Star Trek 02 - Vardeman - El Gambito de Los Klingon
Star Trek 02 - Vardeman - El Gambito de Los Klingon
Star Trek 02 - Vardeman - El Gambito de Los Klingon
Robert E. Vardeman
Star Trek/2
Vardeman, Robert E.
[The klingon gambit. Español]
El gambito de los klingon / Robert E. Vardeman ; traducción de
Diana Falcón. -- 1ª ed. -- Barcelona : Grijalbo, [1993]. -- 190 p. ;
21 cm. -- (Star trek ; 2)
Traducción de: The klingon gambit
DL B 21840-1993. -- ISBN 84-253-2040-2
I. Falcón, Diana. II. Título. III. Serie: Star Trek. Español ; 2
820(73)-31"19"
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
Continuamos cartografiando el planeta de tipo Clase-Q, llamado Delta Canaris IV. Dicho
planeta, que fue descubierto tres años después del comienzo de esta misión de cinco años,
está demostrando ser una necesaria interrupción de la rutina a la que se ve sometida la
tripulación en el espacio profundo. Las violentas olas gravitacionales que emanan del planeta
exigen que llevemos a cabo constantes correcciones orbitales, pero ese trabajo adicional
podría acabar valiendo la pena a causa de las posibilidades de vida de ese mundo. Las
lecturas de los sensores son positivas, aunque dentro de un espectro vital que indica que son
seres diferentes de todos los que ha descubierto antes la Federación. El entusiasmo de la
tripulación en muy poderoso. La moral nunca ha estado tan alta.
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
dado por descontado que se trataba de un efecto de su activa imaginación. El humor no era
algo lógico y, por encima de todo, Spock valoraba la lógica.
–Se trata de una forma de vida nueva, y es probable que sea inteligente.
–¿Probable?
–Una probabilidad del noventa y cuatro coma dos por ciento, capitán. Esas formas de vida
son apenas más grandes que una mano de usted, y tienen menos de un milímetro de espesor,
a causa de la intensa gravedad del planeta. Hemos detectado carreteras inconfundibles,
estructuras que se cree que son ciudades, e incluso indicaciones de navegación comercial
sobre un océano de amoníaco.
–¿Pero esos seres tienen solamente un milímetro de espesor?
–Menos de un milímetro. El espesor exacto fluctúa según la comida ingerida, el
movimiento y...
–Gracias, señor Spock. –Kirk suspiró–. Me gustaría saber más cosas, pero me temo que
de momento deberé dejarlo en sus capaces manos. El informe de rendimiento anual y las
notificaciones de ascenso deben llegar a la Flota Estelar dentro de muy poco tiempo. Me
encantaría que usted se encargara de redactar dichos informes, pero es un deber del capitán, y
su trabajo resultará más productivo si se dedica a estudiar a Delta Canaris IV.
–Es lógico –concedió Spock, y se volvió hacia su computadora.
Los dedos teclearon la información mientras él miraba fijamente el resplandor azulado de
la pantalla. Kirk sabía que el vulcaniano estaba perdido en un mundo de datos que cambiaba a
toda velocidad, dedicado a correlacionarlos, digerirlos y sacar hipótesis lógicas para incluirlas
en el informe final sobre el planeta.
Informes, gruñó Kirk para sí mientras se volvía para marcharse. Su vida estaba plagada
por una continua inundación de informes. Informes de estado general para el comando de la
Flota Estelar, informes de méritos, informes de utilización, informes de rendimiento... En
aquellos días, el capitán de una nave estelar tenía que ser más un contable que un
comandante.
–Señor Spock, queda usted al mando –le dijo al vulcaniano mientras se encaminaba
hacia el turboascensor.
Los movimientos del ascensor no lo afectaban como las fluctuaciones provocadas por las
ondas gravitacionales del planeta. Los muchos años que llevaba en el espacio habían hecho
que se habituara tanto a aquellos movimientos, que ya le resultaban familiares. El siseo
neumático cesó y las puertas se abrieron en la planta donde se hallaban sus habitaciones.
Apenas había llegado a su escritorio cuando recordó un problema disciplinario que había
olvidado atender antes.
–Señor Scott –dijo Kirk tras pulsar el botón del intercomunicador–, preséntese
inmediatamente en las dependencias del capitán y traiga a la primera oficial ingeniero con
usted.
Apenas había comenzado a trabajar en los informes cuando sonó el timbre de la puerta. –
Adelante.
Kirk se irguió al ver a Scott y a la primera oficial ingeniero entrar muy tiesos en la
habitación y detenerse absolutamente firmes ante él.
–Me presento según lo ordenado, señor –dijo el austero oficial escocés–, y traigo conmigo
a la primera oficial McConel.
A Kirk le resultaba difícil mirar con desagrado a la primera oficial. Era muy atractiva, y
llevaba la cabellera roja echada hacia atrás y sujeta en un pequeño moño a un lado de la
cabeza. Vio un rostro perfecto cuya única tacha era una mancha de tizne que tenía en una
mejilla, unos penetrantes ojos verdes... y una mente que era tan ágil como su esbelto cuerpo.
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–Primera oficial McConel, ¿es usted consciente de que el juego no está permitido a bordo
de esta nave?
–Sí, señor –respondió ella, con una pronunciación muy marcada de la erre, afín con la de
Scott.
–No niega usted que fue sorprendida con un elaborado equipo de juego de azar en la sala
de máquinas, ¿verdad?
–No, señor. No lo niego.
Kirk suspiró.
–Primera oficial... Heather... a mí no me importa que se juegue en la nave. Eso mantiene
ocupada a la tripulación durante los períodos de inactividad. Usted lo sabe. Todo este asunto
nunca hubiera llegado oficialmente a mi conocimiento si no hubiese usted trucado la ruleta con
ese láser. –Kirk se recostó en el respaldo de su asiento mientras intentaba no sonreír–.
Dígame, ¿cómo lo hizo?
–No fue más que una trampa insignificante, señor –respondió ella con más animación–.
La bola de la ruleta está pintada de negro. Si apenas una pizca de rayo láser toca la bola,
danzará al ritmo que yo le marque.
–Entonces fue así como... –Kirk se tragó el resto de la frase. Con frecuencia se
preguntaba cómo había podido perder una parte tan grande de su sueldo en un tiempo tan
corto como le había sucedido en el casino de Argelius II. El capitán se obligó a volver al tema
que tenía entre manos–.Primera oficial McConel, desmantelará su equipo de juego... y ese
alambique que tan astutamente escondió en el depósito de la sala de máquinas... y trabajará
en turnos consecutivos hasta que yo la descargue de ese trabajo adicional. Quizá ese trabajo
de más queme ese exceso de energía que ha estado dedicando a hacer trampas en los juegos
de azar.
–Sí, sí, señor.
–Puede marcharse. Señor Scott, desearía hablar con usted en privado.
Ambos hombres observaron a la primera oficial hasta que se marchó, balanceando el
trasero sólo lo justo mientras salía por la puerta. El poderoso suspiro de Scott le dijo a Kirk más
de lo que hubieran podido transmitirle las palabras.
–Es muy bonita, ¿no es cierto, Scotty?
–Oh, sí, capitán, ya lo creo que lo es.
–Y usted la dejó salirse con la suya en lo referente al trucaje de la ruleta. Es a usted a
quien debería poner en el turno de castigo, pero por esta vez voy a pasarlo por alto en el caso
de ambos. No constará nada en el historial de ella. No quiero que esto figure en el informe de
rendimiento de la Enterprise. Esos calienta–asientos de la Flota Estelar saltarían todos encima
de una cosa así. Sé que no van a dejar de jugar, y no deberían hacerlo, pero no quiero volver a
enterarme de nada relacionado con trampas ni trucajes. Mientras yo sea el capitán, a bordo de
esta nave se jugará en contra de las ordenanzas de forma limpia. ¿Me he expresado con
claridad?
–¡Perfectamente, señor! –La pronunciación fuerte de las erres se acentuó, y Kirk supo
que Scotty no volvería a permitir que sus sentimientos por la primera oficial interfirieran en el
cumplimiento de su deber.
–Perfecto. Ahora, olvidémonos por un momento de esos informes y tomemos una
pequeña...
El zumbido del intercomunicador de la nave lo interrumpió. Él pulsó el botón que le
permitía hablar.
–Aquí Kirk –dijo.
–Capitán, un mensaje del comando de la Flota Estelar. –Uhura parecía nerviosa.
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–Cuartel general, cuartel general. Todas las estaciones en estado de alerta roja. Repito,
estado de alerta roja –entonó Sulu, con una voz que temblaba ligeramente. Por encima del
hombro miró al capitán Kirk, que se hallaba detrás de él, sentado en su asiento, con el rostro
rígido como una máscara de intensa concentración.
–Pero, Jim –protestó Leonard McCoy, el médico de la nave–, no pueden tomarse esto en
serio. Los klingon no se atreverían a atacar a un crucero de la Federación. ¡Eso sería como
hacerle cosquillas a un toro con una pluma!
–¿Está diciéndome que el comando de la Flota Estelar nos ordenó que nos dirigiésemos
hacia aquí por error? No, Bones, la orden estaba firmada por el propio almirante Tackett.
El médico se mostró dubitativo, y luego inquirió:
–¿El jefe del estado mayor?
–El mismo. A menos que el Consejo de la Federación hubiese enviado la orden
directamente, el mensaje no podría proceder de una fuente más alta.
–¿Qué ha ocurrido, Jim? –McCoy se acercó más a Kirk para hablar con mayor
confidencialidad. El puente no parecía el lugar más adecuado para ese tipo de conversación
reservada, pero él tenía que saber qué sucedía.
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–Un informe, Bones. ¿Qué lo hizo? ¿Qué utilizaron los klingon para matar a toda una
nave de vulcanianos?
–No puedo responder a eso. Voy a transferir los cuerpos a bordo y amontonar la mayoría
de ellos como haces de leña en cámaras criógenas hasta que podamos enviarlos de vuelta a
Vulcano para que los entierren. M'Benga se encargará de practicar la autopsia de los restantes,
dado que está más familiarizado que yo con la fisiología de los vulcanianos; pero no podremos
acabar con nuestro trabajo si no deja de molestarnos.
–Transfiera a bordo un par de cadáveres y regresen todos aquí. Dejen el resto de los
cuerpos donde están y evacuen la nave. Vacíen el aire; el vacío del espacio conservará los
cuerpos tan bien como nuestras cámaras de congelación. No disponemos de tiempo suficiente
como para llevar a cabo el traslado de todos.
–Pero, Jim...
–Ahora, Bones. Hágalo ahora. Kirk fuera.
Kirk sintió que todos los ojos de sus oficiales se fijaban en él. Mientras miraba fijamente a
la pantalla visora que tenía delante, 'y con una voz tan serena como le era posible, ordenó:
–Motores de impulsión, timonel. Llévenos hasta Alnath II, y utilice la masa del planeta
como escudo para protegernos del acorazado klingon.
–¿Los atacaremos por sorpresa, señor? –preguntó Chekov, a la vez con ansiedad y
aprensión.
–Eso es lo que parece, señor Chekov. Aparentemente, ésa es nuestra única esperanza
de éxito.
–Se lo aseguro, esto no se parece a nada que yo haya visto antes –señaló el doctor
M'Benga, ante el cuerpo del vulcaniano parcialmente diseccionado y tendido sobre la mesa
destinada a ese fin–. Está en perfectas condiciones. No existe razón ninguna para que esta
persona muriese.
–¿Ninguna? –preguntó Kirk.
–Estudié en Vulcano durante cuatro años para aprender todo lo que sé, capitán Kirk.
Nunca presencié en Vulcano una muerte parecida a ésta.
–¿Señor Spock?
Kirk se volvió y miró al oficial científico. Los ojos de Spock iban y venían velozmente,
mientras estudiaban los datos impresos por la computadora de la enfermería.
–No puedo deducir absolutamente nada, capitán. El doctor M'Benga está mejor
cualificado para evaluar estos datos.
Kirk apenas podía creer lo que estaba oyendo. Spock estaba tan cerca de la perplejidad
como él jamás lo había visto hasta entonces. Todos aquellos números no significaban nada
para Kirk, pero la ignorancia iba más allá... se hacía extensiva a sus oficiales mejor
preparados.
–¿Radiación? ¿Pudo haberse tratado de alguna onda radiactiva? –insistió, con la
esperanza de obtener alguna pista sobre el arma empleada por los klingon.
–Si es así, no se trata de ninguna radiación que conozcamos –respondió el médico–. Las
células del cuerpo están en perfectas condiciones. No presentan ninguna ionización que
indique la influencia de radiaciones gamma o rayos X. El sistema nervioso central está también
perfectamente. No se detectan contusiones, lesiones ni señales de lucha. Sus muertes fueron
muy tranquilas. Cuando yo muera, me gustaría hacerlo de la misma forma.
El médico de raza negra se quedó mirando fijamente el cadáver que yacía sobre la mesa.
–Gracias, doctor. Con un poco de suerte, ninguno de nosotros partirá de este valle de
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lágrimas en un futuro inmediato. McCoy, Spock, quiero hablar con ustedes. –Kirk dejó a
M'Benga concentrado en la autopsia. Cuando se hubo apartado con los dos oficiales,
preguntó–: ¿Hay algo que señale la intervención de los klingon?
–Nada, capitán –respondió Spock–. He analizado completamente las grabaciones de la
T’pau. Nadie de a bordo mencionó siquiera en ningún momento la presencia de los klingon.
Nuestros propios registros, tomados después de la muerte de la tripulación, también carecen
de toda prueba de actividad klingon.
–¿McCoy? ¿Vio usted algo? Una sensación, un detalle insignificante, cualquier cosa?
–Nada definitivo, Jim; pero los klingon son belicosos. Todos sabemos eso. Nada les
gustaría más que destruir la Enterprise en batalla. Les gusta la guerra, y el Tratado de Paz
Organiano los ha privado de ella durante demasiados años.
–Pero, en el caso de la T’pau –protestó Kirk–, ¿hay alguna señal de que los klingon hayan
provocado la muerte de los vulcanianos?
–No, no, Jim; pero tienen que haber sido ellos quienes lo hicieron. Están en órbita
alrededor del planeta, ¿verdad? –preguntó McCoy.
–Sí, doctor, los klingon están allí, y nosotros debemos atacarlos, al parecer. Pronto.
El mando le pesaba terriblemente a James Kirk. Había estudiado los resultados de los
análisis de la nave vulcaniana. Setenta y dos muertos, ningún registro que señalara la causa
de la tragedia... y tampoco ninguna prueba que indicara la intervención de los klingon. Aquello
era lo que más le preocupaba. Estaban dentro de la zona neutral de setecientos cincuenta
parsecs impuesta por los organianos. Los klingon no podían haber atacado a una nave de la
Federación sin provocar una inmediata represalia por parte de los organianos... ¿o sí podían?
Los organianos eran pacíficos, alienígenas, poderosos, pero no infalibles. Existía la
posibilidad de que cometieran errores. Si la nueva arma klingon operaba de una forma que era
imposible de detectar para cualquier dispositivo organiano, el imperio klingon se envalentonaría
y comenzaría a atacar impunemente. La Federación de Planetas Unidos no podía correr a
llorarles a los organianos. La Federación tendría que enfrentarse con aquella amenaza. A toda
velocidad y de forma decisiva.
Y el capitán James T. Kirk era el instrumento de esa acción. Había ordenado un estricto
silencio de batalla. Ya no era posible comunicarse con el alto mando de la Flota Estelar. El más
ligero sonido subespacial alertaría a los klingon. El peso de las decisiones recaía sobre él y
sólo sobre él. El almirante Tackett había confiado aquel asunto a su completa discreción.
–Señor Chekov, informe de nuestra posición actual.
–Estamos a una distancia de cuarenta diámetros planetarios de Alnath II –respondió el
oficial navegante–. Los rayos fásicos están completamente cargados. Los torpedos de fotones
están preparados y apuntan hacia el horizonte.
Los ojos de Kirk regresaron a la pantalla de visión exterior. El planeta asomaba brillante y
luminoso; era un planeta de clase M, otra Tierra con frescas lluvias primaverales, suaves brisas
y cálida luz solar. El punto concreto del horizonte del planeta en el que aparecería la nave
klingon si mantenía la órbita computada, no tenía un aspecto distinto de cualquier otro. A una
orden suya, esa zona del espacio se llenaría de voraces rayos fásicos y una veintena de
torpedos, cada uno de los cuales bastaría para destruir la superficie entera de un planeta.
Tanto poder... y todo bajo su mando.
Sentía la tensión que lo rodeaba. Resultaba palpable, como un puño que lo hiciese
añicos. Decisión. Toda suya. Atacar a los klingon antes de que la otra nave pueda prepararse
para la batalla. Spock estaba de acuerdo en que ésa era la línea de acción más lógica. La nave
klingon era más moderna, más rápida en la maniobra y estaba mejor armada. La única ventaja
de la Enterprise residía en el factor sorpresa. Si el acorazado klingon podía ser dañado con la
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suficiente gravedad antes de que sus defensas se levantaran, la Enterprise podría sobrevivir a
la lucha. Kirk ni siquiera estaba seguro de que su nave fuese más veloz que el acorazado
enemigo.
Sacudió la cabeza para intentar sacudirse las ideas de «enemigo» y «batalla». No
existían pruebas que inculpasen a los klingon. No sabía si los klingon habían detectado
siquiera la presencia de la nave vulcaniana. Quizá M'Benga y McCoy habían pasado por alto
algún virus poco conocido. Una epidemia de increíble virulencia podría haber acabado con la
tripulación, matándolos rápidamente. Sin embargo, una abundancia de datos contradecían
aquella interpretación. ¿De dónde podría haber procedido la epidemia? No de Alnath II. El
planeta había sido clasificado como seguro por el organismo de Investigación Planetaria, todo
lo seguro que podía ser un planeta de clase M. Sin enfermedades, ni bestias peligrosas, ni
amenazas ocultas. No obstante, algo había matado a los tripulantes de la T’pau.
–Levante los escudos defensivos –ordenó–. Preparados para atacar en cuando la nave
klingon aparezca en el horizonte.
–Cuatro minutos, capitán –declaró Chekov con una voz temblorosa de emoción mal
disimulada.
Kirk sabía que Chekov era como un caballo de carreras en la línea de salida. Estaba
nervioso, expectante, inseguro de sí mismo, pero, cuando la batalla comenzase, se entregaría
a una actividad fría y a salvo de errores.
–¡Capitán! –gritó Uhura–. Estoy recibiendo una transmisión procedente de la superficie
del planeta. Declaran ser parte de la tripulación de la T pau. No, formaban parte de la
expedición científica. Están... ¡muy confundidos, señor!
–Páselo a la pantalla, teniente; y usted, señor Chekov, mantenga el dedo apartado de los
controles del rayo fásico.
De mala gana, el joven alférez se recostó en el respaldo del asiento y apartó las manos
del mortal botón del disparador.
–De todas formas, controle de cerca la posición de la nave klingon –agregó Kirk.
Miró la pantalla y vio el rostro anguloso y azulado de un andoriano que lo miraba
fijamente. Una de las antenas auditivas del alienígena se había roto durante algún mal
encuentro pasado, y eso hacía que él inclinase ligeramente la cabeza hacia el dispositivo de
comunicación.
–¿Quién está ahí? ¿Es usted, capitán Sullien? ¿Qué significa eso de abandonarnos de
esta forma tan arbitraria? ¡Respóndame!
–Señor Spock, analice e identifique.
–El andoriano es un científico de cierto renombre. El doctor Threllvon–da, un arqueólogo
que ha colaborado con otras expediciones vulcanianas. Parece estar muy turbado porque, de
alguna manera, el capitán Sullien, comandante de la T’pau, no actuó como él esperaba que lo
hiciese.
–¿Es auténtica la transmisión? ¿No se trata de un engaño de los klingon?
–Negativo, capitán. Es una transmisión auténtica.
–Uhura, póngame en comunicación con el andoriano, y mantenga la transmisión tan
reducida como le sea posible. No quiero que ninguna fuga alerte a los klingon de nuestra
presencia.
Oyó cómo algunos botones eran pulsados al ser programada la computadora de
comunicaciones para cumplir con sus deseos. Un ligero siseo señaló la apertura del canal de
transmisión hacia la superficie de Alnath II.
–¿Doctor Threllvon–da? Aquí el capitán Kirk, de la nave estelar Enterprise. ¿Corren algún
peligro?
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–¿Peligro? –chilló el andoriano–. Por supuesto que corro peligro. Siempre se corre el
peligro de que algún arribista cause daños en parte de las ruinas. Por eso necesito el equipo
de laboratorio que tengo a bordo de la T pau. i0 trae a ese grosero vulcaniano de vuelta aquí
con mi equipo, o presentaré una protesta muy contundente ante el Comité de Estudios
Interestelares!
Kirk cerró la comunicación de dos vías.
–¿Es sincero? –le preguntó a Spock.
–Me temo que sí, capitán. El doctor Threllvon–da parece estar muy trastornado por la
pérdida de su equipo. El analizador de entonación de voz ha sido programado de forma
específica para la psicología de los andorianos, y los resultados sólo muestran irritación por el
hecho de que sus investigaciones se vean momentáneamente detenidas.
Kirk volvió a abrir el canal de comunicación.
–¿Se encuentra en peligro su persona a causa de los klingon, doctor?
–No, no, son unos tipos verdaderamente asquerosos, pero no un problema real. Son
siempre muy molestos, pero los retrasos que me veo obligado a tolerar son más molestos aún.
¡Usted, el de ahí arriba, Kirk, creo que dijo que se llamaba, traiga inmediatamente aquí al
capitán Sullien!
–Me temo que eso no será muy fácil. Toda la tripulación de la T’pau está muerta. Quizá
pueda usted arrojar alguna luz sobre ese punto.
–¿Qué? ¿Nosotros, muertos? Por supuesto que no. Nosotros estamos todos bien.
–¿Hay algún vulcaniano entre los de su grupo? –preguntó Spock, deteniéndose a la
derecha de Kirk.
–No, ninguno. Somos todos andorianos, claro está. Todos científicos con la intención de
estudiar estas maravillosas ruinas. Sólo los utensilios merecerían un centenar de artículos de
investigación. Incluso ese imbécil de Thoron podrá acabar con éxito su doctorado con la tesis
que podrá escribir ahora. Nunca creí que él valiese nada, pero este descubrimiento nos
beneficiará a todos. Es...
–Doctor, por favor, ¿le importaría que lo transfiriéramos a bordo de la Enterprise?
Kirk le dirigió una mirada a Chekov, que señaló el cronómetro. La nave klingon surgiría
por el horizonte en menos de un minuto. Incluso a pesar de la insensibilidad relativa del
dispositivo sensor del acorazado, los klingon no podrían dejar de detectar a la Enterprise.
Entonces comenzaría la batalla, y se perderían todas las ventajas del factor sorpresa.
–¿Qué? ¿Marcharme de aquí? Supongo que puedo hacerlo por un rato. Al no tener mi
equipo, estamos escarbando con los dedos. Algo muy poco científico. También necesito de
forma perentoria mis cepillos ultrasónicos. Uno de esos bloques podría ser destruido al
limpiarlo de forma inadecuada, ¿comprende?
–Tenemos un invitado para transferirlo a bordo –le dijo Kirk al oficial jefe de transporte–.
Señor Sulu, ¿puede mantener la masa del planeta entre nosotros y los klingon durante al
menos unos minutos más?
–Sí, sí, señor. Tendremos que alcanzar la misma órbita que el acorazado klingon, pero
eso no será problema ninguno siempre y cuando ellos no intenten ninguna maniobra rápida.
–Hágalo, señor Sulu. –Kirk volvió a pulsar el interruptor del intercomunicador–. ¿Ya ha
transferido al andoriano a bordo, señor Kyle? –preguntó.
El oficial jefe de transporte respondió de inmediato.
–Acaba de llegar, señor.
Kirk suspiró pesadamente.
–Puede que ahora podamos averiguar qué es lo que está ocurriendo por aquí.
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Le dirigió una feroz mirada a Spock cuando el vulcaniano levantó una ceja a modo de
escéptica respuesta.
–¡Qué mundo tan agradable! –exclamó el científico, que apenas se dio cuenta de que
Spock pulsaba un botón de grabación de la computadora de la nave–. No siento más que
admiración por el equipo de reconocimiento que lo descubrió y sugirió que debía ser yo quien
examinara el descubrimiento más detenidamente. Reconocieron instantáneamente el
verdadero valor de lo que acababan de encontrar, y actuaron con asombrosa prontitud para
llamarme.
–¿De qué descubrimiento se trata, doctor?
–¡Las ruinas! Las ruinas de una civilización humanoide tremendamente avanzada.
Resulta un enigma. Sólo ha quedado una pirámide en la superficie del planeta para señalar su
paso. Es como si hubiesen erradicado todos los demás indicios de su existencia para llamar la
atención sobre esa pirámide. Miren, aquí tengo unos hologramas que le tomé.
Spock cogió la placa que le ofrecía el doctor y la deslizó dentro de la computadora que
había sobre la mesa. Se oyó un murmullo vivo, y la imagen apareció en el otro extremo de la
sala. Kirk tuvo que forzarse a respirar. A pesar de que la imagen era de escala reducida, se
sintió abrumado por la majestad de la pirámide. Las caras de ébano destellaban suavemente a
la luz amarillenta del sol, casi como absorbiendo la energía de la luz y emitiéndola nuevamente
de una forma sutilmente alterada.
–¿Cuánto mide de alto la estructura? –preguntó Spock.
–La escala está indicada en la parte inferior –replicó el científico, perdido en la imagen de
tres dimensiones de su hallazgo.
–¡Eso quiere decir que es más alta que la Enterprise! –exclamó Kirk–. Usted dice que las
gentes de este planeta construyeron la pirámide. ¿Cuándo fue eso?
–¿Se refiere a cuánto tiempo hace que la construyeron? Quizá unos cinco mil años a.p.,
antes del presente –agregó, casi como si estuviera dando una clase ante imbéciles–. Al menos
eso, y más probablemente diez milenios. Perfectamente elaborada hasta una tolerancia de
pocos micrones; y el interior es un verdadero museo de reliquias arqueológicas.
Spock le pidió a la computadora que proyectara la siguiente holografía. El interior parecía
espacioso, con un altar de piedra aislado que dominaba el centro de la cámara.
–¿Qué finalidad tenía eso? –preguntó Kirk, perdido en las maravillas del descubrimiento a
su pesar.
–No lo sabemos. No hemos tenido tiempo para estudiarlo adecuadamente. Ni siquiera
sabemos si se trataba de un altar. Tiene todas las trazas de un pedestal destinado a exponer
algo importante, pero yo no fui el primero en entrar en esa sala, ¿sabe?, sino que fueron los
vulcanianos.
–¿Los vulcanianos entraron primero en esa sala?
–Luego salieron mientras yo estaba todavía examinando la base de la pirámide. Formaron
y fueron transferidos por rayo a bordo de su nave, dejándonos solos en el planeta. –El
andoriano se puso de pie y se desplazó por el interior del holograma, examinando algunas
facetas de la imagen y riendo entre dientes para sí.
–Espere, doctor Threllvon–da. ¿Los vulcanianos se marcharon y usted entró
inmediatamente en la cámara?
–No, no, ni siquiera entonces lo hice. Estas imágenes fueron tomadas después de que
expulsáramos del lugar a los klingon.
El rostro de Kirk se endureció.
–Quizá no le importe explicarme qué ocurrió en el planeta. ¿De qué klingon está
hablando?
–Pues de los klingon que vinieron después de que se marchasen los vulcanianos. Estaba
tan ocupado instalando el campamento, que apenas me di cuenta del momento en que
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
aparecieron, transportados por el rayo de su nave. Llegaron con todos esos equipos suyos. En
el mismo momento en que advertí que traían maquinaria pesada, intenté evitar que la
utilizasen, porque podían destrozar objetos valiosos con aquellas ruedas.
–Déjeme aclarar ese punto –dijo Kirk, más confuso que antes–. Los vulcanianos entraron
en la cámara, y luego fueron transferidos de vuelta a la nave sin decirle ni una sola palabra a
usted. Luego invadieron el lugar los klingon, con maquinaria pesada de naturaleza desconocida
que fue descargada de su nave espacial.
–Supongo que eso lo resume todo. Los klingon pululaban por todo el campamento, y
algunos de ellos entraron en la cámara; pero conseguí convencerlos de que nos dejaran en
paz. Son unos tipos repelentes y desagradables, pero no resulta demasiado difícil persuadirlos.
–¿Un klingon que escucha razones en lugar de matar de forma expeditiva? Eso no es
propio de ellos. ¿Algún comentario, señor Spock?
–Es tremendamente insólito, capitán. Si ellos son los responsables de las muertes
ocurridas a bordo de la T’pau, ¿por qué iban a permitirles vivir a unos científicos desarmados
que se hallaban en la superficie del planeta?
–No puedo responder a eso. Les dije que ya había llamado a la Estación Estelar Dieciséis
para pedir ayuda. No lo había hecho, por supuesto, ya que el insignificante comunicador que
me dejó Sullien apenas alcanza hasta la órbita, y mucho menos puede atravesar el
subespacio; pero los klingon se contentaron con sus propios pasatiempos insignificantes
después de realizar un recorrido de inspección por mi campamento.
–La cuestión resulta ahora más misteriosa que antes –reflexionó Kirk–. Los klingon tienen
en órbita uno de los acorazados más poderosos de esta zona del espacio.
–Sí, lo llamaron el Terror. Un nombre muy pintoresco –dijo Threllvon–da–. También pueril.
Se ajusta a sus actividades, si tengo que decirle la verdad. Si encauzaran sus energías hacia la
investigación científica en lugar de construir artilugios mutiladores, les irían mejor las cosas.
–A todos nos irían mejor las cosas, doctor –respondió Kirk. Luego miró a Spock–. ¿Qué
conclusión saca de esto? –le preguntó–. Una nave que es incluso capaz de destruir a la
Enterprise, y el comandante klingon la deja en órbita para que cualquiera pueda encontrarla.
¿Cree que llegó siquiera a avistar la T’pau? Sus equipos de detección podrían haber pasado
por alto una nave tan pequeña.
–Sólo podemos suponer que la presunta arma es de una naturaleza tal que no depende
de los sensores de la nave para poder ser utilizada.
–¿Arma? –gritó el andoriano–. ¿Qué es todo eso de un arma? Exijo que se me entregue
mi equipo. Encuentren la T’pau... no me importa si están todos tan muertos como este
mamparo... pero tráiganme mis herramientas. Usted tiene orden de la Federación, Kirk, de
ayudar a los esfuerzos científicos. Este planeta es el descubrimiento arqueológico del siglo. ¡Yo
lo sé!
–Veremos qué podemos hacer, doctor –le respondió Kirk, intentando reprimir la ira que
sentía–. Espere aquí, mientras Spock y yo atendemos otros asuntos. Venga, señor Spock.
En el corredor, Kirk apoyó la espalda contra el metal frío del tabique, agradecido por aquel
soporte substancial que sentía en la columna. Se secó una gota de sudor del labio superior y
meneó la cabeza.
–No sé qué conclusión sacar de todo esto, Spock. Diría que está completamente loco si
no fuese porque he visto a otros actuar de la misma forma.
–Dedicación total a su trabajo. Una filosofía práctica para una raza con claras tendencias
agresivas. Se trata de una sublimación que los dirige hacia el conocimiento y los aleja de la
guerra. Es algo lógico.
–Me vendría bien un poco menos de esa llamada visión lógica y un poco más de
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información útil. –Kirk sentía que tenía menos control sobre la situación que nunca antes. Los
klingon no habían hecho abiertamente movimiento beligerante alguno contra ningún ciudadano
de la Federación, y sin embargo no había ninguna causa obvia para la muerte de los
vulcanianos. La amenaza que representaba la poderosa nave de guerra klingon pendía sobre
su cabeza como una espada de Damocles, al igual que sobre la Enterprise.
–No existe ningún motivo para no creer a Threllvon–da –observó Spock–. Es un científico
de cierto prestigio, capaz de desarrollar una actividad concentrada con valiosas finalidades, y
su palabra no puede ser cuestionada a la ligera.
–¿Debo, en cambio, interrogar a los klingon? –preguntó Kirk, con tono cortante.
–¿Por qué no?
Kirk miró fijamente a su primer oficial.
–Tiene razón, señor Spock –dijo lentamente–. ¿Por qué no debería preguntarles a ellos?
–El capitán Kirk, ¿eh? –dijo con tono burlón el capitán Kalan–. Mi oficial de información ha
encontrado finalmente datos sobre usted y su nave estelar. ¿Se da cuenta de que, a pesar de
su historial, la Terror es una nave de guerra superior a la suya?
–Difícilmente reconocería eso, capitán Kalan, a la luz de las recientes modificaciones
practicadas en la Enterprise, pero, como señaló usted antes, venimos con intenciones pacíficas
amparándonos en el tratado. Sólo deseamos obtener información, después de lo cual nos
marcharemos. ¿Qué los ha traído a ustedes al sistema de Alnath?
–Este espacio está abierto a los dos bandos firmantes del Tratado de Paz Organiano –
respondió el klingon–. Estamos explorando. Buscamos... buscamos conocimiento de la misma
forma que lo hacen los que se encuentran en la superficie del planeta. Una expedición
arqueológica está actualmente estudiando las ruinas.
–En verdad –fue el comentario que hizo Spock en voz baja–, no me había enterado de
que los klingon estuviesen interesados en las empresas arqueológicas. Sus ingenieros se han
dedicado completamente a continuar con la guerra.
–Ya lo sé, Spock –respondió Kirk–. La Terror parece una nave de armamento demasiado
pesado como para perseguir meramente el conocimiento –le dijo al comandante klingon.
–No pienso intercambiar más palabras con usted, Kirk. Cualquier intento por su parte para
obligarnos a abandonar Alnath II y salir del sistema, será respondido con la fuerza.
–¿Nos está amenazando, Kalan?
Volvió a sonreír burlonamente, una sonrisa como una cuchillada blanca en el rostro de
complexión cetrina.
–Por supuesto que no, Kirk. Nosotros nos defenderemos de todos los enemigos que
luchen para expulsarnos del lugar del espacio al que tenemos pleno derecho.
La forma en que Kalan dijo aquello no dejaba duda alguna de que había algunas cosas
en el universo que le hubiese gustado más emplear contra la Enterprise que esas «rígidas
medidas defensivas».
–La lucha de un acorazado contra un crucero pesado podría ser interesante –continuó
Kalan–. Nuestros técnicos se han preguntado con frecuencia si la mayor maniobrabilidad de
una nave más pequeña podría ser eficaz contra un acorazado provisto de armamento pesado y
abundante. Un interesante problema para nuestras computadoras, ¿no le parece a usted?
–Si usted lo dice, capitán... Puede contar con la tranquilidad de que ningún ciudadano de
la Federación intentará prohibirle que continúe con su búsqueda... de conocimiento. Le deseo
fructuosas excavaciones.
Kirk observó cómo el rostro de Kalan se contorsionaba hasta convertirse en una iracunda
máscara. El klingon cortó la comunicación antes de que pudiese hacerlo Kirk. Libre de la
tensión nerviosa, Kirk hizo girar su asiento para encararse con el oficial científico.
–¿Qué opina de eso, Spock?
–No estoy seguro, capitán. Los klingon parecen ansiosos por entrar en batalla, pero todos
los klingon lo están siempre. Si creyera que su nave es verdaderamente superior, atacaría sin
avisarnos. El que no lo haya hecho indica incertidumbre.
McCoy entró en el puente y se detuvo junto a Kirk.
–Oí parte del intercambio de palabras, Jim. Lo que dice Spock es cierto. Sin embargo,
¿qué es eso de que nuestra nave ha sido retocada como para estar a la altura de un
acorazado?
–Un pequeño farol, Bones, nada más.
–¿Farol? –preguntó Spock, inclinando a un lado la cabeza–. Eso es parte del extraño
juego que ustedes llaman póquer. El mentir por el beneficio de una ventaja intangible
difícilmente puede ser algo de valor.
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
–No podríamos esperar que usted lo comprendiese, Spock. No es algo lógico –le dijo
McCoy–, y lo que está haciendo usted, Jim, tampoco es lógico. ¡Ataque! Dispare contra los
klingon mientras aún contamos con la ventaja del factor sorpresa.
–El elemento sorpresa ya ha desaparecido, Bones. Además, ¿sobre qué bases
podríamos justificar un ataque semejante?
–¡El Tratado Organiano! Ellos no pueden negarnos el acceso pacífico a Alnath.
–Es que no lo están haciendo –señaló Kirk–, y nada les gustaría más que nosotros
intentásemos negárselo a ellos. No, Bones, tendremos que caminar con cuidado y ver adónde
nos conduce el camino. En todo esto hay más, mucho más de lo que está a la vista.
–Sólo espero que no sea el sendero del jardín ese por el que nos está llevando usted, Jim
–dijo seriamente McCoy.
Kirk apagó la computadora con disgusto. Había repasado la declaración del andoriano un
centenar de veces y continuaba sin poder extraer de ella nada significativo. El capitán
simplemente no conseguía adivinar qué les había sucedido a los vulcanianos, ni tampoco
quería perder tiempo en meditar sobre el asunto. La transcripción de la conversación
mantenida con el comandante klingon proporcionaba aún menos información. Kirk había
utilizado los programas más sofisticados que contenía la memoria de la computadora, y
continuaba sin tener nada concreto que le indicase qué acciones debía emprender.
Los klingon vivían en una cultura suspicaz, paranoica y beligerante. El comportamiento
del comandante klingon podía ser fácilmente explicado con dichos parámetros. Nada indicaba
que fuese responsable de la muerte de los vulcanianos, pero Kirk no podía tampoco detectar
ninguna inflexión de la voz, ningún gesto ni pequeño detalle que señalase que los klingon no
fuesen los culpables. Estaba seguro de que Kalan deseaba haberlo sido; no existía afecto
ninguno entre los klingon y los vulcanianos.
Kirk se recostó en el respaldo del asiento y cerró los ojos para intentar relajarse. La
tensión de las horas pasadas hacía que le latiera la cabeza de manera feroz. Sosegó su
mente, dejando que en ella se formase la imagen de un tranquilo lago. Buceó hacia el fondo en
el agua cálida, flotando, libre de la gravedad, libre del cuerpo que lo tenía prisionero. Al trabajar
sobre su mente la imagen sedante, los dolorosos latidos sordos se hicieron más lentos para
desaparecer finalmente. Al abrir los ojos vio a Spock y McCoy de pie en la puerta abierta.
–¿Sí, caballeros? –dijo con voz cansada.
–Capitán, los klingon han comenzado a ocupar todas las frecuencias subespaciales. No
podemos comunicarnos con el alto mando de la Flota Estelar.
–Las cosas están más o menos como yo lo había supuesto –comentó Kirk–. No están
seguros de por qué estamos aquí. Puede que ni siquiera estén seguros de que hayamos dicho
la verdad con respecto a la T’pau. Los klingon tienen mentes suspicaces. Incluso si les
mostrásemos los cadáveres, ellos podrían pensar que asesinamos a los vulcanianos con el fin
de tener una excusa para atacarlos.
–¡Jim, no puede estar diciendo que los klingon no son los responsables de esas horribles
muertes! –exclamó McCoy–. ¡No puede tener prueba alguna de eso!
–No la tengo, Bones. Simplemente estoy intentando considerar todos los aspectos de
este asunto. ¿Qué pasaría si, y sólo estoy diciendo si, los klingon no fuesen los culpables?
Entonces nos convertiríamos en los agresores, en los que iniciasen una guerra interestelar.
–Y si los deja salirse con la suya mediante el empleo de un arma secreta capaz de matar
sin dejar rastros, toda la Federación se hallará en peligro.
–Es cierto. Tengo que tomar una decisión, y pronto. ¿Pero cuál debe ser? ¿Son los
klingon asesinos a sangre fría o unos inocentes espectadores?
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
–Raramente han sido los klingon unos inocentes espectadores, como usted los describe,
capitán –lo contradijo Spock–. El bloqueo de las líneas de comunicación es indicador de algún
tipo de culpabilidad por su parte.
–No necesariamente, Spock. Ellos no saben que no podemos llamar ni a uno solo de
nuestros acorazados. Ellos no saben que somos la nave mejor armada de la región. No es más
que una actitud destinada a protegerse; saben que pueden desintegrarnos en átomos si surge
la necesidad de hacerlo. Si conseguimos pedir ayuda, no saben qué puede echárseles encima.
–Eso manifiesta culpabilidad por parte de ellos. ¡Yo digo que ataque usted ahora! –McCoy
dio un fuerte puñetazo sobre la superficie del diminuto escritorio de Kirk.
El capitán levantó la mirada hacia el oficial médico, con los ojos ligeramente más abiertos
de lo ordinario. Raras veces había visto a McCoy tan descontrolado.
–¿Está usted cuestionando una decisión de su comandante? –preguntó Kirk con voz
serena–. Si es así, será mejor que tenga una buena causa para ello.
–La indecisión por su parte es causa más que suficiente –respondió con violencia
McCoy–. Un buen capitán comanda la nave. ¡Toma decisiones!
Kirk deseaba poder entrar en contacto con el alto mando de la Flota Estelar y consultar
con los que tenían rangos más altos que él. Ya no eran comandantes de línea, sino estrategas,
especialistas en táctica, hombres y mujeres responsables de las decisiones de largo alcance.
Él no deseaba otra cosa que cartografiar y explorar mundos desconocidos. La Enterprise no
era una nave de guerra, no como los poderosos acorazados. Su misión consistía
principalmente en entrar en contacto con culturas alienígenas a las que no habían llegado
nunca otros exploradores, cartografiar planetas e incluso el espacio mismo, buscar vida y paz,
no guerra y muerte. Había que tomar una decisión y, aparentemente, el resultado que
obtendría en cualquier dirección que tomase sería la guerra.
Si los klingon tenían un arma secreta, continuarían utilizándola, a menos que se los
detuviera allí mismo y en ese preciso momento. Incluso en ese caso el respiro sería
momentáneo. Si los líderes klingon tenían la sensación de que la balanza del poder se había
inclinado en su dirección de forma significativa, emplearían esa supuesta ventaja en una guerra
a gran escala. Por otra parte, si los klingon eran, como había declarado, científicos pacíficos
que estaban explorando al igual que los andorianos, un ataque sorpresa podría comenzar una
guerra. La opinión de los mundos no alineados se pondría en contra de los agresores; a Kirk le
importaba poco que su nombre pasara a la historia como el del único hombre responsable de
provocar la guerra interestelar con un potencial suficiente como para matar planetas enteros de
seres. Trillones, ¡o más! podrían morir a causa de un error por su parte.
–Bones, estoy cansado. Me escuecen los ojos a fuerza de mirar la pantalla, y vuelve a
dolerme la cabeza. Déme algo que me relaje y déjeme dormir.
–¡Pero los klingon...! –protestó el médico.
–Los klingon no se marcharán, desgraciadamente. Mientras dure esta incómoda tregua,
nadie resultará herido.
–¿Debo mantener el estado de alerta, capitán? –preguntó Spock.
–Sí, manténgalo. Puede que sea una tregua, pero también es inestable, ya que ninguno
de los dos bandos se fía del otro. Infórmeme de inmediato en el momento en que los klingon
den muestras de cualquier movimiento potencialmente peligroso. Ahora, por favor, déjenme
descansar.
Spock y McCoy se marcharon, pero el sueño no le llegó con facilidad a Kirk. Se echó en
su pequeño lecho, inquieto y torturado por la decisión que debería tomar. Incluso cuando el
sueño se apoderó de él, soñó con destellos de rayos fásicos y estallidos de torpedos de
fotones. Aquélla no fue una noche agradable para él.
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
La guerra de nervios continúa entre la Enterprise y la nave klingon. Cada cambio de órbita
es contrarrestado por otro, mientras nos desplazamos continuamente para poseer la ventaja.
La tensión aumenta a bordo de la Enterprise y amenaza con desbaratar el eficiente
funcionamiento de cualquiera de las secciones. La moral está quebrada de una forma que no
se parece a nada que haya visto jamás a bordo de una nave estelar. Las extensas búsquedas
en los bancos de memoria de la computadora no nos revelan ninguna situación paralela a la
nuestra actual. Debo actuar pronto o comenzarán a tener lugar graves violaciones de las
ordenanzas.
más a decir que parecen a punto de amotinarse. La disciplina se ha quebrantado. Tuve que
hacer un informe sobre el señor Kyle por no encontrarse en su puesto. ¿Sabe qué estaba
haciendo? Modelando. Estaba en el taller de cerámica, modelando una pequeña figurita.
–¿Y... ?
–Y, Bones, Kyle tiene un historial intachable. Lo que hizo no es propio de él. Le pregunté
por qué había abandonado su puesto estando de servicio, y lo único que fue capaz de
responderme es que pensó que podría hacer una buena carrera en el campo de las artes.
–¿Era bueno como escultor?
–¡Vamos, por favor, Bones! Ésa no es la cuestión. Kyle es un buen oficial de transporte,
pero su negligencia podría haber puesto vidas en peligro. Si la situación requiriera una
inmediata evacuación de los andorianos que están en el planeta, Kyle hubiera estado con los
dedos metidos en arcilla, y no sobre los controles del transportador que es donde debía estar.
Tiene un historial inmaculado, notas máximas, nada más que «excelentes» en todos sus
informes de rendimiento, y ahora hace esto.
–Todo el mundo sufre un lapso momentáneo, Jim. No sea tan duro con él... ni con usted
mismo. Dedique un rato a relajarse y hacer lo que le apetezca. Apártese de todas esas
máquinas. –McCoy recorrió con los ojos la oficina, casi completamente cubierta de plantas en
flor–. Me resulta muy tranquilizador escaparme y meterme aquí. Probablemente Kyle se sintió
trastornado por la idea de desintegrar a esas personas, desparramar sus átomos y luego
unirlos nuevamente con esa diabólica máquina suya.
–Vaya un psiquiatra que está hecho. En realidad, defiende los actos de él.
McCoy se encogió de hombros.
–Él no permite que la tensión pueda con él, como están haciendo otros. Algunos de los
miembros de la tripulación comienzan a pelearse. Si no pueden pelear con los klingon, se
descargan los unos con los otros.
Kirk profirió un bufido, se puso de pie y comenzó a pasearse por el espacio libre que
quedaba delante del escritorio.
–Ésa es otra estocada contra mí por no atacar a los klingon, ¿verdad? Bueno, doctor, no
voy a hacerlo. No a menos que ellos hagan el primer movimiento.
–Nos convertiremos todos en polvo radiactivo si les dejamos disparar primero, Jim.
–Escuche, Bones, usted remiende a los pacientes y yo me encargaré de gobernar esta
nave.
–Está haciendo un trabajo muy bueno, ¿no es cierto?
Kirk se disponía a replicarle con ira, pero hizo una pausa y reprimió con más fuerza sus
emociones. McCoy tenía razón con respecto a eso, al menos en parte. Él era el capitán de una
nave estelar, y era responsable de la tripulación de dicha nave. Tanto si iniciaba el ataque
como si no, no podía permitir que la moral a bordo de la Enterprise se hundiera todavía más.
Kirk comenzó a decir algo, lo pensó mejor y dejó al médico en su oficina llena de plantas.
Resultaba agradable salir nuevamente a los pasillos metálicos de la nave, y escapar de la
jungla de aquellas plantas de tallos verdes.
–Spock –llamó, para detener al oficial científico–. Me gustaría hablar con usted.
Spock de detuvo y permaneció impasible, esperando. Kirk le envidiaba a veces su forma
de enfocar las cosas, carente de emoción. Mientras que Spock no conocería nunca el júbilo del
amor o los sentimientos, tampoco se veía presionado por la indecisión. Todo era reducido en
su mente a los elementos básicos, estudiado de una manera sencilla, y él seguía luego el
curso de acción más lógico. Kirk reconocía el problema que presentaba esa forma de manejar
las cosas; a veces, el rumbo más lógico era también el más brutal. Se podían tomar decisiones
menos eficaces, más humanas... sobre las bases de los sentimientos humanos.
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
–Sí, señor, se expresa con absoluta claridad –respondió el teniente Patten, de seguridad–
, pero, si controlamos con demasiada dureza a nuestras divisiones, podríamos presionarlos
más allá de sus límites. Y sabe qué es lo que quiero decir, señor.
–Pues sí, lo sé –respondió Kirk, mientras asentía sombríamente–. Si se los aprieta
demasiado, comenzarán a ver fantasmas; a su vez, dispararán contra esos fantasmas y los
klingon obtendrán lo que están deseando: la guerra. No será fácil, pero hay que hacerlo:
mantener a la tripulación en sus puestos, en estado de alerta, pero no tan nerviosos como para
que cometan errores. Eso es todo cuanto tengo que decir al respecto del asunto. La forma que
empleen para conseguirlo en sus respectivas secciones es algo que dependerá enteramente
de ustedes. Yo respaldaré las decisiones que tomen. Ahora, pasemos a los informes de la
situación con la que nos enfrentamos. Teniente Uhura.
La mujer se puso de pie, con una expresión soñadora en el rostro.
–¿Eh? ¿Qué, señor? No estaba escuchándolo con demasiada atención.
–Informe, teniente Uhura. –Kirk observó a la mujer mientras se preguntaba qué se le
habría metido dentro. Uhura era habitualmente aguda, lista, y nunca le faltaban respuestas.
–Oh, sí, los klingon. Continúan bloqueando nuestras líneas de comunicación. Hemos
puesto en órbita seis satélites de transmisión para poder permanecer en contacto con la
expedición andoriana, independientemente del punto orbital en que se encuentre la Enterprise.
Yo... No se me ocurre nada más, señor.
–¿En qué estaba pensando, teniente? Me refiero a hace un momento.
Uhura miró la mesa con una tímida sonrisa en los labios.
–Estaba pensando en el señor M'Benga. ¿No le parece que es muy hermoso?
Varios de los que se hallaban en torno a la mesa contuvieron la risa. Una mirada fría que
les dirigió Kirk les impuso el silencio.
–No veo nada gracioso en la respuesta de la teniente Uhura. Le formulé una pregunta y
obtuve una respuesta franca. Ya conocen todos sus obligaciones. Dedíquense a cumplirlas.
Pueden marcharse.
Kirk observó a sus primeros oficiales mientras se marchaban. Un escalofrío le recorrió la
columna vertebral. Sentía que el control de la nave se le estaba escapando de las manos, y no
sabía por qué era así. El era un buen capitán y conocía lo suficiente el pulso de su tripulación
como para detectar la inquietud. El mal, que afectaba tanto a los subalternos como a los
oficiales, parecía doblemente grave cuando la nave klingon era sumada a la ecuación.
Era una ecuación que exigía soluciones inmediatas. Kirk esperaba poder proporcionarlas.
–¡Te asaré en una hoguera si no dejas eso en paz! –le gritó el jefe de nutrición al teniente
comandante Scott.
Scotty había soltado el panel de los controles del autoclave, y rebuscaba en su interior
con el fin de extraer delicadas piezas electrónicas.
–No se enfade, abuelo –le pidió el ingeniero–. Esto es lo que necesito para los motores.
–Déjese de motores –bramó el oficial de nutrición–. Nos matará usted a todos de hambre.
Supongo que no habría más remedio si realmente necesitara reparar los motores, pero he
estado haciendo algunas averiguaciones. ¡Está usted destrozando toda esta condenada nave
para nada!
–¡Para nada! –estalló Scott–. ¿Cómo puede decir eso, abuelo? ¡Esas maquinillas serán
tan suaves como el beso de un bebé cuando las ponga a punto!
–Eso no me importa en absoluto. La tripulación no querrá comerse las gachas de color
púrpura que saldrán del procesador de comida. ¡Me culparán a mí por ello! A mí, que intento
programar las mejores comidas posibles, y no podré hacerlo si usted arranca todos los
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
controles electrónicos.
–Aquí está –sentenció Scott con satisfacción–. Ya tengo lo que necesito.
Se alejó jugueteando con los componentes electrónicos, y sonriendo. Apenas advirtió que
otros tripulantes cerraban apresuradamente los armarios de herramientas y se arrojaban en
dirección a las puertas para impedirle la entrada. Pocos eran los que habían escapado a la
depredación de piezas que llevaba a cabo el ingeniero para sus preciosos motores. Entró en la
sala de motores y sostuvo en alto las piezas recientemente cobradas.
–Ah, ya lo tiene –exclamó la primera oficial Heather McConel–. Ahora podremos poner a
prueba las modificaciones que hemos hecho. Métalo directamente en el circuito. ¡Ah, qué día
tan bueno fue ese en que el capitán me ordenó hacer turnos extra!
El amor asomó a los ojos de Scott, tanto por la mujer como por los motores.
–Oh,,sí, ya lo creo que lo fue. Siempre ha tenido usted buena mano para los motores,
¡pero los turnos extra están consiguiendo que rinda aún más!
Un intrincado laberinto de cables, terminales auxiliares de computadora y paneles de
control arrancados de una veintena de otros departamentos, llenaba el espacio que
habitualmente estaba vacío en la sala de máquinas. Aquel par de entusiastas había
ahuyentado, con su comportamiento obsesivo, a los demás miembros del departamento de
máquinas. Kirk le había asignado a la primera oficial McConel dos turnos de los tres diarios;
ella permanecía en los turnos consecutivos, echaba un corto sueño y se apresuraba a
regresar, sin comer apenas, para continuar trabajando en las mejoras que ella y Scott habían
llevado a cabo en los motores de materna–antimateria.
–Ya no habrá escapes de positrones –sentenció ella con satisfacción–. El reajuste del
control del campo de potencia ha funcionado, señor Scott.
–Ya lo creo, y fue una buena idea, muchacha. ¡Es usted una hermosa mecánica!
Jugaron un rato más con aquellos equipos, hasta que McConel dijo:
–Lo que necesitamos es un disparador de láser. De lo contrario, tendremos que
desmantelar los controles principales. Estoy pensando que el capitán podría no estar de
acuerdo, con la nave klingon apuntándonos continuamente.
–Un disparador de láser –meditó Scott–. No se me ocurre dónde podríamos encontrar uno
adecuado.
Tengo una idea –declaró la atractiva primera oficial–. Podría requerir un pequeño robo por
mi parte, pero es en nombre de una buena causa...
Su voz se apagó al levantar ella la mirada hacia el teniente comandante en busca de su
aprobación; la encontró en los ojos de él. Tras dirigirle una brillante sonrisa, se secó el sudor
de las manos sucias y se marchó.
Los otros miembros de la tripulación ya estaban enterados de la tendencia de Scott a
robarles piezas de sus equipos, pero no estaban preparados para mantener a distancia
también a la primera oficial Heather McConel; pero, incluso en el caso de que lo hubiesen
estado, sus mañas habrían derretido al más frío de los corazones. En menos de una hora,
consiguió convencer a un técnico del laboratorio metalúrgico de que él realmente no
necesitaba de las funciones de un láser de bajo poder, al menos no por el momento.
Corrió a la sala de motores como una jauría de ratas, y agregó el brillante y nuevo
artilugio a la creciente pila de ellos.
–Ha vuelto a meterse en una pelea, ¿eh? –preguntó McCoy, mientras miraba la herida de
bordes dentados que el miembro de la tripulación tenía en un brazo.
Cada latido del corazón hacía que manara una nueva cantidad de sangre roja y espesa.
McCoy apretó con fuerza la arteria con el pulgar derecho para que aminorase la pérdida de
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
sangre.
–No fue culpa mía, doctor –protestó el hombre–. Me atacaron tres a la vez. Yo no estaba
haciendo nada más que ocuparme de mis propios asuntos, y se me echaron encima.
–Claro, así es como ocurre siempre –respondió McCoy, mientras extraía un trozo de
cristal roto del interior de la herida con unas pinzas.
Bajó la lente de aumento para colocarla delante del ojo derecho y estudió la herida para
asegurarse de que había extraído todos los restos.
–Fue por una mujer, ¿no es cierto?
El hombre se soltó de la mano de McCoy y comenzó a sangrar más profusamente.
Durante un momento, el miembro de la tripulación pareció confuso. Era incapaz de decidir si
era mejor permanecer sentado hasta desangrarse, o permitir que le curasen adecuadamente la
herida y soportar la terapia de diván de McCoy. Cedió a la visión de su propia sangre, la cual
manaba de forma incontenible, y volvió a abandonarse en las firmes manos del cirujano.
–Sí, doctor, así fue. Quiero decir que en realidad no ocurrió gran cosa. Ella y yo hicimos
buenas migas así, de repente, y luego me encontré con que no sólo tenía marido, sino otros
dos amantes. Los tres juntos se me echaron encima.
–¿Es que no podían ustedes encontrar una solución más cordial entre, eh, los cinco?
McCoy era un hombre apegado a ideas anticuadas. Las varias uniones y parejas que se
formaban a bordo de la Enterprise solían asombrarlo, a veces le hacían gracia y siempre le
hacían sentir que estaba fuera de lugar, que vivía en un siglo demasiado avanzado para sus
auténticas raíces.
–Eh, cuidado, que me está haciendo daño –protestó el hombre.
–Lo siento –se disculpó McCoy con falsedad. Acercó más el brazo hacia sí y llamó a la
enfermera Chapel–. Tráigame el protopláser anabólico, por favor. –Ya había desaparecido todo
pensamiento de los defectos personales del miembro de la tripulación. Se convirtió en el
cirujano perfecto que operaba una herida de poca gravedad. Tendió una mano y la enfermera
Chapel depositó en ella el protopláser, con un elegante gesto–. Esto no le hará ningún daño –le
aseguró, mientras levantaba el brazo del hombre para que quedase debajo del foco de luz de
forma que él pudiese observar de cerca cómo el protopláser cerraba la herida, tras lo cual
comenzó a regenerar la carne abierta.
Un diminuto zumbido señaló la activación del aparato. Al aplicarlo McCoy al brazo del
hombre, salió una chispa azul que describió un arco y quemó la piel que se hallaba justo
debajo del romo hocico del instrumento. Una vez más, el hombre se soltó de un tirón de la
mano de McCoy.
–¿Qué es usted, doctor, una especie de curandero? Eso duele como mil demonios.
–Déme ese brazo –exclamó McCoy, irracionalmente rabioso–. Esta condenada cosa no
funciona. ¡Máquinas! Nunca funcionan cuando uno las necesita. ¡Enfermera! Aguja número
seis. Hilo. Voy a cerrar esto adecuadamente... nada de depender de las máquinas.
–¿Lo cree prudente, doctor McCoy? El protopláser simplemente ha fallado. Puedo sacar
otro del almacén.
–Yo soy el doctor, enfermera Chapel, y he pedido una aguja e hilo de sutura. ¿Va a
traérmelo o tendré que ir a buscarlo yo mismo?
–Oiga, doctor, si está demasiado ocupado... –comenzó a decir el miembro de la
tripulación.
–Acuéstese y cállese. Las máquinas de a bordo de esta nave se están cayendo a
pedazos. Sabía que ocurriría. Siempre supe que un día de éstos ocurriría, y tenía razón. Pero
está usted en buenas manos. Pocos son los médicos de la flota que pueden echar mano de los
métodos antiguos y verdaderos.
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
–Yo no pienso que haya pasado nada por alto, capitán –respondió Spock, altivo–. Deseo
tener otra interpretación de los datos para ver si coincide con la mía. Por otra parte, será un
buen entrenamiento para la teniente Avitts.
–¿Qué tal trabaja, Spock? Llegó aquí con muchas recomendaciones de la Base Estelar
Siete.
–Está floja en física, aunque sus conocimientos de química y biología son adecuados. A
medida que aumente su entrenamiento, disminuirá esa carencia.
–Muy bien, señor Spock, continúe. –Kirk dirigió nuevamente su atención a sus propios
problemas.
Spock continuó entrando en la computadora posibles causas del desastre de la T’pau, sin
encontrar nada más alto que un cero coma tres de probabilidades. Al finalizar el proceso del
último de sus programas, Spock se irguió.
–Pido permiso para abandonar el puente.
–Concedido, señor Spock, pero regrese dentro de una hora para relevarme.
–Sí, sí, señor.
Spock caminó con paso vivo desde el turboascensor a las dependencias de la teniente
Avitts, mientras su mente le daba vueltas continuamente a los problemas con los que se
enfrentaba la Enterprise, y los estudiaba desde diversos puntos de vista. Accionó el timbre de
la puerta.
–Adelante –dijo la clara voz de la mujer.
Spock avanzó y la puerta se abrió suavemente ante él.
El vulcaniano recorrió la habitación con los ojos, captándolo todo en aquel solo recorrido.
La teniente Candra Avitts se hallaba sentada ante su diminuto escritorio, sobre el que ahora se
hallaban esparcidos informes y cintas de revisión. La terminal de la computadora emitía pitidos
ante la forzada cantidad de información que ella tecleaba, mientras hacía esfuerzos para
analizar los datos. La decoración de las paredes era decididamente femenina; algunos adornos
eran fotografías planas de diversas estrellas de holovídeos, aunque otras eran de una
naturaleza más científica. El suave aroma a jazmines que había encajaba a la perfección con la
mujer. Spock se preguntó si ella habría analizado sus propias feromonas para averiguar qué
perfume sería complementario de su olor natural. Apenas podía creer que la casualidad
pudiese producir un resultado final tan satisfactorio.
A pesar de que apreciaba los encantos femeninos pero no se sentía conmovido por ellos,
dado que era la vía de acción más lógica a la luz de su ciclo pon farr de siete años, la parte
humana de Spock aprobaba tácitamente a la teniente Avitts.
–Teniente –dijo con su manera brusca y metódica–, ¿ha terminado ya su informe sobre la
T’pau?
–Aquí lo tiene, señor Spock –respondió ella, empujando con una mano, hacia el oficial
científico, el casete que tenía sobre el escritorio–. He analizado los datos, pensado en ellos, y
lo único que he conseguido es un vacío total. Tampoco yo consigo dilucidar la causa del
desastre de la T’pau. Sólo hay una cosa, pero...
Spock no hizo comentario alguno, pero una de sus cejas se alzó con un gesto
interrogativo.
–Bueno –continuó ella con reticencia–, se me ha ocurrido que los vulcanianos podrían
haber estado participando de algún ritual religioso, quizá meditando, y haber perdido la pista de
sus cuerpos por algún motivo.
–Es una interesante especulación –señaló Spock–. Pero, a pesar de que es lógico que un
vulcaniano desease alcanzar una existencia libre del cuerpo material, llegar a una vida
puramente intelectual, apenas parece probable que todos los vulcanianos que estaban a bordo
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–La lógica no puede proporcionarnos todas las respuestas; usted mismo lo ha dicho.
Relájese, Spock, relájese... ¡conmigo! La naturaleza nos hizo con la intención de que
gozásemos de nuestros cuerpos. Si fuese de otra forma, no seríamos capaces de sentir placer.
–Ese placer, como usted lo denomina, puede derivar de la solución de un problema
complejo. No depende de las gratificaciones de orden físico.
–Así pues, usted siente placer –exclamó ella, exultante–. Ya lo suponía: La ligera sonrisa
que danza en sus labios cuando ha acabado con una complicada computación, la chispa que
se advierte en sus ojos cuando ha cumplido bien con un cometido, son todas pruebas de que
siente usted placer. Ha mantenido usted el lado humano de su naturaleza oprimido en el
interior. ¡Libérelo! ¡Conmigo!
Ella intentó volver a acercar los labios de él a los suyos propios. Spock se zafó.
–Teniente Avitts –dijo con todo rígido–, espero que el informe de los descubrimientos
arqueológicos esté a punto para el final de este turno.
La dejó sentada sobre el lecho, mientras en los ojos comenzaban a formársele lágrimas;
pero, al cerrarse la puerta a sus espaldas, Spock tendió ambas manos ante sí. Le temblaban
de una forma nada característica ni propia de él. El océano de emociones que se agitaba en su
interior era todavía más insólito. Spock descendió apresuradamente por el pasillo con la
esperanza de que nadie percibiera su agitación.
Kirk giraba a un lado y otro en su asiento, mientras comprobaba que todas las estaciones
del puente funcionasen adecuadamente. La pantalla de visión exterior mostraba una imagen
fija de Alnath II, con una imagen adicional de la nave klingon que orbitaba a pocos kilómetros
por encima de la Enterprise. Para poder permanecer en la misma posición relativa entre los
klingon y el yacimiento arqueológico, necesitaban impulsos del motor a intervalos calculados.
El teniente Sulu se encargaba de eso mientras el alférez Chekov llevaba a cabo la instrucción
con el grupo de artillería de los rayos fásicos.
Kirk se mordió el labio inferior mientras observaba la parte trasera de la cabeza de
Chekov. El joven oficial se parecía enormemente a lo que había sido él mismo apenas unos
pocos años antes. Impulsivo, con tendencia a aceptar las impresiones superficiales en lugar de
razonar acerca de las situaciones. Sin embargo, poseía el potencial necesario para convertirse
en un buen comandante de nave. Kirk esperaba que todos pudieran sobrevivir a aquel
encuentro con los klingon, y poder darle algún día una oportunidad a Pavel Chekov.
Oyó que las puertas del turboascensor se abrían, pero no se volvió para ver quién
acababa de entrar en el puente. Dado que su turno ya casi había llegado al final, decidió que el
candidato más probable era Spock. Kirk no se vio decepcionado por su pequeña deducción.
Oyó el sonido de la voz del vulcaniano.
–Teniente Uhura, ¿ha conseguido atravesar la cortina de bloqueo de las comunicaciones
impuesta por los klingon?
–No, señor Spock. He estado ocupada en tratar de mantener la comunicación con la
expedición que se encuentra en el planeta.
–¿Por qué no puede intentar ambas cosas? Sin duda, eso no está más allá de sus
capacidades de oficial de comunicaciones. Dispone usted de unos recursos tremendos. ¿Me
permite sugerirle que los emplee para conseguir mejores objetivos?
–¡Señor Spock! –gritó Uhura, indignada–. Estoy haciendo todo lo que puedo. Es difícil
mantener siquiera un contacto de comunicación por láser con el planeta. He tenido que
conectar una computadora a la cabeza del láser para...
–Las excusas son para los incompetentes –declaró él, mientras la ira teñía su voz.
–Señor Spock –se apresuró a intervenir Kirk–. Quiero hablar con usted.
–En cuanto haya inspeccionado mi estación, capitán. –Ahora, señor Spock –dijo Kirk; en
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–¡Señor Scott!
–Sí, señor. Ya comprendo.
Kirk se sentía agotado. Las fluctuaciones emocionales que había experimentado Spock
ante sus ojos, Scott y sus raterías, Chekov y su loco deseo de hacer desaparecer a los klingon
del espacio, la tripulación que se ponía cada vez más y más inquieta... todo ello le atacaba los
nervios. Se sentía más como un mediador en disputas civiles que como el capitán de una nave
estelar. El sordo dolor que latía dentro de su cabeza se resistía a ceder mientras permaneciese
sentado en el sillón de mando.
–Señor Spock, lo dejo al mando.
Por primera vez en su vida, Kirk agregó con un susurro:
–Y espero que la nave sobreviva a ello.
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
–Spock –dijo una vez en el pasillo al que daba la sala de la computadora–, nunca he
golpeado a un oficial, pero hace un momento he estado muy cerca de ello. De hecho, ha
puesto en peligro la nave. Voy a someterle a un tribunal militar aunque tenga que perseguirlo
hasta la Base Estelar Uno!
–Ésa es su prerrogativa, capitán. Las regulaciones son muy precisas a ese respecto. El
descuido del deber es intolerable en cualquier circunstancia. En las actuales condiciones de
alerta roja, podría resultar fatal para todos nosotros.
Kirk se detuvo a considerar la forma en que había reaccionado Spock. Ni la más ligera
señal de emoción. Ningún intento de presentar un punto de vista que contrapesara la situación.
El antiguo Spock que él conocía hubiese puesto de relieve la irracionalidad de los seres
humanos, la forma en que la tensión los hacía quebrarse a veces. Pero en ese momento no lo
había hecho.
–Vayamos a echar un vistazo al nivel de los motores, señor Spock. En este momento, el
informe de rendimiento necesita algún punto favorable que destaque. El señor Scott no me ha
decepcionado nunca con ese aspecto de su conducta.
Se trasladaron al nivel de máquinas con el turboascensor, pero Kirk sentía que se le
formaba en el estómago un nudo frío en el mismo momento en que llegaron a la sala de
motores. Los miembros de la tripulación peleaban abiertamente, sin siquiera intentar detenerse
cuando él y Spock caminaban entre ellos. No intentó detener las peleas; se sentía demasiado
perdido. Aquélla no podía ser la Enterprise en la que tan duramente había trabajado para
afinarla para la batalla. Aquélla no era su tripulación. Su tripulación se ponía firmes en
presencia de los oficiales superiores, desempeñaba su trabajo en silencio y con la plena
capacidad de sus habilidades, y lo más importante de todo era que les importaba la nave. Kirk
no conseguía comprender qué era lo que le importaba a aquella gente, en la que él ya no
pensaba como en una tripulación. Al igual que Kyle, Gordon y todos los demás, parecían estar
absortos sólo en sus asuntos personales. Peleaban, se dedicaban a los coqueteos, bebían,
habían caído en el descrédito y no eran adecuados para llevar el uniforme de la Federación.
–Señor Scott, capitán –anunció Spock con su voz de computadora.
Kirk sintió deseos de golpearlo, bramarle, hacerle entrar un poco de sentido en la cabeza
al vulcaniano, pero se contuvo. Sólo un plan muy cuidadosamente pensado conseguiría
arrancar a Spock de su fase completamente lógica y convertirlo nuevamente en el mejor oficial
científico de la flota.
Kirk recorrió la sala de motores y meneó la cabeza. Muchos de los tableros de control
habían sido destripados. De ellos salían diversos cables que los conectaban con un dispositivo
que se hallaba en el centro de la espaciosa sala. El aparato zumbaba con un poder inmenso
que Kirk no conseguía comprender. Lo único que veía era que los cables superconductores
salían del extremo de los electrodos de los nódulos de los motores de materia–antimateria.
–¡Señor Scott, explique todo esto! –gritó Kirk.
–Sí, señor –respondió Scotty, sonriendo de oreja a oreja–. Es un bonito aparato. La
primera oficial y yo lo montamos. Produce un bucle de retroalimentación que incrementa el
poder de los motores hiperespaciales en un veintidós por ciento.
–Veintitrés por ciento, señor Scott –dijo la pelirroja primera oficial Heather McConel–. Fue
una buena cosa que me impusiera un turno extra, capitán Kirk. De otra forma, no hubiéramos
conseguido tenerlo a punto para este momento.
–¿Se encuentra comprometida la integridad de la nave? –preguntó Kirk, mirando con
expresión confusa los bucles de cable que penetraban en el aparato. No importaba cómo lo
mirase, sentía que lo retorcía por dentro como si el dispositivo amenazase con arrastrarlo al
núcleo de energía.
–¿Haría yo una cosa semejante, capitán? –gritó Scott, indignado.
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
–No, señor Scott. Es sólo que usted y la primera oficial... no importa. Continúen.
–¡Sí, capitán, así lo haremos!
Kirk sacudió la cabeza y se marchó apresuradamente. En el pasillo esquivó miembros
femeninos y masculinos de la tripulación que se perseguían los unos a los otros. Sus
intenciones resultaban obvias por la poca ropa que llevaban encima.
–Ritos saturnales, capitán –dijo serenamente Spock.
–Vayamos a la enfermería, señor Spock. Quiero hablar con el doctor McCoy. Quizá él
pueda explicar qué está ocurriendo en esta nave.
Subieron hasta la siguiente planta por la escalerilla y llegaron a la oficina de McCoy. Kirk
llamó con los nudillos y entró en la habitación, atestada de helechos y hojas verdes. Apartó con
la mano algunos tallos que colgaban en su camino y encontró a McCoy, sentado ante su
escritorio, mirando fija y desconsoladamente el tabique vacío.
–¿Bones? ¿Se encuentra usted bien? –preguntó con ansiedad.
–¿Eh? Oh, sí, Jim. Estoy bien. Sólo estaba... pensando. –McCoy apartó de mala gana los
sueños que palpitaban en los bordes de su mente–. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Un poco
de cirugía plástica en las orejas del señor Spock?
–Eso es tremendamente ofensivo, doctor –señaló Spock.
–¿Ofensivo? ¿Cómo puede encontrar algo ofensivo un ser que niega las emociones?
Respóndame a eso, Spock.
–Doctor, no tiene usted ninguna necesidad de... –Repentinamente, Spock se volvió y se
alejó con paso majestuoso.
Kirk observó con sorpresa la marcha de su primer oficial. Se sentía cada vez más y más
confundido acerca de la situación reinante a bordo de la nave, y así se lo dijo a McCoy.
McCoy se repantigó en la silla y, tras levantar los pies, los descansó sobre el escritorio.
–Creo que es una reacción provocada por haber pasado tanto tiempo rodeados por
paredes metálicas, Jim. Los tripulantes de la Enterprise desean con todas sus fuerzas retornar
a sus raíces. Quieren sentir la tierra debajo de los pies, ver al sol cuando asoma, rojo, y sentir
su calor en la cara, correr por los prados después de la lluvia primaveral. Van a volverse locos
de inquietud si continúan encerrados en las entrañas de este monstruo mecánico.
–No llame monstruo a mi nave, doctor –dijo Kirk.
Respiró profundamente e intentó relajarse. No debía entrar en una batalla verbal con
McCoy, se dijo. Tenía que encontrar la solución de aquel problema, y pronto. No sólo el destino
de la Enterprise, sino el de toda la Federación, dependía de ello.
–Lo es, Jim. Es antinatural. Todas esas máquinas... Nosotros somos sus esclavos,
¿sabe? Nosotros las cuidamos y ellas nos dan a cambio lo que ellas quieren. Si dejara a la
tripulación en una granja, vería cómo su actitud cambiaba para mejor. Se acabarían las peleas
y las relaciones libertinas. Inténtelo, y verá qué ocurre, Jim.
–Uno puede sacar a los hombres del campo, pero no puede sacar el campo de los
hombres –citó Kirk–. Creo que es posible que tenga usted razón, Bones. Hace mucho tiempo
que estamos en el espacio, y la tripulación no ha tenido un permiso de tierra decente desde
Argelius. Primero la misión cartográfica, y ahora ésta. Sí, puede que esté usted en lo cierto.
–¡Por supuesto que estoy en lo cierto! Busquemos un lugar para establecernos y
utilicemos las chapas del casco para fabricar rejas de arado. Ya verá cómo...
–No estaba pensando en la colonización, Bones; y nadie va a utilizar el casco de esta
nave como chatarra, ni siquiera Scotty, aunque pensase que eso podría incrementar la
potencia de los motores.
–¿Qué?
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
–El primer grupo listo para ser transferido a tierra, señor –se oyó decir a la soñadora voz
del teniente Kyle.
Kirk se acercó y se detuvo detrás del oficial de transporte, desde donde sus ojos
estudiaron las coordenadas de los controles del transportador. No confiaba del todo en el oficial
desde que lo había encontrado modelando lo que el hombre denominó como «una Venus de
Milo de la época moderna», con tres brazos.
–Transfiéralos a la superficie del planeta, señor Kyle –ordenó, mientras observaba
atentamente los parpadeos de los indicadores.
Todo funcionó correctamente. Los seis tripulantes que estaban sobre la plataforma del
transportador, rielaron y se transformaron en columnas insubstanciales de energía pura. Se
desvanecieron de la nave, con diminutas detonaciones, para ser materializados nuevamente a
trescientos cincuenta kilómetros más abajo.
–Siguiente grupo preparado –dijo uno de los agentes de seguridad, que conducía otro
grupo al interior de la sala de transporte. Antes de que Kirk diera la orden que los enviaría al
planeta, el intercomunicador de la pared zumbó y requirió su presencia.
–Aquí Kirk. ¿Qué ocurre?
–El comandante klingon nos acusa de haber violado el Tratado de Paz Organiano, capitán
–declaró la voz impasible de Spock.
Kirk se interrogó acerca del cambio del oficial científico. Parecía haber regresado
completamente a la fase carente de emociones, un giro de ciento ochenta grados desde el
momento en que se había precipitado fuera de la oficina de McCoy.
–Estaré ahí arriba en seguida, señor Spock. Mantenga al capitán Kalan tan apaciguado
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
–Ésta fue una buena batalla verbal –declaró–. ¿Comentarios, señor Spock?
–Ninguno, capitán. El klingon está tremendamente inquieto por los miembros adicionales
de la tripulación que hemos enviado al planeta. Sus misteriosas actividades deben de verse
amenazadas por la presencia de un número demasiado alto de miembros de la Federación en
las proximidades.
–Teniente Uhura, ¿han conseguido los satélites recoger alguna información sobre los
movimientos de los klingon sobre el planeta?
–No, señor –respondió lentamente Uhura–. Los satélites pasan por encima del yacimiento
arqueológico sólo una vez cada tres horas. Los sensores que llevan dentro no han conseguido
hasta el momento penetrar la red de bloqueo establecida por los klingon.
–Están consiguiendo cada vez mayor perfección en sus aparatos electrónicos –reflexionó
Kirk–. Recuérdeme que investigue eso, señor Spock.
El capitán hizo girar su sillón para encararse con la pelirroja teniente Avitts. Miró sus
avellanados ojos y se preguntó cuál sería la naturaleza de sus relaciones con Spock.
No había duda alguna de los poderosos sentimientos de ella hacia el vulcaniano, pero
¿qué sentiría Spock por ella? Kirk no encontró una respuesta inmediata. En circunstancias
normales, se hubiera reído de cualquier posible complicación emocional en el caso del oficial
científico, pero no en aquel momento. No cuando Spock fluctuaba entre la lógica pura y la
emotividad excesiva. No podía apartar aquellas lágrimas de su mente. Spock había llorado de
frustración y rabia.
–¿Capitán? –preguntó la oficial ayudante–. ¿Le parece bien si Spock me acompaña?
Apenas tengo los conocimientos suficientes como para...
–Estará usted al mando de la expedición, teniente; y si quiere adquirir experiencia algún
día, simplemente haga las cosas de la mejor manera posible... sin Spock. –Observó la reacción
de ella y luego continuó–. No quiero que Spock descienda a la superficie, aún no. El klingon lo
interpretaría como un movimiento estratégico contra sus fuerzas. A pesar de que Spock es un
oficial científico de primera clase, los klingon tienden a pensar en él como en un táctico militar.
No queremos ponerlos nerviosos hasta que hayamos llegado al fondo de este misterio.
–¿Y entonces, señor?
–Pues continuaremos tocando de oído, teniente, exactamente como lo hemos estado
haciendo hasta ahora. Prepare sus instrumentos. Quiero que ayude a Threllvon–da de
cualquier manera posible. Intente no contrariarlo demasiado, e infórmenos periódicamente de
los movimientos y actividades de los klingon. Me interesa descubrir qué están haciendo con
toda esa maquinaria pesada en la superficie del planeta.
–Sí, señor –respondió la teniente, poniéndose firme.
–Puede marcharse. –Giró el sillón para observarla mientras se marchaba–. Es una mujer
bonita, ¿no lo cree, Spock? –preguntó luego.
–Yo no me ocupo de esas apreciaciones humanas, capitán.
–Por supuesto que no, Spock. Continúe con su trabajo.
Spock se volvió hacia la terminal de la computadora, pero Kirk no dejó de advertir el ligero
estremecimiento que sacudía las manos del vulcaniano.
«No, señor Spock –pensó–, no se ocupa usted de cosas puramente humanas como el
amor, ¿no es cierto?»
–No sé qué más hacer al respecto, Bones –le comentó Kirk al médico.
Se retrepó en el asiento y miró al espacio que había detrás de la cabeza de McCoy. Las
paredes del camarote se le venían encima, y eso le hizo pensar que quizá McCoy tuviese
razón en lo referente a la claustrofobia provocada por pasar demasiados años en el interior de
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
una nave.
Pero aquello no lo había afectado nunca antes. Él no conocía ningún otro entorno que no
fuese una nave espacial, ni tampoco lo conocía la mayor parte de la tripulación, entrenados
todos en el espacio. El problema de la muerte de los vulcanianos, la amenaza klingon y la
civilización perdida del planeta que tenían debajo habían agregado tensiones a una tripulación
ya excesivamente fatigada. Tenía que ser ése el origen de la inquietud reinante.
–Ha hecho usted lo más correcto, Jim. ¿Quiere otra copa? –El médico sostenía en la
mano una pequeña garrafa de cristal labrado llena de un líquido turbio.
–Ese licor es fuerte. ¿Lo ha obtenido del alambique de la primera oficial McConel?
–Es mi reserva privada. Al parecer, nuestra «primera oficial de destilería» ha roto el
alambique y ya no produce sus maravillosos caldos. Ella y Scotty están demasiado absortos en
el perfecto ajuste de los motores.
–¿Heather McConel renunció a su alambique? –Kirk apenas podía creerlo–. Ha acabado
con el mejor combustible de motores del sector. ¿Quién la ha relevado en el negocio?
–No lo he averiguado. Tal vez nadie, aunque sospecho que esa pasta púrpura que sale
del autoclave podría ser una buena base para destilar licor. Indudablemente, es lo
suficientemente ácida.
–¿Todavía no han reparado eso?
–Usted no ha estado últimamente en el salón de oficiales, ¿no es cierto, Jim? Le
prescribo una dosis doble de medicina. –El médico escanció licor en un vaso y se lo entregó al
capitán–. Parece que todo a bordo se ha ido al garete. No puedo explicarlo de otra forma que
pensando que todo el mundo se ha hartado de estar enterrado en la barriga metálica de esta
bestia.
–Está usted hablando de mi nave, Bones. Tenga cuidado con lo que dice –le advirtió Kirk,
con voz cansada.
Sus palabras eran casi respuestas automáticas. El feroz licor le bajó ardiente hasta el
estómago, donde se encharcó y derramó calor por todo su cuerpo. Lentamente, casi de mala
gana, se relajó.
–Todos van en busca de sus propios intereses egoístas –reflexionó McCoy–. Nunca antes
había visto una cosa así. En ninguna parte de la Flota Estelar ha sucedido algo parecido a
esto. Yo simplemente siento que puedo hacer cualquier cosa que se me antoje. Tengo el poder
en la punta de los dedos, y sólo aguarda a que yo lo utilice. Tengo que intentar usarlo.
–¿Para qué, Bones? –preguntó Kirk.
Se removió inquieto en la silla, al darse cuenta de que McCoy acababa de tocar
exactamente lo mismo que lo roía a él por dentro. También él sentía el poder, fuera lo que
fuese éste; pero él no anhelaba una vida sencilla y libre de las máquinas, como McCoy. Todo
lo que él necesitaba era resolver el problema de la moral a bordo de la Enterprise... y librarse
de la nave klingon que pendía a unos pocos miles de kilómetros en órbita por encima de ellos.
–¿Para qué? Para cualquier cosa que yo crea que es la más importante. Quiero sentir
que un paciente se cura porque yo he hecho lo correcto, no porque lo haya hecho alguna
maldita máquina. ¿Qué sé yo del interior de un protopláser anabólico? No es más que un
chisme que yo manejo. Estoy entrenado para utilizarlo, pero ¿qué es lo que hace realmente?
No hay nada comparable a coser una herida y saber que he hecho un buen trabajo.
–Así que fue usted quien rompió el protopláser –suspiró Kirk–. Ya he oído hablar de eso,
Bones. Ese miembro de la tripulación se molestó mucho con usted porque empleó
monofilamentos para cerrarle la herida.
–Era hilo quirúrgico, y él parecía satisfecho. Además, yo no rompí el condenado
protopláser, sino que se rompió él solito. Deje que Scotty juegue con él. Yo dependeré de esto.
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
–McCoy sostuvo ambas manos ante sus ojos y las miró fijamente–. En las épocas
antiguas, un cirujano dependía de la firmeza y la seguridad de sus manos. De nada más.
Algunas malditas máquinas pueden ser programadas para hacerlo prácticamente todo. Yo me
limito a vigilarlas. No hay nada relacionado con la cirugía de lo que hablar. No es así como
deberían funcionar las cosas.
–El auto–cirujano controlado por computadoras no comete errores.
–Ni tampoco puede ser brillante. Un ser humano, sí puede. A eso se debe toda la
inquietud que puede apreciarse entre la tripulación, Jim. Quieren tener una mayor participación
en sus propios destinos. Menos máquinas y más humanidad. Escuche bien lo que le digo,
porque es eso lo que ocurre.
–No puedo creerlo, Bones. ¿Por qué ahora? ¿A causa de la tensión? Me resulta increíble.
Han soportado tensiones peores y no han contraído locura espacial. Es como si a los peores –
o a los mejores– de sus deseos les hubieran dado rienda suelta. Ya no son capaces de
controlarse.
McCoy se echó a reír y acabó el licor de su vaso, tras lo cual volvió a llenarlo hasta el
borde antes de hablar.
–Fíjese en las peleas de gatas en que se enzarzan la teniente Avitts y la enfermera
Chapel por Spock –señaló–. Se trata de un amor no correspondido, y, sin embargo, ellas
actúan como si fuese la cosa más importante del universo.
–¿Es realmente un amor no correspondido, Bones? ¿No ha advertido la forma en que ha
estado actuando Spock? Es como un interruptor de palanca, que pasa de la total impasibilidad
a la histeria.
–¿Histeria? ¿Spock? Está usted exagerando, Jim, pero he tenido la sensación de que en
Spock hay más emociones de las que él permite que afloren. Histeria –repitió McCoy, mientras
una sonrisa le curvaba las comisuras de la boca–.Me gustaría ver eso con mis propios ojos.
–No, no le gustaría –le contradijo Kirk–. Es lo mismo que observar cómo un valioso amigo
se autodestruye lentamente. Eso lo está destrozando, de la misma manera segura que están
siendo destrozados los demás miembros de la tripulación. Tienen deseos irreconciliables en su
interior, y ya no son capaces de controlarlos.
–¿Está en peligro la nave?
–Más de lo que nunca ha estado... y no creo que los klingon constituyan la peor parte de
ese peligro.Ellos no se marchan, pero la desintegración interna me preocupa más que nada.
–Beba. El médico prescribe otro buen trago de este filtro de felicidad de cuarenta
megavatios. Trate de no preocuparse tanto por el asunto, Jim. Deje que la tripulación pase
parte de sus permisos en el planeta, y la moral mejorará. Acuérdese de lo que le digo.
–Ahora mismo la teniente Avitts está en la superficie –dijo Kirk–, junto con el equipo
científico destinado a ayudar a Threllvon–da. Sea lo que sea lo que afecta a mi tripulación, no
procede del planeta de ahí abajo. Exploré el perfil psicológico de Threllvon–da mientras estuvo
a bordo de la nave, y lo comparé con los del archivo de nuestra computadora. Eran casi
exactamente iguales. Él y los demás integrantes de su grupo son ahora tan normales como lo
eran hace cinco años, cuando sus perfiles fueron grabados en la memoria de la computadora.
–Eso es normal –dijo lentamente McCoy–. ¿Qué es lo normal? ¿Vivir rodeados de
máquinas? Eso no es natural, simplemente no lo es. Eran mejores las formas antiguas de
hacer las cosas. Pongamos una granja en marcha ahí abajo, Jim. Parece ser una buena tierra
de cultivo. Unas pocas hectáreas de plantaciones es cuanto necesitaremos para el primer año,
más o menos. Luego podremos ampliarlas si necesitamos más.
–Usted es un médico y yo un capitán de nave estelar –declaró Kirk con tono seco–. Dudo
sinceramente de que quiera remover la tierra para arrancarle su sustento.
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–No, supongo que no lo quiero –concedió McCoy–, pero sin duda suena como una buena
forma de vida.
–Padece usted tanta locura espacial como el resto de la tripulación –declaró Kirk, mirando
al doctor por encima del borde del vaso.
Bebió otro sorbo y dejó el vaso sobre la mesa, resuelto a no beber más. No podía permitir
que sus sentidos se embotaran, al menos en aquel momento.
–Todos nosotros somos diferentes de como éramos hasta hace poco –admitió McCoy–,
pero eso representa un progreso.Me pregunto si los klingon tendrán los mismos problemas a
bordo de la Terror.
Kirk frunció el entrecejo.
–Me pregunto si será así–dijo lentamente–.Me pregunto si...
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
una nave estelar. El hombre pertenecía al espacio. Él era una prueba viviente de ello. Su
dedicación y compromiso con los nuevos planetas, el cartografiado y los contactos con
civilizaciones alienígenas que apenas eran comprensibles para los patrones humanos, lo
demostraban claramente. Su lugar estaba entre las estrellas, no en el fondo de un pozo de
gravitación tan profundo como el de un planeta.
–La computadora está trabajando, señor –anunció la clara voz de Uhura–. Se trata del
código más complejo jamás empleado por los klingon. Es una variante de uno anterior y menos
complicado.
–Sí, sí, teniente –respondió Kirk con impaciencia. Odiaba pedir detalles. Al menos, Uhura
estaba haciendo su trabajo. No debería molestarse con ella por estar demasiado absorta en él.
Una rápida mirada por el puente le demostró que Uhura, Spock y Chekov eran los únicos que
se ocupaban de los controles. Sulu vagaba por el puente, bromeando y riendo con los demás,
más interesado en hacer vida social que en mantener el rumbo de la nave.
–Capitán –dijo Spock–, la computadora ha terminado también los análisis de la calidad del
rayo. ¿Quiere conocer también los parámetros técnicos de la transmisión?
–Más tarde, Spock. Quiero saber qué es lo que el capitán Kalan considera tan importante
como para verse obligado a enviarlo a través del bloqueo que hemos establecido nosotros.
–El mensaje dice lo siguiente –comenzó Uhura–: «¡Escuchad, Altísimo Señor Almirante
Kolloden, de parte de Kalan, comandante del acorazado Terror! –Kirk se sintió irritado y se
removió impaciente en su sillón, cruzando las piernas, descruzándolas luego, e inclinándose
finalmente hacia delante para oír la parte importante del mensaje–. Equipos funcionando al
ochenta por ciento de su eficacia óptima sobre la superficie de Alnath II. Resultados dentro de
tres rotaciones planetarias».
Uhura levantó los ojos hacia Kirk.
–Lo siguiente es confuso, capitán. No estoy segura de que la computadora lo haya
traducido correctamente.
–Deje que sea yo el juez de eso, Uhura. De prisa, léalo.
–Sí, señor. El mensaje continúa: «Se han tomado medidas disciplinarias contra miembros
de la tripulación, de acuerdo con Orden Vigente Uno. Los doce amotinados han sido acusados,
juzgados y hallados culpables. La ejecución tuvo lugar a equivalente del amanecer de Hora de
Base Cero. Se han conservado las manos izquierdas de los amotinados, y el resto de sus
cuerpos ha sido deshonrado y arrojado a la antorcha de plasma».
–Señor Spock, verifique –ordenó Kirk.
Mantuvo el entrecejo fruncido mientras el oficial científico traducía el mensaje klingon para
comprobar la exactitud del trabajo de Uhura.
–La descodificación llevada a cabo por la teniente Uhura es esencialmente correcta,
capitán. Los klingon proporcionan a continuación una lista de los nombres de los amotinados.
Uno de ellos era la propia hija de Kalan.
–¿No hay ninguna posibilidad de que ellos deseasen que interceptáramos ese mensaje?
–preguntó Kirk–. Ya sé que los aparatos electrónicos de los klingon no son tan complejos como
los nuestros, y ellos también tienen que saberlo. ¿Está seguro de que ellos no tenían la
intención de que nosotros leyéramos ese mensaje?
–Lo desconozco, capitán. Pero existen probabilidades extremadamente bajas de que este
mensaje fuese tal y como es si ellos hubieran tenido la clara intención de que nosotros lo
interceptáramos. ¿Por qué iba Kalan a exponerse a una vergüenza personal si el informe no
fuese verdadero?
–Es una buena objeción, Spock.
Kirk se retrepó en el sillón y apoyó la barbilla sobre un puño. Pensó intensamente acerca
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
del mensaje que Uhura había interceptado. Kalan tenía a bordo de su nave unos problemas
disciplinarios aún más graves que los que habían surgido hasta ese momento en la Enterprise.
A pesar de que los lazos familiares de los klingon no eran tan poderosos como los existentes
en la mayoría de los mundos de la Federación, continuaban siendo fuertes. Los hijos eran
educados para no darles más que gloria a sus progenitores. Si era cierto que Kalan había
ejecutado a su hija por amotinarse, el comandante klingon se había enfrentado con un dilema
que sobrepasaba todo aquello que Kirk hubiese tenido que resolver hasta aquel momento.
Hasta aquel momento.
–Señor Spock, ¿hay algo que indique la causa del motín? ¿Es el mensaje lo
suficientemente completo como para extrapolar los detalles?
–Sólo conjeturas, capitán –declaró la voz imperturbable.
Igual podría haber estado hablando del precio de los lirios de fuego de Altair VI. Su
discurso sin inflexiones había comenzado a atacarle los nervios a Kirk, y eso sembraba las
semillas del descontento, quizá del motín. Kirk tenía que analizar sus propios sentimientos e
intentar comprender la frustración que sentía.
–Oigámoslas, Spock.
–Del planeta de ahí abajo emana algún tipo de energía indetectable para nuestros
instrumentos y los de la nave klingon. Esa energía provoca una extrema inquietud en los
miembros de ambas tripulaciones, y precipita los altercados que hemos estado presenciando.
–Ésa no es una explicación completa, Spock. Los andorianos no se han visto afectados,
al menos de forma visible. Son felices, están sanos y se contentan con excavar en sus ruinas.
Además, no encontramos ningún signo de lucha a bordo de la T'pau. ¿Explicaciones?
–Ninguna, capitán. La idea de una fuerza selectiva no me resulta plausible.
–¿Selectiva? ¿Se refiere a una energía que acentúa la agresividad sólo en ciertos seres?
–Quizá en los seres que sientan una predilección en ese sentido; pero eso deja sin
explicación las muertes de los vulcanianos y cierto comportamiento atípico no relacionado con
las tendencias agresivas.
–¿Qué comportamiento es ése, Spock? –preguntó Kirk, haciendo girar su sillón para
estudiar a su oficial científico.
El vulcaniano se tensó de manera perceptible y se estremeció ligeramente como si librara
una tremenda batalla emocional en su interior. Ningún signo de aquel feroz conflicto afloró a su
rostro.
–Comportamientos como el manifestado por el doctor McCoy. Se ha vuelto un caso
patológico en su desconfianza hacia las máquinas. Se niega a permitir que la computadora
realice las pruebas rutinarias de laboratorio. El médico insiste en que dichas pruebas sean
llevadas a cabo por su ayudante de una forma que recuerda las empleadas en el siglo veinte.
Algo muy primitivo, en el mejor de los casos –se burló Spock.
–¿Otros ejemplos?
–El teniente comandante Scott está obsesionado con los motores hasta el punto de hacer
caso omiso de otros deberes. –¿Y qué hay de usted mismo, señor Spock? ¿Siente usted algún
impulso insólito?
–Yo continúo teniendo un total control sobre mí mismo, capitán.
Cesó el temblor de las manos del oficial científico, y éste volvió a revestirse con una
coraza de impenetrable serenidad. Había vencido sus violentas emociones y se había
convertido en un robot, una máquina vulcaniana pensante, perfecta, dotada de movimiento y
carente de emotividad.
–Ya veo –dijo Kirk–. ¿Advierte usted algún cambio en mí?
–Eso no me corresponde a mí decirlo –respondió Spock.
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–No, supongo que no. Muy bien, señor Spock. Por favor, examine todas las facetas de los
datos. Analice las lecturas de la computadora y de sus instrumentos. Tenga plenamente en
cuenta la información que la teniente Uhura ha recogido del mensaje klingon interceptado, e
infórmeme de sus hallazgos directamente. Quiero saber cuál es la causa más probable de
esta... inquietud. No toleraré que actúe de forma adversa sobre la tripulación de la Enterprise.
–Sí, señor. –Spock se volvió hacia su computadora y comenzó a teclear la información.
Kirk se puso de pie y abandonó el puente, profundamente sumido en sus pensamientos.
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de la escala y luego regresaban lentamente. Una y otra vez el sensor repitió dicho proceso
hasta que se estabilizó en las lecturas normales de un planeta de clase M–. Es tremendamente
extraño. Mi sensor se ha descompuesto.
–Oh, no, señor Spock –le contradijo animadamente la teniente Avitts, mirándolo con unos
ojos llenos de amor–.Eso también le sucedió a mi sensor. Se volvió loco durante unos pocos
minutos antes de ajustarse.
–¿Antes de ajustarse a qué, teniente?
–No lo sé; pero ahora el mío funciona bien. Venga usted a ver las excavaciones que
rodean la pirámide. ¡El doctor Threllvon–da está obrando maravillas!
Lo aferró impulsivamente por un brazo y lo arrastró al yacimiento. A lo largo de todo el
recorrido hasta el lugar, Spock continuó estudiando su sensor. Las lecturas saltaron arriba y
abajo pero finalmente se estabilizaron en un nivel aceptable a medida que él y Avitts se
acercaban a la pirámide. Spock no tuvo oportunidad de seguir la información que le
proporcionaba el aparato, a causa de la repentina aparición de Threllvon–da.
–Oiga, usted, Spock, ¿no es cierto? Sí, Spock. ¿Dónde está mi equipo de trabajo? ¡Exijo
saberlo! Estamos excavando con las manos desnudas. Necesito el equipo que ha escondido
usted en la T’pau. –El rostro teñido de azul del andoriano se volvió aún más azul mientras
hacía gestos de demente–. Éste es un retraso inadmisible. Además de que no dispongo de los
instrumentos adecuados, esos klingon continúan con sus rugientes máquinas, excavando y
desestabilizándolo todo.
–¿Hay indicios de trastornos sísmicos a causa de su presencia? –preguntó Spock.
Miró impasiblemente su sensor. Las lecturas eran en ese momento tan estables como un
lecho de roca. No presentaba ningún signo de mal funcionamiento.
–Por supuesto. Hacen lo que sea que están haciendo y provocan explosiones. Las ondas
expansivas pueden derrumbar completamente el techo de la caverna y destrozar todo eso por
lo que he estado trabajando tan duramente.
–¿EL techo de la caverna? Me temo que no le entiendo, doctor. ¿Me está diciendo que
los klingon están abriendo una caverna con sus explosiones?
–No, no, es... –El andoriano cortó en seco la frase, al darse cuenta de que no servía de
nada insultar a un vulcaniano–. Estoy convencido –continuó con un susurro de conspirador– de
que los antiguos habitantes de este planeta no eran en absoluto primitivos moradores de la
superficie. Vivían bajo tierra en cavernas enormes. Ése es el motivo de que necesite todo mi
equipo de trabajo. ¡Tengo que encontrar esa caverna antes que los klingon!
–¿Cuáles son las pruebas que lo llevan a pensar eso?
–Pues, por supuesto, la ausencia de ruinas importantes sobre el suelo –respondió el
científico, como si estuviera dándole clases a un tonto–. Cualquier raza capaz de construir una
pirámide de diseño y materiales tan avanzados, habría dejado muchas más cosas tras de sí.
No hay ningún indicio sobre la superficie; ergo, ¡vivían en ciudades subterráneas!
–Es lógico –respondió Spock, meditando sobre las lecturas que ahora recibía desde su
sensor–. Mi sensor parece apoyar su postulado. Existe una espaciosa cavidad a
aproximadamente cincuenta metros y setenta y tres centímetros debajo de nuestros pies.
–¡Lo sabía! –canturreó Threllvon–da–. ¡Estaba en lo cierto! Y la hubiese descubierto
muchísimo antes si no hubiera perdido usted mis instrumentos. Déjeme ese trasto. Encontraré
el lugar más adecuado para excavar, si los klingon no la han localizado todavía.
Arrebató el sensor de las manos de Spock. El vulcaniano hizo un gesto para recuperarlo,
pero una mano de la teniente Avitts que se apoyó sobre su brazo detuvo el movimiento.
–Déjeselo, señor Spock. Usted puede utilizar el mío. –Ella se deslizó por la cabeza las
correas que sujetaban un sensor y le tendió el aparato–. Es extraño que yo no haya obtenido
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ninguna lectura parecida cuando examiné la zona. Hubiera jurado que el planeta tenía un
sólido manto en unos ocho kilómetros a la redonda o más.
–¿No registró usted la caverna que tenemos debajo de los pies? –le preguntó Spock,
levantando ligeramente una ceja–. Fascinante.
–Lo es, ¿verdad? –concedió Candra Avitts, pero qué era lo que ella encontraba
fascinante, no resultaba evidente.
Los ojos de la mujer no abandonaban a Spock. Él se volvió, incómodo, consciente de que
sus relegadas emociones estaban intentando liberarse una vez más. La proximidad de la oficial
científica ayudante lo inquietaba enormemente de la manera menos vulcaniana posible.
–Deseo observar el campamento klingon –dijo bruscamente.
–La mejor vista es la que se obtiene desde el lado de la pirámide. Hemos instalado una
plataforma que conduce hasta la entrada.
Avitts le señaló unas desvencijadas vigas, atadas entre sí con cuerdas, que conducían al
interior de la pirámide. Spock apenas se daba cuenta de lo que hacía cuando ascendió hasta el
punto desde el que los klingon eran visibles, acampados encima de un pequeño promontorio.
Dirigió el sensor hacia las máquinas y esperó mientras los datos registrados eran
digeridos en las entrañas del compacto aparato. Un diminuto sonido sofocado salió del sensor.
Spock estudió los resultados y miró fijamente los equipos que se hallaban sobre la colina.
–¿Ocurre algo malo, Spock? Parece usted confuso.
–¿Confuso? No. Carezco de suficiente información, eso es todo. El sensor no detecta
nada más que equipos de desplazamiento terrestre. Aparentemente, los klingon están
verdaderamente dedicados a la exploración científica. ¿Por qué otro motivo iban a utilizar tanta
maquinaria pesada de naturaleza no bélica?
–Yo intenté averiguarlo –le dijo la teniente Avitts–, pero no conseguí llegar a ninguna
conclusión. Consta todo en el informe.
–Estoy seguro de que consta. No se detecta ninguna arma pesada de energía –continuó
Spock, mientras estudiaba los datos del sensor–. No tienen explosivos excepto los necesarios
para volar pequeñas cantidades de la superficie del planeta. ¿Hay algún indicio de cuál fue el
arma que utilizaron contra la T’pau? –preguntó de pronto.
–No, ninguno –respondió la teniente–. Pensé que podían estar estableciendo una base
para montar el arma, pero se los ve interesados solamente en excavar, no en construir.
–Las lecturas indican de forma decisiva que se hallan sobre la parte más fina de la
bóveda de la caverna. Threllvonda interpretará que eso significa que están intentando robarle
el descubrimiento de la ciudad subterránea.
–Yo no había obtenido antes ninguna lectura como ésa –confesó la teniente–, pero
¿importa eso, Spock? ¿Hay algo que pueda tener importancia... si estamos juntos?
Ella descansó una mano sobre un brazo de Spock y se le acercó hasta quedar
perturbadoramente cerca de él.
Spock sintió que estaba perdiendo el control. Miró los ojos de la mujer y pensó que era
curioso que nunca antes se hubiese dado cuenta de cómo el amor afloraba a la mirada. Ella
cerró sus obsesionantes ojos, separó ligeramente los labios y esperó con silenciosa
expectación.
Al igual que un imán atrae el hierro, Spock se encontró inclinándose hacia delante para
pegar sus labios a los de Candra Avitts.
–¡Spock! ¿Dónde está usted, Spock? –preguntó la quejumbrosa voz de Threllvon–da.
El hechizo se rompió, y Spock se apartó bruscamente de su ayudante con un sentimiento
de culpabilidad, tan sorprendido de su flaqueza momentánea como de la sensación de culpa
misma.
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–Aquí arriba, doctor –exclamó, con la mirada aún fija en la agitada Candra Avitts.
Deseaba tender una mano y tocarla suavemente, pero no lo hizo–. ¿Qué desea?
–¡Mi equipo! Pero, aparte de eso, necesito que ahuyente a los klingon. Este sensor suyo
me dice que ellos están precisamente en el sitio que he estado buscando desde que se me
ocurrió la idea de las moradas subterráneas. Están excavando en el preciso emplazamiento en
que la distancia es mínima para penetrar en mi ciudad, ¡mi ciudad! Esos imbéciles
escandalosos van a profanarla. ¡No saben nada de adecuadas técnicas científicas!
El andoriano de baja estatura jadeó y resolló durante toda la subida por la rampa, hasta
que se detuvo junto a Spock y Avitts. Estiró el cuello y torció la cabeza para dirigir hacia ellos la
antena auditiva sana.
–Bueno, ¿qué me responde usted? ¿Va usted a ahuyentarlos o tendré que ir a hacerlo yo
mismo?
–Tendré que informar al capitán Kirk –dijo Spock, diplomáticamente–, y le confiaré a él el
asunto que acaba de plantearme usted. Estoy seguro de que el capitán sabrá cuál es el camino
que debe seguirse.
El andoriano bajó nuevamente la rampa, refunfuñando y mascullando para sí. Spock lo
siguió, con la teniente Avitts inquietantemente cerca de él.
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–Tenemos nuestras formas de desbaratarlos a todos –le aseguró Kirk–. Dudo de que
cualquier motín de menos de, digamos, doce conspiradores tenga siquiera una oportunidad de
éxito.
Observó cómo el atezado rostro del klingon volvía a ensombrecerse. Sabía qué era
exactamente lo que hervía en la mente de Kalan: el motín a bordo de la Terror.
–El único problema que existe en los grandes intentos de amotinamiento –continuó Kirk
con tono jovial–, es que pueden pasarle a uno inadvertidas pequeñas células de descontento.
Se extienden como el cáncer.
–Se trata de un neoplasma caracterizado por... –comenzó a explicar McCoy.
–Ya sé qué es el cáncer –gruñó Kalan–. ¿No tienen ustedes problemas de ese tipo a
bordo de su nave?
–Vamos, vamos, capitán. Difícilmente estaría dispuesto a discutir de ellos con usted, si los
tuviera; de todas formas, puede leer entre líneas. Sería un estúpido invitándolo a bordo de la
Enterprise si hubiese la más ligera señal de descontento.
–Bueno, Jim –comenzó a decir McCoy–, existe descontento.
–¿Qué? –exclamó Kalan–. ¡Hábleme de ello!
–Es bastante serio –respondió McCoy con semblante inexpresivo–. Uno de los miembros
de la tripulación presentó una protesta formal porque no se le permitió tomar un segundo
postre. El autoclave no había preparado la cantidad suficiente, y el oficial de nutrición se negó
a programarlo nuevamente sólo por un postre. Le aseguro que es un escándalo que está
pasando de boca en boca por toda la nave. El descontento es desenfrenado.
–¿Por un postre? –dijo estúpidamente Kalan–. ¿Es ése el tipo de problemas que tienen
ustedes?
–No es el momento de discutir un asunto tan grave, doctor –declaró Kirk con severidad–.
Márchese. Ya hablaré con usted más tarde.
–¿Por un postre? –repitió Kalan.
–¿Hay algo más que desee usted ver, capitán? –preguntó Kirk–. No tenemos nada que
esconder. Confío en que se haya convencido de que todo está en orden a bordo de la
Enterprise y que, a pesar de que mantenemos un estado de alerta máxima, no vamos a
provocar un incidente que constituya una violación del Tratado de Paz Organiano.
–Meditaré sobre lo que he visto –respondió Kalan con tono rígido–. Exijo regresar a mi
nave.
–Inmediatamente. Por aquí, capitán.
Kirk observó al klingon mientras entraba en la cabina del transportador, se transformaba
en una centelleante columna de relampagueante energía y se desvanecía finalmente. Dejó
escapar un suspiro de alivio y se recostó contra el panel de control del transportador.
–¿Cómo ha salido todo, capitán? –preguntó McCoy, entrando en la sala.
–Muy bien, Bones. Kalan ha visto que estamos preparados para luchar... y piensa que
tenemos una preparación perfecta. Él conoce el estado de su tripulación. No intentará nada, al
menos mientras no cuente con refuerzos, y me parece que es demasiado orgulloso como para
pedirlos. Después de todo, tiene la mejor nave de la flota klingon. No puede admitir que la
Enterprise represente para él ningún tipo de problema.
–Sin embargo, el joven Kislath sí que representa un problema para él, uno enorme –
observó McCoy–. Es probable que arroje a Kislath al calabozo, sólo por principio.
–Así lo espero. Cuantos más problemas haya entre ellos, más fuertes pareceremos
nosotros por comparación. Es una buena cosa que no conozcan el verdadero alcance de
nuestros problemas disciplinarios; y esa historia acerca del segundo postre fue una mentira
brillante, Bones.
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Los klingon han intentado enviar otro mensaje subespacial. Mi encuentro con Kalan a
bordo de la Enterprise ha dado sus frutos. Él ha encontrado más conspiradores y los ha
ejecutado. Como resultado de ello, tengo la sensación de que la seguridad de la Enterprise y la
del equipo de arqueólogos es mayor que antes. Sin embargo, no se ha hecho ningún progreso
en lo referente a descubrir el misterio del arma klingon que mató a los vulcanianos que
viajaban a bordo de la T’pau. Sólo puedo esperar que esa arma requiera el esfuerzo de
muchos klingon, en lugar de la acción de uno solo de ellos.
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–Quiero entrar en esa ciudad subterránea antes que los klingon, Kirk, y no me importa
cómo tenga que hacerlo. Si apunta sus rayos fásicos hacia las coordenadas que yo le dé,
podremos volar...
–¡No!
–Sea razonable, Kirk. Me priva de mi equipo y ahora me niega esta petición insignificante.
Un segundo de energía me hará entrar en la caverna antes que los klingon. Tengo que
vencerlos. ¡Tengo que hacerlo!
–Veré qué podemos hacer. Primero debo hablar con mi oficial científico.
–Perfecto –respondió Threllvon–da–. Cualquier cosa que lo aparte de mis preciosos
datos. ¡Cualquier cosa!
Spock tenía la vista desenfocada, y su mente vagaba. No observaba las lecturas del
sensor. Solamente un repentino zumbido del aparato lo trajo de vuelta a la conciencia. Bajó los
ojos hacia el sensor como si lo viese por primera vez. La información que aparecía en la
pantalla le era completamente desconocida. Durante un lapso de varios latidos de corazón fue
incapaz de recordar qué había estado haciendo.
Luego todo regresó repentinamente. Los datos sísmicos. Threllvon–da los necesitaba
para dirigir las excavaciones. El andoriano no quería hacer que el techo de la caverna se
derrumbase, estrellándose sobre su ciudad subterránea; y Spock había fracasado una vez más
en la obtención de los datos adecuados.
–¿Ocurre algo malo, Spock? –preguntó Candra Avitts.
La proximidad de la mujer le molestaba. Se apartó para evitar que ella lo tocase. Su
perfume era decididamente no reglamentario; le excitaba. La visión de los lustrosos cabellos de
ella, que le caían como una cascada en torno a los cremosos hombros, lo hacía tomar
conciencia de los intensos deseos que se agitaban en su interior. La belleza de ella le había
pasado inadvertida durante demasiado tiempo. Tenía que poseerla. La necesitaba
desesperadamente.
Las manos de él se tendieron para apoderarse del elegante cuerpo de la mujer, pero
luego se detuvieron.
Su mente vaciló. Aquélla era una conducta emotiva, se dijo. Aquel comportamiento no era
la forma de actuar de un vulcaniano. Hacía siglos que habían purificado sus mentes de toda
emoción en un intento de expulsar de entre ellos la devastadora guerra y las matanzas sin
sentido. En Vulcano había resultado. Una doctrina de paz absoluta requería un frío análisis de
todas las situaciones.
La violencia no estaba fuera de juego cuando lo requería la defensa propia. Sólo la mente
que carecía de emociones, guiada por la lógica, podía evaluar correctamente esas raras
circunstancias. La emoción era una asesina. No se atrevía a sucumbir a la belleza de Candra
Avitts. Eso encendería los fuegos de una relación emotiva y lo conduciría por el sendero
negado a todos los vulcanianos hacía un milenio o más.
–Por favor, déjeme solo, teniente. Necesito tiempo para pensar.
–Spock, no tiene usted buen aspecto. Déjeme llamar al doctor McCoy.
–El doctor sabe muy poco de la fisiología de los vulcanianos. Es el doctor M'Benga el que
está entrenado en dichas materias.
–A M'Benga, entonces. ¿Se encuentra usted bien?
A los ojos de ella asomaba la preocupación, preocupación por él. Spock se sintió
conmovido. Nadie le había demostrado nunca aquel tipo de interés. Luchó contra la incipiente
emoción de amor, de interés, de querer a otra persona sin recurrir a la lógica.
–No estoy enfermo. Necesito tiempo para meditar. –Yo... me quedaré cerca. Si me
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–Aquí lo tiene, Jim –dijo McCoy, recostado contra el panel de control del transportador,
mientras examinaba escépticamente las luces parpadeantes–. Ha salido intacto. Al menos, eso
creo. Esta condenada máquina puede haberle revuelto todos los órganos internos, aunque, por
la forma en que está constituido Spock, nadie advertiría la diferencia.
–Sus comentarios son tremendamente ilógicos, doctor –dijo Spock con tono severo–. Si la
disposición de mis órganos internos hubiese sido alterada por el transportador, provocaría un
cambio en las funciones de mi cuerpo. La producción normal de enzimas se vería subvertida, y
los niveles de aminoácidos, alterados. Su declaración, analizando simplemente los aspectos
más obvios, resulta ser una falacia.
–Spock, ¿nació usted sin sentido del humor o se lo extirparon quirúrgicamente?
–Ya basta, Bones. Informe, señor Spock. Estoy interesado en tener noticias de la
presencia klingon en el planeta.
El trío salió al corredor y avanzó por él hasta el salón de oficiales. Tras ahuyentar a varios
oficiales jóvenes en aras de la privacidad, Spock comenzó su informe.
–Poco puedo agregar a lo que ya sabemos, capitán. Los klingon están llevando a cabo
ciertas operaciones de excavación en el punto exacto que Threllvon–da ha determinado como
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es el más débil y menos grueso del techo de la caverna. Dentro de poco lo atravesarán.
–No puedo creerlo, Jim –afirmó McCoy–. Los klingon no están interesados en la
arqueología.
–A menos que esperen enterarse de algo de gran valor –dijo Spock–. He tenido una
experiencia que podría estar relacionada con eso.
–¿Se refiere a que por fin se ha dado cuenta de lo atractiva que es la teniente Avitts? –
preguntó McCoy, sonriendo con malvado regocijo–. Ya suponía que llevaría algún tiempo, pero
estaba dispuesto a esperar para ver qué clase de mujer atravesaría esa fría fachada lógica
suya.
–Yo... yo encuentro atractiva a la teniente Avitts –dijo Spock, con una voz que casi era un
susurro.
Kirk se sentó en el borde del asiento, inclinándose hacia delante al oír aquella confesión.
Incluso McCoy quedó desconcertado ante aquella declaración tan directa.
–Sin embargo, no es eso de lo que deseo informar.
–¿Por qué no? –preguntó McCoy–. Yo diría que éste es un día que hay que celebrar.
Finalmente usted ha admitido que hay un lado humano opuesto a su detestablemente lógico.
¡Celébrelo, Spock, regocíjese! Aprenderá a liberarse de los grilletes de la lógica total, y quizá
algún día se libre de esas computadoras con las que insiste en comulgar continuamente.
–Doctor, soy plenamente consciente de las discrepancias que existen en mi conducta
personal. Los estallidos emocionales me espantan. Incluso la idea de espantarse está en
abierta contradicción con mi forma habitual de comportamiento. Debo señalar, con toda justicia,
que su propia conducta es menos que normal.
–¿La mía? –bufó McCoy–. Yo estoy bien. No me ocurre nada malo. Son esas máquinas.
Finalmente me estoy liberando de su tiranía. Yo quiero la vida sencilla...
–Usted mismo me está dando la razón, doctor. Nunca ha sido usted sirviente de las
máquinas, sino su señor; sin embargo, se ha vuelto usted patológico en su desconfianza hacia
las máquinas. Ese aspecto de su personalidad ha salido hirviendo a la superficie sólo desde el
momento en que entramos en órbita alrededor de Alnath II. De la misma forma, la tripulación
no está actuando dentro de los límites calculados.
–¿Es usted capaz de señalar la causa, Spock? Si es así, tengo que conocerla. Me estoy
rompiendo la cabeza para intentar devolver la Enterprise al ciento por ciento de su eficacia.
–Soy consciente de ello, capitán. No tengo pruebas adicionales de radiación de ninguna
clase ni de campos de energía que surjan del planeta. La supervisión de la computadora
continúa, pero en este momento parece algo fútil.
–¿Qué está usted diciendo, Spock? ¿Este planeta nos está contagiando una locura
espacial y no sabe usted por qué?
Kirk asestó un puñetazo sobre la mesa. ¡Información! Necesitaba información y veía
desbaratarse todos sus intentos por obtenerla. Incluso se lo habían impedido a su eficiente
oficial científico.
–No tengo nada que informar a ese respecto, capitán. Como estaba diciendo antes de
que me interrumpiera el doctor McCoy, sufrí un ataque emocional y necesité tiempo para
meditar. Mientras lo hacía, vi un diminuto punto de luz.
–¿Lo vio usted? –preguntó Kirk–. La forma en que lo dice hace que parezca que no lo vio
con los ojos.
–Eso es esencialmente correcto, capitán. Lo vi con mi visión interna. Mi poder mental,
quizá, o como quiera llamarlo.
–Parloteo metafísico es como yo lo llamo –se burló McCoy.
–Los vulcanianos tienen más repliegues en el córtex que los seres humanos, doctor.
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Integrado en esta complejidad adicional, tenemos un poder de la mente que no comparten los
humanos. Lo vi. –Spock guardó silencio mientras se rehacía. Kirk observó los efectos
tranquilizadores de cualquiera que fuese la disciplina mental vulcaniana que estaba
empleando.
–¿Fue inquietante eso? –preguntó finalmente Kirk.
–Sí, capitán. Fue inquietante, pero, a pesar de eso... atrayente. No tengo palabras para
describirlo. Yo sentí que mis más íntimos sueños se harían realidad si conseguía establecer
contacto mental con el punto de luz. Intenté alcanzarlo mentalmente y tocarlo, pero en el último
momento una ola de emoción lo alejó de mí.
–¿Estaba vivo?
Spock meneó la cabeza mientras se apoderaba de él una expresión de tristeza.
–No podría decirlo. Lo dudo; sin embargo, poseía algunas de las cualidades de la vida. Si
yo no hubiese tenido una reacción emocional...
–Como lo está haciendo ahora, Spock –dijo ásperamente Kirk–. Descríbame con detalle
ese punto de luz. ¿Podría tratarse de una forma de vida, de energía pura, que no fuimos
capaces de descubrir en ese planeta? ¿Es ésa la causa de la inquietud de la tripulación?
–Negativo, capitán. Tuve la sensación de que ese punto de luz provenía del interior de mi
mente, no del exterior. Tuvo que ser algo causado... controlado... por mí y solamente por mí.
–¿No se tratará de un dispositivo klingon de control mental? –insistió Kírk–. Todavía no
tenernos indicio alguno de lo que le hicieron a la tripulación de la nave científica. ¿Están
dirigiendo algún tipo de imagen mental y trastornando con ella nuestras cabezas?
–Eso es ilógico, capitán. Aparentemente, Kalan tiene a bordo de la Terror unos problemas
disciplinarios de una naturaleza aún más grave que los nuestros. Si esa supuesta arma de
control mental está funcionando, no son los klingon quienes la emplean, sino que más bien
está siendo utilizada también en contra de ellos.
–La palabra clave es « aparentemente» , Spock. ¿Cómo sabemos realmente si Kalan
tiene algún problema de verdad? Los mensajes podrían ser un subterfugio. Quizá Kalan no
haya ejecutado a nadie por motín, y mucho menos a su propia hija. El comportamiento del
teniente Kislath y la desconfianza de Kalan mientras estuvieron a bordo de la Enterprise
podrían haber sido una actuación destinada a engañarnos.
–Pero estarían llevando la representación demasiado lejos, Jim –señaló McCoy–. ¿No ha
dicho usted que el acorazado Terror es más poderoso? Si abrieran fuego contra nosotros, nos
reducirían a átomos en cuestión de pocos minutos. Tampoco atacaron a los andorianos cuando
tuvieron la oportunidad.
–¡Maldición! –estalló Kirk–. Cuanto más dura todo esto, más confuso se vuelve. ¿Qué
están haciendo los klingon en Alnath? ¿Qué es lo que mató a esos vulcanianos? ¿Qué, qué,
qué?
–Ésa es una buena pregunta, capitán –dijo Spock con tono solemne.
Kirk se volvió y apretó un puño; sentía deseos de golpear. Sólo un supremo acto de
voluntad evitó que le asestara un puñetazo a su primer oficial.
–Alférez Chekov –anunció Uhura–, estoy interceptando otro mensaje de los klingon.
–Descodifique ese mensaje –ordenó Chekov.
Se desplazó hasta el sillón de mando y giró en redondo, supervisando la actividad del
puente. Todos estaban silenciosamente dedicados a sus tareas respectivas. Se sentía
henchido de orgullo. Él había conseguido mantenerlos a todos trabajando dentro de la más
absoluta eficiencia, cuando Kirk había fracasado. La ambición ardía vivamente en el pecho de
Chekov. Un buen informe, y se convertiría en teniente en un tiempo insólitamente corto.
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Ya no sería el alférez Chekov, sino el teniente Chekov. Pero ¿por qué detenerse ahí? ¡El
teniente comandante Chekov! ¡Incluso el capitán de nave estelar Chekov!
Cumpliría bien con su deber. Sería decidido y actuaría de manera responsable para
preservar la seguridad de la Enterprise y de la Federación.
–Está codificado con una frecuencia distinta, alférez –dijo la oficial de comunicaciones–.
La computadora está trabajando. La descodificación llevará algunos minutos.
–Muy bien.
Se reclinó sobre el respaldo y miró la pantalla de visión exterior. La nave klingon aparecía
justo por encima del horizonte, brillante y ominosa. Una sola orden a bordo de aquella nave, y
la Enterprise se vería bajo un furioso ataque, un ataque que posiblemente el crucero, de menos
tamaño que el acorazado, sería incapaz de resistir. Eso no debía ocurrir. Él, Chekov, tenía que
ser el primero en descubrir si los klingon buscaban la traición y la muerte... o la paz.
Pero no se engañó ni por un instante. Los klingon eran incapaces de desear la paz. Eran
belicosos, mercenarios de sangre fría. Tratar con ellos era apenas menos peligroso que jugar a
la ruleta rusa con una pistola de rayos fásicos.
Mata o te matarán. Ése era el único credo que tenían los klingon. A Chekov no lo
sorprenderían dormido mientras estuviese al mando de la Enterprise. Sobre sus hombros
descansaba la decisión final de lanzar o no el primer ataque. Todos los oficiales superiores
estaban ocupados en otros asuntos. El capitán buscaba respuestas acerca de las muertes de
los vulcanianos y Spock estaba excavando entre las ruinas del planeta que tenían debajo en
busca de las mismas respuestas. El teniente comandante Scott jugaba con los motores y Sulu
estaba fuera de servicio. El mando era de Pavel Chekov.
–Descodificación finalizada –canturreó Uhura–. Es otro informe calificado de «prioridad
absoluta».
–Pase por alto los detalles inconsecuentes. Transmítame sólo el texto principal del
mensaje –le ordenó él.
–Sí, alférez –respondió Uhura, presionando más el receptor contra su oreja para escuchar
el mensaje klingon interceptado–. Su destino es la base central. Dice que la disciplina
disminuye, que están resistiendo, más ejecuciones, muchos en los calabozos. Ellos... se
interrumpe, alférez.
Los ojos de Chekov se empañaron. Se preparaban problemas a bordo de la nave klingon.
¿Cuál sería el curso de acción que más probablemente seguirían? ¡Disparar contra la
Enterprise! Tenía que ser así. Los klingon nunca toleraban quedar en segundo lugar.
Planeaban atacar antes de que la Enterprise advirtiera sus diabólicas intenciones. Chekov
sabía que ése tenía que ser el contenido del mensaje.
–Ahora está más claro. La computadora ha purificado parte del texto descodificado. Es...
¡no, no puede ser! –gritó Uhura, cuyos ojos se abrieron desmesuradamente de Terror.
––Atacarán dentro de poco –dijo llanamente Chekov, seguro de la corrección de sus
conclusiones.
–¡Sí, eso es! ¡Se están preparando para atacar!
–A los puestos de batalla –ordenó Chekov.
En ese momento se volvió plenamente activo y despierto. Se sentía en el centro de un
gigantesco capullo de terminaciones nerviosas, todas palpitantes y chisporroteantes de vida.
La más ligera contracción de esas terminaciones enviaba ondas a lo largo de las fibras del
capullo y ocasionaba una acción inmediata en el perímetro.
Unos sonidos metálicos demasiado fuertes llenaron la nave. Chekov sintió que la
adrenalina era bombeada al interior de sus arterias. Nunca antes en toda su vida se había
sentido tan vivo, tan poderoso ni tan seguro de sus propios actos como en aquel preciso
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
momento.
–Todos a los puestos de combate –repitió Chekov–. Rayos fásicos preparados para
disparar. Sigan a la nave klingon. ¡Torpedos de fotones cargados!
–Chekov– gritó Uhura por encima del estruendo del puente–, ¿está seguro de lo que va a
hacer? ¿No debería usted llamar antes al capitán Kirk?
–No hay tiempo. El mensaje decía que nos atacarían. Una nave tan poderosa puede
destruirnos con muy poco esfuerzo... a menos que ataquemos nosotros primero. Eso es lo que
haré en cuanto las baterías de los rayos fásicos estén cargadas y a punto.
Las luces del tablero de mando parpadearon significativamente, indicando plena carga de
las baterías de los cañones de rayos fásicos. El joven alférez repasó rápidamente en su mente
la lista de comprobaciones. Rayos fásicos cargados. Computadoras de seguimiento fijas en el
objetivo. Torpedos de fotones preparados para seguir a la primera andanada de rayos fásicos,
para darles a los klingon algo en lo que pensar mientras las baterías fásicas volvían a cargarse.
–¿Qué significa todo esto? –preguntó brusca y secamente una voz desde la puerta del
turboascensor–. ¡Explíquese, señor Chekov!
–¡Capitán! Ha ordenado un ataque –gritó Uhura.
–Vuelvan todos a los puestos que ocupaban antes. Repito, a los puestos que ocupaban
antes. No se lanzará ningún, repito, ningún ataque desde la Enterprise. Les habla el capitán
Kirk. Todos los sistemas de armamento deberán quedar en estado de alerta dos, repito, estado
de alerta dos.
El capitán, con el rostro enrojecido, giró bruscamente y se encaró con el alférez.
–Señor Chekov, creía que teníamos un acuerdo. No debía ocurrir nada parecido a esto si
lo dejaba a usted al mando. ¡Explíqueme sus actos a mí y tal vez no tendrá que hacerlo usted
ante un consejo de guerra!
–La teniente Uhura interceptó otro mensaje de los klingon, capitán –dijo el alférez con voz
trémula. Se mantuvo en posición de firmes y miró al frente–. Planeaban un ataque sorpresa
sobre la Enterprise. Mis actos estaban destinados solamente a salvar la nave. –El joven alférez
no podía controlar el temblor nervioso que lo atormentaba.
Kirk respiró profundamente y ocupó su sillón de mando. Sus dedos recorrieron
apresuradamente el diminuto teclado, mientras sus ojos volaban de uno a otro puesto de
artillería hasta asegurarse de que ningún exaltado dispararía ni uno solo de los cañones
fásicos. Volvió a respirar profundamente y dedicó nuevamente su atención al alférez Chekov.
–No importa cuál fuese el contenido del mensaje, su deber era informarme a mí. Es usted
el oficial de menos graduación en la cadena de mando de este puente. Yo consideré que
constituiría una experiencia valiosa que ostentara ocasionalmente el mando. No tenía usted
derecho de tomar una decisión semejante a la que ha tomado.
–Le pido disculpas, señor, pero, si yo tenía cl mando, estaba actuando como capitán de la
Enterprise. Usted me confirió el derecho de actuar en nombre de los intereses de la nave.
–Él tiene razón, capitán –dijo el señor Spock––. En el reglamento número siete, párrafo
tres, se especifica claramente que...
–Es suficiente, señor Spock. Conozco bien los reglamentos, pero usted, señor Chekov,
excedió los límites de su posición.
–Sí, señor.
–Teniente Uhura, léame el mensaje que estuvo a punto de matarnos a todos.
Kirk controló su furia. Al recorrer el puente con los ojos pudo ver que algunos apoyaban
silenciosamente a Chekov. Querían entrar en acción. Kirk sabía que los estaba manteniendo
inmovilizados, que mantenía los violentos impulsos de sus hombres bajo estricto control.
Chekov había estado a punto de dejar en libertad a los perros de la guerra. Al volverse a mirar
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
a Spock no vio nada excepto una expresión impasible. A veces envidiaba al vulcaniano,
especialmente en los momentos como aquél.
–...solicitado para atacar de inmediato –terminó Uhura.
–El mensaje es incontrovertible, capitán –dijo Spock–.Los klingon solicitan permiso para
atacarnos.
–Uhura –comenzó Kirk, ahogando el comentario de Spock–, ¿consiguió el mensaje
atravesar el bloqueo?
–No, señor. Existe sólo una ligera posibilidad de que haya conseguido llegar hasta el
borde del sistema solar, a unas diez horas luz de distancia. A menos que los klingon tengan un
repetidor emplazado en alguna parte que aún no hayamos detectado, no han conseguido que
el mensaje llegase a la base central.
–Gracias, teniente. ¿Tuvo eso en consideración, señor Chekov, antes de dar las órdenes
de combate? –No, señor, pero...
–Señor Spock, analice la fraseología y el contenido del mensaje. Tenga en cuenta el tipo
de codificación empleada para realizar la transmisión.
–Humm, resulta extremadamente interesante, capitán. Por la sintaxis del mensaje y la
codificación, me aventuraría a opinar que no lo envió Kalan.
–¿Qué? –gritó Chekov, dando medio paso al frente–,¿Cómo puede ser? ¡Provenía de la
nave klingon!
–Exactamente, alférez. De la nave klingon, pero no necesariamente del capitán Kalan. –
Kirk se dejó caer en su asiento–. La Terror ha estado luchando constantemente contra el motín
desde que entró en la órbita de Alnath II. Creo que ese mensaje fue enviado por un subalterno
de Kalan que desea hacerse con el mando, pero que está intentando conseguirlo de una forma
más ortodoxa y menos rebelde.
–Un gol de medio campo –exclamó Uhura–. Alguien está intentando obtener el permiso
de la base para atacarnos y deponer a Kalan de paso.
–Ésa es la lectura que hago yo de esos datos, teniente. Señor Spock, ¿está usted de
acuerdo conmigo?
–Es altamente probable que sea como usted dice, capitán. Añadiría, además, que el
candidato más seguro para este «gol de medio campo», como lo ha llamado la teniente Uhura,
es Kislath.
–Ese klingon puso de manifiesto un espíritu realmente rebelde –concedió Kirk–. Mis
planes para desbaratar su eficacia de combate parecen estar dando frutos; y usted lo ha
puesto todo en peligro, señor Chekov. ¿Tiene algo que decir en su defensa?
–No, señor. –Chekov volvió a ponerse firme; tenía la cara muy pálida.
–Permanecerá confinado en su camarote hasta nuevo aviso, señor Chekov. Márchese.
Kirk observó cómo el alférez se gíraba con elegancia y salía del puente a paso de
marcha. Sintió que lo invadía frío por dentro al darse cuenta de cuán cerca se habían hallado
de otra guerra interestelar.
–Esto no puede continuar, Spock –dijo acaloradamente–. No hice lo suficiente cuando
sembré la semilla de la duda en la mente de Kislath. No hice lo suficiente al volver a Kalan
contra él. Si no hacemos algo rápido, nos convertiremos todos en polvo radiactivo flotando
entre las estrellas.
–Eso será si tenemos suerte –señaló Spock. Kirk lo miró fijamente–. Podríamos vivir para
ver la devastación de la guerra –agregó el vulcaniano.
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
Los actos del alférez Chekov serán revisados por los oficiales de alto rango de la
Enterprise. Si así lo recomiendan, se convocará un consejo de guerra cuando –y si–
regresemos a la Base Estelar. Compadezco a Chekov; tengo la sensación de que sólo lo
movían los intereses de la nave. Sin embargo, falló al analizar adecuadamente la situación y
estuvo a punto de arrojar a la Federación a una guerra brutal e inútil con el imperio klingon.
–Lo comprendo, capitán. A pesar de que no conseguí encontrar la fuente del campo o los
campos de origen, de duración y composición desconocidas, no puede negarse el hecho de
que la tripulación de la Enterprise, y, ostensiblemente, la del acorazado klingon Terror, han
estado comportándose de manera atípica desde que entraron en órbita alrededor de Alnath.
–Las razones de ello no son aún discernibles, pero el efecto del sistema planetario resulta
obvio. Cada miembro de la tripulación ha intentado, con diferentes grados de éxito, seguir un
curso de acción que le resultara satisfactorio a nivel personal. El señor Kyle, oficial de
transporte, había tenido un historial intachable hasta que abandonó su puesto, sin autorización,
para dedicarse a la escultura. El teniente comandante Scott –continuó Spock mirando fijamente
al ingeniero–, se ha convertido en un obseso del máximo ajuste de los motores
hiperespaciales.
–¡Señor Spock, no puede saber de qué está hablando! –gritó Scotty–. Esos motores
necesitaban ajustes, amigo. Y todavía los necesitan.
–Computadora –continuó impasible Spock–. Estado de los motores hiperespaciales.
–Procesando –respondió la computadora–. Los motores están actualmente funcionando
al ciento siete por ciento de su capacidad total normal.
–Un siete por ciento más de lo normal –señaló Spock–. Computadora, informe del estado
de los motores antes de las actuales modificaciones.
–Procesando. Los motores estaban funcionando al ciento uno por ciento de lo que es
normal en la Flota Estelar.
–El señor Scott ha mantenido siempre los motores de esta nave en condiciones más que
adecuadas. La computadora lo confirma.
–¡Pero necesitan más!
–Sólo en su mente, señor Scott. Su necesidad de aumentar aún más la capacidad de
funcionamiento de los motores subespaciales es relativamente inofensiva. El doctor McCoy,
por otra parte, ha renegado de la utilización de la computadora médica y otros avanzados
equipos de cirugía, a causa de su preferencia a confiar, en cambio, en métodos más primitivos.
–Las máquinas se volvieron en mi contra.
–En verdad, doctor, ¿se «volvieron en su contra» y provocó usted sus desperfectos como
resultado,de la desconfianza básica que siente hacia todas las máquinas?
–Señor Spock, ¿está esto relacionado con la negligencia en sus deberes por parte del
alférez Chekov?
–Lo está, capitán. Ni siquiera yo he resultado inmune a cualquiera que sea la fuerza que
actúa sobre los seres vivientes en este sistema. No digo «fuerza perniciosa» porque, como en
el caso del señor Scott, ha dado resultados beneficiosos. Sin embargo, en general, la
tripulación de la Enterprise no está actuando como una unidad de máxima eficiencia.
Computadora, estado de la eficiencia de la tripulación desde que entramos en órbita en torno a
Alnath.
–Procesando. La eficiencia en la nave ha bajado en un diecinueve por ciento.
–Nuestro último informe de eficiencia determinó que la Enterprise era la segunda nave
que mejor funcionaba en toda la flota. Esta caída reciente nos coloca en el último lugar.
–Señor Spock, vuelvo a recordarle que la Enterprise y sus oficiales de alto rango no son
el objeto de esta vista, sino que lo es el alférez Chekov. Por favor, sea breve.
Kirk profirió un profundo suspiro y rogó que Spock consiguiera presentar las pruebas
suficientes como para sacar a Chekov del agujero.
–El alférez Chekov es humano; y está, asimismo, afectado por esa fuerza empíricamente
demostrable, si bien científicamente desconocida, que actúa sobre nosotros. Su único crimen
es el de ser demasiado consciente en el cumplimiento del deber. Vio el mensaje enviado por
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
los klingon y lo interpretó como una amenaza para la seguridad de la Enterprise. Actuó. Y su
impulsividad se vio acentuada por la influencia de esa fuerza. En otras circunstancias, sin la
influencia de ese poder desconocido, el señor Chekov podría haber actuado de forma más
responsable. En mi opinión como oficial científico, él no es culpable en este caso.
Spock se sentó en silencio. Kirk miró a Chekov. El alférez continuaba en una rígida
posición de firmes.
–Computadora –pidió Kirk–, analice los datos proporcionados por el señor Spock.
–No se me ha proporcionado dato alguno –informó inmediatamente la computadora–, sino
que sólo se han hecho observaciones y especulaciones personales.
–Esto no es tan fácil como parecía –meditó Kirk–. Yo me inclino a estar de acuerdo con el
señor Spock en lo referente a los actos del alférez. Esa fuerza, sea lo que sea, afectó de
manera adversa las facultades de decisión del señor Chekov en un momento crítico. ¿Qué vota
el comité sobre este asunto? ¿Un consejo de guerra, una medida disciplinaria a nivel de mando
o una desestimación de los cargos presentados?
–Desestimación –dijo de inmediato el teniente Patten. –Sí, desestimación –pronunció
Scott, una fracción de segundo después.
McCoy asintió con la cabeza.
La decisión de Spock era obvia.
–Muy bien. Este comité de investigación piensa que, a pesar de que el alférez Pavel
Chekov no actuó según los íntereses de la Federación ni de la nave estelar Enterprise, dicha
acción no surgió de un error personal. En cambio, este... malestar... que padecemos a bordo
de la Enterprise adquiere diversas formas. Recomendación del capitán: desestimación de los
cargos. Otras recomendaciones: observación más cuidadosa y aplicación de pensamiento más
profundo a los problemas con los que nos enfrentemos.
Kirk se puso de pie y cogió el mazo para golpear con él la campanilla.
–Queda clausurado el consejo de investigación.
Antes de que llegara a hacer sonar la campana, zumbó el intercomunicador y sonó la voz
de Uhura, ansiosa.
–Emergencia, capitán. Threllvon–da informa de que los klingon están intentando apresar
por la fuerza al grupo de tierra.
–Al puente. Usted también, Chekov –ordenó, y salió apresuradamente de la sala.
Los oficiales superiores regresaron rápidamente a sus puestos. Chekov podría haberlos
puesto a todos en peligro con sus actos, pero los klingon habían actuado como él había
temido.
Kirk se sentó en el sillón de mando.
–Visión completa, Uhura –ladró–. Hablaré directamente con Threllvon–da.
–Sí, señor.
La pantalla chisporroteó y en ella se solidificó una imagen ondulante. La antena auditiva
rota del andoriano lleno la pantalla hasta que el científico se retiró un poco. El rostro azulado
había palidecido hasta un púrpura enfermizo.
–¡Capitán Kirk! Han descendido fuerzas klingon. Se han apoderado de mi tripulación.
Ellos... Ellos...
–Por favor, doctor, dígame qué ha ocurrido exactamente. ¿Corre usted peligro personal
en este momento? Le transferiremos a la nave si es así.
–No, no. Yo me he encerrado en el cobertizo de comunicaciones. Todavía no me han
encontrado. Llegaron en esas enormes máquinas de excavación. Los primeros a quienes
capturaron fueron los miembros de su tripulación.
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
–Muy bien –dijo Kirk, mientras se ajustaba apretadamente el cinturón alrededor del
tronco. Comprobó la posición de la pistola fásica y el transmisor–. Mantendré contacto
constante, señor Spock. Quiero que sea grabada toda la conversación.
–El bloqueo del subespacio por parte de los klingon no afectará la conexión láser. El láser
recogerá todas y cada una de las transmisiones.
–Perfecto. Queda usted al mando, Spock. ¿Están todos ustedes preparados?
Kirk se volvió para mirar a Chekov, que se balanceaba nerviosamente de uno a otro pie, y
al doctor McCoy, que se sentía intranquilo por la perspectiva de entrar en el transportador.
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
–¿No existe una forma más segura, Jim? Como la lanzadora. Podríamos hacerla entrar
en la atmósfera y...
–Al transportador, Bones. El señor Spock se encargará de transferirnos.
–De eso es de lo que tengo miedo –respondió el médico con tono sombrío.
Avanzó de mala gana, como si sus pies se hubiesen convertido en muñones de neutronio
puro. Finalmente se colocó debajo de uno de los electrodos del transportador.
–Dése prisa. Quiero acabar con esto lo antes posible. Si permanezco aquí durante diez
segundos más, perderé los nervios.
Chekov se echó a reír y escondió discretamente la risa detrás de una mano mientras
fingía toser. Permaneció completamente erguido mientras el transportador se cargaba. En
menos tiempo que el necesario para la transición de un electrón entre un nivel cuántico y otro,
los tres reaparecieron en la superficie de Alnath II.
–Alférez –advirtió Kirk, al ver que Chekov tendía la mano hacia su pistola fásica–. Ésta es
una misión de paz. Mantenga ese espíritu combativo suyo bajo una vigilancia más estrecha.
–Sí, señor –asintió de mala gana el joven.
Sus ojos se clavaron en un pequeño grupo de klingon que haraganeaban arrogantemente
junto a la base de la pirámide negra.
–Capitán Kalan, bienvenido a Alnath II –dijo alegremente Kirk, tendiéndole una mano.
La mantuvo así durante un instante y la retiró al ver que el comandante klingon no tenía
intención ninguna de estrechársela.
–Soy yo quien le da la bienvenida a usted, Kirk. Ahora nosotros estamos en posesión de
este planeta, y lo reclamo como parte del imperio klingon.
–Eso no puede hacerlo, Kalan –dijo vigorosamente Kirk–. Nosotros llegamos aquí
primero. No la Enterprise, por supuesto, pero sí la nave científica vulcaniana y la expedición
que traía a bordo.
–Tráigame a los vulcanianos que reclaman este planeta.
–¡Cerdo asesino! Usted mismo los mató. Para un acorazado tan poderoso como el suyo,
fue como dinamitar peces en un barril –le espetó McCoy.
Kalan pareció perplejo ante aquel estallido.
–Nosotros no hemos hecho nada –declaró–. Esos vulcanianos murieron en el espacio. No
sabemos nada de ellos.
Todo lo que el imperio está dispuesto a reconocer es nuestro derecho sobre este planeta.
Hemos hecho todo lo necesario. Establecimos un campamento, hemos residido durante treinta
rotaciones planetarias, y hemos presentado las reclamaciones formales... está todo hecho.
–Los andorianos estaban aquí desde antes que ustedes. Lo cual hace surgir una
pregunta sobre el doctor Threllvonda. ¿Dónde está?
–¿Cómo voy a saber dónde están esos traicioneros...?
La frase de Kalan fue interrumpida por los irritados tonos de la voz del científico
andoriano.
–Aquí estoy, Kirk; y llega usted en un buen momento. No tuvo la oportunidad de
asesinarme mientras dormía, como hizo con todos los demás.
Kislath se llevó una mano a la pistola fásica pero Chekov fue más rápido. El joven alférez
aferró la muñeca del klingon con un puño tan firme como el acero de titanio. Obligó al oficial
klingon a aflojar la mano que aferraba la culata de la pistola fásica.
–Threllvon–da, por favor, explíqueme lo que le ocurrió a su equipo de excavación.
–Ellos vinieron y se los llevaron a punta de pistola fásica, eso es lo que les ocurrió –acusó
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
el científico, sin aliento. El color azulado de su cara se intensificó a causa de la emoción–. Los
arrastraron de aquí y los asesinaron.
–Sólo están en prisión por violar el espacio klingon –declaró Kalan–. De la misma forma
que será usted llevado prisionero si no se marcha. ¡Este planeta es nuestro!
–Presenta usted un problema difícil, Kalan –dijo Kirk, mientras su mente repasaba
aceleradamente las leyes de colonización tal y como las conocía–. Lo que tenemos aquí es
una mala interpretación de los términos acordados acerca de la colonización. Mientras
Threllvon–da esté aquí llevando a cabo estudios arqueológicos sobre una civilización anterior,
la prueba de cuya existencia es claramente visible detrás de usted, el planeta no es objeto
legítimo de colonización. Mírelo en las leyes.
Uno de los klingon se aproximó a Kalan y susurró apresuradamente. La expresión del
rostro del klingon le dijo a Kirk que había ganado en aquel punto. No le dio oportunidad al
klingon para que pudiera pensar otra maldad.
–Y exijo ver a mi tripulación, impropiamente detenida, según parece. Sin embargo, el que
retornen sanos y salvos será suficiente, al igual, por supuesto, que el regreso del equipo de
excavación.
–Ellos invadieron nuestro espacio –le espetó Kalan–. Se trasladaron a nuestro yacimiento
y se pusieron a excavar allí, como si no tuvieran suficiente con éste.
Señaló el área que rodeaba la pirámide y que ya había sido excavada por Threllvon–da.
–¿Es eso cierto, doctor?
Tenemos que llegar a la ciudad subterránea antes que ellos; y usted se niega a
entregarnos nuestro equipo. No puedo aceptar que estos estúpidos ineptos destrocen el techo
de la bóveda y hagan caer toneladas de escombros. ¡Eso arruinaría el valor arqueológico de la
ciudad para siempre!
–¿Así que entró usted en el campamento klingon, doctor? –le preguntó Kirk.
–Sí, por supuesto; y luego estos bárbaros llegaron y mataron a todo mi grupo.
–Los andorianos y los humanos no están muertos. Nosotros los apresamos por traspasar
los límites del territorio klingon.
–Ya hemos establecido que esto no es parte del imperio klingon –replicó severamente
Kirk–. Sin embargo, parece que tiene usted una protesta que hacer contra la Federación
debido a la intromisión de algunos de sus ciudadanos, que se dedicaron a excavar en algunos
puntos del yacimiento que estudiaban ustedes. –Cuando Kalan soltó un bufido de triunfo, Kirk
se apresuró a continuar–. Y dicha protesta, por supuesto, queda ahora sin efecto a causa de su
invasión de este yacimiento y cl secuestro de ciudadanos de la Federación que no tomaron
parte en la trasposición original de dichos límites.
–Pero...
–Creo que es evidente la solución equitativa que le podemos dar a todo esto. Usted nos
devuelve a todos los científicos capturados, y a los miembros de la tripulación de la Enterprise,
y nosotros no llevaremos este asunto más allá.
–¿Eso hace que quedemos a la par? –le preguntó Kalan en voz baja–. ¡No! No puede ser
de esa manera. Nosotros no podemos perder ningún...
–No pierde usted nada. No tenía nada que perder –señaló Kirk.
–No escuche a ese alienígena, capitán –lo instó Kislath–. Ordene un ataque inmediato
desde la Terror y reduzca su nave a escombros. Disfrutemos viendo como ellos y todos esos
intrusos regresan al polvo cósmico.
–Dudo de que el comandante de una nave de guerra klingon necesite que le digan cuál
es la forma más correcta de proceder –comentó McCoy, al ver la reacción de Kalan ante la
sugerencia de Kislath.
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
del interés arqueológico, lo que hizo que no pudieran desplazarse fácilmente sin levantar
sospechas.
–Ha descubierto usted la topalina, Spock. ¿Tiene alguna información adicional sobre el...
el campo de fuerza que mencionó con anterioridad?
Kirk no deseaba mencionar los problemas existentes con respecto a la moral de la
tripulación. A pesar de que los aparatos electrónicos de los klingon podían ser primitivos para
la norma de la Federación, no eran tan atrasados. No quería proporcionarle a Kalan ninguna
ventaja para las futuras negociaciones, al menos cuando hasta aquel momento había sido
capaz de ganarle todos los asaltos.
–Negativo, capitán. No consigo explicar ese fallo. En este momento estoy estudiando la
posibilidad de desorganización neuronal en el hemisferio derecho del cerebro.
–¿La parte que «borra» la memoria al mezclarla como si se tratara de una docena de
huevos revueltos? –preguntó McCoy–. Ése es un cambio neuroquímico, no inducido por un
campo de fuerza.
–Deben ser tomadas en consideración todas las explicaciones posibles, doctor. Si nos
permitiésemos pasar por alto una sola fuente potencial, estaríamos actuando de una forma
muy poco científica.
–¿Ha habido suerte? –interrumpió Spock.
–Aparentemente, el doctor McCoy tiene razón. No existe un campo de fuerza de esa
naturaleza. He vuelto a comprobar todos los campos de fuerza capaces de afectar al
metabolismo humano, y no he encontrado ninguno capaz de provocar respuestas tan variadas.
Esto es algo peculiar de Alnath II.
–Eso era lo que temía, Spock. Continúe. Quiero recorrer durante un rato la superficie y
luego regresaré a la nave. Yo...
–¡Capitán, mire! –gritó Chekov.
Vio cómo, una tras otra, las máquinas de minería pesada de los klingon desaparecían en
el interior del terreno como si fueran pequeños insectos metálicos en lugar de los gigantescos
monstruos que eran en realidad.
Los klingon aceptaron con celeridad el nuevo emplazamiento para sus operaciones de
extracción de topalina. Sin embargo, la repentina desaparición de sus máquinas –
aparentemente tragadas por el planeta mismo– ha precipitado un estado de emergencia. El
cañón fásico principal de la Terror ha comenzado a resplandecer con un vívido azul a causa de
las fugas de carga, lo cual indica que está preparado para disparar. He llamado a la tripulación
de la Enterprise a sus puestos de combate y máximo estado de alerta. Me temo que el ataque
es inminente e inevitable.
Nunca he visto nada parecido –jadeó McCoy–. Todo ese condenado planeta se tragó la
maquinaria de los klingon.
–¿Cree que pueda tratarse de un sabotaje? –le preguntó Kirk a Chekov.
El alférez comprobó y volvió a comprobar las lecturas del sensor.
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–Lo ignoro, capitán. Mi sensor se ha vuelto loco. Los indicadores están todos fuera del
cuadrante. Ahora vuelven a la normalidad. No lo entiendo.
–Tampoco yo, alférez, tampoco yo –comentó Kirk, mientras miraba al bostezante agujero
donde un instante antes las máquinas de minería klingon habían rugido, agujereado y
desgarrado la superficie.
Tenía la extraña sensación de que aquel hubris por parte de los klingon había sido la
causa; pero eso era ridículo. No podía atribuirle poderes divinos a un planeta. Aquel mundo no
estaba vivo, no respiraba, ni sentía ni estaba animado. Había sido abandonado por su única
raza pensante hacía miles de años.
–¡Ya la hemos atravesado! –les llegó un fuerte grito proveniente del yacimiento andoriano.
Threllvon–da salió corriendo, agitando los brazos muy por encima de la cabeza–.La hemos
atravesado. Finalmente hemos atravesado la bóveda del techo; y ellos lo han destrozado todo,
exactamente como yo pensaba que lo harían.
–Spock –dijo Kirk por el transmisor–, verifique. ¿Rompieron los klingon el techo de la
ciudad subterránea?
–Afirmativo, capitán. Todo indica que la masa de la maquinaria excedió el punto de
ruptura del techo. A través del agujero he obtenido lecturas de la presencia de formas de vida.
Todos los klingon están aún vivos.
–¿Y no capta ninguna otra lectura de vida inteligente?
–No obtengo ninguna lectura de formas de vida en absoluto, capitán, excepto las de los
klingon.
–Gracias, Spock. –Cerró la tapa del transmisor y se volvió hacia McCoy–. Bajemos allí
para ver si nos necesitan, especialmente a usted. Esos hombres podrían estar bastante
golpeados.
–¿Yo? ––preguntó McCoy con pasmo––. ¿Que yo remiende a unos klingon? Eso no está
entre mis obligaciones, Jim.
–¿No está usted consagrado a curar, independientemente de la forma de vida que haya
resultado herida? Lo necesitan, Bones.
–Pero son klingon.
–Son seres inteligentes que están heridos. No puedo ordenarle que los ayude, pero se lo
pido.
Kirk observó la variedad de emociones que cruzaban el rostro del médico. Luchó
silenciosamenie con el dilema y finalmente tomó una decisión.
–De acuerdo, capitán; pero no espere que yo haga demasiado bien. Los klingon tienen
una estructura interna aún más revuelta que la de Spock.
Kirk sonrió y echó a andar con paso rápido en dirección al agujero abierto en la corteza
del planeta. Thrcllvon–da y los otros lo habían precedido. Para cuando Kirk, Chekov y McCoy
llegaron al borde del agujero, el científico andoriano había atado una cuerda que estaba siendo
bajada por encima del borde.
–Teniente Avitts –ordenó Kirk–, informe.
–Sí, señor. Los klingon excavaron demasiado profundamente y atravesaron el techo de la
bóveda. Entonces todo se derrumbó hacia el interior de la ciudad de Threllvon–da. En este
momento se está preparando para que lo aten y descender. Está seguro de que los klingon
han dañado valiosas pruebas arqueológicas relacionadas con la desaparición de la raza
inteligente de este planeta.
–¿Están malheridos los klingon? –preguntó McCoy, plenamente en su papel de médico–.
Tengo aquí mi sensor médico y algunos medicamentos, pero eso es todo. Puedo hacer que me
envíen el equipo completo por rayo si resultase necesario.
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
–Eso no será necesario –declaró la fría voz de Kalan–. Mis hombres han sobrevivido.
Nuestras excelentes máquinas los han protegido. Algunos–huesos menores rotos, y eso es
todo. Somos capaces de arreglárnoslas solos.
–De nada –le dijo sarcásticamente McCoy, al advertir que el klingon ni siquiera se
molestaba en agradecerle el ofrecimiento de auxilio.
–¿Por qué ha ocurrido esto? –estalló Chekov–. ¿Es que no tomaron lecturas sísmicas del
área?
–Nuestras lecturas sísmicas no indicaban nada mas que roca sólida. Cómo ha llegado a
aparecer esta caverna resulta un misterio. –Kalan se detuvo al borde de la abertura mirando
ferozmente hacia el interior del agujero, como si su entrecejo fruncido pudiese izar la
maquinaria que de forma tan precipitada había caído al interior.
–El andoriano ha provocado todo esto ––acusó Kislath, amargamente–. Ése era el
verdadero propósito que tenían cuando entraron furtivamente en nuestro campamento.
Instalaron bombas de antimateria y las hicieron detonar justo cuando nuestras máquinas
pasaban por encima.
–Es una interesante teoría, teniente Kislath –le dijo secamente Kirk–, pero que no se
adapta demasiado bien a los hechos. El doctor Threllvon–da había desarrollado la teoría de la
existencia (le esta ciudad subterránea desde que puso los pies en el planeta. Ustedes fueron
descuidados y simple mente pasaron a través del techo de esa ciudad.
––Imposible. Yo recogí personalmente las lecturas sísmicas. Sólo un tonto podría haberse
engañado hasta el punto de creer que el suelo era sólido si existía una caverna. Este agujero
fue abierto por las bombas de los andorianos, y constituye una clara violación del Tratado de
Paz Organiano. ¡Éste es un acto de guerra!
–¿Le importaría amordazar a su perro de la guerra, capitán? –gruñó Kirk–. Sus
acusaciones son obviamente erróneas. Ha interpretado mal las lecturas y está intentando
esconder sus propios errores personales.
–¿Sobre qué bases afirma usted eso, Kirk?
–Mire.
Kirk señaló las lóbregas profundidades del pozo. Una de las excavadoras klingon tenía
encendido su enorme foco de luz. El brillante rayo hendía las tinieblas e iluminaba una extensa
ciudad construida de telarañas de cristal. Unos delicados arcos flotantes daban soporte a
edificios de arquitectura imposible. Cuando los ojos de Kirk se adaptaron a la débil luz,
distinguió joyas que brillaban con luz interior propia e iluminaban las calles hechas de una
substancia de apariencia blanda. La inmensidad de la ciudad lo aturdió. Todo ello y el hecho de
que estuviese bajo tierra, exactamente como lo había predicho Threllvon–da.
–Las riquezas –susurró Kislath, sosteniendo el sensor delante de sí–. Dentro de la ciudad
hay sustancias de un valor inmenso. Emplearon la topalina como material para los cimientos.
Los diamantes de las columnas de soporte son absolutamente perfectos. ¡Esto tiene que ser
nuestro!
–¡Un momento! –gritó Kirk, horrorizado ante la idea de aquellas monstruosas máquinas
desmenuzadoras de roca sueltas por una ciudad de apariencia tan frágil–. Éste es un asunto
científico, no uno de importancia monetaria. No existirá fortuna en el universo que pueda
compensarnos si no averiguamos todo lo posible de la civilización que construyó esta ciudad.
–A nosotros no nos importa en absoluto. Sus habitantes están muertos. Eso significa que
eran débiles. Los klingon somos fuertes; sobrevivimos. No nos importa en absoluto el pasado,
excepto nuestras glorias, nuestras victorias y nuestras numerosas conquistas.
–Nosotros consideramos la vida de una forma algo diferente –dijo cautelosamente Kirk–.
Miren con qué reverencia estudia Threllvon–da los edificios. No los está saqueando, sino más
bien estudiándolos. Si quieren ustedes la topalina, llévensela, pero déjennos la ciudad a
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nosotros.
–Intenta engañarlo, capitán –siseó Kislath–. Él sabe de nuestra necesidad de topalina.
–El comportamiento de ustedes al respecto resultaba transparente –dijo Kirk–, pero no
estamos intentando engañarlos. Nosotros queremos examinar la ciudad, y ése es el único
interés que tenemos en este planeta; sin embargo, la necesitamos intacta para nuestros
estudios. Si la saquean, no podremos encajar los detalles de importancia.
–Miente, capitán. ¡Mire! –Kislath señaló al otro lado del agujero.
Los científicos andorianos, el grupo de la Enterprise y un puñado de tripulantes klingon
libraban una feroz y silenciosa batalla cuerpo a cuerpo. La pistola fásica de Kislath se deslizó
rápidamente a su mano, mientras el hocico romo de la misma apuntaba directamente al
diafragma de Kirk.
El pulgar de Kislath se cerraba sobre el contacto del disparador en el preciso momento en
que Chekov golpeaba la muñeca del oficial klingon con el borde de la mano derecha. A ese
golpe le siguió inmediatamente un puñetazo seco en el mentón. Kislath pareció sorprendido, y
luego se derrumbó sobre el suelo, inconsciente a causa del puñetazo. Chekov sacó su propia
pistola y apuntó con ella a Kalan.
–Ahora es nuestro prisionero, capitán. ¿Desea usted que lo mate?
–¡Chekov, no! Recuerde... recuerde lo que ocurrió a bordo de la nave. No, no deseamos
hacerle daño ninguno. Nosotros formamos parte de una misión pacífica.
–¡Pacífica, bah! –bufó Kalan–. Dígale eso a mi primer oficial.
–Él me atacó. Lo único que hizo Chekov fue defender a un oficial superior; pero
discutiremos ese asunto cuando hayamos detenido esa pelea. –Kirk abrió su transmisor y ladró
una orden–. Teniente Avitts, detenga inmediatamente esa pelea. ¡Hágalo! Sujete a los
andorianos si es necesario, pero detenga la pelea.
En menos de un minuto, los klingon rodearon al grupo de la Federación, preparados para
arrojarlos al interior del agujero. Kalan aulló la orden desde el otro lado de la abertura, sin
molestarse en sacar el transmisor.
–¡Déjenlos! Regresen a sus puestos. ¡Saquen esas máquinas del agujero! –Luego se
volvió hacia Kirk–. Utilizaré el rayo tractor de la Terror. ¡Intente impedírmelo, y significará la
guerra!
–No se preocupe, Kalan, no se lo impediré. Simplemente procure dejarnos la mayor parte
de la ciudad intacta cuando saque de ahí sus excavadoras.
El capitán klingon se volvió y se alejó, dejando a Kislath inconsciente en el suelo. Kirk
miró al oficial caído mientras se preguntaba si dejarlo o no en manos de Chckov, pero luego se
decidió por no hacerlo.
–Veamos qué tiene para ofrecernos esa ciudad. Déjelo –dijo Kirk, señalando hacia
Kislath. Miró al fondo del pozo, sintió durante un momento un vértigo pasajero y luego activó el
transmisor–. Spock –ordenó–, transfiéranos al suelo de la ciudad.
El trío se transformó en destellante energía que vaciló y los hizo reaparecer cincuenta
metros más abajo, sobre el nivel del fondo; ante ellos se extendía la magnífica ciudad más allá
de donde alcanzaba la vista.
–Nunca he visto nada parecido –dijo la teniente Avitts con entusiasmo–. ¡Es estupenda!
Miren las delicadas líneas de los edificios. Nunca, jamás, había oído hablar de una cultura que
construyera una arquitectura de tan frágil belleza.
–Estoy seguro de que Threllvon–da sabe si esto se corresponde con alguna otra cultura;
pero sospecho que no será así –comentó Kirk, pasmado a pesar de si mismo.
Avanzó hasta una de las paredes y apoyó una mano sobre ella. Una sensación trémula le
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
subió por el brazo e invadió todo su cuerpo. Se tensó y comenzó a apartarse, pero las
cualidades tranquílizadoras de aquel contacto lo obligaron a mantener la mano en contacto con
la superficie.
–Es bello, ¿verdad, capitán? –preguntó Candra Avitts–. No sé de qué se trata. Yo tenía un
animal de felpa cuando era niña, que era blando y peludo y al que acariciaba. Estas paredes
me producen las mismas sensaciones.
–Así es, teniente. La sensación es única –concedió Kirk, apartándose de mala gana de la
pared.
La sensación de bienestar que le había invadido el alma lo hizo interrogarse acerca de los
constructores (le aquella ciudad. ¿Eran aquellos materiales tan comunes en el planeta, que sus
habitantes habían construido sus ciudades enteramente con ellos? Un solo kilo de ellos podría
valer una fortuna en cualquiera de los planetas de la Federación. La gente haría cola durante
horas sólo para beneficiarse de sus cualidades calmantes.
–Acaricie la calle, capitán, y verá cómo se siente entonces –le propuso, emocionada, la
mujer.
Ella se arrodilló y pasó una mano por encima del aterciopelado pavimento. Sus ojos se
cerraron y su cuerpo se estremeció como si tuviese fiebre alta. Sin embargo, la expresión de su
rostro denotaba que no era fiebre alta lo que sentía, sino puro éxtasis.
Chekov pasó ambas manos por la calle.
–Capitán –dijo–, es tremendamente... sensual. No soy capaz de describirlo.
–Tampoco yo, alférez. No tengo explicación ninguna en este momento. Esta ciudad
apenas parece posible. ¿Por qué iba a construirse cualquier raza una ciudad con unas
cualidades como las que estamos experimentando?
–Porque era una raza dedicada a los placeres de la carne –sugirió la teniente Avitts, que
continuaba acariciando el material que componía la calle.
–Lo dudo. ¿Cree usted que se revolcaban en medio de la calle? No, teniente, esta ciudad
tiene algo completamente equívoco. Carece completamente de las sensaciones que percibe
uno en cualquier ciudad, de que sea o haya sido habitada. Es como una vitrina de exposición,
como una gema perfecta engarzada en una diadema que no está destinada a llevarse puesta.
–Ha estado abandonada durante muchos miles de años, capitán –señaló Chekov–. No
podemos esperar que sea como las otras ciudades que conocemos. Éste es un hallazgo
importante, uno que hará a Threllvon–da merecedor de grandes honores.
–Es como si la ciudad estuviese hecha a medida del buen doctor –reflexionó Kirk en voz
alta–; pero es demasiado inmensa. Se extiende a lo largo de kilómetros en todas direcciones.
¿Ha hecho alguna estimación de su tamaño, alférez?
Chekov miró su sensor y frunció el entrecejo.
–Mi sensor no funciona, capitán. Las lecturas son completamente erróneas. Tiene que ser
algo que esté en las paredes de estos edificios.
–Mi sensor tampoco funciona –dijo Avitts–. Eso es extraño. Acababa de hacerle una
comprobación de diagnosis para asegurarme de que no volvería a hacer esto.
–¿Volvería, teniente? ¿Cuándo lo hizo antes de ahora?
–Inmediatamente después de bajar a Alnath. Threllvonda había comenzado a formular la
teoría de la existencia de esta ciudad. Yo encendí el sensor para verificar su idea de que los
klingon estaban justo encima de la caverna. Los indicadores permanecían fuera de la escala de
las esferas. Desmonté el sensor, lo revisé y volví a montarlo. Entonces las lecturas indicadoras
de la existencia de la caverna fueron claras.
–Qué cosa tan extraña... –dijo Kirk–. ¿Dónde está Threllvon–da? Quiero hablar con él.
Kirk se puso a andar a paso vivo, y se encontró con que las largas zancadas aumentaban
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
sus energías en lugar de cansarlo. Su paso se aceleró y eso hizo subir una cantidad de
energía adicional desde la calle a sus cansadas piernas. La blandura le amortiguaba los pies y
lo relajaba. Cuanto más duramente trabajaba para cansarse, más energía afluía a su cuerpo
desde el material que pisaba.
–Ah, Kirk, aquí está usted. ¿No es esta ciudad exactamente como yo dije que sería? –
canturreó Threllvon–da. Kirk asintió lentamente con la cabeza–. Sí, sí, es una ciudad
maravillosa. Mi reputación era grande hasta ahora, pero a partir de este momento ¡seré el
arqueólogo de más renombre de la galaxia! Hará falta una generación o más de estudios para
apreciar plenamente a la raza que construyó esta magnífica metrópolis.
–¿Existe algo en esta ciudad que usted no esperase encontrar, doctor? –preguntó Kirk–.
Parece asombrosamente compleja para ser una ciudad enterrada y perdida durante varios
miles de años.
–Era una raza muy avanzada, ya lo creo que sí. El genio se manifestaba en todo lo que
hacían. La pirámide indicaba una construcción de este tipo. El material, eso sí, es único en la
galaxia. Apenas puedo esperar para traer a algunos de mis colegas de la universidad aquí
abajo. Me vendrían bien algunos metalúrgicos, químicos, y los mejores científicos especialistas
en materiales. ¡Quedarán fascinados! Hemos descubierto un tesoro, capitán Kirk, un verdadero
almacén de información que me servirá para escribir miles de artículos que serán publicados
en las más prestigiosas revistas científicas.
El andoriano se alejó mascullando para sí, mientras su sensor almacenaba todas sus
detalladas observaciones, conjeturas, cada una de las indicaciones acerca de aquella raza que
una vez había sido poderosa y había construido aquella ciudad subterránea.
Kirk meneó la cabeza. Intentar hablar con el científico era como tratar de vaciar el espacio
con las manos desnudas. Cuanto más duramente trabajaba, menos sentía que había
conseguido. Se volvió en busca de sus dos oficiales. Ni Chekov ni Avitts estaban a la vista.
–¡Teniente! ¡Alférez! –los llamó.
El sonido de su voz murió rápidamente en la ciudad, absorbido por la substancia que
componía las paredes. Incluso en el espacio, a bordo de la Enterprise, oía sonidos diminutos.
El casco de la nave estelar tenía un metro de grosor, pero crujía ligeramente a causa de las
diferencias de calor cuando se acercaba a un sol. El constante movimiento de la tripulación
producía un sonido constante que le aseguraba que todo funcionaba bien. Los aparatos
electrónicos de a bordo emitían chirridos, gemidos, silbidos y campanilleos, todos a sus
órdenes.
En la ciudad subterránea no llegaba ningún sonido a sus oídos.
–¡Chekov! ¡Avitts! –gritó una vez más–. ¿Dónde están? ¡Respóndanme!
Por el rabillo del ojo vio un borroso desplazamiento, y giró para encararse con lo que
fuese. Nada. Ni un movimiento. Ni un sonido. Nada. Sacó su pistola fásica y avanzó
cautelosamente hacia el sitio en el que había creído ver movimiento. No había indicación
ninguna de vida, pero él respiró profundamente el aire en busca de una pista. Un olor que
flotaba en el aire a causa de la insuficiente renovación de aire, le dilató las fosas nasales.
–Klingon –murmuró.
Y entonces se abrieron las puertas del infierno.
Un cuerpo pesado cayó directamente sobre sus espaldas y lo arrastró hasta el blando
pavimento. Instintivamente, Kirk se inclinó y bajó los hombros en la misma dirección en que
caía. Metió la cabeza debajo de sí y rodó, neutralizando la mayor parte del choque de la caída.
Como un gato terrícola, se puso de pie con las rodillas flexionadas y la pistola fásica apuntando
ante sí.
El klingon que había saltado sobre él no se había repuesto del ataque tan rápidamente
como él. Se puso trabajosamente de rodillas y manoteó torpemente para sacar la pistola de
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
rayos que llevaba al cinturón. Kirk no le dio tiempo al klingon para que apuntara su mortal
arma. Su pistola fásica zumbó, bañó al alienígena con una trémula luz magenta y se apagó tras
la duración predeterminada del disparo. El klingon se derrumbó, inconsciente.
Una abrasadora descarga de energía le quemó el pelo de un lado de la cabeza a Kirk. ÉL
volvió a zambullirse al suelo, avanzando, presentándole el menor blanco posible a su atacante.
Se tendió sobre el vientre; su lastimosa pistola fásica apenas podía competir con las más
poderosas y mortales armas de rayos que empleaban contra él.
–¡Capitán! –gritó Chekov–. ¡A su derecha!
Kirk se volvió velozmente y disparó. El rayo fásico alcanzó a otro klingon y lo hizo caer
inconsciente a media carrera. Sin embargo, el que tenía la pistola de rayos continuaba
disparando. La aterciopelada superficie de la calle ardía sin llama, y al quemarse despedía un
hedor nauseabundo. Las espesas nubes de humo negro que se desprendían de ella, le
proporcionaron a Kirk la cobertura suficiente para correr hasta la posición ocupada por Chekov.
Se abalanzó, con el cuerpo paralelo al suelo, y aterrizó pesadamente. El aire salió
precipitadamente de sus pulmones a causa del golpe, pero tuvo el tiempo suficiente para hacer
entrar aire nuevamente dentro de su vapuleado cuerpo. Chekov se erguía a su lado,
disparando ráfagas precisas con la pistola fásica.
–¿Qué demonios ha ocurrido? –preguntó Kirk–. Los dejo solos durante cinco minutos y ya
dan comienzo a una guerra.
–No, capitán, no fuimos nosotros. La teniente Avitts había comenzado a examinar un
edificio. Había extraído un poco de material para realizar algunos análisis, cuando aparecieron
los klingon. No pensamos nada malo de su presencia hasta que Kislath les ordenó a los demás
que nos matasen.
–¡Kislath!
–Sí, capitán. Llevaba un armero portátil de pistolas de rayos y las distribuyó entre sus
hombres. Dijo algo así como: «Se acabó eso de acatar las órdenes de un miserable cobarde.
Hagamos las cosas ahora mismo».
–Otro motín. Kalan va a encontrarse con las manos llenas de Kislath, si éste no lo ha
matado ya para hacerse con el control de la Terror.
–¿Seguiría una tripulación klingon a un hombre que acaba de matar al capitán? –preguntó
Chekov, pasmado ante la perspectiva.
–Lo harían. Les encantan los conflictos. Los ascensos se producen tan frecuentemente
por asesinato como por méritos. Según su opinión, un asesinato inteligente es una señal de
mérito. Son una sola cosa y la misma. Me alegro de que las cosas no sean así en la Flota
Estelar de la Federación.
–¡También yo! –exclamó Chekov. Se agachó cuando otra ráfaga de rayo ionizó un
recorrido que pasó a milímetros por encima de su, cabeza.
–No podemos permanecer aquí durante mucho tiempo más –dijo Kirk–. Nos atraparán en
un fuego cruzado si consiguen llegar a lo alto del edificio. Y tampoco podremos enfrentarnos a
ellos con una pistola fásica. Separémonos y obliguémoslos a disparar en dos direcciones antes
de que nos lo hagan a nosotros. Chekov, Avitts, diríjanse hacia aquel edificio de color
esmeralda. Disparen una barrera continua que me permita llegar hasta aquella construcción de
color azul apagado que hay más abajo de la calle. Preparados, ¡ya!
Kirk se recostó contra la pared baja y comenzó a disparar su pistola fásica a intervalos de
un segundo. La centelleante energía danzó junto a los edificios que rodeaban a los klingon y
obligó a estos últimos a ponerse a cubierto. Eso les permitió a Chekov y Avitts alcanzar la
protección de la estructura verde brillante. Cuando ellos abrieron fuego, Kirk se puso en
cuclillas y caminó agachado, para luego correr a lo largo del espacio descubierto que lo
separaba del otro edificio. La calle se curvó debajo de sus pies a causa de un disparo de rayo
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
demasiado cercano, pero eso aceleró su huida. Se tambaleó durante los últimos pasos y
aterrizó sobre el vientre, sin aliento.
Sin embargo, parecía que su plan estaba funcionando bien. Avitts dejó inconsciente a uno
de los klingon y, al avanzar otro para dispararle a ella, Kirk lo alcanzó con una descarga de su
pistola. Al volverse los klingon para enfrentarse con aquel nuevo peligro, Chekov acertó blanco
tras blanco. Incluso a pesar de su superioridad armamentística, los klingon habían sido
superados en táctica.
Kirk vio que Kislath les hacía señas a sus hombres para que se reagrupasen. Eso era lo
último que quería el capitán de la Enterprise. Si conseguían sacarlos a ellos a descubierto,
podrían matarlos a los tres. Desplazó el botón de la pistola fásica a «detonador», respiró
profundamente y la arrojó como si fuese una granada de mano. El arma se deslizó por el
blando pavimento y rebotó contra un lado del edificio.
La onda expansiva sacudió toda la ciudad. Los klingon fueron arrojados en todas
direcciones a causa del golpe del gigantesco puño de la explosión, tambaleándose, aturdidos,
desorientados. Avitts y Chekov hicieron un rápido trabajo con ellos.
Kirk abrió el transmisor y llamó a Chekov.
–Alférez, ¿hemos dado cuenta de todos los klingon?
–Lo ignoro, capitán. La teniente y yo hemos contado nueve. Los pelotones normales de
los klingon constan de doce miembros. Con Kislath, harían trece. Hay unos cuatro que aún
están en libertad.
Kirk maldijo en silencio. No hacía falta ser un genio para darse cuenta de que él era ahora
el eslabón débil de la cadena. Los oficiales de la Federación llevaban una sola pistola fásica, y
la suya había sido empleada en una sola explosión.
–Intentaré reunirme con ustedes y establecer contacto con la Enterprise, si puedo; le daré
cuenta a Spock de lo ocurrido aquí abajo.
–Capitán –dijo la clara voz de Avitts–, yo ya lo he intentado. El techo de la ciudad nos
impide el contacto con el exterior. Estoy intentando encontrar a uno de los hombres de
Threllvon–da para enviar un mensaje.
–Muy bien –respondió Kirk–. Estaré con ustedes dentro de un momento.
Volvió a guardar el transmisor y recorrió el escenario con los ojos. Los destrozos
provocados por su ataque con la pistola fásica sobrecargada le dieron la impresión de algo
totalmente incongruente. Las paredes ennegrecidas, las calles destrozadas, los cuerpos de los
klingon desparramados, estaban completamente fuera de lugar en aquella ciudad
perfectamente acicalada. Meneó la cabeza con asombro. Aquella metrópolis antigua estaba
mejor conservada que la mayoría de las ciudades pobladas, vivientes, que respiraban.
Kirk entrecerró los ojos para intentar detectar cualquier indicio de los otros cuatro klingon,
y presenció algo que le hizo un nudo frío en la boca del estómago. Las paredes de los edificios
que se habían ampollado y decolorado a causa de la explosión de la pistola fásica, se
rehicieron lentamente. Al igual que un ser viviente, la ciudad se curó. En menos de un minuto
las paredes habían vuelto a adquirir su aspecto primitivo. Incluso la cavidad abierta por el rayo
en la calle había comenzado a rellenarse, y se había reparado como ningún grupo de seres
humanos hubiera conseguido hacerlo en un espacio tan corto de tiempo.
–Todo el condenado sitio está vivo –musitó–. Me pregunto qué pensará de que le
hayamos abierto agujeros con nuestras armas.
Corrió para ponerse a cubierto de un edificio a otro, y a otro más. Espió al otro lado de la
esquina y esperó. A sus oídos no llegó sonido alguno. Kirk se puso de pie y comenzó a correr
para protegerse detrás de otro edificio, cuando percibió el revelador olor de los klingon. Kirk se
detuvo en seco y luego se relajó para preparar sus músculos para una acción instantánea.
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
–Quizá. Tal vez interrogue antes a Kislath. Eso me proporcionará un gran placer. Este
arribista va tras el honor y la fama a mis expensas. No puedo tolerar una cosa así. Constituye
un motín.
–Como los que ya ha tenido –lo sondeó Kirk, que quería mantener incómodo al
comandante klingon.
–Como los que han tenido lugar en la vida de cualquiera que esté en el Servicio Espacial
del imperio. Sobreviviré. Soy el más apto, el más fuerte, el más inteligente y el más rápido.
Cuando yo fracase, ocupará mi puesto otro que esté mejor capacitado para el mando. ¡Pero no
será él! –El asco que se manifestó en la voz de Kalan sonó fuerte y claro–.Él es hijo del primer
secretario y piensa que está destinado a obtener mi posición... o una superior. Oh, sí, esto me
proporciona un gran placer.
Kalan levantó la vista cuando Avitts y Chekov llegaron corriendo con las pistolas fásicas
en la mano. Kirk les hizo un gesto para que no dispararan.
–Gracias, capitán. Me ha salvado de que su primer oficial me abriese un agujero en la
cabeza.
–No le he hecho ningún favor a usted. Si no hubiese querido su cabeza por mis propias
razones personales, lo hubiera animado a continuar.
Dicho esto, Kalan se volvió y se marchó con la cabeza arrogantemente alta.
–Tres para ser transferidos a bordo –dijo Kirk por un transmisor que le habían prestado.
Él, Avitts y Chekov rielaron, y luego desaparecieron de la faz de Alnath II para ser
reconstruidos en la sala de transporte de la Enterprise.
–Me alegro de volver a verlo, Jim –dijo McCoy con expresión preocupada–. Esa máquina
vuelve a entrar en acción. Al hacerlo, esa cosa representa más una amenaza que una ayuda,
si alguna vez lo ha sido.
–También yo me alegro de estar de vuelta, Bones, pero por una razón diferente. Ese
transportador es una de las pocas cosas que quedan en el universo en las cuales puedo
confiar.
Le dirigió una mirada al teniente Kyle y se preguntó cuánta verdad había en la afirmación
que acababa de hacer. El oficial de transporte pasaba ociosamente sus dedos por un busto de
arcilla, dándole forma a su obra más que atendiendo al complejo funcionamiento del
transportador.
–Teniente Kyle –preguntó suavemente Kirk–, ¿está usted de servicio?
–Sí, señor –respondió el teniente, sin prestarle demasiada atención a su oficial
comandante.
–¿Recuerda lo que le dije que le ocurriría si lo sorprendía mínimamente inactivo en su
puesto de servicio... después de la primera vez que lo abandonó?
–Eh, sí, señor, lo recuerdo. Pero no se preocupe. Lo estoy vigilando todo atentamente.
¿No es bonito, señor? –preguntó, señalando la escultura de arcilla–. Pero la nariz no acaba de
estar bien. Quizá necesite un poco más de arcilla para alargarla. ¿A usted qué le parece,
señor?
–Continúe, señor Kyle. Bones, también yo me alegro de que el transportador funcionara
correctamente.
Kirk y los otros se encaminaron apresuradamente hacia la sala de oficiales, donde todos
los del alto mando se habían reunido ya.
Spock les pidió silencio.
Kirk observó atentamente al primer oficial y advirtió que los músculos faciales se le
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
tensaban de forma inequívoca cuando vio a Candra Avitts. El vulcaniano dominó sus
emociones y dijo:
–Bienvenido a bordo, capitán.
–Gracias, señor Spock. Por favor, siéntense todos. Kirk permaneció de pie mientras
estudiaba a sus oficiales. Algunos le prestaban una atención absoluta, mientras que otros
preferían obviamente estar en otra parte, persiguiendo sus propios intereses. Kirk advirtió que
no había correlación entre aquellos a los que él consideraba más capaces y la atención o falta
de la misma que le manifestaban en ese momento. Scotty se balanceaba constantemente de
atrás hacia delante como si la silla tuviese un cable eléctrico que le imprimiera constantes
descargas. Kirk dedujo que el ingeniero jefe deseaba regresar a su sala de máquinas y
exprimirles unos cuantos ergios más a los motores hiperespaciales.
–Teniente Avitts, informe sobre la ciudad –ordenó Kirk.
Se sentó y se retrepó en la silla. La escuchaba sólo a medias; la otra mitad de su mente le
daba vueltas y más vueltas a todos los factores, los hacía encajar, los ponía a prueba y los
separaba nuevamente en un vano intento de llegar al fondo del misterio con que se enfrentaba
la Enterprise.
La mujer hizo un informe conciso, preciso y detallado. No dejó fuera nada importante e
incluyó una miríada de detalles de inconsecuencias, aunque se daba cuenta de que ninguno de
ellos sabía qué era lo que podría darles una pista vital para el caso.
–Gracias, teniente. Como ya han oído, la ciudad descubierta por Threllvon–da es única.
Señor Spock, ¿se ha descubierto alguna vez con anterioridad algo parecido a esto en algún
otro planeta?
–Negativo, capitán. Sin embargo, hace ya varios años, Threllvon–da escribió un artículo
que trataba de la posibilidad de que una cultura construyese una ciudad similar a ésa. Algunos
detalles varían, pero en esencia es la que él describía en ese informe.
–Una ciudad que se autorreparase, sensual, silenciosa... ¿incluía todo eso?
–Sí, capitán, todo eso; pero los brillantes colores de los edificios que hay ahí abajo no
fueron mencionados entonces, ni tampoco la construcción en forma de tela de araña. Existen
indicaciones de que los soportes y contrafuertes tenían solamente una finalidad estética.
Según las lecturas del sensor de la teniente Avitts –continuó Spock, con la voz tan ligeramente
afectada que sólo Kirk lo advirtió–, los edificios mismos son más que lo necesariamente fuertes
como para soportar su propia masa. Están construidos con un material piezoeléctrico de tipo
Canfield, débil hasta que una corriente eléctrica apropiada corre a través de él. En ese
momento se vuelve más duro que el acero hasta que se corta la corriente. Ésta es una
aplicación fascinante de un principio que nuestra ciencia conoce desde hace mucho tiempo.
–¿Así que esos edificios tienen una corriente continua de energía que corre por su
interior? –preguntó Kirk, intrigado.
–Dicho a grandes rasgos, sí –replicó Spock.
–¿De dónde proviene esa electricidad? Después de varios miles de años, cualquier
generador conocido por nuestra ciencia se habría descompuesto.
–Lo ignoro, capitán –admitió Spock.
–En ese caso, ¿sería posible que, cualquiera que fuese la fuente que suministra esa
energía eléctrica, estuviera emitiendo también la energía al campo de fuerza que actúa sobre
nosotros?
–Es posible, pero improbable. He llevado a cabo una cuidadosa investigación y no he
descubierto nada. Es como si la energía que emplea la ciudad fuese producida por... la nada.
–Imposible –se burló McCoy–. No se puede obtener algo de la nada. Es una de las leyes
de la termodinámica.
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
–Lo ha dicho usted de forma nada científica, pero sí, doctor, eso es cierto.
–¿Admite, entonces, que no sabe usted nada sobre lo que hay ahí abajo, en el planeta? –
lo apremió McCoy.
–Usted ya sabe eso. He realizado una minuciosa investigación en Alnath y he descubierto
menos que Threllvon–da. El que él haya conseguido hacer tanto en tan poco tiempo, no es
más que un tributo rendido a su genio.
–¿Milagros, Spock? No pensaba que creyera usted en ellos. ¿No son muy parecidos a la
suerte? –se mofó McCoy.
Kirk se recostó en el respaldo de la silla y se cubrió la boca con los dedos mientras
observaba el intercambio de palabras entre sus dos amigos. Sabía que tenía que detener
aquello, pero algo en su interior lo silenciaba.
–Yo no creo en la existencia de nada que no pueda ser científicamente verificado
mediante la experimentación. Algunos aspectos de la ciencia son de naturaleza dudosa, pero
deben aceptarse porque constituyen la explicación más simple posible. Yo los mantengo como
teorías de trabajo hasta que se formulen otros, más recientes, más comprensibles.
–Inténtelo con lo siguiente –propuso McCoy–. Esa fuerza aún desconocida actúa desde el
núcleo del planeta. Afecta a los seres humanos, los andorianos, los klingon y los vulcanianos
de distinta forma según las diferencias de la psicología de cada cual. Nosotros, los seres
humanos, tendemos a los pasatiempos extravagantes; los andorianos se convierten en seres
absortos en su trabajo; los klingon se vuelven más agresivos, y los vulcanianos –McCoy hizo
una pausa dramática–, los vulcanianos son asesinados por esa fuerza.
–Es una interesante especulación, doctor –dijo Spock con una voz fría e indiferente–, pero
no tiene en cuenta el hecho de que yo continúe existiendo. Me encuentro en perfectas
condiciones. Ese misterioso campo de fuerza suyo no me ha hecho daño alguno.
–Eso se debe a que es usted un híbrido, Spock. No es usted ni carne ni pescado. Está en
medio. Usted es lo que ocurrió cuando el caballo entró furtivamente en el corral del burro.
–Basta, doctor –dijo secamente Kirk–. No estamos aquí para proporcionar un análisis
profundo mediante analogías sobre los genes de Spock. Aparentemente han surgido más
preguntas de esta coyuntura que las que podemos responder. ¿Qué les ocurrió exactamente a
los vulcanianos? Recuerden la situación en la que los hallamos. No había señales de violencia
física, las autopsias no descubrieron ningún problema en los órganos vitales, ninguna variación
ni escasez de enzimas, aminoácidos u otros compuestos químicos propios de sus cuerpos.
Simplemente... murieron.
McCoy se encogió de hombros y se repantigó en la silla.
–Lo único que yo estaba diciendo era que el hecho de ser un híbrido probablemente haya
salvado a Spock de correr la misma suerte. Nada más.
Kirk observó cómo Spock se tensaba al luchar para contener una réplica. Su ira era
impropia de un vulcaniano. El lado humano, emocional, del hombre volvía a subir a la
superficie, encolerizado por las tachas raciales que McCoy había amontonado sobre él. Spock
aferró el borde de la mesa con una fuerza tal que Kirk se preguntó si dejaría la marca de los
dedos en ella. Mientras lo observaba, el capitán vio que Spock se relajaba por la fuerza de su
propia voluntad.
–Consideraré sus comentarios, doctor McCoy –dijo Spock con voz tranquila.
De todos los que se hallaban en torno a la mesa, sólo Kirk advirtió el esfuerzo que Spock
hacía para que su voz tuviera un sonido despreocupado.
–Muy bien. Pasaremos de una sección a otra para comprobar el estado de la Enterprise.
Señor Scott, los motores están...
–¡A los puestos de combate! –vociferó el intercomunicador de la nave–. ¡A los puestos de
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
La Enterprise ha sufrido daños menores a causa del ataque klingon. Las pantallas
deflectoras se mantienen; las baterías fásicas están cargadas al máximo, esperando una orden
mía para ser disparados los cañones. A pesar de que el ataque no fue provocado, yo no me
resuelvo a responder al ataque. El Tratado de Paz Organiano debe ser respetado a toda costa
y la guerra interestelar resultante devastaría incontables planetas. Los klingon deben ser
detenidos aquí, en Alnath II... pacíficamente.
Informe de estado, señor Sulu –pidió Kirk mientras se encaminaba hacia el sillón de
mando.
Nunca antes aquel trono le había parecido tan alto e imponente. Él y sólo él dictaría el
curso de los siguientes minutos. Una decisión adecuada significaría la seguridad para la
Enterprise y su tripulación. Un error sería la muerte.
Y la guerra.
–Los klingon están aumentando los ataques, señor –le respondió el timonel–. He
ordenado que las pantallas sean puestas a plena capacidad de deflexión, pero se están
debilitando.
–Informe de motores.
–Sí, capitán –sonó la voz de Scott–. Estamos desviando toda la energía posible hacia las
pantallas. El nivel de radiación está aumentando demasiado rápidamente.
–Previsiones, Scotty.
–¡No podremos sobrevivir durante más de diez minutos a este paso, capitán!
Kirk apagó el intercomunicador y miró fijamente la pantalla de visión exterior. La vista de
la nave klingon que disparaba sus baterías fásicas lo encolerizó. Quería golpearlos, devolverles
los disparos, poner a prueba la potencia de las armas de la Enterprise contra la solidez de la
Terror.
¿Qué había dicho Kalan? Que sería una prueba interesante la de oponer un crucero
pesado y un acorazado.
Kirk dio un puñetazo sobre el posabrazos del sillón de mando. No podía luchar. No se
atrevía a abrir fuego. La Enterprise superaba a la nave klingon en maniobrabilidad, pero no lo
hacía en velocidad ni capacidad de ataque. Las limitaciones de su construcción eran evidentes.
–Capitán, en espera de sus órdenes de abrir fuego –dijo ansiosamente Sulu, que tenía un
dedo inmóvil por encima del disparador de los cañones fásicos.
–No lo haga, señor Sulu. Todavía no. Señor Spock, ¿ha analizado ya la frecuencia del
rayo fásico de los klingon?
–Tienen rayos fásicos sintonizables, y han encontrado la frecuencia en la que nuestros
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
Kirk y asintió.
–Muy bien, capitán, si es eso lo que usted quiere.
Hizo girar su asiento y se puso a trabajar velozmente en su computadora para encontrar
las frecuencias menos peligrosas para la Enterprise ante los ataques de los klingon.
Kirk respiró profundamente. Sentía que todo el puente se rebelaba contra él. Cada oficial
por separado reaccionaba de forma distinta. Spock había recorrido una gama de emociones
antes de hundirse en su fachada demasiado vulcaniana de lógica pura. Chekov obviamente se
contenía para no repetir el mismo error que había cometido antes. Kirk asintió como señal de
aprobación. Las manos de Chekov podían temblar cada vez que pasaban cerca de los
controles de los rayos fásicos, pero él no cedía ni desobedecía las órdenes. Sulu se había
resentido. Realizaba su trabajo con movimientos apagados, como si no tuviera ganas de huir
de los klingon. Otros de los que estaban en el puente compartían aquellos sentimientos.
–Dar media vuelta y huir. Nunca pensé que vería algo así –oyó que murmuraba uno de
los oficiales ingenieros.
–Teniente Uhura –dijo Kirk, seguro de que sus oficiales estaban cumpliendo con su
trabajo, si bien bajo coacción–, abra las frecuencias de llamada a la Terror. Quiero hablar con
Kalan.
–Sí, señor –respondió la mujer, cuyo tono de voz indicaba que prefería luchar a hablar
con los klingon.
Kirk se retrepó en el sillón, recorriendo el puente con los ojos a toda velocidad. El peligro
inmediato había desaparecido. La Enterprise había aumentado su velocidad orbital y puesto
una porción mayor de la atmósfera de Alnath entre ambas naves. La mayor distancia le quitaba
fuerza a los poderosos rayos fásicos, al menos hasta un nivel en el que las pantallas
deflectoras podían hacer frente a la amenaza.
–¿Se rinden? –preguntaron los ásperos tonos de la voz de un klingon.
–Quiero ver a la persona con la que estoy hablando –dijo Kirk en tono pétreo.
La pantalla ondeó y se solidificó. Kirk se irguió en su sillón y asintió lentamente al
comprender toda la situación.
–Sí, Kirk. Yo soy el nuevo capitán de la Terror –le informó Kislath–. Me he desecho del cobarde
que comandaba esta maravillosa nave antes que yo. ¿Se rendirá? Será un buen golpe cuando
nuestro imperio exponga su estúpida bandera en nuestra sala de honor.
–No tengo intenciones de rendirme, Kislath. Especialmente ante un arribista como usted.
Déjeme hablar con Kalan, o algún oficial de alto rango, no con un cobarde sin cerebro.
–¿Cobarde? –gritó Kislath. El klingon se volvió y ladró una orden. Kirk advirtió las luces
rojas que destellaban alrededor de toda la Enterprise. La ferocidad del ataque había sido
doblada, triplicada, cuadruplicada–. Veremos quién es el cobarde, Kirk. Lo haré arrastrarse...
segundos antes de que convierta su nave en metal fundido.
–Señor Sulu, incremente la aceleración orbital, y utilíce la gravedad artificial para
compensar el mayor impulso angular.
Sintió que la fuerza centrífuga provocada por el aumento de velocidad, mientras
mantenían la mismaa altitud por encima del planeta, lo empujaba. Sulu equilibró las fuerzas en
absoluto silencio y le devolvió a la nave la gravedad normal terrícola.
–Señor Chekov, mantenga la nave klingon en el horizonte. Eso mantendrá la cantidad
máxima de atmósfera entre ellos y nosotros, y no los perderemos de vista. No quiero que se
deslicen por el otro lado y se nos echen encima.
–Sí, señor –respondió Chekov, entusiasmado por la persecución de gato y ratón que
estaban llevando a cabo–. ¿Qué debo decirles a los artilleros?
–Que mantengan la alerta de combate, y nada más. Les cortaré las orejas a los miembros
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
de la tripulación y las expondré en una bandeja si alguien dispara sin una orden mía.
–He conectado las pantallas deflectoras a la computadora –dijo Spock, tras emerger de
su concentración–. Los rayos fásicos de los klingon serán analizados y la computadora
evaluará las alteraciones de frecuencia necesarias para presentar la máxima defensa posible.
–Muy bien, Spock. Escríbalo y se lo daremos al alto mando de la Flota Estelar para que
sepan cómo contrarrestar los futuros ataques de los klingon.
–Era la consecuencia lógica de la situación, capitán.
–¿Lógica? ––sonrió Kirk–. Sí, supongo que lo era. En este preciso momento, tenemos
que convencer a Kislath de que no necesita realmente volar en átomos la Enterprise.
–Es un problema que tiene cada vez menos probabilidades de solución –declaró Spock.
–Sólo si se lo pregunta usted a la computadora, señor Spock. Las flaquezas de Kislath no
son de las que podrían tener significado para una máquina; y es precisamente con eso con lo
que cuento. –La mente de Kirk le dio vueltas a la idea que se estaba formando en ella para
examinar todas y cada una de sus facetas–. ¿Disponemos de algún dato nuevo sobre la fuerza
que actúa en Alnath? –le preguntó finalmente a su primer oficial.
–Negativo, capitán. Si no podemos registrar esa fuerza en nuestros instrumentos, no
podemos medirla. Por lo tanto, no sabemos nada de ella.
–Está usted equivocado, Spock; o diría más bien que no está observando los
instrumentos adecuados. En este preciso momento recojo una muy buena lectura en uno de
ellos. Uhura, abra el canal de comunicaciones con la Terror. Dése prisa.
La pantalla fluctuó y en ella apareció el atezado rostro de Kislath.
–¿Va a rendirse ahora o prefieren esconderse como cobardes durante un rato más? –
preguntó, mientras sonreía burlonamente.
–Estoy cansado de tratar con subordinados. Traiga a un oficial de alto rango para que
pueda hablar con él.
Kirk observó la ira que resplandecía en la cara de Kislath.
–¿Está a favor de nuestros intereses el contrariar al klingon? –preguntó Spock con voz
queda–. Su nave es más fuerte y rápida.
–Sólo estoy recogiendo lecturas de un instrumento, señor Spock.
–Luego levantó la voz para que Kislath pudiera oírlo–. Si no tiene ninguno disponible,
llame entonces a su ingeniero de sanidad –le dijo al klingon–. Quiero ordenarle que quite el
envoltorio vacío de usted del puente de una nave tan magnífica como ésa.
–¡Lo destruiré! –gritó Kislath, descargando ambos puños sobre la mesa que tenía delante
al ponerse casi de pie–.Lo... –La frase se hizo incoherente al farfullar él de ira.
–Me cansa usted con su petulancia. Si lo que quiere es deshacerse de mí, ¿por qué no
nos enfrentamos en duelo de honor sobre la superficie de Alnath? Eso siempre y cuando un
niño como usted tenga algo de honor, claro está. ¿Lo tiene?
–¡Usted me reta, y yo acepto! ¡Se permite cualquier arma! Dentro de una hora en la
ciudad subterránea. –Kislath dio un golpe con un dedo y se cortó la comunicación.
–¿Desea que abra otra frecuencia de llamada, capitán? –preguntó Uhura.
–No será necesario. Creo que he recibido el mensaje con absoluta claridad. Señor Spock,
informe de estado.
–La Terror ha dejado de disparar.
–Muy bien. Señor Sulu, vuelva a colocarnos encima del campamento andoriano. Yo tengo
que prepararme para ese pequeño encuentro con nuestro amigo klingon. Tiene usted el
mando, señor Spock.
Los oficiales del puente guardaron silencio mientras observaban al capitán entrando en el
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
turboascensor.
–No sea estúpido, Jim. Los klingon lo convertirán en paté de pavo –dijo iracundo McCoy.
–Parece tener usted una opinión muy pobre de su viejo capitán –le respondió Kirk con
una sonrisa–. Sé qué es lo que estoy haciendo. Kislath se ha amotinado. Si Kalan está aún con
vida, la posición de Kislath podría cambiar para peor. Si no, bueno, no estaremos en peores
condiciones a causa de mi encuentro con él en Alnath.
–¡Lo estaremos! –gritó McCoy–. Puede conseguir que lo maten. No tire su vida por la
ventana de este modo. Esos traicioneros klingon son expertos en sorprenderle a uno por la
espalda. Es parte de su forma de vida. No puede usted competir con él en un duelo.
–Tengo que hacerlo, si queremos mantener nuestra posición en el sistema de Alnath –
respondió Kirk con calma–.La Terror es una nave demasiado poderosa. Si nosotros
respondiéramos a sus disparos, ellos verían en eso razón suficiente como para borrarnos del
cielo.
–Ya lo han intentado, de todas formas, sin necesidad de todas esas pomposas teorías
suyas. Está usted comenzando a hablar como Spock.
–¿Cómo es eso, doctor? –sonó la fría pregunta del vulcaniano.
Los ojos de Spock ardían. Kirk sintió la feroz ira como una antorcha de plasma abierta. El
vulcaniano había vuelto a cambiar, y actuaba ahora sobre unas bases puramente emocionales.
ÉL tendría que hacer algo para dispersar aquella confrontación antes de que uno de sus
amigos dijera o hiciese algo que lamentaría más tarde.
–Señor Spock, ¿está todo en estado de alerta máxima?
–Sí, capitán. Tengo la sensación de que deberíamos apuntar las baterías de la nave hacia
usted por si se diera el caso de una traición. Podemos devastar el campamento klingon y todo
lo que hay, en un instante.
–No, Spock. Esto será un duelo. A pesar de que el alto mando de la Flota Estelar pueda
no mirar con buenos ojos a uno de sus capitanes si participa en ello, no es ¡legal. Si yo gano,
habremos evitado una guerra. Si pierdo, al menos la Enterprise continuará siendo capaz de
luchar.
–Lo necesitamos a usted, Jim –dijo con toda seriedad McCoy–. Sin usted, esta nave no
es más que un montón de tuercas y tornillos. Es usted quien la mantiene unida.
Kirk rió nerviosamente.
–Sobreestima usted mi papel, Bones. A pesar de que la Enterprise no está muy bien de
eficiencia en estos momentos, es la mejor nave con la mejor de las tripulaciones de toda la
flota. Soy yo el privilegiado por ser su capitán, y no lo contrario. –Kirk apoyó las manos sobre
los hombros de McCoy–. A veces pienso que la paz no es más que la guerra disfrazada –le
dijo–. Mi deber es conseguir superar esto.
–Parece usted saber algo que nosotros desconocemos, capitán –dijo Spock, del que
había desaparecido todo rasgo de enfado. El tono frío de la frase le indicó a Kirk que su primer
oficial se hallaba todavía en el columpio emocional–. ¿Ha discernido cuál es la verdadera
naturaleza del campo que actúa sobre este sistema?
–Digamos que he contemplado el problema desde un ángulo diferente al suyo, Spock. En
lugar de intentar deducir científicamente qué era esa fuerza, he aceptado su existencia e
intentado averiguar cómo podría utilizarla en mi propio beneficio. Sólo espero que mi método
empírico funcione. –Se puso el cinturón y comprobó la pistola fásica y el transmisor–. ¿Se le ha
informado a Threllvon–da de mi llegada?
–Sí, y se mostró desinteresado, capitán –le respondió Spock–. Toda su atención está
concentrada en la ciudad. A menos que el sol se convierta en una nova, no podría importarle
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
Sólo un ligero ruido traicionó a Kalan. Había hablado en voz alta para intentar engañar al
hombre que él creía que era Kislath, y había rodeado apresuradamente la zona con la
seguridad de que su presa intentaría una nueva retirada. Kirk volvió a recorrer el camino por el
que había venido, por la calle lateral, y continuó andando hacia la posición de Kislath. Aquella
cacería de gatos y ratones lo estimulaba. Se estaba oponiendo a dos klingon, no sólo a uno. La
adrenalina afluyó a su sangre y le confirió un estado de mayor alerta.
Por primera vez en meses estaba verdaderamente vivo. El soldado que había en él podía
expresarse plenamente, actuar con total libertad.
Le gustaba ser un soldado. Lo habían entrenado tan minuciosamente para la guerra como
para la paz; era obligatorio para todos los cadetes de la Academia. En ese momento, en el que
estaba atrayendo a Kalan a las mandíbulas de la trampa de Kislath, daba salida a sus impulsos
asesinos.
Pero no era eso lo que él intentaba conseguir. Casi con tristeza, se apartó de la calle y
apretó la espalda contra una puerta de forma peculiar. Oyó los suaves pasos de gato de las
botas de Kalan sobre el aterciopelado material de la calle.
–¡Kislath, vástago de imbéciles sin honra ni vergüenza, ven a luchar conmigo!
Kirk disparó su pistola fásica y le asestó a una de las vigas de color violeta que estaban
por encima de la pared que Kislath tenía detrás de sí. El oficial klingon pensó que Kalan estaba
disparando contra él.
Kislath saltó de detrás del muro mientras su pistola de rayos entonaba una canción
mortal. El intenso rayo de energía iba de un lado a otro, enloquecido, al cambiar él de posición.
Como recuerdo de la traición del klingon, quedaron secciones de la calle ennegrecidas y
humeantes.
Kalan no se dio cuenta de los disparos de la pistola fásica de Kirk, más débiles. Estaba
demasiado concentrado en Kislath. Salió como una flecha al centro de la calle y apoyó su
pistola sobre el antebrazo izquierdo para apuntar con mayor seguridad. Los disparos, uno tras
otro, mordieron los talones de Kislath. Finalmente, uno de los rayos le acertó y el amotinado
comenzó a tambalearse.
Al ver aquello, Kirk actuó. Describió un círculo hasta el flanco del edificio, avanzando con
la espalda pegada a la pared. El campo eléctrico lo tranquilizó, le dio seguridad. Durante un
momento, se olvidó de su misión, pero luego se apartó de la seductora pared para ver el
cuadro vivo que se desarrollaba en medio de la calle. Kislath tenía tendida su pistola de rayos,
a punto de disparar. Kalan sostenía la suya apuntada directamente a su primer oficial. Ninguno
de ellos se movía, como si estuvieran sopesando las probabilidades de éxito del otro.
–Usted no es Kirk –dijo finalmente Kislath–. ¿Lo ha enviado para realizar su matanza?
–Yo hago las mías propias –respondió acaloradamente Kalan–. No necesito que ningún
cobarde de la Federación me ayude a aplicar la justicia.
Kirk vio que el dedo de Kislath se tensaba alrededor del gatillo de su pistola de rayos.
Entonces disparó para paralizar a Kislath, pero el rayo fásico que lo alcanzó produjo una
contracción nerviosa que hizo que se disparara la pistola de rayos. El disparo erró el blanco,
aunque no del todo. Kalan gritó de dolor y se derrumbó sobre la calle.
Kirk corrió hacia Kislath, apartó la pistola de rayos de un puntapié y vio que había hecho
un blanco certero. El klingon estaba inconsciente. Se volvió hacia Kalan y vio la herida que le
había abierto el otro. Kalan se retorcía de dolor, con un agujero tan grande como un puño que
le atravesaba un flanco.
–Usted ha hecho esto, Kirk. Usted nos ha puesto al uno contra el otro –lo acusó Kalan.
–Ustedes lo hicieron todo por ustedes mismos. Yo lo desafié a un duelo en el planeta,
pero no sabía que estuviese usted aún con vida. Cuando me enteré, sólo lo utilicé a usted para
evitar que él destruyese la Enterprise.
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–La próxima vez que tenga usted una verruga, me aseguraré de que el virus se lo coma
vivo –dijo McCoy, echándole una mirada feroz a Kirk–. ¿Qué es lo que espera que haga con
él?
–Sólo deseo que lo remiende para poder enviarlo de vuelta a la Terror.
–Una autopsia sería más fácil. Está bastante mal. Mire su respiración. Casi cero. Los
latidos del corazón son demasiado lentos. Su metabolismo está bloqueado. Esas enzimas no
deberían estar ahí. Apuesto cuarenta contra uno a que es así. –McCoy estudió las lecturas de
la terminal de la mesa de operaciones, intentando deducir qué era normal y qué era indicador
de graves daños–. Esto probablemente esté bien –dijo, dando unos golpecitos con los nudillos
sobre la placa indicadora de la izquierda.
–Tal y como usted dice, doctor, haga lo que pueda.
–Esto es una colaboración con el enemigo –refunfuñó McCoy–. Enfermera Chapel,
tráigame los instrumentos.
–¿Cuáles, doctor? –preguntó ella dulcemente–. ¿Los controlados por computadora o los
manuales?
–Los de computadora, por el amor de san Pedro. ¿Qué es lo que le ocurre, enfermera?
¿Es que no se da cuenta de que el más ligero error significaría una muerte en mi mesa de
operaciones? No puedo arriesgarme a cometer errores utilizando una pieza de museo.
Masculló para sí mientras instalaba el campo estéril en la sección media del cuerpo de
Kalan. Los fuertes dedos del médico sondearon la herida e hicieron que las lecturas que
estaban por encima de la mesa de operaciones dieran un salto.
–Es fuerte, Jim. Posiblemente podré hacer algo por él. Enfermera, inyéctele diez
centímetros cúbicos de ACTH y vea si aumentan los niveles de cortisona. Si no lo hacen,
inyéctele una dosis tan fuerte de cordrazina como pueda meter en el inyector.
–Sí, doctor.
Kirk se apartó un poco y los observó mientras operaban.
McCoy venció su desconfianza hacia todas las máquinas y confió plenamente en sus
instrumentos quirúrgicos asistidos por computadora. El hombre estaba demasiado concentrado
en la cirugía como para percibir cualquier cambio en su propia conducta. Kirk respiró mejor
cuando se dio cuenta de que McCoy iba a salvar la vida de Kalan.
–Esto es increíble –dijo McCoy, mirando el interior del pecho de Kalan–. Grabe esto,
enfermera. Amígdala en la cavidad pectoral, función desconocida. La composición de los
lípidos está siendo analizada por la computadora. La mucosa obstructora es limpiada con baja
succión. Algunas reacciones en tejidos causadas por...
–Doctor McCoy, ¿está usted curándolo o cortándolo en trozos para venderlos por
separado? –preguntó Kirk–. Quiero que esté hablando lo antes posible. La Terror todavía no
sabe que tenemos a bordo tanto a Kalan como a Kislath. No podré mantenerlos en la
ignorancia durante mucho más tiempo.
–Me estoy dando prisa, me estoy dando prisa; pero, si me apresuro demasiado, tendré
que tallar otra línea en la pata de la mesa de operaciones. Protopláser anabólico. Voy a cerrar
ahora. –Cogió el delgado instrumento y lo aplicó a la herida. Un zumbido llenó la sala y él fue
uniendo lentamente los labios de la herida y acelerando la cicatrización–.Ha perdido
demasiada piel a causa del disparo del rayo como para poder cerrar completamente esto.
Tráigame un poco de piel sintética, enfermera.
Un rollo de piel artificial fue depositado en su mano. Él cortó unos pocos centímetros
cuadrados y cubrió el agujero que el klingon tenía en el flanco.
–Esto va en contra de mi juicio médico. Podría haber rechazo a causa de las diferencias
químicas.
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lo indicará.
–¿Por qué está haciendo esto? Podría culpar a todos los klingon y, sin embargo, prefiere
que dicha culpa recaiga sobre uno solo. Tiene usted en la mano la razón para una guerra justa.
¿Por qué no la aprovecha?
–Ninguna guerra es justa, Kalan. Yo sólo lucho en defensa propia. Si un solo ciudadano
de la Federación se ve amenazado, constituye razón suficiente para que todos marchemos a la
guerra. Pero esa provocación tiene que ser enorme.
–Cobardes –se burló Kalan.
–Ésa es su forma de pensar. Tenemos filosofías y comportamientos diferentes; pero eso
no significa que tengamos que ser adversarios. La negociación es mejor para ambas partes
que el estallido de una guerra interestelar.
Kalan bufó sonoramente y volvió a tenderse en la mesa de operaciones.
–Permítame entrar en contacto con mi nave. Deseo que me transfieran a bordo lo antes
posible. No quiero que una debilidad semejante a la suya contamine mi mente.
Kirk le hizo un gesto de asentimiento a McCoy, el cual inyectó un sedante en el brazo del
klingon. Al cabo de poco, la tensión abandonó el rostro de Kalan. Estaba dormido.
–Es como ver a un perro de caza quedarse dormido, ¿no es cierto? –comentó McCoy– Le
he inyectado suficiente sedante como para mantenerlo callado durante al menos ocho horas.
–Muy bien. Eso nos dará un poco de tiempo.
Kirk se marchó de la enfermería mientras su mente se adelantaba a lo que tenía que
hacer.
10
Los guardias klingon han subido a bordo de la Enterprise. Sus médicos están obviamente
dudando entre trasladar a Kalan y que pueda morírseles, o permitir que permanezca a bordo
de la nave «enemiga». La necesidad que tienen de su comandante parece haber ganado. Han
apostado una estrecha vigilancia sobre él en la enfermería, para profundo disgusto del doctor
McCoy. Va a presentar una queja formal por la invasión de su territorio.
Kalan continúa sanando rápidamente. Dentro de poco estará en condiciones de regresar
a la Terror; pero antes de eso deberemos concluir las negociaciones de ocupación pacífica de
Alnath II y de cooperación conjunta en dicho planeta.
Kirk entró en la enfermería flanqueado por Spock y Chekov. Pasaron junto a los severos
guardias klingon, que tenían las manos descansando sobre las armas fásicas y sospechaban
de cualquiera que pasase cerca de su convaleciente capitán.
–Ya veo que está usted mucho mejor, capitán Kalan –dijo Kirk a modo de saludo.
Tanto Spock como Chekov se mantuvieron medio paso por detrás de él, a ambos lados. A
Kirk le disgustaba la necesidad de una pomposidad semejante, pero el tratar con Kalan lo
exigía. Si el klingon llegara a sospechar la menor debilidad por parte del capitán de la
Federación, se negaría a establecer cualquier clase de compromiso. Kirk tenía que mantener la
fachada de pacífica superioridad, y el llevar consigo una guardia de honor que lo atendiese
formaba parte de los adornos necesarios.
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–Pronto podré marcharme de esta despreciable nave, Kirk. Mis médicos dicen que podrán
servirme mejor a bordo de la Terror.
–Sin duda, pero debe usted admitir que aquí tenemos una enfermería muy completa.
Nada más que equipos de primera línea y el mejor personal para utilizarlos.
Kirk vio el envidioso respeto que sentía Kalan por la expresión de su rostro. Eso era sólo
una indicación de que al comandante klingon aún le faltaba bastante tiempo para estar
completamente recuperado. Si lo hubiese estado, hubiese escondido la envidia por el complejo
equipamiento y le hubiese lanzado un insulto mordaz a modo de réplica. Kirk decidió que ya
había llegado el momento propicio para insistir en las negociaciones.
–Dado que regresará usted muy pronto a su nave, acabemos ahora las negociaciones
sobre Alnath II.
–No hay nada que negociar. Nosotros exigimos los derechos de extracción de la topalina.
Todos los derechos.
–¿Y también los derechos sobre los otros minerales? –preguntó tranquilamente Spock–.
Éste es un planeta virgen en absolutamente todos los aspectos. La raza que lo habitó con
anterioridad lo dejó notablemente intacto, y tiene gran variedad de depósitos útiles bajo el
suelo.
–No necesitamos un informe geológico, vulcaniano. Sabemos qué es lo que hay allí y el
imperio lo reclama.
–¿Le importaría si continuásemos estudiando la ciudad? Un estudio arqueológico
difícilmente obstruirá sus operaciones de minería, si la minería es la meta de ustedes.
––Unos cuantos huesos y ciudades abandonadas no nos impresionan –le respondió
burlonamente Kalan–. Nosotros necesitamos la topalina para nuestros sistemas de soporte
vital. –Kirk se encogió de hombros como si considerara que el tema estaba zanjado. Kalan
continuó–: Cuando regresemos a la Terror, espero que el teniente Kislath me acompañe.
–¿Kislath? –preguntó Kirk con fingida sorpresa–. Eso está fuera de toda discusión. Él
cometió la temeridad de atacar a una nave de la Federación que estaba llevando a cabo una
misión pacífica. A menos que el imperio klingon desee asumir la culpa de los actos personales
de ese hombre, debemos retenerlo como criminal.
–Ese hombre es una mierda –concedió Kalan–, pero es nuestra mierda. Nosotros lo
trataremos como creamos conveniente. Ninguna enclenque nave de la Federación cargada de
híbridos y estúpidos puede impartirle justicia a uno de nuestros soldados.
–Tiene usted muy poco que decidir en este asunto, capitán –señaló Spock, con los ojos
resplandecientes de ira–. Kislath disparó contra la Enterprise, intentó asesinar a nuestro
capitán; sus acciones van en contra de la legalidad en muchos aspectos. No podemos
permitirle que regrese a su planeta de origen, a años luz de distancia. Debe hacerse justicia.
–Y se hará –respondió fríamente Kalan–. Vulcaniano, su manera de hacer justicia se
acerca mucho a la forma que tenemos nosotros de castigar a los criminales. Si no fuese por
esa vena cobarde que tiene usted dentro, sería un buen klingon. Cuando nosotros castigamos,
castigamos. Kislath ha cometido crímenes contra el imperio. Los demás cargos son ridículos y
triviales.
–Triviales, no, capitán –intervino Kirk–. Vamos a retener a Kislath. Será llevado a juicio en
la Base Estelar Dieciséis cuando regresemos, y se le condenará por las pruebas de nuestras
grabaciones. Será debidamente sentenciado y probablemente pasará el resto de su vida en un
asteroide presidio.
–¿Asteroide presidio? ¿Qué es eso? ¡Seres débiles! Kislath es un soldado del imperio.
Castíguenlo adecuadamente. No lo dejen por ahí hasta que se convierta en polvo como si
fuese un animal. Denle una muerte que se merezca. Dolorosa, sí, debe pagar por sus
crímenes; pero denle muerte. ¡En nombre del honor!
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Kirk reprimió una sonrisa que estaba a punto de aflorarle a los labios. Aquélla era la
primera vez que veía a Kalan verdaderamente escandalizado. Su fachada de superioridad se
había resquebrajado, y el klingon reaccionaba sinceramente. Kirk negó lentamente con la
cabeza, mientras evaluaba al alienígena que yacía sobre la cama. Las diferencias de filosofía
existentes entre ellos eran casi insuperables, pero él no sólo tenía que ser capaz de ver el
mundo a través de los ojos de Kalan, sino de utilizar esa visión contra el klingon. La diplomacia
era, después de todo, el arte de hacer y decir las cosas más indecentes de la forma más
educada.
–Nosotros tenemos nuestro propio código. Por ejemplo, el robo de utensilios de un
yacimiento arqueológico antes de que los científicos hayan realizado las excavaciones,
constituye un crimen grave según nuestras leyes.
Chekov se pegó al codo del capitán. Kirk le ordenó silencio al alférez con un rápido gesto
de la mano. El rostro de Kalan palideció levemente, lo cual era otra señal de que no se
encontraba completamente curado.
–¿Qué quiere usted decir con eso?
Threllvon–da me ha dicho que se retiraron utensilios de la pirámide antes de que
llegásemos nosotros. Asegura que no fueron los vulcanianos los responsables de eso a pesar
de que entraron en la cámara antes que él.
–¿Y qué aspecto tienen esos supuestos utensilios?
–Vamos, vamos, Kalan. Ambos lo sabemos. Unas pocas chucherías puede que no
parezcan muy valiosas, pero, para los científicos, sí lo son. Por ejemplo, a mí me cuesta creer
que tengan el mismo valor que las concesiones de extracción de la topalina, o la devolución de
un oficial sospechoso de graves crímenes y traición.
–Me está usted haciendo chantaje, Kirk –dijo Kalan en voz baja–. Sus propias leyes
estúpidas no pueden permitir esto, y mi honor me exige no ceder.
–Tonterías, Kalan. ¿Cómo podría yo hacerle chantaje... a menos que sea usted el
responsable del robo de esos utensilios? ¿A menos que los tenga usted a bordo de la Terror?
–Tal vez los arqueólogos klingon sólo han estado estudiando esos objetos –sugirió
Spock–. Un intercambio semejante de conocimientos podría ser considerado como algo valioso
por los círculos diplomáticos. Algo positivo para la causa de la paz y el entendimiento
interestelar.
–Sí, señor Spock, eso es muy posible; pero nosotros sabemos que estarían más que
dispuestos a devolver todo lo que se hubieran llevado una vez finalizado el examen de los
utensilios.
Kirk observó el rostro de Kalan, mientras el comandante klingon luchaba con el dilema
que se le planteaba.
Si Kirk hubiese sido un lector de mentes, no hubiese sido más capaz de ver el conflicto.
Kalan, por una parte, quería recuperar a Kislath. El antiguo primer oficial había conspirado para
amotinarse y había intentado asesinar a su comandante, había desobedecido sus órdenes
directas y, de alguna manera que Kirk no comprendía, estaba relacionado con las esferas de
poder del núcleo del imperio klingon. Un triunfo sobre Kislath le daría a Kalan una importante
victoria política.
Pero, para recuperar al bellaco (le Kislath, Kalan tenía que admitir el robo de los utensilios
de la pirámide de ébano. Fueran lo que fuesen esos objetos, se hallaban seguros a bordo de la
nave klingon. Eran valiosos en sí y por sí mismos. Su valor intrínseco palidecía ante el hecho
de admitir que había robado unas chucherías. Kirk y Spock le habían proporcionado una
pequeña salida que podía resultar beneficiosa si el comandante Kalan jugaba la mano según
los resultados lógicos.
––Sí –dijo lentamente Kalan–, mis científicos están examinando la gema que sacaron de
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
la pirámide. Parecían ser los únicos objetos dignos de nuestro estudio, tras un precipitado
recorrido de la cámara principal.
–¿Entonces no tenían ustedes intención real de conservar dicha gema? –preguntó Kirk,
que por primera vez se enteraba de qué era lo que se habían llevado.
–Por supuesto que no. ¿Qué utilidad pueden tener unas baratijas bonitas para un
klingon? –El dolor se hizo evidente en los rasgos de Kalan; no el dolor físico, sino un dolor que
le causaba el ceder ante seres que consideraba inferiores–. Creo que la gema podrá ser
transportada hasta aquí al mismo tiempo que Kislath sea transferido de vuelta a la Terror.
–Yo no veo ningún problema en ello. A usted, ¿qué le parece, señor Spock?
–Ninguno, capitán.
–Encárguese de ello, entonces. Doctor McCoy, ¿está su paciente lo suficientemente
repuesto como para ser transportado de vuelta a su nave?
––Pueden transportarlo al núcleo del sol por lo que a mí respecta.
–El sentimiento es mutuo, carnicero de hombres –le espetó Kalan.
McCoy se mordió la lengua para no replicar mientras el klingon les hacía un imperioso
gesto a sus guardias para que lo sacaran de allí v lo llevaran a la sala de transporte.
–Váyase con viento fresco ––dijo el médico cuando Kirk salía.
EL capitán se volvió y sonrió. Luego avanzó apresuradamente por el pasillo para
adelantar el grupo klingon. El alférez Chekov igualó su paso, un metro más atrás de los
alienígenas, para mantenerlos a todos bajo estrecha vigilancia.
En la sala de transporte, se encontraron con Spock, que ya había traído a Kislath para
que lo transfiriesen al acorazado. El klingon permanecía rígido, mirando fijamente el tabique de
metal desnudo. No dio señales de haber advertido que Kalan y los otros se hallaban en la
misma sala.
–La gema, Kalan –dijo Kirk–. Después podremos transferir el resto de la mercancía
acordada.
Kislath se sobresaltó al oírse llamar «mercancía», vio la absoluta ausencia de compasión
en los rostros que lo rodeaban, y se limitó a sonreír burlonamente. Bajo la máscara de bravata
se veía claramente el miedo que sentía ante el castigo que se le impondría al regresar a la
Terror. Para honra suya, no dijo nada.
Kalan sacó un diminuto transmisor, lo abrió y habló enérgicamente por él. Tras cerrar el
artilugio, le dijo a Kirk:
–Su oficial de transporte tiene las coordenadas. Transporte ahora la gema a bordo.
El teniente Kyle esperó el breve asentimiento de Kirk antes de desplazar lentamente los
controles. Cuando alcanzaron el nivel máximo, se formaron las columnas de chisporroteante
energía, que se apagaron tras un repentino parpadeo. En el centro del transportador apareció
una brillante joya verde. Durante largos segundos, Kirk la miró con reverencia. Le tocó algo,
muy dentro de su ser, lo hizo sentir deseos de reír y llorar y... realizar proezas.
–El doctor Threllvon–da estará profundamente satisfecho de poder hacer constar esto en
su informe sobre la civilización que habitaba Alnath II en otros tiempos. Confío en que los
científicos de usted hayan concluido sus investigaciones.
–Hace ya algún tiempo que terminaron –respondió Kalan, sin poder evitar que se le
notara un ligero nerviosismo–. La había hecho guardar en mi caja fuerte personal por
seguridad.
–Por supuesto –dijo Kirk–. Caballeros, si desean ser transferidos de vuelta a su nave, el
teniente Kyle me informa de que está preparado para realizar la operación.
Los guardias klingon ayudaron a Kalan a ponerse de pie. Él gimió de dolor pero no gritó.
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
Lo sostuvieron hasta llegar a una de las células de transporte, donde él consiguió permanecer
erguido sin ayuda, aunque mediante un gran esfuerzo. Kislath marchó hasta uno de los otros
discos de transporte, silencioso y retraído.
–Que todas nuestras aventuras acaben de forma tan próspera, capitán Kalan.
–Que la muerte sea rápida, Kirk.
El transportador se puso en funcionamiento, se apoderó de los klingon y los impulsó a
través del espacio hasta su propia nave. Cuando la turbulencia acabó, no quedó rastro ninguno
de que alguien hubiese estado en la plataforma de transporte; y James T. Kirk se alegró de
ello. Aquél había sido un día muy largo.
–No quiero que nadie se acerque a la piedra, y mucho menos que la toque –ordenó Kirk–.
Utilice el rayo antigravedad para desplazarla. Ese objeto es potencialmente peligroso.
–Sí, señor –dijo escépticamente Chekov, mientras caminaba en torno a la piedra y se
preguntaba si podría morder en cualquier momento–. ¿Dónde debemos guardarla? Las
cámaras acorazadas no son tan abundantes en la Enterprise como en la nave klingon.
Kirk sonrió tristemente.
–Busque una caja de rodinio y métala dentro –le respondió–. Si puede encontrar algún
otro material en la sala de motores que sea más denso, más resistente y más refractario,
utilícelo. Pídale al señor Scott su opinión al respecto, si puede robarles un poco de tiempo a
sus motores.
–Sí, señor –replicó Chekov, y se marchó para consultar con Scotty.
–¿Puedo preguntarle qué propósito tiene la caja de rodinio, capitán? –preguntó Spock–.
La gema es interesante desde el punto de vista cristalográfico, pero no pienso que requiera
una protección más adecuada para una nave que contiene materia–antimateria.
–Está equivocado en eso, Spock; pero dígame qué dice su sensor acerca de la piedra.
Spock levantó una ceja.
–Es un cristal tremendamente fascinante. El tinte verde es, por supuesto, debido a su
contenido de níquel. El material básico es casi orgánico, ni viviente ni muerto. Eso requerirá
más estudios.
––¿Está vivo eso?
–Difícilmente lo está, capitán, más de lo que puede estarlo cualquier cristal. Si lo mete
usted en una solución sobresaturada de los átomos que la constituyen, crecerá. Pero este
espécimen posee ciertas cualidades adicionales que me recuerdan a un virus.
–¿Un virus, Spock? –preguntó McCoy, entrando en la sala–. Esa cosa no es ningún virus.
Es más grande que la amígdala de una oveja. Nunca hemos descubierto un virus que pese
más de cinco millones de daltons ni que sea de un tamaño mayor que seis mil angstroms.
––He dicho que tenía las cualidades de un virus, doctor, no la estructura o las
características completas. Por ejemplo, vive sin tener incorporados los mecanismos de la
reproducción.
–¿Tiene que infectar a otra célula para reproducirse?
–Lo ignoro, doctor. Soy incapaz de decirle qué célula sería capaz de contener una
partícula tan grande como ésa. Por otra parte, posee ciertos elementos de casi vida, mientras
retiene muchas de las cualidades propias de los cristales de estructura ortorrómbica1, que
quizá tenga elementos simétricos de Pmma o Pmma a la 2ª potencia,. Las investigaciones
futuras nos lo dirán.
1
Sistema de cristalización caracterizado por tres ejes desiguales que están en ángulo recto los unas respecto de los
otros. (N. de la T.)
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
––Spock, maldición, amigo, ¿no está usted ni ligeramente interesado en saber qué es esa
cosa? –preguntó McCoy con tono apremiante.
––En verdad, doctor, más que usted según das las apariencias.
–Yo estoy pensando en de qué estará hecha; me refiero a su importancia.
–Tampoco he descuidado eso en mi informe.
–Dejen ya de pelear, ustedes dos ––dijo Kirk–– Necesito saber todo lo posible acerca de
esa chuchería. ¿Ha sondeado el perfil interno energético de ese cristal, Spock?
–Jim –protestó McCoy, horrorizado––, se está poniendo usted tan mal como él. ¿Energía
interna?
McCoy dio media vuelta y se alejó, levantando las manos con disgusto.
–Ese estallido emocional del doctor es inexplicable ––observó Spock.
–No, no lo es; pero mis teorías pueden esperar. Usted procure retener su lógica durante
algún tiempo más.
La expresión asustada y dolorida que cruzó el rostro de Spock demostraba la intensa
lucha que aún devastaba su interior. Kirk supuso que se debía al esfuerzo necesario para
mantener controlada la afluencia de las emociones puramente humanas.
–No obtengo lecturas de energía interna –le anunció Spock–, y no hay indicios de que el
sensor se haya averiado.
––¿Esas lecturas son similares a las recogidas anteriormente sobre Alnath II?
La sorpresa contorsionó los rasgos del rostro de Spock. Luchó nuevamente contra las
exigencias emocionales de su cuerpo y perdió gradualmente la batalla. Apretó las mandíbulas
y en el cuello le sobresalieron las gruesas cuerdas de los tendones.
–Sí, capitán. Recuerdo con absoluta claridad lo que ocurrió ahí abajo. Candra me lo
contó. Candra... –Se le apagó la voz y a sus ojos afloró una expresión soñadora.
Luego, como si le hubieran apretado un interruptor, la mirada lejana volvió a
endurecérsele... pero no regresó a la de la máquina, corno había ocurrido en el pasado. Kirk
estudió a su primer oficial durante unos segundos, y luego sonrió.
–Creo que está usted volviendo a la normalidad. Quizá también McCoy esté en ello. Ya
no espero que vuelva a emplear navajas oxidadas y agujas de hacer punto para operar,
aunque echaré de menos su whisky anestésico.
–Usted sabe más de este mal que nos aflige de lo que dice abiertamente, capitán –le dijo
acusadoramente Spock, con tina voz que temblaba ligeramente.
–Todo a su tiempo, Spock. Supongo que el señor Chekov ya tendrá la gema a buen
recaudo dentro de la caja de rodinio. Ordénele que la ponga dentro del campo de energía más
fuerte que Scotty pueda conjurar. Luego, usted, Threllvonda, Avitts y el doctor McCoy,
reúnanse conmigo en el salón de oficiales, dentro de una hora. Póngase a ello, Spock. –
Gracias, capitán.
Cuando Kirk se marchó, Spock observó que silbaba, y que en sus pasos había una
vivacidad que no se le había visto antes. El vulcaniano bajó las cejas y se puso a trabajar.
Tenía mucho que hacer y muy poco tiempo para conseguirlo. Las cosas estaban volviendo a la
normalidad.
–¿Cómo va todo por la enfermería, Bones? –preguntó Kirk al sentarse ante la mesa del
salón de oficiales.
McCoy bajó los pies de la mesa y se inclinó hacia delante.
–Es la cosa más diabólica que jamás haya visto. He vuelto locos a M'Benga y a la
enfermera Chapel haciéndoles repasar todos y cada uno de los artilugios de la enfermería... ¡y
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
–Eso es muy amable por su parte, doctor. Estoy seguro de que mis superiores de la Base
Estelar se sentirán satisfechos de que no presente usted un informe negativo sobre la forma en
que la Enterprise manejó el problema con los klingon.
–¿Los klingon? —preguntó Threllvon–da, apartando por primera vez su antena auditiva
rota–. ¿Qué tienen ellos que ver en todo esto? Son una molestia, pero nada más. Déjelos
excavar. ¿No me dijo la misma teniente Avitts que lo único que querían era extraer la topalina?
Déjelos, mientras no utilicen ultrasonido o explosivos. Eso podría dañar las ruinas, como
comprenderá.
–Estamos trabajando en un acuerdo con los klingon acerca de la imposición de dichas
limitaciones sobre las actividades que realizan, pero lo que necesito es una declaración para
mis archivos con respecto a la pirámide y la cámara del interior de la misma.
–¿La pirámide? –preguntó quejumbrosamente–. ¿Esa cosa? No es más que el escalón
que conduce a la ciudad. Sólo es eso.
–Sí, doctor, estoy seguro de ello –dijo Kirk con exasperación. Respiró profundamente y
volvió a lanzarse para presentar otra vez su petición–. Por favor, cuénteme todo lo que pueda
recordar de la secuencia de acontecimientos que siguieron a su descenso sobre Alnath II.
–Ya lo he hecho –le replicó Threllvon–da–. Usted olvida las cosas con demasiada
facilidad, Kirk. Nunca sería un buen arqueólogo. No hay computadoras en los yacimientos.
Tenemos que almacenar e interrelacionar millones de detalles en nuestras mentes. Unos
segundos pueden significar un importante hallazgo o el descubrimiento de unos cascotes.
–La pirámide –insistió Kirk.
–Descendimos a la superficie. Los vulcanianos y mi grupo. Comenzamos a examinar el
perímetro de la pirámide para deducir su naturaleza y composición, mientras los vulcanianos
entraban en la cámara. Salieron, fueron transportados de vuelta a su nave y ya no volvimos a
verlos. Inmediatamente después de que se marcharan, aparecieron los klingon. Son unos tipos
muy bestias esos klingon. Entraron por la fuerza en la cámara, hocicaron por ahí
desordenándolo todo, y luego se marcharon. En ningún momento volvieron a acercarse a la
pirámide porque estaban demasiado ocupados en excavar a través de la bóveda de la ciudad...
¡de mi ciudad! ¿Sabía usted que Larldezz va a proponerle al consejo que esa ciudad sea
bautizada en mi honor? Threllvon–da se repantigó en la silla y sonrió alegremente.
–Es un gran honor, no me cabe duda –dijo secamente Kirk–. Así pues, ¿los klingon
podrían haberse llevado algún objeto de la cámara sin que usted lo advirtiese?
–Supongo que sí –respondió lentamente Threllvon–da–. Contaba con que los vulcanianos
hicieran fotografías holográficas y levantaran inventario de todo lo que encontrasen. Con ellos
muertos, sólo podemos hablar de lo que encontramos en la cámara nosotros, después.
–¿Cuál era la finalidad del altar que estaba en el fondo de la cámara?
Threllvon–da se encogió impacientemente de hombros.
–Sospecho que en esa sala se llevaba a cabo algún rito de carácter religioso. El pedestal
vacío que hay en el centro sugiere que en otra época descansaba sobre él un objeto del
tamaño de un huevo grande.
–¿Algo de este tamaño? –preguntó Spock, haciendo aparecer una imagen de la joya en la
pantalla de la computadora.
–Podría ser. Tiene más o menos el tamaño correcto, si la escala de su computadora es
exacta.
–Lo es, doctor –replicó Spock, imperturbable.
Kirk sonrió. En aquel momento Spock no se había molestado en absoluto porque se
hubiera puesto en tela de juicio su competencia. Eso era un buen signo, como lo era que su
primer oficial y la teniente Avitts estuviesen sentados el uno junto al otro sin manifestar
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
incomodidad ninguna.
–Tenemos razones para creer que los klingon robaron esto de la cámara, a causa de su
valor aparente.
–Si es una esmeralda, podría tener bastante valor –admitió Threllvon–da, mientras
tamborileaba impacientemente sobre la mesa con sus dedos provistos de garras–. Pero, como
objeto perteneciente a la raza que habitaba en ese planeta, vale todavía más. El conocimiento
siempre tiene más valor, siempre; pero ahora no puedo tomarme la molestia de estudiar eso.
La ciudad está absorbiendo mi tiempo cada vez más. Tengo que regresar inmediatamente a
ella. ¿Va usted a necesitar más consejos de un experto, Kirk? Ya me ha retenido durante
bastante tiempo. Quiero dedicar toda mi atención a ese descubrimiento.
–Lo mantendré al corriente, doctor. Gracias por dedicarme su tiempo.
Kirk le habría hablado a una silla vacía. Threllvon–da había salido disparado de la sala,
deseoso de regresar al lugar que recibiría su nombre como honor rendido a él.
–Trabajó así durante todo el tiempo que yo pasé en el planeta –comentó Avitts–. Ese
hombre es insaciable cuando se trata de trabajar. Los klingon no fueron más que una molestia
menor para él. Las excavaciones le molestaban principalmente por los daños que podían
causar por inadvertencia.
–ÉL no ha cambiado mucho, ¿verdad? –preguntó Kirk.
–Cambiar, ¿en qué sentido, Jim? –preguntó McCoy–.Pues continúa siendo el tipo más
intratable, insultante, provinciano...
–Tenga cuidado, doctor, o uno podría pensar que se está describiendo a sí mismo –dijo
Spock–. Con su venia, capitán, tengo cosas que atender.
–Puede marcharse, Spock. Usted también, teniente.
–Probablemente se marcharán a alguna parte discreta para cogerse de las manos –
comentó McCoy.
–Ya. ¿Es ésa la mejor conjetura que puede hacer sobre Spock, Bones? No, no creo que
vayan a hacer nada semejante. A pesar de que la Enterprise no ha vuelto del todo a su estado
normal de perfecto funcionamiento, está ya muy lejos del manicomio en que se convirtió
cuando entramos en órbita alrededor de Alnath II.
–Parece usted muy seguro de lo que dice –señaló McCoy con suspicacia–. ¿Es que ha
aislado usted la fuerza que ha estado convirtiendo a la tripulación en algo tan...
–¿Intratable, insultante y provinciano? –propuso Kirk–. Creo que sí lo he hecho.
Simplemente esperemos a ver si todo funciona bien a bordo de la Enterprise, Bones.
El doctor meneó la cabeza y luego se marchó. Kirk permaneció sentado durante un
momento, sonrió y se encaminó al exterior de la sala. Los klingon todavía representaban una
amenaza, aunque en ese momento era una amenaza menor. Más bien una molestia, se dijo,
pagado de sí. Se sentía demasiado bien con respecto a su nave, a sí mismo, sus oficiales y
tripulantes, como para preocuparse por los klingon en ese instante. Silbando una alegre
tonadilla, entró en el turboascensor y se elevó en dirección al puente.
Candra Avitts caminaba apresuradamente por el pasillo, sin apenas advertir la presencia
de quienes la rodeaban. Su mente se hallaba perdida en los recovecos del problema que
Spock le había presentado para que estudiase. Él había destacado la pobreza de los
conocimientos de física que tenía ella; la mujer soportaba las enseñanzas del vulcaniano
segura de que nunca sería capaz de desarrollar una comprensión instintiva de la materia. La
bioquímica era algo más de su gusto.
Chocó contra otra mujer que giraba en ese momento un recodo del pasillo. Ambas
jadearon, dieron un paso atrás y hablaron para disculparse al mismo tiempo, tras lo cual
quedaron en silencio.
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
La teniente Avitts estaba ante la enfermera Chapel. La tensión eléctrica que había entre
ellas aumentó. Era como si dos enemigos irreconciliables se hubiesen encontrado en la arena,
en un duelo final.
–Teniente Avitts.
–Enfermera Chapel.
Se quedaron simplemente de pie durante varios latidos de corazón, estudiándose
mutuamente para ver qué debilidades de la otra podían ser explotadas.
El silencio fue roto por la teniente Avitts, que suspiró y luego se echó a reír.
–Esto es ridículo; usted lo sabe, ¿no es cierto? –le preguntó a la enfermera.
–¿Por qué es ridículo?
–Estamos peleando por algo que ninguna de las dos podrá conseguir jamás.
–No es la primera vez en la historia que ocurre una cosa así. Y no será la última. –La
enfermera Chapel sostuvo la mirada de Avitts, y luego sonrió. Muy poco después, también ella
estaba riendo–. Tiene usted razón. Nos hemos estado comportando como dos estudiantes
locas de pasión por el chico bonito de la clase. Y no somos nada de eso, ni la situación se
parece en absoluto, ¿verdad?
–No, Christine, no se parece en nada. –Tímidamente, Avitts preguntó–: Puedo llamarla
Christine, ¿no es cierto?
–Sólo si me permite que yo la llame Candra. Oiga, ¿no estamos en un sitio demasiado
público? Vayamos a mi camarote. Tengo un poco de licor Denebiano que he de conseguir subir
a bordo de incógnito.
–¿Del tipo que sabe a menta?
–Precisamente de ése.
–Me encantará tornar una copa con usted, Christine. Yo tenía una botella, pero la
intercambié como una tonta por la posibilidad de utilizar el espectroscopio de masa del
laboratorio. Spock quería un análisis de algunos desechos espaciales que encontramos... y lo
quería rápido. Mi turno para utilizar el espectroscopio de masa no llegaba hasta cuarenta y
ocho horas después, así que soborné al tipo que estaba antes que yo y conseguí hacer los
análisis. Spock nunca supo a qué había renunciado yo por él.
Christine Chapel se detuvo.
–El nunca se dará cuenta de las cosas a las que cualquiera de nosotras está renunciando
por él, ¿verdad?
–No –suspiró Avitts–, no se dará cuenta. Tal vez fue eso lo que me atrajo hacia él. Su
dedicación. Lo brillante que es. No sé qué me ocurrió. Fue un apasionamiento tonto. Lamento
que hayamos llegado a pelearnos por ello.
—Si una tiene que pelearse por algo, ¿qué mejor tema podría haber que el señor Spock?
Oh, Candra, no puede usted ni imaginarse las horas que he pasado pensando en él, aunque
quizá lo sepa. Él es tremendamente distante, pero, aun así, yo sé que la parte humana de él
necesita cariño, contacto, todas las cosas que le niega su parte vulcaniana.
Avitts se sentó en el borde de la dura cama del camarote de la enfermera Chapel y bebió
un sorbo de licor Denebiano.
–Humm, esto es bueno. Ahora lamento haber cambiado el litro que tenía por otra cosa. La
próxima vez que Spock quiera que le hagan algo para ayer por la mañana, pienso decirle que
no es posible. Algunas cosas son sencillamente demasiado buenas como para pasarlas por
alto.
Christine Chapel sintió que los ojos se le inundaban de ardientes lágrimas, pero las
retuvo.
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
–Sí, tiene usted razón. Hay cosas que son demasiado buenas como para perdérselas. Sin
embargo, nos las perdemos de todas formas, ¿no cree?
–Se lo aseguro, Sulu, mis dedos estuvieron así de cerca de disparar–declaró Chekov,
poniendo el pulgar y el índice a un milímetro de distancia– Quería destruir la nave klingon. A
pesar de que conocía perfectamente las órdenes, quería verlos estallar en millones de átomos.
–Ya sé lo que quiere usted decir, Chekov –le aseguró el timonel–. Yo tenía el mando
cuando dispararon contra nosotros. Recordé lo que había hecho usted y me contuve, pero a
duras penas. Había pasado tanto tiempo desde que nos vimos en un buen combate, que
también yo estuve a punto el(, desobedecer las órdenes del capitán. Es extrañe, porque yo no
soy así, habitualmente.
–¿No? –preguntó burlonamente Chekov–. Usted disfruta de una buena batalla como
todos nosotros. Acaba de decirlo. Ha pasado mucho tiempo desde que la Enterprise trabó una
buena batalla espacial por última vez. Ah, sentir las baterías de los cañones fásicos crepitar y
restallar por las descargas de teravoltios, sentir el estremecimiento de la Enterprise cuando son
disparados los torpedos... ¡eso es vida!
–Y muerte, pero yo siento lo mismo. A veces me pregunto por qué se nos entrena para
luchar si pasamos la mayor parte del tiempo intentando no hacerlo. –Sulu comprobó
ociosamente sus controles.
Estaban fijos en la órbita que seguían en aquel momento. A menos que el capitán Kirk
ordenara un cambio de rumbo, permanecerían en aquella órbita, haciéndole sombra a la nave
klingon, protegiendo la superficie de Alnath con el casco de su propia nave.
–Es fácil comenzar una guerra, pero difícil acabarla –dijo Chekov–. Comienzo a
comprender algunos de los problemas del capitán. Exaltado, yo hubiese disparado y creado
una guerra instantánea. Quizá no hubiéramos sido destruidos por los klingon, y otros se
hubieran visto complicados en una guerra provocada por nosotros. No es un pensamiento
agradable.
–Sí, es fácil empezar una guerra, pero difícil acabarla –reflexionó Sulu–. Tiene usted
razón, Pavel, Eh, Cuidado. Las lecturas del circuito nueve avisan de una sobrecarga. Si no
tenemos que disparar un torpedo de fotones, podríamos apagar un circuito guía.
–Comprobando –dijo el alférez, volviendo su atención hacia los controles. Muy pronto los
dos estuvieron absortos en un problema de guerra figurada, intentando conseguir el máximo
poder destructor con el mínimo gasto de energía y material. Con un poco de suerte –y cerebro–
, nunca tendrían que llevar a la práctica dichos conocimientos.
–Pero ¿vale eso la pena, muchacha? –preguntó Scott, mirando las entrañas del oscilador
de los motores hiperespaciales–. Eso es demasiado trabajo para tan pocos resultados, según
lo veo yo.
–Sí, teniente comandante Scott, puede que tenga usted razón –le respondió Heather
McConel–, pero, después de haber trabajado tanto en los auxiliares, ¿no deberíamos
intentarlo?
–No sólo un porcentaje extra de potencia. Hemos llegado a los niveles de retorno
mínimos –suspiró el ingeniero jefe.
Miró la computadora que controlaba los motores hiperespaciales. Ellos dos habían
diseñado diversos artilugios capaces de aumentar la potencia de aquellos motores,
normalmente a expensas de otros aparatos de la nave. Scotty meneó la cabeza mientras se
preguntaba cómo había podido llegar a piratear piezas del autoclave, de la forma en que lo
había hecho. El oficial de nutrición todavía no lo había perdonado por llevarse el controlador. A
pesar de que aquella pasta de color púrpura había sido nutritiva, no resultaba nada apetitosa.
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
Tampoco lo era el semilíquido azul que comenzó a salir después de que Scott hubo montado
de cualquier manera un artefacto para substituir al controlador del autoclave.
Suspiró. ¡Hubiera sido tan bonito conseguir darles a los motores hiperespaciales un veinte
por ciento más de potencia o más! Ahora, cuando ya habían intentado todo lo imaginable,
parecía una posibilidad más remota. Quizá, si devolvía el controlador del autoclave a su sitio,
podría engatusar al oficial de nutrición para que programara un haggis2 para la tripulación. Eso
enderezaría las cosas.
–Señor Scott –dijo Heather, dubitativa, echándose hacia atrás los lustrosos cabellos rojos
con una mano manchada–, ¿empeoraría su opinión sobre mí si sugiriera devolver el láser que
robé del laboratorio metalúrgico?
–¿Qué? Ah, no, en absoluto, muchacha; pero necesitamos ese láser para...
–Por favor, señor Scott, sencillamente las cosas no funcionan como nosotros
pretendíamos que lo hiciesen. Pienso que los principales descubrimientos los harán los
científicos que realizan las investigaciones básicas, no los que, como nosotros, nos ponemos a
hacer chapuzas entre las estrellas con unos motores preciosos.
–Puede que tenga razón, pero, eso de dejar que un chupatintas me diga lo que es bueno
y lo que no lo es para la Enterprise, me pone completamente rabioso.
Se encaminó hacia los aparatos, mientras intentaba recordar cuánto tiempo habían
invertido en la construcción de aquella pesadilla de fontanero. Rió entre dientes.
–Pero no ha sido una completa pérdida de tiempo, ¿no lo cree así, muchacha?
–Acabo mi turno de castigo dentro de una hora, señor Scott –dijo ella con tono travieso–.
Si está usted libre, quizá podríamos... discutir de ingeniería.
–¿Y de otras cosas? –preguntó él, con una ancha sonrisa.
–Como la botella de whisky escocés que tiene usted... y otras cosas –concedió ella.
–Sí, pero la botella está casi vacía. Sólo queda un poquitín; sin embargo, tengo buenos
contactos y podría conseguir licor en otra parte.
–No se preocupe, señor Scott –lo tranquilizó Heather–. Yo tengo contactos propios; y el
alambique ha estado funcionando otra vez desde hace un buen rato.
–¡No me lo cuente a mí! –le advirtió él.
–Fue el juego lo que me trajo problemas antes. Eso ya está desmontado y fuera de
discusión –aclaró ella– El juego ilegal es ahora tan honrado como podría serlo en mis manos,
aunque siento grandes tentaciones de utilizar sólo un pequeñito campo eléctrico con el dado.
–¿Qué conseguiría con eso? –preguntó él, a pesar de sí mismo.
–Si no puedo utilizar un láser en la ruleta, se me ocurrió que un diminuto campo eléctrico
podría cambiar la forma en que caiga el dado... si los puntos estuviesen tratados con una
pintura especial con la que me he encontrado y que decididamente tiene propiedades
electromagnéticas. Solamente con cambiar las vueltas que dan los dados, conseguiría...
El ingeniero jefe y su ayudante se sentaron a discutir las posibilidades inherentes a esa
nueva aventura de juego, mientras el alcohol destilado corría por los rizos del alambique
instalado en el depósito de máquinas de precisión.
11
2
Haggis: Plato tradicional escocés hecho con corazón, hígado y pulmones de oveja o cordero, picados con
grasa, cebolla, harina de avena y especias, y cocido dentro del estómago del mismo animal. (N. de la T)
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
Trata usted esa cosa como si fuese una bomba de antimateria, Jim –comentó McCoy–.,
mientras observaba las precauciones tomadas para asegurar que la gema de la pirámide
estuviese encerrada tanto detrás de los escudos antirradiación como de rodinio.
–Es potencialmente más peligrosa, Bones. Señor Spock, ¿ha examinado usted la
pirámide?
–Sí, capitán, y soy incapaz de discernir cuál es el mecanismo del pedestal de la gema que
la convierte en inofensiva. Aparentemente no es más que un simple cuenco tallado en roca,
pero nuestros conocimientos acerca del planeta y sus antiguos habitantes son todavía
limitados. Eran obviamente más avanzados de lo que cree Threllvon–da.
Kirk asintió con la cabeza. Spock se dio cuenta de que Spock había trabajado sobre el
problema a su manera lógica, y había llegado a las mismas conclusiones a que había llegado
él con un razonamiento más emocional; pero eso ya no importaba. Ya no se veían
amenazados por el sólido y poderoso acorazado klingon. En cuanto Kalan hubo regresado
sano y salvo a la Terror, la tensión existente entre las naves del imperio y la Federación
disminuyó.
Kirk deseaba que hubiese podido desvanecerse totalmente, pero eso no era propio de los
klingon. Eran seres belicosos y continuarían alborotando. Ésa era su vida. Se necesitarían
largos años de labores diplomáticas antes de que las razones subyacentes en las fricciones
que había entre ambas culturas disminuyeran lo suficiente como para que la guerra se
convirtiera en algo impensable. Kirk esperaba vivir para ver ese día; pero en aquel momento
tenía otros problemas, más inmediatos, que debía solucionar.
Como el de la gema.
–Baje al planeta, Spock. Deposite esa cosa en el sitio que le corresponde. Quiero que un
destacamento de seguridad permanezca dentro y alrededor de la pirámide, para evitar con ello
que Threllvon–da y sus científicos entren a examinar la gema.
–Eso no va a gustarle, Jim –observó McCoy–.–. Se pone tremendamente quisquilloso
cuando le dicen lo que debe hacer. Todavía lo acusa a usted de no haber ido a la T’pau a
buscarle su precioso equipo.
–Dudo de que llegue a darse cuenta. Está demasiado ocupado en escarbar por toda la
ciudad. Ya conoce sus órdenes, Spock. Llévelas a la práctica.
Spock, la caja, densamente envuelta con la gema en su interior, y cinco guardias de
seguridad desaparecieron entre chisporroteos para reaparecer en el planeta que tenían debajo.
La gema regresaba al sitio que le pertenecía.
102
Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
diplomacia exigía que el klingon y él mismo, recorrieran toda la gama de avances y retrocesos
para finalmente extraerle al otro las promesas que ambos sabían que tendrían que hacerse.
Kirk adoraba tanto como odiaba aquel proceso. A diferencia de la guerra, la diplomacia
raramente era directa, y las ganancias eran a menudo sutiles, aunque era esa sutilidad misma
la que lo intrigaba. Eso y que las ganancias no requiriesen muertes.
–¿Tiene intención de atacar, Kalan? Si lo hace, la topalina quedaría destruida. Necesita
usted ese mineral más de lo que necesita una batalla.
Kalan se calmó, mirando ferozmente a Kirk.
–Además –continuó Kirk–, no existe ninguna razón por la cual la Federación y el imperio
no puedan compartir este planeta. Nosotros no tenemos ningún interés en extraer minerales de
él. Nuestra única búsqueda es la del conocimiento.
–Cobardes –murmuró Kalan.
–Pero lucharemos si intenta usted evitar que nuestros científicos exploren la anterior
civilización del planeta y las ruinas que ha dejado. ¿Me expreso con suficiente claridad?
–Nosotros tenemos los derechos de minería, y ustedes desentierran sus huesos, ¿es
eso?
–Esencialmente, sí, Kalan.
–¿Cómo podemos estar seguros de que no intentarán ustedes atacar a mis mineros por
la espalda?
–De la misma forma en que la Federación garantizará el apoyo y la seguridad de nuestros
científicos. Un escuadrón de naves en órbita se asegurará de que la otra parte cumpla con los
términos de este acuerdo.
–¿Cuántas naves?
–Un número igual por ambas partes y con un poder parejo. Además, ambas partes
podrán instalar repetidores, cualquier número de ellos, en el perímetro del sistema solar, para
mantener intactas las comunicaciones con las bases centrales.
Kalan meditó aquello. Kirk no necesitaba leerle la mente para saber que Kalan estaba
calculando mentalmente el tiempo de tránsito necesario para que un acorazado imperial llegara
hasta el planeta, y comparándolo luego con el tiempo de viaje que necesitaría una nave de la
Federación igualmente poderosa para llegar hasta el mismo sitio, en caso de necesidad de
contraatacar. Sonrió ligeramente, y Kirk supo que el alienígena había obtenido una cifra
favorable al imperio. Sin embargo, Kirk no se preocupaba por la posibilidad de un conflicto
armado. Aquel ejercicio mental de Kalan no era más que una segunda naturaleza para los
klingon.
–Hecho –declaró Kalan–. Nuestra primera carga de mineral será sacada del campo de
gravedad (]entro de cincuenta horas. No intente impedírnoslo. Kirk asintió.
–Es para eso para lo que hemos llegado a un acuerdo en beneficio mutuo, capitán Kalan.
Sabemos que sus intenciones son pacíficas.
Kirk tuvo que echarse a reír cuando el klingon gruñó y cortó la comunicación. Captar su
ira momentánea al verse etiquetado de «pacífico» era un pago más que suficiente por el mal
rato que le había hecho pasar a la Enterprise y su tripulación, pensó Kirk.
–El almirante Tackett quedará satisfecho de este informe –dijo Kirk, pagado de sí mismo–.
Será el mejor informe de rendimiento que jamás hayamos presentado.
–Yo también lo creo, capitán –comentó Spock–. Resulta sorprendente que la tripulación
haya cambiado tan rápidamente como lo ha hecho.
Miró las columnas de números que mostraban los tiempos de respuesta a varios
problemas imaginarios que se le habían presentado a la tripulación y vio que ésta había
demostrado estar a la altura exigible.
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
–Todos a sus puestos para abandonar la órbita –ordenó Kirk, sentándose y observando
alegremente cómo la tripulación del puente desarrollaba sus funciones con destreza.
Nadie refunfuñó, nadie insinuó que fuese mejor para comandar la nave ni mejor en absoluto,
nadie estaba ansioso por disparar los cañones fásicos en dirección a la nave klingon.
Kirk miró por encima del hombro al oír el sonido de las puertas del turboascensor al
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Robert E. Vardeman El gambito de los klingon
–No se preocupe, Spock. Ya está usted de vuelta. Pero todavía quedan algunas cosas
que no comprendo de todo esto.
–Estoy seguro –dijo secamente Spock.
–¿Qué les ocurrió a los vulcanianos? –preguntó McCoy–. mientras le dirigía una mirada
feroz–. No veo ninguna explicación posible. No puede decir que lo hizo la piedra.
–Eso se debe a que está usted demasiado cegado por las emociones. La piedra «mató» a
los vulcanianos, aunque dudo al emplear ese término. La piedra otorga cualquier cosa que uno
desee. Es el uso impreciso de ese poder lo que causa problemas. ¿Recuerda mi encuentro en
la superficie, en Alnath, con el diminuto punto de luz?
–¿Y... ?
–Eso es lo mismo que vieron los vulcanianos. El punto de luz prometía todo lo que
quieren los seres completamente lógicos v carentes de emoción: convertirse en un ente
puramente intelectual y libre del cuerpo físico.
–¿Los vulcanianos se descorporeizaron, simplemente? –preguntó McCoy–., pasmado–.
¿Así de fácil?
–Alcanzaron su más precíado sueño, la conclusión lógica de una existencia física.
Pasaron a un plano de existencia más elevado, uno que les permite dedicarse a sus intereses
personales con un intelecto puro.
–Sin cuerpos para sentir, para percibir –reflexionó McCoy–..
–Un intelecto puro, libre de las trabas de un cuerpo vulnerable, doctor. La piedra se lo
otorgó a ellos porque eran todos lo bastante avanzados mentalmente.
–¿Y, en su caso, simplemente lo zarandeaba como un columpio entre las emociones y el
intelecto?
––Esencialmente correcto.
–Si ya ha quedado todo aclarado, caballeros, marchémonos de este planeta. Hay otros
mundos para explorar –intervino Kirk.
–No tan rápido, Jim. Usted no parecía tener ningún problema. Yo reconozco que mes dio
por descomponer máquinas, pero usted lo hacía todo perfectamente bien.
–No todo, Bones. Simplemente resultó correcto para nosotros.
–El capitán es demasiado modesto ––dijo Spock–. El capitán Kirk, al igual que yo, se
sentía desgarrado entre dos extremos. Sin embargo, lo manejo mejor. Una parte de él quería
ser el soldado perfecto, trabar combate y vencer a los klingon. Dado que eso era claramente
imposible por la abrumadora superioridad que les confería el acorazado, se decidió por el lado
diplomático de su carácter. Negoció tina paz sin recurrir a convertirse en un soldado.
––––Esa piedra hizo aflorar lo bueno de algunos de nosotros –comentó McCoy–.–. No es
tan mala.
–Es una herramienta, nada más. Lo único que cuenta es cómo utiliza uno esa
herramienta. L.–)s integrantes de la civilización anterior podrían haber seguido el mismo
camino de mis compatriotas vulcanianos, y haberse convertido en inteligencias puras que
vagan por la galaxia. Podrían haber renunciado a la piedra, y a su planeta, porque
evolucionaron hacia algo que no podemos ni comenzar a imaginarnos. Sea como fuere, eran
una cultura poderosa v avanzada, comparada con las nuestras.
–Esa ciudad por sí sola lo demuestra –dijo McCoy–.. Arrugó la frente y exclamó–: ¡La
ciudad! Usted ha dicho que la piedra les proporcionaba todo lo que necesitaban. ¿Por qué iban
a construir entonces una ciudad subterránea?
–Eso, Bones –respondió Kirk–, va a conmocionar al doctor Threllvon–da. Recuerde, la
piedra crea lo que uno desea con mayor fuerza. Threllvon–da quería encontrar una ciudad
exactamente así más que nada en el universo. Su trabajo es su vida. Es un hombre de una
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resolución absoluta. Él, sólo él entre todos nosotros, fue capaz de utilizar inconscientemente la
piedra para hacer que sus pensamientos se convirtieran en objetos materiales.
–La ciudad –dijo McCoy–. en voz baja, murmurando–. Eso significa...
–Que esa ciudad no fue construida por los habitantes originales de Alnath II –respondió
Kirk–. Me temo que así es. Threllvon–da quería esa ciudad; obtuvo exactamente lo que diseñó
en el interior de su mente.
–Eso lo matará.
–Es una cuestión de palabras el que los habitantes originales no hayan construido la
ciudad ––señaló Spock–. Su herramienta, la piedra, fue lo que lo hizo. Pero yo no me
preocuparía por Threllvon–da. Se sentirá decepcionado, pero su descubrimiento promete ser
más importante que cualquier cantidad de ciudades abandonadas.
––Aun así, será un duro golpe.
–Se recobrará, Bones, de la misma forma en que nosotros nos recuperamos de los
efectos que la piedra tuvo sobre nuestros caracteres. En general, todos saldremos
beneficiados.
–No sé qué decirle de eso –––dijo McCoy–.––. Spock podría haber estado mejor con
emociones. Tal Y como es ahora...
–Señor Sulu –ordenó Kirk, ahogando la voz de McCoy–.–, factor hiperespacial cinco;
regresamos a Delta Canaris. Quiero volver a la pacífica cartografía, para variar.
La Enterprise se estremeció poderosamente y se lanzó hacia el espacio estelar para
continuar con su infinita tarea de explorar nuevos mundos.
FIN
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