Edgardo Civallero - Espíritus Del Viento
Edgardo Civallero - Espíritus Del Viento
Edgardo Civallero - Espíritus Del Viento
del viento
edgardo civallero
Espíritus del viento
Edgardo Civallero
espiritus
wayranuna
del viento
Civallero, Edgardo
Espíritus del viento / Edgardo Civallero. -- Madrid :
Edgardo Civallero, 2012.
244 p.
1. Argentina. 2. Pueblos indígenas. 3. Conquista. 4.
Descubrimiento. 5. Culturas indígenas. 6. Lenguas
indígenas. I. Civallero, Edgardo. II. Título.
http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/3.0/es/
Huk
capitulo 1
Soy el humo y el olor del pasto que se está quemando; soy el
rocío que tintinea en las telarañas; soy las gotas de llovizna que me
atraviesan sin mojarme; soy el barro y las totoras; soy las motas de
ceniza y el polen de las flores; soy la brisa de la mañana, que ya no 1
me produce frío, y el viento del norte, que ya no puede llenarme los
ojos con la arena rojiza que carga desde otro horizonte más seco que
el mío. Soy nada y, a la vez, soy todo lo que me rodea, todo lo que
me cruza sin afectarme ya.
Eso soy.
Soy los lugares por los que paso; soy la luz del sol y la de la luna,
y la de las muchas estrellas que me miran cada noche llamándome
a su lado, almas limpias que se reunieron con los ancestros y me
protegen. ¿Acudiré a su llamado? ¿Llenaré yo mismo un pequeño
espacio en ese firmamento oscuro, que me cubre pero que no alcanzo
Edgardo Civallero
a tocar por mucho que lo intente? Ojalá lo supiera... Sólo sé que soy
el aliento de los vivos, los suspiros de los que se fueron conmigo, las
memorias de los que aún recuerdan y las esperanzas de los que aún
creen.
e f
Caí junto a otros como yo, hace mucho o hace poco... ¿Importa
acaso? El tiempo ya se ha convertido, para mí, en otra brisa. Desfilan
los días y las noches ante mis ojos, cruzan el cielo las lunas llenas y
las lunas nuevas, pero yo sigo aquí, inmutable y eterno.
por seguir a las nubes con la mirada; por elevar mis brazos como
un árbol en agradecimiento al sol y a la lluvia, aquéllos que hacían
crecer mis cosechas; por ofrendar a mis antepasados y a los cerros
altivos mi comida, mi bebida, mi primera sementera o la sangre de
una de mis llamas, sólo para que me siguieran cuidando como siem-
pre lo hicieron.
Caí, quizás alzando una maza, quizás con una honda en el puño,
por defender mi vida. Una vida condenada de antemano por ser pa-
gana, ignorante, bestial... Por ser, según el criterio de otros, repro-
bable.
e f
Los vi llegar aquella tarde fatídica. Recuerdo aún que una pro-
fecía de nuestros antiguos decía que eran los dioses, los seguidores
de Wiraqhucha, aquella sabia deidad que nos enseñó tantas cosas
valiosas y que prometió regresar para guiarnos por nuevos caminos.
Dioses extraños, sin duda, los que traen el fin de aquéllos que los
han aguardado con fe, con esperanza y con paciencia a lo largo de
los siglos.
miedo que sentí yo. He oído el llanto de mi hija repetido en las gar-
gantas de cientos de otras criaturas que, como ella, también cayeron.
Me han estremecido los gritos de otras mujeres como mi esposa,
aquélla de ojos y cabellos negros a la que conquisté con cantos en
los atardeceres y que me dio sus mejores años y mi mayor tesoro: mi
niña. He sentido la furia de otros hombres —la misma que me abrasó
a mí— al verse invadidos, atacados, domeñados...
e f
Edgardo Civallero
Así, en efecto, borró con sus propias manos —y con sus armas,
y con sus leyes, y con sus escuelas y sus iglesias— todo lo que se
interpuso en su camino. Incluidos nosotros.
e f
10
5 Muros de piedra, especialmente aquellos que dividen las parcelas. Ver Glosa-
rio.
Iskay
capitulo 2
Los aires, los remolinos y las tormentas que habito son arrieros
de nubarrones que muchas veces, en su perpetuo nomadeo, me han
hecho viajar. Me han cargado en sus morrales invisibles y me han
llevado de aquí para allá como a una hoja seca, pues poco más que 11
eso soy: la evocación de una forma que un día estuvo viva, latió y
disfrutó del sol y de las gotas de lluvia. De esos vientos que me han
remontado, arrastrado y sacudido en contra de mi voluntad, he sido
yo el que, en otras ocasiones, me he prendido como un abrojo para
buscar a mis hermanos de otros horizontes.
Así que aquí voy, una vez más, dejándome mecer por una ban-
dada de ventiscas que me transporta al sur. Allí marcharé, como ya
he hecho muchas otras veces antes: para ver, para conocer, para en-
tender, para narrar lo que sienta y lo que encuentre. Y confiando en
hallar algo que llene mis ausencias, que me oriente, que me enseñe
cómo vivir en este universo invisible que nunca elegí pero que es el
mío.
e f
Edgardo Civallero
e f
e f
Todos los días, los hombres cortan bloques de esa nieve salada
y reciben las visitas de los curiosos, que los fotografían desde un
autobús para luego contar en sus hogares cómo los descubrieron en
el medio de un mar seco, trabajando. Los viernes vuelven a sus casas
y a veces los acompaño. Y veo cómo aman apresuradamente a sus
mujeres y cómo le encienden un cigarrillo en los labios a una efigie
del Ekeko. Éste es un duende gordinflón, un dios de la fortuna y la
dicha, un protector del hogar y la familia presente en muchas ca-
sas andinas. Su estatuilla, vestida como un campesino Aymara, está
cubierta de alforjas con comida y de diminutos complementos con
forma de coches, casas, zapatos, dinero o botellas de alcohol... La
11 Estrofa de «El Salar», del cantautor argentino Raúl Carnota. Tema incluido en
su trabajo «Entre la ciudad y el campo».
Espíritus del viento
condido en alguna de las cumbres que atisbo desde aquí, desde estos
parajes que parecen un fragmento de la luna caído en nuestro suelo.
Allá, bien al norte, todos los pueblos de los Andes siguen lu-
chando por su identidad, por sus saberes, por sus vidas, por sus de-
rechos, por su libertad... Son vastas esas montañas, que aún no he
recorrido en toda su extensión. Los aires que bajan desde Otavalo,
desde Cajamarca y Machu Piqchu o desde Tiwanaku siempre me
e f
26
Kimsa
capitulo 3
Wayra-puka, el viento rojo del norte, me sorprende. Envolvién-
dome en su iracundo vientre de polvo, me arrastra por las lomas de
los Valles Calchaquíes, al sur de Jujuy. Estoy en tierra de culturas
añosas, docenas de pueblos bravos e indómitos que recibieron de los 27
extraños blancos un único nombre.
Diaguitas.
Sí, allá van: hombres y mujeres con sus fardos. Todos ellos son
28
un recuerdo nebuloso, no más reales de lo que soy yo; una visión
perdida en alguna arruga de un pasado anciano que se niega a des-
vanecerse. Sin embargo, aunque todo esto ocurrió hace siglos, aún
distingo a los niños, desnudos, riendo y corriendo a los flancos de
la caravana. Allí están, gritando en su lengua kakán, recogiendo las
últimas tunas maduradas por los soles del verano, llenándose manos
y pies de espinillas y la boca de un jugo espeso, repleto de semillas.
A su lado las mujeres aprovechan la oportunidad para juntar otros
frutos del monte, alcanzando las ramas de los chañares, los mistoles,
los piquillines y del traidor molle, que «flecha» como un arquero
añoso.
Wisk´achachus kayman
urqupi sayayman
29
Urqupatapiri
wayrawan tusuyman.15
e f
31
Hoy, esas antiguas culturas y sus predecesoras observan el mun-
do a través de algunas vasijas y platos hallados en los antigales o en
los pueblos viejos17, rastros supervivientes de una historia que pocos
saben. En esas superficies de barro cocido aún corren suris inmorta-
les, y los pumas y jaguares enseñan, inmóviles y eternos, sus garras
y colmillos a gentes que ya no los temen ni los respetan y que, con
suerte, apenas si los reconocen.
de sueños, de sueños...18
34
Tawa
capitulo 4
Hacia el naciente de los Valles Calchaquíes comienza un uni-
verso de formas ásperas y secas, un mundo sofocante henchido de
sombras y de sonidos que desconozco. Me desdibujo entre ramas
de sacha-pera y miel de lechiguana, cruzando los algarrobales de 35
un territorio que hoy llaman «Santiago del Estero». Sigo la huella
sinuosa que las enormes víboras lampalagua trazan en el polvo del
suelo, mientras el aire del que estoy hecho se impregna del aroma
dulzón de las florcillas amarillas del chañar y del olor de la madera
de los breas, a los que un sol sin piedad hace llorar lágrimas espesas
de resina parda.
36
Espíritus del viento
simiente nueva como yo mismo lo hice alguna vez. Por su parte, los
Lules y los Vilelas, gentes vagabundas y guerreras, seguían los rum-
bos de las estrellas buscando abatir algo de caza o recoger los frutos
silvestres que aún protege el Sachayuq, el Señor del bosque.
38 e f
les. Sobre las lajas, las iguanas qaraypukas insolan sus cueros esca-
mosos, mientras las lagartijas se esconden rápidamente en las oque-
dades del pedregal, quizás asustadas por el ruido sutil que provoca
mi paso, que no es más que un murmullo imperceptible.
cañas como una libélula, me enredo entre las telas traicioneras de las
kushi-kushi y agradezco que ya los chunkakus20 no puedan adherirse
a mi piel translúcida. Mecido por el croar de los rokokos, me recues-
to en un atardecer que incendia sin fuego todo un mundo colmado
de vida, de olores, de sabores, de texturas a flor de tierra. Pronto
llegará la noche, iluminada por el tintineo de los tuku-tuku21, rota su
calma por el ulular de los arakukus y por el canto de los grillos. En
esas oscuridades saldrán a relucir los fuegos fatuos del Alma Mula,
los rugidos del Runa-Uturunku u «hombre-tigre» y las habilidades
perversas del Supay, almas sombrías que siempre causaron temor y
recelo.
e f
es un chango moreno
y un corazón coplero.24
44
Phishqa
capitulo 5
... Roikokue ...26
Es una variante del avá-ñe´é, esa lengua que los extraños llama-
ron «guaraní». Apenas si logro escucharla.
46
Son decenas de anga, tal vez cientos, almas tan perdidas como
yo, tan invisibles, tan doloridas... Son Ava, los dueños de estas tierras,
gentes belicosas que un día llegaron aquí procedentes del oriente.
Se establecieron y sometieron por la fuerza de sus armas a pueblos
locales como los Chané, a quienes comenzaron a llamar «tapï-i».
«Esclavos». Pues en eso los convirtieron.
31 En ava-ñe’é, «Ahora ¡idos todos a vuestras casas!» y «Estas flechas que debes
llevar a tu pueblo...».
Edgardo Civallero
50 e f
e f
36 La Guerra del Chaco, entre Bolivia y Paraguay (ver notas históricas en Glo-
sario).
Edgardo Civallero
37 En ava-ñe’é, «Yo soy para ti... con tal que tú pudieras amar...».
Espíritus del viento
dan, los gobiernos les roban lo poco que tienen, las compañías ex-
tranjeras saquean su universo, los misioneros los presionan para que
nieguen su cultura, las leyes los excluyen... Y las flechas de madera
aguzada al fuego ya no están más en las manos, ni el valeroso arrojo
de ayer se refleja en los rostros actuales.
A pesar de todo, al pasear por sus aldeas puedo advertir que si-
guen cultivando parcelas con mandioca, maíz y calabazas, y que la
fibra de karanday es trenzada aún por los hombres mientras la madera
es tallada y la arcilla bellamente horneada por las mujeres. Observo
cómo los hechiceros ipaye curan todavía con hierbas y rezos, y cómo
los niños se tienden en hamacas recordando los antiguos juegos de
hilos y dedos, y cómo los morteros de madera continúan moliendo el
contenido que conservan los graneros elevados sobre postes.
Edgardo Civallero
Los Ava aún sueñan con el iwoka, la Tierra sin Mal, ese lugar
idílico en el que no existe el hambre, ni el frío, ni el miedo; esa tierra
que han buscado por siglos, vagando de aquí para allá, y que creye-
ron encontrar, hace mucho tiempo, en las soledades del Chaco.
y miré hacia las redes tendidas a orillas del río, difusas ya por una
oscuridad que lo invadía todo. El pescador me observó, y luego él
también clavó la mirada en aquellas sombras, perdido en sus propios
pensamientos.
Y la extrañaba infinitamente.
q´aya riqch´arinqayki...50
e f
Sus hechiceros, los aiew, contaban que los muertos vivían debajo
de la tierra y que salían al atardecer porque se movían de noche, ha-
ciendo lo mismo que en sus tiempos pasados, cuando estaban vivos.
«Ahots», los llamaban. «Fantasmas» o «espíritus». También adver-
tían que desde allá arriba los miraba Aittahtalac, la mayor y más
poderosa de las almas blancas, que moraba en ese grupo de estrellas
que a mí siempre me pareció un hato de llamitas.51 63
51 Las Pléyades.
52 La Guerra del Chaco, entre Bolivia y Paraguay. Ver Glosario, cap.5.
Edgardo Civallero
Quizás algún día esté bien. Quizás otro día vuelva a casa.
65
66
Qanchis
capitulo 7
En el primer tiempo del mundo todo era oscuridad para los Ni-
vaklé. Pura oscuridad era el universo. No se veían las estrellas, ni el
sol marcaba el ritmo de los días, ni la luna el de las noches. En ese
mundo sin luces vivían los primeros hombres, los primeros Nivaklé. 67
Al menos eso dicen ellos: mis abuelos me contaban otra cosa, y he
oído cientos de veces a los misioneros pálidos repetir la misma his-
toria de otra manera. Con los años aprendí que todas esas leyendas
de creaciones y destrucciones narran un hecho semejante visto desde
diferentes ángulos y en diferentes momentos. Pero hay muchos que
todavía consideran que la verdad, la auténtica y original, está en sus
bocas y en su libro, y que todo lo demás son creencias ridículas, pa-
ganas e incivilizadas, o simples cuentos.
Puede que algún día entiendan que al proclamar algo tan absurdo
demuestran ser dueños de una ignorancia atroz y de mentes comple-
tamente cerradas. Personalmente, sigo prefiriendo las deliciosas his-
torias de mi raza morena a las verdades irrefutables de los extraños.
que lo pienso bien, me doy cuenta de que nuestros relatos jamás die-
ron mucha importancia a los detalles pequeños, así que se entiende
que nadie se haya tomado la molestia de responder esa pregunta, o
de hacerla siquiera. Lo importante es que ellos se encontraban allí y
que la noche lo envolvía todo.
Una vez que sembraron, Fitzököjic les dijo así: «cuando ustedes 69
e f
Ellas son las artífices de la vida, las artesanas del canto y del
baile, las dueñas del amor y de la alegría. Ellas son las obreras, las
madres, las amigas, las amantes, las cómplices, las compañeras es-
forzadas en la lucha diaria, ayer, hoy y siempre. ¿Cómo no extrañar
56 En quechua, «joya».
Espíritus del viento
a mi esposa, a ésa que me lo dio todo, a ésa que me hizo feliz, a ésa
que pobló mis madrugadas con susurros, a ésa que me trajo el mut’i
mientras sembraba, a ésa que me miraba jugar con mi hija envuelta
en mi propia yaqulla57? ¿Cómo no echar en falta su sonrisa, su mira-
da, sus manos ásperas de trabajo, su voz cantarina?
cuerdos.
e f
59 En pit’laxá, «Si quieres ser considerado un hombre entre tus hermanos, enton-
ces haz esto: no pienses nada malo de tu hermano» (naqáta?ak, antiguo consejo
Pit´laxá).
60 En pit’laxá, «Los caminos por donde andes deben ser buenos, sin meterte en
problemas» (naqáta?ak, antiguo consejo Pit´laxá).
Edgardo Civallero
Ena´te am okiá?aik.61
No. Yo jamás pude enterrar a los míos. Siento rabia, mucha rabia,
y muchas ganas de llorar abrazado a mi hermano Pit´laxá. Aquel
hombre termina su relato.
Ena´te am kachá?aik.64
e f
e f
zos y sus manos al recién llegado cuando, detrás de sus ojos, vean la
misma honestidad que ellos buscan conservar.
69 Crías de llamas.
Edgardo Civallero
84
Isqun
capitulo 9
Allí estaba, agazapado al calor de unos tizones, a la sombra de un
formidable ejemplar de ese árbol que su pueblo llamó siempre wo-
sotsuk. Me lo topé cuando buscaba Misión Media Luna, una de las
poblaciones que algunos hermanos del pueblo Wichi parecían haber 85
escogido desde hacía unos pocos años para asentarse y sosegar así
sus correrías por el corazón del monte.
— ¿Adónde vas?
74 En wichi lhamtes, «El blanco llegó hace algún tiempo. Quizás ahora entien-
das».
Edgardo Civallero
«Hasta que el día esté con nosotros» había dicho para despedirse.
Olvidé preguntarle «¿qué día?».
e f
seguido por todas esas aguas, y así nacieron los ríos y arroyos de
trazado desordenado —como el andar del pícaro— que albergaron
en su corriente a todos los peces que había dentro del leñoso yuchán.
De acuerdo a algunos narradores, luego de tres días de peregrinaje el
héroe —si así se lo puede llamar— decidió convertirse en calabaza
para no seguir siendo perseguido por la inundación, una tarea que no
le era muy agradable. Flotó durante unos días y luego, aburrido de
no hacer nada, se transformó en pato y se fue volando hasta tierras
secas. Desde aquellos tiempos primigenios, cada otoño los peces re-
cuerdan su lugar de origen y remontan las corrientes rastreando el
inmenso tronco de donde una vez salieron todos, para poder desovar.
Es entonces cuando comienza la temporada de pesca para los Wichi,
que viven río arriba.
94 Mucho más tarde, buscando quizás el perdón por sus actos, Toj-
kwaj regaló a la gente del monte las redes de pesca y el fuego. Pero
esas son otras historias, que quizás también oí en alguna aldea duran-
te mis travesías, tan enredadas como las del antiguo travieso.
e f
96
Chunka
capitulo 10
El abuelo va a comenzar una de sus historias nocturnas. Me sien-
to entre los niños apretujados a su alrededor, chiquillos morenos de
pelos revueltos que no me verían ni aunque estuviera vivo: sus ojos,
abiertos como platos, están concentrados en el anciano. En el patio 97
de aquella humilde casa del Nam Qom —el barrio «toba» de la ciu-
dad de Sáenz Peña—, apenas iluminado por una lámpara de luz ama-
rillenta, reina un silencio sólo interrumpido, de vez en cuando, por
el lamento de unas curiosas ranas que chillan como bebés. Parece
que hasta los grillos han callado para oír el relato. Y yo me siento un
niño más, adivinando el roce de mi barbilla sobre las rodillas y mis
manos enlazando mis piernas, escuchando atentamente y recordando
mis días infantiles, cuando mi abuelo u otros mayores de mi aldea
se ponían a contar las viejas historias del mundo, o sus experiencias
plagadas de enseñanzas valiosas.
lazos que nos unían dentro de nuestra comunidad y con las vecinas.
Así nos acercábamos los unos a los otros, en las tardes o por las
noches: compartiendo lo que sabíamos, divirtiéndonos e intentando
educar con los valores que nos hicieron quienes éramos.
Wayayay... ¡El Dueño del monte! Su ira podía provocar las peo-
res carestías entre las aldeas Qom del monte chaqueño. El respeto
que se le merece siempre debe ser recordado y mantenido. He ahí la
razón de la historia de esta noche.
Quizás este cuentero y músico viejo del pueblo Qom esté pensan-
do lo mismo que yo tras sus párpados arrugados y cerrados, mientras
sus dedos esculpen cadencias tristonas sobre las cerdas tensas, sucias
102 de ceniza. Tal vez piense que hoy poco se sabe, poco se dice y poco
se rescata de los tiempos de antes.
Echo a andar por las calles oscuras del Nam Qom, débilmente
iluminadas por unas farolas sobre las cuáles pululan enormes cuca-
rachas de agua y a cuyos pies, como hipnotizados, esperan la caída
vibrante de sus presas unos sapos demasiado gigantescos para mi
gusto. Es curioso, pero no hay piedras aquí: sólo unos pequeños gui-
jarros irregulares que los extraños trajeron de lejos para impedir que
las calles se transformaran en pantanos tras las lluvias. Las ranas que
lloran como bebés insisten en gritar su lamento a la enorme luna,
que me sigue los pasos lenta y silenciosamente. Y cruzan mi sendero
unas enormes mariposas oscuras cuyas alas —del tamaño de mis
manos— se funden en la boca de la noche, la misma boca sin colmi-
llos que me traga a mí.
Espíritus del viento
Las palabras del nviqué —o las del anciano, que son lo mismo—
continúan sonando a mis espaldas, contando sueños y pesadillas de
un pueblo que nunca acalló su voz.
e f
e f
Los espíritus del pueblo Qom, que habitaban y aún habitan los
vientos de estas regiones, solían reconocerme a mi paso. Me los cru-
zaba en Avia Terai, en Cotelai, quizás allá en Tapenagá, por Chara-
dai o Quitilipi... Reservados e insondables, esos hermanos de aire
miraban con simpatía de viejos nómadas mi rumbo errante, y oían
los relatos de mis andanzas con curiosidad. Ellos fueron los que me
llamaron So n’aqtaxanaq.
108
«El que habla».
Son muchos los Qom que estudian y aprenden para poder seguir
contando. Saben que a la palabra hay que alimentarla para que crez-
ca, para que mejore, para que sus alas tengan mayor alcance y mejor
vuelo. Y en sus dichos, esos aprendices declaran:
109
110
Chunka
huqniyuq
capitulo 11
De niño, mi padre me llevó con él a las riberas del Titiqaqa, la
gran mama qhucha, el extenso lago que se abría en el medio de la
puna, las tierras altas del sur. Yo era chango, pequeño era, acompañé
nomás a mi padre. Con nuestra recua de llamitas fuimos a mercar 111
el maíz y otros frutos de nuestro valle por los bienes del altiplano:
papas, pescado seco del lago, algunas cañas para nuestras flautas y
algo de totora para los cestos.
Los ríos que crucé en mi camino a través del enorme Chaco mu-
chos ciclos después también eran algo así: corrientes cuyo fin no
alcanzaba la vista. Eran anchos, caudalosos, marrones por el lodo
que se agitaba en su corriente, lentos, cadenciosos, bullendo de es-
camas plateadas y doradas. Eran los mayores que jamás vi. Los de
los valles montañosos en los que crecí y viví eran escasos, pequeños,
inconstantes, transparentes y gélidos, espumosos y rápidos, apenas
poblados por alguna rana o algún pececillo que sirviera de alimento
a las aves o a las culebras.
Sin embargo, comprendí que los cursos de agua que había ad-
mirado hasta entonces eran vulgares arroyuelos cuando por primera
vez —¿cuánto hace de eso?— me acerqué a las márgenes del gran
padre de todas las aguas.
112
«Paraná» lo llamaron mis hermanos Guaraníes. «Pariente del
mar». Supuse que, aunque todavía no hubiera visto el océano, el es-
pectáculo debía asemejarse mucho a aquello que tenía delante.
Los dejo pasar, veloces y mudos, frente a mis ojos. ¿Habrán que-
dado anclados en algún jirón del tiempo, como yo? ¿Qué hazañas
estarán recreando en su memoria de brisa? Ante mí se alza un sol
90 Plantas flotantes.
Edgardo Civallero
rojo, por encima de una selva de la que poco queda: algún altivo ja-
carandá, o un quebracho de incierta suerte que ha logrado esquivar
las hachas por años. Sobre el río —pero esta vez, de verdad— se
desplaza una enorme plataforma de troncos caídos, hermanos del
quebracho de allá lejos, que no han tenido tanta fortuna y han sido
segados por el hierro para alimentar los obrajes madereros. Subidos
en ellos, un par de hombres dirigen esas enormes jangadas91, silban-
do algún rasguido doble viejo que rompa la invariable soledad de su
trabajo, y deseando no cruzarse ninguna serpiente venenosa enrosca-
da en los restos flotantes que tapizan las aguas.
e f
aldeas de los Sanapanas, los Ayoreos, los Guanás, los Macás, los
Achés, los Angaités o los Pay-taviterás, mucho más al norte.
116
Chunka
iskayniyuq
capitulo 12
Henen, naguan, lemin, butos, san...
Me gustan los vientos de las sierras de esta región, que los extra-
ños bautizaron «Córdoba». Llevan brumas en invierno, flores de es-
pinillo en primavera, cantos en verano y amarillos en otoño, cuando
los árboles arden en un bellísimo incendio sin fuego. Sin embargo,
en sus montañas ya no se oyen ni el henia ni el camiare, las lenguas
de ésos que los invasores pálidos llamaron Comechingones.
Será por eso que sigo nombrándolo todo en nuestras lenguas ori-
ginarias. Será por eso que sigo reviviendo sus sonidos.
120
Chunka
kimsayuq
capitulo 13
Ocurre todos los años en Sauce Corto, a seis leguas de la ciudad
de Cura Malal, en el corazón de ese territorio que los extraños lla-
maron «pampa», una palabra de mi lengua usada para nombrar una
tierra remota. 121
Y cada vez que se repite, cada doce lunas, intento estar allí.
Muchos años después del hecho, los peones que cuidaban el ga-
nado de noche —protegiéndolo de algún puma o de cosas peores,
como los cuatreros— empezaron a hablar, con ese misterioso tono
que sólo sabe dar el miedo, de un estremecimiento que sacudía la
tierra pampeana. Un tumulto que comenzaba como un rumor en el
fondo de la pampa y se acercaba lento, creciendo, golpeando y vi-
brando cada vez más fuerte. Explicaban que el sonido de los cascos
de la caballada se sentía primero en las tripas, y que tras ese ruido
venía el otro, el que erizaba toda la piel.
«Wingka!».
Yo lo oí. Eran voces que venían del otro lado del silencio.
Tras eso volaban las primeras bolas perdidas97, y las primeras fi-
guras traslúcidas sobre el muro del fortín se desplomaban deshechas,
y de los caballos también caían otras, alcanzadas por el fuego y por
el plomo, con el pecho destrozado. El fragor aumentaba, y también
el escándalo de cascos. Y la agonía y el dolor, de acuerdo a los pai-
sanos, podían olerse en el viento tanto como la sangre de las heridas
o el humo de la pólvora.
e f
125
98 Ver Glosario.
Edgardo Civallero
amó. Aunque no sé hasta qué punto la tierra que uno quiso sigue
siendo la misma cuando no se la puede pisar como antes, acariciar
como siempre, porque está empapada de sangre o de lágrimas pro-
pias, o porque es comprada, vendida y explotada por manos ajenas.
128
Chunka
tawayuq
capitulo 14
Estoy muy al sur, en esa región en donde los Andes atesoran sus
bosques más hermosos y dan cobijo a lagos de un azul profundísimo.
Muy al sur estoy, sí, en la tierra que solían sombrear los pehuenes99
y que, durante los inviernos, se ve cubierta por las nieves que bajan 129
de las montañas.
e f
132
— Mai, kümelekan...102
— Nielai düngu...103
e f
¿Vale la pena no saber quién es uno, de dónde viene, hacia dónde va,
por qué viste como viste, canta como canta, llora como llora, sueña
como sueña?
Pero, aun así, muchas cosas les fueron quitadas. Recorriendo es-
tas tierras, me cruzo con un montón de hermanos de viento que me
narran pasados ya olvidados por sus descendientes y siempre omi-
tidos por los extraños. «Kuifi mülefui füta ñidol-longko... Katrümel,
mülefui füta trawn... Fentren che trautui», me cuentan. Me dicen
que antiguamente hubo grandes jefes, y, de vez en cuando, grandes
juntas en donde se reunía mucha gente.
Casi todos pues, de una forma u otra, conservan los vínculos que
los unen a su pueblo: los críos piden permiso al río antes de nadar
en sus aguas, los muchachos juegan a la chueca, las machi repiten
incansablemente los secretos del universo para que nadie los olvide.
Algunos hay que no saben siquiera quienes son, cierto es. Pero son
los menos. Los Mapuche creen que no pueden darse el lujo de ol- 137
e f
Edgardo Civallero
Allkütuñmamuiñ iñ ngillatunmauken...
Nakkintuñmupaiñ, fürenemutuiñ...
139
Ütrüfmulaiaiñ Füta Chao...
Kutranduamyeñmutuaiñ...106
106 En mapudungu, «Tú estás aquí, Gran Padre... / Escucha nuestros ruegos... /
Vela por nosotros, favorécenos / No nos rechaces, Gran Padre... / Ten compasión
de nosotros...».
107 En mapudungu, «¡A bailar! ¡Que suenen los instrumentos!».
Edgardo Civallero
108 Poema de Elicura Chihuailaf. «¡Represas no! Que mis raudales sigan. / ¡Re-
presas no! Que vuelva la libertad florida. / Así dice el espíritu del viento sur, que
no perece / pues son mi gente, mis amigos, el rocío de la vida».
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Chunka
phishqayuq
capitulo 15
El aire del norte me arrastra a través de la Patagonia como ya lo
ha hecho otras veces antes. Es ésta una tierra de fatigas y deshonra,
la patria de los Aonik’enk y los Gününa-küna, llamados «Tehuel-
ches» por los extraños. Tehuelches; una deformación del nombre que 145
les dieron a aquellas gentes sus vecinos Mapuche del norte: chewell-
che, «gente indómita». Los primeros invasores también los llamaron
«patagones» cuando descubrieron las enormes huellas de sus botas
de piel marcadas en la nieve. De ese término nació el que designa
hoy todo el territorio, inmenso rincón de estepas desnudadas por el
viento que se extiende desde el mar hasta la cordillera.
lo soy yo. Y a mis pies, el mar se abraza al continente con mil dedos
que tejen un complicado entramado de canales.
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de dar con los haipin, los considerados como mejores cazadores, con
sus mocasines jamni y su kóchil, ese tocado de testuz de guanaco con
el que cubrían su frente y que proclamaba su valor y hombría. Ya no
hay pawin, bravos guerreros armados de flechas. Ya no se celebra
el háin, la ceremonia sagrada en donde los klóketen, los muchachos
jóvenes, se iniciaban a la vida adulta.
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Kox, el mar, me lava las penas sin mojarme. Y Lola sigue cantan-
do en mis recuerdos. Sus palabras son casi una premonición.
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Chunka
suqtayuq
Epilogo
Un viento gélido del sur me conduce de nuevo hasta mis tierras.
Ese viento durará días y días, como una maldición helada que se
obcecara en empujarme, despacito, hacia el lugar donde nací, donde
viví y de donde un día me marché para no regresar jamás. Una deci- 153
sión que ese viento se empeña en desconocer y torcer.
Somos como árboles, con tallos que reverdecen cada año, con
flores que semejan milagros de vida, y con la corteza añosa y res-
quebrajada por cada tormenta soportada, cada sequía padecida, cada
lesión sufrida y cada golpe recibido. La delicadeza de los brotes, la
belleza de los frutos y la fortaleza de las semillas no podría sostener-
se si no fuera por ese amasijo informe de madera que es el tronco. Ni
el árbol ni el hombre serían tales sin tantas cicatrices.
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— ¡Ya volviste!
— ¡Papá!
...
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Chunka
qanchisniyuq
Glosario
El presente glosario está organizado por capítulos, e incluye re-
señas históricas y culturales generales que ayudarán al lector no fa-
miliarizado a orientarse en la trama del texto y en sus posteriores
búsquedas personales. No se pretende ofrecer un tratado histórico, 161
lingüístico, etnográfico o antropológico, sino algunas hebras que
permitan recuperar ideas e inquietudes mayores, relatos escondidos
o desconocidos, sonidos nuevos y perspectivas más amplias.
capitulo 2
El noroeste argentino (actual provincia de Jujuy y partes de las
de Salta y Catamarca) fue, durante el periodo prehispánico, zona de
influencia de muchas culturas. En Jujuy, la Quebrada de Humahua-
ca —corredor natural entre las tierras altas bolivianas y los valles
Diaguitas del sur— era dominada por los pueblos Omaguacas. Las
punas adyacentes, por su parte, pertenecían a Casabindos, Cochino-
cas y Atacamas o Lican Antai. Estos últimos ocupaban los altiplanos
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canes apagados.
capitulo 4
La región de Santiago del Estero (actual provincia argentina) es-
tuvo habitada por multitud de etnias. Los Matarás eran grupos se-
dentarios cuyo rastro se perdió en el siglo XVIII, quizás por haberse
mezclado con sus vecinos Vilelas. Éstos conformaban, a su vez, un
grupo heterogéneo que probablemente desapareció reducido en las
misiones o esclavizado por las encomiendas (ver cap.2) de los con-
quistadores. Lo mismo habría sucedido con los Tonocotés, pueblos
muy andinizados de quienes no volvió a saberse nada, si bien su
lengua fue recogida en un famoso libro del jesuita Antonio Machoni.
Los Lules, salteadores y guerreros nómadas, eran también un con-
junto de diversas parcialidades que se internó en el monte chaqueño
para evitar contactos con los conquistadores y colonos europeos, y
allí desapareció.
Espíritus del viento
su música, sus comidas, sus relatos, sus leyendas, sus fiestas y sus
danzas.
del bosque, de los árboles y de todos sus frutos. Propio del noroeste
argentino, suele aparecerse bajo distintas formas —casi todas huma-
nas—, beneficiando a los que respetan sus leyes y castigando a los
transgresores.
Chajá: ave anseriforme de gran porte que suele habitar los baña-
dos. Su grito de alerta es reconocido a gran distancia. Por este moti-
vo, a veces es mantenida en cautiverio como guardiana. Vocablo de
probable origen avá-ñe’é, que imita onomatopéyicamente el chillido
del ave.
capitulo 5
Los Ava son un pueblo de estirpe guaraní originario de la zona
del Chaco Austral y dueño de una historia fascinante. Llegados desde
Paraguay y el sur de Brasil en su constante movimiento en busca de
la «Tierra sin Mal» (como todos los grupos guaraníes), se asentaron
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en el oriente boliviano (Sierra de Aguaragüe, río Parapetí, bañados de
Izozog) y subyugaron a los grupos que habitaban en aquella región
(Chané y otros), convirtiéndolos en sus vasallos. Fueron afamados
guerreros que mantuvieron en jaque las fronteras del «Imperio Inca»
y de los posteriores virreyes y gobernadores coloniales españoles del
área andina. En 1574 derrotaron totalmente al virrey Francisco de
Toledo, quien buscaba dominarlos desde 1571. A partir de 1796 lan-
zaron ataques contra ciudades y reducciones españolas, venciendo
al gobernador de Cochabamba, Francisco de Viedma (1800) y al de
Potosí, Francisco de Paula Sanz (1805), cuyos hombres perecieron
en un combate de seis horas en pleno río Pilcomayo. Asimismo, se
opusieron a la entrada de los jesuitas y a todo intento de presión o
aculturación.
Durante las primeras décadas del siglo XX, los franciscanos, ins-
talados en la vecina Bolivia desde principios del siglo XVII, se asen-
taron en Tartagal (en la provincia argentina de Salta) y comenzaron
su labor de creación de misiones, a las cuales se acercaron los indí-
genas, atraídos por los planes de vivienda y agricultura, la educación
y la alimentación.
Anga: alma.
Kururu: sapo.
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Iwoka: la «Tierra sin Mal», mito común a todos los pueblos tupí-
guaraníes. También es llamada Yvymarae’ÿ.
capitulo 6
Los Yojfwaja (literalmente, «los hijos de la paloma») fueron lla-
mados también Chorotes, Chorotís y Manjul, y son denominados
Hotiniwk («orientales») por sus vecinos Wichi (ver cap.9). La pobla-
ción que actualmente está radicada en la Argentina (Chaco salteño
y este de la provincia de Formosa) se limita a unas 2.300 personas,
emplazadas en el medio del monte o en asentamientos a lo largo
del río Pilcomayo. Los pocos que viven en ciudades o localizacio-
nes urbanas lo hacen en condiciones paupérrimas. Sin embargo, en
Paraguay su población es mayor. Pertenecen al tronco lingüístico
mataco-mataguayo, junto a sus vecinos Nivaklé (ver cap.7) y Wichi.
Se dividen en varios grupos, que reciben distintos nombres de acuer-
do al lugar que habitan o a los vientos que dominan en tal sitio. Han
perdido muchas de sus costumbres (p.e. la caza de scalps o cabelle-
ras) y se han integrado a otros pueblos (Nivaklé) y a muchas de las
iglesias protestantes que abundan en la región chaqueña (Anglicana,
Pentecostal, Nuevas Tribus, etc.).
Espíritus del viento
´Kjenuk: sauce.
Si´ljakajtje: jaguar.
capitulo 7
Los Nivaklé («hombres», en su lengua) aparecieron en las pri-
meras crónicas y textos antropológicos con el nombre de Chulupí
o Chunupí. Sus vecinos Yojfwaja los denominan Ashlushlay, y los
Wichi, Asoaj («los que se babean», por considerarlos «borrachos»).
Se trata de grupos pequeños, originarios del actual territorio de Pa-
raguay, que cada tanto cruzan el río Pilcomayo y se asientan en te-
rritorio argentino. Pueblos cazadores-recolectores, se desplazaban (y
aún hoy lo hacen) en busca de las zonas con mejores recursos, de-
pendiendo de las estaciones. Sin embargo, suelen permanecer liga-
dos a determinados territorios (de allí muchas de sus designaciones
tribales, como «gentes del río» o «gentes del espinal»). Recogen los
frutos del monte (especialmente la algarroba), pescan y mantienen
una agricultura de subsistencia que incluye el maíz, el zapallo, la
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capitulo 8
Los Pit’laxá o Pilagá son un pueblo de la familia guaykurú, a
la cual pertenecen también los Qom o «tobas» (ver cap.10) y los
Moqoit o Mocoví. Actualmente viven en la provincia de Formosa,
en el Chaco Austral argentino. Son entre 5.000 y 9.000 personas
repartidas en una veintena de comunidades. Unos 2.000 continúan
hablando su idioma, que ya cuenta con alfabeto normalizado. Están
políticamente organizados, poseen escuelas bilingües en sus territo-
rios y han desarrollado fuertes mecanismos de acción para defender
sus derechos. Sin embargo, su población (al igual que muchos de sus
vecinos criollos) se ve afectada por los numerosos problemas que
enfrenta esa región.
Hayaj: jaguar.
Los Qom son uno de los pueblos más conocidos del Chaco ar-
gentino, quizás por sus ya mencionadas migraciones a los cinturones
de pobreza de las ciudades más importantes del país, que han acerca-
do su imagen a la sociedad no-indígena. Todavía son muchos los que
viven en los ámbitos rurales de su territorio originario, la provincia
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capitulo 11
Los pueblos que habitaron las riberas de los grandes ríos Paraná y
Uruguay fueron numerosos y diversos. Al norte, entre ambos cauces,
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en el área de la provincia argentina de Misiones (zona fronteriza con
Paraguay y Brasil) moraban los Mbyás, una parcialidad Guaraní. Al
otro lado del río Uruguay, en el actual Brasil, vivían los Kaingang.
Bajando por las aguas del Paraná, se asomaban al río los Qom, en
la provincia de Chaco (ver cap.10). Más al sur eran los Mocovíes o
Moqoit, al norte de la actual provincia de Santa Fe. Siguiendo co-
rriente abajo aparecían los Abipones, los Chanás, los Timbúes, los
Carcarañás y decenas de otras parcialidades. En el actual territorio
uruguayo se ubicaba el pueblo Charrúa, y la región de Buenos Aires
estaba ocupada por los Querandíes.
reos del grupo zamuco, y los Macás del grupo guaykurú. La diversi-
dad, como queda de manifiesto, es interminable.
capitulo 12
El pueblo Comechingón habitó el noreste de la actual provincia
de San Luis y el centro-sur de la de Córdoba. Sus territorios linda-
Espíritus del viento
capitulo 13
Los Ranküllche o «ranqueles» fueron un pueblo mestizo que po-
bló amplias regiones del área fito-geográfica conocida como pampa
y que ocupa el centro de la Argentina. Su nombre deriva del mapu-
Espíritus del viento
Fierro».
capitulo 15
Los Aonik’enk y los Gününa-küna fueron llamados —y todavía
lo son en muchos textos— «Tehuelches del sur» y «Tehuelches del
norte» respectivamente. La voz deriva del término chewellche, un
vocablo mapudungu que significaría «gente bravía» o «indómita».
También fueron llamados «patagones» por los primeros explorado-
res que desembarcaron en la Patagonia. Aunque no fue por el tamaño
de las huellas de sus pies, como dice la leyenda, sino por una obra
literaria europea que tenía como protagonista a un gigante llamado
«Patagón». La talla de los Tehuelches —alta, comparada con la re-
Espíritus del viento
que hasta hace muy poco eran llamados «Onas», mientras que el
extremo oriental de la isla era habitado por un grupo estrechamente
emparentado con los Selk’nam: los Haush. Los Selk’nam fueron una
cultura muy bien estudiada, sobre todo merced a los trabajos de la
antropóloga francesa Anne Chapmann, que tuvo la oportunidad de
recoger su tradición y grabar sus cantos gracias al testimonio de una
de las últimas Selk’nam, Lola Kiepja. Además, existen interesantes
documentos del siglo XIX describiendo las ceremonias del Háin,
con fotografías e ilustraciones deslumbrantes.
Hashe: espíritu Selk’nam del árbol seco. Era de color rojo oscu-
ro, característico de las plantas muertas. Su grito se escuchaba desde
lejos y provocaba la huida de todos los moradores de los campamen-
tos, pues era una entidad destructora. Casi nunca se lo veía, pero sus
alaridos causaban terror.
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