Principio de La Sabiduria
Principio de La Sabiduria
Principio de La Sabiduria
,
ELOGIO DE LA SABIDURIA
POR EL
BARCELONA
1943
UNIVERSIDAD DE BARCELONA
DISCURSO INAUGURAL DEL AÑO ACADÉMICO DE 1943 - 44
,
ELOGIO DE LA SABIDURIA
POR EL
BARCELONA
1943
Magnífico y Excmo. Sr. Rector,
Excmos. Señores,
Ilustres Profesores y alumnos.
1. C¡cY{/Wf'~ g ~~
pleno hervor del Renacimiento aparece en el mundo
E N
de las letras un pequeño libro detonante: un libro di·
vertido que hace reír y llorar al mismo tiempo, y que sin
constituir un tratado de filosofia, invita, no obstante, a re-
flexionar en vista de los defectos y achaques inherentes al
espíritu humano. Libro enjundioso y muy a propósito para
ser leído y meditado en los momentos críticos y catastrófi-
cos por que pasan periódicamente los pueblos y las nacio-
nes cuando se desvían de sus leyes naturales, que son, en
definitiva, las que les ha dictado el Supremo Hacedor. Esta
obra, cuyo éxito supero el designio y las previsiones de su
autor, hombre un tanto versátil y de no muy firme voca-
ción filosófica, es el Elogio de la locura, de Erasmo de Rot·
terdam.
Preciso es añadir que el gran humanista holandés antes
había hecho el elogio de la Sabiduría en sus Adagiorum
Collectanea o Chiliades, y que sobre el mismo tema de la
Sabiduría escribieron ávidamente, en la misma época, nues·
tro Juan J..uis Vives en su áurea 1ntroductio ad sapientiam,
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Montaigne a lo largo de las jugosas pagInas de sus Essais
y su discípulo Pedro Charron en su Traité de la Sagesse.
Locura y Sabiduría son, en efecto, dos temas que en la es-
tructura mental del Renacimiento resultan inseparables:
son como el anverso y el reverso de una misma medalla.
Locura, a lo menos momentánea, debió parecer a no
pocos aquel estado de anarquía intelectual que se apoderó
de los espíritus, abandonados a sí mismos, después de ha-
berse emancipado de las normas comunes, o tal vez mejor
comunitarias, que mantenían compacta la civilización cris-
tiano-medieval. Locura era para ciertos escritores de la
época - Montaigne, por más señas - el principio disol-
vente del libre examen en materia religiosa introducido por
el Protestantismo, con su secuela de las sangrientas luchas
religiosas, con la aparición siniestra de un cierto comunis-
mo militante que exhibía en una mano el texto evangélico
libremente interpretado, y blandía en la otra el puñal o la
tea incendiaria. Locura política, denunciada por los escri-
tores pacifistas coetáneos, era el hecho nuevo de las gran-
des guerras, estimuladas por afanes imperialistas, que es el
primer saludo que se dirigen las naciones o mejor los Es-
tados apenas constituídos. De vesania suicida calificaban
voces doloridas y clarividentes el espectáculo de los prínci-
l
pes cristianos despedazándose mutuamente, lejos de unirse
y apretarse contra el común enemigo de la civilización cris-
tiana, el Islam, que enseñoreado ya de Constantinopla,
preparaba la más inaudita de las ofensivas. Demencia razo-
nadora, y por lo mismo de las más peligrosas, era, a juicio
de los moralistas y escritores políticos españoles, la fría
(crazón de EstadQ», independiente de toda norma ética, ele-
vada a la categoría de ciencia por Nicolás Maqujavelo. Co-
mo locura nefanda, eran execrados en las conminaciones
apocalípticas de un Savonarola, el nuevo sentido epicúreo
de la vida, el estado de corrupción de las clases sociales,
del clero y de la corte romana, y la depravación de aque-
llos príncipes, dotados de todas las gracias, pero profunda-
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mente amorales, preludio - como alguien ha dicho - de
los superhombres de Nietzsche. Desvarío intelectual era,
en fin, aquella ansia loca de saber, que en su afán de apode-
rarse de los más íntimos «secretos de la Naturaleza», hacía
una suprema apelación a la Kábala o a la Magia, cultiva-
das como una superciencia.
No es extraño, pues, que en medio de aquella «nueva
primavera del espíritu» - según se ha denominado a aquel
,e stado de fermentación espiritual llevado hasta el paroxis-
mo, que constituye el Renacimiento - saliesen voces deso-
ladas y de un franco y aterrador pesimismo. Un personaje
estrafalario y paradójico, pero de agudo ingenio, Cornelio
Agripa, pese al auge que iba adquiriendo el espíritu cien-
tífico, lanza una de las más tremendas invectivas que se
han escrito contra las ciencias y el saber profesional; en
tanto que otros escritores de temperamento más ecuánime
y moderado, adoptando una .lactitud de prudente descon-
fianza hacia la Ciencia y la Filosofía - desconfianza que
en algunos llega hasta el escepticismo - , se parapetan en
la que ellos denominan «Ciencia del hombre», aquella que
«enseña a vivir y a morir», considerada como la única digna
de ser profesada. Como gritos de angustia se hacen entonces
apelaciones ai sentido común y al sano juicio, y, ora vol·
viendo la mirada a la antigua Grecia, ora elevándola hacia
el Cielo cristiano, se intenta, por diversos caminos, el res-
tablecimiento del perdido sentido de la Sabiduría.
j Grandeza y miseria del espíritu humano! Tal es la
impresión que el investigador imparcial recoge de la ex-
periencia histórica del Renacimiento. Grandeza y miseria,
Ciencia y Filosofía desorbitadas, eclipse total de la Ciencia
del hombre, y, en definitiva, errónea concepción de la
vida; he ahí, por similitud , los rasgos salientes del espí-
ritu de nuestro tiempo.
Nuestra actual civilización - digámoslo sin rebozo-
hace tiempo que viene devorándose a sí misma. He de con-
fesaros, con todo, que no me siento con arrestos suficientes
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para intentar, en el momento presente, una reedición del
Elogio de la locura. Me falta la ironía, esa arma de auto-
contención, fina y terrible, que, apuntando por tablas, dice
las cosas por su segundo nombre; me ahoga, por otro lado,
el dolor sangrante y desbordado. Me atrae, en cambio, el
intentar el ELOGIO DE LA SABIDURíA, tema éste que, bajo
otros enunciados, me ha venido apasionando dentro y fuera
de la cátedra. De la Sabiduría, digo, que no es precisamen-
te la Ciencia ni la Filosofía, pero sin la cual ni la Ciencia
ni la Filosoña ni la vida misma nada valen ni significan,
y lo que es peor, pueden degenerar en un arma suicida.
Congregados en este templo del saber - verdadero asilo
de Dios en medio del actual luctuoso desconcierto del
mundo - , quisiera que la ritual «oración inaugural uni-
versitaria) a mí encomendada, consistiese, en esta hora grá-
vida de emoción y de responsabilidad, en una meditación
conjunta acerca de las relaciones de la Sabiduría con la
Ciencia, la Filosofía y la V ida. Bien entendido que no se
trata de forjar una visión más o menos utópica de la hu-
manidad del mañana, sino de una tarea enormemente más
modesta y restringida, pero tal vez más segura y eficiente,
y desde luego más serena, a saber: ]a de revisar algunas
de las condiciones del pensa'j y del vivir del h?mbre actuaL r
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actitud radical del eSplrItu, que partiendo del supuesto de
la impotencia de la razón, abandona exclusivamente al
instinto, al sentimiento ° a la fe, el poder directivo de la
conducta. Esta actitud, llevada hasta el extremo, significa
la anulación así de la Filosofía como de la Ciencia. No
es lo mismo bancarrota que crisis. Puede haber crisis de .
la Filosofía o de la Ciencia o de alguna de sus ramas, y,
no obstante, no haber bancarrota. La crisis es un momento
complejo y espectante de orden interno, y se desenvuelve
dentro del ámbito profesional. Acaece siempre que una
disciplina del saber no está bien constituída o se siente la
imperiosa necesidad de revisar sus postulados y sus hi.
pótesis, sus métodos y sus problemas, acaso sus fronteras
y su lenguaje. Se produce, en cambio, la bancarrota des·
pués de un «período de las luces)) de la Filosofía o de
marcha triunfal de la Ciencia,, en nanco desacuerdo con
la vida. Esa actitud arrogante, fruto de un optimismo irre·
frenado, provoca una violenta repulsa por parte de los
factores sociales; de ahí una serie de reacciones de muy
diverso género, que culminan en una crisis total de la
Filosofía o de la Ciencia, crisis que no es ya puramente
interna, pues lo que se pide y exige ahora de aquéllas es
un cambio radical de actitud enfrente de los grandes pro·
blemas del vivir humano.
Sin necesidad de remontarnos demasiado lejos, hemos
de fijarnos en el estado de bancarrota de la Filosofía acae ..
cido inmediatamente después de la Revolución francesa,
y en la subsiguiente entronización de la Ciencia, cuyos
efectos perduran hasta nuestros días. Ambos hechos son
inseparables: el uno explica el otro, y, en conjunto, cons·
tituyen una gran experiencia aleccionadora.
Caracterizase la filosofía del siglo XVIII por su confianza
ilimitada en el poder de la razón. Legisladora del Uni-
verso, lo es también del mundo moral, político y social.
Ella estudia al hombre, no como es, sino como debe ser;
teoriza no para el hombre real, sino para el hombre abs·
tracto, el mismo para todos los tiempos y latitudes, libre,
según ella proclama, pero de hecho desarraigado de todos
los vínculos sociales. De ahí su sentido profundamente anti-
histórico y antisocial. El divorcio patente entre esa filosofía
y la vida rué puesto de manifiesto, de mano maestra, por
H. Taine, en sus Orígenes de la Francia contemporánea, al
vincular el hombre nuevo de la Revolución en el tipo del
jacobino. Jacobinismo significa desde entonces la aplica-
ción del método geométrico a la vida social y política;
muerte a mano airada y desde las alturas del poder, de
la espontaneidad social y corporativa; desconocimiento
sistemático de la constitución política histórica y real de
las naciones.
Contra esa concepción del hombre de a principios del
siglo XIX y la filosofía que lo engendrara - prescindiendo
de otras direcciones filosóficas y doctrinales más sosegadas -
reaccionaron con gran fuerza, precisamente en la misma
Francia de la Revolución, dos compactos movimientos, coin-
cidentes en cuanto al blanco común de su puntería, aunque
discurran luego por derroteros muy diversos. Son: la Es-
cuela tradicionalista francesa y el Positivismo de Augusto
Comte. '
~tra el orgul1o de la razón pura, árbitra de los destinos
del mundo, la Escuela tradicionalista proclama la incapa-
cidad radical de la razón y aun de ]a Filosofía para dirigir
y gobernar a la sociedad. Se preguntaba De Bona]d, en 1810,
en un célebre escrito, si la Philosophie est utile pour le
gouvernement de la société. Y se daba la siguiente respues-
ta: .Se la ha buscado con ahinco (a la Filosofía), pero
todas las funciones están ocupadas, todas las plazas toma-
das.. Pero, ¿es que los hombres no deben, siguiendo sus
diversas profesiones, ser modestos, íntegros, vigilantes, ani·
mosos, etc.; es que no deben en fin ejercer con celo, pro-
bidad e inteligencia las funciones que le son confiadas?
¿ Quién duda de ello? Pero esto no es cosa de la Filosofía;
es propio de ]a virtud, del honor, de la capacidad; es cosa
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que incumbe al buen sentido, al sentido común, mucho
más raro que el espíritu, aplicado a los deberes de la vida
pública. ¿Y por qué hemos de denominar a esto Filosofía,
y poner tan alto lo que ha de estar, por decirlo aSÍ, al aL-
cance de todos? Los principios o las leyes han de estar
fundados en la razón, no del hombre, sino de la sociedad,
o mejor de su Autor, y la conducta ha de ser dirigida por
la virtud. La Filosofía está allí toda desplazada, porque
ella aporta sus sistemas; y la sociedad no habría comen-
zado todavía, si hubiese sido preciso esperar a que los filó-
sofos se pusiesen de acuerdo acerca del nombre sociedad».
No menos formidable fué la embestida de A. Comte,
quien acepta de la escuela tradicionalista el principio de
que «hay que explicar el hombre por la humanidad y no
la humanidad por el hombre», proclama la «(orgullosa de-
bilidad de nuestra inteligenci~» y alguna vez elogia, por
oposición a la Filosofía del siglo XVII. lo que él llama la
sagesse théologique. Pero la ruta inaugurada por Cornte
conduce a resultados diametralmente opuestos. El funda-
dor del Positivismo, mentalidad de tipo matemático y
reformador a lo Saint-Simon, hace también una crítica a
fondo de la Filosofia del siglo XVIII, individualista, metafí-
sica y arbitrari.a, a la que acusa, no sólo de fautora de los
estragos de la Revolución francesa, sino también de haber
comprometido la realización del progreso indefinido, prin-
cipio que él tiene por indiscutible. Esa crítica va acompa-
ñada de la revisión de todo el saber profesional de la época.
De ahí su nueva clasificación jerárquica de las ciencias, que
a partir de las Matemáticas, la ciencia más general e inde-
terminada, culmina en una nueva ciencia, la Física social
o Sociología, encargada de estudiar al hombre en grande,
esto es, la humanidad o la socjedad considerada como ser
real y primario. Eliminada del cuadro de las ciencias la
Psicología, el método sociológico es fundamentalmente el
mismo método positivo o científico, condicionado por la
mayor complejidad del hecho ,ocial respecto de los hechos
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que son objeto de las demás ciencias. De ahí el empeño
insistente de Comte por introducir el concepto de «previ-
sión científica» en el estudio de los hechos sociales. ((Es
preciso - dice - establecer la suhordinación de las diver-
sas concepciones sociales a invariables leyes naturales (léase
físicas), sin las cuales los acontecimientos políticos no po-
drían evidentemente ser susceptibles de ninguna verdadera
prevIslOD .. . ni la serie de los acontecimientos sociales podría
ser de ningún modo prevista con UDa seguridad verdadera-
mente científica» (Cours de philosophie positive, lec. 47).
Al estudiar la «evolución progresiva de la humanidad»
(asunto de la Dinámica social), aplica inexorablemente la
ley de los tres estados para explicar a la vez el proceso del
espíritu humano y el de la sociedad. Dentro de la sucesión
de los períodos teológico, metafísico y positivo, ' distingue
- sin que tengan una exacta correspondencia con ellos-
los regímenes sacerdotal, militar e industrial. Comte ha
establecido vigorosamente el principio de la división del
trabajo, con su consecuencia de referir, finalmente, los re-
sultados así obtenidos al conjunto general. El estado plena-
mente positivo o edad de la generalidad - afirma - se ca-
racterizará por una nueva preponderancia normal del espí-
ritu de conjunto sobre el e~íritu de los detalles (lec. 57).
El advenimiento de ]a era positiva coincidirá con la inter-
vención total de la Ciencia y la evolución industrial, «prin-
cipal base necesaria del gran movimiento de recomposición
social que caracteriza hasta aquí a la sociedad moderna»
(lec. 56).
El Curso de Filosofía po.,itiva (1830-1842) es, a mi jui-
cio, el libro más representativo del espíritu del siglo XIX, y
hay que tenerlo a la vista si se quiere comprender el espí-
ritu del siglo xx. Nótese, en efecto, que la concepción de
Comte coincide, por un lado, con la implantación de la
gran industria, efecto del maquinismo, y con el adveni-
miento del capitalismo y de la burguesía como clase diri-
gente; y, por otro, con el auge avasallador del espíritu
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científico, que DO se detiene sino hasta dar una concepclOD
mecánica del Universo. El siglo xx vive en parte de la per-
duración del espíritu positivista, agravado con el fracaso
de algunas de las predicciones más optimistas de Comte.
Acierta tristemente Comte al anunciar el progreso creciente
de la humanidad por obra de la Ciencia, pues este progreso
es sólo el material, desentendido de las altas necesidades es-
pirituales. El «Imperio de la Técnica» - que no es más que
la Ciencia aplicada a los usos sociales y el exponente más al-
to de aquel progreso material - ha provocado ese otro (dm-
perio de las Masas», que no es otra cosa que el conglomerado
humano infeudado a la máquina, mecanizado, que conti-
núa actuando más allá del taller o de la fábrica, obedeciendo
ciegamente, maquinalmente, las órdenes de otros directores.
En fin, han fallado ruidosamente todas las prevenciones
y seguridades comtianas para el establecimiento de un or-
den social estable como base fudispensable del progreso:
la lucha de clases elevada a la categoría de dogma social, la
interpretación materialista de la Historia, el marxismo, en
una palabra, han dado al traste con la ilusión del progreso
indefinido, armónico y solidario entre los diversos compo-
nentes sociales.
El hombre del siglo xx es un hombre sin fe, desilusio-
nado, insatisfecho aun en medio de las ventajas y goces
materiales, despersonalizado, sin luz en la mente ni alegría
en el corazón, resentido, presto al ademán airado o amena-
zador, sobre todo si se enfrenta con el mal ejemplo de la
riqueza acumulada abusivamente, desvergonzada por aña-
didura.
Bien sé, y os consta también a vosotros, que esa concep-
ción mecánica, cientifista de la vida hace tiempo viene
siendo batida por todos sus flancos, y que asistimos a una
nueva revisión del saber organizado o profesional. Des-
de el campo de la Filosofía y de la Ciencia y auu de la
Técnica se levantan protestas airadas, que significan, en con-
junto, que la vida, aprisionada y maltrecha, vindica sus
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~ás elementales fueros contra el exclusivismo tiránico del
espíritu científico. Como reacción contra el Positivismo, que
es la negación del espíritu filosófico absorbido por la Cien-
cia, emprende la Filosofía un nuevo vuelo en sentido franca-
mente idealista, y en algunos de sus sectores adopta una
actitud furiosamente antiintelectualista. Bergson, hombre de
ciencia y filósofo, no sólo se ríe de los aparatos de la Psico-
logía experimental en su vano intento de mensurar el es-
píritu, de suyo incoercible, sino que además vindica la
eficacia de la introspección, que le descubre los «jardines
encantados de la conciencia», esto es, las excelencias de la
vida interior. El Pragmatismo, que, sobre todo en su mani-
festación continental ¿ europea, aparece, mejor que como
una fiJosofía o un sistema, a manera de irrupción, proclama
como primer postulaáo que la vida tiene un valor, y asigna
a la inteligencia una función puramente instrumental al ser-
vicio de los fines vitales del hombre. Pero hay algo más
sorprendente y sintomático: es el llamado movimiento crí-
tico de las ciencias. Filósofos y científicos han revisado los
fundamentos mismos de la Ciencia y el valor de sus postu-
lados, de sus hipótesis, de sus leyes, y acaban preguntán-
dose formalmente acerca del valor y de la objetividad de la
Ciencia. "Boutroux proclama la contingencia de las leyes
de la Naturaleza; en tanto que E. Mach, H. Poincaré y
otros, muy lejos del dogmatismo científico ingenuo al uso,
sostienen que las leyes físicas no son más que fórmulas ar-
bitradas con arreglo al criterio de (da economía del mayor
esfuerzo en el pensar» o de «la mayor comodidad», o, dicho
en otros términos, no son constantes e infalibles, sino «apro-
ximativas», es decir, relativas y hasta cierto punto históri-
cas. La nota más aguda tal vez la haya dado Le Roy, filó·
sofo, matemático y hergsoniano, para quien la Ciencia, cons-
tituída no más que por convenciones, tiene sólo una certi-
dumbre aparente: los hechos científicos y, a fortiori, las
leyes - afirma - son obra artificial del hombre de cien-
cia; la Ciencia, por lo tanto, nada puede enseñarnos so-
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hre la verdad; sólo puede servirnos como regla de acción.
No menos interesante es la crítica de la Técnica. Dejo
de lado la abundantísima literatura producida alrededor
de este tema, para recoger escuetamente las protestas sur-
gidas precisamente en ]os países donde aquella actividad
humana ha revestido formas más portentosas o gigantescas.
El filósofo-economista alemán Otto Veit ha dedicado un hello
libro a estudiar, según reza su título, ]a «tragedia de la
edad de la Técnica». Caracteriza esta edad por (da apari-
ción de un nuevo Poder frente al cual el hombre se siente
más débil que frente a todos los Poderes anteriores». El
hombre creyó conocer a fondo y dominar este Poder; pero
pronto hubo de convencerse de que la criatura se hacía
impenetrable y se sustraía a la potestad de su humano
creador. (cEI misterio de ese nuevo Poder dominador de la
vida da al hombre la sensación de carencia de libertad.»
Por otro lado, si todas las profesiones y oficios moldean en
parte el espíritu de quienes en ellos están encuadrados, la
Técnica lo hace de una manera total, superlativa y depri-
mente: producto suyo es el hombre-máquina del siglo xx.
"La guerra mundial - alude Veit a la guerra de 1914-
forma la catástrofe de esta denunciada tragedia. Ella, desde
el punto de vista de la historia del espíritu - añade - ,
aparece como un absurdo abuso de la razón material y la
quiebra de la razón humana. El abuso de la primera fué
causado por la quiebra de la segunda.»
Poco menos que a cañonazos quisiera destruir la que
él denomina «civilización tecnológica» el eminente biólogo
norteamericano Alexis Carrel. En el prefacio de su sonado
libro La incógnita del hombre, advierte que escribe c(para
aquellos que son lo bastante atrevidos para comprender la
necesidad no sólo de cambios mentales, políticos y sociales,
sino del derrocamiento de la civilización industrial y del ad-
venimiento de otra concepción del progreso humano». La vi-
da moderna es opuesta a la vida del espíritu. El derrum-
bamiento espontáneo de nuestra civilización tecnológica
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- añade - puede producir el impulso necesario para la
destrucción de nuestras costumbres y para la creación de
nuevos géneros de vida. Como un eco lejano de los mora-
listas del Renacimiento, proclama taJDhién la necesidad de
organizar, a guisa de solución, la «(Ciencia del hombre, la
más difícil de todas las ciencias». Pero, ¿qué es esa Ciencia
para Carrel? La Ciencia del hombre ha de ser la síntesis
unitaria de los resultados de las ciencias especiales «desde
la Química biológica a la Economía política», bien enten~
dido que no ha de ser confiada a especialistas, que sólo
estudian una parte del hombre y, por lo mismo, tienen
una visión mutilada del ser humano. Recogiendo el sentido
de continuidad, aunque no su espíritu, de las Ordenes mo~
násticas, ahoga por una institución capaz de subvenir a la
prosecución ininterrumpida - durante un siglo por lo me~
nos - de las investigaciones relativas al hombre. Este cen ..
tro de] pensamiento se compondrá, al igual del Tribunal
Supremo de los Estados Unidos, de unos cuantos indivi-
duos, que serían educados en el conocimiento del hombre
durante muchos años de estudio. Los jefes democráticos y
los dictadores podrían obtener de esta fuente de verdad
científica ]a información que necesitan para desarrollar una
civilización realmente adec~ada al hombre. Para ]a nueva
ciencia «es esencial que el iÍldividuo, desde la infancia, sea
liberado de ]05 dogmas de ]a civilización industriah. Hay
que descubrir un sistema de alimentación más adecuado.
Es necesario atacar la vida confortable y muelle. Recha-
zando el atletismo especializado, tal como se enseña en las
escuelas y Universidades, y que no proporciona auténtica
resistencia, patrocina un sistema de vida áspera y ruda en
el mar, el campo y la montaña, capaz de «proporcionar la
armonía de los músculos, de los huesos, de los órganos y
de ]a conciencia». Por otro lado, hay que aplicar inexora-
blemente y prescindiendo de sentimentalismos, los precep-
tos de ]a Eugenesia, para la perpetuación de los fuertes y la
eliminación de los locos y los criminales. «Tal vez podrían
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abolirse las cárceles. Podrían reemplazarse por instituciones
más pequeñas y menos caras. Castigar a los delincuentes
con un látigo o con algún procedimiento más científico, se-
guido de una corta estancia en el hospital, bastaría proba-
blemente para asegurar el orden.» Para los delincuentes
profesionales o los locos «culpables» de actos criminales
debería djsponerse, humana y económicamente, de peque-
ñas instituciones de eutanasia (muerte piadosa) provistas
de gases adecuados». Desenvuelto hasta el detalle ese pro-
grama de la Ciencia del hombre, concluye Carrel con estas
solemnes palabras: «Por primera vez en la historia de la
humanidad, una civilización que se derrumba es capaz de
discernir las causas de su decadencia. Por primera vez tiene
a su disposición la fuerza gigantesca de la Ciencia. ¿Sa-
hremos utilizar esta sabiduría y este poder?»)
La respuesta a tan atormentadora
¡
pregunta hace tiempo
que se la dieron a sí mismos dos»ersonajes simbólicos, pero
de una profunda y real significación en nuestro mundo oc-
cidental: Hamlet y Faust. En efecto, la Ciencia y aun la
Filosofía, amuralladas en su propio recinto, rechazando el
acceso de factores vitales y extracientíficos - los factores
morales, afectivos y religiosos - , engendran a la postre la
tristeza incurabJe, el tedio de la vida y la desesperación o
la locura, que conducen al borde mismo del suicidio .
Como una concentración dc todas las alas de un ejército
combatiente se nos presenta la Filosofía de los Valores, más
interesante por lo que significa que por su contenido actual.
Es laudable su primera preocupación de restablecer el hom-
bre comp]eto, el hombre de la razón pura y el hombre de
la Naturaleza, escindido por la critica kantiana. El hombre,
dicen los axiólogos, es portador de valores. El valor, que
no es un hecho, escapa a toda previsión científica; es in-
confundible también con los imperativos, objeto de la Ética .
El valor, que es algo que se aprecia y se estima, es captado,
intuido. Hay que establecer - se añade - una tabla y una
jerarquía de 105 valores, desde el material o económico,
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que está en la base, hasta el religioso, que está en la cús-
pide, acorde todo ello con los fines de la vida humana.
Pero la Filosofía de los Valores es una filosofía-puente y,
por lo mismo, incompleta. Le falta el coronamiento, esto
es, una Teodicea .que aporte la medida absoluta e inaltera-
ble de ese pregonado «reino de los valores eternos)). Nece-
sita, por otro lado, ser reforzada en s,n s cimientos, para
que sea también una filosofía de la acción. La llamada
intuición emocional, eminentemente pasiva, es insuficiente.
El hombre vive en el mundo no sólo para captar valores,
como maná descendido de lo alto, sino para dirigir certe-
ramente' su conducta y realizar su destino inmortal. Reside,
en efecto, en el hombre W1a forma de intuición primaria,
activa y dirigente, verdadero tesoro divino para quien sepa
administrarlo recatadamente y no se obstine en despeñarse
en el abismo de la locura: es la Sabiduría .
.3 • Pero, ¿ qué es la Sabiduría, y cuál es su ~igen? ¿Es el
llamado sentido común? ¿Es un don, una cualidad o dispo-
sición nativa de la mente o un hábito adquirido? ¿Nace, se
despierta o se afina con los obstáculos de la carrera de la
vida? ¿Es patrimonio de todo hombre, y, en caso afirma-
tivo, en qué condiciones actúa la Sabiduría en el hombre
docto e ilustrado, y cómo ~parece en el hombre simple e
ignorante? ¿Está vinculada la Sabiduría a una actividad
parcial humana, a la conducta moral, o hay que referirla
a la totalidad de la ,conducta, que comprendería asimismo
la conducta del hombre de ciencia y del filósofo considerados
en su {unción específica o profesional? ¿Hay una Sabiduría
colectiva o social además de la Sabiduría individual? ¿La
hay en los llamados (pueblos primitivos», y esto supuesto,
difiere esencialmente de la de los pueblos civilizados? He
aquí un tropel de preguntas, que exigen una respuesta pe-
rentoria. Los vocablos Sabiduría y sabio han sufrido, histó-
ricamente, ampliaciones y reducciones, con los consiguien-
tes cambios de significación, no sólo en el lenguaje filosófico
y científico, sino también en el lenguaje literario y usual.
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Os invito, pues, a emprender conmigo una excurSlOD
histórica al galope, pero aun así entretenida, que procuraré
sea lo menos fatigosa posible, acerca del concepto de Sabi-
d,,9ría en sus relaciones con la Ciencia y la FilosoHa. Esa
historia o mejor esbozo, no exenta de emoción dramática,
pero que por ]a escasez del tiempo de que dispongo y lo no
muy trillado del asunto, habrá de adolecer de lagunas y de-
ficiencias, será, por otro Jado, sumamente instructiva, pues
contendrá las respuestas dadas a cada UDa de aquellas pre-
guntas antes formuladas, respuestas que serán luego objeto
A _ O _ f1 .
de una revisión crític8 I . 11 • .r
1./~~ 'J~ ;~I.(I.".~
En los albores de la cultura l5.riega la palabra aOipta sig-
nifica el saber total, común o poseído espontáneamente por
muchos. Este saber patrimonial es expresado en forma
sentenciosa, fácil de recordar y, por lo mismo, transmisible;
de ahí una literatura adecuadal gnómica o paremiológica.
Pronto, unos hombres se encararon con este saber común,
adoptando una actitud personal. Quisieron saber a sabien-
das, esto es, interrogándose y buscando las razones inme-
diatas y tÍltimas de las cosas. Como ha dicho Aristóteles,
la FiJosofja nace del a~ombro. Filosofía significa originaria
y etimológicamente amor a la Sabiduría, pero amor refle-
xivo, insistente, atormentado. No hay filósofo que no frunza
el ceño. El saber filosófico y el saber científico, barajados
y confundidos en sus comienzos, son, pues, un saber califi~
cado, un resaber; nacen en el regazo maternal de la Sabi-
duría, pero al hacerse profesionales - verdadero acto de
emancipación intelectual - seguirán, en lo sucesivo, el curso>
propio y autónomo que les dictarán los nuevos puntos de
vista, la disciplina y los métodos, acaso los prejuicios y las.
pasiones, de los filósofos agrupados alrededor de un maes-
tro. De ahí esa sucesión de escuelas - cUJo detalle no in-
teresa ahora - , que si, por un lado, significan una mayor
determinación, una mayor amplitud y tma mayor profun-
didad del saber común, por otro, se traducen en diversas
19
y notables divergencias que dejan a gran distancia la Sabi-
duría originaria.
Ya en plena carrera profesional, la filosofía helénica
siente ]a necesidad de hacer un paro: es cuando agotado el
período cosmológico, el filósofo concentra la atención sobre
sí mismo. A partir de entonces, más interesante que saber
- esto es, especular sobre los principios constitutivos op]
Universo - , será saberse. El concepto de la Sabiduría va a
tomar una nueva precisión. Más urgente que definir ]a Sa-
biduría y desentrañar su contenido, es sorprender su raíz
humana y averiguar la manera de adquirirla, perfilar, en
una palabra, el tipo del sabio, director y árbitro de la
propia conducta. La antigua aClflt2 tomará ahora ]a forma
preferente de ]a ahliflpoaúv'rJ. Sócrates se apropia el j'vw(h
azClu'tóv, esculpido en el templo de Delfos, y hace del mismo
el principio de su filosofía moral. Conocimiento de sí mismo,
sumo bien o felicidad y virtud; he ahí el trípode sobre el
que descansa el nuevo concepto, ahora más restringido, pero
más eficaz de la Sabiduría. La Sabiduría socrática está muy
cerca del sentido común. Sócrates intenta conocer, no sólo
al hombre individual, sino también al hombre genérico;
por eso deambula por las plazas de Atenas y dialoga con
toda clase de personas: d9ctos e ignorantes, filósofos, po-
líticos, artesanos, ganapan~s, histriones y cortesanas. Más
aún: para Sócrates, la mjsión del filósofo - muy parecida
a la del comadrón - es ayudar al alumbramiento del saber
implícito en todo hombre, bien entendido que saber es ya
gobernarse.
Otra vez, sin embargo, se repite el fenómeno antes re-
gistrado: en las escuelas postsocráticas se diversifica el tipo
del sabio, alejándose cada vez más del común sentir. In-
.confundibles, aun dentro de un fondo común, son el sabio
-cirenaico y el sabio cínico, el sabio epicúreo y el sabio es-
'loico. Diógenes, retraído, albergado en su tonel, rogando
a1 poderoso que se aparte para que no 1e prive de los rayos
¿el sol, es una figura simbólica detonante frente a la socie-
21
berbia y vanagloria. No nos contaminemos con la Sapiencia
de este mundo ni con la prudencia de la carne.. Deseemos
siempre sobre toda cosa el temor de Dios y la divina Sa-
piencia y amor divino del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo» (Regula 1, c. 17). Esta actitud de San Francisco,
contraria a los estudios, es una consecuencia lógica de su
doctrina radical referente a la pobreza. El saber, la Ciencia
organizada, la Filosofía, entendida como una disciplina
mental, además de ser un estorbo para las prácticas sencillas
del Evangelio, constituyen una especie de riqueza, una ver-
dadera posesión espiritual. Es preciso, pues, renunciar a
la Ciencia y a la Filosofía, de la misma manera que es ne-
cesario despojarse de las riquezas materiales; pero el Santo
de Asís no condena en sí mismo el cultivo de la Filosofía,
como no proscribe tampoco la posesión y el buen uso de
las riquezas en aquellos que no pertenecen a la Orden fran-
ciscana. Es más, a través de su actitud irreductible en ]a
cuestión de los estudios, muestra un afectuoso respeto y una
tácita admiración hacia los teólogos, que eran los sabios
profesionales de la época.
Legalizada la vía de los estudios dentro de la Orden fran-
ciscana, no era posible sostener ya la oposición de la espi-
ritual Sapiencia a la Cie:rlcia profesional o de los libros;
pero el filósofo franciscano subordina absoluta e incondicio-
na'l mente la segunda a la primera, la cual constituye para
él, en último resultado, la verdadera Sabiduría. La espiri-
tual Sapiencia es un don del alma, superior al don de la
inteligencia. Se llega a la cima de la esp.iritual Sapiencia
no por una prolongación de las vías intelectuales, sino me-
diante especiales disposiciones afectivas. El don de la Sa-
piencia - afirma San Buenaventura - es una especie de
paladeo divino (Optimus enim modus cognoscendi Deum
est per experimentum dulcedinis); y añade, que esta ma-
nera de conocer es más excelente, más noble y más deleita-
ble que el conocimiento por conceptos y argumentos (multo
etiam excellentior et nobilior et delectabilior est quam per
22
argumentum inquisitionis). En realidad - aclara toda-
vía - no se trala de un conocimiento propiamente dicho,
porque el conocer no es el acto principal del don de la
Sapiencia, sino que sólo de alguna manera concurre con
el acto principal: unde ex hoc non habetur, quod cognos-
cere sit actus ipsius doni Sapientiae praecipuus, sed quodam
modo concurrit ad eius actu11t praecipuum (Sent., 111, d. 35,
a. unic, q. 1, conclus.).
La superioridad del don de la Sapiencia es proclamada
por todos los doctores franciscanos, sin exceptuar a aque-
l]os que más han extremado la nota experimental o raciona-
lista y tuvieron arrestos suficiéntes para organizar la enci-
clopedia de las ciencias de su época. Harto elocuente es
para nuestro objeto el caso de R. Bacon: él consagra por
primera vez la denominación de Ciencia experimental
(Scientia experimentalis) y establece las prerrogativas (dig-
nitates) y las condiciones de ,?esta nueva Ciencia, procla-
mando con reiterada insistencia el principio que ~ine expe-
rientia nihil scitur (Opus maius, parte VI, «de Scientia
experimentali»); pero el franciscano inglés sostiene además
la necesidad de una doble experiencia: una - dice - es
la que se ejerce por los sentidos exteriores, la cual es hu-
mana y filosófica; experiencia insuficiente al hombre, por-
que da un conocimiento incompleto de las cosas corporales
y nada aprehende de los seres espirituales. De ahí la ne-
cesidad de una Ciencia interior, también experimental, bien
que servida por los sentidos espirituales. La Ciencia inte-
rior contiene siete grados, que constituyen un verdadero
camino de perfección. En el séptimo y último grado sitúa
R. Bacon la Ciencia infusa, es decir, aquel saber recibido
gratuitamente y de diversa manera según los sujetos, y que
versa sobre cosas que no pp.eden expresarse con palabras.
Aquel - afirma - que, además de estar familiarizado con
esta última clase de experiencias, está habituado a la expe-
riencia de los sentidos externos, conoce para sí y además
puede informar a los otros no sólo sobre las cosas espiritua-
23
les, sino también sobre todas las ciencias humanas: ipse
potest certificare se et alios non solum de spiritualibus, sed
de omnibus scientiis humanis; de manera - concluye-
que la nueva Ciencia experimental no solamente es útil a la
¡.. . ilosofía, sino también para alcanzar la divina Sapiencia
y el imperio (espiritual) del mundo: non solum utilis
est Philosophiae, sed Sapientiae Dei, et totius mundi regi-
mini (Opus maius, parte VI, «De Scientia experimentali»).
Parecida y no menos instructiva es la posición de nuestro
Ramón Llull: invención suya fué el Arte general, instru-
mento lógico-metaüsico, reforzado con la Combinatoria
matemática, para comprender todo el saber: de omni re
scibili. Pero todo eso, con haber ocupado cincuenta años
de la vida azarosa y misionera del Doctor lluminado, no
pasa de Ciencia adquirida, esto es, esforzada, Hena de ho-
jarasca y presuntuosa, la cual debe ceder el paso a la Ciencia
infusa - la divina Sapiencia - , muy granada y exenta de
sutilezas, patrimonio de los sencillos, pues requiere sólo la
pureza de corazón. En los encendidos coloquios del Libre de
A míe e Amat «deia 1'amic que sciencia infusa venia de vo-
lentat, oració e devoció; e sciencia adquisita venia d'estudi
e d'enteniment ... La sciimcia deIs grans savis és gran cumulls
,
e pocs grans; mas la scienc¡a deIs simples es cumull poc e
los grans sens nombre, per ~o car presumpció ni curiositat
ni trop subtilea ajusta al cumull deIs simples».
Por otra parte, al margen y a veces en oposición, más
o menos confesada, a la Filosofía escolástica entendida en
sus diversas direcciones, se va abriendo cauce propio, duran-
te la Edad Media, la ~rrjente mist;,,ª-, harto compleja y
matizada. Hay, en efecto, alIado del Misticismo especulati-
vo un Misticismo radicalmente afectivo . Nota común a to-
das las tendencias es el desdén hacia la Ciencia de los doc-
tos, lastre inútil y embarazoso del que hay que deshacerse
antes de emprender la ascensión que conduce a la unión
amorosa con Dios. Todos los místicos medievales están con-
testes también en proclamar la necesidad del conocimiento
24
de sí mismo y de consegu.ir, mediante la ascesis, el gobierno
propio, esto es, la perfecta sujeción de los bajos instintos
y pasiones o como ellos dicen, en su lenguaje peculiar, la
mortificación de 'los afectos mundanos. Reviven, pues, en
cierto modo, el )'vwOt O'E21J'tÓV socrático y el supremo domi-
nio de los estoicos, pero obtienen ahora una aplicación muy
diferente: no son ya el punto de término, sino el punto de
partida para un itinerario del alma, desconocido de los
Griegos: ltinerarium mentis ad Deum. Además, con el co-
nocimiento propio, el místico cristiano aprende su debilidad
y miseria ingénitas, lo que le lleva al propio menosprecio.
En estas condiciones, se comprende que sea exaltada la
Sapientia, la Sabiduría iluminada, como la Ciencia verda-
dera y eficaz. ((Gran diferencia hay - se lee en el Libro
de la imitación de Jesucristo - entre la Sabiduría de un
hombre iluminado y devoto y la Ciencia de un clérigo le-
1
trado y estudioso. Mucho más noble es aquella doctrina que
mana de arriba por la divina influencia, que la que traba-
josamente se adquiere por el humano ingenio.. La verda-
dera celestial Sabiduría no es presuntuosa ni busca la exal-
tación sobre la tierra " no obstante ser ella ]a perla pre-
ciosa escondida para muchos» (lib. lIT, caps. 31 y 32).
El espíritu del Renacimiento es propicio al cultivo irre-
frenad o del saber. El gran Cardenal Nicolás de Cusa, filó··
sofo, hombre de ciencia y de acción, místico y apostólico,
para mejor conducir a los espíritus doctos de su tiempo
bacia Dios, se cree en el deber de poner un dique a la
Ciencia inflativa, comenzando por humillar a la razón.
Puesto que el Infinito - afirma - es por definición incon-
mensurable, permanece necesariamente desconocido para
nosotros. La ciencia de esta incapacidad nativa en la cual
nos hallamos respecto al conocimiento de Dios, es la Docta
ignorantia, título dado por el Cusano a una de sus más.
famosas y discutidas obras. Para la Docta ignorancia sólo
tiene valor la Teología negativa , puesto que nada dice de
Dios, y se limita a afirmar que Dios es infinito, esto ~~lo40
,¿.' ()
. .;;i ~
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cognoscible . Impotente la razón, la fe ocupa s~ sitio. La fe
no es opuesta a la inteligencia, antes bien constituye su
condición. El ejercicio de nuestras facultades presupone los
primeros principios, y éstos sólo pueden ser aprehendidos
por la fe: in omni facultate, quaedam praesupponuntur
ut principia prima, quae sola fide apprehenduntur (lib. 111,
c . 11). La fe dirige la inteligencia, y allí donde falta una
fe sana no puede haber verdadero conocimiento: Dirigitur
intellectus per fídem ... Ubi igitur non est sana fides, nullus
est verus intellectus (Ibid.). Pero la fe sobrepasa a la inteli-
gencia; ella es también la condición de la aprehensión
supraintelectuaI, bajo la cual se realiza en cierto modo la
visión y unión con Dios. Todo esto se hace por grados, ele-
vándonos por encima del mundo sensible, escuchando den-
tro de nosotros mismos la voz potente del Maestro de todas
las cosas. Para ello es indispensable una fe perfecta, esto es,
encendida por el amor. Fundón de la Docta ignorancia es
gui.ar esta fe ~ mostrando que Dios es incognoscible. Las
luces de la fe, cuanto más vivas, más nos hacen conocer la
incomprensibilidad de Dios, aumentando la Docta igno-
rancia. Pero ·a la fe sucederá la gloria; a la visión enigmá-
tica y a través de un velo de nubes, ha de seguir otro día
la visión facial; a la intuiqión esbozada, la intuición bea-
tífica. Entonces, dice NicoIás de Cusa, veremos a Dios en
verdad, cesando la Docta ignorancia. Tal es, para el Cusano,
la Ciencia contenida en su propia limitación, coronada, sin
f¿ .1._ ~ ~mhargo por la ~hi\W~ía..!"Ística.
--r ~~cho al~:mzo que otras voces se levanta-
ron, en pleno Renacimiento, exaltando a la Sabiduría. Luis
~ en su citada Introductio ad Sapientiam afirma que la
verdadera Sabiduría consiste en juzgar sanamente de las
cosas: de rebus incorrupte judicare; en justipreciarlas:
suum pretium redditur (c. 1). Una de estas cosas es la doc-
trina~ la Ciencia. «El ingenio - dice - se cultiva y aguza
con muchas artes no sólo humanas, sino también divinas,
y se instruye con el grande y admirable conocimiento de
26
las cosas, para que conozca con l~ mayor exactitud la esti.
mación y naturaleza de cada una de ellas y pueda enseñar
a la voluntad qué bien haya de seguir y de qué mal se haya
de guardar. » Es decir, que el cuhivo científico o filosófico
no es un fin en sí; el conocer está subordinado al bien
obrar. Por eso, la Ciencia tiene limites infranqueables, so
pena de incurrir en orgullo o temeridad. «Así, pues, hay
que huir de aquellas artes que pugnan con la virtud )), yenu-
mera las diversas artes adivinatorias, que, en su tiempo,
tenían enloquecidas a cabezas de primer orden y también
a los reyes y magnates. Hay que detenerse ante las cosas
secretas y futuras, que el Señor reservó sólo para sí. Hay
que desechar también las artes demoníacas. Ni aun es bueno
conocer las opiniones de los filósofos y de los herejes con·
trarias a nuestra piedad (cap. 6). Vives es además un maes-
tro en el ejercicio del ars nesf iendi, que es un ramo de la
Sabiduría, y ha trazado, en páginas insuperables, la con-
ducta del hombre docto. Bajo otro respecto, la concepción
vivista de la Sabiduría - serena, ponderada, sentenciosa -
significa la alta fusión de la Sabiduría pagana, particular-
mente la socrática y estoica, con la Sahiduría cristiana:
«Este es el curso de la perfecta Sabiduría, cuyo primer gl'a-
do es: Conocerse a sí mismo, y el último: Conocer a
Dios)) (c. 18).
Contrariamente a esta actitud de prudente re$erva, En·
rigue Cornelio Agripa en su célebre obra De incertitudine
et vanitate scientiarum (15~O), . ataca descopsideradamente .;~ ',/,
a la Ciencia en sus fundamentos y declara vano, inútil y
hasta pernicioso su cultivo. Nada hay tan pestilencial para
el hombre como la Ciencia: Nihil homini pestilentius con-
tingere potest quam scientia (cap. 1). Ella, además de ser
una causa constante de la suhversión del género humano,
nos ha quitado toda la inocencia y extinguido la luz de la
fe : omnem innocentiam expulit ... Jidei lumen extinxit
(Ibid.). Con el nombre genérico de Ciencia comprende
Agripa todo el saher constituído, desde la Gramática;-ll'¡>.....- - -____,
Dr. Cirac, Cano 1
CZenca. España
sando por las Matemáticas, la Medicina y la Veterinaria
hasta la Metafísica, la Filosofía moral, la Ciencia jurídica
y la Teología, sin omitir las diversas artes y profesiones,
como el arte militar, el arte heráldica, el arte notarial y de
los abogados, el arte de la alcahuetería y las mismas artes
ocultas, a pesar de haber escrito un tratado de magia y estar
a sueldo como adivino. Con agudo ingenio y sorprendente
erudición, revisa cada una de las ciencias, artes y profe-
siones, mostrando sus internas contradicciones, sus sofismas,
el nulo valor de sus argumentos y silogismos, sus embustes
y embelecos. La verdad - afirma - está guardada en Wl
armario cerrado, cuya llave posee sólo el Verbo divino:
Clavis autem haec sola est (nec quicquam aliud) quam Ver.
bum Dei (cap. 100). El que en él no reposa o de él disiente
es Wl soberbio y nada sabe : qui illi rwn acquiescit, veZ ab
illo dissentit, is (ut inquit Paulus) superbus est, et nihil
sciens (Ibid.). Cristo eligió para apóstoles suyos, no a los
rabinos, a los maestros y sacerdotes, sino a hombres rudos,
iletrados, vulgarmente llamados idiotas, ignorantes y asnos
(idiotas, inscios et asinos). No es calumniar a los apóstoles
- dice Agripa -;- ap1icarles este último calificativo, sino
todo lo contrario. Esto le da pretexto, siguiendo el ejemplo
de Apuleyo, para intentar 1f"a nueva apología del asno
acorde con el sentido cristiano (cap. 102). Las peculiares
condiciones de este animal son las exigidas necesaria y prin-
cipalmente al discípulo de la Sabiduría: es sobrio en el
comer, está contento dondequiera, sufridísimo en todas las
penas y necesidades corporales, pacientísimo en las persecu-
ciones, simp1icísimo y paupérrimo de espíritu, pues no
sabe distinguir entre las lechugas y las alcachofas, de cora~
zón inocente y limpio, sin bilis, vive en paz con todos los
animales, no sujeto a enfermedades, pausado, y no necesita
de ajuar alguno. Tal es el fideísmo regocijante de aquel
famoso aventurero y cronista del Emperador Carlos V.
Influído por l~s ideas de Agrip a contrarias a las cien-
cias, Montaigne restaura el pirronismo. La razón - dice -
28
está incapacitada para afirmar o negar nada con certeza.
La única actitud correcta, porque está en el fiel de la ba-
lanza, es ésta: ¿qué sé yo?, «¿que s~ay-je?». El autor de los
Ensayos arremete furiosamente contra «ese frenesí y esa
preocupación de juzgan), y le parece el medio más apro-
piado para sojuzgarlos «abatir y pisotear el orgullo y la
humana arrogancia; hacerles sentir la inanidad, la vanidad
y la nada del hombre; arrancarles de los puños las mez-
quinas armas de su razón; hacerles bajar la cabeza y mor-
der la tierra bajo el peso de la autoridad y reverencja de
la Majestad divina. A ella sola pertenece - añade -la Cien-
cia v la Sapiencia; sólo ella tiene capacidad para juzgar de
las ~osas, pues nosotros le sustraemos la cuenta y estima-
ción que hacemos de nosotros mismos» (Essais, «Apologie
de Raymond Sebond))). Impotente el bombre para juzgar,
pero ante la necesidad de arbitrarse una norma para la
conducta cotidiana, Montaigne se adhiere a aquella moda-
lidad más fácil y muelle de la Sabiduría pagana, esto es,
el epicureismo, moderado y elegante en sus manos; en tanto
que, de otro lado, acepta sumiso el imperio ae la costum-
bre, como el criterio más verosímil, más cómodo y menos
sujeto a trastornos: «Lo que nuestra razón nos aconseja
como más verosímil es, en general, que cada uno obedezca
a las leyes de su país, a la manera como Sócrates aprendió
del oráculo que cumplir exactamente el deber de piedad
n o es otra cosa que servir a Dios según el uso de su na-
ción» (lbid.).
El escepticismo de los Essais y la descripción vigorosa
y sombría que de la condición del homhre hace Montaigne,
inspiraron a Pedro ehanon su Traité de la Sagesse (1601) ,
obra que a pesar de lo contundente del título no arroja
nueva luz. Partiendo del conocimiento de sí mismo, y des-
pués de haber mostrado la «vanidad)), la «debilidad», la
«inconstancia» y la (presunción» del hombre, el autor esta-
blece UDa regla de la vida, que es una exhortación a la
piedad. La obra está dividida en 117 capítulos, cada uno
29
de ellos subdividido a su vez; cúmulo de divisiones que
«causaban tristeza y aburrían» a Pascal, quien tuvo a la
vista este tratado.
La trinidad: pescartes, Pascal, Leibniz, representación
relevante de la filosofía del siglo XVlI, coincide en proclamar
la excelencia de la Sabiduría, pero discrepa esencialmente
al establecer el concepto de la Sabiduría, sobre todo en sus
relaciones valorativas con la Filosofía y la Ciencia. Escribe
Descartes en la Carta· prefacio de sus Principes de Philoso.
pIde: (lPOr Sabiduría (Sagesse) no se entiende solamente la
prudencia en el obrar; sino un perfecto conocimiento de
todas las cosas que el hombre puede saber, tanto referentes
a la conducta, como a la conservación de su salud y a la
invención de las artes». El autor del Discurso del Método
vindica, por un lado, el carácter total de la Sabiduría, pero,
por otro, la identifica con la Filosoffa máxima o plenaria.
En la dedicatoria de ]a antes citada obra a la Princesa Isa·
bel de Bohemia dice: esta mi Filosofía no es otra cosa que
el estudio de la Sabiduría. En la aludida Carta·preíacio,
después de señalar diversos grados de Sabiduría, escribe:
«Mas en todo tiempo ha habido grandes hombres que han
tratado de encontrar un quinto grado para llegar a ]a Sa·
biduría, incomparablemente ,más alto y más seguro que los
otros cuatro: consiste en buscar las primeras causas y los
verdaderos principios de los cuales se puedan deducir las
razones de todo lo que somos ca paces de saber; y a los que
han trabajado en este sentido es a los que especialmente se
les ha llamado filósofos» . Este quinto grado corresponde a
la que Descartes denomina la (~absoluta y sublime Sabi·
durÍa», aquélla que más no~ acerca a Dios, pues «sólo Dios
es perfectamente sabio». Cierto que en los Principios y
en otras obras Descartes alude al bon sens y certifica que
hay fIlósofos extraviados que están por debajo del sentido
comím; pero se trata de un sa ber marginal, vegetativo.
«Es propiamente tener los ojos cerrados - afirma - , sin
tratar de abrirlos jamás, vivir sin filosofar.» Sólo la Filo·
30
sofía - añade - (mos distingue de los salvajes y bárbaros;
las naciones son tanto más civilizadas y cultas, cuanto mejor
filosofan sus hombres)). Y, repitiendo a Platón, concluye:
«por tanto, el mayor bien que puede existir en un Estado
es el de tener verdaderos filósofos). Ese filosofismo de Des-
cartes, a pesar de su duda metódica; esa fe - ingenua y
arrogante a la vez - en la Filosofía, o mejor en su Filoso-
fía, que le hace escribir: da posteridad me excuse si -desde
ahora dejo de trabajar en su provecho)), han sido señala-
dos, con razón, como el punto de partida del período de
las luces. Y fué precisamente esta actitud la que irritó a
Pascal - punto este tal vez no bien advertido - , y que
explica su actitud contraria.
Leibniz, en su opúsculo De la Sagesse, escrito en su pri-
mera juventud, según Conturat, haciendo punto de par-
tida de la definición cartesiana de la Sabiduría, la des-
arrolla y la metodi za . La Sabiduría como conocimiento per-
fecto puede referirse ora a los principios de todas las cien-
cias, ora al arte de aplicarlos. En este segundo respecto hay
la Sabiduría para el arte de juzgar bien o razonar, para
el arte de descubrir verdades desconocidas, para el arte de
recordar las cosas sabidas y nombradas. A continuación
establece Leibniz una serie de reglas relativas a cada una
de estas tres artes.
Hay que sentar por anticipado que Pascal es funda-
mentalmente un moralista, y uno de los más potentes que
han existido, para comprender su actitud ante la Ciencia
y la Filosofía y poder desentrañar, entre sus ideas disper-
sas, su concepto de la Sabiduría. «Yo hahía pasado largo
tiempo en el estudio de las ciencias abstractas; y la es-
casa comunicación con los hombres que de ello se saca,
me había hastiado. Cuando comencé el estudio del hom-
bre, vÍ que estas ciencias abstractas no son propias del
hombre, y que yo me descarriaba más de mi condición
penetrando en ellas que los demás ignorándolas» (Pensées,
ed. Brunschvig, 144). Esto escribía Pascal cuando estaba
31
ya de vuelta de la Ciencia y había asombrado con sus teo·
rías y descubrimientos. Y añade: «(el estudio del hombre
es el verdadero estudio que le es propio», aunque certi·
fica luego que este estudio tiene todavía menos adeptos
,que la Geometría. Pascal, jansenista, recarga los efectos
del pecado original, describiendo con los más negros co·
lores lo que él llama la «extrema miseria del hombre».
Pero de aquí arranca precisamente su doctrina del cono·
cimiento y su especial interpretación del principio: eonó·
cete a ti mismo de la Sabiduría pagana, que él había leído
en Montaigne y Charron. Dios, afirma Pascal, creó al hom·
bre santo, inocente, perfecto; le llenó de luz y de inteli·
gencia, comunicándole su gloria y sus maravillas. Pero el
hombre quiso convertirse en centro de sí mismo, indepen.
diente de la asistencia divina; de ahí que el Creador le
abandonase. «El hombre actual (caído) ha venido a ser
semejante a las bestias, y hállase tan alejado de su Crea·
dor, que sólo le queda una luz confusa de su Autor: de
tal manera todos sus conocimientos han sido extinguidos o
turbados.» Les queda a los hombres «Un cierto instinto
impotente hacia el bien, estando sumidos en las miserias
de su ceguera y de su concupiscencia, convertida en una
.segunda natura]eza». De ahí su conminación: «Es en vano,
i oh hombres!, que busquéis en vosotros mismos el reme·
dio a vuestras miserias. Todas vuestras luces no pueden
Begar a conocer sino que de ningún modo encontraréis
en vosotros mismos ni la verdad ni el bien. Los filósofos
os lo han prometido, pero no lo han conseguido. El10s no
saben ni cuál es vuestro verdadero bien ni vuestro ver·
dadero estad o» (P. 430). "Dos cosas instruyen al hombre
acerca de su naturaleza total: el instinto y la experien-
cia» (P. 396). El instinto es aquella antes registrada as-
piración al bien, recuerdo de nuestra perfección primitiva.
La experiencia es el conocimiento de nuestra miseria y de
nuestra caída. Esa clara visión que tiene el hombre de su
miseria es el principal obstáculo para el conocimento pro-
32
pio: el hombre huye, atemorizado, de sí mismo para no
dar con el fondo de su miseria nativa. Por eso ha inven-
tado todo ese lujo de diversiones - desde la caza, jugar a
la pelota y tocar el laúd hasta hacer ciencia y filosoHa -
con el objeto de distraerse y no permanecer solo ante sí
mismo (P. 136·143 Y 167-171). Nos conocemos poco y
mal (P. 175). Con todo, Pascal, de cara a los libertinos,
recomienda el conocimiento de sí mismo, no sin un dejo
de ironia, pues «sirve al menos para arreglar la vida)
(P. 66).
Insiste Pascal en que a pesar de la visión de todas nues-
tras miserias, poseemos «un instinto que no podemos re-
primir, que nos eleva» (P. 411). Este instinto recibe en
los Pensamientos diversos nombres «creur»», «jugemenl»,
«esprit· de finesse» , «bon sens», «sens commun», «sen ti-
menL», y es cosa diferente de la razón. «Instinto y razón
son marcas de dos naturalezas~ (P. 344), a saber: de la
naturaleza inocente y primitiva el primero, de la naturaleza
caída y corrompida la segunda . . «Hubiese placido a Dios
que nosotros no tuviésemos jamás necesidad de la razón,
y que conociésemos todas las cosas por instinto y por senti- .
miento. Pero la Naturaleza nos ha rehusado este bien; ella,
por el contrario, nos ha dado muy poco de esta manera de
conocer» (P. 282). La expresión más elevada, verdadera-
mente excelsa, de ese instinto es la Sabiduría (Sagesse),
excepcionalmente asequible, dado el hecho general de la
locura humana, efecto de la corrupción. La Sabiduría, que
sería temerario fundar en la razón (P. 330), es un retorno
a la inocencia primitiva, un estado de niñez voluntaria.
«La Sabiduría nos remite a la infancia: Nisi efficiamini
sicut parvuli» (P. 271), según el conocido texto de San
Mateo (XVIII, 5). La Sabiduría se confunde con la sim-
plicidad del Evangelio (Cf. P. 435).
¿ Queda, empero, anulada la razón y, consiguientemen-
te, la Ciencia y la Filosofía? Hay dos excesos igualmente re-
probables: excluir la razón, no admitir más que la razón
33
3
(P. 253). El hombre visiblemente ha sido hecho para pen-
sar; es toda su dignidad y todo su mérito; y toda su obli·
gación es pensar convenientemente: comme il faut (P. 146).
Y enfrentándose Pascal con Descartes y todos los que se
enfrascan demasiado en el cultivo de las ciencias, les dice
que do da la Filosofía no vale una hora de pena» (pági-
na 76·77). No hay que imaginarse a Platón y Aristóteles
- añade en otro lu gar - con grandes togas de pedantes,
sino como unas personas honestas, como los demás, riendo
con sus amigos; y cuando se divirtieron ha~iendo sus Le-
yes y su Política, lo hicieron como jugand o: esta era la
parte men os filosófica y menos seria de su vida, la más
filosófica era vivir sencillamente y tranquilamente (P. 331) .
Todavía se le quedó a Pascal en el tintero una proyectada
epístola sobre (da locura de la Ciencia humana y de la
Filosofía», a propósito par:a se.r leída antes de comenzar
la «diversión» científica o filosófica (P. 74). La invectiva
pascaliana va dirigida contra la Filosofía com prendida
como Filosofía natural y la (Ciencia de las cosas exterio-
res», desentendidas una y otra de la Ciencia fundamental
del hombre. De ahí la actitud definitiva del autor de los
Pensamientos respecto de la Ciencia y la Filosofía, actitud
que podríamos calificar da; Sabiduría y simplicidad evan-
!
gélicas, y que su genio irónico sintetizó en el célebre apo·
tegma : «Se moquer de la Philosophie, c'est vraiment phi.
losopherll (P. 4).
No es posible pasar por alto, en este esbozo histórico
del concepto de Sabiduría, el Criticón de nuestro Baltasar
Gracián, aparecid o a mediados del siglo XVII , obra inago-
table en aspectos y matices, pero desconcertante, y que
hay que saber leer o interpretar. En realidad, es una his-
toria novelada de la Sabiduría en formación. Andrenio, un
nuevo Adán que despierta del paraíso de su simplicidad
primitiva, es acompañado y dirigido por Critilo, especie
de Sócrates, en una sucesión interminable de aventuras, a
través de las cuales el primero de aquéllos va formando
34
dolorosamente su personalidad con la piedra de toque de
todas las complicaciones sociales y de los desengaños. El
autor del Criticón, espíritu sutil y observador, que ha
bebido en muchas fuentes y gustado todos los jugos de la
Sabiduría pagana, realzada con el idealismo cristiano, se
lanza con ardor al G.cscubrimiento del «hombre sustancial»,
esto es, «con jugo de humanidad» (Crisis VII, parte 1).
O dicho en otros términos, el sabio . Una ciencia adecuada
tiene tan elevada misión: la moral Filosofía, «pasto del
juicio, centro tic la razón y vida de cordura . _ la que hace
personas» (Crisis VI, p. 1). Su canon fundamental es el
Conócete a tí misr.-::o (Crisis X, p. 1). «La virtud anda de
espinas por fuera y La flores por dentro, al contrario del
VICIO. . i Qué satisfacción la de ]a buena conciencia! .
i Qué frutos tan dulces se cogen de la raíz amarga de la
mortificación! Melancólico parece el silencio; mas al sa~
bio nunca le pesó de haber callado (Crisis XI, p. 1). La sa-
biduría es, pues, a~equibIe. Critilo es la Sabiduría des·
pierta~ que hace a su vez de despertador en la mente pro-
picia de Andrenio. Pero la Sabiduría sólo se adquiere a
fuerza de escarmientos y desengaños recogidos en esa «sen-
tina, que no mWldo» (Crisis VI, p. 1), que el hombre se
ha fabricado libremente para su des gracb. Y, i oh dolor!,
la plena posesión de la Sabiduría coincide con el término
del azaroso viaje mundano, esto es, cuando aquélla resulta
ya inútil. Pero dejando de lado su pesimismo acerbo y
tendencioso, e] Criticón nos bace patente esta inconcusa
verdad: la vida es una carrera de obstáculos, y el h~stru~
mento para sortearIos es la Sabiduría.
Un cambio de actitud se opera al llegar el período ro-
mántico de la Filosofía, sobre todo en Alemania; período·
éste que en parte se opone al período de la ilustración, pero·
que, bajo otros aspectos, lo continúa. También el filósofo·
se siente árbitro y director de los destinos del IDWldo, pero.
su instrumento predilecto es ahora la cultura. El sabio~,
como en la Filosofía griega, se diviniza a sí mismo, perOl
35
no se aísla de la muchedumbre a la cual pretende servir.
El sabio, partícipe de las ideas divinas, tiene la especial
misión de difundirlas por todas las capas sociales. No en
balde se habían abierto paso las nuevas doctrinas políticas
sobre la soberanía popular. J. G. ~, filósofo, hombre
de acción y de pasión, es el más caracterizado repre-
sentante de esta nueva actitud y su verbo más brillante
y sugestivo. Sus ideas sobre la Sabiduría fueron desen-
vueltas en dos cursos de conferencias dadas en 1794 y 1805
respectivamente, reunidas luego bajo el título de El destino
del hombre y el destino del sabio. El destino del hombre.
para Fichte, consiste en el progreso de la cultura y en el
desarrollo uniforme y constante de todas sus aptitudes y
necesidades. El destino del sabio sólo se concibe en la so-
ciedad de que forma parte. «Aquel1a forma de educación
y cultura espiritual de cada época, por medio de la cual
las generaciones respectivas pretenden conducir a los hom-
bres al conocimiento de la Idea divina, es la Sabiduría, y
los hombres que participan de esta Sabiduría son llama-
dos sabios». Por Idea divina entiende Fichte el fondo o
fundamento oculto de los fenómenos considerado en su
más alta universalidad. Este fondo trasciende del mundo
sensible y escapa al senti&' natural del hombre. El sabio
se eleva al conocimiento de la Idea divina por medio del
estudio de la ciencia de su época, y no por olras vías;
la vida del sabio se engrana y desarrolla con la vida uni·
versal. Quien, por medio de la cultura, no consigue llegar
al conocimiento de la Idea divina, o por lo menos no se
esfuerza en adquirirlo, realmente no es nadie, es un ig-
norante. En franca oposición a la Filosofía natural de Sche-
lling, que se esfuerza en identificar lo Absoluto con la
Naturaleza y divinizarla, y a su Teosofía, afirma Fiehte
que la Naturaleza no liene vida como la razón, ni es capaz
de un desarrollo indefinido, sino que es muerta, y posee
una existencia yerta y circunscrita en sí misma. El campo
propio de la Sabiduría es la cultura, opuesta a la Natura-
36
leza. ¿ Cómo se l1ega a la Sabiduría? No de otra manera
que con el amor al conocimiento de la Idea divina. En el
verdadero sabio la Idea toma una vida sensible, que anu-
la, por decido así, su vida personal y la substituye. En las
dos clases de sabios, el sabio perfecto y el sabio en forma-
ción, vive la Idea; pero con la diferencia que en el pri-
mero ha adquirido aquella firme consistencia y claridad
que en tal individuo puede alcanzar; y viviendo en él
una vida total y exclusiva, llega a maduración y se desbor-
da en palabras y en acciones, mientras que en el segundo
sólo vive una vida incompleta y en armonía con el desarro-
llo y circunstancias del individuo. Ambos serian igual-
mente desgraciados si no pudiesen formarse ellos mismos
y formar a los demás según las ideas. Por la Idea divina
el sabio se sentirá transfigurado e invadido de una especie
de sentimiento religioso, aunque su religiosidad y su bea-
titud no es exclusiva: es una participación en el senti-
miento religioso de la vida universal alcanzada por la vía
de la Sabiduría. La Idea divina originaria sólo se nos re-
vela en cada época cuando aparece el hombre inspirado
por Dios y la practica. Lo que hace el hombre de Dios es
divino. El mero instinto natural tiende a lo permanente, a
lo antiguo. Todo lo grande, hello y nuevo, es y será pro-
ducido, desde el principio del mundo hasta su termina-
ción, por la Idea divina que se manifiesta en algunos ele-
gidos poco a poco. «Inspirarse en la Idea divina, entregarse
a ella es la única verdadera Ciencia en todo negocio hu-
mano, y especialmente en el más alto que al género hu-
mano puede ocupar: en la adquisición de la Sabiduría.»
Estas doctrinas no eran compartidas, sin embargo, por
todos los filósofos y escritores del período de la ilustración.
El mismo Fichte se creyó en el caso de dedicar una de las
aludidas conferencias al examen de la teoría de Rousseau
sobre el influjo de las ciencias y las artes en el bienestar
de la humanidad. El autor del Emilio, en tma célebre
Memoria sobre dicho tema, sostuvo que el progreso de la
37
"Cultura es la única causa de todos los males sociales. Según
.él, para el hombre no hay salvación sino en el estado na-
tural; y la clase socia], encargada más especialmente del
progreso de la cultura de los hombres, la clase de los hom-
bres de ciencia, es para él la fuente como también el punto
central de toda la miseria y perdición de los hombres. Fich-
te, no sin aludir al carácter misantrópico del autor del
Contrato social, después de recoger la aspiración de éste a
querer vivjr emancipado de sus propias inquietudes y de
las inquietudes que los demás le infligían, se pregunta:
«Mas ¿en qué quería Rousseau emplear este estado de
tranqlúlidad? Sin duda en aquello mismo en que empleaba
el poco sosiego de qu e podía goza r en el estado de cultu-
ra: en reflexionar sobre su destino y sobre sus deberes,
y en trabajar en su propio perfeccionamiento y en el de su
prójimo. Y ¿ cómo hub iera podido hacerlo en el estado
natural y sin la ilustración que sólo una seciedad civilizada
puede pl'oporcionar?» La r espuesta de Rousseau podríamos
encontrarla en cs1e muy contundente pasaje de la Nouvelle
Hélo,se (1, 10): "La Sabiduría ba hablado bellamente por
vuestra boca, pero 1.1 voz de la Naturaleza es más fuerte.»
Una crítica anticipada y a fondo del optimismo ético
y aristocrático de Fichte nes la ofrece también una página
m emorable de Kank, que hemos citado más de una vez,
del capítulo 1 de su Fundu"mclltación de la Metafísica de
las costumbres. Refiriéndose al pri.ncipio del ccnocimiento
mon21 de la razón vulgar del hombre , y recogiend,) la ex·
pcriencia hecha por Sócrates, afirma el filósofo de Konigs-
herg «que no hace falta Ciencia ni Filosofía alguna para
saber qué es lo que se debe hacer para ser honrado y bue-
no y hasta sabio y virtuoso». Y añade que «el conocimiento
de lo que todo hombre está obligado a hacer y, por tanto,
también a saber, es cosa que compete a todos los hombres,
incluso al -más vulgan>. A continuación reconoce Kant, no
sin admiración, cuán superior es la facultad práctica de
juzgar respecto a la facultad teórica, en el entendimiento
38
vulgar, pues en esta última, cuando la razón vulgar se
atreve a salir de las leyes de la experiencia y de las percep-
ciones sensibles, incurre en contradicciones consigo mis-
ma, y en un caos de incertidumbre, obscuridad y vaciJa-
ción. «En lo práctico, en cambio, comienza la fa cultad de
juzgar, mostrándose ante todo muy provechosa, cuando
el entendimiento vulgar excluye de las leyes prácticas los
motores sensibles. Y luego llega hasta la sutileza, ya sea
que quiera, con su conciencia u otras pretensiones, dispu-
tar con respecto a lo que debe llamarse justo, ya sea que
quiera sinceramente, para su propia enseñanza, determi-
nar el valor de las acciones; y, lo que es más frecuentf:'.
pu~ de en este último caso abrigar la esperanza de acertélr~
ni más ni menos que un filósofo, y hasta casi Gon más .,e-
guridad que este último, porque el filósofo no puede dis-
po'ner de otro principio que el ¡p.isIDo del hombre vulgar;
pero, en cambio, puede muy hien enredar su juicio en
multitud de consideraciones extrañas y ajenas al asunto y
apartarle así de la dirección recta ». Y se pregunta Kant :
«¿No sería, pues, lo mejor atenerse, en las cosas morales,
al juicio de la razón vulgar, y, a lo sumo, emplear la Fi-
losofía sólo para exponer cómodamente, en manera com-
pleta y fácil de comprender, el sistema de las costumbres
y las reglas de las mismas para el uso - aunque más aún
para la d isputa - sin quitarle al entendimiento vulgar,
en el sentido práctico, su venturosa simplicidad, ni empu-
jarle con ]a Filosofía por un nuevo camino de la investi-
gación y la enseñanza?» Y como un eco pascaliano, un
tanto frustrado, exclama: « i Qué magnífica es la ino-
cencia! P ero i qué desgracia que no se pueda conservar
bien y se deje fácihnente seducir! Por eso la Sabiduría
misma - que consiste más en el hacer y e] omitir que en
el saber - necesita de la Ciencia, no para aprender de
ella, sino para procurar a su precepto acceso y duración.»
Como se ve, Kant, que expulsa sistemáticamente el sen-
timiento en su manera de filosofar, llama entendimiento o
39
razón vulgar a lo que su amigo y colega 1 acohi denominaba
creencia, y otros, fuera de Alemania, instinto y, más usual·
mente, sentido común.
Adrede he dejado para este lugar las importantes doc·
trinas sobre la Sabiduría de J. B. Vico, autor que si bien
pertenece a la primera mitad del siglo XVIII, hay que en-
cuadrar, ideológicamente, dentro del siglo XIX. Algunas
de sus más sorprendentes ideas, poco o mal comprendidas
en su época, entroncan con la actual Historia y Filosofía
de la Cultura y con las recientes doctrinas sobre la men-
talidad primitiva, qu e han descubierto nuevos horizontes
al concepto de Sabiduría. Vico ha sido el primero que ha
formulado una teoría completa sobre la ((Sabiduría de las
naciones» o como ahora se dice de los (pueblos naturales»
(Naturviilker J. SUS obras más interesantes para nuestro ob-
jeto son: De nos tri temporis studiorum ratione (1708),
que contiene nuevos puntos de vista acerca de las Matemá-
ticas y la Física en relación con la Metafísica, y el bizarro
estudio De antiquissima italorum Sapientia (1710), 'con las
polémicas relativas al mismo (1711-1712), que constituye
el antecedente inmediato de su obra capital, la Scienza
nuova, cuya primera redacción vió la luz en 1725 y tras
muchas y laboriosas modificaciones tomó forma definitiva
en 1744.
Un principio, proclamado reiteradamente, preside el
curso de la Scienza nuova, y es que «este mundo civil (de
la cultura, hoy se diría) ciertamente h a sido hecho por los
hombres» y que «los principios del mismo han de encon-
trarse dentro de las modificaciones de nuestra misma men·
te humana). Este mundo civil, tan sabiamente ordenado,
no puede ser efecto más que de una Sobrehumana Sabidu-
ría, que es el Verbo divino. La Scienza nuova debe ser
una demostración, por decirlo así, del hecho histórico de
la Providencia divina (la cual tiene por «consejera a la Sa-
biduría infinita»), porque debe ser una «Historia de los
órdenes», que aquélla ha dado a (esta gran ciudad del
40
género humano», pues aunque este mundo ha sido creado
en el tiempo y particularmente, los susodichos órdenes
puestos por la Providencia son «universales y eternos}).
Por eso, la Scienza nuova es una «Teología civil razonada
de la Providencia divina» y viene al mismo tiempo a des-
cribir una ««Historia idea] eterna» sobre la cual discurre,
en el tiempo - afirma Vico con acento que nos recuerda a
Spengler - , la «Historia de todas las naciones en su na-
cimiento, progreso, estados, decadencia y fim>. Sobre esta
historia de las humanas ideas hay que establecer la «Meta-
física de la mente humana», reina de la Ciencia, ciencia
sublime que distribuye sus asuntos propios a todas las de-
más ciencias, por eso llamadas subalternas.
Tales son, resumidamente, las premisas filosófico-meta-
físicas de la Scienza nuova, para cuya comprobación y des-
arrollo Vico establece previamente, en el libro 1, noventa
y cuatro «dignidades» (llamadas también «axiomas» o
«elementos»), seguidas de los «principios» y de ]a exposi-
ción del método. El hombre - afirma - siempre ha vi-
vido en sociedad, pero añade que las cosas fuera de su
estado natural no se adaptan ni son durables (Dig. 8). Por
naturaleza de las cosas entiende Vico el nacimiento de las
mismas en determinado tiempo y con cierta guisa; y aña-
de que las propiedades inseparables de los sujetos son
producidas por las modificaciones o guisas con que las co-
sas han nacido (Digs. 14 y 15). Repitiendo a Heráclito y
preludiando a Hegel, dice que la vida de las cosas es como
un río, que parece el mismo y arrastra siempre diferente
agua (De antiq. ital. sap., lib. 1, cap. IV, arto V). Todas
las naciones han pasado por tres edades sucesivas, a sa-
ber: la de los dioses, la de los héroes y la de los hombres
(Dig. 28), con las correspondientes modificaciones en su
mente respectiva. Los hombres primero sintieron sin ad-
vertirlo; después advirtieron con el ánimo perturbado y
conmovido; finalmente reflexionaron con mente pura
(Dig. 53). Paralelamente, los hombres al principio sintieron
41
jo necesario; después se preocuparon de lo útil; en segui~
<la advirtieron lo cómodo; más adelante se deleitaron en
el placer; consiguientemente se disolvieron en el lujo, y
por último, perdiendo el juicio, se dedicaron a destruir
la sustancia de las cosas. La naturaleza de los pueblos fué
prjmeramente cruel, después severa, seguidamente benigna,
más tarde delicada, finalmente disoluta (Digs. 66 y 67).
El humano arbitrio, incertísimo por su naturaleza, se
certifica y se determina con el sentido común de los hom~
bres en torno a la humana necesidad o utiJidad. «Sentido
-común es un juicio sin ninguna reflexión, comúnmente
sentido por toda una colectividad, por todo un pueblo, por
toda una nación, o por todo el género humanm). Ideas uni-
formes nacidas en diversos pueblos, no conocidas entre
eUos, han de tener un motivo común verdadero . El seu- '
tido común es el criterio enseñado a las naciones por la
Providencia divina para definir lo cierto (Digs. 11, 1:~
y 13). Los hombres que no saben lo verdadero de las co·
:sas, procuran atenerse a lo cierto, porque no pudiendo sa-
tisfacer al entendimiento con la Ciencia. cuando menos la
voluntad descansa sobre la conciencia. La Filosofía con-
templa ]a razón, de donde viene la Ciencia de lo verda-
dero; la Filo1ogía observa l~ autoridad del humano arbi-
•
trio, de donde proviene la conciencia de lo cierto. Bajo
la denominación genérica de filólogos comprende Vico a
los gramáticos, a los historiadores y a los críticos, los cua-
les se han ocupado en el conocimiento de las lenguas y
los hechos del pueblo considerado así en su vida interior
-como exterior. Yerran los fi1ósofos al no certificar sus ra-
zones con la autoridad de los filólogos; pero yerran tam-
bién los filólogos al no adverar su autoridad con la razón
de los fi1ósofos. La Scienza nuova atiende tanto a la auto-
Tidad de los filólogos como a la razón de los filósofos
(Digs. 9 y 10).
Con agudo ingenio y abundancia de materiales estudia
Vico las fuentes de la Filología, que él denomina «pruebas
42
-filológicas», deteniéndose especialmente en las siguientes:
Las tradiciones vulgares, cuyo fondo de verdad es preciso
.desentrañar mediante la crítica, pues con el curso de los
años y el cambio de las lenguas, las costumbres se recubren
·de falsedades. Las hablas populares y la lengua de las na·
ciones antiguas . testimonio de las antiguas costumbres de
los pueblos, scbresaliendo entre todas la lengua romana
antigua, salida de las hablas latinas. Especial interés pre-
sentan Jos poemas homéricos, verdadera «historia civil de
las antiguas costumbres griegas», a cuyo estudjo dedica
todo el libro IIl. Pero su entusiasmo sube de punto al va-
lorar los proverbios, «máximas de sabiduría vulgar, enten-
didas igualmente, en sustancia, por todas las naciones an-
. -t iguas y modernas»; cuyo estudio le sugiere el proyecto de
una «lengua mental común a todas las naciones» y un (voca-
bulario mental común» a todas las diversas lenguas articu-
ladas, muertas y vivientes, del~ cual presentó un ensayo
particubr en la primera edición de ]a Scienza naova y hace
.aplica cienes ahora en todas las cosas q ue razona (Digs. 16,
17,20 Y 22).
Todo el libro 11, interesantísimo para nuestro objeto,
está dedicado a la Sapienza poetica. Distingue Vico entre
la. Scpienza volgare de los poetas y legisladores y la Sapienza
riposta (recóndita) de los filósofos, y se propone mostrar,
en el curso de su obra, que cuanto primeramente habían
sentido en torno a la Sabiduría vulgar los poetas, tanto
entendieron después en torno a la Sabiduría recóndita los
filósofos; de tal manera que se puede decir que aquéllos
(los poetas) han sido el sentido, y éstos (los filósofos) el
intelecto del género humano. Vico emplea el término poe-
sía en sentido amplio: poeta es, traducido al lenguaje
científico actual, el hombre primitivo, y Sabiduría vulgar
o poética es equivalente a saber primitivo, espontáneo,
instintivo o intuitivo . La Sabiduría de los antiguos se COD-
funde con la Teología pcética y la Metafísica vulgar: los
poetas teólogos fueron los primitivos sabios de la gentili~
43
dad. Partes de la Sabiduría o razón poéticas son: la fábu-
la, la costumbre con su decoro, la sentencia, la locución y
su evidencia, la alegoría, el canto y, por último, el verso.
Primero fué el hablar en verso, después el hablar en prosa,
en todas las naciones. El tronco común de la Sabiduría
poética se bifurca en dos ramas: una contiene la ~ógica,
la Moral, la Economía y la Politica, todas ellas poéticas,
y la otra, la Física, la Cosmografía, la Astronomía, la Cro-
nología y la Geografía también poéticas. Muy penetrantes
y actuales son las observaciones de Vico acerca de lo que
él llama el «mundo fanciullo» 0, como ahora se dice, la
«mentalidad primitiva», Los hombres primitivos - afir-
ma - , a la manera de niños del género humano, incapa-
ces de formar, mediante la abstracción, los «géneros inte-
ligibles» de las cosas, tienen la necesidad natural de fingir
los caracteres poéticos, que son los «géneros o universales
fantásticos», modelos o retratos ideales, a los cuales redu-
cen, por semejanza, las especies particulares. Los niños
]Jaman padre a los demás hombres, y madre a las demás
mujeres. En los niños es vigorosisima la memoria, y, por
consiguiente, vivaz hasta el exceso su fantasía, que no es
más que la memoria alargada o compuesta. La fantasía es
•
tanto más robusta cuanto Iflás débil es el raciocinio. Anti-
cipándose a Tarde, pero c~n una visión más completa del
asunto, afirma que los niños escogen potentemente cuando
imitan, puesto que observan para mejor recrearse aseme-
jando aquello que son capaces de aprender (Digs. 36, 48,
49, 50 Y 52).
A pesar de tantas explicaciones genéticas, la Sabiduría
considerada en su sentido amplio, no sólo inicia, para Vico,
el mundo civil o de la cultura, sino que sigue presidién-
dolo y ordenándolo aun después del advenimiento de la
Filosofía. De ahí su bella y comprensiva definición de la
Sa~iduría, concebida ahora como «la facultad que dirige
todas las disciplinas, con las cuales se aprenden todas las
• Ciencias y las Artes, que completan a la Humanidad» .
44
Bien entendido - añade Vico por vía de aclaración -
que la Sabiduría se refiere tanto a la «mente» como al
«ánimo», o sea al entendimiento y a la voluntad, puesto
que (por la mente iluminada con el conocimiento de las
cosas altísimas, el ánimo se decide a la elección de las
cosas óptimas» (lib. II, «Delia sapienza generalmente»).
Estas ideas del gran filósofo~jurista napolitano germina-
ron mucho más tarde, gracias al concurso de una serie de
factores favorables, entre los cuales debemos mencionar:
la Filosofía llamada del Sentido común en sus diversas di~
recciones; la nueva ciencia del Folklore o estudio metódico
del saber popular y tradicional dentro de los pueblos civi-
lizados; e! lJowanticis!!!,? y la corriente historicista; el
movimiento de la Psicol~ de los pueblos (V olkerpsycho-
logie), y el auge ex~din~ri¿-~k;ñZádo por las ciencias
antropológicas y sociales: la Ljngüística, la Ci~~.._!!~.Ias
religiones y de la Cultura -y-'espeéíiUmente la EE!QgraHa
o estu3io dcIas 'cúf~;- salvajes, cuya interpretación ha
provocado las recientes discusiones acerca de los caracte-
res esenciales de la mentalidad primitiva. Lévy-Bruhl ha
calificado de «mística» y «prelógica» a la mentalidad prí.·
mitiva, que considera radical y profundamente diferente
de la mentalidad del hombre civilizado; calificación inad·
misible por inadecuada y desde luego insuficiente, pues,
como reconoce el mismo Lévy-Bruhl, deja sin explicación
una parte importante del saber salvaje, la referente a la
conducta: «En el orden moral - escribe este autor - se
menta a menudo la elocuencia natural de los indígenas de
un gran número de sociedades ((inferiores»), la riqueza
de los argumentos que despliegan en sus alegaciones y la
habilidad del ataque y de la defensa en sus disputas. Sus
cuentos y proverbios muestran a menudo una observación
fina y maliciosa.. Todo eso ha sido señalado a veces por
observadores que no estaban ciertamente prevenidos a fa-
vor de ]os salvajes»). Y añade, a guisa de comentario:
«Cuando nosotros los vemos (a los salvajes), igual que nos-
45
otros, a]gunas veces mejor que nosotros, fisonomistas, mo-
ralistas, psicólogos, en el sentido práctico de estas pala-
bras, nos cuesta creer que ellos puedan ser, considerados
desde otros aspectos, enigmas caSl indescifrables, y que
profundas diferencias separen nuestra mentalidad de la
suya». Más aún: «Ellos (los salvajes) son guiados en todo
eso por una especie de olfato o tacto. La experiencia lo
desarrolla y afina, y puede llegar a ser infalible, sin tener
nada de común con las operaciones intelectuales propia~
mente dichas» (La mentalité primitive, cap . XIV, arto III).
Existe, pues, una Sabiduría salvaje . l' ,
Lf-. $rv.~ {¡h~ : ~
Es hora ya de cerrar este gran debate histórico y de es-
tablecer, mediante el balance crítico de las doctrinas ex-
puestas, el concepto, si no definitivo a lo menos estable,
de Sabiduría frente a ]a vida y frente a la actividad cons-
tructora de la Ciencia y de la Filosofía, que son dos modos
especiales de vivir. Mas que intentar una definición de la
Sabiduría, empeño siempre difícil y arriesgado, preferimos
señalar algunas de sus notas esenciales, a guisa de conclu-
siones.
Es la primera que, paralelamente a una Sabiduría del
hombre docto o ilustrado, existe una Sabiduría del hom·
hre vulgar y del hombre primitivo, llámese este último ile·
trado o analiabeto, ignorante (con ignorancia relativa),
rústico, aldeano o salvaje.
La Sabiduría es un don, un estado de gracia, y en este
sentido se opone al pensar científico o filosófico, que, según
reza la etimología de la palabra - pensare, pesar, exami-
nar - , es un pensar trabajoso y deficiente, o como dice
Vico, un andare racogliendo. La Sabiduría hace al hombre
semejante a Dios, que es la Suma Sabiduría. Dios es el
Artífice omnipotente, pero sería una blasfemia conside·
rarle a ]a vez como el Sumo Filósofo o el Supremo Cien-
tífico del Univer so. Ese carácter excelso de la Sabiduría ha
sido reconocido implícita o expresamente en todos tiempos,
46
por todas las religiones y hasta por los mismos filóso{05'
más apegados a la razón. En la antigüedad greco-romana.
la Sabiduría se confundía con la Musa y con la adivina-
ción: los hombres sabios eran apellidados adivinos, esto
es, inspirados directamente por la Divinidad. Vimos cómo
la Filosofía grecorromana, especialmente en su fase estoica,
divinizaba al sabio . La Filosofía cristiana f'ousidera a la
Sabiduría como un don del Espíritu Santo: «el Señor
es quien da la Sabiduría)) (Proverbios, I1, 6). Ni deja de
ser altamente significativo que la filosofía arrogante de
Fichte, sucesora bajo este respecto de la de Descartes , no
estime terminada su obra en tanto no ostente la corona
de la Sabiduría, y ésta consiste, para el mentado filósofo
alemán, en la posesión de la Idea divina. Por su carácter
excelso se ha denominado a la Sabiduría «tesoro infinito»
(Sabiduría, VII, 14), Y se la úene por la joya más pre-
ciada que pueda poseer el hoIDhre, «puesto que vale más.
que todas las joyas preciosísimas, y nada de cuanto aquél
puede apetecer es comparable a ella)) (Prov. VIII, 11).
El modo de, proceder certero, infalible, de los anima-
les ha desorientado a naturalistas y filósofos. Montaigne,
siguiendo a Plutarco, sostiene que los animales están dota-
dos de inteligenci2 y que, en orden a la conducta, su pro-
ceder seguro admite la competencia con el hombre y aun
le aventaja a veces (A poi. de R. Sebond). Pero el animal
no es sujeto propiamente de la Sabiduría, aunque tampoco
Jo es de la necedad. No tiene más que el purü instinto. Si
sus obras y su manera de vivir nos admiran a veces, hay
que transportar íntegramente esa admiración hacia eiSa-
bío Autor de la Naturaleza que les ha dotado de semejante
instinto. El lenguaje es sumamente expresivo en este pun-
to: las locuciones pedazo de animal, animalada, asnada,
burrada, gansada, caballada, machada, meter la pata y
otras análogas, empleadas para señalar las quiebras momen-
táneas de la Sabiduría en la conducta o en el diálogo, cap
recerían de sentido si el animal poseyese aquel don excelso.
47
Mas aún: el niño cuando juega - que es su oficio especí-
fico - muestra ya los primeros destellos de la Sabiduría,
coincidentes con el despuntar de la razón. Los juegos de
los niños son radicalmente diferentes de los juegos del ani-
mal: tienen estilo, dirección, inventiva, y son susceptibles
de variaciones y modalidades, es decir, de progreso. Ni si-
quiera en los locos, que son unos exhombres, . se extingue
totalmente la luz de la Sabiduría. Ningún loco quiere serlo.
Intermitentemente hablan y obran tan acertadamente, que
sorprenden a los mismos cuerdos. «Boigs fan bitlleS»,
dice un adagio catalán. En fin, los animales 80n incapaces
de mirar fijamente hacia el Cielo: o andan cabizbajos, o
se arrastran por el suelo, o si vuelan, miran en definitiva
hacia la tierra.
La Sabiduría es producto de una disposición nativa, de
WI instinto intelectual, usualmente denominado ~
-
común, seny naturai en catalán. «La sabiduría del bom-
hre está en su cordura» (Prov. X, 23). Dentro de aquel
sensus communis que ya Cicerón consideraba como patri-
monio de todo el género humano, la Sabiduría pertenece
principalmente al sensus veri y al sensus boni. La Sabidu-
ría es un tino, una especie de olfato o tacto con el que
vemos, prevemos y valoramos las cosas según su verdadero
sentido y significación. Esa .l disposición nativa se afina, sin
embargo, con la experiencia, y por la tuerza del hábito se
convierte en una habilidad personalisima, inapreciable. El
lenguaje usual la ha definido muy certeramente: «una
cualidad que no se compra ni se vende». Por eso, la Sabi ..
duría es mayor, es decir, más extensa y completa, en los
hombres maduros y en los viejos; y en este sentido alcan-
za todo su valor el adagio: «La experiencia es madre de
la ciencia», es decir, de la Sabiduría, según la acepción
popular. Es la Sabiduría la flor más exquisita del espíritu;
pero esto no autorizaría a proclamar la exist.encia de una
facultad propia de la Sabiduría, distinta del sentido común.
Pueden haber inducido a esta suposición las frecuentes ape-
48
laciones hechas al sentido común por la Filosofía de este
nombre, a fin de corregir los excesos de los filósofos siste-
máticos. Pero esto es la parte más bien negativa 0, si se
quiere, limitativa del sentido común. En las cuhuras salva-
jes, donde no ha aparecido todavía el pensamiento filosó-
fico, atribuimos sin la más leve duda al sentido común, la
Sabiduría que viajeros, etnógrafos y misioneros han regis-
trado cuidadosamente. Tampoco el lenguaje corriente es-
tablece aquella distinción. Notemos, al efecto, que la mis-
ma Lerminología que sirve para caracterizar al sentido
común, es perfectamente aplicable a la Sabiduría: buen
sentido, buen y sano juicio, cordura, sensatez, seso, sesu-
dez, sindéresis, asiento, acierto, clara visión, clarividencia,
etcétera. Inversamente, los eclipses totales o parciales del
sentido común y de la Sabiduría son significados con las
mismas expresiones: necedad. , torpeza, inepcia, tontería,
simpleza, mentecatez, bobería, insensatez, cortedad, sandez,
estulticia, barbaridad, dislate, majadería, disparate, bota-
ratada, locura, desatino, estupidez, etc.
La Sabiduría se refiere al hombre total, dotado de alma
y cuerpo, individual y social a la vez, con vida interior o
para consigo mismo y vida exterior o de relación: «La Sa-
biduría es fuente de vida para quien la posee») (Prov. XVI,
22). Hombre completo, hombre justo y bombre sabio son
términos equivalentes: «Yo (la Sabiduría) camino por las
sendas de la justicia, por la carretera de la rectitud»
(Prov. VIII, 20). «De la boca del justo mana l. Sabiduría»
(Ibid., X, 31). «El corazón del sabio está ,i.empre en su
mano derecha; el corazón del insensato en su izquierda»
(Eclesiastés. X, 2). El don de la Sabiduría transforma l.
persona humana en un tipo superior, excelente en todos
sentidos: «(Tiene el sabio sus ojos en su !rente; el necio
anda a oscuras» (Ibid., n, 14). «El corazón del sabio co-
noce el tiempo y la manera de responder.. Las palabras
de la boca del sabio salen llenas de gracia» (Eclesiastés,
VIII, 5, Y X, 12). «La Sabiduría añadirá adornos gracio-
49
4
sos a tu cabeza, y cenua tus sienes con esclarecida diade-
ma» (Prov., IV, 9). Frutos son de la Sabiduría «las grandes
virtudes, por ser ella la que enseña ]a templanza, la pru-
dencia, ]a justicia y la fortaleza, que son las f:osas más úti-
les a.los hombres en esta vida» (Sab., VIII, 7). «La Sabi-
duría hace al sabio más fuerte que los poderosos de una
ciud.a d» (Eclesiastés, VII, 20). Son inefables los efectos de
la Sabiduría : «Los caminos d~ ]a Sabiduría son caminos
deliciosos, y llenas de paz todas sus sendas.. Te acostarás
sin zozobras; te echarás a dormir, y tu sueño será tranqui-
lo» (Prov., III, 17 Y 24). "y así he conocido que lo mejor
de todo es estar alegre, y hacer buenas obras mientras vivi-
mos» (Eclesiastés, llI, 12). La Sabiduría es comunicativa y
efusiva: «Ni en su conversación tiene rastro de amargura,
ni causa tedio su trato, sino antes bien consuelo y alegría>).
(Sab., VIII, 16). "La lengua de los sabios acarrea la sa-
lud . Quien anda con sabios, sabio será; el amigo de los
necios se asemeja a los necios» (Prov., XII, 18 Y XIiI, 20).
En fin, la Sabiduría inspira al consejero, al gobernante y
al juez: «A mí (la Sabiduría) me pertenece el consejo y la
equidad .. . Por mí reinan los reyes, y decretan los legisla-
dores leyes justas.. Por mí los príncipes mandan y los jue-
ces administran la justicia») (Prov., VIII, 14, 15 Y 16).
Se comprende después de todas esas excelencias, que
la verdadera Sabiduría sea inconfundible con ciertas for-
mas de la conducta práctica, también certeras y eficaces,
pero de categoría inferior. Son, a lo sumo, dichas formas
expresión de una Sabiduría de alas recortadas o de escaso
vuelo, sin grandeza; tales son - siguiendo la pauta del
lenguaje - la cuquería~ la gramática parda~ la sorneguería
(de los payeses catalanes), el arte de vivir O de brujuJear
o de ir tirando o de nadar entre dos aguas. Muchos de
los consejos que Schopenhauer se empeña en hacer pasar
por Sabiduría pueden catalogarse dentro de aJgunos de es-
tos registros lingüísticos.
La Sabiduría ~o es una posesión estática, quieta, tran·
50
quila: es «timón» (Prov., 1, 5) para navegar en los mares
procelosos de la vida. Hay que ejercitarla, pues, constante·
mente: «Si e] hierro se embota, y no corta como antes,
sino que ha perdido los filos, no sin mucho trabajo se afi-
lará: así la Sabiduría vendrá tras de la industria» (Ecle-
siastés, X, 10). (y si la industria es la que produce las
obras, ¿quién mejor que la Sabiduría mostró el arte en es-
tas cosas existentes?» (Sab., VIII, 6). «Anda, j oh perezoso!,
ve a la hormiga, y considera su obra, y aprende a ser sabio»
(Prov. , VI, 6). «Nunca se seca la raíz de la Sabiduría», la
cual «es más ágil que todas las cosas que se mueveD, y
alcanza a todas partes a causa de su pureza» (Sab., HI, 15,
Y VII, 24).
La Sabiduría es asequible a todos 10s hombres: DO es
privilegio de una clase o de ciertos individuos: «Ella en-
seña en público: levanta su vpz en medio de las plazas»
y «la hallarán los que madrugar~n a buscarla» (Prov., 1, 20,
Y VIII, 17), pues «se deja ver fácilmente de los que la
aman, y hallar de los que la buscan); incluso «se anticipa
a aquellos que la codician, poniéndoseles delante ella mis-
ma» (Sabiduría, VI, 13 Y 14). «Cualquier hombre que
come y bebe, gozando del fruto de sus fatigas, de Dios
recibirá el don de la Sabiduría» (Eclesiastés, III, 13). Pero
la recepción de la Sabiduría postula algunas condiciones~
En primer lugar, como antes se ha dicho, hay que desearla,
buscarla y esforzarse por recibirla, bien entendido que «el
deseo de la Sabiduría conduce al reino eterno» (Sab., VI,
21). En segundo lugar, exige la humildad y sencillez de
espíritu: (Donde hay soberbia, allí habrá ignominia; mas
donde hay humildad, habrá Sabiduría»; «la sencillez ser-
virá como de guía a los justoS», porque «(mejor es encon-
trarse con una osa a quien robaron los hijos, que con un
fatuo presumido en sus necedades» (Prov., XI, 2 Y 3, Y
XVIII, 12). "No te tengas a ti mismo por sabio .. Ocultan
su saber los sabios» (Ibid., 111, 7, Y X, 14). La Sabiduría
es, pues, elegancia espiritual. Es tamhién auto-limitación,.
5l
un ignorar a sabiendas para el propio provecho: «No
quieras ser demasiado justo, ni saber más de ]0 que con-
viene» (Ectes. VII, 17); «ni te metas en inquirir lo que
es sobre tu capacidad, ni en escudriñar aquellas cosas
que exceden tus fuerzas .. . , porque no es necesario el ver
por tus ojos los ocultos arcanos» (Eclesiástico, III, 22 Y 23).
(La mucha Sabiduría trae consigo muchas desazones) (Ecle-
siastés, 1, 18). No hace muchos años los colonos de una ma-
sía del Montseny, a la hora del rosario, rezaban un padre-
nuestro para que Dios les guardase de «massa saben). La
última condición - en realidad, ]a primera - para llegar
a la Sabiduría, es la pureza: «No entrará en alma maligna
la Sabiduría, ni habitará en el cuerpo sometido al pecado»
(Sabiduría, 1, 4). (El corazón sabio y prudente se guar-
dará de pecar» (Eclesiástico, III, 32). El estado general
de la corrupción: J-nuJ;lana expJica ,e] cot;locido aserto del
Eclesiastés (1, 15): «Es infinito el número de los necios».
Nótese, en efecto, que en el mismo versículo del texto sa-
grado se advierte antes que das almas pervertidas con di-
ficultad se corrigell)). No es, pues, el sentido común un
sentido raro, ni la Sabiduría un don excepcional, según
suele afirmarse precipitadamente . Lo verdaderamente raro
y excepcional es encontrar .pombres puros; pero el sentido
común y la Sabiduría perfuanecen potencialmente indem-
nes, como tesoro escondido, en la mente de cada hombre,
a~ardando, por decirlo así, que el corazón, libre del in-
flujo de las pasiones - a lo menos por el momento-,
actúe espontáneamente. El camino de la Sabiduría es, pues,
un camino de perfección, y exige una ascética purificadora.
Esta explicación - preciso es decirlo - se refiere a la po-
sesión plenaria de la Sabiduría, puesto que la Sabiduría
en forma fragmentaria, intermitente o en destellos, no
falta en ningún hombre en la vida individual y especial-
mente en el anonimato de la vida social y de la cultura
de cada pueblo, como luego veremos.
Digamos, por último y a guisa de epílogo, que la Sa-
52
biduría no es un saber por el saber, sino un saber para el
vivir. La Sabiduría, aun tomada en un sentido total, es
sTe;pre ordenación y dirección: «abarca fuertemente de
un cabo a otro todas las cosas y las ordena con suavidad»
(Sub., VIII, 1). «En los tesoros de la Sabiduría están las
máximas de la buena conducta» (Eclesiástico, 1, 31), de tal
suerte que «la Sabiduría del varón prudente está en co·
nocer bien su camino» (Prov., XIV, 8).
Interesa ahora, por tanto, examinar más de cerca y
siempre en función de la Sabiduría, la conducta del hom·
bre en general, sin calificativos, así en la vida individual
como en la colectiva; la conducta del hombre de ciencia
en el sentido más comprensivo de la palabra; en fin, la
conducta del hombre dedicado a investigar las últimas
razones de las cosas, o sea el filósofo ~ropiamente dicho.
S-·~~tIJ~~
,
Comenzaremos por el hombre de ciencia y el filósofo,
esto es, los profesionales del saber, y procuraremos seguir
su conducta total, iluminada por ]a Sabiduría, descompo-
niéndola, provisionalmente y sólo para su mejor examen,
en dos momentos diferentes, a saber: el momento de la
producción científica o filosófica, y el momento anterior o
remoto, al cual, siguiendo la terminología vivista, podría-
mos rotular «vida y costumbres del erudito», es decir, del
hombre docto. Excusado es decir que ambos momentos son
inseparables, y que la escisión real de los mismos signi-
ficaría la ruptura del principio director de la Sabiduría.
Daremos, pues, una rapidísima ojeada al campo de las
ciencias a~tactas o matemáticas, para entrar seguidamente
en los diversos dominios de las ciencias experimentales:
ciencias de la Naturaleza, ciencias de la vida y ciencias
del espíritu. Un paro especial exigirán las ci~ncias de ]a
c~ta (individual y social) tomada en sentido estricto,
a saber: las ciencias morales, jurídicas, políticas, econó-
micas y sociales, haciendo punto final en la Filosofía (en-
iendida como Prima Philosophia o MetaIísica), o sea el
53
• '1"
<conocimiento de las primeras verdades y de los primeros
principios, fundamento y coronamiento a la vez de todo
.el saber reflexivo. Nos limitaremos a mostrar que ninguna
disciplina del saber puede dar sus primeros o más indis-
pensables pasos sin la luz de la Sabiduría, reconocida im-
plícita o explícitamente, y a veces con diversos nombres,
por el científico o el filósofo; y en esta tarea, allí donde
no alcance nuestra competencia, procuraremos suplirla con
nuestra discreción y sobre todo con el dictamen de autores
calificados en la materia.
Afirmaba Vico, en 1708, en su a.u tes citado tratado De
nostri temporis studiorum ratione que la.s Matemáticas son
las únicas ciencias que crean la verdad humana, porque
son las únicas que proceden a semejanza de la ciencia de
Dios; pues en cierta manera han creado para sí los ele-
mentos al definir ciertos nombres, los han llevado hasta el
infinito por medio de los postulados, han establecido cier-
tas verdades eternas con los axiomas, y ordenando sus
elementos, por este fingido infinito y de esta fingida eter-
nidad, hacen la verdad que enseñan; y el hombre, al
tener dentro de sí un mundo imaginado de líneas y de
números, obra en él, con la abstracción, como Dios, en el
Universo, obra con la realidad. Es el mismo concepto que,
modernamente, se tiene de las Matemáticas. Pero así como
en la libre creación divina todo está hecho con Sabiduría,
así también en el mundo que se forja el matemático, nada
puede haber arbitrario. Si no fuese así, la Ciencia mate-
mática se reduciría a un juego estéril de combinaciones
mentales sin trascendencia, sin ninguna aplicación posible
a la realidad física. Es lo que ha escrito H. Poincaré, a
quien seguimos principalmente: «El espíritu - dice -
tiene la facultad de crear símbolos, y su poder no esta
limitado más que por la necesidad de evitar la contrae
dicción; pero el espíritu no usa de esa faculta~ creadora
más que cuando la experiencia le impone la necesidad ..
La Geometría - afirma más concretamente - no deriva
54
de la experiencia. Los axiomas geometncos son convencio-
nes; nuestra elección entre todas las convenciones posibles
es guiada por hechos experimentales; pero queda libre y
no queda limitada más que por la necesidad de evitar la
-contradicción» (Science et Hypothese, 1, c. 2, y 11, c. 3).
La palabra existir significa, en Matemáticas, estar exento
de contradicción.
Pero no sólo esta condición tácita de la experiencia
evita la arbitrariedad en la Ciencia matemática. El plei-
to entre lógicos e intuicionistas puede considerarse hoy ya
fallado: ambos tienen razón desde su peculiar punto de
vista. La Lógica pura no nos llevaría más que a tauto-
logías, porque no consigue crear nada nuevo, ni puede
salir de elJa ninguna ciencia; por su parte, la intuición no
puede darnos el rigor, ni siquiera la certidumbre. Lógica
e intuición tienen por separadó su misión necesaria, y am-
bas son indispensables: la primera, que puede darnos la
certidumbre, es el instrumento de la demostración; la se-
gunda es el instrumento de la invención.
La intuición juega, en efecto, un papel decisivo en la
invención matemática. Inventar es discernir, es elegir. Pero,
¿cómo se hace esta elección? Los hechos matemáticos dignos
de ser estudiados son aquellos que por su analogía con
otros hechos son susceptibles de conducirnos al conoci-
miento de una ley matemática, a la manera que los hechos
experimentales nos conducen al conocimiento de una ley
física. ((Tenemos - dice Poincaré - una intuición del or-
den matemático, que nos hace adivinar armonías y rela-
ciones ocultas, aunque no sea patrimonio de todas las gen-
tes .. Cuando una iluminación súbita invade el espíritu del
matemático, suele no engañarle; mas alguna vez esa ilumi-
nación no soporta la prueba de una comprobación. Pues
bien, se observa casi siempre que esa idea falsa, si hubiera
sido justa, habría lisonjeado nuestro instinto natural de
la elegancia matemática)) (Science et Méthode, 1, c. 3).
Por eso el análisis puro, sin esa certera intuición origi-
55
naria, no conduciría a ningún resultado en Matemáticas.
El análisis puro pone a nuestra disposición una multitud
de procedimientos, cuya infalibilidad nos garantiza y nos
abre mil caminos diferentes por les cuales podemos mar-
char con completa confianza, puesto que estamos seguros
de no encontrar obstáculo en el1os; pero, de todos estos
caminos - se pregunta Poincaré - , ¿cuál es el que nos
llevará al fin que buscamos? ¿Quién nos dirá cuál es preciso
escoger? «Necesitamos una facultad que nos haga ver este
fin des.de lejos, y esta facultad es la intuición, que si es
necesaria al explorador para elegir su camino, no lo es
menos al que marcha sobre sus huellas y quiere saber por
qué lo ha escogido» (Valeur de la Science, 1, c. 1).
Esa intuición primaria, directriz, atinada, que se com-
pleta con el rigor de la demostración lógica y está sujeta
a la posible ulterior comprobación de la experiencia, cons-
tituye la Sabiduría matemática. «Nuestros decretos - dice
Poincaré hablando como matemático - son como aquellos
dados por un príncipe absoluto, pero sabio, que consu1tase
con su Consejo de Estado» (Science et Hypothese, introd.).
y nuestro Rey Pastor compara el papel de la intuición en
Matemáticas con «el faro que indjca al buque la ruta que
debe seguir para llegar al pu~rto; pero el buque - añade -
ha de salvar la distancia coA sus propios recursos» (Intro-
ducción a la Matemática Superior, confer. 2. a). Ya dijimos
que la Sabiduría es timón y que requiere un experto ti-
monel para salvar las dificultades hasta llegar al fin pro-
puesto.
La Mecánica, aunque directamente apoyada sobre la
experiencia, ~pa todavía del carácter convencional de
los postulados geométricos. Pero la escena cambia al entrar
en las ciencias físicas propiamente dichas. El método de la
Física descansa sobre la inducción, que nos hace esperar
la repetición de un fenómeno cuando se reproducen las cir-
cunstancias, si no exactamente las mismas en que un hecho
dado por primera vez toma nacimiento - cosa imposible -"
56
por lo menos lo más parecidas posible. De ahí la necesidad
de la experiencia, ya como observación simple, ya como·
observación provocada a voluntad, que es el experimento.
Pero observar y experimentar no es un ejercicio puramente
mecánico sino una actividad mental, en la que tiene tam·
bién un papel originariamente preponderante la intuición
certera y directriz. A esa intuición, y también a la casua-
lidad, se deben principalmente los descubrimientos que
han asombrado al mundo. Ya Bacon de Verulam, a quien
tanto debe la ciencia experimental moderna, establecía
como canon de su método de filosofar: cogitare, videre,
y al lado de la Ciencia experimental propiamente dicha
reconocía la necesidad del Arte experimental. Ese Arte lo
define como una especie de sagacidad, de olfato de cazador,
más bien que Ciencia: Ars experimentalis sagacitas potius
est et odoratio quaedam venatica quam scientiae (De Aug-
m.entis scientiarum, 1. V, c. 2). La posesión y el ejercicio
metódico de esa disposición nativa de la mente constituye
el verdadero atributo del sabio observador y experimen-
tador, inconfundible con el mero practicante o repetidor.
Decía Vico en su mentada obra que «demostramos los
oh jetos de la Geometría porque los hacemo.s, y si pudié-
semos demostrar los de la Física los haríamos también».
Pl"ecisamente porque no podemos hacerlos, por estar todos
ellos dados en la realidad, en Física no es posible la de-
mostración en el sentido riguroso del vocablo. Una buena
experiencia es aquella que es algo más que un hecho aislado,
es decir, aquella que es susceptible de ser generalizada, y
que nos permite prever. Pero por muy sólidamente asen·
tada que parezca al físico, no estamos jamás absolutamente
seguros de que no pueda ser desmentida por una expe·
riencia posterior. Esta consideración ha llevado a no pocos
físicos modernos a conceptuar a las leyes físicas como mera-
mente aproximativas. Prescindiendo de este aspecto episte.
mo]ógico, toda generalización supone, en una cierta me-
dida, la creencia en la unidad de ]a Naturaleza. «Sin ese
57
instinto obscuro al que llamamos buen sentido - dice Poin-
>caré - la Ciencia sería imposible; no podríamos ni descu-
hrir una ley ni aplicarla» (Science et Hypothese, IV, c. 11).
Es ese mismo instinto, rebelde al análisis, que hace dis-
.cernir al físico, entre diversas hipótesis posibles, la más
verosímil, es decir, la que sea verificable.
Repasando las obras de los físicos y matemáticos, aun
el más profano recoge expresiones, salidas espontáneamente
,(le la pluma, tales como las siguientes: «creencia en la
continuidad» y «sentimiento vivo de la unidad de la N a-
turaleza», «repugnancia» e cánsti~to común a todos los
físicos», «espíritu de generalización», «razón de creen),
«confianza» en alguna ley o principio, «instinto de sim-
plicidad», «instinto profundo anterior a todas las teorías»,
etcétera. Poincaré, uno de los matemáticos 'intuicionistas
más geniales, ha escrito estas memorables palabras : «In-
dagar las leyes de ese instinto, de esa Geometría profunda
que se siente y no se enuncia, sería una hermosa tarea para
los filósofos que no quieren que la Lógica lo sea todo»
(Science et Méthode, n, c. 3).
Pasando ya al dominio de las ciencias biológicas, co-
menzaré haciendo mérito de la actitud clara, precisa y
terminante de Claudio Bernard en su 1ntroduction a l' étude
de la Médécine expérimentale, obra admirable, que no
envejece, y que debería figurar en la librería de todo filó-
sofo. La doctrina que ahora vamos a reproducir, aparece
desarrollada en el jugoso e insinuante capítulo de la pri-
mera parte, titulado: «La intuición o el sentimiento en-
gendra la idea experimental», y también en la tercera
parte donde expone las aplicaciones del método experi-
mental al estudio de los fenómenos de la vida. De ellos
entresacamos los pasajes que siguen, que por su natural
elocuencia científica excusan todo comentario.
«La idea experimental - afirma C. Bernard - resulta
de una especie de presentimiento del espíritu, que juzga
que las cosas deben pasar de una cierta manera. Se puede
58
decir, bajo este respecto, que tenemos en el espíritu la
intuición o el sentimiento de las leyes de la Naturaleza,
aunque no conozcamos su forma. Sólo la experiencia puede
enseñárnosla.» Reivindica Bernard la potencia creadora del
espíritu del experimentador y su natural espontaneidad,
todo lo cual está por encima de las reglas : «No se pue-
den dar reglas - dice - para hacer nacer en el cere-
bro, a propósito de una observación dada, una idea justa
y fecunda, que sea para el experimentador una especie de
anticipación intuitiva del espíritu hacia una investigación
afortunada. Una vez emitida la idea, se puede sólo decir
cómo convendrá someterla a preceptos definidos y a reglas
lógicas precisas de las cuales ningún experimentador puede
apartarse; pero su aparición ha sido totalmente espon-
tánea, porque su naturaleza es totalmente individual. Es
un sentimiento particular, un quid proprium que cons-
tituye la originalidad, la invención y el genio de cada unO>L
y tanto respeto le merece a Bernard este poder creador
intuitivo del experimentador, que se cree en el deber de
11amar ]a atención para que las reglas del método en ningún
caso puedan anularlo, ni siquiera entorpecerlo. «El verda-
dero método - dice - es aquel que contiene al espíritu
.sin ahogado, y dejárid01e tanto como sea posible de cara
a sí mismo; que le dirige, aunque respetando su origi-
na}jdad creadora y espontánea, que son las cualidades más
preciosas. Las ciencias no avanzan más que por 1as ideas
nueva s y por el poder creador u original del pensamiento.
Es preciso, pues, vigilar en la educación, para que los
conocimientos que deben armar a la inteligencia no la
abrumen con su peso, y las reglas que tienen por misión
s ostener los aspectos débiles del espíritu no atrofien o no
ahoguen los aspectos pujantes y fecundos del mismo.»
Oportuno me parece evocar aquí e1 nombre, tal vez
demasiado olvidado, de nuestro José de Letamendi, de
aquel espíritu inquieto y romántico, pródigo de la intuición
en todas las esferas de su portentosa actividad polifacética.
59
Su bizarra actitud y sus iniciativas y doctrinas referentes
a la Medicina entendida más bien como Arte y profesión,
que vienen a complementar las luminosas ideas de C. Ber~
nard, merecen ser recordadas.
Discípulo, en Filosofía, de Javier Llorens, Letamendi
-------
enarboló, en Medicina, la bandera del sentido común, me-
diante lo que él llama (da restauración hipocrática», cuyo
programa expuso en su discurso sobre los Orígenes de la
nueva doctrina médica individualista o unitaria (Madrid,
1882). «Mi doctrina - dice - es la restauración del es~
píritu individualista hipocrático.» Define el espíritu hipo~
crático como la subordinación de la observación y la ex~
periencia al concepto individual e integral del hombre.
Ese espíritu hipocrático se traduce en la práctica del Arte
médico en «una sensatez, un sentido clínico admirable y
una ejemplar conducta, sintetizada en aquella sublime má~
xima: Donde está el Arte, allí está el amor al prójimO».
Este nuevo sentido hipocrático preside su Curso de Pa-
tología general bascula en el principio individualista o uni·
tario (3 vols., Madrid, 1883-89). Contra el objetivismo
médico-científico dominante en su tiempo y que pasó a
ser el primer canon de la investigación biológica de Labo-
ratorio o de Instituto, Letaxpendi reivindica la aportación
indispensable de la Psicolo~a al lado de la Biología. «El
hombre - afirma - no puede conocer al hombre sino es~
tudiando a éste y estudiándose a sí mismo» (vol. I, p. 63).
Con arreglo a este criterio psico-biológico, plantea y re-
suelve una serie de problemas médicos, alguno de los cuales
ofrece especial interés para nuestro objeto. Uno de ellos
es lo que llama Letamendi la «intuición genial en Medi-
cina)), que «se traduce, en la Ciencia , por el genio experi-
mental, y, en el Arte, por el genio clínico, revelado en el
rápido acierto diagnóstico, pronóstico y terapéutico» (vol. 1,
página 51). Otro tema, conexo con el anterior, es su Teoría
psicológica del momento clínico (vol. llI, p. 227). Por mo-
mento clínico entiende Letamendi el tránsito del cono-
60
cimiento de la enfermedad a la concepción de su tratamien-
to. El momento clínico es función de una facultad especial
de nuestro espíritu. A esta facultad «intuitiva y esencial-
mente práctica» la denomina intuición ejecutiva. la cual
«actúa en toda práctica así profesional como artística».
Comprende «dos funciones, aunque sucesivas, casi simulo
táneas por su rapidez: la primera de recepción, ojo prác.
tico; la segunda de emisión, tino práctico». Esa intuición
ejecutiva es un diamante, pero diamante en bruto que no
hrilla sino mediante el pulimento. Coincidiendo o abun-
dando en las ideas expuestas de Bernard, dice Letamendi
que ese pulimento o educación está sujeto a dos condi-
ciones: la primera consiste en el desarrollo nativo de esta
facultad en el educando; su falta para el alumno de Me-
dicina es como la falta de oído para la carrera musical.
La segunda está en la suma de estudios y en el hábito de
observación, pues aunque la intuición ejecutiva, a fuer de
facultad sintética, no ama, ni busca, ni ejercita, ni soporta
el análisis, ve, sin embargo, y resuelve con una prontitud,
una claridad y un acierto proporcionale~ al caudal analítico
que el entendimiento le ofrece para el instantáneo ver y
valuar. Esta educación reclama~ a juicio de Letamendi,
mucho tino por parte del profesor a fin de que precisa.
mente a los alumnos de mayor porvenir no les pase lo que
a V. Mangiamelle (un calculista intuitivo a lo Inaudi),
quien, con la enseñanza del cálculo, perdió sus portentosas
facultades intuitivas. «Hay que evitar - concluye Leta·
mendi - que la intuición ejecutiva usurpe las atribuciones
del entendimiento y la razón, y éstos los de aquélla.»)
En su Curso de Clínica general o canon perpetuo de la
práctica médica (2 vols., Madrid, 1894) amplía y precisa
hasta el detalle su concepción hipocrática de la Medicina.
La séptima parte del volumen primero está dedicada a la
Ética profesional; pero no tiene desperdicio el volumen
segundo, dedicado a la «Morística general clínica», como
puesta de 830 aforismos, que constituyen un verdadero CÓ-
61
digo de Sabiduría médica, cosa muy diferente, según ad·
vierte Letamendi, de la Ciencia. He aquÍ algunos de estos
aforismos:
«Morismo es toda exposición categórica, clara y precisa
de una verdad firme, magistral y edificante, relativa a
aquellas cosas de la práctica médica que, por corresponder
al conjunto clínico, no están ni previstas ni definidas por la
Ciencia» (afor. l.0). - «La Medicina práctica nUDca será
del todo Ciencia; siempre tendrá mucho de Arte por lo
irreductible de su's innumerahles datos a oBjeto de lógica
deducción. Por esto una buena Aforística es de necesidad
perpetua» (afor. 5.°). - «Junto a la cabecera del enfermo,
la Ciencia da motivos intelectuales de deducción; pero
una buena Aforística sugiere motivos geniales de inspi.
ración, o sea de visión clara, precisamente en aquello acerca
de lo cual la Medicina flaquea como Ciencia, y que de
ordinario es lo más decisivo en la práctica» (afor. 6.°). -
((Por sólo genio médico natural prosperan. algunos curan·
deros, mientras por sólo Ciencia médica muy sabios doc·
tores renuncian a visitar, en vista de que no tocan enfer·
IDO, por leve que sea su mal, a quien no maten o agraven»
(afor. 8.').
En fin, en su revista La Salud, que publicaba en Bar·
celona, glosó desde su punto de vista médico·moral aquella
conocidÍsima décima de Francisco Gregorio de Salas, es-
critor de fines del siglo XVIII - décima que todavía hoy
muchos creen que es de Letamendi - , cuyo primer ver-
so dice:
Vida honesta y arreglada,
62
de la nueva pOSlClOn adoptada por la Psicología. Cerrado
definitivamente el período wundtiano, la Psicología no es
tratada ya como una ciencia natural sino cultivada con los
métodos propios de las ciencias del espíritu. Se ha reco-
nocido como insustituíble la introspección, bien que com-
pletada con otros métodos para hacerla más eficaz y no
expuesta a desviaciones. Consecuencia del cambio de po-
sición es que hoy, como siempre, en Psicología tienen una
importancia primordial las disposiciones nativas y perso-
nales del psicólogo respecto a los métodos y procedimientos
psicológicos. Tal vez no hay ninguna rama del saber en
que, como en la Psicología, sea tan necesaria la intuición.
Se nace psicólogo, aunque el psicólogo se hace. El sentido
psicológico es un don, que se afina con el ejercicio cons-
tante, se encarrila con los métodos y las reglas y se en-
riquece atesorando caudales de_ experiencia, extremo éste
en el que no se puede señalar ~límite, ni frontera. La ten-
dencia natural de la Psicología es intervenir en las ciencias
sociales y de la conducta, que constituyen, en conjunto, la
«Ciencia del hombre». Ya Luis Vives, en su gran tratado
De anima et vita, señalaba a la Psicología - que todavía
no había sido bautizada con este nombre - esta misión
propia: servir de preparación al estudio de la conducta
humana. El conocimiento puro y desinteresado del hombre,
estudiado a la manera como se estudian los demás seres
de la Creación, sería una curiosidad sin sentido. Hay un
mundo propiamente hominal distinto del de la Naturaleza,
cuya llave principal posee la Psicología.
No bay más que una . . Psicología; pero del tronco común
derivan diversas psicologías especiales, cada una de las cua-
les ha venido a fecundar el campo de las ciencias morales,
jurídicas, políticas y sociales. Es ésta una de las grandes
aportaciones de la segunda mitad del siglo XIX y del actual
a la «Ciencia del hombre». La Psicología del niño o es-
tudio del proceso genético de la conciencia humana, ha de·
desembocar naturalmente en la Ética y la Pedagogía, las.
65
cuales modelan al hombre completo, agente moral, árbitro
y director de la propia conducta. La Psicología individual
o diferencial ha provocado esa importante ciencia de la
Caracteriología, base indispe~sab]e para el estudio de la
convivencia humana, que es una rama de la Sabiduría.
La Psicología aplicada al estudio del hombre anormal ha
aportado a la Criminología una base que no supo darle la
Escuela Antropológica italiana. La misma Psicología aliada
con la Ética es a su vez la base de la moderna Ciencia pe·
nitencjaria, complemento obligado de la Criminología. La
Psicología del Lenguaje ha animado esa maravillosa ciencia
de la Lingüística o Semántica, que nos revela el sentido
profundo de las palahras y el depósito inagotahle de Sa-
biduría que se encierra en los diversos giros y formas del
lenguaje, considerados como estratos de la cultura. La Psi-
cología étnica o estudio de la mentalidad primitiva a base
de los materiales que le proporciona la Etnografía, em-
pieza a desentrañar, como dijimos antes, el sentido de las
culturas salvajes o primitivas, y su fondo de Sabiduría,
que es el común denominador humano, sin el cual no se
comprendería el tnlnsito a la civilización. La Psicología
social o colectiva se bifurca, a su vez, en dos ramas dife-
,
rentes: hay la Psicología de las muchedumbres, amorfas
y pasionales, que se traduce en una Psicología de las revo-
luciones; pero hay también la Psicología de la colectividad
normal, que descubre el sentido de la verdad, de la jus-
ticia y aun de la belleza, inmanente en las comunidades
organizadas, y que justifica el que pueda hablarse, con
razón, de una Sabiduría tradicional, de un Derecho con-
suetudinario y de un Arte popular. Más nombrada que
cultivada con acierto es la llamada Psicología nacional, una
de las más difíciles de acometer, porque supone en el in-
vestigador un raro conjunto de disposiciones nativas. El
psicólogo nacional se encuentra ante un enorme y dispar
material, que comprende desde la lengua, las prácticas re-
ligiosas y los monumentos artísticos, literarios y científicos,
64
hasta los estilos de jugar, de divertirse, de comer, de vestir
y de andar. Sólo una vigorosa y certera intuición puede
descubrir, en tales condiciones, los rasgos comunes del ca-
rácter, del espíritu, del genio, de la Sabiduría de las na-
ciones.
~a Sociología, tratada como una ciencia del espíritu y
no como una ciencia natural, que es como la concibiera
Comte, ha dejado de ser una ciencia estéril, ambiciosa y
perturbadora, para convertirse en una necesaria Introduc-
ción al estudio de las ciencias sociales. Vivificada por la
Psicología y con un objeto ahora bien definido, es la So-
ciología una teoría del hecho social, O mejor de la insti-
tución, que es un hecho social estable. Toda institución
tiene una razón más o menos profunda de ser y de vivir,
porque es un producto - y por eso se sostiene - del común
asenso de la colectividad. ,
Dentro del cuadro de las cien6ias de ]a conducta práctica,
corresponde la primacía a la Ética. El abuso de la funda-
mentación, tan frecuente en ~ofos moralistas a partir
de Kant, ha poco menos que anulado aquella interesante
e imprescindible dirección de la Ética, concebida como un
arte del bien vivir y de alcanzar la Sabiduría, que es como
la concibieron los Griegos. Hay que volver al nosce te ipsum
como punto de partida de la «perfecta Sabiduría», que no
termina sino con el conocimiento de Dios. Pero el hombre
no vive solo en el mundo: convive con sus semejantes, a
los cuales hay que conocer, no sólo para saber tratarlos,
sino también porque son ocasión ora de estorbo ora de
estímulo en aquella antes señalada carrera de la Sabidu-
ría. Por otra parte, el conocimiento de los demás es una
condición necesaria para afinar el conocimiento propio, el
cual, rotas las amarras con el mundo social, degeneraría
en ensimismamiento, orgullo olímpico, misoneísmo y otras
situaciones contrarias a la Sabiduría. Sólo cuando se está
de vuelta del mundo, es lícito encerrarSe en sí mismo -
como han hecho los grandes místicos - , a condición, sin
65
5
embargo, de no encastillarse en el propio egoísmo y tener
siempre presentes el bien y el interés ajenos. Se ha pre-
conizado en todo tiempo la excelencia del conocimiento
propio, pero se ha olvidado demasiado el valor imponde-
rable del conocimiento de los hombres. Este conocimiento,
tanto o más difícil que el conocimiento propio, requiere
también un especial olfato, porque no siendo posible pe-
netrar en el interior del prójimo, hay que adivinar sus
intenciones y su carácter a través de las manifestaciones
externas de su conducta. De ahí el interés extraordinario
que ofrecen para el moralista las biografías, autobiografías ,
libros de confesiones y epistolarios, y aun la misma 'His-
toria, cuando lo es también de los personajes o protagonistas
de los hechos narrados. Hay que cambiar el rumbo del
cultivo y de la enseñanza de la Ética, y, sin mengua de la
fundamentación filosófica, dar su justo valer a esa intere-
sante literatura moral de Máximas, Aforismos y Sentencias;
hay que restablecer el tipo del moralista que sabe de sí
y de los demás, y que, libre de trabas metodológicas, sabe
decirlo con gracia y elocuencia persuasivas: Plutarco, Sé-
neca, San Agustín, Vives, Montaigne, La Rochefoucauld,
Pascal, Gracián, La Bruyere, Vauvenargues y los escritores
místicos y ascéticos, cada uno de por sí y todos juntos, son
enormemente más interesantes, para esa «Ciencia del hom-
bre» que culmina en la Sabiduría, que todos los tratados
sistemáticos de Ética reunidos hasta nuestros días.
No entraré en la discusión entablada, en el campo de la
Filosofía del Derecho, entre psicologistas y logicistas para
establecer el «concepto puro del Derecho». Lo que sí diré
y sabe todo el mundo, es que la Ciencia jurídica sería total-
mente infecunda sin un Arte jurídico capaz de corregirla
para mejor arraigarla en la vida individual y social. Pero
el Arte jurídico, que propiamente no es Ciencia, se basa
en el sentido común. Su misión específica es despertar el
sentido de la Sabiduría en los órganos eficientes del De-
recho o de su aplicación, a saber: el legislador, el juez y
66
el jurisconsulto. La Sabiduría del legislador consiste en
captar el sentido de la justicia, ora implícito en el espíritu
de ]a comunidad nacional, para traducirlo en preceptos,
ora explícito en las costumbres; bien entendido que sólo
debe prevalecer la costumbre con el suo decoro, como dice
Vico, esto es, la costumbre lícita, sea ésta secundum legem,
praeter legem o contra legem. El juez debe aplicar la ley
a cada caso individual, atemperando, no pocas veces, la
justicia con, la equidad: summum ius, summa iniuria. Un
Estado hien constituído debe preocuparse seriamente de
tener jueces buenos, y esto supuesto, la ley procesal ha
de dejar al juez la libertad suficiente para que pueda fallar
por lo menos con la misma Sabiduría con que resuelven
los hombres buenos, los amigables componedores o la que
demostró poseer Sancho en su gobierno de la ínsula Ba-
rataria. El jurisconsulto - por{ otro nombre, también muy
adecuado, el jurisprudente - es el hombre bueno, docto en
]a profesión, dotado antes que todo del sentido jurídico; su
paternal sensatez le hace inconfundible, no ya con el rábula,
el leguleyo o el picapleitos, sino aun con el legista empe-
dernido y el manualista.
Con la denonlinación de Ciencia política u otras análo-
gas, se viene cultivando desde la Revolución francesa y el
advenimiento de la era constitucional una disciplina del
saber generalmente más nutrida de Ciencia que de Sabi-
duría. Los acontecimientos político-sociales, que nunca avi-
san anticipadamente - aunque pueden preverse, y en esto
consiste precisamente la Sabiduría política - , periódica-
mente vuelcan las construcciones perfectamente lógicas de
aquella Ciencia. La Historia política de los diversos pue-
blos, con el residuo que deja de un prudente escepticismo,
seria la mejor introducción a la Ciencia polltica. Ésta, más
que ninguna otra ciencia, necesita de un Arte político,
verdadera antesala de la gobernación del Estado. El Prín-
cipe de MaquiaveJo, con todo su amoral y desaprensivo
realismo, constituye tal vez el primer modelo de ese Arte,
67
•
que, en manos de alguno de nuestros escritores políticos de
los siglos XVI y XVII, informados por el espíritu cristiano,
duchos por añadidura en la Diplomacia y otros menesteres
de la alta gobernación del Estado, cristalizó en formas
admirables de Sabiduría política, merecedoras de estudio
y de imitación. El Arte de gobernar, que es principalmente
acción, debe desentenderse de las teorías, para amurallarse
en el buen sentido. La peor desgracia que podría caer
sobre cualquier nación es que estuviese gobernada por doc-
• trinarios. La Sabiduría del gobernante en sus diversas fun-
ciones de legislador, de economista o de propulsor de las
energías sociales, consiste principalmente en saber tomar
el pulso al país, en apreciar el grado de su capacidad re-
ceptiva de los impuestos, en no perder nunca de vista, gra-
cias a una certera visión histórica, lo que Montesquieu, en
su Espíritu de las leyes, llamaba la constitución natural de
cada pueblo.
Incluso en las produ~ciones del Arte y de la Poesía,
donde a primera vista parece que el espíritu puede volar
sin limitación alguna, no le es lícito a ]a fantasía des-
bocarse. El mesurado- Horacio, en su Arte poética (11, 3,
v. 309), dice que el saber discernir y atinar es a la vez
fundamento y fuente del bi~n escribir:
68
han de estar asistidas por el instinto, la Filosofía, ora en-
tendida como unificación de todo el saber constituído, ora
como el conocimiento de las primeras verdades o principios,
deberá reconocer asimismo su propia limitación. «Por el
corazón - escribe Pascal - conocemos los primeros prin-
cipios, y es en vano que el razonamiento, que no tiene
ninguna parte en ello, intente comhatirlos» (P. 282). Ce-
rrada así la última puerta de la Flosofía, la docta ignoran-
cia, mediante un acto de humildad filosófica, nos abrirá,
en cambio, la puerta de la más alta Sabiduría. Nuestro Ja-
vier Llorens, que fué maestro en el Ars nesciendi, señalaba
como el primer deber del filósofo la «(conciencia de su
propia limitación», y nuestro Balmes ha escrito, por su
parte, que (da Filosoña muchas veces no es más que el
conocimiento científico de nuestra ignorancia».
La profesión filosófica o científica
(
es una de las más pro-
pidas a la vanidad y al orgullb personal. Manifestaciones
típicas de esa vanidad y de ese orgullo son la superstición
de la originalidad y el afán de dominio o de caudillaje,
que han jugado un papel importante en la historia sub-
terránea de los sistemas, de las escuelas y cenáculos. Ese
concepto influtivo del saber, con su secuela natural, la
pedantería, descansa en un error inicial: los filósofos' y los
científicos vanos tienen de su saber un concepto patri-
monial. Ignoran o aparentan ignorar que el saber científico
o filosófico es una herencia recibida de generaciones ante-
rioresy, en buena parte, obra de toda la comunidad social;
desconocen asimismo que la Ciencia y la Filosofía, por su
carácter universal, son esencialmente difusivas. Decía agu-
damente San Francisco de Asís que la ciencia de los libros
es una riqueza. El saber profesional es, efectivamente, una
riqueza, que es licito poseer, pero con una condición:
poseyéndolo como si no lo poseyésemos, es decir, con po-
brezUJ de espíritu. San Francisco de Sales lo ha dicho en
términos precisos: «(Si posees riquezas, no dejes que tu
corazón las ame, de tal suerte, que en medio de las riquezas
69
no tengas riquezas y seas señor de ellas» (lntrod. a la Vida
devota, III, c. 14).
En fin, el filósofo y el científico son antes que todo
hombres, ni más ni menos que los demás hombres, y por
lo elevado y representativo de su misión, están obligados
a llevar hasta el extremo una vida honesta y sencilla, que
sobre ser condición indispensable para llegar a la cima de
la Sabiduría, los constituya en espejo y ejemplo vivo para
SU8 discípulos y los demás hombres. De una vida indecorosa
70
sentados». Un catálogo inagotable de epítetos certeros y la ..
pidarios - de los cuales hace tiempo viene nutriéndose la
Criminología, con su tipología delincuente, no tanto la re-
ciente Caracteriología - nos dice elocuentemente la ma-
nera cómo el hombre vulgar conoce a sus semejantes, para
traLarles adecuadamente, ya para acercarse a e110s, ya para
defenderse de sus tretas y malas artes. Y nada digo de los
apodos y remoquetes, esos diagnósticos comprimidos e ios ..
tantáneos, con los que tal vez el último patán, con una
sola palabra, retrata en cuerpo y alma a su prójimo, de_o
mostrando de paso las más finas dotes de psicólogo.
La Ciencia del saber pc¡pular (Folklore) se encarga de
recoger todas estas manifestaciones de la cultura oral y
tradicional. Pero existen todavia algunos prejuicios acerca
de esta Ciencia, que es preciso desvanecer. No se trata de
una ciencia arqueológica, a pesar del dejo nostálgico
de ciertos folkloristas y de las preocupaciones científicas de
los antropólogos y etnólogos. La Ciencia del saber popular
es una ciencia tanto o más actual que la Filosofía, la cual
se renueva a través de la sucesión de los sistemas, mientras
que aquéI1a se nutre directamente en el palpitar constante
de la vida. Impropia es también la denominación de «Fi-
losofía populan> dada a la Ciencia folklórica. Su objeto
propio es la Sabiduría popular revelada a través de los
documentos vivos de la cultura espontánea y tradicional.
Esos documentos vivos son los juegos infantiles, con el
calendario consuetudinario, justo, sabio y adecuado, de su
distribución por estaciones del año, y con la distinción de
sexos, calendario hoy un tanto maltrecho con la int.roduc-
ción del deporte espectacular y profesional; son las danzas
y bailes de sa bor tradicional, expresión del espíritu de las
comarcas y de las regiones; son los mitos, leyendas y tra-
diciones, animados por sentimientos profundos, compar-
tidos por la colectividad, que hay que saber desentrañar;
son ]05 ritos y ceremonias que bordan los actos más so-
lemnes y graves de la vida, desde la cuna hasta el sepul-
71
ero; es la canción popular, pero no desligada de su medio
social, adaptada rÍtmicamente a las diversas situaciones del
vivir y del trabajo humanos, para aliviarlas e imprimir
todavía una sonrisa en los labios; es el lenguaje sonante
de las campanas, con su parsimoniosa Sabiduría de las ho·
ras, que, junto con ]a voz simple pero insinuante del pre·
gonero, notifican minuciosamente, en los pueblos, los actos
cotidianos de la vida religiosa y civil; es el calendario tra-
dicional de las fiestas y regocijos del año, inaherable, pre-
cisamente a fin de que el hombre no se lance a la insensata
tarea de trazar el programa de su felicidad personal, que
es el arLe inIalible de labrarse .a propia infelicidad; es la
casa rural (y el Arte popular, en genera]), de tipología
múltiple y variada, según las comarcas, pero siempre fiel
a sí misma, sabio producto de las condiciones geográficas
y climatológicas del lugar y del género de vida de sus mo·
radores, libre de la preocupación de estilos arbitrarios o
pasajeros, de arquitectura funcional en el sentido óptimo
de la palabra; son los refranes, adagios y proverbios, suma
y compendio de la Sabiduría de cada pueblo.
Decía don Miguel de Unamuno, en 1934, en solemnidad
igual a la de hoy, desde su Universidad de Salamanca:
«Toda la civilización, toda la Economía, todo el Derecho,
todo el Arte, toda la Sabiduría, toda la Religión española
están ahincados en los entresijos de su lenguaje y hasta
laten en el tuétano de sus huesos». La civilización se hun-
diría - hemos escrito en otro lugar - si algún día pudiese
negar a extinguirse ese fondo de reserva de ]a vida espon-
tánea y primitiva.
72
la anulación ni de la Ciencia ni de la Filosofía; exige sólo
que una y otra, en sus posibles descarríos, vuelvan, cual
hijo pródigo, al regazo maternal de la Sabiduría, que las
amamantó y acarició en sus primeros balbuceos doctrinales.
Con esta condición, pueden la Ciencia y la Filosofía des-
envolverse libremente dentro de su ámbito propio, sin in-
vadirse recíprocamente. Bajo el reinado, no absoluto pero
sí eminente de la Sabiduría, son rechazables por igual y no
son ya posibles, ni el Cientifismo que seca el corazón, ni
el Filosofismo que es desvarío de la mente, ni el Fideísmo
que anula la dignidad del pensamiento.
Pero el reinado de la Sabiduría exige olra condición;
el retorno a la vida sencilla, con todas sus consecuencias.
Seamos sencillos, queridos compañeros de profesión uui-
versitaria, profesores y alumnos que me escucháis, y seá-
moslo en todo: en el pensar y en el obrar, en todos nuestros
actos de la vida indjvidual y social, corporativa y ciuda-
dana. No os asuste el vocablo. Vida sencilla no quiere decir
ni hara po repelente, ni negligencia o descuido afrentosos,
ni llaneza plebeya. La sencillez auténtica es limpieza de
corazón y de cuerpo, visión c1ara y sin ambages, trato afa-
ble y sin doblez, sana alegría, elegancia espiritual. Sigamos
nuestra carrera con imperturbable serenidad. No abrigue-
mos ningún temor, salvo el santo temor de Dios, que, como
dice el texto sagrado, es el principio de la Sabiduría.
Seamos hombres, en el sentido plenario de la palabra, y
todo lo demás vendrá por añadidura.
He dicho.
PA RÍS. 208
BARCELONA