Especial de Pentecostés 2020
Especial de Pentecostés 2020
Especial de Pentecostés 2020
Origen de la fiesta
Los judíos celebraban una fiesta para dar gracias por las cosechas, 50 días después de
la pascua. De ahí viene el nombre de Pentecostés. Luego, el sentido de la celebración
cambió por el dar gracias por la Ley entregada a Moisés.
En esta fiesta recordaban el día en que Moisés subió al Monte Sinaí y recibió las
tablas de la Ley y le enseñó al pueblo de Israel lo que Dios quería de ellos. Celebraban
así, la alianza del Antiguo Testamento que el pueblo estableció con Dios: ellos se
comprometieron a vivir según sus mandamientos y Dios se comprometió a estar con
ellos siempre.
Explicación de la fiesta:
En esos días, había muchos extranjeros y visitantes en Jerusalén, que venían de todas
partes del mundo a celebrar la fiesta de Pentecostés judía. Cada uno oía hablar a los
apóstoles en su propio idioma y entendían a la perfección lo que ellos hablaban.
Todos ellos, desde ese día, ya no tuvieron miedo y salieron a predicar a todo el mundo
las enseñanzas de Jesús. El Espíritu Santo les dio fuerzas para la gran misión que
tenían que cumplir: Llevar la palabra de Jesús a todas las naciones, y bautizar a todos
los hombres en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Es este día cuando
comenzó a existir la Iglesia como tal.
• El Espíritu Santo es santificador: Para que el Espíritu Santo logre cumplir con
su función, necesitamos entregarnos totalmente a Él y dejarnos conducir dócilmente
por sus inspiraciones para que pueda perfeccionarnos y crecer todos los días en la
santidad.
• El Espíritu Santo nos lleva a la verdad plena, nos fortalece para que podamos
ser testigos del Señor, nos muestra la maravillosa riqueza del mensaje cristiano, nos
llena de amor, de paz, de gozo, de fe y de creciente esperanza.
1. Caridad.
2. Gozo.
3. Paz.
4. Paciencia.
5. Longanimidad.
6. Bondad.
7. Benignidad.
8. Mansedumbre.
9. Fe.
10. Modestia.
11. Continencia.
12. Castidad.
OH Dios, que quisiste ilustrar los corazones de tus fieles con la luz del Espíritu Santo,
concédenos que, guiados por este mismo Espíritu, obremos rectamente y gocemos de
tu consuelo.
Amén.
Con el Espíritu Santo entramos en el mundo del amor. Gracias al Espíritu Santo cada
bautizado es transformado en lo más profundo de su corazón.
En la Creación del mundo, el Espíritu cubría las aguas, “trabajaba” para suscitar la
vida.
Desde ese momento empieza a existir la Iglesia. Por eso es fiesta grande, es
nuestro “cumpleaños”.
Lo explicaba san Ireneo (siglo II) con estas hermosas palabras: “Donde está la Iglesia,
allí está el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda
gracia, y el Espíritu es la verdad; alejarse de la Iglesia significa rechazar al Espíritu (...)
excluirse de la vida” (Adversus haereses III,24,1).
Con el Espíritu Santo tenemos el espíritu de Jesús y entramos en el mundo del amor.
Gracias al Espíritu Santo cada bautizado es transformado en lo más profundo de su
corazón, es enriquecido con una fuerza especial en el sacramento de la Confirmación,
empieza a formar parte del mundo de Dios.
Benedicto XVI explicaba cómo en Pentecostés ocurrió algo totalmente opuesto a lo que
había sucedido en Babel (Gen 11,1-9). En aquel oscuro momento del pasado, el
egoísmo humano buscó caminos para llegar al cielo y cayó en divisiones profundas, en
anarquías y odios. El día de Pentecostés fue, precisamente, lo contrario.
“El orgullo y el egoísmo del hombre siempre crean divisiones, levantan muros de
indiferencia, de odio y de violencia. El Espíritu Santo, por el contrario, capacita a los
corazones para comprender las lenguas de todos, porque reconstruye el puente de la
auténtica comunicación entre la tierra y el cielo. El Espíritu Santo es el Amor”
(Benedicto XVI, homilía del 4 de junio de 2006).
Por eso mismo Pentecostés es el día que confirma la vocación misionera de la Iglesia:
los Apóstoles empiezan a predicar, a difundir la gran noticia, el Evangelio, que invita a
la salvación a los hombres de todos los pueblos y de todas las épocas de la historia,
desde el perdón de los pecados y desde la vida profunda de Dios en los corazones.
Pentecostés es fiesta grande para la Iglesia. Y es una llamada a abrir los corazones
ante las muchas inspiraciones y luces que el Espíritu Santo no deja de susurrar, de
gritar. Porque es Dios, porque es Amor, nos enseña a perdonar, a amar, a difundir el
amor.
Podemos hacer nuestra la oración que compuso el Cardenal Jean Verdier (1864-1940)
para pedir, sencillamente, luz y ayuda al Espíritu Santo en las mil situaciones de la
vida ordinaria, o en aquellos momentos más especiales que podamos atravesar en
nuestro caminar hacia el encuentro eterno con el Padre de las misericordias.
Inspírame siempre
lo que debo pensar,
lo que debo decir,
cómo debo decirlo,
lo que debo callar,
cómo debo actuar,
lo que debo hacer,
para gloria de Dios,
bien de las almas
y mi propia santificación.
Espíritu Santo,
dame agudeza para entender,
capacidad para retener,
método y facultad para aprender,
sutileza para interpretar,
gracia y eficacia para hablar.
En este día, contemplamos y revivimos en la liturgia la efusión del Espíritu Santo que
Cristo resucitado derramó sobre la Iglesia, un acontecimiento de gracia que ha
desbordado el cenáculo de Jerusalén para difundirse por todo el mundo.
Pero, ¿qué sucedió en aquel día tan lejano a nosotros, y sin embargo, tan cercano, que
llega adentro de nuestro corazón? San Lucas nos da la respuesta en el texto de
los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado (2,1-11). El evangelista nos lleva
hasta Jerusalén, al piso superior de la casa donde están reunidos los Apóstoles. El
primer elemento que nos llama la atención es el estruendo que de repente vino del
cielo, «como de viento que sopla fuertemente», y llenó toda la casa; luego, las «lenguas
como llamaradas», que se dividían y se posaban encima de cada uno de los Apóstoles.
Estruendo y lenguas de fuego son signos claros y concretos que tocan a los Apóstoles,
no sólo exteriormente, sino también en su interior: en su mente y en su corazón.
Como consecuencia, «se llenaron todos de Espíritu Santo», que desencadenó su fuerza
irresistible, con resultados llamativos: «Empezaron a hablar en otras lenguas, según el
Espíritu les concedía manifestarse». Asistimos, entonces, a una situación totalmente
sorprendente: una multitud se congrega y queda admirada porque cada uno oye
hablar a los Apóstoles en su propia lengua. Todos experimentan algo nuevo, que
nunca había sucedido: «Los oímos hablar en nuestra lengua nativa». ¿Y de qué
hablaban? «De las grandezas de Dios».
A la luz de este texto de los Hechos de los Apóstoles, deseo reflexionar sobre tres
palabras relacionadas con la acción del Espíritu: novedad, armonía, misión.
1. La novedad nos da siempre un poco de miedo, porque nos sentimos más seguros si
tenemos todo bajo control, si somos nosotros los que construimos, programamos,
planificamos nuestra vida, según nuestros esquemas, seguridades, gustos. Y esto nos
sucede también con Dios. Con frecuencia lo seguimos, lo acogemos, pero hasta un
cierto punto; nos resulta difícil abandonarnos a Él con total confianza, dejando que el
Espíritu Santo anime, guíe nuestra vida, en todas las decisiones; tenemos miedo a que
Dios nos lleve por caminos nuevos, nos saque de nuestros horizontes con frecuencia
limitados, cerrados, egoístas, para abrirnos a los suyos. Pero, en toda la historia de la
salvación, cuando Dios se revela, aparece su novedad —Dios ofrece siempre novedad—
, trasforma y pide confianza total en Él: Noé, del que todos se ríen, construye un arca
y se salva; Abrahán abandona su tierra, aferrado únicamente a una promesa; Moisés
se enfrenta al poder del faraón y conduce al pueblo a la libertad; los Apóstoles, de
temerosos y encerrados en el cenáculo, salen con valentía para anunciar el Evangelio.
No es la novedad por la novedad, la búsqueda de lo nuevo para salir del aburrimiento,
como sucede con frecuencia en nuestro tiempo. La novedad que Dios trae a nuestra
vida es lo que verdaderamente nos realiza, lo que nos da la verdadera alegría, la
verdadera serenidad, porque Dios nos ama y siempre quiere nuestro bien.
Preguntémonos hoy: ¿Estamos abiertos a las “sorpresas de Dios”? ¿O nos encerramos,
con miedo, a la novedad del Espíritu Santo? ¿Estamos decididos a recorrer los
caminos nuevos que la novedad de Dios nos presenta o nos atrincheramos en
estructuras caducas, que han perdido la capacidad de respuesta? Nos hará bien
hacernos estas preguntas durante toda la jornada.
3. El último punto. Los teólogos antiguos decían: el alma es una especie de barca de
vela; el Espíritu Santo es el viento que sopla la vela para hacerla avanzar; la fuerza y el
ímpetu del viento son los dones del Espíritu. Sin su fuerza, sin su gracia, no iríamos
adelante. El Espíritu Santo nos introduce en el misterio del Dios vivo, y nos
salvaguarda del peligro de una Iglesia gnóstica y de una Iglesia autorreferencial,
cerrada en su recinto; nos impulsa a abrir las puertas para salir, para anunciar y dar
testimonio de la bondad del Evangelio, para comunicar el gozo de la fe, del encuentro
con Cristo. El Espíritu Santo es el alma de la misión. Lo que sucedió en Jerusalén
hace casi dos mil años no es un hecho lejano, es algo que llega hasta nosotros, que
cada uno de nosotros podemos experimentar. El Pentecostés del cenáculo de
Jerusalén es el inicio, un inicio que se prolonga. El Espíritu Santo es el don por
excelencia de Cristo resucitado a sus Apóstoles, pero Él quiere que llegue a todos.
Jesús, como hemos escuchado en el Evangelio, dice: «Yo le pediré al Padre que os dé
otro Paráclito, que esté siempre con vosotros» (Jn 14,16). Es el Espíritu Paráclito, el
«Consolador», que da el valor para recorrer los caminos del mundo llevando el
Evangelio. El Espíritu Santo nos muestra el horizonte y nos impulsa a las periferias
existenciales para anunciar la vida de Jesucristo. Preguntémonos si tenemos la
tendencia a cerrarnos en nosotros mismos, en nuestro grupo, o si dejamos que el
Espíritu Santo nos conduzca a la misión. Recordemos hoy estas tres palabras:
novedad, armonía, misión.
La liturgia de hoy es una gran oración, que la Iglesia con Jesús eleva al Padre, para
que renueve la efusión del Espíritu Santo. Que cada uno de nosotros, cada grupo,
cada movimiento, en la armonía de la Iglesia, se dirija al Padre para pedirle este don.
También hoy, como en su nacimiento, junto con María, la Iglesia invoca: «Veni Sancte
Spiritus! – Ven, Espíritu Santo, llena el corazón de tus fieles y enciende en ellos el
fuego de tu amor». Amén.
Basílica Vaticana
Domingo 23 de mayo de 2010
De esta oración de Cristo nos habla el pasaje evangélico de hoy, que tiene como
contexto la última Cena. El Señor Jesús dijo a sus discípulos: «Si me amáis,
guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que
esté con vosotros para siempre» (Jn 14, 15-16). Aquí se nos revela el corazón orante de
Jesús, su corazón filial y fraterno. Esta oración alcanza su cima y su cumplimiento en
la cruz, donde la invocación de Cristo es una cosa sola con el don total que él hace de
sí mismo, y de ese modo su oración se convierte —por decirlo así— en el sello mismo
de su entrega en plenitud por amor al Padre y a la humanidad: invocación y donación
del Espíritu Santo se encuentran, se compenetran, se convierten en una única
realidad. «Y yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros
para siempre». En realidad, la oración de Jesús —la de la última Cena y la de la cruz—
es una oración que continúa también en el cielo, donde Cristo está sentado a la
derecha del Padre. Jesús, de hecho, siempre vive su sacerdocio de intercesión en favor
del pueblo de Dios y de la humanidad y, por tanto, reza por todos nosotros pidiendo al
Padre el don del Espíritu Santo.
El relato de los Hechos de los Apóstoles nos ofrece también otra sugerencia muy
concreta. La universalidad de la Iglesia se expresa con la lista de los pueblos, según la
antigua tradición: «Somos partos, medos, elamitas...», etcétera. Se puede observar aquí
que san Lucas va más allá del número 12, que siempre expresa ya una universalidad.
Mira más allá de los horizontes de Asia y del noroeste de África, y añade otros tres
elementos: los «romanos», es decir, el mundo occidental; los «judíos y prosélitos»,
comprendiendo de modo nuevo la unidad entre Israel y el mundo; y, por último,
«cretenses y árabes», que representan a Occidente y Oriente, islas y tierra firme. Esta
apertura de horizontes confirma ulteriormente la novedad de Cristo en la dimensión
del espacio humano, de la historia de las naciones: el Espíritu Santo abarca hombres
y pueblos y, a través de ellos, supera muros y barreras.
Queridos hermanos y hermanas, siempre necesitamos que el Señor Jesús nos diga lo
que repetía a menudo a sus amigos: «No tengáis miedo». Como Simón Pedro y los
demás, debemos dejar que su presencia y su gracia transformen nuestro corazón,
siempre sujeto a las debilidades humanas. Debemos saber reconocer que perder algo,
más aún, perderse a sí mismos por el Dios verdadero, el Dios del amor y de la vida, en
realidad es ganar, volverse a encontrar más plenamente. Quien se encomienda a
Jesús experimenta ya en esta vida la paz y la alegría del corazón, que el mundo no
puede dar, ni tampoco puede quitar una vez que Dios nos las ha dado. Por lo tanto,
vale la pena dejarse tocar por el fuego del Espíritu Santo. El dolor que nos produce es
necesario para nuestra transformación. Es la realidad de la cruz: no por nada en el
lenguaje de Jesús el «fuego» es sobre todo una representación del misterio de la cruz,
sin el cual no existe cristianismo. Por eso, iluminados y confortados por estas
palabras de vida, elevamos nuestra invocación: ¡Ven, Espíritu Santo! ¡Enciende en
nosotros el fuego de tu amor! Sabemos que esta es una oración audaz, con la cual
pedimos ser tocados por la llama de Dios; pero sabemos sobre todo que esta llama —y
sólo ella— tiene el poder de salvarnos. Para defender nuestra vida, no queremos
perder la eterna que Dios nos quiere dar. Necesitamos el fuego del Espíritu Santo,
porque sólo el Amor redime. Amén.
Catecismo de la Iglesia
Pentecostés
731 El día de Pentecostés (al término de las siete semanas pascuales), la Pascua de Cristo se
consuma con la efusión del Espíritu Santo que se manifiesta, da y comunica como Persona
divina: desde su plenitud, Cristo, el Señor (cf. Hch 2, 36), derrama profusamente el Espíritu.
732 En este día se revela plenamente la Santísima Trinidad. Desde ese día el Reino anunciado
por Cristo está abierto a todos los que creen en Él: en la humildad de la carne y en la fe,
participan ya en la comunión de la Santísima Trinidad. Con su venida, que no cesa, el Espíritu
Santo hace entrar al mundo en los "últimos tiempos", el tiempo de la Iglesia, el Reino ya
heredado, pero todavía no consumado:
«Hemos visto la verdadera Luz, hemos recibido el Espíritu celestial, hemos encontrado la
verdadera fe: adoramos la Trinidad indivisible porque ella nos ha salvado» (Oficio Bizantino
de las Horas. Oficio Vespertino del día de Pentecostés, Tropario 4)
734 Puesto que hemos muerto, o, al menos, hemos sido heridos por el pecado, el primer
efecto del don del Amor es la remisión de nuestros pecados. La comunión con el Espíritu
Santo (2 Co 13, 13) es la que, en la Iglesia, vuelve a dar a los bautizados la semejanza divina
perdida por el pecado.
735 Él nos da entonces las "arras" o las "primicias" de nuestra herencia (cf. Rm 8, 23; 2 Co 1,
21): la vida misma de la Santísima Trinidad que es amar "como él nos ha amado" (cf. 1 Jn 4,
11-12). Este amor (la caridad que se menciona en 1 Co 13) es el principio de la vida nueva en
Cristo, hecha posible porque hemos "recibido una fuerza, la del Espíritu Santo" (Hch 1, 8).
736 Gracias a este poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar fruto. El que nos ha
injertado en la Vid verdadera hará que demos "el fruto del Espíritu, que es caridad, alegría,
paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza"(Ga 5, 22-23). "El
Espíritu es nuestra Vida": cuanto más renunciamos a nosotros mismos (cf. Mt 16, 24-26), más
"obramos también según el Espíritu" (Ga 5, 25):
«Por el Espíritu Santo se nos concede de nuevo la entrada en el paraíso, la posesión del reino
de los cielos, la recuperación de la adopción de hijos: se nos da la confianza de invocar a Dios
como Padre, la participación de la gracia de Cristo, el podernos llamar hijos de la luz, el
compartir la gloria eterna (San Basilio Magno, Liber de Spiritu Sancto, 15, 36: PG 32, 132).
737 La misión de Cristo y del Espíritu Santo se realiza en la Iglesia, Cuerpo de Cristo y
Templo del Espíritu Santo. Esta misión conjunta asocia desde ahora a los fieles de Cristo en
su comunión con el Padre en el Espíritu Santo: El Espíritu Santo prepara a los hombres, los
previene por su gracia, para atraerlos hacia Cristo. Les manifiesta al Señor resucitado, les
recuerda su palabra y abre su mente para entender su Muerte y su Resurrección. Les hace
presente el misterio de Cristo, sobre todo en la Eucaristía para reconciliarlos, para conducirlos
a la comunión con Dios, para que den "mucho fruto" (Jn 15, 5. 8. 16).
738 Así, la misión de la Iglesia no se añade a la de Cristo y del Espíritu Santo, sino que es su
sacramento: con todo su ser y en todos sus miembros ha sido enviada para anunciar y dar
testimonio, para actualizar y extender el Misterio de la Comunión de la Santísima Trinidad
(esto será el objeto del próximo artículo):
«Todos nosotros que hemos recibido el mismo y único espíritu, a saber, el Espíritu Santo, nos
hemos fundido entre nosotros y con Dios. Ya que por mucho que nosotros seamos numerosos
separadamente y que Cristo haga que el Espíritu del Padre y suyo habite en cada uno de
nosotros, este Espíritu único e indivisible lleva por sí mismo a la unidad a aquellos que son
distintos entre sí [...] y hace que todos aparezcan como una sola cosa en él . Y de la misma
manera que el poder de la santa humanidad de Cristo hace que todos aquellos en los que ella
se encuentra formen un solo cuerpo, pienso que también de la misma manera el Espíritu de
Dios que habita en todos, único e indivisible, los lleva a todos a la unidad espiritual» (San
Cirilo de Alejandría, Commentarius in Iohannem, 11, 11: PG 74, 561).
739 Puesto que el Espíritu Santo es la Unción de Cristo, es Cristo, Cabeza del Cuerpo, quien
lo distribuye entre sus miembros para alimentarlos, sanarlos, organizarlos en sus funciones
mutuas, vivificarlos, enviarlos a dar testimonio, asociarlos a su ofrenda al Padre y a su
intercesión por el mundo entero. Por medio de los sacramentos de la Iglesia, Cristo comunica
su Espíritu, Santo y Santificador, a los miembros de su Cuerpo (esto será el objeto de la
Segunda parte del Catecismo).
740 Estas "maravillas de Dios", ofrecidas a los creyentes en los Sacramentos de la Iglesia,
producen sus frutos en la vida nueva, en Cristo, según el Espíritu (esto será el objeto de la
Tercera parte del Catecismo).
741 "El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como
conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables" (Rm 8, 26). El
Espíritu Santo, artífice de las obras de Dios, es el Maestro de la oración (esto será el objeto de
la Cuarta parte del Catecismo).
Resumen
742 "La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de
su Hijo que clama: Abbá, Padre" (Ga 4, 6).
743 Desde el comienzo y hasta de la consumación de los tiempos, cuando Dios envía a su
Hijo, envía siempre a su Espíritu: la misión de ambos es conjunta e inseparable.
744 En la plenitud de los tiempos, el Espíritu Santo realiza en María todas las preparaciones
para la venida de Cristo al Pueblo de Dios. Mediante la acción del Espíritu Santo en ella, el
Padre da al mundo el Emmanuel, "Dios con nosotros" (Mt 1, 23).
745 El Hijo de Dios es consagrado Cristo (Mesías) mediante la unción del Espíritu Santo en
su Encarnación (cf. Sal 2, 6-7).
746 Por su Muerte y su Resurrección, Jesús es constituido Señor y Cristo en la gloria (Hch 2,
36). De su plenitud derrama el Espíritu Santo sobre los Apóstoles y la Iglesia.
747 El Espíritu Santo que Cristo, Cabeza, derrama sobre sus miembros, construye, anima y
santifica a la Iglesia. Ella es el sacramento de la comunión de la Santísima Trinidad con los
hombres.