Cronicas Galacticas
Cronicas Galacticas
Cronicas Galacticas
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Curtis Garland
Crónicas galácticas
Bolsilibros: Galaxia 2000 - 17
ePub r1.1
Titivillus 05.09.2019
ebookelo.com - Página 3
Curtis Garland, 1985
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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CRÓNICAS GALÁCTICAS
CURTIS GARLAND
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PRÓLOGO
AÑORANZAS
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CAPÍTULO PRIMERO
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cien años, podían ser un minuto. O diez siglos. Todo dependía de la deformación del
concepto del Tiempo, respecto al ser viviente y su ámbito vital.
Aun así, sabía que estaba allí desde hacía más de un siglo. Y eso no era todo. Lo
malo, quizá, es que… era eso: sólo un principio.
El destino era no regresar. No regresar jamás.
Jamás.
Era una palabra terrible. Delirante.
JAMAS…
Suspiró. Se inclinó sobre los complejos mandos de la nave. Docenas de teclas,
cientos de pulsadores, decenas de palancas y de resortes. Pantallas en
funcionamiento, registrando complicadas operaciones matemáticas, de cuyo resultado
exacto dependía la marcha precisa de la supernave. Otras, mostrando mapas celestes,
encuadres graduados, índices de gravitación, rumbo, desviaciones, velocidad de los
reactores a fotones, indicaciones de los sistemas vitales a bordo…
Y así siempre. Día tras día, año tras año, década tras década… siglo tras siglo.
Sí. Era aburrido. Terriblemente aburrido. Espantosamente monótono.
¿Qué le importaba a él que Andrómeda hubiera quedado atrás, que Perseo,
Hércules o la propia Osa Mayor, estuvieran ya a sus espaldas, muy lejanas, marcando
ya las cifras fabulosas de cientos de millones de años-luz en los indicadores de a
bordo, con respecto a la situación de su punto de origen, en la Nebulosa o Galaxia de
la Vía Láctea?
No. No le importaba demasiado. El cielo era terriblemente igual. Espantosamente
monocorde, como una imagen repetida hasta la saciedad. Estrellas, cúmulos, galaxias,
nebulosas, polvo cósmico…
Y la nada. La oscuridad. El negro absoluto. El vacío. El silencio. Allí donde la
luz, el sonido y la imagen se paralizaban en un ámbito sin vibraciones ni ondas.
Y él, en medio de ese océano infinito llamado Universo. Hacia alguna parte.
Quizá hacia ninguna. Quizá hacia la muerte. O hacia la vida eterna. Eso nunca se
sabía. Ni le importaba mucho.
Ya estuvo muerto una vez. Y ahora había dejado eso atrás. Vivir o morir no
importaba mucho. No tanto como la gente creía…
El comandante piloto A. C respiró con fuerza. Se volvió a su único compañero de
navegación cósmica. Y habló con voz calmosa, inexpresiva, casi con el mismo
aburrimiento con que contemplaba un poco antes los astros, las manchas luminosas
flotando en el ultraespacio exterior, a miles de millones de millas de un lugar llamado
Tierra, perdido allá, en la distancia, a casi un millón de años-luz…
—Y ahora, ¿qué, amigo Tritón?
Tritón era un buen oyente. Y un conversador aceptable. Sobre todo, cuando no
había otro. Su respuesta no era demasiado explícita esta vez, pero le valía al
comandante A. C.
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—Nunca se sabe, señor —dijo escuetamente—. Es un largo viaje. Es aburrido.
Pero alguna vez cambiará. Tiene que ser así. Todo cambia. Tarde o temprano, todo
cambia. Es como una ley. Una ley natural, diría yo. ¿No está de acuerdo conmigo?
—Sí, maldita sea —tuvo que admitir el comandante de a bordo—. Estoy de
acuerdo contigo, Tritón. De todos modos, ¿valdría de algo que no lo estuviera?
—Supongo que no —le contempló con sus ojos rojizos, muy fijo—. Yo soy
totalmente lógico, comandante. Nunca me dominan las emociones. Usted es
diferente.
—Diferente… —resopló A. C.—. Me pregunto si será realmente así… Tritón,
amigo mío…
—¿Sí, señor? —su solicitud y respeto estaban siempre por encima de toda duda.
—¿Crees que vamos a llegar realmente alguna vez a alguna parte?
—Me ha preguntado eso antes. Muchas otras veces, señor. ¿Espera una nueva
contestación? No la tengo.
—Oh, claro, Tritón —murmuró cansadamente el comandante—. Nunca hay
respuesta para ciertas cosas. Pero yo me pregunto… Me pregunto muchas cosas…
—No debería hacerlo —le aconsejó su compañero de viaje—. No merece la pena.
Si no hay respuesta, ¿para qué?
—Sí, ¿para qué? —hizo un gesto exasperado. Rectificó unas coordenadas sobre
un mapa celeste proyectado por una de las pantallas electrónicas, ante sus ojos
inquisitivos. También la computadora rectificó inmediatamente, demostrando su
perfecto ensamblaje con los procedimientos automáticos que servían de garantía al
gran vuelo infinito del «Efeso»—. Ése es el mal de todo esto. De este viaje. De la
empresa en sí. De su destino. De mí. En definitiva… ¿para qué, Tritón?
Casi creyó advertir un destello de ironía en aquellas rojas notas luminosas que
eran en este momento las pupilas de Tritón, su buen amigo fiel. La respuesta también
tenía su nota de peculiar sarcasmo.
—No sé —dijo—. Mi misión no es pensar. Sólo acompañarle, comandante. Así
no se siente solo. Si enferma, le ayudaré. Si decae, le animaré.
—Y… ¿si muero, Tritón? —quiso saber A. C.
—Entonces… intentaré resucitarle conforme a los métodos clínicos establecidos
por la moderna Ciencia. Y si no resucita, porque le haya llegado la hora de morir de
verdad, le introduciré en una de esas cápsulas donde ahora reposan los demás. Sus
compañeros de viaje…
A. C, comandante de vuelo del «Efeso», bajó la cabeza. Respiró con fuerza.
Repitió, como un simple eco:
—Mis compañeros de viaje…
Y trató de no pensar en ellos. De no recordar sus cuerpos, yacentes en las
cápsulas de a bordo. De no acordarse de que ahora ya no existían. De que nunca
despertarían de su estado de hibernación. La suspensión animada había fracasado en
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un momento dado. Nadie puede eludir los designios del Altísimo. No le importó. Lo
realmente importante, es que estaban muertos.
Muertos.
Todos muertos. Y él, era el único ser vivo a bordo.
El único.
Porque, después de todo, llevaba casi un siglo con la sola compañía de Tritón. Y
Tritón era un buen muchacho. Un aceptable compañero de viaje. Pero lo malo de él
es que no sentía. Ni siquiera pensaba. Sólo estaba programado.
Programado para ser su compañero de viaje y no morir.
Era solamente eso: un robot.
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CAPÍTULO II
Un robot.
Un robot y él. Sólo eso. Toda la tripulación del grande, gigantesco «Efeso», una
de las nuevas maravillas del mundo. Del mundo de la electrónica, la astronáutica y la
técnica, por supuesto. De ahí su nombre, como un tributo al templo de Diana, una de
las siete antiguas maravillas del planeta… Igual pudo haber sido la Pirámide, o el
Halicarnaso, o el Coloso de Rodas… Quizá otras supernaves cósmicas se llamarían
así. Y el «Efeso» pasaría a la historia.
A la historia de las grandes empresas humanas terminadas en un desastre.
Y él con ella. Y otros veinte tripulantes de la nave. No: veintiuno. Once mujeres y
diez hombres.
Sí. Todo estuvo bien medido en el viaje intergaláctico: once hombres y once
mujeres. Once parejas. Sexo, convivencia… Todo. Ni un detalle olvidado. Ni un
error.
Eso fue antes. Luego… todo fracasó. Se hundió.
Murieron casi todos. Se quedó solo. Solo con Tritón. Se preguntó si eso formaría
parte del propio experimento. El ser humano era capaz de todo. Incluso de sacrificar a
veinte, a doscientos o un millón de seres, por comprobar algo que le sirviera de
futuras experiencias. Hacía muchos años que el ser humano enloquecido por el afán
de saber, había perdido el respeto a la vida ajena.
Primero debió ser en el medievo. En las masacres de las luchas feudales y cosas
así. Luego, en otros tiempos, la cosa empeoró. Hubo fechas como la de unos remotos
lugares llamados Hiroshima o Nagasaki, o las de los bombardeos con bombas de
fósforo que destruyeron ciudades enteras y exterminaron su población.
Luego, hubo otros sitios. Otras armas. Napalm. Vietnam. Sangre. Inocentes
machacados. En cierta ciudad centroeuropea se juzgó a otros, una vez. A sus jueces
nunca.
Así había sido siempre. Así seguiría siendo. El general Lee era un caballero. Y
tardó más de cien años en ser reconocido como ciudadano americano. Sólo porque
osó pensar en una Confederación, no en una Unión. Y en su conciencia se
consideraba tan patriota como el primero.
Si se analizaba, ambas cosas eran parecidas. Quizá iguales. Pero la historia era
siempre así, en aquel trozo diminuto de «algo», llamado Tierra. Pobres hombres…
Siempre atados a sus prejuicios políticos, sociales o raciales. Siempre igual de viles o
de grandes en el fondo. Con su miseria y su grandeza.
A esta distancia, todo eso parecía tan estúpido, tan inútil y tan triste…
Sin embargo, esa serie de condicionamientos humanos, penosos y execrables,
habían conducido a esto. Las «guerras frías» y los temores mutuos, lanzaron al
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Hombre al espacio exterior. Nunca se supo exactamente qué buscaba. ¿Acaso pisar la
Luna? ¿Visitar Marte? ¿Comprobar que en otros mundos no había posibilidad de que
unos «invasores», imaginados como el maniqueísmo humano y la xenofobia que
cierta gente exaltada ha trazado de antemano, podrían un día pisar la Tierra y ajustar
las cuentas por un igual a los de arriba y a los de abajo, a los que creen y a los que no
creen, a los blancos y a los negros, a los cobrizos y a los amarillos, a los tontos y a los
listos, a los extremistas de ambos lados, a los que gimen y a los que rugen, a los que
imploran y a los que ordenan?
Tal vez sí. Tal vez no. Pero todo eso, había supuesto un progreso. Una conquista.
Y ahora, el hombre se creía en las estrellas, En la puerta de lo Desconocido.
—¡El hombre…! —y A. C, comandante de la nave «Efeso», se echó a reír, como
burlándose de sí mismo y de aquella pequeña y altiva criatura llamada Hombre.
Porque, paradójicamente, en un vuelo intergaláctico, el primero de la Humanidad,
iniciado más de cien años antes, de veintidós seres vivientes y un robot programado
para contestar y acompañar a los humanos sin fallo alguno en su funcionamiento,
sólo quedaban con vida ese robot, llamado Tritón… y un hombre.
Un solo hombre. Justamente el comandante de la nave. El hombre encargado de
llevarla a buen puerto, a través de los océanos sin fin del Cosmos.
Y ése solo superviviente, ese hombre que sobrevivía, era él: A. C. En otras
palabras, el comandante jefe Adam Cyborg.
Una mezcla de hombre y máquina, de ser viviente y robot. Un hombre cuyo
cuerpo, en un cincuenta por ciento… estaba también programado y mecanizado, bajo
una aparente piel humana.
Eso… ¿era el gran éxito humano… o su gran fracaso?
* * *
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Y así, el resto de su organismo, hasta hacer de él una hermosa, perfecta y potente
máquina viviente, de humana naturaleza y medios técnicos increíbles. Sus dedos,
dotados de fuerza increíble, sus músculos todos, reactivados por circuitos
electrónicos de gran potencia…
Eso era él. Un cyborg. Un ser, mitad hombre, mitad máquina, en vuelo galáctico,
acompañado de una máquina total y perfecta: Tritón, su amigo robot.
Los demás, los humanos, los seres normales… estaban muertos. Rígidos, azules,
incapacitados para volver a la vida, dentro de sus respectivas cápsulas, dentro de la
enorme, luminosa y blanca nave llamada «Efeso», una de las nuevas Maravillas del
Mundo…
—Pensar… —comentó ahora la voz monocorde, mecánica, de aquel organismo
prodigioso, complejo increíble de circuitos electrónicos, llamado Tritón. Un ser de
metal, sentado a uno de los butacones de la cabina de mando del «Efeso», sólo
capacitado para responder a los demás, para escuchar, hablar… y actuar sobre los
controles fríamente, si fallaba el último ser vivo e inteligente de la nave. Tras un
silencio, Tritón hizo una observación no exenta de sentido, que demostraba lo
correcto y agudo de sus circuitos artificiales—: ¿Sirve realmente de algo pensar,
comandante?
—No sé… —A. C se encogió de hombros, ceñudo—. No sabría decirlo, Tritón.
Pensar… es lo único que nadie pudo impedirnos jamás. Mucha gente intentó evitadlo.
Allá, en mi mundo, hubo formas de controlar el pensamiento humano. Nunca fueron
demasiado lejos. Ningún hijo de perra totalitario supo crear el ojo y el oído capaz de
ver y oír nuestros pensamientos… por fortuna para la Humanidad. Pero lo intentaron.
¡Vaya si lo intentaron!… Yo mismo, Tritón… soy en parte un producto de esos
métodos represivos de los que se creen a sí mismos árbitros de la condición humana y
de sus modos de ser y de sentir… Llegué al borde de morir, pero rae restauraron.
—Morir… —repitió Tritón, el buen robot—. Morir es el final, ¿no, comandante?
—Lo fue hace tiempo. No siempre, claro. Pero lo fue a veces. Yo creo que morir
nunca es un final, sino una etapa.
—Si mueres, estás roto. Si estás roto, todo acaba, ¿no? —insistió Tritón, con su
lógica de simple máquina.
—Sí, claro. Visto así, es posible… Pero tú lo ves como una simple máquina que
eres. Tritón. El hombre es más. Algo más. Muere. Pero siempre deja algo tras de sí.
Se puede morir en una selva centroamericana, y dejar mucho detrás. Se puede morir
en una prisión, ejecutado por una decisión de nuestros jefes, pero con eso no
consiguen sino que otros luchen más encarnizadamente todavía por un hombre que se
hace mito al morir. Es lo malo de la pena de muerte por ella impuesta, Tritón: ellos,
creen haber matado todo, con el hombre. Y lo único que consiguen es crear algo más
por lo que otros deben luchar. Morir no es todo. No, ni mucho menos.
—No, yo no entiendo sus ideas. No le sirvo de mucho, ¿verdad, comandante?
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—Sí, me sirves de mucho, aunque no lo creas —suspiró A. C.—. Escuchar
siempre sirve de algo. Ahora mismo, quiero empezar algo, quizá mis últimas tareas
en este viaje estúpido y sin sentido a que fui enviado…
—¿Ultimas tareas? —hasta un robot parecía inquietarse a veces—. ¿A qué se
refiere, señor?
—A esto, amigo mío —sonrió el hombre-cyborg—: Me temo que también yo voy
a morir pronto, sea física o psíquicamente, no sé aún. Este viaje no tiene sentido.
Nunca lo tuvo.
—Entonces, ¿por qué se comenzó?
—No lo sé. Los hombres siempre han pensado que eran mucho mejores de lo que
realmente eran. Pensaron que podían conquistar las estrellas. No sé si lo conseguirán.
Sé, presiento, que estamos llegando al final.
—¿Qué final? —quiso saber el robot Tritón.
—Si pudiera intuirlo… No sé, pero es un final. Quizá amable, quizá desastroso,
esas cosas nunca se saben. Pero se aproxima a nosotros. Lo presiento. Lo intuyo,
Tritón. Vamos a hundirnos en algo terrible y desconocido que nos absorberá. El
Universo no es realmente infinito. Ni eterno. Yo no creo en lo que no tiene límites. Sé
que todo termina en alguna parte, aunque allí empiece otra cosa, mejor o peor.
—¿Y ese final… supone que está cerca, comandante?
—Sí. Muy cerca —suspiró Adam Cyborg, comandante del «Efeso».
—Yo no detecto nada anormal…
—No se trata de detectar, Tritón. Es algo más simple y más profundo a la vez.
Intuición, corazón, un sexto sentido… Algo que ningún experto en electrónica del
mundo sabría inculcar a sus criaturas transistorizadas, amigo mío…
—Y si eso sucediera realmente… ¿cuáles serían sus consecuencias?
—Ya veo que no te programaron para dar respuestas a ciertas cosas —rió entre
dientes A. C.—. Más bien para preguntar cuando no entiendes bien… Tritón, amigo,
si eso llega a ocurrir, tú y yo desapareceremos en la nada. Lo mismo que esos
cadáveres que, llevamos a bordo, congelados en sus respectivas cámaras hibernéticas,
irremisiblemente muertos ya… Por eso me gustaría. Me gustaría narrar una crónica
de cuánto ha sucedido hasta ahora… y de cuánto sucederá en el futuro, por breve que
sea.
—¿Una crónica?… —dudó su interlocutor metálico, hecho de circuitos,
parpadeos de luz y vibraciones magnéticas.
—Sí, una crónica. O varias, no sé. Crónicas que hablen de ti, de mí, de los
demás… y de este viaje absurdo que imaginaron los hombres, al creerse capaces de
llegar más lejos, siempre más lejos de lo que les estaba permitido. Ya no se
conformaban con la Luna, ni con los planetas del Sistema Solar. No. Necesitaban
otros mundos, otros Sistemas. Luego, otras estrellas. Finalmente, otras galaxias. Y
así, hasta el delirio. Hasta llegar a la nave «Efeso» y su viaje a las estrellas…
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—Las estrellas… —repitió Tritón mecánicamente—. Están aquí, señor. Ahí
mismo…
—Oh, claro —asintió secamente A. C., mirando hacia las pantallas de televisión,
donde miríadas de fantásticos astros, nebulosas centelleantes, dibujaban trazos
inverosímiles en el negro espacio—. Ahí mismo. A millones de años-luz, que para
nuestra nave ultralumínica no son apenas nada… Pero no me refería a eso, Tritón. No
a su proximidad física, que no dudo, sino… a lo que ello significa, a lo que vale en sí.
Si, cuando menos encontráramos algo en nuestro viaje…
—¿Algo? —repitió de nuevo el robot, perplejos sus circuitos electrónicos.
—Sí, ¡algo! Algo vivo, algo que signifique más que luz, negrura, vacío y claridad,
fuego y vacío, silencio y distancia… Pero ¿lo hay? ¿Puede haberlo aquí, a un millar
de millones de años-luz de la Tierra, donde ya casi se confunden los límites del
Universo mismo con algo que presiento «más allá», en el vacío terrible de lo que
nunca fue explorado, conocido ni investigado? Llegaremos pronto a una aceleración
continuada de la velocidad básica de la nave… y con ello a un billón, a diez billones
a UN TRILLON de años-luz de la Tierra… Y eso será el fin. Pero todo fin significa
el principio de otra cosa… ¿Cuál será ese PRINCIPIO desconocido y terrible?
Hubo un silencio profundo, tremendo. Tritón, evidentemente, no estuvo jamás
preparado para esa respuesta. Su programación era imperfecta, y Adam Cyborg, el
hombre-máquina, lo sabía.
Quizás por ello, tomó su grabador de informes y pulsó un botón verde,
comenzando a hablar, fría y desapasionadamente, a un auditorio inexistente, quizá a
alguien que jamás, jamás, existiría en mundo alguno…
—Aquí Adam Cyborg, comandante en jefe de la nave intergaláctica «Efeso», en
vuelo hacia las estrellas… Rebasada la Galaxia de Géminis, a seiscientos veinte mil
años-luz de la Tierra, comienzo a redactar aquí mis crónicas de este viaje.
Y, tras una pausa, añadió con voz grave, muy lejana y pensativa su mirada gris,
metálica y dura, que parecía taladrar mucho más allá de las manchas galácticas
reflejadas en las pantallas de televisión de a bordo, como buscando los auténticos
límites del negro Universo:
—Empiezo a redactar mi Primera Crónica Galáctica, referente a los antecedentes
de esta travesía galáctica iniciada en el planeta Tierra en el año terrestre dos mil
doscientos cincuenta, de la Era Cristiana, equivalente a la fecha cósmica, 3, 10, 30,
correspondiente a la bitácora de a bordo…
«Y esa crónica debe comenzar con mi muerte. »La muerte de Adam Starr,
ciudadano del planeta Tierra, ejecutado por rebeldía contra el Sistema Político Mono-
Control, en las celdas del Centro de Represión de la policía del Estado… »La muerte
de quien esto redacta, conocido ahora como el Comandante de Vuelo Galáctico Adam
Cyborg, del Cuerpo Astronáutico IV, a bordo de la supernave "Efeso", en su primer
vuelo intergaláctico…».
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PRIMERA CRÓNICA
AGUJERO EN LAS ESTRELLAS
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CAPÍTULO PRIMERO
La muerte.
Era eso: la muerte. Mi muerte.
Lo supe cuando el alcaide pronunció sus palabras de ritual:
—Ha llegado la hora, hijo. Que Dios se apiade de tu alma:
A mi espalda, el reverendo murmuraba su oración. Yo ni siquiera le escuchaba.
Tal vez fuese un error. Pero no podía rezar. Ni pedir por mi alma. Había cosas que
aún me preocupaban más. Quería aferrarme a la vida. Desesperada, furiosamente.
Era un error, lo sé. Lo sé ahora, mejor que nunca. Entonces, no se me podían
pedir razonamientos válidos ni lucidez mental suficiente. Los reos a muerte rara vez
la tienen cuando se disponen a cruzar el umbral de la cámara de ejecuciones.
No quería revelar miedo. Quizá ni siquiera lo tenía. Quería vivir, eso era todo.
Pero no me asustaba morir. Me irritaba, eso sí. Me enfurecía. Era injusto. Injusto y
cruel. Era indigno. Pero la vida del hombre está llena de cosas indignas.
Ésta era una más. Quizá no una de las peores, pero me afectaba a mí, y eso sí que
era lo peor para mi persona. Hubiera querido conocer una solución, la que fuese, para
no entrar allí y dejar de existir cuando apenas si había alcanzado los veintisiete años
de edad. Pero no la había. Ni siquiera vendiendo mi alma al diablo, si es que eso se
había llegado a hacer alguna vez.
Contemplé el interior de aquella cámara cuadrángular fría y gris, sin nada notable
en su apariencia externa que pudiese concederle un clima siniestro. Y sin embargo,
quizá en esa misma desnudez glacial de sus muros y de su único asiento visible,
aquella blanca, aséptica silla situada bajo una especie de proyector vertical o lámpara
apagada, estaba lo más terrible y estremecedor del lugar destinado a mi muerte.
Aquella cámara acogería mi persona. La harían sentar en la blanca silla.
Inmediatamente, un sistema magnético, en contacto con las ropas del reo, aferrarían a
éste irremisiblemente al asiento, sin poderse mover ya de él bajo pretexto alguno.
Después, el proyector del techo paralizaría dulcemente al reo, dejándole
inconsciente y sumido en una rigidez total y absoluta. Un momento más tarde, el
proyector vomitaría una luz vertical, deslumbrante.
Y al extinguirse ésta, en cosa de breves segundos… la víctima ya no estaría allí.
No habría nada ni nadie en el asiento. Ni ropas, ni ser viviente alguno. Se habría
volatilizado, disuelto en átomos dispersos, desintegrado ante la mirada del alcaide,
autoridades y periodistas interesados en la cuestión.
Ni cadáver, ni trámites posteriores, ni médico forense siquiera. Nada. De la vida,
al vacío total e irremisible. A la muerte definitiva, no sólo del ser humano en sí, sino
de su propia envoltura física, de todo cuanto de material era.
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—Vamos, adentro —invitó fríamente un funcionario de la Penitenciaría de la
Muerte—. Es la hora. Al verdugo no le gusta esperar.
Le miré con hosquedad. Si había querido hacer un chiste, no tenía gracia. Al
alcaide tampoco se la hizo. Le replicó con cierta acritud:
—Sin comentarios, Brand. No vienen a qué.
El funcionario bajó la cabeza, contrariado. No me apremió ya. Ni hacía falta. Uno
llega a sentirse tan a disgusto rodeado de cierta especie humana, que prefiere irse
donde no encuentre a ninguno de la especie. La Muerte podía ser ese sitio, y me metí
a gusto en la cámara de ejecuciones, dispuesto a emprender el último viaje sin
importarme lo más mínimo el hecho de que fuese sin retorno posible.
—Adiós, caballeros —dije, una vez sentado en aquella maldita silla blanca, a la
que inmediatamente me sentí adherido, como si todo mi cuerpo estuviera envuelto en
goma—. No les guardo rencor por nada. Ustedes no tienen la culpa. Cumplen con su
deber.
—Celebro que lo comprenda —me dijo el alcaide pensativamente—. Estas cosas
nunca son agradables de cumplir, créame. Espero que algún día, hechos así no se
efectúen…
—Me suena esa palabra. La pronunció alguien… hace diez siglos, cuando iba a
morir ejecutado —me eché a reír, sacudiendo la cabeza—. Ya ve, alcaide. Así es el
mundo. Creo que nos pasamos la vida soñando imposibles y teniendo fe en algo que
nunca sabremos si llegará. Quizá por eso aún existan gentes como yo. Gentes que
luchan por algo. Por algo que saben casi inalcanzable. Y aun así, luchamos. Y,
morimos por ello. Cualquier cosa es mejor que el conformismo o el servilismo a
ultranza. Incluso la muerte. Por eso existen todavía rebeldes. Como yo. Y existirán
más aún. Siempre más.
—No sirve de nada la rebeldía —me reprochó el alcaide—. Y tú lo sabes.
—Claro —suspiré—. Pero siempre se sigue soñando, confiando, esperando…
Han pasado siglos en busca de los valores del hombre y de sus humanos derechos.
Vosotros, o lo que representáis, los habéis reducido a la nada. Quizá un día cambie la
suerte. No es posible determinar cuándo. ¿Qué importa eso? Y el hombre sea,
realmente, el Hombre que Dios quisiera que fuese. Sometido a un orden armónico,
pero jamás a vuestra tiranía, a vuestra dictadura, a vuestro poder absoluto. Sólo
entonces, cuando recupere su derecho a ser parte integrante de una sociedad
evolucionada, participe en su propio gobierno, y pueda libremente pensar y obrar con
el respeto debido a los demás, pero con el sentido crítico que todo ser viviente merece
tener, habrá alcanzado aquello para lo que el hombre mismo fue creado.
—Un hermoso discurso —sonrió el alcaide, encogiéndose de hombros—. Si tu
último deseo es seguir hablando, puedo concederte unos minutos más.
—No, gracias —rechacé secamente—. Mi último deseo es, precisamente, todo lo
contrario: morir lo antes posible. Quizá para dejar de sentir náuseas. Para dejar de
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compadecerme de mí mismo… y de compadeceros a todos vosotros, miserables
esclavos del Poder que nos tiraniza.
—¡Cierren la puerta! —ordenó abruptamente el alcaide, enfureciéndose de súbito
ante mis palabras agresivas—. Que Dios se apiade de tu alma, Adam Starr…
Y la puerta se cerró seca, ásperamente. Me quedé solo en la cámara de ejecución.
Sabía, sin embargo, que era una soledad relativa. A través de visores invisibles para
mí, era seguido cada movimiento mío por los ojos del alcaide, sus funcionarios de
servicio, el médico de la penitenciaría, el verdugo y, posiblemente, algún periodista o
algún miembro del gobierno de los usurpadores que detentaban el Poder ávido de ver
morir a otro de los «rebeldes» de turno.
A todos ellos les hice una mueca burlona. Hablé, seguro de que mis palabras eran
escuchadas aún, en alguna parte, quizá a través de un circuito cerrado de
estereovisión mural:
—Adiós, basura. Sólo pido al Señor que aún quede entre vosotros alguien con
valor suficiente para luchar contra nuestros opresores…
Luego, ya no pude hablar más.
El primer chorro de luz azulado, cayó sobre mí. Me envolvió en un resplandor
fluorescente, extrañamente frío. Sentí cómo se paralizaba primero mi cuerpo, mi
rostro, mis músculos todos. Después, empezaron a paralizarse mis nervios y
tendones. Y mi mente.
Inmediatamente después, la luz vertical cayó sobre mi persona en un raudal
cegador. Era el rayo desintegrador. Supe que empezaba a disolverme en el aire. No sé
cómo, pero me di fugaz cuenta de ello, aunque no sentía dolor físico alguno.
Y un momento después, no sólo estaba muerto… sino desintegrado, convertido en
nada, en simple vacío. Mis átomos, dispersos por el aire, separados para siempre por
un ingenio disgregador.
Era la muerte total.
* * *
Muerte total.
Supongo que sólo existe un modo de morir: total, absolutamente. De modo
definitivo. Si no, no sería muerte.
Pero cuando la vida abandona el cuerpo, al menos éste permanece. Durante un
tiempo, aún es algo, existe como forma física. Luego, la incineración o la simple
inhumación en una sepultura, convierte ese cuerpo en cenizas o en podredumbre.
Esto era diferente. Un segundo antes, uno era, existía. Poseía aliento vital. Y
también una envoltura física, una forma tangible. Física y mentalmente, era alguien.
Al segundo inmediato, todo eso había cambiado. Había dejado de ser, de existir. Ni
polvo, ni sangre, ni residuos. Nada. Vacío. Total y absoluto vacío.
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La energía nuclear en fusión, proyectada adecuadamente sobre el reo, en forma de
un rayo luminoso, fugaz, era suficiente para crear el prodigio. Para destruir, para
hacer «nada» de lo que una vez fuera «algo».
Y yo, Adam Starr, había sido víctima de esa forma de ejecución, limpia, aséptica
y aterradora. Como tantos otros lo fueron antes. Como tantos otros seguirían
siéndolo. Porque el que pide justicia pasa por ser traidor cuando no está de acuerdo
con los que actualmente gobiernan mi país. Porque al hombre, lo tachan de ser
rebelde, y culpable cuándo pide ser considerado como un hombre.
Así, los que usurpaban el Poder en nuestro Estado se deshacían de los que
estorbaban. La utopía con que los viejos futurólogos soñaron para nuestro, presente
actual, en este remoto momento del siglo XXIV, el mundo ideal que ellos soñaron, por
lo que a mi país se refiere, se aproxima más a los pesimismos de Huxley o de Orwell
que a los de otros autores más optimistas con respecto al hombre y su tiempo.
Ese día, fue el de mi muerte legal, oficial y física. Adam Starr murió un día del
invierno perfectamente climatizado y aséptico de una sociedad masificada y
controlada con las debidas garantías para la seguridad de un Estado, que ofrecía su
aire bondadoso como máscara de su mediatización inexorable sobre el individuo y la
propia sociedad que oprimía.
Un invierno del año 2352, si no recuerdo mal la fecha…
Sí. Ese día fue el de mi muerte.
Y también el de mi resurrección.
* * *
Resurrección.
No era posible. Yo no era un elegido. Ni siquiera era un hombre capaz de destacar
por nada especial, para que una fuerza superior, llámese como se llame, pudiera
ocuparse de mí personalmente.
Y sin embargo…
Sin embargo, estaba vivo. Vivo, en alguna parte que no era la celda de la muerte
de la Penitenciaría del Estado. Vivo, consciente… y con mi propio cuerpo
materializado súbitamente ante mis ojos, con la misma rapidez con que se materializó
mi mente y, con ella, mis pensamientos, mi conciencia de que nuevamente era yo
mismo. Y por supuesto que, de haberme preguntado alguien cómo y por qué sucedía
eso, le hubiera confesado la verdad: no tenía la más remota idea. Es más: lo consideré
desde un principio totalmente imposible. Y pese a ello, me estaba sucediendo.
—¿Qué significa esto?
Oí mi voz. Era la mía. Aún podía reconocerla. Tuve noción de que no había
perdido el conocimiento, de que mi inconsciencia fue breve. Apenas segundos, pensé,
aunque quizá fueran siglos…
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Estaban sentado en alguna parte. Bajo un proyector o cosa parecida, infinitamente
más complicado y extraño que aquél donde fuera ejecutado. De él descendían haces
de luz purpúrea, lívida, que hacía extraños juegos de claridad y sombra en torno mío.
—Significa que está vivo, Adam Starr. Vivo. Y reconstruido.
—Vivo y… ¿qué? —traté de saber.
—Reconstruido —la voz sonó apaciblemente, al tiempo que una sombra confusa,
la de alguien en movimiento hacia mí, se materializaba más allá de los focos
verticales de la luz púrpura, en un amplio local que quizá fuese un laboratorio,
aunque no estuve inicialmente seguro de eso—. No es un término muy científico, lo
admito. Pero expresa perfectamente los hechos. Usted fue desintegrado por una
energía nuclear especial que, como todos sabemos, se utiliza para las ejecuciones
oficiales. Sus átomos fueron dispersados. Yo me limité a recogerlos en mi receptor de
materia. Y reconstruí su organismo. De todos modos, no se sienta demasiado
optimista todavía.
—¿Qué quiere decir?
—El invento no está perfeccionado. Es sólo una prueba, ¿comprende? La primera
que hago con seres humanos, a distancia. Gradué mi receptor a la misma intensidad
que actúa el desintegrador oficial. Apenas llegó la hora de la ejecución, puse en
funcionamiento el sistema, y esperé. Usted se ha materializado en perfectas
condiciones, al parecer. Sus átomos dispersos han sido recogidos y agrupados
convenientemente… según parece. Pero no podemos estar seguros de eso hasta un
examen más a fondo.
—Sigo sin entender…
—Podría ser un fracaso, amigo mío —suspiró la voz del desconocido, muy cerca
ya de mí. El zumbido del, proyector sobre mi cabeza, cesó de repente. Se
extinguieron las luces. Pude ver que, efectivamente, era un laboratorio. Y el hombre
situado ante mí, pequeño, algo deforme y con un rostro enjuto, de rala barba canosa y
ojos protegidos por unas gafas muy oscuras, de vidrios casi enteramente negros.
Llevaba sus manos hundidas en los bolsillos de una bata de trabajo, color verde
oscuro, salpicada de manchas de productos químicos. Como distraído, añadió
pensativamente—: El examen ha de ser muy a fondo, Starr. Análisis, radiografías,
electrocardiograma y encefalograma… Sólo al final podremos estar seguros.
—Seguros… ¿de qué? —insistí.
—De que, realmente, TODOS los átomos de su ser han sido reagrupados aquí. En
caso contrario…
—En caso contrario, ¿qué sucedería? —sentí un escalofrío, intuyendo algo
horrible en su tono y modo de expresarse.
Exhaló un suspiro. Sacudió la cabeza de un lado a otro.
—Tendría que sacrificarle —dijo.
Hubo un pesado silencio. Mis sienes zumbaron. Deseaba ardientemente ser yo
mismo, tener completo todo mi ser. Traté de moverme y no pude. También aquel
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asiento parecía poseer cualidades magnéticas.
—No puede hacer eso —gemí roncamente—. No ahora. Era mejor… no haberme
traído aquí. Ya todo hubiera terminado.
—Lo entiendo —me miró, creo que tristemente, aunque no podía descubrir sus
ojos tras los negros vidrios de sus gafas—. Sí, lo entiendo muy bien. Pero ¿cree que
debería dejar con vida a un hombre con el corazón deforme o incompleto, con, el
cerebro de un monstruo o de un retrasado… y con un cuerpo en el que algunos
nervios y músculos no funcionaran o lo hicieran de modo diferente a los demás
mortales?
—Supongo, que no —resoplé. Cerré los ojos—. Sólo espero que todo salga bien.
Deseo vivir. ¿Entiende? Deseo vivir…
—Sí, claro —me contemplaba, muy fijo, frotándose su barba canosa—. Dentro de
una hora escasa tendremos la respuesta… No confíe en exceso. Es sólo un
experimento…
—Yo no tengo la culpa de eso —dije.
—No, por supuesto —jadeó—. Pero por desgracia, lo mismo puede ser el gran
beneficiado… que el gran perdedor. Lo sentiría. De veras lo sentiría, pero…
No dijo más. Se alejó, por el gran vacío oscuro de su laboratorio, repleto de
ingenios electrónicos, de mesas de investigación, de mecanismos, de productos, de
recipientes…
Me quedé allí quieto. Esperando. Y temiendo. Sobre todo, temiendo.
Porque interiormente, algo me decía que tenía motivos para tener miedo. Para
presentir una alteración atómica en mi cuerpo… Quizá mi genética misma pudo
alterarse en el tránsito de mis átomos desde el desintegrador de materia al receptor de
la misma…
Y si algo era anormal en mí, eso significaría la muerte.
Por segunda vez, podía morir. Todo dependía de una respuesta. La que obtendría
aquel desconocido, en el momento de terminar su examen físico y mental de mi
cuerpo, de mi ser…
* * *
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—No —repitió, como tratando de convencerse también a sí mismo—. No es
usted normal, ni mucho menos. Pero no fue culpa mía, Starr… No fue mi culpa.
Como si eso importara ahora.
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CAPÍTULO II
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perfecto y eterno, a causa de un simple error en la reagrupación de partículas
atómicas y su contacto con radiaciones y átomos energéticos con los que el
experimento programado inicialmente no contaba.
«Diagnóstico definitivo: El sujeto es un monstruo humano».
Un monstruo. Es lo que era yo ahora.
Y el desconocido lo había dicho. Un monstruo… debía morir. Tenía que ser
sacrificado, por razones obvias.
—¿Sacrificado? No, no sé…
Le miré fijamente. Ahora era yo quien permanecía hundido en mis propias
reflexiones, en mi tremendo aturdimiento tras la verdad conocida. Una verdad
estremecedora e increíble.
—Usted lo dijo —le recordé—. Un monstruo o un retrasado… no puede
sobrevivir.
—Sí, claro. Yo lo dije. Pero esto… todo es… diferente.
—¿Diferente? —reí entre dientes con acritud—. Claro. Diferente a mí. Diferente
a lo que usted soñó. Algo le ha fallado. No había previsto esas partículas metálicas, ni
la radiación creada por la desintegración y su posterior reagrupación nuclear aquí…
—No, no podía preverlo —admitió el hombre encogiéndose de hombros—. En
todo, experimento, siempre existe un margen previsto para el fracaso. Sólo que
esto…, esto supera todo lo imaginable.
—Sí, he podido darme perfecta cuenta de ello —asentí con ironía—. Según su
computadora, soy una especie de superhombre, un privilegiado dotado de increíbles
facultades…
—Así es.
—Pero su computadora puede sufrir un error. Hasta las máquinas se equivocan.
—No ésta —la tocó, poniendo su mano sobre los tableros y teclados, casi con
cariño—. No ésta, Starr.
—¿Seguro? —dudé.
—Segurísimo —sonrió fríamente—. No tiene fallos. Está comprobada a fondo.
—¿Aun así… no cabe el error mecánico, la avería…?
—No —negó él—. No cabe. Soy un experto en ésta materia. ¿Ha oído hablar del
profesor Voss?
—Sí —parpadeé—. Helmut Voss. Genio de la electrónica y de la física nuclear a
la vez. ¿Es usted?
—Exacto. Soy yo. ¿Sorprendido?
—Ya nada puede sorprenderme en este mundo —suspiré—. De modo que, si su
máquina no sufre error, y no es fácil que lo sufra si usted lo dice, yo soy…
—Casi un mito —rió entre dientes, asintiendo—. Sí, algo así, Starr. Se ha
convertido en lo que dijo la máquina, exactamente: en un monstruo.
—¿Cree, realmente, que soy un monstruo?
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—Esa palabra se presta a error. No siempre se debe aceptar que es un monstruo
aquel que nos ofrece una fealdad horrible, o una apariencia espantosa. No. Monstruo,
es todo aquel que se sale de lo corriente, de lo vulgar. El que toca lo extraordinario,
para bien o para mal. Ése es su caso, Starr.
—Y, por tanto, debo ser sacrificado, según dijo usted.
—Yo pensaba en otra clase de monstruos —rió, irónico—. Un caso de mutación,
de tarado, de deformidad o peligrosidad manifiesta. En su caso, amigo mío, eso no
existe.
—Existe un riesgo. Lo dijo su infalible máquina —sonreí—. Mi poder mental es
peligroso. Puedo matar con él, según parece.
—Siempre que no esté bajo su control. Es decir, sólo matará si lo desea
fervientemente.
—¿Y…?
—Y, que yo sepa, no es usted un hombre condenado por asesinato, sino por
rebeldía política. No asesinaría a nadie, estoy convencido. He seguido su proceso.
Detalle a detalle. Piense que, antes de materializarle aquí de nuevo, tras su
desintegración en la penitenciaría, tenía que estar completamente seguro de la clase
de persona a la que devolvía la vida.
—Entonces, ya sabe cómo pienso. Esas radiaciones interferidas en el
experimento, no van a alterar mis ideas. Seguiré siendo el mismo que era.
—Pero dotado de unos poderes especialísimos —comentó con una sonrisa mi
interlocutor—. Eso va a hacerle muy distinto, si sigue su marcha de rebeldía contra
nuestro sistema.
—Un hombre sólo deja de ser fiel a sí mismo y a sus convicciones cuando se
pervierte… o cuando muere. Ahora, en este momento, no es ése mi caso, aunque
pueda serlo en pocos, minutos, si usted vuelve a presionar el resorte desintegrador de
su creación.
—Oficialmente, recuerde que usted ya está muerto.
—Oficialmente, sí —me toqué, arrugando el ceño, rostro, cuerpo, ropas—. Pero
lo cierto es que aún existo, hablo, respiro… y pienso.
—Sí —movió afirmativamente su cabeza canosa—. ¿Quiere seguir viviendo,
Starr?
—Deseaba vivir; por encima de todo. Ahora, ya no sé…
—¿No sabe? —mi benefactor parecía realmente desorientado ahora—. ¿Es que
no desea ya la vida, Starr?
—Antes, quisiera saber ciertas cosas, profesor Voss —le miré con franqueza,
tratando en vano de descubrir sus ojos tras los negros vidrios.
—¿Cosas? ¿Qué cosas?
—Algunas que distan mucho de estar claras —suspiré—. ¿Qué voy a ser a partir
de ahora, exactamente, si continúo viviendo? ¿Hombre… o máquina?
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—Es usted un hombre, ¿no? Piensa como tal, y es el mismo que fue desintegrado
en la penitenciaría.
—Aparentemente, sí. Pero su computadora dice otra cosa. Interiormente, soy un
robot. Casi un cyborg…
—Un cyborg… —el profesor Helmut Voss me contempló con gesto de renovado
interés—. Sí, es muy posible… Tiene algo de ello. Es como una máquina. Una
prodigiosa máquina humana. Un hombre capaz de sentir y vivir como es en realidad.
Pero capaz, también, de destruir, de soportar las más duras pruebas, de vivir mucho,
muchísimo tiempo, acaso un período indefinido de tiempo, dotado de las mismas
facultades de su juventud. Una juventud eterna… y terriblemente poderosa. ¿Es eso
lo que le asusta?
—Asustarme, no. Me preocupa. ¿Puedo sentir, vivir, ser igual que era antes, pese
a todas esas alteraciones genéticas, a pesar de las radiaciones y los fenómenos
biológicos producidos en mi ser?
—Supongo que sí. De otro modo, la máquina detectaría ese riesgo. Pese a todo,
haremos un examen minucioso, daremos la mayor cantidad posible de datos a la
computadora, y esperaremos su diagnóstico definitivo. ¿Eso puede tranquilizarle? Me
refiero a que solicitaremos también informes correctos sobre estados anímicos,
pensamientos, sensibilidad y todo lo demás.
—Sí, creo que eso me tranquilizaría —le miré, aprensivo—. Y usted…, ¿usted
está decidido a dejarme vivir, profesor Voss?
Me miró en silencio. Hundió más profundamente sus manos en los bolsillos de su
bata verde, y luego asintió lentamente.
—Claro —dijo—. Lo he decidido ya hace tiempo, amigo Starr…
* * *
Vivir.
Era su decisión. Sólo que ésta era otra vida. Una vida muy diferente. Y estaba
justamente empezando.
Todas las pruebas electrónicas habían sido contundentes. Yo era una especie de
monstruo, de máquina viviente, capaz de matar, triturar, aplastar a mis enemigos.
Mentalmente, empezaba a advertir mi extraño poder. Me bastaba centrar mi atención
en algo —elegí un cuadro del dictador, intencionadamente—, para aniquilarlo. A los
escasos segundos de mirarlo, lo vi arder súbitamente, como incendiado por arte de
magia.
Ese raro poder, frente a seres humanos, podía ser decisivo. Tenía que aprender a
controlarlo. Era un nuevo ser. Un, nuevo cuerpo. Unos medios increíbles de
destrucción. Y yo mismo, difícilmente podía ser destruido. Mis órganos vitales
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estaban ahora blindados por materias atomizadas. Mi sangre poseía propiedades
cicatrizantes insólitas. Era, realmente, un cyborg.
—Cyborg… —asintió el profesor Voss—. Sí, Starr. Eso es usted ahora. Mitad
hombre, mitad robot. Adam Starr ha muerto.
—Muerto… —sonreí—. Entonces, ha nacido otro ser: Adam… Cyborg.
—¿Adam Cyborg? —se encogió de hombros—. Si le gusta… Un nombre,
después de todo, no es nada. ¿Qué piensa hacer?
—No lo sé aún —le miré, reclinándome en el asiento—. ¿Qué va a hacer usted
conmigo?
—¿Yo? —meneó la cabeza—. Nada.
—Es mi salvador. Ha creado una obra maestra de la electrónica, aliada con la
física nuclear. Por «algo lo habrá hecho. ¿Cuáles, son sus propósitos? Podríamos
decir que yo soy su obra, su criatura…
—El moderno, modernísimo Prometeo —soltó una carcajada—. Mi monstruo. Y
yo… el profesor Frankenstein. La eterna historia… No, no quiero en absoluto ser
nada parecido a eso.
—Pero, lo quiera o no, lo es. Yo soy su creación. Sin usted, ya no sería nada. Sólo
átomos perdidos en la nada…
—Realicé un experimento. Traté de devolver la vida a una víctima de nuestros
jefes. No soy un conspirador. Sólo un defensor de la libertad del hombre.
—Entiendo eso. Se conforma con su trabajo, no le importa su obra, su criatura: el
nuevo Adam Starr, su Prometeo.
—Sigue siendo un ser humano. ¿Iba yo a esclavizar a alguien por cuya libertad
lucho?
—¿Por eso eligió, precisamente, a un condenado?
—Por eso, y porque son los únicos desintegrados. Hubo otras ejecuciones:
asesinos, rufianes, cosas así. De pronto vi su hombre, los cargos, la acusación, la
sentencia… Y dije: «Ya tengo a mi hombre». Y así fue.
—Bien. Ya tiene a su hombre. O lo que sea. ¿Qué sigue a todo eso?
—La libertad —sonrió. Me mostró la puerta de su laboratorio—. Puede irse
cuando quiera. Es dueño de ello, Starr. O Cyborg, si prefiere llamarse así en su nueva
existencia. Nadie va a detenerle. Le deseo mucha suerte. Y que no perezca en el
fuego de su propia pasión. Me dolería saber que Adam Cyborg, después de todo,
cometió los mismos errores que si fuera un mortal cualquiera.
—Ya —me puse en pie. Miré aquella puerta. La salida al mundo. A algo. A nada,
tal vez—. ¿Qué espera que haga, realmente?
—No lo sé. La respuesta está en usted. No pida consejos. No espere nada más de
mí. Le di la vida. Aprovéchela, Adam.
—¿En qué?
—Hay muchas cosas… Luche por esa libertad de todos, que tanto desea. Pero de
un modo inteligente, sereno y decisivo. No queme su fabuloso poder actual como un
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vulgar guerrillero o un extremista. Hay otros caminos.
—¿Otros caminos? ¿Cuáles, profesor Voss?
—Muchos. El espacio, por ejemplo…
—¿El espacio?
—Sí. El espacio, eso dije. El espacio exterior. El Cosmos. Los cielos infinitos. Un
hermoso lugar, digno de héroes y superhombres.
—Ya están los astronautas, los colonizadores de planetas, de mundos
desconocidos, los navegantes de vías interplanetarias, los científicos y técnicos de las
estaciones espaciales…
—Ya sé, ya sé —hizo un ademán despectivo—. Todo eso es fácil de lograr:
material humano. Hombres. O mujeres. Sólo eso hace falta. Personas vulgares. Se las
adiestra, se las perfecciona, y se las envía al espacio. No, no me refería a eso.
—¿A qué, entonces?
—A algo más. Más allá de la Luna, de sus estaciones terrestres, de Marte, de
Venus, de los navíos cósmicos a Júpiter… Más lejos. Mucho más lejos…
—¿Más lejos? —dudé—. Se tarda mucho en llegar a Júpiter todavía. ¿Acaso
Plutón, en los confines del espació?
—Plutón es un planeta más de nuestro sistema. Es cercano. Se conquistará, tarde
o temprano. Lo harán hombres normales, astronautas expertos, eso sí. Pero simples
astronautas, como los que pisaron la Luna una vez, hace cuatrocientos años…
—Entonces, no le entiendo. ¿A qué se refiere, en ese caso?
—A algo más allá, mucho más allá de Plutón.
—Plutón dista, aproximadamente, cinco mil setecientos cuarenta y cinco millones
de kilómetros de la Tierra —le recordé secamente—. ¿Ésa es poca distancia para un
hombre?
—Quizá sea demasiada todavía… para un hombre —me sonrió—. Pero no para
un superhombre.
—¿Yo?
—Quizá, Starr. ¿Por qué no pretender ir más lejos? Fuera de nuestro sistema
solar. Fuera, incluso, de nuestra galaxia.
—¿Nuestra galaxia? —le miré, dudando de sus facultades mentales por primera
vez—. ¡Profesor, harían falta cientos de años luz para salir de ella! Y miles para
llegar a otra galaxia, por próxima que fuese…
—Lo sé. La constelación Escultor está a más de cuatrocientos mil años luz. Pero
yo hablo de más allá todavía.
—¿Andrómeda?
—Son dos millones escasos de años luz. No, tampoco —sonrió, moviendo
negativamente su gris cabeza—. Lo que yo digo es más lejano. Infinitamente más
lejano, amigo mío.
—Imposible —rechacé—. Ningún ser viviente alcanzará jamás esas distancias. Es
una utopía sin sentido. No creo en la teoría de la suspensión animada. Los hibernados
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llegarían muertos al término del viaje.
—Opino igual. Y, sin embargo…, usted podría llegar.
—¿Adónde? —le miré, huraño.
—Al lugar que yo imagino. Está más allá de León. Cerca de Géminis.
—León…, Géminis… —mis conocimientos de astronáutica habían sido siempre
muy limitados. Sin embargo, una simple operación mental me hizo decir con
brusquedad algo que nunca supe antes de ahora—. ¡Eso significan… SETECIENTOS
MILLONES DE AÑOS LUZ!
—Exacto —suspiró lentamente el profesor Voss, clavando en mí su mirada
extraña y enigmática, que yo sólo podía intuir o adivinar, tras el negro espejeo de sus
gafas—. Ése es el lugar, amigo mío.
—¿Qué lugar? —le apremié.
—Aquel al que sólo un inmortal puede llegar —sonrió cansadamente—. Yo…, yo
nunca pretendí algo parecido. Pero es como si alguien hubiera escuchado mis
plegarias…
—¡No le entiendo, profesor! ¿De qué está hablando?
—De usted, de sus facultades sobrehumanas, de su inmortalidad, de su naturaleza
superior.
—Y de un lugar en el espacio… a una distancia inmensa de la Tierra.
—Es cierto —confesó, como avergonzado—. No debí mencionarlo.
—¿Por qué no?
—No valía la pena. Nadie iba a ir hasta allí sólo porque yo se lo pidiera. Ni
siquiera usted.
—Es… es un disparate, profesor. No existe el medio humano de ir. No hay
técnica astronáutica capaz de enviar un hombre a esos confines del universo, usted lo
sabe.
—¿Y… si lo hubiera? —me preguntó vivamente.
No supe qué decir. Le miré. Vacilé. Sacudí la cabeza.
—Aun así…, nunca llegaría.
—¿Está seguro? Si alguien puede llegar… ese alguien es USTED.
Temblé. No sé por qué, temblé. Mi mente trató de controlar cifras increíbles.
Murmuré:
—Setecientos millones de años luz. Llegar allí, aun a la velocidad de la luz,
dignificaría que todo lo que ahora existe en el mundo, ya no existiría entonces. Y que
al posible regreso del astronauta… la Tierra sería diametralmente distinta. Si es que
aún sobrevivía.
—El tiempo es una gran incógnita. Una elipse, una dimensión curvada al infinito.
Se repite o permanece inmóvil. Fuera de nuestro ámbito, más allá de la velocidad de
la luz, todo puede desaparecer en un segundo… o durar un millón de años.
—¿Y… setecientos millones? —dudé—. ¿Los viviría la Tierra, los viviría yo?
Además…, ¿por qué y para qué toda esta locura? ¿Qué sentido tiene, realmente?
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—Uno muy simple, para mí, Starr —suspiró Helmut Voss—. Recuperar a mi
hija…
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CAPÍTULO III
—Su hija… Esto sigue siendo una locura. La mayor que jamás conocí ni imaginé.
El profesor Helmut Voss asintió. Pero creo que se limitaba a seguir un criterio
mío, sin estar particularmente convencido de ello.
—Comprendo que lo piense así. En el fondo, si es una locura —jadeó—. Sé que
nunca, NUNCA, será hallada. Pero es mi hija. Alimento una esperanza. Quisiera
hallarla.
—Entre León y Géminis —susurré—. ¿De qué serviría, profesor? Cuando
regresara con ella, aun siendo eso posible en ese OTRO tiempo que usted atribuye al
espacio exterior, entre galaxias…, ¿usted viviría para verla?
—No. Seguro que no. Pero ella…, ella habría sido salvada. Rescatada.
—¿Salvada de qué? ¿Rescatada de dónde? —gemí.
—De allí donde ahora está —musitó—. Fuera de las galaxias conocidas. En el
último confín del cosmos. Sólo usted puede hacerlo. Sé que es un sentimiento
terriblemente egoísta, inhumano incluso, pero usted…, usted ha aceptado. Me ha
dicho…, me ha dicho sí.
Afirmé. Desde debajo de mi casco de astronauta, sin cerrar aún, miraba a aquel
hombre preguntándome si era un loco o un auténtico convencido de lo que decía y
pensaba. Y eso, en un científico, en un profesor de la talla de Helmut Voss… me
resulta inconcebible.
A pesar de que ahora conocía parte de la increíble historia. A pesar de que había
aceptado —no sé si por un estúpido sentido de gratitud—, la misión imposible
encomendada a mi persona. A pesar de todo, no podía creer que llegase a esa
distancia fabulosa de nuestra galaxia. Ni mucho menos que me fuera factible localizar
y rescatar a la hija de Helmut Voss en parte alguna del universo, por mucha que fuese
la convicción del profesor en ese sentido.
—He dicho sí —convine, tras un silencio—. Ni siquiera sé por qué. Esto es,
quizá, cambiar una forma de muerte por otra. Sólo eso.
—¿Morir? No, no espero que eso suceda, allí adónde va —me mostró la cápsula
en cuyo interior me encontraba. Un simple cilindro de una especie de vidrio
metalizado. Nada más que eso—. Posee cápsulas de oxígeno comprimido, para
respirar en cualquier zona de vacío. Un cinturón gravitador, capaz de mantenerle en
gravitación artificial o suspenderle en el vacío, a su antojo. Un reactor individual a
fotones, capaz de graduarse para darle una velocidad y capacidad de movimiento a su
gusto, en cualquier ambiente que encuentre. Su indumentaria es térmica, pudiendo
desenvolverse en los más gélidos lugares o en climas ardientes, abrasadores, con
igual normalidad fisiológica. Y esta cápsula, proyectada a cualquier punto del
universo, por medios puramente electrónicos, superará en infinita escala la velocidad
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de la luz, puesto que la materia, descompuesta en simples electrones se proyectará al
lugar por mí escogido.
—Eso ya lo hizo antes, profesor, y algo falló, aunque fuese para bien —le recordé
—. ¿No podría suceder ahora que al recomponer mis átomos fuese solamente un
trozo de metal, un animal extraño o un hombre deforme o mutilado… si es que,
realmente, ME MATERIALIZO de nuevo?
—Imposible. No esta vez, amigo mío —rechazó él, Heno de aparente convicción
—. Es un proceso diferente. Cósmico. Una radiación a distancias intergalácticas, por
medio de un proyector que sólo puede actuar en el vacío absoluto, y que no precisa
máquina receptora, aunque pudiera suceder que la diminuta máquina que consigo
llevó mi hija en su viaje al infinito, le atrajera a usted, en su reintegración física, pero
eso resulta problemático. He perdido su rastro, ignoro dónde puede hallarse ahora, y
ello dificulta mucho la posibilidad de que se llegue a reunir con ella inmediatamente.
—¿Entonces…?
—Déjeme terminar, Adam. Es posible, sin embargo, que usted encuentre su
rastro. Y entonces tendrá en su mano el mismo poder que yo le concedo ahora: es
decir, la posibilidad de desintegrarse y proyectarse a distancia, con ciertas
limitaciones, eso sí, oprimiendo el resorte rojo de su cinturón. El lugar elegido para
materializarse de nuevo, lo habrá usted mismo señalado en un pequeño graduador
magnético que lleva consigo en uno de los bolsillos de sus ropas de astronauta.
—Entiendo todo eso —asentí—. Y… ¿y la nave? Ni siquiera parece una nave,
profesor Voss.
—No lo es. Sólo es su medio de transporte, su seguridad contra meteoritos,
radiaciones cósmicas y todo eso. Ese material le envolverá, una vez desintegrado, en
forma de radiaciones aislantes, dotadas a su vez de fuerza motriz para desplazarse y
desplazarle por inmensas distancias cósmicas.
—Sí, ahora creo entenderlo todo. Es una especie de urna protectora, de estuche de
seguridad en un viaje de billones de millas… —suspiré—. Lo que aún no entendí del
todo es el por qué… su hija está… donde está.
La expresión de Helmut Voss se nubló un instante. Luego, inclinó la cabeza
sombríamente. Sus palabras me llegaron ahogadas:
—Cuando la encuentre lo sabrá, Adam. No me pregunte ahora. Ella es la
respuesta…
—43.
Enigmáticas palabras. No me aclaraban nada, y me abrían cien puertas diferentes.
Le contemplé, pensativo. Luego, le hice la que consideraba última pregunta:
—Y… si la encuentro, profesor…, ¿debo reintegrarla a su lado?
—Sí, por favor —me dijo—. Si le es posible, hágalo. Sólo si le es humanamente
posible. Dígale que las cosas han cambiado para ella. Lo entenderá. Lo entenderá
muy bien, no lo dude.
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—Conforme —moví la cabeza, afirmativo—. Bien, profesor. Creo que todo está
claro. Pero puede que, si todo va bien, regresemos dentro de siglos. Cuando ni usted
ni nadie queden ya vivos en el mundo, ni persona alguna se acuerde de que existieron
alguna vez.
—Es muy probable, Adam. Temo que sea así. En tal caso, vaya a mi tumba.
Habrá una inscripción en ella. Mi hija entendería. ¿Algo más?
—No —negué—. Nada más. Supongo, profesor, que debo darle las gracias por
todo.
—No me las dé. Yo debo dárselas a usted, Adam. Va a hacer mucho por mí.
—Hubiera querido ayudar a los míos, a los rebeldes como yo —murmuré,
ajustando mi casco astronáutico—. Soñaba con derribar un tirano y transformar un
sistema. Pero veo que no me es posible lograrlo…
—No, no es posible. Llevaría tiempo. Demasiado tiempo. Siento no poderle
conceder su sueño, una vez aceptada la misión en las estrellas, Adam. De todos
modos, no tengo autoridad sobre usted. Le repito que puede dejarlo todo… y seguir
su lucha, sus impulsos.
—Ya tomé mi decisión, profesor. Usted me ha concedido una nueva vida. Es justo
ponerla a su servicio tal vez cuando regrese, sabré que esta tiranía fue sepultada al fin
por los hombres que sueñan con ser realmente libres. Tal vez visto a la distancia de
siglos, todo lo que ahora es trascendente me parezca trivial y ridículo. Y los tiranos,
las dictaduras, la opresión al pueblo y el abuso y corrupción del poder, sean sólo
historia. Una triste y lejana historia de siglos, que el hombre liberado habrá aprendido
ya a olvidar.
—¿Lo cree realmente así, Adam?
—No lo sé —suspiré—. Quizá piense en utopías, profesor. Pero me gusta soñar.
Es el único lujo que el hombre oprimido se puede permitir…
Un momento después, un apretón de manos sellaba nuestra despedida. La
eternidad nos esperaba a ambos, y lo sabíamos. Él, se quedaba allí, con sus pies en la
Tierra, esperando el paso inexorable de la vida.
Yo…
Yo iba hacia las estrellas. Hacia el infinito. Hacia donde el hombre jamás fue
antes. Quizá hacia mi propia eternidad, lejos de mi mundo y de mis gentes. Pero eso
no importaba ya demasiado, para un hombre oficialmente muerto y olvidado.
Cuando se produjo la dispersión atómica, la proyección fantástica de electrones
energéticos hacia el gran vacío, supe que el viaje había comenzado.
Dejé de ver, de sentir. Tuve una rara, nebulosa sensación de flotar, de remontarme
sobre mundos, estrellas y soles, hacia una negrura sin fin, hacia un boquete enorme,
oscuro y profundo, abierto en medio del girar luminoso de las grandes galaxias, de las
constelaciones y grupos estelares perdidos en el universo.
Un agujero en los astros me absorbía, me engullía. Más allá, incluso, de donde
soñara la ciencia del profesor Helmut Voss, allá en la Tierra, quizá a trillones de
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millas ahora de distancia. A miles, a millones de años luz de separación de mi ser
invisible, proyectado hacia las estrellas.
Y ese agujero cósmico me tragó, me sumergió en su oscuridad absoluta y terrible.
Creo qué entonces, sólo entonces, supe que había salvado lo que ninguna criatura
viviente alcanzó jamás ni, posiblemente, volvería a alcanzar.
Supe que había llegado más allá del universo. A otro lugar. A otra Dimensión…
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SEGUNDA CRÓNICA
IMENSIÓN IMPOSIBLE
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CAPÍTULO PRIMERO
Otra Dimensión.
Nunca hubiera sabido que eso fuese posible. Nunca lo hubiese imaginado así. En
realidad, uno nunca imagina de ninguna forma lo que está fuera de su concepto de las
cosas.
Conocí toda mi vida tres dimensiones. Como todos.
De repente… me encontraba en aquella otra zona. No sé qué zona. No sabía
dónde. Pero era otra cosa. ¿Otra Dimensión?
Sí. Sabía que sí. Algo, en un rincón de mi mente, me lo decía. El agujero… Un
agujero en las estrellas. Se hablaba de eso a veces. Yo nunca lo admití. Es lo malo de
ser matemático. Se piensa en cosas abstractas. En cifras. En ecuaciones. Hasta
entonces, la Cuarta Dimensión era sólo eso: una ecuación compleja e indescifrable.
Pero ¿estaba yo ahora en una Cuarta Dimensión… o era otra? ¿Una Quinta, una
Sexta, una…?
Miré a mi alrededor. Respiré algo que ni siquiera era aire. Ni oxígeno puro. Quizá
una nueva atmósfera.
Aquella atmósfera pareció aligerar mis pulmones. Y mi mente. Miré en derredor
con una nueva idea de las cosas, insuflado de un extraño optimismo, de una euforia
inquietante. Estaba seguro de flotar en algo, pero… ¿realmente flotaba?
Vi mundos. Soles. Vacío. Luces. Colores. Fantasmagóricos efectos de ondas
luminosas y de cromatismos inverosímiles que yo jamás había vislumbrado antes.
Alrededor mío, algo así como un curvo muro de vidrio, me separaba de todo ello. Era
como viajar dentro de una caja cristalina. Una caja cilíndrica. Vagamente, recordé el
envoltorio de mi rara cápsula espacial, la que hiciera el profesor Voss…
¿Era lo único que me separaba de todo aquello? ¿De un universo nuevo e
ignorado? ¿De unas formas, dimensiones y materias insospechadas en algún confín
universal, más allá de todo lo alcanzado por el hombre?
Mis manos buscaban los controles de reactivación. Quería materializarme de
nuevo, estuviera donde estuviese. Pero ¿qué lugar era ése? ¿Adónde me condujo la
ciencia extraña de Helmut Voss?
Hubiera querido respuestas. Cualquier respuesta. Buena o mala. Pero no la había.
No existía ninguna. Ya no. Estaba lejos. Demasiado lejos para ello.
Presioné algo. Un resorte. La prodigiosa sucesión de formas, colores y
dimensiones pareció frenarse, distenderse, crear una espejeante imagen falsa y
deforme. Y, como un vidrio que se hace añicos, me sentí golpeado contra una
superficie que no existía. Como Alicia, al capricho de Lewis Carroll, su inefable
biógrafo y narrador, me sentí inmerso al otro lado de una pared rota por mi propio yo.
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Me sumergí en esa otra Dimensión apenas entrevista en el viaje a través del
agujero en las estrellas…
Y las cosas parecieron reventarse, estallar, hacerse añicos en torno mío. Luces,
colores y formas, fueron un carrusel delirante en mis ojos y mi cerebro,
envolviéndome, en un torbellino de serpentinas de color y distorsión increíbles e
inmateriales.
Luego, fue un abismo negro, negro como un pozo sin fin, el que me engulló,
llevándome a mundos de ensueño y de fantasía.
Pero también de terror.
Terror.
Supe que tenía miedo, cuando abrí mis ojos y las tinieblas se dispersaron, en
alguna parte de mi mente, dejándome ver algo que jamás había imaginado. Algo que
era digno del más escalofriante y aterrador concepto del miedo nunca previsto.
Porque, a pesar de saber que estaba en otro lugar, en otra Dimensión…, la
descarnada faz de la Calavera vino hacia mí. Sus dientes desnudos chocaron con mis
labios. Su boca sin forma rozó heladamente mi piel…
Supe que era el beso de la Muerte. Supe que aquel monstruo esquelético y terrible
que me acosaba, quería llevarme consigo a un mundo de sombras eternas, de tinieblas
situadas más allá de todo lo conocido, incluso más allá de la propia Ultra-Dimensión
en que creía hallarme…
—¡No! —rugí violentamente.
Y golpeé con fuerza virulenta, con brutalidad casi. Sentí que aquel rostro huesudo
crujía, se astillaba, se descomponía en fragmentos óseos, que flotaban luego en una
negrura absoluta, profunda y horrible. Una larga, hiriente carcajada, alcanzaba mis
oídos, haciéndoles auténtico daño.
La calavera de ojos vacíos y negros, se perdía en otro negro vacío sin fin, con
galaxias como fondo. Algo frío y viscoso huía de mí súbitamente, igual que un soplo
helado llegado de la propia tumba.
Luego, inesperadamente, la luz se hizo deslumbrante en torno. Unos labios
tocaron los míos dulcemente. Y supe que eran carnosos, cálidos y apasionados. Supe
que era una boca humana, plena de sensibilidad y deseo, erizando mis cabellos con
aquél solo contacto…
Abrí enormemente los ojos. La vi.
Era la más hermosa e increíble criatura jamás imaginada. Estaba inclinada sobre
mí. Tapaba mi boca con la suya. Su cuerpo sinuoso se adhería al mío.
El fondo, seguía siendo negro, inmutable, eterno…
—¿Quién…, quién eres? —musité, cuando nuestras bocas dejaron de apretarse.
Ella me miró. Tenía ojos extraños. Sorprendentes. Hubiera jurado que en ellos se
mezclaba un tono violeta, con destellos dorados…
—No te importa —susurró—. No debe importarte. No preguntes…
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—No quisiera hacerlo —susurré, cuando ella dejó de besarme nuevamente—.
Pero… ¿quién eres en realidad? Sé que no podría vivir sin una respuesta…
Ella dejó de oprimir mi boca con sus labios carnosos y ardientes. De repente, su
mirada tuvo matices de lejanía, sus pupilas luz y oscuridad de siglos…
—No debiste insistir —susurró—. Pero, puesto que quieres saberlo… te diré que
soy alguien a quien jamás debiste encontrar. Porque yo, viajero de las estrellas, yo…
NO EXISTO.
—¿Qué? —murmuré, asombrado, sin entender nada de cuánto decía.
—No existo… porque todavía NO HE NACIDO. Faltan años, siglos, centurias…
para que yo sea mujer y pueda ser amada por ti. ¿Entiendes ahora? No debiste
saber… Es un amor imposible… separado por millones de años, querido… Nunca.
¡Nunca me encontrarás, ni siquiera en la Otra Dimensión!
Y, como si eso pudiera ser cierto, unos ojos violeta y oro, se perdieron en unas
formas confusas, turbias, doradas y púrpura, hasta parecer estrellas lejanas, en un
abismo cósmico.
Y un rostro hermoso, el más bello e increíble que jamás conocí, dejó de ser real,
de existir ante mis ojos.
En su lugar, una hueca risa sarcástica flotó en el vacío inmenso que me rodeaba.
Y de nuevo volvió a mí la efigie terrible de la calavera. Una calavera amarillenta
y horrenda, surgida de las sombras de… ¿de dónde?
Cuando sus dientes descarnados rozaron mi boca, sentí náuseas. Y creo que
vomité.
* * *
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confidencial y amiga. Pero algo en ella me decía que no había que considerarla
demasiado amiga, después de todo…
—¿Por qué no? —repliqué—. Siempre que se pregunta, se encuentra una
respuesta, la que sea.
—¿Y si esa respuesta no gusta?
—No importa. Si es la verdad, debe aceptarse. Con todo lo bueno y lo malo que
ello traiga consigo.
—Está bien —suspiró la voz—. Te lo diré. Estás demasiado lejos.
—Demasiado lejos…, ¿de dónde?
—De todo.
—¿Qué es todo? —insistí.
—Justamente eso —rió la Voz—. Todo. Sólo estás oyendo voces. Notando
sensaciones. Vives cosas que no existen realmente aquí. Donde estás ahora, no hay
materia. No hay formas. Es…, es otra Dimensión. El Hombre nunca llegó aquí.
—Mientes —repliqué.
—¿Cómo has dicho?
—Mientes —suspiré—. Alguien llegó hasta aquí. Antes que yo.
—¿Quién?
—No era un hombre, sino una mujer. Pero tú hablaste del Hombre como elemento
vital, no por su sexo. ¿Me equivoco? Una pausa. Alrededor mío, vapores de
oscuridad, de silencio y de vacío, se enroscaban en una Nada absoluta. De alguna
parte, cerca o lejos —¿existe la distancia en la Nada?—, me llegó aquella voz extraña
y profunda:
—No te equivocas. Hay náufragos del espacio. Recalaron aquí en otros tiempos.
Los siglos no representan mucho para nosotros…
—¿Náufragos del espacio? No entiendo eso muy bien —busqué en vano el origen
de aquella voz de otros mundos, entre los vahos luminosos de un espacio diferente,
casi psicodélico a fuerza de cambios de luces, colores y masas.
—Hay viajeros del pasado…, del presente… y del futuro —me respondieron.
—¿El futuro? —repetí, atónito.
—Eso es: el futuro. Los que aún no son. Ni existen. ¿Qué importa para nosotros
todo eso, si estamos al margen del Tiempo que entendéis los del Universo
tridimensional?
—No busco el futuro —repliqué ásperamente—. Sólo el presente. O un inmediato
pasado. Busco a una mujer.
—¿Una mujer? —la voz me llegó, riente, sardónica casi—. Ya conociste a una. Te
besó hace poco…
—La Muerte… —me estremecí—. No, no esa clase de mujer…
—La Muerte es una Dama que sólo en vuestros mundos es temida —se burló de
mí aquel insondable personaje situado lejos de mi visual, de mi percepción física—.
Aquí significa mucho menos…
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—Quizá. Pero soy humano. Temo morir. Aunque en una ocasión ya estuve
muerto…
—Tal vez por eso te besó… —una risa extraña, fantástica, retumbó en ámbitos
informes e indefinibles, acaso como rebotando en muros que no existieron jamás—.
Sí, no hay duda. Eres un hombre besado, mimado por la Muerte… Yo, sin embargo,
me refería a otras mujeres…
—¿Otras? ¿Quiénes? —me interesé vivamente.
—Nunca se sabe… Quizá mujeres que aún no. Nacieron…
—Yo busco algo diferente. Mujeres que sí nacieron. Una, sobre todas. Se perdió
en el Universo. Puede que penetrara en el agujero en las estrellas. Puede que esté
aquí…
—¿Aquí? —dudó la voz fantástica—. ¿Por qué?
—No lo sé. Sólo lo pregunto. Sólo busco. Quiero saber…, encontrar…
—Muy bien —dijo mi interlocutor invisible—. Busca. Trata de saber. Trata de
encontrar. Yo no quiero ser un obstáculo en tu búsqueda. Pero tampoco puedo
ayudarte en nada. ¡Busca, Hombre! Busca… La recompensa debes hallarla por tu
propio esfuerzo. Puesto que llegaste hasta aquí, sigue buscando… Yo no trataré de
interponerme en tu camino. No te beneficiaré. Pero tampoco te pondré obstáculos…
—¿Y tú… tú quién eres? —quise saber.
Sólo me respondió una larga, hueca, lejana carcajada, perdiéndose en remotos
abismos sin dimensión ni forma.
—Te asombrarías si lo supieras, Hombre… —fue lo último que oí decir al ser a
quien jamás llegué a ver, ni siquiera más allá del Universo.
Y, de súbito, todo se clarificó en torno mío. Huyeron vahos de luz y color, volutas
de increíble cromatismo y densidad luminosa. Como absorbidos por algo
inconmensurable y fabuloso, que estaba por encima de todo lo humano y material.
Me encontré flotando. Flotando con mi extraña nave cristalina, cilíndrica. Flotando
en una negrura total, sin estrellas ni nebulosas, sin luces ni puntos de referencia.
Pero delante mío, súbitamente, vi algo.
Algo que se movía. Una nave. Una nave perdida. Flotante. Desgarrada. Como un
navío en naufragio cósmico, por los mares de sombra del vacío. De un ámbito
situado… más allá del Cosmos, más lejos de todo lo conocido, lo explorado, lo
imaginable…
Había unos elementales cuadros de mandos ante mí, para ser pulsados en el viaje
intergaláctico al que me enviara el profesor Helmut Voss, allá en la Vía Láctea, en un
pequeño planeta de un diminuto sistema solar… Pulsé unas teclas. Sabía lo que iban a
responderme las diminutas computadoras de a bordo. Estaba en la Cuarta o la Quinta
Dimensión. En el Ultracosmos. En el Otro Universo…
Error. Profundo y sorprendente error humano. No era ésa la respuesta electrónica.
No fue eso lo que me dijo mi pequeña computadora al ser interrogada.
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—Ésta es la Dimensión Cero —me informó la máquina de a bordo, con precisión
matemática, a través de una diminuta pantalla fluorescente—. Informe exacto: no hay
dimensión alguna. NINGUNA Dimensión. Éste es un Universo sin formas ni materia,
más allá de los límites cósmicos…
Me quedé petrificado. Vacilante. Sin saber qué hacer, qué decir, qué preguntar. Ni
siquiera qué pensar…
Entonces sonó la voz a mi espalda:
—Hola, Adam. ¿Qué va a ocurrir ahora?
Me volví, con un escalofrío de horror. Ni siquiera sabía qué iba a encontrar…
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CAPÍTULO II
Lo último que uno espera encontrarse en un lugar así, es justamente lo que yo vi ante
mis atónitos ojos, empezando a preguntarme si mis sentidos conservaban el adecuado
equilibrio.
Ella pareció entenderlo. Pareció leer mis pensamientos. Y respondió a ellos.
Porque ella era, naturalmente… una mujer. La más hermosa que jamás imaginé…
Su respuesta retumbó en mis oídos como un eco lejano, casi musical e increíble:
—No, no tengas miedo. Estoy aquí, contigo… Es como si hubiera estado
esperándote durante siglos. Y, sin embargo…
Dejó en el aire sus palabras. Miré la nave desgarrada e inmóvil, que flotaba frente
a mí en la negrura de lo Eterno. Recordé vagas palabras, frases de unos y de otros:
«Sé que nunca, nunca, será hallada. Pero es mi hija…». «La Calavera no es la
Muerte. Sólo lo que queda de ella…». «Otras mujeres te besaron. Quizá algunas que
no nacieron»…
Aquella mujer podía ser cualquiera. Cualquier cosa. La hija de Voss, perdida en el
Universo. La Muerte. O alguien que no había nacido…
—¿Quién eres? —quise saber—. ¿Quién, realmente?
—Es una respuesta difícil, Adam —murmuró ella—. ¿Quién quieres que sea?
Miré sus ojos dorados, su cabello azul, su piel de extraña tonalidad de alabastro.
Sacudí la cabeza, desorientado. Hubiera querido decir muchas cosas. Pero aquella
criatura, aquella mujer casi evanescente, dentro de mi propia cápsula, como surgida
por arte de magia, me hizo pensar en algo inquietante y tremendo.
—No lo sé… —confesé—. Pero me parece que vienes de otros mundos, de otros
tiempos… No, no quisiera creerlo. Sin embargo, juraría que…, que llegas del futuro.
No sé de qué lugar de ese futuro, pero de un sitio donde me sería imposible
encontrarte, fuera de este ámbito que nos rodea…
Ella me miró. Se echó a reír. Sus cabellos azules se agitaron como soplos de cielo
perdido en el abismo cósmico para siempre. Luego, se aproximó a mí y susurró:
—Sí, es cierto… Soy alguien que ni siquiera ha nacido aún para ti…, pero que ya
estoy muerta, olvidada en la noche de los siglos… —sus labios me rozaron con un
helado soplo, y tuve la rara intuición de que la propia Muerte volvía a besarme en el
umbral de lo Desconocido, Luego, empezó a diluirse, como una simple visión
fantasmal, y oí entre sus risas unas pocas palabras, muy pocas, difuminándose en el
silencio eterno de lo vacío, de lo que ni siquiera era nada—: Búscame, Adam…
Búscame, y tal vez me encuentres a tiempo… Estamos por encima de los siglos, por
encima de todo. Busca… Busca en esa nave que flota ante ti, muerta y rota durante
siglos enteros…
Se acabó de disolver. Me quedé solo en mi nave cilíndrica, vidriosa.
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Algo, una fuerza inexplicable, casi telúrica, me conducía hacia la extraña nave
alargada y blanca, destrozada, como un residuo de un naufragio sideral en los
abismos de un Cosmos diferente e ignoto, frente a mí.
¿Era la mujer de cabellos azules y ojos de oro? No podía saberlo. Pero seguí
moviéndome en esa dirección.
Seguí avanzando.
Y, de repente…
De repente, como sucede en los sueños, me encontré con que había llegado a mi
destino. Estaba dentro de la nave silenciosa, perdida en la nada.
Delante de una serie de cápsulas ovoides, cristalinas… conteniendo cadáveres.
Cadáveres rugosos y descompuestos, con atavíos espaciales de extraño color que
nunca viera antes de ahora. A mi alrededor, todo era blanco, aséptico y como
plastificado. Roto también. Desgarrado. Con enormes huecos asomados al vacío,
entre jirones de material y fondos de negrura eterna.
Era la Nave.
La miré, absorto. Descubrí increíbles formas y elementos desconocidos para mí.
El Futuro.
Sí, el Futuro…
Era evidente que venía de allí. De alguna parte, en tiempos que aún no habían
llegado. De un confín de los inmensos confines siderales. O del más allá nunca
explorado ni imaginado…
Jamás vi ni imaginé una nave parecida. Poseía una serie de engranajes y
mecanismos fabulosamente perfectos. Pero todo estaba averiado, maltrecho,
destrozado. Había frío en mi derredor. Frío de metal rasgado, de vacío, de silencio
cósmico, de muerte y de caos total.
Aquellos astronautas muertos, me causaron pavor. Eran cadáveres de siglos.
Difuntos de otro Tiempo y Espacio, estaba seguro. Sólo aquella «elipse» citada por el
profesor Voss me permitía vivir un momento que, quizá, ni siquiera se había
producido aún…
Quise comprobarlo, pese a todo. Me detuve ante una de las cápsulas funerarias de
a bordo. Un viento helado parecía venir de todas partes. Pero no se movía nada a
bordo. No había sino una luminosidad tenue, procedente de tableros electrónicos en
funcionamiento automático. Y más allá, oscuridad. Vacío. Un abismo de centurias.
De cientos de millones de centurias y de años luz. Y en alguna parte, una abertura
hermética, cerrada ya a todo regreso.
La puerta, el agujero en las estrellas…
Hice funcionar mi computadora especial del cinturón. Vi deslizarse cifras verdes,
fosforescentes, en un rectángulo luminoso de mi cintura. Leí cifras mareantes, en
vertiginosa sucesión. Luego, de repente, la terrible, demoledora respuesta. Fría,
matemática. Con la rigidez glacial de todo lo puramente matemático.
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«SIGLO CIEN DE LA ERA CRISTIANA TERRESTRE. AÑO 9857: LUGAR:
ULTRACOSMOS…».
Ultracosmos… Año 9857…
Me estremecí. Lo había logrado. El gran sueño de Helmut Voss. Espacio-Tiempo.
Una elipse sin principio ni fin. Una curvatura en el Universo, Otra Dimensión, sin
duda…
Y, de repente, algo me horrorizó. Contemplé la momia que reposaba en aquella
urna cristalina, ante mí. Creí reconocer el ajado uniforme naranja luminoso, el cabello
azulado, el rostro de piel de alabastro, los ojos de oro, ahora abiertos y vidriosos…
—¡Ella! —gemí, tambaleante, apoyándome en uno de aquéllos blancos muros
plásticos, desgarrados, entre los que me encontrara súbitamente, como el personaje de
un sueño que prescinde de molestos desplazamientos en su mundo onírico e
inmaterial—. Es ella…
Era ella. Ella. La misma hermosísima, misteriosa criatura que, hablara conmigo
poco antes, a bordo de mi extraña, ligera nave cósmica. ¿Desdoblamiento? ¿Espíritu
y cuerpo? ¿Proyección telepática? ¿Sueño, imaginación, mutación entre la vida y la
muerte?
Para mí, no había nacido siquiera. Le faltaban miles de años para ello. También a
su nave, sin duda alguna. Y, sin embargo, la nave estaba rota, destrozada, flotando en
la nada total. Yo… ¿yo dónde estaba? Y, sobre todo, ¿cuándo estaba viviendo ahora?
—Muchacha… —susurré, inclinándome hacia ella. Me arrodillé en el suelo
blanco de la nave aséptica. Clavé mis ojos en una momia de siglos, que alguna vez
fue la hermosa mujer con quien me encontré unos momentos, en mi viaje
intergaláctico—. Muchacha, seas quien seas, estés donde estés ahora… nos hemos
encontrado. Quizá más allá de la vida y de la muerte, pero… ¿en qué lugar,
exactamente? ¿Por qué tuvimos que encontrarnos, separados por tanto tiempo y tanta
distancia? ¿Por qué tú y yo… quienquiera que seas, muchacha maravillosa?
Cerré mis ojos, angustiado. Oprimí con mis dedos aquella urna de material
vidrioso, donde yacía la momia de una remota mujer, muerta en el vacío estelar, sólo
Dios sabía víctima de qué mal o infortunio, como su nave majestuosa había sido
destruida por algún cataclismo insospechado de los espacios situados más allá de las
estrellas…
La presión de aquella mano, sobre mi hombro, me devolvió a la realidad. Con
repentino sentimiento de incertidumbre y terror. Sabía que estaba solo a bordo de una
milenaria nave perdida en el otro Universo por donde ahora viajaba. Pero entonces…,
¿quién me estaba tocando?
—Calma —dijo una voz fría e impersonal junto a mí—. Calma. No te muevas.
No intentes nada, seas quien seas. De otro modo… morirás.
Me quedé rígido, petrificado. Eran palabras coherentes. Duras, ominosas. Pero
bien inteligibles. Un interlocutor a millones de años luz… ¡qué hablaba mi mismo
idioma!
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—¿Qué significa…? —murmuré, con un jadeo ronco, sin atreverme a girar la
cabeza.
Descubrí una mano escamosa, de dedos membranosos y horribles, apoyada en mi
hombro, como la de un monstruo. Creo que hubiera gritado con asombro y horror, de
no producirse en ese momento otro increíble prodigio, que mantuvo mi garganta seca
y silenciosa, al tiempo que fijaba mis ojos atónitos en el contenido macabro de
aquella urna de vidrio frente a mí.
¡Dentro, de la vidriosa tumba de a bordo, la momia de una hermosa mujer de
cabello azul, ojos dorados y piel de alabastro, ya NO ERA una momia, sino que
volvía a ser ELLA! Ella, mirándome con ojos dulces y luminosos, muy abiertos, con
sonrisa cautivadora, con rostro terso, juvenil, lleno de vida. Aquel mismo rostro que,
sólo un momento antes, era el de un cadáver reseco, rugoso, con siglos de silencio y
de muerte sobre sí…
La viscosa, áspera mano de escamas y dedos membranosos, me hizo girar con
violencia, apartando mi mirada de ella; Entonces sí creo que grité, lleno de horror.
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CAPÍTULO III
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cualquiera. Tu mente lo traduce e interpreta en el acto. Captas imágenes y conceptos.
Pero eres sólo un monstruo para cualquier humanoide.
—Un humanoide es un monstruo para nosotros, los Quax.
—¿Los… Quax? —repetí, mirándole muy fijamente.
—Sí. Los Quax, Una superraza. Algún día llegaremos a todas partes.
—¿Afán de conquista? ¿Belicismo?
—No —negó fríamente—. Dominio psíquico. No hace falta violencia ni guerra.
Se controla a los humanoides. Tú eres diferente. Raro.
—Sí, algo «raro» —recordé mis datos computados, tras el fenómeno radiactivo
del experimento del profesor Voss—. Y… ¿ella?
Hice un gesto hacia la urna de la gran nave blanca. El falso humanoide miró hacia
ella.
—Una mujer —dijo—. Humanoide de otras galaxias. ¿Te importa?
—No lo sé. La vi muerta. Momificada. Esta nave estaba destruida, perdida…
Ahora, todo está bien, todo vive de nuevo a bordo…
—Debiste soñar —se burló mi interlocutor mutante—. O tal vez ves el futuro.
Vienes de tan lejos, que todo es posible. El Tiempo es una Dimensión más. No la más
compleja. Tal vez te retrasaste mentalmente un poco…
—¿Un poco?
—Sí. Sólo de modo psíquico. Luego, tu físico entró en su momento preciso. Eso
quiere decir que la nave será destruida. Y ella morirá. Como todos los demás…
—¿Quién provocará eso?
—Nosotros, los Quax —suspiró el hombre-pez.
—Vosotros… —le miré, casi con odio, a pesar de que me recordaba una obra
maestra de Fidias, de Mirón o de Miguel Ángel—. Entiendo. Sois una raza
destructora. Cruel.
—Siempre hay dos clases de seres. Débiles y fuertes. Nosotros somos los fuertes,
Adam.
—¿Por qué? ¿Cuál es la razón para destruir? ¿Odio a los humanoides? —reclamé.
—Es algo más profundo.
—¿Cómo qué?
—No te importa demasiado. Pero te contaré algo. Por siglos y siglos, los
humanoides gobernaron nuestro mundo. Ellos fueron los tiranos. Nosotros, los
esclavos. Toda tiranía tiene su fin.
—Tal vez sea así en vuestro mundo, no en el mío —suspiré, evocando lejanos
recuerdos—. De todos modos… sé que nadie es nunca enteramente bueno ni
radicalmente malo. El maniqueísmo lo ha creado el hombre. La xenofobia, también.
Creí que aquí sería diferente…
—Esta nave fue lanzada al espacio para aniquilarnos —me explicó el Quax—.
Son soldados espaciales. Aniquiladores de otras razas. No son culpables. Cumplen
órdenes. Pero debemos defendernos.
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—¿Matando?
—Matando, si es preciso —unos falsos ojos azules, que no podían hacerme
olvidar aquellos otros redondos, abultados y monstruosos, se fijaron en mí—. ¿De
qué lado vas a estar?
—No lo sé —sonreía duramente—. Pero siempre me gustó estar del lado de quien
perdía, del más débil.
—Muy bien —señaló las urnas—. Entonces, serán ellos… y tú. Has debido ver tu
propio futuro. Muerto, destruido a bordo de esta nave…
—Tal vez el futuro pueda cambiarse, alterarse.
—Imposible. Si lo has vivido, si pasaste por él… es que será así. Nadie puede
alterar lo que ha de ocurrir.
—No lo sé. Algo me trajo aquí. Puedo morir, es cierto. Pero lo intentaré evitar por
todos los medios. Contra vosotros, los Quax, y contra quien sea. Esa mujer me pidió
ayuda, lo sé. Desde el futuro, desde donde fuese… Y yo se la prestaré.
—Será inútil —me avisó—. El pasado, nadie lo cambia si viaja hacia atrás. El
futuro tampoco, si antes ha visto cómo será…
—Quizá mi visión psíquica era un error. O una advertencia —reí duramente—.
Voy a luchar por esta gente. Por esta nave. No sé por qué…, pero lo haré. Contra ti y
contra quien sea, Quax.
—Los Quax somos muchos… ¡muchos! —me avisó malignamente.
Le vi hacer un gesto. Sólo un gesto.
Y, repentinamente, toda la nave se invadió de monstruos escamosos, de seres
como peces reptantes, anfibios de facciones abominables… Brotaban de todas partes.
De todos los tamaños. Eran como moscas, pequeños pájaros, enanos o reptiles. Me
rodearon, sibilantes, en una especie de dantesca nube amenazadora.
—¡Matad! —rugió el Quax, dejando de mostrar su falsa personalidad humana—.
¡Matad!…
Y se lanzaron sobre mí en oleada, para aniquilarme.
Desde dentro de la urna de vidrio inmediata, me llegó un agudo grito de mujer. Y
como una súplica terrible y desgarradora:
—¡No, no! ¡No puedes ceder, no puedes morir! ¡Alguien te envió para salvarnos!
…
Contactos viscosos, fríos, de escamosas formas, me envolvieron en una red
mortífera. No supe qué hacer de momento. Luego…
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CAPÍTULO IV
Luego, reaccioné. Recordé que era Adam Cyborg, no Adam Starr simplemente.
Supe que podía matar, destruir. Me bastaba con desearlo. Y lo deseé con todas
mis ansias. Mi mente se concentró en tremendas ondas mentales, dirigidas a mis
monstruosos agresores de todo tamaño, pero de idéntica naturaleza…
Y destruí.
Mi propio poder me horrorizó, galvanizando mis impulsos aniquiladores. Vi caer
en torno mío cuerpos destrozados, formas aplastadas o informes, entre chirridos de
algo que, sin duda, era el dolor físico de los mutantes llamados Quax.
Los había aplastado, pulverizado, hecho trizas en pleno aire, con sólo desearlo.
Era un poder terrible. Ahora comprendía por qué era mitad hombre, mitad máquina.
La radiación hizo de mí un auténtico monstruo viviente. Un humano devastador, si
realmente deseaba serlo.
En apenas unos instantes una bandada de Quax había sido demolida con sólo
centrar mi mente en el deseo de destruir. Sólo esperaba que fuese justo, que mi poder
aniquilador no estuviera nunca al servicio de un interés indigno o bastardo.
Miré hacia la urna de vidrio donde reposaba la mujer de cabellos azules, temiendo
que todo hubiera sido un sueño, que la altiva nave blanca estuviera desgarrada, que
sólo hubiese cadáveres a bordo.
No era así. Ella, la mujer misteriosa, me contemplaba con sus increíbles ojos
dorados. Se irguió en su cápsula, y la tapa de ésta cedió automáticamente,
deslizándose en silencio. Salió de ella. Me tendió sus manos. Las oprimí. Eran manos
marfileñas, largas, sensitivas, frías y delicadas.
—Gracias —susurró—. Has roto las profecías.
—¿Las profecías? —dudé.
—Has alterado el transcurso de nuestro Tiempo. Estaba escrito que pereceríamos
a manos de una legión de Quax. Sólo una fuerza de otros mundos podría impedirlo.
Tú lo hiciste…
—Quienquiera que sea, te vi ya una vez en mi nave… —murmuré.
—Sí —asintió ella dulcemente—. De ello hace años ya…
—Quienquiera que seas, te vi ya una vez en mi nave… destruida.
—Para ello faltaban años también. Siglos, quizá. Pero has roto la armonía
Tiempo-Espacio en nuestra Dimensión. No sé lo que ello pueda traer consigo. Nos
salvaste la vida a mí y a mis compañeros de viaje astral, pero…
—Pero… ¿qué? —la miré, preocupado por su modo de dejar la frase en el aire.
—Pero dijeron que eso traería consigo alteraciones más profundas. Un caos
dimensional… No sé a lo que podían referirse, pero quizá no sea justo que fuerza
alguna cambie lo que está trazado de antemano…
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—No podía permitir verte ahí sin vida, mujer… ¿Cuál es tu nombre? —inquirí,
con voz grave, sin dejar de mirarla.
—Mi nombre… —aquellos ojos dorados me sonrieron enigmáticamente, como
un mensaje de ternura a través de todos los espacios y tiempos, conocidos—. Es
simple. Fácil. Breve: Axa.
—Axa…
—Así me llamo, sí. Axa, mujer de tu Futuro. Ahora, algo nos une y hace coincidir
en otra Dimensión… En un futuro remoto, sería enviada a las estrellas con una
tripulación de hombres y mujeres, para una primera experiencia intergaláctica de mi
planeta, tan lejano del tuyo. Algo nos ha reunido aquí hoy, por encima de diferencias
temporales. Y ello ha servido para que tú nos ayudaras a sobrevivir y a romper
nuestro destino ya trazado, como viste en una anticipada visión de lo que hubiera sido
el futuro sin ti…
—Me gustaría amarte, Axa…
—Y a mí, Adam. Pero…, pero ¿nos está permitido algo así? ¿Pueden dos seres,
por encima de años-luz, de siglos de vida y de muerte, unirse para ser felices? Eso es
lo que ignoro. Un amor intergaláctico no es algo que esté al alcance de cualquiera…
Quizá ni siquiera de ti y de mí…
Asentí en silencio. La contemplé. Era fácil amar a una mujer como Axa, fuese de
donde fuese, procediera de donde procediera. Pero, como ella decía, ¿era lícito, era
posible, amar a través de Galaxias, siglos de distancia lumínica y otros abismos
profundos e insondables del Universo?
—Tienes razón —admití tras una pausa. Oprimí su mano con calor—. No
podemos saber si eso es posible, o sólo responderá a un espejismo, a una ilusión tan
pasajera como mi visión de esta nave, desgajada y rota por el vacío, con una legión
de cadáveres por tripulación… No, no podemos romper ciertas barreras puestas a los
seres que pueblan el espacio…
—Por lo menos, todavía no —me sonrió, animosa, la enigmática Axa—. Ven,
Adam. Ven conmigo ahora, puesto que tanto te debo…
—¿Adónde? —pregunté.
—A mi mundo. Donde serás bien recibido, sin duda alguna. Esta nave podrá
conducirnos hasta allá, estoy segura…
Dudé. Un hombre, en un planeta insignificante y lejano, llamado Tierra, me había
enviado a remotos confines cósmicos con una misión concreta: encontrar a su hija.
¿Era justo desviarme de esa misión, acompañar a Axa, la hermosa Axa, a un planeta
que me era totalmente desconocido, pero donde habría sin duda humanoides como
ella y como yo?
Mi duda duró muy poco. No tuve ocasión de decidirme.
Porque súbitamente, hubo un destello cegador a bordo. Grité, al sentirme
arrancado de la mano de Axa. Ella también gritó, pronunciando mi nombre, pero
aquella luz deslumbrante nos borró a uno de la visión de otro.
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La nave se tambaleó brutalmente. Otros cosmonautas gritaron, tratando de salir de
sus urnas cristalinas. Con un gesto de mudo horror, descubrí que, realmente, tras
aquel impacto desconocido que nos golpeara brutalmente, los muros blancos de la
gran nave comenzaban a desgarrársela hacerse jirones, pareciéndose los contornos
justamente a aquella visión alucinante y terrible que yo descubriera en mi llegada a
aquel lugar ultradimensional…
Exhalé un grito desesperado, terrible, temiendo que todo fuese tal y como lo viví,
a pesar de mi lucha victoriosa y rápida contra los feroces Quax. Pero ya no me
contestó Axa. Ya no la vi ni la oí.
Me desplomé en el suelo blanco y curvado de la gran astronave intergaláctica,
mientras sus muros y techo se desgarraban, dejando ver el negro vacío absoluto…
Luego, borrosamente, una aguda carcajada demoniaca llegó a mis oídos. Y perdí
el conocimiento, como si la negrura del espacio infinito viniera a engullirme.
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TERCERA CRÓNICA
PUERTA DE DIOSES
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CAPÍTULO PRIMERO
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—No se queje. Usted es una máquina viviente… en parte —rió mi anfitrión
agudamente.
—Muy astuto —admití. Miré en torno, a las mil combinaciones de color—. Lee
en mi mente.
—Yo, no —insistió.
—Ya. La máquina —reí.
—¡Eso! —palmoteo, divertido—. La máquina… Delicioso, ¿no? Genial, digo yo.
—Tal vez sea genial —acepté, huraño, algo molesto con el hombrecillo absurdo,
con aire de geniecillo de Las Mil y Una Noches—. Usted debe saberlo mejor que yo.
¿Dónde estoy?
—¿Dónde? En mi casa. Es mi huésped.
—Ya. ¿Cuál es su casa?
—Ésta. Maravillosa, ¿no? —palmoteo, gozoso.
Empezaba a irritarme. Y creo que lo sabía, y se divertía con ello. Sacudí la
cabeza.
—¿Dónde está, realmente, su casa? —quise saber.
—¿Dónde? —se encogió de hombros—. Eso es muy relativo. Digamos que
donde usted se halla ahora.
—Genial —imité, burlón, y ahora vi que él se disgustaba. Volví a la carga por
otro lado—. ¿Y Axa?
—¿Axa? —se hizo el inocente.
—Sabe muy bien de quién hablo —corté, tajante—. Lee mis pensamientos.
Usted, o su maldita máquina. La última vez, iba a llevarme a su planeta. Y ocurrió
algo. Un artefacto debió destruir su nave. ¿Qué pasó después?
—Que usted fue traído aquí, Cyborg.
—Ya lo imagino. Pero ¿y Axa? —insistí, colérico.
—Oh, Axa… —se encogió de hombros—. Esa chica de cabello azul… Es de otro
planeta.
—No me importa de donde sea. ¿Dónde está ella ahora?
—No se enfade. Aquí también.
—¿Aquí? ¿Viva?
—Claro —rió—. Aquí, todo el mundo vive. Para siempre, Cyborg.
—¿Qué quiere decir eso de para siempre? —me inquietó.
—Venga —susurró—. Voy a mostrárselo… Sólo una parte de mi fabulosa
propiedad…
Me erguí. Él estaba en pie. Se movía como una bola, rodando grotescamente
sobre sus ridículos pies. Llegó ante un muro de arabescos de colores. Le vi apoyar sus
manos en su cuello, como si se frotara las cuerdas vocales y los tendones.
Ocurrió algo. Los colores se desplazaron vertiginosamente a ambos lados,
formando torbellinos policromados. Una especie de «puerta» se abrió en aquel muro
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que no era tal, pero que sin duda poseía más solidez que la roca viva, si una
computadora gigantesca se lo proporcionaba electrónicamente.
Él pasó, haciéndome señas de que le siguiera. Lo hice, seguro de asomar a algo
extraordinario, nada corriente. Y así fue.
Me vi flotando en el vacío, a enorme altura, sobre una especie de plataforma
circular, hecha de radiaciones luminosas y colores cambiantes. Al lado de aquella
especie de gnomo de cuento de hadas. Su risa me molestaba. Pero lo que vi era
increíble. Fantástico.
* * *
Hileras de figuras aparecían como petrificadas en una enorme explanada, muy por
debajo de nuestro nivel, hecha también de luz y de color. Figuras familiares algunas
de ellas. Hombres. Hombres de la Tierra. Y de otros planetas. De piel pálida o
broncínea. De tez azul o verdosa. Humanoides. Mutantes. Seres de otro físico y otro
cuerpo, Algunos, sin duda, habitantes de mundos jamás explorados por el Hombre.
Todos tenían algo en común. Algo que me sorprendió y sobresaltó.
Lucían trajes de vivo color. Escafandras o equipos respiratorios. En suma:
TODOS eran astronautas, de una u otra galaxia, de uno u otro mundo…
—Hay al menos dos centenares… —susurré—. Dos centenares de seres
diversos… ¿Qué son todos ellos?
—Acaba usted de deducirlo brillantemente —rió mi extraño y odioso anfitrión—.
Astronautas.
—¿De dónde?
—De todas partes. De todos los confines. Se perdieron en el espacio. Hace siglos.
O décadas. O sólo años, ¿qué importa aquí el Tiempo? Lo cierto es que vinieron a
parar aquí. Y aquí están para siempre. Algunos de ellos, dejaron su mundo hace
milenios. Si volvieran, ya nada ni nadie les sería familiar.
—Pero no pueden volver —dije roncamente—. A parte alguna. Son… son
estatuas.
—Sólo estatuas humanas —rió—. Vivientes. Puedo reactivarlos cuando quiera.
—¿Reactivarlos? —sentí un escalofrío de horror.
—Claro. Todos viven. Pero vivir eternamente, cansa a cualquiera. Están mejor
así. Quietos. Callados. En reposo. De vez en cuando, les reactivo. Evocan otros
tiempos, hablan entre sí, incluso se alimentan y hablan de volver… ¡Volver! —soltó
una aguda carcajada—. Sueñan. No pueden volver. Nunca ya.
—¿Por qué no? —pregunté roncamente—. Si viven, realmente… aún tienen una
oportunidad…
—No serviría de mucho. Aquí, el Tiempo no existe. Tampoco para ellos, puesto
que permanecen en este reducto. Pero si salieran, si se aventurasen en el espacio de
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nuevo, intentando regresar a su mundo…
—¿Qué? —indagué, tratando de poner aquello en claro, con un escalofrío al
presentir su respuesta.
—Usted ya lo imagina, mi estimado huésped —me miró sardónicamente—. Sería
como volver de la Eternidad. Se destruirían ellos mismos, se harían podredumbre,
polvo, cenizas… En realidad, debieron de haber muerto hace milenios…, pero viven
y vivirán mientras continúen aquí, en mi mansión…
—Su mansión… —repetí, alucinado, recordando vagamente en un rincón de mi
memoria a aquella hermosa criatura qué un día, al abandonar Shangri-Lha, dejó de
ser joven y bella para convertirse en una simple momia…—. ¿Cuál es, exactamente,
esta mansión? ¿En qué lugar estamos?
—¿Es que no lo ha descubierto ni imaginado aún? —soltó una suave carcajada el
hombrecillo ridículo—. Yo fui el primero en llegar aquí. Yo preparé mi propio mundo
para no vivir eternamente solo en este reducto único, donde Tiempo y Espacio no
existen…
—Pero… ¿qué sitio es? —casi grité, exasperado.
—Naturalmente, éste es… Ninguna Parte —suspiró—. ¿Lo entiende? La NADA
TOTAL. Aquí no hay formas, ni materia, ni dimensiones. Nada. Llámelo Limbo,
vacío absoluto. Lo Que No Es… Como quiera, Adam Cyborg. Pero este lugar nunca
puede ser hallado si yo no lo deseo… porque para los demás NO EXISTE. Está más
allá de toda Dimensión conocida y por conocer. Es la Isla de la Nada en el vacío. No
se puede nacer aquí. Ni morir. Ni siquiera vivir.
—Es… es imposible… —murmuré, con horror—. Un sitio así… no puede existir.
—Exacto —rió, burlón—. Por eso le dije que NO existe… Por tanto, no hay nave
capaz de llegar, ser viviente capaz de alcanzarnos… Usted… usted, mi querido
huésped, ha alcanzado la inmortalidad. La única que existe. Porque ni vive ni está
muerto. Pero ES. Siente, ve, oye… Aparte de eso, aquí sólo encontrará espectros del
pasado, del presente, del futuro… ¿Qué importa eso, si no conocemos el Tiempo?
Ahí tiene, Cyborg. Cosmonautas de todos los tiempos. Gente qué ha llegado hace
siglos. Gente que está llegando. Otra que aún está por venir… Todos ahí… PARA
SIEMPRE. Sin remedio.
—¿Sin remedio? —me estremecí, con pavor, al identificar, entre las inmóviles
figuras humanas de aquel increíble museo cósmico, fuera de todo lo conocido, la de
Axa, la hermosa muchacha de uniforme naranja, cabellos azules y ojos de oro—.
¿Qué quiere decir eso?
—Que no saldrán ya jamás de aquí. Es una trampa para TODOS nosotros,
incluido yo mismo… —suspiró mi fantástico anfitrión—. Yo… yo sería polvo,
materia destruida, apenas abandonara este santuario de Ninguna Parte… Ahora, soy
como un dios mitológico, que abre sus puertas hospitalarias a los seres perdidos en el
Cosmos…
Le miré. Roncamente, le hice mi última pregunta:
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—¿Cuál… cuál es su nombre, amigo?
—No tengo ninguno -susurró. —Y si lo tuve alguna vez, lo olvidé. Aquí no
importan nombres ni naturaleza. Aquí, todos somos iguales por una eternidad.
Atrapados por los siglos de los siglos en una trampa natural, hecha de vacío, de nada,
de ausencia de tiempo, dimensiones y formas… Un extraño vacío cósmico formado
allí donde no existe ya la Creación… Pero puede llamarme Krono. Vale igual que
otro cualquiera. Y me gusta…
—Krono… —murmuré—. Lo peor de todo es que no está engañándome. Es que
todo es cierto. Que esas pobres gentes de abajo, usted, yo… Axa… estamos atrapados
por una eternidad…
—Recuerde que aquí, todo es eterno —sonrió él afablemente—. O tal vez ni
siquiera eso. No existimos, Cyborg. Ni existiremos nunca más… aunque vivamos
milenios.
Era una paradoja absurda. Un disparate.
Pero lo malo es que era verdad. Yo sabía que era la verdad. La más terrible verdad
que nunca tuve ante mí…
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CAPÍTULO II
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—Casi lo había olvidado —susurré, apoyando mis dedos en su brazo, suavemente
—. Había venido en busca tuya, criatura… de parte de tu padre…
—¡No la toque!, —rugió una voz a mi espalda—. ¡No TOQUE a nadie!
Giré la cabeza… Le miré, sin entender bien. El pequeño, redondo, increíble
Krono, amo y señor de Ninguna Parte, deambulaba tras de mí, vigilante. Le había
enfurecido mi acción. Recordé que me había sugerido solemnemente que no rozara
siquiera a ninguno de los astronautas.
—Perdone —susurré, avergonzado de mí mismo—. No quise hacerlo…
—Bueno, por esta vez no importa —jadeó, mirándome preocupado y molesto.
Luego, rompió a reír de repente, con aquella rara y fea risa suya, que tanto me
molestaba—. Pero no olvide lo que le dije: una presión demasiado fuerte sobre
alguna de las personas ahí inmovilizadas, puede romper el equilibrio
electromagnético que crea aquí esta materia artificial en que nos movemos. Es la
misma fuerza que les permite a ellos sobrevivir. Un fallo en los circuitos de energía,
los reduciría a mucho menos que polvo. A nada. Lo que son.
Asentí, estremeciéndome. Miré de nuevo a Leilah Voss. A Axa. Nada. Sólo eso
eran…
—Me hubiera gustado hablar con ellas. Con Axa, con Leilah Voss. Con ambas.
Solamente unos minutos, Krono. Sólo eso…
—¿De veras? —frunció el ceño. Me miró, preocupado. Caminó hasta mí a
saltitos, y le vi apoyarse en una figura metálica, singular y rígida, situada no lejos de
mí. Era un simple robot. Una máquina, tan quieta y muerta como los demás. Leí su
propia tarjeta de identificación como criatura electrónica:
«FEDERACIÓN JUPITERIANA DE ASTRONÁUTICA. ROBOT FWK-228-
AS-19 R NOMBRE CONVENCIONAL: TRITÓN. PROGRAMADO PARA VIAJES
INTERGALÁCTICOS. FECHA CÓSMICA 4, 27, 05».
—Sí —asentí—. De veras me gustaría hacerlo, Krono. ¿Está prohibido?
—No es mi prisionero —rió él—. Todos lo somos aquí, en realidad. Presos del
Vacío Absoluto. De la No Existencia… Puede hacer lo que guste, siempre que no
perjudique a los demás. Le autorizo.
—¿Me autoriza?
—Sí. A hablar con ellas. Dos minutos con Axa. Tres con Leilah Voss. Es todo lo
que permite la energía acumulable sobre sus organismos para darles vida cada cierto
tiempo.
Me estremecí ante una idea horrible. Le pregunté, angustiado:
—¿Cuánto tiempo?
Su gesto, su encogimiento de hombros, fueron más elocuentes que ninguna
palabra. Me aterró la sencillez con que lo dijo:
—¿Quién sabe, Cyborg? Aquí no existe el Tiempo. No ese Tiempo que todos
conocemos. Pueden ser minutos, días, meses, años… o siglos.
—¡Siglos! —me tembló la voz. Estaba lívido y tembloroso.
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—Sí —admitió—. Para nosotros, tampoco significará mucho. Aquí no se espera.
No se vive. No hay impaciencia, porque el tiempo no pasa. Un día puede ser un
milenio.
—Y viceversa —insinué roncamente.
—Sí —convino, preocupado—… A veces, hasta lo que no existe resulta
demasiado largo…
Incliné la cabeza. Me froté las sienes para preguntarme si vivía, si estaba
despierto, consciente aún.
—¿Por qué existo yo? —pregunté—. No estoy quieto, como ellos.
—No. Aún no —sonrió apaciblemente él.
—¿Aún? —temblé.
—Eso es —su sonrisa se hizo más amplia y triste—. Es inmutable. Ley de NO
VIDA… Aquí, todos debemos dormir. Usted, yo, los demás… La resaca del Tiempo,
los pleamares del Universo dimensional, nos traerán aquí nuevos astronautas
perdidos, como náufragos en busca de una isla salvadora…
—La Isla de la Eternidad —sugerí, sombrío.
—Algo así. Es mejor que morir.
—¿Usted cree? —dudé—. Nuestro sueño puede durar siglos.
—O milenios, sí —aceptó él—. Pero al despertar, nada sabremos. Todo seguirá
igual.
—¿Y su maravillosa computadora, creadora de formas sólidas, luces y colores
corpóreos y sólidos? —le pregunté.
—Siempre funciona —rió, enigmático—. Siempre. No se preocupe por eso. Ni
por nada. Ya no tiene objeto preocuparse.
—¡Ha de haber un medio de salir de aquí, de volver a los mundos, a la vida
auténtica, Krono! —me rebelé en un aullido.
—¿De veras lo cree? —me miró escéptico, se encogió de hombros—. Bien.
Inténtelo. Busque esa salida. Fracasará. Todos fracasamos. Lo que No Existe… no
tiene límites. Ni salidas. Ni entradas.
—Por algún lugar entré yo —señalé a los inmóviles viajeros del Cosmos—. Y
ellos…
—Sí. La Puerta —suspiró—. Sólo se abre entonces. Es como un agujero en la
Nada. No se ve. No existe. Pero por él entran los perdidos del Universo… para no
salir jamás.
—Jamás… es mucho tiempo, Krono.
—Es todo el tiempo del mundo —rió él—. Pero quería hablar con ella ¿no es
cierto?
—Sí, por favor.
—Muy bien. Hablará. Ya sabe su tiempo. Ni un segundo más. Cierre sus ojos.
Obedecí, aunque me parecía ridículo. Cerré los ojos. Respiré hondo. Luego, la
voz de Krono ya no fue audible. Sólo otra vez suave, melodiosa, harto conocida para
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mí:
—Adam… Adam, volvemos a vernos…
Alcé los párpados. Axa me miraba. La miré. Al diablo el Tiempo. Y la Eternidad.
Al diablo todo eso. Axa era maravillosa. Fascinante. No importaba que a nuestro
alrededor sólo hubiera luces y colores dando forma a algo que no la tenía.
—Axa… —murmuré—. Si supieras…
—Lo sé, Cyborg —sonrió ella con ternura. Me miró profundamente—. Hubo
gente de mi mundo que me habló de algo así. Un agujero en los cielos, un conducto
hacia lo eterno… o hacia la. Nada. Veo que es la Nada.
—No pierdas el tiempo —susurré—. Sólo tenemos dos minutos. Y otros tres para
hablar con la hija del hombre que me envió aquí. Mi misión era rescatarla. Supongo
que fracasé…
Estábamos solos. En otro lugar. Al menos, no nos rodeaban los demás, con
inmovilidad de museo de cera en los confines del Universo. Axa y yo. Y teníamos
dos minutos. Sólo dos. Conté al menos quince segundos perdidos ya.
—Fracasarás —afirmó ella—. No hay salida para criaturas vivientes metidas
aquí. Hombres, máquinas o seres de otras formas de vida, ¿qué pueden importar? No
poseen fuerza para vencer los muros del Universo, para rasgar el velo entre esto y la
Dimensión real.
—Máquinas… hombres… —repetí nervioso. La miré—. ¿Estarías dispuesta a
huir, a salir de este recinto… si te lo pidiese yo y ello fuera factible?
—Hablas hipotéticamente, Adam. De todos modos, mi respuesta es… sí.
—¿Con todos los riesgos?
—Con todos. Incluso el de morir al tocar el espacio universal. No temo morir.
Prefiero eso a una espera eterna en este rincón sin dimensiones.
—Esperaba algo así —calculé: un minuto ya. Quedaba poco tiempo. Recordé que
no debía tocarla. Era peligroso. Krono podía ser antipático. Pero no era un tirano ni
un guardián. Le tenía sin cuidado que alguien intentase huir. Sabía que no era posible.
Me avisó del riesgo de dañar a sus criaturas coleccionadas en aquel oasis del desierto
negro del cielo—. Axa… —murmuré sin tocarla, pero rozando levemente sus ropas
con mis dedos.
—¿Sí? —me miró ella dulcemente.
—Axa, ¿de dónde procedes? ¿Cuál es tu mundo?
—Un planeta pequeño. De humanoides. En León…
—León… Remoto lugar del Universo. Nos separan más de quinientos millones
de años-luz.
—Lo sé —bajó la cabeza—. No puedes pensar en mí. No para un gran amor. Yo
procuro no pensarlo. El Tiempo nos ha unido caprichosamente. Y así nos separará…
si encuentras la salida de este lugar.
—¡La encontraré! —prometí, casi salvajemente.
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Axa me miró, perpleja. Contra lo que esperaba, asintió despacio con su cabeza de
azul melena color cobalto. Su voz no mostraba burla ni ironía. Sólo fe. Una terrible fe
que me asombró:
—Lo sé, Adam —dijo—. Si alguien puede sacarnos de aquí… eres tú.
Quise decirle algo más. Inútil. Repentinamente, sus facciones dulcificadas se
habían endurecido, estirado. Volvió a ser, por unos momentos, la estatua que yo
conocía.
Luego, a mis espaldas, otra voz de mujer me sobresaltó:
—Eres el enviado de mi padre, ¿verdad?
Giré la cabeza. Miré. Entre vapores luminosos, de un cromatismo fabuloso,
emergía, como entre cortinas, la hija de Helmut Voss. ¿La astronauta oficial Leilah
Vos, evadida de la Tierra tiranizada, en una supernave galáctica de su famoso padre?
—Leila… —murmuré. Volví a mirar hacia donde se hallaba Axa. Ya no la vi. No
estaba. Había desaparecido, como fundida en el vacío. Sentí un dolor amargo y
profundo—. Oh, no…
—Creo entender tus sentimientos —Leilah Voss, cabellos color miel, ojos color
tormenta terrestre, me miró profundamente—. Recuerdo la imagen de Axa. La
computadora de Krono nos facilita una especial memoria…
—¿Tú sabes…? —comencé.
—Todo —sonrió—. Papá no lo imagina. Ahora ya no existe. Pero el Tiempo es
una curva compleja. Tal vez si volviéramos a la Tierra, a nuestra Dimensión,
encontraríamos aún a papá. O él ni siquiera habría nacido.
—Volveremos —prometí.
—¿De veras? —Leilah no tenía tanta fe. Me miró, escéptica—. ¿Cómo?
—Mi nombre es Adam. Adam Starr. Tu padre me llama Adam Cyborg.
—Cyborg. ¿Eres uno de ellos?
—No, exactamente —reí—. No oculto armas misteriosas. Pero mi corazón está
metalizado. Mi cerebro, también. Mis órganos vitales, tienen una vida indefinida. Mi
sangre no admite enfermedades ni se producen hemorragias. Poseo poderes obtenidos
de una radiación casual…
—Eso te convierte casi en cyborg —suspiró.
—Sí -calculé: un minuto ya. —Pero por ahora, sirve de poco para abrir brecha en
la nada. Un cataclismo celeste destrozó una supernave. Llegué a este rincón ignoto de
la Creación, donde ni siquiera parece haber llegado la mano de Dios. Podría intentar
destruir a Krono, pero sería un crimen estúpido. Él es tan cautivo como nosotros.
Sólo que le gusta coleccionar… seres inteligentes, viajeros del espacio…
—Krono podría ayudarnos —sugirió ella—. Pero no lo hará. Precisamente por no
destruir su colección…
—No le culpó por ello. Vivir solo una eternidad, debe resultar demasiado
horrendo, incluso para Krono —musité. Algo seguía dando vueltas en mi mente. Axa
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lo había sugerido. Leilah no hizo sino corroborarlo con otro comentario—. De todos
modos, tendremos que intentarlo. Perderá dos o tres ejemplares. Eso será todo…
—No —rechazó Leilah—. No querrá. Y tú solo, nada puedes hacer…
La miré fijamente. El tiempo se agotaba. Ella volvería a ser un maniquí humano
en Ninguna Parte. Tenía que ser ahora. Ahora… o nunca.
—Basta —corté. Aferré su mano con energía—. Leilah, tu padre me hizo
responsable de esto. Y lo haremos…
Cerré mis ojos. Apreté con fuerza su mano, sin importarme peligro alguno.
Concentré mis pensamientos todos en una especie de haz o proyector de fuerza
mental hacia un lugar que yo ignoraba. Pulsé mis computadoras de cintura, para
programar urgentemente un punto Equis en la Nada.
Borrosamente, me llegaron voces. Varias voces. Primero, fue Leilah, aún sujeta a
mi mano:
—Adam… Siento… siento que me desplazo. Que me proyecto… hacia alguna
parte…
—¡Adam Cyborg! —el grito agudo, distante, venía de la boca de Axa—. ¡Lo vas
a lograr! ¡Vuelvo a ser, a sentir, a ser yo misma…! ¡Me proyecto hacia algún lugar
real…!
—¡NOOOO! —esta vez era la voz agudísima, vibrante, enfurecida, del pequeño y
cómico Krono. Una voz llena de ira, de despecho, de mal humor violento—. ¡No lo
hagas, Cyborg, o te destruiré! ¡Destruiré a todos! ¡No podéis dejarme AQUÍ! ¡No os
permitiré huir! ¡Sois míos, sois de mi colección!… ¡No, no! ¡Ahora todos… TODOS
se van, se desplazan, se evaporan!…
Un bramido terrible, ensordecedor, nos envolvió. Me sentí proyectado.
Catapultado al infinito. Rotas las cadenas invisibles, quebradas las amarras, algo en
un cielo sin luz ni materia se desgajaba, se hendía, dejando pasar un raudal de luz por
el que nuestros cuerpos, distorsionados en simples ondas de materia proyectada,
gracias a mi poder mental y mis métodos energéticos supe que iba de nuevo hacia tres
Dimensiones, hacia donde todo tenía forma y estructura.
Y conmigo, como una legión de condenados que regresaran a alguna parte,
aunque fuese a morir o a hacerse polvo de siglos en el vacío cósmico, los astronautas
coleccionados dejaban, finalmente, solo por completo a su egoísta propietario. Solo
en… en Ninguna Parte…
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EPÍLOGO DE LAS CRÓNICAS GALÁCTICAS, DE
ADAM CYBORG
RETORNO
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CAPÍTULO PRIMERO
«Diario de a bordo. Fecha Cósmica, 102, 28, 33… »Aquí termina el relato del
comandante Adam Cyborg, en vuelo de retorno al planeta Tierra, si ello es posible.
En caso contrario, perdido en el espacio para siempre, en la nave "Efeso", como la he
bautizado yo, tras salir del planeta Vulk, en León, a más de medio millón de años luz
de la Tierra…».
Adam Cyborg respiró hondo, inclinándose sobre los tableros de mando. El
Memory-Video de a bordo, seguía registrando sus informaciones pausadas y
tranquilas, el relato de un hombre asombroso, que alcanzó lo que ser humano
alcanzaría jamás.
Otros Universos. Otras Dimensiones. Un planeta remoto, en la Galaxia del León.
Y… Ninguna Parte.
»Cierro mi informe especial, para quien pueda leerlo y traducirlo, cuando ya el
planeta Vulk queda muy atrás. Pero mi grado de comandante de la nave "Efeso", en
periplo espacial hacia el planeta Tierra, por agotamiento energético de mi proyector
de materia, sigue en vigor. Tritón, un robot, me acompaña. Fue otro de los que
abandonaron el Museo del Ultra Cosmos, y nada ni nadie lo separó de mí.
»Muchos astronautas allí "coleccionados" murieron o se disolvieron en el espacio,
al volver a su dimensión natural. Habían vivido demasiados siglos donde no
transcurría jamás el tiempo. »Axa se quedó también en su mundo. Dulce y
maravillosa Axa… Su pueblo, libre de los horribles Quax, agradeció su destrucción
ofreciéndome honores, nombrándome comandante de su flota espacial. Axa también
fue conmigo la más dulce de las anfitrionas… »Pero todo eso queda atrás. Muy atrás.
La nave "Efeso" sigue hacia el planeta Tierra, con su computadora programada
conforme a las leyes internacionales del espacio. »No sé si alguna vez llegaré al final
de mi destino. Estoy cansado. Cansado de viajar, de recorrer galaxias durante años.
Cientos de años… »Me pregunto: ¿qué será ahora del planeta Tierra? ¿Qué de sus
gobernantes, de su vieja tiranía, del profesor Voss?… »El profesor… »Él va a llevarse
la peor de las decepciones. La más honda y terrible. Leilah, su hija, no estará nunca a
su lado. La perdí en mi viaje de retorno al Universo tridimensional. Sentí apenas
cómo su mano abandonaba la mía, apenas volvimos a cruzar el agujero estelar hacia
aquel Ultra Cosmos insospechado, más allá del muro invisible e impalpable de
nuestras dimensiones conocidas.
»Leilah Voss… Pobre criatura. Perdida. Perdida para siempre en el espacio…
»Claro que… ¿qué podrá importarle ya a su padre, el profesor Voss, que ella no
regrese conmigo? Ya ni siquiera existirá. Su tumba, su mensaje paterno, de poco
valdrían para Leilah ahora.
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«El Tiempo circular es una realidad. Pero sé que estos cientos de años cósmicos
que apenas si fueron para mí semanas, significarán quizá cientos de siglos para el
planeta Tierra. Cuando lo alcance, acaso ya ni exista la raza humana. O lo que haya
allí, me cause tanto asombro como si aterrizase en un planeta nuevo, desconocido e
increíble. »No sé si eso llegará a ocurrir. No sé siquiera si volveré a alguna parte. Por
eso, en este viaje que puede terminar en cualquier momento, con la sola compañía de
mi fiel Tritón, no demasiado ampliamente programado para ser un buen conversador,
pero sí un excelente amigo y camarada de viaje, dejo aquí redactadas en el vídeo
provisto de memoria reproductora, todo cuanto yo, Adam Starr, condenado a muerte
por los tiranos de la Tierra, ejecutado como rebelde por un régimen tiránico y
dictatorial, he vivido como tal… y luego como Adam Cyborg, casi un
superhombre…
«Termino este relato ahora. Cierro mi informe especial, a la hora y fecha galáctica
8:35 de 102, 28, 33…
«Firmado: Adam Cyborg. Comandante de vuelo de la nave de Vulk, planeta de
León, llamada "Efeso". Esto es todo… Termino y cierro».
Lo hizo así. Suspiró, retrepándose, Miró con fijeza al fiel Tritón, su amigo
cibernético.
—Tal vez hiciste mal negocio en subir conmigo a esta nave —señaló—. ¿Por qué
lo hiciste?
—Estaba condenado. Yo no envejezco. Liberado de allí, mi obligación era
servirte.
—¿Por toda mi vida?
—Por toda tu vida —asintió Tritón amablemente, con su voz metálica e
inexpresiva.
—Ya —resopló Cyborg—. Axa hubiera sido mejor compañía, ¿lo sabes, verdad?
—Claro. Pero Axa no sobreviviría a un viaje así. Tú lo sabías. Su sitio estaba en
Vulk. Como el tuyo está en la Tierra.
—Vulk… y la Tierra. Demasiada distancia. Nunca volverá nadie a recorrerla.
—Tal vez sea mejor así.
—¡Maldito montón de hojalata…! —se irritó Adam—. ¿Por qué hablas así?
—Tú seguirás pensando en Axa. Durante mucho tiempo. Quizá años enteros.
Pero conocerás a otra mujer. De tu mundo. Ella te hará feliz. Y al final, hasta el
recuerdo morirá. Axa dejará de ser tu nostalgia intergaláctica.
—¡Nunca!
—Nunca, es mucho tiempo, Cyborg —suspiró el robot casi con humanidad—.
Esto no es Ninguna Parte. Aquí, la vida pasa. Se vive y se muere.
—Vivir y morir… No me asusta. Lo deseaba. Cualquier cosa es mejor que no ser
nada.
—Te lo repito: te espera alguna mujer en algún sitio. Será tu esposa. Y Axa será
ese gran imposible con el que todos los hombres sueñan alguna vez…
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Le miró, molesto. Tritón tenía a veces cosas de ser humano. Era demasiado
perfecto para ser una máquina. Y demasiado irritante también.
—No —negó—. No lo creo. Hablas por hablar. Ni siquiera podemos regresar…
—Te equivocas —los ojos electrónicos de Tritón centellearon—. Mis circuitos
me avisan. Hay una absorción molecular. Se vuelve atómica. Algo nos atrae. Nos
disuelve… para llevarnos a algún sitio donde nos esperan…
Adam no pudo responder nada. Súbitamente, sintió que su cuerpo todo se
desgajaba, se hacía añicos, como una estatua de vidrio. Luego, era sólo polvo.
Después, ni eso. Tritón también se disolvía como una figura de azúcar en el agua…
Y la nave. Y todo lo demás…
Adam Cyborg, de repente, dejó de existir.
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CAPÍTULO II
—Profesor… ¡Usted!
—Sí, Adam. Yo mismo… ¿Sorprendido? —la sonrisa suave de Voss le sobresaltó,
al inclinar su rostro hacia él.
—Sí, mucho… —se agitó, confuso—. No ha sucedido nada, ¿verdad? Nada de
cuánto soñé… Todo ha sido una pesadilla. Con momentos felices y momentos
horribles…
—No, Adam. No ha sido una pesadilla —rechazó Voss vivamente.
—¿Qué?
—No, no se impaciente. Repose. Lo necesita su cuerpo, recién materializado con
un receptor de materia muy perfeccionado y poderoso…
—Pero usted dijo que…
—¿Que no era un sueño? Y es la verdad. He leído su diario de a bordo. Sé lo que
vivió en lugares adónde nadie más llegará ya nunca…
—Pero… ¡pero este lugar es el mismo! —jadeó Cyborg incorporándose, atónito,
mirando al laboratorio subterráneo, a los mecanismos propiedad del científico—.
Como estaba entonces. Como si hubieran transcurrido horas o días, no cientos, miles
de años…
—Meses, para ser exactos.
—¿Meses?
—El Tiempo, Cyborg… Usted recorrió la elipse completa. Llegó virtualmente al
Fin del Tiempo, para regresar luego, en la curvatura del Espacio-Tiempo. Si no capto
su vuelo y sus pulsaciones con mi detector, tal vez nunca hubiera regresado. O
hubiese necesitado verdaderos siglos terrestres para ello…
—¿Me detectó en el espacio, a millones de años-luz de la Tierra?
—Las distancias importan poco para las radiaciones de la materia desintegrada.
Lo cierto es que regresó.
—¿Solo?
—No. Con su fiel camarada de vuelo —rió Voss—. El robot Tritón… Está
intacto. Funciona muy bien. Es casi humano, Adam. ¿De dónde procede?
—No lo sé. Nunca lo dijo. Guarda sus secretos. Deambulando por el espacio, fue
captado por Krono, en su santuario de la Nada…
—Bueno, eso poco importa, a fin de cuentas. Tritón se quedará aquí y será tan
excelente mecanismo pensante como lo fue en el espacio exterior… Todo acaba bien,
Adam.
—¿Todo? —Adam contempló con asombro al profesor—. Señor, usted olvida
muchas cosas, según estoy viendo… La tiranía en la Tierra… la pérdida definitiva de
su hija Leilah…
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—¿Perdida definitivamente, dice? —Voss se echó a reír. Meneó negativamente la
cabeza—. Oh, no, no… Usted comete un error, Adam. Ella… ELLA HA VUELTO.
Está aquí, conmigo…
—¿Qué?
—Olvidé decirle que sus átomos dispersos fueron captados por el condensador de
materia. La trasladé a la Tierra antes que a usted… Y ella me ayudó a orientar mis
detectores hacia su posible situación en el espacio…
—Leilah… con vida… ¡No lo puedo creer!
—¿No, hombre de poca fe? —rió la voz femenina desde el fondo del laboratorio.
—¡Leilah! —Adam la contempló asombrado, al verla aparecer, con una bata de
trabajo, serena y atractiva como siempre. Parpadeó, dominando su estupor, y también
su júbilo—. Oh, Dios, es demasiado hermoso todo esto…
—Sí, tal vez lo sea… —suspiró ella, mirándole risueña—. Le debo tanto,
Adam…
—¿Deberme? Nada. Todo lo hizo su padre…
—No, Adam —negó Voss, grave el tono—. Eso no. Jamás hubiera rescatado a
Leilah sin usted… Ella estaba adónde nadie podía llegar. Usted la sacó de allí. Su
energía mental, con el poder de sus proyectores de energía, que agotó totalmente en el
esfuerzo, logró romper el muro dimensional y traerla a un plano real para mis
experiencias… De otro modo, se hubiera quedado por una eternidad en aquel museo
de la Otra Dimensión.
—Quizá, pero… hubo suerte. Eso es todo.
—Suerte… y valor. Mucho valor, Adam.
—Leilah, soy feliz de verla aquí, pero…, pero el mundo aún no es el que yo
deseo. Los dictadores, los tiranos…
—Ya empezó todo, Adam —le dijo suavemente Voss, parpadeando.
—¿Cómo?
—Empezó en su ausencia. La gente empieza a reaccionar. Quieren abatir a los
tiranos. Está camino de lograrlo. Pero…
—Pero… ¿qué?
—Necesitan un líder. Usted puede serlo.
—¿Yo?
—El pueblo seguirá al hombre que vuelve de la Muerte. Aceptará su caudillaje.
Usted, posee medios y poder para ello. Es diferente. Tiene fuerzas incontrolables para
los demás. Úselas en bien de ese pueblo sojuzgado que tanto ama. Le aclamarán. Les
dará moral, fuerzas, seguridad…
—Sí, tal vez… —los ojos de Adam brillaron, excitados—. Es cuanto estuve
deseando. Mis poderes especiales… al servicio de un mundo mejor.
—Adelante, pues.
—Necesito reunirme con los líderes, planear la acción decisiva…
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—Venga conmigo —dijo Leilah Voss espontáneamente—. Yo le ayudaré. Yo
estoy con usted, Adam. Pertenezco también a esas fuerzas rebeldes, hermosamente
rebeldes, diría yo. Le reuniré con los dirigentes. Le ayudaré en todo.
—Sí, Leilah. Gracias. Vamos allá…
Y echó a andar con ella, notando que ahora era Leilah Voss quién apretaba con
furia y vitalidad su mano.
Recordó vagamente unas palabras extrañas del robot Tritón:
«Una mujer le esperará en la Tierra. Se unirá a ella. Y Axa sería algún día un
simple recuerdo casi, olvidado ya…».
Una mujer esperaba: Leilah… Pensó con estupor en el malicioso robot. Y hasta
creyó oír, allá en algún rincón del laboratorio, donde reposaba su cuerpo de metal y
electrones, una risita burlona y divertida, al ver salir a ambos jóvenes, rumbo a una
nueva lucha, ahora con los pies en el planeta Tierra.
La lucha por la libertad del hombre. Por la libertad del mundo.
FIN
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