Experimento de Standford

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Experimento de Standford

UN TRANQUILO DOMINGO POR LA


MAÑANA...
Un tranquilo domingo de agosto por la mañana, en Palo Alto, California, un coche de la policía
realizó una incursión por la ciudad y detuvo a estudiantes universitarios como parte de una
redada por la violación de los artículos del código penal 211, atraco a mano armada, y 459,
robo. Se detuvo a los sospechosos en su casa, se les leyeron los cargos de los que se les
acusaba, se les advirtió de sus derechos legales, se les puso contra el coche de policía con las
piernas abiertas, y se les registró y esposó, a menudo ante la mirada de curiosidad y sorpresa
de los vecinos.

Metieron a los sospechosos en la parte posterior del vehículo policial y los llevaron a
comisaría con las sirenas a todo volumen.

Los coches llegaron a la comisaría, se hizo entrar a los sospechosos, fueron fichados
formalmente y de nuevo se les comunicaron sus derechos; después se les tomaron las huellas
dactilares y se les hizo una identificación completa. Se encerró a los sospechosos en una
celda provisional donde se les dejó con los ojos vendados para que meditasen sobre su suerte
y se preguntaran qué habían hecho para meterse en semejante lío.

2. Preparación

VOLUNTARIOS
Los sospechosos habían contestado a un anuncio del periódico local que pedía voluntarios
para un estudio de los efectos psicológicos de la vida en la cárcel. Queríamos ver cuáles eran
los efectos psicológicos de convertirse en un preso o carcelero. Para ello decidimos construir
una cárcel y después observar los efectos de esta institución sobre el comportamiento de
todo aquel que estuviera entre sus paredes.

Más de setenta solicitantes respondieron a nuestro anuncio. Les hicimos entrevistas de


diagnóstico y pruebas de personalidad para eliminar candidatos con problemas psicológicos,
discapacidades médicas o un historial delictivo o de abuso de drogas. Finalmente, nos
quedamos con una muestra de veinticuatro estudiantes universitarios de Estados Unidos y
Canadá que se encontraban en el área de Stanford y querían ganar quince dólares diarios
participando en un estudio. En todos los aspectos que pudimos probar u observar
reaccionaron de una forma normal.

Nuestro estudio de la vida en la cárcel empezó, pues, con un grupo medio de hombres
saludables, inteligentes y de clase media. Se dividió a estos chicos en dos grupos,
arbitrariamente, lanzando una moneda al aire. Se asignó aleatoriamente a la mitad de ellos el
papel de guardas, y a la otra mitad, el de reclusos. Es importante recordar que al principio de
nuestro experimento no había diferencias entre los chicos asignados como reclusos y los
chicos asignados como guardas.

ESTRUCTURACIÓN DEL
EXPERIMENTO
Para ayudarnos a simular un ambiente carcelario requerimos los servicios de consultores
expertos. El consultor principal fue un antiguo recluso que había pasado casi diecisiete años
tras los barrotes. Este consultor hizo que nos diésemos cuenta de lo que significaba ser un
preso. Anteriormente, durante un curso de verano sobre la psicología del encarcelamiento que
impartimos conjuntamente en Stanford, también nos había presentado a varios exconvictos y
a funcionarios de prisiones.

Nuestra cárcel se construyó cubriendo con placas cada extremo del pasillo en el sótano del
edificio del Departamento de Psicología de Stanford. Este pasillo fue "el patio", el único
espacio exterior donde los reclusos tenían permiso para caminar, comer o hacer ejercicio,
excepto para ir al lavabo situado en el vestíbulo (los reclusos iban allí con los ojos tapados
para que no supieran la salida de la cárcel).

Para crear las celdas de la cárcel, quitamos las puertas de algunos laboratorios y las
sustituimos por otras hechas especialmente con barras de acero; luego las numeramos.
En un extremo del pasillo había una pequeña apertura a través de la cual podríamos grabar el
sonido y la imagen de lo que pasara en la cárcel. En el lado opuesto a las celdas, había un
pequeño cuarto ropero que se convirtió en "el agujero" o celda de aislamiento. Era oscura y
muy reducida, de unos 60 cm de ancho y de profundidad, pero lo bastante alta como para que
un "recluso malo" pudiese estar de pie.
Un sistema intercomunicador nos permitía intervenir las celdas secretamente para controlar
de qué hablaban los reclusos y para hacerles anuncios públicos. No había ventanas o relojes
que permitiesen juzgar el paso del tiempo, circunstancia que más tarde provocaría algunas
experiencias de distorsión del tiempo.
Con todas estas instalaciones, nuestra cárcel estaba preparada para recibir a los primeros
reclusos, que esperaban en las celdas de detención del Departamento de Policía de Palo Alto.

3. LLEGADA
UN ESTADO DE CHOQUE LEVE...
Con los ojos vendados y en un estado de choque leve provocado por la detención sorpresa por
parte de la policía local, se introdujo a nuestros presos en un coche y se les condujo a la
"prisión del condado de Stanford" para continuar el proceso. Los presos fueron llevados uno
por uno a nuestra cárcel, donde los recibió el alcaide, que les comunicó la seriedad de su falta
y su nueva condición de reclusos.

HUMILLACIÓN
Se registró y se desnudó a cada recluso sistemáticamente. Después se les espulgó con un
spray para transmitirles nuestra convicción de que podían tener gérmenes o piojos -tal como
podemos ver en esta serie de fotografías.

Este procedimiento de degradación estaba pensado, en parte, para humillar a los prisioneros y
en parte para asegurarnos de que no se introdujesen gérmenes que contaminaran nuestra
cárcel. Fue un proceso similar a las escenas captadas por Danny Lyons en estas fotografías
de la cárcel de Texas.

Todos los reclusos recibieron un uniforme cuyo componente principal era un vestido, o saco,
que llevaban siempre sin ropa interior. Delante y detrás del saco constaba su número de
identificación personal. Cada recluso arrastraba el peso de una cadena atada al tobillo
derecho, que debían llevar a todas horas. Como calzado llevaban sandalias de goma, y todos
tenían que cubrirse la cabeza con un gorro hecho de una media de nailon femenina.

Debe quedar claro que intentábamos crear una simulación funcional de una cárcel, no una
cárcel en sentido literal. Los reclusos masculinos reales no llevan vestidos, pero sí se sienten
humillados y afeminados. Nuestro objetivo era producir efectos similares de una forma rápida,
haciéndoles llevar un vestido sin ropa interior. De hecho, tan pronto como algunos de los
reclusos vistieron este uniforme empezaron a caminar, sentarse y comportarse de manera
diferente -más como una mujer que como un hombre.

La cadena del pie, que tampoco es habitual en la mayoría de las cárceles, se usó para recordar
a los reclusos la opresión de su entorno. Incluso cuando dormían, no podían escapar de la
atmósfera de opresión. Cuando un recluso se movía, la cadena golpeaba el otro pie y lo
despertaba, recordándole que aún estaba en la cárcel y que, incluso en sus sueños, era
incapaz de escapar.
Los números de identificación se utilizaron para que los reclusos se sintiesen anónimos. Sólo
se les podía llamar por su número de identificación y sólo podían referirse a sí mismos y a los
demás reclusos por el número.

El gorro hecho de media que llevaban sustituía el afeitado de la cabeza. El proceso de afeitar
la cabeza, que se da en la mayoría de las cárceles e instituciones militares, está pensado en
parte para minimizar la personalidad del individuo, ya que algunas personas expresan su
individualidad mediante el peinado o la longitud del cabello. También es una manera de
conseguir que la gente empiece a cumplir con las normas arbitrarias y coercitivas de la
institución. El cambio drástico en la apariencia que produce el rapado se puede apreciar en
esta página.

4. Guardas

INCULCACIÓN DE LA LEY
Los guardas no recibieron ninguna formación específica sobre cómo ser guardas. Eran libres,
dentro de unos límites, para hacer lo que considerasen necesario para mantener la ley y el
orden en el interior de la cárcel y obligar a los reclusos a que mostrasen respeto. Los guardas
crearon su propio código de normas, que después hicieron cumplir bajo la supervisión del
alcaide David Jaffe, un estudiante de la Universidad de Stanford. No obstante, se les advirtió
de la seriedad potencial de su misión y de los peligros que corrían en la situación en que
estaban a punto de entrar, como pasa con los guardas auténticos que voluntariamente
deciden realizar un trabajo tan peligroso.

Como si fuesen presos reales, nuestros reclusos esperaban alguna vejación, la violación de su
intimidad y de algunos de sus derechos civiles mientras estuviesen en la cárcel, así como una
dieta mínimamente adecuada -todo ello constaba en el contrato que firmaron, con
conocimiento de causa, al ofrecerse voluntarios.
Éste era el aspecto de uno de los guardas. Todos los guardas llevaban uniformes caqui
idénticos, un silbato colgado del cuello y una porra prestada por la policía. Los guardas
llevaban también unas gafas de sol especiales, una idea que tomé prestada de la película La
leyenda del indomable (Cool Hand Luke). Las gafas de espejo evitaban que alguien viese sus
ojos o descubriese sus emociones y, por tanto, acrecentaba aún más su anonimato. Y es que,
evidentemente, no sólo estudiábamos a los reclusos, sino también a los guardas, que
asumieron un nuevo papel cargado de poder.

Empezamos con nueve guardas y nueve reclusos en nuestra cárcel. Tres guardas trabajaban
en cada uno de los tres turnos de ocho horas, mientras que tres reclusos ocupaban cada una
de las tres celdas desnudas, permanentemente. Los guardas y los reclusos restantes de la
muestra de veinticuatro estaban disponibles en caso de que fuese necesario. Las celdas eran
tan pequeñas que sólo había espacio para tres catres, donde dormían o se sentaban los
reclusos, y para poca cosa más.

IMPOSICIÓN DE AUTORIDAD
A las 2.30 de la madrugada, se despertó bruscamente a los reclusos con toques de silbato
para el primero de los numerosos "recuentos". Los recuentos servían para familiarizar a los
reclusos con sus números (los recuentos se repetían varias veces en cada turno y a menudo
por la noche). Pero lo más importante es que estas actividades proporcionaban a los guardas
una forma regular de ejercer el control sobre los reclusos. Al principio, los reclusos no estaban
totalmente metidos en su papel y no se tomaban los recuentos con mucha seriedad. Todavía
intentaban afirmar su independencia. También los guardas tanteaban sus nuevos papeles y
aún no estaban seguros de cómo ejercer su autoridad sobre los reclusos. Esto fue el inicio de
una serie de enfrentamientos directos entre los guardas y los reclusos.

Las flexiones eran una forma habitual de correctivo físico impuesto por los guardas para
castigar las infracciones de las normas o las muestras de actitudes inadecuadas hacia los
guardas o la institución. Cuando vimos que los guardas hacían hacer flexiones a los reclusos,
inicialmente pensamos que era un tipo de castigo inapropiado para una cárcel -una forma de
castigo suave y un poco juvenil. Sin embargo, más tarde descubrimos que las flexiones se
usaban a menudo como forma de castigo en los campos de concentración nazi, como puede
verse en este dibujo hecho por un antiguo prisionero de un campo de concentración, Alfred
Kantor. Hay que señalar que uno de nuestros guardas incluso se subía de pie sobre la espalda
de los reclusos mientras hacían las flexiones u obligaba a otros reclusos a sentarse o subirse
de pie sobre la espalda de sus compañeros.

5. Rebelión

AFIRMACIÓN DE LA
INDEPENDENCIA
Debido a que el primer día transcurrió sin incidentes, la rebelión que estalló durante la mañana
del segundo día nos sorprendió y nos pilló totalmente desprevenidos. Los reclusos se quitaron
los gorros de media, se arrancaron los números e hicieron barricadas dentro de las celdas
poniendo las camas contra la puerta. El problema era, ¿qué hacíamos con esta rebelión? Los
guardas estaban muy enfadados y frustrados porque los reclusos, además, empezaron a
burlarse de ellos y a maldecirlos. Cuando llegaron los guardas del turno de mañana, se
enfadaron con los del turno de noche porque pensaban que éstos habían sido demasiado
indulgentes. Los guardas tuvieron que manejar la rebelión ellos solos, y lo que hicieron nos
dejó fascinados.
Al principio insistieron en que necesitaban refuerzos. Llegaron los tres guardas que esperaban
en casa preparados y el turno nocturno de guardas permaneció de servicio voluntariamente
para reforzar el turno de la mañana. Los guardas se reunieron y decidieron responder a la
violencia con la violencia.

Tomaron un extintor que disparaba un chorro de dióxido de carbono que helaba hasta los
huesos, y obligaron a los reclusos a alejarse de las puertas. (Los extintores estaban allí para
cumplir con los requisitos del Consejo de Investigación de Humanidades de Stanford, que se
había preocupado por el potencial peligro de incendio.)

Los guardas forzaron la entrada de las celdas, desnudaron a los reclusos, les quitaron las
camas, aislaron a los cabecillas de la rebelión y, en general, empezaron a humillar e intimidar a
los reclusos.
PRIVILEGIOS ESPECIALES

La rebelión había sido temporalmente sofocada, pero entonces los guardas se enfrentaron a
un nuevo problema. Lo más probable era que nueve guardas con porras pudiesen aplacar una
rebelión de nueve reclusos, pero no podía haber nueve guardas de servicio a todas horas. Era
obvio que el presupuesto de la cárcel no podía mantener una proporción de personal por
reclusos como ésa. Por lo tanto, ¿qué harían? Uno de los guardas encontró una solución:
Usemos las tácticas psicológicas en lugar de las físicas. Las tácticas psicológicas consistían
en establecer una celda de privilegio.

Una de las tres celdas se convirtió en "celda de privilegio". Los tres reclusos menos
involucrados en la rebelión recibieron privilegios especiales. Les devolvieron los uniformes y
las camas y se les permitió lavarse y cepillarse los dientes. A los otros no. A los reclusos
privilegiados se les sirvió, además, una comida especial ante la presencia de los otros reclusos
que habían perdido, temporalmente, el privilegio de comer. El resultado fue que se rompió la
solidaridad entre los reclusos.
Después de medio día bajo este nuevo tratamiento, los guardas tomaron a algunos de los
reclusos "buenos" y los pusieron en las celdas "malas", y a algunos de los reclusos "malos" los
pusieron en la celda "buena", desconcertando completamente a todos los reclusos. Algunos
de los que habían sido cabecillas pensaron que los reclusos de la celda privilegiada debían de
ser confidentes y, de repente, empezaron a desconfiar los unos de los otros. Los consultores
ex presidiarios nos informaron después de que guardas auténticos utilizaban una táctica
similar en cárceles reales para romper alianzas entre reclusos. Por ejemplo, el racismo se usa
para enfrentar entre sí a negros, chicanos y blancos. De hecho, en una cárcel real, la mayor
amenaza para la vida de cualquier recluso proviene de los otros reclusos. Con este "divide y
vencerás" los guardas fomentan la agresión entre los internos y, por tanto, la desvían de si
mismos.

La rebelión de los reclusos también tuvo un papel importante en el aumento de solidaridad


entre los guardas. De repente, ya no era sólo un experimento, ni una simple simulación. Al
contrario, los guardas vieron a los reclusos como alborotadores que iban a por ellos y que les
podían hacer daño. En respuesta a este peligro, los guardas empezaron a aumentar su control,
vigilancia y agresión.
Todos los aspectos del comportamiento de los reclusos quedaron bajo el control total y
arbitrario de los guardas. Incluso ir a los servicios se convirtió en un privilegio que un guarda
podía otorgar o negar a su antojo. Después del cierre y apagado de luces diario a las diez de la
noche, a menudo se obligaba a los reclusos a orinar o defecar en un cubo que habían dejado
en su celda. A veces los guardas no permitían a los reclusos vaciar los cubos, y pronto la
cárcel empezó a apestar a orines y excrementos -aumentando así el ambiente degradante del
entorno.

Los guardas fueron especialmente duros con el cabecilla de la rebelión, el recluso #5401, un
fumador empedernido al que controlaron regulando cuando podía o no fumar. Después
supimos, mientras censurábamos el correo de los reclusos, que era un supuesto activista
radical. Se había presentado voluntario para "desenmascarar" nuestro estudio que, por error,
pensaba que era una herramienta del sistema para encontrar formas de controlar a los
estudiantes radicales. De hecho, ¡había planeado vender la historia a un periódico clandestino
cuando acabase el experimento! A pesar de ello, incluso él entró tan completamente en su
papel de recluso que estaba orgulloso de haber sido elegido líder del Comité de quejas de la
cárcel del condado de Stanford, tal como revelaba en una carta a su novia.

6. Quejas

EL PRIMER RECLUSO LIBERADO


Cuando aún no hacía treinta y seis horas que duraba el experimento, el recluso #8612 empezó
a sufrir un trastorno emocional agudo, razonamiento ilógico, llanto incontrolable y ataques de
ira. Pese a todo, como ya habíamos llegado a pensar casi como autoridades penitenciarias,
creímos que intentaba engañarnos para que lo liberásemos.

Cuando el consultor presidiario principal entrevistó al recluso #8612, lo reprendió por ser tan
débil y le explicó qué tipo de abusos podía esperar de guardas y reclusos si estuviese en la
cárcel de San Quintín. Luego se le ofreció convertirse en confidente a cambio de no sufrir más
humillaciones de los guardas. Se le dijo que lo pensara.

Durante el siguiente recuento, el recluso #8612 dijo a los demás reclusos: "No podéis iros. No
podéis dejarlo". Este mensaje fue realmente estremecedor y les hizo aumentar la sensación de
que estaban encarcelados de verdad. El recluso #8612 empezó entonces a actuar como un
"loco", a gritar, maldecir y a enfurecerse de tal manera que parecía que estuviese fuera de
control. Aún necesitamos un poco más de tiempo antes de convencernos de que realmente
sufría y de que había que liberarlo.

PADRES Y AMIGOS
Al día siguiente, dispusimos una hora de visita para los padres y amigos. Nos preocupaba que
cuando los padres viesen el estado de la cárcel, insistieran en llevarse a sus hijos a casa. Para
contrarrestar este efecto, manipulamos la situación y a los visitantes para que el ambiente de
la cárcel pareciese agradable y saludable. Lavamos, afeitamos y arreglamos a los reclusos, les
hicimos limpiar y pulir las celdas, les hartamos de comida, pusimos música por el
intercomunicador e, incluso, utilizamos a una antigua animadora deportiva de Stanford, la
atractiva Susie Phillips, para dar la bienvenida a los visitantes en recepción.

Cuando los visitantes llegaron, aproximadamente una docena, entusiasmados ante lo que
parecía una experiencia novedosa y divertida, recondujimos sistemáticamente su
comportamiento, para controlar totalmente la situación. Tuvieron que registrarse y esperar
media hora, les dijimos que sólo dos visitantes podían ver a cada recluso, y se limitó la visita a
diez minutos, bajo la vigilancia de un guarda. Antes de que los padres pudiesen entrar en el
área de visita, tuvieron que discutir el caso de su hijo con el alcaide. Naturalmente, los padres
se quejaron de estas normas arbitrarias, pero hay que decir que las cumplieron. Y, de esta
forma, participaron también en nuestro drama carcelario, haciendo de buenos adultos de clase
media.
Algunos padres se disgustaron al ver lo cansados y angustiados que estaban sus hijos. Sin
embargo, su reacción fue la de actuar dentro del sistema, apelando de forma privada al
superintendente para que mejorasen las condiciones de sus hijos. Cuando una madre me dijo
que nunca había visto a su hijo tan mal, respondí pasando la culpa de la situación a su hijo:

— ¿Qué le pasa a tu hijo? ¿No duerme bien? 


Luego le pregunté al padre: 
— ¿No cree que su hijo pueda aguantar? 
Se ofendió: 
— Claro que puede; es un muchacho muy fuerte, un líder. 
Se volvió hacia su mujer y le dijo: 
— Vámonos cariño, ya hemos perdido bastante tiempo. 
Y me dijo: 
— Nos volveremos a ver en la próxima visita.

7. Huida

UN PLAN PARA UNA HUIDA EN


MASA
El siguiente suceso importante al que tuvimos que enfrentarnos fue el rumor de un plan de
huida en masa. Uno de los guardas oyó hablar a los reclusos acerca de una huida que se
produciría inmediatamente después del horario de visitas. El rumor era el siguiente: el recluso
#8612, al que habíamos liberado la noche anterior, iba a reunir a un grupo de amigos y forzaría
la entrada para liberar a los presos.

¿Cómo creéis que reaccionamos ante este rumor? ¿Creéis que tomamos nota de la forma en
que había corrido el rumor y que nos preparamos para observar la huida inminente? Eso es lo
que deberíamos haber hecho, desde luego, si hubiésemos actuado como psicólogos sociales
experimentales. En cambio, reaccionamos con preocupación por la seguridad de nuestra
cárcel. Lo que hicimos fue mantener una reunión estratégica con el alcaide, el superintendente
y uno de los tenientes principales, Craig Haney, para planear cómo desbaratar la huida.
Tras la reunión, decidimos introducir un confidente (un cómplice experimentado) en la celda
que había ocupado el recluso #8612. La labor del confidente sería pasarnos información sobre
los planes de huida. Entonces volví al Departamento de Policía de Palo Alto y pregunté al
sargento si podíamos transferir a los reclusos a su antigua cárcel.

Mi petición fue denegada porque el Departamento de Policía no estaría cubierto por el seguro
si trasladábamos a los reclusos a su cárcel. Me fui de allí enfadado y asqueado ante aquella
falta de cooperación de las instituciones (había entrado completamente en mi papel).

Después formulamos un segundo plan. Se trataba de desmantelar la cárcel cuando los


visitantes hubiesen marchado, llevar más guardas, encadenar a los reclusos juntos, ponerles
bolsas en la cabeza y trasladarlos a un almacén en el quinto piso hasta después del momento
en que esperábamos que se forzase la entrada. Cuando llegasen los conspiradores, yo estaría
sentado allí solo. Les diría que el experimento había terminado y que habíamos mandado a
todos sus amigos a casa, que no quedaba nada por liberar. Cuando se fuesen, haríamos volver
a los reclusos y doblaríamos la seguridad de la cárcel. Llegamos incluso a pensar en hacer
volver al recluso #8612 con algún pretexto y encarcelarlo de nuevo diciéndole que había sido
liberado erróneamente.

UNA VISITA
Estaba sentado allí yo solo, esperando ansiosamente a que los intrusos forzasen la entrada,
cuando apareció un colega y antiguo compañero de habitación de la Universidad de Yale,
Gordon Bower. Gordon había oído que hacíamos un experimento y vino a ver qué pasaba. Le
expliqué brevemente lo que estábamos haciendo, y Gordon me hizo una pregunta muy simple: 
— Dime, ¿cuál es la variable independiente de este estudio?

Sorprendentemente, me enfadé de verdad. Estaban a punto de forzar la entrada delante de mí,


peligraba la seguridad de mis hombres y la estabilidad de mi cárcel, y ahora tenía que
enfrentarme a este memo decadente, académico, liberal, de buen corazón que estaba
preocupado... ¡por la variable independiente! Hasta mucho después no me di cuenta de hasta
qué punto me había metido en mi papel carcelario; en aquel momento ya pensaba más como
un superintendente de prisión que como un psicólogo de investigación.

PAGAR CON LA MISMA MONEDA


El rumor de que forzarían la entrada de la cárcel no pasó de ser un rumor. Nunca se
materializó. ¡Imaginad nuestra reacción! Habíamos pasado todo un día preparados para
frustrar la huida, imploramos ayuda a la policía, trasladamos a nuestros reclusos,
desmantelamos gran parte de la cárcel -ni siquiera recogimos ningún dato aquel día-. ¿Cómo
reaccionamos ante tal desastre? Con una frustración considerable y con un sentimiento de
fracaso ante tanto esfuerzo para nada. Alguien tenía que pagar por ello.

Los guardas intensificaron de nuevo considerablemente el nivel de vejaciones, aumentando las


humillaciones que hacían sufrir a los reclusos, obligándoles a realizar trabajos repetitivos y
denigrantes como limpiar las tazas de los váteres con las manos desnudas. También les
obligaron a hacer flexiones, saltos extendiendo brazos y piernas, cualquier cosa que se les
ocurriese, y aumentaron el número y la duración de los recuentos.

8. Conclusión

UN ELEMENTO KAFKIANO
A estas alturas del estudio, invité a un sacerdote católico, que había ejercido de capellán en
una prisión, para evaluar hasta qué punto nuestra situación carcelaria era realista, y el
resultado fue verdaderamente kafkiano. El capellán entrevistó individualmente a todos los
reclusos y observé, con estupor, cómo la mitad de los reclusos se presentaban con el número
en vez de con su nombre. El sacerdote, después de hablar sobre nada en concreto, les hacía la
pregunta clave: 

— Hijo, ¿qué haces para poder salir de aquí? 


Cuando los reclusos respondían con perplejidad, les decía que la única manera de salir de la
cárcel sería con la ayuda de un abogado. Después se ofrecía voluntario para avisar a sus
padres en caso de que quisiesen obtener ayuda legal, y algunos de los reclusos aceptaron la
oferta.

La visita del sacerdote desdibujó aún más la línea entre la asunción de un papel y la realidad.
En la vida diaria, este hombre era un sacerdote de verdad, pero había aprendido tan bien a
actuar en un papel programado y estereotipado -hablar de cierta manera, doblar las manos de
una forma establecida-, que parecía más un cura de película que un cura auténtico,
aumentando así la incertidumbre que todos sentíamos sobre dónde acababa nuestro papel y
dónde empezaba nuestra identidad.

#819
El único recluso que no quiso hablar con el sacerdote fue el #819, que se encontraba mal, se
había negado a comer y quería ver a un médico antes que a un cura. Finalmente, lo
convencimos de que saliera de su celda y hablara con el cura y el superintendente para que
pudiésemos ver qué tipo de médico necesitaba. Mientras nos hablaba, tuvo una crisis nerviosa
y empezó a llorar de forma histérica, igual que los dos chicos que habíamos liberado antes. Le
quité la cadena del pie, el gorro de la cabeza y le dije que fuese a descansar en una habitación
contigua al patio de la cárcel. Dije que le daría comida y lo llevaría a que lo viese un médico.

Mientras tanto, uno de los guardas alineó a los demás reclusos y les hizo cantar: "El recluso
#819 es un mal recluso. Por culpa del recluso #819, mi celda es un desastre, señor oficial de
prisiones". Corearon esta frase al unísono una docena de veces.
En cuanto me di cuenta de que el recluso #819 podía oírlos cantar, volví rápidamente a la
habitación donde lo había dejado, y encontré a un chico que lloraba desconsoladamente
mientras de fondo se oía a sus compañeros de cárcel gritando que era un mal recluso. El
canto ya no era desorganizado y divertido como había sido el primer día. Ahora estaba
marcado por una absoluta sumisión y conformidad, como si una sola voz dijese "el recluso
#819 es malo".

Sugerí que nos marchásemos, pero se negó. Mientras le caían las lágrimas, dijo que no podía
irse porque los demás lo habían etiquetado como mal recluso. A pesar de encontrarse mal,
quería regresar y demostrar que no era un mal recluso.

En aquel punto, le dije: 


- Escucha, tú no eres el recluso #819. Tú eres [su nombre] y yo me llamo Dr. Zimbardo. Soy
psicólogo y no superintendente de prisiones, y esto no es una cárcel real. Esto es sólo un
experimento y aquellos chicos, como tú, son estudiantes y no reclusos. Vámonos.

Dejó de llorar de golpe, me miró como un niño pequeño que acaba de despertar de una
pesadilla y contestó: 

- De acuerdo, vámonos.

COMISIÓN DE LIBERTAD
CONDICIONAL
Al día siguiente, a todos los reclusos que creían que tenían razones para obtener la libertad
condicional se les encadenó y se les llevó individualmente ante la Comisión de Libertad
Condicional. La comisión estaba formada, principalmente, por personas que los reclusos no
conocían (secretarios de departamento y estudiantes licenciados) y estaba encabezada por
nuestro principal asesor penal.
Durante estas vistas sucedieron algunas cosas remarcables. En primer lugar, cuando
preguntamos a nuestros reclusos si renunciarían al dinero que habían ganado hasta el
momento a cambio de la libertad condicional, la mayoría dijo que sí. Entonces, cuando
terminamos las entrevistas diciendo a los reclusos que volvieran a sus celdas mientras
considerábamos sus peticiones, todos los prisioneros obedecieron, a pesar de que podían
haber obtenido el mismo resultado simplemente abandonando el experimento. ¿Por qué
obedecieron? Porque se sentían impotentes para resistir. Su sentido de la realidad había dado
un vuelco y ya no percibían el encarcelamiento como un experimento. En la cárcel psicológica
que habíamos creado, sólo el personal de prisiones tenía poder para conceder la libertad
condicional.

Durante las sesiones de libertad condicional también fuimos testigos de una metamorfosis
inesperada de nuestro asesor principal cuando adoptó el papel de jefe de la Comisión de
Libertad Condicional. Literalmente, se convirtió en el más odioso oficial autoritario imaginable,
tanto que, cuando todo acabó, sintió repugnancia de ver en lo que se había convertido: era
igual a su verdugo, el que había rechazado sus peticiones anuales de libertad condicional
durante dieciséis años mientras estuvo preso.

TIPOS DE GUARDAS
El quinto día se había creado una nueva relación entre los reclusos y los guardas. Ahora los
guardas se identificaban más fácilmente con su trabajo -un trabajo que unas veces era
aburrido y otras, interesante.

Había tres tipos de guardas. En primer lugar, estaban los guardas duros pero justos, que
seguían las normas de la cárcel. En segundo lugar, estaban los "buenos tíos", que hacían
pequeños favores a los reclusos y nunca los castigaban. Y por último, casi una tercera parte
de los guardas eran hostiles, arbitrarios e imaginativos en sus formas de humillar a los
reclusos. Estos guardas, aparentemente, disfrutaban completamente del poder que ejercían, a
pesar de que ninguno de nuestros tests de personalidad previos había podido predecir este
comportamiento. La única conexión entre personalidad y comportamiento en la cárcel, fue el
descubrimiento de que los reclusos con un alto grado de autoritarismo aguantaron más
tiempo que otros reclusos el autoritario entorno de nuestra cárcel.

JOHN WAYNE
Los reclusos incluso pusieron el mote de "John Wayne" al guarda más brutal y duro de nuestro
estudio. Más tarde supimos que el guarda más infame de una prisión nazi cercana a
Buchenwald, recibía el nombre de Tom Mix -el John Wayne de una generación anterior- a
causa de su imagen de vaquero macho del "salvaje Oeste" al humillar a los internos del campo.

¿Dónde había aprendido a ser un guarda así nuestro "John Wayne"? ¿Cómo podían él y otros
adoptar ese papel con tanta facilidad? ¿Cómo hombres "normales", mentalmente sanos e
inteligentes, podían convertirse en perpetradores del mal de forma tan rápida? Éstas fueron
preguntas que nos vimos obligados a plantearnos.

LOS ESTILOS DE LOS RECLUSOS


PARA ENFRENTAR LA SITUACIÓN
Los reclusos se enfrentaron a sus sentimientos de frustración e impotencia de varias formas.
Al principio, algunos reclusos se rebelaron o discutieron con los guardas. Cuatro reclusos
reaccionaron con crisis nerviosas como válvula de escape. Un recluso desarrolló una erupción
psicosomática por todo el cuerpo cuando supo que se había rechazado su petición de libertad
condicional. Otros intentaron sobrevivir siendo buenos reclusos, haciendo todo aquello que los
guardas les mandasen. Uno de ellos recibió el mote de "Sargento", por su manera militar de
ejecutar todas las órdenes.
Al final del estudio, los reclusos quedaron desintegrados, como grupo y como individuos. Ya
no existía una unidad de grupo; solo un puñado de individuos aislados resistiendo, casi como
prisioneros de guerra o pacientes de un hospital psiquiátrico. Los guardas lograron el control
total de la prisión e impusieron la obediencia ciega de todo recluso.

UN ACTO FINAL DE REBELIÓN


Vivimos un último acto de rebelión. El recluso #416 era un recién llegado, uno de los sustitutos
que teníamos en reserva. A diferencia de los demás reclusos, que habían experimentado un
aumento progresivo de las vejaciones, este recluso se enfrentó al horror de golpe. Los
reclusos veteranos le dijeron que era imposible abandonar, que era una cárcel auténtica.

El recluso #416 se declaró en huelga de hambre para forzar su liberación. Después de varios
intentos fracasados para conseguir que comiese, los guardas lo dejaron incomunicado
durante tres horas, aun cuando sus propias normas establecían una hora como límite. No
obstante, el recluso #416 siguió rechazando la comida.

A estas alturas, el recluso #416 hubiera debido convertirse en un héroe para los demás
reclusos. En cambio, lo consideraron como un alborotador. El jefe de los guardas explotó este
sentimiento dando a elegir a los prisioneros entre dos opciones: dejarían salir al recluso
incomunicado si a cambio renunciaban a sus mantas, o lo dejarían incomunicado toda la
noche.

¿Qué creéis que eligieron? La mayoría prefirió quedarse con su manta y dejar que el recluso
sufriera en solitario toda la noche. (Nosotros intervenimos más tarde y devolvimos al recluso
#416 a su celda).

UN FINAL PARA EL EXPERIMENTO


La quinta noche, algunos padres visitantes me pidieron establecer contacto con un abogado
para liberar a su hijo de la cárcel. ¡Explicaron que un sacerdote católico los había visitado para
decirles que debían conseguir un abogado o defensor público si querían obtener la libertad
bajo fianza de su hijo! Llamé a un abogado, tal como solicitaron, y vino al día siguiente para
entrevistar a los reclusos con una serie de preguntas estándar, aunque también sabía que sólo
era un experimento.

Llegados a este punto, se vio claro que debíamos acabar con el estudio. Habíamos creado una
situación abrumadoramente poderosa, a la que los reclusos se iban abandonando,
comportándose de manera patológica, y en la que algunos de los guardas se comportaban
sádicamente. Incluso los guardas "buenos" se sentían impotentes para intervenir y ninguno de
los guardas dimitió mientras el estudio se llevaba a cabo. En realidad, hay que destacar que
ningún guarda llegó nunca tarde a su turno, ni se ausentó por enfermedad, salió antes de hora,
o exigió una paga extra por trabajar más horas.
ecidí terminar el estudio prematuramente por dos razones. En primer lugar, en las cintas de
vídeo habíamos descubierto que los guardas habían intensificado las vejaciones a los reclusos
durante la noche, cuando pensaban que los investigadores no miraban y que el experimento
estaba "parado". El aburrimiento los había llevado a un abuso más pornográfico y denigrante
de los reclusos.

En segundo lugar, Christina Maslach, una doctorada de Stanford traída para entrevistar a los
guardas y reclusos, protestó enérgicamente cuando vio que a los reclusos se les hacía
marchar en fila hacia el lavabo, con la cabeza dentro de bolsas, las piernas encadenadas y las
manos los unos sobre los hombros de los otros. Escandalizada, exclamó: "¡Es terrible lo que
les estáis haciendo a estos chicos!". De las cincuenta personas o más que habían visitado
nuestra cárcel, ella fue la única que cuestionó su moralidad. No obstante, una vez se opuso a
la situación, se hizo patente que se debía acabar con el estudio.

Y en consecuencia, después de sólo seis días, nuestra simulación de encarcelamiento prevista


para dos semanas, fue cancelada.

El último día tuvimos una serie de reuniones, primero con todos los guardas, después con
todos los reclusos (incluidos aquellos a los que se había liberado antes), y por último una
reunión conjunta con guardas, reclusos y todo el personal. Lo hicimos con el fin de que todos
diesen a conocer sus sentimientos abiertamente, para explicar lo que habíamos observado de
los demás y de nosotros mismos, y para compartir nuestras experiencias, que habían sido
bastante profundas para todos.

También intentamos que fuese un momento de reeducación moral, revisando los conflictos
que la simulación había hecho aparecer y nuestro comportamiento. Por ejemplo, revisamos
las opciones morales de que habíamos dispuesto, a fin de estar mejor preparados para
comportarnos éticamente en situaciones futuras de la vida real, y evitar u oponernos a
situaciones que podían transformar a individuos comunes en ejecutores complacientes o
víctimas del mal.
Dos meses después del estudio, el recluso #416, nuestro aspirante a héroe, que había estado
incomunicado durante varias horas, explicaba:
Empecé a notar que perdía mi identidad, que no era yo la persona que se llamaba Clay, la
persona que se metió en ese lugar, la persona que se presentó voluntaria para ir a esa cárcel;
porque fue una cárcel para mí y aún lo es. No lo considero un experimento o una simulación
porque fuera una cárcel regida por psicólogos en lugar de gobernada por el Estado. Empecé a
sentir que aquella identidad, la persona que yo era y que había decidido ir a la cárcel, estaba
muy lejos de mi, que era un extraño, hasta que finalmente ya no era esa persona, sino que era
el 416. Yo era, en realidad, un número.
Comparad esta reacción con la del siguiente recluso, que me escribió desde una penitenciaría
de Ohio tras haber estado incomunicado durante un periodo inhumano de tiempo:
"Recientemente se me ha liberado de la incomunicación después de treinta y siete meses
aislado. Se me impuso el silencio total y el mínimo susurro al recluso de la celda de al lado
provocaba que los guardas me pegasen, me rociasen con aerosol de defensa, me vendasen
los ojos, me pisoteasen, y que me tirasen completamente desnudo en una celda donde tenía
que dormir sobre un suelo de cemento, sin sábanas, mantas, lavabo, ni siquiera váter... Sé que
los ladrones deben ser castigados y no justifico el hecho de robar, aunque yo mismo sea un
ladrón. Pero ahora no creo que cuando me liberen siga siendo un ladrón. No, tampoco estoy
rehabilitado. El hecho es que ahora ya no pienso en robar o llegar a rico. Ahora sólo pienso en
matar, matar a aquellos que me han pegado y que me han tratado como a un perro. Espero y
rezo por mi bien y el futuro de mi vida en libertad, ser capaz de superar la amargura y el odio
que diariamente corroe mi alma. Pero sé que superarlo no será fácil."

CONCLUIDO EL 20 DE AGOSTO DE
1971
Nuestro estudio acabó el 20 de agosto de 1971. Al día siguiente hubo un intento de huida en
San Quintín. Los hechos transcurrieron así: los reclusos del Centro de Adaptación Máxima
(Maximum Adjustment Center) fueron liberados de sus celdas por el cura de Soledad, George
Jackson, que había introducido una pistola en la cárcel de forma ilegal. Varios guardas y
algunos reclusos confidentes fueron torturados y asesinados durante el intento, pero la huida
fracasó después de que su líder fuera presuntamente abatido a tiros cuando intentaba escalar
los nueve metros del muro de la prisión.

No había pasado un mes cuando las cárceles volvieron a ser noticia al estallar un motín en la
prisión de Attica, Nueva York. Tras semanas de negociaciones con reclusos que retenían a
guardas como rehenes mientras exigían los derechos humanos básicos, el gobernador de
Nueva York, Nelson Rockefeller, ordenó a la Guardia nacional recuperar el control de la cárcel
por la fuerza. Aquella desafortunada decisión ocasionó numerosos muertos y heridos entre
guardas y reclusos.
Una de las peticiones fundamentales de los reclusos de Attica era que se les tratase como a
seres humanos. Después de observar nuestra cárcel simulada durante sólo seis días, pudimos
comprender cómo las cárceles deshumanizan a las personas, convirtiéndolas en objetos e
inculcándoles sentimientos de desesperación. Y en cuanto a los guardas, nos dimos cuenta de
como personas corrientes pueden transformarse fácilmente del buen Dr. Jekyll al malvado Mr.
Hyde.
La cuestión ahora es cómo cambiar nuestras instituciones para que fomenten los valores
humanos en lugar de destruirlos. Desgraciadamente, desde que se llevó a cabo este
experimento, las condiciones de las cárceles y las políticas penitenciarias en Estados Unidos
se han hecho más punitivas y destructivas. El empeoramiento de las condiciones es
consecuencia de la politización de las penas, con políticos que compiten para ver quién es el
más duro con la delincuencia, junto con el racismo en las detenciones y sentencias, con una
representación cada vez mayor de afroamericanos e hispanos. Los medios de comunicación
también han contribuido al problema generando un temor exagerado a los delitos violentos,
aunque las estadísticas muestren que los crímenes violentos han disminuido.

Hay más americanos que nunca en cárceles y presidios -hombres y mujeres-. Según un
estudio reciente del Departamento de Justicia, el número de americanos encarcelados
aumentó algo más del doble durante los últimos doce años, con más de 1,8 millones de
personas en la cárcel o el presidio en 1998.

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