El Resplandor de Su Gloria

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EL RESPLANDOR DE SU GLORIA

HEBREOS 1:1–14

ÍNDICE

1. Dios ha hablado (Hebreos 1:1, 2a)


2. El Hijo (1:2b, 3a)
3. La humillación y exaltación del Hijo (1:3b)
4. Un nombre más excelente (1:4)
5. «Mi Hijo eres tú» (1:5)
6. La adoración del Primogénito (1:6)
7. La posición de los ángeles (1:7)
8. El gobierno de Cristo (1:8, 9)
9. La eternidad del Hijo (1:10–12)
10. «Siéntate a mi diestra» (1:13)
11. Los ángeles y los creyentes (1:14)
12. Conclusiones

INTRODUCCIÓN A LA EPÍSTOLA A LOS HEBREOS


¿UNA EPÍSTOLA DIFÍCIL?
Muchos creyentes que reconocen en teoría que la Epístola a los Hebreos es uno de los
libros más sustanciosos de la Biblia, sin embargo ni la conocen a fondo ni se animan a
estudiarla. Les parece demasiado difícil.
Supongo que sus razones tendrán aunque no creo que tengan razón. Hebreos es un libro
plenamente asequible para todo aquel que tiene hambre y sed de Dios y de la verdad de
Dios. Sólo la pereza espiritual impide que lleguemos a entenderlo y amarlo. De niño
recuerdo que Hebreos era un libro bien conocido por todos los creyentes de mi iglesia, tanto
los letrados como los sencillos. Pero me temo que hoy en día sea un libro descuidado por
muchos creyentes.
¿Cuáles son las causas de esta negligencia? Seguramente son varias, pero quiero mencionar
tres.

1. La densidad de su argumento
En primer lugar el argumento de Hebreos es riguroso, continuo y elaborado. Muchas
epístolas del Nuevo Testamento son variadas en su temática. En ellas, cada capítulo trata un
tema diferente y, por lo tanto, sólo nos piden que mantengamos la concentración a lo largo
de una veintena de versículos. En cambio hay otras epístolas, especialmente Romanos y
Hebreos, cuyo argumento es desarrollado a lo largo de todo el texto. En ellas el autor a
veces hila muy fino en su argumentación, lo cual exige concentración y meditación a fin de
captar bien la línea de su pensamiento. Estamos acostumbrados más bien a leer la Biblia
superficialmente, «a trozos» —cinco, diez, doce versículos- y luego dejarlo hasta el día
siguiente. Como consecuencia, nos cuesta asimilar el argumento continuo de una epístola
de trece capítulos elaborado con rigor. Nos hemos vuelto cómodos.

2. Las constantes referencias al Antiguo Testamento


En segundo lugar esta Epístola presupone una familiaridad con el Antiguo Testamento,
incluso con algunas de sus partes más recónditas. Por ejemplo, si no conocemos bien el
Tabernáculo, la distribución de sus muebles, los distintos sacrificios y ceremonias
celebrados en él, nuestra ignorancia representará un estorbo en nuestra comprensión de la
Epístola. El autor da por sentado que sus lectores conocen a fondo las Escrituras. Y hace
bien, porque no se puede entender que un auténtico creyente no desee conocerlas a fondo.
Pero desgraciadamente, hoy en día el conocimiento bíblico de muchos no es lo que era
antes y, por lo tanto, estamos en desventaja en el momento de leer una epístola como ésta.

3. Los avisos solemnes


La tercera razón por la que algunos evitan el estudio de Hebreos es porque contiene algunos
de los avisos más serios y solemnes de todo el Nuevo Testamento. El cristianismo que nos
presenta no es el cristianismo barato de muchos sectores de hoy. Contiene palabras severas,
avisos de las terribles consecuencias de descuidar la salvación en Jesucristo. Leídos fuera
de su contexto incluso pueden socavar la seguridad del creyente sincero. Algunos, por
haber caído en pecado, se han desmoronado por causa de ellos, llegando incluso a creer
que, después de lo que han hecho, ya no puede haber ninguna esperanza de salvación. Más
adelante investigaremos el significado de estos avisos, pero sea cual sea nuestra
interpretación, ahí están. Inevitablemente presentan dificultades a cualquier «creyente» que
desee vivir un cristianismo superficial, cómodo y barato. Es por esto que Hebreos le
resultará poco atractiva.
Por estas tres razones Hebreos puede resultarnos difícil. Pero si me habéis seguido bien,
veréis que sólo ofrece dificultades verdaderamente insuperables para el creyente poco
profundo o perezoso.

LA IMPORTANCIA DE HEBREOS
Nadie puede negar el carácter único de Hebreos ni que sea un texto de suma importancia en
el conjunto del Nuevo Testamento. Quien lo desconoce, ignora algunas de las enseñanzas
fundamentales de la Biblia.
Para empezar, tal persona hará caso omiso de los serios avisos que acabamos de mencionar.
Y ¿quién de nosotros se atreve a decir a priori que no necesita exhortación y corrección? El
aviso es una parte imprescindible de la formación cristiana. Si bien es cierto que
deberíamos servir al Señor por pura gratitud, el hecho es que en la práctica proseguimos en
la vida de fe tanto por el temor a la reprensión como por el amor al Señor. Lo que nos
estimula a avanzar son las promesas, las palabras de ánimo, la gloria del Evangelio y la
revelación de la persona de Jesucristo; pero lo que nos frena en el momento de retroceder
son las palabras de aviso. Las necesitamos.
Sin embargo, el contenido de Hebreos no sólo consiste en avisos. Paradójicamente la
misma Epístola que contiene afirmaciones que aparentemente podrían sacudir nuestra
confianza, contiene otras que refuerzan nuestra seguridad como ningún otro texto del
Nuevo Testamento. De hecho, el gran tema de Hebreos es la absoluta suficiencia de la obra
salvadora de Jesucristo. Vez tras vez, el autor de Hebreos nos señala la solidez de nuestra
esperanza en Cristo, la absoluta capacidad de nuestro Señor para salvarnos. Por lo tanto, no
hay ningún libro que supere a éste en animarnos en nuestra fe y entusiasmarnos por la
Persona de Jesucristo. Precisamente para esto fue escrito. Porque Jesucristo, su Persona y
su Obra, es el tema principal de esta epístola.Hebreos tiene un contenido doctrinal único.
Por supuesto, sus enseñanzas coinciden plenamente con las que encontramos en otros
textos bíblicos. Pero lo que en otras epístolas sólo intuimos, en Hebreos se hace explícito y
se desarrolla con detenimiento.
Si nos paramos un momento para considerar las epístolas del Nuevo Testamento, vemos
que cada una aporta algo distinto a nuestra comprensión de lo que es la fe. Es maravilloso
pensar que Dios ha reunido todos estos documentos, tan diversos en su origen y en su
destino, con el fin de proporcionarnos, a través de esta misma diversidad, todo lo que
necesitamos de orientación para la vida cristiana. Ningún ser humano lo planeó. La visión
de conjunto que el Nuevo Testamento nos ofrece es de origen divino.
Así pues, hay epístolas (Romanos, la primera mitad de Efesios, etc.) que nos hablan del
plan de la salvación y nos exponen en detalle el Evangelio: explican cómo Dios elige,
justifica, regenera, santifica y glorifica a sus hijos. Otras epístolas nos hablan de la Iglesia y
de cómo debe funcionar. Efesios nos habla de la Iglesia en cuanto a sus características
espirituales, mientras las dos epístolas a los Corintios y las pastorales nos hablan de ella en
su funcionamiento práctico. Filipenses, Santiago y otras epístolas nos enseñan cómo el
creyente debe comportarse en la vida diaria y cómo debe relacionarse con los demás. Las
dos epístolas de Pedro nos hablan de la vida cristiana vivida en situaciones de persecución,
a la espera del retorno del Señor Jesucristo, y con una perspectiva escatológica. Colosenses
nos describe la gloria de Cristo, en comparación con las filosofías humanas y religiones
pseudoespirituales. Juan, en sus epístolas, nos habla del amor, la verdad y la seguridad de la
salvación.
¿Cuál es la aportación única de Hebreos? ¿Qué luz distintiva nos arroja que falte en las
demás epístolas? Hay muchas cosas que se podrían señalar en respuesta a estas preguntas.
La visión de la vida de fe del gran capítulo 11 desde luego es única. La presentación del
ministerio del Señor Jesucristo en términos de su sumo sacerdocio, también. Pero quizás el
rasgo más distintivo sea su exposición de la relación que existe entre el Antiguo
Testamento y el Nuevo, los puntos de contraste entre ambos y también los puntos de
continuidad y de cumplimiento. Es decir, Hebreos es una epístola clave para la
comprensión del conjunto de la Biblia. Porque de la misma manera que hemos dicho que
difícilmente la entenderemos si previamente no tenemos un conocimiento del Antiguo
Testamento, también se puede decir que no podemos entender cristianamente el Antiguo
Testamento sin un conocimiento amplio de Hebreos.
Esto parece introducimos en un dilema. ¿Dónde, pues, debemos empezar, con el Antiguo
Testamento o con Hebreos? Es igual. En todo caso, necesitamos ambos en una relación
complementaria. Porque en esto, como en tantos aspectos de la fe, nuestro conocimiento se
irá profundizando progresivamente: cuanto más conocemos Hebreos, tanto mejor
comprenderemos el Antiguo Testamento, y viceversa.
Es aquí, pues, donde descubrimos la aportación especial de esta epístola. En Hebreos
vemos las sombras del pasado a la luz de la realidad de Cristo. Entendemos de qué manera
Cristo es el cumplimiento de lo antiguo. Se nos explica cómo el orden material y temporal
del Antiguo Testamento cede ante un nuevo orden espiritual y eterno que es en realidad el
orden que Dios tenía en mente desde el principio. Y más aún, ya que el propósito principal
del Tabernáculo y sus ritos consistía en señalar un camino por el cual el hombre podía
acercarse a Dios, Hebreos, al utilizar el simbolismo del Antiguo Testamento como su punto
de referencia, nos expone con una claridad única el «camino nuevo y vivo» a Dios forjado
por Jesucristo. Es por esto que Hebreos, a pesar de sus dificultades, es un libro fundamental
para la vida cristiana.
Volveremos a estas cuestiones en la sección sobre el propósito de Hebreos.
LA FECHA DE REDACCIÓN
¿En qué fecha fue escrita la Epístola a los Hebreos? Ésta no es una cuestión superflua
porque necesitamos identificar el momento de su redacción a fin de poder interpretar bien
el texto.
Para establecer la fecha tope podemos aducir el hecho de que en el año 95 la Epístola fue
citada por Clemente de Roma. Naturalmente, pues, tuvo que haber sido escrita antes.
Más aún, las referencias internas de Hebreos nos llevan a pensar que debió haber sido
escrita antes del año 70, fecha en la cual los romanos tomaron Jerusalén y destruyeron el
Templo. ¿Cuáles son estas referencias?
En primer lugar observamos que la Epístola fue dirigida a una situación de apostasía de
parte de muchos creyentes hebreos, los cuales, habiendo puesto su fe en Jesucristo, ahora
volvían al judaísmo. Pero es poco probable que hubieran vuelto al judaísmo una vez
desaparecido el Templo con el sistema levítico de cultos. Si apostataban era porque les
parecía que el judaísmo tenía más rentabilidad espiritual que el cristianismo. Difícilmente
hubieran podido pensar esto después de la destrucción del Templo. Uno de los factores que
más debía haber contribuido a su pérdida de confianza en la credibilidad del cristianismo,
era el contraste entre la aparente pobreza del culto cristiano y el carácter ostentoso del culto
levítico. La añoranza del culto levítico fomentaba la apostasía. Sin embargo, una vez
desaparecido éste, ya no tendrían motivo para sentir la nostalgia del judaísmo y dejar el
cristianismo.
Luego vemos otro detalle: todas las referencias en Hebreos a los sacrificios y al culto
levítico aparecen en tiempo presente. Veamos un par de ejemplos:

«Porque la ley, teniendo la sombra de los bienes venideros, no la imagen misma de las
cosas, nunca puede, por los mismos sacrificios que se ofrecen continuamente cada año,
hacer perfectos a los que se acercan. De otra manera cesarían de ofrecerse, pues los que
tributan este culto, limpios una vez, no tendrían ya más conciencia de pecado. Pero en estos
sacrificios cada año se hace memoria de los pecados» (10:1–3).

Notamos que el tiempo es insistentemente presente. No dice: «Los mismos sacrificios se


ofrecían cada año… por esto cesaron de ofrecerse.» Es evidente que en el momento de
escribir, los sacrificios del Templo aún se ofrecían; no habían «cesado de ofrecerse». Era lo
que continuamente se estaba haciendo.

«Ciertamente todo sacerdote está día tras día ministrando y ofreciendo muchas veces los
mismos sacrificios, que nunca pueden quitar los pecados» (10:11).

Nuevamente el tiempo presente. Si el Templo hubiese sido ya destruido el autor no habría


escrito de esta manera.

«Al decir: Nuevo pacto, ha dado por viejo al primero; y lo que se da por viejo y se
envejece, está próximo a desaparecer» (8:13).

Ésta es la cita más interesante y explícita de todas. El autor mantiene que el Antiguo Pacto
ya se ve como antiguo, caduco y moribundo. Supone que, por lo tanto, en la providencia de
Dios el Antiguo Pacto próximamente desaparecerá. Probablemente está pensando en la
profecía de Jesucristo, cuando sus discípulos le enseñaban las maravillas de los edificios del
Templo:

«De cierto os digo, que no quedará aquí piedra sobre piedra, que no sea derribada» (Mateo
24:1, 2).

Sea como sea, él prevé que el sistema antiguo no puede prosperar, sino que llega a su fin.
Pero, por supuesto, si el Templo ya hubiese caído, no habría dicho: «está próximo a
desaparecer», sino: «acaba de desaparecer».
Sin embargo, aún no hemos mencionado el argumento más obvio de todos. Ya que la tesis
del autor es que Jesucristo es superior a todo el sistema antiguo, que el sacerdocio de
Jesucristo es superior al sacerdocio levítico, y que el sacrificio de Jesucristo es superior al
sacrificio de animales, etc., la destrucción del Templo (si ya hubiese ocurrido) le habría
venido de perlas para rematarla. Sin embargo, no aprovecha lo que, en tal caso, habría de
ser su argumento de más peso. La conclusión es obvia: no lo utiliza porque el Templo aún
está en pie.
Por todas estas razones podemos suponer que esta Epístola fue escrita antes del año 70.
Pero, por otro lado, hemos de pensar que fue escrita poco antes del año 70, y esto no
solamente por la referencia al sistema levítico que «está próximo a desaparecer» (8:13),
sino también porque ha pasado bastante tiempo desde que algunos de los lectores se
convirtieron a Cristo.

«Traed a la memoria los días pasados [dice el autor], en los cuales, después de haber sido
iluminados, sostuvisteis gran combate de padecimientos» (10:32).

La referencia es a una persecución que estos creyentes sufrieron hacía tiempo. Hacía tanto
tiempo que necesitaban traerlo a la memoria. Es como si en nuestros días dijésemos:
«Traed a la memoria aquellos tiempos cuando las autoridades civiles clausuraban nuestros
edificios y nos perseguían por causa del Evangelio.» Pensaríamos en los años 40, 50 ó 60.
A fin de poder «traerlo a la memoria» han de haber pasado suficientes años como para que
la cuestión no esté viva y fresca en nuestros recuerdos. Es decir, tanto hoy como en el caso
de los lectores hebreos podemos imaginar el paso de varias décadas desde el
acontecimiento mencionado.
Esto viene reforzado por otros detalles. ¿A qué se debe la apostasía de los creyentes judíos?
Seguramente al desánimo. ¿Y a qué se debía el desánimo? Entre otros motivos a que ellos
esperaban el retorno de Jesucristo, pero iban pasando los años y Él no volvía. Ellos
esperaban el establecimiento definitivo del Reino de Dios y con el paso de los años no se
establecía. Para esto también hay que presuponer el paso de bastantes años.
Luego vemos que muchos de los lectores habían sido creyentes desde hace mucho tiempo,
porque el autor se queja en cuanto a ellos: «Debiendo ser ya maestros, después de tanto
tiempo, tenéis necesidad de que se os vuelva a enseñar» (5:12). En el capítulo 13, versículo
7, nos encontramos con la exhortación: «Acordaos de vuestros pastores que os hablaron la
palabra de Dios». Observamos que aquí el verbo («hablaron») es en tiempo pasado. La
referencia probablemente no es a los pastores actuales de la iglesia, sino a los pastores que
ya han fallecido. El autor está diciendo: Acordaos de aquellos hombres que os han
predicado; recordad cómo vivían; considerad cuál haya sido el resultado de su conducta a
fin de imitar su fe y hacerles el relevo, llevando adelante la antorcha en esta nueva
generación. Nuevamente, para que los pastores hayan podido envejecer, fallecer y servir de
recuerdo entrañable a los lectores actuales, hemos de presuponer el paso de bastantes años.
Si, pues, reunimos todos estos datos, podemos decir en cuanto a la fecha de la Epístola que
no puede haber sido escrita después del año 70 y probablemente no antes de finales de la
década de los 50 o principios de los 60.

EL AUTOR Y SUS LECTORES


Poco sabemos acerca del escritor de nuestra epístola, excepto algunos pequeños detalles
que se desprenden del texto mismo. Y quizás finalmente importa poco, porque el valor de
Hebreos no depende del nombre del autor, sino de la incuestionable calidad espiritual del
texto.
Sin embargo, parece ser una cuestión «de rigor» investigar la autoría de cualquier libro
bíblico al hacer un comentario de su texto, mayormente cuando se trata de una epístola
cuya redacción es tan controvertida como la dirigida a los Hebreos. ¡Algo, pues, habremos
de decir al respecto! Sin embargo, he preferido decirlo en un apéndice a fin de
desembarazar de cuestiones enredadas esta Introducción (ver Apéndice I).
¿A quiénes fue escrita esta Epístola? En torno a esta pregunta nos encontramos con tanta
controversia como en el caso de la autoría. Vayamos, pues, por partes.

Judíos
En primer lugar podemos suponer que la Epístola fue escrita a lectores hebreos. En nuestras
Biblias es llamada la «Epístola a los Hebreos», y con razón. Hoy en día algunos cuestionan
este destino, pero sus argumentos dan la impresión de buscar los tres pies al gato. Desde
tiempos de Tertuliano hasta nuestros días se ha entendido siempre que los destinatarios eran
hebreos. (Para argumentos a favor y en contra de destinatarios gentiles, ver el debate en
Guthrie, págs. 701–703).
El hecho de encontrarnos a lo largo de la Epístola con tantas referencias al culto levítico, al
antiguo pacto, al Templo y su liturgia, es de por sí elocuente. Quizás con la excepción de
los juegos atléticos que sirven de trasfondo al capítulo 12, no hay ninguna referencia en
toda la Epístola al mundo gentil. Más que en cualquier otro escrito del Nuevo Testamento,
Hebreos contiene constantes citas del Antiguo Testamento. Además, con sólo apelar a las
Escrituras el autor cree haber dado un argumento contundente, lo que hace suponer que los
lectores aceptaban la absoluta autoridad del Antiguo Testamento. Si bien éstas no son
consideraciones definitivas (Romanos fue dirigida a una congregación mixta y también está
llena de citas del Antiguo Testamento), desde luego aumenta la probabilidad de
destinatarios hebreos.
Y por supuesto, el argumento principal de la Epístola (acerca de la superioridad de
Jesucristo con respecto al culto levítico) nos hace suponer que es una Epístola dirigida
hacia una situación en la que algunos sostenían el argumento contrario y volvían al culto
levítico. Cae por su propio peso que los que sufrirían esta tentación serían creyentes
hebreos. A mi juicio, todas las indicaciones señalan que los primeros destinatarios eran
judíos.

Judíos cristianos
Pero, por supuesto, los destinatarios eran judíos que habían abrazado el Evangelio de
Jesucristo. Eran, por lo tanto, hebreos cristianos. En el 10:32 se nos dice que los lectores
«habían sido iluminados». Por supuesto esta frase se refiere a la iluminación del Evangelio.
Incuestionablemente, pues, los lectores habían profesado fe en Jesús como Mesías,
Salvador e Hijo de Dios.

Una iglesia local


En tercer lugar, hemos de pensar que la Epístola fue dirigida, al menos inicialmente, a una
comunidad específica de cristianos hebreos. No podemos establecer con seguridad la
ubicación de esta comunidad (ver Apéndice II). Tampoco podemos asegurar
dogmáticamente que la Epístola no haya tenido carácter de carta circular dirigida a varias
congregaciones del mundo cristiano-hebreo (como en el caso de la Epístola de Santiago).
Pero hay ciertas pistas que nos indican que fue dirigida a una comunidad en concreto.
El autor hace referencia a la historia espiritual de sus lectores, historia que difícilmente iba
a ser común a todos los judíos cristianos de mediados del primer siglo. Por ejemplo, en
10:32 dice, como acabamos de ver: «Traed a la memoria los días pasados, en los cuales,
después de haber sido iluminados, sostuvisteis gran combate de padecimientos». ¿Qué
padecimientos son éstos? Si son padecimientos que sufrió la iglesia de Palestina entonces
difícilmente esta Epístola sería dirigida a los judíos de «la diáspora» (es decir, de la
dispersión), que se encontraban en otros lugares del Imperio Romano. En cambio, si se
refiere a la persecución que sufrieron los judíos de Roma (hay referencias a ésta en el libro
de los Hechos), el autor no estará contemplando la persecución que sufrieron los judíos en
Palestina. Por la manera en la que él habla de la persecución («con vituperios y
tribulaciones fuisteis hechos espectáculo») la referencia parece ser explícita y localizada.
La interpretación más llana del 12:4 («aún no habéis resistido hasta la sangre, combatiendo
contra el pecado») significa que en la persecución que los lectores hasta aquí habían
conocido, habría habido encarcelamientos, confiscación de bienes, malos tratos de muchos
tipos; pero todavía no se había dado ningún caso de martirio. Si ésta es la interpretación
correcta de la frase, quedarían excluidas las congregaciones de Jerusalén y otros sitios
donde algunos de los miembros habían conocido la muerte por causa de Jesucristo.
Otra pista que nos indica que esta Epístola tiene que haber sido dirigida a una comunidad
localizada es la vinculación especial que existe entre el autor y los lectores, vinculación que
el autor difícilmente podría sostener con todas las comunidades cristiano-hebreas del
primer siglo. Por ejemplo, en el 13:23, al hacer referencia a la libertad de «Timoteo»,
emplea su nombre sin más. Da por sentado que sus lectores sabrán quién es Timoteo.
Tampoco necesitan dar ninguna explicación acerca de su encarcelamiento. Sin embargo,
según nuestro conocimiento del ministerio de Timoteo, él sería una persona bien conocida
en las iglesias de ciertos sectores del Imperio Romano, pero no necesariamente en otros. En
aquel entonces las noticias no se extendían con la rapidez de hoy, por lo cual sería de
suponer que si la carta fuese general el autor tendría que haber dado más explicación del
trasfondo antes de hacer esta referencia.
Además el autor evidentemente conoce las circunstancias de la conversión de sus lectores.
Por ejemplo en el 2:3, habla de la salvación «la cual habiendo sido anunciada primeramente
por el Señor» (el Evangelio fue predicado en primer lugar por el mismo Señor Jesucristo en
Palestina) «nos fue confirmada a nosotros» (a diferencia de los que escucharon el
Evangelio directamente de labios de Jesucristo) «por los que oyeron» (es decir, por los
apóstoles). Este versículo parece indicar, pues, que los lectores no recibieron el Evangelio a
través de Jesucristo directamente, sino a través del ministerio apostólico posterior, lo cual
hace probable que se trate de una congregación establecida en la segunda generación de la
iglesia y en un lugar que no hubiera conocido la presencia de Jesús en su ministerio
terrenal. Pero de todas maneras es claro que el autor conoce la manera en la que estos
creyentes llegaron a convertirse.
En el 6:10 él puede hacer referencia a la generosidad de sus lectores:

«Dios no es injusto para olvidar vuestra obra y el trabajo de amor que habéis mostrado
hacia su nombre, habiendo servido a los santos y sirviéndoles aún».

Obviamente él se refiere a situaciones explícitas. También conoce otras cosas no tan


positivas acerca de sus lectores, como por ejemplo su estancamiento en el crecimiento
espiritual:

«Acerca de esto tenemos mucho que decir, y difícil de explicar, por cuanto os habéis hecho
tardos para oír» (5:11).

Difícilmente podría hacer una afirmación de esta índole acerca de todos los creyentes
judíos de aquel entonces. Es mucho más probable que esta acusación vaya dirigida a una
situación local. Incluso el hecho de tener que dar serios avisos acerca de la asistencia a los
cultos y de la actitud respecto a los pastores (10:25; 13:17) indica que el autor se dirige a
una situación local.
Como remate de esta idea, podemos señalar que el autor indica en dos ocasiones (13:19,
23) que pronto espera hacerles una visita, cosa que nunca podría haber dicho si su carta
hubiese sido circular.
Ya que la mayor parte de estos detalles que acabo de mencionar aparecen en el capítulo 13,
ha habido quien ha propuesto que los capítulos 1 al 12 serían una carta circular y que el
capítulo 13 habría sido añadido para una congregación local. Sin embargo, lo afirman sin
base documental alguna y yo me inclino a pensar que hay bastantes evidencias en el
conjunto de la Epístola para deducir que Hebreos va dirigido en su totalidad a una situación
específica. Entonces, ¿a qué situación? ¿Y en qué lugar? No lo sabemos. (Ver Apéndice II).

Una iglesia en crisis


Si bien desconocemos el destino exacto de Hebreos, en cambio sí sabemos mucho acerca
de la situación espiritual de los primeros lectores.
No era muy brillante. Habían empezado muy bien la vida cristiana, hasta el punto de haber
«sostenido gran combate de padecimientos» por causa de Cristo (10:32). Pero ahora han
llegado a un momento de estancamiento. Antes progresaban bien, pero ahora «se han hecho
tardos para oír» (5:11). Antes escuchaban el mensaje del Evangelio con entusiasmo, pero
ahora les entra por un oído y les sale por otro; se han conformado con los progresos del
pasado y ahora no cambian, ni quieren cambiar.
En otras palabras, están en peligro de volverse «perezosos», en lugar de ser «imitadores de
aquellos que por la fe y la paciencia heredan las promesas» (6:12). Su estancamiento en la
fe va acompañado, tanto por causa como por efecto, de un espíritu de desánimo, por lo cual
el autor tiene que dedicarles varias palabras de aviso y de consuelo:

«Considerad a Jesucristo, que sufrió tal contradicción de pecadores contra sí mismo, para
que vuestro ánimo no se canse hasta desmayar… por lo cual, levantad las manos caídas y
las rodillas paralizadas» (12:3, 12).El autor teme que podrían seguir el mal ejemplo de
algunos y dar la espalda a Jesucristo y al Evangelio, volviendo al judaísmo y dejando de
«retener firmes hasta el fin la confianza y el gloriarnos en la esperanza» (3:6). Antes la
esperanza del Evangelio era su gloria; pero ahora su entusiasmo se ha desvanecido. Están
en peligro de «no retener su confianza del principio» y así «dejar de ser participantes con
Cristo» (3:14). Antes confiaban plenamente en el Señor, ahora su fe y sus convicciones se
tambalean. Antes tenían una esperanza firme, pero ahora fluctúan (10:23). Si no reaccionan
a tiempo perderán su confianza y con ella su galardón (10:35).
Por supuesto, en medio de tantas dudas, incertidumbres y desorientación, han dejado de
crecer en su comprensión de la doctrina cristiana. Debiendo ser ya maestros, después de
tanto tiempo como creyentes, tienen necesidad de que se les vuelva a enseñar cuáles son los
primeros rudimentos de la Palabra de Dios; han llegado a ser tales, que tienen necesidad de
leche y no de alimento sólido (5:12). La falta de firmeza doctrinal a su vez les hace presa
fácil para toda clase de enseñanza falsa. Están en peligro, por lo tanto, de dejarse llevar por
«doctrinas diversas y extrañas» (13:9). Por otra parte la misma duda que les abre el oído a
enseñanzas erróneas, se lo cierra a la enseñanza fiel. Empiezan a cuestionar la autoridad de
los pastores, por lo cual el autor necesita exhortarles: «Obedeced a vuestros pastores, y
sujetaos a ellos» (13:17). Otros, seguramente por las mismas razones, ya han dejado de
asistir a los cultos de la iglesia (10:25). ¿Para qué, si no había ya ninguna ilusión en su vida
cristiana, si habían perdido el apetito espiritual, si no tenían ningún entusiasmo ni se
gloriaban ya en las promesas y verdades de la fe? Siempre es síntoma de enfermedad
espiritual cuando alguien que antes participaba con entusiasmo en la vida de la iglesia, se
va marginando de la congregación, ausentándose de las reuniones. Y es un mal que se
extiende: la ausencia de algunos desanima a los demás; la mediocridad de algunos «rebaja
el listón» del compromiso de todos, aun de los más fieles.
Y por supuesto, más allá de todas estas situaciones de desánimo había un peligro mucho
más serio aún. Hasta aquí algunos de estos creyentes han perdido su fervor, su celo, su
interés. Están viviendo una vida cristiana tibia. Pero el autor ve que se asoma el fantasma
de la apostasía total. Lo que empieza con el cansancio puede acabar en un estancamiento
definitivo. Los que dejan de reunirse por desánimo, están a un solo paso de volverse atrás.
Los que se vuelven indiferentes a Jesucristo, están próximos a negarle. Existe un auténtico
peligro en la congregación de que algunos abandonen el Evangelio. El solo hecho de tantas
exhortaciones y avisos solemnes a lo largo de la Epístola indica la seriedad de este peligro:

«Es necesario que con más diligencia atendamos a las cosas que hemos oído, no sea que
nos deslicemos» (2:1).

«Mirad, hermanos, que no haya en ninguno de vosotros corazón malo de incredulidad para
apartarse del Dios vivo» (3:12).

Así pues, empezamos a vislumbrar el carácter angustioso de la situación a la cual el autor


se dirige. No se trata solamente de que algunos hayan perdido el fervor de la fe, ni de que
haya situaciones de discordia y tensión en la congregación; sino de que estaba en marcha la
amenaza de una apostasía grave, tanto en su alcance teológico como en el número de
personas afectadas. Algunos hebreos que habían profesado fe en Jesucristo habían vuelto al
judaísmo; muchos más estaban en peligro de abandonar su fe. Éste es el trasfondo espiritual
de la Epístola a los Hebreos.

EL PELIGRO DE LA APOSTASÍA Y SUS CAUSAS


¿Cómo es que unos creyentes que, años atrás, habían luchado fielmente en la causa de
Cristo aun a riesgo de sus propias vidas, ahora estaban en peligro de volver atrás? ¿Qué
factores habían contribuido a crear tal ambiente de desánimo y apostasía?
Mencionaremos siete, cada uno de peso suficiente en sí para crear desánimo, duda e
inseguridad. Pero la combinación de los siete nos hace comprender que los cristianos
hebreos del primer siglo tenían que superar situaciones excepcionalmente difíciles a fin de
seguir adelante en su fe. Algunos de estos factores pueden ser deducidos de las
«respuestas» que el autor ofrece a ellos en su Epístola. Otros son algo más especulativos.
Pero, juntos, constituyen un poderosísima arma en manos del maligno.

1. La pérdida de esperanza en el retorno inmediato del Señor


El primero es la decepción que algunos experimentaron al ver que Jesús tardaba en volver.
Muchos de los primeros cristianos habían estado convencidos de que en cuestión de pocos
años, por no decir meses, el Señor iba a volver. «Aún un poquito y el que ha de venir
vendrá, y no tardará» (10:37). Pero con el paso de los años, al ver que no volvía, algunos
empezaban a identificarse con las palabras que Pedro pone en boca de los incrédulos:
¿Dónde está la promesa de su advenimiento? (2 Pedro 3:4). Empezaban a dudar del retorno
de Jesús.
Seguramente esta duda era agravada por el hecho de que muchos de los primeros cristianos
hebreos habían mezclado su esperanza en el retorno de Jesucristo con aspiraciones
nacionalistas. Para ellos, la venida de Jesús y el establecimiento del trono mesiánico
representaría el final del dominio de Roma sobre los judíos. Pero Jesús no llegaba y los
romanos seguían oprimiendo a la nación. Si a los mismos apóstoles les había costado tanto
perder sus prejuicios nacionalistas y entender que el mesiazgo de Jesús trascendía las
aspiraciones de un solo pueblo, no es de extrañar que ocurriera lo mismo a creyentes que
nunca habían conocido personalmente a Jesús de Nazaret. Al tener su esperanza mal
enfocada, era inevitable que la prolongada ausencia de Jesús les provocara desánimo y
duda.

2. La creciente lejanía de los hechos del Evangelio


El paso del tiempo desde la ascensión de Jesucristo no sólo hacía desvanecer la esperanza
de un pronto retorno del Señor; también iba diluyendo el impacto inicial del ministerio de
Jesús en el recuerdo de los creyentes hebreos.
Hemos visto (en 2:3) que ellos no habían conocido personalmente a Jesucristo, sino que
habían recibido el Evangelio de parte de los apóstoles. No obstante, es muy probable que
algunos de ellos hubieran tenido contactos de una forma más o menos directa con los
acontecimientos de la vida de Jesús a través de familiares, de visitas a Jerusalén, o de los
estrechos vínculos de la comunidad hebrea. Además habían escuchado el Evangelio en el
primer fervor del testimonio apostólico, cuando los discípulos podían contar abundantes
historias acerca de Jesucristo, las cosas que Él había dicho, los milagros que Él había
realizado, muchos de los cuales no quedan siquiera registrados en nuestro Nuevo
Testamento. Habían tenido el privilegio de conocer el Evangelio en un momento en que
todo era nuevo, cuando aún se palpaba el fuerte impacto que los hechos de la vida de Jesús
habían dejado en los primeros testigos, los apóstoles.
Se habían convertido en medio de este fervor, y el mismo fervor servía como garantía de la
autenticidad de los hechos. Habían conocido personalmente a testigos oculares dispuestos a
poner la vida por la verdad del mensaje que proclamaban. Naturalmente todo esto había
dejado en ellos una gran impresión.
Pero ahora, los grandes hechos de la vida de Jesús (sus milagros, pasión, resurrección y
ascensión) quedaban cada vez más lejanos. Eran retenidos fielmente en la memoria de
muchos, pero con un impacto muy menguado en la congregación en general. Surgían
nuevas generaciones, hijos de creyentes, nietos de creyentes que habían escuchado, de
segunda y tercera mano, la narración de estos acontecimientos. Algo del primer entusiasmo
y seguridad se iba perdiendo.

3. La añoranza de una religión ceremonial


Estos creyentes se habían formado bajo un sistema religioso caracterizado por lo externo y
lo material, aunque de origen divino. Podemos imaginar el orgullo que sentían al recordar
la hermosura del templo de Jerusalén, al cual, como buenos judíos, tenían que acudir todos
los años. En aquel templo, con sus muebles únicos, sus preciosos adornos, su liturgia
especial, su música majestuosa, sus grandes coros, el olor a incienso, las ricas vestiduras de
los sacerdotes, la tremenda impresión visual de la ceremonia de los sacrificios, todo se
centraba en lo material y lo visible.
Pero ahora, al convertirse a Jesucristo, toda la ceremonia y pompa del judaísmo quedaba
atrás. Los cultos de los cristianos eran sencillos, sin apenas signos externos especiales.
Como mucho podían «mirar» los elementos de la Santa Cena, el pan y el vino, celebrada en
la intimidad de una casa particular. Pero ¿qué eran estas cosas en comparación con la
riqueza de símbolos y de ceremonias del culto levítico?
En Madrid tenemos un buen amigo que antes de su conversión era un joven del estamento
más adinerado y nobiliario de la ciudad. Había sido del Opus Dei. Era un católico ferviente
que se levantaba a las cinco para realizar sus ejercicios espirituales. Tomaba muy en serio
las penitencias. Se gloriaba en la riqueza ceremonial del Catolicismo Romano. Por
supuesto, su conversión significó un cambio radical. Ahora debía reunirse en una pequeña
capilla evangélica, con hermanos más bien sencillos. En cuanto a lo exterior y visible, todo
se le había vuelto pobre. Me quedan grabadas en la memoria las palabras con las que me
describió su experiencia: «En la Iglesia Católica yo era tratado como si fuese un príncipe,
con criados para atenderme, acostumbrado al lujo, a la pompa y ceremonia y a las
atenciones más cuidadas en todo momento; y, de repente, me encuentro fuera del palacio, y
descubro que estoy en el establo con Jesús».
Algo parecido había ocurrido con los lectores de Hebreos. En un sentido espiritual habían
de dejar atrás el templo, salir por la puerta de la ciudad, alejarse del campamento de Israel y
unirse a un Mesías crucificado, llevando su vituperio (13:3). Todo el esplendor visual del
sistema anterior, todo su simbolismo, toda su riqueza de detalles, debían ahora buscarlo en
Jesucristo mismo.
Los que hemos entendido bien el mensaje del Evangelio, decimos de todo corazón:
Teniendo a Cristo, tengo mil veces más que todo lo que ofrece una religión ceremonial.
Pero ¡qué difícil es comunicar esto a personas que viven por lo material, por lo que les entra
por los ojos! Para muchos, el factor visual es poderoso. El mundo mide las cosas por lo
humano, lo material, lo vistoso. Seguramente a la gran mayoría de nuestros compatriotas ni
se les pasa por la mente que la iglesia evangélica podría ser una alternativa viable en cuanto
a sus inquietudes espirituales. Y ¿por qué? Pues es bien sencillo. Sólo tienes que mirar la
televisión y lo ves en seguida. Es tan obvio que el Catolicismo es una religión «como Dios
manda», una religión con todas las cosas bien organizadas. Sólo hay que ver la
magnificencia de los viajes papales, las riquezas del Vaticano. En cambio, nuestras
pequeñas capillas, ¿qué son?
Recuerdo la primera ocasión en que este mismo amigo de Madrid fue conmigo a una iglesia
evangélica. Por supuesto, nos reuníamos en la planta baja de un bloque de pisos. Al pasar
por la puerta me dijo: Hombre, ¿esto es una iglesia? Dados los prejuicios de la gente, el
mismo aspecto externo de una típica capilla evangélica comunica la idea de un grupo de
poca solvencia.
Este mismo síndrome estaba entre algunos de estos judíos. Nuestras reuniones en casa,
¿qué son en comparación con la gloria del templo? A juzgar por las apariencias, lo nuevo es
más pobre que lo pasado. Por lo tanto, los creyentes hebreos empezaban a avergonzarse de
la sencillez de su fe. Se olvidaban de que muchas veces lo visual puede ser signo de
superficialidad, que lo ostentoso puede ser un sustituto barato de la autenticidad espiritual y
que la pompa puede ser evidencia del protagonismo humano, más que de verdaderos
valores espirituales.

4. La encrucijada entre el judaísmo y el cristianismo


El cuarto factor de tensión tenía que ver con el momento histórico que les tocó vivir: la
encrucijada del judaísmo y del cristianismo. Durante la primera época de la Iglesia, cuando
los creyentes eran mayormente judíos, les parecía que sólo sería cuestión de tiempo el que
sus hermanos en la carne viesen la luz y reconociesen que Jesús era el Mesías. Entonces,
con la salvación masiva de la nación, Jesús volvería y establecería su imperio hebreo.
Desde luego, al principio de la Iglesia cristiana, y durante muchos años (lo vemos en el
libro de los Hechos), los cristianos hebreos seguían utilizando el templo como lugar de
reunión. Hacían oraciones en los atrios. En esto no había nada de extraño, porque ya existía
bastante división entre los diferentes grupos judíos y sin embargo el templo era de todos.
Vemos en los evangelios que el judaísmo estaba fragmentado en diferentes facciones:
herodianos, celotes, saduceos, fariseos y otros. Si bien la convivencia social entre estas
facciones resultaba difícil, en cambio todos utilizaban en común el templo. Igualmente los
cristianos, aun cuando el antagonismo local impedía que se reunieran en las sinagogas,
pensaban que el templo era su hogar espiritual. Inicialmente seguían asistiendo a él, hacían
el peregrinaje cada año si vivían fuera de Jerusalén, y les parecía que profesar fe en
Jesucristo no representaba ninguna necesidad de ruptura ni con el templo ni con la nación.
Sin embargo, con el paso de los años los demás judíos, lejos de entrar en razón y
convertirse a Jesús, aumentaban la persecución contra la Iglesia. La convivencia armoniosa
de los dos grupos cristianos y judíos dentro del templo, se hacía cada vez más insostenible.
Y, por supuesto, la oposición férrea de los sacerdotes de Jerusalén contra la Iglesia
fomentaba más aún la polarización.
Ahora, pues, los creyentes hebreos tenían que plantearse la cuestión de su propia identidad.
Hasta aquí habían sido cristianos y judíos. Pero ahora tenían que elegir: la misma oposición
de los líderes judíos indicaba que no podían seguir siendo las dos cosas a la vez. Además
era obvio que no podían seguir indefinidamente con dos sistemas de culto y dos cuerpos de
doctrina. No podían creer simultáneamente en el sacerdocio de Jesucristo y en todo el
sistema sacerdotal del judaísmo. No podían creer en la suficiencia del sacrificio de
Jesucristo y mantenerse vinculados a un sistema de sacrificios animales, sistema invalidado
ya por la Cruz. Tenían que elegir. Estaban en una verdadera encrucijada.
No es la primera vez en la historia de la Iglesia que un grupo de creyentes ha descubierto
que la gran prueba de su fe, lo que va a determinar si realmente han creído, no ocurre en el
día de su conversión, sino muchos años después. Así fue para los primeros lectores. Había
llegado el momento de definirse. Pero, por supuesto, en su caso la decisión se complicaba
por la presencia de otros problemas…

5. La vinculación emocional al judaísmo


Nada más empezar a perfilar la necesidad de decidirse, muchos de aquellos creyentes
habrían empezado a acusar fuertemente los íntimos vínculos, tanto doctrinales como
emocionales, que les unían al judaísmo. Como consecuencia se habrían planteado ciertas
preguntas: Si la mayor parte de los sacerdotes y teólogos han rechazado el Evangelio ¿es
factible pensar que una minoría poco formada como nosotros pueda tener razón? Por algo
el Señor puso «doctores en la iglesia». Si estos doctores dicen que el Evangelio de
Jesucristo es falso, ¿quiénes somos nosotros, pobres creyentes sin formación, para
oponemos al consenso del estamento más erudito de la nación?
A estas dudas se habrá añadido un fuerte factor emocional: casi todos ellos tendrían
familiares que no eran cristianos, familiares que les irían diciendo: «¡Qué pena que estemos
divididos! A ver si vuelves con nosotros. Piensa en el templo; piensa en lo que has dejado
atrás; ¿cómo puedes quebrar la unidad de la familia de esta manera?» Por supuesto estos
creyentes no querían ser motivo de división y discordia dentro del pueblo. Las acusaciones
de sus familiares habrían despertado en ellos sentimientos de culpa.
Luego debían escuchar argumentos doctrinales, aparentemente de gran solvencia, a favor
del templo y del culto levítico. ¿De dónde venía el templo, si no era de la voluntad expresa
de Dios? ¿No tenía el sistema levítico su origen precisamente en la ley de Dios? ¿No había
dicho Dios cuando hizo el pacto con los padres que su pacto era eterno? (Éxodo 31:16;
Jueces 2:1; 1 Crónicas 16:15, 17; Salmos 105:8). El primer templo, ¿no había sido
construido nada menos que por el rey Salomón, en cumplimiento del deseo del mayor de
los reyes de Israel, David? ¿No eran las mismas Escrituras las que determinaban los
muebles del templo y las vestiduras sacerdotales? Sus propios antepasados habían dado la
vida en defensa del templo y del sistema levítico. Por lo tanto, si ellos rompían con ellos
¿no sería una traición a sus antepasados, un menosprecio de las Escrituras y finalmente una
desobediencia a lo que la Ley de Dios claramente enseñaba?
Sin duda fue con argumentos como éstos que sus familiares y los líderes de los judíos
intentaban hacerles volver al redil del judaísmo. Muchos creyentes no comprendían que las
cosas del Antiguo Testamento encontraban su cumplimiento precisamente en el Señor
Jesucristo y que, por lo tanto, su compromiso cristiano no era cuestión de ruptura ni de
desobediencia, sino de continuidad. No veían que quienes verdaderamente quebrantaban la
voluntad de Dios eran aquellos judíos que se negaban a reconocer en Jesús al Hijo de Dios.
No entendían que cuando dejas atrás la sombra porque ha llegado la realidad, la sombra
queda asumida dentro de la realidad. En vez de comprender todas estas cosas, los creyentes
hebreos estaban en peligro de dejarse presionar por aquellos resortes sentimentales,
nacionales y religiosos que sus compatriotas sabían manejar muy bien.

6. El avance del Evangelio entre los gentiles


A todo esto debemos añadir un factor absolutamente desconcertante para muchos: el
crecimiento del Evangelio entre los gentiles. De hecho, sabemos por el Nuevo Testamento
que todo un sector de la iglesia hebrea tenía sus reticencias a la hora de aceptar a los
creyentes gentiles y que los judaizantes, que tanto daño hacían a la obra misionera de
Pablo, insistían en que los gentiles tenían que hacerse prosélitos judíos además de
convertirse a Cristo.
A pesar del mandato claro y explícito del Señor Jesucristo de ir y predicar el evangelio en
el mundo entero (Mateo 28:20; Hechos 1:8), los primeros discípulos se habían resistido a la
incorporación de gentiles a la iglesia. El mismo apóstol Pedro, conocedor de las palabras
del Maestro, necesitó de una visión dada por Dios y del derramamiento incuestionable del
Espíritu Santo sobre Cornelio, antes de poder admitir que verdaderamente Dios aceptaba a
los gentiles en las mismas condiciones que a los judíos.
El libro de los Hechos nos cuenta las luchas y tensiones provocadas por esta cuestión. Pero
con el paso de los años se hizo patente que no sólo era cuestión de que las puertas de la
iglesia hebrea se abrieran a unos pocos gentiles, sino que los gentiles ya iban siendo
mayoría en la Iglesia. Se habían ido estableciendo congregaciones gentiles. Algunas
iglesias tenían pastores y ancianos gentiles. Unos «novatos» que apenas sabían nada, que
no tenían ni el privilegio del conocimiento de la Palabra de Dios, ni el buen fundamento de
las tradiciones de Israel, ahora pretendían ejercer autoridad en las iglesias y enseñar a los
que eran los guardianes de la Ley.
Y para colmo de males, la extensión del Evangelio entre los gentiles no era obra
principalmente de los doce apóstoles, de «los de verdad», sino de aquel advenedizo, Pablo,
que decía que era apóstol, pero que no había convivido con Jesús. Además, Pablo
posiblemente se había convertido después de algunos de los creyentes hebreos más
veteranos y, sin embargo, ahora pretendía imponer sobre la Iglesia normas y costumbres
que no eran del gusto de ellos.
La «invasión gentil» de la Iglesia, pues, servía para alimentar el temor de algunos de los
creyentes hebreos de que su permanencia en la Iglesia fuera una traición a la nación hebrea
y una negación de la esperanza judía del reino mesiánico.

7. La persecución
Finalmente, estaba la cuestión de la persecución. Por encima de los factores sentimentales,
teológicos y nacionales que estos creyentes tuvieron que afrontar, había una oposición
social que oscilaba entre el menosprecio y la violencia. Después de su conversión, ellos
habían soportado el sufrimiento con denuedo y paciencia por amor a Cristo. Según Hebreos
10:32–34 habían «sostenido gran combate de padecimiento» asumiendo fielmente la dura
responsabilidad de sufrir acusaciones, reproches, menosprecio y pérdida de bienes, por
causa del Evangelio. Se habían solidarizado valientemente con los cristianos encarcelados.
Al evaluar el estado espiritual de estos creyentes, no nos olvidemos de su fidelidad en la
persecución. Pueden haber tenido sus puntos débiles, pero no eran cobardes. Habían sufrido
seguramente más que nosotros y aún se habían mantenido fieles.
Pero ahora su ánimo estaba «cansado hasta desmayar». En vez de considerar a Aquel que
«sufrió tal contradicción de pecadores contra sí mismo» (12:2–4), contemplaban las olas de
la tormenta con una fe menguada por la duda, y estaban en peligro de hundirse, de no
resistir hasta la sangre. El aumento de sus dudas, decepciones y desilusiones había
mermado aquel espíritu de fervor inicial, dejando en su lugar un alejamiento y
enfriamiento. Ahora la persecución era afrontada, no con valentía, sino con indecisión.
Aun si estás plenamente convencido de tus creencias, puede ser difícil mantenerte fiel en
medio de la oposición, menosprecio y persecución. Pero si abrigas dudas con respecto a
ellas, entonces eres presa fácil para la apostasía.Éstos, pues, son algunos de los factores que
podían haber contribuido a la condición espiritual de los primeros lectores de la Epístola a
los Hebreos.
Se estaban enfrentando con la mayor crisis de su camino espiritual. Parecía inminente ya la
ruptura definitiva de la Iglesia cristiana con respecto al judaísmo. (En efecto, esta ruptura
llegaría a su culminación en el año 70 con la destrucción del templo por los romanos.)
Como consecuencia se sentían divididos en dos. Ellos quisieran haber podido seguir siendo
tanto cristianos como judíos. Querían seguir creyendo en Jesús pero sin tener que pagar el
precio de renunciar al culto levítico. Por lo tanto, era necesario aclararles la posición de la
Iglesia con respecto al judaísmo. Era necesario animarles y ayudarles a comprender que su
fe en Jesucristo no había sido en vano, sino que era el verdadero camino de cumplimiento
de las promesas y esperanza de Israel. Era necesario también confrontarles con las
alternativas, hacerles ver que no podían seguir entre dos aguas. Y era necesario hacerlo de
manera que pudieran ver la clara superioridad de Jesucristo con respecto al templo y su
sistema religioso.
Sobre todo (y aquí está el verdadero significado de los serios avisos) era importante que no
les quedara ninguna duda acerca de las implicaciones de cualquier rechazo suyo a
Jesucristo. Si le daban la espalda a fin de volver a los sacrificios del templo, estaban
renunciando al único camino verdadero de salvación. Si se aferraban a la sombra cuando ya
había llegado la realidad, iban a perder tanto la realidad como la sombra, por cuanto la
sombra sólo tiene significado en virtud de la realidad. Era necesario avisarles de las
consecuencias de la incredulidad. Si volvían al judaísmo, ya no quedaba para ellos más
sacrificio por los pecados (10:26).
En realidad, con lo que acabamos de decir hemos resumido, en cierto modo, el contenido de
Hebreos. El templo ha de desaparecer ante la superioridad de Jesucristo. Los sacrificios han
de ceder ante el sacrificio de la Cruz. El sacerdocio de Aarón ya no puede tener más
vigencia, porque el creyente tiene en Jesús al Sumo Sacerdote eterno. Las aspiraciones del
pueblo de Dios ya no deben centrarse en la Jerusalén de abajo, ni en el nacionalismo
hebreo, ni en ninguna patria terrenal, sino en la patria celestial, en la Jerusalén de arriba.
Los creyentes han de salir fuera de la puerta y del campamento a fin de reunirse con
Jesucristo en torno a la Cruz; deben abandonar la posada a fin de encontrarse en el establo.
Había llegado el momento de la decisión. No podían seguir siendo fieles a Jesucristo y a la
vez estar comprometidos con un sistema que se oponía a Él.
Pero si es a estas alturas que tienen que decidirse a favor o en contra de Jesucristo, ¿qué
hemos de pensar de ellos? ¿Eran creyentes de verdad o no? ¿Hasta qué punto habían
entendido el Evangelio? (6:1, 2).
Sin duda alguna, tanto los primeros lectores de esta epístola, como los que habían vuelto
atrás en su compromiso cristiano, habían hecho profesión pública de su fe en Jesucristo. Sin
embargo, ser creyente, en el sentido bíblico, implica más que haber hecho profesión de fe.
Lo que decimos con nuestros labios no siempre corresponde a lo que hay en nuestro
corazón. Aun cuando pensamos que lo que decimos corresponde a lo que sentimos,
¿cuántos de nosotros conocemos suficientemente nuestro propio corazón como para poder
asegurar que nuestra fe no es sólo una profesión y una emoción, sino también una realidad?
¿Cuántos de nosotros, al mirar atrás, tenemos suficiente conocimiento de nosotros mismos
como para determinar en qué momento específico nuestra fe en Jesucristo llegó a ser viable
y segura? ¿Cuántos de nosotros somos capaces de desglosar lo que hubo en nuestra
«decisión» de emoción momentánea, presiones psicológicas del ambiente y afán de quedar
bien con los demás y, por otra parte, lo que hubo de fe pura y sincera? En aquel momento,
ya borroso en nuestra memoria, ¿hasta qué punto verdaderamente creímos en el Señor
Jesucristo mismo como Señor y Salvador de nuestras vidas, y hasta qué punto fue nuestro
compromiso más bien con un grupo de creyentes o con unas hermosas ideas?
En cualquier «conversión» se concentran toda una serie de factores circunstanciales,
sociales y emocionales, además de espirituales. Sólo el paso del tiempo demuestra lo que
hay en ella de sólido compromiso y de fe verdadera. Muchas personas «se convierten» por
necesidades psicológicas o sociales, por su soledad, porque la iglesia parece satisfacer sus
aspiraciones de amistad y comprensión. Tales personas parecen crecer bien en la fe; se van
adaptando a las formas de hablar y a la manera de pensar y comportarse de los demás
creyentes, pero ¿alguna vez ha habido regeneración espiritual en ellos? ¿Verdaderamente
creen? Son los que perseveran los que demuestran que su fe es auténtica.
Lo que observamos en muchos cuya conversión responde sólo a necesidades sociales, es
que cualquier desengaño subsiguiente con los demás creyentes o cualquier oposición de
fuera, fácilmente resulta en su marcha de la iglesia. ¿Sería así si estuvieran comprometidos
con el Señor?
Algo semejante parece haber ocurrido con algunos de los ex miembros de la iglesia a la
cual esta epístola va dirigida. A primera vista uno supondría que habían sido creyentes
verdaderos. Por ejemplo, el autor dice de ellos que habían sido santificados: «¿Cuánto
mayor castigo pensáis que merecerá el que pisoteare al Hijo de Dios, y tuviere por inmunda
la sangre del pacto en la cual fue santificado, e hiciere afrenta al Espíritu de gracia?»
(10:29). Sin embargo es posible ser santificado sin ser creyente. Pablo dice esto de los
maridos incrédulos de esposas creyentes y de sus hijos (1 Corintios 7:14): son santificados.
Esto no quiere decir que se hayan «convertido» ni que sean «creyentes» por el solo hecho
de tener una esposa o madre cristiana. Siguen siendo incrédulos y, sin embargo, son
santificados.
Es decir, es posible vivir conforme a patrones, normas y leyes que corresponden a la
santificación, o suscribir mentalmente el Evangelio y aprobar la santidad, comportarse en
ciertas cosas como creyente, participar en el ámbito del pueblo de Dios, sin haber creído
verdaderamente en el Señor Jesucristo. Hasta tal punto es posible, que el mismo Señor
Jesucristo nos avisó de que en el día final algunos van a presentarse ante Él llamándole
Señor y describiendo las obras que han realizado en su nombre, y que Él les dirá: «Nunca
os conocí» (Mateo 7:22, 23). Ni siquiera la participación activa en el servicio cristiano es
evidencia contundente de una fe verdadera y de una regeneración auténtica.
La fe que salva no es una fe teórica. No es sólo el asentimiento mental a una serie de
proposiciones doctrinales. Santiago nos recuerda que aun los demonios creen en este
sentido, pero su fe no les salvará. Naturalmente uno no puede creer sin dar su asentimiento
intelectual al Evangelio, pero la fe es algo más.
La fe que salva no es una emoción, no es euforia, no es lo que hayas «sentido» en algún
momento determinado, porque el mismo demonio sabe fabricar emociones, euforias y
sensaciones extraordinarias, posiblemente mucho más llamativas que las que nos da el
Señor. El concepto bíblico de fe participa más bien del carácter de un compromiso, de un
rendirse, de la entrega de todo el ser a Jesucristo. En cierto modo la fe es aquella respuesta
a la Palabra de Dios por la cual el hombre empieza a utilizarla como fundamento de toda su
vida. La fe que salva ha de ser depositada en Dios, en el Hijo de Dios y en la misma Palabra
de Dios, no en ninguna otra cosa. Y la fe verdadera es una fe que se robustece a lo largo de
la vida.Tal es la fe que Pablo describe en Romanos 4: es una fe que empieza «creyendo la
palabra de Dios» (v. 3), pero su autenticidad queda demostrada cuando con el paso del
tiempo y a pesar del aumento de obstáculos y motivos de desánimo, se fortalece y crece (vs.
18–21).
Si hoy no crees de todo corazón en el Señor Jesucristo, no cuentes con que la fe que antes
profesaste te vaya a salvar. La fe auténtica, la que salva, perdura y aumenta con el paso de
los años. Por supuesto, somos débiles. Por supuesto, a veces nos parecemos al pábilo que
humea. Pero cuando nosotros nos comprometemos con Dios, Él se compromete con
nosotros. Él es poderoso para guardarnos. El Señor conoce a los suyos y no permite que
nadie los arrebate de su mano.
No hay libro del Nuevo Testamento que más subraye la seguridad de la salvación que
Hebreos. Pero no nos confundamos; la seguridad de la que nos habla el Evangelio es la
certeza de la salvación para todo aquel que cree. Otra cosa es tener la seguridad de que
verdaderamente hayamos creído. Fue para establecer esta seguridad que Juan escribió su
primera epístola. Fue para fortalecer y asegurar la fe de sus lectores que el autor de Hebreos
escribió la suya.
Algunos miembros de aquella congregación habían profesado fe en Cristo, habían sido
bautizados, se habían integrado en la iglesia, pero ahora se disociaban de sus hermanos en
Cristo; el paso del tiempo revelaba que su profesión había sido superficial y que su «fe» no
era viable. Se habían vuelto atrás. Según un uso muy flexible de la palabra, habían sido
«creyentes», o al menos habían profesado serlo. Pero según lo que la Biblia entiende por
«creyente» es muy dudoso que lo fueran. Al contrario, una de las características que el
autor de Hebreos tiene que señalar en cuanto a los que han apostatado es, explícitamente, su
«incredulidad» (6:9–12), de la cual los mismos lectores estaban también en peligro.
Por definición uno no puede ser creyente e incrédulo a la vez. Deducimos, pues, que para el
autor de Hebreos, los que habían vuelto al judaísmo habían demostrado con ello que su
«fe» nunca había sido aquella fe que une al creyente definitivamente con Cristo. Habían
dicho que creían. Quizás en un momento habían sido convencidos intelectualmente de las
verdades del Evangelio. Habían participado de la vida de la iglesia, ejerciendo dones y
ministerios en su seno. Habían creído cosas acerca de Jesucristo; pero no habían creído en
Él. No estaban plenamente comprometidos con la persona de Jesucristo. Y como diría Juan
años después: «Salieron de nosotros, pero no eran de nosotros; porque si hubieran sido de
nosotros, habrían permanecido con nosotros» (1 Juan 2:19).
Como la cizaña en medio del trigo, tenían toda la apariencia de ser creyentes, pero les
faltaba lo fundamental. Lo que finalmente establece la autenticidad de la fe es la
perseverancia hasta el fin.

EL PROPÓSITO DE LA EPÍSTOLA
Naturalmente, la finalidad de Hebreos queda determinada por la condición espiritual de sus
primeros lectores, la cual acabamos de considerar.
Debemos recordar que fue dirigida a una situación única en la historia del cristianismo. Es
cierto que ha habido muchos otros momentos en la historia en los que la Iglesia ha sufrido
persecución y ha estado en peligro de contemporizar. También es cierto que en muchas
ocasiones la persecución ha ocasionado la apostasía de algunos que profesaban ser
cristianos. También lo es que no ha habido ningún momento en que alguno de los factores
que acabamos de ver (desánimo por no ver el retorno de Cristo, dudas en cuanto a la fe,
presiones familiares, etc.) no haya amenazado con erosionar la confianza de los cristianos.
Por lo tanto, los avisos que encontramos en Hebreos son válidos para todas las épocas. Pero
quizás nunca se han reunido en un mismo momento tantos y tan poderosos factores para
hundir la fe de los creyentes, como en el momento en que fue escrita esta epístola. Por lo
tanto, antes de tirar piedras a los cristianos hebreos del primer siglo al ver cómo muchos de
ellos abandonaban la fe y volvían al judaísmo, deberíamos apreciar adecuadamente las
fuertes presiones que actuaban sobre ellos.
Por otro lado, antes de apresurarnos a aplicar las solemnes advertancias de Hebreos a
situaciones de hoy, deberíamos comprender la seriedad de la apostasía que la Iglesia
afrontaba en el primer siglo. Tendríamos que preguntarnos si nuestras situaciones actuales
reúnen las mismas condiciones, y en qué medida y de qué maneras las advertencias deben
ser aplicadas a ellas. Empleadas fuera de su contexto histórico, podrían sembrar un
desconcierto equivocado entre nosotros y, en vez de cumplir su verdadera finalidad (la de
animar a los creyentes en su fe), podrían atentar contra la seguridad de algunos y hundir a
otros en la desesperación, lo que no era la intención del autor.
¿Cuáles eran, pues, sus propósitos principales?

1. La confirmación en la fe
En primer lugar, obviamente, él deseaba confirmar a los lectores en su fe en el Señor
Jesucristo, a la luz de los ataques contra ella de aquellos momentos.
Repito que la intención de Hebreos es la de confirmarnos en la fe. Insisto en ello porque
algunas personas rehuyen el estudio de Hebreos precisamente porque temen el efecto
contrario.
La pregunta planteada por Hebreos no es: ¿puede el verdadero creyente perder la
salvación? sino: ¿eres tú un verdadero creyente? ¿Perseveras tú en la fe cuando otros la
abandonan? ¿Te aferras al Señor Jesucristo cuando otros niegan su eficacia como Salvador?
Y, naturalmente, todo el empeño del autor está en persuadirnos de que sigamos fieles,
hagan lo que hagan los demás.
Por lo tanto, a pesar de la primera impresión, si examinamos el texto con cuidado veremos
que no hay otro en toda la Biblia que refuerce más la idea de que la salvación que tenemos
en Jesucristo es firme y segura. «Él puede salvar perpetuamente a los que por Él se acercan
a Dios» (7:25).
Uno de los temas primordiales de Hebreos es la total y absoluta suficiencia para nuestra
salvación de la obra redentora de Jesucristo. Su mensaje de ningún modo atenta contra la
seguridad del creyente, pero nos obliga a preguntarnos si verdaderamente somos creyentes.
Porque una cosa es haber acudido por la fe al Señor Jesucristo, arrepintiéndonos de
nuestros pecados, reconociendo que Él es el único que nos puede salvar, y pidiendo la
santificación que sólo su sacrificio puede proporcionar; y otra cosa es habernos
«cristianizado» por encontrarnos en un ambiente de iglesia y por haber ido adaptándonos a
las formas de una congregación cristiana, sin que realmente hayamos creído personalmente
en Jesucristo.
En otras palabras, no basta con poder señalar un día en el que hayamos hecho una profesión
de fe en Jesucristo. No basta con saber que nuestros nombres están inscritos en el registro
de miembros de una iglesia. Tampoco basta con poder decir que ocupamos algún cargo en
la organización de la iglesia. (Recordemos las palabras del Señor Jesucristo, ya citadas, en
Mateo 7:22, 23). Lo que hemos de preguntarnos es si hoy por hoy seguimos creyendo que
Jesucristo es el Hijo de Dios, el Salvador del mundo, nuestro Salvador personal; si hemos
sido santificados por la ofrenda de la Cruz; si seguimos andando en el camino de la
santificación (9:10, 14).Si nuestra respuesta es afirmativa, Hebreos nos abre un panorama
glorioso, porque en tal caso nuestra esperanza es un ancla firme y segura (6:18, 19). Si
verdaderamente creemos en Jesucristo, entonces aun en momentos de debilidad o de
fracaso, cuando sentimos la vergüenza de nuestra inconsecuencia, podemos tener la
seguridad de que nuestro Sumo Sacerdote se compadece de nuestras debilidades e intercede
por nosotros (4:15 y 7:25).

2. La exhortación a la madurez
Sin embargo, el autor no se limita a confirmar a sus lectores en la fe. Él quiere también que
progresen en ella. Les llama, pues, a que dejen los rudimentos de la vida cristiana y crezcan
hacia la madurez en el Señor Jesucristo.
Éste es un énfasis que vamos a observar en varias ocasiones, a veces mediante
exhortaciones explícitas (p. ej. 5:11–14; 6:1–3; 10:24, 25; 12:12–14). En cada caso es como
si el autor dijera a sus lectores: Habéis empezado bien, pero ahora habéis llegado a una
situación de encrucijada y estáis en peligro de volver atrás. Por lo tanto, afirmad lo que ya
tenéis y creced hacia la madurez.
Encontramos en Hebreos el uso frecuente de palabras como «madurez» o «perfección» (p.
ej. 2:10; 5:9; 6:1; 7:11, 19; 9:9–11; 10:1, 14; 11:40; 12:23; 13:21) y una exhortación
constante a seguir adelante. No es cuestión de despreciar lo que ya tenemos. Al contrario,
otro de los énfasis recaerá sobre la necesidad de mantenernos firmes en lo que ya hemos
recibido. Pero tampoco es cuestión de conformarnos con los logros del pasado y
estancarnos, sino de proseguir a la meta.
Sin embargo, con decir lo que hemos dicho hasta aquí, sólo hemos dicho lo que se puede
decir de casi todas las epístolas del Nuevo Testamento. Fueron escritas, mayormente, para
confirmar a los lectores en la fe y estimularles en su crecimiento. Debemos preguntarnos,
por lo tanto: ¿qué hay de especial en Hebreos? ¿Cuáles son sus énfasis más particulares?

3. La demostración de la superioridad del Evangelio


Quizás su rasgo más distintivo sea el contraste continuo entre los bienes espirituales del
Antiguo Testamento y los del Nuevo, contraste que siempre apunta hacia la mayor gloria
del Evangelio del Señor Jesucristo.
Es lógico que sea así si recordamos que Hebreos fue escrita para frenar la tentación de
volver al judaísmo. La superioridad de Jesucristo con respecto al culto levítico es el tema
central de la Epístola.
Hemos dicho que Hebreos juntamente con Romanos es, de todas las epístolas del Nuevo
Testamento, la que tiene una sola línea de argumento desde el principio hasta el final.
Hebreos desarrolla un solo tema: la superioridad de Jesucristo y las implicaciones de su
superioridad para nuestras vidas. Desde el principio hasta el final el énfasis es el mismo:
Jesús es mejor, Jesús es superior.
La superioridad de Jesucristo será vista de diferentes maneras y desde diferentes ángulos.
Pero sobre todo (en el bloque central que va desde finales del capítulo 4 hasta finales del
10) se verá en el contraste entre el sacerdocio de Jesucristo y el sistema levítico. Los
sacerdotes de la casa de Aarón pertenecían a un sistema temporal y terrenal; el sacerdocio
de Jesucristo es de valor eterno y, si bien queda firmemente anclado en el tiempo y en el
espacio, se extiende hacia la esfera celestial.
Este énfasis sobre el sacerdocio y sacrificio de Jesucristo es la gran aportación original de
Hebreos a la doctrina del Nuevo Testamento. No es que estas ideas falten totalmente en las
demás Epístolas, pero nunca reciben un trato tan extenso, coherente y profundo como en
Hebreos. Aquí Jesucristo se nos manifiesta como el mediador del Nuevo Pacto, aquel que
es, a la vez, el sacrificio supremo por los pecados y el Sumo Sacerdote que lo ofrece.
¡Qué importante era esto para los primeros lectores, y qué difícil de asimilar! Ellos se
dejaban deslumbrar por las glorias del culto levítico sin comprender que, puesto que éstas
pertenecían al tiempo y al espacio, un día habían de desaparecer.
En cierto modo este énfasis de Hebreos es un comentario sobre lo que dice el apóstol Pablo
en 2 Corintios 4:18. Allí establece que lo que verdaderamente perdura es lo invisible. Los
valores más importantes de la vida no son los materiales. Lo visible es transitorio. El
criterio del mundo da importancia a lo que se ve y desprecia los valores espirituales. En
contraste, los creyentes sabemos que lo visible es efímero e inestable. Nosotros no miramos
las cosas que se ven sino, con los ojos de la fe, las que no se ven; porque las que se ven son
temporales, pero las que no se ven son eternas.
Aunque expresado en otras palabras, éste es el énfasis de la Epístola a los Hebreos. Lo
invisible es lo que cuenta. Jesucristo, nuestro Sumo Sacerdote al que no vemos, está en el
cielo. Lo celestial es lo verdadero, lo trascendente. Lo terrenal puede tener su importancia,
pero es una importancia relativa, porque va a desaparecer.
¡Qué difícil es comunicar esto a los que nos rodean! Supongo que todos habremos sentido
la frustración de querer comunicar nuestro entusiasmo por lo que no se ve y encontrar sólo
apatía en nuestros compañeros. Esto puede desanimarnos. Pero, peor aún, ¡qué fácil es que
los que somos creyentes, como los primeros lectores de esta Epístola, nos dejemos
deslumbrar por lo terrenal y creamos que lo visible es más seguro y duradero que lo
invisible! Esta Epístola contribuirá a que perdamos algo de estas actitudes erróneas.

4. La proclamación de las virtudes de Jesucristo


Si la finalidad de Hebreos es la de demostrar la superioridad del Evangelio por encima del
culto levítico, no nos sorprenderá descubrir que otra de sus características principales es la
exposición de las glorias de Jesucristo. En Hebreos vemos la absoluta preeminencia de
Jesucristo por encima de todos los demás personajes de la Biblia y por encima de todos los
ritos, formas y ceremonias religiosas del Antiguo Testamento. Otra de las palabras claves
que veremos en distintos lugares es la palabra «mejor» o la frase «más excelente» (1:4; 7:7,
19, 22; 8:6; 9:23; 10:24; 11:16, 35, 40; 12:24, etc.). Con ellas el autor proclama la gloria de
Jesucristo.
Los creyentes hebreos se encontraban zarandeados por muchas dudas porque, en contraste
con el glorioso montaje visual del judaísmo, ellos sólo tenían a Jesucristo. Pero, por
supuesto, si tienes a Jesucristo, implícitamente tienes también todas las demás cosas.

«El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no
nos dará también con él todas las cosas» (Romanos 8:22).

«Ninguno se gloríe en los hombres; porque todo es vuestro; sea el mundo, sea la vida, sea
la muerte, sea lo presente, sea lo por venir, todo es vuestro, y vosotros de Cristo» (1
Corintios 3:21–23).

Es como si el autor de Hebreos convirtiera en una gloriosa afirmación de fe lo que era una
queja de los lectores. Ellos decían, tristes y añorando las glorias del Templo: ¡Sólo tenemos
a Jesucristo! Él les contesta: Efectivamente, sólo a Jesucristo, y Él nos basta, porque quien
tiene a Jesucristo tiene todo, y quien no tiene a Jesucristo puede tener los montajes
religiosos más espectaculares, pero de nada le valen.
Así pues, Jesucristo, su persona y su obra, van a ocupar un lugar céntrico en esta epístola.

5. La relación entre el Antiguo Testamento y el Nuevo


Como consecuencia de lo dicho, otro de los propósitos de Hebreos será el de explicar la
relación entre el Antiguo Pacto hecho por Dios con el pueblo de Israel y el Nuevo Pacto en
Jesucristo.
Como hemos visto, en las primeras décadas de la Iglesia cristiana los creyentes seguían
asistiendo al templo de Jerusalén como su lugar de cultos (ver Hechos 2:46; 3:1, 2; 5:20).
Aun años después, el apóstol Pablo, al encontrarse en Jerusalén, no vacila en ir al templo,
no ciertamente para ofrecer sacrificios, sino para orar y dar culto a Dios.
No se nos dice en el Nuevo Testamento qué es lo que los apóstoles y demás creyentes
opinaban de los ritos del templo en aquellos momentos. Quizás algunos de ellos pensaban
que los sacrificios eran una especie de recuerdo del sacrificio de Jesucristo en la Cruz. Es el
autor de Hebreos quien enseña con toda claridad que las ceremonias y ritos del templo ya
estaban caducos y carecían de todo sentido. El Antiguo Pacto había sido superado por el
Nuevo.
Dicho esto, el autor nos indicará con igual claridad que los creyentes cristianos no debemos
menospreciar o prescindir de las enseñanzas del Antiguo Testamento. Al contrario, puesto
que existe una relación entre los dos pactos como entre sombra y realidad, el Nuevo Pacto
no puede ser bien entendido sin las ilustraciones del Antiguo.
El Antiguo Pacto se expresa de forma gráfica. Los propósitos eternos de Dios quedan
ilustrados con símbolos grandiosos, como son los sacrificios, los sacerdotes y su
indumentaria, o el tabernáculo y sus muebles. Todos estos elementos visibles y palpables, si
bien ya no tienen valor intrínseco en sí, sin embargo nos ayudan a entender las realidades
espirituales de Cristo.
Existe, pues, una continuidad entre los dos Testamentos. El Nuevo Pacto no es la
contradicción sino el cumplimiento del Antiguo. No es un accidente que la Epístola a los
Hebreos empiece afirmando que Dios siempre ha hablado: «Él ha hablado en el pasado a
través de los profetas, y ahora nos trae el mensaje definitivo por medio del Hijo». Pero esto
no implica que en el pasado el mensaje de los profetas no tuviese su validez, porque
también los profetas hablaban de parte de Dios. Su mensaje sigue teniendo valor, sigue
siendo un testimonio inspirado por el Espíritu para nosotros (3:7; 10:15) porque, en el
fondo, el Evangelio siempre ha sido el mismo. Las formas han variado, pero la esencia es
igual. Sin las enseñanzas del Antiguo Testamento sobre el pacto, los ritos, las ceremonias,
los sacrificios y el sacerdocio, nos costaría mucho más a los creyentes cristianos entender el
alcance de lo que Jesucristo ha hecho. Él es el Cordero de Dios ofrecido como sacrificio. Él
es nuestro Sumo Sacerdote y Mediador ante el Padre.
Tampoco debemos olvidar que el Antiguo Testamento, citado constantemente en Hebreos,
no se limita a enseñarnos acerca de la doctrina cristiana, sino también acerca de la vivencia
del creyente. Los mismos solemnes avisos de Hebreos tienen como punto de referencia los
castigos que cayeron sobre el pueblo de Israel en el Antiguo Testamento. Estos casos son
ejemplos para nosotros, escritos «para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado
los fines de los siglos» (1 Corintios 10:11). Por lo cual, vez tras vez en Hebreos nos llega la
exhortación: «Si oyeréis hoy su voz, no os endurezcáis; mirad a Israel; considerad a Esaú;
no os olvidéis de los juicios divinos del Antiguo Testamento».
Sí. El Antiguo Testamento es de tremenda importancia para nosotros porque nos ilustra las
realidades gloriosas del Evangelio, pero también porque nos advierte solemnemente en
cuanto a los peligros espirituales que el diablo coloca delante de nosotros en nuestro
camino cristiano.

LA ESTRUCTURA DE HEBREOS
No quiero decir mucho acerca de la estructura literaria de la Epístola, porque iremos
viéndola sobre la marcha. Baste aquí con señalar que a grosso modo se compone de una
serie de enseñanzas doctrinales centradas en la persona y obra de Jesucristo, que van
alternando con otras secciones de exhortación y aviso. En estas últimas el autor insta a sus
lectores a que sigan adelante en la fe de Jesucristo a la luz de su clara superioridad,
demostrada en las secciones didácticas.
En cuanto a las secciones doctrinales, pueden ser resumidas de la manera siguiente:

1. La superioridad de Jesús por encima de los ángeles (1:1–2:18)


Los ángeles son ministros de Dios. Jesús es el Hijo eterno, creador de todo, la esfera
angelical incluida. Ciertamente a fin de salvar a su pueblo, Él fue hecho temporalmente
inferior a los ángeles. Pero ahora está nuevamente sentado a la diestra del Padre, «hecho
tanto superior a los ángeles, cuanto heredó más excelente nombre que ellos» (1:4).
La naturaleza del tema conduce al autor a discurrir sobre la humillación y exaltación de
Cristo, por lo cual encontramos aquí algunos de los textos más importantes de toda la Biblia
sobre su divinidad y humanidad. Pero a lo largo de estos dos capítulos, el tema que más
preocupa al autor es la superioridad de Cristo por encima de los ángeles.

2. La superioridad de Jesús por encima de Moisés y Josué (3:1–4:13)


Después el autor considera la finalidad del ministerio de Jesús (el de llevar muchos hijos a
la gloria, 2:10) y le contempla en su función de Líder o Capitán de su pueblo («autor»,
2:10). Aquí el punto de comparación son los dos grandes líderes del Antiguo Testamento
que condujeron a los israelitas de Egipto a la Tierra Prometida: Moisés y Josué. El autor
podría haber señalado la superioridad de Jesucristo sobre ellos hablándonos de sus
limitaciones y debilidades (el pecado de Moisés, el hecho de que fuera excluido de la Tierra
Prometida, etc.), pero prefiere no hacerlo. Más bien centra nuestra atención en la clase de
«descanso» ganado por ellos y por Jesús: el de la Tierra Prometida, en contraste con el
perfecto bienestar del «reposo» que Cristo nos proporciona.

3. La superioridad de Jesús por encima de Aarón y el sistema levítico (4:14–10:39)


Luego llegamos a la gran sección central de la Epístola, en la cual el autor demuestra la
superioridad de Jesucristo como Sumo Sacerdote. Esta sección se puede dividir en dos
partes. En la primera se contempla la persona del sacerdote: Jesús es superior a Aarón y a
los sacerdotes aarónicos, por cuanto Él pertenece a otro orden de sacerdocio, el del rey-
sacerdote, Melquisedec, de quien Él es el cumplimiento (4:14–7:28). En la segunda se
contempla el ministerio del sacerdote: el autor demuestra que, tanto el pacto que el
sacerdote administra, como el tabernáculo en el cual sirve, como el sacrificio que sirve
como su elemento fundamental, son superiores en el caso de Cristo (8:1–10:39).

4. La superioridad de Jesús por encima de todos los modelos de la fe (11:1–12:29)


Finalmente, las virtudes y la perfección de Cristo se ven en torno al tema de la fe. El autor
nos dibuja toda una galería de santos del Antiguo Testamento que nos sirven de ejemplo de
lo que significa ser creyente. Pero, después de contemplar el valor de su testimonio y
ejemplo, nos invita a mirar a Jesucristo, porque Él no sólo era «creyente» en su vida
humana, sino que además es el mismo autor y consumador de la fe (12:2).
La Epístola concluye con el capítulo 13, un capítulo que se sale un poco de las líneas de
esta estructura, ya que se compone de un surtido variado de exhortaciones a modo de
apéndice.
Hasta aquí las enseñanzas doctrinales. ¿Qué de las exhortaciones y avisos?
Por supuesto, el solo hecho de contemplar las glorias de Jesucristo es motivo de edificación
para el creyente y de confirmación en la fe. La demostración de su superioridad por encima
de los personajes y los bienes espirituales más apreciados del Antiguo Testamento tendría
que bastar para frenar el retorno al judaísmo. Pero el autor es realista. Sabe que el burro
rezagado necesita no sólo el estímulo positivo de la zanahoria, sino también la corrección
del garrotazo. Las secciones didácticas revelan la gloria de Cristo y animan al creyente en
su camino. Los avisos solemnes intercalados en el texto sirven de espuela: demuestran
cuáles son las serias consecuencias de la infidelidad.
En resumidas cuentas son las siguientes (sigo la misma numeración que en las secciones
didácticas; será de observar que a veces el aviso cae al final de la sección y a veces en
medio):

1. El peligro de descuidar el mensaje de Cristo (2:1–4)


El descuido de la Ley, dada a Moisés por medio de los ángeles, conllevó un castigo serio.
¡Cuánto más el descuido del Evangelio traído por Jesucristo, el Hijo de Dios!

2. El peligro de no entrar en el reposo de Cristo (3:7–4:13)


Por su incredulidad, muchos israelitas que habían salido de Egipto y parecían avanzar en el
camino, se quedaron postrados en el desierto y excluidos de la Tierra Prometida. La
incredulidad en torno al Evangelio acarrea consecuencias más graves aún.

3A. El peligro de la apostasía (5:11–6:8)


De todos los avisos solemnes, éste es el que menos se vincula a la temática de la sección en
la cual está insertado. Más bien aparece como paréntesis. El autor quisiera exponer ideas
profundas en cuanto al sacerdocio de Cristo, pero no puede hacerlo debido a la
superficialidad de la compresión de sus lectores y su estancamiento en el conocimiento de
Jesucristo.

3B. El peligro de despreciar el sacrificio de Cristo (10:26–39)


Quien vuelve a los sacrificios del sistema levítico, niega la perfección del sacrificio de
Cristo, del cual aquéllos son la sombra, se queda fuera del abrigo de la Cruz, se excluye a sí
mismo de toda posibilidad de justificación y sólo puede esperar las terribles consecuencias
del juicio.

4. El peligro de no proseguir en la fe (12:15–29)


En este último aviso solemne el autor da una especie de resumen de los avisos anteriores,
recordándonos los beneficios del Evangelio y, por contraste, la terrible suerte de aquel que
ha de afrontar la ira de Dios sin el abrigo de Jesucristo.
Es bien cierto que no todo son palabras severas. Varios de estos avisos van acompañados de
palabras de ánimo y consuelo (por ejemplo, 6:9–20; 12:12–14) o de exhortaciones
cariñosas y constructivas (2:1; 10:19–25). Pero, en su conjunto, los avisos solemnes de
Hebreos quizás constituyan las palabras más serias y desafiantes de todo el Nuevo
Testamento.

LOS CAPÍTULOS 1 Y 2
Desde el comienzo de su Epístola el autor centra nuestra atención en la persona del Señor
Jesucristo. Así anticipa lo que, según hemos dicho, será uno de los grandes énfasis de
Hebreos: el de poner nuestra mirada en Jesús. De hecho la conclusión hacia la cual la
primera sección (capítulos 1 y 2) apunta, la encontramos al principio de la segunda, en el
capítulo 3 versículo 1:

«Por tanto, hermanos santos, participantes del llamamiento celestial, considerad al apóstol y
sumo sacerdote de nuestra profesión, Cristo Jesús».

Lo que el autor ha dicho hasta aquí, lo ha escrito a fin de ayudarnos a «considerar» a Jesús.
Más adelante él volverá a decirnos cuál es su primer propósito al escribir:

«Ahora bien, el punto principal de lo que venimos diciendo es que tenemos tal sumo
sacerdote, el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos» (8:1).

Lo que más quiero subrayar, dice a sus lectores, es que tenemos un Sumo Sacerdote, un
Mediador entre Dios y los hombres, que está sentado a la diestra de Dios e intercede por
nosotros. Esto es lo principal de lo que quiero deciros. Quiero fijar vuestra atención en la
persona de Jesucristo.
En el capítulo 12, versículos 2 y 3, repetirá este mismo énfasis. Debemos «correr con
paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el autor y
consumador de la fe». Debemos «considerar a aquel que sufrió tal contradicción de
pecadores contra sí mismo, para que nuestro ánimo no se canse hasta desmayar».
Este constante énfasis sobre nuestra necesidad de contemplar a Jesús no sólo se encuentra
en exhortaciones explícitas como éstas sino en todo el contenido doctrinal, porque no hay
otra epístola del Nuevo Testamento que más nos hable de la persona y obra de Jesucristo.
Éste es su tema principal.
Lo es también en los dos primeros capítulos. Antes de comenzar su exposición detallada
conviene sobrevolarlos rápidamente a fin de ver en qué aspectos de la persona y obra de
Cristo fijan nuestra atención. Nuestro vuelo nos llevará en dos direcciones diferentes. En
primer lugar miraremos la divinidad y la humanidad del Señor Jesucristo. En segundo lugar
veremos la superioridad de su persona y palabra con respecto a los ángeles.
¿De qué maneras, pues, quiere el autor que Jesucristo llene nuestra visión al principio de
esta epístola? Desde luego su planteamiento es sumamente apropiado para sus lectores
judíos, conocedores de la enseñanza del Antiguo Testamento. Paso a paso nos lleva hacia la
revelación de Jesús como nuestro Sumo Sacerdote (en el 2:17: «por lo cual debía ser en
todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo
que a Dios se refiere»).
Ya hemos dicho que el sacerdocio de Jesús es una aportación única de Hebreos. Pero no
encontramos referencias explícitas a este tema hasta el final del capítulo 2, porque antes el
autor necesita demostrar que Jesucristo reúne los requisitos necesarios para poder ejercer
este ministerio.
¿Qué es lo que capacita a Jesucristo para ser nuestro sacerdote? ¿Por qué ejerce Él esta
función y no ningún otro? En primer lugar, porque su sacerdocio es plenamente aceptable a
Dios: tiene que «ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere»
(2:17). Es decir, su fidelidad como sumo sacerdote tiene que lograr la aprobación de Dios.
Jesucristo es aceptable ante Dios como sumo sacerdote por varias razones, como veremos
en los capítulos 4 a 10, pero la primera entre ellas es el hecho de que Él mismo es divino.
Esto es lo que el autor demuestra en el capítulo 1.
En segundo lugar, Jesucristo es idóneo como Sacerdote porque es plenamente humano.
Sólo un hombre puede representar adecuadamente a la humanidad ante Dios. Fue necesario,
pues, que el Hijo de Dios se hiciese Hijo del Hombre. Éste será el tema del capítulo 2.
Por lo tanto, es con el fin de demostrar que sólo Jesucristo reúne las condiciones necesarias
para ser nuestro Sumo Sacerdote, que el autor nos habla en primer lugar de su divinidad y
en segundo lugar de su humanidad.
En resumidas cuentas, Hebreos 1 nos presenta a Jesús como Hijo de Dios, aquella persona
de la Trinidad por la cual y para la cual Dios nos ha creado y se revela a nosotros. Lo
vemos en su carácter eterno, igual al Padre en su esencia, autoridad y poder (v. 3). Él es
Señor de las huestes celestiales, que le rinden adoración (v. 6). Él es Creador de los cielos y
la tierra (v. 10). Él es inmutable y eterno, el que trasciende el tiempo y el espacio (vs. 11,
12).
En cambio, las facetas de la persona de Jesucristo presentadas en el capítulo 2 son muy
distintas. Aquí el autor explora el tema de su humillación. Nos habla de su humanidad,
padecimiento y muerte. El que era superior a los ángeles se hizo inferior a ellos al tomar
forma humana. Él es verdadero hombre, partícipe de la misma naturaleza que nosotros (vs.
11, 15). Al hacerse hombre adquirió la capacidad de padecer y morir. Más aún, se hizo
hombre con el propósito expreso de padecer y morir (v. 9), para libramos así de la
esclavitud del reino de Satanás (vs. 14, 15), para expiar nuestros pecados mediante el
sacrificio de sí mismo (v. 17), y para llevarnos a la gloria (v. 10). Así pues, por su
sufrimiento como hombre, Jesús sentó las bases de su sacerdocio. Y además (v. 18), por
participar verdaderamente de nuestra naturaleza humana Él es capaz de entendernos
plenamente, representarnos adecuadamente ante el Padre y socorrernos en la tentación (v.
18; 4:15). Jesucristo demuestra ser hermano del hombre tanto como Hijo de Dios. Y, como
dirá el autor, tal sumo sacerdote nos convenía (7:26).
En segundo lugar, vamos a considerar este mismo texto bajo el enfoque de la relación de
Jesucristo con los ángeles. Volvamos a situarnos en el lugar de los primeros lectores
hebreos. El autor ha cogido su pluma con el fin de animarles en su fe, ciertamente; pero
también con el fin de presentarles serios avisos en cuanto al peligro en el que se encuentran
de abandonar su profesión de fe en Jesucristo. Y ¿cómo presenta el aviso dentro de esta
sección? Con el argumento siguiente: Jesucristo es el mismo Hijo de Dios; por lo tanto, es
superior a los ángeles; pero puesto que fue por mediación de ángeles como la ley fue
transmitida a los padres, concluye que la palabra que nos llega por medio de Jesucristo ha
de ser aún más gloriosa que la ley (cf. 2 Corintios 3:9–11); ahora bien, aun la palabra dada
por ángeles llevó consigo un severo castigo para todo aquel que la desobedeció, por lo cual
aquel que rechaza la palabra de Jesucristo debe esperar consecuencias aún más graves.
El primer aviso, por lo tanto, presupone el carácter definitivo del Evangelio con respecto a
la ley. Esto, a su vez, presupone que Jesús, el autor del Evangelio, es superior a los ángeles,
mediadores de la ley. Por lo cual, para poder dar su aviso, el autor primero tiene que
establecer sus presupuestos. Es por esto por lo que el capítulo 1 se dedica a demostrar, con
evidencias procedentes del mismo Antiguo Testamento, que Jesús es superior a los ángeles.
Él es tanto superior a ellos cuanto heredó más excelente nombre que ellos (v. 4). Es decir,
Él es superior por su persona, por su carácter, por su naturaleza intrínseca; en una palabra,
porque Él es divino.
Pero el tema de la divinidad de Jesucristo en seguida provoca otra cuestión. El hombre,
siempre según el Antiguo Testamento, es inferior a los ángeles y, sin duda alguna, Jesús fue
un hombre. ¿Cómo, pues, podemos sostener su superioridad?
La respuesta del autor, como de todos los autores del Nuevo Testamento, es ésta: durante
un tiempo era necesario que el Hijo se humillara con el fin de efectuar nuestra salvación. El
que estaba en forma de Dios tomó forma humana, se encarnó y en su humillación se hizo
inferior a los ángeles (2:7). Más explícitamente el autor explica (como Pablo en Filipenses
2) que el Hijo eterno fue hecho un poco menor que los ángeles a causa del padecimiento de
la muerte (2:9). Naturalmente, sin morir Él no tendría base sobre la cual fundar su
sacerdocio. Así pues, el capítulo 2 nos explica la humanidad de Jesús, su temporal
inferioridad a los ángeles, y las causas que motivaron su humillación.
En cierto sentido, las consideraciones en torno a la divinidad y humanidad de Jesucristo, a
la inspiración del Antiguo Testamento y a la superioridad del mensaje traído por el Hijo en
el Nuevo, ocupan un lugar secundario en el interés del autor. Todos estos temas tan
sublimes son introducidos a fin de apoyar el argumento principal: ¡Cuidado, no sea que os
apartéis del Evangelio! Esto no debe sorprendernos, porque algunas de las enseñanzas más
gloriosas del Nuevo Testamento nos llegan «de paso». Pienso, por ejemplo, en el capítulo 2
de Filipenses que ya hemos citado, aquella descripción tan conmovedora de la humillación,
muerte y glorificación de nuestro Señor Jesucristo. No aparece en Filipenses porque Pablo
decidiera escribir un discurso sobre cristología, sino como ilustración de una exhortación a
la humildad. Pero no por ser «casuales» estas enseñanzas son menos importantes.
Por lo tanto, ya sea que consideremos estos capítulos en términos de la divinidad y
humanidad de Jesucristo o de su eterna superioridad y temporal inferioridad a los ángeles, o
que los entendamos como introducción al aviso de 2:1–4 o como preparación para el tema
del sacerdocio de Jesús, es el Señor Jesucristo quien llena nuestra visión.
¡Qué manera más sublime tiene el autor de animar a sus primeros lectores, asediados por la
oposición y persecución de fuera y el desánimo y duda de dentro! No empieza su epístola
reprendiéndoles, ni debatiendo los puntos de discrepancia entre la teología cristiana y las
teorías de los opositores. No trata cuestiones de la organización de la iglesia, de cultos y
ritos. Sencillamente alza los ojos de sus lectores hacia la persona de su Sumo Sacerdote.
Les recuerda, por un lado, la absoluta trascendencia y poder de Jesucristo como Hijo de
Dios, y por otro su plena identificación con ellos como Hijo del Hombre.
En otras palabras, logra centrar bien la atención de sus lectores. Ellos están siendo
zarandeados por un sinfín de argumentos sutiles que van socavando su confianza como
creyentes en Jesucristo. Pero jamás serán capaces de atender a cuestiones de la periferia de
su fe si no vuelven a descubrir su centro en la persona de Jesucristo. Lo que más necesitan
es un «ancla segura y firme» (6:19). La persona de Jesucristo, la fe en Jesucristo, el
compromiso con Jesucristo, la adoración a Jesucristo, es el centro al que necesitan volver.
En esto su situación es exactamente igual a la nuestra. En todos los ataques que hemos de
sufrir en la vida cristiana, en todos los momentos de aflicción y confusión que tendremos
que atravesar, nuestra firmeza dependerá en última instancia de la medida en la que seamos
capaces de «considerar al apóstol y sumo sacerdote de nuestra profesión, Cristo Jesús». Por
esto el autor dedica tanto tiempo a hablarnos de Él.
Lo que primeramente está en juego cuando la fe del creyente se tambalea, no es ni más ni
menos que su apreciación de la persona de Jesucristo. Es aquí donde se libra la gran batalla.
Todo lo demás viene por extensión. Porque, veamos: o bien Jesucristo es el Hijo de Dios —
en cuyo caso los que han creído en Él están en lo cierto, aun cuando sean una minoría
perseguida y despreciada o bien Jesucristo no es el Hijo de Dios y los que le crucificaron
por blasfemo tenían razón. No hay camino intermedio. Jesucristo, o bien es la piedra
angular sobre la cual tenemos que construir nuestra vida, o bien es una piedra de tropiezo.
O nos rendimos ante Él como Señor o le rechazamos con justa indignación por impostor.
Así, el autor plantea la cuestión más fundamental que sus lectores tienen que responder:
¿Quién es Jesús de Nazaret? Si ésta se aclara, todo lo demás cae por su propio peso.
Durante el ministerio terrenal de Jesús, los líderes de los judíos se le oponían por este
mismo motivo. Lo que atacaban era su pretensión de divinidad. Fue por esto que le
crucificaron. En una ocasión Jesús les preguntó por qué pecado le querían apedrear, y ellos
contestaron: «Por buenas obras no te apedreamos, sino por la blasfemia; porque tú, siendo
hombre, te haces Dios» (Juan 10:33). Cuando le presentaron ante Pilato, su acusación fue la
siguiente: «Nosotros tenemos una ley, y según nuestra ley debe morir, porque se hizo a sí
mismo Hijo de Dios» (Juan 19:7).
Ésta fue la gran pregunta en torno a Jesucristo, una pregunta que tuvieron que plantearse los
mismos apóstoles. Pedro había confesado en Cesarea que Jesús era «el Hijo del Dios
viviente». Pero la crucifixión de Jesucristo hizo tambalear la fe de los discípulos. «Nosotros
esperábamos que él era el que había de redimir a Israel», decían, pero nos habremos
equivocado porque ¡mira lo que ha pasado: lo han crucificado! (Lucas 24:21). La
experiencia angustiosa de dudas y perplejidad en torno a la persona de Jesucristo es algo
que los mismos apóstoles ya habían pasado. Por supuesto las superaron al encontrarse con
el Señor resucitado.
Sigue siendo la pregunta fundamental de la vida. Si creemos que Jesús es el Hijo de Dios, y
por lo tanto el que vive hoy como nuestro Sumo Sacerdote, tenemos con qué afrontar la
vida y superar toda suerte de oposición. El apóstol Juan dice que todo lo que es nacido de
Dios vence al mundo. Al mismo tiempo nos explica cómo es el mecanismo: «Ésta es la
victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe» (1 Juan 5:4). Pero nuestra fe ¿en qué sentido?
O mejor, nuestra fe ¿depositada en quién? Juan provee la respuesta. «¿Quién es el que
vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» Si crees que Jesús es el Hijo
de Dios, dice, tienes la clave para la victoria en todas las dimensiones de la vida. Puedes
vencer al mundo con esta fe.
Por lo tanto, el autor de Hebreos empieza su epístola donde conviene empezar. Todo el
Evangelio se mantiene en pie o se derrumba según quién sea Jesucristo. Éste era el primer
gran punto que los primeros lectores debían aclarar. Sólo entonces podrían decidir lo que
debían hacer con otros aspectos del Evangelio.
Si intentamos situarnos nuevamente en su lugar, comprenderemos que vivían
bombardeados por argumentos en torno a la autoridad del Evangelio: «Las Escrituras del
Antiguo Testamento sí tienen autoridad, pero este mensaje que predicáis ¿de dónde viene?»
Cuando el ciego fue sanado en Siloé, los judíos le hicieron pasar por un interrogatorio
penoso: «Tú eres discípulo de Jesucristo; pero nosotros, discípulos de Moisés somos.
Nosotros sabemos que Dios ha hablado a Moisés; pero respecto a ése, no sabemos de dónde
sea» (Juan 9:28, 29). Con argumentos parecidos habrán atacado a los primeros lectores.
La gran gloria de los judíos era la solera, solemnidad, y absoluta fiabilidad del Antiguo
Testamento. Pablo nos recuerda que «de los judíos son el pacto, la promulgación de la ley,
el culto, y las promesas» (Romanos 9:4). Ellos eran los herederos de la revelación divina.
Ésta era su gran ventaja con respecto a los demás pueblos (Romanos 3:2). Dios, el Dios
verdadero, Creador, Sustentador y Soberano del universo, se había revelado al mundo por
medio de los judíos. En cambio, ¿de dónde venía el mensaje del Evangelio? Parecía haber
llegado a través de unos pescadores. Uno de los discípulos había colaborado con los
romanos como cobrador de impuestos. Otro había participado en un grupo terrorista. Y el
líder del grupo fue un carpintero de Galilea, ajusticiado por medio de una muerte que
simbolizaba la maldición de Dios. ¿Qué garantías podía haber en un mensaje con este
origen?
La respuesta del autor a esta pregunta es doble. En primer lugar nos remite a la persona de
Jesucristo. ¿Quién es verdaderamente? Si no es más que un carpintero, nuestro
escepticismo es comprensible. Pero si es el Hijo de Dios, su mensaje es definitivo, superior
aun a las Escrituras del Antiguo Testamento.
En segundo lugar, nos remite al mismo Antiguo Testamento como principal fuente de
testimonio de la alta dignidad de Jesucristo. La nueva revelación en Jesucristo no invalida
la revelación anterior. Al hacer esta confrontación entre los dos Testamentos, los que se
oponían al Evangelio no tenían razón. Por haber hablado definitivamente en el Hijo, Dios
no contradice lo que anteriormente había hablado por medio de los profetas. Es el mismo
Dios quien habla en ambos casos. Más aún, si examinamos correctamente el Antiguo
Testamento veremos que las Escrituras dan testimonio del Hijo. Demuestran su
superioridad a los ángeles y la superioridad de la nueva revelación en Cristo sobre la
antigua revelación dada por los profetas.
Es por esto que el capítulo 1 no sólo investiga la divinidad de Jesucristo, sino que también
afirma la inspiración de las Escrituras del Antiguo Testamento y el mensaje aún más
glorioso de Jesús. Estos capítulos de Hebreos toman su lugar al lado de 2 Timoteo 3, y 2
Pedro 1, como textos fundamentales para nuestra comprensión de la verdadera valía y
autoridad de las Escrituras, de la misma manera que se unen a Juan 1, Filipenses 2 y
Colosenses 1 en su exposición de la humanidad y divinidad del Señor Jesucristo.

CAPÍTULO 1
DIOS HA HABLADO
HEBREOS 1:1, 2a
«Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres
por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo»

¡Qué manera más gloriosa de empezar una carta! «Dios, habiendo hablado muchas veces y
de muchas maneras…» No es un estilo epistolar que muchos de nosotros emplearíamos,
pero ¡qué impacto nos hace! Nos introduce de lleno en la temática de la Epístola, sin
preámbulos, ambages, introducciones ni saludos personales (en esto se parece a la primera
Epístola de Juan). Además, el texto original griego se caracteriza por un estilo elegante que
resalta la gloria del tema, por la cadencia del lenguaje, por sus frases elocuentes, bien
equilibradas y redondeadas, y por su ritmo majestuoso. Con razón alguien ha dicho que los
cuatro versículos iniciales de Hebreos constituyen una de las oraciones más hermosas de
toda la literatura griega. También son notables por la concisión de su contenido y la
concentración de su redacción. En un solo párrafo encontramos afirmaciones claras y
precisas acerca de algunas de las doctrinas más importantes de la Biblia: la revelación de
Dios, la inspiración de su Palabra y la persona y dignidad de nuestro Señor Jesucristo.
Desde el primer momento, desde la primera palabra, el autor centra nuestro pensamiento en
Dios y su comunicación con el hombre. Es Dios quien toma la iniciativa en la revelación, y
por lo tanto en nuestra salvación. Dios ha hablado.
Ahora bien, lo primero que el autor quiere que entendamos acerca de la revelación de Dios
es que fue dada en dos momentos distintivos de la historia, los que él llama «en otro
tiempo» (v. 1) y «en estos postreros días» (v. 2). El autor vivía en una época cercana al
ministerio terrenal de Jesús. Probablemente había nacido y crecido en aquel «otro tiempo».
Había vivido la transición entre aquellas dos dispensaciones divinas. Para nosotros, en
cambio, tanto los tiempos de los profetas como la época de Jesús pertenecen a siglos
lejanos. Aun así necesitamos recordar la importancia de la diferencia entre los «dos
tiempos». En este estudio, pues, examinaremos el contraste entre las dos revelaciones, la
antigua de los tiempos proféticos, y la nueva de Jesucristo.

LA REVELACIÓN DE DIOS EN EL PASADO


En el versículo 1, el autor describe la revelación antigua por medio de siete pequeñas frases
que la definen con gran concisión y exactitud. Vamos a verlas una tras otra.

«Dios»
La primera es sencillamente la palabra «Dios». Dios es la primera realidad en la vida y, por
supuesto, lo es en la revelación. Digo «por supuesto», pero esta afirmación no parece ser
entendida por los sociólogos y antropólogos. En contraste con la Biblia, casi cualquier libro
secular de hoy que investigue el «fenómeno religioso» empieza con el hombre, no con
Dios. Su enfoque es antropocéntrico. La religión es percibida como el dechado de las
aspiraciones del ser humano, la proyección de sus necesidades emocionales y filosóficas. El
hombre necesita justificar su existencia, por lo cual se inventa una religión; se siente solo
en el universo, por lo cual se inventa un dios. En el campo secular se da por sentado que la
religión empieza con el hombre, sale del hombre, sirve al hombre y sólo tiene validez en la
medida en que es útil para el hombre. El que la religión en cuestión sea verdadera, o el que
Dios sea real, no entra en su perspectiva.
La Biblia, en cambio, siempre parte de Dios como primera causa. «De él, y por él, y para él,
son todas las cosas» (Romanos 11:36). Pensemos en Génesis 1:1: «En el principio creó
Dios los cielos y la tierra»; o en Juan 1:1: «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con
Dios, y el Verbo era Dios». Y ahora en Hebreos leemos: «Dios, habiendo hablado». Ni el
autor de Hebreos ni los demás autores bíblicos se detienen para intentar demostrar la
existencia de Dios. Sencillamente la presuponen. Dan por sentado que la manera en la que
Dios se comunica con el ser humano, interviene en la historia e interpreta aquellas
intervenciones en su revelación a los profetas, es evidencia suficiente para cualquiera que
esté dispuesto a considerarla. Quizás también sobrentienden que la existencia de Dios
jamás puede ser demostrada ni tampoco negada por argumentos filosóficos y debates
teóricos. Dios, por así decirlo, es la gran premisa de la Biblia.
Así pues, cuando el autor de Hebreos empieza a hablarnos de la revelación divina, no nos
habla del «sentido religioso del ser humano», ni tampoco nos describe la diversidad de
formas religiosas que ha habido en diferentes culturas, ni centra nuestra atención en lo
humano. Su punto de partida es radicalmente diferente. Es bíblico y cristiano. Su manera de
ver las cosas empieza con Dios mismo.
Si queremos entender la vida lo primero que debemos saber es que existe un solo Dios y
que este Dios verdaderamente se ha comunicado con el hombre. «Él está allí y no está
callado». Él es un Dios cuyo carácter (o «nombre», para utilizar la palabra bíblica), persona
y obra han sido revelados por Él mismo.
Conviene considerar que nuestro texto tampoco empieza: «Los dioses, habiendo
hablado…» Dios es uno y único. Por lo tanto, los demás seres que pasan por dioses no lo
son. O bien son manifestaciones de demonios, o bien son creaciones («proyecciones», para
volver al lenguaje sociológico) del ser humano, creadas a su misma imagen conforme a sus
propios deseos y pasiones.
El Dios del que el autor de Hebreos nos habla es el Dios que se reveló «a los padres»; es
decir, el Dios que habló a Adán, Noé, Abraham, Isaac, Jacob, etc. Es el Dios, por lo tanto,
que se reveló como Jehová (o más exactamente Yahvé), el «Yo soy el que soy», cuya
existencia trasciende todo conocimiento nuestro y cuya realidad se escapa de toda
definición expresada en los términos finitos de nuestro vocabulario humano, por lo cual
hemos de conocerle por «Aquel que es». Puesto que Él es quien da origen a todas las demás
realidades, y puesto que nosotros somos una de ellas, no podemos alcanzarle ni envolverle
para poder comprenderle y describirle.
No se trata, pues, de una deidad cualquiera. Hebreos, por así decirlo, nos habla de un Dios
con nombre y apellidos. «Yo Jehová», dice a Isaías; «éste es mi nombre» (Isaías 42:8). Es
el Dios de los padres. Es igualmente el Dios que habla por medio del Hijo, Jesucristo. Por
lo tanto, es el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo.
Aparte de Él no hay otro. No compartirá su gloria con otros, ni admite que el hombre le
confunda con los supuestos dioses de otras religiones. Es el Dios que ha hablado, que se ha
manifestado de una manera inconfundible, clara y definida. Y es el único Dios, de manera
que todo ser espiritual, adorado por la religión que sea, que no se ajuste total y
absolutamente a las características que Dios mismo ha revelado, no es, ni puede ser, divino.
Este Dios único e inconfundible es el comienzo de todo, el Alfa y la Omega tanto de la
creación como de la revelación. La revelación no es una iniciativa humana. Los escritos del
Antiguo Testamento, aunque redactados por hombres, no son una obra meramente humana.
No reflejan las «aspiraciones religiosas del pueblo hebreo», ni su «creatividad espiritual»,
sino que son mensajes divinos dirigidos a Israel. Proceden de Dios. Ellos dieron origen al
pueblo hebreo, no viceversa.
Hace unos momentos mencionábamos tres textos: Génesis 1, Hebreos 1 y Juan 1. Es
posible matizar más aún la relación entre ellos. Todos empiezan con la realidad de Dios:
Génesis nos revela a Dios como Creador de todo; Hebreos como el que ha tomado la
iniciativa en la revelación; y Juan 1 combina los énfasis de Génesis y Hebreos y revela a
Dios como aquel que da origen tanto a la creación como a la revelación. El Evangelio de
Juan, escrito después de Hebreos, recoge las ideas de los dos textos anteriores y nos enseña
que el «Verbo» no sólo constituye la suprema revelación de Dios («A Dios nadie lo vio
jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer» v. 18), sino
que también fue a través de él que Dios realizó la creación.
El origen de todo está en Dios. Él es la primera causa. ¡Qué apropiado, pues, que la primera
palabra de nuestra epístola sea «Dios»!

«Habiendo hablado»
En segundo lugar, Dios ha hablado. El Dios del que estamos hablando no es una fuerza
impersonal. No es una abstracción o energía. Solamente una «persona» tiene la capacidad
de hablar y de comunicarse. Dios, al hablar, se revela como un ser personal.
Decir que Dios es un ser inteligente, racional y personal, casi es insultante, porque damos
por sentado que, si Dios es el creador de toda inteligencia, la suya tiene que trascender
infinitamente la comprensión de la nuestra. Pero no por esto debemos pensar que, si Él es
tan diferente de nosotros y si nosotros somos inteligentes y personales, Dios no puede serlo.
Él será una «superpersona», y tendrá «superinteligencia» (omnisciencia), pero no puede ser
menos de lo que Él mismo ha creado. Es por esto que, aun casi sin saber lo que decimos,
nos atrevemos a afirmar que Dios es un ser personal. Decir que Dios tiene personalidad no
es reducirle a la categoría de un ser humano. Estamos utilizando un vocabulario que
sabemos muy bien que no hace justicia a la realidad de Dios. Inevitablemente describe a
Dios en términos humanos, a lo trascendente en términos de lo finito. Pero no tenemos
otros.
Dios es un ser personal que se comunica con el hombre. Aquí tampoco el autor se detiene a
defender sus ideas. Él da por sentado, igualmente, la idea de la revelación de Dios. El que
Dios haya hablado es un hecho claro y contundente, asumido tanto por él como por sus
lectores. Dios no se esconde de su creación. No se comunica sólo con los seres espirituales.
El Dios verdadero no se calla, sino más bien se deleita en revelarse y relacionarse con
nosotros.
Nuevamente hemos de decir que, como consecuencia, lo que cuenta en la religión no son
las diversas maneras en las que el hombre ha intentado buscar a Dios (esto puede tener
cierto interés como estudio sociológico, pero no nos conducirá a la verdad acerca de Dios),
ni la capacidad creadora de la mente humana al inventar dioses, sino la identificación,
comprensión y acatamiento de lo que el Dios verdadero ha dicho. En este sentido el
concepto de «revelación» en la Biblia está en el polo opuesto de la religión entendida como
creatividad humana. Es Dios quien se ha revelado a sí mismo y no el hombre el que ha
descubierto (o inventado) a Dios. Dios ha hablado.
Y podemos decir que Dios ha hablado en tres Personas. Es bastante obvio que en estos
primeros momentos de su epístola, el autor estuviera pensando en Dios tal y como era
conocido en tiempos del Antiguo Testamento y, por lo tanto, primordialmente en la persona
del Padre. Sin embargo, en el capítulo 2 versículo 3, vemos que el Evangelio, la plena
revelación de parte de Dios, fue anunciado primeramente por el Señor (entiéndase el Señor
Jesucristo). Y si pasamos al capítulo 3 (v. 7) vemos que la revelación del Antiguo
Testamento es la Palabra del Espíritu Santo. Decir que Dios nos habla es decir que el Padre,
el Hijo y el Espíritu Santo nos hablan.

«Muchas veces»
En tercer lugar, el autor nos dice que Dios ha hablado repetidamente. Una cosa está bien
clara si leemos el Antiguo Testamento: vez tras vez Dios habla. En el Pentateuco,
constantemente leemos: «Y dijo Dios». En los libros proféticos: «Así dice el Señor». Dios
habla a lo largo de la revelación del Antiguo Testamento. Habla a Adán y Eva; habla a
Caín; habla a Noé, Abraham, Isaac, Jacob. Habla a Moisés y Josué. Habla a David y
Salomón. Habla a una larga lista de profetas, comenzando por Samuel. Desde luego Dios
ha hablado muchas veces.
Sin embargo, esta misma frase se podría traducir: «en muchas porciones» o «en muchas
partes». Comprendida así, da a entender que Dios ha hablado en distintas etapas. No todo el
mensaje de la revelación de Dios fue dado en el mismo momento. La revelación del
Antiguo Testamento es progresiva. Es como si Dios dijese una palabra y luego diese tiempo
para que los seres humanos pudiesen digerirla bien antes de comunicar otra. Así, paulatina
y progresivamente, Dios iba revelándose a lo largo de los siglos. Pero al ser progresivo, el
mensaje del Antiguo Testamento necesariamente era parcial y fragmentario. Dios revelaba
a uno una cosa, a otro otra. Ninguno recibió toda la revelación. Es como si a lo largo del
Antiguo Testamento se hubieran ido formando las piezas del puzzle. Pero, como veremos
en el versículo 2, sólo fue en Jesucristo que todas las piezas ocuparon su lugar definitivo
para revelarnos el cuadro completo. Por lo tanto, la revelación del pasado fue de inspiración
verdadera, de origen divino; pero incompleta, parcial, dada progresivamente, a trozos.

«Y de muchas maneras»
Si la frase anterior nos ha hablado de la naturaleza repetida de la revelación del Antiguo
Testamento, ahora vemos su naturaleza multiforme. Dios ha hablado de muchas maneras. A
veces por medio de sueños, a veces por una inspiración profética o intuición interior, a
veces mediante una voz audible. Había muchas «maneras» en su comunicación. Dentro de
esta variedad no debemos olvidarnos (porque nuestra Epístola no se olvidará) de los
símbolos y tipos, patrones, metáforas e imágenes del Antiguo Testamento, especialmente
del culto levítico. Tampoco debemos olvidar las diversas formas literarias en las que los
escritores del Antiguo Testamento vertieron la revelación divina: poesía y prosa, discursos
y sermones, leyes y refranes, narración histórica y apocalíptica. Asimismo debemos
recordar la diversidad del carácter y de la cultura de los hombres que recibieron la
revelación.
Así pues, no sólo había variedad en el contenido de la revelación, que llegaba
paulatinamente, sino también en su forma. Es como si en el Antiguo Testamento la luz de
Dios quedase fragmentada a través del prisma de los diversos hombres que la recibieron, de
modo que cada uno refleja un color diferente; en cambio Jesucristo reúne en sí todos los
colores y produce la luz resplandeciente de la revelación de Dios.
Lo importante para nuestro autor, sin embargo, es que, por medio de esta gran variedad,
sigue siendo Dios el que habla.

«En otro tiempo»


En quinto lugar Dios habló «en otro tiempo». Lejos de negar la validez del mensaje del
Antiguo Testamento, el autor de Hebreos ratifica su origen divino. Cuando dice que Jesús
es la revelación de Dios por excelencia, no niega en absoluto el carácter divino de las
revelaciones anteriores. Aquí tenemos un claro respaldo de parte del Nuevo Testamento de
la fiabilidad, inspiración, autoridad divina y naturaleza sagrada del Antiguo.
Las Escrituras son Palabra de Dios, y hemos de aceptarlas y escucharlas como tal. Pero,
dice el autor, aquella revelación fue para otro tiempo. Los tiempos avanzan y nosotros
ahora estamos en los «postreros días». El mensaje del Antiguo Testamento era un mensaje
absolutamente válido para su tiempo.
Pero ahora ha venido una nueva revelación. Ésta no contradice la anterior, pero la
«cumple». El mensaje del Antiguo Testamento queda absorbido dentro del Nuevo y debe
ser entendido conforme a la luz mayor de la nueva revelación.
Según los expertos, en griego la frase «otro tiempo» indica cierta distancia; se refiere a un
tiempo ya un poco lejano. De hecho, desde los tiempos de Malaquías, hacía unos
cuatrocientos años, no había habido revelación por los profetas. Por lo tanto, el autor de
Hebreos, escribiendo en el primer siglo, puede decir: Hermanos, ¿os acordáis de que en
otro tiempo, ya hace siglos, Dios hablaba a nuestros padres? Bien, ahora Dios ha vuelto a
hablar en nuestro tiempo y su nueva palabra es para nosotros. En absoluto niega la
naturaleza divina de la revelación anterior, pero indica que aquélla queda supeditada ahora
a la nueva Palabra de Dios para la época que ha llegado en el Señor Jesucristo.

«A los padres»
En sexto lugar Dios habló «a los padres». No creo que la frase se refiera, como en otras
ocasiones, sólo a los patriarcas (Abraham, Isaac y Jacob), sino a todos los antepasados de
los lectores hebreos. Dios dirigió su palabra a todos los israelitas desde Abraham (y aun
antes) hasta Malaquías. Los judíos tuvieron el privilegio de ser los depositarios de «la
gloria, el pacto, la promulgación de la ley, el culto y las promesas» (Romanos 9:4).
Quizás el autor emplea la frase «nuestros padres» con un sentido biológico, refiriéndose al
hecho de que sus lectores son descendientes de Jacob. Es cierto que no podemos excluir un
uso más generalizado, en el sentido de que los santos del antiguo pacto son los padres
espirituales de todos los creyentes cristianos. Fue precisamente al escribir a una iglesia con
un porcentaje elevado de miembros gentiles que Pablo pudo llamar a los israelitas
«nuestros padres» (ver 1 Corintios 10:1). El apóstol evidentemente consideraba que los
creyentes gentiles eran hijos espirituales de los «padres» del Antiguo Testamento. Pero no
puedo por menos que ver aquí un pequeño refuerzo de la idea de que esta epístola va
dirigida a lectores hebreos.

«Por los profetas»


En séptimo lugar Dios habló «por los profetas». Éstos eran la agencia humana de la
revelación divina. Ninguno de ellos pretendía inventar su propia doctrina, ninguno hacía
alarde de sus propias intuiciones religiosas, ninguno se atrevía a ser «creativo» en estas
materias, porque las tenían por sagradas. En cambio, todos pretendían haber recibido su
mensaje de parte de Dios y se veían a sí mismos como simples portavoces de una voluntad
ajena.
No debemos limitar la referencia a los «profetas» a aquellos hombres de finales del período
del Antiguo Testamento que solemos llamar «los profetas», pero que los hebreos llamaban
«los profetas posteriores». La referencia aquí es a todo aquel que verdaderamente (en
palabras de Pedro) fuera un «hombre santo de Dios que hablara inspirado por el Espíritu
Santo» (2 Pedro 1:21). En este sentido Abraham era profeta (ver Génesis 7:20), como
también David (Hechos 2:30). Por supuesto, la referencia ha de incluir también a Moisés, a
los redactores de los libros poéticos, históricos y sapienciales del Antiguo Testamento,
además de los libros que solemos llamar proféticos.

LA REVELACIÓN DE DIOS EN JESUCRISTO


Dios, pues, ha hablado en otro tiempo. El autor escribe a lectores hebreos que tenían
aquella Palabra como su gloria nacional. Era motivo de suprema satisfacción para ellos que
Dios los hubiera elegido para ser el objeto de su revelación. Pero, dice el autor, si vuestro
privilegio en el pasado era maravilloso, pensad que lo que ahora tenéis es mucho más
maravilloso aún.
En el versículo 2 dejamos atrás el pasado y procedemos a la nueva (y definitiva) revelación
de Dios en Jesucristo. El autor se expresa con palabras que indican por un lado un principio
de continuidad con respecto al mensaje del Antiguo Testamento, y por otro lado un
principio de contraste. La continuidad radica en que es el mismo Dios el que sigue
hablando. Los cristianos no han inventado una nueva deidad ni un nuevo mensaje. Hay un
sólo Dios verdadero, el que siempre ha existido. El mismo Dios que hablaba tan claramente
en el pasado, ahora vuelve a hablar en Jesucristo.
El cristianismo, por lo tanto, no empieza como religión en el año cero de nuestra era. Creer
en Jesús es creer en el mismo Dios de siempre. El Evangelio cristiano es incomprensible sin
las revelaciones anteriores del Antiguo Testamento, porque es su culminación.
Pero después de cuatrocientos años de silencio, nos llega otra vez la voz de Dios. Y
evidentemente esta nueva revelación no será inferior a la anterior. Su superioridad se ve
precisamente en que es una revelación posterior. Si hace falta una nueva palabra es porque
la anterior quedaba corta. Puesto que Dios no cambia, no debemos pensar que la nueva
revelación anula la antigua, ni que la contradice; pero debemos comprender que la
perfecciona y la culmina.
La ley del Antiguo Testamento no debe ser contemplada como si estuviese en oposición al
Evangelio del Nuevo Testamento, porque encontramos el Evangelio en las promesas del
Antiguo Testamento, y a la vez encontramos la Ley en las exhortaciones de Cristo y los
apóstoles. Hay continuidad. Jesús, como Él mismo dijo (Mateo 5:17), no vino para negar,
abrogar, o corregir la revelación anterior, sino para cumplirla, llevándola a su pleno
florecimiento. El Antiguo Testamento nos prepara para el Nuevo y el Nuevo es la
consumación del Antiguo.
En todo esto vemos un principio de continuidad. Es el mismo Dios quien habla en ambas
revelaciones, y la una es incompleta sin la otra. Pero, por otro lado, el autor señala un
contraste entre las dos revelaciones. Pertenecen a diferentes momentos: ya no se trata de un
período en el pasado, sino de una nueva época, los «postreros días». Los oyentes son
diferentes: ya no son los padres de antaño sino nosotros mismos. Y sobre todo el medio por
el cual Dios nos habla es diferente: antes hablaba por medio de los profetas, ahora habla por
el Hijo, nuestro Señor Jesucristo. Es decir, el autor afirma y defiende el origen divino de los
dos Testamentos, pero lo hace de tal manera que deja patente la primacía del Nuevo.

«En estos postreros días»


El primer punto de contraste lo encontramos en la primera frase. Dios había hablado «en
otro tiempo», pero ahora habla «en estos postreros días». O más literalmente, «al final de
estos días». Con esta frase el autor indica que la revelación por medio del Hijo es la palabra
final de Dios, por cuanto corresponde al período «final» de la historia humana.
El lenguaje aquí habrá sido familiar para los primeros lectores. Ellos sabían que los rabinos
dividían la historia en dos grandes dispensaciones: el «tiempo presente» anterior a la venida
del Mesías; y la «era venidera» (o el «mundo venidero» del que se nos habla en el 2:5) en la
que el Mesías establece su reino. Pero ahora el Mesías ha llegado y los tiempos cambian. El
«tiempo presente» ya es del pasado; el «mundo venidero» ya no es futuro, sino que ha
empezado a estar presente. (Es importante recordar esto si vamos a interpretar
correctamente textos como 9:9, 10). Hemos entrado en los «postreros días», un período
comprendido entre la primera venida del Señor Jesucristo y su retorno en gloria. Con la
llegada del Mesías, ha comenzado a manifestarse la era venidera, la que Pablo llama «el
cumplimiento del tiempo» (en Gálatas 4:4) o «la dispensación del cumplimiento de los
tiempos» (en Efesios 1:10). Por lo tanto, debemos recordar que cuando la Biblia habla de
los «últimos días», no se está refiriendo a años que aún quedan en el futuro, ni a un período
que vendrá justo antes de la segunda venida de Jesucristo, sino a todos los años que van
desde la primera venida hasta la segunda. Por esto el apóstol Pablo puede afirmar que nos
«han alcanzado los fines de los siglos» (1 Corintios 10:11). Y nuestro autor (en 9:26) dice
que con la venida de Cristo ha llegado «la consumación de los siglos». La consumación de
los siglos no es una fecha que aún queda por venir. Ya ha llegado.
En otras palabras, los «postreros días» constituyen el período intermedio en el cual nuestra
redención «ya» ha sido potencialmente realizada pero «todavía no» ha sido consumada. Es
el espacio de la misericordia y paciencia de Dios, en el cual está abierta de par en par la
puerta de la salvación (2 Pedro 3:9). Es el tiempo entre la primera y la segunda venida de
Jesucristo: el Mesías ya ha venido pero aún ha de venir, el reino de Dios ya se ha acercado
pero aún no se ha manifestado en su perfección. Éstos son los postreros días. Empezaron
cuando el Hijo anunció el mensaje definitivo de Dios, y acabarán cuando el Hijo vuelva por
segunda vez para salvar a los que le esperan (9:28).

«Nos ha hablado»
El segundo punto de contraste está en aquellos que reciben la revelación de Dios. Antes Él
había hablado a los padres, ahora nos ha hablado a nosotros. Por supuesto, este «nosotros»
se refiere en primer lugar al autor y a los primeros lectores hebreos, descendientes según la
carne de los «padres» del versículo 1. Sin embargo, el «nosotros» no sólo se hace extensivo
a cualquier hebreo que leyese esta epístola, sino a cualquier cristiano, sea judío o gentil.
Dios nos ha hablado a todos por medio de su Hijo, por cuanto los creyentes gentiles
también somos hijos de Abraham por adopción en Jesucristo.
A esto creo que podemos añadir una idea que, si bien no es explícita en el texto, la
sobrentendemos por contraste con el versículo 1. Allí veíamos la naturaleza parcial,
fragmentaria e incompleta del mensaje del Antiguo Testamento. Dios había hablado «en
muchas porciones», o sea, en diversas etapas, aclarando progresivamente su revelación. Por
vía de contraste podemos deducir que la revelación de Dios en Jesucristo es completa y
final. En contraste con la naturaleza fragmentada y progresiva de la revelación del Antiguo
Testamento, en el Hijo llegamos a la culminación, a un mensaje definitivo. O para expresar
lo mismo en palabras de Calvino:

«La diversidad de visiones y medios usados en el Antiguo Testamento indica que existía un
estado de cosas no definitivo. Pero cuando habla de los “postreros tiempos” insinúa que ya
no hay razón para esperar una nueva revelación, porque lo que Cristo trajo no fue algo
eventual sino definitivo».

El mensaje de Jesucristo es final y completo al menos por dos razones. En primer lugar por
la calidad del mensajero. Dios no nos ha enviado un mensajero más, sino que Él mismo ha
tomado forma humana para revelarnos su mensaje. En segundo lugar, porque el mensajero
es el mensaje. El Hijo es en sí el Verbo. Quien le ha visto a Él ha visto al Padre. Luego no
puede haber expresión más perfecta de la revelación de Dios que la que encontramos en el
Señor Jesucristo. La revelación no está solamente en sus palabras, sino también en su
misma persona. Precisamente Hebreos investigará más la persona de Jesucristo que sus
palabras. Nosotros, pues, tenemos el privilegio de vivir en un tiempo en que no sólo
recibimos un mensaje de parte de Dios, sino que además conocemos a Dios en el mismo
mensajero. En palabras de Pedro:
«Todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino
poder, mediante el conocimiento de aquel que nos llamó» (2 Pedro 1:3).
En este punto hagamos una aclaración. Cuando decimos que Jesucristo nos trae el mensaje
final y completo de Dios, no queremos decir que por esto Dios haya dejado de hablar en
nuestros días. Esto sería negar el ministerio del Espíritu Santo en la dirección de nuestras
vidas. Lo que queremos decir es que, mientras en el Antiguo Testamento los que recibían la
palabra por los profetas siempre tenían como punto de referencia la venida del Mesías en el
futuro, nosotros, en cambio, si bien es cierto que esperamos el retorno de Jesucristo en el
futuro, sin embargo tenemos como punto de referencia para nuestra doctrina algo que
ocurrió en el pasado. Puesto que ya se ha manifestado el Hijo de Dios, nuestra comprensión
de los propósitos de Dios no queda velada por incertidumbres que sólo serán aclaradas en el
futuro. El misterio ya se nos ha revelado (Efesios 1:9; 3:5). Lo que nosotros vemos no es la
sombra de una realidad venidera, sino la realidad misma. En principio no nos falta nada
para una plena comprensión del Evangelio. En cuanto a las doctrinas fundamentales de la
fe, no queda nada por ser revelado. En Jesucristo se plasman perfectamente el carácter y la
persona de Dios; no queda ninguna revelación más acerca de Dios mismo, excepto la
experiencia de conocerle a Él como Él nos conoce a nosotros (1 Corintios 13:12),
experiencia que será nuestra cuando Cristo vuelva en gloria. Con respecto al ser humano y
al camino por el cual éste puede ser salvo, todo queda claramente explicitado en el
Evangelio que Cristo nos ha traído.
Por lo tanto, nuestra tarea como creyentes que vivimos después de la revelación de Dios en
Jesucristo, no es la de esperar otra revelación de parte de Dios, como si nos faltara algo o
como si la revelación del Nuevo Testamento no fuera clara ni completa, sino la de
interpretar y entender fielmente la de Jesucristo.
Pero dicho esto, debemos añadir que, tanto para la interpretación correcta de la revelación
como para la comprensión correcta de nuestro cometido personal dentro del servicio del
Hijo, seguimos necesitando la dirección del Espíritu Santo. Para efectos vocacionales y de
ministerio necesitamos que Dios siga hablándonos.
En cuanto a la doctrina cristiana, nuestro punto de referencia es hacia atrás, hacia la
revelación definitiva. Es por esto que el Señor Jesucristo dice a sus discípulos que el
Espíritu tomará de las cosas de Cristo para hacérselas saber y para traerlas a su memoria
(Juan 14:26; 16:14). Pero en cuanto a la vivencia cristiana, seguimos necesitando la
dirección y la iluminación del Espíritu Santo a fin de entender bien la revelación de
Jesucristo y de saber lo que Él desea de nosotros.
Por lo tanto, debemos evitar dos peligros. Uno es el de pensar que, si Dios ha ido revelando
su mensaje a lo largo de muchos siglos, debemos esperar recibir una nueva revelación
doctrinal hoy en día. El otro es la tentación de utilizar este texto, u otros parecidos, como si
dijese que, debido a la revelación completa y definitiva en Jesucristo, podemos prescindir
de la dirección del Espíritu Santo en nuestras vidas y vivir la vida cristiana como si sólo
fuera cuestión de seguir mecánicamente las directrices de la Palabra escrita. No es cuestión
de tener que elegir entre la palabra de Cristo plasmada en el Nuevo Testamento y la
dirección del Espíritu Santo en nuestras vidas, sino que más bien ambas cosas son
necesarias.
Dejemos, sin embargo, esta digresión y volvamos al tema principal. Dios nos ha hablado a
nosotros. El privilegio es inmenso. Y su mensaje es completo y definitivo.

«Por el Hijo»
En realidad ya hemos empezado a considerar el tercero, y más importante, de los puntos de
contraste: Dios no nos habla ahora por los profetas, sino por su Hijo. De hecho este
contraste es de tanta importancia que conduce al autor en los versículos siguientes a toda
una reflexión sobre quién es el Hijo de Dios.
Con respecto a esta frase el texto griego es más específico y exacto que las traducciones
modernas. Literalmente no dice «por el Hijo», sino «por Hijo» o «en Hijo». Aquí hay un
nuevo contraste con el versículo 1: Dios ha hablado «por los profetas» y «en Hijo». La
omisión del artículo, aunque es un detalle pequeño, tiene su importancia. Yo estoy
escribiendo «en castellano». En la nueva dispensación Dios emplea un nuevo lenguaje.
También es el lenguaje de Dios. Él es la Palabra de Dios en sí. Dios nos habla «en Hijo».
Es como si el texto dijera: «Dios nos ha hablado como Hijo», o «en forma de Hijo».
Jesucristo no es sólo el mensaje de Dios encarnado, sino Dios mismo encarnado. Dios nos
habla en Jesucristo, no sólo por medio de sus palabras, sino también a través de su vida, sus
actos y supremamente (como veremos en Hebreos) a través de su obra propiciatoria. Con
nuestra traducción, «por el Hijo», el texto nos da la impresión de que la comunicación de
Dios por medio del Hijo y de los profetas es esencialmente la misma. Pero «en Hijo» nos
habla de la encarnación, de la presencia de Dios mismo en Jesucristo, de que Jesucristo no
es sólo un canal utilizado por Dios para su comunicación, sino que es Dios mismo
manifestado «en forma comunicable», de una manera comprensible para los hombres.
Jesucristo no es sólo un hombre inspirado por Dios, sino una persona divina que nos habla.
Aquí está el meollo del contraste entre el mensaje de antes y el de ahora. En ambos casos
Dios habla. Pero ahora el mensaje no es sólo perfecto por ser definitivo sino por el vehículo
de su transmisión. En el Hijo es Dios mismo quien nos habla directamente. Jesucristo no es
un portavoz humano que, por recibir un mensaje especialmente significativo o por tener un
oído especialmente afinado al mensaje de Dios, merece ser considerado algo más que un
profeta. No es un ser humano cualquiera al que por sus méritos y vida santa Dios haya
elegido para elevarle a un rango superior al de los profetas. Es Dios mismo en forma
humana. Cuando los padres escuchaban a los profetas, estaban en presencia de hombres,
hombres pecadores, hombres limitados, aunque utilizados por Dios para transmitirles el
mensaje. Cuando nosotros escuchamos a Jesucristo, ciertamente estamos en presencia de un
hombre por cuanto Él se hizo verdadero hombre, pero estamos en presencia de algo más: de
Dios mismo.
Y éste es el tema que ahora el autor nos explicará más ampliamente.

CAPÍTULO 2
EL HIJO
HEBREOS 1:2b–3a
el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo; el cual,
siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas
las cosas con la palabra de su poder»

Dios nos ha hablado. Su palabra definitiva a la humanidad llega encarnada en nuestro Señor
Jesucristo, a quien nuestro autor llama «el Hijo». Pero no haremos justicia al mensaje ni
comprenderemos su carácter único mientras no comprendamos adecuadamente quién es el
Hijo.
Por lo tanto, el autor deja momentáneamente el tema del mensaje de Dios (volverá a él al
principio del capítulo 2) a fin de explicarnos la gloria del mensajero. Su exposición ocupará
el resto del capítulo 1. Sólo así comprenderemos todo lo que hay detrás de la afirmación:
«Dios nos ha hablado por el Hijo». Y sólo así veremos la suma seriedad de descuidar el
Evangelio que el Hijo nos trae (2:3).
En este estudio, por lo tanto, empezamos a considerar la gloria y dignidad de nuestro Señor
Jesucristo. A fin de situarnos adecuadamente ante la enseñanza de nuestro texto, conviene
detenernos para una reflexión sobre la cristología.

LA SEGUNDA PERSONA DE LA TRINIDAD


Desde los primeros siglos de la Iglesia cristiana, los teólogos ortodoxos siempre han
empleado una pequeña fórmula para referirse a la divinidad: un Dios en tres Personas. No
es una frase bíblica, por lo cual no hay obligación de suscribirla como divinamente
inspirada. Pero tampoco debemos desecharla sin haber comprendido por qué llegó a ser
formulada, y sin considerar si hace justicia a lo que la Biblia revela en cuanto a la
naturaleza de nuestro Dios.
En cuanto nos ponemos a estudiar la enseñanza bíblica, descubrimos varias ideas
fundamentales. No hay una pluralidad de dioses, sino que existe un solo Dios verdadero,
único y omnipotente. Hay otros seres espirituales que los hombres llaman «dioses», pero de
hecho no lo son (2 Crónicas 13:9; Jeremías 2:11; 5:7; 16:20; Hechos 19:26; 1 Corintios 8:5,
6; Gálatas 4:8).
Pero por otra parte, el Padre es divino, el Hijo es divino y el Espíritu Santo es divino. La
Biblia nos enseña que el Padre no es el Hijo, si bien es cierto que quien ha visto al Hijo ha
visto al Padre; y que el Espíritu no es el Padre ni es el Hijo, si bien es el Espíritu de Cristo y
ha sido enviado por el Padre. Por lo tanto, el Padre, el Hijo y el Espíritu son Dios. Pero el
Padre no es el Hijo y el Hijo no es el Espíritu. Y sin embargo, no existen tres dioses sino
uno sólo. Es decir, Dios es uno pero dentro de la unicidad de Dios detectamos una
dimensión triple, y dentro de esta dimensión triple hay suficiente diferenciación de
personas como para decir que el uno no es el otro.
Los autores bíblicos, los que palparon en su propia experiencia estas realidades divinas al
vivir con Jesucristo y al ser bautizados en el Espíritu en Pentecostés, luchan por encontrar
palabras para describir adecuadamente lo que habían experimentado. ¿Cómo llamar a esta
triplicidad que se descubre dentro de la unidad inalienable de Dios? Eran hebreos formados
en la más pura ortodoxia monoteísta: «Jehová nuestro Dios, Jehová uno es». No hay más
dioses que Él. Sólo su propia experiencia incuestionable de la realidad divina conocida en
Jesucristo y en la promesa del Espíritu podría haberlos conducido a matizar su monoteísmo,
y aun esto sin abandonarlo. Nunca sugieren que el Hijo y el Espíritu sean otros dioses
distintos de Jehová.
Por otra parte nunca admiten una cuarta manifestación personal de Dios. Aparte del Padre,
del Hijo y del Espíritu, no reconocen a otro que ostente esta divinidad, a pesar de su firme
creencia en todo un mundo invisible de espíritus y ángeles.
Así pues, ¿cómo explicar esta triple dimensión? ¿Qué palabra emplear para definir a los
tres? Como hemos dicho, los cristianos de los primeros siglos acabaron empleando la
palabra «persona». Tres personalidades en un sólo Dios.
En nuestra experiencia humana la personalidad está vinculada inextricablemente a la
individualidad. Cada persona es un individuo. No podemos imaginar a un solo ser que
tenga tres personalidades. Y no lo podemos imaginar porque nuestro punto de referencia
siempre es lo humano, y entre los hombres no concebimos que pueda existir una diferencia
entre la personalidad y la individualidad. Pero en principio no existe ninguna razón por la
que ha de ser así en el caso de Dios.
En realidad, todo lo que la Biblia nos revela acerca de Dios se expresa forzosamente en
lenguaje humano y con puntos de referencia procedentes de nuestra experiencia humana.
No puede emplear un lenguaje divino y a la vez comunicarnos algo. Ni puede utilizar como
punto de referencia experiencias que estén fuera de nuestro alcance. Sabemos, por
supuesto, que todo lo que ahora estamos matizando acerca de Dios se nos escapa en cuanto
a su realidad intrínseca, por cuanto nosotros no somos Dios y no podemos entrar dentro de
la esfera divina para entenderle. Forzosamente hemos de emplear ilustraciones humanas y
fórmulas antropomórficas. Y la fórmula que con el tiempo ha hecho más justicia a la
revelación bíblica es ésta: Un Dios en tres Personas.
Cuando Hebreos 1:2 nos dice que Dios nos ha hablado «en Hijo», indica que el Hijo es la
persona divina que tiene la característica de la comunicación. Por esto Juan le llama el
Verbo. Él tiene la función de «dar a conocer» a Dios (Juan 1:18). Y lo hace, no por ser un
mero heraldo que habla en nombre de Dios, sino porque Dios está en Él (2 Corintios 5:19).
Pero ¿por qué llamar «Hijo» a éste que viene a comunicarnos el mensaje definitivo de
Dios? Alguien diría: «Esto es muy fácil; porque fue engendrado por obra del Espíritu Santo
en la virgen María». Ahora bien, es cierto que Jesucristo empezó a vivir como hombre
cuando nació en Belén. Pero el Hijo, el Verbo, la segunda persona de la Trinidad, no
comenzó a existir entonces. En aquel momento tomó forma humana, pero su existencia es
eterna. Él era «en el principio». Él mismo pudo decir: «Antes que Abraham fuese, yo soy»
(Juan 8:58).
Todos los textos cristológicos del Nuevo Testamento coinciden en esto. Filipenses 2 nos
recuerda que antes de tomar forma humana estaba en forma de Dios. Colosenses 1 nos
recuerda que Él es antes de todas las cosas (v. 17). Juan 1 dice que el Verbo era en el
principio con Dios y era Dios. Aquí mismo en Hebreos, se nos dirá en la frase siguiente que
fue por el Hijo que Dios hizo el universo, por lo cual el Hijo existía antes de la creación del
mundo. Así pues, no podemos explicar el uso de la palabra Hijo en términos de la
encarnación.
Si la segunda persona de la Trinidad se nos revela como el Hijo es porque desde toda la
eternidad existe algo «filial» en su relación con el Padre. Nuevamente estamos ante
realidades divinas que sólo pueden ser exploradas por medio de ilustraciones humanas. La
realidad, más allá de la ilustración, por supuesto se nos escapa. Pero dentro de la relación
de las personas que llamamos Padre e Hijo, hay unas características que nos recuerdan la
relación entre un padre y un hijo en nuestra experiencia humana.
Pero podemos ir más lejos. La Biblia dice que el Hijo lo es porque Dios le engendró. Él es
el Hijo «unigénito» del Padre (Juan 3:16). Nuevamente la referencia no es al
engendramiento de Jesucristo en el seno de la virgen, sino a su engendramiento eterno. Un
hijo humano necesita un padre y una madre. En su humanidad, Jesús también necesitó ser
engendrado por el Espíritu Santo en María. Pero no es así en su naturaleza eterna. Él
procede del Padre. (Por cierto, digamos entre paréntesis que es aberrante hablar de la virgen
María como «madre de Dios». Ella no pudo otorgar a Jesús una existencia que Él ya tenía
desde el principio. Precisamente, con la naturaleza divina del Hijo María no tiene nada que
ver. Su parte es la de concebir, por obra del Espíritu, aquella naturaleza humana que Él
tomó al encarnarse. En cuanto el Hijo es Dios, María no es su madre.) El Hijo es el Hijo por
proceder del Padre, o en palabras de Juan: por estar «en el seno del Padre» (Juan 1:18).
Otro matiz. Un hijo humano siempre tiene menos edad que su padre (si bien es cierto que el
padre sólo es padre por el mismo período de tiempo que el hijo es hijo). En el caso de Dios
no es así. El Padre y el Hijo lo son eternamente, «desde el principio». No ha habido ningún
momento en que el Hijo no haya existido. Desde siempre el Hijo procede del Padre; y
desde siempre el Padre engendra al Hijo. Éste es el Alfa, el principio.
Quizás ante esto alguien diga: Entonces ¿cómo entender el versículo 5: «Mi Hijo eres tú, yo
te he engendrado hoy»? ¿Esto no implica que hubo un tiempo en que el Hijo no existía?
Suponiendo que ésta fuera una referencia a la relación eterna entre el Padre y el Hijo, y no
una referencia ni a la encarnación ni a la ascensión (posibilidades que estudiaremos al
llegar al texto en cuestión), creo que habríamos de entender que este «hoy» se refiere al
eterno presente de la eternidad. El engendramiento del Hijo es un acto eterno, no temporal.
En otras palabras, desde la perspectiva de nuestra temporalidad es como si el Hijo
«siempre» procediese del Padre y fuese el reflejo del Padre constante y eternamente.
Nuevamente hemos de insistir en que no sabemos, ni podemos saber, exactamente a lo que
nos estamos refiriendo. Estamos intentando hacer justicia a lo que la Biblia se limita a
revelarnos (forzosamente) a base de ilustraciones y figuras. El Hijo es llamado Hijo porque
de alguna manera, que nosotros no somos capaces de entender, debe su origen al Padre;
pero cuando hablamos de «origen» no estamos hablando de tiempo, sino de procedencia; no
estamos diciendo que hubo un tiempo antes del cual el Hijo no existía, sino que siempre
procede del Padre. O, para volver a Juan 1:1, el Verbo siempre ha estado «frente a Dios»
(ésta es la traducción exacta de la frase: «era con Dios»). El Hijo está delante del Padre,
reflejando su luz. Es decir, Él nace del Padre como el reflejo en un espejo nace del objeto
que está reflejando. Y constantemente hay este fluir de luz. Se llama Hijo porque tiene la
misma naturaleza y esencia del Padre del cual procede, porque se parece en todo al Padre,
porque tiene una relación única de afecto y de derecho con el Padre, porque sale del Padre y
es engendrado por Él.
Sin embargo, hechas todas estas matizaciones, hemos de volver a insistir en que la palabra
«Hijo» es una ilustración humana. Es una ayuda para entender lo que de otra manera
seríamos incapaces de entender, al menos en esta vida. Quizás nos consuele recordar lo que
ya hemos mencionado: que la Biblia nos promete que un día conoceremos a Dios como Él
nos conoce a nosotros (1 Corintios 13:12). Mientras tanto, la Biblia tiene que echar mano
de experiencias próximas a nosotros a fin de comunicarnos, aunque sea lejanamente, las
realidades de Dios.

CINCO CARACTERÍSTICAS DEL HIJO


Con el fin de ayudarnos a comprender mejor las gloriosas verdades entrañadas en la palabra
«Hijo», el autor añade cinco frases para describir su persona, antes de hablarnos de su obra
redentora y posterior exaltación:

«A quien constituyó heredero de todo»


Si es característica del Hijo comunicar y expresar la verdad de Dios, es propio del Padre
planearla y determinarla. Del Padre es la voluntad, como del Hijo es la revelación. El Padre
quiere y el Hijo manifiesta su voluntad.
No nos sorprende, pues, descubrir que es el Padre quien ha determinado que el Hijo sea
heredero de todo. No le corresponde al Hijo arrogarse tal prerrogativa, porque Él siempre
vive en sumisión a la voluntad del Padre.Y porque Él es el Hijo, tampoco nos sorprende
descubrir que Él es también el Heredero, porque la filiación y la herencia van juntas.
Recordemos que Jesucristo es el Hijo. Él es el Unigénito, el Hijo único.
Curiosamente, aunque el Espíritu Santo también procede del Padre, nunca se dice de Él que
sea otro hijo del Padre. La Biblia acude a otras ilustraciones a fin de explicar la relación
entre el Espíritu por un lado y el Padre y el Hijo por otro. Sólo del Hijo se emplea la
ilustración filial. Y sólo del Hijo se dice que es el Heredero.
De hecho con esta característica y la siguiente (que fue por el Hijo que Dios creó el
universo) el autor nos remite al principio de todo y al fin de todo. No solamente en términos
temporales sino también en términos causales. Aquí el Hijo es contemplado como la meta
de todo, por cuanto Él es su heredero. Él es la Omega de la creación.
En otras palabras, cuando Dios creó el universo ¿para quién lo creó? ¿para nosotros? No.
Nosotros somos los mayordomos de la creación y, como los siervos de la casa, comemos de
la mesa de nuestro amo. Pero nosotros no somos los dueños y herederos (o mejor dicho,
sólo lo somos en virtud de estar «en el Hijo»). Cuando Dios creó el mundo por medio del
Hijo, lo creó también para el Hijo. Lo que llamamos «nuestro» país, fue creado para el
Hijo. Tú y yo fuimos creados para el Hijo, y jamás descubriremos el verdadero sentido de
la vida mientras lo ignoremos o nos resistamos a asumir sus implicaciones.
¿Nos damos cuenta del alcance de esta primera afirmación acerca del Hijo? Presupone una
transformación radical de nuestro concepto de nosotros mismos y del mundo en el que
vivimos. Hasta el día de nuestra conversión tenemos una cosmovisión egocéntrica. Todo
gira en torno a nosotros mismos. Nosotros somos el centro de nuestro universo. Pero
cuando confrontamos los derechos del Hijo y lo que Dios dice acerca de Él, descubrimos
que el centro de nuestro mundo es el Hijo. No nos pertenecemos a nosotros mismos, sino al
Hijo. Mi razón de ser, por lo tanto, no es la satisfacción de mis propios deseos, sino la de
los del Hijo. Yo existo, no para mí mismo, sino para el Hijo. El hombre sólo es
verdaderamente salvo de su «vana manera de vivir» cuando puede decir: «Si vivimos, para
el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos; así pues, sea que vivamos, o que
muramos, del Señor somos» (Romanos 14:8).
El descubrimiento de que el Sol no gira alrededor de la Tierra y de que nuestro planeta no
es el centro físico del universo, provocó un enorme trastorno en la manera en la que el
hombre se veía a sí mismo y a su mundo. Es más abrumador aún cuando descubrimos que
nosotros no somos el centro espiritual del universo. Es humillante. Me obliga a deponerme
a mí mismo del trono y a entronar al Señor Jesucristo. Él es el heredero.
Sin embargo, una vez asimilada esta verdad, descubrimos que es motivo de gozo y
esperanza. ¿Hacia dónde va nuestro mundo? ¿Cómo acabará? ¿En una utopía proletaria?
¿En el endiosamiento de la tecnología? ¿O quizás en la aniquilación de toda la humanidad
en un gran holocausto? ¿O en la destrucción irreversible de la ecología? Desde luego
mucha gente a nuestro alrededor está desconcertada y preocupada por estas cuestiones, pero
nosotros tenemos la respuesta. El mundo quizás tenga que pasar por experiencias dolorosas,
pero ninguna de éstas es su destino final. Dios ha creado el universo para ser herencia de su
Hijo.

«Por quien asimismo hizo el universo»


El Hijo no es solamente el fin; también es el principio. Como hemos visto, Dios creó el
universo no sólo para el Hijo sino también por Él.
Juan y Pablo dicen lo mismo (ver Juan 1:3; Colosenses 1:16). Seguramente comprendían
que era así por revelación de Jesucristo mismo, por ejemplo cuando enseñaba que «todo lo
que el Padre hace, también lo hace el Hijo igualmente» y «como el Padre tiene vida en sí
mismo, así también ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo», de modo que «el Hijo a los
que quiere da vida» (Juan 5:19, 21, 26). Pero aun en el Antiguo Testamento encontramos
atisbos de la actividad del Hijo en la creación. Por ejemplo en Proverbios, Salomón
representa la Sabiduría como un personaje vivo cuya manera de hablar nos recuerda al
Señor Jesucristo («He aquí yo derramaré mi espíritu sobre vosotros»; «llamé, y no
quisisteis oír; extendí mi mano, y no hubo quien atendiese»; «el que me oyere, habitará
confiadamente y vivirá tranquilo, sin temor del mal»; 1:23, 24, 33). Luego este personaje
resulta haber estado presente en el momento de la creación:

«Eternamente tuve el principado, desde el principio,Antes de la tierra.Cuando [Jehová]


formaba los cielos, allí estaba yo;Cuando trazaba el círculo sobre la faz del abismo;Cuando
afirmaba los cielos arriba,Con él estaba yo ordenándolo todo,Y era su delicia de día en día,
Teniendo solaz delante de él en todo tiempo» (8:23–30).

¿Quién puede dejar de descubrir en tales palabras el retrato de Aquel que es para nosotros
«poder de Dios y sabiduría de Dios»? (1 Corintios 1:24).
Cuando salgamos la próxima vez a contemplar la hermosura del mundo natural podemos
recordar que quien la ha diseñado es el Hijo. Él es quien ha puesto cada una de las estrellas
en su lugar y ha decidido su rumbo y su velocidad con respecto a las demás. Él es quien ha
creado la diversidad de flores, plantas y animales. ¡Con qué conocimiento de causa pudo
decir Jesucristo que no debemos preocuparnos porque cada cabello de nuestra cabeza está
contado, porque Él es quien los contó desde el principio!
En el texto griego «el universo» es literalmente «las edades» o «los siglos». «Siglos» para
nosotros es una palabra temporal; no es una palabra geográfica. Pero desde la perspectiva
de la eternidad las dos cosas, el tiempo y el espacio, van estrechamente relacionados. Esto
viene confirmado por los últimos avances de la ciencia. El tiempo es inconcebible sin el
espacio y viceversa, porque el tiempo es relativo a la velocidad y la velocidad requiere
espacio. Por lo tanto, decir que el Hijo es Creador de los «siglos» es decir que Él es Señor
del espacio en todas las edades. No hay universo sin las edades ni hay edades sin el
universo.
Pero lo importante aquí es lo que el autor nos dice acerca del Hijo. Quien nos comunica el
mensaje definitivo de Dios no es sólo el carpintero de Nazaret, sino el principio y el fin de
la creación, el Alfa y Omega, el autor y consumador, el que dio principio a todo y el que es
heredero de todo. Podríamos atrevernos a descuidar el mensaje de un carpintero, pero no
del Hijo.

«El cual, siendo el resplandor de su gloria»


En muchas ocasiones los autores del Nuevo Testamento nos dan la impresión de estar
luchando mentalmente a fin de encontrar una fórmula que haga justicia a lo que han
comprendido acerca de Dios a través de Jesucristo. Pensamos, por ejemplo, en la confesión
de Pedro en Cesarea. Cuando Jesús pregunta a los discípulos: ¿Quién decís que soy yo?
Pedro contesta: «Tú eres el Cristo…». Hasta aquí su respuesta iba dentro de cauces
conocidos. El «Cristo» o «Mesías» era un concepto bien conocido por los judíos. Quizás
costara identificar a Jesús de Nazaret con el Mesías, pero al menos el concepto en sí no era
nuevo. Pero luego Pedro añade: «el Hijo del Dios viviente». Desde luego, esta fórmula
tiene ecos de frases mesiánicas que encontramos en el Antiguo Testamento. Pero detrás de
ella vemos cómo Pedro lucha por expresar lo que ha descubierto en Jesucristo. «Desde hace
muchos meses vivo en compañía de este carpintero que es a la vez rabino. Se me ha hecho
patente que cuando estoy en su presencia estoy en la presencia de Dios. Pero Dios es
invisible. Dios no tiene cuerpo ni forma humana. Entonces, ¿cómo describir a Jesús? Decir
que es «un hombre más» no sería correcto. Es hombre, pero no es un hombre cualquiera.
Por otra parte ¿sería correcto decir: Tú eres Dios? ¿Cómo se puede decir esto de un
hombre? Dios no es un hombre». Entonces, para hacer justicia tanto a la humanidad como a
la divinidad de Jesús, Pedro descubre esta fórmula que desde aquel momento nunca ha
caído en desuso: «Tú eres el Hijo del Dios viviente».
Algo parecido encontramos en las frases que el autor de Hebreos emplea ahora. El Hijo es
«el resplandor de la gloria de Dios» y «la imagen misma de su sustancia». Lo que sabemos
sobradamente acerca de Dios es que Él es invisible. Por definición lo que es invisible no
puede tener resplandor ni imagen. Por lo tanto, el autor deliberadamente emplea un
lenguaje chocante. Lo mismo hace Pablo cuando dice que Jesús es «la imagen del Dios
invisible» (Colosenses 1:15). Pablo inventa una frase intencionadamente paradójica. A Dios
no se le puede ver; sin embargo en Jesucristo Él tiene imagen. Juan, por supuesto, dice lo
mismo: «A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha
dado a conocer» (Juan 1:18). Él le ha hecho visible.
Cuando Juan dice: «A Dios nadie le vio jamás», la referencia ciertamente es a la vista
física: nadie ha visto con ojos humanos a Dios, porque Dios no tiene cuerpo para poder ser
visto. Pero seguramente la referencia también incluye otras dimensiones: Nadie jamás ha
podido penetrar la realidad de lo que es Dios; nadie ha podido sondearle; nadie ha podido
decir: Ahora «entiendo» a Dios. La mente humana es incapaz de llegar a estas alturas. Y sin
embargo, el Hijo da a conocer a Dios.
Dios es luz. Él habita en luz inaccesible. De la misma manera que ningún ser humano
puede estar mirando constantemente al sol sin hacerse daño a los ojos, ninguno puede mirar
a Dios y vivir (1 Timoteo 6:16). La luz de Dios es una luz que, en parte por nuestra
condición de criaturas y en parte por nuestra condición de pecadores, nos abrasa cuando la
miramos. Sin embargo, Dios mismo toma las medidas necesarias en Jesucristo para filtrar
esta luz de tal manera que pueda ser vista por nosotros. El Hijo es el reflejo perfecto de la
luz, resplandor que hace que la luz de Dios sea visible para nosotros. Él nos transmite la
gloria de Dios.
Para utilizar otra ilustración bíblica, el Hijo es al Padre lo que la palabra es al pensamiento.
Mis pensamientos están dentro de mi cabeza. Y no podrías leer este estudio si yo me
limitara a pensarlo sin ponerlo por escrito. Para que puedas participar de mis pensamientos,
yo los he de convertir en palabras. El Hijo es el Verbo como el Padre es el pensamiento. Si
el Padre es la esencia, el Hijo es aquella esencia hecha comunicable a nosotros. Dios se
hace audible en el Verbo. Dios se hace visible en Aquel que se llamaba a sí mismo «la luz
del mundo». Dios es la luz eterna. El Hijo es aquella luz hecha visible en el tiempo y en el
espacio. El Hijo, en otras palabras, es aquella persona divina que nos revela a Dios. Sin el
Hijo, Dios seguiría siendo desconocido, incognoscible, por nosotros.
Quizás alguien diga: pero Dios era conocido por los hombres mucho antes de la
encarnación de Jesucristo. Esto es cierto, pero ¿a través de qué persona de la Trinidad era
conocido? Solemos identificar al Dios del Antiguo Testamento con el Padre. Pero debemos
recordar que el Padre sólo es revelado como el Padre cuando el Hijo es revelado como el
Hijo. La idea de «un Dios en tres personas» sólo se hace explícita a partir de la encarnación
del Hijo y del derramamiento del Espíritu, pero el Dios del Antiguo Testamento es el
mismo Dios en tres personas que conocemos en el Nuevo. Por lo tanto, no necesariamente
hemos de pensar que en toda referencia a «Dios» el Antiguo Testamento está hablando de
la persona del Padre y de ninguna otra.
Cuando el salmista dice que los cielos cuentan la gloria de Dios, no debemos entender que
sólo manifiestan la gloria del Padre. Es la gloria de Dios, de todo Él, y esto incluye la gloria
del Hijo por el cual el universo fue creado. El Antiguo Testamento nos revela a un Dios que
sostiene la creación; pero la más afinada revelación del Nuevo puntualiza que la sostiene
por medio del Hijo, como veremos en un momento.
El Hijo estaba activo en la historia humana a lo largo del Antiguo Testamento, y todo lo
que entendemos acerca de Dios por medio de la naturaleza y de la historia, se lo debemos a
Él. Incluso cuando los santos del Antiguo Testamento veían a Dios en visión o en
visitación, ¿a qué persona de Dios veían? ¿Al Padre? Recordemos que Juan, refiriéndose al
Padre, ha dicho con toda contundencia: «A Dios nadie le vio jamás». Y sin embargo
diferentes santos del Antiguo Testamento le «vieron» de alguna manera. Abraham hospedó
a tres viajeros, uno de los cuales es llamado «el Señor». Moisés vio a Dios de espaldas.
Isaías tuvo una visión de Dios. ¿A quién vio Isaías? Al «Señor». Pero ¿quién era este
Señor? Muchos suponen que era «el Padre», pero el apóstol Juan dice explícitamente que
era el Hijo (Juan 12:36b–41). Es, por lo tanto, en el Hijo que el Dios invisible se hace
visible, aun en el Antiguo Testamento.
El Hijo es el «resplandor» de la gloria de Dios. Esta palabra admite de dos acepciones o
matices. Puede significar «reflejo», como el de un espejo. Y hay al menos tres sentidos en
los que el Señor Jesucristo es el reflejo de Dios. Lo es en primer lugar porque ve al Padre.
Nosotros no tenemos ojos para verle, pero el Señor Jesús sí. Él le entiende perfectamente,
«No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre» (Juan 5:19).
Jesús pretende tener una percepción especial y perfecta en cuanto a los propósitos y
actuación de Dios. También hemos visto que Juan 1:1 puede ser traducido: «El Verbo era
ante Dios», o «estaba cara a cara con Dios». Aquí tenemos a las dos personas que se
complementan mutuamente, con una plena compenetración. La palabra adecuada siempre
«refleja» el pensamiento, y el pensamiento toma forma comunicable en la palabra.
En segundo lugar representa fielmente al Padre. Es así no porque por casualidad el Padre y
el Hijo tienen la misma apariencia, sino porque es el mismo Padre el que se manifiesta a
través del Hijo. Es decir, la relación entre Jesús y el Padre no es la que existe entre un
cuadro y la realidad que representa, sino la de un reflejo y el objeto reflejado. Éstos no sólo
se parecen entre sí, sino que son indivisibles.
En tercer lugar el Hijo revela al Padre. La manera de saber cómo es Dios es mirarle en el
espejo que Dios mismo ha provisto: el Señor Jesucristo. Si queremos saber cómo es nuestra
propia apariencia, miramos un espejo; si queremos saber cómo es Dios, miramos a Jesús.
Sin embargo, la ilustración del espejo no hace plena justicia a la frase de nuestro texto. El
espejo es algo muy diferente del objeto que refleja. En cambio el Hijo y el Padre uno son.
Para este matiz de unidad hemos de acudir a otra ilustración en torno al resplandor como,
por ejemplo, el hecho de que la luz del fuego y el calor del fuego son inseparables. Para
efectos de descripción podemos distinguir entre ellos, pero cuando hablamos de la luz del
fuego no nos referimos sólo a una parte de él. Toda la luz está en el fuego. Todo el calor
también.
Cristo es el resplandor de Dios por cuanto Él revela a Dios. Pero no debemos pensar que a
Dios se le pueda dividir «en trozos», ni que el Hijo, como reflejo, sea algo distinto de Dios
mismo. En Cristo habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad (Colosenses 2:9). Él
resplandece con toda la gloria de Dios. El reflejo es perfecto. La luz es total.
Una última consideración antes de pasar a la frase siguiente. En griego el participio
presente que abre este versículo, «siendo», tiene un peso específico. No es estrictamente
necesario, por lo cual su uso es enfático. Es como si el autor subrayara para nosotros la
manera eterna en la que el Hijo refleja la imagen y el resplandor del Padre. El Hijo,
eternamente engendrado por el Padre, constantemente brilla con su luz. Es algo intrínseco
en Él. No es algo que Él empezara a hacer cuando nació en Belén. Pertenece a su carácter
eterno. No es que el Hijo, entre otras muchas funciones, casualmente refleje al Padre, sino
que Él «es», por definición, aquel reflejo.

«Y la imagen misma de su sustancia»


La frase anterior, «el resplandor de su gloria», ha sido cuidadosamente acuñada por el autor
en un intento de sondear la relación entre el Hijo y el Padre. A fin de que su significado no
se nos escape, él ahora la complementa con otra frase del mismo orden, que nos lleva a la
esencia del carácter divino del Hijo.
En el texto original, la palabra «imagen» (literalmente «carácter») se refiere al sello que los
patricios llevaban en sus anillos, y con los cuales dejaban una impresión en la cera al sellar
algún documento. Igualmente se refería al sello empleado por los alfareros para marcar un
diseño en un vaso. La palabra puede indicar tanto el sello mismo como la impresión que
deja. La idea aquí, pues, es que existe entre el Padre y el Hijo una correspondencia tan
absoluta y perfecta como la que existe entre un sello y la impresión que deja. Cuando en la
antigüedad alguien recibía una carta sellada, no veía el anillo, pero la impresión en la cera
inmediatamente identificaba al remitente. Había una plena identificación entre el anillo y la
impresión. De la misma manera el Padre y el Hijo se corresponden mutuamente el uno al
otro. La impresión es exacta.
Dice la frase que Él es la «imagen misma». Puede traducirse: la imagen exacta, perfecta o
completa. No es borrosa, ni imperfecta, ni inferior, sino la misma. Además es la imagen de
su sustancia. Aquí tenemos una diferencia con respecto a la ilustración. La cera no es de la
misma sustancia que el sello. Son dos sustancias diferentes. Pero en el caso de Jesús, el
Hijo es de la misma sustancia que el sello, el Padre. Así pues, el Hijo corresponde al Padre
en todo.
Para cambiar un poco de imagen, es como si el autor estuviese diciendo que el Hijo es una
cara de la misma moneda de la cual el Padre es la otra. Los dos son inseparables. Su
sustancia les es común e igual. Quien ha visto al uno, ha visto al otro (Juan 14:9).

«Y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder»


En quinto lugar el autor nos dice que el Hijo es el sustentador del universo. Ya hemos visto
que Jesucristo es el principio del universo y su fin; ahora vemos que ocupa el lugar
preeminente en todo el tiempo intermedio. No solamente ha puesto en marcha la creación,
sino que sigue sosteniéndola.
El Hijo es quien mantiene en funcionamiento el mundo en el que vivimos. Nuestros propios
cuerpos no seguirían con vida si no fuera por Él, como tampoco funcionarían los ciclos de
la naturaleza y el engranaje de la historia. Él es quien lleva hacia su desenlace final todo lo
que nos rodea. Todo esto nos recuerda una frase parecida que aparece en Colosenses 1:17:
«Todas las cosas en él subsisten»; y otra empleada por Pablo en su discurso ante los
atenienses: «Él es quien da a todo vida y aliento y todas las cosas… porque en él vivimos, y
nos movemos, y somos» (Hechos 17:25, 28; es de observar que Pablo aquí atribuye a
«Dios» lo que en Colosenses es función del Hijo).
Cuando nuestro texto dice que Cristo sostiene todas las cosas, no debemos entender una
acción casi pasiva como cuando yo «sostengo» un libro que tengo en mis manos. Es una
idea mucho más dinámica. Indica la constante actividad del Hijo en la dirección y
funcionamiento del universo.
Y no debemos entender tampoco que el Hijo se limita a marcar las líneas generales del
universo. El texto nos dice explícitamente que Él sustenta todas las cosas. ¡Una pequeña
frase que se dice muy fácilmente! Seguramente si apareciera en el libro de los Salmos diría
a continuación «Selah», para invitamos a tener una pausa para reflexionar.
«Todas las cosas». Cuando Juan dice que el Verbo es Creador de todas las cosas, añade una
frase adicional que, en cuanto a su contenido, es una redundancia; pero nos ayuda a
asimilar la grandeza de lo que acaba de afirmar: «y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue
hecho» (Juan 1:3). Y aquí podríamos añadir a nuestra frase que, por lo tanto, sin Él nada de
lo que actualmente existe podría mantener su existencia.
Cuando intentamos contemplar el funcionamiento del universo, muy pronto nos sentimos
abrumados. Por ejemplo, estudiamos lo que los astrónomos dicen acerca de las estrellas, las
increíbles distancias del universo tal y como ha sido explorado hasta la fecha (distancias
escritas con tantos ceros que no tienen ningún sentido para una mente como la mía), la
probabilidad de que existan muchísimas estrellas que jamás podrán ser vistas por nosotros
porque se están alejando de nuestro planeta a una velocidad mayor que la de la luz.
Entonces sentimos nuestra pequeñez y empezamos a palpar algo de la majestad y grandeza
del Hijo.
¡Tan poca cosa somos! La misma inmensidad del universo puede ser motivo de ansiedad en
cuanto a nuestra fe. Puede provocar que vayamos más allá de lo que dijo el salmista (¿qué
es el hombre, para que tengas de él memoria?) y concluyamos que no podemos valer nada
para Dios.
Pero otra sorpresa igual nos espera si en vez de explorar el macrocosmos de las estrellas,
consideramos el microcosmos de nuestros cuerpos. ¡Qué complejos son! Por supuesto, los
científicos van avanzando constantemente en su comprensión de su funcionamiento, pero
todavía están muy lejos de haber agotado los secretos del cuerpo. Si investigamos una sola
de sus células vamos descubriendo mundos dentro de mundos. ¡Y todos ellos sustentados
por el Hijo!
Él los sostiene «con la palabra de su poder». En sí la palabra de Jesucristo es eficaz y
efectúa su voluntad. Hay reminiscencias aquí de Génesis 1: «Y dijo Dios: Sea la luz; y fue
la luz». ¡Con sólo la palabra! Puesto que el Hijo es eterno, su palabra también lo es. Por lo
tanto, aquella misma palabra que crea no se desvanece en el momento de la creación, sino
que sostiene y sustenta lo creado.
Los creyentes del primer siglo tomaban muy en serio estas enseñanzas. Creían que el
mismo Señor Jesucristo que habían conocido en la carne y que había caminado a su lado,
ahora estaba a la diestra de Dios y (para expresarlo en términos humanos y temporales)
había vuelto a ejercer su función de antes, de sostener todas las cosas. Le conocían como el
Señor de todos los aspectos de su vida. Él dirigía todas sus circunstancias. Él conocía todo
el funcionamiento de sus cuerpos. Él estaba en medio de todas sus relaciones. No había
ningún aspecto de su vida que Él no estuviese controlando. Creían profundamente en la
providencia del Hijo.Nosotros necesitamos recuperar esta visión y esta fe en el Señor
Jesucristo, no sólo como el carpintero de Nazaret que predicó unas enseñanzas
revolucionarias, sino también como el Hijo eterno que está a la diestra de la Majestad
sustentando todas las cosas por la sola palabra de su propio poder. Porque fue debido a su
fe en el Hijo que, en medio de grandes pruebas y tribulaciones, los creyentes del primer
siglo aprendían a echar sobre Él todas sus ansiedades. Comprendían que todas sus
circunstancias eran gobernadas por Aquel que los cuidaba y que, por lo tanto, Él estaba
obrando todo para su bien. Esto sigue siendo cierto hoy. Aun las cosas que más nos
perturban están bajo su control. A Dios nadie le ha visto pero, en la medida en la que
tenemos la capacidad de ver a Dios en la faz de Jesucristo, descubriremos una luz que
ilumina aun los lugares más oscuros de nuestra vida.

CAPÍTULO 3
LA HUMILLACIÓN Y EXALTACIÓN DEL HIJO
HEBREOS 1:3b
«habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a
la diestra de la Majestad en las alturas…»

EN EL CUMPLIMIENTO DEL TIEMPO


Después de repasar las glorias eternas del Hijo, nuestro autor emplea dos frases que nos
recuerdan respectivamente su humillación («habiendo efectuado la purificación de nuestros
pecados por medio de sí mismo») y su posterior exaltación («se sentó a la diestra de la
Majestad en las alturas»). Ellas serán el objeto de nuestra reflexión en este estudio.
Puesto que el Hijo es el Creador, Sustentador y Heredero del universo, le toca muy de cerca
cuando el universo queda invadido por el pecado. Por así decirlo, Él se siente responsable
del universo porque lo ha creado, lo sostiene y es suyo. Por lo tanto, cuando el mundo, por
el pecado humano, cae bajo maldición, es el Hijo el que asume el cometido de corregir este
mal. Precisamente por ser quien es, Él no puede permitir que el mundo siga bajo la tiranía
del usurpador, el príncipe de las tinieblas, porque esta usurpación atenta contra sus
derechos de Heredero y contra la hermosura de lo que Él ha hecho como Creador. Puesto
que los daños de la caída tanto en el hombre como en la naturaleza son tan serios, sólo el
mismo Creador puede intervenir para repararlos.
Durante un largo período de la historia humana Dios fue preparando el mundo para la
intervención del Hijo. Lo hizo mediante la formación y la «separación» de un pueblo
escogido para sí mismo. En el desierto y posteriormente en la Tierra Prometida, Dios
enseñó a su pueblo acerca de la obra redentora del Hijo. Les enseñó cómo había de
realizarse y a qué precio. Lo hizo por medio de ilustraciones gráficas, fáciles de
comprender. Es por esto que el Antiguo Testamento nos narra la creación del Tabernáculo
en el desierto con sus ritos, utensilios, muebles, ceremonias, liturgias y sacerdotes.
Naturalmente, al ser sólo ilustraciones, en sí estas cosas no pueden solucionar el problema
de nuestro mundo arruinado ni pueden salvarnos de nuestro estado pecaminoso. Más bien
constituyen un anticipo simbólico de aquella intervención definitiva por la cual Dios
verdaderamente salvaría a su pueblo y comenzaría la restauración del mundo. Esto no
quiere decir que no hubiese salvación para los que creyeron en las promesas de Dios
anteriormente a la encarnación del Hijo, pero su salvación no fue obrada por los símbolos,
sino en virtud de la obra de Aquel que vino para dar cumplimiento a los símbolos.
Así pues, a lo largo de muchas generaciones Dios preparó el terreno para la venida de su
Hijo. Y «cuando vino el cumplimiento del tiempo», cuando llegó el momento oportuno, el
final del período que los judíos llamaban este siglo, «Dios envió a su Hijo» a fin de que los
símbolos se hiciesen realidad y los prototipos se cumpliesen. El Hijo tomó forma humana a
fin de salvar al mundo que Él había creado (Gálatas 4:4).
Puesto que fue por causa del pecado humano por lo que el mundo se había estropeado, Él
vino con la finalidad explícita de «salvar a su pueblo de sus pecados». Él es el verdadero
Cordero de Dios que, por el sacrificio de la Cruz, quita los pecados del mundo. Todo
significado de la encarnación y pasión del Señor Jesucristo se encuentra condensado en la
pequeña frase de nuestro texto: Él efectuó la purificación de nuestros pecados por medio de
sí mismo. A este respecto Trenchard dice: «Nunca se ha expresado un hecho tan sublime
con tanta economía de palabras» (pág. 35).

LA PURIFICACIÓN DE NUESTROS PECADOS


¿Por qué vino Jesús a la tierra en su primera venida? No para ejercer juicio, si bien es cierto
que el mundo es juzgado por cómo responde ante ella y por lo tanto ésta sienta las bases del
juicio (Juan 3:18, 19). No vino para juzgar al mundo sino para salvarlo (Juan 3:17; 12:47).
Tampoco vino la primera vez para establecer su trono de una manera visible y pública, si
bien es cierto que pudo concluir aquella primera venida diciendo a sus discípulos que toda
potestad le era dada en el cielo y en la tierra (Mateo 28:18). Tampoco vino primordialmente
para dejarnos ejemplo de cómo hemos de vivir, ni para dejarnos un cuerpo de enseñanza
ética, si bien es cierto que nos dejó su enseñanza y su ejemplo. Ni siquiera vino con la
intención principal de revelamos el carácter de Dios, aunque es cierto, como hemos visto,
que Él es el resplandor de la gloria de Dios y la imagen misma de su esencia, por lo cual en
Jesucristo Dios se nos hace visible. No. La primera intención de su venida fue ésta: efectuar
la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo.
Esta frase nos remite claramente a la Cruz de Jesucristo y a la expiación de pecados que Él
efectuó en ella. Allí Jesús se ofreció a sí mismo como sacrificio por nuestros pecados.
Nosotros merecíamos morir. Estábamos bajo la ira de Dios. El veredicto en contra de
nuestros pecados era claro: el alma que pecare morirá, y nosotros habíamos pecado. Era
obvio que debíamos morir, pero Él vino para tomar nuestro lugar y recibir en su persona la
muerte que nosotros merecíamos. Recibiendo «en sí mismo» la muerte que correspondía a
nosotros, Él expió nuestro pecado.
Por esto el autor podría haber dicho muy bien: Habiendo efectuado la expiación de nuestros
pecados por medio de sí mismo… Si prefiere hablar de su purificación, es porque emplea el
vocabulario consonante con la liturgia y las ceremonias del sistema sacerdotal del Antiguo
Testamento, que luego expondrá ampliamente en la parte central de su epístola.
La idea, por supuesto, es que nosotros estamos sucios. El pecado nos mancha y nos
contamina como la lepra. Y como los leprosos de antaño debemos considerarnos inmundos.
Pero la sangre derramada del Cordero de Dios nos purifica de pecado, de la misma manera
que los sacrificios del viejo pacto simbólicamente limpiaban de pecado a los que los
ofrecían.
Por supuesto, Hebreos no es el único libro del Nuevo Testamento que acude a este lenguaje
para describir estas realidades. El apóstol Juan nos recuerda que la sangre de Jesucristo nos
limpia de todo pecado (1 Juan 1:7). Apocalipsis 1:5 describe a Jesucristo como Aquel que
«nos amó y nos lavó de nuestros pecados con su sangre».
Como hemos dicho, el mismo autor de Hebreos explicará más adelante estas ideas al
hablarnos del ministerio sacerdotal de Jesucristo (especialmente en los capítulos 8 a 10).
Vale la pena recordar aquí cuál será la culminación de su exposición:
«Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de
Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo… y teniendo un
gran sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero, en plena
certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia y lavados los cuerpos con
agua pura» (10:19–22).

Hay purificación para el creyente en Jesucristo, y por medio de ella tenemos entrada a la
misma presencia de Dios, a través del camino que Cristo ha forjado para nosotros por su
muerte. Aquel que refleja plenamente la gloria de Dios es Aquel que limpia plenamente al
hombre pecador para que éste pueda volver a reflejar aquella gloria en cuya imagen fue
creado inicialmente.
La segunda parte de esta frase («habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por
medio de sí mismo») también anticipa un énfasis que vamos a encontrar a lo largo de
Hebreos. Pongamos unos ejemplos sacados de un solo capítulo, el 9. En el versículo 12,
leemos:

«no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, [Cristo] entró
una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención».

En el 14:
«La sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a
Dios, limpiará vuestras conciencias».

Y en el 26:
ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio de
sí mismo para quitar de en medio el pecado».

Éste es el énfasis de nuestro texto. Había una sola víctima adecuada. Jesucristo efectuó
nuestra purificación por medio de sí mismo, es decir, ofreciéndose a sí mismo en sacrificio,
derramando su propia sangre. Cristo vino para redimir a una humanidad caída. Cae por su
propio peso que esta humanidad no puede ofrecerse a sí misma como sacrificio válido ni
puede lograr su propia redención. Tiene que ser el Hijo mismo el que determine y realice la
ceremonia, el que es a la vez el sacerdote y la víctima, el que ofrece el sacrificio y el que
constituye en sí mismo el sacrificio.
Para algo tan trascendente no valían sustitutos animales ni ceremonias fastuosas. Ya
decíamos en otra ocasión que mucha gente se deja deslumbrar por formas religiosas
visuales. No les impresiona una ejecución romana. Pero la gloria del sacrificio de Jesucristo
y el factor determinante de su eficacia no es la forma de su ceremonia, sino el carácter de la
víctima. Siendo quien es, el Hijo basta como nuestro Redentor. Su obra es plenamente
eficaz. La realiza en sí mismo y por sí mismo.
La maravilla de esta pequeña frase es que nos indica que el Hijo verdaderamente ha logrado
nuestra purificación. No volvió a la diestra de Dios hasta no haber acabado la obra que se
había propuesto. Pudo exclamar en la Cruz: «Consumado es» (Juan 19:30). Y
anteriormente había afirmado: «He acabado la obra que me diste que hiciese» (Juan 17:4).
Su sacrificio fue completo, perfecto, definitivo y absolutamente eficaz: efectuó la
purificación de nuestros pecados.Es cierto que aún vivimos rodeados de un mundo caído y
que el pecado está aún presente en nuestras propias vidas. A veces sufrimos la tentación de
preguntarnos: ¿dónde están los plenos beneficios de la muerte de nuestro Señor Jesucristo?
Todavía no se ha revelado que Él sea el Heredero y Señor del universo, ni se ha
manifestado la restauración plena que Él ganó en la Cruz. Sólo vemos a Jesucristo
crucificado, resucitado y ascendido a los cielos. Creemos que, de hecho, por su muerte, ha
despojado a las potestades del mal, ha vencido al tirano, ha rescatado a todos aquellos que
creen en Él y ha empezado un proceso de restauración en sus vidas hacia su propia imagen.
Éstas son primicias de la plena restauración del universo que será la consecuencia final de
lo que el Hijo logró en la Cruz. Mientras tanto, es por la fe que suscribimos la plena
eficacia del sacrificio de la Cruz que esta frase proclama.
Es de observar que esta frase aparece aquí casi «de paso», como introducción a la frase
siguiente. El énfasis principal de estos versículos recae sobre la majestad y gloria de
nuestro Señor Jesucristo, y éstos se ven en el hecho de que Él «se sentó a la diestra de la
Majestad en los cielos».
Naturalmente, puesto que por ella obtenemos una purificación perfecta, el centro de nuestra
atención suele ser la Cruz de Cristo. Pero recordemos que precisamente para los judíos la
Cruz era el gran escándalo, la piedra de tropiezo. Ellos esperaban a un Rey vencedor, no a
un Salvador vencido. Bien dice implícitamente nuestra frase en cuanto a la salvación, la
Cruz es absolutamente central; pero en cuanto a la persona de Jesucristo, su humillación es
un paréntesis que Él mismo abre con respecto a su posición eterna, con el propósito de
realizar nuestra salvación. No es su condición permanente estar clavado en la Cruz, si bien
la Cruz tiene valor eterno. Eternamente el Hijo está en el seno del Padre, glorificado a la
diestra de la Majestad en las alturas. Tendremos un concepto parcial y, finalmente, erróneo
de la gloria de su persona si sólo le conocemos en su humillación.
Nosotros vemos en la historia a un hombre maltratado y humillado; pero Él es el Hijo
eterno de Dios. Vemos al Cordero; pero resulta que el Cordero es el León (Apocalipsis 5:5,
6). Vemos a Jesús, hecho menor que los ángeles a causa del padecimiento de su muerte
(2:9); pero la gran realidad detrás de su humillación es que Él es el Hijo eterno de Dios,
coronado de gloria y de honra. La humillación y la pasión de nuestro Señor Jesucristo
constituyen un espacio temporal insertado dentro de la realidad eterna de su persona. Un
espacio necesario, porque sin él aún estaríamos en nuestros pecados.
Cuando empezamos a ver la humillación de Jesucristo dentro de su perspectiva eterna,
cuando entendemos su propósito glorioso, cuando contemplamos la pasión a la luz del
carácter real de Aquel que la sufrió, entonces la Cruz ya no es motivo de vergüenza para el
creyente.
Un gran predicador escocés del siglo pasado, John Brown, dice esto mismo:

«La mente iluminada contempla la escena de la más profunda humillación del Salvador
como la revelación del despliegue más brillante de su gloria. La omnipotencia, la sabiduría
infinita, la santidad inmaculada, la justicia inflexible, la compasión inconcebible de Dios
nunca brillaron con mayor relumbre que en Aquel que es el resplandor de su gloria y la
imagen misma de su sustancia, cuando hizo expiación en sí mismo por los pecados de su
pueblo» (pág. 33).

LA GLORIFICACIÓN DEL HIJO


Es, por lo tanto, con una sensación de dejar atrás lo temporal y proceder a lo definitivo, que
consideramos la frase siguiente: «Se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas».
«Sentarse» es evidencia de dos cosas. Por un lado es evidencia de una obra acabada. Si
trabajas necesitas remangarte y levantarte. No puedes estar sentado. (¡Hay trabajos
sedentarios, pero no nos referimos a ellos!) Sólo cuando has acabado el trabajo puedes
sentarte. Si Cristo se sienta es demostración de que su obra ha sido cumplida. Es perfecta.
Pero también sentarse es evidencia de autoridad. Jesucristo se sienta a la diestra de la
Majestad. «Majestad» es sinónimo de Dios, pero si el autor emplea esta palabra es porque
quiere que contemplemos a Dios en su gobierno, en su trono. Y es allí, en el trono de Dios,
donde el Señor Jesucristo se sienta, en el lugar de gobierno, señorío y autoridad. Por lo
tanto, Él se sienta en virtud tanto de lo que es como de lo que ha hecho. Se sienta por ser el
Rey y por haber efectuado una perfecta y completa obra de redención. Se sienta porque es
su lugar por derecho propio y se sienta también porque ha acabado la obra para la cual
había dejado su lugar.
Resulta que cuando los textos bíblicos nos dicen que Jesucristo se ha sentado a la diestra
del Padre, siempre es a continuación de hablar de la obra acabada de la Cruz. Esto no
quiere decir que el Hijo no haya tenido derecho eterno de ocupar este lugar, ni que no haya
estado sentado en él eternamente. Él está siempre en el seno del Padre (Juan 1:18; 3:13).
Eternamente ocupa el trono. Pero esta frase en concreto es utilizada en las Escrituras para
hablarnos específicamente de la obra completa y del reino mesiánico de Jesucristo, Dios
hecho hombre, quien asciende a los cielos para ocupar su trono. Una cosa es estar sentado,
y otra es sentarse. La primera nos indica posición, la segunda acción. Y sólo Aquel que
previamente ha dejado su trono puede volver a sentarse en él.
Volveremos a ver esta idea en 8:1:

«El punto principal de lo que venimos diciendo es que tenemos tal sumo sacerdote, el cual
se sentó a la diestra del trono de la majestad en los cielos».

El sacerdote se sienta después de haberse ausentado del trono a fin de ofrecer el sacrificio
perfecto.
Lo vemos igualmente en Efesios 1:20:

«[El poder de Dios] operó en Cristo, resucitándole de los muertos y sentándole a su diestra
en los lugares celestiales».

Es de observar que formalmente es Dios quien hace sentar a Jesucristo a su diestra después
de su ascensión. Es decir, Dios es quien vindica a su Hijo resucitándole y haciéndole
ascender por el poder del Espíritu Santo, por lo cual se puede decir que es Dios el que hace
que Cristo se siente. En cambio en nuestra frase de Hebreos es el Hijo el que se sienta a sí
mismo, como si lo hiciera por derecho propio. Sin duda las dos ideas son facetas
complementarias de una misma realidad espiritual.
Cuando nuestro texto emplea la frase «en las alturas», no se refiere a una altura geográfica,
sino a una altura espiritual. Nos indica el lugar de absoluta preeminencia y señorío.
(Cuando los ángeles cantan «¡Gloria a Dios en las alturas!» es la misma idea.) Se refiere no
tanto a la esfera eterna en sí como al gobierno de Dios dentro de la esfera eterna. Casi es
sinónimo de «trono» (como vemos por una comparación con la cita de 8:1).
Naturalmente, si el Hijo se sienta en el lugar de absoluto dominio dentro de la esfera eterna,
esto indica su igualdad de posición con el Padre.El texto no dice que Cristo se siente a la
diestra de las alturas sino a la diestra de Dios en las alturas. Es decir, no ocupa un lugar al
lado del trono de Dios, sino que se sienta al lado de Dios en el trono. El trono del Padre es
el trono de Jesús. O como dice Apocalipsis 22:1: «el trono es de Dios y del Cordero». No
dice «los tronos de Dios y del Cordero», sino «el trono», ocupado tanto por Dios Padre
como por el Hijo, el Cordero. Sencillamente, pues, el autor está afirmando que Jesucristo
ocupa hoy mismo la posición más elevada de dignidad y autoridad que nosotros podamos
concebir y que jamás haya existido. No hay nadie ni nada superior al Señor Jesucristo.
Claramente, pues, Él es superior a los ángeles, lo cual será el tema del versículo siguiente.
Hemos contemplado a Jesucristo brevemente en su humillación y definitivamente en su
exaltación. Lo mejor que podemos hacer es concluir nuestra reflexión con las conocidas
palabras de Pablo que nos invitan a la misma contemplación:

«Cristo Jesús, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que
aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los
hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose
obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también lo exaltó hasta lo
sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se
doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda
lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre» (Filipenses 2:6–11).

CAPÍTULO 4
UN NOMBRE MÁS EXCELENTE
HEBREOS 1:4
hecho tanto superior a los ángeles, cuanto heredó más excelente nombre que ellos».

UNA MEJOR REVELACIÓN


Después de tres versículos llenos de frases ricas acerca de la persona y obra del Hijo, de
repente nos encontramos con esta referencia sorprendente a la superioridad de Jesucristo
sobre los ángeles. Sorprendente, porque en principio ningún cristiano lo dudaría, lo cual
hace pensar que el autor está contestando a un error que circulaba entre sus lectores.
Además, si seguimos leyendo el texto vemos que es un tema que el autor seguirá
exponiendo a lo largo del resto de este capítulo. Resulta que las gloriosas frases
cristológicas del preámbulo (vv. 1–3) sólo son introductorias de un tema que podría parecer
secundario.
Nos preguntamos en seguida a qué viene esta exposición tan extensa después de la
concisión de las primeras frases. ¿Por qué se detiene tanto en establecer la inferioridad de
los ángeles con respecto a Jesús?
Al margen de posibles errores contemporáneos en torno a la jerarquía celestial, debemos
buscar la respuesta en torno al tema de la revelación. Ya hemos visto que Dios habló en
tiempos del Antiguo Testamento por medio de los profetas, y esto en contraste con su
nueva revelación «en el Hijo» (vs. 1, 2). Ahora bien, para los judíos el mayor de todos los
profetas no era ni Isaías, ni Jeremías, ni Ezequiel, ni ninguno de aquellos a los que solemos
asociar con la palabra «profeta», sino Moisés. Éste se había encontrado con Dios mismo en
el monte y, por lo tanto, era «el profeta» por antonomasia. Pero, siempre según la tradición
de los judíos, la ley de Dios que Moisés recibió en el monte le fue dada por mediación de
los ángeles. Esto quizás nos sorprenda porque es una idea que no salta inmediatamente a la
vista en los capítulos del Pentateuco que nos hablan de Moisés en el Sinaí. Sin embargo, las
mismas Escrituras la ratifican.
En la gran oración al final de su vida, Moisés mismo da fe de ella:

«Jehová vino de Sinaí, y de Seir les esclareció; resplandeció desde el monte de Parán, y
vino de entre diez millares de santos, con la ley de fuego a su mano derecha»
(Deuteronomio 33:2).

Los «santos» aquí son ángeles. Fue como consecuencia de este testimonio de Moisés que se
estableció la tradición por la cual la ley fue dada por mediación de unos seres angelicales.
Es a esto a lo que se refiere el autor (2:2) cuando habla de «la palabra dicha por medio de
los ángeles».
Igualmente Esteban, en su gran discurso previo a su martirio, se dirige a sus oyentes como a
«vosotros que recibisteis la ley por disposición de ángeles, y no la guardasteis» (Hechos
7:53). Y también Pablo habla de la ley como «ordenada por medio de los ángeles en mano
de un mediador» (Gálatas 3:19).
Así pues, cuando Dios reveló la ley a su pueblo, fue por una mediación doble: por Moisés
en representación del pueblo, y por los ángeles como agentes de Dios.
Si el autor introduce el tema de los ángeles, no es tanto porque su empeño sea el de
establecer su inferioridad con respecto a Jesucristo, como porque desea mostrar la
superioridad del Evangelio traído por Jesucristo con respecto a la Ley dada por Moisés. Y
si nos dice (v. 4) que Cristo es hecho «tanto superior a los ángeles, cuanto heredó más
excelente nombre que ellos», podemos añadir, a la luz de su argumento posterior, que en
esta misma medida el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo es hecho superior a la
revelación dada en el Sinaí por medio de los ángeles. Naturalmente, detrás de este
argumento está la necesidad de corregir las vacilaciones de los primeros lectores hebreos.

«HECHO SUPERIOR»
Con todo esto en mente volvemos a nuestro texto y lo primero que observamos es que dice
que Cristo fue «hecho superior a los ángeles». Esto puede causarnos cierta sorpresa. En las
frases anteriores hemos considerado la naturaleza eterna del Hijo, quien es el resplandor de
la gloria de Dios, y Creador y Sustentador de todo. Esto nos hace suponer que eternamente
el Hijo es superior a los ángeles. ¿A qué viene, pues, que ahora tenga que ser hecho
superior a ellos?
Para entenderlo debemos recordar que al final del versículo 3 el autor nos ha hablado
(implícitamente) de la humillación del Señor Jesucristo. Él efectuó la purificación de
nuestros pecados, y para poder hacerlo «por medio de sí mismo», tuvo que encarnarse e
identificarse con nuestra condición mortal. El Hijo eterno se convirtió en el hombre Jesús.
Y ¿qué es el hombre? Según esta misma epístola, es «un poco menor que los ángeles»
(2:7). Puesto que la condición humana ocupa un escalafón inferior a la de los ángeles en la
jerarquía universal, el Hijo, para efectuar nuestra salvación, deliberada y voluntariamente se
hizo menor que los ángeles.
No solamente esto. Cuando inicialmente nos encontramos con Jesucristo, lo que conocemos
es su humanidad. Los hebreos que creían en Jesucristo le habían conocido en primer lugar
como un rabino que demostró ser el Mesías por las señales que hacía, por la evidencia
fehaciente de que Dios estaba con Él. Luego había sido crucificado por los romanos. Murió
una muerte vergonzosa, pero fue vindicado por Dios en su resurrección y ascensión. En
todo esto, la figura que habían conocido históricamente era el Señor Jesucristo en su
humillación. Éste era el punto de partida de los primeros lectores, y desde esta perspectiva
es absolutamente cierto que Jesucristo tuvo que ser hecho superior a los ángeles. No es que
el autor cuestione la superioridad eterna del Hijo, sino que reconoce aquella humillación
temporal por la cual el Hijo necesitó ser exaltado.
De hecho, sus palabras presuponen tres «etapas» en la vida de nuestro Señor: (1) en la
eternidad como el Hijo; (2) en la tierra como Jesús de Nazaret; (3) exaltado a la diestra del
Padre como el Señor Jesucristo.
Desde nuestra perspectiva humana, en la cual inicialmente conocemos al hombre Jesús de
Nazaret, sólo es después de su muerte y ascensión que se manifiesta su superioridad a los
ángeles. Al principio «vemos a aquel Jesús que fue hecho un poco menor que los ángeles a
causa del padecimiento de la muerte»; después le vemos «coronado de gloria y de honra»
(2:9).
Desde esta perspectiva, por lo tanto, el Hijo primero es hecho un poco menor que los
ángeles a fin de compartir nuestra humanidad y efectuar nuestra salvación; luego es
exaltado a la diestra de la Majestad, hecho superior a los ángeles, restaurado por el Padre a
aquella dignidad que Él tenía desde siempre (Juan 17:5). Desde el momento de su
ascensión (y éste es el énfasis principal de nuestro texto) el Señor Jesucristo está por
encima de todas las esferas de seres espirituales. Nuevamente ocupa la posición que le
corresponde.

UN NOMBRE MÁS EXCELENTE


¡Superior! La palabra literalmente es «mejor». Y «mejor» es una palabra clave en esta
epístola, empleada aquí por primera vez. Es la palabra característica que remarca el
contraste entre el antiguo pacto y el nuevo (ver por ejemplo 7:22; 8:6; 9:23). Naturalmente
el autor pone este énfasis sobre la superioridad de Jesucristo a fin de fomentar nuestra
confianza en Él. No debemos dejarnos engañar por las apariencias de la religión secular, ni
por la indiferencia de la mayoría en torno al Evangelio, porque «Jesús es mejor». Los que
seguimos a Jesús hemos escogido el mejor camino. No nos desanimemos, pues, ni cedamos
ante la tentación de volver atrás, porque no hay mejor destino posible que el nuestro (11:15,
16).
Si creemos en Jesús, no es porque Él represente una opción interesante entre muchas
posibles, sino porque Él es el mejor. No hay sistema religioso ni líder humano que se pueda
comparar con Él.
Para empezar, Él es mejor que los ángeles. Y lo es porque «heredó más excelente nombre
que ellos». Esto nos recuerda lo que hemos visto en el versículo 2: que Jesucristo es el
heredero de todo. Ahora se nos dice que Jesucristo no solamente ha «heredado» todo el
mundo creado, sino que también ha «heredado» un nombre.
Para los hebreos el «nombre» de una persona no era una especie de etiqueta que se le
colocaba arbitrariamente, sino un título que correspondía a su realidad esencial. Nuestra
frase, por lo tanto, incluye la idea de que nuestro Señor es intrínsecamente superior a los
ángeles, no sólo porque el Padre le haya concedido un rango más alto. Es una frase que
anticipa el contenido de los versículos siguientes: Jesús es superior a los ángeles porque
tiene la misma naturaleza esencial que el Padre.
¿A qué nombre se refiere el autor? Hay dos posibilidades. En primer lugar, algunos señalan
el parecido de nuestro texto con las palabras de Pablo en Filipenses 2:9, 10:

«Por lo cual Dios también lo exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo
nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla».
Aquí el nombre en cuestión es Jesús. Evidentemente si ésta es la interpretación, la
superioridad no está en la misma palabra «Jesús», sino en la posición que Dios le concede:
«sobre todo nombre».
Sin embargo, es mucho más probable que el autor esté pensando en otro nombre aquí: «el
Hijo». De hecho aún no ha hablado de «Jesús» (ni lo hará hasta hablar de su humanidad en
2:9), y en cambio sí ha hablado del «Hijo» (v. 2). Pero lo que parece conclusivo es el hecho
de que el versículo 5 siga hablando de este nombre: «Porque ¿a cuál de los ángeles dijo
Dios jamás: Mi Hijo eres tú?»
Esto nos recuerda el contraste entre la dignidad de Moisés y la de Jesús que el autor
puntualizará más adelante (3:5, 6). Moisés es un siervo en la casa de Dios mientras Jesús es
el Hijo de la casa. Igualmente, los ángeles han recibido la condición (o «nombre») de
siervos, mientras que Jesucristo es el Hijo. Siendo el Hijo de Dios, es de la misma esencia
divina que el Padre. En cambio, los ángeles, como los demás seres del universo, han sido
creados por Él y, naturalmente, le son inferiores. El «nombre» que el Hijo ostenta revela su
igualdad de condición, naturaleza y majestad con el Padre.
En el Concilio de Nicea los cristianos inventaron una frase para referirse a la realidad del
Señor Jesucristo: «verdadero Dios de Dios». Es decir, Él es «Dios que procede de Dios». El
Hijo «sale del Padre», como diría Jesucristo mismo (Juan 16:28; cf. 13:3). Por salir del
Padre no como creación sino como Hijo engendrado, es de la misma naturaleza y esencia
que el Padre. Ha heredado este carácter divino que es propio de su Padre. Y puesto que
Jesucristo es de la misma «categoría» que el Padre, entonces juntamente con el Padre recibe
los mismos títulos, los mismos honores, la misma majestad o, como dice aquí, el mismo
nombre.
Sean cuáles sean los matices que demos a esta frase, el hecho es que el hijo de la casa
siempre es superior a los siervos. ¿Y qué son los ángeles? Son «espíritus ministradores
enviados para servicio a favor de los que serán herederos de la salvación» (v. 14). Ni
siquiera son siervos solamente del Señor, sino también de los creyentes. En cambio Jesús es
el Hijo de la casa y, como Él mismo dijo, «el esclavo no queda en la casa para siempre; el
hijo sí queda para siempre» (Juan 8:35). El Hijo tiene prerrogativas inalienables en la casa
del Padre.
Es cierto que en algunas ocasiones en el Antiguo Testamento se llama a los ángeles «hijos
de Dios», por ejemplo en algunos de los Salmos. También lo es que en el Nuevo
Testamento se llama a los creyentes «hijos de Dios» (por ejemplo en Juan 1:12). Pero en
ningún momento se dice de un ángel o de un creyente que sea el Hijo de Dios. Este título es
reservado como propiedad exclusiva del Heredero, de nuestro Señor Jesucristo.
Así pues, el autor establece la plena superioridad de Jesucristo por encima de los ángeles,
por encima de todo el mundo de espíritus y de seres angelicales. Con matices diferentes el
apóstol Pablo dedica tiempo a este tema en la Epístola a los Colosenses. Él aborda la
cuestión a la luz de las herejías protognósticas que sostenían que existían diferentes
«esferas» espirituales y que, para poder llegar a Dios, era necesario previamente satisfacer
las exigencias de los señores de cada esfera. Pablo recuerda a los colosenses que el creyente
en Jesucristo comparte su misma vida y, por lo tanto, ocupa su mismo rango en la jerarquía
universal. Puesto que Jesucristo está a la diestra de Dios, por encima de todo poder
espiritual, el creyente tiene un acceso inmediato a la presencia de Dios. No necesita nada
aparte de lo que Cristo le da en el Evangelio, porque está completo en Él (2:9, 10).
Jesús es superior a todos los seres espirituales por ser Creador de todos ellos:
«En él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra,
visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades»
(Colosenses 1:16).

Estas palabras son términos técnicos que los gnósticos empleaban para referirse a los
estamentos espirituales.
Pero Jesucristo no solamente es superior por ser Creador, sino también por haber vencido a
los espíritus malignos por su obra en la Cruz:

«Despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando


sobre ellos en la Cruz» (2:15).

La intención de Jesucristo al humanarse no fue solamente la de rescatar a su pueblo, sino


también la de destruir definitivamente a aquel que había usurpado su trono.
Ya se trate, pues, de una religión de origen diabólico —como en el caso de los gnósticos—
o de unas formas religiosas de origen divino pero dadas a través de otros seres espirituales
inferiores al Hijo, todo debe ceder ante la revelación superior del Hijo. Naturalmente a los
lectores hebreos no les cabía la menor duda de la superioridad de Jesucristo por encima de
las religiones paganas. Pero no solamente por encima de éstas, dice el autor; el Evangelio
de Jesucristo es superior a Moisés y a todo el sistema levítico por cuanto éste fue revelado
por medio de ángeles, mientras aquél fue dado por el Hijo.

UN MENSAJE INCOMPARABLE
Todo esto puede parecernos algo lejano y de poca importancia para el siglo XX, pero si nos
ponemos a reflexionar descubriremos que no estamos tan ajenos a estas realidades. Hoy en
día hay personas que, aun llamándose cristianas, intentan hacer diferentes formas de
maridaje entre el mensaje de Jesucristo y diversas filosofías procedentes del contexto social
en el que viven; y no comprenden que esta mezcla no sólo es vana, sino altamente ofensiva
a Dios, por cuanto intenta fundir la revelación del Hijo con la especulación de unas
criaturas suyas. Quien pretende hacerlo no ha comprendido la alta dignidad del mensaje
cristiano, dignidad que recibe por ser Jesucristo quien es. Puesto que el Evangelio nos llega
por medio de Dios mismo hecho hombre, es necesariamente final, completo y absoluto, y
no se puede combinar con otras ideas procedentes de otras filosofías humanas.
También hay supuestos creyentes que intentan mantener que Jesucristo no es más que un
hombre. Ni siquiera le dan rango de ángel, por lo cual no dudan en someter el Evangelio al
arbitrio de sus propios criterios, en vez de someter sus criterios al arbitraje superior de la
revelación divina. Nuestra evaluación del Evangelio y el respeto que le concedamos
siempre estarán determinados por la dignidad que veamos en el Hijo. Si el mensaje del
Nuevo Testamento es de absoluta autoridad, esto se debe a la superioridad intrínseca de la
persona de Jesucristo, quien nos lo reveló.
Luego hay otros que mantienen que Jesús es más que un hombre pero menos que Dios: los
Testigos de Jehová, por ejemplo. Cuando, después de un largo debate en torno a la
divinidad de Jesucristo, logras frenar su aseveración de que Él no es Dios, pasan a una
segunda línea de defensa y dicen que Jesucristo es un «dios» pero con «d» minúscula. Es
un dios entre otros tantos. Es un ser espiritual más, que no debe ser confundido con el Dios
omnipotente.
Por supuesto la razón espiritual que hay detrás de esta tendencia humana de rebajar la
persona de Jesucristo es obvia. Si la finalidad de la venida al mundo del Señor Jesucristo
fue la de destronar al usurpador, a éste la superioridad de Cristo evidentemente no le hace
gracia. Él se aferra como puede a su control, limitado pero real, del mundo, y hace lo que
puede para rebajar el nombre del Hijo. Si no logra hacernos pensar que Jesús es un mero
hombre cualquiera, intentará persuadirnos de que es otro ser del mismo rango que él
mismo.
Luego hay otros «creyentes» que quieren volver al judaísmo. Esta afirmación sorprenderá a
algunos, pero sin ir más lejos podríamos ir a una catedral como la de Barcelona. Al entrar
por las puertas principales ya estamos en pleno judaísmo, en contraste con el mensaje de
Jesucristo. Nos encontramos en un primer «atrio», un espacio de libre acceso para todos.
Delante de nosotros, separándonos del cuerpo principal del edificio e impidiendo nuestra
participación directa en los cultos, se alza una primera «cortina» (¡por cierto, una obra
maestra del arte del Renacimiento!), un trascoro de piedra más allá del cual antiguamente la
plebe no era admitida. Hoy en día sí podemos pasar adelante, pero luego llegamos a otro
espacio prohibido, el «lugar santísimo» reservado solamente para los sacerdotes. Puesto
que con el paso del tiempo ha habido cierta confusión, en lugar de encontrarnos aquí con un
«arca del pacto», en el lugar santísimo de hoy han colocado el «altar» (¡incluso lo llaman
así!) Sobre este altar, un sacerdote vestido con ropas fastuosas ofrece sacrificios que nunca
pueden quitar los pecados.
Naturalmente éste es un judaísmo desvirtuado por adiciones paganas. Si miras a tu
alrededor ves que, de la misma manera que en el templo de Jerusalén algunos reyes
introdujeron santuarios a otras divinidades, allí hay santuarios para el culto popular
dedicados a diferentes seres humanos. Otra diferencia con respecto al judaísmo es que,
mientras en el período del Antiguo Testamento había un solo templo, dedicado al Dios
Omnipotente, y no era permitido crear otros (no debemos confundirnos: las sinagogas no
eran templos, no contenían ningún altar, sino que eran sencillos lugares de reunión), en
nuestros días cada barrio tiene su templo, muchas veces dedicado a algún ser humano y no
al Señor que no comparte su gloria con nadie.
Cuando vemos tal diversidad de sistemas religiosos que pasan por cristianismo,
comprendemos que nuestra situación no es tan diferente de la de los primeros lectores.
Nosotros también hemos de decidir si estamos dispuestos a conformarnos sólo con el Hijo o
si queremos el Hijo y alguna cosa más: las tradiciones acumuladas a lo largo de los siglos,
las ceremonias de una religión externa, los ángeles, y hasta los demonios (ver 1 Corintios
10:21). Hemos de comprender que el Hijo es la culminación de la revelación divina y que,
una vez llegado el Hijo, lo demás sobra. Acudir a lo demás, cuando ya ha llegado la plena
realidad, representa necesariamente una aberración.
Quien quiere «añadir» a Cristo, o quien desea volver atrás a lo antiguo y retenerlo además
de tener a Cristo, en esa misma medida está intentando escaparse de la plena autoridad del
Hijo a quien Dios ha designado como heredero de todo y bajo cuyos pies Dios lo ha
sujetado todo.
¿Hemos comprendido la verdadera superioridad del Hijo por encima de todo estamento de
las esferas espirituales y de todos los poderes detrás de las demás religiones? ¿Hemos
entendido quién es verdaderamente nuestro Señor Jesucristo?
Es una cuestión de planteamiento y de punto de referencia. Lo era para estos judíos y lo es
para nosotros. ¿Por qué vacilaban? ¿Qué es lo que les hacía tambalearse? ¿No era que se
planteaban las cuestiones religiosas con una perspectiva excesivamente humana? Si
nosotros hoy en día intentamos medir la calidad de una religión por la elegancia de su
liturgia, la grandeza de sus edificios, la gloria de su música y otros factores externos,
acabaremos confundiendo lo divino con lo humano.
Se daba la misma situación en el primer siglo. De los creyentes de aquel entonces Pablo
pudo decir:

«No sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que
lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo
escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió
Dios a fin de que nadie se jacte en su presencia» (1 Corintios 1:26–29).

Los líderes de la Iglesia eran pescadores, cobradores de impuestos. ¿Dónde estaban los
teólogos? Mayormente en el judaísmo. Los primeros lectores habían optado por seguir el
mensaje de un carpintero. Para sus contemporáneos ¿quién era éste en comparación con
todo un Moisés?

«Nosotros sabemos que Dios ha hablado a Moisés decían pero respecto a ése, no sabemos
de dónde sea» (Juan 9:29).

Era fácil olvidar que Moisés también había ejercido como pastor en el desierto, porque con
los siglos de la historia de Israel la persona de Moisés había adquirido una aureola casi
mítica. La tradición pesa. Lo mismo ocurre con Jesús y los apóstoles en nuestros tiempos.
Muchos que hacen caso omiso de su enseñanza los tienen por grandes maestros religiosos.
Pero en el primer siglo algunos de los que seguían sus enseñanzas sentían vergüenza de su
baja posición social. Para ellos aparentemente no podía haber punto de comparación entre
la palabra de un carpintero galileo ajusticiado por los romanos, y la gloria de la ley dada por
Dios en el Sinaí cuando Dios mismo, rodeado de millares de ángeles, se la entregó a Moisés
en medio de fuego, humo, relámpagos y truenos. No hay punto de comparación… hasta que
abres los ojos ante la realidad de la persona de Jesucristo.
Toda nuestra fe depende de esto: ¿Quién es Jesucristo verdaderamente? El autor de
Hebreos le ha presentado en este prólogo como nuestro Profeta, Sacerdote y Rey: el Profeta
supremo por cuanto Él es la máxima revelación de parte de Dios; el Sacerdote supremo
porque Él ofrece aquel sacrificio perfecto y definitivo que efectúa la verdadera purificación
de nuestros pecados; y el Rey supremo porque está sentado a la diestra de la Majestad,
compartiendo el mismo trono con el Padre en las alturas. En unas pocas frases hemos visto
su eterna divinidad y autoridad, además de su encarnación, pasión, ascensión y
glorificación.
Es porque nuestro Señor Jesucristo es único, que puede efectuar una redención única. Es
porque Él es la misma imagen de Dios, que tanto su revelación como su obra en la Cruz son
obras definitivas. Es porque Él tiene la máxima dignidad y autoridad en el universo, que su
Evangelio no tiene rival posible. Es porque Él es quien puede salvar perpetua y
completamente a los que por Él se acercan a Dios.
No nos engañemos, pues. No sintamos vergüenza al ver la pobreza de nuestras formas
religiosas externas en contraste con las de otras religiones, porque el verdadero punto de
comparación no está aquí. Para nosotros todo cae o se mantiene en pie a base de esta
pregunta: ¿Quién es Jesucristo? El objeto de nuestra fe no es la iglesia evangélica. No
seremos salvos por nuestra música, nuestras vestimentas, nuestros edificios o nuestras
ceremonias. Nuestra gloria está en Jesucristo y sólo en Él.

CAPÍTULO 5
MI HIJO ERES TÚ
HEBREOS 1:5
«Porque ¿a cuál de los ángeles dijo Dios jamás:Mi Hijo eres tú,Yo te he engendrado hoy,
y otra vez:Yo seré a él Padre,Y él me será a mí hijo?»

EL APOYO DE LAS ESCRITURAS


Para el autor de Hebreos el tema de los ángeles era de especial importancia por el lugar que
ocupaba en la mente de los judíos de su tiempo. Como ya hemos visto, ellos sabían que la
ley fue dada por medio de los ángeles, y así entendían que éstos ocupaban un rango muy
importante en la jerarquía universal y en la relación entre Dios y los hombres. ¿No había
sido por medio de ángeles que Dios había visitado a sus siervos de antaño (Abraham, Lot,
Agar, Jacob, Moisés, Gedeón, Manoa…) y les había transmitido su voluntad? ¿No actuaban
los ángeles como mediadores entre Dios y los hombres?
Tal exaltación de los ángeles en la tradición judía atentaba contra el carácter único del
Señor Jesucristo como Mediador (1 Timoteo 2:5) y hacía que los creyentes judíos no
apreciaran debidamente la autoridad suprema de la revelación de Dios en Él.
(Por cierto, esta interferencia de mediadores espirituales no era un problema sólo en las
iglesias de procedencia hebrea. El helenismo y el protognosticismo, con su filosofía de las
siete esferas, cada una con sus principados y potestades, también enseñaban que el hombre,
para acercarse a Dios, primero tenía que encontrarse con otras autoridades espirituales. Ésta
era una enseñanza que perturbaba a los colosenses y no es ninguna casualidad que las dos
epístolas, a los Colosenses y a los Hebreos, ensalcen al Señor Jesucristo y nos hablen
extensamente de su dignidad divina.)
Contra esto el autor acaba de afirmar la divinidad del Hijo y su absoluta superioridad con
respecto a los ángeles (v. 4). Pero, por supuesto, en materias de fe no bastan las
afirmaciones dogmáticas. Los asuntos del destino eterno del alma son demasiado serios
como para poder confiarlos a criterios meramente humanos. Por mucho que los primeros
lectores respetasen al autor y aceptasen su autoridad, su sola palabra no era suficiente. Les
hacían falta argumentos, evidencias. La fe verdadera no es credulidad. No es aceptar
ciegamente unas ideas sólo porque cierto señor las dice. ¿A dónde, pues, debe acudir el
autor para encontrar argumentos de peso? Por supuesto, a aquella única fuente cuya
autoridad era incuestionable tanto para él como para sus lectores judíos: la revelación
divina plasmada en los textos del Antiguo Testamento. Esto es lo que él procede a hacer en
el resto de este capítulo.
Es aleccionador el uso que el autor hace del Antiguo Testamento. Lo es por el solo hecho
de que, a lo largo de la Epístola, él siente la necesidad de respaldar todo lo que dice con el
apoyo de las Escrituras. Ellas deberían tener la misma autoridad para nosotros que para él y
para sus lectores. Para ellos el argumento era absolutamente contundente si se arraiga en el
Antiguo Testamento.
Es aleccionador también porque constantemente atribuyen las citas del Antiguo Testamento
no al autor humano sino a Dios. Dios es el sujeto de la inspiración en todas las citas del
capítulo 1 y en casi todas las del resto de la Epístola. Es cierto que en algunas de estas citas,
aun en el Antiguo Testamento, es Dios mismo quien está hablando. Pero no en todos los
casos. Sin embargo, el autor de Hebreos dice que Dios dijo todas estas cosas. Él identifica
plenamente el texto del Antiguo Testamento con la Palabra de Dios. Cuando las Escrituras
hablan, Dios habla. Lejos de tenerlo por un libro anticuado sin relevancia, el autor
comprende que el Antiguo Testamento es decisivo para la fe, aun después de la venida de
nuestro Señor Jesucristo.
Así pues, él acude al Antiguo Testamento para investigar la relación entre nuestro Señor
Jesucristo y los ángeles, y para demostrar la superioridad de Jesucristo lo hace mediante
una serie de siete citas. En ninguna de estas citas se cuestiona la posición digna y exaltada
de los ángeles dentro del orden de la creación, pero precisamente porque los ángeles
ocupan un lugar de tanta importancia, su inferioridad con respecto al Hijo sirve para
ensalzar más aún la posición de Éste.

LOS ÁNGELES
Hoy en día son pocos nuestros contemporáneos que creen en los ángeles. Vivimos en una
sociedad que tiende hacia el mal, y es más fácil encontrarnos con personas que creen en
espíritus malignos que con personas que tienen una creencia viva en los ángeles.
No creer en los ángeles no es nada nuevo: en tiempos de Jesucristo los saduceos tampoco
creían en ellos. Pero la Biblia da por sentada su existencia desde el principio hasta el final,
desde los primeros capítulos de Génesis hasta los últimos del Apocalipsis. Constantemente
nos encontramos con estas figuras, para nosotros misteriosas.
La Biblia no entra en explicaciones ni nos dice cómo son. Aparentemente no es de nuestra
competencia entenderlos. Pero la Biblia nunca cuestiona su existencia. Cristo y los
apóstoles tampoco. Al contrario, es especialmente durante el ministerio terrenal del Señor
Jesucristo cuando intervienen los ángeles. En torno a su nacimiento hay seis visitaciones de
ángeles narradas en el Nuevo Testamento (Mateo 1:20; 2:13, 19; Lucas 1:11, 26; 2:9).
También cuando empezó su ministerio público, después de su bautismo y tentación en el
desierto, vinieron ángeles para ministrarle (Mateo 4:11), anticipo de aquella lucha mayor y
nueva ministración angelical en Getsemaní (Lucas 22:43). De la misma manera que los
ángeles aparecieron para anunciar el momento del nacimiento de Jesús, anunciaron su
resurrección (Mateo 28:2; Lucas 24:23; Juan 20:12, etc.).
Si los ángeles estaban tan notablemente presentes en el ministerio de Jesús, ¿cómo es que
no nos encontramos nosotros con ellos en el nuestro?
A esto contestamos: ¿Quién dice que no nos encontramos con ángeles? Hasta que no
estemos en la presencia del Señor y no se nos desvelen los secretos del mundo espiritual, no
lo sabremos. Pero según nuestro capítulo, el Señor Jesucristo tiene bajo sus órdenes a los
ángeles y los envía precisamente para servir a los creyentes (v. 14). ¿Quién sabe en cuántas
ocasiones no debemos nuestra protección, provisión, ayuda o buen ánimo al ministerio de
los ángeles? ¡Quizás en el cielo tengamos sorpresas!

LA PRIMERA CITA: SALMO 2:7


Pero volvamos a nuestro tema: los ángeles y el Señor Jesucristo. La primera cita en apoyo
de la superioridad de Cristo procede del Salmo 2: «Mi Hijo eres tú, yo te he engendrado
hoy».
Puesto que el autor de Hebreos presupone que sus lectores conocen este salmo, conviene
recordar el contexto de la cita:
«Pero yo he puesto mi rey sobre Sion, mi santo monte. Yo publicaré el decreto; Jehová me
ha dicho: Mi hijo eres tú; Yo te engendré hoy. Pídeme, y te daré por herencia las naciones,
y como posesión tuya los confines de la tierra. Los quebrantarás con vara de hierro, como
vasija de alfarero los desmenuzarás. Ahora, pues, oh reyes, sed prudentes… Honrad al Hijo,
para que no se enoje, y perezcáis en el camino; pues se inflama de pronto su ira.
Bienaventurados todos los que confían en él» (Salmo 2:6–10a, 12).

Es un salmo que desde el principio hasta el final nos habla de Jehová y de su Ungido.
Probablemente, cuando fue escrito, el ungido que el salmista tenía en mente era uno de los
reyes de Israel. Sin embargo, el lenguaje exaltado se escapa de los límites del reinado de un
monarca de Israel cualquiera. No tardaron mucho los judíos en ver en este salmo una
referencia al gran Rey que Dios había prometido a David que vendría de su linaje, un rey
cuyo reino sería universal y cuya justicia sería perfecta, un rey que reinaría con una relación
absolutamente nueva en cuanto al grado de su intimidad con Dios y de su obediencia a la
voluntad de Dios.
Si miramos el lenguaje de este salmo vemos que, si lo tomamos al pie de la letra,
necesariamente reclama un cumplimiento mesiánico porque, si bien alguna frase podría
aplicarse a un rey de Israel, otras son de otro alcance. Según el versículo 8 las fronteras del
imperio de este rey son universales: «Te daré por herencia las naciones y como posesión
tuya los confines de la tierra». Vemos en el versículo 9 que su dominio es absoluto: «Los
quebrantarás con vara de hierro; como vasija de alfarero los desmenuzarás». Por muy
imponente que fuera el imperio de los judíos en algún momento (y la verdad es que, aun en
tiempos de David y Salomón, nunca llegó a ser comparable a los grandes imperios de la
antigüedad), jamás se podría hablar en estos términos de ninguno de sus reyes. Además, el
salmo habla de un gobierno en absoluta consonancia con la voluntad de Dios, de manera
que quien honra al Hijo también sirve a Jehová, porque Jehová y el Hijo están unidos en su
reino (vs. 11, 12): no se puede servir a Jehová sin honrar al Hijo y viceversa. Pero de todas
estas frases exaltadas la más eminente es el versículo 7: «Jehová me ha dicho: mi Hijo eres
Tú, yo te engendré hoy».
Es cierto que en el mundo pagano de aquel entonces muchos reyes eran tenidos por «hijos»
de alguna divinidad. Así aumentaban su autoridad. Pero este salmo no brota del paganismo,
sino del pueblo de Dios, enseñado por la ley a evitar toda exaltación humana que atentara
contra la gloria de Dios. Ningún rey de Israel (excepto precisamente aquellos que se
entregaron a la idolatría) habría dicho de sí mismo: Yo soy hijo de Dios; yo he sido
engendrado por Jehová. Ni siquiera los términos del pacto davídico (ver 2 Samuel 7:12–
14), que daban pie a que los reyes fuesen tenidos por «hijos de Dios», pueden ser
entendidos excepto en un sentido figurado, como referencia al «ungido especial» de parte
de Dios.
Pero el que la frase no deba entenderse meramente como figurada se ve por el refuerzo de
su segunda parte. Éste es un hijo de Dios no por designación, ni por adopción ni por unción,
sino por engendramiento. Este hijo no es un hombre cualquiera al que Dios ha elegido para
una dignidad excepcional, sino alguien que por su propia naturaleza procede de Dios,
participando de la naturaleza divina. Es Hijo por engendramiento.
Por esto los judíos no dudaron en ver en estas palabras una referencia al Mesías. Ellos
comprendían que ningún rey de Judá había estado a la altura del Salmo 2. Y por esto los
apóstoles no dudaron en aplicarlo a Jesús. Las citas del Salmo en el Nuevo Testamento son
frecuentes, y específicamente del versículo 7: Pablo lo cita en su predicación en Antioquía
(Hechos 13:33) y nuestro autor vuelve a citarlo en el 5:5.
YO TE HE ENGENDRADO HOY
Ningún cristiano, pues, puede dejar de encontrar en Jesús el pleno cumplimiento del Salmo
2. Él es el Hijo. El Padre le reconoce como tal, no sólo en el Salmo sino también en su
bautismo (Mateo 3:17) y en su transfiguración (Mateo 17:5). En cuanto a la identificación
del Hijo, hay unanimidad.
No es así en cuanto a la interpretación de la segunda parte de la frase citada: «Yo te he
engendrado hoy». ¿A qué momento se refiere? ¿A qué «engendramiento»? Hay al menos
tres interpretaciones posibles, ninguna de las cuales es fácil de descartar. Veamos cuáles
son:

1. La encarnación
La misma palabra «engendrar» nos recuerda en seguida la encarnación:

«No temas recibir a María tu mujer, porque lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo
es» (Mateo 1:20).

Sin duda alguna, Jesús fue engendrado por el Espíritu Santo cuando Éste «vino sobre María
y el poder del Altísimo la cubrió con su sombra». Como consecuencia de lo cual, «el Santo
Ser que nació, fue llamado Hijo de Dios» (Lucas 1:35). Todo encaja: el engendramiento, el
origen divino, el nombre. Por lo tanto sería una presunción afirmar que la cita no puede
referirse a la encarnación. Además la encarnación está presente en el contexto: el versículo
3 nos ha hablado (implícitamente) de la humanidad de Jesús y de su humillación, al
recordarnos que Él efectuó la purificación de nuestros pecados; el versículo 6 nos hablará
de la «introducción del Primogénito en el mundo». Lo que es más, algunos comentaristas
proponen que la mejor traducción del versículo 6 sería: «Y cuando introduce otra vez al
Primogénito en el mundo…». Si el versículo 6 nos remite a la segunda venida, el versículo
5 naturalmente tiene que ver con la primera.

2. La filiación eterna
Sin embargo, acabamos de ver (v. 2) que el Hijo disfruta de la relación filial desde toda la
eternidad. No empezó a ser el Hijo en el momento de nacer en Belén. La relación que le
une con el Padre siempre ha existido. Fue por el Hijo que Dios creó el universo (v. 2), pero
si el universo es obra del Hijo cae por su peso que el Hijo ha existido como tal desde antes
de la fundación del universo.
Si eternamente Jesús es el Hijo ¿cómo podemos entender esta frase: «Mi Hijo eres tú, yo te
he engendrado hoy»? ¿A qué se refiere este «engendramiento» y este «hoy»?
Obviamente, la idea de «engendramiento» es una ilustración, procedente de nuestra
experiencia humana, que nos aproxima a una realidad en Dios que nosotros somos
incapaces de captar. Sabemos que nuestra comprensión de la relación entre el Padre y el
Hijo forzosamente es limitada, pero entendemos que el Hijo no lo es por adopción, ni lo es
por ningún proceso de deificación, ni porque el Padre haya decidido crear otra divinidad
(como si el Hijo previamente no hubiese existido). Puesto que el Padre sólo es Padre por
cuanto el Hijo es Hijo, Padre e Hijo coexisten desde toda la eternidad. El Hijo «era en el
principio con Dios» (Juan 1:2).
¿Y cuándo empezó a existir el Padre? Nunca «empezó» a existir, porque siempre había
existido. Él es, sencillamente. Por esto este engendramiento no debe ser entendido como un
acto temporal. Es una realidad eterna y, según esta interpretación, es a esta dimensión
eterna a la que se refiere la palabra «hoy».
Según algunos comentaristas, la frase original es un tanto especial, porque en griego se
habría esperado un pretérito: «yo te engendré hoy»; pero de hecho encontramos un
perfecto: «Yo te he engendrado hoy». Sugieren, pues, que debemos ver aquí un contraste
deliberado entre el perfecto del verbo y el presente del adverbio. «Te he engendrado» es un
acto cumplido y perfecto, mientras «hoy» nos remite al presente, a «ahora». Según nuestra
mentalidad temporal, hay un aparente contrasentido aquí: Dios hace «hoy» lo que ha hecho
en el pasado. Pero debemos intentar entender la frase en su dimensión eterna. La relación
entre el Padre y el Hijo es una relación completa y perfecta; no está en un proceso de
evolución temporal ni nunca lo ha estado. Pero por otro lado es una relación dinámica. El
hijo siempre emana del Padre. Siempre le refleja. «Yo te he engendrado», indica el carácter
completo de la relación; «hoy» indica su dinámica perpetua.
Quizás nos ayude a entender esto el escuchar la misma idea expresada por otra persona:

«Al decir “Te he engendrado”, el hebreo expresa, por medio del perfecto, una acción
completa: el Hijo está perfectamente engendrado desde la eternidad. Al decir “hoy”, se
expresa la continuidad eterna del acto generativo en el eterno presente que es exclusivo de
Dios, pues lo temporal es esencialmente fluido con un presente ficticio que no se deja
atrapar» (Francisco Lacueva: Un Dios en Tres Personas, p. 154).

Según esta interpretación, por lo tanto, este texto nos lleva a los misterios de la eternidad, a
la realidad intrínseca de la relación eterna que existe entre el Padre y el Hijo.
De hecho, si éste es el sentido primordial, no hemos de excluir del todo la primera
interpretación (la de la encarnación). Es precisamente porque el Hijo es eternamente
engendrado por el Padre, que cuando Dios toma forma humana, es apropiado que sea la
segunda persona, el Hijo, la que se encarna, y ninguna otra. Es decir, la encarnación es en el
tiempo y el espacio el equivalente de la relación filial en la eternidad.
En la esfera de la eternidad el Hijo eternamente procede del Padre y el Padre eternamente
engendra al Hijo. Como hemos dicho, no entendemos lo que esto quiere decir, sólo
podemos vislumbrarlo por medio de una ilustración humana. Pero puesto que ésta es la
realidad eterna, es apropiado que, cuando una de las personas sale del seno de Dios para
habitar entre nosotros y dar a conocer las verdades divinas, sea el Hijo, el Verbo, y no el
Padre. Aquel que sale del Padre eternamente, sale del Padre también al entrar en el tiempo
y en el espacio.

«Sabiendo Jesús que el Padre le había dado todas las cosas en las manos y que había salido
de Dios, y a Dios iba» (Juan 13:3).

«Salí del Padre y he venido al mundo; otra vez dejo el mundo y voy al Padre» (Juan 16:28).

3. La resurrección
Hemos visto que, en un sentido misterioso y aun escondido de nuestra comprensión,
seguramente no ha habido ningún momento en toda la eternidad en que el Padre no haya
podido decir del Hijo: «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy». Sin embargo, la frase
adquiere un nuevo significado en la encarnación. Y ahora debemos añadir una tercera
interpretación, la que parece haber estado presente en la mente de los autores del Nuevo
Testamento cuando empleaban esta cita: la de la resurrección y exaltación de Cristo.
El que es eternamente el Hijo de Dios tomó forma humana al ser concebido por el Espíritu
Santo en Nazaret y al nacer en Belén. En virtud de su divinidad eternamente es Hijo de
Dios, pero en cuanto a su humanidad lo es desde el momento de su engendramiento en la
Virgen María. Pero durante su ministerio en la tierra, los hombres no le veían como lo que
Él era, excepto por revelación especial a unos pocos (Mateo 16:16, 17).
Fue la resurrección lo que quitó toda duda de las mentes de sus seguidores en cuanto a su
procedencia divina. Como vemos en la frase de Pablo en Romanos 1:4, Él fue «declarado
Hijo de Dios con poder, por la resurrección de entre los muertos». Y de decretos y
declaraciones se trata. El contexto inmediato de nuestra cita es la declaración pública, por
parte del Padre, de la relación que existe entre Él y el Mesías: «Yo publicaré el decreto;
Jehová me ha dicho: Mi hijo eres tú» (Salmo 2:7). Pablo dice que la declaración pública de
este decreto ocurrió en el momento de la resurrección. En esto también él sigue el contexto
del Salmo 2. Allí el decreto es publicado en el momento cuando, después de sufrir el
antagonismo y conspiración de reyes y gobernadores (v. 2), el Mesías es vindicado por
Dios, quien se ríe de ellos (v. 4). ¿Acaso ha habido alguna ocasión que mejor reúna estas
condiciones que la pasión y resurrección de Jesús?
Desde luego los primeros cristianos entendían que los primeros versículos del Salmo 2
fueron cumplidos cuando «se unieron en esta ciudad [Jerusalén] contra Jesús, a quien
[Dios] había ungido, Herodes y Poncio Pilato, con los gentiles y el pueblo de Israel»
(Hechos 4:24–28).
Así pues, fue en torno a la resurrección y ascensión que los apóstoles situaron el
cumplimiento del Salmo 2. En su discurso en Antioquía de Pisidia, Pablo declara:

«Nosotros también os anunciamos el evangelio de aquella promesa hecha a nuestros padres,


la cual Dios ha cumplido a los hijos de ellos, a nosotros, resucitando a Jesús; como está
escrito también en el salmo segundo: Mi hijo eres tú, yo te he engendrado hoy» (Hechos
13:32, 33).

No podía ser más claro. Pablo asocia nuestra cita con la resurrección. Los apóstoles siempre
entendían que fue al «sentarse a la diestra de la Majestad en las alturas» que el Dios-hecho-
Hombre, nuestro Señor Jesucristo, empezó su reinado mesiánico. Y por supuesto el Salmo
2 describe aquel momento. En él vemos al Padre y al Hijo sentados en el trono,
contemplando los absurdos esfuerzos de la humanidad de alzarse contra su señorío. Es en
su nueva función como Mesías que el Padre se vuelve a Jesucristo y le dice: Mi hijo eres tú;
yo te he engendrado hoy.
Lo mismo es cierto en Hebreos 5:5, si bien la misma verdad es expresada en términos del
sacerdocio de Jesús, no de su mesiazgo. Después de recordarnos que nadie puede
constituirse a sí mismo como sacerdote, sino que ha de ser designado por Dios, el autor
sigue:

«Así tampoco Cristo se glorificó a sí mismo haciéndose sumo sacerdote, sino el que le dijo:
Tú eres mi Hijo, Yo te he engendrado hoy. Como también dice en otro lugar: Tú eres
sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec».
Muy claramente nuestro autor identifica aquí la cita del Salmo 2 con el momento en que
Jesús es constituido sumo sacerdote por Dios. Y ¿cuál fue ese momento? Hebreos establece
que su vida terrenal fue un período de preparación (de «perfeccionamiento») para el
sacerdocio (2:10), y que el sacrificio mediante el cual Jesús realiza su sacerdocio fue la
Cruz (p. ej. 7:27). Pero fue cuando Jesús traspasó el velo de los cielos para presentarse por
nosotros ante Dios, y entró en el santuario de aquel verdadero tabernáculo celestial para
interceder por nosotros en virtud de su propia sangre (8:1, 2; 9:23–26; 7:25), y se sentó en
aquel verdadero propiciatorio, el trono celestial; fue entonces cuando el Padre le declaró
sacerdote para siempre, su «Hijo engendrado hoy». Por supuesto, en cierto sentido Jesús ya
era sacerdote al realizar el sacrificio de la cruz. Pero fue en la resurrección y ascensión que
el Padre demostró su aceptación del sacrificio y que el Hijo fue manifestado como nuestro
Sacerdote.
Así también, el contexto inmediato de Hebreos 1:5 no es la encarnación ni la esfera eterna,
sino la exaltación de Jesús a la diestra de la Majestad (vs. 3, 4). Fue en este momento, el de
la resurrección y ascensión, cuando Jesús fue declarado como Hijo de Dios en su doble
función de Rey y Sacerdote, y así debemos interpretar nuestro texto.
Esto no es negar que Él haya sido desde toda la eternidad el Hijo de Dios en su divinidad
(ya lo han dicho los versículos 2 y 3), ni que haya nacido en Belén como el Hijo de Dios en
su humanidad (así lo declaran los Evangelios), sino es afirmar que ahora su filiación tiene
una nueva dimensión: el Dios-hecho-hombre ahora es exaltado a la diestra del Padre como
Rey y Sacerdote; nuestro Señor Jesucristo «hoy», en aquel momento de su glorificación, es
reconocido por el Padre como lo que Él verdaderamente es: Él es el Hijo en virtud de su
persona eterna; es «engendrado» en virtud de su resurrección como primicias de la nueva
humanidad; es declarado Rey y Señor por cuanto el Padre le ha dado «por herencia las
naciones» (Salmo 2:8); es declarado «Sacerdote para siempre según el orden de
Melquisedec» por cuanto su sacrificio en la cruz es perfecto, poderoso y eficaz, lo cual es
demostrado por la vindicación de su resurrección. Es en torno a la exaltación de Jesús,
después de su pasión y resurrección, donde debemos situar la primera de las siete citas de
este capítulo.
Dejemos ahora estas cuestiones un tanto complicadas y volvamos a lo relativamente
sencillo. Ya sea en la eternidad o en el tiempo, ya sea en torno a su nacimiento o a su
resurrección, el hecho es que Dios dice del Señor Jesucristo lo que jamás ha dicho a ningún
ángel: «Mi Hijo eres tú».
El Salmo 2 indica muy claramente que el Mesías es una persona divina. El Hijo de Dios
participa de la misma naturaleza que el Padre. Los lectores de Hebreos ya habían
depositado su fe en Jesús como Mesías. Pero ¿hasta qué punto habían comprendido la
verdad acerca de su naturaleza? Habían creído en Él como hombre. Ahora su confianza
estaba siendo atacada. Necesitaban considerar lo que las Escrituras decían de Él: «Mi Hijo
eres tú; yo te he engendrado hoy».
Ellos seguramente habían oído que, cuando Jesús salió de las aguas del bautismo, el cielo
se abrió y una voz proclamó: «Éste es mi Hijo amado»; y que, cuando tres de los discípulos
habían subido al monte con Jesús, Él había sido transfigurado y nuevamente una voz había
declarado desde el cielo: «Éste es mi Hijo». Jesús no era solamente el Mesías. Esto de por
sí sería motivo para acatar en todo su autoridad. Pero hay más. Él es el unigénito Hijo del
Padre.

LA SEGUNDA CITA: 2 SAMUEL 7:14


Para reforzar esta idea el autor añade una segunda cita del Antiguo Testamento: «Yo seré a
él Padre, y él me será a mí Hijo». Esta segunda cita procede de 2 Samuel 7:14 (aunque hay
ecos de la misma idea en el Salmo 89:26, 27, que se asocia estrechamente con la historia
narrada en 2 Samuel 7). En el contexto original David había tenido el deseo de construir un
templo para Dios en Jerusalén; aunque la idea en sí era del agrado de Dios, sin embargo Él
envió al profeta Natán para decir que David mismo no sería el constructor del templo, sino
que lo sería un descendiente suyo. Si ésta era una mala noticia para David, Dios también le
dio una buena, la de la ratificación de su pacto con él: si David había deseado construir una
casa para Dios, Dios ahora confirmaría la casa de David.

«Y cuando tus días sean cumplidos, y duermas con tus padres, yo levantaré después de ti a
uno de tu linaje, el cual procederá de tus entrañas, y afirmaré su reino. Él edificará casa a
mi nombre, y yo afirmaré para siempre el trono de su reino. Yo le seré a él padre, y él me
será a mí hijo. Y si él hiciere mal, yo le castigaré con vara de hombres, y con azotes de hijo
de hombres; pero mi misericordia no se apartará de él como la aparté de Saúl, al cual quité
de delante de ti. Y será afirmada tu casa y tu reino para siempre delante de tu rostro, y tu
trono será estable eternamente» (2 Samuel 7:12–16).

Evidentemente, algunas frases de esta promesa encuentran su cumplimiento en Salomón. Él


fue quien construyó el templo. Además, la segunda parte del versículo catorce («si él
hiciere mal, yo le castigaré»), no tiene ningún cumplimiento en Aquel que era siempre «sin
pecado» (4:15); pero, tristemente, puede ser aplicada a Salomón, quien hizo mal y tuvo que
sufrir las consecuencias. Y es precisamente porque Salomón hizo mal, que ni siquiera los
rabinos judíos (ni mucho menos nosotros) podían aceptar que la promesa a David recibiese
su pleno cumplimiento en Salomón.
El reino de Salomón no fue eterno y su linaje no estuvo sobre el trono de Jerusalén para
siempre (v. 16). No podemos por menos que buscar un cumplimiento de estas palabras a
otro nivel y en otra persona. El verdadero reino eterno, ¿a quién pertenece sino al Señor
Jesucristo? Quien está construyendo el verdadero templo de Dios, el templo santo en el
Señor (Efesios 2:21), no es Salomón, sino Jesucristo.
Por lo tanto, el texto de Samuel reclama una interpretación que va más allá de Salomón.
Nuevamente se trata de un texto mesiánico. Es del Mesías que el Padre dice: Yo le seré a él
Padre, y él me será a mí hijo. Ésta es la relación que Dios ha determinado que existirá
eternamente entre Él y el Mesías, una relación de Padre e Hijo.
Aun en la esfera humana la relación entre padre e hijo es una relación especial. El hijo
participa de la carne y sangre del padre. Ciertas características del padre, tanto físicas como
morales, se manifiestan en el hijo. Todo esto es cierto, y en mayor grado aun en el seno de
la Trinidad. Pero lo que el autor tiene en mente aquí es el grado de intimidad y autoridad
que disfruta el hijo de la casa.
El padre puede tener muchas amistades, muchos empleados, muchos criados. Pero ninguno
de ellos tiene los derechos y privilegios del hijo, ni conoce el mismo cariño y cuidado.
Desde luego hay padres humanos que no cumplen con sus obligaciones, pero, esto no
obstante, en potencia no hay relación más idónea en nuestra experiencia humana para
explicar la relación entre el Padre y el Hijo.
¿Acaso pregunta el autor Dios ha dado este título de «hijo» a otra persona? ¿Lo ha dado a
alguno de los ángeles? ¿Los ángeles se relacionan con Dios como con un padre?
Notemos de paso que el autor saca provecho de lo que el Antiguo Testamento no dice. Éste
es el primer ejemplo de una característica que observaremos en diferentes ocasiones. Del
silencio de las Escrituras al respecto, él saca la conclusión de que Dios nunca ha designado
como hijo a ningún ángel. Por supuesto, puede ser peligroso construir grandes doctrinas
sobre lo que la Biblia no dice si esto nos conduce a descuidar lo que dice, pero si
procedemos con prudencia podemos aprender cosas interesantes de los silencios de las
Escrituras.
En contraste, pues, con lo que el Antiguo Testamento dice explícitamente acerca del
Mesías, ningún ángel es llamado «el hijo de Dios». Ahora, es cierto que en algunos lugares
del Antiguo Testamento este título es aplicado colectivamente a los ángeles y al pueblo de
Israel, como también lo es a los creyentes en el Nuevo (p. ej. Job 1:16; Deuteronomio 14:1;
Juan 1:12). Pero a ninguno de nosotros se le ocurriría decir: Yo soy el Hijo de Dios. Los
creyentes podemos decir: Yo soy un hijo de Dios; pero ningún ángel ni creyente puede
llamarse personalmente el Hijo.
Los ángeles son hijos sólo en el sentido colectivo. Jesús es engendrado por el Padre como
el Hijo unigénito (Juan 1:14; 3:16). Dios ejerce un cuidado paterno sobre todas sus
criaturas, y recibe como hijos adoptivos a aquellos que están «en el Hijo». Pero hay uno
solo que procede del Padre y que refleja perfectamente el carácter del Padre por ser de la
misma esencia que Él: nuestro Señor Jesucristo.
Los ángeles, por muy gloriosos que sean, no son más que criaturas, mientras que el Hijo es
el Creador (v. 2). Jesús es el heredero y los ángeles son una parte de su herencia. Jesús es el
Señor y los ángeles son sus siervos. Por muy alto que sea el rango de los ángeles, el Hijo es
hecho tanto superior a ellos cuanto heredó más excelente nombre que el suyo. Este nombre,
que en su sentido más profundo sólo le pertenece a Él, es el nombre de Hijo.

CAPÍTULO 6
LA ADORACIÓN DEL PRIMOGÉNITO
HEBREOS 1:6
«Y otra vez, cuando introduce al Primogénito en el mundo, dice: Adórenle todos los
ángeles de Dios».

LA AUTORIDAD DEL HIJO


A veces, cuando estudiamos las citas que los autores del Nuevo Testamento hacen del
Antiguo, nuestra primera reacción es decir: ¡Qué cita más idónea para confirmar el
argumento del autor! Luego, nuestro entusiasmo se convierte en decepción al mirar el
contexto de la cita en el Antiguo. Entonces decimos: ¡Esto parece un engaño! porque la cita
en su contexto original no quería decir lo que le ha hecho decir el autor.
Desde luego, sospecho que si los autores del Nuevo Testamento asistiesen a las clases de
hermenéutica que se dan en algunos seminarios de hoy, muchos de ellos suspenderían la
asignatura. Lo cual quizás quiere decir que algunos de los profesores de hermenéutica de
hoy, si fueran alumnos de los autores del Nuevo Testamento, también serían suspendidos.
Porque lo cierto es que la segunda reacción (¡esto parece un engaño!) cede ante una tercera
al reconocer, por una reflexión más profunda, que hay patrones y principios en las
Escrituras que seguramente no estaban al alcance del escritor humano, pero que
corresponden a la intención del Escritor divino. Entonces descubres que el autor del Nuevo
Testamento ha tenido toda la razón en su modo de emplear la cita del Antiguo. En realidad
no sólo es apropiada, sino que su uso te abre todo un nuevo mundo de comprensión del
significado del Antiguo Testamento.La cita del versículo 6, la tercera de este capítulo,
inicialmente nos desconcierta cuando miramos el texto del Antiguo Testamento, pero
luego, al profundizar en ella, se revela como absolutamente apropiada y acertada.
Antes de mirarla, sin embargo, conviene «situarnos», resumiendo lo que hemos visto hasta
aquí. Por una parte hemos considerado la naturaleza eterna del Hijo y su superioridad
intrínseca con respecto a los ángeles. Él es superior por derecho propio, porque al ser el
Hijo comparte la misma naturaleza que el Padre. Él es superior porque el Creador siempre
lo es con respecto a sus criaturas. Esto lo veíamos en el versículo 2.
Pero el Hijo eterno se humilló para efectuar nuestra salvación. Se despojó a sí mismo.
Tomó forma de siervo como los ángeles también lo son. Pero se rebajó aún más. Vino a
compartir nuestra condición humana. Y ¿qué es el hombre? Es «un poco menor que los
ángeles» (2:7). Así pues, al contemplarle en su humanidad, tenían cierta razón aquellos que
mantenían que Cristo era inferior a los ángeles.
Pero ésta no era su condición definitiva. Dios le ha exaltado y le ha dado un nombre que es
sobre todo nombre (Filipenses 2:9), ante el cual toda rodilla tiene que doblarse, no sólo en
la tierra sino en los cielos. Ahora Él está sentado a la diestra de la Majestad en las alturas, y
esto en su nueva condición de «Dios hecho hombre».
En otras palabras, en cuanto a la cuestión de la superioridad de Jesús con respecto a los
ángeles, tenemos que considerarla con estos dos matices: eternamente es superior a ellos
por ser el Hijo de Dios; pero también ha sido constituido superior a ellos, por designación
del Padre, en su nueva condición de Mesías.
Jesús (quien ya era superior a los ángeles por su naturaleza esencial), en su resurrección,
ascensión y glorificación viene a ser superior a ellos con una superioridad que ya no es
esencial sino por designación del Padre.

LA PROCEDENCIA DE LA CITA
Ahora el autor prosigue con su defensa de la superioridad del Hijo, mediante una nueva cita
que introduce nuevos matices en cuanto a su autoridad. Pero de inmediato tenemos que
plantearnos la pregunta: ¿De dónde procede la cita?
Los editores de la versión de 1960 nos señalan la procedencia mediante un pie de página
que reza: Deuteronomio 32:43 (griego). Es decir, mientras esta cita no aparece de una
forma textualmente igual en ninguna parte del Antiguo Testamento hebreo, sí aparece en la
Septuaginta, la traducción griega. Allí donde en nuestra versión reza: «Alabad, naciones, a
su pueblo, porque él vengará la sangre de sus siervos», en la versión griega hay una frase
adicional, de manera que el texto reza: «Alabad, naciones, a su pueblo, adórenle todos los
ángeles de Dios, porque él vengará la sangre de sus siervos». Habitualmente nuestro autor
emplea la versión griega, no la hebrea, por lo cual no tiene nada de extraño que él cite esta
frase.
Sin embargo, hay dos objeciones importantes en cuanto a esta procedencia. En primer
lugar, en el contexto original (que procede del cántico de Moisés) Jehová está hablando del
juicio que Él mismo ejerce sobre las naciones:

«Ved ahora que yo, yo soy,Y no hay dioses conmigo;Yo hago morir, y yo hago vivir;Yo
hiero, y yo sano;Y no hay quien pueda librar de mi manoYo tomaré venganza de mis
enemigos,Y daré la retribución a los que me aborrecen» (Deuteronomio 32:39–41).

Luego Moisés (se supone) se dirige a las naciones y a los ángeles y les dice con respecto a
Jehová:

«Alabad, naciones, a su pueblo,


Adórenle todos los ángeles de Dios,Porque él vengará la sangre de sus siervos»
(Deuteronomio 32:43).

En el contexto original, por lo tanto, Moisés convoca a los ángeles a adorar a Jehová. Ahora
nuestro autor interpreta el texto (suponiendo que su identificación con Deuteronomio 32 es
correcta) como si Dios convocara a los ángeles a adorar al Hijo.
No es fácil justificar este cambio. Es cierto que quien ejercerá el juicio final de Dios sobre
sus enemigos es el Hijo. También lo es que nuestro autor (como veremos) probablemente
está contemplando al Señor Jesucristo en el momento del juicio final. Con todo, esta
aplicación de la cita es un tanto forzada.
La segunda objeción tiene que ver con el carácter dudoso de la cita en Deuteronomio.
Aunque aparece en la Septuaginta, no está presente en el texto masorético. Muchos
comentaristas opinan, por lo tanto, que es una añadidura posterior, procedente del Salmo 97
pero incorporado en Deuteronomio por la semejanza del tema de ambos (e incorporado, por
cierto, de una manera un tanto torpe). En tal caso hay pocas posibilidades de que esta frase
haya sido pronunciada por Moisés.
Por todo esto resulta atractiva otra explicación de la cita que goza de un creciente apoyo
entre los comentaristas de hoy. Esta otra posibilidad es que el autor estuviera pensando en
el Salmo 97, aun cuando la cita varía ligeramente el texto, siguiendo el de Deuteronomio.

LOS ÁNGELES Y LOS DIOSES


Nuestra versión del Salmo 97:7 reza:

«Avergüéncense todos los que sirven a las imágenes de talla, los que se glorían en los
ídolos. Póstrense a él todos los dioses».

Es decir: «adórenle todos los dioses». Antes de considerar si esta frase podría dar origen a
la cita de Hebreos, miremos brevemente el Salmo en cuestión.
Es un Salmo que celebra el reino de Dios sobre el mundo. «Jehová reina», dice el versículo
1. Luego sigue exponiendo el gobierno divino en términos de su amor, poder y majestad:
«Nubes y oscuridad alrededor de él; justicia y juicio son el cimiento de su trono; fuego irá
delante de él» (vs. 2, 3). En el versículo 6 el salmista nos indica que la misma naturaleza
proclama el gobierno de Dios: «Los cielos anunciaron su justicia». Por lo tanto, existe un
testimonio del gobierno de Dios en todos los pueblos, porque todos han visto su gloria en la
naturaleza, por lo cual están sin excusa si luego se vuelven hacia la idolatría. (En realidad
tenemos aquí un anticipo de lo que Pablo enseña en Romanos 1.) Avergüéncense, pues,
todos los que sirven a las imágenes de talla, porque debe ser obvio que lo que es un
producto de la naturaleza no será su creador. Los mismos ídolos deben arrodillarse delante
de Dios porque Él está por encima de cualquier ser espiritual, tanto los que verdaderamente
existen como los que no son más que el producto de la imaginación humana. «Póstrense a
Él todos los dioses».
En el versículo 8 el salmista cambia de tono. Ya no contempla el gobierno de Dios como
algo que inspira terror y vergüenza en aquellos que rechazan su señorío, sino como algo
que provoca regocijo en los creyentes. «Oyó Sion y se alegró». El pueblo de Dios, al ver el
gobierno divino, es motivado en primer lugar a la alabanza y en segundo lugar a la santidad
de vida (vs. 8–12). Así el salmo llega a su clímax en el versículo 9: «Porque tú, oh Jehová,
eres excelso sobre toda la tierra; eres muy exaltado sobre todos los dioses».
Esta última idea de «exaltación por encima de todos los demás», nos recuerda lo que hemos
visto acerca del Hijo en Hebreos 1: que fue hecho tanto superior a los ángeles cuanto
heredó más excelente nombre que ellos. Dios por encima de todos los dioses; Jesucristo por
encima de todos los ángeles.
Éste, pues, es el contenido del salmo. Ahora volvamos a la frase clave: «Póstrense a él
todos los dioses». Debemos recordar que, según la enseñanza bíblica, por un lado los ídolos
no son más que imágenes de talla, trozos de madera o de metal. Por esto Isaías se burla de
ellos y de los que les adoran (Isaías 44:9–20), mientras Pablo dice de ellos que no son nada
(1 Corintios 8:4–6). Pero, por otro lado, detrás de la adoración idolátrica hay poderes
maléficos. Los espíritus malignos tienen interés en desviar hacia sí mismos, aunque sea en
la forma de una imagen de talla, lo que sólo pertenece a Dios. Los poderes del mal están
contentos de que el culto humano sea dirigido a Asera, Moloc o Júpiter (o a Krishna, la
Madre Naturaleza, San Roque o la Macarena), con tal de que Dios no reciba lo que le
pertenece.
Por lo tanto, cuando el salmista clama: «Póstrense a él todos los dioses», ¿qué es lo que
tiene en mente? ¿Es solamente la idea de que las imágenes de talla deben postrarse como
Dagón cayó ante el arca de Dios? (1 Samuel 5). ¿O hay también este otro matiz: de que en
el día en el que se manifieste con toda claridad la naturaleza real del gobierno divino, todos
los poderes maléficos que hay detrás de la idolatría también tendrán que postrarse y
reconocer públicamente su derrota y necedad? El autor de Hebreos entiende que sí. Por esto
dice «ángeles» en lugar de «dioses».
Luego debemos considerar otro problema. El autor nos da a entender que el objeto de la
adoración angelical es el Primogénito, es decir el Hijo. En cambio, si leemos el Salmo 97
vemos que es «Jehová». Ya hemos dicho que «Jehová» es un nombre que se refiere a la
totalidad de Dios, y no debe sorprendernos cuando es aplicado al Señor Jesucristo. Él es
Jehová como lo es el Padre. Pero con razón preguntamos: ¿Por qué ve el autor una
referencia al Hijo en este caso? ¿Qué encuentra en el texto que justifique la aplicación al
Hijo y no al Padre?
Aquí tenemos otro ejemplo de una cita que al principio desconcierta. Pero luego, cuando
meditamos bien en el texto original y lo vemos en su contexto, empezamos a comprender
que no sólo es admisible la interpretación del autor, sino necesaria. Lo que pasa es que en
este caso necesitamos meditar no sólo en el Salmo 97, sino en el grupo de Salmos al que
pertenece.
Este grupo que, empezando con el Salmo 90, continúa al menos hasta el 99, tiene como su
denominador común el tema del gobierno de Dios: «Jehová reina» (ver 93:1; 96:10; 97:1;
99:1). Los matices de este tema son muchos y provocan las más variadas reacciones en el
salmista, desde la más plena confianza (Salmos 91 y 92) hasta la más profunda
desesperación (Salmos 90 y 94). Si Dios reina, su pueblo puede vivir confiado en su
providencia. Pero si Dios reina, ¿cómo es que los impíos prosperan? ¿Cómo explicar el
sufrimiento y la injusticia que hay en el mundo?
La respuesta a estas preguntas angustiosas se encuentra en el conjunto de este grupo de
Salmos. Y es ésta: La eficacia y la justicia del gobierno de Dios no se ve tanto en su
providencia actual (aunque, por supuesto, Él obra para bien en todas las circunstancias de
su pueblo) como en su juicio futuro. Estos Salmos rebosan con la esperanza de que un día
Dios vendrá para juzgar el mundo y corregir las injusticias. «Decid entre las naciones:
Jehová reina Juzgará a los pueblos en justicia Entonces todos los árboles del bosque
rebosarán de contento, delante de Jehová que vino; porque vino a juzgar la tierra. Juzgará al
mundo con justicia, y a los pueblos con su verdad» (96:10–13).

«Los ríos batan las manos, los montes todos hagan regocijo delante de Jehová, porque vino
a juzgar la tierra. Juzgará al mundo con justicia, y a los pueblos con rectitud» (98:8, 9).

El creyente, pues, vive confiado no sólo por su confianza en la providencia de Dios en el


presente, sino por su esperanza de juicio y vindicación en el futuro. Éste es el énfasis de
estos Salmos. ¡La fe acepta las promesas de Dios con respecto al futuro como la prueba de
su buen gobierno actual!
Ahora estamos en condiciones de volver a nuestra pregunta: ¿ante quién deben postrarse los
ángeles? Hemos visto que la respuesta inmediata es: Ante Jehová. Pero ¿Jehová en qué
Persona? La respuesta es clara: En la Persona de Aquel que viene a juzgar el mundo. ¿Y
quién es éste? Que contesten las mismas Escrituras:

«El Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo» (Juan 5:22).

«Dios juzgará por Jesucristo los secretos de los hombres» (Romanos 2:16).

«El Señor Jesucristo juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino»
(2 Timoteo 4:1).

La persona que ejercerá el juicio y, por lo tanto, es objeto de la adoración de los ángeles, es
el Hijo. Ésta no es una invención arbitraria de Jesús y los apóstoles. En el contexto
inmediato de nuestra cita, el Salmo 97 dice que «todos los pueblos verán su gloria», la
gloria de Jehová (v. 6; de hecho en nuestra versión el verbo es en tiempo pretérito, pero se
trata de un «pasado profético» cuyo sentido es futuro). Quien nos revela la gloria de Dios,
como hemos visto, es el Hijo.
Cuando Dios viene al mundo, ya sea para salvar al mundo en su primera venida (Juan 3:17;
12:47) o para juzgarlo en su segunda venida, viene en la Persona del Hijo. Es por esto que
una promesa como Isaías 40:3–5 («Voz que clama en el desierto: Preparad camino al
Señor», etc.), que habla de la venida de «Jehová» para traer salvación, puede ser aplicada
por los Evangelistas a la primera venida de Jesús (ver Mateo 3:3; Marcos 1:3; Lucas 3:4–6).
Y es por la misma razón que la única manera satisfactoria de entender el Salmo 97 es
refiriéndolo a la segunda venida del Señor Jesucristo.
Y no solamente el Salmo 97, sino toda la proyección futura de este grupo de Salmos. Es por
esto que Pablo toma las palabras de los Salmos 96:13 y 98:9 («juzgará al mundo con
justicia») y las refiere al juicio final de Jesucristo:

«Dios ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan; por cuanto ha
establecido un día en que juzgará al mundo con justicia por aquel varón a quien designó,
dando fe a todos con haberle levantado de los muertos» (Hechos 17:30, 31).

Así pues, es ante el Hijo que los poderes angelicales tendrán que doblegarse.
«Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para
que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos» (Filipenses
2:9, 10).
Sin duda, pues, los poderes del mal tendrán que postrarse en el día final ante nuestro Señor
Jesucristo. Pero, ¿es justo que el autor de Hebreos cite con respecto a los ángeles en general
un texto que evidentemente tiene que ver con los ángeles caídos? Creo que sí, porque el
punto en cuestión sigue siendo el lugar respectivo de nuestro Señor Jesucristo y de los
ángeles en la designación de Dios. Ya se trate de los ángeles caídos o de los ángeles fieles,
el hecho es que todos han de postrarse ante Él. Los fieles ya lo hacen. Los caídos saben lo
que les espera y tiemblan (Santiago 2:19).
La referencia explícita en el Salmo 97 ciertamente es a aquellos seres espirituales que hay
detrás de la idolatría. (Si nuestro autor los llama «ángeles» en vez de «dioses», es porque su
tema son los ángeles.) Pero esto no excluye el hecho de que todos los ángeles sin excepción
un día se postrarán ante el Señor Jesucristo, y tampoco es razón por la que debamos
descartar la identificación de nuestra cita con el Salmo 97:7.

«OTRA VEZ»
Pero hay más. Si volvemos a nuestro texto de Hebreos, observamos que el versículo 6
empieza diciendo: «Y otra vez, cuando introduce el Primogénito en el mundo dice…».
¿Qué quiere decir la frase «otra vez»? A primera vista quiere decir simplemente: Aquí
viene otra cita; porque es la fórmula típica que el autor de Hebreos utiliza para introducir
sus citas. (Acabamos de verla en medio del versículo 5.) Si éste fuera el sentido de la frase,
tendríamos que suponer que la frase siguiente («cuando Dios introduce al Primogénito en el
mundo») se refiere a la Encarnación, lo cual no encaja con lo que acabamos de decir acerca
del juicio final.
Nos acordamos, sin embargo, de que efectivamente, cuando Cristo nació en Belén, su
venida fue acompañada por la presencia notable de ángeles, y de cómo ellos cantaban:
¡Gloria a Dios en las alturas! De esta forma el Hijo, al nacer en Belén, es objeto de la
adoración de los ángeles de Dios. Esto es cierto, pero desentona con lo que se nos dice de
los ángeles en el Salmo 97. Allí se trata de los ángeles caídos, que evidentemente no
celebraron con cánticos el nacimiento de Belén. Más bien su empeño fue en destruir a este
niño. Por lo tanto, el Salmo 97 no puede referirse a la primera venida de Cristo.
Pero la frase admite otra interpretación, por cierto una interpretación apoyada por el orden
de las palabras en el griego, y que reza: «Cuando introduce otra vez al Primogénito en el
mundo dice…». La interpretación más llana de la frase, pues, consiste en que «otra vez»
debe entenderse en relación con «introducir» y que la referencia es a la segunda venida de
Cristo: Cuando Dios introduce al Hijo por segunda vez en el mundo, dice: «Adórenle todos
los ángeles de Dios». Esto encaja perfectamente con todo lo que hemos visto en el contexto
del Salmo 97.

EL PRIMOGÉNITO
Esta interpretación viene reforzada por la palabra «primogénito». Normalmente esta
palabra, aplicada a Jesucristo, nos habla de su glorificación. No siempre es así. Por
ejemplo, en Colosenses 1:15 se nos dice que Él es «el primogénito de toda la creación»,
frase que quiere decir que Él es desde la eternidad el heredero de toda la creación. Pero por
lo demás esta palabra indica que Jesús es cabeza y primicias de la nueva humanidad, el
primer ser humano que se ha levantado de los muertos a la vida eterna.
Así es en el capítulo 1 de Colosenses, versículos 18 y 19:
«Él es la cabeza del cuerpo que es la iglesia, él que es el principio, el primogénito de entre
los muertos, para que en todo tenga la preeminencia; por cuanto agradó al Padre que en él
habitase toda la plenitud».

Jesús es el Primogénito con respecto a los resucitados. Él es el «primer» resucitado, por


cuanto las demás personas resucitadas anteriormente a Él solamente resucitaron a una
nueva fase de esta vida y volvieron a morir. Él es el primero que ha resucitado a una vida
eterna. De la misma manera que Adán era el «primer hombre» de la vieja humanidad
perdida y caduca, Jesucristo lo es de la nueva humanidad redimida y eterna. Y (siempre
según Colosenses) es a este Primogénito a quien Dios concede toda plenitud y la
preeminencia en todo.
Esto hace eco de lo que decíamos en torno a los versículos 2 y 5 de nuestro capítulo: el Hijo
es eternamente superior a los ángeles en virtud de su divinidad; pero también es superior a
ellos como Dios-hecho-hombre por designación divina en el momento de su resurrección,
ascensión y glorificación, cuando el Padre le sienta a su diestra en las alturas. Así pues, la
palabra «primogénito» está expresamente relacionada con el Cristo resucitado y
glorificado.
Lo mismo es cierto de Apocalipsis 1:5. Jesucristo es «el testigo fiel, el primogénito de los
muertos y el soberano de los reyes de la tierra». Como «primogénito de los muertos», Él es
exaltado a la diestra del Padre por encima de todo como Rey de reyes y Señor de señores.
Igualmente es así en Romanos 8:29:

«Porque a los que Dios antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos
conforme a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos».

Aquí la referencia a la resurrección y glorificación de Cristo no es tan explícita, pero


evidentemente nos hemos de parecer al Hijo no en su eterna divinidad sino en su
humanidad glorificada. Es a ésta a la que hemos de «ser hechos conformes» a fin de que Él
sea el Primogénito entre muchos hermanos. Nuevamente la palabra «primogénito»
contempla al Hijo en su nueva humanidad.
Por todo esto entendemos que la palabra «primogénito» en nuestro texto refuerza la idea de
que el autor, por medio de la cita del Salmo 97, contempla al Hijo resucitado y glorificado,
lo cual enlaza perfectamente con la segunda «introducción del Hijo en el mundo». Su
primera venida fue con humillación (Filipenses 2:5–8). Es en su segunda venida cuando Él
se manifestará con gloria.
Efectivamente, si consideramos lo que dice la Palabra acerca de su segunda venida
recordaremos que el mismo Señor Jesucristo dijo que vendría la segunda vez «en su gloria,
y todos los ángeles con él» (Mateo 25:31). O como Pablo lo expresa: «Se manifestará el
Señor Jesucristo desde el cielo con los ángeles de su poder, en llama de fuego, para dar
retribución» (2 Tesalonicenses 1:7, 8).
La primera vez apareció como un niño indefenso. Hubo canto de alabanza por parte de los
ángeles fieles, pero hubo férrea oposición de parte de los ángeles caídos. Pero vendrá la
segunda vez en majestad con «los ángeles de su poder» (2 Tesalonicenses 1:7), los cuales le
servirán y lucharán por Él, mientras los ángeles rebeldes serán públicamente sometidos y
castigados.
Cristo ya ha ganado la victoria sobre ellos en la Cruz (Colosenses 2:13, 14), pero será en su
segunda venida cuando las consecuencias finales de su victoria serán manifestadas.
Entonces los ídolos, y todos los poderes maléficos detrás de ellos, se postrarán
definitivamente ante el Señor Jesucristo. Por lo tanto, cuando Dios introduzca al
Primogénito en el mundo por segunda vez se cumplirán estas palabras de Dios: «Póstrense
a él todos los dioses; adórenle todos los ángeles de Dios».

LA ADORACIÓN
En aquel día los ángeles santos le adorarán gozosos, mientras los rebeldes se postrarán
derrotados; pero, de una manera u otra, Jesús será objeto de adoración angelical. Ésta, por
supuesto, no será un acto de degradación para ellos sino algo natural y lógico. Será el
reconocimiento del lugar adecuado que ocupan dentro de la jerarquía del universo. Lugar
que el autor explicará en el versículo 7. Lejos de ser superiores al Hijo su función es la de
adorarle.
Ahora bien, nadie puede recibir la adoración legítima de los ángeles excepto Dios. Nunca
los ángeles han adorado a los hombres, porque el hombre es inferior a ellos (2:7). Nunca los
hombres deberían adorar a los ángeles, si bien los ángeles rebeldes buscan y aceptan su
adoración. La adoración, tanto de los ángeles, como de los hombres, como de todas las
criaturas, pertenece sólo a Dios. Es por esto que los ángeles leales a Dios rechazan
indignados cualquier intento de adoración de parte de los hombres. Esto le pasó al apóstol
Juan. Se le apareció un ángel y la experiencia fue tan abrumadora que automáticamente se
postró ante él. Pero inmediatamente el ángel le dijo:

«Mira, no lo hagas; yo soy consiervo tuyo, y de tus hermanos que retienen el testimonio de
Jesús. Adora a Dios» (Apocalipsis 19:10).

La experiencia se repitió una segunda vez:


«Yo Juan soy el que oyó y vio estas cosas. Y después que las hube oído y visto, me postré
para adorar a los pies del ángel que me mostraba estas cosas. Pero él me dijo: Mira, no lo
hagas; porque yo soy consiervo tuyo, de tus hermanos los profetas, y de los que guardan las
palabras de este libro. Adora a Dios» (Apocalipsis 22:8, 9).

Ésta es la gran diferencia entre los ángeles de Dios y los ángeles caídos. Aquéllos rechazan
indignados nuestra adoración y nos señalan a Dios como único objeto legítimo de ella,
mientras éstos precisamente quieren atraer para sí lo que le pertenece al Señor.
Sin embargo, ahora vemos que el Hijo, hecho hombre y exaltado por el Padre,
legítimamente recibe la adoración. En primer lugar la recibe porque eternamente es el Hijo.
En segundo lugar porque Él, habiéndose despojado de su majestad y como hombre
habiendo ocupado un escalafón inferior a los ángeles, ha sido nuevamente exaltado y
glorificado a la diestra de Dios. Él recibe ahora la adoración que pertenece sólo a Dios
porque Dios mismo dice, al manifestarle en su majestad: «Adórenle todos los ángeles de
Dios».
¿Puede haber expresión más elocuente de la suprema autoridad y absoluta superioridad de
nuestro Señor Jesucristo? Pedro lo expresa en estos términos:

«Habiendo subido al cielo, está a la diestra de Dios; y a él están sujetos ángeles, autoridades
y potestades» (1 Pedro 3:22).
Nuestro Señor Jesucristo recibe esta adoración porque Él es el Primogénito, el que goza de
preeminencia y superioridad. Él es el Primogénito de la creación por ser su Señor y
Heredero (v. 2). Él es el Primogénito de los muertos, el primer hombre de la nueva
humanidad, cabeza de la nueva familia de Dios. Y como tal será manifestado cuando
vuelva en el día final y suene la voz del Padre: «Adórenle todos los ángeles de Dios».
La línea de pensamiento de nuestro autor no es arbitraria. En el versículo 5 veíamos al
Señor Jesucristo en el momento de su ascensión, recibido en gloria como el Hijo de Dios.
En cambio, en el versículo 6, anticipamos su retorno en gloria, cuando será manifestado
públicamente como aquel Señor que nosotros ahora sólo vemos con los ojos de la fe. Pero
en aquel día todo ser humano verá su gloria y doblará la rodilla ante Él: los creyentes
gozosamente, los incrédulos forzosamente. Y todo ser angelical le adorará: los fieles por
cuanto nunca han dejado de hacerlo; los rebeldes porque no tendrán otra opción.

CAPÍTULO 7
LA POSICIÓN DE LOS ÁNGELES
HEBREOS 1:7
«Ciertamente de los ángeles dice: El que hace a sus ángeles espíritus,Y a sus ministros
llama de fuego».

ACLARACIONES TEXTUALES
Hemos visto lo que el Antiguo Testamento nos dice acerca de la posición del Hijo (vs. 5,
6). Ahora, ¿qué de los ángeles? Acabamos de considerar que el Hijo es superior a ellos
tanto por naturaleza (vs. 2, 3) como por designación (vs. 4, 5), y por lo tanto merece su
adoración (v. 6). Siendo así las cosas, ¿qué lugar les corresponde a los ángeles dentro del
orden del universo?
El autor contesta con una cita del Salmo 104:4. Puesto que habremos de hacer un análisis
minucioso de este texto, conviene tenerlo bien grabado en nuestra memoria.

Dios «hace a sus ángeles espíritus, y a sus ministros llama de fuego».


Aparentemente los ángeles son seres espirituales, siervos de Dios que recorren el mundo
como relámpagos para cumplir puntualmente su voluntad.
Nuevamente, sin embargo, se trata de una cita controvertida, con la que el autor parece
haberse tomado excesivas libertades. Si nos volvemos al texto del Salmo 104:4 en la
versión Reina-Valera de 1960, vemos que dice algo muy distinto.

Dios «hace a los vientos sus mensajeros, y a las flamas de fuego sus ministros».
¿Cómo reconciliar estas diferencias? Para ello tenemos que abordar al menos cuatro
cuestiones textuales.

1. «Hacer» y «crear»
En primer lugar (aunque no tiene que ver con las diferencias entre los dos textos) está el
significado del verbo «hacer» («el que hace a sus ángeles espíritus»). Más literalmente
significa «crear», pero éste es un verbo que, tanto en griego como en castellano, admite dos
acepciones: «designar» o «hacer algo de la nada». Por ejemplo, un rey «crea» a ministros o
gobernadores, por lo cual entendemos que «designa» a una persona para este cargo.
Nuestro texto, pues, podría significar que Dios contempla a los ángeles y decide destinarlos
a cierto nivel de servicio. «Ellos serán mis espíritus y mis llamas de fuego. Irán por el
mundo cumpliendo mis órdenes».
Sin embargo, esta interpretación da la impresión de que Dios no tenía ningún propósito en
mente cuando creó a los ángeles, sino que tuvo que improvisar uno después. Por esto
conviene dar al verbo «crear» su acepción más literal. (Además, en el contexto del Salmo
104 vemos a Dios en su actividad creadora.) Dios ha «creado» a los ángeles con la
intención explícita de que sean «espíritus y llamas de fuego».
Esto hace que el texto incida más directamente en nuestro tema. Estamos viendo la
diferencia entre el Hijo y los ángeles. Acabamos de ver (v. 6) que el Hijo es el Primogénito,
el que no fue creado sino engendrado, el que procede íntimamente del Padre y participa de
su misma esencia, el que es el Creador (v. 2) no una criatura. En cambio Dios crea a los
ángeles. Tenemos, por lo tanto, ya un punto importante de contraste.

2. «Ángeles» y «mensajeros»
Pasemos a la segunda cuestión. Nuestro texto afirma que el Salmo 104:4 se refiere a los
ángeles («ciertamente de los ángeles dice»). Sin embargo en la traducción del Salmo 104:4
los ángeles brillan por su ausencia. Más adelante investigaremos esta cuestión con más
detalle, pero de momento digamos que la palabra traducida «mensajeros» es la misma que
se usa para «ángeles». Los ángeles están presentes en el Salmo 104.

3. «Espíritus» y «vientos»
La tercera cuestión textual está en torno a la palabra «espíritus». La misma palabra en
hebreo (como también en griego) puede significar «espíritu» o «viento». Como
consecuencia la Biblia frecuentemente utiliza el viento como símbolo de los seres
espirituales, y especialmente como símbolo del «Ser espiritual» por excelencia, el Espíritu
Santo. Así en su conversación con Nicodemo, Jesús compara al Espíritu con «el viento que
sopla de donde quiere» (Juan 3:8). No ha de sorprendernos, pues, que en el día de
Pentecostés el derramamiento del Espíritu fue acompañado por «un viento recio que
soplaba» (Hechos 2:2). También fue acompañado por «lenguas de fuego» (Hechos 2:3), en
cumplimiento de las palabras de Juan el Bautista, que Jesucristo bautizaría «en viento santo
y fuego» (Mateo 3:11). Viento y fuego, dos símbolos del Espíritu Santo. Como también lo
son, según nuestro texto, de los ángeles. No porque el Espíritu Santo sea un espíritu más
entre muchos, sino porque Él es un ser espiritual como ellos lo son. Él es «el Espíritu», en
contraste con los espíritus, como Jesucristo es «el Hombre», en contraste con los hombres.
Pero como hemos dicho, no es solamente que el viento (como el fuego) simbolice el mundo
misterioso de los espíritus, sino que la misma palabra «espíritu» puede ser traducida
igualmente por «viento». Incluso creo que en nuestro texto debe ser traducida así: «el que
hace a sus ángeles vientos». Ya sabemos que los ángeles son «espíritus». Los hebreos lo
sabían de sobra. Casi sería una redundancia decírselo aquí. Pero si en la segunda parte del
versículo («y a sus ministros llama de fuego») el fuego es evidentemente un símbolo,
conviene más un sentido simbólico en la primera parte.
Si nuestros traductores han puesto «espíritus», y no «vientos», es porque aquí hay una
dificultad lingüística. En Hebreos 1:14 los ángeles serán definidos como «espíritus
ministradores» (la misma palabra que en 1:7), y sería absurdo traducir esta frase por
«vientos ministradores». Por homologación del texto, pues, se ha puesto «espíritus» en el
versículo 7, pero con todo quizás fuera preferible poner «vientos».
4. ¿Ángeles o vientos?
La cuarta cuestión es la más compleja. Ya hemos visto que el texto de Salmo 104:4
(siempre en la versión de 1960) es muy diferente de la cita en Hebreos. No dice que Dios
«hace a sus ángeles (o mensajeros) espíritus (o vientos)», sino al revés: que «hace a los
vientos sus mensajeros». Y prosigue diciendo, no que sus ministros son como llamas de
fuego, sino que las llamas de fuego (o relámpagos) son sus ministros.
En seguida decimos: ¿Cómo se atreve el autor de Hebreos a tomar un versículo que habla
de vientos y relámpagos, y utilizarlo como si explícitamente nos hablara de la posición de
los ángeles? Pero antes de atribuirle despropósitos, haríamos bien en considerar si acertaron
los traductores de nuestra versión del Salmo 104. Literalmente el hebreo del Salmo dice:
«Hace vientos sus mensajeros», o «hace espíritus sus ángeles». La frase puede significar
tanto que Dios hace que los vientos (o espíritus) sean sus mensajeros (o ángeles), como que
Dios hace que sus mensajeros sean como vientos. El hebreo no indica cuál de los dos
objetos tiene la función subjetiva, aunque el orden de las palabras favorece la segunda
interpretación, no la de nuestra versión (ver Jamieson, Fausset y Brown, p. 612). La razón
por la que los traductores se inclinaron a favor de la primera interpretación (los vientos son
mensajeros de Dios y los relámpagos sus ministros) es obvia. En los versículos anteriores
vemos cómo Dios utiliza diferentes elementos de la creación para sus propósitos: «Él pone
las nubes por su carroza, y anda sobre las alas del viento» (v. 3). ¿Qué más natural que
entender que los vientos y el relámpago son otros tantos elementos de los que Dios se
sirve? Además, dirían los traductores, si la palabra significa «viento» en el versículo 3, ¿no
habrá de tener el mismo significado en el 4?
Esto tiene cierta lógica. Pero es una lógica construida sobre premisas del siglo XX. Para
nosotros los ángeles corresponden a un orden de la creación muy distinto de los vientos, las
tempestades y el fuego. Lo que es más, hoy en día parece que nos hemos olvidado de la
existencia de los ángeles para todo efecto práctico, y cuando hablamos del mundo creado
solemos clasificarlos aparte, como si no perteneciesen a esta creación. No así los judíos de
la antigüedad. Ellos decían (no sé con qué autoridad) que los ángeles fueron creados en el
segundo día de la creación, entre la formación de los cielos y la de la tierra, y que, por lo
tanto, ocupan una posición intermedia en el orden universal. Pues bien, en el Salmo 104 los
versículos 2 y 3 nos hablan de la creación de los cielos, mientras los versículos 5 a 9
describen la de la tierra. Dada esta mentalidad hebrea, casi esperaríamos que en medio se
nos hablara de los ángeles. Ver en el versículo 4 una referencia a los ángeles, lejos de ser
una interpretación forzada del texto, es lo más oportuno. No es que Dios haga a los vientos
sus mensajeros, sino que hace a sus ángeles como vientos.
Si alguien no está persuadido por estas consideraciones, que tome en cuenta otro
argumento. Cuando los traductores judíos de la versión griega del Antiguo Testamento
llegaron al Salmo 104:4, no dudaron en traducirlo como una referencia a los ángeles. El
texto griego no se presta a confusiones. Claramente dice: «El que hace que sus ángeles sean
vientos y que sus ministros sean llamas de fuego». Si el contexto favoreciese tan
claramente una alusión sólo a los elementos naturales de una tempestad (como suponen los
traductores de nuestra versión moderna), ¿cómo explicar la interpretación de la
Septuaginta?
Debemos recordar, además, que si los primeros lectores eran hebreos de la diáspora, como
parece probable, ésta es la versión del Antiguo Testamento que conocerían. Desde luego,
no se trata de una interpretación perversa e interesada que el autor se haya sacado de la
manga, sino de una interpretación autorizada que los lectores ya conocían en sus propias
Biblias. Si acaso hay un error de interpretación, no es de nuestro autor y por razones
interesadas, sino de los traductores de la Septuaginta, que no tenían ningunos intereses
creados. Sin embargo, creo que el verdadero error está en la traducción de la versión de
1960.
Por supuesto, aun si admitimos esta última interpretación («el que hace a los vientos sus
mensajeros, y a las flamas de fuego sus ministros»), podemos relacionarla con el tema de
los ángeles. Un «ángel» no es más que un «mensajero» divino, como lo son también, según
esta interpretación, los vientos. ¿Dónde, pues, hemos de situar a los ángeles dentro del
orden universal? Pues a la altura de los vientos. No debemos engañarnos. Por muy
gloriosos que sean los ángeles, hay un abismo de diferencia entre la dignidad del mensajero
y la de quien envía el mensaje. Ciertamente el Hijo también ha sido enviado por el Padre.
Pero vino como el Hijo de la casa, no como un mensajero cualquiera. Y los ángeles no son
hijos sino «ministros» o siervos. Pensar que los ángeles son equiparables al Hijo, es tan
absurdo como decir que los vientos lo son.
Con todo, esta traducción nos obliga a hacer filigranas para poder dar un sentido
satisfactorio a la cita. Preferimos la interpretación de la Septuaginta (y la del autor de
Hebreos, que es a fin de cuentas la versión inspirada). Según ésta, el texto significa que
Dios utiliza a los ángeles de la misma manera que las fuerzas de la naturaleza. Tanto los
unos como las otras sirven según la voluntad de Dios.
Concluimos, pues, que el texto, tanto del Salmo 104 como de Hebreos 1, debe rezar algo así
como lo siguiente:

«Ciertamente de los ángeles dice: El que hace [crea] a sus ángeles vientos, y a sus ministros
llama de fuego».

LOS ÁNGELES, EL VIENTO Y EL RELÁMPAGO


Así es el texto. Ahora nos preguntamos: ¿Qué relación existe entre los ángeles y las fuerzas
elementales de la naturaleza? Desde luego, no creo que nuestro texto quiera decir que los
ángeles sean vientos de verdad, ni que los relámpagos sean espíritus.
En primer lugar, seguramente hay una relación simbólica entre ellos. Los elementos sirven
como metáforas para ilustrar las acciones de los ángeles. Tanto los unos como los otros son
imponentes en su fuerza. El viento nos impresiona, y hasta nos aterra, cuando sopla con
violencia. Derriba árboles, hunde barcos, hace que todo nos parezca inseguro y
tambaleante. ¿Y quién no ha sentido temor ante las llamaradas del relámpago y el rugido
del trueno? Igualmente, tanto las fuerzas de la naturaleza como los ángeles son agentes de
Dios mediante los cuales Él cumple su voluntad en el mundo. Puesto que tienen estas
características en común, los unos pueden servir para ilustrar a los otros. Los ángeles son
como los vientos.
Por otra parte, aunque el poder ejercido por los ángeles y por las fuerzas de la naturaleza es
superior al del hombre, ni los unos ni las otras son divinos en sí. El pagano ve en el viento o
en el relámpago mismo una deidad. Nosotros, en cambio, sabemos que Dios los dirige y se
sirve de ellos. Vemos tras ellos la mano divina pero no confundimos la criatura con el
Creador. Igualmente no debemos confundirnos con respecto a los ángeles. No son más que
otros tantos instrumentos de la providencia divina, como el viento y el relámpago. Por lo
tanto son inferiores al Hijo. El Hijo, Hacedor de todo (v. 2), creó a los ángeles (v. 7) para
que pudiesen ser sus ministros. Los ángeles, como los vientos y demás, son más que el
hombre pero menos que Dios.
En segundo lugar, debemos recordar lo que ya hemos dicho acerca del «lugar intermedio»
de los ángeles en el orden universal. Si volvemos al Salmo 104, vemos que los cielos no
sólo reflejan la gloria y la poderosa acción creativa de Dios, sino que en cierto modo son su
morada. Dios «se cubre de luz como de vestidura, extiende los cielos como una cortina,
establece sus aposentos entre las aguas [aquí las «aguas» no se refieren a los mares o ríos,
sino a las nubes como «depósitos» de lluvia; comparar con el v. 13, donde leemos que Dios
riega los montes desde sus aposentos], pone las nubes por su carroza y anda sobre las alas
del viento» (vs. 2, 3). Aquí Dios es contemplado como «en los cielos». En cambio el lugar
del hombre es en la tierra (vs. 5, 23).
Entre Dios en los cielos y el hombre en la tierra están los ángeles (v. 4). Ellos ocupan el
espacio intermedio, como también los vientos y los relámpagos. Como éstos conectan el
cielo y la tierra, así los ángeles son enviados por Dios desde el cielo a la tierra para realizar
sus propósitos.
Así pues, la Biblia establece tres esferas que corresponden respectivamente a tres clases de
seres.

Dios y los cielos.Los ángeles y el aire El hombre y la tierra.


Al comprender esto, de inmediato recordamos otras referencias bíblicas. La gran oración
ejemplar de Jesús empieza: «Padre nuestro que estás en los cielos». El diablo es llamado
«el príncipe de la potestad del aire» (Efesios 2:2). Y la verdadera herencia de aquel que
recibe el Evangelio con mansedumbre es la tierra (Mateo 5:5).
Dicho esto, no debemos pensar que estos seres quedan confinados a estas esferas. No
estamos diciendo que cuando el hombre viaja en avión, o cuando un astronauta sale al
espacio, invade la esfera de los ángeles o de Dios, ni mucho menos queda Dios reducido a
la esfera celestial. (Creo que fue el cosmonauta soviético, Gagarin, el que al entrar en órbita
por primera vez comentó cínicamente que no veía a Dios en ninguna parte. Sus palabras
tendrían sentido si literalmente Dios habitara en los cielos nada más.) Pero sabemos
perfectamente que Dios es omnipresente. Como dice el salmista, «Si subiere a los cielos,
allí estás tú; y si en el Seol hiciere mi estrado, he aquí, allí tú estás. Si tomare las alas del
alba y habitare en el extremo del mar, aun allí me guiará tu mano» (Salmo 139:8–10). No
hay lugar en todo el universo que se escape de la presencia de Dios. O como dijo Pablo a
los atenienses: «Dios no está lejos de cada uno de nosotros. Porque en él vivimos, y nos
movemos, y somos» (Hechos 17:27, 28). La esfera eterna que Dios habita abraza y
envuelve todo el espacio. Por otra parte la Biblia nos enseña que, si estamos en Cristo,
nosotros tenemos acceso a la esfera celestial de Dios: «Nos hizo sentar en los lugares
celestiales» (Efesios 2:6).
Si llevamos, pues, a un extremo esta enseñanza de que Dios está en los cielos y el hombre
en la tierra, podemos caer en la herejía que azotó a algunas iglesias en tiempos apostólicos
(por ejemplo en Colosas), y creer que necesitamos a los ángeles como mediadores entre
Dios y nosotros. Si Dios está sólo en los cielos, y si los ángeles ocupan el espacio
intermedio entre los cielos y la tierra, entonces podríamos deducir, como los gnósticos, que
para poder llegar a Dios primero tenemos que propiciar a los «tronos, dominios,
principados y potestades angelicales» que están en medio. Claramente los apóstoles no
admitieron tal idea.
Si, pues, estas esferas no son exclusivas, ¿por qué hablan las Escrituras como si lo fueran?
Nuevamente pienso que por motivos simbólicos, fáciles de entender. «Los cielos» nos
hablan de la trascendencia de Dios. Cuando la Biblia nos dice que Dios habita en los cielos,
en seguida captamos la idea de que Dios no es un ser finito como nosotros, limitado a
nuestra esfera de conocimiento. Él nos trasciende. Es tan grande, tan «otro», en
comparación con nosotros como lo son los cielos. Es apropiado, por lo tanto, que
simbólicamente su morada sea el cielo.
Dentro de este mismo simbolismo, ¿cuál es el lugar apropiado para los ángeles? Ya hemos
visto que son menos que Dios y más que el hombre. Su lugar corresponde a una esfera
intermedia entre la morada de Dios y la de los hombres: el aire. Esto no quiere decir que
literalmente sólo se encuentran en la atmósfera. Sabemos que ministran en la presencia de
Dios, luego están en el cielo. También son enviados a la tierra «para servicio a favor de los
que serán herederos de la salvación» (v. 14), luego están aquí. Pero simbólicamente, a fin
de establecer para nosotros una jerarquía universal que podamos entender, la Biblia señala
el aire como el lugar apropiado y habitual de los seres espirituales.
Por lo tanto, la identificación de los ángeles con los vientos no es literal (los ángeles no son
vientos), pero tampoco es sólo metafórica. Pertenece a una jerarquía bíblica que emplea
este simbolismo para nuestro mayor entendimiento.
Cuando llegamos a comprender este simbolismo, descubrimos que nos ayuda a entender
muchas referencias bíblicas. Por ejemplo, el Salmo 18:9, 10 dice:

«Inclinó los cielos, y descendió; Y había densas tinieblas debajo de sus pies. Cabalgó sobre
un querubín, y voló; Voló sobre las alas del viento».

Este texto evidentemente es simbólico. Cae en medio de un pasaje que describe la


liberación divina del salmista en medio de una poderosa tormenta. No pretende ser literal.
Dice de Dios que «cabalgó sobre un querubín»; o sea, Dios cumple sus propósitos por
medio de un ángel. Pero también dice que Dios voló sobre el viento. No sé si el viento es
símbolo del ángel, o si el ángel lo es del viento, o si los dos estaban realmente presentes
como siervos de Dios. Pero observamos que aquí tenemos la misma combinación que en el
Salmo 104.
Sin embargo, el ejemplo más interesante para nuestra comprensión de Hebreos es sin duda
el del Sinaí. Al principio del capítulo dos, el autor hará referencia al momento en que Dios
dio la ley a Moisés en el monte por mediación de ángeles. Es evidente que este momento
está presente en la mente del autor desde el principio de su epístola (ver 1:1), y que todo lo
que dice acerca de los ángeles sólo es una preparación para lo que dirá del mensaje que
traen. Aunque la presencia de ángeles en el Sinaí es confirmada en el Antiguo Testamento
(Deuteronomio 33:2), las manifestaciones del poder divino que más asociamos con la
concesión de la ley son vientos tempestuosos, nubes, fuegos y relámpagos (ver Éxodo
19:16–18; 20:18; Hebreos 12:18, 19). Simbólicamente es apropiado que Dios, al bajar al
monte, venga acompañado no sólo con ángeles sino también con vientos y relámpagos.

LA POSICIÓN DE LOS ÁNGELES EN EL ORDEN UNIVERSAL


Ahora debemos volver a nuestro texto para ver con qué intención el autor incluyó su cita
del Salmo 104.
Recordemos que en estos momentos quiere demostrar la superioridad de Cristo por encima
de los ángeles. Sus lectores han creído en Jesús, pero ¿qué es Jesús sino un hombre? y ¿qué
es un hombre sino «un poco menor que los ángeles»? Como judíos formados en las
Escrituras saben que, de la misma manera que la atmósfera está por encima de la tierra y los
cielos por encima de la atmósfera, así los ángeles son mayores que los hombres e inferiores
sólo a Dios mismo. Si esto fuera toda la historia, harían bien en suponer que Jesús es
inferior a los ángeles, y que el mensaje de la Ley mediada por éstos es superior al
Evangelio anunciado por Aquél. Pero, dice el autor, esto no es la historia completa. Jesús
ha sido exaltado por el Padre. La esfera en la que Él mora es superior a la de los ángeles,
pues ellos están entre los vientos pero Él está «en las alturas» (v. 3). Más aún, Jesús está a
la diestra de Dios, lo cual quiere decir que comparte su trono (vv. 3, 8). El trono está en los
cielos, pero los espíritus que ponen por obra los decretos que emanan del trono están por
debajo de Él. Y todavía más, ellos, por muy gloriosa que sea su condición, no dejan de ser
criaturas y siervos («ministros» creados por Dios), mientras que Cristo es el Hijo
engendrado por el Padre (v. 5). Y por si todo esto fuera poco, el autor está a punto de volver
a demostrar que Jesús es de naturaleza divina (vs. 8–12). Sin duda alguna el nombre de
Cristo es superior (v. 4).
De hecho la jerarquía del universo que hemos visto no sólo establece la naturaleza inferior
de los ángeles, sino también el carácter divino del Hijo. ¿Cuál es el significado de la
ascensión? ¿Por qué era importante que los discípulos viesen cómo Cristo ascendía a los
cielos? Porque, según el simbolismo bíblico, los cielos son la morada de Dios como la
región intermedia lo es de los ángeles. El hecho de ascender a los cielos es la demostración
de que Cristo ha sido exaltado a la diestra de la Majestad en las alturas (v. 3).
Si has salido al campo en una noche despejada, y si has visto las estrellas cuando hay luna
llena, sabrás que la gloria de la luna parece mayor que la de las estrellas. Pero es así porque
desde nuestra perspectiva terrenal no apreciamos las distancias del espacio ni la verdadera
naturaleza de la luna. Aun el planeta más cercano está muchísimo más lejos (¡más
«arriba»!) que la luna, y ésta no tiene luz propia, sino que refleja la del sol. Cualquier
estrella, si la pudiéramos ver de cerca, dejaría en ridículo el resplandor de la luna. Así es
con Cristo. Desde nuestra perspectiva terrenal, le vemos como un mero hombre. Sólo es por
la fe que conocemos algo de su verdadera gloria. En aquellas pocas ocasiones cuando los
hombres han tenido el privilegio de verla de cerca (p. ej., Apocalipsis 1:13–17; Marcos
9:2–6), su reacción ha sido de espanto y postración. A los demás, la gloria de los ángeles
puede parecernos mayor. ¡Qué equivocación! Si tienen alguna gloria es porque reflejan la
de su Creador. El Hijo resplandece por derecho propio. Los ángeles, como nosotros, deben
tributarle toda la gloria.
Los judíos creían que no podía haber palabra superior a la Ley, precisamente porque era de
procedencia angelical. Pero el Evangelio nos llega por medio de Aquel que eternamente es
el Hijo de Dios y ahora es exaltado a su diestra en las alturas, donde los ángeles le sirven.
Los ángeles, pues, son sus siervos o «ministros». Como el viento, ocupan el espacio
intermedio entre los cielos y la tierra mientras realizan su ministerio. Se parecen al viento
en que actúan como agentes de la providencia divina y en que son invisibles, veloces y
poderosos.
¿En qué se parecen al fuego? Sin duda en que son rápidos como el relámpago en su servicio
para el Señor. Pero, más aún, el fuego nos habla de santidad y de juicio. Son seres puros,
que proclaman la santidad de Dios. También son activos en el ejercicio de los juicios de
Dios sobre la tierra. No es una casualidad que en el libro del Apocalipsis las copas de la ira
de Dios sean derramadas por ángeles (Apocalipsis 16:1, 2, etc.). Tal es la identificación de
los ángeles con el fuego que la palabra «serafín» (uno de los órdenes de ángeles)
literalmente significa «un ser ardiente», ¡una llama de fuego!
Si antes el autor de Hebreos ha hablado de la superioridad del Hijo (vs. 4–6), ahora nos
enseña la relativa inferioridad de los ángeles. El Hijo en todo tiene la preeminencia
(Colosenses 1:18); los ángeles sólo la tienen con respecto a nosotros y a las criaturas
menores. El Hijo es digno de ser adorado por todas las criaturas que Él ha formado; los
ángeles forman parte de la creación que le adora.

«Y miré, y oí la voz de muchos ángeles alrededor del trono… que decían a gran voz: El
Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la
fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza» (Apocalipsis 5:11, 12).

CAPÍTULO 8
EL GOBIERNO DE CRISTO
HEBREOS 1:8, 9
«Más del Hijo dice: Tu trono, oh Dios, por el siglo del siglo; Cetro de equidad es el cetro de
tu reino. Has amado la justicia, y aborrecido la maldad Por lo cual te ungió Dios, el Dios
tuyo, Con óleo de alegría más que a tus compañeros».

EL SALMO 45
Con las dos citas de los versículos 8 a 12 de nuestro capítulo, el autor llega al clímax de su
exposición de lo que el Antiguo Testamento nos revela acerca de la persona de nuestro
Señor Jesucristo. Ha demostrado en el versículo 5 que Él es el Hijo de Dios, un ser
engendrado no creado, ya que El mismo es el Creador de todo (v. 2). Luego, en los
versículos 6 y 7, ha indicado que no debemos confundir su «status» con el de los ángeles:
éstos no son más que siervos, que unen sus voces a las nuestras en adoración al Hijo.
Ahora, en los versículos 8 a 12 y siempre sobre la base del testimonio del Antiguo
Testamento, demostrará explícitamente lo que sólo ha aparecido de una manera velada en
los versículos anteriores: que Cristo participa de la naturaleza divina y ejerce el gobierno
supremo del universo, por lo cual es correcto llamarle «Dios».
La cita en esta ocasión proviene del Salmo 45. Como en los demás casos, el autor
presupone que estamos familiarizados con el texto, por lo cual conviene citarlo en su
contexto para refrescarnos la memoria.

«Rebosa mi corazón palabra buena; Dirijo al rey mi canto; Mi lengua es pluma de


escribiente muy ligero. Eres el más hermoso de los hijos de los hombres La gracia se
derramó en tus labios; Por tanto, Dios te ha bendecido para siempre. Ciñe tu espada sobre el
muslo, oh valiente, Con tu gloria y con tu majestad. En tu gloria sé prosperado Cabalga
sobre palabra de verdad, de humildad y de justicia, Y tu diestra te enseñará cosas terribles.
Tus saetas agudas, Con que caerán pueblos debajo de ti, Penetrarán en el corazón de los
enemigos del rey. Tu trono, oh Dios, es eterno y para siempre; Cetro de justicia es el cetro
de tu reino. Has amado la justicia y aborrecido la maldad; Por tanto, te ungió Dios, el Dios
tuyo, Con óleo de alegría más que a tus compañeros. Mirra, áloe y casia exhalan todos tus
vestidos; Desde palacios de marfil te recrean. Hijas de reyes están entre tus ilustres; Está la
reina a tu diestra con oro de Ofir» (Salmo 45:1–9).

(A partir de aquí y hasta el final del salmo, el texto describe a la reina. El rey victorioso que
aparece en la primera parte del salmo, tiene una esposa. Puesto que el autor de Hebreos nos
dirá claramente que el rey es Jesucristo, debemos entender que la manera
novotestamentaria de interpretar la segunda parte del salmo ve en la reina a la Iglesia.
Puede ser cierto que la intención original del salmista fue la de describir a algún rey de
Israel y a su reina. Puede ser aleccionador leer el Salmo en este nivel. Pero además, y en
primer lugar, el Antiguo Testamento debe ser leído y entendido a la luz del Nuevo, porque
el mismo Espíritu inspira a ambos. Fuera la que fuera la intención del salmista, para el autor
de Hebreos, como para nosotros, este salmo describe supremamente a Cristo y a la Iglesia.
No solamente es lícito, sino absolutamente necesario, entenderlo así. Sin embargo, la
segunda parte del Salmo, por muy interesante que sea, se escapa de los límites de nuestro
estudio y debemos dejarla de lado.)
En cuanto al texto citado, observemos que empieza describiendo la hermosura y sabiduría
del Rey (v. 2), para luego centrarse en sus victorias, majestad y justicia (vs. 3–5). El Salmo
exalta al Rey por su gobierno justo y glorioso.
Tan importante como el contenido del texto es el tono en que fue escrito. Es un tono de
celebración, entusiasmo y alegría. Lo notamos desde las primeras palabras: «Rebosa mi
corazón palabra buena; mi lengua es pluma de escribiente muy ligero», «ligero» porque su
entusiasmo le da alas y su pluma vuela sobre el papel.
Sin duda, la situación que ocasionó la composición de este salmo fue la celebración de
algún acontecimiento, posiblemente la coronación, en la vida de uno de los reyes de Israel,
posiblemente Salomón. (Notamos que no nos habla de proezas ya logradas, sino de
victorias futuras, vs. 3–5, lo cual sugiere que su reinado acaba de comenzar.) Pero sea cual
fuere la ocasión inicial, el lenguaje es excesivamente exaltado como para que el salmo
tenga su pleno cumplimiento en un monarca humano. Aun admitiendo el lenguaje
hiperbólico que la ocasión ceremoniosa requería, el salmo expresa más una aspiración que
una realidad. De ningún rey de Israel se puede decir que su trono sea eterno y para siempre
(vs. 2, 6). En ninguno de ellos el amor a la justicia y el aborrecimiento de la maldad llegó a
ser un principio absoluto (v. 7).
Como consecuencia, mucho antes de la venida de Jesús los judíos habían entendido que
este salmo sólo se cumpliría al pie de la letra con la venida del Mesías. El autor de Hebreos,
al aplicarlo a Jesús, no hace más de lo que haría cualquier judío convencido de su
mesiazgo. El salmo es claramente mesiánico. Esto no es negar que haya sido compuesto en
homenaje a Salomón (o al rey que haya sido), sino comprender, con los autores del Nuevo
Testamento, que más allá de cualquier significado original está el «cumplimiento»
mesiánico en Jesús; que la aclamación veterotestamentaria de reyes como David o Salomón
anticipa nuestra aclamación de Cristo. En otras palabras, dejando de lado sus límites,
pecados y fracasos, tanto David como Salomón son pequeños anticipos de la gloria del gran
Rey que había de venir, nuestro Señor Jesucristo. Es como si, al leer los salmos mesiánicos,
los primeros creyentes dijesen, en palabras de Jesús mismo: «He aquí más que Salomón en
este lugar» (Mateo 12:42). El sentido del salmo no queda agotado cuando es aplicado a
Salomón. Al contrario, le va mucho mejor al Señor Jesucristo. Sólo Él hace justicia al texto.
Él es el perfecto cumplimiento de las aspiraciones de Israel.
Naturalmente, la parte del salmo que más llama la atención del autor de Hebreos como
texto que exige ser aplicado a Jesucristo, es el versículo 6: «Tu trono, oh Dios, es eterno y
para siempre».

«TU TRONO, OH DIOS»


Antes de considerar lo que este texto nos dice acerca del Hijo, conviene volver al
«significado original» para preguntarnos qué sentido tenía aplicado a Salomón. Esta
cuestión ha sido motivo de polémica y debate entre los comentaristas. En términos
generales se dividen en dos grupos: los que dicen que la frase no debe ser aplicada a
Salomón, y los que dicen que sí pero con matices.
Primero están los que, por diferentes motivos, no aplican el versículo al rey. Normalmente
dicen que, mientras el resto del salmo (hasta el versículo 9) va dirigido al rey, en medio del
mismo el salmista se vuelve a Dios para dirigirle a Él la palabra en el versículo 6.
Esta interpretación ofrece serios problemas. El salmista ya nos ha dicho (v. 1) que el rey es
el objeto de su canto, no el Señor, y en todo el resto del salmo se dirige al rey (o a la reina,
que seguramente está a su lado). En principio parecería fuera de lugar que, sin previo aviso,
una sola frase del salmo se dirigiese a Dios. En el versículo 5 y en el 7, el objeto de sus
palabras es el rey: «Tus saetas… penetrarán en el corazón de los enemigos… Has amado la
justicia y aborrecido la maldad». Sería extraño que el objeto del versículo 6 fuera otro. Si
nos olvidamos de la frase «oh Dios», no hay nada en el texto que haga pensar en un cambio
de objeto. Si va dirigido a Dios, es un inciso torpe que interrumpe el fluir del salmo.
Pero la objeción más seria es ésta: si el versículo 6 no va dirigido al rey, ¿por qué lo cita el
autor de Hebreos? El versículo 7 podría servir para sus propósitos, pero el 6 sobraría. ¿Y
por qué introduce la cita con la afirmación contundente, «mas del Hijo dice», si de hecho el
salmo habla de Dios? Este versículo sólo puede ser aplicado al Hijo si en el sentido inicial
hablaba del rey.
Otros señalan que el texto hebreo se presta a otras interpretaciones y que la primera frase
del versículo 6 debería rezar de otra manera. Algunos proponen: «El trono de tu Dios es
eterno y para siempre». Esto resuelve el problema interpretativo (del salmo, ¡no de
Hebreos!) y, desde luego, es cierto. Pero es difícil ver por qué lo diría el salmista en este
momento. Además no es la manera sencilla y obvia de entender la frase en hebreo.
Otros proponen: «Dios es tu trono eternamente y para siempre». Es una interpretación más
relevante que la anterior pero no da el sentido obvio de las palabras hebreas y, por otra
parte, ofrece una idea un tanto extraña. Si con ella el salmista quiere decir, «Dios es el
fundamento de tu trono eternamente», o «tu trono es eterno por cuanto Dios lo sostiene»
(idea que encaja perfectamente en el contexto), ¿no se habría expresado de una manera más
clara?
En cuanto al otro grupo (los que dicen que el versículo 6 está dirigido al rey pero con
matices), algunos autores de signo liberal lo han tomado como evidencia de una deificación
popular de los reyes de Israel. Muchos pueblos de la antigüedad consideraban a sus reyes
como semidivinos. Aquí, dicen, tenemos evidencia de esta misma práctica en Israel. Huelga
decir que esta idea choca frontalmente con la creencia, bien arraigada en Israel, en la
unicidad de Dios y en la naturaleza exclusiva de su gloria y dignidad. Dios no comparte su
gloria con nadie, ni siquiera con los reyes que Él ha ungido. Aun si el salmista hubiera sido
heterodoxo, sus palabras (de tener este significado) no habrían pasado por la criba de la
ortodoxia ni se habrían incorporado al canon del Antiguo Testamento. Claramente los
judíos no habrían aceptado esta interpretación del texto.
Otros, sin ir tan lejos, suponen que el salmista se dirige a Salomón y le llama «Dios»
porque el rey, si bien no es divino en sí mismo, era el representante de Dios ante el pueblo.
El ungido de Dios hace las veces de Dios en el gobierno y en el juicio del pueblo, y por lo
tanto es llamado Dios.
Ésta es una solución que goza de cierto apoyo bíblico. En el Salmo 82, Dios juzga a los
«dioses», o sea, a los reyes de la tierra (v. 1). Les reprende por la parcialidad de su juicio (v.
2) y les exhorta a que gobiernen con justicia (vv. 3, 4). Luego les vuelve a llamar «dioses»,
a la vez que les recuerda que como humanos morirán:
«Vosotros sois dioses, y todos vosotros hijos del Altísimo; pero como hombres moriréis»
(Salmo 82:7).

Jesús mismo en una ocasión utilizó esta cita para contestar a los que le acusaban de
blasfemia al hacerse Dios. Les dijo que si los reyes de antaño son llamados dioses en las
Escrituras, y éstas no se equivocan, con cuánta más razón el que ha venido del cielo como
Mesías puede llamarse Dios:

«Jesús les respondió: ¿No está escrito en vuestra ley: Yo dije, dioses sois? Si llamó dioses a
aquellos a quienes vino la palabra de Dios (y la Escritura no puede ser quebrantada), ¿al
que el Padre santificó y envió al mundo, vosotros decís: Tú blasfemas, porque dije: Hijo de
Dios soy?» (Juan 10:34–36).

Por muy sorprendente que nos parezca, hemos de admitir, pues, que el Salmo 45 no
constituiría un caso aislado si llamara «dios» al rey. El Salmo 82 extiende este título a todos
los reyes.
Por esto, esta última interpretación, aunque con reservas, me parece la más aceptable. El
sentido llano del texto hebreo (como el de la versión griega empleada por el autor de
Hebreos) es entender «oh Dios» como vocativo y no como nominativo. (Es decir, el
salmista se dirige a alguien a quien llama «Dios».) Por otra parte, el resto del salmo (hasta
el final del versículo 9) está dirigido al rey, y el fluir del texto hace que el rey también sea
el objeto de la frase «oh Dios».
Si no nos parece muy satisfactorio que un mero hombre reciba este título, contesto que en
ningún sentido parece satisfactorio aplicar este salmo a un mero hombre. No es solamente
esta frase la que resulta exagerada si es aplicada a Salomón. Todo el conjunto del Salmo lo
es. ¿Acaso Salomón es el más hermoso de los hombres (v. 2)? ¿Dios le ha bendecido para
siempre? ¿Amaba Salomón la justicia y aborrecía la maldad (v. 7)? No. Si el salmista sólo
contemplaba a Salomón cuando compuso su salmo, éste no es más que un panegírico
estilizado que exalta al monarca a expensas de la veracidad. Si éste fuera su único sentido
(o aun su sentido principal), tendríamos que suponer que el Espíritu Santo consiente los
excesos retóricos. Pero la esperanza mesiánica estaba viva en Israel y seguramente el Salmo
debe ser entendido, ya desde el momento de su redacción, a la luz del Rey que había de
venir. Es decir, el lenguaje que el salmista emplea, aunque dirigido a algún rey de Israel,
contempla más allá del monarca la figura del Mesías. Éste sirve de medida y patrón del
reinado. El lenguaje exaltado es justificado porque el monarca es un pequeño símbolo del
gran Ungido de Dios. Si este salmo se encuentra entre las Escrituras, es porque su
verdadero tema es Aquel que no solamente ostenta dignamente el título de «Dios», sino que
cumple perfectamente todo lo que el texto dice de Él.
Con razón, pues, el autor de Hebreos entiende que, sea cual haya sido la intención del
salmista, el texto del Salmo 45 encuentra su cumplimiento perfecto y definitivo en la
persona de nuestro Señor Jesucristo. Cualquier otra manera de interpretarlo esquiva la
intención del Espíritu Santo, la de revelar el verdadero carácter del Mesías.
Y lo primero que el Espíritu nos dice acerca de Él es que su título apropiado es «Dios». El
Rey es divino. Comparte el trono con el Padre (v. 3) y con Él comparte honores divinos.
Tan cierto es que Él por derecho propio es Dios y Rey, como que Dios le ha ungido como
Rey (Salmo 45:7 y Hebreos 1:9). En Cristo se resuelve la aparente paradoja del texto, por
cuanto las dos cosas son ciertas en Él. Eternamente es el Hijo divino, pero en su humanidad
es constituido Rey por el Padre. Como hombre debe su exaltación a la voluntad de Dios.
Hasta aquí habíamos visto varios de sus atributos divinos: su poder creador (v. 2), su
dignidad suprema y gobierno (v. 3), su consustancialidad con el Padre (v. 5) y su derecho
de adoración (v. 6). Ahora el testimonio del Espíritu a su naturaleza divina se hace aún más
claro: «Tu trono, oh Dios…»
¿Quién es este Jesús a quien los primeros lectores habían decidido seguir? ¿Un rabino de
Nazaret? Sí, desde luego, pero mucho más que esto. ¿El hombre ungido por Dios para ser el
Mesías? Sí, pero aun aquí estamos lejos de comprender su verdadera dignidad. Hemos de
«subir el listón», hemos de exaltarle, no sólo por encima de cualquier otro ser humano, sino
más allá de todos los órdenes de seres angelicales, más allá de toda la jerarquía celestial
para situarle en el único lugar que le corresponde, a «la diestra de la Majestad en las
alturas». Aquellos primeros lectores nunca le harían justicia si solamente viesen en Él al
hombre Jesús. Ni siquiera acertarían si le diesen honores angelicales. Él, como el Padre, no
merece menos que nuestra absoluta entrega y ferviente adoración, porque Él es Dios.

EL TRONO DE CRISTO: ETERNO Y JUSTO


Ahora volvemos a la cita del Salmo 45 para ver lo que nos dice acerca del reino y gobierno
de Cristo. Veremos primero las características de su trono (Hebreos 1:8) y luego las de
nuestro Señor, las que le hacen digno de ser Rey de reyes y Señor de señores.
La primera característica de su trono es su eternidad. «Tu trono es eterno y para siempre»
(Salmo 45:6); «Tu trono por el siglo del siglo» (Hebreos 1:8). Como habían dicho los
profetas:

«Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite, sobre el trono de David y sobre su
reino, disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia desde ahora y para siempre»
(Isaías 9:7).

«Y le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le
sirvieran; su dominio es dominio eterno, que nunca pasará, y su reino uno que no será
destruido» (Daniel 7:14).

¡Qué importante es esto para la seguridad del creyente! Hoy en día los reyes ejercen una
autoridad limitada y «constitucional», por lo cual apenas causa conmoción cuando un
monarca fallece y el trono pasa a su heredero. Pero en tiempos antiguos la transición de un
reinado a otro era un momento de incertidumbre y zozobra en la vida del país. Es en
contraste con esta clase de inestabilidad que nuestro texto celebra la permanencia del trono
de Jesucristo. Su trono nunca estará vacío, ni ocupado por otro. Podemos descansar en la
seguridad de que su reinado es eterno. No necesitamos preocuparnos en cuanto a posibles
cambios o trastornos en el futuro.
La segunda característica del gobierno mencionada por el salmo es la justicia. «Cetro de
equidad es el cetro de tu reino». Por supuesto el cetro, como el trono, es símbolo de mando
y autoridad. El cetro del Señor Jesucristo es un cetro de equidad, y la equidad es una de las
facetas de la justicia: la compensación justa de las obras de los ciudadanos del reino.
Absoluta imparcialidad. La justicia templada sólo por la misericordia.
Los reyes del mundo, aun los mejor intencionados, han tenido sus fracasos en torno al
ejercicio de la justicia. Es inevitable que sea así. No hay hijo de Adán que tenga el corazón
perfecto, que no abrigue en las raíces de su motivación un abanico de pecados, egoísmos e
intereses personales que tarde o temprano se pondrán de manifiesto. En el mejor de los
casos, cuando un reinado es relativamente justo, suele deberse a una serie de presiones
morales que operan sobre el monarca: las de consejeros que le exigen, o al menos esperan,
justicia; y las de una constitución que marca las pautas (y limita las arbitrariedades) de las
gestiones reales. Allí donde han desaparecido tales presiones sobre el rey, la historia
demuestra que no tarda en asomarse la tiranía. Por algo se ha dicho aquello de que «el
poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente».
En contraste con todo esto vemos al Señor Jesucristo, justo, misericordioso y desinteresado.
Lejos de caracterizarse por el egoísmo, Él constituye el ejemplo supremo de amor, entrega
y sacrificio para el bien de su pueblo. La justicia, como dice el versículo 9, es algo que Él
ama, que está en las raíces de su personalidad. No es como nosotros, que cumplimos la
justicia cuando no hay otro remedio y sentimos la fuerte atracción del pecado. Es de su
misma naturaleza amar la justicia. Sale de Él. La apariencia de justicia no encubre, como en
nosotros, niveles secretos de egocentrismo. Nosotros, aun aprobando con nuestra mente la
rectitud y la santidad, íntimamente somos arrastrados por el mal. Él sencillamente lo
aborrece.
Quizás valga la pena subrayar el carácter doble de la equidad de Cristo. Él no pudo amar
verdaderamente la justicia sin aborrecer la maldad. Lo digo porque la tendencia de muchos
hoy en día es la de hacer alarde de su amor a la verdad y a la justicia, y a la vez ser
benevolentes y tolerantes con la maldad. La gracia, humildad, compasión y misericordia de
Cristo no estaban reñidos con una aversión al pecado, una intolerancia de la hipocresía y la
mentira y un repudio de toda forma de contemporización moral. En Él vemos que la
integridad y el engaño, la santidad y la carnalidad nunca son compatibles. Un camino no
puede ser recto y torcido a la vez. No amas la justicia si exoneras la maldad.
Aquí, pues, tenemos una segunda garantía en cuanto al reino. El carácter intachable e
incorruptible de la justicia del Señor Jesucristo asegura que su reino será siempre un reino
de equidad.
De hecho, es la justicia de Cristo la que le califica para ser proclamado Rey. ¿Por qué, de
entre los demás hombres, Dios le exaltó a Él? La respuesta fácil sería: porque Él era Dios.
Pero ésta no es la respuesta bíblica. Filipenses nos dice que fue por su obediencia a la
voluntad de Dios. Hebreos (es decir, el Salmo 45) nos dice que fue por su amor a la justicia.
En todo caso podemos decir que fue por su perfecta sumisión al Padre, expresada tanto en
su disposición a sufrir la Cruz como en su pleno cumplimiento de la ley.

LA UNCIÓN DEL REY (v. 9)


Al llegar a este punto necesitamos detenernos un momento, a fin de recordar en qué
contexto nos llega esta descripción del trono de Cristo.
Ya hemos dicho repetidas veces que, en cierta manera, Cristo es doblemente el Hijo de
Dios. Lo es en virtud de su preexistencia eterna, de su propia divinidad intrínseca. Pero
también lo es como el Dios-hombre, «engendrado hoy» por el Padre en la esfera temporal.
Al mismo tiempo hemos visto que esta frase (del versículo 5) debe ser asociada con el
momento de la resurrección y ascensión, ya que es en la resurrección que Jesús fue
«declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad» (Romanos 1:4).
Como consecuencia de su doble filiación, Cristo es doblemente superior a los ángeles.
Como Dios es su Creador (vs. 2, 7). Pero aun en su naturaleza humana ha sido «hecho tanto
superior a los ángeles, cuanto heredó más excelente nombre que ellos» (v. 4). Por lo tanto,
cuando vuelva en gloria será adorado públicamente por ellos (v. 6) como el Dios-hombre.
Otra consecuencia de su «doble filiación» es que Cristo es doblemente Rey. Lo es en virtud
de su divinidad. Pero también lo es como hombre. Como Dios, nunca ha dejado de ejercer
el gobierno del universo. Como hombre, su gobierno comienza con la ascensión. Como
Dios, siempre ha reinado. Como hombre, su reinado tiene un comienzo. Debe ser ungido
por Dios. Debe ser coronado.
Recordemos, pues, que aquí el autor de Hebreos está contemplando a Cristo en el momento
de su ascensión y exaltación; en otras palabras, en el momento de su «coronación». Es por
esto que un salmo de coronación, como el 45, es tan apropiado. Pero también debemos
recordar que se trata de la coronación de nuestro Señor en su persona humana. Habiendo
tomado forma humana, su reinado tiene un comienzo temporal, una coronación, que ocurrió
cuando «Dios le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para
que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla» (Filipenses 2:9, 10).
Lo grande de nuestro texto no es que el trono de Dios sea eterno y justo. Esto lo sabemos
sobradamente por la revelación del Antiguo Testamento. Sino que en Jesucristo Dios toma
forma humana, vive una vida de plena justicia, es glorificado y coronado, y ahora ocupa el
trono del universo como Dios y como hombre.
No nos pasaría por la mente dudar de que el Hijo, en su trono eterno y en su divinidad, haya
«amado la justicia y aborrecido la maldad». Lo que es glorioso con respecto a nuestro
Señor Jesucristo es que lo hizo «estando en forma de hombre». En su ministerio en este
mundo Él vivió en humillación, rodeado de mil tentaciones y presiones sociales. Amar la
justicia y aborrecer la maldad habían de costarle el ostracismo social, la oposición de los
líderes religiosos de su día y, finalmente, la muerte de Cruz. Nuestro Rey no es alguien
«que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo
según nuestra semejanza, pero sin pecado» (4:15). Como hombre dependió del poder del
Espíritu Santo y de la voluntad del Padre, y finalmente salió airoso en su victoria sobre el
pecado. Su afán fue siempre el de manifestar la justicia de Dios. Se deleitaba en hacer la
voluntad del Padre. Decía a Juan el Bautista que convenía que cumpliese toda justicia
(Mateo 3:15). Cuando exhortaba a los discípulos: «Buscad primeramente el reino de Dios y
su justicia» (Mateo 6:33), no decía más de lo que podían ver en Él. Fue por su absoluta
fidelidad a la justicia mientras vivía como hombre en la tierra, que nuestro Señor fue
exaltado a la diestra de la Majestad en las alturas, coronado y ungido como Rey.
Notemos bien el orden de nuestro texto. No dice lo que aparentemente algunos
comentaristas han entendido: que Jesucristo vivió una vida justa debido a que previamente
había sido ungido por el Padre (por ejemplo, en su bautismo). Es al revés. La unción es la
consecuencia, no la causa, de su justicia. No es ungido en virtud de su eterna divinidad,
sino de su perfecta humanidad.
Ciertamente Él conoció la unción del Espíritu en el momento de su bautismo, con el fin de
capacitarle para su ministerio terrenal. Pero ahora la unción es de «óleo de alegría» y se
presenta en un contexto de tronos y cetros. El bautismo con que fue bautizado en su
humillación no se caracterizó precisamente por la alegría. Fue una unción, como la de la
mujer pecadora, que anticipaba su muerte y sepultura (Marcos 14:8). En cambio
corresponde a la ascensión el estallido de alegría en la corte celestial.
¡Alegría! La inmensa satisfacción de ver el fruto de la aflicción de su alma (Isaías 53:11).
El gozo, antes puesto delante de Él (12:2), ahora cumplido.El Padre también ama la justicia
y aborrece la maldad. Por esto envió al Hijo, para hacer posible la eliminación del pecado y
la restauración de la justicia. Y es esta plena coincidencia entre el corazón del Padre y el del
Hijo la que ofrece una posible explicación de la frase enfática, «por lo cual te ungió Dios, el
Dios tuyo» (v. 9). Dios es Dios de todos, en el sentido de «Señor y Creador». Pero es
especialmente el «Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Efesios 1:3) por cuanto el
Hijo, siendo «el resplandor de su gloria y la imagen misma de su sustancia» (v. 3),
comparte los mismos gustos, intenciones y sentimientos que el Padre. En el amor que
Cristo tiene a la justicia, vemos una característica del Padre y reconocemos que Dios es
sobre todo «el Dios suyo».
Hay, sin embargo, una lectura alternativa de este texto. Sería: «Por lo cual, oh Dios, te
ungió el Dios tuyo con óleo de alegría.» El primer «Dios», como ocurre en el versículo 8,
sería un vocativo dirigido al Hijo. El Rey es reconocido como divino a la vez que se
establece que su unción real proviene de Dios. No hay nada en el texto que desaconseje esta
interpretación. Al contrario, el caso paralelo del versículo 8 hace que sea probable, y de esta
manera resolvemos una repetición (de la palabra «Dios») que de otro modo no se explica
satisfactoriamente.
Sea como sea, el Padre claramente participa del mismo entusiasmo que Cristo en cuanto a
la justicia y celebra con alegría la obra victoriosa de su Hijo. Se deleita en ungirle como
Rey porque ha demostrado compartir plenamente los deseos de su propio corazón. Por tanto
vemos en este óleo un símbolo del pleno gozo del Padre en el triunfo del Hijo, triunfo que
no es otro sino la victoria de la justicia sobre la maldad.
Y así Cristo entra en la plenitud de su nombre. «Cristo» significa «el Ungido». Aquel que
en su nacimiento fue ungido con mirra por los magos en señal de su muerte, ahora
triunfante es ungido por Dios con óleo de alegría al comenzar su reinado universal. Él es el
«Ungido» por excelencia, por encima de cualquier otro, «con óleo de alegría más que a tus
compañeros».
¿Quiénes son estos compañeros? Evidentemente, en cuanto el Salmo se refiere a Salomón,
son o bien sus hermanos, los otros hijos de David que podrían haber ocupado el trono, o
bien otros monarcas contemporáneos. En este nivel de interpretación, el salmista afirma que
Dios ha hecho que Salomón destaque por encima de los demás príncipes de su día, lo cual
es cierto.
Pero ¿qué significa «compañeros» cuando el texto es aplicado a Cristo? A esto los
comentaristas contestan de muchas maneras. Veamos algunas de las opciones:

Algunos, remitiéndose a la interpretación salomónica, dicen que son los reyes de la tierra.
Esta idea, por supuesto, tiene un buen fundamento bíblico. Por ejemplo, el Salmo 2 (citado
en el v. 5) señala el contraste entre el Ungido de Dios y los reyes de la tierra. Indica que
toda comparación entre ellos es risible (v. 4). La unción de Jesucristo es superior a la de
cualquier coronación humana. Esto nadie lo duda. Él es Rey de reyes y Señor de señores.
Esta interpretación, pues, es aceptable. Sin embargo no hay nada en el contexto que apunte
hacia ella.

Otros creen que la referencia es a los creyentes. La palabra «compañeros», dicen, casi es
igual a «hermanos» en el sentido figurativo de Hebreos 2:11. Los compañeros, pues, son
los demás hijos que Dios quiere llevar a la gloria (2:10), cuya dignidad nunca puede ser
comparada con la de Jesucristo. Esto es totalmente cierto, pero nuevamente la
interpretación me parece arbitraria.Más aún lo es la idea, sostenida por otros, de que los
compañeros son los sacerdotes. Es cierto que los sacerdotes de Israel fueron ungidos, y
también que Hebreos hablará largamente del sacerdocio de Jesucristo en contraste con el
levítico. Allí veremos la absoluta superioridad de nuestro Señor. Pero todavía no. El autor
aún no ha introducido el tema de los sacerdotes, y además el contexto del Salmo 45
clarísimamente habla de realeza, no de sacerdocio.

Más bien pienso que el autor de Hebreos ve en esta cita una referencia a los que han servido
de contraste con Cristo a lo largo de esta sección: los ángeles. Jesús ha sido ungido por
Dios con óleo de alegría más que todos sus compañeros en el mundo espiritual, más que
cualquier otro ser espiritual. Por supuesto el peligro de esta interpretación está en que
podríamos sacar la conclusión errónea (como lo hacen los Testigos de Jehová, por ejemplo)
de que Jesús no es más que un «compañero» de los ángeles, uno de tantos, inferior al Padre.
Sin embargo, este error ya ha sido anticipado por el autor en los versículos 5 y 6: ningún
ángel ha recibido el título «Hijo de Dios» ni ha sido engendrado por el Padre; en cambio la
superioridad de Jesús es tal que los ángeles correctamente le rinden la adoración que
pertenece sólo a Dios. Si evitamos este error, la interpretación parece la más adecuada. Los
ángeles no pueden compartir la exaltación de Jesús porque ellos no participan de la
naturaleza divina. Pero ni siquiera pueden compararse con el hombre Jesucristo. Ellos no
realizaron la obra de redención que Él llevó a cabo. Ellos no fueron puestos a prueba, como
Él, en el fuego de la aflicción y la tentación. Ellos no salieron ilesos, como Él, de la terrible
lucha contra el mal. Ellos tienen su dignidad. Son superiores al ser humano. Pero no al
verdadero Hombre.

Sea cual sea la interpretación que más nos convenza, el autor (y el salmista) presenta aquí a
Jesús como Aquel que es incomparable. Él es digno de gobernar, en primer lugar porque el
trono es suyo por derecho propio desde toda la eternidad. Pero en segundo lugar por su
perfecta, justa y gloriosa humanidad.

«Y miré, y oí la voz de muchos ángeles alrededor del trono, y de los seres vivientes, y de
los ancianos… que decían a gran voz: El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el
poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza» (Apocalipsis
5:11, 12).

En su humanidad Él es recto y justo, sin pecado. Por esto el Padre le ha constituido Rey y
Señor. Contemplemos, pues, a nuestro Señor Jesucristo, el Ungido de Dios, y unamos
nuestras voces a la adoración de las huestes angelicales.

CAPÍTULO 9

LA ETERNIDAD DEL HIJO


HEBREOS 1:10–12
«Y: Tú, oh Señor, en el principio fundaste la tierra, Y los cielos son obra de tus manos.
Ellos perecerán, mas tú permaneces; Y todos ellos se envejecerán como una vestidura,
Y como un vestido los envolverás, y serán mudados; Pero tú eres el mismo, Y tus años no
acabarán».

EL SALMO 102
Llegamos a la sexta de las citas del Antiguo Testamento por medio de las cuales el autor
pretende establecer la superioridad del Señor Jesucristo con respecto a los ángeles. En ella
Cristo es contemplado como el Creador y Sustentador del universo, y el que comparte con
el Padre atributos como la eternidad y la inmutabilidad, que demuestran su divinidad.
Nuevamente, sin embargo, se trata de una cita que a primera vista ofrece dificultades, por lo
cual hemos de armarnos de paciencia e ir por partes, volviendo primero al texto original
para intentar entenderlo en su conjunto.
El Salmo 102, de donde procede la cita, se compone de tres partes. Nuestra cita pertenece a
la tercera. Veamos cuáles son:

En la primera (versículos 1–11) el salmista derrama su alma delante de Dios. No sabemos


las circunstancias exactas en las que el Salmo fue escrito. Tampoco sabemos quién lo
escribió, aunque el autor parece haber sido alguien eminente, posiblemente uno de los reyes
de Judá. Pero deducimos que Jerusalén está en ruinas y desolación después de una invasión
enemiga (vs. 13–17) y que el salmista mismo está devastado por causa del sufrimiento y de
las afrentas de sus enemigos (v. 8). Siente profundamente la brevedad de la vida, su
fragilidad e inestabilidad (vs. 3, 11). Su angustia se manifiesta en síntomas físicos. El dolor
de su corazón y la futilidad de su vida le han quitado el apetito, y su aspecto se ha vuelto
demacrado (vs. 4, 5). Se siente solo y abandonado (vs. 6, 7). Sus sufrimientos le
obsesionan. No puede pensar en otra cosa (v. 9). El panorama es negro y desesperanzado.

Sin embargo, aun en medio de tanta angustia, el salmista tiene presente a Dios al menos en
dos sentidos. En primer lugar, pide su ayuda. Los versículos 1–3 constituyen una oración
intensa. Cinco veces el salmista clama pidiendo la comprensión e intervención del Señor.
El salmista es creyente y, como todo creyente, vive sus sufrimientos en la comunión de
Dios.

En segundo lugar, él sabe que lo que le ha acontecido viene de Dios en última instancia. Ha
ocurrido

«A causa de tu enojo y de tu ira;Pues me alzaste, y me has arrojado» (v. 10).


El salmista quizás no sepa por qué Dios está enojado. Al menos no lo dice. Pero tiene una
confianza plena en la soberanía de Dios en la historia. Sabe que no pasa nada sin que Dios
lo sepa y lo permita, y sin que se cumplan los propósitos divinos. Las conjuras de los
enemigos pueden ser terribles; pero aún más preocupante es la ira de Dios.

En la segunda sección (versículos 12–22), el salmista recuerda lo que él sabe acerca del
carácter y de las promesas de Dios. El contraste con la primera sección no puede ser mayor.
Sus lamentaciones se convierten en esperanza. Su introspección se desvanece ante la
perspectiva de futuro. No un futuro para él, sino para la ciudad de Jerusalén.

Recuerda que Dios ha prometido edificar Sion. La ciudad ahora puede estar en ruinas, pero
Dios mirará su desgracia (v. 19), la levantará (v. 13) y la llenará de su gloria (v. 16). Y todo
esto lo hará en contestación a las oraciones de los desvalidos (v. 17), entre los cuales se
encuentra el salmista. Vale la pena, pues, orar. Hay esperanza. Jerusalén será vindicada.
Pero ¿qué del salmista? ¿Qué consuelo es saber que la ciudad será edificada si él no estará
para verlo? ¿Qué remedio hay en esto para sus males y sufrimientos? La segunda sección
ofrece consuelo para «la generación venidera» y es motivo de alabanza para «el pueblo que
está por nacer» (v. 18), pero ¿qué consuelo contiene para él?

Pasamos a la tercera sección (vs. 23–28) a ver si encontramos la respuesta. Puesto que es
aquí donde encontramos el texto citado en Hebreos, y puesto que tendremos que comentarla
en detalle, conviene leerla detenidamente:

«Él debilitó mi fuerza en el camino; Acortó mis días. Dije: Dios mío, no me cortes en la
mitad de mis días; Por generación de generaciones son tus años. Desde el principio tú
fundaste la tierra, Y los cielos son obra de tus manos. Ellos perecerán, mas tú
permanecerás; Y todos ellos como una vestidura se envejecerán; Como un vestido los
mudarás, y serán mudados; Pero tú eres el mismo, Y tus años no se acabarán. Los hijos de
tus siervos habitarán seguros, Y su descendencia será establecida delante de ti».

De inmediato vemos que aquí no hay ninguna respuesta obvia a los problemas del salmista
mismo. Al contrario, su perplejidad aumenta al pensar que está a punto de ser cortado «en
la mitad de sus días» (vs. 23, 24a). Por lo demás sólo puede contemplar la permanencia de
Dios (vs. 24b–27). Esto ofrece cierta garantía en cuanto a los descendientes de sus siervos
(v. 28), pero no parece traer solución alguna a las necesidades del propio salmista. Los
enemigos siguen humillándole, sus aflicciones siguen royendo sus entrañas y la ciudad
sigue estando en ruinas.

Hasta aquí el resumen del Salmo. En seguida observamos que, si bien podemos admirar su
profunda humanidad y reconocer que plasma las dudas y angustias del salmista, no es muy
satisfactorio en el momento de resolverlas. El salmista ve el origen de sus males en el enojo
de Dios, pero nunca descubre la causa de su ira (v. 10). Más aún, ¿qué consuelo hay en
saber que, si la vida del hombre además de dolorosa es breve, la de Dios es eterna? (vs. 12,
27). ¿No es esto agravar el problema? Casi es una crueldad. Si ésta fuera la única lectura
posible del salmo, acabaríamos pensando: «¿Qué clase de Dios es éste? Debilita a su siervo
y acorta sus días, y luego el único consuelo que le ofrece es el de recordarle su propia
inmortalidad. Si Dios quitará los cielos como un vestido desgastado (v. 26), ¿qué suerte
espera a los hombres?» Aun si los hijos de generaciones futuras viven en relativa paz, ¿para
qué sirve si a la larga desaparecerán con el resto de la creación? Aparentemente el salmo no
ofrece ninguna respuesta.
Nos preguntamos, pues, si hay otra lectura. El autor de Hebreos contesta afirmativamente.
Nos dice que debemos ver que el Salmo está hablando de Jesucristo. Es decir, el salmista,
seguramente sin saberlo, enunció palabras que con el tiempo iban a adquirir un valor
profético y tendrían su cumplimiento en Cristo.
Antes de ver por qué nuestro autor aplica el Salmo al Hijo, conviene establecer que
realmente lo hace, porque hay quienes lo cuestionan. Opinan que la cita no habla del Hijo,
sino que son palabras pronunciadas por el Hijo (el hecho de que tal interpretación no tiene
sentido alguno en el contexto no parece preocuparles). Pero esto no es lo que el texto dice.
Recordemos que el autor ha afirmado: «Ciertamente de los ángeles dice…» (v. 7),
añadiendo a continuación una cita del Antiguo Testamento. Y luego, en contraste con los
ángeles, añade dos citas más introducidas por la frase, «del Hijo dice» (vs. 8, 10). La frase
del autor no es «el Hijo dice», sino «del Hijo dice». Las dos citas no representan lo que el
Hijo dice acerca del Padre, sino lo que el Antiguo Testamento dice acerca del Hijo.
Mejor dicho, lo que Dios mismo dice acerca del Hijo. Si volvemos al comienzo de las citas
(v. 5), vemos que el sujeto en cada caso no es ni siquiera la Biblia, sino Dios. Las citas
dicen lo que Dios ha dicho. Por lo tanto, según el autor de Hebreos el texto del Salmo 102
debe ser leído, no como si el salmista se dirigiese a Dios, sino como si el Padre estuviese
hablando al Hijo.
¿Con qué derecho hace esta afirmación? Empecemos diciendo que no solemos identificar el
Salmo 102 como un salmo mesiánico, pero nuestro autor claramente lo ve así y no creo que
sea difícil ver por qué. Por «salmo mesiánico» solemos pensar en textos que ensalcen al
Rey o que describan su gobierno en términos que corresponden a la persona o al reinado de
Cristo, como ha ocurrido en varias de las citas de Hebreos 1. Pero no son solamente los
salmos reales los que se cumplen en el Señor Jesucristo. También cuando el salmista
expresa su angustia en situaciones de persecución o dolor, sus palabras anticipan los
sufrimientos del Salvador, por lo cual el Nuevo Testamento frecuentemente los aplica a
Jesús. (Un solo ejemplo: cuando Mateo describe la pasión del Señor en los capítulos 26 y
27 de su Evangelio, nos dice que varias cosas ocurrieron en cumplimiento de los Salmos
41, 69 y, especialmente, el 22, sin contar otros lugares del Antiguo Testamento.)
Con esto en mente, si volvemos a la primera sección del Salmo 102, descubrimos que la
angustia del salmista es un perfecto reflejo de la de Jesús. Como la misma Epístola a los
Hebreos nos dirá, Jesús, al igual que el salmista, «ofreció ruegos y súplicas con gran clamor
y lágrimas al que le podía librar de la muerte» (5:7). Jesús fue afrentado por sus enemigos.
Hubo una conjura contra Él, que terminó en el Calvario (ver Juan 11:47–53). Y si nos
preguntamos por qué fue perseguido y muerto, correctamente contestamos que fue «a causa
del enojo y la ira de Dios». En este caso sabemos cuál era la razón de la ira de Dios: no fue
por nada en Jesús mismo, sino por causa de nuestro pecado que Él llevaba sobre sí:

«Nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas él herido fue por
nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él»
(Isaías 53:4, 5).

Por lo tanto, ¡qué acertadamente suenan en labios de Jesús los lamentos de nuestro
Salmo!

«Porque mis días se han consumido como humo, y mis huesos cual tizón están quemados.
Mi corazón está herido… y mi bebida mezclo con lágrimas, a causa de tu enojo y de tu ira;
pues me alzaste, y me has arrojado. Mis días son como sombra que se va, y me he secado
como la hierba» (Salmo 102:3, 4, 9–11).

Pero no suenan menos correctas las palabras de la segunda sección. Puestas en labios de
Cristo, expresan el deseo del Mesías de que Dios edifique su pueblo e intervenga para la
salvación de Sion. Es como si, en vísperas de la redención, el Mesías viese en su propio
ministerio el cumplimiento de su oración al Padre:

«Te levantarás y tendrás misericordia de Sion, porque es tiempo de tener misericordia de


ella, porque el plazo ha llegado» (v. 13).

¿Qué otro cumplimiento de esta sección puede haber que sea más idóneo que la obra de
Cristo? La venida del Mesías fue la respuesta de Dios a las oraciones de los desvalidos (v.
17). En Cristo Dios visitó a su pueblo y tuvo misericordia de él (v. 13). El propósito de su
venida no fue otro sino la edificación de Sion (v. 16a), de la cual el autor de Hebreos nos
hablará posteriormente (12:22 et al.). Y en su venida la gloria de Dios se manifestó
visiblemente entre nosotros (v. 16b; Juan 1:14; 2 Corintios 4:6). Como consecuencia de la
obra de Cristo aun los que no habían nacido entonces han ido recibiendo las buenas nuevas
para alabanza de Dios Padre, y generación tras generación se ha beneficiado de lo que fue
escrito por los apóstoles (v. 18). Cuando el salmo dice que Jehová oirá el gemido de los
presos, soltará a los sentenciados a muerte y publicará en Sion el nombre del Señor (vs. 20,
21), en seguida recordamos lo que Jesús dijo de sí mismo (en palabras del profeta Isaías):
«El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto… me ha enviado… a pregonar libertad a
los cautivos…, a poner en libertad a los oprimidos, a predicar el año agradable del Señor»
(Lucas 4:18, 19). Todo creyente puede ahora decir que, después de vivir años bajo
sentencia de muerte, ha recibido vida eterna en Cristo Jesús y ahora vive para alabar el
nombre de Dios. ¿Y en qué momento han comenzado a «congregarse los pueblos para
servir a Jehová» (v. 22) sino a continuación de Pentecostés?

«Cristo vino y anunció las buenas nuevas de paz a vosotros que estabais lejos, y a los que
estaban cerca; porque por medio de él los unos y los otros tenemos entrada por un mismo
Espíritu al Padre» (Efesios 2:17, 18).

«Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu
sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación» (Apocalipsis
5:9).

Cuando vemos a Cristo en el Salmo 102, descubrimos que las dos primeras secciones, que
en la lectura primaria parecían «chocar» entre sí en sus énfasis, adquieren una maravillosa
coherencia. Antes era difícil reconciliar los lamentos del salmista en la primera sección con
su confianza en la intervención de Dios en la segunda. Pero ahora vienen a ser los dos lados
de una misma moneda: las aspiraciones y los temores del Mesías en su ministerio terrenal.
Por un lado Él ora al Padre derramando ante Él su aflicción de espíritu; por otro pide que el
Padre intervenga para la edificación de Sion porque «el plazo ha llegado», intervención que
llega mediante su propio ministerio. Son las dos oraciones más intensas y más profundas
del Señor Jesús en la tierra.
Pero ¿qué de la tercera sección? Ésta es la que más nos interesa. ¿Cómo encaja con la
lectura mesiánica de las otras dos?
Claramente la sección se compone de dos partes. Los versículos 23, 24a vuelven a la
sección primera y el tema de la brevedad de la vida humana. No es difícil entenderlos
cristológicamente. Al contrario, nos recuerdan las palabras del mismo Jesucristo:

«De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda
solo; pero si muere, lleva mucho fruto… Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre,
sálvame de esta hora? Mas para esto he llegado a esta hora. Padre, glorifica tu nombre»
(Juan 12:24, 27, 28).

También son parecidos al conocidísimo capítulo 53 de Isaías, que el Nuevo Testamento


incuestionablemente trata como mesiánico:«Por cárcel y por juicio fue quitado; y su
generación, ¿quién la contará? Porque fue cortado de la tierra de los vivientes, y por la
rebelión de mi pueblo fue herido Con todo eso, Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a
padecimiento» (Isaías 53:8, 10).

Tanto aquí como en el Evangelio de Juan, vemos que Dios fue quien «cortó a Jesucristo en
la mitad de sus días», como dice el Salmo. Lo que estos dos textos añaden es la razón por la
cual Dios lo hizo: para que por su muerte Jesús pudiera expiar los pecados de su pueblo
(Isaías) y llevar mucho fruto para la gloria de Dios (Juan).
Así pues, la primera parte de esta sección encaja bien, pero ¿qué de la segunda? (vs. 24b–
28). Es ahora cuando el autor de Hebreos nos propone que ya no se trata del Mesías
hablando al Padre, sino que hay un cambio de locutor. A partir de aquí, y hasta el fin del
salmo, es el Padre quien se dirige al Hijo. Estos versículos finales son la respuesta divina a
los planteamientos angustiosos de las secciones anteriores.
Pero ¿cómo se atreve el autor de Hebreos a ofrecernos una interpretación tan inesperada?
¿Acaso puede un salmo cambiar de locutor así sin previo aviso?
Pues sí. Hay otros casos. Por ejemplo en el Salmo 95, en los siete primeros versículos habla
el salmista, convocando a sus compañeros a la adoración. Luego, «sin previo aviso», Dios
mismo habla (vs. 7b–11), avisando de cuáles serán las consecuencias del endurecimiento de
corazón ante sus palabras. Además, tanto en el Salmo 95:7 como en el Salmo 102:24, el
discurso de Dios comienza en medio de un versículo. Es decir, tan inesperado es el cambio
de locutor que la persona que marcó la división de los versículos ni siquiera se dio cuenta.
Lo que ocurre es que en el Salmo 95 los editores de nuestra versión han hecho una división
en medio del versículo 7, mientras que en el Salmo 102 no han seguido las pistas del autor
de Hebreos, no se han dado cuenta del cambio de locutor y por lo tanto no sólo han dejado
de hacer una división, sino que han dejado un punto y coma en medio del versículo 24 y
han puesto una separación entre el 24 y el 25. Como consecuencia, nuestra versión reza así:

24 Dije: Dios mío, no me cortes en la mitad de mis días; Por generación de generaciones
son tus años.

25 Desde el principio tú fundaste la tierra, Y los cielos son obra de tus manos.

Pero, siguiendo las directrices hermenéuticas del autor de Hebreos, la organización y


puntuación del texto debería ser:

24 [Sigue hablando el Mesías:] Dije: Dios mío, no me cortes en la mitad de mis días.
[Contesta el Padre:]Por generación de generaciones son tus años;

25 Desde el principio tú fundaste la tierra, Y los cielos son obra de tus manos.

Por tanto, no sería inaudito que hubiera un cambio inesperado de locutor en medio del
Salmo o que Dios tomase la palabra para contestar al Mesías. Pero ¿cuáles son las razones
que llevaron al autor de Hebreos a suponer que es así en este caso?
En primer lugar está el hecho de que esta interpretación hace justicia al texto. Antes
veíamos que aquella lectura según la cual el salmista es el locutor único, no satisface del
todo. Con esta nueva lectura todo encaja. Los versículos 24b–28 constituyen la perfecta
respuesta divina al clamor angustioso del Mesías. Si éste ha pedido que Dios no le corte en
la mitad de sus días, el Padre responde asegurándole que vivirá de generación en
generación (v. 24b), que el que creó los cielos no durará menos que su creación (vs. 25, 26)
y que sus años no acabarán (v. 27). Luego añade que esta bendición se hace extensiva a los
que sirven al Mesías y a sus hijos (v. 28). No puede haber respuesta más contundente y
completa a la perplejidad planteada en las secciones anteriores del Salmo. Es el anticipo
profético de lo que pasó en el Getsemaní cuando, según Hebreos, «Cristo, ofreciendo
ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a
causa de su temor reverente» (5:7).
Pero aun así la explicación nos deja incómodos. ¿Podemos ir a los salmos y decir que «aquí
habla el salmista, allá habla el Mesías y más allá el Padre», sólo sobre la base de lo que
mejor encaja con nuestra teología? ¿No estaríamos en peligro de tergiversar el texto según
nuestros propios prejuicios?
Nuevamente la respuesta, como tantas veces ocurre en Hebreos, se halla en la Septuaginta.
Allí descubrimos dos detalles importantísimos para nuestra comprensión tanto de Hebreos
1 como del Salmo 102.
En primer lugar vemos que la frase «Tú, oh Señor», puesto por el autor de Hebreos al
principio de su cita pero ausente de nuestra versión del Salmo 102, está presente en el texto
griego. No se trata de una arbitrariedad de nuestro autor, sino de una cita literal de la
versión del Antiguo Testamento que él solía emplear.
En segundo lugar la versión griega pone toda la tercera sección del salmo explícitamente en
boca de Dios, introduciéndola con las palabras: «Él [Dios] le contestó…» Por lo tanto, la
idea de que la tercera sección constituya la respuesta divina a las dos primeras, no es una
invención de nuestro autor, sino algo establecido dos siglos antes por los judíos de
Alejandría. Ni mucho menos puede nuestro autor ser acusado de haber manipulado el texto
por motivos interesados y «cristianizantes». ¡Si acaso esta acusación debe ser dirigida a
unos judíos que lo hicieron años antes del nacimiento de Jesús! Naturalmente si la
Septuaginta traduce el texto hebreo de esta manera, es porque se presta a ser traducido así.
Al menos éste era el criterio de los judíos alejandrinos, que desde luego no tenían intereses
creados en el asunto.
Aclarado todo esto, estamos ahora en condiciones de volver a Hebreos y ver lo que la cita
del Salmo 102 dice acerca del Señor Jesucristo. Lo hacemos seguros de que la cita consiste
en palabras dirigidas por el Padre al Hijo.

CRISTO EL CREADOR (v. 10)


Lo primero que vemos es que el Padre dice: «Tú, oh Señor». ¡El Padre llama «Señor» al
Hijo! Se repite la situación del versículo 8. Allí el Padre le llamaba «Dios», ahora «Señor».
Dios mismo, en ambos casos, suscribe la divinidad del Mesías.
En segundo lugar, el Padre declara que el Hijo es el Creador de tierra y cielos. Esta idea nos
resulta familiar. La vimos ya en el versículo 2 («por quien asimismo hizo el universo»).
Pero allí era una afirmación del mismo autor. Ahora él nos ofrece una evidencia
veterotestamentaria para confirmarlo.
La vida en la ciudad ha adormecido nuestra sensibilidad al mundo creado por Dios. Y aún
en estos momentos, cuando vuelve a ser despertada por las nuevas preocupaciones
ecológicas, se expresa en la preocupación por «la madre naturaleza», con unos matices
panteístas rayando con el culto a Gaia, la Tierra personificada, mientras el Creador sigue en
el olvido. Para entender el alcance de nuestro texto, por tanto, necesitamos salir de nuestra
vida urbana y, en imaginación, dar un paseo por el campo.Nos paramos en los campos de
Castilla en un día de primavera o en un bosque de Galicia, y nos maravillamos por la
cantidad de flores silvestres. Cada una de ellas única. Cada flor una pequeña obra de
artesanía de nuestro Señor Jesucristo.
O salimos de noche para ver las estrellas. Para algunos de nosotros quizás haga mucho
tiempo que no las hayamos visto. La contaminación y las luces de la ciudad las oscurecen,
y los que vivimos en la ciudad no somos conscientes de su existencia. ¡Qué diferente era
cuando el hombre tenía que volver a casa por la noche sólo a la luz de las estrellas! Ellas
siempre habían embelesado al ser humano desde Adán hasta Edison. Daban al hombre un
sentido de estabilidad, porque cada noche estaban allí, pero también un sentimiento de su
propia pequeñez (ver Salmo 8:3, 4) y de la brevedad de su vida. Hoy en día tenemos mucho
más conocimiento teórico acerca de las estrellas, pero mucho menos conocimiento íntimo.
Según nuestro texto, cuando contemplamos el firmamento estamos viendo la obra de las
manos de nuestro Señor. Él fue quien dio a cada estrella su forma y su lugar. Él es quien
sostiene su movimiento y su luz.

«Por la palabra de Jehová [es decir, del Hijo] fueron hechos los cielos, y todo el ejército de
ellos por el aliento de su boca» (Salmo 33:6).

O consideremos nuestros propios cuerpos en toda su complejidad. La manera en que las


diferentes funciones y miembros de nuestro organismo se complementan y actúan en
armonía, de modo que un estímulo o deficiencia en un área afecta a las demás. Cuando
estamos enfermos y perdemos alguna de estas facultades, entonces comprendemos la
perfección del cuerpo humano sano. Perdemos la vista y en seguida lamentamos nuestra
torpeza al no haber apreciado debidamente aquello que ahora se nos ha ido para siempre.
Perdemos el oído y añoramos la riqueza de los sonidos que ahora se nos han callado.
Todas estas cosas fueron creadas por la bondad y delicadeza de un Creador que nos ama y
que estableció todo para nuestro bien.
Nuestro texto emplea una hermosa metáfora para describir la obra creadora del Hijo. Es la
del constructor. Lo primero que hace un buen constructor, si quiere que su obra perdure, es
colocar fundamentos adecuados. El verbo «fundar» nos da esta idea. De hecho lo
encontramos en otros lugares de la Biblia. Por ejemplo, el Salmo 104:5:

«Él fundó la tierra sobre sus cimientos; No será jamás removida».


El Hijo ha puesto cimientos bien seguros para el universo que Él ha creado. No cimientos
de piedra y cemento, entiéndase. La permanencia y estabilidad del universo es algo que no
entendemos aún. Sólo Dios sabe en qué consisten. Pero podemos estar confiados en que la
creación no es una obra mediocre. El Hijo la ha construido con buen fundamento.
Nuestro texto sigue hablando de la creación de las estrellas: «Y los cielos son obra de tus
manos». Curiosamente hay otro texto metafórico del Antiguo Testamento que, después de
hablar de la «fundación» de la tierra, describe al Creador como si fuera un albañil,
colocando cada estrella en su sitio. Se encuentra en Isaías 48:13:

«Mi mano fundó también la tierra, y mi mano derecha midió los cielos con el palmo; al
llamarlos yo, comparecieron juntamente».

El constructor divino no solamente coloca un buen fundamento para la tierra, sino que
procede a medir el espacio con una regla a fin de colocar a cada cuerpo celestial en su sitio
dentro del «edificio».Notemos bien cuándo ocurrió esto: «en el principio». El salmista
deliberadamente utiliza la conocida frase de Génesis 1:1, y el autor de Hebreos
deliberadamente la cita, haciéndonos ver en el Hijo de Hebreos 1 al Creador de Génesis 1.
Antes de dejar el versículo 10, es importante recordar lo que hemos dicho acerca de los
ángeles. El Hijo es Creador no sólo del «cielo» sino de «los cielos». Para los antiguos,
como hemos visto, los cielos constituían el espacio intermedio entre la esfera de Dios y la
del hombre. Es el lugar asociado simbólicamente con los seres angelicales. Nosotros
fácilmente podríamos perder una asociación de ideas que los antiguos en seguida habrían
captado: que el Hijo es Creador del mundo angelical, de todos los seres que se encuentran
en «los lugares celestiales» (ver Efesios 3:10). «Los cielos son obra de tus manos»; los
ángeles son sus criaturas. Él, en cambio, es Creador de todo cuanto hay en la tierra y en los
cielos.

«Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho»
(Juan 1:3).

EL CARÁCTER TRANSITORIO DEL MUNDO CREADO (vv. 11, 12a)


Sin embargo, a pesar de todo lo que hemos dicho acerca del «fundamento firme», no es la
intención de Dios que los cielos y la tierra duren para siempre. Aunque las estrellas parecen
permanentes, tanto la ciencia como la Biblia dicen que tuvieron un comienzo y tendrán un
fin. Los tiempos pueden ser inmensos pero un día los cielos acabarán. Como el hombre,
están sujetos a un proceso de envejecimiento y muerte.
El versículo 11 emplea precisamente esta ilustración del envejecimiento: «todos ellos se
envejecerán como una vestidura». El envejecimiento parece ser un proceso natural. Es un
proceso que tiene sus causas, las cuales pueden ser estudiadas científicamente. Pero es un
proceso que parece intrínseco a aquello que se envejece.
Sin embargo, con un ligero cambio de matiz en la metáfora, el versículo 12 nos indica que
hay una causa externa del envejecimiento. No se debe sólo a un desgaste interno. El vestido
será dado por inútil cuando el dueño lo decida. Entonces lo quitará y se pondrá una ropa
nueva.
En otras palabras, los tiempos del universo están firmemente en manos del Creador. Los
procesos naturales de envejecimiento no sólo son naturales e intrínsecos; también están
gobernados por la voluntad del Señor.
Vemos a nuestro alrededor ese «ciclo de frustración» al cual la naturaleza ha sido sujetada,
en el cual todo parece acabar en «vanidad» (Romanos 8:19, 20). Descubrimos el mismo
patrón en todas partes: nacimiento, crecimiento, maduración, envejecimiento y muerte. Lo
vemos de una forma acelerada en las plantas. Lo vemos con una lentitud milenaria en las
estrellas. Está en nosotros como individuos. Está presente también en los colectivos
humanos, en las sociedades, en las ideologías, en las formas políticas e imperios de la
historia: nacen, crecen, dominan y luego desaparecen. Todo va hacia la decadencia, hacia la
muerte. Y a la larga ni siquiera los procesos de renovación, que también vemos en los
ciclos de la naturaleza, serán capaces de impedir el desenlace fatal. «Perecerán», dice
nuestro texto.
Esta idea iba en contra de la filosofía dominante de la época en que Hebreos fue escrita.
Los griegos enseñaban que la materia era indestructible. La Biblia dice que sólo lo es
mientras el Señor así lo determine. Un día Él dirá que el tiempo de esta vieja creación se ha
cumplido, que ha venido el momento del cambio. Entonces perecerán las mismas estrellas
que nos parecían eternas cuando las contemplábamos. No hay ninguna cosa creada que sea
inmortal en sí. Los hombres, las plantas, los animales, los cielos, aun los ángeles, todos
dependemos del tiempo que Dios nos concede.
Cuando compramos una ropa nueva, durante semanas y aun meses nos sentimos orgullosos
al ponérnosla. Luego, con el uso y el lavado, pierde su aspecto prístino. Los colores y las
formas ya no son tan nítidos. No nos hace tanta ilusión lucirla en público. Después de un
año o así, se la ve cada vez más gastada. Luego sólo nos la ponemos para hacer trabajos
sucios. Finalmente está tan gastada que tenemos que quitárnosla y echarla a la basura. Así
también llegará el día en que el Señor cambiará la ropa de este universo. Nuestra epístola lo
dirá más adelante:

«La voz [de Dios] conmovió entonces [en el Sinaí] la tierra, pero ahora ha prometido,
diciendo: Aún una vez, y conmoveré no solamente la tierra, sino también el cielo. Y esta
frase: Aún una vez, indica la remoción de las cosas movibles, como cosas hechas [creadas,
luego perecederas]» (12:26, 27).

Todo lo creado será conmovido, removido, o «mudado», como dice nuestro versículo. No
será porque el Señor tenga un afán de destrucción, sino precisamente porque habrá llegado
la hora de cambiar lo efímero por lo inconmovible. El cielo y la tierra pasarán. Lo dijo el
mismo Señor Jesucristo (Mateo 24:35).
Para un buen comentario sobre lo que hemos visto hasta aquí, escuchemos las solemnes
palabras del apóstol Pedro:

«En el tiempo antiguo fueron hechos por la palabra de Dios los cielos, y también la tierra…
Pero los cielos y la tierra… están reservados por la misma palabra, guardados para el fuego
en el día del juicio… El día del Señor vendrá como ladrón en la noche; en el cual los cielos
pasarán con grande estruendo, y los elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y las
obras que en ella hay serán quemadas. Puesto que todas estas cosas han de ser deshechas,
¡cómo no debéis vosotros andar en santa y piadosa manera de vivir, esperando y
apresurándoos para la venida del día de Dios, en el cual los cielos, encendiéndose, serán
deshechos, y los elementos, siendo quemados, se fundirán!» (2 Pedro 3:5–12).

Nadie entiende exactamente cómo va a ser, pero tan seguro como que el Hijo creó los
cielos, Él los envolverá como un vestido viejo a fin de introducir cielos nuevos y tierra
nueva en los cuales morará la justicia.

LA INMORTALIDAD DEL HIJO (v. 12b)


Todo lo que existe es transitorio, todo pasará… excepto Dios. Dios es la gran excepción. Y
puesto que el Hijo es Dios, Él tampoco pasará:

«Los cielos perecerán, más tú permaneces; y como un vestido los envolverás, y serán
mudados, pero tú eres el mismo, y tus años no acabarán».

Esto es lo que el Padre promete al Hijo. Y por supuesto el Salmo se cumplió gloriosamente
cuando Jesús resucitó del sepulcro.

«Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más


de él» (Romanos 6:9).
Aquel que en la angustia del Getsemaní pidió que Dios no le cortara en la mitad de sus días,
fue oído a causa de su temor reverente. El Padre le levantó de los muertos.
Según esta lectura, el salmo no acaba en desesperación, sino en plena esperanza. «Tus años
no acabarán». Hay vida eterna más allá de la muerte.

«Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado, verá linaje, vivirá por largos días,
y la voluntad de Jehová será en su mano prosperada. Verá el fruto de la aflicción de su
alma, y quedará satisfecho» (Isaías 53:10, 11).

Pero la vida eterna no es sólo para el Hijo. También participan en ella los del «linaje» de
Cristo, sus hijos espirituales, redimidos por su muerte y resucitados con Él a vida nueva.
Dios no sólo resucita al Hijo, sino también a todos los que, por la fe, están en Él.

«Aun estando nosotros muertos en pecados, [Dios] nos dio vida juntamente con Cristo… y
juntamente con él nos resucitó» (Efesios 2:5, 6).

Así se cumple no solamente la promesa del Padre al Hijo en los versículos 24–27 del Salmo
102, sino la otra referente a «los hijos de tus siervos» en el versículo 28, no citado en
Hebreos:

«Los hijos de tus siervos habitarán seguros, y su descendencia será establecida delante de
ti».

El Salmo 102 termina con una promesa de inmortalidad para el Mesías. Pero esta promesa
incluye otra que involucra a los creyentes. Si Cristo vive para siempre, entonces los que
están «establecidos delante de Él» para siempre habitarán seguros.
Sin embargo, Hebreos se limita a hablarnos de la inmortalidad del Hijo, y es a este tema al
que debemos volver ahora.
Notemos la fuerza de los contrastes en los versículos 11, 12:

«Los cielos perecerán, mas tú permaneces. Ellos serán mudados, pero tú eres el mismo, y
tus años no acabarán».

Todo lo que parece más permanente en el universo desaparecerá, más el Hijo permanece.
Los mismos cielos son volubles e inestables en la presencia de Cristo.
Aquí, pues, vemos la inmutabilidad y eternidad de nuestro Señor. Primero consideremos su
inmutabilidad. Él no cambia: «Tú eres el mismo». Por esto hay plena esperanza de
salvación para aquellos a los que Él ha prometido vida eterna. Porque no promete algo un
día, para cambiar de idea al siguiente. Al no cambiar Él, su palabra es firme.
Nosotros, viviendo en «vasos de barro» sujetos a toda clase de cambios, insertos en un
mundo inconstante y fluctuante, miramos a nuestro alrededor y vemos la fragilidad de las
relaciones humanas, promesas rotas, pactos violados, el desconcierto y la inseguridad de
una situación en la que todo se hunde tarde o temprano. Peor aún, vemos lo mismo cuando
miramos adentro. Por esto, los que no conocen a Cristo o bien se ciegan ante la fragilidad
de la vida, o bien se desesperan. Sin Él no hay esperanza bien fundada. Después de un
proceso inicial de crecimiento y maduración (etapa a la cual algunos se aferran
desesperadamente, procurando evitar la realidad de lo que inevitablemente se avecina), el
ciclo cambia de rumbo y va para abajo.
Pero nuestra fe está depositada en Aquel que permanece para siempre. En medio de la
corriente furiosa del río de la vida, Él es la roca que sobresale inmóvil de las aguas, en la
que podemos refugiarnos. El creyente sabe que en esta vida participa del mismo proceso de
envejecimiento que los demás, pero su esperanza está fundada en Jesús, que es tan joven
hoy como el día de su resurrección y más antiguo que el universo.
Hay un hermoso texto en el libro de Isaías que dice:

«Oídme, los que sois traídos por mí desde el vientre, los que sois llevados desde la matriz.
Y hasta la vejez yo mismo, y hasta las canas os soportaré yo; yo hice, yo llevaré, yo
soportaré y guardaré» (Isaías 46:3, 4).

Hasta la vejez, está con nosotros el Señor que no envejece. Nuestra vida se deteriora, pero
esperamos en Aquel que nos ha dado una vida incorruptible.

«Porque yo Jehová no cambio; por esto, hijos de Jacob, no habéis sido consumidos»
(Malaquías 3:6).

Si la penúltima frase del versículo 12 nos ha hablado de la inmutabilidad de Cristo, la


última nos habla de su eternidad: «Tus años no acabarán». El tiempo, que no puede efectuar
ningún deterioro en su persona, tampoco puede colocar ningún límite a su existencia. Al
contrario, Él pone límites al tiempo por ser su Creador.
Aunque solamente fuera porque Él ostenta este atributo de la inmortalidad, tendríamos que
entender que Cristo es divino. Los mortales podemos recibir vida inmortal como un regalo,
pero sólo Dios tiene inmortalidad en sí mismo (ver 1 Timoteo 6:16). Él es quien sostiene
nuestra inmortalidad, pero si fuera posible que algo nos separara de Él (Él mismo nos
asegura que no es así) moriríamos en el acto.

«Como el padre tiene vida en sí mismo, así también ha dado al Hijo el tener vida en sí
mismo» (Juan 5:26).

«Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo
aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente» (Juan 11:25, 26).

¡Qué consuelo tiene que haber sido para los primeros lectores recordar que tenían un
Salvador que no cambia y que vive para siempre! Ellos, como hemos visto en la
Introducción, estaban desconcertados porque parecía que todo a su alrededor se
tambaleaba. La misma sociedad en la que vivían se había vuelto insegura y amenazante, y
nunca sabían cuándo entrarían los soldados en casa para llevarles a la cárcel y destruir sus
bienes. Desde luego la sociedad no les ofrecía seguridad. Sus relaciones familiares estaban
en una situación precaria; algunos que antes eran amigos y hermanos, ahora les daban la
espalda. ¿En quién podían confiar? Algunos habían vuelto a las formas del judaísmo, pero
¿acaso había seguridad allí? No. Como el autor les dirá más adelante, aquel sistema «se
envejecía y estaba próximo a desaparecer» (8:13).
En tal situación era imprescindible fortalecer su confianza en el Único digno de merecerla.
Igualmente nosotros, cuando nos encontramos en peligro de ahogarnos en las inundaciones
y las fuertes corrientes de la vida, necesitamos volver a descubrir que Cristo es la única
roca de salvación, el único refugio seguro, por cuanto siendo inmortal Él puede ofrecernos
inmortalidad, y siendo inmutable sus promesas nunca fallarán.

«Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos» (13:8).

CAPÍTULO 10
«SIÉNTATE A MI DIESTRA»
HEBREOS 1:13
«Pues, ¿a cuál de los ángeles dijo Dios jamás: Siéntate a mi diestra, Hasta que ponga a tus
enemigos por estrado de tus pies?»

EL SALMO 110
El Salmo 110 evidentemente fue un texto preferido de nuestro autor. Nada menos que siete
veces lo cita a lo largo de esta epístola (1:13; 5:6; 6:20; 7:17, 21; 8:1; 10:12, 13). Aquí está
la primera ocasión.
Con este texto el autor termina su relación de citas del Antiguo Testamento. Han sido más
que suficientes para demostrar la divinidad del Señor Jesucristo y su superioridad con
respecto a los ángeles. La presente cita, por tanto, concluye el argumento y nos devuelve al
punto de partida (v. 4) para que el autor pueda luego sacar sus conclusiones y lecciones (en
el capítulo 2).
El hecho de que el autor aquí está «redondeando» el argumento se ve en dos cosas: en que
la frase que introduce la cita, «pues ¿a cuál de los ángeles dijo Dios jamás?» es la misma
empleada en el versículo 5; y en que el tema de la cita es explícitamente el mismo que en la
última parte del versículo 3: el asentamiento de Cristo a la diestra de Dios. Así las cosas, en
seguida comprendemos que los versículos 5 a 14 han sido un paréntesis con respecto al
argumento principal del autor, paréntesis en el cual ha reunido evidencias de las Escrituras
a favor de la altísima dignidad de nuestro Salvador. Él comparte los mismos atributos y la
misma posición que el Padre. No hay nombre más alto.
Es con cierto alivio que descubrimos que en esta ocasión la cita no es complicada ni
controvertida. Incuestionablemente procede de un salmo mesiánico, tenido como tal por los
mismos judíos. ¡Ni siquiera hay divergencias de importancia entre el texto hebreo y la
Septuaginta! Por tanto en esta ocasión no habremos de meternos en complicaciones
textuales.
Lo primero que observamos es lo que el autor no ha citado del Salmo 110. Su cita procede
del primer versículo del Salmo, pero ha omitido la primera frase: «Jehová dijo a mi
Señor…» Es curioso. Las dos citas anteriores (vs. 8, 10) han empezado con frases en las
cuales Dios Padre se dirige al Mesías en términos que dejan fuera de toda duda la divinidad
de Éste. Pero en cada caso hemos tenido que defender la traducción del autor, porque a
primera vista no queda claro que sea la más acertada. Ahora, tratándose de un texto sin
controversia, ¡el autor ni siquiera cita la primera frase! Quizás se debe a que el texto era
empleado con tanta frecuencia en la Iglesia primitiva para demostrar la divinidad de Cristo,
que el autor da por sentado que los lectores estarán familiarizados con él. Sin embargo,
puede que nosotros no lo conozcamos tanto, y vale la pena detenernos a considerarlo, si no
por otra razón, porque viene a ratificar la interpretación que Hebreos da a los Salmos 45 y
102 (vs. 8 y 10).Se trata del famoso texto empleado por Jesús para despertar la curiosidad
de los judíos en cuanto a la verdadera naturaleza del Mesías. Veamos la historia:
«Enseñando Jesús en el templo, decía: ¿Cómo dicen los escribas que el Cristo es hijo de
David? Porque el mismo David dijo por el Espíritu Santo:
Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra, Hasta que ponga tus enemigos por estrado
de tus pies. David mismo le llama Señor; ¿cómo, pues, es su hijo?» (Marcos 12:35–37).

Notamos de inmediato que Jesús no afirma nada. Sencillamente expone a sus oyentes el
problema planteado por el Salmo 110 y les pide que lo resuelvan: ¿Cómo puede David
llamar «Señor» a un descendiente suyo? (Por supuesto Jesús no está diciendo que los
escribas se hayan equivocado al decir que el Cristo había de ser hijo de David, sino al
suponer que no había de ser más que esto.)
Para comprender la pregunta debemos recordar la alta posición que los judíos, y los pueblos
de la antigüedad en general, concedían a los ancianos y a los antepasados. El padre nunca
se arrodillaba ante el hijo; y el hijo, aunque hubiera adquirido una gran eminencia social,
nunca precedía al padre. Si el Mesías no fuera más que el hijo de David, sería de suponer
que él (el Mesías) tendría que llamar «Señor» a David, no al revés.
A este respecto los Evangelios puntualizan varias cosas. En primer lugar que, según Jesús,
el Salmo 110 (como todas las Escrituras) fue inspirado por el Espíritu Santo, de manera que
David hablaba «por el Espíritu». Así que las palabras que están bajo nuestra consideración
han sido cuidadosamente redactadas por el Espíritu. Jesucristo y el autor de Hebreos
comparten el mismo alto concepto del carácter sagrado de las Escrituras.
En segundo lugar, el Salmo dice que «el Señor [Jehová o Yahvé, en la versión hebrea del
Antiguo Testamento] dijo a mi Señor [es decir, el Señor de David]…» Ahora bien, si
preguntáramos de quién habla el Salmo en el segundo uso de la palabra «Señor», los judíos
no habrían dudado en contestar «del Mesías». Hemos de entender, pues, que el Espíritu
Santo pone en boca de David un salmo en el cual Dios dirige unas palabras a alguien a
quien el mismo David reconoce como su Señor. Este «alguien», sin duda, es el Mesías.
Pues ¿cómo, dice Jesús, puede David llamarle «Señor»? ¿Cuáles son las implicaciones de
este título? Es sobre esto que Jesús quiere que sus oyentes reflexionen.
Al decir «Señor», David reconoce la superioridad del Mesías. Éste es mayor que él. Pero
también reconoce su preexistencia: el Mesías es antes que él. («Antes que Abraham fuese,
yo soy» Juan 8:58.) Si no fuera así, aun siendo mayor que David, David no tendría por qué
llamarle «Señor», puesto que un hijo nunca precede a su padre. Y, más aún, David le
concede un título divino. La razón por la que la palabra «Jehová» en el Salmo 110:1
aparece en los Evangelios traducida por «Señor», es que «Señor» (kyrios) fue la palabra
empleada habitualmente para traducir «Jehová» en las traducciones griegas del Antiguo
Testamento, tanto en las traducciones hechas por judíos como por cristianos. Cuando los
escritores del Nuevo Testamento llaman a Jesús «el Señor», están empleando consciente y
deliberadamente un título divino.
En resumidas cuentas, si David llama «Señor» al Mesías, es porque Éste es mucho mayor
que David, es antes que él, y a la vez que es su hijo, también es el Hijo de Dios.
Esto es lo que el Salmo 110 y los Evangelios nos dicen, pero que sin embargo el autor de
Hebreos ha omitido. Ahora volvamos a nuestro texto para ver lo que sí nos dice.

LA EXALTACIÓN DE CRISTO
Nos dice en primer lugar que el Padre ha invitado al Hijo a ocupar una posición que jamás
ha sido ofrecida a ningún ángel: la de su diestra. Es decir, la posición más exaltada y de
mayor autoridad del universo entero, igualada por ninguna excepto por la del Padre mismo.
Después de la humillación de su ministerio terrenal, el Señor Jesucristo se sienta en el
puesto que eternamente le pertenecía como el Hijo de Dios, en el trono celestial, más alto
del cual no hay ninguno en toda la jerarquía universal.
La «diestra» de Dios, por cierto, podría significar o bien que Cristo ocupa un puesto al lado
del trono de Dios, o bien que se sienta al lado del Padre en el mismo trono. El hecho de que
el verdadero sentido es el segundo, se ve en Apocalipsis 3:21, donde Jesucristo mismo dice:
«Yo he vencido y me he sentado con mi Padre en el trono». ¡No hay dos tronos sino uno
solo con sitio para dos personas! Es por esto que textos como Apocalipsis 22:3 hablan del
«trono de Dios y del Cordero», no de «los tronos», como si fuesen dos.
¿Qué quiere decir la frase: Siéntate a mi diestra? ¿Qué implicaciones tiene? Veamos:

A. Entronización
La referencia aquí, por supuesto, como en las demás citas, es a la ascensión y glorificación
de Jesús. La frase indica un momento histórico determinado, de la misma manera que la
segunda parte de la cita se refiere a otro momento histórico aún por llegar. Por tanto la
referencia no es al gobierno eterno del Hijo, como si el texto dijese: «Sigue estando sentado
a mi diestra»; sino a la ascensión: «Siéntate ahora a mi diestra», como si durante un tiempo
el Hijo hubiese tenido que ausentarse de ella. Con estas palabras asistimos a la coronación
del Señor Jesucristo.
En el versículo 3 el autor nos ha hablado de la entronización de Cristo. En el 8 ha vuelto a
hablar de su trono y de su cetro. Ahora nuevamente vemos a Cristo sentado en el trono,
ejerciendo el gobierno del universo. Quizás la exaltación de Jesús como Rey de reyes sea la
nota dominante de este capítulo.

B. Honores divinos
Naturalmente, el sentarse a la diestra de Dios es compartir con Dios la misma dignidad y
majestad. Como acabamos de sugerir, la primera idea detrás de estas palabras es la de la
jerarquía universal. En ella cada ser ocupa un escalafón apropiado. Durante su ministerio
redentor, el Señor voluntariamente se despojó de la dignidad que era suya y, por así decirlo,
bajó unos peldaños a fin de estar a nuestro nivel humano. Fue «hecho un poco menor que
los ángeles… a causa del padecimiento de la muerte» (2:9). Pero en su ascensión Él vuelve
a recibir honores divinos, a ocupar el escalafón más alto, a ser adorado por los ángeles (v.
7), a tener el nombre más alto que cualquier otro nombre (v. 4; Filipenses 2:9, 10). Ahora,
como eternamente, Cristo «es antes de todas las cosas» (Colosenses 1:17).
Nuevamente lo que queda absolutamente claro es la superioridad de Cristo con respecto a
los ángeles. Ellos jamás han estado a la diestra de Dios en el orden cósmico ni jamás
recibirán tal invitación. Su rango es secundario. El trono está reservado sólo para Dios. Si,
pues, Cristo lo ocupa, debemos sacar la conclusión oportuna.

C. Una obra acabada


Pero la frase «siéntate a mi diestra», tiene otras connotaciones adicionales. El sentarse es
descansar. Presupone que el trabajo ha terminado. No es oportuno que Cristo tome asiento
hasta poder decir: «Consumado es; he acabado la obra que me diste que hiciese» (Juan
19:30; 17:4). La invitación del Padre es evidencia de su plena satisfacción con la redención
perfecta y completa que su Hijo ha realizado. No hay más que hacer. Es hora de sentarse.
(Sobre esto hemos hablado más extensamente en la exposición del versículo 3.) Notemos
que en el capítulo 10:12, 13, el autor une explícitamente estas dos ideas (el asentamiento de
Cristo y la perfección de su obra acabada) en un contexto que conscientemente hace eco de
la cita del Salmo 110:

«Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha
sentado a la diestra de Dios, de ahí en adelante esperando hasta que sus enemigos sean
puestos por estrado de sus pies».

Su obra es perfecta, tanto porque es plenamente aceptable al Padre, como porque no hay
nada que le pueda ser añadido. Es una obra que no se puede repetir.

D. Gobierno
Cristo, pues, se sienta porque su ministerio anterior está terminado y completo. Pero hay
otro matiz aquí (como también vimos con respecto al versículo 3). El lugar donde se ha
sentado es el trono, y en la antigüedad los reyes se sentaban para ejercer el gobierno. El
Señor Jesucristo se sienta porque ha acabado un ministerio, pero no se sienta con los brazos
cruzados, sino para comenzar otro. Al sentarse vuelve a tomar las riendas de la historia, a
gobernar el mundo. Por esto pudo decir a los discípulos antes de su ascensión y en
anticipación de su glorificación, «Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra»
(Mateo 28:18).
Notemos bien que la idea no es que Cristo tenga que esperar en el trono hasta que sus
enemigos hayan sido dominados y que sólo entonces empezará a reinar, sino que reina ya, a
pesar de la rebelión de los enemigos.

«Porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus
pies» (1 Corintios 15:25).

Hoy mismo no existe ningún ejercicio de poder en el universo que no esté bajo el control
superior de nuestro Señor Jesucristo. Esto no es hacerle responsable por todos los abusos de
poder en nuestro mundo. Pero sí es decir que aun los pecados del hombre caen bajo su
permiso soberano y contribuyen al desarrollo de sus propósitos eternos.
En última instancia, por supuesto, la clave del gobierno de Cristo se halla en la justificación
de los creyentes y la condenación de los impíos, en la retribución de galardón o de castigo,
de vida o de muerte, en la separación de las ovejas de los cabritos. Así pues, su gobierno es
inseparable del juicio, no sólo en el día final sino en el desarrollo de la historia.

«Porque como el Padre levanta a los muertos, y les da vida, así también el Hijo a los que
quiere da vida. Porque el Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo, para que
todos honren al Hijo como honran al Padre» (Juan 5:21–23).

Así pues, Cristo ostenta el mando supremo del universo. Todos los demás órdenes,
incluidos los angelicales, están bajo su gobierno y autoridad. Por esto el apóstol Pablo,
empleando un lenguaje que hace eco de nuestro texto, puede hablar de la fuerza del poder
de Dios,

«la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos y sentándole a su diestra en los
lugares celestiales, sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo
nombre que se nombra, no sólo en este siglo, sino también en el venidero; y sometió todas
las cosas bajo sus pies» (Efesios 1:20–22).

Pedro expresa la misma idea:


«Habiendo subido al cielo está a la diestra de Dios; y a él están sujetos ángeles, autoridades
y potestades» (1 Pedro 3:22).

Cristo ascendió a los cielos para sentarse en el trono, y se sienta a fin de ejercer un poder
absoluto. Él es Rey de reyes y Señor de señores.
Por cierto, ¿por qué ascendió a los cielos? No creo que sea porque el trono de Dios esté
geográficamente emplazado en el aire, sino porque así aprendemos una lección espiritual de
suma importancia. Si Cristo se hubiese limitado a desaparecer, como lo hizo a continuación
de muchas apariciones después de la resurrección, los discípulos habrían esperado una
nueva aparición en cualquier momento. La ascensión es un evento que pone fin a una etapa.
El Señor no desaparece de cualquier manera, sino sube visiblemente. Físicamente traspasa
la esfera angelical, y sólo entonces desaparece de la vista de los discípulos (Lucas 24:51;
Hechos 1:9). Había dicho que iba al Padre, y la ascensión es la forma apropiada de ir, no
porque el Padre físicamente esté alejado de la tierra, sino porque está «por encima» de todo
y de todos en autoridad. Simbólicamente, pues, Cristo ha subido más allá de todo otro ser o
autoridad.

E. Intercesión
«Sentarse», pues, implica que el Hijo ha estado ausente por un tiempo, que ha cumplido
perfectamente su ministerio, y que ahora vuelve a asumir el gobierno del universo. Implica
además que está siempre al lado del Padre en íntima comunión con Él. ¿Por qué es esto
importante para nosotros? Más adelante Hebreos nos dará la respuesta:

«[Cristo] puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo
siempre para interceder por ellos» (7:25).

Dentro de su gobierno del universo, Cristo ejerce un doble ministerio a favor de los
redimidos: acercarlos a Dios e interceder por ellos. Para ambas funciones conviene que Él
esté al lado del Padre en el trono.
Pablo vincula aún más explícitamente la exaltación de Cristo con su ministerio de
intercesión:

«¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, el
que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros» (Romanos
8:34).

Abogado tenemos para con el Padre. Allí está, sentado en el trono, intercediendo por
nosotros.

F. Jesucristo hombre
Antes de dejar esta frase («siéntate a mi diestra»), necesitamos recordar otro matiz. Hemos
visto que el Padre le dirige estas palabras en el momento de la ascensión y que quien
asciende es el Dios-hecho-hombre, nuestro Señor Jesucristo. Estas palabras, pues, no van
dirigidas al Hijo en virtud de su naturaleza divina, sino a Aquel que asumió plenamente
nuestra humanidad. En el trono de la Majestad en las alturas está sentado un hombre.

«Hay un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre» (1 Timoteo 2:5).
Esto tiene al menos dos grandes implicaciones. La primera tiene que ver con los ángeles. Si
bien ellos antes eran superiores al ser humano y servían sólo a Dios, ahora un Hombre los
gobierna. Y puesto que este Hombre es cabeza de una nueva humanidad, un día todos
aquellos que están en Él compartirán su superior dignidad (ver 1 Corintios 6:3). Esta idea
será explorada por el autor en más detalle en 2:5–9.
Por el momento, sin embargo, vemos que el orden jerárquico del universo ha cambiado.
Antes era: Dios, los ángeles, los hombres. Ahora es: Dios, el Hombre, los ángeles. Éstos,
como el Señor Jesucristo, son enviados al mundo para cumplir los propósitos de Dios, pero
después vuelven a su posición habitual. Cuando el arcángel Miguel vuelve al cielo después
de su gran lucha con el dragón, Dios no le dice: «Siéntate a mi diestra». Él ocupa su lugar
de siervo. En cambio cuando el Señor Jesucristo vuelve de su lucha, el Padre le trata como
a un igual, aun teniendo Él una naturaleza humana.
La segunda implicación arroja luz sobre el significado de la encarnación. Antes de
exponerla, conviene decir que es algo que deducimos del texto, no algo explícitamente
enseñado, y por lo tanto debemos abordarla con la necesaria precaución, no sea que nos
excedamos en nuestras exploraciones y dogmaticemos sobre cuestiones veladas. Es con
ciertos interrogantes que la dejo para vuestra consideración.
Sabemos que antes de la encarnación el Hijo ocupaba el trono con Dios por derecho propio.
Ahora vemos que quien se sienta en el trono es el Hijo-hecho-hombre, y sabemos que se
sienta allí por invitación del Padre. Parecería, pues, que cuando sube al cielo, nuestro Señor
no entra en presencia del Padre para reclamar una posición que es suya por derecho legal.
Las Escrituras son unánimes en decirnos que fue exaltado por voluntad del Padre (por
ejemplo Hechos 2:33–36; 5:31; Filipenses 2:9), lo cual sería innecesario si Cristo ejerciera
una prerrogativa personal. Deducimos, por tanto, que cuando se despojó voluntariamente de
su gloria a fin de tomar forma humana y redimirnos, lo hizo incondicionalmente, dejando a
la voluntad del Padre la restauración de su gloria celestial. (Así lo sugiere la petición de
Juan 17:5, «Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve
contigo antes que el mundo fuese».) Si ahora vuelve a sentarse, no es ya en virtud de su
propia divinidad, sino porque al Padre le ha agradado exaltarle y restaurarle su dignidad
divina.
Si es así, sin duda esta frase ilumina nuestra comprensión de la encarnación. Creo que
somos propensos a pensar que, puesto que Cristo es Dios y todo lo sabe desde el principio,
la encarnación «sólo» le representó una humillación provisional. Pero al hacerse hombre,
tuvo que depender en todo de la voluntad del Padre. Como hombre se despojó de sus
derechos celestiales y estuvo dispuesto a renunciar al trono. Si el Padre no le hubiera
extendido la invitación, jamás habría vuelto a ocuparlo.
Cuando ahora escuchamos la palabra «siéntate», vemos tras ella la devolución plena de los
derechos divinos del Hijo, los cuales, como hombre, Él podía pedir al Padre (Juan 17:5),
pero nunca exigir como derecho inalienable, puesto que Él voluntariamente los había
dejado.

LA GRAN ESPERA
Podríamos suponer que con la exaltación del Señor Jesucristo la historia de la redención
alcanzaría su fin. Seguramente más de uno de los primeros lectores de Hebreos estaba
perplejo al no comprender por qué, si Jesús era el Señor y si su obra redentora estaba
completa, Él no volvía para establecer definitivamente su reino. Pero Dios tiene otros
propósitos que cumplir. Entre la ascensión y la segunda venida tiene lugar un paréntesis. Y
esto no es una enseñanza que los apóstoles se sacaron de la manga al ver que Cristo no
volvía. Había sido predicado antes por Jesús mismo, quien explicó a los discípulos que ni
siquiera Él mismo sabía cuánto tiempo había de durar este intervalo (Marcos 13:32).
También había sido enseñado en el Antiguo Testamento, ¡por ejemplo en el Salmo 110!
Cuando el Padre dice a Cristo que se siente a su diestra «hasta que ponga a tus enemigos
por estrado de tus pies», indica claramente que habrá una espera entre el momento de la
ascensión y el del establecimiento público y final del reino de Cristo. Para que éste venga,
los enemigos de Cristo han de ser finalmente sojuzgados.
O como dice nuestro texto, han de ser puestos por estrado de sus pies. Seguramente la
referencia aquí es a la siguiente costumbre de la antigüedad: Cuando un rey ganaba una
gran victoria sobre sus enemigos, organizaba una procesión triunfal en la que los vencidos
sufrían la humillación de ser expuestos en cadenas ante la población. Luego, el rey, sentado
en su trono en un lugar público, ponía su pie sobre el cuello de su enemigo más notable. Al
hacerlo así, el «estrado de sus pies» demostraba ante la multitud que su victoria había sido
absoluta y final. Salvando las obvias diferencias en el caso de Cristo, éste es el origen de la
frase.
Esta segunda parte de la cita del Salmo 110 tiene grandes implicaciones. En primer lugar
quiere decir que la victoria de Cristo en la Cruz sobre las fuerzas del mal es definitiva, pero
no final. Quiero decir que es una victoria que garantiza la plena salvación de todo aquel que
cree en Cristo. El maligno ya no tiene parte en él. Al contrario, ha sido completamente
desarmado. Pero no destruido. El medio de su derrota ya se ha efectuado, pero aún queda la
humillación final de su exhibición pública.
La naturaleza contundente y absoluta de la victoria de la Cruz es expresada por Pablo en los
términos siguientes:

«[Cristo nos perdonó] todos los pecados, anulando el acta de los decretos que había contra
nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz, y
despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre
ellos en la cruz» (Colosenses 2:13–15).

Pero además de afirmar aquí que la derrota de las fuerzas del mal es completa, Pablo nos
hace ver en qué consiste. No en su eliminación final. Ni siquiera en una neutralización tal
de sus poderes que el maligno ya no pueda hacer mal a los creyentes (al contrario, el Nuevo
Testamento frecuentemente nos avisa en cuanto a sus ataques). Más bien es la clase de
derrota que se sufre en un pleito. Si bien es cierto que el lenguaje de Colosenses 2:15 es el
de un campo de batalla, el de los versículos anteriores (en los cuales la batalla está descrita)
procede de los tribunales. Los hombres estamos bajo condenación. Hay una larga lista de
acusaciones en nuestra contra. Esta lista está en manos del fiscal, el acusador de los
hermanos. Aparentemente no hay nada que hacer. Merecemos la pena capital y el acusador
está en su derecho de enseñar al Juez el acta de los decretos que hay contra nosotros y
exigir el veredicto. Pero justo cuando todo parece perdido, Cristo arrebata el acta de manos
del acusador y la clava en la Cruz. Es decir, por su muerte expiatoria, hace nulas las
acusaciones. El veredicto se ha cumplido. La pena capital se ha realizado en la persona de
Aquel que se interpone como nuestro sustituto. Ahora podemos salir del tribunal libres, y el
acusador no tiene nada que oponer. Aunque su acusación parecía inapelable, ha sido
vencido.
Ésta es la clase de victoria que Cristo ha ganado. Por esto cuando, en la visión del
Apocalipsis, el Hijo es «arrebatado para Dios y para su trono» después de ganar la batalla
de la Cruz, el diablo y sus ángeles son echados del cielo. Su derecho de entrada allí era para
presentar la acusación contra nosotros. Desde el momento de la expiación, no tienen nada
que decir y pierden todo derecho de comparecer ante Dios.

«No se halló ya lugar para ellos en el cielo. Y fue lanzado fuera el gran dragón, la serpiente
antigua, que se llama diablo y Satanás, el cual engaña al mundo entero; fue arrojado a la
tierra, y sus ángeles fueron arrojados con él. Entonces oí una gran voz en el cielo, que
decía: Ahora ha venido la salvación, el poder, y el reino de nuestro Dios, y la autoridad de
su Cristo; porque ha sido lanzado fuera el acusador de nuestros hermanos, el que los
acusaba delante de nuestro Dios día y noche» (Apocalipsis 12:8–10).

Es como acusador que el maligno ha sido definitivamente derrotado. Hay plena


justificación para todo aquel que cree en Cristo y en su obra de redención en la Cruz. El
diablo no la puede impedir. En cuanto a la salvación, libre y completa, para los que creen
en Cristo, él es impotente.
Pero no es impotente en otras áreas. Veamos:

«¡Ay de los moradores de la tierra y del mar! porque el diablo ha descendido a vosotros con
gran ira, sabiendo que tiene poco tiempo. Y cuando vio el dragón que había sido arrojado a
la tierra, persiguió a la mujer que había dado a luz al hijo varón [es decir, la Iglesia,
entendiendo por “Iglesia” el verdadero Israel de Dios desde tiempos de los patriarcas hasta
la segunda venida]» (Apocalipsis 12:12, 13).

Lejos de ser impotente, el diablo ahora arremete contra los creyentes con especial furor.
Pero sus días están contados. Sólo puede dañarnos durante el tiempo de la espera.
La gran batalla ha sido ganada. A nosotros nos parecería que el rescate de unos pocos sería
de poca consideración en comparación con la destrucción final del enemigo. Pero Dios no
ve las cosas como nosotros. Para Él la eliminación del maligno es cosa menuda. Lo difícil
es hacerlo sin destruir a la vez a los que Él por su gracia quiere salvar. Una vez conseguida
la parte difícil, la redención de los suyos que requirió la intervención costosa del mismo
Hijo de Dios, la parte restante puede ser encomendada a los ángeles.
Por así decirlo, por medio de su muerte en la Cruz, Cristo abrió una gran brecha en las
murallas de la fortaleza satánica, por la cual todo aquel que quiere puede pasar sin que
nadie lo impida. Ésta era la parte difícil, y Cristo lo ha conseguido. Ahora el poder maligno
ha sido neutralizado. Pero no ha llegado aún la destrucción final de la fortaleza. La batalla
decisiva de la guerra ha sido ganada, pero restan todavía operaciones de limpieza por
realizar. O para decir lo mismo positivamente, Dios no volará la fortaleza mientras haya en
ella algún elegido cautivo al que liberar (ver 2 Pedro 3:9).
No debe sorprendernos, pues, que a pesar de la victoria de la Cruz, Satanás y sus agentes
parezcan estar muy activos. La Iglesia es llamada a vivir en una especie de «tiempo
intermedio», el «ya pero todavía no» de esta dispensación, en la cual Cristo está en el trono
pero aún no es aclamado por todos, y el diablo ha sido derrotado pero aún sigue activo. Si
no entendemos esto, seguramente seremos presos de la misma turbación y desánimo que
zarandeaba a los primeros lectores. Somos llamados a vivir por fe, confiados en el poder de
la victoria de la Cruz pero no engañados en cuanto a las maquinaciones del maligno.
Mientras dura la espera, el Hijo está sentado en el trono. ¿Y qué del Padre?
La implicación del texto es que el Padre está obrando a fin de subyugar a los enemigos. En
el tiempo de la «gran espera», la obra de Dios prosigue, no ya por medio del Hijo
encarnado sino a través del Espíritu enviado por el Padre y por el Hijo, a través de aquellos
que el Espíritu capacita para la obra de Dios (es decir, la Iglesia) y a través de su gobierno
de la historia. El Padre vela por los intereses del Hijo. Cumplirá su plena vindicación.
Curiosamente, el apóstol Pablo, comentando esta misma idea, habla como si fuera el Hijo
quien subyuga a los enemigos y como si lo hiciera para beneficio del Padre.

«Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados. Pero
cada uno en su debido orden: Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su
venida. Luego el fin, cuando entregue el reino al Dios y Padre, cuando haya suprimido todo
dominio, toda autoridad y potencia. Porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a
todos sus enemigos debajo de sus pies… Pero luego que todas las cosas le estén sujetas,
entonces también el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó a él todas las cosas, para que
Dios sea todo en todos» (1 Corintios 15:22–25, 28).

No hay contradicción aquí. Tanto el Hijo como el Padre ocupan el trono, por lo cual el
devenir histórico está controlado por ambos. La sumisión de los enemigos es obra de los
dos. Si Pablo subraya la iniciativa del Hijo mientras Hebreos (y el Salmo 110) subrayan la
del Padre, es porque el tema en cada caso es diferente: en Hebreos es la exaltación de Cristo
por designio del Padre; en Corintios es la sumisión de Cristo a la voluntad del Padre.
Incluso si leemos la cita de Corintios con atención, veremos que tan cierto es que los
enemigos serán sometidos por Cristo (v. 25), como que lo serán por el Padre (v. 28). La
voluntad y autoridad final del Padre y la obra y el reino del Hijo están en plena consonancia
y son finalmente inseparables.
Es apropiado que Hebreos vea al Padre como quien sujeta a los enemigos, porque en todo
el resto del capítulo ha sido Él quien ha tomado la iniciativa en la exaltación y vindicación
de Cristo. Él ha engendrado al Hijo (v. 5), ha decretado que sea objeto de la adoración
angelical (v. 6), ha establecido su trono para siempre (vs. 8, 9) y ha garantizado su
inmortalidad (vs. 10, 12). Ahora Él es quien ha determinado la sujeción de todos los
enemigos de Cristo.

EL SEÑORÍO DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO


No es casual que esta misma cita del Salmo 110 constituya parte del sermón del apóstol
Pedro en el día de Pentecostés. Es decir, desde el primer momento los discípulos
entendieron que el Salmo 110 sólo podía encontrar su pleno cumplimiento en Jesús.
Por otro lado vieron su potencial evangelístico. Ellos eran responsables de declarar aquella
misma verdad anunciada en el Salmo: que Jesús es Señor. Entre todos los textos del
Antiguo Testamento que podrían haber sido elegidos en apoyo de la resurrección, ascensión
y glorificación de Jesús, el Espíritu Santo inspiró a Pedro para que citara este salmo:
«A este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Así que, exaltado por
la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha
derramado esto [la referencia es al bautismo en el Espíritu] que vosotros veis y oís. Porque
David no subió a los cielos; pero él mismo dice:
Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra, Hasta que ponga a tus enemigos por estrado
de tus pies. Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien
vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo» (Hechos 2:32–36).

La clara predicación de los hechos históricos, juntamente con la exposición de su


significado según el Salmo 110, fue suficiente para conducir a muchos de los oyentes al
arrepentimiento y a la fe en Jesucristo. Evidentemente, dice Pedro, el Salmo 110 no se
refiere a David, aunque escrito por él, porque David nunca subió a los cielos para sentarse a
la diestra de Dios. La referencia es mesiánica. Los hechos históricos de la resurrección y
ascensión, de los cuales los apóstoles dan fe y de cuya autenticidad ya circulaban rumores
en Jerusalén, quedan ratificados no sólo por el derramamiento del Espíritu sino también por
el testimonio de las Escrituras. Hay una sola conclusión posible. Dios ha hecho a Jesús
Señor y Cristo, el único Señor legítimo que el hombre pueda tener, no uno entre otros
tantos.
Ante esta revelación hay una sola respuesta válida: arrepentirnos de nuestros pecados,
especialmente del pecado supremo de haber ignorado los derechos legítimos del señorío de
Jesucristo en nuestras vidas, y mediante el bautismo dar fe de nuestro reconocimiento de
que Él es Señor (Hechos 2:38).
En última instancia el texto que hemos estado estudiando no puede ser leído fríamente. Si
ante su enseñanza no nos sometemos voluntariamente a Cristo ahora, nos encontraremos
entre aquellos que formarán el estrado de sus pies en el día final.
Con la hueste celestial, reconozcamos gozosamente que nuestro Señor Jesucristo es digno
de ocupar el trono y de recibir la honra, la gloria y la alabanza (Apocalipsis 5:12).
Aplaudamos su exaltación a la diestra del Padre y, juntamente con los ángeles, rindámosle
nuestra adoración.

CAPÍTULO 11
LOS ÁNGELES Y LOS CREYENTES
HEBREOS 1:14
«¿No son todos espíritus ministradores, enviados para servicio a favor de los que serán
herederos de la salvación?»

MALENTENDIDOS EN TORNO A LOS ÁNGELES


No hay nada que enseñe más claramente la diferencia entre Cristo y los ángeles que las
palabras pronunciadas por el Padre en el momento de la ascensión. «Tu trono, oh Dios, por
el siglo del siglo… Tú, oh Señor, en el principio fundaste la tierra… Siéntate a mi
diestra…» (vs. 8, 10, 13). Escucharlas es comprender la altísima dignidad de Jesucristo. En
la esfera invisible hay tanta diferencia de rango entre Cristo y los ángeles como lo hay en
un palacio entre el Rey y los criados. Por esto los ángeles unen sus voces a las de los
ancianos y proclaman que Cristo es digno de toda honra, gloria y alabanza (Apocalipsis
5:11, 12).
Hemos mirado tan fijamente al Señor Jesucristo en los versículos 8 a 13, que casi nos
hemos olvidado de los ángeles. Pero el contraste entre ambos sigue siendo el tema del
capítulo, y ahora, al concluirlo, el autor recoge lo que ya ha dicho de los ángeles en el
versículo 7 y lo amplía.
¿Qué, pues, de ellos? Remitiéndose al Salmo 104 (el texto ya citado en el versículo 7), el
autor nos dirá que son siervos. Antes de ver en detalle qué más dice de ellos, conviene
situarnos en el primer siglo para intentar entender los malentendidos que existían en aquel
entonces en torno a la relación entre Cristo y los ángeles.
En primer lugar, parece que existían algunos que, aun reconociendo que Jesucristo era más
que un hombre, no podían suscribir su divinidad. Según ellos, no era Dios ni tampoco un
hombre corriente. ¿En qué escalafón colocarle, pues? Las únicas categorías que, según su
conocimiento, existían entre Dios y los hombres pertenecían a los distintos órdenes de
ángeles. Por lo tanto, decidieron que Jesús debía pertenecer a uno de ellos. Es por esto que
en varios lugares del Nuevo Testamento, además de nuestro capítulo, los apóstoles tienen
que subrayar que Cristo está en el mismo nivel que el Padre, más alto que cualquier otro
orden espiritual (por ejemplo, Efesios 1:20, 21; Colosenses 1:16, 17; 2:10). No
encontraríamos este énfasis apostólico si otros no hubiesen enseñado lo contrario. Según
estos textos, es erróneo colocar a Jesucristo en el nivel angelical. El único lugar que le
corresponde es a la diestra de Dios.
En segundo lugar, debido a las fuertes influencias helénicas que se habían infiltrado en el
pensamiento judío del primer siglo, existía una especie de culto a los ángeles en ciertos
círculos. Puesto que, en el Antiguo Testamento, Dios había utilizado a los ángeles como sus
representantes en el trato con su pueblo, algunos los consideraban como si fueran
mediadores legítimos entre los hombres y Dios. El hombre es tan pequeño, tan pecador, y
Dios es tan grande y santo, que les parecía una presunción relacionarse directamente con
Él. Más valía intentarlo a través de los mediadores angelicales.
Para los cristianos hebreos, acusados por los judíos ortodoxos de ser politeístas, habría sido
una salida airosa poder decir: Jesucristo no es exactamente Dios, sino una especie de ángel;
si le rendimos cierto culto, sólo seguimos el ejemplo de los judíos helénicos. Podemos
sospechar que, a la luz de este ambiente, existía el peligro de que los primeros lectores
rebajasen un poco la posición del Señor Jesucristo a fin de acomodarse a las creencias de
sus vecinos judíos.
Lejos de ser un ángel más, ni siquiera un arcángel de arcángeles, Jesucristo ha sido
contemplado en los versículos anteriores como el Señor y Creador de los ángeles. Y lejos
de compartir el mismo rango que Él, los ángeles ahora serán contemplados como sus
siervos.
Ciertamente la Biblia sugiere, sin entrar en muchos detalles, que hay diferentes clases de
seres angelicales y diferentes rangos jerárquicos entre ellos. Pero incluso el más sublime de
ellos, aun los que están más cerca del trono de Dios, no son más que espíritus
ministradores. Su función es el servicio y nunca el dominio. Por definición, un siervo es
alguien que ocupa un lugar inferior y que está sujeto a la autoridad de otro. Claramente, no
hay comparación posible entre Jesucristo y los ángeles.
Alguien podría decir: ¿pero no se dice de Cristo que Él también era un siervo? Sí, y ésta fue
precisamente la causa de los malentendidos de los primeros lectores. Conocían tan bien al
«Cristo hecho siervo» que estaban en peligro de ignorar su exaltación como Señor. Su
humanidad les había hecho olvidar su eterna deidad y presente exaltación. Pero su
condición de siervo sólo fue durante un tiempo breve, a fin de efectuar nuestra redención.
Ahora está exaltado a la diestra del Padre. Ésta es su condición definitiva, la que cuenta
eternamente. Sería el colmo de las ironías si nosotros, que somos los deudores de su
humillación, la utilizáramos como razón para negarle la adoración que merece.Ciertamente,
como nos dirá el capítulo 2, Cristo fue hecho menor que los ángeles con un propósito
explícito durante un período corto. Pero no debemos confundirnos por esto. Aun si tuvo la
disposición de dejar su trono y humillarse definitivamente a fin de salvarnos, el hecho es
que el Padre le ha exaltado hasta lo sumo y le ha vuelto a sentar a su diestra en el trono.
Por tanto dice el autor a sus lectores ni debemos dejarnos cegar por lo que dicen los judíos
acerca de los ángeles, haciendo que Cristo sea de la misma categoría que ellos; ni tampoco
debemos dejar que las apariencias nos engañen, viendo sólo la humanidad de Cristo y no su
exaltación. Cristo no es igual a los ángeles en rango, ni mucho menos es inferior a ellos.
Durante un tiempo fue hecho inferior, pero ahora es su Señor y ellos sus siervos.

«ESPÍRITUS MINISTRADORES ENVIADOS PARA SERVICIO»


En vez de llamarlos «siervos», sin embargo, el autor recurre a dos palabras del texto del
Salmo 104 citado en el versículo 7: «espíritus» y «ministros». Puesto que ya hemos
explorado el significado de estas palabras, baste aquí con recordar que los ángeles son seres
invisibles, pero no por eso menos reales que nosotros; seres responsables, por cuanto tienen
«espíritu»; y seres cuya gloria principal es que atienden a la voluntad de Dios y vuelan
como el viento para ponerla por obra. Como ya hemos visto en el versículo 13, nunca serán
entronados a la diestra del Padre, como es el caso del Señor Jesucristo. Su lugar apropiado
es el de siervos. Y esto no es de ninguna manera ofensivo para ellos, como si fueran a
sentirse discriminados por no recibir el mismo trato que el Hijo. Sólo los ángeles caídos
tienen tales sentimientos y engañan a los humanos para que les atribuyan honores divinos.
Los ángeles que son fieles a Dios y conocen su posición se glorían en ella e, igual que los
redimidos, consideran el título «siervo de Dios» de un honor inestimable. Tanto es así que
reaccionan con rechazo ante cualquier intento de adoración humana (ver Apocalipsis 19:10;
22:8, 9).
Estos «espíritus ministradores» son enviados. ¿Por quién? Sin duda, por el Padre. No creo
que haya nadie que lo cuestione. El interrogante es más bien si nuestro autor, quien no
indica explícitamente la identidad de la persona que los envía, contempla aquí que son
enviados también por el Hijo. Sería razonable suponer que sí. Hemos visto que el Hijo fue
el agente divino en la creación del mundo (v. 2), y que el Salmo 104 está hablando de la
creación y gobierno del mundo cuando dice que el Creador «hace a sus ángeles espíritus y a
sus ministros llama de fuego» (v. 7). Nada más probable, pues, que el hecho de que el
Creador contemplado en el Salmo sea Aquel «por quien Dios hizo el universo».
Naturalmente, si el Hijo es Creador de los ángeles, tiene la autoridad de enviarlos en el
ejercicio de su gobierno de la creación.
Además, hemos visto que la exaltación de Jesucristo es «sobre todo principado y autoridad
y poder y señorío» (Efesios 1:21). Ahora bien, una exaltación «sobre» alguien implica un
derecho de mando también. Por esto es correcto decir que el Padre envió al Hijo al mundo,
aun cuando el Hijo vino voluntariamente, porque el Padre (y solamente el Padre) tiene
autoridad para nacerlo (Juan 14:28). Nunca leemos que el Hijo fuese enviado por nadie
más, ni siquiera por el Espíritu, y por supuesto no hay absolutamente nadie que pueda
enviar al Padre. En cambio, del Espíritu se nos dice que es enviado tanto por el Hijo como
por el Padre, y si el Hijo tiene derecho de mando sobre el Espíritu que es Dios, ¡cuánto más
sobre los ángeles que son siervos! (Por cierto, decir esto no es mermar la divinidad del Hijo
y del Espíritu, ni mucho menos reducirlos al nivel de los ángeles, sino sólo reconocer lo que
la Palabra revela: que hay cierta jerarquía aun en el seno de la Trinidad, como vemos por
ejemplo en 1 Corintios 11:3.) Creo que debemos entender, pues, que los ángeles son
enviados indistintamente por el Padre y por el Hijo. Pero pasemos a cosas más seguras.
Nuestro texto dice que el propósito con el que los ángeles son enviados es el «servicio». La
palabra en griego es la misma que da origen al concepto de «diaconía». ¡Los ángeles, pues,
son diáconos! El Señor Jesucristo no sólo atiende a nuestras necesidades por medio de
diáconos humanos sino también a través de ayudas celestiales.

NUESTROS AYUDADORES
Pero la frase más asombrosa de nuestro versículo es la que sigue: los ángeles son espíritus
ministradores enviados para servicio a favor de los que serán herederos de la salvación.
Cuando el Padre y el Hijo los envían para servir, es a favor nuestro que son enviados.
Los ángeles, según las Escrituras, son los agentes de Dios para realizar muchas funciones.
En el Libro de Daniel son enviados para regir los destinos de las naciones. En Apocalipsis
ejercen juicios sobre la tierra. Aquí, empero, su servicio es otro, y sin duda la frase final del
versículo nos da la pista en cuanto a cuál es. El autor de Hebreos podría haber dicho
correctamente: «a favor de los creyentes». Pero de hecho dice: «a favor de los que serán
herederos de la salvación». Sin duda el servicio que realizan a favor nuestro tiene que ver
con nuestra salvación.
Está claro que no son enviados para atender cualquier capricho nuestro. No son como las
hadas madrinas de los cuentos infantiles ni como los genios de los cuentos árabes. No están
bajo nuestras órdenes. Son siervos de Dios y acatan Su palabra.
Tampoco son enviados para asumir responsabilidades que nos atañan a nosotros. No
podemos cruzarnos de brazos y decir: «¡Que lo hagan los ángeles!» Hay responsabilidades
nuestras que no pueden ser delegadas en nadie más: somos nosotros los que hemos de amar
al Señor, creer el Evangelio, orar, formarnos en las Escrituras, dar testimonio del Señor
Jesucristo, cuidarnos los unos a los otros y, en fin, obedecer todo lo que Dios nos manda.
Los ángeles no lo harán en nuestro lugar.
Pero en la medida en que somos fieles en la parte que nos corresponde, podemos estar
seguros de que nuestro Señor Jesucristo envía a sus ángeles para animarnos, estimularnos y
ayudarnos en el camino de la salvación. Alguien dirá: «Pero yo nunca he visto a ningún
ángel ni he sido consciente de su ayuda». ¡Claro que no! Los ángeles son espíritus
invisibles. Tampoco hemos visto al Espíritu Santo, pero no por esto dudamos de que Él esté
presente con el creyente.
¿Y no sabes la historia del criado de Eliseo? La ciudad de Samaria estaba sitiada por los
sirios, y el profeta y su siervo se encontraban en ella. El siervo, asustado, no podía entender
cómo Eliseo mantenía la tranquilidad en tal trance.

«[Entonces Eliseo] le dijo: No tengas miedo, porque más son los que están con nosotros
que los que están con ellos. Y oró Eliseo, y dijo: Te ruego, oh Jehová, que abras sus ojos
para que vea. Entonces Jehová abrió los ojos del criado, y miró; y he aquí que el monte
estaba lleno de gente de a caballo, y de carros de fuego alrededor de Eliseo» (2 Reyes 6:16,
17).

Ciertamente «el ángel de Jehová acampa alrededor de los que le temen, y los defiende»
(Salmo 34:7), pero nosotros no le vemos. Sin embargo, no nos dice en ningún lugar de las
Escrituras que estos ángeles hayan dejado de existir, o hayan sido relevados de la tarea de
guardar a los que temen al Señor. Al contrario. Los montes a nuestro alrededor también
están llenos de gente de a caballo. Sólo podemos verla mediante los ojos de la fe, pero allí
están los espíritus ministradores enviados para servicio a favor de los que serán herederos
de la salvación.
En el capítulo 2 del Libro de Rut hay una hermosa ilustración que nos ayuda a comprender
la ayuda invisible de los ángeles. Rut se encuentra en medio de la ingrata labor de espigar.
Tiene que doblarse hora tras hora bajo un sol abrasador en los campos del redentor. ¡Todo
un ejemplo de servicio cristiano! La conversión (la decisión de unirse a Dios y a su pueblo,
dejando atrás los dioses y las costumbres de Moab) no da lugar de forma inmediata a la
gloria y el descanso. En medio hay una etapa ineludible de la salvación que consiste en un
trabajo arduo y, a veces, desalentador. Entre la redención de Egipto y la entrada en la Tierra
Prometida hay un largo caminar por las pruebas del desierto. Entre los campos de Moab y
las nupcias en la puerta de la ciudad hay un trabajo que realizar para el Señor.
Pero, he aquí, en medio de la labor viene Booz. No sólo invita a Rut a participar de su pan y
su vino, sino que de una manera secreta, ignorada por Rut misma, da instrucciones a sus
criados para que ayuden a Rut sin que ella se dé cuenta.

«Luego [Rut] se levantó para espigar. Y Booz mandó a sus criados, diciendo: Que recoja
también espigas entre las gavillas, y no la avergoncéis; y dejaréis también caer para ella
algo de los manojos, y lo dejaréis para que lo recoja, y no la reprendáis» (Rut 2:15, 16).

Seguramente al final del día, cuando Rut desgranó el «efa de cebada», creía que había
conseguido tal cantidad por su propio esfuerzo. No había sido consciente de la ayuda de los
criados, como nosotros tampoco lo somos de la de los ángeles. Si supiéramos todo lo que el
Señor hace por nosotros, ¡qué de sorpresas nos llevaríamos! Nosotros sólo vemos la dureza
del trabajo. A veces nos desanimamos y pensamos que no vale la pena seguir. Pero de
maneras secretas nuestro Redentor interviene por medio de sus ángeles para nuestra
salvación.

HEREDEROS DE LA SALVACIÓN
El concepto de herencia es muy importante en Hebreos. Ya hemos visto que el verdadero
«heredero de todo» es el Señor Jesucristo (v. 2). Pero nosotros estamos en Él, unidos a Él
por la fe, incorporados en su cuerpo por el Espíritu. Y es en Él que nosotros también
tenemos herencia.

«El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. Y si hijos,
también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo» (Romanos 8:16, 17).

¿En qué consiste nuestra herencia? La misma Epístola a los Hebreos la contemplará de
diferentes maneras. Por ejemplo, en los capítulos 3 y 4 la describirá como el «reposo» de
Dios, aquella situación de pleno bienestar en la que nos sentiremos finalmente satisfechos y
realizados, como si al fin hubiéramos llegado «a casa». El reposo, en este sentido, es una de
las aspiraciones más básicas del ser humano, un lugar de seguridad, de plena aceptación, de
amor. Ya en esta vida, cuando llevamos el yugo de Cristo sobre nosotros, empezamos a
disfrutar del reposo de Dios y descubrimos que hay un lugar de refugio en medio de las
tormentas. Pero no entraremos plenamente en él hasta el día de nuestra herencia.
En el capítulo 9 nuestra herencia es contemplada en términos de un testamento hecho viable
por la muerte de Jesús (vv. 15–19).
El capítulo 11 la ve como la ciudad hacia la cual los creyentes caminamos, la patria que
Dios tiene preparada para nosotros.
Aquí está contemplada en términos de salvación.
¡Salvación! Con frecuencia los creyentes decimos, y con razón, que ya somos salvos. Sin
embargo, aquí el texto dice que somos herederos de la salvación, dando a entender que
todavía no somos salvos sino que la salvación es algo futuro. Por supuesto las dos cosas son
ciertas. Somos salvos y aún queda por manifestarse nuestra salvación. Correctamente
podemos decir que «por gracia somos salvos por medio de la fe» (Efesios 2:8), pero
también que «somos guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la
salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero» (1 Pedro 1:5).
Es así porque el concepto bíblico de salvación es muy amplio. Esto se ve mejor si
consideramos dos de las maneras en las que el autor de Hebreos describe el camino de la
salvación. La primera es la «liberación». Cristo nos libera de la esclavitud del temor de la
muerte (2:15) y nos lleva a la gloria (2:10). Tanto en estos textos como en otros lugares de
Hebreos, el trasfondo que el autor tiene en mente es el Éxodo. Por esto Jesús es comparado
con Moisés en el capítulo 3, con Josué en el 4 y con Aarón en el 5. Moisés fue el
instrumento que Dios utilizó para la liberación de su pueblo de la esclavitud en Egipto.
Josué completó la tarea, introduciéndolo en la Tierra Prometida. Y Aarón fue el sacerdote
durante el Éxodo.
La segunda es el acceso a Dios ilustrado por el Tabernáculo. El Tabernáculo fue dado por
Dios para enseñar muchas cosas a su pueblo, principalmente la idea de que el hombre
pecador no puede acudir a Dios de cualquier manera. Dios provee un camino a su
presencia, pero si el hombre no lo respeta nunca llegará. El Tabernáculo, pues, no era un
edificio religioso diseñado por arquitectos humanos a conveniencia de los feligreses, sino
un lugar de encuentro con Dios, diseñado por Dios mismo, en el cual los materiales
empleados, los muebles, la distribución de espacios, cortinas y artefactos, y los mismos
sacerdotes que servían en él, tenían un propósito simbólico y didáctico.
Más adelante, sobre todo cuando lleguemos a los capítulos 9 y 10, tendremos que dedicar
tiempo a este simbolismo. Por el momento basta con señalar algunos de los rasgos
principales. El patio del Tabernáculo tenía una sola entrada, lo cual nos enseña que hay un
solo camino que verdaderamente conduce a Dios: el que Dios mismo ha establecido. Al
pasar por la entrada del patio y antes de llegar al Tabernáculo mismo, el pueblo se
encontraba forzosamente ante dos muebles, el altar para sacrificios y el lavacro: no puedes
proseguir en el camino a Dios sin que tu vida sea purificada mediante la expiación de
pecados. Al entrar en el Tabernáculo mismo los judíos se encontraban en la primera parte,
llamada el Lugar Santo, que contenía varios muebles, cada uno de los cuales tenía su
significado, y sin pasar por en medio de ellos no podían llegar a la presencia de Dios.
Finalmente, tras un tupido velo, se encontraba el Lugar Santísimo, donde estaba el arca del
pacto, el lugar de propiciación y del encuentro de Dios con su pueblo, en el cual el sumo
sacerdote no podía entrar sin llevar consigo la sangre propiciatoria. Todo tenía su
disposición y orden. Todo tenía su razón de ser. Y quien ha entendido el Tabernáculo y sus
muebles, ha entendido el Evangelio.
El Tabernáculo, pues, nos describe el camino a Dios, camino que se cumple en Cristo. De
hecho en cierta manera cada uno de los muebles del Tabernáculo tiene su cumplimiento en
Cristo. Pero sin entrar en detalles ahora, escuchemos cómo nuestro autor concluye su
exposición del tema del Tabernáculo: «Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en
el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió
a través del velo, esto es, de su carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios,
acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones
de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura» (10:19–22).

El autor ve en la distribución del Tabernáculo una ilustración del camino a Dios abierto por
Cristo; o sea, una ilustración de la salvación.
El Éxodo y el Tabernáculo. Dos maneras de entender la salvación. Pero en cada caso se
trata de un camino, es decir de un proceso que tiene diferentes tiempos y etapas. No debe
sorprendernos, pues, que el concepto bíblico de la salvación tenga esta cualidad del «ya
pero todavía no», en que ya estamos en el camino pero todavía no hemos llegado al destino.
Somos salvos por cuanto nos hemos escapado de la Ciudad de Destrucción (para emplear la
nomenclatura de Bunyan), pero no somos salvos aún por cuanto no hemos llegado a la
Ciudad Celestial.
Por supuesto, el Éxodo y el Tabernáculo como ilustraciones tienen esta diferencia entre sí,
que mientras el camino del Éxodo nos habla de un proceso claramente cronológico
(diacrónico), el del Tabernáculo es al menos parcialmente sincrónico. Quiero decir que, si
bien el altar (la Cruz) es un necesario comienzo a la vida de salvación, y la plena presencia
de Dios (el Lugar Santísimo) es su destino, sin embargo estos muebles han de ser visitados
repetida y constantemente en nuestro peregrinaje terrenal. El mismo altar que sirve de
punto de partida también debe ser visitado posteriormente para nuestra limpieza y
comunión, y el Lugar Santísimo que en un sentido representa el destino, en otro es la
morada espiritual constante del creyente (ver por ejemplo Efesios 2:6). Por lo tanto es el
Éxodo, más que el Tabernáculo, el que mejor nos ayuda a entender el carácter cronológico
de la salvación.
Los hebreos podían decir, al marcharse de Egipto, que eran salvos. Ya no eran esclavos.
Formaban un pueblo libre, redimido de la humillación de la esclavitud. Pero el ejército de
Egipto les perseguía y su supervivencia parecía dudosa. Cuando pasaron el Mar Rojo y se
encontraban en el desierto también podían decir que eran salvos. El ejército enemigo había
sido destruido. Sin embargo les quedaba una serie de pruebas que afrontar, muchas de las
cuales resultarían en la eliminación de algunos. No serían salvos hasta llegar a Canaán.
El creyente en Cristo ya ha «salido de Egipto». En su bautismo «cruza el mar». Tiene una
columna que le guía, una roca que le sigue. Come del maná y bebe del agua que Dios
provee. Conoce las bendiciones de Elim y ve cómo las aguas amargas de Mará son
convertidas en dulces por la gracia de Dios. De todas estas maneras disfruta de la salvación
y puede decir: Ya soy salvo. Pero aún no ha llegado al destino, y en este sentido aún espera
su salvación.
De hecho, como veremos, Hebreos fue escrito para animar y exhortar a unos creyentes que,
habiendo «salido de Egipto» y siendo, en este sentido, un pueblo salvo, sin embargo daban
evidencias de estar en peligro de caer bajo las diversas pruebas del camino. De ahí que en
las secciones didácticas el autor nos dirá mucho acerca de lo que Cristo ya ha conseguido
para nosotros, pero en las secciones de aviso el énfasis recaerá sobre el hecho de que
todavía no hemos llegado a la patria celestial y que, si queremos alcanzar la plenitud de la
salvación, debemos perseverar.
En textos como el 9:28, veremos que «Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los
pecados de muchos», lo cual quiere decir que la base de nuestra salvación ya está segura,
pero que «aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le
esperan», lo cual indica el carácter futuro de la plenitud de la salvación. Él vino para
salvarnos y vendrá la segunda vez para salvarnos. Ambas cosas son ciertas.
Mientras tanto nuestra posición es la de «herederos de la salvación». Somos herederos de
las promesas (6:12). Ahora, por definición, un heredero humano es alguien que tiene una
herencia prometida pero aún no ha entrado en ella. Mientras su padre vive él es el heredero,
pero cuando aquél muere, el heredero se convierte en el dueño. Somos «herederos» por
cuanto la salvación, en su concepto más amplio, aún está en el futuro.
Entre tanto que esperamos nuestra herencia, Dios permite que disfrutemos anticipos de ella.
Según el 2:15, somos librados ya del temor de la muerte; ésta ha perdido su aguijón. Según
el 2:18, ya conocemos el socorro de nuestro Salvador en medio de la tentación. Conforme
al 9:14 y al 10:22, ya tenemos la conciencia limpia de culpa, por lo cual somos libres para
servir al Señor y entrar en su presencia. Éstas son algunas de las bendiciones de la
salvación en el presente.
Pero hay muchas más. Y aquí, en nuestro versículo, tenemos otra. ¡Qué manera más
extraordinaria de concluir la descripción de la superioridad de Jesús por encima de los
ángeles! Inesperadamente el autor conecta este tema con nosotros, de manera que ya no es
una doctrina teórica sino algo eminentemente práctico que nos toca de cerca. Mientras
esperamos como herederos el día de nuestra salvación, el Señor Jesucristo envía a sus
ángeles para ayudarnos. El servicio de los ángeles a favor nuestro es una evidencia más,
tanto del acatamiento por parte de los ángeles del señorío de Jesús, como de los muchos
anticipos de nuestra herencia que recibimos de sus manos.
Al acabar la exposición de este capítulo, en el cual el autor nos revela la gloria del
verdadero carácter de nuestro Señor Jesucristo, me imagino que nuestra reacción será
ambivalente. Por una parte, querremos adorarle. Por otra seremos muy conscientes de lo
lejos que aún tenemos que caminar en nuestro peregrinaje terrenal. La gloria de Jesucristo
sirve de contraste para iluminar la miseria de nuestros fracasos y caídas. En la medida en
que hemos contemplado la majestad del Hijo, su disposición a humillarse por nosotros y
sufrir, en la medida en que hemos aplaudido su exaltación y reconocido que Él es digno de
ocupar el trono, habremos palpado también nuestro egoísmo, mediocridad e indignidad.
Quizás apenas nos atrevemos a alzar la mirada hacia El. Ni siquiera nos sentimos dignos de
mirar a los ángeles, y probablemente si uno de ellos se presentara físicamente ante nosotros,
nuestra reacción sería la de Juan en Patmos. Pero luego, para nuestro asombro, descubrimos
que la gracia de Dios es tal que no solamente nos acepta como justificados por la sangre de
Cristo, sino que envía a sus ángeles a favor nuestro.
Abramos, pues, los ojos, como el siervo de Eliseo, para ver las huestes del Señor
acampadas a nuestro alrededor para nuestro socorro y protección. Pero no nos
entretengamos tanto mirándolos a ellos que nos olvidemos del verdadero énfasis de este
capítulo, que recae sobre el superior mérito de Jesucristo. Los ángeles no nos brindan su
ayuda y protección por voluntad propia. Lo hacen porque son enviados por Él.
Concluyamos nuestra meditación, por tanto, alzando nuestra mirada más allá de la esfera
angelical para ver a Aquel que está sentado a la diestra de la Majestad en las alturas, y
uniendo nuestras voces y espíritu a los de los mismos ángeles, en alabanza y adoración al
Señor Jesucristo.

CAPÍTULO 12
CONCLUSIONES
Después de un análisis tan minucioso del texto, quizás tengamos la sensación de haber
perdido de vista el bosque por causa de los árboles. Al habernos entretenido en la
interpretación de cada frase podemos habernos olvidado de la visión del conjunto. Antes de
despedirnos del capítulo 1, por tanto, conviene que nos distanciemos un poco de los detalles
del texto a fin de recordar algunas de sus enseñanzas principales.
Me limitaré a tres de ellas, que tienen que ver respectivamente con las Escrituras, los
ángeles y el Señor Jesucristo.

EL USO QUE EL AUTOR HACE DEL ANTIGUO TESTAMENTO


La primera enseñanza no es explícita en el texto, sino que se deriva de la manera en que el
autor se sirve de las Escrituras del Antiguo Testamento para apoyar sus argumentos.
Apenas aborda un nuevo tema, siente la conveniencia de defenderlo por medio de citas del
Antiguo Testamento. Esto de por sí es un testimonio elocuente de la suprema autoridad que
ostentaban las Escrituras tanto para el autor como para sus lectores.
Y efectivamente, su autoridad es incuestionable porque en ellas Dios ha hablado. Esto se ve
a lo largo del capítulo 1, donde el sujeto de las citas, procedan de donde procedan, es Dios
mismo.
Pero hay más aquí. El autor ve en las Escrituras no sólo una fuente de autoridad divina, sino
una revelación de la persona del Hijo. Según lo que hemos visto (y lo que veremos en
capítulos posteriores), el autor encuentra referencias al Señor Jesucristo a lo largo del
Antiguo Testamento. O para decir lo mismo de otra manera, su entendimiento del Antiguo
Testamento es cristológico. Las Escrituras abordan muchos temas, pero es evidente que,
para él, hablan supremamente de Jesús.
Ya hemos visto que a primera vista varias de las citas del capítulo 1 no parecen referirse al
Mesías, pero que al examinarlas más de cerca la aplicación no sólo es acertada sino
necesaria. Incluso en varias ocasiones hemos visto que, a la luz de Hebreos, nuestra versión
del Antiguo Testamento podría ser considerada defectuosa por cuanto se aferra a la
interpretación masorética en perjuicio del significado original, significado recogido no sólo
por los apóstoles sino por los traductores judíos de la Septuaginta (ver Apéndice III para
una elaboración de esta idea).
Lejos de «hacer trampas» con sus citas, el autor recoge lo que es el sentido llano del texto,
plenamente aceptado por sus contemporáneos, y lo interpreta de una manera cristocéntrica.
De hecho nos enseña la manera verdaderamente cristiana de entender el Antiguo
Testamento. Él comparte con los demás escritores del Nuevo Testamento ciertas premisas
acerca del Antiguo que en nuestros días estamos en peligro de olvidar y que conviene
recordar.
Principal entre ellas es el hecho de que, en última instancia, el autor de las Escrituras es el
Espíritu Santo (ver 3:7). Por lo tanto ellas tienen un significado que a menudo trasciende la
comprensión de los primeros lectores, incluso la del autor humano. Fueron concebidas no
sólo por una mente humana, sino también por la divina, y la intención final de su mensaje
debe ser buscada en los propósitos eternos del Dios que las inspiró.
Esto no es negar la autoría humana. Pero es reconocer que, más allá de ella, quien ha
determinado la forma y el contenido de los libros bíblicos es Dios mismo. Dios ha hablado
muchas veces y de muchas maneras (1:1) y la Biblia es la recopilación de lo que Él ha
dicho.
Naturalmente Dios, siendo eterno, conoce el final desde el principio. Por lo tanto no ha de
extrañamos si Él tiene en mente el final cuando inspira los textos del principio. En muchos
casos es bien probable que el autor humano no haya percibido el alcance de sus propias
palabras, pero el autor divino lo conoce perfectamente.
A la luz de esto, y en segundo lugar, el autor comprende que, al acercamos al Antiguo
Testamento, no basta con preguntarnos cuál habrá sido el significado del texto para los
primeros lectores, sino que debemos ir más lejos y preguntarnos cuál fue la intención del
Espíritu al inspirarlo. Esto no es imponer sobre el texto un sentido que nunca debió tener,
sino reconocer que, detrás de la comprensión limitada del autor humano, está la sabiduría
de Dios.
Para descubrir esta intención, servirá como punto de partida el significado que tenía para
los primeros lectores. Como primer paso éste es perfectamente válido, pero sólo como
primer paso porque, como hemos dicho, el Espíritu muchas veces tenía intenciones
desconocidas para ellos. Los salmistas que redactaron los textos citados en el capítulo 1 sin
duda desconocían las implicaciones de lo que escribían, pero fueron guiados por el Espíritu
y Él las conocía perfectamente.
Para poner otro ejemplo, cuando Dios prometió a Abraham que le daría descendencia,
seguramente la comprensión de Abraham no se extendía mucho más allá de su hijo Isaac.
Sin duda estaba muy lejos de entender esta promesa en los mismos términos que el apóstol
Pablo la entiende en Romanos 4: que la promesa no es otra cosa sino el Evangelio, un
Evangelio aún embrionario que sólo adquiriría forma con el paso de los siglos y encontraría
su plenitud en el mensaje predicado por Jesús y los apóstoles, pero el Evangelio a fin de
cuentas. El Evangelio es la buena noticia de que Dios está salvando a un pueblo para sí, un
pueblo compuesto por los descendientes de Abraham, es decir, los creyentes, todos los que
tienen la fe de su padre. Además nos dice que Dios está preparando una tierra o ciudad para
este pueblo. Pablo dice que Dios prometió a Abraham que sus descendientes serían
herederos del mundo entero (Romanos 4:13). Buscamos en vano en el Libro de Génesis tal
promesa. Lo que leemos allí es que sus descendientes ocuparán la Tierra Prometida
(Génesis 15:18–21). Pero Pablo entiende que la promesa original alcanza una nueva
amplitud a través del ministerio de Jesucristo. De la misma manera que la descendencia de
Abraham ya no se limita a sus hijos físicos sino que incluye a los que han sido adoptados en
Jesucristo, la tierra ya no es solamente Canaán sino toda la tierra. En esto Pablo no hacía
más que seguir a Jesucristo, quien había dicho que los mansos recibirían la tierra por
heredad (Mateo 5:5). Las promesas de bendición (12:2, 3), de descendencia (15:5) y de
tierra (15:18) que encontramos en Génesis, deben ser entendidas a la luz de su posterior
ampliación y extensión a lo largo de la revelación bíblica. Lo que significaron para
Abraham, por supuesto, tiene cierta importancia: un hijo, Isaac; unos nietos, Esaú y Jacob;
y la tierra de Canaán que habían de heredar. Pero es mucho más importante lo que han
venido a significar para los creyentes a lo largo de los siglos, y especialmente a raíz de la
redención en Jesucristo: una «simiente», Jesucristo, por la cual todos los creyentes de todas
las razas encuentran entrada en el verdadero Israel de Dios, la verdadera descendencia de
Abraham; y una tierra, ya no restringida a un solo país sino que se extiende a ocupar el
mundo entero. Si, pues, decimos que no es válido dar a estas promesas ninguna
interpretación excepto la que Abraham mismo habría entendido, amputamos su significado
más esencial.
Muchas veces los primeros lectores de un texto o los primeros oyentes de un mensaje
fueron incapaces de entender las implicaciones de la revelación que recibieron. ¿Qué habría
entendido Eva cuando Dios dijo a la serpiente: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, y
entre tu simiente y la simiente de ella; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el
calcañar»? (Génesis 3:15). Seguramente ella sólo recibió un entendimiento muy nebuloso
de la victoria sobre Satanás que Cristo iba a lograr en la Cruz. Para entender bien la
promesa, forzosamente tenemos que acudir a la explicación apostólica de la crucifixión.
Lo que la revelación de Dios en el Antiguo Testamento significaba para los primeros
oyentes, pues, puede servirnos de punto de partida. Pero la intención del Espíritu estará
determinada finalmente por el conjunto de la revelación divina en todas las Escrituras. Y
supremamente debe ser encontrada en aquella revelación que Dios nos ha dado en el Hijo,
transmitida por los apóstoles.
Como consecuencia, y como tercera premisa, el Antiguo Testamento debe ser entendido a
la luz de la persona, obra y enseñanza de Jesucristo. Él es la voz definitiva de Dios,
prefigurada y anticipada en las demás Escrituras. Ellas hablan de Él. No pueden ser
entendidas correctamente sin Él. Una de las labores principales del exegeta fiel es la de
declarar «en todas las Escrituras lo que de Él dicen» (Lucas 24:27).
Por supuesto esto parecerá una aberración en muchas facultades de sociología, de historia,
y hasta de teología en el mundo de hoy. Allí se presupone que los textos del Antiguo
Testamento pertenecen al judaísmo, y que el cristianismo empieza con Jesucristo. Así
niegan la tesis apostólica de que ambos Testamentos forman una unidad, que el mismo
Dios habla en ambos, que el uno es incomprensible sin el otro, que el Antiguo Testamento
pertenece a toda la descendencia espiritual de Abraham, y que todas las Escrituras son la
herencia de la Iglesia de Jesucristo. Pero a la luz de estas presuposiciones, no nos sorprende
que, incluso entre muchos creyentes, exista cierta reticencia a dar una interpretación
cristocéntrica al Antiguo Testamento. Sin embargo, en la medida en que dejamos de ver a
Jesucristo en las páginas del Antiguo Testamento, dejamos también de interpretarlo
cristianamente. Dejamos de ser seguidores de Cristo y los apóstoles. Para ellos el Antiguo
Testamento fue una fuente de principios, promesas, profecías, ilustraciones y metáforas que
encuentran su cumplimiento en Jesucristo. Para ellos no era ninguna aberración descubrir
en sus páginas tipos y anticipos del Salvador. Más bien habría sido aberrante no hacerlo.
Cegarnos ante la naturaleza tipológica de muchos episodios del Antiguo Testamento es
desviarnos de la manera apostólica de leerlo.
Ahora bien, por supuesto hemos de proceder con sensatez. Nuestro afán no debe ser el de
convertir el estudio de las Escrituras en un juego esotérico en el cual competimos por ver
quién puede descubrir las referencias cristológicas más recónditas. Mucha de la aversión
contemporánea hacia la interpretación tipológica procede precisamente de las excesivas
«alegorizaciones» de ciertos autores de principios del siglo. Pero éste no es el peligro de
hoy. Por la ley del péndulo el peligro está en el otro extremo.
Los escritores del Nuevo Testamento encontraron anticipados el mensaje y los hechos del
Evangelio a lo largo del Antiguo. Descubrieron el embrión del Evangelio en las promesas a
los patriarcas, la redención en el Éxodo, la vida cristiana en el peregrinaje de Israel por el
desierto, el acceso a Dios en el Tabernáculo, la realeza de Cristo en la monarquía, la pasión
de Cristo en los Salmos. Descubrieron que el Dios que había destinado al Cordero antes de
la fundación del mundo (1 Pedro 1:20) había dejado escrito un maravilloso libro
preparatorio que explicara su obra. ¡Incluso se atrevieron a ver referencias cristológicas en
algunos lugares que nosotros quizás tildaríamos de «recónditos»! ¿Quién de nosotros se
atrevería a aseverar que Melquisedec es «semejante al Hijo de Dios» (7:3) si el autor de
Hebreos no lo hubiese dicho antes? ¿Quién osaría ver en la quema de animales sacrificados
fuera del campamento un anticipo de la crucifixión de Jesús fuera de las murallas de
Jerusalén? (13:11, 12). ¿Quién diría, como Pablo, que el Mar Rojo simboliza el bautismo o
que la roca en el desierto era Cristo? (1 Corintios 10:2, 4). Desde luego, los escritores del
Nuevo Testamento no vacilaron en ver a Jesucristo en el Antiguo.
Lo que significa «ver a Jesucristo en el Antiguo Testamento» lo hemos empezado a
descubrir en las citas del capítulo 1 de Hebreos y lo seguiremos viendo a lo largo de la
Epístola. Porque, en cierto modo, Hebreos es una exposición del Evangelio a la luz de
determinados textos del Antiguo Testamento, especialmente los que hablan del
Tabernáculo.
Si el uso que Hebreos hace del Antiguo Testamento da al traste con la idea de que el texto
de las Escrituras sólo puede significar lo que significaba para los primeros lectores, más
aún atenta contra otras tendencias que han invadido la hermenéutica de hoy. Incluso entre
algunos escritores evangélicos se detectan dos ideas que ya se han generalizado entre los
autores de signo liberal: la primera es la de suponer que los rabinos judíos, por tener a su
disposición la riqueza de enseñanza de la Torah, son los mejores intérpretes del Antiguo
Testamento. La segunda es la de entender las enseñanzas del Antiguo Testamento en el
contexto de las prácticas religiosas de Oriente Medio, tal y como van saliendo a la luz
mediante la investigación de textos antiguos y descubrimientos arqueológicos. Las dos
ideas habrían resultado escandalosamente erróneas para los autores (y sin duda para el
Autor) del Nuevo Testamento.
En cuanto a los rabinos, por supuesto ellos, como cualquiera, pueden arrojar luz sobre
cuestiones textuales o históricas. Nadie lo duda. Pero en cuanto a su entendimiento del
mensaje de las Escrituras, ¿cómo podemos prestar atención a sus interpretaciones si el
mismo Señor Jesucristo decía de ellos que son ciegos guías de ciegos (Mateo 15:14; 23:16,
etc.) y el apóstol Pablo identificaba su mayor problema como el de tener un velo por
encima de los ojos que les impide entender el verdadero significado de las Escrituras? (2
Corintios 3:14–16). Ellos han rehusado la iluminación de Jesucristo y han rechazado a
Aquel que es el supremo intérprete de las Escrituras, la voz autorizada de Dios.
Escuchemos con respeto, pues, sus aportaciones al estudio, pero no esperemos encontrar en
ellos una luz para guiarnos por las páginas del Antiguo Testamento.
En cuanto a las religiones antiguas, sus prácticas pueden arrojar luz sobre el trasfondo
histórico del Antiguo Testamento y proveer el contexto histórico-cultural en el cual
situarlo, pero nunca deben servir como medio para interpretarlo. La premisa del Antiguo
Testamento es que Israel era una nación única, tan distinta de las demás naciones como la
luz lo es de la noche. Los conocimientos religiosos de los judíos no fueron tomados
prestados a las demás religiones sino que fueron dados por revelación divina por medio de
los profetas (1:1). Las demás religiones son falsas, y sirven como punto de contraste, no de
apoyo, al mensaje bíblico. Los judíos no debían investigar las otras religiones para ver lo
que tenían de bueno, sino que debían rehuirlas. No son alternativas válidas, sino errores
peligrosos. Dios, el Dios verdadero, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, se ha
manifestado a los hombres mediante un mensaje único e inconfundible. Todo lo demás son
cuentos fabricados por la imaginación humana o, peor aún, por inspiración diabólica.
Por lo tanto, la fuente de interpretación de las Escrituras debe ser buscada en Dios y en su
Palabra. En Dios mismo, porque Él es el único que puede iluminarnos (2 Pedro 1:20, 21;
Efesios 1:15–18). En la Palabra, porque el Nuevo Testamento es incomprensible sin el
Antiguo (esto nadie lo cuestiona) y porque el Antiguo sólo es parcialmente comprensible
sin el Nuevo. Hemos de mirar hacia arriba, hacia detrás y hacia delante, pero no hemos de
mirar a nuestro alrededor. Quiero decir que no debemos esperar que el paganismo nos
interprete fielmente las Escrituras. Es tan poco probable que las religiones antiguas
iluminen nuestra comprensión del Dios verdadero, como que el hedonismo y materialismo
de hoy puedan enseñarnos el camino a Dios. El error no es árbitro de la verdad. Las
religiones antiguas tienen cierto valor al enseñarnos las costumbres de la época; la
investigación arqueológica puede arrojar mucha luz sobre el trasfondo histórico; y el
estudio de otros textos antiguos puede iluminar el texto bíblico a nivel de vocabulario o de
gramática; pero todos estos aspectos son secundarios en comparación con lo que es
esencial: el conocimiento del Dios eterno y la comprensión de lo que Él ha dicho a los
hombres. En este nivel de la cuestión, sólo Dios mismo puede interpretar lo que Él ha
dicho. La Biblia debe ser interpretada por la Biblia.
A veces las ideas se aclaran por medio de un ejemplo. Pongamos uno. Tomemos el caso de
Moisés. Hoy en día está de moda intentar «explicar» a Moisés a través de la religión y
cultura de Egipto. Se presupone que Moisés fue el producto de la formación cultural que
recibió en la corte del Faraón. Su percepción de algunos aspectos de la religión egipcia, su
conocimiento de la legislación de los egipcios, todo esto es presentado como el origen de la
ley y la religión practicadas por Israel en el desierto. Ahora bien, el Antiguo Testamento en
absoluto niega que Moisés haya recibido una formación en Egipto. Implícitamente
reconoce que influiría en el talante político y militar de Moisés. Pero el énfasis del Antiguo
Testamento es el contrario: que Moisés, para poder ser el líder que Dios deseaba, tenía que
renunciar a lo egipcio, separarse de la corte y oponerse a ella (11:24–27). Necesitó nada
menos que cuarenta años en el desierto a fin de enajenar los errores de su carácter y de su
formación y poder ser utilizado por Dios. Luego tuvo que enseñar a Israel también la
necesidad de romper con la cultura egipcia, salir de Egipto y distanciarse de él para
siempre. Si él mismo lo enseña, es porque antes lo ha vivido. La ley que posteriormente
entregó al pueblo, la recibió de Dios. El sistema religioso de Israel no fue el producto de
unas inquietudes espirituales inspiradas por los dioses de Egipto, sino el resultado de un
encuentro con el Dios de Abraham, Isaac y Jacob.
Los historiadores seculares siempre buscarán explicaciones humanas para lo divino. No nos
extraña, pues, que expliquen a Moisés a su manera. Pero no es lo que dice la Biblia. Moisés
mismo negaría que fue así. Los creyentes sabemos que Dios es real y que actúa en la
historia. No tenemos ninguna dificultad en aceptar que el origen de la ley no fue la religión
de Egipto sino el Dios del Sinaí. Creemos en un Dios que ha hablado en la historia. Si
queremos entender a Moisés, por lo tanto, no miramos en primer lugar a Egipto, sino a la
historia de la fe en la cual la Palabra de Dios inserta a Moisés, y al Dios que le llamó y le
capacitó para su ministerio. De la misma manera, para entender a Jesús no hemos de buscar
explicaciones en primer lugar en el contorno grecorromano sino en la revelación de Dios y
en sus promesas, de las cuales Él es el cumplimiento. Nosotros, como Moisés, como el
autor de Hebreos, como Jesucristo mismo, creemos en un Dios que rige la historia y que ha
hablado en la historia. Su voz es el punto de referencia que verdaderamente explica el
llamamiento, ministerio y fe de los creyentes a lo largo de la historia.
Éste es el punto de partida de nuestro autor (1:1). Él ve toda la historia humana como
dirigida por la soberanía de Dios, el Dios que habla y que se comunica con los hombres. Y
puesto que Dios siempre es el mismo, su mensaje es constante. Su palabra tiene un
desarrollo, en el sentido de que Dios no ha dicho todo lo que tiene que decir a la vez sino
que ha ido ampliando su revelación con el paso del tiempo. Pero siempre es coherente,
nunca contradictoria. Lo que Jesús nos revela hoy, los profetas lo anticiparon en el pasado.
El mensaje es uno y único. Y puesto que Jesús mismo es el tema central de la revelación de
Dios, por cuanto es por medio de Él que Dios efectúa la salvación del hombre, todo lo que
los profetas dijeron apunta hacia Él.
Por lo tanto, el autor de Hebreos interpreta la vida de Jesús a la luz del Antiguo
Testamento, de la misma manera que él interpreta el Antiguo Testamento a la luz de la
revelación de Jesús. Ésta es la hermenéutica auténticamente bíblica y cristiana.

EL MINISTERIO DE LOS ÁNGELES


Nos hemos entretenido mucho con nuestro primer tema. Con el segundo seremos mucho
más breves. Se trata de lo que nuestro capítulo nos enseña acerca de los ángeles.
De hecho el tema de los ángeles sigue en el capítulo 2 (ver los vv. 2, 5, 7, 9, 16), pero, en
cuanto a ellos mismos, poca luz adicional nos aporta. Esto es porque, tanto allí como en el
capítulo 1, los ángeles no constituyen el tema principal, sino que aparecen en contraste con
el Señor Jesucristo. Hemos visto en el capítulo 1 este contraste en el momento de la
exaltación de Jesús. En el 2 lo veremos en el momento de su humillación. En ambos casos,
pues, el afán del autor no es el de satisfacer nuestra curiosidad con respecto al mundo
oculto sino el de establecer ciertas verdades en cuanto a la relación de Jesucristo con los
ángeles: 1) Él es superior a ellos (capítulo 1); 2) Él fue hecho un poco menor que ellos con
el fin de efectuar nuestra redención (2:9); 3) esta redención beneficia a los hombres, no a
los ángeles (2:16); 4) los ángeles no tienen la autoridad final sobre el mundo, sino que la
ejerce Jesucristo (2:5).
Así pues, aunque éste es uno de los textos principales de toda la Biblia en cuanto al tema de
los ángeles, no aborda en profundidad la cuestión de su naturaleza o ministerio. Más bien
presupone que los ángeles son seres reales y explica que tienen unas funciones importantes
no sólo como agentes de Dios en el gobierno del universo (v. 7) y como adoradores del
Hijo (v. 6), sino también en el cuidado y ayuda de los creyentes (v. 14).
Vivimos en una sociedad que demuestra cada vez más una obsesión por lo oculto. Basta
con echar una mirada a los títulos de las revistas en los quioscos para ver que nuestros
contemporáneos están fascinados por la magia, el espiritismo y los demonios. En cambio
hay una gran ignorancia en cuanto a todo lo que tenga que ver con los ángeles.
Igualmente hay creyentes que ven demonios por doquier. Ante cualquier problema personal
creen que la solución está en el exorcismo. Pero, al menos en mi experiencia, éstos no
suelen tener consciencia de la presencia de los ángeles. Sin embargo, en la Palabra de Dios
los ángeles están tan presentes como los demonios.
Por supuesto, sería un error utilizar un texto cuya tesis es que los ángeles no son nada en
comparación con Jesucristo, para desviar nuestra mirada de Éste y ponerla en aquéllos.
Pero en un mundo que a efectos prácticos ha dejado de creer en los ángeles, sirvan estos
capítulos para reforzar nuestra creencia en su existencia y en su ministerio a nuestro favor.
Hay dos peligros en cuanto al mundo espiritual. Uno es negar su existencia, o bien por una
convicción expresa o bien por vivir en la práctica como si no existiese. Este peligro es
especialmente serio en el caso del creyente, porque diariamente ha de luchar contra las
huestes espirituales de maldad en las regiones celestes, y evidentemente su lucha no será
muy eficaz si ni siquiera conoce su existencia. El otro peligro es el de permitir que el
mundo oculto ejerza sobre nosotros una fascinación excesiva.
La doctrina bíblica de los ángeles (y de los demonios), tal y como la vemos en estos
capítulos, evita ambos extremos y pone las cosas en su debido lugar. No niega la existencia
del mundo oculto (al contrario, la ratifica totalmente) ni tampoco permite que demos al
tema una importancia excesiva. Nos abre los ojos ante una esfera de existencia que de otro
modo nos estaría velada, pero nos la enseña con mesura. No deja que nos deslumbre la
gloria de los ángeles ni el terror de los demonios. Nos enseña que los unos y los otros son
criaturas del Señor Jesucristo, creados por Él y sujetos a su soberanía.
Como consecuencia, ante estas realidades del mundo angelical no debemos cegarnos ni
obsesionarnos. Tampoco debemos preocuparnos por aquellos aspectos de su actuación que
la Palabra no nos ha revelado, sino descansar en el hecho de que los ángeles están bajo
órdenes del Señor Jesucristo, enviados para servicio a nuestro favor.
El tema de los ángeles, por tanto, debe servir para nuestro consuelo y regocijo. Es cierto
que, según textos como el Apocalipsis, los ángeles tienen una función destacada en el
ejercicio del juicio divino. Pero también ejercen ministerios entrañables en la vida de los
creyentes. En el caso del Señor Jesucristo (y ¿quién sabe si no es así también en nuestra
propia experiencia sin que lo sepamos?) los ángeles le ministraban después de sus luchas
con la tentación, tanto en el desierto como en Getsemaní (Mateo 4:11; Lucas 22:43). Según
lo que dijo el Señor Jesucristo en la parábola de Lázaro, los ángeles acompañan al creyente
en el momento de su muerte (Lucas 16:22). Quizás algunos seres queridos nuestros hayan
conocido esta ministración angelical. Según la parábola de la cizaña, los ángeles no
solamente serán enviados en el día final para quemar en el horno a los que hacen iniquidad,
sino también para recoger el buen trigo en el granero del Señor (Mateo 13:30, 40, 41).
Los ángeles deben ser, pues, motivo de esperanza y regocijo, pero nunca de adoración. Son
siervos, como nosotros. Son los criados de palacio, mientras Jesucristo es el Hijo. Después
de considerar la menor gloria de los ángeles, debemos poner siempre la mirada en la gloria
divina de nuestro Señor. Y esto es lo que haremos ahora.

LA DIVINIDAD DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO


Desde el punto de vista estructural, las afirmaciones principales del capítulo 1 son dos. En
primer lugar nos dice que Dios ha hablado definitivamente en Jesucristo (vs. 1, 2; el
carácter definitivo de su mensaje se ve en la frase «en estos postreros días»). En contraste
con los muchos mensajes dados por Dios de muchas maneras por medio de los profetas a lo
largo de la historia, llega su palabra final a través de Jesucristo.
En segundo lugar el autor nos enseña que Jesucristo se ha sentado a la diestra de Dios en las
alturas, lo cual demuestra su superioridad sobre los ángeles (vs. 3, 4).
Éstas, digo, son las dos ideas principales desde el punto de vista gramatical o estructural.
Todas las demás o bien pertenecen a frases subordinadas que describen la persona de Cristo
(vs. 1–4), o bien constituyen evidencias bíblicas en apoyo de su superioridad (vs. 5–14).
Notemos bien cómo procede nuestro autor. Primero establece su tesis (1:1–4). Luego la
defiende mediante citas de las Escrituras (1:5–14), una evidencia inapelable y contundente
para sus lectores. Y después saca las conclusiones y aplicaciones pertinentes (2:1–4).
Cuando lleguemos al capítulo 2, veremos por qué el autor hace estas dos afirmaciones y por
qué las apoya con evidencias bíblicas. Su intención es la de avisar a los primeros lectores
de las terribles consecuencias de abandonar el Evangelio. Si la desobediencia a la palabra
incompleta de Dios trajo consecuencias graves, ¡cuánto más el descuido de la palabra
definitiva! Si la revelación dada por mediación de los ángeles no podía ser desatendida sin
acarrear retribución, ¡cuánto más la revelación traída por el mismo Hijo! (2:1–4). De ahí
que el autor previamente haya querido establecer la superioridad de la palabra final de Dios
con respecto a la revelación anterior, y la superioridad del Hijo de Dios con respecto a los
ángeles.Pero ¡un momento! ¿Qué quiere decir «ser superior a los ángeles»? ¿Acaso hay
escalafones en la jerarquía universal que podemos insertar entre los ángeles y Dios?
Desde luego las Escrituras reconocen diferentes grados de autoridad, y distintas
clasificaciones, entre los ángeles mismos. Así leemos de ángeles y arcángeles, espíritus y
ministros, serafines y querubines. También leemos de principados, autoridades, poderes,
señoríos, tronos, dominios y potestades (Efesios 1:21; Colosenses 1:16), los cuales parecen
haber sido los términos con los que los antiguos designaban diferentes órdenes de seres
espirituales. Pero en ningún lugar las Escrituras enseñan que existen rangos entre éstos y
Dios mismo. Cuando se nos dice, pues, que Cristo es superior a todas estas clasificaciones y
seres, ¿cuál es la implicación?
No es otra, no puede ser otra, sino que Cristo ocupa el mismo rango en el universo que
Dios, o como dice nuestro texto, que Él se ha sentado a la diestra de la Majestad en las
alturas. ¿Dónde debemos «colocar» a Cristo en el orden universal? ¿Entre los ángeles? Así
lo querían sin duda algunos de los contemporáneos de nuestro autor. Pero él de ninguna
manera lo admite. Su tesis es que Cristo no pertenece a la dignidad angelical sino que está
por encima de ella y comparte el mismo escalafón que el Padre. Hablar de la superioridad
de Cristo por encima de los ángeles es lo mismo, pues, que hablar de su divinidad. Tienen
razón los que afirman que el tema de nuestro capítulo es la divinidad de Cristo porque, si
bien en teoría es su superioridad a los ángeles, en la práctica da lo mismo. Al establecer que
Cristo es más que cualquier clase de ángel o ser espiritual (es decir, en palabras de Efesios
1:21, que Él está «sobre todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo sino también en
el venidero»), el autor necesariamente establece que Él es divino.
Veamos, pues, cómo el autor presenta la doctrina de la divinidad del Hijo.
Empieza diciéndonos que Dios ha hablado «en Hijo» (vs. 1, 2). No es sólo que Dios haya
hablado por medio del Hijo, o a través de Él. La frase indica mucho más que esto. Cristo no
es un mero portavoz humano de Dios, como lo fueron los profetas. Ellos hablaron en
nombre de Dios y Dios hablaba «por ellos» (v. 1). Pero Cristo ha hablado las mismas
palabras de Dios (Juan 3:34; 8:38; 12:49, 50; 14:10) y Dios ha hablado «en Él». No
hacemos justicia a esta frase si no comprendemos que significa que «el Padre moraba en el
Hijo» (Juan 14:10) y que Dios «estaba en Cristo» (cf. 2 Corintios 5:19), de manera que
quien ha visto al hombre Jesús implícitamente «ha visto también al Padre» (Juan 14:9),
porque en Jesús «habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad» (Colosenses 2:9). En
la figura histórica de Jesús de Nazaret no hemos de ver sólo a un hombre, sino a Dios que
ha venido a morar en cuerpo humano.
Aunque sea desviarnos momentáneamente de nuestro texto, creo que vale la pena plantear
aquí una pregunta que viene en seguida a la mente de muchos. Si Dios estaba en Cristo y
hablaba en Él, ¿por qué tiene que haber tantos matices y tanta alusividad en la explicación
bíblica de su divinidad? ¿Por qué no dice la Biblia más clara y contundentemente que
Cristo es Dios? ¡Cuántos argumentos frente a las sectas nos habría ahorrado!
La Biblia enseña con toda claridad la divinidad del Hijo. Si muestra cierta reticencia en el
momento de emplear la frase «Cristo es Dios», es porque esta frase podría prestarse a
equivocaciones. Aunque, bien matizada, es cierta, no corresponde a toda la verdad. Deja
fuera de lugar el hecho de que Cristo también es hombre.
Me explico. El apóstol Juan nos dice con toda claridad que el «Verbo» (es decir, el Hijo:
ver Juan 1:1, 18) es Dios. También nos dice que «el Verbo fue hecho carne y habitó entre
nosotros» en la persona de nuestro Señor Jesucristo (Juan 1:14). Pero no nos dice (al
menos, no emplea estas palabras) que Jesucristo sea Dios. Elige más cuidadosamente sus
palabras. Porque Cristo no es «Dios» sino «Dios hecho hombre», y el matiz de diferencia es
importante. El Verbo es Dios. El Verbo tomó forma humana. Pero, con respecto al Verbo
encarnado, ya no es suficiente decir que es «Dios» a secas, sino que hay que hacer justicia
también a su verdadera humanidad. Es por esto que los escritores bíblicos no vacilan en
llamar a Jesucristo «el Señor», ni en decir de Él que es el «Hijo de Dios», ni en reconocer
que muchas referencias a «Jehová» en el Antiguo Testamento tienen su cumplimiento en
Él, ni en atribuirle honores divinos, ni en reconocer sus atributos divinos, ni en ofrecerle la
adoración que sólo corresponde a Dios; pero no suelen decir «Jesucristo es Dios». De
hecho a veces lo dicen (éste es el significado llano y sencillo de textos como Romanos 9:5
y Tito 2:13), pero más frecuentemente prefieren emplear fórmulas más matizadas, no
porque ellos mismos cuestionen su divinidad sino porque sus lectores podrían cuestionar su
humanidad.
Y de «fórmulas más matizadas» se trata en nuestro texto de Hebreos, al que ahora
volvemos; pero no por matizadas menos claras.
En primer lugar, pues, Dios está en Cristo y así nos habla. Pero notemos que la frase dice
«en el Hijo». El autor no se siente en la obligación de decir quién es este Hijo.
Evidentemente sus lectores de inmediato le identificarán con el Señor Jesucristo.
Es así porque hay uno solo que merece el título «el Hijo». Los creyentes somos llamados
«hijos de Dios». También los ángeles (por ejemplo, en Job 1:6; 2:1). Pero ni nosotros ni
ellos podemos llamarnos «el Hijo de Dios». Como dice el versículo 5, ¿a cuál de los
ángeles (y podríamos añadir: o a cuál de los creyentes) dijo Dios jamás: Mi Hijo eres tú?
No. Nuestro Señor Jesucristo es el Hijo de Dios en un sentido único.
Es el Hijo porque procede del Padre (es engendrado por Él) y comparte su naturaleza. Es
llamado «el Hijo» por cuanto la relación filial en la experiencia humana es la que más se
acerca a la realidad misteriosa de la relación entre el Padre y el Hijo. Cuando Pedro
exclama: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente (Mateo 16:16), no está clasificando a
Jesús con los ángeles, ni mucho menos con los santos, sino afirmando que entre Cristo y el
Padre existe una relación única de intimidad y compenetración, y que de alguna manera
Dios está presente en Cristo.
La frase «Hijo de Dios» es empleada consistentemente en el Nuevo Testamento como título
que indica la divinidad de Cristo, su intimidad y unidad con el Padre, y es en este sentido
que debemos entender que nuestro autor la emplea.
De esta primera frase dependen ocho más que el autor ha amontonado a fin de reforzar el
carácter y dignidad de nuestro Señor. Las cinco primeras hablan de su actividad divina y
definen su persona. La sexta explica la causa de su humillación temporal. Las dos últimas
afirman su exaltación y su superioridad a los ángeles. Refresquemos nuestra memoria en
cuanto a lo que dicen.

1. «A quien constituyó heredero de todo» (v. 2). Nuestro Señor es el legítimo dueño de todo
lo que existe. Todo fue hecho para Él. Ésta es otra manera de decir lo que Pablo dice acerca
de «Dios»: que «de él, y por él, y para él, son todas las cosas. A él sea la gloria por los
siglos. Amén» (Romanos 11:36).
2. «Y por quien asimismo hizo el universo» (v. 2). El universo en que vivimos fue creado
por Dios. Pero ahora nuestro autor puntualiza que la Persona divina que lo formó fue el
Hijo. «Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue
hecho» (Juan 1:3). El Creador no puede ser una criatura creada. El que da comienzo a todo
no puede tener comienzo él mismo. El Hijo es coeterno con el Padre y comparte con Él su
poder creador.
3. «El cual es el resplandor de su gloria» (v. 3). La gloria de Dios es invisible para el ser
humano. Cristo es su reflejo para que podamos verla. La relación entre Dios y Cristo,
definida ya en términos de Padre e Hijo, aquí se ve más estrecha aún. El Hijo es al Padre lo
que el resplandor es a la gloria. La gloria de algo es una cualidad intrínseca. El resplandor
es lo que nos hace ver la gloria; es su revelación o comunicación. «A Dios nadie le vio
jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer… Y vimos
su gloria, gloria como del unigénito del Padre» (Juan 1:18, 14). No puedes tener resplandor
sin gloria, ni puedes conocer la gloria sin que haya resplandor. Así de estrecha e
inseparable es la relación que existe entre el Padre y el Hijo.
4. «Y la imagen misma de su sustancia» (v. 3). Para los antiguos, la imagen de algo no era
una mera apariencia. Era aquello que hace que la cosa sea cognoscible. Era aquello por lo
cual la cosa comunica su realidad. Así pues, esta frase es parecida a la anterior. Cristo es
tan inseparable de Dios como lo es la imagen de una sustancia de la sustancia misma.
Cristo, en otras palabras, es una parte intrínseca de Dios. El Padre es la sustancia de la
divinidad y el Hijo es la imagen, Aquel que nos revela la esencia de Dios, su naturaleza
íntima que, si no fuese por la imagen, nos quedaría velada.

Hagamos aquí una pausa para tomar nota del cuidado con el cual el autor se expresa. Cada
palabra cuenta. Estas frases han sido cuidadosamente formadas. El autor quiere definirse
con mucha exactitud, porque el tema no es fácil de expresar de una manera asequible para
nuestro entendimiento humano y sin que provoque malentendidos. Como decíamos antes,
aquí vemos que el Hijo y el Padre son inseparables, que se complementan mutuamente, que
el uno no es completo sin el otro, que todo lo que el Padre hace, lo hace el Hijo igualmente
(cf. Juan 5:19). En todo esto vemos la divinidad incuestionable del Hijo, y sin embargo
nuestro autor no dice: «El Señor Jesucristo es Dios», porque podría sembrar la impresión de
que su humanidad no fuese verdadera.

5. «Y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder» (v. 3). Es decir, «con su
poderosa palabra». Cristo no sólo ha creado el universo sino también lo sustenta de día en
día. Nuevamente estamos acostumbrados a pensar que es «Dios» quien mantiene todas las
cosas en marcha. Y así es. Pero nuestro autor puntualiza que la Persona divina que ostenta
esta responsabilidad es el Hijo.
6. «Habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo» (v. 3).
Aquí vemos la causa de la temporal humillación de Cristo. Él, que era todo lo que
acabamos de ver, se despojó a sí mismo y tomó forma humana a fin de morir en nuestro
lugar. Su humanidad, a partir de ese momento, es real y verdadera. Pero no debemos
confundirnos. Aquel que nació en Belén siempre había existido a la diestra del Padre.
7. «Se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas» (v. 3). Concluido el tiempo de su
humillación, el Señor fue exaltado por el Padre y restaurado a su anterior dignidad. Ahora
nuevamente ejerce el gobierno del universo como su Señor legítimo (nótese el tiempo
presente de la quinta frase: quien sustenta). Su exaltación no ha sido al rango angelical, ni a
un rango inferior al Padre. Al contrario, se sienta a su lado, en igualdad de condiciones.
8. «Hecho tanto superior a los ángeles, cuanto heredó más excelente nombre que ellos» (v.
4). Así llega el autor a su tesis principal: la absoluta superioridad de Cristo con respecto a
los ángeles. Pero esta tesis, como ya hemos visto y como es evidente en las frases
anteriores, implica la divinidad de Cristo. En estos versículos, pues, el autor establece su
tesis. Pero después de haber afirmado la divinidad de Jesucristo, dedica el resto del capítulo
a demostrarla. Por supuesto, la primera gran prueba es la resurrección y ascensión del
Señor, de las cuales el autor ya nos ha hablado (en la séptima frase). Como dice Pablo,
Jesús «fue declarado Hijo de Dios con poder, por la resurrección de entre los muertos»
(Romanos 1:4). Éstos son los grandes hechos históricos que se alzan como una roca
testimonial y sirven como el fundamento de nuestra fe.
Pero el autor sabe muy bien que, por muy poderosas que sean las evidencias históricas, no
bastan para sus lectores. Son judíos, educados en el más estricto monoteísmo, para quienes
la idea de un Dios hecho hombre sonaba al paganismo de los romanos y griegos. Si ellos
van a ser persuadidos (o mejor dicho, confirmados) en cuanto a la divinidad de Cristo,
habrá que ofrecerles evidencias procedentes de las Escrituras. En los versículos 5 a 14, se
las ofrece.
De las siete citas del Antiguo Testamento que contienen, seis hablan de la persona del Hijo
(la otra, v. 7, habla de los ángeles). Más exactamente, hablan de la persona de nuestro
Señor Jesucristo en su exaltación a la diestra de Dios como Mesías, después de su
humillación y pasión. Recordemos cuáles son y lo que nos dicen.

1. Salmo 2:7 (v. 5a). La primera cita nos habla de la intimidad de la relación entre el Padre
y el Hijo. El Cristo glorificado tiene una relación filial única con el Padre, que no se puede
comparar con la relación que disfrutan los ángeles.
2. 2 Samuel 7:14 (v. 5b). La segunda refuerza la primera. El Padre restaura todas las
prerrogativas que nuestro Señor dejó de lado al encarnarse, y le declara su Hijo.
3. Salmo 97:7 (v. 6). La tercera demuestra que el Hijo es tan digno como el Padre de recibir
la adoración de los ángeles.
Las tres primeras citas, pues, confirman la posición respectiva del Hijo y de los ángeles
ante Dios, y concluyen con otra cita que define el lugar de los ángeles (v. 7). La segunda
serie de citas explora lo que el Antiguo Testamento nos dice acerca de los atributos divinos
del Hijo.
4. Salmo 45:6, 7 (vs. 8, 9). La cuarta cita establece el carácter permanente y justo de su
gobierno, y la absoluta rectitud e integridad de su persona.
5. Salmo 102:25–27 (vs. 10–12). La quinta confirma que el Hijo es el Creador del universo
y proclama su inmutabilidad y eternidad.
6. Salmo 110:1 (v. 13). La sexta define para nosotros la situación actual de nuestro Señor,
en el espacio intermedio entre la ascensión y la segunda venida. Él ya ha sido vindicado por
el Padre y comparte con Él el trono del universo, pero todavía no ha llegado el momento
del final de la batalla contra las huestes del mal y la manifestación pública de su Persona.
Esto explica por qué, siendo el mismo Hijo de Dios, el mundo no le tiene por tal, ni
reconoce su señorío.
Es de observar además que las últimas tres citas van introducidas por frases en las que el
Padre se dirige al Hijo llamándole «Dios» o «Señor». (En el tercer caso la frase es omitida
en Hebreos, aunque está presente en el Salmo; suponemos que es así por cuanto los
primeros lectores la conocían de sobra como texto empleado por los apóstoles para
testificar de la divinidad de Cristo.)

En resumidas cuentas, éstas son las evidencias que el autor aduce del Antiguo Testamento
para respaldar sus propias afirmaciones acerca del carácter divino de nuestro Señor
Jesucristo. Aunque el tema de su divinidad es complejo, por cuanto hemos de hacer justicia
a las tres grandes «fases» históricas de su persona (me refiero a su preexistencia como el
Hijo, su encarnación como Jesús, y su exaltación como nuestro Señor Jesucristo), su
divinidad en sí no admite ninguna duda. Ratificada por la resurrección y la ascensión como
actos testimoniales en la historia, había sido testificado por las Escrituras del Antiguo
Testamento.
La selección de citas de este capítulo, bien estudiadas y matizadas en su contexto original,
constituyen uno de los cuerpos cristológicos más elaborados y completos de toda la Biblia.
Quien las lee con detenimiento acaba anonadado al contemplar la gloriosa grandeza de
nuestro Señor.

APÉNDICE I
EL AUTOR DE HEBREOS

1. La aceptación canónica de Hebreos


Ni siquiera en las generaciones inmediatamente posteriores a los apóstoles parece haber
existido una tradición firme en torno a la autoría de Hebreos. La primera noticia clara que
tenemos de la Epístola se remonta a finales del primer siglo (95 d.C), cuando Clemente de
Roma escribe su Epístola a los Corintios. Es obvio que él la redactó con una copia de
Hebreos al lado. Obvio, porque varias veces cita textos de Hebreos y además sigue la
misma línea de argumentación. Ahora bien, el hecho de que Clemente acuda a Hebreos
para reforzar sus argumentos indica no sólo que él mismo personalmente aceptaba su
autoridad e inspiración, sino que también presuponía «que los corintios conocerían Hebreos
y aceptarían su autoridad» (Guthrie, página 685).
Pero si bien esto establece que la autoridad de Hebreos era claramente reconocida, al menos
en algunas iglesias de occidente, desde finales del primer siglo, no nos dice nada en cuanto
a quién era el autor.
Fue más bien en oriente donde se extendió la tradición de que Pablo era el autor, al menos a
partir del siglo II. Por ejemplo, uno de los documentos más importantes que tenemos de
este período, el papiro Chester-Beatty, coloca la Epístola a los Hebreos en medio de las
epístolas de Pablo, precisamente a continuación de Romanos. Y en la mayor parte de los
manuscritos griegos procedentes del este, Hebreos aparece a continuación de 2a̱
Tesalonicenses y antes de las epístolas paulinas dirigidas a personas. Es claro, pues, que en
las iglesias orientales se daba por sentado que Pablo era el autor.
Sin embargo, Pablo tuvo su ministerio en occidente, no en oriente. Aquellas iglesias que
tenían más conocimiento de causa no parecen haber aceptado tan fácilmente la paternidad
literaria de Pablo.
Orígenes, escribiendo a mediados del tercer siglo, mantiene que las ideas de Hebreos son de
Pablo, pero que el estilo del griego hace que sea imposible que Pablo haya sido el autor.
«El pensamiento es de Pablo, pero la mano que escribe es la de otro» (citado por Trenchard,
pág. 20). Él proponía que algún discípulo de Pablo, posiblemente Lucas, habría sido el
responsable de la redacción final del texto, si bien el fundamento doctrinal es paulino. De
hecho, Orígenes acabó su debate sobre la cuestión con una frase que se haría célebre y que
será nuestra propia conclusión también: «Quién escribió la Epístola, sólo Dios lo sabe».
Tertuliano, que escribió a finales del siglo II, atribuía la Epístola a Bernabé.
Por su parte, Eusebio, si bien él personalmente consideraba a Pablo como el autor, no
obstante reconocía que la iglesia occidental de su día en general repudiaba la autoridad
paulina y que, como consecuencia, algunos cuestionaban la autoridad e inspiración de la
Epístola. Este mismo hecho queda reflejado en otros manuscritos de la época en los cuales
Hebreos no aparece entre las epístolas de Pablo, ni siquiera en las listas de libros
considerados canónicos por las iglesias occidentales.
Este titubeo por parte de las iglesias de occidente podría parecernos que echa una sombra
sobre la autoridad de Hebreos. Sin embargo, quien haya estudiado la cuestión de la
formación del canon del Nuevo Testamento sabrá que aquí tenemos una espada de dos
filos. Por un lado, efectivamente, la exclusión de la Epístola a los Hebreos de estas listas es
un punto en su contra. Pero por otro lado, el solo hecho de que pudiera ser excluida —a
pesar de su alta calidad literaria y espiritual, a pesar de la profundidad y ortodoxia de sus
enseñanzas, a pesar de la autoridad de su tono y de las reminiscencias paulinas de mucho de
su contenido— es una indicación elocuente de la seriedad con la que las iglesias abordaban
la cuestión de la formación del canon, y constituye una garantía enorme en cuanto a los
documentos que tenemos en nuestro Nuevo Testamento. Si posteriormente estas mismas
iglesias occidentales aceptaron la incorporación de Hebreos, podemos suponer que sólo fue
después de haberse quedado satisfechas en cuanto a la fiabilidad y autoridad de la Epístola.
De hecho, en ningún caso (según nuestro conocimiento) la Epístola a los Hebreos fue
excluida porque existiesen razones de peso en su contra. Pero las iglesias de los primeros
siglos no aceptaban la autoridad de un documento sólo porque no tuviese nada en contra.
Exigían evidencias positivas y concretas del origen apostólico de un texto antes de
aceptarlo. Puesto que Hebreos no lleva ninguna firma apostólica, las iglesias de occidente
tardaron mucho en reconocer sin reservas su autoridad apostólica.
Sólo fue en el siglo V cuando Agustín, Jerónimo y otros lograron convencer a sus
compañeros de la fehaciente autoridad espiritual de Hebreos. Puesto que en oriente las
iglesias nunca habían cuestionado la autoría paulina, en occidente también, a partir de estas
fechas, empezó a ser conocida como «la epístola de San Pablo a los Hebreos».
En resumen, pues, podemos decir que:

a. En el primer siglo, la poca evidencia que tenemos (y realmente es poca) es unánime al


reconocer en Hebreos una epístola de autoridad y sello apostólicos, si bien de autor
anónimo.
b. En los siglos posteriores las iglesias de oriente mantuvieron su convicción de que la
Epístola tenía autoridad apostólica y Pablo era su autor, mientras las iglesias de occidente
empezaban a cuestionarla precisamente porque el anonimato del autor no permitía
establecer su origen apostólico. Este rechazo no era universal, ni siquiera en occidente, y
tampoco era cuestionada la ortodoxia de su enseñanza. El mismo Orígenes, por ejemplo,
luchaba por la incorporación de Hebreos dentro del canon del Nuevo Testamento.
c. Finalmente, esta Epístola fue aceptada universalmente a partir del siglo V, si bien, como
hemos visto, en grandes sectores de la Iglesia era aceptada sin vacilaciones desde el
principio.

Curiosamente, al llegar a la época de la Reforma descubrimos que Lutero tenía reservas en


cuanto a la aceptación de Hebreos por las mismas cuestiones que acabamos de estudiar. Por
lo tanto, en su traducción de la Biblia él colocó esta epístola al final del Nuevo Testamento,
como si con esto quisiera decir que era un documento de segundo orden. Es un criterio que
no ha prosperado con el paso de los años.

2. ¿Quién era el autor?


Volvamos a la cuestión de la autoría. El texto mismo nos ofrece pocas pistas. Las únicas
(aparte de cuestiones de estilo y énfasis doctrinal) son las que encontramos al final de la
Epístola, en el capítulo 13. En el versículo 23, por ejemplo, dice que «está en libertad
nuestro hermano Timoteo, con el cual, si viniera pronto, iré a veros». De esto deducimos
que el autor era amigo de Timoteo y, suponiendo que este Timoteo era el compañero de
Pablo, que él también era del círculo paulino. Sigue el texto en el versículo 24 diciendo que
«los de Italia os saludan», lo cual, en una primera lectura, podría dar la impresión de que
esta epístola fue escrita desde Italia, lo cual ciertamente es una posibilidad. Sin embargo, la
frase no aporta ninguna evidencia contundente, porque lo único que establece de una
manera incuestionable es que algunos de los que acompañaban al autor en el momento de
redactar la Epístola residían, o habían residido en algún momento, en Italia. Comentaristas
hay, pues, que opinan que esta epístola va dirigida precisamente a Roma y que el autor
menciona a los miembros italianos de su círculo no porque Italia sea su lugar de redacción,
sino su lugar de destino.
Por lo tanto, si vamos a progresar en nuestra investigación, tendremos que dejar de lado el
texto mismo y utilizar otros criterios para evaluar las diversas «candidaturas» a la autoría.
Veamos, pues, algunas de las más eminentes:

Clemente
Algunos sostienen que el autor podría ser Clemente de Roma, cuya carta a los corintios, ya
mencionada, fue escrita a finales del primer siglo. Por supuesto, los que optan por Clemente
han de suponer que Hebreos no es un documento con sello apostólico, ni data de tiempos
apostólicos, por lo cual entienden que tiene sólo una utilidad relativa en el magisterio de la
Iglesia.
Sin embargo, hay razones poderosas para descartar esta atribución, empezando con
cuestiones de estilo y de lenguaje. En los otros escritos que tenemos de la pluma de
Clemente, en ningún momento habla con aquella clase de autoridad apostólica que
encontramos en las epístolas del Nuevo Testamento, así como en Hebreos. Nunca pretende,
como en ellas, definir doctrina ni ser creativo en cuanto a la teología. Más bien Clemente,
como los otros grandes santos de generaciones posteriores, se remite constantemente a lo
que los apóstoles habían dicho y se limita a comentar sus palabras y escritos. Así las cosas,
si bien hay cierta coincidencia entre los escritos de Clemente y Hebreos, encontramos esta
gran diferencia: que en Hebreos se habla con autoridad, apelando sólo al Antiguo
Testamento, mientras Clemente habla con una autoridad limitada y se remite a la superior
autoridad de los escritos apostólicos. Por lo demás, toda la evidencia interior de la Epístola
señala una fecha temprana, anterior a la época de Clemente.

Silvano, u otro de los compañeros de los apóstoles


Otros han propuesto a Silvano (o Silas) como el autor. Esto lo sostienen porque sabemos
que Silvano era colaborador no solamente de Pablo en sus viajes misioneros, sino también
de Pedro (1 Pedro 2:5). Puesto que algunos creen ver en Hebreos la influencia de Pedro
además de la de Pablo, opinan que Silvano podría ser un buen candidato. Aparte de esto, es
una teoría sin fundamentos documentales.
Lutero opinaba que Apolos era el autor. (Curiosamente, fue el Concilio de Trento el que, en
reacción contra esta opinión de Lutero, afirmó dogmáticamente la autoría paulina. Así pues,
una tesis que fue cuestionada desde los primeros siglos y, según Eusebio, en ningún lugar
con más fuerza que en la iglesia de Roma, ¡acabó siendo defendida a ultranza por Roma!)
Desde luego es la clase de persona que, como Silvano, estaba en condiciones de escribir
una epístola de esta índole, pero por lo demás la atribución es especulativa.
Otros dicen que fue Felipe, por razones que no he podido descubrir. Incluso hay los que
mantienen que Hebreos fue escrita por una mujer, Priscila. Puestos a inventar, podemos
descubrir candidatos para todos los gustos, y seguramente encontraremos algún pequeño
detalle en el texto para apoyar cualquier tesis. Como mucho podemos decir que algunas de
estas sugerencias no tienen grandes argumentos en su contra. Pero no dejan de ser
especulaciones.

Lucas
Otros, siguiendo la pista de Orígenes ya mencionada, sostienen que Lucas es el autor.
Pretenden ver cierta afinidad de estilo literario entre el Evangelio de Lucas, el libro de los
Hechos y Hebreos. El griego de Hebreos es de lo más elegante de todo el Nuevo
Testamento, un griego casi clásico, y en esto se parece a los otros escritos de Lucas.
Delitsch señala también ciertas palabras y frases que sólo aparecen en el Nuevo Testamento
en Hebreos y en Lucas.

Bernabé
Pero más poderosa aún es la argumentación a favor de Bernabé. Tertuliano le nombra como
el autor, y lo dice con mucha contundencia, indicando por un lado que esta tradición estaba
bien arraigada, y por otro que en la zona donde él vivía era una idea plenamente asumida
por las iglesias. Desde luego Bernabé era levita (Hechos 4:36) y, por lo tanto, tendría un
conocimiento e interés especiales en el Templo y sus ritos, en todo lo que podríamos llamar
la economía levítica del Antiguo Testamento. Algunos han señalado que el nombre de
Bernabé significa literalmente «hijo de consolación» y que en Hebreos 13:22 el autor dice:
Os ruego, hermanos, que soportéis «la palabra de consolación» (traducción literal). Es
como si Bernabé estuviese haciendo un bonito juego de palabras. Pero sólo tiene peso como
evidencia si a priori aceptamos que Bernabé es el autor.
Como judío oriundo de Chipre, Bernabé también habría tenido contactos naturales con el
pensamiento hebreo que procedía de Alejandría. Aquí debemos mencionarla escuela de
pensamiento centrada en torno a Filón y sus seguidores, que ejercía una gran influencia en
el pensamiento del Mediterráneo oriental en el primer siglo. Algunos pretenden ver reflejos
de esta influencia en la Epístola a los Hebreos, por lo cual Bernabé les resulta un candidato
atractivo. Volveremos a hablar de esta escuela más adelante.

Pablo
¿Y qué de Pablo? Casi unánimemente los comentaristas actuales, ya sean evangélicos,
católicos o liberales, descartan la posibilidad de que él fuese el autor. Empiezan señalando
que Pablo siempre firmaba sus cartas, mientras que Hebreos no lleva ninguna firma. En 2
Tesalonicenses 3:17 Pablo dice: «La salutación es de mi propia mano, de Pablo, que es
signo en toda carta mía». Con esto el apóstol avisaba a los tesalonicenses de que debían
tener cuidado para no aceptar como carta suya ninguna que llegara sin su firma (porque ya
había personas interesadas en falsificar documentos). Por lo tanto, si no hay ninguna firma
en Hebreos y si Pablo siempre mantenía la costumbre de firmar sus cartas, ¿cómo podemos
aceptar la autoría de Pablo?
Luego mantienen (y éste es un argumento aún más serio) que el estilo de Hebreos no es
paulino. Algunos hay que dicen que el estilo es tan distinto del de las cartas de Pablo que es
evidencia de otra cultura completamente diferente de la suya y de otro patrón de
pensamiento en el autor. Ya hemos dicho que el mismo Orígenes indicaba que el estilo de
Hebreos difería del estilo de Pablo. Efectivamente el griego de Hebreos es mucho más
pulido, con frases mejor redondeadas. En cambio el estilo de Pablo se caracteriza por sus
muchas digresiones, por la rapidez de su redacción y por su irregularidad de sintaxis, hasta
el punto de contener frases sin acabar y oraciones en las que pierde el hilo de su
pensamiento. Esto contrasta con los argumentos de Hebreos, cuidadosamente desarrollados
sin ninguna clase de ruptura. Un comentarista dice al respecto: «Hebreos tiene menos de
pasión ferviente que las epístolas de Pablo, pero más control literario consciente» (F.W.
Farrer, The Epistle To The Hebrews, 1888. p. XXXVIII). Y Ernesto Trenchard dice:

«El estilo es como un torrente que se precipita por las vertientes de las montañas que tiene
ante su rico pensamiento, saltando por los obstáculos y a veces desafiando las reglas
gramaticales y retóricas. En cambio en Hebreos el griego es refinado, y el desarrollo
equilibrado y bien meditado del período sugiere más bien el afluir majestuoso de un gran
río» (p. 18).

Un tercer argumento en contra de la autoría de Pablo es que Pablo normalmente se


introduce a sí mismo de alguna manera en sus escritos. Muchas veces es porque empieza a
contar sus planes y sus proyectos. Pero aun cuando está en medio de un discurso teológico
doctrinal, su presencia personal suele invadir la narración. Pongamos un ejemplo: Cuando
está hablando en Romanos 7 de cómo podemos descubrir nuestra condición pecaminosa a
través de la ley, ilustra este principio por medio de su propia experiencia. Dice que nunca
habría comprendido lo que era la codicia si no hubiese sido por la ley. Él mismo hace acto
de presencia en medio de su tratado de teología. Pero esto nunca ocurre en Hebreos.
Otros han señalado ciertas diferencias de énfasis teológico entre Hebreos y los escritos de
Pablo. Con esto no están diciendo que haya contradicciones entre ellos. Pablo habría
suscrito plenamente todo lo que dice la Epístola a los Hebreos. Es cuestión más bien de
diferentes énfasis. Todo predicador suele utilizar formas, vocablos, ilustraciones y
perspectivas distintivas en sus predicaciones. Las mismas ideas se visten de diferentes
maneras. Incluso los enfoques teológicos pueden ser diferentes. Así el apóstol Juan habla
mucho de la regeneración, Pablo casi nunca. En cambio Pablo habla de nuestra adopción
como hijos de Dios, Juan no. Pero nadie supone que Juan no suscribía la enseñanza de
Pablo sobre la adopción ni Pablo la de Juan sobre el nuevo nacimiento.
¿Qué, pues, de las diferencias de énfasis entre Pablo y Hebreos? Algunos señalan que Pablo
pone mucho énfasis en la resurrección de Jesucristo y sus consecuencias para nuestra vida
cristiana, mientras Hebreos apenas la menciona (13:20 es la excepción). Por supuesto, esto
no quiere decir que el autor de Hebreos cuestione el hecho de la resurrección. Al contrario,
hay veces que él la presupone (por ejemplo en 1:4, al decir que Cristo «se sentó a la diestra
de la Majestad en las alturas»), pero no la elabora. En cambio, en Hebreos encontramos un
fuerte énfasis sobre la ascensión y exaltación del Señor Jesucristo y sus implicaciones para
la vida cristiana.
Otro ejemplo: cuando Pablo habla de la obra de Cristo en la Cruz, suele describirla en
términos de redención, de liberación, de ilustraciones procedentes de la esclavitud. En
cambio, Hebreos habla de esta misma obra de la Cruz en términos de otra ilustración, la de
la purificación y la limpieza. Quizás la diferencia de énfasis más notable resida en el hecho
de que en ningún escrito de Pablo Cristo es contemplado como Sumo Sacerdote. En cambio
en Hebreos nada menos que treinta y dos veces se le describe así.
Es bien cierto, pues, que podemos señalar algunas diferencias de énfasis entre las epístolas
paulinas y Hebreos.
Finalmente debemos recordar que en el capítulo 2, versículo 3, el autor dice:

«¿Cómo escaparemos nosotros si descuidamos una salvación tan grande? La cual, habiendo
sido anunciada primeramente por el Señor, nos fue confirmada por los que la oyeron».

Es decir, el Evangelio nos ha llegado dice, refiriéndose a sí mismo y a sus lectores no


directamente de labios del Señor sino a través de aquellos que habían escuchado de primera
mano al Señor, o sea, los apóstoles. Pero Pablo no solía hablar en estos términos. Más bien
él diría, según Gálatas 1:12:

«Pues yo ni recibí el Evangelio ni lo aprendí de hombre alguno, sino por revelación de


Jesucristo».

En resumen de todo esto podríamos decir, en palabras de Guthrie:

«No podemos negar la posibilidad de que Pablo fuese el autor, pero sí confirmamos su poca
probabilidad» (Guthrie, p. 690).

Sin embargo, debo confesar que a pesar de todo sigo acariciando personalmente la idea de
que posiblemente el autor fuera Pablo.
Nadie puede cuestionar las grandes diferencias entre Hebreos y los demás escritos paulinos.
Pero ¿de dónde proceden las diferencias? ¿necesariamente del autor? ¿No podrían proceder
igualmente de la diferente clase de literatura que Hebreos pretende ser? ¿O de la diferente
cultura a la que se dirige? ¿O de las diferentes circunstancias que debe afrontar y, por lo
tanto, de los diferentes argumentos y temas que debe emplear?
Hebreos es diferente. En primer lugar porque, si fuera de Pablo, sería su única epístola
dirigida a judíos. Todas las demás van dirigidas a iglesias gentiles o mixtas. Pero además
existe una diferencia de intención. Algunos incluso han llegado a cuestionar si realmente se
trata de una epístola (por ejemplo, John Brown, pág. 7). Hasta el final del último capítulo
no tiene carácter epistolar. Si no apareciesen en el capítulo 13 cinco o seis versículos de
tipo personal y circunstancial, muchos dirían sin vacilar que no es una epístola sino un
tratado apologético o un discurso homilético. En cambio, aun una epístola de fuerte
contenido teológico, como por ejemplo Romanos, revela desde el primer momento que es
una carta. Esto se ve también en la rapidez de su redacción. Suponemos que Pablo no había
pedido al amanuense que después del dictado volviese a leerla a fin de eliminar torpezas de
estilo. Más bien la impresión que recibimos es que la Epístola a los Romanos fue escrita de
un tirón. Pero ¿desde cuándo quiere decir esto que al apóstol Pablo no le es permitido jamás
sentarse para escribir una obra con más detenimiento, una obra bien repasada, pulida y
trabajada? El hecho de que Romanos, una epístola «típicamente paulina», tenga cierto
carácter y Hebreos otro, en principio no es un argumento concluyente.
Por otra parte hay rasgos netamente paulinos en Hebreos, hasta el punto de que muchos
comentaristas que niegan la autoría paulina, desde Orígenes hasta hoy, admiten que
Hebreos está impregnada de una fuerte «influencia» paulina. Aunque las digresiones son
cuidadosamente elaboradas y el autor luego vuelve al tema, ¡digresiones hay! También
encontramos juegos de palabras muy típicos de Pablo: en muchas ocasiones Pablo utiliza
dos palabras muy parecidas en el griego, pero con sentido distinto, a fin de introducir una
nota sorprendente. Lo mismo ocurre en Hebreos. Lo que también sobresale, tanto en Pablo
como en el autor de Hebreos, es la frecuencia con la que apelan al Antiguo Testamento
como su base más firme de ratificación del argumento planteado. Igualmente encontramos
en Hebreos pequeñas frases típicas de Pablo. Tanto el autor de Hebreos como Pablo mismo,
al citar el Antiguo Testamento, atribuyen la cita al Señor, dando a entender que el Antiguo
Testamento es de inspiración divina (ver, por ejemplo, Romanos 12:19 y Hebreos 10:30).
Vemos también que el autor de Hebreos no es sólo un teólogo, sino también un misionero
que espera ir, acompañado por Timoteo, a ver a los lectores en cuanto pueda (13:23). Esto
nos recuerda el afán de Pablo de ir a ver a sus corresponsales (por ejemplo en Romanos
1:10).
Por otra parte, es muy discutible que los énfasis teológicos de Hebreos se alejen mucho de
los de Pablo. Hemos hecho mención de algunas diferencias entre ellos, pero los puntos de
coincidencia son tan notables o más. Por ejemplo consideremos los siguientes paralelismos
entre Hebreos y la Epístola a los Gálatas:

1. En Gálatas 3:11, Romanos 1:17 y Hebreos 10:38 nos encontramos con la misma cita de
Habacuc 2:4: «El justo por la fe vivirá».
2. El autor de Hebreos dedica dos capítulos (8 y 9) a hablar de Jesucristo como mediador
de un Nuevo Pacto. En síntesis encontramos la misma idea en Gálatas 3:15–17. «Un pacto,
aunque sea de hombre, una vez ratificado, nadie lo invalida, ni le añade. Ahora bien, a
Abraham fueron hechas las promesas, y a su simiente… la cual es Cristo… (Este) pacto
(fue) ratificado por Dios para con Cristo».
3. Tanto en Gálatas 3:19, 20 como en Hebreos 8:6 sale la figura de un mediador entre Dios
y los hombres, un concepto únicamente paulino en el Nuevo Testamento (cf. 1 Timoteo
2:5; Hebreos 9:15; 12:24).
4. Tanto en Gálatas 3:23–25 como en Hebreos 10:1 vemos cómo la ley del Antiguo
Testamento queda superada por la mayor perfección de la revelación en Jesucristo.
5. En ambas epístolas (Gálatas 4:9; Hebreos 5:12–6:1) el autor se queja de sus lectores
porque quieren aferrarse a los «rudimentos» de la fe, de los cuales el texto habla
despectivamente.
6. El concepto de «alegoría» que encontramos en Gálatas 4:24 es afín al concepto de
«sombra» en Hebreos 10:1.
7. En ambas epístolas nos encontramos con la «Jerusalén celestial» o «de arriba» (Gálatas
4:26; Hebreos 12:22).
8. Igualmente hallamos en las dos epístolas el concepto típicamente paulino de la
esclavitud moral y espiritual del hombre. Podemos comparar el «yugo de esclavitud» de
Gálatas 5:1 con el estar «sujetos a servidumbre» de Hebreos 2:15.

Por cada punto, pues, en el que encontramos una divergencia con respecto al estilo o
enfoque de Pablo, encontramos otro que es característico de él. ¿No es un hecho elocuente
el que, según mi conocimiento, nadie haya atribuido Hebreos a ningún otro autor del Nuevo
Testamento (excepción hecha de Lucas) que no sea Pablo? Jamás confundiríamos al autor
de Hebreos con Juan, con Santiago o con Pedro; y sin embargo, hay muchos que
confundirían al autor de esta epístola con Pablo.
Si le pidiésemos a Pablo que escribiera un documento dirigido a hebreos y no a gentiles;
que hiciese una apologética de la fe cristiana, basada en el Antiguo Testamento y dirigida a
judíos que estaban en peligro de volver a los ritos levíticos; que su escrito no fuese una
carta sino un discurso bien trabajado y pulido; y si luego pidiéramos a Lucas que adaptara
el original hebreo para lectores griegos; entonces, ¿verdaderamente tendríamos un
documento tan diferente de la presente Epístola a los Hebreos?
Como mínimo, suscribo la opinión de Moule: «Si el autor no era Pablo, la Epístola es muy
paulina» (pág. 7).
Con todo, el hecho de no saber quién era el autor es una cuestión de orden secundario que
en absoluto merma la autoridad y la importancia de la Epístola. Ya hemos visto que en el
primer siglo, aun en occidente, Hebreos era tratado como un libro de inspiración divina
reconocido. Si bien es cierto que el enfoque de Hebreos es único, sin embargo su enseñanza
concuerda plenamente con la enseñanza de los apóstoles. También vemos que el autor era
conocido en el mundo occidental por su fe y su labor misionera (13:18, 19).
Por lo demás, es claro que la inspiración de un texto bíblico se desprende de la autoridad
intrínseca y fehaciente de su mensaje, no del hecho de llevar cierta firma humana. No todos
los libros del Nuevo Testamento fueron escritos por apóstoles y no todo lo que escribieron
los apóstoles está dentro del Nuevo Testamento. Y es el testimonio casi unánime, desde el
principio hasta nuestros días, que la Epístola a los Hebreos es un libro de inspiración y
autoridad divinas por cuanto incuestionablemente el Espíritu Santo habla poderosamente a
los que la estudian, como espero que nosotros veremos en lo sucesivo. En última instancia
la autoridad de Hebreos no depende de su autor humano, ni puede ser defendida por
argumentos sobre su autoría, ni necesita ser así defendida; su autoridad es inherente al texto
para todo aquel que tiene la iluminación del Espíritu Santo para verla.

APÉNDICE II
EL DESTINO DE HEBREOS
Varios autores tratan con abundancia de detalles la cuestión de la ciudad en la que
encontraba la iglesia destinataria de Hebreos. Aquí no pretendo hacer más que resumir
algunas de sus conclusiones. Para más información recomiendo las obras de Bruce (págs.
xxxi a xxxvi) o Guthrie (págs. 711–715).

1. ¿Palestina o la Diáspora?
Tradicionalmente se decía que la Epístola fue escrita a los creyentes de Palestina y más
explícitamente a la iglesia de Jerusalén. En apoyo de esta idea está el hecho de que no hay
ninguna referencia en toda la Epístola a tensiones entre judíos y gentiles, ni siquiera a la
convivencia de ambos en una misma congregación. Por lo tanto es probable (dicen los que
defienden esta idea) que fuese dirigida a una iglesia compuesta sólo de judíos. Esta
situación se daría con frecuencia en Palestina, pero no en otros países.
Ésta es una teoría todavía sostenida por algunos y no puede ser descartada ligeramente. Sin
embargo, trae más problemas que soluciones.
En primer lugar es una Epístola escrita en griego. En el primer siglo, el griego era el
lenguaje común de todos los judíos que vivían en la «dispersión» (por razones históricas,
tanto de orden político como comercial, había colonias de judíos en muchos lugares del
Mediterráneo oriental y éstos se llamaban los judíos de la dispersión, o de la «Diáspora»).
En cambio los judíos de Palestina utilizaban el arameo o el hebreo. El hecho de que
Hebreos esté redactada en griego es un argumento a favor de un destino entre la Diáspora y
no en Palestina.
Pero ¿no podría tratarse de una traducción? ¿No podría la Epístola haber sido escrita
inicialmente en hebreo y luego traducida al griego? Existe una tradición que apoya esta
tesis: como hemos visto, Clemente de Alejandría dijo que Pablo la escribió en hebreo y que
Lucas la tradujo al griego. Sin embargo, hay razones de peso para pensar que Clemente no
tenía una base muy sólida para su afirmación. Es difícil pensar que el texto griego de
Hebreos sea una traducción porque el griego es de primerísima calidad. Si alguna vez has
tenido que hacer una traducción de un idioma a otro sabrás que es enormemente difícil, aun
en el siglo XX con todas las técnicas que nos enseñan, hacer que un texto traducido se lea
con la misma fluidez y naturalidad que el texto original. En una traducción las frases suelen
ser torpes, la gramática un tanto forzada, el ritmo de la prosa mucho más entrecortado.
Nada de esto se ve en Hebreos. Además, hay algunos lugares en los que el autor hace
juegos de palabras, algo que es casi imposible hacer en una traducción (para ejemplos, ver
Jamieson, página 607). El uso de dos palabras muy parecidas en el mismo contexto, pero
con un contraste sutil en su significado, añade una gran riqueza estilística al texto. Pero, por
supuesto, son palabras en griego las que hacen este juego. Las palabras equivalentes en el
hebreo no. Por esto también parece poco probable que sea una traducción.
Otro argumento en contra de un destino palestino es el hecho de que todas las citas del
Antiguo Testamento en Hebreos, con sólo dos excepciones, proceden literalmente de la
Septuaginta (es decir, de la versión griega del Antiguo Testamento), la cual era la versión
empleada por los judíos de la Diáspora pero no por los judíos de Palestina, que seguían
utilizando el texto hebreo. Además, acabamos de ver que, según 2:3, los primeros lectores
no habían escuchado el Evangelio personalmente de labios del Señor Jesucristo sino a
través de los apóstoles. Aun imaginando que habían pasado varias décadas desde
Pentecostés y que, por lo tanto, muchos de la primera generación de creyentes ya habían
fallecido, es difícil pensar que en una congregación de Palestina (especialmente si se trata
de la iglesia de Jerusalén) no hubiera nadie que hubiese escuchado directamente a
Jesucristo. Lo lógico sería que al menos hasta la caída de Jerusalén (70 d.C.) hubiera
creyentes en las iglesias de Palestina que le habían conocido personalmente. En cambio, era
en la Diáspora donde los cristianos habrían recibido el Evangelio a través de los apóstoles.
También hemos visto que el autor habla de la generosidad de los lectores, de cómo han
dado espléndidamente para el bien de otros (6:10). Lo que es más, se atreve a exhortarles en
este sentido: «De hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis» (13:16). Pero sabemos por
las epístolas de Pablo que la iglesia de Jerusalén (y probablemente las de Palestina en
general) era pobre y pasaba muchos apuros económicos, hasta el punto de que Pablo tuvo
que recoger una ofrenda en las iglesias de gentiles a fin de ayudarla. Más que una iglesia
que ofrendaba para los demás, la de Jerusalén necesitaba recibir ayuda. Aunque ésta no es
una consideración definitiva, contribuye a la idea de que la iglesia receptora fuera de la
Diáspora y no de Palestina.
Por lo tanto, en cuanto a probabilidades, si no de certidumbres, podemos suponer que esta
Epístola fue dirigida a una congregación de la Diáspora, no a Jerusalén ni a Palestina.
No obstante, es bien claro que, aunque los lectores estaban lejos de Jerusalén (y quizás
debido a ello), se aferraban mucho a sus vínculos emocionales con la madre patria, con la
tierra prometida, con el Templo y con la liturgia levítica. No por estar lejos de Jerusalén
habían perdido el recuerdo de su herencia histórica. Todo lo contrario.
2. Alejandría
Volvemos, pues, a nuestra pregunta. ¿Podemos ser más explícitos en cuanto al destino de la
Epístola? Algunos han pretendido ver en ella influencias helénicas y, más explícitamente,
del pensador hebreo Filón, que vivía en Alejandría. Si bien voy a decir que finalmente las
evidencias que alegan no convencen demasiado, las menciono aquí porque también sirven
para aproximarnos al texto. (Nuevamente, quien da un resumen magnífico de los
argumentos en torno a un destino alejandrino y a la posible influencia de Filón en el autor
de Hebreos es Guthrie, págs. 719–721.)
¿Qué rasgos en común tienen los escritos de Filón y la Epístola a los Hebreos para que
algunos detecten en ésta una influencia alejandrina? Pues nada que no pueda ser explicado
de otras maneras. Pero veamos lo que dicen. En primer lugar, tanto Filón como el autor de
Hebreos utilizan el Antiguo Testamento de una manera alegórica o tipológica; es decir,
acuden al texto del Antiguo Testamento a fin de descubrir en él figuras que anticipen la
realidad espiritual del Nuevo. Por supuesto, el autor de Hebreos no tiene ningún monopolio
de la tipología en el Nuevo Testamento. De hecho, uno de los expertos actuales más
eminentes en literatura universal, el catedrático canadiense Northrop Frye (recientemente
fallecido), sostiene que la manera habitual en la que la Biblia interpreta la Biblia es la
tipológica. Es decir, cuando los autores del Nuevo Testamento interpretan el Antiguo,
suelen darle un sentido tipológico y presuponen que ésta es la manera acertada de
entenderlo.
Otros señalan que tanto Filón como el autor de Hebreos acuden constantemente al texto de
la Septuaginta, no de la Biblia hebrea. Incluso, al citar de ella utilizan la misma clase de
frases para introducir sus citas, frases como: «y otra vez dice…» (1:5, 6 etc.). Más
concretamente aún, los dos hacen uso de lo que el Antiguo Testamento no dice.
Inicialmente nos pueden resultar sorprendentes, por ejemplo, las conclusiones que el autor
de Hebreos saca en cuanto a Melquisedec, al decir de él que fue un hombre sin padre, sin
madre, sin genealogía, que no tenía principio de días ni fin de vida, sino que era semejante
al Hijo de Dios en su origen y, por lo tanto, permanece sacerdote para siempre (7:3). Ante
tales afirmaciones reaccionamos diciendo: ¡Espera un momento! Sólo porque Génesis no
habla de los padres de Melquisedec, no tienes derecho a concluir que en realidad no los
tenía. A esto volveremos cuando lleguemos a comentar este texto in situ. Se ve, sin
embargo, que Filón también sacaba conclusiones de lo que el Antiguo Testamento no dice.
(También es curioso que Filón hace toda una exposición de Melquisedec como figura
tipológica, tal y como lo hace el autor de Hebreos.)
También el vocabulario técnico utilizado en Hebreos y por Filón son parecidos. Por
ejemplo, en los dos hay constantes referencias al contraste entre lo antiguo y lo nuevo. A
veces este contraste es expresado en términos de lo terrenal y lo celestial, por ejemplo en
Hebreos 8:1, 2:

«Ahora bien, el punto principal de lo que venimos diciendo es que tenemos tal sumo
sacerdote, el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, ministro del
santuario y de aquel verdadero tabernáculo que levantó el Señor, y no el hombre».

Aquí nos encontramos con sacerdotes, tabernáculo y santuario humanos, terrenales; y por
contraste con un sumo sacerdote que está en los cielos, en un santuario celestial, en el
verdadero tabernáculo celestial del cual el terrenal era un arquetipoEn otras ocasiones el
contraste se expresa en términos de lo creado y lo no creado, entre lo que está hecho de
manos de hombres y lo que está hecho sin manos, como por ejemplo en 9:11:

«Pero estando ya presente Cristo, sumo sacerdote de los bienes venideros, por el más
amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no de esta creación».

Otras veces el mismo contraste se expresa en términos de lo transitorio y lo permanente,


por ejemplo en 7:23:

«Los otros sacerdotes llegaron a ser muchos, debido a que por la muerte no podían
continuar; más éste (Jesús), por cuanto permanece para siempre, tiene un sacerdocio
inmutable».

La transitoriedad del sacerdocio levítico es contrastada con la permanencia del sacerdocio


de Cristo.
El contraste entre lo antiguo y lo nuevo es inevitable en un Evangelio cuyo punto de
referencia es el Antiguo Pacto, y desde luego no encuentra su origen en Filón sino en las
mismas Escrituras (ver, por ejemplo, Jeremías 31:31). Ningún autor cristiano puede
presentar el Evangelio a lectores hebreos sin señalar este contraste. El contraste en sí, pues,
no puede ser tomado como evidencia a favor de una influencia alejandrina. Los que
sostienen esta tesis, por lo tanto, han de acudir a la similitud de vocabulario y a la manera
en la que este contraste es presentado. Sobre todo señalan frases como «sombra de las cosas
celestiales», «la imagen misma», «figura de lo verdadero», con sus reminiscencias
helénicas (y hasta platónicas), muy al gusto de Filón.
Sin embargo, debemos reconocer dos cosas: En primer lugar, que si aceptamos una
influencia alejandrina, esto puede decirnos algo sobre el autor de Hebreos, pero muy poco
sobre su destino; en segundo lugar, que queda lejos de ser demostrada una verdadera
influencia de Filón sobre el autor de Hebreos. Nuestro conocimiento de la extensión de las
ideas (y maneras de hablar) helénicas en el mundo mediterráneo del primer siglo es muy
limitado, pero las pocas evidencias que hay indican una extensión que no queda limitada a
la influencia alejandrina. El hecho de que Filón y el autor de Hebreos a veces utilicen frases
parecidas, no significa necesariamente ni que compartan las mismas ideas, ni que haya
habido una influencia determinada; puede significar solamente que vivían en un mismo
mundo y en una misma época. Por lo tanto, poner a Alejandría como lugar de destino de la
Epístola, si bien es una posibilidad vigente, no deja de ser una propuesta especulativa.

3. Otras sugerencias
Volvemos a decir, pues, que hoy por hoy es imposible establecer cuál era el destino de
Hebreos. Sin embargo, los comentaristas no dejan de proponernos nuevas posibilidades.
Una de las favoritas es Roma, en primer lugar porque la primera noticia que tenemos de la
Epístola nos viene de Roma (de la epístola de Clemente, ya mencionada). También porque
la frase de 13:24, «los de Italia os saludan», es entendida por algunos como una referencia a
creyentes procedentes de Italia que ahora estaban con el autor en el extranjero y envían
saludos a sus compatriotas en Italia. Lo que sí podemos admitir es que esta frase indicaría o
bien que la Epístola fue escrita desde Italia, o bien que fue dirigida a Italia. Pero no hay
ninguna manera de establecer cuál de estas opiniones es cierta.Otras sugerencias incluyen
Cesarea, Antioquía de Siria, Colosas, Galacia, Corinto… cada una apoyada por supuestas
evidencias que a nosotros nos parecen sumamente frágiles.

APÉNDICE III
EL USO DE LA SEPTUAGINTA EN LA EPÍSTOLA A LOS HEBREOS
Constantemente, a lo largo de nuestros comentarios a la Epístola a los Hebreos, tendremos
ocasión de referirnos a «la Septuaginta» y al «texto masorético», y de cotejar la una con el
otro. Puesto que no todos mis lectores estarán familiarizados con ellos, conviene dar esta
explicación que servirá de base para toda la serie de exposiciones.
El Antiguo Testamento fue escrito originariamente en hebreo (algún libro
excepcionalmente en arameo). Tanto cristianos como judíos entendemos que fue este texto
original hebreo el que constituye las palabras «habladas por Dios a los padres por los
profetas» (Hebreos 1:1). Las traducciones posteriores a otros idiomas pueden tener su
interés, pero el texto inspirado es el hebreo. Siendo un texto sagrado, los copistas judíos
(escribas) tenían un cuidado enorme en el momento de transcribirlo. El testimonio de
Josefo al respecto es elocuente:

«Hemos dado pruebas prácticas de nuestra reverencia para con nuestras propias Escrituras.
Porque, si bien ya han transcurrido épocas tan largas, nadie se ha aventurado a agregar,
quitar, o alterar una sola sílaba; y es instintivo en todo judío, desde el día de su nacimiento,
el considerarlas como decretos divinos, obedecerlos y, si fuera necesario, morir
gustosamente por ellas» (Contra Apión 1.42).

Tales eran los escrúpulos de los judíos, que son relativamente pocas las variantes textuales
atribuibles a equivocaciones de copista. Éstas deben ser explicadas de alguna otra manera.
De las traducciones del texto hebreo, las más antiguas y, sin duda, las más importantes son
griegas (después se hicieron traducciones antiguas al arameo, al sirio y al latín, etc., pero
son de menor importancia). Suelen ser llamadas «la Septuaginta» debido a que 72 judíos
fueron enviados por el sumo sacerdote a Alejandría para realizar una traducción de la ley de
Moisés a petición de la corte de Tolomeo. Sin embargo, el nombre «la Septuaginta»
engaña, puesto que cubre todo un cuerpo de traducciones hechas en diferentes momentos
con distintos orígenes. Incluso contiene más de una versión de algunos de los libros del
Antiguo Testamento. Aunque el tema es complejo, en resumidas cuentas podemos decir
que estas traducciones datan del tercer siglo antes de Cristo (el Pentateuco) hasta finales del
segundo.
Si el texto inspirado es el hebreo, ¿qué importancia tiene la Septuaginta? Mucha, y por las
razones siguientes. Todo idioma evoluciona con el paso de los años. La que era una palabra
conocida en un siglo, cae en el desuso en el siguiente. Otras palabras cambian de
significado o de matiz. Incluso tratándose de textos leídos regularmente en las sinagogas,
algunas palabras de las Escrituras llegaron a ser obscuras o cambiaron de matiz siglos
después de su redacción. La situación empeoró cuando hubieron pasado décadas sin que
fuesen leídas, tal y como ocurrió previamente a las reformas de Ezequías y Josías, o durante
el exilio babilónico, y seguramente en épocas posteriores.
Luego debemos recordar que, inicialmente, los textos hebreos fueron redactados sin
vocales. Éstas habían de ser suplidas por el lector. Como consecuencia, una misma palabra
(o grupo de consonantes) podía tener varios significados, y el correcto dependía del
contexto y del uso. No fue hasta el siglo VII después de Cristo que los escribas (llamados
«masoretas» o «transmisores») empezaron a escribir el texto sagrado con inclusión de
vocales. Pero dada la evolución lingüística que hemos visto, no siempre acertaron en la
interpretación de las palabras hebreas. Porque si bien su versión sigue siendo hebrea, no
deja de ser una interpretación del texto por parte de los judíos del siglo VII, personas que,
en el mejor de los casos, vivían en otra época muy distinta de la de los autores originales y,
en el peor, tenían interés en evitar cualquier interpretación del texto que pudiera apoyar el
cristianismo.
Por lo tanto, el texto masorético, aun siendo un texto hebreo basado en la fiel transmisión
de los documentos originales, no siempre es de fiar. Esto no obstante, sigue siendo la base
de nuestras versiones contemporáneas del Antiguo Testamento. Sólo en contadas ocasiones
los traductores actuales dan preferencia a la Septuaginta. A mi juicio esto es un error.
Hemos visto con qué frecuencia en el capítulo 1 de Hebreos el autor sigue el sentido de la
Septuaginta y no del texto masorético. Ahora entendemos por qué. Éste fue redactado siete
siglos después de Hebreos, y es del todo probable que los judíos del primer siglo, se
hubieran convertido al Evangelio cristiano o no, tenían por válido el sentido del texto
ofrecido por la Septuaginta. Como mínimo, debemos reconocer que en esto se basa la
importancia de la Septuaginta: nos ofrece una interpretación del texto hebreo con mil años
más de solera que el texto masorético, una interpretación mil años más cercana a la
intención original de los autores. De acuerdo, no es en sí el texto inspirado (¿lo es el
masorético?), pero, puestos a elegir entre una versión precristiana hecha por judíos sin
prejuicio alguno, y una versión postcristiana hecha por judíos que habían rechazado a Jesús,
no es del todo claro por qué habríamos de preferir la segunda, la de los masoretas.

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