Omnisciencia y Omnipresencia de Dios

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Omnipresencia y omnisciencia de Dios - Salmo 139

Hecho para algo


A veces hay visiones distintas. Una señora de alta sociedad contempla un gato y piensa
en una mascota: llevarlo a casa, ponerle un collar coqueto, echarle guisos hechos por
ella, hacerlo dormir sobre un cojín. Un hombre de campo, sin embargo, tiene una visión
muy diferente. Al mirar al gato, sólo ve un cazador de ratones. Precisamente no le echará
de comer, para que teniendo hambre persiga mejor a los roedores molestos. Los dos
observan el mismo animal, pero sacan conclusiones distintas. Su interpretación de la
realidad es diferente.
Lo mismo ocurre cuando el hombre contempla la naturaleza. Algunos están convencidos
de antemano que no hay ningún Dios detrás. Se afanan por explicarlo todo sin recurrir a
ningún tipo de intervención divina, y por tanto elogian las maravillas de la selección
natural.
Otros –más honestos intelectualmente– están dispuestos a considerar la posibilidad de un
Dios creador. Al abrirse a esa posibilidad, ven diseño inteligente por todas partes en la
naturaleza alrededor. Es más: la naturaleza transmite un mensaje. Es como una valla
publicitaria que lleva el logotipo de un Dios que realmente está allí. Nos dice que existe un
Dios, que es un Dios sabio, poderoso, eterno y bueno en sus intenciones. El diseño, el
orden y la previsión que se aprecia en toda la naturaleza dan testimonio de una Verdad
inamovible, de una Realidad envolvente. La construcción de una filosofía de la vida no
está sujeta a las preferencias particulares de cada cual, sino viene condicionada por una
situación previa, por una creación especial en que los distintos elementos funcionan de
una manera y no de otra. Las leyes de la física son fijas y sugieren que hay unas
verdades espirituales equiparables. Al mismo tiempo, sin embargo, algo en la naturaleza
alude a un problema: hay desastres naturales y desequilibrios de todo tipo que apuntan a
que las cosas no son como deben ser.
El mensaje escrito de Dios aclara cómo sus cualidades divinas –sabiduría, poder,
eternidad, bondad, justicia– pueden conectar con nuestra propia experiencia. Dios está
allí, pero ¿cómo puede llegar a ser mi Dios, ejerciendo todas sus virtudes para ayudarme
en mis necesidades de cada día? La Biblia da la respuesta.
El joven David ha pasado de ser pastor de ovejas y cantautor a servir como funcionario
público. Un buen día se ha presentado en el frente de batalla, llevando provisiones a sus
hermanos, y se ofrece voluntario para luchar contra un gigante. Es Goliat, el paladín de la
tropa enemiga. David le vence en buena lid, y el rey le ofrece un contrato de trabajo: dejar
el rebaño y servir en el palacio. Tocará música y también peleará batallas. Juglar y
soldado. Es un buen negocio para el rey: dos profesionales por el precio de uno.
Pero David no está tan seguro. No se siente cómodo en la nueva situación. Es el hijo
pequeño de una familia humilde, un rudo pastor de ovejas. Meditando en el contraste
entre sus raíces en el campo y los oropeles del palacio urbano donde ahora le toca
trabajar, recuerda el combate desigual contra Goliat. Allí también había luchado como un
pequeño contra un gigante, y ¡el Dios de Israel había dado la victoria al pequeño!
David empieza a meditar en ese Dios que le ha creado. No es sólo el Dios de la
naturaleza, no es sólo el Dios que ha dado las Escrituras, sino también es el Dios que ha
armado –pieza por pieza– el cuerpo físico de su siervo. Dios le ha formado desde el
vientre de su madre, y ese mismo Dios estará presente en todas sus empresas (como lo

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había estado en la lucha contra el gigante). Es el Dios que le ve y le acompaña a todos
los sitios. Reflexionando sobre la presencia del Dios que le ha dado la existencia, David
afirma que ese Señor tiene el derecho de examinarle, para ver si anda bien. También
reconoce que el Señor le guiará en la nueva situación, para que haga lo correcto como el
“nuevo” de la empresa.
¿Te has sentido alguna vez como el “nuevo” en un empleo o una comunidad de vecinos,
en una iglesia o en una facultad? ¿Te has sentido como el pequeño del equipo, o como el
menos agraciado en la vida social? ¿Pasas inadvertido mientras la gente busca a otras
personas más simpáticas que tú? ¿Te eligen en último lugar para conversar? ¿Llaman a
otros y no a ti? David conocía esa inseguridad, y para domar su corazón –traerlo bajo
control– se sienta con su guitarra y compone una canción. Es su manera de desahogarse,
ventilando lo que tiene dentro y calmando el vendaval en su interior. Expone al Señor sus
sentimientos, afirmando lo que sabe que es cierto y pidiendo ayuda en aquello que no
sabe todavía.
En el Salmo 139 David nos da una respuesta a la pequeñez y la insignificancia.

Dios te acompaña intensamente


(Sal 139:1-12) “Oh Jehová, tú me has examinado y conocido. Tú has conocido mi
sentarme y mi levantarme; has entendido desde lejos mis pensamientos. Has
escudriñado mi andar y mi reposo, y todos mis caminos te son conocidos. Pues aún
no está la palabra en mi lengua, y he aquí, oh Jehová, tú la sabes toda. Detrás y
delante me rodeaste, y sobre mí pusiste tu mano. Tal conocimiento es demasiado
maravilloso para mí; alto es, no lo puedo comprender. ¿A dónde me iré de tu
Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia?Si subiere a los cielos, allí estás tú; y si
en el Seol hiciere mi estrado, he aquí, allí tú estás. Si tomare las alas del alba y
habitare en el extremo del mar, aun allí me guiará tu mano, y me asirá tu diestra. Si
dijere: Ciertamente las tinieblas me encubrirán; aun la noche resplandecerá
alrededor de mí. Aun las tinieblas no encubren de ti, y la noche resplandece como el
día; lo mismo te son las tinieblas que la luz.”
El espionaje está de moda: cámaras de vigilancia, pinchazos telefónicos, rastreos
informáticos. Es fácil descargar sin querer un virus spyware que acaba pasando tus datos
bancarios a algún desaprensivo. Hay cada vez más personas que se dan de baja de
Facebook, al descubrir que sus secretos están dando la vuelta al mundo. Más de un
famoso se ha quejado del uso ilícito de fotos comprometedoras que algún hacker ha
extraído de su móvil. Las agencias de detectives tienen un negocio pingüe en estos
tiempos de desconfianza: espiando a rivales comerciales, a enemigos políticos, a
cónyuges desafectos. Los gobiernos del mundo se espían mutuamente, y algunos
denuncian los abusos a los medios de comunicación (Julian Assange, Edward Snowden).
Hay técnicas de vigilancia para todos los gustos: micrófonos en bolígrafos o cepillos de
dientes, cámaras en llaveros o pulseras. Algunos han colocado diminutos micrófonos en la
espalda de escarabajos, para lograr una escucha andante. Google ha desarrollado unas
gafas, las “Google Glass”, que permiten sacar fotos en cualquier sitio sin que los demás
se den cuenta, además de ver vídeos mientras se pasea por la calle. La Tienda del Espía
ofrece productos para toda clase de mirón.
Los gobiernos espían para luchar contra peligros como el terrorismo, y a veces este
escrutinio da un fruto reconfortante: las imágenes grabadas del maratón de Boston
permitieron capturar a los terroristas chechenos que habían puesto las bombas. Otras

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veces se trata de una flagrante invasión de la intimidad, como el caso del soplón de
Alemania Oriental retratado en la película La vida de los otros.
El hecho de estar sometidos a un marcaje tecnológico tan omnipresente produce agobio.
Los paparazzi agobian a los famosos. Los concursantes de Gran Hermano toleran la
videovigilancia 24/7 porque quieren ganar un premio al final. Los jóvenes ficticios que
concursan en Los juegos del hambre aguantan para sobrevivir de alguna manera. Pero
más de un adolescente ha discutido con sus padres cuando éstos han revisado las cosas
de su habitación, incluso leyendo en su diario íntimo. “¡Dejadme en paz!” puede ser la
respuesta. Dan ganas de llamar al Tío la Vara para dar lecciones a los cotillas que se
meten en nuestros asuntos.
Sabernos vigilados produce agobio. ¿Cómo debemos responder entonces a un Dios que
nos ve en todo momento y nos acompaña a todos los sitios, un Dios que nos ha hecho
como somos y tiene apuntadas en su libro todas las experiencias que van a configurar el
curso de nuestra vida?
David redacta una canción, el Salmo 139, para dar otra visión del asunto. Contar con un
Dios que todo lo ve y todo lo sabe, libera en vez de oprimir. Da seguridad, ánimo, y
esperanza cuando uno se siente pequeño, débil, olvidado, como un “cero a la izquierda”.
David se dirige a Jehová: “Oh Jehová, tú me has examinado y conocido”. “Jehová” es el
nombre personal del Dios que se compromete con los que han creído la promesa de
Cristo. Significa “estoy y estaré contigo hasta el final; he prometido y cumpliré”. Este Dios
es muy diferente a la madre obsesiva que revisa la página de Facebook de su hijo. Te ha
creado como eres (cuerpo, temperamento, cualidades personales) y dispone de un poder
real para poner soluciones cuando pides ayuda. Te ama mucho más que cualquier
progenitor humano, pero al mismo tiempo te deja espacio para tomar decisiones y crecer.
El nombre del Señor quiere decir que él está de tu parte. Cuando has creído en Jesucristo
–de todo corazón y para salvación– él pone su nombre sobre ti. “Jesús” significa “Jehová
salva”, y ese nombre transforma su íntimo conocimiento de todas tus actividades y todos
tus pensamientos, de todas tus luchas y todas tus aspiraciones, de tus deseos profundos
y tus miedos secretos, en un apoyo sólido para seguir luchando. David se lamenta en otro
salmo, “No tengo refugio, no hay quien cuide de mi vida” (Sal 142:4). La soledad
desespera. Cuando nos parece que nadie entiende, que nadie escucha, que a nadie le
importamos, nos hundimos. Es precisamente en ese momento que el Señor viene y nos
dice, “Yo te conozco, yo te veo, yo sé lo que estoy haciendo en tu vida”. En vez de
agobiarnos, su omnisciencia nos reconforta. Nos recuerda que él está pendiente de todas
nuestras necesidades.
Dios ve todo lo que hacemos: “has conocido mi sentarme y mi levantarme”. Se refiere a
todas nuestras actividades: estudiando, trabajando, conversando, jugando, viajando,
durmiendo. Pero David no se limita al hecho de que Dios nos vea, sino que afirma que
también nos examina, nos entiende, nos conoce íntimamente. Hay una gran diferencia.
“Ver” sólo denota una observación desde lejos, como un vecino que espía a otro con
prismáticos. Contempla los movimientos del cuerpo del otro, los hechos externos visibles.
Pero el Señor sopesa todo lo que se cuece dentro: “has entendido desde lejos mis
pensamientos”. El discierne la inclinación de los sentimientos y sabe perfectamente hacia
dónde nos llevarán: “todos mis caminos te son conocidos”. Oye nuestras palabras antes
de pronunciarlas nosotros, y por ello nos puede dar las palabras adecuadas para
situaciones delicadas (Mt 10:19).
El Señor tampoco se queda escudriñando nuestra situación. Cuando el salmista exclama
“detrás y delante me rodeaste, y sobre mí pusiste tu mano”, describe una especie de
encierro permanente: no para privarnos de libertad, sino para que ponga su mano

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sanadora sobre nosotros. En los evangelios, Jesucristo toca al leproso para limpiarlo (Mt
8:3), toma de la mano a la suegra de Pedro para sanarla de su fiebre (Mr 1:31), y toma de
la mano a la hija de Jairo para levantarla de su lecho de muerte (Mt 9:25). En cada caso
hay un toque divino. Que ponga su mano sobre nosotros es altamente positivo porque
significa que Jesús invade una situación de necesidad para dar la solución requerida.
Esta presencia intensa, donde el Señor ve, escudriña, conoce, y pone su mano sanadora,
ocurre en todos los lugares. Si subiéramos al espacio –a años luz de la tierra– o
bajáramos a la fosa de las Marianas, a 11 kilómetros de profundidad –o al mismo centro
del globo terráqueo– aún allí el Señor estaría viendo, acompañando y tocando. Si
viajáramos a la velocidad de la luz (”si tomare las alas del alba”) o si nos plantáramos en
una isla desierta (”si habitare en el extremo del mar”), en cualquier lugar Dios estaría
presente para poner su mano, no sólo tocando sino asiendo (”me asirá tu diestra”). “Asir”
es un apretón fuerte para rescatar, como cuando Jesús echa mano de Pedro para que no
se ahogue en alta mar (Mt 14:31). Se trata de agarrar al otro: para sostener y evitar una
caída, para sacar de un pozo de desesperación, para abrazar y dar consuelo, o para guiar
con fuerza en la buena dirección, impartiendo así una enseñanza personalizada. Además,
el Señor hace todo esto a cualquier hora, día y noche: “las tinieblas no encubren de ti”.

Hecho para algo Dios, como artista, ha configurado tu vida


(Sal 139:13-18) “Porque tú formaste mis entrañas; tú me hiciste en el vientre de mi
madre. Te alabaré; porque formidables, maravillosas son tus obras; estoy
maravillado, y mi alma lo sabe muy bien. No fue encubierto de ti mi cuerpo, bien que
en oculto fui formado, y entretejido en lo más profundo de la tierra. Mi embrión vieron
tus ojos, y en tu libro estaban escritas todas aquellas cosas que fueron luego
formadas, sin faltar una de ellas.¡Cuán preciosos me son, oh Dios, tus
pensamientos! ¡Cuán grande es la suma de ellos! Si los enumero, se multiplican más
que la arena; despierto, y aún estoy contigo.”
David afirma que el Señor le ha formado en el vientre de su madre, armando su persona
pieza por pieza en la oscuridad del útero. Dios ha formado sus entrañas, es decir, no sólo
la estructura física de su cuerpo, sino todo el conjunto de su ser (cuerpo y alma). Habla de
una autoría personal: “tú me formaste, tú me hiciste”. David tiene muy claro que el ser
humano es mucho más que un conjunto de sustancias químicas mezcladas al azar. La
selección natural nunca será suficiente para explicar la maravilla del cuerpo humano.
Esto nos obliga a considerar de nuevo la teoría de la evolución. Darwin plantea que una
sucesión de mutaciones favorables, sobre la que opera la selección natural durante largos
períodos de tiempo, basta para explicar el origen de las especies. El ser humano así
resulta ser producto de un proceso ciego e impersonal. Surge del mundo de los animales:
algunos peces llegan a ser reptiles, algunos reptiles se desarrollan en anfibios, algunos
anfibios evolucionan en mamíferos, y algunos mamíferos superiores (los primates) se
transforman en hombres y mujeres. El ser humano y los animales comparten una cadena
de continuo desarrollo.
Un problema con la teoría es que hay diferencias significativas entre los hombres y los
animales que exigen una explicación: el uso del lenguaje, un sentido artístico, la
conciencia moral, una noción de la eternidad, y una conciencia de Dios. Son rasgos que
todos los seres humanos comparten, en todas las culturas, y que nos distancian
dramáticamente de los animales más avanzados. Un observador imparcial podría achacar
las diferencias entre hombres y animales al impulso ciego de la selección natural: “ocurrió
así, aunque no se sabe cómo, pero seguiremos investigando”. Otra posibilidad, sin

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descartar de antemano la posibilidad de Dios, sería ver en estas cualidades claras
evidencias de diseño. El ser humano es como es porque lleva la impronta de un Dios
personal. La causa tiene que ser mayor que el efecto.
La implicación de plantear el ser humano como obra de un artista personal es que así los
hombres y las mujeres tienen dignidad. Tienen un valor inmenso porque llevan la imagen
del alfarero divino. Si el cuadro de un artista de renombre se subasta por millones, es
porque la capacidad del pintor imparte valor al lienzo. Un Rembrandt no es lo mismo que
un grafiti de Muelle pintado en la pared de un local abandonado.
Si el ser humano tiene valor intrínseco, queda descartada la eugenesia, el genocidio, el
infanticidio, la eutanasia activa y cualquier método de perfeccionamiento de la raza que
suponga la eliminación de los indeseables. Nuestro valor no depende de lo que
aportemos a la sociedad, sino del hecho de llevar la firma de un Diseñador altamente
cotizado. Tampoco cabe el desprecio: del torpe, del tartamudo, del feo, del ignorante.
Cada persona posee un valor infinito por llevar la imagen de un Dios infinito.
David no sólo ensalza la autoría personal del Creador de su cuerpo, sino también su
pasmosa artesanía. Dios construye un embrión, que a las diez semanas se convierte en
feto, en la más absoluta oscuridad del útero. Lejos de los focos, aislado del mundo
exterior, Dios supervisa el crecimiento de la criatura: las células se especializan, los
miembros se forman, los sistemas empiezan a funcionar: “fui entretejido en lo más
profundo de la tierra” (metáfora del vientre, como lugar oscuro e inaccesible).
Cuando el salmista afirma que “en tu libro estaban escritas todas aquellas cosas –días1–
que luego fueron formadas, sin faltar una de ellas”, es para añadir otro motivo de
alabanza a Dios: su anticipado diseño de la obra. Ensamblar un bebé no es la ocurrencia
de un momento, sino el fruto de un plan por largo tiempo meditado y preparado. En el libro
de Dios (metáfora que se refiere a su plan eterno) figuran tanto el código genético de cada
persona como el plan de los días de su vida: cuántos días vivirá y qué ocurrirá en cada
uno de ellos. El apóstol Pablo dice que el Señor “hace todas las cosas según el designio
de su voluntad” (Ef 1:11). Esto significa que tu vida tiene un propósito, tienes una misión
que cumplir. El plan de Dios ha puesto aptitudes en tu vida, te ha dado cierta familia (y no
otra), ordena a todas las personas que cruzan tu camino, te da experiencias y
oportunidades, y permite desgracias de todo tipo: todo con el fin de llevar a cabo lo que
tiene pensado para tu vida. “El Señor cumplirá su propósito en mí” (Sal 138:8).
La creación de una obra de arte tan compleja como el cuerpo humano requiere
pensamiento, y por ello David se admira del designio de Dios: “¡cuán preciosos me son,
oh Dios, tus pensamientos!”. Son muchos y variados, se plasman en la formación del niño
que nace, se aprecian en todo el desarrollo posterior de esa persona. Esto también
significa que el Señor sigue pensando en aquel que ha diseñado y creado: “Aunque
afligido yo y necesitado, Jehová pensará en mí” (Sal 40:17).

Dios acabará con todo mal en el mundo


(Sal 139:19-22) “De cierto, oh Dios, harás morir al impío; apartaos, pues, de mí,
hombres sanguinarios. Porque blasfemias dicen ellos contra ti; tus enemigos toman
en vano tu nombre. ¿No odio, oh Jehová, a los que te aborrecen, y me enardezco
contra tus enemigos? Los aborrezco por completo; los tengo por enemigos.”
Si David, que ha creído la promesa de Cristo y sabe que Dios es su pastor (”Jehová es mi
pastor, nada me faltará”, Sal 23:1), sabe también que la bendición de su cuidado
premeditado sólo se aplica a los que han entrado en el pacto. La admiración, la maravilla,

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la adoración que caracteriza este salmo sólo pertenecen a los que han sido justificados
por la fe en Cristo. Los demás, por el hecho de no buscar al Dios que se les manifiesta en
la creación (”los cielos cuentan la gloria de Dios”), se quedan al margen. Si no buscan a
Dios, no encuentran a Dios. Si no encuentran a Dios, siguen desconectados de la fuente
de la vida. Son impíos porque no conocen el “buen temor de Dios” (eusébeia, piedad).
Muy al principio, nada más caer nuestros primeros padres, Dios vino corriendo para
anunciarles la promesa de Alguien que vendría para arreglar el desastre (Gn 3:15). Sería
fuerte y acabaría con todo mal, pero también sufriría una herida. Al enseñar a Adán y Eva
a ofrecer animales en sacrificio, propuso un medio visual para recordar la promesa. El
sacrificio no tendría eficacia, sólo avivaría la fe en algo que Dios solo llevaría a cabo. Con
la promesa de Cristo, y con el sacrificio del cordero como ayuda visual, el Señor quiso
transmitir dos mensajes: 1) el pecado conduce a la muerte, y 2) Dios ha provisto un
Sustituto. Debes morir, pero si miras al Sustituto con fe (inocente como el cordero y
enteramente consumido por el fuego del juicio de Dios) Dios te declarará justo ante sus
ojos. No por nada en ti, sino por confiar en la obra que él iba a efectuar a través del
Redentor.
Creer en el Salvador venidero implicaba creer en él para arreglar tu problema personal de
pecado, siendo sustituto y llevando sobre sí el juicio que te corresponde. También suponía
identificarte abiertamente con todo un pueblo que había creído la promesa de la misma
manera. Te ibas a reunir con ellos un día de cada siete para recordar las promesas, para
alabar a Dios por la bondad de su provisión, y para pedir su ayuda para seguir adelante
en un mundo bajo maldición. Además, la reunión sería para que los creyentes se
exhortaran y se animaran a vivir dignos de aquel buen Dios y del Redentor que vendría
para acabar con todo mal. Se abstendrían de hacer lo malo y se comprometerían a
practicar lo bueno, con su ayuda.
El salmista es consciente de que a Dios no le da igual el bien y el mal. La promesa de un
Redentor, de alguien que golpeará la cabeza de la serpiente, implica la erradicación total
de todo mal: el pecado, la violencia, la enfermedad, la guerra, el sufrimiento, el dolor, y la
muerte. El problema es que existe el mal en nosotros. La única solución, para no quedar
eliminados cuando Dios haga limpieza en este mundo estropeado, es confiar en la
promesa del Redentor. Creer, de una manera personal y de todo corazón, en Jesucristo
como Señor y Salvador.
De este modo, David afirma que el destino de los que se quedan al margen de Dios será
la muerte: “De cierto, oh Dios, harás morir al impío”. No todos reciben el perdón. No todos
irán al cielo. Hay que pasar de la condición de “impío” a la de hijo de Dios. David está
pensando en los filisteos, con Goliat a la cabeza, que se han burlado del Dios de Israel:
“blasfemias dicen ellos contra ti”. Tiene muy claro que uno pertenece al pueblo de Dios o
no, y afirma su deseo de “ir a por todas” con el pueblo de Dios. Se aprecia hipérbole en el
salmo. David exagera a posta para pedir de sus oyentes una respuesta radical. Dice
“apartaos de mí, hombres sanguinarios” y “¿No odio, oh Jehová, a los que te aborrecen?”
como para enfatizar su negativa a identificarse con los que no quieren saber nada de
Dios. Jesucristo emplea hipérbole cuando dice que arranquemos el ojo que ofenda, que
cortemos la mano que peque (Mt 5:29-30). La intención de David en el salmo es que
distingamos entre los que son de Dios y los que no lo son, y que asumamos el firme
propósito de intimar y convivir y servir con aquellos que también han creído en Cristo de
todo corazón.
Sólo existen dos clases de personas en el mundo: los que pertenecen al Señor y los que
no. Los hombres se clasifican unos a otros según su raza, su idioma, el color de su piel, o
su religión. Sin embargo, para el Señor todos los seres humanos en todos los lugares o

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son de Cristo o no lo son. “El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios
no tiene la vida” (1 Jn 5:12). El dato importante es qué dirá él de ti: ¿te contará como uno
de los suyos o no?

Dios ausculta tu corazón para guiarte a todo bien


(Sal 139:23-24) “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce
mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino
eterno.”
A la luz del cuidado de un Dios que acompaña a los que él ha formado conforme a un plan
eterno, David suelta frases de admiración: “estoy maravillado, formidables son tus obras,
cuán preciosos son tus pensamientos”. Hay una nota de profunda adoración, un éxtasis
de alabanza, como respuesta al prodigio que es un ser humano. Es como la respuesta de
un Natanael sorprendido ante el prodigio que es Jesucristo: “Rabí, tú eres el Hijo de Dios;
tú eres el Rey de Israel” (Jn 1:49). O la respuesta de Tomás, cuando se da cuenta de que
Jesús entiende perfectamente todas sus dudas: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20:28).
Contemplar la obra del Señor en el ser humano te llena de admiración, y la admiración te
mueve a la entrega.
Este Señor prodigioso también actuará algún día para implantar la justicia y la paz en un
mundo estropeado. Acabará con toda clase de males, y frente a esa certeza David clama
“examíname, guíame”. Si Dios acabará con todo mal, que acabe antes con el mal que
puede existir dentro de mí. En el Salmo 19, David pide que Dios le haga ver sus errores:
“líbrame de los que me son ocultos”. También pide ser liberado de las soberbias: “que no
se enseñoreen de mí”. Ahora da un paso más en el Salmo 139. Dice “mira a ver si hay en
mí camino de perversidad”. Puede haber costumbres, hábitos, tendencias que no son
nada buenas, pero el Señor también puede dar la victoria allí.
La petición “guíame en el camino eterno” significa “guíame al reino de Dios, a aquel
mundo perfecto que el Redentor traerá: sin pecado, sin muerte, lleno de justicia y paz”. En
efecto, el salmista pide que Dios avive y mantenga su fe en la obra de Cristo: que
Jesucristo sea una intensa realidad todos los días. También que le guíe para vivir digno
del Cristo venidero, y que le dé fuerzas para evitar el mal y practicar el bien. También que
le muestre la manera de bendecir al pueblo de fe, los creyentes verdaderos. La idea es
que el pueblo de Dios sea tu pasión. En nuestros tiempos esto se traduce en un
compromiso con la iglesia local: bautizarse, reunirse, aportar, servir según tus dones,
buscar la paz.
Pedir ayuda para avanzar en el camino eterno es venir a la luz. Jesús dice “El que
practica la verdad viene a la luz, para que sea manifiesto que sus obras son hechas en
Dios” (Jn 3:21). La adoración nos lleva a ponernos delante del Señor, y éste Dios seguirá
transformándonos para bien, hasta que lleguemos ante su presencia.
Si el buen Dios te acompaña en todo momento y acabará con todo mal, querrás que te
guíe a todo bien.
-----------------------------
1 La palabra “días” figura en el texto hebreo, aunque en español se entiende como parte
de la frase “todas aquellas cosas”. Podría significar “todas aquellas cosas que día a día se
fueron formando en el desarrollo del feto”, y en ese caso se referiría al código genético
que programa el desarrollo del feto. También podría referirse a los días de la vida del niño
que nace. La idea es que Dios no sólo da forma al cuerpo del bebé sino que también
prepara las experiencias de cada día de su vida después de nacer.

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