Martin Mosebach - La Niña y La Luna

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Martin Mosebach

La niña y la luna (novela)

Quien busca casa se enfrenta a uno de los escasos instantes en


los que, ahora sí, una persona tiene derecho a creer que está
decidiendo sobre el futuro de la propia vida, pues, por múltiples
significados que tenga la expresión “mi casa”, el hecho es que en ella
está comprendida la vida entera. El joven recién casado que circulaba
en bicicleta por las calles de la ciudad de Fráncfort, aún extraña para
él, marchaba en busca de la primera casa en la que iba a convivir con
su mujer. Aunque decir “mi mujer” no era algo que todavía le saliese
de los labios sin tropiezo. “Mi mujer...” ¿No se entendía en eso más
bien una digna dama de edad? Para convertirse en “mi mujer”, la
muchacha con quien se había casado tenía que perder todo lo que
ahora le pertenecía a él: su carácter infantil, su delicadeza de
mariposa, su ligereza de elfo. No pensaba en tales términos el joven,
en cuya intención no estaba el atreverse a la expresión poética; pero
sí había una fragilidad con leve tintineo, como de fino cristal, que
sentía ante él al pensar en aquella muchacha, un delicado
entrechocar de vasos, algo plateado en la voz y el cabello. Y, con
todo, tampoco es que fuera mucho más joven que él, sino que la
habían criado y custodiado en una protectora reserva burguesa, como
una exquisita verdura temprana que sólo pueden tocar el calor y el
rocío, pero nunca la helada ni los vientos desapacibles.
Las primeras semanas de aquel matrimonio discurrieron por
una senda un poco distinta de lo que habría cumplido al orden propio
de tales circunstancias. Innumerables invitados dieron sus parabienes
a la joven pareja. En su mayoría completos desconocidos para el
novio, seguían siéndolo cuando veía las fotos de la boda; habría sido
fácil llevarle a engaño de proponérselo, pues habría estado dispuesto
a creer haber visto esa misma cara en algún momento de sus
esponsales. Pero después de este mariage à la mode no se celebró el
famoso y ritual viaje de novios. No pudo ser. No fue viable, pues la
entrada en el nuevo puesto de trabajo, el primero tras la universidad,
no era cosa que se dejara posponer; y tampoco se puso un empeño
serio en el asunto, pues lo que en otros tiempos debía suceder en un
viaje de novios como este, había acontecido aquí, cual suele ocurrir,
ya largo tiempo antes, y al menos tres breves viajes de bodas habían
precedido a la boda propiamente dicha. No era momento de
sentimentalismos, tal como lo expresó su suegra, en cuya cercanía
era difícil que hiciesen valer su derecho no ya los sentimentalismos,
sino en realidad cualquier tipo de emoción que uno sintiera.
Pero, aun más que de las emociones, la dama abominaba de
todo esfuerzo; y, por más que cualquier tarea quedase traspasada a
ayudantes en cuanto fuese mínimamente delegable, el hecho que
nada podía ocultar era que la boda había sido, ante todo, uno de esos
esfuerzos inmensos. Nada más que unos días tras haber estallado los
fuegos artificiales de la cena nupcial, la madre de la novia emprendió
un viaje al Mediterráneo, llevándose con ella a su hija, pues en sus
visitas le desagradaba aparecer sin compañía. En ellas era siempre
preciso que tuviera a mano a alguien de su propia esfera, de modo
que el medio ajeno no pudiese absorberla con demasiada facilidad. El
joven había estado fundamentalmente de acuerdo con aquel viaje.
Siempre le hacía feliz que la muchacha viviera algo agradable, y así
resultaba todo mucho menos complicado: marchó a Fráncfort, donde
se alojó en un pequeño hostal, y entonces, muy rápido, buscando por
las tardes al salir del trabajo y los fines de semana, habría
encontrado ya una casa, con la que la sorprendería a su regreso (una
idea deliciosa), y a continuación mandarían venir desde Hamburgo el
camión con los regalos de boda y empezarían a desempaquetar y a
arreglar la vivienda.
Tal obligación, ahora bien, de satisfacer sin peros ni reflexión el
deseo de la madre, eso le sorprendía un tanto, ahora que lo pensaba
en su soledad. Ni una sola vez fue objeto de consideración si él,
durante aquellos primeros días en la nueva ciudad, podría necesitar a
su lado a la mujer con quien acababa de casarse. Ina no puso gesto
de felicidad precisamente al informarle de las intenciones de su
madre, pero también debe decirse que no pasó de ligero su pesar
ante aquella necesidad objetiva (pues tal era, sin ninguna duda, lo
que generaban las disposiciones maternas). No era la primera vez
que acontecía semejante confiscación, pero mientras no estaban aún
casados aquello no había supuesto más molestia para el joven. Un
apego materno tan estrecho concordaba con el carácter infantil de la
muchacha. Siendo su suegra viuda, ¿no era de lo más natural el
ocuparse más de ella? Una única cosa no encajaba entonces: él había
llegado a tener la impresión de que aquella mujer no tenía la más
mínima necesidad de ninguna persona que la atendiera.
Frau von Klein no era de físico tan grácil como el de su hija. No
se apreciaba en su encantador rostro ninguna evolución o desarrollo
conforme a la edad de lo que la naturaleza puso en el de su hija, sino
como un parentesco algo más lejano, y, por descontado, allí estaba
cubriendo la piel aquella redecilla que dejaba ver, envejecido, ese
carácter infantil que también la madre había conservado de un modo
conmovedor y que llamaba a la ternura. Era la suegra más guapa que
cabía imaginar, con aquella forma de moverse despaciosa y
desenvuelta. En la boda iba vestida de rosa, sin que aquello pareciera
una pavada, y quién sabe cuántos atontados, mujeres en su mayoría,
no se habían privado de la simpleza de asegurar a todo el mundo que
madre e hija parecían hermanas...
—¡Espero que no! —decía con gesto impertérrito Frau von Klein
cada vez que oía algo en ese sentido.
Al joven le parecía estarla viendo ahora, sentada con parientes
lejanos en el vestíbulo del hotel tras la recepción de los invitados,
echando por tres veces seguidas al peluquero a pesar de haberlo
llamado ella misma, un pequeño italiano odioso que por tres veces
seguidas volvió a acercarse con humildad. Desesperado, el hombre
tuvo que realizar proezas logísticas, aplazando continuamente las
citas de las demás damas sin recibir de la señora más que una
mirada por encima y sin rastro del menor pesar, ni aun fingido.
“Es completamente independiente de la aprobación de los
demás”, pensó el joven, “apenas percibe la presencia de otras
personas”. Al fin, en la cena, la cúpula de su peinado presentaba un
aspecto impecable, como si llevara desde mediodía metida en el
secador. La auténtica frialdad tiene algo en común con la justicia
consumada. Tiene la capacidad, incluso, de mostrarse como una
virtud, con lo que en primer momento sofoca la indignación de los
demás. Pero, pese a ello, en aquel momento había arraigado ya en el
joven un pequeño rencor:
—Fráncfort es una ciudad atroz —dijo Frau von Klein cuando el
joven le habló con orgullo sobre su nuevo trabajo. ¿No tenía más que
decir sobre una noticia tan grata?
Ina no perdía una coma de las palabras maternas, pero sonrió
al alzar la vista en dirección a su novio. Y así también es como tenía
que ser. Aquel nuevo comienzo en común tenía que llenar a Ina de
alegría y confianza. Que en Fráncfort fuera a haber o no de inmediato
algo de trabajo también para ella, esa cuestión de momento bien
podía considerarse irrelevante. Uno vive en la ciudad en la que
trabaja. Y ¿qué era, mirándolo más de cerca, una ciudad atroz? Con
certeza, no aquélla que el joven recorría ahora en bicicleta tras salir
de la oficina.
Llevaba puesto todavía el traje oscuro de milrayas, su uniforme
de assistant executive, tal como lo llamaba su nueva tarjeta de visita;
pero la corbata la había guardado en el bolsillo de la americana, pues
al abandonar la torre de cristal refrigerada que albergaba su oficina,
uno se daba de bruces contra el bochorno cual si se tratase de un
muro. Corrían aún los comienzos de junio, pero en Fráncfort hacía ya
más calor que en la costa del Mediterráneo, como sabía por Ina. Le
había contado que en el Golfo de Nápoles el cielo estaba encapotado
y las tardes traían un frescor casi incómodo, mientras que sobre
Fráncfort se extendía un azul celeste en flor que, al caer la tarde, se
volvía más suave, pero aún tardaba mucho en palidecer.
Fuera del centro, las calles estaban vacías. Montar en bicicleta
allí era un dejarse deslizar a través de la caricia del aire saturado.
Incluso los tubos de escape de los coches, las pocas veces que Hans
rozó una de aquellas grupas, daban a la atmósfera una riqueza
especiada. Hay una cierta pesadez, un algo sustancial (podría decirse
así) algodonoso que forma parte esencial del aire urbano. El polvo y
la suciedad que flotan en gran cantidad en el aire dan a la luz una
hermosura incomparable, como bien sabe cualquiera que recuerde el
ocaso de Delhi o Ciudad de México: tras aquellos filtros granulados, el
sol adquiere dimensiones gigantescas, irradiando una magnificencia
de oro rojizo desconocida en los ámbitos incontaminados. Para tales
espectáculos, no obstante, el aire no estaba en Fráncfort lo bastante
sucio, aunque también aparecían allí, bien presentes, portentosos
exotismos luminosos en la paz crepuscular de tonos biedermeier que
irradiaban casas y jardines delanteros, esa calma que sucede a la
jornada laboral y en la que, en efecto, resonaba también el
repiqueteo de una campana de iglesia. Por alguna parte allí cerca
debía de haber una capilla, pues el sonido era demasiado cristalino
para una campana grande. Durante el día, muchas ventanas habían
tenido bajadas las persianas para mantener a raya el sol. Y ahora, en
el momento en que las levantaban para dejar que volviera a caer en
las habitaciones la luz excluida, cuando al fin se había desprendido de
ella la flama ardiente, se oía un quedo traqueteo por todas partes.
Las calles por las que el joven circulaba sin ningún plan demasiado
concreto habían sido construidas seguramente cien años atrás. Eran
caserones de vecindad de tres o, a lo sumo, cuatro plantas,
construidos con arenisca roja del Meno en su mayor parte, o por lo
menos eran rojos las jambas de los portales, los zócalos del sótano y
los marcos de las ventanas, y en aquella piedra podía verse algo
alemán, provinciano, una cierta lobreguez como de castillo o iglesia.
Pero ahora, tan suavemente alumbrada, parecía casi que despedía luz
propia.
“¿Qué tal sería vivir aquí?”, se preguntó el joven, que dirigió la
mirada al interior de un comedor en el que se veía una hermosa
lámpara encendida ante un gran espejo; seguía luego otra habitación,
y por la ventana del fondo asomaba una vista verde. Pero no, un bajo
de ningún modo, pensó entonces; Ina tenía miedo, y nunca se
dormiría en una planta baja con las ventanas abiertas. Pero sí era
una opción, en cambio, mudarse a aquel primer piso, notoriamente
más luminoso y con su pomposo balconcillo cercado por una gruesa
balaustrada barroca. Sobre ella seguramente dispondría la muchacha
macetas de terracota con bolas de boj, tal como habían hecho
también aquí los inquilinos. Las hileras de edificios estaban aquí
engalanadas de tal modo, que parecía como si la recatada vida
interior se abriera paso a través de los gruesos muros hasta el
exterior, exhibiendo también en la calle el gusto que predominaba
dentro. En la calidez del atardecer veraniego, las rígidas casas
respiraban, convertidas así en grandes cajas de resonancia, como las
de los instrumentos musicales, que retumbaban y zumbaban
quedamente al ser percutidas o cuando las atravesaba el aire.
El joven se encontraba tan infundido de la belleza silenciosa,
pero tan llena de vida, de la calle, que se disiparon todas las dudas y
preocupaciones sobre si aquella ciudad albergaría o no la casa
adecuada para Ina y él mismo. Tenía la sensación de que todas
aquellas viviendas, aún poco iluminadas, pero habitadas como era
manifiesto, estaban allí disponibles para él, como si la gente que
abría las ventanas y levantaba las persianas no estuviera más que
representando ante él cómo se vivía dentro, esperando el momento
en que se hubiese decidido por alguna de ellas. Sin pensar qué
estaba buscando realmente, bajó de la bicicleta, cruzó un portalón
jardinero abierto y echó a andar por el camino que, dejando a un lado
la pesada puerta principal y la otra puerta, más pequeña, pero
también protegida con rejilla forjada, llevaba hasta el patio trasero.
Allí se alzaba un gigantesco castaño, poblado por una multitud
de hojas que bañaba en luz verde el patio entero. El árbol se elevaba
hasta por encima de los tejados. El estrecho patio había estimulado
su crecimiento asemejándolo a una palmera, y así es como había
surgido allí esa columna verde, esa catarata de verdor, esa maravilla
de la naturaleza. Entre las raíces había un cajón de arena con cubos y
palitas, como si los niños acabaran de entrar corriendo en la casa.
Jugar y criarse bajo aquel árbol, en presencia de su pacífica
grandeza... ¿Acaso tal experiencia en temprana edad no podía resistir
la comparación con una infancia en la alta montaña?
Tampoco sucedía, en cualquier caso, que el joven estuviera
pensando ya en tener niños. Esa era más bien una idea que hasta
entonces había vetado. Su deseo era vivir con Ina formando una
pareja de enamorados. Ella le bastaba, y ella le había asegurado a él
repetidas veces que también él le bastaba a ella, que no necesitaba a
nadie más ni quería ver a nadie más y que consideraba una particular
circunstancia venturosa de su matrimonio el verse apartada
definitivamente del trajín social de su casa. Pero allí había aparecido
aquel cajón de arena..., y si los niños a quienes pertenecía hubiesen
estado sentados dentro, no le habría venido a la cabeza la idea de
sus propios hijos. Con su griterío egoísta, los niños pequeños le
resultaban un horror, y aun más extrañeza le causaba la
transformación sucedida en sus compañeros de estudios cuando,
como se había dado en tres casos, habían sido padres.
Pero lo que le sugería el cajón de arena vacío a la sombra del
castaño no era tampoco una posibilidad tan remota, de ninguna
manera. Y si Ina, una vez que por fin se estableciera en Fráncfort, no
encontraba nada que hacer que se ajustara a su licenciatura en
Historia del Arte (y además, ¿qué es lo que iba a poder hacer?, una
cuestión de la que tampoco se hablaba apenas, pues ya la tesina de
licenciatura había sido una pesadilla de años para todas las personas
que rodeaban a Ina, y nadie pensó nunca en un después), entonces
¿qué razón habría para no dedicar a un niño el ocio del que ahora
disfrutaba? Regresando lentamente hacia la bicicleta, se detuvo ante
el casillero a estudiar con detenimiento los nombres de los inquilinos,
como si a través de ellos pudiera revelarse la naturaleza de aquella
casa. Al proseguir, vio en la esquina el bonito jardín donde servía a
sus clientes un restaurante italiano con grandes sombrillas veronesas.
Había sentadas unas mujeres con vestidos de verano, y allí también
le gustaría a él sentarse al lado de Ina, en una cálida tarde como
aquella. Tenía la sensación de que Fráncfort estaría siempre bañado
en ese mismo bochorno, de que cualquier decisión a la hora de
buscar casa tendría que contar con ese calor extraordinario.
Pasaba ahora por delante de un parque que, en estado de
abandono, lanzaba gemidos audibles bajo los sufrimientos del verano.
Estaba desierto, a excepción de unos cuantos jóvenes con latas de
cerveza en la mano sentados sobre los respaldos de los bancos, que
meneaban la cabeza concentrados en la música que salía de sus
auriculares; pero las praderas, en época tan temprana del año,
aparecían ya pateadas y resecas, mientras que la basura rebosaba de
las papeleras: ¿cuántas meriendas se habrían hecho aquí a lo largo
de ese día?
“De todos modos, un pequeño parque precioso justo al lado”,
pensó el joven. Porque parque tenía que haber. En ningún caso
entraría en consideración una casa sin parque cercano. ¿Sería quizá
capaz de convencer a Ina para que le acompañara temprano a trotar
por alrededor de este parque? Hasta el momento no se le habría
ocurrido una idea así, pero ahora veía delante qué vida tan
placentera y razonable iban a llevar aquí. Y había que añadir también
la cercanía del centro. En todo ese barrio que estaba atravesando con
su bicicleta no había encontrado hasta el momento ni una sola calle
que pudiera llamarse atroz, y ¿de qué estaría compuesta en último
término la ciudad “atroz” que su suegra invocaba tan amenazante y
despectiva? Compuesta, seguramente, de sus calles. Eso es lo que él
iba a decirle la próxima vez, se propuso el joven, sin acordarse de la
mirada impenetrable que lanzaba por encima de todo aquel que la
contradijera.
Imposible, pues, encontrar un posible cliente para un alquiler
más accesible y mejor dispuesto que el joven. Bien podía
considerarse afortunado el empleado de la agencia que le esperaba
en el gran caserón de vecindad situado detrás del parque. Hasta tal
punto le gustaba el barrio al joven, que la calidad de la posible
vivienda le era casi indiferente con tal de que se encontrase en la
zona.
Las escaleras ofrecían todavía un aspecto aceptable, con la
única pega del linóleo salpicado de gris que revestía los escalones.
Pero el piso se encontraba en un estado tétrico. El edificio era una
robusta construcción del Jugendstil, y se habían conservado
numerosos detalles, por ejemplo, unos bellos picaportes, pero por lo
demás allí se había hecho todo lo posible para atusar la vivienda del
modo que menos le convenía. Las dos habitaciones que daban a la
calle tenían pegada una moqueta de color hierba, de lo que resultaba
una sabana de plástico en la que las pisadas habían formado
senderos de suciedad. Las paredes las habían pintado de un rojo
sangre sobre cuyos lamparones y grietas caía, fría e inmisericorde, la
luz de las bombillas. El cuarto de baño era un pasillo estrecho, pero
aquí el hombre de la agencia sabía a qué atenerse: bastaba, dijo, con
mover un tabique y sisar nada más que un metro a la habitación
vecina, y así se obtendría el perfecto cuarto de baño.
—Eso que saldrá perdiendo la otra habitación tan bonita —dijo
el joven, pues allí iba a ir el dormitorio. La ventana daba a la copa de
un arce, en la que escaseaban algo las hojas.
—No se puede tener todo —repuso el agente. Al joven,
extrañado, le llamó la atención aquella rudeza—. Tiene usted que
tomar una decisión ya, dentro de un rato me habrán quitado el piso.
¿Había sido realmente una buena idea salir a buscar casa sin
Ina? El joven percibió con dolor su incapacidad para imaginarse la
casa una vez reformada y arreglada. Debían de haber acontecido
cosas pavorosas sobre aquel suelo y entre aquellas paredes rojo
sangre. Flotaba en las habitaciones un aire estancado que,
ciertamente, se habría podido despejar abriendo las ventanas, pero
en ese momento sucedía como a veces con el olor repelente de las
personas: seguramente un baño podría eliminarlo de momento, pero
para nosotros ha adquirido un carácter tan sumamente personal, que
nos quita para siempre las ganas de tratar más de cerca al
desgraciado. El joven, aun así, se sintió frente al agente como una
persona débil cuando le reconoció que no podía tomar en ese
momento la decisión inmediata que se le requería. Le dio la impresión
de que con esa incapacidad estaba dando el adiós a todo aquel barrio
que tanto seguía admirando. Ciertamente, no se había puesto fácil a
sí mismo su negativa.
Una vez de vuelta en la calle, la luna había ascendido por el
azul pálido que seguía conservando el cielo. Para que fuese llena
faltaba todavía un tanto, como si con una tijera de uñas apenas se
hubiera cortado del disco entero un arco de grosor casi imperceptible.
La calle seguía igual de hermosa, pero con una hermosura que ahora
revelaba algo similar a un escenario montado.
II

“En el fondo es indiferente dónde se vive”, pensaba el joven


después de haber examinado diecisiete casas en barrios bonitos, en
otros menos bonitos y en algunos sin remedio. Todo lo que le habían
enseñado tenía precios inauditos. La mitad de su sueldo, bastante
sustancioso para el de un principiante, tendría que ir para la casa, así
parecían estar las cosas tras aquella primera exploración de cierto
alcance. Y por tal terrible cantidad de dinero era poco lo ofrecido.
Enfrentado a tal oferta, otro con un ojo algo más dotado para la
distribución de habitaciones y las posibilidades escondidas en ellas,
alguien con un grado mínimo de fantasía decorativa, habría visto
también cómo su imaginación llegaba al límite de sus facultades. El
único piso grande, de dimensiones casi lujosas, que misteriosamente
tenía un precio pagable (¿habría quizá cucarachas?), se lo había
escamoteado en el último momento un matrimonio de abogados. El
casero no disimulaba que prefería ante todo inquilinos casados, y por
lo visto el joven, que se presentaba él solo a la fuerza, no tenía aún
un aspecto lo bastante casado. Su nuevo estado no había penetrado
todavía en su naturaleza física. Hasta su delgada alianza aún seguía
molestándole y se quedaba en la mesilla del hostal, pero en ningún
caso porque hubiese reparos o algún distanciamiento ya en su actitud
respecto al matrimonio; antes al contrario, estaba lleno de añoranza
y llamaba por teléfono a Ina tres veces al día.
La muchacha, de un humor jovial, esperaba con ilusión su
regreso y el momento de conocer la casa, como si esta existiera ya.
No le contó lo difícil que estaba resultando la búsqueda, pues quería
evitar los comentarios escépticos de Frau von Klein sobre las
facultades organizativas de su yerno. Bien era verdad que, según
había visto, los sarcasmos de su suegra resbalaban por la superficie
de Ina, sin que pudiera decirse que habían sido percibidos (en todo lo
que su madre decía, Ina no veía más que soledad y viudedad dignas
de lástima), pero aun así para él era un profundo motivo de inquietud
pensar en esa malicia continuamente instilada en las diminutas orejas
de su mujer. Lo mismo que pasa con el ácido clorhídrico: siempre
terminará llegando el momento en que se corroerá la capa protectora
más gruesa.
Tal como la formulaba ahora el joven con plena superioridad, su
nueva indiferencia frente a las características y la situación de la
propia vivienda no era tanto el resultado de su agotamiento, sino más
bien el intento de asumir los principios vitales de un compañero de
trabajo al que dispensaba gran estima y que cosechaba ya un gran
éxito; un compañero que, por supuesto, seguía aún soltero.
—Necesito una cama grande y una bañera —decía aquel
hombre de aire deportivo y piel tostada por el sol, cuyos trajes le
cubrían el cuerpo tan rígidos y ceñidos, que se dirían forjados de un
metal ligero flexible—. Y todo, por favor, con un gimnasio debajo y a
cinco minutos a pie de la empresa —Toda una concepción del mundo
se escondía en aquel programa. Y, si bien el joven no podía ya
asumirla íntegramente, tenía al menos la intención de ponerla a
prueba en forma de actitud vital.
—En dos años es seguro que estará usted en otra parte, y si
no, es que se habrá equivocado en algo —Una frase del compañero
que puso en conocimiento de Ina, pues convenía que fuera
comprendiendo qué presión aguantaba ya su marido. Aún ejercía
sobre él cierto efecto embriagador el nuevo concepto de carrera
profesional (no, como antaño, entender cada vez mejor la tarea
encomendada y dominar con cada vez más destreza sus recovecos
hasta alcanzar la maestría, sino considerar cualquier ocupación nada
más que una fase de tránsito, un trampolín que llevará a otra distinta
por completo), y en esa circunstancia tampoco iba a tomar la voz
cantante la cuestión de la vivienda. Con todo, le halagaba que Ina
pusiera en él una confianza tan firme. Se acordaba de cuando le
había dado la primera señal de tal confianza sin restricciones, en una
ocasión por lo demás sin la menor relevancia: sin que hubieran
quedado en ello, había ido a recogerla a la estación de tren.
—Sabía que ibas a venir —dijo la muchacha, y aquel día su
amor pasó a un nuevo estadio.

Largo rato llevaba ya el joven corriendo en su bicicleta


deportiva en dirección a la noche que caía. Conocía ya las elevaciones
y bajadas del territorio francfortés: junto al río, el punto más hondo
del terreno, y luego venía la ascensión paulatina apenas perceptible
sólo con la vista, sino en las pantorrillas, obligadas a pisar con más
energía. Azuladas y mostrando un perfil movedizo, como si tomaran y
expulsaran aire relajadamente, las montañas del Taunus parecían
haberse aproximado en aquel atardecer estival. Aun siendo una sierra
baja que no sube hasta cumbres escarpadas, se dejaba sentir ahora
como una gran masa, como un enorme cuerpo montañoso. La ciudad
se extendía en un espacio amplio, pero de contornos bien definidos,
sin desparramarse informe. Desde allí arriba, en un punto bastante
alejado ya del centro urbano, donde la elevación del terreno llevaba
la mirada hacia la mitad inferior de las grandes construcciones, que
sólo podían hacerse ver en el terreno con sus áticos, como
asomándose de un pantano, se abrían a lo largo nuevas calles con
pequeñas villas. Se preparaba allí la disolución de la estructura
urbana en estado sólido, por más que no empezase aún el
deshilachado propiamente dicho. Las sombras nocturnas, que hacían
que el macizo montañoso apareciese compacto y lejano, ocultaban
que los asentamientos seguían y seguían pendiente arriba hasta
mucho más allá.
En este momento, buscar suelo firme en aquella ciudad le
pareció al joven una empresa completamente desesperada. Las
pequeñas villas, de las que quizá una u otra hasta le habrían
agradado a Ina, parecían habitadas, podría decirse, con carácter
definitivo. Al marchar en la bicicleta, el aire en contra le secaba el
sudor de la frente. Era como si estuviera avanzando por una vía
férrea.
Los últimos días habían sido agotadores, y los precedió toda la
excitación de la boda, muy atrás ya en el recuerdo, sí, pero sin que la
hubiera superado aún físicamente en modo alguno. Llegado al cuarto
del hostal, le sobrevino al joven un cansancio que le hizo enojoso
hasta el mero desnudarse. Lanzó la ropa al suelo. Le faltaba la fuerza
para colgarla. ¿Qué hora era? El despertador se había parado. ¿Tenía
aquel calor el poder de detener los relojes? De repente parecía
posible. Antes de sumirse en profundo sueño, recordó todavía que a
la mañana siguiente, a las diez, estaba citado para ver una casa. No
le había llegado a través de una agencia, y era considerablemente
más barata que todo lo visto hasta el momento. Pero eso significaba
tener que levantarse un sábado por la mañana en su primera
oportunidad para recuperar todo el sueño perdido. Echó una mirada
en dirección al despertador. ¿Cómo hacer para despertarse sin el
despiadado pip-pip que en condiciones normales se encargaba de
terminar violentamente el sueño?
“Por mí ya veremos qué pasa”, pensó el joven, y por un solo
momento dichoso, aunque demasiado breve para disfrutarlo, sintió
cómo se deslizaba hacia la inconsciencia.

Cuando se despertó, el sol ya había ascendido y, tan infatigable


como el día anterior, despedía sus llamas sobre la ciudad. La ventana
daba a un patio desierto, en el que no había más que un gran cubo
de basura. Reinaba un silencio tan profundo como en la espesura de
un bosque. Trinó un pájaro. En muchas personas, el trino de los
pájaros ejerce un efecto de consuelo y aliento. El joven, por su parte,
hasta aquel momento no había escuchado realmente el trino de los
pájaros, a no ser, para ser más exactos, cuando, tras una noche de
fiesta en la calle, le saludaban los primeros gorjeos que anunciaban la
nueva mañana. Pero hoy, de repente, aquel único signo de vida en
esa casa y en ese triste patio sonó como una llamada. ¿Sería una
señal de que envejecía? Se sentía reanimado, pero aun así siguió
echado un ratito. Recordó la cita. El reloj seguía parado. ¿Acaso iba a
haberse sacudido a sí mismo durante la noche? El silencio en torno
era tan impenetrable, que el joven se sintió separado del mundo,
como metido en un sótano. No se oía andar en el pasillo. Se levantó
despacio. Hoy no había que ponerse uniforme de oficina. Como si
dispusiera de todo el tiempo del mundo, ordenó un poco la
habitación, y la maltrecha americana descansó en una percha.
¿Llegaría todavía al desayuno? La mujer serbia que hacía el café en la
casa se marchaba de la cocina a las diez.
El comedor de desayuno estaba vacío. Los fines de semana, el
hostal solía tener pocos huéspedes. Apareció la serbia y trajo café. El
joven abrió el periódico y lo leyó a fondo. Sentía que todo tenía que
hacerlo muy despacio ese día; era una lentitud plena de calma que
pertenecía aún al sueño. Pidió una segunda taza de café. Ya estaba
leído el periódico entero. No quedaba realmente ninguna razón por la
que seguir en aquel comedor, que, en cuanto se había desayunado,
parecía volverse un poco inhóspito. Hasta aquel momento, el joven se
había vetado preguntar por la hora. Ahora lo hizo.
—Las nueve y media —dijo la serbia.
No es bueno que el hombre esté solo, como dice ya el Génesis.
Podríamos restringir este principio aduciendo que, en todo caso, estar
solo es algo que exige un aprendizaje si pretendemos que se
convierta en un estado deseable y fructífero. Pero el joven no se
había ejercitado ni lo más mínimo al respecto. En todos los días de su
vida no había llegado a pasar solo ni dos semanas seguidas; en el
internado y en el ejército se había encontrado particularmente a
gusto, y a Ina apenas la había perdido un momento de vista ya desde
dos años antes de la boda. Estar a solas con los propios
pensamientos era una aventura que reservaba sorpresas. Algo de lo
que uno ni siquiera se entera estando acompañado, a saber: la
sucesión de los estados anímicos, se volvía un fenómeno asombroso
nada más quedarse a solas. Acompañado, todos los estados de ánimo
eran una reacción al comportamiento o las palabras de algún otro;
era otra persona quien le hacía a uno enfurecerse o reír, pero ahora
resultaba que el enfurecimiento, la excitación, el contento o la
jovialidad podían aparecer también en la ausencia completa de una
contraparte, logrando atraerse la atención con la misma vehemencia
que en compañía, e incluso mucho más violentamente.
Nunca antes de aquella mañana se había visto el joven en un
juego así con el “destino”, como lo llamaba ahora en tono altisonante,
ocupado en la cuestión de acudir a la cita en la casa o dejarla pasar.
Si quieres (y ¿quién se suponía que lo quería o no?) que vaya a ver
esta casa, entonces detén el tiempo, tal debía de ser lo que el joven
había pensado en lo más íntimo mientras con ánimo provocador
dejaba que siguiera prolongándose su cachaza mañanera, y así ahora
la concisa respuesta de la serbia lo sorprendió en un grado
difícilmente comprensible para la mujer, a la que se quedó mirando
incrédulo.
¡Una señal! Bueno era que no se hallase presente el compañero
deportista, pues habría meneado la cabeza con preocupación al
pensar en las perspectivas profesionales del joven.
Los dos requisitos principales que debía satisfacer la casa que
buscaba los cumplía aquel piso de la Baseler Platz: no era un bajo,
aunque a cambio sí una cuarta planta, y sin ascensor, con una
escalera gastada por los pasos y tan estrecha como si fuera de
caracol (pero, bien, eso no se suponía que influyese), y aunque no
había ningún parque cerca, sí quedaba al lado la ribera del Meno, con
sus largas praderas de césped plantadas sobre los muelles; un buen
sitio, sin duda, para dar una vuelta que otra a la vera de la amplia
corriente de agua parduzca rodeados de gaviotas, e incluso para
tumbarse en el césped, siempre que le no echara a uno para atrás la
multitud que tomaba su baño de sol tendida bajo una nube de olor a
bronceador.
Pero, quitando esto, la casa y su situación estaban con
seguridad tan alejadas de cuantos planes e imaginaciones pudiera
haber ponderado hasta entonces la joven pareja, que cabe
preguntarse cómo es que el joven al verla no se dio la vuelta sobre
sus mismos talones. El edificio, que hacía esquina, mostraba
tranquilizador en el zócalo su sillería de colorida arenisca, pero ¡qué
distinto el efecto de la piedra aquí respecto a los hermosos barrios
residenciales! Tenía depositado encima algo sucio, como ahumado, la
frialdad propia de un edificio construido por especuladores en la era
guillermina. Dejaba sentir ya su presencia la estación central, que
quedaba cerca a la espalda de la casa, siendo posible imaginarse
todavía por allí el hollín que las locomotoras habían dejado de
expulsar mucho tiempo antes. El gran barrio de prostitución
propiamente dicho se hallaba al otro lado de la vía urbana de cuatro
carriles (sin exageración, un tramo de autopista), que, en su camino
desde la estación al puente del Meno, podría decirse que pasaba
pisándole los pies a la casa. En cuanto a Basilea1, no guardaba la
menor relación con la plaza. Ya quienes pusieron nombre a aquella
zona urbana, que en ningún caso merecía llamarse “plaza” en sentido
propio, habían procedido con arbitrariedad absoluta, dando por el
mero nombre una falsa capa mundana a aquel no lugar. En realidad,
la ciudad allí se desmenuzaba en migajas. Era como si, en el medio
de la superficie libre ocupada por la autopista, se hubiera formado
una falla que hacía tambalearse las hileras de casas a izquierda y
derecha de la calzada. En la planta baja del edificio había un local de
comida rápida llamado “Lalibella”, regentado por un etíope. Por
delante bramaba el tráfico, pero cuando se llegaba al patio tras
rodear la casa (y allí estaba también la puerta de entrada) se hacía
de repente el silencio. No quedaba más que un murmullo, del mismo
género que el murmullo marino que los navegantes llegan hasta a
echar de menos una vez de regreso a tierra firme tras semanas a
bordo. Un simple vistazo, de todos modos, habría tenido que ser
bastante. La idea de mudarse allí con Ina, una hija de Frau von Klein,

1
La casa está en la Baseler Platz, la "Plaza de Basilea".
y ofrecerle aquella casa como entorno cotidiano era, dicho
suavemente, algo fuera de lugar.
¿Dónde hacer, por ejemplo, la compra del día? Allí enfrente,
una respuesta fácil de encontrar. A la orilla del bramido circulatorio,
una verdulería paquistaní exhibía en admirable disposición sus
berenjenas y tomates. La impresión a primera vista y a segunda era
la de un lugar insustancial, sin contornos y de una frialdad helada y
repugnante, pero después se empezaba a ver cómo las hormigas
humanas habían ido creándose pequeños espacios vitales en las
grietas y hendiduras de los edificios muertos: la lavandería filipina, el
kiosco de periódicos bengalí, el estudio de tatuaje, la agencia de
viajes musulmana (especialidad: la hégira a La Meca y Medina), el
restaurante libanés con su oferta de desayuno dominical “All you can
eat” anunciada a lo grande en el exterior.
En tiempos, los pueblos navegantes del Mediterráneo no
mantenían dirigida la vista en dirección al interior del país a la
espalda de sus puertos, sino a las costas del otro lado del mar,
superando fácilmente en su pensamiento el vacío espacio acuático
que los separaba de los puertos situados allá. Aquí, asimismo, era
probable que los cuatro carriles que desgarraban con herida incurable
la plaza y rebosaban por encima de sus límites se volvieran en breve
tiempo invisibles para los habitantes, pues estos no perdían de vista
el otro lado de la calle con las tiendas ni los locales de sótano que
tenían allí su nido, del mismo modo que habían desarrollado sus
técnicas para llegar rápidamente al otro lado. Con un cochecito
infantil, sin duda, la empresa habría entrado en terrenos algo más
osados, pero de repente al joven se le habían ido de la cabeza los
cochecitos y cajones de arena, y el centro de la atención era ahora
Frau von Klein: la posibilidad de ir hasta allí le parecería inaceptable,
y ése quizá fuese el mejor argumento para echar por lo menos un
vistazo al ático del anuncio del periódico.
¿No era casi una lástima que desde allí apenas pudiera
sospecharse la presencia del estridente barrio de prostitución, con sus
coloridos letreros luminosos, sus hombres plantados en las esquinas,
sus borrachos? En la Baseler Platz reinaba ya la simplicidad técnica,
un aire de tierra de nadie. El administrador de fincas era marroquí,
tal como podía deducirse de la tarjeta de visita que tendió al joven,
en la que se le confería el título de conseiller trésorier de una
asociación cultural marroquí. Seguramente por encima de los
cincuenta, tenía una rotunda tripa y le caían por el cuello ricillos
lacios, un plumón de buitre que el hombre había teñido de color
avellana. Pese al calor reinante, llevaba un abrigo y un chal de
cachemira rojo, echado con despreocupación por el cuello al modo de
ese cartel de Toulouse-Lautrec conocido hasta la saciedad. Venía del
sótano, dijo, y el sótano era fresco; no, quería decir: frío. El sótano
era como para pillarse una pulmonía, dijo con énfasis mientras, con
una poco común falta de recato, sus ojos marrones de largas
pestañas examinaban al joven, que sentía esas miradas como si
fueran moscones que le andaban por el rostro. ¿Era él, preguntó,
quien había llamado por teléfono? El joven le dijo su nombre.
—¡Ah, monsieur Hans! —dijo el administrador, utilizando nada
más que el nombre de pila sin el menor miramiento ante tanta
confianza; pero enseguida echó marcha atrás desconfiado—: ¿Está
usted seguro de que sabe mi número por el anuncio? ¿No lo ha
conseguido de otra manera? ¿No ha hablado usted con nadie más
aparte de mí?
¿Qué se estaba imaginando aquel hombre? Sin embargo, perdió
cualquier interés por una respuesta. Después de que su vista se hubo
saciado de Hans, ahora resbaló en otra dirección y se quedó fija allí.
—Pardon —dijo, echando mano del bolsillo de su pechera. Había
vibrado su teléfono móvil, y de hecho, como comprobaba
rápidamente cualquiera que tratara con aquel hombre, el teléfono
tenía para su existencia física y mental un efecto semejante al de un
marcapasos que, conectado con el exterior, le procuraba los impulsos
necesarios para vivir. La escalera del edificio recordaba la de una
torre. No hacía frío sólo en el sótano, sino que también por el hueco
de la escalera se elevaba una columna de aire sin duda a unos
cuantos grados por debajo de la temperatura de fuera. Los rellanos
tenían un pavimento de terrazo que ayudaba a conservar el
agradable frescor. Se respiraba allí el aire de las piedras y los
sótanos, que evocó de inmediato en el joven el recuerdo de esa
singular limpieza de las bóvedas antiguas; es más, sólo era posible
imaginar que albergaran un aire así edificios mucho más antiguos que
aquel. El piso estaba formado por un tubo alargado en cuyos
márgenes se iban alineando varias habitaciones pequeñas, el baño y
la cocina. Al final del mismo se llegaba a una estancia de cierto
tamaño con tres ventanas, situada en la punta de la porción de pastel
que semejaba la vivienda; con cinco paredes, ofrecía vistas a gran
altura sobre toda la caótica extensión exterior de la plaza y los
automóviles, e incluso podía verse también un trozo del río. En aquel
momento, se deslizaba allá abajo una larga barca negra.
—Los muebles tienen que quedarse aquí —dijo el administrador
en voz alta interrumpiendo los susurros de su diálogo telefónico. En
las habitaciones, de hecho, había algún que otro trasto, pero no como
para que la vivienda pudiera calificarse de amueblada: un aparatoso
escritorio con patas en forma de columna retorcida y el tablero
resquebrajado, un imperial sillón cuyo cuero, sin embargo, se
deshilachaba y resquebrajaba amarillento entre los clavos de latón
que lo sujetaban, armaritos de cocina muy sucios llenos de cacerolas
y sartenes que nadie habría tenido ganas de tocar por lo pegajosas.
En el vestíbulo colgaba un grabado del castillo de Eltz, seguramente
hecho en los años veinte. De fecha más reciente era un sofá de
asientos completamente desgastados y desastrados cojines.
—Aquí puede usted hacer una decoración fantástica —dijo el
administrador—. Le daré la dirección de un importador marroquí de
alfombras, puede conseguirle una pieza fantástica para cubrir el sofá.
Al pronunciar estas palabras, el hombre se volvió hacia Hans
taladrándolo con la mirada, le escrutó intensamente la cara y, a
continuación, volvió a apartar de él la vista con gesto igual de
enfático. Nadie intentó persuadir ni convencer al joven.
De pie, en la luminosa habitación esquinera con amplias vistas,
se paró a pensar. La casa era barata. Era tranquila: incluso con las
ventanas abiertas, el ruido del tráfico quedaba amortiguado y se
disgregaba en todas direcciones. Desde allí tenía diez minutos a pie
hasta el banco. Las cacerolas podrían lavarlas, los muebles no
estaban tan mal como para haber tenido que sacarlos a la calle, la
escalera era un buen entrenamiento físico... En suma, había
argumentos a favor de la casa. El administrador no le gustaba, pero
¿qué le importaba a él el administrador?
Y, aun así, cuando más tarde se preguntaba por qué se había
quedado con la casa, tenía la sensación de que todas aquellas buenas
razones no explicaban el asunto. ¿Por qué se había quedado con la
casa? Se vio obligado a reconocérselo a sí mismo: no tenía respuesta
para esa pregunta.
III

Quizá costaría un precio imprevisible, pero no podía discutirse


que Abdallah Souad (así se llamaba el administrador) tenía la
capacidad de ser de gran ayuda, y no solamente cuando se trataba
de hacer propuestas decorativas “fantásticas”. Detalle lingüístico, por
cierto, en el que se apreciaba lo cómodo que se sentía en la lengua
alemana, la facilidad que tenía para hacer propio sin esfuerzo todo lo
que fueran modismos y jerga.
—Cuéntese algo gracioso, Hans —Tal era una muletilla
introductoria que usaba con profusión y a la que no hacía falta
replicar con una sola sílaba, pues lo que pudiera comunicarle otra
gente, ante todo los varones, no le interesaba un comino. Ello, sin
embargo, no le impedía mantener relaciones comerciales con todas
las personas pensables. Los dos ucranianos (dos bonachonas caras de
pan, como traídas directamente desde alguno de los
inconmensurables patatales de la Galitzia, que en ese momento
estaban “encalando”, como se dice en el sur de Alemania, la vivienda
del cuarto piso, aunque de hecho se limitaban a tirar en las paredes
unos cuantos cubos de pintura blanca) estaban sacados de las
reservas de Souad. Tan pronto como estuvo firmado el contrato de
alquiler (Souad firmó en nombre del propietario de la casa, pues era
trésorier también a este respecto), llamó por teléfono a los dos
hombres estando aún presente Hans, y dos días más tarde el piso
estaba listo para entrar a vivir. Pero cuando llegó entonces para Hans
la hora de preparar a Ina para la nueva casa, de improviso sintió que
no las tenía todas consigo.
—Parece que tenemos casa —le dijo durante la siguiente
llamada nocturna: pues Frau von Klein solía volver tarde de sus
convites, que allá en el Mediterráneo empezaban también tarde, lo
cual resultaba muy del agrado de la viuda, que no sentía ningún amor
por las prisas.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Ina en su candidez, de tono
argentino como el de una campana—. Parece que tenemos: ¿tenemos
o no?
—Sí, puede decirse que está segura —Y en ese momento,
cuando todo estaba ya firmado y los ucranianos, candorosos y bien
humorados, arrastraban tras de sí sus escaleras y cepillos por la
estrecha escalera arriba, sintió de verdad algo de mal cuerpo—. No
tenemos por qué vivir allí mucho tiempo, es sólo algo provisional.
Pasó entonces a una exposición de lamentaciones con
masculino dominio de sí. Buscar casa, explicó, con todo el calor de la
ciudad, además de ir a la oficina, le había llevado hasta el límite de
sus fuerzas.
—Si yo viviera solo, no me habría quedado con la casa —Lo cual
no era cierto. Lo que le causaba ahora preocupación era solamente el
gesto que pondría Ina, y así, sumido como estaba en el
enamoramiento de la luna de miel, dio ya en el pequeño intento
mezquino de cargar un poquito de culpa en la cuenta de su mujer
para el caso de que fuera a decepcionarla lo que él había decidido.
Pero el único responsable de aquel proceder moralmente dudoso
había sido el calor extremo. Como el vino o las manzanas, también el
rigor moral depende de la benignidad del clima.
Ina encontró de inmediato el tono acertado para apaciguarlo:
—Confío en ti completamente, siempre has hecho todo bien —
Por el teléfono, su voz sonaba como un gorjeo. Literalmente, hacía
cosquillas en la oreja de su marido.
Para la siguiente llamada, Ina, aun hallándose tan lejos del
campo de batalla, había logrado un cierto triunfo en favor del
comienzo común. Frau von Klein había dado su consentimiento para
que siguiera allí un tiempo más (y había en el lote unos cuantos
hermosos muebles antiguos y cuadros) todo lo que tras la boda se
había quedado descansando en cajas de cartón en los sótanos,
desvanes y garajes de su casa. Por el momento podía esperar la
mudanza en toda regla. Ina iría con algunas maletas. Porque muebles
había ya allí, le dijo Hans, y lo que faltara lo encontrarían en alguna
tienda de muebles para llevar, y luego prescindirían de ello cuando se
mudasen. La voz de Ina parecía casi complacida con la novedad. La
joven no era, Dios lo sabe, insensible al atractivo de un mobiliario
caro y exquisito, y apenas había ocultado su interés en la gran
cantidad de cosas hermosas que habían ido amontonándose con
ocasión de la ceremonia nupcial. En la sobriedad con la que llevaba el
registro contable (con el único fin, por supuesto, de poder dar las
gracias a todos) se mezclaba una impaciencia solemne que hacía que
sus ojos centellearan. Tanto más dichoso hizo entonces a su joven
marido, que de reojo se había dado cuenta de todo, que la muchacha
afirmara ahora estar dispuesta a dejar atrás, al menos por un tiempo,
la cueva del dragón de su ajuar, para paladear con él algunas
semanas más sin posesiones. Aquello de “cama y bañera” que decía
su compañero, la esencial recapitulación de lo necesario que el joven
no podía quitarse de la cabeza, resultaba tener también, ahora que
se percató de ello por vez primera, una interpretación erótica. ¿Por
qué no? Una vida en común que oscilara entre la cama y la bañera, y,
al menos por el momento, no había absolutamente nada más que
desear.

Era ya tarde cuando el joven dio por bueno el trabajo de los


ucranianos y pagó a la pareja. Parecía allá arriba, en la casa, como si
se hubiera derramado por las habitaciones y el pasillo una oleada de
pintura plástica blanca. En el oscuro linóleo del vestíbulo y en el piso
de madera de la habitación grande (que Hans ya llamaba el
"dormitorio") relucían salpicaduras blancas que asemejaban pequeños
remolinos de espuma. Cuando se hubieran secado del todo, pensó,
sería fácil rasparlas con un cuchillo. Los ucranianos (padre e hijo,
según se acababa de enterar) no sobrepasaron la moderación en su
factura. Las habitaciones relucían en una perfección irreal, como si las
hubiera hecho un maestro zen japonés plegando un papel de blanco
deslumbrante. El joven marido, que tenía muy mal ojo para los
detalles, quedó maravillado de cómo gritaba de repente su novedad
aquel albergue que antes se mostraba tan desamparado. Mientras
tanto, la esposa del ucraniano hijo se había puesto a la faena en la
cocina, donde restregó con arena hasta la última cacerola. La mano
ya no se quedaba pegada en los armaritos, las cacerolas seguían
igual de baqueteadas y abolladas que antes, pero ahora libres de su
película grasa parduzca. El horno y la nevera, ambos ejemplares
francamente venerables (la última bramaba de rato en rato, para
caer de repente en el silencio con una especie de hipido), habían
recobrado su aptitud, redimidos de su estado intangible. La lamparita
de la nevera que el joven abrió en aquel momento con ánimo
inquisitivo lucía con luz tan hogareña, que bien pudo apetecerle poner
allí dentro unas cuantas botellas. Había visto que el etíope de la
planta baja estaba aún abierto. El joven invitó a los ucranianos, los
dos hombres y la mujer, a beber algo allí. Tras un mudo intercambio
de miradas entre los tres, la petición fue aceptada.
Durante la hora que Hans había pasado con su tropa auxiliar
allá arriba bajo el tejado (aunque la vivienda tenía encima un desván
bajo, con lo que el sol tampoco la azotaba completamente a placer),
en aquel mundo blanco que sugería frío aun cuando le corría el sudor
por el cuerpo a quien lo contemplaba, era como si hubiesen puesto
del revés el local sin asientos del etíope. Al frente, de cara a la calle,
el hombre había bajado una persiana enrollable de acero; pero a
cambio había ahora en el patio unas cuantas sillas plegables, y el
etíope usaba la puerta trasera de su tienda para llevar botellas a los
clientes allí aposentados. Era una improvisación veraniega. La policía,
puede presumirse, habría desaprobado no sólo que allí los clientes ya
no estuvieran de pie, sino que además siguiesen sentados incluso
tras el cierre del local, pero los reunidos estaban de acuerdo al
respecto: si de verdad un policía hubiese aparecido por la esquina, le
habrían descrito la reunión como una fiesta privada.
—Pero no, la policía no viene nunca —se oyó exclamar a Souad,
arrogante y sin recato como si quisiera demostrar con ese desafío la
ilimitada seguridad del arreglo. Y explicó que, de hecho, él mismo
alquilaba a los policías del distrito el minibús para su excursión de
personal, además de que les alegraba simplemente contar con puntos
de apoyo en quien depositar confianza en un distrito tan difícil.
El etíope, todavía bastante joven, tenía la piel muy clara,
amarilla, y un rostro en cuya regularidad había algo como de cera, sin
vida; ciertamente, cumplía con un ideal de belleza de su tierra.
Sonreía, pero era tan reservado, que no quedaba claro si aquel trajín
nocturno de patio trasero se había originado en una iniciativa
comercial propia o si actuaba siguiendo orden de Souad. No bebía ni
gota de alcohol, y se limitaba a sonreír con expresión ausente y
macilenta cada vez que traía nuevas botellas y quitaba de en medio
las ya vacías. No entraba en la conversación que ya reinaba
zumbante en el patio. No se veían señales de si podía o no seguirla;
lo cual se aclaró en los días siguientes: su alemán era suficiente.
Una parte del patio quedaba sumida en una penetrante luz
clara por la acción de la lámpara de arco de la farola; la otra mitad la
cubría, delimitada por tajante línea, una sombra que parecía así aun
más oscura. En el cielo, lucía como un reflector la luna, en cuarto
menguante. El observador se veía casi en condiciones de recorrer
paso a paso con la vista las cordilleras lunares. En las antiguas
películas en blanco y negro se llamaba la “noche americana” las
escenas cuya acción se desarrollaba de noche, pero que era preciso
rodar bajo el pleno resplandor de los proyectores, y aquel grupo
sentado en las sillas plegables asemejaba, en efecto, un rodaje, pero
no una escena con actores, sino una tertulia de ayudantes, que
abundan siempre en los rodajes, donde sin duda son necesarios, pero
no tienen otro remedio que pasarse la mayor parte del tiempo
esperando y charlando y haciendo circular botellas de cerveza, como
una cuadrilla de lansquenetes cuyo deber consiste en encontrarse
disponibles hasta que por fin suene la trompeta.
Souad era el amo y señor de la reunión, tal como podía
comprobarse; un déspota que no tanto dio la bienvenida a los
ucranianos y a Hans, sino que más bien les exigió en tono de orden
sentarse y beber con ellos. No hizo falta (pues había vibrado el
teléfono en el pecho de Souad) más que una mirada de sus inquietos
ojos para mandar al etíope al interior, hasta la gran nevera con las
bebidas. En su movimiento sin descanso, el marroquí buscaba
siempre obrar a la vez en varios lugares al mismo tiempo.
Junto a él estaba sentada una mujer con una gran melena
rubia, semejante a una peluca larga de varón del siglo diecisiete,
cuyos gruesos rizos apenas dejaban en su caída espacio para que
asomara una puntiaguda nariz. Souad colgó el teléfono con rapidez e
impaciencia. Por lo visto, al otro lado de la línea había alguien que no
estaba dispuesto a obedecer de inmediato. En ese momento, asumió
las presentaciones.
—Éste es monsieur Hans.
La mujer aleonada dijo:
—Pues yo soy Barbara.
No le resultaba precisamente agradable al joven aquel
“monsieur Hans”. Sentía que era un error haber dejado que Souad lo
redujera tan pronto a su nombre de pila. A la vez, no obstante, en el
caso de un extranjero, y por más que hablara un alemán fluido y
suelto y casi sin acento, el joven estaba dispuesto a tomar en cuenta
la dificultad de conservar en la cabeza un apellido largo con una
inusual sucesión de letras. Como se sabe, es posible tener un dominio
excelente de una lengua extranjera y, sin embargo, no penetrar en la
naturaleza de las palabras concretas, por la razón de que el
extranjero desconoce la génesis y las raíces de las mismas y siguen
siéndole desconocidos el entorno y la tonalidad que les corresponden.
Frau von Klein había manifestado a su hija que el nombre Hans le
parecía simple, para lo que había usado el término inglés plain, y allí
iba contenido también el juicio definitivo sobre el titular de un
nombre así. A él Ina le había asegurado que le era indiferente lo que
su madre pensara sobre el nombre Hans, pues él era el único Hans
en su vida, de hecho no había conocido antes jamás a nadie con
dicho nombre, por sí mismo tan usual, y entonces él había llenado el
nombre con su persona de tal manera, que habría sido del todo
imposible que surgieran reflexiones sobre si “Hans” sonaba mejor o
peor, y él le creía. Pero una cierta mella sí había dejado Frau von
Klein en el amor propio del joven. Ahora, en el patio, que todos lo
llamaran Hans y oírselo decir con tono amistosamente irónico le
causaba una turbación como si en realidad no se hubiera llamado
Hans y estuviera navegando por aquí abajo bajo la bandera de un
seudónimo inadecuado.
Gran armonía, por lo demás, no parecía reinar en el grupo del
patio. Había un hombre borracho que se inmiscuía en las
conversaciones, pero continuamente se veía rechazado e ignorado, a
veces incluso con muy malos modos (Souad se encargaba de este
papel), tras de lo cual volvía a retirarse un ratito a un segundo plano
balbuceando en voz baja, y allí le servía celoso el etíope con gesto
inexpresivo. Souad tenía algún enfado pendiente con Barbara, la cual
por su parte no parecía tomarlo mucho más en serio y se reía de los
reproches. En la sombra había sentada una dama que de ningún
modo encajaba en el conjunto, tan severa y digna era su apariencia;
pero en el gesto, con unos ojos inquietos llenos de expresividad,
ponía de manifiesto que seguía cada palabra con atención máxima y
profunda. Tenía el cabello de color ala de cuervo, cosa que no podía
ya, por supuesto, considerarse posible en su avanzada edad, y
llevaba un peinado pasado de moda, con moño recogido con
peinetas. Tan descarnada como la Duquesa de Windsor, los huesos
del rostro y las manos se marcaban con esa inmisericorde elegancia
que los nórdicos gustan de ligar con el tipo de una dama de la corte
española al estilo antiguo, una dueña2 del más alto nivel que todo lo
sabe, todo lo calla, de todo se hace cargo. También su vestido
merecía la pena notarse: con un enorme estampado de flores en
verde oliva y negro, resultaba de un desconsuelo distinguido; un

2
En castellano en el original
vestido de seda con chaquetilla de punto calado según el mismo
patrón repetido, algo que había dejado ya de poder conseguirse en
ninguna tienda de la tierra, un auténtico producto de costureras
domésticas, pensado para damas levantinas y con anticuado sabor
colonial. La dama había conservado sin la menor transigencia un
estilo creado hacía cincuenta años bien lejos de Alemania, y
perseveraba en su figura a despecho de todos los azares que habían
acabado por llevarla a para a aquel patio. En El Cairo, sentada en un
trono dorado fantaisie Louis Quinze, no habría tomado su té de otro
modo. Pues para ella el etíope preparaba té; la taza con la bolsita
reposaba en el alféizar de arenisca roja de una ventana de la planta
baja.
En el tono desdeñoso que le era propio, Souad dijo que Hans
era el nuevo inquilino del ático.
—El ático —dijo la vieja dama con gravedad, como si allá arriba
hubiera acontecido algo demasiado sabido para ella.
Inesperadamente, tenía un ligero acento inglés, aunque asimismo
hablaba bien el alemán.
—Entonces acabará usted conociendo al casero —Una
observación que llevaba en sí algo infausto.
—El casero, ¡ay, Dios, ay, Dios! —gritó el borracho.
—Que lo pasen bien —dijo Barbara, usando la ocasión para
escaparse de Souad, que le hablaba insistente en voz baja.
—¿Qué? ¿El casero...? —exclamó Souad bastante indignado—.
Todo eso lo gestiono yo.
La dama de negro giró la cara hacia Hans con gesto de
conspiración:
—Souad es listo y mueve muchas cosas, pero no todas.
—Hay hombres que son más listos que Dios —dijo el borracho,
con la notoria ilusión de haber dado con la frase exactamente
acertada para ese momento de la conversación. Su buena estrella lo
hizo sentirse tan orgulloso, que no pudo evitar pensar sobre su
intervención, con lo que volvió a perder el hilo que acababa de
enhebrarse. La dama envió en su dirección una mirada de pesar, pero
relampagueante, y a continuación hizo con la mano un ademán
distinguido, parecido al giro de una peonza, delante de su propia
frente labrada con escoplo: el pobre tiene la cabeza muy revuelta, tal
debía de ser el significado. A ella, por descontado, aquello no podía
impresionarla.
Y en cuanto a Hans, ¿era de Fráncfort entonces, preguntó?
¿No? Ella tampoco. Había nacido en Damasco, le explicó, hija de
sirios coptos.
—Me llamo Despina Mahmouni —dijo, como si esa fuera la
primera frase de alguna enjundiosa novela decimonónica, y quizá lo
fuese en efecto.
—Barbara, soy tu amigo, quiero impedir que hagas una tontería
—dijo Souad, ahora alzando más la voz.
—Soy libre —Por encima de aquella nariz respingona, los ojos
centellearon con una alegría invencible entre los rizos bamboleantes
—. Y la libertad incluye también las tonterías: es mi dinero al fin y al
cabo.
Souad le habló al oído poniendo la expresión de una rana
frenética. Pero su empuje retórico se veía debilitado por un obstáculo
evidente: el teléfono. Cada vez que se imponía una respuesta
particularmente rápida y certera, aparecía en su pecho una vibración,
y entonces el hombre volvía a quedarse petrificado, como si por
espacio de unos momentos no pudiera explicarse ese temblor
hormigueante en el bolsillo de la chaqueta: ¿acaso le había subido
por dentro de la camisa una gran mariposa nocturna? A continuación
recuperaba el control sobre sí mismo y sobre el aparato, y enviaba su
espíritu a lejanas zonas desconocidas. La pobre Barbara, por su
parte, se quedaba esperando la respuesta debida.
—Mi vida se decidió muy pronto —dijo Frau Mahmouni—.
Cuando dejé Damasco tenía veinte años y estaba embarazada; el
padre era escocés, y me fui con él a Glasgow. Mi padre se había
declarado en bancarrota, y al despedirme le di tres libras esterlinas,
todas mis posesiones, así que me marché de Siria sin un céntimo. Mi
padre lloraba conmovido, y me dio su bendición y me dijo: todo lo
que toques se convertirá en dinero. Y así sucedió en efecto, aunque el
primer patrimonio que adquirí tuve que entregarlo luego: mi primer
marido era un sinvergüenza y un bebedor, adicto a apostar en las
carreras de galgos, tuvo durante años una relación con su propia
hija... Tengo las pruebas que lo demuestran, pero qué quiere usted...
—Su severa mirada no tomaba en cuenta a aquel hombre, que era un
perdido. Tenía la expresión de una jugadora que, sentada a la mesa
de la ruleta con pinta extravagante, calcula los riesgos y encaja
grandes pérdidas sin pestañear: no tiene que reprocharse culpa ni
ligereza, y el riesgo ya lo conocía de antemano.
—Quiso meterme en un manicomio —Y en la indignación ante
esta jugada del difunto se escondía también el desprecio por el mal
jugador. Sólo en ese momento Hans se dio cuenta de que al hacer
aquellas confesiones la mujer le había tenido firmemente agarrado
por el antebrazo, como si se tratara de un reposabrazos tallado en la
silla. Levemente inclinada hacia él, dejaba que su dentadura, sin
asiento fijo (pues no había en aquel paladar sustancia carnosa en la
que hubiera podido encontrar sujeción firme un ejemplar así),
prorrumpiera en dirección a los labios cerrados, lo que causaba en su
rostro una deformación sorprendente, pero al tiempo lo tensaba
alisando cualquier arruga.
—Souad no está haciendo bien —susurró—.La dama con quien
habla está recién separada, y con un arreglo estupendo. Está
buscando dónde poner el dinero, y Souad quiere que le confíe el
dinero a él. Y eso aunque no sabe cuánto es... No mucho más de
ciento ochenta mil euros, lo escuché hace un rato cuando hablaba por
teléfono en español. Souad cree que con el dinero podría comprar el
“Habsburger Hof”, el hotel de ahí enfrente, esa idea le vuelve
completamente loco, y es incapaz de comprender que el “Habsburger
Hof” jamás le pertenecerá —Llevó un huesudo dedo a los finos labios,
ahora apretados el uno contra el otro, y fijó en Hans una mirada
admonitoria. El joven puso todo su afán en jurar en voz tan baja
como fuera posible que nunca se le escaparía ni una palabra sobre el
asunto.
—Eres idiota como una vaca —gritaba ahora Souad—; te
quiero, y por eso esto me da rabia.
—Claro, los negocios inmobiliarios son siempre muy trabajosos
—respondió Barbara disfrutando una autocomplacencia sin trabas; se
inclinó entonces hacia Hans y, como recordando con tono cordial y
sociable, preguntó—: ¿Y a qué cosa bonita se dedica usted?
Hans miró en torno buscando a los ucranianos, pero hacía ya
largo rato que se habían retirado en la oscuridad, sin decir nada.
IV

—Aquí, usted tiene la grandísima ventaja de que suelo pasar


mucho tiempo al día en el lavacoches, y desde allí tengo al alcance de
la vista todo lo que pasa en el edificio —dijo Abdallah Souad—.
Prácticamente, nadie puede entrar en el edificio sin que yo lo sepa —
En el momento de cantar su propia alabanza, él mismo debió de
entender también que esa vigilancia absoluta quizá no sería siempre
del agrado de todos. Por ello añadió que había muchas veces,
demasiadas, que tampoco miraba hacia acá, pues estaba más que
sobrecargado con sus propios asuntos. El personal del lavacoches, en
ese momento dos hombres, un ghanés y un albanés, reclamaban una
supervisión férrea. Hoy, dijo, nadie sabía ya qué era trabajar.
—Trabajar —dijo Abdallah Souad con énfasis acusatorio—, una
palabra en otro idioma. Algo que hay que volver a aprender desde el
principio.
Barbara se había largado en un taxi, y fue el etíope quien le
abrió la puerta con su sonrisa inmutable. Souad no se levantó,
enfurruñado, y dejó que Barbara, cuya cabeza cubrieron en esta
operación las cascadas de rizos, le besara en las mejillas, emitiendo
con cada beso un “mm” y otro “mm” en un esfuerzo por hacer del
fugitivo contacto con los labios algo más de lo que era; Souad la vio
marcharse con la mirada vacía, y seguramente con cierto derecho a
ello tras haber recibido besos tales. Quizá estaba un poquito
achispada en el momento en que le dio aquellos besos de aire teatral
entre risitas y con el trasero empinado dentro de sus ceñidos
pantalones tan livianos. Frau Mahmouni, por su parte, perseveró
impasible en la velada. Con tal desenvoltura seguía sentada en su
silla plegable de plástico, que parecía hallarse bajo un toldo tomando
el té en la pradera del Palacio de Buckingham, relajándose tras su
presentación ante la Reina de Inglaterra. En ese momento volvió la
cabeza hacia el etíope y cuchichó unas palabras enfáticas en el
delicado color amarillento de su oído. Después pudo saberse que si se
quedaba allí tanto como él, era porque iba a llevarla a casa. Era
portero nocturno en el hotel en que vivía Frau Mahmouni.
—Es terrible tratar con una persona que no sabe lo que quiere
—dijo Souad—. Ella misma me lo oye: no sabes lo que quieres —Tal
era, en el entendimiento de Souad, un análisis preocupante que su
amiga habría debido tomarse muy a pecho, y en el mejor de los
casos en estos términos: “Reconozco que no sé lo que quiero, y por
eso haré desde ahora lo que tú quieras”.
—La cosa acabará llegando ahí de todos modos —dijo Souad
inesperadamente, pues es claro que no había dejado salir de su boca
su última idea—. Al final terminará haciendo lo que yo he dicho...,
pero entonces quizá sea demasiado tarde —Por lo demás, añadió,
hacía semanas que no pegaba ojo.
La expresión de su rostro cambió. Desapareció el gesto
rezongante que había acompañado, de forma tan desventajosa, sus
proposiciones. Ahora resplandecía con dominio de sí. Era como si
estuviera abriendo la tapa de un arca del tesoro y viese brillar los
ducados. El amor lo tenía agotado, explicó; básicamente no tenía
tiempo más que para el amor.
—Tengo cincuenta y ocho años..., sí, ya sé que no se me nota,
me pongo en el pelo algo de tinte, pero al cuerpo no se le puede
engañar. Sólo ayer por la noche hice el amor dos veces... Tenga
usted en cuenta mi edad —Miraba a Hans con franqueza y sin
envidia. Recordaba de qué es capaz un hombre joven, y no fingía
nada ante sí mismo. A cambio, dijo, ahora se tomaba mucho más
tiempo, y la experiencia se hacía más intensa, más perturbadora, y
era algo que podía tenerse en todas partes y en cualquier situación.
Repiqueteó con los dedos en el teléfono del bolsillo de la chaqueta,
ese ser temblón que transmitía sus perturbaciones electrónicas
directamente a la piel de Souad. Frau Mahmouni no le quitaba ojo de
encima, como si intentase leerle las palabras en los labios, lo cual era
perfectamente imaginable. Pero, ¿acaso Souad iba a cuidarse algo de
guardar secretos? ¿Acaso no le habría gustado sobre todas las cosas
compartir su dicha corporal con todo el mundo?
Y esa dicha había empezado el día que le llamó por teléfono
una mujer a quien no conocía y que afirmó asimismo tampoco
conocerlo a él:
—Y aunque lo considero imposible, estoy convencido de que no
se equivocó al marcar —Tenía la mujer una voz tan cálida y
armoniosa, y se rió con tanta simpatía cuando se aclaró el
malentendido. No sabían cómo, pero de repente se vieron charlando.
Y aquella voz sensual y apacible indujo a Souad a dar a la
conversación un rumbo un poco más comprometedor. Y mira por
dónde: la voz entró en el juego.
—Y lo que ya se sabe... —explicó Souad con ese tono serio en
el que un varón hace confidencias a otro, pues todos los varones, es
cosa sabida, son iguales y dicen las mismas cosas. Pero Hans
difícilmente podía negar que ignoraba “lo que ya se sabe”. No tenía
en realidad ni la más mínima experiencia en conquistas. Lo logrado
en su vida en materia de aventuras había acontecido a través de un ir
resbalando casi imperceptible, como en el Struwwelpeter de
Hoffmann, cuando Hans-mira-al-cielo3 se cae al agua y pierde la
carpeta. Apenas le sacan del agua y pisa tierra empapado como una
sopa, dice el cuento: “... y la carpeta nada ya allá lejos”. Y, en el caso
de su mujer, el importante estadio intermedio tras haber conocido a
una muchacha hasta el momento en que “la carpeta nadaba ya allá
lejos” era algo de lo que no tenía ni un solo recuerdo: con Ina le

3
Hans-guck-in-die-Luft, personaje de un cuento infantil de Heinrich Hoffmann de la serie Struwwelpeter.
parecía ya verdaderamente como si ella hubiese estado siempre ahí,
y la época anterior a su aparición quedó oscurecida en un desinterés
e inmaterialidad sorprendentes. Como historiador de su propia vida,
en cualquier caso, Hans era un fracaso espectacular. Souad, por el
contrario, dedicaba un recuerdo preciso a cada uno de los pasos de
sus conquistas. Era cazador (así se denominaba literalmente), y
declaraba no querer la pieza servida en bandeja, sino acecharla y
rematarla.
—Fíjese en esto —iluminó la pantalla de su teléfono y dejó leer
a Hans el mensaje que supuestamente acababa de recibir. “Je veux
faire l'amour avec toi, chéri”.
—Desprecio este tipo de cosas —dijo con rigor mientras pulsaba
para eliminar el mensaje; si fue al orco del olvido o a un
compartimento de reserva, esa cuestión quedó sin tratar. Lo
completamente singular, si había que creerle, había sido el proceso a
lo largo del cual la extraña de la bella voz fue haciéndose cada vez
menos extraña y consintiendo en dejar ver aspectos de su pasado.
Qué delicioso el instante en el que Souad comprendió que no había
renuencia en el modo en que la mujer le revelaba sus experiencias en
la cama cuando él empezó a bordear el tema aparentando frialdad y
la objetividad de una sabiduría médica (entre adultos, al fin y al cabo,
puede hablarse de todo, por supuesto, con el debido tacto), sino que
casi puede decirse que estaba esperando el momento de quitarse de
encima las últimas inhibiciones y prescindir por completo de toda
sutileza. Horas, según Souad, duraba ya la conversación, y bastante
después de medianoche llegaron por fin al asunto esencial. La mujer
le habló sobre su primer amante; si en dicho punto había que
remontarse a largo tiempo atrás o bien no estaban hablando más que
del año anterior, esto en principio Souad prefirió conscientemente
dejarlo sin dilucidar.
—Dijo que tenía veintidós años, y aunque la voz sonaba mayor,
es verdad que con las voces es posible equivocarse —Souad sabía de
casos en los que una voz arrullante y con poder erótico había ido
emparejada a un físico gris sin nada de particular. El océano de la
experiencia era insondable. A quien se adentrara por él le salían
siempre al paso nuevas delicias marinas, con sus extravagantes
formas y los lúbricos destellos de su carnosidad. Era el momento en
que le estaba permitido a Souad preguntar como un juez de
instrucción, con rigor y sin permitir evasivas.
—¿Qué es lo que te hizo exactamente? ¿Cómo te desnudó? ¿Te
agarró las nalgas al bajarte las bragas? ¿Tenías las piernas separadas
o juntas? ¿Dónde tenía las manos? —Y al rato, prosiguió, después de
que ella le hubiese ido dando información cada vez más minuciosa
sobre muchas de estas preguntas, al principio con titubeo aparente,
pero luego sobreponiéndose a él, Souad oyó el más hermoso de todos
los sonidos, su triunfo, el anuncio de su suprema dicha personal: una
respiración algo más intensa, un leve jadeo.
¿Había llegado luego a conocerla personalmente? Hans se sintió
obligado a preguntar, pues le resultó penoso el silencio durante el
cual Souad examinaba en el rostro de su oyente el efecto de sus
palabras. Souad se quedaba mirando a la cara de su prójimo con tal
desconsideración, que no podía decirse sino que clavaba en él la
vista, sin la más mínima pretensión ya de buscar la mirada del otro.
Lo que éste pensara al respecto al pasar ese reconocimiento le era
indiferente a Souad. En tales momentos, su interlocutor venía a
convertirse en un cadáver mientras el forense lo examina en la
morgue.
—La conozco, hablamos todos los días, me ha mandado
también a sus amigas, apenas puedo vivir con tantas llamadas —dijo
finalmente con satisfacción.
—Y ¿qué tal estaba?
—Me envió una foto. Una foto preciosa. Parece ahí una modelo,
pero creo que la de la foto no es ella. Jamás nos encontraremos
personalmente, qué se ha pensado usted. Tengo propiedades, tengo
el lavacoches, tengo... —Y aquí bajó la voz con un ojo puesto en Frau
Mahmouni, que seguía con sus cuchicheo y también observando
fríamente a distancia a Hans y a Souad—. Tengo otros intereses,
cantidad de ellos... Estoy divorciado, mi mujer no puede reclamar
nada, el asunto está liquidado... Un hombre así es lo que sueñan las
mujeres, pero no seré yo —Había que llevar cuidado, así definió su
norma de vida: ante todo llevar cuidado; una norma que podía
aplicarse a muchas cosas, a todas en último término.
—Haz lo que quieras, pero lleva cuidado —Se acostaba solo,
pero con el teléfono pegado al oído, y con él vivía las horas de amor
más pletóricas y extenuantes que había conocido desde bastante
antes de su divorcio, y eso que, aclaró, había estado casado con una
de las mujeres más guapas a todo lo largo y ancho del mundo, o
mejor dicho la más guapa, pero sin corazón ni cerebro, y no la echó
de menos ni una vez. Con todo, se vio que sus días de casado le
habían dejado en el recuerdo cierto sentido práctico:
—¿Dónde van a dormir cuando venga mañana su mujer? —Y
refirió que en el sótano seguía una cama grande, y al día siguiente le
encargaría al ghanés que la llevara al cuarto piso.
Hans había bebido tres botellas de cerveza. En un abrir y cerrar
de ojos, el etíope reemplazaba con discreción cualquier botella vacía
por otra llena. Pero la noche de luna le hablaba un lenguaje más claro
desde el momento que tenía algo de alcohol en la sangre y se había
retirado a la sombra apartándose de la luz de la farola. La luz solar
era tan intensa, que hacía que luciese el cielo entero, pero el claro de
luna se limitaba a aureolar suavemente lo que tenía por debajo. A la
luz de la luna, sucedía algo semejante a cuando nos sentamos cerca
de una vela y esta posa sobre los objetos algún resplandor que otro,
pero deja el resto en la oscuridad. Sólo podían adivinarse las masas y
cuerpos que se retiraban a un negro obstinado. Eso empequeñecía las
estancias y las agrandaba al mismo tiempo. Finalmente, Hans tenía la
impresión de haber penetrado en una estancia dentro del propio
cuerpo, que era grande, sin que se pudiera apreciar sus límites, pero
que tenía algo de cueva. En aquella cueva oscura era donde se
habían producido las conversaciones de última hora, que, tan
desacostumbradas para él, le dieron sin embargo a la vez la
sensación de llevar ya mucho tiempo en casa en el piso que acababa
de alquilar.
Cuando Frau von Klein hablaba de lo “atroz” de Fráncfort, quizá
muchos habrían estado de acuerdo sin reflexionar sobre qué era
aquello en que consistía realmente aquella atrocidad diagnosticada
con ademán tan altanero. ¿Quizá Frau von Klein seguía apegada a la
imagen de la ciudad medieval destruida hasta los cimientos en la
guerra y durante la reconstrucción? La Edad Media y Frau von Klein:
una conjunción poco creíble, ciertamente. Con la sentencia de
atrocidad se lo ponía a sí misma un poco demasiado fácil. La
construcción terminó de asolar todas las ciudades alemanas
destruidas por las bombas. Cada una de ellas contenía lugares del
horror que hablaban con más elocuencia que cualquier monumento
recordatorio sobre lo que había sucedido en Alemania durante la
guerra. Comparado con esto, lo que repelía específicamente en el
caso de Fráncfort era algo sutil, que primero había que sacar a la luz
y empujar a la conciencia: el resultado de una succión integral, así
podía llamarse, una devastación de las arterias vitales, un olor a
cartón, el polvillo en una tienda con artículos de oficina, la pérdida
completa de la resonancia y el timbre propio de cada cosa; la
supresión de espacios cavernosos ocultos, oquedades en las que,
como si dijésemos, pudiera haberse conservado el aire viejo de la
ciudad; de trasteros olvidados, de provisiones sustraídas al uso actual
que quizá algún día puedan ser sacadas a la luz intactas. Se había
sometido la ciudad a un “raspado”, como se denomina en el alemán
de los ginecólogos ciertas intervenciones radicales. Eso era quizá lo
que la gente adivinaba cuando, sin conocerla mucho, reprobaba la
ciudad, y también lo que, de un modo u otro, Hans percibió yendo en
bicicleta por el centro, por más lejos que estuviera de poder
expresarlo. En la Baseler Platz, el resultado de esa succión integral o
raspado se ponía especialmente de manifiesto en una medida
particular.
Pero, en ese instante, la fría luna y las lámparas de arco, aun
más frías, daban una incandescencia imprevista al edificio, el patio y
la plaza. Era como si el interior de los muros crujiera levemente, una
impresión de ningún modo tranquilizadora. La sensación al percibir
ese crujido no era precisamente de comodidad ni hospitalidad. La
sensación se inflaba, el edificio parecía cerrar los ojos, y en un
supuesto cadáver eso es una visión terrorífica.

*
A la tarde del día siguiente estaba previsto que Ina y su madre
llegaran al aeropuerto. La estancia de Frau von Klein se reducía a dos
horas, y a continuación enlazaría con otro vuelo a Hamburgo. Era
bueno saber que no estaría presente en la primera visita a la casa.
Hans confiaba en Ina, pero no se sentía capaz de afrontar la situación
de enseñarle la casa que había buscado y ganarse su apoyo si al
tiempo había que contrarrestar los comentarios biliosos que
seguramente podían esperarse de su suegra. En principio, para Frau
von Klein no había más que un tipo de casa habitable: el bungalow
con techo a dos aguas desarrollado en los años cincuenta, tal como
engalanaba los barrios de chalés surgidos tras la guerra. Que fuera
muy grande o menos grande era algo de mucha menos importancia.
Un palacio, en todo caso, era en principio una posibilidad que Frau
von Klein rechazaba. Con eso se creaba demasiada dependencia; en
un palacio había que contar con otra gente a la que no se podía
despachar sin más. Las escaleras eran otro espanto. La casa en la
que ella viviese tenía que ser de planta completamente llana, para
que no hiciera falta perder el aliento nada más que por ir al
dormitorio. Las escaleras significaban forzosamente que el objeto que
se necesitaba justo en ese momento estaría en otro piso. Con Frau
von Klein, la ambientación debía ser de un conservadurismo lindo y
en el estilo de una casa de campo (así lo manifestaba el techo a dos
aguas), pero por lo demás práctica y moderna, sin diferenciarse en
ningún caso de las casas de sus amigos. Pero ¿serían las escaleras de
la Baseler Platz obstáculo suficiente para que no emprendiera ni por
una sola vez el esfuerzo de empujar su cuerpo escaleras arriba?
Al mediodía, Souad llamó por teléfono a la oficina. No estaba
solo. Hans oyó al fondo las risitas de Barbara.
—Hemos llevado la cama arriba —dijo con su tono de voz ronco
y cristalino, y se oyó a Barbara exclamar al fondo:
—¡Los tortolitos! ¡Cucurrucucú! ¡Cucurrucucú!
Con la perspectiva de volver a tener al lado a Ina aquella tarde,
Hans estaba tan nervioso, que apenas notó la indiscreción de la
situación en su conjunto, e incluso agradeció la familiaridad que iba
incluida en la ayuda, una familiaridad que también habría podido
considerar exceso de confianza. El clima, por otro lado, tenía
asimismo su parte en aquel día tan lleno de tensión. De forma
bastante sorprendente, a la clara noche de luna le había sucedido una
mañana bochornosa y gris. Se volvió cada vez más oscura tras la
llamada de Souad, casi como si fuera a hacerse de noche. En la
oficina empezaron a encenderse por todas partes los tubos de neón,
y entonces sonó un trueno con el que Hans creyó que iban a saltar
por los aires los lápices de su mesa. Las ventanas de la planta veinte
ofrecieron un grandioso panorama bélico. Los relámpagos se
precipitaban desde el cielo como ríos que se ramificaban llenos de
meandros. Bajo los violentos truenos, la ciudad se convirtió en un
atabal golpeado sin tregua. A ello se añadió un traqueteo y un siseo
cual si la piel del tambor fuera a terminar reventando por los golpes,
y entonces se derramó la lluvia como en oleadas de agua marina. La
ciudad quedó limpia del sofoco humeante y pegajoso de los últimos
días como si la hubieran pasado por el lavacoches de Souad.
Espumeando y salpicando, el agua manaba de los sumideros
obstruidos, con lo que ya no llegaba solamente del cielo, sino que
ascendía desde bajo tierra. Por lo demás, el cielo se comportó como
una persona en estado furioso que, como cegada en su ira, hace
pedacitos todo, pero para desinflarse enseguida agotada. En las calles
seguían los lagos cuando desde arriba volvía a sonreír el luminoso
azul. Y no había bastado, ni mucho menos, para que refrescara de
verdad. La humedad iba evaporándose, y el calor regresó
rápidamente.
Nada de tales exaltaciones podía adivinarse en el mundo
artificial del aeropuerto. Madre e hija mostraban un suave moreno, la
madre un poquito más que la hija; en Ina era sólo como un halo,
capaz de hacerla aun más hermosa, aunque también algo menos
delicada que al emprender el viaje.
Abandonarse al arrobo del reencuentro en presencia de Frau
von Klein les estaba vedado a ambos, pero Hans percibió en el
silencio y la sonrisa de Ina lo feliz que estaba de volver a estar a su
lado. Cada minuto que se veían obligados a seguir allí, en una
cafetería del aeropuerto, siempre a la vera de Frau von Klein, era un
tormento para ellos. ¿Acaso no había podido la suegra decirles sin
más que se marchasen? Pero ni se le pasaba por la cabeza.
—Espero que tengáis habitación de invitados —dijo al
despedirse. Alojarse en un hotel era para ella una imposibilidad
matemática. Se habría visto a sí misma como una vagabunda.
Muchos preparativos no había podido Hans realizar. La oficina
dejaba poco tiempo para compras, e incluso allí parecieron
asombrarse de que se marchase siendo todavía las seis y media. Su
plan era más o menos: se podía, por supuesto, dormir en el hostal,
pero él pensaba apostar por que acamparan ya en la nueva casa, en
aquellas resonantes habitaciones vacías. Quería que Ina y él tomaran
juntos posesión de la casa. En la pausa de mediodía había comprado
champán y un pato asado, y en la bolsa tenía también ropa de cama.
Había pensado en unas velas para poder apagar la desnuda luz de las
bombillas. En el aparcamiento del aeropuerto se besaron apenas se
habían sentado en el coche, como antiguamente las parejas de
enamorados en el autocine. Permanecieron bastante rato en aquel
lugar inhóspito, sin emprender la marcha hasta que el conductor del
coche vecino se quedó mirando su ventanilla. Los dos hablaban
complacidos. Hans preparó a Ina para lo que venía.
—No tienes por qué espantarte. No es bonito. Tenemos que
ponerlo bonito nosotros.
Ina le contó cosas de Isquia. Daba por imposible que Hans
hubiera podido fallar. El atardecer le ayudó a engalanar la llegada. El
cielo estaba azul sedoso; la luna y las estrellas resplandecían sin
esfuerzo pese a la claridad. ¿De verdad era tan horrible la Baseler
Platz? Hasta las luces rojas de freno de los coches contribuían a darle
una iluminación festiva. Aparcaron en el patio. No se había juntado
aún la pandilla nocturna, seguramente por estar todo mojado, y la
persiana desenrollada del local de comida rápida le daba un aspecto
tan inexpresivo como el de su dueño. Subieron las escaleras. El
taconeo resonó por los descansillos. Ya en el piso, les dio en la cara el
olor a la pintura: habría hecho falta ventilar a conciencia. ¿No había
dejado Hans abiertas las ventanas? Alguien las había cerrado: Souad,
tal como se enteraron al día siguiente, al que habían alarmado los
topetazos de las hojas durante la tormenta. La gran habitación de
esquina, en su inmaculado color nata, le gustó a Ina. Se fue hasta la
ventana y contempló las luces de fuera. Su estado de ánimo era el
del niño que entra por primera vez en el desván de la casa paterna
en viaje de exploración y que, en la embriaguez del secreto, está
dispuesto a conceder un significado singular a cada cosa que
encuentre allá arriba. Hans desplegó su picnic en la mesa con las
patas en forma de columnas retorcidas. Cuando Ina se dio la vuelta y
vio la botella y el pato asado, hizo un gesto como si todo aquello
hubiera llegado volando por el aire por un encantamiento. Bebieron
del mismo vaso, aunque Ina no mucho, pues en realidad no le
gustaba nada el champán, cosa que Hans habría podido saber, pero
el joven se había dejado arrebatar por su idea de escenificar un
teatro del amor.
—¿Quieres ver el dormitorio? —La precedió por el pasillo. Abrió
la puerta y dio la luz. Bien es verdad que Souad tampoco había
prometido demasiado. Allí estaba una ancha cama tapizada con
colchones bastante sucios. Pero ¿qué había pasado en aquella
habitación? Las paredes estaban manchadas de gruesos pegotones,
salpicaduras en negro y blanco, como si alguien hubiera sacudido allí
un grueso pincel sucio. En la cama había también manchurrones
blancos. Hans seguía aún perplejo cuando Ina gritó habiendo
comprendido ya.
En el suelo estaba posada una gran paloma, cuyo cuerpo se
hinchaba en un plumaje magnífico como en modo alguno se esperaría
de este asilvestrado animal de las grandes ciudades. Pero no, no
estaba posada. Tendida sobre el vientre, se había cubierto con las
alas, mientras que la cabeza inmóvil estaba girada a un lado, el
redondo ojo de ave con la vista fija en el techo.
—No la toques —gritó Ina, temblando y sin moverse del sitio.
—Está muerta —dijo Hans—, pero ¿cómo ha podido entrar
hasta aquí?
La paloma no mostraba ninguna herida visible. Hans tomo de la
cocina un recogedor (la cocina era la estancia con equipamiento más
completo) y lo pasó por debajo de la paloma. Era tan liviana como si
no estuviera compuesta más que por el plumaje. Ina se había dado la
vuelta. Guardaba silencio. Empleaba todas sus fuerzas en calmarse.
—Perdóname —dijo cuando finalmente le miró demudada, pero
con la misma expresión de estar a punto de llorar—, no me acordé de
decirte que las palomas me dan un miedo horrible.
Hans no dejó revolotear el asunto por más tiempo. Se
marcharon de la casa al momento para irse al hostal. Allí se estaba
más cómodo de todas maneras.
V

Se estaba más cómodo, y además también habría sido preciso


abandonar esa noche la nueva casa por la razón de que Hans había
pensado en muchos detalles, pero no en las toallas. Tras darse un
baño habrían tenido que secarse simplemente al aire, lo cual con
aquel calor tampoco habría resultado ni mucho menos tan
desagradable como en el invierno. A ello se añadía que, de todas
maneras, nunca habría debido permitirse que Ina viera el colchón de
la cama. La sábana que luego se echase por encima no habría hecho
olvidar ni la porquería de la paloma, ni esos otros trozos desteñidos
rodeados de un cerco amarillento. Ina sentía a este respecto como la
mayoría de la gente, sólo que era un poquito más sensible. Si los
comensales supieran lo que sucede en la cocina del caro restaurante
en que se han aposentado, no serían capaces de tomar ni una
cucharada de sopa, pero, sin noción de ello, la paladean complacidos.
Con estas consideraciones, Hans se tranquilizó de buen grado,
pero precipitándose. Pues ¿acaso al ver Ina la paloma muerta no se
había puesto en marcha en su interior un proceso de mayor
persistencia? Su alegría y su enamorada curiosidad (¿no había
mostrado una jovialidad insuperable?) la habían hecho receptiva a
todas las novedades que Hans le ofreciera. Hasta las escaleras le
habían parecido extraordinarias, esa torre escarpada en la que cada
paso hacía tanto ruido como tirar los nueve bolos en la bolera.
Llevaba el corazón muy abierto, pero por desgracia también a las
imágenes o, mejor dicho, a una imagen que nunca debió permitírsele
ver. Se trataba, al fin y al cabo, del dormitorio, al que acababa de
entrar llena de las más bellas esperanzas enamoradas (así se decía a
sí mismo Hans, sintiéndose autorizado a equiparar sus propias
sensaciones con las de ella), y que, pensando ya en lo que iba a
ocurrir allí enseguida, encontró, como si dijésemos, ocupado: por la
paloma, que había tomado posesión de él salpicándolo alrededor a
todo lo alto y ancho, para a continuación posarse allí mismo muerta
con aquella siniestra laxitud, en la postura de la entrega femenina,
común a la esposa y a la madre clueca. Hans prometió que los
ucranianos volverían a encalar del todo la habitación al día siguiente y
que sin más tardar al día siguiente el ghanés se llevaría la cama
ensuciada de vuelta al sótano, pero eso trajo una calma nada más
que superficial. Allí seguía la preocupación de que por alguna parte
tenía que estar el agujero por el que se había colado la paloma, por el
cual otras palomas accederían al mismo dormitorio...
—Imagínate que vuelvo desnuda del cuarto de baño y en el
dormitorio hay una paloma revoloteando.
Tal suposición llevaba ya implícito un tono estridente; no podía
decirse que estuviera formulada con la cabeza fría. Y en cuanto a
otras consideraciones sobrias (Hans, como un segundo Dr. Watson,
iba perfilando cada vez más de cerca las posibilidades de la paloma
para introducirse en el dormitorio), apenas podían tampoco conseguir
atención. En todo el piso, las ventanas habían estado abiertas de par
en par para que se fuera el olor a pintura. Entonces fue cuando debió
de colarse volando la paloma, que se habría posado bajo la cama, tal
como en la calle solía picotear por el suelo bajo los coches aparcados:
momento en el que Souad entró en el piso por los topetazos de las
ventanas durante la tormenta y cerró al ave el camino de huida. Al
verse prisionera, perdió los nervios. Este punto no necesitó ni intentar
pintárselo a Ina, pues lo imaginó por sí misma de forma tan
persuasiva, que se llevó las manos a los ojos. La paloma asquerosa
dio paso a la paloma digna de conmiseración. Como si de una
hermana se tratase, sufrió el proceso entero: el aleteo enloquecido y
los golpes contra techos y paredes, la defecación desbocada por el
simple motivo de hacer algo más, cómo se posó y murió.
—Algo de esa paloma sigue viviendo en nuestro dormitorio. En
esta habitación pasó la angustia de la muerte, y ése es un
sentimiento tan intenso, que algo tiene que quedar de él —dijo Ina
dirigiéndose a la oscura habitación del hostal después de que Hans
hubiera intentado tranquilizarla con todos los medios de que dispone
un marido. No fue, por supuesto, la anhelada noche de reencuentro
con que había soñado.
En tal situación se puso también de manifiesto la tensión que
las tres semanas con Frau von Klein tenían que haber ejercido sobre
los nervios de aquella hija obediente y entregada. No era apacible
hallarse en presencia de Frau von Klein. Tenía una característica que
ni su misma hija entendía: la de sentir un descontento supremo con
todas las circunstancias que la rodeaban, sometiéndolo todo a una
crítica seca, sin perdonarle la vida a nada de lo que se le hubiese
ofrecido, pero a la vez vivía con toda serenidad y una imperturbable
paz de espíritu. Ni siquiera Ina dejaba de asombrarse de cómo era
imposible hacer perder a su madre el equilibrio espiritual por más
cosas reprobables que le salieran al paso. Se sabía siempre pisando
la parte segura del suelo; era como si su lugar en la vida lo eligiese
por principio al lado de la salida de emergencia.
Hans comprendió que lo mejor era dejar en manos de Ina la
instalación propiamente dicha. Para dormitorio no había realmente
otra opción que el cuarto de la paloma. Daba al patio y era tranquilo;
tenía el baño al lado, y era más grande que el “cuarto de mamá”,
como se llamaba ya en efecto la habitación de al lado, y las otras dos
habitacioncitas, que lo mejor sería transformar en roperos
transitables. Pero ¿no habrían podido también dormir en la habitación
grande, que daba al sur y a esa plaza tan llena de actividad? ¿Por qué
no iban a saborear también en la cama la calidez, la amplitud y la
vida de allá abajo? No entraban aún en consideración, por otra parte,
cenas con cierto número de invitados. No conocían a una sola
persona en la ciudad.
Ina realizó su tarea con gran habilidad y sin demasiado
esfuerzo. Al poco tiempo, se inflaban en las ventanas espléndidas
cortinas hechas con algún forro plástico, y una gran compra en el
almacén de muebles ya citado en la planificación llenó las
habitaciones de sillones de mimbre, cojines, mesitas y pantallas de
lámpara, de modo que la casa de la pareja parecía casi las de los
catálogos del almacén. Era como si se tratara de montar un
escenario, algo a lo que seducía también el gran espacio y el efecto
teatral que, de hecho, producía todo aquel vacío. Una vez descargado
el camión de los muebles, realmente podía creerse que Ina, con una
palmada, había hecho aparecer por encanto, como en el cuento
hindú, un palacio, o mejor dicho: un palacete, un encantador hogar
de alegre colorido juvenil.
Y ¿dónde estaba el dormitorio? Estaba, y Hans no removió el
asunto ni por un momento, allí donde procedía en un orden
razonable. En el proceso de ser puesta, también la casa misma tuvo
la palabra. Si para ello, en cualquier caso, al final hizo falta o no un
duro combate secreto, eso Hans no estaba en condiciones de
adivinarlo. Ina procedió con tal seriedad en lo relativo a poner la
casa, que el desconcierto anímico que claramente mostraba podía ser
también esa distracción prpia del que crea, la incapacidad de
ocuparse con otra cosa aparte de la realización de sus planes. Y
tampoco se concedió tiempo. Tuvo lista la casa a tal velocidad como
si la estuvieran esperando en alguna oficina y tuviese que concluir la
tarea cuanto antes posible.
En su frescor fulgurante, la casa no podía dejar de sorprender a
quien llegara hasta ella habiendo atravesado aquel entorno yermo y
gastado. Allá arriba era realmente posible olvidar en qué barrio
estaba uno. Hans hizo a Ina grandes cumplidos por su labor.
Admirado por la nubosa magnificencia del falso tafetán rojo, que
condensaba el proyecto decorativo creando la divertida ilusión de un
salón mundano, se lo agradeció de corazón. En el fondo del asunto,
una casa como aquella en un barrio así correspondía, según Hans, a
la transformación en que se encontraba todo el mundo de los vicios y
el placer. El alivio al comprobar que aquella osadía doméstica había
llegado a buen puerto a pesar de todo le indujo a hacer sus pinitos en
sociología. El mundillo de toda la vida de las prostitutas y los
jugadores, las mujeres con medias de rejilla balanceando el bolso, las
gruesas capas de maquillaje, la suciedad del cuarto de atrás, lo incivil
de aquello, la vieja idea de un pueblo nómada intocable pero con
tantos aspectos utilizables, todo eso, expuso Hans, estaba tocando a
su fin. Una prostituta hoy no tenía ya aspecto de prostituta, sino de
vendedora en una boutique o de estudiante de odontología; no hacían
falta ya los barrios de mala nota, pues se podía llamar por teléfono
con rapidez (aquí debió de acordarse de las confidencias de Abdallah
Souad), las prostitutas llegarían pronto a estar consideradas entre las
profesiones de ayuda social, como los masajistas terapéuticos o los
psicoterapeutas. Todas esas ideas de los barrios dudosos con un
público peligroso, de la luz roja y el tráfico furtivo, eran cosa pasada,
algo que en la vida real apenas se encontraba ya. Y lo que aún
sobrevivía de ello, concluyó, había que protegerlo por su importancia
histórica, como otras profesiones en extinción. ¿Pensaba quizá al
decirlo en su viaje con Ina por Suecia, cuando contemplaron en el
parque de un museo a aquella mujer de Sambia, curtida por el aire
libre, que recamaba una piel de foca?
—¿Crees que podrías explicárselo a mamá? —preguntó Ina, sin
que resonara la más mínima ironía en ello. Intentaba de verdad
imaginarse qué efecto desencadenarían en su madre tales
razonamientos.
Habría podido celebrarse ahora la inauguración de la casa.
House warming party, como se llamaban esas fiestas en el trabajo de
Hans, un banco americano, si bien hacer fiesta y sacrificios para
establecer el fuego del hogar es una idea antiquísima. A los pequeños
espíritus ligados a un lugar determinado había que notificarles de
modo comprensible para ellos quién iba a vivir ahora allí y quién, por
ello, no debía ser molestado, sino protegido y ayudado. Estilizada
forma vital suprema, la fiesta preparaba el lugar para la futura vida
cotidiana. Hans e Ina, si es que les apuraba el número de invitados,
habrían podido hacer venir todos los que quisieran de otras regiones
alemanas, y tampoco habría sido un mal convidado aquel deportista
de la oficina, consejero y persona de una independencia modélica (en
cuanto a los que se reunían en el patio trasero, no habría hecho falta
ni tomarlos en consideración), pero ninguno de los dos tenían ánimo
de fiesta. Habían dejado pasar el instante justo para ello. Se había
producido, sí, el regreso de Ina, tan ardientemente esperado para
ambos, pero no salió bien del todo; así lo habría expresado un
director de cine que, al mismo tiempo, gobernase sus vidas, el cual,
en ese instante, quizá habría ordenado a Ina sencillamente partir y
volver de nuevo.
A ello se añadía que en la oficina Hans, y pese a las vacaciones
de verano, estaba sometido a duras exigencias, aunque en realidad
ello tampoco le hubiera resultado una carga excesiva, siendo como
era joven y sano y tan lleno de esperanzas. Si Ina hubiera solicitado
de él al instante un ritmo rápido, se habría plegado con alegría, pero
su mujer estaba meditabunda, no le apetecía salir, lo pasaba mal con
el calor y le quedaban aún cosas que hacer en la casa, de modo que
dejaron que aquella nueva etapa empezara silenciosamente, e incluso
les pareció que eso era completamente adecuado en ese momento y
no había ninguna otra opción deseable. Si la pólvora está mojada,
solamente se enoja quien iba a disparar con ella. Quien no piensa
disparar, ni siquiera se entera.
Durante aquella canícula que parecía no ir a acabarse nunca, el
final del amanecer traía siempre consigo la promesa de que el día
quizá pudiera conservar por un poco más de tiempo la hermosura y la
suavidad de las horas tempranas. Hans dormía bastante menos que
en invierno. En cuanto salía el sol, el joven abría también los ojos,
aunque Ina había colocado en el dormitorio persianas negras que no
dejaran entrar la luz. Pero el cuerpo de Hans sabía cuándo había luz
afuera. Se levantaba sin hacer ruido, dejaba a Ina en su profundo
sueño y se echaba en el sofá nuevo, en aquel salón que la luz de la
mañana, de azulados tonos rosas, bañaba en destellos como los de
un recipiente con agua. Abría la ventana, y entonces entraba un
vientecillo que desaparecería por completo durante el día, de la
misma manera que la luz solar perdería también su incandescencia
como de albaricoque para transformarse en un riguroso blanco que
absorbía cualquier color. Hans tomaba un baño de aquella luz, como
si así pudiera refrescarse para todo el día.
A continuación empezaba a arreglarse. Lo cual era una
operación minuciosa y sin prisas. Los varones de su oficina
practicaban una cierta coquetería. Además de los trajes oscuros, que
en cualquier caso ahora con el calor podían ser delgadísimos (tan
delgados que la tela no caía ya como es debido, sino que ondeaba
sobre el cuerpo como en las camisas), se usaban también camisas de
rayado llamativo; estaba permitido que la corbata, colorida como un
huevo de pascua, relampaguease desde el cuello del chaleco, y los
tirantes tenían que ser anchos y de seda de color vivo. Por lo que
hacía a la ropa, Hans, posiblemente a causa de un cierto
apocamiento, de una disponibilidad suya a sujetarse sin más al orden
existente que encontrase, había caído en una especie de
cumplimiento obsesivo de las normas no escritas de su gremio. Pero
el rato de vestirse-para-trabajar era también para él una ayuda, un
preparativo, exactamente como en el ejército: una vez comprobado
que el equipamiento no tenía fallos, no podía ya pasar después nada
malo. Con el pelo húmedo peinado y la barbilla bien afeitada, era la
viva imagen de un joven empleado de banca en el momento en que
cerraba tras de sí con todo cuidado la puerta de su casa. A veces Ina
le hacía un café antes de que se fuera, pero la regla que seguían era
dejar al azar si ella se despertaría o no. Por la noche le llevaba mucho
tiempo calmarse, decía, y no lograba dormir hasta cerca del
amanecer. Tanto mejor, pensaba Hans, y así Ina dormía por la
mañana.
Cuando bajaba la escalera, se abrió la puerta de la casa del piso
de abajo. Hasta el momento, Hans no había percibido allí ninguna
señal de vida. Souad le dijo que la gente de allí estaba de viaje;
gente rara, por lo demás, desconfiados y de pocos alcances. Le contó
a Hans que les había ofrecido recogerles el correo del buzón, pero no,
lo solucionaron de otra manera, alguien venía y se lo llevaba, y a él
no le parecía bien eso de que entrase en el edificio gente extraña.
Para él, el correo era un asunto de confianza, lo cual dijo Souad con
un énfasis como si Alemania hubiese de agradecerle a él en persona
la invención del secreto postal. En ese punto, Hans había
comprendido que formaba parte del destino de Souad el tener que
embolsarse rechazos continuos en su papel de amigo benefactor.
Devolver la cama había exigido una destreza diplomática, y aun así
Hans estaba convencido de que Souad se había despachado a gusto
con la pandilla nocturna acerca de la ingratitud de los nuevos
inquilinos.
Ante Hans estaba una mujer joven, con el pelo rojizo en media
melena y la piel lechosa de las pelirrojas; tenía bonitos ojos grises y
los labios carnosos y pálidos. Se quedó mirándole sonriendo y con
actitud de requerir algo; no se conformaba con el saludo sucinto que
se da a una extraña en la escalera. ¿Era él el nuevo inquilino? Sí, lo
era. Era divertido, dijo la mujer: siempre que habían salido de viaje
cambiaba el inquilino de arriba, como si tuviera que pasar estando
ellos fuera.
Se observaron mutuamente con agrado. La joven llevaba un
vestido de verano sencillo color aceituna. Parecía pensado como para
moverse por el desierto, y hacía una combinación excelente con su
color de pelo, como ocurre siempre en los pelirrojos. Sean hombres o
mujeres, nunca se olvidan de tener en cuenta su pelo. Siguieron
hablando un ratito más, una conversación de rellano despreocupada
por completo y no especialmente ingeniosa, pero a Hans no se le
escapó aquella sonrisa que iba algo más allá de la mera cortesía bien
dispuesta. Algo había que la pelirroja encontraba divertido, pero Hans
no recordaba haber dicho nada gracioso.
—¿Así que va usted de verdad a la oficina vestido así? —
preguntó finalmente la mujer. Hans se creyó en la obligación de dar
explicaciones sobre su traje oscuro. En los bancos es así, dijo tan de
paso como le fue posible, por que no pareciera que daba lecciones.
No, si eso estaba claro, respondió la mujer: iba a la obra, sí, pero ¿es
que también allí le terminaban de poner el arnés? ¿Pues trabajaba allí
con el arnés puesto? La mujer se reía, y le brillaban los ojos.
—¡Pero mírese!
Hans, siguiendo la mirada de la mujer, bajó la vista por el
cuerpo y comprobó que no se había subido los tirantes por encima de
los hombros. En efecto, colgaban sobresaliendo por debajo de la
chaqueta semejantes a un arnés. La impresión que daban era
exactamente esa: los que trabajan trepando a farolas o árboles para
arreglar o cortar algo allí llevaban sobre el cuerpo correas parecidas.
Hans se ruborizó, pero al tiempo se sentía agradecido. Jamás le
importaba en nada que alguien se riera de él. Ahora acompañó de
corazón a la joven en sus risas, aunque le hubiera gustado
presentarse de otra manera la primera vez. La pelirroja se quedó
mirándolo mientras se quitaba chaqueta y chaleco y estiraba sobre
los hombros los magníficos tirantes. Con la vida que él tenía, le dijo la
joven, algo así resultaba gracioso y nada más, pero si le ocurría a ella
podía ser bastante peor: pues era actriz, y hacía poco había salido al
escenario con un vestido ceñido, con unos tirantes de cinta que se
rompieron durante la función. Así que, en vez de actuar con las
manos, tuvo que usarlas para sostener el vestido durante casi veinte
minutos. Había sido en una función escolar, le explicó, pero aun así
un incidente bastante desagradable.
Se despidieron junto a los cubos de la basura. Hans le dio las
gracias. Entre ellos había surgido algo parecido a una familiaridad al
haberse reído juntos. El encuentro encajaba con las primeras horas
de la mañana.
“Hoy voy a tener suerte”, pensaba mientras se dirigía al banco
y se iba incorporando a aquel ejército en marcha con uniformes
oscuros.
Lo que se dice suerte no tuvo, eso sería decir mucho; pero sí
fue un día en que el trabajo marchó sin fricciones, pues el destino
parecía saber que aquel hombre hoy no iba a quedarse colgado de
ningún gancho con los tirantes. De vuelta en casa, encontró a Ina
hablando por teléfono. Echada en el sofá, estaba profundamente
inmersa en una conversación con Frau von Klein. No, dijo, ahora no
podía ir a tomar algo con los de abajo, además de que estaba sin
vestir. ¿No podía ser otro día? Hans pensaba que no era para otro
día, pues la cita se había concertado demasiado a la ligera como para
aplazarla, lo cual la convertiría en algo más complicado, menos
improvisado. Se puso un polo tras quitarse su vestidura bancaria, y
sacó del frigorífico una botella de vino blanco empañada.
En la puerta de abajo figuraban dos apellidos: Lilien y
Wittekind. ¿Cuál de ambos sería la mujer? Una actriz esperaba, sin
duda, que se conociera su nombre. A Hans no le gustaba ir al teatro.
Presenciar aquellas acciones que sucedían sobre el escenario, algo
violentas y sin contemplaciones con los actores ni con los
espectadores, le resultaba siempre un poco penoso. Lo entendía, sí:
tenía que ser así sin duda, todo tan alto, tan rudo, tan repelente,
pero él era incapaz de disfrutarlo. En cuanto a la joven, con su viveza
y sus formas corporales, no se correspondía en general con la idea
que él se hacía de una actriz. Delante de la puerta, consideró cuál de
los dos apellidos sonaba más artístico. ¿Qué quedaba mejor, “la
Lilien” o “la Wittekind”? Ambas opciones quedaban bien, pero “la
Wittekind” no pegaba con la joven, que era algo más liviano, más
transparente, y con “la Wittekind” uno estaba oyendo ya el tableteo
del escenario cuando la actriz entraba con pasos firmes. Otra cosa
era “la Lilien”: un sonido danzarín y flotante.
Lilien era, en realidad, un nombre artístico. El resultado de un
trabajo casero propio, hecho en la ilusión de que es un nombre
refinado lo que da una carrera, y no al revés la carrera lo que da
brillo al nombre, y por cierto sea el nombre el que sea. El pecado de
juventud de una mujer que quizá no sería actriz durante toda una
vida, ni muchos menos. En realidad, quería alejarse de las tablas,
pues su objetivo era ser locutora. Pero eso no lo dijo hasta un poco
más tarde.
Abrió la puerta su marido o compañero (este extremo quedó en
suspenso), o sea Herr Wittekind, doctor en Historia del Arte;
trabajaba en el Museo. Pálido y de baja estatura, tenía una hermosa
frente alta y grandes ojos muy claros. No se mantenía bien derecho.
Su espalda encorvada complementaba una sonrisa que siempre tenía
algo de ironía mordaz, con la que parecía estar diciendo: “Fabuloso,
qué bien y qué derecho se mantiene usted, siga así mientras no le
llegue el momento en que le servirá de tan poco como a mí.”
Las persianas estaban bajadas. Ya desde el recibidor de aquel
piso, con una distribución cortada exactamente igual que la del de
arriba, se alzaban hasta el techo estanterías colmadas con filas
dobles de libros.
—Se le esperaba a usted —dijo Wittekind, que podría ser unos
quince años más mayor que Hans, sin dejar aquel tono ligeramente
entre trascendental y mordaz. Apareció la actriz. Esta vez vestía
verde claro con rayas blancas.
—Me decepciona..., pero ¿y los tirantes? ¿Cómo puede
atreverse a aparecer aquí sin esos bonitos tirantes? —En la casa olía
a té y lavanda. Hans al principio se sintió algo cohibido por la
presencia de Wittekind, pero se le pasó pronto. Por lo demás...: ¿qué
se había esperado? Completamente nada, como bien podía decirse a
sí mismo con toda sinceridad. Y, por otra parte, rápidamente se sintió
muy a gusto con aquella gente, y terminó por perder cualquier gana
de irse.
VI

Hasta aquel momento, no había en el círculo de conocidos de


Hans, y en el de Ina de ninguna de las maneras, gente como Herr
Wittekind, quien por lo demás al poco rato propuso ya que le llamara
Elmar, y su amiga Britta, la del seudónimo florido4.
—Por favor, sin intelectuales odiosos de esos que se dan
importancia con su cultura —decía Frau von Klein. Y al decirlo hacía
como si no fuera la cultura por sí misma lo que le molestaba (en lo
cual quedaba por aclarar qué entendía por cultura), sino el que la
gente se saliera con grandes hallazgos culturales en medio de la
conversación. Aunque la auténtica inconveniencia estaba en que
dijeran en su presencia cualquier cosa que no pudiese despachar de
inmediato con una palabra cortante.
Hans desconocía antipatías de este tipo. Había nacido y crecido
con la feliz actitud vital de que no había nadie ante quien le fuera
necesario enseñar los dientes. Todas las personas eran “agradables”,
o al menos manifestaban al poco tiempo un “lado agradable”. O bien
resultaba nada más que eran demasiado desdichadas para poder
hacer valer de cara al exterior lo que tenían de agradables en su
interior. No era, pues, un espíritu penetrante, desconfiado, profundo
o anheloso de profundidad, sino pura superficie; pero una superficie
con tan buena presencia, que le permitió siempre hacer, como se
decía aún en la generación de sus padres, una “bonita pareja” con las
muchachas a las que se había dedicado antes de Ina, y de modo
eminente con la misma Ina. Que un carácter agradable por sí solo no
alcanzaba quizá como patrón de medida para el conocimiento del ser
humano era algo que, a estas alturas, Hans había comprobado por sí
mismo y con bastante claridad en el caso de Frau von Klein, de quien
la palabra “agradable” habría sido una descripción todo menos
satisfactoria. Era un caso bien elegido para ilustrar la problemática de
la categoría “agradable”: por lo que su suegra decía, debía creerse
que sólo toleraba en su presencia a “gente agradable”; ahora bien,
cuando aparecían ante ella personas de este tipo, la viuda se
transformaba en una hidra de aburrimiento e impaciencia. Jamás
habría dado su consentimiento a que Ina se casara con un hombre a
quien el mundo negara la propiedad “agradable”, pero al mismo
tiempo jamás había estado dispuesta a hacer las paces con la
candidez que iba hermanada sin remedio con un carácter agradable.
Hans debía de ser una persona más bien cándida, así pudo oírle Ina a
su madre desde muy pronto, y no por última vez, tras haber llevado
a casa a su futuro marido. No lo decía como cumplido, y por fin el
mismo Hans tuvo ocasión de oírlo por sí mismo, pues Frau von Klein
despreciaba andarse con secretos delante de sus niños.

4
Lilien significa "lirios".
—¿Me encuentras tú también insulso? —le preguntó a Ina
teniéndola entre sus brazos. Pero el dios del amor infundió en la
muchacha la respuesta justa:
—No me planteo nunca cómo eres —Hans le dio crédito al
instante, y eso lo tranquilizó muy profundamente.
Qué pena que Ina no hubiera bajado con él. La habitación
grande mostraba una cuadrícula de franjas luminosas a lo largo de su
acogedora umbría. Las persianas, tendidas hacia el exterior,
prolongaban el espacio por fuera de las ventanas semejando una
tienda de campaña. Había algo más de ruido que en su casa en la
planta de arriba, una diferencia de altura que se dejaba sentir; pero
el murmullo, que llegaba aquí también amortiguado, creaba en esa
oscuridad atravesada por franjas de luz una escena como de ciudad
mediterránea, un Madrid en miniatura en la Baseler Platz. Por lo
demás, los dueños de la casa, Wittekind y Britta Lilien, no veían en
ella el menor exotismo. En la conversación que comenzaba ahora, y
que en primer lugar abordó el tema favorito de todos los habitantes
de grandes ciudades: la cuestión inmobiliaria, ninguno de los dos dio
señas de que la Baseler Platz les hubiera sugerido ninguna otra
consideración más allá de los aspectos prácticos inmediatos. Fráncfort
era tan pequeño, que todos los barrios del centro, con todo
claramente distintos por su carácter, quedaban muy cerca a pie. Los
lugares de trabajo de ambos, el teatro y el museo, estaban nada más
que a unos minutos de la Baseler Platz. Ambos habían vivido antes en
ciudades mucho más grandes, Wittekind bastante tiempo en París, y,
comparada con la situación improvisada en la que estuvo allí, podía
decirse que esta casa era un paso en dirección a la vida burguesa.
Hans comprobó que Britta, una alemana del norte como él
mismo, y seguramente de su misma edad, no adoptaba con su
compañero el mismo tono desenvuelto que le había mostrado a él. Es
más, en la modestia con que actuaba aquí ¿no podían acaso
detectarse signos de un cierto respeto, como si intentara hacer
patente que sabía con qué personalidad tan importante vivía? Elmar
no pronunciaba ni una sola palabra sin esa ironía indulgente y
resignada expresada ya desde su primera frase, pero el modo en que
Britta pasaba por alto aquel tono confirmó la primera impresión de
Hans: efectivamente, respetuoso era la palabra para definirlo. Por
parte de él, indulgencia cortés y reservada; por parte de ella, una
atención refrenada hasta pasar inadvertida: así se le presentó la
pareja. Antes de preguntarle qué quería beber, la joven hizo esa
misma pregunta en voz casi inaudible a Elmar Wittekind, como si
hubiera allí un ordenamiento que cumplir, algún tipo de disposición
médica; pero el hombre hizo como si no la entendiese.
—¿Por qué no abrimos mi vino? —preguntó Hans de buena fe. Y
así se hizo de hecho tras cierta vacilación, aunque Britta en principio
no desistió de aquellas negociaciones desarrolladas aparte. La mujer
que se subordina gana influencia; cuando renunciamos a algo,
recibimos a cambio otra competencia nueva, una ley que Britta
parecía querer ilustrar teatralmente. La conversación, entretanto, giró
hacia la única persona conocida para todos los presentes: Herr
Abdallah Souad. Ambos se pusieron contentos en cuanto se mencionó
tal nombre.
—A Souad hay que tenerlo a raya —dijo Wittekind, cuyo rostro
se manifestaba para Hans nada más que en forma de una silueta
negra, pues el señor de la casa se había colocado de espaldas a la luz
que, pese a caer formando franjas, deslumbraba incluso en esas
pequeñas dosis. Britta, por el contrario, recibía una suave iluminación
en diluidas tonalidades de sombra que intensificaban la coloración.
Estaba echada en una camita cubierta con un colorido kelim. Sus
blancas pantorrillas descubiertas se frotaban con la áspera tela, lo
cual parecía sentarle bien. Era una muchacha guapa, pero daba a
entender que en aquel momento, en privado, detrás de bastidores
como si dijésemos, su apariencia no significaba para ella
absolutamente nada, pues la única importancia que le concedía eran
sus efectos a la luz de los focos.
—Mire, Souad es un curioso —dijo Wittekind con un aire de
profundidad como si con ese término hubiera conjurado la existencia
entera de Souad—, y yo no tengo nada que ocultar, y por eso esa
curiosidad me resulta especialmente enojosa.
Souad, dijo Britta, se sentía obligado a estar informado de todo
lo que pasaba en el edificio, lo cual tomaba a veces formas
sorprendentes: unos días atrás, por ejemplo, le había llegado a Elmar
una multa por alguna ridícula infracción de tráfico. Souad le abordó
en la escalera casi con rudeza:
—¿Por qué no me dijo usted nada? ¿Por qué? Yo con toda la
policía a mis órdenes, viajan en mi autobús... Pero si usted no me
dice nada, yo tampoco puedo hacer nada.
La pareja había escuchado atónita aquella imputación lastimera
sin acertar a dar una respuesta coherente, hasta que más tarde
tuvieron la certeza fulminante de que Souad debía de haber abierto la
carta remitida por la Presidencia de Policía.
—Al principio no dimos con ello porque una cosa así no entra en
lo posible —dijo Elmar, que deseaba tomar el incidente nada más que
por el lado cómico. Britta, aun sin compartirlo en modo alguno, daba
por bueno tal modo de ver el asunto, pero quería mostrar que en la
postura de Elmar sabía reconocer el sobresaliente punto de vista de
una intelectualidad superior.
—Encargamos que pusieran cerrojo nuevo en el buzón, y lo
mismo le recomiendo a usted —dijo Britta con la frialdad indiferente
apropiada para el caso. Pero Elmar Wittekind no permitía que en su
presencia fueran examinadas cuestiones triviales, o, mejor dicho,
cuestiones triviales sin enlace con un planteamiento filosófico
superior. Hablar sobre el administrador de la finca era digno
únicamente si, algo más allá, se abría un acceso al núcleo de los
problemas del presente en todo su alcance. No estaban bebiendo
poco, por lo demás, pues el calor sofocante les tenía a todos
sedientos. La botella que había traído Hans, un vino blanco italiano, la
habían acabado hacía ya un buen rato. La sustituía ahora una botella
de litro de un Riesling del Palatinado, mucho mejor que el italiano,
como Hans mismo comprobó avergonzándose por un instante.
—Mi conjetura es que Souad es un caso de sobreadaptación —
dijo Elmar Wittekind con su inalterable tono amistoso. Souad,
continuó, había optado por Occidente con toda su alma. Apostaba por
Occidente. Había vuelto conscientemente la espalda a las
circunstancias orientales de las que procedía, y eso por supuesto con
sacrificios, pulverizando vínculos, ¿podía ser de otro modo? Pero a
causa de tales sacrificios (que desde la otra parte podrían llamar
incluso traición), Souad en Occidente quedaba condenado al éxito. Se
hallaba bajo la presión de que su decisión por Occidente tenía que
anotarse en el haber. Este uso de la palabra “haber” lo conocía Hans
de su examen para el título de Bachillerato, cuando aquel joven
profesor de griego, tan amable, contestó así a los balbuceos con los
que Hans había respondido a sus preguntas:
—La distinción que usted hace entre Platón y Sócrates queda
anotada en su haber —Así pues, podía anotarse cosas en el “haber”
también cuando no se trataba de dinero.
Souad, sin embargo, veía que le seguían vedadas amplias
regiones del modo de pensar occidental (una experiencia forzosa,
explicó Wittekind, de cualquier extranjero cuando, tras décadas
adaptándose al nuevo país, descubre los últimos muros, insuperables
ya, que le separan de la asimilación absoluta), la misma experiencia,
por otra parte, que él mismo, Elmar, tuvo en París, y que fue la razón
de que hubiera regresado a Alemania aun teniendo en Alemania
muchos menos vínculos que en Francia.
—Souad no quiere verse entre los perdedores —dijo Hans
echando mano de una de las palabras clave del debate actual en la
prensa: pero no tenía lo más mínimo que ver con Souad, sino que el
término se refería a la guerra de guerrillas de los terroristas islámicos
contra Estados Unidos5, cuando de Souad nadie sospechaba al
respecto que albergase más simpatías que las que en principio
cualquiera tiene por su paisanaje, del mismo modo que la gente sigue
simpatizando con su selección nacional de fútbol aunque lleve ya
mucho tiempo sin saber sus resultados de los últimos años.
—Son lunáticos —decía Souad al enterarse de algún atentado
con bombas, sin que una persona con tacto pudiera tampoco exigirle
más indignación.
—Seamos muy cautelosos con el concepto "perdedores" en el
contexto de la historia del mundo —dijo desde la penumbra la voz de
Elmar Wittekind, en un momento en que las franjas luminosas en

5
Alude al debate público provocado por El perdedor radical (2006), ensayo de Hans Magnus
Enzensberger sobre el terrorismo islamista.
torno a su cabeza comenzaban a despedir un resplandor rojizo, pues
el sol ya se ponía, la luz se hacía más débil y empezaban a
distinguírsele los rasgos de la cara. Recordó que no debía olvidarse
que las luchas históricas no se medían por sistemas de puntuación
como los de los jueces de línea: en abundantes casos, por tanto, era
imposible establecer ganadores y perdedores. Si un bando perdía,
eso quería decir casi siempre tan sólo que la lucha no había
terminado aún. En la historia, para las partidas perdidas siempre se
pedía la revancha, aunque a veces fuera quinientos años después.
—Hay quien ha comparado la guerra con el ajedrez y el ajedrez
con la guerra —dijo Wittekind, que con ello acababa de llegar a donde
mejor se sentía. Su compañera, que se arrellanaba con comodidad en
la camita, lanzaba desde allí a Hans una mirada admonitoria; ¿quería
decir con eso que le aconsejaba abrir bien las orejas?
—Es una buena comparación, pero siempre que no perdamos
de vista la diferencia esencial: la guerra es un ajedrez en el que las
piezas comidas siguen en el tablero —Para Wittekind, al ganador le
tocaba la peor parte: al ganar tenía a los perdedores rondándole el
cuello, y un perdedor era algo que uno no podía ya sacudirse de
encima.
—Piense en los griegos —le dijo a Hans, que nunca pensaba en
los griegos—, ¿qué ocurrió después de que hubieron vencido a los
persas? Se persificaron.
—Pero entonces, si es que aun así puede decirse en algún
sentido que los islamistas son los perdedores —a Hans no le apetecía
despedirse del todo de esa interesante tesis que tanto tenía de
tranquilizadora—, ¿querría eso decir que nosotros acabaremos
islamizándonos? —En sus palabras podía oírse un asombro que iba
bastante más allá de la mera objeción.
Lleno de jovial satisfacción, Wittekind repuso que justo eso es
lo que estábamos haciendo ya: en ese momento se perfilaban ya en
Estados Unidos los rasgos de una teocracia futura, no estaba lejos el
día en que el presidente marcharía a la oración dominical
acompañado de representantes y senadores... ¡El Capitolio, de hecho,
tenía ya cúpula! Y él, añadió, era capaz de imaginar igual de bien
cómo del feminismo norteamericano podían originarse nuevas formas
de delimitación y separación de las mujeres que de ningún modo
andarían tan lejos del harén islámico, que a fin de cuentas significaba
“lugar sagrado”.
—Bien, eso los americanos —exclamó Hans, que se acordó de
su compañero de trabajo, aquel hombre con la raya del pantalón
siempre tan marcada, duros músculos bien entrenados y una filosofía
vital práctica—, pero nosotros los europeos...
—Ya no somos europeos —dijo Wittekind sin ocultar su
satisfacción—, somos fenicios. Hemos renunciado a la cultura europea
para asumir la continuación de la cultura fenicia —Los europeos, en
su opinión, habían llevado a nuevo florecimiento y un desarrollo
insospechado todas las señas distintivas esenciales de la cultura de
los fenicios, pueblo que conoció sobradamente su ocaso, pero cuyos
poderosos vapores quedaron incorporados en la historia.
Britta cerró los ojos en un acto de escucha intensificada,
aunque Hans, pese a que anochecía, percibió que del cuerpo de la
joven se apoderaba una calma que, con su rítmica respiración, más
bien se asemejaba llamativamente al relajado sueñecillo de una
siesta a la hora de mayor calor del día. En efecto, durante sus
ensayos, muchas veces aburridos hasta el tormento, había aprendido
a manejar una técnica para aparentar concentración extrema al
tiempo que se sumergía en una inconsciencia controlada.
Fenicia era, proseguía Wittekind sonriendo con deferencia,
nuestra relación con los números, esa voluntad y capacidad
sorprendente que tenemos de entender y representar cualquier
circunstancia de la vida, cualquier idea, cualquier realidad
reduciéndolas a cadenas numéricas. Fenicio era nuestro resuelto
volver la espalda a la producción en favor del comercio, convertido en
la actividad económica, política y científica predominante. Incluso el
arte lo habíamos puesto en servicio del comercio, y lo veíamos ya tan
sólo en función del comercio. Fenicia era nuestra relación con el
espacio: vivíamos en las metrópolis como de espaldas al propio país,
en Fráncfort por ejemplo no ocupándonos de la sierra del Spessart ni
del Wetterau, sino de Tokyo y Nueva York, sin tener a la vista el
espacio del propio país, sino las lejanas costas al otro lado del mar.
Fenicia era nuestra nueva incapacidad para crear obras de arte bellas
(Wittekind, dijo, estaba acordándose aquí de los fetiches y
pasmarotes, realmente espantosos, de los fenicios, que al tiempo se
dedicaban a coleccionar obras de arte antiguas o que les resultaban
exóticas); los fenicios, como nosotros, habían comprado también
valiosas estatuas griegas con las que tenían tan poco que ver como
nosotros. Sí, ¿faltaba algo? Wittekind llegó, por último, a la religión
fenicia: los niños primogénitos sacrificados a Moloch, a lo cual
correspondía nuestra práctica del aborto, fomentada legalmente.
—Pero eso no puede compararse —dijo Britta saliendo de su
sueño, parece que realmente ligero.
—Oh, sí, eso puede compararse muy bien —dijo sin porfía su
compañero—; los abortos practicados entre nosotros son
exactamente ese tipo de sacrificios ofrecidos por un futuro feliz y bien
acomodado.
—¿Tienen ustedes hijos? —preguntó Hans de improviso. Nada le
hubiera gustado más que callárselo, pero ahora ya estaba dicho sin
vuelta atrás.
—No —contestó Wittekind, y sus ojos despidieron un brillo
jovial—: somos felices y llevamos una vida acomodada.
Britta se levantó de su diván. Con las cejas fruncidas, daba la
impresión de estar enojada. Levantó las persianas. Se había hecho de
noche. En el cielo se alzaba una media luna grande de resplandor
poderoso, nutricia como una tarta partida por la mitad.
—La próxima vez tiene que traerse a su mujer, si no no puede
volver —le dijo con mucho énfasis a Hans cuando éste se despedía.
Le miró con franqueza y directamente a los ojos. ¿Y por qué entonces
se creyó Hans incapaz de sostener esa mirada?

Ya en la escalera, se dio cuenta de lo mucho que le apetecía


volver a fumarse un cigarrillo. En realidad se había propuesto dejar
de fumar por causa de su empresa americana, pues allí los fumadores
estaban mal mirados. Pero, en vez de volver ya con Ina, se vio
bajando otra vez las escaleras, ahora en dirección al etíope. El cual
había vuelto a abrir su salón del patio trasero, aunque servía también
en el lado de la calle, donde, de cualquier modo, le reclamaba un
público muy distinto que, mientras conservara la autoestima, no
habría podido dejarse ver junto a los buenos señores del patio. Tan
sólo el borracho tenía la osadía suficiente como para dejarse a veces
arrastrar desde la tropa de la calle hasta el exclusivo patio trasero.
Cuando Hans entró en el patio, encontró sentados compartiendo
mesa a Souad, Barbara y un hombre joven y delgado, con largos
cabellos rubios y unas gafas de sol subidas por la cabeza a modo de
diadema. Los tres absortos en sendas conversaciones telefónicas en
distintos idiomas: Souad hablaba en árabe; el mozo rubio coronado
con las gafas de sol, en francés; Barbara, en español. Ella fue la más
rápida. Souad se protegía de la fresca con un jersey amarillo de
cachemira que daba una notable consideración a su persona, de tanta
oronda barriga que tenía que cubrir, aunque en aquel mundo pétreo
del patio la temperatura no había descendido más de uno o dos
grados, pues los muros conservaban el calor como un buen horno. El
etíope había traído una cubitera. No bebían hoy cerveza, sino vodka,
de botellitas pequeñas como sacadas de una tiendecita de juguete.
Barbara puso a Hans al corriente acerca del joven rubio sentado a su
vera: una presentación en condiciones resultaba imposible debido a
que no permitía ninguna interrupción en su absorbente conferencia.
Se trataba de su primo, pues; hombre políglota, se desenvolvía como
en casa en al menos seis idiomas, por lo demás como ella misma, un
don extraordinario; su última ocupación había sido la de cocinero en
Gran Canaria, una vergüenza que no hiciera nada con su vida. Desde
que ella se divorció habían estrechado un poco sus relaciones, y el
primo la asesoraba.
—Compro su consejo —dijo con orgullo. Pues, añadió, no
permitía que le regalasen nada. Por profundo que quizá fuera su
conocimiento de otras lenguas, su alemán mostraba grandes lagunas,
y eso que era alemana, pero a esas alturas, como explicó, su alemán
solía desaparecer, simplemente, pues olvidaba rápido lo que no
necesitaba todos los días.
—Sé el inglés..., sé el francés, pero me falta saber el alemán —
en estos mismos términos lo admitía jovialmente. Se había buscado
un acento que subrayaba aun más su carácter extranjero: así, al
hablar de sí misma pronunciaba un isch6 farfullado, con un sonido
silbante cuya lengua de origen resultaba imposible adivinar. Había
estado fuera mucho tiempo, prosiguió, pero ahora había que volver a
tomar tierra: pues se debía vivir en el país en el que una tenía sus
intereses, ¿no opinaba Hans así? Su primo, de todas formas, estaba
en contra de regresar a Alemania, y se pasaba el día entero
mascullando: esto no le gustaba, aquello tampoco, pero Souad la
quería allí en Alemania a cualquier precio, y así se veía entre dos
ruedas de molino. Una situación, por cierto, que se diría le
proporcionaba un placer sin freno. En el calor húmedo del ambiente,
se le venía un poco abajo su melena de león, y una multitud de finos
cabellos molestaba ahora su respingona nariz; pero el vodka lo
aguantaba mejor que los varones, ambos, a los que beber había
puesto pendencieros. Souad estaba rabioso, le explicó Barbara a
Hans, porque hoy lo había sorprendido en la ciudad: en un café de la
Plaza de la Ópera, sentado con una dama de piel blanquísima,
peripuesta con mucho colorido y pequeña papada, algo cursi con sus
alhajas de plata.
—Souad, ¿era tu mujer...? —Esa simple pregunta bastaba para
que Souad empezara a insultar, así que le recomendó cuidado a
Hans. Le prometió para enseguida una demostración práctica que
funcionaría sin ninguna duda, pues de hecho había funcionado ya
cuatro veces.
Un taxi se detuvo frente a la puerta del patio, y de él bajaron
con suprema delicadeza las largas piernas de Frau Mahmouni. El
taxista la acompañó hasta dentro del patio. La mujer llevaba un
vestido del mismo corte que el de la primera vez, solamente que
hecho de otra cortina distinta. El taxista se quedó sentado junto a
ella. Era uno de sus vasallos.
—El espectáculo de estas conversaciones telefónicas me divierte
—dijo susurrando a Hans—. Cuánto me gustaría ver qué cara ponen
los señores cuando se enteren de que se les ha escapado el
“Habsburger Hof”. Esta gente sabe de todo y es capaz de todo, pero
no es gente de negocios. O, por lo menos, no lo que yo entiendo por
gente de negocios.

6
O sea, ich, el pronombre personal "yo".
VII

El taxista era turco, un hombre de aspecto digno; llevaba el


pelo negro entrecano muy corto, y bigote finamente recortado con
tijeras. Parecía como si Frau Mahmouni fuese acompañada de su
abogado. Al poco tiempo, sin embargo, el hombre fue a hacer
compañía al etíope, ocupado ante todo en atender a los clientes de la
parte delantera del negocio. Todo un talento natural para la
gastronomía, incluso cuando las operaciones de mostrador se
recrudecían él adivinaba si faltaba algo en el patio trasero, al mismo
tiempo que se las arreglaba para mantener una tranquila
conversación con el taxista. Pues, en efecto, en él era un principio
absoluto el no estar implicado en nada, en ninguna de las
circunstancias que lo rodeaban; era libre, y se aprovechaba de esa
libertad con su calma proverbial. Hasta respecto a Frau Mahmouni
guardaba distancias, lo cual, de todos modos, resultaba fácil, pues la
mujer mantenía un auténtico idilio romántico con la independencia y
la reserva.
—No sé nada sobre él, ni quiero saberlo —dijo llena de
majestad, en un tono del que parecía deducirse que se podía saber
todo tipo de cosas metiendo la nariz en las actividades de aquel local
de comida rápida.
—Los hombres son incomprensibles —prosiguió. ¿Era tal idea el
resultado de sus dos matrimonios o una posesión previa a ellos? Con
las mujeres, en todo caso, aseguró que quería mezclarse aun menos:
toda su vida había trabajado con hombres, y en su momento su
padre, al despedirse de ella para siempre cuando quedó desprovisto
de todos sus recursos (más tarde se recuperó algo, explicó, pero sin
recuperar nunca el bienestar de antaño), le había recomendado
encarecidamente:
—Pégate siempre a los hombres. Recuérdalo: deja que las
mujeres sigan por su camino, tú eres una mujer para hombres.
Y así es como había sucedido: su padre (a fin de cuentas, un
hombre), pese a tanta calamidad en todo lo que emprendía, fue su
maestro en cuestión de negocios. Nunca, afirmó, había tenido otro. Y
muchas cosas había vivido, muchas buenas y muchas malas: pero
siempre con hombres.
—Aunque sin ningún interés por el sexo —dijo en un tono como
si hubiera de rechazar una proposición tajante de Hans. El cual, no
obstante, no podría haberse escabullido, pues la huesuda mano de
Frau Mahmouni le tenía firmemente agarrado por el brazo. Por su
parte, Souad, el primo, que ahora charlaba en holandés, y Barbara,
que se arañaba a conciencia la cabeza con sus largas uñas (lo cual
requería abrirse paso fatigosamente entre aquel océano capilar, aun
en el abatido estado en que se encontraba) y ahora estaba hablando
en inglés, evitaban mirarse mutuamente, de modo que, no
necesitando los ojos para sus conversaciones, los tenían fijos en Hans
y Frau Mahmouni. Según Hans contemplaba a este grupo, cada
componente abismado en su conversación correspondiente, pero
todos sentados a la misma mesa con actitud familiar, manteniendo
una relación recíproca pero sin ocuparse unos de otros, se le pasó un
momento por la cabeza que cobraba nueva actualidad un término de
la Historia del Arte, la sacra conversazione. Pero esa observación ¿no
caía en realidad dentro del área temática de la tan traída y llevada
tesina de licenciatura de Ina?
—¿Por qué se casó usted entonces? —preguntó Hans, que
recordaba también haber oído sobre un hijo concebido precozmente.
Una pregunta que jamás habría hecho si la vieja dama levantina
(¡aquel ejemplar modélico, histórico de vieja dama levantina!) no
hubiera pronunciado la palabra “sexo”, espantosa viniendo de su
boca. Podía creérsela capaz de conocer todos los abismos de los
burdeles infantiles de El Cairo, pero jamás de nombrar por su crudo
nombre ninguna cosa de este mundo, sino siempre sirviéndose de
alusiones rutinarias que dirían lo suficiente a la persona bien
enterada. En su inexpresivo rostro, de hecho, había aparecido un algo
estridente al hablar de sexo, con la x de la palabra extendiéndose por
todo él y estirándolo desde los cuatro extremos. Pero se diría que
había estado esperando la pregunta de Hans. Estaba bien preparada
para ella, casi un poquito demasiado bien preparada; la respuesta se
produjo con algo de demasiada agilidad, el gesto de la cara adoptó
con demasiada diligencia una despreocupada dejadez.
—Qué quiere usted... Yo quería compañía. No basta sólo con
preocuparse del éxito en los negocios, que en mí, por la preparación
de mi padre, era de todos modos algo evidente. Pero una también
quiere salir al cine alguna tarde que otra, a tomar una copa las
noches de verano. Estoy preparada a pagar el precio; que hay que
pagar es algo evidente, y yo siempre he pagado lo mío.
Hans estaba en camino de fumarse una cajetilla entera. Nada
más que un cigarrillo fue su educada petición al etíope, el cual, sin
embargo, dejó a su alcance toda la cajetilla con la misma actitud con
que le habría tendido un pedazo de pan. Ahora iba ya por el décimo,
por más que no los dejaba consumirse hasta el fin. Fumar le estaba
sentando increíblemente bien. En su interior le había intranquilizado
un pequeño vacío que apenas percibía, sin relacionarlo tampoco con
su ascética privación; pero ya la primera calada demostró que era
exactamente el humo del tabaco lo único que capaz de llenar aquella
oquedad y atenuar el nerviosismo. En este momento le daban ya
igual sus propósitos. La carencia que sentía era demasiado patente
como para quedarse insatisfecha.
—Fume —dijo Frau Mahmouni, que le observaba atenta—;
todos los hombres con los que he tenido que ver fumaban mucho...
Menos uno: Tesfagiorgis —Y señaló con el dedo al etíope, que
probablemente careciese de necesidades en general o bien, en
cualquier caso, en tanto se ocupara de llevar este local en este lejano
rincón del planeta.
Esa misma noche había de producirse otro cambio en la
configuración general. Frau Mahmouni se llevó a un lado a Barbara,
en contradicción con el desinterés profesional por la feminidad que
había manifestado con tanto énfasis. Cualquiera habría dicho que
tenía una propuesta que hacerle. Souad, en vez de eso mismo,
dedicó el tiempo a trabajarse intensivamente al primo. No se le iba
de la cabeza lo que Barbara había dicho de que entre el primo y él,
Souad, se sentía aplastada como entre ruedas de molino. Quizá era
mejor, debió de pensar Souad, no aplastarla, sino desmenuzarla por
completo aliándose con el primo.
—Esta ciudad no me va —decía el primo en tono refunfuñón, y
Souad, con sus pardos ojos de animal (apenas se veía algo de blanco
en ellos) clavados en el flaco joven, replicaba con afligido candor:
—Pero vamos a ser sinceros de una vez. ¿Crees que a mí me va
esta ciudad? A mí tampoco me va esta ciudad.
Cuando Hans marchó hacia el edificio, Souad levantó la vista
del primo, cuya oreja se estaba comiendo casi literalmente, y dijo en
tono de queja gruñón:
—¿Por qué no me habéis dicho que el casero ha estado hoy en
vuestro piso? —Hans no sabía nada. Souad adoptó un tono de
verdadera impertinencia.
—No, nada de eso de hacer como si no supieras nada. Ha
estado horas ahí arriba con vosotros. ¿Qué ha dicho? Dígamelo: ¿qué
ha dicho? —Hans no tomó a mal el balanceo entre el tú y el usted,
pero cuando empezó a explicar dónde había pasado las últimas horas,
vio claro de repente lo fuera de lugar que estaban aquel
interrogatorio y el tono de queja del administrador. Lo interrumpió,
pues, diciendo:
—¿Es acaso asunto suyo?
—¡Así es, Souad —exclamó Barbara desde donde estaba—, ay,
lo que tú no quieras saber! No todo el mundo tiene tanta paciencia
como yo.
Prendió entonces en el patio un cacareo como en una pelea de
gallinero, pero a Hans no le llegó ya nada. Dejando de lado la puerta
de los Wittekind, cerrada (según le pareció) del modo más
inexpresivo, subió a la cuarta planta.

Ina estaba en el salón, tendida en el sofá, posiblemente justo


encima del sofá Wittekind (¿no es verdad que las habitaciones tienen
su propia manera de prescribir a sus inquilinos la disposición del
mobiliario?); no dormía, ni leía, ni tenía puesta la televisión, ni estaba
oyendo música. ¿Esperaba? Mostraba un ánimo remiso, meditabundo.
La habitación estaba muy iluminada, las numerosas pantallas
amarillas de las lámparas creaban una claridad suave, multitud de
soles templados que irradiaban su luz al exterior. Sin vecinos de
enfrente, se extendían amplias regiones al otro lado de las ventanas,
como en las vistas desde lo alto de una torre.
Había hablado con mamá, le dijo sin levantar la vista para
mirarle. Había intentado explicarle a mamá su teoría sobre las
prostitutas. Sin poder contenerse, Hans pregunto que qué teoría,
pues le disgustaba la mera idea de que le fuese presentada a Frau
von Klein una idea suya (y podía suponerse, además, que
reproducida no con toda la exactitud posible). Pues bien, había sido la
teoría de las prostitutas, que según él hoy tenían el aspecto de
estudiantes universitarias... Algo en lo que, por otra parte, Ina afirmó
no poder darle la razón, pues las prostitutas del otro lado de la calle
tenían justo el aspecto con el que siempre se había imaginado a una
prostituta, como lo demostraba el hecho de que ella las reconocía al
instante. Frau von Klein, en conclusión, había querido saber al
respecto dónde había adquirido Hans tales conocimientos, y ella, Ina,
personalmente prefería en realidad no saberlo, pero le transmitía la
pregunta.
En un breve espacio de tiempo, pues, era ya la segunda vez
que le pedían explicaciones. ¿De dónde sabe uno lo que sabe? ¡Como
si eso, comenzó su defensa, pudiéramos determinarlo siempre con
exactitud! En cuanto a experiencias con prostitutas, él no había
tenido ni una sola, exceptuando en el ejército, donde formaba parte
del ritual de la camaradería el ir a buscar a la única prostituta de la
pequeña población de guarnición; y él participó en ello tan borracho
que ni podría decir cómo era la mujer. Pero dejando eso de lado... En
cuanto hablamos y describimos y afirmamos, ¿de dónde lo saca uno
todo? Los casos en los que puede decirse: de tal y cual libro, capítulo
tres, o de tal o cual película, son raros. Por algún lado nos cae del
cielo lo que sabemos o creemos saber, y esas astillitas de realidad
que vuelan siseando por el aire se nos quedan colgadas del cerebro
como si fuera un pegajoso papel atrapamoscas. Era propio, no
obstante, del instinto de Frau von Klein rastrear con mano segura
hasta dar con debilidades de este tipo. Porque, por su parte, se sabía
en posición segura. Su pretensión era reclamar el derecho de las
damas a un trato honroso mientras que ella iba cotorreando lo
primero que le parecía.
En vez de entrar más en detalle en la cuestión de la suegra,
Hans dijo:
—Según Souad, nos ha visitado el casero.
—Nos ha visitado, sí —respondió Ina. Y añadió que era una
pena que no hubiera estado él también. Hablaba con tono de
ensoñación, como bajo el efecto de una impresión demasiado
significativa como para renunciar a demorarse en ella un poquito más
antes de dar la información al respecto. Había sonado el timbre
cuando estaba secándose el pelo (Hans, en silencio, se dijo que un
visitante no anunciado tendría difícil acertar con el momento en que
Ina no estuviera secándose el pelo). Ina había abierto con la toalla en
la cabeza a modo de turbante, confiada en que sería Hans, que volvía
ya de su visita a los de abajo. En la puerta, sin embargo, había un
extraño, una imagen extraordinaria. Hasta entonces no había visto
jamás de cerca una persona tan gorda. Literalmente, con cada
movimiento el cuerpo se le bamboleaba de un lado a otro en torno a
la cabeza, que, pequeña y empapada de sudor, a duras penas
entresalía del tonel del tronco. Ni por un momento, afirmó, se sintió
preocupada, pues los ojillos del hombre tenían una expresión tímida e
implorante. Aunque tenía el pelo cano, le pareció muy joven; la piel
de las manos era suave y blanca como la de un bebé. Se presentó: se
llamaba Sieger, Urban Sieger, y era el propietario de la casa.
—Me haría feliz que me permitieran entrar, pues no va a pasar
a menudo que logre subir hasta aquí arriba. No estoy bien —Cuando
se sentó en el sofá, pareció que estuviera tomando asiento en un
sillón. El sofá mantenía con él la proporción adecuada, y ya no daba
la impresión de ser tan enorme.
—Es estupendo que vuelva a vivir aquí una pareja joven y feliz
—dijo Sieger—, porque ¿están casados, verdad? —Contó que hacía ya
bastantes años desde que había vivido aquí arriba, una época en la
que le costaba menos estar de pie— Entonces yo también estaba
casado, y sigo estándolo, pero se acabó la felicidad, todo está
destruido —Entonces, añadió, había dejado el piso tal como estaba,
con todo lo que había allí, porque no fue capaz de volver a ver nada
de aquello. Su mujer sí se había llevado lo que pudiera necesitar—. Y
estaba en su derecho. Todo lo que yo poseía le pertenecía también a
ella... Lo que quedó en este piso lo dejé disponible —Y mientras
pronunciaba la palabra “disponible”, era como si los ojitos fueran a
írsele para otro lado, sumergiéndose en la cabeza...
—Tuve una muñeca —dijo Ina— con ojos de cristal que a veces
se le giraban; parecía como si se hubiera vuelto ciega de repente,
pero entonces yo la agitaba, y allí estaban otra vez las pupilas y el
iris, pero a Herr Sieger era imposible agitarle... Ni siquiera se daría
cuenta si le pegaran un empujón.
Desde entonces, resultó que el piso había estado alquilado
muchas veces, y cada inquilino se había llevado lo que le gustaba:
Sieger en realidad venía solamente a ver qué seguía estando allí. Y,
vaya, el escritorio de su padre, dijo señalando el negro armatoste
pseudo-barroco con las patas en forma de columnas retorcidas: allí
es donde siempre se sentaba su padre, estaba como entrelazado con
aquel escritorio, formaban un ser parecido a una esfinge... Y era tan
pesado, concluyó, que quizá permanecería en el piso hasta el fin. Ina
estaba dispuesta a guiarle hasta cada una de las cosas, lo cual
también resultaba necesario, ya que el mobiliario sigeriano se
eclipsaba entre los nuevos trastos que llenaban las habitaciones.
—Y aquí sigue también éste —dijo medroso y verdaderamente
agradecido cuando Ina le trajo el grabado del castillo de Eltz, que ella
había colgado en el cuarto de baño. Sieger le contó que el grabado
era de su tía, que había sido pintora, aunque también fue porque
pudo permitírselo al casarse con un hombre rico. Con la pintura no
tuvo nunca ningún éxito cabal:
—Básicamente, no era artista —dijo Herr Sieger. ¿Sabría qué es
lo que distingue a una artista en el verdadero sentido de la palabra, o
estaba limitándose a repetir la sentencia emitida por el consejo
familiar?— Cositas como esta, estampas, eso era lo suyo.
—¿No le gustaría a usted llevarse el cuadro? —preguntó Ina. El
hombre expresó una negativa vehemente y formal. No, de ningún
modo, además de que en ese momento (y suspiró) no tendría ningún
uso que darle.
—Pero, ¿qué uso quiere tener usted para este cuadrito —
preguntó Ina—, una cosa que no hay más que colgarla? Si puede
estar colgado aquí, también podrá estar colgado en su casa... Quiero
decir... Pero ¿colgarlo no es entonces lo mismo que darle un uso? —
Ina lo había dicho con intención muy amable, sin pretender
aleccionar; Hans lo comprendió de inmediato, pues sabía cómo Ina
tropezaba con los modismos a los que no estaba acostumbrada y
cómo le urgía entonces querer aclarar bien el asunto.
—Antes de la guerra, esto era una zona burguesa, no tanto
como elegante, no, pero aquí se podía vivir; mis padres eran gente
de cierta posición —dijo Sieger en vez de responder. No estaba en su
ánimo el alardear de sus orígenes, sino señalar una vez más el
enigmático fenómeno de que era posible perseverar en una férrea
stabilitas loci al mismo tiempo que, sin embargo, vemos cómo todo
alrededor se convierte en otra cosa. No lamentaba el cambio. Lo que
le daba que pensar era solamente que aquel edificio hubiera podido
resistir los bombardeos de la guerra, especialmente nutridos en torno
a la estación ferroviaria, pero todo nada más que para terminar
despertando en un mundo distinto, como los siete durmientes cuyo
sueño les salvó de las iras del tirano.
Y ¿querría permitirle aún contemplar una vez más la pequeña
habitación de al lado de la cocina? A ella, dijo, estaban ligados unos
recuerdos particulares. Al levantarse, pareció como si se echara a
rodar al suelo desde el sofá. Se vio confirmada aquí la antigua
observación sobre la agilidad de los gordos. Caminó por delante de
Ina, causando con cada paso un silencioso estremecimiento en el
suelo. Ina contemplaba sus pantalones.
—Los dos habríamos podido vivir en esos pantalones, usándolos
como saco de dormir, una pierna para cada uno —Al andar, Sieger
mandaba hacia adelante su cuerpo como un robot: el impulso del
hombro izquierdo propulsaba el paso de la pierna izquierda, y el del
hombro derecho el paso de la pierna derecha, esa impresión daba. Su
blanca camisa, una tienda de campaña, se le pegaba a la espalda
dejando ver el relieve de la camiseta interior. No tomaba nota de
tantas nuevas adquisiciones y reformas como había en la casa: le
movía solamente lo que ya conocía de antes. El cuarto de despensa
junto a la cocina era uno de los puntos fuertes del piso. Espacioso,
estaba equipado en todo su perímetro con estanterías blancas, ahora
recién pintadas. No hay ya en las casas nuevas cuartitos auxiliares de
este tipo, que sin embargo son lo primero que hace habitable un piso
como este. Muchas cosas son las que pueden desaparecer en un
cuartito así. Y a su vez habían desaparecido de él muchas otras.
—Mi mujer tenía, y seguramente seguirá teniendo, pasión por
los zapatos —dijo Herr Sieger. Y contó que apenas pasaba un día sin
que se comprara un par. Pero casi nunca eran zapatos caros. Lo dijo
en tono de verdadera súplica: no quería que en sus palabras nada
sonase a reproche; él le concedía de buen grado aquella furia
atesoradora. Su mujer tenía unos pies estrechos preciosos, pero
largos en comparación, un punto sobre el que aclaró que estaba
evitando conscientemente la palabra “grandes”, con la que uno se
haría una impresión equivocada. Y no era fácil encontrar zapatos para
aquellos pies. La colección había empezado con la costumbre de
comprar cualquier par de zapatos que le ajustaran bien, pues estaba
obligada a vivir con el miedo de tardar bastante en encontrar otros
adecuados. Aunque, había que reconocer, tampoco eran tan raros los
zapatos de esa horma, y muchos su mujer los había comprado sólo
por la horma, pero sin ponérselos después nunca porque no le
gustaban. Una vez llegaban a casa, los trataba sin miramientos y los
arrojaba sin más al cuartito. Al final, sólo con mucho esfuerzo podía
formar un par con los zapatos que le ajustaba bien, y entrar en el
cuartito era ya una opción completamente descartada. Y así,
concluyó, él había terminado dedicando todo un día a recoger el
cuartito y clasificar los zapatos.
—Estuve aquí de rodillas —dijo sin atreverse a mirar a los ojos
a Ina, de tan intenso como era el recuerdo que se apoderaba de él.
Entonces también hacía calor, y el aire estaba lleno del olor del cuero,
del cuero de zapatos usados—. Ya sé —dijo Herr Sieger—, para otras
personas la idea de ese olor cálido a cuero de los zapatos usados
tiene algo repelente, y también a mí me resultaba repelente en parte,
pero también atractivo. Fue una experiencia muy intensa y profunda.
Al final, había aquí trescientos pares de zapatos, formados en filas
como soldados... Y, sin embargo, algo debió romperse entonces. En
ella, me refiero, cuando le mostré el cuartito. Nos habíamos peleado,
se había marchado, regresó y le enseñé el cuarto de los zapatos. Fue
un error seguramente.
En ese momento, descubrió en el alféizar un vaso lleno de
moneditas de todos los países imaginables, de esas que se acumulan
en los bolsillos del pantalón en los viajes y, después, uno guarda en
casa en alguna parte en la esperanza de volver a poderlas utilizar
alguna vez.
—Aquí sigue, aquí, nadie lo ha tirado hasta hoy, qué extraño —
dijo Sieger—. ¿Ve usted? Peniques, francos, liras: de cada moneda
podría decirle a usted a qué viaje corresponde. Pero qué respeto le
merecen a la gente los importes pequeños. Se han llevado de aquí
muebles, también libros, pero aquí siguen estas monedas, que hoy ya
han perdido su valor.
—Y alguna hemos añadido nosotros —dijo Ina señalándole un
centavo de Estados Unidos. Herr Sieger lo celebró. Pero enseguida se
quedó cohibido, y pidió permiso para hacer una pregunta inusual.
—¿Por casualidad han pagado ustedes ya el alquiler de este
mes?
—Sí, claro —dijo Ina—, yo misma hice la transferencia.
—¿A quién, si se me permite la pregunta?
—A Herr Souad, ése era el acuerdo.
Herr Sieger, sumido en cavilaciones, murmuró algunas palabras
mirando al vacío: claro, ése era el acuerdo al fin y al cabo, así que
seguramente estaría en orden. ¿Era acaso que no le había llegado el
dinero? Eso nunca era seguro, dijo Herr Sieger, pero lo normal era
que llegase, y de hecho Herr Souad no había dado ninguna queja.
—Hable con Herr Souad —Con ello había querido Ina pronunciar
un requerimiento, pero involuntariamente sonó indeterminado, casi
como una pregunta. No, repuso Sieger con seguridad, con Souad no
iba a hablar, en ningún caso..., y eso a pesar de que en ese momento
no tenía un céntimo, ni un solo céntimo.
Ina le preguntó si podría quizá ayudarle en algo con cincuenta
euros, una propuesta que le dictó la perplejidad. Herr Sieger volvió
por un momento la vista retorciendo los ojos, pero, recuperando el
poder sobre ellos, miró cara a cara a Ina muy dignamente, como en
ningún otro momento de la visita, casi incluso con severidad, y dijo:
—Con mucho gusto aceptaría esa oferta.
VIII

Algo había sucedido con lo que ni Hans ni Ina habían podido


contar. Una persona joven y saludable se imagina siempre las
transformaciones de la vida en forma de acontecimientos externos:
un nuevo trabajo, un nuevo amor, un gran éxito, gente nueva, una
nueva ciudad, un nuevo país. Los espabilados quizá tengan aquí en
cuenta las posibles desgracias de cualquier clase, pues nos movemos
sobre hielo fino, nuestros pasos hacen sonar un crujido audible para
la persona sabia y la expectativa es que un día se rompa la capa de
hielo. En pequeña proporción, eso le había ocurrido incluso a alguien
tan dotado para la dicha como Hans. Uno podía vestirse con todo
cuidado para salir raudo a una cita importante; entonces se montaba
en la bicicleta, salía pitando por caminos conocidos cada una de
cuyas piedras le era familiar, y en el intento de esquivar a un coche
que venía de frente, marchando la rueda delantera demasiado cerca
del bordillo, entonces uno lo roza de lado y acaba en el asfalto tras
haber salido volando sobre el manillar. Los pantalones se llenaron de
rotos; las manos, que se plegaron buscando apoyo, tenían arañazos y
sangraban; algo le dolía en la rodilla, hubo que hacerle una
radiografía y resultó que estaba rota. La cita quedó cancelada, los
días siguientes fueron completamente distintos de lo planeado, y todo
eso se había decidido en un solo segundo. Fue un instante filosófico,
si uno lo pensaba bien y sacaba sus conclusiones de lo sucedido.
Pero, bien, encajar calamidades así e incluso darlas por buenas y
sobreponerse a ellas era algo que se esperaba de una persona adulta.
Que todos los planes se vengan abajo era una posibilidad que
siempre debía tenerse en cuenta.
Ahora, ¿qué ocurría cuando no había ocurrido absolutamente
nada malo? Cuando no había muerto nadie, ni ardido una casa,
cuando no se habían presentado deudas ni enfermedad, y sin
embargo la vida, que en ningún momento se había detenido en su
desarrollo tal como estaba previsto y se esperaba y se aspiraba,
adquiría de improviso un nuevo color, se veía obligada a encajar un
olor inesperado, un enturbiarse la luz; cuando el aire se volvía más
pesado y respirar se convertía en un trabajo, ¿qué ocurría entonces?
Ina pensaba en lo que Herr Sieger había dicho sobre su casa,
una vivienda de otro siglo que se veía ahora en un mundo para el que
no la habían planeado. Sin haber cambiado en nada, de repente se
había vuelto algo de poco valor, algo miserable. En lo relativo a la
situación de la propia Ina, ciertamente el asunto no podía compararse
con una casa así, pero las palabras de Sieger la habían puesto sobre
una pista. Qué bien le iba. Qué feliz era de haberse casado con Hans
y vivir con él como su esposa, a lo cual ambos habían aspirado
durante años (en un noviazgo que se dilató hasta ese punto porque
primero Ina quiso a toda costa lograr de su madre por las buenas que
consintiera en aquel matrimonio, y sólo tras perder toda esperanza
declaró que aun así iba a casarse con Hans). Ese mismo día, Frau von
Klein había abandonado de inmediato todos sus reparos, llegando
incluso a afirmar que desde un principio había estado a favor de
aquel matrimonio, pero ya se sabía que los jóvenes nunca sabían lo
que querían. Cuánto satisfacía sus esperanzas y sus expectativas
aquella vida que llevaba ahora, y precisamente también por lo
retirada que era al hallarse ambos en una ciudad extraña; tantas
veces se habían asegurado mutuamente cómo anhelaban perder de
vista esa multitud de personas autorizadas a demandar de ellos esto
o lo otro. Qué satisfecha podía considerarse con cómo había
remozado la casa y con las compras que había hecho.
Todo lo dicho lo tenía bien presente como una dicha innegable.
Todo era como debía ser. Pero, sin embargo, al tiempo todo era
incomprensiblemente distinto de lo esperado y previsto. Se había
apagado la llamita de la alegría que nunca había dejado de arder
mientras estaban juntos. Pero ¿cuándo exactamente? ¿A partir de
que regresó del viaje por Italia con Frau von Klein? ¿Durante ese
viaje? ¿En los días siguientes? Que se hubiera apagado ¿tenía algo
que ver con el viaje? Ina se hacía reproches en secreto por haberse
ido de viaje. Veía ahora la exagerada exigencia que su madre le había
planteado entonces: recién casada, dejar solo a su marido con su
nuevo trabajo y sin casa, para acomodarse a la vuelta en el nido ya
hecho. Y, aunque tampoco se dejara llevar hasta una autoinculpación
en toda regla, sí buscaba la culpa en sí misma. Hans no le hacía
ningún reproche; era igual que había sido hasta entonces, estaba
enamorado y sonreía al verla, aparte de comportarse con un celo y
habilidad inauditos en lo referente al banco. Sólo que, llegada a ese
punto, creía percibir, con inquietud, que la transformación, aquel algo
innombrable que teñía todo con su sombra atenuando el colorido,
tampoco lo había dejado a él fuera de su alcance.
Por algún tiempo se refugió en la esperanza de que Hans no
notaba ni lo más mínimo aquella nube que la sobrevolaba cubriéndola
de oscuridad. La consolaba y la tranquilizaba pensar que esa
uniforme coloración turbia no era, por lo que podía apreciarse, un
suceso objetivo, sino que ella era la única que podía percibirlo. A
continuación pensaba que, sencillamente, ella misma tenía que
apartar la vista de aquella sensación suya, no prestarle atención y
hacer como si todo siguiera igual. Pero de improviso se veía a sí
misma desempeñando un papel indigno en aquella función. ¿Por qué
iba a mostrarse alegre si no era ése su estado de ánimo?
—¿Qué te pasa? —le preguntó Hans una noche en la que, con la
persiana todavía sin bajar, la luna se reflejaba en la colcha. La
respuesta de Ina habrá sido dada ya mil veces a una pregunta
semejante:
—Nada —Aunque, tras un rato callada, añadió al menos—: No
tiene nada que ver contigo —Siendo así, no podía censurársele a
Hans que aguzara el oído.

Una primera discusión de cierta importancia (no llegaríamos a


llamarla riña, pero de hecho era inusual en ambos) fue la que se
produjo cuando los invitaron a cenar los del tercer piso, le ménage
Wittekind, como habría dicho Frau von Klein. Hans se alegró
cordialmente de este rasgo de amabilidad. Le había hecho a Ina una
sentida y entusiasta narración de su visita, y le daba vueltas a cómo
profundizar en la relación. ¿Sería oportuno invitarles? Pero entonces
llamó por teléfono la misma Britta parar proponer “una sencilla cena
de buenos vecinos”. Ina, en cambio, no se alegró. Lo que había
escuchado no le causaba curiosidad. Era tímida, y apenas se había
movido fuera de sus propios círculos sociales. Un hombre con tantos
libros la encontraría aburrida con toda seguridad. ¿De qué se le habla
a un hombre así?, se preguntaba desconcertada, como si las muchas
lecturas estrecharan el horizonte coloquial del lector volviéndole
incapaz del esfuerzo de una conversación entre comensales.
Asimismo, tampoco le resultaba agradable la idea de ver a una actriz,
ni aun siendo bonita. Pese al énfasis con que Hans le había hablado
de tal belleza, no había aparecido en Ina la menor pizca de celos.
Siendo bonita ella misma, encontraba completamente natural que la
gente con la que se tiene trato sea también bonita, un predicado que
manejaba generosamente y por el que se distinguía de tantas
mujeres que miran a las otras con malevolencia, con ánimo crítico
dispuesto a la pelea. En verdad, Ina quería que las mujeres fueran
bonitas y también que le gustaran a Hans. Era como si intuyera con
mucha claridad (de hecho una intuición que, yendo más allá de su
experiencia, provenía de una disposición fundamental de ánimo) que
el ser bonita y el atractivo erótico eran dos cosas que no tenían que
ver entre sí necesariamente. Consideraba igualmente que las actrices
formaban parte de la “gente interesante”, como suele decirse, por lo
que pasar una tarde con una “actriz bonita” era un objetivo digno de
intentarse, y ello por más que para sí misma rechazaba con decisión
cualquier teatralidad; pero, en aquella situación anímica que aún le
resultaba enigmática y poco clara, se sentía incapaz de ir a visitar a
“gente interesante”. Tenía que resultar un fracaso forzosamente.
No le dijo a Hans nada de esto, sino que le propuso que fuera
solo, aunque, eso sí, si es que era inteligente trabar amistad tan
rápido con vecinos de la misma casa, lo cual, en su opinión, podía
terminar en una gran molestia, pues le parecía angustioso tener que
andar dispensando a la gente amabilidades de un tipo u otro a lo
mejor todos los días, bajo la continua presión de invitarse
mutuamente, y así terminar con miedo a salir de casa en cuanto se
oyesen pasos en la escalera. Una vez que Hans hubo rechazado de
plano la objeción y, ante todo, se mostró totalmente contrario a
aparecer allí solo (“Qué impresión daría eso, ya la segunda vez”), Ina
probó a atrincherarse detrás de su madre. Era, dijo, día de llamada
telefónica de Frau von Klein, porque ese día no iba a salir, sino que se
quedaría sentada sola en casa, una imagen digna de compasión.
Fue de hecho la invocación a las necesidades de Frau von Klein
lo que agudizó el tono de la conversación. De repente, Hans no quería
oír nada más de los deseos de su suegra ni, en general, de cómo se
encontraba. Le eran indiferentes, dijo, los proyectos de Frau von
Klein para una tarde sin invitaciones como aquella. Qué le interesaba
a él cómo hiciese sin gente que la entretuviera para pasar el tiempo
hasta la hora de irse a dormir. Sí, quizá esa tarde a Frau von Klein
acabarían dándole picores de aburrimiento, y pensarlo le dejaba
totalmente frío: en su vida se había interesado Frau von Klein por
cómo se encontraban los demás (desinterés, precisó Hans, del que
podía considerársela un caso modélico redondo), pero es que era
ante todo su hija quien le había sido siempre perfectamente
indiferente: el hecho era que no le había dado ni siquiera un nombre
como es debido. Ina: eso no era un nombre, sino una forma
abreviada, con la cual ni la misma Frau von Klein sabía si estaba
pensando en Georgina, Albertina o Martina, pues con aquel Ina
perseguía un único objetivo: que el monograma de sus objetos de
plata (se llamaba Irma) le sirviera también a la hija, para que con el
tiempo no hiciera falta llevar a grabar nada.
De hecho, en el círculo familiar de Ina se comentaba a veces la
similitud, tan práctica, entre los monogramas de madre e hija, pero
en el sentido de exaltar tamaña actividad previsora. Ina tuvo la
impresión de que había verdadera perfidia en que Hans sacara en ese
momento esa cuestión familiar para apoyar su vituperio de la suegra.
Ina se sentía herida, pues hasta entonces nunca había venido
un ataque así de Hans, siempre paciente y, también, diplomático. Se
creía de acuerdo con él en que había que soportar a su madre y en
que él aceptaba igual que ella misma la necesidad de plegarse a sus
ventoleras. Estaba abriéndose aquí una grieta que la muchacha sintió
amenazadora. Jamás permitiría que Hans forzara una lucha de poder
en torno a Frau von Klein. En el estado de ánimo que le había
sobrevenido, nadie tenía derecho a hacer vacilar lo que daba
seguridad a su vida.
Hans e Ina tocaban ya el timbre de Wittekind y Lilien; bien
bañados y frescos, vestidos con su ligera ropa de verano, con aspecto
tan saludable y prometedor, eran justamente la “bonita pareja” de la
que ya se ha hablado, aunque esa buena apariencia tan convincente
con que se presentaban, visiblemente percibida por sus anfitriones,
era tan sólo la fachada bajo la que se escondía un serio mal humor.
Sin tiempo, ni tampoco el ánimo propicio, para reconciliarse, ambos
salieron de casa con la discusión aún coleando.
La vivienda del piso de arriba era amplia y luminosa y resultaba
algo despojada, pero allí abajo todo tenía un aire a caverna, con lo
que hacía también el efecto de ser más pequeño. En el sofocante
calor del verano, la vista de las dos mujeres recién refrescadas era ya
de por sí un alivio, como si de sus cuerpos emanara frescor. Debían
de andar por la misma edad, pero Ina parecía la más joven, mientras
que el pisar las tablas daba a Britta la facultad de hacer patente una
presencia soberana aun en los casos en que no era esa su intención
en realidad. Entre las pilas de libros estaba montada una mesita a la
que parecía haber llegado volando un verdadero “cúbrete, mesa”, con
velas encendidas y una cubitera y las botellas de vino que asomaban
de ella. El señor de la casa, cómodo en su amable ironía y en una
confortable chaqueta para uso doméstico, daba la impresión de haber
levantado apenas la vista del escritorio mientras todo aquello venía
por los aires. Pues, en efecto, Britta venía del teatro, sin tiempo para
preparar la velada; pero quienquiera que hubiese operado allí había
hecho su trabajo con destreza.
Había sólo cosas frías. Sopa de tomate enfriada con hojitas de
albahaca, asado frío y ensalada de judías, para terminar con helado
de limón, lo cual tenía que gustarle a Ina pese a todo. Y de hecho se
relajó su tensión, como Hans creyó comprobar mirándola de soslayo,
aunque la joven siguió evitando mirarle. Wittekind trataba a Ina con
una cortesía ceremonial, pero Hans dudó de que aquellos grandes
ojos, algo saltones, estuvieran siquiera tomando nota de aquella
presencia femenina. Hablaba con viveza al dirigirse a Hans. Pero en
cuanto a Ina, la benevolente expresión, con cierto aire lunar, de
Wittekind parecía ver a través de ella.
Hablaron de lo bien que estaría para otra tarde, más temprano,
ir a nadar al Meno, que a fin de cuentas pasaba casi por el portal.
Antes de la guerra era algo usual, dijo Wittekind, aunque el río
entonces estaba más sucio que hoy. Porque en aquel tiempo, con
toda su inocencia, la gente seguía viendo el río como una gran
acequia de deshechos, además de que ahora llevaba bastante más
corriente, después de que lo hubieran dragado y hecho navegable
para los grandes remolcadores. Si alguien iba hoy a bañarse,
prosiguió, probablemente terminaría muy lejos de su ropa, pero aun
así la relación de los habitantes con su ciudad cambiaría del todo si
volviesen a nadar en el río.
—¡Pero si tú no vas nunca a nadar, ni en el mar ni en la piscina!
—dijo Britta. Wittekind se lo concedió con su consabida expresión de
dejadez: cierto, él personalmente nunca nadaba, ni siquiera sabía si
aún sería capaz de hacerlo, pues la última vez que estuvo en aguas
profundas fue cuando le habían obligado en la escuela. Cuando Hans
había ido solo, Britta, en devota escucha, se había quedado
escuchando con recogimiento y devota atención (así parecía) según
su compañero hablaba y, podía decirse, sentaba cátedra. Había dado
a Hans la impresión de ser ella misma quien más disfrutaba por poder
sentarse junto a aquel manantial de sabiduría, pero ahora le
contradecía y le lanzaba pullas, como intentando trastornar la
indiferencia de aquel hombre, empresa por otra parte sin esperanzas,
pues bajo aquella irónica chaqueta de andar por casa se escondía en
realidad una impenetrable cota de malla. Hans creyó notar que era la
presencia de Ina lo que había transformado a Britta. En compañía de
otra mujer, era patente que no quería hacer el papel de una mera
entrega pasiva.
El trabajo estaba siendo de mucha intensidad, dijo con el tono
más serio. Trabajaba ahora con Alexander Rutz (por lo visto no hacía
ninguna falta aclarar quién era), y eso era una oportunidad, pero
también un difícil desafío. No tenía un gran papel en la obra, explicó,
y con toda conciencia tampoco quería en ese momento un gran
papel, pero Rutz estaba trabajando en esa pequeña intervención para
hacer de ella una miniatura que, precisa al máximo, se convertiría
casi en el centro de la función. Britta pasó a describir su personaje,
una mujer que, tras ser abandonada por su amante, se ve abocada al
miedo de volverse loca de dolor. Pero, entonces, ¿cómo daba forma
Rutz a ese enloquecimiento? Pues por el texto, explicó Britta, en la
práctica no se sabía más bien nada: estaba ahí, pero la primera vez
que una lo leía no podía captar lo de la locura; ella no lo había
sospechado en un principio.
—La mujer ha comprendido que el único hombre al que ha
amado nunca y en quien ha confiado siempre la traiciona y se ha
esfumado para siempre —Tal era la situación, dijo, y entonces venía
la guinda: en esas circunstancias, un hombre se dirige a ella en la
calle para preguntarle cómo se va a la estación de tren.
—Y ella lo comprende: esa pregunta es el salvavidas que le
lanza el destino. Esa pregunta proviene de un mundo en el que son
desconocidas penas como las suyas o traiciones como la que ha
sufrido. Mientras responde a esta pregunta, y por el tiempo que dura
la respuesta está saliendo fuera de su propia realidad terrible, está
entrando en una existencia sin dolor, en una esfera de realismo
radical en la que nadie sufre, en la que lo único importante es tan
sólo solucionar la cuestión práctica de cómo se llega antes a la
estación —Así se lo había explicado Rutz en una lección magistral
privada. Y los compañeros, mientras, esperaban asombrados,
preguntándose a qué tanto hablar y trabajar para aquella escena
lacónica.
—Ahora cómetelos a todos —contó que le había susurrado Rutz.
Y ése era su método de dirección en todos los casos: un azuzar a
todos contra todos para generar la famosa “histeria Rutz”, que de
hecho era algo sin igual en el mundo, siempre que se estuviese
preparada a entrar en ese terreno.
Y así podía describirse su trabajo de aquel día: la mujer está
aturdida por un dolor clavado en su pecho como un cuchillo, y
entonces, en pleno centro de aquello, llega la pregunta del transeúnte
consciente. Y ella empieza a explicar el camino con una minuciosidad
fanática, le indica el camino con una exactitud de posesa, de tal
modo que cualquiera siente de verdad hasta qué punto se está
agarrando a esa porción de objetividad.
—Tiene que quedar claro que, durante su explicación, la mujer
olvida realmente por un momento el dolor. El lugar donde tiene
clavado el cuchillo se vuelve insensible: justo en ese instante, en el
que el espectador entiende en qué circunstancias se encuentra la
mujer.
Se diría que los ensayos habían procurado impulso también a
aquella velada. Rutz podía estar orgulloso de lo bien que se había
hecho entender. La tarea que recaía sobre Britta, en cualquier caso,
era ardua, “puede suponerse que irresoluble”, en palabras de
Wittekind, que se estuvo escuchando atento e inmóvil aquel torrente
verbal. El despejado atardecer veraniego había ido oscureciéndose
imperceptiblemente. En aquel momento, el azul intenso del
crepúsculo, que por largo rato se había empeñado en no ceder,
limitándose a hacerse más azul, se había convertido ya por fin en un
anochecer verdadero. Hans observó a Wittekind, sentado en un lugar
en sombra, igual que la última vez. Pero ahora el contraluz le daba a
su rostro una caracterización nueva. Parecía una máscara con rasgos
desfigurados en una mueca de frío sarcasmo triunfante. Las velas le
ponían en los ojos un centelleo diabólico. ¿Nadie más notaba la
transformación sucedida en él? Britta, tras su función privada, había
vuelto a guardar silencio. Sufría en ese momento la desazón que
acomete a muchos actores tras el trabajo: han dado lo mejor de sí
mismos, pero cuánto de ello les llegaba por el proscenio es algo que
permanece dudoso incluso después de unos cálidos aplausos. Al
marcharse Hans e Ina, en todo caso, la despedida fue cordial.
En matrimonios que han ido distanciándose, suele ocurrir que el
burlarse juntos de otra gente les devuelve aún un poquito del tiempo
en que coincidían. Hay ahí un tono compartido, ven cosas semejantes
y se ríen de lo mismo. Desde el punto de vista, por tanto, de una
pacífica concordia matrimonial y de la perseverancia en la vida en
común, el chismorreo malicioso dentro del matrimonio resulta
completamente justificable en el plano moral. Y es que también la
paz conyugal tiene su precio. Aquella noche, Hans e Ina se
encontraron por primera vez en condiciones de tomar este camino
con el objeto de volver a encontrarse el uno al otro. Ina se había
pasado callada toda la velada, y ello también debido a que nadie le
dirigió la palabra, pero a cambio había escuchado bien.
—De repente tuve la sensación de que cada una de las palabras
que decía esta mujer era mentira. No sé cómo lo hacía para que todo
lo que decía sonara falso, incluso también en cualquier tontería sin
importancia. Por ejemplo, “No soporto el aceite de oliva” o “Necesito
una botella de champán para trabajar” o “No me apetece hacer un
papel protagonista, no es todavía el momento” o “Nos da una alegría
loca verles a ustedes” o “Odio Roma” o “Me encanta la música”, es
como si todo eso fueran opiniones planeadas, y lo contrario habría
podido ser cierto o no serlo exactamente del mismo modo. Y tú no le
quitabas ojo mientras la escuchabas, pero el otro no es tonto, para él
todo esto ha sido terriblemente penoso.
Hans negó no haberle quitado ojo a la Lilien, aunque eso era
exactamente lo que había hecho, sólo que sin prestar atención a lo
que decía, sino limitándose a observar el incesante abrir y cerrarse de
sus labios... “Como el nácar de una concha”, esa fue la comparación
que se le ocurrió al acordarse de aquellos labios agrisados que una
delicada película de saliva hacía brillar con reflejos irisados; pero
cómo lo contaba Ina le hizo reír de corazón. Ina era implacable frente
a tonos de voz falsos, con la única excepción de su madre, y aun así
había mucho de entrenamiento materno en esa manera de quedarse
escuchando cándida y a la vez implacable. Ina le dejó abrazarla un
poco. Se reconciliaron a costa de los Wittekind. Otra cosa contribuyó
también a que Ina se tranquilizase: habría jurado que allí abajo se
había organizado otra discusión después de que se hubieron
marchado. Creyó haber oído un intercambio de palabras intenso por
el pozo al que daban las ventanas de los cuartos de baño de ambas
viviendas.
IX

Aquella noche no ocurrió lo que normalmente: a Ina se le


cerraban ya los ojos. Apenas acababa de estirarse en la cama y
cubrirse con la sábana, regalo procedente de las viejas riquezas del
ajuar materno (y, en efecto, llevaba bordada una gran I bajo una
pequeña coronita nobiliaria de cinco puntas), mientras que Hans,
que, como habían hecho siempre hasta entonces, se volvió hacia ella
para un rato de charla hasta que llegara el sueño, se quedó sin
compañía en su estado consciente. Y por más que deseaba que el
sueño lo agarrara y lo llevase en sus brazos, no hubo ningún
resultado. No tenía ni el menor sueño. Al principio, fue la decepción lo
que le mantuvo despabilado. ¿Albergaba quizá la esperanza de que el
buen humor que parecía de vuelta hubiese favorecido en Ina el deseo
de dedicarle a él un ratito más? Toda pareja con práctica tiene su
pequeño ritual para el amor. En el caso de esta, la pasión no advenía
por voluptuosidad ni a causa de cualesquiera maniobras excitantes,
sino de modo juguetón. Un observador casual, que por fortuna no lo
había, habría podido hablar también de candidez. La cual debía
anotarse ante todo en la cuenta de Ina, quien, aunque Hans no había
sido en modo alguno su primer amante, se complacía en proceder
como alguien “que no entiende mucho de estas cosas” y que,
asimismo, tampoco comprende qué es lo que la gente encuentra tan
importante en aquello. Y aquí habría intervenido su buena dosis de
hipocresía, si no fuese porque esa supuesta ignorancia tan profunda
era un elemento de su juego. Por lo que respecta a Hans, formaba
parte del ritual preguntar si “le estaba haciendo daño”, a lo cual
sucedía, tras alguna vacilación, una respuesta negativa. Que a Hans
no le hacía feliz llevar ya un cierto tiempo sin haber preguntado a Ina
si “le estaba haciendo daño” es cosa que bien podemos suponer.
Ina dormía con todas las de la ley, pero el calor seguía
molestándola aun durmiendo, de modo que se retiró de encima la
sábana. De entre ella asomaron sus hombros, que conservaban un
ligero bronceado, y sus blancos pechos. Tiempo para observarlos
tuvo Hans de sobra. Ina rechinaba suavemente los dientes y fruncía
las cejas. Algo inquietante le estaba saliendo al paso en el lejano país
vecino al que se había dejado resbalar.
Bien merecía aquella imagen pensamientos amorosos o, mejor
dicho, ávidos, que sin embargo tenían vedada cualquier esperanza de
cumplimiento; pero de este modo se ofrecía también ocasión de
considerar las últimas horas. Hans estaba asombrado de la
inesperada sagacidad con que Ina había observado lo ocurrido. De la
crítica insobornable que ejercía. Igual habría dado si Britta fuese su
hermana con aquel “anacarado de concha”... Y allí estaba de nuevo
esa extraña expresión, que Hans se empeñaba en usar para entender
algo enteramente concreto: con el nácar de las conchas pretendía
asociar la idea de una saliva pura, muy fluida, aromática. Y lo que
más podía apetecerle a Hans habría sido sumergirse en una boca
como aquella, en su saliva pura y dulce; tal era el ápice de sus
deseos.
Si en su interior recapitulaba los acontecimientos con
sinceridad, tampoco podía concluir, de ningún modo, que todo lo que
había dicho Britta fuesen “mentiras”, una palabra demasiado fuerte
en cualquier caso; y es que Ina era todavía muy joven, podía decirse
que tenía un moralismo juvenil. Britta había faroleado un poco. Era la
anfitriona y quería entretener a los invitados. Tratándose de una
actriz, nada había más justo y natural que eso se tradujese en que
los invitados tenían que convertirse en público. Ya sólo por eso, un
término tan grave como “mentira” quedaba aquí completamente
fuera de lugar. Una actriz nunca mentía. Hacía su papel, y aunque
podíamos encontrar dudosa esa actuación teatral en privado una vez
caído el telón propiamente dicho, ése era, no obstante, un delito
social disculpable. ¿Acaso los fanáticos de la verdad se preguntaban
de verdad alguna vez qué era lo que les concedía ese supuesto
derecho a reclamar palabras veraces, confesiones veraces? ¿Por qué
iba nadie a estar obligado a desnudarse ante extraños?
Se había reído con la colección de observaciones que Ina había
ido espigando, pero ahora, después de que le había dejado solo, esas
risas le hacían sentirse un poco mal, como si hubiera cometido una
traición con ellas, traición por la que, además, no había recibido aún
recompensa.
Para Hans, serle fiel a Ina era algo que se daba por supuesto.
No era una naturaleza frívola. Aunque se le habían ofrecido ocasiones
de tener pequeñas aventuras, para su dama no tenía más que la
verdad, y tampoco sentía ningún placer en engañar a nadie. A este
respecto, tenía buena razón Frau von Klein cuando sentenciaba que
Hans era plain, pero Ina veía esa sencillez como una ventaja;
deseaba de corazón vivir en circunstancias sencillas y también ser
ella misma sencilla. Nunca había sido Ina en realidad la amada de
Hans, en el completo significado, embriagador y sensual, de esta
hermosa vieja palabra. Desde el principio hubo entre ellos algo
semejante a un erotismo fraternal, como quizá podamos encontrarlo
en pueblos en los que a los mozalbetes y las muchachas, prometidos
desde mucho antes de la madurez sexual, se les deja criarse juntos,
de modo que cuando termina llegando el momento de la boda les
parece conocerse de toda su vida, pues han aprendido juntos a
hablar y juntos han jugado al escondite. La fidelidad se convierte aquí
en una ley de vida. Y aunque Hans no se había criado con Ina, sino
que no la había conocido hasta cinco años atrás (la decisión de
casarse la tomaron ambos ya desde muy pronto, casi a la vez, sin
que hubiera sido posible depurar su historia en busca de una petición
de mano en toda regla), sentía como si la hubiera conocido de
siempre. Sí existía, en cualquier caso, una deslealtad por la que
podían pedírsele responsabilidades, y ciertamente era de peso: la
deslealtad a sus muchos años antes de Ina, que, con todos sus
encuentros y experiencias, debían de perder cualquier significado a
partir de ella.
Así pues, el zócalo de la fidelidad (por decirlo
arquitectónicamente) sobre el que se asentaba Hans con Ina a su
lado tenía cimientos extremadamente sólidos; tan inconmovible era,
que al joven no le mereció la menor atención el verse, como ahora,
dedicando sus pensamientos a Britta. Quien no conoce la infidelidad
no está tampoco en condiciones de notar sus primeros indicios.
Entregado a sus pensamientos sobre Britta, Hans no se figuraba estar
apartándose ni una pulgada de aquella Ina que yacía dormida a su
lado bañada por la luz de la luna, esa Ina acariciada por el blanco
claro de luna, que convertía su mismo cuerpo desnudo en otra luna
que parecía despedir su propia débil luz. Aquella otra muchacha se
había puesto en evidencia esa misma tarde con tal ahínco y
exponiéndose de tal modo como sólo podía hacerlo una actriz, a
quien por las leyes de su profesión le estaba prohibido resguardarse
ante el público. Ser antipática por libre decisión, ¿no era eso algo
muy valiente?
Y Wittekind, con su sarcasmo soñoliento, ¿sabía hacer honor de
algún modo a valentía semejante?
Hacía tanto calor, que causaba malestar estar tumbado. Hans
se levantó para abrir la ventana de la cocina y refrescarse allí en la
corriente. El entorpecimiento por las altas temperaturas se había
extendido ya a la ciudad entera. Hasta en el banco, con su clima
interior refrigerado, había cedido el ritmo laboral. El personal llegaba
a la oficina desmoronado de la noche ardiente y bañado en sudor,
ocultando dentro de sí el vedado anhelo de una larga siesta. Muchos
tomaban vacaciones, lo cual obstaculizaba con efecto benéfico las
operaciones de la jornada. Hans sacó de la nevera una botella de
agua mineral congelada, pero así de pronto resultaba demasiado fría
y causaba dolor en los dientes y el estomago, con lo que tampoco
aquí se ofrecía ningún alivio a la vista.
En el alféizar estaba el vaso lleno de monedas, el recuerdo de
los viajes de Herr Sieger, como Hans ahora sabía. Se sentó en la silla
de la cocina y sacó todas aquellas monedas cubiertas de orín. Se
distribuyeron rodando por el tablero como fichas de casino. Quizá
para eso podría usarlas, pensó Hans, igual en invierno empezamos a
jugar a las cartas otra vez... Por descontado no con los Wittekind,
añadió con leve pesar, pues esos seguro que no jugaban a las cartas.
Ahí era donde radicaba en concreto la prevención de Frau von Klein
frente a los intelectuales: no jugaban a las cartas. Y es que sólo una
vez se renunciaba a jugar a las cartas aparecía la amenaza a través
de la conversación.
Como Sieger había hecho a la vista de Ina, ahora él también
fue tomando las monedas una a una. Era llamativo hasta qué punto
había venido a menos con las décadas la destreza de los monederos
para rellenar con un buen relieve el redondel de las monedas. Parecía
que en Inglaterra seguían trabajando los mejores, y también los de
Estados Unidos hacían buenos grabados: excavaban en la moneda
como es debido, dejando en el medio la cabeza con un hermoso
resultado plástico; pero eran diseños antiguos, y sorprendía lo
conservadores que eran en Estados Unidos con piezas oficiales
públicas de esta clase, mientras que en Europa no paraban de diseñar
y cambiar como temiendo que de no hacerlo fueran a pararse los
relojes. Hans clasificó las monedas y fue levantando torrecitas de
peniques y pesetas. Así, se alzaban pilas paralelas de Dei gratia
regina y Por la gracia de Dios Caudillo7.
Pero ¿y qué era eso? De improviso, en el montón de
deslustradas monedas brilló algo dorado y rojizo. Una alianza, un
anillo delgado marcado en su interior con iniciales medio borradas y
una fecha ilegible. Herr Sieger era, sí, un extraño casero. No podía
negarse la bondad del escondrijo de aquel anillito cargado de
fatalidad. No lo encontraría quien no le dedicara un buen rato al vaso
y su contenido (y ¿qué persona razonable hacía algo así?). Se conocía
que el mismo Herr Sieger había olvidado lo que guardaba allí. ¿O
había quizá intención en esa peregrina dispersión de su patrimonio?
¿O fue que había olvidado allí su anillo el último inquilino? ¿Se había
deshecho en esa casa tan sólo un matrimonio? ¿Hubo un hombre o
una mujer que se negaron a recoger su alianza? ¿Alguien que, al
despedazarse su matrimonio, se había negado a liquidarlo como una
sociedad de derecho civil? ¿Quizá alguien había creído que su
matrimonio persistiría de algún modo mientras el anillo viajara por el
mundo? ¿No era pues forzoso en un divorcio quebrar y fundir las
alianzas?
Volvió a llenar el vaso con las monedas, poniendo entre ellas el
anillo cuando estaba a medio llenar. El resto lo dejó gotear por
encima desde el cuenco de la mano. El anillo volvía a estar bien
enterrado.
Eran las dos y media. Se fue al salón, ahora oscuro, abrió todas
las ventanas y se echó en el sofá. Esta vez sí llegó hasta él un fino
soplo de aire. Consiguió no pensar absolutamente en nada. Con los
ojos abiertos, miraba la oscuridad, por la que pasaba algún que otro
faro de coche, que alzaba el techo hacia la luz para después dejarlo
hundirse otra vez. Hans guardó un recuerdo exacto de los ruidos: el
lejano bramido, la remota sirena de una ambulancia que dio
profundidad a la estancia, la sensación de hallarse bajo una campana
gigantesca. Y mientras seguía allí tumbado absorto en la idea de la
campana (sabía perfectamente que eso justo fue lo que estuvo
haciendo), entonces, de repente, y muy de cerca, oyó una voz

7
En castellano en el original.
cristalina, sin emoción ni énfasis, que dijo su nombre con tono
tranquilo y seguro:
—Hans. Hans.
Se incorporó. Le parecía haber oído la voz al lado de su cabeza.
Una voz cristalina... ¿De hombre? ¿De mujer? ¿De niño? Eso no podía
decirse, en primer plano destacaba la seguridad con que habló. No
era en realidad como si lo llamaran. Quizá la voz no pretendía
dirigirse directamente a él; quizá a la persona a la que pertenecía
aquella voz se le había venido a la cabeza, tras mucho rato pensando,
el nombre Hans, y en ese tono lo pronunció: “Hans. Hans.”, en cuyo
caso le habían mentado a resultas de una tranquila reflexión. ¿O
quizá la voz simplemente se la había imaginado él? No la había
registrado ningún aparato, y sin embargo había estado allí, era
indudable, cerca de su cabeza. Había llegado de fuera, eso sí lo sabía
distinguir él exactamente: no era un pensamiento en su cabeza ni en
su corazón, sino algo independiente de él.
¿Se había despertado Ina? ¿Le había hablado? No era una voz
como a medio despertar, aunque sí venía de alguien en profunda
calma. ¿Habría por allí cerca alguien que había soñado con un Hans y,
al despertarse, quiso confirmar su sueño? Lo cierto es que él no había
soñado. Se levantó, y se quedó un rato sin hacer ningún movimiento.
Marchó por el pasillo. ¿Quizá había hablado alguien de Hans abajo, en
el cuarto de baño de los Wittekind? ¿O una ráfaga de calor había
hecho ascender hasta él alguna voz desde el patio o desde la calle?
Sacó la cabeza por la ventana. En efecto, aún había luz abajo
en el patio. El etíope había sacado allí una especie de lámpara de pie.
Había gente a la que le pasaba lo mismo que Hans: no se podía ni
pensar en dormir. Se deslizó a la alcoba y se puso pantalón y camisa.
Pero todavía al vestirse, y a continuación bajando la escalera, que
hizo resonar y traquetear, seguía siendo claro para él que, aunque se
encontrara alguna explicación natural de aquella voz que había dicho
“Hans. Hans.”, (y ya se tratara de Souad que lo hubiera llamado con
su garganta ronca pero de sonido tan claro, o hubiera sido Britta en
su baño, o Ina hablando en sueños, lo cual por lo demás hacía de vez
en cuando, sólo que en un murmullo ininteligible), el significado
propio de aquella experiencia no se vería afectado por ello. “Hans.
Hans”. Era una llamada o un aviso. Significaba algo referido
exclusivamente a él. Se había pasado de página en el libro de su
vida. Uno casi nunca se daba cuenta de eso sino hasta más tarde.
Pero a él le acababa de ser concedido estar presente en ese instante
decisivo.
En el patio montaba guardia el grupo de costumbre. Barbara se
cubría el torso con una ceñida prenda con tirantes finos. Dejaba así al
descubierto todo un paisaje compuesto por hoyuelos de la clavícula y
bolitas de las articulaciones, un duro esternón y comienzos de
costillas, panorama que ni siquiera la melena leonina podía aspirar a
velar al estilo de la Magdalena, pues se había recogido el pelo en alto
para sentir en el cuello la brisa nocturna. Su primo iba vestido de
rosa, con polo y vaqueros a juego, pero pese al colorido optimista
seguía tan huraño como de costumbre. Frau Mahmouni, en la silla
plegable, se sentaba en una postura como si rodeara sus piernas una
manada de lebreles de raza noble; vestía, como siempre, un complet
de seda creado definitivamente para ella, esta vez estampado con
grandes flores de verano violeta que daban a su figura un aspecto
aún más frágil. Lo tardío de la hora era, con seguridad, la única
circunstancia a la que debía agradecerse que estuvieran descansando
todos los teléfonos. Ninguno de los presentes deseaba tampoco por el
momento ponerse en comunicación con otras zonas horarias. Hans
fue bienvenido, aunque sin gran entusiasmo. Aguzó el oído. ¿Se
asemejaba a la voz solitaria de su cuarto de estar alguna de las que
allí decían ahora “Hans”? No llegó a ninguna conclusión. Lo cual, sin
embargo, y como ya se ha dicho, no tenía ninguna importancia.
Souad le examinó con su acostumbrada mirada descarnada, pero de
momento, sumido en otro asunto de bastante peso, dejaba para más
tarde el ocuparse de Hans.
—Escuche —dijo por lo tanto, y en el tono imperioso en que
solía—, esto le interesa también a usted —Aún no había desistido en
su intento de aliarse con el primo de Barbara. Tampoco era una
ocurrencia desatinada: el primo era en aquellos momentos la persona
más importante en la vida de aquella. Barbara no había pasado a
solas un solo día de su vida. Y, en este punto, el divorcio le estaba
requiriendo un esfuerzo extremo, pues el exmarido la tenía vigilada y
le había avisado de que no haría ningún pago más si se buscaba un
nuevo novio. El marido tenía mucha confianza con el primo, que ya
desde mucho tiempo atrás se lo había metido en el bolsillo con sus
malogrados proyectos de restaurantes, e incluso hacía de persona de
enlace cuando las relaciones entre marido y mujer quedaban rotas
por un tiempo tras prolongadas discusiones telefónicas. Souad
llevaba ya una hora dedicado a recomendarle al primo un restaurante
marroquí cercano que necesitaba un partícipe por encontrarse en
expansión. En ese momento acababa de llegar a las mujeres que se
encargaban de servir en él.
—Un equipo imbatible —así dijo literalmente; las tenía en su
mano y dispuestas a satisfacer de inmediato lo que les pidiese.
Aunque, eso sí, ni las rozaba: jamás con una marroquí, una regla de
conducta para él.
—Sí, Souad es un tipo formal —dijo Barbara dándole unas
palmaditas en la rodilla.
—Pero para ti son ideales —prosiguió Souad sin hacer caso de
la carantoña—. Primero hay una un tanto áspera, es de una cabila del
Rif, una mujer sensata, una nórdica: pelo y ojos claros. De buena
familia, hija de su padre, es persona firme y con principios. Se mueve
con rapidez y precisión. No es lo que se llamaría una camarera,
entiéndeme bien, no vale para servir. Está en el bando del cliente:
con ella el cliente nunca tiene la sensación de que se le está
vendiendo algo, sino de que se le asesora. Logra siempre un efecto
de objetividad. Conversa con toda seguridad, de igual a igual, pero
muy educadamente, con discreción. Ni la menor agresividad, es una
muchacha madura, adulta, la frente con una curvatura preciosa.
Beata, sí, y también un poco pies planos, pero rápida. Irremplazable
para el restaurante.
Luego venía otra coqueta, irónica, incluso algo descarada, pero
también sumisa. Con profundas ojeras, y algo gastada ya: pero eso él
lo apreciaba, pues en su opinión una mujer fresca como una rosa no
se ha enterado aún de qué va el asunto. Aquí dio al primo un
golpecito hundiéndole el polo rosa, en el punto donde suponía que
podía estar el tórax, pues al joven, en los huesos, siempre le
revoloteaba alrededor la ropa. La coqueta, prosiguió la exposición, se
pasaba algo de ostentosa alardeando de las familiaridades que se
tomaba, andaba siempre conteniendo risitas mordaces, se ponía de
morros, guiñaba el ojo con malicia, preguntaba haciéndose la tonta
poniendo una caída de ojos de falsa inocencia. En cuanto a la tez,
más bien oscura. Una buena trabajadora, rápida, pero aun así él la
desaconsejaba. En tercer lugar estaba una que por su altura encajaba
bien con el primo: una mujer alta, lenta, trágica. Las mejillas,
mofletudas, un poco como relucientes de sebo. Era posible también
que la figura trágica ocultara bajo la chilaba formas no derechas del
todo, probablemente patizamba si es que él interpretaba bien su
forma de andar. El labio inferior grueso, por sí mismo un buen signo,
pero siempre tenía allí un trocito de piel rojo. Andares hermosos,
elegantes, siempre como en una nube de pesar distinguido.
Trabajaba bien, pero servía las mesas como una penitente, como
quien lo hace a la fuerza estando llamada en realidad a misiones más
altas. Meditabunda, pensativa. Por descontado, sus pensamientos no
giraban más que en torno al amor. Hacía poco había estado con el pie
inflamado, así que andaba entre las mesas con una cojera heroica, y
era que le había picado un insecto.
—Sospecho qué clase de insecto era —dijo Souad intentado que
el primo le acompañara en su mueca sardónica de conocedor—: una
pulga sería... Bien, pero esta mejor dejarla, aunque esa pesadumbre
abatida es a veces muy, muy buena.
La mejor, explicó finalmente, era la cuarta: deslumbrante,
distante. También sabía cantar. Sin maquillar tenía un poco cara de
pan, no muy atractiva, pero maquillada era para verla. Sin ser bonita
en sentido estricto, sabía ponerse guapa como ella sola, bailaba bien,
lanzando a un lado y otro su pelo largo como una yegua a todo
galope. En cualquier caso, esta iba por libre, y tenía otras relaciones
aparte de las del restaurante. Eso no lo valoraba él tanto.
—Me gusta que todas las gallinas se queden en el corral por la
noche —dijo buscando otra vez complicidad. “¿Adónde vas?”, le
preguntaba, y ella le respondía: “Libro”. Pero él era capaz fácilmente
de enterarse, igual que sabía cómo enterarse fácilmente de todo
sobre todos. Qué cantidad de terreno conquistado volvía siempre a
perder con estas alabanzas de sí mismo, de eso Souad quizá no
llegaría nunca a ser consciente. Todavía con buen ánimo, aunque
agotado ya por su gran esfuerzo descriptivo, preguntó para concluir:
—Así que ¿cuáles de las cuatro dejo para que te las quedes tú?
El primo se volvió hacia Barbara. En su voz sonaba fastidio de
niño mimado.
—Mejor nos vamos a otra parte, de aquí no hay nada que
sacar. Esto no me dice nada —Pero Barbara le trataba justo del
mismo modo que Souad, y exclamó con divertido aire de
desesperación:
—Entre todos me tenéis de un lado para otro, y además que yo
soy mujer, vais a terminar conmigo con tanto tira y afloja.
Hans observó a Frau Mahmouni, que seguía las conversaciones
sin decir palabra, pero muy interesada y con mirada penetrante. Era
como si estuviese sentada en el cine viendo una película. De repente
dijo a Hans:
—Demasiado caro. La señorita debe tener cuidado. Yo he
crecido entre negocios. Siempre he puesto atención en el precio.
Nunca puede una permitirse ser demasiado buena comprobando el
precio. Pero incluso no habiéndolo examinado, suele estarse en lo
cierto cuando se dice: demasiado caro. Intente bajarlo —Al decir esto
tenía tal solemne aire conminatorio, que Hans consideró posible que
la mujer hubiese tenido éxito con ese método. Una persona con los
nervios débiles tenía que sentirse traspasada de punta a punta por
aquellos ojos.
Frau Mahmouni se levantó con esfuerzo. En sus sandalias de
piel falsa de serpiente, los pies apenas la sostenían, de deformados
que los tenía. Se acercaba el turno de madrugada del portero
nocturno en que se convertía el etíope tras cerrar su tiendecita. Había
hecho una señal a su ama. Hans no estaba decepcionado de su
estancia nocturna allí abajo, y eso que bien podría pensarse que, tras
los instantes de fecundidad intelectual vividos en la soledad de su
salón, el cotorreo en el patio no podría resultar más que una cuesta
abajo en cuanto a tensión espiritual, pero nada más errado: no se
apartaba de él la idea de haber vuelto una nueva página en la historia
de su vida, y de ese modo todo lo que le pasaba en aquellas primeras
nuevas horas se le antojaba de un frescor verde y jugoso, como una
cesta llena de lechuga tierna recién lavada y empapada en agua.
Pero, tan pasada ya la medianoche, ¿desde dónde llegaba volando a
la desnudez del patio una imagen así? Exacto: desde la cocina de
Britta, donde la joven había hecho girar con sus manos de lirio8 una
cesta de este tipo y un fino rocío del agua de las lechugas salpicó a
Hans, que en ese momento se llevaba una pila de platos.

8
Véase nota 4.
X

Cuando Hans estuvo echado de nuevo en su cama en la


oscuridad, oyendo respirar a Ina, que no debía de haber notado su
ausencia, volvió todavía a pensar en la pandilla de abajo mientras le
llegaba el sueño, sin poder evitar verla como un verdadero
conciliábulo de brujas. ¿Qué era lo que llevaba a aquella gente, entre
quienes además no reinaba una particular benevolencia, a estarse
siempre sentados juntos, ocupándose sin parar los unos de los otros?
Aunque en esta pregunta había implícito un tanto de falta de
imaginación. Hans habría podido preguntarse en ese sentido qué
motivos impulsaban a Frau von Klein a jugar al bridge todas y cada
una de las semanas con unas personas a una de las cuales
despreciaba sin el menor recato, mientras que a otras dos las
encontraba tan aburridas que sólo por eso se ponía de mal humor. En
el patio trasero, quizá resaltase con particular rudeza lo azaroso de la
composición del público, pero ¿no estaba organizada de modo
completamente similar gran parte de todas las reuniones sociales? El
paisanaje que se veía en clubs, el que se amontonaba en las colonias
de extranjeros de las grandes ciudades, los que se sentaban juntos
en las cantinas de los teatros y en los cafés o en dignas tertulias en
las pequeñas ciudades, todos esos eran también conjuntos que
armonizaban sólo muy a duras penas: únicamente in toto podían aquí
soportarse las personas, y a ninguna de ellas le habría gustado tener
de visita en casa a uno solo de los otros del grupo. Al igual que el
bosque es más que la suma de los árboles, así la sociedad es más
que las personas que toman parte en ella. Y si alcanza el tamaño
suficiente, entonces se vuelve incluso un ser vivo dotado de un alma
independiente de la de cada uno de los participantes; un fenómeno
experimentado con particular claridad en el público de los conciertos,
cuando de improviso se funde en una sola unidad en los instantes del
aplauso entusiasta, mientras que, al poco rato, al separarse, el
individuo no estará ya dispuesto en modo alguno a reconocer el
supuesto entusiasmo que le había embargado un poco antes. Para
que se formase, en cualquier caso, un alma colectiva de este tipo, el
conciliábulo del patio era demasiado pequeño. Hans lo vivía como una
institución de firmeza inconmovible, pero no era tal. Había surgido
por el calor y por la necesidad de respirar por la noche aire algo más
fresco; además, en los alrededores no había restaurantes con jardín,
y cualquier otro tipo de establecimiento que sacara sillas a la calle
cerraba a medianoche, cuando aún faltaba mucho para que terminara
la noche de verano. Y, así, el grupito de abajo siguió parlando sin
pausa en los oídos de Hans acompañándolo hasta el sueño profundo,
mientras veía ante sí a cada uno de sus componentes como grotescas
cabezas con máscara.
Y cuanto más profundamente dormía, más se elevaba el
volumen del cotorreo y el parloteo; los hablantes de aquel sueño iban
asemejándose a patos. Primero se habló de los Wittekind, un tema
que, curiosamente, solía estar excluido. Entre los Wittekind y Souad
se extendía una zona de respeto. Los Wittekind hacían como si ni
siquiera se diesen cuenta de su presencia (como Frau von Klein
habría hecho infaliblemente), pero ahora les había llegado la hora de
pagarlo. Souad hablaba de los Wittekind con desdeñoso placer.
—Perdieron sus maletas estando de viaje, y se quedaron
sentados sin ellas durante días —Souad se lo pasaba por la cara a
todos los presentes, como si en ello radicara un defecto de carácter
que dicha pérdida del equipaje corroboraba solamente para quien lo
veía desde fuera.
—No ocurrió por casualidad —dijo Frau Mahmouni con la
candente frialdad con que sabía aderezar sus objeciones.
—No, era algo que tenía que ocurrir —dijo Barbara, cuya nariz
respingona tenía un senil aspecto friolero incluso con aquellas
temperaturas.
Hans vio entonces a los Wittekind caminar por carreteras
mediterráneas, a través de polvorientos barrios de edificios nuevos
con el asfalto destrozado. Vestidos con estilo tan fresco y estético
como siempre hasta la fecha, desprendían un aire a recién lavados,
recién planchados y recién almidonados, mientras el viento cálido
despeinaba el pelo rizado y centelleante de Britta; pero según
avanzaban, sumidos en apesadumbrada lentitud, como si perder el
equipaje fuera ligado a ser expulsados de la sociedad humana,
empezaron a marchitarse. Era un proceso por el que iban poniéndose
rancios y pringosos; en otras circunstancias habría durado
seguramente días, pero ahora, durante ese paseo, se aceleraba a
cada paso. El pelo de Britta se vino abajo. Ambos sudaban. A Britta
se le había corrido el maquillaje; rodeaban sus ojos manchas negras
desparramadas. Al mismo tiempo, se le habían formado cercos de
sudor bajo las mangas de la ropa de verano. El traje de Wittekind
estaba empapado por completo, y llevaba en ambos zapatos una
gruesa capa de polvo color arena. Envejecían según iban adelantando
camino; tenían las manos pegajosas y las uñas negras. A Britta
apenas podía reconocérsela, o mejor dicho tenía un aspecto similar al
de una foto que había enseñado a Hans, en la que el maquillador la
había caracterizado de prostituta sifilítica, para un Beckett o un Gorki
o un Genet.
¿Estaba, pues, en sus maletas la belleza entera de las
personas? ¿Cómo hacían entonces los nativos asiáticos y africanos,
que no disponían de todas esos frascos y cremas y, aun así, tenían un
aspecto maravilloso? Ahí estaba el secreto de la civilización. Sólo al
ser humano, era patente, le correspondía elegir o bien no lavarse
nunca, o bien, con que rompiese esa regla una única vez, lavarse
desde ese momento siempre y todos los días.
En este punto resultó notorio cuánto sufrían los Wittekind por
su estado, cuánto se avergonzaba Wittekind de ir corriendo por ahí
sin afeitar y con el cuello de la camisa sucio y la corbata manchada. Y
al mismo tiempo empezaron a escrutarse el uno al otro llenos de
repugnancia. En su visión nocturna, estaba claro para Hans que el
sentido del olfato no participa en los sueños. Y algo más vino a
añadirse a ello en ese momento en el plano de lo real real: Hans vio
que ambos, en su estado miserable, querían perder de vista al otro,
como si la impresión que nos causa una persona venida a menos
fuera más fácilmente soportable que la de una pareja, y así es de
hecho como sin duda sucede, con lo cual los personajes del sueño se
comportaban racionalmente. ¿Podía imaginarse que, tras recuperar
las maletas, tras darse un baño refrescante en un moderno hotel de
un aeropuerto, tras afeitarse y acudir a la peluquería, habrían de
olvidar por completo aquella experiencia de haberse encontrado
repelentes el uno al otro? ¿O más bien siempre quedaría algo de ella,
al haber sido aquella impresión tan nefasta, que en realidad nunca
habría debido permitirse que se produjera? Hans pensó en la pareja
tal como se había presentado hasta la fecha. ¿Habían aparecido ya
indicios de un punto de ruptura?
—Por supuesto —dijo Ina en voz alta ásperamente, aunque
desapareció de inmediato de la imagen.
—La cuestión —dijo Wittekind, ahora otra vez aseado como era
familiar en él y ya sin los ojos rojos y hundidos, y por eso también
con aspecto más juvenil, que se había adelantado hasta el grupo
reunido en el patio, como si la intensa conversación acerca de su
persona tuviera necesariamente que terminar por convocar también
su presencia— es la siguiente: ¿puede compararse al ser humano con
una botella cerrada herméticamente, llena hasta el borde con su
sustancia propia, que todo lo crea siempre a partir de sí mismo y
nada más, que siempre forma exclusivamente a partir de su
sustancia propia todos los sentimientos y emociones, el amor, el odio
y el temor...? ¿O es más bien una botella vacía, y abierta para más
detalle, que no contiene nada que no le haya llegado vertido desde
fuera, sea invadiéndola, colmándola, como inspiración, incluso como
iluminación cuando el relámpago la recorre? ¿Como lo ven ustedes?
Hay estas dos escuelas: el ser humano no es más que él mismo, esa
es una, y la otra: el ser humano no es más que un receptáculo para
cuanto afluya a su interior.
—Es solamente receptáculo y botella vacía —dijo Frau
Mahmouni con determinación—, puedo juzgarlo así porque no tengo
más que observarme a mí misma. No tengo ni he tenido jamás
ningún interés por el sexo: a ese respecto he sido y soy un recipiente
vacío, pero no soy una persona anormal; soy normal, estoy
completamente sana y en mis cabales, y eso demuestra que la
inclinación al amor físico no ha afluido a mi interior desde fuera. La
botella estaba vacía y ha seguido vacía, pero en cualquier momento
podría haberse llenado. Eso, sencillamente, nunca ocurrió; no hay en
ello nada que lamentar, pues la forma vacía es también bella por sí
misma: de hecho, en pilas, botellas y similares es posible verter el
recuelo más repugnante. Eso no ha sucedido en mi caso.
Todos asintieron a lo dicho por Frau Mahmouni. Para ellos tenía
razón: ¿no llega a ocurrir incluso que al besar el alma del que besa
salta de una boca a la otra, y al fin y al cabo eso es posible
únicamente porque hay espacio en el interior de la persona, pues en
otro caso sería innegable que acoger otra alma produciría un
rebosamiento interior?
Hans tenía la impresión de que era Souad quien así hablaba,
aunque no podía verle. Tenía que asentir él también: así es como
había sucedido de hecho entre Ina y él, sus almas al besarse saltaban
entre ellos de uno a otro lado, posándose por un momento en los
labios húmedos y la lengua del otro. Y ahí, se le ocurrió a Hans en
este momento, estaba la razón de que a aquellos besuqueos
desenfrenados les faltara el elemento de la voluptuosidad; no había
en ello disfrute sensual, sino un mutuo devorarse devoto, casi podría
decirse piadoso.
Pero eso quedaba claramente atrás. ¿Cuándo había besado a
Ina por última vez? Era una imagen que no surgía en ese momento
del sueño.
—El ser humano es completamente hueco y se compone sólo de
oquedades —dijo Barbara con tono doctoral, y explicó que no
solamente estaban huecas las venas y el intestino y el estómago y los
pulmones, sino también, en último término, todas las células; hasta
las piezas de carne que se suponían buenas se componían nada más
que de que cavidades diminutas en filas y filas amontonadas. Lo dijo
como piando a la vez que triunfante, exactamente con el mismo tono
con que, en otros casos, leía en voz alta cualquier hallazgo en una
revista ilustrada. Hans recordó que, en efecto, Barbara había leído
una vez en voz alta ese artículo sobre lo hueco en el ser humano y
las múltiples cavidades del mismo, indignándose divertida por que, en
consecuencia, su cuerpo fuera tan poquita cosa: como si fuera su
marido quien hubiese escrito ese artículo con el objetivo concreto de
enfadarla.
Y, en este momento, apareció ante los ojos internos del
durmiente una imagen más. Con la enorme facilidad usual en los
sueños, el grupo se transplantó a las oscuras zonas a orillas del
Meno, con lo que acto seguido se encontraba entre la
relampagueante tormenta nocturna y el pabellón de un restaurante,
iluminado como para una fiesta con muchos farolillos chinos rojos.
Aquel restaurante, tan sugestivo y prometedor como se mostraba,
estaba sin embargo siempre vacío, como había comprobado Hans al
explorar la zona: era un palacete vacío ricamente iluminado, o al
menos eso parecía de noche, pues por el día el edificio resultaba más
que decaído, y entonces quedaba claro por qué nadie quería sentarse
allí. Repleto de farolillos, por las noches el pabellón entero se
convertía él mismo en un gran farol, que ahora el grupo estudiaba
con seriedad.
—Eso es el ser humano —dijo Frau Mahmouni, señalando al
pabellón del restaurante sin personas—: un edificio barrido e
iluminado con lámparas, vacío mientras espera —El eco de esta
última palabra se transformó en un cómodo tobogán por el qué Hans
terminó deslizándose a regiones más profundas del sueño.

Para la noche siguiente tenían una invitación. El compañero


deportista de la oficina había conocido a una alemana que disfrutaba
en propiedad una vivienda con algo más que cama y bañera, o
hablando con precisión: una casa enorme, y entonces resultó,
además, que había líneas que unían a aquella mujer con Frau von
Klein a través de ciertas personas conocidas. Por teléfono, Frau von
Klein declaró “muy importante” aquella invitación, y pasó a discutir
con Ina qué debía ponerse. Se recordará que Hans e Ina se habían
puesto de acuerdo en que no querían empezar en Fráncfort una vida
social así, como la de Hamburgo, y que se habían dado mutuamente
garantías de cuán dichosos iban a ser no conociendo a nadie en
Fráncfort. Pero ahora Ina, en serio y sin que la idea la abandonase,
dejaba ver que aquella invitación la alegraba y que la conjunción de
anfitriones revestía para ella un significado particular. ¡El deportista
estaba relacionado con Hans, y su novia con Frau von Klein! Era un
punto de reunión de cosas que normalmente marchaban en
direcciones opuestas.
La fiesta iba a celebrarse el domingo por la tarde. Hans podía
recuperar el sueño tras sus aventuras nocturnas, y así lo hizo en
efecto. Durmió según iba aumentando el calor sofocante, que por una
vez no puso ni el menor obstáculo al sueño diurno. Cuando se
despertó, Ina llevaba ya levantada largo rato; vestida y puesta al
teléfono, se sentaba en una mesita de desayuno que ya recogía
cuando llamó su madre.
Qué pena, pensó Hans, pero sin saber todavía qué era lo que
lamentaba. En el cuarto de baño lo comprendió. Había deseado
tenderse con Ina en la cama para, en la pereza mañanera, ir yendo a
parar en ternuras y finalmente, jugueteando, casi como quien no
quiere la cosa, tal como se había desarrollado ese proceso entre ellos,
acostarse con ella. Había sido un arranque de ánimo, un capricho,
una cierta inclinación, pero ahora, una vez dejado pasar el momento,
se convirtió en otra cosa. El placer que se había escondido tras la
despreocupación se avivaba ahora (podríamos decir) con malos
modos. Le habían cortado la cabeza, pero el resto, sordo y urgente,
seguía acurrucado en el cuerpo de Hans, creando allí una tensión
inquietante. Podía sentirse incluso en las manos, como si hubiera
alcanzado los vasos sanguíneos algo que los volvía más gruesos. El
mal humor, que habría sido la consecuencia necesaria y consabida de
esa desazón física, no estaba dispuesto a permitírselo. En vez de eso,
al afeitarse tomó tranquilamente una resolución: a cualquier precio,
lograría llevar a Ina a la cama antes de salir. Era ya un punto en su
agenda, tal como también antes de salir tenía que contestar sus
correos electrónicos y colgar en el cuarto de baño un gancho para la
ropa, cosa que Ina llevaba días pidiéndole.
Cuando hubo desayunado, Ina quiso salir a dar un paseo, un
deseo que no solía manifestar. Durante un instante, le pareció a Hans
que Ina estaba presintiendo lo que la aguardaba en casa más tarde o
más temprano. Había estado sentado con su café sin pronunciar casi
más que monosílabos. De acuerdo, se irían a pasear pues.
En la calle, Ina se dio de cara con aquel calor de horno que ya
le era familiar. Llegaría el día, dijo Hans, en que vendría el frío y lo
lamentarían, e Ina asintió, así que para empezar estaban de acuerdo
en ese punto. No eran los únicos a quienes con aquel tiempo les
apetecía pasear por la orilla del río. Una multitud ligera de ropa
marchaba empujando las canoas, y en las praderas había gente
desvestida. Era como si los habitantes del centro hubiesen empezado
ya los baños en el río que exigía Wittekind. El agua no dejaba sentir
ningún efecto refrescante. Un soplo cálido recorría el callejón que el
río formaba entre los barrios. El río no olía mal, pero tampoco bien;
parecido a un charco de agua estancada lleno de mosquitos, uno
podía imaginarse a qué sabría un pescado sacado de aquellas aguas.
Tomaron un café con hielo sobre la cubierta de una barcaza. Otro
ritardando, sintió Hans. Eran ya las cuatro y media, como indicaban a
conciencia las agujas doradas de la torre de la Iglesia de los Reyes
Magos. Hans e Ina actuaban como personas en una ciudad extraña
obligadas a matar el tiempo hasta el momento de una cita fijada. La
tensión enmudecía a Hans, por más que se esforzaba en no resultar
desatento. Probablemente, habría sido más adecuado a su deseo
oculto hacer un esfuerzo particular por ganarse a Ina, intentar reírse
con ella (lo que hasta entonces, de hecho, siempre conseguía) o
entretenerla con seductores planes de viaje, o decirle lo guapa que
estaba, pero nada de eso entraba en consideración. Le parecía que,
tras aquella prolongada carencia y en su calidad de novio durante
largos años y reciente marido, no tenía por qué ir preparando a Ina ni
ponerla en situación. Le parecía que, en vista de los hábitos seguidos
hasta entonces, ella misma debía saber por fuerza en qué estaba
pensando él. De boca de Hans no habría salido una expresión como
“deberes conyugales”, pero en tal fórmula jurídica habría podido
recogerse perfectamente el lote de íntimos deseos y pensamientos
que pesaba sobre su pecho impidiéndole hablar.
Poco antes de las seis estaban en casa, y tenían que salir a las
siete. No mucho tiempo para una fiesta del amor. Apenas entraron en
el piso, Hans empezó a abrazarla fogosamente. Sin prestar más
atención al caso, Ina le dejaba hacer. Comprendía qué momento
había llegado, pero señaló, sin aspereza, lo tarde que era y lo poco
que le gustaba arreglarse con prisas. ¿No podrían mejor salir para
allá un poquito antes? Pues al día siguiente era lunes, así que no
hacía falta quedarse con ellos hasta tarde. Pero Hans no se dejaba
apartar de su propósito. Se sentía sin fuerzas para aplazar ahora el
amor, ir a aquella fiesta en el mismo estado de aquella mañana,
después volver tarde y estar cansado. No, tenía que ser ahora. Fue
empujándola hasta el dormitorio. Sin mayor resistencia, se tendió en
la cama y dejó que la desnudara. Hans sintió cómo le temblaban las
manos. Pensó cómo disimular. Echado a su lado, la acariciaba, y ella
le dejaba hacer, pero no se movía. Esperaba. La besó, y ella se
dejaba besar, sin escabullírsele, pero al tiempo le miraba con frialdad.
—No nos queda mucho más tiempo —Ina miró el despertador
mientras Hans acariciaba su cuerpo desnudo.
—Es que ya te lo he dicho, no tiene por qué ser ahora —dijo
Ina, pero esta vez esforzándose por dar con un tono más cariñoso.
Hans se sintió hasta agradecido por la pequeña salida que Ina le
ofrecía. Aunque no había ocurrido nada de lo que había anhelado, allí
estaban desgreñados, los rostros enrojecidos, los cuerpos mojados de
sudor. En el cuarto de baño, evitaron mirarse a la cara. Aguardaba a
Ina todo un programa de trabajo: lavarse el pelo, aplicar el rugiente
secador, maquillarse, vestirse... Era rápida y tenía práctica, pero aun
así aquello llevaba su tiempo. Hans agradeció hasta el rugido del
secador, que odiaba, pero que alejaba aquel silencio, expresión de
una situación penosa que lo llenaba todo.
Aunque tenían un plano de la ciudad, fue difícil encontrar la
casa de sus anfitriones. Estaba situada en un barrio de chalés más
bien reciente y particularmente feo, en el margen sur de la ciudad.
No había un alma por la calle allá arriba. Si alguien vivía allí, estaba
ya de vacaciones. Frau von Klein habría encontrado en aquellas calles
una abundancia de bungalows con techo a dos aguas que la habría
tranquilizado. Las parcelas estaban delimitadas por espesos
bosquecillos de abetos de Douglas, y a partir de allí había que cruzar
por portezuelas jardineras de hierro forjado situadas junto a buzones
adornados con relucientes cuernecitos postales de latón, desde donde
partían caminos de baldosas dispuestas asimétricamente que
llevaban hasta las puertas de las casas, que ostentaban enormes
aldabas de latón. Por fin habían encontrado la casa: la número doce,
situada al fondo de un callejón sin salida, lo cual era una parcela muy
deseada en aquel mundo.
Encontraron de inmediato donde aparcar. Hans lo encontró
raro: ¿no habían invitado a ejércitos de gente? No se oía ruido.
¿Habían llegado demasiado pronto? Esperaron en silencio en el coche
por cinco minutos. Salieron del coche y llamaron al timbre. Todo
siguió igual. Las persianas estaban bajadas. Abrieron la portezuela y
rodearon la casa para llegar al jardín. Allí encontraron una pradera
pelada; los ventanales tenían echadas por delante rejillas extensibles.
Ina se puso a escuchar con atención.
—Oigo voces —Hans colocó también su oreja sobre la luna. Se
oían voces, en efecto, y además ruido sofocado de música.
—Es una televisión —dijo tras un rato. En el jardín del vecino se
oía chapotear agua. Por entre las ramas de los abetos, Hans vio a un
hombre de cierta edad en camiseta con una manguera. La fiesta
había sido la noche anterior, dijo, el volumen había sido tremendo, y
lo mejor habría sido hacer venir a la policía. Aún le duraba la cólera.
—Si nadie les abre, eso debe de significar que no hay nadie en
casa —dijo con lógica pendenciera.
Las cosas así pasan, y no merece la pena siquiera hablar de
ellas, pero jamás habría debido darse aquel paso en falso justo esa
tarde. Ina le había echado esfuerzo, logrando una elegancia que en el
fondo no se ajustaba a su aire de muchacha; parecía mayor. En su
atavío de circunstancias, ambos tenían realmente algo de niños
disfrazados para jugar a la visitas. Allí estaba la casa, toda atrancada
y cerrada, recortándose ante un cielo que poco a poco iba
volviéndose gris. Cuando Ina hubo comprendido que la fiesta había
pasado hacía veinticuatro horas y que nada podía hacerse al
respecto, perdió la serenidad. Volvió bruscamente la espalda a Hans y
echó a andar despacio calle abajo para contener su decepción. Sentía
que lo que más le habría gustado en ese momento era abroncarlo.
¿Qué era aquello? ¿Qué cólera estaba aquí abriéndose camino? Una
cólera más fuerte que ella, eso lo sentía cabalmente. Incluso logró
observarse a sí misma en tal estado.
—Eso está fuera de razón —oía decir a Frau von Klein—; estás
exagerando —De niña, esa había sido la reprimenda más dura
posible. Aún hoy seguía haciéndola estremecerse. El coche pasó por
su lado, Hans le abrió la puerta desde dentro, subió. Sin decir palabra
marcharon en dirección de la Baseler Platz. Y entonces quedaba
todavía por suceder el encontrarse a los Wittekind en la escalera.
Pero Ina, recuperado el control sobre sí misma, ayudó con una
sonrisa complaciente mientras Hans refería con buen humor la
historia de la fiesta el día equivocado. Britta Lilien invitó a la pareja a
beber una copa a la salud de aquel espanto, pero Ina explicó que en
el fondo estaba feliz de haberse perdido la velada, pues de todos
modos no se sentía bien. En cuanto a Hans, no podría afeársele que
aceptase sin más la invitación, pues en aquel momento no era cosa
de seguir compartiendo la velada con su pareja.
XI

¿Habría aceptado Hans la invitación a tomar un último trago en


casa de los Wittekind si hubiese estado claro cómo iba a continuar la
noche? ¿O acaso la aceptó porque ya desde hacía tiempo adivinaba lo
que le tenía aquí reservado el arca del futuro y porque estaba
esperando a que le saliera al paso? ¿O bien estaba moviéndose por
un carril y, una vez colocado en él, sencillamente no había otra que
deslizarse en la dirección que tomaba?
El pelo de Ina brillaba sedoso en la mortecina iluminación de la
escalera mientras subía los peldaños sin volver la vista. Era bonita
también por la espalda, en una situación en que resaltaban en su
figura las corvas y cómo formaban una hendidura tan tierna y
delicada en esa carne infantil, que con sólo verlas se creía poder oler
su aroma lechoso. Entonces Hans oyó echarse el cerrojo de la puerta.
Britta no quería vino; le apetecía mezclarse algo más fuerte con
cubitos de hielo, y trajo del frigorífico un botellón de ginebra.
—Es un armario de las maravillas en forma de nevera —dijo
Wittekind—; lo abras cuando lo abras, encuentras un botellón de
ginebra —Por su parte, Britta explicó que estaba pasando en esos
momentos su fase ginebrera, se excedería un tiempo, y entonces,
cuando la cosa se desmandaba, Elmar decía: “Basta”, y hasta
entonces ella siempre le había obedecido a ese respecto. ¿Fue el
penoso día que había tenido? ¿Fue que el peso que Ina había ido
cargando sobre él las últimas horas caía ahora de los hombros de
Hans, y el alivio le permitía respirar y disfrutar tan agradecido el
ambiente de aquella habitación llena de libros con todas esas velas y
aquella gente despreocupada, amistosamente burlona? Le pareció
difícil decidir cuál de los dos era la persona más entretenida. Elmar
Wittekind, parecía que para su propia diversión, se dejaba siempre
caer desde el pedestal de su superioridad de quinceañero hasta el
nivel de Hans y Britta, donde ofrecía sin cesar a sus oyentes
“observaciones desquiciadas”, o así las llamaba Hans en su interior
adoptando sin pretenderlo el idioma de sus padres, que tachaban de
“desquiciado” todo cuanto no se atrevían a enjuiciar. Cayó en la
cuenta de que Ina se había abstenido de atribuirle la culpa por la
velada perdida a lo tonto, y eso que habría podido hacerlo no sin
cierto derecho: fue él, al fin y al cabo, quien había hablado el último
con el deportista economizador, mientras que Frau von Klein
(informada sobre la fiesta en su nórdica lejanía, como es sabido)
había retomado por teléfono expresamente y con insistencia el
asunto de la fiesta del sábado, sin que Ina le prestara atención.
Porque Ina confiaba en él. Y si en tales accidentes no proclamaba
enseguida un culpable, que por supuesto jamás podría ser ella
misma, ¿era eso un signo de su buen carácter, o quizá tal renuncia a
presentar acusación era más bien signo de algo peor? ¿O es que su
silencio significaba que se tomaba el fracaso como la prueba de que a
los dos juntos quizá no volviese a salirles nada bien? Pero bastantes
malos presagios traía aquel silencio por sí mismo, y tampoco
correspondía a la magnitud del incidente enojoso. Con la mirada
puesta en Elmar Wittekind, Hans se dijo a sí mismo que su
compañero el deportista seguramente no haría aquí ningún buen
papel, por más que tuviera bastantes más músculos que el señor de
la casa. De repente había también otro argumento contra él: haberse
unido a una mujer de la esfera de Frau von Klein. Lo mismo podía
achacarse también a Hans, siendo su yerno, pero él había raptado y
rescatado a Ina de la casa de su madre. Pero ¿la había rescatado
realmente?
—En estas biografías sobrerreguladas que tenemos, hemos de
estar agradecidos por cualquier irrupción en los procesos planificados
—dijo Wittekind, que prefirió el vino, dejando la ginebra a Britta y a
Hans—. Ir a una fiesta lleno de ilusión y encontrarse la casa sin
nadie: eso se cuenta entre los últimos regalos poéticos que nos
puede hacer la vida. Eso es lo que llamo una experiencia —Cuando se
les había perdido el equipaje en Roma, añadió, le había dicho a
Britta:
—No existen ya aventuras; sólo existe el horario. Pero el
horario es la aventura —La cual, a su vez, consistió básicamente en
comprarle a Elmar un traje que no le quedaba bien, y que tampoco
era posible arreglar enseguida, con lo que Elmar, contó Britta, parecía
de repente mucho más bajo y con los brazos más largos.
—Lo grotesco forma siempre parte del daño —respondió
Wittekind impertérrito. Eso era, pensó Hans, un artista del arte de
vivir: a aquel hombre parecía que nada en la tierra podía pillarle
desprevenido. Escucharon música. Wittekind y Britta cantaron
acompañando sus colecciones de discos de ópera italiana, de
celebridades de los años treinta, de tangos argentinos cuyos versos
Wittekind le tradujo a Hans, de música árabe y de los locos violines
chirriantes de los gitanos rumanos e irlandeses, y tras cada pieza le
preguntaban por su opinión como si de un experto se tratara;
tomándose sobremanera en serio sus comentarios, vacilantes primero
y luego encendidos por la ginebra hasta la osadía, los llevaban
entonces más allá hasta que, enseguida, ni él mismo comprendía ya
lo que acababa de decir.
—Supongo que me encontrarán bastante tonto e inculto —se
creyó obligado a decir una vez, aunque de hecho sabía que es mejor
guardarse observaciones de ese tipo: pues o bien la respuesta veraz
es un sí, o bien se trata de coquetería en el mismo nivel de una
Barbara. La cual, por supuesto, sí estaba autorizada a usar tales
fórmulas, cosa que hacía en abundancia. Pero Elmar Wittekind se le
anticipó. Hans no era ningún intelectual, ¡por suerte! Era algo que
habían comentado entre ellos varias veces: no era uno de esos
listillos sin vida, sino que no se las daba de nada, tenía curiosidad...
—Y por eso nos encanta usted tal como es.
Al poco rato desapareció también el usted. Brindaron con vino y
ginebra por el tuteo compartido. Cuántos nuevos ánimos daba y qué
liberadora estaba siendo aquella noche. Que en su propio edificio,
sólo un piso por debajo de su propia casa, el ambiente fuese mucho
más estimulante de lo que habría podido ser en la fiesta del
deportista, eso era un regalo inesperado. Se disiparon las nubes
oscuras que se habían cernido sobre Hans. No pudo por menos que
reconocerse que con Ina había ido fundiéndose hasta formar una
especie de entes gemelos, y tampoco al él le habría parecido nunca
deseable otra cosa; por supuestísimo, decía siempre “nosotros” y
jamás “yo”. Pero ahora había vuelto a transformarse en un ser
individual.
Aquella noche, Britta de nuevo era una mujer que callaba, que
oía, que escuchaba atenta... ¿Era, pues, que en realidad el torrente
verbal que tanto había desagradado a Ina se debió sólo a la presencia
de la otra mujer? En cualquier caso, una Lilien tenía otras
posibilidades de expresión fuera del habla.
“¿Podría ser que yo le guste?”, pensó Hans cuando Britta, pese
a la abundante ginebra, se levantó con toda ligereza para traer algo
de comer y le acarició el cuello al pasar con las frías yemas de sus
dedos.
En tiempos, cuando Hans alguna vez se había bebido una
botella de licor como aquella con algún amigo o con camaradas de
armas, hacían acto de presencia las consecuencias correspondientes.
Llegaban los balbuceos, los pasos tambaleantes, las ideas peregrinas,
eso por decir lo de menos. Pero esta noche también era distinta en
eso. Disfrutado con gente así, el alcohol encendía la conversación y el
cuerpo lo absorbía en la excitación del ánimo. El botellón de ginebra
estaba ya casi vacío, pero ninguno de ellos estaba borracho. La
partida, en cualquier caso, era necesaria. Allí estaba la botella vacía,
como una clase particular de reloj que indicaba que la velada había
tocado a su fin. Los ojos de todos lucían con animación al despedirse
Hans. Esta vez Britta recibió un beso en la mejilla, y su mejilla era
firme, tierna y fría como una pastilla de jabón nueva.
El cambio de escena en la escalera no pudo producirse de modo
más abrupto. Dentro, la suave luz de las velas, ojos
relampagueantes, risas y gente amigable, pero fuera no había nada y
se estaba incómodo. Y acurrucarse sobre un duro peldaño era un
placer que iba a poder degustar por unas horas, pues le había dado a
Ina la llave de casa y no pudo entrar. Llamó a rebato, pero dentro no
se movió una mosca. Hans sabía por qué. Desde hacía poco, Ina se
ponía en sus pequeñas orejas unos tapones de cera rosados, regalo
de bodas de su madre, quien le había explicado que esa cera en los
conductos auditivos era la única manera de aguantar a la larga a un
marido. Hans veía en aquellos tapones un modo de replegarse frente
a él: Ina alzaba el puente levadizo y se aislaba, inalcanzable, y
cuando finalmente él la tocaba en el hombro reaparecía de vuelta de
profundidades oceánicas donde se había demorado dichosa y en
soledad. Atrincherada en tal parapeto, tampoco podía oír el teléfono.
Pero además lo tenía desconectado, para que ya nada de nada
pudiera irrumpir en su sueño. De ahí lo incierto del éxito mientras
hacía redoblar el disco de cristal opalino en lo alto de la puerta de su
casa. Bien podía suceder que aquel ruido del demonio despertara a
todo el mundo en el edificio con la sola excepción de Ina. ¿Qué hace
un hombre de mundo en tal situación? Llamar a un cerrajero o buscar
habitación en un hotel. En su autoridad como portero nocturno en el
“Habsburger Hof”, el etíope le proporcionaría cama sin ninguna duda.
El autoapagador rápido hacía honor a su hombre: tras dos
minutos volvía a apagarse la luz en la escalera, y entonces Hans daba
al pulsador y la luz volvía a encenderse. Abajo, Britta iba de un lado a
otro ocupada aún en recoger; por la luna de su puerta advirtió que la
escalera no se quedaba a oscuras. Abrió la puerta una rendija y dijo a
media voz en tono de pregunta:
—¿Hans?
Hans bajó deslizándose con sigilo. Britta siguió hablando con
voz ahogada, pues Elmar ya estaba durmiendo. Actuaba serena y con
seguridad, sin que sus instrucciones tolerasen resistencia. Tenían una
cama ancha, dijo, así que la solución más sencilla era que Hans se
echase allí con ellos. Tenía puesto ya el camisón, era algo hecho en
Arabia, con bordados en seda verdosos; llevaba el pelo suelto. Apagó
todas las luces y precedió a Hans de camino a la alcoba. No llegaba
ya mucha luz de luna, pero en el cielo colgaba aún una hoz de
penetrante color blanco cuyo resplandor se introducía por la
penumbra de la alcoba, en la que podía oírse la tranquila respiración
de Wittekind. La cama era, en efecto, muy ancha. Britta se arrodilló a
los pies de la misma y se echó en el medio; Hans se quitó chaqueta,
camisa, pantalón y zapatos y se tendió a su lado, con la mayor
cautela y procurando no tocarla. Dejó el brazo izquierdo reposando
en el suelo, de tanto como se echó hacia el borde. Se quedó mirando
la oscuridad, quieto como la estatua de un catafalco; olió el limpio
aliento de Britta, recién lavado con pasta de dientes. No estaba
seguro de si iba a conseguir dormirse. Le dolía ya el brazo que
colgaba por fuera de la cama.
Entonces sintió cómo se acercaba hasta él el cuerpo de Britta y
se le pegaba, y le pareció como si cada punto de su piel que entraba
en contacto con aquel cuerpo quedará atado a él por unos hilos
delicados y firmes. Sus cuerpos se entrelazaron. Hans reaccionaba
ante los movimientos de Britta y la buscaba a tientas, y su mano
sentía erizarse cualquier parte de ella que tocaba. Aun así, no se
atrevió a darse la vuelta para ponerse de cara a ella y abrazarla del
todo hasta que Britta le susurró al oído:
—A él no le molesta, quiere que yo sea feliz. No tiene nada en
contra. Y contigo aun menos, lo hemos hablado —Britta asumió
entonces la dirección. Se veía, no obstante, que tampoco era cosa de
que despertaran a Wittekind. Bien puede ser que jamás se haya
hecho el amor así, tan furtivamente, con tan limitado movimiento
externo y acción, con tal rapidez y destreza, ni siquiera en una tienda
de mongoles habitada por toda la tribu. Y, sin embargo, al
despertarse Hans un poco después y girar la cabeza (por un largo
instante no sabía dónde estaba, y ya daba su mano un respingo para
buscar la llave de la luz), vio la silueta de Wittekind, reclinado sobre
el codo en la cama; el rostro quedaba completamente a oscuras, pero
de fuera llegaba un rayo de luz que rozó sus grandes ojos saltones,
poniendo en ellos un frío rescoldo sulfuroso antes de que todo
volviera a sumirse en la oscuridad. Hans cerró los ojos de inmediato.
Gozó el beneficio de la antigua convicción infantil: lo que no veo
tampoco me ve a mí.
¿Cómo han de manejarse los asuntos de este tipo? O bien
terminan produciéndose grandes catástrofes, o bien el camino de
vuelta a la existencia cotidiana está bien allanado y resulta
sospechosamente cómodo. Se recordará que Hans era a veces capaz
de despertarse justo a la hora precisa por poco que llevara dormido
hasta entonces. Sin pensárselo una segunda vez, arrebujó su ropa y
se escabulló de la casa. Se vistió ante la puerta de la suya. Al
momento se vio de esmoquin sentado otra vez allí, en los albores de
la aurora, como si se hubiese pasado toda la noche bailando. Y al rato
(debió de estarse allí hecho un ovillo en torno a una media hora, o en
cualquier caso el tiempo suficiente para hacer digno de crédito el
ovillamiento), volvió a intentar, sin gran esperanza, el ataque al
timbre. Esta vez la puerta se abrió.
Habiéndose ido a la cama tan temprano, Ina también se había
despertado pronto, comprobando en ese mismo momento para su
intranquilidad que estaba sola en el lecho. Tampoco en el sofá estaba
Hans. Y entonces sonó el timbre. Y comprendió que el pobre había
pasado la noche en la escalera. Hans no hizo nada por corregir el
error de su mujer, que en ese momento iba ligado a pesar y
sentimientos de culpa. Su aspecto era tan desolador como podía
esperarse de la noche que había tenido. De todos modos, lo peor de
todo había sido probablemente la ginebra. Ina, mirando a su
destrozado marido, sintió que su interior se conmovía como en los
primeros tiempos. A todo esto, Hans se había esfumado al cuarto de
baño. Se sintió salvado al meterse en la ducha. Había pensado que
llevaba todavía pegado el olor de Britta, aquel olor tan delicado, pero
que la caracterizaba, a algo como con sal marina mezclado con
plátano, y de hecho así era. Así que también la ropa de la noche se
llevó un lavado en agua fría. Fue como un bautismo que disolvía y
arrastraba consigo todas las viscosidades del pasado. El hombre
lavado era el hombre bueno. Así es como debía de sentirse un
vagabundo borracho cuando, recogido inconsciente en la acequia y
llevado al hospital, despierta allí lavado y en cama limpia.
Pero la plétora del restablecimiento moral se vio atravesada por
un violento sobresalto en el momento en que los chorros de agua que
corrían por las manos cubiertas de espuma de Hans hicieron aparecer
de nuevo la piel por entre el acolchado espumoso. Unas manos bien
formadas las suyas. Verlas no tenía por qué asustarle. Allí estaban
todos los dedos, esas manos sanas y hermosas. Pero tan desnudas
como el hombre al que pertenecían.
Faltaba el anillo de matrimonio. Hasta entonces, Hans seguía
llevándolo a disgusto. Por más delgada que era aquella alianza clásica
de oro rojo, le molestaba llevarla. Le parecía como si se le hubiera
posado en la mano un moscón, y era muy dado a juguetear con el
anillo, bastante holgado, intentando no sentir aquella pequeña y
molesta presión situada siempre en el mismo lugar. Pero ya no
llegaba a quitárselo. Antes de la boda habían tenido un pequeño
debate sobre anillos. Hans quería regalarle a Ina un anillo antiguo,
hermoso y valioso, y en eso no había inconveniente: Ina llevaría
aquel anillo (cuya gran gema, por supuesto, le quitaría cualquier
parecido con una alianza), y las manos de Hans seguirían vacías. El
anillo en cuestión lo aceptaba Ina de buen grado, pero en la cuestión
de las alianzas no estaba dispuesta a ceder. Hans decía que con el
anillo se iba a sentir como un ganso salvaje anillado en un juncal de
Sylt, pero Ina repuso que eso justamente es lo que era, y esa misma
era también la finalidad de la ceremonia del matrimonio: anillar, lo
cual, del mismo modo que en los gansos, significaba también vigilar.
No llegó hasta el punto de mencionar el efecto deserotizante (al
menos de cara a otras mujeres) de las alianzas, pero era claro que
estaba refiriéndose a algo en ese sentido.
—Tienes que llevar un anillo de matrimonio —dijo Ina, y por
tanto así lo había hecho Hans, por lo menos hasta esa misma
mañana.
¿Dónde estaba el anillo? Esa era una de las dos preguntas
apremiantes. ¿Cuándo notaría Ina que faltaba? Esa era la otra, aun
más apremiante. Podía intentarlo recurriendo a una mentira
inofensiva, eso que los franceses, tan dados a crear una terminología
especializada para las situaciones delicadas, llamaban un mensonge
blanc. El anillo podía habérsele caído del dedo sin que se diera
cuenta, y en efecto las mujeres siempre andaban perdiendo anillos
por ese método. A Frau von Klein le desaparecía cada poco tiempo
alguna alhaja, y dedicaba muchas horas a la correspondencia con
compañías de seguros, en la cual de ningún modo se amparaba
solamente en mensonges blancs. Pero una alianza nadie la perdía
nunca de este modo. Y Hans tenía que considerar posible, es más:
muy probable, que la había perdido en una situación que convertía la
pérdida en una mala señal.
Ina trajo al dormitorio una bandeja con café y un pequeño
desayuno. Estaba claro que quería darle un gusto: Hans no tendría
que echarse al coleto un panecillo a la puerta de la nevera. Por el fino
chirrido que le llegaba, comprendió que Ina se había puesto a abrir
las ventanas; como si tiraran de él con un cable, salió del baño en
dirección a la cocina. Allí estaba el vaso de Sieger con la roñosa
calderilla para viajes. La removió con los dedos, y se produjo un
centelleo de oro rojo. El anillo le venía perfectamente, quizá con algo
menos de holgura que el extraviado. Aunque seguía sin ropa, Hans
tuvo ahora la sensación de estar vestido por completo,
impecablemente, hasta el punto de que habría salido por la puerta en
ese mismo momento, tal como estaba.
El siguiente paso más a mano habría sido llamar por teléfono a
Britta desde la oficina a la primera ocasión en que lo dejaran
tranquilo y preguntarle por el anillo. ¿Acaso le vino a cabeza una de
las muchas sentencias de Wittekind con las que la noche anterior el
hombre de más edad había entretenido con tamaña brillantez al más
joven?
—Hay que acostumbrarse, en cualquier situación de la vida a no
actuar jamás tal como se espera. Preguntémonos siempre: ¿cuál
sería ahora el siguiente paso? Y a continuación hagamos lo contrario
—Pero Hans no tenía ahora el ánimo para ese tipo de bromas,
aunque hacía un rato las había admirado sin reservas. Le causaba
cierto recelo la idea de hablar con Britta, y más sobre su propia
alianza. La alianza no era asunto de Britta. Hans no tenía ni idea de
cómo referirse a lo sucedido el día anterior o, mejor dicho, a primera
hora de aquella misma mañana. No sabía qué hace la gente en casos
semejantes, como si existiesen también aquí reglas en el sentido de
la mentada terminología francesa. Hans se reconocía a sí mismo que
desde hacía días había estado anhelando con cada fibra de su cuerpo
abrazarse con Britta. En este momento no consideraba ya de ningún
modo que hubiera terminado en aquellos brazos por un
encadenamiento de azares asombrosos, sino por un camino tan
directo, como si él lo hubiera emprendido conscientemente, siendo en
el fondo él, incluso, la parte activa. Hans amaba asumir
responsabilidades; un rasgo de su personalidad que ofrecía a quien lo
descubriera amplísimas posibilidades de aprovecharlo. Era una
especie de delirio de grandeza causado por el buen carácter. Pero
¿qué iba a pasar ahora? ¿Cómo iban a ser las cosas en adelante?
¿Con qué actitud se encontrarían? ¿Con qué cara miraría a la cara a
Wittekind? En este punto cayó en la cuenta de que ya le había mirado
en la cara aquella misma noche, y sintió un escalofrío. ¿No había
pues en este mundo ninguna posibilidad de deshacer lo hecho, de que
contara solamente como un sueño soñado en estado de embriaguez
severa? Todo lo que le corría a uno en el cerebro y por las venas
¿tenía pues que salir inevitablemente a la luz, aunque fuera nada más
que la luz de unas velas para iluminar con gran efecto una casa, y
convertirse allí en un hecho irrevocable sobre el que la voluntad había
perdido ya cualquier influencia? ¿No había más remedio que andarse
por ahí la vida entera cargando con semejante desliz, cuando además
en el recuerdo se ofrecía ya con contornos borrosos? Aunque en
realidad eso afectaba tan sólo a algunos pormenores circunstanciales
del mismo, pues, mientras que la mayoría de las personas tienen una
actitud muy infiel frente a los placeres disfrutados, a Hans era algo
que se le quedaba pegado a los huesos. Esas cavidades en las que
consistía el ser humano (pero ¿quién había expuesto y afirmado
aquello hacía nada?) estaban en él llenas, amenazando con un
terrorífico estallido.

Disculparse con el deportista organizador de la fiesta por la


ausencia sin disculpar fue solamente la menor de las contrariedades
de aquel día, y eso que el decepcionado anfitrión no se tomaba con
deportividad los sucesos no deportivos, por lo que en cierta medida
hizo a Hans trabajarse duramente la disculpa. Pero ¡qué era eso
comparado con lo que le esperaba en casa por la tarde! En profunda
meditación, Ina estaba sentada en la alcoba, con el juego de café de
la mañana aún por recoger, y no hizo ni el menor movimiento cuando
la saludó. Hans se vio invadido por una sospecha preocupante, es
más: la más preocupante de todas. Ina había hablado con alguien. Se
había encontrado con Wittekind en la escalera. Se había enterado.
Pero no, nada de eso. Había sucedido algo con peores,
intangibles consecuencias. Cuando Hans le levantó la cabeza para
obligarla a mirarle a la cara, Ina al principio la giró a otro lado, pero
después rompió a llorar violentamente. Y entonces se abrieron esas
compuertas de las que hablan las frases hechas. Como en los niños
chicos, el llanto se apoderó del cuerpo entero. En nada podía
consolarla la persuasión en tono benéfico y cariñoso. Una vez se hubo
tranquilizado algo y pudo hablar, en su voz volvía a anunciarse un
nuevo ataque de nerviosismo:
—Voy a volverme loca en esta casa. Empezó ya tan mal con la
paloma que voló por aquí encerrada hasta morir, y no ha parado en
ningún momento —Pero ¿qué era lo que no había parado?
Pues que ya no podía enderezarse absolutamente nada,
sencillamente ya nada marchaba bien. Hans se había preparado para
afrontar un furibundo discurso de acusación, pero, de nuevo, volvió a
salvarse, siempre, eso sí, que se empeñara en considerarse salvado
sometido a aquella agitación. Ina refirió que ya no podía confiar ni en
sus propios ojos: después de marcharse Hans, había mirado a la
calle, por la fachada que daba al lavacoches de Souad, y de repente,
así sin más, el lavacoches no estaba allí en su sitio (desaparecido,
sencillamente), como si nunca hubiera existido. Pasó un rato
petrificada con la vista fija allí. El hueco que debería haber dejado el
lavacoches (por fuera consistía en una única puerta gigantesca para
vehículos) lo habían rellenado sin dejar un solo resquicio vacío; Ina
pensó que nadie habría podido sospechar que allí estuvo una vez
aquel mísero lavadero. Pero, continuó, tras frotarse los ojos y
retirarse de la ventana y tranquilizarse y recobrarse, al final había
vuelto otra vez a la ventana, y había mirado por ella... Y allí estaba
otra vez el lavacoches... Había vuelto a aparecer allí, sin un ruido;
tuvo que quitar de en medio piedras, puertas y ventanas, y allí volvía
a estar en su antiguo sitio. Que Hans dijera lo que quisiese, bien,
todo menos una cosa: que ella no había visto lo que había visto.
Pronunció estas palabras con una dureza anticipada, como si tuviera
que defenderse ya frente al inaudito capricho de la incredulidad de
quien hasta entonces se había limitado a escucharla.
XII

Hans oscilaba entre la inquietud y el alivio, pero al principio fue


más fuerte el alivio. Que Ina no le hiciese reproches, que no le
exigiera cuentas de la última noche era algo que le permitía respirar,
y así su tembloroso arrepentimiento recién dominado había dado
paso a una superioridad paternal y comprensiva en la que se
mezclaba también una sonrisita bien disimulada cuando Ina no
miraba; de hecho evitaba la mirada de Hans, algo que había llegado a
convertirse en una constante en los cambios de humor de los últimos
días. Con marcada serenidad, Hans pasó a hacerle preguntas: ¿dónde
se había puesto? ¿En qué ángulo había estado mirando por la
ventana? La condujo hasta la ventana exterior derecha, que daba a
una hilera de casas parecida a la de la izquierda, y también allí había
edificios de arenisca aislados y entre ellos las pobres fachadas del
tiempo de la posguerra, de lo que resultaba una imagen
perfectamente comparable con la vista de la otra ventana, sólo que
justo sin el lavacoches de Souad. ¿Era posible que hubiera mirado
primero por una ventana y luego por la otra? A él mismo nunca había
dejado de resultarle difícil separar del todo entre derecha e izquierda;
pero la confesión en tono chistoso de esa pequeña debilidad cosechó
una relampagueante mirada de desprecio. Intentó entonces llegar a
ella por otra vía. Así, le explicó que la experiencia que ella había
tenido concordaba en lo fundamental con lo que también percibía él
mismo y, probablemente, muchas otras personas, aunque jamás se
hablase de ello. ¿No era en realidad un milagro lo que
experimentamos cuando entramos en una habitación oscura, pero
que conocemos bien, y encendemos la luz? ¿No nos sorprende
siempre en el fondo que todo esté allí tal como lo guardábamos en la
memoria? Él mismo, de niño, había creído por bastante tiempo que
las cosas intercambiaban sus lugares en la oscuridad, y que luego,
aún en el momento en que uno estaba pulsando el interruptor, se
apresuraban a su antigua posición, donde las encontrábamos
entonces tiesas y como sin aliento al encenderse la luz... Pero, sin
embargo, si uno miraba con toda su atención podía ver los sillones y
las cómodas medio asfixiados. Los muebles convertían en un ejercicio
militar la confirmación de su secreta independencia.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Ina, en cuya voz se
expresaba un claro rechazo. Pero Hans prosiguió: estaba convencido
de que esa idea infantil contenía cierta realidad, aunque en efecto no
era una idea concebible. Y dicha realidad era la experiencia de que los
objetos pueden hacerse invisibles, bien sea cegando a quien los
contempla, bien haciéndose invisibles de hecho... Experiencias estas
de la vida cotidiana de cualquier persona, que sin embargo calaban
muy hondo en la verdadera naturaleza de las cosas. ¿O acaso no le
había pasado a ella nunca ponerse a buscar desesperada las llaves y
el monedero por todos los rincones, cuando todo el rato habían
estado delante de sus narices? E igualmente había que considerar
que una persona solamente puede ver aquello para lo que está
preparada mentalmente. Los exploradores de los mares del sur
habían informado de una isla remota cuyos habitantes no habían
visto nunca un gran barco de vapor, y por esa razón siguieron sin
verlo cuando navegaba por su bahía: era, como si dijéramos,
demasiado grande para ser visto. Quizá aquella mañana había
ocurrido con ella un fenómeno emparentado: no estaba en
disposición de ver el lavadero de Souad (lo que él, Hans, entendía
bien, pues Souad era realmente un tipo mugriento), y de ese modo
había seguido sin poder verlo hasta que la realidad volvió a
imponerse sobre su antipatía mental.
—Souad no me parece, ni con mucho, tan desagradable como
los Wittekind —repuso Ina—, y también me parece que estás
hablando como Wittekind, ya empiezas a imitarle, y una cosa te
aseguro: no te pega —Y, a fin de cuentas, prosiguió, de todas
aquellas reflexiones y disparates que había traído por los pelos, y que
no guardaban ninguna relación con lo que a ella le había pasado, no
se sacaba más que una conclusión: que no la creía. Pero, aunque en
sus palabras pudiera resonar enojo y rechazo en abundancia, lo
importante era que se había tranquilizado. Ya quedaba muy atrás
aquel gimoteo incongruente que transformaba su rostro en el de una
extraña (y no precisamente bonita); era ya algo ajeno a ella y de lo
que apenas se acordaba.
Hans le propuso ir comer a un restaurante, pues fuera de
mantequilla, miel y pan, tampoco había mucho más en casa. Mientras
marchaban por la traqueteante escalera, Hans fue pisando con
cautela hasta que hubieron dejado atrás la puerta de los Wittekind.
Estamos sitiados en toda regla, pensó cuando se deslizaba ante la
inexpresiva puerta de la pareja, y en su preocupación se mezclaba
también algo de una indignación de persona de bien, como si hubiese
sido obligación de los Wittekind disolverse en el aire tras la noche
anterior.
A Hans no le había disgustado que Ina renegara de la casa.
Cierto que, con toda la improvisación, llevaban ya un buen montón de
dinero gastado en el arreglo de las habitaciones; Ina no
desaprovechaba oportunidad de comprar cualquier cosa necesaria (y
mira que ya tenían de todo metido en las cajas de Hamburgo), y en
pocas semanas habían hecho acopio de lo podría llamarse todo un
equipamiento doméstico. Cuando alguien, abandonando el principio
del monacato benedictino, deja de considerar que para vivir basta
con cama, mesa, silla y dos hábitos, más un cuchillo, un tenedor, una
cuchara y una servilleta, entonces, y aunque sea pobre, se verá
pronto en posesión de una asombrosa cantidad de cosas, y ello (así lo
quiere una paradoja sarcástica) precisamente aun siendo pobre. De
este modo, los vagabundos locos, muchos de ellos mujeres, con sus
bolsas llenas a reventar (los más avispados se han hecho con un
carro de supermercado, aunque eso lo único que consigue es que
aumente la cantidad de bolsas que llevan consigo) son los verdaderos
símbolos vivientes de nuestra existencia. Como ellos, todos
arrastramos por la vida una infinidad de objetos, aceptando la dura
carga de acumular sin pausa cachivaches que parecemos precisar
perentoriamente, llevarlos por el país, y darles alojamiento con
esfuerzo y penuria, tarea en la que derrochamos afanes de todo tipo.
Y cuando llega el día del juicio, por ejemplo el día de una mudanza o
de cerrar una casa, entonces se suspende por un momento la
ofuscación y vemos el sinsentido de ese impulso acumulador que
mantiene el Estado y la economía.
Pero Hans era generoso, e Ina no carecía de recursos. Frau von
Klein le pasaba un dinero, aunque eso era algo que Hans no quería
saber, ni tampoco debía conforme a la voluntad de su suegra. La cual
sin duda debió de quedarse satisfecha de haber casado a su hija,
pero a la vez que consideraba también su obligación aflojar poco a
poco, apenas habían sido anudados, los lazos a los que acababa de
dar su consentimiento. Para Hans, la idea de que Ina buscara otra
casa, que de antemano se sabía que iba a gustarle por la sola razón
de ser ella quien la había elegido, era una prometedora salida de
aquella desazón que tan opresiva se había vuelto desde que Ina
regresó de Italia. Y además que el dueño de la casa parecía un pájaro
sospechoso, le dijo para alentarla sentados con su ensalada delante.
Pero, para su sorpresa, Ina le contradijo: no, de ningún modo;
Urban Sieger era una persona digna de aprecio. Le gustaba de hecho,
y haría lo posible por no herirlo. Había sido sincero con ella, cuando
(y aquí se oscureció la mirada que dirigía a Hans) no había muchas
personas tan sinceras. Y era un hombre infeliz, y ella daba por cierto
que no había merecido esa infelicidad. Pero quién podía decir nada
sobre merecer la infelicidad, pues ¿había alguien que se hubiese
merecido realmente su infelicidad? ¿Quién podía hacerse una idea
clara de qué factura se nos pasará por nuestros menores descuidos y
errores? Teníamos que cumplir un castigo duro sin indulgencia por
acciones olvidadas mucho tiempo atrás: pero, concluyó, así eran las
cosas.
Los ojos volvieron a llenársele de lágrimas. Estaban sentados
un poco aparte, de modo que podía llorar a lágrima tendida sin
causar sensación entre los demás clientes, que sin duda habrían
achacado esa pena de una hermosa joven a la crueldad de su
acompañante.

*
Como si le hubiera llegado hasta Sieger aquella declaración de
simpatía y compasión (en la noción popular, nos silban los oídos
cuando alguien nos ha alabado muy lejos de allí, y Sieger poseía en
verdad una sensibilidad de elefante, con lo que no podía dejar de
percibir tal silbido), al día siguiente se encontraba ante la puerta de
Ina. Por la enorme sombra proyectada en el cristal opalino de la
puerta vio ya quién había llamado. Se le había quedado grabado el
modo en que la cabeza de Sieger se sentaba sobre el ancho oleaje
grasoso de sus hombros. Subir las escaleras lo había agotado de tal
modo, que se quedó delante de ella callado y respirando
profundamente, tan sólo con el índice levantado como si quisiera
decir: “¡Atención! Empezaré a hablar tan pronto como esté en
condiciones de hacerlo”.
Llevaba otra vez camisa blanca y pantalón negro, que parecía
ser el atuendo que adoptó alguna vez en el pasado, y al que debía de
añadirse en invierno una americana negra. Una vez entró y tomó
asiento, pidió un vaso de agua. Sacó unas pastillas de colores de una
cajita y las arrojó en su boca abierta. Con la cortesía implorante que
le era propia y que le había servido para ganarse a Ina, explicó que
venía por un motivo que con seguridad iba a parecerle absurdo. Pues,
en efecto, él había vivido allí, primero con sus padres, luego
solamente con su madre, luego totalmente solo... Y se interrumpió
para reconocer que había ansiado ese día:
—Quería a mis padres, y fui para ellos un hijo querido, pero sin
embargo los maté en el pensamiento... —Porque, según él, no había
otro modo de interpretar aquel deseo de llegar a vivir allí alguna vez
solo sin nadie más: ese estar solo había presupuesto en último
término que sus padres murieran, y así es como nos convertíamos en
asesinos en pensamiento... Los malos deseos siempre terminaban
cumpliéndose, ¿sabía ella eso?
Ina no lo sabía, pero la impresionó, y lo recordaría. Herr Sieger
no tenía un cuello visible. La grasa le subía hasta la barbilla, y, sobre
la planicie de los hombros, la cabeza parecía rodar sin sujeción a un
lado y a otro. En su figura se combinaban volúmenes
desacostumbrados y una desconcertante fragilidad. Ina se había
puesto a hacer té. Con aquel calor era bueno beber algo caliente, dijo
disfrutando poder decir algo instructivo a aquel hombre que le
resultaba conmovedor, aunque al decirlo no hacía más que repetir
algo que había oído. Lo que fuese bueno con aquel calor era algo que
a ella, como a cualquier persona joven y sana, jamás le había dado
grandes preocupaciones. Cuando Herr Sieger se llevó a la boca la
bonita taza de Ina, no se veía ni resto del asa, y la taza daba la
impresión de ser un dedal.
Le fue concedida la soledad que anhelaba, prosiguió Herr
Sieger, pero entonces conoció también el vértigo que producía aquel
vacío y en el que nunca había pensado. Y ese vértigo fue el que trajo
allí hasta él a una mujer. Podía decirse que fue un proceso como el de
las leyes físicas. Era mayor que él, una mujer de mucho mundo y
muy sagaz, pero no admitía excepciones a la hora de hacer su
voluntad, lo cual sin embargo tampoco le molestaba a él: para él
tenía tan poca importancia hacer su voluntad, que con frecuencia
dudaba de si tenía algo parecido a eso. El contraste entre ambos era
grande. Aquí una voluntad tajante, allí una flojera de voluntad
absoluta (así lo expresó el mismo Herr Sieger); aquí una capacidad
inmisericorde de odiar, allí una incapacidad de odiar nacida de la
indiferencia.
—Nunca afirmaría que soy buena persona —dijo Herr Sieger—;
lo que en mí parece bondad es sólo debilidad. En las buenas
personas, la bondad nace de la fortaleza.
Con lo cual, sin embargo, no quería decirse que su mujer, con
esa fuerza para odiar, hubiese sido mala: no, en ningún caso; era
sólo un caso inaudito de vulnerabilidad. Tenía, de su primer marido,
una hijastra de la que hablaba muy mal...
—Y es que su interés por los demás era demasiado apasionado,
ése era su error. Quien pretende mirar dentro con tanta exactitud
tiene que prepararse para las cosas más terribles —Pues bien, él
nunca olvidaría cómo aquella hijastra, que vivía muy lejos, no en
Alemania (y que en el fondo casi había dejado ya de existir), cometió
un día el crimen de enviarle a su madrastra una tarjeta de navidad
que llevaba la felicitación ya impresa. Herr Sieger la encontró con la
tarjeta entre las manos, y la oyó susurrar para sí:
—Que la despellejen en la casa del diablo —Y al tiempo
escudriñaba con los ojos encendidos el texto impreso, como si
quisiera grabárselo en el cerebro para toda la eternidad.
—¿Diría usted que no encajaban el uno con el otro? —preguntó
Ina, que le escuchaba con los ojos como platos. Mientras Sieger
estaba con ella, se había esfumado lo que la oprimía (no sabía cómo
llamarlo, en cualquier caso). Sentía en su interior una cuerda que
vibraba cuando le escuchaba con atención.
—Al contrario —dijo Sieger como revelando un secreto—: nos
complementábamos mutuamente. Una buena pareja debe o bien
formar un gran todo, o bien anularse mutuamente sin ganador ni
perdedor, en un resultado cero, o como usted prefiera decirlo en
términos matemáticos; eso es asunto suyo, pero ambas posibilidades
están bien. Ese gran todo esférico es tan impenetrable para los
demás, que de cara al mundo exterior se acerca mucho al cero; las
dos personas son inexistentes para el resto de la sociedad. Por poco
tiempo, es probable que nosotros dos llegáramos a vivirlo. Yo la
conocí bien, la conocí demasiado de cerca... La conocí tal como era.
Sin ella no habría llegado a convertirme en lo que soy. Sin ella, yo no
habría...
Se interrumpió y, no sin esfuerzo, se llevó a sus manitas de
bebé aquella cabeza que se movía como una bola (aunque el
resultado, en vez de taparse realmente el rostro, venía a ser un más
bien un ademán, pues tenía los brazos demasiado cortos para su
grueso cuerpo):
—Oh, pero si yo nunca hubiese... —suspiró intentando dar una
dirección nueva y desamparada al fragmento en que se había
quedado su frase anterior.
Ina se paró a pensar que una persona que precisaba tal
volumen de espacio era posible que albergase el deseo de no existir.
Qué maravillada habría de quedarse, de llegar a cumplirse tal deseo,
esa tierra que había soportado su carga. Pero aquello no pasaba de
ser un mero experimento mental, inspirado por Herr Sieger con su
suspiro autodestructivo. Una vez que había llegado a existir aquel
hombre en toda su corpulencia, resultaba imposible imaginar que
pudiese esfumarse sin dejar rastro, tal fue la conclusión de Ina.
Tras recomponerse, Sieger empezó de nuevo a hablar. A pesar
de aquella absorción recíproca, había quedado por lo visto algún resto
que no encontraba correspondencia en el otro: un resto, como es
evidente, que sólo podía estar en ella, pues ella era la personalidad
extraordinaria, casi de dimensiones sobrenaturales de dar crédito a
las palabras de Sieger. Un día le tiró la alianza a los pies. Para
recogerla habría tenido que tenderse en el suelo, cosa que hizo
solamente después de que ella se hubiese marchado: Sieger no quiso
que su mujer cargara también con esa imagen de su marido por el
suelo.
Ina tenía que romper el silencio que se impuso entonces; era
algo que sobrepasaba sus fuerzas. Trajo helado de limón de la
nevera, y tuvo el placer de ver a Herr Sieger disfrutar del mismo
comiéndolo con una cucharita que en sus manos daba la impresión de
ser diminuta. Ina había dado con la solución acertada: algo dulce.
Ahora ya se podía cambiar de tema de conversación: ¿estaba ya
aclarado si llegaba el dinero del alquiler? Aclarado sí, contestó Herr
Sieger, aunque por desgracia no había recibido nada. Souad,
sencillamente, no soltaba un céntimo. Le había llamado por teléfono,
pero Souad sencillamente tenía otras preocupaciones.
Ina le preguntó si en el futuro no era mejor que le enviara el
alquiler directamente a él. Pero Herr Sieger al oírlo se angustió
agitado: no, eso de ningún modo. Las cosas de esa clase mejor
dejarlas como estaban. Cuando Souad se diese cuenta de que ya no
llegaba el dinero, podía montar en cólera...
—Y eso no sería bueno, tampoco para ustedes.
Pero había otra cosa de la que quería hablar, por la que había
ido hoy a molestarla, aunque aclaró que el mero placer de estar
comiendo helado tan amigablemente en su propia casa, donde tantas
experiencias difíciles había pasado, justificaba ya de sobra la visita.
Ello era que se había propuesto devolverle la alianza a su mujer; sin
grandes palabras, quería decir. Ella debía decidir por sí misma cómo
valoraría el acto: si lo consideraba la ruptura definitiva o un
restablecimiento de la relación, pues ambas cosas podían
interpretarse en el regalo, y él mismo quería dejarlo en esa
ambigüedad:
—Es lo más sincero, pues yo de hecho no sé qué quiero —Sólo
que no recordaba ya dónde había puesto el anillo después de
mudarse de allí. Lo había buscado mucho tiempo, pero en vano. Pero
entonces, la noche pasada, sin dormir (“¿Puede usted dormir con este
calor?”), entonces le había sido concedida de repente una inspiración:
el anillo podía estar en aquel vaso con la calderilla para viajes. Que
aquel vaso siguiese rondando por la casa le parecía ya por sí solo un
milagro, ¿por qué no esperar entonces otro más? ¿Le permitiría echar
un vistazo?
Ina se levantó de inmediato y trajo el vaso de la cocina. Echó
las monedas encima del escritorio de patas en forma de columna.
Sieger, que se había erguido, miró el polvoriento montón. Fue
separando con las yemas de los dedos todas las monedas, hasta que
no quedó ninguna montada sobre otra.
—Es una desilusión —dijo con vez queda, pero prosiguió
entonces con empeño, como si tuviese que convencerse a sí mismo
—: sí, aun más: es el fin de una ilusión. En mis horas nocturnas me
he dejado abrazar por la ilusión demasiado complacido, pero el día
hace que se desvanezca ese fantasma. Le estoy infinitamente
agradecido por haberme dado la certeza a este respecto —Y añadió
que, si era verdad lo que le había contado al declararle a Ina su falta
de voluntad y de cualquier propósito (y estaba convencido de que así
era), entonces ya no tenía motivo de turbación. Se había cerrado un
determinado camino que se había ofrecido como posibilidad. Con
tales palabras se balanceó deslizándose en dirección al pasillo. Para
despedirse de Ina, sus ojitos la miraron con ternura, esa fue la
impresión de la joven. Se imaginó que en el cuerpo de aquel hombre
estaba atrapada un alma pequeña con gran facilidad de movimientos,
como un diablillo en una botella, y que por allí bailaba yendo arriba y
abajo entre la cabeza y los pies a la más ligera presión.
Cuando se quedó sola, Ina paseó pensativa por el pasillo. ¿No
era una señal el que en el limitado círculo de aquella casa otra vez
algo hubiera dejado de estar en el sitio en que se suponía con
seguridad que estaba? La asombraba con qué serenidad había
encajado Sieger la desaparición del anillo, como si dar con él tampoco
hubiese tenido tanta importancia. Sumida en ensoñaciones, se echó
en el sofá y dejó pasar otra vez ante sus ojos la visita del dueño del
edificio. Era una persona que amaba, sobre eso no le quedaba duda,
y al pensarlo le volvieron las lágrimas a los ojos, pero esta vez no
manaban violentamente, casi saltando incluso, como la vez anterior,
sino en forma de benignos goterones que, tras un rato colgados de
sus hermosas pestañas, se escurrían luego por sienes y mejillas. La
invadió una profunda compasión. ¿De qué poema era aquel verso:
“¿Qué te han hecho, pobre niño?”? Ante el amor de Sieger, sentía un
abandono infinito y se veía demasiado poca cosa. Ella jamás viviría
nada semejante.
Al quedarse dormida a continuación, le llevó un rato darse
cuenta de que soñaba, pues con los ojos cerrados seguía vagando por
su casa; abría las puertas y echaba una mirada a las habitaciones
recogidas. Todo lo que había allí dentro lo reconocía como cosas que
le eran familiares, o incluso que ella misma había comprado y
colocado. También lo que pertenecía a Sieger volvía a aparecer en el
sueño nombrado claramente como tal. E igual de linda y decorada
con mano tan diestra como la casa se mostraba en la realidad diurna,
así también era la casa con la que estaba soñando. Veía las alfombras
y las nuevas ventanas con las que Souad, por desgracia, había
mandado sustituir las antiguas ventanas de travesaños porque en su
tarea mantenía con la calefacción una relación de especial formalidad,
o acaso también porque en Alemania su corazón sureño se volvía
demasiado friolero.
Entonces, ¿por qué resultaba aquél un sueño tan inquietante,
incluso terrorífico? No aparecían en él personas; era tan sólo un errar
por las estancias reformadas. El terror tampoco lo causaban las
imágenes que mostraba el sueño, sino otra cosa: el que la durmiente
supiera lo que pasaba con aquellas estancias.
En su alcoba, la habitación menos bonita de la casa por la
sencilla razón de ser demasiado pequeña para una gran cama
moderna de matrimonio, contempló el pavimento soñado, que no se
distinguía en nada del real, y entonces oyó una voz:
—Esta es la casa del diablo —Y al momento, y por familiar que
le resultaba cuanto reconocía en el sueño, le quedó claro que la voz
estaba diciendo la verdad.
Sí, todo parecía exactamente igual que en su propia casa. Y, sin
embargo, estaba habitada por una falta absoluta de esperanza. No
había nada allí en lo que poder ampararse en la desesperación, nada
con lo que poder trabar lazos. Imposible imaginar allí un idioma con
el que poder hacerse entender, unas convenciones, unas reglas, algo
permanente. Allí se desintegraban todos los pensamientos. No era
algo que pudiera verse: al mirar, no se veía más que un piso mal
distribuido y recién encalado. Pero si uno sabía quién vivía allí,
entonces podía ver el vacío tras aquellas bonitas habitaciones tan
normales y corrientes. Y, una vez sus sentidos se habían hecho
capaces de percibir esto, esa persona no podría olvidar jamás la
certeza de que no había nada horrible que no hubiera podido ocurrir
en aquellas estancias, y además de modo ineludible.
XIII

La luna nueva se acercaba a grandes pasos, o al menos esa


habría sido la impresión del observador descuidado que, tras
contemplar poco antes el suculento trozo de la media luna, no
hubiera seguido luego la paulatina merma de sus cuernos. Seguían
aún allí, pero tan finos como si un soplo de viento un poquito más
fuerte hubiera sido capaz de disolverlos. El grupo del patio, en manos
del blanco artificial de las farolas, no gastaba ni una mirada en ver
cómo aquella luna iba derritiéndose. Hans tuvo que quedarse
peleando más tiempo en la oficina, y después resultó inevitable ir a
tomar una copa con un compañero joven, o así es como iba a
decírselo a Ina, por más que de hecho en el internado y en el ejército
había aprendido a evitar los arrestos comunitarios de ese tipo. No era
presa tan fácil para las pandillas que pretendiesen cazarlo. Pero en
este momento no le salía de dentro marchar para casa. Las
conversaciones telefónicas con Ina durante el trabajo causaban una
impresión nefasta. Cada vez que creía que la oscuridad se aclaraba,
volvía a hacerse aún más negra. Y lo único que veía claro es que él
no tenía con qué enfrentarse a aquello, sino que, es más, tenía que
buscar ayuda para aspirar siquiera a entender en alguna medida el
cambio que estaba produciéndose en ambos.
—Souad ya tiene otra —dijo Barbara, que había vuelto al
peluquero para darle nuevos bríos a su melena de león. Pues, en
efecto, tenía próximo un encuentro con su marido, en el aeropuerto,
a donde acudiría acompañada de su primo y de un abogado:
—Y menudo es el abogado, de los que siempre tiene en la
cartera un papel que de repente necesita que le firmen, y yo no firmo
ya ninguna cosa más...
—Ese de ahora puedes firmarlo —dijo el primo, vestido hoy
color verde pistacho; había trocado su aflicción en una resolución
malhumorada. No hacía el menor esfuerzo por evitarle a su prima la
sensación de que estaba actuando como agente doble. Y quizá esa
era incluso la conducta correcta con ella. La mujer no había sido
capaz ni por un momento de imaginarse su vida sin aquel marido
despótico y violento.
—Hoy he visto a Souad con una rubia teñida, no demasiado
joven ya, algo gastada (¡huy, Barbara, ándate con cuidado!); tenía la
boca grande, bastante vulgar, y unos párpados así de gruesos...
Souad, Souad, pronto tendrás sesenta años, ya no puedes cargar con
todo.
Pero Souad se había impuesto a sí mismo contención. Ante todo
quería ir también él al aeropuerto.
—¿Por qué no le enseñamos rápidamente a tu marido el
“Habsburger Hof”? Serían veinte minutos. Hay que ver las cosas
antes de comprometerse. Me estará agradecido por asesorarte
también, y sin que yo tenga ni idea de por qué lo hago, por que en mi
bolsillo no va a quedarse ni un céntimo —Y tanto cuidado ponía en
resultar tentador y seriamente interesado, que hasta se dejaba tomar
el pelo con espíritu de sacrificio, cuando nunca aceptaba bromas en
materia de dinero. Cambió la expresión del rostro para dirigirse a
Hans, que tras sentarse de mala gana fue provisto de inmediato con
una cerveza de manos del etíope, y más en concreto de la misma
marca que había pedido la primera vez. Cosas de este tipo sabía el
etíope recordarlas bien.
—Herr Sieger ha vuelto a visitaros —murmuró Souad con una
mirada penetrante. Sabía cómo endurecer y hacer pequeños de
improviso aquellos ojos de chocolate derretido—. ¿Qué quiere con
tanto venir por aquí? ¿Qué os dice?
El caso era que Hans estaba resuelto a no permitir que Souad le
mandase hablar, pero ahora su curiosidad tuvo más peso.
—Dice que usted no suelta un céntimo de nuestro alquiler.
Era algo inaudito, dijo Souad: a los inquilinos esas cosas no les
interesaban nada. Todo estaba regulado correctamente. Y tampoco
podía decirse que a Sieger no le llegara ningún dinero.
—Él afirma que está sin dinero —repuso Hans.
Souad contestó con un aullido que Sieger era un hombre rico,
que siempre andaba propagando por ahí rumores así.
—Assez, Souad —exclamó Frau Mahmouni, sentada algo aparte
charlando con su taxista—, Sieger dice la verdad: está sin dinero —
Fue como si Souad se hubiera llevado un golpe. Acogotado y confuso,
miraba con ojos parpadeantes a la dama levantina, cuyo vestido (del
corte usual) mostraba aquel día estampados de naranjas y gladiolos
color mostaza, de modo que quizá hasta las sandalias anatómicas
violetas pegaban extraordinariamente con el conjunto; faltaba sólo
una mantilla9 negra de encaje, y pese a las sandalias habría parecido
como pintada por Goya.
Souad bajó la voz. Un contacto más estrecho con Herr Sieger,
explicó, no estaba del todo exento de peligros. No era fácil hablar de
ello, pero Hans ya debía de estar enterado, con lo cual podía decidir
por sí mismo qué conducta adoptar. Sieger era conocido en aquel
contorno (Souad describió con su mano abierta una circunferencia
que abarcaba todo el mundo existente entre su lavacoches y el
“Habsburger Hof”). En ninguna parte de por allí conseguía Sieger ni
una taza de café. En el restaurante libanés de enfrente habían llegado
a ponerle de patitas en la calle. Cada vez que Sieger se acercaba a un
local de comidas, los de dentro lo rechazaban: no iban a ganar nada.
Así que el etíope del patio era el hombre más desdichado del mundo,
pues no tenía otra que atender a Sieger, que al fin y al cabo era su
casero; pero este hombre encontraba siempre algún truco, era
cauteloso como un gato. Lo siento, de eso no tenemos ahora mismo,

9
En castellano en el original.
y lo que usted me pide en vez de eso tampoco, por desgracia... El
método elegante: ¿sabía Hans a qué estaba refiriéndose?
—No paga.
—Ah, pero esos importes son naderías, no me refiero a eso —
dijo Souad, que puso los ojos como platos. Alzó entonces el índice,
con su yema rosada cuidadosamente mordisqueada, y se lo llevó al
párpado inferior izquierdo.
—¿Comprende ahora? —La pelirroja del tercero había tenido un
aborto tras conversar algún rato con Sieger. En el local del etíope se
habían soltado los cerrojos después de que Sieger se tomara allí un
café. Cada vez que él mismo, Souad, había hablado con Sieger (no
tenía más remedio que hacerlo alguna vez), siempre había tenido
luego problemas de erección, cosa que Hans haría bien en no perder
de vista. Era mala cosa, concluyó. Hans se mostraba tan confundido,
que Souad, sin poder contenerse, tartamudeó en tono más alto de lo
que en realidad pretendía:
—Mal de ojo. Su mujer, sobre todo, tiene que tener cuidado.
Aquí todos lo saben.
—Assez, Souad —llegó de nuevo, y esta vez con voz más
tajante, de boca de Frau Mahmouni. Souad, la inocencia mortificada
en persona, respondió con aullido perruno:
—Pero si todo el mundo sabe...
—Todo el mundo lo sabe porque usted se lo ha dicho a todos.
No por eso tiene por qué ser verdad ni remotamente.
—Pero precisamente usted tendría que...
—No tengo indicios de ello —Lo dijo con una objetividad glacial.
Hans vio cómo se le abultaban a Frau Mahmouni las azuladas venas
del dorso de la mano, una nervuda malla que atestiguaba voluntad
firme y una fuerza que se conservaba intacta aun en un cuerpo
debilitado.
—De todos modos, sí puede ser verdad otra cosa —prosiguió
Frau Mahmouni—. El horóscopo de Sieger está muy torcido. Es
verdad que casi siempre consigue muy poco, o no consigue nada de
nada. Los camareros no lo ven, y eso que no es alguien difícil de ver.
No puede tener confianza en nadie. Lo que organiza nunca se lleva a
cabo. Las camisas se le pierden en la lavandería o se las devuelven
con desgarrones. A sus abogados no les funciona el despertador
cuando tiene un juicio. Siempre termina pagándolo todo demasiado
caro.
Souad consideró esas palabras como una acusación.
—Tengo un comportamiento absolutamente correcto con Herr
Sieger, en mí sí puede tener confianza al ciento por ciento —proclamó
Souad recuperando aquel tono de aullido lastimero con que solía
defenderse frente a los ataques contra su hombría de bien.
—Qué absurdo —dijo Frau Mahmouni—, usted mismo es la
prueba: un caso interesante, a mí me sirve bien y a él le sirve mal;
una misma persona tiene comportamientos completamente opuestos
en entornos distintos. Es un hecho constatado. Es algo más: una ley.
Y una ley no puede discutirse —Entonces, como si se hallase sentada
en un palco de ópera dorado y rojo, se volvió otra vez hacia el taxista
turco, al que se dirigió llamándole “amigo mío”.
Sin esta reprimenda en público, ¿habría sentido Souad la
necesidad de demostrarle a Hans su competencia en los complejos
intereses de la naturaleza humana? Barbara acercó su silla plegable a
donde estaba Frau Mahmouni, la cual, comedida pero severa,
comenzó a exponerle algún intrincado estado de cosas. Nadie discutía
el conocimiento de causa de Frau Mahmouni en el manejo de
situaciones matrimoniales. Barbara la escuchaba atenta con inusual
gesto de seriedad. Del primo aquel día se preocupaba nada más que
el borracho, pero con muy poco éxito, pues el mozo, asqueado,
mantenía la vista fija por encima del otro, transformándose en un
monumento a la inaccesibilidad humana. Cuantas menos cosas le
habían salido bien en su vida hasta entonces, tanto más satisfecho
estaba consigo mismo, aunque con nada más. El aburrimiento lo
conocía solamente de cuando otros hablaban con él. A solas, la
autocomplacencia ascendía envolviéndolo como un baño de agua
caliente. En alguna parte del mundo, se decía a sí mismo, volvería
pronto a encontrar trabajo de cocinero, y si no, pues tampoco pasaba
nada. Era una idea en la que podía demorarse horas.
—Así sentado en ese silencio, pareces un inglés distinguido —
solía decirle Barbara, y si bien no era cosa segura en qué inglés
distinguido estaría pensando en concreto, sí podemos no obstante
intuir lo que quería expresar.
—Lo que esta mujer hace no está bien —cuchicheó Souad sin
quitar ojo entretanto a Frau Mahmouni, como si no quisiera que se le
pasase el momento en que la mujer intentara volver a escuchar su
conversación—. Sabe perfectamente que conozco bien este tipo de
asuntos, estas historias desgraciadas —Y volvió a llevar el índice al
párpado inferior. Le explicó entonces a Hans que las mujeres corrían
un peligro particular a ese respecto, y era probable que tampoco Frau
Mahmouni hubiera escapado de él, pero ella nunca reconocería nada
semejante; era dura como el acero, pero eso no iba a servirle de
nada. Había señales de aquello: cuando las mujeres lloriqueaban
muchas veces sin motivo, cuando les tardaba la regla, cuando de
repente les resultaba doloroso acostarse con un hombre, o les
marchaba mal la digestión. Una señal segura (y frecuente entre
mujeres): cuando de repente empezaban a imaginarse cosas que no
estaban allí, y empezaba entonces la riña sin fin sobre imaginaciones
y alucinaciones. Los celos enfermizos eran también otra señal... Y
aquí Souad echó una mirada particularmente significativa, aunque
podemos preguntarnos: ¿qué serían en su universo unos celos
enfermizos? ¿Que una mujer no le dejara en paz y no aceptara
marchar con dignidad hacia lo inevitable? Muy significativo también,
prosiguió, era cuando las mujeres cambiaban de peinado, sobre todo
si se dejaban el pelo corto, a no ser en caso de piojos (observación
que no hizo en tono de broma).
Hans preguntó de qué era señal todo aquello.
De que había aparecido algo, contestó Souad. Más
exactamente: de que había aparecido algo dentro de la mujer. Eran
señales que anunciaban que la mujer no estaba ya sola dentro de sí
misma. Y entonces era completamente necesario hacer algo antes de
que fuese demasiado tarde. Pero para proteger de forma efectiva, por
supuesto, hacía falta alguien experto en el tema. Él, Souad, era
experto en mujeres, razón por la cual resultaban tan ridículos los
alfilerazos de Barbara sobre las mujeres con las que, en efecto, le
había visto, porque las mujeres con las que el tenía aventuras
sexuales, a esas nunca las vería con él, por la sencilla razón de que
tampoco él mismo las veía nunca. En aquel momento, aclaró, había
tres: ninguna noche dormía más de tres horas. Y aquí se rió con aire
ensimismado, pero al momento volvió a ponerse serio.
Le dijo entonces a Hans que quizá pudiera interesarle conocer
de primera mano qué podía hacerse en los casos dichos.
Precisamente para esa noche había prometido a unas buenas amigas
acompañarlas a un sitio donde les prestarían ayuda. En dos horas
estarían de vuelta.
Hans lo había escuchado con los oídos bien abiertos. Souad le
seguía resultando tan desagradable como siempre. En sus
revelaciones, se le había acercado tanto, que Hans pudo oler su
perfume, un potingue caro y bastante conocido, y eso le había hecho
aun más penoso aquel rato. Pero, al mismo tiempo, podía estar
seguro de que en la cocina no iba a haber comida. Ina no tenía ya ni
ganas ni fuerza para ocuparse de la casa. Con tanto calor no le sabían
las cosas a nada, decía pensando en otra cosa. Hans se reconoció a sí
mismo de todos modos que le era indiferente que Ina le estuviera
esperando o no, incluso aunque de repente hubiese preparado algo
de comer. Hans sintió el deseo de dejar que le llevasen donde fuera,
o incluso puede que de dejar que lo llevasen a cualquier sitio lejos de
casa.

Souad usaba entonces una limusina grande, algo vieja ya. A


veces cambiaba de coche una vez al mes, pues a través del lavadero
le llegaban oportunidades económicas. También se dedicaba un poco
a la compraventa de coches, aunque en realidad sólo
incidentalmente. En una esquina (encontrada gracias a los servicios
de pilotaje prestados por el teléfono móvil), subió al coche una mujer
con los brazos morenos y descubiertos, teñida de rubio, aunque el
pelo joven en la raíz le crecía con intenso color negro, y con una gran
boca siempre dispuesta a la risa; Souad la llamó “tesoro”. No hubo,
sin embargo, mucha conversación. Tras haberse sumido en un
silencio bastante prolongado, la mujer dijo finalmente:
—Ahora sí que estoy en ascuas.
Souad condujo con presteza. Al poco rato, Hans no sabía ya por
dónde iban. La ruta atravesaba tierra de nadie de los suburbios;
había casas baratas y pequeñas fábricas de mediana altura, y
torcieron por fin en el camino de entrada a una de ellas. Se veía un
gran letrero: “Se alquila local industrial”; por lo tanto allí ya no se
fabricaba nada, aunque el patio estaba bastante bien recogido, con
un adoquinado de piedra artificial nuevo. En cuanto a luz, sin
embargo, no había ninguna encendida. Llegaba únicamente la
iluminación de las farolas de la calle, pero el patio tenía dimensiones
generosas y pequeñas barracas, con buen aspecto y todas ellas bien
cerradas, que formaban un dique frente a la calle, con lo que a los
pocos pasos se habrían visto en tinieblas si el telefonito de Souad no
llega a tener una diminuta linterna. Realmente, aquel hombre podía
confiar en ese aparato para cualquier situación.
Pudo oírse entonces un ruido apagado de tambores. Salía luz
por la rendija del portalón de un garaje. Hasta hacía poco, se
montaban allí plataformas de elevación hidráulicas. Ahora eran otras
fuerzas las que elevaban y movían.
Souad llamó con los nudillos, y al poco rato asomó la vista una
mujer con turbante azul y caftán del mismo azul bordado con hilos de
plata; reconociéndole, le hizo un amable guiño para indicarle que
pasara. Era de raza negra, una marroquí del sur profundo del país,
una haratin, le dijo Souad a Hans en un susurro. Dentro del garaje la
iluminación era resplandeciente. Unos focos dispuestos sobre trípodes
hacían insoportable el calor allí dentro; Hans jadeaba. Vio a mucha
gente sentada en sillas colocadas a lo largo de la pared de aquel
pequeño local, ante todo mujeres, la mayoría cubiertas con el
pañuelo musulmán, aunque entre ellas había también dos varones,
pero por el gesto de fastidio se echaba de ver que no habían ido por
propia iniciativa. La mujer negra vestida de azul era la maestra de
ceremonias. Los invitados eran como los músicos de su orquesta.
Hizo falta traer sillas libres para Souad, su amiga y Hans. Apenas se
habían sentado, la negra mandó que le trajeran un incensario, con el
que circundó las cabezas y los pies de los recién llegados. En medio
de la luz cegadora, reinaba un ruido ensordecedor. Las placas de
acero del barracón permitían que el toque de tambores no escapase
fuera más que ligeramente. Dentro, sin embargo, era como si las
mazas le golpearan a uno en la cabeza. Empapados en sudor, cinco
hombres, tres mayores y dos jóvenes, con los rostros morenos,
vestidos con gorritos bordados y las camisetas del equipo de fútbol
local, aporreaban sus tambores; entonces uno de ellos echó mano de
un instrumento de viento, una especie de chirimía, y produjo con él
un sonido chirriante y agudo que fue convirtiéndose en una melodía
hiriente, pero al tiempo hermosa. Los hombres la acompañaban con
sus voces claras y chillonas, cuya intensidad subía y bajaba.
Era una mujer famosa, dijo Souad sin quitar la vista de ella. Allí
seguía mirando con la misma voracidad, sólo que aquí resultaba
apropiada en opinión de Hans, que tampoco se recataba de abrir bien
los ojos, mientras que la amiga de Souad se acurrucaba amedrentada
en su silla con la mirada puesta en el suelo.
Dando pasos de baile, la mujer negra se acercó a una mujer
gruesa con mirada de fastidio, la cual alzó las manos protegiéndose,
pero aun así tuvo que levantarse, porque tampoco las que estaban en
los asientos vecinos toleraron que siguiera sentada. Sin ocultar lo
más mínimo su desagrado, empezó su baile en el centro del garaje
con gesto de hartazgo y aburrimiento. No era una danza sofisticada,
sino un balanceante trote adelante y atrás, pero al rato, mientras
bramaba el toque a rebato, comenzó a producirse un cambio en la
mujer. Desapareció de su cara la expresión de fastidio. Sin ninguna
expresión en el rostro, parecía estarse durmiendo mientras se
balanceaba de pie. Entonces su cabeza dio un respingo, empezó a
caer hacia adelante y atrás y el cuerpo entero se vio poseído por
sacudidas, de modo que ya no era capaz de sostenerse sobre las
piernas; se bamboleaba y cabeceaba como si estuviese bebida; cayó
al suelo, donde su cabeza amenazaba una y otra vez con golpearse
en el suelo de hormigón, lo cual habría pasado de no apresurarse al
momento otra mujer que la abrazó y la retuvo en su seno. A una
señal de la mujer negra, la orquesta enmudeció. La mujer con cara
de fastidio despertó de sus convulsiones; dejó que la ayudaran y la
devolviesen a su silla. Allí se quedó con la vista petrificada hacia
delante. Nadie volvió entonces a preocuparse de ella. No parecía lo
que se dice aliviada. Era como si hubiera estado mirando a través de
un agujero tenebroso y necesitara primero volver a acostumbrarse a
la luz. El fastidio se había esfumado, reemplazado ahora por un
meditabundo gesto de interrogación, que podría asemejarse al de una
persona que, en el borde de la carretera, se repone de la conmoción
de un accidente.
Cuando volvió a sonar la música, fue impulsada al círculo una
mujer delgada con un firme vendaje en la cabeza. No parecía que a
nadie le apeteciese bailar. Por lo que se veía, era preciso
convencerlas a todas, toda vez que sabían bien lo que las esperaba;
pero nadie se resistía más que breve rato a lo dispuesto por la mujer
negra vestida de azul. La del vendaje se retiró el velo, blanco y fino.
En las sienes se le pegaba el pelo recogido y color rojo alheña, pero
tenía grandes ojos azul aguamarina. De piel muy blanca, a pesar de
su delgadez mostraba una papada delicada como la de un niño; en
ella no se excluían mutuamente la delgadez extrema y unos dulces
cúmulos de grasa. Miraba angustiada a la mujer negra, que le hizo un
guiño de ánimo y ordenó a los hombres de la orquesta estrechar el
círculo alrededor de ellas. La muchacha se encontró prisionera en una
cárcel de estruendo. Se hubiera dicho que sus movimientos eran
intentos de huida con los que aspiraba a romper el círculo y regresar
a su asiento, pero en realidad eran ya las convulsiones, que se habían
apoderado de ella sin transición. Se revolcaba, extendía los brazos
como si intentase huir presa de vértigos, abría la boca como si
quisiera gritar, aunque no se oía ni su fatigosa respiración, pues
cualquier sonido lo tapaban los hombres, que tamboreaban y
cantaban con un desenfreno que no paraba de aguzarse; por fin se
vino abajo, pero esta vez las mujeres que se precipitaron sobre la
que se retorcía en el suelo lo hicieron como si fuesen enemigas, como
si se agacharan para arrancarle el cabello y sacarle los ojos. Del
mismo modo que la anterior, regresó a su asiento obnubilada, como
recién despertada de un sueño profundo y penoso, y también se abría
un hueco a su alrededor, como si fuese una persona cuya desdicha es
demasiado grande para poder consolarla.
Souad no despegaba por un momento la vista de ella. Seguía
aquellos éxtasis con una entrega que ni siquiera el teléfono habría
podido superar.
—A esa la traje yo aquí.
Y en ese momento, sin que hiciera falta antes instarla y con
gesto de mártir que sabe afrontar las inconveniencias de la vida, se
levantó un mujer paquidérmica con un rostro en el que todas las
dimensiones eran gigantescas. El torso se sostenía sobre un trasero
que asemejaba un pedestal amurallado. Se movía, por así decir,
asentada en un trasero independiente de su cuerpo. Tenía los ojos
cerrados y economizaba movimientos al máximo, con lo que no hubo
cabeceos ni vuelcos adelante y atrás. Dando pasitos, puso a temblar
su cuerpo de hipopótamo, levantó los brazos por encima de la cabeza
y, mientras restallaba contra su cuerpo el estrepitoso oleaje musical,
se sumió en un balanceo que en ella fue apenas perceptible; pero, al
cesar la música, volvía en derredor la vista con la misma mirada
trastornada que las otras dos, más jóvenes, a quienes había sido
preciso poner a salvo para que no se hiriesen. ¿Cómo habría podido
protegerse de su propia violencia también a la mujer gruesa? Habría
arrollado a las que la ayudasen, impidiéndoles respirar. Y, con todo,
también ella había caído en un estado como si acabara de escapar de
algo parecido a un peligro demasiado nefasto como para poder
alegrarse de haber escapado.
—Nunca arroja uno fuera el mal que se esconde en él... Hay
que llegar a un arreglo con él, acostumbrarse a él, ponerse de
acuerdo con él —dijo Souad cuando volvió a cesar la música. Hicieron
salir ahora al círculo a una hermosa joven, con brazaletes y cadenas
de las que colgaban táleros de oro (daba toda la impresión de
tratarse de un atavío nupcial). Miró en torno suyo. ¿Acaso era su
marido uno de aquellos dos hombres? Hans pensó que debía saltar y
sacar del garaje a la joven. Si es que todo aquello era para algún bien
(lo cual no parecía demasiado seguro a la vista de las mujeres
agotadas con la vista al frente petrificada), entonces debía producirse
en un lugar oculto. ¿Qué clase de marido era aquel que contemplaba
en compañía de otros cómo su mujer salía fuera de sí de aquella
manera? Por lo que se veía, el hombre debía de estar sintiendo algo
semejante. Sudaba de terror y embarazo mientras la mujer ya se
había olvidado de él por completo. Hans se acordó de Ina. Bien podía
Souad tener razón con su diagnóstico, y haber acertado en algo en el
caso de Ina a pesar no haberla mentado expresamente en ningún
momento. Pero la idea de que pudiera acudir a aquel garaje y bailar y
desplomarse a las órdenes de la maga le hizo estremecerse como si
sólo con ello le hubiera hecho daño a Ina.
XIV

Souad llevó de vuelta a casa a Hans y a la rubia teñida; fue


esta quien había pedido con urgencia que se marchasen: era como si
le hubiesen quitado de un soplido la alegría y la seguridad en sí
misma tan arraigadas físicamente en ella.
—Volverá —dijo Souad sin inmutarse después de haberla
dejado. Todas volvían, aclaró. Era una cosa para mujeres. Durante el
resto del camino, Souad se confesó un hombre rendido a las mujeres
de los pies a la cabeza, y eso desde que podía recordar. A los tres
años de edad había visto por primera vez, que él pudiese acordarse,
unos genitales femeninos, que le mostró la esclava negra que tenía
su abuelo en casa: consideraba aquel día como el verdadero día de su
nacimiento. Hablaba sin la más mínima voluptuosidad, por su voz
parecía casi desdichado. Sabía, dijo, cómo es “la mujer”, tenía el
conocimiento de “la mujer” grabado hasta la fibra más íntima de su
persona, pero al mismo tiempo se sentía insaciable a la hora de
buscar una vez y otra nuevas confirmaciones de su saber. Había
marchado por el camino más directo a la ruina, su matrimonio se
había hecho pedazos (una larga historia, muy emocionante e
instructiva, pero mejor la dejaba para otra ocasión), hasta que entró
en su vida el teléfono. No consideraba imposible haber seguido quizá
casado hasta ese momento si se hubiera inventado antes el teléfono
móvil, pero tampoco se quejaba, pues el divorcio le había regalado
una segunda juventud.
El olor de las mujeres, dijo. Pero añadió con severidad que
mejor debía concentrarse: si pensaba en el olor de las mujeres
terminaría causando un accidente. En resumen, ocuparse de las
mujeres no estaba libre de peligros. Para penetrar hasta el
mismísimo fondo de ellas, para no dejarles ningún ángulo de fuga, el
varón no tenía más remedio que afeminarse. Y en cuanto a Hans, y
Souad entonces se le acercó, ¿marchaba todo bien?
¿Qué pretendía aquella pregunta en la situación en que se
encontraban? ¿Quería saber Souad cuándo se había acostado Hans
con Ina por última vez? Incluso aun teniendo en cuenta las
experiencias adquiridas a través de Souad aquella noche, ¿no estaba
yendo aquello ya demasiado lejos? Y lo más desasosegante era que
Hans consideraba posible que Souad conociese el verdadero estado
de las cosas o, en cualquier caso, fuera capaz de adivinarlo.
Pero la congoja generada por la presencia de aquel detective de
casos eróticos especiales era algo que aún podía intensificarse. En el
patio, donde Souad quiso beber una última cerveza a pesar de que el
resto del grupo se había esfumado ya y en ese preciso momento el
etíope, en su pálida belleza de muñeco de cera y sumido en su cortés
reserva, recogía al interior del edificio las sillas plegables, no quedaba
nadie más que el borracho solitario, que vio ratificada su paciencia al
conseguir junto con Souad aquella última cerveza que hasta entonces
le había estado negando el hermético camarero.
—Cuando Dios abandonó la ciudad, no lo estaba haciendo en
serio... —cantaba el borracho, que no habría sido ya capaz ni de decir
si citaba alguna canción o si él mismo se había inventado aquel
singular verso. Y justo en ese momento entraron en el patio Elmar
Wittekind y Britta, de vuelta de una noche, según podía apreciarse,
bastante divertida. Hans se levantó, pero los vecinos no se acercaron.
Cogidos de la mano, le dirigieron un gesto amistoso con la cabeza; no
entraba en la planificación el apretón de manos. Wittekind se dirigió a
Souad, mientras que Hans no tuvo otro remedio que soportar la
mirada burlona de Britta. Deseó estar muy lejos de allí y no tener que
decir nada.
—“¿Qué miras tú tan apocado, pobre diablo forastero?” —dijo
Britta proyectando su voz educada para las tablas, sin que le hiciera
falta elevar particularmente el volumen— ¿No conoces la canción del
pobre diablo forastero? “He perdido el silbato, se cayó del booooolso,
se cayó del bolso” —cantó sin que Wittekind se incomodara en
absoluto. Estaba acostumbrado a tales extravagancias de la mujer—.
“Creo que he encontrado lo que tú perdiiiiiiste, lo que tú perdiste” —A
Britta le parecía una broma deliciosa, y, ahora tarareando, repitió la
melodía, que Hans recordaba de sus tiempos en el jardín de infancia.
Pero, entonces, a aquel Hans siempre tan atolondrado se le
ocurrió por una vez una idea. Alzó la mano derecha y la movió
girándola a un lado y a otro, como si estuviera enroscando la
bombilla de una lámpara del techo. La alianza de Sieger centelleó
iluminada desde todas partes por la farola. Britta quedó con un aire
tan perplejo, que se olvidó de seguir tarareando. Se le formó en el
ceño una arruga pensativa, y podía decirse que parecía un poco
enojada. Se fue hacia el edificio sin saludar. Wittekind la siguió tras
una inclinación, cosa que en él tenía por principio un efecto burlesco
(¿y qué veía siempre tan gracioso en eso de saludar y despedirse?
“Este hombre”, pensó Hans, “siempre tiene que poner entre comillas
cualquier instante”). Su triunfo con Britta le proporcionó una alegría
nada más que breve. Con demasiada rapidez le sobrevino la
inquietud por lo que ella pretendiese hacer ahora. ¿Pero por qué no la
habría dejado en la incertidumbre?
Así las cosas, Hans tenía el campo abierto para devanarse los
sesos en el fútil intento de saber qué estaría pensando Britta. En ese
momento sí que le habría hecho falta todo un Souad. ¿Se habría
enterado en alguna medida del diálogo musicado? “Distingue bien la
situación”, tal había sido el lema de un célebre maestro del derecho
público según se le había quedado pegado a Hans de cuando fue a la
universidad. Por lo tanto, el hecho era que Britta le había quitado el
anillo, de eso no había ya duda, pero ¿fue para darse el gusto de una
broma? ¿Para ponerle en apuros? ¿Porque hacía colección de
recuerdos de esta clase o porque quería tener una prenda de Hans?
Lo que cantó, aquella cancioncilla descarada, ¿no era un argumento a
favor de la prenda? ¿No quería eso decir acaso que mejor debería ir a
buscar a casa de Britta? Debía de haberla contrariado que él no se
hubiese presentado a verla de inmediato al día siguiente.
Pero ahora, desafiante y con sus cartas al descubierto, Britta
veía cómo el hueco que había creado había sido detectado y tapado al
instante. Su pequeña diablura se agotaba en sí misma. Ahora no
había ya un anillo de menos, sino uno de más. Y en caso de que
aquel anillo excedente no estuviese destinado a acabar en una cajita
con bonitos recuerdos, sino a causar algo de embrollo... En ese caso:
¿quién era la única persona en quien era probable que causase ese
efecto? Hans no. Pero ¿qué diría Ina si llegara a sus manos el anillo y
empezase a reflexionar sobre el milagro de un marido capaz al mismo
tiempo de llevar el anillo y dejarlo por ahí?
¿Llegaría Hans a saber alguna vez con qué variante de su
especulación estaba en lo cierto? El correo llegaba tarde a la Baseler
Platz, hacia el mediodía como muy pronto. Quien supiese que Hans
salía del edificio a las ocho de la mañana y no volvía hasta por la
tarde bien podía contar con una alta probabilidad de que fuera Ina
quien abriese el buzón.
Pero tales no habían sido de ningún modo los pensamientos de
Britta. Una vez vio cómo la había iluminado la mano de Hans al
enroscar la bombilla invisible, su intención fue ante todo perder de
vista el anillo. En su secreta esperanza, quizá deseaba interpretar el
mensaje como una manifestación de independencia y de la negativa a
iniciar con ella conversaciones sobre la devolución de lo perdido. Se
había terminado la broma. Tampoco habría debido comenzar nunca.
Pensó en tirar el anillo al río desde el puente. Era el modo
correcto, clásico, de perder de vista un anillo. Los anillos luego tenían
que tragárselos los peces en el mar, o el oleaje llevarlos hasta una
lejana orilla, y entonces empezaba con ellos una nueva historia; pero
también en el caso de que se hundieran en el lodo y allí se quedaran
durmiendo estarían en el lugar adecuado. En los ríos tiene que haber
tesoros durmiendo. De todos modos, fuera hacía tanto calor y el sol
restallaba tan inmisericorde sobre los adoquines, que cada paso pedía
ser bien reflexionado. Cuando llegara al puente estaría bañada en
sudor. Por el contrario, el frescor que subía del terrazo rojo oscuro
hacía de la umbrosa entrada a las escaleras un lugar bastante
apetecible.
Y he aquí que, sin pensarlo más, echó el anillo en el buzón de
Hans e Ina. Lo que fuese a pasar no era asunto suyo. Una vez se
hubo desprendido de la propiedad ajena, volvió a sentirse con toda la
razón de su parte. Aunque tampoco le había faltado cuando le quitó
el anillo a Hans. Se había despertado con el alba, los dos hombres
dormían y Hans tenía puesta la mano sobre el pecho izquierdo de la
mujer; lo sostenía en sueños como si fuese una manzana. En aquel
cuadro, el anillo resultaba una pequeña imperfección que no tenía por
qué molestarse en pedir.

El efecto que causó en Ina al arrojar así el anillo al buzón no


habría podido figurárselo Britta ni en sus fantasías más audaces.
Pero, por su parte, quien se acuerde de cómo Ina acababa de tener
ocasión de no poder dar crédito a sus ojos podrá ya adivinar su
impresión cuando encontró el dorado anillo en el buzón entre
correspondencia de todo tipo. ¿Qué había ocurrido mientras estuvo
convencida de que, visto y no visto, dejó de divisar en el lugar
acostumbrado el lavacoches de Souad, para comprobar al poco rato
que había regresado? A estas alturas, se había llegado a preguntar a
sí misma si su percepción no había sido la consecuencia de un estado
profundo de falta de atención, de una pequeña ausencia en el sentido
médico de la palabra, de un estado de confusión que la llevó a no
darse cuenta de que miraba por la otra ventana. Sin reconocérselo a
sí misma, iba acercándose a las explicaciones que Hans había
propuesto con tanta cautela. Pero en nada cambiaba eso la
persistencia de aquella percepción que seguía teniendo presente.
Desde entonces, algo dentro de ella aguardaba el momento de recibir
otros mensajes que quebrantarían su seguridad. Sentía que muy
pronto volverían a confirmársele las dudas que de improviso la habían
acometido. Aun sospechando que a Hans lo guiaban posiblemente
buenas razones al no concederle la desaparición y posterior vuelta de
un lavacoches entero, Ina se había afincado sólidamente en su idea.
Incluso había hablado expresamente de ello a Frau von Klein, quien
se esforzó por tranquilizarla, pero que también estaba acostumbrada
a oír hablar de vez en cuando sobre materias metafísico-
parapsicológicas a señoras conocidas suyas, sin otorgarle al asunto
más importancia que cuando alguien se le quejaba de haber dormido
mal.
Y, en cuanto a dormir mal, ése era también un problema de
Ina, no porque durmiera poco rato, sino porque el sueño no la
ayudaba a recuperarse. Transcurridas ocho o nueve horas, se
levantaba tan destrozada como tras una pesada borrachera. No se le
iba de la cabeza la visita de Sieger. Se le había quedado marcada la
esterilidad de su esfuerzo por separar y separar las viejas monedas
no fuera a ser que el anillo perdido se escondiera bajo alguna. Había
cosas que desaparecían y regresaban: tal era la siniestra ley de
aquella casa. Algo rondaba a Ina acercándosele cada vez más.
Y ahora ahí tenía ante sí el anillo que Sieger había buscado el
día anterior cuando la visitó en el piso. Pues que era ese anillo y
ningún otro, eso quedaba fuera de toda duda tras todo lo sucedido.
Cómo hubiese podido llegar al buzón era un punto que ya no hacía
falta investigar: había ocurrido como allí, sencillamente, ocurrían las
cosas.
En lo que Ina hizo entonces, lo más relevante fue que no se lo
comunicó a Hans. De encubrimiento no podría hablarse aquí, pues
con sus actos no iba ligada ninguna ocultación, ni siquiera un
propósito declarado. En los últimos tiempos habían aparecido en su
vida áreas que no tenían nada que ver con Hans, que lo dejaban a un
lado, de la misma manera que ocurrió con aquella antigua y célebre
taberna que de repente se quedó sin parroquianos porque muy lejos
de allí habían construido una carretera que la dejaba a trasmano.
Tras llamada de Ina, Sieger se presentó allí tan enseguida como si
hubiese estado esperando ese momento. No llegó a quedar claro para
Ina dónde vivía el casero, en cualquier caso no en el “Habsburger
Hof”, aunque una vez de lejos lo había visto salir del hotel. Con
Sieger había encontrado Ina a un hermano en espíritu. Tampoco él se
preguntó a sí mismo cómo había llegado el anillo al buzón. Tras
contemplar el anillo entre las blancas almohadillas carnosas de sus
manos, se inclinó, no sin esfuerzo, y lo besó. Allí estaba de nuevo el
anillo. Allí seguía estando, después de tantos acontecimientos
disgregadores, incluso después de que por inadvertencia lo hubiese
dejado bajo custodia ajena, abdicando así cualquier derecho sobre él.
—La verdad es que había perdido cualquier derecho sobre este
anillo —Lo dijo con profundo y significativo énfasis, como si
pretendiese asegurar a Ina que no se habría sentido justificado para
plantear ninguna objeción a nadie que hubiese retenido aquel anillo.
Quien lo tuviera en sus manos tenía también el derecho. Y quien, por
último, lo había soltado se lo donaba a Herr Sieger concediéndoselo
como una merced.
—Es una merced —dijo literalmente. Las lágrimas se le habían
secado sin dejar rastro. Y volvió a irse echando un pie por delante del
otro: caminar significaba en su caso poner en movimiento con toda
conciencia una enorme maquinaria pesada. El pavimento oscilaba a
su paso. Las escaleras le exigían cautela extremada, pues su volumen
corporal le impedía ver los escalones. Ina se quedó mirándolo
marchar con agradecida agitación. Al menos aquello, así lo sentía,
había sabido llevarlo a una conclusión feliz. Permaneció largo rato en
silencio en el sofá del salón. Mientras se pudiese, no quería separarse
de lo que acababa de vivir, permanecer por así decir en la misma
casa, respirar el mismo aire en tanto no se hubiese disipado. La
entristeció sentir, pasadas las horas, cómo ese aire iba haciéndose
más tenue y se volatilizaba.
Se levantó y echó a andar sin rumbo por las estancias de la
casa. El ambiente ya no era acogedor; Ina había dejado de cuidar su
entorno. Por todas partes había algo tirado. Sillas y sillones estaban
mezclados, allí a donde los había empujado quien se había levantado
de ellos. La colcha del sofá medio arrastraba por el suelo. En los
jarrones se marchitaban las rosas de verano, que ya en la floristería
tampoco estaban frescas del todo. Ina había organizado la casa y
reunido un buen conjunto con ese fin, pero ahora las cosas
empezaban a llevar una vida propia y a tomar asiento donde querían
estar en su ciega voluntad, en la que arraigaba profundamente la
revuelta contra el orden. La casa no agachaba ya la cabeza ante ella
ni siquiera en apariencia. En lo odioso de aquel abandono incipiente,
Ina percibió de improviso la manifestación de un poder ajeno con
intenciones hostiles que no había enseñado su fuerza en tanto no se
hubo agotado la suya propia.

Ina salió del edificio. No llevaba encima más que su delgado


vestido estilo camisa, un blanco hilado de algodón; no cogió bolso ni
dinero. Así empezó su peregrinaje por la ciudad.
El prolongado periodo de calor empezaba a dejar ver sus
efectos. En la Baseler Platz no había árboles; pero cuando Ina,
pasado un rato, alcanzó los barrios residenciales más antiguos, que
se medio conservaban aún, contempló la devastación que las últimas
semanas habían traído entre los castaños. Había allí hermosos
bulevares que sumergían las calles en una penumbra tachonada de
puntos luminosos. Los castaños en verano suelen hallarse rodeados
por un halo polvoriento, a pesar de las blandas hojas lobuladas de
verde, capaces de elevarse hasta formar grandes estructuras
arquitectónicas nubosas. Aquellos árboles compensaban por tanto
como estaba echado a perder en las calles; casi venía a ser como si
allí se pudiese construir lo que a uno le diera la gana, siempre que los
castaños, en su gigantesca magnificencia ondulante, siguieran
relegando la mezquindad a un lado. Pero ahora aquellas hojas
estaban ya pardas y resecas aunque todavía no fuese agosto. La
civilización industrial liquidaba sin piedad las especies animales más
nobles y hermosas, las ballenas y los tigres, las cigüeñas y las ranas
verdes, y sin embargo no había veneno capaz de acabar con la polilla
que, llegada de Asia en años recientes, hacía amarillear el ramaje de
los castaños, como si a esa diminuta forma de vida, que a su manera
completaba la obra de las sustancias químicas que destruían la vida,
le hubiera sido permitido por esa razón concertar un pacto con estas.
En plena canícula, pues, recorría Ina aquellos bulevares
marchitos. Algunos árboles, habiendo ya comprendido que no
tendrían tiempo suficiente para que sus frutos madurasen con calma
en las condiciones adecuadas, hacían ya retoñar las bolas erizadas
que normalmente habrían esperado a octubre para caer de las ramas
a la calle. Y eran unas bolas raquíticas. No alcanzaban esa consabida
rotundidad tan prometedora que luego, al reventar, dejaba caer
rodando por el suelo las castañas pulidas como cómodas de caoba.
En el adoquinado se veían ya incluso hojas marchitas, que en las
calles más silenciosas crujían bajo los pasos que Ina daba en sus
livianas sandalias. No le agradaba a Ina la arenisca de colores con la
que tantas casas estaban construidas aquí. Le daba la impresión de
algo sombrío, con el tono de la sangre, y a la vez demasiado blando,
esponjoso, poroso, como la piedra pómez. Quedaban aún bastantes
hojas en los árboles como para dispensar sombra a las calles. Ina
caminaba despacio, mirando al interior de las viviendas de la planta
baja cuando no estaban echadas las persianas. Allí parecía vivir gente
acomodada. Así podía apreciarse por las cortinas o, asimismo, en los
pequeños reflejos que relampagueaban desde la penumbra de las
habitaciones provenientes de algún espejo o de una lámpara de techo
con prismas cristalinos.
¿Habría sido distinta su vida de haber vivido en esa calle? Pero
no fue más que un pensamiento fugitivo. En un portal, entre dos
jambas de arenisca, se encontraba abierta la pesada puerta de hierro
del jardín. Ina entró, y recorió por las bamboleantes baldosas todo el
camino hasta el patio, donde se alzaba un castaño magnífico, que los
edificios de alrededor protegían y, al tiempo, obligaban a un
crecimiento extremo para poder alcanzar la luz. A cambio, no
obstante, aquel árbol privilegiado debía de haber perdido sus hojas
antes que los de la calle, que, expuestos a la corriente del aire,
habían desarrollado una capacidad de resistencia algo mayor. Ina se
detuvo ante una catarata del tamaño de un edificio formada por
retorcidas hojas parduzcas. El cajón de arena colocado entre las
salientes raíces del árbol estaba ya lleno hasta el borde de hojas
marchitas. Ina salió del patio y siguió vagando calle adelante. No
había nadie sentado en los restaurantes con jardín que habían abierto
sus sombrillas aquí y allá. Perdidas las ganas de disfrutar del verano
y las terrazas, la gente, si es que quedaba alguna en la ciudad, se
escondía en sus casas, algo más frescas.
Ina prosiguió su camino, sin plan y sin saber ya desde hacía
largo rato dónde se encontraba. Llegada a lo alto de una elevación
del terreno, contempló desde arriba el lejano centro de la ciudad;
desde allí, los rascacielos de los bancos parecían hallarse sumidos en
un pantano. En uno de aquellos edificios estaba sentado Hans detrás
de los cristales, con el aire refrigerado soplando alrededor, ocupado
en pensamientos que no eran los de ella. Al volverse, la ciudad que
parecía infinita revelaba por fin su límite. Pintadas en gris claro, las
suaves colinas del Taunus descansaban bañadas en el vaho canicular,
que las convertía en mera silueta, en la pincelada de un dibujo
japonés al agua. Si a partir de ahí alguien caminara en dirección a
ellas, primero seguro que volvería a perderlas de vista, pues hasta
alcanzarlas quedaba por superar un ancho cinturón de monte bajo
urbanizado, los eriales de las afueras.
Venía hacia ella una mujer joven, de piel blanquísima en sus
brazos y piernas al descubierto; llevaba unos espantosos pantalones
cortos, una camisita holgada y un sombrero de paja en la cabeza.
Traía sentado en un brazo a un niño pequeño, otro marchaba a su
vera y con la mano libre sujetaba un bastón largo y fino con el que
iba tentando cuidadosamente la calle para comprobar que no hubiese
obstáculos. Era ciega, pero se movía con completa seguridad, sin
necesitar ni por un momento que los niños la ayudaran. Se paró junto
al bordillo de la acera, muy erguida, toda ella en actitud de escucha,
pues el oído debía hacerle las funciones de la vista. Entonces arañó
de nuevo el asfalto con el bastón y siguió aquel ruido que ella misma
producía. Ina admiró la habilidad de aquella mujer, pero enseguida
venció en ella el estado en el que se encontraba, que se empeñaba
en negar el valor de cualquier resultado logrado y feliz. Qué tristeza
la de la ropa que llevaba la ciega... En fin: así les pasaba también a
muchas otras que había visto en su camino, y esa no era razón para
perder la ecuanimidad. Pero éste de aquí era un caso distinto, pues la
mujer ignoraba cómo deformaba la cabeza aquel sombrero, no había
visto los colores de sus pantaloncitos ni la imagen que daba metida
en ellos, exponiendo una figura paticorta y ancha de caderas que
habría disimulado vestida de otra manera. No se sabe qué personas
bienintencionadas habrían metido a la mujer en aquellos trapos, de
los que ella percibía tan sólo que llevaba algo cálido sobre la piel.
Como una mujer estigmatizada, la ciega recorría la ciudad con su
estúpido sombrerito de verano, así se empeñaba ahora Ina en verlo;
como una vaca adornada para bajar de los pastos de verano y que no
entiende lo que le está sucediendo con aquel adorno. Y a ella, Ina, ¿le
ocurría entonces algo muy distinto? En cuanto a lo que llevaba
encima, de acuerdo, eso lo había elegido ella personalmente, pero en
ese momento se revelaba como la más indiferente de todas las
cuestiones accesorias. Sin embargo, respecto a todo lo demás, ¿sabía
y veía ella a dónde iba y dónde estaba y qué figura ofrecía vista por
fuera? Vivir con Hans en aquella ciudad, ¿qué era en realidad eso?
¿Acaso eso lo había querido ella del mismo modo que la ciega que se
había puesto el sombrero de paja que habían elegido para ella?
“Vivir”, una palabra que no habría debido nunca ocurrírsele. Al
pensar en “vivir” sintió que le ascendía por dentro una incontenible
marea de confusión y autocompasión, y tuvo que sentarse en una
cerca para sollozar. Pero no llegaron las lágrimas, sino que fue un
llanto convulsivo completamente en seco y que, por tal razón,
tampoco desencadenó nada, sino que fue aflojando poco a poco como
un ataque de tos alérgico.
XV

Era luna nueva, la noche en que el agujero negro de la


inmensidad estelar se tragaba el último bordecito de la luna, pero eso
forzosamente debía escapársele a cualquiera que asociase con ello la
idea de una absoluta ausencia de luz tal como apenas puede
experimentarse ya en el oeste de Alemania, pues la auténtica negrura
nocturna está ablandada en el remojo del resplandor de neón de las
ciudades y los pueblos, que largo tiempo ha pasaron a tener el
carácter de barrios de las afueras. Al principio, pues, la ciudad seguía
sometida al encantamiento de la luz estival. Se fue entonces
disipando el blanco mortal de aquel cielo soleado que absorbía los
colores hasta la médula y dejaba allí nada más que un gris claro de
enmohecidas fotografías en blanco y negro; el cielo resplandeció en
azul claro puro, y uno podía ya imaginárselo como una cúpula
luminosa. Hora de respirar y disfrutar; para Ina, en cambio, hora de
aflicción y arrepentimiento. Pero ¿arrepentimiento de qué? ¿Qué
había en su vida de lo que arrepentirse? ¿A quién había herido sin
pedir después perdón, qué oportunidades no había aprovechado, en
qué momento había abandonado el camino que le estaba prescrito?
¿Acaso no había hecho con moderada disciplina, o sencillamente:
conforme a su propia naturaleza, lo que se podía esperar de ella? En
este momento le parecía como si con su boda y la vida matrimonial
que la siguió se hubiera alejado ya demasiado trecho del ambiente
vital adecuado para ella, como si estuviera moviéndose aquí en
regiones extrañas para las que no estaba equipada, y como si aquí
hasta el mismo Hans se le estuviese convirtiendo en un extraño. El
hecho es que sólo conocemos a las personas cuando nos
relacionamos con ellas en su medio y comprendemos de repente que,
con todas sus características intransferibles, no son sin embargo más
que una tesela en un mosaico, y por tanto parte de un gran cuadro.
En Fráncfort había sucedido al revés: Hans e Ina habían abandonado
los círculos que les eran familiares, y por lo que podía apreciarse
Hans no había tenido grandes problemas para acostumbrarse a este
nuevo mundo. Que se entendiera bien con gente como los Wittekind
era un descubrimiento perturbador que exigía interpretar de forma
completamente nueva a esa persona a quien ella creía conocer.
Respecto a la casa, ella jamás iba a acostumbrarse. Había intentado
en toda regla ganarse el beneplácito de aquella sucesión de
habitaciones, había querido hacerlas suyas, pero ahora veía cómo la
casa empezaba a defenderse y la arrojaba de su cuerpo como si fuera
una célula muerta. Qué distinta había sido la vida con su madre en el
Golfo de Nápoles, en un entorno de lujo despreocupado, con un
horario de precisión monacal que, fuera de los monasterios, no es
respetado más que allí donde existe la necesidad de matar cantidades
gigantescas de tiempo. Siempre había justo una horita por delante
para echarse antes de, otra vez más, tener que arreglarse para una
comida o una excursión. Frau von Klein solía nadar, por lo que
restaurar su peinado la ocupaba aún más intensamente que de
costumbre. Y el aniquilamiento y posterior construcción del edificio
capilar requería muchas horas, al tiempo que daba ocasión de cultivar
una singular actividad predilecta: el aplazamiento de citas con los
peluqueros, tarea que solía corresponderle a Ina, ya que un beneficio
esencial de su carrera de Historia del Arte era un italiano más que
fluido. Resultaba algo fastidioso todo aquel cambio de citas cuando lo
tenía delante, pero ahora, en el recuerdo, ¡qué paz emanaba de
aquello! Poder dedicarse con gesto preocupado a cosas nada
preocupantes y residir en un mundo en el que no había ni la más
mínima preocupación fuera de las nada preocupantes, eso se le
aparecía ahora como la esencia del sentimiento de pertenencia a un
mundo. Pero de ese mundo cabal, el mundo justamente del que ella
procedía y en el que se había convertido en la persona de la que
ahora tenía que ocuparse, ¿acaso no la separaba nada más que una
membrana, tan finísima como la de la cáscara de un huevo? El modo
de ser de una, el modo de vida que debía tener: el hecho es que nada
de eso estaba perdido, sino que la llamaba desde dentro del reino de
lo alcanzable. Al día siguiente mismo, en cualquier instante que
decidiera, podría ingresar de nuevo en aquel reino. Sin duda cargaría
un lastre, se le iba a notar que había estado fuera una vez, pero
sanaría rápidamente.
Verdad que, por lo que hace a un campo libre propio, Frau von
Klein concedía a las personas que vivían con ella el justo para
respirar, pero eso quizá era bueno. En todo caso, no podía
subestimarse de ningún modo la excelente protección que dispensaba
esa sujeción permanente. Hans ni sospechaba qué era estar
protegido. Cuando Ina ahora pensaba en él, lo veía como en la
sucesión de imágenes de un sueño: Ina estaba hundiéndose en un
pantano negro como el alquitrán; él, lejos, marchaba en dirección al
sol poniente cantando y silbando, sordo a sus gritos; la oye
finalmente pero, al modo característico de los sueños, no puede
moverse para acercarse hasta ella, y allí se queda con los pies
clavados al suelo, la imagen misma de la incapacidad y el lamento
impotente.
Ina vagaba de vuelta en dirección a la ciudad. Estaba en la
edad en que una joven empapada en sudor puede aún parecer más
bonita que cuando irradia frescor tras haberse arreglado con todo
esmero; el sudor es en estos casos como el rocío sobre el pétalo de la
rosa o el barniz que da frescura y profundidad a los colores al óleo.
Pero el hecho es que no se veía a sí misma, y además se sentía sucia
y miserable, y tampoco llevaba en el bolsillo ni unas cuantas
monedas para comprarse un helado de limón en el puesto por el que
pasó. Aquí no la conocía nadie, nadie le iba a conceder crédito sólo
por su nombre, tal como estaba acostumbrada. Crédito que, por otra
parte, tampoco le habrían concedido en cualquier puesto de helados
de Hamburgo, pero este extremo no necesitaba considerarlo en este
momento.
En Ina se habían desatado las ideas de marcharse. A medida
que avanzaba, ahora ya en ligero descenso, recorriendo a lo largo
calles de mucho tráfico en dirección al centro, iba pisando nuevos
espacios también en su fantasía. Según se iba acercando a zonas que
le eran más familiares (reconocía este cruce, aquel otro edificio),
tanto más espeluznante se le hacía pensar en volver a casa. Y tenía
que volver, no había otro modo de lograr agua fría, un baño, el
helado de limón que quedaba en la nevera, y dinero. Y también
estaba allí su teléfono, con el número de Frau von Klein guardado en
la memoria. Era sólo apretar un botón, y tendría al oído aquella voz
de señora que le era tan familiar, con su ligera irritación, la voz de
una mujer que vivía para el teléfono, pero que siempre conseguía dar
la impresión de que acababan de interrumpirla en algún quehacer
importante.
Aun así, subir otra vez aquella escalera, hablar otra vez con
Hans, mirar otra vez a las calles vecinas por la ventana del salón,
todo eso superaba las fuerzas de Ina. Su estado entraba en una fase
de crisis que lo acendraba. Su desesperación salía a la luz sin disfraz
ninguno. No necesitaba ya pretextos ni reproches, no tenía reproches
de ningún tipo que hacerle a nadie. No sentía pesar por la pérdida
estados ideales. Toda ella se había convertido en un sentimiento
explosivo que se derramaba por todos los vasos de su cuerpo.
Bastaba una chispa para hacerlo explotar. A nadie le habría podido
describir ese estado, porque sabía exactamente cómo la intentarían
tranquilizar, con qué lastimosa impotencia, más o menos en la línea
de: pero no todo va tan mal. Pues sí, iba mal, y ahora Ina ardía en
llamas.
Se le acercó una mujer con pañuelo musulmán en la cabeza.
Llevaba un papelito en la mano y, en un alemán muy fatigoso, la
preguntó por la estación central de trenes. La palabra, incomprensible
para ella, la había deformado para su propio uso y según su propia
apreciación lingüística, con lo cual hablaba de la Happana10. Una vez
descifrado el papelito, Ina pudo al fin entenderla. Aquella mujer era el
clavo ardiendo que el destino le arrojaba en esa hora de necesidad, y
a él se agarró con tal determinación, que la mujer se quedó
mirándola con cara de asombro.
Hasta la estación central Ina habría sabido llegar desde allí,
aunque no por el camino más corto. Así se lo comunicó entonces a la
mujer. Sabía exactamente, sí, dónde estaba la estación, sólo que no
caía cerca, por lo que la mujer, con su gran bolsa, tendría que echarle
al menos treinta minutos o incluso treinta y cinco. Podía ser también,
añadió, que por el camino consiguiera atajar sin tener que dar el

10
Deformación de Hauptbahnhof, estación central.
rodeo que ahora iba a indicarle. Pues bien, lo importante era seguir al
principio todo seguido sin desviarse, hasta haber pasado digamos
tres o cuatro cruces. Entonces empezaba lo difícil: la estación central
era básicamente paralela a la calle en la que se encontraban; se
trataba, por tanto, de acercarse a ella de lado a través de alguna
bocacalle tras torcer a la altura adecuada. Eso sí, una vez que se veía
al frente no había ya posibilidad de confundirse: parecía lo que era,
una estación central, sin equivocación posible.
Ina dijo todo esto como si hubieran abierto una compuerta a su
silencio. La musulmana, que no entendió una sola palabra, escuchó a
aquella joven acalorada con atención, frunciendo el ceño y sin dejar
de asentir. Incluso anduvieron un trecho juntas; Ina la ayudó a
cargar con la bolsa mientras hablaba sin cesar detallando el camino al
tiempo que iban por él.
—En la práctica estamos andando siempre en línea recta —
decía por ejemplo. Cuando se separaron, estaba realmente más
tranquila. Sintió, sí, que su ánimo resbalaba hacia la oscuridad al
volverse a quedar a solas, pero esta vez le parecía aquel un lugar
algo menos áspero, más como de terciopelo. Y también a su
alrededor se había hecho ya de noche. Los retrovisores de los coches
lucían como velitas rojas en las tumbas de un cementerio al
atardecer, y la vista de aquellas lamparillas rojas le hizo bien.
En casa desapareció cualquier idea de darse un buen baño o
disfrutar un delicioso helado; fue simplemente echarse a la garganta
un vaso de agua mineral delante de la nevera abierta, y a los dos
tragos lo vació por el fregadero. Se apoderó de ella un renovado
desasosiego: ¡marcharse ahora mismo, salir para Hamburgo esa
misma noche! Ni siquiera hacía falta ya llamar por teléfono a Frau
von Klein; sin duda adivinaba que su hija iba para allá, y saldría para
la estación de tren aun sin avisarla. En cuanto a Hans, no pensó en él
ni por un momento; parecía habérselo tragado la tierra.
—Hans en esto no tiene nada que ver —dijo de repente en voz
alta, quedándose asombrada de oír su propia voz. No tenía nada que
ver en esto (en qué no tenía que ver era una cuestión que luego no
volvió a plantearse), pero tampoco podía ayudar en nada. De cara al
posterior transcurso de la noche, tiene su importancia saber que,
mientras duró aquel estado opresivo que quedó sin aclarar en última
instancia, Ina pensó en Hans alguna que otra vez quizá con
impaciencia y cierta extrañeza, pero en ningún momento con
enemistad. Hay que tener bien presente esta circunstancia, sin que
podamos en ningún caso adoptar la perspectiva desde la que Hans
vio los acontecimientos: bien escondido en su mala conciencia, se
encontraba a salvo de la mirada de Medusa de lo incomprensible.
Ina empezó a hacer las maletas, pero, pese a toda su práctica
en viajes, esta vez la operación tomó un cariz complejo hasta
convertirse en completamente irrealizable. Hasta la cama llegaron a
rastras maletas y bolsas, que quedaron allí abriendo con las fauces
bien abiertas; Ina entonces empezó a sacar el contenido de las
cómodas y el armario grande. Sobre las maletas se levantó un
montón de ropa. Quitaba una blusa y la sustituía por un jersey.
Llevaba una prenda de un lado a otro y entonces la dejaba caer en
cualquier sitio. Al poco tiempo, el suelo entero del dormitorio estaba
cubierto de ropa. Iba dando saltitos descalza por todo el montón de
ropa arremolinado. Sentía que se encontraba mejor.

Esta vez, Hans encontró nuevos miembros en la pandilla del


patio. Allí estaban Frau Mahmouni, arrellanada con aire de reina en
su silla plegable de plástico (lucía un complet del estilo que
acostumbraba, hoy estampado con cañas de bambú y mariposas
tropicales, más la nota discordante de unas sandalias de tacón
anaranjadas, que destacaban del conjunto como con luz propia),
Barbara y su primo, aquélla engalanada con un liviano traje de safari
y éste vestido totalmente de azul claro, y Souad, que se sentaba con
mirada desconfiada hinchado como un pavo enorme, y esta noche se
les había sumado Herr Wittekind, pero no, como pudo apreciarse
rápidamente, buscando entretenimiento ni un público para sus
monólogos, sino para discutir con Souad sobre las cuentas de la casa,
pero siempre con su indiferencia acostumbrada y en términos
marcadamente pacíficos.
—Pásese por mi oficina —decía en ese momento Souad
señalando hacia el lavacoches—. Pero mañana no... Pasado mañana,
a las cinco.
—De ningún modo haré eso —contestó Wittekind. Como
siempre, sonreía al hablar, comportándose cual si la situación en
conjunto fuera para él un juego. Con Souad, dijo, era difícil conseguir
una cita, y estaba convencido de que pasado mañana a las cinco se
interpondría entre ellos una llamada telefónica de altísima
temperatura. Se trataba de las cuentas de los gastos adicionales.
—Eso quizá le interese también a usted —dijo Wittekind a Hans,
volviendo al usted como la cosa más natural del mundo. Según lo
visto, Wittekind pertenecía a ese feliz género de personas que no
saben lo que es una situación penosa. Se daba así uno de esos casos,
no tan raros, en los que la retirada del tuteo, consumada con mano
tan diestra, traía consigo una distensión que habría sido imposible
manteniéndolo. No se podía en general hacer que no hubiese ocurrido
lo ocurrido, como Hans había podido comprobar dolorosamente, pero
aviniéndose unos con otros resultaba por lo visto que sí se podía. En
señal de agradecimiento, atendió con gesto de interés profesional.
Souad se dejó llevar por el mal humor.
En aquel edificio se aplicaba el mismo régimen que en la
mayoría de casas con viviendas de alquiler: los inquilinos pagaban un
anticipo mensual sobre los costes de calefacción, los contratos de
seguros y cualquiera otros gastos pagaderos (bastante dinero, como
se sabía por la práctica), y a finales de año recibían cuentas del
empleo de dichas cantidades, momento en que o bien había que
pagar algo más, o bien debía reembolsarse alguna parte de los
anticipos.
—Llevamos dos años esperando estas cuentas —dijo Wittekind,
y añadió con ánimo de broma que presumía que la administración
(esto es, Souad) habría dado el aviso correspondiente si no hubiera
habido bastante con lo anticipado; sin embargo, dado el profundo
silencio reinante, tenía la acuciante impresión de que, antes bien, se
le adeudaba alguna cantidad. Souad, poniéndose en pie de un salto,
le dirigió una mirada acusatoria, pero Wittekind alzó la mano
solicitando silencio y prosiguió diciendo que tanto más convencido
estaba de que allí quedaban, como dijo con ironía, “incidencias” por
aclarar, cuanto que también Herr Sieger se le había quejado varias
veces de no haber visto aún ni una sola liquidación de Souad. No era
ése el asunto importante en este momento (sofocó una nueva
objeción de Souad), pero sí alimentaba sus sospechas.
—¿Qué hacemos entonces? —Lo cual dijo con tal amabilidad y
sin segunda intención, que a Souad le habría sido fácil acomodarse a
ese tono. Pero, en vez de eso, se irguió hasta adoptar la pose del
abogado defensor y, enderezándose en su silla plegable, exclamó
lleno de indignación:
—¿Qué motivo tendría yo para hacer algo así? ¿Puede
contestarme esta pregunta? —Para sorpresa de la concurrencia, y en
particular de Souad, tomó entonces la palabra Frau Mahmouni desde
su apartada posición.
—¿Por qué? Souad, esa es una pregunta absurda. La pregunta
de por qué una persona hace esto o aquello no puede contestarse
satisfactoriamente en la mayor parte de los casos. Ni siquiera los
intereses patrimoniales proporcionan aquí certeza alguna. Las
personas suelen actuar según sus intereses o sus supuestos
intereses: pero también suelen no hacerlo. Para cualquier acción hay
miles de motivos; tarea desesperada sería indagarlos. Y, por otra
parte, hay más personas locas de lo que se cree. Las hay también
locas sólo temporalmente, lo cual complica aún más el asunto. Se
vuelven locas como podrían pillar un resfriado, y tras un tiempo la
locura se les va como se les va el resfriado. Cuestión totalmente
distinta es si alguien está en condiciones de hacer esto o aquello. Esa
pregunta tendría ya más sentido. Y si me pregunto entonces si usted
está en condiciones de denegarle las cuentas a Herr Wittekind, la
respuesta es mucho más sencilla. Por supuesto que está en
condiciones de ello, Souad.
Hasta Barbara había dejado de hablar por teléfono durante el
pequeño discurso, no así su primo, claro está: para eso habría hecho
falta una oferta más interesante. Pero lo que dejó a Hans más
asombrado fue la reacción de Souad. No se oyó un chillido de
protesta. Se quedó sentado como una rana sin levantar del asiento
un centímetro de sus piernas; casi podía verse cómo bombeaba su
garganta. Frau Mahmouni siguió hablando.
—Herr Wittekind: puedo comunicarle que a partir de hoy vuelvo
a asumir la administración de esta finca. No estaba de acuerdo con
mi marido en distintos puntos, pero todo se ha aclarado.
—¿Y yo? —Souad habló como fulminado, con una
desacostumbrada falta de expresión, es más: conteniéndose.
—Usted seguirá encargándose del lavacoches —ordenó Frau
Mahmouni—, pero sólo dos meses más. Pronto no habrá ya
lavacoches. El lavacoches va a desaparecer. Allí va a mudarse una
gran importadora paquistaní de algodón, hoy se ha firmado el
contrato. Entonces pasará usted a encargarse del “Habsburger Hof”.
Mi marido y yo nos hemos decidido a concentrar nuestros intereses
en esta plaza para unificar nuestra propiedad inmobiliaria.
—También yo he intervenido en parte, Souad —trinó Barbara.
Mantuvo sin esfuerzo la prolongada mirada vacía de Souad—. En
asuntos inmobiliarios siempre hay que pensarlo todo bien —dijo
esforzándose por hacerle participar de su alegría—, una buena
inversión supone siempre mucho trabajo.
Se habría equivocado quien creyera que tras semejantes
revelaciones el grupo se disgregaría rápidamente. Quizá fue sólo el
sofocante calor nocturno lo que disuadió a todos de hacer ningún
movimiento innecesario, exceptuando al etíope, sobre quien no tenía
efecto y que con vista ligera cuidaba de que todos tuvieran su botella,
una cada uno, entiéndase. En tono bajo, la conversación siguió su
curso. El grupo parecía agradecer esa ocasión de ejercitarse en
común para la nueva normalidad.
De repente, Souad se inclinó hacia Hans y le dijo señalando
hacia allá con la cabeza:
—Tu mujer lleva todo el rato en esa ventana, mirándonos.
Ina, en efecto, tras abandonar el desorden que había
organizado, y que no era capaz de dominar ya, había bajado la
escalera. Se paró en la ventana del rellano inferior, justo encima del
grupo; apoyada en el marco, observaba de cerca a los de abajo. Algo
de las conversaciones le llegaba, aunque no todo. Acababa de oír a
Wittekind decir elevando ligeramente la voz:
—Pero lo importante no es en absoluto ser feliz.
—¿Qué es lo importante entonces? —preguntó Barbara; pero de
la respuesta Ina no pudo enterarse, sino solamente de la aprobación
que despertó.
—Justo, justo —exclamaba Barbara, que incluso se inclinó hacia
su primo, quien asimismo asintió, aunque de mala gana por lo que le
pareció a Ina. En ese momento se paró un taxi a la entrada del patio,
y de él se bajó el turco mientras atrás se quedaba sentado un
hombre de corpulencia inaudita. Frau Mahmouni se levantó con
cautela y se agarró al brazo del taxista turco. Ina se apartó de la
ventana y bajó por la escalera despacio, pero sin titubear, en el
preciso momento en que Souad acababa de notar su presencia.
Apareció por el vano de la puerta. Frente a ella estaba sentado el
grupo a la luz de la farola, y se quedaron mirándola. Como pasa a
veces en cualquier tertulia animada, todos callaron a la vez por un
momento. Ina se les acercó. Hans era el único en saber que estaba
cambiada: jamás salía de casa sin peinar.
Directa a su objetivo, marchó hacia donde estaba Wittekind; sin
devolverle el saludo, se agachó para coger la botella de cerveza, se
volvió hacia Hans y, con un dilatado movimiento, se la estrelló en la
cabeza. La botella se hizo añicos. Ina se quedó parada de pie con el
cuello quebrado en la mano. Hans no se movió. La sangre le manaba
de la frente y le entraba por los ojos. Nadie movió un dedo en aquel
silencio encantado. Ina seguía de pie con los ojos cerrados. Esperaba.
Algo ocurriría, de eso estaba segura.
XVI

Frau von Klein mantenía tantas amistades, que, como mucha


gente de su medio social, había adoptado la costumbre de enviar por
Navidades circulares en las que informaba de las novedades del año.
Sabía de antemano que nadie leía realmente aquella información, y
ella misma se limitaba a echar un vistazo por encima a las cartas así,
pero por un tiempo le vio bastantes ventajas a esta costumbre de las
circulares. Por supuesto, quien quisiera sacar de sus cartas una
información sustanciosa no tenía más remedio que dominar el arte de
leer entre líneas, al igual que en las dictaduras los ciudadanos
aprenden a destilar realidades de entre las fantásticas noticias de la
prensa obediente. De este modo, las pocas palabras que Frau von
Klein dedicaba a los asuntos de su hija en su circular del año pasado
permitían al menos adivinar algo acerca de cómo podía haberles ido a
Ina y Hans tras los acontecimientos aquí descritos.
“Mi hija Ina es un motivo de alegría para mí”, escribió Frau von
Klein. “Una vez que, siguiendo mi consejo, llegó a la decisión de
empezar a disfrutar la herencia de su padre, pudo encontrarse una
bonita casa en los montes del Taunus, toda de una sola planta, con
un gran techo a dos aguas de lo más acogedor, quizá demasiado
grande para el puesto actual de Hans, pero las cosas vienen como
vienen, y ahora está ya ahí el segundo hijo, una niña, Ida. Un
nombre extraño, sí, pero era imprescindible algo que empezase por i,
y por supuesto tiene mi mismísima cara. La pareja disfrutó al máximo
la vida en la ciudad, y ahora están muy contentos de vivir fuera. Para
los niños es mucho mejor que haya jardín. Y en cuanto a los viajes de
Ina para verme en Hamburgo, seguimos un ritmo de visitas. Hans lee
mucho, según cuenta Ina, y yo le he dicho que lo veo bien. Es
siempre importante que los hombres tengan alguna ocupación”. A
continuación venía una descripción del gran viaje al sudeste asiático
que Frau von Klein había emprendido en otoño “con unos amigos”.

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