Escenarios 3

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Daro Alejandro Esquivel

APOSTILLAS A ESCENARIOS DE JOAQUÍN MEABE

1 – Algunas consideraciones preliminares

Desde donde se edifica una perspectiva sobre un tema filosófico, y en consecuencia,


un conjunto de proposiciones que hacen a un estado de cuestión en la historia de la
filosofía, no es un tema menor. Anida en el interior de entrecruzamientos del pensar
que provienen de un escenario que le es propio, revelando, aunque silenciosamente,
que es en vano la comprensión exhaustiva de aquellos si no se tiene en cuenta el
escenario como herramienta hermenéutica. El escenario (de acuerdo a la
caracterización de Joaquín E. Meabe en Artefactos y márgenes de la filosofía:
instrumentos y supervivencias de la era presocrática, 1era. Ed. Editorial Las
Cuarenta, Bs. A., 2014, p. 33-37) no evoca sino el horizonte que confiere sentido a
las proposiciones ensayadas y puestas en juego en determinada época, y en general,
a lo que los filósofos dicen, opinan, atacan, confían a otros y dejan como legado a
sus contemporáneos y a la posteridad. Libros, ensayos, epistolarios… todo el
universo de un viviente humano que ha sido, vale decir, validado por la cultura
como santo o demonio, pero al fin, filósofo; y aún más: la expresión material de su
vida filosófica, que agrega a la lista lo que otros pensadores han escrito sobre su
obra y aún opinado sobre su vida, no se entienden cabalmente si falta el escenario
donde se montan los dramas de la filosofía, con todos sus elementos teatrales: los
actores, el texto, la audiencia, el vestuario, el maquillaje, la escenografía, la
iluminación, el sonido y la dirección.

El escenario, es, aún más generosamente, el marco o límite de toda puesta en escena
de la filosofía. Pero en tanto determinación que no se puede encorsetar en los lindes
del espacio y el tiempo, sino que rebasa el plano de lo espacio-temporal y de la pura
empiria, pues no coincide o no se agota simplemente en esas coordenadas, opera
como un límite epistémico. Y con arreglo a él, gracias al escenario, o más bien a la
comprensión del escenario (la physis, el Dios trascendente, la conciencia
egocéntrica) se tornan inteligibles -se capta el logos, la razón de ser- de los
productos de la idealidad, y de su específico entrelazamiento con los imaginarios en
virtud de los cuales se fabrican –y se ponen en juego en la historia- las ideas,
conceptos, creencias, valores y artefactos de la cultura filosófica y, asimismo, las
apropiaciones de las más lejanas contribuciones, las asimilaciones de las formas más
extrañas, muchas veces dando lugar, en una suerte de mélange, a extravagantes
doctrinas, adaptadas al buen gusto, editadas y etiquetadas al calor de las modas que
reeditan ciertos autores con los cuales se pretende haber descubierto Eldorado, como
si en ese golpe de efecto se escenificara con toda la pompa una verdad sucedánea,
residual, pródiga en alivio al espíritu desfallecido e insatisfecho, a la que se sucede
día tras día, minuto a minuto, hora tras hora, el terrible esfuerzo humano de
producción del mundo material; todo aquello que tiene sentido para el viviente
humano.

Con todo, el escenario es el producto de la actividad humana material, de las formas


en que se despliega la cultura filosófica en la historia concreta. Como tal, el cogito
ergo sum, o más bien, la conciencia pensante, la res cogitans de Descartes, es un
momento del desarrollo, pero un momento avanzado del despliegue de alas del
individuo espiritual, aquel que ha roto con las cadenas significativas de un mundo
que lo remite todo fuera del espíritu, y que, sin saberlo todavía, se muere por
adelantar las agujas del reloj para adentrarse en los ilimitados océanos que promete.
Posteriormente éste, el espíritu, la conciencia soberana, se troca en una especie de
mónada extrañada del primigenio momento de esplendor demasiado humano, el más
violento y sórdido golpe del espíritu, en donde la acción individual humana produce
la ruptura con toda heteronomía, cual una suerte de herida que de a poco se tornará
mortal para la trascendencia, tras el abandono de las últimas comedias, escenificadas
en las más extremas manifestaciones y formas sobremaduras del denominado otoño
de la Edad Media1.

El Dios trascendente es una obra colectiva. Demostrar la real naturaleza de esta


empresa, habida cuenta de que el corpus judeo-cristiano proviene de la conjugación
de dos religiones del Libro –ni griegos ni latinos, u otros pueblos de la antigüedad, a
excepción de los musulmanes, tuvieron un libro sagrado- es tan difícil como
dependiente de una previa, exhaustiva y erudita investigación que no puede
1
Confr. Huizinga, Johan, El otoño de la Edad Media, 5ta. ed. en Alianza Universidad, Alianza Editorial S.A.,
Madrid, 1984
realizarla una sola persona, ni aún hoy en día, contando con los formidables medios
tecnológicos que se encuentran a nuestra disposición. Por otro lado, tampoco la
invención del individuo espiritual es obra de alguien, ni siquiera de un grupo más o
menos homogéneo. Tampoco es posible demostrar siquiera una mancomunación
cultural que pudiera funcionar de puente intercultural, o algo parecido, para poner un
poco de orden entre tantos datos, registros, huellas, etc., a lo que hay que agregar
obras que se han perdido, fuentes inaccesibles sobre las cuales la controversia rebasa
inclusive el plano del valor de tal o cual presunta adquisición filosófica. Pero si el
escenario de la conciencia, no ya la modernidad –a la que algunos sitúan en paralelo
a la aventura hispano-lusitana gracias a la cual se descubre América en 1492-, lleva
el signo de la individualidad es porque importa la plasmación de un universo
espiritual que toma lo universal remitiendo la personalidad –y luego el universo
moral- a lo subjetivo, y el remanente de aquella a lo infraindividual, que recién será
recuperado y cobrará sentido a fines del siglo XIX con las investigaciones de
Sigmund Freud y sus discípulos. El individuo espiritual universal será, pues, el
individuo abstracto, el sujeto. El sujeto con el cual tratan los filósofos modernos,
como Descartes, Kant o Hegel.

La filosofía moderna es por ello no sólo egocéntrica. Es egoísta. Es la expresión


filosófica del genio de aventura, merced al cual se descubre América, que añora
tesoros fabulosos, que se regodea en la curiosidad frente al horizonte de lo
insospechado y maravilloso, a la vez que centra la voluntad -a la que no sin
dificultad teórica convierte en principio del ser- en la expectativa de lucro, y troca el
deseo espiritual en ansias posesivas y desmedidas de artículos preciados y preciosos,
de productos fabulosos; y a la par, hace posible demandas que ya no pueden ser
satisfechas a gran escala por los mercados de Oriente, lo que trae a escena a nuevos
protagonistas de audaces aventuras, ya plenamente burguesas en forma y contenido,
inspiradoras de nuevos modos y figuras de comercio mercantil y cultural, de
novedosas maneras de trato como las que prefigura la esclavitud moderna bajo el
signo del trabajo en los talleres y más adelante en las fábricas de la emergente
revolución industrial.

Si el teatro de la creencia sobrenatural es la iglesia celeste de los fieles y la terrena


de los negocios de este mundo, la abadía, el monasterio, la masa creyente y
hambrienta de pan y salvación, la feligresía en cuerpos que se postran, y en su
expresión individual, la vida monástica, el claustro, los scriptoria, la celda…, el
teatro de la conciencia es la ciencia, el observatorio, el laboratorio, el ámbito propio,
privado, del sabio, donde se testean los idola del mundo y se escrutan las posibles
evidencias de los fenómenos. Alguien ha dicho que el aparentemente monolítico
edificio del saber aristotélico-tomista ha envejecido. Que la ciencia que merezca el
nombre de tal no se logra a la luz del paradigma de la ciencia medieval, que las
operaciones de un intelecto petrificado y estéril solo generan verdades ya conocidas,
insusceptibles de ponerse al servicio del ideal de la filosofía del espíritu: el ideal de
progreso, fuente elemental de la felicidad humana para el hombre moderno.

Bajo la mirada arrogante de la ciencia, la filosofía sólo puede inclinar la cabeza. La


filosofía tiene que validarse ante la ciencia, debe suministrarle los presupuestos que
ella necesita a la manera de sólidos cimientos que garanticen la independencia del
espíritu. Tarea nada fácil. Tarea peligrosa pero también apasionante. No es
incorrecto calificar de epistemológico al giro al que se vuelca el pensamiento
moderno. Paradojas de la historia del pensar, su origen eminentemente cartesiano
recuerda, conforme a una interesante noticia que nos trae Ortega y Gasset, al
contrastar la dupla Parménides-hexámetro empleado por Hesíodo (que usa el sabio
de Elea) con la iluminación cartesiana, que es un desplegar del pensamiento
solitario, en clave de una suerte de actitud mística, casi de recluso en celda de
monasterio, que se vuelca en primera persona en las Meditaciones Metafísicas,
anticipadas, como se sabe, por un enigmático sueño que parece nacer para inspirar a
precaverse de los sueños. Para volverse, acaso, contra el sueño. Salvo está, claro,
contra el sueño per se de la razón. Precisamente sobre este sueño los filósofos no
podrán ponerse de acuerdo; llevarán adelante formidables cruzadas interpretativas.
Uno de ellos pone el dedo en la llaga. Está por verse si ello significará el divorcio
del espíritu, la fuga de la monádica residencia de la conciencia soberana, de la idea
absoluta.

La zetetica filosófica (La bibliografía básica de este acápite fue extraída de obras de Joaquín E.
Meabe, especialmente el trabajo titulado: La cuestión de la Filosofía del Derecho, I.T.G.D., y el libro: La
cara oculta del derecho, Ed. MAVE, Corrientes, 2009, así como otras obras del mismo autor)

Zeteo- Zetoimenon onoma – Zetesis

Zetética proviene del verbo zeteo, que significa buscar, tratar de hallar, investigar,
examinar. En Met. 982 a 5/10, en el Libro α, Aristóteles dice que el sabio lo sabe
todo en la medida de lo posible pero sin tener la episteme (o sea el conocimiento
sustantivo) de cada asunto o materia en particular. Más adelante, en 982 b 7/10, dice
que la filosofía primera es una episteme de los fundamentos, una episteme que se
busca, que es básicamente teorética o si se quiere especulativa, que indaga acerca de
los primeros principios y ejemplifica esto con el bien y el fin por el que se hace algo
y que viene a ser una de esas causas, la causa final. De este modo la filosofía exhibe
el rasgo que mejor la caracteriza: zetoimenon onoma, el nombre que se busca, que se
refiere a la sabiduría en sí misma, a lo que es digno de ser investigado o de ser
buscado. La filosofía viene a ser entonces zetesis o sea búsqueda, investigación.

Sophós – Sophoterois

Para los antiguos griegos el filósofo era por sobre todas las cosas sophós y
sophoteroi, términos que suelen traducirse por sabio y sapientor (conocedor del arte
de saber) y que se distingue del entendido o adiestrado en alguna incumbencia
específica, según enseña Aristóteles en Met. 981 a 24 - 981 b 1 y por ello la filosofía
como sabiduría se presenta siempre como una actividad orientada a la inspección de
conjunto.

Philosophois – philodoxois

Platón completa el cuadro de la filosofía como actividad del sophós. Dice en el libro
V de República (Rep. 480 a 6/13) que no se debe confundir a los philosophois con
los philodoxois. El texto original es muy difícil y vale la pena explicarlo porque las
traducciones suelen dar a entender la palabra philodoxoi como “amante de la
opinión”, desatendiendo la importancia del efecto de contraste teórico que el término
creado por Platón exhibe, y que tiene un enorme valor para la filosofía práctica. El
diálogo trata de la diferencia entre opinión y conocimiento y su relación con sus
modalidades contemplativas. La conclusión remata con una pregunta del Sócrates
platónico a Glaucón (Rep. 480 a 6/8): si no será ofensivo el denominar philodoxois a
los interesados en la opinión, antes que philosophois y vuelve a preguntarse si no se
enojarán mucho al hablar de ellos de ese modo. Glaucón contesta (Rep. 480 a 7/8)
que algo así no debería ocurrir si los que se ocupan de opiniones aceptan lo que él ha
aceptado, si le hacen caso, puesto que no es lícito o no está permitido ofenderse con
la verdad.

Al final el Sócrates platónico concluye que (Rep. 480 a 1/12) entonces ha de


llamarse filósofos a los que dan la bienvenida a lo que es to on, lo que hoy llamamos
a veces la esencia de las cosas o lo que las cosas son en sí, como tales. A estos de
ninguna manera podemos, de acuerdo a Platón, llamarlos filodoxos. Los primeros,
los filósofos, no son entonces más que amigos o amantes de la sabiduría, o sea
personas que buscan la sabiduría por sí, por su importancia intrínseca, porque la
necesitan y quieren con ella un trato o comercio directo. La sabiduría sería entonces
una necesidad y un deseo. La palabra philos tiene un doble sentido de amigo y de
amante, asociado a dos situaciones primarias e irreductibles de la disposición
afectiva de los seres humanos: la relación de camaradería y confianza por un lado y
la que emerge del impulso y el afecto provocado por el deseo. Los que solo se
ocupan de las cosas con otro sentido, los que solo se interesan en los registros o
informes, en los detalles y en la transmisión de esos detalles bajo la forma que fuere,
pero sobre todo los que hablan de las cosas sin involucrarse con ellas, los que solo
opinan acerca de ellas son para Platón filodoxos. Con Aristóteles, como dijimos al
principio, la filosofía primera es una especie de episteme, una episteme de los
fundamentos, que se preocupa e indaga acerca de los primeros principios. Así, la
philosophía muestra el rasgo que mejor la caracteriza: zetoimenon onoma, el nombre
que se busca.

Los tres escenarios

Conforme esta caracterización, podemos desglosar el recorrido de la filosofía en tres


escenarios y dos modalidades zetéticas en cuanto importa especialmente a la
filosofía del derecho. El primero de los escenarios es el de la physis (que se suele
traducir por naturaleza), entendido como el máximo horizonte significativo -el
absoluto o tó olon-, en el que conviven hombres, dioses, animales, plantas y
demonios. En este escenario, límite de lo real y lo posible, se inicia el recorrido de la
filosofía al tenor de la cual, como bien dice García Morente 2 se orienta a distinguir,

2
García Morente, Manuel, Obras Completas, t. 2, vol. I, 1era. ed., Ed. Anthropos, Barcelona, 1996, p. 53
en la physis, lo aparente de lo real. Vale la pena tener presente lo que informa Colli 3
acerca del sustrato oscuro y enigmático de la sabiduría griega, la cual en su
despliegue se revelaría agonística y destructiva y con el correr del tiempo se tornaría
dialéctica. En efecto: con Parménides, la dialéctica pierde su carácter agonístico: a la
alternativa ¿es o no es? -un auténtico próblema en que el eleata sintetiza la
formulación más general de la interrogación dialéctica-, la ley parmenídica responde
es: la physis es.

El recorrido por el primer escenario se completa señalando las etapas que


comprende: la primera etapa tiene su origen en las costas de Jonia, y se halla
orientada hacia la indagación del arkhé o principio de la physis. Inicialmente atiende
al principio o causa material, si tenemos presente lo que dice Aristóteles en
Metafísica a partir de 983 b 10: “la mayor parte de los filósofos creyó que los
principios de todas las cosas se encontraban exclusivamente en el dominio de la
materia”. Pero como buscar esta causa es buscar el otro principio (984 a 25) -ya que
el sustrato por sí mismo no produce sus propios cambios-: o sea el principio del
movimiento, de la preocupación por el arkhé material se pasa a la indagación de la
causa eficiente de la physis (la filosofía pluralista y la ulterior crítica eleática).

Con el correr del tiempo, el eje de la filosofía se ha desplazado a Atenas, y es


precisamente el momento de mayor auge económico, militar y cultural de esta polis
aquel en que surge la filosofía política4. Las preguntas como: ¿Qué es lo político? o
¿Qué es la polis? fueron formuladas por Sócrates, quien habría sido el fundador de
la filosofía política. Esta segunda etapa, antropológica, se ocupa de los problemas de
la comunidad política, pero lo hace sobre la base de plantear qué es esto o aquello;
preguntas que hacen pensar en las diferencias esenciales, en un todo compuesto de
partes heterogéneas no sólo perceptibles sino además noéticas, pues no se conoce el
todo sino las partes y sólo existe un conocimiento parcial de las partes; por ello
nunca se rebasa, aún en el caso de los hombres más sabios, la esfera de la opinión.
Sócrates representa en este punto un retorno al sentido común, ya que si el todo es
inabordable no lo son, en cambio, las partes. Las opiniones sobre ellas, sobre las
partes, sin embargo, tienen un cierto orden, una jerarquía. Las más autorizadas, las
de la ley, los pronunciamientos legales, no aprueban que el hombre intente buscar lo
que los dioses no quieren dar a conocer. Sócrates es un hombre piadoso; son los
3
Colli, Giorgio, El Nacimiento de la Filosofía, 1era. ed. Tutquets Editores, Bs. As., 2010, p. 91
4
Strauss, Leo, La Ciudad y el Hombre, Ed. Katz, Bs. As., 2006, p. 35-36
asuntos humanos, en consecuencia, lo propio de su incumbencia, los que le
interesan; por ello su sabiduría, su conocimiento de la ignorancia, es piadosa. Pero
como las opiniones, aún las más autorizadas –como las de la ley- entran
frecuentemente en colisión, Sócrates hace el camino inverso, se remonta no de la
physis al nómos –o sea, la ley- sino del nómos a la physis, camino que deberá
emprender lúcidamente, partiendo del sentido común encarnado en las opiniones
aceptadas, para ir más allá de las mismas: es el surgimiento de la dialéctica
socrática, reapropiada y desarrollada por Platón, preocupada por lo justo y lo noble
por naturaleza o por la naturaleza de la justicia y la integridad.

La tercera etapa, la helenística, sucede a la decadencia de las póleis, y


consecuentemente, se corresponde con la pérdida del eje significativo de la
problemática filosófica tal como había sido tematizada, sobre todo, por Platón y
Aristóteles. La preocupación por aspectos o temas sin duda importantes aunque
secundarios, y al mismo tiempo la retracción del pensar hacia la interioridad del
sabio, sea académico, escéptico, estoico o epicúreo, caracterizan a esta última etapa
del escenario de la physis.

El segundo escenario es el de la revelación. Paralelamente al desarrollo de la cultura


clásica, emerge hacia Occidente el escenario de la tradición judeocristiana en el cual
el mundo y el hombre aparecen contenidos por Dios (un Dios único, supremo e
innombrable), quien por el acto de creación -acto incomprensible para la
inteligencia humana- exige la participación de toda la humanidad con el creador en
un proyecto de cara al futuro consistente en la progresiva superación de lo dado y
que es entendido como redención. Esta es la matriz de inteligencia de lo que más
adelante se denominará conciencia histórica y constituye el presupuesto básico –
aunque nunca explicitado o sólo de manera fragmentaria- de las distintas ideologías
de la modernidad, cuyos discursos y narrativas se encuentran inexorablemente
ligadas ideológicamente al programa inicial escatológico surgido en el escenario
judeocristiano. Por cierto, debe tenerse presente para completar el recorrido por este
escenario, el papel fundamental del Cristianismo, en su conformación y en orden al
giro decisivo que bien se testimonia con las palabras de San Pablo en Romanos I.13:
“Non enim est potestas nisi a Deo”. El nuevo paradigma de la filosofía -filosofía
cristiana, teología, con sus dos grandes momentos: la patrística y la escolástica-
lleva sin embargo consigo el germen del tercer escenario.
Este tercer escenario es la conciencia o yo cartesiano, que hace surgir a partir de su
propia actividad el edificio total del pensamiento. A diferencia de los otros
escenarios, este último es un producto intelectual al cual se llega tras siglos de
paciente elaboración, desde la temprana noción de sentido interior de San Agustín
de Hipona hasta la supresión cartesiana del habitus intelectual de la filosofía
escolástica5 que desde Descartes y Hobbes explicita la dirección, metodológica, de
su zetética, edificada en el vacío absoluto, en la privación total y en el horror a la
muerte. La zetética moderna, en este derrotero, se orienta a preguntar ¿Cómo
conozco? ¿De qué modo alcanzo verdades claras y distintas? Parafraseando a García
Morente (op. cit., p. 112), conviene observar que el hombre moderno no es ingenuo,
es más bien desconfiado; pues ya no puede sostener simplemente el to on, o sea, la
existencia de lo real traída inicialmente a la filosofía por Parménides de Elea. La
filosofía cartesiana, a tenor de la cual se concibe la filosofía del derecho moderna –
cuya primera obra, la que asume explícitamente el ámbito propio y distinto de sus
incumbencias es La Filosofía del Derecho de Hegel (1820)- edifica una zetética ya
no orientada preferentemente a la problemática de la pólis, lo político, lo virtuoso, lo
justo y la injusticia.

Corrientes, 13 de julio de 2018

5
Maritain, Jacques, El sueño de Descartes, Ed. Biblioteca Nueva, Bs. As., p. 46.

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