN, POR MIGUEL DE UNAMUNO

S cosa generalmente sabida que, entre los


E muchos e indiscutibles méritos que el se
ñor Unamuno atesora para costearse la inmor
talidad, figura el de haber descubierto un nuevo
género literario, al que ha dado la denomina
ción de «nivola». No está bien claro si el señor
Unamuno realizó su invento de manera volun

taria y consciente, o si, queriendo escribir una


simple novela, se extravió y le salió «nivola».
Hay indicios que abonan esta última suposición,
que en nada amenguaría la importancia del
descubrimiento, ya que no pocas de las inven
ciones que más enorgullecen a la humanidad
fueron producto de un error.
Como las obras del nuevo género son toda
vía poco abundantes, y aun se advierte en ellas
7 5
5 U/ O CA SA R ES

el titubeo que precede a la aparición del tipo


definitivo, creo que sería prematuro intentar
una definición científica de la «nivola». Así, a .
primera vista, lo que parece caracterizarla es la
presencia de un personaje central, absurdo e
introspectivo, que nos vaya ensartando divaga
ciones trascendentales acerca del yo y del no
yo, del ser y del no ser, del más allá y del más
acá. Junto a este personaje, que por fuerza ha
de padecer hipertrofia intelectiva y ha de
hallarse constantemente fuera de la realidad y
en ridículo, se coloca, para que le sirva de con
traste, una figura secundaria, de temperamento
espontáneo e irreflexivo y de poderosa anima
lidad. Se añaden uno o más simulacros de mu

jer, y... venga conversación Esto último es


muy importante. Oigamos cómo lo dice el pro
pio fundador de la «nivola»:
«—... Y mucho diálogo
—¿Y cuándo un personaje se queda solo?
—Entonces... un monólogo. Y para que pa
rezca algo así como diálogo, invento un perro
a quien el personaje se dirige» (I).
Se dirá que esto de discurriren forma nove
lesca acerca de lo divino y de lo humano ya lo
había puesto en práctica, admirablemente por

(1) Niebla. Renacimiento, Madrid, 1914. Página 159.


7 6
C R / 7" / C A E F/M E ARA

cierto, Anatole France, y que hasta ese mismo


perro de Unamuno no es sino mala copia de
Riquet, el encantador chucho de Monsieur Ber
geret à Paris. Es cierto; pero, de todos modos,
las obras del célebre ironista francés sólo po
drían traerse a cuento como tipo de transición,
pues en ellas todavía quedan situaciones, intri
gas, caracteres, ambiente, emoción, interés y
amenidad, cosas todas de que nadie, hasta
Unamuno, se había atrevido a prescindir por
enterO.
La primera «nivola» del ilustre catedrático
de griego se titula Amor y Pedagogía, y es la
historia de un pobre pelele, expresamente en
gendrado y educado para genio. Fracasa en su
primer intento literario y en su primer amor
(Federico, el personaje instintivo, le birla la no
via), y se suicida. En Niebla, la segunda «nivo
la», el esquemático y autoanalizador Augusto
se enamora perdidamente de Eugenia, y cuan
do están ya a punto de casarse, se escapa ella
con Mauricio (el personaje vividor y despre
ocupado); el autor interrumpe su relato antes
de que Augusto consiga suicidarse. La tercera
«nivola» es la que acaba de publicarse con el
título de Abel Sánchez, y también esta vez, por
variar, le birlan la novia al protagonista... Pero
detengámonos un momento en la portada.
7 7
7 U /, / O CA SA A ES

Del breve intercambio de ideas que -allá en


sus mocedades sostuvieron Ganivet y Unamuno,
el futuro ex rector de Salamanca nunca olvidó

las cosas geniales que acerca de los gitanos le


había dicho el malogrado granadino, mientras
éste sólo recordaba de aquél la «consumada
maestría» con que pintaba ranas en las mesas
de los cafés. Por cierto que, muerto Ganivet, y
celoso Unamuno de la creciente gloria de su
amigo, se permitió, andando el tiempo, atri
buirse la paternidad de no pocas ideas del
Idearium, sin acordarse de que mucho antes
había dicho: «Su Idearium español ha sido para
mí una verdadera revelación». Y en otro lugar:
«El Idearium español ha sido acaso el libro que
más ideas me ha sugerido en torno al casticis
mo castellano». Pero ese pleito no nos impor
ta ahora; lo que me interesaba recoger es el
testimonio de Ganivet en favor del talento pic
tórico de Unamuno, el cual, si hemos de dar
crédito a «Julián Sorel» (Los hombres del 98.
Unamuno, pág. 58), se proclama a sí mismo «el
mejor dibujante de Salamanca y de España».
Y como la primera obra pictórica que el señor
Unamuno ofrece al público es la portada de
Abel Sánchez me ha parecido conveniente se
ñalar el hecho. (Sobre fondo de añil intenso,
una cara amarilla, al parecer de chino, repre
7 8
CAR / 7" / C A E F/A/ E ARA

senta a la mujer vieja que, según la iconografía


tradicional, suele caracterizar a la envidia. En
un ángulo superior se ve una yema de huevo
duro, con la palabra griega phthonos (envidia);
y en el otro se lee el nombre Caín en caracte
res hebreos. Faltan las sierpes de rigor, pero
hay, en cambio, abundantes chorreones de san
gre. Los críticos de arte tienen la palabra.)
Pasando ahora al interior de la «nivola» nos
hallamos con un simbolismo tan diáfano como

el de la portada. Joaquín Monegro, el eterno


personaje « nivolesco», introspectivo, hiper
reflexivo y antipático, representa a Caín; Abel
Sánchez, su fraternal amigo de la infancia, ca
rácter franco y espontáneo, gozador de la vida,
«simpático sin próponérselo» (la obligada con
trafigura de que hemos hablado anteriormente),
encarna a su tocayo de la Biblia, y el papel de
perrito confidente está a cargo, esta vez, de la
hija de Joaquín, a quien éste destina sus bilio
sas lucubraciones en forma de «confesión» pós
tuma. -

Joaquín, perdidamente enamorado de su pri


mita Elena, que no le puede ver ni en pintura,
sufre terriblemente con los desdenes y coque
teos de la muchacha. ¿Qué dirán ustedes que
imagina Joaquín para rendir el corazón de la
esquiva? Un remedio infalible: le presenta a su
7 9
5 CV Z / O CA SA A ES

íntimo Abel, los obliga a que se tuteen y, para


asegurar la asiduidad del amigo, que es pintor,
le encarga un retrato de Elena y se retira por
el foro. No hay que decir que antes de acabar
--

la segunda sesión de pintura, Elenita y Abel se


besan como tórtolos. ¿Pero este Joaquín —se
pregunta el lector— es la cifra del envidioso o
la flor de los majaderos? El autor no puede to
mar a mal que, después de esto, nos dejen algo
fríos las tremendas torturas de su héroe; se las
ha ganado, como suele decirse, a pulso.
En el Caín de lord Byron, que Unamuno ha
tenido a la vista mientras escribía su Abel Sán

chez, las últimas palabras del fratricida al em


prender su peregrinación hacia las tierras ári
das de Oriente, son para lamentar que Abel no
haya dejado descendencia. Dirigiéndose a su
mujer, exclama: «... y la mezcla de los hijos de
Abel con los nuestros hubiera podido aplacar
esta sangre feroz que corre por mis venas!...»
(No respondo literalmente de la cita porque no
tengo el original a mano). Pues bien, el señor
Unamuno, reanudando el drama donde lo ter
minó el poeta inglés, y apropiándose la idea
genial puesta por éste en boca de Caín, casa a
Abel Sánchez con Elena y les da un hijo; casa
a Joaquín con Antonia, y les da una hija; hace
que los muchachos se casen entre sí, y nos
8 o
C R / 7" / CA E /7/ M E RA

ofrece la fusión de las sangres en Abelín, el


nieto único. Pero ni aun así se resuelve nada.

Joaquín sigue envidiando a su consuegro y, por


último, en un momento de arrebato, le echa al
cuello las garras.
En cuanto al contenido ideológico de la obra,
el Sr. Unamuno, fiel a su convicción de que
«los grandes genios han sido espíritus de unas
pocas y sencillas ideas», se ha limitado en Abel
Sánchez a « mejer y remejer», como él dice, lo
que tantas veces nos ha dado a leer.
En resumen, una «nivola» más y, dentro de
su género, muy inferior para mi gusto a Amor
y Pedagogía. Por ahora, si me dieran a elegir
entre Unamuno poeta, dibujante, filólogo, « ni
volista», periodista y ensayista, creo que me
quedaría con este último,

Crítica efímera.—II. 8 I 6
-----------~--~~~~ ~ ~ ~~~~ ~~--~ ~-- ----
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«LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIP.
SIS», POR VICENTE BI. ASCO IBÁNEZ

Dº Vicente Blasco Ibáñez, según él se


define, «es un hombre de acción, que
escribe novelas en los ratos de ocio». Conviene

advertir, para evitar torcidas interpretaciones,


que ser hombre de acción no significa para
Blasco Ibáñez consagrar la vida y la fortuna a
propagar ideas o a ponerlas por obra, sino hacer
lucrativas, con el mayor rendimiento posible, las
facultades naturales. A este propósito nos re
cordaba hace poco el ilustre escritor las ganan
cias que le habían producido sus libros y su «te
nacidad de hombre de acción», y añadía: «Al
otro lado del Océano firmé un día un cheque
de 8oo.ooo. Este pedazo de papel me pareció lo
más interesante de mis novelas».
A nosotros, tal vez por no haber visto ni de
8 3
7UL/O CA SA R ES

lejos cheques de ese calibre, nos interesan más


las novelas; es más: creemos que si el afortuna
do hombre de acción sólo tuviese en su haber
las andanzas republicanas de Valencia, la trata
de braceros para la Argentina y las traduccio
nes industriales, su nombre sería perfectamente
desconocido, no ya en Francia y en Rusia, don
de goza de popularidad, sino en la propia Es
paña.
Pues bien; después de algunos años de silen
cio, el señor Blasco Ibáñez ha publicado en va
rias lenguas a la vez una novela titulada Los cua
tro jinetes del Apocalipsis, llamada a ser, según
dicen los sueltos editoriales, la mejor obra de su
autor. Acabo de leer la versión castellana (hecha
con cierto esmero, aunque se advierte en mu
chos párrafos la primitiva redacción francesa), y
me apresuro a protestar en nombre de La ba
rraca, de Cañas y barro y de tantas otras no
velas excelentes, contra el agravio que supone
la mera comparación. El engendro reciente no
es siquiera una novela fracasada, como Són
míca la cortesana, por ejemplo; es, con nombre
y leve apariencia de novela, una torpe e inso
portable recopilación de cuanto el odio y la ig
norancia han escrito recientemente contra una

de las naciones más cultas de Europa.


Apenas comenzada la guerra europea, el se
8 4
C R/ 7" / CA E A / M E RA

ñor Blasco Ibáñez, llevado de su ferviente sim


patía por los franceses (muy digna de respeto),
quiso hacer algo eficaz para favorecer la causa
de éstos. Primero intentó un viaje de propagan
da por España, ahogado en flor por la hostilidad
del ambiente; luego pronunció el deplorable
discurso de la Sorbona, con ocasión del cual
recibió de los propios franceses una severa lec
ción de cortesía y de tolerancia para con las
clases conservadoras españolas, y, por último,
acaba de lanzar, también para fines de propa
ganda, Los cuatro jinetes del Apocalipsis, que
serán un fracaso más.

Bien sé que no todos los lectores compartirán


mi aversión hacia la incruenta y estéril lucha
de las plumas, pero, aun admitida la participa
ción de la literatura en la guerra, hemos de con
venir en que no todos los métodos de combate
merecen igual consideración. Promover las sim
patías hacia un pueblo beligerante, realzando
sus cualidades y virtudes y aun adornándole con
las que nunca tuvo, será poco eficaz si se quiere,
pero es lícito y generoso. Exagerar los defectos
del adversario y, especialmente, calumniarle a
mansalva, escondido tras un pupitre, me parece
incorrecto y poco noble.
Blasco Ibáñez, que optó por el segundo pro
cedimiento, ha mostrado tan escasa habilidad al
8 5
j V/ / / O CA SA R ES

aplicarlo, que sólo habrán de agradecerle sus


amigos, a falta de acierto, la mala intención. Y
es que la empresa de agraviar con fruto no es
tan fácil como parece. En primer término, se
necesita serenidad y tacto para no rebasar la
raya de lo verosímil: pintar una nación compues
ta exclusivamente de imbéciles, de asesinos y de
ladrones, es suponer que los lectores son men
tecatos de remate. En segundo lugar, se requie
re un perfecto conocimiento del sujeto paciente,
a fin de ver por dónde hay que dañarlo; y el
señor Blasco Ibáñez, sin más fuentes de infor
mación que las turbias y envenenadas de la
prensa, sólo ha logrado hacer trazos grotescos,
reveladores de una ignorancia fundamental. Ni
siquiera ha sabido copiar correctamente las con
tadas palabras en cursiva que pretende hacernos
pasar por alemanas -

Esta vez, evidentemente, se han trocado los


papeles. El hombre de acción ha suplantado por
un momento al literato, y al amparo de su nom
bre ilustre, se ha permitido escribir una novela
con la pluma de firmar cheques.

S 6
«VOLVORETA», POR WENCESLAO
FERNÁNDEZ-FLÓREZ

Dº el anuncio editorial de Volvoreta que


esta novela es del «autor de las Acota

ciones de un oyente, de A B C»; y en verdad


que no podía imaginarse más adecuada y eficaz
recomendación para una obra de Fernández
Flórez.

Después de aquellas inolvidables Impresiones


parlamentarias, que tanto y tan justamente
contribuyeron a popularizar el nombre de
Azorín, la reseña humorística de las sesiones
de Cortes había venido muy a menos. Un su
cesor poco afortunado, de estilo crepitante y
chillón, sin la finura y flexibilidad necesarias
para el oficio, y una legión de imitadores in
discretos, habían puesto en trance de muerte
el interés que el público mostraba por la nue
va manera de comentar el espectáculo legisla
8 7
5 UL/O CA SA R ES

tivo. (Nueva, para la generación actual; pues


el propio Azorín se encargó de señalarnos a
sus antecesores de otras épocas.) Ya el género
comenzaba a desacreditarse, cuando Fernán
dez-Flórez inauguró en ABC sus Acotaciones
de un oyente. Respetuoso, delicadamente iró
nico, burlón sin hiel, desenfadado sin afecta
ción, ingenioso sin esfuerzo, y con prosa ligera
e insinuante, el joven escritor logró reconquis
tar bien pronto la atención de los lectores para
sus crónicas, y más de una vez, debajo de la
aparente frivolidad de observaciones amenas y
de pormenores extrernos, acertó a trazar aca
badas semblanzas de algunas ilustres figuras
de nuestra rica y pintoresca galería parlamen
taria. -

Era, pues, de esperar que muchos lectores


que miraban con creciente simpatía la labor
del nuevo cronista, sin conocer sus obras ya
publicadas, ni siquiera su nombre, acogiesen
con alborozo el anuncio de una novela del
«autor de las Acotaciones de un oyente». Entre
esos lectores se encuentra el que suscribe.
No sé si Volvoreta habrá satisfecho a todos
por igual. En cuanto a mí, diré sin ambajes
que su lectura ha confirmado y aun mejorado
la favorable opinión que de su autor tenía for
mada; me ha procurado algunas horas de de
8 8
C R / 7 / CA A. F/A/ E RA

leite, me ha conmovido a ratos y me ha hecho


sonreir a menudo. Contiene aciertos de obser
vación maravillosos, interesante análisis de ca
racteres, escenas imaginadas y evocadas con
magistral sobriedad, contrastes sabiamente dis
puestos, paisajes descritos con amorosa com
prensión de la naturaleza, personajes creados de
una sola plumada, y, cubriéndolo todo, a ma
nera de tenue veladura, un optimismo discreto
e indulgente, que da tono y unidad sentimental
a la obra.
Si Fernández-Flórez fuese un escritor «con

sagrado» por el público, o por media docena


de amigos, o bien por su propia vanidad (este
es el modo de «consagración» más frecuente
entre los escritores contemporáneos), yo me
limitaría a justificar las cualidades de su nove
la, que he apuntado en resumen, indicaría algu
nos descuidos, que nunca faltan, y con ello da
ría por concluso el presente artículo. Pero creo
que nuestro autor no se ha subido aún a la
hornacina que, sin duda, le está reservada para
más adelante; lo veo todavía en el comienzo
de su carrera literaria, y tengo la inmodestia
de pensar que algo puedo ayudarle a conocer
se y a buscar su orientación definitiva. Si me
equivoco, yo me tendré la culpa; pues ya
debiera haber escarmentado de dar consejos a
8 9
C/ L / O CA SA A E.S.

quien no me los pide, y... también a quienes


me los piden con fingida humildad.
En la carta dirigida al «ilustre doctor Fiaño»,
que sirve de prólogo a la obra, se lamenta iró
nicamente el autor de Volvoreta de que su obra
no tenga tesis.
«Al llegar al final —dice— tú arrojarás
» el volumen con desaliento; tú harás un gesto
» de tristeza, que será corregido por un gesto
» de desdén.»

«Habrás descubierto que esta novela no tie


ne tesis. »

«No tiene tesis, ay de mí!, es verdad. ¿Qué


»viene entonces a hacer al mundo?...»

«Dios mío, no lo sé ...» Y el Sr. Fernán


dez-Flórez se disculpa alegando que la vida no
tiene tesis, y que él, como Beyle, su consejero,
cogió para hacer la novela un espejo, y lo pa
seó a lo largo de un trozo de camino. «Nunca
» copió mi espejo —añade— más que la misma
»vida, y al rebuscar en ella no encontré el sis
»temático triunfo de una idea, ni el de la acción
» moral, ni el de la acción impura.»
Pues bien, ¿qué pensaría el Sr. Fernández
Flórez si yo le dijese que el principal defecto
de su novela procede del abuso de la tesis?
Tesis, naturalmente, no en la acepción ridícula
y menguada que el joven humorista atribuye
9 o
CA / / Z CA E A / A E AR 4

por burla a su compatriota el «formidable Fia


ño», sino en la otra amplia y respetable de
idea central, de finalidad superior, de interpre
tación filosófica de la vida, que todo autor
pone en sus obras.
Cierto es que la Naturaleza no se entretiene
en escribir apólogos morales para los colegios
de señoritas; mas no por eso ha de juzgarse
que el Universo carece de sentido. Aun supo
niendo que el mundo sea, como decían los
Vedas, una de las treinta y cuatro comedias
que ha compuesto la Providencia para su re
creo, ¿qué significan la religión, el arte y la
filosofía, sino el eterno anhelo de la Humani
dad para desentrañar la «tesis de la obra»
y comprender el papel tragicómico que en
ella le ha correspodido? Por eso, si la Creación
tiene su tesis, todo libro en que se copie
algún aspecto de la vida habrá de tenerla tam
bién, implícita o expresa, ya sea por voluntad
del autor, ya sea sin propósito suyo deliberado
o por encima y a pesar de su intención. Así,
por ejemplo, no obstante la inmediata finalidad

satírica que Cervantes atribuyó a su obra in


mortal, vemos cómo en el correr de los siglos
otros genios de apartadas regiones se encaran
ansiosamente con el Quijote para arrancarle el
secreto de su íntima esencia, de su trascen
9
3 UL/O CA SA RES

dencia filosófica, de su simbolismo universal,


de su tesis, en una palabra.
En cuanto a Enrique Beyle, el que para es
cribir novelas recomienda mover un espejo de
un lado a otro como quien juega al escardillo,
también tuvo en la mente un primer postula
do, una fórmula inicial, de la cual fueron mag
nífico desarrollo sus principales producciones.
El idólatra de Napoleón, el admirador entusias
ta de cuanto significa energía de carácter o
privilegiada capacidad para los goces materia
les, nos ha legado en sus obras maestras la pro
lija demostración de una tesis que podríamos
resumir así: —En el mundo no hay mas que
placer, y de él sólo disfrutan los fuertes y los
sensuales. (Sabida es su definición del hombre:
«un ser que sale todas las mañanas en busca
de la felicidad».) Y como para la comproba
ción de su teoría no le cuadraban bien los per
sonajes ni los acontecimientos que la vida fran
cesa de entonces le mostraba a su alrededor,
se guardó cuidadosamente el espejo, se trasladó
a Italia, buscó en el temperamento italiano,
más violento y apasionado que el francés, los
caracteres y sucesos que mejor encarnaban su
concepto personal de la vida, sacó el espejo y...
escribió la Cartuja de Parma.
No hay que tomar, por tanto, al pie de la
9 2
C Ar / 7" / CA AE Pº/ M E RA

letra la receta de Stendhal, que, además, y di


cho sea de paso, me parece muy peligroso con
sejero para nuestro Fernández-Flórez. El autor
de Rojo y Negro no se detuvo nunca a exami
nar el aspecto exterior de las cosas ni a escri
bir por menudo su realidad física y sensible; lo
que hoy se llama «el sentimiento de la natura
leza» no existió para él. En cambio, fué un
profundo psicólogo, un espía implacable del
corazón humano, un analista minucioso y sutil,
que desmontaba con magistral habilidad el me
canismo de las ideas y sentimientos que pre
paran y determinan la acción. El autor de Vol
voreta, por el contrario, sobresale en la pintura
de los rasgos externos, en la anotación de sen
saciones y en la interpretación sentimental del
paisaje. Como psicólogo, en lugar de mostrar
nos de dentro a fuera la proyección del indivi
duo sobre el ambiente, nos describe el influjo
que éste ejerce sobre los caracteres. Y así, su
cesivamente, guardando siempre las distancias,
podríamos seguir comparando el temperamen
to del maestro con el de su discípulo, para
probar a éste que tal vez no anduvo muy acer
tado en la elección de director espiritual.
—Bien, pero ¿y la tesis de la novela que no
tiene tesis? \

-Un poco de paciencia, que todo se andará.


9 3
Hº quedado en explicar cómo
la extrema aplicación de cierta tesis
perjudicaba ligeramente a la última novela del
Sr. Fernández-Flórez.

Ante todo, ¿cuál es la tesis de Volvoreta?


Digamos en seguida que no es de las que se
han de adivinar o deducir acendrando cuida
dosamente, una por una, las páginas del libro:
la formula el autor en varios pasajes con la
claridad y precisión de un teorema, y no por
medio de sus personajes, sino directamente.
Situado en pleno panteísmo poético, frente
a la visión «egocéntrica» del Universo, y des
pués de mirar al ser humano «como átomo de
una obra gigantesca, de obscuro significado»,
en la cual sus sentimientos y sus voliciones son
«como el estallido de una burbujita en el mar»,
9 4
C A / 7 / CA A. F/A/ E RA

el Sr. Fernández Flórez conjura al espíritu de


la Naturaleza, escucha su voz, traduce sus pa
labras y nos transcribe un inspirado himno a la
naturalidad del amor. «¿Qué eres tú —pregun
ta—, voz aldeana; qué eres tú, que tienes tan
aguda angustia en la paz?...» «Y la voz habla
lentamente, y el alma la oye con un íntimo
amargor...» «Eres la verdad...» «Eres la ley
sabia y la ley fuerte de la Naturaleza. Y en ti
es santa la ignorancia del hombre, y en ti es
santa siempre la caricia de amor, por ser de
amor, y en la fuente donde bebió un sediento
bebe otro sediento, feliz por hallar el agua
fresca y rumorosa...» La misma imagen y el
mismo pensamiento se repiten en otro lugar:
«Sergio tuvo un atisbo de comprensión... com
prendió la naturalidad del amor... ¿Por qué
torturarse complicándolo con morbosidades?
Para la muerte y para el amor, para las mise
rias que sabemos miserias y para las miserias
que creemos grandezas, la Naturaleza tiene el
mismo gesto dulce, la misma mirada candorosa
de Volvoreta: la misma misteriosa tranquilidad.
Las fuentes brotan para los labios...». Y por si
nos quedaba alguna duda, aun se lee el siguiente
pasaje: «Ella había cedido a todo, sencillamente,
sin arrebatos ni hipocresías, con la fluidez con
que una fuente mana, y con la indiferencia con
9,5
7 U L/O CA SA A ES

que deja a unos labios acercarse a ella y


beber».

Es decir, que el amor, suprema ley de la


gravitación moral, unión de los contrarios,
afinidad electiva, genio de la especie, o como
ustedes quieran que lo definamos, es un fenó
meno tan simple y primitivo como el fluir de
los manantiales. La simpatía afectiva o fisioló
gica, el anhelo de reciprocidad, la estimación
utilitaria o estética del objeto amado, el deseo
de posesión exclusiva, los arrebatos pasionales,
y, especialmente, los celos, retrospectivos o fu
turos, todo eso son «hipocresías» o «morbosida
des» postizas, sin legítimo fundamento natural.
Puestos a simplificar de este modo, aun re
sulta excesivamente compleja la imagen de la
fuente y el sediento. ¿El amor es el agua que
fluye, o es la sed del que bebe? En el caso de
la novela, Sergio, un muchacho de diez y ocho
años, hijo de una familia distinguida, se enamo
ra de Volvoreta, la criada. Sergio quiere con
todas sus potencias, y Volvoreta se deja querer
con la más perfecta pasividad. Parece claro,
por tanto, que él es la sed y ella la linfa apla
cadora. Pero, si de acuerdo con la definición
del novelista, llamamos amor al fluir del «agua
fresca y rumorosa», ¿qué nombre guardaremos
para la pasión de Sergio? Y si ambos novios
9 6
C R / 7" / C A E F/ )/ E /º A

estuviesen igual y recíprocamente enamorados,


como dicen que ocurre algunas veces, ¿ten
dríamos una fuente frente a otra, o una sed
contra otra sed, o bien dos manantiales sedien
tos? No discuto. Quiero tan sólo precisar el
concepto del autor para aproximarme lo más
posible a su punto de vista, el cual, si no me
engaño, es el siguiente: Todo el aparato pasio
nal que de ordinario acompaña al amor es el
cortejo morboso de un sentimiento simple,
cuyo curso es tanto más placentero cuanto más
cercano se halla el individuo de la santa igno
rancia natural. Lo que vanidosamente llamamos
«conquista» y «traición» son, pues, dos fases
de un mismo vuelo caprichoso con que las al
mas se acercan y se apartan.

« Volvoreta, que cen voltas


arredor d'o lume dando,
ven e vai...»

Así representaba el alma Saco y Arce en su


poesía «Arrepentimiento», y así también, como
una mariposa (volvoreta), bella, humilde, in
consciente y alegre, nos presenta Fernández
Flórez a la delicada heroína de su novela. Mas

ayl, al encarnar el símbolo de la mujer-natu


raleza y del amor-manantial en una muchacha
de nuestro tiempo, enseñada a leer y a escri
Crítica efímera —II. 9 7 7
5 /7 L / O CA SA A ES

bir, doctorada en las aulas sospechosas del ser


vicio doméstico e iniciada prácticamente desde
niña en los arcanos del amor, el Sr. Fernández
Flórez vió que la realidad iba a contradecir su
tesis, y que para evitarlo necesitaba prescindir,
en su personaje, del egoísmo, del amor propio,
de la sensualidad, del pudor y de cuantos senti
mientos, hábitos e instintos dan, ordinaria
mente, impulso a la máquina humana. Nuestro
autor (aquí surgió el pecado) no vaciló en sim
plificar, al efecto, el mecanismo interior de Vol
voreta, y quitó aquí un resorte, allá una palanca
y acullá una rueda hasta hacer de su linda cam
pesina una engañosa figura de mujer, capaz de
todas las pasividades, pero exenta de vida pro
pia. Y así se ha dado el caso de que en una
novela psicológica se nos hurte el conocimiento
de los estados de conciencia y de los procesos
afectivos del personaje central. Al terminar la
obra, el lector se pregunta, con palabras del
propio Sergio: «¿Cómo se formularían los debe
res y los derechos en aquella adorable cabeza,
en aquel corazón de ritmo uniforme, que no
suscitaba desequilibrios, ni arrebatos, ni altera
ciones?...»

No se entienda por esto que el autor renun


ció en absoluto a la pintura moral de Volvoreta:
antes abundan en la obra muy acertados ras
9 8
C Me 7" / CA E FA M E RA

gos descriptivos de su modo de ser; pero como


las cualidades negativas (insensibilidad, indife
rencia, inconsciencia, etc.) no bastan para de
finir un carácter, nos quedamos sin conocer una
mitad, cuando menos, y por cierto la más
interesante, del alma de la protagonista. En
cambio, el Sr. Fernández-Flórez ha creado
con solo dos trazos un admirable personaje
episódico, descrito con tal intensidad, que des
pués de cerrar el libro, nos queda la impresión
de que doña María de Solís anda realmente por
el mundo, enlutada y doliente, con el rosario
entre las manos, paseando en un cochecito al
único hijo que la muerte no le ha reclamado
aún. ¿Por qué la sobriedad tiene tal fuerza evo
cadora en este caso? Porque el novelista ha
infundido en su personaje dos sentimientos que,
por sí solos, bastan para llenar y hasta para
hacer que estalle el alma humana: el amor ma
ternal y la fe religiosa. Cualquiera de ellos pue
de, no sólo obscurecer a los demás, sino anular
toda pasión o instinto, incluso el de conserva
ción; por eso, cuando el autor nos presenta
una mujer que ama a Dios o a sus hijos en
grado heroico, nos basta conocerla en este as
pecto para ver claramente el proceso interior
que corresponde a cada uno de sus actos.
Como estudio psicológico completo, el de
9 9
7 L /, / O CA SA /º E S

Sergio no deja nada que desear. El personaje


está minuciosamente relacionado con el ambien

te doméstico en que se mueve y con el paisaje


que le sirve de fondo; vemos qué resistencias
tiene que vencer, qué pasiones le impulsan,
cómo se determinan sus acciones, cuál es la
trayectoria de sus pensamientos y afectos y
cómo actúan sobre su temperamento la heren
cia, la educación y las influencias sociales. Pero
el adocenado carácter de Sergio no podía lle
nar una novela. Su iniciación carnal por el pro
cedimiento, que pudiéramos llamar clásico, de
la criada complaciente, su furor infantil al ver
se traicionado y sus breves andanzas periodís
ticas, sólo se leen con interés merced a la ri
queza de observaciones con que el autor las ha
aderezado.

Tampoco constituyen materia suficiente de


la obra algunos personajes secundarios tan ad
mirables como Muñiz y Chinto, ni episodios
tan divertidos como el de la redacción del
Avante, ni relatos tan cómicos como el de la
cacería, ni siquiera cuadros tan sobrios y ento
nados como el del exorcismo. La novela es

Volvoreta, y en ella había que concentrar el


interés. La aldeanita gallega, que pasa en pocos
meses desde criada rural a querida de lujo, es,
literariamente, un caso digno de ser estudiado
I O O
C A / /" / C A /, /, /./ /, /º 1

por un novelista psicólogo. El Sr. Fernández


Flórez vió el asunto acertadamente, como lo
prueba el título de la obra, pero quizá advirtió
también las dificultades de ejecución que pre
sentaba, y no se atrevió a ir derechamente al
fondo. Con todo, y para que las precedentes
salvedades no se tomen en más de lo que sig
nifican, repetiré, para terminar, que me ha sido
muy grata la lectura de Volvoreta, y que he
puesto el volumen entre mis libros predi
lectos. (I)

(1) Pocos días después de publicado el presente


artículo, la obra del Sr. Fernández-Flórez obtuvo por
unanimidad el primer premio en el concurso de no
velas convocado por el Círculo de Bellas Artes de
Madrid.
«EL VIERDADERO HOGAR»

D de un largo silencio, motivado,


sin duda, por la intensa actuación en las
misiones oficiales a que le llevó su carrera, el dis
tinguido diplomático y laureado escritor don
Mauricio López Roberts acaba de reanudar su
afortunada labor literaria, añadiendo a la inte
resante serie de novelas que comienza con Las
de García Triz y termina con Noche de Animas,
la obra cuyo título encabeza estas líneas.
El problema tratado en El verdadero hogar
no es ciertamente nuevo en la literatura: el

conflicto sentimental que entre los padres y los


hijos se produce por desnivel moral, intelectual
o social, y que puede ir desde la callada amar
gura hasta la tragedia, ha sido ya tocado por
novelistas de todos los países. (Recuérdense,
por ejemplo, Padres e hijos, de Turguenief, y
I o 3
5 C LZO CA SA R ES

Casta de hidalgos, de Ricardo León.) Pero el se


ñor López Roberts, al plantear el problema con
datos felizmente observados en nuestra inexplo
rada clase media, y al situarlo en los barrios
bajos de la corte, nos lo hace mirar a nueva luz
y le da realidad inmediata, añadiéndole en inte
rés lo que tal vez le quita en generalidad. Sin
acudir a causas más complicadas y sutiles, basta
considerar la tendencia ascendente, natural en
todo linaje vigoroso, para imaginar el contraste
de sentimientos y de ideas que ha de surgir en
tre cada generación que declina y la que, pues
ta ya en un peldaño superior de la escalera
social, aspira a sucederla. En este aspecto, el
asunto tiene un carácter universal. Lo singular
del problema presentado por el Sr. López Ro
berts está en que el personaje descentrado por
adelantamiento es una niña y, sobre todo, en
que el caso ocurre precisamente en España.
En nuestra patria, como en todas partes, la
familia acomodada de la clase media que tiene
un vástago varón se preocupa, desde que el
angelito nace, en orientarlo hacia una profesión
o carrera que, a ser posible, resulte más hon
rosa, brillante y lucrativa que la ejercida por el
padre. Las niñas, en cambio —y esto ya no su
cede de igual manera en todas partes— vienen
por acá al mundo con uno de dos fines igual
1 o 4
C R / 7" / CA E /, / M E ARA

mente elevados y generosos: ser «el consuelo


de la vejez» de sus padres, o «hacer la felici
dad de un hombre»; y como para tan altruista
cometido no necesitan, a juicio de los padres,
preparación especial, basta con dejar que las
pobrecitas vayan creciendo y aguardar a que la
Providencia resuelva la inexcusable alternativa,
puesto que «boda y mortaja del cielo baja». A
veces, «el consuelo de la vejez» está represen
tado por una señorita avinagrada e inútil, cuyo
incierto mañana es la más aflictiva pesadumbre
de los padres en los últimos días de su vida; y
también suele ocurrir que «la felicidad del hom
bre» deje algo que desear en lo tocante al go
bierno de su casa; pero éstas son excepciones
imputables a la imperfecta condición humana,
y que en nada desvirtúan nuestro concepto
tradicional relativo a la misión de la mujer.
De este concepto se derivan normas funda
mentales de conducta, que no es lícito infringir
impunemente. Así, cuando algún padre inex
perto se empeña en que su hija sepa leer, es
cribir y contar, o pretende que adquiera un
ligero barniz de buena crianza, ha de pensar
bien en lo que se mete; porque, o la niña ha
de ir a una infecta escuela del barrio, donde
por cada punto de costura le enseñan dos pi
cardías y tres desplantes, o hay que entregarla
o 5
yUZyO CA SA R ES

al influjo avasallador de unas monjitas, delibe


radamente ajenas a la vida terrenal, por efecto
de sus convicciones religiosas, y extrañas, ge
neralmente, a nuestro espíritu y a nuestras cos
tumbres, por su condición de extranjeras.
Don Cándido y doña Jesualda, dueños de un
fructífero establecimiento de compraventa mer
cantil, sito en la calle del Ave María, tienen una
hija única, Almudenita, que pasa sus primeros
años en la tienda, sentada al borde de los col
chones recién pignorados, y escuchando el sór
dido e invariable diálogo de sus progenitores
con la abigarrada clientela. Llegado el momen
to en que la niña no puede continuar en la tien
da, los padres deliberan acerca de su situación.
Con la maestra de la calle del Olmo —se di

cen— sólo aprenderá «ordinarieces», y se hará


«una chulona descarada»; en cambio las mon
jas francesas del cercano colegio de Santa Voz
ofrecen, por un precio relativamente modesto,
una esmerada educación moderna, con todos
sus refinamientos, adornos y exquisiteces. Con
sultado el bolsillo, que se muestra repleto, los
padres se deciden por Santa Voz, y allá va in
terna Almudenita.
Pasan los años, termina sus estudios la edu
canda, y sale hecha, en efecto, toda una seño
rita distinguida, pero tan ajena a su casa y a
1 o 6
Ǽ
C º / 7" / C A E F/M E RA

cuanto en ella ocurre, que comienza por cohi


bir a sus padres, se ve junto a ellos como una
extraña, se siente sola y desamparada en su
hogar, se va reconcentrando poco a poco en un
mundo interior poblado de recuerdos, y al pri
mer contratiempo que le ofrece la vida vuelve
los ojos al convento, que se le muestra clara
mente como la mansión de reposo, como «el
verdadero hogar» de las almas inadaptadas a
las realidades terrenas. Entonces es cuando los
padres, con el corazón desgarrado, se repro
chan su irremediable error. «Cuánto mejor nos
hubiese ido —clama la madre entre sollozos—

si la dejamos en la escuela de la calle del Olmo.


Sería una chulona y no bordaría ni chapurrea
ría el francés, pero con nosotros hubiese vivi
do, y en caso de necesidad seguiría con esta
tienda, y daría por un mantón o por unas orlas
lo que honradamente se puede dar».
He aquí, a mi juicio, el fondo y la tendencia
de la última novela del Sr. López Roberts. El
autor ha tenido buen cuidado de no dar a su

heroína temperamento ni aficiones místicas,


pues esto habría alterado esencialmente la ín
dole del conflicto. Ni Almudenita siente en su
pecho la hoguera de la caridad, ni brillan en su
alma los destellos de la gracia divina. Lo que
la atrae al convento es la dulzura de las voces,
1 o 7
7 U/ /O cA A R & 5
la caricia de las miradas, la suavidad de los mo
dales, el andar silencioso, la soledad de los
claustros, el jardín placentero, el ambiente mue
lle y apacible, todo aquello, en fin, que sin ser
de especial utilidad para la salvación del alma,
es regalo y descanso para una sensibilidad re
finada. Es, pues, la educación, esa esmerada
educación de que tan amargamente reniega al
fin doña Jesualda, la que ha soltado los víncu
los afectivos y ha alzado la pared invisible, que,
más aún que los muros de la clausura, manten
drá irremediablemente separados a los padres
y a la hija.
Fuera de los personajes centrales, trazados
con vigor y sobriedad, andan por la novela in
teresantes figuras secundarias, entre las que
merece muy honorífica mención doña Domitila,
la rozagante capitana, siempre recién viuda,
cuyas andanzas amorosas tienen un curioso re
flejo, por lo que hace a los altibajos de fortuna
y a la varia condición social de sus amigos, en
los objetos que pignora en casa de doña Jesual
da. El contenido emocional de la obra, sabia
mente distribuído, no rebasa jamás la nota de
ternura; las descripciones, especialmente las del
convento, tienen gran fuerza evocadora, y el
lenguaje, no exento de ironía, es tan espontá
neo y natural, que hasta los desaliños que a
I o 8
C A / 7 / CA E /, /./ AR RA

veces se advierten parecen respetados de pro


pósito para huir del peligro de la afectación.
En suma, una novela que hace honor a la plu
ma que escribió Doña Martirio, y que, si no
me equivoco, ha de valer muchos aplausos a su
autor (I). Vaya por delante mi parabién muy
sincero y afectuoso.

(1) Varios meses después de publicados estos ren


glones, la novela a que se refieren, fué agraciada con
el «Premio Fastenrath» por voto uuánime de la Real
Academia Española.
«UN GRITO EN LA NOCHE»,
POR PEDRO MATA

D la lectura de este libro, que


lleva , por subtítulo «Novela de amor
y de dolor», mi interés se ha visto muchas ve
ces solicitado, más que por la romántica duque
sa de Ansó, protagonista, y más que por el
adolescente Agustín, su sobrino y adorador, por
la figura, constantemente en primer término,
del propio autor de la novela. Diríase que, al
escribir Un grito en la noche, Pedro Mata ha
querido ofrecernos la demostración práctica de
cómo se confecciona una novela, mostrándo
nos, de paso, su perfecto dominio de la técnica
profesional. Para ello, en lugar de esconder el
plano y la andamiada de la obra, dando así a
la narración novelesca el aparente desorden con
que los dramas reales se ofrecen a nuestro áni
7 Ly yO CA SA A ES

mo, nos deja ver anticipadamente el esquema


a que han de ajustarse los acontecimientos; nos
presenta, uno por uno, a los seres imaginarios
que han de intervenir en la acción; nos habla
de por qué escribe lo que escribe, de por qué
no escribe lo que calla, de por qué se propone
decir tal cosa o no decir cuál otra; nos instru
ye, en fin, en no pocas interioridades del oficio
de novelista, y, con un motivo o con otro, se
presenta a cada paso en el proscenio para
charlar con los lectores y para codearse con los
personajes. No es, pues, extraño que lleguemos
a tomarlo por uno de éstos, y que, sobre el
trágico fondo que van tejiendo en la novela las
pasiones y el infortunio, resalte y nos atraiga
la figura equilibrada del autor, siempre seguro
de su arte y... encantado de haber nacido.
Porque, indudablemente, el autor de Un gri
to en la noche, como escritor al menos —y oja
lá le ocurra lo mismo en otros órdenes—, debe
de ser un hombre feliz. En primer lugar, para
él «no hay nada más agradable que el placer
de escribir cuando se escribe a gusto». Y por
si esto no fuese ya bastante suerte para un es
critor profesional, vemos que, además, Pedro
Mata, al emprender la carrera de las letras,
supo adoptar una norma de vida que, segura
mente, le envidiarán no pocos lectores. Según
I 2
C R f 7" y C A E F/M E RA

nos cuenta, el Universo se ofreció a su mirada


como un río caudaloso, en cuyas floridas ribe
ras cantaban sin cesar los pájaros y reían muje"
res hermosas entre chasquidos de «tenues copas

de cristal». ¿Qué hacer ante tan maravilloso


espectáculo? ¿Investigar de dónde venía la co
rriente? ¿Torturarse indagando adónde iría a
parar? «¿Descubrir —son las palabras del inte
resado— el origen de la Vida, o sumergirse en
la inmensidad de la Muerte?» (Algo mejor que
todo eso.) « Había —sigue hablando Pedro
Mata— muchas mujeres en las márgenes del
río, y había unas barcas atadas a la margen. El
autor se embarcó en una de ellas y estuvo cru
zando de una orilla a otra. Así pasó lo mejor
de su vida, siempre entre flores, entre pájaros,
entre vinos y entre mujeres... Puesto en el dile
ma de pensar o vivir, optó por vivir. El autor
ha vivido mucho, pero no sabe nada de nada».
Esto último bien se echa de ver que es pura
modestia y, al propio tiempo, un consuelo ofre
cido a los pobres mortales a quienes el destino,
¡ayl, escatimó mezquinamente las flores, los pá
jaros, los vinos, y, sobre todo, las mujeres.
Se dirá que los anhelos del escritor no se
satisfacen con hacer de la vida un jardín encan
tado, aunque se sume a este prodigio el placer
de verter luego en las cuartillas la miel de la
Crítica efímera.—II. I I 3 8
7 U /, / O CA SA R ES

sabiduría acopiada en mil gustosos experimen


tos. Es verdad. Generalmente, los literatos es
criben para ser leídos, y los hay que, además,
desean ver su labor estimada: de aquí que el
posible desvío del público o las censuras, justas
o injustas, de la crítica puedan ser para ellos
motivo de preocupación. También en este pun
to ha logrado triunfar Pedro Mata. Él sabe que
se le ha tachado de inmoral; sabe asimismo que
el público, ignorante de los cánones estéticos
por que se guía el autor («la arquitectura, la
proporción, la ponderación y el contraste»)
suele encararse con él cuando le parece que
cierto capítulo es ñoño, que tal escena es inde
cente o que determinado personaje es cursi.
¿Qué importa? «El autor está muy por encima
de todo eso; de los personajes, de la novela...
y del público. ¿Y la crítica? Bahl, la crítica...
la crítica...»
Pero, como la perfecta felicidad no es de este
mundo, Pedro Mata tiene también sus ratos de
amargura. En aras de la brevedad, según nos
advierte, se ve obligado a sacrificar con fre
cuencia interesantes escenas, descripciones y
episodios, haciendo en su relato «dolorosas
amputaciones»; y esto, para quien tiene por
deporte supremo «el placer de escribir», re
presenta, indudablemente, una contrariedad.
I I 4
CR/ 7 / CA E F/A/ E A .4

Así y todo, la novela tiene más de 5OO pá


ginas.
Y acaba inopinadamente. El aprovechado
sobrino sale bien pronto del ciclo platónico,
aleccionado en el ars amandi por una experta
cortesana, que utiliza al efecto el mismísimo
texto de Ovidio (sic). La duquesa, previa una
decorosa resistencia, corresponde ampliamente a
la pasión del joven Agustín, y llega en sus prue
bas de amor hasta usar unas ligas cuyos broches
de oro son sendos medallones con miniaturas

del ser amado. Mientras tanto, una hija de la du


quesa, próximamente de la misma edad que el
galán, sospecha lo que está ocurriendo; se lo
hace entender así a su madre, y, además, se ena
mora del primito. ¿Qué catástrofe nos espera?
No es la primera vez que este conflicto se
plantea en la literatura. En Ce qui me meurt pas,
de Barbey d'Aurevilly, hasta los términos del
problema son iguales a los de Un grito en la
noche. (Allan, diez y siete años; la condesa Scu
demor, cuarenta; Camila, hija de ésta, catorce.)
En la solución del autor francés, tan trágica
como humana, sólo interviene el libre meca
nismo de las pasiones. En la obra del novelista
español, el desenlace, o la terminación, que no
es lo mismo, está a cargo de un accidente de
automóvil. Agustín, circunstancialmente sepa
1 I 5
7 /, / O CA SA R ES

rado de la duquesa, que pasa una temporada


en el campo, se propone sorprenderla con su
visita. Ya cerca de la casa, vuelca el vehículo.
El conductor, aunque mal herido, conserva el
conocimiento y el habla; el señorito fallece ins
tantáneamente, por fractura de la base del crá
neo. Desde una ventana de la finca, la duquesa,
su hija Eulalia y la madre de Agustín han oído
un grito desgarrador en la calma absoluta de la
noche (no se indica la marca del automóvil ex
tra-silencioso, que se acerca sin ser notado). El
grito, que no procede del chauffeur como pu
diera creerse, sino de Agustín, sólo Eulalia «lo
oyó en el corazón». «Allí estaba la madre, allí
estaba la querida, allí estaban todos, y nadie lo
entendió. Y es que todos lo escucharon con los
oídos...» (¿La madre también?)
Los admiradores de Pedro Mata, que son
muchos, hallarán comprobadas en este libro
emocionante, ameno y limpio de crudezas na
turalistas, las excelentes condiciones que, para
el cultivo de la novela, había acreditado cum
plidamente nuestro autor en Corazones sin rum
bo. En Un grito en la noche, los tipos de mujer
son, no sólo los más atrayentes, sino también
los mejor estudiados. La duquesa protagonista,
«romántica como una costurera», y las «chicas
alegres», entre las que se destacan la sincera y
I I 6
C R / 7" / C A E F /M E R 4

desconcertante Maruchi, constituyen verdade


ros aciertos. El diálogo tiene momentos de gran
intensidad dramática, y el lenguaje, general
mente escaso de imágenes y libre por igual de
giros chabacanos y de refinamientos preciosis
tas, se mantiene, desde el principio hasta el fin
de la obra, en un tono de apacible corrección,
que, sin llegar a la distinción aristocrática, po
dría muy bien clasificarse como de «clase me
dia acomodada».
«EL LUCHADOR» PORJ. LÓPEZ PINILLOS

S IEMPRE he oído decir que el Sr. López Pi.


nillos («Parmeno»), en su triple condición
de periodista, novelista y dramaturgo, es un es
critor fuerte. ¿Qué ha de entenderse aquí por
fuerte? Fuerte era el agua tofana, inofensiva al
paladar y mortal para el organismo; fuerte es
el aguardiente de Chinchón, que abrasa la boca
y luego conforta el estómago. No hay escritor
más fuerte, en cuanto al fondo satánicamente
destructor de sus obras, que Anatole France;
y no existe un escritor más suave que el pro
pio France por lo que toca a la serenidad y
euritmia de la forma. El Sr. Pinillos se parece
más bien al Chinchón. De él podría decirse,
invirtiendo la sentencia del jesuíta Aquaviva,
que escribe «fortiter in modo, suaviter in re»,
ya que su fortaleza no procede de la agresivi
I 9
3 ULZO CA SA R ES

dad del pensamiento, ni de lo atrevido de las


ideas, ni del rigor y solidez de la trabazón dia
léctica; es fuerte porque emplea voces desme
suradas, y exagera las comparaciones, extrema
los contrastes, sobrecarga la sátira, recalca los
trazos descriptivos, retinta los perfiles, violenta
los ademanos, hipertrofia los caracteres, mal
trata a sus personajes, es cruel sin necesidad y
va siempre, como si no pudiese detener su ím
petu, un poco más allá de lo que parecía pro
ponerse. Y esto lo hace el Sr. Pinillos honrada
mente, con entera sinceridad, porque la exage
ración es tan connatural de su temperamento
como lo es del espejo ustorio el aumento de las
imágenes.
Esta condición, que no siempre se traduce
en defectos, y que tiene muy honrosos prece
dentes en la literatura castellana, se echa de
ver, más que en otras obras de nuestro autor,
en la que motiva las presentes líneas.
El Luchador se compone de un capítulo

de novela, malogrado por un crimen de película,


y precedido de una prolija descripción del am
biente periodístico madrileño, que ocupa más
de las dos terceras partes del libro. Ureña,
nueva encarnación del Acuña de Los Centau

ros, que también se llamaba «El Luchador»,


ingresa en una redacción madrileña, va traban
l 2 O
C R f TI CA E F/M E ARA

do conocimiento con los más variados ejempla


res de una arbitraria fauna periodística, y, como
el personaje de Ricardo León, sólo halla en su
camino un selecto muestrario de imbéciles y
sinvergüenzas. En este punto el ensañamiento
satírico del Sr. Pinillos es, a más de excesivo,
inoportuno. Debió prever que el testimonio de
un profesional de la Prensa, siquiera se man
tenga estrictamente en el terreno de la ficción
pura, adquiere un innegable valor documental
en cuanto se refiere al periodismo. Y si es ver
dad que escogiendo lo peor de cada casa se
podría componer, en efecto, una redacción
como la de La Independencia, no por eso ha de
estimarse lícito, artísticamente, confiar la repre
sentación de toda una clase a sus más despre
ciables individuos, aunque estén fotografiados
de la realidad. Barciel es un gacetillero sucio y
repugnante, que se entretiene en cazar ratones
para hacer de ellos pisapapeles, inyectándoles,
en vivo, ácido fénico y sublimado. Orellana, «el
vendedor de nubes» (aquí viene a la memoria
«el vendedor de sol», de Rachilde), es un per
fecto granuja, que, como los timadores de «isi
dros», baja a las estaciones a vender permisos
para andar por la calle de Alcalá; Garcés, el
crítico, es un ente venenoso, desabrido y gro
sero, que se pasa la vida cosechando bofetadas
I 2 I
5 UZ/ O CA SA R ES

y puntapiés; Távora es un chulo repulsivo;


Lasarte, un villano que pospone la dignidad al
bolsillo; el cronista de salones es un majadero
que cree que el bacalao procede de ciertas mi
nas de Escocia; Galo es un idiota; Andara, el
gerente, un necio atrabiliario; Lafón, el direc
tor, un mentecato ignorante que sólo escribe
«gallinazas trascendentales»...
¿Y «El Luchador»? ¿Será acaso, que el señor
Pinillos ha reservado para el protagonista todas
las dotes de honradez y talento de que carecen
sus compañeros? Quizá fué esa la intención del
autor, puesto que no hace cometer a Ureña
ninguna indignidad manifiesta y aun le atribuye
algo de ingenio; pero, después de verle tragar
los grotescos infundios de «el vendedor de nu
bes», y revelar su necedad e incultura en la
redacción de gacetillas y telegramas, queda
convencido el lector de que, entre todo el per
sonal de La Independencia, inclusos los em
pleados administrativos, no hay quien tenga
dos dedos de frente junto con un adarme de
vergüenza.
Hacia la página I7o aparece una figura de
mujer que presagia una ráfaga de poesía en el
ambiente sucio y miserable en que se desarro
lla la novela. Rosina, cuñada del principal ac
cionista del periódico, que habita enfrente de
2 2
C R / 7" / C A E F/AM A RA

la redacción, es una preciosa criatura de quien


Ureña se prenda locamente. Ella le correspon
de a la primera mirada, y se inicia el capítulo
de novela de que hemos hablado al principio.
El accionista poderoso protege estos amores,
asegura al «luchador» una posición decorosa en
el periódico y casa a los tortolitos en un santi
amén. Pero he aquí que llega la escena de « al
fin solos l», y Ureña descubre que la candorosa
desposada está... de cinco meses. Y ya tenemos
otra vez al Sr. Pinillos en su elemento, ense
ñándose en describir con pormenores repulsi
vos la deformidad corporal de la que hasta mi
nutos antes nos había presentado como una
grácil muñequita, pura, inocente y rendidamente
enamorada de Ureña.

Aquí puede el lector interrumpir la lectura


(lo cual es una solución) o disponerse a presen
ciar el diluvio de golpes con que el «luchador»
martiriza prolijamente a la joven esposa hasta
en los lugares más recatados e inasequibles de
su cuerpo. Porque, eso sí: Ureña carece de
dotes intelectuales para triunfar, pero puños...
Vapuleando al crítico de La Independencia se
acredita de «catedrático de atletismo »; a otro
compañero de redacción lo pulveriza de una
bofetada, y en cierto trance estrangula con ma
gistral limpieza a un terrible «bulldog» que de
I 2 3
yU / /O CA SA R ES

improviso le acomete. Es indudable que si en


lugar de inclinarse a las letras se hubiese dedi
cado al circo, Ureña habría triunfado plena
mente. En las horas de cólera que siguen al
descubrimiento de su afrenta, el «luchador»,
entre otras hazañas, destroza, con el puñal que
le servía de plegadera, el mobiliario de su casa.
(Todo el que haya tenido que partir astillas con
un hacha sabrá lo que representa destrozar
muebles de caoba con una plegadera.)
Para olvidar sus penas, el luchador empren
de un viaje a Portugal en compañía de una
pupila de burdel y de... «Las Florecillas de San
Francisco». Naturalmente, esta mezcla deto
nante, rociada además con vino en abundancia,
transforma al «luchador» en una cosa indefini

ble, entre místico, abúlico y cínico. Vuelve al


periódico, pide perdón a todo el mundo, se
arregla con su esposa, se instala en el antiguo
nido amueblado de nuevo (hay que suponer
que también la plegadera habría sido renovada
o afilada, al menos), y movido de un ridículo
«franciscanismo» va humillándose ante sus an

tiguos compañeros y pidiéndoles golpes y des


precios.
Mientras tanto nos enteramos de que el se
ductor de Rosina fué Paredes, su propio cuña
do, que sigue brutalmente enamorado de ella.
I 2 4
C. Rº f 7" y C 4 /, /7 / 3/ y Rº 4

Una noche (aquí comienza la película), durante


un banquete periodístico al que asisten el «lu
chador» y Paredes, éste sustrae las llaves del
gabán de aquél; va a casa de Ureña, entra cau
telosamente y trata de forzar a Rosina. Resiste
ella furiosamente, amenaza con el escándalo, y
entonces Paredes, cogiendo la consabida plega
dera (que estaba providencialmente junto al
lecho), asesina a su cuñada, huye, vuelve a de
jar las llaves en el gabán del esposo y... aquí no
ha pasado nada,
Esto es la novela. ¿Por qué mata Pinillos,
digo Paredes, a la infeliz Rosina cuando aso
maba el drama y el libro comenzaba a intere
sar? Por miedo de que se enteren las criadas del
intento de forzamiento y lo digan al marido, y
el marido lo asesine a él. Es decir, que el terri
ble, el dominador, el «desasosegante» Paredes,
que no temió las iras del «luchador» escarne
cido y aun lo mantuvo a raya cuando éste, loco
de furia y en pleno vigor físico y moral fué a
pedirle cuentas de su deshonra, mata ahora por
miedo a la dudosa venganza de un pelele sin
dignidad y sin energía. Y, sin embargo de esto,
hay que reconocer que el tal Paredes, sangui
nario y lujurioso debajo de su aspecto glacial
y cortés, es un acierto de excelente novelista,
que tal vez habría bastado para entonar toda
1 2 5
7 UL/O CA SA R ES
la obra si el autor lo hubiese utilizado hábil

mente a manera de personaje central a quien


sirviesen de comparsas el «luchador» y sus
colegas.
Tal como está compuesta la novela yo no
puedo felicitar sinceramente al celebrado autor
de Doña Mesalina. Creo que contando con su
profundo conocimiento del ambiente literario ac
tual —redacciones, saloncillos y tertulias —ima
ginó que le sería muy fácil enhebrar una serie de
escenas interesantes y divertidas (algunas lo son
en sumo grado), a las cuales sirviese de pretexto
un simple apunte de acción novelesca. Y por
que imaginó la cosa fácil y sin riesgo, el
Sr. Pinillos no acometió la empresa con el em
peño y preparación que requería, ni puso a su
servicio todas las envidiables dotes de escritor

que tan legítimos triunfos le han valido en su


brillante carrera literaria.
En cuanto al estilo del Sr. Pinillos, me remi
to a las observaciones apuntadas en otro lu
gar (I). Hoy, para terminar, sólo diré que
algunas cualidades características de nuestro
autor, tales como la magistral anotación de los
diálogos y la riqueza y propiedad del len
guaje, aparecen corroboradas en El Lucha
(1) Véase Crítica Efímera, I, páginas 295 y si
guientes.
I 2 6
C.A / 7 / CA E F/M E A .

dor, y que la fuerza cómica con que están tra


zadas ciertas escenas y la delicadeza de otras
muestran bien a las claras la flexibilidad de ta
lento del Sr. Pinillos y cuánto tenemos derecho
a esperar de él.

1 2 7
LITERATURA BARATA

A sólo a la literatura de 3,5O para


arriba, suele la crítica ignorar la apari
ción de ciertas publicaciones periódicas que, por
su enorme difusión, son, tal vez, las que más
influyen en la cultura artística, intelectual y mo
ral de las clases más numerosas de la sociedad.
Para mí, en cambio, los muchos millares de me
nestrales, empleados y comerciantes que com
pran por unos cuantos céntimos cuentos y no
velitas, son mucho más interesantes que los es
casos centenares de personas que acostumbran
a adquirir libros, y que merced al ejercicio habi
tual del espíritu crítico, o por un efecto de sa
turación literaria, reaccionan de manera auto
mática frente a las ideas y emociones que la
lectura les sugiere.
Muchas han sido las publicaciones económicas
Crítica efímera.—II. 1 2 9 9
7UL/O CA SA R ES

que han visto la luz en estos últimos años (La


Novela Ilustrada, La Novela de Ahora, El
Cuento Semanal, Los Contemporáneos, La No
vela de Bolsillo, etc.), si bien ninguna alcanzó el
límite de baratura, ya infranqueable, de la pe
rra chica, a que ha llegado la reciente Novela
Corta, de que vamos a hablar, lector, si no lo
tienes a menos.

No hagamos caso del título. Por grande que


sea la indeterminación de fronteras entre los

géneros literarios, no es lícito llamar con pro


piedad novela corta a Sor Simona, de Galdós,
ni al cuentecito de Répide, titulado El camino
de los brazos.
El propósito editorial, aunque expresado en
forma impropia de quien ha tomado sobre sí la
tarea de educar al pueblo, no puede ser más no
ble y desinteresado: «Poner en contacto al vulgo
con los grandes escritores. En España, el libro
es caro. Nuestro bolsillo, pobre. Esta abulia (?)
del público se deriva, no de su desamor a la
lectura, sino al precio de las publicaciones, que,
a pesar de su modestia secular (?), no guarda
relación con nuestros depauperados bolsillos».
La Empresa se propone fomentar el amor a
las letras, sin temor a la ruina de sus «intereses
personales». La Novela Corta pondrá «al obrero
y al lector estoico (?) en contacto permanente
I 3 o
C R / 7" / C A E F/M E RA

con Galdós, Baroja, Dicenta, etc.» A costa de


un «sacrificio editorial», sin precedente, se nos
ofrece una «intensa obra cultural, que, a pesar
(sic) de su carácter ameno, es profundamente
pedagógica; la estirpe intelectual de nuestros
colaboradores únicos —los más altos valores
de nuestra literatura— son (la estirpe... son...)
una garantía de buen gusto». Lástima que al
guno de esos señores de la estirpe no haya
sido llamado para presentar decorosamente la
nueva publicación
Dentro de la lista de «colaboradores únicos»,
que son casi todos los escritores contemporá
neos, desde Galdós a Colombine, y desde Bena
vente a Parmeno, forman categoría especial los
«jóvenes maestros», entre los cuales, ay!, no es
tán ya algunos que hace poco ostentaban tan
codiciado título, y que, al verse colocados, aun
que sea por turno de ascenso, junto al venerable
don Benito y a la eximia doña Emilia, habrán
pensado, con melancólica resignación, en «la
corriente inexorable del tiempo». Los editores
advierten, además, que los «colaboradores úni
cos» no serán los únicos que colaboren. «Este
criterio estrecho haría antipática la publicación.
Cuando un escritor, ya en el libro, ya en la es
cena, alcance algún éxito resonante, solicitare
mos su concurso. Pero debemos advertir que
1 3 I
5 U / Vo CA SA R ES

esta consagración será una alta merced intelec


tual, que sólo otorgaremos de tarde en tarde...»
Tales son los propósitos de la empresa. En
cuanto a la obra de los colaboradores...

Hace ya algún tiempo que el auxiliar de Físi


ca de un Instituto de esta corte ganó, en oposi
ción, la cátedra de igual asignatura en la Uni
versidad Central. Los alumnos, que se habían
despedido de él en el último curso del bachille
rato, hallaron, pocós meses después, en la clase
de Física del preparatorio, no sólo una asigna
tura absolutamente desconocida, sino un cate
drático más desconocido todavía. El auxiliar,
negligente y rutinario, se había trocado en un
sabio maestro, solícito, ameno y paternal. Y
como alguien llevase a noticia del interesado los
comentarios que de su repentina y profunda
mudanza hacían los alumnos, exclamó aquél con
extrañeza: «Yo creo que a cualquiera se le al
canza que la Física del Instituto no puede ser
como la de Facultad».

No voy a hacr por ahora aplicación concreta


de este verídico suceso a los colaboradores úni
cos de La Novela Corta; quiero tan sólo recor
darles que la literatura de perra chica debe ser
les, cuando menos, tan sagrada como la otra,
siquiera sea para no frustrar el designio de la
nueva publicación. «De lo contrario —dice la
I 3 2
CAR / T C A E A / M E RA

empresa— nuestro sacerdocio resultaría un fal


so apostolado. Medianías, no». -

Y ahora, un último punto, que, aunque es al


go escabroso para tocarlo aquí de pasada, no
debe quedar en silencio. Se ha sostenido, no sin
fundamento, al discutir la influencia social de la
literatura, que toda verdadera obra de arte lleva
ya en sí misma el remedio para los males que
pueda ocasionar. Si es verdad, se nos dice, que
hay que poner a la cuenta del Werther no
pocos suicidios, en cambio no se ha hecho un
cómputo de las Carlotas que, a punto de caer,
se fortalecieron con el ejemplo de la heroína de
Goethe. A esto podría contestarse que tampoco
se sabe cuántas cayeron para evitar supuestos
suicidios, y que, en cuanto a la virtud salvadora
del antídoto, nunca es tan cierta y eficaz como
la acción del veneno. Además de esto, hay que
considerar que si cuando se estudia el influjo del
libro en la sociedad, cabe suponer un tipo me
dio de lector, ni sabio ni ignorante, y tan aleja
do del candor infantil como de la experiencia
maliciosa, el problema se complica cuando,
como en el caso presente, la literatura se hace
asequible a nuevas masas de lectores que, por
su clase o por su edad, nunca hasta hoy tuvie
ron medio ni ocasión de gustar las bellas letras.
Para un espíritu maduro y equilibrado, el te
I 3 3
7 U / 7O CA SA R ES

rrible realismo de Nana puede ser una pro


vechosa lección moral; para un muchacho de
quince años, la lección quedará perdida entre
el asedio de imágenes y excitaciones que la lec
tura le habrá producido. Y téngase presente que
Zola es un excelso artista, y que su naturalismo»
vigoroso y romántico, es una exaltación desen
frenada de pasiones, apetitos e instintos, bajos
y viles, si se quiere, pero humanos al fin. ¿Qué
se diría, pues, de quien para «hacer patria» y
«elevar el nive, cultural de un pueblo» propa
gase entre la juventud, no ya cuadros de vida
licenciosa, sino la descripción de escenas de sa
dismo, con su obligado cortejo de misas negras,
blasfemias y aberraciones sexuales? ¿Cómo es
posible, por tanto, cohonestar la publicación del
repulsivo Caso clínico, del «joven maestro»
Sr. Hoyos y Vinent, con una obra de «apos
tolado, que viene a cumplir una alta misión, en
estos tiempos de sicalipsis y exaltación tau
rina»? Si al señor Hoyos le llevan sus aficiones
a cultivar ese trasnochado género de literatura,
barrido ya de todas las naciones cultas, ¿por
qué no reserva los frutos de su ingenio para
solaz de sus íntimos, en edición lujosa y de es
casos ejemplares? Sería «muy» Barbey d'Aure
villy... y todos iríamos ganando.
Yo he visto a muchachas de la clase media
I 3 4
*
C. A f 7" y C. A E F / 1/ E R 4

leer en el tranvía el precioso cuentecito de Lina


res Rivas titulado El poder de la ilusión, y he
sentido envidia de esos afortunados «colabora
dores únicos» que, merced al generoso concurso
de un editor bien intencionado, pueden llevar
una pura emoción estética o un germen de bon
dad a millares de corazones; pero también he v

visto en manos juveniles el absurdo relato del


Señor Hoyos, zurcido con residuos librescos,
falto de arte y henchido de morbosa sensua
lidad...

En fin, nadie está libre de dar un mal paso,


y no es cosa de perder la esperanza al primer
tropiezo. Estaría bueno que, puestos de acuer
do cerca de cincuenta ingenios —«los más al
tos valores de nuestra literatura»— con una

Empresa editorial animosa y desinteresada, no


lograsen llevar a efecto la modesta obra de cul
tura en que se dicen empeñados
Esperemos.

I 3 5
«EL ÁRBOL GENEALÓGICO», POR
ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

v.

º ya algún tiempo, en un artículo


titulado «Literatura barata», que tenía
por objeto señalar la aparición de La Novela
Corta, hablé incidentalmente de El caso clínico,
del señor Hoyos y Vinent. Esta novelita, que,
según ciertos encomios editoriales, constituye
la «obra-cumbre» de su autor, me pareció
falsa, desagradable e inmoral; y por si esto era
poco, aun me impulsaba a la censura el pensar
que «el absurdo relato del Sr. Hoyos, zurcido
con residuos librescos, falto de arte y henchido
de morbosa sensualidad», se iba a vender a
cinco céntimos, sin , la clandestinidad de los
folletos de kiosco, lo cual le aseguraba una di
fusión tan enorme como perniciosa entre la
juventud que lee.
I 3 7
5 U L/O CA SA A ES

Sin duda, mi parecer debió de ir bastante


acompañado en aquella ocasión, por cuanto a
los pocos días publicó el Sr. Hoyos en El Libe
ral un artículo titulado «En defensa propia: La
moral y la literatura»; y allí nos refería que su
novela había promovido «una tempestad» y
había tenido «la virtud de alzar una polvareda».
Después aseguraba que el nivel de la crítica
había «bajado mucho»; que «el que tiene que
llegar, llega», y «el que vale triunfa por encima
de todos los obstáculos»; y agregaba para justi
ficar su rebeldía frente a las opiniones adver
sas: «Creo sinceramente que nuestro trabajo,
desde el momento que se da al público, que
da sometido a su juicio; pero claro está que nos
reservamos el derecho de, cuando los que se
han adjudicado encauzarle y guiarle ofrecen jui
cios (no respecto a la forma, sino respecto al
fondo) que suponen equivocados, sentar nues
tra opinión sobre la materia». Y todavía, por
si no bastaba este párrafo, que, sin ser un mo
delo de sintaxis, resulta terminante en cuanto
al concepto, el Sr. Hoyos concretaba su pen
samiento por medio de un cuento oriental.
«Eranse una vez —nos decía—, en un país de
maravilla, tres príncipes» que ansiaban escalar
cierto «misterioso vergel situado en la cumbre
de altísima montaña». Un día, decidido el ma
I 3 8
CAR 7" " ("A E F/M E R.4

yor de los príncipes a emprender la aventura,


oyó de labios de un viejo derviche la siguiente
advertencia: «Sube esa cuesta...; pero ten en
cuenta que durante tu ascenso oirás gritos,
amenazas, insultos y también engañadoras pro
mesas. Es preciso que nada atiendas, que no
vuelvas la cara atrás»... Faltóle al príncipe
fuerza de voluntad para seguir el consejo; tan
pronto como escuchó las primeras voces «vol
vióse a mirar los invisibles enemigos, y al
punto en piedra quedó convertido.» Igual suerte
corrió el segundo príncipe. «Por fin, el menor,
más prudente, llenóse los oídos de algodón, y
así, inmune a las desaforadas voces... llegó a la
cima y conquistó las tres maravillas...»
La notificación no podía ser más clara. Sería
inútil que siguiésemos gritando; el Sr. Hoyos
se proponía imitar al «más prudente» de los
príncipes, con la ventaja de que, por circuns
tancias personales, ni siquiera tendría que lle
narse de algodón los oídos.
Pero han transcurrido dos años y pico, y pa
rece ser que entre tanto las ideas de nuestro
autor acerca de la crítica se han modificado

notablemente. Sea que él conquistó ya «las


tres maravillas» y no pueden perjudicarle las
«desaforadas voces»; sea que el nivel de la
crítica literaria, que había «bajado mucho»,
I 3 9
j UL/O CA SA A ES
ha vuelto a elevarse desde que el Sr. Hoyos
la ejerce en El Día, con general aplauso, ello
es que hoy por hoy, el autor de El árbol
genealógico no se desdeñaría de escuchar opinio
nes ajenas, aunque fuesen tan modestas como
la mía, y hasta cree que «más se aprende en
las críticas adversas, si son de buena fe, que en
las favorables dictadas por la amistad». Así me
lo dice en una carta, tan amable como digna,
de la cual me permito hacer mención por es
timarla altamente honrosa para quien la ha
escrito.

A este cambio de parecer del Sr. Hoyos bien


quisiera yo poder contestar con una rectifica
ción de mis juicios, que fuese enteramente fa
vorable a su labor literaria; pero la sinceridad,
que es el mayor testimonio de aprecio, me obli
ga a formular algunas reservas. En primer lu
gar, no acierto a ver con simpatía que se trate
de aclimatar en España el cultivo forzado de la
anormalidad como elemento de arte, y que
tome carta de vecindad en nuestras letras la

literatura del vicio, de la monstruosidad y del


crimen. A más de esto, lo que en las obras de
Mirbeau, Huysman, Lorrain y otros puede pa
sar como trasunto, más o menos deformado, de
aberraciones reales, y digno de atención por
este concepto, pierde todo interés y se nos an
I 4 O
CAR f 7" / C A E F/A/ ERA

toja arbitrariamente falso en cuanto lo vemos


proyectado a nuestro alrededor y fuera del
único ambiente que le es propicio.
En El árbol genealógico, el Sr. Hoyos ha ele
gido como escenario una vieja ciudad castella
na, que más parece vista en un cuadro de Zu
loaga que copiada del natural, y sobre este
fondo mueve los personajes de su obra, física
mente anormales los unos y moralmente los
restantes, salvo los que lo son de ambas mane
ras. No voy a entrar en los pormenores de la
novela; ni siquiera me interesan ahora graves
pecados contra el idioma, ni distracciones de
tanto bulto como la de poner a Cádiz «en las
azuladas ondas mediterráneas». Sólo quiero in
vitar una vez más al Sr. Hoyos a que se aparte
de esa que él llama «una de sus dos modalida
des»; y voy a hacerlo, no con palabras mías,
que no tendrían otro valor que el de su «buena
fe», sino por boca de una alta autoridad a quien
nuestro autor rinde seguramente especial aca
tamiento: «... y si fuese cierto (habla la conde
sa de Pardo Bazán), como él (el Sr. Hoyos) sue
le repetir, que es mi discípulo, yo le diría que
de ordinario lo es de la intoxicada y perverti
dora Rachilde, y que yo quisiera reproducir la
escena de Roberto el Diablo, en que, de una
parte el espíritu del mal tira de un brazo a Ro
1 4 I
yUL/O CA SA R ES

berto para llevárselo a los infiiernos, y de otra,


Alicia —se llama Alicia?—, símbolo del bien,
lo sostiene y defiende. El bien aquí es la nor
malidad, el sentido de lo real, de lo natural y
de lo sencillo, que también la sencillez tiene su
encanto».

Es probable que al Sr. Hoyos le hubiese sido


más difícil conquistar por los caminos ordina
rios el numeroso público de que se enorgulle.
ce; pero ya que lo tiene, le sobran medios para
conservarlo, sin encerrarse en esa su teratolo
gía convencional, donde, aunque a primera vis
ta parezca otra cosa, hay mucha menos varie
dad que en la vida cotidiana. El autor de El
dróol genealógico tiene dotes sobresalientes de
escritor. Sus diálogos de personajes plebeyos
son verdaderamente admirables, y lo serían
también los de gentes encopetadas, si no ensar
tasen a cada paso frases en francés, de las cua
les una sí y otra no, cuando menos, están equi
vocadas. En la descripción exterior de las
figuras y en la pintura de escenas movidas o
violentas, el Sr. Hoyos se empareja a menudo,
por la sobriedad y la energía, con los grandes
maestros de la novela contemporánea.
Déjese, pues, convencer por Alicia; olvide la
literatura de pesadilla y... no le pesará,

I 4 2
«LA SULAMITA», POR F. GARCÍA
SANCHIZ

Cº verdadero escritor de raza, el autor


de La Sulamita tiene el don de la ex

presión feliz. Es cierto que sus frases, para hen


chirse de intención y significado, frisan a veces
con el conceptismo y no rehuyen los giros in
correctos; pero estos pecadillos de forma, que no
traspasan nunca la linde del buen gusto, tienen
suficiente disculpa en su misma espontaneidad.
Al contrario de algunos escritores —no necesito
nombrarlos— que, para simular una personali
dad poderosa, ofenden deliberadamente la Gra
mática y visten sus lugares comunes con neolo
gismos pedantescos, García Sanchiz improvisa
su elocución, altamente expresiva, con voces
cotidianas, y sólo se aparta de la sintaxis para
seguir la línea del menor esfuerzo.
I 4 3
7 UL/O CA SA RES

Aun podría alegar nuestro autor otra ate


nuante para sus incorrecciones de estilo: la ori
ginalidad. No es, en efecto, tan disculpable la
inobservancia de las reglas en quien se limita a
repetir tópicos eternos, como en el escritor que
aspira a expresar sentimientos, ideas o percep
ciones que aun no lograron en el comercio ver
bal una equivalencia adecuada; y García Sanchiz,
no por afán de singularizarse, sino para mejor
traducir lo íntimo de su temperamento, necesi
ta a cada paso decir cosas nuevas o decir las ya
conocidas de un modo original.
Con estas cualidades, no es maravilla verle
sobresalir en el difícil arte de la crónica; pues,
si bien no escasean periodistas que sepan hilva
nar unas bellas palabras líricas o extractar un
artículo de enciclopedia con ocasión del Carna
val, de la primavera o de los sombreros de paja,
son, en cambio, contados, contadísimos, los es
critores que aciertan a seguir y subrayar la ac
tualidad con un comentario humorístico, tras
cendental o simplemente ameno. Y entre éstos,
que son los verdaderos cronistas, ocupa García
Sanchiz lugar preferente. Cualquier asunto, cual
quier tema, el más árido e infecundo, sirve para
despertar en su fantasía inagotables asociacio
nes de ideas y de imágenes sensitivas, que se
traducen en atrevidas comparaciones, metáfo
I 4 4
C R 7" / C A E FA M E RA

ras y alegorías, no todas igualmente afortuna


das, pero siempre expresivas, ingeniosas y per
sonales.

¿De dónde, pues, proviene el desvío que, res


pecto de tan interesante escritor, iniciaron ha
poco tiempo algunos de sus lectores? Según oí
decir a más de uno, se dolían de que García
Sanchiz se recluyese con sobrada frecuencia en
ambientes enrarecidos y de un exotismo artifi
cial —comedores de los grandes hoteles, estu
dios de pintor, tertulias bohemias—, donde, a
la larga, la más exuberante imaginación y la
pluma más pintoresca y arriscada no se libran
de incurrir en monotonía.

No diría yo que el cargo fuese enteramente


infundado. También en La Sulamita, cuyo
asunto es la preparación y lanzamiento de una
joven burguesa en clase de bailarina exótica,
predomina la descripción de tipos y costum
bres de la bohemia artística refinada; pero, en
aquellas páginas de la novela, excelentes para
mi gusto, en que el autor nos da la visión de su
paisaje natal o nos describe la visita a un col
mado andaluz, está la mejor garantía de que, si
García Sanchiz pudo hallarse temporalmente
aprisionado por ciertos temas de la frivolidad
elegante —señoritas estilizadas, champaña y
cosmopolitismo—, le sobran facultades para
Crítica efímera.—II. I 4 5 IO
5 vZ yo cA SA R Es

romper el cautiverio y abarcar con su arte los


más amplios dominios de la Naturaleza y de la
vida.
Como aliciente secundario, que para algunos
será primordial, conviene advertir que La Su
lamita tiene valor de documento histórico; pues
muchos de sus personajes, con sólo cambiarles
el nombre, quedarían convertidos en retratos
de gente conocida.

1 4 6
«LA ESPUMA DE AFRODITA»,
POR FELIPE SASSONE

Y O no soy un pornógrafo —exclama repe


tidas veces Felipe Sassone en el prólogo
de su novela La espuma de Afrodita—. Y en
la reiteración de la advertencia se echa de ver,
junto al resquemor de haber traspasado en
dirección de la pintura erótica la zona extre
ma del realismo, el afán de no ser catalogado
entre los cultivadores de ese género inmundo
que se llamó en Grecia «literatura de corte
sanas», y que convierte al escritor en proxe
neta de satisfacciones frustradas, o en vende
dor de afrodisíacos para apetitos estragados o
prematuros.
«Yo no soy un pornógrafo» —vuelve a gritar
Sassone más adelante—, rechazando de ante
mano la denigrante imputación; y yo, que acabo
I 4 7
7 UL/O CA SA RES

de leer su libro, siento ganas de responderle:


«Efectivamente, no es usted un pornógrafo;
pero es lástima que se haya expuesto a pare
cerlo, por no renunciar a unos cuantos pasajes,
que, en junto, no sumarán una docena de pági
nas, y que no añaden mérito ni interés a la no
vela».

Conste que no me refiero a nada que sea


esencial o conveniente para el pensamiento de
la obra, a todas luces respetable y legítimo. La
lucha entre la ambición intelectual y la pasión
erótica, ya iniciada a la sombra del árbol del
bien y del mal, es un tema que corre por los
libros sagrados, fecunda la literatura de todos
los tiempos y países, y será siempre uno de los
asuntos más humanos y trascendentales que un
autor pueda proponerse. Mis reservas se dirigen
concretamente a ciertos sucios pormenores de
bajo realismo, disculpables tal vez en un discí
pulo de Zola, pero imperdonables en un literato
«muy siglo xx», delicado poeta y entusiasta
d'annunziano.

Y la prueba de que el propio Sassone no las


tiene todas consigo en cuanto a la licitud de
algunas páginas de su novela, está en el lema
que ha inventado para justificarse... a medias.
«La moralidad de un libro —afirma en la pri
mera página del suyo— depende casi siempre
1 48
C R f 7" / CA E F/M E RA

de la moralidad de los lectores». Decir «casi

siempre» equivale a reconocer que algunas ve


ces, por lo menos, la moralidad o la inmorali
dad pueden estar latentes en lo escrito. «No ha
sido mi intención —leemos en el prólogo—
glorificar el pecado de la carne, sino más bien
poner de relieve sus peligros...» Es posible;
pero luego añade el autor: «... y exaltar a un
héroe que luchó por vencer a su lujuria». Aquí
ya no estamos conformes. Manuel Amalfi, hijo
amante de su Lima natal, nieto agradecido y
cariñoso de la abuela España, señorial y hospi
talaria, poeta y dramaturgo, aprendiz de tenor
en Italia, contertulio en París de simbolistas y
decadentes, y admirador en Madrid de Valle
Inclán y Rafael « el Gallo»... no pudo decir con
verdad que luchó para vencer a la lujuria. La
saciedad, la extenuación o el asco, le libertaron
alguna vez de la servidumbre de la carne; pero
fué siempre la lujuria quien le dejó a él, y no él
a la lujuria.
«Mi protagonista —continúa el autor— es un
sensual que se arrepiente de su lascivia; este
arrepentimiento es todo el núcleo, toda la idea
de mi novela...» También aquí hay que distin
guir. Amalfi sintió hondamente, con sensibili
dad de artista, la «tristitia» del aforismo clásico,
epílogo obligado del deleite sensual, y apreció
I 4 9
,5 U L/ O CA SA AR ES

a veces, con imparcialidad cruel, la vergüenza


de su degradación; pero no se arrepintió nunca,
hasta la última página de la novela. Antes por
el contrario buscó, con diligente solicitud, fáci
les ocasiones de pecado; y así vemos que en el
relato de sus aventuras apenas intervienen
sino mujeres predispuestas y viciosas por tem
peramento o por oficio. Falta, pues, el conflicto
interior, la lucha de la voluntad inteligente con
el instinto animal, lo que realmente hubiera
sido el «núcleo» del «estudio de introspección
psicológica» que el autor nos prometió en el
prólogo. Ni siquiera es Amalfi un «caso» inte
resante de lascivia. Aprovechó mientras pudo
sus facultades, como tantos otros, y al fin, de
arribada forzosa, buscó refugio en el matri
monio.

Mas no por eso está vacía de sustancia la no


vela, cuyo subtítulo adecuado sería «Una no
vela de la vida literaria». En La espuma de
Afrodita hallamos, en efecto, admirablemente
reproducidos los más interesantes aspectos de
la vida literaria americana y española. Tertu
lias, cenáculos de café, redacciones, saloncillos,
escenarios, conferencias, ensayos... Todos los
rincones y todos los momentos en que se ma
nifiesta la fermentación literaria de una época,
van pasando por la novela como cuadros llenos
1 5 o
C R / 7" / CA E A / M E ARA

de animación y de color, sobrios, vigorosos y


sinceros. En este terreno, la «introspección
psicológica» funciona con verdadero acierto y
da ocasión a páginas excelentes. Sirvan de
ejemplo las dedicadas a anotar las emociones
de un dramaturgo durante el estreno de su
obra.

Para mayor interés de las escenas descritas,


el autor coloca en ellas personajes reales, y los
mueve con singular habilidad. He aquí al gran
Don Ramón, futuro catedrático de estética, ce
ceando arbitrariedades ante un cenáculo de pin
tores desorientados; mirad allí al divino Rubén,
con su caraza de ídolo bárbaro y sus manos
aristocráticas, devorando golosinas con deleite
infantil...

La prosa de Sassone, recia y expresiva, de


puro sabor castellano peninsular moderno, con
tiene abundantes neologismos circunstancia
les, que más parecen inventados para salir del
paso que por el necio afán de distinguirse.
Las influencias literarias que se advierten en
La espuma de Afrodita son todas lícitas y
discretas, salvo la de Eça Queiroz, cuyo Epis
tolario de Fadrique Mendes asoma alguna vez
más de la cuenta.

I 5 I
---
« COMO LOS PÁJAROS DE BRONCE»,
POR D. JOSÉ FRANCÉS

MAGINAR el sonido de una campana como


un ave que cruza el espacio, es cosa fácil y
no exenta de poesía; así, se ha dicho bellamen
te que las campanadas de un reloj caen en la
noche «como pájaros negros», o que el repique
de una ermita aldeana pasa sobre los campos
«como un vuelo de tórtolas» (Valle-Inclán).
La imagen del Sr. Francés, que convierte las
campanas mismas en «pájaros de bronce», es ya
algo más violenta; pero cuando la metáfora se
complica es al querer que las campanas, a más
de sugerir la visión leve y rauda del ave, ape
nas compatible con la pesadumbre e inercia de
enormes masas de metal, simbolicen, ora las
pasiones terrenas, ora el vario destino de los
seres humanos. Es verdad que el autor, para
5 3
5 UL/O CA SA A ES

aclarar su pensamiento, hace que los protago


nistas de la novela den rienda suelta a su pa
sión en lo alto de un campanario; mas, a pesar
de esta circunstancia de vecindad, el símbolo
no parece justificado. Si, por amarse entre cam
panas, Tulio y Elisa son Como los pájaros de
bronce, los soldados y las niñeras que se aman
en la plaza de Oriente podrían ser Como los Re
yes de granito.
Para el Sr. Francés, su nueva obra «es, sobre
todo, la historia dolorosa de un pobre hombre
inteligente y rebelde, lo que en España (por
qué aquí más que otra parte ?) equivale a un
calvario ineficaz y acechado de ajenas cruelda
des». Para el lector, en cambio, que sólo sabe
del protagonista lo que en el libro se relata, el
contenido de la novela es bien distinto. Ni la
existencia de Tulio Moncada, a quien conoce
mos en plena aventura galante, puede llamarse
propiamente «dolorosa», ni la «rebeldía» aso
ma por ninguna parte.
La suprema aspiración del bueno de Tulio es
la de llegar a ser padre. Este anhelo germina
en su espíritu con tal fuerza y en edad tan tem
prana, que, en vez de surgir como natural de

rivación del instinto amoroso, precede a éste y


lo sofoca. Así, cuando en el albor de la puber
tad las inquietudes sensuales acometen al pre
I 5 4
CAR 7" / C A E F/M E RA

coz aspirante a padre, vemos a éste inconmo


vible, no por virtud ni por temperamento, sino
por voluntario sacrificio en holocausto de «los
hijos futuros». Era natural que un hombre de
este temple se casase al ganar la primera pese
ta. ¿Por qué no lo hace? Porque el sueldo de
catedrático de francés en una capital de tercer
orden no llega para mantener una familia. La
razón es bastante discutible, ya que todos co
nocemos catedráticos de Instituto que sostienen
decorosamente su hogar; pero ¿acaso le está a
nadie vedado luchar por su mejoramiento eco
nómico? ¿Qué hace Tulio para aumentar sus
ingresos? Nada. ¿Espera tal vez la fortuna por
el camino de la herencia o de la lotería? No.

¿Tiene siquiera echado el ojo —cosa que cuesta


bien poco dinero— a la que habría de ser ma
dre de sus hijos? Tampoco. A los treinta y tan
tos años lo hallamos vegetando apaciblemente
en su cátedra, dando codillos al tesorero de
Hacienda y lamentando, para sus adentros, «el
angustioso drama de su vida rota...» Conven
gamos, Sr. Francés, en que el «pobre hombre
inteligente y rebelde» tiene más de «pobre
hombre» que de lo otro.
Cierto día amanece en Urbesacra una mujer
casada, hermosísima y elegantísima, cuyos ante
cedentes la acreditan como una fortaleza de

I 5 5
--º
5 UL/O CA SA R ES

virtud. Tulio se enamora de ella; la forastera


se deja querer, y cuando, ante la ventura inmi
nente, el tímido catedrático se dispone a huir,
es la propia Elisa quien corre a ofrecerle la
realización placentera de las culpables delicias
ensoñadas. Y sin que lo estorben obstáculos
materiales, ni prejuicios de ningún género, ni
las murmuraciones provincianas, ni siquiera las
visitas semanales del marido, los amantes «en
calenturan de amor a la vieja Urbesacra». Todo
lo cual, aunque ocurra «en España», se parece
bien poco a «un calvario ineficaz y acechado
de ajenas crueldades».
Las escenas de amor tienen lugar, como
hemos dicho, en lo alto de una catedral, y en
ellas, sin que falten pormenores de mal gusto,
luce el Sr. Francés el vigor descriptivo de su
pluma con tanta minuciosidad y delectación,
que hace pensar si en la nueva obra, todo, ab
solutamente todo, desde el título hasta la loca
lización del asunto, no estará planeado para
llegar a los cuadros fuertemente naturalistas del
campanario. Nada habría en ello de censurable
si para lograr las situaciones preconcebidas no
se hubiesen forzado un tanto los caracteres de

los personajes y las circunstancias externas de


la acción. Fuera de este reparo, que no es gra
ve, justo es reconocer que en la descripción de
1 5 6
C R/ 7" / C A E A / M E RA

la vieja ciudad de Urbesacra y en la pintura


del ambiente provinciano, el Sr. Francés ha te
nido verdaderos aciertos de observación y ha
escrito páginas excelentes, llenas de luz y de
color, y con gran fuerza evocadora.
Los demás cargos, de otra índole, que he de
hacer al autor de Como los pájaros de bronce no
se refieren ya a la novela en sí, sino al lenguaje
en que está escrita. No contento el Sr. Francés
con la relativa novedad conseguida en el trata
miento de un asunto vulgar, aspira a una mayor
originalidad en lo tocante a los medios de ex
presión. Para ello, cuando no da con palabras
obsoletas, forja vocablos a su antojo, o emplea
los existentes con significaciones absurdas. En
vez de «sombra», por ejemplo, escribe umbra
tilidad; en lugar de «toser», destoser; substitu
ye «vibrante», por vibrátil; habla de las «calles
indefensoras» (?), de «vocinglerías colorinistas»,
de manos tendidas limosneramente... Y no le

arredran galicismos tan sucios e inútiles como el


que sigue: «... un rudo golpe que Tulio no po
dría amenguar con el pansamento de sus pa
labras...»
Más censurable aún que estos caprichos ver
bales es la tergiversación de significados en que
incurre el Sr. Francés, no se si por desconoci
miento o deliberadamente. Véase la clase. El
I 5 7
5 UL/O CA SA R ES

verbo somormujar significa en buen castellano


«sumergir» o «sumergirse en el agua», como
dicen que suele hacer el ave palmípeda llamada
somomurjo. Leamos ahora a nuestro estilista:
«... la boca que somormujaba sonidos gutura
les...»; «el paralítico... somormujaba guturales
gritos»; «el padre Ruiz... somormujaba las pala
bras rituales...», etc. Por lo visto, el Sr. Fran
cés, guiado por el mocosuena, pensó que somor
mujar era algo así como «murmurar». Otro
ejemplo, y termino. Para ponderar la palidez
de una cara es frecuente decir que parece de
cera. El adjetivo correspondiente a cera es
«céreo»; pero, sin duda, no le gusta al Sr. Fran
cés. ¿Con cuál creerán ustedes que lo ha subs
tituído? ¿Con cereal? No. Con... cerúleol, es
decir, azul celestel!...
Ya sé que, por señalar estas y otras inco.
rrecciones por el estilo, hay quien me llama
con retintín «limitador del idioma». Declaro

que no me ofende el remoquete, y que, si se


entiende por idioma «eso» que yo censuro, no
sólo acepto muy honrado el título de «limita
dor», sino que aspiro a merecer el de «exter
minador».

1 5 8
ADUANEROS Y MATUTEROS
DEL IDIOMA

A" en los comienzos de mayo de 1918


—tal vez lo recuerden aún mis lectores—,
tocóme hablar de cierta novela que a la sazón
había dado a luz el por tantos conceptos distin
guido escritor D. José Francés. Y publiqué un
artículo de dos columnas, donde sin escasear
elogios, que ahora como entonces me parecen
merecidos, expuse y razoné, en cuanto al fondo
de la novela, ligeros reparos acerca del asunto
y de su desarrollo, y señalé, en cuanto a la
forma, algunas impropiedades de dicción que
pasaban la raya de lo venial. Entre otros des
cuidos, lamentaba yo, y creo que no me que
jaba de vicio, el repetido empleo de somormu
jar (sumergir), por «murmurar» o «hablar entre
dientes», y el uso de cerúleo (azul celeste) por
« céreo» o «de cera».

I 5 9
5 CV Z / O CA SA A ES

De antemano sabía yo que el Sr. Francés no


agradecería mis observaciones; pero supuse
que un literato de su altura, situado «más allá
del bien y del mal» en punto a escrúpulos de
lenguaje, y avezado desde hace muchos años a
la perpetración de solecismos, barbarismos y
demás infracciones análogas, tendría, a lo sumo,
para mis censuras una sonrisa desdeñosa. Y, en
efecto, transcurrió más de medio año sin que
nuestro proteico escritor mostrase indicios de
resentimiento. ¿Cuál no sería, pues, mi extra
ñeza cuando, al cabo de tan largo callar, vi que
empezaban a brotar de la pluma del Sr. Fran
cés los primeros síntomas de despecho?
Mi extrañeza no provenía —entiéndase bien—
de considerar cómo ese mismo Sr. Francés,
que al enviarme su novela se decía mi «admi
rador» y me llamaba «ilustre crítico», causán
dome con ello inefables delicias, había averi
guado, después de mi artículo, que yo era sola
mente un «estéril y envidiosillo aduanero de
la gramática». El hecho, no puede parecer insó
lito a quien conozca, siquiera sea someramen
te, la «psicología, lógica y ética» del escritor
profesional. Lo que me sorprendía es que el
Sr. Francés hubiese tardado tanto en concre

tar su nueva opinión, o, mejor dicho, en darla


a conocer. Y por cierto que, decidido a hacer
I 6 o
C R / 7" / CA E F/M E ARA

lo, una explicable impaciencia fué causa, a últi


ma hora, de que el tiro se le escapase antes de
tiempo. Porque es el caso que, cuando el señor
Francés tuvo a bien asimilar, según queda
dicho, mis funciones literarias a las del respeta
ble y utilísimo Cuerpo de Aduanas (Nuevo
Mundo de I3 de diciembre de 1918), tomó
como pretexto una obra mía, cuyo contenido no
podía conocer, por la razón sencilla, palmaria,
irrebatible, de que dicha obra (I), no vió la
luz hasta tres semanas más tarde, Hubiérase
esperado a que se publicase el libro y, con él a
la vista, ni le habría faltado motivo de censura
ni ocasión decorosa para dar rienda suelta a su
leal sentir.
Confieso que el módico desahogo del señor
Francés, antes copiado, me dió bastante que
pensar; no por su alcance, ni siquiera por su
intención, sino por la misma tardanza e inopor
tunidad con que se había manifestado. ¿Qué
circunstancia habría venido a avivar tan a des

tiempo un resquemor dormido, o acallado pa


cientemente, durante siete meses y pico? Aun
no habría yo salido de dudas a estas horas si la
musa de los grandes descubrimientos, la soco

(1) CRfrica EríMERa, 1 (Divertimientos filológicos),


Biblioteca Calleja, Madrid,
Crítica efimera—II. 1 6 II
57 U /, / O CA SA R ES

rrida Casualidad, no hubiese acudido en mi


ayuda. Véase cómo.
Corrían los últimos días de diciembre, cuan
do una noche, acompañando a varios foraste
ros, se me ocurrió llevarlos a Eslava. Estaba el
teatro rebosante de público, y se representaba
la preciosa comedia de Martínez Sierra El sue.
ño de una noche de Agosto, tan justamente cele
brada por la crítica. En la escena segunda del
segundo acto, si no recuerdo mal, Irene, la se
cretaria de un ilustre novelista, habla con Ro
sario, que aspira a reemplazarla en su empleo,
y la previene contra los galanteos de cierto
amigo que frecuenta la casa.
«—¿Quién? — pregunta Rosario—. ¿Ese
gordo antipático?
—El mismo... —responde Irene, y añade lue
go—: ... es crítico y escribe en los periódicos...
(Con desprecio): Por supuesto, muy mal... Eso
me consta. Un día me escribió un papelito de
clarándose, y lo metió debajo de la máquina, y
por decirme que tengo las manos tan bonitas
que parecen de cera, me escribió que tengo las
manos cerúleas... Ya ve usted!»
Decir estas palabras la actriz, y estallar en la
sala una carcajada unánime, estrepitosa y pro
longada, todo fué uno. El enigma había dejado
de serlo. Indudablemente —pensé en segui
1 6 2
C R / 7" / CA E A / M E ARA

da—, en alguna de las primeras representacio


nes de El sueño de una noche de Agosto hubo
un espectador que, al presenciar la escena an
tes copiada, no sintió ganas de reir: un espec
tador en cuyos oídos debieron de sonar las
risotadas del auditorio como inequívoca ad
vertencia de que, tras la vanguardia, fácil de
arrollar, de los inermes «aduaneros de la gra
mática», están las irresistibles falanges de las
gentes de buen sentido, dispuestas a crucificar
con sus burlas a los osados matuteros del idioma.

No creo yo que el Sr. Martínez Sierra se


acordase del artículo mío para sacar a escena
el chistecito de las «manos cerúleas»; pero si
el Sr. Francés supone que existió relación de
causa a efecto, y por ello me muestra mala vo
luntad, no debiera al menos, para ser conse
cuente, calificar de «estéril» mi actuación adua
nera. Tal relación demostraría, por el contra
rio, que la censura razonada de las incorreccio
nes de lenguaje no suele caer en saco roto.
Y así es la verdad. No hay escritor, por muy
genial que él se crea, ni por muchos que sean
los banquetes organizados en su obsequio, que
tome la pluma con el deliberado propósito de
escribir idioteces y decir una cosa por otra.
Lo que sucede es que, por defectuosa organi
zación de la enseñanza oficial, y hasta por ca
1 6 3
5 UL/O CA SA R ES

rencia de obras racionales que faciliten el cono


cimiento práctico del idioma, nuestros litera
tos, salvo honrosas excepciones, se arrojan a
llenar cuartillas sin haber aprendido a manejar
el instrumento de su arte, y, naturalmente, des
afinan. De aquí que entre nosotros sea más ne
cesaria, y también más eficaz, la policía del
lenguaje que en aquellos otros países, como
Francia, donde toda persona culta, por muy
escasos que hayan sido sus estudios, ha de
haber dedicado buena parte de ellos al conoci
miento del léxico, del mecanismo gramatical y
aun de la historia de su lengua.
Ahora bien: yo soy tan eminentemente
« comprensivo» (como ahora se dice) que me
pongo en el caso de los matuteros, y hasta dis
culpo su punto de vista. Si el Sr. Francés
hubiera contemplado en la picota a un querido
compañero, por haber escrito disparatadamente
somormujar, cerúleo, pansamento y demás lin
dezas, probablemente se habría congratulado
de ello, y no por malevolencia, sino por la legí
tima satisfacción que experimentamos al escar
mentar en cabeza ajena; pero quiso la suerte
que una vez le llegase a él el turno, y, claro, al
verse sorprendido en flagrante matute, la ex
presión más suave que saldría de sus labios
sería el grito de abajo los consumos Por eso
1 6 4
C R / T/ CA E F/M E RA

yo no puedo tomarle a mal que me llame, aun


que sea trayendo la ocasión por los pelos, «en
vidiosillo aduanero», ni que algún tiempo des
pués, también sin venir a cuento y demostrando
escasa inventiva, me califique nuevamente de
«envidiosillo y fracasadete». Espero que no
serán éstas las últimas finezas que me dedique
el aplaudido comediógrafo, y prometo, por lo
que a mí toca, devolverle siempre que pueda
bien por mal, dándole aviso desinteresado de
los deslices en que incurra.
En cuanto al temor expresado por el señor
Francés, de que determinado «estilo deliciosa
mente asintáxico obligará a purgarse» al que
suscribe para «evitar un cólico de bilis», he de
contestar, primeramente, que no se dice asin
tárico, sino «asintáctico», y, en segundo lugar,
que en la variadísima flora literaria, como en
el mundo vegetal, se dan en tan admirable pro
porción y promiscuidad los tósigos y las tria
cas, que, sin salir del reino de las letras, siem
pre es fácil hallar remedio para cualquier tras
torno funcional. Hasta ahora, gracias a Dios,
y merced a un amplísimo régimen de lecturas,
que no excluye las que pudiéramos llamar pur
gantes, la modestísima vesícula biliar por que
ha tenido a bien interesarse el Sr. Francés,
funciona a las mil maravillas.

6 5
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«LA INQUIETUD DE AMAR»,
POR E. MARTÍNEZ AMADOR

A hablar de la interesante novela que mo


tiva estas líneas, la crítica ha traído a co
lación el nombre de Felipe Trigo, dando una vez
más por averiguada la «considerable» influencia
de este escritor sobre «un gran sector de la lite
ratura española». Es mucho lo que habría que de
cir acerca de dicha influencia, y seguramente el
tema será dilucidado algún día con el necesario
detenimiento; provisionalmente, nos bastará
hacer constar que, si bien el envidiable éxito li
terario y editorial del autor de La Clave puso
tras de sus huellas a no pocos noveles, de nin
guno podría decirse en verdad que fué discípulo
de Trigo ni continuador de su obra. Cuál más,
cuál menos, todos creyeron que el secreto es
taba en atreverse a pintar escenas eróticas con
1 6 7
yUL/O CA SA R ES

palabras crudas y sintaxis descosida; y se atre


vieron, en efecto, hasta que el fracaso les per
suadió de su error.

Y es que el sensualismo exaltado de Trigo no


era sólo un condimento excitante de su obra, ni
una vibración acariciadora de los instintos infe

riores, sino algo así como un erotismo trascen


dente, cuya significación y finalidad sobrepasa
ban los linderos de la obra de arte. El novelista

de Las ingenuas situaba en la convergencia de


todos los problemas humanos —religiosos, mo
rales, fisiológicos, etc.— el problema sexual, y
de su solución hacía depender la de los restan
tes; así, tomando como punto de arranque su con.
cepto del «Amor Todo», se arrojó a planear la
organización de una sociedad mejor y más di
chosa que la presente, y hasta llegó a esbozar
una teoría metafísica para su uso particular. Se
gún la concepción de Trigo, lejos de ser la vo
luptuosidad una flaqueza del espíritu en obse
quio de la carne, o un lazo tendido al individuo
por el instinto de conservación de la especie, es
la manifestación natural e incoercible del sagra
do derecho al placer, derecho desconocido, cuan
do no condenado expresamente, por las socie
dades contemporáneas, y contra el cual no debe
prevalecer ninguna institución humana.
Se podrá demostrar que el sistema es racio
I 6 S.
C A / 7" / C A E A / M E ARA

nalmente absurdo, y que sus inmediatas conse


cuencias conducen a la inmoralidad y a la anar
quía; pero siempre resultará que Trigo persiguió
una interpretación total de la vida, sobre la base
de la satisfacción de los deseos —materiales, in
telectuales y afectivos—, y que, dentro de esa
interpretación, expuesta y propugnada paralela
mente en novelas y en libros doctrinales (Socia
lismo individualista. El amor en la vida y en los
libros), no hay aspecto de la sexualidad que no
tenga legítima y especial significación. A más
de que el autor de La sed de amar —y este dato
es muy importante— concebía la novela como
ciencia, y pretendió hacer labor, no de artista,
sino de «biólogo» experimental. -
¿Se dan, acaso, algunas de estas característi
cas en los supuestos «influenciados»? Quizá sería
conveniente indagarlo antes de invocar el nom
bre de Trigo cada vez que se tropieza con una
página erótica, como si mucho antes que él no
nos hubiese colmado las medidas el naturalismo,
en punto a la descripción cruda, complaciente
y circunstanciada del mecanismo fisiológico del
amor

Limitándonos en este momento a La inquie


tud de amar —título que, por cierto, no se aco
moda bien al contenido de la obra—, no creo
que el breve pasaje en que la exaltación pasio
I 6 9
5 CV L / O CA SA A E S

nal de la protagonista despierta en sus sentidos


un fugaz estremecimiento de voluptuosidad, pue
de ser justificación, ni siquiera pretexto, para
señalar en el Sr. Martínez Amador la influencia
de Trigo como la de «una voz lejana que dicta
e informa». Fuera de que la escena aludida, úni
ca de su índole, y velada además por la exqui
sita decencia del lenguaje, lejos de dar el tono
a la novela, resulta en ella una nota discorde;
pues durante los dos enamoramientos de Casilda
Alcázar, que constituyen todo el asunto de la
obra (primer ciclo: amor —entrega— desen
gaño; segundo ciclo: gratitud —amor— boda),
la sensualidad sólo apunta en el momento ante
rior a la caída. Las páginas restantes, en que
los sentimientos de propio decoro, abnegación,
nobleza y generosidad campean tan a sus anchas
como en la mejor época del romanticismo, po
drían servir de lectura hasta para un colegio
de señoritas.

Al estampar el Sr. Martínez Amador como


subtítulo de su libro «novela vulgar», diríase que
previó el cargo más grave que debía hacerle la
crítica; ya que, en efecto, nada de cuanto vemos
en La inquietud de amar —acontecimientos,
personajes, pasiones, costumbres, ambiente, et
cétera— se aparta un ápice de la trivialidad co
tidiana. Lo que tal vez no tuvo presente nuestro
1 7 o
C R / 7 / CA E F/M E RA

autor es que esa trivialidad, tema artístico tan


legítimo como otro cualquiera, resulta de más
peligroso manejo que los asuntos intrincados o
extraordinarios. Porque si el novelista se con
tenta con referirnos un suceso vulgar cuyos
antecedentes, desenvolvimiento y consecuen
cias son los mismos que solemos hallar en la
vida ordinaria, ¿cómo podrá tenernos pendien
tes de su relato si no es a costa de un excesivo
derroche de arte?
Teniendo cuenta de lo difícil del empeño,
bien puede felicitarse el Sr. Martínez Amador
de haberle dado cima en forma tal que permita
augurarle una brillante carrera literaria. Mien
tras tanto habremos de alabar, como es de jus.
ticia, sus singulares dotes de narrador, la emo
ción comunicativa con que hace hablar a sus
personajes, y, sobre todo, su dominio del idioma.
Por la pureza de la elocución, por la armonía
y cadencia del período, y por la riqueza y pro
piedad del léxico, el autor de La inquietud de
amar puede contarse, desde ahora, entre los
pocos novelistas que escriben dignamente el
castellano.

1 7
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«LA LOBA», POR A. REY SOTO

L Loba es una capitana" de gavilla, una


- bandolera feroz que, al frente de unos
cuantos bandidos, no menos feroces, asalta, roba
y asesina sin piedad. En punto a astucia, baste
decir que se pasea tranquilamente por las ca
rreteras, en figura de «fornido y bigotudo»
guardia civil. Antes de ser La Loba, María
Rosa fué una humilde zagala, tan esbelta y ape
tecible, que el amo de la finca en que trabajaba
distinguióla, a primera vista, de entre todas las
demás segadoras y decidió reservarla para más
delicados menesteres. Como el tiempo no pasa
en balde para una campesina gallega, al cabo
de diez años, durante los cuales habían sobre
venido cuatro criaturas, un varón y tres niñas,
la belleza de María Rosa empezó a marchitarse
sensiblemente, y el rijoso señor, siempre al
1 7 3
5 ULyO CA SA RES

husmeo de más frescos encantos, decidió pres


cindir de ella. Arrojada a la calle con sus rapa
ces, María Rosa imagina un espantoso plan de
venganza: educará a su hijo para que robe y
mate a los ricos, empezando por su propio pro
genitor, y ella, a la cabeza de un personal se
lecto, dirigirá las operaciones. ¿Y las hijas? Muy
sencillo: las matará.

Todos hemos oído hablar de una madre que,


en un rapto de locura, degolló a sus hijos, pren
dió fuego a la habitación en que dormían o se
deshizo de ellos por cualquier otro medio igual
mente expeditivo. Sin duda, todo esto ha debi
do de parecerle a nuestro autor demasiado sua
ve, o bien poco original, puesto que ha discu
rrido un nuevo procedimiento que la pluma se
resiste a transcribir. María Rosa administra a la
menor de sus hijas, en una medicina, polvos de
matar ratas. No tarda la criatura en retorcerse
con los terribles efectos del veneno, y entonces
la madre, acometida de un arrepentimiento
desesperado y traspasada de dolor, está a punto
de enloquecer. Nada más que «a punto», pues
al fin se recobra, esconde sigilosamente el ar
sénico que le queda, deja pasar un año, repite
la operación del envenenamiento con la segunda
niña, y, transcurrido otro año, despacha de igual
modo a la tercera. ¿Qué tal? De mí sé decir
I 7 4
C A / 7" y C A E F/A/ E A ..4

que, cuando en un libro se llega, sin justifica


ción —entiéndase bienl—, a tan repugnantes
extremos de crueldad, sólo el deber puede
hacerme continuar la lectura.
Y en La Loba esa justificación no existe.
Porque si la fábula hubiese exigido que los in
fanticidios quedasen ocultos, esto podría hacer
menos absurda la monstruosa cautela de la ma

dre; pero, puesto que la muerte de las criaturas


no es mas que el primer paso de una desenfre
nada actuación criminal, en franca rebelión
contra todos los poderes divinos y humanos, y
a tiros con la Guardia civil, ¿para qué prolon
gar durante años lo que pudo ser obra de un
momento, sobrepasando así en inhumanidad los
límites de lo verosímil, retardando la ejecución
de la venganza y hasta poniéndola en riesgo de
malograrse?
El asunto, que, como se ve, es fuertecito, no
carece de antecedentes legendarios y ha sido ya
beneficiado, con multitud de variantes, en el
libro, en el teatro y, si no me equivoco, también
en pintarrajeados cartelones, como El crimen
de Cuenca, con el correspondiente romance ex
plicativo: «Padres los que tenéis hijos...» El
Sr. Rey Soto ha elegido la forma de novela,
género que a cuenta de ser el más ventajoso
para la pintura de caracteres, pide que el me
I 7 5
7 L/O CA SA A E S

canismo de ideas y sentimientos que gobierna


la conducta de los personajes, funcione a la
vista del público. Por eso la principal misión del
autor de La Loba consistía en exponer y justi
ficar ante los lectores cómo y por qué proceso
una resignada aldeana de «ojos claros y sin
malicia» se transformó en sanguinaria hiena.
Justo es reconocer que, dada la índole excep
cional del personaje, la tarea del novelista era
algo arriesgada. Un cruel desengaño, el amor
propio vejado, el espectáculo de los hijos des
nudos y hambrientos, el paso repentino desde
una vida regalada a la miseria, y todas cuantas
torturas físicas y morales hubiese acumulado el
autor para incendiar en el alma de su heroína
el volcán de las pasiones innobles, nos habrían
parecido pocas. Hasta le perdonamos de buen
grado la intervención directa de Satanás, plás
ticamente representado por un «ser inmundo,
orejudo y velludo, que entreabría la bocaza
nauseante...». Lo que nunca habríamos sospe
chado es que la principal fuerza que hace salir
a María Rosa de la órbita común de los actos

humanos fuese... el honor. « Si pudiera mar


charse libre y sola —escribe el autor—, con la
honra entera, como había venido l». Es decir,
que con sólo haber conservado María Rosa «la
única riqueza, el bien único,.., el honor», hemos
17 6
C /º / 7 / C A /, /, / A E RA

de suponer que habría vencido su feroz des


pecho, la hostilidad ambiente y la miseria....
No vale confundir, Sr. Rey Soto. Si la rapaza
pensó hacer del viejo hidalgo un marido y le
salieron mal las cuentas, es natural que se de
sesperase al ver pisoteadas todas sus ilusiones;
pero invocar el honor, a los diez años de vivir
en la holgura como precio de un amanceba
miento libremente aceptado!...
La honra... es otra cosa. Si el Sr. Rey Soto,
que es, a más de prosista, inspirado poeta e
ilustre dramaturgo, no siente por nuestro tea
tro clásico el pedante desdén que pusieron de
moda los literatos del 98, yo me permitiría re
cordarle más de una comedia —La Serrama de

la Vera, de Vélez de Guevara; Las dos bando


leras, de Lope de Vega; La ninfa del cielo, de
Tirso de Molina, etc.—, en que la respectiva
heroína, para cumplir un juramento de venganza,
se echa al monte trocada en temeroso bandido.

La Serrana, de Vélez, por ejemplo, deshonrada


a traición por un capitán, sale a escena casi en
camisa, y, en el acto, no a los diez años, jura
castigar por sus manos la afrenta, pide caballo
y armas y desaparece para no «volver a po
blado».

En esta misma obra, que no merece, ni con


mucho, un lugar preferente en nuestro teatro
Crítica e/imera.—II. l 7 7 I2
7UL/O CA SA R ES

antiguo, también hubiera podido aprender el


Sr. Rey Soto a no menospreciar la verosimili
tud externa. La Serrana no es como La Loba,
una delicada figura femenina que de un día
para otro se transforma corporalmente hasta
llenar el uniforme de un «fornido» guardia ci
vil, y soportar sin quebranto el constante aje
treo y acoso de una vida de salteadores, sino
una mocetona de complexión y carácter hom
brunos, cuyas varoniles hazañas, con sólo variar
de rumbo, se convierten naturalmente en actos
de ferocidad.

El lenguaje de La Loba, cadencioso y rico


de imágenes —prosa de poeta—, revela una
cercana imitación del mejor período de Valle
Inclán (Flor de Santidad), y, en general, me
rece más elogios que censuras. El Sr. Rey Soto
debe huir, sin embargo, de la extremada afec
tación que a veces le acomete («bocas que
apellidaban pan», por «pedían pan») y, cuando
sea él quien nos hable y lo haga en castellano, -

dejarse de rechamantes, agarimos y demás voces


ajenas al idioma.

1 7 8
CUENTOS Y NOVELAS CORTAS
«SILENCIO», POR VVENCESLAO
FERNÁNDEZ-FLÓREZ

Cº este libro, además de la no


velita que le da nombre, otros dos tra
bajos de que hablaremos luego. Antes hemos
de decir dos palabras acerca de un interesante
problema literario que plantea el autor al salir
en defensa de la novela corta, género que él
cree colocado injustamente «muy en último
término de las devociones del público».
Parece ser, en efecto, que, cotejadas cuida
dosamente las opiniones de editores, libreros,
críticos y lectores, se llega a las conclusiones
siguientes:
Primera. El escritor que desee ganar re
nombre y no perder dinero debe urdir sus
ficciones literarias con vistas a la novela de tres
cientas y pico de páginas.
8
7 UL/O CA SA A ES

Segunda. Si el relato se agota en un cente


nar de ellas, y hay que agrupar tres o más
narraciones independientes para completar el
volumen tipo de tres pesetas cincuenta, el ne
gocio del autor empieza a ser poco envidiable.
Tercera. Cuando sepamos que un literato
piensa rebajarse hasta el punto de publicar un
volumen de cuentos, le daremos una señalada
prueba de amistad haciéndole desistir de su
propósito.
Claro es que, si entendemos al pie de la letra
las precedentes conclusiones, no podremos ad
mitirlas sin reserva; pero, descontada la festiva
exageración con que están formuladas, es inne
gable que corresponden con bastante aproxi
mación a los verdaderos términos del problema.
También concederemos de buen grado al señor
Fernández-Flórez que el desvío del público res
pecto de la literatura en dosis fraccionadas es
perfectamente razonable. Ahora bien, al llegar
a la explicación del fenómeno tenemos que
disentir abiertamente de nuestro celebrado

humorista. He aquí su tesis:


«En España hay muy pocos cuentistas y mu
chísimas personas que escriben cuentos. Casi
todos estos cuentos tienen más relación con el

aparato digestivo que con el cerebro o con el


corazón». (Sigue un ejemplo. El literato o aspi
S 2
C A / 7" / C A E F/ M/ E RA

rante a tal está luchando con el hambre en la

mesa de un café. Junto a él, un opulento parro


quiano ha pedido una ración de roast beef: En
aquel momento el literato pierde toda noción
de la realidad y ambiciona poseer cinco duros).
«Decir cinco duros es suscitar en él la idea de
escribir un cuento. Inmediatamente, desde las
inmediaciones del píloro hasta el yeyuno-íleon
corre un largo rumor aprobatorio».
La explicación es la misma para la novela
corta, «salvando apenas un ligero matiz: detrás
del cuento están veinte bistés con patatas; de
trás de la novela corta está un gabán o una me
sada de la casa de huéspedes».
Repito que no estoy conforme con esta teo
ría. Primeramente hemos de volver por los fue
ros del estómago, en calidad de víscera gene
ratriz de obras de arte. Hoy que la ciencia no se
desdeña de admitir las sensaciones tróficas como

primordial fundamento de las más elevadas fun


ciones de la inteligencia, hasta el punto de que
el célebre principio filosófico cogito ergo sum
amenaza ser destronado por el más nutritivo de
como, luego eristo (véase la interesantísima obra
de Turró: Los orígenes del conocimiento), no es
lícito marcar con un estigma de inferioridad las
creaciones surgidas bajo el estímulo del ham
bre. Libertémonos, pues, de prejuicios anticien
l 8 3
3 U/ Z / O CA SA A E S

tíficos y declaremos que el jugo gástrico es tan


noble y sagrado manantial de inspiración como
las propias aguas de Castalia.
Además, para que fuese válida la tesis del
Sr. Fernández Flórez, habría que demostrar que
las novelas largas actuales son de mejor calidad
que las cortas, y que esta superioridad estriba
en no haber influído sobre aquéllas los reflejos
del aparato digestivo. Y la realidad contradice
ambos supuestos. Analizadas las novelas largas,
inclusive las kilométricas, no contienen mayor
tanto por ciento de arte que los cuentos; y por
lo que hace a las sugestiones nutritivas, nada
prueba que la escala de equivalencias nitroge
nadas se detenga al llegar a la novela corta. Si
la representación mental de una chuleta de ter
nera puede ser causa determinante de que se
convierta en cuentista quien hasta entonces no
había pensado en ello, y si la visión de una
serie de comidas basta para engendrar un «no
velista corto», bien podemos creer que el «no
velista largo» surge tambien ante la perspectiva
del cocido para todo un semestre.
Hay que buscar, por tanto, otra explicación
del fenómeno que estudiamos. Hoy sólo queda
espacio para reseñar brevemente el contenido
del último libro de Fernández-Flórez.
/3l calor de la hoguera, última de las narra
8 4
C & / y / C. A. / E A ..4

ciones que integran el volumen, apenas tiene de


novela la nota melancólica de unos amores

asfixiados en la miseria vergonzante del hogar


de un empleado pobre. El autor ha escrito como
subtítulo «Apuntes para la historia de un pue
blo español durante la guerra europea», y esto
es en realidad El calor de la hoguera: un cua
dro de costumbres contemporáneas, trazado
con la fina ironía que tantos triunfos ha valido
a nuestro autor. El heroico Pons, que después
de dejarse equipar prolijamente, parte a luchar
en las trincheras por la Civilización y el Dere
cho, y reaparece bebiéndose en Los Burgaleses
el importe de la suscripción aliadófila; los igno
rantes y exaltados germanófilos de Iberina, que
hacen huir del pueblo a un alemán auténtico,
avergonzado de que allí todo el mundo sea más
germanófilo que él; el director de El Faro Ibe
riense, que defiende alternadamente en su pe
riódico la causa de unos u otros beligerantes,
según las inspiraciones... de su conciencia; don
Amalio Casal, al frente de sus voluntarios para
la caza de un supuesto espía; don Arístides, con
sus boy-scouts, y tantos otros tipos magistral
mente observados del natural, hacen de El ca
lor de la hoguera no sólo una divertidísima sá
tira, sino un interesante estudio de psicología
nacional. Aunque el libro no contuviese otra
8 3
7 VZ yO CA SA R ES

cosa, bastaría esto para recomendarlo a los


admiradores del autor, que, por mi cuenta, han
de ser tantos, cuando menos, como lectores
tiene A B C.

Los mosqueteros es propiamente un cuento


cuyo asunto gira alrededor de un desafío. Con
este motivo, el autor nos presenta una pinto
resca galería de espadachines, y cuando más
divertidos estamos con el relato de sus cómi

cos lances de honor nos sobrecoge el contraste


violentísimo de un final inesperado y trágico.
De novela propiamente tal sólo puede cali
ficarse, a mi juicio, Silencio. Aquí no se trata
ya de un acontecimiento central, narrado con
más o menos extensión, del cual depende el
interés y la justificación del relato, sino de una
serie de estados de ánimo y de hechos externos
indiferentes de por sí, pero merced a los cuales
se determina y desenvuelve un carácter. Félix
Millán es un muchacho de talento, bueno y
pundonoroso, sobre quien pesa, desde los años
estudiantiles, el vicio del alcohol. Lucha heroi
camente con él, y hasta lo domina durante al
gún tiempo; pero acaba por sucumbir en un
progresivo y doloroso aniquilamiento de la vo
luntad. Una tras otra van enmudeciendo en su

conciencia las voces que le apartaban del abis


mo: el propio decoro, el respeto filial, los debe
8 6
C /º / 7" y C A E F / )/ E R A

res sociales,... Al fin cesan también los tiernos


reproches de Daniela, la dulce prometida, y en
el alma de Félix, definitivamente liberada de
toda voz acusadora, se hace un silencio «hondo
y frío como el silencio de un panteón». Esta
preciosa novelita será una revelación para quie
nes, no habiendo leído Volvoreta, desconozcan
el arte con que sabe Fernández-Flórez mezclar
la ternura con la ironía y la sonrisa con las lá
grimas.
Ahora un leve reparo, que es más bien
advertencia para lo futuro. Es cierto que el
más legítimo y delicado humorismo no excluye
algún toquecito grotesco de los que ayudan a
disparar la risa; pero el empleo de este ingre
diente peligroso exige extraordinario acierto en
cuanto a proporción y oportunidad. Así, algún
pormenor, que estaría muy en su punto en El
calor de la hoguera, desentona ligeramente en
Silencio...

l 8 7
•æræ →*********** (º.
LOS TOMOS DE CUENTOS

E L mismo día en que impugnaba yo desde


las columnas de A B Cla opinión de Fer
nández-Flórez sobre el porqué de la distinta
consideración editorial que alcanzan los libros
de amena literatura, según consten de un solo
relato o de varias narraciones cortas e indepen
dientes, apareció en El Sol un artículo de su crí
tico literario, en el que se trataba de igual asun
to, aunque desde otro punto de vista. Menciono
el hecho, no sólo por la satisfacción de haber
coincidido en la elección de tema con el señor

Díez-Canedo, literato de extensa cultura y hon


rado criterio, sino también porque esta coin
cidencia contribuye a confirmar la importan
cia del problema y la oportunidad de su es
tudio.

El problema, expuesto en su forma más sim


1 S 9
y U Z y O CA SA A ES
ple y sin tener cuenta de algunos datos acce
sorios, es como sigue: Suponiendo que un autor
publique al mismo tiempo tres libros de igual
extensión y de idéntico valor literario, de los
cuales uno contenga una novela, otro tres no
velitas y otro una colección de cuentos, si el
primer volumen se agota, por ejemplo, en tres
meses, el segundo tardará seis, y el tercero
más de un año. ¿Por qué? Antes de intentar la
respuesta, vamos a echar una breve ojeada a
varios libros publicados recientemente, por si
más adelante nos conviene referirnos a alguno
de ellos.

LA SEÑORITA DE LA CISNIEGA

Abre el volumen y le da nombre una con


movedora narración, que el autor, Ortega Mu
nilla, llama novela, aunque ni la extensión

(96 páginas), ni el contenido, justifican plena


mente tal título, ya que sólo asistimos a la
culminación y trágico desenlace de un drama
pasional, cuyos primeros actos han pasado en
tre bastidores. El relato, hecho con el arte y
seguridad propios del maestro, es rápido, in
tenso y apasionado, si bien algunos toques de
efectismo traen a la memoria, por contraste,
las admirables páginas de El paño pardo, tan
sobrias y sinceras.
1 9 o
C R / 7" / CA B PFA M E R A

Viene luego Doro en el monte, especie de


cuento pastoral con ribetes fantásticos, en el
cual se intercala un interesante «Centón de fa
bulillas». Fuera de su mérito literario, convie
ne señalar en este cuento la abundancia de
nombres vulgares de plantas, algunos de los
cuales se recogen aquí por primera vez de la
boca del pueblo. Con una alegoría cervantina,
en que Dulcinea representa a la Lengua caste
llana, un «pasillo simbólico» y dos cuentecitos,
se completa este volumen de La señorita de la
Cisniega, tan exquisito como variado.

CUENTOS DE VIEJAS

No sé si fué Joubert quien afirmó que los


mejores cuentos son los que ya han sido refe
ridos en las veladas familiares. Quizá el señor
López Roberts ha querido usar de este aliciente
adicional para recomendar su libro, contando
además con la complicidad del dibujante, que
ha puesto en la portada la figura simpática de
una abuelita que hila su copo al amor de la
lumbre. Pero la eficacia del artificio sólo dura
lo que se tarda en recorrer las primeras pági
nas del volumen; pues los trabajos que en él
ha reunido su autor no pueden pasar, ni aun
con la mejor voluntad, por «cuentos de viejas».
Son, en su mayoría, novelas cortas a base de
I Q I
3 C O CA SA A ES

procesos sentimentales, generalmente femeni


nos, analizados con la profundidad y finura de
un escritor psicólogo, que continúa en nuestros
días la buena tradición de la novela española.
Sobresale entre todas estas novelitas, y merece
muy preferente lugar dentro de la producción
. literaria de los últimos años, el admirable rela
-
to titulado Mar adentro.

También realiza el señor López Roberts, en


La visita al Paraíso, una escapatoria a las re
giones sobrenaturales, como para probar que
su pluma, tan ejercitada en el menudo realis
mo cotidiano, no se arredra ante la descripción
de mundos imaginarios.

EL JARDÍN DE LAS HADAS

En lo mejor de su carrera artística, el señor


Alcalá Galiano abrió un largo paréntesis para
estudiar las causas y desarrollo de la guerra
europea, y poner luego su pluma, desinteresa
damente, al servicio de sus simpatías y de sus
convicciones. Cumplido lo que él creyó un
deber, y bien cumplido por cierto —los libros
correspondientes alcanzaron copiosas ediciones,
y hasta creo que fueron traducidos a varias
lenguas—, el Sr. Alcalá Galiano reanuda ahora
su obra puramente literaria y vuelve a consa
grarse al cultivo del arte, «que a través de las
1 9 2
C / f 7 y C. A Z F f ./ E ARA

guerras y de los cataclismos de la Historia,


surge triunfante sobre las ruinas, como el he
raldo inmortal de la Belleza...»

El jardín de las hadas es una colección de


cuentos fantásticos de un simbolismo transpa
rente e ingenuo, llenos de poesía y de honda
emoción. La escasa novedad de los asuntos —el
adolescente enamorado de la sirena; el hombre
impío que, torturado por la duda, se dispone a
rasgar el velo de la divinidad y muere al tocar
lo; el niño pobre, que en la noche de Reyes
recibe en sueños la visita del Niño Jesús, etcé
tera—, está hábilmente compensada por la fer
tilidad imaginativa de que hace gala el autor
al conducirnos por parajes exóticos o irreales.
El cuento de ejecución menos feliz, tal vez
por ser el de más ambicioso empeño, es el pri
mero, El jardín encantado, algo así como una
versión empequeñecida del capítulo III del Gé
mesis, en la que Dios está representado por un
Mago, y Adán y Eva, por una pareja de niños.
Realmente el texto bíblico está bastante bien,
y no vale la pena de arreglarlo, como no sea
para escribir El Paraíso perdido.
LUNES ANTES DEL ALBA ...

A veces el respeto y la delectación mera


mente estética con que el artista incrédulo
Crítica efímera.—II. I 9 3 I3
5 yO CA SA º ES

toma en sus manos una joya sagrada parecen


simular la veneración religiosa del creyente.
Así, algunos de los milagros y leyendas que el
Sr. Tenreiro nos ofrece en su exquisita colec
ción de cuentos, diríanse escritos por un monje
candoroso, de fe robusta y encendida caridad.
Sirva de ejemplo Florecilla. Pero el equívoco
se disipa, y pronto nos hallamos, como en El
templo sin Dios, frente al moderno escritor im
pasible, que se sirve por igual de las creencias,
de las dudas y aun de la franca rebeldía.
El cuento primero, que da su nombre a la
colección, está dedicado a Azorín, y recuerda,
en efecto, las maravillosas evocaciones que so
lía hacer este escritor en sus tiempos de lite
rato. Al Sr. Tenreiro, más documentado en
cuanto a léxico y estilo, y más meticuloso en
la reconstitución de los pormenores externos,
le falta, sin embargo, la intuición psicológica
con que Azorín, de dos plumadas, nos ponía
ante los ojos al autor o al personaje evocado.
La prosa del Sr. Tenreiro, clara, correcta y
sin afeites, es una feliz prueba de cómo puede
escribirse hoy en buen castellano, sin ridículos
neologismos y sin amaneramientos arcaicos.
3 % 3.

Todos estos libros que hemos reseñado rá


pidamente, y en los cuales, desde el más hete
1 9 4
(” º / 7 y E /7 / 1, 2 º 4

rogéneo de Ortega Munilla al más homogéneo


de Alcalá Galiano, entra el cuento como parte
integrante, aunque en muy distinta proporción,
pertenecen, por clasificación editorial, a esa
categoría de los «tomos de cuentos», que el
público suele recibir sin entusiasmo. Y ahora
que ya hemos visto que, en casos como el pre
sente, ese desvío no puede atribuirse a caren
cia de mérito en las obras, ni a falta de bien
ganado renombre en los autores, pasaremos a
examinar, en un próximo artículo, las causas
de este interesante fenómeno.

I 9 5
II

C siempre que se examina un hecho


literario —hoy es la depreciación de los
tomos de cuentos—, respecto del cual se mani
fiestan en franca divergencia la opinión de la
crítica y el parecer del público, suele imputarse
a éste su falta de buen gusto, su incultura y su
falibilidad tantas veces demostrada. Natural

mente, por este camino se está bien pronto al


cabo de la calle, aunque nada se saque en lim
pio. Es como si al investigar las causas de un
naufragio nos limitásemos a increpar a las olas
o a los escollos, olvidando que no se hizo el
mar para los barcos, y que las borrascas, los
peñascos y los bajíos no tienen culpa de ser
como son. No quiere esto decir que el artista
renuncie a influir sobre sus contemporáneos,
atento únicamente a que su obra flote y nave
1 9 6
C R / 7" / C A E F/M E ARA

gue a merced de las modas dominantes; pues,


si bien la agitada inmutabilidad del Océano no
se alterará nunca porque sobrenaden o se su
merjan cuantas naves construya la mano del
hombre, toda obra literaria, por el contrario,
la que triunfa y la que fracasa, actúa tarde o
temprano, directa o indirectamente, sobre el
caudal innúmero, disperso y siempre renovado
de los lectores.
Pero, si en este fluente caudal consideramos
un momento aislado, un corte ideal, una sec
ción, es decir, la masa de lectores que en tal
día de tal año y en determinado territorio ha
de apreciar tal o cual obra —a esta masa lla
mamos público—, veremos que en dichos lec
tores conviven y laboran los juicios y prejuicios
heredados, los que actualmente logran cristali
zar en fórmulas eficaces y los que, en germina
ción todavía subconsciente, aspiran a manifes
tarse en generaciones venideras. Pues bien; de
estos millares de personas, cuyas ideas, senti
mientos, cultura, preocupaciones y preferencias
no podemos cambiar de la noche a la mañana;
de esta masa de lectores desconocidos entre sí,
en quienes no se dan, por tanto, los fenómenos
de psicología colectiva característicos de las mu
chedumbres congregadas en el teatro o en el
circo; de este público, en fin, que hemos de
) 7
3 UL/O CA SA AR ES

tomar como es y no como quisiéramos que fue


se, es de quien dije, antes de ahora, que tiene
siempre la razón de su parte. Por eso hemos de
conceder a los compradores de libros que hoy
desdeñan el cuento en colección, y a los que
tal vez mañana lo honrarán con su preferencia,
la misma irresponsabilidad crítica, idéntica rela
tividad de criterio, e igual opción a elegir sus
lecturas de conformidad con los gustos respec
tivos.

Y el hecho es que los actuales lectores espa A

ñoles, reacios a adquirir volúmenes de narra


ciones cortas, aunque lleven en la portada los
nombres más ilustres de nuestras letras, han
agotado en poco tiempo, pongo por caso, siete
ediciones de La casa de la Troya, sin previa
recomendación de la crítica militante y sin que
la anterior producción periodística de Pérez
Lugín, alias Don Pío, pudiese ser, por cierto,
garantía del brillante triunfo alcanzado por ésta
su primera novela.
Poco a poco vamos reduciendo el problema.
Si de un lado admitimos que los tomos de cuen
tos no tienen, por término medio, menor peso
específico de arte que las novelas, y de otro
lado convenimos en reconocer y respetar la
instintiva espontaneidad con que el público
orienta y satisface sus aficiones, ¿sería aventu
1 9 8
C R / 7 y C. A E /r/ y E RA
rado buscar en el cuento mismo las causas de

su actual depreciación? Vamos a intentarlo, aun


a riesgo de que el escaso lugar disponible para
estas cuestiones no nos permita razonar cum
plidamente nuestras conjeturas.
Prescindiendo de que, por abolengo, corres
ponda a la novela dentro de la literatura la jerar
quía suprema —Menéndez Pelayo la deriva
directamente de la epopeya—, representa in
3

dudablemente, en el moderno estado social de


las naciones cultas, la más acabada fórmula de
arte literario, la de más amplio y variado cam
po de acción y la que mejor satisface nuestras
necesidades intelectuales y afectivas. Caballe
resca, histórica, pastoril, de aventuras, de cos
tumbres, picaresca, satírica, pedagógica, social,
fantástica, psicológica, científica, policíaca, et
cétera, etc., la novela ha ido pisando atrevida
mente el terreno de los distintos géneros colin
dantes —sin excluir el teatro— y en todos ha
dejado profunda huella. ¿Cómo extrañar, pues,
que el cuento, tan íntimamente relacionado con
la novela desde los orígenes de ésta, la haya
seguido paso a paso en su evolución y se haya
mostrado sucesivamente realista, romántico,
naturalista, autoanalítico, etc.?
Aquí sería muy interesante indagar si estas
nuevas formas del cuento, que lo van alejando
1 9 9
3 U L/O CA SA A A. S

gradualmente de su origen popular, preparan


un futuro florecimiento del género, o si tal vez
lo encaminan a desaparecer, absorbido por la
novela corta. Desde luego, en las modernas
narraciones, influídas por las últimas escuelas
literarias, la forma ha conseguido un grado de
perfección difícilmente superable, si bien ca
bría preguntar hasta qué punto se realizan, en
la mera exposición de un proceso psicológico
o en la simple evocación de un ambiente, el
concepto tradicional y las características esen
ciales del verdadero cuento.

Pero todo esto nos apartaría de nuestro pro


pósito; a más de que las consecuencias que
queremos sacar de la reciente evolución del
cuento, y que se refieren no tanto al cuento
aislado como a los cuentos en colección, son de
índole puramente formal y externa, como ve
remos en el próximo artículo.

2 O O
III

E carácter trascendental de las primitivas


variedades del cuento, tales como el apó
logo, la fábula y la parábola, es decir, la finali
dad ejemplar de aquellas narraciones destina
das, no sólo a recrear el espíritu, sino prin
cipalmente a difundir enseñanzas religiosas o
morales, a perpetuar lecciones de experiencia,
o a fustigar las flaquezas humanas, hacía que
las personas, animales u objetos personificados
que intervenían en la acción ofreciesen el ma
yor grado posible de universalidad. Desde el
Panchatantra hasta el Llibre de les besties, el
león, la raposa y el toro se nos presentan con
un valor simbólico que es cifra anticipada de las
respectivas cualidades e instintos; y tanto en
los fabliaur como en la Disciplina clericalis,
el marido negligente, la esposa liviana, el galán
2. O I
5 / /O CA SA A ES
apuesto y el fraile licencioso coinciden en el
lineamiento esquemático de su psicología con
vencional. En cuanto a las circunstancias de

lugar y tiempo, o se omitían en ábsoluto o se


indicaban con tal vaguedad que las ficciones
podían situarse en cualquier época y en cual
quier territorio. -

Fácilmente se advierte el ahorro de atención

y de memoria que estas condiciones del cuento


antiguo procuraban al lector o al oyente. He
aquí, por ejemplo, el principio de un cuento
de Calila y Dimna: «Dicen que un carpentero
tenía una mujer a quien mucho amaba, et ella
enamoróse de un mancebo fasta tanto que com
plió su amor con ella; et a tanto llegó la cosa,
que se hobo de saber...». Ya están presentados
los personajes y el ánimo dispuesto. ¿Qué más
necesitaba saber el lector para interesarse en el
relato? El mismo don Juan Manuel, en cuyas ma
nos comienza el cuento a perder su carácter
popular para trocarse en un producto genuina
mente literario, no solía usar de más prolijos
antecedentes para entrar en materia.
Han transcurrido más de cinco centurias. Las

literaturas occidentales han rebasado ya su siglo


de oro, y la novela, emancipada por entero de
los distintos géneros que cooperaron a su for
mación, ha llegado a ser la más alta y perfecta
2 O 2
C R / 7" y CA E F/M E RA

manifestación del arte literario. El novelista no


se contenta ahora con esparcir el ánimo del lec
tor ni con aprisionar su atención mediante in
geniosas intrigas: aspira a descubrirnos el sen
tido del universo, quiere comprender el espec
táculo de la Naturaleza y penetrar hasta los
subterráneos del alma humana. La inventiva ha

cedido su puesto a la observación. En lugar de


discurrir asuntos nuevos, enredos complicados
y desenlaces imprevistos, bastará observar y
observarse. Nada debe quedar inadvertido; el
más menudo pormenor es quizá el de más sig
nificación e importancia. La manera de andar,
el color de las corbatas, un defecto de pronun
ciación, pueden contribuir a explicar un carác
ter; la herencia fisiológica, el medio ambiente,
la alimentación, pueden influir en las acciones.
Eso de que «un joven apuesto y de distinguida
familia se enamoró de una vecina muy bella,
casada con un hombre de edad, etc.», resulta
insuficiente; necesitamos saber cómo y por qué
«se enamoró». Para ello se nos hará previa
mente el retrato físico y moral del joven, se nos
pondrá en relación con su «distinguida familia»,
se nos describirá el lugar de su nacimiento, asis
tiremos a su educación, y veremos iniciarse, en
las tinieblas de lo subconsciente, el amor hacia
la «vecina muy bella». Luego le tocará el turno
2 o 3
5 UL/O CA SA RAES

a la vecina, y, por último, a su marido, el «hom


bre de edad».
Todo esto se traduce en fechas, nombres,
apellidos, lugares, paisajes, edificios, muebles,
trajes, etc., etc., cuya incorporación a la fanta
sía del que lee impone a éste un esfuerzo consi
derable de atención y de retentiva; de aquí que
el comienzo de las novelas modernas resulte

fatigoso, especialmente para el lector de me


diana cultura que no sabe gustar la exactitud
u oportunidad de las observaciones ni la per
fección de la técnica, y cuyo interés no entra
en actividad hasta que en el libro empieza a
«ocurrir algo». Tan cierto es esto, y tan sabido
lo tienen los novelistas, que rara vez comienzan
por el capítulo primero: quiero decir que ante
ponen al verdadero principio de la narración
alguna escena culminante que sirva de incen
tivo a la curiosidad.

Como era de esperar, el cuento siguió en


esta orientación a la novela. Se usó y se abusó
en él de la identificación de los personajes, de
las descripciones, del color local y del análisis
psicológico, mientras lo sucedido, la aventura,
la anécdota, es decir, el asunto, pasaba a se
gundo lugar. Pero si en la novela naturalista o
psicológica lo enojoso de las presentaciones
y pinturas podía ser compensado más adelante
2 O 4
C /? / 7 y C. A E F/ 1/ E R A

con la mayor realidad y fuerza del relato, no


sucedía lo mismo en el cuento; a poco docu
mentada y minuciosa que fuese la exposición,
se hallaba el cuentista al final del espacio dis
ponible, y, o lo ampliaba sobrepasando la exten
sión propia del género, o corría el peligro de
construir un primer capítulo de novela, de ta
maño natural, sobre un tema atrofiado o a me
dio esbozar.

No nos toca ahora, según dijimos oportuna


mente, aquilatar las excelencias y defectos de
este moderno linaje de narraciones, entre las
cuales no escasean, por cierto, las obras maes
tras. Lo que nos interesa averiguar —y aquí
podemos deducir ya nuestra conjetura— es si
la especial modalidad de dichas narraciones las
perjudica para ir en serie, y si de aquí procede
en algún modo la depreciación de los tomos de
cuentos. Yo me inclino a creerlo.

Si admitimos que la gran mayoría de los lec


tores soporta los primeros capítulos de novela,
es decir, las páginas mazorrales de descripción
y análisis, con la esperanza puesta en la parte
dialogada o en los trozos puramente narrativos,
¿cómo hemos de extrañar el escaso aprecio del
público por esos volúmenes de narraciones cor
tas, donde todo se vuelve primeros capítulos sin
posible compensación ulterior? A más de que
2 o 5
I /O CA SA R ES

es tan penoso andar cambiando a cada paso de


personajes y saltando arbitrariamente de un
punto a otro del planetal Estamos, por ejemplo,
en un transatlántico, y hemos trabado puntual
conocimiento con media docena de personas,
para venir a parar en que una señorita se ena
mora perdidamente del segundo piloto, y, al
averiguar que es casado, se tira de cabeza
al mar. Aun suena el trágico chapuzón en nues
tros oídos cuando, al volver la hoja, nos halla
mos en pleno desierto de Sahara, sufriendo sed
entre camellos y beduínos. De aquí pasamos a
París, de París al Congo..., y así cambiamos de
escenario veinte o treinta veces, hasta comple
tar las 35o páginas del tomo.
Se dirá que no es obligado leer los cuentos
precisamente uno tras otro. Verdad; pero a esto
podría replicarse que no parece muy discreto
imprimir junto lo que necesita ser leído por
separado. Y en realidad todos esos trabajos, que
luego se nos ofrecen en colección, fueron, no
sólo imaginados con absoluta independencia
unos de otros, sino que así vieron ya la luz, en
su mayor parte, en diarios, revistas o publica
ciones especiales. ¿Qué vínculo los reúne des
pués debajo de una misma cubierta? ¿Qué mo
tivos de índole artística determinan su agrupa
miento y colocación respectiva? ¿Qué fines, que
2 o 6
( º 7r y C. A E / y EA. 4

no sean utilitarios, llevaron, por ejemplo, a Fer


nández-Flórez a juntar en su último libro Silen
cio y El calor de la hoguera? ¿Qué convenien
cias, salvo las meramente editoriales, movieron
al maestro Ortega Munilla a emparejar La se
ñorita de la Cisniega con Doro en el monte?
En las colecciones antiguas, por el contra
rio —recordemos Calila y Dimma, el Pancha
tantra, El conde Lucanor, Las mil y una noches,
el Decameron, los Cuentos de Cantorbery, etc.—,
los distintos relatos aparecen subordinados a
una finalidad superior, pedagógica, moral o sim
plemente recreativa; van ensartados en el hilo
de una ficción o alegoría general, y a veces se
engarzan hábilmente unos en otros, a fin de que
no decaiga un momento el interés. Al cabo de
los siglos la receta conserva toda su eficacia,
y cuando hoy se le ofrece al público una serie
de relatos interesantes, orgánicamente relacio
nados entre sí, ya sea por la comunidad de
asunto o por la intervención continuada de uno
o más personajes (I), las ediciones se agotan
que es un portento.

(1) A este segundo grupo pertenecen las narra


ciones policíacas de A. Conen Doyle, famosas hoy en
el mundo entero. Bastóle al autor crear la figura de
Sherlock Holmes y mantenerla constantemente en
primer término, para que el público de todos los paí
2 o 7
5 UL/O CA SA R ES

Creo, pues, que esos conglomerados circuns


tanciales de narraciones cortas, que no forman
verdaderas colecciones, tienen en su misma na
turaleza la clave de su depreciación. En igual
dad de precio y de mérito artístico, el público
prefiere y preferirá siempre las novelas; y, a mi
juicio..., hace bien.

ses devorase, no sólo las célebres Aventuras, sino las


demás obras en que interviene el popular «detective»
(The Memoirs of Sherlock Holmes, The return of Sher
lock Holmes, etc.)

2 o 8
PARÉNTESIS FILOSÓFICO

Crítica efímera.—II. I4
EL « TRATAL)O DEL ALMA »,
DE LUIS VIVES

ACE algunos años vino a Madrid Euge


nio d'Ors, el «Xenius» catalán, a luchar
por una cátedra de filosofía o cosa parecida. La
cátedra la ganó otro señor; y entonces los ami
gos de «Xenius» en la corte organizaron una
velada en el Ateneo, a manera de función de
desagravio, para que el candidato preterido nos
leyese la tesis que había presentado como tra
bajo de investigación reglamentario en las opo
siciones. Y por cierto que lo pomposo y atracti
vo del tema (algo así como «La religión fundada
en la libertad») no resultó justificado en el curso
de la disertación, pobre de dialéctica, escasa de
contenido filosófico y exenta de originalidad.
Para los admiradores del autor de La Bien Plan
tada y de tantas «glosas» personales y amenas,
2 I I
j L /, / O CA SA R ES

fué aquello un momentáneo desencanto, sin con


secuencias ulteriores. Si yo recuerdo hoy tan
menudo episodio es porque coincidió con una
fecha destinada a ser memorable en los anales
de nuestra civilización.

Era aquella velada la primera que celebraba


la recién nacida Sección de Filosofía del Ateneo

de Madrid, y el presidente de ésta, Sr. Orte


ga y Gasset, en un discurso que sirvió al propio
tiempo de oración inaugural y de presentación
del escritor catalán, dió por definitivamente de
rruído el portentoso alcázar levantado por Me
néndez y Pelayo en su Ciencia española.
«En España no ha habido nunca filosofía
—proclamaba doctoralmente el Sr. Ortega y
Gasset—, y todas las tentativas que se han hecho
para demostrar lo contrario han servido tan sólo
para corroborar mi afirmación». (No respondo
de la letra, pero sí del sentido.) Y añadía, para
consolarnos de la esterilidad pasada, que en las
nuevas generaciones se notaba, por fortuna,
cierta predilección por los estudios filosóficos,
cierta «apetencia de filosofía» (textual), de lo
cual era prueba concluyente el nacimiento de la
flamante Sección del Ateneo. -

Han transcurrido desde entonces cuatro o


cinco años; la Sección de Filosofía no ha dado
aún los brillantes resultados que eran de esperar;
C R f 7" y C A E /, / )/ E /º A

su fundador y presidente va dispersando en un


«dilettantismo » enciclopédico su privilegiado
talento; y la juventud intelectual se muestra
cada vez más «inapetente» de filosofía. Mien
tras tanto, en los círculos científicos de las na
ciones más adelantadas siguen ganando aten
ción y predicamento varios nombres gloriosos,
representantes de esa filosofía española «que no
ha existido nunca». -

En la colección de La Lectura, titulada «Cien


cia y Educación», acaba de publicarse una es
merada edición del Tratado del Alma (¿por
qué no se ha conservado el título completo co
rrespondiente al latino De Anima et Vita?)
de Luis Vives, respetuosamente traducido en
lenguaje llano y correcto por D. José Ontañón.
La obra va precedida de un prólogo de don
Martín Navarro, de una «Nota biográfica» del
mismo, y de una «Introducción» de Foster
Watson. El prólogo, compuesto con varias
generalidades encomiásticas, no pasa de discre
to. De la «Nota biográfica» basta decir, para
probar su mezquindad, que ocupa apenas una
páginá, cuando harían falta muchas de ellas
para anotar tan sólo los momentos más salien
tes de la vida del gran polígrafol
La «Introducción» de Foster Watson no con

tiene novedad alguna para quienes hayan leído


2 3
3 UL/O CA SA R ES

la extensa obra de Bonilla: Luis Vives y la


Filosofía del Renacimiento; pero orienta sufi
cientemente al lector en cuanto al lugar y signi
ficación que corresponden al ilustre valenciano
en la historia del pensamiento, como continua
dor de las doctrinas aristotélicas y como pre
cursor de los modernos métodos psicológicos,
basados en la utilización consciente del proce
dimiento inductivo. En dicha «Introducción»

se hace resaltar convenientemente la importan


cia que hoy se concede a los descubrimientos
didácticos de Luis Vives, en apoyo de lo cual
hubiera podido aducirse una nutrida relación
de tesis universitarias y de monografías, de
autores alemanes en su mayor parte, dedicadas
a estudiar, desde el punto de vista pedagógico,
las obras de nuestro compatriota.
«Padre de la Psicología moderna» llama a Vi
ves el profesor Foster Watson, y en verdad que
no parece exagerado tan honroso título. Ya
había afirmado William Hamilton, a propósito
de la asociación de ideas, que «en las observa
ciones de Vives está compendiado y resumido
casi todo lo más importante de cuanto se ha di
cho sobre el problema de la asociación mental,
no sólo antes de Vives, sino también después de
él». En lo tocante al mecanismo y funciona
miento de la memoria, las observaciones de
2 I 4
C R f 7" / C A E F/M E RA

Vives parecen arrancadas de un tratado mo


derno de psicología. Véanse algunos ejemplos:
«En la construcción de la memoria hay cier
tos asientos como para mirar el sitio de las co
sas, desde el cual nos viene a la mente lo que en
él sabemos que ha pasado o se halla. En ocasio
nes, simultáneamente con una voz o sonido nos
sucede algo agradable, y así nos gusta siempre
que volvemos a oirle, o nos entristece si lo que
ocurrió fué triste... Hallándome en Valencia pos
trado con la fiebre, y habiendo comido cerezas
con mal sabor de boca, siempre que comía esta
fruta, después de pasados muchos años, no sólo
me acordaba de la calentura, sino que me pare
cía tenerla en aquel momento». (Página 78.)
«Igualmente se perturba la reflexión si al man
darla que busque o saque algún objeto, se le
presenta de fuera una cosa distinta o extraña...
Así, cuando se pregunta quién fué el padre de
Sócrates, vendrá el nombre a la memoria más
pronto que si agregan: «¿Fué quizá Demócrito?»;
porque se confunde más la reflexión, cuando se
halla el asunto en estado de error de semejan
za». (Página8I.)
Claro está que junto a pensamientos e hipó
tesis geniales que anticipan, a veces, hasta los
puntos cardinales de la teoría kantiana, no fal
tan los errores groseros y ridículos, correspon
2 I 5
5 UL/O CA SA A ES
dientes al estado de las ciencias naturales en el
siglo XVI; pero, con todo, el Tratado del Alma
resulta interesante e instructivo para el lector
moderno.

Suponemos que La Lectura dará a luz otras


obras de Vives, y entre ellas nos gustaría ver
los deliciosos Diálogos, para el aprendizaje del
latín.
e k ::

El recuerdo de la velada filosófica que he


mencionado al principio de este artículo ha sur
gido en mi mente por un fenómeno de asocia
ción de ideas. El nombre de Luis Vives me ha

traído a la memoria el de Menéndez y Pelayo,


y ambos me han trasladado al Ateneo; pues
precisamente en el mismo lugar en que el señor
Ortega y Gasset formulaba sus deprimentes ne
gaciones, había vibrado, años atrás, la pala
bra entusiasta y confortadora del gran polígrafo
del siglo XIx, en una serie de conferencias dedi
cadas a aquel otro polígrafo del siglo XVI, de
quien decía Erasmo: Vives noster in mansueto
ribus litteris sic versatur, ut hoc saeculo vir
alium morim, quem ausimº cum illo committere.
-

«EL ANSIA DE INMORTALIDAD», POR


D. MARIANO BENLIIURE Y TUERO

Es café que me han servido—decía cierto


consumidor al dueño de una fonda— tiene

dos cualidades: una buena y otra mala. La bue.


na es que no tiene achicoria; la mala es que
apenas tiene café. Algo por el estilo, sin extre
mar tanto los términos, podría decirse a don
Mariano Benlliure y Tuero a propósito de su
libro titulado El ansia de inmortalidad. En él
la cualidad buena es la ausencia de pedantería
(el Sr. Benlliure habla con la más llana fami
liaridad de «la cosa en sí» y del «no yo»), y la
mala es la escasez de sustancia filosófica; de
donde resulta un incierto mariposeo de «dilet
tante» alrededor de los temas enunciados.

Esto del «dilettantismo», que para otra per


sona podría tener una interpretación poco grata,
parecerá de perlas al Sr. Benlliure, ya que
2 7
5 UL/O CA SA R ES

Unamuno, su primer padre espiritual (el otro


es Bergson), ha dicho terminantemente: «El
mundo intelectual se divide en dos clases:

«dilettantes», de un lado, y pedantes, de otro».


Claro es que hay muchas maneras de ser «dilet
tante»; desde la del propio Unamuno, que
consiste en estudiar seriamente las principales
doctrinas filosóficas y estar al tanto del movi
miento científico contemporáneo, para desdeñar
luego el cientifismo y las escuelas, y discurrir
con la desenvoltura e irresponsabilidad de un
forajido de la lógica, hasta el «dilettantismo»
de quien, sin base sólida, se afilia a la última
novedad de París y se lanza a explicar a los
lectores «su» interpretación de la vida y «su»
visión universal.

La parte del libro del Sr. Benlliure en que


más se echa de ver la superficialidad de su tra
bajo es aquella en que, a guisa de preliminar,
pasa revista a algunos sistemas filosóficos. Ya
en la elección de los sistemas se podría repro
char al autor de El ansia de inmortalidad

cierta incongruencia; pues junto a la serie ale


mana Kant, Fichte, Schelling, Schopenhauer y
Nietzsche (en el cual no debió olvidar a Hegel
ni a Herbart), sólo coloca a Spencer por Ingla
terra, a Bergson por Francia y a Unamuno por
España.
2 I 8
C R / 7" / CA E F/A/ E ARA

No poco se habrá maravillado el Sr. Una


muno de verse en tan honrosa compañía. Cierto
es que en su Vida de Don Quijote y Sancho,
en El sentimiento trágico de la vida y en mu
chos de sus ensayos, hay riqueza de pensa
miento filosófico y aun atisbos geniales en
cuanto a la interpretación trascendental de los
más menudos acontecimientos reales o fingi
dos; pero de esto a un sistema filosófico hay
una enorme distancia, que el propio ex rector
de Salamanca se complace en reconocer a cada
paso. Nadie mejor que el Sr. Benlliure debiera
haberse convencido de esto, ya que en lugar de
exponernos el «sistema» de Unamuno, como
eapone (?) en cuatro palabras los de los filósofos
alemanes, se limita a unas cuantas citas y termi
na diciendo: «Sólo he querido hacer ver que la
filosofía de este autor, tan español y tan huma
no, es espiritualista en el sentido de tenden
cia hacia la inmortalidad...» Tendencia hacia la
inmortalidad ¿de qué? ¿Del espíritu ? ¿De la
materia? Oigamos la respuesta de Unamuno:
«¿Materialismo, decís? Sin duda; pero es que
nuestro espíritu es también alguna especie de
materia o no es nada» (I). Vea el Sr. Benlliure
qué pronto lo ha dejado mal su maestro.
(1) El sentimiento trágico de la vida en los hombres
y en los pueblos. Renacimiento, Madrid, 1914; pág. 56.
2 I 9
7 U /, / O CA SA A E S

El máximo respeto y el mayor número de


páginas los reserva el Sr. Benlliure para su
autor predilecto, el filósofo de la intuición, y
empieza por decirnos que la «filosofía de Berg
son no se puede esquematizar, no cabe en po
cos renglones». En cambio la de Kant y la de
Schopenhauer sí caben, por lo visto, en dos
cuartillas, pues el Sr. Benlliure no vacila en es
quematizarlas a su gusto, para desbaratarlas
luego en un santiamén.
La crítica kantiana le parece al Sr. Benlliure
«de una inocencia pueril». «Desconfiar de la
razón —dice— y querer someterla a crítica es
como si poseyendo la fotografía de una cosa
quisiéramos, antes de prestar fe a la fotografía,
estudiar las condiciones del aparato fotográfico.
Tal precaución sería muy lógica; pero si no pu
diéramos estudiar el aparato fotográfico direc
tamente, sino tan sólo por otra fotografía, re
sultaría una precaución inútil, pues podríamos
dudar de la segunda fotografía lo mismo que
de la primera». Como ven los lectores, este
modo de argumentar no puede ser menos pe
dante, aunque en verdad resulta poco filosófico
y, en el caso presente, fotográficamente falso,
pues, según saben los aficionados al noble arte
de Daguerre, de la comparación de varias prue
bas de un mismo aparato se pueden deducir
2 2 )
C A / T / CA A. F/A/ A. A. A

con certeza las propiedades y defectos del


objetivo: profundidad del foco, aberración de
esfericidad, insuficiencia de campo, etc.
No es menos campechana y simplista la im.
pugnación del sistema de Schopenhauer. «El
voluntarismo nominal de Schopenhauer —dice
Benlliure—, dentro de su filosofar intelectua
lista, es como aquel que yendo por una carre
tera y habiendo encontrado una bicicleta se la
echase sobre la espalda, continuara haciendo el
camino a pie, y dijera que había hallado y que
poseía un excelente aparato de locomoción. No
mentiría el caminante; pero de poco le serviría
el hallazgo. Esto hace Schopenhauer al descu
brir en la voluntad el medio de entrar en el

misterio: cargarse el descubrimiento a la espal


da y seguir avanzando con la razón». ¿Y qué otra
cosa hace Bergson —podríamos preguntar a su
discípulo entusiasta— cuando descubre el talis
mán de la intuición ? Se lo echa al bolsillo y si
gue discurriendo con la razón, que es, por
ahora, el único instrumento de que disponemos
para el caso.
De la petulante irreverencia con que el señor
Benlliure descubre en las palabras de Jesús
«algunos sentimientos vulgares», prefiero no
decir nada.
En cuanto al pensamiento capital El ansia
2 2 I
5 CV L / O CA SA A ES

de inmortalidad, que procede directamente de


El hambre de inmortalidad de Unamuno, que,
a su vez, se apoya en la Etica de Spinoza,
y así sucesivamente, ya se ve en este princi
pio de filiación cuán escasa es su novedad.
Esto sin tener cuenta para nada de los veinte
siglos que lleva el cristianismo predicando como
fin último del hombre el logro de la «vida eter
na», sin interrupción de la conciencia ni de la
personalidad individual, y hasta con asistencia
de la propia carne resucitada.
Pero la originalidad, que siempre es relativa
en los sistemas filosóficos (a veces mera cues
tión de tecnicismo), no es requisito esencial en
libros como el que estamos examinando. Basta
incorporar a cualquier sistema conocido datos
de experiencia personal, o volver a pensar cual
quier teoría sobre la base de las nuevas con
quistas de la ciencia positiva, para escribir un
libro interesante y verdaderamente filosófico.
Lástima que el Sr. Benlliure, así como tiene
afición y singular aptitud para estos trabajos,
no tenga la preparación necesarial
Desde luego, el autor de El ansia de inmor
talidad revela un talento muy claro y una
facilidad de expresión que son condiciones pre
ciosas para los estudios a que se muestra incli
nado, pues no está al alcance de cualquier per
2 2 2
C R / 7" / C A E F/A/ E RA

sona, aunque sea muy inteligente, jugar bien al


ajedrez, ni escribir una fuga a cinco voces, ni
discurrir, sin marearse ni fastidiar a los lectores,
sobre cuestiones puramente abstractas. Para
ello es necesaria una organización especial, y el
Sr. Benlliure ha probado en este su primer li
bro, escrito en lenguaje llano, preciso y bastante
correcto (algunas palabras como «concienciza
ción» y «compatibilizar» debiera haberlas evi
tado, aun a costa de un rodeo), que sabe expo
ner las doctrinas ajenas, y las que hace suyas,
con acierto y seguridad, y en forma amena y
fácilmente inteligible.
Si El ansia de inmortalidad es, como creo,
la primera muestra de una vocación ya formada,
y si su autor se aplica seriamente a estudiar las
modernas teorías psicológicas, físicoquímicas,
biológicas, etc., ya sea para fundamentar su
actual «bergsonismo» o para tomar otros rum
bos, desde ahora le auguro y le deseo cordial
mente un éxito brillante.

Y no construya por ahora «visiones univer


sales»; piense que en la más limitada monogra
fía cabe tanta profundidad e ingenio como en el
más vasto sistema filosófico.

2 2 3
UN RIVAL LATINO DE NIETZSCHE:
EL SR. VARGAS VIA

N conocido editor de Barcelona ha pu


(J blicado y ha tenido la bondad de en
viarme, de una vez y sin previo aviso, tres
obras del genial escritor americano Sr. Vargas
Vila, tituladas La voz de las horas, La muerte
del Cóndor y C/épsidra roja. No obstante la
importancia de este acontecimiento editorial,
pensaba no hablar de él hasta haber dado
cuenta de otras publicaciones anteriores; pero
he cambiado de propósito con sólo leer el pró
logo de La voz de las horas, donde el editor (?),
asimilándose de un modo portentoso el perso
nal e inconfundible estilo del Sr. Vargas Vila,
y hasta su prosodia originalísima, nos dice las
razones que le mueven a publicar en España
las obras del más excelso pensador latino.
Crítica efímera.—II. 2 2 5 5
7 UL/O CA SA R ES

« Este escritor —habla el Sr. Maucci (?), —


que en la América, goza de la más extensa y
alta nombradía que un escritor pueda gozar... no
es en España, ni bastante leído, ni bastante co
nocido a causa de no haber sido nunca edita

do en ella, y de que sus obras todas impresas


en París, no han estado, por sus precios, al al
cance de nuestro público».
En efecto, nadie acertaba a comprender por
qué el Sr. Vargas Vila no era tan popular aquí
como en la «América», donde, según él mismo
asegura, hay «millones de almas» pendientes
de su pluma. Ahora ya está todo explicado:
nuestra proverbial pobreza no nos permitía
adquirir los libros de «ese raro y exquisito pen
sador, que es: Vargas Vila». Demos gracias, por
tanto, al editor magnánimo que ofrece a los
lectores españoles, mediante un módico esti
pendio, los exquisitos goces intelectuales reser
vados hasta ahora a los felices ciudadanos de

las naciones prósperas.


Basta hojear La voz de las horas, colección
de pensamientos variados, para convencerse de
que el Sr. Vargas Vila es el más formidable
rival latino que podía surgir frente al mesías
del Super-Hombre. «Sólo los pensadores ale
manes, de más alto vuelo —se lee en el prólogo
de dicha obra— nos han dado libros semejan
2 2 6
C /º / 7 / CA E / / M E /º A

tes a éste; pero sin la gracia exquisita... que este


alto pensador latino pone en el suyo». Y, real
mente, el pensador latino tiene más «gracia»,
pero mucha más que cualquier pensador tudes
co. Véanse, por vía de ensayo, las lucubracio
nes siguientes: «Nunca el grano del beneficio,
ha producido sino la cizaña de la ingratitud».
(Modelo de novedad.) «Las teorías, no engen
dran la Realidad; es del estudio de la Realidad,
que se sacan las teorías». (Dechado de profun
didad metafísica y de... sintaxis galicana: es del
estudio... que se sacan...) «Hay dos cosas igual
mente grandes y cariñosas en la Vida: la Ma
dre que nos la da, y, la pistola, que nos la
quita». (Graciosa y delicada comparación.) «La
Intolerancia, principia por no tolerar a los
otros, y, acaba, porque nadie la tolera». (Pen
samiento ingenioso, original y muy convenien
te para viajar en la plataforma de los tranvías.)
Lástima que el Sr. Vargas Vila no haya puesto
estos aforismos en verso! Habría logrado eclip
sar no sólo al filósofo de Roecken, sino al propio
D. Juan de Dios Blas, el del Bazar de la Latina.
He reproducido en las citas anteriores su
extraña puntuación para mostrar una faceta,
tal vez la más interesante, de la personalidad
de Vargas Vila; pues si este Nietzsche ecuato
riano no tiene aun en su haber ninguna teoría
2 2 7
7 U /, / O CA SA R ES

filosófica cual la del «eterno retorno», ha des


cubierto, en cambio, todo un sistema ortográ
fico. Así como otros ponen los puntos sobre
las ies, él pone las ies griegas delante de las
comas; empieza los substantivos con muyúscula
y las cláusulas con minúscula; corta los párra
fos por donde se le antoja, suprime los puntos
finales, y escribe, a veces, a renglón por pala
bra, como si no se hubiese planteado en el
mundo «la cuestión del papel». Para colmo de
originalidad, construye el castellano con sin
taxis francesa, y escribe las citas francesas con
ortografía de «cocotte» (verbigracia: «letre»,
«macró», por «maquereau», «le gros publique»,
por «public», «analyxis», etc.).
La muerte del Cóndor viene a enriquecer la
abundante bibliografía injuriosa que producen
algunos expatriados de la América española,
tan pronto como se ven a buen recaudo en el
continente europeo. Supongamos que en la Re
pública de X cae de la Presidencia López para
que suba Pérez. Los amigos de López huyen del
territorio nacional, y nunca falta entre ellos al
gún escritor pintoresco que, so capa de una
transparente ficción novelesca, o bien descara
damente, se dedique a insultar desde Madrid o
desde París a los políticos triunfantes, sin ex
cluir a sus respectivas hijas y esposas.
2 2 8
CAR / 7 / C A /, /, / M/ E ARA

El «Cóndor», en el caso presente, es Eloy


Alfaro, y la obra de Vargas Vila, que había de
ser, según éste, «un canto de la Epopeya Al
fárida», resulta, en realidad, una destemplada
diatriba contra los enemigos de aquel político.
Fulano es «un cerdo trágico, que hoza en los
detritus de la crápula»; Zutano aparece «ridícu
lo y pestilente, paseando con insolencia su úlce
ra tiberiana»; aquél, «desde el lecho de su que
rida, siembra la muerte y la desolación»; éste,
«con la capa pluvial bañada en sangre», es un
«siniestro Purpurado del Patíbulo»... Todos
venales, todos rufianes, todos asesinos.
Clépsidra roja es un libro sobre la guerra, en
el cual Vargas Vila ha querido pagar a los fran
eeses los treinta años de hospitalidad que les
debe, injuriando a sus actuales adversarios.
No hay que decir cómo habrá despachado su
tarea quien tan cumplidamente estaba acredi
tado en el arte de calumniar a sus propios
compatriotas.
¿Cree verdaderamente el respetable editor
barcelonés que nos hacían mucha falta en Espa
ña estos libelos « vargasviles»? Yo le aconse
jaría que no perdiese el tiempo y el dinero en
esta empresa. Los españoles, por fortuna, reser
vamos la poca calderilla que nos queda para
más altos menesteres.
2 2 9
MISCEL ÁNEA
«ANTOLOGÍA DE PROSISTAS CASTE
LLANOS», POR R. MENÉNDEZ PIDAL

A de ver la luz, en esmerada impre


sión de la Revista de Filología española,
la segunda edición, bastante corregida y aumen
tada, de la Antología que publicó hace años el
ilustre maestro.

Ante todo, y para devolver a este honroso


título (el de maestro), tan gratuitamente prodi
gado, toda su significación de acatamiento res
petuoso, he de advertir que uno de los conta
dos españoles que hoy lo merecen, a mi juicio,
es el Sr. Menéndez Pidal, no sólo por la auto
ridad de su ciencia y por la universal estima
ción de sus descubrimientos, que lo colocan
muy por encima de cuantos cultivan iguales
materias, sino también por lo asiduo y fecundo
de su labor docente, encaminada a fundar una
2 3 3
5 U L/O CA SA A ES

escuela española de Filología. Quiera Dios


prosperar su intento, y que en plazo no lejano
empecemos a redimirnos del sonrojo con que,
al considerar el presente florecimiento de la
lingüística romance, vemos cuán pobre es nues
tra aportación aun respecto de la propia len
gua española
La Antología de prosistas castellanos, a la
par que utilísima obra de estudio, es un libro
de amena y variada lectura. La selección de
textos está hecha con singular acierto, tomando
de cada época los autores más representativos
y escogiendo de los respectivos escritos las pá
ginas más características.
En la breve introducción que precede a los
trozos de cada escritor, el Sr. Menéndez Pi
dal, con la parquedad y preciosa concisión del
que, sabiendo mucho, dice poco, va mostrando
la evolución del lenguaje en cuanto al vocabu
lario, a la sintaxis y al estilo, señalando de paso
las influencias que actuaron sobre los distintos
ingenios y la medida en que la personalidad de
éstos contribuyó a dicha evolución. Y es tan
grato como instructivo atravesar rápidamente,
en compañía del maestro, varios siglos de lite
ratura, y ver cómo la lengua del Rey sabio,
rica de léxico, pero de construcción pobre e
incierta, mezcla su sentenciosa gravedad con el
2 3 4
y
C A / 7" y C. A E F/A / A. Rº A

aroma de las literaturas orientales que se vier


ten en la Crónica general, cómo don Juan Ma
nuel, preocupado ya con el arte del estilo, va
imprimiendo su sello personal a los apólogos y
parábolas de la más varia procedencia; cómo
en la pluma del arcipreste de Talavera se alza
a la dignidad literaria el habla popular con su
atropellado decir, su léxico opulento y sus pin
torescos «retraheres»; y cómo en La Celestina
nace, «y por raro privilegio —según dice Me
néndez y Pelayo— nace perfecta desde su
cuna», la incomparable prosa dramática caste
llana. Aquí se inicia el período glorioso de la
lengua, que después de sumar a sus galas la vi
veza y sobriedad del Lazarillo, la amplitud y
grandilocuencia de Granada, la persuasiva fa
miliaridad de Santa Teresa y la musicalidad
refinada de Fray Luis de León, produce la obra
capital de nuestra literatura y empieza a decli
nar rápidamente a manos de los conceptistas,
sin excluir al genialísimo Quevedo.
Continuando los ejemplos hasta el siglo XIx,
y pasando por etapas intermedias a que no
hemos hecho alusión (la Antología comprende
diez y nueve autores), el Sr. Menéndez Pidal
nos deja ya en la prosa del conde de Toreno
(1835), en la cual advertimos las principales
características, buenas o malas —más bien ma
2 3 5
7 U/ L / O CA SA R ES

las, por lo que toca a la pureza de dicción—,


del lenguaje actual.
Claro es que, sin alterar notablemente el
plan y las dimensiones de la Antología, no po
dían tener sitio en ella todos los autores que lo
merecen, pero aunque hubiera sido necesario
cercenar algo de las cincuenta páginas destina
das a Cervantes, cuyas obras son, sin duda, las
más difundidas por la imprenta y las menos
ignoradas de los lectores, yo hubiera deseado
ver incluído entre los escritores del siglo xvI al
sin par estilista Juan de Valdés, y ver citado
en el siglo xvIII, siquiera para dividir el vacío
que queda entre la Guerra de Cataluña, de
Melo (1645), y la Defensa de la 3unta Central,
de Jovellanos (18 Io), algún trozo de la primera
parte de la Vida, de Torres Villarroel (1743).
Las breves notas puestas al pie de las pági
nas se refieren a puntos de gramática, de estilo
o de historia literaria, y son un dechado de
sobriedad que debieran tener siempre a la vis
ta nuestros anotadores de los clásicos. Fuera

de un merecido palmetazo (destinado indirec


tamente a Cejador) y de alguna que otra leve
alusión, todo es en dichas notas impersonal,
objetivo, oportuno, y lo que vale más, está al
alcance de cualquier lector de mediana cultura.
Y es que el autor de la monumental edición
2 3 6
C R / 7" / C A /, /, /./ E K A

crítica del Cantar de Mío Cid, en lugar de


traerse por los cabellos ocasiones para agobiar
nos con el peso de su sabiduría, sacrifica todo
conato de lucimiento personal en aras de su
propósito docente. Es más, el Sr. Menéndez
Pidal, el conocedor jamás superado del caste
llano medieval, el único que, según Menéndez
y Pelayo, hubiera podido escribir la historia de
la lengua, tropieza con dos vocablos enigmáti
cos en la Crónica general, y en vez de pasar de
largo, como es costumbre en tales casos, se de
tiene para advertir: «Dos voces que me son
desconocidas, y que sólo el contexto puede
explicar». Notable ejemplo de honradez, de
modestia y de seriedad!
El hecho de que el Sr. Menéndez Pidal no
vea con frecuencia su nombre traído y lleva
do entre alabanzas, mientras el de otros inge
nios de segunda fila se nos viene constante
mente a los puntos de la pluma, proviene, a mi
entender, no tanto de la índole especial de sus
trabajos, cuanto del voluntario apartamiento
del hombre de ciencia, que halla en el ejercicio
mismo de su actividad un premio mucho más
íntimo y cumplido que el del aplauso ajeno.
¿Qué tributo de admiración, ni qué homenaje
podría igualar la satisfacción con que Leve
rrier, por ejemplo, habiendo deducido de las
2 3 7
% I /, / O CA SA R ES

perturbaciones del movimiento de Urano la


existencia de un planeta desconocido, vió ple
namente confirmada su hipótesis mediante el
descubrimiento de Neptuno?
Un triunfo parecido acaba de lograr, en su
línea, nuestro insigne filólogo. Desde hace mu
chos años, y contra la opinión generalmente
admitida, venía sosteniendo que nuestros ro
mances caballerescos, referentes a Carlomagno
o a personajes de su Corte, no procedían de
narraciones o cantares franceses importados a
fines del siglo XIV, sino de gestas o poemas
épicos castellanos de los siglos anteriores, en
que, directamente y muy de cerca se imitaban
las «chansons de geste». Es decir, que según el
Sr. Menéndez Pidal, la poesía épica francesa, que
cantó las hazañas de Roland y de sus compa
ñeros, tuvo en España, como en otras naciones

de Europa, una pronta repercusión, y dió ori


gen a poemas castellanos que, merced a una
intensa elaboración secular, vinieron a conver
tirse en los romances carolingios que cono
CemOS.

Pero, ¿qué había sido de esos antiguos poe


mas? ¿Cómo era posible que, en caso de haber
existido, no hubiese llegado hasta nosotros el
más leve vestigio de ellos? El Sr. Menéndez
Pidal, cada vez más aferrado a su hipótesis, iba
2 3 8
C R / 7" / C A E /7 / )//: A A

alimentándola a fuerza de presunciones e indi


cios, cuando he aquí que al conjuro de su fe
surge allá, en un archivo de Pamplona, la prue
ba plena, esplendente, irrefutable. Un benemé
rito erudito, el Padre Fernando de Mendoza,
descubre en un códice antiguo dos hojas suel
tas de pergamino, que, cosidas una con otra,
habían venido sirviendo de bolsa o carpeta, y lee
en ellas unos versos referentes a la batalla de

Roncesvalles. Llega el hallazgo a conocimiento


del Sr. Menéndez Pidal, viene a sus manos el
casi ilegible manuscrito, y hoy la ciencia espa
ñola se enorgullece con el luminosísimo estu
dio, en que el maestro asienta definitivamente
su teoría, y completa con «Un nuevo cantar de
gesta español del siglo XIII» (Kevista de Filolo
gía Española, I917, tomo IV, cuaderno segun
do), la historia de la poesía épica en España.
Sólo me proponía tratar de la Antología de
prosistas castellanos, y resulta que, para hacer
el elogio de su autor, he terminado hablando
de un poema carolingio. Los lectores excusa
rán mi inconsecuencia. Hay tan pocas ocasio
nes para admirar de todo corazón y aplaudir
sin reserva!

2 3 9
«EL RETRATO DE CERVANTES»,
POR F. RODRÍGUEZ MARÍN .

( os ser de fecha reciente el pleito pro


movido alrededor de la efigie de Cer
vantes que posee la Academia, es ya tan co
piosa la bibliografía a que ha dado ocasión, que
no bastaría para enumerarla una columna de
periódico. En contra o a favor de la autenticidad
del retrato han dado su dictamen los más auto
rizados cervantistas del país y del extranjero,
han opinado ilustres escritores y eruditos, han
realizado pruebas técnicas reputados pintores
y críticos de arte, y hasta han metido la cucha
ra los indocumentados, que nunca faltan, con
lo cual ha sido la controversia tan amplia e in
teresante como correspondía al descubrimiento
del retrato y a la categoría del retratado.
De entre el cúmulo de folletos y artículos hay
que sacar aparte la reciente Memoria del señor
Crítica efímera.—II. 2 4 I I6
yUL/O CA SA RES

Rodríguez Marín, titulada El retrato de Cervan


tes: Estudio sobre la autenticidad de la tabla de

5áuregui que posee la Real Academia Española;


y esto no sólo por la excepcional calidad del
autor de dicho trabajo, sino porque en él se re
cogen las principales opiniones emitidas duran
te seis años de polémica, se aducen nuevas
pruebas y presunciones en favor de la autenti
cidad, y se desbaratan, sin posible apelación,
no pocas de las objeciones formuladas.
Haciendo un breve apuntamiento del litigio,
diremos que, para ir en la honrosa compañía
de los que tienen la tabla por auténtica, hay
que creer: que en 16oo retrató Juan de Jáure.
gui a Cervantes; que, además de fechar y fir
mar su obra, la rotuló con el nombre del mo
delo; que doce años después se refirió Cervantes
a este retrato en el prólogo de sus Novelas ejem.
plares; que pasaron casi tres siglos sin que hubie
se el menor indicio de la existencia de tal

pintura; que, a contar de 188o, la poseyó se


cretamente, durante veintitantos años, un se
ñor Sacristán, coleccionista de antigüedades, de
Valencia, y que, habiendo ido a parar, por úl
timo, la tabla a manos del profesor de dibujo
Sr. Albiol, sacóla éste a la luz pública y la ce
dió luego gratuitamente a la Academia.
Unidos por la común creencia en la exacti
2 42
C R f7r y CA E F/M E RA

tud de todos estos datos, los defensores de la


tabla hacen jactancia y argumento de su una
nimidad frente a los impugnadores, no escasos
ni poco autorizados, pero, naturalmente, mal
avenidos; ya que si para ser creyente es nece
sario confesar todos los artículos del credo, bas
ta negar un solo punto para figurar entre los
descreídos. Puestos a dudar, por ejemplo, con
el Sr. Fitzmaurice-Kelly, de que Jáuregui haya
retratado jamás á Cervantes, es inútil apurar la
investigación para ver si la tabla colgada en la
Academia es o no es la misma que tuvo el se
ñor Sacristán; y si el discutido retrato resulta
se, como alguien insinúa, una efigie de Felipe II
repintada, de nada serviría probar que el tra
ductor del Aminta copió efectivamente del na
tural al autor del Quijote. No hay que pedir,
por tanto, a los negadores que se pongan pre
viamente de acuerdo, sino dejar que cada uno
busque, para atacar, la coyuntura que mejor
cuadre a su propósito.
Y, en efecto, los motivos que esgrimen los
impugnadores son de la especie más heterogé
uea. Unos forman escrúpulo de los escasos años
del pintor (Jáuregui tenía en 16Oo diez y seis
años); otros entienden que en el citado prólogo
de las Novelas ejemplares Cervantes se refiere,
no a un retrato ya existente, sino al que pinta
2 4 3
yUZ yO c. S 4 R ES

ría Jáuregui si se lo hubiesen pedido; otros se


resisten a creer que Jáuregui equivocase su
nombre y se olvidase de anteponerle el don a
que tenía derecho, a cambio de obsequiar con
dicho tratamiento a Cervantes, que nunca lo
tuvo; un pintor tuerce el gesto ante la gola del
retrato, que le parece impropia de la modesta
condición del retratado; otro pintor afirma que
los letreros de la tabla son posteriores a la eje
cución de la efigie; un tercero denuncia la exis
tencia de repintes que alteran notablemente las
facciones...

Tantos son y de tan variada índole los ata


cantes, que es de admirar cómo el Sr. Rodrí
guez Marín puede atender a todos sin descon
cierto y sin prolijidad. Ahora bien: ¿qué se saca
en claro después de leído el informe del ilustre
director de la Biblioteca Nacional? Se saca, para
empezar, la convicción de que la causa del re
trato no podía haber caído en mejores manos.
Alrededor de unas cuantas minucias, sobre las
que versa la discusión, no cabe acreditar más
puntual y acabado conocimiento de la época,
ni lucir más rico caudal de pormenores litera
rios y biográficos, ni mostrar más habilidad en
el enlace y trabazón dialéctica de datos y argu
mentos; he aquí una primera consecuencia en
que todos estaremos conformes.
2 4 4
CA f 7 / C. E. FA M F A. A

También se deduce del folleto, y es de justi


cia divulgarlo, que la Academia, al aceptar la
tabla como buena, no procedió de ligero, según
maliciosamente se ha dado a entender.

Por lo que hace al retrato mismo, la Memo


ria de que estamos hablando incluye muchos y
muy autorizados dictámenes periciales que,
hasta donde un profano puede juzgar, parecen
destruir todas las objeciones de carácter técni
co. Las de índole literaria o histórica las ahu

yenta fácilmente el Sr. Rodríguez Marín, resti


tuyendo a las palabras de Cervantes su recta y
natural interpretación; probando hasta la sacie
dad que en la época de autos no se solía escru
pulizar por un don más o menos; demostrando
que la forma «laurigui» (por «Jáuregui») no es
sino una de las variantes con que fueron cono
cidos o se firmaron los individuos de tal apelli
do, y haciendo ver que el uso de la gola no era
excesivo lujo para nuestro hidalgo, ya que con
dicha prenda vemos retratados a Juan de la
Cueva, Mateo Alemán y otros ingenios de hu
milde condición social.

¿Qué más se puede pedir? La tabla se nos


presenta como un retrato de Cervantes pintado
por Jáuregui; el Sr. Rodríguez Marín rebate
los argumentos de quienes acusan a la tabla
de impostura; luego, mientras no surjan nue
2 4 5
5 U/ L / O CA SA R ES

vas pruebas en contra, habrá que creer a la


tabla.
No contento con tan brillante resultado, el
Sr. Rodríguez Marín ha querido acabar su per
suasivo y bien fundado informe con una prue
ba supletoria, de índole subconsciente, basada
en cierta reacción emotiva, especie de corazo
nada telepática, por virtud de la cual varios in
genios, exquisitos y convenientemente cultiva
dos, con sólo posar la vista en la pintura, han
exclamado: «Ese es Cervantes». ¿No pensó el
admirado cervantista que el experimento que
aquí nos sugiere tiene más riesgos que venta
jas? Porque eso que pudiéramos llamar «voz del
espíritu», a semejanza de la socorrida «voz de
la sangre» tan útil a novelistas y dramaturgos,
se vuelve contra la autenticidad del retrato des

de el momento en que otros ingenios, también


selectos y también familiarizados con la obra
del hidalgo inmortal, afirman en redondo, fren
te a la tabla: «Eso no puede ser Cervantes».
De mí sé decir que, si alguna duda me asal
tase, habría de ponerla precisamente a cuenta
del cotejo mental de mi Cervantes con el del
retrato. De éste podrá decirse, por ejemplo,
que tiene una mirada inteligente, dulce, leal,
bondadosa, serena, confiada... Todo menos ale
gre. El Cervantes que yo me imagino, por el
2 4 o
cA / 7 / cA E F/A/ A. A. A

contrario, me mira con ojos risueños, entre


burlones e indulgentes, melancólicos tal vez,
pero visiblemente risueños. Y el propio Prínci
pe de los Ingenios, al desmenuzar el retrato que
le había hecho Juan de Jáuregui, dice bien a las
claras: «Este que veys aquí de rostro aguileño,
de cabello castaño, frente lisa y desembaraça
da, de alegres ojos...»
No se entienda que con estas observaciones
quiero terciar tardíamente en el litigio. Mi in
tento se reduce a reseñar el ameno trabajo de
nuestro insigne erudito, después de cuyo estu
dio no faltará, ciertamente, quien siga teniendo
por apócrifo el retrato; pero no será sin reco
nocer, al propio tiempo, que pocos cuadros de
los que cuelgan, sin discusión, en los Museos,
cuentan a su favor con tantas y tan variadas
pruebas de autenticidad como la traída y lleva
da tabla del joven pintor hispalense.

a 4 7
«ORÍGENES DE LA ÓPERA EN ESPAÑA»,
POR D, EMILIO COTARELO

E L ilustre erudito Sr. Cotarelo, en cuyo haber


figura ya una larga serie de importantes
y documentados estudios acerca de la historia
de nuestro teatro, ha aplicado esta vez su fecun
da actividad de investigador a ilustrar la acli
matación y vicisitudes del drama lírico en Es
paña hasta principios del siglo XIX.
Aunque la denominación de «ópera» no apa
rece usada en nuestra patria hasta fines del si
glo xviI, hay que reconocer en la égloga canta
da, Selva sin amor, que se representó en el Pa
lacio Real de Madrid en el otoño de I629, todos
los caracteres distintivos del nuevo arte impor
tado de Italia. No se sabe quién pudo ser el autor
de la música; la letra era de Lope de Vega, el
cual refiere, entre otras cosas igualmente inte
resantes, que «los instrumentos ocupaban la
2 4 9
5 CV L / O CA SA A ES

primera parte del teatro, sin ser vistos (añeja


novedad, que ahora se vuelve a poner en prác
tica como invento extranjero), a cuya armonía
cantaban las figuras los versos, haciendo en la
misma composición de la música las admiracio
nes, las quejas, los amores, las iras y los demás
efectos». Desde esta fecha memorable transcu

rren veinte años sin que aparezcan nuevas ten


tativas de música dramática. Surge entre tanto
la «zarzuela», con trozos declamados y trozos
cantados; se reanudan las representaciones, to
talmente cantadas, con La púrpura de la Rosa,
de Calderón, y, ya en el siglo xvIII, las funciones
de ópera, a cargo de compañías italianas, se ini
cian con la venida de los Trufaldines, que cons
truyen en los lavaderos de los Caños del Peral
un «sontuoso» barracón de madera, en el mismo
emplazamiento que había de ocupar, muchos
años después, el actual teatro Real.
Indudablemente el mayor esplendor del dra
ma lírico en España coincide con la prolongada
estancia en la corte del celebérrimo Farinelli,
ventajosamente contratado por nuestros Reyes
(138.OOo reales al año, coches, alojamientos, et
cétera, etc.). La intervención, primero indirecta
y luego personal y activísima del cantante
italiano, se tradujo, no sólo en la brillantez
y suntuosidad de las representaciones, sino en
2 5 o
CAR / 7" / CA E F/ M/ E RA

la protección al arte y a los artistas. Entonces


no se hubiera dado el caso de que una ópera de
Conrado del Campo, compositor ya consagrado
por todos los públicos, y que, además, tiene en
esta ocasión al padre alcalde (el libreto es de
Francos Rodríguez), durmiese el sueño del ol
vido. Tampoco habría sido posible que una casa
Ricordi colocase en Madrid, con quince años de
retraso, las «novedades» fracasadas en Italia...
Farinelli, siempre en contacto con los composi
tores nacionales y extranjeros, los estimulaba
de la manera más eficaz (con dinero, quiero de
cir), y velaba solícitamente por mantener a gran
altura artística las representaciones de ópera.
D. Juan B." Mele, por ejemplo, recibió, en pre
mio de una partitura, 18.OOo reales, una caja de
oro muy grande, una arroba de tabaco y una
pensión anual de 12.OOO reales; el célebre Me
tastasio, que desde Viena escribió y reformó
muchos libretos por encargo de Farinelli, fué
siempre espléndidamente recompensado; y los
más famosos compositores italianos de por en
tonces (Jommelli, Galuppi, Cocchi, Majo y otros)
compusieron, también a requerimiento del can
tor favorito de los Reyes, gran número de óperas,
para ser estrenadas en España, con lo cual nues
tro público no tenía que andar a la zaga de los
demás públicos europeos.
2 5 I
9 UL/O CA SA ARA S

Fué tal el entusiasmo que el nuevo espec


táculo musical, sazonado con las piruetas de las
más célebres bailarinas, despertó en todas las
clases de la sociedad española, que bien pronto
se resintieron de ello los demás géneros teatra
les. Por otra parte, las representaciones de ópe
ra, acompañadas de bailes pantomímicos de gran
aparato, exigían cuantiosos dispendios que las
empresas no podían soportar y que, a menudo,
habían de ser pagados con cargo a fundaciones
piadosas o a expensas del erario público. La
reacción no se hizo esperar: una Real orden, ins
pirada, al parecer, por Godoy, prohibió en 1799
la «continuación del teatro italiano» y limitó el
funcionamiento del coliseo de los Caños a «pie
zas decorosas de representación o cantado, en
español y por actores del país, sin otros bai
les que los propios y característicos de estos
reinos».

Esta saludable disposición, cuya observancia


en lo tocante al idioma habría favorecido se

guramente el nacimiento de la ópera española,


sólo estuvo en vigor unos ocho años, al cabo de
los cuales la ópera italiana, cantada en italiano
y por artistas italianos, se volvió a enseñorear,
esta vez ya definitivamente, de nuestra escena
lírica.

Sólo quienes conozcan la erudición, diligencia


a 3 2
C R A 7" / CA A. F/ y / º

y minuciosidad del ilustre Secretario de la Real


Academia Española pueden tener idea del arse
nal de noticias importantes, curiosas o simple
mente pintorescas, que el Sr. Cotarelo ha acu
mulado en su nueva obra Orígenes y desenvolvi
miento de la ópera en España hasta 18oo. Aun
que el terreno no estaba ciertamente inexplora
do, puede afirmarse que dicha obra representa,
por hoy, la más valiosa contribución aportada
a la historia de nuestra música dramática. La

Crónica de Carmena, que no va más atrás


de 1738; la monografía de Virella, circunscrita
casi exclusivamente a Barcelona, y el prólogo
que puso Barbieri al primero de los libros ci
tados, constituyen, sin duda, antecedentes muy
apreciables; pero faltaba la obra de conjunto
que aportase la información correspondiente a
ciertos períodos poco conocidos y que, al pro
pio tiempo, revisase los materiales acopiados.
A ambos fines ha atendido cumplidamente el
Sr. Cotarelo. La cantidad de errores corregidos
y de nuevos datos biográficos de músicos y can
tantes famosos es verdaderamente extraordina

ria; pero más importante aún, para la historia de


la ópera en España y para la de la música, en
general, es el descubrimiento de gran número
de obras y de autores cuya existencia ignoraron,
no sólo nuestros eruditos, sino hasta los más di
a 5 5
5 UL/O CA SA R ES

ligentes y concienzudos musicógrafos extran


jeros.
Queda aún por hacer, y es labor meritoria que
debiera intentar algún músico de talento, la his
toria interna de la ópera en España, es decir,
el estudio crítico, la valoración estética de las
obras con que nuestros compositores han inter
venido en el desenvolvimiento de la música dra
mática. Naturalmente, el Sr. Cotarelo no se ha
entrado por este campo: se ha mantenido en el
terreno de la erudición, que le es familiar, y den
tro de él ha prestado a la cultura un señalado
servicio.

8 5 4
«JUVENTUD Y EGOLATRÍA »,
POR PÍO BAROJA

Pº ser que el Sr. Ortega y Gasset ha


declarado que Baroja «no es nada», y que
«no será nunca nada». El propio Baroja nos
repite este juicio y, cotejándolo con profecías
análogas que escuchó en su niñez, e interpre
tando en el mismo sentido las observaciones de

sus amigos, y hasta las voces de la Naturaleza,


proclama resignado su convicción de que él, en
efecto, no será nunca nada.
Si llegar a ser algo un escritor es mudarse en
cosa distinta, cambiar de significación social, o
recorrer la usual metamorfosis que hace de la
larva literaria o de la ninfa periodística un «di
putado», un «académico» o un «caballero de
Isabel la Católica», estoy resueltamente con
el coro de los augures. Ahora bien, si lograr el
aplauso público, y merecer la estimación de la
2 5 5
º r, o c. s. F Es

crítica, y colocarse a la cabeza de una genera


ción literaria es, para un escritor, ser «algo»,
hace ya mucho tiempo que el autor de El Ma
yorazgo de Labraz es algo, y aun alguien, dentro
de la vida intelectual española. Se podrá discu
tir si su actuación, artística y socialmente con
siderada, fué perjudicial o beneficiosa; pero no
será lícito desentenderse de ella. De aquí que
la publicación de un libro de Baroja sea siem
pre un acontecimiento digno de mención.
Del título de su última obra, 3uventud y
Egolatría, no hay que fiarse mayormente; como
en otras obras del mismo autor (verbigracia, Los
recursos de la astucia), no guarda relación al
guna con la materia del volumen. En el pre
sente caso, la «egolatría» o adoración de sí mis
mo no aparece por ninguna parte, dicho sea
para honra de Baroja, y la «juventud» apenas
se entrevé, evocada de lejos por un escritor
que, «al asomarse a la vejez», según nos dice,
se siente «un poco melancólico y un poco reu
mático». 5uventud y Egolatría es, en realidad,
un desahogo ear abrupto, mezcla de apuntamien
to autobiográfico, de profesión de fe literaria y
de breviario ideológico, todo ello incompleto,
desconcertado y al desgaire, a fin de que no se
malogre el carácter de «exudación espontánea»
que el autor atribuye a su obra.
2 5 6
CAR / 7" / CA E F/ M E ARA

En cuanto ser humano y persona civil, no sé


hasta qué punto Baroja se ha pintado a sí mis
mo en estas confesiones; del otro Baroja, del
único que nos importa a los lectores, del escri
tor cuya fuerte y singular personalidad se nos
ha ido revelando puntualmente a lo largo de
una copiosa serie de novelas, de ese faltan, sin
duda, en el autorretrato los rasgos más caracte
rísticos. En el capítulo de las preferencias lite
rarias, por ejemplo, nos habría interesado ave
riguar qué pensaba Baroja de Teófilo Gautier,
el que le enseñó a interpretar y a describir,
admirablemente por cierto, el paisaje castellano;
cómo juzgaba a Stendhal, su maestro y modelo;
cuál era su opinión respecto de Balzac y de
Dickens, a quienes tanto debe... A Gautier creo
que ni siquiera lo nombra; Stendhal es «el in
ventor del autómata psicológico movido por
máquina de relojería»; Balzac, la «pesadilla, el
sueño de una noche de indigestión...»; Dickens,
un « payaso místico y triste...»; Flaubert, un
«animal de pata pesada», más estúpido quizá
que M. Homais; los Goncourt «son de una in
significancia que a veces llega a la imbecilidad»;
Ruskin es «el príncipe de los rastacueros»... ¿A
qué seguir? Estas inconveniencias compendiosas,
en que se atropella por todo a cambio de lograr
fama de agudo y atrevido, estuvieron en gran
Crítica efímera.—II. 2 5 7 17
5 UL/O CA SA ARES

predicamento a raíz de su importación, hace


unos veinte años. Hoy, ni asustan, ni siquiera
divierten: han pasado de moda. Y, francamente,
si Baroja no tenía algo más hondo y personal
que comunicarnos respecto de las grandes figu
ras literarias, nada le impedía haberse callado.
Una parte de 3uventud y Egolatría, que pudo
ser muy interesante, porque parecía destinada
a contener en resumen la ideología del autor,
es la que se titula «Nociones centrales». Sabido
es que en las novelas de Baroja abundan los
personajes andariegos que discurren sobre te
mas trascendentales a razón de varias millas

por hora. Se les podría llamar «filósofos peri


patéticos» si sus interminables caminatas fuesen
plácido pasear, y si el concepto de «filosofía»
no resultase excesivo aplicado a la vulgarización
ingeniosa de ciertas paradojas «nietzscheanas»,
diluídas en un materialismo fanático de médico

rural. Ahora que es el autor, en persona, quien


nos habla, ¿qué nos dirá de los problemas car
dinales? Bien poco y, naturalmente, en lugar
distinto del adecuado.
En la sección de «Nociones centrales» sólo

nos enteramos de que el autor es «dogmató


fobo», es decir, que en presencia de cualquier
dogma, su primer movimiento es «ver la ma
nera de masticarlo y digerirlo». (Esto no reza,
2 5 8
c R / 7"/ c A E F/M E RA

por lo visto, con ciertos dogmas anarquistas que


el Sr. Baroja se traga enteros, sin atreverse a
hincarles el diente) También leemos que es
materialista, que se honra con llamarse «cerdo
de la piara de Epicuro», y que ha descubierto
en el hombre la «raíz de la maldad desintere

sada». «Decid a un hombre —escribe, en apoyo


de esto último— que su íntimo amigo ha tenido
una gran desgracia. Su primer movimiento es
de alegría». (¿Así, en redondo, Sr. Baroja? ¿No
podría usted abstenerse de generalizar su deni
grante observación ?) -

Uno de los menesteres en que más ha agu


zado la pluma y el ingenio nuestro novelista ha
sido en el ataque a la organización social. Desde
que comenzó a escribir rara es la página en que
no trata de pulverizar los cimientos de la So
ciedad y del Estado. ¿Qué hallamos en 3uven
tud y Egolatría del copioso ideario del autor
sobre estas materias? Unas cuantas indicacio
nes, pobres, dispersas e inconsecuentes.
Según Baroja, la sociedad (como la vida y la
Naturaleza) no es buena ni mala. Cuando re
sulta mala para un hombre es que éste tiene
una sensibilidad excesiva para su época, y, en
tal caso, no es un ser normal, es un enfermo.
Pero a poco de escribir estas palabras dice el
autor hablando de sí mismo, que la sociedad
2 $ 9
5 U/L / O CA SA RES

lo ha desquiciado sumiéndole «en la enferme


dad y en la histeria». ¿En qué quedamos? Si Ba
roja era un individuo equilibrado y la sociedad
le hizo enfermar, ha sido ella la mala y él tiene
razón para aborrecerla; si es un anormal, por
hipertrofia sensitiva o por otra causa, y la so
ciedad es inocente, no está en lo justo cuando
escribe: «Por eso (por haberle perturbado) la
odio cordialmente y la devuelvo en cuanto
puedo todo el veneno de que dispongo».
Creo, pues, que para estudiar a Baroja, para
determinar las influencias literarias que han
actuado sobre su personalidad, y para recoger
y definir su ideología, habrá que volver a las
novelas y prescindir del autoanálisis de 3uven
tud y Egolatría, aunque no por entero. Fuera
de lo apuntado, hay en este libro, junto a me
nudas chismerías literatescas que sólo incum
ben a los interesados (hay quien cree que esto
es historia literaria), breves y expresivas sem
blanzas de escritores desaparecidos, páginas de
ardorosa y valiente crítica social, y capítulos,
como el de «La tragicomedia sexual», donde
palpita una sinceridad profunda y dolorosa.
Esta última virtud, que tanto dignifica al
hombre —como que es un íntimo afán de ve
racidad y de honradez, aplicado, primero, a la
conciencia propia y, después, a su manifesta
2 6 o
C R/ 7" / CA E F/M ERA

ción exterior —; la sinceridad, digo, tan distinta


de la mala educación, aunque a menudo la
acompañe, no se oscurece nunca por entero
en la obra de Baroja. En el libro de que trata
mos hoy quizá no brilla tanto como en otros;
pero el autor lo sabe y lealmente nos lo avisa
desde el prólogo.
Es posible que Baroja sea «un hombre malo»,
como le gritaban los chicos de Itzea. En todo
caso, lo es sin hipocresía, con sinceridad, honra
damente. Por eso yo, que no me creo mejor,
pero que en muchos puntos de moral y de arte
me sitúo en el polo opuesto, no puedo regatear
mi simpatía a este «antípoda», que, fieramente
y con bastante gracia, va gritando su pensa
miento y sus pasiones con igual menosprecio
del elogio, de la injuria... y de la gramática.

2 6 1
«LOS EXPLORADORES ESPAÑOLES DEI,
SIGLO XVl», POR CH. T. LUMMIS

Nº me pregunten ustedes si el «mardenis


mo» es una doctrina filosófica derivada

de la «Christian Science», si es un sistema pe


dagógico basado en la autosugestión, o si es
sencillamente un saneado negocio editorial;
haría falta no poco espacio para dilucidarlo, y
por ahora nos basta saber que las obras de
Marden se han traducido al castellano, han ha
llado editor entusiasta que las propague, con
ferenciantes ilustres que las presenten, peda
gogos que las amparen y escritores que las
imiten, de todo lo cual podemos deducir que
la nueva literatura «estimulante» ha comenzado

ya a actuar en nuestra Patria.


El fondo de toda esta literatura, iniciada tal
vez con el Self Help de Smiles en 1858, lo
2 6 3
7 UL/O CA SA A ES

constituye la afirmación obstinada, inflexible y


absoluta del «querer es poder», y en favor de
ella se amontonan, con bastante ingenio e in
discutible amenidad, hechos y dichos de todos
los tiempos, y especialmente anécdotas de los
modernos cresos norteamericanos, cuya rique
za y prominente posición social, por ser cosa
más próxima a nosotros que la gloria y pode
río de los antiguos, promueve con mayor efi
cacia la deseada emulación.

No han faltado espíritus sagaces (véase La


Educación Hispanoamericana, números 61 a 63)
que den la voz de alarma acerca del peligro
que para la educación de la juventud puede
tener esa ciega confianza en las propias fuerzas
que el « mardenismo» trata de inculcar; pero
estamos tan necesitados de literatura optimista,
después de muchos lustros de autocrítica
amarga y desconsoladora, que, en lugar de
cerrar el paso a la corriente exótica, sería
mejor hacerle un cauce por donde se adaptase
a nuestras condiciones nacionales, y viniese a
influir, sin perturbación, en el carácter y en la
inteligencia de las nuevas generaciones.
Algo de esto ha intentado D. Arturo Cuyás
en su excelente obra titulada Hace falta un
muchacho. Pero lo que yo propondría es la
combinación del optimismo yanqui, que pudié
2 6 4
C A f 7" / CA E F/M E ARA

ramos llamar «estimulante», con una buena


ración de optimismo casero retrospectivo; quie
ro decir con esto que, al mismo tiempo que se
proponen a Juan Español altos ejemplos que
imitar, sería muy útil persuadirle que pertene
ce a una familia honrada, y que puede andar
por el mundo sin bajar la frente. Porque, ¿con
qué bríos pedirá su lugar en el concierto de las
gentes el cuitado a quien se quiere hacer creer
que desciende de ladrones y asesinos? El veci
no monsieur Durand tiene un rancio abolorio

de reyes magníficos, de conquistadores genia


les, de gobernantes, de sabios y de artistas; los
antepasados de míster Smith fueron navegantes
gloriosos, colonizadores ejemplares y esforza
dos paladines de la libertad; en cambio, Sán
chez, Rodríguez y Pérez apenas se atreven a
pronunciar públicamente su oscuro y calum
niado apellido. Aquellos soberanos —se les
dice— de que estabas tan orgulloso, fueron
déspotas, criminales e ignorantes; los que
creíste descubridores de mundos y fundadores
de naciones no eran sino ladrones disfrazados;
y hasta los misioneros que morían a manos de
los pobrecitos Navajos daban su vida, no por
propagar el Evangelio, sino por ruin codicia...
Y quién sabe si al intentar la reivindicación
de nuestra estirpe toparíamos con tantos y tan
2 6 5
5 UL /o cA SA RES

sobresalientes «profesores de energía», que re


sultase innecesaria la importación de modelos
extranjeros. Porque es el caso que mientras
por acá nos disponemos a divulgar con fines
pedagógicos las proezas de los Rockefeller y
Vanderbilt, los investigadores de por allá han
aplicado los modernos métodos científicos al
estudio de nuestra actuación en el Nuevo

Mundo, y han llegado al convencimiento de


que la juventud americana, «que ama la justi
cia y admira el heroísmo», no debe ignorar
por más tiempo «la más amplia, grande y ma
ravillosa hazaña de la Humanidad en la His

toria»: la obra de España en el continente ame


ricano.

Así lo declara el notable historiador yanqui


Mr. Lummis en un libro de vulgarización que
acaba de publicarse en castellano. Se titula Los
exploradores españoles del siglo XVI, está tra
ducido por el benemérito Arturo Cuyás y
lleva un interesante prólogo de Altamira, nues
tra primera autoridad en historia de América
y uno de los pocos españoles que han procu
rado desvanecer los yerros y calumnias con
que, maliciosamente o por ignorancia, se había
empequeñecido la intervención de España en
el descubrimiento y colonización del Nuevo
Mundo,
2 6 6
º,
C Ar f 7" y C. A E F/A/ Az RA

Oigamos a Mr. Lummis:


«Las afirmaciones de los historiadores de ga
binete, de que los españoles esclavizaron a los
pueblos o a otros indios de Nuevo Méjico; de
que los obligaron a escoger entre el cristia
nismo y la muerte; que les forzaban a trabajar
en las minas, y otras cosas por el estilo, son en
teramente inexactas.» (Pág. 128.) «El empeño
de los exploradores españoles en todas partes
fué educar, cristianizar y civilizar a los indíge
nas, a fin de hacerlos dignos ciudadanos de la
nueva nación, en vez de eliminarlos de la faz
de la tierra para poner en su lugar a los recién
llegados, como por regla general ha sucedido
con otras conquistas realizadas por algunas
naciones europeas.» (Pág. 3O2) «La legislación
española referente a los indios de todas partes
era incomparablemente más extensa, más com
prensiva, más sistemática y más humanitaria
que la de la Gran Bretaña, la de las colonias y
la de los Estados Unidos, todas juntas. Aque
llos primeros maestros enseñaron la lengua es
pañola y la religión cristiana a mil indígenas
por cada uno de los que nosotros alecciona
mos en idioma y religión. Ha habido en Amé
rica escuelas españolas para indios desde el
año 1524. Allá por I.575 —casi un siglo antes
de que hubiese una imprenta en la América
2 6 7
3 UL/O CA SA RES

inglesa— se habían impreso en la ciudad de


Méjico muchos libros en doce diferentes dia
lectos indios, siendo así que en nuestra historia
sólo podemos presentar la Biblia india, de
John Eliot; y tres Universidades españolas te
nían casi un siglo de existencia cuando se fundó
la de Harvard.» (Pág, 64.) «Los españoles no
exterminaron ninguna Nación aborigen —como
ea terminaron docenas de ellas nuestros antepa
sados (los ingleses)—, y, además, cada primera
y necesaria lección sangrienta iba seguida de
una educación y de cuidados humanitarios.»
(Pág. 91.)
Con verdadera pena renuncio a citar, por
falta de espacio, otros muchos pasajes de la
obra de Mr. Lummis, que en la parte narrativa
tiene momentos de intensa emoción artística.
Nuestro Gobierno ha tenido la inexcusable

cortesía de conceder al distinguido historiador


americano una preciada condecoración, y tú,
lector, si eres un español bien nacido, y no de
los difamadores de su Patria, lo menos a que
por gratitud estás obligado es a leer en familia
las páginas de ese extranjero que, espontánea
mente y movido de noble amor a la justicia,
vuelve con admirable gallardía por la honra de
nuestros padres.

2 6 8
«EL CONTRAQUIJOTE», POR F. BOEDO

Cº con el malogrado cente


nario de Cervantes, un escritor para mí
desconocido, ha publicado un libro absurdo,
atrevido y justiciero, titulado El Contraquijote.
El autor, que a juzgar por el epílogo de su
libro y por ciertas fórmulas de expresión, debe
de ser americano, se nos muestra tan genuino
español como el que más, y lo prueba cumplida
mente no sólo en el profundo amor que siente
por nuestro pueblo y nuestra literatura, sino
también, y esto es más característico, en los car
gos acerbos que dirige a la madre España. Una
cosa le distingue de los literatos fiscales de por
acá: la fe, que éstos no tienen, en el resurgi
miento de la raza. -

Pues bien, el Sr. Boedo acusa a los españo


les de tener atrofiado el espíritu de análisis, y
cree llegado el momento de que alguien se
2 6 9
yUL/O CA SA RES

atreva a «bisturizar» a Don Quijote, a «echarle


la zancadilla» y a quitarle el puesto de honor
que ocupa en la literatura española. «Nubes de
incienso —dice— han rodeado su figura de
proporciones que no tiene, dándonos, como
suele decirse, gato por liebre. Abrámosle esa
mollera, más dura que el pedernal, inmune a
pedradas y candilazos; destapemos esa arca de
maravillosa labor, donde están encerrados los
espíritus del atraso, de la intolerancia y de la
imponderable estupidez española». Y después
de copiar algunos trozos del libro inmortal,
añade el Sr. Boedo: «Niego en Don Quijote
grandeza moral, nobleza de sentimientos; su
hidalguía es jarabe de pico, sus actos son pro
pios de un criminal, con ensañamiento y ale
vosía; va armado de pies a cabeza contra quien
no lleva un mal cortaplumas...»
Si el autor de El Contraquijote sólo se hubie
ra propuesto lograr notoriedad con semejantes
desahogos, se le podría advertir que había
llegado tarde: ya hace muchos años que nues
tro insigne Unamuno atronó los espacios con
su estentóreo «Muera Don Quijotel». Por otra
parte, esto de sacudir a las grandes figu
ras literarias, cogiéndolas por la solapa y pre
guntándoles qué llevan dentro, no es cosa que
haya de indignarnos. ¿Quién nos dice que el
2 7 o
CAP f 7r CA A2 F/A/ E RA

propio Cervantes no prefiere a las flores de


trapo que en estos días le ofrendan muchos que
nunca le han leído, la opinión dubitativa o re
sueltamente irrespetuosa de algún lector de
buena fe? Demasiado sabe él que, como escri
bió no recuerdo quién, cuando choca una cabe
za contra un libro y suena a hueco, no siempre
es por culpa del libro. Además, nadie ignora
que Cervantes escribió el Quijote, según nos
ha revelado Unamuno, para que éste lo comen
tase; y con todo, aun se anduvo el comentaris
ta muchos años por los cerros de Ubeda hasta
acertar con la misión gloriosa a que estaba pre
destinado.

Lo absurdo de El Contraquijote no es, pues,


la singular postura que ha tomado su autor
frente al héroe manchego. Lo incomprensible
para mí es que un escritor de tan fiera inde
pendencia como el Sr. Boedo, que empieza por
«tirar a la basura todos los juicios literarios»,
menos los suyos, naturalmente, tome por nor
ma para interpretar la Historia de España y el
significado de nuestra literatura, unos cuantos
lugares comunes ya manidos, y acepte sin pes
tañear las patrañas, cien veces desmentidas,
acerca de Felipe II, de la Inquisición y de la
España del siglo de oro, en la que sólo ve una
pestilente «pocilga frailuna». El burdo sectaris
2 7
5 UL/ o cA SA Ar ES

mo del Sr. Boedo, cuya oreja habrán visto aso


mar los lectores, le lleva a injuriar grosera
mente a Santa Teresa, y a decir que Isabel la
Católica «fué una arpía, cuyo influjo, cuya con
ciencia femenina, imprimió un sello macabro
al imperialismo español». A manera de com
pensación, el Sr. Boedo, que así maltrata a las
grandes figuras de la Historia, nos declara a
Pablo Iglesias «el hombre más grande de la
España moderna, el precursor del que ha de
venir a resucitar a los muertos». Y váyase lo
uno por lo otro.
Claro está que si El Contraquijote no tuviese
otros méritos que los ya señalados, yo hubiera
hecho con el libro lo que su autor hace con los
juicios literarios: «tirarlo a la basura». Pero en
la obra del Sr. Boedo, quitados los despropósi
tos anticatólicos y las vulgaridades seudohistó
ricas, queda algo muy apreciable y simpático,
queda una reivindicación calurosa y apasionada
del teatro clásico español.
Sabido es que varios distinguidos literatos
contemporáneos, sorprendidos de no hallar en
el teatro antiguo los problemas de Ibsen, ni el
feminismo de Prevost, ni las sutilezas de Lave
dan, declararon definitivamente insoportable
y sin valor toda la dramaturgia del siglo de
oro. Alguno de estos literatos, dedicado más
2 7 2
C R / 7" / C.4 E F/ y A. A .

especialmente a la crítica, ha llegado a realizar


en libros y periódicos una verdadera campaña
de «expugnación» (como él dice) (I) del teatro
clásico, y sus palabras han hallado en la pereza
e ignorancia de muchos jóvenes campo fecun
do y ambiente favorable. Quién se toma la
molestia de leer varios centenares de dramas
y comedias, entre excelentes, malas y media
nas (que de todo hay), cuando es tan cómodo
y tan de buen tono sonreir desdeñosamente y
echar mano de la fórmula convenida! «Celos,
falso honor, cuchilladas, parlamentos hueros,
graciosos estúpidos, y nada más». Nada más
Contra tales supercherías viene a luchar bra
vamente el Sr. Boedo. Su Contraquijote es el
Segismundo de La vida es sueño, no tanto por
lo que tiene de Calderón, como por ser cifra y
resumen de los principales héroes de Lope y
representación, en general, del teatro español.
El Sr. Boedo hace, además, a Segismundo
símbolo del ideal ibérico frente a Don Quijote,
en quien personifica el ideal exótico de los in
vasores de España. «Yo no pretendo —dice—
rebajar a Cervantes; estoy en condiciones de
amarlo y admirarlo mejor que una legión de
comentaristas que no salen del vocablo; sólo
(1) Véase en mi Crítica Profana el capítulo viI del
estudio dedicado a Azorín.

Crítica efímera.— II. 2 7 3 18


} UL/O CA SA AR ES

pretendo subir a Lope a par de él, a despecho


de varias generaciones de cacasenos que no
han tenido el pudor de leerlo. ¿Por qué se re
lega al olvido al inventor del alma nacional, al
creador del ideal confortante? Yo amo a Lope
con amor desmesurado y febril; yo amo a mi
raza sobre toda ponderación; yo me basto y me
sobro para encumbrarlos».
No he de seguir al Sr. Boedo en su interpre
tación simbólica de nuestra literatura; él mis
mo, a veces, se siente desconcertado. Mas por
lo que hace a la defensa del teatro clásico, pone
tal entusiasmo en su empresa, y se muestra
tan optimista y persuasivo, que más de un lec
tor de El Contraquijote entrará en ganas de
hojear los olvidados tomos de Rivadeneira, lo
cual no es poco mérito para un libro que con
tiene, además, abundantes atisbos críticos, ori
ginales y profundos. A mí me ha hecho releer
Fuenteovejuna y El Caballero de Olmedo, y me
ha dado ocasión de descubir nuevas bellezas
en estas obras admirables.

Quedo, pues, muy reconocido al Sr. Boedo,


y aun sabiendo el uso que hace de los juicios
literarios, me permito animarle a que prosiga
sus estudios de crítica, para los cuales le será
muy conveniente dejar en paz a Dios, a los
frailes y a Pablo Iglesias.
2 7 4
«EL TESORO DE LOS LAGOS DE SO
MIEDO», POR M. ROSO DE LUNA

Y O tengo en gran aprecio al doctor Roso


de Luna. No hace mucho, antes de tener
noticia alguna del ilustre ocultista, acudí al
Ateneo para escucharle una conferencia sobre
«Teosofía de la cuarta dimensión», o cosa pa
recida.

Confieso ahora con rubor que no me llevaba


al Ateneo la curiosidad científica ni ningún otro
noble afán; fuí inducido por amigos irrespetuo
sos para pasar una tarde de risa.
Pero no me reí poco ni mucho. La conferen
cia resultó interesante y amenísima, y por cierto
que junto a mí la escuchó atentamente y con
visible agrado el doctor Ramón y Cajal.
Todo esto me lo trae a la memoria la «Bi

blioteca de las Maravillas», que ha empezado a


2 7 5
5 t /, / O r. S. A. Es

publicar el Sr. Roso de Luna, y cuyo primer


tomo, titulado Por la Asturias tenebrosa: El
Tesoro de los lagos de Somiedo, acaba de lle
gar a mis manos por bondadosa atención del
autor.

El aprieto en que me coloca el envío de este


libro lo comprenderán los lectores si ponen de
una parte mi deseo de trabar conocimiento con
el «Karma» y el «Darma» y la «Vaca astral»,
etcétera, por mediación de tan sabio oculista,
y de otra parte el aspecto amenazador de un
volumen en cuarto mayor, con más de 5OO pá
ginas bien nutridas, y provisto de un número
romano que anuncia la prosecución de la ma
teria durante siete tomos, por lo menos. Es
decir, un promedio de 3.5OO páginas de magia
blanca. Y como yo acostumbro a ponerme siem
pre en lo peor, he supuesto que El Tesoro de
los lagos de Somiedo ofrece un interés irresisti
ble, y he temido engolfarme en la lectura de la
«Biblioteca de las Maravillas», con detrimento
de mis habituales quehaceres, e hipotecando
por el resto de mi vida los pocos ocios que ten
go disponibles para esparcimiento del ánimo.
En alguna ocasión he censurado de pasada
esos volúmenes vacíos, donde lo grueso del pa
pel, lo grande del tipo, lo excesivo de las már
genes y lo abundante de las páginas en blanco
2 7 6
C R / 7" / C A E A / AM E RA

sirve para dar apariencia de libro a lo que de


otro modo apenas llegaría a folleto.
Un autor que ha llenado trabajosamente cien
cuartillas y quiere hacer con ellas un tomo del
tipo corriente de los de 3,5o pesetas, titulado,
por ejemplo, Impresiones de un lector, echa sus
cuentas como sigue: Anteportada y portada,
cuatro páginas; en la página 6, una dedicatoria
de las que ahora se usan, algo así como « Al
dilecto vate Tiburcio García, con un ademán
precordial »; en la página 8, un lema incon
gruente en lengua extranjera, a ser posible en
griego; página lo: «Al lector»; página 12:
«Advertencia preliminar»; páginas 14 a 16:
«Breve introducción»; página 18: «Impresión
primera». Luego, cada capítulo (pongamos Io)
lleva su lema particular (dos páginas) y su por
tadilla (otras dos). total: 58 páginas en salvas.
Evidentemente, este procedimiento de hin
char libros es, cuando menos, poco serio; pero
tal vez sea más perjudicial para el autor y para
los lectores el extremo contrario. Si el Sr. Roso

de Luna ha emprendido la publicación de la


«Biblioteca de las Maravillas» con el propósito
de que la lean las personas cultas, ¿cómo no ha
calculado cuál es el máximum de atención que
pueden dedicar dichas personas a la lectura de
narraciones ocultistas? En la vida de un aboga
2 7 7
7 UL/O CA SA R ES

do, de un médico, de un catedrático, etc., que,


fuera de la respectiva literatura profesional, han
de leer revistas y periódicos a más de unos
cuantos volúmenes mensuales para no quedar
retrasados con relación al movimiento literario,
el ocultismo no debe representar, dicho sea con
perdón de sus adeptos, sino un papel harto se
cundario.

Claro es que al Sr. Roso de Luna, como


autor, no le parecerá que sobra ninguna de las
5oo páginas y pico de El Tesoro de los lagos
de Somiedo; pero el juicio de los lectores pudie
ra ser distinto. Yo, que no he leído el libro, me
atrevo a asegurar desde ahora que sobran mu
chas de sus páginas. Hojeándolo a la ventura
he tropezado con una bibliografía de Jovellanos
—no ya en forma de nota o apéndice, sino in
tercalada en el texto—, que ocupa página y
media. Y esto, en verdad, ni es necesario, ni
pertinente, ni siquiera tolerable.
También he visto en otro lugar, y esto ya se
refiere al fondo de la obra, que en el nombre
de «Florinda la Caba» hay una transparente
alusión misteriosa a la «Vaca», que es, para «la
historia, la poesía, la religión y la ciencia..., el
más firme basamento de sus edificios y el más
preciado de sus símbolos». La alusión se expli
ca descomponiendo aquel nombre como sigue:
2 7 8
c R/ 7 / c A E F/ Ay E RA
«Flor-inda-la-Caba», donde «Caba» igual «Ba
ca», o sea la «Vaca» de la mitología «inda».
Por aquí juzgarán los lectores cuán intere
sante debe de ser un libro lleno de revelacio
nes de este calibre.
Si el Sr. Roso de Luna hubiese condensado
en un tomito manejable El Tesoro de los lagos
de Somiedo, tal vez tendría a estas horas un gran
número de adeptos para su agrupación teosófi
ca; pero si pretende cargarlos con el espantable
volumen que ha dado a luz, me temo que le
pase como al baturro del cuento, que se fué a
pescar truchas con una enorme tranca.

2 7 9
« CATÁLOGO PAREMIOLÓGIGO»,
POR MELCHOR GARCÍA MORENO

A# de la excelencia y utilidad de los


refranes y de su gran valor como depó
sito de la sabiduría popular, han escrito tanto y
tan bueno nuestros paremiólogos, desde mosén
Pedro Vallés en el interesante prólogo de su
compilación (1547) hasta los modernos Sbarbi
y Rodríguez Marín, que sería difícil, a más de
innecesario, discurrir nuevos argumentos en
defensa y elogio de los llamados evangelios chi
cos. Tampoco se han descuidado nuestros eru
ditos en descubrir e inventariar la enorme ri

queza que en este ramo del folé-lore atesora


nuestra literatura; así lo prueban el Catálogo,
de Salvá; la Bibliografía de la Filología caste
llana, del conde de la Viñaza, y singularmente
la copiosa Monografía del ya citado Sbarbi.
Pero aun queda mucho por hacer.
2 8 I
3 UL/O CA SA RES

Primeramente, considerados los refranes como


el espejo en que más ingenua y fielmente se
reflejan las virtudes y defectos de la raza y sus
sentimientos dominantes en las distintas épocas
de la historia, resultaría, sin duda, de gran in
terés un bosquejo de la psicología nacional
hecho a base de estas «sentencias breves, sa
cadas de la luenga y discreta experiencia». Para
ello sería necesario comparar nuestro caudal
paremiológico con el de las demás naciones,
aislar del patrimonio común, heredado de las
lenguas sabias, la aportación peculiar de nues
tro pueblo, y después, mediante una penosa
labor de clasificación, extraer y condensar la
substancia ideológica y sentimental dispersa en
los millares de adagios, proverbios, dichos, pa
labras, «ensiemplos», «retraeres», «castigos» y
«fabliellas» que se han impreso desde fines del
siglo xv hasta la fecha.
Por lo que hace al estudio de la lengua, tam
bién puede afirmarse que nuestras colecciones
paremiológicas no han sido convenientemente
beneficiadas. Es verdad que, recientemente, al
gunos eruditos han comenzado a consultar, con
excelente resultado para sus respectivos tra
bajos, el Vocabulario de Correas, la colección
de Caro y Cejudo y hasta algunos manuscritos
que se conservan en la Biblioteca Nacional; pero
2 8 2
CAR 7 / CA E F/ M. A. A. A

aun yacen en los libros de refranes muchos


cientos de voces —no lo digo a bulto— de la
más pura cepa castellana, millares de acepcio
nes no registradas hasta ahora en ningún léxico
y multitud de formas gramaticales caducas que
debieran ser recogidas y estudiadas. La Real
Academia Española, en sus dos siglos de exis
tencia, no ha tenido aún ocasión de hacerlo. Es
más, ni siquiera ha creído conveniente estimu
lar la iniciativa ajena. Yo sé de algún incauto
que, desinteresadamente, intentó poner sus es
casas fuerzas al servicio de tan ingratos traba
jos, y me consta que sólo encontró dificultades
y cortapisas donde pensó hallar acogida entu
siasta y eficaz ayuda.
Pero, en fin, ya vendrán tiempos mejores.
Más tarde o más temprano, si España está lla
mada, como parece, a recobrar la conciencia
de su significación nacional, llegará un momen
to en que los españoles quieran conocer por sí
mismos el pasado de su patria y se decidan a
emprender esos estudios históricos, que no de
biéramos ver sin vergüenza acaparados por los
extranjeros. Lo grave sería que para entonces
no contásemos por acá con los materiales indis
pensables. La emigración de nuestros libros
antiguos aumenta de día en día, y últimamente
han venido a fomentarla en gran proporción
2 8 3 e
3 U L /O CA SA A ES

las Universidades de la América del Norte, que


adquieren para sus bibliotecas cuantas colec
ciones se les ofrecen de todo lo que sea papel
impreso en castellano.
En el ramo especial de que hoy tratamos, ya
D. José María Sbarbi había logrado formar, a
costa de largos afanes, una importante bibliote
ca; pero, apenas muerto el laborioso y benemé
rito erudito, sus libros empezaron a levantar el
vuelo. Un grupo de ellos, que fué a parar a ma
nos del Sr. García Moreno, despertó en éste el
propósito de reconstituir la colección deshecha
y, lo que es más, de superarla en lo posible.
Para ello, el nuevo colector no sólo se dedicó a
buscar y adquirir sin reparar en sacrificios todos
los libros españoles de refranes que salían al
mercado, sino que, como dice el Sr. Cotarelo:
«hasta cuando el Sr. García Moreno, a pesar de
todos sus esfuerzos, no pudo conseguir algún
libro, por ser único y hallarse en la Biblioteca
Nacional, lo ha hecho fotografiar y ha publicado
la edición facsímile, tan perfecta, que casi se
confunde con el original. Tal sucede con el in
estimable Libro de refranes de mosén Pedro
Vallés, impreso en Zaragoza, en 1549 (núm. 332
del Catálogo), y el Sobremesa de Juan de Timo
neda...»

Ambas reproducciones, efectivamente admi


2 8 4
C / /r/ C", º /3 º A .4

rables, y no pocos libros de proverbial rareza,


como los Refranes famosísimos (Burgos, I5O9),
de cuya existencia se había llegado a dudar,
contribuyen a realzar el mérito de la colección
del Sr. García Moreno, compuesta de 48o obras
y muy superior, por tanto, a la biblioteca de
Sbarbi. Lo que no es cierto es que el ejemplar
de Vallés que posee nuestra Biblioteca Nacio
nal sea el único existente. En la bibliografía
que acompaña a la magnífica obra de Haller,
Alfspanische Sprichzvórter, poco conocida de
nuestros eruditos, puede verse puntualmente
descrito el ejemplar del Libro de refranes que
figura en la Real Biblioteca de Munich.
Pero el Sr. García Moreno no se ha conten

tado con ver tan cumplidamente realizado su


propósito. Movido, de una parte, por el deseo
de prestar un servicio a la bibliografía española
y a los aficionados a los estudios paremiológi
cos y, de otra parte, ¿por qué no decirlo?, lle- ,
vado del legítimo orgullo del bibliófilo, ha edi
tado un suntuoso Catálogo paremiológico, que
por la exactitud de las descripciones, por la
abundancia de portadas reproducidas en facsí
mile, por los retratos de autores que lo avalo
ran y por el esmero tipográfico con que está
ejecutado, despertará la admiración de cuantos
lo contemplen.
2 8 5
7 UZ/o CA SA R ES

No necesito decir que el Sr. García Moreno


no es ningún multimillonario, ni siquiera un
opulento aristócrata, como los que en otras na
ciones coleccionan ejemplares de mérito. Aquí,
donde no faltan condes y marqueses que ven
dan las bibliotecas heredadas de sus mayores,
tenía que darse el viceversa de que un librero
—un librero muy culto y muy inteligente, pero
que por razón de su comercio ha de mirar los
libros como objeto de lucro— emplee el pro
ducto de sus trabajos en adquirir para su recreo
obras rarísimas y en reproducir ejemplares
inasequibles.
Enviemos, pues, al Sr. García Moreno nues
tra cordial felicitación, y, en espera de que al
gún día el Estado se interese en estos asuntos,
hagamos votos por que las magníficas piezas
descritas en el Catálogo paremiológico no tras
pasen jamás la frontera.

2 8 6
«DE RE BELLICA», POR ARMANDO
GUERRA

E los críticos militares que con mo


tivo de la guerra europea han surgido en
la Prensa española, ninguno ha conseguido el
favor del público con la rapidez y amplitud
que Armando Guerra. Desde sus primeros ar
tículos puede decirse que se llevó de calle a
todos los lectores de su cuerda, y aun arrastró
a no pocos de la acera de enfrente. Más tarde,
al trasladar su firma, ya acreditada, desde
A B C a El Debate, se recibieron en las respec
tivas Redacciones millares de cartas, que, a
más de protestas y parabienes, traían altas y
bajas de suscripción, bastantes a influir sensi
blemente en el equilibrio administrativo de
ambos diarios.
Haciendo justicia a la ciencia militar, a la
2 8 7
7 t / /O CA SA º ES

claridad de los gráficos y al acierto, relativa


mente frecuente, de los vaticinios de Armando
Guerra, aun no veo yo suficiente explicación
para su triunfo: en los diarios madrileños han
colaborado otros ilustres militares, que también
dominan la crítica estratégica, conocen al dedi
llo la Historia y luchan valerosamente con la in
cierta y enrevesada ortografía de los nombres
geográficos.
Si por germanofilia fuese, cierto es que exis
ten en España muchos y muy entusiastas par
tidarios de los Imperios centrales; pero sobre
que el otro grupo de beligerantes no está huér
fano de simpatías, hay que tener presente que
no es Armando Guerra el único de los críticos

germanófilos, ni siquiera el más incondicional.


Otros pudiéramos nombrar, que, ya en el cro
quis, ya en las cuartillas, desvían suavemente
la pluma hacia el blanco de sus deseos, y de
igual modo abultan las menudencias favorables
que escamotean los acontecimientos adverscs.
Tampoco, pues, por este lado se justifica
claramente la preferencia del público. Pero hay
más: Armando Guerra acaba de editar un libro
titulado De Re Bellica, donde recoge algunas
de sus crónicas.

Los artículos que forman el volumen no sólo


carecen del incentivo de lo nuevo, pues fueron
2 8 8
C R / 7" I CA AZ A / Ar E ARA

ya saboreados en su día por la clientela del


autor, sino que están, además, elegidos entre
los más inactuales, es decir, entre los que por
su carácter de generalidad pueden aplicarse a
cualquier momento de la guerra europea, y
aun a todas las guerras habidas y por haber
(«El factor moral», «Interviú con Napoleón»,
etcétera). Pues bien, de ese libro, que pertene
ce a lo que en jerga editorial se llama un «re
frito», se ha vendido en poco tiempo una can
tidad de ejemplares rara vez alcanzada por
nuestros autores de mayor renombre.
¿Verdad, lector, que este caso de populari
dad fulminante merece unos momentos de re
flexión?

Puesto yo a investigar sus causas probables,


he preguntado a mis amigos de distintas
«filias», he examinado a mi peluquero, he sor
prendido conversaciones de tranvías, hasta he
meditado por cuenta propia!..., y, por fin, he
sacado en claro que el talismán precioso, el se
ñuelo fascinador de millares y millares de lec
tores, el verdadero secreto de Armando Gue
rra, es su manera de escribir, su estilo litera
rio, la forma cuidadosamente pulida de su
prosa, con ribetes de familiaridad y regosto de
casticismo.

Quizá esta conclusión, que para mí es muy


Crítica efimera,--II. 2 8 9 9
5 UL/O CA SA R ES

verosímil, no lo sea tanto para los demás; pero


vale la pena, en todo caso, de ser considerada,
siquiera sea en hipótesis. De su comprobación
resultaría que, salvo docena y media de inte
lectuales, el lector español se halla en ese grado
inferior de cultura que no acierta a prescindir
de la forma para apreciar la esencia de las
cosas. Todavía, en efecto, nuestras «masas»
siguen creyendo que para ser pintor —acadé
mico, impresionista o simplemente «manchis
ta»— no estorba saber dibujar, y que para ex
presar ideas y sentimientos por medio de la
palabra no está de más el previo aprendizaje
del idioma.

El lenguaje de Armando Guerra, que sin ser


del más puro siglo xvII, supera en corrección
al promedio de lo que hoy se estila entre lite
ratos profesionales, se distingue principalmente
por la trabazón de las frases, engarzadas según
la antigua usanza castellana, con abundancia y
diversidad de partículas. Si a esto unimos el
acertado empleo de interrogantes y admiracio
nes, que varían notablemente la entonación de
los períodos; el discreto reparto de toquecitos
de erudición, alusiones históricas y citas de los
clásicos, y la repetición de ciertas locuciones
(«a fe que», «dar en la flor», «parecer de per
las», «en ristre», etc., etc.), habremos señalado
2 9 o
CAP / 7 / CA E F/A/ E A. A

las principales características de un estilo que,


si alguien ha calificado de artificial y empala
goso, nadie podrá tachar de exótico, pues viene
por derecho de la más rancia estirpe nacional.
Pero, ¿es posible, pensará el lector, que un
militar que no ha salido nunca de sus libros se
nos convierta en brillante cronista, mimado por
el público, así, de buenas a primeras? En el pró.
logo de De Re Bellica está cumplidamente con
testada la pregunta. Allí nos enteramos de
cómo Armando Gnerra fué antes que nada
literato, y escribió su inevitable tomito de poe
sías, y padeció el desvío del público, y llegó a
dar por muertas en su mocedad las ilusiones
literarias que tan cabal realización han alcan
zado ahora.

Sirva esto de lección a los impacientes, y


convengamos de camino en que para escribir
de cualquier materia lo primero que se nece
sita es... saber escribir.

2 9 t
«EL SEGUNDO LIBRO DEL TRÓPICO»,
POR ARTURO AMBROGI
*

E NTRE los literatos ya consagrados a quie


nes más imitan los escritores o aspirantes
de la nueva generación, tal vez ocupe el primer
puesto el ilustre Azorín. Es esta, sin duda, una
preeminencia halagadora, aunque no exenta de
quebrantos, pues no siempre se auna en los
imitadores, con la entusiasta admiración del
modelo, la indispensable discreción.
Si hubiera que alegar algún ejemplo de la
influencia, no siempre beneficiosa, ejercida por
Azorín sobre los escritores jóvenes, bastaría
nombrar a casi todos los actuales cronistas de

las Cortes, cuya mirada no se aparta un punto


de aquellas admirables «Impresiones parlamen
tarias» que inauguró Azorín en el diario Es
paña.
2 9 3
5 t L/o CA SA R ES

Pero el caso que voy a citar a continuación


es aún más interesante.

El distinguido literato D. Arturo Ambrogi


me envía desde San Salvador su última obra,
El segundo libro del Trópico, y me encarece,
en amable tarjeta, que «tenga la fineza de acu
sarle recibo». Es lo menos a que tiene derecho
quien desde tan lejanas tierras ha descubierto
la existencia del modesto escritor peninsular
abajo firmante. Sirvan, pues, estas líneas, no
sólo de aviso de llegada, sino también de ex
presión de gratitud.
El Sr. Ambrogi no es un principiante. Ha
publicado ya varios volúmenes, y entre ellos
figura, como supondrán los lectores, El primer
libro del Trópico. Confieso que no había leído
hasta hoy nada del citado escritor salvadoreño,
y que tuve cierto reparo de acometer la litera
tura tropical del Sr. Ambrogi por el «libro se
gundo»; pero apenas hojeado el volumen, me
tranquilicé, pensando que lo mismo da comen
zar por El primer libro del Trópico que por el
«Libro X—- I». Los trozos descriptivos que
el autor ha agrupado en esta serie pueden leer
se en cualquier orden: son cuadros de color
independientes, que sólo tienen de común el es
cenario tropical.
Pues bien; apenas llevaba leídas unas cuan
2 9 4
C R/ 7"I CA E F/M E ARA

tas páginas de El segundo libro del Trópico,


cuando me di a pensar que la prosa del señor
Ambrogi me era de antiguo conocida y casi
casi familiar. A pesar de la novedad de los
asuntos y del ambiente, me parecía que estaba
releyendo páginas ya leídas mucho antes. Abro
el libro a la ventura, y copio:
«La vieja criada espera, impaciente. Los gui
sos humean en la mesa, cubierta con almidona
do mantel de rojas guardas. Una lámpara de
gas arde, apestosa. El cura llega. Se despoja
del balandrán y la teja, y va a la mesa. El cura
come silencioso. Es de sobrio yantar.»
¿Quién nos había ya saturado por acá de
esta sintaxis dislocada y de este estilo asmá
tico? Algunas páginas más adelante, el siguien
te paisaje trueca mis reminiscencias en recuer
do, y el recuerdo en certidumbre.
«Don Jacinto sube a su carro. Lo atraviesa a
lo largo para alcanzar el final. Don Jacinto,
cuando viaja, apetece los rincones de los ca
rros. Allí nadie le importuna. (Don Jacinto odia
las conversaciones trabadas así, de un asiento
a otro en un carro, las relaciones efímeras de
los pasillos y las cubiertas de los barcos.) Don
Jacinto introduce entre dos asientos su valija...
(Don Jacinto odia el sol, el polvo, el lodo, la
lluvia. Don Jacinto es un atrabiliario...)»
2 9 5
5 UL/O CA SA RAES

¿No es esto una servil imitación de nuestro


buen Azorín, o, mejor dicho, de nuestro mal
Azorín, del que hace ya tres lustros buscaba la
notoriedad por caminos extraviados? ¿Creyó
acaso el Sr. Ambrogi que en estas menudas
triquiñuelas, tan fáciles de remedar, estaba el
mérito y la originalidad del admirable estilista
de Castilla?
Este modo indiscreto de imitar me recuerda

el de un cocinero chino que, para aprender la


confección de cierta crema, se fué, provisto de
su libro de recetas, a ver cómo la preparaba
un colega suyo europeo, con quien sólo por se
ñas podía medio entenderse. Tomó éste una
docena de huevos, los fué cascando uno por
uno en una taza antes de echarlos al perol, tiró
dos de ellos que no parecían bastante frescos,
batió cuidadosamente los restantes, añadió los
ingredientes necesarios, y puso el perol a la
lumbre. Todo lo fué anotando el meticuloso

chino, cuya apuntación empezaba como sigue:


«Se toman doce huevos, se cascan uno a uno
y se miran con mucho detenimiento. Al llegar
al tercero hay que tirarlo; lo mismo se hace
con el penúltimo...»
Prescindiendo ahora de la forma, hay que
reconocer en el Sr. Ambrogi a un escritor de
verdadero talento, que describe con fuerza y
2 9 6
C A / 7" / C A E F/A E ARA

brillantez, cuando no cae en la minuciosidad


enfadosa que también padeció a veces su mo
delo. Sabe ver con intensidad y trasladar a los
lectores la sensación de lo que ha visto; en al
gunos cuadros, como «La molienda» o «El
vendedor de minuta», se adivina una exactitud
casi fotográfica. A más de esto, las escenas que
reproduce el Sr. Ambrogi tienen, para mi gus
to, la ventaja de estar tomadas de la vida local
americana, en lo que tiene de característico,
con absoluta exclusión de ese aspecto cosmo
polita tan grato a ciertos escritores de por
allá. -

En suma, el autor de El segundo libro del


Trópico tiene personalidad suficiente para aspi
rar a la conquista de un estilo propio.
¿Por qué no lo intenta? Crea que, si bueno
es parecerse a los que gozan de autoridad y
renombre, es mejor, mucho mejor, parecerse a
sí mismo.

2 9 7
«ESTÉTICA Y EROTISMO DE LA PENA
DE MUERTE», POR R. CANSINOS-ASSENS

ACE algún tiempo, en la portada de una


novelita que tuvo la bondad de en
viarme el Sr. Cansinos-Assens, escribió a guisa
de dedicatoria; «A Julio Casares, nuestro más
terrible enemigo por un mismo amor a la be
lleza». Confieso que sin entender a punto fijo
el alcance de estas palabras, me sentí halagado
de que alguien me considerase «terrible», aun
descontada la ironía familiar que solemos po
ner en este adjetivo, y me congratulé de ver
reconocido el «amor a la belleza» como razón

de la bien intencionada agresividad que se des


liza, a veces, en mis escritos. Lo que no acer
taba a comprender era cómo venía yo a ser
enemigo del Sr. Cansinos, de quien por enton
2 9 9
3 CV L / O CA SA ARAZS

ces no había dicho una sola palabra, pública ni


privadamente, y a quien tengo en mi fuero in
terno por uno de los más cultos e intensos es
critores de la última hornada.

Por otra parte, lo de «nuestro» suponía o


que el joven literato hablaba en nombre de un
grupo hostilizado por mí, o que se declaraba
afiliado a alguna escuela o tendencia literaria
de la cual fuese yo el adversario «más terri
ble». Pero, aun admitiendo que mi modestia
me permitiese aceptar alguna de ambas so
luciones, ¿de quién era yo enemigo y por qué
causa?

Ahora, por primera vez, al hojear el libro


titulado Estética y erotismo de la pena de muerte,
me parece entrever una posible explicación de
la enigmática dedicatoria. En este libro, el se
ñor Cansinos-Assens, malgastando, a mi juicio,
una cantidad no despreciable de talento y de
ingenio, trata de demostrar, entre burlas y ve
ras, que la pena de muerte es la más alta y le
gítima sobrevivencia de la tragedia griega, y
que, en determinadas condiciones, constituye
para el verdugo, para la víctima y para los es
pectadores un manantial fecundo de supremo
deleite voluptuoso. ¿No he expuesto yo en algu
na ocasión la íntima repugnancia que me inspi
ran las producciones literarias que tienen por
3 o o
C R / 7 y CA AE F f M. E ARA

base el sadismo, el masoquismo, el homosexua


lismo o cualesquiera otros «ismos» de la pato
logía sexual? Creo que sí; y aun recuerdo ha
ber afirmado que si bien el erotismo normal,
debajo de cuya influencia vibra la humanidad
entera, puede ser objeto legítimo del arte, las
inversiones y los «casos clínicos» deben que
dar relegados a las monografías científicas.
Así, pues, al comprobar que el Sr. Cansinos
Assens comparte y pone por obra la doctrina
contraria, me inclino a pensar que por esta ra
zón me llama enemigo suyo y de cuantos opi
nan como él. Si estoy en lo cierto, y si es éste
el sentido de su dedicatoria, la acepto muy
gustoso en todo su alcance, y sólo he de recti
ficar aquello de «un mismo autor a la belleza»,
ya que por temperamento, por prejuicios socia
les o quizá por falta de comprensión, tengo de
la belleza y de su culto un concepto mucho más
restringido que el Sr. Cansinos-Assens. Yo, por
ejemplo, me reconozco absolutamente incapaz
de hallar inspiración para un capítulo de pro
sa vibrante, cálida y florida en la interpretación
erótica del simbolismo sexual del suplicio de
empalamiento (I). Mi «amor a la belleza» no
me llevó jamás, y en buena hora sea dicho,
por el camino de las aberraciones.
(1) , Obra citada, págs. 145 y siguientes.
3 O I
3UL/O CA SA RES

Quedamos, pues, en que soy enemigo, si no


«terrible», recalcitrante y declarado del autor
de Estética y erotismo de la pena de muerte, y al
propio tiempo admirador sincero del Sr. Can.
sinos-Assens, autor de muchas páginas a cuyo
pie hubiera puesto mi firma con orgullo.
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v
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