Martin Mosebach - La Niña y La Luna
Martin Mosebach - La Niña y La Luna
Martin Mosebach - La Niña y La Luna
1
La casa está en la Baseler Platz, la "Plaza de Basilea".
y ofrecerle aquella casa como entorno cotidiano era, dicho
suavemente, algo fuera de lugar.
¿Dónde hacer, por ejemplo, la compra del día? Allí enfrente,
una respuesta fácil de encontrar. A la orilla del bramido circulatorio,
una verdulería paquistaní exhibía en admirable disposición sus
berenjenas y tomates. La impresión a primera vista y a segunda era
la de un lugar insustancial, sin contornos y de una frialdad helada y
repugnante, pero después se empezaba a ver cómo las hormigas
humanas habían ido creándose pequeños espacios vitales en las
grietas y hendiduras de los edificios muertos: la lavandería filipina, el
kiosco de periódicos bengalí, el estudio de tatuaje, la agencia de
viajes musulmana (especialidad: la hégira a La Meca y Medina), el
restaurante libanés con su oferta de desayuno dominical “All you can
eat” anunciada a lo grande en el exterior.
En tiempos, los pueblos navegantes del Mediterráneo no
mantenían dirigida la vista en dirección al interior del país a la
espalda de sus puertos, sino a las costas del otro lado del mar,
superando fácilmente en su pensamiento el vacío espacio acuático
que los separaba de los puertos situados allá. Aquí, asimismo, era
probable que los cuatro carriles que desgarraban con herida incurable
la plaza y rebosaban por encima de sus límites se volvieran en breve
tiempo invisibles para los habitantes, pues estos no perdían de vista
el otro lado de la calle con las tiendas ni los locales de sótano que
tenían allí su nido, del mismo modo que habían desarrollado sus
técnicas para llegar rápidamente al otro lado. Con un cochecito
infantil, sin duda, la empresa habría entrado en terrenos algo más
osados, pero de repente al joven se le habían ido de la cabeza los
cochecitos y cajones de arena, y el centro de la atención era ahora
Frau von Klein: la posibilidad de ir hasta allí le parecería inaceptable,
y ése quizá fuese el mejor argumento para echar por lo menos un
vistazo al ático del anuncio del periódico.
¿No era casi una lástima que desde allí apenas pudiera
sospecharse la presencia del estridente barrio de prostitución, con sus
coloridos letreros luminosos, sus hombres plantados en las esquinas,
sus borrachos? En la Baseler Platz reinaba ya la simplicidad técnica,
un aire de tierra de nadie. El administrador de fincas era marroquí,
tal como podía deducirse de la tarjeta de visita que tendió al joven,
en la que se le confería el título de conseiller trésorier de una
asociación cultural marroquí. Seguramente por encima de los
cincuenta, tenía una rotunda tripa y le caían por el cuello ricillos
lacios, un plumón de buitre que el hombre había teñido de color
avellana. Pese al calor reinante, llevaba un abrigo y un chal de
cachemira rojo, echado con despreocupación por el cuello al modo de
ese cartel de Toulouse-Lautrec conocido hasta la saciedad. Venía del
sótano, dijo, y el sótano era fresco; no, quería decir: frío. El sótano
era como para pillarse una pulmonía, dijo con énfasis mientras, con
una poco común falta de recato, sus ojos marrones de largas
pestañas examinaban al joven, que sentía esas miradas como si
fueran moscones que le andaban por el rostro. ¿Era él, preguntó,
quien había llamado por teléfono? El joven le dijo su nombre.
—¡Ah, monsieur Hans! —dijo el administrador, utilizando nada
más que el nombre de pila sin el menor miramiento ante tanta
confianza; pero enseguida echó marcha atrás desconfiado—: ¿Está
usted seguro de que sabe mi número por el anuncio? ¿No lo ha
conseguido de otra manera? ¿No ha hablado usted con nadie más
aparte de mí?
¿Qué se estaba imaginando aquel hombre? Sin embargo, perdió
cualquier interés por una respuesta. Después de que su vista se hubo
saciado de Hans, ahora resbaló en otra dirección y se quedó fija allí.
—Pardon —dijo, echando mano del bolsillo de su pechera. Había
vibrado su teléfono móvil, y de hecho, como comprobaba
rápidamente cualquiera que tratara con aquel hombre, el teléfono
tenía para su existencia física y mental un efecto semejante al de un
marcapasos que, conectado con el exterior, le procuraba los impulsos
necesarios para vivir. La escalera del edificio recordaba la de una
torre. No hacía frío sólo en el sótano, sino que también por el hueco
de la escalera se elevaba una columna de aire sin duda a unos
cuantos grados por debajo de la temperatura de fuera. Los rellanos
tenían un pavimento de terrazo que ayudaba a conservar el
agradable frescor. Se respiraba allí el aire de las piedras y los
sótanos, que evocó de inmediato en el joven el recuerdo de esa
singular limpieza de las bóvedas antiguas; es más, sólo era posible
imaginar que albergaran un aire así edificios mucho más antiguos que
aquel. El piso estaba formado por un tubo alargado en cuyos
márgenes se iban alineando varias habitaciones pequeñas, el baño y
la cocina. Al final del mismo se llegaba a una estancia de cierto
tamaño con tres ventanas, situada en la punta de la porción de pastel
que semejaba la vivienda; con cinco paredes, ofrecía vistas a gran
altura sobre toda la caótica extensión exterior de la plaza y los
automóviles, e incluso podía verse también un trozo del río. En aquel
momento, se deslizaba allá abajo una larga barca negra.
—Los muebles tienen que quedarse aquí —dijo el administrador
en voz alta interrumpiendo los susurros de su diálogo telefónico. En
las habitaciones, de hecho, había algún que otro trasto, pero no como
para que la vivienda pudiera calificarse de amueblada: un aparatoso
escritorio con patas en forma de columna retorcida y el tablero
resquebrajado, un imperial sillón cuyo cuero, sin embargo, se
deshilachaba y resquebrajaba amarillento entre los clavos de latón
que lo sujetaban, armaritos de cocina muy sucios llenos de cacerolas
y sartenes que nadie habría tenido ganas de tocar por lo pegajosas.
En el vestíbulo colgaba un grabado del castillo de Eltz, seguramente
hecho en los años veinte. De fecha más reciente era un sofá de
asientos completamente desgastados y desastrados cojines.
—Aquí puede usted hacer una decoración fantástica —dijo el
administrador—. Le daré la dirección de un importador marroquí de
alfombras, puede conseguirle una pieza fantástica para cubrir el sofá.
Al pronunciar estas palabras, el hombre se volvió hacia Hans
taladrándolo con la mirada, le escrutó intensamente la cara y, a
continuación, volvió a apartar de él la vista con gesto igual de
enfático. Nadie intentó persuadir ni convencer al joven.
De pie, en la luminosa habitación esquinera con amplias vistas,
se paró a pensar. La casa era barata. Era tranquila: incluso con las
ventanas abiertas, el ruido del tráfico quedaba amortiguado y se
disgregaba en todas direcciones. Desde allí tenía diez minutos a pie
hasta el banco. Las cacerolas podrían lavarlas, los muebles no
estaban tan mal como para haber tenido que sacarlos a la calle, la
escalera era un buen entrenamiento físico... En suma, había
argumentos a favor de la casa. El administrador no le gustaba, pero
¿qué le importaba a él el administrador?
Y, aun así, cuando más tarde se preguntaba por qué se había
quedado con la casa, tenía la sensación de que todas aquellas buenas
razones no explicaban el asunto. ¿Por qué se había quedado con la
casa? Se vio obligado a reconocérselo a sí mismo: no tenía respuesta
para esa pregunta.
III
2
En castellano en el original
vestido de seda con chaquetilla de punto calado según el mismo
patrón repetido, algo que había dejado ya de poder conseguirse en
ninguna tienda de la tierra, un auténtico producto de costureras
domésticas, pensado para damas levantinas y con anticuado sabor
colonial. La dama había conservado sin la menor transigencia un
estilo creado hacía cincuenta años bien lejos de Alemania, y
perseveraba en su figura a despecho de todos los azares que habían
acabado por llevarla a para a aquel patio. En El Cairo, sentada en un
trono dorado fantaisie Louis Quinze, no habría tomado su té de otro
modo. Pues para ella el etíope preparaba té; la taza con la bolsita
reposaba en el alféizar de arenisca roja de una ventana de la planta
baja.
En el tono desdeñoso que le era propio, Souad dijo que Hans
era el nuevo inquilino del ático.
—El ático —dijo la vieja dama con gravedad, como si allá arriba
hubiera acontecido algo demasiado sabido para ella.
Inesperadamente, tenía un ligero acento inglés, aunque asimismo
hablaba bien el alemán.
—Entonces acabará usted conociendo al casero —Una
observación que llevaba en sí algo infausto.
—El casero, ¡ay, Dios, ay, Dios! —gritó el borracho.
—Que lo pasen bien —dijo Barbara, usando la ocasión para
escaparse de Souad, que le hablaba insistente en voz baja.
—¿Qué? ¿El casero...? —exclamó Souad bastante indignado—.
Todo eso lo gestiono yo.
La dama de negro giró la cara hacia Hans con gesto de
conspiración:
—Souad es listo y mueve muchas cosas, pero no todas.
—Hay hombres que son más listos que Dios —dijo el borracho,
con la notoria ilusión de haber dado con la frase exactamente
acertada para ese momento de la conversación. Su buena estrella lo
hizo sentirse tan orgulloso, que no pudo evitar pensar sobre su
intervención, con lo que volvió a perder el hilo que acababa de
enhebrarse. La dama envió en su dirección una mirada de pesar, pero
relampagueante, y a continuación hizo con la mano un ademán
distinguido, parecido al giro de una peonza, delante de su propia
frente labrada con escoplo: el pobre tiene la cabeza muy revuelta, tal
debía de ser el significado. A ella, por descontado, aquello no podía
impresionarla.
Y en cuanto a Hans, ¿era de Fráncfort entonces, preguntó?
¿No? Ella tampoco. Había nacido en Damasco, le explicó, hija de
sirios coptos.
—Me llamo Despina Mahmouni —dijo, como si esa fuera la
primera frase de alguna enjundiosa novela decimonónica, y quizá lo
fuese en efecto.
—Barbara, soy tu amigo, quiero impedir que hagas una tontería
—dijo Souad, ahora alzando más la voz.
—Soy libre —Por encima de aquella nariz respingona, los ojos
centellearon con una alegría invencible entre los rizos bamboleantes
—. Y la libertad incluye también las tonterías: es mi dinero al fin y al
cabo.
Souad le habló al oído poniendo la expresión de una rana
frenética. Pero su empuje retórico se veía debilitado por un obstáculo
evidente: el teléfono. Cada vez que se imponía una respuesta
particularmente rápida y certera, aparecía en su pecho una vibración,
y entonces el hombre volvía a quedarse petrificado, como si por
espacio de unos momentos no pudiera explicarse ese temblor
hormigueante en el bolsillo de la chaqueta: ¿acaso le había subido
por dentro de la camisa una gran mariposa nocturna? A continuación
recuperaba el control sobre sí mismo y sobre el aparato, y enviaba su
espíritu a lejanas zonas desconocidas. La pobre Barbara, por su
parte, se quedaba esperando la respuesta debida.
—Mi vida se decidió muy pronto —dijo Frau Mahmouni—.
Cuando dejé Damasco tenía veinte años y estaba embarazada; el
padre era escocés, y me fui con él a Glasgow. Mi padre se había
declarado en bancarrota, y al despedirme le di tres libras esterlinas,
todas mis posesiones, así que me marché de Siria sin un céntimo. Mi
padre lloraba conmovido, y me dio su bendición y me dijo: todo lo
que toques se convertirá en dinero. Y así sucedió en efecto, aunque el
primer patrimonio que adquirí tuve que entregarlo luego: mi primer
marido era un sinvergüenza y un bebedor, adicto a apostar en las
carreras de galgos, tuvo durante años una relación con su propia
hija... Tengo las pruebas que lo demuestran, pero qué quiere usted...
—Su severa mirada no tomaba en cuenta a aquel hombre, que era un
perdido. Tenía la expresión de una jugadora que, sentada a la mesa
de la ruleta con pinta extravagante, calcula los riesgos y encaja
grandes pérdidas sin pestañear: no tiene que reprocharse culpa ni
ligereza, y el riesgo ya lo conocía de antemano.
—Quiso meterme en un manicomio —Y en la indignación ante
esta jugada del difunto se escondía también el desprecio por el mal
jugador. Sólo en ese momento Hans se dio cuenta de que al hacer
aquellas confesiones la mujer le había tenido firmemente agarrado
por el antebrazo, como si se tratara de un reposabrazos tallado en la
silla. Levemente inclinada hacia él, dejaba que su dentadura, sin
asiento fijo (pues no había en aquel paladar sustancia carnosa en la
que hubiera podido encontrar sujeción firme un ejemplar así),
prorrumpiera en dirección a los labios cerrados, lo que causaba en su
rostro una deformación sorprendente, pero al tiempo lo tensaba
alisando cualquier arruga.
—Souad no está haciendo bien —susurró—.La dama con quien
habla está recién separada, y con un arreglo estupendo. Está
buscando dónde poner el dinero, y Souad quiere que le confíe el
dinero a él. Y eso aunque no sabe cuánto es... No mucho más de
ciento ochenta mil euros, lo escuché hace un rato cuando hablaba por
teléfono en español. Souad cree que con el dinero podría comprar el
“Habsburger Hof”, el hotel de ahí enfrente, esa idea le vuelve
completamente loco, y es incapaz de comprender que el “Habsburger
Hof” jamás le pertenecerá —Llevó un huesudo dedo a los finos labios,
ahora apretados el uno contra el otro, y fijó en Hans una mirada
admonitoria. El joven puso todo su afán en jurar en voz tan baja
como fuera posible que nunca se le escaparía ni una palabra sobre el
asunto.
—Eres idiota como una vaca —gritaba ahora Souad—; te
quiero, y por eso esto me da rabia.
—Claro, los negocios inmobiliarios son siempre muy trabajosos
—respondió Barbara disfrutando una autocomplacencia sin trabas; se
inclinó entonces hacia Hans y, como recordando con tono cordial y
sociable, preguntó—: ¿Y a qué cosa bonita se dedica usted?
Hans miró en torno buscando a los ucranianos, pero hacía ya
largo rato que se habían retirado en la oscuridad, sin decir nada.
IV
3
Hans-guck-in-die-Luft, personaje de un cuento infantil de Heinrich Hoffmann de la serie Struwwelpeter.
parecía ya verdaderamente como si ella hubiese estado siempre ahí,
y la época anterior a su aparición quedó oscurecida en un desinterés
e inmaterialidad sorprendentes. Como historiador de su propia vida,
en cualquier caso, Hans era un fracaso espectacular. Souad, por el
contrario, dedicaba un recuerdo preciso a cada uno de los pasos de
sus conquistas. Era cazador (así se denominaba literalmente), y
declaraba no querer la pieza servida en bandeja, sino acecharla y
rematarla.
—Fíjese en esto —iluminó la pantalla de su teléfono y dejó leer
a Hans el mensaje que supuestamente acababa de recibir. “Je veux
faire l'amour avec toi, chéri”.
—Desprecio este tipo de cosas —dijo con rigor mientras pulsaba
para eliminar el mensaje; si fue al orco del olvido o a un
compartimento de reserva, esa cuestión quedó sin tratar. Lo
completamente singular, si había que creerle, había sido el proceso a
lo largo del cual la extraña de la bella voz fue haciéndose cada vez
menos extraña y consintiendo en dejar ver aspectos de su pasado.
Qué delicioso el instante en el que Souad comprendió que no había
renuencia en el modo en que la mujer le revelaba sus experiencias en
la cama cuando él empezó a bordear el tema aparentando frialdad y
la objetividad de una sabiduría médica (entre adultos, al fin y al cabo,
puede hablarse de todo, por supuesto, con el debido tacto), sino que
casi puede decirse que estaba esperando el momento de quitarse de
encima las últimas inhibiciones y prescindir por completo de toda
sutileza. Horas, según Souad, duraba ya la conversación, y bastante
después de medianoche llegaron por fin al asunto esencial. La mujer
le habló sobre su primer amante; si en dicho punto había que
remontarse a largo tiempo atrás o bien no estaban hablando más que
del año anterior, esto en principio Souad prefirió conscientemente
dejarlo sin dilucidar.
—Dijo que tenía veintidós años, y aunque la voz sonaba mayor,
es verdad que con las voces es posible equivocarse —Souad sabía de
casos en los que una voz arrullante y con poder erótico había ido
emparejada a un físico gris sin nada de particular. El océano de la
experiencia era insondable. A quien se adentrara por él le salían
siempre al paso nuevas delicias marinas, con sus extravagantes
formas y los lúbricos destellos de su carnosidad. Era el momento en
que le estaba permitido a Souad preguntar como un juez de
instrucción, con rigor y sin permitir evasivas.
—¿Qué es lo que te hizo exactamente? ¿Cómo te desnudó? ¿Te
agarró las nalgas al bajarte las bragas? ¿Tenías las piernas separadas
o juntas? ¿Dónde tenía las manos? —Y al rato, prosiguió, después de
que ella le hubiese ido dando información cada vez más minuciosa
sobre muchas de estas preguntas, al principio con titubeo aparente,
pero luego sobreponiéndose a él, Souad oyó el más hermoso de todos
los sonidos, su triunfo, el anuncio de su suprema dicha personal: una
respiración algo más intensa, un leve jadeo.
¿Había llegado luego a conocerla personalmente? Hans se sintió
obligado a preguntar, pues le resultó penoso el silencio durante el
cual Souad examinaba en el rostro de su oyente el efecto de sus
palabras. Souad se quedaba mirando a la cara de su prójimo con tal
desconsideración, que no podía decirse sino que clavaba en él la
vista, sin la más mínima pretensión ya de buscar la mirada del otro.
Lo que éste pensara al respecto al pasar ese reconocimiento le era
indiferente a Souad. En tales momentos, su interlocutor venía a
convertirse en un cadáver mientras el forense lo examina en la
morgue.
—La conozco, hablamos todos los días, me ha mandado
también a sus amigas, apenas puedo vivir con tantas llamadas —dijo
finalmente con satisfacción.
—Y ¿qué tal estaba?
—Me envió una foto. Una foto preciosa. Parece ahí una modelo,
pero creo que la de la foto no es ella. Jamás nos encontraremos
personalmente, qué se ha pensado usted. Tengo propiedades, tengo
el lavacoches, tengo... —Y aquí bajó la voz con un ojo puesto en Frau
Mahmouni, que seguía con sus cuchicheo y también observando
fríamente a distancia a Hans y a Souad—. Tengo otros intereses,
cantidad de ellos... Estoy divorciado, mi mujer no puede reclamar
nada, el asunto está liquidado... Un hombre así es lo que sueñan las
mujeres, pero no seré yo —Había que llevar cuidado, así definió su
norma de vida: ante todo llevar cuidado; una norma que podía
aplicarse a muchas cosas, a todas en último término.
—Haz lo que quieras, pero lleva cuidado —Se acostaba solo,
pero con el teléfono pegado al oído, y con él vivía las horas de amor
más pletóricas y extenuantes que había conocido desde bastante
antes de su divorcio, y eso que, aclaró, había estado casado con una
de las mujeres más guapas a todo lo largo y ancho del mundo, o
mejor dicho la más guapa, pero sin corazón ni cerebro, y no la echó
de menos ni una vez. Con todo, se vio que sus días de casado le
habían dejado en el recuerdo cierto sentido práctico:
—¿Dónde van a dormir cuando venga mañana su mujer? —Y
refirió que en el sótano seguía una cama grande, y al día siguiente le
encargaría al ghanés que la llevara al cuarto piso.
Hans había bebido tres botellas de cerveza. En un abrir y cerrar
de ojos, el etíope reemplazaba con discreción cualquier botella vacía
por otra llena. Pero la noche de luna le hablaba un lenguaje más claro
desde el momento que tenía algo de alcohol en la sangre y se había
retirado a la sombra apartándose de la luz de la farola. La luz solar
era tan intensa, que hacía que luciese el cielo entero, pero el claro de
luna se limitaba a aureolar suavemente lo que tenía por debajo. A la
luz de la luna, sucedía algo semejante a cuando nos sentamos cerca
de una vela y esta posa sobre los objetos algún resplandor que otro,
pero deja el resto en la oscuridad. Sólo podían adivinarse las masas y
cuerpos que se retiraban a un negro obstinado. Eso empequeñecía las
estancias y las agrandaba al mismo tiempo. Finalmente, Hans tenía la
impresión de haber penetrado en una estancia dentro del propio
cuerpo, que era grande, sin que se pudiera apreciar sus límites, pero
que tenía algo de cueva. En aquella cueva oscura era donde se
habían producido las conversaciones de última hora, que, tan
desacostumbradas para él, le dieron sin embargo a la vez la
sensación de llevar ya mucho tiempo en casa en el piso que acababa
de alquilar.
Cuando Frau von Klein hablaba de lo “atroz” de Fráncfort, quizá
muchos habrían estado de acuerdo sin reflexionar sobre qué era
aquello en que consistía realmente aquella atrocidad diagnosticada
con ademán tan altanero. ¿Quizá Frau von Klein seguía apegada a la
imagen de la ciudad medieval destruida hasta los cimientos en la
guerra y durante la reconstrucción? La Edad Media y Frau von Klein:
una conjunción poco creíble, ciertamente. Con la sentencia de
atrocidad se lo ponía a sí misma un poco demasiado fácil. La
construcción terminó de asolar todas las ciudades alemanas
destruidas por las bombas. Cada una de ellas contenía lugares del
horror que hablaban con más elocuencia que cualquier monumento
recordatorio sobre lo que había sucedido en Alemania durante la
guerra. Comparado con esto, lo que repelía específicamente en el
caso de Fráncfort era algo sutil, que primero había que sacar a la luz
y empujar a la conciencia: el resultado de una succión integral, así
podía llamarse, una devastación de las arterias vitales, un olor a
cartón, el polvillo en una tienda con artículos de oficina, la pérdida
completa de la resonancia y el timbre propio de cada cosa; la
supresión de espacios cavernosos ocultos, oquedades en las que,
como si dijésemos, pudiera haberse conservado el aire viejo de la
ciudad; de trasteros olvidados, de provisiones sustraídas al uso actual
que quizá algún día puedan ser sacadas a la luz intactas. Se había
sometido la ciudad a un “raspado”, como se denomina en el alemán
de los ginecólogos ciertas intervenciones radicales. Eso era quizá lo
que la gente adivinaba cuando, sin conocerla mucho, reprobaba la
ciudad, y también lo que, de un modo u otro, Hans percibió yendo en
bicicleta por el centro, por más lejos que estuviera de poder
expresarlo. En la Baseler Platz, el resultado de esa succión integral o
raspado se ponía especialmente de manifiesto en una medida
particular.
Pero, en ese instante, la fría luna y las lámparas de arco, aun
más frías, daban una incandescencia imprevista al edificio, el patio y
la plaza. Era como si el interior de los muros crujiera levemente, una
impresión de ningún modo tranquilizadora. La sensación al percibir
ese crujido no era precisamente de comodidad ni hospitalidad. La
sensación se inflaba, el edificio parecía cerrar los ojos, y en un
supuesto cadáver eso es una visión terrorífica.
*
A la tarde del día siguiente estaba previsto que Ina y su madre
llegaran al aeropuerto. La estancia de Frau von Klein se reducía a dos
horas, y a continuación enlazaría con otro vuelo a Hamburgo. Era
bueno saber que no estaría presente en la primera visita a la casa.
Hans confiaba en Ina, pero no se sentía capaz de afrontar la situación
de enseñarle la casa que había buscado y ganarse su apoyo si al
tiempo había que contrarrestar los comentarios biliosos que
seguramente podían esperarse de su suegra. En principio, para Frau
von Klein no había más que un tipo de casa habitable: el bungalow
con techo a dos aguas desarrollado en los años cincuenta, tal como
engalanaba los barrios de chalés surgidos tras la guerra. Que fuera
muy grande o menos grande era algo de mucha menos importancia.
Un palacio, en todo caso, era en principio una posibilidad que Frau
von Klein rechazaba. Con eso se creaba demasiada dependencia; en
un palacio había que contar con otra gente a la que no se podía
despachar sin más. Las escaleras eran otro espanto. La casa en la
que ella viviese tenía que ser de planta completamente llana, para
que no hiciera falta perder el aliento nada más que por ir al
dormitorio. Las escaleras significaban forzosamente que el objeto que
se necesitaba justo en ese momento estaría en otro piso. Con Frau
von Klein, la ambientación debía ser de un conservadurismo lindo y
en el estilo de una casa de campo (así lo manifestaba el techo a dos
aguas), pero por lo demás práctica y moderna, sin diferenciarse en
ningún caso de las casas de sus amigos. Pero ¿serían las escaleras de
la Baseler Platz obstáculo suficiente para que no emprendiera ni por
una sola vez el esfuerzo de empujar su cuerpo escaleras arriba?
Al mediodía, Souad llamó por teléfono a la oficina. No estaba
solo. Hans oyó al fondo las risitas de Barbara.
—Hemos llevado la cama arriba —dijo con su tono de voz ronco
y cristalino, y se oyó a Barbara exclamar al fondo:
—¡Los tortolitos! ¡Cucurrucucú! ¡Cucurrucucú!
Con la perspectiva de volver a tener al lado a Ina aquella tarde,
Hans estaba tan nervioso, que apenas notó la indiscreción de la
situación en su conjunto, e incluso agradeció la familiaridad que iba
incluida en la ayuda, una familiaridad que también habría podido
considerar exceso de confianza. El clima, por otro lado, tenía
asimismo su parte en aquel día tan lleno de tensión. De forma
bastante sorprendente, a la clara noche de luna le había sucedido una
mañana bochornosa y gris. Se volvió cada vez más oscura tras la
llamada de Souad, casi como si fuera a hacerse de noche. En la
oficina empezaron a encenderse por todas partes los tubos de neón,
y entonces sonó un trueno con el que Hans creyó que iban a saltar
por los aires los lápices de su mesa. Las ventanas de la planta veinte
ofrecieron un grandioso panorama bélico. Los relámpagos se
precipitaban desde el cielo como ríos que se ramificaban llenos de
meandros. Bajo los violentos truenos, la ciudad se convirtió en un
atabal golpeado sin tregua. A ello se añadió un traqueteo y un siseo
cual si la piel del tambor fuera a terminar reventando por los golpes,
y entonces se derramó la lluvia como en oleadas de agua marina. La
ciudad quedó limpia del sofoco humeante y pegajoso de los últimos
días como si la hubieran pasado por el lavacoches de Souad.
Espumeando y salpicando, el agua manaba de los sumideros
obstruidos, con lo que ya no llegaba solamente del cielo, sino que
ascendía desde bajo tierra. Por lo demás, el cielo se comportó como
una persona en estado furioso que, como cegada en su ira, hace
pedacitos todo, pero para desinflarse enseguida agotada. En las calles
seguían los lagos cuando desde arriba volvía a sonreír el luminoso
azul. Y no había bastado, ni mucho menos, para que refrescara de
verdad. La humedad iba evaporándose, y el calor regresó
rápidamente.
Nada de tales exaltaciones podía adivinarse en el mundo
artificial del aeropuerto. Madre e hija mostraban un suave moreno, la
madre un poquito más que la hija; en Ina era sólo como un halo,
capaz de hacerla aun más hermosa, aunque también algo menos
delicada que al emprender el viaje.
Abandonarse al arrobo del reencuentro en presencia de Frau
von Klein les estaba vedado a ambos, pero Hans percibió en el
silencio y la sonrisa de Ina lo feliz que estaba de volver a estar a su
lado. Cada minuto que se veían obligados a seguir allí, en una
cafetería del aeropuerto, siempre a la vera de Frau von Klein, era un
tormento para ellos. ¿Acaso no había podido la suegra decirles sin
más que se marchasen? Pero ni se le pasaba por la cabeza.
—Espero que tengáis habitación de invitados —dijo al
despedirse. Alojarse en un hotel era para ella una imposibilidad
matemática. Se habría visto a sí misma como una vagabunda.
Muchos preparativos no había podido Hans realizar. La oficina
dejaba poco tiempo para compras, e incluso allí parecieron
asombrarse de que se marchase siendo todavía las seis y media. Su
plan era más o menos: se podía, por supuesto, dormir en el hostal,
pero él pensaba apostar por que acamparan ya en la nueva casa, en
aquellas resonantes habitaciones vacías. Quería que Ina y él tomaran
juntos posesión de la casa. En la pausa de mediodía había comprado
champán y un pato asado, y en la bolsa tenía también ropa de cama.
Había pensado en unas velas para poder apagar la desnuda luz de las
bombillas. En el aparcamiento del aeropuerto se besaron apenas se
habían sentado en el coche, como antiguamente las parejas de
enamorados en el autocine. Permanecieron bastante rato en aquel
lugar inhóspito, sin emprender la marcha hasta que el conductor del
coche vecino se quedó mirando su ventanilla. Los dos hablaban
complacidos. Hans preparó a Ina para lo que venía.
—No tienes por qué espantarte. No es bonito. Tenemos que
ponerlo bonito nosotros.
Ina le contó cosas de Isquia. Daba por imposible que Hans
hubiera podido fallar. El atardecer le ayudó a engalanar la llegada. El
cielo estaba azul sedoso; la luna y las estrellas resplandecían sin
esfuerzo pese a la claridad. ¿De verdad era tan horrible la Baseler
Platz? Hasta las luces rojas de freno de los coches contribuían a darle
una iluminación festiva. Aparcaron en el patio. No se había juntado
aún la pandilla nocturna, seguramente por estar todo mojado, y la
persiana desenrollada del local de comida rápida le daba un aspecto
tan inexpresivo como el de su dueño. Subieron las escaleras. El
taconeo resonó por los descansillos. Ya en el piso, les dio en la cara el
olor a la pintura: habría hecho falta ventilar a conciencia. ¿No había
dejado Hans abiertas las ventanas? Alguien las había cerrado: Souad,
tal como se enteraron al día siguiente, al que habían alarmado los
topetazos de las hojas durante la tormenta. La gran habitación de
esquina, en su inmaculado color nata, le gustó a Ina. Se fue hasta la
ventana y contempló las luces de fuera. Su estado de ánimo era el
del niño que entra por primera vez en el desván de la casa paterna
en viaje de exploración y que, en la embriaguez del secreto, está
dispuesto a conceder un significado singular a cada cosa que
encuentre allá arriba. Hans desplegó su picnic en la mesa con las
patas en forma de columnas retorcidas. Cuando Ina se dio la vuelta y
vio la botella y el pato asado, hizo un gesto como si todo aquello
hubiera llegado volando por el aire por un encantamiento. Bebieron
del mismo vaso, aunque Ina no mucho, pues en realidad no le
gustaba nada el champán, cosa que Hans habría podido saber, pero
el joven se había dejado arrebatar por su idea de escenificar un
teatro del amor.
—¿Quieres ver el dormitorio? —La precedió por el pasillo. Abrió
la puerta y dio la luz. Bien es verdad que Souad tampoco había
prometido demasiado. Allí estaba una ancha cama tapizada con
colchones bastante sucios. Pero ¿qué había pasado en aquella
habitación? Las paredes estaban manchadas de gruesos pegotones,
salpicaduras en negro y blanco, como si alguien hubiera sacudido allí
un grueso pincel sucio. En la cama había también manchurrones
blancos. Hans seguía aún perplejo cuando Ina gritó habiendo
comprendido ya.
En el suelo estaba posada una gran paloma, cuyo cuerpo se
hinchaba en un plumaje magnífico como en modo alguno se esperaría
de este asilvestrado animal de las grandes ciudades. Pero no, no
estaba posada. Tendida sobre el vientre, se había cubierto con las
alas, mientras que la cabeza inmóvil estaba girada a un lado, el
redondo ojo de ave con la vista fija en el techo.
—No la toques —gritó Ina, temblando y sin moverse del sitio.
—Está muerta —dijo Hans—, pero ¿cómo ha podido entrar
hasta aquí?
La paloma no mostraba ninguna herida visible. Hans tomo de la
cocina un recogedor (la cocina era la estancia con equipamiento más
completo) y lo pasó por debajo de la paloma. Era tan liviana como si
no estuviera compuesta más que por el plumaje. Ina se había dado la
vuelta. Guardaba silencio. Empleaba todas sus fuerzas en calmarse.
—Perdóname —dijo cuando finalmente le miró demudada, pero
con la misma expresión de estar a punto de llorar—, no me acordé de
decirte que las palomas me dan un miedo horrible.
Hans no dejó revolotear el asunto por más tiempo. Se
marcharon de la casa al momento para irse al hostal. Allí se estaba
más cómodo de todas maneras.
V
4
Lilien significa "lirios".
—¿Me encuentras tú también insulso? —le preguntó a Ina
teniéndola entre sus brazos. Pero el dios del amor infundió en la
muchacha la respuesta justa:
—No me planteo nunca cómo eres —Hans le dio crédito al
instante, y eso lo tranquilizó muy profundamente.
Qué pena que Ina no hubiera bajado con él. La habitación
grande mostraba una cuadrícula de franjas luminosas a lo largo de su
acogedora umbría. Las persianas, tendidas hacia el exterior,
prolongaban el espacio por fuera de las ventanas semejando una
tienda de campaña. Había algo más de ruido que en su casa en la
planta de arriba, una diferencia de altura que se dejaba sentir; pero
el murmullo, que llegaba aquí también amortiguado, creaba en esa
oscuridad atravesada por franjas de luz una escena como de ciudad
mediterránea, un Madrid en miniatura en la Baseler Platz. Por lo
demás, los dueños de la casa, Wittekind y Britta Lilien, no veían en
ella el menor exotismo. En la conversación que comenzaba ahora, y
que en primer lugar abordó el tema favorito de todos los habitantes
de grandes ciudades: la cuestión inmobiliaria, ninguno de los dos dio
señas de que la Baseler Platz les hubiera sugerido ninguna otra
consideración más allá de los aspectos prácticos inmediatos. Fráncfort
era tan pequeño, que todos los barrios del centro, con todo
claramente distintos por su carácter, quedaban muy cerca a pie. Los
lugares de trabajo de ambos, el teatro y el museo, estaban nada más
que a unos minutos de la Baseler Platz. Ambos habían vivido antes en
ciudades mucho más grandes, Wittekind bastante tiempo en París, y,
comparada con la situación improvisada en la que estuvo allí, podía
decirse que esta casa era un paso en dirección a la vida burguesa.
Hans comprobó que Britta, una alemana del norte como él
mismo, y seguramente de su misma edad, no adoptaba con su
compañero el mismo tono desenvuelto que le había mostrado a él. Es
más, en la modestia con que actuaba aquí ¿no podían acaso
detectarse signos de un cierto respeto, como si intentara hacer
patente que sabía con qué personalidad tan importante vivía? Elmar
no pronunciaba ni una sola palabra sin esa ironía indulgente y
resignada expresada ya desde su primera frase, pero el modo en que
Britta pasaba por alto aquel tono confirmó la primera impresión de
Hans: efectivamente, respetuoso era la palabra para definirlo. Por
parte de él, indulgencia cortés y reservada; por parte de ella, una
atención refrenada hasta pasar inadvertida: así se le presentó la
pareja. Antes de preguntarle qué quería beber, la joven hizo esa
misma pregunta en voz casi inaudible a Elmar Wittekind, como si
hubiera allí un ordenamiento que cumplir, algún tipo de disposición
médica; pero el hombre hizo como si no la entendiese.
—¿Por qué no abrimos mi vino? —preguntó Hans de buena fe. Y
así se hizo de hecho tras cierta vacilación, aunque Britta en principio
no desistió de aquellas negociaciones desarrolladas aparte. La mujer
que se subordina gana influencia; cuando renunciamos a algo,
recibimos a cambio otra competencia nueva, una ley que Britta
parecía querer ilustrar teatralmente. La conversación, entretanto, giró
hacia la única persona conocida para todos los presentes: Herr
Abdallah Souad. Ambos se pusieron contentos en cuanto se mencionó
tal nombre.
—A Souad hay que tenerlo a raya —dijo Wittekind, cuyo rostro
se manifestaba para Hans nada más que en forma de una silueta
negra, pues el señor de la casa se había colocado de espaldas a la luz
que, pese a caer formando franjas, deslumbraba incluso en esas
pequeñas dosis. Britta, por el contrario, recibía una suave iluminación
en diluidas tonalidades de sombra que intensificaban la coloración.
Estaba echada en una camita cubierta con un colorido kelim. Sus
blancas pantorrillas descubiertas se frotaban con la áspera tela, lo
cual parecía sentarle bien. Era una muchacha guapa, pero daba a
entender que en aquel momento, en privado, detrás de bastidores
como si dijésemos, su apariencia no significaba para ella
absolutamente nada, pues la única importancia que le concedía eran
sus efectos a la luz de los focos.
—Mire, Souad es un curioso —dijo Wittekind con un aire de
profundidad como si con ese término hubiera conjurado la existencia
entera de Souad—, y yo no tengo nada que ocultar, y por eso esa
curiosidad me resulta especialmente enojosa.
Souad, dijo Britta, se sentía obligado a estar informado de todo
lo que pasaba en el edificio, lo cual tomaba a veces formas
sorprendentes: unos días atrás, por ejemplo, le había llegado a Elmar
una multa por alguna ridícula infracción de tráfico. Souad le abordó
en la escalera casi con rudeza:
—¿Por qué no me dijo usted nada? ¿Por qué? Yo con toda la
policía a mis órdenes, viajan en mi autobús... Pero si usted no me
dice nada, yo tampoco puedo hacer nada.
La pareja había escuchado atónita aquella imputación lastimera
sin acertar a dar una respuesta coherente, hasta que más tarde
tuvieron la certeza fulminante de que Souad debía de haber abierto la
carta remitida por la Presidencia de Policía.
—Al principio no dimos con ello porque una cosa así no entra en
lo posible —dijo Elmar, que deseaba tomar el incidente nada más que
por el lado cómico. Britta, aun sin compartirlo en modo alguno, daba
por bueno tal modo de ver el asunto, pero quería mostrar que en la
postura de Elmar sabía reconocer el sobresaliente punto de vista de
una intelectualidad superior.
—Encargamos que pusieran cerrojo nuevo en el buzón, y lo
mismo le recomiendo a usted —dijo Britta con la frialdad indiferente
apropiada para el caso. Pero Elmar Wittekind no permitía que en su
presencia fueran examinadas cuestiones triviales, o, mejor dicho,
cuestiones triviales sin enlace con un planteamiento filosófico
superior. Hablar sobre el administrador de la finca era digno
únicamente si, algo más allá, se abría un acceso al núcleo de los
problemas del presente en todo su alcance. No estaban bebiendo
poco, por lo demás, pues el calor sofocante les tenía a todos
sedientos. La botella que había traído Hans, un vino blanco italiano, la
habían acabado hacía ya un buen rato. La sustituía ahora una botella
de litro de un Riesling del Palatinado, mucho mejor que el italiano,
como Hans mismo comprobó avergonzándose por un instante.
—Mi conjetura es que Souad es un caso de sobreadaptación —
dijo Elmar Wittekind con su inalterable tono amistoso. Souad,
continuó, había optado por Occidente con toda su alma. Apostaba por
Occidente. Había vuelto conscientemente la espalda a las
circunstancias orientales de las que procedía, y eso por supuesto con
sacrificios, pulverizando vínculos, ¿podía ser de otro modo? Pero a
causa de tales sacrificios (que desde la otra parte podrían llamar
incluso traición), Souad en Occidente quedaba condenado al éxito. Se
hallaba bajo la presión de que su decisión por Occidente tenía que
anotarse en el haber. Este uso de la palabra “haber” lo conocía Hans
de su examen para el título de Bachillerato, cuando aquel joven
profesor de griego, tan amable, contestó así a los balbuceos con los
que Hans había respondido a sus preguntas:
—La distinción que usted hace entre Platón y Sócrates queda
anotada en su haber —Así pues, podía anotarse cosas en el “haber”
también cuando no se trataba de dinero.
Souad, sin embargo, veía que le seguían vedadas amplias
regiones del modo de pensar occidental (una experiencia forzosa,
explicó Wittekind, de cualquier extranjero cuando, tras décadas
adaptándose al nuevo país, descubre los últimos muros, insuperables
ya, que le separan de la asimilación absoluta), la misma experiencia,
por otra parte, que él mismo, Elmar, tuvo en París, y que fue la razón
de que hubiera regresado a Alemania aun teniendo en Alemania
muchos menos vínculos que en Francia.
—Souad no quiere verse entre los perdedores —dijo Hans
echando mano de una de las palabras clave del debate actual en la
prensa: pero no tenía lo más mínimo que ver con Souad, sino que el
término se refería a la guerra de guerrillas de los terroristas islámicos
contra Estados Unidos5, cuando de Souad nadie sospechaba al
respecto que albergase más simpatías que las que en principio
cualquiera tiene por su paisanaje, del mismo modo que la gente sigue
simpatizando con su selección nacional de fútbol aunque lleve ya
mucho tiempo sin saber sus resultados de los últimos años.
—Son lunáticos —decía Souad al enterarse de algún atentado
con bombas, sin que una persona con tacto pudiera tampoco exigirle
más indignación.
—Seamos muy cautelosos con el concepto "perdedores" en el
contexto de la historia del mundo —dijo desde la penumbra la voz de
Elmar Wittekind, en un momento en que las franjas luminosas en
5
Alude al debate público provocado por El perdedor radical (2006), ensayo de Hans Magnus
Enzensberger sobre el terrorismo islamista.
torno a su cabeza comenzaban a despedir un resplandor rojizo, pues
el sol ya se ponía, la luz se hacía más débil y empezaban a
distinguírsele los rasgos de la cara. Recordó que no debía olvidarse
que las luchas históricas no se medían por sistemas de puntuación
como los de los jueces de línea: en abundantes casos, por tanto, era
imposible establecer ganadores y perdedores. Si un bando perdía,
eso quería decir casi siempre tan sólo que la lucha no había
terminado aún. En la historia, para las partidas perdidas siempre se
pedía la revancha, aunque a veces fuera quinientos años después.
—Hay quien ha comparado la guerra con el ajedrez y el ajedrez
con la guerra —dijo Wittekind, que con ello acababa de llegar a donde
mejor se sentía. Su compañera, que se arrellanaba con comodidad en
la camita, lanzaba desde allí a Hans una mirada admonitoria; ¿quería
decir con eso que le aconsejaba abrir bien las orejas?
—Es una buena comparación, pero siempre que no perdamos
de vista la diferencia esencial: la guerra es un ajedrez en el que las
piezas comidas siguen en el tablero —Para Wittekind, al ganador le
tocaba la peor parte: al ganar tenía a los perdedores rondándole el
cuello, y un perdedor era algo que uno no podía ya sacudirse de
encima.
—Piense en los griegos —le dijo a Hans, que nunca pensaba en
los griegos—, ¿qué ocurrió después de que hubieron vencido a los
persas? Se persificaron.
—Pero entonces, si es que aun así puede decirse en algún
sentido que los islamistas son los perdedores —a Hans no le apetecía
despedirse del todo de esa interesante tesis que tanto tenía de
tranquilizadora—, ¿querría eso decir que nosotros acabaremos
islamizándonos? —En sus palabras podía oírse un asombro que iba
bastante más allá de la mera objeción.
Lleno de jovial satisfacción, Wittekind repuso que justo eso es
lo que estábamos haciendo ya: en ese momento se perfilaban ya en
Estados Unidos los rasgos de una teocracia futura, no estaba lejos el
día en que el presidente marcharía a la oración dominical
acompañado de representantes y senadores... ¡El Capitolio, de hecho,
tenía ya cúpula! Y él, añadió, era capaz de imaginar igual de bien
cómo del feminismo norteamericano podían originarse nuevas formas
de delimitación y separación de las mujeres que de ningún modo
andarían tan lejos del harén islámico, que a fin de cuentas significaba
“lugar sagrado”.
—Bien, eso los americanos —exclamó Hans, que se acordó de
su compañero de trabajo, aquel hombre con la raya del pantalón
siempre tan marcada, duros músculos bien entrenados y una filosofía
vital práctica—, pero nosotros los europeos...
—Ya no somos europeos —dijo Wittekind sin ocultar su
satisfacción—, somos fenicios. Hemos renunciado a la cultura europea
para asumir la continuación de la cultura fenicia —Los europeos, en
su opinión, habían llevado a nuevo florecimiento y un desarrollo
insospechado todas las señas distintivas esenciales de la cultura de
los fenicios, pueblo que conoció sobradamente su ocaso, pero cuyos
poderosos vapores quedaron incorporados en la historia.
Britta cerró los ojos en un acto de escucha intensificada,
aunque Hans, pese a que anochecía, percibió que del cuerpo de la
joven se apoderaba una calma que, con su rítmica respiración, más
bien se asemejaba llamativamente al relajado sueñecillo de una
siesta a la hora de mayor calor del día. En efecto, durante sus
ensayos, muchas veces aburridos hasta el tormento, había aprendido
a manejar una técnica para aparentar concentración extrema al
tiempo que se sumergía en una inconsciencia controlada.
Fenicia era, proseguía Wittekind sonriendo con deferencia,
nuestra relación con los números, esa voluntad y capacidad
sorprendente que tenemos de entender y representar cualquier
circunstancia de la vida, cualquier idea, cualquier realidad
reduciéndolas a cadenas numéricas. Fenicio era nuestro resuelto
volver la espalda a la producción en favor del comercio, convertido en
la actividad económica, política y científica predominante. Incluso el
arte lo habíamos puesto en servicio del comercio, y lo veíamos ya tan
sólo en función del comercio. Fenicia era nuestra relación con el
espacio: vivíamos en las metrópolis como de espaldas al propio país,
en Fráncfort por ejemplo no ocupándonos de la sierra del Spessart ni
del Wetterau, sino de Tokyo y Nueva York, sin tener a la vista el
espacio del propio país, sino las lejanas costas al otro lado del mar.
Fenicia era nuestra nueva incapacidad para crear obras de arte bellas
(Wittekind, dijo, estaba acordándose aquí de los fetiches y
pasmarotes, realmente espantosos, de los fenicios, que al tiempo se
dedicaban a coleccionar obras de arte antiguas o que les resultaban
exóticas); los fenicios, como nosotros, habían comprado también
valiosas estatuas griegas con las que tenían tan poco que ver como
nosotros. Sí, ¿faltaba algo? Wittekind llegó, por último, a la religión
fenicia: los niños primogénitos sacrificados a Moloch, a lo cual
correspondía nuestra práctica del aborto, fomentada legalmente.
—Pero eso no puede compararse —dijo Britta saliendo de su
sueño, parece que realmente ligero.
—Oh, sí, eso puede compararse muy bien —dijo sin porfía su
compañero—; los abortos practicados entre nosotros son
exactamente ese tipo de sacrificios ofrecidos por un futuro feliz y bien
acomodado.
—¿Tienen ustedes hijos? —preguntó Hans de improviso. Nada le
hubiera gustado más que callárselo, pero ahora ya estaba dicho sin
vuelta atrás.
—No —contestó Wittekind, y sus ojos despidieron un brillo
jovial—: somos felices y llevamos una vida acomodada.
Britta se levantó de su diván. Con las cejas fruncidas, daba la
impresión de estar enojada. Levantó las persianas. Se había hecho de
noche. En el cielo se alzaba una media luna grande de resplandor
poderoso, nutricia como una tarta partida por la mitad.
—La próxima vez tiene que traerse a su mujer, si no no puede
volver —le dijo con mucho énfasis a Hans cuando éste se despedía.
Le miró con franqueza y directamente a los ojos. ¿Y por qué entonces
se creyó Hans incapaz de sostener esa mirada?
6
O sea, ich, el pronombre personal "yo".
VII
7
En castellano en el original.
cristalina, sin emoción ni énfasis, que dijo su nombre con tono
tranquilo y seguro:
—Hans. Hans.
Se incorporó. Le parecía haber oído la voz al lado de su cabeza.
Una voz cristalina... ¿De hombre? ¿De mujer? ¿De niño? Eso no podía
decirse, en primer plano destacaba la seguridad con que habló. No
era en realidad como si lo llamaran. Quizá la voz no pretendía
dirigirse directamente a él; quizá a la persona a la que pertenecía
aquella voz se le había venido a la cabeza, tras mucho rato pensando,
el nombre Hans, y en ese tono lo pronunció: “Hans. Hans.”, en cuyo
caso le habían mentado a resultas de una tranquila reflexión. ¿O
quizá la voz simplemente se la había imaginado él? No la había
registrado ningún aparato, y sin embargo había estado allí, era
indudable, cerca de su cabeza. Había llegado de fuera, eso sí lo sabía
distinguir él exactamente: no era un pensamiento en su cabeza ni en
su corazón, sino algo independiente de él.
¿Se había despertado Ina? ¿Le había hablado? No era una voz
como a medio despertar, aunque sí venía de alguien en profunda
calma. ¿Habría por allí cerca alguien que había soñado con un Hans y,
al despertarse, quiso confirmar su sueño? Lo cierto es que él no había
soñado. Se levantó, y se quedó un rato sin hacer ningún movimiento.
Marchó por el pasillo. ¿Quizá había hablado alguien de Hans abajo, en
el cuarto de baño de los Wittekind? ¿O una ráfaga de calor había
hecho ascender hasta él alguna voz desde el patio o desde la calle?
Sacó la cabeza por la ventana. En efecto, aún había luz abajo
en el patio. El etíope había sacado allí una especie de lámpara de pie.
Había gente a la que le pasaba lo mismo que Hans: no se podía ni
pensar en dormir. Se deslizó a la alcoba y se puso pantalón y camisa.
Pero todavía al vestirse, y a continuación bajando la escalera, que
hizo resonar y traquetear, seguía siendo claro para él que, aunque se
encontrara alguna explicación natural de aquella voz que había dicho
“Hans. Hans.”, (y ya se tratara de Souad que lo hubiera llamado con
su garganta ronca pero de sonido tan claro, o hubiera sido Britta en
su baño, o Ina hablando en sueños, lo cual por lo demás hacía de vez
en cuando, sólo que en un murmullo ininteligible), el significado
propio de aquella experiencia no se vería afectado por ello. “Hans.
Hans”. Era una llamada o un aviso. Significaba algo referido
exclusivamente a él. Se había pasado de página en el libro de su
vida. Uno casi nunca se daba cuenta de eso sino hasta más tarde.
Pero a él le acababa de ser concedido estar presente en ese instante
decisivo.
En el patio montaba guardia el grupo de costumbre. Barbara se
cubría el torso con una ceñida prenda con tirantes finos. Dejaba así al
descubierto todo un paisaje compuesto por hoyuelos de la clavícula y
bolitas de las articulaciones, un duro esternón y comienzos de
costillas, panorama que ni siquiera la melena leonina podía aspirar a
velar al estilo de la Magdalena, pues se había recogido el pelo en alto
para sentir en el cuello la brisa nocturna. Su primo iba vestido de
rosa, con polo y vaqueros a juego, pero pese al colorido optimista
seguía tan huraño como de costumbre. Frau Mahmouni, en la silla
plegable, se sentaba en una postura como si rodeara sus piernas una
manada de lebreles de raza noble; vestía, como siempre, un complet
de seda creado definitivamente para ella, esta vez estampado con
grandes flores de verano violeta que daban a su figura un aspecto
aún más frágil. Lo tardío de la hora era, con seguridad, la única
circunstancia a la que debía agradecerse que estuvieran descansando
todos los teléfonos. Ninguno de los presentes deseaba tampoco por el
momento ponerse en comunicación con otras zonas horarias. Hans
fue bienvenido, aunque sin gran entusiasmo. Aguzó el oído. ¿Se
asemejaba a la voz solitaria de su cuarto de estar alguna de las que
allí decían ahora “Hans”? No llegó a ninguna conclusión. Lo cual, sin
embargo, y como ya se ha dicho, no tenía ninguna importancia.
Souad le examinó con su acostumbrada mirada descarnada, pero de
momento, sumido en otro asunto de bastante peso, dejaba para más
tarde el ocuparse de Hans.
—Escuche —dijo por lo tanto, y en el tono imperioso en que
solía—, esto le interesa también a usted —Aún no había desistido en
su intento de aliarse con el primo de Barbara. Tampoco era una
ocurrencia desatinada: el primo era en aquellos momentos la persona
más importante en la vida de aquella. Barbara no había pasado a
solas un solo día de su vida. Y, en este punto, el divorcio le estaba
requiriendo un esfuerzo extremo, pues el exmarido la tenía vigilada y
le había avisado de que no haría ningún pago más si se buscaba un
nuevo novio. El marido tenía mucha confianza con el primo, que ya
desde mucho tiempo atrás se lo había metido en el bolsillo con sus
malogrados proyectos de restaurantes, e incluso hacía de persona de
enlace cuando las relaciones entre marido y mujer quedaban rotas
por un tiempo tras prolongadas discusiones telefónicas. Souad
llevaba ya una hora dedicado a recomendarle al primo un restaurante
marroquí cercano que necesitaba un partícipe por encontrarse en
expansión. En ese momento acababa de llegar a las mujeres que se
encargaban de servir en él.
—Un equipo imbatible —así dijo literalmente; las tenía en su
mano y dispuestas a satisfacer de inmediato lo que les pidiese.
Aunque, eso sí, ni las rozaba: jamás con una marroquí, una regla de
conducta para él.
—Sí, Souad es un tipo formal —dijo Barbara dándole unas
palmaditas en la rodilla.
—Pero para ti son ideales —prosiguió Souad sin hacer caso de
la carantoña—. Primero hay una un tanto áspera, es de una cabila del
Rif, una mujer sensata, una nórdica: pelo y ojos claros. De buena
familia, hija de su padre, es persona firme y con principios. Se mueve
con rapidez y precisión. No es lo que se llamaría una camarera,
entiéndeme bien, no vale para servir. Está en el bando del cliente:
con ella el cliente nunca tiene la sensación de que se le está
vendiendo algo, sino de que se le asesora. Logra siempre un efecto
de objetividad. Conversa con toda seguridad, de igual a igual, pero
muy educadamente, con discreción. Ni la menor agresividad, es una
muchacha madura, adulta, la frente con una curvatura preciosa.
Beata, sí, y también un poco pies planos, pero rápida. Irremplazable
para el restaurante.
Luego venía otra coqueta, irónica, incluso algo descarada, pero
también sumisa. Con profundas ojeras, y algo gastada ya: pero eso él
lo apreciaba, pues en su opinión una mujer fresca como una rosa no
se ha enterado aún de qué va el asunto. Aquí dio al primo un
golpecito hundiéndole el polo rosa, en el punto donde suponía que
podía estar el tórax, pues al joven, en los huesos, siempre le
revoloteaba alrededor la ropa. La coqueta, prosiguió la exposición, se
pasaba algo de ostentosa alardeando de las familiaridades que se
tomaba, andaba siempre conteniendo risitas mordaces, se ponía de
morros, guiñaba el ojo con malicia, preguntaba haciéndose la tonta
poniendo una caída de ojos de falsa inocencia. En cuanto a la tez,
más bien oscura. Una buena trabajadora, rápida, pero aun así él la
desaconsejaba. En tercer lugar estaba una que por su altura encajaba
bien con el primo: una mujer alta, lenta, trágica. Las mejillas,
mofletudas, un poco como relucientes de sebo. Era posible también
que la figura trágica ocultara bajo la chilaba formas no derechas del
todo, probablemente patizamba si es que él interpretaba bien su
forma de andar. El labio inferior grueso, por sí mismo un buen signo,
pero siempre tenía allí un trocito de piel rojo. Andares hermosos,
elegantes, siempre como en una nube de pesar distinguido.
Trabajaba bien, pero servía las mesas como una penitente, como
quien lo hace a la fuerza estando llamada en realidad a misiones más
altas. Meditabunda, pensativa. Por descontado, sus pensamientos no
giraban más que en torno al amor. Hacía poco había estado con el pie
inflamado, así que andaba entre las mesas con una cojera heroica, y
era que le había picado un insecto.
—Sospecho qué clase de insecto era —dijo Souad intentado que
el primo le acompañara en su mueca sardónica de conocedor—: una
pulga sería... Bien, pero esta mejor dejarla, aunque esa pesadumbre
abatida es a veces muy, muy buena.
La mejor, explicó finalmente, era la cuarta: deslumbrante,
distante. También sabía cantar. Sin maquillar tenía un poco cara de
pan, no muy atractiva, pero maquillada era para verla. Sin ser bonita
en sentido estricto, sabía ponerse guapa como ella sola, bailaba bien,
lanzando a un lado y otro su pelo largo como una yegua a todo
galope. En cualquier caso, esta iba por libre, y tenía otras relaciones
aparte de las del restaurante. Eso no lo valoraba él tanto.
—Me gusta que todas las gallinas se queden en el corral por la
noche —dijo buscando otra vez complicidad. “¿Adónde vas?”, le
preguntaba, y ella le respondía: “Libro”. Pero él era capaz fácilmente
de enterarse, igual que sabía cómo enterarse fácilmente de todo
sobre todos. Qué cantidad de terreno conquistado volvía siempre a
perder con estas alabanzas de sí mismo, de eso Souad quizá no
llegaría nunca a ser consciente. Todavía con buen ánimo, aunque
agotado ya por su gran esfuerzo descriptivo, preguntó para concluir:
—Así que ¿cuáles de las cuatro dejo para que te las quedes tú?
El primo se volvió hacia Barbara. En su voz sonaba fastidio de
niño mimado.
—Mejor nos vamos a otra parte, de aquí no hay nada que
sacar. Esto no me dice nada —Pero Barbara le trataba justo del
mismo modo que Souad, y exclamó con divertido aire de
desesperación:
—Entre todos me tenéis de un lado para otro, y además que yo
soy mujer, vais a terminar conmigo con tanto tira y afloja.
Hans observó a Frau Mahmouni, que seguía las conversaciones
sin decir palabra, pero muy interesada y con mirada penetrante. Era
como si estuviese sentada en el cine viendo una película. De repente
dijo a Hans:
—Demasiado caro. La señorita debe tener cuidado. Yo he
crecido entre negocios. Siempre he puesto atención en el precio.
Nunca puede una permitirse ser demasiado buena comprobando el
precio. Pero incluso no habiéndolo examinado, suele estarse en lo
cierto cuando se dice: demasiado caro. Intente bajarlo —Al decir esto
tenía tal solemne aire conminatorio, que Hans consideró posible que
la mujer hubiese tenido éxito con ese método. Una persona con los
nervios débiles tenía que sentirse traspasada de punta a punta por
aquellos ojos.
Frau Mahmouni se levantó con esfuerzo. En sus sandalias de
piel falsa de serpiente, los pies apenas la sostenían, de deformados
que los tenía. Se acercaba el turno de madrugada del portero
nocturno en que se convertía el etíope tras cerrar su tiendecita. Había
hecho una señal a su ama. Hans no estaba decepcionado de su
estancia nocturna allí abajo, y eso que bien podría pensarse que, tras
los instantes de fecundidad intelectual vividos en la soledad de su
salón, el cotorreo en el patio no podría resultar más que una cuesta
abajo en cuanto a tensión espiritual, pero nada más errado: no se
apartaba de él la idea de haber vuelto una nueva página en la historia
de su vida, y de ese modo todo lo que le pasaba en aquellas primeras
nuevas horas se le antojaba de un frescor verde y jugoso, como una
cesta llena de lechuga tierna recién lavada y empapada en agua.
Pero, tan pasada ya la medianoche, ¿desde dónde llegaba volando a
la desnudez del patio una imagen así? Exacto: desde la cocina de
Britta, donde la joven había hecho girar con sus manos de lirio8 una
cesta de este tipo y un fino rocío del agua de las lechugas salpicó a
Hans, que en ese momento se llevaba una pila de platos.
8
Véase nota 4.
X
*
Como si le hubiera llegado hasta Sieger aquella declaración de
simpatía y compasión (en la noción popular, nos silban los oídos
cuando alguien nos ha alabado muy lejos de allí, y Sieger poseía en
verdad una sensibilidad de elefante, con lo que no podía dejar de
percibir tal silbido), al día siguiente se encontraba ante la puerta de
Ina. Por la enorme sombra proyectada en el cristal opalino de la
puerta vio ya quién había llamado. Se le había quedado grabado el
modo en que la cabeza de Sieger se sentaba sobre el ancho oleaje
grasoso de sus hombros. Subir las escaleras lo había agotado de tal
modo, que se quedó delante de ella callado y respirando
profundamente, tan sólo con el índice levantado como si quisiera
decir: “¡Atención! Empezaré a hablar tan pronto como esté en
condiciones de hacerlo”.
Llevaba otra vez camisa blanca y pantalón negro, que parecía
ser el atuendo que adoptó alguna vez en el pasado, y al que debía de
añadirse en invierno una americana negra. Una vez entró y tomó
asiento, pidió un vaso de agua. Sacó unas pastillas de colores de una
cajita y las arrojó en su boca abierta. Con la cortesía implorante que
le era propia y que le había servido para ganarse a Ina, explicó que
venía por un motivo que con seguridad iba a parecerle absurdo. Pues,
en efecto, él había vivido allí, primero con sus padres, luego
solamente con su madre, luego totalmente solo... Y se interrumpió
para reconocer que había ansiado ese día:
—Quería a mis padres, y fui para ellos un hijo querido, pero sin
embargo los maté en el pensamiento... —Porque, según él, no había
otro modo de interpretar aquel deseo de llegar a vivir allí alguna vez
solo sin nadie más: ese estar solo había presupuesto en último
término que sus padres murieran, y así es como nos convertíamos en
asesinos en pensamiento... Los malos deseos siempre terminaban
cumpliéndose, ¿sabía ella eso?
Ina no lo sabía, pero la impresionó, y lo recordaría. Herr Sieger
no tenía un cuello visible. La grasa le subía hasta la barbilla, y, sobre
la planicie de los hombros, la cabeza parecía rodar sin sujeción a un
lado y a otro. En su figura se combinaban volúmenes
desacostumbrados y una desconcertante fragilidad. Ina se había
puesto a hacer té. Con aquel calor era bueno beber algo caliente, dijo
disfrutando poder decir algo instructivo a aquel hombre que le
resultaba conmovedor, aunque al decirlo no hacía más que repetir
algo que había oído. Lo que fuese bueno con aquel calor era algo que
a ella, como a cualquier persona joven y sana, jamás le había dado
grandes preocupaciones. Cuando Herr Sieger se llevó a la boca la
bonita taza de Ina, no se veía ni resto del asa, y la taza daba la
impresión de ser un dedal.
Le fue concedida la soledad que anhelaba, prosiguió Herr
Sieger, pero entonces conoció también el vértigo que producía aquel
vacío y en el que nunca había pensado. Y ese vértigo fue el que trajo
allí hasta él a una mujer. Podía decirse que fue un proceso como el de
las leyes físicas. Era mayor que él, una mujer de mucho mundo y
muy sagaz, pero no admitía excepciones a la hora de hacer su
voluntad, lo cual sin embargo tampoco le molestaba a él: para él
tenía tan poca importancia hacer su voluntad, que con frecuencia
dudaba de si tenía algo parecido a eso. El contraste entre ambos era
grande. Aquí una voluntad tajante, allí una flojera de voluntad
absoluta (así lo expresó el mismo Herr Sieger); aquí una capacidad
inmisericorde de odiar, allí una incapacidad de odiar nacida de la
indiferencia.
—Nunca afirmaría que soy buena persona —dijo Herr Sieger—;
lo que en mí parece bondad es sólo debilidad. En las buenas
personas, la bondad nace de la fortaleza.
Con lo cual, sin embargo, no quería decirse que su mujer, con
esa fuerza para odiar, hubiese sido mala: no, en ningún caso; era
sólo un caso inaudito de vulnerabilidad. Tenía, de su primer marido,
una hijastra de la que hablaba muy mal...
—Y es que su interés por los demás era demasiado apasionado,
ése era su error. Quien pretende mirar dentro con tanta exactitud
tiene que prepararse para las cosas más terribles —Pues bien, él
nunca olvidaría cómo aquella hijastra, que vivía muy lejos, no en
Alemania (y que en el fondo casi había dejado ya de existir), cometió
un día el crimen de enviarle a su madrastra una tarjeta de navidad
que llevaba la felicitación ya impresa. Herr Sieger la encontró con la
tarjeta entre las manos, y la oyó susurrar para sí:
—Que la despellejen en la casa del diablo —Y al tiempo
escudriñaba con los ojos encendidos el texto impreso, como si
quisiera grabárselo en el cerebro para toda la eternidad.
—¿Diría usted que no encajaban el uno con el otro? —preguntó
Ina, que le escuchaba con los ojos como platos. Mientras Sieger
estaba con ella, se había esfumado lo que la oprimía (no sabía cómo
llamarlo, en cualquier caso). Sentía en su interior una cuerda que
vibraba cuando le escuchaba con atención.
—Al contrario —dijo Sieger como revelando un secreto—: nos
complementábamos mutuamente. Una buena pareja debe o bien
formar un gran todo, o bien anularse mutuamente sin ganador ni
perdedor, en un resultado cero, o como usted prefiera decirlo en
términos matemáticos; eso es asunto suyo, pero ambas posibilidades
están bien. Ese gran todo esférico es tan impenetrable para los
demás, que de cara al mundo exterior se acerca mucho al cero; las
dos personas son inexistentes para el resto de la sociedad. Por poco
tiempo, es probable que nosotros dos llegáramos a vivirlo. Yo la
conocí bien, la conocí demasiado de cerca... La conocí tal como era.
Sin ella no habría llegado a convertirme en lo que soy. Sin ella, yo no
habría...
Se interrumpió y, no sin esfuerzo, se llevó a sus manitas de
bebé aquella cabeza que se movía como una bola (aunque el
resultado, en vez de taparse realmente el rostro, venía a ser un más
bien un ademán, pues tenía los brazos demasiado cortos para su
grueso cuerpo):
—Oh, pero si yo nunca hubiese... —suspiró intentando dar una
dirección nueva y desamparada al fragmento en que se había
quedado su frase anterior.
Ina se paró a pensar que una persona que precisaba tal
volumen de espacio era posible que albergase el deseo de no existir.
Qué maravillada habría de quedarse, de llegar a cumplirse tal deseo,
esa tierra que había soportado su carga. Pero aquello no pasaba de
ser un mero experimento mental, inspirado por Herr Sieger con su
suspiro autodestructivo. Una vez que había llegado a existir aquel
hombre en toda su corpulencia, resultaba imposible imaginar que
pudiese esfumarse sin dejar rastro, tal fue la conclusión de Ina.
Tras recomponerse, Sieger empezó de nuevo a hablar. A pesar
de aquella absorción recíproca, había quedado por lo visto algún resto
que no encontraba correspondencia en el otro: un resto, como es
evidente, que sólo podía estar en ella, pues ella era la personalidad
extraordinaria, casi de dimensiones sobrenaturales de dar crédito a
las palabras de Sieger. Un día le tiró la alianza a los pies. Para
recogerla habría tenido que tenderse en el suelo, cosa que hizo
solamente después de que ella se hubiese marchado: Sieger no quiso
que su mujer cargara también con esa imagen de su marido por el
suelo.
Ina tenía que romper el silencio que se impuso entonces; era
algo que sobrepasaba sus fuerzas. Trajo helado de limón de la
nevera, y tuvo el placer de ver a Herr Sieger disfrutar del mismo
comiéndolo con una cucharita que en sus manos daba la impresión de
ser diminuta. Ina había dado con la solución acertada: algo dulce.
Ahora ya se podía cambiar de tema de conversación: ¿estaba ya
aclarado si llegaba el dinero del alquiler? Aclarado sí, contestó Herr
Sieger, aunque por desgracia no había recibido nada. Souad,
sencillamente, no soltaba un céntimo. Le había llamado por teléfono,
pero Souad sencillamente tenía otras preocupaciones.
Ina le preguntó si en el futuro no era mejor que le enviara el
alquiler directamente a él. Pero Herr Sieger al oírlo se angustió
agitado: no, eso de ningún modo. Las cosas de esa clase mejor
dejarlas como estaban. Cuando Souad se diese cuenta de que ya no
llegaba el dinero, podía montar en cólera...
—Y eso no sería bueno, tampoco para ustedes.
Pero había otra cosa de la que quería hablar, por la que había
ido hoy a molestarla, aunque aclaró que el mero placer de estar
comiendo helado tan amigablemente en su propia casa, donde tantas
experiencias difíciles había pasado, justificaba ya de sobra la visita.
Ello era que se había propuesto devolverle la alianza a su mujer; sin
grandes palabras, quería decir. Ella debía decidir por sí misma cómo
valoraría el acto: si lo consideraba la ruptura definitiva o un
restablecimiento de la relación, pues ambas cosas podían
interpretarse en el regalo, y él mismo quería dejarlo en esa
ambigüedad:
—Es lo más sincero, pues yo de hecho no sé qué quiero —Sólo
que no recordaba ya dónde había puesto el anillo después de
mudarse de allí. Lo había buscado mucho tiempo, pero en vano. Pero
entonces, la noche pasada, sin dormir (“¿Puede usted dormir con este
calor?”), entonces le había sido concedida de repente una inspiración:
el anillo podía estar en aquel vaso con la calderilla para viajes. Que
aquel vaso siguiese rondando por la casa le parecía ya por sí solo un
milagro, ¿por qué no esperar entonces otro más? ¿Le permitiría echar
un vistazo?
Ina se levantó de inmediato y trajo el vaso de la cocina. Echó
las monedas encima del escritorio de patas en forma de columna.
Sieger, que se había erguido, miró el polvoriento montón. Fue
separando con las yemas de los dedos todas las monedas, hasta que
no quedó ninguna montada sobre otra.
—Es una desilusión —dijo con vez queda, pero prosiguió
entonces con empeño, como si tuviese que convencerse a sí mismo
—: sí, aun más: es el fin de una ilusión. En mis horas nocturnas me
he dejado abrazar por la ilusión demasiado complacido, pero el día
hace que se desvanezca ese fantasma. Le estoy infinitamente
agradecido por haberme dado la certeza a este respecto —Y añadió
que, si era verdad lo que le había contado al declararle a Ina su falta
de voluntad y de cualquier propósito (y estaba convencido de que así
era), entonces ya no tenía motivo de turbación. Se había cerrado un
determinado camino que se había ofrecido como posibilidad. Con
tales palabras se balanceó deslizándose en dirección al pasillo. Para
despedirse de Ina, sus ojitos la miraron con ternura, esa fue la
impresión de la joven. Se imaginó que en el cuerpo de aquel hombre
estaba atrapada un alma pequeña con gran facilidad de movimientos,
como un diablillo en una botella, y que por allí bailaba yendo arriba y
abajo entre la cabeza y los pies a la más ligera presión.
Cuando se quedó sola, Ina paseó pensativa por el pasillo. ¿No
era una señal el que en el limitado círculo de aquella casa otra vez
algo hubiera dejado de estar en el sitio en que se suponía con
seguridad que estaba? La asombraba con qué serenidad había
encajado Sieger la desaparición del anillo, como si dar con él tampoco
hubiese tenido tanta importancia. Sumida en ensoñaciones, se echó
en el sofá y dejó pasar otra vez ante sus ojos la visita del dueño del
edificio. Era una persona que amaba, sobre eso no le quedaba duda,
y al pensarlo le volvieron las lágrimas a los ojos, pero esta vez no
manaban violentamente, casi saltando incluso, como la vez anterior,
sino en forma de benignos goterones que, tras un rato colgados de
sus hermosas pestañas, se escurrían luego por sienes y mejillas. La
invadió una profunda compasión. ¿De qué poema era aquel verso:
“¿Qué te han hecho, pobre niño?”? Ante el amor de Sieger, sentía un
abandono infinito y se veía demasiado poca cosa. Ella jamás viviría
nada semejante.
Al quedarse dormida a continuación, le llevó un rato darse
cuenta de que soñaba, pues con los ojos cerrados seguía vagando por
su casa; abría las puertas y echaba una mirada a las habitaciones
recogidas. Todo lo que había allí dentro lo reconocía como cosas que
le eran familiares, o incluso que ella misma había comprado y
colocado. También lo que pertenecía a Sieger volvía a aparecer en el
sueño nombrado claramente como tal. E igual de linda y decorada
con mano tan diestra como la casa se mostraba en la realidad diurna,
así también era la casa con la que estaba soñando. Veía las alfombras
y las nuevas ventanas con las que Souad, por desgracia, había
mandado sustituir las antiguas ventanas de travesaños porque en su
tarea mantenía con la calefacción una relación de especial formalidad,
o acaso también porque en Alemania su corazón sureño se volvía
demasiado friolero.
Entonces, ¿por qué resultaba aquél un sueño tan inquietante,
incluso terrorífico? No aparecían en él personas; era tan sólo un errar
por las estancias reformadas. El terror tampoco lo causaban las
imágenes que mostraba el sueño, sino otra cosa: el que la durmiente
supiera lo que pasaba con aquellas estancias.
En su alcoba, la habitación menos bonita de la casa por la
sencilla razón de ser demasiado pequeña para una gran cama
moderna de matrimonio, contempló el pavimento soñado, que no se
distinguía en nada del real, y entonces oyó una voz:
—Esta es la casa del diablo —Y al momento, y por familiar que
le resultaba cuanto reconocía en el sueño, le quedó claro que la voz
estaba diciendo la verdad.
Sí, todo parecía exactamente igual que en su propia casa. Y, sin
embargo, estaba habitada por una falta absoluta de esperanza. No
había nada allí en lo que poder ampararse en la desesperación, nada
con lo que poder trabar lazos. Imposible imaginar allí un idioma con
el que poder hacerse entender, unas convenciones, unas reglas, algo
permanente. Allí se desintegraban todos los pensamientos. No era
algo que pudiera verse: al mirar, no se veía más que un piso mal
distribuido y recién encalado. Pero si uno sabía quién vivía allí,
entonces podía ver el vacío tras aquellas bonitas habitaciones tan
normales y corrientes. Y, una vez sus sentidos se habían hecho
capaces de percibir esto, esa persona no podría olvidar jamás la
certeza de que no había nada horrible que no hubiera podido ocurrir
en aquellas estancias, y además de modo ineludible.
XIII
9
En castellano en el original.
y lo que usted me pide en vez de eso tampoco, por desgracia... El
método elegante: ¿sabía Hans a qué estaba refiriéndose?
—No paga.
—Ah, pero esos importes son naderías, no me refiero a eso —
dijo Souad, que puso los ojos como platos. Alzó entonces el índice,
con su yema rosada cuidadosamente mordisqueada, y se lo llevó al
párpado inferior izquierdo.
—¿Comprende ahora? —La pelirroja del tercero había tenido un
aborto tras conversar algún rato con Sieger. En el local del etíope se
habían soltado los cerrojos después de que Sieger se tomara allí un
café. Cada vez que él mismo, Souad, había hablado con Sieger (no
tenía más remedio que hacerlo alguna vez), siempre había tenido
luego problemas de erección, cosa que Hans haría bien en no perder
de vista. Era mala cosa, concluyó. Hans se mostraba tan confundido,
que Souad, sin poder contenerse, tartamudeó en tono más alto de lo
que en realidad pretendía:
—Mal de ojo. Su mujer, sobre todo, tiene que tener cuidado.
Aquí todos lo saben.
—Assez, Souad —llegó de nuevo, y esta vez con voz más
tajante, de boca de Frau Mahmouni. Souad, la inocencia mortificada
en persona, respondió con aullido perruno:
—Pero si todo el mundo sabe...
—Todo el mundo lo sabe porque usted se lo ha dicho a todos.
No por eso tiene por qué ser verdad ni remotamente.
—Pero precisamente usted tendría que...
—No tengo indicios de ello —Lo dijo con una objetividad glacial.
Hans vio cómo se le abultaban a Frau Mahmouni las azuladas venas
del dorso de la mano, una nervuda malla que atestiguaba voluntad
firme y una fuerza que se conservaba intacta aun en un cuerpo
debilitado.
—De todos modos, sí puede ser verdad otra cosa —prosiguió
Frau Mahmouni—. El horóscopo de Sieger está muy torcido. Es
verdad que casi siempre consigue muy poco, o no consigue nada de
nada. Los camareros no lo ven, y eso que no es alguien difícil de ver.
No puede tener confianza en nadie. Lo que organiza nunca se lleva a
cabo. Las camisas se le pierden en la lavandería o se las devuelven
con desgarrones. A sus abogados no les funciona el despertador
cuando tiene un juicio. Siempre termina pagándolo todo demasiado
caro.
Souad consideró esas palabras como una acusación.
—Tengo un comportamiento absolutamente correcto con Herr
Sieger, en mí sí puede tener confianza al ciento por ciento —proclamó
Souad recuperando aquel tono de aullido lastimero con que solía
defenderse frente a los ataques contra su hombría de bien.
—Qué absurdo —dijo Frau Mahmouni—, usted mismo es la
prueba: un caso interesante, a mí me sirve bien y a él le sirve mal;
una misma persona tiene comportamientos completamente opuestos
en entornos distintos. Es un hecho constatado. Es algo más: una ley.
Y una ley no puede discutirse —Entonces, como si se hallase sentada
en un palco de ópera dorado y rojo, se volvió otra vez hacia el taxista
turco, al que se dirigió llamándole “amigo mío”.
Sin esta reprimenda en público, ¿habría sentido Souad la
necesidad de demostrarle a Hans su competencia en los complejos
intereses de la naturaleza humana? Barbara acercó su silla plegable a
donde estaba Frau Mahmouni, la cual, comedida pero severa,
comenzó a exponerle algún intrincado estado de cosas. Nadie discutía
el conocimiento de causa de Frau Mahmouni en el manejo de
situaciones matrimoniales. Barbara la escuchaba atenta con inusual
gesto de seriedad. Del primo aquel día se preocupaba nada más que
el borracho, pero con muy poco éxito, pues el mozo, asqueado,
mantenía la vista fija por encima del otro, transformándose en un
monumento a la inaccesibilidad humana. Cuantas menos cosas le
habían salido bien en su vida hasta entonces, tanto más satisfecho
estaba consigo mismo, aunque con nada más. El aburrimiento lo
conocía solamente de cuando otros hablaban con él. A solas, la
autocomplacencia ascendía envolviéndolo como un baño de agua
caliente. En alguna parte del mundo, se decía a sí mismo, volvería
pronto a encontrar trabajo de cocinero, y si no, pues tampoco pasaba
nada. Era una idea en la que podía demorarse horas.
—Así sentado en ese silencio, pareces un inglés distinguido —
solía decirle Barbara, y si bien no era cosa segura en qué inglés
distinguido estaría pensando en concreto, sí podemos no obstante
intuir lo que quería expresar.
—Lo que esta mujer hace no está bien —cuchicheó Souad sin
quitar ojo entretanto a Frau Mahmouni, como si no quisiera que se le
pasase el momento en que la mujer intentara volver a escuchar su
conversación—. Sabe perfectamente que conozco bien este tipo de
asuntos, estas historias desgraciadas —Y volvió a llevar el índice al
párpado inferior. Le explicó entonces a Hans que las mujeres corrían
un peligro particular a ese respecto, y era probable que tampoco Frau
Mahmouni hubiera escapado de él, pero ella nunca reconocería nada
semejante; era dura como el acero, pero eso no iba a servirle de
nada. Había señales de aquello: cuando las mujeres lloriqueaban
muchas veces sin motivo, cuando les tardaba la regla, cuando de
repente les resultaba doloroso acostarse con un hombre, o les
marchaba mal la digestión. Una señal segura (y frecuente entre
mujeres): cuando de repente empezaban a imaginarse cosas que no
estaban allí, y empezaba entonces la riña sin fin sobre imaginaciones
y alucinaciones. Los celos enfermizos eran también otra señal... Y
aquí Souad echó una mirada particularmente significativa, aunque
podemos preguntarnos: ¿qué serían en su universo unos celos
enfermizos? ¿Que una mujer no le dejara en paz y no aceptara
marchar con dignidad hacia lo inevitable? Muy significativo también,
prosiguió, era cuando las mujeres cambiaban de peinado, sobre todo
si se dejaban el pelo corto, a no ser en caso de piojos (observación
que no hizo en tono de broma).
Hans preguntó de qué era señal todo aquello.
De que había aparecido algo, contestó Souad. Más
exactamente: de que había aparecido algo dentro de la mujer. Eran
señales que anunciaban que la mujer no estaba ya sola dentro de sí
misma. Y entonces era completamente necesario hacer algo antes de
que fuese demasiado tarde. Pero para proteger de forma efectiva, por
supuesto, hacía falta alguien experto en el tema. Él, Souad, era
experto en mujeres, razón por la cual resultaban tan ridículos los
alfilerazos de Barbara sobre las mujeres con las que, en efecto, le
había visto, porque las mujeres con las que el tenía aventuras
sexuales, a esas nunca las vería con él, por la sencilla razón de que
tampoco él mismo las veía nunca. En aquel momento, aclaró, había
tres: ninguna noche dormía más de tres horas. Y aquí se rió con aire
ensimismado, pero al momento volvió a ponerse serio.
Le dijo entonces a Hans que quizá pudiera interesarle conocer
de primera mano qué podía hacerse en los casos dichos.
Precisamente para esa noche había prometido a unas buenas amigas
acompañarlas a un sitio donde les prestarían ayuda. En dos horas
estarían de vuelta.
Hans lo había escuchado con los oídos bien abiertos. Souad le
seguía resultando tan desagradable como siempre. En sus
revelaciones, se le había acercado tanto, que Hans pudo oler su
perfume, un potingue caro y bastante conocido, y eso le había hecho
aun más penoso aquel rato. Pero, al mismo tiempo, podía estar
seguro de que en la cocina no iba a haber comida. Ina no tenía ya ni
ganas ni fuerza para ocuparse de la casa. Con tanto calor no le sabían
las cosas a nada, decía pensando en otra cosa. Hans se reconoció a sí
mismo de todos modos que le era indiferente que Ina le estuviera
esperando o no, incluso aunque de repente hubiese preparado algo
de comer. Hans sintió el deseo de dejar que le llevasen donde fuera,
o incluso puede que de dejar que lo llevasen a cualquier sitio lejos de
casa.
10
Deformación de Hauptbahnhof, estación central.
rodeo que ahora iba a indicarle. Pues bien, lo importante era seguir al
principio todo seguido sin desviarse, hasta haber pasado digamos
tres o cuatro cruces. Entonces empezaba lo difícil: la estación central
era básicamente paralela a la calle en la que se encontraban; se
trataba, por tanto, de acercarse a ella de lado a través de alguna
bocacalle tras torcer a la altura adecuada. Eso sí, una vez que se veía
al frente no había ya posibilidad de confundirse: parecía lo que era,
una estación central, sin equivocación posible.
Ina dijo todo esto como si hubieran abierto una compuerta a su
silencio. La musulmana, que no entendió una sola palabra, escuchó a
aquella joven acalorada con atención, frunciendo el ceño y sin dejar
de asentir. Incluso anduvieron un trecho juntas; Ina la ayudó a
cargar con la bolsa mientras hablaba sin cesar detallando el camino al
tiempo que iban por él.
—En la práctica estamos andando siempre en línea recta —
decía por ejemplo. Cuando se separaron, estaba realmente más
tranquila. Sintió, sí, que su ánimo resbalaba hacia la oscuridad al
volverse a quedar a solas, pero esta vez le parecía aquel un lugar
algo menos áspero, más como de terciopelo. Y también a su
alrededor se había hecho ya de noche. Los retrovisores de los coches
lucían como velitas rojas en las tumbas de un cementerio al
atardecer, y la vista de aquellas lamparillas rojas le hizo bien.
En casa desapareció cualquier idea de darse un buen baño o
disfrutar un delicioso helado; fue simplemente echarse a la garganta
un vaso de agua mineral delante de la nevera abierta, y a los dos
tragos lo vació por el fregadero. Se apoderó de ella un renovado
desasosiego: ¡marcharse ahora mismo, salir para Hamburgo esa
misma noche! Ni siquiera hacía falta ya llamar por teléfono a Frau
von Klein; sin duda adivinaba que su hija iba para allá, y saldría para
la estación de tren aun sin avisarla. En cuanto a Hans, no pensó en él
ni por un momento; parecía habérselo tragado la tierra.
—Hans en esto no tiene nada que ver —dijo de repente en voz
alta, quedándose asombrada de oír su propia voz. No tenía nada que
ver en esto (en qué no tenía que ver era una cuestión que luego no
volvió a plantearse), pero tampoco podía ayudar en nada. De cara al
posterior transcurso de la noche, tiene su importancia saber que,
mientras duró aquel estado opresivo que quedó sin aclarar en última
instancia, Ina pensó en Hans alguna que otra vez quizá con
impaciencia y cierta extrañeza, pero en ningún momento con
enemistad. Hay que tener bien presente esta circunstancia, sin que
podamos en ningún caso adoptar la perspectiva desde la que Hans
vio los acontecimientos: bien escondido en su mala conciencia, se
encontraba a salvo de la mirada de Medusa de lo incomprensible.
Ina empezó a hacer las maletas, pero, pese a toda su práctica
en viajes, esta vez la operación tomó un cariz complejo hasta
convertirse en completamente irrealizable. Hasta la cama llegaron a
rastras maletas y bolsas, que quedaron allí abriendo con las fauces
bien abiertas; Ina entonces empezó a sacar el contenido de las
cómodas y el armario grande. Sobre las maletas se levantó un
montón de ropa. Quitaba una blusa y la sustituía por un jersey.
Llevaba una prenda de un lado a otro y entonces la dejaba caer en
cualquier sitio. Al poco tiempo, el suelo entero del dormitorio estaba
cubierto de ropa. Iba dando saltitos descalza por todo el montón de
ropa arremolinado. Sentía que se encontraba mejor.